Uploaded by Carolina Ortega

04. El yo y el ello autor Sigmund Freud

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Sigmund Freud
El Yo y el Ello (1923)*
Las consideraciones que van a continuación prosiguen desarrollando las ideas
iniciadas por mí en mi trabajo titulado “Más allá del principio del placer” (1920),
ideas que, como ya lo indiqué entonces, me inspiran una benévola curiosidad.
El presente estudio las recoge, las enlaza con diversos hechos de la observación
analítica e intenta deducir de esta unión nuevas conclusiones, pero no toma ya
nada de la biología, y se halla, por tanto, más cerca del psicoanálisis que del
«más allá». Constituye más bien una síntesis que una especulación y parece
tender hacia un elevado fin. Sé perfectamente que hace alto en seguida, apenas
emprendido el camino hacia dicho fin, y estoy conforme con esta limitación.
Con todo ello entra en cuestiones que hasta ahora no han sido objeto de
la elaboración psicoanalítica y no puede evitar rozar algunas teorías
establecidas por investigadores no analíticos o que han dejado de serlo. Siempre
he estado dispuesto a reconocer lo que debo a otros investigadores, pero en este
caso no me encuentro obligado por ninguna tal deuda de gratitud. Si el
psicoanálisis no ha estudiado hasta ahora determinados objetos, ello no ha sido
por inadvertencia ni porque los considerara faltos de importancia, sino porque
sigue un camino determinado, que aún no le había conducido hasta ellos. Pero,
además, cuando llega a ellos se le muestran en forma distinta que a las demás.
I. Lo consciente y lo inconsciente
Nada nuevo habremos de decir en este capítulo de introducción;
tampoco evitaremos repetir lo ya expuesto en otros lugares.
La diferenciación de lo psíquico en consciente e inconsciente es la
premisa fundamental del psicoanálisis. Le permite, en efecto, llegar a la
inteligencia de los procesos patológicos de la vida anímica, tan frecuentes como
importantes, y subordinados a la investigación científica. O dicho de otro modo:
el psicoanálisis no ve en la conciencia la esencia de lo psíquico, sino tan sólo una
cualidad de lo psíquico, que puede sumarse a otras o faltar en absoluto.
Si supiera que el presente estudio iba a ser leído por todos aquellos a
quienes interesan las cuestiones psicológicas, no me extrañaría ver cómo una
parte de mis lectores se detenía al llegar aquí y se negaba a seguir leyendo. En
efecto, para la mayoría de las personas de cultura filosófica, la idea de un
psiquismo no consciente resulta inconcebible y la rechazan, tachándola de
absurda e ilógica. Procede esto, a mi juicio, de que tales personas no han
estudiado nunca aquellos fenómenos de la hipnosis y del sueño que, aparte de
*
Título original “Das Ich und das Es”. Traducción de López Ballesteros.
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otros muchos de naturaleza patológica, nos impone tal concepción. En cambio,
la psicología de nuestros contradictores es absolutamente incapaz de solucionar
los problemas que tales fenómenos nos plantean.
Ser consciente es, en primer lugar, un término puramente descriptivo
que se basa en la percepción más inmediata y segura. La experiencia nos
muestra luego que un elemento psíquico (por ejemplo, una percepción) no es,
por lo general, duraderamente consciente. Por el contrario, la conciencia es un
estado eminentemente transitorio. Una representación consciente en un
momento dado no lo es ya en el inmediatamente ulterior, aunque pueda volver
a serlo bajo condiciones fácilmente dadas. Pero en el intervalo hubo de ser algo
que ignoramos. Podemos decir que era latente, significando con ello que era en
todo momento de tal intervalo capaz de conciencia. Mas también cuando
decimos que era inconsciente damos una descripción correcta. Los términos
«inconsciente» y «latente», «capaz de conciencia», son, en este caso,
coincidentes. Los filósofos nos objetarían que el término «inconsciente» carece
aquí de aplicación, pues mientras que la representación permanece latente no es
nada psíquico. Si comenzásemos ya aquí a oponer nuestros argumentos a esta
objeción, entraríamos en una discusión meramente verbal e infructuosa por
completo.
Mas, por nuestra parte, hemos llegado al concepto de lo inconsciente por
un camino muy distinto; esto es, por la elaboración de cierta experiencia en la
que interviene la dinámica psíquica. Nos hemos visto obligados a aceptar que
existen procesos o representaciones anímicas de gran energía que, sin llegar a
ser conscientes, pueden provocar en la vida anímica las más diversas
consecuencias, algunas de las cuales llegan a hacerse conscientes como nuevas
representaciones. No creemos necesario repetir aquí detalladamente lo que ya
tantas veces hemos expuesto. Bastaría recordar que en este punto comienza la
teoría psicoanalítica, afirmando que tales representaciones no pueden llegar a
ser conscientes por oponerse a ello cierta energía, sin la cual adquirirían
completa conciencia, y se vería entonces cuán poco se diferenciaban de otros
elementos reconocidos como psíquicos. Esta teoría queda irrebatiblemente
demostrada por la técnica psicoanalítica, con cuyo auxilio resulta posible
suprimir tal energía y hacer conscientes dichas representaciones. El estado en el
que estas representaciones se hallaban antes de hacerse conscientes es el que
conocemos con el nombre de represión, y afirmamos advertir durante la labor
psicoanalítica la energía que ha llevado a cabo la represión y la ha mantenido
luego.
Así pues, nuestro concepto de lo inconsciente tiene como punto de
partida la teoría de la represión. Lo reprimido es para nosotros el prototipo de
lo inconsciente. Pero vemos que se nos presentan dos clases de inconsciente: lo
inconsciente latente, capaz de conciencia, y lo reprimido, incapaz de conciencia.
Nuestro mayor conocimiento de la dinámica psíquica ha de influir tanto en
nuestra nomenclatura como en nuestra exposición. A lo latente, que sólo es
inconsciente en un sentido descriptivo y no en un sentido dinámico, lo
denominamos preconsciente, y reservamos el nombre de inconsciente para lo
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reprimido, dinámicamente inconsciente. Tenemos, pues, tres términos:
consciente (Cc.), preconsciente (Prec.) e inconsciente (Inc.), cuyo sentido no es
ya puramente descriptivo. Suponemos que lo Prec. se halla más cerca de lo Inc.
que de lo Cc. y como hemos calificado de psíquico a lo Inc., podemos extender
sin inconveniente alguno este calificativo a lo Prec. latente. Se nos preguntará
por qué no preferimos permanecer de acuerdo con los filósofos y separar tanto
lo Prec. como lo Inc. de lo psíquico consciente. Los filósofos nos propondrían
después describir lo Prec. y lo Inc. como dos formas o fases de lo psicoide, y de
este modo quedaría reestablecida la unidad. Pero si tal hiciéramos surgirían
infinitas dificultades para la descripción, y el único hecho importante, o sea, el
de que lo psicoide coincide en casi todo lo demás con lo reconocido como
psíquico, quedaría relegado a un último término, en provecho de un prejuicio
surgido cuando aún se desconocía lo psicoide.
Podemos, pues, comenzar a manejar nuestros tres términos -Cc., Prec. e
Inc.-, aunque sin olvidar nunca que en sentido descriptivo hay dos clases de
inconsciente y sólo una en sentido dinámico. Para algunos de nuestros fines
descriptivos podemos prescindir de esta diferenciación. En cambio, para otros
resulta indispensable. Por nuestra parte nos hemos acostumbrado ya a este
doble sentido y no nos ha suscitado nunca grandes dificultades. De todos
modos resulta imposible prescindir de él, pues la diferenciación de lo
consciente y lo inconsciente es, en último término, una cuestión de percepción
que puede resolverse con un sí o un no, y el acto de la percepción no da por sí
mismo explicación alguna de por qué razón es percibido o no percibido algo.
Nada puede oponerse al hecho de que lo dinámico sólo encuentre en el
fenómeno una expresión equívoca1628.
Véase el estudio “Observaciones sobre el inconsciente”. Habremos de examinar aquí una
nueva modalidad de la crítica del inconsciente. Algunos investigadores, que no rehúsan aceptar
los descubrimientos psicoanalíticos, pero que se niegan a reconocer la existencia de lo
inconsciente, alegan el hecho de que también lo consciente (considerado como fenómeno)
presenta múltiples grados de intensidad o precisión. Existen procesos clara e intensamente
conscientes, y otros que no lo son, siendo de un modo casi imperceptible. A los más débiles
entre éstos últimos, sería a los que el psicoanálisis denominaría inconscientes, calificativo
inadecuado, pues tales procesos son también conscientes. Se hayan en la ciencia y pueden ser
hechos intensa y completamente conscientes, dedicándoles una suficiente atención. Aunque en
la decisión de éstas cuestiones, dependientes de una pura convención o de factores
personalísimos, no puede influir ninguna clase de argumentos, alegaremos que la referencia a
una escala de la precisión de la conciencia carece de todo valor probatorio. Es como si,
fundándonos en la escala de intensidad de la luz (desde la más deslumbradora a la más tenue),
afirmásemos que la oscuridad no existía o concluyésemos, de la amplia escala de vitalidad de
los seres animados, la inexistencia de la muerte.
Estos principios pueden encerrar, desde cierto punto de vista, un alto sentido, pero son
inaceptables en la práctica, como se demuestra cuando se quieren deducir de ellos
determinadas consecuencias, tales como las de que no es necesaria la luz artificial, o la de que
todos los organismos son inmortales.
Además, incluyendo lo imperceptible entre lo consciente, no conseguimos sino destruir
la única seguridad inmediata dada en lo psíquico. Una conciencia de la que nada sabemos es, a
mi ver, algo más absurdo que la existencia de un psiquismo inconsciente.
1628
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En el curso subsiguiente de la labor psicoanalítica resulta que también
estas diferenciaciones son prácticamente insuficientes. Esta insuficiencia resalta
sobre todo en el siguiente caso: suponemos en todo individuo una organización
coherente de sus procesos psíquicos, a la que consideramos como su Yo. Este Yo
integra la conciencia, la cual domina el acceso a la motilidad; esto es, la
descarga de las excitaciones en el mundo exterior, siendo aquélla la instancia
psíquica que fiscaliza todos sus procesos parciales, y aun adormecida durante la
noche, ejerce a través de toda ella la censura onírica. Del Yo parten también las
represiones por medio de las cuales han de quedar excluidas no sólo de la
conciencia, sino también de las demás formas de eficiencia y actividad de
determinadas tendencias anímicas.
El conjunto de estos elementos, excluidos por la represión, se sitúa frente
al Yo en el análisis, labor a la cual se plantea el problema de suprimir las
resistencias que el Yo opone a todo contacto con lo reprimido. Pero durante el
análisis observamos que el enfermo tropieza con dificultades cuando le
invitamos a realizar determinadas labores y que sus asociaciones cesan en
absoluto en cuanto han de aproximarse a lo reprimido. Le decimos entonces
que se halla bajo el dominio de una resistencia, pero él no sabe nada de ella, y
aunque por sus sensaciones displacientes llegase a adivinar que en aquellos
momentos actúa en él una resistencia, no sabría darle nombre ni describirla.
Ahora bien: como tal resistencia parte seguramente de su Yo y pertenece al
mismo, nos encontramos ante una situación imprevista. Comprobamos, en
efecto, que en el Yo hay también algo inconsciente, algo que se conduce
idénticamente a lo reprimido, o sea, exteriorizando intensos efectos sin hacerse
consciente por sí mismo, y cuya percatación consciente precisa de una especial
labor. La consecuencia de este descubrimiento para la práctica analítica es la de
que tropezamos con infinitas dificultades e imprecisiones si queremos mantener
nuestra habitual forma de expresión y reducir, por ejemplo, la neurosis a un
conflicto entre lo consciente y lo inconsciente. Fundándonos en nuestro
conocimiento de la estructura de la vida anímica, habremos, pues, de sustituir
esta antítesis por otra; esto es, por la existente entre el Yo coherente y lo
reprimido disociado de él1629.
Pero aún son más importantes las consecuencias que dicho
descubrimiento trae consigo para nuestra concepción de lo inconsciente. El
Por último, tal equiparación de lo imperceptible con lo inconsciente ha debido de ser
intentada sin atender a las circunstancias dinámicas, las cuales determinaron, en cambio, la
teoría psicoanalítica, pues observamos que en tal tentativa no se han tenido en cuenta dos
hechos importantes.
En primer lugar, que es dificilísimo y exige intensos esfuerzos dedicar atención
suficiente a tales elementos imperceptibles, y en segundo, que cuando así lo conseguimos, lo
anteriormente imperceptible no es reconocido por la conciencia, sino rechazado por ella.
Así pues, la equiparación de lo inconsciente a lo poco perceptible o imperceptible en
absoluto no es sino una ramificación del prejuicio que mantiene la identidad de lo psíquico con
lo consciente.
1629 Cf. “Más allá del principio del placer”, 1920.
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punto de vista dinámico nos obligó a una primera rectificación; ahora, el
conocimiento de la estructura anímica nos impone otra nueva. Reconoceremos,
pues, que lo Inc. no coincide con lo reprimido. Todo lo reprimido es
inconsciente, pero no todo lo inconsciente es reprimido. También una parte del
Yo, cuya amplitud nos es imposible fijar, puede ser inconsciente, y lo es
seguramente. Y este Inc. del Yo no es latente en el sentido de lo Prec., pues si lo
fuera no podría ser activado sin hacerse consciente, y su atracción a la
conciencia no opondría tan grandes dificultades. Viéndonos así obligados a
admitir un tercer Inc. no reprimido, hemos de confesar que la inconsciencia
pierde importancia a nuestros ojos, convirtiéndose en una cualidad de múltiples
sentidos que no permite deducir las amplias y exclusivas conclusiones que
esperábamos. Sin embargo, no deberemos desatenderla, pues en último
término, la cualidad de consciente o no consciente es la única luz que nos guía
en las tinieblas de la psicología de las profundidades.
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II. El «YO» y el «ELLO»
La investigación patológica ha orientado demasiado exclusivamente nuestro
interés hacia lo reprimido. Quisiéramos averiguar más del Yo desde que
sabemos que también puede ser inconsciente, en el verdadero sentido de este
término. El único punto de apoyo de nuestras investigaciones ha sido hasta
ahora el carácter de consciencia o inconsciencia. Pero hemos acabado por ver
cuán múltiples sentidos puede presentar este carácter.
Todo nuestro conocimiento se halla ligado a la conciencia. Tampoco lo
inconsciente puede sernos conocido si antes no lo hacemos consciente. Pero,
deteniéndonos aquí, nos preguntaremos cómo es esto posible y qué quiere decir
hacer consciente algo.
Sabemos ya dónde hemos de buscar aquí un enlace. Hemos dicho que la
conciencia es la superficie del aparato anímico; esto es, la hemos adscrito como
función a un sistema que, espacialmente considerado, y no sólo en el sentido de
la función, sino en el de la disección anatómica1630, es el primero a partir del
mundo exterior. También nuestra investigación tiene que tomar, como punto de
partida, esta superficie perceptora.
Todas las percepciones procedentes del exterior (percepciones
sensoriales) y aquellas otras procedentes del interior, a las que damos el nombre
de sensaciones y sentimientos, son conscientes. Pero ¿y aquellos procesos
internos que podemos reunir, aunque sin gran exactitud, bajo el concepto de
procesos mentales, y que se desarrollan en el interior del aparato como
desplazamiento de energía psíquica a lo largo del camino que conduce a la
acción? ¿Llegan acaso a la superficie en la que nace la conciencia? ¿O es la
conciencia la que llega hasta ellos? Es ésta una de las dificultades que surgen
cuando nos decidimos a utilizar la representación espacial, tópica, de la vida
anímica. Ambas posibilidades son igualmente inconcebibles y habrá, por tanto,
de dejar paso a una tercera.
En otro lugar1631 hemos expuesto ya la hipótesis de que la verdadera
diferencia entre una idea inconsciente y una idea preconsciente (un
pensamiento) consiste en que el material de la primera permanece oculto,
mientras que la segunda se muestra enlazada con representaciones verbales.
Emprenderemos aquí, por vez primera, la tentativa de indicar caracteres de los
sistemas Prec. e Inc., distintos de su relación con la conciencia. Así pues, la
pregunta de cómo se hace algo consciente deberá ser sustituida por la de cómo
se hace algo preconsciente, y la respuesta sería que por su enlace con las
representaciones verbales correspondientes.
1630
1631
Cf. “Más allá del principio del placer”, 1920.
Cf. “Lo inconsciente”, 1915.
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Estas representaciones verbales son restos mnémicos. Fueron en un
momento dado percepciones, y pueden volver a ser conscientes, como todos los
restos mnémicos. Antes de seguir tratando de su naturaleza, dejaremos
consignado que sólo puede hacerse consciente lo que ya fue alguna vez una
percepción consciente; aquello que no siendo un sentimiento quiere devenir
consciente, y desde el interior tiene que intentar transformarse en percepciones
exteriores, transformación que consigue por medio de las huellas mnémicas.
Suponemos contenidos los restos mnémicos en sistemas inmediatos al
sistema P.-Cc., de manera que sus cargas pueden extenderse fácilmente a los
elementos del mismo. Pensamos aquí inmediatamente en la alucinación y en el
hecho de que todo recuerdo, aun el más vivo, puede ser distinguido siempre,
tanto de la alucinación como de la percepción exterior; pero también
recordamos que, al ser reavivado un recuerdo, permanece conservada la carga
en el sistema mnémico, mientras que la alucinación, no diferenciable de la
percepción, sólo surge cuando la carga no se limita a extenderse desde la huella
mnémica al elemento del sistema P., sino que pasa por completo a él.
Los restos verbales proceden esencialmente de percepciones acústicas,
circunstancia que adscribe al sistema Prec. un origen sensorial especial. Al
principio podemos dejar a un lado, como secundarios, los componentes visuales
de la representación verbal adquiridos en la lectura, e igualmente, sus
componentes de movimiento, los cuales desempeñan tan sólo -salvo para el
sordomudo- el papel de signos auxiliares. La palabra es, pues, esencialmente el
resto mnémico de la palabra oída.
No debemos, sin embargo, olvidar o negar, llevados por una tendencia a
la simplificación, la importancia de los restos mnémicos ópticos -de las cosas-,
ni tampoco la posibilidad de un acceso a la conciencia de los procesos mentales
por retorno a los restos visuales, posibilidad que parece predominar en muchas
personas. El estudio de los sueños y el de las fantasías preconscientes
observadas por J. Varendonck puede darnos una idea de la peculiaridad de este
pensamiento visual. En él sólo se hace consciente el material concreto de las
ideas, y, en cambio, no puede darse expresión alguna visual a las relaciones que
las caracterizan especialmente. No constituye, pues, sino un acceso muy
imperfecto a la conciencia, se halla más cerca de los procesos inconscientes que
el pensamiento verbal y es, sin duda, más antigua que éste, tanto ontogénica
como filogenéticamente.
Así pues, para volver a nuestro argumento, si es éste el camino por el que
lo inconsciente se hace preconsciente, la interrogación que antes nos dirigimos
sobre la forma en que hacemos (pre) consciente algo reprimido, recibirá la
respuesta siguiente: Hacemos (pre) consciente lo reprimido, interpolando, por
medio de la labor analítica, miembros intermedios preconscientes. Por tanto ni
la conciencia abandona su lugar ni tampoco lo Inc. se eleva hasta lo Cc.
La relación de la percepción exterior con el Yo es evidente. No así la de la
percepción interior. Sigue, pues, la duda de si es o no acertado situar
exclusivamente la conciencia en el sistema superficial P.-Cc.
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La percepción interna rinde sensaciones de procesos que se desarrollan
en los diversos estratos del aparato anímico, incluso en los más profundos. La
serie «placer-displacer» nos ofrece el mejor ejemplo de estas sensaciones, aún
poco conocidas, más primitivas y elementales que las procedentes del exterior y
susceptibles de emerger aun en estados de disminución de la conciencia. Sobre
su gran importancia y su base metapsicológica hemos hablado ya en otro
contexto. Pueden proceder de distintos lugares y poseer así cualidades diversas
y hasta contrarias.
Las sensaciones de carácter placiente no presentan de por sí ningún
carácter perentorio. No así las displacientes, que aspiran a una modificación y a
una descarga, razón por la cual interpretamos el displacer como una elevación y
el placer como una disminución de la carga de energía.
Si en el curso de los procesos anímicos consideramos aquello que se hace
consciente en calidad de placer y displacer como un «algo» cualitativa y
cuantitativamente especial, surge la cuestión de si este «algo» puede hacerse
consciente permaneciendo en su propio lugar o, por el contrario, tiene que ser
llevado antes al sistema P.
La experiencia clínica testimonia en favor de esto último y nos muestra
que dicho «algo» se comporta como un impulso reprimido. Puede desarrollar
energías sin que el Yo advierta la coerción, y sólo una resistencia contra tal
coerción o una interrupción de la reacción de descarga lo hacen consciente en el
acto como displacer. Lo mismo que las tensiones provocadas por la necesidad,
puede también permanecer inconsciente el dolor, término medio entre la
percepción externa y la interna, que se conduce como una percepción interna
aun en aquellos casos en los que tiene su causa en el mundo exterior. Resulta,
pues, que también las sensaciones y los sentimientos tienen que llegar al
sistema P. para hacerse conscientes, y cuando encuentran cerrado el camino de
dicho sistema, no logran emerger como tales sensaciones o sentimientos.
Sintéticamente y en forma no del todo correcta, hablamos entonces de
sensaciones inconscientes, equiparándolas, sin una completa justificación, a las
representaciones inconscientes. Existe, en efecto, la diferencia de que para llevar
a la conciencia una representación inconsciente es preciso crear antes miembros
de enlace, cosa innecesaria en las sensaciones, las cuales progresan directamente
hacia ella. O dicho de otro modo: la diferenciación de Cc. y Prec. carece de
sentido por lo que respecta a las sensaciones, que no pueden ser sino
conscientes o inconscientes. Incluso cuando se hallan enlazadas a
representaciones verbales no deben a éstas su acceso a la conciencia, sino que
llegan a ella directamente.
Vemos ahora claramente el papel que desempeñan las representaciones
verbales. Por medio de ellas quedan convertidos los procesos mentales
interiores en percepciones. Es como si hubiera de demostrar el principio de que
todo conocimiento procede de la percepción externa. Dada una sobrecarga del
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pensamiento, son realmente percibidos los pensamientos -como desde fuera- y
tenidos así por verdaderos.
Después de esta aclaración de las relaciones entre la percepción externa e
interna y el sistema superficial P.-Cc., podemos pasar a formarnos una idea del
Yo. Lo vemos emanar, como de su nódulo, del sistema P. y comprender
primeramente lo Prec., inmediato a los restos mnémicos. Pero el Yo es también,
como ya sabemos, inconsciente.
Ha de sernos muy provechoso, a mi juicio, seguir la invitación de un
autor, que por motivos personales declara en vano no tener nada que ver con la
ciencia, rigurosa y elevada. Me refiero a G. Groddeck, el cual afirma siempre
que aquello que llamamos nuestro Yo se conduce en la vida pasivamente y que,
en vez de vivir, somos «vividos» por poderes ignotos e invencibles1632. Todos
hemos experimentado alguna vez esta sensación, aunque no nos haya
dominado hasta el punto de hacernos excluir todas las demás, y no vacilamos
en asignar a la opinión de Groddeck un lugar en los dominios de la ciencia. Por
mi parte, propongo tenerla en la cuenta, dando el nombre de Yo al ente que
emana del sistema P., y es primero preconsciente, y el de Ello, según lo hace
Groddeck, a lo psíquico restante -inconsciente-, en lo que dicho Yo se
continúa1633.
Pronto hemos de ver si esta nueva concepción ha de sernos útil para
nuestros fines descriptivos. Un individuo es ahora, para nosotros, un Ello
psíquico desconocido e inconsciente, en cuya superficie aparece el Yo, que se ha
desarrollado partiendo del sistema P., su nódulo. El Yo no envuelve por
completo al Ello sino que se limita a ocupar una parte de su superficie, esto es,
la constituida por el sistema P., y tampoco se halla precisamente separado de él,
pues confluye con él en su parte inferior.
Pero también lo reprimido concluye con el Ello hasta el punto de no
constituir sino una parte de él. En cambio, se halla separado del Yo por las
resistencias de la represión, y sólo comunica con él a través del Ello.
Reconocemos en el acto que todas las diferenciaciones que la Patología nos ha
inducido a establecer se refieren tan sólo a los estratos superficiales del aparato
anímico, únicos que conocemos.
Todas estas circunstancias quedan gráficamente representadas en el
dibujo siguiente, cuya significación es puramente descriptiva. Como puede
verse en él, y según el testimonio de la anatomía del cerebro, lleva el Yo, en uno
solo de sus lados, un «receptor acústico».
G. Groddeck: “Das buch Vom ES”.
Groddeck sigue el ejemplo de Nietzsche, el cual usa frecuentemente este término como
expresión de lo que en nuestro ser hay de impersonal.
1632
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Fácilmente se ve que el Yo es una parte del Ello modificada por la
influencia del mundo exterior, transmitido por el P.-Cc., o sea, en cierto modo,
una continuación de la diferenciación de las superficies. El Yo se esfuerza en
transmitir a su vez al Ello dicha influencia del mundo exterior y aspira a
sustituir el principio del placer, que reina sin restricciones en el Ello, por el
principio de la realidad. La percepción es para el Yo lo que para el Ello el
instinto. El Yo representa lo que pudiéramos llamar la razón o la reflexión,
opuestamente al Ello, que contiene las pasiones.
La importancia funcional del Yo reside en el hecho de regir normalmente
los accesos a la motilidad. Podemos, pues, compararlo, en su relación con el
Ello, al jinete que rige y refrena la fuerza de su cabalgadura, superior a la suya,
con la diferencia de que el jinete lleva esto a cabo con sus propias energías, y el
Yo, con energías prestadas. Pero así como el jinete se ve obligado alguna vez a
dejarse conducir a donde su cabalgadura quiere, también el Yo se nos muestra
forzado en ocasiones a transformar en acción la voluntad del Ello, como si fuera
la suya propia.
En la génesis del Yo, y en su diferenciación del Ello, parece haber
actuado aún otro factor distinto de la influencia del sistema P. El propio cuerpo,
y, sobre todo, la superficie del mismo, es un lugar del cual pueden partir
simultáneamente percepciones, externas e internas. Es objeto de la visión, como
otro cuerpo cualquiera; pero produce al tacto dos sensaciones, una de las cuales
puede equipararse a una percepción interna. La Psicofisiología ha aclarado ya
suficientemente la forma en la que el propio cuerpo se destaca del mundo de las
percepciones. También el dolor parece desempeñar en esta cuestión un
importante papel, y la forma en que adquirimos un nuevo conocimiento de
nuestros órganos cuando padecemos una dolorosa enfermedad constituye
quizá el prototipo de aquella en la que llegamos a la representación de nuestro
propio cuerpo.
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El Yo es, ante todo, un ser corpóreo, y no sólo un ser superficial, sino
incluso la proyección de una superficie1634. Si queremos encontrarle una
analogía anatómica, habremos de identificarlo con el «homúnculo cerebral» de
los anatómicos, que se halla cabeza abajo sobre la corteza cerebral, tiene los pies
hacia arriba, mira hacia atrás y ostenta, a la izquierda, la zona de la palabra.
La relación del Yo con la conciencia ha sido ya estudiada por nosotros
repetidas veces, pero aún hemos de describir aquí algunos hechos importantes.
Acostumbrados a no abandonar nunca el punto de vista de una valoración ética
y social, no nos sorprende oír que la actividad de las pasiones más bajas se
desarrolla en lo inconsciente, y esperamos que las funciones anímicas
encuentren tanto más seguramente acceso a la conciencia cuanto más elevado
sea el lugar que ocupen en dicha escala de valores. Pero la experiencia
psicoanalítica nos demuestra que la esperanza es infundada. Por un lado
tenemos pruebas de que incluso una labor intelectual sutil y complicada, que
exige, en general, intensa reflexión, puede ser también realizada
preconscientemente sin llegar a la conciencia. Este fenómeno se da, por ejemplo,
durante el estado de reposo y se manifiesta en que el sujeto despierta sabiendo
la solución de un problema matemático o de otro género cualquiera vanamente
buscada durante el día anterior1635.
Pero hallamos aún otro caso más singular. En nuestro análisis
averiguamos que hay personas en las cuales la autocrítica y la conciencia moral
-o sea, funciones anímicas-, a las que se concede un elevado valor, son
inconscientes y producen, como tales, importantísimos efectos.
Así pues, la inconsciencia de la resistencia en el análisis no es en ningún
modo la única situación de este género. Pero el nuevo descubrimiento, que nos
obliga, a pesar de nuestro mejor conocimiento crítico, a hablar de un
sentimiento inconsciente de culpabilidad, nos desorienta mucho más,
planteándonos nuevos enigmas, sobre todo cuando observamos que en un gran
número de neuróticos desempeña dicho sentimiento un papel económicamente
decisivo y opone considerables obstáculos a la curación. Si queremos ahora
volver a nuestra escala de valores, habremos de decir que no sólo lo más bajo,
sino también lo más elevado, puede permanecer inconsciente. De este modo
parece demostrársenos lo que antes dijimos del Yo, o sea, que es ante todo un
ser corpóreo.
Nota de 1927 (Aparecida en la traducción ingles). El Yo se deriva en último término de las
sensaciones corporales, principalmente de aquellas producidas en la superficie del cuerpo, por
lo que puede considerarse al Yo como una proyección mental de dicha superficie y que por lo
demás, como ya lo hemos visto, corresponde a la superficie del aparato mental.
1635 Me contaron recientemente un ejemplo así discutido como una objeción contra mi
descripción de la “labor onírica”.
1634
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III. El «YO» y el «SUPER-YO» (Ideal del «Yo»)
Si el Yo no fuera sino una parte del Ello, modificada por la influencia del
sistema de percepciones, o sea, el representante del mundo exterior, real en lo
anímico, nos encontraríamos ante un estado de cosas harto sencillo. Pero hay
aún algo más.
Los motivos que nos han llevado a suponer la existencia de una fase
especial del Yo, o sea, una diferenciación dentro del mismo Yo, a la que damos
el nombre de Superyó o Ideal del Yo, han quedado ya expuestos en otros
lugares1636. Estos motivos continúan en pie1637. La novedad que precisa una
aclaración es la de que esta parte del Yo presenta una conexión menos firme con
la conciencia.
Para llegar a tal aclaración hemos de volver antes sobre nuestros pasos.
Explicamos el doloroso sufrimiento de la melancolía, estableciendo la hipótesis
de una reconstrucción en el Yo del objeto perdido; esto es, la sustitución de una
carga de objeto por una identificación1638. Pero no llegamos a darnos cuenta de
toda la importancia de este proceso ni de lo frecuente y típico que era.
Ulteriormente hemos comprendido que tal sustitución participa
considerablemente en la estructuración del Yo y contribuye, sobre todo, a la
formación de aquello que denominamos su carácter.
Originariamente, en la fase primitiva oral del individuo, no es posible
diferenciar la carga de objeto de la identificación. Más tarde sólo podemos
suponer que las cargas de objeto parten del Yo, el cual siente como necesidades
las aspiraciones eróticas. El Yo, débil aún al principio, recibe noticia de las
cargas de objeto, y las aprueba o intenta rechazarlas por medio del proceso de
la represión1639.
Cf. “Psicología de las masas y análisis del Yo”
Únicamente habremos de rectificar la afirmación de que el examen de la realidad era una
función del SuperYo. Las relaciones del Yo con el mundo de la percepción parecen más bien
indicar que dicho examen es ejercido por el Yo. También ciertas manifestaciones
indeterminadas, que en otros lugares hemos consignado, sobre la existencia de un nódulo del
Yo, deben ser concretadas ahora en el sentido de que dicho nódulo es únicamente del sistema
preconsciente (Strachei recuerda que en “Más allá del principio del placer” (1920) Freud pensaba
que el núcleo del Yo es su porción inconsciente. Posteriormente en “El humor”, (1927), ubica a
dicho núcleo en el SuperYo)
1638 Cf. “Duelo y melancolía” (1917).
1639 La creencia de los primitivos de que las cualidades del animal ingerido como alimento se
transmiten al individuo y las prohibiciones basadas en esta creencia constituyen un
interesantísimo paralelo de la sustitución de la elección del objeto por la identificación. Esta
creencia se halla también integrada, seguramente, entre los fundamentos del canibalismo, y
actúa en toda la serie de costumbres que va desde la comida totémica a la comunión. Las
consecuencias que aquí se atribuyen al apoderamiento oral del objeto surgen luego, realmente,
en la elección sexual del objeto ulterior.
1636
1637
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“El Yo y el Ello”
Cuando tal objeto sexual ha de ser abandonado, surge frecuentemente en
su lugar aquella modificación del Yo que hemos hallado en la melancolía y
descrito como una reconstrucción del objeto en el Yo. Ignoramos aún las
circunstancias detalladas de esta sustitución. Es muy posible que el Yo facilite o
haga posible, por medio de esta introyección -que es una especie de regresión al
mecanismo de la fase oral- el abandono del objeto. O quizá constituya esta
identificación la condición precisa para que el Ello abandone sus objetos. De
todos modos, es éste un proceso muy frecuente en las primeras fases del
desarrollo, y puede llevarnos a la concepción de que el carácter del Yo es un
residuo de las cargas de objeto abandonadas y contiene la historia de tales
elecciones de objeto. Desde luego, habremos de reconocer que la capacidad de
resistencia a las influencias emanadas de la historia de las elecciones eróticas de
objeto varía mucho de unos individuos a otros, constituyendo una escala,
dentro de la cual el carácter del sujeto admitirá o rechazará más o menos tales
influencias. En las mujeres de gran experiencia erótica creemos poder indicar
fácilmente los residuos que sus cargas de objeto han dejado en su carácter.
También puede existir una simultaneidad de la carga de objeto y la
identificación, o sea, una modificación del carácter antes del abandono del
objeto. En este caso, la modificación del carácter puede sobrevivir a la relación
con el objeto y conservarla en cierto sentido.
Desde otro punto de vista, observamos también que esta transmutación
de una elección erótica de objeto en una modificación del Yo es para el Yo un
medio de dominar al Ello y hacer más profundas sus relaciones con él, si bien a
costa de una mayor docilidad por su parte. Cuando el Yo toma los rasgos del
objeto, se ofrece, por decirlo así, como tal al Ello e intenta compensarle la
pérdida experimentada, diciéndole: «Puedes amarme, pues soy parecido al
objeto perdido.»
La transformación de la libido objetal en libido narcisista, que aquí tiene
efecto, trae consigo un abandono de los fines sexuales, una de-sexualización, o
sea, una especie de sublimación, e incluso nos plantea la cuestión, digna de un
penetrante estudio, de si no será acaso éste el camino general conducente a la
sublimación, realizándose siempre todo proceso de este género por la
mediación del Yo, que transforma primero la libido objetal sexual en libido
narcisista, para proponerle luego un nuevo fin1640. Mas adelante nos
preguntaremos asimismo si esta modificación no puede también tener por
consecuencia otros diversos destinos de los instintos, por ejemplo, una
disociación de los diferentes instintos fundidos unos con otros.
No podemos eludir una digresión, consistente en fijar nuestra atención
por algunos momentos en las identificaciones objetales del Yo. Cuando tales
identificaciones llegan a ser muy numerosas, intensas e incompatibles entre sí,
se produce fácilmente un resultado patológico. Puede surgir, en efecto, una
Una vez establecida la diferenciación del Yo y el Ello, hemos de reconocer a este último
como el gran deposito de la libido señalado en mi trabajo sobre el narcisismo. La líbido que
fluye al Yo por medio de las identificaciones descritas representa su narcisismo secundario.
1640
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disociación del Yo, excluyéndose las identificaciones unas a otras por medio de
resistencias. El secreto de los casos llamados de personalidad múltiple reside,
quizá, en que cada una de tales identificaciones atrae a sí alternativamente la
conciencia. Pero aún sin llegar a este extremo surgen entre las diversas
identificaciones, en las que el Yo queda disociado, conflictos que no pueden ser
siempre calificados de patológicos.
Cualquiera que sea la estructura de la ulterior resistencia del carácter
contra las influencias de las cargas de objeto abandonadas, los efectos de las
primeras identificaciones, realizadas en la más temprana edad, son siempre
generales y duraderos. Esto nos lleva a la génesis del ideal del Yo, pues detrás
de él se oculta la primera y más importante identificación del individuo, o sea,
la identificación con el padre1641. Esta identificación no parece constituir el
resultado o desenlace de una carga de objeto, pues es directa e inmediata y
anterior a toda carga de objeto.
Pero las elecciones de objeto pertenecientes al primer período sexual, y que
recaen sobre el padre y la madre, parecen tener como desenlace normal tal
identificación e intensificar así la identificación primaria.
De todos modos, son tan complicadas estas relaciones, que se nos hace
preciso describirlas más detalladamente. Esta complicación depende de dos
factores: de la disposición triangular de la relación de Edipo y de la
bisexualidad constitucional del individuo.
El caso más sencillo toma en el niño la siguiente forma: el niño lleva a
cabo muy tempranamente una carga de objeto, que recae sobre la madre y tiene
su punto de partida en el seno materno. Del padre se apodera el niño por
identificación. Ambas relaciones marchan paralelamente durante algún tiempo,
hasta que, por la intensificación de los deseos sexuales orientados hacia la
madre, y por la percepción de que el padre es un obstáculo opuesto a la
realización de tales deseos, surge el complejo de Edipo1642. La identificación con
el padre toma entonces un matiz hostil y se transforma en el deseo de suprimir
al padre para sustituirle cerca de la madre. A partir de aquí se hace ambivalente
la relación del niño con su padre, como si la ambivalencia, existente desde un
principio en la identificación, se exteriorizara en este momento. La conducta
ambivalente con respecto al padre y la tierna aspiración hacia la madre
considerada como objeto integran para el niño el contenido del complejo de
Edipo simple, positivo.
Quizá fuera más prudente decir “con los padres”, pues el padre y la madre no son objeto de
una valoración distinta antes del descubrimiento de la diferencia de los sexos, o sea, de la falta
de pene en el femenino. Una joven casada a la que tuve hace poco en tratamiento me comunicó
que al descubrir tal referencia, no extendió la carencia de dicho órgano a todas las mujeres, sino
tan sólo a aquellas “que nada valían”, y aún creía que su madre poseía uno entonces. (Véase
una nota en el ensayo “La organización genital infantil”). Para simplificar nuestra exposición
trataremos exclusivamente aquí de la identificación con el padre.
1642 Cf. “Psicología de las masas y análisis del Yo”
1641
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Al llegar a la destrucción del complejo de Edipo tiene que ser
abandonada la carga de objeto de la madre, y en su lugar surge una
identificación con la madre o queda intensificada la identificación con el padre.
Este último resultado es el que consideramos como normal y permite la
conservación de la relación cariñosa con la madre. El naufragio del complejo de
Edipo afirmaría así la masculinidad en el carácter del niño. En forma totalmente
análoga puede terminar el complejo de Edipo en la niña por una intensificación
de su identificación con la madre (o por el establecimiento de tal identificación),
que afirma el carácter femenino del sujeto.
Estas identificaciones no corresponden a nuestras esperanzas, pues no
introducen en el Yo al objeto abandonado; pero también este último desenlace
es frecuente, y puede observarse con mayor facilidad en la niña que en el niño.
El análisis nos muestra muchas voces que la niña, después de haberse visto
obligada a renunciar al padre como objeto erótico, exterioriza los componentes
masculinos de su bisexualidad constitucional y se identifica no ya con la madre,
sino con el padre, o sea, con el objeto perdido. Esta identificación depende,
naturalmente, de la necesidad de sus disposiciones masculinas, cualquiera que
sea la naturaleza de éstas.
El desenlace del complejo de Edipo en una identificación con el padre o
con la madre parece, pues, depender en ambos sexos de la energía relativa de
las dos disposiciones sexuales. Esta es una de las formas en las que la
bisexualidad interviene en los destinos del complejo de Edipo. La otra forma es
aún más importante. Experimentamos la impresión de que el complejo de
Edipo simple no es, ni con mucho, el más frecuente, y, en efecto, una
investigación más penetrante nos descubre casi siempre el complejo de Edipo
completo, que es un complejo doble, positivo y negativo, dependiente de la
bisexualidad originaria del sujeto infantil. Quiere esto decir que el niño no
presenta tan sólo una actitud ambivalente con respecto al padre y una elección
tierna de objeto con respecto a la madre, sino que se conduce al mismo tiempo
como una niña, presentando la actitud cariñosa femenina para con su padre y la
actitud correlativa, hostil y celosa para con su madre. Esta intervención de la
bisexualidad es la que hace tan difícil llegar al conocimiento de las elecciones de
objeto e identificaciones primitivas y tan complicada su descripción. Pudiera
suceder también que la ambivalencia, comprobada en la relación del sujeto
infantil con los padres, dependiera exclusivamente de la bisexualidad, no
siendo desarrollada de la identificación, como antes expusimos, por la
rivalidad*.
A mi juicio, obraremos acertadamente aceptando, en general, y sobre
todo en los neuróticos, la existencia del complejo de Edipo completo. La
investigación psicoanalítica nos muestra que en un gran número de casos
desaparece uno de los componentes de dicho complejo, quedando sólo huellas
apenas visibles. Queda así establecida una serie, en uno de cuyos extremos se
Strachei señala acertadamente que la idea de la bisexualidad aparece ya en los primeros
escritos de Freud en la que Wilhelm Fliess fue probablemente el promotor.
*
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“El Yo y el Ello”
halla el complejo de Edipo normal, positivo, y en el otro, el invertido, negativo,
mientras que los miembros intermedios nos revelan la forma completa de dicho
complejo, con distinta participación de sus dos componentes. En el naufragio
del complejo de Edipo se combinan de tal modo sus cuatro tendencias
integrantes, que dan nacimiento a una identificación con el padre y a una
identificación con la madre. La identificación con el padre conservará el objeto
materno del complejo positivo y sustituirá simultáneamente al objeto paterno
del complejo invertido. Lo mismo sucederá, mutatis mutandis, con la
identificación con la madre. En la distinta intensidad de tales identificaciones se
reflejará la desigualdad de las dos disposiciones sexuales.
De este modo podemos admitir como resultado general de la fase sexual,
dominada por el complejo de Edipo, la presencia en el «yo» de un residuo, consistente en
el establecimiento de estas dos identificaciones enlazadas entre sí. Esta modificación del
«yo» conserva su significación especial y se opone al contenido restante del «yo» en
calidad ideal del «yo» o «superyó».
Pero el superyó no es simplemente un residuo de las primeras elecciones
de objeto del Ello, sino también una enérgica formación reactiva contra las
mismas. Su relación con el Yo no se limita a la advertencia: «Así -como el padredebes ser», sino que comprende también la prohibición: «Así -como el padre- no
debes ser: no debes hacer todo lo que él hace, pues hay algo que le está
exclusivamente reservado.» Esta doble faz del ideal del Yo depende de su
anterior participación en la represión del complejo de Edipo, e incluso debe su
génesis a tal represión. Este proceso represivo no fue nada sencillo. Habiendo
reconocido en los padres, especialmente en el padre, el obstáculo opuesto a la
realización de los deseos integrados en dicho complejo, tuvo que robustecerse el
Yo para llevar a cabo su represión, creando en sí mismo tal obstáculo. La
energía necesaria para ello hubo de tomarla prestada del padre, préstamo que
trae consigo importantísimas consecuencias. El superyó conservará el carácter
del padre, y cuanto mayores fueron la intensidad del complejo de Edipo y la
rapidez de su represión (bajo las influencias de la autoridad, la religión, la
enseñanza y las lecturas), más severamente reinará después sobre el Yo como
conciencia moral, o quizá como sentimiento inconsciente de culpabilidad. En
páginas ulteriores expondremos de dónde sospechamos que extrae el superyó
la fuerza necesaria para ejercer tal dominio, o sea, el carácter coercitivo que se
manifiesta como imperativo categórico.
Esta génesis del superyó constituye el resultado de dos importantísimos
factores: biológico uno y de naturaleza histórica el otro: de la larga indefensión
y dependencia infantil del hombre y de su complejo de Edipo, al que hemos
relacionado ya con la interrupción del desarrollo de la libido por el período de
latencia, o sea, con la división en dos fases de la vida sexual humana. Esta
última particularidad, que creemos específicamente humana, ha sido definida
por una hipótesis psicoanalítica como una herencia correspondiente a la
evolución hacia la cultura impuesta por la época glacial. La génesis del superyó,
por su diferenciación del Yo, no es, ciertamente, nada casual, pues representa
los rasgos más importantes del desarrollo individual y de la especie. Creando
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una expresión duradera de la influencia de los padres eterniza la existencia de
aquellos momentos a los que la misma debe su origen.
Se ha acusado infinitas veces al psicoanálisis de desatender la parte
moral, elevada y suprapersonal del hombre. Pero este reproche es injusto, tanto
desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista metodológico.
Lo primero, porque se olvida que nuestra disciplina adscribió desde el primer
momento a las tendencias morales y estéticas del Yo el impulso a la represión.
Lo segundo, porque no se quiere reconocer que la investigación psicoanalítica
no podía aparecer, desde el primer momento, como un sistema filosófico
provisto de una completa y acabada construcción teórica, sino que tenía que
abrirse camino paso a paso por medio de la descomposición analítica de los
fenómenos, tanto normales como anormales, hacia la inteligencia de las
complicaciones anímicas. Mientras nos hallábamos entregados al estudio de lo
reprimido en la vida psíquica, no necesitábamos compartir la preocupación de
conservar intacta la parte más elevada del hombre. Ahora que osamos
aproximarnos al análisis del Yo, podemos volvernos a aquellos que sintiéndose
heridos en su conciencia moral han propugnado la existencia de algo más
elevado en el hombre y responderles: «Ciertamente, y este elevado ser es el
ideal del Yo o superyó, representación de la relación del sujeto con sus
progenitores.» Cuando niños hemos conocido, admirado y temido a tales seres
elevados, y luego los hemos acogido en nosotros mismos.
El ideal del Yo es, por tanto, el heredero del complejo de Edipo, y con
ello, la expresión de los impulsos más poderosos del Ello y de los más
importantes destinos de su libido. Por medio de su creación se ha apoderado el
Yo del complejo de Edipo y se ha sometido simultáneamente al Ello. El superyó,
abogado del mundo interior, o sea, del Ello, se opone al yo, verdadero
representante del mundo exterior o de la realidad. Los conflictos entre el Yo y el
ideal reflejan, pues, en último término, la antítesis de lo real y lo psíquico del
mundo exterior y el interior.
Todo lo que la Biología y los destinos de la especie humana han creado y
dejado en el Ello es tomado por el Yo en la formación de su ideal y vivido de
nuevo en él individualmente. El ideal del Yo presenta, a consecuencia de la
historia de su formación, una amplia relación con las adquisiciones filogenéticas
del individuo, o sea, con su herencia arcaica. Aquello que en la vida psíquica
individual ha pertenecido a lo más bajo es convertido por la formación del ideal
en lo más elevado del alma humana, conforme siempre a nuestra escala de
valores. Pero sería un esfuerzo inútil querer localizar el ideal del Yo, aunque
sólo fuera de un modo análogo a como hemos localizado el Yo, o adaptarlo a
una de las comparaciones por medio de las cuales hemos intentado reproducir
la relación entre el Yo y el Ello.
No es difícil mostrar que el ideal del Yo satisface todas aquellas
exigencias que se plantean en la parte más elevada del hombre. Contiene, en
calidad de sustitución de la aspiración hacia el padre, el nódulo del que han
partido todas las religiones. La convicción de la comparación del Yo con su
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ideal da origen a la religiosa humildad de los creyentes. En el curso sucesivo del
desarrollo queda transferido a los maestros y a aquellas otras personas que
ejercen autoridad sobre el sujeto el papel de padre, cuyos mandatos y
prohibiciones conservan su eficiencia en el Yo ideal y ejercen ahora, en calidad
de conciencia, la censura moral.
La tensión entre las aspiraciones de la conciencia y los rendimientos del
Yo es percibida como sentimiento de culpabilidad. Los sentimientos sociales
reposan en identificaciones con otros individuos basados en el, mismo ideal del
Yo.
La religión, la moral y el sentimiento social -contenidos principales de la
parte más elevada del hombre1643- constituyeron primitivamente una sola cosa.
Según la hipótesis que expusimos en Totem y tabú, fueron desarrollados
filogenéticamente del complejo paterno la religión y la moral, por el
sojuzgamiento del complejo de Edipo propiamente dicho, y los sentimientos
sociales, por el obligado vencimiento de la rivalidad ulterior entre los miembros
de la joven generación. En todas estas adquisiciones morales parece haberse
adelantado el sexo masculino, siendo transmitido después, por herencia
cruzada, al femenino. Todavía actualmente nacen en el individuo los
sentimientos sociales por superposición a los sentimientos de rivalidad del
sujeto con sus hermanos. La imposibilidad de satisfacer estos sentimientos
hostiles hace surgir una identificación con los rivales. Observaciones realizadas
en sujetos homosexuales justifican la sospecha de que también esta
identificación es un sustitutivo de la elección cariñosa de objeto, que reemplaza
a la disposición agresiva hostil1644.
Al hacer intervenir la filogénesis se nos plantean nuevos problemas, cuya
solución quisiéramos eludir; pero hemos de intentarla, aunque tememos que tal
tentativa ha de revelar la insuficiencia de nuestros esfuerzos. ¿Fue el Yo o el
Ello de los primitivos lo que adquirió la moral y la religión, derivándolas del
complejo paterno? Si fue el Yo, ¿por qué no hablamos sencillamente de una
herencia dentro de él? Y si fuese el Ello, ¿cómo conciliar tal hecho con su
carácter? ¿Será, quizá, equivocado extender la diferenciación antes realizada en
yo, Ello y superyó a épocas tan tempranas? Por último, ¿no sería acaso mejor
confesar honradamente que toda nuestra concepción de los procesos del Yo no
aclara en nada la inteligencia de la filogénesis ni puede ser aplicada a este fin?
Daremos primero respuesta a lo más fácil. No sólo en los hombres
primitivos, sino en organismos aún más sencillos nos es preciso reconocer la
existencia de un yo y un Ello, pues esta diferenciación es la obligada
manifestación de la influencia del mundo exterior. Hemos derivado
precisamente el superyó de aquellos sucesos que dieron origen al totemismo. La
interrogación de si fue el Yo o el Ello lo que llegó a hacer las adquisiciones
citadas queda, pues, resuelta en cuanto reflexionamos que ningún suceso
Prescindimos aquí por el momento del arte y de la ciencia.
Cf. “Psicología de las masas y análisis del Yo” y “Algunos mecanismos neuróticos en los celos, la
paranoia, y la homosexualidad”.
1643
1644
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exterior puede llegar al Ello sino por mediación del Yo, que representa en él al
mundo exterior. Pero no podemos hablar de una herencia directa dentro del Yo.
Se abre aquí el abismo entre el individuo real y el concepto de la especie.
Tampoco debemos suponer demasiado rígida la diferencia entre el Yo y el Ello,
olvidando que el Yo no es sino una parte del Ello, especialmente diferenciada.
Los sucesos del Yo parecen, al principio, no ser susceptibles de constituir una
herencia; pero cuando se repiten con frecuencia e intensidad suficientes en
individuos de generaciones sucesivas, se transforman, por decirlo así, en
sucesos del Ello, cuyas impresiones quedan conservadas hereditariamente. De
este modo abriga el Ello en sí innumerables existencias del Yo, y cuando el Yo
extrae del Ello su superyó, no hace, quizá, sino resucitar antiguas formas del
Yo.
La historia de la génesis del superyó nos muestra que los conflictos
antiguos del Yo, con las cargas objeto del Ello, pueden continuar transformados
en conflictos con el superyó, heredero del Ello. Cuando el Yo no ha conseguido
por completo el sojuzgamiento del complejo de Edipo, entra de nuevo en
actividad su energía de carga, procedente del Ello, actividad que se manifestará
en la formación reactiva del ideal del Yo. La amplia comunicación del ideal del
Yo con los sentimientos instintivos inconscientes nos explica el enigma de que
el ideal pueda permanecer en gran parte inconsciente e inaccesible al yo. El
combate que hubo de desarrollarse en los estratos más profundos del aparato
anímico -y al que la rápida sublimación e identificación impidieron llegar a su
desenlace- se continúa ahora en una región más elevada como en la batalla
contra los Hunos pintada por Kaulbach.
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IV. Las dos clases de instintos
Dijimos ya que si nuestra división del ser anímico en un Ello, un yo o un
superyó significaba un progreso de nuestro conocimiento, habría de llevarnos a
más profunda inteligencia y a más exacta descripción de las relaciones
dinámicas de la vida anímica. Hemos visto ya que el Yo se halla bajo la
influencia especial de la percepción y que puede decirse, en general, que las
percepciones tienen para el Yo la misma significación que los instintos para el
Ello. Pero el Yo también queda sometido, como el Ello, a la influencia de los
instintos pues sabemos que no es más que una parte especialmente modificada
del Ello.
En nuestro reciente estudio Más allá del principio del placer
desarrollamos una teoría, que sostendremos y continuaremos en el presente
trabajo. Era esta teoría la de que es necesario distinguir dos clases de instintos,
una de las cuales, los instintos sexuales, o el Eros, era la más visible y accesible
al conocimiento, e integraba no sólo el instinto sexual propiamente dicho, no
coartado, sino también los impulsos instintivos coartados en su fin y
sublimados derivados de él, y el instinto de conservación, que hemos de
adscribir al yo, y el que opusimos justificadamente, al principio de la labor
psicoanalítica, a los instintos objetales sexuales. La determinación de la segunda
clase de instintos nos opuso grandes dificultades, pero acabamos por hallar en
el sadismo su representante. Basándonos en reflexiones teóricas, apoyadas en la
Biología, supusimos la existencia de un instinto de muerte, cuya misión es hacer
retornar todo lo orgánico animado al estado inanimado, en contraposición al
Eros, cuyo fin es complicar la vida y conservarla así, por medio de una síntesis
cada vez más amplia de la sustancia viva, dividida en partículas. Ambos
instintos se conducen en una forma estrictamente conservadora, tendiendo a la
reconstitución de un estado perturbado por la génesis de la vida; génesis que
sería la causa tanto de la continuación de la vida como de la tendencia a la
muerte. A su vez, la vida sería un combate y una transacción entre ambas
tendencias. La cuestión del origen de la vida sería, pues, de naturaleza
cosmológica, y la referente al objeto y fin de la vida recibirá una respuesta
dualista.
A cada una de estas dos clases de instintos se hallaría subordinado un
proceso fisiológico especial (creación y destrucción), y en cada fragmento de
sustancia viva actuarían, si bien en proporción distinta, instintos de las dos
clases, debiendo así existir una sustancia que constituiría la representación
principal del Eros.
No nos es posible determinar todavía de qué manera se enlazan, mezclan
y alían entre sí tales instintos; pero es indudable que su combinación es un
hecho regular. A consecuencia del enlace de los organismos unicelulares con
seres vivos pluricelulares se habría conseguido neutralizar el instinto de muerte
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de la célula aislada y derivar los impulsos destructores hacia el exterior por
mediación de un órgano especial. Este órgano sería el sistema muscular, y el
instinto de muerte se manifestaría entonces, aunque sólo fragmentariamente,
como instinto de destrucción orientado hacia el mundo exterior y hacia otros
seres animados.
Una vez admitida la idea de una mezcla de instintos de ambas clases,
surge la posibilidad de una disociación más o menos completa de los mismos.
En el componente sádico del instinto sexual tendríamos un ejemplo clásico de
una mezcla adecuada de instintos, y en el sadismo, devenido independiente
como perversión, el prototipo de una disociación, aunque no llevada a su
último extremo. Se ofrecen después a nuestra observación numerosos hechos no
examinados aún a esta luz. Reconocemos que el instinto de destrucción entra
regularmente al servicio del Eros para los fines de descargo, y nos damos
cuenta de que entre los resultados de algunas neurosis de carácter grave, por
ejemplo, las neurosis obsesivas, merecen un estudio especial de disociación de
los instintos y la aparición del instinto de muerte. Sospechamos, por último, que
el ataque epiléptico es un producto y un signo de una disociación de los
instintos. Generalizando rápidamente, supondremos que la esencia de una
regresión de la libido (por ejemplo, desde la fase genital a la sádico-anal) está
integrada por una disociación de los instintos. Inversamente, el progreso desde
una fase primitiva hasta la fase genital definitiva tendría por condición una
agregación de componentes eróticos. Surge aquí la cuestión de si la
ambivalencia regular, que con tanta frecuencia hallamos intensificada en la
predisposición constitucional a la neurosis, puede o no ser considerada como el
resultado de una disociación; pero, en caso afirmativo, se trataría de una
disociación tan primitiva, que habríamos de considerarla más bien como una
mezcla imperfecta de instintos.
Nuestro interés se orientará ahora hacia la cuestión de si existen o no
relaciones importantes entre el Yo, el superyó y el Ello, por un lado, y las dos
clases de instintos por otro, y si habrá de sernos posible adscribir al principio
del placer, que rige los procesos psíquicos, una situación fija con respecto a
ambas clases de instintos y a las citadas diferenciaciones anímicas. Pero antes de
entrar en esta discusión hemos de resolver una duda que se alza contra su
planteamiento mismo. En lo que respecta al principio del placer, no abrigamos
duda alguna, y la división del Yo reposa en pruebas clínicas; pero la existencia
de dos clases de instintos no parece todavía suficientemente demostrada, y es
muy posible que determinados hechos del análisis clínico resulten contrarios a
ella.
Parece existir, por lo menos, uno de tales hechos. La antítesis de las dos
clases de instintos puede ser sustituida por la polarización del amor y el odio.
No nos es difícil hallar representantes del Eros. En cambio, como representantes
del instinto de muerte, difícilmente concebible, sólo podemos indicar el instinto
de destrucción, al cual muestra el odio su camino. Ahora bien: la observación
clínica nos muestra no sólo que el odio es el compañero inesperado y constante
del amor (ambivalencia) y muchas veces su precursor en relaciones humanas,
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sino también que, bajo muy diversas condiciones, puede transformarse en
amor, y éste, en odio. Si esta transformación es algo más que una simple
sucesión temporal, faltará toda base para establecer una diferenciación tan
fundamental como la de instintos eróticos e instintos de muerte, diferenciación
que supone la existencia de procesos fisiológicos de curso opuesto.
El caso de que una persona ame a otra y la odie después, o viceversa,
habiéndole dado esta última motivos para ello, cae fuera de los límites de
nuestro problema. Igualmente, aquel en el que un enamoramiento aún no
manifiesto se exterioriza en un principio por hostilidad y tendencia a la
agresión, pues lo que en él sucede es que los componentes destructivos se han
adelantado a los eróticos en la carga de objeto. Pero la psicología de las neurosis
nos descubre otros casos en los que sí puede hablarse de transformación. En la
paranoia persecutoria se defiende al enfermo contra un ligamen homosexual
intensísimo a una persona determinada, y el resultado es que esta persona
amadísima se convierte, para el enfermo, en su perseguidor, contra el cual
orientará su agresión, tan peligrosa a veces. Hemos de suponer que en una fase
anterior quedó transformado el amor en odio. Tanto en la génesis de la
homosexualidad como en la del sentido social desexualizado nos ha descubierto
la investigación psicoanalítica la existencia de intensos sentimientos de
rivalidad, que conduce a la tendencia a la agresión, y cuyo vencimiento es
condición indispensable para que el objeto antes odiado pase a ser amado o
quede integrado en una identificación Surge aquí el problema de si podemos o
no admitir en estos casos una transformación directa del odio en amor, pues se
trata en ellos de modificaciones puramente interiores, en las que no interviene
para nada un cambio de conducta del objeto.
La investigación analítica del proceso de la transformación paranoica nos
revela la posibilidad de otro distinto mecanismo. Aparece dada desde un
principio una conducta ambivalente, y la transformación queda llevada a efecto
por medio de un desplazamiento reactivo de la carga psíquica, siendo sustraída
energía al impulso erótico y acumulada a la energía hostil.
En el vencimiento de la rivalidad hostil que conduce a la
homosexualidad sucede algo análogo. La actitud hostil no tiene probabilidad
ninguna de conseguir una satisfacción y, en consecuencia, es decir, por motivos
económicos, es sustituida por la actitud erótica, que ofrece más posibilidades de
satisfacción, o sea de descarga. Así, pues, no necesitamos suponer en ninguno
de estos dos casos una transformación directa del odio en amor, inconciliable
con la diferencia cualitativa de las dos clases de instintos.
Pero observamos que al discutir este otro mecanismo de la
transformación del amor en odio hemos introducido calladamente una nueva
hipótesis, que merece ser expresamente acentuada. Hemos obrado como si en la
vida anímica existiese una energía desplazable, indiferente en sí, pero
susceptible de agregarse a un impulso erótico o destructor, cualitativamente
diferenciado, e intensificar su carga general. Sin esta hipótesis nos sería
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imposible seguir adelante. Habremos, pues, de preguntarnos de dónde procede
tal energía, a qué pertenece y cuál es su significación.
El problema de la cualidad de los impulsos instintivos y de su
conservación de los diversos destinos de los instintos permanece muy oscuro,
no habiendo sido aún intentada seriamente su solución. En los instintos
sexuales parciales, especialmente accesibles a la observación, se nos muestran
algunos procesos del mismo género. Vemos, en efecto, que los instintos
parciales se comunican entre sí; que un instinto procedente de una fuente
erógena especial puede ceder su intensidad para incrementar la de otro instinto
parcial procedente de una fuente distinta, que la satisfacción de un instinto
puede ser sustituida por la de otro, etc. El descubrimiento de estos procesos nos
anima a construir varias hipótesis de un género particular.
Pero lo que aquí me propongo ofrecer no es una prueba, sino
simplemente una hipótesis. Declararé, pues, que dicha energía, desplazable e
indiferente, que actúa probablemente tanto en el Yo como en el Ello, procede, a
mi juicio, de la provisión de libido narcisista, siendo, por tanto, Eros
desexualizado. Los instintos eróticos nos parecen, en general, más plásticos,
desviables y desplazables que los de destrucción. Podemos, pues, concluir sin
dificultad que esta libido desplazable labora al servicio del principio del placer
para evitar los estancamientos y facilitar las descargas. Reconocemos, además,
que en esta labor es el hecho mismo de la descarga lo principal, siendo
indiferente el camino por el cual es llevado a cabo.
Ahora bien: esta circunstancia es característica, como ya sabemos, de los
procesos de carga que tienen efecto en el Ello, y la encontramos tanto en las
cargas eróticas, en las cuales resulta indiferente el objeto, como en las
transferencias que surgen durante el análisis, transferencias que han de ser
establecidas, obligadamente, siendo indiferente la persona sobre la que
recaigan. Rank ha expuesto hace poco acabados ejemplos de actos neuróticos de
venganza, dirigidos contra personas inocentes. Ante esta conducta de lo
inconsciente no podemos por menos de pensar en la conocida anécdota de
aquel juez aldeano que propuso ahorcar a uno de los tres sastres del pueblo en
sustitución del único herrero en él establecido y verdadero culpable del delito
que de castigar se trataba. El caso es ejecutar el castigo, aunque éste no recaiga
sobre el culpable. Igual laxitud observamos ya en los desplazamientos del
proceso primario de la elaboración onírica. En este caso son los objetos, y en el
nuestro actual los caminos de la acción de descarga, lo que resulta relegado a un
segundo término.
Si esta energía desplazable es libido desexualizada, podremos calificarla
también de sublimada, pues mantendrá siempre la intención principal del Eros.
Si en un sentido más alto incluimos en estos desplazamientos los procesos
mentales, quedará proveída la labor intelectual por sublimación de energía
instintiva erótica.
Nos hallamos aquí nuevamente ante la posibilidad, ya indicada, de que
la sublimación tenga efecto siempre por mediación del Yo y recordamos que
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este yo pone fin a las primeras cargas de objeto del Ello -y seguramente también
a muchas de las ulteriores-, acogiendo en sí la libido de las mismas y ligándola
a la modificación del Yo producida por identificación. Con esta transformación
en libido del Yo se enlaza naturalmente un abandono de los fines sexuales, o sea
una de-sexualización. De todos modos se nos descubre aquí una importante
función del Yo en su relación con el Eros. Apoderándose en la forma descrita de
la libido de las cargas de objeto, ofreciéndose como único objeto erótico y
desexualizando o sublimando la libido del Ello, labora en contra de los
propósitos del Eros y se sitúa al servicio de los sentimientos instintivos
contrarios. En cambio, tiene que permitir otra parte de las cargas de objeto del
Ello e incluso contribuir a ellas. Más tarde trataremos de otra posible
consecuencia de esta actividad del Yo.
Se nos impone aquí una importante modificación de la teoría del
narcisismo. Al principio, toda la libido se halla acumulada en el Ello, mientras
el Yo es aún débil y está en período de formación. El Ello emplea una parte de
esta libido en cargas eróticas de objeto, después de lo cual el Yo, robustecido ya,
intenta apoderarse de esta libido del objeto e imponerse al Ello como objeto
erótico.
El narcisismo del Yo es de este modo un narcisismo secundario sustraído
a los objetos.
Comprobamos nuevamente que todos aquellos impulsos instintivos cuya
investigación nos es posible llevar a cabo se nos revelan como ramificaciones
del Eros. Sin las consideraciones desarrolladas en Más allá del principio del placer
y el descubrimiento de los elementos sádicos del Eros nos sería difícil mantener
nuestra concepción dualista fundamental. Pero se nos impone la impresión de
que los instintos de muerte son mudos y que todo el fragor de la vida parte
principalmente del Eros1645.
Volvamos ahora a la lucha contra el Eros. Es indudable que el principio
del placer sirve al Ello de brújula en el combate contra la libido, que introduce
perturbaciones en el curso de la vida. Si es cierto que el principio de la
constancia -en el sentido que le da Fechner- rige la vida, la cual sería entonces
un resbalar hacia la muerte, serán las exigencias del Eros, o sea los instintos
sexuales, los que detendrían, a título de necesidades, la disminución del nivel
introduciendo nuevas tensiones. El Ello defiende contra estas tensiones guiado
por el principio del placer; esto es, por la percepción del displacer en muy
diversas formas. Primeramente, por una rápida docilidad con respecto a las
exigencias de la libido no desexualizada, o sea procurando la satisfacción de las
tendencias
directamente
sexuales,
y
luego
más
ampliamente,
desembarazándose en una de tales satisfacciones, en la cual se reúnen todas las
exigencias parciales de las sustancias sexuales que integran, por decirlo así,
hasta la saturación, las tensiones eróticas. La expulsión de las materias sexuales
en el acto sexual corresponde en cierto modo a la separación del soma y el
Según nuestra teoría, los instintos de destrucción orientados hacia el exterior han sido
desviados de la propia persona del sujeto por mediación del Eros.
1645
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plasma germinativo. De aquí la analogía del estado sexual a la completa
satisfacción sexual con la muerte, y en los animales inferiores, la coincidencia de
la muerte con el acto de la reproducción. Podemos decir que la reproducción
causa la muerte de estos seres, en cuanto al ser separado el Eros queda libre el
instinto de muerte para llevar a cabo sus intenciones. Por último, el Yo facilita al
Ello la labor de dominación, sublimando parte de la libido para sus fines
propios.
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V. Las servidumbres del «Yo»
La complicación de la materia hace que el contenido de estos capítulos no se
limite al tema enunciado en su título, pues siempre que emprendemos el
estudio de nuevas relaciones nos vemos obligados a retornar sobre lo ya
expuesto.
Así, hemos dicho ya repetidamente que el Yo se halla constituido en gran
parte por identificaciones sustitutivas de cargas abandonadas del Ello, y que las
primeras de estas identificaciones se conducen en el Yo como una instancia
especial, oponiéndose a él en calidad de superyó.
Posteriormente fortificado el Yo, se muestra más resistente a tales
influencias de la identificación. El superyó debe su especial situación en el Yo, o
con respecto al yo, a un factor que hemos de valorar desde dos diversos puntos
de vista, por ser, en primer lugar, la primera identificación que hubo de ser
llevada a efecto, siendo aún débil el Yo, y en segundo, el heredero del complejo
de Edipo, y haber introducido así en el Yo los objetos más importantes. Con
respecto a las modificaciones ulteriores del Yo, es en cierto modo el superyó lo
que la fase sexual primaria de la niñez con respecto a la vida sexual posterior a
la pubertad. Siendo accesible a todas las influencias ulteriores, conserva, sin
embargo, durante toda la vida el carácter que le imprimió su génesis del
complejo paterno, o sea la capacidad de oponerse al yo y dominarlo. Es el
monumento conmemorativo de la primitiva debilidad y dependencia del Yo, y
continúa aún dominándolo en su época de madurez.
Del mismo modo que el niño se hallaba sometido a sus padres y obligado
a obedecerlos, se somete el Yo al imperativo categórico de su superyó.
Pero su descendencia de las primeras cargas de objeto del Ello, esto es,
del complejo de Edipo, entraña aún para el superyó una más amplia
significación. Le hace entrar en relación, como ya hemos expuesto, con las
adquisiciones filogenéticas del Ello y lo convierte en una reencarnación de
formas anteriores del Yo, que han dejado en el Ello sus residuos.
De este modo permanece el superyó duraderamente próximo al Ello, y
puede arrogarse para con el Yo la representación del mismo. Penetra
profundamente en el Ello, y, en cambio, se halla más alejado que el Yo de la
conciencia1646.
Para el estudio de estas relaciones habremos de tener en cuenta
determinados hechos clínicos que sin constituir ninguna novedad no han sido
todavía objeto de una elaboración teórica.
Podemos decir que también el Yo psicoanalítico o metapsicológico se halla colocado cabeza
abajo, como el Yo anatómico (el “homúnculo cerebral”).
1646
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Hay personas que se conducen muy singularmente en el tratamiento
psicoanalítico. Cuando les damos esperanzas y nos mostramos satisfechos de la
marcha del tratamiento, se muestran descontentas y empeoran marcadamente.
Al principio atribuimos este fenómeno a la rebeldía contra el médico y el deseo
de testimoniarle su superioridad, pero luego llegamos a darle una
interpretación más justa. Descubrimos, en efecto, que tales personas reaccionan
en un sentido inverso a los progresos de la cura. Cada una de las soluciones
parciales que habría de traer consigo un alivio o una desaparición temporal de
los síntomas provoca, por el contrario, en estos sujetos una intensificación
momentánea de la enfermedad, y durante el tratamiento empeoran en lugar de
mejorar. Muestran, pues, la llamada reacción terapéutica negativa.
Es indudable que en estos enfermos hay algo que se opone a la curación,
la cual es considerada por ellos como un peligro. Decimos, pues, que
predomina en ellos la necesidad de la enfermedad y no la voluntad de curación.
Analizada esta resistencia en la forma de costumbre y sustraída de ella la
rebeldía contra el médico y la fijación a las formas de la enfermedad, conserva
sin embargo, intensidad suficiente para constituir el mayor obstáculo contra la
curación; obstáculo más fuerte aún que la inaccesibilidad narcisista, la conducta
negativa para con el médico y la adherencia a la enfermedad.
Acabamos por descubrir que se trata de un factor de orden moral, de un
sentimiento de culpabilidad, que halla su satisfacción en la enfermedad y no
quiere renunciar al castigo que la misma significa. Pero este sentimiento de
culpabilidad permanece mudo para el enfermo. No le dice que sea culpable, y
de este modo el sujeto no se siente culpable, sino enfermo. Este sentimiento de
culpabilidad no se manifiesta sino como una resistencia difícilmente reducible
contra la curación. Resulta asimismo muy difícil convencer al enfermo de este
motivo de la continuación de su enfermedad, pues preferirá siempre atenerse a
la explicación de que la cura analítica no es eficaz en su caso1647.
La lucha contra el obstáculo que supone el sentimiento inconsciente de culpabilidad es harto
espinosa para el analítico. Directamente, no puede hacerse nada contra ella, e indirectamente,
sólo descubrir paulatinamente sus fundamentos reprimidos inconscientes, con lo cual va
transformándose poco a poco en sentimiento consciente de culpa. La labor del analítico queda
considerable facilitada cuando el sentimiento inconsciente de culpabilidad es “de préstamo”,
resultado de una identificación del sujeto con otra persona que fue, en su día, objeto de una
carga erótica. Esta génesis del sentimiento de culpabilidad es con frecuencia el único resto,
difícilmente perceptible, de la relación erótica abandonada. (Sucede aquí algo análogo a lo que
descubrimos en el proceso de la melancolía). Si conseguimos revelar esta previa carga de objeto
detrás del sentimiento inconsciente de la culpabilidad, conseguiremos muchas veces un
completo éxito terapéutico, que en el caso contrario resulta harto improbable, y depende, ante
todo, de la intensidad del sentimiento de culpabilidad y quizá también de que la personalidad
del analítico permita que el enfermo haga de él su Ideal del Yo, circunstancia que trae consigo,
para el primero, la tentación de arrogarse, con respecto al sujeto, el papel de profeta, salvador o
redentor. Pero como las reglas del análisis prohíben tal aprovechamiento de la personalidad
médica, hemos de confesar honradamente que tropezamos aquí con otra limitación de los
efectos del análisis, el cual no ha de hacer imposibles las reacciones patológicas, sino que da de
dar al Yo del enfermo la libertad para decidirse en esta forma o en otra cualquiera.
1647
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Lo que antecede corresponde a los casos extremos; pero tiene efecto
también probablemente, aunque en menor escala, en muchos casos graves de
neurosis, quizá en todos. Es incluso posible que precisamente este factor, esto
es, la conducta del ideal del Yo, sea el que determine la mayor o menor
gravedad de una enfermedad neurótica. Consignaremos, pues, algunas
observaciones más sobre la manifestación del sentimiento de la culpa en
diversas circunstancias.
El sentimiento normal consciente de culpabilidad (conciencia moral) no
opone a la interpretación dificultad ninguna. Reposa en la tensión entre el Yo y
el ideal del Yo y es la expresión de una condena del Yo por su instancia crítica.
Los conocidos sentimientos de inferioridad de los neuróticos dependen también
quizá de esta misma causa. En dos afecciones que nos son ya familiares es
intensamente consciente el sentimiento de culpabilidad. El ideal del Yo muestra
entonces una particular severidad y hace al yo objeto de sus iras, a veces
extraordinariamente crueles. Al lado de esta coincidencia surgen entre la
neurosis obsesiva y la melancolía diferencias no menos significativas por lo que
respecta a la conducta del ideal del Yo.
En ciertas formas de la neurosis obsesiva es extraordinariamente intenso
el sentimiento de culpabilidad, sin que por parte del Yo exista nada que
justifique tal sentimiento. El Yo del enfermo se rebela entonces contra la
supuesta culpabilidad y pide auxilio al médico para rechazar dicho sentimiento.
Pero sería tan equivocado como ineficaz prestarle la ayuda que demanda, pues
el análisis nos revela luego que el superyó es influido por procesos que
permanecen ocultos al yo. Descubrimos, en efecto, los impulsos reprimidos que
constituyen la base del sentimiento de culpabilidad. El superyó ha sabido aquí
del Ello inconsciente algo más que el Yo.
En la melancolía experimentamos aún con más intensidad la impresión
de que el superyó ha atraído así la conciencia. Pero aquí no se atreve el Yo a
iniciar protesta alguna. Se reconoce culpable y se somete al castigo. Esta
diferencia resulta fácilmente comprensible. En la neurosis obsesiva se trataba de
impulsos repulsivos que permanecían exteriores al yo. En cambio, la melancolía
nos muestra que el objeto sobre el cual recaen las iras del superyó ha sido
acogido en el Yo.
Es, desde luego, singular que en estas dos afecciones neuróticas alcance
el sentimiento de culpabilidad tan extraordinaria energía, pero el problema
principal aquí planteado es otro distinto. Creemos conveniente aplazar su
discusión hasta haber examinado otros casos en los que el sentimiento de la
culpa permanece inconsciente.
Así sucede, sobre todo, en la histeria y en los estados de tipo histérico. El
mecanismo de la inconsciencia es aquí fácil de adivinar. El Yo histérico se
defiende contra la percepción penosa que le amenaza por parte de la crítica de
su superyó, en la misma forma que emplea acostumbradamente para
defenderse contra una carga de objeto transportable, o sea por medio de la
represión. Depende, pues, del Yo el que el sentimiento de culpabilidad
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permanezca inconsciente. Sabemos que, en general, lleva el Yo a cabo las
represiones en provecho y al servicio del superyó; pero en el caso presente lo
que hace es servirse de esta misma arma contra su riguroso señor. En la
neurosis obsesiva predominan los fenómenos de la formación de reacciones. En
la histeria no consigue el Yo sino mantener a distancia el material al cual se
refiere el sentimiento de culpabilidad.
Podemos ir aún más allá y arriesgar la presunción de que gran parte del
sentimiento de culpabilidad tiene que ser, normalmente, inconsciente, por
hallarse la génesis de la conciencia moral íntimamente ligada al complejo de
Edipo, integrado en lo inconsciente. Si alguien sostuviera la paradoja de que el
hombre normal no es tan sólo mucho mas inmoral de lo que cree, sino también
mucho más moral de lo que supone el psicoanálisis, en cuyos descubrimientos
se basa la primera parte de tal afirmación, no tendría tampoco nada que objetar
contra su segunda mitad1648.
Mucho nos ha sorprendido hallar que el incremento de este sentimiento
inconsciente de culpabilidad puede hacer del individuo un criminal. Pero se
trata de un hecho indudable. En muchos criminales, sobre todo en los jóvenes,
hemos descubierto un intenso sentimiento de culpabilidad, que existía ya antes
de la comisión del delito, y no era, por tanto, una consecuencia del mismo, sino
su motivo, como si para el sujeto hubiera constituido un alivio poder enlazar
dicho sentimiento inconsciente de culpabilidad con algo real y actual.
En todas estas circunstancias demuestra el superyó su independencia del
Yo consciente y sus íntimas relaciones con el Ello inconsciente. Por lo que
respecta a la significación que hemos adscrito a los restos verbales
preconscientes integrados en el Yo, surge ahora la interrogación de si el superyó
no se hallará quizá constituido, cuando es inconsciente, por tales
representaciones verbales y en caso negativo, cuáles serán los elementos que lo
integran. Nuestra respuesta será que tampoco el superyó puede negar su origen
de impresiones auditivas. Es una parte del Yo, y dichas representaciones
verbales (conceptos, abstracciones) llegan a él antes que a la conciencia; pero la
energía de carga no es aportada a estos contenidos del superyó por la
percepción auditiva -la enseñanza o la lectura-, sino que afluye a ellos desde
fuentes situadas en el Ello.
Dejamos antes sin resolver la cuestión de cómo puede el superyó
manifestarse esencialmente en forma de sentimiento de culpabilidad (o, mejor
dicho, de crítica, pues el sentimiento de culpabilidad es la percepción
correspondiente a esta crítica en el Yo) y desarrollar como tal tan extraordinario
vigor contra el Yo. Volviéndonos primeramente a la melancolía, encontramos
que el superyó, extremadamente enérgico, y que ha atraído a sí la conciencia, se
encarniza implacablemente contra el Yo, como si se hubiera apoderado de todo
el sadismo disponible en el individuo. Según nuestra concepción del sadismo,
Este principio sólo aparentemente es paradójico. En realidad, se limita a afirmar que tanto
en el bien como en el mal va la naturaleza humana mucho más allá de lo que el individuo
supone; esto es, de lo que el Yo conoce por la percepción consciente.
1648
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diremos que el componente destructor se ha instalado en el superyó y vuelto
contra el Yo. En el superyó reina entonces el instinto de muerte, que consigue,
con frecuencia, llevar a la muerte al yo, cuando éste no se libra de su tirano
refugiándose en la manía.
En determinadas formas de la neurosis obsesiva son igualmente penosos
y atormentadores los reproches de la conciencia moral, pero la situación resulta
mucho menos transparente. Inversamente al melancólico, el neurótico obsesivo
no busca jamás la muerte, parece inmunizado contra el suicidio y mejor
protegido que el histérico de este peligro. La conservación del objeto garantiza
la seguridad del Yo. En la neurosis obsesiva, una regresión a la organización
pregenital permite que los impulsos eróticos se transformen en impulsos
agresivos contra el objeto. El instinto de destrucción se ha liberado nuevamente
y quiere destruir el objeto o, por lo menos, aparentar abrigar tal intención. Estas
tendencias no son acogidas por el Yo, que se defiende contra ellas por medio de
formaciones reactivas y medidas de precaución, forzándolas a permanecer en el
Ello. El superyó se conduce, en cambio, como si el Yo fuera responsable de ellas,
y por la severidad con la que persigue tales propósitos destructores nos
demuestra, al mismo tiempo, que no se trata de una apariencia provocada por
la represión, sino de una verdadera sustitución del amor por el odio. Falto de
todo medio de defensa en ambos sentidos, se rebela inútilmente el Yo contra las
exigencias del Ello asesino y contra los reproches de la conciencia moral
punitiva. Sólo consigue estorbar los actos extremos de sus dos atacantes, y el
resultado es, al principio, un infinito «auto-tormento», y más tarde, un
sistemático martirio de objeto cuando éste es accesible.
Los peligrosos instintos de muerte son tratados en el individuo de muy
diversos modos. Parte de ellos queda neutralizada por su mezcla con
componentes eróticos, otra parte es derivada hacia el exterior, como agresión, y
una tercera, la más importante, continúa libremente su labor interior. ¿Cómo
sucede, pues, que en la melancolía se convierta el superyó en una especie de
punto de reunión de los instintos de muerte?
Situándose en el punto de vista de la restricción de los instintos, o sea de
la moralidad, podemos decir lo siguiente: el Ello es totalmente amoral; el Yo se
esfuerza en ser moral, y el superyó puede ser «hipermoral» y hacerse entonces
tan cruel como el Ello. Es singular que cuanto más se limita el hombre su
agresión hacia el exterior, más severo y agresivo se hace en su ideal del Yo,
como por un desplazamiento y un retorno de la agresión hacia el Yo. La moral
general y normal tiene ya un carácter severamente restrictivo y cruelmente
prohibitivo, del cual procede la concepción de un ser superior que castiga
implacablemente.
No nos es posible continuar la explicación de estas circunstancias sin
introducir una nueva hipótesis. El superyó ha nacido de una identificación con
el modelo paterno. Cada una de tales identificaciones tiene el carácter de una
de-sexualización e incluso de una sublimación. Ahora bien: parece que tal
transformación trae consigo siempre una disociación de instintos. El
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componente erótico queda despojado, una vez realizada la sublimación, de la
energía necesaria para encadenar toda la destrucción agregada, y ésta se libera
en calidad de tendencia a la agresión y a la destrucción. De esta disociación
extraería el ideal el deber imperativo, riguroso y cruel.
En la neurosis obsesiva se nos presenta una distinta situación. La
disociación productora de la agresión no sería consecuencia de una función del
Yo, sino de una regresión desarrollada en el Ello. Pero este proceso se habría
extendido desde el Ello al superyó, que intensificaría entonces su severidad
contra el Yo inocente. En ambos casos sufriría el Yo, que ha sojuzgado a la
libido por medio de la identificación, el castigo que por tal acción le impone el
superyó, utilizando la agresión mezclada a la libido.
Nuestra representación del Yo comienza aquí a aclararse, precisándose
sus diversas relaciones. Vemos ahora al yo con todas sus energías y debilidades.
Se halla encargado de importantes funciones; por su relación con el sistema de
la percepción establece el orden temporal de los procesos psíquicos y los somete
al examen de la realidad. Mediante la interpolación de los procesos mentales
consigue un aplazamiento de las descargas motoras y domina los accesos a la
motilidad. Este dominio es, de todos modos, más formal que efectivo. Por lo
que respecta a la acción, se halla el Yo en una situación semejante a la de un
monarca constitucional, sin cuya sanción no puede legislarse nada, pero que
reflexionará mucho antes de oponer su veto a una propuesta del Parlamento. El
Yo se enriquece con la experiencia del mundo exterior propiamente dicho y
tiene en el Ello otra especie de mundo exterior al que intenta dominar. Sustrae
libido de él y transforma sus cargas de objeto en estructuras yóicas. Con ayuda
del superyó extrae del Ello, en una forma que aún nos es desconocida, la
experiencia histórica en él acumulada.
El contenido del Ello puede pasar al yo por dos caminos distintos. Uno
de ellos es directo, y el otro atraviesa el ideal del Yo. La elección entre ambos
resulta decisiva para muchas actividades anímicas. El Yo progresa desde la
percepción de los instintos hasta su dominio y desde la obediencia a los
instintos hasta su coerción. En esta función participa ampliamente el ideal del
Yo, que es, en parte, una formación reactiva contra los procesos instintivos del
Ello. El psicoanálisis es un instrumento que ha de facilitar al yo la progresiva
conquista del Ello.
Mas, por otra parte, se nos muestra el Yo como una pobre cosa sometida
a tres distintas servidumbres y amenazada por tres diversos peligros,
emanados, respectivamente, del mundo exterior, de la libido del Yo y del rigor
del superyó. Tres clases de angustia corresponden a estos tres peligros, pues la
angustia es la manifestación de una retirada ante el peligro. En calidad de
instancia fronteriza quiere el Yo constituirse en mediador entre el mundo
exterior y el Ello, intentando adaptar el Ello al mundo exterior y alcanzar en
éste los deseos del Ello por medio de su actividad muscular. Se conduce así
como el médico en una cura analítica, ofreciéndose al Ello como objeto de su
libido a la cual procura atraer sobre sí. Para el Ello no es sólo un auxiliar, sino
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un sumiso servidor que aspira a lograr el amor de su dueño. Siempre que le es
posible procurar permanecer de acuerdo con el Ello, superpone sus
racionalizaciones preconscientes a los mandatos inconscientes del mismo,
simula una obediencia del Ello a las advertencias de la realidad, aun en aquellos
casos en los que el Ello permanece inflexible, y disimula los conflictos del Ello
con la realidad y con el superyó. Pero su situación de mediador le hace
sucumbir también, a veces, a la tentación de mostrarse oficioso, oportunista y
falso, como el estadista que sacrifica sus principios al deseo de conquistarse la
opinión pública.
El Yo no se conduce imparcialmente con respecto a las dos clases de
instintos. Mediante su labor de identificación y sublimación auxilia a los
instintos de muerte del Ello en el sojuzgamiento de la libido, pero al obrar así se
expone al peligro de ser tomado como objeto de tales instintos y sucumbir
víctima de ellos. Ahora bien: para poder prestar tal auxilio ha tenido que
colmarse de libido, constituyéndose así en representante del Eros, y aspira
entonces a vivir y a ser amado.
Pero como su labor de sublimación tiene por consecuencia una
disociación de los instintos y una liberación del instinto de agresión del Yo, se
expone en su combate contra la libido al peligro de ser maltratado e incluso a la
muerte. Cuando el Yo sufre la agresión del superyó o sucumbe a ella, ofrece su
destino grandes analogías con el de los protozoos que sucumben a los efectos
de los productos de descomposición creados por ellos mismos. La moral que
actúa en el superyó se nos muestra, en sentido económico, como uno de los
tales productos de una descomposición. Entre las servidumbres del Yo, la que le
liga al superyó es la más interesante.
El Yo es la verdadera residencia de la angustia. Amenazado por tres
distintos peligros, desarrolla el Yo el reflejo de fuga, retirando su carga propia
de la percepción amenazadora o del proceso desarrollado en el Ello
considerado peligroso y emitiéndola en calidad de angustia. Esta reacción
primitiva es sustituida luego por el establecimiento de cargas de protección
(mecanismos de las fobias). Ignoramos qué es lo que el Yo teme del mundo
exterior y de la libido del Ello. Sólo sabemos que es el sojuzgamiento o la
destrucción, pero no podemos precisarlo analíticamente. El Yo sigue,
simplemente, las advertencias del principio del placer. En cambio, sí podemos
determinar qué es lo que se oculta detrás de la angustia del Yo ante el superyó,
o sea ante la conciencia moral. Aquel ser superior que luego llegó a ser el ideal
del Yo amenazó un día al sujeto con la castración, y este miedo a la castración es
probablemente el nódulo en torno del cual cristaliza luego el miedo a la
conciencia moral.
El principio de que todo miedo o angustia es, en realidad, miedo a la
muerte no me parece encerrar sentido alguno. A mi juicio, es mucho más
acertado distinguir la angustia ante la muerte de la angustia real objetiva y de la
angustia neurótica ante la libido. El miedo a la muerte plantea al psicoanalista
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un difícil problema, pues la muerte es un concepto abstracto de contenido
negativo, para el cual no nos es posible encontrar nada correlativo en lo
inconsciente. El mecanismo de la angustia ante la muerte no puede ser sino el
de que el Yo liberte un amplio caudal de su carga de libido narcisista; esto es, se
abandone a sí mismo, como a cualquier otro objeto, en caso de angustia. La
angustia ante la muerte se desarrolla, pues, a mi juicio, entre el Yo y el superyó.
Conocemos la génesis de la angustia ante la muerte en dos circunstancias
distintas, análogas, por lo demás, a las de todo desarrollo de angustia; esto es,
como reacción a un peligro exterior y como proceso interior; por ejemplo, en la
melancolía. El caso neurótico nos llevará de nuevo a la inteligencia del caso real.
El miedo a la muerte que surge en la melancolía se explica únicamente
suponiendo que el Yo se abandona a sí mismo, porque, en lugar de ser amado
por el superyó, se siente perseguido y odiado por él. Vivir equivale para el Yo a
ser amado por el superyó, que aparece aquí también como representante del
Ello. El superyó ejerce la misma función protectora y salvadora que antes el
padre y luego la Providencia o el Destino. Esta misma conclusión es deducida
por el Yo cuando se ve amenazado por un grave peligro, del que no cree poder
salvarse con sus propios medios. Se ve abandonado por todos los poderes
protectores y se deja morir. Trátase de la misma situación que constituyó la base
del primer gran estado de angustia del nacimiento y de la angustia infantil; esto
es, de aquella situación en la que el individuo queda separado de su madre y
pierde su protección.
Basándonos en estas reflexiones podemos considerar la angustia ante la
muerte y la angustia ante la conciencia moral como una elaboración de la
angustia ante la castración. Dada la gran importancia del sentimiento de
culpabilidad para las neurosis, hemos de suponer que la común angustia
neurótica experimenta un incremento en los casos graves, por la génesis de
angustia que tiene efecto entre el Yo y el superyó (angustia ante la castración,
ante la conciencia moral y ante la muerte).
El Ello carece de medios de testimoniar al yo amor u odio. No puede
expresar lo que quiere ni constituir una voluntad unitaria. En él combaten el
Eros y el instinto de muerte. Ya hemos visto con qué medios se defienden uno
de estos instintos contra los otros. Podemos así representarnos que el Ello se
encuentra bajo el dominio del instinto de muerte, mudo, pero poderoso, y
quiere obtener la paz acallando, conforme a las indicaciones del principio del
placer, al Eros perturbador. Pero con esta hipótesis tememos estimar muy por
bajo la misión del Eros.
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