Uploaded by rominsarmient

Lectura 2-Éramos más felices en la Edad de Piedra (1)

advertisement
Éramos más felices en la Edad de Piedra
Yuval Noah Harari
Somos mucho más poderosos que nuestros antepasados, pero ¿somos más felices? Los
historiadores no suelen detenerse a meditar sobre esa cuestión, pero, en último término,
¿no trata de eso la historia? Nuestra comprensión y nuestra valoración de, digamos, la
expansión mundial de la religión monoteísta depende de si creemos que elevó o rebajó
los niveles globales de felicidad. Y, si la expansión del monoteísmo no hubiera tenido
un impacto perceptible en la felicidad global, ¿qué supondría eso?
Con el ascenso del individualismo y el declive de las ideologías colectivistas, es posible
que la felicidad se esté convirtiendo en el valor supremo. Con el enorme crecimiento de
la producción humana, la felicidad también está adquiriendo una importancia
económica sin precedentes. Las economías de consumo se centran cada vez más en
aportar felicidad en vez de subsistencia o incluso prosperidad, y un coro de voces pide
la sustitución del Producto Interior Bruto por medidas que incluyan estadísticas de
felicidad como criterio económico básico. La política parece seguir esa corriente. El
derecho tradicional a la “búsqueda de la felicidad” se transforma de forma
imperceptible en un derecho a la felicidad, y eso significa que garantizar la felicidad de
los ciudadanos se convierte en un deber del gobierno. En 2007 la Comisión Europea
lanzó “Más allá del pib” para evaluar si era factible utilizar un índice de bienestar que
sustituyera o completara el pib. Iniciativas similares se han desarrollado en numerosos
países, de Tailandia a Canadá, de Israel a Brasil.
La mayoría de los gobiernos se centran todavía en alcanzar el crecimiento económico,
pero cuando se les pregunta por las bondades del crecimiento, incluso los capitalistas
más intransigentes se remiten, casi de forma invariable, a la felicidad. Imaginemos que
arrinconáramos a David Cameron y le preguntásemos por qué le importa tanto el
crecimiento económico. “Bueno –podría responder–, el crecimiento es esencial para dar
a la gente niveles de vida más elevados, mejor atención médica, casas más grandes,
coches más rápidos, helados más sabrosos.” Y, podríamos insistir, ¿por qué es tan
bueno que los niveles de vida sean más elevados? “¿No está claro? –podría responder
Cameron–. Hace feliz a la gente.”
En aras de la discusión, imaginemos que pudiéramos probar de manera científica que
unos niveles de vida más elevados no se traducen en una mayor felicidad. “Pero, David
–diríamos–, mira estos estudios históricos, psicológicos y biológicos. Demuestran, fuera
de toda duda razonable, que tener casas más grandes, helados más sabrosos e incluso
mejores medicinas no incrementa la felicidad humana.” “¿En serio? –respondería–. ¿Por
qué nadie me lo había dicho? En ese caso, olvida mis planes de impulsar el crecimiento
económico. Voy a dejarlo todo y entrar en una comuna hippie.”
Este escenario resulta bastante improbable, y no solo porque de momento apenas
tenemos estudios a largo plazo de la historia de la felicidad. Los investigadores han
estudiado la historia de prácticamente todo –la política, la economía, las enfermedades,
la sexualidad, la comida–, pero pocas veces se han preguntado cómo influyen esos
elementos en la felicidad humana. A lo largo del último decenio, he escrito una historia
de la humanidad, rastreando la transformación de nuestra especie desde un
insignificante simio africano al amo del planeta. No fue fácil entender qué convirtió
al Homo sapiens en un asesino ecológico en serie, por qué los hombres han dominado a
las mujeres en la mayor parte de las sociedades humanas, o por qué el capitalismo se ha
convertido en la religión de más éxito que haya existido. No fue fácil afrontar esas
preguntas porque los estudiosos han ofrecido muchas respuestas distintas y
contradictorias. En cambio, a la hora de evaluar el aspecto básico –si miles de años de
inventos y descubrimientos nos han hecho más felices–, resultaba sorprendente ver que
los estudiosos han rechazado incluso plantearse la pregunta. Esta es la mayor laguna en
nuestra comprensión de la historia.
Aunque pocos eruditos han estudiado la historia a largo plazo de la felicidad, casi todo
el mundo tiene cierta idea. Una preconcepción habitual –que a menudo se denomina “la
idea whig de la historia”– ve la historia como el triunfal avance del progreso. Cada
milenio ha presenciado nuevos descubrimientos: la agricultura, la rueda, la escritura, la
imprenta, el motor de vapor, los antibióticos. En general, los humanos utilizan nuevos
poderes para aliviar sus miserias y cumplir sus aspiraciones. De ahí se colige que el
crecimiento exponencial del poder humano debe haber producido un crecimiento
exponencial de la felicidad. Las personas que viven en la modernidad son más felices
que la gente que vivía en la Edad Media y la gente que vivía en la Edad Media era más
feliz que la que vivió en la Edad de Piedra.
Pero esa visión de progreso es muy controvertida. Aunque pocos discutirían el hecho de
que el poder humano ha crecido desde el alba de la historia, la correlación entre poder y
felicidad resulta mucho menos clara. La llegada de la agricultura, por ejemplo, aumentó
el poder colectivo de la humanidad en varios órdenes de magnitud. Pero no mejoró
necesariamente el destino del individuo. Durante millones de años, los cuerpos y las
mentes humanos se habían adaptado a correr tras las gacelas, a subir a los árboles para
coger manzanas y a oler aquí y allá en busca de setas. La vida del campesino, en
cambio, incluía largas horas de duro trabajo agrícola: arar, arrancar malas hierbas,
cosechar y llevar cubos de agua desde el río. Ese estilo de vida perjudicaba la espalda,
las rodillas y las articulaciones de los individuos y entumecía su mente.
A cambio de todo este duro trabajo, los campesinos tenían una dieta peor que los
cazadores-recolectores y padecían más la malnutrición y el hambre. Sus atestados
asentamientos se convirtieron en hervideros de enfermedades infecciosas, la mayoría de
las cuales tenían su origen en los animales domesticados de las granjas. La agricultura
también abrió camino a la estratificación social, la explotación y posiblemente el
patriarcado. Desde el punto de vista de la felicidad individual, la “revolución agrícola”
fue, en palabras de Jared Diamond, “el peor error en la historia de la raza humana”.
El caso de la revolución agrícola no es una sola aberración, sin embargo. El avance del
progreso desde las primeras ciudades-Estado de los sumerios hasta los imperios de
Asiria y Babilonia se vio acompañado por el deterioro constante del estatus social y la
libertad económica de las mujeres. Pese a todos sus maravillosos descubrimientos e
inventos, el Renacimiento europeo benefició a pocas personas aparte de las élites
masculinas. La expansión de los imperios europeos impulsó el intercambio de
tecnologías, ideas y productos, pero eso no fue una noticia demasiado buena para
millones de nativos americanos, africanos y aborígenes australianos.
No hace falta elaborar mucho más la observación. Los estudiosos han destruido la
visión whig de la historia de una manera tan completa que la única pregunta que sigue
en pie es: ¿por qué hay tanta gente que continúa creyendo en ella?
Hay una preconcepción común pero totalmente opuesta, que podríamos llamar “la idea
romántica de la historia”. Esta defiende que existe una correlación inversa entre el poder
y la felicidad. A medida que la humanidad ganaba más poder, creó un mundo frío y
mecanicista, que está mal preparado para nuestras necesidades reales.
Los románticos nunca se cansan de encontrar el lado oscuro de todo descubrimiento. La
escritura permitió impuestos extorsionadores. La imprenta engendró la propaganda de
masas y el lavado de cerebro. Los ordenadores nos convierten en zombis. La crítica más
dura se reserva para la ominosa trinidad de industrialización, capitalismo y
consumismo. Esos tres tormentos han alienado a la gente de sus entornos naturales, de
sus comunidades humanas e incluso de sus actividades diarias. El empleado de una
fábrica no es más que una pieza del engranaje, un esclavo de los requisitos de las
máquinas y los intereses del dinero. Aunque la clase media disfrute de mejores
condiciones laborales y de muchas comodidades materiales, paga un alto precio en
desintegración social y vacío espiritual. Desde una perspectiva romántica, las vidas de
los campesinos medievales eran preferibles a las de los trabajadores de las fábricas y las
oficinas de la modernidad, y las vidas de los recolectores de la Edad de Piedra eran las
mejores de todas.
Pero la insistencia romántica en ver el lado oscuro de toda novedad es tan dogmática
como la creencia whig en el progreso. Por ejemplo, a lo largo de los dos últimos siglos
la medicina moderna ha hecho retroceder al ejército de enfermedades que acosaban a la
humanidad, desde la tuberculosis hasta el sarampión, pasando por el cólera y la difteria.
La esperanza media de vida se ha disparado y la mortalidad infantil global ha caído
desde el 33% a menos del 5%. ¿Puede alguien dudar de que esto supone una gran
contribución a la felicidad, no solo de los niños que podrían haber muerto sino también
de sus padres, hermanos y amigos?
Una visión más matizada coincide con los románticos en que, hasta la era moderna, no
había una clara correlación entre el poder y la felicidad. Los campesinos medievales
bien podían haber sido más desdichados que sus antepasados cazadores-recolectores.
Pero los románticos se equivocan al juzgar tan ásperamente la modernidad. En los
últimos siglos no solo hemos obtenido inmensos poderes, sino que, de manera más
determinante, nuevas ideologías humanistas han colocado finalmente nuestro poder
colectivo al servicio de la felicidad individual. A pesar de algunas catástrofes, como el
Holocausto y el tráfico de esclavos en el Atlántico (dice esta versión), al final hemos
doblado la esquina y hemos comenzado a aumentar la felicidad global de manera
sistemática. Los triunfos de la medicina moderna son solo un ejemplo. La lista de logros
sin precedentes incluye el declive de las guerras internacionales, la caída dramática de
la violencia doméstica y la eliminación de las hambrunas masivas. (Véase Los ángeles
que llevamos dentro, de Steven Pinker.)
Sin embargo, eso también es una simplificación exagerada. Solo podemos felicitarnos
por los logros del moderno Homo sapiens si ignoramos por completo el destino de otros
animales. Buena parte de la riqueza que protege a los humanos de la enfermedad y la
hambruna se acumuló a costa de monos de laboratorio, vacas lecheras y pollos en cintas
transportadoras. Decenas de miles de millones de ellos han sido sometidos en los
últimos dos siglos a un régimen de explotación industrial, cuya crueldad carece de
precedentes en los anales del planeta Tierra.
En segundo lugar, el marco temporal del que estamos hablando es extremadamente
corto. Aunque nos centremos únicamente en el destino de los seres humanos, es difícil
argumentar que la vida de un minero del carbón en Gales o de un agricultor chino de
1800 era mejor que la de un recolector medio de hace veinte mil años. La mayoría de
las personas solo empezó a disfrutar de las ventajas de la medicina moderna después de
1850. Las hambrunas masivas y las grandes guerras continuaron atormentando a buena
parte de la humanidad hasta mediados del siglo XX. Aunque los últimos decenios hayan
sido en términos relativos una edad dorada para la humanidad en el mundo desarrollado,
es demasiado pronto para saber si eso representa un cambio fundamental en las
corrientes de la historia o una efímera oleada de buena suerte: sencillamente, cincuenta
años no es un periodo lo bastante largo como para basar en él amplias generalizaciones.
De hecho, la edad dorada contemporánea podría haber sembrado las semillas de una
catástrofe futura. A lo largo de los últimos decenios, hemos perturbado el equilibrio
ecológico de nuestro planeta de muchas maneras distintas, y nadie sabe cuáles serán las
consecuencias. Podemos estar destruyendo las bases de la prosperidad humana en una
orgía de consumo temerario.
Aunque solo pensemos en los ciudadanos de las sociedades prósperas de la actualidad,
los románticos podrían señalar que nuestra comodidad y seguridad tienen un precio.
El Homo sapiens evolucionó como animal social, y nuestro bienestar se ve normalmente
influido por la calidad de nuestras relaciones más que por nuestros servicios en casa, el
tamaño de nuestra cuenta bancaria o incluso nuestra salud. Desafortunadamente, la
inmensa mejoría en las condiciones materiales que los occidentales prósperos han
disfrutado en el último siglo ha venido acompañada por el colapso de la mayoría de las
comunidades íntimas.
Las personas que habitan el mundo desarrollado confían en el Estado y el mercado para
casi todo lo que necesitan: comida, refugio, educación, salud, seguridad. Por tanto, se ha
vuelto posible sobrevivir sin tener familias extensas o amigos de verdad. Una persona
que viva en un rascacielos de Londres está rodeada de miles de personas dondequiera
que vaya, pero quizá nunca ha entrado en el piso de su vecino y puede que sepa muy
poco de sus compañeros de trabajo. Tal vez sus amigos solo sean compañeros del bar.
Muchas amistades actuales entrañan poco más que hablar y pasarlo bien juntos. Nos
encontramos con un amigo en un bar, lo llamamos por teléfono o le mandamos un
correo electrónico, para descargar nuestra ira por lo que pasó en la oficina o compartir
nuestras ideas sobre el último escándalo de la monarquía. Pero ¿hasta qué punto puedes
conocer a una persona solo a partir de conversaciones?
Frente a esos compañeros de bar, los amigos de la Edad de Piedra dependían unos de
otros para su mera supervivencia. Los seres humanos vivían en comunidades
estrechamente unidas y los amigos eran gente con la que salías a cazar mamuts.
Sobrevivías junto a ellos largos viajes e inviernos difíciles. Os cuidabais unos a otros
cuando enfermabais y compartías con ellos los últimos trozos de comida en épocas de
escasez. Esos amigos se conocían de forma más íntima que la mayoría de las parejas
actuales. Sustituir esas precarias redes tribales por la seguridad de las economías y los
Estados modernos tiene, obviamente, ventajas enormes. Pero es probable que la calidad
y la profundidad de las relaciones íntimas hayan sufrido consecuencias.
Además de relaciones más superficiales, las personas contemporáneas también padecen
un mundo sensorial mucho más pobre. Los antiguos recolectores vivían en el momento
presente y eran agudamente conscientes de cada sonido, sabor y olor. Su supervivencia
dependía de ello. Escuchaban el menor movimiento en la hierba para descubrir si ahí se
podía estar ocultando una serpiente. Observaban de manera meticulosa el follaje de los
árboles para descubrir frutos y nidos de pájaros. Olisqueaban el viento en busca de
peligros que se acercaban. Se movían realizando el mínimo esfuerzo y ruido posibles, y
sabían cómo sentarse, caminar y correr de la manera más ágil y eficiente. Un uso
constante y variado de sus cuerpos les dio una destreza física que los humanos actuales
no alcanzan tras años de yoga o tai chi.
Hoy podemos ir a un supermercado y elegir mil platos diferentes. Pero, sea lo que sea
que elijamos, podemos comerlo deprisa delante del televisor, sin prestar verdadera
atención a sus sabores. Podemos ir de vacaciones a mil lugares asombrosos. Pero,
dondequiera que vayamos, es posible que jugueteemos con nuestro teléfono móvil, en
vez de contemplar el sitio. Tenemos más opciones que nunca, pero ¿de qué sirven esas
opciones, si hemos perdido la capacidad de prestar una verdadera atención?
Aunque no aceptemos la imagen de la riqueza del Pleistoceno sustituida por la pobreza
moderna, está claro que el inmenso ascenso del poder humano no tiene una equivalencia
en la felicidad humana. Somos mil veces más poderosos que nuestros antepasados
cazadores-recolectores, pero ni el whig más entusiasta puede creer que seamos mil
veces más felices. Si le contásemos a nuestra tatarabuela cómo vivimos, con vacunas,
analgésicos, agua corriente y neveras llenas, probablemente uniría las manos con un
gesto de asombro y diría: “¡Estás viviendo en el paraíso! Seguro que cada mañana te
levantas con una canción y te pasas el día caminando bajo el sol, lleno de gratitud y de
una amorosa amabilidad hacia todos.” Pues no. Comparado con lo que soñaba la
mayoría de la gente, quizá vivamos en el paraíso. Pero, por alguna razón, no nos parece
que lo hagamos.
Una explicación es la que han aportado los científicos sociales, que han descubierto
hace poco una vieja verdad: nuestra felicidad depende menos de las condiciones
objetivas que de nuestras propias expectativas. Las expectativas, sin embargo, tienden a
adaptarse a las condiciones. Cuando las cosas mejoran, las expectativas suben, y por
tanto incluso mejoras dramáticas en las condiciones nos dejan tan insatisfechos como
antes. En su búsqueda de la felicidad, la gente está atrapada en la proverbial “cinta para
correr hedónica” y corre cada vez más deprisa sin llegar a ningún sitio.
Si no lo cree, pregúntele a Hosni Mubarak. El egipcio medio tenía muchas menos
posibilidades de morir a causa del hambre, la enfermedad o la violencia bajo Mubarak
que bajo ningún régimen previo en la historia egipcia. Con toda probabilidad, el
régimen de Mubarak también era menos corrupto. Sin embargo, en 2011 los egipcios
salieron a la calle llenos de ira para derrocar a Mubarak. Porque tenían expectativas
mucho más elevadas que sus antepasados.
De hecho, si la felicidad se ve profundamente influida por las expectativas, uno de los
pilares centrales del mundo moderno, los medios de masas, parece casi diseñado para
evitar aumentos significativos de los niveles de la felicidad global. Un hombre que
viviera en un pueblo pequeño hace cinco mil años se medía frente a los otros cincuenta
hombres del pueblo. En comparación, estaba bastante bien. Hoy, un hombre que viva en
un pueblo pequeño se compara con estrellas de cine y modelos, que ve cada día en
pantallas y anuncios gigantes. Nuestro pueblerino moderno tiene menos posibilidades
de estar satisfecho con su aspecto.
Los biólogos evolutivos ofrecen una explicación complementaria para la cinta hedónica.
Afirman que ni nuestras expectativas ni nuestra felicidad están determinadas por
factores políticos, sociales o culturales, sino más bien por nuestro sistema bioquímico.
Nadie alcanza la felicidad, argumentan, por obtener un ascenso o ganar la lotería, ni
siquiera por encontrar el amor verdadero. Lo que hace feliz a la gente es solo una cosa:
sensaciones agradables en el cuerpo. Una persona que acaba de ser ascendida y salta de
alegría no está reaccionando a la buena noticia. Está reaccionando a varias hormonas
que circulan por su flujo sanguíneo y a la tormenta de señales eléctricas que parpadean
en distintas partes de su cuerpo.
La mala noticia es que las sensaciones agradables desaparecen con rapidez. Si el año
pasado me ascendieron, quizá siga en el nuevo puesto, pero la sensación agradable que
tuve desapareció hace mucho. Si quiero seguir percibiendo esas sensaciones, necesito
otro ascenso. Y otro. Todo esto se debe a la evolución. La evolución no tiene un interés
por la felicidad en sí: solo le interesan la supervivencia y la reproducción, y utiliza la
felicidad y la miseria como meros aguijones. La evolución garantiza que, hagamos lo
que hagamos, seguiremos insatisfechos, siempre intentaremos conseguir más. La
felicidad es por tanto un sistema homeostático. Al igual que nuestro sistema bioquímico
mantiene nuestra temperatura corporal y nuestros niveles de azúcar dentro de unos
límites estrechos, también evita que nuestros niveles de felicidad se alcen por encima de
ciertos umbrales.
Si en realidad la felicidad está determinada por nuestro sistema bioquímico, un
crecimiento económico adicional, reformas sociales y revoluciones políticas no harán de
nuestro mundo un lugar mucho más feliz. La única forma de subir dramáticamente los
niveles globales de felicidad son las drogas psiquiátricas, la ingeniería genética y otras
manipulaciones directas de nuestra infraestructura bioquímica. En Un mundo feliz,
Aldous Huxley imaginó un mundo en el que la felicidad era el valor supremo, donde la
población tomaba constantemente la droga soma, que hacía feliz a la gente sin dañar su
productividad y eficiencia. La droga forma una de las bases del Estado Mundial, que
nunca se ve amenazado por guerras, revoluciones o huelgas, porque todo el mundo está
totalmente satisfecho con sus condiciones presentes. Huxley presentaba ese mundo
como una distopía aterradora. En la actualidad, cada vez más científicos, diseñadores de
políticas y gente corriente lo adopta como objetivo.
Hay quien piensa que la felicidad no es tan importante y que es un error definir la
satisfacción individual como el objetivo de la sociedad humana. Otros están de acuerdo
en que la felicidad es el bien supremo, pero piensan que la felicidad no se limita a las
sensaciones agradables. Hace miles de años los monjes budistas alcanzaron la
sorprendente conclusión de que perseguir sensaciones agradables es de hecho la raíz del
sufrimiento, y que la felicidad se encuentra en la dirección opuesta. Si hace cinco
minutos yo me sentía alegre o en calma, esa sensación ya ha desaparecido, y puedo
sentirme enfadado o aburrido. Si identifico la felicidad con las sensaciones agradables,
y deseo vivirlas cada vez más, no tengo otra elección que perseguirlas constantemente
y, aunque las obtenga, desaparecen de inmediato y tengo que empezar otra vez. Esa
búsqueda no conduce a ningún logro duradero. Al contrario: cuanto más ansío esas
sensaciones agradables, más estresado e insatisfecho me encuentro. Sin embargo, si
aprendo a ver mis sensaciones tal como son –vibraciones efímeras carentes de
significado–, pierdo interés en perseguirlas y puedo estar satisfecho con lo que
experimente. ¿Qué sentido tiene correr tras algo que desaparece tan deprisa como
surge? Para el budismo, por tanto, la felicidad no son las sensaciones agradables, sino
más bien la sabiduría, la serenidad y la libertad que vienen de comprender nuestra
auténtica naturaleza.
Sea verdadero o falso, el impacto práctico de esas visiones alternativas es mínimo. Para
el gigante capitalista, la felicidad es el placer. Punto. Con cada año que pasa, nuestra
tolerancia hacia las sensaciones desagradables disminuye, mientras que nuestras ansias
de sensaciones agradables aumentan. Tanto la investigación científica como la actividad
económica están enfocadas a ese fin, y cada año producen mejores analgésicos, nuevos
sabores de helado, colchones más cómodos y juegos más adictivos para nuestros
teléfonos móviles, para que no tengamos ni un solo momento de aburrimiento mientras
esperamos el autobús.
Todo eso no es suficiente, por supuesto. La evolución no ha hecho que los humanos
estén adaptados a experimentar un placer constante, y por tanto el helado y los teléfonos
móviles no sirven. Si, a pesar de todo, eso es lo que la humanidad quiere, habrá que
reestructurar nuestros cuerpos y nuestras mentes. Estamos trabajando en eso. ~
Download