Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid © 2019 Robyn Carr © 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Nuevas oportunidades, n.º 254 - abril 2022 Título original: The View from Alameda Island Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados. I.S.B.N.: 978-84-1105-480-5 Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L. Índice Créditos Dedicatoria Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Epílogo Si te ha gustado este libro… Para Phyllis y Eric Preston, con afecto. Capítulo 1 Aquel día era el vigésimo cuarto aniversario de boda de Lauren Delaney, y no iba a haber un vigésimo quinto. A mucha gente le parecería que la suya era una vida perfecta, pero ella se guardaba la verdad para sí misma. Acababa de ver a su abogada y necesitaba un poco de tiempo para pensar. Se encaminó hacia uno de sus lugares favoritos. Necesitaba el consuelo de un jardín precioso. La Iglesia Católica del Divino Redentor era una iglesia antigua que había sobrevivido a todos los terremotos desde el más grande, el de San Francisco del año 1906. Ella solo había entrado un par de veces al templo, y nunca para oír misa. Su madre era católica, pero no practicante. La iglesia tenía un jardín maravilloso donde los fieles paseaban a menudo, y había varios bancos donde uno podía sentarse a rezar o meditar. Lauren iba hacia su casa, en Mill Valley, desde su trabajo en Merriweather Foods, y se detuvo allí, algo que hacía frecuentemente. No había ningún folleto que explicara el origen de aquel jardín, ni el motivo por el que aquella iglesia estaba construida sobre un terreno tan extenso para el norte de California, pero, una vez, ella había estado hablando con un sacerdote anciano y él le había contado que uno de los curas de principios del siglo xx era un fanático del cultivo. Después de su muerte, la iglesia había mantenido el jardín, e incluso dedicó una gran zona para huerto y árboles frutales detrás del jardín de flores. La producción del huerto se donaba a los bancos de alimentos o a otras parroquias más pobres. La parroquia del Divino Redentor, que estaba a las afueras de Mill Valley, en California, no tenía gente hambrienta. Estaba en una zona rica. Ella vivía allí. Era muy rica. Más rica de lo que hubiera podido imaginarse nunca, teniendo en cuenta el estatus de su familia; y, sin embargo, su marido siempre estaba quejándose de lo poco que ganaba. Era cirujano y ganaba más de un millón de dólares al año, pero no tenía yate ni avión privado, y eso le molestaba. Pasaba mucho tiempo gestionando su dinero y quejándose de sus finanzas. Iba a dejarlo en cuanto lo tuviera todo bien atado. Había estado durante una hora con su abogada, Erica Slade, aquel mismo día. Erica le había preguntado: –Entonces, ¿lo tienes decidido, Lauren? –El matrimonio se terminó hace muchos años –dijo Lauren–. Lo único que tengo que hacer es decirle que voy a dejarlo. Aquella noche iban a asistir a un evento para recaudar fondos para una organización caritativa, con subasta y cena incluidas. Eso lo agradecía, porque no tendrían que mirarse por encima del mantel blanco pensando en cosas que pudieran decir, y ella no tendría que ver a Brad mirando el teléfono y enviando mensajes durante toda la cena. A él le gustaba recordarle a menudo que era un hombre importante, que otras personas demandaban su atención. Su mujer no era nadie. Si alguna vez era ella quien recibía una llamada o un mensaje, era de alguna de sus hijas, o de su hermana. Pero, si sabían que había salido, no esperaban que respondiera. Salvo, quizá, su hija mayor, que había heredado la falta de límites de su padre y su creencia ciega de que merecía por derecho todo tipo de privilegios y un trato especial. Su hija pequeña, quizá por desgracia, había heredado el carácter cauteloso y reservado de su madre. A Cassie y a ella no les gustaban los conflictos ni les gustaba invadir el espacio de los demás. –¿Cuándo vas a defenderte, Lauren? –le había dicho Brad, en alguna ocasión–. Eres tan pusilánime… Por supuesto, Brad se refería a que debía enfrentarse a cualquiera que no fuese él. En realidad, no iba a sorprenderse cuando, por fin, lo hiciera. E iba a enfadarse. Ella sabía que la gente le iba a preguntar por qué había tomado aquella decisión después de veinticuatro años. La respuesta era que aquellos veinticuatro años habían sido muy duros. Las cosas habían sido difíciles desde el principio. No todo el tiempo, por supuesto, pero, en general, su matrimonio con Brad nunca había estado en una buena situación. Ella se había pasado los primeros años pensando en cómo podía mejorarlo, los siguientes años diciéndose que no estaba tan mal y los últimos diez años pensando en que solo quería escapar cuando sus hijas ya estuvieran criadas y fueran autónomas. Porque, ciertamente, sabía que él se volvería más malhumorado y agresivo con la edad. La primera vez que se había planteado abandonarlo, las niñas eran pequeñas. –Me quedaré con la custodia –le dijo él–. Voy a demostrar que tú no estás capacitada para ejercerla. Tengo el dinero para conseguirlo y tú no. Había estado a punto de dejarlo cuando las niñas ya estaban en la escuela secundaria. Él le había sido infiel, y ella estaba segura de que no era la primera vez. Se marchó con las niñas a casa de su hermana, donde las tres compartían dormitorio, y ellas no dejaban de suplicarle que volvieran a su casa. Regresó, y le exigió que acudieran a terapia matrimonial. Él reconoció que había tenido un par de aventuras intrascendentes porque su mujer, según dijo, había perdido el interés por el sexo. Y la psicóloga le advirtió sobre los riesgos que conllevaba dejar al padre de sus hijas, le explicó que podría tener repercusiones a largo plazo. Ella encontró otro psicólogo y volvió a suceder: el terapeuta se puso del lado de Brad. Solo ella podía ver que su marido era un manipulador que utilizaba todo su encanto cuando era necesario. En vez de tratar de ir a otra consulta, Brad llevó a la familia de vacaciones por Europa, a todo lujo. Mimó a las niñas y, finalmente, ella le dio otra oportunidad. Un par de años después, él le contagió la clamidia, pero le echó la culpa a ella. –No seas estúpida, Lauren. ¡Tú te has contagiado en algún sitio y me has contagiado a mí! Ella le dijo que quería el divorcio, y él había respondido que no se lo iba a poner fácil. Sabiendo lo que estaba en juego, se pasó a la habitación de invitados. Los días se convirtieron en semanas y, las semanas, en meses. Volvieron a terapia matrimonial. Al poco tiempo, se dio cuenta de que aquella psicóloga también prefería a Brad. Le ayudaba a dar excusas y lo encubría, y la presionó a ella para que reconociera su carácter manipulador. Empezó a sospechar que Brad se acostaba con la psicóloga, pero él le dijo que se había vuelto una paranoica. Cuando Lacey ya estaba cursando los estudios preuniversitarios y Cassie estaba solicitando plaza en diferentes centros para seguir el mismo camino que su hermana, Brad se volvió peor que nunca. Controlador, dominante, hermético, insultante, discutidor… Dios, ¿por qué no quería que ella se fuera? Estaba claro que la odiaba, pero le dijo que, si lo dejaba, no iba a pagar las universidades de sus hijas. –Ningún juez puede obligarme. Puede que me impongan el pago de una pensión alimenticia, pero no la manutención. Y nada de matrícula. Cuando tienen más de dieciocho años, tienen que apañárselas por sí mismos. Así que, si quieres, vete. Tú serás la culpable de que no puedan ir a la universidad. Aquellos últimos años habían sido muy solitarios para ella. Se había preocupado mucho del ejemplo que estaba dándoles a sus hijas al permanecer junto a un hombre como Brad. Había hecho las cosas lo mejor que había podido con respecto a ellas, pero no había podido evitar que vieran cómo vivía la vida su propia madre. Se había reunido con la abogada para hacer planes y confeccionar una lista de objetivos. La abogada le había dicho: –Te ha tenido acobardada durante años. En este estado tenemos leyes. Él no puede negarse a pagar una manutención ni excluirte de esa manera. No digo que no vaya a ser difícil y doloroso, pero no te vas a morir de hambre y recibirás tu parte del patrimonio. Había llegado el momento. Estaba decidida a marcharse. Inspiró profundamente el olor de las flores de primavera. Aquella era una de las mejores épocas del año en el norte de California, en la zona de la bahía de San Francisco y el interior. Todo cobraba vida. Los viñedos reverdecían y florecían los frutales. Ella adoraba las flores. Su abuela había sido una magnífica jardinera y había convertido el patio de su casa en un vergel. Las flores la tranquilizaban y, en aquel momento, necesitaba un jardín. Oyó el chirrido de una rueda y alzó la vista. Vio a un hombre empujando una carretilla por el camino. Él se detuvo a poca distancia, y ella se fijó en que tenía una pala de jardín, un desplantador y seis plantas en la carretilla. Él asintió para saludarla y luego colocó dos de las plantas en el suelo. Después se agachó, la miró y sonrió. –¿Mejor? –le preguntó. –Precioso –dijo ella, sonriendo. –¿Es la primera vez que vienes a este jardín? –No, he estado varias veces –respondió Lauren–. ¿Eres el jardinero? –No –dijo él, riéndose–. Bueno, supongo que sí lo soy, si atiendo el jardín. Pero hoy solo estoy ayudando. Me di cuenta de que había que hacer algunas cosas… –Ah, ¿esta es tu iglesia? –No, esta no. Es una más pequeña que está más al sur. Me temo que me he alejado un poco… –Y, aunque no sea tu iglesia, ¿ayudas a la parroquia? –Me encanta este jardín –dijo él, y se sentó–. ¿Por qué vienes tú por aquí? –A mí también me encantan los jardines –dijo ella–. Las flores, en general, me hacen feliz. –Entonces, vives en la mejor parte del país. ¿Tienes jardín? –No lo cuido yo –respondió ella, riéndose con incomodidad–. Mi marido tiene unas ideas muy claras sobre cómo debe verse un paisaje. –Entonces, ¿lo atiende él? ¿Mancharse Brad las manos de tierra? ¡Ja! –No, no. Contrata a gente para que se ocupe, y les da órdenes muy precisas. Nuestro jardín no es tan bonito como este. –Supongo que, entonces, tú no puedes decir nada al respecto. –No, si va a suponer un conflicto –explicó Lauren–. Pero tengo la afición secreta de buscar y visitar jardines. Jardines bonitos. Mi abuela era una gran jardinera, y su parcela estaba llena de flores y frutales, y tenía huerto. Cultivaba alcachofas y espárragos. Era increíble. No tenía un diseño, era como una jungla gloriosa. –¿Cuando eras pequeña? –Y de mayor también. A mis hijas les encantaba. –¿Y tu madre? ¿También era aficionada a la jardinería? –Muy poco. Ella era muy trabajadora. Pero, cuando murieron mis abuelos, ella heredó la casa y dejó morir el jardín. –Es algo hereditario, ¿no crees? –le preguntó él–. Cuando yo era pequeño, toda mi familia trabajaba en el jardín. Era grande, y lo necesitábamos. Mi madre hacía conservas, y teníamos verdura todo el invierno. Ahora congela, más que hacer conservas, y sus hijos le robamos todo. Creo que lo hace por nosotros, más que por sí misma. –A mí me encantaría eso –dijo Lauren. Y se preguntó qué opinarían los residentes de Mill Valley si la vieran en el jardín, con un delantal, esparciendo a paladas estiércol apestoso. Se echó a reír–. Tiene gracia. Trabajo para una empresa de alimentos procesados, Merriweather, y no me permiten acercarme al jardín, que es, principalmente, un huerto de investigación. –Entonces, ¿en qué consiste tu trabajo? –Yo cocino –dijo ella–. Desarrollo productos y pruebo recetas. Hacemos pruebas de los productos con regularidad y tenemos un amplio alcance al consumidor. Queremos enseñarle a la gente cómo puede usar nuestros productos. –¿Eres nutricionista? –No, pero creo que me estoy convirtiendo en una poco a poco. Estudié Químicas, pero lo que hago no tiene nada que ver con la química. De hecho, ha pasado tanto tiempo que… Lauren frunció el ceño. –Alimentos procesados. Muchos aditivos –dijo él–. Y conservantes. –Nos cercioramos de que sean seguros. Y este es un mundo muy exigente, con un ritmo muy acelerado. La gente no tiene tiempo para cultivar su comida, almacenarla, cocinarla y servirla. A él le sonó el teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo. –¿Ves a lo que me refiero? –le preguntó ella, como si su móvil fuera una señal del ritmo de la vida moderna. Pero él ni siquiera lo miró. Lo apagó. –¿Qué otras cosas, aparte de las flores, te hacen feliz? – preguntó. –La mayor parte del tiempo, me gusta mi trabajo. El noventa por ciento del tiempo. Trabajo con buena gente, y me encanta cocinar. –Cuántas actividades domésticas. Debes de tener un marido muy feliz. Ella estuvo a punto de decir que no había nada que hiciera feliz a Brad, pero respondió: –Él también cocina, y creo que mejor que yo. Y no lo es, a propósito. –Entonces, si no fueras una química que cocina para una empresa de alimentación, ¿qué serías? ¿Tendrías un catering? –No, no creo. Me parece que sería un reto demasiado grande para mí intentar satisfacer a un cliente que puede permitirse pagar un catering. Una vez pensé que me gustaría dar clases de Economía Doméstica, pero ya no hay más esa asignatura. –Claro que sí –respondió él, frunciendo el ceño. –¿En serio? –preguntó ella, cabeceando–. Es un curso de nueve o doce semanas, y no es lo que era. Nosotros aprendíamos a coser y a hacer repostería. Ahora hay diseño de moda como materia optativa. Algunos colegios dan también cocina para estudiantes que quieran ser cocineros. No es lo mismo. –Supongo que, si quieres aprender a llevar una casa, ahí está internet –dijo él. –Eso es algo de lo que hago –dijo ella–. Vídeos de cocina. –¿Es divertido? Ella asintió, después de pensarlo por un momento. –A lo mejor debería hacer yo vídeos de jardinería –comentó él. –¿Qué es lo que te hace feliz a ti? –preguntó ella, y se quedó sorprendida por haberlo hecho. –Pues todo, más o menos –respondió él, riéndose–. Remover la tierra, tirar tiros libres con mis hijos cuando están por aquí, pescar… me encanta pescar. Es tranquilo, y adoro la tranquilidad. Me encantan el arte y el diseño. Hay un libro que trata sobre la psicología de la felicidad. Son los resultados de un estudio sobre el motivo que hace que una persona pueda ser feliz mientras que otra no lo consigue, pase lo que pase. Tomemos el ejemplo de dos hombres: uno es un superviviente del Holocausto que consigue llevar una vida feliz y productiva, mientras que otro pasa por un divorcio y durante más de una década apenas puede levantarse del sofá y tiene que ir arrastrándose al trabajo. ¿Cuál es la diferencia entre los dos? ¿Por qué puede una persona generar felicidad para sí misma y otra no? –¿Por una depresión? –No siempre –dijo él–. El estudio mencionaba muchos factores, algunos sobre los que no tenemos control y algunos que son comportamientos aprendidos. Es interesante. No es solo por elección, pero yo soy un tipo feliz –concluyó, con una sonrisa. De repente, ella se dio cuenta de lo guapo que era aquel hombre. Parecía que tenía unos cuarenta años, de ojos azul oscuro y pelo castaño, con algunas canas en las sienes. Tenía las manos grandes y muy limpias para ser jardinero. –¿Por qué un jardinero voluntario decide ponerse a leer psicología? Él se rio. –Bueno, yo leo mucho. Me gusta leer. Creo que lo heredé de mi padre. Puedo abstraerme de todo salvo de lo que pasa en mi cabeza. Parece que me he vuelto sordo. O eso es lo que me ha dicho mi mujer. –Exceso de concentración –dijo ella–. Además, los hombres no escuchan a sus mujeres. –Eso dicen –respondió él–. Yo estoy casado con una mujer infeliz, así que encontré este libro en el que explicaban por qué algunos bobos como yo somos felices con tanta facilidad, y por qué a otra gente le cuesta tanto. –¿Y cómo encontraste el libro? –Me gusta pasar el rato en las librerías… –A nosotros también –dijo ella–. Es una de las pocas cosas que nos gustan a los dos. Aparte de eso, creo que mi marido y yo no tenemos mucho más en común. –Eso no es indispensable –respondió él–. Tengo unos amigos, Jude y Germain, que son tan diferentes como el día y la noche – explicó. Se puso en pie y se sacudió la tierra de los pantalones–. No tienen nada en común. Pero se lo pasan muy bien juntos. Se ríen todo el rato. Tienen cuatro hijos, así que es un compromiso todo el tiempo, y ellos consiguen que parezca muy fácil. Lauren frunció el ceño. –¿Quién de los dos es la mujer, Germain o Jude? –preguntó. –Germain es la chica, Jude es su marido –dijo él, riéndose–. También tengo un par de amigos casados, dos hombres, y los llamamos «Los discutidores». Se pelean constantemente. Así que no creo que tenga nada que ver con el género… Bueno, tengo que irme –añadió–. Pero… me llamo Beau. –Lauren –dijo ella. –Ha sido agradable hablar contigo, Lauren. ¿Cuándo crees que vas a volver a necesitar pasar un rato entre las flores? –¿El martes? Él sonrió. –El martes está bien. Que disfrutes del resto de tu semana. –Gracias, lo mismo digo. Ella echó a andar hacia el aparcamiento, y él giró con la carretilla, por el camino, hacia el cobertizo del jardín. Lauren se giró y volvió hacia él. –¡Beau! –exclamó, y él se giró hacia ella–. Eh… En realidad, no sé cuándo voy a volver, pero creo que no es buena idea. Los dos estamos casados. –Solo es una conversación, Lauren –dijo él. «Seguramente es un psicópata», pensó ella, «porque parece tan inocente, tan decente…». –No, no es buena idea –repitió, cabeceando–. Pero me ha gustado hablar contigo. –De acuerdo –dijo él–. Lo siento, pero lo entiendo. Que tengas una buena semana. –Igualmente. Después, Lauren caminó con decisión hacia su coche, pero miró a su alrededor. Él estaba en el cobertizo, colocando las cosas, pero no miraba hacia atrás para ver cuál era su coche ni cuál era su matrícula. Era un señor agradable y cordial que, seguramente, charlaba con mujeres solitarias a menudo. Después, las asesinaba, las descuartizaba y las utilizaba de fertilizante. Suspiró. Algunas veces se sentía ridícula, pero iba a ir a una librería a pedir aquel libro. Aquella noche, Lauren estaba de mejor humor de lo normal. De hecho, cuando Brad llegó a casa hecho una furia porque en el hospital había sucedido algo que le había alterado el horario de operaciones de dos pacientes sin que a él se lo consultaran, a ella no le afectó en absoluto. –¿Me estás escuchando, Lauren? –le preguntó Brad. –¿Eh? Ah, sí, perdona. ¿Has conseguido arreglarlo? –¡No! Esta noche voy a pasármela al teléfono. ¿Por qué crees que estoy tan irritado? ¿Tienes idea de lo que vale mi tiempo? –Pues, ahora que lo mencionas, no. –Qué afortunada eres por tener un marido que esté dispuesto a encargarse de todos esos detalles… –Oh –respondió ella–. Muy bien. –No estaría mal que dijeras algo inteligente, para variar. –Casi todas las noches tienes que atender llamadas de trabajo – dijo ella–. ¿Hoy esperabas tener la noche libre? –¡Es evidente que sí! ¿Por qué piensas que te lo estoy diciendo? Les he dicho mil veces que no toquen mi horario. Van a provocarles una ansiedad innecesaria a los pacientes, ¡por no mencionar lo que me hacen a mí! Pero creen que estoy a su disposición, que tengo que servirles en todo, cuando yo soy su herramienta de hacer dinero. Aunque les explico con todo cuidado cómo deben manejar mi horario, no son capaces de hacerlo bien. Estoy pagando a un asistente personal con exceso de cualificación para que gestione mis consultas y mis operaciones, y el hospital contrata a un graduado de instituto que hizo un cursillo de seis semanas y le da autoridad sobre mi horario… Lauren escuchó distraídamente mientras le preparaba un bourbon con agua, porque tenían que ir a un evento de recaudación de fondos aquella noche. Ella se sirvió una copa de vino tinto. Aquel era su trabajo, escuchar cómo despotricaba, asentir y decir, de vez en cuando, que, claro, eso debía de enfadarle mucho. Cuando ella hacía eso, él se ponía a pasear de un sitio a otro, o se sentaba en la barra de desayunos y se servía queso, crackers y unas uvas para comer algo. Pero, en aquella ocasión, ella no dejaba de pensar en el hombre de la sonrisa, de los ojos azul oscuro. Y fantaseaba con cómo sería tener a alguien así en casa, y no a un completo asqueroso. –Tenemos que prepararnos para la cena –le dijo–. Me gustaría ver los objetos que se van a subastar. –Ya lo sé, ya lo sé. He pagado por una mesa, y no deberíamos llegar demasiado tarde. Por supuesto, la gente esperaría que llegara tarde, que apareciera en el último minuto. –Yo ya estoy preparada. ¿Tú necesitas ducharte? –Tardo cinco minutos –respondió él, y se dio la vuelta, llevándose el bourbon. –Feliz aniversario –le dijo ella, mirando su espalda. –Bah –farfulló él, moviendo la mano de un modo desdeñoso–. Feliz aniversario. Mi horario está patas arriba. El evento de recaudación de fondos era a favor de la Fundación Andrew Emerson, que atendía a niños desfavorecidos. A los niños se les conocía como «los chavales de Andy». Aquella noche iban a reunir dinero para las becas de hijos de héroes caídos. Atletas profesionales, empresas, la Cámara de Comercio, hospitales, asociaciones de veteranos y sindicatos de San Francisco y Oakland apoyaban a la organización benéfica con eventos como aquella cena y subasta. Andy Emerson era un desarrollador de software multimillonario de San Francisco. Tenía influencia en la política, y era admirado por gente como Brad. Su marido nunca se perdía uno de sus eventos, y decía que Andy era su amigo. Brad participaba siempre en los torneos de golf que organizaba la fundación, y hacía generosas donaciones. Las becas que se crearan aquella noche podrían ser solicitadas por hijos de militares discapacitados o caídos en actos de servicio. En realidad, ella sentía mucho respeto por la fundación y todos sus logros. También le caían bien Andy y Sylvie Emerson, aunque no era tan presuntuosa como para considerarse entre sus amigos. Aquel evento era una cena muy conocida y popular, y bien organizada, en la que iban a recaudarse decenas de miles de dólares. Brad y Lauren asistían a muchos eventos como aquel. Invitaban al personal de la clínica y de la oficina de Brad y, por lo general, él pagaba la reserva de una mesa. Era una de las veces al año que Lauren veía a los colegas de Brad. Y, aunque a Brad le interesara principalmente la fortuna de Andy, para ella, el empresario de setenta y cinco años y su esposa, Sylvie, de casi cincuenta, eran gente muy agradable. A Brad y a ella no les invitaban a cenar, ni a dar un paseo en yate; los Emerson eran gente ocupada. Sin embargo, de vez en cuando, Brad recibía la llamada de algún miembro de la familia Emerson o de algún amigo de la familia, para hacerle preguntas sobre algún tratamiento médico o para pedirle que les recomendara algún buen especialista. Justo cuando estaba pensando en ellos, Sylvie Emerson se separó del grupo en el que estaba charlando, se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla. –Me alegro mucho de verte –le dijo–. Creo que ya hace casi un año. –Nos vimos en Navidad, en la ciudad –le recordó ella–. Estás estupenda, Sylvie. No sé cómo lo haces. –Gracias. Me ha hecho falta una buena dosis de chapa y pintura. Pero tú sí que estás radiante. ¿Qué tal están las niñas? –Lacey está haciendo los estudios de posgrado en Stanford, así que la vemos con frecuencia. Cassidy se gradúa dentro de seis semanas. –En la Universidad de Berkeley, ¿no? ¿Qué ha estudiado? –Ha hecho los estudios preparatorios para entrar en Derecho. Ha tenido buenísimas notas, y la han admitido en Harvard. –Oh, Dios mío. Estarás muy emocionada por ella. –Todavía no lo sé –dijo Lauren–. ¿No tienes que ser un tigre de verdad para enfrentarte a la ley? Para mí, Cassie tiene un carácter demasiado bueno, amable. Sylvie le dio unas palmaditas en el brazo. –Hay un lugar especial en el ámbito jurídico para ella, estoy segura. No sé dónde, pero lo encontrará. ¿Y cómo es que ninguna se ha decidido por la Medicina? –A mí también me sorprende eso, porque yo también tengo una carrera de Ciencias. Aunque hace tanto tiempo que… De repente, se distrajo al ver a un hombre que se había abierto paso entre el gentío con una copa en cada mano. De repente, él se detuvo. –¿Lauren? –dijo, y sonrió. Le brillaron los ojos azules–. Vaya, qué coincidencia. –¿Beau? ¿Qué haces aquí? –Pues… supongo que lo mismo que tú –dijo él. Después, miró a Sylvie y añadió–: Hola, soy Beau Magellan. He conocido hace poco a Lauren en la iglesia. Lauren se rio al oírlo. –No exactamente, pero casi. Beau, te presento a Sylvie Emerson, tu anfitriona de esta noche. –¡Oh! –exclamó él, y se le derramaron las bebidas–. Oh, vaya. Al final, riéndose, Lauren le quitó los vasos para que pudiera estrecharle la mano a Sylvie… después de secarse en los pantalones. –Es un placer, señora Emerson. ¡Estoy personalmente en deuda con usted! –¿Y cómo es eso, señor Magellan? –Mis hijos tienen una amiga que era hija de un policía del estado de Oakland y que murió asesinado, y ella recibió una beca de la fundación. Ahora, yo también soy un gran partidario de la causa. –Magellan –dijo Sylvie–. Me suena mucho ese apellido. ¿Por qué? –No lo sé –dijo él, riéndose–. No creo que nos hayamos cruzado nunca. Tengo una empresa llamada Magellan Design. No es una empresa grande… Sylvie chasqueó los dedos. –¡Diseñaste el jardín de la azotea de mi amiga Lois Brumfield, de Sausalito! Él sonrió. –Es cierto. Estoy muy orgulloso de ese jardín, es increíble. Sylvie miró a Lauren. –Los Brumfield van haciéndose mayores, como todos. Y tienen una casa de un solo piso. Ya no quieren nada de dos pisos, porque les molestan las rodillas. ¡Así que pusieron un jardín en la azotea! ¡Y tienen ascensor! Se sientan allí todas las noches, cuando hace buen tiempo. ¡Es maravilloso! ¡Tienen jardineros en el tejado! –explicó Sylvie, y se echó a reír–. Tienen también un patio en la planta baja, con piscina, y todo eso. Pero el jardín de la azotea es como su espacio secreto. Y la casa está orientada de modo que resulta muy privado. Tienen unas vistas impresionantes. –Y una bañera climatizada –dijo Beau–. Con árboles en macetones bien situados. –De veras, si los Brumfield tuvieran más amigos, sería usted famoso. –La tienen a usted –dijo Beau. –Bueno, yo conozco a Lois desde la universidad. ¡Ha durado más que la mayoría de mis familiares! –exclamó ella. Entonces, miró a Lauren–. ¿En la iglesia? Lauren se echó a reír. Dejó las bebidas de Beau en una mesa cercana. –Me detuve a ver los jardines de la Iglesia Católica del Divino Redentor. Son espectaculares, y me pillan de camino a casa. Beau estaba sustituyendo algunas plantas. Yo pensé que era el jardinero –explicó. –A mí también me encanta ese jardín, y conozco al sacerdote desde hace mucho –dijo Beau–. Les modernicé un poco el diseño y les conseguí un descuento para las plantas. –¿Tiene tarjeta, señor Magellan? –le preguntó Sylvie. –Sí –dijo él. Se sacó una del bolsillo interior de la chaqueta–. Y, por favor, llámeme Beau. –Gracias –respondió Sylvie, mientras se metía la tarjeta en el bolso–. Y yo me llamo Sylvie. Lauren, empieza a hacer muy buen tiempo. Si te llamo, ¿te apetecería venir a comer a mi casa un día, solas las dos? –Me encantaría –dijo ella–. Llámame, por favor. ¡Te llevaré una planta! –Pues te llamo. Encantada de conocerte, Beau. Disculpadme, por favor. Tengo que intentar saludar a la gente. Y, con eso, se marchó. Lauren miró a Beau. –¿Qué voy a hacer contigo? ¿Cómo que me conociste en la iglesia? –Es una forma de hablar –dijo él–. Verte aquí me sorprende aún más. –Nosotros también apoyamos esta causa. ¿Ves a ese señor calvo de ahí, el que está con Andy? Es mi marido. –Ah. ¿Es amigo del anfitrión? ¿De Andy Emerson? –Eso cree él –dijo Lauren–. Como ya te he dicho, apoyamos la causa. ¿Juegas al golf? –Sé cómo se juega –dijo Beau–. Pero no sé si eso es suficiente, la verdad. –Ah –respondió ella, riéndose–. Te gusta leer psicología. Y pescar. Y cuidar jardines –dijo ella, y miró las bebidas–. ¿No deberías llevarte esas copas a tu mesa? –La última vez que los vi no estaban deshidratados. Están haciendo ofertas por algunas de las cosas que se subastan. –Es posible que tengamos amigos en común –dijo ella–. Mi cuñado es policía de Oakland. Recuerdo que hubo una baja hace un par de años. –Roger Stanton –dijo Beau–. ¿Lo conocías? –No. ¿Y tú? –No, pero mis hijos conocen a los suyos. Tendrás que preguntarle a tu cuñado… –Sí, Chip sí lo conocía. Aunque es un departamento muy grande, son todos amigos. Fue terrible. Me alegro mucho de que su hija recibiera una beca –dijo Lauren. Después, señaló las bebidas–. Deberías llevarle estas bebidas a tu mujer… Él cabeceó. –No ha venido esta noche. He traído a mis hijos, a mi hermano, a mi cuñada y a un amigo. –¿Y a tu mujer no? –A Pamela le aburren este tipo de cosas, pero a mí no. Bueno, dime, ¿qué vas a hacer el martes? –¿Qué vas a hacer tú? –Voy a ir a mirar las plantas y a quitar algunas malas hierbas. A ver qué tal están las cosas. Me gustan que las plantas hayan arraigado bien antes del verano. ¿Crees que vas a querer un buen subidón de flores? –Estás queriendo ver a una mujer casada. –¡Disculpa! No quería que te sintieras incómoda. Te dejo tu espacio –respondió él, y recogió las bebidas. –Puede que vaya a ver las plantas –dijo Lauren–. Ahora que ya sé que no eres un acosador ni un asesino en serie. –Oh, Dios mío, ¿eso es lo que transmito? –preguntó él, y se le derramaron las bebidas de nuevo–. ¡Creo que voy a tener que mejorar mi presentación! –Lo que es seguro es que no transmites la imagen de un camarero –dijo ella, y tomó una servilleta de la mesa para ayudarlo. Justo en aquel momento, se les acercó Brad. –Nosotros estamos en primera fila, Lauren. No me hagas venir a buscarte. –Ya lo sé. Brad, te presento a Beau Magellan, paisajista. Es amigo de Sylvie. Brad enarcó las cejas. –¿Ah, sí? Tal vez tengamos que llamarlo para que le eche un vistazo a nuestro jardín –dijo, y le tendió la mano, porque había oído que era amigo de los Emerson. Sin embargo, Beau tenía las manos ocupadas con las bebidas y, además, mojadas. –Oh, lo siento –dijo Beau, alzando los vasos torpemente. –No se preocupe –le dijo Brad, riéndose–. En otra ocasión. Te guardo un sitio –le dijo a Lauren. –Claro, ahora mismo voy –dijo ella, y miró a Beau con una sonrisa de picardía. –Eres una mentirosa, Lauren –le dijo Beau. –Lo siento –respondió ella, riéndose–. No he podido resistirme. Espero que volvamos a encontrarnos, Beau. Ahora, si te queda algo en esos vasos, llévalos a tu mesa. Capítulo 2 Lauren sabía que iba a ir al jardín de la iglesia el martes, después del trabajo, aunque pensaba que tal vez estuviera cometiendo una tontería. Sentirse atraída por un hombre no formaba parte de su plan. De hecho, eso podía ser un gran inconveniente. Sin embargo, él le gustaba. Le gustaba que fuera un gran lector, y quería hablar con él sobre los libros que había leído. Le había agradado que se pusiera nervioso al conocer a Sylvie, tanto, que se le habían derramado las bebidas de los vasos. Y le conmovía que estuviera allí para apoyar a una becaria que se había quedado sin padre. Por supuesto, él estaba allí. Lo vio de espaldas, moviéndose por entre las plantas y los arbustos. Estaba quitando hojas muertas y descabezando las flores secas. ¡Y se las metía al bolsillo! Se dio cuenta de que había algunas cosas en el banco que ella había ocupado la vez anterior. Había una bolsa con algo dentro, y dos tazas de Starbucks. Sonrió. Él no debería saber que un café de Starbucks le haría feliz. Carraspeó, y él se giró hacia ella con una sonrisa, metiéndose un puñado de hojas y flores en el bolsillo. –Hola –dijo–. Te he traído un café de moca con nata montada. ¡Perfecto! Por supuesto. –Es todo un detalle –le dijo ella, un poco azorada. –Y algo más –dijo él, y le ofreció la bolsa. –Pero… ¿por qué has hecho eso? No deberías darme nada. Deberías sentarte, relajarte y disfrutar de las flores. Además, estabas limpiando algunas plantas. –Yo siempre estoy limpiando las ramas muertas y las hojas. Es un hábito nervioso. Se sacó unas cuantas hojas secas y unas ramitas del bolsillo y las tiró a la papelera. Después, le dio la bolsa. Dentro había un libro: Fluir: una psicología de la felicidad. –¡Es estupendo! –exclamó Lauren–. ¡De hecho, fui a buscarlo! Pero no pregunté por él, solo miré en la sección de psicología. –Yo lo encontré en una librería de segunda mano… –¿Te cambió la vida? –No, pero fue muy esclarecedor. Lauren se sentó y miró el libro. Él le entregó uno de los cafés y se quedó de pie al otro lado del banco. –Supongo que no hizo que tu mujer fuera más feliz –dijo ella. –No –respondió él, riéndose–. Ella siempre ha querido algo más. Mira, te lo cuento: mi mujer y yo llevamos seis meses separados. Nos vamos a divorciar. –Ah –dijo Lauren–. Y estás volviendo al mercado. Él se quedó consternado. –¡No! Quiero decir que esto no tiene nada que ver contigo. Tú eres una sorpresa. Podría haber hecho esto aunque no… Beau cabeceó, como si estuviera avergonzado. –Pareces una persona muy agradable, nada más que eso –dijo–. Y te gustaron mis flores. Este divorcio… hace mucho tiempo que debíamos haberlo hecho. No es nuestra primera separación. Y yo no soy de los que tienen aventuras. Tengo un par de hijos. En realidad, hijastros. Quería que sus vidas fueran estables el mayor tiempo posible. Tienen diecisiete y veinte años. Creo que entienden que debemos divorciarnos, y que yo siempre tendré un hogar preparado para ellos. Si no saben que pueden contar conmigo a estas alturas, no lo sabrán nunca. No me voy a separar de ellos. –¿Y su madre? –Ella los quiere mucho, por supuesto. Aunque, tal vez porque son chicos, están más cerca de mí. O tal vez, porque es muy difícil agradar a su madre. –Oh, Dios. No es bueno que tengamos esto en común. –¿Estás separada? –Todavía no –respondió ella, de manera vacilante–. Estoy en una situación difícil. No quiero hablar de eso. Pero… ¿puedes tú hablarme de tu situación? A menos que sea demasiado… Lauren se encogió de hombros. Él se sentó en el banco, con su café. –Sí, te lo resumo: llevamos doce años casados. Primero, vivimos juntos. Los niños ya tenían cuatro y siete años cuando nos conocimos. Eran hijos de padres diferentes, que no quisieron hacerse cargo de ellos. Pamela no estaba casada con ninguno de los dos. Casi no venían y, cuando lo hacían, solo se llevaban a su hijo de paseo, pero no al hermano. Para mí, eso no tenía ningún sentido. Eran adultos, ¿acaso no se daban cuenta de que a unos niños tan pequeños iba a disgustarles sentirse excluidos? Entonces, cuando me enteraba de que uno u otro vendría a buscar a su hijo, yo trataba de tener algo preparado para el otro. No era para tanto: solo pasar un poco de tiempo extra con él, jugar al béisbol o a un videojuego. Darle atención, nada más. –Eso es… muy agradable por tu parte. –No, no lo es –dijo él, casi con irritación–. Es lo que debería hacer un adulto con sentido común. –¿Y qué decía su madre cuando dejaban a uno de los niños apartado? –Ella tenía conflictos con los padres por muchas cosas, esto solo era una más. Pero eso no me importaba. Mike y Drew eran pequeños, y ya habían sufrido bastantes problemas, ¿sabes? En el colegio decían que Drew tenía dificultades de aprendizaje, e intentaron cargarle el sambenito de que tenía déficit de atención e hiperactividad porque estaba muy inquieto. Estaba inquieto porque era un niño con mucha energía que se aburría en el colegio. Pamela se enfadaba, con lo que no resolvía ningún problema, así que empecé a acompañarla a las reuniones del colegio, y preparamos actividades para ellos. Al poco tiempo, ya estaba yendo solo a las reuniones –dijo. Se quedó callado un instante y se pasó la mano por la nuca–. En los buenos momentos, me agradecía mucho que estuviera dispuesto a hacerme cargo de los niños. En los días malos, me acusaba de pensar que era su padre y me recordaba que no tenía ninguna autoridad sobre ellos. –Lo siento –dijo Lauren. –Drew se va a graduar con honores dentro de pocas semanas – dijo él, con una sonrisa–. Así que, de problemas de aprendizaje, nada. Y Mike está en la escuela preuniversitaria con una buenísima media de notas. Tiene una novia estupenda, juega al béisbol y tiene muchos amigos. Quiere ser arquitecto –añadió él, con una sonrisa de orgullo. –¿Cuándo lo supiste? –le preguntó ella. Él la miró con desconcierto–. ¿Cuándo supiste que el matrimonio no iba a durar? –Casi enseguida –dijo él–. A los dos años, más o menos. Pero no iba a rendirme. Los niños, aunque tuvieran dos padres biológicos diferentes, iban a tener un solo padrastro. Salió bien. Nos las arreglamos. Tal vez yo siguiera apañándomelas, pero Pamela quería marcharse, y yo no se lo impedí. En absoluto –explicó, y se echó a reír–. Después, quiso volver, pero le dije que no. –Supongo que ya se ha terminado todo para ti –dijo ella. –Mi madre dice soy un conciliador. Y no lo dice como cumplido. –Pues es una lástima. ¡Necesitamos más compromiso y colaboración en este mundo! –Así habla una verdadera conciliadora. En el ámbito militar, un conciliador para la paz es un misil balístico intercontinental. Un misil nuclear. Tal vez toda esa gente que nos subestima debería tener más cuidado. –Pues sí –dijo ella, sonriendo. Y los dos se echaron a reír. –¿Desde cuánto eres amiga de Sylvie Emerson? –le preguntó Beau. –No somos realmente amigas –dijo ella–. Nos conocemos por nuestros maridos, y nos caemos bien. Nos vemos en acontecimientos sociales como este. Mi marido fue miembro del patronato de la fundación unos cuantos años, y trabó relación con muchos de los amigos de Andy. A él no le apasiona mucho esta causa. Lo que le apasiona es tener contactos y relación con la influencia y los billones de dólares de Andy, aunque no sé qué pretende conseguir de ninguna de las dos cosas. Por eso yo veo mucho a Sylvie, por Brad. Me sorprendería que ella me llamara para comer, porque está muy ocupada. Pero lo que sí sé de los Emerson es que son gente buena y generosa. Sylvie me ha hablado de todo lo que hace su fundación, y tiene debilidad por el programa de becas. Puede que su marido y ella tengan prioridades diferentes, y yo no conozco mucho a Andy, pero Sylvie me ha dicho más de una vez que es necesario dar de comer y educar a la siguiente generación, que es el único modo de dejar el mundo mejor de lo que nos lo encontramos. –Me pregunto si se hacen una idea del enorme regalo que es dar una educación. No sé cuál es tu caso, pero mi familia no estaba precisamente dispuesta a enviarme a la universidad. –Ni la mía –dijo ella–. Éramos pobres. –Pobres… ¿hasta qué punto? –preguntó él, enarcando una ceja. –Tengo una hermana tres años menor que yo, Beth. Nuestro padre nos abandonó cuando ella era un bebé. Durante nuestra infancia, mi madre tenía dos trabajos. Mis abuelos vivían cerca y nos ayudaron mucho. Nos cuidaban para que ella pudiera trabajar y, seguramente, echaron una mano cuando faltaba dinero para pagar la renta o se rompía el coche. Él sonrió. –Yo tengo una familia muy grande. Mis padres, mi hermano, mis dos hermanas y yo vivíamos en un antiguo garaje que mis padres convirtieron en una casita. Mi madre todavía vive en esa casa, aunque no sé cuánto podrá seguir allí, porque está un poco débil. Mi padre era conserje, y mi madre servía la comida en el instituto y limpiaba casas. Nosotros nos pusimos a trabajar en cuanto tuvimos la edad suficiente. Pero mis padres, que no tienen educación superior, nos exigieron que sacáramos buenas notas, aunque ellos no pudieran ayudarnos a hacer los deberes. Nosotros lo hicimos lo mejor posible. Tal vez compitiéramos un poco con nuestros primos. –No hay nada como una competición sana –dijo ella–. ¿Vosotros erais conscientes de la situación? –Claro. Pero teníamos una familia grande. Tíos y tías, abuelos, primos. Algunas veces, había demasiada gente. Pero, si la calefacción se apagaba en invierno, había mucha gente para mantener el calor. Para el calor de verano… no había alivio –dijo él, y tomó un poco de su café–. No teníamos lujos, pero no fue una mala forma de crecer. Tal vez fuéramos pobres, pero no estábamos solos. –¿Puedo hacerte una pregunta personal? –Claro, Lauren… –¿Cómo crees que va a cambiar tu vida cuando te divorcies? ¿Empezarás una nueva aventura de algún tipo? –¿Aventura? No, Dios mío. Mi vida no tiene por qué cambiar. A mí me encanta cómo es mi vida ahora. Tengo un trabajo que hace feliz a la gente, tengo buenos amigos y una familia increíble. Mi vida es lo suficientemente previsible cada día como para no hacerme perder el equilibrio. Duermo bien. Tengo bien la presión sanguínea. No sé si podría tener una vida mejor. No quiero que vuelva a cambiar. Ella se quedó callada un momento. Finalmente, dijo: –Pero la vida debió de ser difícil… antes… –Esa es una pregunta complicada. Algunos días me parecía muy dura, sí. Insoportable, en realidad. Pero esos días pasaron. Lo que no pasaba era el enfado. La falta de equilibrio. No saber nunca lo que me iba a pasar ese día. Pero nadie puede rendirse porque su mujer tenga cambios de humor. O porque grite y me tire un vaso. Bueno, por lo menos no acertó, y después limpió los cristales. Pero no era una borracha, nunca me atacó con un cuchillo, no fue infiel… Sin contar los momentos de separación, claro. Así que yo dejé de preguntarme si podía vivir así porque sí podía, pero eso también era un problema… Empecé a preguntarme si quería vivir así. Y la respuesta fue que no. Por suerte para mí, Pamela necesitaba tiempo para pensar, otra vez, para averiguar qué quería de la vida. Necesitaba otra separación. Nuestra cuarta separación en una relación de trece años. Ese fue el momento perfecto para decirle que yo también lo necesitaba –dijo él, y se rio–. Su separación fue muy breve, después de escuchar eso. La mía no. Me di cuenta de que era más feliz solo. Creo que podría ser un solterón muy feliz. No tendría un día aburrido ni solitario. Los niños podrían pasar a verme de vez en cuando para asegurarse de que no me he roto una cadera. –¿Cuántos años tienes? –le preguntó ella. –Cuarenta y cinco. Ella dio un resoplido. –No creo que tengas que preocuparte por eso todavía. –No. Solo digo que mi vida, en este momento, está bien. Mejor que cuando me preguntaba qué Pamela iba a llegar a cenar a casa. Pero estar harto de vivir con una persona voluble, iracunda e impredecible no es una razón moral para divorciarse, ¿no? Lauren se identificaba con lo que le estaba diciendo, pero lo primero que se le pasó por la cabeza fue que, para los hombres, todo era mucho más fácil. No se esperaba de ellos que soportaran a una mujer malhumorada e iracunda, pero se suponía que las mujeres sí debían aguantar a los hombres difíciles. Ella tenía muchas ganas de desahogarse y quejarse de lo que era vivir con un hombre controlador y enfadado. Un hombre que podía mantener una discusión durante días, que se colaba en la cola del cine para comprar las entradas, que le gritaba al maître de un restaurante por haber perdido una reserva que no había hecho, que pagaba de menos a sus trabajadores de mantenimiento porque pensaba que no se iban a atrever a denunciarlo porque no tenían los papeles en regla, o porque no hablaban bien inglés. Una vez, mientras estaban de vacaciones en Turks y Caicos, encontró unas tumbonas estupendas junto a la piscina, pero ya tenían unas toallas encima y había un par de juguetes para la piscina, lo cual indicaba que eran unos niños. Brad tiró las toallas y los juguetes al suelo y las ocupó para su familia y él. Cuando apareció un joven con dos niños pequeños, cinco minutos más tarde, le dijo enérgicamente: –No puedes guardar las tumbonas con toallas. Tienes que usarlas. Brad era un matón que se creía mejor que los demás, pero Lauren no le contó nada de eso a Beau. A menos que la gente conociera de verdad a Brad, no lo entenderían. Así pues, cambió de tema y le pidió a Beau que le hablara de los jardines en las azoteas. –Es mi especialidad –dijo él, con una sonrisa. Después de una hora de agradable conversación, Lauren pensó que era mejor marcharse. Él le preguntó si iba a verla el martes siguiente, y ella dijo: –No es probable. No es buena idea. Él se rio entre dientes. –Oh. No quisiera ponerte en una situación incómoda. Aunque no me lo hayas dicho, yo sé que estás en una situación muy parecida a la mía. Te entiendo. Si quieres hablar con alguien sobre ello, ya sabes cómo encontrarme. Lauren asintió con tristeza. Por supuesto, él no sabía cómo encontrarla a ella. Y ella no se lo dijo. Beth Shaughnessy pasaba el domingo limpiando los restos de una fiesta que habían organizado la noche anterior Chip, su marido, y ella. Chip tenía una barbacoa nueva, y había invitado a cenar a muchos de sus amigos. Aunque ya tenía muy adelantada la limpieza de la cocina y el salón, el jardín y la barbacoa seguían hechos un desastre. Chip, cuyo nombre de pila era Michael, dijo que tenía resaca y prometió salir con los niños a limpiar después de ver un poco del US Open en la pantalla grande de la sala de estar. La última vez que había ido a verlos, Chip estaba cambiando de canal entre el baloncesto, el golf y el voleibol de playa femenino. Lauren, su hermana, la había llamado un poco antes y le había preguntado si podían ir a comer juntas, pero ella le había dicho que tenía que limpiar en casa. Lauren le dijo que iba al gimnasio un rato y que, después, pasaría a verla. Necesitaba hablar. Como Lauren la necesitaba y el teléfono no bastaba, Beth sospechó que se trataba de angustia marital. Cuando se tenía un marido como Brad Delaney, angustia era la palabra más suave que se podía utilizar. Respiró profundamente varias veces para calmarse, recordándose que debía tener cuidado con lo que decía. La única pelea grave que había tenido con su hermana había sido por su mala opinión sobre Brad y su matrimonio con él. Bueno, más o menos. Beth pensaba que debía separarse, pero Lauren había seguido con él. Ella solo tenía veinte años cuando Lauren y Brad se habían comprometido. Al principio, él le había parecido guapo y sexi, pero aquella impresión había cambiado muy pronto. Oía y veía cosas que no estaban bien. Más de una vez, había oído que él llamaba «idiota» a su hermana. Y lo había visto apretarle la mano con tanta fuerza que Lauren se estremecía y se apartaba de él. No estaba segura de qué ocurría, pero sabía que algo no iba bien. Incluso con la inexperiencia de la edad, le había preguntado a su hermana: –Lauren, ¿qué vas a hacer? –Me voy a casar con un médico muy guapo –le había dicho Lauren, con una sonrisa llena de alegría. Lauren estaba viendo todas aquellas cosas que no habían tenido durante su infancia y adolescencia: estabilidad financiera, una casa hermosa y grande, coches que no se rompían, vacaciones… Pero, detrás del brillo de sus ojos, asomaba algo más. No habían podido superar la boda sin lágrimas de angustia y dudas. Todo el mundo que estaba cerca de la pareja podía ver que Brad, diez años mayor que Lauren, era temperamental, egocéntrico y malhumorado. Su madre, Adele, era viuda, y era una versión anciana de su hijo. Una mujer amargada y controladora, con mucho carácter, que tenía una idea muy clara de lo que estaba a la altura de su hijo único. La diferencia era que Adele no sabía ser encantadora. Lauren y ella habían crecido en la pobreza con una madre soltera, Honey Verona, mientras que Brad se había criado en una posición acomodada. Justo antes de la boda, Honey dijo: –Lauren, no te cases. Ya te habrás dado cuenta de que él no va a intentar hacerte feliz. –¡Pero si ya está todo organizado, y su madre lo ha pagado todo! –No importa. Puedes dejarlo. Que nos demanden. Lauren estuvo a punto de no casarse. Fue un momento muy melodramático cuando dijo, en el último minuto: –No puedo. No estoy segura. Beth estuvo a punto de hacer una fiesta. Sin embargo, las otras damas de honor y ella fueron expulsadas de la habitación, y la madre de Brad se hizo cargo de la situación. Tuvo una conversación con ella y la boda siguió adelante. Lauren y ella no se parecían en nada, pero eran vitales la una para la otra. Ella era fotógrafa profesional. Hacía fotos en muchas bodas, aniversarios, fiestas, incluso funerales. También fotografiaba puentes, campos, la vida silvestre, flores, niños, ancianos, playas, atardeceres… Era una artista. Como fotografiaba a mucha gente, había aprendido a reconocer quiénes eran por su mirada, su expresión, su lenguaje corporal, su sonrisa… Sabía ver a la gente. Y había visto muy bien a Brad. Era un imbécil. Lauren tenía una mente más científica. Más pragmática. Era conspiradora, planificadora. Ellos no pudieron tener hijos, por lo que adoptaron a dos niños. Ahora, Ravon tenía trece años, y lo habían adoptado con cuatro. Stefano tenía nueve, y lo habían adoptado con dos. Ambos provenían del sistema de acogida de menores. Chip era policía y un gran aficionado a los deportes, sobre todo al golf. Había enseñado a los niños a jugar y, cada vez que tenían un rato libre, los tres estaban haciendo algo que incluyera una pelota. Vivía en una casa con un ambiente un poco brusco. Su marido tenía una profesión de alto riesgo, y ella siempre tenía que estar luchando con aquel veneno de la testosterona, que creaba problemas por donde pasaba. Sin embargo, ella no estaba hecha para aguantar lo que aguantaba Lauren. Llevaba a los hombres de su familia con dureza, insistiendo en que ayudaran y exigiendo que tuvieran un comportamiento amable. Y era una persona menuda. Menuda, aunque podía llevar veinte kilos de equipo fotográfico allá donde fuera. Ravon ya era más alto que ella, pero ella no se había acobardado en absoluto. Podía poner a los tres hombres de la casa de rodillas con una mirada fulminante. Lauren apareció, elegante y sofisticada, con la ropa de trabajo y el pelo castaño y espeso recogido en una coleta. Parecía que no sudaba nunca. Se sentó en la barra de desayunos con una botella de agua, mientras ella secaba la última de las bandejas. –¿Qué tal la fiesta? –preguntó Lauren. –Muy ruidosa. Un grupo de policías con sus mujeres y sus hijos. Los de siempre. Se quedaron hasta muy tarde y molestaron a los vecinos. En otras palabras, fue estupenda. –Nosotros fuimos a un cóctel en honor a un médico que se jubilaba. Oí a Brad decirles a un par de hombres que tenía que quitarme la administración de las finanzas antes de que nos convirtiera en pobres. Pero yo nunca he podido administrar las finanzas, solo mi nómina, y él siempre se ha encargado de todo lo demás –dijo, con un suspiro. –Estaba a punto de preguntarte cuándo habías estado tú a cargo del dinero… Si a mí me acosara de esa manera, le mordería la mano. –No lo sabe, pero ya no le queda demasiado tiempo para seguir siendo mi carcelero. Lo que pasa es que no quiero estresar a Cassie. Lo he aguantado veinticuatro años, y puedo aguantarlo unas cuantas semanas más hasta que Cassie termine los estudios preuniversitarios. Se oyeron unos rugidos desde la sala de estar. Alguien había metido una canasta o un gol, y los hombres de Beth lo vitorearon. –Yo no habría aguantado ni hasta que mis hijos dejaran los pañales y, mucho menos, hasta que acabaran los estudios preuniversitarios. –No nos oyen, ¿no? –No nos oirían ni aunque estuviéramos hablándoles a la cara – dijo Beth. –He dado una fianza para alquilar una casa que estará disponible el día uno de julio. Voy a hablar con las niñas y me voy a ir de casa. He planificado las vacaciones para después de que se gradúe Cassie, en la primera semana de julio. Supongo que hará mucho calor. Beth se quedó boquiabierta. –No es la primera vez que dices esto. –Pero sí es la primera vez que he alquilado una casa. He ido a ver a la abogada y he planeado esto cuidadosamente. Escucha, siento que hayas tenido que aguantarme por culpa de mi desastroso matrimonio, mi falta de valor y mi mezquino marido. Soy una carga, y lo sé. Y, ahora, necesito que me hagas un favor. –Sabes que puedes quedarte aquí –le dijo Beth a su hermana. –No es eso. Voy a hacer cajas y maletas, y tengo que comprar unas cuantas cosas, sábanas nuevas, cosas para la cocina, ese tipo de cosas. Necesito algún sitio donde guardarlo todo, un sitio donde nadie se dé cuenta. –En la habitación de invitados. Podemos cerrar la puerta con llave. ¿Puedo decirte una cosa? Por favor, por favor, ¡hazlo esta vez! Todavía tienes tiempo de tener una vida. –Voy a hacerlo –dijo Lauren. Beth suspiró. A pesar de las cosas malas, Brad y Lauren habían sido muy generosos. Brad les había prestado veinticinco mil dólares para intentar la fecundación in vitro. También les había prestado otros veinticinco mil dólares para agrandar la casa y hacer sitio para los niños. Lauren y él habían ayudado también cuando le habían diagnosticado una discapacidad de aprendizaje a Stefano, porque había sido necesario contratar a un tutor muy caro. Por supuesto, ella sospechaba que a Brad le gustaba hacer préstamos que la gente iba a tardar en devolver, porque eso le proporcionaba poder sobre ellos. –Honey se habría puesto muy contenta –dijo Lauren. Y se le llenaron los ojos de lágrimas. Su madre había muerto hacía dos años en un accidente de tráfico. El conductor de un camión había tenido un desvanecimiento, había perdido el control del camión y había aplastado a tres vehículos, matando a tres conductores. Honey ni siquiera se había enterado de lo que ocurría, porque había muerto en el acto. –La echo muchísimo de menos –dijo Beth–. Ahora estamos solas las dos. Yo te apoyo y tú me apoyas a mí. Siempre debemos tenerlo en mente. ¿Cuántas veces has ido a ver a la abogada? –le preguntó a Lauren. –Para dejar a un hombre como Brad hay que organizar muy bien las cosas. –¿Le tienes miedo? –Claro que sí. No tengo miedo de que me agreda físicamente, él nunca hace eso… –Un pellizco por aquí, un apretón por allá… –dijo Beth. –Él dice que son muestras de afecto un poco bruscas. –Porque es un mentiroso. Un manipulador con mucha maña. Lauren tomó aire. –Bueno, bueno –dijo Beth–. Intentaré no decir nada y esperar que las cosas salgan bien. –Cuando Cassie se haya graduado, ya no habrá nada que me ate. Beth miró a su hermana a los ojos. Los tenía de un precioso color lavanda. Lauren era perfecta. Era elegante, lista, bondadosa e inteligente. Y, a pesar de eso, estaba en manos de un idiota arrogante. Sin embargo, no se lo iba a decir. Si la ponía a la defensiva, podía influir en que finalmente no diera aquel paso. No entendía por qué su hermana, una mujer educada y afectuosa, había elegido a alguien como Brad. Y aún la desconcertaba más por qué se había quedado a su lado tantos años. Era muy joven al conocerlo, y se había enamorado. –Bueno, cuéntame cómo es la casa que has alquilado –le dijo Beth. –Es una casa de estilo victoriano, pequeña y pintoresca, que está en una calle preciosa de Alameda, que se parece a las Seven Sisters de San Francisco –dijo Lauren, en voz baja–. Tiene tres habitaciones y una buhardilla, un porche muy largo y un buen jardín. La dueña vivió muchos años allí y fue muy feliz, e hizo un jardín precioso. Hay árboles grandes y sanos. Su hijo la va a destinar al alquiler, así que la está remodelando. Está poniendo suelo nuevo, pintando, va a reformar la cocina y los baños… Voy a firmar un contrato de alquiler de un año, con una cláusula que me concede la opción de negarme a dejar la vivienda en caso de que su dueño decidiera venderla. Me está dejando opinar sobre algunos de los materiales. Digamos que le conté que había hecho vídeos para Merriweather y él pensó que sé ocuparme a la perfección de una casa… –Es la verdad –dijo Beth. Al describir la casa, Lauren se animó, y ella tuvo esperanzas por primera vez desde hacía mucho tiempo. Solo su hermana rica diría que una casa de estilo victoriano en la isla de Alameda era «pintoresca». Seguramente, era una propiedad de más de un millón de dólares. Hablaron sobre la casa, sobre el hecho de que a Lauren le resultaría mucho más fácil ir y venir del trabajo, sobre que podría decir algo sobre el jardín, sobre que sería acogedora y solo suya. Tendría sitio para cuando las niñas fueran de visita. Esperaba que fueran a visitarla a menudo, pero no le sorprendería que prefirieran quedarse en sus habitaciones de la que siempre había sido su casa. –Lo más importante es que sepan que su madre y su padre las quieren –dijo Lauren . Después, se estremeció. –No va a ser fácil –dijo Beth. –Ya lo sé. He pensado en hacer una gran celebración por la graduación de Cassie. Cuando haya pasado la fiesta, ayudaré a Cassie a mudarse a Boston. Después, hablaré una por una con las niñas. Y, por último, se lo diré a Brad. Se lo diría primero a Brad, pero, en cuanto lo haga, tendré que marcharme de casa. Si las cosas no salen como he pensado, si alguna de las niñas se lo dice a él antes de que yo pueda hacerlo, quizá tenga que quedarme en tu casa. No podré quedarme allí cuando revele cuál es mi intención. Porque… –Porque él será horrible –dijo Beth. Ya habían tenido conversaciones parecidas a aquella, pero, al final, Lauren siempre se había quedado. Ella lo sabía todo: las aventuras de Brad, la enfermedad de transmisión venérea, las habitaciones separadas. Por muy mal que se pusieran las cosas, Lauren siempre había intentado mantener la situación lo mejor posible por el bien de sus hijas. –Te voy a ayudar en todo lo que necesites –le dijo–. Pero ¿por qué piensas que esta vez sí vas a dar el paso? –Si no lo hago, tendré que resignarme a vivir toda la vida con un hombre malo e iracundo que piensa que es más listo que Dios. –Muy pronto, esa será la única opción –dijo Beth. Lauren la ignoró. –Así que vamos a celebrar la graduación de Cassie y, cuando tenga la casa de alquiler disponible, se lo diré. Cassie va a estar en Boston, como mínimo, los próximos tres años. Lacey tiene su apartamento en Menlo Park. Cuando ellas lo sepan, me enfrentaré a Brad. –A lo mejor no deberías hacer eso tú sola… –Lo he preparado todo con mi abogada –dijo Lauren–. Ella trabaja con un detective privado que está dispuesto a vigilar –explicó. Después, se estremeció de nuevo. Beth esperaba que su hermana lo hiciera, por fin, pero también tenía miedo. Aquello podía ponerse feo. Se oyeron más vítores desde la sala de estar. Beth y Lauren estuvieron hablando un rato más. De vez en cuando, ella miraba por la cristalera del patio y veía el caos del jardín: toallas húmedas en el suelo, zapatos masculinos, la barbacoa grasienta, vasos de plástico, basura… La casa de Lauren nunca estaría en ese estado. A Brad le daría un ataque. Su matrimonio no era perfecto. Tenían que soportar el estrés de la vida de un policía, y en todas las relaciones había problemas. Chip y ella tenían problemas económicos, y problemas con los hijos, porque los dos eran multirraciales y estaban en la pubertad. Algunas veces, todo le parecía una lucha constante. Pero eran felices. Sin embargo, Lauren estaba casada con un cretino imposible de tratar. ¿Cómo podía resolverse la vida con una persona como esa? No, no la pegaba, pero le retorcía de vez en cuando un brazo, o la apretaba con demasiada fuerza. No, no se emborrachaba todas las semanas. Había tenido, como mínimo, dos aventuras extramatrimoniales, pero se arrepentía tanto que le compró joyas y se llevó a toda la familia a hacer unos viajes impresionantes. Trataba mal a la gente, mentía, creía que merecía más consideración que nadie más, acosaba a su mujer, la humillaba. Y… siempre pensaba que tenía razón. ¿Cómo podía alguien explicarle eso a sus hijos? Cuando Lauren se marchó, Beth fue a la sala de estar. Oh, Dios… Chip estaba tirado en el sofá y a Ravon le colgaban los pies por el brazo de una butaca. Stefano estaba tirado en el suelo, con los pies encima de la mesa de centro. Morty, su viejo labrador de color chocolate, tenía la cabeza posada sobre el estómago de Stefano. Iba a tener que rociar toda la habitación con Febreze. Algo pasó en la televisión y, de repente, todos se movieron y gritaron. –Eh –dijo ella–. ¿Por qué huele esta salita como el interior de una zapatilla de deporte? –Esto no es una salita –dijo Chip, con indignación–. ¡Esto es una sala para hombres! –Disculpa –dijo Beth–, pero es un poco fuerte lo de esta habitación. Además, ¿no es un poco pronto todavía para que celebren el Open? ¿No se celebra en junio? –Este es uno antiguo –dijo Chip–. De hace diez años. Lo están reponiendo. Ella se quedó anonadada por un segundo. –¡Me estás tomando el pelo! El jardín parece zona de guerra y ¿estás aquí, repartiendo mal olor por todo el sitio y viendo deportes de hace diez años? Vamos… ¡Fuera, a limpiar el jardín antes de que atardezca! ¡Lo digo en serio! Los niños se pusieron trabajosamente en pie, gimiendo y gruñendo. Chip se levantó, se estiró y le pasó un brazo por los hombros. –Gracias, nena. Necesitaba echarme una siestecita. –Pfff –dijo ella. –Me ha parecido oír la voz de Lauren. –Sí, ha estado aquí. –¿Tiene problemas? –preguntó él–. ¿Con Brad? –¿Por qué lo preguntas? –Porque estás un poco irritada. –¿Acaso tenemos nosotros un matrimonio perfecto? –le preguntó Beth a su marido, mirando hacia arriba. Ella medía un metro cincuenta y siete centímetros y él medía casi uno noventa. Chip sonrió. –Lo dudo. Pero casi. Porque tus deseos son mis órdenes. –Sí, claro. Después de pasarte cuatro horas delante de un torneo de golf de hace diez años. –Pero ¿a que ahora soy mucho más agradable? –le preguntó él, y le dio un beso en la frente–. No puedes hacer nada sobre lo de Brad y Lauren. –Prométeme que no vas a decir nada. Ella está muy ocupada con la graduación de Cassie en este momento. –Beth, nunca va a hacer nada, lo sabes. Pero Beth estaba pensando que, en aquella ocasión, tal vez sí lo hiciera. Y, aunque se sentía triste y culpable por ello, esperaba con toda su alma que su hermana dejara de verdad a Brad. Capítulo 3 Beau llevaba un saco de veinte kilos de abono en cada hombro por el camino de piedras que conducía al huerto. Allí encontró a Tim, desherbando. –Pensé que te vería aquí –le dijo Beau–. Te he traído un regalo – añadió, y dejó las bolsas en el suelo–. ¿Qué haces? –Solo estaba pasando la azada –dijo el sacerdote–. Hace un par de semanas que no te veía. ¿Cómo te va la vida? –Más o menos bien, aunque estoy ocupado –dijo Beau, mientras los dos hombres se daban un abrazo. Tim y él se conocían desde que tenían diez años, aunque habían tomado caminos muy diferentes. –Pero… ¿va todo bien? –Sí, sí. El trabajo es excelente. Casi estoy demasiado ocupado. En casa todo está tranquilo. Veo los deportes casi todas las noches. –Supongo que el divorcio sigue su curso. Beau se encogió de hombros. –Está un poco parado. Pamela quería que intentáramos otra vez una terapia matrimonial. A mí me parecía una pérdida de tiempo que, además, cuesta dinero. Pero Michael me preguntó por qué no lo intentaba –explicó, y movió la cabeza–. No sé por qué se mete Michael en esto. Tiene veinte años, está en la universidad, tiene una relación estable… –Está intentando construir su vida, la vida que quiere tener. No quiere tener una vida parecida a la tuya con Pamela. Quiere saber cómo funciona eso. Tim abrió una de las bolsas de abono mientras hablaba. –Hablas casi como si lo supieras todo del matrimonio, padre –dijo Beau. –Tengo una buena formación –replicó Tim. –Lo único que necesita Michael es prestar mucha atención a las mujeres a las que deja entrar en su vida, asegurarse de que no haya señales de alerta. Quizá también debería ir a una terapia. Solo por su futuro. –Es buena idea –dijo el sacerdote, asintiendo–. ¿Les has dicho la verdad, Beau? ¿Les has contado que seguiste con el matrimonio por ellos? –Puede que lo haya dejado entrever –respondió Beau. Metió la pala en uno de los sacos y comenzó a extender el fertilizante por las filas de plantas–. Le dije al psicólogo que solo estoy allí en cuerpo, pero no en alma. No tengo intención de arreglar nada, solo quiero que termine. Nuestra misión en esas sesiones de terapia es ayudar a Pamela a marcharse. Así que ella estuvo llorando una hora, dando excusas entre balbuceos e intentando explicar su cambio de opinión. Y se puso a suplicar. Me estuvo doliendo la cabeza dos días. Es una tortura. –Deja de ir –le dijo Tim–. En serio, deja de ir. Algunas veces, eres del peor tipo de víctimas. Tú no puedes hacer esto por ella. Lo eligió ella. Tú ya le has dado muchas oportunidades. Necesita terapia, pero no terapia matrimonial. –Vaya… ¿qué pasa con la santidad del matrimonio y todo eso? –Todo tiene una fecha de caducidad, hermano –respondió Tim–. En realidad, estoy en la orden equivocada. Debería estar en los jesuitas. Yo vivo en este siglo, y no puedo decirles a personas que están atrapadas en relaciones de maltrato y sufrimiento que permanezcan en ellas solo porque la Iglesia lo prefiere, ni que haya que poner la otra mejilla, ni nada por el estilo. Yo no habría durado ni un año con Pamela. Beau sonrió. –Si la diócesis se entera alguna vez de algo de esto, eres historia –dijo. –Eh –gruñó Tim. Después, se puso a echar abono a las plantas–. ¿Qué tal está Drew? –Muy bien. Se gradúa dentro de dos semanas. Voy a hacerle una fiesta con sus amigos y la familia. ¿Te apetecería venir? –Claro que sí, siempre y cuando no muera nadie ni tenga que casar a nadie. –Pamela está intentando involucrarse y mezclar a las familias, llevar a un ex que puede que aparezca, o no. Yo me imagino que Drew recibirá una tarjeta con algo de dinero de su padre, desde veinte a cien dólares, dependiendo de lo culpable que se sienta el tipo. Es muy incómodo, porque su familia y la mía saben cuáles son las circunstancias, pero tenemos que ser amables y comportarnos como si nos lleváramos bien, como si no nos fuéramos a divorciar. Hablé con Drew sobre todo esto, y me dijo que no era para tanto, que la dejara hacerlo. Que después no habría más líos hasta que se case, y que iba a tardar en hacerlo. Entre ese momento y ahora, no voy a hacerla infeliz. –Es imposible no querer a ese chico. Siempre se toma las cosas con calma y no permite que le disgusten demasiado. –O eso parece. No te confíes demasiado –le dijo Tim–. A veces, las apariencias engañan… –Pasamos mucho tiempo juntos –dijo Beau–. Ahora, Drew y yo estamos solos. Creo que se le ha olvidado que tenemos la graduación de Michael dentro de un año… –Para entonces, las cosas irán mucho mejor. ¿Qué le dijiste al psicólogo? –Que nos hemos separado cuatro veces, que Pamela ha tenido otras relaciones durante esos períodos y que cuando estamos juntos casi siempre es infeliz y discutimos demasiado. Ella me pincha hasta que yo respondo, así que, algunas veces, me voy de la casa al garaje, a limpiar la furgoneta. Le dije que ya no quiero seguir así. Y, por supuesto, me preguntó que si arreglamos la relación y las cosas no siguen así, podría cambiar de opinión. Yo le dije que no, que lo sentía mucho. Echó otra palada de abono a la tierra, y continuó: –Me gustaría cambiar de vida, para que mis amigos y familia no tengan que estar preguntándome constantemente qué tal va la cosa en este o ese momento. Tim se quedó inmóvil un momento. –Lo siento, Beau. –Ah, no, tú no, Tim. No nos vemos lo suficiente como para que me pongas de los nervios. Tim sonrió. –¿Jugamos al baloncesto el jueves por la noche? –¿Puedo llevarme a un encestador? –Claro. Hace meses que no veo a Drew. –Yo estoy en muy buena forma. Deberías rezar. –Me lo pensaré, no te preocupes –le dijo Tim. Cuando Beau era pequeño, con una familia relativamente pobre, la familia de Tim llegó a la ciudad. Ellos estaban en buena situación económica, porque el padre de Tim era abogado. Él nunca había ido con hambre al colegio, pero muchas veces quería comer más de lo que había, y siempre se había sentido impresionado por la abundancia de la mesa de Tim. Beau tenía dos hermanas y un hermano, Tim tenía dos hermanos y una hermana. Tim vivía en una casa de cinco habitaciones con un camino de entrada de ladrillo y una rotonda frente a la fachada. La madre de Tim jugaba mucho al tenis en su club, y tenía asistenta. Sin embargo, a pesar de las diferencias, los niños se hicieron amigos y siguieron siéndolo durante todo el colegio. Los padres de Beau se quedaron asombrados e impresionados al ver que su hijo conseguía terminar la carrera, en cinco años, sin su ayuda. Tim, por otro lado, fue a Notre Dame. Nunca se lo había dicho a nadie, pero siempre había querido ser sacerdote. Era una persona muy espiritual y quería ayudar a la gente. Notre Dame fue lo que le permitió hacer realidad su vocación. Los padres de Tim se quedaron horrorizados. Tim era muy inteligente y habría sido un buen abogado en el bufete de su padre, pero eso no le interesaba. Estudió Teología y Psicología. Su madre sintió mucho que no fuera a tener hijos. –Está bien, sí, rezaré –dijo, finalmente, con una sonrisa. Al final, Beau llegó a ser arquitecto paisajista y consiguió unir su amor por el diseño con su amor por el cultivo y el cuidado de las plantas. Y Tim, después de haber estado ausente muchos años, volvió a casa y se hizo cargo de una parroquia en California, no muy lejos del lugar en el que había crecido. Cuando volvió y se reunió con su gente, se encontró a su mejor amigo luchando por mantener a flote un matrimonio fracasado. Y, aunque Beau estuviera muy feliz de tener cerca a Tim, sabía que su amigo no estaba llevando a cabo la labor que quería. Tim quería ayudar a los necesitados, a los hambrientos, a los desposeídos del mundo, pero allí, en Mill Valley, estaba curando las heridas de gente adinerada que tenía acceso a todo lo que necesitaban sanidad, educación privada y todo tipo de lujos. Cierto, los ricos también tenían problemas, pero Beau sabía que Tim anhelaba hacer un trabajo más necesario. Sentía que no era tan útil como podía ser. Siguieron hablando durante un rato del huerto y de los frutales, se rieron un poco de que el jefe de Tim, el obispo, quisiera que consiguiese que la gente volviera a la iglesia. –Quiere que el confesionario esté ocupado las veinticuatro horas del día, pero, aunque haya muchos católicos en esta parroquia, se parecen a ti –le dijo Tim–. No les preocupa mucho que un sacerdote les guíe e interceda ante Dios por ellos. Y la mayoría se alejaron de la doctrina hace mucho tiempo. –Debes de tener el ego magullado –le dijo Beau, riéndose. –Estoy aburrido –reconoció Tim–. Aquí no hay un desafío real. –Es una parroquia rica. Seguro que puedes encontrar algo que hacer con el dinero. –Este no es el trabajo de mis sueños, Beau. De hecho, algunas veces dudo de mi vocación. O, mejor dicho, me pregunto si he hecho todo lo posible en este… Alguien se acercaba paseando por el jardín, y los hombres se giraron. Vieron a una preciosa mujer a poca distancia. –Vaya, demonios –dijo Beau–. ¡Lauren! Y sonrió de deleite al verla. Lauren había salido pronto del trabajo. Hacía un precioso día de primavera y quería pasar por el Divino Redentor para ver cómo iba el jardín. No era martes. No había nada de malo en ello. Sin embargo, en el fondo, sabía que quería verlo, aunque solo fuera para oírlo hablar de jardines, o de sus hijos. Se preguntaba cómo le iba la vida. Quizá le hablara un poco de su divorcio. Si se sentía lo suficientemente segura y cómoda, incluso podría preguntarle cómo se lo habían contado a los chicos. Faltaba solo una semana para la graduación de Cassie y, después de la fiesta, cuando las cosas se calmaran, Lauren iba a removerlo todo de nuevo contándoles su plan a sus hijas. Estaba aterrorizada. El jardín estaba precioso. En aquella parte del mundo, la humedad de la primavera le daba vida y color a todo. Exhaló un suspiro. Con solo ver el paisaje, se sentía más calmada. En aquel momento, oyó risas masculinas y, al doblar una esquina, vio a Beau con otro hombre. Dios santo, los dos eran guapísimos. Altos, de hombros anchos, delgados. Beau tenía el pelo castaño, espeso, y el otro hombre era rubio. Los dos tenían los brazos fuertes y bronceados; uno sujetaba una azada y el otro una pala. El señor rubio debía de ser el ayudante de Beau, o uno de los encargados de mantenimiento de la iglesia. –¡Lauren! –exclamó Beau, al verla, en un tono de deleite. A ella se le aceleró el corazón, y le devolvió la sonrisa. –No esperaba verte por aquí –le dijo–. Quería ver cómo está el jardín. Hacía un par de semanas que no venía. –Lauren, te presento a mi amigo, el padre Tim. Tim, te presento a Lauren. Nos conocimos aquí, una tarde. Yo estaba reemplazando algunas plantas y ella estaba disfrutando del jardín. Después, nos encontramos de nuevo en un evento para recaudar fondos. –Encantado de conocerte –le dijo el sacerdote. Oh, era demasiado guapo como para ser cura. Inmediatamente, pensó que seguramente había muchas mujeres que iban a pedirle consejo. Con regularidad. –Yo también me alegro de conocerte. Debe de haber muchísima gente que viene a pasar un rato aquí –dijo. Él se encogió de hombros. –Cuando hay misas diurnas. Los domingos también pasea mucha gente. Algunas personas vienen solo al jardín. Pero pocas, teniendo en cuenta lo bonitos que es. El cura miró pensativamente a su alrededor, apoyándose en la azada. –Necesitamos una fuente. Tal vez se lo sugiera a los superiores. Así tendrán algo de lo que hablar durante año y medio –dijo, riéndose entre dientes. –Supongo que te gusta trabajar en él. –En un día como hoy, cuando no tengo compromisos, es una buena excusa. Debes de vivir cerca de aquí. –En Mill Valley. Trabajo en Oakland, así que la iglesia me pilla de camino. Descubrí el jardín hace muchos años. Mi abuela era una magnífica jardinera, pero murió y, con ella, su jardín, me temo. –¿Qué tal estás? –le preguntó Beau. –Bien, ¿y tú? –Muy bien. Uno de mis hijos está a punto de graduarse en el instituto. El pequeño. A ella le encantaba que hablara de sus hijastros como si fueran sus propios hijos. –Y la más pequeña de las mías se gradúa dentro de dos semanas de la escuela preuniversitaria. –Debías de tener siete años –dijo el padre Tim, riéndose. –Casi –dijo Lauren–. Me casé muy joven y tuve a las niñas muy pronto. Y ya se han hecho mayores. Mi nido se quedó vacío hace tiempo y, ahora que Cassie se gradúa, no creo que vengan mucho por casa, salvo de visita. Es dulce y amargo a la vez. –Para mí es solo amargo –dijo él, riéndose–. Drew no tiene interés en dejarme solo por el momento. Va a ir a la Universidad de Berkeley, y está cerca. Lo suficiente como para que pueda ir y venir a casa. –Cambiará de opinión enseguida –dijo Tim–. En cuanto vea lo divertido que es estar en el campus, le interesará marcharse de casa. Beau lo pensó un instante. –No estoy seguro de si me consuela eso. Es cambiar un tipo de problemas por otro. –Recuerda que querías estar solo –dijo Tim, riéndose. –Enseñadme lo que tenéis en el huerto –les pidió Lauren. Le hicieron un tour y le mostraron las lechugas, coles, los tubérculos, los tomates y las patatas. Las plantas de melón, las calabazas y los calabacines iban creciendo y tenían flores. Los pepinos y judías verdes también iban subiendo por sus tutores. Beau había empezado a sembrar más calabazas en otra zona y Tim le mostró los antiguos manzanos que rodeaban la iglesia. –Es impresionante –dijo–. Cuánta producción. Hacéis muy buen trabajo. –Solo unas horas –respondió Tim. –Y yo. Yo no planté las verduras –dijo Beau–. Intenté hacerles un diseño de huerto que aprovechara al máximo el espacio. –Tenéis un buen cultivo de kale –dijo ella. –¿Sabes lo que he oído decir sobre el kale? Que si lo cortas y le echas leche de coco, es mucho más fácil tirarlo a la basura. Lauren se echó a reír. –Yo tengo algunas recetas muy buenas para el kale. Kale con quinua. –Umm… Parece delicioso –dijo Beau, con un mohín. Siguieron hablando sobre verduras y flores unos quince minutos, mientras Beau y Tim extendían abono. Lauren no podía colaborar, porque llevaba una falda y unos zapatos de tacón bajo, pero le habría gustado. Aunque se agachó y arrancó algunas malas hierbas. Miró el reloj. –Bueno, tengo que irme ya. Todavía tengo que ir al supermercado. –Te acompaño al coche –le dijo Beau. –Me alegro de conocerte, Tim –dijo ella. –Espero verte de nuevo, Lauren. Beau caminó a su lado con las manos en los bolsillos, pero, al cabo de un instante, posó una de las manos en su espalda, en la cintura. Fue un gesto que a ella le pareció protector, como si él quisiera asegurarse de que no iba a tropezarse o algo por el estilo. Brad siempre la agarraba del codo con demasiada fuerza. No era un gesto de compañía, sino para dirigirla. –Me alegro de haber estado aquí justo cuando has venido a ver el jardín, aunque seguramente no te lo esperabas –le dijo Beau. –No, pero yo también me alegro. Sé que no tiene ningún significado, pero saber que estás pasando por una situación parecida a la mía… En realidad, estaba esperando un momento en que me sintiera cómoda y segura para preguntarte una cosa. Él se detuvo y la miró a los ojos. Él los tenía azul oscuro, con unas pestañas muy espesas. –Espero no hacer que te sientas insegura ni incómoda. ¿Qué es lo que se parece de nuestras situaciones? Puedes preguntarme lo que quieras. Soy como un libro abierto. Ella respiró profundamente. –¿Cómo les contaste a tus hijos que te ibas a divorciar? Él le puso la mano, de manera reconfortante, en el antebrazo. –Seguramente, nuestras situaciones son distintas. Pamela les dijo que se iba porque necesitaba respirar. Dijo que, tal vez, pidiera el divorcio, pero que a lo mejor una separación podía ayudar. Entonces, yo tuve que decirles que no estaba dispuesto a volver a intentarlo. Pero también les dije que no me iba a ninguna parte, que eran mis hijos y que los quería. –¿Y eso fue suficiente? –Me pareció que sí, en ese momento. Ya veremos. –Yo tengo que decírselo a mis hijas. Ellas quieren a su padre. Aunque tengan cuidado en cómo se comportan ante él, sé que sí lo quieren. –Me alegro. Eso está bien. Seguro que es un buen padre. –No… No lo sé. Pero todo es muy complicado. Solo quiero saber cómo decírselo. –Lauren, seguramente ya lo saben. Viven contigo. Una vez que sabes lo que sientes y lo que quieres, tienes que ser clara y sincera. Y no esperes que te apoyen. Ah, demonios, y ¿qué sabré yo? No soy ningún experto. Cada vez que hemos intentado arreglar las cosas en terapia matrimonial, ha sido un fracaso estrepitoso. –¡Lo mismo digo! Brad siempre entraba por la puerta de la consulta con la misión de conquistar a la psicóloga. Normalmente, siempre es una mujer. Y, a los diez minutos, ya está pensando que el pobre tiene a una mujer a quien solo le interesa por su dinero, y que está intentando sangrarlo vivo. Beau se quedó asombrado. –¿Una interesada? –Brad es mayor que yo. Cuando nos casamos, ya era cirujano. Tiene mucho éxito y su familia es rica. Como ya te he contado, la mía no lo era. –Pero tú eres química. Una persona que trabaja. Es obvio que no te pasas la vida tumbada en el sofá viendo la televisión y limándote las uñas. Ella escondió las manos. Él sonrió y tiró de ellas. Tenía unas uñas preciosas y cuidadas, y las manos suaves, pero no porque se diera muchos lujos. –Yo me hago las uñas casi siempre. Algunas veces voy a que me hagan la manicura, pero no tengo paciencia para estar sentada tanto tiempo. –No es ningún crimen poder pagarte algo así. Pamela va a hacerse la manicura cada seis semanas. A lo mejor tenemos en común más de lo que pensaba –dijo él–. ¿Tu marido no es un poco agobiante? Ella asintió. Él se rio. –Si conocieras a Pamela… –¿Es agobiante? –Ella pone las reglas –dijo él–. Cada dos años, más o menos, se siente muy inquieta. ¿Él te ha dejado alguna vez? –No, nunca. Físicamente, no. Es un hombre muy difícil, muy iracundo. Beau enrojeció. –¿Te pega? Ella negó con la cabeza. Sentía una vergüenza que le impedía hablar de lo que él le hacía. Era algo sutil. Le infligía pequeños daños, cosas que nadie notaba. Tenía que controlarse. Brad se controlaba todo el tiempo y, si alguien se interponía en su camino o se oponía a él, luchaba hasta que agotaba a su adversario y conseguía que se rindiera. La menospreciaba. Le encantaba recordarle que sus orígenes eran pobres. –Tengo que irme –dijo, con nerviosismo. No quería exponerse demasiado. Si la gente se enteraba de lo mucho que aguantaba, ¿quién iba a respetarla? Ella ya no se respetaba a sí misma. –Espera –dijo él–. Lauren, ¿tienes alguien con quien hablar? –Tengo familia. Tengo a mi hermana, y tengo amigas. No es que tenga muchas amigas íntimas, pero sí tengo dos en quienes puedo confiar. Ruby; era mi supervisora del trabajo, pero tiene quince años más que yo y ya está jubilada. Somos amigas desde hace mucho tiempo. Lo que pasa es que… El marido de Ruby estaba enfermo. –Sé que la terapia matrimonial no ha servido de nada. La mía tampoco. Tal vez Pamela se parezca mucho a tu marido; si nos pones a uno frente al otro, ella siempre tiene que ganar. Es capaz de hacer cualquier cosa por conseguirlo. Pero a lo mejor deberías pensar en ir a terapia tú sola, solo para ti. A ver a alguien que te ayude a superar los momentos más difíciles. Ya lo había hecho una vez, en secreto. Tal vez debiera repetirlo. –¿Tú vas a terapia? –No –dijo él–. Me lo han sugerido, y a lo mejor lo hago. Por ahora, la situación me parece manejable. No es divertido, pero es manejable. –Lo tendré en cuenta. –Escucha… –dijo él. Hizo una pausa y miró hacia otro lado–. Me gustaría volver a verte. ¿Es posible? –Probablemente no. Una complicación, en este momento… –No te estoy sugiriendo nada ilícito, pero, si quieres hablar con alguien… A mí no me importaría tener a alguien con quien hablar. –No puedo depender de ningún hombre ahora, ni siquiera para hablar. –Yo tampoco querría eso –dijo él. Sacó una tarjeta y se la ofreció–. Mira, mi número de móvil. Si quieres tomar un café, o si te ves sentada en un banco del parque, preocupándote por las cosas… –Gracias, pero dudo que te llame. –Lo entiendo. Solo es un ofrecimiento. –Tú tienes tus ocupaciones, y yo soy una desconocida. –No lo siento así –dijo él–. Somos dos personas que estamos atravesando un divorcio, con hijos a los que debemos tener en cuenta y… Ya sabes. Ha sucedido así. Ninguno de los dos ha puesto un anuncio en una página web de citas. –Te agradezco el ofrecimiento –dijo ella, sonriendo. –Nos volveremos a ver –dijo él–. Mientras tanto, que todo vaya bien. El padre Tim estaba apoyado en su azada, esperando a Beau en una postura que recordaba a la de un viejo granjero, salvo que Tim era cualquier cosa menos eso. Además, tenía una sonrisa llena de picardía. Estaba deseando darle su opinión a Beau. –Tu amiga Lauren es muy atractiva. –Deja de mirar. Se supone que eres cura –le dijo Beau. –Cura, no un cadáver –respondió Tim, riéndose–. ¿Te has fijado en que tiene los ojos de color violeta? –Deben de ser lentillas. Nadie tiene ese color de ojos. –Si ha nacido de un dios y una sacerdotisa… –Siga esparciendo el abono por el suelo, padre. Se había fijado bien en ella. Le encantaba el sonido de su voz y de su risa tranquila. Tenía el pelo brillante, caoba claro, y le llegaba hasta los hombros. Le había encantado su descaro al encontrársela en la cena de recaudación de fondos, y se había dado cuenta de que, cuando el tema de conversación se centraba en su marido, perdía toda la seguridad en sí misma. Era alta y tenía los pies un poco grandes, pero las mujeres altas necesitaban una base sólida para que no se las llevara el viento. Y esa idea hizo que él sonriera en secreto. –¿Te estás viendo con ella? –No. Está en medio de un divorcio. O, por lo menos, va a estarlo muy pronto. No, no nos vemos. Sucedió como te ha contado ella, nos hemos encontrado por coincidencia un par de veces. –¿Cómo sabes lo del divorcio? Beau se apoyó en la pala. –Le conté que yo estaba separado. La siguiente vez que nos vimos, me dijo que ella iba a estar en mi situación dentro de muy poco. Así que, aquí estamos; dos desconocidos con hijos ya criados, divorciándonos… –¿Cuáles son sus problemas? –No tengo ni idea, Tim. No somos amigos cercanos. –Pero tú quieres serlo –dijo Tim. Después, cerró la boca, con mucha inteligencia, y siguió esparciendo abono por el suelo. Era cierto. Beau sabía que quería serlo. –Es lo último que estaba buscando –dijo–. Pamela te cura de las mujeres. No parece el tipo de mujer que te daría ganas de tirarte desde un rascacielos, ¿verdad? Pero… –Pamela necesita ayuda psicológica, Beau. Ella no lo entiende, pero tiene tanta ira y es tan narcisista, que nunca va a poder tener una relación. Seguramente, ir al psicólogo y tomar medicación la ayudaría, pero no creo que esté abierta a esa idea. –No sé si alguna vez se lo han sugerido –dijo Beau–. A mí casi me mata con esos cambios de humor. E intentando hacerse feliz a sí misma con cosas materiales. Comprando zapatos carísimos, o bolsos. Y un hombre mejor. Ella siempre dice que ya había dejado la relación antes del hombre, pero yo no me lo creo. Después, cuando ve que las cosas no son tan buenas como creía, vuelve a casa. Beau ya le había contado todo aquello a Tim. Él había vuelto hacía cuatro años, y se había encontrado a su amigo atrapado en un matrimonio con una mujer egoísta y manipuladora. –Pero siempre le estaré agradecido a Pamela de que me diera una oportunidad con los niños –dijo Beau–. Son muy buenos chicos. Cuando estamos los tres solos, de acampada, o haciendo senderismo o pescando, nos lo pasamos bien. Uno que piensa demasiado y otro que deja que todo fluya. –No te metas en una situación complicada con una mujer hermosa que está intentando dejar a su marido –le dijo Tim. –¿Que no peque? –le preguntó Beau. –Bueno, creo que eso es pedir demasiado –dijo Tim, y se echó a reír–. Es solo que Lauren tiene algo intenso que… –Bueno, ¿qué esperabas? Es evidente que está muy preocupada por todo lo que va a ocurrir. Me preguntó cómo se lo había contado yo a los chicos. Tiene que decírselo a sus hijas. –Sé que quieres ayudarla –continuó Tim–, pero acuérdate de que Pamela necesitaba apoyo cuando la conociste. Acababa de terminar con una mala relación y te encontró a ti para ayudarla a rehacer su vida. –Mira, no conozco a esta mujer, pero no se parece en nada a Pamela. ¡Abono para las plantas, padre! –De acuerdo, de acuerdo, no te pongas de malhumor. –No –respondió Beau, y sacó una palada de fertilizante de la bolsa. Sin embargo, sí se había puesto de malhumor. Le molestaba que Tim pudiera tener razón. Cuando conoció a Pamela, vio a una mujer hermosa y sexi, no vio a la mujer egoísta, impaciente e imposible de complacer, con una nula capacidad de atención. Vio a una joven dulce y vulnerable, cargada con dos niños pequeños difíciles de manejar, y que estaba muy agradecida de tener a un hombre bueno y estable en su vida, un hombre que se interesaba por los asuntos escolares de sus hijos. Pasaron un par de años hasta que conoció a la otra Pamela. Había visto algunos indicios, pero eran tan pasajeros que se convenció a sí mismo de que todas las personas tienen días malos. A primera vista, Lauren parecía una mujer con ética. No quería quedar con él, ni siquiera para hablar, si eso podía resultar una distracción, una complicación. Quería informar a sus hijas de lo que iba a suceder del mejor modo posible. No criticaba al marido al que iba a dejar, pero, por su mirada, estaba claro que se encontraba en una mala situación. Cuando le había preguntado si la pegaba, ella se había frotado los brazos y le había dicho que no. Era hermosa, dulce y sensible. Y, sin embargo, al cabo de dos años, podrían estar matándose el uno al otro. Tal vez ella criticase lo aburrido, poco interesante y distraído que era él. Que no bailaba. Que sus amigos eran muy callados. Que no quería ir a fiestas. Tal vez le explicara que su vida se había vuelto insuficiente, que sus necesidades no estaban cubiertas… que su vida sexual necesitaba recargarse. –Con Pamela hubo señales de alarma –dijo Tim–. Me las contaste todas y, aunque fuera tan obvio, te convenciste a ti mismo de que exagerabas, porque la mayoría de las veces las cosas iban bien. Además, nadie es perfecto. Tú has admitido que tienes defectos. De hecho, siempre estás más que dispuesto a admitirlo… Beau dejó de esparcir paladas y miró a su amigo. –Deja de leerme la mente. –Lo siento –dijo Tim–. No lo sabía. –Lo haces todo el rato, y me fastidia. –Te he dicho que lo siento. Bueno, ¿contamos contigo para el partido del jueves por la noche? –Sí, claro. –¿Padre? Lamento interrumpirle. Venía a preguntar si… –¡Ángela! –exclamó Tim, al ver a una mujer que se acercaba a ellos por el paseo–. ¡Cómo me alegro de verte! ¿Qué te trae por aquí? –Pues… creo que es una tontería. Todavía estamos a principios de primavera, pero me preguntaba si ya habría alguna lechuga en la huerta. Tengo las estanterías vacías de productos frescos y a mi clientela le vendría bien la verdura. –Beau, te presento a mi amiga Ángela –dijo Tim–. Dirige un banco de alimentos en Oakland. Es allí donde terminan muchas de las verduras de este huerto. –Un placer –dijo Beau. Se fijó en cómo se le iluminaban los ojos a Tim. También se dio cuenta de que Ángela era una hermosa mujer latina, de pelo y ojos negros. Tendría unos treinta años, y le brillaron los ojos mientras se concentraba más en Tim que en él. Llevaba unos vaqueros ajustados y una sudadera atada a la cintura. Era encantadora. Y el estado de ánimo de Tim cambió por completo. –Todavía no tenemos nada, pero el encargado de productos frescos de Safeway es amigo mío. Es uno de los fieles de esta parroquia. Vamos a ver si tienen algo que ofrecer. Seguro que sí. Si quieres, vamos en tu coche, y luego puedes dejarme aquí otra vez. –Sabía que me ibas a ayudar –dijo ella, con una sonrisa muy bella. –Claro. Vamos entonces –dijo Tim. La tomó del codo para acompañarla al coche. Mientras se alejaban por el camino, Tim se inclinó para hablar con ella y se echaron a reír. No se giró a mirar a Beau. –Interesante –murmuró Beau. Después, siguió esparciendo abono. Capítulo 4 La casa de la familia Delaney estaba en un vecindario elegante, de acceso privado, en Mill Valley. Los invitados necesitaban que el guardia les autorizara el paso en la garita de la entrada. Aquella era una casa mucho más grande de lo que Lauren quería o necesitaba, y más ahora que las niñas ya se habían ido, pero Brad la había encontrado y había negociado la compra, sin su participación, hacía seis años. Era una casa de setecientos cincuenta metros cuadrados. Ella se había quedado atónita y se había sentido impotente. ¿Qué iba a decir? ¿Que ya no necesitaban todo aquello porque no iban a seguir casados mucho más tiempo? Tenía dos opciones: firmar el contrato de compraventa y, por lo menos, ser copropietaria de aquella enorme vivienda. O podía negarse, y él se la compraría solo. –Esconde bien tus cosas –le dijo Brad, antes de que llegaran los invitados–. No quiero que la gente sepa que dormimos en habitaciones separadas. –Aunque lo hagamos –murmuró ella. –A veces duermes en la habitación de invitados del final del pasillo a causa de tus sofocos –le dijo él, creando una mentira para ella. –Nadie se va a meter por los dormitorios –dijo Lauren–. Y yo no tengo sofocos. Él le tocó la mejilla y se echó a reír. –En cualquier momento, Lauren. Ya no eres tan joven. –¿Y qué crees que pensaría la gente si se enteraran de la verdad? –Lo mismo que yo. Que eres una loca que se imagina cosas absurdas todo el tiempo. Ella apretó los dientes y se quedó callada, recordando la preciosa casa de Alameda, pensando en lo bonita y tranquila que era. Las niñas habían ido a comprar algunas cosas de último minuto para la fiesta y llegarían en cualquier momento. La llegada de los invitados estaba prevista para una hora después. Los encargados del catering estaban ocupados. Habían aparcado la furgoneta en el garaje y, desde allí, tenían un camino despejado hacia la cocina, la despensa, el comedor y el patio. Esperaban a unas cien personas. Obviamente, en aquel momento no podía discutir con él. En realidad, nunca podía mantener una discusión con él. No estar de acuerdo con Brad era desastroso. Debería haber terminado con aquella situación cuando él le había contagiado la clamidia. Él lo negaba, decía que no había sido él, y lo hacía con una actitud tan inflexible y convincente que incluso ella empezó a preguntarse cómo habría podido contagiarse. Nunca había tenido un amante. Empezó a preocuparse por si había utilizado algún tampón contaminado, o por si alguien había devuelto en una tienda una prensa con gérmenes que ella había adquirido luego. Aunque sabía que nada de esto hubiera supuesto un contagio, por muy absurdas que fueran aquellas dudas para una mujer que había estudiado Ciencias Químicas, esas dudas persistían. Al final, su ginecóloga le había dicho: –La clamidia solo se contagia por contacto sexual. Ni siquiera puede contagiarse con una transfusión de sangre. Punto. Por supuesto que había sido Brad. Ya había sido infiel más veces. Por supuesto que había sido él. Fue entonces cuando dejó de mantener relaciones sexuales con su marido. Tres años después, ella estaba vaciando los bolsillos de uno de sus trajes para llevarlo a la lavandería y se había encontrado un preservativo. Claro; no quería volver a contagiarse de la clamidia. Ella le había dejado el preservativo sobre la almohada. Brad le había dicho que era una idiota, que había recogido el preservativo de la enfermería para utilizarlo en un catéter externo que, al final, no había sido necesario realizarle a un paciente, y que se había olvidado de dejarlo de nuevo con los demás suministros. ¿Por qué iba a llevarlo en el bolsillo si estuviera teniendo aventuras por ahí? Sin embargo, ella sabía que era mentira, y había seguido en la habitación de invitados. Les había dicho a las niñas que le gustaba quedarse leyendo hasta muy tarde y que su padre necesitaba dormir para estar bien despierto durante las operaciones programadas por la mañana. No se dieron cuenta de nada, ni les importó. Las dos estaban estudiando fuera y solo iban a casa de visita. De hecho, a las niñas les gustaba porque a menudo se reunían con ella en su cuarto a chismorrear y a reírse. En esos momentos, se alegraba doblemente de tener su propia habitación. Pensó que tal vez podrían superarlo, que ella resistiría su ira, pero todo iba a ser difícil, y ella lo único que quería era que sus hijas tuvieran una experiencia universitaria positiva. Sí, estaban muy mimadas y ella tenía su parte de culpa. Esperaba que eso no les causara problemas graves en la vida. Por encima de todo, quería que fueran buenas personas. Y ¿qué amenaza se le ocurriría a Brad para retenerla en aquella ocasión? ¿Por qué diablos quería que se quedara? Cabeceando, se obligó a pensar en Cassie, para la que estaba organizada aquella celebración. Su hija había cumplido su parte: había conseguido una plaza para estudiar Derecho en Harvard. A Lauren se le llenaron los ojos de lágrimas. No eran lágrimas de orgullo, sino lágrimas de tristeza al pensar en que la abuela de Cassie, su madre, Honey, no estaba allí. La echaba muchísimo de menos. La última vez que habían estado juntas había sido en una cena. Solo Honey, Beth y ella. Lauren y Beth hablaron sobre sus matrimonios. El de Beth solía ser una locura, de una manera adorable; por el contrario, el suyo se estaba volviendo más horrible cada año. Cuando se abrazaron para desearse buenas noches, Honey le acarició la mejilla y le dijo: –No tienes que entregarle toda tu vida, cariño. Tampoco tienes que sacrificar toda tu vida por tus hijas. Quizá ya hayas hecho mucho más de lo que debías. Y está bien. Tres días después, Honey había muerto y, además de echarla de menos todos los días, ella rezaba para que su madre no le hubiera perdido todo el respeto al ver que seguía lidiando con un matrimonio fallido y complacía a dos hijas que ya habían sido lo suficientemente mimadas. Pero, ahora, Cassie iba a estudiar Derecho. Lauren se sentía feliz por ella, a pesar de que Boston estuviera tan lejos. Iba a ir con ella para ayudarla a buscar un buen sitio donde vivir. Cassie iba a conocer su clase y el campus y a buscar un trabajo. Se instalaría en la zona y trataría de no morir de soledad. Dejaba atrás a un novio de más de un año, a su familia y a sus muchos amigos. La madre de Brad, Adele, de ochenta y cinco años, llegó en el coche que había alquilado por un día, con chófer incluido. Era una mujer… rica. Rica, amargada y mezquina. Cuando llegaron Beth, Chip y los chicos, Beth hizo todo lo posible para evitar que se lanzaran sobre los aperitivos como langostas. Después, llegó Ruby, y se dieron un abrazo. –¿Cómo estás, niña? –le preguntó Ruby. –Estoy bien –dijo ella–. ¿Cómo está Ted? –Igual –dijo Ruby–. No puedo quedarme mucho tiempo, estoy segura de que Cassie y tú lo entendéis. –Por supuesto. Avísame si puedo ayudar en algo. –Gracias, pero nos las estamos arreglando bien. El esposo de Ruby había tenido un derrame cerebral y se estaba recuperando bastante bien. Ya había vuelto a casa, después de la rehabilitación. Sin embargo, no había manera de eludir la realidad: aquello había sido una amenaza para su vida y, a los setenta y cinco años, los progresos eran lentos. Ruby sentía la necesidad de estar cerca de su marido. Ella no podía confiarle sus problemas ni sus planes a Ruby. Aquel era el tercer matrimonio de Ruby. El primero duró nueve años y tuvo dos hijos. El segundo fue muy breve y doloroso. Según le había dicho, «como si fuera una mujer que no había aprendido nada de su primer y terrible matrimonio». Unos años más tarde se había casado con Ted, con quien tenía una relación cálida. Eran dos personas compatibles. Fue Ruby quien le dijo: «Haz lo que puedas para que tu matrimonio funcione. Si no lo intentas, después te arrepentirás. Pero tampoco esperes demasiado o te convertirás en una anciana atrapada que ya no tiene opciones y te verás atada a un anciano bestial que ha perfeccionado el maltrato. Algún día uno de los dos estará enfermo y dependerá del otro. Ya es bastante difícil cuando hay amor». Esperaba no haber tardado demasiado. –Pasaré pronto a ver a Ted –le dijo Lauren. –A él le gustaría mucho –respondió dijo Ruby–. Todo está precioso, como siempre. Tú sí que sabes cómo hacer una fiesta. –Ha habido suficientes, ¿no? –Sí, bastantes –respondió Ruby. Los Delaney eran conocidos por sus maravillosas fiestas, siempre con deliciosa comida y buena compañía, si a uno le gustaba estar con muchos médicos. Siempre había un ambiente extraordinario. Había nenúfares de plástico, con velas, flotando en la piscina. Sonaba música clásica y el personal, completamente uniformado, circulaba con bandejas de champán y aperitivos. Las puertas del salón estaban abiertas al patio y la fiesta se extendía por toda la casa. El bufé estaba servido en el comedor, y los encargados del catering habían instalado una serie de mesas redondas y sillas en el enorme patio. A lo largo de los años, Brad y ella habían organizado almuerzos, cenas, cócteles, fiestas de verano en la piscina, fiestas de jubilación e incluso un par de bodas. Por un momento, se sintió melancólica. Había hecho un buen trabajo en una situación muy difícil. Sin embargo, ella había invitado a sus compañeros de trabajo tan solo una vez. Brad les había parecido encantador a todos, pero, cuando se fueron, él estuvo quejándose más de un día. Ninguno de ellos le había caído bien. Era Brad quien dirigía, también, su vida social. –Creo que deberíamos celebrar una fiesta de Navidad este año – le decía–. Invitaremos al personal de la oficina, a algunos amigos, a la familia. Digamos sesenta personas. ¿Puedes organizarlo? Ella nunca decía que no. Contrataba a un pianista para el piano de cola que ocupaba el vestíbulo, se sentaba con el servicio de catering, le pedía a la secretaria de Brad que preparara unas invitaciones bonitas y hacía una lista de invitados para que él la revisara. Brad la miraba y, por lo general, añadía algunos nombres. –Solo para adultos, claro –decía, al ver a sus sobrinos en la lista. –¡Pero si es Navidad! –¡Pueden venir a la comida, pero los niños no van a cócteles elegantes para tirar el ponche en la alfombra! En aquel momento, Lauren vio a Sylvie y a Andy caminando hacia ella. Brad siempre invitaba a los Emerson. –¡Sylvie! ¡Qué amable por vuestra parte venir! –¿Cómo íbamos a perder la oportunidad de felicitar a nuestra futura abogada? –dijo Sylvie, sacando una tarjeta de su gran bolso–. Y para decirte que, aunque me doy cuenta de que has estado muy ocupado con todo esto, cuando las cosas se calmen un poco, me gustaría que me llamaras para que comamos juntas un día. –Por supuesto –dijo Lauren–. Voy a ayudar a Cassie a instalarse en Boston y, después, me encantaría que nos viéramos. –Perfecto. Llévame a ver a la graduada –le dijo Sylvie–. No nos vamos a quedar mucho. Tenemos que ir a otro sitio un poco más tarde. –Por supuesto. Me gustaría que conocieras a mi hermana y a mi cuñado. Es oficial de policía de Oakland, y la hija de su difunto amigo recibió una de vuestras becas. –¡Ah, sí, por favor! Qué raro que Brad nunca lo haya mencionado. Lauren se preguntó si Brad lo sabía, tan siquiera. En cuanto él vio a Sylvie y a Andy, corrió hacia ellos y ocupó su lugar como acompañante. Ella los dejó marchar. Sabía que Sylvie querría conocer a Beau y a Chip, y felicitar a Cassie. Y sabía que tendría la oportunidad de darle las gracias a Sylvie antes de que se marchara. Ella se había convertido en una experta anfitriona, y no le importaba ceder el puesto. Ella estaba deseando hacer cosas de las que Brad se burlaría. Tal vez, hacerse miembro de un club de lectura que se reuniese una noche al mes, en alguna ocasión, en su nueva casa. U organizar una fiesta para celebrar el embarazo de alguna compañera de trabajo en un lugar menos intimidante que la mansión Delaney. Solo quería estar cómoda y tranquila. A veces, quería tener un nieto al que cuidar. ¿Le permitirían sus hijas entrar al paritorio? Bueno, todavía faltaba mucho para eso. Sin embargo, cuando estaba terminando la fiesta, después de los brindis por Cassie y de que Brad y sus amigos se retiraran a tomar un brandy y a fumar puros, su hija le pidió que hablaran a solas. Llevaba a Jeremy, su novio, de la mano. «¡Oh, no!», pensó Lauren. «¿Qué es esto?». –Mamá, tengo una maravillosa noticia que darte –dijo Cassidy–. Jeremy ha decidido venir a Boston. –¿Eh? –dijo ella, que se había quedado sin palabras. Cassie se echó a reír. –Ha decidido trasladar el expediente de su máster a la Universidad de Boston. –¿Qué? ¿Pero no habías empezado ya en Berkeley? –Sí, así es –dijo él–. No podré empezar en Boston hasta primeros de año, pero está bien. Voy a aprovechar para trabajar y adelantar en mi investigación. Nos instalaremos antes de estar concentrados en nuestros programas de estudio. –¿Instalaros? Cassie se echó a reír. –Vamos a vivir juntos. No sé cómo explicarte lo feliz que me siento por todo esto –dijo, y tomó a Jeremy de la mano–. De verdad, no sé cómo iba a soportar la distancia, cada uno de nosotros en una costa opuesta. –¿Vais a…? No, no vais a casaros todavía. –No, todavía, no –dijo Cassie–. Hemos hablado del matrimonio, pero creemos que lo primero que tenemos que hacer es dedicarnos a los estudios. Pero, por lo menos, estaremos juntos. De repente, a Lauren se le escapó un sollozo y se tapó la boca. Quería a Jeremy. Era un joven sensible y maravilloso. Estaba haciendo una investigación sobre el autismo y era, con mucho, el chico más decente y comprometido que ninguna de sus hijas hubiera llevado a casa. Cassie y él llevaban saliendo más de un año, y ella sabía que iban en serio. –Mamá… Jeremy abrazó a Lauren. –Vamos a estar muy bien –dijo él–. No nos vamos a apresurar. Y, en realidad, Boston va a ser mejor para mí en algunas áreas de mi investigación. Además, yo sería idiota si dejara escapar a Cassie. –Sí, es verdad –dijo Lauren–. Pero… Oh, Dios, esta es una de esas grandes transiciones que… Cassie se echó a reír. –Pero… te alegras por nosotros, ¿no? –¿Significa eso que no tengo que ayudarte a que te instales? –Oh, mamá, ¡yo quiero hacer esto contigo! Estas cosas se te dan tan bien…. Lauren se enjugó las mejillas. –Cierto –dijo ella–. Soy la mejor. Era una boba. Sabía que mantenían relaciones sexuales. No eran niños. Ella misma se había casado a los veintitrés años. Se rio con un poco de nerviosismo. Cassie le pidió a Jeremy que fuese a buscar un par de copas de vino. Cuando no las oía nadie, Cassie le dijo: –¿Se lo dices tú a papá? Lauren frunció el ceño. –¿No deberías decírselo tú? Cassie hizo un gesto negativo. –No. A él nunca le parece bien lo que hago. Si Lacey le dijera que se va a vivir con Charles Manson, él la aplaudiría por su buen gusto, pero yo nunca le complazco. Y a él no le cae bien Jeremy. –Oh, estoy segura de que sí. Lo único que pasa es que no tienen mucho en común –dijo Lauren. Y, acto seguido, se preguntó por qué mentía por Brad. A él no le caía bien Jeremy porque era una persona intelectual y sensible que nunca se haría rico. Jeremy era bueno y amable, y a Brad no le atraían las personas así. –¿Se lo puedes decir tú, por favor? –le pidió Cassie. Lauren sonrió a su hija pequeña. Ella sí admiraba las decisiones que estaba tomando. Cassie había elegido a un hombre bueno que la hacía feliz, un hombre que quería que fuera feliz. –¿Va a venir Jeremy con nosotras a Boston para que busquemos el piso entre los tres? –No. Me ha dicho que eso depende totalmente de mí. E insiste en que conseguirá un trabajo y pagará la mitad del alquiler –respondió Cassie, y sonrió de nuevo. –¿Y va a ir enseguida? –Unas semanas después que yo –dijo Cassie–. Tiene que hacer todo el equipaje y dejar vacío el apartamento. –Entonces, puede que espere un poco para contarle tus planes a tu padre. –No va a ser fácil con él. Por eso te lo he pedido… –¿Y por qué piensas que yo tengo alguna influencia? Conmigo discute constantemente. –Pues no sé cómo lo haces, pero al final lo consigues. –No. Consigo sobrevivir –dijo Lauren–. Porque he averiguado cómo vivir con él. Y ¿sabes una cosa, Cassidy? Sea cual sea la opinión de tu padre, con quién vivas y te cases es cosa tuya. –Sí, pero pone las cosas muy difíciles cuando su opinión no coincide con la mía. –Lo sé –dijo Lauren, y le acarició el pelo a su hija con afecto–. No estoy deseando que te marches, pero estoy deseando que lleguen esos días que vamos a pasar juntas. –Yo también. «Y espero que de verdad hayas elegido con más inteligencia que yo», quiso añadir. Sin embargo…, ¿cada día de su vida era una tragedia? Por supuesto que no. Sin ser amigos, amantes ni confidentes, Brad y ella habían pasado buenos ratos. El año anterior habían ido a Italia y habían conocido a algunas parejas muy agradables con las que aún mantenían el contacto. Todos los inviernos iban a Saint Tropez y, algunas veces, se llevaban a las niñas. Allí coincidían casi siempre con la misma gente y se relacionaban con ellos como si fueran una pareja normal. La vida cotidiana era soportable porque no se veían mucho. Brad tenía grandes necesidades sociales y, cuando hacía planes, ella lo acompañaba y era muy agradable. Pero, una o dos veces a la semana, las cosas se ponían feas, y eso la hundía. Él le recordaba que provenía de la nada. Le decía que estaba loca o que se inventaba historias para hacerse pasar por víctima de su crueldad. Le gritaba, la degradaba. La pellizcaba. Aquellos pellizcos eran, seguramente, lo más degradante que le hacía. Si repasaba todo lo que sucedía en su relación, habría querido dejarlo aunque solo fuera por eso. La pellizcaba con saña en la parte inferior del brazo y, algunas veces, le hacía un hematoma. Lo peor era sentirse como si tuviera que hacer acopio de buenas razones para dejarlo. Los hombres podían marcharse solo porque ya no sintieran amor, pero las mujeres tenían que sufrir maltrato, o agresiones, o convertirse en víctimas, antes de que los demás vieran con buenos ojos su marcha. Volvió a concentrarse en Cassie. –Ten paciencia, ¿de acuerdo? Cuando note que llega un buen momento, se lo diré, pero no hay prisa. Te prometo que no estará en Boston para la mudanza. Beau se reunió con Pamela en la sala de espera de la consulta del psicólogo. Ella se puso en pie y trató de darle un abrazo, pero él se apartó. –Bueno, supongo que he captado el mensaje –dijo ella. Él sonrió. Era muy guapa y tenía un aspecto muy sofisticado con su traje de trabajo. Solo Pamela podía conseguir que un traje de chaqueta de aspecto conservador, con una falda recta y una blusa de seda, pareciera sexi. Era de color coral, y le favorecía mucho, con su pelo rubio y sus ojos azules. Era rubia teñida, y llevaba lentillas de colores. A él nunca le había importado; sabía que las mujeres querían estar guapas. Lo entendía, a pesar de que le gustara estar sexi y guapa para los hombres. Ya no se parecía en nada a la joven madre soltera que él había conocido, la que vestía pantalones vaqueros y tenía que controlar a dos niños pequeños muy revoltosos. Vivía en un apartamento de una sola habitación, tenía un coche muy viejo y dependía de las ayudas de los servicios sociales y de sus padres. Algunas veces, echaba de menos a aquella chica. De algún modo, se las estaba arreglando. –Hemos hablado de esto, Pam –le dijo–. Estoy encantado de explicarle mis sentimientos al psicólogo. Parece un hombre agradable. Ella tomó aire y se puso rígida. –Yo espero que pueda ayudarnos a volver a estar juntos. ¿Tú no? Beau no respondió. Sonrió con melancolía y se metió las manos en los bolsillos. Después, miró el reloj. –¿Tienes que irte a alguna parte? –le preguntó ella, con tirantez. –Tengo varias citas esta tarde, pero ahora tengo tiempo. –¿Por qué estás tan distante? Este fin de semana ha sido muy bueno, con la fiesta de Drew y toda la familia reunida otra vez. ¡He tenido la sensación de que estábamos avanzando! –Sí, ha sido un buen fin de semana, ¿verdad? Creo que a Drew le ha gustado mucho. Se alegra mucho de que todo haya terminado para poder seguir con su vida. Está preparado para el siguiente capítulo. –Noto cómo te vas alejando… Solo Pamela. ¿Cuántas veces tenía que pedir un tiempo muerto antes de que terminara todo? Se había mudado a un piso de la ciudad, se había tomado unas vacaciones de diez días en Maui, había hecho viajes de trabajo, había publicado fotografías de todos sus momentos divertidos en Facebook, pero, ahora, se había cansado, y quería volver a su vida normal. En la mayoría de aquellas fotos aparecía un hombre, incluidas las fotografías de Maui. Él debía de haberla dejado. –Puede que tengas razón –le dijo él. Y, entonces, afortunadamente, se abrió la puerta. –Hola, buenos días –dijo George–. Espero que todo el mundo haya tenido una buena semana. –Muy buena semana –respondió Beau. –Antes de que empecemos, ¿hay algo que yo debiera saber? –Sí –dijo Beau–. Me temo que no voy a continuar con las sesiones de terapia. –Tiene a alguien –dijo Pamela. –No –respondió Beau–, pero no me importaría. Pensé que lo decente por mi parte sería volver a intentarlo, pero no puedo. Es nuestra cuarta separación, y nuestra séptima consulta de terapia. Solo teniendo en cuenta los números, ya podríamos darnos cuenta de que hemos terminado. No es una crítica hacia ti, George. Seguro que eres uno de los mejores. Pamela se tapó la cara con las manos y se echó a llorar. –Pam, tú deberías quedarte –le dijo Beau–. De verdad. Creo que quieres terminar con esta fase de tu vida, con este matrimonio, y encontrar una nueva dirección. Pero yo no lo soy. Si volvemos a estar juntos, será agradable unos meses y luego se volverá tenso. Después se volverá muy difícil, hasta que tú ya no puedas aguantarlo y decidas separarte otra vez. Es tu patrón, y yo ya me he hartado. Ella empezó a gimotear. –Ay, Dios –murmuró Beau. –¿Por qué has decidido esto en este momento, si no te importa que te lo pregunte? –inquirió George. –No me importa en absoluto –dijo Beau–. Tengo un buen amigo que también es consejero. Hoy estaba hablando con él sobre esta terapia para tratar de arreglar un matrimonio con el que no quiero seguir y él me dijo que fuera más sincero con respecto a mis sentimientos. Mira, no quiero molestar, pero Pamela no quiere estar casada. Por lo menos, conmigo no. Normalmente, se trata de otro hombre… –¡No es cierto! –le espetó ella. –Sí, normalmente sí. Y a mí ya ni siquiera me importa. Vamos a terminar. –¡Entonces, tendrás que marcharte de mi casa! –exclamó ella. –Bueno, este no es el tipo de cosas que se negocian en terapia, pero, si queréis disolver el matrimonio, puedo ayudaros en la parte emocional –dijo George. –Entonces, ayuda a Pamela con la parte emocional –dijo Beau–. Yo diría que tiene muchas dudas sobre el hecho de que sigamos casados. Hemos hecho esto demasiadas veces. Para mí, es la última. –¡El consejero con el que ha hablado es un cura! –gritó ella. Beau se encogió de hombros. –No me citó la Sagrada Escritura. Es un amigo, pero orienta a mucha gente. Mira, me gustaría dejar de haceros perder el tiempo a ti y a Pam. No voy a pasar por una quinta separación. Los niños ya son mayores. Todavía necesitan padres. Siempre los necesitarán… –¡Tú no eres su padre! –No soy su padre biológico –dijo él–, pero llevo doce años cuidándolos y estamos unidos. Seré su padre siempre que me lo permitan. –¡No puedo creer que te rindas tan pronto sobre lo nuestro! –Beau –dijo George–. ¿Por qué no nos sentamos y hablamos de todo esto? Él se lo pensó un segundo, pero, rápidamente, respondió: –Lo siento, George, pero este es el final para mí. Gracias por intentar ayudar. Mira, intenta convencer a Pamela de que reciba un poco de terapia personal. Está llena de ira y es infeliz. –¡Cómo te atreves a decir eso sobre mí! –Les diré a los chicos que no he podido intentarlo una vez más. Se dio la vuelta y salió de la consulta. Se quedó sorprendido de lo mal que se sentía, cuando, en realidad, había pensado que iba a sentirse liberado. Sin embargo, sentía decepción, dolor y miedo. Y culpabilidad, porque había planeado aquello cuidadosamente y Pamela no se lo esperaba. Ella esperaba que las cosas siguieran como siempre, para siempre. Tenía dos citas. La primera, con la abogada, y la segunda, con un cerrajero. Sonja Lawrence, la abogada, tenía unos sesenta años y llevaba trabajando mucho tiempo en aquel campo. Habían tenido la primera reunión hacía dos meses y, después de una breve entrevista, ella le había dado una lista de las cosas que tenía que hacer y decidir. Todo muy aséptico. Él había intentado explicarle sus separaciones, los otros hombres con los que Pamela había tenido aventuras durante esos periodos, las terapias, el ambiente irrespirable… –En realidad, señor Magellan, todo es irrelevante. Estamos en un estado donde los divorcios se sentencian con independencia de la responsabilidad de las partes. Nadie tiene que haberlo hecho bien o mal. Los abogados tienen que negociar la división del patrimonio. –Se va a quedar con la mitad de mi negocio, ¿no? –Me imagino que lo intentará. A él se le escapó una risa enronquecida. –Sé que no es gracioso –dijo ella. –No, no es eso. Es que… Me cae muy bien usted, de veras. No quiero trabajar con otra persona. No me había propuesto encontrar al abogado más agresivo de todo San Francisco. Pero me recuerda usted a mi abuela… cuando era más pequeño, claro. Pero ¿podrá usted conseguirme un trato justo de todo esto? Ella sonrió pacientemente. –No deje que le engañen las apariencias, señor Magellan. La mayoría de las veces, ni siquiera me ven venir. Capítulo 5 Cuando llegaron a Boston, Lauren y Cassie alquilaron un coche y fueron a una inmobiliaria especializada en alquileres en la zona de Harvard. Aunque provenían de California, donde el coste de la vida era alto, el impacto de los precios estuvo a punto de acabar con su buen humor. Pasaron varias noches en el hotel mirando las listas y hablando de lo que necesitaba Cassie. Cassie había llevado un metro y había anotado las medidas de las habitaciones en una libreta. La mayoría de sus cosas ya habían llegado en contenedores y podría disponer de ellas en cuanto encontrara el lugar adecuado. Como habían ido a Boston a principios de verano, tenían más opciones para encontrar un buen piso, puesto que los graduados acababan de irse y los nuevos estudiantes aún no habían llegado. Había listas de espera para algunos pisos, pero, de todos modos, había gran disponibilidad. Los precios, sin embargo, eran exorbitados. –No sé cómo vamos a poder justificar este alquiler –dijo Cassie, haciendo algunos cálculos. –Harvard –dijo Lauren–. Es obvio que tendrás una deuda, pero la saldarás más rápidamente de lo que piensas, y yo te voy a ayudar en todo lo que pueda. Tienes que ser una gran abogada. –Eso es lo que me preocupa –dijo Cassie–. Mi objetivo no es exactamente ganar todo el dinero que pueda, sino hacer todo el bien que pueda. Lauren sonrió. Su hija era muy buena. Y era algo peculiar, porque, físicamente, se parecía mucho a Brad, con sus ojos azules, el pelo rubio y la baja estatura. Por el contrario, Lacey tenía el temperamento de su padre y se parecía físicamente a ella. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y le dijo: –Estoy muy orgullosa de ti. No sabes cuánto te voy a echar de menos. Al final del tercer día de búsqueda, les enseñaron un pequeño apartamento de una habitación en un tercer piso, por supuesto, sin ascensor. Era pequeño y estaba viejo. El edificio era bastante antiguo, aunque había sido remodelado varias veces. El suelo era de madera y tenía muchas marcas, y el baño era diminuto. –Claramente, no lo pueden utilizar dos personas a la vez – comentó Lauren. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los pisos de estudiantes, no tendrían que compartir el baño con otro inquilino. Los muebles de la cocina eran blancos, y los fuegos y la nevera, al menos, no tenían más de diez años. Había espacio para una mesita y dos sillas. En el dormitorio cabrían los muebles suficientes como para acoger a dos personas, y la sala de estar era bastante espaciosa para el tamaño del apartamento. Era luminoso, tenía el techo alto y había un gran ventanal que daba al parque de enfrente. A lo lejos se veía la ciudad. Había mucho sitio para un sofá, unas sillas, una mesita de café, una estantería y, tal vez, un escritorio, si aprovechaban bien el espacio. –Oh, mamá, me encanta –dijo Cassie, frente a la ventana de la sala. –Espero que estés segura de Jeremy. Si empiezan a surgir conflictos, no habrá escapatoria en este piso tan pequeño. –Está en la línea de autobús –dijo Cassie–. La calle está llena de tiendas y de restaurantes. Me imagino que pasaremos mucho tiempo en la universidad, en la biblioteca y en el trabajo, si tenemos suerte. Pero, de verdad, ¿no te parece un apartamento encantador? Lauren trató de acordarse de que el amor hacía que un antro pareciera un palacio. Después, se dio cuenta de que ella nunca había tenido aquella experiencia. –Bueno, Ikea, allá vamos –dijo, alegremente–. Y Home Store, lo mismo digo. Se pusieron manos a la obra. Lauren estaba decidida a dejar instalada a su hija antes de marcharse. Había previsto estar en Boston dos fines de semana y cinco días laborables, pero, al final, llamó a su empresa para pedir dos días más. Once días para encontrar un piso y amueblarlo por completo. El casero ni siquiera tuvo tiempo suficiente para hacer la verificación de la capacidad de crédito de su nueva inquilina. Lauren se quedó asombrada de lo mucho que Cassie había pensado en aquel cambio, desde las cajas de plástico para almacenar sudaderas hasta botas que pudieran deslizar bajo la cama. Compró un par extra para Jeremy. Unos platos, cuatro vasos, cuatro copas, cuatro tazones, cubiertos y tres cazuelas. Lauren compró algunos individuales para la mesa, fuentes de servir, velas, trapos de cocina. –No hay lavaplatos –comentó. –Soy estudiante universitaria –dijo Cassie–. Creo que seré capaz de lavar los platos. Compraron muebles útiles. No eran baratos, pero tampoco eran los muebles a los que estaba acostumbrada Cassie. Compraron una alfombra para el invierno. Montaron un escritorio y una estantería, añadieron dos sillas plegables para la mesa de la cocina, que era extensible y podía acoger a cuatro personas. Lauren pasó los dos últimos días de sus vacaciones con su hija, en su nuevo piso. Después de cenar, la última noche, miró a su alrededor. –No es mucho, pero es bonito. –¿No se supone que estos son años de lucha que luego recordaremos con nostalgia y sentido del humor? –preguntó Cassie. –Para mí no fue así –dijo Lauren–. Tu padre era cirujano y su familia era rica. Nunca vivimos en un apartamento. Él compró una casa. Era una casa perfectamente agradable, claro, pero no me lo consultó. La compró, sin más. Eso debería haberme dado una pista… –Siempre has puesto la excusa de que no es un hombre fácil –dijo Cassie–. Yo sentía terror cuando las otras chicas de la escuela decían que las mujeres se casan con sus padres. Yo quiero a papá, no puedo evitarlo, pero no querría jamás casarme con alguien como él. Lauren respiró profundamente. –Quiero darte un consejo y quiero decirte una cosa. No le he dicho a tu padre que vas a vivir con Jeremy. Creo que tú tienes que vivir con quien quieras. No necesitas permiso. –Tengo razón, ¿no? ¡Él odia a Jeremy! –¿Odiarlo? Espero que no. Jeremy no es un hombre duro y ambicioso, no es lo suficientemente bueno para tu padre. Jeremy es bueno, amable y brillante. No hay ningún motivo por el que un hombre con esas cualidades no pueda tener éxito en la vida. –Oh, tú solo conoces al Jeremy que él te permite ver –dijo Cassie–. Sí, es muy bueno y justo, pero tiene integridad, y es capaz de implicarse cuando ve una injusticia. No es tímido, y papá no le asusta en absoluto. Esa integridad tiene más poder que un tonto arrogante y fanfarrón que se cree el rey del mundo. ¡Ay! No me refiero a papá. O, bueno, tal vez sí, pero no a propósito. –No pasa nada, cariño. Todos lo saben. Es muy buen cirujano, pero algunas enfermeras han dicho que tiene la personalidad de Atila, rey de los hunos. Las que no están enamoradas de él, claro. Mira, esto es muy difícil para mí, pero no puedo marcharme sin decírtelo. Voy a pedirle el divorcio. Después, me iré enseguida de casa. Ya he alquilado una casita para mí sola. Cassie se quedó boquiabierta, asombrada. Después, empezó a llorar. –Cariño, por favor, escúchame. He pensado mucho en esto, y no es una decisión fácil… –¿Después de tanto tiempo? –le preguntó Cassie, tomándola de las manos–. ¡Me preguntaba si ibas a hacerlo alguna vez! –¿Qué quieres decir? –Mamá, ¿te crees que soy completamente tonta? ¿Que no sé nada de él? ¡Lo sé desde Disneyland! –¿Qué? –¿No te acuerdas? ¿O es que se te ha mezclado con todos los demás recuerdos? ¿No te acuerdas de aquella discusión sobre el restaurante al que íbamos a ir? ¿No te acuerdas de lo que te hizo? Lauren frunció el ceño, intentando recordarlo. –Él quería sushi, y tú le dijiste que nosotras no íbamos a comer sushi. Yo tenía siete años, y quería una hamburguesa o un perrito caliente. Dijiste que ibas a llevarnos a un McDonald’s. Él te dijo que podíamos comer arroz, pero no queríamos arroz. Él empezó a discutir y a discutir, y nosotras empezamos a portarnos mal porque teníamos hambre, y él empezó a meterse contigo y a decir que éramos unas malcriadas y que era culpa tuya. Cuando tú te diste la vuelta para marcharte, él… –Oh, Dios –dijo Lauren, y se tapó la cara con las manos. Brad le había puesto la zancadilla y ella había caído de bruces al suelo. Se había dado un golpe en la cara y había empezado a sangrar por la nariz. Entonces, él corrió hacia ella diciéndole: «Cariño, cariño, ¿estás bien?». Y un hombre también se acercó corriendo y le dijo a Brad: «¿Qué ha hecho? ¡Le ha puesto la zancadilla!». Brad le gritó que no fuera idiota, que era su mujer, pero el hombre insistió, porque le había visto enganchar el pie en su tobillo… –Me puso la zancadilla –dijo Lauren. –Ese tipo de cosas sucedían a menudo –dijo Cassie. –No, eso fue muy raro –respondió Lauren. Cassie se mordió el labio y guardó silencio un largo momento. –Ni siquiera es aceptable una sola vez –dijo, por fin, en voz baja–. Tienes que hacerlo, mamá. Por favor. –Gracias por venir, Mike –dijo Beau. Drew, por supuesto, ya estaba en casa, puesto que vivía en ella–. Tengo que daros una noticia. He cambiado la cerradura. Es oficial: vuestra madre y yo vamos a divorciarnos. Voy a hacer todo lo posible para que esto no se convierta en una guerra. –¿Cómo? –preguntó Michael–. Creía que estabais en terapia. –Sí, hemos ido varias veces. Pero no ha funcionado, lo siento. –¿Lo has intentado de verdad? –preguntó Michael. Beau quería explicar muchas cosas. Ojalá pudiera hacerles entender lo desmoralizante que era tener una esposa incapaz de asumir el compromiso y la responsabilidad. El sentimiento de fracaso por no poder ser suficiente para ella. –Lo he intentado varias veces, pero creo que, en esta ocasión, ya es hora de que terminemos. –¿Y ya está? ¿Has cambiado la cerradura? ¿Y qué se supone que va a hacer ella? –Tiene un precioso piso en la ciudad. Y lo que va a ocurrir es que nuestros abogados van a negociar cómo dividir el patrimonio. En California, el divorcio se gestiona así, sin parte culpable. Eso significa que… –¡Sé lo que significa! –exclamó Michael–. Le has prohibido entrar en esta casa. ¡También es su casa! –Eh, Mike, tranquilo –dijo Drew–. Esto no es culpa de Beau, y lo sabes. –No tiene prohibido entrar en la casa. Puede venir cuando quiera, siempre y cuando haya alguien aquí. Puede llevarse lo que quiera, pero tiene que ser documentado para los abogados para que, al final del proceso, todo sea justo. Cuando una pareja pasa por tantas separaciones como nosotros, es que el matrimonio no funciona. Vamos, creo que es obvio para todo el mundo que no va a funcionar. Seguramente, fue obvio hace dos separaciones. Yo he hecho lo que he podido. –Pues no parece que estés muy dolido –dijo Mike. –Pero ¿qué dices, Mike? –le preguntó su hermano–. ¡Beau siempre ha tratado de complacerla! –¡Es nuestra madre! –exclamó Mike–. ¡Está hundida! –Ah, mierda. Te llamó –dijo Beau. –Anoche –dijo Mike–. ¡Estaba llorando! –Escucha, no debes permitir que te cargue con esto –le dijo Beau–. Ella fue la que decidió marcharse, la que decidió irse a vivir a otra parte. ¡Esto es un matrimonio, no una puerta giratoria! Está hundida porque no ha conseguido salirse con la suya. Dice que quiere separarse, luego que quiere volver, luego que quiere irse otra vez y… –Ya sabes que nunca es feliz –le dijo Drew a Michael–. Vamos. Tú también te lo esperabas. –Yo creo que vuestra madre no se lo esperaba –dijo Beau–. Creo que pensaba que íbamos a seguir así siempre. Pero yo no quiero pasarme así toda la vida. Siento que os duela, siento que te enfades, Mike, pero ya estoy harto. Creo que el divorcio le dará a vuestra madre la oportunidad de empezar desde cero sin mirar atrás todo el tiempo. Creo que ya es hora de que todos encontremos la paz. Es lo único que estoy buscando. La paz. –Y, para eso, la echas de su propia casa –dijo Michael, con enfado. –Ahora no puede vivir aquí. Yo compré la casa. Vivía en ella antes de conoceros a vosotros y a vuestra madre. Y ella fue quien se marchó. Yo no se lo pedí. Le pedí que se quedara para intentar arreglar las cosas, pero ella dijo que necesitaba espacio y libertad. Ahora tiene ambas cosas. Y vamos a resolver esto de una manera justa. Cumpliremos el acuerdo que redacten los abogados. Yo no voy a castigar a nadie. Solo quiero que ella salga de mi vida. Y, a propósito, también quiero que vosotros podáis seguir con la vuestra. ¿Es que no habéis tenido ya suficiente de todo esto? –¿Ya no la quieres? –preguntó Michael. Beau sacó una de las sillas y se sentó en la mesa del comedor. –Michael, en cierto modo, siempre querré a tu madre. Para empezar, es vuestra madre, y ella os trajo hasta mí. Veros crecer ha sido la mejor parte de mi vida, hasta este momento. Sí me importa vuestra madre. Pero no puedo arreglar lo que está mal. –Entonces, supongo que ahora te irás, ¿no? –preguntó Michael. Beau se quedó asombrado. Drew emitió un sonido de disgusto, como si no pudiera creer lo que acababa de decir su hermano. –¿Por qué me iba a ir a ninguna parte? En el peor de los casos, tendría que salir de la casa y dejársela a vuestra madre. Así que, si eso sucede, buscaré otro sitio. Y en mi nueva casa siempre habrá sitio para vosotros y vuestras familias, cuando las tengáis. Michael comenzó a llorar. –Claro –dijo, y se pasó el brazo por debajo de la nariz, como si tuviera siete años. –Mike, sé que no soy vuestro padre biológico, pero siempre os he considerado mis hijos. Creo que debes de saberlo. –Entonces, ¿por qué no puedes conseguir que funcione? –No seas idiota –le dijo Drew–. No es culpa de Beau, y lo sabes. Mamá es un desastre. Pero Beau sabía que no era ese el problema de Mike. –No me voy a ir a ninguna parte, Mike. Solo podrías librarte de mí si no quisieras que formara parte de tu vida, y espero que eso no suceda nunca. Ahora eres adulto, y puedes elegir a tu familia y a tus amigos. Yo quiero formar parte de la familia que elijas. Pero eso debes decidirlo tú. Si, por casualidad, tu madre te presionara para que rompieras tu relación conmigo, quiero que sepas que puedes decirle que no. Yo quiero estar ahí para vosotros, como siempre. Si me lo permitís. –Es que… ella quiere que volvamos a estar todos juntos –dijo, como si fuera un niño. –Pues tú… díselo, Michael. Dile que no puedes hacer nada con respecto a su matrimonio. Pídele que no te acose por eso. No es justo. –No le digas nada, ¿de acuerdo? –le pidió Michael. –No voy a meterme entre tu madre y tú –dijo Beau–. Pero, por favor, no le permitas que te haga esto. No tienes por qué verte metido en medio de esta situación para demostrarle que la quieres. –No puedo soportar verla sufrir. Pam llevaba años haciendo aquello, poniendo a sus hijos en la posición de padre y protector. Drew resistía mejor aquella presión; parecía que sabía, desde los siete años, que no iba a poder hacer nada con respecto a su padre y a su madre. Cuando Pamela despotricaba, él se retiraba hasta que pasaba la tormenta. –Ya lo sé. Es difícil ver sufrir a alguien a quien quieres. Pero, acuérdate de que fue ella quien lo eligió. Ahora va a tener que asumir las consecuencias. Yo me ocuparé de ella como he hecho siempre. Además, tiene un buen trabajo y una buena situación económica. Michael, el divorcio siempre es algo desagradable, pero no es el fin del mundo. Les ha ocurrido a la mitad de tus amigos, por lo menos. Lo único que quiero es que tu futuro matrimonio no sufra. Aprende de esto. Michael bajó la cabeza. No había querido culparlo, pero no había podido evitarlo. Su padre lo había abandonado, y su madre había sido inestable la mitad del tiempo. –Eh –dijo Beau–, iba a sugeriros que saliéramos a cenar, pero, si existe la posibilidad de que nos agobiemos, podemos pedir una pizza y cenar aquí. Me gustaría que habláramos de esto, por si tenéis preguntas o algo parecido. Voy a llamar y… –No, yo paso –dijo Michael. –¿Y tú, Drew? –le preguntó Beau. –Voy a salir un rato con Michael –dijo, aunque no parecía que eso le apeteciera–. No llegaré tarde. –Conduce con cuidado –le dijo Beau–. Yo creo que voy a salir a tomar una cerveza. Solo una hora, o dos. Después, estaré aquí el resto de la noche. Ven, Michael –le dijo, abriendo los brazos–. Te quiero, hijo. Seguimos siendo una familia. Y esto se calmará. –Sí –dijo Michael, llorando–. Claro. Cuando los chicos se fueron, Beau llamó a Tim. –¿Tienes alguna cerveza fría? –A lo mejor tengo un par de ellas. –Bien, porque me siento como una mierda. Estaré ahí dentro de veinte minutos. Lauren había hecho algunas fotos del nuevo apartamento de Cassie, con el móvil, y dijo que era una preciosidad. –A mí me parece más un basurero –dijo Brad. Ella no perdió más el tiempo. Se fue a lavar la ropa de su viaje, la dobló y la guardó. Se había preparado para aquel momento organizando sus cosas en los cajones de la cómoda para poder sacarlas rápidamente, sin esfuerzo, y meterlas en las maletas. Ya sabía exactamente qué cosas de la casa necesitaba, y había llevado dos cajas de esos artículos al garaje de Beth. Su abogada le había advertido que podía pasar una buena temporada antes de que pudiera volver a entrar a su casa. Había llegado el momento. Aún no se lo había dicho a Lacey, pero, después de la reacción de Cassie, sentía optimismo. Era obvio que sus hijas habían sido testigos de algunas de las cosas más vulgares que habían sucedido entre ellos. Llamaría a Lacey en cuanto pudiera. Por consejo de la abogada, Brad iba a recibir no solo la demanda de divorcio, sino también un documento jurídico en el que se le informaba de que habría sanciones si vaciaba las cuentas corrientes o sacaba dinero de las cuentas a nombre de su esposa. Ella había cancelado sus propias tarjetas de crédito y había contratado otras nuevas, además de contar con una tarjeta de débito de su cuenta personal. No sacó dinero de sus cuentas conjuntas. Sin que Brad lo supiera, había ido ahorrando durante los últimos años, y tenía una cantidad de dinero que le había permitido alquilar la casa y que le serviría para superar las primeras semanas después de la separación. Y también tenía el dinero de la venta de la casa de su madre, que estaba en un fideicomiso, a salvo de las manos de Brad. Beth lo protegía con sumo cuidado. Y, si conseguía un buen acuerdo de divorcio, ella tenía la intención de darle toda aquella cantidad a su hermana. Con las ganancias de la venta de la casa, sus ahorros y su trabajo, estaría bien, aunque Brad encontrara la forma de cortarle todo acceso al dinero. Dejó sus cosas en casa de Beth y se fue al trabajo. Primero se lo dijo a su jefa. Bea respondió: –¡Oh, Lauren, qué pena! Lo siento muchísimo. Por supuesto, en su empresa todo el mundo creía que llevaba una vida maravillosa, porque eso era lo que quería que pensaran. En primer lugar, aunque se llevaba bien con todos sus compañeros, no tenía amigos cercanos allí. Rara vez la invitaban a sus planes al terminar la jornada, probablemente, porque pensaban que no tenían nada en común con ella. Lauren nunca había dejado entrever que la vida en su enorme casa era fría y despiadada. Nunca se había quejado de Brad. Después, se lo contó a algunas de las personas que trabajaban para ella, y les advirtió que tal vez tuviera algunos problemas con el horario si había alguna emergencia judicial. Ellos también le dijeron que lo sentían. Brad le envió tres mensajes: Recoge mi ropa del tinte. Pide cita para que me limpien el coche mientras estoy en el hospital. ¿Qué hay de cenar? Ella respondió: De acuerdo. De acuerdo. Tal vez comida para llevar. Después, fue a casa y lo esperó. Se sentó junto a la encimera de la cocina, con la ropa de trabajo, e intentó calmar sus nervios mientras esperaba. Cuando él llegó, con el maletín en la mano, se quedó sorprendido de verla allí. No sonrió ni le dijo hola. La ignoró. –La ropa del tinte está en el armario y tienes cita para el coche el martes a las doce. Les dije que estaría en la plaza de aparcamiento del doctor. Y me marcho. –¿Eh? ¿Que te marchas dónde? –preguntó él, mientras revisaba el correo. –Voy a pedir el divorcio, Brad. He solicitado que te lo entreguen mañana en tu oficina. Puedes contárselo a tus empleados, o decir simplemente que estás esperando unos documentos jurídicos. Si no estás allí, siempre está el hospital. Pero he creído que preferirías contárselo tú mismo a tu gente. Él dejó el correo en la encimera. –¿A qué viene esto? ¿Por qué? –Por veinticuatro años de maltrato. He cancelado mis tarjetas de crédito y he cambiado la dirección de mi correo. –¿Te vas con lo puesto? –preguntó él, y sonrió burlonamente. –He tomado algo de ropa, pero esperaré al acuerdo de divorcio para tomar cualquier otra cosa de la casa. –¿Y dónde demonios te vas? –Te atenderé por teléfono si necesitas hablar conmigo. Pero, si me acosas, bloquearé tu número. –Eres una idiota. Te vas a arrepentir de esto. –Creo que será difícil, pero no creo que me arrepienta. Él siguió sonriendo. –Yo me ocuparé de que te arrepientas. –¿Por qué te vas a molestar? Nuestro matrimonio murió hace años. ¿Qué soy yo para ti, salvo un ama de llaves y una anfitriona para tus actos sociales? –Un ama de casa muy bien pagada. Recuerda que vienes de la nada, Lauren. ¿Allí es donde quieres volver? ¿A la nada? –Yo me crie en un hogar lleno de amor, aunque fuera modesto, y puedo mantenerme a mí misma. –Si sales por esa puerta, no volverás a ver un céntimo mío. Te haré sufrir, ya lo verás. –Estoy segura de que lo intentarás. Cuando recibas la demanda de divorcio, tendrás la información para ponerte en contacto con mi abogada. –No voy a pagar ni un céntimo más para mantener a tus hijas, ni para su educación, ni para su manutención. –Eso sería muy triste, Brad. También son tus hijas. ¿Acaso quieres distanciarte de ellas? ¿Quieres que empiecen a odiarte por dejarlas abandonadas? –Lo dejé bien claro. Si te divorcias de mí, dejaré de manteneros a las tres. Tú eres la que les estás haciendo esto, no yo. Sabes que el precio que pagarás por esto es muy alto. Te lo advertí. –¿Por qué? ¡Hace años que dormimos en habitaciones separadas! ¡No somos amigos! ¿Qué te importa? Siempre me has dejado claro que no significo nada para ti. Es más, creo que me odias. –Te odiaré si haces esto. Tú no escribes las normas. –Pues dile a todo el mundo que tú eres quien ha pedido el divorcio. Tu secreto está a salvo conmigo. Dile a la gente que soy alcohólica, o que tomo drogas, y que has tenido que echarme. ¿A quién le importa? Por el bien de nuestras hijas, vamos a acabar con esto de manera amigable. Algún día tendremos que estar mirando la cabecita de un bebé en su bautizo y… –Lo dudo mucho, Lauren –dijo él, con frialdad. Después, siguió revisando las cartas, como si ella no existiera. Y ella se marchó. Nunca había sopesado que él pudiera estar preparado para aquello. Cassie no se lo había dicho, pero… ¿y si su hija pequeña le había comentado algo a Lacey? O, tal vez, Brad llevara mucho tiempo esperándoselo. Debería. Ella siempre había sido lo más complaciente posible, pero, cuando él la había acorralado en un rincón, había luchado todo lo que se había atrevido a luchar. Él le había dicho muchas cosas mezquinas, sí, pero ella tampoco se había quedado en silencio. Pensó en el sexo. Siempre le había costado llegar al orgasmo, y eso había desagradado a Brad, como si lo estuviera haciendo a propósito. «Podrías intentarlo con un poco más de entusiasmo, Lauren», le había dicho, en más de una ocasión. Y ella respondía: «¿Estás seguro de que tú también lo estás intentando?». Pero esa respuesta le ponía furioso, y cuando no se salía con la suya, tenía una rabieta, o empezaba a maltratarla, o buscaba maneras de vengarse. Tenía que ir a ver a Lacey, aunque no lo tuviera planeado para aquella noche. Seguramente, Brad llamaría a sus hijas, y se le daba muy bien crear alianzas. Así pues, llamó a su hija mayor y le preguntó si tenía un rato para hablar. –Sí, tenemos que hablar –le dijo Lacey–. Me he enterado de que te has vuelto loca. Lauren tomó aire. –No, para nada en absoluto, cariño. ¿Tienes tiempo ahora? Puedo ir a tu casa, o podemos quedar en algún sitio. –En este momento no hay nadie aquí –dijo Lacey–. Ven ahora mismo para que solucionemos este malentendido. Capítulo 6 Lauren tuvo un nudo en el estómago durante todo el camino hasta casa de Lacey. Su hija vivía en un apartamento precioso en la zona de Menlo Park, cerca de Sanford. Era carísimo, pero muy elegante, algo que era importante para Lacey. También era cómodo y estaba en una zona segura. Lauren se preguntó cómo iba a arreglárselas Lacey cuando tuviera que mantenerse a sí misma. Nunca había trabajado de verdad; solo había tenido algún trabajo simbólico que no interfiriera demasiado con su vida. Nunca había tenido que luchar. Cuando llegó, Lacey tenía velas encendidas, a pesar de que todavía hacía sol, y estaba tomándose una copa de vino en la mesa de la cocina. –Hola, cariño –le dijo ella, mientras le daba un beso en la mejilla. –¿Crisis de la mediana edad? –preguntó Lacey, mordazmente. Lauren se sentó frente a su hija. –No, Lacey. Esto es algo que tengo que hacer, y que debía haber hecho hace mucho tiempo. –Hay vino frío. Sírvete una copa mientras resolvemos esto. –No, gracias. No creo que haya mucho que resolver. Me he ido de casa. He alquilado una casa pequeña en Alameda. Lacey se quedó anonadada. –¿No te has ido a casa de la tía Beth? Lauren vaciló. ¿Cuánto debía contarles a sus hijas? No tenía intención de cargar contra Brad, pero tampoco quería parecer la culpable de todo. Decidió contarle a Lacey lo que ya debía de saber. –No quería hacer eso otra vez. Puedo mantenerme, y, algunas veces, tener demasiadas opciones solo sirve para empeorar las cosas. –¿Lo tenías todo planeado? Lauren suspiró. –¿Te acuerdas cuando os llevé a Cassie y a ti a casa de la tía Beth? Erais muy pequeñas. Fue algo repentino, yo no tenía nada pensado, pero el abuso emocional y psicológico me empujó a hacerlo. Tu padre estaba hecho una furia y yo no pude soportarlo… –Pero ya sabemos que se pone así –dijo Lacey–. Vive bajo la presión de enfrentarse a la vida o muerte de los demás… –No hay ninguna excusa para el maltrato, Lacey. Pero, cuando creí que podría conseguirlo, él me amenazó y me chantajeó. Traté de resistir, pero quedó bien claro que no iba a poder hacer nada contra él, y tuve que volver. Vosotras me lo pedisteis. En casa de la tía Beth estábamos muy apretados, y todo era un poco caótico. –¿Qué significa que te amenazó? –preguntó Lacey, con desdén–. ¿Acaso tú no eres una mujer adulta que puede hacer frente a sus rabietas? ¡Oh, cuánto deseaba enseñarle a su hija los moretones que tenía en los brazos a causa de los pellizcos de su padre! Aunque estaban un poco descoloridos, todavía tenía las marcas. Brad siempre la culpaba a ella cuando perdía los estribos o la maltrataba. –Siempre me he llevado la peor parte para protegeros a vosotras. Y siempre tuve la esperanza de que se suavizara con el tiempo. Pero él me amenazó con hacer todo lo posible por quitarme la custodia de mis hijas y, después, con dejar de pagar vuestros estudios. Dijo que no podían obligarle a pagar los estudios de una persona mayor de dieciocho años. He hablado con una abogada que me ha dicho que habrá un acuerdo y que, seguramente, el pago de los estudios puede ser parte de ese acuerdo. Por lo menos, la mitad del dinero. Tu padre no juega limpio, Lacey. Juega para ganar. Cuando erais pequeñas, no tuve más remedio que volver y soportar sus rabietas, como tú dices. No quería que os castigara a vosotras. –¿Y ahora? –Ahora estoy harta. He hecho todo lo que podía. A Lacey se le llenaron los ojos de lágrimas. –¿Qué esperabas? Te fuiste de su habitación. ¡No finjas que eso no es culpa tuya! –Me engañó. –No –dijo Lacey–. No es verdad. –Sí es verdad. Lo hizo más de una vez, y lo niega. –¡Estás comportándote de una manera dramática, como siempre! Lauren oyó la voz de Brad diciéndole lo mismo, y perdió la compostura. –¡Me contagió una enfermedad de transmisión sexual! Solo hay un modo de contagiarse, y yo solo he tenido relaciones sexuales con un hombre en toda mi vida. Claramente, Lacey no supo qué responder a eso. –Bueno, y ¿no se ha arrepentido? –¡No! No quiere admitirlo. Vamos, ya sabes que es muy terco. Y siempre tiene la razón, pase lo que pase. Tú has vivido en nuestra casa. Has visto cómo me ha humillado y cómo me ha gritado! Me acusa de provocarle y de obligarle a portarse mal. ¿Es necesario que te diga que eso no es cierto? Y, aunque lo fuera, no es excusa, Lacey. Tengo casi cincuenta años. ¡Ya no lo soporto más! Sé que esto te hace infeliz, pero… –Tienes que intentarlo más aún. –Lo siento, pero no. Ya le he dado todo lo que tenía que darle. –¿Y qué pasa con todas las cosas que habíamos planeado? ¿Qué pasa con mi boda? Lauren se quedó sin palabras por un momento. –¿Sean y tú vais en serio? –No, en realidad, no, pero algún día me casaré. ¿Cómo va a ser mi boda si papá y tú os odiáis? ¿Ya no volveremos a pasar tiempo en familia, todos juntos? ¿Y qué pasará cuando tenga mi primer hijo? ¿Tendré que turnarme entre papá y tú, y decidir quién lo va a tomar en brazos el primero? –¿Me lo estás diciendo en serio? –¡Claro que sí! –exclamó Lacey, llorando a lágrima viva–. No puedes hacerme esto. Tenemos una familia, para bien o para mal, ¿no? Lauren se inclinó para poder mirar a los ojos a su hija. –¿Querrías que me quedara en un sitio en el que soy completamente infeliz solo para poder fingir que tienes la boda perfecta? –¡Fuiste tú la que te casaste con él, no yo! –exclamó Lacey, y se giró para tomar una servilleta de papel. Empezó a sollozar–. ¡No puedes cambiarlo todo solo porque no te estés saliendo con la tuya! –¿Que no me estoy saliendo con la mía? Oh, Lacey, ¿cómo puedes ser tan cruel? –¿Yo? ¡Yo no soy la que está abandonando a un hombre al que prometí amar y honrar! –Lacey, él también hizo esas promesas, y nunca las cumplió. ¿De verdad me estas pidiendo que sacrifique el resto de mi vida para poder tener una boda de cuento de hadas con un novio al que todavía no conoces? –¡Es más que eso, y lo sabes! –¿De verdad? Ah, sí, claro, quién va a tomar primero al bebé en brazos. –Si dejas a papá y destruyes mi familia, no te lo perdonaré nunca. A Lauren se le llenaron los ojos de lágrimas. –Eso sería una pena, hija. Se puso en pie y le dio un beso en la cabeza. –Sé que esto es muy difícil para ti y que necesitas tiempo para asimilarlo. Pero ya es hora de que yo haga lo mejor para mí. Te quiero –le dijo, y se marchó. Lauren pensó en ir a pasar la noche a casa de Beth. La mayoría de sus cosas estaban en la habitación de invitados de su hermana, pero durante los dos días siguientes llegarían los muebles que había comprado y la mudanza estaría completa. En aquel momento, en su nueva casa solo había un sofá, pero le serviría para dormir cómodamente. Quería estar acompañada, pero no quería que Beth y Chip la vieran tan angustiada. Si su hermana se enteraba de cómo había sido su conversación con Lacey, diría que era una malcriada y una consentida. Ella sabía que iba a ser duro, y tenía miedo. Incluso había temido que Lacey no la apoyara. Lo que no esperaba era que sus palabras fueran tan crueles, que fueran un eco de la voz de Brad. Seguramente, terminaría por entrar en razón… Fue a un pequeño supermercado de Alameda, su nuevo barrio. No tenía demasiada hambre, pero puso en su cesta un poco de queso, fruta y un paquete de crackers. Después, eligió una buena botella de vino y compró también un cuchillo y un descorchador. –Estás un poco lejos de casa, ¿no? Se giró rápidamente, y la cesta estuvo a punto de caérsele del brazo. Beau la agarró con habilidad, sin tener que soltar la suya. –¿Te he asustado? –Me ha sorprendido mucho oír tu voz –dijo ella–. Eres la última persona a la que esperaba encontrarme aquí. –Y la última persona a la que esperabas encontrarte en el jardín de una iglesia o en una cena de recaudación de fondos –dijo él, sonriendo–. Vivo en este barrio. Si solo necesito un par de cosas, vengo a este supermercado. Si necesito una compra más grande, voy a otro más grande, más batato y más concurrido. Pero aquí todo es fresco y bueno. –¿Vives por aquí? –A pocas manzanas –dijo él–. ¿Y a ti? ¿Te queda de camino a casa? –Bueno, ahora sí. He alquilado una casa muy cerca. También en este barrio. –¿En serio? Ella asintió. –Esta es mi primera noche. No tengo nada en casa, salvo un sofá. Y pronto habrá también queso, fruta y vino. Necesitaba mucho el vino. –Ah, vaya… –Sí, hoy ha sido el día. Un día muy difícil y doloroso. Él le apretó suavemente el brazo para reconfortarla. –¿Te apetece tomar una taza de café? Hay muchas cafeterías buenas por esta zona. –Yo… Eh… Necesito quitarme estos zapatos. Ha sido todo muy estresante. –Lo entiendo. La otra noche yo también tuve un encontronazo con uno de los chicos. Estaba muy disgustado por el divorcio, como si no fuera un hecho desde hace años. –¿De verdad? –Su madre lo llamó y le pidió que me presionara para intentarlo de nuevo. Fue horrible. –Creo que es lo mismo que ha pasado en mi familia. Una de mis hijas lo entiende perfectamente, pero la otra piensa que soy un monstruo. Estoy intentando con todas mis fuerzas no explotar y darle todos los motivos por los que esta es la única opción que tengo. –No quieres culparlo delante de tus hijas –dijo Beau–. Pero, al final, tendrás que hacerlo, ¿sabes? Es algo que sucede. Tienes que aguantar. –No me apetece ir a ninguna cafetería, pero si te apetece una copa de vino y algo de queso y fruta… –No quisiera complicarte la vida en un momento tan delicado, pero sí me gustaría tomar una copa de vino. La única persona con la que he podido hablar de esto es un cura –dijo él, y sonrió–. Deberíamos hacerlo. Tenemos historias que compartir. –Eso suena muy triste. –Va a ser muy agradable. Te darás cuenta de que no eres la única que está en esa situación, y no tienes por qué contarme nada que no te apetezca. Lauren, sería estupendo que el divorcio fuese algo sencillo y amigable. He oído decir que es algo que pasa a veces. Pero, para mí, es algo raro. Creía que podría ser fuerte y soportarlo, pero estoy pasándolo muy mal, como la mayoría de la gente. Aunque, ¿sabes que tiene algo de bueno? –No me imagino qué puede ser. –Que no va a durar para siempre. En mi caso, Pamela encontrará a otro y se olvidará de mí. Es lo que hace normalmente. –Está bien. Necesito comprar algún plato y algún vaso de plástico –dijo ella. –Estupendo. Te sigo –dijo él, y alzó su cesta. En ella solo había leche, pan y huevos–. ¿Puedo pedirte prestada tu nevera? –Claro. Por primera vez desde que había decidido dejar a Brad, no se sentía completamente sola. Sería bueno tener a un amigo que entendiese lo que era acabar con un matrimonio. Beau siguió a Lauren a un barrio que conocía, hasta una casa que era tan bonita como la suya. Aunque, en realidad, él había comprado su casa y la había reformado antes, incluso, de conocer a Pamela. Lauren abrió la puerta y fue directamente a la cocina. Encendió la luz y dejó la compra sobre la encimera. –Ni siquiera tengo mesa –dijo. –Soy un tío –dijo él–. Puedo dejar el vaso en el suelo y posar el plato en las rodillas. No se me va a caer. –¿Me harías un favor? –Claro. –¿Puedes abrir la botella mientras yo traigo algunas bolsas del coche? Él le tendió la mano para que le diera el llavero. –Yo abro la botella y traigo las bolsas. ¿Dónde están? –En el maletero. Y gracias. Me siento como si acabara de correr una maratón. –Te entiendo. Beau abrió la botella de vino y llevó las bolsas a casa. Ella se sentó en el sofá, un sofá curvo de color beis claro que él nunca se habría atrevido a comprar con dos niños pequeños. –¿Te van a llegar más muebles? –le preguntó. –Sí –dijo ella, riéndose–. Durante estos dos o tres días van a llegar mesas, sillas, televisión, los muebles del dormitorio y de la habitación de invitados. Me he tomado unos días libres para organizarlo todo. Y, además, me alegro de haberlo hecho, porque estoy emocionalmente agotada. –¿Cómo se lo tomó tu marido? –Como si llevara años esperándolo, pero nunca hubiese creído que iba a hacerlo. Cuando se lo dije, me advirtió de que iba a hacer que me arrepintiera. No me dijo nada de que me quisiera y no pudiera vivir sin mí, aunque eso tampoco habría servido de nada. Dijo que lo estaba humillando. Beau se estremeció. –Mira, siento entrometerme, pero ¿crees que cabe la posibilidad de que se vuelva violento? –¿Físicamente? ¿Y hacerse daño en las manos? –¿Es el tipo de hombre que sería capaz de hacerte daño físico? ¿De sabotear tu coche? ¿De prenderle fuego a tu casa? ¿Algo por el estilo? Ella se puso muy tensa. –Se le da tan bien maltratarme sin mover un dedo, que no se me había pasado por la cabeza ninguna de esas cosas. Lo más seguro es que intente impedir que consiga algo en un acuerdo de divorcio y que ponga a las niñas contra mí. Le encanta decirme que no puedo arreglármelas sin él cuando, en realidad, creo que es al contrario. Me envía mensajes todo el rato pidiéndome que le haga recados y le compre cosas que necesita. Brad piensa que está por encima de todo y que todos deben respetarlo. No sé, creo que nació con ese sentimiento. Fue el único hijo de unos padres muy ricos. Él cabeceó. –Es malo y mezquino. No puedo olvidarme de eso –dijo ella. –Mañana vendré y te pondré una buena cerradura. Voy a traer uno de esos telefonillos con cámara. Se puede acceder a ellos con el teléfono móvil. –No tienes por qué hacer eso… –Pero será de ayuda. –Bueno, ¿y tú? ¿También has tenido una mala semana? –le preguntó Lauren, para cambiar de tema. –Predecible, pero no divertida. No me esperaba que Michael, mi hijo de veinte años, viniera llorando a pedirme que permita que su madre vuelva a casa. Me sentí como un monstruo. Cambié la cerradura de casa y les dije que, aunque su madre no tiene prohibido el paso, prefiero que haya alguien si viene. Cuando haya terminado de hacerse la dolida y de suplicar que le dé otra oportunidad, se pondrá furiosa. Y cuando se pone furiosa puede ser muy mala. –¿Qué es lo que temes de ella? –No estoy seguro. Podría llevarse muchas cosas que no necesita. Ahora vive en un piso completamente amueblado en la ciudad, y ya tiene allí toda su ropa. Se la llevó desde el principio. Creo que pensaba que nunca iba a volver porque estaba con otro hombre, pero ese hombre no duró. Así han sido las cosas entre nosotros. Se marchaba porque nuestro matrimonio no funcionaba, según ella, pero yo creo que se aburría. Pocos meses después, se arrepentía y quería volver. –¿Y tú siempre te lo esperabas? –Sí, pero la última vez le dije que no podía volver después de sus vacaciones. Le dije que, si se iba, sería la última vez. Debió de pensar que podría hacerme cambiar de opinión. Por insistencia de Michael, intentamos ir a terapia matrimonial, y no por primera vez. Lauren se echó a reír. –Nosotros hemos ido seis veces. –Supongo que para vosotros tampoco funcionó. –No. Brad se considera más listo que todos los psicólogos y se las arregla para controlar las sesiones. Educa al terapeuta y le da mi diagnóstico: soy una mentirosa crónica y tengo delirios, me imagino que él es infiel, exagero todo lo que dice y provoco peleas por nada. –¿Y todo es mentira? –Mi hermana le llama «hacer luz de gas». Él dice que me lo imagino todo, que teme por mi cordura. Les dice a los terapeutas que su mujer tiene depresión y ansiedad, y que no quiere pedir ayuda. Dice que soy bipolar, maniaco-depresiva, que tengo un trastorno límite de personalidad y que soy maliciosa. –¿Te imaginaste lo de sus aventuras? –No. Bueno, no creo que fueran aventuras; en realidad, no creo que él pueda interesarse por ninguna mujer. Más bien, se acostaba con mujeres una noche. Y no, no son imaginaciones mías. Él casi consigue convencerme de que estaba paranoica, pero después hubo pruebas. –Entiendo. ¿Nunca te has preguntado cómo has llegado a este punto? –Sé cómo he llegado a esto, y soy consciente de que no habla nada bien de mí. ¿Y tú? Él asintió. –Sí, yo lo sé exactamente. Quería a Pam y a sus hijos. –Bueno, yo era muy joven y tenía grandes esperanzas. Y Lacey nació enseguida. Las niñas eran muy pequeñas cuando me di cuenta de que no había solución. Siempre creí que no podía rompérseme más el corazón, hasta que mi hija mayor me ha dicho hoy que si me divorciaba de su padre no me lo perdonaría nunca, aunque sepa lo difícil que es vivir con él. Me he quedado hundida. –¿Y tu otra hija? –Me ha apoyado… porque recuerda que Brad siempre ha sido un maltratador y que es malo. Ojalá no fuera así. Me duele mucho pensar que ha crecido sabiendo eso. –Hay algunas cosas que vas a tener que entender, Lauren. Aunque hayas hecho todo lo que has podido, vas a sentirte culpable. Te van a juzgar. Y vas a tener miedo de lo que él pueda hacer. Tal vez quiera luchar. Y, aunque tus hijas te adoren, cabe la posibilidad de que no te apoyen; para ellas, no es lo mejor que te marches ahora. Tú tendrás que hacer lo que pienses que es mejor, a pesar de lo que te digan los demás, incluidas tus hijas. Y, dependiendo de lo terco que sea tu marido, esta situación podría durar bastante. ¿Estás segura de que lo soportarás? –Llevamos años durmiendo en habitaciones separadas. No me voy a pasar así el resto de mi vida. Puede que me derrumbe algunas veces, pero me levantaré. Me arrepiento de no haber hecho esto hace años. Es obvio que no ha sido bueno para nadie, incluyendo a Brad. Él la miró un largo instante, con una expresión comprensiva. –Abróchense los cinturones de seguridad. Lauren hizo dos llamadas de teléfono antes de llegar a su casa de alquiler, seguida por Beau. Primero llamó a Beth, y le dijo: –No voy a ir a dormir. He venido a mi casa. He comprado una botella de vino, un poco de queso y unos crackers, y ahora creo que necesito tiempo para pensar. ¿Puedo llamarte mañana por la mañana? –¿Ha sido muy horrible? –le preguntó Beth. –Sí, más o menos. Pero he sobrevivido. –Llámame –le dijo su hermana. Después, llamó a Cassie: –Ya le he dado la noticia a tu padre y me he trasladado a mi nueva casa. Ha sido horrible, y necesito tiempo para procesarlo todo. ¿Te importaría que te llamara luego? –Sí, pero Lacey ya me ha llamado. ¡Oh, mamá, siento que haya sido tan egoísta! –Bueno, supongo que se ha quedado conmocionada. Voy a quitarme los zapatos y a relajarme un poco, a calmarme. Después te llamo. –Estaré despierta y, si no, llama de todos modos. –¿Quieres que espere hasta mañana? Me he tomado el día libre. –No, llámame esta noche para darme las buenas noches. Estaré despierta hasta las doce. Y mañana también podemos hablar. –Gracias por ser tan comprensiva, Cassie. Siento tener que hacerte pasar por esto. –Es él quien nos hace pasar por esto. Para mí siempre fue muy difícil ver cómo te trataba papá. Sé que nos estabas protegiendo a nosotras. Si no hubiera sido por Lacey y por mí, lo habrías dejado hace muchos años. Ojalá sus hijas permanecieran unidas durante aquel proceso, pero creía que iba a ser difícil, puesto que tenían opiniones muy diferentes. Después, había abierto la puerta de su casa y había entrado, seguida por el hombre de las flores, y un mundo nuevo había aparecido ante ella. Al principio tomaron una copa de vino y hablaron de sus matrimonios fracasados, pero después, por decisión conjunta, hablaron de otras cosas. Él le contó cosas sobre su casa de Alameda, una casa victoriana que había comprado y reformado casi por su cuenta. Tenía un trabajo para el que no necesitaba traje y corbata y podía trabajar todo el verano en pantalón corto. Tenía un estudio, un socio y tres empleados, y colaboraba con varias empresas constructoras. –Monté el estudio desde cero. Al principio diseñaba y hacía la plantación con un pequeño equipo. Solo trabajé por cuenta ajena un par de años después de la universidad; después, me la jugué y me establecí por mi cuenta. –¿Y qué tal va tu estudio? –Muy bien. Pero lo que es más importante es que adoro mi trabajo. Y los chicos han trabajado para las empresas constructoras que hacen mis jardines. Drew todavía trabaja en una, lo cual le ayuda mientras está en la escuela preuniversitaria y lo fortalece. Es un trabajo duro. Pero háblame del tuyo. –No es demasiado interesante. Trabajo en el Departamento de Desarrollo de Producto. Ayudamos al Departamento de Marketing a presentar nuevos productos e investigar formas de usarlos. Trabajamos en estrecha colaboración con nutricionistas y cocineros. Algunos de nuestros mejores cocineros son semiprofesionales, pero tienen un gran éxito en la cocina. Toman algo como unas tiras de pollo liofilizadas o congeladas y crean un plato preparado de pollo Alfredo que es económico, nutritivo, fácil y rápido. –Y que está lleno de conservantes y aditivos –dijo él. –¿Tú nunca comes comida ultraprocesada? Por ejemplo, pizza congelada. –Claro que sí. Te estaba echando la bronca. –Gracias, porque hoy he tenido un día muy relajado –replicó ella, enarcando una ceja. –¿Cómo es posible que tengas los ojos de ese color? –Lo creas o no, es verdadero. Violeta. Pero es muy raro. Elizabeth Taylor tenía los ojos de color violeta. Me han dicho que es una mutación. También se podría conseguir con lentillas, y cada vez se está poniendo más de moda. Él la estaba mirando a los ojos y no decía nada. Tomó un poco de vino y se recuperó. –Los hombres deben de haberse enamorado de ti todo el tiempo –dijo. Ella apartó la vista bajo la intensidad de su mirada. –Pues no lo sé. No me fijo en eso. No lo había pensado nunca desde Brad. Brad le había dicho que solo quería mirar aquellos ojos durante el resto de su vida, y ella se lo había creído. Resultó que no era cierto. –Bueno, tal vez te des cuenta cuando ya no estés pasando por un divorcio –dijo él–. Eres una mujer muy guapa, Lauren. Creo que tu vida va a tomar un buen rumbo después de la tormenta. –¿Y la tuya? –Pues iba bien, a un ritmo tranquilo y fácil, hasta que Pamela decidió que quería salvar nuestro matrimonio y ha empezado a ponerse difícil otra vez. Pero pasará. Después de que ella haya conseguido todo lo que pueda conseguir. –Oh, Dios, yo ni siquiera puedo pensar en todo eso. –Espero que tengas un buen abogado. –Sí. Siempre he sabido que mi marido iba a ser terrible. ¿Y tú? ¿Tienes un buen abogado? Beau asintió. –Es una mujer con una carrera impresionante y una fabulosa reputación, pero se parece a mi abuela. Dice que es su arma secreta. Lauren se echó a reír. –Y mi abogada tiene fama de ser una barracuda, pero conmigo siempre ha sido muy agradable. Las cosas van a ser horribles para mí cuando haya que hacer algo implacable. No puedo. No soy así, nunca lo he sido. –Yo tampoco. Parece que lo tenemos difícil. –Sí, eso parece. Él miró el reloj. –Bueno, tengo que irme. ¿Necesitas algo antes de que me marche? –Creo que no, gracias. Me alegro mucho de que hayas venido. Tal vez todo el mundo necesite un amigo de divorcio. –Eres muy amable, Lauren –dijo él, mientras se ponía en pie–. Tienes mi número de teléfono. Si surge algo, o tienes algún problema… –No, no te preocupes. Estoy bien, de verdad. Tengo que hacer un par de llamadas de teléfono. Él se detuvo en la puerta. Vaciló. Entonces, le dio un breve abrazo a Lauren. –Aguanta. –Tú también. Lauren llamó a Cassie en primer lugar, le dijo que estaba bien y que hablarían al día siguiente. Beth estaba impaciente por saber de ella. –Brad debe de saber que voy en serio, porque no ha hecho ningún movimiento –le explicó Lauren–. A él le gusta pensar que es más inteligente que todo el mundo, y que es capaz de atacar furtivamente. Ni siquiera después de tantos años sé lo que va a hacer. Después de colgar, sacó una manta de una caja, se puso el pijama y se acostó en el sofá con el ordenador portátil. Revisó el correo electrónico y miró el periódico, pero, en poco tiempo, empezaron a cerrársele los ojos. Se acurrucó y se quedó dormida. Durmió profundamente. Cuando se despertó, el sol entraba a raudales por las ventanas. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había podido dormir así, después de un día lleno de estrés? Creía que no iba a poder conciliar el sueño en toda la noche a causa de la preocupación por sus hijas, del temor a la ira de Brad, por los ruidos extraños de la casa… Pero se sentía en paz. Miró el teléfono móvil, pero no tenía llamadas perdidas. Se duchó, se vistió y salió a la calle. Entró en la cafetería más cercana y desayunó. Llamó a Cassie desde la terraza y escuchó las preocupaciones de su hija. Después, le dijo con firmeza: –No dejes que tu padre convierta esto en tu problema, hija. No tiene nada que ver contigo. Es nuestro matrimonio, y este divorcio es responsabilidad nuestra. Y no dejes que Lacey te enrede. Sé que va a ser difícil para vosotras, pero yo haré todo lo posible porque estéis bien. Tendremos que seguir adelante. Siento muchísimo la situación. «Bah. ¡Cuántos clichés!», pensó. Después llamó a Lacey, que seguía tan desagradable como la noche anterior. –¿Has recapacitado? –le preguntó a su madre. –Me temo que vas a tener que acostumbrarte a la idea de que no voy a seguir casada con tu padre. La situación tardará un poco en resolverse, pero no tiene por qué afectarte tanto, Lacey. Es una cuestión entre tu padre y yo. –¿De verdad? ¿Y quién lo va a cuidar cuando sea viejo? –¿Y quién va a cuidar de mí, Lacey? ¿Tú? Porque las dos sabemos que no va a ser tu padre. Su hija tomó aire bruscamente, pero no dijo nada. –No importa –dijo Lauren–. Ya elegiré una buena residencia antes de necesitarla. Le he dado a tu padre veinticuatro años de mi vida, y a ti también. Como parece que a nadie le importa mucho si soy feliz, o quién va a cuidar de mí, ya me ocuparé yo de mí misma. Llámame cuando termines de echarme la culpa. –¿Cómo puedes hacer esto? ¿Cómo puedes destrozar así nuestra familia? –¿Yo? ¡Ya está bien, Lacey! ¡No hay más excusas! Tu padre siempre ha sido malo y cruel conmigo. Se terminó –dijo. Y colgó. Tenía muchas cosas que hacer, y echó a andar a buen ritmo por la calle principal. Necesitaba liberarse de la angustia. Se había despertado fresca y descansada, pero Lacey podía terminar con la paciencia de un santo. Estaba familiarizada con la zona, por supuesto, pero aquella mañana la vio con ojos nuevos. Un tendero estaba sacando frutas y verduras frescas, y le deseó buenos días. En la cafetería de enfrente había una cola de gente esperando para desayunar. La librería estaba abriendo sus puertas, como el banco y una oficina inmobiliaria. Paseó más o menos un kilómetro y medio y, después, volvió hacia el Starbucks para recoger su coche. Cuando llegó a casa, se encontraba mejor. Lo ocurrido con Lacey era otra parte de la realidad que iba a tener que aceptar. Aunque su hija mayor sabía que era muy difícil complacer a Brad y llevarse bien con él, había conseguido tenerlo en la palma de la mano. Cassie tenía razón; Lacey era su favorita. De repente, le compraba regalos que no le hacía a Cassie, y no eran regalos pequeños: un bolso de cuatrocientos dólares, o unos zapatos carísimos que veían en un escaparate. Lo que quería Lacey, Brad se lo daba. Era muy posible que, en el futuro, Lacey y Brad siguieran formando un núcleo familiar, y Cassie y ella se vieran excluidas. Le dolía, pero era una realidad. Por el contrario, Cassie no iba a sacrificar su relación con ella por mantenerse en contacto con su padre. Ella había tenido los ojos bien abiertos desde los siete años. Así que era en eso en lo que había fallado. No debería haberse quedado tanto tiempo con Brad. Debería haberle dejado la primera vez que la había pellizcado en los brazos. Con sus ingenuos intentos de arreglar su matrimonio y ocultar la maldad de su marido había cometido un error, y ese error podía costarle perder a una de sus hijas. Había permitido que Lacey se convirtiera en una persona caprichosa y egoísta, y que Cassie soportara el ambiente de maltrato que había en su familia. Tenía la sensación de que les había fallado a las dos. Sin embargo, también tenía la esperanza de que no fuera demasiado tarde para que ambas lo superaran. Fue a casa de Beth para recoger sus cosas. A pesar de sus problemas, tenía la sensación de que se había quitado una carga de encima. Por fin estaba empezando desde cero. Beth quería que se sentara con ella a desayunar, pero Lauren no podía quedarse quieta. Tenía muchas cosas que hacer. Rechazó la invitación con una sonrisa. –Vaya, debes de sentirte segura –dijo Beth–. ¿No intentó imponerte todo su dominio, como de costumbre? –No le hice caso –respondió ella–. Me va a hacer sufrir todo lo que pueda, pero ¿qué tiene eso de nuevo? Lo he desafiado. Está furioso. No me sorprende nada –dijo, y se rio–. Pasa a verme cuando tengas tiempo. Ya sabes dónde estoy. El teléfono empezó a sonar antes de que llegara a casa. Los muebles del dormitorio llegarían dentro de una hora. Después, las dos alfombras grandes para el salón. Luego las sillas y taburetes del comedor y la barra de la cocina. De repente, estaba muy ocupada, revisando las nuevas compras, desde lo más grande hasta las almohadas y los trapos de cocina. Llegó el electricista para revisar unos enchufes que no funcionaban correctamente. El dueño de la casa también pasó por allí para preguntarle si le gustaba cómo habían pintado algunas de las paredes. Y también recibió tres mensajes de texto iracundos de Brad: ¡Me han entregado la demanda de divorcio en la oficina!, decía el primero. ¿Quién va a recoger mis informes del servicio de transcripción? Y, su favorito, el tercero: ¡Vamos a cenar y a resolver esta situación! Ella respondió con calma a cada uno: Te avisé con tiempo, No lo sé y No, en ese orden. Después, a media mañana, cuando estaba rodeada de cajas, muebles nuevos y otros objetos, y ya empezaba a sentirse muy cansada de tanto trabajo, Beau entró por la puerta que ella había dejado abierta de par en par. Llevaba una caja de herramientas. –Hola –le dijo, mirando a su alrededor–. Vaya, parece que tienes mucho que hacer. Nunca se había puesto tan contenta de ver a alguien. Él había ido a instalarle las cerraduras de seguridad y las cámaras. Y ella tuvo ganas de darle un abrazo. Capítulo 7 Beau ayudó a Lauren a colocar la alfombra y los muebles del dormitorio, reforzó las cerraduras y colocó otras nuevas en las ventanas, e instaló la cámara de la entrada, que tenía una aplicación para poder ver en el teléfono móvil quién estaba llamando a la puerta. Mientras trabajaban, charlaron. Era exactamente lo que necesitaba. Aunque Beth y Chip la apoyaban todo lo posible, siempre eran muy cuidadosos porque temían que se derrumbara y volviera a casa, como había hecho antes. Beau mostraba una gran empatía con un detalle mejor: no andaba de puntillas. Le había dicho que iban a juzgarla y que iba a sentirse culpable. ¡Bum! Pasó el resto de la semana y del fin de semana siguiente instalándose. No fue demasiado complicado, porque tampoco tenía tantas cosas. Gastó un poco de dinero en velas, cestas, fotografías y mesitas apilables, en unos cuantos toques personales para ir haciendo más acogedora la casa. Y Beau pasó por allí en varias ocasiones. A finales de semana, le dijo: –Te llamaría para avisar, o te enviaría un mensaje de texto, pero no tengo tu número. Ella pensó que era seguro dárselo porque, de todos modos, nunca vacilaba a la hora de abrirle la puerta. Durante sus conversaciones, se enteró de que él mantenía a la familia y pagaba todos los gastos mensuales. Pamela pagaba solo sus gastos personales o ropa y artículos deportivos para sus hijos. Sin embargo, como presentaban la declaración de la renta conjunta, él sabía que ella tenía un buen sueldo y una cuenta de ahorros. –No es justo. –Me di cuenta a los pocos años –dijo él–. Así fue como pudo pagarse sus épocas de descanso del matrimonio, alquilar un buen piso y viajar. Así que yo abrí una cuenta de ahorro también y empecé con unos fondos universitarios para los chicos. No quiero ocultar nada, pero me gustaría nivelar el terreno de juego, porque sé que ella querrá la mitad de la casa y la mitad de mi negocio. –¿La mitad de tu negocio? –preguntó Lauren, horrorizada. –El divorcio es un juego muy duro, Lauren. Y yo he cometido bastantes errores por el camino. Debería habérselo pedido la última vez que se fue, de inmediato, antes de que se cansara de sus vacaciones. Seguramente, ni se habría inmutado. Estaba ocupada y quería librarse de mí. –Y yo debería haberme divorciado de Brad cuando las niñas eran pequeñas. –Pero no lo hiciste –dijo él. –Porque me amenazó con quitarme a mis hijas. Me dijo que no iba a conseguir nada, que él tenía dinero y que yo no. Que lucharía con todas las armas posibles, hasta que las niñas y yo nos muriéramos de hambre. Y yo me lo creí. Era joven, estaba casada con un hombre que conseguía todo lo que quería. Y luego hay otra cosa… Él frunció el ceño al ver que ella se quedaba callada, a modo de pregunta. –No quería que las niñas se criaran como Beth y como yo –dijo, mientras se sonrojaba de vergüenza–. Pero no sé en qué estaba pensando. En mi casa no éramos infelices. Nuestra madre y nuestros abuelos nos querían e hicieron todo lo posible por nosotras. Pero fue difícil. Apenas veíamos a nuestra madre porque ella tenía dos trabajos. Yo pensé que Brad no podía darnos amor y felicidad, pero podía mantenernos –dijo con un suspiro–. Fui una tonta e hice un trato con el diablo. Aquel era el tipo de verdades que se contaban el uno al otro. Lauren se preguntó qué tipo de cosas personales estaría guardándose Beau, porque ella apenas estaba pasando de la superficie en las cosas que le contaba a él. Se sentía cómoda haciendo públicas muy pocas cosas, y eso era lo único que le estaba contando. Para ella, el divorcio estaba siendo como un campo de minas. Brad le enviaba mensajes varias veces al día, acosándola o tratando de engatusarla, o exigiéndole que se encargara de sus recados. Ella dejó de responderle, pero conservó todos los mensajes en el teléfono. Volvió al trabajo la semana siguiente, y les contó a su supervisora y a la mayoría de sus compañeros qué tal había ido la mudanza, y que su nueva casa estaba bastante más cerca de la empresa. Se sorprendió al ver su amable respuesta, porque no esperaba que fueran tan comprensivos. Bea, la directora del departamento y su supervisora inmediata, le preguntó si tenía un buen abogado y le dijo que si podía apoyarla en algo, que la avisara. Pensó que sería buena idea ponerse en contacto con Sylvie Emerson. La llamó y quedaron para comer el domingo, las dos solas, en la preciosa casa que Sylvie y Andy tenían en Nob Hill. –Andy va a jugar al golf, así que no nos molestará. Ojalá no fuera a jugar con Brad. Le llevó un geranio rojo en un bonito tiesto y se sentó con ella en la mesa del patio, rodeada de plantas, arbustos y flores. No era un jardín demasiado grande, puesto que se trataba de una casa urbana, pero tenía un precioso diseño, con muchos muebles de exterior y una chimenea de ladrillo. Lauren supuso que el matrimonio recibía allí a muchos invitados. Después de tomar una taza de café y un poco de fruta, Lauren le dio la noticia. –Tengo que contarte una cosa. Ahora ya es oficial. Brad y yo nos vamos a divorciar. Sylvie dio un jadeo. –Oh, Dios mío. ¿Estás bien? –Sí, estoy bien. Sylvie, he sido yo la que ha pedido el divorcio. Y no es algo prematuro. Pero sé que Andy y Brad son buenos amigos y, si eso supone que tú no vas a estar cómoda siendo amiga mía, lo entenderé. No quiero ponerte en medio de todo esto. Es un lío. –¿No ser amiga tuya por un divorcio difícil? Tonterías. Conozco a Brad desde hace quince años y lo considero más un socio de negocios de Andy que un amigo. Ha sido de gran ayuda con los asuntos médicos. Brad movería montañas por conseguirle a cualquiera de nuestros familiares o amigos una cita médica rápida, por ejemplo, y se lo agradecemos mucho. Y, por supuesto, estamos muy agradecidos de cualquier cosa que haga a favor de la fundación. Pero, Lauren, no somos amigos. Brad le hace favores a Andy, y Andy lo invita a su club o a su barco cuando sale a navegar con sus amigos. Es una relación de negocios. No como nuestra relación, que es personal. Si necesitas algo, cualquier cosa, ¡espero que vengas a verme! Yo no he llegado donde estoy ahora teniendo miedo de los líos o de las cosas difíciles. –Eres increíble –le dijo Lauren. –Tú y yo tenemos que vernos más –respondió Sylvie, y sonrió–. Me imagino que eso sacará a Brad de sus casillas… –Brad os tiene mucho afecto a Andy y a ti –dijo Lauren, con cierto nerviosismo. Sylvie levantó la tapa de una fuente de plata y descubrió una tortilla de queso y varias tostadas. Tomó el plato de Lauren y empezó a servirle. –Querida, conozco a muchos hombres como Brad. Se le ve de lejos… –¿Eh? –preguntó Lauren. –A mí me parece que a Brad le gusta relacionarse con gente a la que considera importante. Se le cae la baba cuando le presentas a alguien que le parece importante. O tal vez le esté juzgando con dureza… Tal vez le guste relacionarse con Andy porque Andy hace muchas cosas por la comunidad. De cualquier forma, lo que está claro es que Brad no es un hombre fácil. –¿Y por qué te has dado cuenta? –le preguntó Lauren, con curiosidad. Sylvie terminó de servir a Lauren y comenzó a servirse la tortilla en su plato. –Voy a ser sincera, pero tienes que guardarme el secreto. –Oh, créeme, no voy a ir a hablar con Brad. Y nunca diría nada a nadie que pudiera perjudicarte. –Bueno, pues es muy sencillo. Lo conozco desde hace quince años, pero me di cuenta desde el principio. No es bueno con nadie a quien considere por debajo de él. Es impaciente con los camareros, con los mozos, con los jardineros, con los camareros, los trabajadores. Andy se pagó los estudios trabajando en los muebles. Montó su primera empresa con una subvención estatal. No creo que Brad se hubiera fijado mucho en él en aquellos tiempos. ¿Y tú? –La familia de Brad era muy rica –dijo Lauren–. Él tuvo muchos privilegios… –Yo tampoco provengo de una familia adinerada. Trabajé de camarera y de profesora. Los dos trabajamos mucho. Nuestros hijos tuvieron trabajos durante el instituto. Es cierto que, últimamente, hemos tenido mucha suerte, pero es bastante nuevo para nosotros. Eso explica que Andy esté tan interesado por los menos afortunados. ¿Últimamente? Ella no recordaba un tiempo en que los Emerson no fueran muy influyentes en San Francisco. Sin embargo, el matrimonio tenía más de setenta años; tenían un hijo de la misma edad que ella. –Acuérdate siempre de esto, cariño: hay que juzgar a la gente por cómo trata al más importante y al menos importante de la sala. Eso te dirá todo lo que necesitas saber de una persona. Durante un rato, mientras comían, Sylvie le habló de los primeros años de su matrimonio, cuando sus hijos eran pequeños y los tiempos eran difíciles. A veces, daba miedo. Si uno de sus hijos enfermaba, temían los gastos médicos y, además, debían organizarse para cuidar de él de modo que los dos pudieran trabajar. Pero, al final, cuando los niños ya habían cumplido los veinte años, la empresa de Andy empezó a ir muy bien y salió a bolsa, donde obtuvo tantos beneficios que superó sus mejores expectativas. Después, Andy la vendió y fundó una nueva empresa, que también fue un éxito. Pero ni Sylvie, ni su marido ni sus hijos habían olvidado los años difíciles. Lauren le habló un poco de su juventud y de lo increíble que le pareció el hecho de que un cirujano joven y con una brillante carrera profesional quisiera casarse con ella. Sin embargo, los primeros años de matrimonio con las dos niñas no fueron fáciles. Brad siempre estaba ocupado, siempre de guardia. Salía muy temprano de casa y volvía tarde. Él fue muy exigente desde el primer día, pero ella nunca había pensado que la vida al lado de un cirujano fuera a ser fácil. La comida duró más de dos horas. Después, Lauren dijo que debía marcharse ya para dejar que Sylvie continuara con sus obligaciones. –Me gustaría que reserváramos ahora mismo otro día para comer juntas –dijo Sylvie–. ¿Tienes tu agenda? –Sí –respondió Lauren, y sacó el teléfono móvil. –¿Dentro de dos semanas? ¿Tres? ¿Te viene bien un domingo? A mí sí. Mi familia no suele venir de visita hasta por la tarde. –Me encantaría, Sylvie, pero… ¿cómo estás tan segura de que puedes confiar en mí, creer todo lo que te he contado? –Conozco a Brad desde hace mucho. Y también te conozco a ti. Creo que estoy en lo cierto con respecto a ti. Y, cuando tus amigos salgan corriendo a esconderse, puedes contar conmigo. Bueno, entonces, ¿dentro de dos semanas? –Perfecto –dijo Lauren, sonriendo. En la tercera semana de su nueva vida de separada, tenía un par de estanterías nuevas para montar en la pared, y esperó con impaciencia a que Beau pasara a verla. Él le envió un mensaje el jueves y le preguntó si podía ir a verla, o si prefería quedar en algún sitio para tomar una copa de vino. Ella le respondió que, si la ayudaba a colgar las estanterías, le invitaría encantada a esa copa de vino. Lo había conocido en marzo, y no le había dicho a nadie, ni siquiera a Beth, que tenía una nueva amistad y que era un hombre. Temía que los demás pensaran que todavía no había firmado el divorcio y ya estaba buscando a un hombre mejor. La gente creería eso, sobre todo, si conocían a Beau. Era casi agosto y, hasta el momento, la separación no había sido tan traumática. Era como si estuviera preparada para cualquier cosa que pudiera hacer Brad. Él no estaba pagando ninguna manutención durante aquel periodo de separación, y se había negado a pagar la universidad de Cassie. –No te preocupes, mamá –le dijo a Lauren, valientemente–. Voy a pedir un préstamo de estudios mientras se resuelve la situación. La mayoría de los estudiantes de Derecho están endeudados. Lacey todavía estaba enfadada con ella y, aunque eso la entristecía, estaba soportando bastante bien el distanciamiento. Lacey estaba en su derecho. No lloraba por las noches. Por el contrario, se estremecía al pensar cómo seguiría siendo su vida si se hubiera quedado con Brad. Después de que colgaran las estanterías, Beau y ella fueron a un restaurante del barrio a cenar. Hablaron de sus semanas laborales, de sus hijos, de sus divorcios. Beau le contó que Michael iba recuperándose poco a poco. Pamela estaba pasando un poco más de tiempo con sus hijos últimamente. –Estoy tan hastiado, que creo que lo hace para intentar parar el divorcio porque no tiene nada mejor en perspectiva. Ojalá no fuera así. Preferiría pensar que es por verdadero amor hacia sus hijos… –Y Lacey ha dicho que tal vez fuera a vivir a la casa familiar. Se lo está pensando. Seguramente, para consolar a su pobre padre y defenderlo de la malvada bruja que lo ha abandonado y quiere robarle todo el dinero. Tú no eres el único que se siente hastiado. Aunque parecía que no podían evitar el tema de sus divorcios, hablaron sobre más cosas: sobre su infancia, sobre la escuela secundaria y la universidad. Aunque se habían criado sin demasiados lujos, ambos habían tenido amigos y recordaban buenos momentos. –Salvo el hecho de que mi padre nos abandonara. Mis abuelos estaban vivos en aquel entonces, así que sí tenía una familia –dijo Lauren. –Yo no sé qué habría hecho sin mi padre –dijo Beau–. Dos niños y dos niñas, y vivíamos en dos habitaciones y media. Mi padre trabajaba todo el tiempo y, cuando no teníamos colegio, mi hermano y yo íbamos con él. Mi madre era limpiadora y mis hermanas también la ayudaban cuando podían. Pero mis padres tenían muy buen carácter, siempre fueron buenos. Siempre se han sentido agradecidos por lo que tenían, la salud, la familia, la energía necesaria para trabajar. Cuánto trabajaban… –Eso explica tu carácter. –¿A qué te refieres? –A cómo has tratado a tus hijos, cómo has conseguido que no se metieran en líos, cómo has mantenido tu casa y tu familia aunque tu mujer te dejara solo una y otra vez… –¿Y tú? ¿De dónde sacas tú esa fortaleza? ¿Qué es lo que te empuja hacia delante? –Bueno, creo que, sin duda, mis hijas. Seguro que sigo los pasos de mi madre, aunque con un poco más de torpeza. –¿Por qué dices eso? –Mi madre sufrió el abandono de su marido. Él se fue y nunca volvió, y ella no sabía si estaba vivo o muerto, y tampoco le importaba. Fue muy duro ser madre soltera, pero nunca habría soportado la mezquindad de Brad y, cuando me hablaba de ello, me lo decía con claridad. Era guapa, equilibrada, fuerte, inteligente… Murió en un accidente de tráfico hace dos años. Tenía setenta y uno y era muy vital. Comparada con mi madre y con mi hermana, soy una cobarde. No estoy orgullosa de haberme dejado dominar y maltratar tantos años. –Mira, todos hacemos lo que podemos. Yo soy fuerte y me considero listo, pero Pam también me ha tratado mal. Después, hablaron de sus asignaturas preferidas en la universidad, y de lo que tenían pensado hacer en su nueva vida. –Respirar hondo –dijo Lauren–. Salir a pasear y a desayunar fuera y, algunas veces, salir a cenar. Voy a volver a tener un club de lectura. Hace años estuve en uno y me encantaba, me caían muy bien todos sus miembros, pero era demasiado para mi horario y tuve que dejarlo. Beau le contó la historia de su amistad con Tim, y de los líos en los que se habían metido de pequeños. Ambos habían ido a un colegio católico, por supuesto, pero él había tenido una beca. Una vez, habían puesto una rana en la mesa de la hermana Theresa, pero habían descubierto que la hermana Theresa controlaba a las ranas como una experta. A Tim lo habían pillado robando en una tienda una vez y lo habían obligado a pedirle perdón al dueño. También faltaban mucho a clase cuando estaban en el instituto. –Es demasiado guapo como para ser cura –dijo ella. –Si lo hubieras visto con las chicas en el instituto, no darías crédito a que le permitieran ser sacerdote. Nadie sabía su secreto, pero él siempre tuvo la intención de ser cura. Pero eso no le impidió averiguar aquello a lo que iba a tener que renunciar. –¿De verdad? –preguntó ella, sonriendo. –Sí, de verdad. Lo averiguó mucho antes que yo. Cuando Beau la estaba acompañando a casa, iban riéndose. Se despidieron todavía de día, en la entrada, y él se marchó en su coche. Ella cerró la puerta y se apoyó en ella, con un suspiro. –Espero que esto sea lo que voy a hacer siempre en mi nueva vida –murmuró. Decidió que no iba a hablarle a nadie de Beau hasta que los dos hubieran dejado atrás el divorcio. Fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua fría de la nevera y, entonces, su teléfono móvil sonó para avisarla de que alguien se había acercado a la entrada de casa. ¿Beau había vuelto tan pronto? Alguien llamó al timbre y ella miró su móvil. No era Beau, sino Brad, quien había llamado a la puerta. Por desgracia, ella todavía no había cerrado con llave. Guardó el teléfono y se acercó. –¿Qué quieres, Brad? –le preguntó. Él aporreó la puerta. –Abre, Lauren. –No es buen momento. Sin embargo, él abrió sin esperar su permiso y entró hecho una furia. –Así que no se trata de nuestro matrimonio, sino de otro hombre – le espetó. –¿De qué estás hablando? –preguntó ella. –Te he visto. ¡Estabas con un hombre! Pobre Brad. Estaba tan centrado en sí mismo que ni siquiera había reconocido a Beau, a quien ya conocía. Ella frunció el ceño y retrocedió. –Es un vecino, Brad. Me ha ayudado a colgar unas estanterías y le he invitado a una cerveza en el pub de aquí al lado. –Pues a mí me parece que estabais muy acaramelados para que solo fuera un vecino –dijo él, acercándose rápidamente a ella. –Estás loco. No es nada de eso en absoluto. Ha sido… Con la rapidez de un rayo, él le pegó un fuerte pellizco en el brazo. –¡Ay! ¡No hagas eso! Pero él le pellizcó también el otro brazo. –¡Para! –gritó ella, y trató de apartarle las manos. Él la agarró de las muñecas. –¡La estupidez más grande que puedes hacer es mentirme! –¡Sal de aquí, o llamo a la policía! Él se rio de ella. –¿Y qué mano vas a usar, Lauren? Ya sabes que nadie te cree porque eres una mentirosa y tienes delirios. –¡Me estás haciendo daño! ¡Suéltame! Él la zarandeó. –Te vas a arrepentir. Entonces, soltó una de las manos y le abofeteó ambas mejillas. Y, para horror de Lauren, le dio un puñetazo en el ojo derecho. Ella se desplomó y, al caer, se golpeó la cabeza con el borde de la encimera. Cuando estaba en el suelo, él le dijo: –No eres más que una fulana. Y le dio una patada en la cara. Ella trató de protegerse con las manos, pero notó un gran dolor en los dientes. Después, perdió el conocimiento. Pensó que había sido algo momentáneo. Abrió un ojo y vio que la puerta estaba abierta de par en par. Se miró las manos y se dio cuenta de que las tenía llenas de sangre. Vio que se estaba poniendo el sol. Trató de ponerse de pie, pero le dolía todo y tenía el sabor metálico de la sangre en la boca. Lentamente, fue al sofá con el teléfono móvil. Tenía que sentarse. Brad nunca había hecho nada parecido. La había pellizcado, humillado, zancadilleado, insultado, pero nunca la había pateado. Sin embargo, Cassie le había hecho ver que había evaluado mal lo que era el maltrato físico. ¿Cuál era el límite de lo que debía tolerar una persona? Marcó el 911. –Emergencias –dijo el operador. –Ayuda –dijo ella, escupiendo sangre–. Me han agredido. Tuvo que dar la dirección tres veces, porque no conseguía pronunciar las palabras. –¿Necesita una ambulancia? –No lo sé. Necesito a la policía. Y tal vez asistencia médica… –¿El agresor todavía está en la casa? –Me parece que no. Creo que he perdido el conocimiento. Me dio una patada en la boca. –La ayuda está en camino, señora. No cuelgue, quédese en línea conmigo hasta que lleguen… –¿Cree que iba a matarme? Yo creo que iba a matarme… –Quédese conmigo… –Me voy a desmayar… –Aguante… Dentro de un momento va a oír las sirenas. Avíseme en cuanto las oiga… La policía y la ambulancia llegaron casi al mismo tiempo. Ella intentó imaginarse todas las luces intermitentes iluminando su tranquila calle. El médico la examinó y le dio una bolsa de hielo, y uno de los policías le preguntó si sabía quién era el agresor. –Mi marido –dijo ella, arrastrando las palabras–. El doctor Brad Delaney. Estamos separados. Él vive en Mill Valley. Está furioso. –Y que lo diga –murmuró el médico–. Voy a ponerle una vía por si necesita medicamentos. Vamos a ingresarla… –¿Es necesario? Estoy empezando a sentirme mejor… –No hay motivos para correr riesgos con una lesión en la cabeza. Y creo que deberíamos comprobar si tiene daños en los huesos faciales. –Siento un poco flojos los dientes –dijo ella–. ¿Los tengo todos? ¿Hay alguno roto? –Creo que los conservará todos, pero tiene que ir a Urgencias. –Señora –dijo el policía–. ¿Hay algún testigo de esta agresión? Ella le mostró el teléfono móvil, y él reconoció lo que le estaba enseñando, la cámara y el altavoz del timbre. La puerta se había quedado abierta y se habían grabado los rugidos y las amenazas de Brad, y sus ruegos para que la soltara. Se oía perfectamente cómo la estaba pegando. Las imágenes y el audio durarían aún siete días, y podía guardarlas en aquel momento. Típico de Brad. En Mill Valley tenían un circuito de seguridad, pero no se le habría pasado por la cabeza que ella hubiera instalado uno en su nueva casa. Él pensaba que no se iba a enterar nadie… –Creo que vamos a quedarnos con este teléfono… –le dijo el policía. –No, por favor –respondió ella–. Pueden obtener todas las pruebas que quieran de él, pero lo necesito. Es el único medio con el que puedo localizar a la gente que me va a ayudar en este momento, y en la casa aún no hay teléfono fijo. Puedo enviarles por correo electrónico el audio y la grabación ahora mismo. –Sería una gran ayuda para ir a detener a su marido. –¿Qué van a hacer con él? –Va a ir a la cárcel, señora. Hay dos delitos por los que es obligatorio pasar, como mínimo, doce horas en una celda: conducir bajo los efectos del alcohol o los estupefacientes y la violencia de género. En un caso, para que el delincuente pueda recuperar la sobriedad y dejar de ser un peligro en la carretera y, en el otro caso, para que se puedan organizar medidas de seguridad alrededor de la víctima. –Entonces, ¿va a estar en la cárcel toda la noche? –Puedo asegurárselo –le dijo el oficial más joven. –¿Aunque sea un cirujano rico con un montón de abogados? –Sí. –Tenga –dijo Lauren–. Envíese esto por correo usted mismo. –¿No va a rogarme que le deje en paz? –le preguntó el policía. –No. Métalo en la cárcel. –¿Qué sucede? –preguntó Beau, desde la puerta–. ¿Qué demonios? ¿Dónde está Lauren? ¡Lauren! Ella ya estaba en la camilla, sentada, sujetándose un paquete de hielo contra la mejilla. Beau se abrió paso entre los médicos y los dos policías lo agarraron de los brazos para que no se acercara. –¡Suéltenme! ¿Qué le ha ocurrido? Lauren bajó la bolsa de hielo. –Dios –dijo, mirándola con espanto. –Pueden soltarlo –balbuceó ella–. Es un vecino y un amigo. Él se acercó corriendo. –¿Qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto? –le preguntó, en voz baja. –Creo que ya lo sabes. Beau siguió a la ambulancia hasta el hospital, y estuvo paseándose por la sala de espera mientras los médicos trataban a Lauren. Ella estuvo en Urgencias durante tres horas, con una bolsa de hielo pegada a la boca y a la mejilla. Le habían dado puntos de sutura en el interior de la boca, porque los dientes le habían hecho un corte en el labio, y tenía la sensación de estar inflamada del cuello hacia arriba. El escáner mostró que no tenía fracturas en el cráneo ni en los huesos de la cara. Casi a medianoche, uno de los policías que había estado en su casa llegó a Urgencias. Habló en voz baja con el médico y después se acercó a su cama. Ella estaba sentada, porque quería escapar de allí en cuanto estuviera terminado el papeleo del seguro. –Bueno, me han dicho que se va a poner usted bien –dijo el policía–. ¿Va a poner unas cerraduras mejores? –Son buenas –balbuceó ella. –Su marido ha sido detenido y está bajo custodia, pero ¿tiene usted algún sitio donde quedarse, o alguien que pueda quedarse con usted? –Me voy a casa. Es obvio que mi marido no va a volver. Estoy agotada. –Ese hombre que está en la sala de espera, ¿puede confiar en él? –Es un vecino mío. Lo conozco desde hace pocos meses, pero siempre ha sido muy amable y me ha ayudado. ¿Sigue ahí? –Supongo que está esperando para poder verla y llevarla a casa. –Es un detalle por su parte. Si él quiere irse ya, puedo tomar un taxi. –Yo preferiría que no se quedara usted sola. Su marido es un buen elemento. Intentó convencernos de que usted se hizo esto a sí misma. El problema con esa historia es que, cuando lo encontramos, estaba poniéndose hielo en la mano. A ella se le escapó un resoplido. –Sus preciosas manos, aseguradas por millones de dólares… –Y también está la grabación. Así que intentó alegar que fue su novio. –Yo no tengo novio. El hombre que está en la sala de espera es un amigo nuevo. Lo conocí en la iglesia. –En la grabación se reconoce la voz de su marido. ¿No hay nadie que pueda quedarse con usted? Debería llamar a algún familiar. Con estas lesiones de traumatología, quizá llegue a casa y se arrepienta de estar sola, y el médico dice que no puede conducir, como mínimo, hasta dentro de veinticuatro horas. –Estoy de acuerdo –dijo el médico, apartando la cortina del cubículo con una tablilla en las manos–. La dejaría ingresada esta noche, pero no es absolutamente necesario y los hospitales no son lo más cómodo del mundo. Para empezar, hay ruido. –Quiero dormir en mi cama. –Pues llame a alguien –dijo el policía–. Alguien que pueda llevarla a casa y ayudarla a acostarse. Tiene que haber alguien… –El vecino dice que la va a llevar y se va a quedar con ella hasta que esté bien instalada. Y vive a pocas manzanas, así que, si necesita ayuda, puede llamarlo. ¿Eso le parece bien, señora Delaney? –dijo el médico. Ella asintió. –No quiero llamar a mi hermana ni a mi hija tan tarde. Debo de tener un aspecto horrible. Ni siquiera me he visto. El médico abrió un cajón, sacó un espejo de mano y se lo entregó. Lauren se miró. Tenía el labio muy hinchado y la cara deformada. Un pómulo hinchado, el ojo inflamado y negro y la blusa llena de sangre y saliva. Estuvo a punto de desmayarse, y el médico y el policía tuvieron que sujetarla para que no se cayera de la cama. –Oh, Dios mío –murmuró–. Mi hermana se quedaría aterrorizada. Y su marido es policía. Él se volvería loco. –¿Es policía? ¿Dónde? –Oakland. Chip Shaughnessy. –Lo conozco. Un buen tipo. ¿Quiere que lo llame? –¿De veras quiere poner a prueba su capacidad de control? El médico le dio un trapo limpio, porque, al hablar, se le caía una saliva de color rosado. No quería que Beth y Chip la vieran así. Su hermana ya odiaba lo suficiente a Brad, y ella no necesitaba que Beth despotricara aún más sobre él. Y su cuñado, el tranquilo y buena persona… ¿Para qué iba a tentar al destino? Si perdía los nervios, tal vez fuera a darle una paliza a Brad y, aunque sería muy satisfactorio, no quería arriesgarse a que fuera Chip el que acabara en la cárcel. –Beau puede llevarme a casa –dijo–. Es digno de confianza y muy buena persona. ¿Mi teléfono? –Está en su bolso –dijo el policía, y le entregó el bolso que había ido con ella al hospital. Sacó el teléfono y le envió un mensaje a Beau preguntándole si seguía allí y si podía acercarla a casa. Él le dijo que iba a ir a buscar el coche al aparcamiento y lo acercaría a la salida del edificio para recogerla. –Él me llevará a casa –le dijo Lauren al policía–. Va a acercar el coche. Cuando Beau entró en la sala de Urgencias, al verla, entrecerró los ojos y apretó los dientes. –¿Te duele mucho? –le preguntó. –No mucho, pero me duele toda la cara. No sé si él quería que se me notara tanto. –Tenemos que llevarte a un lugar seguro. –A mi casa, por favor. Déjame con la puerta cerrada con llave y con la bolsa de hielo. Él no va a volver, por lo menos, esta noche. –¿Cómo lo sabes? –La policía me dijo que va a pasar toda la noche en la cárcel. Mañana hablaré con mi abogada. Creo que ya no vamos a seguir con las negociaciones amistosas. ¿A ti qué te parece? –Te voy a llevar a casa –dijo Beau–. ¿Tienes pastillas para dormir? Yo me quedo en el sofá, como precaución. –No, no se pueden tomar pastillas para dormir cuando hay riesgo de conmoción cerebral –le explicó ella–. Pero quiero dormir en mi cama. En este momento no tengo miedo –dijo, y se limpió suavemente los labios–. Debería haber cerrado la puerta con llave inmediatamente, pero todavía había luz, y lo vi en el monitor. Le dije que no era un buen momento para visitas. Si la puerta hubiera estado cerrada con llave… El médico le tendió la mano a Beau. –Soy el doctor Kraemer. Usted va a acompañarla a casa, ¿no es así? –Sí, doctor. Me quedaré con ella esta noche. ¿Hay algo que deba hacer? –Sí. Manténgase alerta para detectar cualquier señal de desorientación, náuseas, vómitos o pérdida de conocimiento… El escáner fue negativo, pero no debemos dejar de observar. Si se duerme, no la despierte. Si se desmaya y no vuelve en sí, llame a Urgencias. El médico miró a Lauren. –¿Qué tal la cabeza? –Me siento como si me hubiera pateado una mula. –Es lo que le ha ocurrido. Aquí tiene unas cuantas tarjetas: la de un refugio, la del departamento para víctimas del maltrato de servicios sociales, la del teniente Sanders, del Departamento de Policía… Por favor, pida cita con su médico de cabecera. Ella se echó a reír. –Mi marido es médico. Es cirujano. –Si no tiene a quién llamar, vuelva a Urgencias y yo le quitaré los puntos dentro de una semana. Aquí tiene también mi tarjeta. Ya sé cómo va esto: cuando hay un médico en la familia, o se le deja llevar todos los asuntos médicos, o lo hace uno de sus amigos. No haga eso, Lauren. Es evidente que corre peligro. –Es muy conocido –dijo ella. –Sí, lo sé. Nunca me cayó bien. Ahora, cuídese y llámenos si nos necesita. –Vamos –dijo Beau, y la tomó de la mano–. En diez minutos estarás en casa. –Te lo agradezco muchísimo –dijo ella, con la toalla en la barbilla–. ¿Cómo es que viste el jaleo que había en mi casa? –Fui al mercado a comprar leche y pan y, al salir, vi a la policía y la ambulancia delante del edificio. Me llevé un susto de muerte. –Yo también –dijo ella, mientras se encaminaban hacia el coche. –Te ayudo a subir al asiento. Dame la toalla y la bolsa de hielo. –No quiero que toques esto… –Dámelo –le dijo él–. Agárrate a la manija. Despacio. Beau condujo con mucho cuidado hasta la casa. Al seguirla hasta el hospital, se había involucrado aún más en su vida. Sabía que aquel tipo de vínculo iba a dificultarles más la situación; los dos se preguntarían si era por la vulnerabilidad o por pura atracción. Pero no le importaba, y eso era lo más peligroso. Era lo mismo que le había ocurrido con Pamela: ella lo necesitaba. Aquello no era un sentimiento ideal para conformar una relación y, sin embargo, a pesar de su historia pasada, quería que Lauren lo viera como un héroe. Pero en todo aquello había un elemento nuevo: a Pamela nunca la habían pegado. La habían engañado y abandonado dos hombres, pero nadie le había dado un puñetazo. –Ya hemos llegado –le dijo a Lauren–. ¿Estás bien? –Umm… claro. –Voy a rodear el coche para ayudarte a bajar. Un momento. ¿Tienes las llaves en tu coche? –Sí –dijo Lauren. Abrió la puerta de su asiento, y añadió–: Ya puedo valerme yo. Voy a estar bien. Tú vete a casa y descansa. –Voy a ayudarte a entrar en casa y acostarte. ¿Tienes alguna bolsa de guisantes congelados? –Pues sí. –Entonces, ponte ropa limpia, un pijama o lo que sea. ¿Necesitas ayuda? –No, puedo sola. No me apetece que me veas en ropa interior. –Puedo hacer eso sin pensar que estás flirteando –bromeó él. Entraron en casa y ella fue hacia el dormitorio. Cerró la puerta. Él llamó a Drew. –Te he despertado, hijo. Lo siento. –¿Va todo bien? –Sí y no. Mi amiga ha tenido un accidente y necesitaba que la trajeran a casa desde Urgencias. Está muy magullada y han tenido que darle puntos de sutura. Solo quería avisarte de que me voy a quedar aquí para cerciorarme de que está bien esta noche. Vive sola, y hoy no tiene a nadie que la cuide, así que voy a dormir en su sofá. –¿Y tú? ¿Estás bien? –le preguntó Drew. –Sí, pero el médico de urgencias me dijo que prestara atención a algunas cosas por las que ella debería volver al hospital inmediatamente, así que no creo que deba dejarla sola. Tú vas a estar bien solo, ¿no? –Sí, papá, ya he dormido solo otras veces. Trabajo mañana por la mañana. Llámame para decirme que todo va bien. –Claro. Tú descansa, hijo. Tengo el teléfono encendido por si necesitas algo. Estoy muy cerca de casa. Cuando colgó, encontró la bolsa de guisantes congelados y sacó un paño de cocina de un cajón. A los pocos minutos, Lauren salió de su dormitorio con un pijama de flores de manga larga. –Vamos –le dijo, e hizo que se diera la vuelta para volver al dormitorio–. Ponte cómoda y te doy un pequeño masaje en los hombros. Te garantizo que te vas a relajar… –No tienes por qué, de verdad –dijo ella. –Ya lo sé. Pero estoy aquí y no me voy a marchar. Cuando te pongas a roncar, me iré al sofá. Pero deja que te dé el masaje, no te arrepentirás. La ayudó a tumbarse de costado, con la cabeza elevada debido a la inflamación, con los guisantes en equilibrio sobre el labio y la mejilla. Se quitó los zapatos y se sentó en la cama, tras ella. Empezó a masajearle suavemente los hombros y el cuello. –Creo que no vas a poder ir a trabajar durante unos días. Está claro que no puedes grabar ningún vídeo de cocina. La buena noticia es que la inflamación bajará en un par de días y podrás disimular los moratones con maquillaje. O puedes decir que has tenido un pequeño accidente de tráfico… o que te has tropezado y te has caído… O puedes decir la verdad. Cualquiera que pegue a su mujer es un ser peligroso. –Tiene a mucha gente engañada –susurró ella. –Al médico de Urgencias no –replicó Beau–. ¿Él podría estropear su reputación? –No. Hay leyes de protección de la privacidad. –Es una lástima. Pero, bueno, ahora sí que está hundido. Si pensaba que había alguna posibilidad de recuperar su matrimonio, es imposible. –Creo que ahora ya lo sabe. Al darse cuenta de que era el final de verdad, vino a dejarme un recordatorio de lo cruel que puede llegar a ser. –¿Han sido así los veinticuatro años, Lauren? Ella suspiró. –Como en muchos matrimonios con problemas, también hubo momentos que no fueron tan horribles. Pero, cuando vives con alguien cuya misión en la vida es controlarlo todo, incluso los momentos buenos son agridulces. –Eso va a cambiar. Por el momento, vamos a concentrarnos en que concilies el sueño –dijo él, mientras seguía masajeándola suavemente–. Si piensas en algo, piensa que ha habido un punto de inflexión y que, a partir de ahora, solo vas a aceptar el mejor de los tratos. Eres una persona buena y hermosa, y nadie tiene derecho a tratarte como si no lo fueras. Y me refiero a todo el mundo, no solo a tu exmarido. Ahora tienes opciones. –Punto de inflexión –repitió ella. –Vas hacia una vida mejor. –No creo que vaya a ser tan fácil. –Puede que no sea fácil, pero va a ser mucho mejor. No puedes vivir con una persona como esa acosándote todo el tiempo. Mañana hablaremos de los detalles… Ella suspiró suavemente y empezó a relajarse y a quedarse dormida. Entonces, se sobresaltó y se despertó. –Shh –dijo él–. No pasa nada. –No tienes que quedarte. –Voy a cerrar la puerta –dijo él–. Confía en mí. Se tendió tras ella y posó una mano, con ligereza, sobre su cintura. –No te voy a dejar sola, Lauren. Estoy aquí por si necesitas a alguien, por si tienes miedo o si te duele la cabeza, por si necesitas una bolsa de hielo nueva. –No debería dejar que te quedes. –Pero no pasa nada si quieres que lo haga –susurró él–. Y yo sí quiero quedarme. No te preocupes, no voy a cruzar ninguna línea. –Con el labio así, voy a roncar… –Entonces harás un dueto con mis ronquidos… –Alguna gente diría que esto es una aventura… Él se echó a reír. –¿Y qué dirían que es lo que te ha pasado en la cara? Vamos, relájate. Puedes sentirte segura. Si eso es una aventura, creo que deberías tenerlas más a menudo. –Sí –dijo ella–. Debería. Nunca lo había hecho. Capítulo 8 Beau le pidió a su secretaria, Cheryl, que cambiara su cita de aquella mañana. Solo tenía una, y era para revisar unos planos. Le dijo que tenía que solucionar un asunto personal que le había surgido de repente, y Cheryl no le hizo ninguna pregunta. Después, Lauren llamó a su supervisora y le dijo que se había caído y que tenía un ojo morado y el labio partido, y que necesitaba un par de días libres para que le bajara la hinchazón. Añadió que le habían dado el alta en el hospital, pero que, como le habían dado puntos de sutura, todavía sentía dolor. Él preparó un desayuno ligero para ella y metió la bolsa de guisantes en el congelador. Lauren se sentía un poco mejor, pero tenía peor aspecto. Los hematomas se intensificaron y todavía tenía el labio muy hinchado. Él se empeñó en que se hiciera una fotografía. –Ya me las hizo la policía –dijo ella. –Pero hazte una para ti –dijo él–. Puede que la necesites. Envíasela por correo electrónico a tu abogada. Deberías plantearte pedir una orden de alejamiento. –¿Para qué? ¿Para poder enseñarle un papel cuando venga por mí? –No. Se me ha ocurrido una idea mejor. Ahora vengo. Fue a su coche y volvió con un bate de béisbol. –Por suerte, no limpio a menudo el maletero del coche. Esto lleva en la caja de almacenaje desde la primavera pasada. Si él viene y consigue volver a entrar, primero llama a la policía y, después, empieza a mover el bate. –Espero que la policía llegue antes –dijo ella–. Yo no puedo levantar el bate. –Bueno, si ocurre algo más, despídete de él, porque será imposible no matarlo. Y, de veras, no me gustaría nada tener que matar a un hombre, aunque sea malo. No soy un luchador. Voy al supermercado a buscar sopa, huevos, yogur, helado… Esas cosas. He revisado tu nevera y necesitas alimentos blandos. –De verdad, estás yendo más allá de lo que… –Y me alegro –dijo él–. Tienes que hablar con tu familia enseguida. Con tus dos hijas. Enséñales lo que te ha pasado por desafiar a tu marido. Si tienes que dar explicaciones, cosa que no debería suceder, ese comportamiento no sería algo normal. Y ellas también deberían tener cuidado con él. Si te ha atacado a ti… –Ya lo sé, ya lo sé. Mira, yo puedo hacer la compra por internet y pedir que me lo envíen. –Si no quieres que me quede más, solo tienes que decirlo. Pero no sé si te apetece que el chico del reparto te vea así hoy. Ella bajó la cabeza. Él le alzó la barbilla con un dedo. –Lauren, no es culpa tuya. Pero necesitas ponerte bolsas de hielo y tener privacidad hasta que mejores, no enfrentarte a una cara de pánico y a un montón de preguntas. –Sí, tienes razón. –Creo que deberías ponerte en contacto con algunas de las instituciones de las tarjetas que te dio el médico. Me temo que quizá no estés dándole a este asunto la importancia que merece. Te has hecho una experta en mantener la calma, y creo que, por ese motivo, tal vez no estás preparada para los niveles de violencia que puede alcanzar tu marido. –Sí, voy a llamar a alguien. Y sí estoy preparada. A lo mejor deberías salir corriendo, porque la agresión de ayer la provocó el hecho de que te viera conmigo. –Eso no lo habías mencionado. –No iba a hacerlo, pero esto es una locura. Si no somos sinceros el uno con el otro, vamos a empezar el mismo ciclo otra vez. –Háblame de tu vida antes de hoy. Estuvieron hablando durante una hora más. Después, él la ayudó a acostarse de nuevo, con una bolsa de alubias congeladas, suave y blanda. Antes de ir al supermercado, Beau fue a Mill Valley, a la parroquia del Divino Redentor. No había llamado para avisar, pero encontró a Tim en el interior de la iglesia. Estaba hablando con los monaguillos sobre sus deberes en la iglesia. Al verlo, su amigo lo saludó con la mano y se excusó. Se apoyó en el banco en el que se había sentado Beau. –Qué sorpresa –dijo. –Veo que estás ocupado. –Ya he terminado. –Estoy buscando a alguien con quien hablar. Tim enarcó una ceja. –¿En la oficina, o en la rectoría? –¿Cuánta gente hay en la casa? –Solo está la señora Johnson, limpiando. Está bastante sorda. El padre Damien no está hoy. –¿No te da miedo hacer que las viejecitas trabajen así? Es aprovecharse de la tercera edad. Tim sonrió. –Puedo hacer un café para los dos. –¿Tienes algo más fuerte? –Sí, claro, pero ¿no es un poco temprano? Beau se puso de pie. –Quiero disponer del secreto de confesión sin tener que meterme en esa maldita caja. Fueron a la casa parroquial y entraron en la cocina. Tim empezó a preparar el café mientras Beau se sentaba a la mesa. –¿Cuándo has tenido que pedirme que te guarde un secreto? –No sé cómo lo haces –dijo Beau–. Seguro que te arden las orejas después de haber oído tantas cosas jugosas. –Vamos, dímelo antes de que la señora Johnson huela el café. –¿Te acuerdas de Lauren? ¿La mujer del jardín? Ayer pasé la noche con ella. Tim se quedó callado. –¿Y qué quieres de mí? ¿Que te diga que has cometido un pecado y te imponga diez avemarías? –No hubo sexo. Cenamos juntos y, diez minutos después, me fui a casa. Después, fui al mercado y vi que su casa estaba rodeada de coches de policía y ambulancias. En el rato que había pasado en el mercado, la agredieron y sufrió maltrato. –Dios mío –dijo Tim. –Tenías que haber visto su cara –dijo Beau, con lágrimas en los ojos–. Es horrible. Se lo hizo su marido. Se enjugó rápidamente los ojos. No sabía si eran lágrimas de pena o de ira. –Escucha, Beau, no tienes que decírmelo, pero ¿tienes una relación con una mujer que está casada con un marido violento? –No exactamente. Una de las primeras cosas que supimos el uno del otro es que los dos nos estamos divorciando, que ahora estamos separados. Ella se ha ido a vivir a su propia casa, una casa alquilada. Por coincidencia, resulta que la ha alquilado muy cerca de la mía. Eso fue una sorpresa para los dos. –¿En la isla? –preguntó Tim. Beau asintió. –Me la encontré en el mercado un día. Tomamos una copa de vino juntos. He pasado por su casa algunas veces para ayudarla a poner una cerradura, colgar alguna estantería… Ese tipo de cosas. Nada serio. Sin citas, sin mandarnos mensajes de texto, sin llamadas de teléfono. Bueno, le envié uno para ver si quería dar un paseo hasta Park y tomar un sándwich. Ella lleva fuera de su casa más de un mes. Pamela se marchó de la mía hace más de seis. Los dos hemos enviado ya la demanda de divorcio, así que a mí me pareció posible que saliéramos juntos. Más adelante, claro. En algún momento. Tim se sentó en una silla, frente a su amigo, y le acercó una caja de pañuelos de papel. –Beau, a lo mejor deberías dejar eso durante una temporada. Permitir que la situación se calme… –¿Y dejarla indefensa ante un hombre que le patea la cara? ¡Le dio una patada en la cara, Tim! Han tenido que ponerle puntos de sutura en el labio. –Esto puede complicarse mucho. Es una mujer maltratada… –Ella no lo admitirá del todo porque es la primera vez que la golpea así, pero hemos hablado sobre el maltrato. Él la humilla, le dice que es una mentirosa y una perdedora, y tiene el horrible hábito de pellizcarla con fuerza en los brazos, le deja moratones. Pero esto… Esto demuestra lo que es capaz de hacer. –Y seguro que no le importaría hacértelo a ti también. La expresión de Beau se volvió peligrosa. –Que se atreva –dijo, con ira. –Deberías apartarte de la situación. Ayúdala a encontrar buenos recursos y apártate. Consíguele medidas de seguridad y vete. –Demasiado tarde. Ya no puedo hacerlo. Entiendo lo que quieres decir, pero no puedo. Ojalá ese cabrón se atreva a… –Eso está empezando a sonarme… –A Pamela nunca le pegaron. –Físicamente no, pero sí sufrió maltrato emocional. –Hay muchas diferencias entre Pamela y Lauren. Muchas. –¡Oh, demonios, no eres objetivo! ¡Eres el rescatador de todo el mundo! Siempre lo has sido. Cuando éramos pequeños, intentaste ayudar a dos de los pequeños, muy bobos, a que se pusieran bien los calcetines para que no se metieran con ellos. Los defendiste y te llevaste unos golpes por ello. ¡Llevaste a la chica más fea a la fiesta de graduación! –No era fea. Y aquel grupo de imbéciles la engañó para que la dejaran plantada justo antes del baile. ¿Cómo iba a permitir que pasara eso? Además, era muy agradable. E inteligente. Seguramente, la odiaban por eso –dijo Beau–. Lauren es muy inteligente. –Esto no va a terminar bien –dijo Tim. –A mí me parece que nos necesitamos el uno al otro en este momento –replicó Beau. –Oh, Dios… –dijo Tim–. Mira, díselo. Dile que te gusta mucho, pero que estas cosas suelen ser contraproducentes, así que vas a ayudarla a encontrar medidas de protección, asesoramiento, un sistema de seguridad adecuado… Lo que sea necesario. Y luego apártate hasta que se terminen los divorcios. Después, puedes volver a pensar en quedar con ella. –Sí, eso sería muy inteligente –dijo Beau. –¡Aleluya! –exclamó Tim. –Pero no vale para mí. Quiero ser el que la ayude a estar a salvo. Quiero estar con ella y conocerla mejor. –Oh, Dios. Casi me estoy asfixiando de la testosterona que hay aquí. Por favor, contente. Yo soy cura, e intento controlar las hormonas masculinas. ¿Es que no tienes remedio? –Espero que no. No soy tan patético como tú crees. –¿Y si te dijera que es mejor para ella que te alejes? –Ella quería que la ayudara. Podía haber llamado a otra gente. Tiene un cuñado que es policía, pero se alegró de que yo estuviera allí –dijo Beau, y se encogió de hombros–. Quiere a su cuñado, y no quería arriesgarse a que cometiera un asesinato. –Bueno, en el poco tiempo que estuve con ella, me pareció una mujer muy amable y agradable… –Le di un bate de béisbol, por si acaso. A Tim se le escapó un pequeño resoplido. –No has cambiado nada con los años –dijo, y cabeceó con resignación–. Sabrás que te voy a vigilar, ¿no? ¿No quieres que le haga una visita? Me pondré el alzacuellos y llevaré una biblia. Pero, aunque sea cura, sigo teniendo mucha fuerza, por si ocurre algo. Yo podría ser su protector hasta que mejoren las cosas… –Quizá cuando ella se sienta mejor –dijo–. Dale un poco de tiempo y después, sí, por favor, ve a darle tu estupendo apoyo clerical. Tim cabeceó de nuevo. –No han escrito suficientes oraciones para ti. –Ya lo sé –dijo Beau, y se puso de pie–. Me alegro mucho de haber tenido esta charla contigo. –He hecho café –dijo Tim. –Tengo que irme al mercado a buscar algunas cosas para Lauren. Sobre todo, bolsas de guisantes congelados para que se las ponga en la cara. Y debería hablar con Drew… Lauren no había conseguido hablar con sus hijas, aunque las había llamado a las dos. Les dejó sendos mensajes. Después, llamó a su abogada y le envió el vídeo por correo electrónico, y se vio obligada a hacerse una fotografía porque Erica Slade se lo exigió. –Si no lo haces tú, voy yo a hacértela en persona –le dijo, en tono de amenaza. Todavía estaban hablando cuando Erica recibió la cinta y el retrato. A la abogada se le escapó un jadeo. –¡No salgas de casa! –exclamó–. ¡Cierra todas las puertas con llave! Voy a pedir el informe de la detención y a buscar a un juez. Antes de mediodía habrá una orden de alejamiento para ese cabrón. ¡Le voy a meter un puro que no se lo va a creer! –Das un poco de miedo –dijo Lauren. –Eso es lo que necesitas en este momento, porque te han dado una buena paliza. No vayas a ninguna parte. Me pondré en contacto contigo. Lauren hizo otra llamada, con la esperanza de no haber cometido un error al involucrar a otra persona en su drama personal. Llamó a la parroquia del Divino Redentor y preguntó por el padre Tim. Él se quedó sorprendido al oírla, pero se ofreció a ayudarla de cualquier modo que pudiera. –Si tienes tiempo, sí hay algo en lo que podrías ayudarme. Necesito hablar contigo sobre Beau. –Por supuesto –dijo él–. Hago un hueco. Lacey llamó a la puerta a las diez de la mañana. Su preciosa Lacey, con unos pantalones blancos de verano, rasgados según la moda, y una camiseta ajustada que dejaba a la vista su abdomen. Era alta y delgada, y estaba muy morena. –No puedo creer que lo hayas mandado a la cárcel –dijo su hija, antes de saludar. Bueno, aquello dejaba claro que Brad había llamado a su hija predilecta. –Sí, llamé para pedir asistencia médica y vino la policía. Ellos lo detuvieron. Pero gracias por tu preocupación. –¡Dice que esto te lo ha hecho tu nuevo novio! Lauren estuvo a punto de echarse a reír. –Por favor, reírme me hace mucho daño. Sacó el teléfono y puso la grabación de la paliza. La voz de su padre y sus gruñidos se distinguían perfectamente. También se oía cómo la llamaba «fulana». Lacey se estremeció al oír suplicar y gemir a su madre. Se le llenaron los ojos de lágrimas. –Esto tiene que ser un montaje. Él no me mentiría. –Siempre ha mentido. Es capaz de decir cualquier cosa. –Dime la verdad, mamá. ¿Has fingido todo esto? –¡Por supuesto que no! La policía llegó a los cinco minutos de que los llamara. Hay un sistema de seguridad con cámaras. Les mostré la grabación a la policía y a los médicos. Uno de los policías se envió la grabación por correo electrónico y detuvieron a tu padre por violencia de género. –Podías haberles dicho que él no es así. –¡Sí es así! Y no lo detuvieron porque yo se lo pidiera, sino porque así es la ley. –¡Yo he vivido siempre en esa casa! ¡Él no te pegaba! –De verdad, Lacey, ¿crees que he pedido el divorcio porque él me adoraba y me trataba con amor y respeto? –¿Tienes novio? –¡No! Al responder con énfasis, el labio se le abrió y comenzó a caerle un hilo de sangre por la barbilla. Se lo limpió y fue a buscar un paño de cocina limpio. Se lo sujetó contra la barbilla y siguió hablando, entre lágrimas. –Ese hombre es un vecino al que conocí en la parroquia del Divino Redentor hace unos meses. Tu padre también lo conoció, porque coincidimos en una cena para recaudar fondos que organizaron Sylvie y Andy Emerson. Volví a encontrármelo en el mercado y nos dimos cuenta de que ahora somos vecinos. Vino a ayudarme a colgar unas estanterías, y le invité a una cerveza para darle las gracias. Es un amigo. Es un señor bueno y decente, y quiere ayudar. Pero estoy segura de que, con esta cara y con la presencia de un marido violento, dará por terminada la amistad. Lacey se había sentado en el sofá y estaba llorando en silencio. –No sé por qué no has podido arreglártelas como has hecho siempre. Lauren agitó la cabeza. Ella siempre había querido un marido que la abrazara con ternura, que la cuidara, sobre todo, cuando habían nacido sus hijas. Había anhelado ternura y amor, había intentado hacer feliz a su marido. Sin embargo, solo había conseguido soledad, la constante ausencia de Brad, o su ira cuando llegaba a casa. –Puedes reflexionar sobre eso un rato, y quizá tú misma des con la respuesta –le dijo a Lacey. –Sé que has sentido impaciencia con él, pero… –¿Impaciencia? Oh, Lacey… Si no se salía con la suya todo el tiempo, era insufrible. ¡Escapar de su maltrato se convirtió en un trabajo a jornada completa! –¡Él no te maltrataba! –¡Me llamaba mentirosa! No dejaba de decirme que era pobre y no tenía educación, que era débil y estúpida. ¡Me hacía sufrir! Puede llegar a ser un monstruo. –¡Pero también fue bueno contigo! –¿Por permitirme vivir en una casa grande e ir de vacaciones? Lauren se acercó a su hija y se sentó a su lado. –Lacey, te quiero mucho. He hecho lo posible para que tuvieras una buena vida. Sé que hay cosas que entiendes perfectamente, aunque no quieras admitirlas. Sabes que ha habido discusiones interminables, rabietas de tu padre que hicieron que saliéramos las tres corriendo a escondernos. Sabes que, aunque a veces fuera amable, en otras ocasiones era muy malo. Era exigente, y siempre estaba amargado y furioso. ¡Sus empleados lo han demandado dos veces! Sabes que llevábamos años sin dormir en la misma habitación. Y, ahora, sabes también que me ha dado una patada en la cara. Si crees que me voy a acobardar y a darle otra oportunidad, es que te has vuelto loca. Y, si vas a encontrar excusas para disculparlo, es problema tuyo. –Si es tan horrible, ¿por qué no te divorciaste de él hace mucho tiempo? –Hay muchos motivos, pero el principal es que quería proteger a mis hijas, garantizar su seguridad y su educación. Es un hombre mezquino. Pero tú ya eres adulta y puedes mirar las cosas con objetividad. Puedes revisar cómo ha sido nuestra vida familiar y decidir por ti misma. Si quieres echarme la culpa a mí de esto –dijo Lauren, señalándose la cara–, tendrás que vivir con ello. A mí me daría mucha pena, pero ya no voy a darte más explicaciones. Que una mujer tenga que explicar algo como esto… Ya estoy harta. –Solo me preguntaba si lo has intentado de verdad –dijo Lacey. –Diga lo que diga tu padre, esto no se le hace a alguien a quien quieres –replicó Lauren. –No sé qué hacer. No sé qué pensar… –A lo mejor, al final, te aclaras las ideas –le dijo Lauren–. Yo creía que, a estas alturas, sabrías lo que está bien y lo que está mal, pero tómate tu tiempo, Lacey. En aquel momento, alguien llamó al timbre. Lauren tomó su teléfono móvil de las manos de su hija y miró quién estaba en la puerta. –Oh, Dios santo… ¡El padre Tim! –exclamó, y fue a abrir la puerta–. Por favor, pasa. –Tenía algo de tiempo y estaba cerca de la zona –dijo. Tenía un paquete en la mano–. ¿Te sirve de medicina el helado? Lacey se puso en pie. –¿Es este tu novio? –preguntó, en un tono glacial. –No, en absoluto –dijo Tim–. Soy un sacerdote católico, y no nos permiten tener novias –añadió. Después, sonrió, y le dijo a Lauren–: Si estabas ocupada… –No, no pasa nada. Lacey estaba a punto de irse. Lacey, te presento al padre Tim, de la Iglesia del Divino Redentor. Lo llamé yo. Es orientador, además de sacerdote. –Pero tú no vas a esa iglesia, ¿no? –pregunto Lacey. –Paso por allí de vez en cuando –respondió Lauren–. Le pedí al padre que viniera a verme cuando tuviera un rato. –Pero no te preocupes, Lauren. Me habían cancelado un par de citas y tenía tiempo, y pensé que no te apetecería salir todavía. Pero puedo volver en cualquier otro momento. Soy un poco impulsivo. Debería haberte llamado para decirte que venía. –Os dejo a los dos solos –dijo Lacey–. Mamá, te llamo luego. –Sí, por favor –dijo Lauren. Las dos se abrazaron cuidadosamente, y Lauren le hizo unas caricias en el pelo–. Te quiero. Cuando Lacey se marchó, Lauren miró al sacerdote, que estaba en su salón. –Lo siento muchísimo –dijo Tim–. Ha sido embarazoso. –Un poco, pero cuando dijiste que podías venir a verme a mi casa, sentí un gran alivio. No quiero pasearme por la oficina de la iglesia como si fuera una boxeadora. La que ha perdido la pelea, además. ¿Quieres darme eso? –le preguntó Lauren, refiriéndose a la bolsa del supermercado que llevaba en las manos. –Sí, sí, claro. Mételo en el congelador. Te vendrá bien para comértelo, o para ponértelo en el labio. Lauren llevó el helado al congelador y, después, volvió al salón. Se sentaron. –Ni siquiera te has inmutado al verme –le dijo ella. –Me formé para esto –respondió él–. Tengo el título de orientador. Pero, escucha, si hoy no te apetece hablar, soy muy flexible. Puedo volver en otro momento. –Me gustaría que te quedaras, pero no creo que lo de hoy pueda ser considerado una sesión de orientación. Estoy angustiada. Y mi hija… me angustia todavía más. –Bueno, podemos conocernos un poco mejor. ¿Por qué no empiezas diciéndome por qué me has llamado? –Yo tuve una educación católica, pero no éramos practicantes. Y, cuando la madre de mi marido se empeñó en que nos casáramos en una iglesia luterana, yo no protesté. Puede que te haya llamado por alguna reminiscencia de mi infancia… o, no sé. Me has parecido muy agradable. Beau es muy agradable también, y sois amigos. –No es la mejor de las recomendaciones –dijo él, pero sonreía–. ¿Cómo te encuentras? –Ahora me siento comprendida, vengada. Mi marido es cruel, pero siempre me sentí como si nadie me creyera. Y, ayer, cuando el médico de Urgencias me dijo que Brad nunca le había caído bien, me sentí muy bien. Siempre pensé que una de mis conocidas pensaba que él es maravilloso…, pero resulta que sabe cómo es en realidad desde hace años. Me he pasado veinticuatro años pensando que todo el mundo lo adoraba, salvo mi madre y mi hermana. –¿Ellas no lo querían? –No se puede engañar a la gente con la que pasas las vacaciones. Lo veían, oían lo que decía. Él siempre se creyó superior, con sus comentarios cortantes y sus insultos. Pero nunca había hecho algo como esto. –¿Es esto peor que todo el maltrato emocional y psicológico? –No, pero es más convincente –dijo ella, y bajó la cabeza–. Me acusó de tener una aventura. Yo nunca he tenido una aventura. –¿Fuisteis a terapia matrimonial? –Varias veces, pero no sirvió de nada. Y también fui a terapia yo sola, a escondidas. Él no quería que fuera sola. Dijo que si yo necesitaba hablar sobre nuestro matrimonio, él tenía derecho a estar presente. Mira, hay una cosa que me preocupa. ¿Vas a hablar de esto con Beau? Sé que es muy amigo tuyo y, de hecho, ese es uno de los motivos por los que se me ocurrió llamarte… Él estaba haciendo un gesto negativo con la cabeza. –Beau no se va a enterar, a menos que se lo cuentes tú. Estoy haciendo mi trabajo, y es confidencial. –¿Y si se le ocurre pasar por aquí? –Le diré que hablé contigo y que me tomé la libertad de traerte un poco de helado. Beau es muy listo, pero no va a cuestionar lo que le diga. A propósito, ¿por qué fue mi amistad con él lo que te impulsó a llamarme? –Tengo una pregunta importante. Creo que tú eres el único que puede responderme y pienso que me vas a decir la verdad. ¿Hago bien en confiar en Beau? Tim se quedó sorprendido. Tardó un instante en responder. –Creo que Beau es uno de los mejores hombres que conozco y confío en él plenamente, pero yo soy un poco subjetivo. Es mi amigo de infancia. –Eso pensaba yo. –Pero eso no significa que te recomiende que mantengas una relación con él en este momento, porque creo que tienes asuntos más inmediatos ahora. Ella se levantó y fue a tomar su bolso. Sacó unas tarjetas. –Tengo todo esto –le dijo–. Me las dio el mejor médico de Urgencias que he conocido. Fue amable y bondadoso, y mostró preocupación por mí. Son tarjetas de grupos de apoyo a las víctimas, refugios, ayuda en el hogar, el teléfono de la unidad de policía de violencia de género, para que pudiera pedir una orden de alejamiento… Aunque mi abogada ya se está encargando de eso. Me dio, incluso, su tarjeta, para que vaya a Urgencias y él pueda quitarme los puntos, y así no tenga que ver a ningún médico que pueda tener relación con Brad. Pero yo no conozco a ninguna de estas personas. Estoy segura de que es gente fantástica, pero no tengo ningún punto de referencia. Sin embargo, a ti si te conozco, y tú conoces a Beau desde que teníais diez años. Sé que, si no fuera un buen hombre, no habríais sido amigos durante treinta y cinco años. –Algunas veces es como un grano en el culo –dijo Tim. Ella se quedó horrorizada por un momento, pero sonrió con picardía. –¿Los sacerdotes tienen permitido hablar así? –le preguntó? –No, tengo que rezar diez avemarías. De hecho, es un truco. Si utilizo un poco de blasfemia inofensiva, bajarás la guardia y no te sentirás tan juzgada por lo que digas. Además, no puedes juzgar a nadie por su alzacuellos. –Ya lo sé. No lo hago nunca. Confío en Beau. Si me está engañando, se le da incluso mejor que a Brad. –Beau es bueno hasta la médula. Probablemente, él debería ser el sacerdote y yo debería ser el granjero. –Es más que un granjero… –Sí. Tengo una pregunta que hacerte. ¿Tuviste una buena relación con la psicóloga a la que fuiste a escondidas? –Excelente, la verdad. ¿Por qué? –Creo que deberías volver a verla. Yo estaría feliz de hablar contigo en cualquier momento, de ser tu amigo, pero creo que hay un conflicto. Tenemos en común a Beau, y él nos tiene en común a nosotros. Solo quiero que cuentes con el orientador más objetivo que puedas encontrar. Ella sonrió con lástima. –Sí, es cierto. Tenía miedo de que me estuviera engañando el instinto, y quería que tú confirmaras la impresión que tengo de Beau. Porque, para mí, es muy arriesgado que me caiga bien, es muy arriesgado confiar en él en este momento, pero no puedo evitarlo. Él le tocó suavemente la mano. –Beau nunca te haría daño a propósito. Y me da la impresión de que tú a él tampoco. De todos modos, ten cuidado. Creo que los dos pisáis un terreno inestable en este momento. Cuando Drew llegó del trabajo, Beau estaba haciendo hamburguesas. Como era verano y trabajaba en obras de paisajismo, su empresa empezaba la jornada al amanecer y terminaba a mediodía. Beau sabía que su hijo estaría muerto de hambre, aunque era un poco pronto para comer. –Eh, hola –dijo Drew–. ¿Vas a trabajar hoy desde casa? –Sí, esta tarde voy a trabajar un par de horas. Ayer hice algunos recados y pasé por la oficina para enterarme de qué citas tenía y ver los mensajes. Drew miró la ensalada y las hamburguesas. –¿Vienen invitados? –No, solo tú y yo –dijo Beau, e hizo un mohín–. Vamos, ve a ducharte antes de tocar mi comida. –Claro, papá. ¿Ocurre algo? –No, pero quiero hablar contigo durante la comida. Cuando no huelas a césped, estiércol y a otras cosas relacionadas con el aire libre. –Ya verás –le dijo Drew, con una enorme sonrisa. Subió corriendo las escaleras hacia su habitación. Beau encendió la parrilla y, a los diez minutos, Drew había vuelto. Tenía el pelo húmedo y estaba muy limpio. Era un chico muy guapo. Siempre estaba feliz. Beau esperaba no decepcionarlo durante aquella comida. –Bueno, ¿qué pasa? –preguntó el muchacho. –Nada. Solo quería hablarte sobre mi amiga, la que está herida. Se llama Lauren. La conocí hace unos meses. En un jardín. –Era de esperar –dijo Drew, riéndose. –No estamos saliendo, ni nada por el estilo. ¿Te acuerdas de aquella cena para recaudar fondos para las becas? Ella también había ido. Me la he encontrado tres o cuatro veces durante los últimos meses y, después, me topé con ella en Stohl’s Market y me contó que vivía en este barrio. Estaba comprando vino, queso y fruta, y me invitó a tomar una copa. Vive a pocas manzanas de aquí, y es muy agradable. –¿Ya estás preparado para volver a salir con mujeres? –le preguntó Drew. –No. Bueno, hasta ahora no. Ayer me la encontré por sorpresa y, al pasar por su casa un rato después, había coches de policía y ambulancias. –Vaya. ¿Un accidente? –No. Sufrió una agresión a manos de su marido. Drew dio un silbido. –¿Está casada? –Está separada, en proceso de divorcio, como yo. Pero yo no sabía que su marido era violento. Es médico, por el amor de Dios. Y ella no se esperaba una agresión así. Seguí a su ambulancia hasta Urgencias y me quedé en la sala de espera por si necesitaba algo. Cuando terminemos de comer tú y yo, le voy a enviar un mensaje para ver qué tal está. Voy a ofrecerme a dormir en su sofá por si está asustada. No sé si él podría volver. –¿Sí? Podrías traerla aquí. –Lo he pensado, pero estoy seguro de que no aceptaría la oferta. Creo que le daría vergüenza. Tiene un ojo morado y los labios hinchados. Drew se quedó horrorizado, disgustado. –¿Cómo es posible que alguien haga eso? –Tenemos que hablar. –¿Me vas a decir que no hay que pegar a las mujeres? –le preguntó Drew, con sarcasmo. –Creo que esa charla ya la hemos tenido. No, quiero explicarte otra cosa. Seguramente, las cosas van a cambiar para mí. No voy a volver a la misma situación que antes, Drew. No voy a intentar arreglar las cosas con tu madre. En cuanto se resuelva el divorcio, voy a ser un padre soltero con dos hijos adultos. Aunque no me necesitéis como cuando erais pequeños, siempre podréis contar conmigo. Pero las cosas van a cambiar, seguro. Para empezar, nuestro patrimonio. Tal vez tenga que ceder esta casa en el acuerdo de divorcio, pero no te preocupes. Encontraré otra. Y cualquiera que sea mi casa tendrá sitio para tu hermano y para ti. –No sé si eso saldría bien… –Siempre hay otras opciones. Si no quieres verte obligado a elegir con quién vas a vivir, siempre puedes alquilar un apartamento cerca del campus. Yo te ayudaré con los gastos. Sé que no quieres que tu madre se enfade contigo. Todo tiene solución, Drew. Pero quiero que quede bien claro: va a haber un divorcio. Drew se encogió de hombros. –Explícame qué significa ese gesto. –Que me lo imaginaba –respondió su hijo–. Pero eso ya lo has dicho más veces. –Drew, esta vez voy a seguir adelante. Mi matrimonio con tu madre ha terminado. Ya no nos queremos. –Ella dice que todavía te quiere. –Sé que dice eso, pero lo ha dicho muchas veces. No me lo creo. Una mujer que quiere a su marido no lo deja repetidamente. Y yo no quiero seguir intentándolo. Solo quiero que tú y yo nos comuniquemos en todo momento. Si te estresa o te preocupa esta situación, ven a hablar conmigo. Pase lo que pase entre tu madre y yo, tú y yo seguimos igual. No vamos a romper nuestra relación. O, por lo menos, yo no quiero eso. –Entonces, ¿vamos a ser un par de solterones? –Eso parece. –¿Y tú vas a salir con alguien? Beau suspiró. –Hace un par de meses te habría dicho que no. Después de un matrimonio fracasado, parece muy arriesgado tener otra relación. –Pero la conociste… –Me cae bien –dijo Beau–. Pero eso no significa nada. Ella tiene problemas muy graves también. Te estoy diciendo la verdad: solo nos hemos visto unas cuantas veces y hemos charlado. No sé si vamos a convertirnos en amigos. Pero el hecho de haber conocido a una mujer agradable me ha permitido ver que no tengo por qué ser un solterón solitario durante el resto de mi vida. Digamos que, por ahora, estoy abierto a la idea, pero no tengo ninguna prisa. –¿Vas a pedirme que no le cuente nada a mamá? –¿Cuándo te he pedido yo que no le digas algo a tu madre? –No iba a decírselo de todos modos –dijo Drew, con su sonrisa contagiosa–. Solo quería saber lo que ibas a responderme. Y yo no voy a dar fiestas salvajes aquí mientras tú estás por ahí descontrolado. Beau cabeceó. –Te lo agradezco muchísimo. Alguien llamó al timbre, y el teléfono móvil avisó a Lauren. Todavía no eran las cinco, Beau ya le había llevado algunas cosas del supermercado, Tim había ido a verla y se había marchado… ¿Iba a sentir aquel horrible miedo siempre que alguien llamara a la puerta? Siempre había detestado el malhumor de Brad y su maltrato, pero nunca había sentido el terror de que le pegara. Miró la imagen de la cámara de la entrada en su móvil. ¡Cassie! Bajó las escaleras corriendo y abrió la puerta. Cassie se quedó mirándola con espanto y se le llenaron los ojos de lágrimas. –¡Oh, mamá! Capítulo 9 –Dios mío, ¿qué estás haciendo aquí? –le preguntó Lauren a su hija. La abrazó con amor y Cassie se echó a llorar sobre su hombro. –Pasa, cariño. Estamos dando un espectáculo en el vecindario – dijo ella, riéndose–. Aunque seguro que mis vecinos no esperan menos, después de esta semana. Cassie se separó de su madre, tomó su bolsa de viaje y entró. –Oh, mamá, ¿te ha hecho esto papá? –Ojalá pudiera decir que no. –¿Ha sido muy grave? –le preguntó, mientras le acariciaba con delicadeza la mejilla. –Seguramente, tengo una conmoción cerebral leve. Pero no tengo daños cerebrales. Se me aflojaron los dientes. He sentido mucha ira. Pero… ¿cómo es que estás aquí? ¡Te dejé un mensaje esta mañana y no he vuelto a saber nada de ti! –No recibí tu mensaje porque estaba en el avión. Me había enterado por Lacey. Me alegro de no confiar en ella. Me dijo que papá y tú habíais tenido una pelea física y que tú tenías un ojo morado, pero que había dudas sobre si había sido de verdad papá. Y dijo que tienes novio. –No es cierto. Era un vecino que se ha hecho amigo mío y me ha ayudado a hacer cosas de la casa. Tu padre nos vio caminar por la acera, y esta fue su respuesta. –¿Qué le ocurre? –preguntó Cassie, llorando otra vez–. ¿Y qué le pasa a Lacey? –Si Lacey no te contó lo grave que era el asunto, ¿por qué has venido? –Lacey me dijo que papá había ido a la cárcel por esto. Lauren asintió. –Llamé pidiendo ayuda… –Me alegro muchísimo de que lo hicieras –dijo Cassie, y tomó de la mano a su madre–. Lacey me llamó muy temprano esta mañana, y yo quería hablar contigo, pero no quería llamarte por si estabas descansando. Además, sabía que ibas a intentar quitarle importancia, y Jeremy me dijo que viniera. Me queda toda esta semana antes de las sesiones de orientación y el comienzo de las clases. He tomado el primer vuelo en el que había sitio, y eso habría sido las seis de la mañana aquí. –¿Y cómo has podido pagarlo? ¡Si no he podido mandarte dinero! Cassie sonrió temblorosamente. –Tengo la tarjeta de crédito. Vamos, mamá, cuéntamelo todo. –Oh, Cassie… No quería que este divorcio os afectara tanto a vosotras. Tenía la esperanza de que pudiéramos hacerlo de un modo civilizado. Cassie miró a la cara a su madre. –Creo que es demasiado tarde para que me protejas del lado más feo de todo esto. Tenemos un montón de tiempo. Ya soy mayor y quiero saber la verdad. Lauren se levantó para preparar un té. Mientras hervía el agua, respondió a un mensaje de texto que le había enviado Beau, diciéndole que si necesitaba que se quedara con ella. Lauren le contó que Cassie había aparecido por sorpresa, así que iba a estar acompañada durante los próximos días. Después, Cassie y ella empezaron una larga conversación. Por supuesto, Beau tenía razón. Las niñas habían vivido con ellos toda la vida y eran conscientes de la tensión doméstica. Cassie opinaba que su padre tenía una crisis importante cada seis meses, a veces, más a menudo, pero el resto del tiempo era un hombre rígido y difícil, que quería ganar todas las discusiones y salirse siempre con la suya. Era controlador. Sus hijas se lo decían con frecuencia, pero él respondía que qué esperaban de un hombre que tenía que tomar decisiones a vida o muerte todos los días. –Creo que no queda ninguna esperanza de que el divorcio pueda ser amigable. No vais a poder estar juntos nunca más, ni siquiera para los eventos familiares –dijo Cassie, finalmente–. Él no va a cambiar. No se va a arrepentir nunca, ni va a asumir ningún tipo de compromiso. Olvídate de él, mamá. –Oh, Cassie, no quería tener nada que ver con el hecho de que odiaras a tu padre. –No has tenido nada que ver, mamá. Siempre te esforzaste por amortiguar su maldad. Pero ya no es necesario. Creo que yo comprendí cómo era incluso antes que tú. –¿Pero Lacey, no? –preguntó Lauren. –A Lacey le gusta mucho tener el armario lleno, le gusta su coche –dijo Cassie–. Y está dispuesta a cambiar muchas cosas por eso. ¿Qué ha dicho la tía Beth de todo esto? Me he dado cuenta de cómo lo mira a veces, como si tuviera ganas de darle una torta. Lauren se mordió el labio. –No se lo he contado ni a ella ni a Chip. Me da miedo que exploten. –Oh, mamá. Tienes que decírselo ahora mismo. A regañadientes, Lauren llamó a Beth y le pidió que pasara por allí después del trabajo. –Creo que deberías saberlo de antemano. Tuve una pelea con Brad y me pegó. Ahora estoy bien. Fui a Urgencias. Tengo moretones en la cara y el labio hinchado, pero estoy bien. Beth quería dejarlo todo e ir a su casa inmediatamente, pero Lauren la detuvo. –Cassie está aquí conmigo; ha venido por sorpresa. Si puedes venir después del trabajo, sería estupendo. Me gustaría pasar el resto de la tarde con la niña. Lauren y Cassie acababan de tomarse un té, cuando alguien llamó a la puerta de nuevo. Era Lacey. En aquella ocasión, llevaba un ramo de flores en la mano. –Tu hermana ha vuelto –dijo Lauren, al verla por la pantalla del teléfono–. ¿Quieres abrir, por favor? Lacey se quedó muda al ver a Cassie en California. –¿Y ni siquiera me has llamado para decirme que venías? Cassie se puso tensa. –Sinceramente, no sé si me apetece hablar contigo. Me dijiste que no estabas segura de que mamá hubiera dicho la verdad, pero viste el vídeo de la cámara de seguridad y le viste la cara. –Todavía no había visto el vídeo, solo había oído hablar sobre él. Y no quería ponerme del lado de nadie. –Solo hay un lado –dijo Cassie–. No puedes ignorar esto. –Ya lo sé, pero ojalá no hubiera sucedido… –Voy a preguntarte una cosa, Lacey. Si algún hombre te destrozara la cara, ¿crees que mamá buscaría alguna excusa para él? –¡No seas tan dura conmigo! ¡Solo estoy intentando entender qué es lo que ha pasado! –¡Tú sabías que las cosas iban muy mal entre ellos! ¡Hemos hablado de esto! ¡Estábamos preocupadas! ¡Nuestros padres se peleaban mucho, y mamá siempre perdía! Lauren permaneció en silencio, observando a sus hijas. «Este es el momento en el que se van a distanciar para siempre». –¡Algunas veces! ¡Pero yo no pensaba que fuera peor de lo que ocurre con otros padres! –¿Los padres de quién? –preguntó Cassie. –Los padres de la mayoría de mis amigos y, seguramente, de los tuyos también. ¡Por lo menos la mitad ya están divorciados, y la otra mitad se pelea todo el tiempo! Cassie se quedó callada un momento. –Vaya –dijo, en voz baja–. Lacey, de verdad que necesitas amigos nuevos. «¡Dios mío, es igual que yo!», pensó Lauren. Durante todos aquellos años, había querido culpar a Brad por la personalidad de Lacey. Sin embargo, casi con toda seguridad, lo que no quería era ver que su hija mayor era igual de superficial que ella. No quería verse como una egoísta, pero tenía que admitir que, de joven, era igual que Lacey. Tal vez, no de una manera tan obvia, pero el parecido estaba ahí. Recordó su compromiso con Brad. Era autoritario, difícil de complacer, siempre dispuesto a gastar dinero para que todo estuviera perfecto. Si intimidaba a Beth, a su madre o a ella misma, rápidamente hacía regalos y daba excusas. Y a ella le encantaba aquello, porque lo malinterpretaba y pensaba que eran esfuerzos por enmendar sus errores. Le encantaba el estatus de un cirujano. Era difícil, pero era rico, y podía ofrecer una seguridad económica que ella nunca había conocido. Su madre y su hermana se dejaron arrastrar por esa idea. Brad representaba la seguridad. Ellas también deseaban aquello. Durante un tiempo. Hasta que tanto Beth como su madre lo conocieron. Oyeron que le decía cosas despreciativas y malintencionadas. Vieron que era un malhumorado y un iracundo. Se dieron cuenta de que pedía disculpas con dinero o con cosas que se pudieran comprar con dinero. Y de que tenía el ego del tamaño de Montana. –Lauren, esto no te va a dar la felicidad. Solo vas a conocer lucha y más lucha. Piénsatelo bien. Por lo menos, vete a vivir con él primero. –Lo quiero –decía ella. Pero era mentira. Quería ser parte de su mundo. Había visto la casa que él había comprado, y le había ayudado a elegir los muebles. No quería vivir en una habitación alquilada hasta que pudiera ahorrar el dinero suficiente para conseguir un apartamento decente. Sabía que él era difícil, pero creía que tenía habilidad suficiente para controlarlo, y que podía proporcionarle la amabilidad y el confort necesarios para que su relación avanzara con suavidad. ¡Muy pronto, él no tendría ningún motivo para enfadarse! Ella quería que su vida fuera fácil. Había ignorado la advertencia de su madre: «Si te casas por dinero, te ganarás hasta el último penique». Y eso era lo que estaba haciendo Lacey en aquel momento, defender a un hombre que era capaz de pegar a una mujer. Lo defendía porque era el hombre que podía darle un futuro perfecto con su libreta de cheques. Estaba negando que tuviera un carácter peligroso porque tenía planes. Sus planes incluían ser la hija de un famoso cirujano, y no era bueno que sus padres lo estropearan todo con sus peleas. Lauren sabía que, de joven, ella era muy parecida. –Vamos, ¡esto tiene que terminar! –exclamó, para llamar la atención de sus hijas. –No nos estamos peleando –dijo Cassie–. No nos vamos a pelear, te lo prometo. Pero no acepto eso de que papá es difícil y hay que aceptarlo. Se pasó de ser difícil ya cuando yo tenía dos años. –No, no vosotras. Yo. Tengo que dejar de fingir. Y no voy a dejarme controlar ni manipular más. Ya no voy a protegerlo. Ni tampoco voy a permitir que vosotras me controléis ni me manipuléis… –¿Protegerlo? ¡Llamaste a la policía para que lo metiera a la cárcel! –No es cierto. Llamé para pedir ayuda, y la policía lo detuvo. Ni siquiera me pidieron que lo denunciara y testificara contra él. Él se hizo esto a sí mismo. Cuando agredes a una persona, hay consecuencias. Yo me quedé con él por razones equivocadas y mira lo que me ha pasado. –Lo hizo por nosotras, idiota –le dijo Cassie a su hermana. –Podéis seguir peleando o arreglarlo, ya no me importa –les dijo Lauren–. Mi hermana va a llegar dentro de una hora y tengo que darme una ducha. –¿Y las flores? –preguntó Lacey–. Son de papá. Lauren se sintió como si la hubiera atropellado un camión. «Lacey ha ido a ver a su padre». –Puedes quedártelas o tirarlas a la basura. Y, con esa respuesta, Lauren las dejó y se encerró en su habitación. Lauren estuvo bajo el chorro de la ducha durante mucho tiempo, pensando. El secador y el cepillo le hicieron daño al tocar ciertas partes, pero consiguió hacer el trabajo. Tenía el labio desfigurado y estaba magullada, pero se puso un poco de maquillaje. No por Beth, sino por sí misma. No volvió a oír pelear a sus hijas. Quizá estuvieran hablando. Quizá Lacey se hubiera ido y ya solo estuviera Cassidy. Sí, eran como habían sido Beth y ella. Se peleaban mucho de jóvenes, pero después de que ella se casara con Brad, habían forjado una tregua y habían aprendido a evitar el tema de su mala decisión de casarse con un ególatra. Y, ahora, Beth era su mejor defensora. Tal vez, en el futuro, si Lacey maduraba un poco, Cassie y ella estarían muy unidas. El tiempo lo diría. Ella había podido hacer con sus hijas, de pequeñas, muchas cosas que Honey no había podido hacer con Beth y con ella, como jugar, ayudarles a hacer los deberes y leer juntas. En la adolescencia, cuando los chicos y las chicas eran más crueles y competitivos, Lauren y Beth tenían que valerse de sus trabajos a media jornada para poder comprarse ropa o salir con sus amigos. No tenían coche, aunque a veces podían conseguir a su abuelo para que les prestara el suyo. Y, aunque las dos habían conseguido becas parciales, la universidad había sido muy dura para ambas, porque habían tenido que trabajar todos los cursos y tenían que vivir en casa. Cuando Lauren se graduó en la escuela preuniversitaria, Honey ya había conseguido su propia graduación, después de años y años de asistir a la escuela a media jornada. Había tenido muchos trabajos, buscando siempre el que ofreciera un mejor sueldo. Había trabajado en una biblioteca, en una enfermería, en una gasolinera, de secretaria de una base militar e, incluso, en el Departamento de la Policía Motorizada, lavando los vehículos. A los veintidós años de Lauren, su madre tenía el título de profesora y comenzó a dar clases de Lengua Inglesa. Sin embargo, también empezó a trabajar en el Departamento de Cosméticos de unos grandes almacenes dos noches a la semana y los fines de semana. Aquel trabajo era perfecto para ella. Siempre había tenido un aspecto joven y había estado en forma hasta el día en que murió. Se había retirado de la docencia dos años antes de morir, pero conservó su trabajo en los grandes almacenes. Tenía descuentos y se maquillaba a sí misma, vestía con elegancia y estilo, y enseñó a sus hijas a maquillarse y a vestirse. A Beth nunca le había importado demasiado todo aquello, pero Lauren siempre había sacado un buen provecho de aquellas lecciones de maquillaje, como hacía ahora Lacey. Recordó que siempre había imaginado que su vida sería distinta a la de Honey. Tendría una vida más fácil, con algunos lujos. Y viajaría. Y tendría ropa, y asistenta, y coche. Se rio suavemente. –Sí, conseguí todo eso, pero… ¿en qué fue mejor? Se puso unos pantalones vaqueros y una camisa de algodón y abrió la puerta del dormitorio. Allí estaba Cassidy, sola en el sofá, mirando el correo electrónico en su móvil. –Ya he oído que no había conversación –dijo Lauren–. ¿Mi otra hija se ha ido con las flores? –Sí, pero no se ha ido de rositas. La he hecho llorar. –Oh, Cassie, ¿por qué? –Porque es una egoísta y una malcriada, y nunca piensa en nadie salvo en sí misma. Lauren suspiró. –Es muy normal en una mujer de su edad. Madurará. O eso espero. –No me importa que madure o no. Hace mucho tiempo, llegué a la conclusión de que yo era demasiado implacable con él, y que los demás miembros de mi familia eran más tolerantes, pero ahora me doy cuenta de que todos hemos permitido que suceda esto. Le permitimos que tomara demasiado impulso hasta que ha llegado demasiado lejos. Yo he terminado con él. –¿No vas a perdonarlo? –Tal vez lo perdone en algún momento, si pide perdón. Pero eso no significa que vaya a relacionarme con él. ¿No te parece que ha llegado al límite? Es un canalla egoísta y peligroso. No te atrevas a acercarte a él. A mí me da terror dejarte aquí sola. –Ahora ya no me va a pasar nada. Lo denuncié. Tengo amigos y familia. –¡Me da miedo que te hundas y vuelvas con él! –Oh, no, Cassie. No. Mi abogada va a conseguir hoy mismo una orden de alejamiento. –Eso es un alivio. Ojalá pudiera secuestrarte y llevarte a Boston, donde podría cuidar de ti y asegurarme de que mi padre no te manipula y consigue que pienses que no puedes dejarlo. –Y yo que pensaba que eras demasiado tímida para ser abogada. –No soy tímida. Soy callada. Hay que estar atenta con los silenciosos. –Sí, eso tengo entendido –dijo Lauren, pensando en Beau. –Bueno, y ¿cómo va todo por Boston? Ahora que compartes el piso. –¿Sabes cuál es uno de los motivos principales por los que quiero a Jeremy? Porque no se parece en nada a papá. Es un hombre que nunca te faltaría el respeto. Nunca le pondría una mano encima a nadie, salvo para defenderse. Ni siquiera se pelea conmigo verbalmente. Es decente, brillante, tierno y fuerte. Tendré hijos con él, mamá. Y será el mejor padre del mundo. Lauren estuvo a punto de morderse el labio mientras terminaba en silencio la descripción que estaba haciendo su hija: sus nietos no tendrían que oír a su padre gritarle a su madre, ni ver cómo le ponía la zancadilla y luego mentía al respecto. –Cassie, lo siento mucho. Sé que hubo veces que… –Ya basta –le dijo su hija, y le puso una mano sobre el brazo–. Lacey tenía razón. No le digas que te he dicho esto, ¿de acuerdo? Pero tiene razón. Muchos de nuestros amigos tienen padres divorciados, y algunos han padecido situaciones familiares terribles. Sé que tú estabas soportando más de lo que hubieras debido. Pero, sinceramente, creía que ibas a seguir soportándolo siempre. Ojalá él se hubiera vuelto mejor. Ojalá. Sin embargo, Lauren se preguntó si ella habría sido capaz de quererlo en ese caso. Podría haberse quedado, sí, pero… ¿querer a Brad? No. El maltrato había matado su amor. Beth llegó a las seis y, al ver a su hermana, exclamó: –¡Oh, Dios mío! La abrazó con suavidad y añadió: –Si nuestra madre estuviera viva, lo mataría. –Parece peor de lo que es –dijo Lauren. –Lo dudo –respondió Beth, y abrazó también a Cassie–. Has venido con tu madre. Eres una buena hija. Beth examinó la cara de Lauren desde más cerca. –Voy a ser yo la que lo mate, y mis hijos se quedarán sin madre mientras me pudro en la cárcel. He traído vino –dijo–. Pero creo que no el suficiente. –En realidad, yo también tengo vino –respondió Lauren–, pero tienes que conducir. –Llamaré a Chip. O a un taxi –dijo Beth. Sonrió–. ¿Estás tomando algún medicamento? –No, estoy bien. Aunque ahora estoy bastante cansada, a decir verdad. He tenido un día muy ajetreado, con muchas visitas. Primero, Lacey. Después, un cura conocido mío. Después, el vecino que me trajo a casa desde Urgencias y me compró una bolsa de comida. Después, Cassie. Después, Lacey otra vez, con un ramo de flores de su padre. Como podrás imaginarte, estoy emocionalmente agotada… Beth y Cassie se quedaron calladas. Lauren casi podía leerles el pensamiento. ¿Un cura? ¿Un vecino? ¿Flores? Beth carraspeó. –¿Ya has abierto ese vino? Fue la mejor noche de su vida. No tenía sentido, pero lo fue. Estaba con su hermana y con su hija menor. Y, por primera vez, fue completamente sincera en cuanto a su marido. No estaban en la casa de Brad, así que podía decir lo que quisiera. En cuanto pasaron el horror y la impresión, todas se relajaron. Todas pensaron que la pesadilla iba a terminar. Fue perfecto tener a su hermana y a su hija en su casa, sin pensar en que tenía que volver a casa a esperar a su marido, y que él llegara y estropeara la reunión, era perfecto. Tomaron una copa de vino y hablaron con franqueza de lo que había pasado. Después, Cassie llamó para pedir comida china. Sopa para su madre, y comida sólida para las que no tenían puntos de sutura en los labios. Beau estaba sentado en su sofá, con los pies en la mesa de centro. Después de comer, Drew había salido con algunos de sus amigos a perfeccionar su juego para poder darles una paliza en el campo de golf a Beau y a Tim. Drew tenía que levantarse a las cuatro de la mañana para ir a trabajar, pero tenía dieciocho años, así que no necesitaba dormir mucho. Él cambió de canal varias veces, en busca de algún juego en el que interviniera una pelota. Cualquier cosa le serviría. Oyó que alguien metía una llave en la cerradura de la puerta. ¿Había vuelto ya Drew? Se había marchado hacía solo dos horas. Se incorporó, pero la puerta no se abrió. Luego se oyó un aporreo, y a él se le hizo un nudo en el estómago. –¡Déjame entrar! –gritó Pamela. Él respiró profundamente. Suspiró. Se levantó pesadamente del sofá y abrió la puerta. –Sería mejor que llamaras para avisar –dijo–. ¿Necesitas algo? Pamela tenía una expresión sombría, pero era muy bella. Llevaba el pelo castaño largo y tenía mechas de color miel. Hacía años se había operado de la barbilla y del pecho. Se había hecho liposucciones y se había puesto bótox. Llevaba las uñas largas y pintadas, y unas pestañas postizas. Estaba en forma y muy bronceada. Trabajaba mucho en aquella cara y aquel cuerpo, y Beau pensaba que lo hacía porque su alma estaba atribulada. A él le parecía que había sido mucho más hermosa antes de añadirse y restarse tantas cosas. –Necesito volver a mi casa –dijo ella. –Bueno, por desgracia, esta no es tu casa. –Siempre dijiste que era nuestra casa, y he vivido en ella durante trece años, así que apártate. Él le bloqueó el paso. –Será parte del patrimonio común, lo entiendo, aunque fuera mi casa seis años antes de conocerte y todavía esté a mi nombre. Y, lo siento, pero ya que estamos en proceso de divorcio y tú ya has recibido la demanda, no podemos vivir juntos. No funcionaría. Y, por consejo de mi abogada, no me voy a ir de aquí. Ella se quedó espantada. –¿Nunca pusiste la mitad de la casa a mi nombre? –Al principio no lo hice porque, en este estado, todo va al cincuenta por ciento, y es así porque no firmamos un acuerdo prenupcial. Pero yo aporté esta casa al matrimonio y tú te marchaste –dijo Beau. –Bueno, pero ya he vuelto. Él se inclinó un poco y vio que tras ella había dos maletas grandes y un bolso de mano. –Lo siento, Pam. No. Te fuiste. Tenías un piso en el centro de la ciudad y yo te dije muchas veces que no quería seguir así. –¿Y dónde se supone que voy a ir? –No lo sé. Supongo que a tu piso. –Lo he dejado. –¿Antes de organizar tu próxima casa? –¡No tengo que organizar nada para volver a mi casa! –No es tu casa, Pamela. Es la casa donde yo vivo, y será parte del patrimonio común. Beau miró hacia el aparcamiento, donde estaba el BMW nuevo de Pamela. –Al igual que tu coche será parte del patrimonio común, y tus otras pertenencias. –¡Mi coche no! –rugió ella, e intentó empujarlo para entrar. Él se lo impidió–. Demonios, déjame entrar. ¡Tú vete a un hotel, o a casa de tu madre, o a la rectoría, si quieres! –Mamá –dijo Drew, a su espalda–. Ya basta. Beau no le había visto llegar. Como Pamela estaba aparcada delante de la casa, él había aparcado delante de la casa de al lado y se había acercado en silencio. –¡Drew! –exclamó Pamela–. Cariño, dile a Beau que esta es mi casa y que he vuelto. –Pamela, no metas a Drew en esto –le dijo Beau–. No es problema del chico, es nuestro. Déjalo en paz. –Yo quiero volver a casa y vivir con mi hijo –respondió ella. –Puedo llevarte a una cafetería a tomar una taza de café o un helado, o lo que quieras, y hablar, pero tienes que irte –le dijo Drew–. Esta es la casa de Beau, y él ha sido muy justo. –No quiero helado –gruñó ella–. ¡Quiero esta casa! ¿Cómo es posible que te pongas de su lado? ¿Qué es él para ti? No es tu padre. Tuve que rogarle que me aceptara con dos niños, pero nunca fue tu padre. Él no puede… Drew tomó aire y se acercó a ella. –Él quería adoptarnos, pero nuestros padres biológicos no dieron su permiso. Y mi supuesto padre ni siquiera vino a mi graduación. Mamá, Beau tiene razón. Tú te marchaste. Yo te pedí que no lo hicieras, porque me daba la impresión de que iba a ser la última vez. Ya no puedes seguir cambiando de opinión. –Drew, no tienes que… Beau iba a decirle que no tenía que luchar en su nombre, pero lo interrumpieron. –No te dejes dominar por la lástima que sientes hacia el pobre Beau –dijo Pamela–. ¡No sabes lo difícil y complicado que puede ser un matrimonio! Drew se echó a reír, pero sin ganas. –¿No? Os he visto a Beau y a ti desde que era muy pequeño. Además, mamá, pienso que en tu vida todo es difícil y complicado, y siento que sea así. Pero esta ya no es tu casa y yo no voy a quedarme callado mientras fustigas a Beau. Ha sido un buen padre. Y tú no quieres vivir conmigo. Si quisieras vivir conmigo, no te habrías marchado. –¿De veras te pones de su parte y no de parte de tu propia madre? ¿Te pones de parte de este… padrastro a quien no le importa su propia mujer? –Pam, no… –Sí, me pongo de su parte –dijo Drew–. ¿Necesitas que te ayude a meter las maletas en el coche? –¿Y dónde esperas que me vaya, si se me niega la entrada a mi propia casa? Drew se puso rígido y se metió las manos en los bolsillos. –Sé que tienes sitios a los que ir. Pero tienes que dejar de ser mala e injusta. Beau siempre fue bueno con nosotros, con todos nosotros. Te quiero, mamá, pero a veces no me caes bien. –¡Drew! ¿Cómo puedes decirme eso a mí? –Puede que Michael te deje dormir en su sofá –respondió Drew. –Eres un desagradecido, Drew. Después de todo lo que he hecho por ti, ¿te pones del lado del hombre que me ha echado a la calle? Fue un marido horrible, un padre inútil, un infiel… –Vamos, mamá –dijo Drew, tomándola del brazo–. Voy a ayudarte a meter las maletas al coche. Puedes gritarme a mí, si así te sientes mejor. Ya está bien de montar este espectáculo en plena calle. Beau presenció cómo Drew llevaba a Pamela al coche. Ella se zafó de sus manos y dio un pisotón en el suelo. Sin embargo, no se quedó a ver nada más, porque sabía lo que iba a ocurrir. Ella atacaría a Drew y, después, se echaría a llorar. Y, aunque tenía un deseo casi incontrolable de defender a su hijo, Drew ya se había convertido en un hombre. Drew conocía a su madre y, si él iba a terminar con aquel matrimonio, ya no podía seguir actuando de amortiguador entre Pamela y Drew. Entró en casa y se quedó pegado a la puerta, escuchando. No distinguía las palabras, pero, claramente, Pamela estaba discutiendo con su hijo. Beau se sentó en el sofá con la esperanza de que Drew no tuviera que soportar demasiado, pero pasaron diez minutos antes de que la puerta se abriera de nuevo. ¿Cómo podía poner alguien a su hijo en medio de un matrimonio que se desintegraba? Aunque el muchacho tuviera dieciocho años. Era una falta de ética. –Drew, siento mucho lo que ha pasado. No quiero que esto sea tan duro para ti. –Ya lo sé. No pasa nada. –Creo que la locura se le pasará pronto. Estoy orgulloso de cómo has actuado. Has mantenido la calma y has sido respetuoso, y sé que ha tenido que ser muy difícil para ti. Vamos, ven y… –Ahora tengo que estar solo, si no te importa. No me siento demasiado bien. –Lo entiendo –dijo Beau, y volvió a sentarse en el sofá. Sin embargo, se levantó a los pocos minutos. Drew había actuado exactamente como él le había enseñado. «Enfréntate con calma a la ira de tu madre. La tormenta pasará. Y, ahora, se estaba comportando como lo hubiera hecho él. Llamó a la puerta de su habitación. Drew le dijo que pasara con un hilo de voz. Estaba sentado en la cama, con las piernas cruzadas, y tenía los ojos enrojecidos. Beau le sonrió. –Es imposible que seas más hijo mío, ni siquiera aunque tuviéramos el mismo ADN –le dijo–. Has soportado este asunto con dignidad y ahora estás intentando guardarte tu sufrimiento. Como siempre he hecho yo. Pero no hagas eso, Drew. No quiero que lo hagamos ninguno de los dos. Vamos a hablar. Así, pasará más rápidamente. –No estoy seguro –dijo Drew, con tristeza. –Tu madre tiene problemas –respondió él–. No sé qué clase de problemas son, ni si yo podría ayudarla a superarlos. Si pudiera, lo haría. Y estoy seguro de que tú también. Pero no podemos. Tiene un carácter imprevisible y es egoísta. Seguramente, será así para siempre. Ataca cuando lo que quiere, en realidad, es rendirse y ser querida. Pero la comprensión no serviría para ayudarla, por desgracia. Tiene que ayudarse a sí misma. Y nunca lo va a hacer si seguimos recogiendo los pedazos y cediendo. –Detesto las épocas en las que está furiosa –dijo Drew–. La vida sería mucho mejor si pudiera ser feliz. Pero no es capaz. –Y no será por falta de intentos –dijo Beau, y se sentó en la cama–. La parte más difícil, y la más importante, es acordarnos de que no hemos hecho nada para causarle dolor o infelicidad. Tenemos que dejar que sea solo su problema. –Eso es más fácil decirlo que hacerlo. –Pues vamos a hablar de ello –dijo Beau. Capítulo 10 El resto de la semana, mientras Cassidy estuvo en casa, fue como un regalo para Lauren. Tal vez fuera la última vez que podría disfrutar de su hija así, a solas. Jeremy y ella ya eran una pareja y, aunque podían esperar para casarse, seguramente a partir de aquel momento irían a pasar las vacaciones solos y visitarían a sus amigos y familia como pareja. Cuando Cassie ya llevaba dos días en la ciudad, a Lauren se le había bajado bastante la inflamación del labio y casi podía disimular los moratones con el maquillaje y unas gafas de sol. Salieron a caminar por la calle principal para hacer unas compras y comer algo. La camarera del pub se fijó en ella y susurró: –¡Oh, Dios mío! Se inclinó para verla de cerca. Lauren sonrió y dijo, en voz baja: –Una pequeña operación de cirugía estética. –Vaya, cariño, ¡pues no la necesitabas! –Es muy agradable por tu parte, gracias –dijo, y sonrió de nuevo, con los labios ligeramente torcidos. Lacey se reunió con ellas para comer y se las arreglaron para no discutir por el divorcio, ni las chicas expresaron sus diferencias. Sin embargo, no fue un rato cálido y afectuoso. Simplemente, fue cordial. Lauren y Cassie disfrutaron juntas de la zona comercial de Alameda por las tardes, yendo de tiendas, comprando algunas cosas para cenar en el mercado, un helado de camino a casa… Y, después, se sentaban en el porche con una copa de vino, bajo el sol de la tarde. Usaban las sillas plegables de madera que había comprado Lauren para completar el juego de sillas de la mesa de la cocina. –Necesitas unas sillas mejores –le dijo Cassie–. Unas mecedoras, quizá. –Lo tendré en cuenta. Desde el porche, saludaron a los vecinos que pasaban para aprovechar aquel día soleado corriendo, empujando los carritos de los niños, tirando de las bicicletas o, sencillamente, paseando. Las tiendas y los restaurantes siempre estaban llenos. –Me ha encantado tenerte aquí –le dijo Lauren a Cassie–. Aunque siento el motivo por el que tuviste que venir, y lo caro que ha resultado. Pero ¿tenerte aquí? Ha sido maravilloso. Siento lo de tu hermana. –Seguramente, entrará en razón –dijo Cassie–. Cuando se dé cuenta de que con su actitud lo único que va a conseguir es a papá, lo más probable es que se lo piense mejor. –Tiene un lado muy bueno –dijo Lauren. –Siempre y cuando le sirva para conseguir su propósito, sí. Ojalá estuviéramos más unidas en esto, pero yo ya no me voy a comprometer con ella nunca más. Se ha pasado de la raya. –Me preocupa que no sepa diferenciar las peleas del maltrato – dijo Lauren–. Beth nunca estuvo de acuerdo con mi matrimonio, pero permaneció a mi lado. Tu hermana te necesitará algún día. Y tengo que decirte una cosa, hija: yo me parecía más a Lacey que a ti. Tenía la impresión de me estaba metiendo en una situación intolerable con tu padre, pero me quité esa idea de la cabeza. Era tan poderoso, tan rico, tan capaz… Ha ayudado mucho a Beth. Se ofreció a ayudar también a mi madre, pero ella se negó. Le dijo que le diera el dinero a una asociación benéfica. Él se puso furioso. Pero ya sabes que tu padre puede ser generoso y encantador cuando quiere. –Me encantaban esos momentos en los que él era feliz –dijo Cassie–. Las fiestas de Navidad, los cumpleaños, las comidas de verano. No confiaba en que duraran mucho, pero me gustaban. Aunque el estrés que sufríamos hasta que llegaba la fiesta era horrible y, después de que la gente se marchara, a menudo las cosas empeoraban. –Cuando algo no había salido tal y como él esperaba –dijo Lauren. –No quiero marcharme y dejarte aquí. –Buen, pero tienes que irte –le dijo Lauren, riéndose–. Yo tengo que trabajar el lunes, y tú tienes que volver a tu casa. Es hora de que sigamos con nuestra vida. –Antes no tenía la sensación de que la Costa Este estuviera tan lejos… –Voy a estar muy bien, Cassie. Y tú tienes que pensar en Jeremy y en tus estudios. Pero prométeme una cosa, hija. Si ves que las cosas no van bien con Jeremy, no te pases la vida entera intentando cambiarlas. Abre los ojos, Cassie, y mira la situación con honestidad. No te mientas a ti misma. Y, por favor, no tengas miedo. Yo tenía demasiado miedo de lo que pudiera hacernos. –Y no tengo ese problema –dijo Cassie–. Estoy pensando en retrasar los estudios un año. Me gustaría volver aquí, trabajar y vivir más cerca. He hablado de esto con Jeremy. Él lo entiende, y tampoco le importaría volver, aunque le está empezando a parecer que Boston es toda una aventura, pero… –¡No! –exclamó Lauren–. ¡No, no, no! Vamos a seguir adelante, tú y yo. Yo voy a trabajar y a divorciarme este invierno, y voy a amueblar por completo esta casa. Después de que se haya resuelto el divorcio, a lo mejor la compro. La próxima primavera plantaré el jardín. Y tú vas a aprobar el primer año de Derecho. Estaremos bien comunicadas por Skype. A lo mejor, más adelante, volvemos a vivir cerca, pero ¿por ahora? Vamos a seguir con nuestros planes. –¿Y quién te va a ayudar, mamá? ¿Y si las cosas se ponen feas otra vez? ¿Y si intenta agredirte otra vez? ¿Quién te va a ayudar? –He formado un buen equipo. Tengo a mi abogada, a mi hermana, a mi cuñado, a unos cuantos amigos… Y hay antecedentes y una orden de alejamiento. Con el dinero de la venta de la casa de mi madre puedo mantenerme a flote. Puedo ayudarte con tus gastos. Tú y yo vamos a estar muy bien. Vamos a… Se acercó un coche que fue aminorando la marcha y llamó la atención de Lauren. El conductor se detuvo frente a su casa. Salió y sonrió. –¡Lauren! ¿Cómo estás? Ella se puso de pie. –Beau –dijo, saludándolo con la mano–. Ven a conocer a mi hija pequeña. Él sonrió aún más y volvió a entrar al coche para parar el motor. Después, subió al porche y le tendió la mano a Cassie. –¿Qué tal? Soy Beau Magellan. Somos vecinos. –Cassie Delaney –respondió ella. –Beau, ¿te apetece tomar una copa de vino con nosotras? –Ahora no puedo, lo siento. Acabo de hacer la compra y tengo que ir a darle de comer a mi chaval –dijo él, y miró a Cassie–. ¿Vives por aquí, o solo has venido de visita, Cassie? –Estoy de visita. Ahora vivo en Massachusetts, porque voy a estudiar allí. Pero soy de aquí. –Ah, entonces, no sé si podremos vernos más. A menos que vayas a quedarte muchos días. –No, solo dos días más. Pero me encanta este barrio. Es muy agradable pasear hasta el centro, sentarse en el porche… –Sí, mucha gente ha venido a vivir aquí para criar a sus hijos, y van a trabajar a la ciudad en ferri. Yo llevo aquí mucho tiempo. Compré una casa vieja y la reformé, en esta misma calle. Tiene muy buenas vistas. –¿La arreglaste tú mismo? –preguntó Cassie. –Sí, con ayuda de mis amigos y mi familia –dijo él, sonriendo–. El jardín es precioso. Soy paisajista –explicó, y miró la hora–. Me encantaría quedarme, y espero que vuelvas pronto de visita para poder vernos otra vez, Cassie. Lauren, si necesitas algo, envíame un mensaje o llámame. Estoy a pocas manzanas –dijo, y volvió a tenderle la mano a Cassie–. Encantado de conocerte. –Lo mismo digo –respondió la muchacha. No dijeron nada mientras Beau volvía a su coche. Cuando se marchó, Cassie miró a Lauren y exclamó: –¡Vaya! –¿Umm? –preguntó Lauren. –Qué guapo es –dijo Cassie–. ¿Lo conoces mucho? –No, no desde hace mucho. Lo invité a cervezas un día para darle las gracias, porque me ayudó a colgar unas estanterías. Y hemos pasado mucho tiempo hablando de nuestros divorcios. Llevaba separado varios meses antes de que nos conociéramos. Lo conocí en la Iglesia del Divino Redentor. Él estaba trabajando en el jardín, y yo pensé que era uno de los jardineros. Ese jardín es maravilloso. El cura es amigo suyo de la infancia. Y es el vecino que me siguió al hospital y me trajo a casa la noche que tu padre… –¡Es él! Entonces, está claro que le caes bien –dijo Cassie. –Eso espero. Él me cae muy bien a mí. Pero, si crees que me voy a tirar de cabeza a otra relación, estás equivocada. Solo pienso en tener libertad e independencia, Cassie, no en otro hombre. –Bien dicho –respondió Cassie–. Pero es guapísimo. Treinta segundos más, y me habría enamorado de él. –Bueno, bueno, ¿qué diría Jeremy? –No, es broma. Solo quería decir que… –Yo me alegro mucho de poder apoyarme en otro hombre, aparte de en tu tío Chip, pero no quiero comenzar otra relación. Aunque no me importaría conocer un poco mejor a Beau. Aparentemente, es perfecto –dijo Lauren, con un suspiro–. Aunque me temo que eso puede significar que es un psicópata. –Creo que mi padre es un psicópata. –Oh, Cassie, no quería que pensaras eso. –Ya es hora de que dejemos de endulzar la cuestión, mamá. Eso es cosa de Lacey. ¿De verdad quieres que ignore todo lo que ha hecho? –No. Pero no quería que sufrieras. –Pues empieza a olvidarlo. Fingir es mentir. Y mentir hace daño. El lunes por la mañana, temprano, Lauren y Cassie se despidieron, y Lauren se fue al trabajo. Se maquilló para tapar en lo posible los moratones. Al menos, la inflamación había bajado. Cuando se encontró con sus compañeros, en el laboratorio, le dieron la bienvenida. –¡Hola! Me enteré de que tuviste una caída. ¿Qué tal estás? Otros le preguntaron qué le había ocurrido, y ella respondía que se había descuidado y había cometido una torpeza al abrir las cajas de la cocina durante la mudanza; que se había subido a un taburete, se había caído y se había golpeado con la encimera. Notó algunas miradas burlonas, como si no se creyeran la historia. Ella ya había tomado la decisión, pero, de no haber sido así, aquellas miradas habrían bastado para convencerla. Le pidió a su supervisora un momento para hablar con ella. –Sí –le dijo Bea–. ¿Qué tal ahora mismo? Lauren se puso tensa. Bea siempre había sido muy justa, pero aquella respuesta tuvo algo que hizo que se preguntara si su jefa directa tenía algo en contra de ella. No importaba, en realidad; trabajaban bien juntas, tenían éxito en los proyectos, respetaban los límites y el espacio de los demás, cumplían con todas las normas. Lauren siempre había pensado que, si había cierta distancia entre ellas, se debía a que tenían muy poco en común. Ellas no quedarían para comer juntas fuera del trabajo, pero se reunían cuando el personal de la oficina organizaba una salida. Bea había criado sola a sus cuatro hijos y, ahora, tenía varios nietos. Era la directora del laboratorio de desarrollo de producto y ama y señora de su casa, pero no vivía en el lujoso barrio de Alameda ni había tenido un marido cirujano. Tal vez sintiera algunos celos de ella. Si supiera la verdad… –Siéntate, Lauren –le dijo, en su despacho–. Es obvio que te has dado un buen golpe. –Me preguntaba si podríamos mantener una conversación confidencial, porque no me caí, exactamente. Pero no quiero que todo el laboratorio se entere de la verdad. –Yo no hablo de mis empleados –respondió Bea. –Esto me lo hizo mi marido –dijo Lauren. Se le empañaron los ojos, no de tristeza, sino de vergüenza. –¿El doctor Delaney? –preguntó Bea, con espanto, medio levantándose de la silla de su escritorio. Lauren asintió. –¿Cuánto tiempo has estado pasando por esto? –le preguntó Bea, con una expresión sombría. –Nunca había ocurrido nada tan grave como esto –respondió Lauren–. Si hubiera sido así, habría pedido el divorcio mucho antes, creo, aunque no estoy segura. Siempre me mentí a mí misma en muchos sentidos. Siempre me maltrató, y lo dejé un par de veces. Bueno, todo esto son trapos sucios… –No te preocupes. No voy a hacerte más preguntas. Pero la gente sí lo ha notado. –Oh, Dios… ¿Han estado hablando? –¿Sobre si te pegaba? No, en absoluto. Pero sí han comentado que es mezquino y que se cree superior, que es un desgraciado. He oído varias veces susurros. ¿Tienes ayuda en condiciones para superar esto? –¿Ayuda? –Sí. Ayuda legal, emocional y psicológica. –Oh, por supuesto. Sí. Escucha, no es que esté avergonzada, pero… –Lauren, todo el que ha pasado por lo que has pasado tú se ha sentido avergonzado. Sé de lo que hablo. Mi marido era un maltratador. Nos divorciamos hace treinta años. Yo era muy joven, y tenía muchos niños. Fue el momento más difícil de mi vida. Y no aprendí; con frecuencia, cometo el error de pensar que hay gente que es inmune, que tiene vidas perfectas, solo porque parece que lo tienen más fácil. Pero nunca sabes lo que ocurre en la vida de los demás. No te preocupes, no voy a hablar con nadie de tus problemas. Respeto tu privacidad y lo entiendo todo perfectamente. Si puedo ayudarte de algún modo… Lauren se sintió conmovida. –Bea, ¿te gustaría que quedáramos para salir a comer algún día? De camino al aeropuerto, Cassie pasó por la oficina de su padre. Se dirigió a la recepcionista de su despacho. La señora la reconoció y sonrió para saludarla, hasta que vio la expresión de su cara. –Por favor, ¿podría decirle a mi padre que quiero verlo? Es urgente. –¡Por supuesto! ¿Está usted bien? –Sí, pero necesito hablar con él antes de marcharme. –Sí, sí –dijo la recepcionista, nerviosamente–. Ahora mismo se lo digo. A los pocos segundos, llegó una enfermera y la acompañó al despacho. Por supuesto, estaba amueblado con las mejores piezas, como el resto de la consulta. El equipo médico era de última generación. Su padre estaba sentado detrás de un escritorio de caoba, rodeado de estanterías llenas de libros y un par de pantallas de televisión, a pesar de que la mayoría de los historiales médicos eran ya accesibles por ordenador. Él se levantó. –¿Cassie? –dijo, como si estuviera sorprendido. –No finjas –le dijo ella–. Ya sabías que estaba aquí. Sé que Lacey te va con todos los cuentos. Vine rápidamente, en cuanto me enteré de que mamá había sufrido una agresión tan grave. Tú no te pusiste en contacto conmigo. Él adquirió la expresión de un bebé que se había caído al suelo. –Tenía la impresión de que no querías verme. –Claro que quiero verte. Me marcho hoy mismo. Y he venido a decirte una cosa. Aunque creo que tú ya lo sabes, en realidad. Tienes un problema. –Sí, es cierto. Después de veinticuatro años de matrimonio, mi esposa me va a dejar por un hombre más joven. –No es cierto –replicó Cassie–. Te ha pedido el divorcio por tu maltrato. Podrías pedir ayuda, ¿sabes? No vas a salvar tu matrimonio, porque es tarde para eso, pero podrías mejorar tu vida. Y, si cambiaras, tal vez podrías formar parte de la vida de tus nietos. Tal y como eres ahora, eso no va a suceder. No es seguro mantener relación contigo. Eres un megalomaníaco peligroso que le hace daño a la gente. –Está mintiendo –gritó él–. ¡Se lo hizo a sí misma y me echó la culpa! ¡Quiere sacarme todo lo posible en el divorcio! –Hay pruebas de que lo hiciste tú. Tú, el gran salvador de vidas, has provocado tanto dolor a los que más te querían… –¿Crees que es inteligente por tu parte acusarme de esto cuando esperas que te pague la carrera de Derecho? –En primer lugar, ya me has dicho que ibas a retirarme la asignación, como has hecho en varias ocasiones. Lacey podrá soportar seguir siendo tu rehén, pero yo no. Ya encontraré la manera. Además, me sentiría sucia si dejara que me pagaras algo sabiendo lo cruel que eres. Como sé que no vas a intentar arreglar nada, ni cambiar, supongo que esto es un adiós definitivo. Él entornó los ojos con furia. Ella sabía que, como aquel despacho era igual que los otros millones de despachos del mundo, alguien estaría escuchando detrás de la puerta, y decidió aprovechar la situación al máximo. –A mi madre se le ha curado la cara lo suficiente como para poder volver al trabajo. Si vuelves a pegarla, te vas a arrepentir. Yo me voy a asegurar de que lo lamentes. Déjala en paz. –Sal de aquí, Cassie –le dijo él, en voz baja. Ella se giró y salió. Se fijó en que uno de los empleados de su padre la miraba con dureza. No estaba segura de si era por desdén o por lástima. Quizá él ya les hubiera dicho a sus trabajadores que su esposa era una ambiciosa que quería robarle todo su dinero. Fue en taxi al aeropuerto. Había vivido toda la vida en San Francisco y le encantaba la ciudad, con amenaza de terremotos incluida. Era parte de su mundo. No quería marcharse en aquel momento, cuando su madre estaba pasando por uno de los momentos más estresantes y difíciles de su vida, pero iba a volver. Aunque sentía terror por dejar sola a su madre, ella tenía razón: en aquel momento, las dos tenían que seguir con su vida. Había cambios muy importantes, y no pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a verse. Su madre iba a estar segura. Tenía a Beth, a Chip… Era una pena que Honey ya no estuviera. Pero sí estaba aquel otro hombre, Beau. La tranquilizaba que su madre fuera tan cautelosa. Después de lo de su padre, Beau no iba a durar ni un segundo si se atrevía a pellizcar. Lauren se enteró de que Cassie había conseguido un préstamo de estudios a un interés muy bajo, lo suficiente para poder empezar las clases. Lacey estaba completamente concentrada en su máster de Educación Inglesa y, cuando se veían, evitaban hablar sobre el divorcio. Y Brad guardaba silencio. Su abogada no guardaba silencio. No le había costado nada conseguir la orden de alejamiento, pero sí estaba teniendo dificultades para fijar el valor del patrimonio de los Delaney, puesto que era Brad quien manejaba todas las finanzas e inversiones. Tenía copias de las últimas declaraciones de la Renta, así que sabía cuáles eran los ingresos de la familia, pero no estaba claro cuál era el valor de las propiedades, del equipo médico de su clínica privada y de sus inversiones totales. –Creo que vamos a tener que solicitar una tasación judicial –dijo Erica Slade–. Te ha ofrecido un acuerdo, lo cual significa, normalmente, que quiere pagar menos de lo que debe. –¿En serio? ¿Un acuerdo? –Cuatro millones. La casa, más dos millones. Te sugiero que lo rechaces. Eso significa que vuestro patrimonio asciende a mucho más de ocho millones de dólares. Ella se quedó boquiabierta. –¿Tiene más de ocho millones de dólares? ¿De verdad? –Lauren –dijo Erica–. Tú has contribuido en gran parte a eso, con tu trabajo, tu sudor y tus lágrimas. Literalmente. Ella lo pensó un momento. –Seguramente, la casa vale seis millones, pero hay una hipoteca muy grande. La consulta debe de valer mucho dinero, aunque yo nunca la he considerado nuestra. Las inversiones… No sé nada. Él controlaba el dinero. Esto es horrible. Me siento patética e incompetente. ¿Por qué no sé lo que tenemos? –Porque tu marido no quería que lo supieras. Es obvio que nunca estuvo seguro. Debe de haber estado preocupado de que pidieras el divorcio durante todo vuestro matrimonio. Cuando tengamos una cifra fiable, hablaremos del acuerdo. Mientras, voy a conseguir que su abogado acepte pasar una pensión durante la separación. –¿Tengo yo que hacer algo? –preguntó Lauren. –Sí. Empezar a rehacer tu vida. Ella estaba demasiado ansiosa como para pensar en eso. Había empezado a ir a la consulta de la última psicóloga que la había tratado, y con la que se sentía cómoda, Jan Straight. En la primera sesión, hubo un reencuentro, y ella le contó lo que había sucedido durante los seis últimos meses, incluida la agresión violenta de Brad. –No me había dado cuenta de que estaba negando las señales – dijo–. Cuanto más me enfrento a la verdad, más sale a la superficie. Cosas que no quería creer, o que pasaba por alto, o a las que restaba importancia… –Dame un ejemplo –le pidió Jan. –Bueno, una empleada lo demandó. Lo denunció por darle patadas en el quirófano. Cuando ella hacía algo que él no quería, o no hacía algo que él esperaba, le daba una patada. No eran patadas fuertes, pero… Por supuesto, él dijo que estaba loca, que eso no había sucedido nunca. Al final, llegó a un acuerdo con ella, y ella dejó el trabajo. Nunca me enteré de los detalles. Él dijo que era una ambiciosa y que era de esperar que ese tipo de gente quisiera aprovecharse de él de vez en cuando. Y yo lo acepté. Pero, un par de años después, fui a un dentista nuevo. Era un joven muy guapo. Su enfermera era una joven que trabajaba para el anterior dentista, que se había jubilado. Era madre soltera, buena, amable y con sentido del humor. Cuando me estaban atendiendo, él la corrigió dos veces, de mala manera. Después, le dio una patada a espaldas de la silla en la que yo estaba reclinada. Yo le dije: «¡Pare! ¿Le acaba de dar una patada?». Y él respondió: «¡Por supuesto que no! Relájese, señora Delaney». Yo no podía relajarme. Me puse en alerta. Y él volvió a hacerlo. Y ella se estremeció de dolor. Y, en aquel momento, me di cuenta de que eso era lo que le había estado haciendo Brad a su enfermera. Me quité el babero y escupí el algodón que tenía en la boca. Le dije a Ashley que debería demandarlo y que, si necesitaba algún testigo, me tenía a mí. Me marché de allí. Fui llorando durante todo el trayecto de vuelta a casa. –¿Estás segura de que fue eso lo que ocurrió? –Tengo la cabeza llena de ese tipo de cosas. Algunas veces, las enterraba tan profundamente que ni siquiera las recordaba. Como cuando me puso la zancadilla en Disneyland. Mi hija Cassie nunca se olvidó de eso, pero yo sí. O, por lo menos, me negaba a pensar en ello, porque, si lo pensaba, tendría que hacer algo al respecto. Y eso requería mucho valor. –¿Y ahora has reunido el valor necesario? –Mis hijas son adultas. Ya se han marchado de casa, aunque todavía tienen allí sus dormitorios. Yo no puedo vivir más en esa casa. Y menos ahora. –Vamos a establecer algunas citas –dijo Jan–. Quiero ayudarte en este proceso. Septiembre era el inicio de la estación favorita de Lauren, y comenzó a relajarse a medida que el aire se volvía más fresco. Los puestos de los mercados al aire libre empezaron a llenarse con los productos de la cosecha del valle central. Se ofrecían frutas y verduras deliciosas, tomates, mazorcas de maíz, manzanas maduras. Un poco después, llegarían las calabazas. Llevaba a casa bolsas llenas de alcachofas. Estaban tan baratas que prácticamente eran gratis. Los colores del otoño le daban una sensación de renovación, de esperanza. Comenzó con su proceso de cambio. Se esforzó por ser más amigable con sus compañeros de trabajo, empezando por Bea. Salieron a comer juntas poco después de su reunión, y hablaron de las heridas de guerra de sus matrimonios y de las similitudes de su infancia. Ambas habían sido criadas solo por sus madres. Después, se unió a los pequeños grupos que se reunían para comer juntos en el trabajo. Fue bien recibida y, rápidamente, se dio cuenta de que había sido distante y se había mantenido aparte del aspecto social de su trabajo. –Por supuesto –le dijo Bea–. Me imagino que, inconscientemente, no querías que la gente supiera lo que estaba ocurriendo de verdad en tu vida. Pero ya es hora de conseguir un poco de asesoramiento y apoyo, Lauren. –Me he adelantado –dijo Lauren–. Estoy yendo a terapia psicológica. Llevó al trabajo bastantes de las verduras que compraba en los puestos al aire libre. Hizo galletas y las llevó a la oficina. Y siguió yendo a las sesiones con Jan Straight. Por primera vez, empezó a pensar que podría hacer realidad su sueño de tener una vida feliz. Se sintió cada vez más cómoda con sus nuevas amistades y salió a tomar copas una noche con las chicas del trabajo. Acabaron riéndose como niñas pequeñas. Eran mujeres que habían trabajado juntas durante muchos años, pero que apenas se conocían. Carly, de unos cincuenta años, era soltera y tenía una madre viuda que se había ido a vivir con ella porque ya era mayor y tenía problemas médicos. Merline tenía treinta y cinco; estaba casada con un constructor y tenía tres niños pequeños que la volvían loca casi todo el tiempo. Shauna tenía cuarenta años, estaba divorciada y tenía dos niñas adolescentes. Anne tenía sesenta y un marido de setenta y ocho que sufría de Alzheimer y contaba con la ayuda de los servicios sociales para personas dependientes. Sus hijos ya eran mayores y no vivían lo suficientemente cerca como para poder ayudar. A Lauren le sorprendió encajar tan bien en aquel grupo. Todas tenían sus problemas, y algunas de ellas estaban bastante solas, pero ninguna había sido tan distante y había permanecido tan alejada como ella. Todas se apoyaban las unas a las otras, y también le ofrecieron su apoyo a Lauren. –Siento lo de tu divorcio, Lauren –dijo Carly–. Pero me alegro de que decidieras hacer algo al respecto. –Yo también –dijo ella. –Enhorabuena por haber recuperado tu vida –le dijo Jan, después de varias sesiones. Los cambios que habían empezado con una nueva casa y mucha fruta fresca siguieron con las comidas con sus compañeras de trabajo, con las reuniones con Lacey, con sus conversaciones casi diarias con Cassidy y con alguna salida con Beau para tomar una copa de vino. Una preciosa tarde de otoño, ella preparó unas alcachofas y cenaron en el porche. Tomaron vino y vieron ponerse el sol. –¿Has sabido algo de él? –le preguntó Beau. –A través de mi abogada. Nada más. ¿Y tú? ¿Has sabido algo de ella? –Constantemente. Pero es lo de siempre, nada nuevo. No es capaz de poner a los chicos en mi contra. Ya son adultos. Por desgracia para ella, hay hombres que saben lo voluble que es. Así que me ha amenazado con arruinarme, con dejarme sin un dólar. A Lauren se le escapó un jadeo. –¿Y si lo hace? Él sonrió. –No me importa. Empezaría de nuevo. Creo que no puede quedarse con más de la mitad, ¿no? –¿Y por qué me sentiré yo culpable pidiendo la mitad? –preguntó ella–. Yo no soy cirujana. No tuve que pasar diez años estudiando Medicina y haciendo una residencia. No fundé mi propia consulta… Bueno, lo hizo con el dinero de su padre, pero, de todos modos… no era mío. –A lo mejor no necesitas la mitad –dijo él, y la sorprendió–. A lo mejor lo que necesitas es ser justa y razonable. Pero, antes de que fijes una cantidad, deberías saber lo que hay. Y deberías saber si quieres contar los pellizcos. Los moratones. Y no sé mucho más de tu matrimonio, pero… ¿podría haber conseguido todo lo que tiene sin ti? –Sí –dijo ella, en voz baja–. Con criadas, niñeras, secretarias, mayordomo… y con un saco de boxeo. Capítulo 11 A finales de septiembre, cuando los árboles estaban cambiando de color y la gente estaba poniendo coronas y guirnaldas de otoño en la puerta de sus casas, Beau la llamó. Era viernes por la tarde. –¿Sabes jugar al póquer? –le preguntó. –¿Al póquer? –Sí, a las cartas. Al póquer. –No sé si me acuerdo –dijo ella–. Creo que jugué un par de veces en la universidad. –Bien. Hemos organizado una partida para esta noche. Tim, mi hijo Drew, su novia, Darla, tú y yo. Habrá comida. Comida de póquer. ¿Quieres venir? –Oh… No sé. –Le diré a todo el mundo que se porte bien contigo –le prometió Beau–. Vamos, va a ser divertido. Lauren apuntó la dirección de Beau y fue a su casa en coche. Estaba muy nerviosa. No sabía si el padre Tim frunciría el ceño de un modo paternal, si Drew pondría mala cara al verla por lealtad hacia su madre, si la novia sería altiva o se comportaría como si fuera la ama y señora de la casa… Pero ¿por qué se preocupaba de esas cosas? No lo sabía. Tal vez se preocupara demasiado de demasiadas cosas. –Hola –dijo Beau, al abrir la puerta–. ¡Pasa! ¡Ya estamos todos! Ella le entregó lo que había llevado, aunque nadie le había pedido que llevara nada. –¿Qué es? –preguntó él, mientras tomaba de sus manos un par de tarteras grandes. –Champiñones rellenos y queso de bola –dijo, y alzó una bolsita–. Y crackers. –Eres muy amable. No quería que te tomaras ninguna molestia. –Bueno, pero yo sí quería. Te va a encantar. –¿Te apetece una copa de vino? –Eh… Sí, claro –balbuceó ella. Beau sonrió. –Ah. Estás nerviosa. Ella miró a su alrededor. La casa era preciosa. No era recargada, pero las paredes, la carpintería, los armarios, las cortinas y los muebles eran elegantes y estaban bien cuidados. Por supuesto, había una pantalla de televisión colgada de la pared de la sala de estar, y un sofá en forma de u enfrente. Era una decoración masculina, así que se preguntó cómo sería su mujer. Claramente, la mesa de póquer iba a estar en el salón, puesto que las cartas ya estaban preparadas allí, junto a las fichas. –¡Lauren! –exclamó el padre Tim, y se acercó a saludarla dándole un abrazo. Llevaba unos pantalones vaqueros y un jersey verde esmeralda que resaltaba el verde de sus ojos–. ¡Me alegro mucho de verte! Beau me ha comentado que hace mucho tiempo que no juegas al póquer, así que me he tomado la libertad de escribir una pequeña hoja de trucos para ti. Se sacó un papel del bolsillo. –Un momento, un momento –dijo un joven, que debía de ser Drew–. Es mejor que me dejes comprobar una cosa… –¿Quieres decir que crees que yo sería capaz de engañarla? ¿A una inocente como Lauren? –Hola –dijo el muchacho, tendiéndole la mano–. Soy Drew. Y ella es Darla. Me alegro mucho de que hayas podido venir. Mi padre nos ha hablado mucho de ti, obviamente, intentando fingir que no está saliendo con nadie… –Bueno, en realidad, no está saliendo conmigo. Nos hemos reunido un par de veces en el pub de la calle. Antes, eso no era exactamente tener una cita. –Ahora vale –dijo Drew–. Déjame que vea esa hoja de trucos – añadió, y le quitó la hoja con una sonrisa–. Umm… Parece correcto, pero no sigas sus consejos, ¿eh? Está dispuesto a hacer cualquier cosa por ganar. No es que haga trampas, exactamente, pero discute. –Me siento ofendido –dijo Tim–. En primer lugar, es póquer. En segundo lugar, no estoy de servicio, así que puedo utilizar las mismas reglas que vosotros, los réprobos –argumentó, y miró a Lauren–. Estás maravillosa. Hacía tiempo que no te veía, pero creo que has estado feliz y tranquila. Ella se calmó al instante. No había nada como un cura tan guapo y un pretendiente para poner a cualquiera de buen humor. –Sí, he estado muy bien, gracias. –Bien, porque quiero que te encuentres en estado óptimo mientras te desplumo con el póquer. –¿Es que es una partida de rencor? –Es póquer –dijeron tres voces masculinas al unísono. –Oh, Dios mío, voy a tener que prestar muchísima atención. Se llenaron los platos y fueron con las bebidas y la comida a la mesa. La comida de póquer, según había descrito Beau: nachos, un plato de verduras con salsa, rollitos de lechuga rellenos de ensalada de pollo, patatas al aroma de vinagre. Los champiñones rellenos y el queso que había llevado Lauren encajaron bien. Se sentaron a la mesa, comieron y charlaron durante veinte minutos y, después, Beau le explicó el juego a Lauren: –Jugamos con fichas. La blanca es un centavo; la azul, cinco; la roja, veinticinco; la morada, cincuenta; y la negra, un dólar. En la primera partida, si no quieres apostar… –Como si tuviera un problema con el juego, o algo así –dijo Drew. –No, quiero jugar como los demás –dijo ella–. Aunque espero que tengáis paciencia conmigo. Nunca se me han dado bien los juegos de cartas. –Vamos a tener mucha paciencia –dijo Beau. –Entonces, ¿puedo yo disponer de unas cuantas fichas? –Claro, pero, para participar en la partida, tienes que envidar como nosotros. Después de que se repartan las cartas, tienes que decir si deseas envidar, pasar o jugar. Si quieres jugar, obligas a los demás a mostrar sus cartas. Todos esos movimientos cuestan fichas. Los demás harán lo mismo contigo. –De acuerdo. Entonces, ¿cuánto debo poner? ¿Veinte dólares? –Sí, eso está bien –dijo Beau–. Y solo tienes que jugar si te sientes cómoda. Si quieres dejar la partida y verla mientras comes y bebes, perfecto. Y si necesitas ayuda, pregúntame. –De eso nada –dijo Drew–. Que me pregunte a mí. Lauren metió la mano en su bolso. –No puedo creer que esté tan asustado de una chica que lleva casi veinticinco años sin jugar al póquer… –Tómate tu tiempo –le dijo Beau. Él contó sus fichas mientras todo el mundo echaba su dinero al bote y tomaba las que le correspondían. Después, Beau repartió las cartas y le preguntó si quería jugar. –Pues sí –dijo Lauren–. ¿Cuánto debo apostar? ¿Unos cuantos peniques? Todo el mundo dio un gruñido. –Vaya… –Mira tus cartas, revisa lo que tienes y puedes descartarte de tres y pedir cartas nuevas. Yo empiezo. Apuesto cincuenta centavos y quiero dos cartas. Hicieron dos rondas, y algunos jugadores fueron pasando. A la tercera ronda, solo quedaban Tim, Drew y Lauren, que levantó educadamente la mano. –Tengo una pregunta –dijo. –No tienes que levantar la mano –le respondió Beau–. ¿Qué pregunta es esa? –¿Cómo era un full? –dijo ella, mostrando sus cartas. Hubo más gruñidos, y todos dejaron sus cartas. Y así continuaron. Al poco rato, se negaron a que hiciera más preguntas y le dijeron que mirara la hoja de trucos y le hiciera caso a su instinto. Después, Darla le dio sus fichas a Drew y se fue al sofá a leer, con un plato de comida en su estómago plano. Lauren se quedó con los hombres y jugó con suma educación, pidiendo permiso, diciendo por favor y gracias, riéndose suavemente cuando arrastraba las fichas hacia sí y los hombres gruñían. Después de dos horas, era la gran ganadora de la noche. Tim se rindió, Drew se lamentó de sus pérdidas y Beau se rio, a pesar de su fastidio. –Se acabó, yo me retiro –dijo Tim. –Yo también –dijo Beau. –Yo debería dejarlo y llevar a Darla a casa –dijo Drew. –Aaay… ¿No queréis la revancha? –preguntó Lauren. –¡No! –dijeron ellos, al unísono. –Vaya –respondió ella, reuniendo todas sus fichas. Después, sonrió y añadió–: Es un placer hacer negocios con ustedes. –Será mejor que no nos enteremos de que has fingido –dijo Tim. –¿Que he fingido qué? ¿Que soy un prodigio del póquer? –Sí, sí, claro… –¿Os apetece un café y un poco de bizcocho? –preguntó Beau. Cuando terminaron de cenar, Lauren se despidió. Beau la acompañó al coche. –Las fiestas están a la vuelta de la esquina –le dijo–. ¿Tienes algún plan? –Casi ni lo he pensado –dijo ella, mintiendo–. Supongo que iré a casa de mi hermana. Antes íbamos un año a casa de Beth y, al otro, a casa de la madre de Brad, Adele. Este sería el año de Adele. No sé si Beth tendrá planeado ir a casa de sus suegros, pero no les importará hacerme un sitio. Las niñas no me han dicho nada… –Ah. Yo voy a ser proactivo. Voy a cocinar. He invitado a toda mi familia, pero todavía no sé quién está interesado. Mis dos hermanas, mi hermano y sus familias… Pero también tienen familia política, así que… Y los chicos tienen vía libre. –¿Les has dicho que pueden hacer lo que quieran? –Exacto. La única condición es que no voy a cocinar para su madre. Estas fiestas van a ser difíciles para la gente que no quiere que suceda este divorcio: Michael, en concreto. Drew se siente incómodo, pero lo entiende. Yo tengo la impresión de que él no querría estar casado con nadie como su madre tampoco. –¿Por qué lo dices? –Tiene límites con ella. Es firme. Pero Michael no. Seguro que preferiría que yo arreglara las cosas. Bueno, pero lo que quería decirte es que voy a celebrar Acción de Gracias aquí, seguramente, con mucha gente, así que me encantaría que vinieras, si te apetece. Con tus hijas también. –Eso es muy amable por tu parte. –Es solo otra opción –dijo él–. Tal vez este año te apetezca hacer algo distinto, solo por cambiar –añadió, y le apretó suavemente un hombro–. Y me alegro mucho de que hayas venido esta noche. Aunque nos hayas desplumado. –Vaya, los hombres no sois buenos perdedores. Él se echó a reír. –Has levantado la mano para hablar, como si fueras una niña en el colegio. –Pero la próxima vez no me vais a subestimar. Él se inclinó hacia ella. –Yo, por supuesto que no. Por instinto, ella retrocedió un poco, cuando lo que quería era inclinarse hacia él. Obviamente, Beau notó su ligero movimiento, y se limitó a darle un breve beso en la mejilla. –¿Quieres que te siga hasta casa para asegurarnos de que llegas sana y salva? –No, no te preocupes. Voy a estar muy alerta, la calle está bien iluminada y tengo buenas cerraduras. Gracias por esta noche tan divertida. Hablamos pronto –dijo Lauren, y fue hacia su coche. Él se inclinó hacia la ventanilla, y ella la bajó. –Si ves cualquier cosa rara, no salgas del coche. –Beau, llevo semanas yendo a solas a casa –le dijo ella–. No voy a correr ningún riesgo. –¿Me puedes mandar un mensaje cuando estés en casa, con la puerta bien cerrada? Ella sonrió. –Eres una viejecita disfrazada de señor. –Supongo que sí –dijo él. Después, le dio un par de palmaditas a la puerta de su coche y se alejó. Tim estaba repantigado en el sofá, con los pies en el reposapiés y un café en equilibrio sobre su vientre. No parecía que tuviera mucha prisa por ir a ninguna parte. –Has tardado –le dijo a Beau. –Estaba preguntándole a Lauren por sus planes para las fiestas de este año. –¿Quieres decir que no os estabais besando? –Pues no, aunque no es asunto tuyo. –¡Llevas meses persiguiéndola! Antes eras más irresistible. –Es lógico que Lauren sea precavida. Aunque yo no lo sea. –Ah –dijo Tim. Se incorporó y puso los pies en el suelo–. Entonces, reconoces que esto va demasiado deprisa… –No, en absoluto. En mi opinión, va demasiado lento. Pam y yo llevamos separados casi un año, y si ella dejara de empeñarse en usar la calculadora y firmara, ya sería oficial. En cuanto a Lauren… –dijo Beau, y se pasó una mano por la cabeza–. Ella solo lleva unos meses separada. Tienes razón. Debería ir más despacio. –Yo no he dicho una palabra –respondió Tim, poniendo cara de inocente. –Eso os lo enseñan en las clases para curas, ¿no? Lo de conseguir información sin necesidad de preguntar. Tim se echó a reír. –Contigo no hacen falta clases. Siempre has sido transparente. –Sí, es cierto –dijo Beau, y se sentó en el sofá–. ¿Y tú? ¿Qué pasa contigo? Llevas una buena temporada sin quejarte de tu jefe. –Yo no tengo problemas con mi Jefe –dijo Tim–. Los que me cansan son los dirigentes terrenales. Tal vez el problema sea mío. No me siento útil. –Sigues con eso, ¿eh? Deberíamos organizar una donación de calabazas. Este año hay una buena producción. –¿Te suena de algo «Vive con el olor del rebaño»? Beau se quedó anonadado. –Pues no, pero no suena demasiado apetecible… –Es del papa. Dijo que, cuando los curas, los obispos, no están cerca de la gente, trabajando y ayudando a la gente, se convierten en meros dirigentes, en burócratas. El obispo me regaló un libro que se titula Tres sencillos pasos para llegar a ser obispo –le explicó Tim, y se echó a reír–. Es tan político que, cuando oyó al papa llamar a sacerdotes que vivieran con el olor del rebaño, inmediatamente fue a buscar a un curilla con potencial político y me encontró en aquella pobre parroquia del valle central. Me transfirieron aquí para que él pudiera vigilarme. Supongo que tengo buen aspecto, y ahora quiere que yo sea aprendiz a su cargo, en la sede. Quiere un obispo que provenga de su archidiócesis. –No sabía que existiera tal cosa –dijo Beau–. Un aprendiz de obispo. –Es un secretario, un ayuda de cámara. –Así que estás en camino de ser obispo. Enhorabuena. Te organizaremos una fiesta, o algo por el estilo… –Eso no es lo que me interesa –dijo Tim. Beau se quedó sorprendido. –¡Creía que querías ser papa! –No. Quería ser Bing Crosby –dijo Tim–. Puede que, cuando era niño, creyera que ser obispo era un gran logro, pero lo que realmente me dio impulso fue la idea de servir en una parroquia pequeña y agradable en Brooklyn, con hombres y mujeres trabajadores que necesitaran algo más que una oración. Que necesitaran sustento y oportunidades, y que tuvieran una buena voz para cantar. Con niños que necesitaran ánimos y esperanza. Sabía que no iba a poder arreglar todos los males del mundo, pero… quería ayudar, dar consuelo. –¿Ser un héroe? –Quería ser otro par de manos –respondió Tim, en un tono suave y serio–. Trabajar, no escribir leyes canónicas para controlar a las personas y evitar que fueran humanos. Quería ser necesitado. No, eso no es… Quería mejorar la vida cotidiana de la gente. No necesitan otro obispo más. –Oh, vaya. Están a punto de honrarte de esa forma, y tú estás… estás… –Perdiendo la vocación –dijo Tim. Beau se quedó callado, observando bien a su amigo. Era raro que Tim tuviera una actitud tan seria, tan grave. –¿Por qué no me habías dicho nada nunca? –le preguntó, por fin. –La cuestión es… ¿por qué lo estoy diciendo ahora? Porque, hermano mío, creo que se avecinan cambios. Sé que me necesitas en este momento, y espero que, si no estoy disponible por algún motivo, lo entiendas. –Por supuesto –dijo Beau–. Mira, cuídate, Tim. Yo estoy bien. Quiero que seas feliz. Y no parece que estés feliz ahora… –Dios no me puso aquí para que fuera feliz –dijo Tim–, sino para que fuera útil. Pero, al final, es una cuestión de egoísmo. Me hace feliz trabajar con la gente pobre y desheredada. –Deberías haber sido misionario. Se me ocurren cientos de organizaciones que darían cualquier cosa por tener a alguien como tú, que está dispuesto a trabajar en serio por un plato de sopa. –Tentador –dijo Tim. Beau se echó a reír y cabeceó. –Eres único, ¿sabes? Lauren intentó no pensar demasiado en las fiestas, pero la verdadera era que estaba preocupada. Primero, hablaría con Cassie. Ella era la más leal y razonable. Después, hablaría con Beth y le ofrecería cocinar e invitar a todo el mundo. Quizá Beth no estuviera interesada en celebrar una comida festiva en su nueva casa, lo cual era normal. Entonces, ella iría a cualquier sitio que le pareciera agradable. Incluso pensó en ir a Boston, aunque estaba segura de que la familia de Jeremy invitaría a la pareja a su casa, y ella pensaba que también la incluirían. Sin embargo, ¿quién estropearía con su mala actitud aquellas fiestas? ¿Sería Lacey, que seguía enojada porque su familia se estaba separando? ¿Sería Brad, porque el día festivo que había diseñado no podía ser? Brad adoraba el ambiente navideño, porque le encantaba dar fiestas e ir a ellas. Aunque hacía de anfitrión y tenía unas ideas muy claras sobre lo que había que organizar, no hacía ningún trabajo. Le gustaba lucirse en todas las fiestas, pero no le gustaría hacerlo cuando estaba pasando por un divorcio. Su madre, Adele, nunca había ido con ellos a casa de Beth. Fuera en Acción de Gracias o en Navidad, él tenía que hacer una escapada a casa de su madre y tomar el postre con ella, arrastrando a Lauren. Pero, aunque él iba a celebrar comidas festivas con Adele de vez en cuando, no disfrutaba especialmente. No se quedaba mucho tiempo y, normalmente, estaba de mal humor cuando terminaba. Lo que le gustaba era dar grandes fiestas en su propia casa, fuera para sus amigos o, incluso, para la familia de Lauren. En esas situaciones sí se encontraba cómodo, porque era como un rey agasajando a sus súbditos. Eso no volvería a suceder. Solo podría conseguirlo si llamaba a un catering que lo organizara todo, como hacía Adele, porque su reina no estaría allí para supervisar la organización de la fiesta. Aunque, tal vez, pudiera prepararlo con su siguiente esposa, pensó Lauren, alegremente. Si él se fijara en otra mujer, se resolverían muchos problemas. Ella compadecía a su sucesora, por supuesto, pero se sentiría aliviada… Sin embargo, su verdadera preocupación era que Brad tuviera un estallido. Si las fiestas no salían como él esperaba, ¿tendría un ataque de ira? ¿Bastaría la orden de alejamiento para protegerla a ella? Erica la llamó. Era la segunda semana de octubre. Todavía hacía buen tiempo, y la cosecha casi había terminado. –El doctor Delaney quiere tener un cara a cara contigo. Ha dicho que se trata de una renegociación –le dijo su abogada. –¿Qué es eso? –No tengo ni idea de qué puede ser –respondió Erica–. Pero, teniendo en cuenta tu historia con ese hombre, te aconsejo que digamos que no estás interesada en esa reunión. –¿Qué quiere? Lo siento, estoy pensando en voz alta. Acabas de decir que no lo sabes. –Piensa en tu experiencia con él. ¿Qué es lo que hace? –Mentir, manipular. Pero me pregunto qué quiere ahora. Aunque tienes razón. Por favor, dile a su abogado que no quiero reunirme con él. Puede hablar contigo. Erica suspiró. –Escucharé su oferta, te la presentaré y ya veremos qué hacemos. –Y yo que pensaba que iba a resolverse… No me ha vuelto a molestar y me pasa la manutención. Era demasiado bueno para ser cierto, ¿no? –Todavía no lo sabemos. Su abogado me ha dicho que su petición es muy sincera. Claro que es exactamente lo que diría yo también. Te llamo. Tres días después, Erica volvió a llamarla y le pidió que fuera a verla. Tenía su despacho en un elegante edificio victoriano junto a otros abogados. Estaba en una calle muy de moda en San Francisco donde también había residencias muy caras, como los honorarios de Erica. –Le concedí un par de horas de mi tiempo, que va a pagar, por supuesto, al igual que va a pagar el tiempo que te estoy dedicando a ti ahora. Quería verte la cara cuando te contase esto. Me he acostumbrado a las sorpresas, pero nunca han terminado de gustarme. –Oh, Dios mío –dijo Lauren, con un hilo de voz. –Está dispuesto a darte cinco millones de dólares en efectivo y en acciones si le das otra oportunidad al matrimonio. También estaría dispuesto a firmar un acuerdo postnupcial que mantendría este acuerdo fuera del patrimonio común en caso de que fallara el intento de reconciliación. Quiere que aceptes un periodo de seis meses de prueba antes de transferir el dinero. Y… Lauren ya estaba cabeceando. –No es necesario que sigas. No hay posibilidad de reconciliación. –¿No quieres oír el resto? –¿Es interesante? Bueno, dímelo por curiosidad. –Si vuelves a la casa familiar a cambio de esa recompensa que él considera tan sustancial, se responsabilizará de los estudios de tus hijas. Por decirlo suavemente, Harvard no es barato. Si no accedes, no pagará ningún gasto más de su educación. Podríamos incluirlo en las negociaciones del acuerdo de divorcio, pero… A Lauren se le llenaron los ojos de lágrimas. –¿Qué ocurre? –le preguntó Erica. –También son sus hijas. ¿Cómo puede ser tan indiferente y tan egoísta? ¿Es que todo tiene que ser una negociación para él? –Tú lo conoces mejor que yo –dijo Erica, con bastante frialdad–. Una cosa más. Si no aceptas estas condiciones, a él le gustaría someter el acuerdo de divorcio a una mediación. A Lauren se le escapó una carcajada llena de amargura. –No, ni hablar –dijo–. Si vieras cómo engatusaba a los psicólogos de la terapia matrimonial… Yo debería ir a juicio y tener un jurado. –No, no tendrás jurado. Podrías ir directamente a juicio y correr los mismos riesgos que en una mediación familiar. Sin embargo, yo puedo ejercer cierto control con un mediador. He trabajado con bastantes, como el abogado de tu marido. Podemos llegar a un acuerdo de aprobación conjunta con el mediador. A quien no puedo elegir es al juez. –Él sabe muy bien cómo ser encantador. Sabe conseguir lo que quiere. –Lauren, no vas a salir de este matrimonio arruinada, te lo aseguro. Pero, escúchame, los que llevamos años trabajando en los divorcios estamos, comprensiblemente, un poco hastiados. A mí me cuesta mucho creer lo que no puedo ver, tocar, oír, oler o contar. No confío en nadie. Y la mayoría de mis colegas de profesión son iguales, mediadores incluidos. –¿En mí? –preguntó Lauren–. ¿No confías en mí? –Eres una señora muy agradable. Creo que te han tratado mal. Y creo que tu decisión de divorciarte es sensata. Pero siempre hay dos lados. Creo que te iría bien con un mediador, y que podría acelerar el proceso. En cualquier caso, deberíamos presentar una petición en el juzgado de familia para que imponga un plazo para este procedimiento. Y yo todavía estoy esperando la auditoría forense. Ese es uno de mis obstáculos, no podemos hacer ningún movimiento sin conocer el resultado de esa auditoría. Tenemos que conocer el valor real del patrimonio. –¿Puedo pensarlo? –¿Pensar en volver con él? –preguntó Erica. –¡No, claro que no! Pensar sobre el asunto del mediador. Quiero pensarlo bien. –Por supuesto que sí. Cuando salió del despacho, llamó a Beau y le preguntó si podía invitarlo a cenar al pub a cambio de unos cuantos consejos. Él aceptó inmediatamente. En el restaurante, delante de la comida, ella le contó la oferta que le había transmitido la abogada. –No sé si debo darte mi opinión –dijo él–. Hay un conflicto de intereses. Yo quiero que te quedes soltera. –Y yo, también. Quiero recuperar mi vida. Hace tanto tiempo que ya no sé si me reconozco a mí misma. Solo quiero tener amigos, Beau. No estoy lista para pensar en otro… –Oh, Dios, eso ya lo sé. Yo estoy en el mismo caso que tú, Lauren. Pero, mientras haya dos cónyuges volviéndonos locos a cada segundo, ni siquiera vamos a poder pensar en nuestra amistad sin sentirnos confundidos. Te diré lo que sé: tengo una prima que estaba casada con un imbécil, y necesitaba divorciarse. Solo quería librarse de él y ni siquiera contrató a un abogado, no luchó por lo que era justo. Él se largó sin la obligación de pasar pensión ni manutención para los hijos, y ella se quedó con unos pocos muebles y algo de ropa. Consiguió su divorcio, se quedó con dos niños pequeños, sin coche… En cuanto se recuperó, dijo que se arrepentía de no haber sido más lista. Un poco más dura y un poco más paciente. Pero, en aquel momento, estaba tan hundida… Así que lo único que puedo decirte es que no tomes decisiones desde una posición de debilidad. Sigue los consejos de tu abogada. Sé que no eres avariciosa y que lo más importante para ti es recuperar tu vida, pero no dejes que él te la juegue. –¿Es eso lo que estás intentando hacer tú? ¿Intentando luchar y ser paciente? Él se rio con incomodidad. –Lauren, mi exmujer lo quiere todo. Quiere mi casa, el negocio, a los chicos, mi alma… Ha hecho ofertas parecidas. Si dejo que regrese a casa, no me pedirá el negocio. Pero yo sé que ella no cumple sus promesas y, además, para ser sincero, ese barco ya ha zarpado. No hay forma de que yo vuelva a vivir con ella. –Lo entiendo perfectamente. –En este momento, solo hay un problema en mi vida –dijo él–. Me siento solo. Beau alargó el brazo por encima de la mesa y le tomó la mano a Lauren. –Nunca pensé que eso pudiera ser un problema. Hasta que te conocí. Capítulo 12 Tim salía de una reunión con el arzobispo de su diócesis. Su Excelencia estaba muy decepcionado. Tenía planes para el padre Tim, pero el padre Tim tenía planes propios. Ya había empezado a abandonar el sacerdocio. Al pensarlo, sintió una oleada de tristeza y de miedo, pero no tenía duda de que era lo que debía hacer. No era una cuestión de fe. Su fe era más fuerte que nunca, y encontraría la manera de cumplir con la voluntad del Señor como lego. Pero sus desacuerdos políticos con la doctrina de la Iglesia eran demasiado grandes. El arzobispo estaba decepcionado con su decisión, pero otros sacerdotes de la diócesis le dieron su apoyo, y uno de los obispos fue muy comprensivo y compasivo. El obispo Michael Hayden había sido ordenado sacerdote hacía cuarenta años, y Tim pensaba que iba a considerarlo otro cura joven y voluble con dudas y preocupaciones llenas de egoísmo. Sin embargo, cuando hablaron, el obispo fue bondadoso y solidario. Le dijo a Tim que, aunque solo había sido sacerdote durante doce años, había pasado mucho de ese tiempo rezando por su propio compromiso. –No creo que seamos un montón de gente irreflexiva –dijo el obispo–. No estaríamos aquí sin una pasión tremenda y un poderoso deseo de ayudar. Solo eso tiene un precio. Pero ¿qué vas a hacer? –No creo que sea difícil encontrar un lugar en el que ser útil –dijo Tim–. Estamos rodeados de necesidad. Más de lo que yo recuerde. Y llevo veinte años en el sacerdocio. –Por supuesto, rezaré por ti –dijo el arzobispo–. Has sido un buen sacerdote. El Señor allanará tu camino. Aquella bondad suavizó las palabras del arzobispo. Su Excelencia quería que Tim fuera su asistente mientras ascendía hacia la jerarquía de Roma. Tim no estaba de acuerdo con aquella escena. Nunca lo había estado. Para animarse, decidió ir a visitar la Despensa de Angela, que estaba en Oakland. Llevaba el maletero lleno de verdura y fruta del huerto de la iglesia. Su junta de voluntarios había seleccionado el banco de alimentos de Angela por tercer año consecutivo. Era un puesto de comida gratis que abría solo dos veces por semana en un viejo almacén que había en la zona norte del aeropuerto. En aquella zona había mucha gente sin hogar y, un poco más hacia el interior, había varios vecindarios casi ruinosos. También había barrios ricos, por no mencionar la zona aristocrática de alrededor de la bahía. Angela Velasquez había abierto su banco de alimentos hacía cinco años en un local del tamaño de un garaje para dos coches. Había sufrido varios robos mientras se dedicaba a escribir solicitudes para recibir subvenciones y a buscar un local más grande y seguro. Al poco tiempo, su banco fue absorbido por una organización más grande que llevaba varias instalaciones, desde comedores hasta bancos de alimentos en los barrios de la zona de la bahía. Angela pudo mudarse a un almacén más seguro, cobrar un modesto salario y contar con un grupo de voluntarios. Era una mujer joven y hermosa. Debía de tener treinta años y se había criado en el valle central. Era hija de un agricultor inmigrante, pero había conseguido la nacionalidad y unos estudios. Tenía una familia numerosa que vivían en Estados Unidos. La mayoría de ellos estaban casados y estudiaban alguna carrera. Él la había visto con frecuencia durante el verano, y le había llevado fruta y verdura siempre que había podido. Llevaba años haciéndolo. Sinceramente, tenía que admitir que ella despertaba algo en él. Al ordenarse sacerdote, no había dejado de ser un hombre; pero era algo más que eso. Angela le hacía vibrar de felicidad. Probablemente, no era ningún secreto: estaba enamorado de ella. Pero, si ella lo sabía, nunca se lo había dicho. –Vaya, padre, no esperaba volver a verlo este año –le dijo Angela, con su hermosa sonrisa–. Esto debe de ser lo último del huerto. –Puede que haya alguna visita más, si el huerto se mantiene –dijo él–. Casi todo está recogido, y debería guardar las calabazas para los niños, pero aún quedan algunas cosas. Calabacines, melones, algunos pimientos y algunas alcachofas intrépidas. En cuanto empiecen las heladas nos quedaremos sin lechugas, pero, por ahora, te he traído una buena cesta llena. –¡Genial! Mis amigos necesitan más verduras en su dieta. ¿Por casualidad han cultivado en su huerto pañales desechables o leche en polvo para bebés? –He reunido algunas donaciones y he comprado ambas cosas. Sé que son muy necesarias. –¡Oh, Dios le bendiga, padre! Nunca hay suficiente. Les digo a las familias que no racionen eso, que no permitan que los niños tengan sarpullidos o infecciones. Tengo una lista de sitios en los que pueden conseguir pañales. Voy a ayudarle a poner todas las cosas en las estanterías. Vamos a dejar el paso libre. Hoy vienen un par de camiones y mañana abriremos a primera hora. –Esperaba que tuvieras un minuto para poder hablar –le dijo él. –Siempre –dijo ella, mientras tomaba una caja llena de verduras de la camioneta de la iglesia–. Dígame. –Para esto, quiero que me prestes toda tu atención –dijo él–. Puedo esperar a que estés libre. Ella dejó la caja en el suelo. –No vamos a esperar, si tiene algo que decir –respondió, y lo miró a los ojos–. No pasa nada, al final lo haremos todo. Él sonrió con verdadera alegría, y dijo: –Me gustaría que esto quedara entre los dos. Ella se quedó sorprendida y enarcó las cejas. –¿Normalmente no es al revés? ¿No es una persona la que pide confidencialidad a un sacerdote? Pero, por supuesto, padre. Le debo mucho más que eso. –No me debes nada –dijo él–. Tu trabajo es una obra del Señor, y yo pienso que eres un ángel. –Mi padre me puso el nombre de Angela, pero seguro que no he estado a la altura. ¿Qué es lo que quiere decirme? –No he hablado con mucha gente sobre esto. Mis fieles aún no lo saben. Voy a dejar el sacerdocio después de Navidad. La Navidad puede ser una época muy estresante para mucha gente, y no quiero aumentar el malestar dejando a la parroquia sin su cura. Mi puesto será ocupado por el padre Damien. Mis deberes recaen cada vez más sobre él y los pastores laicos, pero todavía hay quienes confían en mí. Y, bueno, sé que estás muy ocupada en esta época, pero esperaba que… No sé cómo decirlo. Llevas al servicio de la comunidad toda tu vida adulta, pero ni siquiera sé cuántos años tienes, Angela. –Tengo treinta y cuatro, padre. Nunca se lo he contado, pero una vez pensé en entrar en un convento. Pero habría sido una mala idea. Además, yo era una niña. ¿Por qué, padre? ¿Por qué deja ahora el sacerdocio? –No es por nada en concreto. No es una crisis de fe, ni insatisfacción por mi trabajo, ni infelicidad por el celibato, ni soledad. Pero los puestos a los que me veo abocado son burocráticos, políticos, y yo no lo soy. Me han metido en una selección de personal que yo no elegí. Ella se quedó asombrada. –Vaya, es la primera vez que oigo algo así. ¿Va a dejarlo porque le quieren ascender? –El obispo considera que es un aumento de estatus, pero a mí no me interesa. Supongo que suena absurdo –dijo él. –Sí, porque nunca había conocido a un sacerdote que no quisiera ser cardenal. –Seguro que sí, pero no te preocupes –dijo él–. Llevas años dándole de comer a la gente, y me gustaría saber cómo ocurrió. Muy pronto, voy a estar buscando opciones. Hay muchas cosas que puedo hacer para ganarme la vida. Seguramente, me dejarían barrer la rectoría y pulir los bancos de la iglesia hasta que encontrara otro trabajo, pero a mí me interesa ayudar en cosas más básicas. Como haces tú. Si quisieras hablar de ello… Ella se acercó a él. Tenía el ceño fruncido, los ojos entornados. –¿Hablar de qué? –De cómo encontraste tu vocación, de cómo comenzaste con el banco de alimentos. ¿En qué otras cosas has trabajado? ¿Con qué burocracia tienes que luchar? –Dios no se va a enfadar con usted porque deje el sacerdocio, padre. ¿Está buscando una manera de compensar a Dios? –No. Que yo sepa, Dios y yo estamos en buenos términos. Eso es lo que hace que me lata el corazón. –Entonces, voy a preguntarle una cosa, padre. ¿Alguna vez ha tenido hambre de verdad? ¿Ha tenido que escapar de su propia casa en medio de la noche? ¿Lo ha perseguido la policía? ¿Ha tenido que dormir en la calle, sobre el suelo frío, durante días? ¿Ha tenido que suplicar que le dieran comida o ropa? ¿Ha tenido miedo de no sobrevivir un día más? De repente, se quedó callada y se frotó la nuca. –Oh, lo siento, padre, no quería descargar todo esto sobre usted. Pero así es como yo encontré mi vocación. En la ira. Estoy furiosa porque, en un mundo tan rico como el nuestro, hay niños hambrientos. Además de las enfermedades que no podemos erradicar, hay hambre y pobreza, por mucho que trabajemos. –Lo siento, Angela. Siento lo que has debido de sufrir. Ella se sobresaltó. –Oh, no, padre. No estaba hablando de mí. A nosotros nos fue bien. Éramos inmigrantes, agricultores, pero teníamos una familia. Hablaba de la gente a la que he conocido. Muchos de ellos son veteranos que se han quedado solos. Algunos tienen familia también. Pero, si tienen problemas y no consiguen conservar los trabajos, los desahucian y tienen que vivir en refugios o en la calle, o en sus coches, si es que los tienen. Y, sí, también conozco a familias del sur de la frontera, indocumentados, sin posibilidades de conseguir ayuda estatal, ni siquiera cupones para alimentos. Para algunos de ellos, el banco de alimentos es esencial. Cuando las estanterías del almacén están bien surtidas, duermo bien, aunque no podamos solucionar todos los problemas. Pero hay días que me siento muy triste. Como un día que solo pude darle a una madre muy joven una lata de maíz en crema. No hago esto porque sea bueno. Lo hago porque estoy motivada, y no siempre de un modo positivo. –Iba a preguntarte si querías tomar un café conmigo después de las fiestas, pero a lo mejor deberíamos quedar para tomar alguna bebida más fuerte. –Me gustaría. Seguro que tenemos historias en común. Pero no voy a estar mucho tiempo aquí después de las vacaciones. La señora Bennett se va a hacer cargo del banco de alimentos cuando yo me vaya. Ella ha dirigido otros bancos y conoce muy bien este. –¿Dónde te vas? –le preguntó él, con una repentina tristeza. –Me han aceptado en una organización internacional de ayuda. Voy a recibir formación durante meses antes de saber adónde me envían. Me ofrecí para ir a Siria, pero creo que me van a enviar a un campo de refugiados de Grecia hasta que conozca bien el trabajo. No pueden arriesgarse a mandar a voluntarios sin experiencia a sitios tan peligrosos. –Por favor, pídele a alguno de tus voluntarios que nos ayude a descargar la furgoneta y tómate una hora libre. Solo una hora. ¡Tienes que contarme bien todo esto, por favor! –Oh, padre, ¿qué es ese brillo extraño que tiene en los ojos? Sin pensarlo, él la tomó de la mano y se la sujetó unos segundos. –No sé dónde voy a terminar, lo único que sé es que cada día que paso en una oficina es un día perdido. –Hay un trabajo especial para cada uno, padre. En todos los barrios. Sé que usted es necesario aquí… –Por supuesto. Estoy orgulloso del trabajo que he hecho en la Iglesia del Divino Redentor. Aunque la gente no tenga hambre de comida, a veces están hambrientos de otras cosas. Pero hay muchos sacerdotes que pueden suplirme. Llevo años rezando para tener la oportunidad de ir a algún sitio donde casi nadie querría ir. Ella lo miró con asombro. –Me da la impresión de que ya se ha tomado esa copa… Él se echó a reír. –¡Cómo te atreves a reírte de mí! ¡Mira lo que vas a hacer tú! –Sí, mi madre tiene ampollas en los dedos de rezar el rosario por mí. Si no estoy en un barrio peligroso, estoy en lista de espera para irme a una zona de guerra… –Vamos a meter las cajas al almacén y a buscar a alguien que pueda sustituirte un rato. Si no te acorralo ahora, ¡perderé toda oportunidad! Te lo compensaré, de verdad. Voy a poner a los Boy Scouts a recoger productos no perecederos para las vacaciones. –Más le vale –dijo ella–. ¡Le tomo la palabra! Por primera vez en la vida, Lauren repartió dulces en Halloween. Había decorado el porche y había colgado un fantasma en el árbol de enfrente. Talló una calabaza grande y puso un espantapájaros sentado en una de las sillas de la terraza. Se vistió de bruja buena, con un sombrero puntiagudo pero sin verrugas, para no asustar a los pequeños. Encendió unas cuantas velas de color naranja y alabó con gran entusiasmo todos los disfraces, desde el astronauta hasta la princesa. Era un buen momento para saludar a los vecinos que llevaban de ronda a sus hijos. Trató de recordar la última vez que había repartido caramelos o que había llevado a las niñas de ronda. Seguramente, Cassie solo tenía diez años. Brad la había avergonzado diciéndole que era para niños pequeños, que era una estupidez y que era peligroso. Le ponía furioso que la gente llevara a niños de otros vecindarios al suyo, pero Lauren compraba kilos de caramelos y los repartía. Cuando las niñas cumplieron los doce años, Brad ordenó que la fachada de la casa estuviera oscura, con todas las luces apagadas. De todos modos, no se acercaban demasiados niños a la puerta, porque tenía una verja bien cerrada y un guardia de seguridad. Sin embargo, aquella noche, en su nuevo barrio, se lo pasó muy bien. Compartió historias con madres jóvenes, les preguntó a los niños por sus disfraces, les dio caramelos. Fue a ver a sus vecinos y, para su satisfacción, nadie puso cara de extrañeza ni le preguntó por la noche de la policía y las ambulancias. Fue algo tan agradable y divertido, que lamentó que terminara. Sin embargo, los padres llevaron a los niños más pequeños a casa, donde podían revisar los dulces que habían recogido y hacerles correr un poco para quemar el azúcar. Aunque después de las ocho ya solo quedaban algunos niños mayores, ella dejó las luces encendidas para aprovechar toda la fiesta. Sonó el timbre de la puerta, y se puso el sombrero de bruja para abrir. Allí estaba Beau, sonriendo, con una botella de vino en la mano. –Se me han acabado los caramelos –dijo–. Así que he venido aquí. A ver eso de lo que todo el mundo habla. He oído decir que la bruja más sexi de todo Alameda vive aquí. –Qué listo –dijo ella, aunque le encantó–. ¿Has tenido muchos niños? –Docenas. Darla estaba en nuestra casa, y Drew se puso muy contento al saber que yo iba a marcharme un rato. ¿Abro eso? –¡Claro que sí! Quedan muy pocos críos. –He pensado en ir al pub, pero he pasado por allí y había mucho bullicio. –Aquí no. Todo está tranquilo y silencioso –dijo Lauren, y fue a la cocina a buscar el abridor y un par de copas–. ¿Te has divertido esta noche? –Claro –dijo él, y abrió el vino–. A mí no me gusta mucho Halloween en realidad, pero a mis hijos siempre les encantó. Ni siquiera cuando ya estaban en el instituto podía convencerles de que era hora de parar. Drew se ha disfrazado de pirata hoy para abrir la puerta. Recuerdo que pasaron por una etapa de disfraces sangrientos, cuanto más, mejor. Le entregó a Lauren la copa que había servido. –Eres una bruja espectacular. Salud. Ella sonrió afectuosamente. –Salud, amigo mío –respondió, entrechocando su copa con la de él–. Cuéntame qué tal tu semana. –Nada demasiado interesante. Tengo algunos clientes nuevos, pero, aunque hagamos el diseño ahora, no vamos a ejecutar la obra en invierno. También estoy diseñando un par de azoteas y algunos jardines para casas de nueva construcción. Pero las plantaciones serán mínimas hasta marzo. Entonces, nos veremos hasta arriba de trabajo. Esa es mi época favorita del año. Beau le habló de los diseños que iba a crear, de las ofertas que iba a preparar durante el invierno. Tenía que ocuparse de los impuestos, aunque su gestor era de confianza. Dirigir una empresa requería mucho papeleo. Por suerte, nadie volvió a llamar al timbre. Hablaron de que el trabajo de Beau se ralentizaba cuando llegaba el invierno, porque no era la época más adecuada para las plantaciones. Sin embargo, el trabajo de Lauren se volvía más frenético a medida que se acercaban las fiestas. –La comida es un gran negocio hasta enero. Espero que las cosas también se ralenticen un poco. Aunque ahora estoy disfrutando más que nunca del trabajo. –¿Y cuál ha sido el gran cambio? –Yo soy la que ha cambiado. Siempre me había sentido distanciada de la otra gente, como si no fuera como las otras mujeres del laboratorio. Como si yo no tuviera problemas parecidos a los suyos, porque tenía asistenta y un marido con éxito profesional. Era como si me sintiera avergonzada de ser rica. Entonces, hice algo inesperado: dejé de protegerme a mí misma y les dije la verdad. Que mi marido era un maltratador, que me había separado y que había pedido el divorcio. Todas me apoyaron y me reconfortaron. Empezamos a salir y a conocernos, a comer por ahí, y ahora soy amiga de gente a la que conocía desde hace años – explicó. Y continuó hablando–: En primavera quiero plantar un jardín. Quiero plantar flores y un huerto. Yo nunca pude decir nada sobre el jardín, nunca he tenido un jardín propio. –Puedo ayudarte. –¿En tu momento de más trabajo? –Siempre habrá tiempo para ti –respondió él. Dejó la copa de vino sobre la mesa y puso el brazo en el respaldo del asiento. Lo apoyó suavemente en sus hombros–. Acércate un poco, Lauren. Ella no vaciló. Se deslizó hacia él, y él le besó los labios con delicadeza. –Hemos conseguido ir muy despacio, pero los dos estamos sintiendo algo. Yo, por lo menos, sí. Y creo que tú también. –Pensaba que sería más seguro y menos complicado esperar a que… –¿A que hubieran quedado atrás los procesos jurídicos? Si eso es lo que quieres, podemos esperar, pero creo que nuestros ex van a estirar esto todo lo posible. Yo no voy a volver a vivir jamás con Pamela, y creo que tú también has terminado con el doctor. Si no es así, solo tienes que decírmelo. –Claro que he terminado. Pero no quiero que la gente piense que… –¿Que tuvimos una aventura? –preguntó él. Le quitó la copa de la mano y la puso sobre la mesa–. Creo que no podemos hacer nada por controlar lo que crea la gente. Lo cierto es que me enamoré de ti en el momento en que te vi, en el jardín de la iglesia, sin que supiéramos nada el uno del otro. Enseguida quise conocerte mejor y estar contigo. Después, cuando él te agredió, tuve que mantenerme alejado prudencialmente, para protegerte. Sabía que no podrías lidiar con tus problemas además de con un tipo rabioso. Pero no importa lo que hagamos o que mantengamos la distancia, la gente siempre va a pensar lo que quiera, exactamente igual que hizo tu marido. –Esto, realmente, no entraba en mis planes –susurró ella–. No estaba buscando la compañía de un hombre. –Ya lo sé. Y yo tenía pensado convertirme en un solterón. Y cualquiera con sentido común te dirá que no vayas rápido porque empezar una relación para recuperarse de otra no suele salir bien. Pero eso no ha cambiado lo que siento. Quiero ir contigo a lo alto de las colinas para ver el paisaje del otoño, y no queda mucho tiempo. Y, en primavera, quiero llevarte a ver algunos jardines especiales. Quiero ir a sitios y hacer cosas… Y quiero ir al pub a tomar algo. Durante las noches lluviosas de San Francisco, quiero encender la chimenea y quedarme en casa contigo. –¿Qué jardines especiales? –preguntó ella, sin separar los labios de los de él. –Hay muchos. Pero deberíamos ir a Victoria, que está en Columbia Británica, en Canadá. Allí están los Jardines Butchart. Toda la ciudad está preciosa y siempre hay algo que está floreciendo. Tienen un clima perfecto. –¿A Victoria? –preguntó ella. Le encantaría ir a Victoria con él–. Yo no estaba pensando en buscar a un hombre. ¿Y si esto solo es un falso enamoramiento provocado por lo que estamos pasando los dos? –Bueno, supongo que tendríamos que enfrentarnos a ello. Pero ¿y si no lo es? ¿Y si es verdadero y muy bueno? –He cometido tantos errores… –Bienvenida al club –dijo él. Después, le dio un beso abrasador. Ella le rodeó el cuello con los brazos y él la tomó de la cintura para acercársela más. Ella gimió suavemente, porque llevaba mucho tiempo queriendo hacer aquello, más de lo que estaba dispuesta a admitir. Correspondió a su beso, abrió los labios y lo estrechó contra sí. Le encantó oír su suspiro mientras Beau deslizaba los labios por su cuello. Estuvieron besándose más de un minuto, y Lauren se deleitó con su olor y su sabor. Detectó su colonia masculina y el olor a algo como la tierra fresca recién removida… O tal vez se lo estuviera imaginado, porque Beau se sentía tan bien en un jardín. Siguió abrazándolo y le acarició el pelo de la nuca. Se besaron durante minutos, hasta que tuvieron la respiración entrecortada. Al final, ella se separó de sus labios y apoyó la cabeza en su hombro. Él le acarició el pelo. –No sabes cuánto deseaba besarte –le dijo. –¿Has estado practicando? –preguntó Lauren–. Porque se te da muy bien. –A ti también. Pero hace más de un año que yo no beso a ninguna mujer. Quería besarte a ti, y quiero seguir haciéndolo. Aunque no sé si debería marcharme. No quiero que te sientas presionada. –No, no tienes que irte –dijo ella, y se acurrucó contra él. Permanecieron un rato así, silenciosos y cómodos. Después, él volvió a besarla, casi desesperadamente. Dios, Lauren se sentía tan bien al notarse deseada con aquel tipo de pasión, tierna pero fuerte… Cedió por completo. Por fin, había dejado de temer adónde podría ir aquello. Él interrumpió el beso y la miró a los ojos. –Debería irme –dijo–. No debería seguir. Esto… Nosotros… Puede que nos estemos moviendo demasiado rápido y corremos el peligro de descarrilar. –Está bien –respondió ella. –Dijiste que pensabas que era mejor dejar atrás los problemas jurídicos antes de… Lauren asintió. Seguía pensando que eso sería lo más inteligente, pero lo que deseaba en aquel momento era no ser inteligente. Se pusieron de pie. Se abrazaron. Beau tomó su cara entre las manos y la besó. Luego fue hacia la puerta, y ella lo siguió. Él se detuvo antes de abrir, se volvió y la tomó por la cintura, y la hizo girar, de modo que su espalda quedó apoyada en la puerta. La besó una vez más. –No quiero irme –susurró contra sus labios. –Mejor –dijo ella–. Yo no quiero que te vayas. –¿Aunque no sea lo más inteligente? –preguntó. –Es lo más inteligente que se me ocurre en este momento –dijo él–. Quiero hacer el amor contigo –dijo él–. Durante tres días seguidos. Ella se rio suavemente. –Creo que vamos a tener que empezar un poco más tranquilos. Mañana tengo que ir a trabajar. –Pero ¿ahora? –Ahora está bien –dijo ella. Él apoyó la cabeza en su hombro. –Te prometo que te voy a cuidar bien –dijo, contra su cuello. –Lo sé. Él la tomó en brazos. –Es hora de desnudar a la bruja –dijo, y la llevó a su dormitorio. Se desnudaron rápidamente, junto a la cama, dejando la ropa en un montón, en el suelo. –Preservativos –dijo él, dejando un par de paquetitos en su mesilla de noche. Ella no lo miró fijamente, aunque era lo que quería hacer. Lo que veía sin mirar hacia abajo era su precioso pecho y sus hombros fuertes. Beau estaba en forma y era fuerte. De repente, tuvo un ataque de timidez. Había pasado mucho tiempo desde que había visto a un hombre desnudo, desde que tenía esperanzas sobre el sexo. Por suerte, él la rodeó tan rápidamente con los brazos, que ella no tuvo que luchar más con su incomodidad. Su beso le dio confianza. Beau sí miró fijamente. –Oh, Dios, eres perfecta –dijo, pasando sus manos por sus costados, rozando sus pechos y sus caderas–. Esta amistad ha sido una locura –añadió–. Me he dicho a mí mismo que debía tener cuidado, que no podía presionarte, pero, cada vez que nos despedíamos, te echaba de menos. He pensado en ti todo el tiempo que hemos estado separados. Cayó sobre ella suavemente, sin descansar su peso en ella. La besó profundamente, y ella notó su fuerza empujando en la unión de sus muslos. –Qué suaves. Y qué largas… –murmuró Beau, acariciándole las piernas hasta donde llegó su mano. Su forma de acariciarla y besarla excitó rápidamente a Lauren y la llenó de urgencia, pero se contuvo y se tomó su tiempo para acariciarlo. Le pasó las manos por los brazos, la espalda, las caderas. Le rodeó las piernas con las suyas. Él tenía una piel suave y tersa, y las manos un poco ásperas. Le encantaba sentirlas en sus pechos, en sus caderas. Pero lo más increíble era su boca. La besaba de una manera que parecía que llevaban años besándose. –Haces que me sienta tan bien… –susurró. –Yo también me siento muy bien, porque te tengo en mis brazos– dijo–. He estado soñando con esto tanto tiempo… Lauren le acarició la cara. –¿Sabes? Eres guapo y dulce. Podrías tener a cualquier mujer… –Solo quiero a una –dijo él–. Y te deseo tanto… –¿Cómo puede ser esto tan familiar? –se preguntó Lauren, en voz alta. –Porque está bien –dijo Beau. Sus manos y labios se pusieron en movimiento. En cada lugar que él acariciaba, ella sentía un hormigueo de deseo. Y, cuando sus dedos se movieron poco a poco hasta el suave centro de su cuerpo, ella gimió. –¿Puedes alcanzarme ese condón? –susurró él–. No quiero perder mi sitio. –Oh, entonces, ¿eres un cómico que hace el amor? –le preguntó ella, con una suave risa. –Date prisa, Lauren –susurró Beau–. Lo necesito, en serio. Beau se sentó sobre sus talones un momento y, cuando estuvo listo, se tendió sobre ella de nuevo. Estaba en el lugar correcto, entrando suavemente en ella. –Creo que encajamos muy bien, cariño. Él le levantó las rodillas y la besó profundamente cuando penetró en su cuerpo. Lauren contuvo la respiración un momento, cerró los ojos y lo abrazó con fuerza. Se meció con él. Sentirlo dentro de su cuerpo le proporcionaba una sensación de plenitud, de consuelo, de emoción. Al poco, ella se estrechó contra él sin poder evitarlo y lo rodeó con una pierna. Él le murmuró suavemente contra los labios y empezó a moverse con más fuerza y más rapidez. La pasión se apoderó de ella y su mundo se iluminó al llegar a un orgasmo maravilloso que la dejó jadeando. Oyó algo parecido a un gruñido de Beau, que la abrazó con fuerza y disfrutó de sus convulsiones. Él la embistió con toda la fuerza que pudo y ella volvió a jadear. –Dios –susurró. A él solo le hicieron falta algunas acometidas más para unirse a ella. En su rostro, sus labios apretados y ojos cerrados, se reflejó que su placer era tan completo como el de ella. Ambos yacieron temblorosos de satisfacción. Ninguno de los dos dijo nada, pero se abrazaron. Beau se inclinó hacia abajo y tiró de la sábana y la manta sobre ellos. Rodó con ella para que se tendieran de costado, y la besó una y otra vez. –Ha sido increíble –dijo, finalmente–. Eres maravillosa. Perfecta. Ella se echó a reír. Comenzó con una especie de bufido y se desternilló. –¿Qué te hace tanta gracia? –le preguntó Beau, apoyándose en un codo para observarla. –Oh, no… No quiero traer los fantasmas de otras ocasiones a nuestro mundo completamente nuevo y maravilloso –dijo Lauren, y se rio aún más. Después, carraspeó–. Me han dicho que… Siempre me decían que tenía que esforzarme más. Que era una decepción. Claramente, a Beau no le hizo ninguna gracia. No se rio con ella. –Pues a mí me parece que es otro el que se tenía que haber esforzado más. Tú eres increíble. –Ha sido casi perfecto, ¿no? Yo me he sentido así. Pero sospecho que ha sido por ti. Yo solo he respondido, porque no podía evitar hacerlo –dijo Lauren, sonriendo–. Y eso es perfecto, ¿no? –Completamente. Pero, con un poco más de práctica, seremos ligeramente mejor que perfectos. Y estoy deseándolo. –Ha ocurrido sin más –dijo ella, acurrucándose contra él–. He estado pensando mucho en ello. –Yo lo he pensado desde hace meses… –Me preguntaba si tendría miedo o estaría muy nerviosa o azorada, si esto era una temeridad. Yo nunca he sido temeraria, ¿sabes? –¿Y ha ocurrido algo de eso? –preguntó él. –No. Ha sido todo muy natural, muy bueno. Me he sentido muy bien. –Lauren, no te dejes dominar poro el pánico. Solo tienes que demostrarme que soy importante para ti. Sé que no te sientes libre para continuar con tu vida amorosa, y he intentado tenerlo en cuenta. No quiero asustarte. Después de un matrimonio doloroso, la idea de empezar una relación nueva debe de ser aterradora… –¿Lo es para ti? Él hizo un gesto negativo. –A mí no se me había ocurrido que pudiera enamorarme de nadie, de ti. Lo que sentí la primera vez ha ido creciendo, fijándose en mí. Cuanto más te conocía, más se fortalecían mis sentimientos. Nunca había sentido nada así, porque no tengo ninguna duda. Vamos a ser felices juntos. –Tengo que preguntarte una cosa. ¿La última vez tuviste dudas? ¿Con ella? –Sí. Buscaba excusas para ella, porque había pasado por muchas cosas. La habían abandonado los padres de sus hijos. Había tenido que arreglárselas sola. ¿Por qué iba ella a confiar en mí? Me sentía mal por su situación. Me preocupaba por los niños, que necesitaban estabilidad y un modelo a seguir. Pensé que, con el tiempo, cuando Pamela se diera cuenta de que podía confiar en mí, todo iría bien entre nosotros. No me arrepiento, Lauren. No lamento haberlos tenido en mi vida. –Ya lo sé. –¿Y tú? ¿Tuviste dudas? –Sí, desde el principio, y estuve a punto de no casarme. La madre de Brad, la señora Delaney, echó a todo el mundo de la habitación y me soltó una reprimenda. Era aterradora. Yo quería salir corriendo, pero hice exactamente lo que ella me dijo: me sequé las lágrimas, me maquillé los ojos y me casé con su hijo. Luego me pasé más de veinte años avergonzándome de mí misma. –Tuviste que ser muy fuerte para vivir todos esos años tan bien como lo hiciste. –Pero no tuve la clase de fortaleza más adecuada. Mi jefa y nueva amiga, Bea, echó de su lado a un maltratador y crio en solitario a sus cuatro hijos, trabajando y estudiando a la vez, sin que nadie la ayudara. A mí me gustaría haber tenido ese tipo de fuerza. –Es admirable, estoy de acuerdo. Ella sonrió con ternura. –Oh, Beau, creía que íbamos a ser amigos, y me preguntaba cómo podía convertirte en algo más. Eres tan caballeroso… Él se echó a reír. –¿De verdad? –Invitándome a café, esperándome en el jardín, quedándote conmigo después de que Brad me pegara, viniendo a casa con comida blanda… Eres el caballero perfecto. Y me encanta. –Solo quiero estar contigo, nada más. Puede que sea paciente y discreto, pero ya estoy preparado. Ella sonrió. –Creo que me va a gustar tener novio. –¿Y qué van a decir tus hijas? –No estoy segura. Pero les recordaré que ellas también han llevado a varios novios a casa, algunos de ellos, horribles, y yo siempre he sido agradable y educada. –¿De verdad? –Sí. Si no lo hubiera sido, ¡se habrían casado con ellos antes de la medianoche! Puede que el matrimonio no sea lo mío, pero sí sé ser buena madre. Él le acarició la espalda. –A mí me parece que sabes muy bien cómo funciona todo… –Tuve muchas dudas con Brad –dijo ella–. Contigo, no tengo ninguna. Capítulo 13 La vida de Beau había cambiado en un solo día. Quizá, en una hora. Cuando le había dicho a Lauren lo mucho que le importaba y ella había respondido, el vínculo se había sellado. Y, en su cuerpo, él había encontrado el éxtasis. Durante los siguientes días, él no podía estar alejado de ella. Intentó ir despacio, pero era agonizante. Habían pasado meses descubriéndose cuidadosamente el uno al otro y, después de hacer el amor, habían entendido que había más por descubrir. –Estaba conforme con mi vida –le susurró al oído–. No anhelaba nada más, no pensaba que nada ni nadie pudiera hacerme más feliz de lo que estaba. Pero tú has llenado un vacío en mí, y yo ni siquiera sabía que lo tenía. Lo eres todo para mí. –Oh, yo tampoco estaba buscando a nadie –dijo Lauren–. No confiaba en mí misma. Tenía miedo de no reconocer la realidad si me ocurría algo así. Pero me siento bien. Por favor, ten cuidado con mi corazón, Beau. Es muy frágil. –Estás a salvo conmigo –le prometió él–. Todos estáis a salvo conmigo. Empezaron a verse casi a diario, fuera para comer o para cenar. A menudo iban a pasear a las colinas, donde los árboles estaban cambiando de color. Beau cocinaba para ella y para Drew, pero ella no se quedaba hasta muy tarde en su casa. Al cabo de un rato, alguien llamaba a su puerta y él la tomaba entre sus brazos. –Oh, Beau, ¿qué pasa con Drew? –le preguntó ella, en una ocasión. –No pasa nada –le dijo Beau–. Drew no piensa en lo que estamos haciendo nosotros, porque él también lo está haciendo. –Es distinto. Nosotros no tenemos dieciocho años. –Ya, ¿y sabes cómo se puede distinguir eso? Porque a los dieciocho lo están haciendo todo el tiempo. –A mí me da la impresión de que nosotros también. –Yo todavía no he llegado al punto de saturación –dijo él–. ¿Y tú? A ella se le escapó un sollozo de emoción. –Tienes que entender que pensaba que jamás tendría esto en mi vida. Lauren habló sobre Beau con Cassie: –Es ese a quien conociste, que te pareció tan guapo –le dijo–. Es un hombre encantador. Lo vas a adorar. Tiene dos hijos mayores y vivimos en el mismo barrio, y he empezado a salir con él. Teniendo en cuenta cómo han sido nuestros matrimonios, nos lo estamos tomando con calma. Pero quería que supieras que estamos saliendo. –Oh, mamá, eso me hace muy feliz. Pero prométeme que vas a tener cuidado. No quiero que pases por otra mala experiencia. Lauren se echó a reír. –¿Cuándo te has convertido tú en la madre? Dos días antes de Acción de Gracias, Lauren habló con Lacey: –No sé qué quieres hacer en Acción de Gracias. Cassie no va a venir hasta Navidades. Yo tengo muchas invitaciones. Mi jefa, Bea, me ha invitado a pasar el día con su familia. Sylvie Emerson también me ha invitado. Beth va a tener en casa a la mayoría de la tribu Shaughnessy y, por supuesto, nos ha invitado. –¿Y papá? –No sé lo que hará. –¿Los Emerson no lo han invitado a él? –No, Lacey. Sylvie es amiga mía, y sabe que este divorcio es difícil. No me haría eso. Creo que lo mejor es que yo vaya a casa de Beth. ¿Te gustaría venir? –Quiero cerciorarme de que papá no va a estar solo –respondió Lacey–. Te lo diré. «Pobrecito», pensó Lauren. Seguramente, nunca se le había pasado por la cabeza que pegarle una patada en la cara a su mujer tendría consecuencias. –¿No vas a perdonarle nunca? –preguntó Lacey. –Él ni siquiera lo ha pedido –respondió Lauren, y respiró profundamente–. Avísame si quieres venir conmigo. Decidió no contarle a Lacey nada sobre Beau. No le parecía el momento más oportuno. Lacey todavía estaba muy amargada por el divorcio, todavía quería que su madre lo aguantara todo para que la situación fuera perfecta para ella. Otra de las invitaciones que había recibido era de Beau. Podía organizar el día para pasar a tomar el postre a su casa. Tenía que conocer a su gente. El hermano de Beau vivía cerca de Alameda; una de sus hermanas, en Redding y la otra, en San Diego. Su madre había ido a vivir hacía poco tiempo a Redding, con la hermana. Casi nunca podían reunirse todos a la vez. Lauren sí le habló a Beth de su relación con Beau. Beth, como Cassie, se quedó emocionada y nerviosa. –Tienen miedo de que me meta en una relación terrible, como la de antes –le explicó a Beau–. No sirve de nada que les diga que es absolutamente distinto. Voy a tener que arrojar a los tiburones para que te vean bien. Beth quiere organizar una comida un domingo en su casa. Es algo estratégico. Si te sientes incómodo, podrás escapar, si sus niños se aburren pueden irse a jugar con la Xbox y tú puedes ayudar con la comida para mantener ocupadas las manos, si te pones nervioso. –No me voy a poner nervioso. Por lo que me has contado de ellos, ya me caen muy bien. Y tu cuñado tiene una pantalla de televisión muy grande en la cueva masculina, ¿no? Estaré perfectamente. –¿No es un poco pronto para que conozcamos a nuestras familias? –No. No vamos a conocer a nuestras familias para que nos den su aprobación sobre nuestra boda. Es para que sepan con quién salimos. Nadie me ha hecho una propuesta de matrimonio, ¿y a ti? –preguntó Beau, sonriendo. –Vamos a estar saliendo mucho tiempo. No es algo serio… Claro que sí era serio. Ella no se imaginaba a ningún otro hombre acariciándola. Y sabía que, para Beau, aquello había sido serio desde el principio. –¿Cómo definirías «serio»? –Me refiero a un compromiso, o a la expectativa de una boda, algo de lo que no se va a hablar en un futuro próximo. –Pues tenemos una idea distinta a lo que es serio. Mi definición es que te echo de menos cada segundo que estamos separados, que no te puedo quitar las manos de encima, que eres mi única compañera, que ni siquiera veo a las otras mujeres cuando me cruzo con ellas y que quiero estar contigo mucho, mucho tiempo. Tanto como tú me aceptes. –Bueno, sí, con esa definición, creo que los dos vamos en serio – respondió ella. –¿Y Lacey? ¿Cuándo se lo vas a contar a Lacey? –Ya se lo he dicho a Cassie, y ella está deseando verte otra vez. No creo que se lo cuente a su hermana, porque, en este momento, la relación entre mis hijas es distante. En cuanto a Lacey, si aparece de repente en casa, o nos la encontramos por la calle, te la presentaré. De lo contrario, esperaré a que pasen las fiestas o el divorcio sea firme, lo que ocurra primero. Si Brad no estuviera empeñado en dejarme sin nada, el divorcio ya se habría resuelto. Lo que él no entiende es que yo no quiero nada, solo asegurarme de que mis hijas tengan su herencia de ese matrimonio. Por su educación, y para terapia, si la necesitan. Yo puedo mantenerme a mí misma. Él se rio. –Creo que, al final, nos vamos a cuidar el uno al otro, nena. Sabemos cómo. Lauren y Beau se veían casi todos los días y, cuando no podían pasar la noche juntos, hablaban por teléfono. Ella se sentía como si tuviera trece años. Cada vez que él le decía que la echaba de menos, a ella le ardían las mejillas. ¿Era absurdo sentir aquel enamoramiento tan pronto? No conocía las reglas. Él decía que se había enamorado a primera vista, y lo cierto era que ella también se había enamorado muy deprisa, cuando él había aparecido en aquel jardín para darle el libro del que habían hablado e invitarla a un café, ella estaba perdida. Era guapo, sexi, inteligente y sabio, pero lo que más la conmovía era su bondad. Su consideración. No era amable solo con ella, sino con todo el mundo. Era cortés y dulce. Nunca lo había visto evitar a una persona que necesitara ayuda ni hacer un comentario grosero u odioso. Adoraba su bondad. Y sabía que no podía estar fingiendo. No era posible que Beau ocultara una personalidad maliciosa durante tanto tiempo. Brad no lo había conseguido ni la primera semana. ¿Por qué ella había buscado tantas excusas para él, cuando había visto las señales? –Porque tenías veintidós años –le dijo Beau–. En vez de enfadarte contigo misma por no haber querido ver algo evidente, siéntete orgullosa por haber mantenido intacta a tu familia con tanto esfuerzo. –Tú lo has hecho también. –Lo intenté. Hice todo lo que pude. –Somos parecidos. ¿Será suficiente para nosotros? –Creo que tenemos mucho más que eso, y yo tengo un gran instinto. Dudo de todo, salvo de mi instinto. –Pero te casaste con Pamela… –No era nada parecido a esto. Y está Brad… A ella se le escapó una carcajada. –Nada en absoluto parecido a esto. La segunda semana de noviembre, Beth organizó una cena familiar para que pudieran conocer a Beau. Eligió un domingo porque no habría trabajos fotográficos, limpió la casa de arriba abajo y mantuvo a raya a Chip y a los niños. Preparó una lasaña deliciosa, una ensalada de espinacas y champiñones y pimientos picantes rebozados de aperitivo. A los hombres les gustaban mucho. Lauren le dijo que iba a llevar una tarta para el postre. No fue una comida complicada, pero tardó dos días en organizarlo todo. Se tomó muchas molestias porque quería impresionar a quien Lauren describía como un hombre maravilloso. Si era un buen tipo, quería que funcionara para su hermana. Ella sabía lo sola que se había sentido siempre Lauren, sobre todo, cuando sus dos hijas se habían ido de casa a estudiar. –No, no te pongas eso –le dijo a Chip, al ver que se había vestido con unos pantalones deportivos de algodón y una enorme camiseta de los Giants que tenía algunas manchas de grasa. –Has dicho que iba a ser algo informal –replicó Chip. –Eso no es informal –dijo ella–. Tienes pinta de vagabundo. Te he dejado la ropa encima de la cama. También preparó lo que tenían que ponerse los niños, y se esmeró en su propia apariencia. Incluso se pintó los ojos, algo que no hacía nunca, puesto que tenía que mirar por la lente de las cámaras y siempre se le estropearía la pintura. Se puso un traje pantalón negro, elegante, que reservaba para cuando salía por la noche. De camino a la cocina pasó por la cueva masculina, lo ordenó todo y pulverizó un poco de ambientador. Cuando llegó a la cocina, vio a Chip apoyado en la encimera, tomando una cerveza. Él ladeó la cabeza hacia el salón. Stefano y Ravon estaba sentados uno junto al otro, peinados, con la cara lavada, vestidos con la ropa que ella les había sacado. Ravon tenía a Morty agarrado del cuello para que no echara a correr por todas partes como un perro. Lo que era, en realidad. –Vaya, vaya –dijo Chip, al verla, y sonrió con lascivia–. Espero que se vayan pronto a su casa. –Por favor, espero que seas lo más cortés posible. –¿Y si nos comportamos con normalidad? –preguntó Ravon. –Convertiré tu vida en un infierno –respondió Beth. Llamaron al timbre. –Ha llegado el momento –dijo Chip. Beth le dio un golpe en el brazo. Lauren, Beau y Drew entraron en casa. Lauren llevaba la tarta. Estaba muy elegante, como siempre. –Vaya –dijo–. Mira la familia Shaughnessy. ¿Vamos a la iglesia esta tarde? –Qué graciosa –respondió Beth, y le tendió la mano a Beau. –Beau y Drew, os presento a mi hermana Beth, a mi cuñado Chip, a mis sobrinos Ravon y Stefano. Y a Morty –añadió. Morty tiraba del collar para saltar a saludar a los recién llegados. Todos se estrecharon las manos, sonriendo. –Bonita casa –dijo Beau. –Y un jardín precioso –dijo Drew, estirando el cuello para mirar por el ventanal que daba al patio–. ¿Eso es un aro de baloncesto? Los niños asintieron. –Pero hoy no podemos divertirnos –dijo Stefano–. O mi madre nos lo hará pagar. A Drew le encantó. –No, si os convenzo yo. Enseñadme el jardín. Y soltad al perro antes de que se desmaye. Chip le puso la mano en el hombro a Beau. –Vamos a darte algo de beber. –Una de esas, si es posible –dijo Beau señalando la cerveza de Chip. –Gracias a Dios que habéis llegado antes de que Beth nos pusiera a pintar y retapizar los muebles –comentó Chip. La mesa estaba puesta, la lasaña, preparada, y los pimientos rebozados ya estaban en el horno. Chip se llevó a Beau fuera, con los chicos, y encendió la chimenea del jardín. Los hombres iban a forjar su vínculo masculino. –Beth, te has tomado demasiadas molestias –le dijo Lauren. –Un poco –admitió Beth–. Si no nos queremos los unos a los otros después de esta noche, no será culpa mía. ¿Quieres vino? –Claro que sí –dijo Lauren–. Y relájate. Todo el mundo quiere a Beau, y Beau quiere a todo el mundo. Y Drew es como él. Michael no quiso venir. Todavía está intentando aceptar el divorcio. Yo todavía no lo conozco. –¿Y eso te preocupa? –No. Yo también tengo ese caso. Hemos decidido que no le vamos a dar demasiada importancia. Todo se resolverá al final. –Los niños enfadados pueden poner las cosas difíciles. –¿Y qué se puede hacer al respecto? –preguntó Lauren–. ¿Seguir en una situación horrible hasta que ellos te den permiso para tener una vida mejor? –Dios –dijo Beth, mientras le daba la copa de vino–. Estás tan calmada… –Es asombroso cómo te sientes cuando pasas el tiempo con una persona calmada y racional. Chinchín –le dijo Lauren a su hermana, alzando su copa hacia ella–. Y gracias por esto. Está todo precioso. –Ese un placer. En cuanto nos conozcamos un poco más, volveremos al descuido habitual. La cena en casa de Beth fue todo un éxito. Chip, Beau, Drew y los niños se hicieron muy amigos, se rieron, se cayeron bien. Drew jugó al baloncesto con ellos, al minigolf que tenían en el patio, y todos se rieron como tontos cuando Morty se metió en la piscina, salió y se sacudió sobre ellos, calándolos. Durante la comida, hablaron e hicieron bromas. –Nunca nos divertíamos tanto con el otro –dijo Stefano. –¡Stefano! –gritó Beth, que se quedó pálida. –No pasa nada, Beth –dijo Beau–. Todos sabemos que había otro. Una semana más tarde, Beau convenció a Michael de que fuera a cenar con ellos al pub. Quería presentarle a Lauren. Al principio, el muchacho estuvo un poco callado y distante, pero Lauren le hizo preguntas sobre sus estudios y sus planes para el futuro y, a los pocos minutos, Michael era casi tan agradable como Drew. Casi, porque Lauren pensaba que Drew era difícil de superar. Aquel chiquillo era mágico. Por lo menos, no parecía que Michael estuviera enfadado ni resentido, y eso era suficiente para ella. Una semana antes de Acción de Gracias, celebraron otra noche de póquer y, en aquella ocasión, Michael y su novia Raisa sí acudieron, junto a Darla, Drew y el padre Tim. Se divirtieron, Lauren se entendió fabulosamente con Raisa y Michael se abrió aún más. Lauren pensó que, tal vez, las fiestas no iban a ser tan estresantes como esperaba. Cassie había confirmado que no iba a California para Acción de Gracias, pero que estaría diez días en casa por Navidad. Lacey accedió a pasar la primera parte de Acción de Gracias con Beth y con ella. Después, iría a comer a un restaurante con Brad y con su madre. Lauren, Beth y Beau organizaron un horario: Beth iba a celebrar la comida para el clan Shaughnessy sobre las cuatro de la tarde, una comida que se alargaría para siempre, con dos postres por lo menos y una sesión de sobras un poco más tarde. –Los Shaughnessy comen como langostas –dijo Beth–. Siempre están comiendo. Beau serviría su cena sobre las seis de la tarde. Así, Lauren podría comer en casa de Beth y, un poco más tarde, ir a tomar el postre a casa de Beau, un postre que ella iba a preparar. Conocería a sus hermanos y sus familias y a su madre. De hecho, iba a preparar tres tartas, que dejaría allí con antelación, por la mañana. Los niños de Beau dijeron que Pamela iba a pasar el día fuera, en Cabo, con algunos amigos. –Si los conozco bien, me da la impresión de que Michael y Drew están aliviados –le dijo Beau–. Pamela tiene poca familia, no están unidos y siempre se pelean. Las comidas familiares son como una ruleta rusa. Pero yo les he explicado a los chicos que, de ahora en adelante, tendrán a sus parejas, y tendrán que organizar los horarios de las fiestas para que nadie se sienta excluido. Ya no tendrán que preocuparse tanto de sus padres, sino de sus parejas. Vi en sus caras que esa idea les gustaba más que tener que mediar entre sus padres divorciados. –Sin duda –dijo Lauren–. La pobre Lacey va a ir a un restaurante con su padre, el estirado, y su abuela, que es más estirada aún. –Seguramente, la cena estará deliciosa. –Y muy aburrida y solitaria. Porque Lacey era la que no quería cambiar nada, aunque lo que tuviera antes fuera bastante malo. Todo fue según lo previsto. Lacey fue a casa de Beth y estuvo con los Shaughnessy. Tomó una copa de vino y unos aperitivos antes de marcharse a comer con su padre y su abuela. Nadie de casa de Beth dijo nada sobre los planes de Lauren y, cuando Lacey se marchó, Beth estuvo a punto de desmayarse de alivio. –¿Estabas preocupada? –preguntó Lauren–. Yo no. –Les amenacé con cortarles la lengua a Stefano y a Ravon si se les escapaba. ¡Espero que se lo cuentes pronto a Lacey, que tenga su rabieta y que todos podamos seguir adelante! –Lo siento, Beth. No quiero que esto sea tan difícil para ti. –¿Difícil? ¡Es el Día de Acción de Gracias más prometedor que hemos tenido desde hace muchos años! Ha sido un poco estresante conseguir que las cosas no explotaran, pero estoy tan contenta y aliviada de que, por fin, estés haciendo esto… Me dolía mucho saber que mi hermana era víctima de ese asqueroso. –No era una víctima, cariño. Estoy empezando a darme cuenta de que era su cómplice. Tenía que haber hecho esto hace mucho tiempo. Pero, ahora, ha llegado el momento del segundo acto. Me voy a casa de Beau a conocer a su familia. –Te van a adorar. Había muchos coches aparcados en la calle, muchas luces encendidas en las casas del barrio, donde las familias se habían reunido para la celebración. Tuvo que aparcar a algunas manzanas de distancia, pero no le importó, porque así tendría tiempo para calmarse los nervios. Beau le abrió la puerta con una enorme sonrisa y la abrazó. –¿Qué tal en casa de Beth? –Muy bien. Lacey se marchó antes de que a nadie se le escapara que tengo novio, pero yo voy a decírselo antes de Navidad. Pensaba que era la única que le tenía miedo a su reacción, pero resulta que le pasa a todo el mundo. –Bueno. Pasa. Todo el mundo quiere conocerte. Mi madre y mi hermana están cortando tus tartas. –Espero que estén bien. –No te pongas nerviosa –le dijo él, apretándole la mano–. Los niños le han dicho a todo el mundo lo dulce que eres. Ella se detuvo en seco. –¿Michael también? –Sí, Michael también. Vamos. La casa estaba abarrotada de gente. Le presentaron primero a Christine, una mujer robusta de pelo blanco y sonrisa resplandeciente, que le tomó ambas manos y le dijo que estaba encantada de conocerla. El hermano de Beau, Jeff, le presentó a su mujer, a uno de sus hijos y a su nuera. La hermana de Beau, Jeanette, le presentó a su marido y a sus dos hijos. Uno de ellos se había llevado a un amigo. La hermana de Beau que vivía en San Diego no había podido ir. Los hijos de Beau la saludaron y Drew, después de pensarlo un segundo, le dio un abrazo. Michael se había llevado a su novia, Raisa, pero Drew dijo que él iría a casa de Darla un poco después. Hubo muchos comentarios de admiración cuando le preguntaron por sus hijas y ella les habló de sus estudios. Después, le preguntaron a Lauren por su trabajo. –Trabajo en el Departamento de Desarrollo de Producto de Merriweather Foods. A veces hago vídeos de cocina. –Yo creo que me encantaría trabajar en algo así –dijo la madre de Beau. Las mujeres hablaron de trabajo y de niños, y los hombres se agruparon, pero Beau nunca se alejó demasiado. Hicieron bromas sobre lo que significaba crecer en una casa pequeña y contaron historias sobre Beau, y todo el mundo se echó a reír. Y, antes de que Lauren se diera cuenta, habían pasado dos horas. No se oyeron las palabras «divorcio» ni «exmujer» ni «exmarido». Y ella estaba agotada. Había sentido estrés e impaciencia por saber cómo iban a recibirla, si la iban a aceptar o si la iban a ver como la otra mujer, y preocupándose por si Lacey sospechaba algo en casa de Beth. Entonces, vio que la madre de Beau se esforzaba por contener un bostezo, y supo que era momento de irse. –¿Seguro? –le preguntó Beau–. ¿No quieres otro trocito de tarta? ¿Un café? ¿Un poco de vino? –Me estás tomando el pelo –dijo ella, riéndose–. He comido tanto que no sé si voy a poder subirme a la cama. Tardó un rato en despedirse de todo el mundo, y ya eran las nueve cuando se encaminó hacia la puerta. Beau la acompañó al coche, pero, al alejarse cinco metros de la casa, la detuvo y la besó. –Gracias por ser tan maravillosa con mi familia –le dijo. –Son gente estupenda, Beau. Han sido muy buenos conmigo. No me han hecho ni una sola pregunta embarazosa. –Sí, son buenos –dijo él, y volvió a besarla–. Después de que todo el mundo se haya ido y Drew se marche a casa de Darla, voy a tu casa. –No tienes por qué hacer eso. Él se echó a reír con picardía. –Dime que no quieres que vaya… Ella se rio también. –Quiero que vayas y no te marches nunca… –Pronto, cariño –dijo él, y volvió a besarla. –Vaya, así que estas tenemos –dijo una mujer. Beau dio un respingo y se giró. –Pam, ¿qué estás haciendo aquí? –Cambié de planes, así que se me ocurrió pasar por casa a saludar a la familia –dijo ella, y agitó la cabeza–. Así que por esto no quieres que volvamos a intentarlo. Me estabas engañando. Lo sabía. Lauren se fijó en lo guapa que era. Y se fijó en que se le formaban dos lágrimas en los ojos, que llevaba muy pintados. –Yo no te he engañado nunca, pero eso es irrelevante ahora. Tienes que marcharte. No quiero que disgustes a mi madre, ni a nadie más. –Te quiero tanto –dijo Pamela, entre lágrimas–. ¡Te dije que haría cualquier cosa por arreglarlo! ¡Pero tú ya tenías una querida! –¡Ya está bien! ¡No seas vulgar! No quiero que montes una escena en Acción de Gracias, en la puerta de casa. ¡Los niños y mi familia están dentro! –Hice todo lo que pude –gimoteó ella. –Beau, tengo que irme. No debo ver esto –dijo Lauren. –Sí, Beau, échala y habla conmigo. Por favor –dijo Pamela. –Beau, habla con ella –dijo Lauren–. Yo tengo que irme ya. Echó a andar apresuradamente hacia su coche, y oyó que Beau decía: –Pamela, no se te ocurra acercarte a la puerta. ¡Quédate aquí! Él salió corriendo detrás de Lauren. –Lauren, ve a casa, y yo te llamo antes de… Se oyó un portazo. –Oh, Dios… Beau se dio la vuelta y corrió hacia su casa. Lauren fue a casa a toda velocidad y cerró la puerta con llave. Se echó a llorar. El día había sido tan perfecto, tan positivo. Y era una pena que acabara con aquel giro tan desagradable. Pamela ya estaba en el salón, montando una escena, cuando Beau pudo entrar en casa. Era como un teatro. Toda su familia estaba rodeándola, sentados o de pie, enmudecidos, mientras Pamela sollozaba y decía que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por salvar su matrimonio, que no sabía que él la estaba engañando, que nunca lo hubiera sospechado, que incluso sus hijos la habían traicionado y se habían vuelto contra ella, que quería volver a su casa, ser esposa y madre… Beau miró a su alrededor. Su madre se estaba retorciendo las manos, Michael tenía una expresión de dolor y los demás tenían cara de disgusto o aburrimiento. Por supuesto, no era la primera vez que veían algo así, y sabían de las ausencias de Pamela. Habían visto fotografías de ella bailando, tomando el sol en playas exóticas, tomando copas, sonriendo sobre copas de Martini, relajándose y disfrutando de la vida. Siempre de fiesta. –Pamela, tienes que marcharte –dijo Beau–. Chicos, ¿podéis acompañar a vuestra madre a su coche? –¡Solo quiero que me dediques un poco de tu tiempo! ¡Hemos estado juntos muchos años! ¿Vas a tirarlo todo por la borda por esa fulana barata? –¡Mamá! –exclamó Michael, poniéndose en pie. Miró con tristeza a su abuela. Dios, sus hijos tenían que estar tan avergonzados como él del comportamiento de su madre. –Vamos, Mike, vamos a llevarla al coche –dijo Drew. Los chicos, uno a cada lado, acompañaron a su madre a la calle, y Beau se quedó con la mayoría de su familia. Miró por el salón a todos, que permanecían en silencio. Su madre estaba angustiada, la nuera embarazada de su hermano mayor tenía una expresión de horror, y parecía que su hermana Jeanette estaba pensando en cometer un asesinato. –Bueno –dijo su madre–. Lauren parece muy agradable. ¿Estamos seguros en esta ocasión? –preguntó. Y todos se echaron a reír. Capítulo 14 El padre Tim pasó el Día de Acción de Gracias sirviendo la comida en la misión del centro de Oakland. Normalmente, él decía la misa en aquella festividad, pero aquel día no. Estaba con Angela y sus amigos. Estaban terminando de limpiar la cocina y habían guardado algunas comidas en un horno por si alguien llegaba tarde, pero las prisas ya habían terminado. Había hablado mucho con Angela aquellos días, contándole cómo estaba volviendo a la vida secular. Eso llevó a otras conversaciones, por ejemplo, sobre lo que sentía por ella. Y, para su entusiasmo y su sorpresa, supo que ella le correspondía, que también sentía cariño por él. Desde entonces, había pasado todo el tiempo que podía en su compañía. –¿Qué tal te has sentido sin decir misa hoy? –le preguntó Angela, mientras se secaba las manos con un trapo. –Seguro que el padre Damien lo ha hecho muy bien. –¿Vas a llamarlo para preguntar? –No. Si hay algo que comentar, él me llamará a mí. –Entonces, sigues decidido, ¿no? Él asintió. –Llevo un año muy seguro de lo que voy a hacer. Después de Navidad daré la noticia de mi despedida a la junta. No creo que les sorprenda mi marcha, aunque sí el motivo. Ellos pensaban que iba a marcharme a trabajar para el obispo. Algunos miembros de la parroquia me harán preguntas, me expondrán su preocupación. –¿Y qué vas a decirles? –Lo mismo que te dije a ti. No voy a abandonar la obra del Señor ni voy a perder la fe en la Iglesia. Solo voy a dejar el sacerdocio. Y me preguntaba si tienes algún plan para Nochevieja. –¡Padre! –No me llames eso –dijo él, riéndose–. ¿Soy demasiado viejo para ti? Ella se sonrojó. –Ver tu rubor es una vista muy bonita –dijo él, y la tomó de la mano–. No quiero agobiarte. –No es eso. Es que… Tú llevas veinte años sin salir con nadie. No sé si quiero ser tu experimento. Terminarás por romperme el corazón. Sabes que me gustas mucho. Él miró a su alrededor y le besó la frente. –Seguro que, si alguien va a romper un corazón, serás tú quien rompa el mío. –Además, no eres libre del todo… –Sí lo soy –dijo él–. He dejado de celebrar la misa, de confesar y de dar la comunión hace tiempo. Todavía puedo ayudar al padre Damien si me necesita, pero no me necesita –explicó, y se echó a reír–. Creo que le cuesta no sonreír todo el tiempo como un bobo. Su secreto es que está feliz de que yo me haya quitado de su camino. –¿No sois amigos? –Me cae bien. Es un buen hombre. Pero tenemos diferentes motivaciones. Él sujetó el abrigo de Angela para que se lo pusiera. –Hace frío y el ambiente está muy húmedo. Vamos a un bar tranquilo con chimenea. Me gustaría hablarte sobre mis solicitudes. A ella se le iluminó la cara. –¿Lo has hecho de verdad? ¿Has solicitado algún puesto en una misión de rescate internacional? –Sí, voy a seguirte por todo el mundo. He oído hablar sobre algunas instituciones que podríamos investigar. Me encantaría hablar de eso. Te invito a un café o a una copa de vino. –¿En Acción de Gracias? ¿Dónde? –Conozco un sitio que está muy cerca, en la isla. Es un pub pequeño. –Escucha, no te lo tomes a mal, pero no quiero que me vean saliendo con un sacerdote… Él se echó a reír. –Solo te voy a tomar la mano por debajo de la mesa… –¡No tenía que haberte dicho que me sentía atraída por ti! Tú empezaste al confesarme tu encaprichamiento por mí y, ahora, ¡mira cómo estamos! Y yo no soy precisamente virgen… –Yo tampoco. A ella se le escapó un jadeo. –¡Padre! Él puso los ojos en blanco. –¿Podrías llamarme siempre Tim, por favor? No sé por qué tienes que crear un sentimiento de culpabilidad donde no hay ninguna culpa. Antes de tomar los votos también tuve unos cuantos años de vida, Angela. Y reconozco que investigué mis opciones seculares. Ella se echó a reír sin poder evitarlo. –Esto va a ser un desastre. –Ven conmigo al bar. Es muy agradable. Podemos hablar de este desastre en paz. Ella accedió y, veinte minutos después, estaban cómodamente instalados en unos asientos frente a una chimenea de ladrillo. Angela estaba tomando un vino tinto mientras Tim disfrutaba de una cerveza. –¿Por qué piensas que tú y yo tenemos algo en común? –Lo tenemos todo en común. Nos atrae el mismo tipo de trabajo, tenemos la misma necesidad de ayudar a la gente más vulnerable y profesamos la misma fe. Buscamos las mismas cosas, y tú me excitas muchísimo. –Oh, Dios –dijo ella, apoyando la frente en su mano–. Es tan difícil oír decir eso a un hombre al que he conocido como sacerdote… –Bueno, también me excitabas cuando era sacerdote. Solo que no hice nada con respecto a ese sentimiento. Tenía que respetar un voto. Ahora ya no. –No habrás dejado los hábitos por el sexo, ¿no? –No –respondió Tim, riéndose–. Pero es una de las ventajas. –¡Bueno, pues no va a ser conmigo! Por lo menos, hasta que no te conozca mejor. Él le acarició la mano. –No te voy a presionar, Angela. Me gustas. Quiero pasar más tiempo contigo. Si funciona, eso me haría muy feliz. Pero, si no funciona, seguiría sintiendo gratitud porque seas mi amiga, y porque me hayas enseñado bastantes opciones para la vida secular. ¡Hay organizaciones católicas por todo el mundo! –Estás empeñado en esto, ¿eh? –Es lo que siempre he querido. Trabajar con la gente. –¿Por qué? –Por lo mismo que tú. Es necesario, importante. Y no es para todo el mundo, lo cual convierte la vocación en algo mucho más importante para los que la tienen. Me parece que es lo que tengo que hacer. –Es una locura. Te conozco desde hace años, ¡y ni siquiera habíamos flirteado! Y, créeme, conozco mujeres que flirtean con los curas. Tim se echó a reír. –Yo también. Mira, no siempre ha sido fácil. Cumplir mis votos no ha sido fácil, pero son promesas importantes y valiosas. Sin embargo, eso no significaba que no tuviera sentimientos. –Siempre fuiste amable y alegre, pero nunca seductor. –Por supuesto que no. Te habría puesto en una situación terrible. Pero ahora es distinto. Aunque, Angela, no quiero que tengas que luchar contra tu conciencia por mí. Quiero que estés en paz. Ella se quedó mirándolo y cabeceó ligeramente, sonriendo. –Va a ser muy difícil no enamorarse de ti. Él se quedó callado un instante. –Por favor, hazlo –le dijo. Beau le envió un mensaje a Lauren diciéndole que iba de camino. Cuando ella abrió la puerta, tenía un pañuelo de papel en la mano, y los ojos, enrojecidos. –Oh, cariño –le dijo él, y la abrazó–. ¿Llevas llorando las dos últimas horas? Ella asintió contra su pecho. Él la empujó al interior de la casa, cerró con llave y se sentó con ella en el sofá. –Lo siento muchísimo. –¿Qué pasó después de que yo me fuera? Vi que entraba. –Casi nada. La mayoría de mi familia ha visto sus dramas. Lo he sentido por los niños. Ellos son los que más lo han visto. Les pedí que la acompañaran hasta su coche. Tardaron, exactamente, cinco minutos. No sé si estaban tristes o avergonzados. Seguramente, las dos cosas. Pero tenían sitios a los que ir, así que allí tendrán consuelo. Darla ha pasado el día con su familia, así que Drew fue a su casa. Michael se fue con Raisa a casa de su hermana, que está casada. Los dos van a estar con amigos. Hace un rato, todo el mundo empezó a despedirse y se dispersaron. Mi hermana y su familia, y mi madre, van a dormir en casa de mi hermano. Saldrán para Redding a primera hora de la mañana. Por supuesto, les he dicho que se quedaran en la mía, pero la de Jeff es más grande. Y, sinceramente, creo que no han querido quedarse por culpa de Pamela. –¿Estaban muy disgustados? –Mira, el último Día de Acción de Gracias, Pamela no estaba en casa. Se había marchado a pasar las fiestas fuera, a Maui. No llamó a Drew, y creo que a Michael tampoco. Nosotros tres fuimos a San Diego. Yo me cercioré de que ella supiera dónde estaban sus hijos, pero no lo hizo. Mi familia lleva muchos años cabeceando… La mayoría de ellos tienen unos buenos matrimonios, son felices. Yo soy el único que no lo ha conseguido. –Mi hermana y Chip son felices –dijo ella–. Pero mi pobre madre… Mi padre desapareció y la dejó sola… –Mis padres siempre fueron felices. Lauren, yo no puedo darte la receta, pero no me rendí a la primera de cambio. –Estaba tan triste… –dijo Lauren–. Yo no quiero hacerle eso a nadie. No quiero meterme en el terreno de otra mujer. –No lo has hecho –dijo él, y le acarició la mejilla–. ¿Qué es lo que te pasa? –¿Y si me estoy equivocando? ¿Y si nos estamos equivocando los dos? –¿En qué sentido? –le preguntó Beau, frunciendo el ceño–. ¿Es que piensas que te estoy mintiendo? –Mi marido mentía siempre. ¡Y tu mujer estaba destrozada! –Lauren, tú sabías que estaba mintiendo. Y te darás cuenta de si te miento yo. Tienes tiempo para conocerme. Yo tengo tiempo para conocerte. Nadie va a estar acorralado. –Yo no quiero hacerle daño a nadie. –No le has hecho daño a Pamela. Ella lleva mucho tiempo tomando malas decisiones. Intentar recuperar nuestro matrimonio sería una más. –No va a renunciar nunca a ti. –Puede que el doctor tampoco renuncie a ti. Puede que tengamos que soportarlos mucho tiempo. Así que, vamos a hacer esto. Yo ya he olvidado a Pamela. Tú haz lo que tengas que hacer. –Oh, Dios –dijo ella, apoyándose en Beau–. Es tan guapa… Beau la abrazó. –Era mucho más guapa cuando la conocí. Se ha hecho operaciones. La chica a la que yo conocí era menos perfecta y más real. Pam siempre ha querido más, es un problema que tiene. Nunca está conforme. –Dijiste que no te arrepentías. –No, en absoluto. No siempre fue fácil, pero valió la pena, porque los niños se criaron en el mejor hogar que pude darles. No es un hogar impecable, pero lo hicimos bien. Yo nunca los abandoné –le dijo él, mirándola a los ojos. –Me puse un poco nerviosa –dijo ella–. Acababa de conocer a tu familia y llega esta pobre mujer, hundida… –No pasa nada. Es normal que tengas preguntas. Estarías loca si te metieras sin reflexionar en otra situación de maltrato. Pero todo va a ir bien, porque tenemos tiempo para conocernos completamente –dijo Beau. La abrazó, y continuó–: Me imaginaba que esta época de fiestas iba a ser un poco impredecible. Y todavía no sabemos nada del doctor. Puede que aparezca en escena en cualquier momento. Todavía tienes el bate, ¿no? Ella se estremeció. –Estoy dispuesto a seguir adelante, a superar esta situación. No pido mucho, Lauren. Solo quiero disfrutar de la vida con alguien que se preocupe por mí como yo me preocupo por ella. Nada lujoso ni complicado. Algo de equilibrio y un poco de compromiso –le dijo Beau, y le besó la mejilla–. Todo va a salir bien, espero. Ella suspiró. –Casi me alegro, de un modo perverso, de que tu exmujer apareciera y todo se volviera caótico. A estas alturas, Brad debe de estar hecho una furia. Comida de Acción de Gracias en un restaurante, con su madre vieja y mala. Me sorprende que no haya venido a quemarme la casa. Beau se quedó callado un momento. –No hueles humo, ¿no? –Durante todos los años que pensé en divorciarme y seguir con mi vida, nunca me imaginé que sería así. Que él me haría tanto daño. Que me enamoraría de un hombre que está huyendo de una mujer desequilibrada. ¿Vamos a poder con todo esto? –Yo sé que estoy haciendo lo que está bien, y creo en ti. No voy a mentirte. Si tú te mientes a ti misma, no puedo ayudarte en eso. Y, si no crees que estés haciendo lo correcto, tú tienes que dar el paso. –¿Y tú? ¿Lo harás? Si no es perfecto para ti, ¿me lo dirás? –Sí. No te voy a engañar. No ganaría nada con eso. –¿No hay nadie esperándote en casa? –No. Han salido todos corriendo después de lo de Pamela. Seguramente, temían que volviera. –¿Vienes a la cama a abrazarme? –Estaba esperando esa invitación. Aquella madrugada, ella se acurrucó contra él. Se sentía segura, satisfecha y en paz. Alzó la cabeza de su hombro y le besó la barbilla. –Te quiero –susurró–. Te quiero y quiero estar contigo para siempre. Él le besó la boca con ternura. –Yo también. Yo también. La semana siguiente al Día de Acción de Gracias, Lauren tenía la sensación de que el ambiente estaba más calmado. Salió a comer y a hacer algunas compras con Lacey y se enteró de cómo había sido su Acción de Gracias. Secretamente, se alegró de que Lacey hubiera tenido una comida triste y desagradable con Adele y Brad. Como era de esperar, él estaba enfadado por tener que comer con su madre, su hija mimada y sin nadie con quien desahogar su ira. Aquel año, Lauren no tenía consigo los adornos de Navidad, pero sabía hacer centros y coronas, y compró algunas velas led, rojas y blancas. Pasó por una tienda de manualidades para comprar lazos y material de floristería. Después, fue hacia el norte, a comprar en los almacenes que suplían a las floristerías de la ciudad. Le dijo a Beau que le haría una corona si la acompañaba. Era una distracción perfecta para él, puesto que adoraba los jardines y las flores. Llenaron la parte trasera de la furgoneta de trabajo de Beau con ramas de abeto, pino, enebros, eucalipto, cedro, acebo y piñas. Cuando volvieron a casa, Lauren puso una sábana sobre la mesa y empezó a crear guirnaldas, coronas y centros. –¿Puedo intentarlo yo también? –le preguntó él. –Claro. Deja que te enseñe. Los centros son más fáciles, así que podemos empezar por ahí. A las cinco de la tarde, habían hecho diez centros y varias coronas. Tenían los dedos pegajosos. Beau miró el reloj. –¿Tienes alguna cita? –Lo que tengo es hambre. ¿Tienes vino y cerveza? –Sí, pero eso no es comida. Él se acercó al fregadero para lavarse las manos. –Voy a ir a comprar algo para los dos, a no ser que prefieras salir. –Me gustaría usar todo esto mientras todavía está fresco. Puedo comer cualquier cosa que a ti te apetezca. En aquel momento, llamaron a la puerta. Era Bea, la jefa de Lauren. –Siento aparecer así. Tenía que haber llamado. Pero es algo sobre el trabajo… –Pasa, por favor –dijo Lauren–. Estábamos haciendo adornos de Navidad. Bea, te presento a Beau, mi amigo, y Beau, Bea es mi jefa en Merriweather. Beau le estrechó la mano y asintió. –Encantado de conocerte, Bea. –Creo que estoy interrumpiendo… –No, en absoluto. Beau iba a ir a buscar algo para cenar. Deja que me lave las manos y nos tomamos una copa de vino –dijo Lauren–. Nunca habías estado en mi casa. Es de alquiler, pero estoy un poco orgullosa de ella. Es mi primera casa propia. –No quiero quitarte mucho tiempo… –Yo voy a buscar la cena –dijo Beau–. ¿Te apetece quedarte a cenar con nosotros? –No, muchísimas gracias. Solo estaré unos minutos. Lauren se estaba lavando las manos con energía. –Debe de ser algo importante, porque es la primera vez que vienes a visitarme en fin de semana para hablar de trabajo en doce años… Bea estaba observando los adornos que Lauren había colocado en las encimeras. Había centros de todos los tamaños y algunas coronas apoyadas en los armarios. –Son preciosos. Tienes mucho talento. Cuando Beau se marchó, Lauren siguió charlando con Bea. –Como no tengo acceso a los adornos de mi antigua casa, he tenido que hacerlo todo desde cero. Mi hija y su novio vienen para las vacaciones, y me gustaría que… –Lauren, me gustaría que supieras que estoy desobedeciendo órdenes directas y contraviniendo la política de la empresa al venir aquí, pero esto es importante. Y no son buenas noticias. –¿Qué ha ocurrido? –Me han dicho que van a despedirte el próximo viernes. Lauren se quedó desconcertada. Se le escapó un jadeo. –¿El viernes anterior a las vacaciones? ¿Por qué? –No lo sé. El Departamento de Recursos Humanos se encargará de informarme, y estoy esperando a ver qué me cuentan, porque toda la documentación que he aportado demuestra un desempeño ejemplar por tu parte. Lo poco que sé es esto: la decisión proviene de un nivel alto de la empresa, y han decidido eliminar tu puesto por una cuestión de presupuesto. Alguien, en algún lugar, ha decidido que no se necesita un director para tu departamento, pero no te van a ofrecer la oportunidad de quedarte como supervisora. Y no tienen ningún otro puesto de dirección para ti. Bea se quedó callada y movió la cabeza de lado a lado. –Es una locura. ¿Se te ocurre alguna razón? ¿Alguna conexión? Lauren se había quedado atónita, y cabeceó. Tuvo que apoyarse en la encimera de la cocina y respirar hondo unas cuantas veces. Luego se sentó en el sofá. –¿Por qué? –preguntó. Bea se encogió de hombros. –Me parece que hay gato encerrado. –¿Alguien de la empresa tiene algo contra mí? ¿Tengo algún enemigo del que no sabía nada? –En nuestro departamento no. Y tengo buen ojo e instinto para descubrir eso. Lauren, ¿tu marido no habrá tenido algo que ver? –No sé cómo –dijo ella–. No tiene relación con nadie de nuestro departamento, porque nadie le sirve de nada allí. –Pero… ¿tú crees que haría algo así, si pudiera? ¿Que conseguiría que te echaran del trabajo? –No lo sé. No sé cómo podría hacerlo –dijo ella, y pestañeó unas cuantas veces–. ¿Qué puedo hacer? –Bueno, yo voy a hacer lo que pueda, pero no tengo demasiada influencia. En este momento, antes de que se haga público, no tengo ningún poder y también podría perder mi puesto por desobedecer la orden de no decirte nada. Así que, por el momento, tenemos que actuar como si no supiéramos nada. Yo no sé quién lo sabe. Recibí las instrucciones del vicepresidente de Marketing. No conoce ningún detalle. Dije que esto era una locura, que, de todos los miembros de nuestro departamento, tú eras la que menos posibilidades tenías de ser despedida. Esta semana vas a tener que ser muy estoica… –No sé si debería llamar para decir que estoy enferma… –Tómate un par de días, si quieres. Nadie se va a dar cuenta. Todo el mundo se escapa para ver las funciones navideñas de sus hijos. Deberías ponerte en contacto con un abogado y pensar, Lauren. Pensar para establecer alguna relación. Alguien tiene una venganza personal contra ti. Cuando te despidan, deberías estar preparada para defenderte. –Justo lo que necesitaba –dijo Lauren–. Pagar otro abogado. –Cuando pienso en que a alguien lo despiden justo antes de Navidad, me da la impresión de que es por venganza. ¿A ti no? –Si trabajara en el campo de la medicina, seguramente él podría sabotear mi trabajo con facilidad. Pero ¿en la industria de la alimentación? Él no tiene relación social con… Bueno, se me está ocurriendo una locura. Sylvie Emerson no fue consejera de la empresa hace cinco o seis años? Bea estaba agitando la cabeza. –Lauren, no sé quiénes son los consejeros, pero ¿qué tendría que ver eso? –Brad se cree amigo de Andy Emerson. Sin embargo, no puedo creer que Andy ni Sylvie… Ellos son buena gente. Cuando le conté a Sylvie lo del divorcio, fue muy sincera. Brad nunca la había engañado. No le tiene afecto. No le haría un favor, y menos un favor como este. –A lo mejor deberías hablar con ella. Pero, por favor, no le cuentes quién te ha avisado, por el momento. –No te preocupes. Ahora que estoy separada, Sylvie y yo nos vemos con frecuencia –dijo Lauren, y se puso de pie–. Creo que es mejor que nos tomemos esa copa de vino. –No sé –dijo Bea–. Yo debería salir de aquí antes de que tu amigo traiga la cena. –No te marches por Beau –dijo Lauren–. Llevamos saliendo muy poco tiempo, pero ya sé que no se parece en nada a Brad. Vamos a tomar una copa de vino y a ver si se nos ocurre alguna idea. –Una pequeña –dijo Bea–. Me he estado estrujando el cerebro… –No voy a permitir que Merriweather me tire a la basura. Nunca he tenido una mala evaluación en doce años. Siempre he sido una empleada leal y digna de confianza. –Eso lo garantizo –dijo Bea, mientras se sentaba en uno de los taburetes de la barra de desayunos–. Siento que esté ocurriendo esto, Lauren. Los divorcios pueden ser muy feos. –Ya me estoy dando cuenta. Cuando Bea se marchó, unos cuarenta minutos después, Lauren le regaló un centro navideño. –Feliz Navidad –le dijo–. Quería llevarte uno esta semana. –Gracias –dijo Bea–. Lo voy a cuidar mucho. Estoy hundida. Después de tantos años trabajando juntas, nos hemos hecho amigas ahora, y no puedo soportar esto. –No importa lo que ocurra esta semana, Bea. Vamos a seguir siendo amigas. Y, ahora, ya sabes dónde está mi casa. Ir a trabajar aquella semana supuso un gran estrés, pero Lauren consiguió disimular lo que sabía. Si no hubiera tenido a Beau para hablar de ello, para que la abrazara mientras dormían, habría sido mucho más duro. El jueves por la tarde, salió con antelación y compró más ramas y flores en una floristería para hacerle un centro alargado a Sylvie, uno que encajara en su mesa del comedor. Le envió un mensaje para verse, diciendo que tenía libre la tarde del viernes y que si podía pasar por su casa. Sylvie Emerson respondió pidiéndole que, por favor, fuera a verla. Y, tal y como había dicho Bea, el director de Recursos Humanos apareció en su despacho con un par de ayudantes y le explicó que, por cuestiones de presupuesto, su puesto de trabajo había sido suprimido. Lauren preguntó y le dijeron, también, que no iba a recibir ninguna indemnización por despido improcedente, pero que sí contaría con la prestación por desempleo. –¿Se trata de un despido improcedente y no me ofrecen ninguna indemnización? –Lo siento muchísimo –dijo el director–. Estoy cumpliendo órdenes. Si tiene intención de recurrir la decisión, aquí tiene los pasos que debe seguir. Y, con un evidente nerviosismo, le entregó una hoja de papel. Lauren miró la hoja y miró al director. Despido sin indemnización, sin finiquito. Aquello tenía algo que ver con su divorcio. Estaba segura. –Lo tendré en cuenta –dijo–. Gracias–. ¿Podría enviarme un carrito para llevar mis pertenencias a mi coche? –Por supuesto –dijo el director, con alivio–. Y mis asistentes la ayudarán. Lauren se sentó en el coche, en el aparcamiento de Merriweather, y llamó a Beau. –Ya ha ocurrido. Sin indemnización ni nada por el estilo. Me lo esperaba, pero estoy anonadada. –Ya lo resolveremos –dijo él–. He estado buscando buenos abogados. ¿Vienes a casa ahora? –No, voy a casa de Sylvie para darle un centro. Tenía pensado hacerlo de todos modos, y ahora voy a pedirle su opinión. Ella debe de conocer Merriweather, porque fue consejera una vez. ¿Nos vemos luego? –Sí, claro. ¿Quieres que salgamos o que nos quedemos en casa? –No lo sé –dijo ella–. Me gustaría llorar, pero no soy capaz. Te llamo cuando haya hablado con mi amiga. Sylvie abrió la puerta y lo primero que dijo fue: –¡Oh, qué cosa más bonita! Tomó el centro y lo admiró. Después, cuando se enteró de lo que le había ocurrido a Lauren, exclamó: –¡Es imposible! ¡Merriweather no trata así a sus empleados! Si así fuera, yo nunca habría estado en su consejo. Finalmente, añadió: –Aquí hay algo que no encaja, que va muy mal, y voy a ayudarte a llegar al fondo de la cuestión. Capítulo 15 A partir de aquel momento, las Navidades serían una negociación, y Lauren lo aceptaba. Así era con los divorcios, y después de que los hijos mayores se hubieran casado. Cassie y Jeremy llegaron en avión, desde Boston, el sábado. Nochebuena era el lunes. Fueron directamente a casa de Lauren, dejaron las maletas en la habitación de invitados y comieron algo antes de ir a ver a la familia de Jeremy, que vivía en Menlo Park. –¿Tienes planes para esta noche? –le preguntó Cassie. –Estoy a tu disposición. En algún momento deberíamos hablar de cómo vamos a pasar la Nochebuena y la Navidad. Tenemos varias invitaciones, pero sé que tendréis que hacer planes también con la familia de Jeremy. Pero… no sé cómo deciros lo contenta que estoy de que os quedéis aquí. Gracias. Sé que en el futuro tendré que compartirte con la familia de Jeremy. –Sí, es lo más probable. Pero, en este momento, los dos queremos apoyarte. Era cierto que tenían muchas invitaciones para la Navidad. Beth quería que fueran a su casa. Beau iba a dar una cena en Nochebuena y le dijo a Lauren que, por favor, invitara a la familia de Beth y a sus hijas. Él iba a celebrarlo con sus hijos, las novias de los chicos y con Tim. Después, Tim iba a ir a la misa del gallo, y cualquiera que quisiera acompañarlo sería bienvenido. Lauren se preguntaba si Cassie y Lacey habían recibido alguna invitación de su padre. No sabía si los hijos de Beau la habían recibido de su madre. –¿Podemos cenar juntos esta noche? –preguntó Cassie–. ¿Puedes invitar a tu amigo Beau? –Ya está avisado, y he invitado también a sus hijos y a sus novias. He preparado un estofado de pollo y después haré una ensalada de espinacas. Todavía no sé qué haré de postre. –¿Y Lacey? ¿La vas a invitar a ella? –Eso dejo que lo decidas tú. Todavía no le he dicho nada de Beau, y no lo conoce. Si decides que quieres invitarla esta noche, por favor, dile que va a conocer a mi… Oh, Dios santo, ¿cómo lo llamo? ¿Mi amigo? Cassie se echó a reír. –Relájate. Es el hombre con el que llevas saliendo dos meses. Lauren asintió. –Sí. Pero no me apetece que haya una escena desagradable. Dile que venga si está dispuesta a conocer a mi amigo. Si se enfada, yo no estoy de humor. Después de una deliciosa cena, Lauren se recordó que, durante una temporada, todas las situaciones iban a tener algo de incierto. Habían ido todos a cenar. Parecía que a Lacey la habían condenado a la horca. Estaba rígida e incómoda, y triste. Sin embargo, Beau le dijo que estaba feliz de conocerla, Cassie y Jeremy la abrazaron para darle la bienvenida y los hijos de Beau la hicieron reír. Después, Drew y Michael les tomaron el pelo a la nueva pareja, Beau y Lauren. Lacey continuó un poco tirante al principio, como si estuviera intentando que no le cayera bien nadie, pero, al final, sin poder evitarlo, se relajó. Beau y sus hijos eran divertidos, encantadores y dulces, por no mencionar que también eran muy atractivos. A partir de ese momento, los días fueron mágicos. Lauren pasó todo el tiempo con Beau, mientras Cassie se dividía entre la familia de Jeremy y ellos, y Lacey, entre su padre y ellos. Cassie no recibió ninguna invitación de Brad, y no le importó. De hecho, se sintió aliviada. No había tenido noticias de su padre desde agosto, cuando se había enfrentado a él en su consulta. Brad tampoco le había ofrecido ayuda para sus estudios. En Nochebuena, todos, salvo Lacey, fueron a la misa del gallo en Mill Valley, donde el padre Tim ayudó al padre Damien por última vez. A aquellas alturas, todos sabían ya que había dejado el sacerdocio, y los feligreses se acercaban a abrazarlo para despedirse. Él les decía que iba a llamar y a visitar durante aquellas dos últimas semanas a todos quienes quisieran verlo. Animó a cualquiera que tuviera preguntas a que lo llamara a su teléfono móvil. La madrugada del día de Navidad, después de la misa, Lauren y Beau estaban a solas en el salón de casa de Lauren. Cassie y Jeremy estaban acostados, y Michael se había quedado a dormir en casa de Beau. Su padre le había dicho que no lo esperara despierto. En aquellos momentos, Lauren y él se entregaron los regalos navideños. Beau le había comprado un precioso colgante de brillantes y platino. –No puedo ponerte un anillo en el dedo, pero puedo demostrarte lo que siento con esto. –Beau… ¡Es maravilloso! –Déjame –dijo él, y se lo colocó en el cuello. Después, la besó–. Ojalá pudieras llevar esto en la cama. Esto, y nada más. Ella se rio. –Vamos a tener que esperar a que se vayan todos… –No sé si voy a poder. –Yo no sé si habría podido pasar este día sin ti. Sin ti y sin los chicos. Han sido estupendos, se han metido a Lacey en el bolsillo. –Tim también lo ha hecho muy bien –dijo él–. Espero que esté bien. Le dije que me llamara o que me enviara un mensaje si necesitaba hablar… –Yo también tengo una cosa para ti –dijo ella, para distraerlo de Tim. Se levantó, fue al árbol de Navidad y sacó algo de entre las ramas. Era un sobre largo. Él lo tomó con una sonrisa. –Vamos a tener que tomarlo con calma, porque no sabemos cómo van a ser las finanzas… Ella tocó el colgante que llevaba al cuello. –A ti se te ha olvidado –dijo. Él abrió el sobre y sacó una tarjeta preciosa. Dentro de ella había unos billetes de avión impresos y un itinerario de viaje. San Francisco, Victoria, Columbia Británica. Salida, el día de San Valentín. Él se quedó mudo. La miró maravillado. –Los jardines, Beau. Son preciosos durante todo el invierno, y tu temporada de trabajo fuerte empieza en marzo. Algún día, cuando las cosas cambien, podremos ir también en primavera. Él la abrazó. –Creo que se te ha olvidado que estás en paro en este momento. –Oh, ¿quién se iba a olvidar de eso? –preguntó ella, riéndose suavemente–. Pero fui a la agencia de viajes antes de que me despidieran, por suerte. Ya lo resolveremos. No sé cómo, pero lo conseguiremos. Ahora, abrázame. Eran casi las dos de la mañana cuando Tim salió de la rectoría y fue hacia la furgoneta que estaba en el pequeño aparcamiento, detrás de la casa. Metió una bolsa pequeña en la parte de atrás y se sentó en el asiento del pasajero. Miró a la hermosa mujer que estaba al volante. –¿Quieres que conduzca yo? –le preguntó. –No, no te preocupes. –Es un trayecto largo… –Estoy bien. ¿Y tú? –No lo sé. Si te dijera que me siento un poco perdido, ¿pensarías que no estoy seguro de mí mismo? –¿Estás seguro de ti mismo? Él se inclinó hacia ella. –Ven aquí, Angela. Ella se inclinó hacia él, y él la besó profunda, amorosamente. –Estoy seguro de esto –le dijo, contra sus labios. –¡Vaya! –murmuró ella–. Feliz Navidad. –Puede que llamen por teléfono –dijo él–. Creo que algunos de mis feligreses están preocupados por si pierden el contacto conmigo. Se preguntan dónde voy a ir, y qué voy a hacer. –Pero ¿tú estás preocupado? –No. Está en manos de Dios. Lo conozco desde hace mucho tiempo y sé, por experiencia, que cuando te ofreces para algo, tu copa va a rebosar. Ella se echó a reír y arrancó el motor. –No lo sabes bien –dijo–. Nunca es suficiente. He acabado todos los días, los últimos ocho años, preguntándome cómo podría hacer más. –La mujer de la lata de maíz en crema –le recordó él, y le dio una palmadita en la pierna. Iban al lago Tahoe. Él había reservado una bonita habitación, iban a beber champán, brindar por su futuro y dormir en una cama. Iban a pasar un día de Navidad tranquilo y, después, volverían a Oakland para visitar la casa Velasquez. Tim le pediría la mano de su hija al señor Velasquez. Su familia no pertenecía a su parroquia, y él les explicaría que había dejado el sacerdocio recientemente y que, aunque conocía desde hacía varios años a Angela, nunca habían tenido un romance. No, hasta hacía poco tiempo, cuando él ya era lego. –¿Estás seguro de que está bien que hagas esto? –le preguntó ella. –Empecé a procesarlo hace cinco meses. Si te refieres a la archidiócesis, lo saben desde hace meses. Los dejo en buenas manos. El padre Damien es joven, tiene energía, tiene motivación. –Mi madre se va a desmayar –dijo ella. –¿Y tu padre? –preguntó Tim, con nerviosismo. –Creo que no solo te dará permiso, sino que intentará llevarte al altar antes de que estés listo. –No te preocupes por eso. Ya estoy listo. Sus planes habían cambiado. Todavía querían participar en programas de ayuda al refugiado, pero eso sería más tarde. Por el momento, iban a hacer voluntariado en organizaciones que estaban ayudando a superar las consecuencias del terrible huracán de Puerto Rico. Y, gracias a la recomendación del monseñor, habían sido aceptados en el capítulo de Nueva York y tendrían ayuda con el alojamiento. Seguramente, serían acogidos en casa de alguien. Paso a paso. «Por lo menos, vamos a caminar juntos», pensó Tim. Iban a encontrar la misión de su vida formando un equipo. –¿Has dicho algo? –Creo que estaba pensando en voz alta. Juntos –repitió–. Dios, cuánto agradezco estar contigo. –Dios, estoy a punto de pasar la noche con un cura –dijo ella. Él se echó a reír. –Excura. Había sido una buena parte de su vida. En veinte años, había hecho muchas cosas bien. Había tenido experiencias gratificantes. Y, cuando Beau se enterara de aquella nueva aventura, se iba a quedar alucinado, seguro. –Espera a que se lo cuente a mi mejor amigo. –¡Pensaba que ya lo habías hecho! –No, le dije que iba a tomar una nueva dirección. Él está pasando por un divorcio muy desagradable, y yo le pedí perdón porque tal vez me necesitara y yo tuviese la cabeza en otra parte. Pasé la Nochebuena en su casa con su familia, antes de la misa, y ahora tiene a una mujer muy buena a su lado, y sus hijos lo apoyan. Ha conseguido estabilidad. Todavía no le he hablado de ti. Cuando, por fin, hable con él, creo que se va a llevar una buena sorpresa. Quiero que estés conmigo. Es muy divertido ver a Beau llevarse un susto. Llegaron al lago Tahoe de madrugada. Tim pidió el desayuno y una botella de champán en la habitación. Se sentaron delante del ventanal, con la comida en la mesita, para ver salir el sol. Brindaron y comieron tortilla y crepes. Y, por fin, se tendieron en la cama y se acariciaron, se besaron, hicieron el amor. Cuando los dos estaban exhaustos y satisfechos, Angela dio un jadeo y dijo: –Creo que me has mentido sobre tu voto de castidad. ¡Esto ha sido excelente! –Es lo que tiene el amor, cariño –dijo él, apartándole el pelo de la frente–. No hace falta práctica. Todo es natural. Angela durmió en sus brazos, con la cabeza en su hombro y una pierna sobre su cadera. Por primera vez en mucho tiempo, Tim se sintió en paz. Nunca había incumplido sus votos, aunque hubiera sentido alguna tentación de vez en cuando, como cualquier hombre. Había ejercido un férreo control sobre sí mismo y sobre sus hormonas. Había sido al ver a Angela, después de decirle al obispo que iba a dejar el sacerdocio, cuando sintió algo más. No se trataba solo de hormonas, ni de un hombre luchando contra su impulso de emparejarse, imbuido por Dios. Aquello era la perfección. No sabía que le iba a suceder algo así. Pensaba que, tal vez, algún día, conocería a alguien. Sabía que estaría abierto a aquella idea cuando ya no fuera sacerdote. Jugueteó con su cabello oscuro, y ella se removió contra él. Era la mujer adecuada, una mujer que compartía su pasión por el servicio a los demás y profesaba su misma fe, sentía su mismo amor por la humanidad. Angela llevaba años realizando la tarea de Dios y, en ella, él encontraría su camino. Con suerte, ella encontraría su plenitud en él. La estrechó contra sí y le rozó la frente con los labios. Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos. –Espero poder hacerte tan feliz como tú me has hecho a mí –le dijo. –Somos una obra en progreso como pareja –respondió él–. Cada día será un lienzo en blanco. Si me tomas de la mano, haremos lo que está bien. ¿Podemos casarnos ahora mismo? –¿Tienes prisa, Tim? –preguntó ella. –Es mi naturaleza, creo. Una vez que me decido, hago un voto. Pero no me dejes que te presione si necesitas tiempo para pensarlo. –Tim, yo no estaría aquí, de este modo, si no estuviera segura. Pero me gustaría que nos casara un sacerdote. Puede que sea anticuado, pero es lo que siento. Angela sonrió y le pasó los dedos por el pelo que le caía sobre la oreja. –¿Crees que tendremos luna de miel? –preguntó. –Probablemente no sea la típica. Todavía tengo cosas en la rectoría, y tendré que pasar un poco de tiempo allí, pero ya no voy a dormir más allí. Todos tienen mi número de móvil. Si alguno de mis antiguos feligreses necesita que lo reconforten, puedo citarlos en la iglesia hasta el uno de enero. –¿Necesitas que te ayude con eso? –No, no queda mucho. Lo que no pueda trasladar, lo puedo donar o dejar en casa de mis padres. Voy a reservarnos una habitación de hotel en la ciudad durante un par de semanas. Tenemos que iniciar el expediente matrimonial. Cuando no estemos ocupados con eso, quiero mimarte un poco. Me da la impresión de que luego pasará mucho tiempo antes de que podamos disfrutar de un buen restaurante o de una ducha en condiciones… –Buenos colchones, ropa de cama elegante, albornoces de hotel… –Si esto se vuelve demasiado… –Me estás siguiendo, ¿no te acuerdas? Yo nunca he predicado en una iglesia grande y rica, ni he vivido en una mansión pequeña y cómoda como esa rectoría. ¿Cuántas veces has dormido en tu coche? –No muchas –admitió Tim, aunque sí en algunas ocasiones, en el valle central, cuando había cedido su alojamiento a alguien necesitado. –Ha sido la mañana de Navidad más maravillosa de mi vida –dijo Angela. –La mía también –respondió Tim, y le acarició la mejilla con ternura–. La mía también. Cassie y Jeremy estuvieron muy ocupados la semana entre Navidad y Año Nuevo. Tenían que visitar a todos sus amigos, por no hablar de los padres de Jeremy, una hermana casada con un bebé, una tía y un tío. Por ese motivo, Lauren tuvo mucho tiempo libre que, en realidad, necesitaba. Sin embargo, una de sus prioridades era reunir a sus hijas en una comida. Solo ellas tres, sin novios. Desde que la despidieron el viernes antes de Navidad, había recibido una llamada muy interesante de Sylvie Emerson. Sylvie se había tomado la libertad de hablar sobre la situación de Lauren con su abogado, sin dar nombres, por supuesto. –Llama a tu abogada y dile que quieres recurrir tu despido porque es improcedente. No aceptes otro trabajo sin hablar antes conmigo; tengo un par de ideas excelentes. Pero, mientras estés en paro, pídale a tu abogada que presione seriamente para conseguir un acuerdo de divorcio. Si aceptas la mediación, ponle fecha. Tu marido ha postergado la firma del divorcio durante más de seis meses. Presiona, Lauren. Después, por favor, llámame. Lauren le dijo que por supuesto que iba a llamarla y que le agradecía sus consejos. Cuando llamó a Erica Slade, tuvo que dejar un mensaje en el contestador. «Erica, siento mucho molestarte durante la semana de las fiestas, pero han surgido algunas cosas y espero poder hablar contigo cuando estés disponible. Me han despedido del trabajo, sin causa, y parece bastante sospechoso, pero no sé si alguien tiene la culpa. Y tengo que llegar ya al acuerdo de divorcio. Tengo gastos, lógicamente, y contaba con mi sueldo para mantenerme». Solo pasó una hora antes de que sonara su teléfono. –Lauren, soy abogada de divorcios. ¿Es que crees que no estoy acostumbrada a las crisis en Navidad? Son gajes del oficio. Todo el mundo pierde los estribos en Navidad, el Día de la Madre, el del Padre y la Super Bowl. Yo me tomo las vacaciones en febrero. Bueno, dime qué ha pasado. La conversación fue breve. Erica acordó con ella que iba a presentar una demanda para recurrir su despido y que solicitaría una mediación o una cita en el juzgado de familia lo antes posible. Y que volvería a pedir la auditoría que ya había solicitado. –Si se retrasa más, lo pediré judicialmente. Su abogado sabe que necesita un buen motivo para retrasar esto, y no lo tiene. Tú ya has enviado la información sobre tus cuentas y tus ingresos. Después de colgar, organizó la comida con sus hijas en el pub de su calle. Cassie y ella fueron caminando, aunque hacía frío y parecía que iba a llover. –Mira, mamá, no tienes por qué mandar a Beau a su casa de noche para que yo no me asuste por vuestra relación. Siempre y cuando no oiga gritos ni azotes… –¡Cassie! –exclamó su madre, riéndose. –Solo digo que estoy segura de que, cuando yo no estoy aquí, vuestra relación es mucho más interesante. Me encanta Beau. Tiene una familia agradable. Y me alegro de que hayas conocido a alguien como él. –Ha sido una auténtica sorpresa. Ojalá lo hubiera conocido cuando el divorcio ya estuviese resuelto, pero al paso que vamos… –¿Cuándo lo conociste? –En marzo del año pasado. El mismo día que di la fianza para alquilar esta casa y le pedí a mi abogada que le enviara a tu padre la demanda de divorcio justo antes de mi mudanza, en julio. Iba a quedarme en casa de Beth, pero el casero me dio las llaves con unos días de antelación. –Pero él no tuvo que ver nada con… –No, no. Nunca me dijo nada. Volví a encontrármelo ya en Alameda, en el mercado, y me contó que también vivía en el barrio. Yo no lo sabía. Lo invité a tomar una copa de vino y, al día siguiente, vino sin que yo se lo pidiera para instalarme una cerradura nueva y un timbre con cámara de seguridad. Me ayudó a colocar muebles, a colgar unas estanterías… y me besó cuatro meses después. –Yo no diría que te has apresurado –dijo Cassie–. ¡Yo besé a Jeremy en nuestra primera cita! ¡Como una estrella de rock! –Hija, yo estoy intentando ser sensata y prudente. Y él, lo mismo. También está pasando por un divorcio, aunque él ya lleva separado un año. Debería haber terminado ya, pero… –¿Los dos tenéis cónyuges que no quieren que termine? –Sí, pero ¿por qué? No sé lo que ocurre con la exmujer de Beau, pero sí sé que lo dejó en varias ocasiones. ¿Y qué pasa con mi exmarido? ¿Qué quiere de mí? Me desprecia, así que ¿por qué no quiere que esto termine? –Quiere ganar –dijo Cassie. –¿Y qué va a ganar? ¿A una mujer maltratada e infeliz? –Yo no he dicho que tenga nada de lógico –respondió Cassie. Estaban llegando al pub, y vieron el pequeño BMW de Lacey aparcado enfrente. –Qué bien, hoy no tenemos que esperarla –dijo Cassie. Lacey había ocupado un reservado muy espacioso y ya estaba tomándose una copa de vino blanco. Sonrió al verlas. Las chicas no se habían peleado durante las vacaciones y no habían tomado partido por nadie. Habían evitado el asunto del divorcio, por supuesto, y Lauren sentía alivio. –¿Llegamos tarde? –le preguntó a Lacey, y le dio un beso en la mejilla. –No, es que yo he llegado demasiado pronto. Este sitio me encanta. Y está a tiro de piedra de tu casa. –Me encanta este barrio –dijo Lauren–. Puedo ir andando a hacer la compra, o a desayunar a Starbucks, o venir a tomarme una ensalada aquí. Estuvieron charlando, miraron la carta y pidieron la comida. Incluso se rieron de Lacey por sus quejas sobre la Navidad con su padre y su abuela. –¡No puedo creer que me hayáis dejado sola con él! –¡Un momento, hermana mía! Tú te has hecho eso a ti misma. No quieres renunciar a su manutención y, por eso, vas a tener que soportar muchas comidas familiares. –Señor, espero que no. Cassie, ¡sé buena y haz las paces con él! Así, por lo menos, nos tendremos la una a la otra y, además, volverías a tener un buen salario. –¿Qué he hecho con vosotras? –preguntó Lauren, apoyando la cabeza en una mano. –Reconozco que estoy un poco mimada –dijo Lacey. –¿Un poco? –preguntaron Cassie y Lauren, al unísono. Les sirvieron la comida y estuvieron riéndose, y Lauren tuvo esperanza. Había pedido el divorcio hacía seis meses, y ya estaban haciendo bromas crueles y diabólicas sobre el hecho de que sus padres las hubieran dejado en la pobreza. –Yo no –dijo Lauren–. Solo quería vivir una vida libre de control y mezquindad. Y os ayudaré todo lo que pueda hasta que acabéis de estudiar. Pero ese es uno de los motivos por los que quería que nos reuniéramos las tres antes de que Cassie se vaya. Tengo otro problema. Me han despedido. –¿Cómo? –preguntó Cassie–. ¡Pero si llevabas trabajando allí toda la vida! ¿Cuál es el motivo? –Me dijeron que no había hecho nada mal, pero que iban a dirigir el desarrollo de producto en otro sentido y que mi puesto iba a suprimirse. Me han dicho por otras vías, sin embargo, que ese no es el verdadero motivo. Y no tiene sentido. –¡Oh, mamá! ¿Qué vas a hacer? –preguntó Cassie. –Voy a buscar otro trabajo –respondió Lauren–. Y le he pedido a mi abogada que acelere el proceso de divorcio, que consiga que tu padre se siente con un mediador para resolver el asunto del patrimonio. Necesitamos terminar con esto, por el bien de todos. Así que lo que quería deciros es que tal vez pase un tiempo hasta que pueda ayudaros con los gastos. Tengo mi fondo de jubilación, pero estoy intentando reservarlo para posibles emergencias. Cassie la tomó de la mano. –Mira, yo puedo hacerlo por mí misma. Tal vez tenga deudas, pero no seré la primera, y después lo pagaré todo como todos los demás. Jeremy va a ganar algo de dinero dando clases mientras termina el doctorado. No sabes cuántos estudiantes de Derecho tienen familias que no pueden ayudarlos en absoluto. Los únicos que viven como la gente normal son los de familias ricas que… –¿Lacey? –dijo Lauren. Lacey tenía la cabeza agachada y estaba llorando. –Ha sido él –dijo. Cassie y Lauren se quedaron mirándola con asombro. –Lo ha hecho él. No lo entendí en ese momento, pero ahora lo entiendo. La abuela y él se estaban riendo porque tú ibas a asustarte mucho, porque no sabrías a quién acudir, no tendrías ingresos, irías a rogarle que te ayudara… Lauren frunció el ceño con desconcierto. –Pero… ¿cómo? –No lo sé. Como no entendía de qué estaban hablando, después de unos minutos me distraje. Recuerdo que él dijo que era muy útil conocer a la gente adecuada en el sitio adecuado, y que el golf era un deporte excelente para conseguir todo tipo de favores. No significaba nada para mí en ese momento. –¡Mi empresa no funciona así! –exclamó Lauren, y se dio cuenta de que estaba repitiendo lo que le había dicho Sylvie. –No sé cómo, mamá –dijo Lacey–. Seguramente, es culpa mía. Debería haber hecho lo mismo que Cassie. Debería haberle dicho que detestaba lo que hizo. Pero no lo hice. ¡No lo hice porque odio este divorcio! Lauren se quedó callada un largo instante. –Yo, también. Esperé demasiado. Y, ahora, mira qué complicado y terrible es para todo el mundo. –No entendía por qué la abuela y él estaban tan contentos, riéndose. Quiere ponerte de rodillas –dijo Lacey, sollozando–. Dios, es horrible… –No es culpa tuya –dijo Lauren–. No es tu divorcio. Es el mío. –Lacey, no dejes que te manipule más –dijo Cassie. –Es que no lo entiendes. Yo no tengo a nadie. No tengo a mi hermana, porque estamos en lados opuestos. No tengo a mi madre; debes de odiarme por haberme puesto de su lado. Me está utilizando, yo no tengo novio, mis amigas no quieren oír nada del tema. No tengo a nadie. Y no estoy en la facultad de Derecho, con un gran sueño por cumplir. ¿Sabes lo que ganan los profesores? Lauren sonrió. –No es bonito –dijo–, pero siempre tendrás a tu madre, aunque estemos en lados opuestos. No te culpo por querer llevarte bien con tu padre, pero no te pongas en mi contra. Eso sí sería difícil de perdonar. –Pero es que él dice que tú solo quieres hacerle daño con este divorcio –dijo Lacey. Claramente, había entendido mal las condiciones. –Por supuesto que no –respondió Lauren–. La ley es muy clara. Nuestras posesiones e inversiones, las que se obtuvieran durante el matrimonio, se dividen a partes iguales, con la excepción de los fondos de jubilación. Todo lo anterior al matrimonio no forma parte de la ecuación. Yo he tenido tres trabajos durante mi matrimonio. Limpié, cuidé a mis hijas, me ocupé de todas las necesidades de vuestro padre, profesionales y personales, y además tenía un trabajo a tiempo completo. Vuestro padre nunca fue a vuestro colegio, nunca limpió la casa ni fue al supermercado, no sabe dónde está el tinte y me daba listas de recados que tenía que hacerle o cosas que tenía que comprarle. Y mi sueldo iba a la cuenta conjunta. Lacey, no quiero hacerle daño, lo único que quiero es recuperar mi vida. Lacey se quedó callada un momento. Después, dijo: –No creo que te lo vaya a poner fácil. –Cariño, eso lo supe al año de casada. Capítulo 16 El ocho de enero, Beau llevó a Lauren a una boda que se celebró en una pequeña iglesia católica a las afueras de Oakland. Beau iba a ser el padrino de Tim Bradbury. Se suponía que iba a ser una celebración pequeña y privada, pero, al juntar a sus familias, Tim y Angela comprobaron que lo pequeño era imposible. Angela perdió las riendas de la boda desde el principio, cuando su madre, sus tías, abuelos, hermanos y primos se hicieron con el control. Al final, su pretendida boda íntima se convirtió en una celebración de más de cien invitados. Las mujeres llevaron bandejas tapadas, y acudieron también mariachis de un par de pueblos cercanos. También hubo una banda para el baile. Siendo enero, debían de haber encargado las flores a un lugar lejano, y había muchísimas. Había piñatas para los niños, cerveza y vino en abundancia y la comida mexicana más deliciosa. A Beau no le sorprendió que la familia Bradbury, una familia rica de profesionales, se mezclara estupendamente con el resto de la gente y se lo pasara en grande. Beau se lo dijo a Michael y a Drew, y los chicos no quisieron perdérselo, así que acudieron con sus novias. Hubo música, baile, cantos, risas, brindis, brindis y más brindis. Beau les hizo a los novios un discurso buenísimo. –No creo que ninguna pareja que yo haya conocido se haya casado mejor que ellos –dijo Lauren–. Estos sí que saben cómo hacerlo bien. –¿Tú tuviste una boda muy grande? –le preguntó Beau. –Por supuesto. Pero no fue una boda divertida. Fue cursi, estirada y aburridísima. Beau se echó a reír. Después, la tomó de la mano y se la llevó a bailar una vez más. A medianoche, una limusina que había pedido el padre de Tim llegó y se llevó a los novios al centro de la ciudad, donde se hospedaban. Y Beau y Lauren fueron a su casa, donde entraron a la habitación casi a ciegas, besándose. En un segundo estaban desnudos, en la cama, besándose y llenándose de amor y de lujuria. –No puedo creer que seas mía –le susurró él. –Sí, soy tuya –dijo ella–. Soy tuya como si te hubiera estado esperando toda la vida. Así es como se supone que debe ser. Con sus labios sobre los de ella, acariciándola, moviéndose con ella, no pasó mucho tiempo antes de que llegaran al clímax. Fue muy rápido. Siempre lo era. Sus cuerpos respondieron el uno al otro, porque su amor era poderoso. Después, llegó la parte favorita de Beau, abrazarse a ella mientras regresaba a la tierra, mientras ella temblaba y su respiración se iba calmando. –Ha sido tan precioso –le dijo, mientras la cubría con una avalancha de besos–. Me resulta difícil creer que antes tuvieras problemas para llegar al orgasmo. Ahora te llegan con mucha facilidad. –Umm… Ahora, en cuanto me tocas, tengo que contenerme para que puedas acompañarme. –Amarte es la mejor parte de mi vida –le dijo él. Ella le acarició la cara. –Nunca pensé que tendría esto –dijo ella–. Tenía planeado quedarme sola. Sola y tranquila. Él se echó a reír. –Yo también. Pero, por lo menos, ninguno de los dos había pensado ser cura. –Eran la pareja más guapa del mundo. Y qué química hay entre ellos. Era difícil imaginarme a Tim así, tan lujurioso y sexual y… –¿Y no de cura? –En la boda no quedaba ni rastro de eso. Cada vez que lo veía, estaba besando a Angela. Creo que está completamente enamorado –dijo Lauren, y besó a Beau–. Yo también lo estoy, por si te interesa saberlo. Hicieron el amor de nuevo, y su urgencia quedó saciada. Aquella segunda vez, fue más lento y dulce, pero no menos maravilloso. Se quedaron dormidos uno en brazos del otro. Entonces, hubo una explosión que hizo temblar la casa. La camioneta de Beau, que estaba aparcada en la calle de entrada a casa de Lauren, había estallado y estaba en llamas, y él actuó rápidamente. No salió y le dijo a Lauren que permaneciera en la cocina, alejada de las ventanas. Llamó al 911 y explicó que su camioneta había explotado y que se estaba quemando, pero que no sabía cuál era el motivo. Antes de terminar la llamada se oyeron sirenas y, a los dos minutos, frente a la casa había camiones de bomberos, paramédicos y varios coches de policía. –Vístete, Beau –le dijo ella, dándole los pantalones vaqueros. Se dio cuenta de que Lauren se había puesto rápidamente unos pantalones, una sudadera y unas zapatillas de deporte. Mientras él se vestía, llamaron a la puerta, y Lauren abrió. Era un bombero. –¿Están todos bien, señora? –Sí, eso creo. Nos despertamos con la explosión… –Necesito que evacúen la casa por el momento. Pueden ir a sentarse a uno de los coches de policía. La brigada de explosivos e incendios provocados se hará cargo de la investigación en cuanto se extinga el fuego. Entonces, voy a sugerirles que le echen también un vistazo a la casa. –¿A la casa? –preguntó Lauren. –Parece que ha sido una bomba. No sé hasta qué punto puede ser sofisticada. ¿Saben si hay alguien que pretenda hacerles daño? Beau llegó a la puerta mientras se abotonaba la camisa. –Esto parece absurdo, pero nunca se sabe. Nosotros, los dos, estamos pasando por un proceso de divorcio cada uno. Y, antes de que lo pregunte, nuestra relación no es la causa de esos divorcios, no. –Claro. Eso puede explicárselo a la policía. –Nuestros excónyuges son un quebradero de cabeza, pero si uno de ellos ha hecho esto… ¡podría haber matado a alguien! –Necesitan chaquetas –dijo el bombero–. Esta noche hace frío. Los instalaron en el asiento trasero de un coche patrulla y concentraron sus esfuerzos en evacuar a los vecinos de al lado de Lauren. –Mis vecinos deben de odiarme –dijo. –Hablaremos con ellos –le dijo Beau–. Les explicaremos que no sabemos qué ha ocurrido y vamos a prometerles que se lo contaremos todo en cuanto la policía nos dé la información. –Van a odiarme igualmente. Esta calle era tranquila y encantadora hasta que yo llegué. –¿Has tenido algún contacto con Brad? –No, ninguno. Te conté lo que me dijo Lacey, pero eso no es suficiente para creer que él haya puesto una bomba en tu furgoneta. Oh, Dios… ¿Y si se ha propuesto hacernos daño? ¿O matarnos? –No pensemos eso hasta que tengamos toda la información. –Pero… ¿y si uno de ellos, seguramente Brad, esté dispuesto a llegar a esto con tal de vengarse? –Ven aquí –dijo él, abrazándola–. Vamos a resolverlo. Va a ir todo bien. Pasaron el resto de la madrugada y de la mañana en la comisaría, respondiendo las preguntas de la policía. Lo que quedó de la furgoneta de Beau fue retirado por una grúa que lo llevó a un departamento especializado de detectives e investigadores de incendios, aunque ya habían descubierto los restos de una bomba que alguien había arrojado a la parte trasera de la furgoneta. Eso, al menos, fue un alivio. Si hubiera sido una bomba con temporizador, habrían podido activarla cuando ellos estaban en la cabina. Fueron separados para responder a un interrogatorio que duró más de tres horas. Cuando los dejaron marchar, les pidieron que estuvieran disponibles para la policía. Lo primero que hicieron fue ir a dormir a casa de Beau. Después, fueron a ver a los vecinos de ambos lados de la casa de Lauren, para explicarles todo lo que sabían, y Lauren hizo una pequeña maleta. Al salir, vieron la marca negra que había dejado la explosión en el suelo. –Esto es aterrador –dijo Lauren–. ¿No habrá forma de borrarlo? –Ya buscaré algún producto para limpiarlo –dijo Beau–. Creo que vas a tener que quedarte en mi casa por el momento. Solo para estar segura. Drew se quedó horrorizado y asintió; Lauren debería quedarse con ellos. No sabían quién era el objetivo de aquella bomba, si ella o él, o solo la propiedad. Sin embargo, ninguno estaba dispuesto a correr más riesgos. Beau había instalado cámaras de seguridad hacía varios años. Miró las grabaciones de alrededor de su casa de aquel mes. Solo había una figura sospechosa el día de Navidad, un poco después de las tres de la mañana. Era una mujer que ocultaba su cara con una capucha. Él no estaba completamente seguro, pero aquella mujer se movía como Pamela. Lauren se quedó sorprendida de lo fácilmente que se integró en casa de Beau. Desde la primera mañana, cuando estaba sentada en bata en la mesa de la cocina haciendo un crucigrama y Drew apareció y le dio los buenos días. El chico empezó a prepararse un cuenco de cereales, y ella le dijo: –Déjame que te prepare unos huevos revueltos. Solo tardo un minuto. –Umm… ¿Tienes tiempo? –En este momento tengo mucho tiempo, pero, cuando vuelva a trabajar, tendrás que arreglártelas otra vez solo. Pero, ahora, me encantaría. –Umm… Claro. Ella preparó un par de huevos con beicon y tostadas y le presentó el plato en menos de cinco minutos. Tomó una loncha de beicon para sí y abrió un yogur. Drew se puso a comer. –¿Qué tal has dormido? –le preguntó a Lauren, finalmente. –Bien, pero me he despertado muchas veces. Con cada ruidito. –Intenta no preocuparte –le dijo Drew–. Papá tiene un buen sistema de seguridad en la casa. Nadie entra aquí sin que suenen campanadas y silbidos. –Me alivia saber eso –respondió ella–. ¿Vas a clase hoy? –No, hoy no tengo, así que me voy al estudio de papá para ver si tengo que hacer algo ahí. Cuando no trabajo con los constructores, hago cosas en la oficina. Luego iré a buscar a Darla, cuando ella acabe sus clases. No sé si voy a estar aquí en todo el día. ¿Necesitas algo? Ella hizo un gesto negativo y sonrió. –Gracias, Drew. Estoy bien. Tengo que hacer recados. –Ten mucho cuidado –dijo él. Lauren pensó en lo mucho que Drew se parecía a Beau, sobre todo, en su preocupación y consideración hacia los demás. –No te preocupes, lo voy a tener. Beau estaba pensando en comprar una furgoneta nueva, pero ella iba a ir a ver a Sylvie Emerson. Por casualidad, Sylvie la había llamado el día anterior para ver si podían comer juntas. Lauren no le contó nada sobre la bomba, y se imaginó que Sylvie no lo sabría. Lauren admiraba de verdad a Sylvie. Si pudiera, sería como ella, se dedicaría a causas importantes y tendría unas relaciones sociales basadas en la buena educación y la amabilidad, sin perder esa comprensión tan sensata de la realidad. Sylvie se parecía mucho a Honey. Sin embargo, a pesar de todo eso, Lauren no se consideraba una amiga íntima de Sylvie, sino, más bien, una conocida por la que sentía aprecio. Eso estaba bien; ella no pertenecía al círculo íntimo de Sylvie, ni quería hacerlo. Lo que quería era el respeto de Sylvie, y creía que eso sí lo tenía. El cielo estaba cubierto y había bruma. Lauren tomó el ferri para ir a la ciudad y un taxi hasta casa de los Emerson. Sylvie le abrió la puerta. –¡Lauren! –exclamó, y le dio un abrazo–. ¡Qué bien que hayas decidido salir en un día como este! –Ahora que tengo tiempo, esta es mi opción preferida. Gracias por invitarme. –Tenía ganas de verte, y por fin tengo tiempo libre. Vamos a la biblioteca. Dame tu abrigo, por favor. Antes de que Sylvie pudiera tomar su abrigo, apareció una mujer vestida informalmente, a quien conocía de sus otras visitas, y se lo llevó. –Gracias, Mary –le dijo Sylvie–. Ven conmigo –añadió, dirigiéndose a Lauren. Recorrieron el pasillo, dejando atrás el salón, un despacho y un comedor. Lauren no conocía la biblioteca, y resultó ser una sala muy hermosa, con estanterías de suelo a techo, un par de escaleras, un sofá cómodo y una chimenea, que estaba encendida. Había una mesa pequeña en el centro de la habitación, y estaba vestida con un mantel de lino. Las sillas eran cómodas y profundas. No había ventanas, pero sí había un par de velas parpadeantes que iluminaban con delicadeza el ambiente. –¡Qué maravilla, Sylvie! –Me pareció que era lo mejor para hoy, porque no podemos salir al jardín –dijo Sylvie, y pulsó un interruptor para encender la luz de una estantería–. Es una habitación oscura, pero la encuentro acogedora, sobre todo, en invierno. –¿La usas mucho? –No tanto como me gustaría. Leo en la sala de estar o en el dormitorio. De vez en cuando entro aquí y me acuerdo de todos los libros que he acumulado. Por favor, Lauren, siéntate. ¿Has venido en coche? –No, he tomado el ferri y un taxi. Pensé que iba a haber mucho atasco en un día lluvioso como hoy, y me gusta venir en la lancha. –Bueno. ¿Te apetece una copa de vino? –Sí, perfecto –dijo Lauren. –Y cuéntame las últimas novedades de tu vida –dijo Sylvie. –A estas alturas, debería darte miedo preguntar. –Oh, no –dijo Sylvie, mientras servía dos copas de vino–. ¿Ha ocurrido algo? Lauren hizo un pequeño brindis, y dijo: –Me alegro mucho de verte. Después, le contó lo que había ocurrido la noche anterior. La policía creía que alguien había puesto una bomba en la furgoneta de Beau. –Oh, Dios mío –murmuró Sylvie–. ¿Sospechas que haya podido ser Brad? –No sé qué pensar, pero, para estar segura, me estoy alojando en casa de Beau. No sé si la bomba era para alguno de nosotros dos. La camioneta estaba aparcada en la entrada de mi casa. Tal vez fuera una travesura maliciosa, pero en la isla hay muy poca delincuencia, y tanto Beau como yo tenemos unos excónyuges problemáticos. –¿Y quién es ese hombre, Lauren? –Tú lo conociste hace casi un año, en una cena para recaudar fondos para la fundación. Yo casi no lo conocía en ese momento. Es el arquitecto paisajista que diseña tan buenos jardines para las azoteas… –¡Ya me acuerdo! –exclamó Sylvie. –Seis meses después de conocerlo, aunque mi divorcio seguía estancado y todavía lo está, empezamos a salir. Tiene dos hijos mayores, yo tengo dos hijas mayores, y tenemos muchas cosas en común. Es un hombre encantador. Yo no tenía ninguna intención de ir a vivir a su casa, pero, en estas circunstancias… –Escúchame, Lauren, si alguna vez te ves en una situación vulnerable y no tienes opciones, o si te parece la mejor opción, puedes quedarte aquí el tiempo que necesites. Esta casa es una fortaleza. –Es muy generoso por tu parte, Sylvie. También tengo a mi hermana, que está casada con un policía. Tengo dos sobrinos muy revoltosos y su casa es una locura, pero es segura. Sin embargo, una vez que decidí arriesgarme con Beau, me di cuenta de que es una buena oportunidad para conocerlo de verdad. No te preocupes, si percibo alguna señal negativa, lo dejaré todo. Ahora ya no me da miedo escapar de una mala situación. Lamento mucho haberme conformado con un matrimonio terrible durante tanto tiempo. –¿Crees que esto se va a poder solucionar pronto? –Mi abogada ha solicitado judicialmente la auditoría del patrimonio común para finales de este mes, así que, en ese sentido, tal vez el final del divorcio esté cerca. En otro sentido… puede que Brad siga siendo un problema para mí durante toda la vida. Pero no sería mucho mejor vivir con él. Mary les llevó un par de ensaladas y agua fría, y se marchó silenciosamente. –Tengo que contarte una cosa –dijo Sylvie–. Fui a hacer una visita a Merriweather para reunirme con algunos de los ejecutivos que conozco de los tiempos en que estuvo en la junta. No tengo pruebas de esto, pero creo que Brad convenció al vicepresidente de marketing de que suprimiera tu puesto, aunque ahora está intentando cubrirlo de nuevo. No hay notas, ni correos electrónicos, ni testigos, que yo sepa. Solo un vicepresidente que se siente muy culpable y que se ha ofrecido a ponerse en contacto contigo y pedirte que te reincorpores a tu trabajo. Lauren se quedó boquiabierta. –¿Stu Lonigan? ¡No puedo creerlo! –Créelo. –Stu Lonigan siempre me pareció un jefe inteligente y justo. Mi jefa también lo respeta. Mi hija pasó la Navidad con su padre y su abuela y no sabe exactamente los detalles, pero cree que Brad convenció a alguien de que me despidiera. Dijo algo de que habían hecho el trato en el golf. –Puede que sea tan sencillo como eso, o más complicado, no lo sé. Pero, ahora, cabe la posibilidad de que Stu Lonigan se quede también sin trabajo. Te dieron una indemnización por despido improcedente, ¿no? –No. –No te culparía si no quisieras volver a Merriweather. Es una empresa muy familiar para ti y, sin duda, tienes amigos allí y, aparte de esto, siempre he considerado que era una buena empresa. Créeme, pedí un buen informe sobre ellos antes de sentarme en su junta. En mi calidad de filántropa, no puedo relacionarme con ninguna organización que discrimine o maltrate a sus empleados. Esta es una situación muy poco corriente, y creo que tiene algo de personal. Si es una costumbre en la empresa, lo tienen muy bien oculto. No creo que lo sea. Pero, de todos modos, es inquietante. –¿Stu tiene problemas ahora? –Cuando alguien despide a un empleado sin causa, sin negociar un buen finiquito o una indemnización, y deja a su empresa expuesta a una demanda judicial, la junta sí tiene problemas con eso. Tu abogada recurrió el despido, así que se ha enterado todo el mundo. El futuro del señor Lonigan en Merriweather pende de un hilo. Y, en mi opinión, tu exmarido ha estado arriesgándose a que le prohíban el ejercicio de la medicina. Sé que tuvo que llegar a un acuerdo extrajudicial por dos demandas de distintos trabajadores. No fue por mala praxis, sino por acoso y maltrato. –¿Lo sabías? –preguntó Lauren–. Como no llegaron al juzgado, solo sé lo que me contó Brad. Sylvie tomó un poco de ensalada. Ladeó la cabeza y masticó lentamente. –Bueno, cuando tienes la costumbre de donar grandes cantidades de dinero, te das cuenta muy pronto de que no todo el mundo es tu amigo. Tenemos que investigar con cuidado a las personas, a las instituciones benéficas, a las fundaciones… Me temo que es algo rutinario. –¿Investigasteis a Brad? –preguntó Lauren. –En cierto modo, sí –dijo Sylvie–. Espero que no te ofenda. Teníamos buenos motivos. También a ti. Descubrí las lesiones que te había provocado con su agresión, que tuviste que pedir una orden de alejamiento, las demandas… Yo sabía que Brad escondía algo oscuro, pero reconozco que no sabía que las cosas fueran tan malas. Estoy horrorizada. No te preocupes, todo es confidencial. Es un modo de defender nuestra fundación. Ese dinero es para gente que lo necesita de verdad. Lauren se ruborizó sin poder evitarlo. –¿Por qué me investigasteis a mí? –preguntó Lauren–. ¿Teníais miedo de que estuviera mintiendo sobre el divorcio, o sobre otras cosas? Sylvie se echó a reír. –No, en absoluto. Yo le pedí a mi ayudante que hiciera las indagaciones. Ella es muy buena, muy sensible. Le pedí que lo hiciera porque siento aprecio por ti. Me parecías muy inteligente y supuse que tenías una personalidad con la que yo podía encajar. Entonces, todo se torció un poco, porque ocurrieron muchas cosas a la vez. Tu divorcio, tu despido… De todos modos, yo ya estaba pensando algo. Mi asistente, Ruth Ann, quiere ir a vivir a la zona de la bahía cuando se jubile su marido. Hemos estado buscando a una sustituta, y no es fácil. Ruth Ann lleva diez años conmigo. Nos hemos puesto en contacto con varias personas bien recomendadas, pero no cumplen mis expectativas. Son agradables y muy profesionales, pero… estoy buscando a alguien a quien admire, alguien con una perseverancia y un corazón que yo pueda admirar, una buena madre y una empleada leal. Y alguien que sepa mantener la confidencialidad. A veces es un trabajo difícil. Puede haber viajes. También hay semanas más fáciles. Está bien pagado, con beneficios extrasalariales y un fondo de jubilación. Lauren seguía boquiabierta. –¿Tú me admiras a mí? –preguntó, susurrando. Sylvie dejó el tenedor en el plato y se apoyó en el respaldo de la silla. –Lauren, a ti te crio una madre soltera. A mí también. Eso es difícil para una chica. Tú perdiste a tu madre hace un par de años. Protegiste a tus hijas y las has educado bien, aunque tuvo que ser muy difícil. Has ocupado un puesto de responsabilidad en una empresa durante muchos años. Eres sólida, no te rendiste fácilmente y tienes una relación cercana con tu hermana y con su familia. Y eres inteligente. Nos llevamos muy bien. Eres el tipo de asistente que quiero. Pero, si no estás interesada, no me lo voy a tomar como algo personal. Lauren se echó a reír. –Bueno, tienes que contarme muchas más cosas del trabajo. Yo adoraba Merriweather, pero no quiero volver. Además, no he tenido noticias de Stu ni del Departamento de Recursos Humanos. Y no creo que haya nada que pudiera gustarme más que tenerte de jefa. ¡Pero, Dios mío, tendría que aprender mucho! ¡Nunca he investigado a nadie! –No te preocupes, esa es la parte fácil. Además, no surge con demasiada frecuencia. La parte difícil es llegar al fondo de las instituciones benéficas y de las fundaciones que quieren nuestro dinero. –¿A menudo hay sinvergüenzas? –Casi nunca –dijo Sylvie–. Pero, algunas veces, son excluyentes, y nosotros insistimos en que los proyectos sean inclusivos. Me parece que esto te parecería interesante. Es divertido, y ayudarías a mejorar el mundo, Lauren. Eso es lo más importante para nosotros ahora. Nuestros hijos tienen más de lo que necesitan, así que…, en vez de comprar un barco, o un avión, preferimos dar educación y alimento a personas que no han tenido tanta suerte como nosotros. A Lauren se le empañaron los ojos. –Oh, Sylvie, me siento honrada de que confíes en mí tanto como para ofrecerme este trabajo. Y espera a que se lo cuente al mejor amigo de Beau, Tim Bradbury. Fue sacerdote, pero dejó la iglesia y hace un par de días asistimos a su boda. Está dedicado en cuerpo y alma a la ayuda a los demás. –Cuéntamelo todo sobre él –dijo Sylvie. La comida duró tres horas. Lauren disfrutó mucho hablándole a Sylvie sobre Tim y su flamante esposa. Muy pronto, el matrimonio iba a trasladarse a Puerto Rico para trabajar en la reconstrucción. Le contó todo lo que sabía sobre Angela y su banco de alimentos. Sylvie le habló a Lauren sobre las fundaciones en las que participaban, en los proyectos especiales que ocupaban la mayor parte del tiempo de Andy. Hablaron mucho sobre sus familias. Y, después, Sylvie le explicó cuáles serían las tareas de su asistente. Lauren se entusiasmó tanto, que se preguntó si Sylvie se daría cuenta de que temblaba. Aquello representaba una nueva vida para ella, un desafío muy gratificante. Cuando terminaron la segunda taza de café, Sylvie le preguntó: –¿Y cómo te sientes, Lauren? Te has enamorado después de un matrimonio de veinticinco años. Ella lo pensó durante unos segundos. –Es algo sorprendente –dijo–. Inesperado. Impactante. Como si tuviera el corazón lleno de luz del sol. Como si acabara de despertarme en un mundo en el que todo va bien. Por fin. Lauren aceptó la oferta de Sylvie. Estaba impaciente por contárselo a Beau y, cuando llegó a casa, se lo encontró limpiando el garaje con ayuda de Drew. Era un garaje independiente, pero necesitaban sitio para dos coches y, desde que se había ido Pamela, parecía que el espacio había ido llenándose de cosas. Cuando Lauren le contó que había recibido y aceptado aquella oferta de trabajo, él la abrazó y dijo: –Es maravilloso, cariño. ¿Cuándo vas a empezar? –Voy a empezar a ir por las tardes enseguida. Su asistente empezará a enseñarme todo lo básico y a explicarme los proyectos. Seré el enlace entre Sylvie y algunos de sus recaudadores de fondos. Contratan a organizadores de eventos para los torneos de golf, subastas, cenas, etcétera. Pronto nos va a invitar a cenar a los dos para que nos conozcamos mejor. Beau se echó a reír. –El doctor Delaney se va a subir por las paredes. –Voy a evitar hablar con él de mi nuevo trabajo. Lauren estaba ansiosa por contarles todo lo ocurrido a dos personas más. Lacey preguntó al instante si sospechaba que Brad era el culpable de haber puesto la bomba, pero ella le respondió que no lo creía. –No veo a tu padre manejando explosivos, tal y como valora sus manos. Ni siquiera ha hablado nunca de cosas así. Y Beau es muy querido por todo el mundo, no tiene clientes enfadados, nada… Seguro que descubrimos que ha sido algo aleatorio. Para su sorpresa, Lacey no se molestó por el hecho de que ella estuviera quedándose en casa de Beau, y Cassie se sintió muy aliviada al enterarse, porque quería que su madre estuviera lo más segura posible. Beth quería que Lauren se quedara con ellos, pero entendía el motivo por el que prefería estar en casa de Beau. –Sé que tengo mucho equipaje aquí –le dijo su hermana–. Pero prométeme que vais a venir a comer pronto y que vais a traer a Drew. Los niños lo adoran. Cuando Lauren fue a casa de los Emerson, al día siguiente, había una mesa de roble macizo, teñido y brillante, en medio de la biblioteca. Había un ordenador portátil abierto y un par de iPhones nuevos. –¿Qué te parece? –le preguntó Sylvie–. ¿Es un buen despacho? –Oh, Dios mío, es maravilloso. ¿Es aquí donde trabajaba Ruth Ann? –Ella se movía mucho, por mi despacho, la cocina y el porche. Tú también puedes hacerlo, pero creo que este es un buen lugar para empezar. Hemos despejado este armario para ti –dijo Sylvie, mientras abría las puertas de un armario lleno de estanterías vacías–. Apenas trabajamos con papel, pero necesitarás el escáner y el ordenador. Aquello era como un sueño hecho realidad. Antes de que Beth y Angela se marcharan, hubo una noche más de póquer, y fue una magnífica celebración. Se rieron mucho, pero, al final de la velada, durante la despedida, todos se emocionaron. Cuando Tim abrazó a Lauren, le dijo: –Soy muy feliz de que Beau tenga a una mujer buena en su vida. –Por favor, por favor, cuidaos mucho –le dijo ella, sollozando en su hombro. Hizo falta mucho consuelo para calmarla, pero, antes de que todo terminara, había mucha gente llorando. Y estaban pasando muchas más cosas. Brad no entregó la auditoría del patrimonio y fue citado por el juez, que le impuso una multa. La respuesta de Brad fue dejar de pasar los pagos mensuales a Lauren. Beau preguntaba a la policía, cada semana, por los avances de la investigación. Los detectives habían interrogado a Pamela y a Brad, por separado, obviamente, y ambos tenían coartadas para la noche en la que había estallado la bomba. Así pues, no eran sospechosos, pero los dos sabían que alguien había destruido la furgoneta de Beau. Lauren iba todos los días a trabajar a casa de Sylvie y, por consejo de su nueva jefa y de Erica, su abogada, no había retirado la demanda a Merriweather. –Por favor, hazlo –le pidió Sylvie–. No debería permitírseles que le hicieran esto a nadie más en el futuro. A Lauren le ofrecieron su antiguo puesto de trabajo, pero lo rehusó. No podía volver a fiarse de ellos. Tuvo una larga conversación con Sylvie y le dijo que, si la empresa le pagaba una indemnización, la donaría a una de las fundaciones de los Emerson. –Prefiero que le pagues la carrera de Derecho a alguien que no tiene el propósito de hacerse rica, sino que quiere arreglar el mundo. ¿Conoces a alguien que encaje en esa descripción? La primera semana de febrero, todo el mundo se levantó en la casa Magellan para ir a hacer sus tareas: Lauren, a la ciudad, Drew a la escuela y Beau… se puso un traje. –Hoy tengo la mediación con Pamela –les dijo. –¡No habías dicho nada! –exclamó Drew. –No quería causaros ansiedad. Quería que todos mantuviéramos la calma. Puede que haga falta más de una reunión. O dos. Espero que podamos llegar a un acuerdo justo para todo el mundo. –Me sorprende que no me haya llamado mamá para intentar que yo hiciera algo en su nombre. –A mí también me ha sorprendido –dijo Beau–. Espero que signifique que está aceptando la situación y que vamos a llegar al fin de las hostilidades. Lauren pensó que eso sería maravilloso. Pero tenía la impresión de que el final todavía no estaba a la vista. Capítulo 17 El día de la mediación fue sorprendente para Beau. Se había puesto su mejor traje, lo cual, para un arquitecto paisajista, era decir mucho. Generalmente, él siempre iba en pantalones vaqueros, o de lona, o pantalones cortos. Casi nunca necesitaba arreglarse tanto, ni siquiera para una reunión de negocios, aunque sí para alguna boda o un funeral. Consideraba que aquella reunión era un funeral. Esperaba que lo enterraran. Había llegado al matrimonio con mucho, y nunca se le había ocurrido firmar un acuerdo prematrimonial, no tanto porque confiara mucho en Pamela, sino por los niños. Quería que estuvieran bien cuidados hasta la edad adulta. Sus padres los habían abandonado, pero él iba a estar a su lado hasta que muriera. El mediador había examinado las cifras y había hecho sus propios cálculos sobre el valor de la casa y la empresa. Pamela estaba pidiendo algunas cosas que no se ajustaban a derecho, como los honorarios de su abogado, que ajustaban bastante el total. Quería la casa y la mitad del valor de la empresa. El mediador explicó pacientemente la ley: lo que debía dividirse era lo acumulado durante el matrimonio. Sus abogados discutieron sobre sus informes, sobre el valor de la casa y de la empresa en el momento de la boda y en el momento actual. El mediador dividió la diferencia. Beau tuvo que concentrarse para mantener la boca cerrada. En realidad, nunca había esperado que los cálculos fueran más favorables para él. La pensión alimenticia no se valoró. Pamela no la necesitaba. Tenía buenos ingresos, un sueldo casi tan bueno como el de él, y era él quien mantenía a los niños y les pagaba los estudios. Ella quería la mitad de su sustancioso fondo de pensiones, pero eso no entraba en la división patrimonial. Pamela también tenía un fondo de jubilación, pero la diferencia era que había sacado dinero para comprarse un coche, vacaciones, fiestas, ropa, etcétera. Beau había estado invirtiendo en los chicos y ahorrando para el futuro. Cuando Pamela le había dejado por segunda vez, él había aumentado su fondo de pensiones y había apartado una buena cantidad para las universidades, dinero que había puesto a nombre de los niños para mantenerlo a salvo. Cuando Pamela vio el total de lo ahorrado para las universidades, también quiso la mitad. Protestó airadamente, diciendo que su dinero también estaba siendo dividido, que él iba a recibir la mitad de lo suyo. Por la expresión de su cara, aquello debió de enojar al mediador. Pamela perdió ventaja cuando él se dio cuenta de que estaba dispuesta a quitarles dinero a sus propios hijos. Tardaron tres horas en revisar los informes financieros. Después, cada uno se retiró con su abogado. Pamela salió a comer con el suyo, y Beau y su astuta abogada comieron en la sala de juntas y hablaron. –En mi opinión, estás obteniendo un buen acuerdo. Teniendo en cuenta el valor de tu casa, tus propiedades, tu empresa y tus inversiones, si aceptas este acuerdo, ella se llevará el veintisiete por ciento del valor de tu casa y el treinta y cuatro por ciento del valor de tu empresa. Podemos negociar que le pagues una cantidad fija basada en el valor de la tasación actual, pero no hasta que vendas la casa, o dentro de diez años. Pero no vas a tener tanta suerte con la empresa. Para mantenerla a salvo, vas a tener que pagarle su parte, o podrían imponerte un derecho de retención. Y eso no es lo mejor. –¿Tenemos una cifra? –preguntó él, con temor. Ella volvió una página y rodeó una cifra con un bolígrafo rojo: un millón trescientos mil dólares. –¿Mi empresa vale tres veces eso? –preguntó con asombro. –Más. Mucho más. Tu patrimonio neto es muy respetable. Impresionante. No estamos negociando con respecto al patrimonio total, sino con respecto a los ingresos acumulados durante el matrimonio. Gracias a Dios que viviste con ella varios años. Así, hemos podido restarle mucho valor a tu equipo de la oficina, a la oficina en sí, a los salarios y los beneficios, etcétera. Tienes una operación muy exitosa, Beau. Él se echó a reír. –No se lo digas a nadie, pero podría trabajar desde casa, si tuviera que hacerlo. Estaría muy ocupado haciendo mi propio papeleo, pero así es como empecé. –No te preocupes, no se lo voy a decir a nadie. Pero los activos de tu negocio están a salvo. Será mejor que lo organices todo para saldar la deuda cuanto antes. –Sí, pero no puedo reunir tanto dinero –dijo él–. Tengo que vivir en una casa. Cuando la compré estaba medio en ruinas. Gasté mucho dinero e hice casi todo el trabajo yo mismo. Ya estaba rehabilitada cuando Pamela vino a vivir conmigo –dijo él, y se rio. Se pasó una mano por el pelo–. Demonios. –Tengo una pregunta. ¿Qué tipo de hombre guarda el tique de hasta el último clavo que ha comprado? –Un empresario –dijo él, y volvió a reírse–. Además, el banco puede darme los extractos bancarios de hace años. Adoro los ordenadores, ¿tú no? Ella hizo una mueca. –No especialmente. –Lo único que quiero ahora es que Pamela me deje libre. –No puedo garantizarte que vaya a dejarte en paz, pero serás libre del matrimonio. Los dos habéis aceptado la mediación definitiva y creo que el mediador ha hecho muy buen trabajo. Este acuerdo es justo. Nadie va a sufrir demasiado. Tu mujer se las arreglará bien y los chicos podrán terminar los estudios. –Exmujer –dijo él–. ¿Podría volver a llevarme a los tribunales? –Cualquiera puede demandar a cualquiera por cualquier cosa. Que gane es otra historia. E interponer una demanda a la ligera es un asunto arriesgado. Deja muy mal al abogado en cuestión. –¿Dónde está ahora Pamela? Sonja recogió sus papeles y los metió en un sobre grande. –Me imagino que su abogado le está cosiendo la boca. Voy a pedir que te fotocopien todo esto. ¿Tienes caja fuerte? Él asintió. –Pues guarda bien estos documentos. Me da la sensación de que Pamela es implacable. –No lo sabes bien –dijo él. Habían tardado todo el día, pero agradecía que no hubiera más sesiones. Ya habían firmado los documentos, que iban a ser presentados en el juzgado. A los diez días, los abogados les enviarían el divorcio finalizado. El abogado de Pamela debía de haberle dicho que no iba a conseguir nada mejor. Además, ella nunca había sentido demasiada admiración por un arquitecto paisajista. Ella pensaba que no era más que un constructor que había rehabilitado una casa vieja para vivir en ella. Seguramente, se había quedado sorprendida por la cifra del acuerdo, porque no pensaba que él valiera tanto. Estaba deseando llegar a casa. Miró el reloj. Con el nuevo puesto de Lauren, ella ya no tenía un horario fijo; podía salir pronto o tarde, según el volumen de trabajo. Pero, si no estaba ya en casa, no tardaría demasiado. Lo importante era que él ya era libre, que tenía un hogar, mucho trabajo, una buena reputación y una buena mujer. Pasara lo que pasara entre Lauren y el médico, él podría mantenerlos a los dos y a los chicos. Había salido bien parado de la mediación. Era una ganga. Se echó a reír. ¿Una ganga de un millón de dólares? Lo cierto era que, siempre y cuando tuviera su casa, su empresa y a sus hijos, siempre podría recuperarse. Le envió un mensaje a Tim: Beau: Por fin estoy divorciado. He pagado y soy un hombre soltero. Tim: Me alegro, hermano. Ha sido difícil. Beau: ¿Estáis bien? Tim: Muy bien, Beau. Angela te manda un abrazo. Beau: Si alguna vez necesitáis algo… Tim: Gracias. Lo mismo digo. Beau: Abrazos a Angela. Cuando llegó a casa, el coche de Lauren estaba aparcado en la calle de entrada. No vio el coche de Drew. Él abrió la puerta y pasó. Ella estaba sentada a la mesa del comedor, con su ordenador portátil, y se quedó expectante. –¿Dónde está Drew? –preguntó. –No lo sé. Llegué a casa hace un par de horas y no estaba. Él suspiró, se acercó a ella, la estrechó entre sus brazos y la besó en el cuello. –Ha terminado todo. Se acabó. –¿De verdad? –Ya está firmado. Hay que pasarlo por el juzgado, pero es solo papeleo, y no lo voy a hacer yo. –¿No tienes que hacer nada más? –le preguntó ella. –Tengo que firmar un buen cheque –dijo él–. Pero eso es mucho más fácil que soportar el estrés de las peleas, de la infelicidad. Merece la pena pagar. –¿Tu casa? ¿Tu empresa? –Con el dinero me aseguro todo eso. Es dinero bien gastado – respondió él, y la abrazó–. Te quiero. –Oh, Beau, ¿de verdad que se ha acabado? –El matrimonio sí. No sé cómo se lo tomará Pamela, pero no puedo hacer nada al respecto. –¿Y qué podemos hacer ahora? –Mañana voy a ir al banco a pedir un préstamo, y enviaré un cheque al despacho de su abogado. Después, voy a decidir qué meto en la maleta para nuestro fin de semana largo en Victoria – respondió él, y la besó apasionadamente–. Espero que tengamos tiempo de ver las flores –susurró, contra su boca. –Ya nos las arreglaremos. –¿Sylvie te va a dar días libres? Ella asintió. –Se lo dije el primer día. Como ya tenía los billetes, fue muy comprensiva. Vamos a organizar un calendario de eventos entre las dos para que, en el futuro, no me pierda nada. ¡Y no te haces una idea de todo lo que tienen entre manos los Emerson! Él le acarició la mejilla con los nudillos. –¿Es un buen cambio para ti? –Desde que te conocí, todos mis cambios han sido buenos. Su visita a Victoria fue algo mágico. Parecía que los jardines estaban celebrando el Día de San Valentín, pero ni siquiera eso era lo más encantador de todo. En pleno invierno, había macetas llenas de flores por toda la ciudad. La temperatura media en aquella zona era más suave que en la mayor parte del país. Se parecía un poco a Alameda, era un lugar especial un poco más cálido que el resto del mundo. Para ellos, fue como una luna de miel, relajada y satisfactoria. Sin embargo, a pesar de que aquella escapada había sido muy romántica, los dos estaban deseando volver. Después de la tensión de aquel año, tener una vida común y corriente, llena de pequeñas alegrías, era un regalo. La casa de Beau estaba convirtiéndose rápidamente en la de Lauren. Los días siguientes a la mediación habían sido un poco difíciles para Drew y para Michael, pero, después, volvieron a sus costumbres, y Lauren y Beau se reunieron con los chicos varias veces. Fue entonces cuando ella se dio cuenta de que los dos muchachos necesitaban que terminara aquella disputa legal, lo necesitaban tanto como ellos. Decidió que hablaría con Lacey más a menudo para asegurarse de que se había hecho a la idea de que sus padres no iban a reconciliarse. Sin embargo, su hija no le transmitió aquella seguridad. –¿Has visto a tu padre? –le preguntó. –No es que quiera verlo, pero sí. Es muy duro. Creo que se está volviendo loco. Lauren apretó los dientes. –¿Por qué dices eso? –Por cómo habla. Por lo que dice. Desde Navidad… Bueno, desde Acción de Gracias, no tiene un aspecto sano. Ha adelgazado, tiene ojeras y toma pastillas antiácido como si fueran caramelos. Ni siquiera puedo preguntarle si se encuentra bien, porque me dice: «No. Tengo sesenta años, y mi esposa de veinticinco años me ha dejado por un hombre más joven». –Mira, cariño, si quieres seguir viéndolo, es cosa tuya. Siempre ha tenido graves problemas para controlar la ira, y creo que el hecho de que yo me quedara tanto tiempo con él enmascaró esos problemas ante vosotras. Beau solo tiene tres años menos que yo, así que no es exactamente un hombre más joven. Ten cuidado, Lacey. Si hace que te sientas incómoda, es posible que no tengas por qué soportarlo. Tienes más de veintiún años. Si no quieres hablar conmigo, habla con Cassie. Lacey se echó a reír. –Está muy ocupada. Al contrario que yo, Cassie tiene una vida. –La tía Beth te atenderá –dijo Lauren–. No intentes pasar por esto tú sola, cariño. Lauren echaba muchísimo de menos a Cassie, pero su hija era más feliz que nunca. Tenía muchísimo trabajo y casi no podía dormir, y tenía deudas, pero era feliz. Jeremy era un buen compañero. Los estudios eran difíciles, pero eran un buen desafío para ella. Y tenía nuevas amistades. Y Lauren tenía viejas amigas. Se reunió con sus compañeras de Merriweather y se pusieron al día de todo, incluyendo la noticia de que Stu Lonigan había dejado la empresa. Lauren se sentía frustrada por lo mucho que estaba tardando en conseguir el divorcio. El abogado de Brad tenía todo tipo de tácticas dilatorias. Y a Brad no le importaba que el juzgado le impusiera multa tras multa, por desacato, por no pagar la manutención, por no presentarse. Beau le dijo: –No importa. Al final, la ley lo alcanzará. Pero, por ahora, nosotros estamos bien. Estamos juntos y tenemos de qué comer. Pese al divorcio, pese a sus finanzas sin resolver, la vida era muy buena. Cuando iba a trabajar a casa de Sylvie, se sentía agradecida. Ruth Ann estaba llevando a cabo su mudanza a un lugar más cálido y menos caro del país, aunque seguía disponible por teléfono. Algunas semanas, Sylvie y Andy viajaban, y Lauren se quedaba sola en la casa, defendiendo la fortaleza. Aquel trabajo hacía que se sintiera capaz y segura. Era un placer contribuir en causas meritorias, aunque el dinero no fuera suyo. Aunque no parecía que Erica Slade pudiera apresurar el divorcio, sí consiguió cerrar un acuerdo con Merriweather. Lauren recibió una generosa indemnización para no llegar a los tribunales. Rápidamente, metió aquel dinero en una cuenta y la compartió con Cassie. Se sentía muy afortunada. Beau estaba pensando en acabar ya su jornada laboral, cuando tuvo la llamada de un hombre que se identificó como el detective Craig Moore. Había estado esperando aquella llamada. –Señor Magellan, hemos estado interrogando a un sospechoso y nos gustaría que viniera a hablar con nosotros. Queremos saber si hay alguna conexión entre usted y él. –¿Cómo se llama? –preguntó Beau. Sin embargo, se alarmó. ¿Acaso la policía pensaba que él había tenido algo que ver con la voladura de su furgoneta? Imposible. En primer lugar, había perdido bastante dinero. Le habían tasado la furgoneta según el valor de aquel tipo de vehículos en el mercado, teniendo en cuenta el paso del tiempo, y él la había comprado por mucho más dinero. En cuanto se sacaba un vehículo del concesionario, empezaba a depreciarse miles de dólares. –Si no le importa, señor, hay mucho que explicar sobre la explosión, y creo que tal vez usted pueda ayudar. –De acuerdo –dijo él, con desconcierto–. Deme media hora. Estaba saliendo del trabajo. –No se apresure. Estaré aquí. Beau le envió un mensaje a Lauren para decirle que acababa de recibir una llamada de la policía porque tenían a un sospechoso y querían que acudiera a la comisaría, así que iba a llegar un poco tarde. No te preocupes, respondió ella. Voy a ir al supermercado y prepararé la cena. Como siempre, al pensar en Lauren, se le llenó el corazón. Esperaba que el drama de sus vidas pudiera terminar. Era muy feliz viviendo con ella, siendo su otra mitad. Y, por su forma de responderle, parecía que ella sentía lo mismo. Algunas veces, se abrazaban con todas sus fuerzas y permanecían así un rato, sin más. Ella lo era todo para él. –Gracias por venir –le dijo el detective, al llegar–. Me gustaría enseñarle algunas fotografías, para empezar. Siéntese, por favor. –Claro. El detective extendió una serie de ocho retratos policiales y le preguntó a Beau si reconocía a alguno de los sujetos. Beau hizo un gesto negativo. –No, ¿debería? –Me gustaría que viera un breve vídeo –dijo el detective. Abrió su ordenador portátil y lo giró hacia Beau–. ¿Hay algo que le resulte familiar? –Sí –dijo Beau. Vio a un hombre acercándose a su camioneta y dejar algo en la parte trasera, con cuidado. Después, salió corriendo–. Es mi furgoneta. ¿Ese es el tipo que puso la bomba? –Hemos recogido una huella dactilar que había en una pieza de metralla. Para ser sincero, la huella estaba en mal estado y no sé si podremos encontrar la correspondencia, pero el tipo es bien conocido por este tipo de bromas… –¿Broma? ¡Era una furgoneta de setenta mil dólares! –Es peor que eso –dijo el detective Moore–. ¿Reconoce la escena del vídeo? Beau miró bien a la pantalla y cabeceó. –Estaba usted en una boda. Había aparcado a una manzana, frente a un supermercado veinticuatro horas. Ellos tienen cámaras de seguridad, porque antes sufrían muchos robos. Beau se pasó una mano por el pelo. –¿Lo han detenido? –Sí. Le mostramos este vídeo y confesó que él hizo la bomba. Pero no lo hizo bien. Era una bomba de tubo, y este tipo de explosivos es muy inestable. Él quería que explotara cuando usted empezara a conducir. Con los movimientos, o algún bache, habría estallado. –Pero… ¿quién iba a poner una bomba en mi furgoneta? ¿Y por qué explotó a medianoche? ¿Tenía un temporizador o algo así? El detective negó con la cabeza. –Como he dicho, las bombas de tubo son muy inestables. Supongo que quedó bien asentada en la parte trasera y no hubo ningún frenazo, ningún salto… Puede que explotara espontáneamente. –¿Qué ha dicho él? –Es un delincuente habitual. Le pagaron para que pusiera la bomba. Su novia y usted eran objetivos, señor Magellan. Nuestro sospechoso se desmoronó y nos lo contó todo. Va a testificar. –Dios mío… ¿Fue el marido de Lauren? –No, señor Magellan. Fue su esposa. Él se quedó anonadado. –¿Pamela? –Sí. Se ha quedado horrorizado. –Sí, estoy horrorizado. ¿Cómo es posible que ella conozca a alguien que puede hacer algo así? Es un poco imprevisible, sí, egoísta e iracunda, pero… –Ese tipo de gente tiene recursos. ¿Había dado problemas antes? –¡No hasta el punto de intentar matar a gente! –Va a ser detenida y juzgada –dijo el detective–. ¿Tiene usted alguna relación con ella? Él negó con la cabeza. –Nuestro divorcio va a ser firme dentro de muy poco. Solo hay que darle entrada en el juzgado. Cuando pusieron esa bomba, estábamos en la boda de mi mejor amigo, que se celebró antes de que firmáramos el divorcio. Yo estaba con la mujer con la que salgo desde hace unos meses. Esa mujer no tuvo nada que ver con el divorcio. Pamela me dejó hace más de un año. Cuando le dije que no iba a volver con ella, quiso arreglarlo todo. Creía que estaba un poco loca, pero… –Más que un poco. –¿Está seguro de que quería matarme? –Sí. Ella no ha confesado nada, pero el delincuente ha declarado que le dio siete mil dólares. Él… umm… grabó la reunión y tomó una foto del dinero con el móvil. Es un profesional. –Dios santo… Esto va a hacerles mucho daño a sus hijos. –¿Tienen buena relación con usted? –Sí. Yo intento estar siempre a su lado. Tienen dieciocho y veintiún años. Son adultos, pero… pero del todo, ¿sabe? –Sí, lo entiendo. A lo mejor debería acudir a ayuda profesional para superarlo. –No sé. Acabo de estar un día entero sentado frente a ella durante la mediación para llegar al acuerdo de divorcio, accedí a darle muchísimo dinero y ella ni siquiera se inmutó. Dios… Si yo hubiera intentado matar a alguien, estaría un poco nervioso durante el divorcio, al menos. ¿Usted no? –No lo sé, señor Magellan. Yo nunca he contratado a un asesino a sueldo. –¿Quién hace algo así? –Se sorprendería. La gran diferencia es que ella casi lo consigue. La mayoría de nuestros sospechosos intentan hacer un trato con la policía y se echan atrás antes de que todo se vuelva demasiado terrorífico. Esto ha sido diferente. Ha tenido usted mucha suerte. Se abrió una puerta, con un chirrido, y Beau miró hacia la parte trasera de la comisaría. Dos policías de paisano se llevaban a Pamela esposada. Ella iba vestida con su traje de trabajo, muy sexi, y él se quedó mirándola e intentando acordarse de aquella chica vulnerable a la que había conocido en vaqueros, con una coleta y un par de niños que pedían helado… Ella lo miró a los ojos, frunció el ceño y apartó la cara. –¿Cuándo se volvió tan fría? –preguntó. –No lo sé, amigo. Pero va a pagar la fianza. Tenga mucho cuidado. Beau asintió. –Tengo que irme a casa. Tengo que decírselo a Lauren, a quien quiero, y a mis hijos, a quienes quiero como si fueran de mi sangre. Esto es horrible. ¿Cómo ha podido hacer algo así? –¿Qué podría haber hecho usted de un modo distinto? –le preguntó el detective. Él lo pensó durante un instante. Los niños pequeños. La pobre madre abandonada, y todas las veces que ella se marchó y ellos solo lo tuvieron a él. Recordó su mal carácter, su egoísmo. Él se habría quedado con los niños y los habría criado en solitario, pero ella nunca lo hubiera permitido. –No lo sé. Durante uno de los meses más hermosos del año en San Francisco, había oscuridad en la puerta de la casa de Beau y Lauren. Y, cuando Lauren pensó que no podía empeorar más, Beau volvió a casa de su entrevista con la policía, y su rostro estaba inundado de una ira que ella no había visto nunca. –Dios mío, ¿qué ha pasado? –preguntó. –Pamela puso la bomba en la furgoneta. Lauren se quedó atónita. –¿Ella hizo esa bomba? –No, no la hizo. Contrató a un asesino a sueldo para que lo hiciera todo. –¿Para destruir tu furgoneta? Él la abrazó con fuerza. –Para matarnos –susurró–. Es un milagro que no explotara mientras íbamos dentro. Todavía no sé si sabía que íbamos a ir solos. ¿Y si los chicos hubieran ido con nosotros? ¿También estaba dispuesta a matarlos a ellos? Dios… –Dios mío –repitió ella–. ¿Cómo es posible? ¿Quién haría algo así? Él no respondió. Se aferró a Lauren. –La han detenido y la van a juzgar. Pero me advirtieron que, seguramente, conseguiría la fianza. No sé si mi casa es el sitio más seguro para ti. A lo mejor deberías ir a casa de Beth. O de Sylvie. Ella se negó. –No, no. Hemos llegado muy lejos, y no sabemos hasta dónde vamos a tener que llegar. ¿Qué dicen los niños sobre esto? Él cabeceó. –Aún no se lo he dicho. Drew y Michael sufrieron un duro golpe al enterarse de lo que había ocurrido. Michael se puso a llorar como un niño; Drew fue más estoico. Se puso furioso. –He terminado con ella –dijo. –Escuchad. Vamos a ir a terapia para que nos ayuden con esto – dijo Beau. –¿Todavía tienes que darle un millón de dólares? –preguntó Drew. –Sí, seguro que sí. Se lo preguntaré a la abogada, pero no creo que una cosa tenga que ver con la otra. –No debería ser así –dijo Drew. Mientras Drew desahogaba su enfado, Michael se apoyó en su hombro y sollozó. Seguramente, estaba avergonzado, humillado, decepcionado, aterrado. –No sé cómo ha llegado a esto –dijo Beau–. Cuando conocí a vuestra madre, era una muchacha triste y pobre. Yo sé lo que es ser pobre, y no tiene nada que ver con ser malo, ni estúpido, ni criminal. Solo significa que llevas vaqueros desgastados y comes peor. Yo fui pobre, pero mis padres eran gente buena, trabajadora, respetuosa con la ley. Nos reíamos mucho y todos colaborábamos. Vuestra madre siempre estaba tan enfadada, que no sé cómo podía vivir con tanta ira. Y creo que ha tenido una buena vida. A lo mejor, no cuando era niña, pero tuvo una buena educación, aunque no terminara su graduado. Consiguió un buen trabajo, un hogar decente y tuvo todo lo que pudo desear. Y es bella. No entiendo por qué todo eso no fue nunca suficiente para ella. –Creo que fue culpa mía –dijo Michael–. Le conté lo de la boda de Tim. Le dije que íbamos a ir todos, que tú eras su padrino. Le dije dónde era. –No, no fue culpa tuya. Si no hubiera sido en la boda, habría sido en otra parte. No fue por nada que tú le dijeras. –Tú eres la única persona que siempre ha estado a nuestro lado – dijo Michael. –Vamos a pedir ayuda con esto –dijo Beau. Lauren estaba sentada al otro lado de la barra de desayunos, escuchando. –Lauren, lo siento –dijo Michael. –Cariño, tú no has sido. Esto es porque Beau y yo nos casamos con personas egoístas y controladoras. Por supuesto, teníamos que salir de esa situación, y eso no va a ser fácil. No creo que ninguno de los dos nos imagináramos que iba a ser tan peligroso, pero… si yo lo pienso bien, ya no me resulta tan sorprendente. Yo terminé en Urgencias. Beau tuvo suerte, y solo perdió una furgoneta. El divorcio puede ser una experiencia horrible. Nosotros somos los que lo sentimos. Vosotros no deberíais tener que pasar por algo así. A la mañana siguiente, Beau estuvo media hora hablando con Tim por teléfono. Su mejor amigo le preguntó si podía conseguir un buen psicólogo. –Me las arreglaré, aunque tenga que vender órganos vitales –dijo Beau. –Pregunta en una institución contra la violencia de género –le sugirió Tim–. O, tal vez, en el Departamento de Delitos Domésticos de la policía. –Estas cosas son las que ves en las noticias –dijo Beau–. ¡No es algo con lo que tenga que enfrentarse la gente normal! –Amigo mío, este mundo está loco. Tampoco viene mal rezar. Yo soy muy partidario de eso. –Tim, nunca en la vida había rezado tanto –dijo Beau. Capítulo 18 Pamela pasó muy poco tiempo en la cárcel. Contrató a un magnífico abogado y salió bajo fianza en menos de cuarenta y ocho horas. Le retiraron el pasaporte y le impusieron una orden de alejamiento de su exmarido y sus hijos. Ella los llamó a todos varias veces para negar las acusaciones y, por ello, volvieron a detenerla y pasó un día más en una celda. Eso la acalló, al menos, por un tiempo. Beau entregó el dinero del acuerdo de divorcio a su abogado para que su empresa quedara a salvo, y su abogada le aconsejó que interpusiera una demanda civil contra su exmujer para exigirle el pago de sus pérdidas económicas. Sin embargo, él estaba agotado y no quería más abogados y demandas. Solo quería la libertad a cualquier precio. –Esa forma de pensar es peligrosa –le dijo Sonja–. Por favor, no lo digas en voz alta. –¿Crees que puede encontrar la manera de obligarme a pagar más? ¿Aparte de todas las noches que llevamos sin dormir Lauren, los niños y yo? Por la noche, Lauren y él hablaban de eso. Los dos sabían que sus matrimonios eran difíciles y dolorosos, pero no sabían que sus vidas peligraran. No sabían que sus cónyuges amenazarían su vida. Ninguno de los dos se consideraba tan codicioso como para exigir la mitad de lo que habían generado durante su matrimonio, ni era capaz de herir a nadie por venganza o por bienes materiales. Beau solo quería embellecer el mundo. Lauren solo quería vivir en paz y proteger a su familia. Beau encontró una forma de hacer las cosas más llevaderas. Por lo menos, una vez a la semana, dependiendo del horario de Lauren, pasaba por casa de los Emerson y se la llevaba a comer a su parque favorito o a un jardín. Conocía los mejores jardines escondidos en azoteas, los parques con los rincones más bellos y algunos escondites maravillosos. Comían juntos y hablaban como solían hacerlo en el jardín de la parroquia del Divino Redentor. Parecía que la tensión disminuía poco a poco, seguramente, porque el volumen de trabajo de Beau estaba empezando a aumentar, como sucedía casi siempre en primavera. Estaba realizando varios diseños y había empezado las plantaciones de varios patios y azoteas, puesto que el tiempo ya lo permitía. Una revista de arquitectura publicó tres de sus azoteas ajardinadas y el artículo se volvió viral. Beau pensó que iba a tener que contratar un servicio de contestador para que atendiera todas sus llamadas. Michael y Drew estaban mejor, gracias a la terapia, y la vida en casa era mejor que nunca, a pesar del peligro al que habían estado expuestos. Pero Beau siempre examinaba la parte trasera y los bajos de su nueva furgoneta antes de subir a ella. Cuando se preguntaba si conseguiría liberarse del estrés algún día, tomaba a Lauren en sus brazos, sentía que ella se amoldaba a él con amor y se daba cuenta de que estaba exactamente donde quería estar. Y Lauren dejó su casa de alquiler y se instaló definitivamente con él. También era allí donde ella quería y necesitaba estar. Después de lo que había sucedido, se apoyaron el uno en el otro. Entre los dos, ampliaron el jardín de Beau y pusieron al día el patio de la parte de atrás, porque hacía muy buen tiempo y ella deseaba estar al aire libre. En aquel jardín, al contrario que en el de casa de Brad, había plantas, y era emocionante verlas crecer. Primero, los brotes; luego, los tallos; y más tarde, la aparición de las flores y los frutos. Todas las mañanas salía en bata al jardín, arrancaba algunas malas hierbas y descabezaba alguna flor marchita, y Beau se reunía con ella al poco tiempo. Lauren no tenía tiempo para preocuparse de su divorcio, aunque hablaba regularmente con Erica. Brad seguía en rebeldía, posponiéndolo todo. Erica pensaba que prefería pagar las multas y los costes adicionales del proceso antes que pagarle a ella, aunque no le iba a servir de nada. Al final, el juzgado le obligaría a cumplir con la ley. Por otro lado, el trabajo en la fundación de los Emerson era muy gratificante para ella. Estaba muy ocupada, tenía muchas reuniones y muchas sesiones de organización, y no tenía tiempo para preocuparse por Brad. Tenía que tratar con planificadores de eventos, consultores, abogados y responsables de cuentas, y tenía que participar en las reuniones del patronato de la fundación. Hablaba con Lacey un par de veces a la semana, y quedaban muy a menudo para comer juntas. Un día, Sylvie las había invitado a su casa. Lauren ya no estaba tan preocupada por su hija. Parecía que Lacey estaba recuperando el equilibrio, algo que, probablemente, se debía a que pasaba más tiempo con ella en casa de Beau. Tal vez fuera un poco malcriada y superficial, pero cada vez le tomaba más afecto a Beau. Además, veía cada vez menos a Brad. Él había vuelto loca a mucha gente durante su vida. En realidad, a Lauren ya casi no le importaba su divorcio. El hecho de que Brad accediera a romper el matrimonio y le diera un enorme cheque no iba a hacerla más feliz de lo que era. Intentó explicárselo a Lacey. –Tengo estabilidad con un buen hombre, y sus hijos me tratan bien, con respeto. Tengo un trabajo estupendo, buenos amigos, mis hijas están bien y, aunque no puedo contribuir mucho, puedo ayudaros a las dos. –Sí, pero ¿qué voy a hacer cuando termine mi máster dentro de seis meses? ¿Dar clases en la escuela secundaria? ¡Tendré que renunciar a todo! Los sueldos son muy bajos. –No lo sé, cariño. Tal vez tengas que buscar otro tipo de trabajo. Puedes quedarte con Beau y conmigo, si quieres. A lo mejor tienes que empezar de nuevo, como hemos hecho muchos de nosotros. –Sí, pero ¿haciendo qué? Lauren se encogió de hombros comprensivamente. –A veces es muy difícil tomar ciertas decisiones. Yo las postergué mucho tiempo y me arrepentí, pero, cuando me atreví a empezar de nuevo, fui muy feliz. Por ahora, termina los estudios y, después, mantén la mente abierta. Yo no tengo mucho dinero para darte, pero sí te daré casa y comida –le dijo a Lacey. De repente, se echó a reír–. Espera a ver el jardín de Beau. Y Lacey dijo: –No creo que su jardín me emocione tanto a mí como veo que te emociona a ti. Brad le preguntaba con frecuencia a Lacey en qué trabajaba su madre, qué hacía en su tiempo libre, cómo se las estaba arreglando económicamente. Lacey se limitaba a contestar que se llevarían mucho mejor si no hablaba con él de su madre, ni con su madre de él. Pero él lo sabía. No podía acercarse a Lauren porque tenía una orden de alejamiento, pero sabía que ella se había quedado sin trabajo antes de Navidad, que su amiguete Stu había tenido que despedirse por ese motivo, y que ella estaba saliendo con un tipo más joven. Un trabajador. Un constructor. Un maldito jardinero. ¿Cuál era su problema? Seguramente, aquel obrero la ayudaba con las propinas que ganaba. También sabía que la exmujer del jardinero había intentado matarlos. Cuando la policía lo había interrogado y le había explicado el motivo, él había seguido aquella historia de manera obsesiva. Habían detenido a la mujer e iban a juzgarla. Se preguntó si Lauren pensaría que era muy lista. ¿No habría sido más inteligente por su parte salvar su matrimonio? Pero, claro, Lauren nunca había sido demasiado brillante. Sabía que Lauren se hablaba con Cassie y, también, con Lacey. Esta estaba muy concentrada en sus estudios y casi no le respondía al teléfono. No sabía cómo estaría pagando Cassie los estudios de Derecho en Harvard. Su hija menor le había retirado la palabra por un malentendido, por aquel ojo morado de Lauren. Podía explicarlo, pero nadie le creía. Le habían tendido una trampa. Él no era el responsable. Sabía que tenía el control del dinero familiar, y no lo iba a ceder fácilmente. En casa, las cosas no iban bien. Tenía el mismo personal, pero nadie dirigía las tareas. Nadie se encargaba de recoger su ropa del tinte, ni de los detalles que se colaban entre las grietas y lo ponían furioso. Había contratado inmediatamente a una ayudante que hiciera sus recados y resolviera los pequeños problemas, pero había descubierto que esas ayudantes no se tomaban a bien que las corrigiera, que les indicara el modo correcto de hacer las cosas, como habría hecho una esposa. Tenía la quinta en nueve meses, y no podía soportarla. Eso nunca se lo contó a Lacey, porque no quería que Lauren se enterara. Tenía problemas en el hospital. Siempre estaba de malhumor por el fracaso de su matrimonio, por el divorcio. Y se ponía furioso al pensar en que un hombre más joven estuviera acostándose con su mujer. Sin embargo, lo que más le enfurecía era que nunca se hubiera esperado todo aquello. Aunque Lauren se lo hubiera dicho muchas veces, nunca creyó que sucedería. Odiaba a Lauren y quería castigarla, pero su abogado le había advertido una y otra vez que iba a costarle muy caro infligirle cualquier tipo de violencia física. Lo encarcelarían, y ese tipo de delitos podía costarle, además, el ejercicio de la medicina. En el hospital recibió un par de quejas formales. Un residente y un técnico de rayos X lo acusaron de acoso laboral. Estaba bajo una presión enorme y, quizá, se comportara de un modo tenso. Se le cayó un instrumento y una enfermera le acusó de arrojárselo. Aquellos empleados deberían tener más respeto. Deberían haber trabajado para cirujanos muy importantes, como había hecho él, para atesorar experiencia. A él nunca lo habían tratado con tanta contemplación. ¿Poner quejas? ¿En qué se estaba convirtiendo el mundo? Entonces, llegó la gota que colmó el vaso. Le torturaba pensar en el dinero que iba a perder con el divorcio, sus dos hijas se habían puesto de parte de Lauren y las había perdido. Y le enfurecía que ella le hubiera contado a todo el mundo que la maltrataba y hubiera conseguido una orden de alejamiento. Pero lo peor fue cuando se enteró de que ella estaba trabajando para la Fundación Emerson. ¡Los Emerson eran sus amigos! ¡Él era amigo de Andy desde hacía años! Llamó a Andy y le preguntó si estaba libre para ir a jugar al golf a Pebble Beach. Andy le dijo que tendría que consultar su agenda. Después, le preguntó que cuándo estaba previsto el torneo de golf para recaudar fondos para las becas y Andy le respondió lo mismo. Brad se irritó. –¿Qué ocurre? ¿Me estás evitando por algún motivo? –preguntó. –¡En absoluto, Brad! Seguro que continuaremos siendo amigos, y te agradecemos todo tu apoyo. Ya encontraremos una buena forma de vernos cuando la situación no sea tan embarazosa. Brad se echó a reír, y le preguntó: –¿Por qué es embarazoso? ¿No te gusta el color de mi dinero? ¡Te las arreglaste para conseguir mucho de lo mío! Si no me lo sacabas en los partidos de golf, lo conseguías en los eventos! Andy se rio también, y respondió: –Me encanta tu dinero. Pero no quiero contribuir a aumentar la tensión que hay entre tu exmujer y tú. Sylvie depende de ella. Es la mejor asistente que haya tenido nunca. Tienen una relación muy buena. –¿Qué quieres decir? –Me refiero a que Lauren es la asistente administrativa de Sylvie y directora de la fundación, y todo está funcionando muy bien. Para Sylvie y para mí. Así que queremos que las cosas sigan así, ¿no? Brad se quedó atónito, pero respondió: –Ningún problema con eso. Mira tu agenda y dime cuándo tienes un rato libre. Hace mucho tiempo que no nos vemos. –¡Por supuesto! –dijo Andy. Brad colgó con ira. ¿Lauren había entrado en su círculo de amistades y les había hecho preguntarse cómo iban a seguir la relación con él? Llamó a Lacey. –Ya te lo he preguntado varias veces. ¿En qué trabaja tu madre? –Creo que Merriweather le ofreció su puesto de nuevo, pero encontró otra cosa. Y yo ya te he dicho que las cosas irían mejor si no me hablaras de mamá… –Me he enterado de que está trabajando para los Emerson. –Ah. ¿Cómo te has enterado? –¡Por Andy Emerson! ¡Tú eras quien tenía que habérmelo dicho! ¡Son mis amigos, no los suyos! ¡Es obvio que se ha aprovechado de mi amistad con ellos para conseguir un trabajo! –No creo, papá. Él le colgó. Llamó a Lauren. Para su sorpresa, ella respondió. –¡Hace nueve meses de mierda! –gritó, con furia–. ¿No te parece que ya es suficiente? ¡Has puesto a todo el mundo en mi contra, estás intentando sacarme todo el dinero que he ganado y te estás follando a un obrero! Si terminas con esta crueldad ahora mismo, pondré la casa a tu nombre. Pagaré los estudios de Cassie. ¡Puedes poner las condiciones que quieras! ¡Esto no puede seguir así! Ella le colgó y bloqueó su número. Intentó llamarla de nuevo, pero un robot le informó de que no podían comunicarle con aquel número de teléfono. Estuvo tirando cosas durante un rato. No le importaba. Las limpiadoras lo recogerían todo al día siguiente. No podía dormir, así que bebió. No mucho. Al día siguiente tenía que pasar consulta. Recibió una llamada de la limpiadora. –Señor Delaney, ¡hay muchas cosas rotas en el salón! ¡Es como si hubiera habido un terremoto! –Ah, sí. Lo siento. La señora Delaney estuvo en casa y tuvo un ataque. Lo tiró todo. Quería barrer, pero tenía que venir al hospital. –¿La señora Delaney? –¡Eso es lo que he dicho! –gritó, y colgó. Días después, tuvo que cancelar una operación porque no había podido dormir. Estaba agotado, y notó que le temblaban las manos. Seguramente, tenía el azúcar bajo. Se tomó la presión sanguínea, y la tenía muy alta. Era culpa de Lauren. Se recetó a sí mismo algo para disminuir la tensión. Su abogado lo llamó y le dijo que iban a lanzar una orden de detención contra él si no se presentaba en el juzgado. –Que lo intenten –respondió Brad. –Escúchame, Brad. Pueden detenerte. Pueden encerrarte. Pueden dejarte en una celda hasta que cooperes en el proceso de divorcio. –¡Dijiste que no iban a llegar a eso! –Los jueces prefieren siempre que una pareja negocie el acuerdo y siga con su vida, pero si te niegas a negociar, si no apareces en el juzgado, yo no puedo hacer nada por ayudarte. –Entonces, ¡contrataré a otro abogado! –Creo que estás perdiendo el control. ¿Me permites que te recomiende a alguien para que hables con él? Conozco a un juez ya jubilado que ahora se dedica a la orientación. Ayuda mucho a los clientes con problemas, es… Brad colgó. Recibió una orden que le exigía su presencia en el tribunal, pero no la acató, y fue detenido unos días después. No pudo realizar varias operaciones, y tardó un par de días en resolver el problema. El jefe de servicio de cirugía fue a verlo al despacho, y él le dijo: –¿Es que no te das cuenta de lo vengativa que puede ser una mujer? –A lo mejor deberías tomarte un par de semanas libres para resolver esta cuestión –le dijo su jefe–. Todo el mundo se ha dado cuenta de que estás cada vez más agitado y, sinceramente, esto es un peligro para el hospital. Brad le dijo al jefe de cirugía que se fuera a la mierda y, por ello, perdió todos sus privilegios en el hospital. Lauren volvía del supermercado con varias bolsas. Llevó las dos primeras a la casa, entrando por la puerta trasera, y dejó dos más en el maletero. Aquella iba a ser una gran noche. Iban a ir a cenar los dos hijos de Beau, con sus novias, y Lacey. Hacía un tiempo perfecto para encender la barbacoa y sentarse en el patio. Estaban a mediados de mayo, y Cassie y Jeremy iban a volver a casa dentro de unas pocas semanas. Jeremy se quedaría solo unos días, de visita, porque no quería interrumpir su investigación durante mucho tiempo, pero Cassie tendría las vacaciones de la universidad. Lauren metió la comida en la nevera y puso algunos productos en la encimera. Fue hacia la puerta trasera para recoger las bolsas que habían quedado en el coche. –Hola, Lauren. Ella dio un respingo y se quedó en estado de shock. Tardó un segundo en recuperar el aliento y tomó su teléfono. Brad estaba sentado en el sofá de Beau, en el salón. –No hagas eso –le ordenó él. Lauren ignoró la orden y marcó el 911. Con toda la calma y rapidez posibles, dijo: –Mi esposo ha entrado en mi casa y tiene una orden de alejamiento. Temo por mi vida. Por favor, ayuda. Después, puso el teléfono en la encimera, sin colgar, para tener las manos libres y poder defenderse si era necesario. –¿Cómo has entrado? –Te he seguido. Si vas en serio con eso de que no me acerque a ti, deberías tener más cuidado, pero siempre fuiste una despistada. –¿Cuáles son tus planes? –Quería hablar contigo. Quiero que me digas qué se puede hacer para dejar todo esto atrás. Ella frunció el ceño. Estuvo a punto de echarse a reír. –¿Que qué se puede hacer? –Estoy dispuesto a perdonarte y a permitir que vuelvas conmigo. Incluso te daré algo para tu seguridad, si eso es importante. Pero has estado a punto de destrozar mi vida, mi carrera profesional, la relación con mis hijas y mis amigos, y creo que ya te has vengado lo suficiente. Vamos a solucionarlo. Hace casi un año. ¿Qué es lo que quieres? Ella cabeceó. –Quiero el divorcio. Deja que los abogados lo resuelvan todo. –Me han retirado los privilegios en el hospital, por tu culpa. Mis amigos son ahora tus amigos. No sé qué mentiras habrás contado a todo el mundo, pero me rindo. Quiero recuperar mi vida. ¿Cuánto va a costarme? Ella lo miró con estupefacción. ¿Se había vuelto loco de verdad? Volvió a cabecear. –Yo no te he hecho nada. Solo quiero alejarme de ti. Eres malo y peligroso, y tienes que irte. Vete antes de que llegue la policía. –He pasado varios días en la cárcel por tu culpa. Mis socios dicen que soy inestable por tu culpa, cuando la inestable eres tú. Pero estoy dispuesto a soportar todo eso si me devuelves mi vida. Devuélveme a mis hijas, a mis amigos. –¿Y cómo voy a hacer eso, Brad? –Estoy dispuesto a hacer lo que sea para que las cosas vuelvan a la normalidad, cuando tenía algo de control y podía conseguir que todo funcionara. Era difícil, pero tú siempre fuiste difícil. Una vez que lo entendí todo, todo iba bien. Ahora ya no. –No iba bien. Era horrible. Dormíamos en habitaciones separadas. Los dos éramos infelices. Nunca comprendí por qué no fuiste tú el que pediste el divorcio. –Porque funcionaba. No era perfecto, pero funcionaba. Yo cuidaba de ti. Siempre tuviste lo mejor, y no te pedí mucho a cambio. Funcionaba. –¿Que funcionaba? ¿Esa era la vida que tú querías? Él hizo una mueca y, de repente, se sacó una pistola plateada, pequeña, del bolsillo. –La alternativa es mucho peor –dijo–. Necesito recuperar mi vida. Así no puedo funcionar. Eso es lo que quiero. Todo iba bien. –Brad, no te precipites. Conocerás a alguien mejor para ti. Encontrarás a una mujer que encaje mejor contigo, a quien le gusten las mismas cosas que a ti. Tienes la admiración de tus pacientes y de tus compañeros de trabajo… Muy pronto encontrarás a… Él movió el arma. Se puso de pie. Tenía aspecto de estar agotado, desgastado. –Ya te he dicho cuáles son mis planes. No escuchas nunca. Esta locura se ha terminado. Nos vamos a casa. Ya no tengo nada más que perder. Por tu culpa, lo estoy perdiendo todo. –Eso no es cierto. Tienes la casa. Tienes tu profesión. Tienes a otras mujeres, los dos lo sabemos. Tienes dos hijas y, si las cuidas, estarán ahí para ti. ¿Qué más necesitas? –Necesito que vuelvas a casa, Lauren. No quiero estar solo. No tengo a nadie con quien hablar. –Pero… ¡si nunca hablabas conmigo! –Claro que sí. Te llamaba y te enviaba mensajes todos los días. Hablaba contigo después del trabajo, todos los días. Y los fines de semana. Íbamos a un buen restaurante todas las semanas. Dos veces por semana. Viajábamos y hacíamos amistades… –¡Me empujabas, me pellizcabas, me gritabas! Solo hacíamos lo que tú querías, solo íbamos donde tú querías. No hablábamos, ¡hablabas solo tú! Y si yo decía algo… Él la apuntó con la pistola. –Por favor, no –dijo ella. La puerta trasera se abrió de golpe, y entró Beau. Llevaba las dos bolsas de comida, y cerró la puerta con el pie. Sonrió a Lauren. –¿Te has distraído, cariño? Entonces, vio a Brad. –¡Eh! –gritó. Soltó las dos bolsas y, de un salto, se colocó delante de Lauren. Lentamente, Brad se puso el cañón de la pistola en la sien. –¡No! –gritó Beau. Se arrojó hacia él para quitarle el arma y forcejearon para tomar el control de la pistola. Se oyó un disparo, y Beau cayó al suelo. En el lado izquierdo de su pecho comenzó a aflorar una mancha de sangre. Tenía los ojos muy abiertos y trató de gritar. –¡Beau! Lauren corrió hacia él y se arrodilló a su lado. –¡Brad, ayúdalo! ¡Ayúdalo! Brad se quedó inmóvil, observando la escena con la mirada perdida. Lauren apretó la herida con ambas manos, mirando a Brad. Se oyeron sirenas, pero a lo lejos. –Brad –dijo ella, con calma–. Si lo ayudas, volveré a casa contigo. Podemos volver a ser como antes. Brad fue a la cocina y volvió con un trapo. Se arrodilló junto a Beau y le presión el pecho. Comenzó a actuar como un médico. La policía abrió a patadas la puerta y varios agentes entraron con las armas en alto. –¡Necesitamos una ambulancia! –gritó Brad–. Ha habido un disparo accidental. Está perdiendo sangre, pero está consciente. Disparo en la parte superior izquierda del torso. La bala está dentro. –¿Cómo…? –Soy cirujano –dijo Brad. Lauren se inclinó sobre Beau. –Quédate conmigo –le susurró–. Todo va a salir bien. La ambulancia llegó dos minutos después, y la policía confiscó la pistola que había en el suelo. Hubo una gran conmoción mientras los médicos le ponían una vía intravenosa, le vendaban la herida y lo subían a la camilla. –Voy con él –les dijo Lauren a los sanitarios, y añadió–: Mi exmarido no puede ejercer la medicina. Llévenlo al hospital más cercano. –Vamos a Alameda –dijo uno de ellos–. ¡Rápido, rápido, rápido! –¡Un momento! –gritó Brad–. ¡Lauren! ¡Tú te vienes conmigo! Ella se detuvo y lo miró. –Que Dios se apiade de tu alma –le dijo. Después, se volvió hacia los policías–. Él es quien ha disparado. Se giró y siguió a la camilla, mientras oía los gritos de Brad. Cuando subieron a la ambulancia, ella se inclinó sobre Beau sin poder contener las lágrimas. –Eh –susurró él–. No te asustes. Estoy bien. –Creo que va a recuperarse, señora –le dijo el médico–. La bala no ha tocado ningún órgano vital. Solo me preocupa el estado de su hombro… –Tienes que ponerte bien –le dijo ella. Lauren sabía de la existencia de aquella pistola, pero nunca se había preocupado por ella. Hacía años habían entrado a robar en su casa, y Brad decidió que quería un arma para protegerse, pero no le interesaba demasiado. A él no le gustaban las armas, ni los disparos. La policía no lo detuvo de inmediato. Los agentes la interrogaron primero en la sala de espera del hospital, mientras operaban a Beau. Sin embargo, tenían la grabación del teléfono, porque ella lo había dejado en la encimera, con la línea del 911 abierta. Se había grabado su conversación con Brad y lo que había ocurrido después. Cuando Beau salió del quirófano, declaró que había tratado de evitar que Brad se suicidara. –Ni siquiera me paré a pensarlo, porque nadie quiere que suceda eso –dijo–. Reaccioné sin pensar. –Si te hubiera perdido, me habría muerto –le dijo Lauren. –No ha pasado nada de eso, y yo no me arrepiento. Desde que te conocí, soy mucho más consciente de lo valiosa que es la vida. Brad fue detenido y fichado. La acusación no era demasiado grave, porque lo que había hecho era violar la orden de alejamiento y apuntar con la pistola a Lauren. Eso podría haber sido catastrófico, pero estaba claro que Brad había tenido una crisis nerviosa. Lauren se enteró de que, durante su detención, seguía hablando de que era un famoso cirujano que tenía muchos amigos en las altas esferas. El examen médico que se les practicaba a los detenidos era breve, y no mostró ningún síntoma en especial, aparte de una presión arterial alta. Sin embargo, aquella primera noche en la celda, Brad tuvo un derrame cerebral y tuvo que ser operado. Fue como si toda la rabia de sus sesenta años estallara. Aquel derrame lo dejó discapacitado mental y físicamente. Después de un proceso legal de varias semanas, con la ayuda de Lauren, Lacey asumió la tutela legal de su padre y consiguió un poder notarial para poder utilizar el dinero de Brad en su cuidado. Su abuela Adele tenía ochenta y cinco años y no podía ayudar mucho. De hecho, la anciana cada vez estaba más débil, y la enfermedad de su hijo único no ayudó a mejorar su estado. Brad no recordaba lo que había ocurrido y, aunque sus limitaciones le causaban una gran frustración, estaba recibiendo los mejores cuidados y la mejor rehabilitación de todo San Francisco. Sin embargo, todo su lado derecho había quedado paralizado. Y eso le proporcionó un propósito a Lacey. Rápidamente, empezó a sentir interés por la administración del patrimonio durante los estados de invalidez permanente. Empezó a hablar de estudiar Administración de Empresas o, incluso, Derecho. No era nada que hubiera imaginado para sí misma, pero, por primera vez, tenía el control total, y contaba con el apoyo y el consejo de su madre. Brad ya no era un hombre maltratador y arrogante, sino dependiente. Se emocionaba mucho y lloraba. Preguntó por Lauren y, en algunas ocasiones, pensaba que seguía siendo su mujer. Se había vuelto un niño, y aquel estado de indefensión conmovía a su hija. El juzgado de familia pudo terminar con el expediente de divorcio, el patrimonio pudo repartirse y aquella enorme casa pudo ponerse a la venta. Por fin, Lauren podía terminar con aquel capítulo de su vida. Cassie fue a ver a su padre, y él se puso contento de tener a su hija cerca otra vez, aunque lo máximo que pudo hacer fue apretarle la mano. Lauren no fue a visitarlo, aunque sentía lástima por él. Siempre estuvo disponible para Lacey y para el personal de la residencia donde había ido a vivir Brad. Intentó acelerar la organización de los fondos dedicados a su cuidado, ayudando a Lacey a trabajar con los gestores, y se entrevistó con el personal médico. Sin embargo, había terminado con toda relación personal con su exmarido el día en que la bala había atravesado el pecho de Beau. Brad nunca volvería a ejercer la medicina, pero con un poco de suerte, con los cuidados y la rehabilitación, podría volver a caminar y a comer sin tirar toda la comida. ¿Podría leer, seguir un programa de televisión o mantener una conversación con sentido? Solo el tiempo lo diría. Lauren se sentía muy orgullosa de sus hijas. Pensó que, quizá, no les había fallado del todo. Lacey estaba administrando el patrimonio de su padre y, como Cassie estaba pasando los dos meses de verano en Alameda, ayudando a su hermana y recuperando su relación, Lauren tuvo la sensación de que volvían a ser una familia. Aquellos meses, Lauren, Beth, Cassie y Lacey se reunieron a menudo, y sus encuentros estuvieron llenos de risas y de amor. Recuperaron las sólidas raíces de su familia. Epílogo Estaban en agosto. Habían tenido un año muy agitado. El divorcio de Beau era oficial, como el de Lauren. Pamela había huido para evitar la cárcel. Debido a la acusación de asesinato, había perdido su puesto de trabajo. Podría haber utilizado el dinero de Beau para contratar a un buen abogado y defenderse, pero había preferido abandonarlo todo, incluidos sus hijos. Cabía la posibilidad de que apareciera de nuevo, pero él esperaba no volver a ver su cara por Alameda. La buena noticia era que ya no ganaría nada intentando matarlo. Si lo hubiera conseguido antes del divorcio, se habría convertido en heredera de todos sus bienes, pero, ahora, ya solo se le debía una parte del valor de la casa y, para cobrarla, tendría que volver a Alameda. Si volvía, la policía la detendría y no tendría posibilidad de conseguir una fianza. Su único intento le había salido muy caro. Beau había estado con el hombro en cabestrillo durante tres meses, después de dos operaciones. Sin embargo, parecía que el dolor iba disminuyendo y que recuperaba la movilidad con las sesiones de fisioterapia. Ya tenía la fuerza suficiente como para recoger las cosas del huerto y llevarlas a la cocina para Lauren. Estaba haciendo eso, exactamente, cuando recibió un mensaje de texto. Al verlo, se echó a reír de alegría. Lauren estaba en la cocina porque, aquella noche, todos los chicos iban a cenar, y eso era algo que a todos les encantaba. Cuando se reunían todos en casa, cocinaban mucho. Era la despedida de Cassie, que volvía al día siguiente a Harvard, así que Beth y su familia también iban a la cena. Beau entró en la cocina por la puerta trasera y dejó la cesta del huerto en la encimera. Llevaba el teléfono en la mano del cabestrillo. Tenía una sonrisa de bobo. –Tengo buenas noticias –le dijo a Lauren, y le dio un beso antes de mostrarle el teléfono–. Mira esto. En la pantalla había un mensaje: Volvemos a California dentro de un mes, y vamos a estar allí una temporada. En la foto aparecía Angela apoyada en Tim, que tenía los brazos a su alrededor y las manos posadas en su vientre abultado. Sorpresa. –A partir de ahora, solo va a haber buenas sorpresas –dijo Beau. –¡Oh! ¡Mira! ¡No sabía que querían tener hijos! ¡Qué maravilla! – dijo Lauren, y sonrió–. Ha costado, pero parece que todo el mundo ha salido bien parado de esto. Beau le rodeó la cintura con el brazo sano y la estrechó contra sí. –Yo sería capaz de pasar por todo ello otra vez con tal de que me quisieras al final de esta locura. –Soy tuya –le dijo ella–. Y tú eres mío. –Bien. Me alegro de que eso esté acordado. –Está acordado. Y es definitivo. Si te ha gustado este libro, también te gustará esta apasionante historia que te atrapará desde la primera hasta la última página. www.harpercollinsiberica.com