Cumpleaños número 13 (Capitulo de Persona normal de Benito Taibo) Voy a cumplir trece años. Una semana antes de que suceda, el tío Paco pregunta a cada rato la manera en que quiero celebrarlo. Aparece junto a mi cama, en la mesita de noche, todas las mañanas, una notita escrita que va diciendo: «¡Faltan siete días!», «¡Faltan seis días!», «¡Faltan cinco días!». Parece que anunciaran el despegue de una espectacular misión espacial hacia la Luna. Creo que el tío está intentando hacerme feliz, me queda claro; pero, sobre todo, intenta que se me quite la pesadumbre ésa, amarga y dolorosa que no acaba de abandonarme desde que mis padres murieron. Si fuera judío me haría un Bar Mitzvá, dice el tío Paco. Sólo que no es el día exacto del cumpleaños, sino un día después. Es cuando los niños judíos dejan de ser niños y se convierten en adultos. A los trece años y un día, exactamente. Debe ser un número muy importante, porque también a los trece, los niños masai, esa tribu de guerreros africanos altos, fuertes y valientes, salen a dar su «largo viaje». Pasan una semana solos en la selva o el desierto, no me queda muy claro, sin comida ni agua, sólo con una lanza, y tienen que sobrevivir. Cuando regresan a la aldea, ya son adultos. Me parece que pasa lo mismo con algunos muchachos de Australia, los aborígenes de allí. Entre algunas tribus originarias de Norteamérica, que no «indios», porque ésos son de la India, al llegar a la adultez, su cabeza es coronada por una pluma de halcón. Dentro de mí hay una especie de confusión confusa. Voy a ser adulto, pero la verdad, me siguen encantando algunas cosas que parecería que son de niño: las canicas de colores, los álbumes de estampas, las paletas heladas, las caricaturas en la televisión. Y algunas que son de adulto, como Roxana, la baraja española, los noticieros y, sobre todo, los libros. Los mejores: Sandokán y los tigres de la Malasia y El corsario negro, de Salgari; La vuelta al mundo en ochenta días y De la Tierra a la Luna, de Julio Verne; El conde de Montecristo y Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas. Ahora mismo estoy leyendo El diario de Ana Frank, que obviamente es de Ana Frank. Trata sobre una niña judía que cuenta cómo ella y otras siete personas se ocultan en la Ámsterdam de los nazis. No tengo que decir quiénes eran los nazis y las barbaridades que hicieron, porque todo el mundo lo sabe, o debería saberlo. Es tristísimo y, al mismo tiempo, como que te da valor, fuerza, esperanza. Curiosamente, el diario que le regalaron para que escribiera, se lo dieron a los ¡trece años! ¿No son demasiadas casualidades? El tío Paco dice siempre que esos libros, lo que hacen en ti es crear una «educación sentimental». No sirven para hacerte profesionista o ingeniero o médico. Sirven para hacerte mejor persona. Para que seas lo que quieras ser, pero humano. Dice el tío Paco cosas maravillosas sobre los libros, y lo apunté exactamente como lo dijo para no olvidarlo nunca: «Tabla para el náufrago, escudo para el bueno y horca para el ruin, paraguas para el sol y la lluvia, capote de torero, ladrillo que hace paredes que hace casas que hace ciudades que hace mundos. El libro es jardín que se puede llevar en el bolsillo, nave espacial que viaja en la mochila, arma para enfrentar las mejores batallas y afrentar a los peores enemigos, semilla de libertad, pañuelo para las lágrimas. El libro es cama mullida y cama de clavos, el libro te obliga a pensar, a sonreír, a llorar, a enojarte ante lo injusto y aplaudir la venganza de los justos. El libro es comida, techo, asiento, ropa que me arropa, boca que besa mi boca. Lugar que contiene al universo». Me gusta lo que dice y me gusta cómo lo dice. El libro es uno de mis dos mejores amigos. El otro, por supuesto, es el tío Paco. Llega el día de dejar de ser niño, según tantos indicios que se me han ido apareciendo en el camino. Hay junto a la cama una nueva nota que sólo dice en grandes caracteres marcados con plumón: «¡HOY!» Salto de la cama para buscar el regalo, la sorpresa, el ritual de iniciación a ese nuevo mundo que me espera. En la puerta del cuarto, dentro, hay un papel en el suelo con una flecha y yo la sigo. Hay decenas de flechas por el suelo que van marcando el camino. Bajo las escaleras tras ellas. Voy tan concentrado, tan regocijado, tan emocionado, que casi choco con el tío Paco, que está frente a la puerta cerrada que da al comedor. Me abraza. Me dice felicidades. Me da la mano ceremoniosamente. —¿Para qué son las flechas? —pregunto impaciente. —Un mapa para los que cumplen trece años. Son para marcar el lugar donde se encuentra la Isla del Tesoro. Tu regalo. Quiero abrir la puerta, pero me lo impide con un cariñoso gesto. Me estoy imaginando miles de cosas, desde lanzas masai hasta diarios para escribir mi propia vida y cómo salvarme de los nazis. —Tras esa puerta está algo que cambiará tu vida para siempre. Antes de abrir, tienes que hacer un solemne juramento. Sí es un ritual de paso, como me lo imaginé. Voy a volverme hombre. A lo mejor dentro hay una armadura plateada y brillante, un caballo blanco, una alfombra voladora. ¡Qué sé yo! Me arrodillo como se arrodillan los caballeros de Arturo, el de la mesa redonda. El tío se pone serio. Me posa una mano sobre la frente. —¿Juras cuidar tu regalo, respetarlo, honrarlo, disfrutarlo hasta la locura? —¡Juro! —exclamo tan seriamente como puedo. —Adelante. ¡Bienvenido al regocijo! —dice él abriendo la puerta. La mesa del comedor está llena de cajas. También hay por el suelo. Cuento, a ojo de pájaro, por lo menos treinta. No entiendo nada. —Abre cualquiera. Son todas tuyas. Me abalanzo a la más cercana. Quito desesperadamente la cuerda que la ata. El tío debió haber pasado toda la noche llevando cajas hasta allí. Está llena de libros. Por encima leo algunos títulos: El nombre de la rosa, Los relámpagos de agosto, El principito, Poeta en Nueva York, La sombra del caudillo, El hombre que fue jueves… —Era mi biblioteca. Ahora es tuya. Sólo tuya. Tengo ganas de llorar y me aguanto. Sé cuánto ama sus libros. Mis libros. Me estaba regalando la imaginación, la pasión, la aventura, los pensamientos de otros, sus sueños, sus desgracias, sus anhelos. Ahora también son míos. Uno se hace hombre, se hace más humano, cuando tiene su propia biblioteca, aunque sea de un solo libro. Tengo mi lanza masai, mi Bar Mitzvá, mi rito de iniciación aborigen, mi diario, mi pluma de halcón. Tengo origen y destino. Ya lo tengo todo. Me queda claro.