© Karine Bernal Lobo, 2024 © Editorial Planeta Colombiana S. A., 2024 Calle 73 n.º 7-60, Bogotá www.planetadelibros.com.co Ilustraciónes: © Álvaro Cardozo Primera edición (Colombia): abril de 2024 ISBN 13: 978-628-7715-29-5 ISBN 10: 628-7715-29-4 Primera edición en formato epub (Colombia): Abril de 2024 ISBN: 978-628-7715-30-1 Libro convertido a Epub por: Digitrans Media Services LLP INDIA Impreso en Colombia – Printed in Colombia No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual. Para Anabel, un sol que se marchó demasiado pronto. Aún a lo lejos seguirás iluminando la vida de todos los que te conocimos. Las estrellas son al cielo lo que este libro era para ti. Y Gregorie será eternamente tuyo. Y para ustedes, queridos lectores y lectoras, que sienten que la vida en ocasiones los sobrepasa, encadena y asfixia. Tengan presente que son fuertes como Emily, brillantes como Francis y poderosos como el ejército de Lacrontte. 1 MISHNOCK HELIA 7 — ESTADO TEMPORAL 5 — AÑO 2 EMILY Diciembre ha abierto sus brazos y nos ha arropado con brisas fuertes. Ahora recorro sus semanas como si fueran los pasillos del palacio. Voy cabizbaja, triste, esperando el momento en que pueda tomar entre las manos la carta hacia la libertad y volver a sonreír. Los días han sido tortuosos y siento que he estado arrastrando cadenas con los pies. Cada mañana me marchita y me pesa sobre la espalda como un enorme bulto que aumenta mi dolor, mi encierro. Stefan y Lerentia se casaron en una gran ceremonia a la que, por supuesto, no asistí, pese a la insistencia de la ahora reina de Mishnock. Al parecer, es una victoria personal para ella. Sin embargo, el acontecimiento más importante es sin duda aquella noticia que no me deja en paz desde que la leí: Lacrontte ha sido atacado por el rey Aldous. Sí, el soberano de Grencowck logró violar la seguridad de la Guardia Negra e incluso pudo extender su ira hasta las entrañas de la casa real. Me cuesta imaginar a nuestros victimarios siendo víctimas. Parece un chiste sin sentido, pero sucedió y la noticia adornó los diarios de Mishnock por una semana. Todavía nadie se explica cómo sucedieron las cosas, cómo pudo Sigourney desplegar su ejército en un reino tan protegido como Lacrontte. Aunque, para mí, su motivación es clara: el oro robado de las bóvedas. El oro que yo ayudé a sustraer. El pueblo celebró el acontecimiento como si hubiera sido nuestro ejército el perpetrador. Se oía el cántico de la marcha del rey en las calles, nuestro himno. Muchos mishnianos ahora muestran su apoyo al rey Aldous sin saber la clase de cerdo que es, la precariedad en la que mantiene a sus súbditos y el lúgubre paisaje que pinta su territorio. Es un reino contaminado y sucio. Ese lunes por la mañana, cuando leí el titular en el periódico, se me erizó la piel. Solo había una imagen, pero bastó para que se me arrugara el corazón. El monarca de Grencowck sostenía una bandera de Lacrontte rota y a medio quemar mientras sonreía en la escalinata de la entrada principal del palacio. Fue como si el cielo le hubiera enviado un obsequio a Stefan, ya que el atentado ocurrió justo para la fecha de su coronación, por lo que no debía temer ningún ataque por parte del rey Magnus, quien seguro estará ocupado reparando los daños que Aldous dejó en sus calles tras mancillarlas. Desde ese día me pregunto cómo se sentirá ese Lacrontte tan orgulloso. Todas las noches pienso en él y me aflige un poco su situación porque sé lo que es ver tu nación vulnerada y humillada, y eso es lo que al mismo tiempo me enoja. No quiero sentir compasión por la persona que me ha hecho vivir con miedo tantos años, pero la siento. Me gustaría tener más fortaleza para no dejarme llevar tan fácil de mis emociones. Me gustaría tener el carácter de un soberano. —Al parecer el rey ya está listo, señorita —me informa Leslie, cerrando la puerta tras entrar a la habitación—. Lo he visto fuera de su alcoba con pantalón y camisa. Ya se quitó el traje que usó en la ceremonia. —¿Segura? —pregunto con el corazón agitado, y ella asiente. No tengo mucho tiempo, así que aprovecho los últimos minutos para armarme con todo lo que necesito para esta noche. Me cambio de calzado por uno más cómodo, tomo un abrigo, guardo en un bolsillo todo lo que Atelmoff me ha entregado y, como toque final, escondo el silbato que Willy me obsequió. He invitado a Stefan al bosque Ewan para celebrar su coronación. Hace dos noches casi me arrepiento de este plan por miedo a lo que pudiera encontrar en Lacrontte, pero ya han pasado tres semanas desde el ataque y creo que ha llegado el momento de arriesgarme. Tras idear el plan de huida con Atelmoff, tuve que cumplir la fase más importante: tener paciencia y fingir que todo estaba bien. Y es justamente eso lo que he hecho este tiempo. Mantenerme serena ha sido muy difícil. Ya no aguanto ni un minuto más aquí. Tuve que reprimir mi rabia cuando Stefan, en el comedor, se arrodilló con un anillo en la mano y le pidió de manera formal que fuera su prometida. Es asqueroso que me incluya en su juego, seguro buscando una reacción de mi parte que le dé esperanza, que le haga pensar que todavía lo quiero. Se la di. Tenía que hacerle creer que me duele que una su vida a otra mujer, cuando en el fondo lo único que ha conseguido es que lo desprecie aún más. El príncipe, bueno, ahora rey, vino por la noche a mi habitación con miles de excusas, diciendo que no era algo que quisiera, pero que estaba obligado a casarse. Tuve que aparentar que le creía, tuve que guardarme las ganas de gritarle que me dejara salir de aquí, de llorar de frustración. Esa noche incluso lo felicité por actuar tan bien el papel que dice estar representando y le sonreí como si de verdad me alegrara, como si no me doliera el corazón, como si cada día aquí no estuviera acabando conmigo. La coronación fue esta mañana y tuve que estar presente para apoyarlo y mostrarme tan feliz como él por ascender al trono. Lo incómodo fue que Lerentia también recibió su título, justo después de él, y tuve que verlo. —Cielo. —Escucho a Stefan tocar la puerta desde el otro lado. No pierdo un segundo y lo hago pasar. La mirada azul que tanto ansiaba ver antes está sobre mí, como si yo fuera lo único que hay en esta habitación. Ni siquiera se percató de la presencia de mis doncellas. Ha bajado de peso y supongo que debe ser por la presión. Las responsabilidades que ha adquirido son mucho mayores y dudo que haya estado preparado para hacerles frente. Tal como lo dijo Leslie, se ha quitado el chaleco y la chaqueta de su traje ceremonial. Tiene una camisa blanca con los botones superiores abiertos, las mangas recogidas hasta los codos e incluso está un poco despeinado. Luce juvenil y descomplicado, algo que en presencia de su padre no se hubiera permitido mostrar. Estoy segura de que Silas controlaba hasta su forma de vestir y peinarse. Y pese a que Stefan sigue diciendo que no es libre, estos cambios tan sutiles demuestran que ahora tiene al menos una pizca de autonomía. —¿Cómo está el nuevo rey de Mishnock? Finjo tanta felicidad como los nervios me permiten. Sonríe tanto que los ojos se le vuelven pequeños y entonces noto que ese gesto ya no hace efecto en mí. Ama su nuevo título, ni siquiera es capaz de ocultarlo. —Emocionado por la noche que me espera con la mujer a la que amo. Estas dos últimas semanas no ha parado decir eso y siento ira cada que vez que lo hace. Ya hemos cambiado, no somos él y yo contra el mundo. Soy yo sola contra el mundo y contra él. Por el rabillo del ojo veo a Leslie servir dos copas de champaña. Sé qué está siguiendo el plan y por esa razón recibo el beso que Stefan me da con mayor entusiasmo del que querría. No puedo permitir que se dé cuenta de lo que está a punto de pasar. Las doncellas salen de la habitación mientras los labios de mi carcelero siguen sobre los míos. Los siento cálidos, gentiles y suaves como el terciopelo. Respira contra mi boca y me sostiene fuerte por la cadera. Su tacto me causa escalofríos, como si estuviera bajo una noche fría y solitaria, y por más que busco la sensación de calor que antes me daba su tacto, solo soy capaz de percibir los restos de lo que una vez ardió. —Eres la mujer a la que quiero entregarle cada parte de mí, Emily, y de la que quiero recibir todo —me susurra contra la boca. Me paralizo porque entiendo a lo que se refiere. El rencor se apodera de mí al escucharlo, los hombros se me tensan y lo empujo de manera impulsiva, como si se tratara de un animal que vino a atacarme. ¿Cómo se atreve? ¿De verdad cree que haré eso cuando está casado con otra mujer? Por la manera en que frunce el ceño, me doy cuenta de mi error. No debí reaccionar así, fue un movimiento estúpido. Tengo que arreglar la situación antes de que sospeche. —Lo siento —me adelanto a decir cuando lo veo abrir la boca—. Me tomó por sorpresa tu declaración. —Pensé que era algo que ya sabías o que al menos suponías —replica. Me mira fijo a los ojos, buscando la mentira en ellos—. A veces me da la impresión de que finges quererme. —El tono de su voz es bajo, como el de quien se niega a aceptar una verdad aun cuando ya tiene la prueba en las manos. —No soy tan buena actriz y tú no eres tan tonto como para tragarte un engaño —digo lo más calmada que puedo —. Me conoces como pocas personas en el mundo, Stefan. Siempre he sido honesta y eso nunca va a cambiar. Ya lo dije: me tomaste por sorpresa. —Le acaricio la piel del cuello para relajarlo. Me cuesta aparentar un interés que ya no siento. —Dejemos el tema para después, ¿sí? —propongo—. Quizás en el bosque podamos retomarlo. Les he pedido a mis doncellas que prepararen todo y la champaña se calentará si nos demoramos. De hecho, creo que es mejor comenzar con el brindis aquí. Camino hacia el tocador y tomo las copas. A través del cristal puedo ver las burbujas subir hasta la superficie y ruego para que el somnífero que Atelmoff consiguió y que mis doncellas se encargaron de poner se haya disuelto bien, de modo que se pierda en el sabor de la champaña. La de la izquierda es la de Stefan, eso planeamos. Si me confundo, seré la tonta más grande a la que se le ha dado vida en Mishnock. —Por la coronación. —Le entrego la copa sin dejar de mirarlo. Necesito que se la beba por completo—. Eres el rey, Stefan, tu nombre estará por siempre en la historia. Serás recordado y amado por todos, empezando por mí. —Tú también serás recordada, cielo, lo juro. Ni siquiera lo tiene que jurar. Gracias a su amor enfermizo me recordarán como la amante que se vino a vivir al palacio mucho antes que la reina. Es un título denigrante que pagaría por arrancarme. Cuando se lleva la copa a la boca, la brisa se mete por la ventana y mueve las cortinas y mi cabello. El aire parece acariciarme, como si al verlo beber ya pudiera respirar la libertad. Tengo claro que tomar somníferos con alcohol es peligroso, pero Atelmoff mencionó que, al hacerlo así, se incrementa su efecto sedante y es justo lo que necesito. Por sí solo, un somnífero tarda alrededor de veinticinco minutos en hacer efecto y para el momento en que estemos en el bosque necesito que ya no pueda con los ojos y que pierda la lucha contra el sueño. —Te quiero —le digo antes de empezar a beber y de que la efervescencia de la champaña me invada la boca, haciéndome cosquillas en la lengua. Esta será la última vez que me escuchará decirlo. Lo juro. **** Mientras caminamos por el bosque Ewan, Stefan me agarra fuerte de la mano, como si temiera perderse. Un escalofrío me recorre el cuerpo y las piernas amenazan con fallarme. En el trayecto al carruaje estuvo callado… demasiado para ser él. Se miraba las manos y luego un punto fijo en la puerta, intentando concentrarse en algo. Ahí supe que el somnífero había empezado a hacer estragos. —¿Te encuentras bien? —pregunto cuando llegamos al claro, nuestro lugar en el mundo. Con cuidado, desvío la vista para rastrear la zona porque sé que entre las sombras debe estar Mendo, el hombre que será mi guía. Stefan se masajea la nuca con algo de fastidio antes de asentir. No me mira, sino que tiene los ojos puestos en el lago, que ahora está lleno de nenúfares coronados con unas flores rosas cuyos tallos alcanzan a sobresalir entre el agua. Se alzan como las reinas y es una vista preciosa. —Me siento mareado. Quizás solo sea el cansancio por todo el ajetreo de la coronación. Sabía que eso podía pasar al mezclar el somnífero con alcohol, pero debía tomar el riesgo. Saco la manta de la cesta y la extiendo sobre el pasto. Le pido que se recueste y no duda en hacerlo. Aprieto los labios, nerviosa. Cuando me siento, le acomodo la cabeza sobre mis piernas. Debo estimular su sueño, llevarlo hasta allá. Para mi suerte, Stefan me lo permite todo. Escucho su respiración pesada por la humedad del bosque y me fijo en su mirada adormilada mientras me observa desde abajo y en la manera en que su cuerpo empieza a relajarse. —Eres hermosa, Emily Malhore —susurra con una sonrisa. Su voz es suave y no tiene mucha fuerza, aunque sí mucho sentimiento. No es la de un rey o un príncipe, sino la de un joven cualquiera enamorado—. La mujer más hermosa que he visto y que veré en toda mi vida. Las lágrimas tratan de anegarme los ojos, así que levanto la cabeza y pestañeo tan rápido como puedo para evitarlas. ¿Por qué teníamos que destruirnos de esta manera? ¿Por qué mentirnos y clavarnos las espinas? Antes nos veíamos como dos muchachos que iban a la guerra a enfrentarse al enemigo; sin embargo, nos teníamos el uno al otro para ponernos las vendas si resultábamos heridos. Y, de pronto, en algún punto de la batalla, las espadas ya no apuntaban hacia el frente, nos apuntábamos entre nosotros. Nos convertimos en el enemigo del otro. ¿Por qué? Hubiera peleado mil guerras a su lado, pero ahora estoy aquí, fingiendo un amor que se ha aislado en el fondo de mi corazón y que se apaga como una hoguera bajo la lluvia, debilitándose con cada gota. —Emily. —Lo oigo llamarme ante mi silencio, así que le devuelvo la mirada—. Mañana enviaré a un guardia para que vaya por tus padres y puedas verlos en el palacio. Siento como si una avalancha se me viniera encima y dudo. Empieza a abrirle grietas a la seguridad que sentía. ¿Y si no me voy ahora para poder ver a mis padres? Sé que cuando llegue a Lacrontte no podré ponerme en contacto con ellos o revelaré mi paradero, así que, si me quedo un poco más, podría contarles lo que pretendo y luego planear una nueva fuga para otro día. Pero ¿cuándo? No creo que esta oportunidad vuelva a repetirse. ¿Qué otra excusa le daré a Stefan para venir aquí sin que se vea sospechoso? No, es ahora o nunca. —¿No te pone feliz la noticia? —Sí, por supuesto. —Sé que está esperando una reacción positiva, así que simulo emoción una vez más—. Los extraño mucho. —Supongo que ellos me odian, ¿verdad? —Suspira de agotamiento, mientras se frota los ojos. Su voz ahora es más baja, aterciopelada. —Les arrebataste a su hija. Entonces puede que sí. —Espero que me perdonen cuando contraigamos matrimonio. Doy un respingo porque me sorprendo y me indigno al tiempo. ¿Cómo puede ser tan desvergonzado? Juro que podría empujarlo ahora mismo. —¿De verdad crees eso? —Mi voz refleja desconcierto—. Stefan, ya estás casado con otra mujer. —Solo será por un tiempo, lo juro. Después de eso tú y yo podremos estar juntos. —¿Cuál es tu plan exactamente? —Necesitamos la ayuda de los Wifantere para mantener la frontera segura, pero mientras eso sucede buscaré ayuda de otros reinos. Ya puse la mirada en Dinhestown e intentaré nuevamente con Grencowck, pues las influencias de los Griollwerd pueden ayudarme a convencer al rey Aldous. Después de que tenga la ayuda de ambos reinos, podré separarme de Lerentia y seré libre para estar contigo. —¿Dinhestown? Es la nación de la que menos he escuchado en mi vida. Ni siquiera en las tutorías el señor Field la mencionaba mucho. —Es un reino pacífico. Se mantienen aislados de la guerra, pero sé que con buenos argumentos podré convencerlos. ¿Crees en mí, cielo? ¿En que podré hacerlo? —Inclina la cabeza hacia un lado, acomodándose sobre mis piernas. Ya no me mira de frente. Es más, ya ni siquiera me mira, sino que tiene la vista nuevamente en el lago. Parece que el sueño ha subido un escalón. La cima no debe estar muy lejos. —Sí, lo hago —miento para cortar el tema. —Qué irónico estar aquí, celebrando mi coronación, cuando la última vez que pisé este sitio te esperé hasta el amanecer, desesperado y solitario, y jamás viniste a mi encuentro. —La voz se le va apagando con cada palabra—. Todavía no entiendo por qué rechazaste mi plan. —¿De qué hablas? —¿Acaso no abriste la caja que envié a tu casa junto con las flores? Busco su mirada y niego, pero él ya tiene los ojos cerrados. Ahora me siento culpable. Lo recuerdo. Cuando llenó mi sala con flores, mamá me avisó que también había llegado una caja, solo que yo pedí que la desechara sin mirar su contenido. ¿Qué tenía pensado hacer? —Te envié una identificación, ya sabes, otro nombre para ti. Con eso podías salir del reino y huir. Había encontrado una ciudad para nosotros: Limehold, la capital de Dinhestown. Allá hay mucha naturaleza y colores, así que supuse que te gustaría empezar desde cero conmigo ahí. Nadie nos molestaría y solo seríamos tú y yo, como lo planeábamos. Esa noche estaba dispuesto a escaparme contigo, pero nunca llegaste. Supongo que fue el destino. Caigo en picada. Me arden los ojos y abro la boca para exhalar, impactada. Es como si el último fantasma de la esperanza abandonara mi cuerpo. ¿Era eso lo que planeaba para ambos? ¿De verdad pensaba arriesgarse conmigo? —¿Esto es en serio? —pregunto con un nudo en la garganta que parece estrangularme. No responde, no habla. El silencio se levanta como la neblina en la madrugada. Solo escucho las ráfagas de viento entre las copas de los árboles, el crujir de las ramas, el croar de las ranas y quizás, si el oído no me falla, el silbido de un cardenal. No se mueve y yo tampoco. Solo su respiración da cuenta de que su corazón sigue aquí. Temo despertarlo y que todo el avance se pierda. Hemos llegado a la cima. La luna sella nuestro último encuentro y le abre la puerta a mi libertad. Me mantengo quieta por unos minutos más. Le lanzo miradas ocasionales para comprobar que sigue dormido y no dejo de acariciarlo mientras vigilo su sueño, como si domara a una fiera. Le muevo la cabeza a un lado cuando estoy completamente segura de que no interrumpiré su descanso y, como si de un cristal fracturado se tratara, lo pongo sobre la manta. El cabello le enmarca la cara y se ve tan inocente que siento un ápice de culpa al imaginar lo perdido que estará cuando se despierte mañana. Sé que lo primero que hará será buscarme, preocupado por que algo me haya pasado, y es por eso que esta noche necesito avanzar tanto como pueda, de modo que sus guardias no puedan encontrarme. —Te amaba mucho, Stefan —le susurro tan bajo que ni despierto podría escucharme—. Me hubiera gustado seguirte queriendo. Sé que estás quebrantado, que lo has estado por muchos años, y me duele no haber podido hacer nada para sacarte de las garras de tu verdugo, pero no por eso tenías que romperme a mí. Me arrodillo a su lado y le dejo un beso de despedida en la frente. Las lágrimas me caen por las mejillas cuando me pongo en pie despacio y recorro el claro del bosque en busca de mi guía, quien rápidamente sale de la penumbra de un grupo de árboles. Me llama con la mano y levanta una lámpara a gas para que pueda reconocerlo, aunque, a decir verdad, no tengo la menor idea de cómo debería lucir. —Deje de llorar —me dice cuando llego hasta él—. Eso le congestiona la nariz y el aire del bosque ya es pesado por la humedad. No le agregue una carga más a sus pulmones si quiere salir viva de aquí. Y así de fácil la vida me da una bofetada que me lleva de vuelta a la realidad. —¿Cuánto nos tomará llegar a la frontera con Lacrontte? —Ignoro el regaño con la pregunta. —Una semana si no hay contratiempos. No está de más recordarle que mi función es llevarla hasta allá. El señor Klemwood me pagó para protegerla de las bandas que suelen robar en el bosque, pero, cuando lleguemos al punto de encuentro, cruzar dependerá solo de usted. ¿Entendido? Asiento. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Trago fuerte y me ajusto el abrigo antes de darle una mirada final a la persona que dejo atrás. Stefan es el primer hombre, fuera de mi padre, al que he puesto en mi corazón, pero no será el último porque voy a encontrar a alguien digno. Me lo prometo. Hallaré a alguien que me ame como él debió hacerlo, como creí que lo haría y como siempre lo he imaginado. Me hizo pagar por su cariño con lágrimas. Sé que su padre cercó su corazón, pero esa no es una razón válida para que luego haya venido a cercar el mío. Yo se lo entregué en su estado más puro y ahora solo quedan pedazos… Y lo peor de todo es que uno de esos trozos siempre será suyo. 2 EMILY Hemos caminado días. Tres días, para ser más concreta. Tengo ampollas en los pies y me duelen, pero no me detengo. Al segundo día abandoné el abrigo que traía conmigo. He dormido recostada contra los troncos de los árboles durante algunas horas, me he detenido a beber agua de los lagos, aunque no me he quedado a perder el tiempo dándome un baño. Tengo la bolsa con los tritens anudada a la cintura con una cuerda delgada y medio raída que Mendo me dio. Hoy por fin se acerca el final del viaje y, aunque he estado a punto de desfallecer más de una vez, me mantuve firme, pensando en el futuro que me espera. Los rayos de la tarde se han escapado de nuevo y le han dado paso a la penumbra de la noche, convirtiendo el bosque en una trampa de bejucos y raíces que me hacen tropezar. En el transcurso de esta travesía he visto pasar a más personas de las que imaginé. Van en grupos. Algunos numerosos, otros no tanto. Se notan paranoicas, exhaustas, luchando por mantenerse en pie, pero también he visto a las que no pudieron, a las que decidieron quedarse en el camino sin fuerzas y al borde de un desmayo. Me vi en ellas. —Ya estamos cerca de la frontera —me dice Mendo sin dejar de caminar. Su andar es mucho más firme que el mío. Ya está acostumbrado y las cicatrices en los brazos y el cuello dan cuenta de las muchas veces que cayó por aquí, de los golpes con las ramas de los árboles y de los constantes enfrentamientos que se dan entre guías y que ya he presenciado. —La mejor hora para pasar es a las tres de la mañana. Ahí ya están cansados y no vigilan demasiado. Y, una vez más, ¡tenga cuidado! —Me tira del brazo con tanta brusquedad que me tambaleo. Baja la lámpara que lleva en la mano para mostrarme otra trampa. Es la sexta con la que nos hemos topado y está formada por un conjunto voluminoso de hojas—. ¿Cuántas veces le he dicho que debe estar pendiente de los huecos? Me ha explicado que si llego a pisarlas caeré a cuatro metros de profundidad y tendré que pagar para que me ayuden a salir. Esto es una cacería y lo único que espero es que valga la pena haberme arriesgado tanto. A las dos y cuarenta de la mañana llegamos al punto de concentración y Mendo me deja a mi merced. A partir de aquí estoy sola. Me pesa el vestido debido al barro seco que se pega en el ruedo y mis zapatos se han convertido en un desastre marrón. El sudor me moja el cabello, los brazos y la espalda. Estoy hecha un caos y me duele tener que escapar de mi tierra como si hubiera cometido un delito, como si me hubieran desterrado. Esta zona está unos metros atrás de la línea fronteriza, escondida entre la espesa vegetación del bosque. Aquí los faroles con los que se alumbra el camino se apagan, la gente respira bajo y nadie habla. Nadie. La mayoría está en cuclillas, otros se encuentran sentados sobre sus abrigos y el resto duerme. Hay varios niños en los brazos de sus madres, ancianos que tratan de mover sus articulaciones atrofiadas con esmero, jóvenes con la energía apagada, algunos más inquietos en su desesperación y personas que no dejan de mirar a todos lados. A lo lejos, a través de troncos gruesos y ramas delgadas, veo las luces de las bombillas de la Guardia Azul, que parecen titilar cuando las hojas se mecen. No están al frente, sino a la derecha. No logro ver ninguna figura humana debido a la distancia. Además, hay demasiados obstáculos de por medio, pero ahí están. La Guardia es nuestra primera complicación. El camino que nos llevará a Lacrontte es una zona ciega en donde no hay militares de ninguno de los dos bandos. La cuestión es que los mishnianos son los más próximos, pues son los que tienen que proteger el terreno tanto como se pueda para evitar que el enemigo se cuele en el bosque Ewan. Mendo me explicó que los lacrontters están a casi medio kilómetro de distancia a la derecha. El problema es que ellos tienen transportes con motor, así que les es más fácil alcanzar a quien intente cruzar a su reino. Esa es nuestra segunda dificultad. De repente oigo el sonido de un silbato bajo a lo lejos, parecido al de un gorrión, que hace que todos nos pongamos alerta. Quienes esperaban sentados en el suelo empiezan a levantarse, quienes se habían quedado dormidos se despiertan con zarandeos, los padres aprietan a sus hijos pequeños entre sus brazos y a mí me cuesta unos segundos entender qué sucede. Es el cambio de guardia. La Guardia Azul se alejará lo suficiente para que podamos huir sin que nos alcancen. Es nuestra única oportunidad. Un primer grupo sale tras unos minutos y corren despavoridos, como si un incendio estuviera arrasando con el bosque. Muchos más los siguen hasta que el punto de concentración se desocupa. Niños, ancianos y jóvenes dan traspiés, se resbalan, se caen, se arrastran y parecen volar por el final del bosque hasta llegar a una zona despejada. Voy tras ellos, atemorizada por la incertidumbre, con un paso un poco más lento. Al salir veo a los guardias mishnianos a lo lejos, subiéndose a diligencias, mientras quienes se han bajado caminan a tomar sus puestos. Aún están demasiado lejos, por lo que no representan una amenaza. Al menos por ahora. Aumento la velocidad, intentando no enredarme. Algunos ya se han alejado y están próximos a pisar tierras lacrontters, pero entonces el caos estalla. La Guardia Negra empieza a acercarse. El ruido de los motores aumenta: suenan como bestias infernales, dispuestas a arrasar con lo que encuentren. Nos gritan que nos detengamos. Nadie obedece. Se me salen los zapatos y hago una mueca al sentir que las pequeñas piedras del suelo se me clavan en los pies. Mis piernas sufren en el trote porque estoy exhausta, pero me fuerzo a pesar de que el cuerpo me pide un descanso. Mishnock termina para mí, y justo cuando toco territorio lacrontter se oye el primer disparo, que me estremece. Me agacho por instinto y por un segundo casi me detengo, aunque todavía están demasiado lejos como para que algo me impacte. La acción llega con la advertencia de que retrocedamos; sin embargo, como todos seguimos, en segundos llega una lluvia de plomo que empieza a cobrar víctimas a medida que se acorta la distancia. Todo pasa con tal velocidad que me es imposible capturar cada detalle. Los alaridos compiten con el rugir de los motores. Unas personas zigzaguean, otras trastabillan y entonces una bala le da a alguien en una pierna. Está delante de mí, así que lo veo caer. Paso por su lado sin opción de detenerme. El hombre se queja, arrodillado, mientras la sangre le mancha la ropa. Esto es inhumano. Corremos en diferentes direcciones y me freno un instante sin saber qué camino tomar. Este lado de Lacrontte es un campo abierto con poca vegetación y no hay cómo esconderse. La única alternativa es dispersarse y seguir adelante hasta encontrar algún pueblo o ciudad. En poco tiempo caen muchas personas más, como fichas de dominó, quedándose en el camino. Continúo sin dejar de mirar a los lados, perdida como una niña en un laberinto. La Guardia Negra atrapa y arrastra a sus vehículos a quienes han caído. Me agarro el final del vestido para no pisar mal. El pelo me azota la cara, la respiración me quema el pecho y tengo los ojos puestos en la nada, en la negrura de una madrugada que amenaza con acabarse. De repente, una bala me roza la oreja con su silbido. Pierdo el equilibrio y lucho por levantarme. Se me pega la arena a las manos sudadas, como si estuvieran llenas de miel, y mi mente aturdida no puede concentrarse. Tengo que salir de esta. Por favor, Dios, déjame salir de esta. Justo cuando me incorporo, me tropiezo de nuevo con un cuerpo tendido en el camino. La oscuridad es tal que no lo vi. Aterrizo con los brazos por delante, sobre el pecho del desconocido. Tiene una herida de bala en el cuello y la sangre le empapa la camisa. Estoy segura de que él fue quien recibió el tiro que no me dio a mí. Me siento asqueada y las arcadas me atacan cuando percibo el olor metálico de su sangre. Sus ojos abiertos, el sudor de la frente y la expresión de horror que le quedó marcada en el rostro me perseguirán en los sueños. Toso a medida que me alejo y me cubro la boca con las manos sucias mientras reprimo el llanto. No obstante, cuando me enderezo, siento otra bala pasar cerca de mi cadera. De nuevo me he salvado. Vislumbro una colina a pocos metros y noto que varios han empezado a subir por ahí, así que corro con todas mis fuerzas para unirme a su fuga. Si lo logro, no me alcanzarán. Todos los transportes que conozco disminuyen la velocidad cuando toman una subida. Escaparé, lo juro. Los automóviles militares parecen pisarme los talones y a gritos nos aseguran que no quedará ninguno de nosotros en pie. Somos como olas del mar que viajan en diferentes direcciones. El vestido se me enreda en las piernas y me frustro. Quisiera arrancármelo y poder moverme con libertad. Esto sería mucho más sencillo con un pantalón. Una pareja que va a mi lado se agacha a recoger piedras para tirárselas a los cristales de los vehículos. Es una defensa poco intimidante, pero muchos los imitan y se crea un pequeño ejército que se defiende de la muerte. No puedo detenerme porque mis zancadas son cortas y los otros me dejarán atrás si hay que huir, así que sigo adelante. Tengo la boca reseca, pero sonrío cuando veo la cima del collado. El viento sopla con fuerza. Lucho contra él. Puedo saborear la victoria. Cuando estoy en lo alto, se me sale un aullido de lo más profundo de la garganta, todo se vuelve negro por un instante y me paralizo. Me han dado en la pantorrilla izquierda. El dolor es insoportable, la piel me quema y caigo de rodillas con lágrimas en las mejillas. A pesar del dolor, lucho. Repto como una serpiente y me impulso con las manos hasta alcanzar el otro lado de la colina y rodar cuesta abajo. Me golpeo contra la tierra, me magullo las costillas y la hierba me corta los brazos. Todo me da vueltas. Se me llenan los ojos de polvo. Es un infierno cerrarlos y una crueldad mantenerlos abiertos. Cuando al fin me detengo, trato de ponerme de pie, pero vuelvo a caer. Estoy demasiado aturdida, herida, débil. No puedo más. El cuerpo no me responde. Solo soy un pedazo de carne en medio de un terreno baldío. Siento que desfallezco, así que me quedo ahí tirada, esperando que alguien me dé la mano. Muevo la cabeza con lentitud para mirar hacia un lado. No hay rastro de los lacrontters. Desde acá no se escuchan motores ni disparos, solo los pasos de quienes también emigran. Veo borrones, manchas que se mueven, cada una de ellas sin ropa oscura, sin uniformes. Son los que lanzaban piedras, ahí vienen. Suspiro, destrozada, y dirijo la atención al cielo. Los rayos del alba ya se dejan ver en medio de vetas naranjas, amarillas y azules, similares a la luz de una vela, y, pese a todo mi dolor, parece que el día me habla. El mensaje es claro: lo lograste, Emily. **** La vida, en ocasiones, muy pequeñas ocasiones, es buena. Para mi fortuna, la bala nada más me rozó la pantorrilla. Me hirió, claro, pero no fue el impacto grave que imaginé. Esas personas, los valientes de las piedras, me ayudaron. Cargaron mi cuerpo frágil tan lejos del peligro como les fue posible. Me llevaron hasta un pueblo cercano a la frontera y, aunque no pude cambiarme el vestido, pues lo perdí todo, incluyendo el silbato de Willy y los tritens que Atelmoff me había dado, sí pude limpiarme los ojos y la cara. Ellos compraron implementos en una diminuta botica que parecía caerse a pedazos, me curaron la herida y me dieron de comer. No me dijeron sus nombres, pero descubrí que se trataba de una pareja de esposos. Ambos se quedaron allá, en ese pueblo, y antes de despedirse me ayudaron a conseguir un boleto de tranvía para venir a Mirellfolw. Y aquí estoy, descalza y con la ropa sucia, pero con el orgullo intacto. Me da la sensación de que la capital de Lacrontte ha cambiado. Las veredas y ciudades que vi mientras viajaba en el tranvía no parecen haber sufrido daño alguno por el ataque, pero la capital muestra todas las consecuencias de la furia de la Guardia Amarilla de Grencowck. Las calles están fuertemente custodiadas y hay guardias civiles en cada esquina, sobre los techos de algunas edificaciones y en los muros altos. Veo huecos en el asfalto y noto que repararon muchos otros, pues las calles tienen parches oscuros. Además, alcanzo a ver lugares vacíos en los que se nota que una vez hubo algo. La brisa helada me mueve el cabello y me eriza la piel. Las personas que pasean por el centro me miran y las entiendo: una mujer con moretones y rasguños, maloliente, vestida con un trapo sucio y descalza no es una buena imagen. Llamo demasiado la atención, así que tengo que encontrar un sitio en donde resguardarme antes de que un guardia me pida documentos. Me siento tan vulnerable, inerme y desubicada que podría echarme a llorar. Soy como un sabueso abandonado y solitario vagando por las calles. Me pregunto cuánta gente vivirá en Mirellfolw. Sé que es mucho más grande que Palkareth, pero desconozco en qué magnitud. A mi alrededor veo refugios, muchos refugios. Se trata de edificaciones de techos altos y paredes de piedra caliza de las cuales cuelga un letrero de metal con el nombre del sitio y el número de personas que puede albergar en su interior. La última vez que estuve aquí no noté estas casas de acogida; supongo que se implementaron después del ataque del rey Aldous. Muchos tuvieron que haberse quedado desamparados y esta fue la respuesta del Gobierno. Creo que puedo dormir esta noche en uno de ellos. Es mi única opción. De un momento a otro, siento un olor a estofado y el estómago se enfurece. Tengo muchísima hambre y el aroma ahumado de las especias me recuerda que me debo una comida. Me giro, tratando de identificar el lugar del que proviene el aroma, y me topo con una edificación de ladrillo rojo y techo triangular cuya puerta está abierta. Alrededor se agolpan personas con platos en las manos. Algunos están de pie en el umbral y otros se encuentran sentados en las escaleras de la entrada. Antes de poder hacerme una idea, la vida me da la respuesta con la placa que cuelga del muro izquierdo del lugar. Es un comedor comunitario. ¡Mi idea! Han desarrollado mi idea. Jamás pensé que algo que se me ocurrió en minutos podría materializarse. Se me agita el corazón como si estuviera recibiendo un reconocimiento por esto, cuando la realidad es que el crédito se lo llevó la señorita Vanir. Aunque… ¡espera! Su nombre no se lee por ningún lado. Como si un imán me atrajera, camino hacia el sitio, cojeando por la herida en la pierna. El olor del romero y la carne cocida me reciben. A pesar del frío de afuera, aquí se siente cálido gracias a una chimenea. Alrededor hay varias personas sentadas en el piso y comiendo de sus platos. Poco a poco me acerco a la fila que lleva al bufé y tomo una de las charolas de metal para que me sirvan la comida. El olfato no me falla: es estofado. —¿Emery Naford? —me llaman desde atrás cuando busco un lugar en donde sentarme después de obtener mi ración. Ni siquiera debo volverme para averiguar de quién se trata, pues tengo esa voz grabada en la cabeza. ¿Ya empezaron mis problemas en este reino? Todavía recuerdo la discusión que tuvimos la última vez que nos vimos. Me acusó de involucrarme con el rey Magnus y yo revelé frente a él que la idea de este comedor había sido mía, no de ella. Debe estar furiosa conmigo. —Señorita Vanir. —Me giro con una sonrisa no muy sincera en el rostro. Aprieto la charola para darme fuerzas, pues sé que tendrá algo que decir con respecto a mi apariencia. Siendo honesta, no quería encontrarme con ella ni con nadie—. Un gusto volver a encontrarnos. Ha pasado un tiempo, ¿no? Se queda en silencio por un par de segundos que se vuelven tortuosos. Me observa como si no creyera que de verdad estoy aquí, como si fuera un espejismo, una jugada sucia de su mente. Sigue tan bonita como siempre, con el cabello cobrizo recogido en un moño alto como el que usan las bailarinas de ballet y un vestido negro, ajustado y de escote recto que combina con sus labios rojos. —Estás hecha un desastre. ¿Qué té ocurrió? Trago fuerte, incómoda. —Es mi nuevo estilo. —Intento sacarle humor a la situación, pero ella no lo capta. —¿Es tu naturaleza soltar siempre comentarios desatinados? —No respondo. No quiero caer en sus provocaciones—. No creí verte de nuevo, pero aquí estás y no entiendo cómo. Eres una persona no grata en Lacrontte —me informa con la mirada de un águila—. Yo misma vi a Magnus firmar la orden. ¿Una persona no grata? ¿En serio? Soy consciente de que muchas veces me amenazó y dijo que me deportaría, pero no creí que lo cumpliera. Además, si no quería volver a verme, ¿para qué le pidió a Francis que me buscara? —Espera —continúa y ladea la cabeza, confundida. Tras un corto silencio, parpadea varias veces como si una verdad se le hubiera revelado en la cabeza—. ¿Cómo entraste? Por la frontera no tendrían que haberte dejado pasar. —¿Es eso importante? —Muevo un pie con afán. Solo quiero que me deje en paz para poder comer. —Por supuesto que lo es. Magnus no ha revocado esa orden y la única manera de entrar es… Ay, no puede ser. — Me sonríe con un gesto malicioso que me resulta temible. Ya lo dedujo, es obvio que ya unió las piezas—. Ilegal. Estás aquí como ilegal. Entraste por el bosque Ewan, ¿verdad? Por eso luces como un animal arrastrado y apestas igual que el durián. Esto no podría ser más vergonzoso. Bueno, sí. Lo único que falta es que el rey Lacrontte cruce la puerta y se una a las burlas de su novia. Además, ¿qué se supone que es un durián? —Estoy famélica, señorita Vanir. Hablemos en otro momento. Trato de escabullirme de sus garras, pero ella se interpone en mi camino como un ave rapaz que no deja escapar a su presa. —Tu huida confirma mis sospechas. —Cruza los brazos sobre el pecho y me observa con una mirada penetrante, como si pudiera leer la verdad en mi rostro—. No te preocupes, no le diré a nadie, así que no tienes por qué verme como una enemiga, Emery. —En el palacio usted siempre me vio como una. ¿Ya olvidó la manera en la que me trató? —Me planto firme, sosteniéndole la mirada. —Y me disculpo por ello, aunque no puedes juzgarme después de lo que vi cuando entré a la oficina. Abro la boca para recordarle que nada pasó entre el rey Magnus y yo, pero, antes de emitir palabra, ella levanta un dedo para pedirme que guarde silencio. —No tienes que explicar nada. No hace falta. Sé que no fui la mejor anfitriona, lo admito. Sin embargo, si me das una oportunidad, puedo demostrarte que sí soy una persona agradable. Su mirada se suaviza tanto que me hace dudar de si se trata de la misma mujer recelosa con la que conviví en el palacio. Toma mi bandeja e intenta quitármela con delicadeza, pero al final se rinde porque ve que me aferro a ella. —Permíteme invitarte a mi casa. —Ladea la cabeza y la dulzura se le refleja en los ojos. Es un gesto pequeño, auténtico—. Allá te daré comida decente, te darás un baño e incluso podrás quedarte a dormir si así lo prefieres. Nunca he estado en un refugio, pero no creo que pasar la noche acá sea muy agradable. —Si no le molesta, prefiero quedarme aquí, señorita. — Decido seguir mi instinto y mantenerme lejos de ella. —No quiero presionarte y tampoco deseo que te veas obligada a aceptar. Toma mi propuesta como una tregua, Emery. En mi casa sobra espacio y eres bienvenida. Mis padres están fuera de la ciudad, así que solo seremos tú y yo. Déjame compensarte. Eso me haría sentir mucho mejor. Me quedo en silencio por un momento. Por más que busco una salida que no me lleve a la puerta de la señorita Etheldret, no hallo ninguna. No tengo nada, ni un solo triten. Suspiro y entonces le sonrío de vuelta. —Será solo por esta noche, lo prometo —le informo. No quiero ser una carga y mucho menos depender de ella—. Muchas gracias por su ayuda, señorita Vanir. —Vanir. Solo Vanir, por favor. —De acuerdo. —Asiento—. Gracias, Vanir. 3 EMILY ¿La cara de una persona puede definir cómo lucirá su casa? Porque es exactamente lo que siento que pasa con la señorita Vanir o, bueno, con Vanir. La sala es lo primero que veo al entrar. Es un espacio amplio, rodeado de muros blancos y labrados. No me imagino cuánto tiempo se tardaron los canteros haciendo todo el arte en relieve. El sitio está muy iluminado por un candelabro que cuelga del techo escayolado y cuya luz choca con una mesa de mármol, baja y rectangular, que hay justo debajo, haciendo brillar su superficie como los rayos del sol al caer sobre el agua. Una gran alfombra beige está debajo de los muebles llenos de detalles de marquetería, en los que me invita a tomar asiento. Cuando toco la tela de algodón azul que forra la espuma acolchada, me siento en el paraíso. Después de caminar por días, de descansar solo sobre la tierra húmeda del bosque Ewan, de pasar horas en los incómodos asientos de los tranvías y de estar de pie un largo rato en la fila del comedor comunitario, mi cuerpo agradece la suavidad de este sillón. —Ya mandé a preparar una habitación para ti e hice que llevaran un vestido y zapatos también. ¿Hay algo más que necesites? —¿Puede verme un médico? —Me levanto la falda del vestido y le enseño la venda, que ahora tiene una mancha de sangre. Para mi alivio, ella acepta. Jamás había estado tan desamparada, pues mi familia siempre estuvo ahí con un abrazo protector que me salvaba del mundo. Y ahora estoy aquí, sucia y olorosa, en casa de la última persona que pensé que me tendería una mano. Nunca voy a olvidar, Stefan, todo lo que tu obsesión me llevó a hacer. —¿Puedo hacerle una pregunta? —pido, y ella asiente—. ¿Qué hacía en el comedor comunitario? Suspira y se reacomoda en la silla, inquieta. Está claro que no quiere hablar de eso. —Bueno, es mi proyecto. Tengo que supervisarlo. —¿Y por qué su nombre no está en...? —inquiero. —Pedí que no lo pusieran —se apresura a decir, interrumpiéndome—. Sería grosero llevarme todo el crédito por la idea. ¿Ves? En el fondo no soy tan mala persona como crees. No le creo ni una palabra y, por el gesto de incredulidad que le ofrezco, ella lo nota. —Es una larga historia. Muy larga, Emily. —Se levanta de la silla—. Creo que es mejor que vayas a darte una ducha. Luego podremos hablar de eso. Te espero en el comedor. **** Tomo un baño largo. En la alcoba no hay muchas cosas, solo lo necesario. Hay un tocador junto a una de las ventanas y la ropa que han dejado para mí está sobre un baúl de madera a los pies de la cama. En un muro cuelga un cuadro donde se aprecia a Vanir en un campo, sentada sobre un banco, con el cabello rojo al aire, la espalda recta y su mirada de soberana. Un vestido de holanes y mangas largas celestes me espera. No parece ser el estilo actual de la señorita Vanir, así que supongo que se trata de algo que ella usaba cuando era más joven, pues, a diferencia de la pieza que el sastre del palacio de Lacrontte tuvo que ajustar para mí, este me queda a la medida. Cuando salgo a la sala, ella ya me espera en el comedor. El cabello mojado me deja pequeños parches de humedad en la ropa, a pesar de lo mucho que me esforcé por secarlo. —Luces mucho mejor —dice con una sonrisa demasiado amable como para venir de su boca—. Puedes comer lo que quieras, no tengas vergüenza. Pasar tantos días en el bosque Ewan no debe ser fácil. Eres muy fuerte, Emery. En la mesa veo una crema de setas de la que aún sale algo de vapor y siento el olor del ajo que han esparcido en unas rebanadas de pan tostado. Quiero comer, lo ansío. Sin embargo, esta vez no seré tan desmedida como una vez lo fui en la casa real Lacrontte, pues lo último que quiero es enfermarme. —Hay algo que quiero que hagas por mí, Emery —me pide cuando acabo de comer—. Es un favor inmenso que, si me lo concedes, jamás voy a olvidar. —¿De qué se trata? —pregunto al ver cómo juega con un sobre beige sellado que tiene en las manos. Fue por esto que me ofreció ayuda, estoy segura. Nada es gratis, ya debía imaginármelo. —Antes de llegar a ese punto tengo que confesarte que el rey Magnus y yo no estamos en el mejor momento de nuestra relación. Por eso estaba en el comedor. Ha ido algunas veces después del atentado y esperaba encontrarlo ahí. —Entonces, ¿usted ya no va al palacio? —Digamos que prefiero no hacerlo. Él se encuentra muy afectado por lo del ataque y he preferido darle espacio. Nunca creí que pudiera pensar esto, pero me compadezco del rey Lacrontte. Me imagino cómo debe sentirse, aunque, a diferencia de él, yo sí quisiera tener a mi lado a la persona a la que amo. Estoy acostumbrada al apoyo, no lo negaré, así que no podría aislarme. —¿Y quiere que yo vaya al palacio y le entregue eso? — Señalo el sobre. —Sí y no. Es decir, entiendo que no puedes acercarte al palacio por tu estatus. Es por eso que me alegra tener el dato de alguien que no le prestaría mucha atención a ese capricho del rey. Francis. —¿El señor Modrisage? —Mi incredulidad se debe sentir hasta la frontera—. Pero si él es solo su consejero. No tiene ningún poder sobre el rey y no creo que se atreva a desacatar sus órdenes. Él me tuvo entre ojos cuando fui prisionera de guerra. No me dejará ir tan fácil si me ve de nuevo. Es cierto que nunca pudo descubrir que yo mentía, pero sabe que algo oculto y no me quiero arriesgar. ¿Qué tal si ya lo sabe todo? —Hay muchas cosas que no sabes, Emery, y no soy yo quien va a revelártelas. Aun así, te informo que Francis se toma ciertas libertades para romper algunas reglas. Magnus lo ve como a un padre y es casi imposible que lo castigue. Mucho menos por una tontería como no reportar a una persona no grata como tú. Bebo un poco de agua mientras proceso la información. Se me seca la boca con solo hablar de esos dos hombres. ¿Acaso el señor Modrisage crio al rey Magnus después de la muerte de sus padres? —¿Desde cuándo es el señor Francis el consejero real? — inquiero. Necesito confirmar mis sospechas. —Desde el gobierno del rey Magnus V. Tras su fallecimiento, se encargó de guiar al Magnus de doce años para que se convirtiera en soberano. A los quince. Eso lo sé por las clases de Historia en las tutorías. El rey Magnus es el rey más joven que ha existido en la última helia. Ascendió al trono a los quince años pese a que su deber era aceptar el título desde los doce. Siendo así, sí se puede considerar al señor Francis como su padre. —¿Y cómo pretende que le entregue la carta al consejero real si vive en el palacio? —No siempre está allí. Va seguido a los refugios. Es más probable que nos lo encontremos a él que a Magnus. ¿Me ayudarás? ¿Debería? Lo último que necesito son problemas y esto suena problemático. Además, Vanir es un tanto venenosa. ¿Qué tal que esto sea una trampa para que me capturen y me saquen del reino? —No lo sé. Me da un poco de temor. La ayudaré en cualquier otra cosa que necesite, lo prometo. —Entiendo tu desconfianza. Me la merezco. Pero, Emery, eres el único medio para llegar a Magnus. ¿Crees que me atrevería a perder a mi intermediario? —No tendría problema en hacerlo si el camino fuera más claro. —Se necesita ayuda para las cosas difíciles, no las fáciles. Y yo de verdad la necesito. Estoy preocupada por Magnus. Sé que él no fue la mejor persona contigo, pero está solo y no quiero que lo esté. En eso tiene razón. El rey Magnus no fue el más agradable, aunque tuvo sus momentos de amabilidad. ¿Merece que me arriesgue? No sé si por él, pero lo haré por ella. —De acuerdo. Solo dígame a qué hora quiere que vaya en su búsqueda y la ayudaré. —Sabía que eras buena persona. —Me dedica la sonrisa más grande que le he visto hasta ahora. Los ojos le brillan e incluso da un salto pequeño en su silla, emocionada—. Me da gusto que nos encontremos. Solo una cosa más, Emery. Tienes que decir que esta carta va de tu parte. No pueden saber que es mía o no la recibirán. Y necesito que Magnus la lea. No, esto me recuerda a cuando Rose me pedía que la acompañara a casa de los Maloney e inventara que era yo la que iba a ver a Cedric. —Señorita Vanir, discúlpeme, pero eso no tiene mucha lógica. Si el señor Francis llega al palacio y le dicen que una persona no grata le envió una carta, va a saber que yo estoy aquí y me buscará para sacarme del reino. —No pasará si le hacemos creer que viene desde afuera. Yo iré a la oficina de correos y haré que parezca que la carta fue enviada desde Mishnock. Le pondrán estampas y lo que sea necesario, pero tú debes persuadir a Francis para que lleve esa carta al palacio. —Sigue sin sonar convincente. De acuerdo, Francis acepta entregarla, pero ¿por qué él la tendría si viene desde Mishnock? ¿Fue a la oficina de correos porque tenía una corazonada de que una carta mía estaría allá? —Por supuesto que no. La correspondencia en el palacio se clasifica entre nacional y extranjera. Entiendo que no sepas mucho de cómo funcionan las cosas aquí, a diferencia de mí, pero créeme cuando te digo que ya me he cerciorado de cubrir cualquier salida. Francis se encarga de leer la correspondencia relevante que viene de Mishnock antes de que llegue a manos de Magnus. Las cartas que envía el rey Stefan pasan primero por los ojos del consejero y estoy segura de que las tuyas también lo harían. Puede tener algo de razón. Recuerdo que quien se encargaba de comunicarse con el fallecido barón Dominic Russo era él, Francis. —Entonces, según lo que entiendo, el señor Modrisage le entregará la carta si la hacemos pasar como correspondencia extranjera que llegó al palacio. Al ver mi nombre, la catalogará como importante y por eso se la dará al rey de Lacrontte. —Eres muy lista, Emery. Me agradas. Me sigue pareciendo un plan bastante débil. —¿Y usted cómo sabe eso? Es decir, que Francis lee los mensajes que vienen de Mishnock. —Magnus me lo dijo. ¿No es obvio, corazón? Soy su novia. Y ahí está de nuevo esa hostilidad engorrosa. —¿Por qué no la envía al palacio y ya está? —¡Porque no puedo! Es obvio que hay algo que no me está contando. ¿Cómo es que la novia del rey no puede enviarle correspondencia? ¿Y por qué Francis no puede saber que la carta va de su parte? ¿Qué escribió acaso? —Solo ayúdame, por favor, y te daré lo que quieras. —¿Un trabajo? Es decir, necesito conseguir uno. En realidad, ella no tiene que prometerme nada, pues con lo que ha hecho por mí es suficiente, pero en este momento debo dejar la modestia de lado y tomar cualquier oportunidad que se me atraviese. Necesito dinero porque no pienso vivir en esta casa por el resto del año. —Tenemos un trato. —Me extiende la mano para que se la estreche y, como si no me estuviera metiendo en la fosa más peligrosa, la acepto. **** Esta es la tercera noche que vengo al albergue a ver si aparece el señor Modrisage. La primera tarde que llegué aquí me dijeron que solo venía por la noche, así que regresé antes de la hora de cenar y esperé hasta las diez, pero nunca vino. Al día siguiente tampoco. Esta noche el reloj ya marca las ocho y sigo aquí, sentada bajo el techo que cubre las escaleras de la entrada, viendo el agua empapar los andenes, bañar los tranvías funiculares y hacer que las personas busquen refugio. Las lluvias en Mirellfolw no han cesado y cada vez son más fuertes e insoportables, así como el frío. El paraguas que traje conmigo gotea después de una larga caminata que me estropeó los zapatos y me mojó los pies. Sin importar cuántas capas de ropa use, ninguna es capaz de abrigarme del inclemente invierno que azota este reino, pues el viento se me cuela por las mangas. Jamás pensé que lo diría, pero extraño el clima cálido de Mishnock. Tal como lo prometió, Vanir fue a la oficina de correos para hacer pasar este sobre por una carta internacional. Creo que quedó bien… o eso espero, pues, de otra manera, no tendré empleo ni lugar en el que dormir. Todos estos días Vanir me ha brindado un techo, comida y ropa. Además, llevó al médico que le pedí y gracias a eso mi herida está mucho mejor. Ha sido increíblemente amable, como jamás imaginé que podría serlo, y por ello me he esforzado tanto en encontrar al señor Francis. —Ahí viene —me dice uno de los refugiados, señalando un automóvil negro con el escudo del reino en la parte delantera. Me pongo de pie, nerviosa, y busco la carta en el bolsillo del abrigo. Me agito como si fuera a reencontrarme con mi padre. Bajo las escaleras, apoyándome en el barandal para no resbalarme, y me quedo de pie en el último escalón para esperarlo. La puerta trasera del automóvil se abre y antes de que Modrisage saque un pie del interior, un guardia real ya se ha parado a su lado con un paraguas para protegerlo de la lluvia. No tarda mucho en llegar hasta donde me encuentro. Al verme, abre los ojos con espanto. Pestañea un par de veces y luego mira a su alrededor, como si intentara ubicarse para comprobar que sí está en Mirellfolw conmigo al frente. —¿Señorita Naford? —La duda habla por él. Parece que estuviera viendo un espejismo. Los surcos y arrugas que tiene en el rostro muestran el peso de los años. Parece más cansado que la última vez que lo vi, como si no hubiera dormido mucho. Aunque, la mirada de padre estricto que suele tener sigue ahí. Por lo demás está igual a como lo recordaba, solo que con unos kilos de ropa por el invierno de Lacrontte. El cabello se le levanta por el viento y tiene la nariz rojiza. Es evidente que este no es el primer refugio que visita esta noche. —Un placer volver a verlo. —Le extiendo la mano. Lo cierto es que no sé cómo empezar con esto, pero no me parece bien solo lanzarme a entregarle la carta. Primero debo ganarme su simpatía para que acepte llevarla. —Me gustaría decir lo mismo. No me malinterprete —se corrige rápido cuando levanto las cejas—. Es que usted no debería estar aquí. Me somete a un lío moral desagradable. —¿Se refiere a entregarme? —En efecto. Es usted una persona no grata. Por consiguiente, mi deber es reportarla. —Y el mío es pedirle que no lo haga. Si estoy aquí, es porque me obligaron. Sé que es extraño, pero ahora mismo necesito pedirle un favor porque me urge su ayuda. —¿Extraño? Usted se la pasa pidiendo favores. —Este hombre es más amargo que un grano de cacao—. Dígame qué necesita. Le cuento todo, aunque obviando algunos detalles. Escapé de Mishnock porque mi novio se obsesionó conmigo, dejé a mi padre desamparado y sin información sobre mí, crucé el bosque Ewan para alejarme del amor enfermizo de Pharell, el nombre que le inventé a Stefan, y ahora busco hacer dinero aquí para escapar con mi padre a otro reino. —¿Y qué mensaje le envía al rey Lacrontte? —No mira el sobre, pues tiene los ojos fijos en mi rostro, como si intentara leer mis intenciones—. Si él sabe que está aquí, pedirá que la saquen. —No tiene por qué enterarse. En la carta solo le pido que me quite ese estatus. Le puse estampas y sellos en la oficina de correos para que parezca que viene de afuera. Él nunca lo sabrá. —Señorita Naford, me intriga saber si usted sí salió del reino o si ha estado aquí todo este tiempo. Porque nos tomamos el trabajo de investigar si se encontraba en Mishnock, pero jamás pudimos comprobarlo. Y fue por eso que se tomó la decisión de volverla una persona no grata. ¡La carta! Para eso era la carta que el rey le envió a Atelmoff, para saber si había abandonado el reino y no me había quedado de manera ilegal aquí. Y yo pensando que quería encontrarme. —Yo acaté la orden. Se lo juro. Me extiende la mano para que le entregue el sobre y, sin pensarlo, lo hago. Ya quiero regresar a casa de los Etheldret y mañana muy temprano estar en mi nuevo trabajo. Bueno, si es que Vanir me consiguió uno. —¿Sabe que el rey solo ayuda cuando sabe que se beneficiará? Tiene que ofrecerle algo a cambio, algo que… —Pone los ojos en el papel beige y se queda en silencio, detallándolo con cierto recelo, como si en vez del correo le hubiera entregado un arma. ¿Ahora qué pasa? No está mojado ni con la tinta corrida. El mensaje de Vanir no está expuesto. ¿Qué se supone que mira? —Muy convincente, señorita Naford. —Sonríe y no es un gesto amigable, sino satírico—. Se esmeró con lo de los sellos y estampas para que parezca que viene de afuera, pero hay un error… Uno que no comprendo cómo no le explicaron. Los sobres en Lacrontte tienen colores según la procedencia. Por ejemplo: en el palacio, para invitaciones formales y personales, se usa el blanco y para la correspondencia militar se usa el negro. Por otra parte, los plebeyos solo tienen a su disposición sobres de color marrón, mientras que a los nobles se les designó el beige. Es una cuestión de estatus, así que usted no tendría por qué tener esto. —Me mira como un cazador y me siento vulnerable—. Dígame, ¿de qué color es este, señorita Naford? Lo entiendo, ya lo noté. No hay manera de que la carta venga de afuera cuando está dentro de un sobre que es solo para nobles lacrontters. Si lo hubiera pedido en la oficina de correos, me habrían dado el marrón, que está designado para plebeyos. No tenía idea de esta clasificación. ¿Cómo se le pudo pasar ese detalle a Vanir? —¿Quién le dio esta carta? Y espero que no tenga que pedirle que sea honesta. Ni siquiera sé qué decir. No estaba preparada para un enfrentamiento. Abro la boca, pero no digo nada y al final mi silencio parece darle una respuesta que no hace otra cosa más que confundirme. Es imposible que sepa que es de Vanir, ¿o sí? —¿Está usted durmiendo acá? —Señala la entrada del refugio y yo niego con la cabeza—. Ya veo. ¿En dónde la encontró, entonces? —¿A qué se refiere? —pregunto con la voz más tranquila que puedo impostar. —A Vanir. ¿En dónde la encontró? Mirellfolw es demasiado grande, así que la posibilidad de cruzarse por casualidad en la calle es casi nula. Fue aquí o fue en… — Ahora es él quien se queda en silencio y luego sonríe. Otra vez ha hallado la respuesta—. El comedor comunitario. — Exhala, como si pensar lo hubiera agotado. ¿Qué tan seguido va ella a ese sitio como para que él deduzca que fue ahí donde nos topamos?—. Señorita Naford, usted no me desagrada y por ello ni siquiera notificaré su presencia en el reino. Como sabrá, estamos reponiéndonos de un ataque, por lo que su presencia no supone un asunto importante para Su Majestad. Desgraciadamente, me veo en la obligación de advertirle que no vuelva a prestarse para las artimañas de la señorita Etheldret o yo mismo la sacaré de Lacrontte. Su tono es serio, amenazante. Levanta la carta y la rasga por la mitad sin permitirme rebatir su teoría. —Ella no… —No se le ocurra mentirme. —Me apunta con el índice para impedirme que continúe—. No acabe con el aprecio que le tengo. Retírese y dígale a Vanir que se dé por vencida de una vez por todas. Sabía yo que algo me estaba ocultando. ¡Por mi familia! ¿Qué se supone que pasó entre ellos para que incluso alguien tan reservado como el señor Francis no dude en ventilar su desdén hacia ella? Me entrega el papel roto y sube las escaleras tras desearme buenas noches. Yo me quedo ahí, de pie, perdida y con el corazón apretado. Si Vanir se entera de que no entregué la carta, no va a ayudarme a conseguir empleo y lo necesito. No me gusta mentir, pero tendré que hacerlo. La curiosidad empieza a picarme y aunque estoy preocupada por lo que le inventaré, también quiero saber qué es lo que pasa, por qué ya no puede enviar correspondencia al palacio y por qué Francis no la tolera. Esto no pudo ser una simple discusión de pareja y mi intuición me dice que si la placa con su nombre no está fuera del edificio no es porque ella lo quiera así. Estoy casi segura de que su relación con el rey Lacrontte ya terminó. Sé que la respuesta a todas mis dudas la tengo entre las manos. Y no quiero violar su privacidad, pero… el sobre ya está abierto, ¿no? Es decir, está rasgado y no fui yo quien lo hizo. ¿Eso no me haría menos culpable? Por supuesto que no. Me molesta que, aun sabiéndolo, no se me quiten las ganas de investigar. —De esto depende nuestra estadía en Lacrontte, Emily — me hablo a mí misma, convenciéndome—. Ella tampoco ha sido sincera contigo. Es mejor saber a qué velocidad camina el enemigo para así poner la trampa a tiempo. Y así de fácil me lanzo al río de la curiosidad. Uno las dos piezas de la carta y me zambullo en las letras de una correspondencia que no me pertenece. Magnus, amor, Soy Vanir. Antes de que te deshagas de esta carta, déjame pedirte tiempo. Lo merezco, ¿no lo crees? Es injusto lo que has hecho conmigo y la manera en la que me has tratado. Ahora vivo sumergida en la incertidumbre. Tu silencio me acecha y ya no lo soporto. ¿Qué fue lo que hice mal? Pienso en ello cada minuto y no encuentro la respuesta. ¿Acaso fue algo que dije? ¿Algo que escuchaste de alguien más? ¿O algo que no hice y que debía hacer? Tu distancia es tortuosa y tu rechazo es cruel. Te conozco y sé que tu amor no se pudo haber esfumado igual de rápido que un chasquido de dedos. Juntos somos imbatibles. No perdamos eso. Déjame entrar, no armes un muro en mi contra. Déjame sacar las marañas de tu cabeza y nivelar tu carga. Solo tienes que hablarme, decirme qué ocurrió y prometo buscar una solución. Te amo, lo sabes, y es por eso que quiero apoyarte en este tiempo de crisis para el reino. Permíteme estar a tu lado en los peores momentos, pues sabes que los buenos siempre vienen conmigo. Estaré en mi ventana, esperando a que dejen una de tus cartas en el buzón. No dejes que nos destruyan y tampoco lo hagas tú. Con amor, Vanir. Tu Vanir. Me quedo de piedra, con la boca abierta. Varios escenarios se hilan en mi mente. La duda que tenía acaba de abrir otra. Está claro que terminaron, pero no hay razones y parece que ni siquiera ella sabe por qué acabó todo. ¿Qué sucedió? ¿Qué es eso que sabe el rey Lacrontte y que Vanir ignora? 4 EMILY Ayer tiré a la basura la carta después de leerla. Afortunadamente, lo hice de camino a casa de Vanir, pues al llegar ella ya me estaba esperando en la entrada. La cara de felicidad que puso cuando le inventé que sí la había entregado me hizo sentir tan culpable que casi no puedo dormir por la presión que sentía en el pecho. Daba vueltas en la cama, pensando y pensando en un asunto que ni siquiera me corresponde. Aun así, no puedo evitar cuestionarme una y otra vez qué fue lo que pasó entre ellos. —La señorita Vanir la espera en el comedor —me avisa la doncella, la única que he visto aquí todos estos días. Tiene un tono de voz tan bajo que prácticamente susurra. Es como si siempre estuviera demasiado cansada para hablar más fuerte. Me calzo los zapatos y voy hasta el comedor. Espero que quiera hablarme del empleo, pues necesito irme de aquí antes de que descubra que el rey Lacrontte no recibió nada. Me apresuro por el pasillo y me detengo en seco bajo el arco que da a la sala. El corazón me da un vuelco y la respiración se me corta mientras trato de procesar lo que tengo al frente: dos hombres de uniforme negro con el escudo de Lacrontte y el nombre de la Guardia Civil bordado en el pecho. Ellos me ven antes de que pueda devolverme. Me quedo en blanco y paralizada. Siento las piernas de piedra y trastabillo cuando intento alejarme. Miro a Vanir en busca de una explicación cuando los dos hombres avanzan hacia mí, pero ella solo me observa de pie, a un lado del comedor, con los brazos cruzados. Uno de los guardias me toma de la mano y me estabiliza. Me arden los ojos de la rabia y ni siquiera tengo que hacer la pregunta porque conozco la respuesta: me está entregando a la Guardia Civil. ¿Acaso ya se enteró de que el señor Modrisage no llevó la carta al palacio? —¿Es ella? —pregunta el sujeto que tengo al lado. Es alto, como la mayoría de los militares lacrontters, y su agarre es tan fuerte que puedo sentir cómo me marca la piel. —Lo es —responde después de asentir. Tiene la mirada dura y filosa, la misma que vi en el palacio de Lacrontte. Son unos ojos oscuros que gritan una y otra vez que es mejor no confiar en ellos—. Quiero que quede constancia en el registro de que fui yo quien la entregó. Debí hacerle caso a mi instinto. Debí quedarme en el comedor y dormir en una banca del parque si era que no encontraba lugar en los refugios. ¿Por qué siempre soy tan idiota? —Me usó —le reclamo—. Me usó como su mensajera y ahora se deshace de mí. Es usted ruin. —Te salvé del frío y del hambre. Deberías estar agradecida. —Solo tenía que pedirme que me fuera —le reprocho con los dientes apretados. —Espero que comprendas, Emery, que esto era algo que debía hacer. No te lo tomes personal. Si Magnus viene a mi encuentro, no te puede ver aquí. Eso sería traición y no quiero que piense que soy desleal. En el fondo ya lo sabía. Ahora me siento peor. Me niego a llorar porque no le voy a dar el gusto de verme derrotada. No, no permitiré que me derrote. —Yo no entregué ninguna carta —le espeto con un tono tan firme y tan duro que ni siquiera reconozco mi voz—. El señor Modrisage descubrió que era un sobre de nobles, que usted estaba detrás de esto y la rompió en dos frente a mí. El rey Lacrontte nunca va a leer su estúpida carta. —Se le esfuma la sonrisa—. Si me voy del reino, me llevo conmigo sus esperanzas de que el rey venga a buscarla. Si yo fuera usted, no esperaría en la ventana a ningún cartero. —¿Te atreviste a leerla? —Se apoya en la mesa, iracunda. Se tensa, frunce el ceño y respira muy fuerte. ¿Cómo se atreve a enojarse después de lo que ha hecho? No respondo, solo le sonrío. Diría que estamos a mano, pero definitivamente ella ha ganado. Esto es peor que leer correspondencia ajena, esto es cruel e injusto. Ella no sabe por qué vine aquí y no sabe por todo lo que he pasado, lo que he sufrido y lo que sufriré si regreso a Mishnock. No puedo permitir que me saquen del reino. Me aferraré a cualquier posibilidad y haré lo que sea, pero me quedaré aquí. No voy a retroceder después de haber peleado tanto. **** De camino a la estación de la Guardia Civil no dije ni una palabra y me limité a morderme los labios para evitar las lágrimas y pensar con calma en qué hacer a continuación. Tenía claro que nada de lo que dijera iba a convencer a estos hombres de dejarme ir, así que, después de buscar desesperadamente algo que me ayudara a salir de este lío, lo encontré: Francis. Él dijo que el rey Magnus solo ayudaba a las personas que le dieran algo útil a cambio y, aunque lo que tengo es poco, debo intentarlo. —Tengo derecho a comunicarme con alguien —les grito a los guardias, agarrándome fuerte de los barrotes—. Y quiero que esa persona sea el consejero real, el señor Modrisage. —Aquí las personas no gratas no tienen derecho a nada —me responde uno de ellos, pero no sé cuál. Todos me dan la espalda y siguen en sus labores sin siquiera a mirarme. —Tengo información sobre el rey Silas, lo juro. Y es ahí cuando uno de ellos se gira. Tengo una oportunidad, una en un mar de desesperanza, así que debo usarla bien. —Si la tiene, suéltela ahora. —El hombre camina hacia mí a pasos agigantados, se detiene a unos centímetros de los barrotes y me apunta con el índice. No hablo. No le diré nada a nadie que no sea Francis y se lo hago saber—. ¿Y qué quiere que le digamos? —continúa tras mi negativa—. ¿Que lo hagamos venir porque una inmigrante quiere hablar con él? ¿Cree que es así de fácil? —Sí, es justo lo que quiero. Una inmigrante llamada Emery Naford. Él sabe quién soy y no dudará en venir. Eso último no me consta, pero pongo toda mi fe en que lo hará. Es mi única salida para no caer en el abismo. El sujeto me mira con unos ojos tan oscuros como su uniforme. Sé que duda, por lo que debo mostrarme tan segura como pueda. Le sostengo la mirada y le repito cuán valioso es eso que tengo para decir. De pronto se aleja y va hacia uno de sus compañeros. Lo veo susurrarle algo en el oído, haciendo que el otro guardia se vuelva hacia mí. Con él también mantengo una postura firme a pesar de que quiero esconder la cabeza debajo de mi falda. Ambos se alejan y me quedo rodeada de otros hombres que, aunque no me determinan, no pueden verme flaquear. Han pasado unos treinta minutos y ellos no han regresado con ni sin el consejero real. Siento tanta angustia que me falta el aire y me mareo, así que me veo obligada a sentarme con los ojos cerrados en el incómodo catre de lona que hay en la celda. —Señorita Naford. —Escucho de repente. Abro los ojos y me levanto casi de un salto. El señor Francis está frente a mí. Está dentro de la celda, conmigo. A su espalda veo la reja abierta y a un par de guardias reales, así que no intento escapar. Sería estúpido. —¿Se encuentra en este mundo? —pregunta al notar mi silencio, y yo asiento. Tiene las manos detrás de la espalda y supongo que están enlazadas, algo que inevitablemente me recuerda a Stefan—. Déjeme adivinar, la señorita Etheldret la entregó a la Guardia Civil. —Aun cuando su rostro es tan serio como siempre, soy capaz de reconocer en su voz la ironía, la burla. —Por favor, no se ría de mis desgracias. —De acuerdo. Entonces dígame a qué he venido. —Tengo información sobre el… —Eso ya lo sé —me corta el discurso—. Lo que le pregunto es qué quiere a cambio. Porque estoy seguro de que no revelará nada sin recibir algún beneficio. ¿Espera que le quite su estatus? Eso no es algo que esté dentro de mis posibilidades. Solo el rey Magnus puede deshacer lo que él mismo hizo. —Entonces lléveme con él. Usted conoce mi historia. Sé que le mentí con respecto a la carta, pero todo lo que le conté es cierto. Necesito estar aquí, por favor, permítame intentarlo. Se sume en un silencio que me resulta eterno. ¿Qué tanto piensa? —Espero que de verdad sea algo digno de llevarla al palacio, señorita Naford. Y, por favor, no se le ocurra comentar nada sobre Vanir. Es un tema prohibido, ¿entendido? Una luz mínima de esperanza se enciende, y sé que la haré crecer. Respecto a esa mujer, ni siquiera tiene que pedirlo. No perderé ni un segundo mencionando su nombre. Ella es ahora la persona no grata para mí. **** El palacio de Lacrontte. ¿Qué puedo decir sobre él? Sigue siendo tan majestuoso como lo era durante el tiempo que estuve aquí. El jardín continúa extendiéndose sin una sola flor, el lago bajo el puente arqueado parece cristalizado y las escaleras y columnas de la entrada se encuentran en perfecto estado. Si algo resultó dañado en el ataque, se esmeraron en repararlo para que no se notara. Cuando entramos, de inmediato escucho las voces normales del ajetreo palaciego. Las doncellas van y vienen, los custodios vigilan cada puerta y ventana como si fueran estatuas y el fresco que desde el primer momento me llamó la atención sigue allí, por lo que me es imposible no levantar la mirada al techo para volver a verlo. Los recuerdos me golpean y pasan a un primer plano en mi cabeza. Me veo aquí, caminando, riendo, llorando y tolerando al rey Magnus. Siento un olor refrescante que en realidad no huele a nada, como si estuviera compuesto de notas transparentes. Tendré que preguntarle a papá si eso es posible. Y es que solo puedo compararlo con el aroma que queda en la piel después de salir de la ducha. Es el olor de las cosas limpias, supongo. Y no es de extrañar, pues recuerdo que Luena me dijo que Su Majestad no aceptaba una fragancia distinta a la que él usa. Subimos al segundo piso y entiendo el sitio al que va a llevarme: la oficina real. Al llegar, Francis me pide que espere afuera mientras se autoriza mi visita. En ese instante siento un cosquilleo extraño, no sé si por temor, nervios o ambas cosas. Del otro lado de la pared se encuentra el rey Magnus, mi enemigo, mi verdugo e, irónicamente, mi compañero de aventuras en Grencowck. Nos volveremos a ver después de todo este tiempo, de la muerte del hermano de la reina, de haberle prometido que nunca regresaría y, como si no fuera suficiente, nos veremos ahora que yo tengo el corazón roto y él… bueno, parece que él también. —Puedes pasar. —Francis se asoma por la puerta entreabierta y hace un ademán con la mano para que lo siga. Tengo la sensación de que el pecho se me encoge cuando empiezo a caminar. Junto las manos con nervios y entro. Entonces lo veo allí, sentado frente a su escritorio, que está lleno de papeles, plumas y tinta. La luz de la lámpara que cuelga en el centro de la oficina le ilumina el cabello, haciéndolo ver un poco más rubio. El par de iris esmeraldas que evocan un bosque ya me están observando, pero en esta ocasión no hay brillo o vigorosidad, pues su mirada luce cansada, apagada, como la de un militar que ha visto tanta muerte en la guerra que ahora solo puede reflejar tristeza. Tiene ojeras profundas, moradas y, pese a que la expresión de su rostro sigue siendo dura, es evidente que no la ha pasado bien en estos días. El ataque de Grencowck lo afectó más de lo que imaginé. Es decir, sabía que debía estar mal, pero su cara es la misma de quien ha salido del purgatorio. —Majestad. —Hago una reverencia mientras escucho cómo la puerta se cierra a mi espalda. Francis se ha ido, estamos solos—. Es un gusto volver a verlo. —Otra vez usted, ¿quién lo diría? Me aseguré de tomar medidas para no volver a verla, pero la tengo en mi oficina. —Su tono es igual de frío que el invierno de esta ciudad—. ¿Acaso me extrañaba? —No estaría aquí de no ser necesario. —Me quedo cerca de la entrada. No quiero mover un pie sin su autorización. Este hombre es volátil y hoy no estoy en condiciones de tentarlo. —¿Ahora se cree estatua? —Señala la silla frente a su escritorio—. Ya Francis me dio algunos detalles, pueblerina. Solo pida lo que quiere y deme la información. Más le vale que esta vez sí tenga algo interesante que decir. No hay malicia, sarcasmo o burla en su voz. —¿Se encuentra usted bien? —No puedo evitar la pregunta. No es el mismo rey que recuerdo. Bueno, sigue siendo una muralla, pero es como si sus muros ahora estuvieran resquebrajados. —Estoy seguro de que no ha venido a eso, señorita Naford. Tiene cinco minutos. Aprovéchelos. Tomo asiento y él me sigue con la mirada. No toco nada de su escritorio. Su humor no me genera confianza y siento que va a estallar en cualquier momento, así que me muevo con cuidado. Me aliso la falda del vestido para tener tiempo de agarrar valor antes de hablar. —Le daré información del rey Silas a cambio de que me permita quedarme en Lacrontte. —¿Recuerda la última vez que estuvo aquí, Naford? Fue justo en este lugar, contra mi escritorio —Asiento en respuesta. Ya sé a dónde va. No va a perder la oportunidad de sacarme en cara cada una de mis palabras—. Usted se moría por regresar a Mishnock y ahora pide quedarse. No me parece que sea el tipo de persona que se une a las filas enemigas. —No lo haría si no fuera necesario. Pharell y yo ya no estamos juntos. —La voz me sale plagada de decepción, como si aún tuviera una espada atravesada en el corazón—. Digamos que no se ha comportado como el hombre que imaginé que era. —¿Vino a hablarme de Pharell, señorita Naford? —Su tono no cambia ni un poco al escucharme. Es implacable y no hay manera de derrumbar sus muros para que me comprenda. —Me gustaría que me entendiera. Se ha mostrado obsesivo, aleja a mis amigos y hace cosas inimaginables para que estemos siempre en el mismo lugar. Me ha hecho una infeliz que ya no tiene tranquilidad y no quiero vivir así. —Suena como un maldito. —Ahora lo es. Se queda en silencio, pero no me incomoda. Parece que está pensando, sopesando mi propuesta. Baja la mirada hasta la pila de papeles desordenados y manchados de tinta que tiene frente a él y se concentra en ellos como si yo no estuviera aquí. Aprovecho su distracción para mirarlo. Por algún motivo es raro estar cerca de él nuevamente. Veo que tiene la esclava en su muñeca, escondida debajo de la manga larga. Mueve las manos por encima de los papeles y me fijo en sus anillos y en la cadena que se le pierde debajo de la camisa negra que lleva puesta. Puedo sentir su fragancia, su respiración tranquila. Es muy apuesto, no lo negaré. —¿Le gusta lo que ve, pueblerina? —Levanta la cabeza, pues ha notado mi acecho silencioso. Desvío la vista, avergonzada. ¡Por mi vida! No quiero darle ningún motivo para que inicie con su actitud arrogante—. Pensé que venía a hablar y sigue ahí, en silencio, lo cual es curioso porque no puedo borrar el recuerdo de lo fastidiosa que era por no saber cuándo callarse. —No quería interrumpirlo. Ay, cómo me gusta humillarme con esas respuestas. Es la excusa más tonta que me he inventado… Y eso que lo de ser vidente también fue patético. —¿Interrumpir qué? Si lo único que estoy haciendo es esperar a que empiece a hablar. No tengo mucho tiempo, Naford, y me lo está haciendo perder. —Primero quiero que me prometa algo. Y ya sé que usted no hace promesas —digo rápido cuando veo que quiere abrir la boca para replicar—, pero esto sí es necesario. Quiero un permiso para vivir aquí de manera legal. —Solo le daría algo así si me diera la ubicación exacta de Silas. —Tengo algo muy bueno que puede ayudarlo a encontrarlo. Sé que el rey Silas amenaza a la reina Genevive para que no se divorcie de él. Le prometí a Stefan muchas veces no contar los detalles que me revelaba, pero él también prometió no romperme el corazón y lo hizo, así que me niego a sentirme como una traidora. —Tiene toda mi atención. Sorpréndame. Se inclina sobre la mesa, atento a mis palabras. Se le iluminan los ojos y pienso que ya dejaron de ser el bosque sombrío de antes para competir con el verde de una aurora boreal. Su mirada me hace sentir diminuta, igual que esas figuras de cerámica encerradas en una bola de cristal. —¿No dirá nada? —Su tono es suave, aunque directo—. ¿Prefiere seguir observándome en silencio? Porque no hay manera de que le quite la mirada de encima cuando sé que tiene ese dato consigo. ¿Qué es eso con lo que la amenaza, Naford? ¿Cómo le digo que no tengo la menor idea? —Ese es el problema. No lo sé, no creo que nadie más que ellos dos lo sepa. Pero si usted da con ello, puede hacer que la reina traicione al rey Silas y le dé su paradero. —Señorita Naford, no se haga la graciosa. Esa información no me sirve para nada. —Se levanta de la silla como un rayo—. Si ni siquiera sabe qué es, ¿cómo se enteró de eso? —Por Pharell. Él trabaja en el palacio y ahí lo escuchó. —Y no es del todo mentira. —Entonces creo que es mejor ofrecerle un trato a él que a usted. Me hundo en mi asiento, entristecida, y no porque no quiera ayudarme, sino porque piensa que es mejor aliarse con alguien que sabe que ha sido cruel conmigo. Bajo la mirada, esforzándome por no llorar. No quiero que vea cómo se me empañan los ojos. —No lo digo en serio, pueblerina. ¿Siempre es así de susceptible? —Asiento, dispuesta a no dar muchas explicaciones. Él suspira, como si ya se esperara esa respuesta—. Por la información que me dio, lo único que puedo ofrecerle es quitarle el estatus de persona no grata. Con eso estoy siendo bastante amable, Naford. ¿Sabe cuándo fue la última vez que fui amable? No contesto y él tampoco continúa. Se pierde en sus pensamientos y se le ensombrecen los ojos. Es claro que está recordando algo amargo. ¿Qué podrá ser? ¿El atentado de Aldous o algo de la señorita Vanir? —Puede retirarse —dice tras unos segundos de silencio. ¿Ahora qué pasó? —¿Ya? No, es decir, majestad, yo quisiera quedarme de manera legal. Si usted pudie… —¡Que se retire, Naford! —me corta, enojado. —No quiero molestarlo. Solo necesito un permiso para poder trabajar. O, si le parece, puede darme el código postal del palacio del rey Gregorie, así podré enviarle una carta. Él dijo que las puertas de Cromanoff siempre estarían abiertas para mí. —¿Eso dijo? —Levanta una ceja, incrédulo—. Retírese, Naford, antes de que cambie de opinión. —Niego con la cabeza. No puedo irme de aquí sin ese permiso—. Fui muy claro. —Rodea la mesa hasta llegar al otro lado, donde me encuentro—. Estoy siendo benevolente, no pierda el beneficio. Me toma del brazo y de un tirón brusco me obliga a ponerme de pie. Levanto la cabeza para mirarlo. Está cerca, aunque no tanto como para invadir mi espacio personal. Me molesta su actitud, y no porque me intimide, sino porque se impone sobre mí, como si yo no valiera nada. Y, pese a que guarda su distancia, no hace lo mismo con su enojo, que arde en sus ojos. —Solo le pido un favor. No quiero causar problemas — insisto en voz baja. —¿Quién le dijo que los reyes hacen favores? —Error mío, entonces. Lo supuse porque fue usted el rey que me tomó de la mano y me llevó a su habitación porque yo tenía frío. Eso fue un favor —comento y de inmediato me arrepiento. ¿Por qué siempre tengo que abrir la boca? —¡Fuera, Naford! Ahora mismo —me ordena, haciéndome sentir como un peón. —Una oportunidad, majestad. Con dejarme vivir aquí no corre el riesgo de que le usurpe su lugar, no seré una piedra en su camino y no me convertiré en reina solo por transitar sus calles. Permítame quedarme. Me clava la mirada con la intención de intimidarme, algo que no le permito. Me quedo firme, sin retarlo. Solo lo miro, esperando su compasión. De repente veo cómo levanta un brazo y se acerca a mi cara o, más bien, a mi cuello. No me muevo, esperando el contacto, pero se detiene antes de enrollar sus dedos como una serpiente en la rama de un árbol. ¿De verdad iba a hacerlo? ¿Por qué? ¿Cuál es su fijación? No me asusta, lo digo en serio, solo me intriga. Y es que, si me concentro lo suficiente, soy capaz de recordar la sensación de su mano sobre mi garganta esa tarde en el cuarto de baño de su habitación. Él se da cuenta de lo que quería hacer. Lo noto por la forma en que frunce el ceño, desconcertado por el impulso. Da unos pasos atrás, como si lo asustara la reacción de su cuerpo. Se crispa y se da la vuelta. Camina hasta la salida y, sin pronunciar palabra alguna, abre la puerta. Quiere que me vaya. —Retírese y ya no insista más. Podría quebrarme. Juro que podría. No lo haré, no insistiré, porque este hombre no merece que le entregue mi dignidad para que la pisotee con su título o nacionalidad. Puede tener una corona grande y brillante sobre la cabeza, pero esa pieza no lo hace mejor que yo. No vale más por eso. —Bien. —Voy hacia él, dispuesta a retirarme—. Pero que no se le olvide que vive usted cómodamente gracias a las riquezas que se ha robado de mi pueblo. Y luego tiene la osadía de despreciarnos como si fuéramos nosotros los que venimos a apoderarnos de lo ajeno. Se lo lleva todo y después bloquea la entrada cuando uno de los tantos a los que ha hecho miserables le pide una oportunidad. Me marcho con la indignación latente. Esto no me va a detener. Será difícil, pero no imposible. Además, si pude cruzar el bosque Ewan, puedo sobrevivir de manera ilegal aquí. Llego al primer piso y cruzo el vestíbulo. Tengo que marcharme antes de que se arrepienta y pida que me apresen. —Señorita Naford. —La voz del señor Modrisage me detiene en las escaleras de la entrada. Dudo entre huir o detenerme, pero opto por la segunda opción cuando me llama de nuevo. Me vuelvo y lo veo caminar con prisa hacia mí. Noto que tiene un papel en la mano derecha y me aferro a la última pizca de esperanza cuando veo que viene con una sonrisa tan diminuta como un grano de sal. Se detiene a poca distancia y me extiende lo que trae consigo. —No sé cómo ha conseguido convencerlo, pero lo hizo. Felicidades. Es la segunda vez que hace esto por mishnianos. ¿La segunda vez? ¿Quiénes fueron los primeros? Un momento, ¿a qué se refiere con que he logrado convencerlo? Lo miro en silencio, dándole espacio para que continúe. Creo que no estamos en la misma hoja del periódico y necesito que me explique la noticia. —Su permiso de residencia. Se lo ha otorgado. ¿La vida puede ser más cálida en invierno? Porque así me siento en este momento. Sonrío y no logro creer que el dueño de ese gesto sea el rey Lacrontte. El corazón se me sacude, frenético, el vacío del estómago desaparece y me lleno de paz. —¿Habla en serio? —Sueno tan incrédula que hasta puedo rayar en lo ofensivo. ¿Cómo pasó? Lucía tan convencido que no comprendo en qué momento cambió de opinión. La verdad es que no me importa. Juro por mi familia que podría abrazarlo hasta no poder más, aunque no se lo merezca, aunque me haya hecho llorar. En el fondo este hombre no es tan malo. Es decir, sí lo es, pero hay algo ahí flotando, una pizca de bondad que no ha permitido salir. Y la veo, opaca como la luz final de una vela a punto de apagarse, pero allí está, esperando que un pabilo nuevo se acerque y le ayude a encenderse. —Con esto solo debe ir y oficializar su permiso de residencia temporal. Se lo darán por tres años. Después de eso no podrá renovar la residencia y tendrá que salir del reino. Además, debe presentarse en el palacio cada noche por tres meses. —¿Disculpe? ¿Eso es parte del trámite? —No, no lo es. Según lo que entendí, esa será su manera de compensar el favor que se le ha hecho. Lo pagará trabajando en el palacio. Su cita será de siete a diez de la noche en la oficina real, así que mejor no falte. No cuestionemos nada, solo acatemos las órdenes. Quizás perdí la cabeza, pero eso suena a una excusa tonta para verme. Y es que ¿para qué quiere que vaya a su oficina cada noche si hace unos minutos ni siquiera me iba a permitir quedarme en el reino? Seguro me hará la vida imposible, me hará pagar cada supuesta ofensa. —¿Y qué cosas haré? —Eso no lo sé. Lo descubrirá usted cuando venga. Nos vemos mañana, señorita Naford. 5 EMILY Oficialmente soy una residente de Lacrontte. Desde que me la entregaron esta mañana, no puedo dejar de mirar la pequeña tarjeta rectangular con mi permiso de residencia. Todo gracias al amargado. Creo que ya me agrada un poco más. En el momento en que firmé, supe que las cosas irían bien y que nada podría arruinar este día, ni siquiera la lluvia que cae a cántaros. Voy corriendo por las calles de Mirellfolw, levantando el agua que se acumula. El cabello se me pega a la cara y el abrigo, el mismo de ayer, ya tiene el ruedo hecho un desastre. Anoche dormí en uno de los refugios y me pasé el día buscando un empleo que no he conseguido, cosa que, a decir verdad, carece de importancia hoy. Tengo algo pendiente, algo que le debo a mi dignidad. Puede ser una tontería, pero es una espina que debo sacarme para sangrar y luego sanar. Es por eso que estoy frente a la casa de Vanir tocando el aldabón. La puerta se abre y aparece en la entrada su doncella, que se sacude un poco de harina de las manos. Al verme abre los ojos como si tuviera al frente un espectro de algún familiar. —Buenas noches. Por favor, ¿puede llamar a la señorita Etheldret? —Le dedico mi mejor sonrisa, augurando lo que se aproxima. La mujer se toma unos segundos antes de reaccionar e ir en busca de mi objetivo. Las palmas de las manos me pican y siento la adrenalina en el estómago, como un subidón de energía que llega a marearme. Me planto firme bajo la entrada techada por más tiempo del que me gustaría y aprieto con los dedos el permiso de residencia, lista para mostrarlo. El cabello rojo de Vanir se asoma por la puerta un rato después y, por cómo se paraliza al verme, puedo deducir que la doncella no le informó que se trataba de mí. Retrocede, intentando escapar. Frunce el ceño, sale de la casa y empieza a mirar hacia los lados y a la calle detrás de mí, supongo que buscando guardias civiles. —He venido sola —le aclaro la duda que la ataca—. Nos volvemos a ver, aunque no creo que lo esperara, ¿verdad? —¿Te escapaste? —La incredulidad la domina—. ¿Cómo lo hiciste? Eres como una rata escurridiza. —¿Yo soy la rata? —Voy a llamar a la Guardia Civil. —Hágalo, llámelos. Debí traerlos conmigo, así nos ahorrábamos tiempo. Y no, no me escapé. Quería sacarme del reino, pero aquí estoy y no porque sea una prófuga. — Levanto la tarjeta a la altura de mi rostro para que la vea—. Ahora soy residente. Paradójicamente, esto se debe a usted, de modo que gracias una vez más. La veo palidecer. El brillo y la seguridad se le esfuman del rostro. Abre la boca y vuelve a cerrarla. Puedo imaginar todo lo que se le está pasando por la mente ahora mismo: rabia, incredulidad, frustración. —¿Cómo lo obtuviste? —Su voz no es más que humo—. ¿Qué inventaste? —No tengo por qué darle explicaciones. Fue una vil traidora. Creí en su solidaridad, pero solo me usó para su beneficio. Quiere derrumbarme, pero no podrá conmigo. Recuerde bien mi rostro, Vanir. Grábeselo porque seré el mayor de sus tormentos. Lo juro. —No tienes derecho a reclamarme nada. Pagué por tu favor más de lo que debía. Y no me has respondido cómo hiciste para tener eso. Señala el permiso con un odio que solo he visto en los ojos del rey Silas. Me lo guardo en el bolsillo interior del abrigo antes de que se le ocurra arrebatármelo y romperlo. De esta mujer puedo esperar cualquier cosa. —El rey me lo otorgó. —Sonrío y es un gesto tan amargo como el café—. Tal parece que es más bienvenida una mishniana en el palacio que la exnovia del rey. Me pregunto por qué será. Le deseo una gran vida, Vanir, pero le aseguro que la mía será mucho más placentera. —Podrás quedarte, pero siempre serás una mishniana para el resto de nosotros. Yo, en cambio, soy lacrontter, hija de barones. No estamos en la misma posición así vivamos en el mismo reino. Y si ya terminaste con tu espectáculo, te pediré que te largues de aquí. —De acuerdo. No le quito más su tiempo. Si me disculpa, hay una cita en el palacio que debo cumplir. Buenas noches. Entonces vuelve a palidecer, como si la sangre se le hubiera congelado. Se le oscurecen los ojos y aunque intenta mantener la compostura, noto como se le blanquean los nudillos por la fuerza con la que aprieta el marco de la entrada. —¿A qué irás al palacio? ¿Vives ahí de nuevo? Vuelvo a sonreír. Esta vez el gesto es genuino y me llena de regocijo. Aquí está, la siento en mis dedos: la victoria. —Hasta pronto. Vuelvo a la calle, a la lluvia, tan rápido como puedo y, para mi sorpresa, ella me sigue. El agua empieza a arruinarle el peinado y le llena el vestido de gotas pesadas. Voy salpicando por los charcos a medida que me alejo, aunque Vanir continúa siguiéndome los pasos. **** Veo a los guardias reales a medida que me acerco al palacio. Ellos, a diferencia de mí, tienen paraguas y un uniforme de invierno que los protege del clima y el aguacero. Sus pesados abrigos impermeables, los guantes y los sombreros militares de piel los mantienen calientes, mientras que yo me muero por al menos una toalla. Perdí el rastro de Vanir justo después de cruzar la esquina de su vecindario. Parece que se evaporó en el aire o se desintegró igual que el algodón de azúcar. Miré por encima del hombro mientras cruzaba el puente de armas y comprobé que ya no estaba. Sin embargo, metros antes de llegar a las rejas doradas, un carruaje se me atraviesa y de él se baja ella. Tiene la ira en los ojos y el vestido pegado a las piernas. Se ha vuelto demente. —No vas a entrar ahí. —Camina hasta mí con pasos largos y me detengo, impactada por su emboscada—. Desde el primer momento en que te vi supe que serías un problema y no me equivoqué. No sé cómo hiciste para convencer a Magnus de dejarte quedar, pero a mí no me convences. —No tengo que convencerla de nada. —Hago acopio de mi valentía e intento rodearlos a ella y a su llamativo carruaje, pero se vuelve a interponer. El frío me hiela el cuerpo y el miedo se abre espacio. ¿Cuál es su problema? ¿Por qué vino hasta aquí? El paje y el cochero tienen la vista puesta al frente, ignorando la escena que se desarrolla a escasos centímetros de ellos, mientras la lluvia los cubre sin misericordia. Me toma de la mano con fuerza e impide que me mueva. La paciencia se me agota, igual que su raciocinio. Me zafo con un movimiento brusco y corro los pocos metros que me faltan hasta llegar a la casa real. —Quiero que te alejes del palacio —me advierte, viniendo tras de mí. Los guardias me permiten entrar cuando me acerco. Abren las rejas y las cierran cuando he cruzado. Qué ironía de la vida. Antes siempre me detenían para preguntarme si tenía cita y ahora me dejan pasar sin mediar palabra. Uno de ellos reacciona cuando ve las intenciones de Vanir. La toma por la cintura y le da una orden directa que ella ignora, resistiéndose. —Voy a tenerte vigilada, Emery Naford. —Me señala, aferrada a los brazos del guardia y con el agua que le baja por el rostro—. No conoces ni la mitad de toda la muralla que encierra este problema. ¿De qué problema habla? ¿Su ruptura con el rey o hay algo más? —Vete —grita, como advirtiéndome sobre un peligro—. Te lo digo por tu bien, obedece. Esta no es una vida que te corresponda. Empiezo a caminar de espaldas y sin quitarle la mirada. Está dando un espectáculo que llama la atención de las pocas personas que transitan por la calle. —¿Está segura de ello? —le hablo a la distancia—. Yo soy quien está dentro y usted sigue al otro lado. Por supuesto que sé que estar en el palacio y convivir con el monarca enemigo no es algo que deba hacer. No es mi lugar y ni siquiera deseo estar aquí. La cosa es que no pienso darle la razón. Ella es mala, mala hasta en el último de sus cabellos, y no permitiré que me rebaje. Me doy media vuelta y sigo directo al vestíbulo principal sin importar cuántas veces me pide que me detenga y salga. Ha perdido los estribos y la cordura. Camino por los pasillos del palacio y el reloj marca las siete y veinte. Ya puedo imaginar la reprimenda que me espera cuando pase a la oficina. Subo las escaleras como un tornado y me peino el cabello mojado en un intento por lucir decente, cosa que no logro. Uno de los guardias de la puerta me ofrece un pañuelo y le sonrío como agradecimiento. Debo verme muy mal si ha roto el protocolo. Antes de entrar, me seco la cara y los brazos. —Buenas noches, majestad. —Hago una reverencia con prisa, aunque parezco un pájaro empapado. Este lugar se siente cálido. No sé si se debe al cuero de los muebles, la madera de las paredes o la alfombra gruesa que tengo bajo los pies. Puede ser eso o la presencia del rey Lacrontte y su aura amenazante. Hoy está donde supuse que estaría: sentado en su escritorio con un montón de papeles delante. La misma escena de ayer. Me pregunto qué tanto hará y por qué la pila de hojas no parece disminuir. Levanta la vista de su desorden y me mira de arriba abajo, tan inexpresivo como de costumbre. —Gran presentación personal —dice con la voz cansada. —Es que está lloviendo —comento lo obvio. Se vuelve para mirar por la ventana y ver la lluvia caer a cántaros, deslizándose por el cristal. —¿Quién lo diría? Tiene razón. —La ironía del tono es tan filosa como una daga. —Nada de lo que diga va a amargarme, majestad. Estoy muy feliz por ser residente. Por cierto, permítame agradecerle su ayuda. No contesta y devuelve la vista a su escritorio, ignorándome. Tiene las mangas de la camisa recogidas hasta los codos y el cabello despeinado, como si hubiera estado en una pelea, aunque no se ve agitado, así que el desorden se lo atribuyo a que quizás se haya pasado las manos por la cabeza más de una vez. Hoy no luce como el rey rígido de porte inmaculado, sino como un hombre lleno de pendientes al que el tiempo no le tiene compasión. Abre uno de los cajones de la mesa y saca un reloj de mano. Lo sabía: no dejará pasar mi tardanza. —Llega usted tarde. —No volverá a pasar. Y me quedaré hasta las diez y veinte para compensarlo. ¿Hay algo que quiera que haga? Señala el librero que hay en la pared izquierda. —Repisa número seis. Paz armada, tomo II. Parte uno, primer capítulo. Léalo. ¿A eso vine? ¿A leer? Voy en busca de lo que ha pedido y me encuentro un libro grueso, encuadernado en cuero rojo y con letras doradas grabadas que ya se han empezado a borrar. No me imagino cuántas veces lo ha leído. Pesa y por poco se me cae de las manos. Me siento en una silla, me lo pongo sobre las piernas y comienzo a leer una vez hallo la página inicial. Sigo sin creer que me haya traído para esto. Y yo que pensaba que se me ocurrían cosas tontas, pero el rey Magnus me hace competencia. **** Han pasado casi cuarenta minutos en los que he leído sin parar y él ni siquiera parece estar escuchándome. No levanta la cabeza, no me mira y sigue concentrado en sus papeles, leyéndolos, tachando, escribiendo y tirando a la basura unos cuantos. Está en su mundo, perdido, y yo parezco una niña que recién ha aprendido a hablar y ahora no puede parar de hacerlo. Tengo la garganta seca y la vista me pide un descanso. La letra de este libro es pequeña y los párrafos son larguísimos. Es casi una tortura. —¿Puedo tomar un descanso? —cuestiono, pero no me responde. Debajo del alféizar de la ventana hay un pequeño bar y la jarra con agua me está llamando a gritos desde los primeros quince minutos de lectura. A pesar de que le pregunto si puedo servirme un poco, no me contesta, así que me levanto; sin embargo, antes de dar el primer paso, ya me tiene sujetada por la muñeca. ¿Ahora sí me prestará atención? —No la he autorizado a moverse. —Le pregunté si podía, pero usted no habla. Y si ahora lo hará, por favor, dígame qué es lo que hago aquí, pues es imposible que me presente aquí por tres meses solo a leer. —Es una tarea sencilla. ¿No cree que pueda con ella? — Por fin levanta la cabeza y me mira desde abajo. ¿Quién lo diría? Por primera vez soy más alta que él. —Más que una narradora, creo que necesita compañía. Me suelta, ofendido, como si hubiera injuriado a sus antepasados. —No soy amante a la compañía, Naford, y llamaría a Francis si la necesitara. Puede que esto sea difícil de asimilar para usted, pero existen personas de naturaleza solitaria. —¿Por qué piensa que no puedo entenderlo? —Me cruzo de brazos, indignada. —Se nota que le encanta estar rodeada de personas. Es parlanchina, Naford. Por ello supuse que sería buena idea hacer que leyera para mí. —Señala con la cabeza la silla en la que me encontraba—. Vuelva a su asiento. —Bien. Aunque quiero aclarar que sí puedo estar en silencio. —Inténtelo. Me devuelvo a mi sitio y tomo el libro sin emitir sonido alguno. Puedo hacerlo, no es difícil. Es decir, cuando estoy dormida no hablo y esas son ocho horas. Aquí también pod… —De acuerdo, no puedo. Me gusta hablar, es divertido, lo admito. Así como usted también tiene que admitir que yo no le desagrado. Se queda en silencio, pensando la respuesta. ¿Por qué le cuesta admitir algo tan sencillo? —Hay personas que me desagradan mucho más que usted. ¿Eso le basta? —Eso quiere decir que podríamos hacer una tregua. —No responde. De verdad me está comenzando a fastidiar su mutismo selectivo—. Quizás nos volvamos compañeros. En Grencowck lo fuimos. Se le oscurece la mirada, como el cielo cuando se acerca una tormenta. Me hace sentir culpable y pequeña… no… minúscula, prácticamente un insecto. —El nombre de ese reino está prohibido aquí, pueblerina. No se le ocurra volver a mencionarlo si no quiere que le revoque su residencia. Limítese a hacer lo que le pedí. Usted no vino a conversar, vino a obedecerme. Aquí vamos de nuevo. El rey amargado ha salido a flote. Vuelvo al texto y leo en voz alta para él. No importa cuánto tiempo pase, sigue igual. Tiene el cuerpo rígido, los hombros tensos y ahora he comprobado mi hipótesis: las manos que se pasa por el cabello son las que lo despeinan. Es evidente que no escucha nada de lo que digo y solo nota los momentos de silencio, así que podría decir cualquier cosa, narrarle una historia de mi vida y no lo notaría, pues lo único que le interesa es oír una voz de fondo. Mi voz, en este caso. Y sé perfectamente qué quiero contarle. —Mi padre le puso mi nombre a un perfume —empiezo y ni se inmuta. Lo sabía: no presta atención—. Esto nunca se lo he contado a nadie, creo que es un secreto entre papá y yo, así que ahora usted será el tercero en saber la historia. No recuerdo bien cuántos años tenía, pero sí tengo claro en la memoria que mi papá trabajaba en una nueva fragancia. ¿Recuerda que vende perfumes en el mercado? —repito la mentira que una vez dije, pero él no responde—. Bueno, esa noche yo estaba con él porque insistí hasta las lágrimas en acompañarlo. Soy muy apegada a él, ¿sabe? Cuando era niña pensaba que él desaparecería una vez cruzara la puerta, y la verdad es que todavía lo creo. Aunque me estoy desviando. Esa noche sentía en el aire el vapor que provenía de la caldera del alambique, que, pese a estar apagada, seguía sofocándome. Me senté a unos metros de él, pues no me dejaba acercarme, y desde la silla le hice miles de preguntas mientras columpiaba las piernas. Luego, cuando el cansancio me estaba cerrando los ojos, papá se giró con un frasco de líquido azulado en las manos y, con la voz más suave que alguna vez he escuchado, me dijo: «Estuviste en su creación, así que le pondré tu nombre». No comenté nada, solo sonreí y me quedé dormida. Ninguna reacción de su parte. No se ha dado cuenta de que dejé de leer su Paz armada, tomo II. —Majestad. —Uno de los guardias toca la perta—. Es importante. Solo ahí despega la cabeza de los papeles y hace pasar al custodio. —La reina madre Aidana se encuentra aquí, majestad. — ¿Su abuela? Mi confusión es la misma que veo en su rostro. ¿Por qué vendría de visita a esta hora? Son casi las nueve de la noche—. Hoy es diecinueve de diciembre. Eso último parece haber encendido algo dentro del rey de Lacrontte. Se levanta de la silla como si de repente lo estuviera quemando. Mira hacia la ventana y luego a mí. ¿Acaso quiere que me lance desde el segundo piso? ¿Se ha vuelto demente? —No puede ser, no puede ser. —Lo oigo murmurar. ¿Ahora qué le sucede? ¿Qué ocurre hoy? Empuña las manos y golpea la madera. ¿Está enojado o desesperado? No logro descifrarlo. Empieza a tocarse impacientemente la barbilla. Sí, en definitiva, está desesperado. —Naford, acompáñeme. Tengo una nueva tarea para usted. Rodea el escritorio y me quita el libro de las piernas. Me toma del brazo y me saca de la oficina. Me siento arrastrada, por lo que debo caminar rápido para seguirle el paso y no caerme. Nos dirigimos a la escalera que conduce al tercer piso, donde se encuentran las habitaciones reales. ¡Su habitación! No, no, no de nuevo. ¿Ahora qué piensa hacer? Cuando llegamos, entramos directo a su alcoba y, a diferencia de la primera vez que estuve aquí, ahora sí puedo detallarla. Es un cuarto muy espacioso, de ventanales dobles, cortinas oscuras y paredes beige. El cristal cerrado no da paso al aire, pero el balcón que lo preside muestra los estragos de la lluvia. El piso es de mármol y está tan pulido que la luz del candelero central lo hace brillar como un espejo. Sé que si no camino con cuidado podría resbalarme. La cama vestida con sábanas de color plomo está rodeada de cuatro postes y de allí me sostengo cuando el rey Magnus me suelta. Se va por un corredor que reconozco, pues fue por ahí que me guio hacia el cuarto de baño. Voy tras él y, para mi sorpresa, no llega hasta allá, al fondo, sino que entra a otra puerta que se encuentra antes del cuarto de aseo. Vuelve con una bata de dormir, por lo que deduzco que se trata del vestidor. —Póngase esto. —Me lanza la prenda al pecho—. Quítese los zapatos y métase a la cama. ¿Qué? ¿Habla en serio? Antes lo vi lavarse las manos porque me había tocado… ¿y ahora quiere que me acueste en su cama? —¿Qué parte no entendió, Naford? ¡Es una orden! Desorientada, voy al otro extremo de la cama mientras me anudo la bata a la cintura. Me queda enorme. Esto es ridículo. —¿Qué pretende hacer? —pregunto al sentarme en la orilla para sacarme los zapatos, que siguen empapados. Aunque no me ha pedido que lo haga, los escondo debajo de los muebles oscuros y aterciopelados que hay de este lado. No quiero que vea mi calzado sucio y arruinado. —Por primera vez en su vida no haga preguntas. Se lo prohíbo. Solo sígame la corriente. En la mesa de noche dejo la hebilla que me sostenía el cabello y me meto debajo de las sábanas. El olor de loción masculina se me cuela rápido por la nariz. Es una mezcla exquisita de perfume amaderado y champú para hombre. El colchón es tan cómodo que parece que estoy sobre la piel de un durazno, y las almohadas, por mi vida, son las mejores sobre las que me he recostado, son como motas de algodón dentro de una funda del mismo material. Si yo tuviera esta cama, no saldría jamás de ella. —Creí que mi meta en la vida era tener una floristería, pero ahora quiero una cama como esta. —¿Quiere hacer silencio? —responde sin volverse a verme. Está de espaldas y desde aquí puedo notar la tensión. Está rígido, igual que una estatua de hielo. Él también se quitó los zapatos y lleva una bata. La suya es gris; la mía es blanca. Al menos varía el color de su vestimenta para dormir. —Majestad —habla el guardia desde afuera—, la reina madre está aquí. —Magnus, cariño. Sé que estás despierto porque la luz está encendida, así que ábrele la puerta a tu abuela. Y lo hace. Se toma unos segundos y me mira para advertirme que no abra la boca a menos que sea necesario. La mujer, a la que no veía desde su fiesta de cumpleaños, entra y luce igual a como la recuerdo: cabello oscuro, cara redonda y una mirada de abuela cariñosa que veo también en Nahomi. Pone las manos en los hombros del rey Magnus y lo jala hacia abajo para ponerlo a su altura y darle besos en cada mejilla. Para mi sorpresa, él se lo permite. —¿Interrumpo algo? Espero que no. Todavía no ha notado mi presencia y solo me descubre entre las sábanas cuando su nieto se hace a un lado y me señala. Me incorporo sin saber muy bien qué hacer a continuación. Le dedico una sonrisa y la saludo con la mano, cumpliendo la promesa que le hice al amargado de no abrir la boca. —Como puedes ver —le dice con una mueca—, alguien me acompaña esta noche. —Querida, hola. —Me sonríe, pero yo no le respondo—. ¿Y ella es…? —le pregunta a su nieto, devolviéndole la atención. —Emery Naford, una conocida. —¿Conocida? No creo que sea solo una conocida si está en tu habitación. Te conozco, cariño, ¿recuerdas? —Me has descubierto, abuela. Es mi novia. La mujer abre mucho los ojos y yo también. Estoy a punto de atragantarme y no tengo nada en la garganta. ¿Cómo que novia? —Oh, cuánto lo siento. No arruiné nada importante, ¿verdad? —Un poco sí. Emery me contaba una historia sobre por qué tiene un perfume con su nombre. ¿Qué? ¡Sí me escuchó! ¡Escuchó mi historia! No puedo no sonreír. Se siente bonito. —¿Nos permites cinco minutos, Emery? Te lo devuelvo en un rato. —Lo toma de la mano e intenta llevárselo, pero él no se lo permite. Se clava en el suelo como si tuviera raíces. —Si quieres hablar de algo, puedes hacerlo frente a ella. Aunque creo saber qué necesitas y lamento decirte que no puedo viajar. ¿Viajar? ¿A dónde? —¿De verdad quieres hablar aquí? —pregunta ella, incrédula, y el rey asiente—. De acuerdo, Magnus. No sé qué ha pasado, pero irás. Es el cumpleaños de Gregorie y te quiero ahí. Así que de eso se trata. Ir a Cromanoff. Un momento, ¿por qué no quiere ver a su primo? ¿Por qué ahora prefiere armar todo este teatro antes que visitarlo? ¿Estará aún enojado porque nos dejó abandonados en Grencowck? No, no lo creo, parecían muy unidos. ¿Tendrá algo que ver con su ruptura con la señorita Vanir? Tantas preguntas me marean. —También es el cumpleaños de Emery y no puedo hacerle tal desplante —inventa, sacándome de mis pensamientos. —No hay problema con eso. Podemos celebrarlos a ambos. Solo debemos partir a primera hora mañana. El rey Lacrontte me mira, esperando a que diga algo, que lo salve de las garras familiares de su abuela, pero la verdad es que no se me ocurre nada. —Mi padre viene a celebrar conmigo a Mirellfolw —suelto la primera mentira que se me pasa por la mente—. No puedo marcharme de la ciudad. —Exacto —confirma—. Sería muy descortés con mi suegro. —Dejaremos preparado un avión para que los lleve a Kilmwarth. —Abre los brazos, orgullosa de su idea—. Ese es el menor de los problemas. ¿Ven que para todo hay una solución? No olviden que también fui reina, así que descansen y prepárense para mañana. —No tengo ropa, majestad. —Trato de salvarlo de nuevo, aunque eso sí es cierto. Su abuela levanta las cejas, sorprendida, y ahí me doy cuenta de que tomó el comentario de otra forma. Y es que, bueno, estoy en la cama de su nieto, que le dijo que yo era su novia. Pensará que debajo de mi bata no traigo nada más. —Es decir, no tengo equipaje para llevar a Cromanoff— corrijo en vano y siento las mejillas arder de vergüenza. —Descuida, querida. Tendrás todo lo necesario allá. Confía en mí. Ahora me voy. Estaré en la habitación de al lado. Sale de la alcoba, pero no sin antes dedicarme una sonrisa y darle un abrazo a su nieto, gesto que él nuevamente acepta. Parece ser mucho más dócil cuando está con ella. —Pésima ayuda, Naford —me reclama cuando estamos solos. Se desata la bata y la tira a la cama, frustrado. ¿Cómo se atreve a enojarse? Hice tanto como pude. Me quito las sábanas de encima y me pongo de rodillas para ir hasta el otro extremo de la cama y acercarme a la orilla. —Ella es muy persuasiva —le recuerdo—. No es mi culpa. Además, usted fue el que se inventó que éramos pareja. —Y créame que la idea no me hace mucha gracia. Lo hice con el único objetivo de que no preguntara por mi relación anterior. Digamos que si me ve feliz —hace comillas en el aire con los dedos—, no se entrometerá. Vanir. No quiere que le pregunten por Vanir. Me queda claro que la señorita Etheldret es despreciada aquí y ella ni siquiera sabe por qué. Yo pude haber sido una persona no grata en el reino, pero ella lo es en el palacio. ¿Qué hizo y por qué no recuerda haberlo hecho? O ¿en realidad qué sucedió? Porque, conociendo el carácter del amargado, es imposible que no la haya confrontado. —¿Es capaz de fingir que es mi pareja por un fin de semana, pueblerina? La idea me hace cosquillear el estómago. Cada vez que lo tengo cerca, termino en una situación extraña. Primero de espía, después de compañera de aventuras por el bosque de Grencowck y ahora de novia falsa. ¿Que si puedo hacerlo? Claro que puedo. He mantenido mi papel de Emery Naford y hasta Francis se lo ha creído. —Creo que la pregunta aquí es si usted puede fingir que es mi novio por un fin de semana. —Muy graciosa, Naford. Pensé que quería ser florista, pero ya veo que aspira a bufona. Retiro lo dicho. No creo que pueda aguantarme a este hombre todo un fin de semana. Voy a salir corriendo a la primera oportunidad. —Tengo algunas reglas para este acuerdo y espero que me escuche bien porque no voy a repetírselas. —Se masajea la frente, molesto—. Nunca contradiga nada de lo que yo diga y puede estar segura de que haré lo mismo con usted. Si preguntan cómo nos conocimos, invente la historia que le parezca, pues ahora no pienso aprenderme un discurso sobre ello. No me gusta el afecto físico, así que nunca me toque. Además, no habrá contacto entre nosotros de ningún tipo. En Cromanoff seguro nos darán una habitación para los dos, pero usted se quedará en otra. No planeo compartir mi cama con usted jamás. Y, lo más importante, finja estar completamente enamorada. Yo lo haré también. Necesito que mi abuela crea en esta relación tanto como sea posible. —¿Algo más, amor mío? —inquiero con ironía. Qué hombre tan pesado. —Sí. De hecho, sí. No me gustan los apodos, me resultan ridículos. Llámeme Magnus y yo la llamaré Emery. De otra forma no creerán que seamos pareja. Le advierto que esto solo lo hará si tenemos público. En privado debe tratarme con la formalidad de siempre. ¿Entendido? —Pensé que sí le gustaban porque cada vez que puede me dice pueblerina. —Es un insulto. Ahora retírese, quiero descansar. —No, un momento. Yo también tengo un pedido que hacerle. —No está en posición de pedir nada. Con el permiso de residencia es suficiente. Vea esto como una tarea más. —Por supuesto que no. Se supone que yo debía venir cada noche por tres meses y lo que usted me propone hacer ahora requiere de todo mi tiempo, por lo que, a cambio, quiero una carta de recomendación para poder conseguir un trabajo. Ser mishniana no me lo hace fácil. —De acuerdo, pero será de parte de Francis. —Hecho. —Le extiendo la mano y no la toma. La mira como si fuera un pedazo de cartón sucio que no quiere tocar —. Si vamos a fingir una relación, al menos tendrá que dejar de mirarme como si tuviera lepra, majestad. —Salga de mi cama, Naford. Le mandaré preparar la habitación que ocupó mientras estaba aquí. No esperará quedarse durmiendo conmigo. Y no quiero. Seguro me asfixiaría a medianoche. —¿Dejará que su novia duerma en la habitación de servicio? —le pregunto solo para molestarlo. —Quizás cuando sea mi esposa le permita dormir aquí. Me muevo de regreso al lado izquierdo de la cama para tomar mis zapatos e irme, pero parece que el rey Magnus cree que lo desobedezco y, antes de llegar a la otra orilla, me rodea la cintura con los brazos y me levanta del colchón. Me sostengo de sus hombros para no caerme y, aunque trato de girarme para ver hacia dónde me lleva, lo único que tengo a la vista es su cuello y su cabello rubio oscuro. —Podía caminar si me lo hubiera pedido —le reclamo cuando me deja de nuevo en el frío suelo de mármol. —La espero mañana a las cinco en punto en el pasillo. Mi abuela no debe darse cuenta de que no durmió conmigo. — Toma el pomo y abre la puerta—. Y péinese. No la quiero en las mismas fachas en las que vino hoy. —Sueñe conmigo, majestad. —Le hago una reverencia, recogiéndome un poco el vestido. —Téngalo por seguro. Usted es la dueña de mis pesadillas, Naford. Y entonces me cierra la puerta… en la cara. 6 EMILY Nieve. En Cromanoff hay nieve. Los diminutos cristales de hielo cubren el suelo. Es increíble, majestuoso. Nunca había visto la nieve antes, de modo que no puedo despegar la mirada de la ventana. Quiero verlo todo, aun si el paisaje ha perdido su colorido y ahora no es más que una mancha blanca. —Esto es irreal. —La voz me sale baja, casi como un suspiro. El automóvil se mueve despacio y con dificultad, pues, aunque han retirado la nieve de la carretera de Kilmwarth, sigue mojada y resbaladiza. —¿Por qué siempre actúa así? —pregunta a mi lado el rey Lacrontte, mi compañero de viaje. Su abuela se ha ido en otro transporte junto a Francis—. Como si todo fuera de fantasía. —Porque lo es. El mundo es maravilloso y no quiero perderme ni un detalle. Mientras veníamos en el avión con su abuela y el señor Modrisage tuve que soportar su silencio, lo cual fue molesto porque yo también debía permanecer igual y actuar como si estuviera cansada, cuando lo cierto es que podía sentir la energía moverse por mi cuerpo. El rey Magnus estuvo cerca de mí la mayoría del tiempo, cumpliendo con su papel de novio, aunque solo me hablaba cuando era necesario, es decir, cuando la reina madre nos hacía alguna pregunta sobre nuestra relación. Hasta el momento sé que llevamos juntos un mes, que soy hija de un barón y que soy dinhester, o sea, del reino vecino de Lacrontte: Dinhestown. Todo esto se lo inventó el amargado. Lo único bueno antes de ver la nieve es el vestido que traigo. Por fortuna Remill, el sastre, guardó los que usé cuando viví en el palacio. Todavía no comprendo por qué lo hizo. ¿Sabía que iba a volver? —Entonces, ¿cómo ve usted el mundo? —le pregunto, girándome para mirarlo. —Como es. Plano, banal y exigente. Pide demasiado y da muy poco. —Le ayudaré a cambiar esa percepción errónea. —Invierta sus esfuerzos en algo productivo, Naford. En un fin de semana no echará abajo un concepto cimentado por años de experiencia. Este hombre es testarudo, pero, para su mala suerte, yo también. Ya lo verá. **** El palacio de Cromanoff es un sueño verde y lo digo en serio. Es una edificación de piedra caliza amarilla, compuesta por tres torres principales. Todo el sitio huele a naturaleza, a vida silvestre, aunque puede que sea por el camino de pinos, ahora cubiertos de nieve, que hay a lo largo de la entrada y que conducen a la casa real. En el interior las paredes son de color crema, al igual que los uniformes de los guardias reales, que combinan con un tono verde oscuro; los colores del reino. En el techo hay un fresco, pero, a diferencia de la imagen de guerra que hay en el palacio de Lacrontte, este más bien parece un cielo pintado entre morados y celestes que me recuerdan a un amanecer. En el vestíbulo nos esperan el rey Gregorie y su madre. La recuerdo de la fiesta de cumpleaños a la que asistí en Lacrontte. Es una mujer menuda, de rasgos delicados, nariz fina y pómulos pronunciados. Luce cansada, como si la vida la hubiera golpeado fuerte, pero sonríe y el gesto me resulta genuino. —Mi pequeño Gregorie —dice la abuela de los Lacrontte, abalanzándose sobre su nieto—. Es tu día, cariño. Deseo tanto que seas feliz, amor mío. El rey Fulhenor hoy está vestido con un abrigo gris, pantalón del mismo color y camisa blanca. No tiene corona ni guantes, no está perfectamente peinado y el desorden natural de su cabello lo hace lucir muy guapo y hasta más joven. —Abuela, estoy encantado de verte. —Abre los brazos, la estrecha con fuerza durante varios segundos y luego la deja libre. Cuando ambos primos Lacrontte cruzan miradas, el ambiente cambia, pierde la dulzura y se levanta una tensión incómoda. Ellos se observan con seriedad, como dos comandantes enemigos al frente de un batallón. Ninguno habla, ninguno lo intenta siquiera, solo se quedan de pie en silencio hasta que el rey Lacrontte rompe el mutismo y se dirige a su tía. —Georgiana, ha pasado un tiempo desde la última vez que nos vimos. —Su tono no se ve afectado por el frío del ambiente, aunque me intriga ver la formalidad con la que le habla a un miembro de su familia. ¿Ni siquiera con ellos es capaz de bajar la guardia? —Dime tía, Magnus. Soy tu tía —le responde, sonriendo. El gesto le borra un poco la melancolía que le empaña el rostro y les da vida a unos ojos verdes que parecen tristes, solitarios—. Más bien cuéntanos quién te acompaña hoy. Por un instante pensé que me había vuelto invisible. —Es Emery, su novia, y hoy también es su cumpleaños. —Su abuela es quien se encarga de presentarme. —¿Señorita Naford? —El estupor del rey Gregorie seguramente es capaz de atravesar las paredes. Me mira como si fuera un objeto perdido que acaba de aparecer después de muchos años de búsqueda. Entrecierra los ojos para asegurarse de que la vista no lo engaña. —Majestad. —Hago una reverencia. Me imagino todo lo que se le está pasando por la cabeza en este momento. Debe recordar cuánto desprecio mostraba su primo conmigo, y ahora estamos aquí, proclamando estar en una relación. —¿Se conocen? —pregunta su abuela, y él asiente—. Por tu tono supongo que aún no era novia de Magnus en ese momento y que no creíste que llegara a serlo. —No me ponga en una posición incómoda, por favor. La vi una vez en el palacio. Espero no ofenderla, Emery, pero no esperaba verla de nuevo y mucho menos aquí. —Bueno, eso no fue muy amable—. No me malinterprete —añade rápido—. Me alegra volver a verla. Aunque en nuestro último encuentro creo que ya habíamos dejado atrás los formalismos. —Tiene usted razón, majestad. —Levanta una ceja, esperando que corrija lo que acabo de decir—. Tienes razón, Gregorie. Me siento rara hablándole de esa manera. Él es un monarca y, pese a que no es enemigo directo de Mishnock, al ser aliado de Lacrontte también representa un peligro para nosotros. El rey Magnus me pasa el brazo por la espalda y me apoya la mano en el hombro. El contacto me toma por sorpresa. ¿Qué pasó con eso de nunca tocarnos? Sé que no lo hace por mí, sino por él, por lo que sea que ocurre entre ellos y que ahora los distancia. Georgiana nos hace pasar a un salón en tanto arreglan nuestra habitación y llenan el armario con los vestidos que solicitó la reina madre para mí. Sí, una habitación para los dos. Y ya sé que no dormiré ahí, el amargado ya me lo advirtió en Lacrontte. Caminamos al interior de una estancia en la que se impone una chimenea de piedra ya encendida que ilumina y climatiza el lugar. Alrededor de ella hay una mesa de madera baja y rectangular sobre la que reposan libros y velas, además de un sillón doble verde oscuro y otros dos individuales. El olor de la madera quemada se pasea por el aire y se mezcla con un aroma a canela que no sé exactamente de dónde viene, pero que me da la sensación de estar en la casa de mi abuela Clarise. —Nos hace falta un asiento —menciona el rey Gregorie cuando todos toman su lugar y solo queda uno de los sillones individuales disponible—. Podemos mandarlo a traer o ahorrarnos la molestia y que Magnus comparta asiento con Emery. Al final es su novia. ¿Es viable o no? —le pregunta directamente a su primo. Él sabe que estamos mintiendo y no parece querer respaldar a su primo. Soy consciente de que esto lo hace para fastidiarlo, pero ¿por qué? ¿Por qué ahora se llevan tan mal? Miro de reojo a mi compañero de treta en busca de una respuesta. El problema es que él no tiene los ojos en mí, sino en el sillón que pretenden que usemos. —Al re… —Intento arreglar la situación, pero, por mi vida, casi lo arruino—. A Magnus no le agrada el contacto físico, mucho menos si estamos frente a más personas, y yo respeto eso. Sería mejor pedir una silla adicional. —Somos su familia —presiona Gregorie—, no un público desconocido, Emery. ¿O existe algún otro problema? —No, está bien. —La intervención del amargado me deja estupefacta. Es obvio que tienen una lucha tonta entre ellos y, con lo testarudo que es, no quiere perder la batalla de hoy. Esto no estaba en el acuerdo. Él me advirtió que no habría contacto físico y esto rompe la regla. Su abuela me sonríe desde el sillón que comparte con su hija, quien observa la escena sin prestarle mucha atención. No creo que su abuela crea del todo nuestra historia, aunque parece mucho más convencida que el monarca anfitrión. —¿De verdad lo haremos? —le susurro con el mayor disimulo que puedo. No responde, sino que me regaña con la mirada por cuestionarlo, recordándome la regla que me impuso antes de venir acá: no contradecirnos jamás. Se aleja y toma asiento. No me extiende la mano para que lo siga ni me invita a sentarme; se queda estático, como si su cuerpo ahora fuera una extensión más del sillón. Tan caballeroso como siempre. Voy hasta él y me siento solo sobre su pierna derecha. Me acomodo en diagonal para no darle la espalda y me quedo rígida. Él me toma las piernas y se las acomoda encima para luego apoyar una mano sobre mi muslo. La deja ahí con la clara intención de hacerles ver a los demás que sí existe cercanía entre nosotros. La acción me desconcierta porque no estoy acostumbrada a que me toquen. Aunque no me incomoda, sí me pone nerviosa. —¿Sabían que Emery es dinhester? —La abuela Lacrontte rompe el silencio—. Está de vacaciones en Mirellfolw por su cumpleaños. —¿De verdad? —Gregorie sonríe, fingiendo sorpresa—. Hubiera apostado mi palacio a que era mishniana. En realidad, no sé por qué se me ocurrió algo así si Magnus no tolera a los mishnianos. Siento cómo el rey de Lacrontte me aprieta la pierna, molesto por las malas intenciones de su primo. Ambos sabemos que su pesadez no es contra mí, sino contra él. —Me intriga saber cómo fue que se conocieron, ya que mi sobrino no sale mucho de Lacrontte —interrumpe Georgina con esa calma tan propia de ella. Ay, por mi vida. ¿Por qué no se queda levitando en su mundo de paz? —En Dinhestown —invento. —En el palacio —responde el rey Magnus al mismo tiempo. ¿Por qué no podemos atinarle a nada? Todos nos miran, alertados por el error. Si solo llevamos un mes, ¿cómo pudimos olvidar ese momento tan rápido? Somos unos pésimos mentirosos. —En el palacio de Dinhestown —corrijo la mentira—. Ahí nos conocimos. De hecho, fue cuando estábamos pequeños. Él fue de visita al palacio con el rey Magnus V y yo estaba ahí con mis padres. Les cuento una versión tergiversada de lo que mi papá me contó una vez. —Íbamos muy seguido. A mi madre le gustaba ir allá — me secunda él—. Ahí nos vimos por primera vez y luego nos reencontramos en Lacrontte. Esa es nuestra historia. —Supongo que tiene lógica. —Gregorie lo deja pasar, pero es evidente que no nos cree mucho—. Mandaré a preparar té. Emery, ¿alguno que sea tu favorito? —El mismo que toma Magnus está bien para mí. —Parece que no te ha dicho que no le gusta. Me quiero dar un golpe en la cabeza. Creo que al menos debimos decirnos algunas cosas básicas antes de venir acá. —¿Y por qué no te gusta? —Me giro a verlo en un intento por resultar natural y que nadie note que me he angustiado por no saberlo. —Solo no me gusta —replica tan seco como la tierra en verano. —Soportar a un hombre como Magnus requiere de mucha paciencia, ¿verdad? —La pregunta viene de parte de Gregorie. Este hombre no va a detenerse hasta crearnos una grieta. —Es una virtud con la que cuento. Le paso el brazo por detrás de la cabeza y le apoyo la mano en el hombro. Debemos mostrarnos naturales y cómodos con la cercanía. Ya hemos cavado muchos huecos y se puede ver a metros la farsa que hemos montado. Tenemos que hacer algo antes de que la fosa se profundice. El rey Lacrontte me mira de reojo, confundido por el contacto. Pero no me importa, tendrá que soportarlo, de la misma forma en la que yo he permitido que me toque la pierna. —Me sigue resultando curioso verlos juntos. Es decir, no creí que terminarían enamorados. Porque lo están, ¿verdad? —Lo estamos, Gregorie. —La rígida respuesta no tarda en llegar desde atrás de mí—. No entiendo tu sorpresa. —Supongo que debí imaginármelo. Emery, tú tenías un novio, ¿verdad? —Asiento, confundida. ¿Eso que tiene que ver?—. Claro, eso debió llamarle la atención a Magnus. Porque así es más divertido, ¿cierto, primo? —Sé claro o cállate la boca —le responde con fastidio. Ya perdió la paciencia. —Bueno, es que fue divertido con Vanir y con… —¡Basta ya los dos! —Georgiana lo detiene en el peor momento. ¿Y con quién? ¿Quién es la otra persona? Mi mente empieza a viajar tan rápido como los caballos de carreras y de un momento a otro la verdad me golpea con fuerza. Lerentia. Es Lerentia. ¿Cómo no me di cuenta? Por eso no se hablan, por eso él no quería venir aquí. Lerentia es la reina de la discordia entre ambos, es la persona que pudo separar a dos primos unidos. Ella también tenía un novio: Gregorie. Pero ¿el rey Magnus tuvo algo que ver con ella? Recuerdo haberlo escuchado decir que no le interesaban las amantes. ¿Lo hizo Lerentia cambiar de opinión? Atelmoff una vez me contó que Gregorie y ella habían terminado su relación mucho antes del compromiso con Stefan. ¿Se terminó por el rey Magnus? ¿Por ello hizo a un lado a Vanir? Un momento, ¿y si el matrimonio de Lerentia y Stefan es solo una farsa? Es decir, puede que sea un plan para obtener información. Así como el barón Russo era espía, puede que ella sea la pieza por la que le llega información al enemigo, o sea, al hombre que finge ser mi novio. —Es mejor que detenga sus conjeturas. Luce como una demente —me susurra el amargado, trayéndome de vuelta al presente. ¿De verdad soy tan obvia?—. Nos retiramos — les dice a los demás y me da dos golpes suaves en la pierna para que me levante. La frustración se le siente en la voz y en la tensión que palpo en sus hombros—. Debemos prepararnos para la fiesta y ya se acerca la hora. —Cariño, no te enojes. —Su abuela intenta calmarlo en tanto yo me pongo de pie—. Es el cumpleaños de tu novia, no le amargues su día. —A Emery le toma tiempo prepararse. Si queremos estar a tiempo para la fiesta, debemos empezar ahora. Nos vemos en unas horas. Me toma de la mano y prácticamente me arrastra fuera de la habitación. Me cuesta seguirle el paso, pero me las apaño para no enredarme. —Aún no dimensiona lo fácil que es leerla, Naford —me reclama mientras salimos al pasillo—. Es usted como un libro abierto. —Creo que usted ya me conoce y por eso es capaz de darse cuenta de cuándo estoy hilando pensamientos. —Me ha hecho aprender algo que no quería saber, entonces. Subimos hasta el segundo piso. Es una planta llena de guardias, paredes con papel tapiz veteado, puertas marrones y pomos dorados. Rápidamente nos adentramos en la que será nuestra alcoba, que está iluminada con luz cálida, parecida a la de un atardecer. Tiene una cama adosada con colchas gruesas de un tono oliva y un mosquitero recogido en lo alto. Yo voy directo al vestidor, como una niña feliz que va a recibir obsequios, para ver qué es lo que han dejado para mí. Es amplio de luz blanca, que crea un contraste increíble con la iluminación del resto de la alcoba. El muro derecho despliega el negro de las prendas del rey Magnus y el muro izquierdo tiene toda la vida que le falta al otro. Los vestidos que han dispuesto para mí son muchos más de los que imaginé. Además, son de tantos colores que me abrumo. Hay vestidos vaporosos, de holanes, con corsés, con mangas y sin ellas. —Esto es de ensueño. Ni siquiera sé qué usar, quiero probármelos todos. Empiezo a revisar cada uno, sacando pieza por pieza para decidir qué ponerme para la fiesta. A mi novio falso no le gustan muchas opciones, ya sea porque odia el color, como el amarillo, o porque son muy voluminosos, brillantes, sosos o, bajo su concepto, feos. —¿Y este? —Sostengo un vestido beige con una falda ancha de tul para que lo vea. —Con ese color se perderá entre la gente. Es la acompañante del rey, tiene que destacar. —¿Cómo se supone que lo haga si nada le gusta? —Entonces no me pida mi opinión —replica mientras se ve al espejo. —Me rindo. —Me recuesto contra la puerta de uno de los armarios, exhausta por sacar y guardar vestidos. Me duelen los brazos y las piernas me piden un descanso—. Hay uno que me encanta, pero sé que dirá que no. —Déjeme adivinar. ¿El azul? Su mirada se encuentra con la mía a través del cristal. Me recompongo de inmediato. Es como si estuviera leyéndome la mente. Desde que lo vi supe que era el indicado, pero no quise enseñárselo, por las flores bordadas con canutillos que lo adornan. Pensé que sería un no rotundo. —¿Cómo lo supo? —le pregunto cuando se da la vuelta. Se sienta sobre un sillón blanco con espaldar alto que hay aquí dentro. Sube el tobillo derecho sobre la rodilla de la otra pierna y me observa de frente. —Recuerdo haberla escuchado decir que ese color le gustaba. A veces mi memoria guarda detalles innecesarios. ¿No le pasa? Asiento, aunque no hablo. Quiero sonreír, pero no lo haré. A pesar de eso, mi pecho emocionado parece gritar con latidos furiosos. ¿Por qué me siento así? ¿Por qué me emociono de esta manera? Puede que sea porque vengo herida y tomo cualquier gesto como una venda para mis emociones lastimadas. Y no puedo permitirlo. Es un gesto bonito que lo recuerde, pero es una tontería que no debo tomar en serio, que debo pasar por alto, que… me hace sentir escuchada y feliz. —Es precioso, ¿verdad? —Lo saco del anaquel y me lo pongo por encima para luego girar y enseñarle el vuelo de la falda amplia. Se encoge de hombros, indiferente. —Supongo que es de su estilo. Y sí que lo es. El vestido tiene un corsé ajustado y que termina en forma de V por delante. Es una pieza hecha de seda y que brilla debajo del tul bordado. Los tirantes son un caso aparte: un cúmulo de flores cosidas que sostiene con fuerza las copas del traje, que forman un precioso escote en forma de corazón. —¿No puede hacer un halago y ya? —Vuelvo mi atención a una gaveta cercana, en la que busco un par de guantes blancos—. Eso no le restará nada, majestad. —Soy excelente con los halagos hacia mí mismo. —¿Algo más que quiera agregar a mi atuendo? —Necesitará joyería. La novia del rey de Lacrontte no puede estar sin joyas. Yo me encargo de eso. Por ahora, vístase. Me doy un baño caliente y rápido. El vapor es relajante. Salgo de la ducha y vuelvo al vestidor para pedirle al amargado que me ayude con el corsé. Lo intenté sola y me resultó imposible. Está abrochándose las mancuernas en las mangas de la camisa que ha escogido para esta noche. Son dos piezas doradas y planas con el escudo del reino grabado. No me sorprende en lo absoluto nada de lo que lleva puesto: un traje con chaleco y pantalón recto. Ya creo que se podrá adivinar el color. Negro. No lo niego: le queda muy bien. Tiene las piernas largas y el pecho fuerte. Noto lo grandes que son sus brazos, pero no se pelean con la camisa, pues está hecha a medida y permite que se le noten solo las curvas de los músculos. El cabello lo lleva peinado hacia atrás, lo que le deja libre el rostro y hace que sus pómulos pronunciados, su nariz fina y sus cejas espesas destaquen. Parece un hombre de otra helia, con una belleza clásica y que no se ve con regularidad fuera de un palacio. —Debe aprender a ser más discreta cuando mira a una persona, sobre todo si la tiene a centímetros de distancia. Otra vez me ha descubierto. La vergüenza que siento en este momento podría cubrir esta ciudad como la nieve. Noto el calor en mis mejillas y desvío la mirada a mis manos. Me ha atrapado y sé que eso le encanta a su ego. —No lo estaba mirando —me defiendo en vano. —Me estaba acechando. —¿No piensa tomar un baño? —le propongo para cambiar el tema—. Después podrá terminar de vestirse. Además, el agua está caliente. —¿Y usted…? —¿Disculpe? —Le devuelvo la mirada, sorprendida. ¿Qué ha dicho? —No me dejó terminar de hablar, Naford —continúa con la calma de un sabio—. ¿Usted cuándo terminará de vestirse? Ah, eso era. Estúpida y traicionera mente. —Justo a eso vine. Necesito ajustar el corsé. ¿Me ayuda? —Por supuesto que no. —No me haga rogar. Lo necesito. —Nunca he puesto un corsé. Suelo quitarlos, no ponerlos. Intento no reaccionar a pesar de que quiero sonreír. De hacerlo, se engrandecerá todavía más y no pienso alimentar más su orgullo. —Esa era información que no necesitaba, pero sé que lo hará bien. —El sarcasmo es lo mío, Naford. No se pase de lista. Me cruzo de brazos, esperando una mano que parece que jamás llegará. —¿Y Pharell? La pregunta me desconcierta y él me estudia. Quiere ver cómo reacciono ante la mención. —¿Qué con él? —Sueno mucho más hostil de lo que pretendía. ¿Esto es en serio? ¿Se pondrá a hablar de Stefan ahora? —¿Nunca le ayudó con sus corsés? —No tendría por qué. No los uso mucho; me resultan incómodos. —Pues debería. ¿Fue eso un halago? Porque el cosquilleo en mi estómago se lo tomó así. —¿Le gusta que sus novias usen corsés? —Se ven bien. Ay, por fin le saco algo. Aunque no creo que eso sirva si me preguntan sobre sus gustos. —Una razón más para no ponérmelos. Y ahí va. La sonrisa está a punto de aparecer en su cara, solo que él se niega a dejarla salir. Mueve el cuello hacia ambos lados para no darle paso al gesto. Pese a lo mucho que lo niegue, sé que le gusta cuando soy altanera. Vuelvo a mi sitio porque sé que terminará ayudándome. Lo único que hace al negarse es prolongar lo inevitable y pocos segundos después me doy cuenta de que tengo razón. Escucho cómo se acerca y siento cuando agarra los lazos. Me roza la piel desnuda de la espalda con los nudillos y noto el frío de sus joyas. —Me debe un gran favor, Naford. Levántese el cabello. El primer apretón de los lazos es suave y me avisa que ha empezado. No puedo verlo, pero hay muchas cosas que me indican su cercanía. El calor de su respiración en mi nuca es la principal. Se me encoge el estómago y se me reduce la cintura cada vez que ajusta más el corsé. Es como si me moldeara el cuerpo con las manos. Noto su perfume fuerte, amaderado y embriagador. Siempre lo he dicho: me recuerda a un bosque, el mismo que se le refleja en los ojos. —Necesito que me diga hasta dónde puedo llegar. No quiero sobrepasarme —susurra con un tono que, pese a lo bajo, no deja de ser firme. Siempre tiene la voz grave y autoritaria, como un comandante de guerra. —Un poco más. Juro que soy capaz de sentir todo su cuerpo a pesar de que no me está tocando. Es una presencia que me rodea por completo. El último jalón me endereza la espalda, como si toda la vida hubiera tenido mala postura y por fin alguien se atreviera a corregírmela. Doy un ligero traspiés y me choco contra su pecho, que está más cerca de lo que creía. —¿Está bien así o necesita que la tome con más fuerza? —me susurra en la oreja y siento su aliento sobre la piel. Giro la cabeza hacia un lado, hacia él. Su cara se asoma por mi izquierda. Está muy cerca. Puedo ver sus ojos concentrados en mis labios. El iris verde casi extinto por el tamaño que han tomado sus pupilas me causa escalofríos, como si estuviera frente al peligro y no quisiera moverme. No me gustan las sensaciones que es capaz de crear en mí. —Está bien para mí. —Me alejo, casi asustada. Esto es extraño. No es atracción, lo juro… Es otro efecto que no puedo describir con palabras. Es un hormigueo que se siente carnal, escandaloso. —Muchas gracias. —Siento la boca seca. La piel me pica como si estuviera bajo el sol inclemente de Mishnock y las mejillas me arden—. ¿Qué se supone que haremos ahora? — consulto en un intento por centrar mis ideas—. ¿Cree que nos fue bien con su familia? —Nos fue pésimo. Una hora más con ellos y habríamos quedado expuestos. Tenemos que mejorar en la fiesta o no resistiremos el fin de semana. Mi abuela no nos cree del todo —me informa lo que ya yo sé—. Y será más difícil si Gregorie continúa insinuando cosas, así que esta noche debemos mostrarnos tan cercanos como podamos. —¿Por cercanos se refiere a enamorados? —Es lo mismo. —Por supuesto que no. Yo puedo ser cercana a una amiga y no significa que esté ena… —No necesito la cátedra, Naford. Solo actúe como si estuviera con Pharell. ¿Cuál es su afán por mencionarlo? Lo último que quiero es tener en mi cabeza el recuerdo constante de Stefan. Pensar en él me encoleriza. —Por el momento tengo un detalle para usted. Aquello que le prometí. Se da la vuelta y toma de una mesa un estuche morado. No deja de mirarme mientras camina hacia mí y no sé si espera alguna reacción o una de mis preguntas curiosas. Cuando lo abre, veo una gargantilla doble con colgantes. Siento el peso de los diamantes blancos en el cuello cuando me la abrocha. La pieza me recuerda a las glicinias, como si la planta se me enrollara en la garganta y me cayera en el pecho. —¿Qué tal luzco? ¿Me veo como la novia del rey? —Abro los brazos y doy una vuelta para que me dé su opinión antes de ir por la estola de piel que me servirá de abrigo. Él me da un vistazo rápido, pero no comenta nada—. Tomaré su silencio como un: «Se ve hermosa, señorita Naford». —Jamás diría nada semejante —contesta sin mirarme. —Pero tampoco ha dicho lo contrario. —La espero abajo. —Camina hacia la salida y abre la puerta, pero se detiene antes de dar un paso afuera. Dándome la espalda, habla—: Debería considerar los corsés. Me permito una sonrisa tímida ante el halago, pues lo fue. Es lo máximo que podré sacarle, al menos por ahora. Lo sabía. Me veo bonita. 7 EMILY Nos encontramos frente a las puertas del salón de eventos en completo silencio, uno al lado del otro, esperando el momento para entrar o, más bien, esperando el momento en que el rey Lacrontte quiera entrar. Es él quien no se decide. Teme quedar al descubierto; no creo que su indecisión sea por enfrentarse al público. Debe estar acostumbrado a las multitudes. El reloj ya marca las ocho de la noche y la música retumba fuerte. Siento presión por lo que se aproxima y los nervios me recorren como rayos en una noche de tormenta. Ruego en silencio que no haya nadie ahí dentro que me reconozca y me deje en evidencia. Si se descubre mi identidad, este hombre me enviará directo a la horca, estoy segura. —Deberíamos entrar tomados de la mano. Eso afianzaría la imagen de nuestra relación —propongo mientras intento entrelazar nuestros dedos, pero, como el grosero que es, se aparta. —¿Olvida la regla de cero contacto físico? Qué exagerado. Técnicamente no nos estaríamos tocando porque llevo guantes. —Pensé que después de lo del sillón la regla había perdido validez. —Eso fue una excepción obligada. Ahora, mantenga la compostura. Les da la indicación a los guardias de que abran la puerta y los nervios me invaden. —Pónganse de pie y hagan una reverencia para recibir a su majestad, el rey Magnus VI Lacrontte Hefferline y a su acompañante, la señorita Emery Naford —anuncia el portavoz. El salón entero se levanta y una a una las cabezas se inclinan. Sé que el gesto no es por mí, pero no deja de ser inquietante ver cuánto poder tiene una sola persona frente a una multitud. —Esto es extraño —le susurro al rey Magnus a medida que nos movemos entre las mesas y las personas que ya se levantan—. ¿No le resulta curioso ver cómo otros se inclinan ante usted? —He recibido reverencias desde el día en que me presentaron al mundo. Es normal. Además, me lo merezco. Ni siquiera sé para qué hice la pregunta. Debí imaginarme la repuesta humilde que daría. El salón está iluminado por candelabros de luces amarillas y la temperatura está controlada por un calefactor de hierro que se pierde al fondo del lugar, donde ni la luz ni la decoración llegan. Unas mesas circulares con manteles blancos están dispersas como pequeñas islas de reinos cercanos, todas engalanadas con un arreglo de tulipanes y lirios de agua verde. Me queda claro que aquí las flores no están prohibidas. El olor de las hogazas de pan, de la carne y las especias aromáticas se alza en el aire. Las risas y los murmullos normales de las conversaciones suenan por encima del ruido de los cubiertos y de las copas al chocar unas con otras. Es una sinfonía ruidosa que inicia cuando todos vuelven a tomar sus lugares. Hay una tarima contra la pared izquierda, en donde los músicos hacen su trabajo. El sonido del violonchelo es tranquilizante y me da la impresión de que esa melodía sedosa es la que se escucharía al final de una guerra. Llegamos a la mesa de la familia real. Tomo asiento con Gregorie a mi izquierda y el amargado a mi derecha. La atención de todos está puesta sobre nosotros, sobre mí, y lo entiendo, ya que soy una completa desconocida para ellos y estoy sentada con los Lacrontte como si fuera un miembro más al que se les había olvidado presentar. Veo a Francis sentado en uno de los puestos cercanos. No sé si es su deber estar sin compañía o si él así lo prefiere. Nos vigila, aunque sin ninguna emoción evidente. Ese hombre es como un baúl que cerraron con un gran candado oxidado. —Emery. —Gregorie se inclina hacia mí y, olvidándose de cualquier protocolo, me da un beso en cada mejilla. Tiene la calidez que le falta a su primo—. Luces preciosa con ese vestido. Apostaría a que eres la mujer más hermosa de toda esta fiesta. Su ánimo es reconfortante y me hace sentir tranquila, bien recibida. Es un alivio para mis nervios y mi inseguridad. Se me relajan los hombros bajo su sonrisa. Al menos habrá alguien que esta noche no se comporte como un pedazo de hierro frío. —Magnus me dijo exactamente lo mismo. —Uso el hecho de que no me puede contradecir para lanzarme un halago. Lo miro de reojo y él ya está viéndome. No se nota molesto, sino más bien divertido, pues sabe lo que estoy haciendo. —¿Quién lo diría? Llegó la mujer que le saca las palabras del alma. —Hablando de palabras, mi niño, ¿no quieres dar un discurso para Emery? —le pregunta la reina madre a su nieto menor. —¿Por qué lo haría? —replica, apático. —Porque es tu novia —insiste— y es su cumpleaños. —No soy amante del afecto público y las palabras también cuentan. —La paciencia que tuvo que reunir Vanir para aguantar este trato me supera. No podría estar al lado de alguien al que le cueste demostrar lo que siente por mí —. Y usted —me dice en voz baja con la vista al frente y las manos apoyadas en la mesa—explíqueme eso de que le dije que era la mujer más hermosa de la fiesta. —Bueno, lo acaba de hacer. Esto de salirme con la mía me está gustando. —Creo que debo incluir una regla más en nuestro acuerdo: no podemos inventar nada que sabemos que el otro no haría o diría. —Debemos fingir que estamos enamorados, ¿lo recuerda? Un halago no le hará daño a su reputación. —Si esos son los términos, a usted no le importará que diga que me pidió que nos fuéramos temprano para terminar de celebrar su día en la habitación. Se me calientan las orejas. Debo estar ruborizada, sin duda. ¡¿Cómo se atreve?! Jamás diría nada semejante. —Bien, tregua. Entendí el punto. Tengo una pregunta, majestad, ¿por qué ahora se lleva tan mal con Gregorie? — Suelto la duda que me está quemando por dentro. Por fin me clava esos ojos verdes como una daga, con ira y sin piedad. Lo ha enojado la pregunta. —Trato de entender, nada más. —No tiene que entender nada. Ese es un asunto que no le incumbe. Más bien prepárese para bailar el rito con Gregorie. Intente no cometer faltas frente a él. El error de no saber cómo nos conocimos no puede volver a repetirse. —En realidad eso no es del todo falso —le explico en voz baja para que nadie más que él logre escucharme—. Mi padre me contó que nos conocimos de pequeños en el palacio de Mishnock cuando fue usted de visita con su padre. —¿Qué? —Aparta la copa de la que pretendía beber y se queda pasmado—. ¿De qué basura habla, pueblerina? —Emery. —Gregorie interrumpe la historia que pienso relatarle, la misma que me contó mi padre. Me toma de la mano, animado, y con aire descomplicado se levanta de la mesa y me obliga a hacer lo mismo—. Es hora de ir a la pista de baile. La mirada del rey Lacrontte parece gritarme que me quede y que llene la laguna que le he abierto en la cabeza. No lo recuerda. Llegamos a la pista de baile en tanto los invitados se forman en parejas para iniciar el rito. Los hombres sacan del bolsillo interior de sus chaquetas un pañuelo de seda y toman luego a su compañera por la cintura. Se posicionan en un círculo a nuestro alrededor. Por encima de las cabezas, miro en dirección al rey Magnus, quien mantiene sus ojos en mí; sin embargo, sigue sentado en la mesa. No vendrá. La música inicia, enérgica, y los violines llevan el ritmo. Las parejas empiezan a moverse, al igual que Gregorie y yo. Ellos llevan el círculo hacia la izquierda, en contra de las manecillas del reloj, y, tras una vuelta, se devuelven en la dirección opuesta mientras nosotras seguimos girando en la misma posición. Después los veo dividirse en dos círculos, uno dentro de otro. —Van a tocarnos y después regresarán al círculo más grande para que los que están en él pasen a hacer lo propio —explica al ver mi interés—. Creí que habías aprendido el baile la primera vez. Por poco me freno en medio de la pista al escucharlo. ¡Recuerda haber bailado conmigo! —¿Lo recuerdas? Es decir, cuando nos volvimos a ver en el palacio de Lacrontte no mencionaste que me reconocías de la fiesta de tu abuela. Te presentaste como si fuera la primera vez que nos veíamos. —En ese momento era así. Luego caí en la cuenta de que eras a quien Magnus había dejado plantada en medio del salón. —No tenías que recordarme ese detalle. —No te avergüences por eso. Quien debería avergonzarse es él. —Apunta con la cabeza hacia su primo —. Cuidado, ahí viene el primero. Siento el roce casi imperceptible de la seda en el cabello. ¿Cómo saben qué hoy también es mi cumpleaños? El amargado no quiso informarlo. —Yo lo comuniqué —revela como si tuviera el poder de leerme la mente—. Sabía que Magnus no lo haría. Es por ello que se te quedaron viendo mientras estábamos en la mesa. Esperaban las palabras de quien dice ser tu novio… o las tuyas. —Sí es mi novio —le aseguro. —No intentes engañarme. Es obvio que no hay relación. —Su mano me presiona la espalda justo cuando otra pareja pasa a nuestro lado. Me han tocado y ni lo he notado—. Por cierto, pedí que el baile fuera en tu honor. Eso explica por qué nadie se ha acercado a él. Gregorie es la definición de caballerosidad. No comprendo cómo Lerentia no vio lo valioso que es. Este es su día, no el mío, y aun así me ofrece un gesto precioso. —Aunque sé que no es tu cumpleaños. Y con eso me trae de regreso del mundo de fantasía en el que me había metido. —¿Cómo lo sabes? —Intuición —me susurra con un tono cómplice—. Pero regresemos al tema: ¿por qué finges estar en una relación con Magnus? No vale la pena pretender con él. Ni siquiera voy a esmerarme en persuadirlo. A diferencia de su abuela, Gregorie sí vio cómo era nuestra relación en el palacio y lo inviable de que ocurra algo entre los dos. —No lo sé muy bien. Simplemente me lo pidió como favor. —Tampoco voy a revelarle todo lo que su primo me confió—. ¿Qué te dice tu intuición? —Vanir. Mi abuela todavía no sabe por qué terminaron y él no quiere contárselo. Sabe que no hará preguntas si lo ve feliz. Así es ella: no se mete en nuestros asuntos a menos que note que algo va mal. Entonces, si se muestra enamorado y radiante con una nueva mujer, no le cuestionará qué pasó con la anterior. La intuición de este hombre es impresionante. —Tiene lógica. ¿Puedo preguntarte algo? —Es el momento. —Nunca te agradó Vanir, ¿verdad? —Asiente sin detenerse a pensar la respuesta—. ¿Por qué? —Si soy del todo honesto, y vaya que ahora no me interesa cuidar la imagen de esa mujer, ella no me genera confianza y mucho menos después de saber cómo inició su relación. —Debo estar pidiéndole más detalles con la mirada, pues me los da—. Tenía novio cuando empezó a salir con Magnus. Eso no le importó mucho, por supuesto. Terminó con él para seguir con mi primo. En parte la entiendo, pues no hay mejor partido, pero cuando me enteré puse en tela de juicio su lealtad. Al fin de cuentas, no era un buen indicio. ¿Cómo se podía confiar en alguien que había hecho eso? Qué abierto es Gregorie para hablar de cualquier tema. Me agrada. Me pregunto por qué el rey salió con alguien sabiendo que estaba en una relación. ¿Cómo obvió ese detalle? O, más bien, ¿cómo pudo no importarle? Tuvo que haberle encantado Vanir. —Ella es deslumbrante. Quizás para él eso fue más fuerte que otra cosa —propongo. —No lo dudo. Ella es el tipo de mujer que le gusta. Pelirroja, noble de cuna y con la seguridad de una soberana. Lo tenía todo y no sé qué fue lo que pasó ni por qué le terminó sin dar explicaciones. Es como si estuviera cansado de ella, como si una mañana se hubiera despertado y el encanto que ella tenía sobre él hubiera desaparecido. Lo peor para mi naturaleza fisgona es que no puedo preguntarle al respecto. Nuestra relación se rompió mucho antes de que terminara con ella. Francis es el único que nos puede resolver la duda, pero seguro prefiere morir antes que traicionar la confianza de Magnus. ¿Habrá alguien más? No, no lo creo. De ser así, estaría aquí con ella y no habría razón para que no dejara pasar a Vanir al palacio. ¿Y si ella lo traicionó, así como lo hizo con su novio anterior? No, porque ella lo sabría. Vanir vive en la zozobra de no tener explicación alguna sobre qué ocurrió para que él le terminara. Conociendo su carácter, le habría reclamado. Tiene que ser algo más, algo tan pequeño que no logro ver. Bueno, que nadie logra ver. —Sea cual sea la razón de su distanciamiento, me gustaría que nos ayudaras y dejaras de exponernos frente a tu abuela. —En este momento no estoy a favor de Magnus, así que no puedo prometer nada. —Es por la señorita Lerentia, ¿verdad? Sonríe, pero no es un gesto genuino, sino una sonrisa de aflicción o nostalgia, quizás. Se le ensombrece el rostro, como si una nube lo hubiera cubierto. Es un tema delicado para él. Le duele y no sé si por el rey Magnus, por ella o por ambos. Me causa mucha pena su dolor, pues entiendo lo que es ser traicionada por alguien a quien se quería tanto. —Hay cosas de las que prefiero no hablar, si no te importa. Estoy seguro de que tú también tienes tus reservas. Le doy la razón. Mis reservas son con respecto a Stefan, las suyas con Lerentia y las de Magnus con Vanir. Son tres personas a las que queríamos y ahora no podemos ni siquiera mencionarlas. Supongo que así es el amor: comienza con suspiros y termina con exhalaciones de dolor. —Emery, ¿qué tan misericordiosa te consideras? —¿A qué viene la pregunta? —A que estoy pensando en cometer un arrebato solo para obligar a mi primo a fingir que siente algo por ti. No tolero verlo ahí sentado tan tranquilo. —¿Qué tipo de arrebato? —Besarte. Me tenso y siento como si me estuviera cayendo por un abismo. —Por supuesto que no lo haré. —Sonríe, tranquilizándome—. Por todos los océanos, debiste ver tu cara, Emery. Aunque con eso me ayudarías a hacerlo pagar y de paso te divertirías un poco, porque sé que estar con él no es lo más entretenido del mundo. Piénsalo y me cuentas. **** El baile llegó a su fin y yo todavía no logro sacarme la propuesta de Gregorie de la cabeza. Es irreverente, atrevido y no sé si yo pueda ser así. Además, aquí mi compañero de crimen no es él. —La vi hablar fervientemente con Gregorie —me recrimina el rey Lacrontte cuando regreso a la mesa. Qué gran recibimiento—. Espero que haya mantenido la imagen. ¿Tan pendiente estaba de mí? —¿Ve desde tan lejos, majestad? ¿O esta es su actuación de novio celoso? —No se haga la graciosa, Naford. Nunca he sentido celos por nada ni nadie. Solo quiero saber de qué hablaban. —Supongo que lo que quiere saber es si hablamos de usted. Y sí, lo mencionamos un par de veces. No tiene nada de qué preocuparse, yo jamás rompería nuestro pacto. Soy la persona más leal que conocerá. No menciono que le confirmé a Gregorie que nuestra relación era falsa porque sé que empezaría a recriminarme y no quiero que me arruine la noche. —Me cuesta creerle, pueblerina. Usted es una mishniana. —Pues ese no es mi… Las palabras se me diluyen y centro la atención en lo que hay detrás de él, hipnotizada. —¿Qué? —cuestiona, confundido por mi repentino silencio. Se gira y mira hacia la ventana, a través de la cual se ve la nieve caer. —Nieva —hablo en voz baja. —¿Y eso qué? La vio desde que llegamos aquí. Su tono no refleja la misma emoción y lo entiendo. No es algo novedoso para él y no comprende mi alegría y mi fascinación ante lo inusual que esto es para mí. —Pero no la había visto caer. ¿Podemos salir a verla? —¿Ahora? —Levanta una ceja—. No, por supuesto que no. «¿Por supuesto que no?». Me niego a recibir esa respuesta. ¿Y si deja de nevar? ¿Y si se hunde Cromanoff o se acaba el mundo? Tengo que ir ahora mismo. Recuerdo a Francis, que me aconsejó que cuando quisiera algo pusiera mi mirada más lastimera y es lo que hago. Lo miro, suplicando en silencio. Si no se levanta, iré por mi cuenta, lo juro. Su expresión se mantiene firme, dura, y parece que mis intentos por convencerlo ni siquiera lo ponen a dudar. —Serán unos minutos, lo prometo —le insisto—. Nadie notará que nos hemos marchado. Y, si lo piensa bien, es una forma sencilla de descansar de toda esta gente. —Solo porque es una buena oportunidad para escapar de esta fiesta. Él se levanta primero y yo lo sigo como un cordero. Se acerca a su abuela y se excusa, diciendo que vamos a la habitación por un cambio de zapatos para mí, pues el baile me dejó exhausta, de modo que empiezo a fingir que no aguanto un minuto más. Salimos del salón bajo la mirada curiosa de la mayoría de los invitados. Ya puedo imaginar los titulares del periódico de mañana sobre la nueva novia del rey Magnus. Nos perdemos por los pasillos en silencio. Yo empiezo a correr para alcanzarle el paso y, para mi sorpresa, él lo toma como una invitación, pues en seguida me imita. Vamos deprisa como un par de niños. Los guardias, como estatuas silenciosas, nos ven pasar. Pronto encontramos la salida al jardín trasero y nos adentramos en la noche de Kilmwarth. El pasto, los árboles y los arbustos están moteados de nieve, como si fueran gipsófilas. Los copos caen sobre mí. Me quito uno de los guantes y lo dejo caer al suelo, donde se mimetiza con las minúsculas piezas de hielo. Levanto la cabeza y me quedo en silencio, viendo la nieve bajar y unirse a la que tengo bajo los pies. Dejo que me cubra y me acaricie el cabello y la piel. El pelo rubio y el traje del rey Lacrontte se le han llenado de copos de nieve. Me mira desde su altura y los ojos verdes le brillan bajo las lámparas que iluminan el jardín. Me recuerdan a unas pequeñas luciérnagas, pero detrás de aquello se esconde una emoción extraña, como si él no pudiera creer que alguien se conmueva así con algo tan sencillo. La arruga en medio de las cejas lo delata. —¿Entiende usted lo significativo que es esto para mí? — me atrevo a hablar para aclarárselo. —Lo estoy intentando. Lo intenta. Lo intenta. Lo intenta. Eso es lindo. —¿Puedo contarle algo de mi vida? —inquiero. —Sé que lo hará sin importar cuál sea mi respuesta. Y tiene razón. Ya me conoce un poco. —De verdad no quiero arruinar este momento con recuerdos feos, pero es que en estos últimos meses he perdido muchas cosas. Perdí al hombre al que amaba y que creí que me amaba, perdí mi libertad, perdí tiempo con mi familia, perdí mi hogar y perdí a mis amigos. Vi morir a personas a las que quería y vi sufrir cruelmente a quienes no lo merecían a manos del peor ser humano que ha pisado esta Tierra y que por desgracia lleva la corona de mi reino. —¿Silas Denavritz? —pregunta, y hay tanta confusión en su voz que me queda claro que le extraña verme despotricar de mi gobernante—. Desconocía eso de usted, Naford. ¿No le agrada su rey? —Lo odio. Anhelo con todo el corazón que caiga tan bajo que nadie pueda levantarlo, que lo hagan pedazos, polvo, que no haya nada que rescatar de él. Ha hecho muchísimo daño y me molesta que nadie le haya devuelto la ira que desata sobre el pueblo. —Nunca se me hubiera ocurrido pensar que teníamos intereses en común. No diré que ha empezado a agradarme, pero ya no me resulta tan intolerable, pueblerina. —¿Usted por qué no ha podido… ya sabe… capturarlo? —Asesinarlo. Ese es mi principal objetivo, el único de mi vida. Quiero verlo desangrarse bajo mis pies, manchar el suelo. Puedo imaginar cómo teñiría la nieve de carmesí. Veo clara la imagen. No estoy a favor de la violencia, y esto sonará hipócrita, pero no me molesta cuando la frase incluye a Silas. Él no merece compasión. Jamás tendrá la mía y me tranquiliza saber que tampoco tendrá la del rey Magnus. —Espero que lo logre. Se le suavizan los rasgos, relaja la mandíbula y baja los hombros. Le gustó escuchar eso. —Lo haré. Créame que lo haré. Es un juramento y lo quiero tomar para mí. —Esto es hermoso. —Llevo la conversación a una zona más plácida—. Nunca voy a olvidarlo. Lo curioso es que usted será parte del recuerdo. ¿Se acuerda de la primera vez que vio nevar? Él solo me mira. Es un bloque de yeso. Es como si las emociones se le disolvieran por momentos, como si se le agotara la energía y solo quedara un ser inerte sin nada que mostrar. Debe ser triste vivir así, sin emociones. —¿La primera vez que tuve consciencia de ella? Sí, si a eso se refiere. Era un niño. —¿Cómo fue? ¿Era de día o de noche? Quiero saber algo suyo. No lo que me cuentan ni lo que me han enseñado de su lado feo o violento. Debe haber algo más. Su familia lo ama y tiene que ser por algo. Necesito ver de qué se trata. —¿Alguien le dijo que nevaba o usted lo descubrió por su cuenta? —insisto al ver que no responde. —Una mañana me desperté y todo estaba cubierto de nieve. —¿Y qué hizo? ¿Qué sintió? —Curiosidad, supongo. —¿Salió a verla? —inquiero y él asiente—. ¿Solo o alguien lo acompañaba? —No se vaya por ahí, Naford. Se cierra. Podría jurar que soy capaz de ver cómo levanta los muros y cómo sella las pequeñas grietas por las que había dejado que se filtrara la luz. Son sus padres. Estaba con ellos. No hay que saber mucho para darse cuenta. Ese es su tema delicado, el tema que le devuelve los sentimientos. —Cada vez que me sienta triste, volveré aquí —comento para distraerlo de sus recuerdos nostálgicos—. Porque me siento bien y chispeante. ¿Ha visto la leña crepitar en una fogata? Parece que salta y gruñe. ¿Es posible sentir eso en el estómago o, más bien, en el corazón? Es lo que siento. Es emocionante. —Excitante sería la palabra correcta. —Pues este momento es excitante. Antes solo escuchaba hablar de lluvia helada, pero ahora estoy aquí, viéndola caer con mis propios ojos y acompañada del rey enemigo. Y ahí lo veo de nuevo: el gesto que hace que sus hoyuelos se intensifiquen. Es una sonrisa pequeña y fugaz, como una estrella. Aparece y se esfuma tan rápido que es difícil grabarse la imagen. —¿Tenía que hacer énfasis en lo último? —comenta, orgulloso. Le encanta ese título. —Bueno, se supone que no debería estar cerca de usted a menos que tuviera una daga en la mano y estuviera lista para apuñalarlo y honrar a mi pueblo. —Eso ya lo hizo —me recuerda—. Espero que haya pedido que la pongan en los textos de historia. Es lo más lejos que ha llegado un mishniano. —Sin contar con que ahora puedo hacer un mapa de su habitación. —No sería capaz de traicionarme de esa manera. Después de todo, la traje a ver la nieve. Hay calidez en él. No es mucha, pero hay. Estoy a punto de añadir algo más, pero quedo en silencio cuando lo veo tensarse. ¿Qué pasa? ¿Qué hice? Se le ponen los hombros rígidos y le veo una expresión de asombro. Suspira, como si algo lo hubiera asustado, y cuando trato de volverme para ver lo que él ve, me detiene. Tiene los ojos fijos en mí, pero por el rabillo trata de ver algo que tengo por encima. —Quédese quieta. —Me pone las manos en los brazos para detenerme—. Mi abuela nos está viendo. —¿Salió al jardín? —pregunto, confundida. —No, está en el segundo piso, en uno de los balcones, mirando hacia acá. Estoy seguro de que nos andaba buscando. Esto tiene que ser un chiste. Justo ahora, ¿en serio? —¿Qué? ¿Por qué? —¿Cree que lo sé, Naford? No leo mentes. Aquí la vidente es usted, ¿no? O eso me dijo una vez. —¿Qué hacemos? —Ignoro lo anterior para no pelear. —Fingir. Recuerde que ella no nos cree del todo. Su cuerpo está demasiado cerca del mío y puedo sentir su calor, sus manos frías en mi piel y su respiración pesada. —¿Lo abrazo? —propongo—. Eso la haría ver que estamos en un momento romántico y se iría. —No, por supuesto que no. Nada de contacto físico en público. —Ella no sabe que la vio. Además, usted ya me está tocando, por si no lo había notado. Se fija en sus manos y las ve como si fueran extrañas que están cometiendo un crimen del que apenas es consciente. —De acuerdo, pero que sea rápido. Le paso las manos por la cintura y me pego a él hasta rodearlo por la espalda. Apoyo la cabeza sobre su pecho y de inmediato escucho que el corazón le golpetea con fuerza, como un tambor. Me sujeta y siento su calor mientras estamos allí, abrazados, sin decir palabra. El tiempo pasa lento. Puedo percibir su aliento sobre la cabeza, pues cada exhalación me mueve un poco el cabello. Somos estatuas con la boca sellada y los ojos abiertos. Esto no estaba entre mis planes, pero no me desagrada. Es decir, a nadie le disgusta un abrazo, ¿verdad? Además, hace frío y creo que incluso era necesario. Me pregunto si él pensará lo mismo. —¿Cree que con eso sea suficiente? —digo en voz baja después de unos segundos. Lo próximo que siento es cómo me roza la garganta. Me separa un poco de él y me obliga a levantar la cabeza. Antes de que nuestras miradas pueden cruzarse, noto que elimina la distancia que nos separa y sucede lo inesperado, lo que jamás pensé que pasaría esta noche… ni la siguiente… ni nunca. Sus labios se posan sobre los míos, dominantes, agresivos, como si tratara de pasarme su ira en un beso. El rey Magnus me está besando. Se siente irreal, extraño. Dudo en corresponderle, pero, aún sin ceder del todo, muevo los labios, recibiéndolo. Me aferro a su chaqueta con las manos temblorosas, quizás por las emociones o por el frío. No lo sé. En este momento no pienso con claridad. Los hombros, que al principio tenía muy tensos, se me relajan, pues he decidido aceptar el arrebato. Siento cosquillas en el estómago y las piernas me flaquean, pero sus manos me sostienen mientras me besa. Nunca había experimentado un beso así, es imponente y agresivo como él. Me dejo llevar y veo un mundo de colores detrás de los párpados. Me invade una sensación de osadía que me hace cosquillear partes del cuerpo que no me gustaría que reaccionaran, tal como sucedió mientras me ajustaba el corsé en la habitación. Su mano me acaricia el cuello y la siento como un lujoso collar, sus labios juegan con los míos como si se hubieran reservado por días y ya no se resistieran más. Sin embargo, justo cuando esa sensación mágica se apodera de la parte más baja de mi abdomen, él se separa y el hechizo se rompe. Escucho aplausos detrás de mí y me giro, confundida. Aidana, feliz, chilla desde el balcón con una sonrisa amplia y orgullosa. —Lo sabía —grita para nosotros—. ¡Sabía que sí estaban enamorados! Miro al rey Lacrontte y él a mí. Luce espantado. Tiene las pupilas dilatadas y los labios enrojecidos, que son la prueba clara de lo que hacíamos… de lo que hizo. Bueno, yo le correspondí. Fue algo de los dos. —Abuela, ¿qué haces ahí? —responde en voz alta. Trata de sonar sorprendido, pero no es una buena actuación. No parece concentrado y noto lo que le cuesta aparentar una calma que no siente—. ¿Podrías dejarnos solos? Aún siento en los labios el roce fantasma de los suyos, como una corriente que no se va, y lucho por dejar las manos abajo y no tocármelos. No quiero que vea que sigo pensando en el beso. ¡Por todas las flores! Acabo de besar al rey Magnus. —De acuerdo, de acuerdo. Solo quería comprobar que siguieran aquí y que no hubieran huido a Lacrontte. ¿Piensan volver a la fiesta? Ah, era eso. —Tenemos mejores planes —se excusa él—. Si puedes ser discreta, te lo agradeceríamos. Siento el calor de la vergüenza apoderarse de mi cara por la mirada pícara que nos regala ella a la distancia. Cree que encubre nuestras fechorías, cuando en realidad es todo lo contrario. El rey Lacrontte parece indeciso cuando volvemos a estar solos. Mira hacia los lados, como si buscara a otro espía entre las sombras. Aunque nos mantenemos en silencio, nuestras mentes gritan. La mía exige una explicación de su arrebato y la suya seguro está ideando algo para escapar. No es capaz de verme a los ojos y empieza a alejarse como si hubiera bebido de la fuente envenenada y ahora sintiera los efectos de la dosis que tomó. —Que no se le ocurra jamás mencionarle a nadie lo que pasó —me ordena con una calma que esconde cierta rabia. Tensa la mandíbula y se pasa las manos por el pelo, despeinándose. No tiene derecho a molestarse cuando él fue quien lo inició todo. —Descuide. —Perfecto, porque nadie le creería. —Fue usted quien me besó. —Cruzo los brazos, enojada por su ira injustificada. —Un error. Algo que no va a volver a pasar. Suena más como si se lo estuviera diciendo a sí mismo y no a mí. —Entonces debería disculparse por lo que hizo. —Yo no le pido disculpas a nadie, Naford, y no pienso empezar con usted. Este beso ha sido de mis mayores equivocaciones, de las más graves y desagradables. —No se atreva a hacerme sentir como si tocarme fuera repugnante. —Lo apunto con el índice mientras la sangre me hierve en las venas—. No le voy a permitir que intente rebajarme solo porque se arrepiente de sus actos impulsivos. —Yo no he dicho nada semejante. ¿Cómo es que llegó a una conclusión tan desatinada? —¿Qué quiere que piense con lo que acaba de decir? —No buscaba ofenderla. —Parece que se esforzara por hacerlo. Puedo entender que yo no tenga el tipo de belleza que le resulte aceptable, pero merezco respeto. Y he soportado ya muchos comentarios ofensivos porque no estoy en posición de discrepar. No obstante, me gustaría que, si estamos juntos en esto, me respetara un poco más. No es una petición descabellada, ¿o sí? Suelto todo lo que tenía por dentro. Me duelen muchas de las cosas que dice. Soy una persona con sentimientos, que viene de una relación en la que no fue suficiente y que ahora se enfrenta a un rey que no para de repetirle cuán inferior es. No sé si mi autoestima pueda soportar tanto. Le hago frente y no le doy demasiada importancia a lo que dice, pero cada palabra suya me acerca a un abismo al que tarde o temprano caeré. —Fue lo suficientemente interesante como para hacer que me equivocara. Es todo lo que diré. —Interesante es extraordinaria en sus términos, ¿no?—. Recuerde que puedo leerla, Naford. No le he hecho ningún halago. Este tipo es tan amargo como las alcaparras y esa actitud prepotente me enerva. ¿Para qué me besó en primer lugar? Con el abrazo bastaba. No me gusta que ahora quiera lavarse las manos cuando fue él quien provocó esto. —Entiendo. No siendo más, me retiro. Me doy media vuelta y empiezo a caminar hacia el interior del palacio, dolida. No buscaba que dijera que besarme había sido el mejor de sus momentos, pero tampoco que lo catalogara como un error desagradable. —Emery —me llama. Es la primera vez que usa mi nombre mientras estamos a solas—. Tomaré en consideración su petición. —No le agradeceré que me trate con respeto. Es lo mínimo que me merezco. —No le estoy pidiendo que lo haga. Solo se lo aviso. Por cierto, feliz no cumpleaños. Espero que mi comentario no haya arruinado su recuerdo de esta noche. —¿Le preocupa? —Este momento parecía importarle demasiado y no quiero ser yo quien se lo ennegrezca. —No le daré el poder de manchar el recuerdo. —¿El beso hará parte de él? —Evidentemente. —De ambos, entonces —habla con una voz suave y pacífica. Por fin está siendo amable—. Espero que cuando vea la nieve no evoque este momento. —¿Sería malo si lo hiciera? —Me planto firme para esperar su respuesta. —No, si se queda como nuestro secreto. —Tenemos más cosas en común. —Más de las que quisiera. Ahora sé cómo sabe su boca, Naford. No era algo que estuviera interesado en descubrir. —Usted fue por ella. —Tiene toda la razón. —¿Y bien? —me atrevo a preguntar—. ¿A qué sabe? —Ese es un detalle que prefiero reservar solo para mí. Si me disculpa, volveré dentro. Pasa por mi lado como una brisa, rápida y refrescante. No se vuelve ni se detiene. Mientras camina lo veo guardarse algo en el bolsillo del pantalón. Aunque no logro descubrir de qué se trata, tengo una sospecha. Me fijo en el pasto para ver dónde está mi guante, pero no lo hallo. Ahora estoy segura de que él se lo ha llevado. 8 EMILY Hoy los pasillos están oscuros, silenciosos. La mayoría ya duerme, si no todos. Desde el beso de ayer no he vuelto a ver al rey Lacrontte, y eso que estuve buscándolo todo el día. Su ausencia no pasó desapercibida, por supuesto. Su abuela y su tía me preguntaron por él y no supe qué responderles. Y es su ausencia la que no me permite dormir, la que me obligó a salir de mi habitación para tomar aire. ¿En dónde se ha metido? ¿Acaso regresó a Lacrontte y me dejó aquí tirada? Los guardias que hacen el turno nocturno se mantienen estáticos en los pasillos. Ninguno me mira. Supongo que ya están acostumbrados a las caminatas de los visitantes. El arco de entrada a la cocina, a donde voy, está iluminado con la luz del interior. ¿Hay alguien adentro? ¿Será el rey Magnus? Puede que se haya estado escondiendo allí, aunque lo dudo. Entro con temor de lo que pueda encontrar y ruego en silencio que no se trate de Francis, ya que sus preguntas y su constante vigilancia me ponen nerviosa. Siento que, si paso mucho tiempo con él, va a descubrirme. En el momento en que cruzo la entrada me detengo y no por miedo, sino porque allí está la última persona a la que esperaba encontrarme: Gregorie. El vapor aromático y cítrico que sale de una olla me indica que se está preparando un té. Me sonríe cuando me ve y me ofrece una taza de té de pasiflora. —¿Tampoco puedes dormir? —pregunta, y niego con la cabeza—. Bienvenida a la reunión del insomnio. Ya me hacía falta una nueva integrante. Ser el único es aburrido. Lleva una bata de dormir verde oscuro que se anuda a la cintura con un cordón dorado trenzado. Las mangas son largas y anchas. Tiene los ojos cansados y le veo unos surcos pronunciados debajo de ellos. El cabello despeinado lo hace ver como un noble angustiado por las deudas que se refugia en la cocina para que su esposa no sospeche de los problemas. Sin embargo, apuesto todo lo que tengo, que no es mucho, si soy sincera, a que aquello de lo que escapa lo lleva consigo a cualquier lugar. —Seguro es la pregunta más tonta que te han hecho hoy, pero debo hacerla. ¿Tú mismo lo preparaste? —Señalo el fogón recién apagado. —No es muy difícil poner agua a hervir y luego echarle un par de flores, Emery. —Se ríe y es un sonido tan contagioso que lo imito—. ¿No crees que un rey pueda prepararse un té? —Sé que tu primo no lo hace. —Por suerte no soy él, entonces. Tengo ciertas habilidades culinarias, que se resumen en… hacer té. ¿Tienes tú alguna escondida? —Sé hacer perfumes. —Bueno, eso es mucho mejor que un té, sin duda. —Se ríe de nuevo y los ojos se le hacen pequeños, como dos almendras delgadas. Estar a su alrededor es sencillo. No debo cuidar constantemente lo que digo o hago para que no lo consuma la rabia. Eso es agradable. Las lámparas del techo le iluminan el lado izquierdo de la cara. Me acerco y me siento en uno de los bancos altos de madera de la isla de la cocina. Veo fruta en las cestas —manzanas, grosellas y ciruelas—, pero no toco nada. Hay también una artesa con pan y un frasco de lo que creo que son fresas en conserva. —Frambuesas —dice al ver la dirección de mi mirada—. Conserva de frambuesas. Puedes comer lo que quieras. —No he venido por hambre. —¿Y entonces? ¿Qué es lo que te quita el sueño? —La vida o el rey Magnus. No lo sé muy bien. —Puede que ambos. Quizás tiene razón. No he dejado de pensar en lo que sucedió anoche. En el beso. Ni siquiera pude dormir bien. Me la pasé dando vueltas en la cama, incrédula. Me levantaba e iba al espejo a mirarme para tratar de convencerme de que esa persona en el reflejo era yo, la misma persona que se besó con el rey Lacrontte. Ni en mis más fantasiosos sueños imaginé algo así. Y es que todo evocaba el recuerdo. Mi ropa olía a su perfume, en el cuerpo aún sentía la presión de su abrazo y en el estómago aún tenía una sensación de revoloteo. Y me preocupa, porque yo lo sentí real, fue un beso de verdad, pero algo me dice que el rey Magnus no diría lo mismo. No tenía por qué besarme y lo hizo. Lo decidió. ¿Por qué si dice detestarme tanto? En el fondo sé que no le desagrado tanto como quiere hacerme creer y él a mí tampoco. —¿Todavía no lo encuentras? —inquiere Gregorie, antes de beber de su taza. —¿Tan evidente es para todos que me está evadiendo? —No sé si para todos, pero sí para mí. ¿Hasta cuándo durará su juego? —Este fin de semana. —¿Y luego qué, Emily? ¿Le dirás la verdad? El aire se me escapa. ¿Qué ha dicho? De un momento a otro la cocina se vuelve pequeña y me siento encerrada. Pestañeo varias veces, perdida. He escuchado mal, no hay de otra. —¿Qué has dicho? —le pregunto con la mayor tranquilidad que puedo aparentar. Y, para mi mala suerte, lo veo sonreír con el mismo gesto de superioridad de su primo. —¿Y luego qué, Emily? ¿Le dirás la verdad? —repite—. Sé quién eres, Emily Malhore. Ya puedo imaginar la cara que pondrá Magnus cuando se entere de que eres la exnovia del rey Stefan. ¿Las paredes de este lugar han empezado a colapsar o la mente me engaña? Me hundo tan profundo que ni siquiera puedo inventar algo. Estoy contra un paredón, con una luz blanca que me ciega los ojos, y me espera un disparo justo en el centro de la cabeza. —No sé de qué hablas —logro decir sin mucha fuerza. —No tienes que fingir conmigo. En otra oportunidad ya se lo habría contado, pero ahora no me interesa ponerlo al tanto. No se merece mi ayuda. —¿Podrías darme un vaso de agua, por favor? Me apoyo en la encimera, mareada. El miedo se apodera de mí. Lo sabe todo y una palabra suya podría acabar con lo que he conseguido hasta ahora. No quiero volver a ser prisionera. Me zafé de las garras de Vanir y no quiero caer por esto. Claro, por eso sabía que ayer no era mi cumpleaños. No era intuición. Ya me ha investigado. —Respira. No diré nada. En este momento te tengo más aprecio a ti que a él. —¿Cómo te enteraste? —Por el periódico. Claro, los diarios de Mishnock no llegan acá. Sin embargo, conoces parte de la historia: Lerentia. Cuando la perdí, sentí que me ahogaba, que todo se había acabado para mí. La amaba y no podía entender por qué se había ido, por qué me dejaba a medio camino de nuestro compromiso. Necesitaba algo y me refugié en las noticias. Aquí las noticias de tu reino no llegan a menos que sea algo extraordinario, como que la novia del monarca mayor rompa su compromiso y se una en nupcias con el rey enemigo. Cuando lo supe, casi enloquezco. Fue un puñal directo al corazón. —Veo la tristeza en sus ojos apagados, que me evitan. Habla con el tono melancólico de alguien que aún no acepta una pérdida—. A partir de entonces comencé a pedir que me trajeran el periódico El portal de Mishnock, en el que buscaba notas que la mencionaran. Aún quería verla y saber de ella. Y, entonces, un día te vi. «Emily Malhore es el perfume del rey», eso decía la nota que incluía una fotografía tuya. Te reconocí. Eras la Emery Naford de Magnus y ahí comprendí que Pharell era en realidad Stefan. Me siento como una tonta al creer que los engañaba a todos, cuando uno de ellos ya conocía cuál era el camino que iba a tomar antes de que yo diera el primer paso. —¿Desde cuándo lo sabes? —Eso no importa ahora. ¿Sabías que figuras como desaparecida en Mishnock? Hay una recompensa por ti. Debería reportarte. ¿Recompensa? ¿Stefan no piensa dejarme en paz jamás? La ira hace que se disipe la angustia que me nublaba hace unos instantes. —¿Alguien más…? —Dejo la pregunta a medias y él niega. —Solo las personas encargadas de traerme el diario. ¿Quieres contarme qué pasó? Se lo narro todo con la única condición de que al final me diga que pasó con Lerentia. Aunque sospechaba algo, su repuesta me deja de piedra. —No hay mucho que decir. Estábamos comprometidos, la amaba, pero me terminó porque la atraía mi primo. Hilarante, ¿no lo crees? Entre todas las personas del mundo, él. Esperaba cualquier cosa, excepto eso. Me quedo muda y, aunque muevo los labios, no me salen las palabras. Eso aumenta todavía más mis sospechas de que esos dos tuvieron un romance. —¿Fueron amantes? —Él dice que no, pero mi resentimiento no quiere creerle. Entiendo lo que pudiste sentir, Emily. El dolor de ver cómo te reemplazan por alguien más, de no ser suficiente para alguien, un momento de diversión y nada más. Cuánto daño pueden hacerle un par de palabras a un corazón enamorado. En su mirada veo lo que una vez vi en la mía: un vacío profundo de desconsuelo mientras se vive por inercia, esperando que esa persona vuelva a decirnos que todo fue un juego. Lo peor de tener el alma en pedazos por amor es que hasta la más estúpida de las disculpas nos haría aferrarnos a las migajas. —Si sirve de algo, el rey Magnus una vez me dijo que jamás tendría una amante. —Y también decía que se cortaría un brazo antes de tocar a una mishniana y tú estuviste sentada en sus piernas. Creo que no es el ser más honesto de esta helia. No quiero defenderlo, no debería, pero me niego a pensar que traicionó a su primo. No lo creo capaz… o al menos es lo que quiero imaginar. —Lo odio. —Baja la mirada mientras me lo confiesa—. Cada vez que lo veo, recuerdo lo que me quitó. —Ella se fue porque así lo quiso —comento, defendiéndolo—. Y cabe la posibilidad de que el rey Lacrontte te fallara como primo, pero Lerentia es adulta y si tomó esa decisión de marcharse es porque así le apetecía. Además, acabó casada con alguien más. —Y eso es lo que no comprendo. —Se masajea la frente, irritado—. ¿Por qué Denavritz? Me confesó su atracción por Magnus con mucha pasión, pero luego fue y se casó con otro. No lo entiendo. —Es un matrimonio por conveniencia. Los Wifantere ayudaron a Silas y, a cambio, le hicieron prometer que Stefan se casaría con su hija. Supongo que fue para tener dos hijos con el título de monarcas. El príncipe Lorian en Cristeners y Lerentia en Mishnock. —Pues eso levanta aún más sospechas. —Entrecierro los ojos y él comprende que no entiendo a qué se refiere—. Magnus es un manipulador nato. Debe estar usando lo que ella siente por él para que le pase información. Si está casada con Stefan y vive en el palacio, ella le sirve de informante, estoy seguro. Confiar en Magnus es ponerte una venda en los ojos y permitir que te lleve directo al abismo. —De verdad le guarda rencor—. No quiero aburrirte más con esto. Deberías descansar. Te espera un viaje largo mañana. —Eres muy valioso, Gregorie. Que de eso jamás te quepa duda. La sonrisa que me regala es la más triste que he visto en mucho tiempo. No cree ni una palabra de lo que le digo y lo entiendo. Si alguien me hubiera dicho algo parecido cuando Stefan acababa de terminar conmigo, tampoco lo habría creído. Todavía no lo creo del todo. —No lo suficiente como para que ella se quedara. —Deja en el mesón la taza a medio beber—. ¿Sabes una cosa? Si algún día necesitas ayuda con Stefan, si llega a encontrarte, no dudes en buscarme. Tienes mi favor. —Mira hacia la puerta. Se irá—. Buenas noches, Emily. Tu secreto está a salvo si me prometes que el estado de mis sentimientos también lo está. —Hasta el final de mis días —le aseguro—. Antes de que te vayas… ¿No sabes en dónde puedo hallar al rey Magnus? No está en la habitación, ni en el jardín, ni en ningún lado. —El ala sur. Hay una torre solitaria al fondo del patio. Debe estar ahí tocando el piano. Es lo que hacía de adolescente cuando quería descansar de todos. Así que toca el piano. No me lo habría imaginado. Salimos de la cocina y tomamos caminos diferentes. Yo voy por los pasillos, agitada. Estoy enojada y preocupada por ese testarudo de ojos esmeralda. No es justo que desaparezca así y tampoco es justo que me importe. Supongo que solo estoy cumpliendo mi papel de novia ficticia. Sí, es eso. Llego al patio y de inmediato el aire gélido me ataca. El cabello se me levanta como una cometa en el cielo y siento que la bata no me protege en absoluto. A lo lejos veo la torre solitaria de calicanto coronada con una almena. Se me cuela la nieve en los zapatos, lo cual dificulta mi caminata. Al llegar, veo que la puerta de tablones gruesos se encuentra entreabierta. Es pesada y me cuesta empujarla. Adentro subo por una escalera de caracol mientras escucho una melodía suave que proviene de un piano. Al final de los escalones me encuentro con otra puerta más pequeña y arqueada. Cuando entro, me recibe la música. El rey de Lacrontte está sentado sobre el banquillo de un piano, moviendo los dedos sobre las teclas con una naturalidad fascinante. No nota que he llegado: tiene la mirada fija en la ventana y está concentrado en la nieve que cae, como si fuera ella la que le dijera qué tocar. La melodía es baja y delicada, como un cántico de cuna. Camino despacio por la habitación. Da la impresión de que el color abandonó este lugar. —No sabía que tocaba el piano —hablo con delicadeza para no alterarlo—. Es increíble que tenga ese talento. Yo no sé tocar. Se gira, espantado. Cuando me ve detiene la melodía abruptamente y el lugar se sume en un silencio sepulcral. —¿Qué hace aquí? —me recrimina con dureza. —Lo estaba buscando. —Camino hacia él—. Si le gustara el té, le habría traído uno. —¿Cómo me encontró? —Gregorie me dijo que podría estar aquí. —¿Quién más que él? —se queja en voz baja, pero logro escucharlo—. Si vengo acá es para estar solo. —Siento que huye de mí. —Yo no huyo de nadie, Naford. —De mí sí. ¿Es por lo de anoche? —pregunto con valentía. Desvía la mirada hacia la pared y se reacomoda en la butaca como si le molestara. —Le dije que ya no hablaríamos de eso. —Usted me hace pensar en ello al adoptar esta actitud. Si actuara con normalidad, ya lo habría olvidado. ¿Ha pasado aquí todo el día? —¿Eso importa? —Sí, porque significa que no ha comido. —¿Qué es lo que quiere, señorita Naford? —Saber por qué me ha estado ignorando todo el día. En otras circunstancias no sería algo que me inquietara, pero su abuela me pregunta por qué no estamos juntos. Supongo que esa es una cuestión que debe interesarle, ¿o por lo de ayer se rompió nuestro pacto? —Se mantiene en silencio, así que continúo—. Majestad, quiero que le quede algo claro: yo no estoy aquí porque quiera, sino porque usted me trajo. Es usted quien me necesita, así que le pediré que no actúe como si yo lo fastidiara con mi presencia cuando... —Sí, sí lo hace, pueblerina. —Deje de llamarme así. Soy Emery. —Bien, Emery. —Se levanta del banquillo, se detiene a unos centímetros de mi cuerpo y me mira desde arriba con desprecio, queriendo desaparecerme de su vida—. Sí, me fastidia su presencia. Es invasiva. Todo el tiempo tiene algo que decir, algo que recriminarme. Me hace actuar como un niño pequeño y ni siquiera cuando era un crío me comportaba de esa manera. Es usted el motivo de todos mis escándalos, de mis indecisiones, y un rey no puede permitirse ninguna de las dos, así que, por amor a su vida, haga silencio. Me intimida tenerlo tan cerca. Se me acelera el pulso, lo juro. Me quedo callada y no solo porque me lo pida, sino porque es su momento de hablar. Él siempre es el silencioso, al que tengo que presionar para sacarle algo, pero es claro que ahora quiere desahogarse. —Si está aquí es porque necesitaba a alguien y usted estaba allí. No le dé demasiadas vueltas… Es lo que yo intento hacer. Créame que me esfuerzo por llevar la fiesta en paz, por no ser tan duro con usted. Algo que no me deja muy fácil cuando empieza a preguntar y preguntar. —No quiero discutir. Somos aliados, no enemigos. —En realidad sí lo somos. —No en este caso. Puedo ver que se relaja. Baja los hombros y exhala. Lo observo desde abajo, atenta. Su cuerpo se interpone entre la luz y la habitación, así que resplandece como si se tratara de un ser celestial. —Sé que en el fondo no le desagrado tanto como quiere hacerme creer —comento con valentía la teoría que tengo. Y tampoco me habría besado si le desagradara, aunque eso prefiero no decírselo. La manera en que se le oscurecen los ojos es de temer. No le hizo gracia mi comentario. —¿Por qué mejor no toca algo como símbolo de paz? — propongo para salvar la situación. No quiero discutir con él. —¿Hay un buen motivo para hacerlo? —Su expresión se suaviza y sé que hice lo correcto. —Estoy yo. ¿Eso es suficiente? —Podría intentarlo, pero solo si promete no hacer ninguna otra pregunta. Vuelve al banquillo y hace sonar el piano. Parece la misma melodía de antes, pacífica y dulce. Me acerco y me apoyo en la tapa para observarlo desde ahí. La luz de afuera le ilumina el rostro. No me mira. No quiere hacerlo, estoy segura. Sin embargo, está tocando para mí y me conformo con eso. Es la misma melodía arrulladora que escuché al principio. Se concentra y yo me concentro en él hasta que termina la pieza. —Cuando era pequeña quería bailar ballet y no pude —le cuento una vez me devuelve la mirada. Es una historia, no una pregunta—. En ocasiones miraba las clases desde una ventana y se oía dentro un piano que guiaba las prácticas. —¿Y por qué no pudo? —Le brillan los ojos con cierta inocencia. Ni siquiera me molesto en responderle, pues basta con mostrarle una sonrisa triste para que él capte el mensaje: falta de dinero—. Debí imaginarlo. Hágalo, baile. Si yo toco, usted debería bailar. ¿Qué? ¿Bailar para él? No, no, no. Ni siquiera he bailado para mis padres. Soy terrible. Conociéndolo, sé que se burlará de mí. No estoy dispuesta a pasar ese bochorno. —De usted puedo creer cualquier cosa, excepto que sea tímida, Naford. ¿Le da vergüenza? ¿Conmigo? Pensé que ya había confianza entre nosotros. Al fin de cuentas, somos novios, ¿no? Si no es capaz de mostrarme su baile a mí, ¿a quién entonces? Me gusta cuando se relaja. Es muy divertido así. —¿Cómo sé que no se reirá de mí? Nunca aprendí —le recuerdo. —Dijo que veía las clases. Algo debe recordar. Además, yo nunca he estado en una práctica de ballet. Puede que me convenza de que es la mejor bailarina del mundo. Daré fe de su talento si lo hace bien. —¿Y si lo hago mal? —Guardaré el secreto hasta mi muerte. Nadie se enterará de que una vez en una torre una mujer no supo impresionar al rey de Lacrontte con sus dotes de baile. Planeo proteger su buen nombre hasta el final de mis días, Naford. ¿Por qué no puede ser así todo el tiempo? —Bien, solo por usted. —Vaya honor. Me quito los zapatos y dejo las puntas de los pies hacia afuera, en la primera posición, pero el resto es simplemente un desastre. Aun así, sigo adelante, sin orden. Levanto los brazos, doy un paso al frente, hago unos giros e incluso trato de ponerme en puntillas, pero me caigo igual de rápido que una manzana de un árbol. Lo veo sonreír. Una sonrisa de verdad y sin inhibirse. Me detengo y me cubro la cara con las manos. Me doy media vuelta para que no lo vea. Esto es terrible. Debí haber dicho que no y salir corriendo cuando lo propuso. —No, nada de darme la espalda, señorita. —Lo escucho desde atrás—. Definitivamente no aprendió nada. Aunque fue mucho mejor de lo que esperaba si le soy honesto. —Entonces no esperaba mucho. Lo escucho reír y me vuelvo en el acto. Eso es algo que no puedo perderme. Es una risa espontánea, breve y baja. Los ojos le brillan y los hoyuelos aparecen. Es agradable verlo divertirse. —Si todavía le gusta, debería tomar clases. En Mirellfolw debe haber algunas escuelas. —¿Y las pagará su mandato? Porque aún no tengo la carta de recomendación y nadie me da trabajo. —De acuerdo. Yo se las pagaré. Claro, con algunas condiciones. No puede bailar para nadie más que no sea yo. No me lo tomo en serio. Estamos bromeando. Él no querría de verdad que bailará para él. —Eso no es muy justo. Pero siendo así, no puede usted tampoco tocar para nadie más. —No tenía intenciones de hacerlo, por lo que tenemos un trato. Me ofrece una mano y la estrecho fuerte. Hemos avanzado. —¿Quién diría que primero aprendería a disparar que a danzar? —Pongo en duda lo de aprender. Usted nunca pudo dar un tiro certero. —Quizás lo mío no sean las armas de fuego, sino las cortopunzantes. Por cierto, ¿cómo sigue la herida de su brazo? —¿Quiere verla? —propone, y yo asiento, un poco confundida. ¿De verdad me la enseñará? Empieza a desabrocharse los botones superiores de la camisa y se detiene cuando llega a la mitad del pecho. Recuerdo el día en que sucedió. Estaba semidesnudo y sudoroso en el patio del palacio. Recuerdo haber detallado su cuerpo, haberme agitado y haber pensado que lucía muy bien. Aún lo hago, porque, tal como lo dije esa vez, él ofrece una vista increíble. Se descubre el brazo derecho y veo que una cicatriz delgada le marca la piel pálida. Es fina como un hilo y pequeña como una aguja. Me siento culpable al pensar que yo fui quien la causó. —Lo sigo lamentando —confieso con una leve opresión en el pecho. —Esa es la menor de mis heridas. Despreocúpese. —¿Lo dice por las cicatrices de su espalda? Una vez las vi. Y no es que lo estuviera espiando, aclaro. Lo tengo en la memoria porque me pareció curioso el contraste entre su pecho y su espalda. —Pues ahora están iguales —dice, mientras se reacomoda la camisa, con una tristeza que jamás me había dejado ver o que antes no existía en él. Me quedo sin palabras, y eso que siempre tengo algo que decir. ¿Fue acaso por el ataque de Aldous? En los diarios no dijeron que el rey hubiera resultado herido. —Y antes de que empiece… No, no puede preguntar qué ocurrió. —No iba a hacerlo —miento—. Sobre la cicatriz en su brazo… —cambio de tema—, creo que va a vivir unos años más. —¿Es otra de sus visiones de clarividencia? —Nunca va a olvidar eso, ¿cierto? —Nadie ha interpretado un papel más ridículo para salvarse. Fue casi tan bueno como su actuación en Grencowck. —Al parecer nuestro destino es encontrarnos. —¿Lo dice por la historia que contó sobre habernos visto de niños? Porque no dejo de pensar en eso. He buscado en mis recuerdos y no hay nada. Es como si hubiera bloqueado ese episodio. —Estábamos en el pasillo del palacio de Mishnock. Usted iba con su padre y yo estaba con el mío… —empiezo a contarle la historia que quedó inconclusa anoche. Él escucha con paciencia, en silencio, hasta que de repente me interrumpe. —«Yo también soy una princesa». —¿Qué acaba de decir? Estoy más fría que esta ciudad—. Eso dijo usted cuando me presenté como el príncipe de Lacrontte: «Yo también soy una princesa. La princesa de mi padre». —¡Por mi vida, lo recuerda!—. La niña del caramelo. —¿Cómo? —Ahora la perdida soy yo. Esa parte de la historia no me la contó papá. —¿No lo recuerda? —Estaba muy pequeña, lo siento. No hay rastro en mi memoria. —Me dio usted un caramelo marrón. Lo sacó de algo que traía en la mano. —¡Una cesta! La chispa de la verdad se enciende dentro de mí. Cuando era niña llevaba siempre conmigo una cesta pequeña de mimbre que estaba decorada con lazos azules. Amaba esa cesta. —No lo sé. No lo tengo muy claro. Solo recuerdo que, cuando entré a la reunión con mi padre, quería comerme ese dulce, pero no me dejaron. Los guardias me lo quitaron por seguridad. Era una pequeña cosa cuadrada. Era un quecse. No era un caramelo, sino un cubo de pan tostado cubierto con miel. Un quecse, el plato callejero típico de Mishnock. Lo que daría por tener ese momento vivo en la cabeza. Ahora lo siento como algo ajeno, distante. —Seguro usted quería envenenarme con el caramelo y ellos leyeron sus intenciones —continúa. —Esos eran exactamente mis planes a los cinco años. —Ah, ¿sí? —Su tono se vuelve divertido o… no, más bien pícaro—. Veamos quién sale vivo de aquí ahora. De repente alarga la mano hacia mi bata, jala el cinturón que me la ajusta y las solapas se abren, dejando al descubierto el camisón de raso rosa que uso debajo. Me paralizo y él también. Yo lo hago porque no esperaba el arrebato. Es demasiado para venir de él, si tenemos en cuenta su singular humor. Y él se queda en pausa, no por lo que ha hecho, sino por lo que ve. Noto cómo examina mi figura. Va de arriba abajo, pero no con una mirada ofensiva, sino asombrada. Cualquier rastro de coquetería desaparece y solo me observa, como si no diera cuenta de lo que ve. —Es hermosa, ¿verdad? —intervengo, y es ahí cuando sus ojos se encuentran con los míos—. Cuando lo vi, supe que era lo que quería usar. Es el camisón más bonito del mundo. Brilla bajo la luz de la habitación y se me pega a la cintura. Lo más precioso es el detalle que cae sobre el muslo izquierdo: una transparencia con flores bordadas. Es magnífica. —Se ve bien. —¿Por qué le cuesta tanto hacer un halago? —insisto. —Nadie se merece un halago de mi parte. Se me sale una carcajada sonora y enérgica. Esto es increíble. Es la persona más egocéntrica que he conocido. —Algún día me hará uno, ni siquiera intente contradecirme. Así será, ya verá. —La única persona a la que adulaba era mi madre y eso no va a cambiar. —¿Cómo era ella? Y con esa pregunta se esfuma su buen humor. Se le ensombrece el rostro, se le apaga la luz de la mirada y se le tensa el cuerpo. Se levanta y deja el lazo que me ha quitado sobre el piano. —Que tenga una buena noche, Emery. Es hora de que me retire o de que usted lo haga. He tocado un tema difícil, por eso no le reprocho su actitud. —No quiero irme ni que usted se vaya... Pongo de mi parte para salvar la situación, pues no era mi intención arruinar el momento. —No siempre se obtiene lo que se quiere, debería saberlo. Buenas noches. Y se marcha. Va hacia la salida y cruza la puerta. Lo escucho bajar las escaleras. Sus pasos son como ecos que se disuelven entre las paredes. Allí me quedo yo, en la habitación vacía de una torre, sintiéndome abandonada y con el corazón estrujado. De verdad no quería que se fuera. 9 MAGNUS Es medianoche y sigo viendo por la ventana el patio cubierto de nieve. Luce como un campo en el que hay cientos de cadáveres envueltos en sábanas blancas. Dejé a la pueblerina en la torre y no pienso volver por ella. Es un mal que debe permanecer encerrado y a metros de mí. No debió ir a buscarme y yo no debí permitir que se quedara. Tendría que haberla sacado en el momento en que me di cuenta de que estaba ahí. Volví al palacio, y aunque la habitación es inmensa, siento que me ahoga. La vida me da vueltas o yo estoy bocabajo. El mundo es una ruleta y las cosas extrañas son lo que me señala la flecha después de hacerla girar. Y vaya que tengo pocos turnos y pocas son las personas que me ayudan a entenderme. Desde que Emery apareció, mi vida se ha complicado. Antes todos mis pensamientos iban al reino, a mis planes, a mis padres, y ahora también está ella. Ella con su presencia ruidosa, sus ganas incansables de conversar, su voz, sus ojos cafés, su pelo, su insistencia, su calidez fastidiosa, sus ansias de información y su cercanía. Cada día se hace más presente en mi cabeza y más por ese maldito beso. ¿Cómo se me ocurrió besarla? Es una plebeya. ¡Besé a una plebeya! Es inaudito, es decepcionante. Y lo más problemático es que no me arrepiento de haberlo hecho. No pienso dar largas sobre mis motivaciones. Quería besarla, lo hice y ella me correspondió. No sé si fue para respaldarme o si de verdad lo disfrutó. Y eso me está matando. Por eso no quería verla, porque algo dentro me dice que fue la primera opción. Y no entiendo por qué; ella debería estar feliz de que un rey de mi nivel la haya besado. Debería incluso agradecérmelo. Pienso en cada cosa que he hecho por ella y no me lo creo. ¿Cuándo escaló tanto? Asesiné por ella, aunque en el fondo sí quería mandarle un mensaje a la rata de Silas. Lo cierto es que tomé la decisión para hacerle pagar a Nicholas lo que le hizo a Emery. Se lo debía después de lo valiente que fue en Grencowck. Y ahí va de nuevo. Ese día con ella en el bosque, verla luego en el lago y después con la ropa de esa anciana. Le lucen más los vestidos de Remill. Como el del teatro. Ese día no lo dije, pero se veía muy bien. Ni siquiera parecía una pueblerina. Y ayer, con el corsé… No debo darle rienda suelta a mi mente con eso. Ese bendito corsé es una maldición para mí. Todavía tengo la imagen de su espalda mientras le apretaba los lazos y la manera cómo realzaba su… No pienso seguir. Tengo que sacarla de mi cabeza. —Majestad. Es Francis. Me alejo del cristal para recibirlo y me concentro en la entrada. —Adelante. Me desabrocho los botones superiores de la camisa, porque no me dejan respirar bien. Y mientras cada uno sale, pienso en Naford. ¿Cómo se me ocurrió mostrarle la cicatriz? ¿Qué pretendía con eso? ¿Que me viera? ¿Para qué? Es una mishniana. No la puedo dejar pasar más allá. Y ahí voy luego a decirle que, si pago sus clases de ballet, tendrá que bailar solo para mí. ¿Qué demonios me ocurre? Este tipo de cosas no me las puedo permitir de nuevo. Necesito concentrarme. —¿Me mandó a llamar? Camina lento hacia mí. Es un ritmo que suele desesperarme, como si tanteara un terreno minado. —No sé qué es lo que estoy haciendo. Desvío la mirada hacia la pared y sigo los patrones del papel tapiz, esperando que me lleven a algún sitio que le ayude a mi mente a volver a su estado natural. —¿Tiene algo que ver con el piano? Porque lo escuché tocar. Ha pasado un tiempo desde la última vez que lo hizo. —La pueblerina se apareció allá, en la torre, y me instó a tocar para ella. —Entonces tiene que ver con ella. ¿Sucedió algo con su falsa relación? —Naford es insoportable. Esa mujer me está robando sin darse cuenta. No creo que vuelva a tomar champaña en mi vida, no creo siquiera que pueda estar cerca de una copa, pues cuando la besé a eso sabía su boca. El sabor dulzón, como a cerezas, no me lo voy a sacar nunca de la cabeza. Tampoco su figura envuelta en la bata rosada. No entiendo por qué le jalé el listón y no sé si me alegra haberlo hecho. La manera como la seda se pegaba a su cuerpo era increíble. Juro que podía verle cada curva, y ni hablar de lo que el frío les hacía a sus pechos. Todo se marcaba. Esa imagen vivirá en mi memoria para siempre y me atormentará por las noches, estoy seguro. —Es bastante parlanchina, sin duda, pero es… gentil. Quizás ese rasgo lo haga sentirse cómodo. La mayoría nos sentimos a gusto con alguien cálido cerca. —Este no es el caso. La tolero por ciertos fines. Emery no sabe cuándo hacer silencio. Es un defecto en el que se nota que jamás ha trabajado. —¿Puedo preguntar algo que no me corresponde? —Siempre haces preguntas que no te corresponden. —Anótelo en la lista de mis fallas. ¿Por qué quiere que ella vaya al palacio cada noche? —Tienes razón. Es algo que no te corresponde. Desde el momento en que perdí a mis padres, Francis me acogió, aunque no como a un hijo. No existe entre nosotros un amor fraterno, sino un aprecio como el que un aprendiz siente por su maestro. Fue un cuidador y tutor con mano dura y poco humor. No me dio sonrisas ni afecto, solo apoyo y consejos. Esa relación le ha permitido llegar más lejos que cualquier persona que no pertenezca a mi familia. Tiene mi confianza, mi respeto, mi lealtad y por ello suele cruzar la línea; sabe que se lo dejaré pasar. Tiene una afición por entrometerse en mi vida y buscar esos pensamientos que entierro en el fondo, así como las emociones que no permito florecer. Él las trae a la luz, las expone y me ayuda a reconocerlas, aunque la mayoría de las veces no logra que las acepte. —Debe pagar el favor que le he hecho. —Que el Señor expíe mis pecados, pues debo insistir. Pudo haberle asignado funciones en el palacio en las que no tuviera que verla, ya que, tomando sus propias palabras, le resulta insoportable. —¿A dónde intentas llegar con esto? —Mi teoría es que la compañía de la señorita Naford le resulta agradable. —Por supuesto que no. He cometido errores por ella, eso lo admito, pero hay una gran diferencia entre eso y que me agrade. Ni siquiera entiendo por qué la dejé quedarse, por qué le di ese permiso de residencia. Hubieras escuchado lo que me dijo. La manera en la que me habló. Tendría que haberla mandado a la horca. —Usted sí sabe por qué le brindó su favor y en el fondo yo también sabía que le iba a dar una oportunidad. Es usted el único que no quiere ver lo que ya ha pintado. —Su manía de contradecirme me agota—. Hagamos un ejercicio. Lo pondré en una situación hipotética en la que existen dos personas en peligro de muerte. Es usted quien tiene la potestad de salvarlas, pero solo puede rescatar a una. La primera persona es un plebeyo lacrontter y la segunda es la señorita Naford. ¿Por quién se decide? —Eso es ridículo, Francis. ¿Qué clase de ejemplo patético es ese? —No tendrá problema en responder, entonces, y mostrarme cuán patético ha sido ponerlo en ese escenario. No me lo pienso, pues es estúpido. Es una cuestión de lógica. —Iría por ambos. Sonríe de forma socarrona, las arrugas se le asientan alrededor de los ojos y me mira como si hubiera llegado al punto que quería iluminar. —Eso quiere decir que los pone a ambos en el mismo nivel. Me doy cuenta de mi error. Le quiero dar un tiro. —La teoría del roce, Francis —me defiendo tan rápido como es posible—. He pasado tiempo con ella, por ello trataría de socorrerla. —Es una mishniana y el otro era un lacrontter, parte de su pueblo. Las reglas decían que solo podía ir por uno, pero la incluyó a ella también sin importar su nación de origen. Es más, si apela a la teoría del roce, igual me estará dando la razón. Le agrada, porque si fuera de otra forma la habría dejado morir. Y ese era el punto de ejercicio, aclararle que está confundido porque le agrada una mishniana. No hay escapatoria. Me ha acorralado. —Sea cual sea tu conclusión, no tiene cabida en mi vida. Soy una persona de na… —Naturaleza solitaria —me interrumpe. Detesto que lo haga—. Lo siento, tenía que quitarle las palabras o me iba a desviar del objetivo. A lo que me refiero es a que no tiene que castigarse porque estime a la señorita Emery. Ella tiene cierto aire inocente que puede resultar refrescante. Es decir, es una joven que habla de cosas distintas a la política, el poder y las estrategias de guerra. Le ofrece una distracción con su visión dulce del mundo. Es nefelibata, no hay nada que hacer contra eso. Me ha contado usted cómo le brillaban los ojos cuando vio la nieve. No muchos muestran su fascinación por algo tan natural. Ese tipo de personas no abundan en su círculo y tenerla cerca puede ser bueno para usted. —Tenía a Vanir para cumplir ese papel. El nombre me pica en la boca y me rasga la garganta. No sé cómo pude pronunciarlo con éxtasis alguna vez. —La señorita Vanir es cualquier cosa menos ingenua. Ella, al igual que un arquero, apuntaba directo a la cima, solo que la flecha se le quebró en el ascenso. —¿Desde cuándo tienes esa teoría? —Vuelvo al tema de la mishniana—. ¿Fue por eso que la llevaste conmigo a pesar de que la había fichado como una persona no grata? —Es justo de lo que hablaba. Porque es ingenua y no soy partidario de las injusticias. Muevo la mano, instándolo a profundizar. Hay algo que teme revelar, lo sé porque evita mirarme. Exhala y se lleva las manos a la espalda, tal como hace cuando hablará de un tema delicado. —La señorita Vanir la usó. Le pidió que me entregara una carta como si fuera de Emery, una que luego yo le daría a usted. La descubrí y rompí el sobre, pero ahí no acaba todo. Después de eso la entregó a la Guardia Civil para que la sacaran del reino, aprovechándose de su estado de ilegalidad. En el reporte reluce su nombre como el de la ciudadana ejemplar que la reportó. Mentiría si digo que me extraña. Y es irónico, porque en otra época le hubiera aplaudido la hazaña. Cada día me pregunto qué fue lo que vi en esa mujer más allá de su belleza. —Así que me tomé el atrevimiento de ayudarle a la plebeya para que peleara por quedarse. No estimo a los traidores. —Trabajas para uno. —Bueno, no estimo a los traidores, a excepción de usted. Ha perdido la cordura si piensa que voy a sonreír por el comentario. —Me puso una venda estúpida que yo mismo le di. —¿Habla de la señorita Etheldret? —cuestiona, y yo asiento con rigidez por la rabia ácida que me corroe el estómago—. Es una serpiente. Es sigilosa. Se arrastra, trepa muros y palacios y se enrolla en el cuello hasta ahorcar a su víctima. —Nunca lo había escuchado ser tan duro con alguien. Francis es la única persona que sabe por qué terminé la relación, la única persona a la que le conté cómo descubrí que me engañaba y también cómo salí de ahí sin que notara que la había visto. Y no pienso decírselo a nadie más. Ni siquiera a ella misma. No quiero que sepa que me alejé por lo que hizo; eso significaría darle la victoria y prefiero que viva con la incertidumbre y la ira de pensar que la he desechado. Es la única manera de seguir en batalla. —Nunca me agradó del todo, si soy honesto. Siempre me di cuenta de la manera en que la miraba cuando ella le hablaba. Vigilante, receloso. Por un tiempo quise pensar que me lo estaba imaginando. Vanir me atraía mucho como para hacerla a un lado por la desconfianza que Francis mostraba hacia ella. Debí haberle hecho caso. —Pero veía su fascinación —añade— y por eso trataba de llevar un baile lento con ella. No se castigue, majestad. Sobrevivió a la mordida, así que apláudase por eso. —No puedo encontrar el chiste, Francis. Es como si me hubiera embelesado. —Difiero. Bajo mi observación, usted era tan indiferente que por ello nunca notó sus intenciones. No estaba presente, ni siquiera en momentos especiales. Recordemos el episodio del 15 de agosto. Fue su cumpleaños y, sin importar la promesa que le había hecho de celebrarlo junto a ella, se fue a Mishnock para reunirse con el entonces príncipe Stefan. Y no lo juzgo, como tampoco justifico a la señorita Etheldret, pues no está usted acostumbrado a las relaciones, como tampoco justifico a la señorita Etheldret. Pero ser pareja de alguien es un papel que requiere de interés y tiempo. Así como usted demanda atención, la otra persona también lo hará. Téngalo en cuenta para futuras relaciones. Esto es ridículo. Soy el rey, no un plebeyo sin ocupaciones que pueda permitirse tales distracciones. La compañía de Vanir era estimulante, pero no siempre la requería cerca. Cuando trataba de hacerme un lío o amenazaba con alejarse porque yo no cumplía con un capricho suyo, yo mismo le abría las puertas del palacio. Sí, era su novio, pero antes de eso era su monarca y mi título está por encima de todo. —No tengo planes de estar en otra relación en un futuro cercano. —Ya lo está, ¿no? Con la joven Naford. Por cierto, ¿en dónde se encuentra? Vi las luces de su habitación apagadas. —No es algo de lo que quiera hablar. Y anota bien lo que diré: una vez pasen los tres meses que le asigné como permiso, quiero que la saques del reino y que nunca vuelvas a traerla así se esté muriendo y yo sea el único que pueda salvarla. Es una orden. —Es usted quien manda, majestad. —Así es. Un gobernante tan bueno como lo fue mi padre. —El silencio se extiende en la alcoba, ensombreciéndolo todo—. ¿Crees que él pensaría lo mismo? —No puedo evitar preguntárselo—. ¿Que soy un buen rey? —Por supuesto. Estaría muy orgulloso de usted. —¿De ver cómo su hijo fracasa? ¿De ver cómo pierdo el tiempo con una mishniana que no para de hacer preguntas en vez de concentrarme en lo verdaderamente importante? —Me da la razón. Todo este embrollo es por ella. Hoy bajó la guardia y ahora se siente culpable. —No respondo. ¿Para qué? Ya me expuso—. Tener momentos de serenidad no es motivo para castigarse —añade despacio. No me gusta pasar por baches o tener grietas. Una fortaleza debe ser impenetrable y firme. No necesito tambalearme y no quiero desvíos. Tengo en mente un camino recto y puede que Naford no suponga un peligro para mis emociones, porque es lo más alejado que existe de la que persona a la que quiero para mi vida. Sin embargo, me distrae y me deja en medio de aguas turbulentas. —¿Quiere que le asigne otras funciones en el palacio? Así no tendrá que verla. Maldito Francis, cree que no noto lo que hace. —Iré a la cocina. Puedes retirarte. —¿Eso es un no? —insiste. Paso por su lado y voy hacia la puerta. Sabe bien cuál es la respuesta, pero me niego a pronunciarla. 10 EMILY Hoy es el último día del año. Desde que regresamos de Cromanoff hace más de una semana, mi relación con el rey Lacrontte ha sido intermitente. La mayoría del tiempo está de mal humor y me ha costado sobrellevar su carácter. No hemos vuelto a hablar del beso, pero no niego que pienso en eso más de lo que quisiera, y que si me concentro lo suficiente soy capaz de imaginar la sensación de sus labios sobre los míos, produciéndome ese cosquilleo extraño en la parte baja del abdomen. Me he regañado mentalmente por ello un par de veces porque no está bien… Él es el enemigo. El problema es que en ocasiones se me difumina en la cabeza la imagen con la que me han enseñado a verlo. Son instantes cortos, pero están ahí para hacerme perder el norte. En este tiempo han pasado varias cosas. Ahora vivo en una pequeña habitación al sur de Mirellfolw, que Luena me ayudó a conseguir. Al principio no me acostumbraba al frío de la alcoba sin calefacción, pero ya he aprendido a apañármelas con cobijas y velones. Aunque a veces me despierto en medio de la noche y siento que estoy en mi propio funeral por todas las velas que me rodean. También conseguí un empleo como asistente en una perfumería. No hago mucho, así que me pagan poco. Solo organizo estantes, limpio enseres y pulo frascos. Estoy siempre atrás, fuera de la vista de cualquier cliente, y eso me gusta. No quiero que cruce la puerta la señorita Vanir y yo tenga que soportar sus raras actitudes. Hablando de ella, me la encontré una vez más a las afueras del palacio, creo que conoce mi horario. Afortunadamente no la he vuelto a ver, pero mi instinto me dice que quizás me observa. Esa mujer no está muy cuerda. Como cada noche, voy camino a la casa real con la nieve como compañera. Mirellfolw ya se ha llenado de pequeños cristales de hielo y de luces de colores para celebrar el final de año. Traigo conmigo dos cajas pequeñas con regalos que compré cerca del centro porque quiero seguir los rituales de esta nación. Los guardias me dejan pasar como de costumbre, subo las escaleras hasta la segunda planta y entro en la oficina una vez revisan que el contenido de las cajas no suponga un peligro para Su Majestad. —Buenas noches —lo saludo mientras me sacudo la nieve del cabello. Como ya es habitual, está vestido con una camisa y pantalón negro, lleva el cabello despeinado, no trae corona y le noto las ojeras y el ceño fruncido. Siempre lo encuentro sentado en su escritorio, metido entre papeles que lee y anota. El montón de hojas parece tener el mismo tamaño cada vez que llego, aunque se va reduciendo a medida que pasa la noche. Me regala una mirada apática y no me dice nada. —Le traje un obsequio. Me dijeron que era tradición dar un regalo el último día del año, que será una señal de lo que vendrá para usted el próximo. Ah, también mencionaron que debe abrirlo justo a medianoche. —Estoy al tanto de las costumbres de mi reino, Naford. Y no me gustan los regalos. —Este lo tendrá que aceptar. Me gasté mi sueldo de estos días comprándolo, así que aprécielo. —Le ofrezco una caja marrón con un gran moño rojo—. Me he comprado uno para mí. También quiero ver qué me espera en el año tres. ¿Le gusta el tres, majestad? Algunas personas creen que trae mala suerte. —Dos es muy poco, cuatro es mucho y tres es perfecto — responde, devolviendo la vista a los papeles que tiene al frente. —Yo nací en un año tres. —Pues retiro lo dicho. Sonrío. Ya me hacían falta sus comentarios odiosos. Le dejo el obsequio sobre el escritorio y de inmediato lo mueve al suelo, junto a su silla. Voy al estante y tomo el libro que he estado leyendo: Paz armada, tomo II. Todavía no entiendo cuál es el fin de esto, pero la lectura no es difícil, así que no me quejo. —¿Por qué está trabajando? —Interrumpo la lectura después de un rato. Quiero aclarar que no soy entrometida, solo me apetece conocerlo, es todo—. ¿No pasa el fin de año con su familia? —Me gusta estar solo. Incluso pensé en decirle que no viniera hoy. —Nada de eso. No quiero estar encerrada en mi habitación un día como hoy. Debe verla algún día. Es tan estrecha que si estiro los brazos toco cada pared. —Mi abuela nos invitó a su cena anual y Francis fue a representarme —comenta en un tono que podría competir con un glaciar. —¿Y cómo fue que ella no insistió en que fuéramos? Lo digo porque ya sé cuán persuasiva es. —Le inventé que iba a estar en Dinhestown con usted y su padre. Y así de fácil se me arruga el corazón. Lo que yo daría por estar con mi familia. Los extraño muchísimo y estar aquí me llena de nostalgia y me da ganas de llorar. Es la primera vez que estoy sin ellos, enfrentándome al mundo sola. Me siento como la oveja que se perdió del rebaño y que ahora debe luchar para regresar. ¿Cómo estarán? Me imagino los nervios de mamá y la desazón de papá. La incertidumbre de Mia, la preocupación de Liz y hasta las ideas delirantes que Nahomi se habrá armado en la cabeza. —Le propongo algo, majestad. —Cambio el rumbo para evitar desanimarme—. Como me debe usted un obsequio… —No le debo nada, Naford —me corta, y lo siento como un cuchillo. —Ah, claro que sí —continúo sin perder el buen humor—. ¿Qué le parece si me permite hacerle una pregunta sobre lo que sea que yo quiera saber de usted? Y, si así lo quiere, puede también hacerme una a mí. —Dos cosas: no y no. No quiero que sepa nada sobre mí y tampoco quiero saber nada de usted. —Vamos. No arruine la noche festiva. Solo es una pregunta. Si no quiere responderla, la cambio por otra, se lo prometo. Quiero conocerlo. ¿Alguna vez ha visto esos tableros a los que se les da la vuelta cuando se llena una cara? —Él asiente, pero sigue con los ojos puestos en sus papeles—. Bueno, usted es así, como un pizarrón vacío, aunque estoy segura de que al otro lado hay muchas cosas que aprender de usted. —Es la peor comparación que han hecho sobre mí —se queja, pero en el fondo sé que no se ha disgustado como me quiere hacer creer—. Haga su pregunta y déjeme trabajar. —Cuando estábamos en la torre del palacio de Cromanoff le pregunté por su madre y… —Cambie de pregunta —dice, tajante. Se tensiona y noto su incomodidad. Me queda claro que por nada del mundo debo mencionar a su madre—. De acuerdo… Dice que no pide disculpas; ¿es por orgullo o se trata de algo más? —Ambas. Jugué mal. Esa será su respuesta, no profundizará y he perdido la oportunidad. Sé que si le pido que se explique me dirá que esa es otra pregunta. Permanezco en silencio, decepcionada. Cuando estoy a punto de volver a las páginas del libro, el rey levanta la mirada y se fija en mí. —Hubo una vez en la que me obligaron a pedir perdón y cuando terminé lo único que obtuve fueron burlas y señalamientos. —La dureza que reflejan sus ojos demuestra el resentimiento que guarda por ese episodio—. Podía ver que todos me despreciaban, que no aceptaban ninguna de mis palabras, y me sentí como un imbécil. Desde entonces no le pido disculpas a nadie. El gesto decaído que deja entrever por unos segundos me hace doler el corazón. La mente me empieza a dar vueltas. ¿Cuándo ocurrió? ¿Por qué? Tomando en cuenta el carácter que tiene y el título que ostenta, no existe ninguna persona con el poder suficiente para obligarlo a hacer algo que no quiere. Al menos no ahora. Tuvo que ser cuando era un niño. ¿Fueron sus padres o alguien más? Ahora me imagino a un pequeño de ojos verdes, grandes y brillantes que fue objeto de señalamientos cuando lo único que quería era que lo disculparan. —¿Y por qué lo obligaron? —Esa ya es otra pregunta. Lo sabía. Ya lo conozco, al menos un poco. Antes este hombre era lejano, intocable, pero ahora estoy a unas horas de pasar al nuevo año a su lado. Me pregunto si alguien más sabe lo que me acaba de contar. No sobre el episodio en sí mismo, sino que fue eso lo que lo llevó a no querer pedir disculpas nunca más. Me gustaría creer que no, que ese detalle es solo mío. —De acuerdo. ¿No quiere saber algo de mí? —¿Para qué? Ya sé más de lo que me gustaría. —Hágame un recuento, por favor —lo reto. —Su padre vende perfumes, un hombre llamado Pharell le rompió el corazón, les teme a los rayos, truenos y supongo que a cualquier cosa que traiga consigo una tormenta, no le gusta la violencia y no es buena con las armas, aunque se defiende con las dagas. Mi brazo es una prueba de ello. Le gusta el azul, nunca había visto la nieve hasta esa noche en Cromanoff y les teme a los aviones, aunque parece que ya superó su miedo porque en el último viaje estuvo tranquila. Sabe nadar, pues desafortunadamente no se ahogó en el lago de la casa en Grencowck; sin embargo, no es capaz de reconocer un diamante, como los que llevaba ese día en el vestido. Cuando era pequeña quería aprender a bailar ballet, no pudo y por eso espiaba las clases para aprender algo, pero no le sirvió de nada porque es pésima. No sabe tocar el piano, su padre le puso su nombre a un perfume porque estaba ahí cuando lo creó, no sabe cuándo hacer silencio y tiene pecas en la nariz. Ah, por cierto, que no se nos olvide que cuando tenía cinco años se creía princesa. ¿Es eso suficiente para usted, Naford? Desconozco en qué momento he empezado a sonreír, pero tengo una sonrisa enorme en el rostro. Recuerda cosas mínimas que bien podrían habérsele perdido en la memoria, pero ahora me doy cuenta de que tiene todo un archivo con mi nombre. Incluso tiene fresco lo que le conté sobre la creación del perfume Emily. Siento burbujas dentro de mí. Es una sensación bonita y extraña si pienso en quién la está provocando. —Sí que guarda usted información. —¿En serio, Emily? ¿No se te ocurrió otra cosa?—. Es decir, es muy lindo que recuerde esos detalles. No lindo en una forma amorosa, aclaro —balbuceo sin pensar siquiera. Soy un desastre—. No es que me cause algo que diga eso, es solo que es bonito saber que alguien me escucha. Mi torpeza no le produce nada. No se burla, no se conmueve y ni siquiera señala mi comportamiento. Empiezo a pensar que este hombre es una piedra cuando se trata de sentimientos. —Usted me obliga a escucharla. De repente unos golpes en la puerta nos interrumpen. Es un guardia al que el rey Magnus deja entrar sin explicación, algo extraordinario. El hombre se acerca, le entrega un sobre negro, hace una reverencia y luego se marcha con el mismo silencio con el que entró. Él rompe el sello, saca la carta y la lee con avidez, consumiendo cada palabra como si el tiempo se le fuera a acabar. Por mi parte, me concentro en el color del sobre. Si lo recuerdo como es debido, Francis mencionó que esos eran los que se usaban para llevar información militar. ¿Información militar a esta hora y un día como hoy? Ni siquiera le voy a preguntar al respecto porque sé que no va a contestarme. Guarda la carta en uno de los cajones del escritorio y vuelve a ignorarme. Después de unos minutos me pide que retome la lectura con el tono más demandante y autoritario que existe. ¿Ahora qué le pasa? Abro el libro en la página en la que quedé y me tomo unos segundos antes de iniciar, esperando que levante la mirada y me recuerde lo que debo hacer, pero ese momento no llega. Es como si no quisiera verme a los ojos, así que no me queda nada más que empezar. **** A la medianoche, el reloj de péndulo que hay en la pared suena con campanadas como las de una iglesia. Son doce en total. Ha llegado el fin, oficialmente estamos en el año tres y aún no puedo concebir que le haya dado la bienvenida al lado de este hombre. Interrumpo la lectura con la boca seca y la vista cansada. Busco la atención del amargado, pero él sigue sin determinarme. No va a arruinar la noche con su comportamiento y menos si es la única compañía que tengo. ¿Quién lo diría? El año pasado estuve en mi casa junto a mi familia y Nahomi, y ahora estoy aquí, en el palacio real de otro reino, frente a su máximo gobernante. Es sorprendente lo mucho que ha cambiado mi vida. —Creo que es hora de abrir los regalos —le recuerdo. Tomo el mío y desato el moño, entusiasmada. Rasgo el papel y abro la caja con afán para encontrar en su interior… ¿un globo de nieve? ¿Qué se supone que haré con eso? ¿Qué significa para mi futuro? Es pequeño, así que meto ambas manos y lo tomo. Lo levanto y lo detallo con la luz de la alcoba. Es de base negra, con el nombre Lacrontte grabado en cursivas y dentro hay un palacio completamente dorado. Por más que le busco forma no se la encuentro, es decir, esperaría que se tratara de este palacio, pero al parecer han puesto uno al azar y solo lo han nombrado así sin razón. Me compré el peor de los obsequios. ¿Qué quiere decir esto? Me gasté mi sueldo para nada. —Bueno… —Trato de encontrarle el lado bueno a la estafa—. Puede que signifique que este año seguiré viniendo aquí a leer. Supongo que sí atinó. Me inclino en la silla y le acerco la esfera para que la vea. Por fin, después de tanto tiempo de desinterés, me mira. Claro, me dedica una expresión de incredulidad que podría desanimar a otros, pero no a mí. —¿Qué le tocó a usted? —No me gustan los obsequios, Naford. No voy a abrirlo. —Se lo traje con mucho aprecio —confieso en voz baja y con total sinceridad. Me hacía ilusión traerle algo para compartir un momento. Tal vez fue un error esperar algo de su parte. —No soy partidario de los detalles y no me quita el sueño sonar cruel, así que no lo abriré. Acate mi decisión, ese es su deber. No mentiré. Me duelen sus palabras. Me pican los ojos e intento retener las lágrimas tontas que se acumulan. No voy a insistir más. —Solo prométame que no lo tirará a la basura. Guarde la caja en algún lugar. ¿Es eso posible? —¿Por qué permite que algo tan sencillo la lastime? — Inclina la cabeza ligeramente hacia la derecha mientras me estudia. El brillo acuoso que tengo en la mirada seguro me delató—. Tiene que ser más fuerte. —Soy sentimental. No hay nada de malo en ello. Pero no se preocupe. No lloraré. Nada más es un vestigio de tristeza insignificante. —No me preocupa —afirma rápido, como si lo ofendiera la idea—. Aunque sí me hace pensar en algo. ¿Cree que algún día volverá a enamorarse, Naford? Lo digo porque, si le afectan tanto las cosas y ya le rompieron el corazón, ¿se arriesgará de nuevo? La pregunta me toma por sorpresa. Esperaba cualquier cosa, excepto eso. Me recuesto sobre la silla, estupefacta. ¿Para qué quiere saber eso? Es decir, ni yo misma me lo había planteado, aunque en el fondo sé que la respuesta es sencilla. —Espero que sí —contesto tras unos segundos—. El amor es precioso y yo también, así que vamos de la mano. Lo veo reírse con esa actitud jactanciosa que me lanza cada vez que se quiere burlar de mí. —No se ría de mí. —No me río de usted, sino de sus pensamientos. ¿Por qué, Naford? Si ha sufrido tanto, ¿por qué quiere volver a enamorarse? —De otra manera le estaría dando a la persona que me lastimó mucho poder sobre mí y no lo voy a permitir. Quiero ser capaz de dejarlo a un lado y seguir. Quedarme sentada, odiándolo, es dejar que me siga hiriendo. Cerrarme a la posibilidad de ser feliz es abrirle espacio en mi corazón… y ese es un espacio que se merece otra persona. Él ya se llevó demasiado de mí como para que me robe eso también. —¿Ha escuchado hablar de la ira justa? —me pregunta, y niego con la cabeza—. Es cuando alguien nos agrede de una manera tan injusta y descarada que tenemos derecho a sentir rabia. Yo creo que también existe el odio justo. Hay quienes merecen ser odiados. —Como Silas —propongo. Pongo los codos sobre la mesa y apoyo la barbilla en las manos para escucharlo. Por lo general tiene algo interesante que decir y siempre es fascinante. —Sí, como Silas. —¿Y cree que usted también se merezca ser odiado después de todo lo que le ha hecho a mi pueblo? —Sí, me lo merezco. ¿Me sigue odiando? Niego con la cabeza y estoy siendo sincera. Me han inculcado odiarlo, pero creo que tengo la opción de decidir si quiero hacerlo o no. —Debería —prosigue—. En su historia soy un villano sin razones. —¿Y en la suya? —Uno justificado. —Pero ¿villano al fin y al cabo? Asiente, cómodo con el papel. Yo, en cambio, niego con la cabeza. No creo que él se vea a sí mismo como el malo, al menos no todo el tiempo. —Ese es el problema de las personas soñadoras como usted: siempre quieren ver lo bueno en donde no lo hay. Salga del mundo de las fantasías. A veces las cosas son solo negras, no grises. —Siempre lo he visto de esa forma, solo que ahora me hace dudar. Incluso una vez deseé que usted tuviera algo que amara con tal ímpetu que lo aterrorizara perderlo, para que sintiera lo que nos hace vivir en cada uno de sus ataques. —Ya lo tengo: el poder, el reino, las riquezas, mi vida. No quiero perder nada de eso hasta que acabe con Silas. De ahí en adelante, los tres primeros seguirán siendo indispensables para mí, pero la última no tanto. —Esa es la más importante. —Es cuestión de perspectiva. —¿Alguna vez le han roto el corazón, majestad? Permanece en silencio y desvía la mirada hacia su escritorio, pensando. Me da la sensación de que evalúa si aquello le dolió lo suficiente como para catalogarlo como un corazón roto. —No —responde, seco y tajante. Aunque quisiera ahondar más, no lo haré. No quiero que se cierre y me ignore por el resto de la noche—. Amar es destinarse al fracaso —continúa. —¿No cree en el amor? —Soy consciente de que existe, por supuesto. Yo mismo lo he visto, solo que no es un sentimiento con el que desee lidiar. —¿Por qué? —Demasiadas preguntas. Puede volver a casa, Naford. Ya ha cumplido con sus deberes el día de hoy. La veo mañana a la misma hora. No insistiré en quedarme. Si quiere que me vaya, es lo que haré. Me levanto de la silla y dejo el libro en la estantería. No digo nada más ni me vuelvo para verlo. Me deja exhausta tratar de mantener el buen ánimo todo el tiempo. —Adiós, majestad —le digo cuando estoy a punto de tomar el pomo de la puerta. —Buenas noches, Emery. Salgo de la habitación y del palacio silencioso. Los guardias se despiden de mí y yo me preparo para recorrer las calles desiertas hasta casa. El lago bajo el puente de armas está congelado y la música que antes ambientaba cada rincón se ha apagado. Cuando llego al otro lado, me doy cuenta de que ya no hay rastro de los tranvías que me llevan a casa y solo diviso en el horizonte a un par de personas ebrias que se tambalean. Tal parece que en Lacrontte prefieren pasar esta fecha en casa con la familia que afuera con los amigos. —¡Emily Malhore! —Oigo el grito a mi izquierda. Me vuelvo por instinto y me arrepiento de hacerlo. Al principio creo haber escuchado mal, pero compruebo que es todo lo contrario cuando veo al hombre que avanza hacia mí con pasos largos y firmes que podrían hacer retumbar el suelo si no fuera de cemento. —¿Mercader? La luz de las lámparas le ilumina parte del rostro y puedo ver esa sonrisa venenosa que me ha dedicado en más de una ocasión. Es él. El hombre que por poco arruina a mi familia. Me tiembla todo el cuerpo cuando caigo en la cuenta. ¿Qué hace aquí? ¿Me estaba esperando? ¿De dónde salió? —Veo que sí me recuerdas —dice con un tono cínico, igual al de un estafador—. Es un placer volver a vernos. Creí que no ibas a salir nunca del palacio. Así que estaba esperándome. Aprieto con fuerza el globo de cristal y miro hacia los lados en busca de ayuda o de algún lugar en el que esconderme. No hay nada ni nadie, solo el largo puente de armas que me separa de la casa real de Lacrontte. —¿Cómo me encontró? —Se me quiebra la voz y no es por el frío. Juro que le reventaré el cristal en la cabeza si se atreve a tocarme. —Percival te vio entrar. Trabajas en una perfumería. No quiso hacer un escándalo, pues sabía que te esconderías, y queremos la recompensa que ofrecen por ti. Soy un hombre de negocios, Emily. ¿No lo recuerdas? Hice un trato con tu familia. ¡Por todos los cielos! Es la recompensa de la que me habló Gregorie en Cromanoff. —Ustedes dos son un par de ratas, siempre lo han sido. —Bueno, ahora quien se esconde como un pequeño ratón eres tú, no yo. Y debo llevarte de vuelta al lugar al que perteneces. No, eso no. No voy a volver jamás. Recuerdo las imágenes de mis días en el bosque Ewan, del disparo y de mi caída por la colina. La humillación de Vanir, la incertidumbre que sentí. No permitiré que me quite todo por lo que he esforzado. —Tengo el favor del rey Magnus. No puede sacarme de aquí. Intento alejarme de él, aunque sé que es en vano. Si corro, me alcanzará antes de que cruce el Puente de Armas y pueda pedirles ayuda a los guardias. —¿Crees que ese rey es una buena persona? ¿De verdad eres así de ingenua? —me recrimina, sacándome de mis pensamientos—. Está en el palacio, ¿verdad? Pero ¿sabes por qué está ahí? Está atacando Mishnock desde ayer. Sabe que es probable que el rey Silas esté en el palacio de Palkareth para celebrar el fin de año. Por eso se quedó ahí, para estar pendiente de las noticias. ¿Crees que de otra forma estaría solo un día como hoy? La vida se me cae a pedazos. ¿Es eso cierto? Vi al guardia entregarle el sobre negro. Noté cómo se tensó al leerlo. No quiso hablar de ello e hizo como si esa interrupción no hubiera sucedido. Volvió a ser el frío, el duro. Quizás le removía la consciencia saber que tenía a una mishniana en frente mientras atacaba a su pueblo. —Conflictivo, ¿verdad? —La voz del Mercader me arrastra a la realidad—. Tu familia está en peligro por ese hombre que dices que te favorece. Eres como una princesa que se ha escapado de la torre y que ha vivido aventuras que no le correspondían —dice irónico—, pero ya es tiempo de volver. Lacrontte no es tu mundo. —En Mishnock estaba secuestrada. Ya ganó mucho dinero con mi familia; pase página. Y si tiene un poco de decencia, déjeme en paz. —Ese es el problema. No la tengo. Quiero dinero y llevarte de vuelta es la única forma de obtenerlo. De repente se acercan tres hombres cuando él hace un ademán con las manos. Dos a mi derecha, uno a mi izquierda. Sus ojos me apuntan como si fueran dos escopetas a punto de cazar a un pájaro indefenso. Me siento impotente y me hierve la sangre. No quiero regresar. Es injusto. ¿Por qué la vida no puede darme una oportunidad? —No me haga esto —empiezo a suplicar y no me reconozco la voz—. Allá soy una infeliz. —Ese realmente no es asunto mío. La única manera de dejarte aquí es que me ofrezcas algo mejor… y no hablo de dinero. En sus ojos brilla algo. ¿Lujuria? No, no lo creo. Estoy segura de que no le atraigo. Es más bien avaricia, pero no por la riqueza. Entonces, ¿de qué se trata? ¿Qué puedo ofrecerle yo que le sea útil? ¿Poder? Eso no lo tengo. No cuento con un título, soy inmigrante y aquí no tengo nada más que el favor del rey. ¡Oh, por Dios! ¿Es eso? Se trata del rey Magnus. No logro leer sus intenciones. ¿Qué conseguiría con eso? ¿Me pedirá que le diga que le dé un puesto? ¿Quiere ser parte del consejo de guerra? Me frustra no tener la información suficiente para atar los cabos. —Explíquese. ¿Cómo podría ayudarlo para que me retribuya el favor? —He ahí el asunto. No eres lo suficientemente importante para él y así no me puedes ayudar. En cambio, llevarte a Mishnock reforzará mi relación con los Denavritz. Me queda claro que no va solo por el dinero de la recompensa. Hay muchas otras cosas que no comprendo. Me siento mareada y me hago pequeña mientras percibo cómo se acercan esos hombres. Cada paso que dan me sepulta. Mis latidos acelerados me aturden, como si pidieran ayuda, como si gritaran por mí. —Por favor, señor… —balbuceo. —No, no soy ningún señor. Soy el Mercader y ahora tú eres el producto que tengo que vender. Le lanzo la esfera directo a la cara y corro. ¿Hacia dónde? No lo sé, pero lo intento. Escucho cómo el cristal se quiebra al impactar contra algo y luego cae al suelo. Grito, desesperada por que alguien me escuche; sin embargo, antes de llegar lejos, siento unas manos sobre el cuerpo. Tengo un par en los brazos, otro en la cintura y otro tapándome la boca. Lucho por soltarme con todas mis fuerzas, pero cambian las manos que me impiden gritar por un pañuelo húmedo y de olor dulce. Echo la cabeza hacia atrás, tratando de librarme de la tela mientras pataleo. En ese momento el Mercader me toma de las piernas y alcanzo a ver que tiene el rostro ensangrentado por el golpe de la esfera. Es mi fin. Nadie va a venir a salvarme como una vez pasó con Faustus. Aquí no está Willy, no está Shelly y no está papá. Solo estamos yo y las lágrimas que se me deslizan por las mejillas. Estoy asustada y furiosa, pero los ojos se me cierran, a pesar de que intento mantenerme despierta. Poco a poco la fuerza me abandona, pierdo la voluntad y caigo en un sueño profundo. 11 MISHNOCK HELIA 7 — ESTADO TEMPORAL 5 —AÑO 3 EMILY Como una vez lo dijo Rose: la vida no es de ensueño; la mayoría del tiempo es una pesadilla. Estoy en Palkareth de nuevo. No hay mucho que decir sobre el viaje porque no estuve despierta para registrarlo, aun así, tengo mis sospechas sobre cómo pasamos la frontera. El recorrido fue más largo de lo habitual. Por momentos me escapaba del sueño que me producían los sedantes y, aunque estaba desorientada, sentía el ajetreo natural que se vive al interior de un carruaje en movimiento. Era imposible que cruzáramos la frontera justo después de un ataque, por lo que deduzco que me sacaron por Cromanoff, bajaron al nuevo Grencowck y después entramos a Mishnock. Algo que pude comprobar cuando, al pasarse el efecto de la última sedación, miré al fin por la ventana y noté el estado de las calles de Palkareth. El Mercader había dicho la verdad: el rey Magnus atacó la ciudad. Me queda claro que han pasado días desde el atentado. Ya quedan pocos escombros, no hay hollín ni humo, las personas ya caminan por los andenes y no hay banderas rasgadas ni fuego, solo militares de la Guardia Azul custodiando la zona. Ya la ciudad se está recuperando. Experimenté dos emociones violentas al despertar y ver al Mercader frente a mí. La primera fue de terror por no saber qué pasó mientras estuve dormida. Empecé a tantearme el cuerpo, horrorizada, mientras él reía de mi angustia. Quería estrangularlo pese a lo débil que me sentía. Por suerte, todo estaba normal. Tenía la ropa y no sentía nada fuera de lo común, pero de todas maneras me eché a llorar. Fue inevitable no sentirme como un trapo sucio. ¿Hasta cuándo van a hacer esto conmigo? No quiero pasar el resto de mi vida con temor a que me lastimen. Ese terror se fue cuando nos detuvimos frente al palacio y me bajé del carruaje. Ahí me invadió la ira. Ira contra Stefan y su enfermiza obsesión, por cortarme las alas y ponerme cadenas. Y también ira contra el rey Lacrontte. ¿Cómo pude ver algo en él? No puedo creer que lo haya besado, que le haya sonreído, que le haya dado la mano. Es como un mago que engaña al público con un truco flojo. Y es que no me molesta que ataque a Silas, pero lo que me rompe el corazón es que arrastre a inocentes para cumplir su objetivo. Esos guardias que mueren día a día solo buscan proteger su patria y lo que reciben a cambio es la fría y dolorosa muerte. Al final solo hubo algo en lo que fue honesto: es el villano de mi historia. —Ya nos esperan. El Mercader me pone una mano en la espalda y me empuja ligeramente para que entre a mi jaula de oro. —Le juro por mi vida que va a pagar por esto. Tengo la voz tan frágil que la amenaza suena ridícula. Mis labios resecos y mi aspecto demacrado seguro hacen que la escena sea muy divertida para él. Siento el cuerpo lleno de nudos y me duelen el cuello, la cabeza y las rodillas. Estoy estropeada, exprimida y me muero de hambre. Camino lento, arrastrando los pies por los pasillos con este maldito hombre a mi lado. Va callado y mirando hacia adelante. Se comporta manso, como si no hubiera cometido la peor de las bajezas. Sé que tengo los ojos hinchados de tanto llorar y me siento como una fracasada que siempre vuelve al mismo punto. Detesto mi vida y a quienes me rodean. Los guardias me observan a medida que camino por los pasillos hasta llegar a la sala del trono. Parecen enojados, como si me reclamaran mi ausencia. ¿Acaso pagaron por mi huida? Supongo que un poco. Y entonces lo veo… Vuelvo a encontrarme con mi verdugo. Sus ojos azules me penetran con la furia de un río al desbordarse. No se mueve y podría creer que todo alrededor se ha detenido. Leo una ira resplandeciente y voraz en su mirada. Me siento extraña, como si de verdad hubiera hecho algo que mereciera su rabia, cuando no es así. No me merezco este castigo, no tengo por qué soportar su odio y ni siquiera debería estar aquí. —Gracias por traerla, señor Heinrich —le dice a mi secuestrador, aunque casi ni lo mira. Jamás voy a olvidar su apellido—. Afuera le darán su pago. Ahora déjenos a solas. —Siempre es un placer hacer negocios con usted. — Puedo percibir su disfrute—. Adiós, Emily. Estaré esperando tu venganza. No me vuelvo para ver cómo se marcha, solo escucho sus pasos alejándose y la puerta al cerrarse. —Me engañaste. Su reclamo no tarda en aparecer cuando estamos solos, pero entonces se le disuelve el rencor y le da paso a la decepción, a la tristeza. —Era lo que tenía que hacer. Me encojo de hombros, desinteresada. No tengo ninguna carta con la que defenderme y fingir apatía es lo único que me queda. No voy a disculparme por engañarlo, por hacerle creer que me sentía cómoda con el puesto de amante y por aparentar que lo seguía queriendo. —¿No sientes nada por mí, Emily? Esa era la última pregunta que me esperaba. Es casi como si pudiera respirar su dolor. —Sí, resentimiento por todo lo que me has hecho. —Pero no es mi intención. Ya sé que te hago daño… Soy consciente de eso. —Abre los brazos, atormentado—. Yo te amo. Me equivoqué, pero te amo. Pensé que había quedado claro que si me casé no fue por decisión propia. Mi padre es como una sombra que me acecha. —No estoy aquí para discutir eso. Está muerto para mí, Stefan Denavritz Pantresh. ¿Me quería de regreso? —Vuelvo a tratarlo de usted—. Aquí estoy, majestad. Deme el castigo que seguro ha pensado para mí y luego déjeme marcharme a mi habitación, si es que todavía tengo una. No puede creer lo que acaba de escuchar. Veo el desconcierto en sus ojos. No queda nada de mi dulzura. Me la arrancó y por más que escarbe no hallará ni una pizca de amor. —El rey Lacrontte no mentía al decir que existe la ira justa. —Aprovecho su silencio para continuar—. Se ha ganado mi odio, majestad. En vez de mostrarse herido, suspira y le da paso a una sonrisa incrédula. —¿Magnus? ¿Qué haces pensando en él? —Manotea, rabioso—. ¿De verdad crees que Magnus es el bueno aquí? ¿Todos estos años de sufrimiento no te han enseñado nada, Emily? —Ladea la cabeza mientras me observa. Busca algo, una respuesta que no voy a darle—. ¿Se te olvidan las incontables cosas que nos ha hecho? Le disparó a Daniel, se robó nuestro oro, asesinó guardias reales, acaba con nuestras festividades, destruye nuestras ciudades, atemoriza familias, nos invade y nos humilla. Nos trata como a la suciedad de sus zapatos. ¿Eres tan inocente? —Lo soy. —Me yergo pese a lo mucho que me duele la espalda—. Soy muy ingenua. De otra manera no me habría tragado las promesas vacías que me hizo usted en este mismo lugar. —No pretendas señalarme a mí. Estamos hablando de él. ¿No viven en tu mente los rostros de los nuestros en un ataque? Aterrados, heridos… Evoco las imágenes y cada una es peor que la anterior. Las lágrimas, la desesperación, la zozobra que el rey Lacrontte nos ha hecho padecer por años. Es el malo, sí que lo es. Recuerdo tortuosamente las razones para odiarlo que me han hecho repetir en cada año de tutorías. —Quiere a su padre, al rey Silas. Si se lo damos, esto acabará. —¿Piensas que es así de fácil? ¿Acaso te hechizó, Emily? Si le doy a Silas, vendrá por algo más. No se conformará jamás. Terminará por invadirnos y Mishnock pasará a la historia. Nos derrotará y no tendremos tierras ni un lugar al que llamar hogar. Se quedará con todo y nosotros estaremos condenados a deambular con las manos vacías. —Compartí tiempo con él y… —¿Por un par de días a su lado crees conocerlo? —me interrumpe—. Es un manipulador, un mentiroso. —Se lo concedo. Es un mentiroso, igual que usted. —No, no nos compares. Yo cumplo con mi palabra, él no. Se jactaba de decir que su ejército no atacaba civiles y atacaron a muchos. Me pregunto si después de que te diga a quién atacaron en particular seguirás cultivando un buen concepto de Magnus. Se acerca a mí con una mirada compasiva que no me augura buenas cosas. Avanza con calma, como si se preparara para darme una mala noticia. Los nervios empiezan a apoderarse de mí porque no podría soportar una herida más. Cierro los ojos y aprieto los labios en una línea fina, como una cobarde que no es capaz de enfrentarse al mundo. Sé que va a decirme algo importante, algo grave, y no estoy preparada para escucharlo. —Solo dígamelo, ¿qué pasó con mi familia? —La voz me sale estrangulada, rota. Estoy segura de que se trata de ellos. Stefan sabe que son lo más valioso para mí. —Ellos están bien… Bueno, tu madre y Mia lo están. Abro los ojos de golpe y el alma se me quiebra. No, papá no. Retrocedo como un animal asustado que huye de las luces incandescentes de un farol y solo me detengo cuando me choco de espaldas con la puerta. Si me dice que mi padre ha muerto, moriré yo también. —Tu padre ha resultado herido, Emily. Se me agita la respiración. La noticia podría haber sido peor, así que siento alivio. —El ejército de Magnus los ha atacado a él y a muchos civiles más. Rompieron su regla, la única que protegía al resto de la población. Nos están desangrando. Los hospitales están abarrotados y ahora no solo de soldados. Todo por su causa… —Se lleva la mano al pecho con una calma envidiable—. No debes preocuparte. Ya me he encargado de eso. Un médico está a su disposición. La desesperación me nubla la razón y el rencor permea todo lo demás. El desprecio que siento por el rey Magnus en este momento sobrepasa los límites de lo natural. —¿Cómo puede pedirme que no me preocupe? ¡Es mi padre! —Levanto la voz más de lo que debería—. ¿En dónde está? Quiero verlo. Stefan, por favor, permítame ir con él. Trata de tocarme, pero no se lo permito. No logrará que me quede aquí mientras papá me necesita allá afuera. Ya no estamos bajo ataque. Mi madre debe estar desesperada y Mia igual. Necesito estar con ellas. —Entenderás que no estás en posición de pedirme nada —comenta con serenidad, como si intentara calmar la rabieta de una pequeña—. Tendrás que esperar, ese será tu castigo. No puedes enojarte conmigo por eso. Debes entenderme. Creí que te había pasado algo terrible. A eso se debía mi afán por encontrarte y por ello también ofrecí la recompensa. Pero luego me llegó la carta de Heinrich, en la que decía que conocía tu paradero y que te había visto feliz en Lacrontte, entrando y saliendo del palacio. Ahí supe que me habías visto la cara. No dormía por ti, suponiendo que te habrías perdido en el bosque y que algún animal te habría devorado. Hice que rastrearan el Ewan, temí día y noche por ti. —Sus ojos son como los de un desahuciado—. Saber que estabas viendo a Magnus me rompió el corazón, así que no me exijas que te lleve con tu padre. A pesar de todo tu engaño, quiero solucionar las cosas y arreglar este lío. Cuando lo consiga, te enviaré con unos guardias para que puedas verlo. Detesto esta situación. Jamás me había molestado saber que otras personas tenían poder sobre mí, que había alguien con una corona a quien debía venerar y respetar, alguien cuyos mandatos debía seguir, pero regresar a la posición de súbdita pasiva en la que he vivido diecinueve años se me hace insoportable. —¿De qué lío habla? —le pregunto, recuperando la frialdad—. ¿Cómo se supone que solucionará las cosas? —La guerra, a eso me refiero. Yo detesto los enfrentamientos tanto como tú. Agotaré hasta mi último recurso y te demostraré que, a diferencia de Magnus, soy un rey pacífico. Encontraré un buen momento para solicitar una reunión con él y emboscarlo. Es cuestión de tiempo. ¿Qué locura piensa hacer? El rey Lacrontte no es imbécil y no se dejará engañar por Stefan. —¿Y solo entonces podré ver a papá? —Puede ser mucho antes si te comportas como es debido. Si cuando lo embosque yo sigo aquí, juro que no dudaré en hacerle pagar de alguna manera a ese maldito rey lo que hicieron los suyos con mi padre. No me importa que me descubra y sepa que le mentí en su propio reino, en su palacio. Me da igual invocar su venganza. Pagará, juro por mi vida que pagará. Ya he dictado la sentencia y ahora solo me resta esperar el momento perfecto para ejecutarla. 12 EMILY Han pasado tres semanas y mi resentimiento por el rey Lacrontte se ha incrementado a tal punto que pensar en él me hace hervir la sangre. Este tiempo ha sido un martirio. Paso los días sola en mi habitación, perdiendo la cordura al no tener nada que hacer. Tomo todas mis comidas allí, en silencio, y es agónico. La única visita que recibo es la de mis doncellas —por fortuna, nadie descubrió que me habían ayudado con mi plan de escape—, ya que ni siquiera Atelmoff viene a verme. Y no porque no quiera, sino porque Stefan lo prohibió y los guardias de la puerta se encargan de que esa orden se cumpla. Todavía no he visto a papá y solo me han dejado compartir correspondencia con mi madre, quien me cuenta las novedades. Me asegura que mi padre ya está mucho mejor, pero no estaré tranquila hasta que lo compruebe con mis ojos. Estuve tentada a decirle que le envíe una carta al rey Gregorie para que me ayude, como me aseguró que lo haría, pero desistí de la idea, pues es probable que revisen la correspondencia antes de salir del palacio. Le rogué a mi carcelero, después de muchas cartas con mamá, que me dejara visitar a mi familia y su respuesta me amargó el día: debo cumplir con mi castigo. Así de sencillo, así de humillante, como si fuera una mascota a la que se le reprende por su desobediencia. He aguantado sin discrepar… hasta hoy. Estamos en Cristeners, bajándonos del carruaje al frente del palacio en Roswell, la capital, tras dos días de viaje. Porque, a pesar de que Stefan prometió que conseguiría una reunión con el rey Magnus para emboscarlo, el plan no salió como lo esperaba. El monarca enemigo pidió que el encuentro se llevara a cabo en Cristeners, pues se niega a pisar Mishnock de nuevo. Los Wifantere se llevan muy bien con él, entonces sabe que es un espacio seguro en el que no tendrá que temer ningún ataque. Magda y Everett son capaces de besar el camino que pisa con tal de contar con su favor y no entrar en guerra. El problema es que Stefan no quería traerme. Yo no insistí porque entendía sus razones para no hacerlo. ¿Cómo va a meter a la mujer que catalogan como su amante al palacio de sus suegros? Es irrespetuoso, pero yo no podía perderme esta oportunidad, así que me ingenié una ofensiva. Otro intento de fuga. Esta vez fue más complicado, aunque el objetivo era fallar para que me descubrieran, pues, conociendo al obseso de Stefan, sabía que así me traería con él para vigilarme. Primero empecé a pedir sábanas extra, tantas que se volvieron sospechosas. Y es que ¿para qué las querría si en Mishnock hace un calor infernal? Al principio nadie hizo ninguna pregunta, pero al ver que solo entraban y nunca salían para la lavandería, los guardias se pusieron alertas. La idea era que pareciera un plan estúpido, por supuesto. Así pasé algunos días hasta que llegó la gran noche. Uní todas las sábanas que había pedido y las convertí en un largo hilo que me ayudaría a llegar abajo, al jardín del palacio. Luego las amarré fuerte en los doseles de la cama para que me sirvieran de ancla. ¿Cómo pensaba bajar si no había otra puerta aparte de la que custodiaban los guardias reales? Por el ventanal de la habitación. Tampoco podía ser tan evidente y romper el cristal sin cautela, de modo que puse colchas en el piso, tomé una almohada, la ubiqué contra el vidrio para amortiguar el sonido del golpe, agarré mi lámpara de noche y con ella quebré el ventanal. Hubo ruido, claro. Y por eso tomé precauciones, para que pareciera más real. Los guardias entraron como un rayo a la alcoba debido al estruendo, me rodearon como a un animal y yo los amenacé con lanzarles la lámpara si se acercaban. Al final el plan salió perfecto y ahora estoy aquí. —No vas a presentarte en la reunión —avisa Stefan mientras caminamos a la entrada del palacio. —¿Y por qué no si ya me trajo hasta acá? De esa forma podrá vigilarme tanto como se lo ha propuesto. —¿Crees que no deduzco tus intenciones? —La ira misma de un hombre que descubre la infidelidad de su esposa se oye en su voz—. Quieres verlo, Emily, y no lo permitiré. Te quedarás encerrada en tu alcoba hasta que se vaya. —Necesito reclamarle por lo que le hizo a mi padre. —Verlo, al fin y al cabo. Te quedarás arriba. Eso no está en discusión. —Permítame salir, entonces. Si no puedo entrar, no me encierre. Déjeme conocer las inmediaciones del palacio. Tanteo el terreno en busca de una alternativa. Mi más grande obstáculo son los guardias de la puerta. Si me libro de ellos, tendré mejores opciones de buscar al rey Magnus. Stefan se muestra dubitativo. Tiene la vista fija hacia el frente, en su esposa, quien ya sube los escalones de la casa real. Debe ir con ella, es la regla. —No. Me has decepcionado cada vez que te he dado un voto de confianza. Obedece y no hagas que me arrepienta de haberte traído. Se adelanta para seguir a Lerentia, quien está a punto de cruzar la puerta, y me deja a medio camino con la frustración humeante como un termal. Detesto que me trate como a una niña. Es humillante. ¿Ahora qué se supone que haré? Estar encerrada con dos vigilantes afuera me limita de todas las maneras. No podré verlo. Luché tanto para venir y será en vano. El palacio de Cristeners es blanco con techos azules y torres llenas de ventanas, muchas ventanas y balcones que airean su interior. La entrada es preciosa, conformada por una escalera doble, cuyos escalones porosos muestran la ingratitud de años de uso y los cientos de veces que han sido tallados para mantenerlos impecables. Adentro, el piso de mármol y las paredes de yeso le agregan frescura a la casa real. Es como estar dentro de una caja musical. Todo se ve pulcro con la luz del día que cae como un manto sobre los muebles de terciopelo. Incluso el uniforme celeste y gris de la Guardia Real es delicado, impoluto, con sus pantalones de corte recto y sus abrigos ajustados con botones de plata. Hacen juego con el lugar. Se nota que nada está puesto al azar. La familia real de Cristeners definitivamente se esmera mucho en la estética. En el vestíbulo nos esperan los tres rubios Wifantere. El rey Everett lleva un traje blanco de botones argentados. Su cabello ya tiene algunas canas y su rostro delgado refleja una sonrisa orgullosa cuando ve a su hija. Destila poder, como si creyera ser el hombre más grande que ha habitado el mundo. Por otra parte, Magda es elegante, alta y tiene un movimiento de manos tan delicado que crea la sensación de que se desarmará si se mueve con más energía. Y su hijo, el príncipe Lorian, tiene esa mirada juzgona de un padre que no se fía de las compañías de su hijo. Es un hombre guapo, sin duda, la definición de príncipe. Delgado, de facciones finas, ojos celestes grandes y brillantes y un porte que difícilmente pasa desapercibido. Es como si todo el tiempo estuviera maquinando algo en la cabeza. A su lado hay una muchacha de ojos miel y cabello negro corto que le roza los hombros. Tiene una sonrisa dulce que me recuerda a mí. Esa era la sonrisa que tenía antes de que el mundo me golpeara y que, pese a todo, lucho por mantener. Cuando me ven llegar detrás de Stefan, todas las miradas caen sobre mí. No exagero, y tampoco me gusta. Sé que lo hacen porque me reconocen. Saben bien que soy la mujer de la que el rey de Mishnock no puede alejarse. Me disgusta la forma en la que me detallan, como si no pudieran encontrar qué es lo que Stefan ve en mí. —Señorita Emily, la recuerdo —comenta Lorian, adelantándose al resto—. Un gusto volver a verla. Suena tan falso como Vanir. ¿No estarán emparentados? —Es un placer para mí también. Me inclino en una reverencia rápida. Todavía recuerdo lo descorteses que fueron conmigo en la gala benéfica en honor a Plate. El rey Everett bufa. Es un gesto antipático y mucho más ofensivo que cualquier burla que me haya hecho el monarca de Lacrontte. —Les presento a mi novia —continúa el príncipe—. Claire Mosswed. Vaya, tiene una nueva pareja. Supongo que no debería sorprenderme. En el fondo, él y Aphra no sentían amor. Además, ya pasó un tiempo prudente desde su matrimonio fallido. La joven en cuestión les hace una reverencia respetuosa a Stefan y Lerentia. Es la única con amabilidad genuina de todos los que estamos aquí. —¿Es costumbre en Mishnock mezclar el pasado con el presente, Stefan? —comenta el rey Everett, mirándonos a su hija y a mí. Me lanza tal veneno que estoy segura de que el hombre moriría si se relamiera los labios. Esto es una deshonra que no me merezco. Deseo con todas mis fuerzas defenderme, pero no estoy en posición de hacerlo. No tengo ni una pizca de poder que me respalde para enfrentarlos. Lerentia se ríe, secundada por su madre, que empieza a adular la belleza de la ahora reina de Mishnock. Stefan no responde a la provocación, sino que se limita a preguntar si el rey de Lacrontte ya se encuentra en el reino. —No, pero podemos adelantarnos a la sala de reuniones. —Lorian cambia el tema—. Debe estar próximo a llegar. La señorita Emily puede quedarse con Claire en tanto la reunión se lleva a cabo. Quedan a su disposición los jardines o cualquier lugar del palacio. —Emily se retirará a su alcoba hasta la hora de la cena — Stefan reitera lo que ya me advirtió. Otra vez tratándome como si fuera su hija. Estoy exhausta. —Puedo quedarme contigo arriba, si lo deseas —propone la joven y acepto antes de que mi carcelero decline por mí. Desde ese momento lo veo: quizás ella pueda ayudarme a llegar a mi objetivo. **** Claire es hija de marqueses y cree estar próxima a recibir una propuesta de matrimonio por parte del príncipe Lorian. Hemos estado hablando las últimas dos horas y media. En varias ocasiones le he propuesto que salgamos a recorrer el palacio con el único objetivo de ver si encuentro al rey Magnus, pero no ha sido posible. Se mantiene firme en que lo mejor es que nos quedemos aquí hasta la hora de la cena. Ya estoy perdiendo toda esperanza. Y no digo que ella me desagrade; al contrario, es una joven encantadora y tierna que no tiene reparos en mostrar su entusiasmo por un posible compromiso, aunque, igual que con Aphra, es evidente, al menos para mí, que no se siente amor. Ella lo ve más bien como algo que debe suceder y está conforme con su destino. Después de todo, es el futuro rey y no hay un mejor prospecto para una señorita cristense, así que la entiendo. Espero correr con la misma suerte de Liz y casarme con alguien a quien sí ame. —¿Y es verdad lo que dicen sobre ti? El tono alto de su voz esconde la vergüenza que siente por hacer aquella pregunta. Se encuentra de pie, mirando por el ventanal que da al balcón de la habitación que designaron para mí. Este lugar es fresco, bonito. Y si debo resaltarle un fallo, es que es demasiado blanco para mi gusto. Aun así, es precioso. Huele a pino, igual que el resto del palacio. Tiene cortinas grises que se arrastran por el suelo pulido, una amplia cama de latón cromado con un reposapiés cenizo, un librero sin muchos libros y luz, tanta que podría enloquecer a cualquiera que pasara demasiado tiempo aquí encerrado. —¿Y qué se dice de mí? —respondo. Tiene un porte similar al de la reina Genevive. —Que eres la amante del rey Stefan. —¿Tú qué crees? —la reto. ¿Habrá alguien que vea la verdad? —Que no lo eres, al menos no por voluntad propia. —Se gira por fin—. De ser así, no te habrías escapado. —¿Cómo sabes que me escapé? En los diarios decía que me perdí. —Lorian me lo dijo. Ah, otro monarca comunicativo. Debería ser amigo de Gregorie. No quiero imaginarme qué otras cosas habrá dicho esta familia sobre mí. Antes de que pueda contarle mi versión de los hechos, oímos golpes en la puerta. Son mis guardias. Uno de ellos informa que a Claire la están esperando en el comedor para la cena. Solo a ella. —Por favor, es solo una comida, ¿cómo que no puede ir? —los cuestiona, negándose a salir. Es como si estuviera viendo mi espíritu en el cuerpo de otra persona. —Órdenes del rey Stefan —contesta el guardia, tan duro como una pared de concreto. Ella se vuelve hacia mí, compasiva. Esto es ridículo y lo entiende. Si los Wifantere ya saben que estoy retenida en contra de mi voluntad en el palacio, deben entender que no supongo una amenaza para el matrimonio de su hija. Y si Stefan mencionó que estaría encerrada hasta la hora de la cena, ¿por qué cambió de parecer? A menos que… —¿Crees que el rey de Lacrontte se haya ido ya? —le pregunto en voz baja para que los custodios no me escuchen. —¿Irse? Claro que no. De Roswell a Mirellfolw hay casi cuatro días de viaje. Se quedará a dormir esta noche. Yo también. Lorian dijo que era una gran oportunidad para conocerlo y entablar relaciones. Él confía en el criterio del rey Magnus, y si llego a agradarle, sé que aumentan las probabilidades de un compromiso. Así que estará presente. Es por eso que Stefan no me invita. La esperanza se reaviva en mí como un fuego terco que se niega a apagarse a pesar del viento. Debo asistir a esa cena a como dé lugar. —Me gustaría ir —le confieso—. ¿Es posible de alguna manera? —No te preocupes —me susurra—. Le pediré a Lorian que te invite. No podrá negarse. Aguarda aquí. Sale de la habitación a paso apresurado. Claire es tan dulce que podría llenar de energía a un batallón entero. Tiempo después regresa con su prometido del brazo y una sonrisa de orgullo en el rostro. —Señorita Emily —habla él con fingida cortesía—, lo que es importante para Claire es importante para mí. Por eso me he tomado el atrevimiento de venir en persona a pedirle que nos acompañe esta noche. Le prometo convencer a mi cuñado —hace énfasis en el parentesco; es un odioso— para que deshaga cualquier prohibición. Por favor, venga con nosotros. Al fin y al cabo, es usted una invitada igual de crucial en el palacio. Termina el discurso y enseguida mira a Claire en espera de una reacción positiva. Ella se apoya en su brazo, satisfecha, y entonces él sonríe. Todo lo que hace un hombre para complacer a una mujer. —Ya he hablado con sus guardias —continúa, ahora mirándome a mí— y no habrá problema con que salga. Los dos asienten, frustrados. No puedes discutir con un príncipe y mucho menos si estás en su palacio. Y, como conocen el carácter de Stefan, saben que no recibirán una reprensión severa si es que llega a enojarse. Me pregunto si los guardias de Lacrontte cederían igual, tomando en cuenta el humor de su rey. Bajamos a la primera planta y ya siento los nervios cosquillearme en la piel. Por instantes no creí que pudiera verlo, pero aquí está. Parece que lo deseé tanto que la vida no tuvo otra opción más que concedérmelo. Ellos caminan delante de mí, rectos y delicados, como si hubieran sido creados al mismo tiempo con el propósito de encajar el uno con el otro. Ninguno se adelanta, se distrae o frena. Cortados a la misma medida, parecen levitar. Nos detenemos frente a una de las tantas puertas blancas con pomo de cristal que hay el palacio. Afuera ya se encuentra Stefan. La luz amarilla que viste el pasillo les da a sus mejillas el color que han perdido al verme. Está molesto. Sus ojos son llamas azules. No quiere que entre, pero, desafortunadamente, no es algo que pueda controlar. —Claire me ha pedido que invite a la señorita Emily —el príncipe le habla de frente a Stefan. Es como si le importara poco su título. Y eso solo me deja ver cuánto poder tienen los Wifantere sobre él con ese matrimonio—. Espero que no te moleste. Y por mis padres no debes inquietarte: a ellos no los indispondrá su presencia. —Descuida, Lorian. —Se esfuerza por sonar calmado, cuando es obvio que el enojo lo tiene preso—. No obstante, me gustaría hablar a solas con Emily para aclararle algunos puntos. La pareja asiente y cruza la puerta hacia el comedor. Hay guardias de los tres reinos alrededor, algo que a Stefan lo tiene sin cuidado, pues, una vez nos quedamos solos, empieza con el ataque. —Usaste a esa mujer —me reprocha entre dientes, refiriéndose a Claire. —Por supuesto que no. Ella se ha ofrecido. Bueno, puede que yo la haya llevado hasta allá. —Lograste lo que querías. Vas a verlo. —Por la manera en la que me habla, juro que podría lanzarse encima de mí y comerme viva—. Te advierto, Emily, que va a reconocerte. Y estoy seguro de que tomará represalias contra ti. ¿Por qué no comprendes que no quiero que te haga daño? —No lo hará y, a decir verdad, no me importa. Lastimó a mi padre, Stefan, la persona a la que más amo en la vida. —No pienso defenderte si entras ahí. —Señala la puerta —. No puedo hacerlo con los Wifantere en frente. —Qué condicionado estás. —No salgas con eso ahora. —No tienes por qué defenderme. No me hará nada, al menos nada grave. Estoy segurísima. Lo conozco… mucho más que a ti. Aquello parece haberle dolido más que cualquier otra cosa. Deja caer los hombros y suspira rendido. —Haz lo que quieras. Se da media vuelta y camina al comedor sin molestarse en mirarme. Puede enojarse, pero no va a persuadirme. Voy tras él segundos después y solo me basta dar el primer paso dentro para divisar al monarca enemigo. Está sentado en una de las sillas del comedor con Francis a su lado. Ambos hablan animadamente sin que les importe el resto del personal a su alrededor. El rey y la reina Wifantere están en cada extremo de la mesa, Lorian y su novia ocupan los puestos frente a los lacrontters y Lerentia tiene su lugar al lado de Stefan. No hay un asiento para mí. Por suerte eso ahora carece de sentido, pues sé que, con lo que pretendo hacer, me sacarán de inmediato. Francis es el primero en verme. Entrecierra los ojos, desorientado. Y es que… ¿por qué estaría Emery Naford en el palacio de Cristeners? Es absurdo e improbable. Lerentia, por su parte, frunce el ceño, desconcertada, al notarme. Mira a su esposo en silencio, esperando que él haga algo para sacarme. Para su mala suerte, Stefan no reacciona. Yo todavía me mantengo en la puerta, inquieta. Los guardias me observan, los criados sirven la comida y los Wifantere advierten mi presencia. Entonces el rey Lacrontte se vuelve, debido a la peculiar atención que le da su consejero a aquello que está a su espalda. Su mirada cae sobre mí. Puedo ver todo tipo de emociones desfilarle por el rostro. Primero la confusión, luego la sorpresa y, por último, la furia. —¡Usted! —Su voz es casi un suspiro—. ¿Qué hace aquí? ¿Cómo llegó acá? ¿Por qué no regresó? Me congelo por un instante. La voracidad con la que me observa me mantiene como estatua y debo obligarme a sacudir la cabeza para centrarme en mis objetivos. Pienso en papá, en su dolor; en las cartas de mi madre, en las que describía la angustia que había sentido al ver herido al hombre al que ama; en el llanto que Mia y Liz soltaron por días, sofocadas por la incertidumbre de no saber si padre iba a sobrevivir. Todo ello se me revuelve en la cabeza, me baja hasta el corazón y se me extiende por el pecho. La ira se enciende y me llena de energía. Recuerdo la manera en la que fingió tranquilidad frente a mí cuando sabía que los suyos estaban desangrando a mi pueblo. Así que, instintivamente, corro hacia él, decidida a enfrentarlo. Escucho a Lerentia decirles a los guardias que me detengan, por lo que avanzo tan rápido como puedo antes de que frustren mi plan. En mi cabeza las ideas no están claras. Un lago de agua revuelta es lo que tengo. Así que yo misma me sorprendo cuando, al llegar a él, lo embisto con un fuerte golpe en la mejilla derecha que lo hace quejarse de dolor. Lo he golpeado, he golpeado al rey Lacrontte. ¡Por todos los cielos! ¿Qué he hecho? Siento la mano caliente y me cosquillea. Me arrepiento enseguida, pero ya es tarde. Me cubro la boca con las manos al tiempo que escucho una oleada de jadeos e improperios hacia mí. No sé quién me dice qué cosa y no me molesto en averiguarlo, pues tengo la vista fija en el hombre que se encuentra frente a mí. Los guardias lacrontters tratan de capturarme y él los detiene apenas levantando un dedo. —¡Es una maldita loca, Emery Naford! —Es un tornado de furia—. ¡¿Cómo se atreve a golpearme?! —Se apoya en el brazo de la silla para ponerse en pie. —Es una bestia. —La voz de Lorian pega fuerte. Es un alarido ofendido, como si lo hubiera golpeado a él—. Un animal irracional al que hay que encadenar. Debe ir a prisión ahora mismo. El rey Everett también reacciona y se levanta, dándole un golpe a la mesa. —¿A prisión? ¡Hay que cortarle las manos! No entiendo en qué momento se te ocurrió traerla, Stefan. ¡Eres un imbécil! —Quiero que todo el mundo se calle ahora mismo. El monarca de ojos verdes habla entre dientes. Tiene la mandíbula tan tensionada que juro que se le podría quebrar. La cólera lo domina en tal grado que me hace retroceder de miedo. Se me ha ido la voz, estoy segura. Ni siquiera intento defenderme; no tengo cómo. Yo solo quería reclamarle, no golpearlo. Fui imprudente, estúpida, disparatada. ¿Qué hice? —Esto no se lo voy a dejar pasar —continúa. En cualquier momento va a lanzarse sobre mí para asfixiarme—. Ha consumido mi paciencia y, con ello, ha firmado su camino a la horca. Jadeo, horrorizada. Yo no quiero morir. ¡No quiero morir! Crucé la línea, ya lo sé. Yo me lo he buscado, pero no quería llegar hasta este extremo. Estoy sola en esto. Soy una idiota. —Lo siento tanto, majestad —balbuceo. Mi voz es apenas un susurro de moribunda—. Por favor, perdóneme. —¡Cállese! —La violencia con la que me habla me eriza la piel—. No tiene derecho a dirigirme la palabra. Si se atreve a abrir la boca de nuevo, juro que voy a cosérsela. Stefan aparece a mi lado como un relámpago en el cielo. Me pone detrás de él, protegiéndome de la ira abrasadora del rey Lacrontte, y se dispone a enfrentársele. —No te metas en esto, Denavritz —le advierte al deducir sus intenciones. Les pide a sus custodios que me tomen de las manos. Stefan, al verlo, reacciona rápido y les ordena a los suyos que me cubran.Miro a mi alrededor. Los dos grupos de guardias se quedan estáticos al encontrarse. Se miran fijamente, esperando a que alguno dé un paso de más para desencadenar un combate. ¿En qué momento desaté todo esto? —Ya basta, Stefan. Entrégala de una vez —exige el mayor de los Wifantere con el enojo visible. Si no me escarmienta el rey Lacrontte, lo hará él mismo. Estoy segura. —Soy legítimamente su máximo gobernante —insiste mi carcelero—. Tengo derecho a intervenir. La Guardia Negra hirió a su padre. Eso la movió. Él es lo más importante para ella. Cada palabra suya es como un manto para mi cuerpo afligido. Dijo que no me defendería y el que esté aquí, contradiciéndose, es... lindo. —¿Crees que me interesa en algún sentido su maldito padre? —le reclama el monarca de Lacrontte—. Soy el rey, Denavritz, y ella prácticamente me escupió en la cara. —Les doy mi palabra de que la castigaré bajo mis leyes. La ofensa no quedará impune, pero el agravio lo pagará en Mishnock. —Solo retrasa lo inevitable, majestad —Francis levanta la voz. Se ha mantenido sereno a la espalda de su rey, pero también puedo ver la furia en sus ojos—. La señorita Naford es residente de Lacrontte. Eso la hace apta para recibir el castigo que queramos darle. Así trate de intervenir como su legítimo gobernante, no puede salvarla de esto. Son las leyes. Un nudo en la garganta empieza a sofocarme. De seguir así, moriré antes de que me pongan una soga en el cuello. —¿Por qué le dice «señorita Naford»? —Reconozco a Lerentia en esa pregunta. Por un instante me olvidé de su presencia. Stefan se vuelve a verla y algo se le ilumina en el rostro. ¿Qué piensa hacer? Ya lo han dicho, no hay nada que pueda salvarme. —Ella no es quien tú crees —confiesa—. No se llama Emery Naford. ¡Vida mía! ¿Se va a ir por ahí? Eso es mucho peor. —Lo sabía —suelta Francis. Estaba deseando esa declaración, lo sé. La revelación da la puntada final a sus sospechas. —Eso da igual. Entrégala ahora —interviene Lorian, tiñendo el río con más sangre. —¿De qué hablas? Entonces, ¿cómo se llama? —Sus ojos me buscan por encima del hombro de Stefan, exigiéndome en silencio una respuesta. Parece que para él no hay nadie más en esta sala. —Emily —musito con la respiración entrecortada. Estoy demasiado aturdida como para hablar más alto—. Emily Malhore. Su cara se desfigura de inmediato. El brillo hostil de sus ojos se pierde para darle paso a la confusión. La confianza y airosidad que siempre trae consigo se consumen como un papel en el fuego, y el vacío de su mirada demuestra cómo rebusca una explicación razonable para lo que acabo de decir. —Era la novia de Stefan antes de que se comprometiera conmigo —afirma Lerentia. Una intervención que nadie le ha pedido. —No, eso es imposible. —Su tono es suave. Jamás lo había escuchado hablar tan bajo—. Yo lo habría notado. La consternación lo ata y, unos segundos después, la ira lo libera. —¡Es una maldita mentirosa! Se abalanza hacia adelante. Extiende la mano para llegar a mí, pero Stefan le bloquea los movimientos. Sé lo que trataba de hacer: iba a tomarme por el cuello, como lo hace casi siempre. Algo que, por supuesto, mi único defensor desconoce. —¡No te atrevas a tocarla! —Se estira para reducir la diferencia de estatura que le saca su oponente. El rey se detiene, como si se hubiera quedado suspendido en el aire. Mira a Stefan, lo estudia y sé que acaba de descubrir algo porque sonríe. Así, de la nada, sonríe. ¡Sonríe! Un gesto que se prohíbe cada día, pero que ahora expone con naturalidad. Es obvio lo que sucede. Unió los engranajes de una pieza que no sabía que tenía. Nos mira alternativamente a mi protector y a mí, maquinando algo que no logro leer. —Emily. —Baja la voz mientras dice mi nombre, como si hubiera algo fantástico en él—. Emily Malhore. Soy un imbécil. ¿Cómo no me di cuenta? ¿Cómo no lo noté? Es la novia de Denavritz. —Exnovia, Magnus. Le pediré que tenga respeto por nuestra hija —le reclama la reina Magda, quien hasta ahora se había mantenido al margen de la situación. —Por supuesto, Magda. Emily —repite mi nombre, adaptándose a él. Es extraño oírlo en su boca—. Creo que nuevamente se ha librado de la muerte. Nunca he conocido a una persona con tanta suerte como usted, Nafo… Malhore —se corrige. Parpadeo, anonadada. Sé que el cambio de decisión no es a causa de una misericordia extraordinaria. Algo se le ocurrió, algo planeó en el instante en que Stefan le gritó que no se atreviera a tocarme. Lo conozco y, como ya me lo han repetido hasta el cansancio, no hace favores a menos que obtenga algún beneficio a cambio. —¿Qué es lo que tiene esta mujer? —reclama Everett con inminente fastidio. —Me pregunto lo mismo —contesta él sin despegar sus ojos verdes de mí—. Después de este increíble encuentro con golpes incluidos, les propongo continuar con la cena. Emily —señala la silla en la que estaba sentado antes de que iniciara el desastre—, hágame los honores y siéntese a mi lado. De ese modo tendremos la oportunidad de hablar y resolver nuestras diferencias. Me explicará usted qué le ocurrió a su padre y me aclarará un par de dudas con respecto a otras cuestiones. ¿Acepta la tregua? No me muevo. Stefan se mantiene firme, cubriéndome con su cuerpo. ¿Qué pretende el amargado? Si me siento a su lado, terminará por clavarme un cuchillo en el cuello, así sea el de la mantequilla. —Lo mejor será que ella se retire —pide Lorian al otro lado de la mesa. —Por supuesto que no. —La sonrisa malintencionada del rey enemigo aparece de nuevo—. No me gusta retractarme de mis decisiones, pero la señorita Malhore tiene cierta influencia en mí que es incontrolable. Ella lo sabe mucho más que yo. ¿Por qué dice esas cosas? Ni en un millón de helias el hombre con el que compartí en Lacrontte habría confesado algo semejante. Este teatro no me lo creo. Y, por la manera en que Francis frunce el ceño, me doy cuenta de que tampoco él entiende qué está tratando de hacer con esto. —Soy consciente de mi resistencia a los acuerdos de paz —agrega—. Sin embargo, me complace anunciarles que me he replanteado mi posición. Puede que en la reunión me haya negado a los diálogos y me escudo en que mis fuertes convicciones me bloqueaban la visión que tienen ustedes sobre el futuro. A pesar de eso, creo que logro divisar una soga de la que sostenerme para iniciarlos. Me gustaría, si así Emily lo quiere, aceptar la mesa de negociación que antes plantearon para mí. ¿Cuál es el papel que interpreta ahora? No voy a tragarme el cuento de que le agrado cuando en Lacrontte no permitía ni que lo tocara con “mis manos de plebeya”. —¿Qué tiene que ver ella en esto? —Stefan es el primero en mostrar sus sospechas sin reparos—. Emily no hace parte del consejo ni de la monarquía. —No estás corto de razón, mi estimado Pharell — menciona, irónico. —¿Por qué me dices así? —le reclama con confusión. —Ese fue el nombre que te puso ella. —Me señala con un movimiento de cabeza—. Estoy al tanto de lo mal que te portas con Emily, Pharell. Y eso no fue de lo único que me enteré, ¿sabes? Mientras estuvo allá no paraba de decirme cuánto odiaba la guerra, cuánto sufría por ella. Una vez incluso deseó que yo tuviera algo que amara tanto como para que me espantara perderlo, de manera que comprendiera lo que les hago pasar. Es noble de mi parte, entonces, tratar de ceder. ¿Y qué sería de un monarca sin nobleza? Un tirano absoluto. No quiero que la señorita Claire piense que soy uno. —Mira a la novia de Lorian, que lo observa medio espantada. Ella ya le teme—. Emily me conmovió tanto que he decidido virar el timón del barco. Espero que sea la primera en abordar, soldado. Me dedica una mirada, una de esas que hacen daño, que confunden, engañan, convencen. Toma la silla por su espaldar y la arrastra hacia atrás, abriendo un espacio para que me siente. Stefan se vuelve hacia mí para vigilar mis movimientos. ¿Debo ir o no? —Prefiero marcharme, si todos están de acuerdo. —Insisto —dice el rey Magnus con una sonrisa ladina que me causa terror—. La quiero cerca, señorita Emily. —Solo siéntate de una maldita vez, niña —ruge Everett, volviendo a su asiento. El resto hace lo mismo. Despacio, camino hacia él. Ocupo el sitio bajo la mirada de todos. Soy la atracción principal de este circo. Él se sienta a mi izquierda y Stefan a mi derecha, moviendo de lugar a su esposa. —Me alegra que haya aceptado —dice sin mirarme. Toma la copa de vino que hay frente a él y se la lleva a los labios. No bebe, sino que la usa para taparse la boca y que nadie vea que empieza a susurrarme—: Tenemos muchas cosas de las que hablar. La espero esta noche a las once en punto en mi habitación. Me encargaré de que le hagan saber cuál es y me desharé de cualquier obstáculo que le imposibilite llegar a mí. Me quedo tiesa. ¿Ir a su habitación? La última vez que estuve en su alcoba terminamos en una relación falsa. Además, pensar que estaré a solas con él me causa escalofríos. No quiero imaginar la sarta de cosas que va a decirme por haberle mentido. —No tiene que temer —asegura. Debe estar leyendo el pánico que refleja mi cuerpo—. Le conviene conversar conmigo. —Si tienes algo que comentar —interviene Stefan con un tono tan afilado como el de una daga—, estoy seguro de que a todos nos gustaría escucharlo. —Ay, mi querido Pharell —suspira, divertido, ante la irritación de su enemigo. —Deja de llamarme así. —Como desees —empieza de nuevo—. Denavritz, se acercan días turbulentos para ti. Devuelve la copa a la mesa y se gira hacia el rey Everett, que por fin está callado. Se aclara la garganta, se recuesta en el asiento, junta las manos como un estratega en un juego de ajedrez y entonces vuelve a hablar. —He pensado que no hay lugar más idóneo para los diálogos de paz que Cristeners. Aquí se ha dado el primer paso y aquí se deben dar los siguientes. —¿A qué te refieres con eso? —cuestiona la reina Magda desde la otra punta de la mesa. —Una semana. Los diálogos de paz se llevarán a cabo en el lapso de una semana aquí, en Roswell, si así lo permiten. Este es un territorio ajeno al conflicto. Les confío mi seguridad y acepto su buen juicio para dirigir los diálogos. Todos tenemos interés en que la guerra cese, ¿o me equivoco? ¿Tenemos? Por favor, si él es el principal perpetrador. —Es una idea excelente, majestad —lo alaba Lorian con una sonrisa pequeña. ¿Alguna vez lo había visto sonreír?—. Me encargaré personalmente de elaborar el plan de acción. Cada uno de los presentes muestra su aprobación, conformes con la propuesta, pero, sé que las cosas con el rey Magnus no pueden ser tan fáciles y, antes de que se comience a celebrar, abre la boca para pedir algo más. —Tengo una exigencia. La única, en realidad. —Me mira de soslayo y la sangre se me hiela. ¿En qué lío va a meterme?—. La señorita Emily debe estar presente toda esa semana. —¿Con qué fin? —inquiere Lerentia sin disimular lo mucho que le desagrado—. Ella no hace parte de la nobleza y, por ende, no tiene voz ni voto en este asunto. —Mi querida señora Denavritz, no tengo por qué darle explicaciones. —Se inclina hacia adelante, engreído—. Es mi exigencia. Lo toman o lo dejan. —Me temo que la última palabra es de Stefan —indica el monarca mayor de Cristeners, provocando que cada cabeza se gire a verlo, incluyendo la mía. Puedo sentir la presión que experimenta. Ocho pares de ojos sobre él en busca de una respuesta. Tiene la responsabilidad de abrirle la puerta a un futuro pacífico o de azotarla y acabar con todo. Se toma su tiempo y mira a su esposa, quien lo observa con furia. No quiere que acepte. Y si a algo puedo apostar en esta vida es a que no le molesta que vaya a pasar tiempo en el palacio de sus padres, sino verme cerca de Magnus. Los celos la dominan y no se esfuerza por ocultárselos al hombre con el que se unió en matrimonio. —Bien —cede Stefan, desviando la mirada de su reina—. Nos vemos de nuevo el veinte de enero —hace una pausa que incrementa la tensión en el comedor, se masajea la frente con los dedos y, sin mirar a nadie, añade—: con Emily entre nosotros. Esto va a acabar muy mal. No hacen falta las predicciones de Nahomi para saberlo. Y lo peor del caso es que no estoy a salvo hasta la fecha estipulada. Mis esfuerzos por no caer en las garras del rey Lacrontte empiezan esta noche en su habitación. 13 EMILY El reloj de la pared de mi habitación marca las diez con cincuenta y ocho minutos y yo sigo dando vueltas, ansiosa. Tengo los latidos acelerados, el estómago me burbujea y siento la necesidad de frotarme las manos para estabilizarme. Debo confesar que he hecho una tontería. Me he peinado y perfumado, pero no para el rey Magnus, sino porque tenía que entretenerme haciendo algo mientras llegaba la hora. Después de pedirme que fuera a su habitación, me ignoró el resto de la noche, y la verdad es que no sé si eso es bueno o malo. Por eso he pensado en varias excusas para no ir al encuentro o fingir que se me ha olvidado. Ese hombre está enojado conmigo y no quiero aguantar su mal humor, aunque muy, muy en el fondo deseo verlo. No porque me guste hablar con él, sino por mi padre. Esta vez no seré impulsiva, no cometeré un error tan tonto. Iré ahí y le haré saber con detalles lo que pasó. Lo haré entender mi dolor y espero que se muestre comprensivo. De repente, tocan a la puerta con un golpeteo suave y rítmico. Desvío la atención al reloj y veo que ya son las once en punto. Ha llegado el momento. —Señorita Malhore —dice una voz desconocida. No es la de mis guardias habituales, así que deduzco que se trata de lacrontters—, hemos venido por usted. Respiro profundo antes de abrir la puerta. Al otro lado están, en efecto, unos lacrontters. Miro hacia ambos lados del pasillo, buscando a mis custodios, y, gracias a la vida, el corredor se encuentra inhóspito. Nadie me verá salir. Me llevan hacia atrás. Pierdo la cuenta de cuántas puertas pasamos. Llegamos hasta el fondo del pasillo, donde, en una pared con papel tapiz blanco, cuelga una foto de los hermanos Wifantere. Lerentia y Lorian me miran de frente, como si no tuvieran unos ojos inertes pintados en óleo. —Ya puede pasar —me habla otro guardia de uniforme oscuro. Es uno de los que vigila la entrada a la alcoba. El cosquilleo se hace presente. Es arrasador e incluso penoso. Le temo, le temo muchísimo, y al mismo tiempo siento curiosidad. ¿Cómo quitó a los guardias de mi puerta? ¿Para qué quiere verme? ¿Por qué aceptó los acuerdos? Camino con cuidado, como si mis pasos pudieran alterarlo. Soy precavida y respiro lento para calmar mi angustia. La habitación es de paredes blancas, hay muebles de patas delgadas y largas y los ventanales tienen marcos arqueados que dan a un balcón estrecho. El suelo está vestido con una alfombra gris que me recuerda al pelaje de un gato. Sin embargo, la calma de este santuario se empaña con la figura de un hombre de traje negro que se encuentra sentado en un sillón individual con los codos sobre los reposabrazos, un tobillo apoyado en la rodilla izquierda y una mano en la mejilla, mirándome con sus ojos verdes, que parecen quemarme a medida que avanzo por la habitación. Es como si me condenara a un final que ni yo misma imagino. —Ha llegado la pequeña mentirosa. Su voz grave me atemoriza. —Majestad. —Le ofrezco una reverencia rápida. No quiero dejar de mirarlo. Tengo el presentimiento de que, si me descuido, me lanzará una daga al pecho. —A partir de este momento puede dejar de hacer reverencias para mí, señorita Malhore. Tómelo como el primer privilegio que pienso ofrecerle —dice con una tranquilidad que no es habitual en él—. Admito que aún me cuesta acostumbrarme a su verdadero nombre. Creo que ya me gustaba el Naford. —¿A qué se refiere con primer privilegio? —A que tengo muchos otros privilegios que ofrecerle. Detesto que se vaya por otros caminos y no me diga lo que quiero escuchar. —¿Como cuáles? —Lo sabrá en su momento. ¿Puedo tutearla, Malhore? Porque quiero hacerlo. Ya le di un privilegio, ¿me dará ese a mí? —¿Puedo yo tutearlo a usted? —Oh, por supuesto. —Sonríe levantando la comisura derecha de los labios y se le oscurecen los ojos—. Ahora soy Magnus para usted. Nada de «rey» o «majestad», a menos que así se lo pida. Me quedo en silencio. No se me ocurre ninguna respuesta buena… O, en realidad, no se me ocurre ninguna respuesta. —He descubierto que las únicas veces que se queda callada son cuando está asustada o triste. Aunque con la tristeza vienen las lágrimas, por lo que descarto esa emoción. Así que… —Se levanta de su asiento y viene a mí. Cada paso es lento y firme. Alzo la barbilla para no perderlo de vista y él ya me mira desde arriba con los ojos entrecerrados. Está tan cerca que puedo sentir su aroma e inevitablemente recuerdo esa noche en Cromanoff. La noche prohibida—. ¿Tiene miedo, señorita Emily? ¿De mí? ¿Me teme pese a que ya nos hemos besado? —Pensé que nunca hablaríamos de eso. —Tomo cualquier ruta de escape. —Ahora quiero hablar de eso. —El tono de su voz es completamente diferente a cualquiera que haya usado hasta ahora. Es bajo, varonil y un tanto aterciopelado, como si… ¿Me está coqueteando? —Yo solo vine a ofrecerle disculpas por mi arrebato en la cena. —Eso está perdonado. De otra forma, ya no tendría la cabeza sobre los hombros. Pero no me ha respondido: ¿puedo tutearla? Asiento, incapaz de responder. La expresión dura del rostro se le suaviza y veo su satisfacción. —¿Por qué estoy aquí, majestad? —cuestiono y, por la mirada que me da, noto que me he equivocado, así que repito la pregunta—. ¿Por qué estoy aquí, Magnus? Es extraño… no, extrañísimo llamarlo por su nombre. Me siento irrespetuosa. Sin embargo, aquí estoy, tuteando al rey enemigo. —Porque quería verte. —No trate de jugar a estar interesado. Usted no se ha cansado de decirme cuánto lo molesto. Soy incapaz de despegarme de los formalismos y, por fortuna, esta vez lo deja pasar. —¿Y por eso te besé? ¿Porque me resultabas molesta? Piénsalo un poco, Emily. —Mis sentimientos hacia usted son de total resentimiento. Hirió a mi padre y lo odio por eso. —¿No has escuchado que entre el odio y la atracción hay una distancia muy larga? —Ladea la cabeza, como si reflexionara sobre lo que dijo, y frunce un poco el ceño—. Oh, no, espera: entre ambos hay solo un paso. Su mirada esmeralda es intensa como los rayos del sol a mediodía. Me estudia, estudia mi reacción. Quiere ver si sus palabras surten algún efecto en mí, pero se le olvida que lo conozco. —¿Por qué ahora se comporta así? ¿Cree que no lo noto? ¿Que no deduzco lo que trata de hacer? —Ilumíname. —Su voz no pierde ese toque seductor—. ¿Qué trato de hacer? —No subestime mi inteligencia. —Jamás me atrevería a subestimarte. Por cierto, pensé que ya habíamos comenzado a tutearnos. —De acuerdo. —Doy un paso adelante para encararlo. Me paro firme a solo centímetros de su cuerpo y lo miro con fiereza—. Confundirme, eso tratas de hacer. —Paso a un tono informal—. Convencerme de que estás interesado, cuando antes dejaste claro lo mucho que te fastidiaba. Y todo este cambio se debe a que descubriste que soy la expareja de Stefan. Su confianza no desaparece, sino que más bien se refuerza. Me sonríe como un maestro orgulloso al ver las deducciones de su alumno. —¿Te molestaría acompañarme al balcón un rato, Emily? Creo que ambos necesitamos tomar aire. No espera respuesta. Camina hacia afuera y abre las puertas de cristal que dan al balcón. La noche en Roswell es fresca, la brisa me mueve el cabello con una potencia que hace que las puntas de mis ondas vayan a parar al hombro y a la mejilla del rey Lacrontte. Él, sin decir una palabra, se retira mi pelo de la cara mientras yo me sostengo la falda del vestido para evitar que se alce y me exponga. Las hebras rubias de Magnus también se mecen, se despeinan y lo hacen ver como si se tratara de un joven que corre sin preocupaciones y no de un rey que se ha propuesto enloquecerme con su raro y nuevo comportamiento. —Lo lamento —siseo mientras me acomodo el cabello hacia el otro lado. Desde el barandal de hierro se pueden ver los viñedos que rodean el palacio, ahora oscurecidos por la falta de luz. —Verbena —suelta de la nada—. Tu cabello huele a verbena. No lo había notado. Siendo sincero, no hubiera esperado un olor cítrico de ti. —¿Me trajo aquí para hablar del olor de mi champú? —lo corto de inmediato. —Estás más hostil que de costumbre. —Y tú más amable de lo que esperaba. Tratarlo de «tú» se siente ilegal. Magnus arruga la frente, también sorprendido por cómo sonó eso. Trata de ocultarlo, mirando hacia otro lado, cuando es obvio que no está disfrutando de lo que me ha permitido hacer. Lo observo en silencio. He descubierto que es algo que me gusta. Creo que es porque cuando me mira de frente me intimida. Tiene algo. Su porte, su título, sus aires de grandeza, quizás los tres. Me resulta difícil desafiarle la mirada. De repente se vuelve hacia mí y me veo impulsada a agachar la mirada apresuradamente, pero sé que es tarde. Me ha atrapado. —¿Vamos a jugar a eso de mirarnos mientras el otro no nos ve y hacernos los desentendidos cuando nos descubren? —dice al ver mi ridículo papel. —No sé de qué me estás hablando. Quisiera saltar de este balcón. No me importaría morir. —Bueno yo sí quiero jugar, así que puedes seguir mirando hacia otro lado porque quiero seguir viéndote. Me giro hacia él. No le daré nada de lo que quiere. —Preferiría que vaya al punto para poder marcharme cuanto antes. —Como gustes. Te cité aquí, primero, para aclarar el asunto de tu padre. Afirmas que mi ejército lo hirió, algo que yo pongo en duda. La chispa de mi rabia se enciende de nuevo, solo que esta vez tomo el control completo de la emoción. No voy a cometer el mismo error dos veces. —No solo fue a él, sino a muchos otros civiles —le recuerdo—. Stefan me lo dijo. Lo noto molesto. ¿Qué he dicho ahora? Agarra el barandal y el sonido que crean sus anillos al golpearse con el hierro es espeluznante. —¿Tú lo comprobaste o solo te tragaste lo que un mentiroso dijo? Porque estás al tanto de que lo es, ¿verdad? Me quedo callada y, como si un balde de agua fría me cayera encima, abro mucho los ojos. No, no lo he verificado porque Stefan no me ha permitido verlo, pero he intercambiado correspondencia con mi madre y él no sería capaz de inventarse tal cosa e imitar la letra de mamá para que… ¡Claro, claro! Ya lo hizo una vez. Incluso fui yo quien le dio la idea de falsificar la letra del rey Magnus. Estoy casi segura de que lo hizo conmigo también. —No quiero dudar de tu inteligencia. —Su voz me devuelve a la realidad—. Confírmame que has visto a tu padre y a esos otros civiles heridos que afirmas que hay. —Los hospitales estaban llenos de ellos —intento defenderme. Es más una pelea conmigo misma que con él. —¿En serio? ¿Cómo sabes eso? ¿Lo viste en el periódico? ¡No puede ser! Ni siquiera he visto el diario para averiguarlo. Estoy aislada. Tampoco se me permite hablar con Atelmoff para preguntárselo. Todo es un teatro armado para que crea lo que ellos quieren, la historia que Stefan quiere que me trague. Y, aun así, no… Él no pudo mentirme de esa forma. Es cruel. Lloré días por mi padre. No pudo jugar así con… ¿De qué hablo? Ya ha jugado conmigo, tendría que habérmelo esperado. —Mi ejército tiene la estricta orden de no lastimar a civiles a menos que se trate de un caso extraordinario. Y ellos cumplen mi palabra al pie de la letra. Mis órdenes siguen vigentes y presentes en sus cabezas así yo esté a kilómetros de distancia. Debería saberlo, soldado. Quiero vomitar. Se burló de mi dolor, de mi zozobra. ¿Todo para qué? ¿Para que siguiera viendo a Magnus como el enemigo? ¿Para que la imagen que tengo de él no cambiara? ¿Para imponerse como el salvador que me cubre de las garras del villano? Cuánto asco me produce. —Creo que ya te diste cuenta de tu error. ¿No es así? —No puedo asegurar que me haya mentido. —¿De verdad? ¿El mismo hombre del que me hablaste en Lacrontte no sería capaz de inventarse un daño a tu padre solo para que me repudiaras? Ese que te usó, te secuestró y te alejó de tu familia. Sé que tiene razón y en el fondo sé que eso fue lo que sucedió, pero se me hace tan vil que el corazón se niega a procesarlo. Stefan es como hiedra venenosa, es mucho peor que Vanir. —Tengo algo que preguntar —continúa—. De todo lo que me contaste estando juntos, ¿qué tanto fue verdad? Me toma por sorpresa su duda. Ni siquiera yo me había puesto a pensar en todas las mentiras que dije. ¿Qué fue verdad? Mi temor a las tormentas lo fue y mi amor por el azul también, igual que mi miedo a los aviones. —Muchas cosas. ¿Te interesa saber cuáles no? —De no ser así, no te lo habría preguntado. —De acuerdo. —Paso por alto su tono brusco—. Mentí sobre mi padre. No es mi única familia. Mamá vive, su nombre es Amanda y dicen que soy su versión joven. Papá se llama Erick y es el hombre que más amo en el mundo. Tengo dos hermanas: Mia y Liz. La primera es la menor, la segunda es la mayor. Y sí es cierto que vendemos perfumes. Fuimos los perfumistas de la casa real por años. Y ya había ido al teatro. Creo que eso es todo. —¿Por eso nos conocimos de niños? ¿Estaban vendiendo sus perfumes en el palacio? —inquiere, y asiento—. ¿Hay alguna otra cosa que deba saber? —El resto de las cosas que dije fueron ciertas. Desde mi edad hasta que no uso corsés. Me recorre el cuerpo con la mirada y se concentra en mi torso. Tiene la mirada fija, con el iris oscurecido y las pupilas grandes. Siento cosquillas en el pecho. Es sofocante. Es contradictorio. Me inquieta la manera en que me observa y al mismo tiempo no quiero que aparte su atención de mí. El rey Lacrontte tiene esa capacidad de hacerme sentir viva, como si me hubiera despertado de un letargo y ahora por fin empezara a resplandecer. Es extraño y no es la primera vez que lo experimento a su lado. Él me mira de una forma diferente. Es algo que no puedo poner en palabras, pero que me hace sentir pecaminosa. —¿Sigues sin considerarlo? —Su mirada sube a mi cara y me veo obligada a ser valiente y no desviar los ojos cuando me encuentro con ese verde esmeralda de los suyos. —¿Debería hacerlo? —Lo considero imperioso. De estar en Lacrontte, lo habría hecho ley. —¿Que todas las mujeres del reino usen corsé? —No, solo una en particular. Y de nuevo esa sensación rara. El corazón se me sumerge hasta lo más profundo, donde ni la luz llega, de donde no puede ser rescatado. —La próxima vez que nos encontremos quiero verte uno. —¿Crees que habrá una próxima vez? Si Stefan se inventó todo lo de mi padre, hará cualquier cosa para que no nos crucemos de nuevo. —La habrá, confía en mí. Te aconsejo que te acostumbres a mi presencia porque me esmeraré por volver a verte. —Deja de hablarme de esa forma. Si lo que quieres es usarme para fastidiar a Stefan, no va a funcionar. Mira hacia los lados y detrás de nosotros, como si buscara algo o a alguien. —Yo no veo a Stefan aquí. Lo único que quiero es limar asperezas, así que no lo hagas más complicado. —Su tono se vuelve tan serio que hasta suena como una advertencia. —¿Por qué ahora? ¿Por qué eres más dócil después de saber mi nombre? Todavía recuerdo tus actitudes conmigo en Lacrontte. Y hablo muy en serio. Algunas veces me hizo sentir como si yo fuera una peste. —Sabe que no me gusta dar explicaciones. Tómelo o déjelo. ¿Otra vez volvimos a las formalidades? Está claro que alguien aquí está perdiendo la calma. Su actitud engreída me hace enojar. De verdad cree que aceptaré sin más una tregua solo porque me la ofrece. En el fondo es consciente de lo que quiero escuchar y, aun así, se niega a dar su brazo a torcer. —Pues lo dejo. —Señorita —inclina el cuello hacia un lado, como lo hace cuando quiere evitar una sonrisa, solo que ahora lo que quiere evitar es el enojo—, como bien sabrá, no soy un hombre que busque la atención de los demás, así que le ruego que no agote mi paciencia, ya sabe que tengo muy poca. —Entonces, ¿qué hace aquí buscando mi atención? — Cruzo los brazos sobre el pecho, a la defensiva. —Es lo mismo que llevo preguntándome toda la noche. ¿Por qué tiene que ser así? ¿Por qué tiene siempre esas respuestas que me hacen dudar de todo, incluso de mí misma? Siento el aire frío erizarme la piel, porque, sí, es el aire. Y los latidos acelerados son a causa de… no lo sé, ¿la oscuridad? Sí, por supuesto, es la oscuridad. Le temo, así que estar frente a un patio en penumbra me pone nerviosa. No hay más, no hay ninguna otra explicación. Me niego a atribuirle mi corazón desbocado al rubio arrogante. —Considero que ha llegado el momento de retirarme — decido, actuando tan pasiva como me es posible. Quiero que se disculpe, pero, si no lo hace, no me quedaré aquí perdiendo el tiempo. —No se subestime, señorita Malhore. —Su actitud se endurece como el agua de los lagos cuando llega el invierno —. Lo único que deseo es limar las asperezas, así que no tiente a su suerte con esa actitud imponente. Quiero una tregua y me he visto en la penosa obligación de insistirle para que la acepte, cosa que no haré más. Le aseguro que no perderé la paz por esto. Usted no va a robarme el sueño. —Es usted demasiado orgulloso como para entender que estoy esperando una disculpa de su parte —suelto al final, exasperada. La mirada de malicia del rey sigue conmigo. Este hombre no me toma en serio. No, este hombre no toma en serio a nadie que no sea él mismo. Se reacomoda el cabello, llevándoselo hacia atrás con la mano cubierta de anillos. Los músculos del brazo se le tensan y el pecho hace presión contra la camisa. Es atractivo y no puedo evitar notarlo. —Las disculpas no son lo mío. —Entonces le informo, señor —uso el título por el que sé que le molesta que lo llamen—, que no estoy interesada en verlo o pactar con usted. —Permítame decirle que, aun queriendo o no, usted va a escuchar mucho sobre mí. —Suena tan convencido que hasta me hace dudar—. Irrumpió en mi vida sin permiso alguno y me he propuesto hacer lo mismo. No fui la mejor persona en Lacrontte, pero tampoco fui la peor. Digamos que me estaba acostumbrando a su presencia. —Eso es lo más alejado de una disculpa que he escuchado. Recuerdo que se lavaba las manos después de tocarme. ¿Le parece justo? —¿Por eso me reclama? La besé, señorita Malhore, que no se le olvide. Y si de una lavada de manos se trata todo este berrinche, puede estar segura de que nada se interpondrá entre su piel y la mía de ahora en adelante. Ni un guante, ni el agua, ni la más fina de las telas. Estaremos carne a carne desde esta noche. Se quita uno de los anillos sin dejar de mirarme. Exactamente el que estaba en su meñique. Una pieza de oro de capa cuadrada en la que está grabado el escudo de Lacrontte. —Es el anillo real, el más importante. Lo obtuve cuando ascendí al trono. —Me toma la mano y le da la vuelta, dejando la palma hacia arriba. Pone la joya en el centro y luego me cierra los dedos, como si fueran una jaula, para protegerlo—. Será suyo hasta el momento en que nos volvamos a ver. Ahí me lo regresará. No hay mejor manera de demostrarle lo comprometido que estoy con volver a verla. ¿Es eso suficiente para usted o tengo que esforzarme un poco más? Me quedo en silencio una vez más. —Supongo que es un buen inicio —concedo. —Estoy conforme con la respuesta. Ahora, si quiere irse, tiene completa libertad para hacerlo. Se da media vuelta y se marcha sin mirar atrás. Yo me quedo en el balcón unos segundos más con la brisa que me rodea. Estoy helada, pero no por el frío de la noche, sino por la conversación. Tener cerca a este hombre siempre es un reto y lo será más si sigue comportándose como acaba de hacerlo. No voy a negarlo: me gusta estar envuelta en su aura varonil, pues, a pesar de su arrogancia, algo sobre él me resulta atrayente y no me parece terrible la idea de volver a verlo. —¿Se quedará a dormir en el balcón? —pregunta desde adentro—. No tengo problema con que lo haga, aunque no me parece el mejor lugar. Que molesto es, por favor. Voy de vuelta a la habitación para salir de allí cuanto antes. Lo veo rebuscar entre las gavetas de su mesa de noche, de donde saca un papel blanco doblado. —Fue Wifantere hijo —dice de la nada y yo entrecierro los ojos, perdida. ¿Qué hizo el príncipe?—. Él fue quien se deshizo de los guardias de tu puerta. —¿Lorian? ¿Lorian Wifantere? —¿Existe otro Lorian? Sí, Wifantere. ¿Por qué lo ayudaría? ¿No sabe que este es el hombre del que su hermana está enamorada? —No sabía que eran cercanos. —No necesitamos serlo. Requería de un favor, se lo comenté y accedió a ayudarme. Sencillo. —Me extiende el papel—. Y ahora a ti también te pido uno. Léelo en tu habitación. No antes, no después. Tal parece que quedamos en lo informal de nuevo. Al tomar la hoja, nuestros dedos se rozan. Es un toque sutil y tonto que me inquieta. Él siempre me inquieta. —¿De qué se trata? —cuestiono con la calma que me queda. Sonríe y se le ven los hoyuelos, como si fueran los cómplices de un crimen. Aquello lo hace lucir menos intimidante y mucho más atractivo. —No me hagas decirlo en voz alta. Buenas noches, Emily. Camina hacia la puerta, toma el pomo y la abre. ¿Me está echando? No digo nada más, no creo que valga la pena, pues es evidente que no le sacaré nada. Salgo de la habitación y corro por los pasillos hasta la mía, apretando fuerte el papel. La última vez que Magnus me dio una carta fue para decirme que iba a asesinar al hermano de la reina, de modo que ruego que no haya nada similar aquí. La entrada a mi alcoba está despejada de guardias mishnianos; en cambio, hay un par de lacrontters que me siguen el paso con la mirada. Cierro la puerta y me recuesto contra ella para desdoblar el papel con un afán que no pienso esconder. En este punto no voy a fingir que el frío es el que me acelera el corazón y el que me dibuja una sonrisa en el rostro. No, es el corto mensaje. La razón tiene un nombre propio extranjero y un título enorme: el rey enemigo. Veinticinco. Ese es el número de pecas que alcancé a contar en el lado izquierdo de su rostro durante la cena. Porque, sí, la miré, señorita Malhore. La miré mucho más de lo que me gustaría admitir, solo que soy más cauteloso que una bestia al acecho y por ello sé que no lo ha notado. Ahora tengo que volver a verla para saber cuántas pecas hay en su lado derecho. ¿Me lo permite? Porque para mí es una cita pendiente que le aseguro que llegará. Tan solo espéreme. Magnus VI Lacrontte Hefferline 14 MAGNUS Una vez llega la madrugada, yo abandono Roswell. El carruaje se mueve por las calles adoquinadas y siento como si estuviera en medio de un temblor. Detesto esta ciudad y su maldito atraso. ¿Cómo usan todavía estas carretas de hace tantas helias? Es insultante. No tengo quietud desde el encuentro de ayer con Emily. Emily. Emily. Emily. Todavía no me acostumbro a su nombre. Suena invasivo. Creo que ya me había adaptado a llamarla Emery. No es un cambio significativo, pero es un cambio, y me resulta molesto. Me enerva saber que me mintió y que yo me dejé engañar. Soy un imbécil. Ella me hace sentir como imbécil y me niego. Me resulta inverosímil ver a todo lo que tuve que ceder para que las cosas se tornaran a mi favor. Es un plan a futuro. Estoy sembrando lo justo y espero recoger el triple. Si esto no funciona, sí que quedaré como un idiota. —¿Quién diría que la encontraríamos aquí? El último lugar que imaginamos. Francis habla por primera vez desde que salimos del palacio. Pensé que estaba alucinando cuando la vi, que el cambio de clima me había afectado, pero no, ahí estaba ella con esos grandes e insípidos ojos cafés que me atormentan a diario. Está viva, un punto a favor y en contra al mismo tiempo. —Al menos ya sabemos por qué no regresó al palacio — añade, sacándome de mis pensamientos—. Puede estar tranquilo. Se encuentra en el asiento frente a mí con la espalda recta y las manos sobre el regazo. Clavo los ojos en los suyos, reprochándolo por haber dicho eso. —Nunca estuve preocupado para empezar. La sonrisa fugaz que le aparece en la cara me acusa. Es fastidioso porque me hace pensar en lo que hice. Sí, me preocupé. El primer día me enojé porque supuse que simplemente no había venido a su cita. Al segundo día volvió a incumplir y para ese punto estaba tan molesto que ya no quería saber nada de ella. El tercer día recordé lo que me había contado de Pharell o, bueno, de Denavritz, y como un imbécil creí que allí la encontraría, así que la mandé a buscar a esa casa diminuta en la que dijo que vivía. El problema es que nadie sabía dónde quedaba, nadie a excepción de la doncella del cabello corto. Y al cuarto día me preocupé todavía más cuando la casera les informó a mis guardias que desde la noche del fin de año ella no había vuelto y que todas sus pertenencias seguían ahí. No diré nada más, no voy a ahondar en mi mente ni un milímetro más. —¿Piensa devolverle sus cosas? ¡Por todos los muertos que cargo en la espalda! Tenía que sacar ese tema a la luz. —Esa idea fue tuya, no mía, Francis. —Yo solo propuse buscar en su habitación algo que nos diera una pista sobre qué le había sucedido. Mandar a traer todo al palacio fue idea suya. —Quizás tenía algo de valor. No íbamos a permitir que esa mujer la robara. ¿O sí? —Nunca ha revisado si tiene algo de valor o no. Solo archivó las cosas. —Porque no me interesa. Más vale que te quedes callado. —Nunca diría nada que usted no quisiera que se supiera. Lo que todavía no me explico es cómo el rey Stefan se enteró de que estaba allá. —No lo sé. Anoche me reuní con ella en mi alcoba, pero no le pregunté cómo fue que la había encontrado. Se remueve en el asiento sin dejar de mirarme, una señal clara de que se ha interesado por lo que he dicho. —¿Algo en concreto que quieras preguntar? —Me parece que usted ya se lo imagina, majestad. —Estoy moviendo las fichas. Eso es todo. —Con todo respeto, usar a la señorita Malhore no me parece la mejor idea y tampoco me resulta justo. —¿Y fue justo que ella me mintiera? —Le recuerdo que aquí no soy el único pecador—. Porque yo considero que no. ¿Y a qué viene la preocupación? ¿Le tomaste aprecio mientras estuvo en Lacrontte? La tuve tan cerca por tanto tiempo. Estuvo a mi merced, pude haber amenazado a Denavritz con hacerle daño a ella para que me diera el paradero de su padre, pude llevarlo al abismo en nombre del amor enfermizo que siente y perdí la oportunidad por no leer bien las señales. ¿Y es que cómo podría haberlas descubierto? Si hasta el barón Russo me mintió para encubrirla. Es un traidor y por primera vez me alegra que esté muerto. —Ya pasó suficiente tiempo con ella como para conocerla mejor y, pese a eso, ¿piensa jugar con sus sentimientos? ¿De verdad no va a frenar su retahíla? Está al borde de cruzar la línea del irrespeto y él lo sabe. —Necesito oídos dentro del palacio, alguien que esté tan cerca a Denavritz como sea posible. Y ella es perfecta. Solo debo ganarme su confianza para que me pase la información. ¿Hay alguien más idóneo? Lerentia no me está sirviendo de mucho, ya que lo único que quiere es estar encima de mí y no me da nada valioso. Si sabes de otra persona, solo dímelo y la dejaré de lado. Tú mismo lo viste ayer. El intento de rey mostró un interés genuino por ella. Y si que yo la conquiste causará problemas, voy a hacerlo. Abriré grietas en él. Sé que tarde o temprano me dará algo para que me aleje de la plebeya. —Me mantengo en mi posición, majestad. Suelo estar de su lado en los planes, pero este sencillamente es injusto. Esa pobre mujer ya ha sufrido lo suficiente —insiste y para este punto ya estoy perdiendo la cabeza—. Va a crearse ilusiones. Por más que intento alejarme de ella, la vida me la trae de recuerdo y el principal mensajero es Francis. La existencia de esa mujer solo me causa dolores de cabeza y problemas. No recuerdo la última vez que este viejo abogó tanto por alguien como por ella. Y no existe una razón justa para que lo haga. No es su amigo ni su consejero. Lo admito, la pueblerina es bastante ingenua… demasiado para mi gusto. Ayer vi en sus ojos cafés esa fiebre por el control que veo en los míos cada día, como si de verdad creyera que tiene poder sobre mí. ¿Cómo pudo pensar que en realidad ansiaba reunirme con ella, tenerla cerca? Y vaya que me costó la actuación. Estuve varias veces tentado a mostrarle mi enojo por su resistencia y por la manera en que discrepaba de cada una de mis palabras. ¿Acaso imagina que soy su lacayo? Casi exploto en furia por su osadía. Una mishniana llevándole la contraria a un rey. En mis años de gobierno, jamás había vivido cosa semejante y no permitiré que vuelva a suceder. —Majestad, ¿me escucha? —Francis se inclina hacia mí—. Ella parece tener un corazón noble y ese tipo de corazones son muy fáciles de engañar. Sabe tan bien como yo que terminará enamorándose de usted. —Eso es una tontería —respondo, mientras abro y cierro los dedos de la mano izquierda, desesperado por el interrogatorio—. No es tan fácil de engañar. Si le surgen sentimientos por mí, no me interesa. Será su decisión. —Él sigue mirándome. Quiere que me retracte—. Bien, para que veas lo generoso que soy, acolchonaré su caída. Le haré saber que nuestro acercamiento podría fastidiar a Stefan, que podríamos darle en la cabeza como él lo ha hecho con ella. Se lo presentaré como un plan en el que seremos cómplices. Le encantará la idea. Sería demasiado estúpido de su parte caer por mí, pero Francis tiene razón. Es muy débil de emociones, las cosas la afectan rápido y apuesto todo lo que poseo a que, a esa misma velocidad, permite que las personas se le metan debajo de la piel. Para su mala suerte, eso no es algo que me preocupe. —Así le revele algo, será solo el humo de un incendio. Antes de que ella se dé cuenta, ya todo estará quemado. —Entonces ruega que sepa diferenciar entre la honestidad y el engaño, porque no pienso involucrarme con una mishniana. Se queda en silencio por algunos segundos. Es obvio que no dejará el tema allí y que está buscando una nueva táctica para confrontarme sin que se note, como siempre lo hace. Esa mujer no me desagrada, lo digo en serio. Solo es una plebeya, una mishniana sin una pizca de gracia o esencia que la haga memorable. Pasar tiempo con ella es extraño. En ocasiones su conversación es interesante, pero luego es irritante. Habla demasiado. Parece inteligente, aunque demasiado maleable si le tocan una fibra sensible, y de esas tiene muchas. —¿Puedo dar mi opinión? —dice. Sé que la dará de todos modos—. Este juego también es peligroso para usted. —¿En qué sentido? Ahora soy yo quien se remueve en el asiento. Se ha ganado mi completa atención. —¿Recuerda la conclusión a la que llegamos en Cromanoff? La señorita Malhore no le es indiferente. No digo que lo atraiga, pero sí apostaría a que le ha tomado aprecio y eso es peligroso porque al final le dolerá herirla. No niego que no me es del todo antipática, el problema es que eso no es suficiente para que me retracte. Tengo un objetivo fijo y voy a cumplirlo. Seguro la debe estar pasando mal. Denavritz está muy mal de la cabeza por encerrarla. No entiendo sus motivaciones y no creo que haya ninguna válida. ¿La ama? La verdad es que no, porque, de ser así, no se habría casado con Lerentia. Entonces, ¿qué es? ¿Es Emily maravillosa entre las sábanas? Lo dudo. Ni siquiera tiene belleza, al menos no la belleza que busco en una mujer. Es ordinaria, insípida y carece de finura. No cuenta con ese encanto capaz de hipnotizar a un hombre, para al menos aspirar a un título mayor. Se pierde entre el montón, no es deslumbrante, no destaca. Es un grano de arena en una enorme playa, una simple hoja en medio de un gran bosque, igual que… ¡Vida santa! Esta mujer es mi infierno. —Francis, necesito que, al llegar al palacio, pidas que cambien la fragancia con la que ambientan mi alcoba. Ordena que sea verbena. —¿Verbena? El desconcierto de su voz es fastidioso. Si le doy algún gesto, se abrirá camino por mi mente hasta descubrir la razón del cambio. No quiero que lo sepa, así que me muestro sereno, tal como me enseñaron a aparentar en estas situaciones. —Sí, verbena, y que sea cuanto antes. Respiro profundo para ordenar mis ideas. Necesito acostumbrarme al olor de esa mujer y esto ayudará. Lo tengo bajo control. —¿Algo más? —pregunta, y niego—. De acuerdo. Y con respecto a lo que le dije… —¿Qué me dijiste? —¿No cree que le dolerá herir a la señorita Emily? —No. Y si por algún estúpido motivo llegara a pasar, sabré lidiar con la culpa. —Estaré preparado para cuando venga a pedirme consejo. —Si sigues, te voy a tirar del carruaje. —Bien, entendido el punto. Entonces, hablando ahora de los acuerdos de paz, ¿por qué quiere que se lleven a cabo aquí? Entiendo la parte de que para usted cualquier reino es más seguro que Mishnock, pero ¿desde cuándo confía tanto en los Wifantere? —No confío del todo. Es solo que ellos se lo pensarán dos veces antes de traicionarme debido a mi relación con el rey de Wellsinberg. —Le doy la razón en ese punto, aunque, me sigue pareciendo arriesgado. Los Wifantere tienen fama de oportunistas. —Es justo por lo que lo hago. Conrad Buckminster es su principal comprador de vino y Conrad Buckminster me vende el armamento militar. ¿Qué relación le genera más dinero a Buckminster? ¿Y a quién le conviene que le sigan comprando licor? Ahí está. Si los Wifantere se convierten en mis enemigos, serán también los de Buckminster. —Le doy un voto de confianza —Es insultante que piense que doy un paso sin antes estar seguro—. ¿Y hasta dónde va a llegar con los acuerdos? Lo primero que le propondrán será un cese de armas. ¿Lo aceptará? —Tendré que hacerlo. Estar cerca de Denavritz me permitirá investigar con mayor facilidad. Necesito encontrar a Silas y lo haré sin importar a quién tenga que llevarme por delante ni a quién tenga que arrastrar por el fango. Ya tendí la red. Ahora solo debo esperar a que ella caiga. 15 EMILY Ha pasado una semana desde mi encuentro con Magnus. Estoy de vuelta en Mishnock y Stefan y yo no nos llevamos bien. La mañana siguiente a reunirme con el rey Lacrontte en su alcoba tuve una discusión fuerte con mi carcelero. Lo confronté con respecto a mi padre y, después de presionarlo, admitió todo. Las cartas, el estado de gravedad de papá y el resto de los civiles heridos eran mentiras. Cada una de sus palabras fue falsa. No lo negaré: me eché a llorar. De verdad pensé que había hablado con mi madre, que la correspondencia era segura. Le dije que la quería muchas veces y ella a mí. Aquello fue reconfortante dada mi situación, pero ahora me entero de que fue Stefan quien escribió las líneas. Es vergonzoso, irrespetuoso, descarado e inhumano. Jugó una vez más con mis emociones, con mi vida. Él no imagina cuánto lo desprecio. El pueblo ya se ha enterado del inicio de los diálogos de paz con Lacrontte y no se lo han tomado muy bien, a decir verdad. Ellos no quieren perdonar lo que hemos vivido a manos del enemigo y los comprendo. Miles han perdido a sus seres queridos y es difícil abrir el corazón hacia el perdón. Quieren que paguen, que sufran como nosotros. El problema es que ya no hay vuelta atrás. Los diálogos iniciarán dentro de unos días y yo ya empaqué maletas para mi temporada en Roswell. Stefan sigue negándome la posibilidad de ver a mi familia, aunque, claro, ahora sé que todos se encuentran bien y es uno de los mayores alivios que he tenido en estos días. Sin embargo, prometió que traería a alguien de visita para mí y desde el primer momento supe que se trataría de Liz. Él cree que con eso va a reparar su imagen. Quiere que lo vea como a un ser bondadoso que se niega a castigarme severamente a pesar de mis errores. Cuán desvergonzado es. Este encierro es el peor de los castigos. Mi hermana cruza la puerta de mi habitación cuando el reloj marca las cinco. Trae en el rostro una sonrisa gigante que me lleva a sonreírle de vuelta. Verla es como un respiro para mi alma. La he extrañado tanto que empiezo a llorar cuando me abraza. Liz era mi refugio en las noches de tormenta, cuando los rayos me asustaban tanto que chillaba. Ella era y sigue siendo la persona que quiero ser: fuerte, valiente y decidida. —Mily. —Su voz refleja dolor mientras me estrecha fuerte. Su llanto se une al mío en segundos. Se estremece y su agarre se hace más sólido. Me sostiene como si intentara no dejarme caer en un abismo. Me acaricia el cabello y repite mi nombre una y otra vez. No puede creer que de verdad estemos juntas. —Mily, cuánto te he extrañado. ¿Cómo has estado? —Extrañándolos. Quiero volver a casa, Liz. Quiero que todo vuelva a ser como antes. —¿Antes de Stefan? ¿Te arrepientes de conocerlo? Lamentablemente, esa decisión echaría muchos mundos hacia atrás, no solo el tuyo. —Puede que sea egoísta la petición, pero no soy feliz aquí. Me siento como una mascota a la que le ponen cadenas en el cuello para que no se escape. A la que castigan enviándola al rincón, a la que vigilan por desobediente. Es horrible. —¿No te tratan bien aquí? —Inclina la cabeza hacia un lado, preocupada. Una carcajada estrepitosa se me sale sin poder controlarla. Es ofensiva esa pregunta y más viniendo de mi hermana. ¿Acaso bromea? —Me secuestraron y ahora me catalogan como la amante del rey. ¿Hace falta que responda tu duda? —Mi tono es más hostil de lo que pretendía. Jamás le había hablado así y no me arrepiento. —No te enojes conmigo. Trato de entenderlo. Stefan ya no es de mi estima pese a ser el mejor amigo de mi esposo. Es solo que Daniel me dice que él te ama con todas sus fuerzas y que haría lo que fuera por ti. Y de verdad entiendo que retenerte aquí no es una muestra de cariño aceptable, pero… —No hay peros, Liz —la corto. No hay defensa para Stefan—. Prefiero que no termines esa frase. Propongo una alternativa, que sé que es una fantasía, y te vienes en mi contra. No me imagino qué me dirías si de verdad pudiera echar el tiempo atrás. Si te preocupa tu relación con Daniel, estoy segura de que tu camino siempre estará unido al de él. Así que no puedes pretender que me sienta culpable por querer cambiar el mío. —Estoy embarazada —suelta sin rodeos y parece que con esa noticia intenta sepultar mis palabras—. Me enteré hace poco. Seré madre, Emily. Mi expresión de sorpresa es genuina, pero eso no borra la intención con la que soltó la noticia. Abro la boca, estupefacta. Seré tía, habrá un pequeño que me verá como su tía. Es decir, yo nunca tuve una. Mamá y papá son hijos únicos. Y ahora seré tía de alguien. Estoy feliz, muy feliz por ella, pero un poco desconcertada. Bueno, estaba claro que en algún momento pasaría, solo que no me imaginé que fuera tan pronto. —Liz, yo… —titubeo, perpleja—. Lo cierto es que no sé qué decir. No esperaba ese escopetazo. Y no me malinterpretes, estoy muy feliz por ti. Claro, si eso es lo que tú quieres. —Por supuesto que lo quiero. Jamás había sido tan dichosa, Mily. —Se le ilumina el rostro. Parece estar bajo la luz de una gran lámpara que les da a sus ojos cafés el brillo más bonito del mundo—. Mi vida es como saltar entre algodones. Y me duele que la tuya no sea igual, pero en medio de todo deseo que te alegres por mí. —Siempre. Siempre me alegraré por ti. Yo te amo, Liz, con todo el corazón. No miento al decirlo. Mi familia siempre será lo más importante para mí así vivamos lejos, así nos veamos poco y así tengamos un apellido diferente. Mi amor siempre será para ellos. Liz sonríe, se inclina hacia mí y me toma la mano. La cubre con sus palmas y me transporta enseguida a la época en la que todo estaba bien, en la que éramos nosotros cinco y punto. —Yo quiero que salgas de aquí. No creas que no le insisto a Daniel para que, a su vez, él convenza a Stefan de dejarte ir. Deseo que tengas una vida tan plácida como la mía ahora. Un comentario de Daniel no hará ninguna diferencia. No importa si son mejores amigos, no importa cuánto se quieran ni desde cuándo se conozcan. Stefan no va a soltarme. Y es algo que prefiero no decirle a mi hermana para no discutir con ella. Lo último que necesito es enemistarme con Liz. —¿Cómo están Mia y mis padres? —Cambio de tema por el bien de mis emociones—. ¿Atelmoff les contó que iba a huir o estuvieron en zozobra por un tiempo? —Estábamos al tanto. Me costó no contarle el secreto a Daniel. Estaba segura de que se lo diría a tú sabes quién si se enteraba, así que me callé. Stefan te buscó hasta por debajo de las piedras, Mily. —Mi mirada tuvo que haberle gritado que no hablara sobre él, porque traga en seco y se va por otro rumbo—. ¿A dónde fuiste? Eso no nos lo dijeron. Ay, no. Este es terreno delicado. Ella aborrece al rey Magnus como ningún otro mishniano. —A Lacrontte —confieso, atenta a su reacción. Solo levanta las cejas con sorpresa, de modo que prosigo—. Soy residente de Lacrontte. Ahora no tengo el permiso porque se quedó en mi habitación de Mirellfolw, pero, Liz, estaba construyendo una vida allá. Tenía el favor del rey, iba cada noche al palacio a leer y viajé a Cromanoff. ¿Puedes creerlo? Estuve en el cumpleaños del rey Gregorie. Fui una lacrontter más hasta que el Mercader truncó mi avance. Él fue quien me entregó a Stefan. —¿A qué te refieres con que fuiste una lacrontter más? Su actitud cambia radicalmente. Se reacomoda en la silla, como si de repente hubiera pequeñas espinas en el cojín. —Te acabo de decir que fue el Mercader quien me entregó, mencioné que había comenzado a formar una vida allá y que aprendí a ser feliz… ¿y solo te importa ese comentario? ¿Por qué no puede alegrarse? —Y es un malnacido por eso, Mily. Pero ¿decir que fuiste una lacrontter? ¿No juzgas que eso es traición a Mishnock? Fingiré que no dijo eso. —¿Te refieres al mismo Mishnock que se burla de mí y me llama la amante del rey? ¿Ese Mishnock gobernado por un rey que me ha quitado mi vida entera? Nunca dije que los lacrontters fueran mejores personas, pero sí me permiten dar pasos cuando aquí lo único que hacen es borrarme el camino, Liz. —Subo el tono sin llegar a gritar. No me gusta la dirección en la que va y no me lo voy a callar. He pasado por mucho como para disculparme por decir que me sentí bien en otra nación—. Tú eres feliz acá y adoro que lo seas. Yo, en cambio, solo volví a sonreír en Lacrontte, y creo que lo que debería importarte es que encuentre la dicha y no de qué reino provenga. —De acuerdo. Tienes razón. —Respira profundo. Intenta no discutir conmigo y lo aprecio—. Cuéntame, entonces, ¿qué pasó mientras estuviste allá? —Nada malo. —Me siento tonta por esmerarme con las explicaciones—. Pasé tiempo con el rey Lacrontte. Lo conocí un poco. Es amargado e insufrible, pero también tiene algunas cosas buenas. Lo próximo que veo es que se levanta de la silla, indignada por lo que he dicho. Abre los brazos y luego junta las manos en una palmada sonora. —¿Algunas cosas buenas? —repite—. ¿Se te olvida que le disparó a Daniel en su cumpleaños? —Ya lo sé. Y no digo que sea digno de devoción, pero el asunto es que me ayudó, Liz. —Me mantengo. Si subo al nivel de enojo al que ella ha llegado, terminaré explotando y no quiero—. Me tendió la mano en Lacrontte. Estaba perdida y me tuvo paciencia. Bueno, si tomamos en cuenta su concepto de paciencia. Me llevó a conocer la nieve, tocó el piano para mí, pasó conmigo el final de año e incluso me ayudó a ponerme un corsé. —¿Que te ayudó a qué, Emily? —Menea la cabeza, incrédula—. ¿Eres consciente de lo que dices? —Lo soy. Y no es lo que piensas. Sé que esto no debería ser objeto de mérito, pero fue muy respetuoso. Él es respetuoso… la mayoría del tiempo. Y en ocasiones, muy pocas, a decir verdad, es divertido. —Es que no puedes estar hablando de la misma persona. ¡Es el enemigo! —Uno que me brindó su favor. Sobreviví allá gracias a él. Mi hermana se pone la cabeza entre las manos ante la nueva información. Sé que Liz es una chica inteligente y sabrá entender todo lo que le digo. La veo doblegarse para luego levantar los ojos hacia mí en un estado más calmado e inclinado a la comprensión. —¿Cómo es? —pregunta, tratando de creer en mis palabras. —Ni siquiera sé por dónde empezar. —Se me vienen a la mente su imagen y su comportamiento de los días en que estuvimos juntos en su reino. Sus palabras, sus burlas, sus detalles, su escucha, sus secretos. Todo—. Es irritante y sarcástico. En ocasiones es dulce o caballeroso, pero nunca las dos. Es tan severo como un comandante y muy, muy arrogante. Además, vive convencido de que es el ser más apuesto sobre Karbelob. Y no digo que no lo sea, porque sí es guapo, pero es demasiado presumido. Cuando sonríe se le hacen hoyuelos. ¿Alguna vez lo has visto? Incluso si solo habla, también aparecen. Aunque no sonríe demasiado. Y es inteligente, es decir, siempre tiene algo interesante que contar. Aprendí varias cosas estando con él. ¿Has escuchado hablar de la ira justa, Liz? Mi hermana se queda en silencio. Es como si le hubieran robado la voz y lo que le quedara para comunicarse fuera una mirada llena de intriga y confusión. —¿Te atrae el rey Magnus, Emily? Me quedo congelada. ¿Qué? ¿De dónde saca tal disparate? —Por supuesto que no —me defiendo—. Mencioné algunas cosas al azar y nada más. Él no me llama la atención de esa manera. —¿Estás segura? ¿No me ocultas ningún detalle preocupante? —¿Preocupante? No me trates como si fuera una niña. Ya he tenido novio y sé lo que se siente que alguien te guste. Este no es el caso. —Pues me alegra que sea así. Ese hombre no es de fiar. Siento que puede envolverte fácil si te descuidas, Mily. El amargado no me provoca nada. Recuerdo lo embelesada que me sentía por Stefan. No he experimentado nada igual junto a él. Estoy segura de que no me atrae de ninguna forma amorosa ni tampo… —¿Te puedo consultar sobre algo? —le pido y ella asiente sin pensarlo. Me aclaro la garganta porque esto no es fácil de decir—. ¿Alguna vez has sentido una sensación rara cuando estás cerca de una persona? No algo romántico, porque no tiene que ver con sentimientos, sino más bien… sensaciones. —¿Qué tipo de sensaciones? —Como si estuvieras de repente en un día caluroso y tu cuerpo se sintiera inquieto, agitado. Sientes que la piel se te enciende y que el estómago te chispea. Es raro, nuevo, invasivo. Muy invasivo porque no hay control. —¿Excitada? —No, eso no —refuto de un brinco—. Es más como si te cosquilleara el cuerpo en lugares donde no tendría que hacerlo. —Excitación. Es lo que sientes. Un momento, ¿quién te hace sentir así, Emily Ann Malhore Lanreb? ¿El rey Magnus te…? —¡No! —la interrumpo antes de que lo diga. Me levanto de la silla a la defensiva—. Era solo una consulta sin importancia. —Ay, Mily. —Su rostro lleno de preocupación me molesta. Me observa como si supiera que voy en un barco que va a hundirse y no pudiera hacer nada para evitarlo. Solo le resta sentir pena por mi alma—. ¿Pasó algo entre ustedes? —No. Y eso es raro, ¿verdad? ¿Por qué me siento así si apenas nos rozamos? —Entonces sí se trata del rey Magnus. —Te aseguro que no me gusta. Lo digo en serio. —Bien, bien. Puede que en tu corazón no haya nada hacia él, pero tu cuerpo sí reacciona cuando está cerca. —¿Y qué significa eso? —Que es mejor que te mantengas lejos de él. Promételo. No quiero que pase nada que no deba pasar. Él es el malo, ¿recuerdas? Pudo ser bueno contigo, pero es cruel con el resto. No olvides lo que nos han enseñado: los lacrontters son buitres, son despiadados. Debemos defender nuestra nación de los desalmados —repite lo que nos hacen aprender de niños en tutorías desde hace décadas, antes incluso de que Magnus VI fuera el rey. «Su rey es vil, es un tirano. Quien lleve su corona siempre será inhumano». Esa es la parte final. —¿De verdad, Liz? ¿Tratas de disuadirme con un cántico de niños? Si supiera que nos besamos… No, aún peor, si supiera que dentro de unos días me iré a Cristeners por una semana y que él estará allí también. —Soy tu hermana mayor. Quiero protegerte. —Ya no quiero hablar del tema y espero que lo entiendas. Mejor háblame de casa. ¿Qué tal va la perfumería? Baja la mirada, como si hubiera tocado un tema sensible que ella no recordaba. —Enviaron a Mia a casa de la abuela Clarise porque no quería salir a la calle. Se alejó de sus amigas y se niega a ir a tutorías cuando empiecen las clases. Ella también siente la presión de lo que vives aquí. —¿Le dicen algo en la calle? ¿Se burlaron de alguna manera sus amigas? —deduzco y, para mi dolor, Liz asiente. No, eso no. Mia no merece pagar por mis errores. Porque… sí, Stefan fue mi error. Soy la peor de las hermanas. Una estúpida completa. —Creemos que sí. Ninguna iba a verla, ni siquiera Bessy. Eso me dijo mamá. Su mejor amiga. Aquella con la que una vez planeó que yo enamorara al rey Magnus para que dejara de atacarnos. —No te sientas mal, Mily. Esto no es tu culpa. —Entonces, ¿de quién? —le reclamo y la pelea ni siquiera es con ella—. ¿Y mamá y papá? ¿Ellos han pasado por algo similar? Su mirada vuelve a decaer y esta vez la mantiene en los pies por más tiempo. Esto es mucho peor. Sé que lo que dirá es todavía más terrible. —No deberíamos hablar de e… —Dilo —le ordeno tan exigente como lo es el rey Magnus conmigo. —En su momento la sociedad los acribilló, pero son fuertes. Seguro ya se repusieron y hacen caso omiso de los comentarios. Se me cae el corazón. Haría cualquier cosa para que ellos no pasaran por esto, para que no sufrieran o sintieran preocupación. —La perfumería se ha ido a la ruina —prosigue—. Pese a ello, la abren fervientemente todos los días. Es su sueño y no lo piensan dejar a un lado. Las lágrimas me recorren las mejillas. Es inmenso el dolor que siento. Todo se ha ido a la basura por culpa de Stefan. Éramos tan felices antes de que él apareciera en mi vida. No solo se ha robado mi libertad, sino que también está acabando con mi familia. —Emily. —Liz me acerca las manos al rostro y me limpia el llanto—. Lo que menos quieren ellos es verte infeliz. Si nuestros padres se muestran fuertes, tú también lo harás, ¿cierto? Asiento sin estar convencida. Imaginar cómo luchan para que las cosas no se vayan por la borda es asfixiante y me frustra ver que estoy atrapada entre estas cuatro paredes, que no puedo ayudarlos, que soy incapaz de reparar el daño que causé. Tengo que hacer algo. Pronto. Los minutos pasan y llega la hora de marcharse. Nos envolvemos en una despedida lenta que se vuelve dolorosa con cada paso que damos hacia la puerta. No quiero que se marche, aunque es inevitable. —Emily, recuerda lo que hablamos. Sé fuerte por papá y mamá. —Diles que los amo. —No hace falta. —Me sonríe con un gesto tierno que no le veía desde que éramos niñas—. Ellos lo saben. Y antes de que se me olvide: Nahomi envió un mensaje para ti. Me pidió que te dijera que te cuides de las enredaderas. ¿Qué significa eso? ¿Literal enredaderas o es uno de sus simbolismos? —¿Mencionó algo más? —No, eso fue todo. Yo tampoco entendí y le pedí que explicara más, pero no quiso hacerlo. Estira la mano hacia el pomo y, antes de tocarlo, se gira hacia mí y me señala con contundencia. —Y ahora va mi mensaje. Mantente alejada del rey Magnus. ¿De acuerdo? Asiento para no caer en un limbo. No cederá hasta que lo diga, así que miento. Me espera una semana a su lado y en el fondo sé que lo tendré más cerca de lo que se consideraría apropiado. 16 EMILY Una semana. Siete días en los que se definirá el futuro de dos reinos. Me encuentro nuevamente en el palacio de Roswell en Cristeners. Esta vez le han permitido a Atelmoff unirse a la travesía, y es que por más enojado que esté Stefan con él por haberme ayudado a huir, necesita a su consejero para todo lo que se aproxima. Por mi parte, me he traído a Christine. Solo podía escoger a una y la más joven de mis doncellas se mostró emocionada por hacer su primer viaje fuera de Mishnock. Ahora estoy de pie en la sala blanca de la casa real, ubicada justo detrás de los reyes Wifantere y los Denavritz. Oculta en el fondo, como si la luz del sol no pudiera tocarme. No puedo ver qué pasa por encima de sus cabezas, así que me muevo entre los huecos que dejan sus cuerpos para apreciar lo que ocurre adelante. Escucho que el rey Lacrontte y su comitiva están llegando. Ya los carruajes se detuvieron y los guardias reales se han puesto en posición, pero no logro observar nada más. —Majestad, bienvenido. —La voz del rey Everett es la primera que oigo. —¿Dónde está la plebeya? —Es la respuesta que obtiene de una voz grave y con una autoridad inconfundible. Las personas delante de mí se abren, como una cortina, exponiéndome. Me encuentro de frente con los ojos verdes del rey Magnus, que parecen sonreír a pesar de que sus labios no muestran ningún indicio de querer curvarse. —¡Emilia! —Abre los brazos, complacido por haberme encontrado. ¿Emilia? ¿De dónde sacó eso? Luce igual que una pantera. Lleva un traje de chaleco negro sin chaqueta. Tiene las mangas de la camisa recogidas hasta los codos. Los músculos de los brazos se le marcan cuando se mueve, haciéndolo ver mucho más atractivo que cualquier otra persona aquí. Él sabe que lo es y se aprovecha de ello. —Ni siquiera se sabe tu nombre —comenta Lerentia a mi izquierda. —Soy Emily, majestad —lo corrijo en voz baja. —Lo sé. Emilia. Es un placer volver a verte. Ah… y a ustedes también —afirma con fingida alegría, dirigiéndose a los demás. A su espalda se encuentra Francis con un traje azulado y, a su izquierda, solo unos centímetros atrás, hay un hombre de cabello y barba blanca que luce mucho mayor que el consejero real. Quizás ronda los setenta o incluso un poco más. Tiene una mirada de padre severo que me turba bastante. Nos observa a todos como si entre nosotros hubiera un criminal listo para apuñalarlo, como si estuviera molesto de estar aquí y como si todos fuéramos inferiores a él. —Les presento a Ingellus Brayden, el jefe del consejo de guerra —añade el monarca enemigo. El sujeto se presenta ante todos después de hacer una reverencia bastante floja que quiero atribuir a su edad. Sostiene entre las manos arrugadas un maletín negro que agarra con fuerza del asa. Da la impresión de que guarda ahí el máximo secreto de Lacrontte y teme que alguien se lo arrebate y lo descubra. Se presenta como un hombre estricto, ordenado y exigente, cualidades que, según sus palabras, lo han mantenido durante años en el consejo. —¡Majestad! El príncipe Lorian lo saluda, bastante animado, como si estuviera viendo a su mejor amigo. Al fin veo alguna expresión en su rostro. Creo que es la primera vez que lo veo sonreír con autenticidad. No hay nada falso en su gesto. Todo un milagro. —Wifantere —responde Magnus con su típica expresión de desinterés—. ¿Has cumplido con el plan que prometiste elaborar? —Por supuesto. —Asiente despacio—. He pensado en cada detalle. —Deberían ir a descansar. La reunión está programada para la tarde y sé que vienen de un viaje largo —propone el rey Everett—. Señorita Malhore, usted también puede retirarse a su alcoba. Como imaginará, usted no está invitada a los diálogos. Su comentario tiene un dejo despectivo que me choca. Sin embargo, entiendo el punto y por ello no discrepo. Los diálogos de paz son un asunto de monarcas y no pretendo ir más allá de donde se me permite llegar. Ya lo he arruinado bastante como para abrir la boca de nuevo. Me giro a ver a Magnus, quien ya me observa y, como si no hubiera nadie más aquí, me guiña un ojo ante la vista de todos. ¿Qué le pasa? La emoción esta vez ni siquiera logra implantarse, pues la intervención apresurada de Stefan apaga todo. —Puedes retirarte, Emily. Bajarás a la hora de la comida, no antes. Lo ha visto, es obvio, y no puedo negar que me causa satisfacción fastidiarle el día tal como él lo hace con los míos. Esto va a ser divertido. Cuando se disponen a ir a sus habitaciones, Magnus pasa al lado de Atelmoff y se detiene frente a él. Por un momento pienso que va a hablar, pero no, hace lo inesperado. Le ofrece una reverencia al consejero de su gran enemigo. Me quedo pasmada y no soy la única, pues los Wifantere me acompañan en la conmoción. ¿Qué está pasando? Estoy impávida. Me limito a observar para concluir algo, pero lo cierto es que no llego a nada. No hay ninguna explicación coherente. El rey luego continúa su marcha como si nada hubiera sucedido, deja a Atelmoff de pie sin mediar palabra y yo me quedo hecha un mar de dudas que sé que ni el mismo Atelmoff resolverá. ¿Qué secretos hay entre ellos como para que el rey Lacrontte le muestre tanto respeto? **** —Señorita, ¿le puedo preguntar algo? —Christine habla detrás de mí. Me vuelvo hacia ella. Está sentada en la punta de la cama, como si temiera desarreglarla si toma otro lugar. Llevo un buen rato mirando por la ventana. No sé cuánto tardará la reunión, pero quiero que acabe pronto porque… Lo diré: quiero verlo. Eso es malo, ya lo sé. No debería desear esto, lo he intentado. He buscado distraerme con todo lo que hay en la alcoba durante las últimas dos horas y ya no lo soporto más. Necesito preguntarle por la nota que me escribió ese día. —Es quizás una indiscreción —añade, aprovechándose de mi silencio—. ¿Su primer beso fue con el rey Stefan? Es que yo nunca he tenido un novio y debe ser bonito, ¿verdad? Digo, enamorarse y dar un beso. Entrecierro los ojos, divertida. No esperaba esa pregunta. Es más, ¿por qué le salta esa duda justo ahora? —No te apresures, Christine. Ya llegará tu momento. No hay que volar sin antes correr —repito las palabras que un día el rey de Lacrontte me dijo—. Y sí, le di a Stefan mi primer beso y a… —Me quedo en silencio por el rumbo que estaba tomando mi mente. ¿Quién lo diría? He besado a dos reyes. Jamás lo había visto de esa manera. —¿A quién? —Trata de hilar lo que he dejado suelto y entro en pánico. No lo puede descubrir. ¿Qué invento? Piensa rápido, Emily. Pon a funcionar esa cabeza tonta. —Señorita Malhore. —El llamado de uno de mis guardias del otro lado de la puerta me salva. Nunca habían sido tan oportunos—. Alguien quiere verla. Voy hasta la entrada sin mirar a Christine. Siento que, de hacerlo, leerá en mis ojos el nombre de Magnus. En el pasillo se encuentra un guardia real cristense con su uniforme celeste y gris y zapatos lustrados. —Buenas tardes, señorita Malhore —inicia el hombre—. Su alteza, el príncipe Lorian, la ha invitado a conocer el mariposario del palacio. Estoy aquí para guiarla. Casi me caigo hacia atrás. ¿Lorian? ¿El Lorian que conozco? ¿El que quería verme muerta en la cena pasada? —¿Lorian Wifantere? —pregunto lo obvio. Es que es increíble—. ¿El heredero? El guardia asiente. Me mira como si fuera corta de entendimiento, y es que debo parecerlo. Me vuelvo hacia Christine para invitarla, porque me encanta la idea de visitar un mariposario, pero no quiero ir sola. Estoy segura de que ese hombre podría golpearme si me descuido. Al menos necesito un testigo por si algo pasa. Tal vez exagero, pero soy consciente de que no le agrado mucho y esta invitación me resulta sospechosa. Salgo con el guardia y mi doncella hasta el lugar. Está ubicado en una torre del ala sur del palacio, en los últimos pisos. Es una zona de cuatro niveles llena de escaleras, barandales, plantas, ramas, ventanas y mallas como paredes, y con una cúpula de cristal arqueada. Hay mucha luz de la tarde que le da al lugar un tono amarillo igual al de un topacio imperial. Las mariposas revolotean de un lado a otro y hay tantas especies que no logro identificarlas. Veo algunas azules, anaranjadas, negras e incluso con escalas de colores. Todo es hermoso aquí. Me encuentro ahora en lo más alto del mariposario con Christine, ya que el guardia se ha quedado abajo en la entrada, y no sé cuánto tiempo ha pasado, cuánto me he distraído, pero me quedo paralizada al escuchar una voz que viene de las escaleras. —Emilia. El tono es suave, igual que una caricia inesperada y, por ende, me asusta. Me llevo la mano al pecho mientras me giro. Al pie del primer escalón se encuentra el rey Lacrontte con una sonrisa medio infame, como si hubiera cumplido su objetivo de acorralarme. ¿Qué hace aquí? Esperaba a Lorian, no a él. —Ya veo que te he tomado por sorpresa. —¿Cómo supiste que estaba aquí? —Encuentro la voz para formular la pregunta. —¿Tú cómo crees? Fui yo quien le dijo a Lorian que te invitara. —¿Ya la reunión acabó? —No, pero me aburría, así que me escapé. En realidad iba al baño. No sé cómo terminé aquí. Así que es verdad que me ha acorralado. Fue su plan desde el principio. —¿Y qué le pasa a esta mujer? —Mira más allá de donde estoy con una ceja levantada. Me vuelvo hacia mi doncella y el buen humor se me borra. Parece estar en trance. Tiene los nudillos blancos por la fuerza con la que agarra el barandal. Está aterrada. Sus ojos están clavados en Magnus, como si acabara de presenciar un asesinato. Y, entonces, lo entiendo. Para ella es el rey de Lacrontte, el asesino que acaba con su pueblo. Y lo tiene a centímetros. Imagino lo que debe estar pensando ahora mismo. —Te tiene miedo —le informo. —¿En serio? —Busca algo en los bolsillos de su pantalón sin quitarle la mirada a Christine—. Pues qué casualidad que he traído conmigo una daga. —No es gracioso. —Me pongo en medio para cortar el contacto visual entre ambos—. Aléjate para que pueda irse. No se va a mover si estás ahí. Resopla, pero obedece. Camina hacia su derecha. Queda tan lejos de nosotras que podríamos escapar si así lo quisiéramos. Me acerco a Christine y la tomo de los brazos. Es una escultura humana y la entiendo. Una vez yo también me sentí así. La insto a caminar y le pido que se vaya a la habitación. Ella me reprocha. No quiere irse sin mí, por lo que me toma tiempo convencerla de que estaré bien. Al final lo logro. —¿Tú también me temes? —inquiere Magnus cuando nos quedamos solos. —Lo hice por un tiempo. Ahora no tanto. —Eso quiere decir que todavía queda algo. Espero que antes de salir de aquí ya lo haya borrado por completo. Por cierto, supuse que este lugar te gustaría. ¿Acerté? —Estoy fascinada. Es fantástico... —Lo soy, tienes razón. —Me sonríe desde el otro lado, apoyado en el barandal. —Hablo del sitio, señor presumido. —Dos cosas. —Me apunta con el índice a la distancia—. No me digas «señor» y claro que soy presumido. Soy el rey: tengo muchas cosas de las que alardear. —La modestia no es una de ellas. —No cuando se tiene esta cara. Soy lo que soy, no lo niegues. Me cuesta sostenerle la mirada porque las mejillas acaloradas me piden un desvío para volver a su color habitual. —No está nada mal, su real majestad. —Regreso a los formalismos solo para molestarlo. Me niego a decir lo que quiere escuchar—. Aunque el ser tan presumido puede restarle puntos. Echa la cabeza hacia atrás y su carcajada resuena en las paredes, fuerte, varonil. Tiene una risa preciosa. Es decir, no es algo común en él y hoy parece tan relajado y cómodo que me parece que he subido un escalón. —Si comienzas a darme un quinel por cada vez que me dices eso, al final de esta semana seré más rico de lo que soy ahora. —Se une al juego. —Presumido. —Ya me debes uno. —No tengo quinels. —No es la única forma de pagarme —enfatiza—. Te lo dejaré pasar esta vez, señorita Malhore. Respecto a los halagos que me hiciste, sí debes esforzarte un poco más. —¿Lo exige el hombre que se niega a hacerlos? —No, lo exige el hombre que se escapó de una reunión para verte. —Pensé que era porque la reunión estaba aburrida. —Estaba convencido de que podrías distraerme. ¿Vienes o voy? —Ven. ¡Vida mía! No puedo creer que esté coqueteando con el rey enemigo. Porque eso hacemos, ¿no? Esto es irreal. Me han adoctrinado para odiarlo, no para coquetearle. Además, no me gusta, solo estoy intentando llevarme bien con él. —¿Cómo sé que no huirás cuando me acerque? —Su pregunta me saca de mis desvaríos. —Tendremos que averiguarlo. —Nunca he visto a un rey perseguir a una plebeya. —Tienes suerte. Las mariposas no se lo contarán a nadie. Viene hacia mí, despacio, como si el suelo estuviera hecho de vidrio desgastado. —Veo que no hay rastro de un corsé en tu atuendo. Es una pena. —¿Te habías hecho ilusiones de que lo usaría porque me lo pediste? —Soy un pecador. Admito que he fantaseado un poco con la idea, Emilia. Ya ha acortado bastante la distancia entre nosotros. —¿Por qué ahora me llamas así? —Porque considero que te queda bien. Es mi apodo para ti y eso que no me agradan. Deberías sentirte afortunada. —Prefiero que me digas Emily. —Y yo prefiero Emilia, Emilia. —Llega a mi lado y se acerca demasiado—. ¿Me has echado de menos? —Solo han pasado dos semanas desde la última vez que nos vimos. —Eso no responde a mi pregunta. ¿Querías volver a verme? —He fantaseado un poco con la idea —le devuelvo la respuesta. La comisura de sus labios se levanta. Inclina la cabeza hacia la izquierda, el cabello se le mueve y me observa en silencio. Me hace sentir como una piedra preciosa digna de estudio. —¿Tienes el anillo que te di? —pregunta después de un rato. —Está en mi alcoba. —¿Eso fue una invitación? —Levanta una ceja y, vida mía, detesto lo bien que se ve. No lo llevaría a mi habitación ni por equivocación. Ese es el único lugar en el que estoy protegida de él. Sería como llevar al lobo a la madriguera. Cualquier intervención queda mutilada en el momento en que escuchamos un sonido parecido a un silbido fuerte a lo lejos. ¿Estamos bajo ataque? Me pongo en guardia y miro hacia los lados; sin embargo, él se fija en algo que se encuentra afuera. —Es solo un tren, no te asustes. —¿Un qué? —¿No sabes qué es un tren, Emilia? —cuestiona, sorprendido, y niego con la cabeza sutilmente—. ¿Nunca has viajado en uno? —¿Qué es? —Busco lo mismo que él ha visto, pero solo veo un humo gris que sale de una máquina lejana—. Parece un tranvía funicular más largo. Muchísimo más largo. —También sirve para transportarse y trabaja con calderas de agua que se calientan con carbón. Si viajaras en uno, ¿a qué lugar irías? —A uno donde haya muchas flores. Un momento, ¿qué nombre reciben los pequeños cubículos? —Vagones. En cada uno viajan de seis a ocho personas. Ahí el conocimiento me golpea o, mejor dicho, los recuerdos. Vagones. He escuchado esa palabra, la he usado. —¿Es una locomotora? —pregunto, emocionada, y él asiente—. Cada vez que tenía la oportunidad, el señor Field mencionaba que había viajado en el mejor vagón de una locomotora, una máquina más veloz que un caballo. Nadie le creyó nunca porque no tenía fotos. —¿Quién es el señor Field? Hay tantas cosas que no sabe de mí y solo ahora parece interesado. —Era mi tutor. A su cargo hice un estudio sobre Lacrontte y fui la mejor de mi clase. Me gradué con honores. —Ah, ¿sí? ¿Y en ese estudio mencionaste cuán apuesto es su rey? —No, lo pasé por alto. —Entonces no merecías esos honores. Su chispa es contagiosa y, sin poder controlarlo, me río, fascinada. Estoy perdida en su presencia, casi obnubilada con sus ojos. Me agrada este nuevo Magnus, pero no sé qué tan real sea. —Hay una pregunta que quiero hacerte. —Saco a relucir la duda que me ha martirizado estas dos semanas—. Tiene que ver con la nota que me diste sobre mis pecas. ¿De verdad las contaste? Le brillan los ojos como si algo se hubiera encendido en él. Y entonces da un paso hacia mí, dos, tres, cuatro y, antes de que pueda notarlo, ya está a solo centímetros. Puedo sentir su fragancia, su calor y su cuerpo, que me lleva hasta el barandal. Me choco con el metal mientras él se me aproxima al rostro. Está tan cerca que podría contarle las pestañas. Son un abanico que sube y baja cada vez que parpadea. Pone las manos en la barra y me encierra. No tengo escapatoria. Se me disparan los latidos y se me sube la temperatura. Estoy nerviosa y emocionada. Todo al mismo tiempo. —Veinticinco del lado izquierdo —sisea—. Veamos cuántas quedan en el derecho. Su aliento me roza la piel y nuestras respiraciones parecen mezclarse. Sus ojos verdes se concentran en mi nariz y sube la mano hasta mi rostro, pero no me toca. Me odio a mí misma por desear el contacto. Mueve el índice mientras cuenta en silencio. Las mariposas vuelan a nuestro alrededor y el tiempo parece detenerse. Es una pintura digna de enmarcar. —Treinta y tres, Emilia. Treinta y tres del lado derecho para un total de cincuenta y ocho. —¿De verdad llevarás la cuenta? —Soy un hombre de palabra. Siento que su mirada me quema, me expone. Podría leerme si se lo propusiera. —Voy a confesarte una cosa —añade con el mismo tono cautivador que ha mantenido desde que llegó. Me toma del cuello tal como lo hizo la noche en que me besó. Y entonces, de nuevo, aparece ese hormigueo en espiral, aunque mucho, mucho más abajo de mi estómago. Es inquietante. Es raro sentir estas cosas y es más raro todavía que sea él quien las provoque. La punta de su nariz me roza la mejilla, sigue hasta la oreja y se detiene en mis rizos. —No he podido sacarme de la cabeza el olor de tu cabello. Un escalofrío me recorre la espalda cuando lo escucho susurrarme al oído. Me levanta el mentón y, justo cuando sus labios están apenas a centímetros de los míos, escuchamos a alguien aclararse la garganta a un lado de nosotros. —Majestad. Magnus me suelta y se separa bruscamente, esta vez no como si estuviera espantado por lo que buscaba hacer, sino enojado por la interrupción. Tiene el ceño contraído cuando se voltea en dirección a las escaleras, de donde provino la voz masculina de Lorian. —Magnus —habla de nuevo con la seguridad propia de un monarca. Los ojos azules de Su Alteza saltan entre mi acompañante y yo con una calma aterradora. No se muestra sorprendido ni enojado por encontrarnos aquí. Él sabía dónde estábamos, pero lo que no puedo deducir es su opinión sobre hallarnos como nos halló. Se ve tranquilo, respira normal y no veo ninguna expresión de rabia o asombro. Es un cómplice inerte que solo sirve sin cuestionar. Parece más un guardia que un heredero. Quien no está nada sereno es Magnus. —«Rey Magnus» para ti. —Su tono es duro, implacable, como si aborreciera la presencia del príncipe—. Qué oportuno, Wifantere. ¿Qué necesitas? —Bien. Rey Magnus. No era mi intención interrumpir, aunque ya veo que fue para esto que me preguntó en dónde quedaba el mariposario. —¿Algún problema con ello? —No, no, no. Ninguno. Solo me pregunto si mi hermana sabe que están aquí. No puede ser. ¿De verdad le está reclamando en nombre de su hermana? Eso es descarado. —¿Por qué tendría que estar al tanto la señora Denavritz? —Creí que era obvio. Me siento en medio de un volcán a punto de hacer erupción. —No, ilumíneme, Wifantere. No estamos viendo lo mismo. —Ya tendremos tiempo para entrar en detalles. —Se refugia en el sosiego cuando nota que la marea ha empezado a subir—. Venía a informarle que todos en la reunión se están preguntando si sufrió un desmayo. ¿Así que sí fue cierto que se escapó? Supuse que era un invento para impresionarme. —Qué amable de tu parte. —El sarcasmo podría salpicar perfectamente el traje de Lorian y la manera en que la mandíbula se le marca da cuenta de lo mucho que se está conteniendo. —Doy por sentado que se lo he demostrado, majestad. — Le habla de la misma forma y me siento en medio de un pleito que no me corresponde—. ¿Me acompañará de vuelta? El señor Ingellus es el más interesado en que regrese. Sin despedirse, Magnus sale en zancadas. Pasa al lado del príncipe, baja las escaleras y se pierde de vista. Lo único que queda es el sonido de sus pasos en los escalones. ¿Se enojó conmigo también o por qué esa actitud? No lo entiendo. Le doy mi atención a Lorian, quien se ha quedado con los pies pegados al suelo. No va a irse y me queda claro que tiene algo atorado en la garganta. Me observa con una mirada inflexible, reclamante, rabiosa. No hay nada más en su rostro ni en su cuerpo. No se ve tenso o crispado, pero parece que quiere abrirme el pecho y sacarme el corazón. —¿Le es sencillo pasar de rey en rey, señorita Malhore? Lo sabía. Estaba esperando el disparo. —¿Disculpe? —Creo que me ha escuchado bien. Primero Stefan, ahora Magnus. —¿Algún problema con ello? —repongo. No pienso dejarme intimidar. No he hecho nada malo. —Sabe que mi hermana está interesada. —Su hermana está casada. Y no la considero tan descarada como para ir tras otro hombre que no sea su esposo, ¿o me equivoco, alteza? Se queda en silencio porque sabe que tengo razón. Hay un odio en él que no termino de entender. Es un hermano muy protector, aun cuando no hay nada que defender. Lerentia y Magnus jamás tuvieron una relación. —Me recuerda usted a un grillo, señorita Malhore. Es molesto, estorboso y se pega a la ropa. —No voy a tolerar sus ofensas, alteza. Le pido que me respete. —¿La ofendí? Entonces di en el clavo. —¿Está molesto por mi cercanía con Magnus? ¿Y es por su hermana o por usted? La pregunta sale con ira y hasta yo misma me sorprendo de lo que acabo de decir. ¿Qué idiotez he hecho? Lorian se pasma y abre la boca, anonadado, mientras yo cierro los ojos, arrepentida por tal tontería. Comienzo a disculparme, pero el príncipe levanta una mano y me hace callar. —Más le vale que no vuelva a decir nada semejante. —No fue mi intención… —Tengo novia, señorita —me corta con una rabia que podría hacerlo hervir—. Que no se le olvide. Se da media vuelta y se marcha. La última cosa que dijo queda sonándome en la cabeza, pues parece que se lo reafirmaba a sí mismo más que a mí. Aquí hay algo que no he visto o, más bien, algo que él no quiere ver. 17 EMILY Ayer, el rey Lacrontte iba a besarme de nuevo. Y yo se lo iba a permitir. No sé si agradezco que no haya pasado porque muy en el fondo soy consciente de que este cambio de actitud es bastante sospechoso. En Lacrontte fue amable muchas veces, pero no intentó seducirme jamás. Debo enfocarme en eso. Además, esta mañana tenía una punzada terrible en el pecho y pronto descubrí que se trataba de culpa. Me siento culpable por estar aquí, jugando a la conquista con un rey que seguramente no es sincero, cuando lo que debo hacer es pensar en una manera de ayudar a mis padres. Lo que Liz me contó es preocupante y me he dejado distraer. Afortunadamente, hoy la bomba rosa en la que me había sumergido reventó. Tengo siete días junto a Magnus, ¿y luego qué? Volveré a mi realidad, encerrada en el palacio, mientras mi familia sufre las consecuencias de mis malas decisiones. ¿Cómo podría aliviarles la carga? La perfumería es su sueño y lo he arruinado por completo. Trato de no darme con el látigo, de verdad lo intento. Incluso quise mejorar mi ánimo con uno de mis vestidos floridos. Suelen darme aliento, pero en esta ocasión no lograron su cometido. Me miro al espejo una y otra vez, buscando enamorarme del atuendo, que es una obra de arte. Es gris, de mangas largas y amplias hechas de tul, tiene un escote en uve y apliques florales que bajan por el torso. Una cinta roja se anuda en la cintura y le da pie a una falda llena de flores rojas que me cae hasta los tobillos. Es hermoso. La cuestión es que la culpa no me permite verlo con ojos de amor. Mandé a llamar a Atelmoff con Christine porque necesito hablar con alguien y sé que él puede entenderme. Stefan nos puso en el mismo carruaje durante el viaje de regreso. Al fin nos levantó el castigo y, en el camino, Atelmoff y yo pudimos conversar todo lo que no habíamos podido en estas semanas. —Querida, soy Atelmoff. —Se oye al otro lado de la puerta. Me apresuro a la entrada y lo dejo pasar. Mi cara de desazón ha debido alertarlo, pues la sonrisa con la que venía desaparece al verme. —¿Qué sucede, mi niña? Lamento haberme tardado, estaba retenido en un asunto. Me toma del brazo y me lleva hasta la cama. El escucharlo decir «mi niña» me da nostalgia, pues es como papá me llama. ¡Cuánto extraño a papá! Busca una silla y la arrastra hasta donde estoy. Se sienta y se inclina hacia adelante sin dejar de verme a los ojos. Un mar azul contra las algas muertas. No quiero sentirme así. —Perdí el camino, Atelmoff. —No, por supuesto que no. —Me toma de la mano con cuidado—. Tus pasos son los que construyen tu camino. —¿Y si ni siquiera merezco dar esos pasos? Arruiné a mi familia. Lo sabes, ¿verdad? Están en la quiebra. Nadie quiere comprarles nada a los padres de la amante del rey, porque sería irrespetar a la reina. —En ese caso, el culpable es Stefan, no tú. —Entonces, ¿por qué me siento así? —Porque ya lo has culpado a él y, al ver que no dan resultado tus reclamos, te señalas a ti misma. Eso no es justo contigo, querida. No has arruinado a tu familia. Has luchado por ellos, por ti, por ser libre. —¿Y de qué me ha servido? —Respóndeme algo. ¿La Emily del año uno se habría escapado a Lacrontte? Sí, te obligaron a hacerlo, pero ¿esa versión de ti se habría arriesgado tanto? Eres valiente. En parte tiene razón. Siempre viví protegida entre las alas de mi familia, pintando el mundo con los tonos más vibrantes. No había manchas ni fallos. La vida era perfecta mientras ellos me sostenían. —No, no era valiente, y dudo que lo sea ahora. Por momentos quisiera correr y esconderme en la cama de mamá o pedirle ayuda a papá. —Eso no te resta ni una pizca de coraje. La ayuda es importante. Tú misma lo has visto. Te enfrentaste a Silas y para ello tuviste la ayuda de todas esas mujeres e incluso la mía. Corriste por tu vida al reino enemigo y peleaste por quedarte. No creas que no sé que eres residente. Francis te ayudó, ¿no es así? —Asiento lento, como si no tuviera fuerzas para moverme—. ¿Su respaldo le quita méritos a lo aguerrida que fuiste? Emily, tienes una fortaleza emocional digna de admirar. Te caes y te levantas, te empujan y luchas por quedarte en pie. Te han herido y no has dejado que tu corazón se enfríe. Es envidiable, querida. La inseguridad hace parte de crecer, solo no debes dejar que aumente y te robe cada parte de ti. —Entonces, ¿por qué no soy capaz de verlo? ¿Por qué no me siento como dices que soy? —Los humanos solemos ser ciegos a nuestras propias habilidades. Nos es difícil reconocernos y por lo general necesitamos a alguien que resalte lo que no vemos. Es lo que hago ahora. Creer que siempre nos entenderemos a nosotros mismos es una teoría muy simplista. Me quedo en silencio, aunque no para pensar, porque no tengo en la cabeza más que marañas, sino porque la quietud es reconfortante cuando la mente va tan deprisa. Atelmoff me pone la mano en la mejilla y me apoyo en él como si lo hubiera estado esperando desde que cruzó la puerta. El contacto físico logra serenarme. —A las niñas valientes la vida las recompensa —dice después de un rato y, por la forma en que me mira, deduzco que hay algo que no me ha contado. Toma una de las solapas de su chaqueta y busca en su bolsillo hasta dar con un sobre blanco que me extiende. ¿De qué se trata esto? Lo tomo, confundida, y él me pide que lo abra. Rasgo el sello y saco lo que hay en su interior. Son dos boletos de papel en los que se lee: «Estación de Trenes de Roswell». En ellos están indicados el vagón, el asiento, la fecha y la hora. ¡Son para hoy! Adentro queda una tarjeta y la saco con las manos temblorosas. El corazón me brinca como loco dentro del pecho. Espero que esto sea de tu agrado. Estos boletos son de primera clase, así que podrás decirle a ese tal señor Field que tú también viajaste en el mejor vagón de una locomotora. Tu destino son los jardines de Refcold. Recuerdo que dijiste que querías visitar un lugar con flores, así que busqué en el mapa un lugar con flores para ti. Siempre te escucho, Emilia. No olvides pedir que te tomen una fotografía para que nadie te pueda negar este recuerdo. En la estación siempre hay fotógrafos. Magnus VI Lacrontte Hefferline Podría llorar. No, creo que ya estoy llorando. Sí, ya estoy llorando. —Querida, ¿qué sucede? ¿Es algo malo? Él me dijo que iba a alegrarte. —¿Él te los dio? ¿Por eso tardaste en venir? —Cuando Magnus pide un favor, es bastante específico con las exigencias. Toma tiempo escucharlas todas. Me limpio rápido las lágrimas, sorprendida de que el rey Lacrontte me esté consolando a la distancia. Este es un gesto reconfortante. Después de acompañarme a ver la nieve, es lo más bonito que ha hecho por mí. Es una de sus tantas inconsistencias: puede ser amable si se lo propone y también una terrible pesadilla si así lo quiere, cosa a la que se dedica la mayoría del tiempo. —¿Y bien? —pegunta ante mi silencio—. ¿Tienes algo que contarme? —¿Sobre qué? —¿Qué sucede entre ustedes? ¿Te gusta? —pregunta sin más. —No —respondo a la defensiva, pero la sonrisa que se me dibuja me delata un poco—. No lo sé. —No lo puedo creer. —Empieza a aplaudir como un niño que ha presenciado el mejor espectáculo del circo—. ¿Qué es lo que te gusta de él? —Nada. Es insoportable. —Es un hombre bueno, aunque complejo. —¿Cómo es que lo conoces tanto? —Ya te lo he dicho. Me llevo bien con él e incluso con Francis. —¿Tiene algo que ver la reverencia que te hizo ayer? —No voy a comentar nada al respecto. Espero que lo entiendas, Emily. —Puedes confiar en mí. —No se trata de confianza. La única persona que podría decirte qué sucede es Magnus y prefiero no hablar del tema. Debe ser algo muy serio como para que se lo reserve con tanto ímpetu, teniendo en cuenta lo comunicativo que es. —Mejor cuéntame desde cuándo empezó lo tuyo con Magnus. —No ha empezado nada. Mejor dime tú cómo sabes lo de mi residencia. —Soy recolector profesional de información nacional e internacional. Y si hablamos de cosas inquietantes, querida, he descubierto que te gustan los hombres de la monarquía, ¿eh? —Me golpea suave la rodilla con la pierna—. ¿Y vas a ir? —pregunta, refiriéndose a los jardines. —No creo que Stefan me lo permita. —No pierdes nada con intentarlo. Búscalo e insiste. Debes ser convincente y rápida porque dentro de poco inicia la reunión de hoy. Está en su habitación. Me levanto de la cama, decidida, y salgo de mi alcoba hacia la suya, que está a dos puertas de distancia. Al llegar, los guardias me retienen en la entrada y uno de ellos ingresa y pide la autorización. Sale tras unos segundos, pero no me permiten entrar, sino que me hacen esperar un tiempo más. ¿Qué sucede? ¿Por qué tanto misterio? Cuando por fin entro, me encuentro con una escena extraña. Las cortinas están cerradas, la cama se encuentra desordenada y Stefan tiene el pelo húmedo. ¿Se acaba de despertar? ¡Son las diez de la mañana! —¿Te interrumpí? —No, no. En lo absoluto. —Se peina el cabello con las manos. Es obvio que acaba de tomar una ducha—. Estás hermosa, por cierto. Me pone feliz verte con tus flores. Va vestido con una camisa arrugada. No entiendo, jamás lo había visto así. —Gracias. —No puedo recibir bien el halago. No porque no le crea, sino porque estoy ocupada con los detalles a mi alrededor—. ¿De verdad no estás ocupado? —Para ti nunca estaré ocupado, Emily. ¿Podríamos hablar en otro lugar? ¿El comedor, quizás? —¿No has desayunado? —Sí, por supuesto. Solo era una propuesta. Este sitio es un caos y quiero atenderte en un lugar compuesto. Si ya bajó a desayunar, ¿por qué no han venido a arreglar la cama? ¿Tomó el desayuno acá? —Descuida. Aquí está bien. Asiente con una sonrisa incómoda. Es obvio que quiere sacarme. ¿Está aquí Lerentia? Es lo más probable. —Si estás acompañado, entiendo que quieras salir. —Estoy solo. Aunque no tengo mucho tiempo. Si puedes ser rápida, lo agradecería. Si él lo dice. Stefan es un gran actor y puede que finja la calma. Lo reconoció desde la primera vez que hablamos, cuando me ayudó a salir de prisión y me llevó a casa en su carruaje. Esa noche dijo algo como que debía convencer al resto de que lo que decía era verdad. Siento tan lejano ese momento. Ahí éramos dos desconocidos que luego pasaron a quererse y ahora a pelearse porque uno se niega a olvidar. —De acuerdo. Vine a pedirte que me dejes ir a los jardines de Refcold. —¿A Dinhestown? Esos jardines están en Dinhestown. Justo en la ciudad después de la frontera con Cristeners. ¿Qué? ¿Por qué nadie me informó de ello? —Tengo boletos de tren. —Actúo como si supiera desde el principio en dónde quedaban. —Bueno, la frontera no está lejos. El problema es que tardarás más de medio día en ir y volver. —¿Eso es un no? Se escucha el clic de una puerta al abrirse y, aunque miro hacia la entrada, sigue cerrada. Unos pasos se acercan rápido a nosotros, confiados, y entonces aparece alguien, con una bata de baño, que va dejando pequeños charcos de agua. —Stef… Lerentia se queda callada al verme. No oí la ducha jamás, pero yo tenía razón. Estaba con ella, por eso quería sacarme de aquí. —¿Por qué está acá esa mujer? —cuestiona, alterada por mi presencia—. Niña, ¿de verdad sigues buscando a Stefan? ¿No deberías esperar al menos a que yo salga de la habitación? En esta vida prevalecen muchas cosas antes que el amor. Si sigues soñando con lo que una vez tuvieron, terminarás mucho más patética que ahora. ¿Cuán insufrible puede ser una persona? Lerentia les gana a todas. —No lo busco porque quiera verlo. No soy su amante. — Ya estoy harta de ese maldito título—. Y jamás lo sería. Solo vine por un permiso porque lamentablemente me veo obligada a pedirle autorización a un hombre para moverme, pero ni en mil años me rebajaría a ser la mujer que espera a escondidas que la quieran y no me interesa que su esposo lo haga. —Miro directamente a Stefan—. Tengo boletos, majestad. ¿Puedo usarlos o no? Él me conoce. Debe tener claro que no soportaré un minuto más aquí. Tiene que darme la salida para que pueda largarme a otro lado. Prefiero perder una mano antes que darle el gusto a Lerentia de verme derrotada. —Dos guardias te acompañarán. Viajarás sin hacer paradas para que regreses lo más pronto posible. **** Fui en carruaje hasta la estación de trenes. Al llegar, me esperaba una mujer que se presentó como Jane Brown. Estaba ahí de parte de Magnus y fue ella la que pagó los cincuenta calers —la moneda de Cristeners— para que un fotógrafo de despedida me tomara la famosa foto. Una vez la revelen, me la harán llegar al palacio. Descubrí, por cierto, que los llaman así porque, por lo general, toman fotografías de recuerdo para las familias, parejas o amigos que se despiden en la estación. Cuando me subí al tren, observé todo en detalle, desde el techo hasta el suelo. Los asientos estaban distribuidos en cubículos con mesas y todo el interior se encontraba empapelado de un tono verde oscuro. En el momento en que escuché el ruido de los rieles, chillé de emoción. Desvié la vista hacia la ventana para observar el paisaje a medida que avanzábamos y justo ahí no pude evitar pensar en Magnus y en lo feliz que me estaba haciendo con ese obsequio. Ni siquiera me importó que dos guardias me vigilaran cada segundo. Cuando llegamos al destino, quedé maravillada. Los jardines de Refcold son un paraíso y jamás en mi vida he visto un lugar igual a este. Es simplemente majestuoso. Es un sitio turístico, lleno de visitantes y familias que hacen el recorrido. Unos arcos de flores azules cubren un sendero de bancas que dan a un círculo de tulipanes, donde algunos arbustos y lagos juguetean juntos. El clima estaba fresco y la brisa hacía bailar a todas los jazmines, girasoles, petunias y azucenas que conviven allí. Pero, como lo bueno dura poco, tan solo tres horas después mis guardias dijeron que debíamos regresar. Así que ya estoy de regreso en el palacio con una alegría inmensa que nadie podrá quitarme. Y es por esto que me encuentro ahora en la puerta del rey Magnus, esperando la autorización para entrar. Me pareció buena idea venir a darle las gracias. 18 EMILY Antes de que pudiera entrar a la alcoba del rey Magnus, salió de ella aquel hombre de cabello blanco al que presentaron como Ingellus, el jefe de su consejo de guerra. El señor me mira de arriba abajo con rapidez. Ni siquiera disimula que no le gusta lo que ve. —¿La puedo ayudar en algo, señorita? —La pregunta tiene un dejo odioso. —Viene a ver al rey, señor —le informa uno de los guardias por mí. —¿A esta hora? ¿Acaso hay horario sugerido? —Ella puede venir cuando lo desee, Brayden. La voz de Magnus aparece, seguida de su figura. Se asoma por la puerta, se detiene bajo el marco y se inclina contra él con los brazos cruzados. Sigue arreglado, aunque sin corona. Las horas no pasan para él: parece que tuviera el cabello recién peinado, la camisa recién planchada y el pantalón de corte recto le baja impoluto por las piernas largas. Se ve relajado, como si hoy fuera un hombre de negocios que triunfa en la vida y no un rey que se juega la paz de su nación. —¿No es ella la plebeya de Stefan? —¿Qué opinas de eso, Emily? ¿Es ese tu nombre? Me mira. ¿Qué quiere? ¿Que yo misma me defienda? —Soy Emily, señor Brayden. Emily Malhore. Y no, no soy la plebeya de nadie. Una sonrisa diminuta se forma en los labios de Magnus, que está orgulloso de mi respuesta. —Sabe bien a lo que me refiero, majestad —continúa él, ignorándome—. Es su exnovia. —Retírese, Brayden. En silencio. Y no quiero escuchar ninguna otra réplica salir de su boca. Buenas noches. El hombre traga en seco. No le gustó esa respuesta, pero no puede hacer nada. Es el rey y aquello fue una orden. Únicamente le resta agachar cabeza y acatar. Ver cómo reprime las palabras, se yergue con el ego herido y me mira con recelo me causa bastante satisfacción. —Buenas noches, majestad —suelta de mala gana antes de ponerse en marcha. El rey Lacrontte es severo y contundente. Sus palabras no dan pie a discusiones porque él no habla: ordena. Me toma de la mano y me jala hasta el interior de su alcoba. Da un portazo y me pone contra la madera. —Hola, Emilia. —La severidad se le diluye de los ojos, pero no la fuerza. —Comienzo a pensar que tienes una fijación por encerrarme con tu cuerpo. —Un poco, sí. —Creo que no le agrado a ese hombre. —Lo acabas de conocer, no debería importarte. —Me gusta que la gente sea amable. —Ese es uno de tus mayores problemas: esperas mucho de la gente, Emily. Las personas son horribles. Debes defenderte; conmigo lo hacías. Vi que te quedaste callada cuando Ingellus dijo que eras la plebeya de Stefan y odié eso. Abre la boca, discute, di lo que te apetezca. —Discutir suele meterme en problemas y estoy en una etapa de mi vida en la que quiero evitarlos. —Pues conmigo las cosas no funcionan así. Si algo rescataba de Emery Naford, era su insubordinación. —De acuerdo, pero ¿qué pasa después de que me meta en un lío? ¿Cómo saldré? Soy consciente de que no le agrado a los Wifantere y si discrepo con ellos tienen todo el derecho de sacarme del palacio. Sus carcajadas ruidosas vuelven y resuenan en la habitación. Le pongo la mano sobre la boca para amortiguar el sonido y que paulatinamente cese. No quiero llamar la atención y que nos descubran. Me mira desde arriba, un tanto fastidiado, frunce el entrecejo y en sus ojos aparece una incomodidad que no entiendo. Me aparta la mano como si mi piel lo estuviera lastimando e inclina el cuello hacia los lados. Me queda claro: intenta no enojarse. —Preferiría que no me tocaras el rostro. —La petición suena a amenaza—. No es algo que disfrute. —Lo lamento. —Es lo único que me queda decir. No quiero arruinar el momento. —No pasa nada. Es un detalle que no conocías sobre mí. —¿Alguna razón en particular? —Ninguna que quiera comentar. Mejor retomemos el tema. Los Wifantere. A ellos no les conviene sacarte de aquí. —Su voz adopta el tono que usa cuando quiere ser amable conmigo—. Yo pedí que estuvieras aquí y ellos no pasaran por encima de mi palabra. Me cuesta centrarme de nuevo en la conversación. Es un desvío claro para restarle importancia a lo que le pasa por la cabeza. Si él no quiere hablar de ello, no voy a presionarlo. —¿Y ese señor Ingellus? —Me uno al camino que quiere tomar—. Él hace parte de tu consejo. Es más importante, ¿no? —No. No importa de qué ni de quién, defiéndete, que yo voy a respaldarte. ¿Por qué no pudo ser así desde el principio? —¿Lo dices en serio? —¿No lo hice en Grencowck frente a Aldous y en el pueblo sucio antes de la frontera? Sí, lo hizo. Este hombre me confunde y tengo miedo de volver a equivocarme. —No quiero que te devanees la cabeza pensando en Ingellus o en los Wifantere, Emilia. —Todavía no me acostumbro a que me llame de esa manera—. Mejor explícame qué es eso que traes puesto —pregunta con horror, refiriéndose a mi traje. ¿De verdad? ¿En eso tenía su atención? —Un vestido con flores. —Pareces un jardín andante. —¿Existirá un día en el que por fin me hagas un halago? —Sabes que no es lo mío, aunque he de decir que las flores rojas te quedan bien. ¿Has considerado usar un vestido carmesí? —No me gusta el rojo. Me recuerda a la sangre. —Y a mí me encanta justamente por eso. Ya puedo imaginarte en ese tono. —No me diga, majestad. ¿Es otra de sus fantasías? —La mayor, si le incluimos el corsé. ¿No podrías complacerme? —¿Acaso no recuerda cuáles son mis gustos, majestad? Un corsé no está incluido. —Sé perfectamente qué cosas te gustan. —Sorpréndame. —Yo, por ejemplo. Por más que intento mantenerme serena, el fuego que solo él sabe encender se me extiende por las venas. ¿Desde cuándo tiene ese efecto en mí? ¿Lo tengo yo en él? Siendo honesta, lo dudo. —Vine aquí a agradecerle por el viaje. —Desvío la conversación. No puedo dejarme llevar—. Fue hermoso. Y el detalle de poner a esa señorita a mi disposición fue muy amable. De verdad, muchas gracias. —¿Dije algo que te incomodó? —Se hace a un lado como si su cercanía me hubiera hecho daño. —Descuida, no es nada. Mi mente está ocupada con problemas, es todo —hablo tan rápido que podría ser difícil entenderme; sin embargo, vuelvo a tutearlo—. Por cierto, te he traído el anillo. Desato el lazo de mi vestido, del que había colgado la pieza, se la entrego y él la recibe en silencio. No se da cuenta de que todo el tiempo estuvo ahí. Me voy luego hacia el sillón en el que lo encontré sentado la primera noche que vine aquí. No es que huya de él, sino de mis pensamientos. —¿Qué te atormenta la cabeza, Emilia? —Se acerca al ventanal y corre la cortina. Las luces de afuera se han ido y enseguida la alcoba se siente mucho más privada, nuestra. Se detiene frente mí y me levanta el mentón con el índice—. ¿Qué sucede? —¿Por qué crees que algo me atormenta? —Todos tenemos un tormento. Puedes contarme el tuyo. Veo sus ojos verdes, chispeantes, comprensivos y atentos. Le han aparecido dos líneas en medio de las cejas y le noto un gesto que no había visto en él. ¿Está preocupado? —Amo mucho a mis padres, es todo. Y ellos en est… —Se me cruza una idea por la cabeza, una locura que puede funcionar si cuento con su respaldo. ¡Claro! ¿Cómo no lo había pensado antes?—. ¿Podrías ayudarme con algo? Sé que no haces favores, pero este es urgente. —Estoy aquí para complacerte. Y ahí van de nuevo esas chispas dentro de mí, tal como se lo dije una vez en Cromanoff: lo siento como fuego que crepita. —Quiero escapar de aquí. Si me ayudas, prometo que no causaré problemas. Ni siquiera nos volveremos a ver. Su expresión decae al escucharme. Lo herí con lo que dije. —Yo quiero seguir viéndote. —Se agacha hasta quedar frente a mí. Magnus me remueve algo por dentro. Es casi como si la semilla de una planta hubiera sido sembrada desde la primera vez que hablamos y ahora, gracias a su actitud dócil, hubiera empezado a germinar. Cada una de sus palabras la hace crecer. —Lo digo muy en serio —añade ante mi silencio. —Podríamos seguir viéndonos, entonces. Quiero ir a Cromanoff. Gregorie dijo que… —Iba a ayudarte —me corta. La mención de su primo no le sienta bien. Puedo notar que todavía están peleados—. Ya me lo dijiste. —Es que allá mi familia podría abrir su perfumería. Todo sería como antes. —¿Y quieres que así sea? ¿Como antes, cuando no me conocías? —Nos conocemos desde que éramos pequeños. ¿Lo olvidas? —Jamás. Vive en mi memoria desde que me lo contaste. Sin embargo, ahora no puedo ayudarte a escapar. Estamos en plenos diálogos de paz y una cosa así supondría el fin. Stefan rompería cualquier vía para nuevos intentos y perderíamos lo que hemos avanzado. Parece que no has notado que ahora estás en medio, Emily. No puedes huir y no puedo ayudarte. Stefan me buscó para hacerse el héroe contigo y yo me quedé para hacerte la heroína a ti. Quisiera ser egoísta y que no me importara la paz. Velar por mí y mi familia. Luchar por mi futuro y el de nadie más. Pero mi conciencia no me lo permite. He rogado toda la vida por alcanzar la tranquilidad que trae el cese de una guerra, y si ahora puedo hacer que suceda, no daré la espalda. —No hay nada que pueda hacer, entonces —concluyo, casi sin voz. —Claro que sí. Hay muchas otras opciones. Si hay algo más en lo que pueda ayudarte, dímelo. Quiero remediar que no pueda intervenir ahora. ¿Qué más podría pedir? Si no puedo huir, me gustaría saber de ellos. —De hecho, sí. Sé que mi familia la está pasado mal y que se han ido a la quiebra debido a mi estancia en el palacio. Stefan no me deja verlos y… La voz se me quiebra y lo veo inquietarse, moverse. Quiere tocarme, creo que abrazarme, pero duda. —¿Qué quieres exactamente? —pregunta en lugar de actuar. —¿Podrías enviar a alguien y ver cómo están? —Por supuesto. Aún tengo espías en Mishnock. ¿Te parece bien? Me habla suave, como sabe que me gusta. Asiento, despacio, sin asimilar todavía que este hombre vaya a hacerme un favor sin pedirme nada a cambio. Escribo la dirección de mi casa en una hoja de papel que luego él guarda en uno de los cajones de su mesa de noche. —Muchas gracias, Magnus. Nunca lo voy a olvidar. —¿Dejarás de estar triste? —Asiento, esta vez igual que una joven mimada cuando le dan lo que quiere. No me gusta que me haga sentir esas cosas—. Estar decaída no te luce. —A nadie, en realidad. —Se equivoca, señorita. Soy la excepción. Me veo bien en todos mis estados de ánimo. —Presumido. —Al final de la semana estarás endeudada. Vas a tener que vender todos esos vestiditos de jardín y hasta el broche que me robaste. —Yo no me robé nada y ya tengo pensado pedirle los quinels a Francis. —Yo no quiero quinels, quiero un beso —exige con una determinación que podría convencerme de que se lo merece. Se levanta y se inclina sobre mí. Apoya las manos en el reposabrazos y me obliga a recostarme contra el sillón. Me esfuerzo por no sonreír y sostenerle la mirada. Cuando Magnus dice estas cosas me hace sentir ligera, como si pudiera flotar. No me había planteado volver a besarlo, es decir, no es que el beso que nos dimos me haya disgustado, solo que no pensé que estaríamos cerca de nuevo. Y tampoco digo que sí quiera besarlo, aunque no me… Ya basta. —¿Un beso en la mejilla? —propongo para molestarlo. —¿Qué edad crees que tengo? ¿Diez? Dame un beso en la boca, Emilia. Cada comentario me sugestiona, me pone nerviosa. Magnus es lo contrario a lo que estoy acostumbrada. Yo siempre he caminado en el recato y él es descarado e irreverente. Y no sé si quiero que me influencie a ser igual. —No voy a darte un beso. Me mantengo en mi posición. No voy a cruzar la línea a la que quiere llevarme. —Algún día vas a pedirme que te bese y cuando eso suceda… —¿No vas a besarme? —lo reto. —¿Quién supones que soy? ¿Denavritz? Claro que voy a hacerlo. Mi risa se extiende por toda la habitación, libre, enérgica. No sé desde hace cuánto no me reía de esta manera. Se siente tan bien que me da la impresión de que lo vivo por primera vez. —Magnus, ¿con quién se supone que estás ahí? —Un grito se levanta desde el pasillo. Es la voz de una mujer y no es difícil reconocerla. Es Lerentia. Y entonces… mi risa se va. Me quedo fría. No quiero que nos descubra, que me descubra aquí. ¿Se ponen de acuerdo los hermanos Wifantere para fastidiarnos cada encuentro? —No abras la puerta —hablo entre susurros. —Ya te ha oído, no vale la pena ocultarlo. Lo tomo de las manos cuando se yergue y logro retenerlo unos segundos, pidiéndole que no vaya. No sé en qué pensaba: él es indomable. Dice que todo estará bien y abre la puerta. —Señora Denavritz —la saluda con una naturalidad que podría darle el papel principal en una de las obras de Aphra. Ella se abre paso o, más bien, él se lo permite. Avanza como una gorila hasta que me ve sentada en el sillón junto a la cama. Entonces, se detiene. —¿De verdad, Emily? ¿También aquí? ¿Pretendes ahora arruinar el camino de Magnus? Hace los reclamos que ya esperaba. Es patético y me molesta. Viene aquí a discutir como una esposa herida después del discurso sobre el amor que me dio esta mañana. ¿Acaso ya olvidó sus palabras o es que las saca a relucir cuando le conviene? —Lerentia, querida, gracias por preocuparte por mí — interviene el rey Lacrontte desde la puerta recién cerrada—, pero lo único que mi camino objeta es esta interrupción. —¿No eras tú el que decías que los mishnianos se debían evitar a toda costa? —Ella se gira, enfurecida, con los dedos de las manos entumecidos por la ira. —Sí. Y también soy aquel que no le da explicaciones a nadie. —Y tú. —Me señala mientras me levanto, dispuesta a irme. No voy a tolerar esto—. Tienes esa cara de niña buena, cuando en el fondo solo eres una arribista. Me freno tras dar el primer paso. Desconozco de dónde me salen la valentía, el ímpetu, pero comienzo a soltar a borbotones lo que pienso de ella. —¿Yo soy la arribista? Hace poco usted estaba comprometida con el rey Gregorie y ahora está casada con el rey Stefan. Bueno, eso sin contar con que, antes de terminar como reina de Mishnock, intentó formalizar una relación con el primo de su exnovio. Levanta la mano con claras ganas de darme una fuerte bofetada, pero, por fortuna, Magnus la detiene en el aire antes de que pueda tocarme. ¡Iba a golpearme! ¡Esta mujer iba a golpearme! —Estás siendo inmadura, Lerentia —comenta cuando ella se zafa de su agarre violentamente. —¿Cómo puedes permitir que me hable así? Soy la reina. ¿Cómo puedes defenderla? —Olvídame de una vez —le susurra, aunque logro escucharlo. Aquello parece ofenderla mucho más. Jadea y la piel del rostro se le enrojece. Se vuelve hacia mí, igual que un francotirador que ha cambiado de objetivo. —¿Sabes que me ha dado Stefan esta mañana antes de que entraras a la habitación? Esta baratija. —Me enseña la muñeca, en la que reluce una bonita pulsera de plata de eslabones finos y pequeños con una placa en el centro. ¿Por qué piensa que eso me interesa?—. Estoy segura de que te gustará más a ti que a mí. Se la desabrocha con afán, como si la joya le estuviera haciendo yagas en la piel, y me la lanza al pecho. La intercepto antes de que se caiga. —La placa tiene algo grabado. Léenoslo, si eres tan amable. Es algo con lo que estás familiarizada. No me muevo. No voy a obedecerle. —¿No lo harás? De acuerdo, te lo diré. Sempiterno. Una palabra bonita, ¿no lo crees? No, no, no. Tiene que estar bromeando. Movida por la curiosidad, busco el grabado sobre la placa y la verdad me quema las entrañas. ¿Cómo pudo ser Stefan tan cínico? ¿Cómo lo supo ella? Él tuvo que habérselo contado. Nadie más lo sabía. ¿Por qué Lerentia aceptó algo así? No entiendo y no me importa. Lo compartió con ella y ya no es nuestro. Bueno, desde que me traicionó debió dejar de ser nuestro, solo que soy una imbécil que se aferra a los recuerdos y por eso aún tengo el guardapelo conmigo. Debí deshacerme de él a la primera oportunidad. Quizás ahora me dolería menos. —¿Algo más que quiera enseñarme? —La voz me sale estrangulada. No soy capaz de ocultar lo mucho que esto me molesta, aunque tampoco le voy a dar la reacción que ella quiere. —Tengo todo lo que querías Emily. —Tiene razón. —Le extiendo la pulsera y, como me lo esperaba, no la recibe—. Tiene lo que quería. Ahora, me pregunto quién tiene lo que usted quiere. Porque me queda claro que su meta no era casarse con Stefan. Esa es la razón por la que ha venido esta noche y discute como lo hace, ¿no? —Cállate la boca, es una orden. Soy tu reina. La acorralé. He tocado su punto débil. —Usted tiene al hombre que yo creía que era para mí. Estaba equivocada, si me lo pregunta. Y el que creía que era para usted ¿en dónde se encuentra? Un vago instinto me dice que a su espalda. Podría jurar que veo cómo se le eriza la piel por la cólera. Se queda en silencio, pensando en alguna ofensa, y al final solo me observa con desprecio. —Cuando amanezca ya no estarás aquí. Podré no ser soberana en Cristeners, pero mis padres sí. —Si ella se va, yo también. —La intervención de Magnus me hace sentir poderosa. Me respalda, justo como lo prometió. —¿Qué es lo que pretendes? —Lerentia se gira hacia él—. ¿Qué buscas en ella? ¿Qué viste? Cualquiera que presencie esta escena aseguraría que es un lío de faldas en el que yo soy la amante. Ella suele mostrarse inquebrantable, madura, y que haya preferido hacer este escándalo me demuestra lo mucho que quiere tener a Magnus. —No te sigas torturando. Retírate —dice Magnus. El jadeo incrédulo que suelta es el punto más alto de la victoria. Es una tontería, pero es mi tontería. Me han humillado tantas veces que esto es agua fría en una tarde de calor. —Perderás mi ayuda —le advierte ella. ¿Ayuda para qué? —No la necesito más. Buenas noches, Lerentia. Se marcha con pasos largos y consumida por la furia. Puede que ahora no haya sido capaz de concluir su ataque hacia mí, pero estoy segura de que estará planeando el momento para hacerlo. —Lo mejor será que yo también me retire —le aviso cuando ella desaparece por la puerta. —Respóndeme una cosa, Emily, y luego podrás irte. —Se atraviesa en mi camino cuando pretendo huir—. ¿Todavía quieres a Denavritz? —No, pero me hace rabiar con este tipo de acciones. Eso no se esfumará de un día a otro. —¿Rabiar? —La incredulidad lo gobierna. Me escudriña con ojos acusadores, buscando cualquier rastro de mentira en lo que he dicho—. ¿Te hace rabiar por una maldita pulsera? Para este punto ya te tendría que ser indiferente. —Soy débil de emociones, ya lo sé. —Sí, lo eres —contesta, tajante—. Ya puedes retirarte. —Estás siendo injusto conmigo. —¿Yo? Tú estás siendo injusta contigo misma. Arráncalo de raíz, eso es lo que tienes que hacer. —¿Por qué haces esto? ¿Por qué en un momento eres amable y al siguiente grosero? —Así soy. Acostúmbrate. No esperes un final feliz si estás viendo una tragedia. —Camina hacia la puerta y la abre—. Buenas noches, Emily. Ya sabía que no debía confiar porque, después de todo, ¿por qué confiaría en el enemigo? 19 EMILY La brisa de la tarde me bambolea el vestido. El cielo luce apagado, tiene el gris de los uniformes de la Guardia Real y ha envuelto a Roswell en una estela fría que me eriza la piel. El día está triste. O quizás yo lo estoy. Puede que ambos. La reunión ha acabado más temprano de lo que debería, así que los reyes Wifantere nos han invitado a los viñedos del palacio, y ahora están todos sentados bajo la sombra de una carpa, tomándose el famoso vino de Cristeners. Yo me he apartado del grupo. No me siento cómoda con ninguno de ellos, mucho menos con Stefan y Lerentia. No después de lo que ocurrió ayer. Magnus no ha bajado con nosotros y agradezco el no tener que verlo tampoco a él. Estoy dolida por su actitud y por el detalle de la pulsera. Estoy sobre un puente arqueado, lo suficientemente lejos como para no escuchar las voces ni las risas de nadie. Quisiera desaparecer o que todos desaparecieran. Veo el agua baja correr rápido con los sonidos típicos del riachuelo. En el fondo hay una variedad de piedras marrones, negras y cremas sobre las cuales nadan peces de ida y vuelta. El guardapelo que me obsequió Stefan me quema la palma de la mano cuando lo aprieto fuerte. Estoy decidida a hacer hoy lo que debí haber hecho hace un tiempo. Escucho unos pasos firmas y sonoros acercarse. Por un instante creo que me los estoy imaginando, ya que anoche no dormí bien y estoy cansada, pero cuando el olor de la madera en su perfume me llega a la nariz, sé que de verdad está aquí. ¿No se supone que se quedaría en su habitación? Esa fue su excusa para no salir. ¿Qué hace aquí ahora? ¿Vino a seguir recriminándome? Espero que empiece a hablar y no lo hace, solo me observa. —¿Qué me ves? —pregunto, exasperada por su presencia. —A ti, nada. Estoy mirando lo que hay al otro lado. —¿Qué? —Giro la cabeza hacia la izquierda—. ¿Los árboles? —Sí, los árboles. Son grandes y… frondosos. Levanto una ceja, incrédula. ¿De verdad? Es el papel más patético que le he visto representar. —Claro, señor discreción. Me moveré para que puedas verlos bien. —Por favor, Emilia. —Sonríe al verse descubierto. Hoy su buen humor no me contagia, me enoja. ¿De verdad pretende venir aquí y fingir que no ha pasado nada? —No me llames así, y lo digo en serio. —¿Me estás haciendo un berrinche? Te recuerdo que no los tolero. —No me sorprende. No te toleras ni a ti mismo. He dado en el clavo porque se queda callado. Pone las manos en el barandal del puente y desvía por fin la mirada hacia el horizonte. —No vine a discutir. Te vi por la ventana, aislada. Este no es el recibimiento que esperaba cuando solo bajé para acompañarte. —No pedí tu compañía y no la quiero tampoco. Lo oigo suspirar. ¿Ya está perdiendo la paciencia? —Sé que no estuvo bien la forma en la que actué anoche —reanuda la conversación, esta vez con una mejor estrategia—. No debí hablarte de esa forma. —¿Vienes a disculparte? —Sabes que no me disculpo con nadie. Solo vine a decirlo y a traerte esto. Levanta la mano y veo que tiene entre los dedos una ramita del viñedo. —Es una ofrenda de paz. Ni siquiera me la entrega, sino que la pone encima del barandal para que yo la tome. Como la tonta que soy, lo hago. —Fuiste grosero. —Lo fui. No tengo justificación. La paciencia no es una de mis virtudes. —La compasión tampoco. —Te doy la razón, pero estoy aquí para expiar mis pecados. No quiero que me sigas ignorando. —¿De verdad te importo, Magnus? La duda me carcome la cabeza. Quiero que sea cierto y que no lo sea. Tal vez así tenga la valentía de alejarme. —¿Por qué siempre me haces esa pregunta? —En Lacrontte eras frío, no te dabas la oportunidad de conocerme e incluso me evitabas. Y ahora eres otra persona. —¿No me das el derecho de la redención? Muchas veces fui injusto contigo, pero no puedes negar que en muchas otras estuve a la altura. No te escondo nada, Emily. Quiero llevarme bien contigo. Si causarle fastidio a Stefan hace parte del proceso, no voy a negarme. ¿Crees que estaría aquí si no me importaras? —¿Y por qué? ¿Por qué te importa una plebeya? ¿No piensas que hay una brecha entre nosotros? ¿Que tú deberías estar gobernando naciones y yo vendiendo perfumes en vez de perder el tiempo aquí, hablando? — repito las palabras que Stefan una vez me dijo. —Tu rabia está mal dirigida. Tiene razón. Me estoy desquitando con él por algo que no ha dicho. Magnus no es el hombre que me rompió el corazón, el que me ilusionó y luego me dejó tirada a medio camino. Él no me vendió sueños, metas, planes. Ha sido honesto, ha mostrado su desagrado, su tolerancia. Se ha presentado tal como es. No maquilla su carácter, no adorna sus defectos y no oculta sus pecados. Supongo que no hay razón para seguir desconfiando de él. —No quiero discutir contigo —agrega—. Somos amigos. —Si somos amigos, ¿por qué intentas besarme? —Entonces no lo somos. Sonríe, malicioso. Se le oscurecen los ojos mientras me observa de lado. Quiere que imite su gesto y lo logra. Me hace sonreír. —¿Qué tienes ahí? Sus manos enguantadas en cuero negro vienen a la mía. Ni siquiera opongo resistencia. Extiendo los dedos y le enseño la palma. No toca el guardapelo, sino que observa el dije circular y el diamante blanco engastado. —¿Te lo dio Denavritz? —cuestiona, y asiento—. Debí imaginármelo si es de plata. —La palabra ahí escrita es la prueba de la mayoría de sus mentiras —confieso, aunque aquello fue más para reafirmármelo a mí misma. Sin darme tiempo de arrepentirme, lanzo el collar por el barandal del puente, liberándome de la falsa promesa. Veo que la cadena se agita en el aire, como las alas de un ave, pero su vuelo queda interrumpido cuando la mano de Magnus la intercepta, salvándola de caer en las profundidades del agua. La sostiene y la escudriña. Abre la tapa del guardapelo. —Sempiterno —dice después de unos segundos—.Ya entiendo por qué te enojó tanto lo que hizo Lerentia. Esa es una palabra muy grande. ¿Qué piensas de ella? —Que es una mentira. —Te doy la razón. Nada en esta vida es para siempre. Todo se acaba. La amistad, la vida, el amor, el odio, la guerra, cada cosa que existe tiene fecha de caducidad. —Tienes un punto a tu favor. —Prometo reemplazar esto por una palabra adecuada — afirma, metiéndose el collar en el bolsillo del pantalón. Sin energía para refutar, me atengo a cualquier sorpresa que esté imaginando. —Sigues herida, ¿no es así? —No es dolor, es rabia. —Emily, todo acaba algún día, recuérdalo. —¿Sabes? No siento rencor hacia él, sino hacia mí misma. —Las palabras me fluyen como una cascada—. Él me prometió el mundo y fui tan tonta como para creerle. —Cuando alguien te ofrezca el mundo, recuerda que se refiere a su mundo y jamás sabrás con certeza si ese lugar es bueno o malo. —¿Alguna vez has ofrecido tu mundo? —No duda en asentir—. ¿Y es bueno o malo? —Ya lo descubrirás. ¿Qué se supone que significa eso? Levanto la mirada y él me observa. Sus ojos parecen haber cobrado vida de repente. —Eres bueno consolando —confieso. Le daré crédito: fue bastante simpático si tomamos en cuenta el historial de su carácter. —En realidad soy pésimo. Estoy haciendo mi mayor esfuerzo. —En una próxima ocasión, después de aconsejar, debes dar un abrazo. Así habrás hecho un excelente trabajo. —¿Estás diciendo que quieres que te abrace? —No he comentado nada al respecto, así que… No logro terminar la frase cuando ya me ha rodeado con un abrazo protector. Es una avalancha y no me lo esperaba, pero no puedo quejarme. Se siente bien, se siente increíble. Los brazos de Magnus son grandes, fuertes y me brindan una sensación de seguridad que no vivía desde hacía mucho tiempo. Es la segunda vez que nos encontramos en esta posición y, siendo sincera, podría acostumbrarme. —No creas que voy a acariciarte el cabello, hasta allá no llega mi amabilidad —me susurra sobre la cabeza. —Ya arruinaste el momento. Me separo de sus brazos, mirándolo con una ternura que no me gusta que me cause. ¿Qué me está pasando? —Tu nariz se ha vuelto roja, Emilia. Automáticamente me la toco, como si el acto me permitiera comprobar sus palabras. Lo veo quitarse el abrigo y ponérmelo sobre los hombros para cubrirme del viento helado. —Debiste traer algo que te protegiera. —No sabía que haría frío. —¿Acaso no te fijaste en los abrigos de los demás? Ay, Emily Malhore. En mi defensa, estaba demasiado rabiosa como para reparar en la vestimenta de otros. —En ocasiones me resultas tan inocente que me incitas a pervertirte. Abro y cierro la boca sin saber qué decir. Me convenzo a mí misma de que lo dice solo como un tipo de broma. —¡Magnus! —Le golpeo el brazo con suavidad y me envuelvo en su abrigo, como si eso pudiera protegerme de su mirada—. Nunca vuelvas a decirme algo así —le apunto con el índice—, lo digo en serio. Se quita uno de sus guantes negros y me toca la mejilla, acariciándome también el labio inferior con el pulgar. Siento el calor de su piel atravesarme el cuerpo, me intimido ante sus movimientos y me cuesta sostenerle la mirada, pero hago mi mayor esfuerzo por seguir viéndolo a los ojos. —No puedes exigirme nada, soy un rey. —Eres insoportable. —Estoy aquí, aguantando frío para brindarte calidez y me llamas insoportable. Merezco algo de consideración, ¿no? —Gracias, entonces. —Por ahora me conformo con eso, porque en otra ocasión espero al menos un beso. Uno que hoy sé que no vas a permitir que te dé. Eso no es cierto del todo. —¿Por qué lo dices? —Hoy no es un buen día para hacerlo. Denavritz todavía mueve hilos dentro de ti. Sus palabras son una bofetada de realidad. No quiero que piense eso. Stefan no me importa como él cree. —Sin embargo —agrega—, voy a besarte, Emily, y va a ser muy pronto. Fijo la vista en el horizonte sin saber exactamente qué es lo que estoy viendo, todo por evitar el contacto visual. Volver a besarlo no suena mal, pero temo que estemos yendo más lejos de lo que deberíamos. Y lo que me molesta es que en el fondo sí quiero que suceda. De la nada, escucho su risa varonil resonar a mi lado. Ya leyó mi nerviosismo, estoy segura. —Justo a eso me refiero. Demasiado inocente. —Te pido que dejes de distraerme. —Eres tú quien me distrae. —No he hecho nada. —Es eso lo que me molesta: no haces nada para llamar mi atención y aquí me tienes. Lo miro de golpe, sintiendo el cosquilleo encenderse en mi interior. Odio que siempre sepa qué decir para hacerme dudar. —Voy a hacer de ti una chica perversa, Emily Malhore. —¿Qué te hace pensar que no lo soy? —Denavritz es demasiado soso como para sacar ese lado de una mujer. —¿Y tú sí puedes? —Bueno, me he propuesto hacerte romper las reglas, Emilia. Se pone el guante nuevamente y, sin mediar palabra, se aleja a paso firme, llevándose consigo el último recuerdo de lo que alguna vez tuve con Stefan y, más importante aún, mis deseos reprimidos por sentir su boca en la mía. Corro tras él después de tomarme unos segundos para poner en orden las ideas que desordenó y lo alcanzo antes de que cruce la puerta de entrada al palacio. Tiene la piel pálida y erizada por el frío. La punta de la nariz también se le ha puesto roja, haciéndolo lucir adorable. —Esperemos que la cena no sea pavo, porque lo detesto y a los Wifantere les encanta —me informa una vez estamos dentro de la casa. Los guardias nos guían hasta un comedor diferente al de la vez pasada. Parece el que se usa en noches de celebración. La mesa es más larga y la decoración es distinta: sillas plateadas, candelabros de luz azul, cortinas celestes y paredes de yeso recamado. Es como estar entre nubes. Ya los consejeros, los Wifantere, los Denavritz, Ingellus, Claire y los que parecen ser sus padres nos esperan sentados. Everett y Magda se encuentran, como siempre, a la cabeza y el resto van repartidos en los diferentes asientos. —¿En dónde estabas, Emily? —Stefan no tarda en preguntar cuando me ve llegar. —Es mi culpa —Magnus interviene mientras va a su lugar, el espacio vacío que hay entre Francis e Ingellus—. La distraje hablando sobre la mentira que es decir que existe algo perenne… No, espera, esa no era la palabra. Sempiterno. Sí. Sobre que no hay nada en el mundo a lo que podamos llamar sempiterno. Los ojos azules del rey de Mishnock me atraviesan, enojado. Claro que ha entendido y disfruto que haya sido así. ¿Con qué derecho se molesta? Lo único que ha hecho es tomar una palabra y repartírsela a todas las mujeres que se acercan a su vida. Es ridículo. —Te he reservado un sitio —se limita a decirme. Es obvio que no me reclamará delante de todas estas personas, pero ya presiento la retahíla. —Qué curioso, Denavritz. —La voz de Magnus se alza desde el otro lado de la mesa—. Siempre la quieres tener cerca. Me pregunto cómo es que no la has invitado a dormir entre Lerentia y tú. —Majestad, le pedimos que se reserve ese tipo de comentarios —ordena Magda Wifantere, rascándose el cuello como si tuviera chinches—. Hoy es una noche de celebración. Permítanme iniciar con las presentaciones de la familia de mi querida nuera. Tomo lugar a la izquierda de Stefan y a la derecha de Claire, que luce hermosa en un vestido blanco. Es casi un ángel, con las mejillas coloradas y su sonrisa nerviosa. Francis está frente a mí, pero cuando su rey lo nota, cambia de silla, como si la que tenía lo fastidiara. Cada uno de los presentes se da cuenta de su intención; sin embargo, nadie comenta nada. La familia Mosswed es igual de reservada y cariñosa que Claire. Su madre es la representación de un hada. Su cutis es perfecto, sin arrugas pese a lo mucho que sonríe mientras les dice su nombre a todos: Abigaile Mosswed. Es de cuerpo robusto, pelo frondoso y cara redonda con mejillas grandes. Su esposo no es muy diferente en cuanto al humor, pero sí en el físico. Edmund es huesudo y no tiene cabello, aunque sí una barba espesa y larga. Comparte los ojos de su hija: brillantes, alegres. Nos ofrece reverencias, un tanto nervioso, incluso a quienes no hacemos parte de la realeza. —Es un placer para nosotros compartir la mesa con tantos reyes —finaliza antes de volver a sentarse. —Emily, qué alegría volver a verte —susurra la joven a mi lado, llena de emoción—. No vas a creer lo que pasó. En la mesa siguen hablando, pero me desconecto por completo al ver los ojos desbordantes de dicha de la mujer. —Lorian me pidió matrimonio. —Pone la mano sobre la mesa para mostrarme un anillo con una piedra rosa ovalada —. Sucedió esta mañana. Fue hermoso, estaba nervioso y sonriente. Es mi sueño. No escondo mi sorpresa al felicitarla. Sabía que este momento llegaría, pero no me imaginé que fuera tan pronto. —No me lo esperaba, si soy honesta —añade sin perder una pizca de pasión—. Él parecía no estar convencido. Quizás me equivoqué. Estoy feliz por ella, pero no puedo evitar pensar que la propuesta tiene que ver con lo que sucedió en el mariposario. Claire lo dice: Lorian no estaba convencido. Miro en dirección al príncipe, que se encuentra a la derecha de su padre. No se da cuenta de lo que hablamos, sino que está concentrado en los criados, que llegan al comedor con bandejas y copas. —Para hoy hemos preparado el que sin dudas debería ser el platillo típico de Cristeners: pavo asado con limones y hierbas —anuncia Everett, orgulloso de su elección. Desvío la mirada para encontrar a Magnus, que ya me sonríe con complicidad. Acertó. Y me entra la duda: ¿por qué le disgusta? La mayoría mira con agrado la cena, el vino y las atenciones; sin embargo, yo no puedo despegar la vista del hombre que tengo enfrente. El amargado observa la comida por unos instantes, reuniendo valor para probarla, agarra el cuchillo, corta un pedazo pequeño y se lo lleva despacio a la boca. Se traga el primer bocado con un esfuerzo sobrehumano y no sé cómo es que no hace ninguna expresión que delate su desagrado por la comida. —Nos hemos reunido todos aquí hoy porque mi estimado hijo Lorian y la encantadora señorita Mosswed se han comprometido en matrimonio. Una barrida de aplausos se levanta en el comedor. Todas las miradas van a Claire, pero la mía se queda en Magnus y la suya en mí. Él aprovecha la situación para hacer a un lado la comida y agarra la copa de vino para disimular su acecho. —Puede que les resulte algo apresurado —Lorian se levanta para dar un discurso poco convincente—, pero cuando lo sabes, lo sabes. Y es justo lo que Claire me hace sentir. Es la peor declaración de amor que he escuchado. Incluso el rey Lacrontte, con todo y su mal carácter, podría decir algo mejor. De repente siento que algo me toca el pie por debajo de la mesa. Sube por la pierna y me empieza a levantar el vestido. Al principio temo que sea un animal, pero rápidamente entiendo qué pasa. Magnus me sonríe al otro lado de la mesa y confirmo que se trata de él. Intento empujarle el pie con la rodilla, aunque lo único que consigo es que se golpee con la mesa. La risa se apodera de mí. Es una tontería que se siente bien. Es increíble ser cómplice de alguien y trabajar a escondidas para nuestra diversión. Bajo la cabeza después de verlo acomodarse y al final no puedo contener mis carcajadas. —¿Le resulta gracioso lo que estoy diciendo, señorita Emily? La rabia de Lorian me borra la risa. Sigue de pie, ahora con una copa en la mano. Me he reído mientras daba su discurso. ¿Cómo no ha de creer que me burlo de él? El resto de la mesa también me observa como si fuera una desadaptada, una irrespetuosa. ¡Por todos los cielos, qué vergüenza! Se me calienta la cara y daría lo que fuera por esconderme debajo del mantel y evitar las miradas que tengo sobre mí. —De verdad, lo lamento. No me reía de usted, alteza. —Entonces cuéntenos el chiste para que nosotros también nos divirtamos. Esa intervención viene de quien menos lo esperaba: Magnus. ¡Es un traidor! ¿Cómo se atreve a dejarme expuesta y sola? —Es que lo vi luchar con su pavo, majestad. Sé bien que no le gusta. Lo arrastro conmigo al paredón. No seré la única que quede frente a la escopeta. Sus hoyuelos aparecen en el acto. Está esforzándose por no sonreír. ¿Eso era lo que quería? ¿Que ambos quedáramos como unos cretinos delante de estas personas? ¿Qué tipo de juego es este? —¿Eso es cierto, Magnus? —La reina Magda muestra su pena por el posible rechazo a su elección. —En lo absoluto. Se apresura a tomar el tenedor y a cortar un nuevo pedazo. Solo que no hace el esfuerzo de llevárselo a la boca, sino que me mira. Me pide con los ojos que lo salve y es entonces cuando se me ocurre un plan sencillo: tomo la copa de agua que se encuentra frente a mí y la acerco lento hasta su plato. Una vez la tengo allí, riego su contenido sobre la comida para salvarlo de la pesadilla. Si ya figuro como una estulta, un movimiento más no podrá ponerme en un peor concepto. —Parece que hoy no es nuestra noche, señorita Malhore. —Esta vez sí me respalda—. Pero, por favor —se levanta de su silla tan enérgico como el presentador de un teatro, toma una copa de vino y va hasta Lorian—, que nuestra torpeza no arruine tu noche, Wifantere. Felicidades por tu compromiso. El resto de los invitados lo imitan. Toman sus bebidas y las levantan en honor a la pareja. Este hombre es increíble. Después de todo el papelón, arma un brindis que la mayoría sigue sin rechistar. **** La cena terminó y Magnus se pasó el resto de la noche comiendo una y otra vez del postre: tarta de durazno. Yo la odio. No tengo una razón exacta, simplemente no me convence su sabor. La mayoría ya se ha adelantado a la salida, y cuando trato de hacer lo mismo, una sombra me detiene y casi doy un respingo al sentir al rey Lacronttepasándome la mano por la cintura. —¿Ves que sí somos compañeros de crimen? —me susurra en el oído mientras los demás avanzan sin notar que nos hemos quedado atrás. —Supongo que tenías razón. —Intento volverme, pero no me lo permite. Me sujeta con la otra mano para que me quede inmóvil. —Si te giras, terminaré por besarte. Lo dejo en tus manos. Hay guardias a nuestro alrededor, tanto lacrontters como cristenses. Los mishnianos por fortuna se han marchado detrás de sus reyes, aunque si alguno se voltea, estaré perdida. —Nunca estuve tan segura de mantenerme con la mirada hacia el frente. Ni siquiera yo me creo lo que digo. Magnus tiene algo que me llama, que me incita, y es eso contra lo que debo luchar. No quiero caer. No si él no cae conmigo. —Todo está dicho por hoy, al parecer —concluye cuando ve que me mantengo estática—. Nos vemos en otra ocasión, Emilia. Me pone el cabello del otro lado del cuello y se acerca lento. Su respiración me recorre la piel… y entonces me deja un beso en la esquina de la boca. Es solo un roce en la comisura, pero no es inocente y él nota que me estremezco. —Vas a ser mía, Emily —susurra cuando me suelta—. Te lo aseguro. 20 MAGNUS —Majestad, ¿me permitiría unos minutos para conversar? Es Lorian, que me intercepta al pie de las escaleras tras terminar la cena. Luce sereno. Me recuerda a Francis. —Te escucho, Wifantere. Se parece tanto a su hermana que cualquiera podría jurar que son gemelos. —Me gustaría conversar en un lugar privado. ¿Su alcoba estaría bien? ¿Qué quiere este ahora? —¿Es posible, majestad? Acepto. Cuanto más rápido me deshaga de él, más rápido podré descansar. Subimos al segundo piso y entramos a la habitación. Corro las cortinas que dejé cerradas anoche, cuando Emily estuvo aquí. Tengo que dejar de pensar en esa mujer. —Me gustaría que fueras directo —le digo mientras me siento en el sillón que está al lado de la cama. Me hace falta mi habitación en Lacrontte. Los muebles a mi altura, a mi gusto. Estar tanto tiempo fuera es insoportable. Wifantere se lleva las manos detrás de la espalda y se toma unos segundos antes de hablar. —¿Cree que mi compromiso fue apresurado? ¿Por qué viene conmigo para tales cuestiones? No soy su consejero. —Considero que eso es algo que solo tú puedes concluir. —A veces uno necesita la guía de un amigo. —¿Y desde cuándo lo somos? El único amigo que he tenido en mi vida se llamaba Kerel y murió ante mis ojos en mi fiesta de cumpleaños número doce por un disparo en la cabeza. —Bueno, quizás me haya equivocado al nombrarlo así. —Iré al punto, Wifantere. —Preferiría que me llamara Lorian. —De acuerdo, Lorian. Te preguntaré algo: ¿la amas? —¿Se necesita amor para un compromiso? Es justo lo que pienso. Vi a mi padre amar a mi madre como si fuera la más grande maravilla en el mundo, así que no conozco otra forma en la que se deba amar a una mujer. El problema es que no todos tenemos la dicha de Magnus V: no todos encontramos a nuestra Elizabeth. Así que no, no es necesario el amor para comprometerse. Es un acuerdo, una unión que trae beneficios. No hay razón para enredar sentimientos que lo único que traerán será infortunios. Cuando le pedí matrimonio a Vanir, era consciente de que no la amaba. Nunca sentí la fiebre ni el frenesí del amor. Sin embargo, cumplía con todos los requisitos que necesitaba en una dama. No tenía por qué esforzarme por buscar a nadie más. Ella era lo más parecido a lo que quería. —No, con que no te resulte repulsiva es perfecto. —Y no me resulta así. —Entonces no fue precipitado, Lorian. Entiendo la presión que hay sobre un heredero por conseguir esposa. Mi consejo de guerra pierde mucho tiempo lanzándome indirectas sobre mi edad y el matrimonio, así que adelante. Hazla tu esposa y no te desgastes con algo que puede que no encuentres jamás. —¿El amor? ¿A eso se refiere? —Ya lo dedujiste. ¿Algo más de lo que quieras hablar? —¿Alguna vez se ha fijado en alguien en quien no debería fijarse? Esa pregunta ni siquiera la ha pensado. Es evidente que la traía consigo. —Siempre y cuando estuviera justificado. —Explíquese, por favor. —Si es para lograr un fin, es válido. —¿Y si no? Si solo le gustó sin más. —Entonces, sí. Sí me he fijado en alguien en quien no debería. —Vanir. Tenía un novio cuando la conocí y no me importó en lo más mínimo—. ¿Cuándo será la boda? —Dentro de poco. Mis padres quieren que sea cuanto antes. Estimo que en un mes… o menos. —Buena suerte, entonces. ¿Algo más en lo que necesites mi visión? —¿Le atrae la señorita Emily? Me da la impresión de que ese ha sido el verdadero motivo que lo ha traído aquí. —¿Disculpa? —Creo que me ha oído bien, majestad. —Lo he hecho. Lo que no entiendo es a qué viene la pregunta. Sea cual sea mi respuesta, es algo que no te compete. —Me compete. Estoy siendo honesto. —No veo razón alguna. Se queda callado, negándose a soltar lo que tiene ya en la punta de la lengua. —Mi hermana siente algo por usted y no quiero que sufra. —Tu hermana es una mujer casada. No tienes que preocuparte por su felicidad. ¿O es que acaso piensa divorciarse? —No puede. —En ese caso, todo está dicho. ¿Algo más? —Es todo, majestad. Muchas gracias por su ayuda y buenas noches. Se inclina en una reverencia rápida y sale de la habitación como si esta se estuviera incendiando. Wifantere, Wifantere. Sé bien a lo que viniste. **** Francis me acecha por la espalda como un padre que vigila que su hijo no se escape de casa. En cualquier momento dirá algo, estoy seguro. Está buscando la oportunidad adecuada para abrir la boca. —Vine más temprano. Los guardias me dijeron que estaba usted reunido con el príncipe Lorian. Ahí lo tenemos. Ya empezó. —Quería preguntarme cosas de su matrimonio. Me giro hacia él. Está de pie cerca a la puerta y con las manos unidas por delante del cuerpo. —Creo que los dos estamos al tanto de la atracción que él siente por usted, ¿verdad? —Sí, en un punto iba a decirme algo al respecto, pero se arrepintió. —¿Y qué opina usted? —Supongo que es de esperarse que se fije en mí. Mírame. —Hablo en serio. ¿Desde cuándo lo sabe? —No lo sé con exactitud. Un día lo intuí y desde entonces me ha quedado claro que es así. Él lo disimula muy bien, solo que a veces sus emociones le ganan. Una cena. La segunda vez que lo vi. Ahí me di cuenta. Evitaba mirarme, como si estuviera enojado conmigo. En ese momento de verdad medité si había hecho algo que lo hubiera molestado, pero luego descubrí que me observaba. Fue extraño… No, particular. Era la misma forma en la que me miraba ella, Gretta, intentando disimular una atracción que se le escapaba. Era obvio que ni él estaba de acuerdo con lo que sentía. Parecía estar batallando, cuestionándose. Había rencor y gusto en sus ojos. El primero por sí mismo y el segundo por mí. —Siento pena por el príncipe —dice Francis—. Por tener que casarse con una persona que tal vez nunca lo haga feliz. —Algún día tendrá el valor para salirse del molde en el que lo han encerrado. Y ya lo sé, no es sencillo, pero es la única salida, y sé que terminará por tomarla. Wifantere es un hombre inteligente. Soy honesto. No lo veo asumir el papel de títere. Tiene temple, aunque se lo reserva para situaciones específicas. Va a pelear por lo que quiere, es cuestión de tiempo. —Entonces, ¿afirma usted que no se casará con esa señorita? —Apostaría todo a que no lo hará. ¿Alguna vez te has fijado en alguien en quien no deberías? —le hago la misma pregunta que me hizo Lorian. Se queda pensando un instante y desearía poder leerle los pensamientos. —Sí, lo he hecho. —¿De verdad? Ahora quiero saber quién fue. Francis nunca habla de sus relaciones y ni siquiera sé si está en una. —También soy un ser humano que se ha enamorado. —¿Es tu esposa? —Tal vez. Entonces no es ella. —¿La extrañas? No quería decir eso. Es lo último que necesito. No quiero que se dé cuenta de que esa incógnita sobre Helena, la que alguna vez fue el amor de su vida, vive en mi memoria. Es una duda que me recorre la cabeza desde que tengo quince años. ¿La echará de menos? Y de haber sido al contrario, ¿me echaría de menos a mí? —No —contesta pronto y calmado, seguro, casi como si le hubiera preguntado si le gustaba el café—. Ya ha pasado mucho tiempo. La olvidé y estoy seguro de que ella también a mí. —Lo dudo. Helena Modrisage siempre le exigió a Francis que renunciara. Él pasaba la mayor parte de sus días en el palacio, la dejaba de lado, y por eso me resentía. La entiendo, pero también entiendo a Francis. El reino es lo más importante. Cuando mis padres murieron, su esposa vio por fin la liberación. Ya Magnus V no podría retener a Francis en el palacio. Con lo que no contó Helena fue con que su marido se quedaría pese a que ya no hubiera un rey. Yo mismo los escuché en los corredores del palacio. Ella lloraba mientras él alegaba que no podía dejarme solo, que era un niño que ahora necesitaba respaldo, ya que de otro modo el consejo me iba a comer vivo. Helena le pidió que escogiera entre ella y yo. Francis se quedó conmigo. Los días siguientes lo noté cabizbajo. Estaba triste por haber perdido a su esposa y yo me sentí culpable por un tiempo. Luego me fueron forjando y moldeando para no sentir pena por otros. Mi mente suprimió ese sentimiento y lo reemplazó con algo mejor: era su responsabilidad quedarse a mi lado. Debía ser de esa manera porque ahora era lo más cercano que tendría a un padre y no quería perderlo. —Solo espero que me haya perdonado. Me saca del dilema mental con esa frase. —En su lugar, ¿tú lo habrías hecho? —Sí, pero ella no soy yo. Aunque es algo que ahora no importa. Mejor cuénteme cómo va el plan. —¿Qué plan? —¿Cómo que «qué plan»? El de enamorar a la señorita Emily. —Ah, ese. Eres un imbécil, Magnus. No podemos permitirnos esas lagunas. No es bueno si lo que pretendemos es mantener todo bajo nuestro control. —¿Ya lo logró? —No, aún es muy pronto. Además, ayer casi lo arruino. —¿Le gustaría contarme? —Fui grosero. La paciencia no es lo mío, es todo. —¿Quiere profundizar? —Todavía siente cosas por Denavritz. ¿No es ridículo? Él la tiene secuestrada. ¿Cómo puede guardarle «rencor»? Es preferible arrojar el corazón a un barranco antes que aferrarse a la idea de que quien nos hirió vendrá a reparar lo que ha dañado. Y primero se arranca la mano antes de aferrarse a los pies de quien ya camina lejos de ti. No se le dan segundas oportunidades a quien desaprovechó la primera y, lo más importante, no se le dirige la palabra a quien con las suyas solo supo lastimar. ¿Por qué la plebeya no puede entenderlo? Fue lo que yo hice con Vanir. —Bueno, olvidar no es tan sencillo y menos para corazones nobles como el de la señorita Malhore. —Pues no me sirve que guarde sentimientos por él. —¿No le sirve o no le gusta? —No me sirve —lo corto, escocido por sus intenciones—. No me agrada que firmes con mi nombre cosas que no he dicho. —Tiene razón. Me disculpo. Dígame, entonces, además de descubrir que todavía tiene sentimientos por el rey Stefan, ¿qué otra cosa ha hallado? ¿Dé que diantres habla? ¿Qué otra cosa tenía que descubrir? —¿Le ha preguntado a la señorita Malhore si sabe algo sobre Silas o si le ha escuchado decir al rey Stefan alguna cosa importante? Habla de eso. Sacudo la cabeza, negando. Las piezas que tengo en la mente están demasiado desorganizadas. Tengo que centrarme. —Entonces, ¿qué ha hecho estos días? —Tantear el terreno, Francis. Primero necesito su confianza. Por cierto, envía a alguien a su casa en Palkareth para ver cómo están sus padres. Me acerco a la mesa de noche y busco en la gaveta el papel en el que me escribió su dirección. Calle Lewintong. Casa 721. ¿Cómo será su casa? ¿Tendrá chimenea? No, no lo creo. En Mishnock hace calor, no la necesitan. ¿Y su alcoba? La imagino con un papel tapiz floral del todo horrendo y con cosas azules porque a ella le gusta el azul. Quizás un sillón o cortinas. Puede que incluso ambos. Un momento, si tiene más hermanas, ¿les alcanzará el dinero para tener su propia habitación? Puede que sí. Al fin y al cabo eran los perfumistas de la casa real, ¿no? —Majestad. —Francis chasquea los dedos frente a mí—. ¿No escucha lo que le digo? ¿Me dará el papel o no? —Claro. —Se lo extiendo pese al montón de preguntas que me desfilan en la mente—. Francis, ¿qué tan adinerados crees que son los Malhore? —¿Disculpe? ¿En eso era en lo que estaba pensando? —No te hagas el gracioso. Limítate a responder. —Bueno, supongo que lo necesario como para vivir cómodamente, pero no lo suficiente como para hacerse con un título nobiliario. Atelmoff me ha dicho que sus fragancias son de renombre. La familia del perfume, así los llaman. Es lo más ridículo que he oído y llevo tres días escuchando las estupideces de Denavritz. —Necesito que también busques un collar con un diamante rojo. No un rubí, no un granate. Quiero un diamante rojo. —¿Algún diseño en especial? —No lo sé. No soy joyero. Algo que juzgues que le gustará a Emily. —¿Busca impresionarla? —¿Tú qué crees? —No imagino que ella presuma de tener un collar con un diamante rojo. —Pues debería. Por algo es la piedra más valiosa conocida hasta ahora. Y si no presume del collar, al menos presumirá de que le doy regalos. Eso es más meritorio que un diamante rojo. Y haz que lo corten en forma de lágrima. Esa mujer es muy llorona. Me recordará a ella. —Y eso que no es joyero… —Los bufones fueron exiliados del palacio desde el reinado de Magnus III, Francis. No te comportes como uno. Aunque en vez de un collar, deberíamos darle algo que la ayude a crecer. ¿Viste lo baja que es? —Lamentablemente no cuenta con buena estatura. —Ni porte, ni elegancia. Lo único que sabe hacer es mover ese estúpido cabello castaño con su insoportable olor a verben… Soy un idiota. Veo a Francis abrir mucho los ojos, taimado, y me provoca sacárselos de un golpe. Una media sonrisa le aparece, complacido por lo que acaba de descubrir. —Así que por eso me pidió que cambiara la fragancia que ambienta su habitación. —No —contesto con un tono militar, pero no me sirve de nada fingir. —No estamos en el reinado de Magnus II, majestad. Me acaba de decir bufón. —Sal de aquí y haz lo que te pedí. No necesito que se quede para cuestionarme. Debo darle algo a Emily para subsanar el no haberla podido ayudar a escapar. ¿Cómo se le ocurre pedirme eso? La única forma en que me es útil es si está aquí junto a Denavritz y le saca información. Para eso me estoy esforzando: para que caiga en la fosa, se vuelva maleable y pueda usarla a mi favor. Ya lo dije: Emily va a ser mía. 21 EMILY Hoy estoy feliz. Más feliz que ayer y menos que mañana. No me saco de la cabeza lo que hizo Magnus después de la cena. Y, lo admitiré, quiero besarlo. Estoy tan contenta que me he puesto un vestido de color coral suave que tiene un delgado listón azul en la cintura y tirantes recubiertos de flores de ambos colores. En el corsé —porque, sí, estoy usando uno por él— y en la falda hay esparcidos un sinfín de perlas de diversos colores que avivan el traje y que me hacen recordar las chispas de un pastel. A diferencia de los días anteriores, hoy no hubo reunión. Estamos todos en las caballerizas del palacio y, por ende, estoy sufriendo como si una flecha me atravesara el pecho. Me tiemblan las manos, el corazón se me acelera y siento el nerviosismo recorrerme el cuerpo. Es horrible. Los caballos están demasiado cerca y los demás pretenden que me suba a uno. No lo haré. Dicen que viajaremos hasta un lago y la verdad es que prefiero irme caminando. —Todo va a estar bien —me dice Stefan, siguiéndome cuando me alejo. Voy directo a la parte de atrás, lejos de los animales. Las botas de montar que lleva puestas hacen crujir el césped y la forma tan calmada en la que me habla me hace recordar la época en la que estábamos juntos—. Puedo ir contigo, si así lo prefieres. No dejaré que nada te pase y los caballos tampoco te harán daño. —No te quiero cerca, pero agradezco el ofrecimiento. — Me aparto cuando trata de tocarme—. Lo digo en serio. No hagas el papel de héroe, que ya me has demostrado que no lo eres. —Solo trato de ser amable. No tienes que ser agreste, cielo. Me freno en seco y me giro hacia él. Ya estamos al otro lado. Aquí nadie nos escuchará. —¡No me llames así, Stefan! El miedo se convierte en furia. Estoy cansada de caminar en círculos cuando se trata de él. Siempre es la misma discusión, los mismos reclamos, las mismas situaciones. Es agotador. —¡No vuelvas a llamarme así jamás en tu vida! Deja de actuar como si te importara. ¡Estás casado! Y no hay segundas oportunidades para nosotros. Le entregó la estúpida pulsera a su esposa, duerme con ella y estoy segura de que, en esa ocasión en la que fui a su habitación, acababan de tener sexo y por eso la cama estaba desordenada, por eso Lerentia estaba tomando un baño y por eso su ropa estaba arrugada. No soy estúpida. Lo noté, me di cuenta. Supongo que hacerme la desentendida fue un mecanismo de defensa. No voy a reclamarle nada, no vale la pena. Seguir peleando con él es cosechar emociones cuya raíz quiero cortar. —Puedes odiarme, ¿de acuerdo? Puedes no querer saber de mí, pero no creas que Magnus es muy diferente al hombre que crees que soy. Solo está jugando contigo. —Puede ser, aunque seguro no más de lo que jugaste tú conmigo. —¿Opinas en serio que su interés hacia ti es genuino? No quiero escucharlo, no quiero que me enrede la cabeza. Mantengo mi posición y camino de vuelta. Veo a Atelmoff a la distancia: espera a que le ensillen el caballo y voy hacia él, dispuesta a alejarme de Stefan. Lo frustrante es que él me sigue y es asfixiante. En mi camino, de la nada, se atraviesa Magnus. Va montado en un caballo negro con una brillante crin oscura trenzada. Se le ve mucho más rubio el pelo debido a la luz del sol y le cae desordenado sobre la cara gracias al viento. Los botones desabrochados de la camisa me permiten ver la cadena que le cuelga del cuello. Se aferra con las manos enguantadas a las riendas del animal. Luce poderoso, experimentado; no obstante, mi instinto esta vez no es quedarme mirándolo, sino dar dos pasos atrás. Para mi mala suerte, en mi huida me choco con el pecho de mi carcelero. —Ella les teme a los caballos, Magnus. —Se ubica delante de mí, poniéndose en el papel de protector—. No puedes simplemente aparecer así. —¿Así cómo? ¿Aparecer montado en un caballo mientras estoy en un establo? Lo más insensato del mundo, claro. No lo sabía, es todo. —Porque no la conoces como yo. Magnus hace una mueca arrogante al escucharlo y, contra todo pronóstico, no contesta nada. —Entonces, ¿cómo llegarás al lago? —me pregunta por encima de la cabeza de Stefan. —Yo la llevaré en mi caballo. —No, iré sola. Solo díganme cuál es el mío. Miro alrededor y ya la mayoría están preparados. Atelmoff, Francis, los reyes Wifantere, Lorian y Lerentia. Los únicos que faltamos somos Stefan y yo. Ingellus esta vez decidió no venir. Un criado se acerca, jalando un caballo por la brida. Es un bonito espécimen marrón de crin negra. Me pasmo cuando mueve la cola, es obvio que en cualquier momento va a darme una patada que me dejará en la cama por meses. El joven me ayuda a subir y, con gran esfuerzo, logro poner un pie en el estribo y acomodarme arriba. La silla se me hace incómoda y me cuesta adaptarme a estar a horcajadas. Usar vestido para montar no es muy fácil. El muchacho dice que guiará al caballo, pero eso no me da tranquilidad. —No muevas las riendas hasta que venga el criado, Emily —advierte Stefan y, como la terca que soy, hago lo contrario. Al parecer mi movimiento no le agrada al animal y comienza a galopar. El trote inicia despacio, pero va ganando velocidad con cada pestañeo hasta que ya he superado a todos los que van hacia el lago. No sé cómo controlarlo o cómo frenarlo y, debido al terror, solo se me ocurre gritar mientras el caballo me lleva sin dirección fija. De soslayo veo a Stefan y a Magnus venir y opto por cerrar los ojos, temerosa de lo que está pasando. No me gusta esto, no me gusta para nada. Me quedaré en cama toda la vida si es que salgo viva. ¡Por todos mis vestidos! Me sudan las manos y se me forma un nudo aterrador en la garganta. Siento que la brisa me tapa los oídos y me enmaraña el pelo. Cuando vuelvo a abrir los ojos, veo árboles borrosos, verde borroso y metros de tierra borrosa. Me agarro fuerte de las riendas para no caerme. Hasta que escucho una voz familiar cerca. —¡No te sueltes, Emily! Magnus viene a mi rescate. Mi instinto es gritar aún más fuerte mientras él intenta llegar a mí. Se aproxima por la izquierda y me extiende la mano. ¿Acaso quiere que salte? No voy a hacerlo, de eso estoy segura. Él ve mi indecisión y galopa para acortar mucho más la distancia. Me agarra de la cintura con un brazo mientras con el otro sigue manteniendo el control de su caballo. Me carga en medio del trote para llevarme hacia su silla y ponerme segura. Su corcel baja la velocidad y el mío sigue su marcha desbocada hasta que se detiene unos metros más adelante. Magnus baja del caballo una vez estamos en una zona llana y me lleva con él. Al tocar tierra, el alivio es infinito. Respiro con dificultad, pero respiro. ¡Estoy viva! Y, al parecer, sana. Me inclino hacia adelante tomando bocanadas de aire y entonces escucho al rey reírse a mi espalda. No puede ser. Le he dado otra razón para que se burle de mí. Me cubro el rostro con las manos para esconder la vergüenza y de poco me sirve, pues me agarra las muñecas y deja al descubierto mi cara roja. —¿Te encuentras bien? —pregunta, y creo que no lo había escuchado tan preocupado por mí desde ese día en la frontera entre Cromanoff y Grencowck. Asiento, un tanto desubicada. No sé en dónde estamos, pero parece un bosque semidenso. —Gracias por venir. —No podía dejar que mi compañera de crimen se fuera de este plano. Quisiera sonreírle y hacerle saber que me ha gustado el comentario, pero lo que dijo Stefan no me lo permite. Ruego que no sea cierto. —Me gusta esto —dice para romper la tensión, tirando de una de las perlas de mi vestido. —Tengo muchos trajes con esas perlas. —Pues deberías usarlos más seguido porque me gustan. —Es toda una proeza, porque a ti no te gusta nada. —Bueno, me gustas tú. Todo me da vueltas por dentro. Siento alas agitándose en el estómago y la tonta necesidad de desviar la mirada para que no se dé cuenta de que me ha encantado lo que ha dicho. —¿Por qué te haces la difícil si está claro que te gusto? — Arremete al ser testigo de mi silencio. —No me gustas. Me molesta no sonar tan segura como quisiera. En realidad, sí me gusta, y mucho, más de lo que estoy dispuesta a admitir. —Te recomiendo que te lo repitas varias veces a ver si tú misma te lo crees. —Lo que no me termino de creer es que yo te guste. Las inseguridades se me notan de repente y es que ¿cómo convencerme cuando Stefan me hizo saber que yo no era suficiente para él? ¿Por qué ahora sí lo sería para Magnus? Empiezo a alejarme sin saber a dónde ir exactamente, pero antes de lograr avanzar mucho, siento los pasos de Magnus apresurarse para quedar frente a mí. —No me dé la espalda mientras hablamos, señorita. De nuevo a los formalismos. —Pensé que ya habíamos terminado la conversación. Me observa y veo la molestia en él. Sé que no estoy actuando bien, pero, en mi defensa, debo salvaguardar mi corazón. Ya lo han roto y no quiero que hagan trizas los pedazos que quedan. —¿Por qué discutimos tan seguido? —Cambia el tono. Ahora es bajo, genuinamente perdido. —Es tu culpa. —¿Mía? —Se apunta con el pulgar al pecho—. Señorita Malhore, le ruego que me ilumine sobre qué comportamiento de mi parte logró ofenderla. —Todo, es decir, a veces eres amable y otras un patán. Estar cerca de ti es jugar a la ruleta. No se sabe de qué humor estarás. Y no me gusta, lo digo en serio. No me gusta tener que medir cada palabra para no hacerte enojar y tampoco me gusta que vuelvas a los formalismos cada vez que te molestas. Intenta reírse. ¿Con qué derecho? ¿Muestro mi inconformidad y esa es su respuesta? Mi furia crece al verlo y, para evitar otra discusión, prefiero seguir caminando. El problema es que me basta un paso para sentir como me separo del suelo y quedo en los brazos del rey de Lacrontte, que me obliga a permanecer a su lado. —No voy a permitir que te marches enojada. Si lo que quieres es caminar y perderte en este bosque, puedes hacerlo, pero no enojada conmigo. —No puedes retenerme. —Me arriesgaré a que me aborrezcas, porque no te dejaré ir. No hasta que escuches las cosas que tengo que decir. Te confieso cuánto me gustas… ¿y lo pones en duda en mi cara? ¿Es que acaso no me he esforzado lo suficiente para demostrártelo? Si no, dime qué es lo que tengo que hacer para convencerte. —Es que no dejo de pensar que todo esto lo haces solo para fastidiar a Stefan. Resopla. Se pasa las manos por el cabello y luego me mira con molestia. En el fondo no me gusta que se moleste conmigo. —Afirmas que soy un patán, ¿en serio? Estos últimos días no he hecho más que darte atenciones. Mi tiempo, mis esfuerzos, mi amabilidad. Todo lo he volcado en ti. En complacerte con lo que sea que quieras. ¿No consideras al menos por un segundo que la exasperante eres tú, que me acusas cada vez que tienes la oportunidad de que hasta mi manera de respirar tiene que ver con el maldito Denavritz? No voy a negar que al principio esa fue mi intención, pero mírame bien. —Me toma de la barbilla y me obliga a mirarlo —. Él ni siquiera está aquí y yo no puedo quitarte los ojos de encima. Sus palabras hacen que me arda la piel. Me hace temblar, me inquieta. Sabe cómo desbordar mis emociones, alterar mi control. Me siento perdida, capturada por su presencia, algo que jamás me había sucedido y que cerca de él ocurre todo el tiempo. —Me gustas mucho, Emily Malhore, y en realidad estoy intentando con todas mis fuerzas no hacer nada por lo que puedas llamarme irrespetuoso. No digo nada. Esto es avasallador. Siento que todas las dudas se crecen, se achican, se mueven, explotan. Es todo tan confuso y complicado. Cruzo los brazos como una defensa que, siendo sincera, no me sirve de nada. Me tiene en sus manos, es la verdad. —¿Ya te he dicho lo mucho que me gusta verte enojada? — agrega. —Era de esperarse. Si me haces perder la paciencia tan seguido, entonces debes tener alguna razón. De nuevo esa risa cómplice, airosa, segura. Él sabe que me tiene y eso es peligroso. Se acerca lentamente y yo no me muevo, no hago nada para huir. No quiero. Su cara está tan cerca de la mía que siento que me roba el oxígeno y me encuentro luchando para que las palabras me sigan saliendo de la boca. —Veo que estás usando un corsé y sé que es por mí, admítelo. No respondo. El silencio es mi única carta. —Admítelo, Emily —me presiona. —Bien. Estoy usando un corsé por ti. Me sonríe y sus pupilas se dilatan. Dije lo que él quería… No, hice lo que quería. —Me encanta que me complazcas. Me acuna las mejillas, me mira la boca y luego vuelve a mirarme a los ojos. Él es fuego y voy a quemarme. Mi posición no es ventajosa. Él me saca muchos centímetros y no puedo alcanzarlo, así sea en puntillas, por lo que comienza a doblar su cuerpo hacia mí y entonces sucede lo que ambos queríamos. Pone sus labios en mi boca… de nuevo. Es una explosión súbita de adrenalina y deseo que me corre por las venas y desencadena algo que no puedo comprender del todo. Su beso es electrizante, abrasador. Me besa como jamás imaginé que alguien pudiera besarme, como nunca nadie me ha besado. Es lujurioso, atrapante, como si hubiera ascendido de nivel y ahora explorara un terreno desconocido mientras una espiral crece entre mis piernas. Me gusta cómo me hace sentir, pero, al recordar el lugar en el que estamos, me aturdo y lo empujo para retomar el control. —No podemos hacer esto —reclamo, atemorizada, mirando hacia los lados, como si alguien nos estuviera espiando entre los árboles—. Podrían descubrirnos, y es una falta de respeto. Magnus me observa con una mirada pesada y los labios húmedos e hinchados. Se mantiene tranquilo, imperturbable y hasta embelesado. —Diría que lo lamento, pero no soy un hombre mentiroso. En las profundidades de un bosque nadie nos verá. Estamos completamente solos y se me empiezan a ocurrir algunas ideas. —¿Qué ideas? La curiosidad que siento ahora es enorme como el palacio de Lacrontte. —No quieres saberlas. —Dime una. —Me gusta el escote de tu vestido —confiesa sin dejar de mirarme el pecho. —¿Y eso a qué ideas nos lleva? —¿No te las imaginas? —Niego con la cabeza y hablo en serio—. ¿Quieres que te las muestre? ¿Quiero o no? Él espera con calma a que el torbellino que tengo en la mente arroje la respuesta, que ya es evidente por lo erizada que tengo la piel. Asiento. Magnus acorta, ágil, la distancia entre nosotros. Esperaba la orden, mi orden, como un soldado obediente. Me pone las manos por debajo de las piernas y me levanta. Le rodeo la cadera instintivamente con los muslos y cruzo los tobillos por detrás para engancharme a su cuerpo. Por primera vez estoy a la altura de su rostro, mirándolo de frente. Ahora soy yo quien va por él, soy yo quien lo beso. Sus labios me reciben ansiosos, posesivos, increíbles. Me tiembla el cuerpo por sus caricias. Hay algo tan fascinante en todo esto que sencillamente no podemos parar. Siento el deseo, la intensidad, su aroma y su cuerpo imponente y duro contra el mío. Percibo su necesidad y él la mía. Me dejo llevar con los ojos cerrados. Es como si me lanzara a un abismo sin importar qué hay abajo. Ya me tiene. Y por la forma en que sus dedos me presionan los muslos y en que su boca me reclama, sé que también le he hecho perder algo de control al imperturbable rey enemigo. Él también está bajo mi poder. Sin querer controlarme más, le rodeo el cuello con las manos, descargo mis ansias en sus labios y le comparto el frenesí que me provoca. Echo la cabeza hacia atrás y de inmediato entiende mi señal. Baja rápido por mi mentón, mordisqueándolo. El cosquilleo persistente se me instala en la entrepierna y disfruto que se quede ahí, haciéndome experimentar toda una galería de emociones nuevas. Magnus llega a mi cuello y su lengua se apodera de este. Me lame la piel y me besa la clavícula. Cierro los ojos y separo los labios, disfrutando a plenitud de sus atenciones. Y los primeros jadeos se me escapan. —Cada día, Emily, me estoy perdiendo más en ti — susurra con voz ronca. Le enredo los dedos en el pelo y, para mi fortuna, no opone resistencia. Él baja hasta la zona de mi escote, recorriéndome igual que un depredador, y es esa misma devoción la que me inquieta. No estoy preparada para llegar tan lejos, al menos no ahora. —Magnus, paremos —le pido en un susurro bastante débil. No me escucha y continúa avanzando. Cada beso está más cerca del borde de mi vestido. —Magnus —vuelvo a llamarlo—, quiero dejarlo hasta aquí. Aún tengo su pelo entre las manos, así que me las ingenio para levantarle la cabeza. No me cuesta porque cede fácil. —¿Hice algo mal? —Me mira desde abajo, desubicado. ¿Quién diría que ahora estoy a mayor altura? —No podemos avanzar más. —¿No? —Eso no fue una negativa. Al contario, da la impresión de que apenas procesa lo que acabo de decir—. No —repite y sé quelo hace para sí mismo. Está desconcentrado—. Sí, por supuesto. No. Sacude la cabeza mientras yo me bajo de su cuerpo. Toco el suelo y la diferencia de estatura vuelve a ser la de siempre. —¿Fue incómodo para ti? —pregunta, pasándose las manos por la cara. —En lo absoluto. Es solo que no creo que sea el momento para dar otro paso. —No iba a eso, lo prometo. —Descuida. A lo que me refiero es a que no estoy lista para enseñar lo que tengo debajo de la ropa. —Bien. De acuerdo. Sí. —Me observa con las pupilas dilatadas. Tiene la respiración irregular como yo y noto en su rostro todo lo que le he provocado—. Necesito un momento largo. —¿Todo está bien? —Así es. Es una cuestión personal, nada más. Se da media vuelta y se acerca a un árbol. Apoya la mano derecha en el tronco y se queda en silencio. Se lleva la mano al pelo y se lo peina una y otra vez mientras inhala y exhala fuerte. —Háblame de algo, Emily —pide sin volverse—. De tu familia, por ejemplo. ¿Ahora qué le pasa? —Mi hermana mayor te detesta. —Es lo único que se me ocurre. No esperaba esa petición. —Yo a ella y ni siquiera la conozco. ¿Hay una buena razón para que no le caiga en gracia? —¿No puedes adivinarlo? Le disparaste a su novio en su cumpleaños. Es Daniel Peterson. —¡No puede ser! —Su risa aparece y me da pena no poder verlo a la cara—. ¿Tu hermana es la mujer que sacaron envuelta en una sábana? —Sí, esa era Lizzie. Además, el día de la independencia de Mishnock, atacaste el reino y uno de tus hombres me apuntó a la cabeza. Creímos que me asesinarían. —Pues mira cómo tienes ahora a su rey. Buscaré a ese hombre y lo destituiré, pues si hubiera disparado, yo no estaría aquí luchando contra mi cuerpo. —Ya intuyo qué te sucede. —No quiero sonreír, pero me es imposible. Ay, Emily, estás navegando en un barco que es demasiado grande para ti. —Ah, ¿sí? ¿Quieres decirlo en voz alta? —No. Y, por favor, tú tampoco lo hagas. Tras recuperarse, viene y me abraza. Me besa la coronilla sin decir ninguna palabra. Hasta podría decir que me ha extrañado. ¿Acaso no dijo en el puente que no haría nada así porque su amabilidad no llegaba hasta allá? Me apoya la barbilla sobre la cabeza y yo lo rodeo con los brazos, recostándome sobre su pecho y escuchando cómo se le tranquiliza el corazón. —Quiero que recuerdes, Emily, que no le perteneces a nadie; te perteneces a ti misma —susurra sin soltarme—. No permitas que nadie te trate mal. Nadie, ni siquiera yo. —¿Lo dices por algo en particular? —No. Es solo que debes darte cuenta de lo mucho que vales. —Lo intento a diario. —Y prométeme que serás siempre fuerte. —Lo prometo. Tú prométeme que no vas a lastimarme. —No puedo asegurarte eso. ¿Recuerdas lo que te expliqué acerca de los mundos? —cuestiona, y yo asiento—. Mi mundo no es bueno. —¿Tratas de decir que me lo estás ofreciendo? —Ya estás dentro. 22 EMILY No sé cuánto tiempo nos tomó volver ni cómo Magnus me convenció de subirme de nuevo a ese caballo infernal, pero cuando llegamos al lago estaban todo reunidos. Algunos pusieron cara de alivio al vernos, los hermanos Wifantere de molestia. Nada de eso me importa, estoy feliz y satisfecha. Ningún mal gesto arruinará este momento. Además, el paisaje es maravilloso. Estamos rodeados de árboles frondosos que se mecen por los vientos, el sol colorea todo de tonos vibrantes y una inmensa cascada cristalina forma un arcoíris con las piedras de colores que hay en el fondo. El lago se extiende largo y profundo como una fuente natural que aviva los ánimos. El aire está frío y puedo suponer que el agua también lo está. Stefan corre hacia mí mientras Magnus me ayuda a bajar del caballo. La brisa me levanta el vestido, por lo que me esfuerzo por sostenérmelo pegado a las piernas. —¿Te encuentras bien, Emily? —Asiento sin dar muchas explicaciones—. ¿Por qué se han tardado tanto? Estaba preocupado: creí que algo terrible te había pasado. —Está a salvo conmigo, Denavritz —asevera Magnus con la amargura de quien lidia con un niño molesto. —Lo pongo en duda. —Qué casualidad, es lo mismo que yo hago con el amor que dices tenerle. —Basta los dos. —Pido en voz baja. Magnus pasa por su lado sin hacerle mucho caso, pero a medio camino se queda congelado. Sigo la dirección de su mirada. Hay una mujer que no noté al llegar y no comprendo cómo, pues su cabello cobrizo resalta entre los rubios, marrones y negros. Tiene el pelo corto y le cae simétrico en los hombros, su cara es ovalada como de princesa y tiene ojos oscuros y porte esbelto. Luce un vestido verde con corsé, que no le impide moverse con una gracia que solo las nobles poseen. Es una de ellas, estoy segura. No sé qué edad tenga, pero parece mayor que yo, sin duda; sin embargo, la sonrisa juvenil que enseña me hace ver que tiene menos años de los que aparenta. Otra mujer de pelo rojo a la que evidentemente el rey Lacrontte conoce bien. —Nos volvemos a ver, Magnus. Su voz es melódica y se parece a la de esas vendedoras amables que quieren convencerte de comprar. Camina hacia él con la seguridad que he visto en personas como Vanir, sutil y hermosa. Sus caderas van al ritmo de sus pasos. Espera, ¿Magnus? ¿Lo ha llamado por su nombre? Para atreverse a hacer algo así, debe haber mucha confianza entre ellos. ¿Quién es esta joven? —Es mejor que te detengas —le ordena antes de que pueda aproximarse demasiado—. Y soy el rey Magnus para ti. —Nunca han existido esos formalismos entre nosotros. —Cállate la boca, Gretta. Soy un monarca, no tu amigo de la infancia. Gretta, ese es su nombre. Aquella declaración causa algo en ella. Si no había frenado la marcha, con eso lo hizo. Su seguridad decae igual que una máscara. Le dolió, y mucho, lo puedo leer en sus ojos. —¿Qué hace ella aquí? —le cuestiona a Francis. —Es lo mismo que yo me pregunto —contesta el consejero, aún al lado de su caballo—. Cuando llegamos ya estaba aquí. Magnus se vuelve hacia Stefan y lo apunta a la distancia con el índice. —Si esta mujer no se va, estos acuerdos se acaban. —Soy la enviada y portavoz oficial de Grencowck para los diálogos —interviene y con eso vuelve a ganarse la atención del rey Lacrontte—. Viajé por cinco días para llegar acá. No pienso irme. —¿Cinco? Pero si solo llevamos cuatro días reunidos. ¿En qué momento la citaste, Denavritz? Stefan se aclara la garganta… ¿asustado? No lo creo. Más bien está ganando tiempo para encontrar las palabras correctas. ¿Es esto así de grave? —Cuando anuncié los acuerdos de paz —inicia—, Aldous Sigourney pidió unirse y me pareció buena idea para que pudieras resolver tus diferencias con Grencowck. —¿Diferencias? Él atacó a mi pueblo, asesinó a mi gente. —¿No te resulta familiar? —contraataca. Es lo que él nos ha hecho por años. —Entonces, ¿decidiste cimentar estos acuerdos en mentiras? —Si te lo preguntaba, ibas a negarte. —Porque ella y Sigourney destr… —Se detiene a media frase. Iba a revelar más de lo que le gustaría. La rabia que siente es venenosa, se le endurece el cuerpo y las venas del cuello se le marcan como si fueran a explotar. ¿Tiene que ver con el ataque que Grencowck le hizo a Lacrontte? De ser así, puedo entender la ira hacia el asqueroso rey Aldous, pero ¿y ella? ¿Qué tiene que ver? —Esto ha sido un abuso de confianza, majestad. —Salta Francis, dirigiéndose a Stefan. Él sabe cuánto le duele a Magnus la presencia de esta mujer. —No, no lo es —Gretta interviene con calma a pesar del caos—. Nuestras intenciones son buenas, lo prometo. —Recuerdo estar hablando con el rey Stefan, señorita Tebeos —puntualiza, molesto. Si Francis muestra sus emociones frente a los demás es porque se trata de algo delicado. Ahora sé que Tebeos es su apellido. No recuerdo haber escuchado que la nombraran cuando estuve en Lacrontte. Ni siquiera los guardias chismosos. —Hemos vivido en guerra mucho tiempo y Aldous está dispuesto a olvidar todo lo que ha pasado y a escribir un nuevo comienzo. El pueblo de Grencowck lo necesita. Ya han sufrido demasiado en estos años —interviene con un tono serio, profesional y ensayado. —¿En qué momento hizo Aldous que te aprendieras ese discurso, Gretta? ¿Antes o después de acostarse contigo a escondidas de su esposa? —la acusa Lerentia, quien se había mantenido al margen. Mi cara de sorpresa debe ser increíble. Esta chica es tan bonita que no comprendo cómo puede prestarse para ser la amante de un cerdo apestoso como Aldous. Nadie discrepa lo que la reina de Mishnock comenta, así que lo confirmo. Gretta es la amante de Aldous, pero ¿eso qué relación tiene con Magnus? —La respeto por ser una reina y porque estuvimos a punto de ser familia —se defiende la mujer, mirando con recelo a la víbora rubia. ¿De qué cosa habla? ¿Familia? —Le debo tanto a la vida por hacer que eso no pasara. — Lorian levanta la voz y siento que mil cañones me caen encima. ¡Estuvo comprometida con Lorian! Por eso iban a ser familia. Aguarden, ¿cuántos compromisos ha tenido el príncipe? —¿Lo dices en serio? —reclama Lerentia y juro que en cualquier momento va a salirle fuego de la boca—. Lo de la familia ni tú te lo crees, pero ¿me respetas por ser reina? ¿Y ese respeto del que hablas es exclusivo para mí o por qué no lo muestras también con la reina Grace Sigourney? ¿Se te olvida el significado de esa palabra cuando cruzas la frontera? —Lerentia —advierte Stefan—, son asuntos que no nos competen. —¿No les compete? —discrepa Magnus al otro lado—. ¿Tú la trajiste aquí y dirás que no te compete? —Lo mejor será que se detenga, majestad —Gretta le habla directo a Lerentia. Su riña principal es con ella—. Si quiere sacar cosas a la luz, no seré yo quien oculte sus pecados. —¿Mis pecados? ¿Qué te parece si hablamos de los tuyos? —propone, riéndose casi con demencia—. Hablemos de cómo pasaste de ser la amiga de infancia de Magnus a ser una persona no grata en Lacrontte. O de por qué se rumora que estuviste detrás del ataque que Aldous hizo en Mirellfolw. Cada palabra estalla frente a mis ojos. Demasiada información para procesar. ¿Qué? ¿Mejor amiga? Me cuesta creer que Magnus alguna vez haya tenido una mejor amiga. No, no, aquí hay algo mejor. ¿Fue así como Gregorie conoció a Lerentia? Todo se conecta. Lorian y Gretta se comprometen. Gretta es la mejor amiga de Magnus y Gregorie es su primo. En algún punto tuvieron que cruzarse y así el rey Fulhenor escribió su historia con Lerentia. —Son rumores sin fundamento que lo único que hacen es arruinar mi buen nombre. —La voz de la joven me devuelve al plano. —¡Quiero que desaparezcas de mi vista antes de que te asesine frente a todos! —Magnus grita tan fuerte que parece habernos robado la voz al resto de los que estamos aquí. Gretta da un respingo y muchos de nosotros también. Fue como un rugido de león. Eso lo confirma. Ella estuvo detrás del ataque. ¿Cuáles fueron sus motivos? Me sorprende que nadie intervenga. Esto es grave, muy grave, y todos lo saben o, al menos, lo sospechan. El rey Lacrontte se da la vuelta y camina en mi dirección, pero no hacia mí. Pasa tan cerca que se choca con mi hombro y me hace tambalear. No se detiene, no se disculpa, sino que sigue derecho hasta el caballo que tengo detrás. Se sube como si lo estuvieran persiguiendo y se echa a andar. —Magnus, por favor —insiste la mujer en vano. Él no la escucha—. He venido en son de paz. No le queda más que verlo marcharse. Empuña las manos, no con furia, sino con frustración. —No ha resultado tan bien como esperábamos —dice una vez él ha desaparecido, apañándoselas para mantener un buen humor que sé que no tiene—. Tendremos que darle tiempo para que se adapte a mi presencia. —¡No! ¡No te quedes ahí de pie como si no hubieras hecho nada! —La ira de Francis me deja fría. Ni siquiera hablando de Vanir se mostró tan enojado. Él representa la calma, la sabiduría, la prudencia, pero está ahora desbocado—. ¡Fuiste lo suficientemente valiente como para armar un circo que funcionara a tu favor, entonces te exijo que seas igual de valiente para asumir la responsabilidad de tus acciones! No juegues el papel de víctima, es insultante, y lo dejo claro para todos en nombre de Magnus. —Se gira hacia los reyes Wifantere y luego a Stefan. Los ojos arden por la ira. Quiere desintegrar a esa joven, la odia—. Si esta mujer no se va, nos iremos nosotros. Nadie responde y no creo que haya nada que lo haga cambiar de opinión. Las reglas están claras. Francis se sube a su caballo y se marcha en la misma dirección que su rey. Hay un detalle que no pasó desapercibido para mí: él siempre se dirige a Magnus con formalismos y ahora lo ha llamado por su nombre, sin reparos ni disculpas por el error. Le duele lo que sea que le hayan hecho. Le duele tanto que se comporta como un padre y un padre no llama a su hijo por títulos reales. 23 MAGNUS Me he bebido una botella de vino en poco tiempo. No había nada más fuerte y lo necesitaba, lo necesito. Cuando me veo al espejo del cuarto de baño, veo que mi semblante no es el mismo de siempre, me siento destruido. La cadena que tengo en el cuello se mece hacia adelante y atrás cada vez que me muevo. He tratado de controlarme, pero es insoportable. La piel me arde como si hubiera vuelto a ese día. La rabia me hace doler la cabeza, me oprime el pecho y me tensiona los músculos. Necesito salir de aquí. No, necesito acabar con ella. Francis entra a la habitación dos horas después. Sabía que no vendría de inmediato, es consciente de que necesito mi espacio y me lo dio. —Majestad —me llama desde el otro lado de la alcoba. —Estoy en el cuarto de baño —le respondo sin quitar la mirada del reflejo del cristal. Escucho sus pasos. Se detiene bajo el marco de la puerta, lo veo a través del espejo. Tiene las manos juntas, una expresión relajada y habla con suavidad. Es una táctica para ahuyentar la neblina de mi mal humor. Si él se muestra tranquilo, me ofrece un espacio seguro para que tarde o temprano yo empiece a relajarme. —Entenderé si no quiere hablar. Sí quiero. Tengo muchas cosas que sacar. —¿Sabes por qué no le cercené la garganta? —pregunto y no espero respuesta—. Por el pasado. —Creí que diría que porque no tenía un cuchillo a la mano. Me vuelvo a él. Trata de hacerme reír aun cuando sabe que no lo conseguirá. A Gretta la conozco desde que tengo memoria. Estuvo en cada cumpleaños, en cada fin de año, en cada juego, visita y viaje. Durmió a mi lado, creció conmigo. Hice muchas cosas para complacerla, para hacerla feliz, porque la quería. Fue la primera persona a la que le conté secretos, mi primera cómplice, mi primera amiga y, sin contar a mi madre, la primera mujer con la que bailé. Pero no se quedó ahí. También fue la primera mujer a la que besé, la primera mujer a la que vi sin ropa, la primera mujer con la que me desnudé, la primera mujer con la que me acosté. Esa es Gretta Tebeos, mi primera vez en muchas cosas. Pero hay una cosa en la que no fue la primera. Nunca se convirtió en mi novia, pues al parecer ese puesto la vida se lo tenía reservado a Vanir, y eso a ella le dolió. Eran amigas. De hecho, fue Gretta quien me la presentó en una cena benéfica a la que me insistió en que la acompañara. Cometí el error de involucrarme y eso hizo que al final se separaran. ¿Y para qué? No gané nada, solo cicatrices en el torso. —Les advertí que, si no se marchaba, lo haríamos nosotros. —¿Te tomas mis batallas ahora, Francis? —Un soldado nunca gana nada sin un compañero, sea cual sea. Una espada, una flecha, un caballo, un amigo. —No entiendo cómo se atrevió a venir después de lo que hizo. —Creo que en el fondo ella sabe lo mismo que usted me ha dicho a mí: no le hará nada. Y es algo que el rey Aldous debe tener claro. Gretta decía amarme y quería que yo también la amara. Y yo la quería, solo que no de la forma que ella esperaba. En el momento en que le aseguré que nada se formalizaría entre nosotros, se fue de Lacrontte directo a Grencowck. Ahí conoció a Aldous y se volvió su amante. Cuando me enteré, la repudié. No concebía el hecho de que se pusiera en esa posición. Merecía algo mejor, algo que claramente no era yo, y mucho menos Sigourney. —No comprendo cómo el rey Aldous —continúa Francis— la envió de vocera oficial. Después de lo que sucedió, sería la última persona a la que yo pensaría en enviar. Es insensato. —Lo convenció. El poder persuasivo de Gretta me confundió incluso a mí. Es solo mi culpa el haber caído. Fui un idiota, un irresponsable. Para haberse tomado el trabajo de atacarme, es obvio que ella lo tiene en sus manos. —¿Todavía quiere a la señorita Tebeos? Se me crispa el cuerpo al instante. ¿Cómo puede suponer siquiera que seguiría guardándole cariño? Es confuso hasta para mí, pues la aborrezco y sé que si en algún punto se encontrara en peligro de muerte, no movería una mano para rescatarla, no me dolería verla morir, pero soy incapaz de tomar su vida con mis manos. Estuvo ahí cuando mis padres murieron, cuando me quedé solo. Esperaba horas a que Ingellus y el resto del consejo me dejaran libre y así verme al menos unos minutos. Me vio llorar y se quedó ahí. Fue testigo de cómo mi carácter se endurecía, de cómo mis emociones se enfriaban, y se quedó ahí. Me vio convertirme en rey y alejarme de todos. Se quedó ahí y me vio oficializar mi relación con su amiga. Me vio pedirle matrimonio y fue entonces cuando se fue. No sé qué esperaba de mí. Cuando nos despertamos juntos la última vez, le advertí que eso no volvería a pasar y ella estuvo de acuerdo. Una noche había estado bien, pero a la segunda supe que me había equivocado. —Por supuesto que no la quiero. Simplemente, el pasado no me lo permite. Puede que me sienta culpable. Quizás yo provoqué esto al dejar que cruzáramos la línea, aunque al mismo tiempo sé que no. No me lo merecía, ella no tenía que hacerme eso. Empiezo a temblar de ira al recordarla hace unas horas. Pretendía acercarse a mí, tocarme. Ella sabe cuánto odio las cicatrices que me he ganado en batalla y fue ella quien provocó las peores. —Estoy seguro de que la harán marcharse así no lo quiera. —La voz de Francis se oye fuerte. Ya no está bajo el marco, sino que ha dado unos pasos dentro y ni siquiera lo he oído—. A Stefan no le conviene que estos acuerdos terminen, y si Aldous quiere de verdad unirse, enviará a otra persona. No vendrá él, eso sería ponerse la soga en el cuello. Y aunque no me lo haya preguntado, mandar a la señorita Tebeos indica que tiene a alguien más, a una nueva amante, y, por ende, ella no es tan relevante. —No lo entiendo. A Sigourney le bastaría con saber que no le haré nada a Gretta. ¿De dónde sacas la teoría de una nueva amante? —Piénselo. Planeó un ataque, movilizó a su ejército y expuso su vida para hacerlo pagar por lo que creía que usted había hecho con la señorita Tebeos. ¿Se arriesgaría tanto para luego enviarla confiando en que usted no la lastimaría? Un hombre al que de verdad le importe una mujer no toma ese riesgo. ¿Lo haría usted? —Él ya conoce la respuesta: no—. Quizás es su manera de hacerle creer que él merece que le den una oportunidad. Le está entregando a la causante de su dolor. Considero que no es Gretta quien lo tiene en sus manos. En eso no le falta razón. Si arrasó con mi pueblo y conmigo por ella, ¿por qué la enviaría a enfrentarse aquí? Cuando Gretta se enteró de mi compromiso con Vanir, le inventó a Sigourney que yo me había acostado con ella. No, que la había obligado a acostarse conmigo. ¿Cómo pudo inventarse algo así? Esa noche fue la segunda más larga de mi vida, la segunda peor. Nada superará ver morir a mis padres. No me explicaba cómo habían logrado violar la seguridad del reino y, más aún, del palacio. Recuerdo bien esos momentos de dolor: la brisa fría movía las cortinas, la comida caliente humeaba en el comedor y yo ignoraba que las tropas enemigas se acercaban. Todo fue muy rápido. Antes de lograr armarme, ya estaban ahí, le dispararon a Francis y este tuvo que fingir estar muerto para sobrevivir. Mi pueblo ardía en llamas mientras a mí me acorralaban en el palacio Sigourney y Gretta. Solo bastó un atizador para marcarme la piel. Una y otra vez. La piel me ardía, se quemaba, me causaban heridas difíciles de cicatrizar. Y ni hablar del horrible dolor de la vulnerabilidad. Gretta fue la que intervino antes de que Sigourney apretara el gatillo. Me llevó al borde del abismo y al mismo tiempo me salvó de caer. Me dejó huellas en la piel que jamás se borrarán. Me traicionó, injurió mi nombre, me vendió y puso en las brasas al pueblo en el que nació. Grité hasta el amanecer cuando se fueron, grité cuando Francis apareció sangrando frente a mí, grité mientras me curaban las heridas, grité cuando vi la destrucción en las calles, grité al leer la lista de los fallecidos, grité cuando los cementerios se llenaron de niños, grité cuando el consejo me exigió una explicación por lo que había pasado, grité mientras el reino me reclamaba, grité porque sabía que me merecía el odio que estaba recibiendo, grité hasta que me quedé sin voz. —Creo que no me agradan las pelirrojas que llegan a su vida, majestad —suelta de repente y logra hacerme reír. —Es momento de alejarme de ellas. —Hace bien. No tengo derecho a decir esto, pero lo haré. Espero que no vuelva a darle paso a ninguna de las dos en su vida. En especial a la señorita Tebeos. No olvide que un corazón obsesivo, al ser rechazado, es más peligroso que una espada. —Ella tenía una visión extraña del amor —confieso al rememorar esa tarde en el patio del palacio—. Hablaba de un amor devoto, suicida. Es inquietante. Contaba una historia rara sobre un hombre que vivía en una granja y amaba mucho los perfumes, exactamente los que una joven perfumista vendía en el pueblo —narro el cuento como si lo estuviera leyendo. No recuerdo habérmelo aprendido—. El hombre viajaba durante tres horas, dos veces a la semana, hacia el pueblo para comprar un perfume nuevo, pero un día la joven le dijo que ese era el último que le vendería, ya que él era su único cliente y no podía sostener las cuentas con las bajas ventas. El hombre, desesperado, le prometió que compraría más, a lo que ella contestó que eso solo postergaría lo inevitable. Al sujeto, muy decepcionado, no le quedó otra opción más que irse a casa después de darse por vencido. Acongojado, miró el estante en el que guardaba todos los perfumes que había comprado y que jamás había usado. Cada frasco lleno era el recuerdo de las oportunidades que había tenido de decirle que la amaba; sin embargo, nunca había sido valiente. El hombre jamás volvió al pueblo, jamás salió de la granja, jamás intento buscar a la perfumista. Se volvió un ermitaño que envejeció solo. Y así vivió hasta su muerte. Respiro profundo tras terminar. Guardé cada palabra sin saberlo. La historia en sí me resulta exagerada. El hombre era un cobarde. ¿De verdad escogió morir en soledad por no ser capaz de decirle a esa mujer que la amaba? —¿Qué opina de lo que acaba de contarme? —Creo que, aunque la joven se hubiera pasado la maldita vida haciéndole perfumes, él jamás habría tenido las agallas de confesarle lo que sentía. —¿Y usted cuántos perfumes necesita? —¿Tratas de decirme algo? No quiero que me acorrale como suele hacerlo. —Si me pide un consejo, le recomendaría que hablara con Emily. Es bueno para distraer su mente, ¿lo recuerda? Ve el mundo de otra manera, no toca temas políticos… — repite lo que ya me ha dicho—. Es agua termal para una mente irritada. Emily. Emilia. No estoy seguro de si quiero verla. Es preguntona, irritante y contestona, actitudes que me son intolerables en situaciones como esta. —Va a hacerme preguntas que no quiero responder. —No las responda, entonces. Aunque la mejor forma de librarse de interrogatorios engorrosos es tomar la iniciativa y contar bajo sus propios términos lo que quiera que se sepa. Tendría usted el control siempre. —Necesitaría otra rama del viñedo. —La mandaré a llamar. **** Media hora. Media hora le tomó a Francis traerla hasta acá. Conté el tiempo, era la única forma de distraerme de la extraña sensación de emoción que se me paseaba por el pecho. Tomo lugar en el sillón cuando el guardia me informa que está afuera. Desconozco qué tiene este rincón de la alcoba, pero siento que ya es nuestro. Emily aparece en la habitación, tan colorida como siempre. Se queda de pie cerca de la puerta, una costumbre que me desagrada. Espera una invitación para moverse, pero quiero que lo haga y punto. Se toca el horrible vestido amarillo con una mano y noto que en la otra sostiene algo envuelto en una servilleta de tela blanca. ¿Qué trama? Me observa a la distancia como si temiera acercarse. Se muerde el labio inferior con una inquietud que me indica que va a hablar. La conozco. —¿Te encuentras bien? Inicia su ronda de preguntas. Su voz es suave, dulce, igual a la de una maestra que instruye a niños pequeños. Pasó de fastidiarme a gustarme. Ya me acostumbré a escucharla, eso es todo. —Te marchaste enojado. —Ven aquí —le ordeno—. Estás demasiado lejos. Se acerca a paso lento y se detiene frente a mí. Otra molestia. —Siéntate —le pido, y no hace caso. No se mueve, ni siquiera hace el intento. —¿En dónde? —Tú sabes dónde, Emilia. La agarro de la cintura y la traigo hasta mí. Cae sobre mis muslos sin esfuerzo; es menuda y firme. Las piernas no le llegan al suelo. Sin importar cuánto se esmere por negarlo, sé que le gusta que tome el control. Su perfume me golpea y esta vez huele frutal, a frambuesas. La fragancia me relaja, aunque no demasiado. Desvío la mano hacia su cadera y por alguna razón me siento tentado a quitarle el cinto azul que trae atado en el vestido. Tiro de él y deshago el nudo. Ella no dice nada, no me detiene. Deja que juegue con sus prendas. Esta es la primera cosa de las muchas suyas que pretendo hacer mía. —No pensé que fuera a verte hoy —dice a medida que me pasa el brazo por detrás de la cabeza para acariciarme el cabello. Me gusta que haga eso. Lo descubrí esta mañana. —Te empujé en el lago. —Es lo que respondo. No quiero dar explicaciones sobre por qué la hice venir—. No fue intencional y no estuvo bien. Confieso que sí la vi cuando caminaba hacia el caballo y no me importó ser brusco para hacerla a un lado. Quería irme de ahí y listo. No fue correcto, ahora lo veo. —Para tu suerte, soy muy comprensiva. —¿Qué traes ahí? Señalo el envoltorio blanco que no ha soltado y que despide un olor dulzón a masa y fruta horneada. —Una porción de tarta de durazno. Ayer en la cena vi que te gustó y lo sirvieron como postre en el almuerzo, así que te guardé mi parte. Está en una servilleta porque no quería que se dieran cuenta de que me lo llevé. Sonrío. No sé si estoy conmovido, feliz o ambas cosas, pero sonrío con el alma. —¿Ahora eres ladrona de comida? —Al parecer. —Esa no es la respuesta que quería escuchar. —Entonces, ¿cuál? —«Cuando se trata de ti, soy muchas cosas». Eso es lo que quiero que digas. —Lo haré si me dices cuáles son esas cosas. —Eres una soldado de mi ejército, eres Emery Naford —le quito la porción de tarta de las manos y la dejo sobre la mesa de noche—, eres una narradora de libros de guerra, eres una bailarina terrible de ballet, eres una mujer que se escapa de su habitación para ir a besarse con el rey enemigo. —Yo no vine a eso. —Ah, ¿no? Niega con la cabeza, pero la sonrisa en la cara la delata. Claro que vino a eso. No se resiste cuando la tomo del cuello y la traigo hasta mi boca. La beso con fuerza, con autoridad, reclamando lo que quiero que sea mío. Tiene unos labios llenos, perfectos, que no dudan en corresponderme cada vez que quiero. Sé que me desea y, casualmente, yo también a ella. Es una verdad que me he obligado a callar. Deseé besarla bajo la nieve en Cromanoff, deseé besarla en el mariposario, deseé besarla en el bosque, la deseo hoy y estoy seguro de que mañana también. Su boca baila con la mía, se entrega, se pone a mi merced. Me rodea el cuello y me acaricia la nuca. Eso me eriza la piel, me incita y excita sin que yo pueda controlarlo. No entiendo cuándo empezó Emily a tener ese efecto en mi cuerpo, pero responde a su toque, a su cercanía, a una velocidad que no había experimentado antes. —Magnus. —Se separa cuando siente lo que me provoca —. ¿Vas de nuevo a eso? —Se mueve, inquieta, sin imaginarse que eso lo hace mucho peor. —Si buscas una culpable, eres tú misma. No la suelto del cuello porque pretendo seguir besándola. —Yo no he hecho nada. —¿En serio piensas que no? Si te disgusta, ¿por qué no te has levantado? —¿Quién dice que me disgusta? Es raro, nada más. Sus ojos oscurecidos me dicen todo lo que quiero. —No es raro que me excites. Deberías imaginártelo, ¿no te has visto al espejo? —Siempre decías que era simplona. —Eso es porque era un idiota. —¿Y ya no lo eres más? —Digamos que soy un idiota al que le gustas mucho. No me apetece hablar, así que le embisto la boca nuevamente. Siento que me envuelve, me cautiva. Ella calma mi necesidad, pero no la sacia. Quiero más, quiero todo de ella y aun así no tendría suficiente. Me di cuenta de esto en el bosque. Me costó detenerme, no quería. Estaba perdido, desorientado, consumido por el deseo reprimido. ¿Por qué me he resistido tanto? ¿Por qué me he privado de un placer tan estimulante? La siento como la enfermedad y la cura misma, como la locura y la lucidez, como la muerte y la vida. Llevo la mano a su vestido, una pieza estorbosa dada mi necesidad. Bajo hasta sus tobillos y encuentro mi camino al interior de la falda. Le recorro la pierna hasta el muslo. Tiene la piel cremosa, tersa, como la más fina de las sedas. La acaricio con la yema de los dedos, la aprieto con fuerza y la azoto con la solidez de mi palma. Emily jadea contra mi boca y es sencillamente alucinante. Una corriente me recorre la espalda como si me hubiera alcanzado un rayo. Es solo un jadeo, un hilo de su respiración pesada, que desata en mí una sensación complicada, arrebatadora y vigorizante. Soy todo y nada al mismo tiempo. Sus labios, su cuerpo entre mis manos, su fragancia dulce, sus dedos en mi cuello. Es mucho más de lo que pensé que podría entregarme. Y esta vez soy yo el que tiene que parar. No me gusta el rumbo por el que Emily me está llevando. —¿Qué pasa? —cuestiona, abriendo apenas los ojos. —De seguir, llegaremos a un punto en el que no habrá reversa. ¿Estás preparada? Niega con la cabeza. Me lo imaginaba. Saco la mano de su ropa y no me voy muy lejos. Le tomo los pies y le desabrocho las sandalias. Quiero que se quede. El calzado cae con un golpe seco al suelo y parece ser que ella estaba esperando esa liberación, pues recoge las piernas y las acomoda por completo sobre mí. —Emily, ¿no me habías dicho que en Mishnock les enseñan que tienen que odiarme? —Asiente sin caer en la cuenta de lo que trato de decirle—. Entonces, ¿qué haces sentada en las piernas del hombre al que te educaron para odiar? —Deja de molestarme con eso. —Sonríe, mimada. Y, para mi sorpresa, me descubro disfrutando de esa actitud en ella aun cuando la detesto en otros—. ¿No eres tú el rey que odia a los plebeyos mishnianos? —No solo a los mishnianos, sino a cualquier plebeyo de cualquier reino. A excepción de una de ojos cafés y vestidos estrambóticos. —Mis vestidos no son estrambóticos, son creativos. Me estiro hacia la mesa y abro la gaveta. Tomo la rama del viñedo y se la entrego. Hablaba en serio sobre necesitar una. —¿Por qué me das esto? —Porque jamás pienso darte flores. Esto es lo más cercano que obtendrás de mí. —Gracias, entonces. Aunque sí me darás flores. —Sabes que ese tipo de agradecimientos no me gustan, Emilia. —No voy a besarte. Todavía siento las consecuencias de lo que acabamos de hacer. ¿Quieres que te hable de nuevo sobre lo mucho que mi hermana te detesta? —No, ya debes acostumbrarte a sentirlo. —Baja la cabeza a las hojas verdes, avergonzada—. Y no te hagas la desentendida, que todavía no has dicho lo que quiero escuchar. Levanta la mirada. Sus enormes ojos color chocolate me observan. Son brillantes, expresivos y medio inocentes. —Cuando se trata de ti, soy muchas cosas, Magnus, en especial la plebeya que se escapa de su habitación para ir a besar al rey enemigo. No pensé que pudiera excitarme más, y lo hizo. —Y, por cierto, sabes a alcohol. Estallo en una carcajada que no veía venir. Emily tiene la capacidad de relajarme de una manera que ni siquiera Francis ha sabido conseguir. —Es porque me tomé toda una botella de vino. La necesitaba. —¿Tiene que ver con esa señorita Gretta? Ya llegamos a la parte complicada. —No vayas a hacer ninguna pregunta. Ya sabes más de lo que quería que supieras. Era mi amiga y, confabulada con Sigourney, me traicionó. Eso es lo importante. —¿De verdad es todo? Y ahí va. Fisgona, interrogativa e insistente. —Desabróchame la camisa —le ordeno. Se queda pasmada. Duda de mis intenciones, por lo que debo asegurarle que no es lo que cree. Lentamente me saca cada botón y me deja el pecho al descubierto. El asombro no tarda en aparecer en su cara, aunque en un segundo se convierte en tristeza. —¿Ella te hizo eso? La rabia, mezclada con el dolor, le hace vibrar la voz. —Sigourney lo hizo. Ya no duelen, si eso te preocupa. Baja la mirada, pero noto que los ojos le brillan por las lágrimas que se le agolpan en ellos. —No vayas a llorar, Emily, te lo pido. Es lo último que necesito. —¿Fue por eso que en Cromanoff, cuando me querías enseñar cómo había quedado la herida que te causé, te cubriste el resto del cuerpo con la camisa? Asiento. Todavía no estaba preparado para mostrarle mis cicatrices. —¿Cómo pasó? ¿Fue en el palacio? ¿Con qué te hicieron esto, Magnus? —Te dije que no hicieras preguntas. No voy a entrar en detalles. —Bien, bien, Lo lamento. ¿Puedo tocarte? —Puedes tocarme el cuerpo y las cicatrices de la espalda, pero estas no. Agradezco su empatía, pero no la quiero. No quiero que sienta pena por mí. Si le enseñé mis heridas fue por dos cosas: porque sé que algún día preguntará y prefiero acallar todas sus dudas de una vez para no revivir esa pesadilla, y porque sé que se acerca el momento en que la ropa nos estorbará, así que necesito que haya procesado esto para entonces. No miento cuando digo que deseo a esta mujer y que mis ganas de explorar su cuerpo se han vuelto voraces. 24 MAGNUS E. M. E. M. E. M. Veo las iniciales que he escrito en la parte inferior de la hoja y me cuesta creer que de verdad yo las puse ahí. Se lo atribuyo al aburrimiento que me causa esta reunión; no pienso darle otra explicación. Denavritz sigue hablando, tratando de persuadirnos para que aceptemos la invitación de Sigourney y le permitamos unirse a estos diálogos. Nos ha dado el papel con las propuestas que Gretta dejó antes de irse y yo lo único que hice fue llenar los espacios vacíos con estupideces. Emily. Emilia. Emilia es aceptable. Ayer se fue de mi habitación en la madrugada. La vi pelear contra el sueño porque no quería marcharse, aunque tampoco quiso quedarse. No entiendo qué es a lo que le teme. No voy a comérmela viva. Bueno, puede que un poco sí, pero no como un depredador. Hoy tengo atado en la muñeca el cinto azul que le quité a su vestido, escondido bajo la manga de la camisa. Le encantará verlo porque le hará pensar que me tiene y eso es lo que necesito. —Magnus, ¿me estás prestando atención? La voz fastidiosa del intento de rey dispersa la neblina que me invade la cabeza. Asiento sin levantar la vista del papel. Me concentro en otra de mis anotaciones. Sus ojos cafés son tolerables. Debo repetirme estas cosas para no arruinar mi actuación en su presencia. Es decir, me agrada, me atrae, de otra forma mi cuerpo no reaccionaría como lo hace, pero no es nada más allá de eso. —Entonces, ¿aceptarás? —insiste, a la cabeza de la mesa. —No lo creo. Sigourney no merece una oportunidad. —¿Y tú sí? —Ese tono acusador de juez no le queda bien —. Le has hecho mucho daño a mi pueblo y yo sigo dándote nuevas oportunidades. ¿No deberías hacer lo mismo? Para mí tampoco es fácil sentarme a negociar contigo, pero lo intento por el bienestar de mi gente. —Esto es diferente —interviene Brayden. Él entiende lo difícil que es. —Yo lo veo bastante parejo, señor Ingellus. La única diferencia es que ahora ustedes fueron las víctimas. Sé que las cosas están muy recientes, pero aun así deberían considerarlo. —Lo pensaré. —No lo haré. Para mí es un no rotundo—. Por ahora doy por terminada la reunión. No tengo nada más de qué hablar. Francis, Brayden, Atelmoff, Wifantere menor y mayor me imitan cuando me levanto de la silla. Sin embargo, antes de que pueda escabullirme para ir a ver a la plebeya, Denavritz me llama. —Me gustaría hablar contigo un momento, si me lo permites. —Tengo otros asuntos que atender. —Es de carácter urgente. Todos salen de la sala de reuniones, tomando la decisión por mí. Me quedo en mi lugar para que recite rápido su discurso y pueda largarme. Él espera a que la puerta se cierre y, una vez estamos solos, suspira agotado. —Sé lo que pretendes y lo que estás haciendo. Camina hacia mí y debo voltear el papel para que no vea la más larga de mis notas. Su presencia es molesta. Su respiración es ruidosa, y pestañea mucho. Me gusta la suavidad de su piel y detesto que se cohíba de mostrarla. —¿Qué es lo que pretendo? —Usas a Emily para molestarme. Los vi en el puente, vi que la abrazaste. Y eso que no vio lo que pasó en el bosque. —¿Quién dice que la uso? —No finjas, Magnus. La ilusionas cuando es obvio que no la tomarás en serio. ¿Me harás creer que estás genuinamente interesado? ¿Que en algún punto te casarás con ella? Ni en mil años. Es una deshonra que no pienso cometer. —Suenas como su padre y no como su exnovio. —Soy el hombre que la ama. Levanto las cejas por una sorpresa que no siento. —Entonces, ¿por qué no te casaste con ella? —No me cambies el tema. Contrario a lo que parece, ella es mía, Magnus. No sé cómo seguir aguantando la carcajada. ¿Tiene la osadía de decir que es suya? Ella no le pertenece. No es de nadie. Nadie es de nadie. Cómo odio esos malditos términos de «tuyo» y «mío». —Tenía la impresión de que estabas casado. —Es un matrimonio que no durará demasiado. —Denavritz —recojo los papeles de la mesa, dispuesto a marcharme, pues no pienso escuchar sus idioteces un minuto más—, no creo que ella guarde los mismos sentimientos por ti. —Porque tú la has confundido. —¿No crees que influya un poco que la secuestraras? —No voy a hablar sobre mis decisiones. Si hice que te quedaras, es para pedirte que te alejes de Emily. —Y si no, ¿qué? Aparta la silla que nos separa. Apoya las manos en la mesa en un intento de ser intimidante, pero falla. Denavritz no me acorrala con sus amenazas, no importa cuánto se esfuerce. —Cedí al dejar que viniera para comenzar los diálogos, pero no veo que estemos llegando a ningún lado. No das tu brazo a torcer en nada de lo que pido. No quieres devolver el oro que te robaste, no quieres detener el fuego, no quieres sacar lo espías que tienes en Mishnock. Caminamos en círculos y ya es fastidioso. Ahora vas por Emily y te advierto que, si continúas, estos diálogos se acabarán. No puede salirme con esta estupidez ahora. No he conseguido nada, ni siquiera le he preguntado a la plebeya si sabe algo. Es muy pronto para marcharme. —Me parece que no tomaste en cuenta las consecuencias de esa decisión. Mi advertencia es débil y no por el tono voz. No me deja muchas opciones y solo queda un camino que tomar. —Retractarme o seguir adelante es lo mismo. Tú no pones de tu parte en las conversaciones. Hablo con la pared en cada reunión. No hay nada a lo que aferrarme. —No si acepto la propuesta de Sigourney. Después de eso ya no dependerá únicamente de ti. —Por más que insista, no cederás. —Tienes suerte de que Emily siempre me haga cambiar de opinión. —No la enlodes con tus caprichos. La vas a lastimar. —¿Así como te enlodaron a ti? Cuando las cosas pasaron, él era un niño dos años menor que yo. Príncipes de diez y doce años. El recuerdo es vívido. Tenía la mirada inocente, como la mía. Éramos un par de jóvenes enemigos desde el nacimiento que se conocían por primera vez. Era hablador, amable, elogiador. Estaba emocionado por los acuerdos de paz y yo también. Pensábamos que no tendríamos que ser enemigos. Sin embargo, me di cuenta de algo más: del temor que le tenía a su padre. Se convertía en un ser mudo cuando él estaba cerca. Decía que era estricto, exigente. No logré imaginar cuánto. La expresión de tristeza que me lanzó cuando supo que mi padre nunca me había puesto una mano encima sigue en mi mente. Dijo que yo tenía suerte. Se equivocó. Él trataba de defenderlo, justificando que Silas lo hacía para forjar el carácter de un líder, algo que sabía que no era cierto. En ese momento no lo entendí, pensé que simplemente era diferente y entonces amé más a mi padre. Magnus V no tenía reparos en demostrarme cuánto me amaba. Lo hacía todo el tiempo. Era como una competencia entre él y mi madre. Siempre estuve acostumbrado a recibir afecto. En cambio, en Denavritz estaba el anhelo, las ganas incontenibles por enorgullecer a su padre, por ser visible y valorado. Y apuesto la mitad de mi reino a que ese anhelo todavía persiste. —Eso no viene al caso. Te quiero lejos de ella. Le harás daño y lo sabes tan bien como yo. —Lo dice el hombre que les dio una pulsera con la misma palabra a su esposa y su exnovia. Un tanto hipócrita, si me lo preguntas. Se endereza de golpe, como si lo hubieran atravesado con una espada. Frunce el ceño. El desconcierto en su mirada es real. No sabe de qué estoy hablando. Denavritz es un mentiroso lleno de transparencias. Es muy fácil de leer. Siempre me ha mirado con culpa por lo que me hizo su padre. Es por eso que jamás he descargado mi rabia contra él, por eso nunca le he tocado un pelo y por eso no teme reunirse conmigo. Sabe, al igual que Gretta, que no le haré nada. De esto puedo sacar una cosa y es que Emily no le ha reclamado. No fingiré. Me causa satisfacción saberlo. —¿De qué hablas? Sí le di a Lerentia una puls… pero… ¿de qué hablas, Magnus? La confusión pasa a ser preocupación. Lerentia tampoco le ha dicho nada. ¿Por qué lo haría si todo es una mentira? —Sempiterno. Era lo que tenía grabado. Fue muy insistente en que lo viera. Omito a Emily porque no quiero que se entere de que fue ella quien recibió el ataque. Iría corriendo a decirle que no es cierto y necesito que ella siga pensando que él lo hizo. Necesito que le siga guardando rencor. —Supongo que Lerentia quería darme celos —añado—. Mencionó que fue algo que usaste con Emily y que ahora era la prueba de que la habías dejado de lado para tomarla en serio a ella. Consideraré volverme escritor porque esta historia me está quedando hermosa. —¿Emily lo vio? —No. Y preferiría que Lerentia no se enterara de lo que te he contado. Es bastante humillante el papel que adoptó. No la avergoncemos. Que sea un pacto de caballeros. Ahora solo debo saber que Emily nunca lo confrontará. Al fin de cuentas, el lado de Lerentia ya está cercado. —¿Quieres hacer un trato conmigo? —Y con Sigourney. Envíale una carta y que mande a alguien para negociar. —Eso no borra el hecho de que quiero que te alejes de Emily. —De acuerdo. Lo haré para que veas cuán comprometido estoy con estos acuerdos. Por supuesto que no pasará, pero tengo que convencerlo de que no le refuerce la seguridad. Para su mala suerte, me gusta demasiado esa mujer y soy un hombre terco al que le fascina conseguir lo que quiere. **** —No tengo novedades —anuncia Atelmoff, sentado cómodamente en el sillón individual de mi habitación. Tiene las piernas cruzadas, las manos en el reposabrazos y la piel alrededor de los ojos llena de arrugas que se vuelven más visibles bajo la luz de las lámparas. El cabello peinado para atrás ya muestra algunas canas en los laterales, algo que parece no preocuparle. A Atelmoff no le preocupan muchas cosas, a decir verdad, solo seguir su papel sin ser descubierto. —¿Cómo que no tienes nada? ¿Hasta cuándo tengo que esperar por información? —Hasta cuando él nos dé un indicio. Atelmoff es el único mishniano que me agrada. Le tengo respeto y estima. Es mi cómplice, mi ayudante, pero estoy perdiendo la cabeza. Él también quiere deshacerse de Silas y tenemos un plan en marcha para esto, uno sencillo que no está dando resultado. La vanidad de Silas era nuestra ficha principal y la belladona nuestra aliada. No soy un hombre paciente y la espera se me hace eterna. —Tu pupilo ya amenazó con suspender los acuerdos si no me alejo de Emily. Se me acaba el tiempo, Klemwood. —¿Qué pretendes con ella? No estoy para estas cosas. —No te cité para eso. ¿Cuándo me darás noticias de Silas? —Cuando las tenga. No sé si el plan ha surtido efecto, si nos descubrió o si prefiere aguantarse el dolor antes que salir. La cuestión es que no da reportes de vida. Stefan no me cuenta nada. Quema las cartas que le llegan antes de que yo pueda siquiera ver el color del sobre. Está adoctrinado por su padre, le teme y no lo va a traicionar nunca. —¿Ni por Emily? —propone Francis, llevando la conversación a un rumbo que no entiendo—. Si le decimos que su padre la secuestró, puede que nos dé su ubicación. —No es viable. —Atelmoff deshace la idea en segundos —. ¿Por qué razón la secuestraría? Stefan sabe que sería lo último que haría su padre. Él no tocaría a Emily justo porque sabe que, de hacerlo, Stefan lo traicionaría. No se va a arriesgar a semejante estupidez. —Entonces, ¿qué? ¿Debo seguir esperando? —No tenemos opción. Y, con respecto a Emily, no te atrevas a romperle el corazón, Magnus. —Me apunta con el índice—. Es algo que no podría perdonarte. —No busco el perdón de nadie. No le gustó lo que dije. Pasa por mi lado y sigue de largo hasta la puerta, pero antes de irse vuelca su atención en Francis. —No permitas que cometa un error gigante con esa muchacha. Ahora es quien de verdad es. No el alegre, el simpático, el gracioso. Es el Atelmoff real. —Por más que me esfuerce, no está en mi poder evitarlo. —Da igual. Ya hice la advertencia. Cierra la puerta despacio. No es de azotes ni dramas. Sé que va en serio, pero poco me importa. Nada de lo que diga va a hacerme cambiar de opinión. Tengo un objetivo claro y ella no está dentro de las prioridades. —¿Tienes el collar que te pedí? —le pregunto a mi consejero. —Lo dejé en su mesa de noche. Supuse que lo vería. —¿Es un diamante rojo? —Es tal como usted lo pidió. ¿Qué hará? ¿Se alejará de la señorita Malhore? —¿Hay una buena razón para hacerlo? —Más de una. —Es una pena, entonces, que las vaya a obviar todas. Necesito saber si ya la tengo en mis manos, necesito comprobar que me obedecerá sin refutar, necesito cerciorarme de que cada palabra mía sea ley para ella y de que ya puedo moldearla para mi beneficio. —Lleva a Emily al lago a medianoche. Haz lo de siempre con los guardias. Ah, y que sea en carruaje. Recuerda que les teme a los caballos. —Es un buen momento para reiterar mi oposición a este plan. —Consigue lámparas, vino y toallas. Serán necesarias. No regresaremos hasta el alba, te lo aseguro. —No pensará hacer lo que creo. —¿Por quién me tomas? Nunca cometería tal bajeza con una mujer y menos con ella. Puedo llegar a ser un idiota, pero no a ese nivel. Obedece y punto, Francis. Me cuesta admitirlo como pocas cosas me cuestan. Hay un hambre en mí que solo Emily sabe saciar. Es una dependencia que debo erradicar, aunque no por ahora, por supuesto. Voy para averiguar lo que necesito; no obstante, también voy para obtener mi dosis diaria de ella. 25 EMILY Magnus está frente a mí con una capa negra que le llega a los pies. El broche dorado que tiene en el cuello brilla cuando lo alumbro con la lámpara a gas. Su traje oscuro lo camufla un poco en la penumbra, pero la luna llena y clara lo expone ante mí. Es un contraste sombrío si tomamos en cuenta la vegetación que ahora parece muerta por la oscuridad de la noche. —Pensé que te vería hasta mañana —confieso mientras sostengo en la mano izquierda la canasta que me dio Francis—. ¿Puedo preguntar qué hacemos aquí? —Quería verte. La respuesta me anima el corazón. Estar todo el día encerrada en la alcoba del palacio es fatigoso. Hasta he leído libros que ni siquiera me interesan. Ya no sé ni de qué hablar con Leslie. Hemos agotado todos los temas de conversación que podríamos tocar. —¿Acaso tú no me extrañabas? —añade con ese tono sencillo que me agrada escucharle. No es soberbio, sino él, un hombre encantador que le habla a la chica que le gusta. Las ruedas del carruaje hacen crujir la hierba cuando se pone en marcha y se aleja. Los caballos obedecen después de un par de relinchos, dejando el sonido de las herraduras contra el suelo. —Yo siempre te extraño —confieso, y es verdad: sin contar a Leslie y a Atelmoff, él es mi única compañía aquí. La sonrisa se le extiende por el rostro. Es bonito verlo sonreír. Es fresco, natural, agradable. Me hace sentir cómoda y feliz. He descubierto que me gusta provocarle ese gesto. Es como una recompensa personal. —Ven aquí. Me extiende la mano y voy hacia él, confiada. Me quita la canasta, la pone junto a nuestros pies y luego hace lo mismo con la lámpara. De inmediato me toma de la cintura y me aprieta con fuerza, encontrándose con el corsé de mi vestido verde bordado con margaritas blancas. Me lo puse para él. Todo es para él. —¿Es por mí? —pregunta lo que deseaba. Ahora soy yo quien sonríe mientras asiento. Se le profundizan los hoyuelos, satisfecho por la respuesta. Y es ahí cuando empieza la sensación abrasadora dentro de mí. —Quiero que me lo digas y que digas mi nombre al final —ordena con la autoridad de un rey a su súbdito. —Es por ti, Magnus. Su cuerpo está muy cerca y me tienta. Lo extraño es que ni siquiera sé a qué. Su aroma revolotea mi alrededor, me nubla, me enreda y no me molesta ni un poco que haga migajas mi raciocinio. —Emily, hoy quiero que me obedezcas. ¿Lo harás? —Intentaré hacerlo. Siento su mano en el cuello, como una enredadera que crece. No es delicado, aunque tampoco se me dificulta respirar. Siento el frío metal de sus anillos sobre mi garganta y cómo sus dedos largos me sostienen con ímpetu. —¿Me tratarás bonito? —cuestiono, sin saber a dónde nos llevará esto. —¿Te gusta que te traten así? —Asiento levemente debido a lo poco que su agarre me permite mover la cabeza —. Digamos que me gusta ser un tanto más fuerte. ¿Eso supone un problema para ti? —¿Qué tan fuerte? —Eso lo decides tú. Respiro profundo para calmar la revolución de mis emociones. No soy adivina, pero sé que algo pasará. Lo presiento y la intuición me hace cosquillas en las puntas de los dedos. —¿Por qué te gusta tomar a las personas del cuello? Lo miro directo a los ojos, brillantes y pesados. —La pregunta sería por qué me gusta tomarte a ti del cuello. No lo hago con nadie más, Emily. Es una fijación que aparece solo contigo y lo hago para mantener el control. —¿Control de qué? —Siempre existe la tentación y debo recordarme que soy el rey. Soy la autoridad entre los dos. Me hace sentir extraña. Me gusta cuando se muestra autoritario. No sabía que disfrutaría de recibir sus órdenes, y es que no son las que se le dan a un cortesano. Son nuestras, son íntimas, y eso lo cambia todo. —Traje un obsequio para ti —continúa sin soltarme. Las luces de la luna y de la lámpara crean un juego de sombras en su rostro—. Está en el bolsillo de mi pantalón. Búscalo. El agarre de Magnus en mi cuello se endurece cuando intento mirar hacia abajo. Aquello es la orden directa de que no lo haga. —¿Te di permiso para que bajaras la cabeza? —Niego lento—. Entonces, ¿por qué me quitas la mirada? —Lo lamento. —Mi voz es tan fina como una pluma. Hasta dudo de que me haya escuchado. —Busca sin dejar de mirarme. Le pongo las manos sobre el torso y desciendo lento. Lo primero que encuentro es la pretina de su pantalón. Siento las costuras, los cortes y el inicio de los bolsillos. Uno a cada lado. No quiero desviarme y tocar alguna parte de su cuerpo indebida. Me mantengo en línea recta hasta perderme en el interior del bolsillo izquierdo. No hay nada. Meto la mano en el derecho y siento algo cuadrado de textura suave. Es una caja de terciopelo. Magnus me suelta cuando saco el pequeño cofre negro y extrañamente resiento la ausencia de su tacto. Me quita la pieza y, para mi sorpresa, no soy capaz de seguir sus movimientos. Me quedo inmóvil, preguntándole con la mirada si puedo bajar la vista hacia sus manos. Me gusta este juego. Esta obediencia es nueva para mí y me encanta. Me sonríe cuando lo nota. Me toma del mentón y me baja la cabeza para que aprecie su regalo. También disfruta de mi obediencia. Un collar reposa dentro del estuche. Se trata de una cadena de oro con un colgante rojo, quizás un rubí. Está engastado en forma de gota y recamado con pequeños diamantes alrededor. La gema es hermosa y brillante. Es una fantasía. Sin embargo, por más que la detallo, no veo ninguna palabra grabada. —Es hermoso, Magnus. —Mi sonrisa demuestra más que mis palabras—. Muchísimas gracias. —Decidí no ponerle nada —aclara la duda que me ronda la cabeza—. Lo incierto es lo mejor de la vida. No sabemos qué pasará mañana, ni siquiera cómo terminaremos esta madrugada. —¿Qué insinúas? —Lo averiguaremos. Date la vuelta. Le doy la espalda y me recojo el cabello para que me ponga la cadena en el cuello. Su respiración se pasea por mi nuca mientras cierra el broche. Es delicado, como no ha sido en los últimos minutos. El colgante me cae sobre el pecho, pesado y frío. Después me rodea la cintura con los brazos en un gesto que no esperaba, pero del que no me quejo. La calidez de su cuerpo contrarresta la brisa helada que barre la medianoche. —No lo pierdas jamás. Promételo, Emily —me susurra al oído. —Pensé que no creías en las promesas. —En las tuyas sí. Promételo. Se me encienden las mejillas. Con cada palabra, me hace dar un paso hacia un lugar al que no quería llegar. —Lo prometo. Me bloquea los movimientos cuando trato de darme la vuelta. Me sostiene con fiereza y se queda detrás de mí. Sus manos abandonan mis caderas y viajan hasta mi espalda. —Quiero quitarte el vestido. ¿Puedo? La petición me atropella. No sé qué tan preparada estoy para eso. Es decir, para desnudarme completamente. —Creí que tú mandabas. —No pasará nada que no apruebes —asegura al notar mi indecisión—. Yo mando, pero debe estar claro que tú decides hasta dónde puedo llegar en tu cuerpo. —¿Qué haremos después de que me quites la ropa? La expectación hace de las suyas debajo de mi piel. Estoy nerviosa, pero no incómoda. —Nadar. Es un plan inofensivo. —¿Puedo usar tu camisa para eso? —Puedes usarme a mí, si lo deseas. —Por ahora solo quiero tu camisa. La invitación es clara. Ya le di la potestad de quitarme el vestido. No pasa mucho tiempo antes de sentir sus manos en la piel. Toma los broches y empieza a soltarlos uno a uno con una paciencia que no sabía que tenía. Poco a poco mi piel se muestra ante él, me desnuda y entonces siento pudor. Me baja los tirantes por los brazos, deshaciéndose de todo lo que estorbe entre su cuerpo y el mío. El vestido no cae por completo, sino que la falda se sostiene en mis caderas, arropándome parcialmente. A pesar de que no puede verme, me cubro el pecho con el cabello. No estoy lista para que vea esa parte de mí, al menos no por ahora. —Me gustas mucho, Emily. Sus palabras van seguidas de un beso en mi hombro izquierdo. Es una sensación abrumadora. Sus dedos serpentean por mi piel, de arriba abajo, como si trazaran las líneas de un mapa. Magnus desciende y, antes de que yo pueda reaccionar, su respiración ya me adorna la parte baja de la espalda. En seguida siento la humedad de su lengua, que sube como un huracán por mi espina dorsal y se detiene en mi nuca. Se me escapan unos jadeos, arqueo el cuerpo y aprieto las manos, sobrepasada por las sensaciones. Repite la acción, pero esta vez en la curva del cuello y la oreja, creando una línea mojada que me lleva a cerrar los ojos. —Hoy no voy a besarte en la boca. El corazón me late rápido, frenético. Magnus me hace sentir más de lo que alguna vez pensé que llegaría a experimentar. Es adictivo. Me doy la vuelta y me pongo frente a él. El cabello aún me cubre, pero eso no impide que me mire. Sus ojos no están en mi cara ni en mi cuello. Tiene la respiración entrecortada. Todo por mí, por mi cuerpo. Me eleva el ego cada vez que se fija en detalles de mi figura. Me hace sentir diferente, importante. —No había notado ese lunar. Señala el pequeño punto que tengo en medio de los pechos. El colgante lo apunta como flecha a un camino. —Nunca había estado sin vestido. —Parece que he descubierto mi parte favorita. —No has visto todo de mí. —¿Consideras que hay algo mejor? —No lo sabremos hasta que veas cada parte. — Mantengo el tono seguro que adopté desde el principio. Hoy no quiero sentir vergüenza. —¿Y cuándo será eso? —Ya veremos. ¿Me prestas tu camisa? Lo primero que cae es su capa. La suelta sin darle importancia. Sin dejar de mirarme, se abre los botones de la camisa hasta desnudarse. Veo un cuerpo ejercitado en el que se pueden notar con claridad los oblicuos y la línea alba. No puedo apartar la vista. No quiero hacerlo. Su piel no es perfecta debido a las cicatrices en el pecho y la espalda. Las conté cuando me las enseñó en su habitación: once. Algunas son más grandes que otras. Hay una en particular que me llama la atención. Está debajo de su pectoral. Es larga, rojiza y contrasta con su piel pálida. Esa herida debió dolerle muchísimo. Es la de mayor tamaño y la más cercana a su corazón. —Actúa como si no estuvieran ahí —me pide, y noto cómo lo afecta—. Así es más fácil sobrellevarlas. No las mires demasiado. Se me rompe un poco el corazón. Sé que el resentimiento va más allá de su apariencia. Es por la traición que representan. Le hago caso y desvío la mirada a su mano: hay un detalle que me captura por completo. ¡Lleva la cinta azul, la que le quitó a mi vestido! La cinta ahora ocupa el lugar en donde iba una esclava trenzada. Lo reconozco, lo tengo tan estudiado como él a mí. Me parece hermoso que prefiera llevar mi cinta. Me visto bajo sus ojos y es como si una estela negra se posara sobre mí. La camisa me queda grande y larga. Me llega hasta un poco más arriba de las rodillas y las mangas, que cuelgan, me tapan las manos, por lo que él me ayuda a doblarlas. Con toda libertad me deshago del vestido y lo echo a un lado con el pie. —Te queda mejor que a mí. —¿Lo dices de verdad? —Todo lo que te digo es en serio, Emily. Magnus toma la botella mientras yo camino hacia el lago con el viento, que me levanta el pelo. —Detente —ordena detrás de mí. Freno a menos de un metro del agua. Él se acerca por un costado, va de inmediato a mis pies y me quita las sandalias de tacón. —Olvidé que las llevaba —menciono, aunque no me mira. —No te he pedido que hables. —Su tono es brusco. Un auténtico regaño. Me levanta ligeramente la pierna derecha, lleva su boca a mi tobillo y pone ahí un beso corto que se convierte en otro y luego en una secuencia que sube por mi pantorrilla y se detiene en mi rodilla. —Tú decides hasta dónde puedo llegar. Siento sus labios contra mi piel, así como su lengua, que me recorre la cara interna de las piernas. Cada vez más arriba, cada vez más húmedo. Me muerde suave a la mitad de su recorrido y me besa luego como recompensa. Se acerca a mi entrepierna: es ágil, sugestivo. El cuerpo me tiembla y la pierna que tengo apoyada lucha por mantenerme en pie, en medio del torbellino de emociones que me crece en la parte baja del abdomen. El problema es que no lo puedo dejar ir más allá. No es el momento. Le agarro el cabello con fuerza y lo freno antes de que llegue a la zona prohibida. Magnus se separa de mi piel. Sus ojos oscurecidos me observan desde abajo. Dos lunas llenas en pleno eclipse. —¿Hasta aquí? —pregunta, aún sin soltarme. —Por ahora, sí. —Entonces —se levanta y se hace a un lado—, ve al agua. Hay muchas cosas que quiero hacerte y poco tiempo. Las mejillas me arden al escucharlo y lucho contra una sonrisa taimada que no quiero que note. Llego a la orilla y, sin pensarlo, me hundo en el lago. El agua está helada, así que mi cuerpo de inmediato protesta por el cambio de temperatura. Tirito y me abrazo a mí misma en busca de calor. Él viene detrás y, pese a que se queja al entrar, parece acostumbrarse rápido. —Bebe. Eso te ayudará a entrar en calor. Me acerca una botella a la boca y por instinto la abro. Derrama el líquido y lo trago como si estuviera necesitada. Es astringente, seco y poco agradable. Hago una mueca, adaptándome al sabor y a la quemazón que deja cuando me baja por la garganta. —No me digas —comenta al ver mi disgusto—. ¿Prefieres el vino blanco? Asiento. —Ni siquiera debería sorprenderme. —Es más suave —me defiendo. —Eres demasiado suave para mí. —¿Eso es un problema? —Lo será. Estoy seguro de que lo será. Me rodea con los brazos y me lleva hasta él. Siento su cuerpo firme, la curva de sus músculos y su piel mojada y ahora helada. —Siempre hueles muy bien, Emily. Su nariz me hace cosquillas en el cuello. —Soy hija de perfumistas. Mis padres estarían decepcionados si no fuera así. —No hables de tus padres cuando en lo único que estoy pensando es en una manera de no arrancarle la ropa a su hija. Me río. Quizás es un mecanismo de defensa o solo nervios, pero me río. Estoy segura de que puede sentir la vibración mientras me besa el cuello. Quiero estar así por mucho tiempo. Sus manos pasan de mi cintura a mis pechos. Los rodea, los cubre, los acaricia. No esperaba el contacto y tampoco esperaba disfrutarlo tanto. Se aleja solo para mirarlos incluso por encima de la camisa. Mis pezones son dos puntos que se marcan en la tela, dos puntos que él estimula con los dedos y me hace jadear. —Me estás haciendo perder la cordura, Emily, y eso es peligroso para un rey. —Sus ojos no están en mí, sino en la abertura que forma su camisa—. Tengo que estar centrado, pendiente de mis asuntos. Debería alejarme de ti. El problema es que soy incapaz. Acerca su boca a mi pecho. Me besa con decisión por encima de la ropa, mordiéndome suave hasta hacerme jadear, y es en ese instante cuando las cosas cambian para mí. Es como un chasquido, un despertar, un sacudón. Unas chispas me recorren el cuerpo mientras me aferro a su espalda. Me estrecha fuerte a medida que repite el movimiento. Son muchas sensaciones a las que no puedo dar explicación y aunque quisiera atribuirle la humedad que noto entre las piernas al agua del lago, sería una completa mentira. Se me moja el cabello cuando me inclino hacia atrás, dejándome llevar por lo que sea que él quiera hacer. Su cuerpo me cubre como una avalancha. Busca mi escote y me lame la piel, probándome por primera vez. Se abre camino por mis muslos con una mano y se detiene encima de la ropa interior. Sus dedos hacen presión en la zona, masajeándome en círculos. Es lento, tortuoso y, sin embargo, maravilloso. Separo las rodillas para que pueda tocarme mejor y lo siento sonreír contra mi pecho al notar que le abro espacio. No fingiré ser una puritana, no cuando estoy con él. Me gusta cada cosa que me hace y se lo demuestro con jadeos cada vez más sonoros. —Quiero, Emily —susurra, mordisqueándome—, que algún día me permitas hacerte todo lo que se me cruce por la cabeza sin pensar en ninguna consecuencia, sin cohibirte, sin temer, sin arrepentimientos. Que te entregues por completo para que yo pueda tomar de ti lo que se me antoje. ¿Lo harás? —¿Algún día? Repito lo que ha dicho y él se separa para mirarme. Odio que lo haya hecho, aunque sigue moviendo la mano con firmeza y sin intención de detenerse. El iris en sus ojos se ha perdido casi por completo. Es una mirada dominante que me hace sentir endeble. —Sí, algún día. ¿Me dejarás? —Asiento. ¿A quién engaño? Sé qué pasará—. Haré lo que quiera contigo. ¿Eres consciente del permiso que me das? —Vuelvo a asentir. Su mano va cada vez más despacio, como si quisiera que me concentrara en lo que dice y no en lo que me está haciendo —. Esperaré hasta entonces. Y así, sin previo aviso, me priva de su toque. Quita la mano y me sonríe, complacido por los términos que he aceptado y por someterme a él y a sus condiciones. —¿Por qué tanto temor a mostrar tu cuerpo, Emily? Nunca he estado desnuda frente a un hombre, ni siquiera con Stefan lo imaginé y pensar en hacerlo… me cuesta. —No me siento preparada. Es todo. —No tienes que presionarte si no lo quieres. Nadie puede obligarte. Y ahí viene de nuevo ese tema horrible. Nadie puede obligarme y Faustus casi me obliga. —Una vez sucedió algo en Mishnock. Hubo un hombre llamado Faustus y él… Empiezo a contarle la historia en detalle. Desde mi primera visita al bar hasta el juicio que gané con el apoyo de Shelly, Willy y Stefan. La expresión en su rostro cambia cuando llego a esa noche tormentosa, la pesadilla de mi vida. La atención que le daba a la historia se convierte en rabia. Tensa la mandíbula y frunce el ceño. Debo tomar un trago de vino para continuar cuando me falla la voz y respirar fuerte porque me lleno de ira. —¿Está vivo? —cuestiona, indignado, en el momento en que termino de hablar. —Está en prisión. —Pero vivo. Es inadmisible. Lo primero que hubiera hecho es cortarle las manos. —En Mishnock las leyes no son tan violentas. —¡Porque Denavritz es un maldito imbécil! Yo lo habría colgado en la plaza pública y habría ordenado que lo apedrearan antes. No estaría solo preso. Y mucho menos si fueras mi novia. ¿Algún día seré su novia? No lo había pensado antes. ¿Y qué somos ahora? ¿Amigos? No, somos más que eso, aunque supongo que menos que una pareja. —¿En qué estás pensando, Emily? No olvides que puedo leerte. —No es nada. —Me aclaro la garganta y me deshago de los nubarrones negros que tengo en la mente—. Stefan me apoyó tanto como pudo. —Bajo mi concepto, no lo suficiente. ¿Te gustaría que ese hombre estuviera muerto? —No me gusta la violencia. —Responde: ¿sí o no? Un día te hablé del odio justo y por supuesto que ese infame merece tu odio. ¿Desearías que estuviera muerto? —Sí —suelto lo que ni siquiera sabía que tenía atorado en la garganta—. Para que jamás se atreva a hacerle eso a ninguna otra persona. Me sonríe, como si escucharme pronunciar esas palabras lo hiciera sentir orgulloso. —Emily, ¿quién te sacó de Lacrontte? ¿Quién te devolvió a Stefan? Suspiro. Pensar en ese hombre me causa malestar y cansancio. —El Mercader. Ese señor casi arruina a mi familia. Su semblante cambia de nuevo. Ya no hay rabia, sino sorpresa. Ahora es él quien bebe un trago de la botella, como si la mención de ese traidor lo hubiera molestado. —¿Lo conoces? —Un poco. Cuando conocí a Vanir, ella tenía un novio. Era a quien llamas el Mercader. Siento que unas luces se encienden y desvelan una verdad que había estado oculta. Por eso sabía en dónde encontrarme. Se siguen viendo. ¡No hay otra explicación! Ella fue quien le contó que yo iba al palacio, por eso me esperó para capturarme. Sabía qué camino tomaba, tal como lo sabía Vanir, porque ella me espiaba. ¡Un segundo! Eso apoya mi teoría de una infidelidad. Si le dio a su exnovio esa información, es porque seguro no es su exnovio. —¿A quien llamo el Mercader? —Me quedo con lo último que dijo—. Entonces, ¿cómo lo llamas tú? —Gerald Heinrich. Ese es su nombre. Lo repito mentalmente para que no se me olvidé jamás. Stefan una vez mencionó su apellido, pero saber el nombre completo me da un poco de poder sobre él. —¿A qué te refieres con que casi arruina a tu familia? —Nos robó mucho dinero. Saqueó la perfumería de mis padres y nos amenazó. Él no es una buena persona y entiendo por qué Vanir fue su novia. Ella tampoco lo es. —Estoy al tanto de lo que te hizo. Te entregó a la Guardia Civil. Así que Francis se lo dijo. Me alegra. Quería que estuviera enterado. —Ella me dijo que me alejara de ti —confieso al recordar el escándalo que hizo fuera del palacio—. Mucha gente me pide que me aleje de ti, si soy honesta. —Me da gusto que no obedezcas. Es lo que yo hago cuando me piden lo mismo contigo. —Tú me pides que te obedezca. —Eso es diferente. Tú y yo somos compañeros de crimen, ¿lo olvidas? —¿Es decir que ya me ves como tu igual? —¿No es obvio? Me tienes aquí, haciendo todo esto por ti. Me escondo como un enemigo asustado solo para verte unos minutos, que son los mejores de mi día entero. La sonrisa que me aparece en el rostro es natural, evidente. Magnus me gusta muchísimo, más de lo que alguna vez me ha gustado alguien. Es lo que nunca pedí, lo que nunca soñé y ahora es lo único que deseo. No quiero que le guste nadie más, no quiero que se fije en nadie más. Quiero que me tome tan en serio como yo lo tomo a él. Jamás pensé decirlo, pero quiero que el rey enemigo sea para mí. 26 EMILY La semana pasó y seguimos aquí. El plazo se extendió y los días siguen caminando como flojos aventureros. Magnus y yo nos vemos cada noche y hablamos de tantas cosas que hice una lista con lo más relevante: desde la muerte de sus padres solo se viste de negro, su color favorito es el rojo, fue su padre quien le enseñó a nadar, de niño les pedía a los guardias que hicieran la tarea por él y ama con locura la tarta de durazno. También me dio el reporte que su espía consiguió sobre mi familia. Mis padres me enviaron una carta y aunque aseguraron que no debía preocuparme por ellos, es imposible que no lo haga. Mia se fue adonde la abuela Clarise y la perfumería marcha lento. Sin embargo, esa no fue la única carta que me enviaron. Nahomi también se hizo presente con un mensaje que no ha dejado de rondarme la cabeza desde que lo leí. Mi hermosa Emily, ¿Ya eres feliz? Espero que sí. Eso no lo puedo ver. Las emociones cambian a diario, así que es difícil asegurarlo. Lo que sí quiero pedirte es que no olvides llevarme cuando sea el momento. Me gustaría visitarte, a menos que los rieles se crucen. Espero que no. Y, por favor, dile que no los use, no todavía. Al menos no en su dedo anular. Recuérdaselo. Emily, debes tener en cuenta que ellos dos son muy diferentes. Son como el océano. Comparten el mismo título, pero lo portan de una manera distinta. Uno parecer ser como el agua tranquila y hermosa a la vista; llamativa, refrescante e inofensiva en la superficie. Parece que nunca va a hacernos daño, hasta que nadamos más y más profundo y vemos cómo todo se oscurece y nos corta la respiración. Así es él. En ese momento supe que hablaba de Stefan. Y el otro es el agua turbulenta en una tormenta. Desde la superficie puede verse el peligro, el oleaje agresivo y la fuerza de la marea. No nos esconde nada. Saca todo lo que tiene, lo expone, muestra su contaminación y la deja a la orilla de la playa. Al ver el desastre solemos compadecernos. Nos armamos de palas y bolsas para ir a limpiarlo. ¿Es siempre eso lo correcto? Piénsalo. En la tempestad también hay belleza. Una frenética y excitante. Ver el océano enfurecido, mientras lo navegamos, nos llena de temor y valentía al mismo tiempo. Es casi como si peleáramos con él. Si le ganas a la ventisca, tendrás el poder sobre ese océano. Y aquí supe que hablaba de Magnus. Me encantaría darte algo más. Estás a la deriva y mi barco navega demasiado lejos y pronto lo estaré todavía más. Me alejo de la orilla, Emily, me voy. Alguien más dirige mi travesía. Soy parte de la tripulación y es imposible saltar a alta mar. Así como tampoco está en mi poder dar recomendaciones específicas. El libre albedrío me lo impide. Lo bueno es que puedo hacerte una pregunta que te ayudará en las elecciones. ¿Eres capaz de sobreponerte al temporal y nadar contra la tormenta o prefieres la calma superficial? No entiendo a qué viene esto. Si presiente cosas como siempre lo hace, sabría que estoy con él, que lo veo a diario, que me estoy arriesgando, ¿o no? Vernos a escondidas es arriesgarse, ¿verdad? —¡Emily! —Atelmoff chasquea los dedos frente a mí—. ¿En qué reino está tu mente? Ya llegó Aldous. Estamos todos de nuevo en el vestíbulo principal del palacio, en espera del rey Sigourney y su comitiva. Ya le confesé a Atelmoff que ayudé a Magnus a robar el oro, así que temo que el rey Sigourney me reconozca y quiera hacer algo en mi contra. Él prometió entonces que se quedaría a mi lado y me acompañaría como un guardia protector. El problema es que no sé cuánto tiempo podrá cuidarme, ya que a los Wifantere se les ocurrió la gran idea de organizar un baile de máscaras para celebrar el inicio de los acuerdos de paz. Desde hace días he estado pensado en mi atuendo y he pasado bastante tiempo en la sala del sastre, pues la temática de animales que propuso la reina Magda me dejó sin ideas. Sin embargo, estoy orgullosa de mi elección. El asqueroso rey Aldous hace su entrada en un traje burdeos. Sus ojos como el carbón estudian la sala y a cada uno de los que estamos aquí. Trae una capa de pieles y una corona de oro ostentosa con remaches y diamantes, que estoy segura de que le hace doler la cabeza. A su derecha lo acompaña un joven apuesto. Lo digo muy en serio. Debe rondar los treinta años. Es de cabello castaño con rizos sueltos que le caen sobre la cara. Tiene ojos almendrados grises, iguales a los de un zorro, cejas gruesas que lo hacen ver un poco mayor y labios finos. Está vestido con un pantalón oscuro y una impecable camisa blanca. Luce como un secretario al lado de las extravagancias de su rey y parece encantado de estar aquí. Sonríe sin mostrar los dientes y hace varias reverencias mientras mantiene una mano en el primer botón de su chaqueta. —Majestad —habla Everett como anfitrión—, un placer tenerlo aquí. —El placer es todo mío —responde con esa voz de anciano fumador que me produce náuseas—. He traído conmigo a mi leal compañero. Mi consejero y amigo, el conde Ansel Cournalles. Espero que eso no le moleste al rey Magnus. ¿Qué tiene que ver Magnus con esto? Miro por reflejo a Atelmoff. Él siempre tiene mucha más información que yo. Para mi mala suerte, esta vez niega con la cabeza. —No tengo la menor idea —me susurra. —No es una buena manera de comenzar los diálogos, rey Sigourney —protesta Francis. Magnus, que está a su lado, ya aprieta los labios. Se está conteniendo. Incluso Ingellus parece fastidiado por la presencia del conde. ¿Qué relación tienen con ese joven? —Considero que es la mejor, pues así todos podemos arreglar nuestras diferencias. Me sorprende que el rey Lacrontte esté en silencio. Se nota tenso, todos nos damos cuenta de ello, pero no dice una palabra. Debe ser difícil para él tener tan cerca al hombre que le causó tanto daño. No me imagino lo que le pasa por la cabeza ahora mismo. Quizás quiere saltarle encima y atravesarlo con una espada o dispararle. Puede que ambas. La cuestión es que no es más que una estatua en este momento, una que seguro hierve de ira por dentro. —Pueden ir a sus habitaciones. Ya está todo preparado. La invitación de Magda hace que quienes están en frente de mí se muevan, exponiéndome como pasó al inicio de los diálogos, cuando Magnus llegó al palacio. La diferencia es que aquí no me encuentran unos ojos verdes, sino negros. La mirada de Aldous se oscurece mucho más. La cólera se enciende en su cuerpo tras reconocerme. Sabía que esto pasaría. —La soldado. —Me señala, me acusa, me expone—. ¿Qué hace aquí? Todos me miran, confundidos, escudriñándome, buscando en mí una explicación que no voy a darles. —Creo que ya se disponía a ir a su habitación, majestad —interviene Francis nuevamente al ser consciente de la situación. —¿A qué se refiere con «soldado»? —cuestiona Stefan. ¡Por todos los cielos! ¿Por qué no puede mantener la boca cerrada? —Ella me manipuló para que los Lacrontte pudieran robarme. Me mintió e intentó conquistarme pese a saber que soy un hombre casado. —¿Por qué no me sorprende? —Escucho el comentario de Lerentia. Lo que daría por sellarle la boca. —Es usted un mentiroso —alzo la voz. Este cerdo no va a mancillarme. Magnus dijo que me respaldaría siempre, así que tengo la confianza para discutir—. No haga el papel de víctima, cuando jamás podré sacarme de la cabeza sus asquerosos ofrecimientos. —Cuida la forma en la que le hablas a un monarca — advierte Everett, otro inoportuno, igual que su hija. —Ah, ¿no? Había todo un plan armado para que la llevara a las bóvedas —me recrimina el rey de Grencowck antes de mirar a Magnus—. No es divertido que te engañen, ¿cierto, mi querido Lacrontte? Estoy esperando a que él diga algo, se defienda o me respalde, pero no hace nada. Es como si estuviera en otro lugar, como si nos estuviera ignorando a todos. No entiendo qué le pasa. —Majestad —habla Ansel—, creo que está siendo algo injusto con la muchacha. Solo seguía órdenes de su soberano y no se la puede juzgar por obedecer. —¿Saldrás como su defensor? —Solo digo que no debemos exponerla por cumplir órdenes. Vinimos por la paz, no a la guerra. —Avísenme cuando sea la hora de la reunión. —Son las únicas palabras de Magnus antes de darse media vuelta e irse por el pasillo hasta las escaleras. El resto también se dispersa, cada uno rumbo a sus habitaciones, excepto Stefan, que desde que supo lo que hice en Grencowck no me ha quitado los ojos de encima. Se acerca a mí, cauteloso, sin importarle que su esposa nos observe a la distancia. —Acompáñame —susurra, señalando uno de los pasillos del primer piso. —Stefan —media Atelmoff al notar sus intenciones—, lo mejor será que hablen en otra ocasión. —Estoy tratando de no hacer un escándalo, así que no te metas. Emily, acompáñame. —Estaré bien, Atelmoff. Nos vemos después. **** —¿Me puedes explicar qué es lo que acaba de pasar allá afuera? —me reclama después de cerrar la puerta. Me ha traído a la biblioteca del palacio. Es un tanto más amplia que una oficina, aunque nada comparado con la que vi en Lacrontte. Tiene una escalera de caracol que sube a un segundo piso lleno de libros. Abajo no hay más que un par de sillones con una mesa baja en frente y un servicio de cristalería y licor al fondo. No hay sillas de estudio ni cuadros, solo estantes blancos y un ventanal que da al jardín. —No hay mucho que decir. —Me encojo de hombros—. Aldous fue muy gráfico. —¿Es divertido para ti? ¿Por qué nunca me lo contaste? Si me remonto a las fechas, cuando eso ocurrió aún éramos novios. No lo soporto. Cada reclamo suyo es echar monedas en un saco roto. No va a hacerme cambiar de opinión, no hará que sienta pena por él. Ya lo borré de mi vida. —Lo hice para sobrevivir en Lacrontte. No sé si olvidas que iban a asesinarme. Fue mi plan de lucha. Y cuando regresé se había desatado el caos con las temerarias, así que no era algo importante en ese momento. Además, si somos francos, Stefan, yo no te debo ninguna explicación. Me dirijo a la puerta, decidida a no seguir con esta conversación. Sin embargo, antes de que pase por su lado, me agarra fuerte por el brazo y me devuelve dos pasos de un jalón. —¿Y ese collar? —dice con la mirada en mi cuello. Sus ojos reflejan una ira que podría atravesarme el corazón. Las palabras se me diluyen en la garganta. Me quedo en blanco, con un subidón en el pecho. No recordaba que lo traía conmigo. —¿De dónde has sacado eso? —insiste ante mi silencio. Stefan no es tonto y, pese a que en muchas ocasiones pretende hacerse pasar por inocente, todos sabemos que no lo es. —Atelmoff me lo regaló. —No me mientas, Emily. Ese es un diamante rojo. Atelmoff no se puede permitir esa joya. ¿Te lo dio Magnus? No sé qué responder. De haber sabido el valor, habría inventado una mejor excusa. Abro y cierro la boca. No tengo nada. ¿Qué se supone que diga ahora? —Y si ha sido él, ¿qué importa? Es solo un collar. Estoy cansada de su papel de novio herido. —Dámelo. Detesto que se comporte así. Extiende la mano, esperando que me lo quite. No lo haré. Forcejeo y trato de zafarme de su agarre, pero no me lo permite. —No te creas el dueño de mi vida porque no lo eres. Puedo recibir obsequios de quien quiera y tú no tienes el derecho de enojarte por ello. Empieza a reírse con una carcajada amarga que resuena con eco por toda la habitación. Se pasa las manos por el cabello, desesperado, y luego las deja apoyadas en la cadera. —¿Por qué haces estas cosas? —La rabia en su voz hace que las venas se le marquen en el cuello—. ¿Por qué te pones en mi contra? Te estás dejando comprar con joyas y no te das cuenta de la realidad. Magnus solo te utiliza para desestabilizarme. ¿Cómo no lo ves? ¿Cómo puedes fijarte en él? —Él me trata bien —hablo entre dientes, irritada por la discusión—. Me escucha. Es amable conmigo. Me apoya y me defiende. No vengas a juzgarme por sentirme a gusto con un hombre que se esmera por demostrarme que le importo. Se le oscurece la mirada, pero no con rabia, sino con dolor. Exhala profundo, como si llevara tiempo sin respirar, y entonces se mueve. Pasa por mi lado sin decir una palabra y llega hasta el fondo de la biblioteca. Ahí se detiene. —Ya no queda nada entre nosotros a excepción de las cadenas con las que me has atado. —Y las seguirás teniendo —dice aún de espaldas—. Ojalá no te resulten tan pesadas. —Eres cruel, Stefan. ¿Cómo permití que este hombre fuera mi sueño? Él era todo lo que cualquier joven mishniana anhelaba, incluyéndome, y ahora lo único que deseo es que desaparezca de mi vida. —¿Te atrae Magnus, Emily? —cuestiona sin mirarme. Se pasea por la habitación en silencio mientras pienso qué contestar. Conozco la respuesta; el problema es que no sé si deba decírsela. —¿Eso importa? —Claro que importa. Dime, ¿te atrae Magnus? Ahora soy yo quien exhala. Es una verdad mía y de él. No creí que en algún punto también la compartiría con Stefan. —Sí, me gusta. Se apoya en el alféizar de la ventana con la cabeza gacha, como si le hubieran clavado una daga en el corazón y no pudiera mantenerse en pie. —Cierra la puerta al salir. De todas las cosas que esperé que me respondiera, esta es la última que se me habría ocurrido. En su tono no hay molestia, sino más bien derrota, congoja. Le ha dolido escucharme. Por más que quiera sentirme mal, no pasa. Me gusta Magnus y no pienso pedir disculpas por ello. Mucho menos al hombre que ha hecho de mi vida una miseria. —Vete, por favor —pide de nuevo al sentir que no me muevo. Por primera vez no me resisto a obedecerle y salgo de la biblioteca. Me sumerjo en los pasillos en busca de las escaleras para ir a mi habitación. No miro atrás y no siento ni una pizca de remordimiento. Él se acuesta con su esposa. No puede cercar mi corazón a su antojo. —Señorita. —La presencia de Ansel me toma por sorpresa. ¿Qué hace acá?—. Nos volvemos a ver. ¿Puedo conocer su nombre? —Emily —contesto con poca voz—. Emily Malhore. —Ansel. —Extiende la mano para tomar la mía. Su ánimo es similar al de un anfitrión que se esmera por consentir a sus invitados—. A su servicio. —¿No debería estar descansando para la reunión y la fiesta de esta noche? —No fui convocado a la primera y para la segunda todavía hay tiempo. ¿Va a algún lugar? —A mi alcoba. —¿La acompaño? —¿No tiene nada mejor que hacer? —Eso sonó hostil. No pretendía que fuera así—. No lo dije con mala intención — me corrijo de inmediato—. Es solo que me pregunto si no tiene cosas más interesantes que hacer que acompañar a una desconocida. —No es usted una desconocida. Es Emily Malhore. Por cierto, una vez conocí a una Emily. Era una anciana y tenía un criadero de cerdos. El más grande de la región. —Ya veo… Suena como alguien a quien nunca le faltaba la comida en la mesa. —Al menos no carne de cerdo. Sonríe y yo con él. Es un gesto sincero y agradable que le vuelve pequeños los ojos. Su amabilidad me resulta cálida; sin embargo, mantengo mi distancia. Él es conde de un reino enemigo y un hombre no muy apreciado por los lacrontters que conozco. —¿A qué se dedica usted? —pregunta en un intento por hacer conversación. —Esa es una pregunta difícil de responder. —¿Hace muchas cosas? —Algo así. Por fin nos movemos y de verdad me está escoltando hasta mi habitación. —¿Puedo saber por qué no fue convocado a la reunión si es la mano derecha del rey Aldous? —Porque no soy de la estima del rey de Lacrontte y supongo que no quiere verme. Las preguntas me vuelan por la mente como un grupo de palomas, pero aun así no tengo el valor para formular ninguna. —Me alegra que no preguntara nada al respecto — aprovecha mi silencio mientras subimos las escaleras— porque es algo de lo que no me gusta hablar. ¿Está preparada para esta noche? Deseo conversar con usted. Si tengo suerte, espero que me permita un baile. —¿Cree que la fiesta sea buena idea? Lo digo por la mala relación entre el rey Aldous y Magnus. Inclina la cabeza hacia un lado, como si hubiera dicho algo interesante, algo en lo que él no había reparado. —¿Dije algo malo? —cuestiono. —En lo absoluto. Es solo que no había pensado en esa posibilidad. La celebración no augura buenas cosas. —Será mejor que quiten las dagas de la entrada para que nadie termine apuñalado. —Siempre se tienen las máscaras. No se sabrá quién es el agresor. 27 EMILY Usaré un vestido rojo pensando en lo mucho que ese color le gusta a Magnus. Nos tomó bastante tiempo a Christine y a mí acomodar cada parte del atuendo. Se trata de un vestido hecho en gasa y seda roja que ayuda a resaltar la palidez de mi piel. Los hombros están descubiertos y tiene mangas en tul que me llegan hasta los codos. Una infinidad de pedazos de tela en forma de pétalos están unidos a la parte superior del traje, revistiendo el escote de corazón desde atrás hacia adelante. Capas y capas de tela moldean la falda, que cae como una fuente de agua sobre mis pies y esconde unas sandalias doradas. El diamante rojo brilla en mi cuello, el antifaz café me cubre hasta la nariz y las alas marrones con dos líneas centrales rojas y manchas blancas de la anartia amathea que cargo con correas me pesan en los hombros. Soy una mariposa escarlata. Salgo de la habitación y bajo al primer piso. El palacio está atestado de personas con máscaras, capas, brillantes y accesorios representativos del animal que serán esta noche. Veo máscaras de elefantes, cisnes, pavos reales y más. Encuentro a Stefan en el pasillo. Lleva un antifaz plateado con alas que salen de las ranuras de los ojos y que termina en un pico curvado hacia abajo. Tiene un traje negro de chaqueta y nada más. Es algún tipo de ave que me cuesta identificar. Detrás de él se encuentra Atelmoff, vestido con un pantalón oscuro, camisa blanca y saco de cola de pingüino, que es su animal. Tiene una máscara negra de centro blanco con un pico naranja. Me sonríe, apenado, como si tratara de disculparse por la actitud de su rey, y camina hacia mí, esquivando a las personas que entran y salen del salón. —Te tomaste en serio tu disfraz —dice al ver mis alas gigantescas—. Serás la mariposa más aclamada, querida. El rojo definitivamente es tu color. —Tú eres un lindo pingüino. Da una vuelta para que vea por completo su disfraz. —En realidad quería ser un camaleón, pero las máscaras de ojos saltones eran terribles. —¿Alguna razón en particular? —Me identifico con él. Es todo. ¿Alguna razón en particular para ser hoy una mariposa roja? —Quise arriesgarme. Además, es el color favorito de Magnus. Abre la boca e inclina la cabeza hacia un lado, sorprendido. —De verdad te gusta, Emily Malhore. Puedo sentir cómo las mejillas se me calientan a medida que asiento. Me gusta mucho. —¿Qué se supone que es Stefan? —pregunto para resolver la incógnita. —Un águila. Permíteme guiarte. —Señala con las manos las puertas abiertas del salón. Si la idea era hacer lucir el recinto como un sitio espeluznante, lo consiguieron. Las paredes y el techo están cubiertos con telas blancas que cuelgan, formando curvas como los relieves de una montaña. Las mesas son largas y se extienden cerca de cada muro igual que una gran barra, y dejan el centro despejado a manera de pista de baile. Hay un centenar de velas blancas en diferentes tamaños y pétalos de flores rojas que a lo lejos parecen ser gotas de sangre. El lugar es una fantasía colorida, brillante y ostentosa. Al entrar, reconozco a Lorian detrás de una máscara de cuervo; a Claire, con un vestido amarillo y un tocado de octógonos de colmena de abejas; y a Lerentia, de gata, con un gran vestido blanco, una estola de pelo artificial en los brazos y una máscara del mismo color con rayas brillantes argentadas y bigotes. Sin embargo, todas las personas desaparecen para mí en el instante en que capto la presencia de Magnus. Se encuentra de pie al lado de Francis, hablando con él. Lo reconocería así llevara mil disfraces, así estuviera cubierto de pies a cabeza. Usa su habitual traje de chaqueta y una casaca negra que sube hacia una máscara de lobo que le cubre media cara y cuyas orejas están pintadas de dorado en su interior. Francis tiene máscara de búho con cortes que simulan ser plumas y un traje gris de dos botones. No hubo mucho esfuerzo aquí, pero considero que no había mejor animal para él. Es el primero en notarme. Mis alas no pasan desapercibidas y se las queda viendo más tiempo del prudente, provocando que el rey Lacrontte se gire a buscar el motivo de la distracción de su consejero. Le brillan los ojos verdes mientras me observa de arriba abajo. Aparece la sonrisa que le marca los hoyuelos y que tanto conozco: la carnal. De inmediato se me encienden las mejillas y se me acelera el corazón. Él es la única persona en el mundo capaz de provocarme esa sensación de sofoco, de fuego y enardecimiento. —¡Señorita Emily! La llegada de Ansel hace que incluso Atelmoff se sorprenda. Tiene un antifaz de oso, marrón con orejas redondas y cristales dorados. Detrás de él aparece Aldous con una estrafalaria máscara de león y una capa de la misma piel del animal en los hombros. No podría esperar nada más espantoso de este hombre. Pasa por nuestro lado y va directo a la mesa de los monarcas. Llama la atención de los asistentes, sin duda. Las luces de las cámaras se encienden cuando los fotógrafos invitados intentan obtener el mejor ángulo. Va orgulloso, aireado y prepotente. —Es usted una mariposa majestuosa —continúa el conde, bastante animado. Había olvidado que seguía aquí—. Se ve hermosa. Sus ojos grises son amigables. No intenta ser coqueto, de verdad que no. Es simplemente amable. —Querida, tengo que ir a la mesa principal —Atelmoff nos interrumpe—, ¿estarás bien si te dejo aquí? —No se preocupe, señor Klemwood, estoy para acompañarla. Ansel tiene una actitud de hombre de fiesta que no puede ocultar. Derrocha energía y vigor, como si fuera un adolescente emocionado por descubrir el mundo. —Te estaré vigilando desde allá —responde como un padre protector. —Estoy seguro de que no será el único. Todos los reyes tienen un acompañante. Los Wifantere van juntos. Lorian está con Claire, Stefan con Lerentia y Magnus con Francis. El único que está solo es el asqueroso Aldous. —¿Por qué no acompaña a su rey, señor Cournalles? —le pregunto a Ansel una vez Atelmoff parte. —Porque soy un conde, no un consejero real o su pareja. La única que puede estar allí es la reina Grace o, en su defecto, la señorita Gretta. —¿Usted también sabe sobre eso? Me inquieta cómo tocan el tema de la amante tan a la ligera. —Todos los que rondamos el palacio lo sabemos. —¿Incluida la reina? —Estoy seguro de que fue la primera en saberlo. ¡Por mis vestidos! Si yo tuviera un esposo, no podría permitir una cosa semejante. No me importa si es un gran hombre de negocios o el mismísimo rey. Tiene que respetarme a rajatabla. En eso no hay zonas grises para mí. —Por favor, dejemos los formalismos. Yo me tomaré el atrevimiento de tutearla. Si no está de acuerdo, hay copas cerca que puede lanzarme a la cara. —¿Siempre es así de animado? —Carismático es la palabra que mejor me define. ¿No lo crees, Emily? De verdad se tomó la libertad de tutearme. Me agrada. —Todavía no me puedo formar una opinión. —Tenemos toda la noche. —Se encoge de hombros—. ¿Habrá alguna manera de ayudarte a sentar? —No lo creo. No pensé que las alas me fueran a resultar estorbosas. —Entonces hay que bailar. Y, si me lo preguntas, considero que fueron un acierto esas dos alas enormes. ¿Ves a alguien que resalte aquí más que tú? —La señorita Claire, con su cetro de colmena, es bastante llamativa —contesto con la vista puesta en ella, su vestido amarillo y sus guantes negros de abeja reina. —Ni aunque de ahí salieran mil abejas obreras e hicieran un espectáculo se superaría tu disfraz. ¿Vamos a la pista? No creo que se haya reportado un baile entre un oso y una mariposa. Si tenemos suerte, nos ganaremos algunas fotografías. Antes de poder contestar, el rey Everett, en un muy raro disfraz de ostra con una capa de cuello alto llena de piedras y depresiones que simula ser una concha de mar, empieza con el discurso para esta noche, agradeciendo a todos la compañía y mencionando lo orgulloso que está por servir de mediador en los diálogos de paz de tres naciones. —Parece que a algunos reyes no les agrada vernos juntos —menciona Ansel con la vista puesta en la mesa principal. Efectivamente, Stefan nos mira con recelo desde su asiento. Sus ojos azules flamean de rabia en nuestra dirección. De fondo sigue sonando la voz de Everett, mientras Aldous nos observa con fastidio. No le gusta que su conde esté junto a la mujer que le robó en su cara. Y Magnus… bueno, él quiere destrozarnos con la mirada. —No le agrado a su rey —comento mientras me las arreglo para tomar una copa de champán. Las alas ya me empiezan a pesar. —Bueno. Le robaste dos de las cosas que más ama: el oro y su orgullo. ¿Cuál de los dos es tu verdadero rey? La pregunta me confunde. Mi traicionera cabeza la interpreta con un significado romántico, como si lo que el conde quisiera saber fuera por quién siento atracción, cuando la pregunta es sencilla: ¿a qué reino pertenezco de verdad? —Stefan. —Me resulta curioso que excluyas su título cada vez que hablas de alguno de ellos. —Stefan fue mi novio —explico, tratando de acomodar las correas que me sostienen las alas. —¿Y el rey Lacrontte? Ayer lo llamaste por su nombre. —¿Hay algún punto al que quieras llegar? —Lo miro de frente. No me agrada el camino que está dibujando. —Me resultaría penoso haber creado desconfianza en ti. Yo conozco al rey Magnus más de lo que crees. Fui parte del consejo de guerra de Lacrontte. Si no fuera por este disfraz, me sentaría de inmediato. ¡Es por esto que incluso Ingellus lo miraba con molestia cuando llegó! —Era su espía en Grencowck —continúa sin esperar—. Mi misión era volverme la mano derecha de Aldous, ser un miembro activo en su consejo para llevar información. Y lo logré. Fui yo quien entregó los planos del palacio para que supieran por dónde moverse, a dónde llegar el día del saqueo. Recuerdo haber escuchado a Magnus decir en ese entonces que tenían a alguien adentro que los ayudaría. Era él. —¿Y qué pasó? —Lo traicioné. Aldous me descubrió. Tuve que trabajar para él y salvar mi vida, así que empecé a darle información de Lacrontte. ¿Fue así como Sigourney logró atacar Lacrontte y entrar al palacio? —Es exactamente lo que deduces —dice—. Tal como le di los planos de Grencowck al rey Magnus, le di los planos de Lacrontte a Aldous. También los horarios del cambio de guardias, números de seguridad y la cantidad del personal. Todo lo necesario para perpetuar un ataque. Por su culpa Magnus tiene las cicatrices que ahora lo atormentan. Trato de no juzgarlo, de verdad lo intento, pero la rabia me enciende la sangre. Fue una salida desesperada, debía salvarse y proteger su vida. Sin embargo, no puedo fingir que no me afecta. Me importa Magnus, y además Ansel fue la razón por la que se perdieron vidas inocentes en Lacrontte. —Desconocía la masacre que Aldous iba a cometer — asegura, y no sé si debo creerle—. Lo juro. Lacrontte es mi pueblo, el reino en el que nací. ¿Crees que habría ayudado a incendiar mi reino, cuando ahí viven mis amigos y mis padres? No lo sabía, de verdad que no. Tiene un punto válido, lógico. —¿Y a Aldous no le importa? ¿No cree que lo traicionarás? —Sabe que no lo traicionaré. Está muy seguro de eso. —¿Por qué? —Ya te he contado muchos secretos y tú ninguno. —No sabía que debía hacerlo. —Ahora yo me encuentro vulnerable por la información que te di. Puedes hacerte una opinión sobre mí y me encantaría poder hacer lo mismo contigo. —Es que no sé qué contarte. Yo nunca he traicionado a nadie. —Así que me consideras un traidor. —Me encojo de hombros—. De acuerdo. Está bien. Te guiaré. ¿Cómo terminaste ayudando al rey Magnus si para los mishnianos es el enemigo? —Para salvar mi vida. —Entonces también eres una traidora. —Es diferente. Que yo ayudara a Magnus no iba a traer consecuencias para Stefan. Y Aldous es un rey repugnante que merece que le quiten todo lo que tiene. —Eres una justiciera. —¿Disculpa? —Esa es la opinión que me he creado de ti, Emily. Eres una justiciera. Nadie había tenido ese concepto de mí nunca, ni siquiera yo misma. —No he podido ver a mi familia —Ansel continúa—. No he podido volver a Lacrontte porque soy una persona no grata. Mis padres y mis abuelos están en prisión por lo que hice. Se me notificó. —¿Y ellos qué tienen que ver? —Es lo mismo que yo me pregunto. Me gustaría llevarlos a Grencowck. No merecen pagar por mis decisiones. Eso es duro. Me dolería ver a mis padres, a mi abuela Clarise o a los padres de mamá, a quienes jamás he conocido, en prisión por haberme escapado a Lacrontte en su momento. —Nos siguen mirando —dice con un tono cómplice. Vuelco mi atención a la mesa principal. Y aunque los tres pares de ojos siguen igual que hace unos minutos, yo me concentro en una sola persona. Magnus me perfora el alma con la mirada. Está enojado conmigo y puedo entenderlo. Estoy aquí, hablando con el hombre que lo traicionó. No tiene intención de moverse, más bien quiere que yo me mueva. Mira por turnos la puerta y mi cara. Quiere que salga, quiere que nos veamos afuera. —Iré al baño —le digo a Ansel—. Cuando regrese, quizás encontremos la manera de sentarme en una de esas sillas. Conociendo a Magnus, ya me imagino la cantidad de reclamos que me hará. Pero no puede molestarse. Yo no sabía nada. Soy inocente. **** Magnus me toma de la mano y me jala suave para que lo siga cuando por fin abandonamos la fiesta unos minutos más tarde. Somos un lobo y una mariposa corriendo por los pasillos del palacio, esquivando a sirvientes y guardias hasta detenernos en un corredor despejado, de paredes de yeso blanco. —Creí que no me hablarías —susurro. —Lo dudé. No quería ser inoportuno. —Su tono es amargo, enfadado—. Estabas muy animada con Cournalles, no creí prudente interrumpir. —Estaba esperando por ti. —No me lo pareció. Lucías bastante feliz con su compañía. —¿Por qué te enojas? —No me agrada ese tipo. —Se nota que era algo que se moría por decir. —Él ya me lo dijo todo. Antes era tu espía en Grencowck y te traicionó al unirse con Aldous. Por eso no lo toleras. Se queda en silencio. Le sorprende que el conde haya sido sincero. —No sabía que hoy era la noche para confesar pecados. —Y no fue lo único que me contó. Se tensiona y los hombros le quedan rígidos. Estoy segura de que ya sabe hacia dónde va la historia. —Dice que sus padres y sus abuelos están en prisión por sus actos. ¿Por qué descargas tu ira con personas que no han hecho nada? —¿Por qué sería tan benevolente con ellos? Cournalles es un traidor. —Si los dejas marchar, ya no tendrías un recuerdo constante de la traición. —Es mejor que no opines cuando desconoces mis leyes y cómo se manejan las cosas en Lacrontte. Se va hasta el otro lado del pasillo y se recuesta en la pared, masajeándose la frente. —Fue solo un consejo. No he venido a pelear, solo quería estar con él. —No lo necesito y tampoco lo he pedido. No me mira y aun así puedo sentir la rabia en sus ojos. —Estás siendo grosero. —Y tú, necia. No eres una gobernante, no lo has sido jamás. Un gobierno no se lleva con mano blanda y menos en mi reino. Si incumples la ley, pagan dos generaciones posteriores y una anterior. Al no haber hijos, la suerte recae en los abuelos. —No trato de justificar a Ansel… —¿Ya es Ansel? —me interrumpe, levantando una ceja—. Bastante rápido si tenemos en cuenta lo que me costó convencerte para que dejaras los formalismos conmigo. —¿Estás celoso? No hay otra explicación. No hay otra razón para que se comporte así. —No conozco ese sentimiento. —Es la impresión que me da. —Estás errada, como sueles estarlo la mayoría del tiempo. —No me faltes al respeto, Magnus Lacrontte. —Eres tú la que se planta aquí a defender a Cournalles. ¿No fui ya lo suficientemente amable al no cortarle la cabeza a ese traidor? —Simplemente me pareció que podías dejar ir a su familia, punto. Sobre lo otro: más bien creo que no has tenido la oportunidad de hacerlo. —La tuve, créeme. Y decidí aprovecharla para un mejor fin. Me acerco a él despacio. Mantengo la respiración baja y la paciencia. Si subo a su nivel, terminaremos gritándonos en el corredor. —¿Qué hiciste? —Pregúntaselo a él, ya que son tan cercanos. —Quiero que me lo digas tú. —No siempre se obtiene lo que se quiere, Emily. —¿Para eso me pediste que saliera? ¿Para pelear conmigo? —No. La verdad es que no quería verte con ese tipo. —¿Nada más? —¿Qué más, Emily? —cuestiona, irritado—. Me pides la verdad y te la doy. ¿Por qué siempre crees que hay algo más? ¿Tan trastornada te dejó Denavritz? Doy un paso atrás. Me duele el pecho por sus palabras, es como si me estuvieran pinchando con una aguja. —No tenías que ser cruel. Lo único que esperaba que dijeras era que querías estar a solas conmigo. Supongo que eso es pedirte demasiado. —Me haces perder la cabeza. Eres invasiva y es desgastante. No tengo la paciencia para soportarlo. —No tienes que descargar tu rabia conmigo. —Entonces júrame que te vas a alejar de Cournalles. No voy a darte razones. —Se adelanta antes de que pueda discrepar—. Me gustaría que lo acates y ya. Es un traidor en todos los sentidos, así que júrame que ni siquiera vas a permitir que él te toque. Júramelo, Emily. Es por tu bien. —¿Por mi bien o porque tú lo quieres y nada más? Siempre estas dándome órdenes. Siempre. Es fastidioso en ocasiones. Es divertido cuando nos incluyen solo a nosotros, no así. —No busco discutir contigo. Confía en mí. Me tomo algunos segundos para pensar. Yo tampoco quiero discutir, no me agrada estar peleando con él, pero no quiero ser siempre la que cede. —Tienes que cambiar esa actitud. No creas que me quedaré callada cada vez que quieras sobreponer tu carácter o que te seguiré a ciegas solo porque eres el rey. Estaba convencida de que esa etapa ya la habíamos superado. —Da un paso atrás, perdido—. Estás acostumbrado a que todos toleren tus groserías. Yo no lo haré. Si eso es lo que debo hacer para seguir viéndome contigo, prefiero que dejemos las cosas hasta aquí. —¿Hablas en serio? La furia en su mirada decae. Ahora más bien luce preocupado, con el entrecejo medio fruncido. No claudicaré. —¿Acaso me ves reír? Cada palabra la digo de verdad. No me enfrenté a Silas para permitir que otro rey me humille a cambio de algunas amabilidades. No lo vale. Le mantengo la mirada con la cabeza en alto, implacable. Se puede morir esperando a que me retracte. Su respiración es pesada, no le gusta que me imponga y no me importa. Si no acepta, volveré al salón y ya. —De acuerdo —cede tras unos segundos—. Siempre arreglamos las cosas negociando. Te ofrezco un trato. Pondré de mi parte para moldear mi carácter y tú, a cambio, te alejarás de Cournalles. Es un trato riesgoso, porque sé que yo sí cumpliré. No sé si él lo hará. Aunque supongo que debo arriesgarme. —Si lo hago, ¿ya no vas a estar más enojado? — cuestiono, y no tarda en asentir—. De acuerdo, lo juro. Hay algo que no me está diciendo y sé que no va a responderme si se lo pregunto. ¿Un traidor en todos los sentidos? ¿En cuáles? ¿Y qué fue eso que hizo con Cournalles? La oportunidad que aprovechó para hacerlo pagar sin tener que asesinarlo. ¿De qué se trata? No tengo nada en este momento, pero obtendré todas las respuestas. Eso es seguro. 28 EMILY —Sabes que esto es nuevo para mí, ¿verdad? —dice Magnus mientras toca los pétalos en mi escote. No nos hemos movido ni un centímetro del pasillo y, desde que hice el juramento, se relajó visiblemente—. Lidiar con el carácter de otras personas me cuesta. Cuando algo no me gusta, solo ordeno que guarden silencio. Siempre soy yo quien manda. Vengo de una monarquía absolutista. Nadie se me puede oponer o imponer. —No veas esto como algo político. —Ese es el problema. Me cuesta. He sido formado para pensar de forma política. No es que te vea como un asunto de Estado, es solo que me estoy adaptando a ti. La mentalidad con la que me educaron no se borra de la noche a la mañana. No me gusta que pienses que soy grosero contigo. Intento a diario darte más de lo que he dado alguna vez. —Es contradictorio. Me pides que me defienda de quien sea, pero si lo hago contigo, te enojas. Yo no soy parte de tu pueblo. No pretendas que me rinda ante ti como has acostumbrado a tus súbditos. Soy mishniana, que no se te olvide. —Lo hiciste en el lago. —Eso es diferente, era otra situación. Allá yo acepté porque así lo quise, aquí tú me estabas obligando. Desvía la mirada hacia el suelo, como si estuviera avergonzado. Lo está. Sabe que tengo razón, que se equivocó, pero le cuesta admitirlo. —Eres maravillosa, Emily, y sé que no soy lo mejor para ti. Estoy lleno de fallos y cometo un error tras otro. Lo seguiré haciendo seguramente, aun con lo mucho que intento no ser un idiota. Lo digo en serio. Ni siquiera trato de ocultar la emoción que esto me causa. Le sonrío sin vergüenza alguna mientras lo miro a los ojos. Es lindo cuando es sincero. Me gustaría que fuera así todo el tiempo. Este es el Magnus que más me gusta. —También soy honesto al decir que el rojo te luce. Creí que no te gustaba. Magnus toca los pétalos que me rodean el escote. No nos hemos movido ni un centímetro del pasillo y desde que hice el juramento se relajó visiblemente. —Cambié de parecer— digo. —Eso veo. ¿Tengo yo algo que ver con ese cambio? —Puede que sea por ti. —¿Puede? —cuestiona, entrecerrando los ojos, y yo asiento—. ¿Es por mí o para mí? —¿Hay alguna diferencia? —Si es por mí, es porque querías impresionarme usando un vestido rojo. Si es para mí, es porque también me das la potestad de quitártelo. Sonrío sin poder ocultar el deseo. —La primera, entonces. Niega con la cabeza, decepcionado de mi respuesta. —Eso no es cierto. —La confianza en su voz me pone nerviosa porque tiene razón—. Y lo sabes tan bien como yo. Ambas, Emilia. Todo lo que hagas es siempre por y para mí. —Eso es bastante arbitrario. Hasta caprichoso. —¿Lo es? Ilumíname. Si solo es por mí, ¿para quién es, entonces? Me quedo en silencio. Quiere que se lo diga, quiere que diga su nombre, quiere ver cómo le doy la razón, cosa que no me apetece hacer ahora. —No me hace nada feliz que no contestes. —Te enojas muy rápido. Ese es un problema al que hay que prestarle atención. —Ya lo has dicho: soy un hombre caprichoso. Su mirada es demandante, exigente. No se va a detener hasta que me escuche decirlo. El verde de sus ojos se ha oscurecido por la negativa. Sé que no me desnudará en medio del pasillo, pero es importante de alguna manera para él que le diga que podría hacerlo si quisiera. Me acerco y tomo su rostro. Sin embargo, mis dedos nada más alcanzan a rozarle la piel antes de que me aparte como si le estuviera haciendo daño. —¿Por qué no puedo tocarte? Ya entendí lo de las cicatrices en tu pecho, pero ¿qué pasa en tu cara? —Simplemente no me gusta. No estoy acostumbrado a que la gente me toque. Se lo permito a mi abuela porque ella no entiende razones. A nadie más. —Me gusta cuando te comunicas. Hace las cosas más fáciles. ¿No crees? Desvía la mirada. No le gusta darle la razón a nadie. —Supongo que a veces debo ceder. —Soy testigo de cómo se le relaja el cuerpo y también de cómo empieza a detallarme de arriba abajo con deseo—. No has contestado mi pregunta. —Ambas. Y no me mires así. La voz me traiciona. Sale tan baja que él puede darse cuenta de lo mucho que me intimida. —¿Cómo? —Se hace el inocente. —Eres un pervertido. —Tú me haces un hombre perverso. Y no te hagas la inocente, que también lo eres. —¿Qué te hace pensar eso? —Puedo hacer toda una lista —musita, mirándome los labios—. Nos vemos cada noche, me permites besarte, tocarte y quitarte la ropa. Usas un vestido rojo para mí, te pones corsés para mí, robas comida para mí y haces juramentos para complacerme. ¿Quieres que siga? —Eres muy arrogante. No me queda otra cosa que decir. Me ha expuesto. —Y tú, una mentirosa —dice, desafiante—. No me gustan las mentirosas. —¿Eso es una amenaza? —Recalco los hechos, nada más. —De ser así, no deberíamos estar cerca, entonces. — Cruzo los brazos a la defensiva. —Sabes perfectamente que no eres capaz de alejarte de mí. Estoy en cada uno de tus pensamientos, Emily. Dios sabe que soy capaz de pasearme por tu mente. Y no te preocupes, tú también desfilas en los míos a cada hora. Es tormentoso, si me lo preguntas, porque debo esperar hasta la medianoche para tenerte. Podría besarlo ahora mismo, podría pedirle que lo hiciera. Podría borrar los centímetros que hay entre nosotros y abrazarlo, pero él sentiría mis latidos desbocados y no es lo que busco. Sentiría mi furor, la energía malsana que desatan sus palabras dentro de mí, las ganas. Está en mi cabeza, en mi piel, y prefiero no seguir para no traicionarme. —¿No deberíamos volver a la fiesta? —digo, apretando las manos para controlar las emociones extrañas que me jalan hacia él—. Indirectamente, es en tu honor. —Quiero estar contigo —dice lo que desde el principio quería escuchar—, quiero hablar contigo. Conocerte. —¿Y qué quieres saber? —Todo lo que me quieras contar. Desde cuándo es tu cumpleaños hasta si quieres tener hijos. —Es el 10 de septiembre y, sí, lo anhelo. No es malo. Aphra Griollwerd me enseñó que no está mal querer hijos o no quererlos. —Así que conoces a la gemela. ¿Tienes nombres? Para tus hijos, me refiero. Tienes cara de planear esas cosas. Me conoce bien, pues los tengo. —Si es un varón, me gustaría que se llame Erick, igual que mi padre. Y si es una niña… —Le dejarás escoger el nombre al padre —me interrumpe—. Es lo justo. —Tienes un punto a favor. —¿Erick? Erick Malhore —repite el nombre como si quisiera aprendérselo—. ¿Se imaginará Erick Malhore que su hija se ve a escondidas con el rey de Lacrontte? —Ruego que no, porque estaría furioso. —¿No soy de su estima? —De la de nadie en mi familia, aunque mi hermana Mia sugirió que te conquistara para que dejaras de atacarnos. —Tengo una aliada, entonces. Debería enviarle una carta para informarle que su plan funcionó. —¿Te conquisté? —¿Tú qué crees? —Se levanta la manga de la camisa para mostrarme que hoy también trae el listón azul atado en la muñeca—. Me gusta estar aquí contigo. Estoy cansado de rechazar propuestas de baile. —¿No te gusta bailar? Niega con la cabeza, apoyándose en la pared que está detrás. —Tengo el presentimiento de que a ti sí. —Me encanta. —¿Quieres bailar conmigo? —Pensé que no te gustaba. —Hay personas con las que vale la pena. Los dedos me hormiguean como si la electricidad me recorriera las venas. Magnus me acelera la respiración, el corazón y los pasos, que me conducen hacia él. —¿Aquí? —pregunto, mirando el pasillo vacío. —Si no, ¿en dónde? —En la fiesta. Quiero que me invites a bailar en la fiesta. —¿Una razón en particular? —Todo lo hacemos a escondidas, pero bailar es algo que podemos hacer en público. —Es que no quiero que te traten mal. Me importas demasiado como para permitir que te traten así frente a mí y no hacer nada al respecto. —¿Por qué me tratarían mal? ¿Por bailar? —Porque sabrían que me importas. —¿Ya no lo saben? —Intento que no. No sé cómo tomarme ese comentario. ¿Qué significa? ¿Que siempre estaremos a la sombra? ¿Solo nos veremos a medianoche? —Magnus, cuando los diálogos de paz lleguen a su fin y me vaya de vuelta a Mishnock, ¿qué pasará con nosotros? —Los diálogos no acabarán ahora. Y no trates de pintar un futuro que no sabemos qué colores tendrá. —¿Qué quieres decir con eso? —No intentes complicar las cosas, Emily. Te lo pido. —Es un baile insignificante. Nada más. —Hagámoslo aquí y listo. Ya lo has dicho: es un baile insignificante. Me quedo congelada porque se me resiente el corazón. Es su negativa la que me afecta. Él dijo que me respaldaría siempre, entonces, ¿por qué un baile le impediría hacerlo? ¿Me protege de algo o simplemente no quiere que lo vean conmigo? Vernos a escondidas es divertido y lo disfruto, pero ¿acaso pido demasiado por querer un baile en el salón como las demás parejas? —¿A dónde vas? —Me toma de la mano cuando intento dar media vuelta. —Al baile. A menos que me quieras decir qué sucede en verdad. —Yo no le doy explicaciones a nadie. Me suelto de su agarre y camino para irme. He cedido a muchas cosas y he aceptado sus términos, pero esto no lo toleraré. La música suena cada vez más alta a medida que me acerco, cruzo la puerta del salón y el ambiente festivo me recibe; no obstante, poco alcanzo a caminar porque Magnus se pone frente a mí, bloqueándome el paso. Ni siquiera escuché que viniera detrás de mí. —¿Te vas a enojar conmigo? Se inclina para que pueda escucharlo por encima de la música. Está calmado, pero no feliz. —Es que no te entiendo. —Yo sí estoy frustrada y no me esmero en ocultarlo—. Es fácil decir las cosas. Así te podría comprender. En cambio, prefieres tomar esa actitud rara y cerrarte. No es sencillo para mí. De la nada me extiende la mano. ¿Ahora sí quiere bailar? Esto es desesperante. —Hazme el honor, por favor. —No hagas nada que no desees. —Deseo bailar con la mariposa roja del salón. ¿Se puede o tengo que llevar a toda la fiesta al mariposario del palacio? —¿El mariposario? —De allá vienes, ¿no? Baila conmigo, Emilia. —No me gusta tener que insistirte. —Te insisto yo ahora. Cuenta saldada. ¿Me acompañas? No me gusta ser débil con él, pero nadie puede culparme. La manera en la que me sonríe, esperando que acepte la invitación; sus hoyuelos, haciéndolo lucir gentil; sus ojos brillando a través de la máscara y la atención que nos hemos ganado en segundos. Con eso no hay forma de que no vaya con él a la pista, así que dejo que me guíe. Magnus me mece al compás de la música y por un momento siento como si solo existiéramos los dos. Todo a mi alrededor comienza a desaparecer a pesar de las miradas que percibo a mi espalda, a mis costados y hasta encima de mi cabeza, si es que eso es posible. —Es la primera vez que bailamos juntos —resalto en un giro. —Ojalá lo hagas bien porque para el ballet eres descoordinada. —Te informo que soy de pies ágiles para otras cosas. —Lo noté mientras te perseguía por el pasillo. Me pone una mano en la cintura y con la otra me levanta el brazo para llevarme a su ritmo. Su tacto es cálido, hermoso, lo que quería. Hoy soy solo una chica bailando con el hombre que le gusta. Dar vueltas y encontrar sus ojos cuando vuelvo a la posición inicial, mirarlo desde abajo mientras me sonríe y saber que soy la única con la que acepta venir a la pista es algo que atesoraré el resto de mi vida. Para mi mala suerte, la pieza dura poco y, después de dos minutos, Magnus asiente con la cabeza como despedida. —No fue tan mal —me susurra—. Fue un placer bailar contigo. Se aleja hacia la mesa principal y no quiero que se vaya. Pienso en Nahomi, en lo que me dijo en esa carta sobre si era capaz de arriesgarme y nadar contra la ventisca o prefería la calma superficial. Sé a dónde quiero ir y con quién. —¡Magnus! —lo llamo con decisión y él se detiene. Puedo escuchar los jadeos de sorpresa de algunas personas y lo comprendo. He cometido una insolencia para ellos: lo he llamado por su nombre. Nada de títulos reales. Me tiemblan las manos y el estómago se me contrae ante la locura que me pasa por la cabeza. No hay marcha atrás. Deseo ver el sol lo más cerca que pueda por un instante, así me ciegue por completo. El rey de Lacrontte se gira para mirarme y yo corro hacia él sin importar quiénes tienen los ojos puestos sobre mí. Sin embargo, cuando estoy a punto de llegar, me detengo, sintiéndome tonta. Magnus se acerca hasta borrar la distancia entre nosotros y deja caer la capucha con la máscara. —¿Ibas a besarme? —pregunta con las manos en la cadera en un gesto arrogante. Asiento y aún noto el cosquilleo en el cuerpo y una tormenta en el corazón. —¿Por qué te has detenido, entonces? —Recordé que no te gusta el afecto en público. —Podría hacer una excepción contigo. Me siento grande… no… me siento gigantesca en el momento en que toma mi rostro y se inclina para besarme frente a toda la fiesta. Las luces parpadeantes de las cámaras se disparan, golpeándonos la cara para capturar el inesperado suceso, y entonces me doy cuenta de que no tengo miedo, no cerca de él. Mueve los labios, ansioso y necesitado, pero también es dulce y preciso. Los sonidos de asombro se levantan como la lava de un volcán en erupción, mientras siento su corazón latir rápido junto al mío. Estoy viendo el sol de cerca y él también se ha cegado. Este beso deja claro que no soy la amante de Stefan, que mi corazón ya se ha desligado de él. Y aunque puedo prever el título escandaloso del periódico de mañana, sé que no me asustará leerlo. —¿Qué voy a hacer contigo, Emily Malhore? —Nada. Solo estamos nadando. 29 EMILY Estoy feliz como pocas veces. Me siento dichosa, viva, enérgica. Ese beso fue de ensueño y no quiero salir de su burbuja. Después de lo sucedido, nadie en la fiesta dijo una palabra. Stefan no ha aparecido en mi puerta y es extraño. Esperaba una retahíla sobre mi traición, pero ha mantenido silencio, como si por fin hubiera aceptado las cosas. La verdad es que no lo creo. Bajo a desayunar tras dejar a Christine perpleja con mi historia. Su cara fue una completa fantasía. Ella ya sabía de mis escapadas nocturnas, pero no imaginó que llevaríamos las cosas a la luz. Cada una de las miradas se posan sobre mí cuando llego al comedor, exceptuando la de Magnus. Él no me determina. Sigue con la vista en su plato, como si no hubiera advertido mi llegada. Lerentia me sonríe y Francis me mira apenado. Lorian parece feliz esta mañana, igual que sus padres. Ingellus me regala su seriedad de siempre y Stefan parece dolido. —Buenos días, señorita Malhore —habla Aldous, emocionado, igual que un niño que sabe que pronto será su cumpleaños—. Es para mí un placer verla esta mañana. Está radiante. ¿No lo creen? —pregunta al resto de la mesa. Nadie contesta—. Bueno, yo sí lo creo. Siéntese, por favor, háganos el honor de tener su compañía en el desayuno. ¿Qué sucede? Es inquietante el silencio de todos y el regocijo de Aldous. Tomo asiento despacio, casi como si la silla estuviera remendada y fuera a partirse a la mitad en cualquier momento. —Cuéntanos, Emily, ¿cómo amaneciste? —Aldous sigue siendo el único que habla. —Majestad —interviene Ansel—, por favor, no haga esto. ¿Hacer qué? ¿De qué hablan? Atelmoff aparece minutos después, agitado, y mis alarmas se encienden al verlo llegar. Se detiene abruptamente al ver que estoy sentada y se reacomoda la chaqueta, tratando de lucir sereno. —Buenos días a todos. Lamento aparecer tan tarde. — Sus disculpas suenan nerviosas, apresuradas—. Querida — se dirige a mí—, venía a pedirte que me acompañaras a desayunar en mi habitación. No me encuentro bien y tu compañía me resultará agradable. —¡No! —exclama el rey Sigourney—. No te la lleves. Es evidente que todavía no ha leído el periódico. —¿Qué periódico? —Encuentro la voz por primera vez, atravesando con la mirada al infeliz de Aldous. —Fue lo primero que debiste hacer al despertar —dice Lerentia con una felicidad que me asusta—. De cualquier modo, debiste saber que saldrías en primera plana. Toma el diario que hay a un lado de su plato y me lo extiende. Ahí me doy cuenta de que varios lo tienen. Francis, Lorian, Ansel, Aldous y la reina Magda. Se me cierra el estómago y cuando leo el titular el mundo se cae a mis pies… igual que muchas otras veces antes. A La historia falsa de amor yer fuimos testigos de un suceso sin precedentes. No hubo otra cosa de la que se hablara anoche que no fuera el beso entre el rey Magnus y a la que todos llaman “la querida del rey Stefan”. Un beso que tuvo lugar poco después del discurso del rey Everett por la inclusión del líder máximo de Grencowck en los acuerdos de paz. Fue un espectáculo que se robó las miradas y conversaciones de todos, pero ¿qué pasaría si les dijéramos que de verdad fue solo un espectáculo? Las teorías y rumores se salieron de control. Muchos afirmaron que había una relación entre ellos, lo cual sería un escándalo monárquico. Por esta razón, el soberano de Lacrontte vino a nosotros para aclarar el asunto y ahora nos vemos en la obligación de arruinarles el sueño a las jóvenes que creían que algo así era posible. El rey nos confirmó que esto no fue más que un teatro. Fue difícil de creer al principio. Sin embargo, ¿cómo cuestionar sus palabras? Es un gran actor, sin duda. Somos capaces de prever las obras que se realizarán basadas en esto. ¿Y cuál fue el fin de la actuación? Bueno, Emily Malhore es la otra parte de esta historia. Ella es una plebeya mishniana. La unión de sus labios fue una representación de la unión de naciones. Un rey dispuesto a acabar con la guerra es capaz de besar a una antigua enemiga para demostrar que ahora ve a su pueblo como un igual. No frunza el ceño, mi estimado lector, también creemos que es algo rebuscado, pero es la información que obtuvimos. El beso con la joven Malhore no fue más que un buen consuelo para todos. Lástima que solo haya sido una farsa. «El romance no es algo en lo que esté interesado en este momento». Esas fueron las últimas palabras del rey de Lacrontte. Ahora queda una pregunta en el aire y es: ¿cómo permitió el rey Stefan que otro hombre besara a la mujer dueña de su mundo, así fuera todo parte de una mentira bien planeada? Me falta el aire, la vida misma. El corazón se me hace chiquito y amenaza con desaparecer. Me pican los ojos, no sé si de rabia o dolor. Soy como un animal de circo. Todos me observan, deleitándose con mi reacción. ¿Un teatro? Es lo más ridículo que he leído. Yo lo sentí y él también. Ese momento fue real y ahora no puede decirme que todo fue un espectáculo para mostrar humildad. Es sencillamente absurdo. Además, Magnus es una persona que se jacta de que no le importa la opinión que los demás tengan de él. ¿Por qué salir a inventar esto para evitar las especulaciones? Nada de esto tiene sentido, a menos que… se avergüence de mí. ¿Era esa la razón por la que no quería bailar conmigo en la fiesta? ¿Por la que me pidió que saliera para hablar conmigo? ¿Por la que solo nos vemos a escondidas? —¿Hay algo que quiera decir, majestad? —Aldous le pregunta a Magnus, quien por fin levanta la cabeza. —El periódico es claro. —Su tono no deja espacio a discrepancias. Es formal, serio, cerrado—. Entre ella y yo no hay nada y no lo habrá. No tengo nada que agregar. Siento una bala en el pecho, una bala caliente que me atraviesa sin piedad. Si ayer me sentía grande, hoy me siento diminuta. No soy más que una hormiga. Las lágrimas me arden cuando lucho por no dejarlas escapar. Una parte de mí me pide que le dé el beneficio de la duda, pero la otra grita que vea las cosas como son en realidad, que no sea tonta, que no le permita hacerme esto. —Parece que ella no lo sabía. —Es Lorian. —Alteza, no se una usted a este ataque —pide Ansel, la única persona en la mesa que sale a mi rescate. Y es que yo no soy capaz de decir nada. ¿Qué diré? ¿Que lo sabía? ¿Que no se me está rompiendo el corazón en este momento? Soy incapaz de replicar. —¿Por qué? ¿Saldrá usted a besarla en la próxima fiesta también? —Vámonos, querida. —Atelmoff me quita el periódico de las manos y me toma del brazo para que me levante. La silla chilla cuando la arrastro para escapar. La salida parece estar tan lejos como Mishnock. Cada paso es una tortura, pues siento sus ojos sobre mí. Al salir, tomo bocanadas de aire como un pez fuera del agua. Podría desfallecer en cualquier momento. Atelmoff me aprieta una mano, me da aliento en silencio y me observa con la solidaridad de un padre. Lo sigo escaleras arriba hasta mi habitación, en donde nos encerramos. —Debe haber una explicación para esto —asegura, mientras yo me meto a la cama como si las sábanas pudieran deshacer lo que ha pasado. —¿Cuál? —Estoy enojada. No con él, sino conmigo por ser tan estúpida—. Ya dejó claro que no hay nada entre nosotros. —Deberías escucharlo primero. —Es que no quiero porque sé que le creeré lo que diga. ¿Entiendes? Soy una tonta, Atelmoff. No quiero ser una tonta. —No hay nada de malo en creerle si lo que dice es verdad. —Me dejó como una mentirosa frente a todo Cristeners. Y luego en la mesa fue frío y permitió que se burlaran de mí. Él se burló de mí. ¿Por qué lo defiendes? —Porque lo conozco. Él no es malo, Emily. Su forma de interceder por el rey de Lacrontte me resulta extraña, sospechosa. ¿Qué es lo que ambos ocultan? —¿Por qué Magnus hizo una reverencia ante ti ese día, Atelmoff? —Eso no importa ahora. Y no te rompas la cabeza tratando de entenderme. En algún momento lo sabrás. Sinceramente ahora no estoy en condiciones para tomar el papel de investigadora. —Me gustaría ver las cosas como tú las ves. Él dijo que siempre me respaldaría y no lo hizo. —No tengo las respuestas, querida. —Se sienta en el borde de la cama y me acaricia la cabeza como si estuviera febril—. Sé que vendrá. —Es absurdo lo que dice el diario. —Lo es. Por eso sé que algo sucede. No te aflijas, querida. Lo tendrás en tu puerta con una explicación. De eso estoy seguro. Pues yo no quiero verlo. Ni hoy, ni mañana, ni en una semana. **** Atelmoff se ha quedado conmigo toda la mañana. Ha tratado de distraerme para que no derrame ni una sola lágrima. Ni siquiera sé qué hora es y no me molesto en averiguarlo. Un guardia nos avisa que afuera se encuentra Ansel Cournalles y que quiere verme. Ambos nos miramos confundidos. ¿Para qué ha venido? —¿Quieres hablar con él? —me pregunta, dispuesto a dejarnos solos si digo que sí. —¿Debería? —Eso solo lo sabes tú. Magnus me hizo jurarle que no permitiría que ese hombre me tocara. No le agrada en lo más mínimo, pero él me dejó frente a la mesa como una idiota, así que no tengo por qué obedecerle. No merece que le cumpla ninguna promesa. Ansel entra a la alcoba y se queda en la puerta como si temiera la escena que va a encontrar. —Emily. Señor Klemwood —nos saluda inclinando la cabeza—. Espero no haber sido inoportuno. Venía a invitar a Emily a dar un paseo. —No me está permitido salir del palacio —confieso. —Siempre se puede dar un paseo por los viñedos. —No suena mal. —Atelmoff me mira cómplice—. Deberías ir. Yo los dejaré para que salgan. Se apresura a marcharse, dejándome sola con el noble de ojos grises que me sonríe. Lo sigo por el corredor, las escaleras y el pasillo que da al jardín. —Me disculpo por el rey Aldous. —Borra el silencio a medida que nos acercamos a la puerta—. Es un… —Se queda en silencio, calculando si es prudente lo que dirá—. Bueno, no es un caballero. —Es un estúpido. —No puedo repetir esas palabras. Es mi rey y es delito injuriarlo. ¿Te encuentras bien? Es lindo que se haya tomado el trabajo de venir a ver cómo estoy, aunque al mismo tiempo es bochornoso. Magnus me las pagará por esto. —Lo estoy. No te preocupes. —Sé que entre ustedes dos hay algo. Dejo de caminar. Soy demasiado obvia, como siempre. —¿Por qué crees eso? —Finjo una calma que no poseo. —Porque te besó. Lo conozco. No besaría a nadie que no le gustara. ¿Acaso Magnus lo envió o por qué toma el papel de defensor? —Pensé que no te agradaba. —Solo digo la verdad. Él no es una buena persona. Es engreído, petulante. Pero le gustas. Esa es la única explicación para que no sea así contigo. A cualquier otra mujer la hubiera dejado allí de pie. Ya lo hizo conmigo una vez en el cumpleaños de su abuela. Sé que le atraigo, de eso no tengo duda. Sin embargo, tengo la sospecha de que se avergüenza de mí. Él se ha pasado su vida odiando a los mishnianos y yo soy una plebeya mishniana, una que le atrae, pero le cuesta aceptarlo en público. Soy consciente de que somos enemigos, nos han enseñado a odiarnos, no deberíamos estar cerca, pero, a pesar de eso, yo nunca, nunca, lo negaría o fingiría que no hay nada entre nosotros. Jamás lo lastimaría de esa forma. —¿Te puedo hacer una pregunta, Ansel? —Asiente—. Cuando Magnus descubrió que eras un espía. ¿hizo algo en tu contra? Ya llegamos a los viñedos. El paisaje se viste de uvas, hojas y un sol ardiente que nos obliga a sentarnos bajo las carpas de las mesas de té. Él se recuesta en la silla y me mira con una sonrisa traviesa en la cara. —¿Te dijo algo? —No mucho, por eso te lo pregunto. Lo duda, lo piensa. Le cuesta soltar lo que sea que trae atorado en la garganta. Me mira y luego se observa las manos. —¿Me permites quitarme la camisa? —La petición me paraliza y él lo nota—. Es para mostrarte lo que hizo. Asiento, expectante y temerosa. Ansel empieza a desabrocharse los botones y luego se levanta y se da media vuelta para enseñarme su espalda. Me quedo perpleja. Hay una cicatriz que abarca toda la zona. Es una M. ¡Una M! No sé con qué se lo hizo y no quiero preguntar, pero lo marcó con su inicial. Es extraño, por no llamarlo de otra manera, que haya hecho lo mismo que le hizo Aldous: dejar huellas violentas en su piel. —Ansel, cuánto lo siento. ¿Qué otra cosa puedo decir? Voy hacia él y le pregunto si puedo tocarlo. No tarda en decir que sí. Parece no estar tan afectado, aunque puede que sea un gran actor. Las líneas abultadas de las cicatrices se sienten como pequeñas montañas. Las sigo de un extremo a otro sin poder creer todavía que esto lo ha hecho el hombre con el que me he visto todo este tiempo. —Esperamos no estar interrumpiendo. Nos giramos como un par de animales alumbrados por los faros de un automóvil al escuchar el tono divertido que envuelve aquella intervención. Es Aldous y no está solo. Stefan, Everett, Lorian, Francis y Magnus están con él. No me centro en nadie más que en el rey Lacrontte, en la mirada iracunda que intenta disimular, en sus pómulos tensos y la postura rígida. Me vio hacer lo que le juré que no haría y no me importa. Él arruinó las cosas primero. —¿Qué diantres se supone que están haciendo? —Stefan es el primero en intervenir sin que le importe la presencia de su suegro—. ¿Podría vestirse, conde Ansel? No creo que haya venido para esto. —Me disculpo —afirma él, haciendo una reverencia antes de ponerse la camisa—. Todo es mi culpa. Yo fui quien se desnudó. —No vimos a la señorita Malhore disgustada por ello. El veneno del rey de Cristeners me sofoca. Detesto a ese hombre y a su hijo. —Rey Magnus —lo llama Aldous para captar su atención —, ¿qué opina usted de este incidente? —¿Qué tendría que opinar? —contesta con indiferencia. —De seguir así, saldrá mañana en el periódico que hay una nueva pareja en el palacio —dice Lorian con su particular y asquerosa cizaña. —No suena mal. Ayudaría a erradicar los rumores de que tengo intenciones románticas con ella. Lucho por mantenerme en mi puesto y no echar a correr como quisiera. Me ha herido profunda y dolorosamente. Fue lo que afirmó Nahomi: debía tener cuidado con las enredaderas. ¿Y qué esperaba de este hombre si él mismo dijo que no podía prometer que no me lastimaría? —Entonces deberíamos seguir con nuestra conversación. Aquí no hay nada que nos interese. —Lorian habla alegre, regocijado por la escena. —Cuando termine la reunión, Ansel —le habla su rey—, te espero para conversar. Bueno, si es que la señorita te deja marcharte. —Me gustaría que me respetara, majestad —replico, ya cansada de esta tontería—. No hacíamos nada malo. Eran peores las cosas que usted me ofrecía en Grencowck. ¿Se le olvida? Porque yo lamentablemente las tengo frescas en la memoria. —Más le vale que no sea insolente conmigo. Yo no le perdonaré ninguna ofensa, así que cierre la boca si no quiere meterse en problemas. Escondo las manos en el vestido para que nadie note que las aprieto. No puedo replicar. No tengo respaldo. Soy una plebeya contra un rey. Contra cinco reyes. Porque sé que ninguno abogará por mí. Ahí va otra promesa perdida de Magnus. 30 EMILY Mereces todo lo bueno que la vida pueda ofrecerte y aun así ella quedaría en deuda contigo. Magnus VI Lacrontte Hefferline Esa es la nota que recibí hace una hora. Debí tirarla, pero no pude. Sin embargo, me he armado de valor y he sido imbatible. Es medianoche y los guardias lacrontters ya han venido dos veces a decirme que su rey quiere verme, pero las dos veces los he mandado a contar granos de arroz. No sé en dónde están mis guardias. Por primera vez los extraño y por primera vez también creo que los sobornan con dinero. Estoy empezando a trenzarme el cabello para dormir cuando de repente la puerta se abre y se cierra con un estruendoso golpe. Magnus ha entrado en mi habitación. Ni siquiera me mira. Va derecho al ventanal y cierra las cortinas con enojo. —¡Qué sorpresa! —Abre los brazos igual que si tuviera el papel principal de un drama trágico—. Pensé que te encontraría con tu amigo Cournalles. —¿Qué haces aquí? — No me muevo. No quiero darle ni la más mínima reacción—. Vete de mi alcoba. —Tú y yo vamos a hablar. Vamos a mi habitación. Al lado tienes a Denavritz y podría oírnos. No me hagas perder la paciencia que sabes que no tengo. —El que no escucha eres tú. No iré contigo a ningún lado. Eres un mentiroso. No hablaré contigo. —Emily, es la última advertencia. —¿Me adviertes? ¿Tú me adviertes? ¿Con qué derecho? Ya está todo claro. No hay nada entre nosotros y, ¿sabes qué?, funciona para mí, así no tengo que devanarme la cabeza cuidando lo que hago para que no te enojes. Sigue con tus acuerdos, toma las decisiones que quieras y luego vuelve a tu palacio. Suspira con una sonrisa incrédula que es ofensiva. Estoy harta de que se ría en situaciones así, de que no me tome enserio. —¿Es eso un regaño? —pregunta, poniendo las manos en la cadera—. Porque no sirve conmigo. —No me interesa lo que pienses. Ya dije lo que tenía que decir. No debí confiar en ti. Eres malo conmigo. Sabía que esto pasaría y aquí está. Ya pasó. Parece darse cuenta de su comportamiento. Sus hombros caen y me mira mucho menos enfadado. —No pretendo ser malo contigo. —Se acerca a mí, lento, cuidadoso—. Puedo serlo con todos, pero no pretendo ser así contigo. Solo hablemos. Si no te levantas, te cargaré fuera de aquí. Me quedo en mi lugar. No quiero que me toque y tampoco quiero irme con él. —Te explicaré lo del periódico —insiste cuando no obedezco. —Es obvio que te avergüenzas de mí. Levanta las cejas y jadea, incrédulo. No me voy a tragar su papel. Se pone las manos en la cintura y me mira, procesando lo que acabo de decir. —De todas las conclusiones a las que pudiste llegar, ¿fue esa por la que te decantaste? —Es la más lógica. —Pues al parecer la que no tiene mucha lógica eres tú. No me avergüenzas en lo más mínimo. —¿Y entonces qué quieres que piense? Me humillaste. —Y por eso te pido unos minutos. No hagas esto más difícil. —¿Yo soy la que lo hace difícil? —replico con los dientes apretados—. Por un momento en tu vida, deja de ser tan descarado. No puedes arruinarlo y esperar que las personas se alegren porque les dices un par de palabras. —Dijiste que las cosas eran más sencillas cuando había comunicación. Déjame hablar, entonces. Si no salimos de aquí, no vamos a arreglar esto. Dame al menos veinte minutos. Suspiro, cansada, frustrada, irritada. No se va a mover. Así me acueste a dormir, sé que no se irá. —Diez. Y cuentan a partir de ahora. Me bajo de la cama y le paso por el lado. No lo toco, ni siquiera lo rozo. No me agrada en lo absoluto hoy. Voy por el pasillo, él me sigue, y al llegar a su alcoba me siento directo en el sillón para mantener la distancia. —Es por Sigourney. —No tarda en decir después de cerrar la puerta—. Todo esto es por Sigourney. Él no puede saber que me gustas o hará algo contra ti. Tú ya lo conoces y no quiero que te lastimen por mi culpa. Desde que llegó he estado distante porque no quiero que vea que me importas. —¿Esperas que me crea eso? —Cruzo los brazos—. Si fuera cierto, no me hubieras besado en la fiesta. Sabías que nos vería. —Me dejé llevar. —Se para frente a mí y veo que ya tiene la cara roja de irritación—. En la maldita fiesta me dejé llevar y no pensé en las consecuencias. Tenía que arreglarlo y lo único que se me ocurrió fue hablar con el diario para cambiar la situación. Fue un desastre, ya lo sé, pero fue por ti. Te cuido. —¿Esa es tu manera de cuidar a las personas, Magnus? ¿Por qué no me dijiste lo que pensabas hacer? Así no habría quedado como una ingenua engañada en el comedor. —Y me arrepiento de no haberlo hecho; sin embargo, necesito que entiendas que no podía salir en tu defensa. Tenía que hacerle creer que no me importaba lastimarte, pero claro que me importa. Mira lo que pasó en el viñedo. ¿Crees que aparecimos por casualidad? El maldito Sigourney nos llevó por ahí justo para que te viera con Cournalles y para estudiar mi reacción. Eso fue algo planeado y ese maldito es su cómplice. Eso tiene sentido. Ya se me hacía extraño que se pasearan por ahí de la nada. Era demasiada coincidencia. Aunque Ansel ha demostrado ser amable. Me defendió de su rey en el comedor. ¿Eso también fue armado? —¿Y las marcas? Vi tu inicial en su espalda, Magnus. —Es un traidor. No me arrepiento en lo más mínimo. Emily, no me gusta que te enojes conmigo —continúa con la expresión más sincera que le he visto hasta ahora. Sus ojos buscan redención—. No tolero tu ausencia, tu rechazo. Me acostumbraste a ti, Emily. Soy honesto. No puedes decir que no quieres verme y pretender que lo acepte. No lo soporto. Lo aborrezco. Lo desprecio. ¿Por qué no puedo ser más fuerte con él? ¿Por qué tiene que ganarme tan rápido? Le creo. —No vuelvas a hacer algo así. —Mi rabia mengua y se siente en mi voz—. Promételo, Magnus. —Yo no le hago promesas a nadie. Y aquí vamos de nuevo. Otra vez las murallas. —Entonces tendré que irme. —Si te quieres ir, puedes hacerlo. No te obligaré a quedarte. Me levanto de la silla, pero Magnus no se hace a un lado. Su cuerpo refleja tensión y me mira con unos ojos oscurecidos. Puedo ver cómo lucha contra su orgullo. —Podría decirte muchas cosas. —Me bloquea el camino cuando trato de moverme—. Podría decirte lo que quieres escuchar, solo que soy así. —Explícate —espeto, impaciente. —Quiero que te quedes. —Le cuestan las palabras como si tuviera un puñal clavado. No es nada romántico, sino que habla con furia, con desesperación. No le gusta dar su brazo a torcer—. No soy el hombre cálido que sé que esperas. Es algo que no puedo cambiar. No soy amante del afecto, así que no sueñes con que me convierta en un maldito Denavritz. ¿Por qué tenía que mencionarlo? Lo último que quiero es un hombre igual a Stefan. Yo solo lo quiero a él. Justo cuando voy a refutar, levanta el índice para que me mantenga en silencio. Se lo otorgo. —No me interrumpas cuando estoy hablando. Eres frustrante. —¿Y crees que tú no? Todo el tiempo debo tener cuidado con lo que digo o hago solo para que no te cierres conmigo. —¿Qué te has creído tú con esos ojos cafés y esos vestidos de jardín? Si te doy una orden, la acatas. —Me toca el pecho con un dedo, señalándome—. Vienes aquí y acabas con mi paciencia para luego marcharte cuando lo que quiero es que te quedes. Es increíble la facilidad que tiene para revolucionar mis emociones. —¿Y es tan difícil decirlo? Esperaba cualquier reacción excepto que sonriera. Y, como el misterio que es para mí, empieza a hacerlo y luego a reírse a carcajadas como quien ha sido derrotado y acepta la pérdida. —Quédate conmigo esta noche, Emily —me pide con una voz suplicante que podría convencerme de aceptar cualquier cosa. No le contesto, pero asiento una, dos y tres veces—. Entonces sonríe, que en estos momentos me estoy sintiendo como un imbécil. Eso también se lo otorgo. —¿Vas a dormir conmigo? Solo dormir, te lo aseguro. ¿Dormir con él? No lo había pensado. Es más, hace unos meses me hubiera parecido la cosa más imposible del mundo. Y lo cierto es que no me molesta la idea, aunque siento que sería arriesgarme a perder el control, pero quiero tomar ese riesgo. —Acepto si me llevas a la cama. —Enseguida caigo en la cuenta de cómo sonó eso—. Es decir, que me… —Te entendí. No te preocupes. Se inclina y me toma de la cintura. Me levanta y me sostiene las piernas con el brazo que tiene libre. Me carga hasta la cama, que, para mi pesar, está demasiado cerca y me suelta con rudeza, así que me golpeo contra el colchón. —No fue mi intención. No había hecho esto antes. —¿Por qué? —Lo miro, curiosa, mientras me arrastro por la cama para acomodarme. —Demasiado romántico para mi gusto. —Se arrodilla a mi lado. Siéntete afortunada de ser la primera. —Entonces, ¿por qué lo haces si no te gusta? —Porque sé que a ti te gusta. Me lo has pedido. Es obvio, ¿no? —Pues acabo de descubrirlo. Nunca me habían llevado así a la cama. —Entonces es nuestra primera vez. —Siempre me dijeron que no sonreías, pero lo haces todo el tiempo. —Sonreír es sencillo cuando estoy cerca de ti. La emoción que me recorre el pecho no es normal. Se abalanza sobre mí y me agarra de las caderas para levantarme de la cama y sentarse luego en el espacio que mi cuerpo deja vacío. —Ese es mi sitio. Si quieres estar aquí, tendrá que ser encima de mí. Me lleva hacia él, obligándome a sentarme a horcajadas sobre su pelvis. Instintivamente le rodeo el cuello con los brazos y él me sostiene de la cintura. Su respiración se une con la mía y juro que cada cosa que experimento a su lado es maravillosa. Decidido, se me acerca a la boca y comienza a besarme con deseo. Es ágil y contundente. Sus brazos fuertes me aprietan contra su pecho, sus labios encajan con los míos y algo empieza a crecer debajo de su pantalón. —Estás volviéndome loco, Emilia. —Sus palabras se me pasean por la piel en el instante en que desciende hacia mi cuello, inhalando mi aroma—. Es difícil tenerte cerca y estar tranquilo. —Magnus. No haré nada sin estar enamorada. Me cuesta concentrarme, pero sé que, si no hago la advertencia ahora, será difícil después. Levanta la cabeza para mirarme. Tiene la frente arrugada y la mirada perdida, como si acabara de descubrir algo. —¿Entre Stefan y tú nunca ocurrió nada? —Niego, exponiendo una verdad de la que no habíamos hablado—. ¿No estuviste enamorada de él? —Sí, es solo que... —Busco las palabras correctas—. Supongo que el destino sabía que no era el indicado y por eso jamás pasó nada. —Es algo que me hubiera gustado que me dijeras. ¿Eres consciente de la manera en que te he hablado todo este tiempo? —No tengo ningún problema con lo que me has dicho hasta ahora. De ser así, habría protestado. —Yo sé que de inocente no tienes mucho. Si supiera que es algo que nada más sale con él. —¿Te puedo preguntar algo? —No son muy buenas las cosas que se me pasan por la cabeza, pero tengo curiosidad. Magnus asiente y trago fuerte antes de continuar—. Soy consciente de que tú ya has estado con una mujer. —Nunca se me olvidará lo que Vanir iba a hacerle cuando entré a su oficina—. Y quería saber qué se siente… ya sabes. —¿Acostarse con alguien? —Inclina la cabeza para buscar mi mirada cuando yo la aparto—. Si vamos a hablar de esto, no debes tener vergüenza. Vuelvo a sus ojos, dos iris que penetran los míos. Creo que nunca me acostumbraré a la ferocidad de su mirada. —Es placentero —responde con una sonrisa—. Muy placentero. Un acto carnal. —¿Y ya? Es íntimo, también. —Depende de la perspectiva. Las personas pueden verlo y vivirlo de muchas maneras, no solo desde el lado romántico en el que sé que tú habitas. Hay quienes buscan placer, no sentimientos. —¿Y tú ahora mismo solo estás buscando placer conmigo? —Si solo buscara eso, ya me habría rendido, ¿no lo crees? Sacas una paciencia en mí que no sabía que tenía. Me encanta estar contigo. Podría repetirlo mil veces y aun así me parecería increíble. ¿Eso significa lo que creo que significa? Quiero que sea lo que pienso. Lo miro fijo a los ojos, ellos pueden darme la respuesta que busco. Sé que no. No está aquí solo en busca de placer. —¿Y nunca tuviste nervios o dudas? —Comienzo a sacar todas las telarañas que me carcomen la cabeza, dejándole ver mis temores—. Me da miedo que cuando me desnude pienses en alguien más. Que me veas y digas que me falta aquello que tenía la anterior. —Yo nunca pensaría en otra persona mientras estoy contigo. Nunca lo he hecho. Levántate —pide, autoritario— y camina de un extremo de la habitación al otro. Seguro se me nota la confusión, pero obedezco y marcho ante sus ojos. —No pensé en nadie más mientras te miraba. —Se pone de pie y se aproxima a mí. Me toma del mentón y me besa, metiendo su lengua en mi boca, posesivo. Le rodeo la cintura con las piernas cuando me levanta—. Hemos estado en salas llenas de gente y yo solo te he mirado a ti. Es como si no existiera nadie más, solo tú. Esta vez soy yo quien lo besa despacio y firme. Siento su olor, su respiración en la cara y la suavidad de su cabello al enredar los dedos en él. Magnus Lacrontte es toda una experiencia. Es mi experiencia. —¿Cuántas inseguridades tienes, Emily? —Más de las que quisiera. —Dime la más grande. —Siento que no soy suficiente para nadie. —Me escondo en su cuello con tristeza. —¿Eso se debe a lo que ocurrió con Stefan? —Las palabras vibran en su garganta. Asiento, negándome a decirlo en voz alta. Sin embargo, él lo sabe. Conoce algunos de mis miedos. Me he abierto y le he mostrado muchas cosas. Espero que sepa apreciarlo. —Míranos en el espejo —me pide, y yo llevo la mirada al vidrio. Magnus se ve imponente, erguido y fuerte. Desearía verme igual, pero en este momento dudo. Dudo de mí y no me gusta. Daría lo que fuera por arrancarme esa inseguridad que empieza a crecer en mí. —Eres suficiente para mí. Se me llena el corazón como si miles de mariposas hubieran entrado de golpe, como si la brisa aliviara mi cuerpo en una noche calurosa, como si todo de repente fuera posible. Quisiera repetir este momento una y otra vez hasta cansarme y me parece imposible que me canse algún día. Me guía hasta la cama dado mi silencio y, sin soltarme, se sienta. Yo continúo a horcajadas sobre su cuerpo, mirándolo de frente. —Desearía olvidarme de todo y sentirme segura, libre. Parece que la vida lo ve como una opción descabellada. —Quisiera quitarte cada uno de tus miedos, Emily. El problema es que solo tú puedes hacerlo. Aun así, estoy dispuesto a ayudarte. —¿Cómo puedo deshacerme de ellos? —Lo descubriremos a su tiempo. Por ahora necesito que me prometas que no vas a permitir que nada de lo que Denavritz haga te afecte. Ya no son juramentos. Pasamos a las promesas. Me parecen mucho más bonitas. —Lo prometo. —¿Quieres conocer un atisbo de lo que se siente estar con una persona? —¿De qué hablas? —No intento ocultar mi confusión. —Dijiste que querías olvidarte de todo y yo puedo ayudarte a que eso ocurra y te relajes. Ni siquiera voy a tocarte en lugares que consideres inapropiados y te juro que mantendrás tu ropa puesta. Es solo una invitación, no te sientas obligada a aceptar. —¿Cómo sería eso? —inquiero, tentada. Magnus me agarra la cadera con las manos y me mueve despacio hacia adelante y hacia atrás sobre su pelvis, haciendo que mi entrepierna se roce con su erección. El movimiento me excita tanto que jadeo. No puedo creer que sea posible sentir algo así. —Será solo eso, lo prometo —asegura, satisfecho con mi reacción. Lo dudo un segundo. Ese es un paso gigante desde mi perspectiva. ¿Quiero darlo con él? Sí, quiero darlo con él. —De acuerdo. Magnus me pide que me levante y se desabrocha el pantalón. Lo baja un poco, lo suficiente para dejar su ingle libre, pero, por supuesto, cubierta por su ropa interior. Luego se acuesta completamente y me deja sentada sobre su pelvis. Pone una mano entre ambos, se acomoda el miembro y me pide que busque la mejor posición encima de este. Lo hago hasta conseguir que mi punto más sensible quede contra él. Luego, vuelve a mecerme para que la fricción haga de las suyas. Y sucede. La magia aparece. Es de las cosas más extrañas que he hecho en mi vida, pero no voy a negar que es muy placentero. —Puedes cerrar los ojos, si lo deseas —dice desde abajo. Lo hago. El roce es estimulante, electrizante. Sus manos grandes me agarran con firmeza, guiando el movimiento en busca de mi satisfacción. El cabello me cae hacia adelante a medida que me dejo llevar. Siento la dureza de su erección y la humedad que se forma en mi ropa interior. —¿Quieres que hagamos a un lado lo que nos estorba? — propone de repente. Abro los ojos, asustada, intentando entender a qué se refiere—. Te quedarás con tu bata. Solo que ahora estaremos piel contra piel. Y no te preocupes: estoy en constante revisión con el médico del palacio. No me cuesta demasiado comprender lo que quiere hacer: deshacerse de nuestra ropa interior. ¿Debería? Es decir, lo veré. No, mejor aún, lo sentiré. Y claro que quiero hacerlo a pesar de que las mejillas se me calienten de vergüenza al asentir. —Está bien. —Es lo único que alcanzo a decir. Parece que, una vez que empiezas, no quieres acabar hasta conseguirlo. Magnus me pide que me levante de nuevo y quedo de rodillas. Sus manos van por debajo de mi vestido hasta el elástico de la prenda de la que se quiere deshacer. Me la baja por los muslos y me la saca por cada pierna. Luego hace lo propio con la suya, liberando su erección. No puedo quitarle los ojos de encima. Soy incapaz. Lo observo tan curiosa como nunca lo he estado. Veo su grosor, su tamaño, su forma, las líneas de sus venas y la punta rojiza que ahora apunta hacia su ombligo. Lo veo. Lo veo todo. Y disfruto de lo que observo mientras siento palpitaciones en esa zona de mi cuerpo, así como la expectativa y las ganas de tocarlo. —¿Algo que decir? —pregunta al ver mi especial atención a esa parte de él. —Lo siento. Es solo que yo nunca... —Me quedo en silencio ante la tontería que iba a decir. —Lo entiendo. —Me guiña un ojo—. Todo tuyo, Emily. Desciendo lento y el corazón me late tanto que estoy segura de que Magnus puede escucharlo. Me siento encima de él y la sensación es completamente diferente. Siento su dureza, su calor. Me remuevo hasta acomodarlo en mi centro. Es extraño. Incómodo, tal vez. No me acostumbro al tamaño ni a tener algo entre las piernas. Sin embargo, debo admitir que así es mucho mejor. Nada nos separa. Él me mueve y yo lo hago también. Me apoyo en su pecho, buscando soporte, mientras llevo la cadera al frente y atrás, persiguiendo el placer. Magnus gime de repente y me paralizo. Es un sonido ronco, varonil y gutural que me eriza la piel. —Esta no fue la mejor idea —susurra con los ojos apretados. Estoy a punto de levantarme cuando él me mira y me sostiene de la cadera para impedírmelo. —No es lo que supones, Emily. Yo también lo estoy sintiendo. ¿Entiendes? Hablo de que debo tener mucho autocontrol. Si te mueves sobre mí, me estás estimulando. Es todo. —¿Quieres que me detenga? —No, Dios, no. No hagas caso a nada de lo que diga. Es en serio. Tú sigue. Retomo la marcha, despacio. Es una aventura, un descubrimiento que me hace gemir un poco más alto a medida que incremento el ritmo. Magnus vuelve a cerrar los ojos y abre la boca. Sus jadeos se mezclan con los míos. Se mueve inquieto debajo de mí, luchando contra lo que le hago sentir. Se aferra a mi bata y empuja la pelvis hacia arriba. —Bésame —me ordena y, sin dudar, voy a su boca y me estampo contra ella sin dejar de moverme. Voy rápido y él también. Se queja de placer entre respiraciones pesadas, y se esmera por ayudarme a conseguir lo que quiero, pero yo deseo algo más y estoy decidida a dar el paso. Me bajo los tirantes de la bata y la prenda me cae hasta el abdomen, enseñándole esa parte de mi cuerpo que aún no había visto. Magnus me mira. Tiene las pupilas dilatadas y los ojos llenos de lujuria. Sonríe con un gesto perverso que por alguna razón me satisface. No tarda en levantar las manos y tocarme. Es increíble. Me acaricia y se endurece más antes de acercarse y, como un depredador, meterse mi pecho a la boca. Ni siquiera sé cómo describir lo que siento ahora. Es maravilloso. Su boca me toma con rabia y mimo al mismo tiempo. Va de uno a otro y regresa. Enredo los dedos en su cabello porque no quiero que se separe, no quiero que se detenga. Mueve la lengua sobre mis pezones, rodea mis areolas y deja un camino en medio de mis senos. —Magnus. —Es todo lo que logro decir. Mi voz no es más que un suspiro. —Eres la mujer a la que más he deseado en mi vida. Sus palabras parecen arañarme la piel. Le clavo las uñas en la espalda mientras él me acaricia. Ya he creado mi propio ritmo, recorriendo toda su extensión desde la punta hasta la base. Cada vez voy más rápido, ansiosa, descontrolada. Magnus me aprieta la cadera para ralentizarme. Tiene los hombros rígidos. Pelea con su cuerpo, contra las reacciones que pueden ganarle en cualquier segundo. —Emily, recuerda que, a diferencia de ti, yo no puedo terminar así. —La voz le sale rasgada, trabajosa, y traga profundo antes de continuar—. Ve despacio o no voy a soportar demasiado. Me resulta inverosímil que sea yo la que le cause esta contienda. Que lo haya llevado al extremo solamente con el roce, con la fricción. Siento la presión de sus ojos. Me mira, me admira. Está concentrado en mi rostro, en mis expresiones después de cada gemido, en la forma en que obtengo placer, en cómo lo uso para mi beneficio. —Di mi nombre. Siempre di mi nombre —ordena antes morderme nuevamente un pecho. Ejerce tanta presión con los labios que es imposible que no caiga. Entro en estado de ebullición. Me siento plena, deseada y viva. Experimento tantas cosas en segundos que no puedo explicarlas. Gimo mientras los espasmos me recorren y arqueo la espalda, pero ni en ese momento él me suelta. —Magnus. Es la única palabra que me sé ahora. Todavía me muevo, pero cada vez más lento. Siento el cuerpo relajado y caliente. Me siento débil, moldeable, mientras libero el placer que había retenido tanto tiempo. —Luces increíble cuando gimes. Su confesión me devuelve a la realidad. Me choco con un par de iris verdes perdidos en la oscuridad de sus pupilas y con la sonrisa de un hombre orgulloso, arrogante. Caigo sobre su pecho, escondiéndome con vergüenza ante el señalamiento de mi conciencia. ¿Qué acabamos de hacer? —¿Qué sucede? ¿Te arrepientes? —pregunta, preocupado. —No. —Y es cierto. —¿Te gustó? —Sí. —Me yergo y lo miro—. Muchísimo. —Me complace la respuesta. Ahora debo darme una ducha fría, pero antes necesito tu autorización para arreglar los daños. ¿Puedo? —cuestiona, y me quedo en blanco, aún sobre él. —¿Qué? —Serás la imagen mental. ¿Puedo o no? Y entonces lo entiendo. Entiendo lo que quiere hacer. —¿Aquí? —En la ducha. ¿Eso es un sí? Jamás imaginé que estaría dándole autorización a un hombre para estas cosas, pero aquí estoy, aceptando. Me hace a un lado para levantarse. Se acomoda el pantalón y se pierde en el baño. No tardo en escuchar el agua caer y enseguida me imagino lo que está haciendo. Me sonrojo. Estoy enredada entre las sábanas, asimilando lo que acaba de pasar. Me cubro la boca con la mano para ocultar una sonrisa que nadie verá. Quiero fundirme en la cama y desaparecer. No me arrepiento en lo absoluto. La cuestión es que no deja de parecerme increíble. Un rato después me avisa que ya puedo tomar una ducha. Paso por su lado y no lo miro. Es una tontería si tenemos en cuenta que ya vi todo lo que no debía, pero prefiero no hacerlo. Cuando salgo del baño, él todavía se encuentra ahí, esperándome, recostado contra el mesón del lavamanos. Está envuelto en una toalla de la cintura hacia abajo, con los brazos cruzados sobre el pecho y el cabello mojado, que le gotea en los hombros. El agua convierte su rubio oscuro en castaño y la luz de la habitación crea sombras en sus músculos: se ven como un camino de montañas ensombrecidas por partes debido a una puesta de sol. —¿Qué haces ahí? Me acerco a él a paso lento. —Estoy de guardia. Tenía miedo de que te pusieras a llorar. Eres muy sentimental y me preocupa que estés arrepentida. —No lo estoy. Es solo que no sé cómo llevarlo. Siento que di un gran paso contigo. ¿Prometes que no se lo dirás a nadie? Me ofrece sus manos y luego me abraza. Me aprieta contra sí y me besa la coronilla. Es un gesto dulce y precioso que me gustaría que hiciera más seguido. —Por supuesto que no se lo contaré a nadie, Emily. Esto es entre nosotros dos. —¿Así te amenacen para hablar? —Así me torturen. —¿Qué tal estuvo tu baño? —Me siento valiente para hacer la pregunta porque no lo estoy mirando. Lo escucho reír. Las carcajadas llenan el cuarto de baño con un sonido casi musical. Lo rodeo con los brazos, fuerte. No quiero que se aleje. Ni hoy, ni mañana, ni dentro de un año. Lo quiero siempre para mí. —Muy relajante y placentero. —¿Habías hecho esto antes? —¿Cuál de las dos cosas? —Lo que hicimos en la cama. —No. Jamás. Me puse creativo por ti. Es otra de nuestras primeras veces. Da la vuelta sin soltarme. Ahora soy yo quien está frente al lavamanos. Magnus está detrás de mí y me mira por el reflejo del espejo. Sus ojos brillantes, la felicidad en su cara, la soltura de su cuerpo, su altura, su porte, sus hoyuelos. Todo está ahí para que yo lo admire. Sé que ya crucé la línea y ruego de verdad para que él también la haya cruzado. —¿Puedes pasarme un cepillo? Necesito peinarme —me pide aun cuando él mismo es capaz de tomarlo. Me inclino hacia adelante para alcanzar el peine disponible y de inmediato lo siento pegarse a mis glúteos, presionándose contra ellos, mientras le paso lo que ha pedido. Sabía que todo era una excusa. —Mírate en el espejo —ordena cuando me enderezo y lo complazco. Magnus me toma del mentón para que no me mueva, igual que un tutor corrige la postura de su aprendiz —. Ese es el rostro de la mujer a la que haré gemir mi nombre a diario. Ni siquiera puedo agachar la cara y evitar que vea el color de mis mejillas. Es un egocéntrico insoportable. —Eres un pervertido. —Lo soy cuando se trata de ti. —Choca su pelvis contra mí para que se sienta lo que hay debajo de la toalla. ¿Quién diría que el hombre que me amenazó tantas veces terminaría haciendo esto?—. Y tú lo eres cuando se trata de mí. Inclino la cabeza hacia atrás mientras él se peina. Quiero besarlo, que me bese, que nos besemos. Y me alegra ver que entiende lo que busco. Baja su rostro y se une a mis labios. Deja caer el peine y me agarra fuerte de la cintura con una mano en tanto la otra va a mi cuello, lugar por el que ha mostrado una fijación desde que lo conozco. Me siento suya y me gustaría sentirme así siempre. La magia se rompe antes de que pueda disfrutarla. Escuchamos un alboroto procedente del pasillo. La voz de Stefan es inconfundible. Grita mi nombre, exigiéndome que salga y que abra la puerta. Magnus y yo nos separamos de golpe, como si de repente nos estuviéramos pasando electricidad. El temor se apodera de mí y por más que quiera espantarlo es imposible. —No vio a los guardias en tu puerta —comenta—. Estoy seguro de que salió y no los vio. Entró a tu alcoba y no te encontró. El resto lo dedujo. —¡Abre la maldita puerta, Magnus Lacrontte! Él sale del baño. Debo apresurarme a seguirlo, pero sigo pidiendo entre susurros que no lo haga. Sé qué es capaz de leer el miedo en mis ojos y noto la rabia que se crea en los suyos. —¿Por qué le temes? Me prometiste que no dejarías que nada de lo que él hiciera te afectara. Ya sabe que viniste aquí. No parará hasta que abra la puerta. —¿Y si le hace algo a mi familia? —No lo permitiré. Confía en mí. Me quedo de pie bajo el marco de la puerta del baño, desde donde escucho el pomo y los pasos pesados de Stefan. Pasea la vista por la habitación. Se fija en la cama desordenada y luego me ve a mí, a nosotros. A Magnus, semidesnudo, mojado, y yo con su bata de baño. Parece como si acabáramos de tomar una ducha juntos después de… Ya sacó sus conclusiones. Entrecierra los ojos, arruga la nariz y el cuerpo se le crispa con ira. Lo veo temblar de cólera y parece que en cualquier momento empezará a humear igual que una caldera hirviente. —¿Qué hicieron? —cuestiona, y sé que la pregunta es para mí. —No es de tu incumbencia, Denavritz —el rey Lacrontte responde directo, pero tranquilo. Daría lo que fuera por compartir su calma. —No estoy hablando contigo. ¿Qué hicieron, Emily? —Te falta derecho para reclamarme —digo, aunque no con rabia. Es la valentía la que me guía porque no lo estoy irrespetando. Lo nuestro ya es historia y él está casado—. No voy a decirte nada. —Vístete y vuelve a tu alcoba. —No le queda otra cosa que responder más que eso—. Es una orden. —Ella no se irá si no quiere. La intervención de Magnus vuelve a encender su molestia. —Soy su rey, que eso no se te olvide. Tiene que acatar cada una de mis palabras. Y te aseguro aquí, en frente de ella, que no la volverás a ver. —Eso no es algo que tú decidas. Si te la llevas, los acuerdos de paz se acaban. —Me importa un diantre la paz. Esto se acabó. Doy un paso atrás. No me quiero ir. No quiero dejar a Magnus. Quiero seguir viéndolo, quiero estar aquí con él. Noto que la espalda del rey Lacrontte se tensa a medida que observa a Stefan, quien lo reta sin importar la diferencia de estatura, de poder militar y todo lo que han fijado este tiempo en las reuniones. Me siento en medio de un enfrentamiento en el que irónicamente yo soy el arma con la que ambos se amenazan. —No importa lo que hagas ni la distancia que pongas entre nosotros: no la vas a separar de mí. Algo parece inundar la cabeza de mi verdugo, tal como sucedió en la biblioteca esa vez. Lo puedo ver en la forma en que baja la mirada y se queda pensativo. El silencio es apabullante. Cuando estoy dispuesta a intervenir, levanta la vista y se dirige a mí. —Cambié a los guardias de tu puerta. Estos no se dejarán sobornar. Así que tenía razón, los han estado comprando. —No hay un precio que no pueda pagar. —Magnus solo le lanza más leña al fuego con sus intervenciones. —Ve a tu habitación, Emily. Si estos acuerdos siguen, al menos hazme caso. Vístete y sal ahora. ¿No los deshará? ¿Tan sencillo fue hacerlo cambiar de opinión? No lo puedo creer. Aquí hay algo más. Voy al baño por mi camisón y cuando salgo al pasillo veo a Ansel. Me mira en silencio como quien estudia una pintura. ¿Qué hace aquí? Si es cierto lo que me dijo Magnus, por la mañana esto lo sabrá también el rey Aldous. 31 MAGNUS —¿Pudo hablar con la señorita Malhore? —Francis pregunta, y siento su mirada en la espalda. No me he podido sacar de la cabeza lo que pasó ayer. Sigue fresco, vívido. Juro que si cierro los ojos puedo sentir sus pechos en mis manos, escuchar cómo jadeaba y la manera en que me miraba cuando llegaba al final. Sin embargo, hay algo que borra lo demás y toma importancia. Se deshizo del miedo conmigo, para mí. Me permitió ver más allá y no hablo de su cuerpo. Eso me hace… me hace… dudar. —¡Majestad! —Corta mis pensamientos como un hacha —. ¿Me escucha? —Ah, sí. —Recuerdo lo que preguntó—. Hablé con ella. Todo está solucionado. —Tiene suerte de haberla encontrado y de que tenga la paciencia para entenderlo. No somos muchos en el mundo. ¿Usa a Emily para elogiarse? Un escalón nuevo en el camino de la vanidad. —Hay algo que no me está diciendo. Veo que las hormigas se le suben a la cabeza. —Pues córtamela. Me siento en el sillón y lo miro desde ahí. Es el sillón en el que he estado con Emily, aquí la enfrenté la primera vez que vino a mi habitación, la senté en mis piernas para contarle de Gretta, se sentó para discutir sobre el periódico. —Es más sencillo que me diga lo que hay dentro. No me gustaría manchar mi traje con sangre. —¿Y si me estoy equivocando? Suelto la telaraña que no tardará en desarmar. —¿En qué exactamente? —En el plan. En usarla. Se queda en silencio. El único ruido es el zumbido de la brisa exterior. Francis parece un retrato con las manos detrás de la espalda y la cabeza ligeramente inclinada. ¿Qué tanto piensa? —Creí que ese plan estaba en el olvido. A veces pienso lo mismo. Cuando estoy con ella no me acuerdo de ese maldito plan. Soy un imbécil. —Pues no. Es como si tuviera claro mi objetivo hasta que la veo. Entonces se me olvida a qué iba. —Me alegra mucho. —No es gracioso, Francis. —No me considero un hombre con especial sentido del humor. —No quiero desviarme por ella. —Puede desviarse con ella. Tráigala a su camino; no vaya al suyo. No me agrada en lo absoluto lo que sucede. No hago otra cosa en el día más que esperar que sea medianoche para verla. No me concentro y ni siquiera sabría qué basura se ha hablado en estos últimos días si no fuera por los resúmenes que me hace Ingellus después de cada sesión. Me levanto y camino hasta el otro lado de la cama para llegar a la mesa de noche. Busco en la gaveta la hoja que he guardado en el fondo, como si tuviera la ubicación del maldito Silas Denavritz, y se la entrego. Me alejo creyendo que eso va a salvarme de lo que va a pasar, de lo que descubrirá. —Una copia aleatoria del plan de acción —concluye, desanimado, después de verla. —Dale la vuelta. Se queda unos segundos admirando las tres letras que escribí en la reunión de ayer por la tarde y luego sonríe. Las arrugas aparecen alrededor de sus ojos, haciéndolo lucir más viejo de lo que es. Pero eso no es lo importante. Lo importante aquí es que lo sabe. —Interesante. —Me mira, satisfecho—. No creí que fuera un hombre que escribiera este tipo de cosas. —No lo soy. ¿Entiendes el problema en el que estoy metido? —Sería un problema si ella no estuviera en la misma línea. —Emily es bastante inclinada al afecto, sin duda, pero no creo que escriba estas cosas. —¿Y usted quiere que sea así? Me refiero a lo que escribió. ¿Quiere que ella sea E. L. M.? No quería que lo dijera en voz alta, por eso se lo di para que lo leyera. —Es todo por ahora, Francis. Puedes retirarte. Hay que prepararnos para la reunión de hoy. —Yo diría que no. No es todo. —No se mueve ni un centímetro—. Ha pasado un tiempo considerable. Lo he dejado convivir con el silencio. Ahora considero que es oportuno que reconozca, que se reconozca, que llame las cosas por su nombre. Eso lo ayudaría a alejar la neblina. Sea valiente y admítalo. Siento que la ropa me causa picazón. Me cuesta hacerles frente a estas situaciones. No estoy acostumbrado a sacar a relucir mis emociones. Ese es el trabajo de Francis, quien las ilumina. Es el guía que me ayuda a encontrarlas. No se supone que sea yo quien las muestre. —Es que exactamente no sé qué sucede —empiezo lento, pero de repente las palabras salen a borbotones—. Es decir, me molesta verla. No soporto ver su rostro, pero la quiero aquí conmigo, saber que está a mi lado. —Pero no la quiere ver —repite él. —Ya sé lo estúpido que suena eso. Porque me marcharía lejos de ella, Francis. Estaría a kilómetros de distancia de su cuerpo y aun así la traería conmigo. Es muy molesta con su cabello castaño y sus ojos cafés. Es simplona y siempre le da vueltas a todo. A donde sea que miro, allí está ella. Es frustrante. Quiero desaparecerla y al mismo tiempo quiero que se quede. —Ya veo. ¿Algo más? Por ejemplo, sabemos que le encanta hablar. A veces no tiene filtro. Eso la convierte en alguien que suele discrepar de cada una de sus palabras. ¿Qué piensa de ello? Me empuja. Ni se molesta en ser discreto al presionarme para que no deje nada en las sombras. —Es lo que más me desquicia. Solo pienso: ¿cuándo cerrará la boca? Luego se calla y quiero que siga hablando, ¿entiendes? —Me invade la adrenalina cada vez que la menciono—. Porque me molesta que hable, pero odio que se quede callada. ¿Y has visto cómo se viste? ¿Quién en su sano juicio usaría esos trajes? —Son vestidos muy llamativos, sin duda. —Y siempre está molesta. Siempre algo que hago la incomoda. Me hace sentir como un imbécil. Quiero ponerla lejos de Denavritz porque eso también me molesta. Odio que él la toque y que ella se lo permita. Y Cournalles… Cuando la vi en los viñedos con él, sentí como si una ira infernal me consumiera y la sentí aquí. —Me señalo el pecho —. Es como si me convirtiera en alguien más, en alguien que revienta en furia cuando soy testigo de que la tocan. —Creo que es... —Quería asesinarlo por acercársele y sabes que no me falta razón. Y Denavritz… ¿Por qué permite que la lastime? ¿Por qué le da cabida en sus emociones? Me vuelvo demente al pensar que están tan cerca, que él puede mirarla y yo no. Me llena de cólera saber que le duele lo que él haga o diga y por eso la detesto a ella también. —Creo que ese sentimiento se conoce como celos. Respiro, exhausto. Lo solté todo, sin reservas. Es agotador. Las emociones son agotadoras. —¿Piensas que no lo sé? Y eso es peligroso. Yo siempre he tenido el control, Francis. Debo estar centrado. Tengo un objetivo. La razón de mi vida. —Puede seguir en busca de su objetivo y darse una oportunidad. Estoy seguro de que no sucederá lo de la última vez. Ellas dos son polos opuestos. —No me agrada cuando menciona a Vanir—. Son como el fuego y el agua. —Con Vanir sabía controlarme. —Lo hará también con Emily. Es usted el que tiene que encargarse de eso, no ella. Dígame, ¿le gusta la señorita Malhore? —Me encanta —confieso con una sonrisa de derrota—. Es hermosa. Él sonríe. Es un gesto sincero y parece casi aliviado por mi desahogo. —¿Cuándo piensa decírselo? Que le gusta, claro. —Se lo he demostrado. —No es lo mismo. La señorita Emily es una persona parlanchina. Le gustan las palabras. Considero apropiado que se lo haga saber también con ellas. —¿No valen más las acciones? —Véalo como una manera de reforzar los actos. Le agradará escucharlo. —Majestad. —Escucho a uno de mis guardias al otro lado —. El rey Stefan está aquí. Quiere hablar con usted. Esperaba que viniera. Ayer estuvo muy calmado y estaba seguro de que no se quedaría tranquilo por mucho tiempo. Lo hago pasar y, una vez lo tengo enfrente, no hace más que mirar a Francis, pidiéndole en silencio que nos deje a solas. Él no es idiota y lo entiende, así que se despide con una inclinación de cabeza antes de marcharse. —Ganaste. —Se muestra ofendido y ni siquiera sé de qué habla—. Emily me confesó que está interesada en ti. Mentiría si digo que no me emociona. Debo esforzarme por reprimir la sonrisa. Me siento orgulloso. Es mía, la tengo en la mano. Pienso en tantas cosas que podría hacerle para recompensarla por la valentía que no me alcanzaría el tiempo. —¿Y qué quieres que haga? La voz neutra que he impostado la mayor parte de mi vida sale a relucir. —Emily es demasiado para ti. —Para ambos —recalco. —Te doy la razón. Es demasiado para ambos. A Denavritz le duele esa mujer. No le importa pelear por ella aun estando casado. —Tú la vas a lastimar. —¿Tal como lo has hecho tú? —No, peor. —Pareces muy convencido. —Lo estoy. ¿Qué hiciste con Emily? Lo tengo justo como quería: desestabilizado. Al menos una parte del plan funcionó. —No hables como si me hubiera aprovechado de ella. Quiere hablar. Hay algo que se muere por decirme. Lo veo en él. Lo consume y se debate. Respira profundo, se toma su tiempo y, tras unos segundos, por fin abre la boca. Dirá algo importante, lo presiento. 32 EMILY Nunca. Nunca. Nunca. Nunca voy a superar lo que sucedió. Pensaré en ello cada noche, pensaré en ello cada día. Pensaré en ello cuando me despierte, cuando me vaya a dormir, cuando me duche, cuando coma, cuando me mire al espejo y mientras exista. Magnus estará por siempre en mi recuerdo. Christine y yo hemos pasado parte de la mañana buscando el mejor atuendo para hoy y al final hemos escogido un vestido blanco de mangas caídas y de flores azules que bajan hasta el inicio de la falda. Es precioso y delicado, y la tela de gasa brillante lo hace lucir como si estuviera lleno de azúcar. Cuando llego al comedor, hago las respectivas reverencias y tomo mi lugar rápidamente. No dirijo mi atención a nadie. Ni a Magnus. Si de verdad debemos cuidarnos del nauseabundo Aldous, no puede ver entre nosotros ni siquiera un intercambio de miradas. Por eso tampoco miro a Ansel; no soy capaz. Siento que podría leer mi mirada y descubrirlo todo. Además, desde lo que Magnus me contó, ya no me da buena espina. Recuerdo esa noche en la que llamé al rey Lacrontte por su nombre y se quedó paralizado. Ahora me doy cuenta de que no era porque creyera que hacer una fiesta fuera mala idea, sino porque ahí, sin notarlo, le di el primer indicio de que algo pasaba entre nosotros. ¿Por qué una soldado llamaría de esa forma a su gobernante? Fue un descuido que no debió pasar. —Hoy en la madrugada hubo un gran escándalo. — Aldous no tarda en hablar después de que nos sirven la comida—. ¿Alguien sabe qué sucedió? Nadie responde. Cruzan miradas y nada más. Claro, como ahora incluye a Stefan, los Wifantere no se unirán a la burla. Hipócritas. —¿Nadie? —prosigue—. Una lástima. La señorita Malhore debería acompañarnos en una reunión. Su presencia sería bastante estimulante. —No veo razones para ello. —Stefan es quien interviene sin siquiera mirarlo. Sus ojos siguen puestos en el plato frente a él. —Careces de visión. Estoy seguro de que las cosas marcharían mucho más veloces con ella presente. Magnus, por ejemplo, me devolvería las tierras que me quitó. Al menos habría alguien que lo convenciera de hacerlo. —Yo no te he quitado nada. La voz del rey de Lacrontte es implacable. No está contento. —Tus padres sí. —Entonces comunícate con ellos. —Tienes un gran sentido del humor, Magnus. —Suelta el tenedor y se levanta de su asiento. —Rey Magnus para ti. —Él también deja el suyo y se dedica a seguirlo con la mirada cuando empieza a moverse. Todos aquí están conteniéndose, tratando de empujar al otro a un barranco, desviando la mirada mientras le apuntan a alguien. De repente hace calor. Los guardias presentes se ponen alerta. Son cuatro tipos en uniforme y con escudos, todos pendientes de cualquier amenaza que ponga en riesgo la vida de sus reyes. —Yo también tengo mis dotes de comedia. —Aldous pasa por detrás de Ansel y le toca la cabeza. Lo acaricia como si fuera un cachorro—. ¿Cierto, mi estimado conde? Él no responde. No creo que sepa siquiera lo que pasa por la mente del repulsivo rey de Grencowck. —Por favor vuelva a su silla, majestad —Ingellus dice con su voz ronca. Lo evalúa, contrayendo sus espesas cejas blanquecinas, estudiándolo igual que a una pequeña especie recién encontrada. Para sorpresa de nadie, Aldous no obedece. —¿Por qué? Soy un ser inofensivo. Cruza al lado de Lerentia y gira por la esquina de la mesa hasta la reina Magda. El comedor se divide en bandos. Del lado izquierdo se encuentra la Guardia Amarilla de Grencowck, justo detrás de los lugares que ocupan los suyos. También hay un par de guardias azules de Mishnock custodiando a la señora Denavritz. En las esquinas está la Guardia Gris, protegiendo a los Wifantere: a los reyes en cada punta y a Lorian, quien está a la derecha de su padre. De este lado hay más guardias mishnianos detrás de Stefan y Atelmoff, quien se sentó a mi lado. El siguiente en fila es Francis, luego está Magnus y, en el borde, Ingellus, todos ellos protegidos por una hilera de guardias lacrontters. —¿Sabían que el rey Magnus estuvo a punto de casarse? Me quedo inmóvil. Eso no lo sabía. Siento como si mi corazón tomara una soga y empezara a ahorcarse. Bajo la mirada para que no vean cómo abro los ojos y contengo la respiración para evitar cualquier suspiro o jadeo de sorpresa. —Me atrevo a decir que cada uno de los que estamos aquí ya tenía conocimiento de eso. —Lorian es quien responde y lo noto bastante irritado. Es evidente que le molesta. Primera vez que tenemos algo en común. —Creo que no todos. La reacción de la señorita Malhore me da una respuesta. ¿Tiene algo que decirnos? —pregunta y se acerca despacio, como un gato acorralando a un ratón. —Nada que quiera que usted sepa. —Imposto en mi voz la seguridad con la que debe hablar una soberana. —No se preocupe. Ya he confirmado mis sospechas. Lo escucho detenerse detrás de mí. Siento su cuerpo, su cercanía, sus ojos en mi nuca y el olor desagradable y abrasivo de su perfume. Es vomitivo. —Será mejor que se aleje, majestad. Francis se vuelve hacia él. Estoy demasiado cerca del rey enemigo y esto podría salir muy mal. —No pienso caminar mucho más. Aquí tengo lo que busco. —Parece que me hablara al oído, aunque sé que debe estar más lejos—. Me he preguntado quién saldría al rescate de la única persona que no tiene guardias para protegerla. Las cosas pasan en segundos. Lo próximo que siento es cómo me jalan el pelo hacia atrás y luego me estrellan la cabeza violentamente contra la mesa. Me aturdo con el golpe, me duele la cara y me arde la nariz. Todo me da vueltas como si estuviera atrapada en la rueda de un carruaje. Se me distorsiona la vista y por un momento no logro escuchar nada. Ni un grito ni un susurro. Es como si mi mente hubiera convertido mi alrededor en una escena muda. De repente alguien me toma de la cintura y me arrastra hasta el suelo. Cada cosa se demora un parpadeo. Luego estoy bajo la mesa del comedor y entonces un par de ojos azules me observan con preocupación. Ahí vuelvo a la escena. Stefan se encuentra arrodillado a un lado, cubriéndome. Los sonidos regresan. Los disparos, las órdenes, los gritos, los golpes, los platos que se rompen. Es irónico que sea justo él quien me limpie, quitando la suciedad que dejó la comida en mi rostro y los pequeños cristales de la vajilla rota que tengo en el pelo. Escucho pasos apresurados y llamados de angustia. Gritan el nombre de Stefan y él no contesta. Lo buscan. Supongo que evacúan a los monarcas. Él también debería salir. Las sillas tiradas me bloquean la vista, pero hay una mano que sube y baja tan veloz que por instantes no es más que un borrón. Una mano grande, empuñada, enfundada en anillos y que le pega una y otra vez a alguien en el piso. Una mano inconfundible para mí. —No te duermas —Stefan me susurra mientras me da golpes suaves en las mejillas—. No cierres los ojos, Emily. Siento una parte del pelo húmedo. Sé que es sangre. Puedo sentir las palpitaciones en la zona de la herida. De verdad lo intento y me concentro en no ceder al sueño. Respiro despacio, luchando, pero, como si un velo me cubriera la cabeza, se me oscurece la vista y entonces todo se desvanece. 33 MAGNUS Lo voy a asesinar. Lo he estado pensando durante las últimas tres horas. Voy a asesinar a Aldous Sigourney. No solo eso: voy a quedarme con Grencowck. Había sentido furia muchas otras veces en mi vida, pero hoy sentí como si un tren descontrolado me arrastrara kilómetros. Mi cuerpo reaccionó antes que mi raciocinio. Ni siquiera me di cuenta de en qué momento me levanté. Antes de darme cuenta, ya había arrastrado a Sigourney al suelo y le estaba destrozando el rostro. Exploté cuando lo vi golpear a Emily. Él sabía lo que hacía, sabía que después de eso los acuerdos iban a llegar a su final, pero quería tener algo con lo que manipularme en un futuro. Necesitaba asegurarse de que era ella el camino y quiso hacer conmigo lo mismo que yo hago con Stefan. Y lo consiguió. Le dejé ver que tengo una debilidad por Emily y debo remediarlo. No medié palabra con nadie, no me fijé en nadie, no le hice caso a nadie. Claro que escuché los gritos y las advertencias. Oí a mis guardias amenazar a los grencianos y luego los disparos y los pasos. El problema es que no podía parar. En mi cabeza la escena se repetía una y otra vez. ¿Cómo se atrevió a golpearla? A Emily no se la toca, no se mira, no se daña. Recuerdo el impacto de mis anillos contra su rostro y mis nudillos en carne viva, destrozados, ardientes. Buscaba un lugar nuevo que golpear cada vez. Mejillas, nariz, mentón. Era una obra sangrienta y, viendo el resultado, podría considerarme un buen pintor. Con cada embiste sentía los huesos, el tabique roto, las órbitas de los ojos hinchados, los dientes astillados y también la cólera. Intentó alejarse de mí muchas veces, así como trataron de alejarme de él, pero no cedí sino hasta que los disparos me rozaron la cabeza y mis guardias no tuvieron otra opción más que lanzarse sobre mí para protegerme. Me bloquearon por completo. Estaba sobre Sigourney, manchándome la ropa con sus fluidos. —No creo que los pueda retener mucho tiempo, majestad. Dos horas como mucho. ¿Le servirá? Lorian Wifantere me mira desde la silla de enfrente. Estamos en la biblioteca del palacio. No sabíamos a dónde más ir porque sentía que en el piso de las habitaciones podían escucharnos. —Necesito al menos cuatro. Estamos solos. Ingellus está con Francis. A ese maldito le dispararon en el brazo. Mala puntería de los grencianos. Si al menos hubieran atinado, me lo habría quitado de encima. —¿Bajo qué razones? —cuestiona—. Es la caravana del rey y van de salida. No hay razón para retenerlos. —Revisión de los carruajes, de las carretas, de lo que sea, pero hazme ganar tiempo. —Eso hará enojar al rey Aldous. No nos conviene convertirlo en nuestro enemigo. —¿Te conviene que yo lo sea? Las palabras me salen con rabia. No debí decir eso. No puedo amenazarlo cuando requiero de su ayuda. Él reacciona y se yergue como si de repente hubiera sacado un arma y lo estuviera apuntando con ella. —Estoy pidiéndote ayuda —le hablo despacio, aunque no con calma—. No me decepciones, Wifantere. —¿Esto es por ella? ¿Por la señorita Malhore? Esperaba esa pregunta. Tiene la fijación de mencionarla siempre que hablamos. En parte, claro que es por ella, pero eso a él no le incumbe. —Sigourney me atacó. Quiero venganza. —Tomó la decisión después de que la golpearon. Considero que sí tiene que ver. No tengo la paciencia para tolerar estas cosas, ni siquiera de Emily y mucho menos de él. —Wifantere, eres el único de tu familia que me agrada. No miento. El resto son solamente un trío de oportunistas. Se queda en silencio, observándome con sus ojos azules, primero la cara y luego los nudillos vendados. Es como si tratara de buscar la mentira en mi cuerpo. Aún tengo los dedos hinchados. No tanto como hace unas horas, por supuesto, pero esta vez van sin anillos, como nunca lo están. Fue una travesía quitármelos porque no cedían, parecían encarnados en la piel. —¿Qué es lo que piensa hacer? Eso no era lo que esperaba que dijera y ya se me están esfumando las últimas gotas de paciencia. —Cuanto menos sepas, mejor será para ti. —Respiro hondo, controlándome para que la furia no brote—. De monarca a monarca, te pido ayuda. —Pensé que éramos amigos. —Yo no tengo amigos. —Con esa actitud no logrará tener aliados. —¿Quieres que te mienta para convencerte? Puedo ser malditamente encantador si me lo propongo, pero estoy siendo honesto contigo porque te respeto. Vuelve a quedarse en silencio, analizando mi propuesta: lo que dije y el tono que usé. Wifantere es meticuloso. No es tonto, en eso se parece a sus padres. No da un paso sin antes decidir si le conviene o no. La cuestión es que a veces las emociones lo traicionan y sé que no le agrada que me mueva Emily. —De acuerdo. Tres horas. —Lo tomo. —Le extiendo la mano. Me da un apretón firme, como suele darlos, y me mira directo a los ojos—. Ni una palabra de esto a tus padres. —¿No confía en ellos? —¿Tú sí? No creo que sepa a qué me refiero. Estoy seguro de que no tiene ni idea de que estoy al tanto de las cosas. Él cree ser muy discreto y sí lo fue en su momento, pero no tardé mucho en descubrirlo. —Tenemos un trato. ¿Le puedo preguntar una cosa, majestad? —Supongo que te lo ganaste. Se toma su tiempo. Parece que teme hacer la pregunta. Me mira como si quisiera disculparse por la indiscreción de lo que dirá a continuación. —¿Tiene usted sentimientos por la señorita Malhore? Sentimientos. Esa es una palabra muy grande. Me gusta. Me gusta mucho. Sin embargo, no creo que haya creado sentimientos por ella… todavía. —¿Para qué quieres saber eso? —Curiosidad. Es todo. Busco entender la situación. —¿No te agrada Emily? —No demasiado. Me resulta entrometida. ¿Le molesta que me refiera a ella de esa forma? ¿Quiere estudiarme? ¿Ver mi reacción? —No, porque comparto la opinión. Es entrometida. Me ha llenado la cabeza con su presencia. Día y noche está metida ahí. No hay forma de sacarla, como si de alguna manera guiara mi mente. —¿Algo más que quieras saber? Le doy la oportunidad de cambiar la pregunta. —No ha respondido a mi duda. —Y no lo haré. —De ser así, es todo. Es usted bastante peculiar. Su carácter es difícil de sobrellevar… y eso que me considero un hombre paciente. —No creo que suponga un problema para ti, entonces. —No. No lo es. Es una habilidad que tiene. —Levanto una ceja, perdido—. Encontrar personas pacientes que soporten su carácter. Es una habilidad. —No estás obligado a soportarme, Wifantere. Lo digo en serio. El único obligado es Francis, y es porque le pago. Emily, por otra parte, necesito que me tolere. No quiero que se canse de mí, y a ella no puedo pagarle. —Ya lo sé, majestad. Ese es mi defecto. ¿Es esto una declaración? Wifantere. Wifantere. Wifantere. De verdad espero que consigas a alguien, pero ese alguien no soy yo. **** Mis guardias me siguen en manada. Delante, detrás y a los lados. A Aldous lo han cambiado de habitación. Está al otro lado del palacio para que no podamos cruzarnos. Sin embargo, la mosca de Cournalles se mantiene acá y eso no me genera confianza. Mi alcoba es la más alejada de la suya y es aquí donde Ingellus, Francis y yo nos reunimos para ultimar detalles antes de ponernos en acción. —¿Ya se murió? —pregunto al cruzar la puerta, refiriéndome a Sigourney. Ingellus está sentado en una silla cerca del balcón. Tiene una venda en el brazo derecho y una expresión de que podría sucumbir del dolor en cualquier momento. Ojalá lo haga. Francis está al otro lado, de pie, cerca del espejo. Ese espejo frente al que estuve con Emily. —Por desgracia, no —responde mi consejero—. Creo que él no pensó que fueras a reaccionar tan violentamente. Estoy seguro. Pensaba que le ibas a dar la respuesta que buscaba, pero que te controlarías. Es lo que te identifica, el control. No es tonto. De saber que te abalanzarías sobre él, no lo habría hecho. —¿Por qué te importa tanto esa plebeya? —La acusación de Ingellus me chilla en los oídos como un graznido—. Es una mishniana. Va contra todo buen juicio. —¿Te puedes callar, Brayden? —Soy el jefe del consejo. Merezco respeto, majestad. —Y yo soy el rey y te digo que hagas silencio. —Su padre jamás se atrevió a irrespetarme de esta manera. —No es momento para discutir entre nosotros —Francis media como lo hace siempre y como lo hace cada que vez que estoy cerca de este hombre. Él sabe que Brayden no es de mi estima. Si sigue en el consejo, es por su experiencia. Es un cargo que se ha ganado por su eficiencia. Era cercano a mi padre, así que después de Francis venía él. Pero ese maldito viejo me hizo la vida imposible cuando era un niño. Conozco sus ansias de poder. Quería ser rey regente mientras yo crecía y me preparaba para el puesto. Ni Francis ni mi abuela lo permitieron. Ese derecho ha sido siempre solo mío. Ingellus me gritaba en cada reunión, ponía a prueba mi carácter y me exigía que me comportara como un rey, no como un infante, que es lo que era. Tenía doce años y había perdido a mis padres. Los vi morir frente a mis ojos y nunca tuve el derecho de llorarlos. No se me permitía. Era una actitud débil a ojos de Ingellus. Así fue como me instruyeron a reprimirme para ser el hombre impenetrable que esperaban que fuera. Él se impuso. Francis no tenía el mismo poder para refutarlo. Podía discrepar, por supuesto, pero no lo escuchaban la mayoría del tiempo. Francis era el consejero del rey y ya no había rey. Brayden guiaba Lacrontte en esos momentos. Me alejó de toda mi familia. Según dijo, era una estrategia para forjarme el carácter. No podía ver a mi abuela porque, cada vez que venía, lloraba con ella. Quería consuelo. Lo deseaba como nada. No podía ver a Gregorie o a mis tíos, no podía ver a mis amigos. Pasaba de prueba en prueba, de libro en libro, de reunión en reunión. Mis días transcurrían frente a un grupo de hombres que señalaban mis errores, los fallos en mis discursos, mis debilidades, mi falta de entendimiento, mi debilidad de carácter. El palacio se me hacía enorme y lúgubre. Era yo en contra de un reino gigante que no tenía la menor idea de cómo manejar; era yo contra un pueblo que me detestaba, que me culpaba por la muerte de mis padres y de todos los demás, y que se burló de mí cuando me obligaron a pararme frente a ellos en el coliseo a pedirles perdón. Nunca me sentí tan humillado y juré que nunca más me volvería a sentir de esa manera. Me reservaría las disculpas para siempre. Era yo contra mi propia culpa, contra mi propio dolor. Recuerdo salir de cada sesión del consejo a llorar en silencio a mi habitación, pero a medida que los días pasaban, las lágrimas mermaban. Luego solo fue una punzada de tristeza en el pecho y, al final, rabia. Me convertí en lo que ellos querían que fuera. Albergo rencor hacia él, pero sé que es inteligente y uno de los mejores estrategas de guerra que conozco. Necesito sus conocimientos de mi lado. Tengo un plan que no puede fallar. —¿Qué tenemos? —pregunto para cambiar de tema. —Se dice que se irá mañana después de un último chequeo médico. Será al atardecer para que el calor no lo agobie en el viaje —informa Francis, moviéndose inquieto por la habitación. Nos enfrentamos a un problema grave o al menos yo, que soy el más interesado en llegar a tiempo para ver mi plan en acción. Y es que solo me puedo ir de aquí cuando Sigourney y los suyos lo hagan. Deben verme en el momento de las despedidas. Es protocolo. De marcharme antes, sería sospechoso. —Ya hemos redactado la carta para el señor Lanfer — continúa—. Ahora usted debe transcribirla y firmarla. Lanfer es el hermano menor de Ingellus, otro miembro del consejo a quien no soporto mucho. El plan es sencillo, pero cualquier bache en el camino lo puede destrozar. La idea es enviar un mensajero con la carta en tren para que suba hasta Dinhestown y de ahí cruce la frontera a Lacrontte. Es la vía más rápida. El mensaje no llegará al palacio, sino a casa de Lanfer, en quien confiamos y el único con autoridad para poner en marcha el plan. Luego él tendrá que ir con el jefe principal de la Guardia Negra y hacer avanzar las tropas hacia Grencowck. Queremos emboscar a Aldous y necesitamos que nuestro ejército esté en sus tierras antes de que él llegue, aunque no con tanta antelación para que su guardia no tenga oportunidad de informarle que nos han visto. Tenemos kilómetros de distancia a nuestro favor. Entraremos por Cromanoff y nos verán porque tendremos que asesinar a tantos como podamos en la frontera. Sin embargo, de ahí a que se envíe una carta con la noticia de nuestro ataque hasta la frontera de Grencowck con Mishnock, que es por donde entrará Aldous, hay al menos un día de camino y no llegará a tiempo porque nos moveremos al mismo ritmo. —Hemos estado pensando en algo, majestad —Ingellus suspira, adolorido, antes de continuar—: necesitamos la ayuda del rey Gregorie. Prefiero cortarme una pierna antes que pedirle ayuda a ese malnacido. —No pondrán resistencia para que pasemos la frontera —discrepo—. No necesitamos permisos. Nos dejarán movernos libres por Cromanoff. ¿Cuál es el problema? —Lo sabemos, pero necesitamos más soldados que nos respalden y necesitamos a un rey que los comande. Usted llegará a tiempo para la batalla, pero no para la guía. —Para eso tenemos un comandante en nuestro ejército. —Es verdad. Él tiene toda la potestad para mandar, pero ¿y los hombres? Habrá muchísimas bajas, lo sabe. —Este viejo es igual de terco que yo—. Necesitamos tantos hombres como consigamos si lo que queremos es invadir un reino. A esos hombres no los va a mandar el comandante de otro ejército, no sin su rey. Debemos dividirnos en tres frentes y en alguno debe estar el rey Gregorie. Uno que avance hacia el palacio y se deshaga de la mayor cantidad de guardias reales posibles, otro que se mantenga en la frontera para cubrirlo una vez usted llegue, y uno más que espere a Aldous a las afueras de Prenfilg para emboscarlo. —Lo quiero vivo —advierto. —Y lo tendrá vivo, pero debemos deshacernos de su comitiva o ellos lo protegerán. Lo sacarán de ahí antes de que podamos hacer algo. Necesitamos al rey Gregorie. —Déjame ver si lo entiendo: la carne de cañón seremos nosotros y nos enfrentaremos en la frontera. —Él asiente y yo continúo—. Una vez que tengamos terreno ganado, Gregorie y su ejército entrarán en Grencowck e irán directo al palacio junto con otro grupo de lacrontters que se desplegarán para esperar a Aldous. —Ya ve la razón de mi insistencia. Necesitamos tantos hombres como sean posibles. —Gregorie no nos ayudará. Sigue metido en su capricho estúpido. —Lo ayudará —habla Francis—. Sabe que lo hará. Solo debe redactar la carta. El señor Lanfer la enviará en avión una vez que la tenga. Llegará más rápido así. El idiota de mi primo jamás me ha abandonado. Aceptará. Yo también lo haría. Lo que no me agrada es tener que pedirle ayuda dada las circunstancias en las que se encuentra nuestra relación. —De acuerdo. Pero quiero que nuestro ejército se mueva de inmediato. No importa si la carta aún no le llega a Gregorie. —Ahora hay que proteger a Emily. Ya se sabe que representa una debilidad para usted. —No la tocará. No de nuevo. —Puede que a ella no, pero ¿y a su familia? ¿Sabe el rey Sigourney algo de eso? ¿Sabe dónde viven sus padres, cómo se llaman, a qué se dedican? ¿Le ha contado Emily algo de eso a Ansel? —No lo sé. —Averígüelo. Puede ir por ellos mientras pasa por Mishnock hacia Grencowck. Tenemos a nuestros hombres en Palkareth. Podemos pedirles que custodien la casa de los Malhore, pero no serán suficientes en caso de un enfrentamiento. —¿Estás tratando de decirme lo que creo? —Estoy muy orgulloso de que entiendas con pocas palabras. Denavritz. Tengo que ir con Denavritz y pedirle ayuda. Debe encargarse de cuidarlos para que Sigourney no los toque. Maldita Emily, mira el enredo en el que has convertido mi vida. —Se lo diré a Atelmoff y que él le pase el mensaje a Denavritz. Sabrá convencerlo. —Me parece justo. Siendo así, creo que es todo. —Me pasa papel y pluma—. Tiene una carta que escribir, majestad. **** Es medianoche y estoy frente a la habitación de Emily. No puedo irme sin comprobar con mis propios ojos que está bien. Me costó mantenerme concentrado todo el día. La tenía en la cabeza a cada segundo, martilleándome con su recuerdo. Es insoportable. El pasillo está en silencio y yo camino lento. El palacio a esta hora siempre parece un cementerio: solo, oscuro y con guardias como estatuas que me siguen con la mirada. Cuando llego a mi destino, los mishnianos de su puerta se mueven a un lado sin dirigirme la palabra. Lo dije: no hay precio que no pueda pagar. Las luces están apagadas y el único brillo viene de la lámpara en la mesa de noche y de la luna, aunque no hace mucha diferencia. Veo a Atelmoff, que está sentado en la silla del tocador, medio dormido. Da un respingo cuando me ve llegar y enfoca la mirada tras un par de parpadeos rápidos. —Magnus —habla tranquilo. Me esperaba. Apuesto lo que tengo a que sabía que vendría—. ¿Cómo estás? —No tan bien como desearía. ¿Tú? —Me dijeron que me estabas buscando. —Me dijeron que estabas aquí. No podía venir durante el día. —Yo no me iba a mover de este lugar. ¿Qué pasa? —Vine a ver a mi Emilia. —¿Es tuya? Se levanta, preocupado por mi respuesta. Pasa por mi lado y va hasta la pared para encender la luz. Cuando todo se ilumina, los ojos me molestan. Ya me había acostumbrado a la oscuridad. —¿De quién si no? Miro hacia la cama y ahí está ella. Dormida, silenciosa, bajo las sábanas que la cubren hasta el pecho. Tiene una gasa a un lado de la cabeza y una férula en la nariz. No es una imagen que me guste. Lleva el cabello trenzado y la punta le cae desordenada sobre el pecho. Tiene la respiración tranquila, como si no hubiera pasado nada. Y es que, si así fuera, ya se habría lanzado sobre mí para recibirme. No estaría inmóvil, desentendida de lo que sucede alrededor. —Los medicamentos le producen sueño —me avisa Atelmoff. No me giro a verlo, no puedo despegar la vista de esta mujer—. No creo que despierte. Son pesados. —No quiero despertarla. Solo quiero verla. No sabía que dormía con la boca abierta. —Yo tampoco. —Puedo sentir la sonrisa en su cara, aun cuando no lo puedo comprobar—. ¿Tú de verdad te la tomas en serio, Magnus? No me gustaría que la lastimaras. —Suenas igual que Denavritz. —Es mi niña. —Tuya no es —lo corto, tajante. Vuelve a mi campo de visión y se detiene a mi lado. —No hay motivos para estar celoso. —Entonces no digas que es tuya. —Si lo arruinas, no te ayudaré. —Veo de soslayo que se cruza de brazos. Quiere imponerse y quiere mi atención para enfatizar la advertencia en sus palabras—. Tenlo por seguro. —Deja de amenazarme y dame respuestas de Silas. —Todavía no hay nada. No solicita al médico y sin él es imposible que sepamos algo. —¿Y si llamó a alguno local? —Esa es una opción posible. De ser así, estamos perdiendo el tiempo. —No. Todavía me queda un camino. —¿Para qué soy bueno? —En este momento, para nada que tenga relación con la plaga de Silas. Aunque, hay un favor que debo pedirte. No le cuento demasiado sobre el plan. He confiado en él todos estos años, pero no quiero involucrar a más personas de las necesarias. No me cuesta nada convencerlo de que le pida a Stefan que proteja a los Malhore. Me deja solo con Emily y no tardo en acercarme a la cama tras robarme la silla de su tocador. Me siento a su lado en silencio. No quiero fastidiarla. —Emily Malhore, ¿por qué tenías que cruzarte en mi vida? Temo tocarla y despertarla. Aun así, es inevitable llevar la mano a su pelo, a una de sus hebras sueltas, y acariciarla. La siento suave y la fragancia de la verbena en su champú llega imponente a mi nariz. Es extraño lo mucho que ese olor me gusta ahora. Sus rizos se desarman cuando me los paso entre los dedos. Me recuerdan a los zarcillos de los racimos de uvas, esos brotes verdes que se enrollan y ondulan. Detesto ver cómo he terminado, pensando en metáforas para su cabello. Me tiene. Ella me tiene y no sé si comprende la magnitud de ese problema. Porque es eso: un problema. —Cuando te vi por primera vez —susurro tan bajo que hasta a mí me cuesta oírme—, jamás imaginé que te robarías mi atención absoluta. ¿Cómo pensarlo? Eres una plebeya del reino enemigo. He crecido con la idea de que son inferiores a mí y no tendría por qué estar aquí, necesitándote tanto. Es frustrante sentirme de esta manera. Tenía el control. Supe estar en una relación sin perder el rumbo, sin dejar que me consumiera, sin doblegarme. Y ahora parece que la vida se me ha puesto de cabeza. Ella lo ha movido todo a su antojo y me ha obligado a pertenecerle. —De verdad espero que el plan funcione y volver a verte. De suceder lo contrario, Emilia, quiero que sepas que repudio que te hayas cruzado en mi camino tan tarde. ¿Por qué tenías que ir con Denavritz primero? Debías venir directamente a mí y ser mía. Son pensamientos que no debería tener, que no son propios de mí. Ella era un cuadro de relleno, no la obra principal. Era una soldado más, no la líder del batallón. Era una plebeya más, no la mujer que deseo que sea mía. Me saco del bolsillo el anillo que pienso dejarle, pero me topo con que no trae el collar que le di. ¿Por qué se lo quitaron? Me levanto y camino hasta su vestidor. Merodeo entre el montón de vestidos de flores, brillantes, perlas, piedras y encajes. No entiendo cómo pueden gustarle estas cosas. Es nefasto. Para mi pesar, reconozco los que tienen corsé. Debería dejarle esos y quemar el resto. Voy de cajón en cajón, encontrándome con medias, lazos y guantes. Sonrío al ver un par blanco. Aún tengo el par de guantes que dejó esa noche en Cromanoff. Está guardado en el fondo de mi armario. No comprendo por qué me lo quedé. Fue un impulso guardarlo, así como buscarlo cada vez que recuerdo ese beso. No tardo en hallar el collar al lado de una pulsera de plata y diamantes blancos. ¿Quién se la obsequió? Espero que hayan sido sus padres porque no toleraré que tenga cosas de Denavritz. Vuelvo a la habitación y meto el anillo en la cadena para que cuelgue a un lado del diamante rojo. Ella sigue en la misma posición, respirando lento. Las pestañas largas le señalan las mejillas. Me inclino y le paso el collar por la nuca. No es sencillo porque no quiero despertarla. Me costará irme si eso sucede y tengo un objetivo. Le abrocho el cierre y le acomodo los dos colgantes sobre el pecho. Se ve hermosa en medio de todo. Mi orgullo sabe que no miento al decirlo. Es casi angelical. Le doy un beso en el lado de la cabeza donde tiene vendas. Un único beso rápido y que reta mi altivez. Me doblega. Ella me doblega. —Hasta cuando nos volvamos a encontrar, Emilia. 34 MAGNUS Son las tres de la madrugada. Lo hemos conseguido. El ejército entró y Cromanoff ayudó. No estuve aquí para ver a mis tropas enfrentarse a la Guardia Amarilla de Grencowck, pero sí estoy a tiempo para ver la invasión a la casa real de Prenfilg. Esperar fue lo correcto. Si hubiera respondido justo después de que Sigourney me atacó, nos habríamos tenido que enfrentar a un pelotón inmenso que estaría esperando nuestra maniobra. Ahora las calles están vacías, como si se tratara de un reino fantasma, como si cada habitante, previendo el ataque, hubiera huido. Las casas están cerradas, sin curiosos en las ventanas. La música de las cantinas ya no suena y los borrachos ya no deambulan. Todos duermen. El silencio de la madrugada, los guardias de turno distraídos y cansados por el horario y el palacio tranquilo no podrían ser un escenario más ideal. ¿Quién esperaría un ataque cuando su rey está en diálogos de paz? ¿Cuando ni siquiera saben que su soberano viene en camino con la cara destrozada? La adrenalina me recorre el cuerpo, el estómago me cosquillea y me tiemblan un poco las manos. Estoy lleno de ira y frustración. Con cada paso que doy recuerdo lo que Sigourney me hizo, lo que le hizo a Emily y lo que me obliga a hacer ahora. Gregorie camina a mi lado, vestido de negro, color que no le agrada mucho. Ambos nos hemos limitado a cruzar las palabras y las miradas necesarias, manteniendo una distancia prudente. Su ejército, con uniformes verdes oscuros, se despliega por las calles para tomar la ciudad. La oscuridad de la noche les ayuda a camuflarse mientras avanzan. Nuestros tiradores van de tejado en tejado, acercándose silenciosamente al objetivo hasta encontrar su posición. Son iguales que aves negras. Incluso puedo ver sus siluetas gracias a la luz de la luna. La primera barrera a la que nos enfrentamos es la seguridad que se encuentra a las afueras del palacio. Dan rondas lentas, pero están ahí y dispararles ahora alertaría a los guardias del interior, por lo que tendremos que dividirnos y avanzar por una calle alterna para rodear el castillo. Una vez que tengamos cada frente custodiado, iniciaremos el enfrentamiento. La señal será clara y rápida. Un disparo al aire. Después de eso hay que actuar con rapidez. Resueltos, nos movemos para llegar a tiempo; sin embargo, por más que tratamos de ser precavidos, nuestros pasos resuenan en la gravilla. Vamos rompiendo las lámparas de la calle para sumirnos en la negrura absoluta y dificultarles la visión. Eso nos dará ventaja. Cuando llegamos a la parte posterior, nos ocultamos detrás de edificios y esquinas tan cerca del blanco como es posible. Esperamos en completo silencio; nuestras respiraciones son el único sonido. Una vez que el arma se acciona como señal de ataque, el fuego comienza. Cuando la Guardia Civil llegue, debemos estar adentro. Vamos en líneas. La primera se encarga de derribar a los guardias de afuera, la segunda sirve de refuerzo y la tercera busca a tiradores cercanos para apuntarles. Nosotros somos los cuartos y les cuidamos las espaldas al resto. Los grencianos responden mientras atacamos. Desde la última fila atestiguo cómo caen los primeros soldados de ambos bandos. Los disparos vuelan a nuestro alrededor y por encima de nuestras cabezas. Mi estatura me obliga a agacharme para que no me alcance una bala perdida. Gregorie también está en el suelo. No me mira, sino que tiene la vista fija en frente, concentrado. Avanzamos despacio, como si estuviéramos al borde de un precipicio. La sangre ya mancha el suelo y se esparce por cada rincón. Con cada paso que doy me encuentro los cuerpos de nuestros hombres y del enemigo. Muchos más grencianos salen como respaldo de los que han muerto. Una trompeta suena de la nada. Es un aviso de guerra que pone en alerta la ciudad y notifica al pueblo y a la Guardia Civil de que el reino está bajo ataque. Esto no nos conviene. La melodía de guerra acaba de repente. El trompetero debió de estar en algún balcón y fue un objetivo claro para nuestros tiradores. No obstante, una nueva melodía inicia, esta vez dentro del palacio. —Ese maldito sonido debe estar despertando al pueblo —grita Gregorie por encima del bullicio—. Van a salir de sus casas y volverán un caos las calles. Más vale que ya tengan a Aldous o el movimiento inusual lo pondrá sobre aviso. Cuando la zona está medianamente despejada, corremos por el jardín anterior en diferentes direcciones. Gregorie va a la izquierda y yo a la derecha. Más guardias reales salen a borbotones por las puertas y algunos tiradores grencianos nos disparan desde las torres. Estamos bajo una lluvia de balas. Descargo mi pistola en tres uniformados enemigos que se me acercan. Ya no veo a mi primo y mis guardias están ocupados cubriéndome de los disparos que vienen de arriba. Trato de apuntar a lugares certeros, pecho o cabeza, para no dejar a ninguno en pie. Acabo con tres, pero llegan otros seis y es imposible enfrentarme a todos al mismo tiempo. Se acercan cada vez más y mis respaldos no dan abasto. Algunos han sido abatidos, otros están heridos y los que quedan siguen en guerra con el ejército enemigo, que acecha agachado en los balcones. De repente, alguien me dispara en la mano. Me muerdo el labio para no gritar. Se me cae el arma y debo tirarme al suelo para evitar otro impacto. Estoy sangrando y me arde la piel. Me arrastro hasta esconderme detrás de mis custodios y agarrar una de sus pistolas de reserva. Puedo escuchar los latidos de mi corazón en los oídos, así como los jadeos de dolor. Intento pararme, pero trastabillo. La herida se me llena de arena, césped y suciedad. Consigo levantarme entre tambaleos para continuar con la batalla, pero el problema es que ni siquiera logro apuntar cuando otro disparo me roza el torso. Es doloroso, increíblemente doloroso. Aun así, sigo defendiéndome y poco tiempo después, aunque no me guste reconocerlo, me salvan. Suenan cuatro disparos contundentes que les dan a aquellos con los que no pude. Es Gregorie. —¿Qué tan herido estás? —pregunta. Nuestras miradas se encuentran cuando la figura de los grencianos desaparece. —Puedo continuar con una venda en la mano. Me niego a irme de aquí. Se saca del bolsillo del pantalón un pañuelo, me limpia superficialmente la herida y luego me lo anuda alrededor de la mano. No hay nada más que hacer. En cuestión de segundos, la tela blanca se tiñe de rojo, lo cual parece preocuparlo. —¿Estás seguro de que estás bien? Podemos buscar un médico. Ya han despejado el interior. Los tiradores de los balcones ya han sido dados de baja y la servidumbre fue evacuada. Niego con la cabeza. Sé que no tengo la bala incrustada en el costado, así que no le menciono esa herida. La sangre se camufla con el negro de mi camisa. No la verá y no quiero que la vea. —Camina, entonces —me habla con la naturalidad que teníamos antes de nuestra pelea. Inclinados, vamos por la casa real. Caminamos sobre vidrio roto que cruje con nuestros pasos. Hay lámparas quebradas, militares atados y muchos heridos. Los guardias nos rodean, atentos a cualquier ataque sorpresa. Parte de los militares que entraron por el frente arrastran cuerpos hacia el jardín delantero, dejando una línea de sangre que me recuerda al primer trazo que da un pintor en el lienzo. No importa si son aliados o enemigos, todos van afuera. Gregorie y yo subimos las escaleras. Necesitamos cerciorarnos de que no queda nadie escondido arriba. Nos separamos en el corredor de la segunda plata. Él va a la derecha y yo a la izquierda. Voy de habitación en habitación, buscando detrás de muebles, por los rincones y entre las cortinas. Es justo a través de una de ellas que veo lo que sucede afuera. El ventanal está roto, por lo que se cuelan los ruidos de la calle. No puedo salir al balcón, sería estúpido exponerme. Pero me quedo ahí por un momento, observando, mientras me aprieto la herida del torso. La multitud está reunida a unos metros del palacio, justo detrás de la Guardia Civil de Grencowck, que hace lo posible por entrar acá. Veo al general de nuestro ejército dar órdenes, indicar posiciones y señalar huecos en la fortaleza de hombres que se ha creado alrededor del castillo. Escucho los gritos de dolor, horror y riñas. Los disparos hacen que las personas retrocedan, que se cubran o huyan, pero también hay valientes que luchan por unirse a la pelea, aun sin tener un arma en mano. —Majestad, lo mejor es que se aleje de la ventana — habla un lacrontter con el uniforme negro y ahora sucio—. Hemos encontrado a la reina Grace y dice que quiere hablar con usted. Grace, la esposa de Sigourney, la mujer que decidió sufrir al lado de un maldito. Otra víctima de ese imbécil. —Tráiganla —pido sin quitar la vista de la calle. Esto tiene que acabar pronto. Necesito el control absoluto de esta ciudad antes de que aparezca Sigourney. Grace tiene unos sesenta años, es menuda y siempre luce angustiada. Hoy no es la excepción, aunque parece sentir más temor que nunca. Lleva el ruedo del vestido sucio de polvo. Estoy seguro de que lo manchó al intentar huir para llegar a los refugios que tiene su esposo. Es la reina, después de todo, y debían salvarla. Todavía no entiendo cómo soporta al rastrero de Sigourney. Ella era la princesa y fue quien le otorgó a él un título. Yo me habría divorciado a la primera infidelidad. Quien perdía era Aldous. —Nos volvemos a ver, mi querida Grace. —¿Piensas asesinarme? No forcejea con los guardias que la sostienen de los brazos, como si ya hubiera aceptado su destino. —No, pero a tu esposo sí. Vine por él. —No está aquí, deberías saberlo. —Lo sé, pero pienso esperarlo. ¿Me acompañarás? —Si vas a quedarte con Grencowck, prefiero irme ya. No podría ver cómo lo asesinas. Es el hombre al que amo. Debería asesinarla también por semejante idiotez. —¿Ella está aquí? —pregunto, refiriéndome a Gretta. —Por supuesto que no. Cuando Aldous no está, ella tampoco. —Siendo así, Grace, no podrás irte hasta que no cumpla con mi objetivo. Les pido a mis guardias que la lleven a la parte de atrás, a los carruajes que nos esperan afuera. Si no quiere ver, no la obligaré. Mi furia no es contra ella. Pero tampoco la dejaré marcharse y que encuentre alguna forma de poner sobre aviso a la basura que es su esposo. —Una cosa más —digo antes de que desaparezca de mi vista—. De verdad es una pena que lo ames después de todo lo que te ha hecho. —Solo es una amante. Lo excusa y, sin embargo, es obvio que le duele. Lo noto por los hombros caídos y la mirada apagada. Se conformó con un hombre que no la ama. —No seas la mujer que deja pasar todo por miedo a quedarse sola. Sonríe, triste. Baja la cabeza con algo de vergüenza, como si de un momento a otro pensara que no es digna de mirarme, y entonces sigue su camino. **** A las seis de la mañana ya me han limpiado la herida de la mano y tengo una venda en el torso. Todavía duele, pero soy capaz de soportar mucho más que esto. Estoy en la sala del trono, cuyas paredes me dan dolor de cabeza. Todo se encuentra cubierto con papel de oro y hay figuras humanas talladas en las paredes. ¿Cómo pueden concentrarse con todo esto? ¿Y quién demonios son esas personas? Si hay alguien tallado aquí, debería ser yo. La Guardia Civil ha sido sometida. Llegaron más tropas desde la frontera y ya se alzan las banderas negras por las calles y en lo alto del palacio. No fue fácil, pues muchos de ellos querían seguir peleando. Al final, se rindieron cuando muchos resultaron heridos o muertos. El pueblo, por otro lado, sigue allá afuera en vilo. ¿Se irán o se quedarán? Estoy seguro de que algunos ya empacaron y se fueron, y también sé que hay un montón más que se resignarán. Por orgullo no pueden abandonar sus casas y navegar en lo desconocido cuando ya tienen un empleo y enseres. Seré su rey, les guste o no, y me deberán obediencia. Estoy sentado en el trono que antes le pertenecía a Aldous con Gregorie a mi lado, en la silla reservada para la reina. No hemos hablado mucho, pero nos miramos ocasionalmente en silencio. —No comprendo por qué sigues vivo si rogué todas las noches para que te murieras. —Lo escucho decir sin una pizca de emoción—. Ya tenía todo preparado para asistir a tu funeral. —Entonces debiste dejarme morir cuando me estaban disparando afuera. —Esperaba que te murieras, no que yo te dejara morir. Si estamos aquí es porque los acuerdos de paz fallaron, ¿no es así? —Con Sigourney sí, pero las cosas con Denavritz no van tan mal. Emily me las ha facilitado. —¿Emily? ¿Emily Malhore? Estoy a punto de responderle cuando entiendo algo que, juro por todos mis muertos, me prende en ira. —¡Lo sabías, maldito infeliz! —Me levanto de golpe y la herida del costado se resiente. No me importa—. ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Cómo lo sabes? El infeliz sonríe. ¡Sonríe! Le voy a dar un tiro, lo juro. —Desde mi cumpleaños del año pasado. Nos burlamos un poco de ti al engañarte —dice tranquilo. ¿Cómo que se burlaron de mí? Emily me debe una explicación—. ¿Y cómo lo supe? Investigué. No te dije nada porque no te lo merecías. —¿Cuántas veces tengo que decirte que entre Lerentia y yo no hay nada y que jamás habrá nada? Eres injusto conmigo. —Ya lo sé. Elisenda me ayudó a entenderlo. Doy un paso atrás. Ahora soy yo el desconcertado. —¿La Elisenda que conozco? —No creo que haya muchas mujeres llamadas Elisenda en el mundo. —¿Y qué hacía Elisenda en el palacio? ¿O fuiste a verla? —¿Estás celoso? —No seas estúpido, Gregorie Allan. —Vino a verme a inicios de febrero. Elisenda es la relación más larga de Gregorie. La conoció en una fiesta en el palacio. Es hija de nobles y hermana menor de una de las bellezas de Cromanoff, aunque a mí no me lo parece tanto. Los Holfman asistieron a la fiesta para presentar a Hazel, su hija mayor, con la intención de emparejarla con el príncipe, pero él se fijó en la menor. Hazel no se lo tomó muy bien, aunque eso a nadie le interesa. Siempre espera lo inesperado de un Lacrontte. —¿Volvieron? Necesito entender qué está pasando. Nunca supe por qué terminaron si se veían tan enamorados. —Somos amigos. —¿Amigos como Emily y yo o como el resto del mundo y yo? —¿Qué ocurre entre ustedes, Magnus? ¿Siguen jugando a ser novios? —Algo así. —Giro la cabeza hacia un lado cuando noto que una sonrisa quiere aparecer. No le permitiré tener ese efecto en mí a la distancia—. Me gusta. —Mentiría si digo que me sorprende. Sabía que terminarías prendado de ella y, mírate, el gran Magnus Lacrontte prendado de una plebeya mishniana. Me pido ser el padrino de su primer hijo. —Lo mismo digo del tuyo con Elisenda. De pronto aparece en la puerta el grupo encargado de emboscar el carruaje real, acompañado de un sol inclemente que me ciega unos segundos. En este maldito reino hace mucho calor. Gregorie se pone de pie y viene conmigo al centro de la sala. Traen a Sigourney y cuando lo veo no puedo evitar reír. Está esposado y tiene una bolsa de tela en la cabeza. Cuando se la quitan, se queja de dolor. La nariz le sangra y todavía tiene los ojos, pómulos y labios hinchados. Una herida en la sien muestra la carne viva y le decora la cara envejecida. Trae la ropa arrugada y el cabello lleno de arena. Al parecer, lo arrastraron por el suelo. No puedo creer que me haya perdido esa escena. Pero no todo es felicidad. Cournalles no está aquí. No pudieron atraparlo. No venía con su rey. —¿Qué te parece mi obra? —le pregunto a mi primo. Abro los brazos, orgulloso, como si de verdad estuviéramos frente a una obra de arte—. La mayoría se las hice yo en Roswell porque golpeó a Emily. —Ahora entiendo el enojo. —Sonríe con socarronería. No debí decirle que me gustaba la plebeya—. Yo le habría cortado la lengua, aunque supongo que no tuviste tiempo. —Si van a asesinarme, háganlo de una vez —espeta Sigourney. ¿Se atreve a estar enojado? ¿En serio? —No será así de sencillo. En Cristeners eras insoportable, pero ahora no eres tan valiente, ¿verdad? —Empiezo a caminar a su alrededor—. Ya no tienes a los Wifantere para que te apoyen y se rían de tus chistes. No tienes a nadie. —¿Todo esto por una plebeya, Magnus? No sabía que eras un hombre de migajas. Ya recogiste lo que Stefan tiró, así que me uniré y te dejaré las mías: Gretta. Lo único que le queda es insultarme. Solo así puede continuar en una batalla que no estoy interesado en pelear. —Si quieres, incluso a Grace —continúa en vano—. Esa maldita anciana no provoca un mal pensamiento ni en un pervertido. —Eres una escoria, Aldous. —Gregorie no se reserva la opinión—. Das asco. No vales nada, no merecías nada y nunca debiste tenerlo. —¿Sabes qué es curioso, primo? —Vuelvo al frente. No pienso perderme su reacción—. Grace no está aquí, pero sigue viva, por supuesto. El asunto es que antes de irse me dijo que le alegraba saber que Sigourney moriría. —No dejaré que se vaya de aquí pensando que ella lo ama. No merece saber que tiene ese poder. Le quitaré todo, incluyendo su dignidad—. Porque se fue. Se llevó sus joyas, dinero y me sonrió antes de salir por la puerta. Dijo que ahora sería libre. La cara de Aldous se ensombrece. Puedo ver cómo le pasa esa posibilidad por la cabeza y cómo sopesa si lo que digo es cierto o no. Pese a lo mucho que se esfuerza por mantenerse impenetrable, sé que la mentira le ha calado. —No pienso creerte nada. Mancha el suelo con sangre cuando escupe y respira con dificultad. Le pesan los años y las heridas. Sufre y yo disfruto viéndolo. —Ese es tu problema. —Me mantengo sereno. Mentir es una de mis cosas favoritas—. Nunca la había visto tan feliz. —Grace no diría nada semejante. —Quizás no frente a ti. —Gregorie me apoya. Extrañaba hacer estas cosas juntos. —Debí matar a esa mujer. Debí clavarle un cuchillo en el cuello. —No habla de su esposa, sino de Emily. El odio en su mirada podría quemarnos vivos a ambos si fuera posible—. Me queda la dicha de que, cuando ella sea consciente de lo que eres, se alejará de ti. Se dará cuenta del asesino que eres y te abandonará. Eso ella lo sabe y me acepta tal cual soy. Tal vez no lo ha visto a profundidad y me desprecie cuando suceda. Porque ella es un ángel y yo soy un fantasma. Soy el infierno, soy los lugares a los que la luz no llega. Pero ella me ha tocado, me ha dado redención. No soportaría que se aleje de mí. —No me interesa hablar con cadáveres, Sigourney. —Asesíname. Ya viví muchos años. En cambio, a ti, Magnus Lacrontte, te falta mucho camino por recorrer… y en cada paso estaré yo. Viviré en tus heridas cada vez que te mires al espejo. Adelante, dame todos los disparos que desees. Los recibiré con gusto. Siento cómo se me tensa cada músculo del cuerpo. Tiene razón. Me marcó para toda la vida. Odio esas cicatrices que ni yo mismo soy capaz de tocar. No me perdono por haber sido tan vulnerable. A veces pienso que me hubiera gustado morir en ese momento. —¿Dispararte? —Trato de retomar el control—. ¿Sabes lo que pienso hacer contigo, Sigourney? Nada. Leo la confusión en su mirada con tanta claridad que es casi como si me enseñara todos sus pensamientos. —Me considero un rey justo. Por eso, te llevaré a Lacrontte, te encadenaré, te entregaré al pueblo y dejaré que ellos descarguen su ira contigo hasta que no quede nada de ti. Tú los dañaste, así que son ellos los que escribirán tu final. Siento su miedo. Sabe que no será una muerte rápida. Será dolorosa, lenta, tortuosa. Morirá humillado a manos de plebeyos. Sigourney nunca quiso ser un hombre normal, sino que quería ser reconocido, adorado. Creía ser inalcanzable, pero lo bajaré del pedestal en el que se subió y se lo daré como sobras a mi pueblo hambriento de venganza. No hay mejor muerte para él que morir a manos de quienes tanto repudió. —Eres un maldito cobarde, Magnus Lacrontte. —Se agita y forcejea con las cadenas de las manos—. No eres capaz de terminarlo por ti mismo. —No insultes mi inteligencia. Soy un hombre práctico igual que tú. Tengo que agradecerte por unirte con Plate. Ahora tengo el territorio de dos reinos y solo tuve que matar a un rey. Me hiciste el camino llano. Muchas gracias. Se tambalea, buscando agredirme. Es maravilloso mirarlo pelear contra sí mismo. Es igual que un perro rabioso encadenado al tronco de un árbol. Sería increíble que comenzara a salirle espuma por la boca. Daría un verdadero espectáculo. Inclina el cuerpo hacia adelante por la gravedad y entonces Gregorie levanta la pierna y le pone el pie encima de la cabeza. Lo empuja hacia abajo y la cara se le estrella con el suelo. Algunos juran que mi primo es mucho más piadoso; no lo conocen en lo absoluto. Tiene más paciencia, por supuesto, pero es mejor tenerlo como aliado que como enemigo. —Buen viaje al infierno, Aldous Sigourney —decimos al unísono. Todo parece indicar que los primos Lacrontte están de vuelta. 35 EMILY Han pasado tres semanas. Tres semanas desde que Magnus se fue. Tres semanas en las que cargo su anillo en mi collar. Tres semanas en las que los acuerdos de paz han pendido de un hilo. Y dos semanas desde que Lacrontte invadió Grencowck. Dos semanas desde que el rey Aldous murió. Dos semanas desde que Grencowck fue borrado del mapa y su territorio fue dividido entre Lacrontte y Cromanoff. Extraño muchísimo a Magnus. Mis noches son solitarias sin él. Me acostumbré a verlo, a oírlo, a sentirlo. Ya me había adaptado a mantenerme despierta para esperar la medianoche, a pasar un rato pensando en qué usar, cómo peinarme y qué perfume ponerme. No he tenido nada de eso, solo a Stefan alegando que deberíamos regresar a Mishnock y los argumentos del señor Ingellus diciendo que Magnus va a volver. A eso me he aferrado. El agua fresca de la bañera es una recompensa después de un día caluroso. Tuve que tomar un baño para buscar el sueño, pues, como me ha pasado todos estos días, soy incapaz de dormir sino hasta pasadas las tres de la mañana. Esa era la hora en la que, por lo general, volvía de ver a Magnus. Las campanadas del reloj anunciando la medianoche sonaron hace una hora y yo sigo sin una pizca de cansancio. —¿Christine? —Me yergo y me apoyo en el borde de la tina cuando escucho unos pasos afuera—. ¿Atelmoff? —le digo a la nada y no hay respuesta. Sé que no es Atelmoff. Él nunca pasa sin obtener autorización previa. Salgo de la bañera y dejo un camino de agua a mi paso hasta el lugar en donde cuelga la bata. Me la pongo rápido y anudo el lazo con prisa. No quiero que me encuentren desnuda. Debe ser Christine, no hay otra opción. Lo que no entiendo es qué busca a esta hora. Abro la puerta del cuarto de baño y me paralizo de inmediato. Se me acelera el corazón, se me dibuja una sonrisa en la cara, siento un subidón de adrenalina en el cuerpo, el estómago se me llena de la sensación de unas plantas que florecen, y me dan unas ganas irremediables de correr y saltar… sobre él. —¡Magnus! —Mi voz no es más que un suspiro incrédulo, añorante. El brillo de sus ojos verdes me recibe, me despierta, me aviva. Está de pie, con los hoyuelos que le adornan el rostro y el cabello revuelto. Tiene una capa negra que le acaricia los zapatos pulidos, unos broches circulares dorados que la sostienen sobre cada hombro y una cadena que le cuelga en medio del pecho. Parece como si viniera de dar un discurso importante y se hubiera escapado para verme. Luce igual que cuando se fue. No hay rastro de barba u ojeras. No tiene la apariencia de alguien que ha invadido un reino y sacrificado a su rey. No me he acercado y ya huelo la madera de su perfume. No me he acercado y ya puedo sentir cómo me rodean sus brazos, su cuerpo. No me he acercado y ya escucho que su voz me susurra al oído. No me he acercado y ya me duele su ausencia. —Emilia —me contesta con la naturalidad de siempre, como si nos hubiéramos visto ayer, pero yo no concibo que esté aquí. ¡Por fin regresó! Se me ha hecho larga la espera. —¿Cuándo llegaste? —Hace diez minutos. —¿Y qué hiciste en esos diez minutos en vez de venir directo acá? —No te recordaba tan dominante. —Lo aprendí de ti. Juro que puedo ver su sonrisa de orgullo. —Ven aquí, Emilia. No lo dudo. Camino hacia él y enredo mis piernas en su cintura. Magnus me sostiene mientras recuesto la cabeza en su hombro y lo abrazo fuerte. Ahí me quedo unos segundos, respirando, sintiendo su presencia. —¿Estabas dándote una ducha? —pregunta, y asiento despacio—. Hueles a jabón. —Te extrañé muchísimo. —Doy el primer paso en la confesión. ¿Acaso no lo ha hecho él?—. ¿Tú también? —Me faltaste. Me faltas. —¿Te hice falta? —Lo miro, tratando de comprender. —No, me faltas, como si fueras una parte de mí, como una extensión de mi cuerpo. Si no estás, me faltas. —¿No es lo mismo? —No. Si me haces falta, tengo el anhelo de verte. Si me faltas, tengo la necesidad de verte. Es imperioso, indispensable, vital. Me faltas, Emily. Puedo asegurar que es lo más lindo que me ha dicho hasta ahora. Me siento plena, deseada, dichosa. Quisiera abrazarlo tanto que no se sepa dónde termina mi cuerpo y empieza el suyo. Estoy tan feliz de que esté aquí. No espero señales, sino que voy hacia su boca, lo beso y le muerdo el labio inferior con ansias, con inclemencia, con reclamo. Magnus ya me ha besado así antes. La diferencia es que yo nunca lo había hecho y ahora entiendo lo maravilloso que es sentir que otra persona responde de la misma manera a tus ganas. —Me iré más seguido si me recibes de esta forma —me susurra contra los labios—. ¿Ya habías terminado tu ducha? Asiento, pero de todas maneras me lleva al baño. Lo dejo guiarme, lo dejaría hacer lo que quisiera. Me sube al mesón del lavamanos, obviando la tina llena de agua, y me separa las piernas para pararse frente a mí. —Quítame la capa —me ordena. Extrañaba sus órdenes. Me deshago de los broches y la cadena. La casaca cae al suelo, tan pesada como una colcha. Se le relajan los hombros, celebrando la pérdida de ese peso. —¿Por qué siempre todo es tan caótico para nosotros? — pregunto, masajeándolo. Por un momento creí que no me lo permitiría, pero, para mi sorpresa, se queda quieto. —En parte es nuestra culpa. Se suponía que no debíamos conocernos, o al menos acercarnos. —¿Crees que fue un error? Me retira las manos de sus hombros. Me besa los dedos, las palmas y les da la vuelta para besarme los nudillos. Este tipo de atenciones son las que más me gustan, las que más disfruto. Sé que quizás está buscando las palabras necesarias para responderme, pero también pienso que en realidad no quiere hacerlo. —Emilia —dice tras unos segundos de silencio—, eres todo aquello que no estaba buscando, pero que necesitaba encontrar. Así que no creo que pueda considerarse un error. Yo sé que ya crucé la línea. Lo sé por la manera en que el corazón me golpea el pecho; por el subidón que siento en el estómago, como si se tratara de una tormenta; por la manera en la que se me calientan las mejillas y se me relajan los músculos. ¿Era él a quien me refería cuando dije que encontraría a alguien? Quiero pensar que sí. —¿Cómo sigues de tus golpes? —pregunta. Sus manos suben a mi cara y me revisa en detalle y en silencio—. No me gustó verte con vendas. No me gusta ver que te lastiman. —Ya me he recuperado. No te preocupes. ¿Tú tienes heridas por lo de Grencowck? Ahora soy yo quien busca golpes. Le desabrocho los botones de la camisa y se la saco por los brazos. Su torso queda desnudo y no tardo en encontrarle una línea de sutura en la mano y unos raspones y morados en los brazos. En medio de sus cicatrices, encuentro una reciente que resplandece bajo las luces del cuarto de baño. Las enumero rápido y compruebo que ahora son doce. Está sobre su costado. Es larga y delgada. —Esta es nueva. —La señalo sin tocarla porque sé que no le gusta. —No se suele salir ileso de las batallas. Puedes tocarla, si quieres. A las que no te puedes acercar son las quemaduras. Las que Sigourney le hizo. Ya lo entiendo. Son esas las que le duelen, las que le recuerdan a esa noche en la que fue la víctima, no las que gana en enfrentamientos, así sea el mismo Aldous quien las haga. Le paso los dedos con suavidad, despacio, y Magnus ni se inmuta. Esta no lo afecta en lo más mínimo, así que me tomo la libertad de bajar y darle un beso. Sin razón, solo porque sí. Es decir, es lo que a mí me gustaría que hicieran. —Eso es demasiado dulce para mí. No lo hagas —dice de repente. Su comentario me hace sentir tonta. Siempre es tan tosco que comienzo a creer que jamás podré soportar su carácter. —Intentaba ser amable, nada más. —No lo seas. —De acuerdo. Lo hago a un lado para bajarme del mesón. No es una sorpresa para mí que Magnus no me lo permita. Me agarra de la cintura y me sostiene firme pese a mis intentos por estirar las piernas y tocar el suelo. —¿A dónde vas? —A vestirme. Me abraza. Me estrecha. Me ubica la mejilla contra la piel de su pecho. Pero no puedo corresponderle. Dejo los brazos colgados, sin la más mínima intención de tocarlo. —Emily, no quiero discutir. Llevamos casi un mes sin vernos. No nos hagamos esto. —Su mano se mueve por mi cabello de arriba abajo—. No estoy acostumbrado a ese tipo de gestos. —Créeme, no lo volveré a hacer. Siempre vuelves las cosas complicadas. —Así es mi mundo. Ya estás dentro, ¿lo recuerdas? —¿Y si estoy dudando sobre ser parte de ese mundo? Se separa bruscamente, como si de repente me hubieran salido púas que lo lastimaran. —¿Cómo? —Lo he ofendido—. No vuelvas a decir una cosa semejante. —Yo quería verte, pero no para discutir. Ansiaba tanto que regresaras y ¿para qué? Me haces sentir estúpida. Lo que sea que haga o diga está mal. Vivo con el temor constante de que te enojes. Quisiera tener la libertad para preguntar cualquier cosa y que no te molestes si es que no quieres hablar. Me gustaría saber por qué terminaste tu relación con Vanir, por ejemplo. —¿Por qué eres tan entrometida? ¿No puedes querer el presente y ya? Siempre estás desenterrando mi pasado. Y es mío, Emily. No tienes derecho ni autoridad para inmiscuirte en mis asuntos. —Vete de aquí. —¿Quieres que me vaya? —Sí, vete. No voy a tolerar esto. Lo hace y, con él, la felicidad de volver a verlo, pero me niego a tolerar sus groserías. Escucho sus pasos alejarse y se me sacude el cuerpo por las lágrimas de ira que me llenan los ojos. Detesto las ganas de llorar por frustración. Me quedo en silencio, esperando el sonido de la puerta, pero no llega. Lo que sí obtengo son las manos de Magnus en el cuerpo, en los brazos. Levanto la cara y lo encuentro de nuevo frente a mí. ¿Para qué regresó? Lo aparto sin mucho ánimo. No quiero que me toque. —Emily, no llores. No por mí, no me lo merezco. —Me limpia las lágrimas—. No me gusta verte llorar. Debes entender que no me gusta hablar de Vanir. —¿Y no podías decir eso y ya? Solo quiero conocerte. —Es que eso ya lo sabes. —Nunca te he preguntado por ella. Bajo del mesón, dispuesta a marcharme. Magnus vuelve a detenerme, acorralándome entre su cuerpo y el lavamanos. —Sabes que no le ruego a nadie, así que cambia de actitud. Si esperas una disculpa, recuerdo haberte dicho que no me disculpo con nadie. —Siendo así, no hay nada más de qué hablar. —No hablemos, entonces, pero no me voy a ir y tú tampoco. Me toma de las caderas y me da media vuelta, dejándome de frente al espejo. Me abraza desde atrás y me aprieta contra él. Se lo permito. Sé que soy tonta por ceder, pero la sensación me gana. Es reconfortante. Me encanta cuando me cubre con su cuerpo, cuando elimina la distancia y se dedica a tocarme. Sus brazos son grandes y me cubren tal como siempre lo he querido. Me hace sentir segura, cálida, protegida y deseada. Me empieza a dejar un camino de besos entre la cabeza y las mejillas. Es delicado, como si con cada uno quisiera arreglar lo que dañó. —¿Podemos firmar la paz? —me susurra al oído—. No quiero estar peleado con mi Emilia. Y no quiero que mi Emilia esté enojada conmigo. Nunca me había llamado «su Emilia». ¿Soy suya? ¿Él lo cree así? Recuesto la cabeza en su brazo izquierdo mientras lo miro a través del cristal. Él sonríe. Sabe lo que estoy haciendo, lo que quiero que haga. De repente, nos mece a ambos, despacio y de un lado a otro, igual que un barco que navega entre olas pequeñas. Es la sensación más bonita del mundo. —Eres la persona a la que más he mimado en mi vida — dice en voz baja—. Y se sabe que no mimo a nadie. —¿No soy la única? —He cumplido uno o dos caprichos antes, aunque nunca de esta manera, por supuesto. Lo más extraño es que me gusta hacerlo. Me enredas la vida, vestiditos de jardín. No sé cuándo Magnus empezó a llamarme así, pero viniendo del hombre que aborrece los apodos, me parece increíble. Le he ganado la batalla a su frialdad. —Me gusta cuando eres calmado. Es mi versión favorita de ti. Ríe, sarcástico. ¿Ahora qué? —No. Esa no es, así que no me mientas. —Entonces, ¿cuál? —Tú sabes bien cuál es. Pero no te preocupes, no tengo ningún problema con recordártelo si se te olvidó. ¿Puedo? — pregunta y baja la mano hacia el moño de mi bata. ¿Estoy preparada para desnudarme? Lo estoy. Todavía me ruborizo al recordar lo que sucedió en su alcoba y quiero volver a sentirlo. Jala el lazo de mi bata hasta deshacer el nudo. Me expone, me desnuda. Abre la prenda, pero se queda en el collar del que cuelga su anillo. Lo mira, sonríe y lo detalla como si no pudiera creer que esté ahí, como si lo hubiera olvidado. —¿Lo usaste todos los días? —No me lo quité ni un solo segundo. Me lleva la cabeza hacia atrás y me mordisquea la piel del mentón mientras habla. Extrañaba que se comportara de esta manera. Baja la mano por mi clavícula y se detiene en mis senos. Los masajea, los toca a su antojo, como si fueran terreno inexplorado. Cierro los ojos un momento, disfrutando de su tacto, que ahora está sobre mis pezones, acariciándolos, apretándolos, jugando con ellos. Es increíblemente placentero. Magnus se inclina y me besa. Se adueña de mí. Se impone y eso me encanta. —No puedo dejar de pensarte, Emily Malhore. Estoy seguro de que si perdiera la memoria hoy, mi cuerpo te recordaría. Necesito que me digas qué me has hecho. Baja las manos por mi abdomen, luego las siento en la cintura, las caderas y finalmente la ingle. No tengo las piernas abiertas, pero aun así Magnus se cuela entre ellas y me toca. Me explora con los dedos. Es suave y estimulante. El contacto me hace jadear, temblar, me aviva. Me siento expuesta y no por estar desnuda, sino porque ya descubrió lo que causa en mí. Ahora no tengo un lago al que culpar por la humedad que hay entre mis piernas. Quita la mano más pronto de lo que quisiera y se la lleva a la boca, se lame los dos dedos que jugaron entre mis labios. Me prueba. Lo veo desde el espejo. Me mira con sus ojos de cazador mientras me saborea y se me eriza la piel. Él lo nota, claro que lo nota, porque sonríe. —Este es el Magnus que te gusta. Mi respuesta es otra sonrisa, una cómplice. Tiene razón. Esta versión suya es la más distante de mí y a la que mejor me he acostumbrado. Se me calienta todo el cuerpo. Soy moldeable en este momento, tan sumisa como no creí que podría llegar a serlo. —Eres mía, Emily. ¿Entiendes eso? Busco su mirada, incrédula. ¿Lo ha dicho en serio? El cosquilleo que siento en el estómago ruega porque haya sido en serio. Sería hermoso que lo dijera más seguido. —Dime si lo entiendes. —Me toma del mentón cuando no respondo. —¿Desde cuándo soy tuya? —contesto a cambio. —Desde que yo quise que así fuera. —Dame algo más específico. —Desde que puse mis labios en los tuyos. —¿El beso en el bosque o el de Cromanoff, cuando aún creías que mi nombre era Emery Naford? —¿Importa? —Su voz se torna más seria. Ya no es marcial, sino, más bien, irritada. No le agrada que lo confronte. —Más de lo que imaginas. Se queda pensando. Busca en su memoria el recuerdo que me genera la duda. ¿Desde cuándo piensa que soy suya? —Desde Cromanoff. Ahí ya eras mía. —¿Porque tú lo decidiste? —Porque me permitiste besarte y porque quería que fueras mía. —Me odiabas —le recuerdo. —Lo sigo haciendo en ocasiones. Tú me odiabas a mí. —Lo sigo haciendo en ocasiones. —Puedo vivir con eso, pero no con que no seas mía. No me has dicho lo que quiero escuchar. —Soy tuya. Esperaría una sonrisa, un abrazo, un par de palabras bonitas, pero lo que obtengo son sus manos, que aprisionan las mías detrás de la espalda. Me las cruza y me sostiene las muñecas, como si sus dedos fueran sogas irrompibles. Me empuja hacia el mesón, obligándome a inclinarme. Tengo la mejilla contra el mármol frío y el resto de mi humanidad queda a su merced. —Es muy curioso todo esto, Emily, porque toda mi vida he detestado los términos «tuyo» y «mío». Siempre he pensado que somos seres libres cuya decisión se basa en compartirse con alguien más. Y ahora, señorita Malhore, necesito que sea mía. —¿Volvimos a las formalidades? —pregunto sin mirarlo. Lo único que tengo a la vista son un jabón de tocador y un peine. —Tú lo harás. Esta noche volveré a ser el «rey Magnus» para ti. ¿Recuerdas que te dije que solo me llamarías «majestad» cuando yo te lo pidiera? Pues ahora es una orden irrefutable. —¿Y yo seré…? —Emily. Serás mi Emily. Y nadie, escúchame bien, nadie puede tocarte como yo lo hago. Nadie. Me azota el trasero con la mano. Doy un respingo, sorprendida por el contacto. Siento el ardor después del golpe y es… es excitante. Es extraño. Jamás pensé que algo así me gustaría. —Júrame que no vas a permitir que nadie te toque como yo lo hago. Júramelo. —Lo juro. Recibo un nuevo azote. Esta vez más fuerte que el anterior. —Puse las reglas claras, Emily. Si vas a dirigirte a mí, debes hacerlo con respeto. —Lo juro, majestad. —Le doy lo que quiere oír. —Me hiciste una promesa parecida con Cournalles. ¿Qué me asegura que esta vez la cumplirás? —No volveré a ver a Ansel. —Es que no hablo solo de él. Me estrella nuevamente la mano contra la piel. Cierro los ojos, jadeo y siento el calor y las palpitaciones en la zona. Es doloroso. Me golpea con un ímpetu mayor en cada oportunidad y me gusta que lo haga. —Puedes detenerme cuando sientas que es suficiente. ¿Lo es ahora? Me quedo callada. No lo es. No es suficiente todavía. Escucho el suspiro que acompaña su sonrisa. Está orgulloso de mi silencio. Sigue una secuencia de azotes. Dos, tres, cuatro. Pierdo la cuenta. Tras cada impacto me queda una sensación palpitante en la piel. —A cualquier hombre que se atreva a tocarte le arrancaré las manos. ¿Entiendes eso? No me importa quién sea. Tú me perteneces. Dímelo. Cambia de lado para dar más palmadas y los disfruto por encima del dolor. Si antes me hubieran dicho que me gustaría este tipo de trato, me habría reído y hasta indignado. Siempre he estado en contra de la violencia, de los golpes, pero ya he encontrado cierta fascinación cuando es consensuado. —Le pertenezco, majestad. Me suelta por fin, pero no me deja ir. Me ubica las manos en el mesón, dejándomelas a cada lado de la cabeza, y las cubre con las suyas. En la espalda me dibuja sus propias líneas de besos, como las constelaciones de las estrellas. Es maravilloso. Juro que puedo sentir la sonrisa en sus labios mientras me recorre y llega hasta las marcas de sus azotes. Un beso en cada lado. Una lamida en cada uno y, al final, un último golpe. Me permite levantarme y, con la agilidad de un halcón, me sube al lavamanos una vez más. Lo único que me viste ahora es el collar, pieza que él no mira. Está concentrado en mi cuerpo, en mi desnudez. Me observa con las pupilas dilatadas, como si se estuviera aprendiendo cada parte de mí, dibujándome en su cabeza. Me separa los muslos y se pone en medio de ellos. Tiene los ojos oscurecidos y su atención se centra en mi entrepierna. Es raro. No incómodo, solo raro. Trato de unir las rodillas despacio para que no lo note. Gran error, pues me interrumpe al primer intento. —¿Te he pedido que cierres las piernas? —Niego en silencio—. Entonces, ¿por qué lo haces? —Es extraño que me mires. —¿No quieres que lo haga? De ser así, me detendré. Sabes cómo funciona esto. —Mejor bésame. —¿En dónde? —¿Cómo que en dónde? En la boca. Arruga la nariz. No le gustó mi respuesta. —Eso no era lo que quería escuchar. Viene hacia mí, pero no a mis labios. Me busca el cuello, lo besa y luego me muerde suave el lóbulo de la oreja. Lo escucho susurrar algo ininteligible y, antes de que pueda preguntarle qué ha dicho, me cubre la boca con la mano. —No lo repetiré. He dejado que me toque a su antojo, pero yo también quiero tocarlo. Le aparto la mano y soy yo la que se acerca ahora. Le rodeo los hombros y le beso el cuello, la oreja, el mentón. Cualquier lugar, excepto los labios. Escucho sus gemidos roncos cuando le mordisqueo la clavícula, cuando le beso los músculos del pecho. Y entonces, sin pensarlo, sin preverlo y con cualquier rastro de raciocinio esfumándose, llevo la mano hacia su pantalón y presiono la palma de la mano contra la dureza que se esconde bajo la prenda. Estoy sedienta de él. —Es mejor que no te vayas por ahí. —Me agarra del cabello y me separa despacio. Tiene la mirada de una fiera —. No cuando yo tengo otros planes para esta noche. Yo soy quien manda aquí. Me agarra por los tobillos y me arrastra hasta el borde del mesón. El jadeo por la sorpresa es inevitable. Me recuesto contra el espejo en busca de apoyo e intento retroceder, cosa que no me permite. Me ancla de la cintura con las manos. Le pregunto qué intenta hacer y no obtengo respuesta. Lo único que me da es una sonrisa. Me levanta las piernas para que doble un poco las rodillas. Magnus me sostiene por los muslos para que los mantenga separados y me deja expuesta para él. Es increíble verme en esta posición. —Me pediste que te besara, pero ¿y si yo quiero hacerlo en otro sitio? —Siento los dedos, que me marcan la piel mientras hace la pregunta—: ¿Puedo o no? —¿Dónde? Lo veo descender y el corazón se me acelera. Parece como si gritara desesperado por salírseme del pecho. Deja un beso lento sobre la zona y se mantiene ahí. Lo observo cuando pone un beso más y luego un tercero. No lo niego, me intimida la dirección que quiere tomar, pues por alguna estúpida razón mi mente va a esa tarde en su oficina cuando Vanir iba a hacer lo mismo con él. Lo que ahora quiere hacerme. —He estado fantaseando con esto desde hace un tiempo. Se yergue y me mira a los ojos. Un hormigueo me recorre el cuerpo desde el cuello hasta la punta de los pies. Quiero que lo haga. Deseo saber cómo se siente, cómo es ir más allá. Desciende nuevamente y lo sigo con la mirada. Siento su cabello rubio entre los muslos, haciéndome cosquillas. Sé que es el morbo lo que me tiene clavada y detrás de sus movimientos. Me mira desde abajo. El verde de sus ojos se ha perdido y ahora están tan oscuros como las noches en el bosque Ewan, como cada madrugada en la que nos hemos reunido a escondidas. Esta ha sido la mejor. La expectación me hace cosquillas. Quiero que lo haga, muero por que lo haga. —Quiero que me recuerdes mi título mientras te pruebo, mientras te consumo. Quiero que me recuerdes que estoy haciendo lo que me juré nunca hacer —pide antes de poner su boca ahí. Justo ahí. Cierro los ojos y me muerdo el labio inferior. Ni siquiera sé cómo describir lo que estoy sintiendo. Mueve la lengua en círculos y de arriba abajo. Es ágil, contundente y firme, arrancándome jadeos que en segundos se vuelven gemidos. Se mueve entre mis labios como las olas del mar. La piel se me eriza y no puedo controlar el cuerpo. Esta sensación es nueva y me sobrepasa. Magnus tiene los brazos y la espalda tensos mientras me sostiene y puedo verle las cicatrices, las heridas recientes, las venas en las manos grandes mientras me sostiene y cómo tiene los dedos hundidos en mi piel. Lo veo todo. Pero lo más importante es que veo a un rey orgulloso, que no se doblega ante nadie, inclinado para satisfacerme. Ahí está el gran soberano que no permitía que me le acercara, el que se lavaba las manos cuando accidentalmente me tocaba, el que no se cansaba de recordarme mi inferioridad. Ahí está el rey que violenta a mi pueblo, que escupe palabras de odio para los míos y que denigra a las personas como yo. Ahí está, usando la misma boca con la que nos humilla para darme placer. —No te detengas. Ni siquiera reconozco mi voz. Es baja, rasgada y fina, como si estuviera exhausta. Arrastro las palabras e incluso me cuesta encontrarlas. Un poco de aquella vergüenza juvenil todavía está conmigo. Mis palabras golpean las paredes, creando eco. Y solo hay tres sonidos más aquí: mis gemidos, mi respiración pesada y el ruido de los besos mojados de Magnus. Le agarro el cabello y lo aprieto con fuerza para que no se separe. Esto es demasiado, pero quiero más. Se prende de mí, desenfrenado. Por más que me remuevo, él permanece firme. Las piernas me tiemblan mientras él me consume con devoción. Siento su lengua en todas partes, baja y sube, va de lado a lado, sobre todo se concentra en mi entrada, presiona, como si quisiera meterse allí. Es increíble. Luce tan primitivo, carnal. Es algo que solo había visto en él esa tarde en el patio después de terminar una pelea con los prisioneros del palacio. Se separa tras un rato. Respira con dificultad y me saborea en su boca, lamiéndose las comisuras. Lo observo a detalle sin soltarle el pelo. Parece que sostenerme de él es el único sistema de apoyo que tengo en este momento. Me suelta una pierna y entonces sus dedos me estimulan despacio, con precisión. Es maravilloso. Siento el frío metal de sus anillos contra mi calor y cómo la humedad incrementa por la forma en la que me mira: con unos ojos oscuros y una sonrisa lasciva que le marca los hoyuelos. Es hermoso y es mío. —Quiero más de ti y necesito que me lo des. Me haces descubrir nuevos gustos, Emily. Por ti amo el olor a verbena y ahora por ti he encontrado un nuevo sabor favorito — revela en medio de mis jadeos—. Eres lo mejor que he probado. No contesto. Ni siquiera sé qué podría decir. Estoy segura de que la manera en que frunzo el ceño y cómo me muerdo los labios son las mejores respuestas que puedo darle. —¿Algo que decir? No le gusta mi silencio. —Ninguna queja, majestad. Sonríe y le sonrío. Este juego de poder es adictivo. Magnus vuelve a levantarme la pierna y entonces funde la boca una vez más en mi cuerpo. Es posesivo, como si lo necesitara, como si tuviera un hambre que es incapaz de contener. Me desabrocho el collar, saco el anillo y se lo pongo en el dedo índice. Quiero verlo mientras me sostiene los muslos. Quiero ver el escudo que se alzaba en las banderas negras cada vez que Lacrontte nos atacaba, cada vez que su rey pedía que nos mancillaran. Me hace sentir poderosa. Me recorren los espasmos. Intento levantar las caderas, pero no me lo permite y le agarro el cabello con más fuerza. Estoy al borde de un precipicio y voy a caer. —Suéltate, Emily —exige al separarse brevemente de mí —. Quiero que acabes en mi boca. Es lo más excitante que me han dicho en toda la vida. Lo siento lamer, succionar, ir despacio y luego fuerte. Me muerde suavemente y me masajea con la lengua para después desplazarse hasta mi entrada y regresar a la posición inicial. Es un ciclo satisfactorio que me hace alucinar, flotar. Y luego caigo en su boca, derramándome en él. Escucho mis jadeos, sus latidos y los míos. Todo da vueltas. Se me arquea la espalda, se me tensan las piernas y mis gemidos se vuelven chillidos, así que me cubro la boca con la mano. Me siento débil, ligera, viva y deseada. Todo y nada al mismo tiempo. Se separa finalmente, agitado, y en este punto no sé quién lo disfrutó más, si él o yo. —Creo que he encontrado mi parte favorita de tu cuerpo. Si el consejo de guerra y el pueblo supieran lo que estoy haciendo, me detestarían. Para su mala fortuna, me importa menos que poco lo que ellos piensen. —¿Tenías que mencionarlos justo ahora? —Sentí cuando me pusiste el anillo. No creas que no noté tus intenciones. —Quería tener un poco de control, majestad. Era mi momento para jugar con el rey. —¿Y se divirtió la plebeya? —Asiento—. Entonces, ¿te encuentras bien con lo que pasó? —Más que bien. —¿Sabes qué es lo que más me llena la cabeza, Emily? Tú. Me he pasado la vida repudiando a los mishnianos, diciendo una y otra vez que estar con uno de ustedes es lo más bajo que un lacrontter puede hacer, y mírame ahora, tan necesitado de ti como jamás lo he estado de nadie. Me has hecho tragar mis palabras. —Si sirve de algo, yo una vez le prometí a mi padre que me mantendría alejada de cualquier lacrontter. —El sabor que tengo en la boca dice que no has cumplido esa promesa. —¿Y tú crees que has caído bajo? —Estoy en lo más alto que he podido estar. Tanto así que, si me lo pides, volvería a meter la cara entre tus piernas. —Hazlo. La respuesta se me sale como si mis pensamientos hubieran tomado el control. No, esa no fui yo. Entonces Magnus vuelve a descender y su cabello rubio queda nuevamente entre mis muslos. **** —Magnus, ¿soy tu novia? —Me atrevo a soltar la incógnita que me recorre la cabeza desde hace un tiempo. Él continúa de pie en medio de mis piernas. Hace poco se ha erguido y yo sigo sin asimilar lo que sucedió. He dado ese paso con él. He ido más allá, a donde no creí que llegaría por el momento. Fue fascinante, íntimo. Fue mío y yo fui suya. —¿Quieres ser mi novia? —Inclina la cabeza hacia un lado, buscando mi mirada. —Solo es una duda. —Juego con las puntas de mi cabello, demasiado avergonzada como para enfrentarlo. —Te lo estoy pidiendo de verdad, Emily. ¿Sí o no? —Ah. —Me encojo de hombros, medio decepcionada. Es decir, el cosquilleo está ahí, pero no era así como me imaginaba la propuesta—. Es que así no es muy romántico. —Yo no soy un hombre romántico. Soy un hombre que está esperando una respuesta. —¿Por qué eres tan dominante? —Porque me gusta dominar. Solo quiero una novia y tú no estás colaborando. —¿Una novia? O sea que podría ser cualquier mujer. Mueve la cabeza hacia un lado para negarme la sonrisa que le aparece en la cara. —No vas a sacarme lo que esperas oír. —Entonces no voy a aceptar. —Cruzo los brazos, decidida. —Di que sí. Después de todo, ya tengo los beneficios. —Tienes un punto. Siéntete afortunado de que sea tu novia. —Eso debo decir yo. De Pharell al rey de Lacrontte hay una gran diferencia. ¿Acaso no lo piensa olvidar nunca? —¿Solo has tenido una novia, Magnus? —pregunto, y él asiente. Vanir es su pasado completo—. Es decir que solo has estado con ella. Niega con la cabeza y siento que se me calientan las orejas. ¿Hay alguien más? ¿Cuántas más? ¿Quiénes son? —Solo una y la conoces. Siento que me voy a caer del mesón ante las alertas que me manda el corazón. No. No puede ser quien creo. —¿Lerentia? Quisiera no haber hecho la pregunta, porque, de ser ella, se me va a ir el buen humor. —Por favor, no. —Levanta una ceja, ofendido—. Jamás vería a Lerentia con esos ojos. Es Gretta. Gretta Tebeos. Me quedo fría. ¿Ella? La mujer que vino aquí como enviada de Grencowck. La amante del rey Aldous. Bueno, del difunto rey Aldous. —¿Fue antes o después de Vanir? —Antes. Mucho antes. Cuando éramos mucho más jóvenes. Era mi amiga desde la infancia, Emily. La conozco como a ninguna otra mujer, lamentablemente. —Si soy honesta, creí que habría más en la lista. —Soy un hombre exclusivo —dice con una sonrisa arrogante—. No podría con la idea de que cualquier mujer vaya por ahí diciendo que me ha tocado, que me ha visto desnudo o alardeando de que se ha acostado con el rey. Ese es un privilegio que no les concedo a muchas. Puedes darme las gracias por incluirte. —Eres un engreído. —Sí sabes cómo era mi padre, ¿verdad? Su indecente reputación no es un secreto para nadie. Un mujeriego. En las tutorías era un tema recurrente entre los profesores, a los que les encantaba contar el lado escandaloso de la Historia. Se dice que se acostó con tantas mujeres que incluso mandó a traer extranjeras cuando se cansó de las jóvenes de Lacrontte. El rey Silas no se cansaba de ventilar el pasado del rey Magnus V, supongo que como una estrategia para reforzar el papel de villano. Además, se jactaba de decir que, a diferencia del enemigo, él sí era un hombre pulcro, con un matrimonio afortunado y una mujer maravillosa a la que jamás traicionaría. Vaya mentira más grande. —Mi madre no quería casarse con él por eso. La entiendo. Todo apuntaba a que le sería infiel en el matrimonio y quién querría eso. —¿Y lo hizo? —No. Mi madre no habría soportado una infidelidad. Se habría ido sin mirar atrás. Tengo su carácter, si eso te da una idea. Mi padre la amaba muchísimo. Veía por sus ojos. Sé que nunca pudo haberla engañado. Pero aun estando muerto se escuchan rumores de esas mujeres que estuvieron con él antes de su matrimonio. Nobles, dinhesters, cromanenses, cristenses, hijas y esposas de políticos y de militares… Cualquier mujer a la que él conociera en una fiesta, cena, reunión o gala benéfica. La unión de mis padres estuvo concretada desde que nacieron y él decía que había tratado de vivir tanto como podía antes de atarse. No es una excusa válida para mí y me enoja, así que me juré nunca repetir sus pasos. Aunque tampoco es como que tuviera mucho tiempo libre para intentarlo. Siempre dijo que jamás tocó a una plebeya, pero yo digo que es una falacia. Estoy seguro de que hubo muchas en su lista. Adoro que se abra conmigo y me deje ver más de su vida, que me haga parte de ella. —Magnus, ¿por qué tienes tanto odio hacia los plebeyos? Es que no lo entiendo; debe haber algo más que ego. —Esa es la única explicación. Mi padre siempre me repetía que yo estaba por encima de los demás, especialmente de los plebeyos, que no debía rodearme de ellos, permitir que me tocaran, ni ser su amigo. Me quedaron en la cabeza sus palabras… hasta que llegaste tú. —Entonces, ¿crees que tus padres no me habrían aceptado? —Ellos habrían amado a cualquier persona con quien yo deseara estar. Te habrías llevado muy bien con mi madre. Mi padre me cuestionaría al principio, pero, al final, le agradarías, estoy seguro. —¿Piensas en algún punto dejar tu odio hacia nosotros? —Lo intento. Tú estás fuera de esa lista ahora. Con el resto me tomará más tiempo. Ya no hablemos de eso, mejor cuéntame cómo se conocieron tus padres. —Papá era el jardinero de la casa de mamá. Era nuevo en Palkareth y no tenía dinero. Los dos se enamoraron y se escaparon. Mis abuelos nos detestan y por eso nunca los he conocido. Ellos no querían que mamá se casara con un plebeyo sin recursos. Los Lanreb no eran nobles, pero tenían negocios importantes que los estaban haciendo ricos y querían que su hija se casara con un noble para que la familia estuviera ligada a un título. Y lo consiguieron. Somos la familia del perfume, aunque no creo que ese fuera el título que esperaban. Se le sale una carcajada que golpea las paredes del cuarto de baño y lo obliga a llevar la cabeza hacia atrás. Me encanta hacerlo reír. —¿Y tú piensas darle un título a tu familia? —Ninguno de nosotros se muere por uno. Quizás Mia, pero nada más. —Eras novia de Denavritz y él era un príncipe. —Ahora soy novia de un rey. Sonríe y le brillan tanto los ojos como esmeraldas pulidas. —Y no de cualquier monarca, sino del rey Magnus VI Lacrontte Hefferline, soberano de las montañas del norte. —¿Ese es tu título completo? Asiente, orgulloso. —Cuando quieras lo comparto contigo —dice mientras me aprieta los muslos con las manos. Ahora soy yo quien deja salir una risa sonora, libre, feliz. Él me hace sentir completa, dichosa, respetada. Como una reina. 36 EMILY ¿Quién dijo que después de la muerte no puede haber un baile? Magnus ha aceptado los acuerdos de paz. Ya no habrá más diálogos ni más reuniones. La paz está firmada después de tantos años. Por fin. Y los Wifantere pensaron que no habría mejor manera de celebrarlo que con una cena, aunque sin máscaras esta vez. Con Aldous fuera de línea, todo indica que marchará bien. Ya usé un vestido rojo y otros con corsé, pero hasta el momento no he usado uno rojo con corsé, y hoy es la noche indicada. Es una belleza carmesí con mangas caídas y fruncidas que me arropan los hombros como una estola. Tiene un escote en forma de corazón que deja espacio para que el collar sea el protagonista. Me siento como una rosa tocada por lluvia gracias a las líneas adiamantadas del corsé, que indican los lugares por donde va la serie de varillas, y al tul brillante de la falda, que se asemeja a gotas de agua. Francis me envió una nota con Christine por la tarde. Dice que puedo sentarme en la mesa con los reyes, novias y consejeros reales. Soy una de ellas, ¿no? Es decir, una novia. El título todavía me parece irreal. ¿Qué pensaría mi familia si supiera de la posición en la que me encuentro ahora? Y todo con el rey enemigo. Puedo imaginar la cara de asombro de Mia, el desconcierto de mamá y el desacuerdo de papá. Por todas las flores, cómo los extraño. Atelmoff es el primero en saludarme cuando llego. No hay mucho que decir sobre el lugar. Estamos afuera, en los viñedos. Es una cena con nobles sentados en mesas circulares. Hablan por encima de la música baja. Huele a almizcle, pan y especias. Unas antorchas clavadas en el suelo son las que iluminan el sitio, casi como si se tratara de una fogata. Hay meseros merodeando las mesas en busca de una copa para llenar y los invitados se pasean por un bufé lleno de panes dulces con canela, vino y limonada. Nada más faltan dos lugares por ocuparse en la mesa una vez yo tomo el mío. Tengo en frente a los reyes Wifantere, quienes me miran con cierto recelo, como si entre mi falda tuviera un arma para atentar contra ellos. Su gesto ceñudo es incluso divertido, pues parecen un matrimonio de abuelos malhumorados. Los Denavritz, por otro lado, son un par muy impar. Stefan ni me determina, pero Lerentia me reclama con la mirada el que esté aquí. Estoy segura de que a todos les avisaron de mi presencia, pues ninguno intenta echarme, así que se muerden la lengua y padecen con el veneno que despiden. Lo mismo ocurre con el príncipe Lorian, quien, pese a la sonrisa agradable que me regala su novia, está más ocupado en querer dispararme no solo por estar aquí, sino por ser la invitada de Magnus. —Querida, estás hermosa —me saluda Atelmoff después de que me siento a su lado—. Definitivamente, el rojo es el color de Emily Malhore. —Confieso que no es mi favorito, pero son el tipo de cosas en las que uno cede. —El cartero tocó a la puerta equivocada porque no me llega el mensaje. —Tengo novio —le susurro al inclinarme hacia él. Intento mantener el tono tan bajo como pueda para que el resto de la mesa no me escuche—. Y tú lo conoces. No tengo nadie más a quien contárselo y me parece maravilloso poder compartir mi felicidad. Quiero que lo sepa otra persona, miles, pero comenzaré con Amoff y Christine. —Ah, ¿sí? —Levanta una ceja mientras busca la respuesta en mi mirada—. ¿Es rubio? —pregunta, y asiento —. Eso no me deja muchas opciones. ¿Es un monarca? — Vuelvo a asentir. Este juego es divertido. Finge buscar por la fiesta. Revisa a cada uno de los invitados, como si de verdad no supiera de quién se trata. —Tengo dos opciones. Puede ser el príncipe Lorian, aunque, si se trata de un rey, solo me queda una opción: el rey Everett. —Muy gracioso, Atelmoff. Sabes bien de quién hablo. —¿Y aun así tenías la osadía de decir que no te atraía, querida? Es una falta de respeto a nuestra amistad. Así que por él es el vestido rojo. Bueno —deja atrás los susurros—, luces como una reina y toda soberana tiene su rey. ¿Dónde dejaste al tuyo? —Aquí estoy. La voz de Magnus me sorprende por detrás. ¿Atelmoff sabía que estaba ahí? ¿Por eso levantó la voz? Me vuelvo para encontrar que me mira. Le sonrío. No hay otra cosa que pueda darle más que una sonrisa. ¿Lo está confirmando para los demás? El cabello lo tiene dividido a la mitad y hay mechones que caen, enmarcándole la cara. Hoy porta la corona y un traje de botones dorados que forman una línea cruzada sobre el pecho, asemejando una banda. No lleva capa, pero sí tres medallas justo del lado del corazón. Es algún tipo de traje de gala, al parecer. —¿Tú eres su rey? —pregunta Claire, atónita, mirándonos a Magnus y a mí. —¿Y quién más sino yo? —responde, como si fuera lo más obvio del mundo. Toma asiento a mi lado y Francis se hace junto a él. También viste un traje de gala, aunque sin medallas. Las capas de ropa lo hacen ver mucho más grande, como si tuviera una armadura debajo de la chaqueta. —¿Hay algo que quiera contarnos, majestad? —La pregunta viene de Lorian. Todos en la mesa están atentos. Lerentia muestra su habitual amargura en el rostro y sus padres la secundan, aunque con cierto interés por lo que dirá el rey Lacrontte. Atelmoff sonríe detrás de la copa para ocultar el gesto y Stefan se mantiene inmóvil, callado. Ni siquiera nos mira. Es como si no hubiera escuchado nada. —Nada que me interese compartir. —Es que nos resulta curioso que, en una mesa en donde solo pueden estar los monarcas, sus novias y consejeros, esté también la señorita Malhore. —Es mi invitada. ¿No se me permite? Entonces no se confirma nada frente a ellos. Ya me había ilusionado. Ninguno contesta y al parecer es lo que Magnus quería, pues les sonríe con un gesto forzado y bastante condescendiente. Me toma de la mano por debajo de la mesa y la aprieta suave, como si intentara darme apoyo. El contacto me eriza la piel y me hace sentir su cómplice. —Me alegra que se haya firmado la paz —Claire trata de despejar la neblina de incomodidad—, así en nuestro matrimonio podrán estar ambos reyes. Lorian y yo hablamos y nos gustaría que usted, majestad —mira a Magnus con emoción—, fuera nuestro padrino de bodas. ¿Qué le parece la idea? —¿Piensa usted casarse alguna vez, majestad? — pregunta la reina Magda. —Por supuesto. —Ni siquiera parece emocionado al responder—. Necesito una familia en el futuro. Quien se lleve el título de ser mi esposa será privilegiada. —¿Cuántos hijos desea tener? —La pregunta viene de Lorian, quien se ha relajado visiblemente desde mi llegada. Tiene el brazo en el espaldar de la silla de Claire y con la mano libre sostiene su vino. —¿A qué se debe este interrogatorio? Me suelta la mano, brusco. Se ha molestado. ¿Por qué? Fue una pregunta inofensiva. —Simple curiosidad. —El príncipe mantiene la calma y toma un trago mientras lo observa, inocente. —No te comportes hostil, Magnus —le pide Lerentia con una dulzura poco propia de ella y que no pasa desapercibida por su padre, quien la reprende con la mirada—. Todos queremos saber si deseas tener pequeños tan amargados como tú. —Claro que quiero. Necesito herederos —dice con frialdad, como si hablara de las tartas de durazno que tanto le gustan—. Necesito a alguien que continúe con mi legado. —Puedo notar que serás un padre severo —comento, y entonces sus vibrantes ojos verdes se cruzan con los míos —. Debes referirte a ellos como hijos y no como herederos. —Sé que necesitarán una madre dócil y afectuosa. —¿Cuántos? —pregunto, refiriéndome al número de hijos. —Tres. —¿Tantos? —Atelmoff es quien habla, sorprendido—. No te veo con tantos niños. —Dos son muy pocos, cuatro son muchos y tres son perfectos. Recuerdo haberle escuchado eso antes. —Apuesto mi vestido a que el primero llevará por nombre Magnus VII —comento por lógica. —Lo conservas, entonces, porque así será. También espero tener una heredera para llamarla igual que mi madre, Elizabeth, aunque sería Elizabeth III. —¿Y el tercero? Sé que no quería un interrogatorio, pero es inevitable. —Erick II —dice, y sé que en cualquier momento voy a sufrir un colapso. Trato de no mostrarme sorprendida para que nadie haga preguntas, pero la mirada de Stefan cae sobre mí sin reparos. Entendió o al menos sospecha. Me reprocha con el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Lo sabe y no me importa. —¿Sucede algo, Denavritz? —Magnus pregunta con la única intención de molestarlo. Lo mira con una actitud airosa porque sabe que lo ha fastidiado y lo disfruta. —En lo absoluto. —Imposta una calma que no le cree nadie—. Tengo la mente ocupada en otros asuntos. —¿Se puede saber cuáles son, querido yerno? —pregunta su suegra, tan curiosa como siempre, por no decir otra palabra. —El viaje de regreso a Mishnock. Lerentia, Atelmoff, Emily y yo debemos regresar a nuestro reino. Tengo muchos asuntos pendientes ahora que se firmó la paz. Será una pena que ya no nos vayamos a ver tan seguido. Supongo que esta noche es nuestra despedida. Siento que el mundo se me derrumba. No había pensado en ello. Si ya no hay diálogos, ya no tendremos que estar aquí. Ya no habrá más encuentros nocturnos o de ninguna clase. Nos separaremos. Él volverá a Lacrontte y yo a Palkareth a vivir una vida encerrada en el palacio. El ánimo se me diluye. Aprieto el vestido con las manos mientras nos sirven la comida. Se me arruga el corazón y hasta juraría que se me ha hecho pequeño. Busco la mirada de Magnus, pero estoy segura de que a él no se le pasa por la cabeza lo que a mí me está haciendo desfallecer. Estamos al aire libre y aun así me siento confinada en una habitación diminuta. Él se me acerca, quizás nota mi inquietud, y me pregunta al oído si algo me pasa. Niego con la cabeza. —Es la comida, no me apetece —invento a falta de una mejor excusa. —Tú avísame y le derramaré mi copa. Somos muy buenos en arruinar cenas. —Hubiera preferido que nos sirvieran pavo. Magnus comienza a reírse a carcajadas por mi comentario. Los hoyuelos aparecen, los ojos le brillan y la mesa le da su atención, como si nunca hubieran escuchado su risa. —Majestad —Lorian es el primero en hablar—, veo que está particularmente de buen humor. No lo había visto reír antes. Así que es en serio. —Al parecer solo Emily lo provoca. De nuevo las miradas desaprobatorias de Lorian, Lerentia y Stefan. Una tensión incómoda recae sobre mí porque, por alguna razón, nunca le reclaman a él. Las actitudes molestas suelen centrarse en mí. —¿Sucede algo? —No me quedo callada y reclamo. Ninguno contesta, tal como lo imaginaba—. Entonces no entiendo el mal humor. No miro a Magnus, pero siento su sonrisa a mi lado. Sé que le gusta que me defienda y para este punto a mí también me gusta hacerlo. El rey Everett se muerde la lengua, pero la ira en su rostro es evidente. No le agrado y, si no estuviera aquí con Magnus, ya me habría sacado de la fiesta. Se levanta de la mesa tan tieso como un bastón y va a dar su discurso. Él es el más interesado en que se sepa que la paz se firmó, en que lo vean y lo alaben por ser el rey que pudo mediar entre dos naciones. Es un pavo real dramático y vanidoso. Va con el pecho en alto y la sonrisa de un maestro de ceremonias. Se pone en medio y se dirige al público. Este es su propio espectáculo. Stefan se pone de pie no mucho después y, según lo dictaminado, el siguiente debería ser Magnus, pero él continúa en su asiento sin la más mínima intención de levantarse. —¿No crees que deberíamos ir a celebrar que firmamos la paz? —me dice con una sonrisa medio maliciosa. —¿Justo ahora? ¿No tienes que dar un discurso? —Entonces, ¿cuándo? Estoy seguro de que se las arreglarán sin mí. Yo quiero ir a celebrar con mi novia. ¿Es pecado? ¿El corazón puede vibrar? Porque es lo que siento en este momento. Magnus Lacrontte me hace muy, muy feliz y la vida sabe cuánto deseo que él lo sea también. —¿Lo consideras apropiado? —Juego a ser difícil. —¿Todavía eres una mujer de recato? Pensé que ya te había vuelto perversa. Lo ha hecho, claro que lo ha hecho, aunque un poco nada más. —Te he extrañado, Emily. —Pero si nos vimos en la madrugada. —Tal vez no sea suficiente. ¿Nos vamos o te saco en mi hombro? —¿A dónde quieres ir? —pregunto, uniéndome a su juego. —A cualquier lugar, pero larguémonos de aquí. Me quedo pensando. ¿A dónde podríamos marcharnos? ¿A dónde podría llevarlo? Un sitio en el que nadie nos busque. Atípico, alejado, cerrado. Y, entonces, lo tengo. —Conozco un sitio. Ven conmigo. 37 MAGNUS Emily está de espaldas a mí, cerrando con pestillo la puerta. Es como un ciervo que no nota el peligro del arma del cazador que apunta hacia ella. Confía en mí y yo confío en ella. Me trajo a una biblioteca. La misma en la que me reuní con Wifantere en su momento. Interesante elección. Espero que los libros amortigüen nuestras voces. Luce hermosa de rojo, aunque no se lo diré. A decir verdad, luce hermosa en cualquier color y también con corsés. Me enciende la manera en la que se le alzan los pechos, apretados contra la dureza de las varillas. Es malditamente excitante. Ella no lo sabe, pero podría ponerse uno, pedirme lo más descabellado que se le pasara por la cabeza y lo cumpliría. Sin pensar en nada más que su cuerpo en esa prenda, lo haría. Se vuelve, emocionada por lo que seguro sabe que pasará, por el peligro, por el morbo y lo prohibido. Se muerde el labio y da zancadas largas hasta mí. Inclina el cuello hacia un lado y me mira, esperando que diga algo y que empiece con mis órdenes, como suelo hacerlo. Ya se acostumbró, ya es tan sumisa como siempre quise que fuera. —¿Quieres que hablemos? —pregunta ante mi silencio. Tiene el ceño ligeramente fruncido. Ella no quiere hablar, pero estará dispuesta a hacerlo si es lo que yo quiero. Ya la conozco. Las ondas del pelo le caen a un lado, como la vela de un barco al inclinarse, como las banderas raídas después de una batalla cuando el viento las mueve. Espera por mi respuesta. —No, no quiero hablar. —Reconozco mi voz. Es la de siempre, la del rey, la del soberano que no acepta discrepancias más que de la mujer que tiene al frente—. Hay muchos libros aquí. Me recuerda a la época en la que leías para mí en Lacrontte. Emily, ¿cuál es tu segundo nombre? No sé por qué no se lo había preguntado antes. Es el tipo de cosas que un novio debe saber de su novia, ¿no? —Ann. —Me sonríe. Las líneas de los costados de su nariz y de la comisura de sus labios aparecen. Puedo imaginar lo marcadas que estarán cuando sea anciana—. Soy Emily Ann Malhore Lanreb. ¿En serio? Es el segundo nombre más feo que he escuchado después de Elisenda. —¿Ann? ¿Emily Ann? —Ella asiente—. Qué peculiar. —No puedes decir nada cuando tu segundo nombre es un número. —Es un número noble. Hace parte de mi linaje. Más bien que la vida se apiade de la niña que se llame Emily Ann II. Se ríe y es un sonido suave, juvenil. Es como si nunca la hubieran dañado. Es pura y bonita. Me doy la vuelta porque me incomoda. La cabeza me grita y todo aquello que tengo atado lucha por liberarse. Paso los dedos por los lomos de cuero desgastado de los libros, leyendo los títulos sin darles demasiada importancia. Siento el grabado de las letras doradas, ahora descoloridas por los años, y la textura de las pieles de quién sabe qué animal. La historia de Cristeners contada en tomos y tomos está acá. —Tras firmar la paz hoy, los diálogos se acaban. Ya no estaremos aquí. Yo volveré a Lacrontte; y tú, a Mishnock — digo sin mirarla—. Podré ir a visitarte, pero no será tan seguido. Me faltarás. —Y tú a mí. Eso basta para que me gire hacia ella. Sigue de pie donde la dejé. Tiene las manos unidas al frente y la tristeza pegada en el rostro. Ya no hay luz en su mirada, solo dolor. —Eres muy importante para mí, Magnus. —Después de mi patria, para mí estás tú. Tendremos que hacer algo al respecto. —Haré cualquier cosa. La pena se le va, dando paso a la esperanza. Aguarda por una solución que cree un camino que nos una, que señale una salida para ambos. —Cuán caprichosa es la vida por unirnos y separarnos, ¿no lo crees? Primero cuando éramos niños y no volvimos a vernos, después cuando escapaste a Lacrontte y más tarde cuando Heinrich te llevó de regreso a Mishnock. Ahora es la paz que tanto has deseado. ¿Y si ataco a tu reino y acabo con esta decisión? ¿Estarías de acuerdo? —¿No hay otra opción? —Ni siquiera lo piensa—. Es mi pueblo, Magnus. Siempre va a dolerme lo que le ocurra. —¿En qué lugar estoy en tu vida, Emily? ¿Soy el segundo, el tercero? ¿Cuál soy? ¿Cuál es tu orden? —Mi familia, mi patria y tú. Sus ojos cafés son iguales que una turmalina marrón: brillantes, hermosos, delicados. Me miran como si no hubiera nada más en este lugar, como si yo fuera lo único que existe aquí. Se me acelera el corazón. Me gusta que me vea de esa forma a pesar de no ser el primero en su lista. —Espero escalar posiciones —confieso. —No tendrás problema con mi patria. Sin embargo, mi familia será imposible de superar. —No si me convierto en ella. La tomo del cuello y le levanto la cara. Me encanta hacer eso. Ella me devuelve un poco del poder que he perdido por su causa. Me inclino, buscándola. Es incómodo; aunque las sandalias le dan altura, no es suficiente. Me atrae como las sangre a los tiburones. Quisiera decirlo de otra forma, encontrar palabras más bonitas, las que Emily se merece. El problema es que no sé cómo. Esto es nuevo para mí. Emily, Emily, Emily. Qué difícil me has vuelto la vida. La veo cerrar los ojos y entonces la beso con pasión y rabia. Me enoja pensarla tanto, me enoja necesitarla tanto, me enoja desearla tanto. Sus besos, por lo general, son suaves, cuidadosos, y he tenido que acostumbrarme a ellos. Me gustan ahora. Me gusta todo lo que la incluye. Me separo y voy hacia su escote, donde el corsé le resalta los pechos. Es aniquilante. Le beso la piel que la prenda realza y la lamo como si fuera la última vez, o tal vez la primera, dejándole una línea húmeda en el cuerpo. Quiero dejar más que eso. Quiero marcas, por lo que hago presión con los labios y le chupo la piel hasta enrojecerla. —Date la vuelta —le ordeno al erguirme, y ella me obedece sin dudarlo. Los cordones del corsé serán un reto para mi paciencia. No tengo la suficiente y quisiera tener una daga para cortar las tiras. En vez de eso, aquí estoy, enredando los dedos para aflojarlas. Emily se mantiene estática, permitiéndome dar este paso de nuevo. Le bajo las mangas del vestido y este no tarda en ceder y caer a sus pies, desnudándola. Me separo para admirarla. Me gusta verla sin ropa, en su estado natural, sin pudor o vergüenzas. Me gusta dibujar mentalmente cada una de sus curvas: su cintura, su espalda, sus caderas. Admiro cada parte de ella: el lunar que tiene en medio del pecho, las areolas pequeñas y la manera en que las ondas de su cabello le cubren parcialmente los senos. Nunca desvestí a nadie con la mirada, jamás estuve tan impaciente por poseer a una mujer y nunca necesité a alguien tanto como a ella. Su cuerpo es mi territorio. Mío y solo mío. —Eres fascinante, Emily Ann, y eres mía. La guío hasta el único sillón de la habitación y le pido que se siente. Me quedo de pie frente a ella para admirarla, para estudiarla. —Eres hermoso, Magnus. —¿Alguien se atrevió a decir lo contrario? —Eres tan presumido que no sé cómo te soporto. —Me debes un quinel y quiero que me lo pagues ahora. —No tengo quinels, lo sabes. Tomo cada borde de su ropa interior y empiezo a bajársela por la cadera. Ella se levanta ligeramente para ayudarme y me guardo la prenda en el bolsillo del pantalón antes de volver a las órdenes. —También sabes que esa no es la única manera de pagarme. Abre las piernas. Sin dudar lo hace. Me pone frenético cada vez que me da lo que pido sin detenerse a pensar. Me tomo mi tiempo para observarla mientras dobla las rodillas y pone los pies sobre el sillón. Se le enrojecen las mejillas e intenta evadirme la mirada. Esto aún le cuesta, pero le gusta, pues de otra forma no lo haría. Le muestro el anillo que traigo en el dedo índice, ese que tiene grabado el escudo de mi reino. Se lo acerco a los labios con cuidado porque quiero ver si es capaz de honrarlo, de besarlo. Es su pueblo enemigo, por el que ha sufrido, por el que ahora le pido que se rinda. Quiero que se rinda ante mí y yo me rendiré ante ella. —Bésalo, Emily. —La voz me sale más firme que de costumbre. Soy un rey, después de todo, y estoy acostumbrado a ver la sumisión de otros. Y ahora quiero la de ella—. Demuéstrame que me respetas. —¿Lo harás tú conmigo también? ¿Me demostrarás tu respeto? —Si lo haces, podrás irrespetarme tanto como quieras aquí y ahora. No me negaré a nada de lo que quieras que haga. Por unos segundos se mantiene paralizada, desconcertada, intentando entender mis intenciones, debatiéndose si es capaz. Quizás espera que me explique, que le dé una razón, pero es solo mi capricho. Al final se mueve, se inclina hacia adelante y le da un beso al escudo, honrándonos a mí y a mi nación. Ya la tengo completamente para mí. Se vuelve a recostar y ahora bajo la mano a su entrepierna. Paso la superficie plana de mi anillo de abajo hacia arriba, demostrándole que también me tiene: lo más sagrado de mi nación contra su feminidad. La feminidad de una enemiga. Puede que el pueblo no se haya rendido, pero su rey lo ha hecho. Se le dilatan las pupilas mientras me observa. Lo traigo hacia mí y también le doy un beso al escudo. Ella me sonríe desde abajo, satisfecha. Sé que todas estas cosas le causan fascinación. Por eso ayer me puso el anillo en el dedo. Quería verlo y recalcar que era yo el que estaba ahí, tragándome mis palabras con acciones. La hago a un lado y me siento en el sillón. La agarro por las piernas sin decir una palabra y la siento a horcajadas sobre mí. Ella me obedece. Estoy seguro de que es capaz de sentir la dureza debajo de mi pantalón. Es lo que ella provoca, las reacciones que causa. Y es molesto, pues ya estoy así y Emily ni siquiera me ha tocado. Le paso las manos por la cintura y la aprieto contra mí. Voy a su espalda, subo hasta su nunca y la agarro con fuerza para luego besarla. La jalo del cabello para separarnos. La escucho jadear porque no soy delicado. Tengo una mezcla de rabia y necesidad que no me permite estar tranquilo. La miro a esos ojos cafés llenos de inocencia que siempre intentan descifrar qué deseo de ella. —No quiero que se te olvide ni por un segundo, Emily Malhore, que me perteneces. —¿Tú me perteneces? —Le cuesta la pregunta. Asiento y ella sonríe con una maldad que reemplaza cualquier rastro de vergüenza—. Demuéstramelo. Su primera orden para mí y se me ocurren un montón de ideas para obedecerle. Le pongo dos dedos en los labios, el índice y el medio, y entiende lo que intento hacer. Abre la boca y los recibe. Los lame sin dejar de mirarme con esos grandes ojos cafés. Esta mujer va a volverme demente. Cuelo la mano entre su cuerpo y el mío, llegando justo a su entrepierna. La toco. Está húmeda, caliente y suave. Me fascina que me permita hacer lo que quiera con ella. Me deslizo de arriba abajo, acariciándola, y de inmediato responde: jadea sin reparos. Esto le gusta; fue evidente en el baño de su habitación. Fui testigo de cómo reaccionaba a mi toque. Hoy pienso hacer lo mismo hasta llevarla al final. Emily echa la cabeza hacia atrás mientras yo continúo moviéndome. Me deja los pechos cerca de la boca y no dudo en embestirlos. No soy delicado. Los tomo con ansias, con desesperación. Le muerdo los pezones y reclamo sus senos con los labios. Emily me agarra del cabello mientras mueve las caderas en torno a mis dedos, buscando su placer. Me desabrocha la camisa con impaciencia. Quiere sentir mi piel igual que yo siento la suya. Me pone las manos en los hombros y las desliza hasta el inicio de mi espalda. Me besa el cuello y la parte detrás de las orejas, excitándome todavía más. El autocontrol que me toma seguir en mi posición y no detenerme para desabrocharme el pantalón es inmenso. Incluso tormentoso. Emily me gime al oído y juro que una corriente me recorre la espina dorsal. Se me ponen rígidos los músculos y aprieto los dientes. Estoy a punto de hacerla a un lado y clavarle la boca en la entrepierna mientras me deshago de mi ropa y me toco. La obligo a mirarme. Necesito separar su boca de mí o esto tomará otro rumbo. —Me encanta cuando pones esa cara de inocente —la voz me sale rasgada—, como si fueras una puritana que apenas se desinhibe, cuando ambos sabemos que ese papel lo dejaste a un lado hace tiempo. —¿Por qué te gusta recordarme tanto eso? —Porque me encanta recordarme que solo lo haces conmigo. Luce hermosa. Las ondas castañas del cabello le caen a cada lado de la cara, el diamante rojo le brilla en el cuello y veo la marca agreste de la presión de mis labios sobre sus senos. La agarro de la muñeca y hago que toque el medallón que cuelga de mi cuello. Ella sabe lo que deseo que haga. Jala la cadena y me acerca a ella. Quiere un beso y se lo doy. Nunca tengo lo suficiente de ella, sino que quiero más y más. Es escalofriante. Jamás me había sentido de esta forma. Es avasallador. Siento su humedad entre los dedos, en los anillos. Voy más rápido, más firme, más contundente. Lo hago en círculos y en línea recta. Me clava las uñas en la espalda y pierdo el raciocinio. Me gusta que se imponga, que sea tosca, que me lastime. Amo cuando me jala el cabello, cuando me acerca de la cadena del cuello y cuando me muerde la boca. —Te juro, Emily, que un día estaremos en un lugar igual a este, en un sillón parecido a este y te tendré de nuevo a horcajadas sobre mí. La única diferencia es que estaré dentro de ti, ¿entendiste? —Entendí. Le cuesta contestar. Su voz entrecortada es fina y se mezcla con gemidos que me dificultan entenderle. —Responde como sabes que me gusta. —Sí, entendí, Magnus. Está agitada, así que me concentro en el punto más sensible de su cuerpo. Está hinchado, y lo acaricio con la yema de los dedos. Emily tiembla, se queja y me jala la cadena, inquieta. Está en la orilla, justo al final, así que hago presión mientras le beso los pechos. No tarda demasiado en caer, como si se lanzara sin miedo por un abismo. Puedo sentir cómo se incrementa la humedad, cubriéndome la mano. Se le eriza la piel y gime alto mi nombre una, dos y tres veces. Tiembla y debo pasarle el brazo por la cintura para sostenerla. Arquea la espalda y se apoya en mis hombros, recorriendo el inicio y el final de su orgasmo. Es una imagen hermosa que quiero ver por el resto de mi vida. No le doy tiempo de reponerse, sino que la llevo a un lado del sillón y le pido que se mantenga de rodillas y se incline hacia adelante, dándome la espalda. Me obedece. Deja las caderas arriba mientras se pone de cara contra el mueble. Es una vista enloquecedora. —¿Qué vas a hacer? Respondo con una palmada. Es inevitable. Tengo su cuerpo a mi merced. Quiero un poco de ella y lo obtendré. No es lo más solidario, pero no me importa. Desciendo hasta sus muslos y los mordisqueo. La escucho chillar, lo cual me enciende mucho más, así que no pierdo tiempo. Voy directo a su feminidad, le separo los labios y la pruebo. Escucho sus quejidos. Se remueve, inquieta, intentando tocarme, pero no me alcanza. Hundo los dedos en sus piernas mientras muevo la lengua en su centro, tomando lo que ruego por tener. Es como si una vez que empezara no pudiera parar. Me vuelve frenético y me eriza la piel de la nuca y de la espalda. Lamo, chupo y bebo, hambriento y necesitado. No la haré terminar, pues solo busco lo mío: consumir hasta impregnarme de su sabor. Una vez lo consigo, la obligo a levantarse. —¿Qué se supone que fue eso? —pregunta mientras se peina el cabello con los dedos. —Quería tu sabor en mi boca. Y ya lo tengo. ¿Ves el bar que hay en el alféizar de la ventana? —Señalo hacia el fondo de la biblioteca y ella asiente con las mejillas enrojecidas por la posición en la que la tenía—. Tengo sed. Sírveme un trago, por favor. No duda en caminar hasta allá y yo aprovecho para admirar la forma en que sus caderas se mueven mientras lo hace. Es excitante. Sirve algo que ni siquiera sé que es y tampoco me interesa. Se devuelve pronto y me lo entrega. Lo bebo sin quitarle la mirada de encima. Nunca es suficiente. —Siéntate. Señalo el piso a mis pies en tanto la ginebra me borra su sabor. Ni siquiera sé por qué le pedí que hiciera eso, pero quiero verla ahí abajo. Se me acomoda entre las piernas y recuesta la cabeza a un lado de mi erección. Una gran imagen, si me lo preguntan. Le ofrezco un poco de alcohol, aunque sé que no va a gustarle. Ella abre la boca y, sin negarse, recibe lo que le doy. Arruga la nariz y tose. Era obvio que le iba a disgustar, pero le ofrezco más simplemente para asegurarme de que lo aceptará. Lo hace. Sin embargo, esta vez, en lugar de darle ginebra, bajo y le doy un beso. Emily es perfecta para mí. Me desata y me une, me quiebra y me arregla, me pone en lo alto y está claro que podría también ponerme en lo más bajo. Eso es peligroso. —Magnus. —Me mira cuando nos separamos. Tiene los ojos más expresivos que jamás he visto. Soy capaz de leer sus emociones así no me las confiese. Va a pedirme algo—. Quiero hacer algo por ti. Déjame hacer algo por ti. Me esperaba cualquier cosa menos eso. ¿Por eso estaba tan silenciosa? Soy un mentiroso, uno de los más grandes, pero con esto no puedo mentir. Claro que me encantaría que me tocara, que hiciera conmigo lo que se le antojara, solo no quiero que luego se arrepienta. —¿Estás segura? —Espero que no se me escuche la emoción en la voz. —Muy segura. Sí hay algo que quiero que haga y con lo que he fantaseado, algo que me muero por verla hacer. Sé que debo ser yo el que la guíe porque no ha ido tan lejos antes. Es inexperta y no quiero que se sienta torpe. No quiero que nada la avergüence y que se desanime a seguir experimentando. Tengo que ser cuidadoso con lo que digo y hago. Esa será la parte más difícil. —De acuerdo. Desabróchame el pantalón. Ni siquiera lo medita. Abre el broche, baja la cremallera y se deshace de toda prenda que la separa de mi masculinidad. Toma mi erección con las manos y levanta su mirada hacia mí. Veo el deseo, la expectación y los nervios en sus ojos. Quiero grabarme esta escena para toda la vida. Ella me sonríe y se sonroja. Me cuesta concentrarme. Es hermosa. Le doy un par de indicaciones para iniciar y verla obedecer me pone frenético. Se acerca despacio y abre la boca. Va a la punta, tal como se lo pedí, y lame lento. Pasa la lengua por los lados y por arriba. Obedece cada una de mis instrucciones sin discrepar. Mueve la mano alrededor y entonces sigue la tercera indicación: se lo pone en la boca. Un poco al principio y luego mucho más. —Mírame —le ordeno, sobrellevado por lo que hacemos. Sus ojos cafés me observan desde abajo sin detenerse. Es una mezcla de inexperiencia y ganas. Soy incapaz de dejar de mirarla y respiro con mayor dificultad con cada segundo que pasa. Le recojo el cabello en un puño y guío sus movimientos. Ella me permite llevarla a donde quiero, someterla, controlarla. Cada vez busca más, un centímetro más, un minuto más. Tengo el cuerpo tenso y la mente nublada. Me tiene en sus manos y no lo nota. Me cubre la masculinidad con los labios y me estimula con la mano. Lo hace lento para no equivocarse. No imagino lo que se le está pasando por la mente en este momento y ella no imagina lo que hay en la mía. Es preciosa, sugestiva. Me inclino hacia adelante y la sostengo de la cabeza para ser yo quien se mueva ahora. Empujo con las caderas hacia adelante, hacia su boca. Trato de ser delicado y de no dejarme llevar por la sangre caliente que tengo en las venas, por la desesperación, por el éxtasis. No quiero lastimarla. Emily me permite hacerlo. Escucho su respiración trabajosa, los sonidos que se le escapan de los labios, mis gemidos y los latidos veloces de mi corazón. Deseo mirarla, seguir viendo cómo sube y baja los labios, pero me resulta imposible. Las sensaciones me atropellan. Es paralizante, gratificante, explosivo. La suelto tras un rato, permitiéndole que sea ella quien continúe. Es dedicada y noto que quiere hacerme sentir lo que yo le hago sentir. Lo disfruta, me disfruta. ¿Quién diría que la plebeya nerviosa que conocí en la sala del trono de Lacrontte terminaría dándome la mejor experiencia de mi vida? Sigue sin detenerse por un buen rato, quedándose con mis jadeos, mis ansias y mi locura hasta el instante en que todo va a terminar y siento que la adrenalina me recorre por completo. La separo porque no creo que esté preparada para eso. Mi Emily se mantiene arrodillada, atenta a lo que haré a continuación. Tomo mi erección y muevo las manos por su extensión. Necesito la liberación. Voy rápido, desenfrenado. Ella atestigua aquello con las pupilas dilatadas, acalorada por lo que ve. Se relame los labios curiosa, lasciva y perversa. Sabe lo que hace y lo que esos gestos causan en mí. Y entonces me dejo llevar, la acerco y acabo sobre sus pechos. Me veo caer por sus areolas, por la línea que le divide los senos y por el diamante rojo. Es toda mía. Desde el más fino de sus cabellos hasta el más pequeño lunar de su cuerpo. —¿Lo hice bien? —pregunta con una sonrisa cuando termino. —¿Tú qué crees? —No puedo ocultar la satisfacción. Le riego en los senos el alcohol que aún quedaba y con una mano borro la prueba de lo que acabamos de hacer. Tendrá que darse un buen baño ahora. Puedo incluso dárselo yo, si lo quiere. Me siento relajado, aunque sometido. Emily sabe cómo disipar mi neblina e iluminarme el camino. Sabe cómo tentarme y recompensarme cuando caigo en su tentación. Sabe cómo apagar mis incendios y prender los suyos. Es de las mejores cosas que me han pasado. —¿Recuerdas cuando una vez me pediste que te ayudara a escapar? —Por supuesto que lo recuerdo. —Quiero ayudarte. Haré hasta lo imposible para que Denavritz no se marche pronto y encontraré el momento apropiado para llevar a cabo la huida. ¿De acuerdo? Se le ilumina el rostro, emocionada por ser libre y por volver a una vida normal lejos del dolor del encierro. Me llena hacerla feliz y me vacía hacerla sufrir. Emily es una gran parte de mi mundo ahora, una de las piezas principales. —Gracias, Magnus. Millones de gracias. —Se abalanza sobre mí y me rodea el cuello en un abrazo. Se siente caliente y menuda entre mis brazos—. ¿Qué tengo que hacer para ayudar? —Esperar. Es lo único que puedes hacer ahora. Yo también esperaré. Esperaré hasta el día en que me des una oportunidad. 38 EMILY Llegó el momento. No existe día más feliz en mi vida que este. Seré libre, por fin. El corazón me baila, si es que eso es posible. Estoy muy nerviosa, tanto que las manos me tiemblan. He tenido que recogerme el cabello tres veces, pues la coleta me quedaba mal peinada. Le he contado a Christine que hoy me marcharé y ella está igual de emocionada. La veo sonreír a través del espejo del tocador. Está detrás de mí, en la cama, enrollando los listones de mis vestidos. —Puedes quedarte con los vestidos que quieras —le digo mientras me peino una cuarta vez—. Espero volver a verlas, a ti y a Leslie algún día. —¿Ya sabe dónde vivirá? —pregunta en voz baja. —Supongo que en Lacrontte, aunque no estoy segura. Trabajaré mucho para comprar una casa y traer a mis padres conmigo. —¿No vivirá en el palacio con el rey Lacrontte? Es su novio. —Pero eso no significa que me mudaré con él. —Me doy la vuelta en mi banquillo—. ¿Qué tal? No quedó tan chueco esta vez, ¿no crees? Ella asiente con una sonrisa que extrañaré. También echaré de menos a Atelmoff e incluso a Claire. El plan para esta noche es sencillo y se hará a la hora de siempre. Nuestra hora: medianoche. Un guardia vendrá por mí y me llevará al ala sur del palacio. Allá estará esperándome un carruaje que me sacará del palacio. No puedo ocultar que me remueve un tanto la conciencia saber que los guardias de mi puerta tendrán problemas en mi ausencia, pues ellos creerán que regresaré para el alba. No tendrán excusa, no tendrán perdón. No dejo de pensar en la frase que una vez me dijo el rey Lacrontte: sacrifica a otros para salvarte a ti misma. **** Las campanadas del reloj ya sonaron, anunciando la medianoche. El carruaje se mueve hacia la salida y es un guardia lacrontter quien se asoma por la ventana para pedirles a los cristenses que abran las puertas de salida. Por un instante todo es silencio. Lo único que escucho es mi respiración agitada. Es una calma angustiante. No llegan a ser minutos y aun así se sienten eternos. En la cabeza se me instalan muchos escenarios desastrosos, pero se borran cuando escucho que destraban los pestillos. Ruego en silencio, igual que una pequeña asustada, para que el carruaje se ponga en marcha, para que no lo revisen y no hagan preguntas. Y siento mi alma elevarse cuando las ruedas empiezan a crujir en el pasto. Nos movemos. Las calles se me hacen largas a medida que avanzamos. Vuelvo al asiento y juego con las manos. Los nervios me tienen presa, me cierran el estómago y me hacen tiritar. Ya quiero poner un pie afuera y caminar con libertad. Ya quiero salir de Cristeners y resguardarme en un lugar de donde no puedan sacarme. Ya quiero reunirme con los míos y olvidar el pasado. Ya quiero soltar mis cadenas. —Hemos llegado, señorita. —El paje me abre la puerta—. El rey la está esperando en el carruaje que tenemos al lado. Me asomo por la ventana, nerviosa. En efecto, hay otro carruaje mucho más grande, blanco, con cromados dorados y un banderín con el escudo de Cristeners en el techo. No pierdo el tiempo y salgo hacia allá. Otro paje me ayuda a subir y cierra la puerta. —Emilia. —La voz de Magnus me recibe. Tiene el cabello mojado y peinado hacia atrás. ¿Viene de darse una ducha? Luce fresco con una camisa y un chaleco negros. Hoy no hay chaqueta ni capa ni corona. Es una versión sencilla de él, si es que eso es posible. Me lanzo a su cuello y lo abrazo, demasiado emocionada como para cohibirme. Quiero que note cuán feliz y agradecida estoy por su ayuda. Me toma de la cintura, me sienta en sus piernas y me estrecha fuerte entre sus brazos. Por lo que parece un minuto, no dice una palabra. Solo se escuchan nuestras respiraciones y el roce de su mano contra la tela de mi vestido a medida que me acaricia la espalda. Es como si de repente el mundo hubiera desaparecido. Ni siquiera estamos en un carruaje. Solo estamos existiendo, quién sabe dónde, los dos juntos. —En ocasiones eres tan distinto de como te muestras con el resto de las personas —susurro con la cara metida en su pecho. —Tú me haces débil, Malhore, y no tienes idea de cuánto odio eso. Puedo entender la fascinación de Denavritz contigo, pero aun no entiendo la mía. Levanto la cabeza y lo miro a los ojos. No sé por qué no me había dado cuenta antes, quizás por el frenesí de la huida, pero luce cansado. Parece que no ha dormido en toda la noche. ¿Ha estado pensativo con respecto a esto? —Explícate. —Eres tan diferente a mí y a todo lo que conozco que básicamente no tendrías por qué gustarme. —¿Te gusto aun cuando tengo todo lo que odias en una mujer? —Incluso Francis no comprende cómo es que esto ha sucedido. —¿Hablas de mí con Francis? —Últimamente lo único que hago es hablar de ti, Emily Malhore. Aquello me abraza el corazón. Me hace sonreír y él me devuelve el gesto. Me siento como bajando una colina empinada, llena de adrenalina. Magnus ni siquiera imagina lo que sus ocurrencias le provocan a mi alma. Pero al parecer mi reacción fue demasiado para él, pues de repente le cambia el gesto y la severidad se posa sobre su rostro, borrando cualquier rastro de los hoyuelos que hace poco estaban presentes. —¿Algo va mal? Me preocupo. Espero no haberlo arruinado. En primer lugar, ¿por qué tendría que arruinarlo? Estas son las cosas que no entiendo de él. No me gusta que me haga sentir culpable por sus cambios de humor. —Emily, ¿tú me perdonarías cualquier cosa? Niego con la cabeza. Hay cosas para mí que son imperdonables, como la infidelidad o la violencia. —¿Por qué me haces esa pregunta? —Porque no soy una buena persona. —Sí lo eres. Yo te conozco. —Te voy a contar algo. —Me hace a un lado con delicadeza. No entiendo qué sucede—. Cuando mis padres murieron, mi mundo se acabó con ellos. Era un niño y ellos lo eran todo para mí. Lo siguen siendo. Eso nunca va a cambiar. Veo en sus ojos la añoranza de una familia y se me rompe el corazón. Fue un pequeño al que obligaron a crecer para convertirse en rey. Sin afectos, sin alternativa. No fue justo. Magnus desvía la mirada hacia el frente. Se le endurece el cuerpo y veo cómo empieza a levantar los muros. —Yo no intento competir con el amor que les tienes a tus padres, si eso es lo que crees. Tengo un sabor amargo en la boca. Esto no me da un buen presentimiento. —¿Estoy en tu corazón, Emily? Asiento, despacio. Lo está, por supuesto que lo está. Lo dejé entrar y le reservé un gran espacio. Cierra los ojos y suspira, como si se preparara para dar un discurso que no se ha aprendido bien. —Una vez Denavritz se me acercó y me propuso algo. —¿Stefan? ¿Por qué lo menciona ahora? —Me propuso romperte el corazón. Si lo hacía, me daría información que me ayudaría a encontrar a Silas. Las tormentas que tengo en la cabeza relampaguean. Me siento de nuevo en esa playa en la que Stefan me rompió el corazón. Esto no puede ser igual; él no puede ser igual. —¿De qué hablas? —Tengo la voz apagada, rasgada. Estoy demasiado asustada como para ocultarlo. —Para romperte el corazón necesitaba entrar en él. ¿Lo logré? El pecho se me hunde, me tiemblan las manos, siento la boca seca y en el estómago solo noto el miedo que me genera lo que saldrá de sus labios. ¿Qué me trata de decir? —¿Lo logré, Emily? —vuelve a preguntar. Asiento, perdida, rogando en silencio que ninguno de los terribles escenarios que me imagino se haga realidad. —Entonces esto se acabó. Sal del carruaje. Me quedo inmóvil en mi asiento. Tiene que ser una broma. Río, nerviosa, esperando que él lo haga también, pero su gesto pétreo no cambia. Aprieto las manos, no con rabia, sino en busca de fuerzas. No se puede estar repitiendo la historia. No pude haber sido tan estúpida como para volver a creer en alguien igual. Me pican los ojos, me arde la garganta y juro por mis padres que me siento rota y pequeña. —No entiendo qué sucede. ¿Por qué me dices estas cosas? —Porque se acabó. Tengo planes, Emily, y en ninguno de ellos estás tú. Despierto del sueño y caigo en la fosa con diez leones que esperan para devorarme. ¿De nuevo, Emily? ¿De nuevo estamos aquí? ¿Somos tan estúpidas como para volver a caer? —Tú me dijiste que yo era suficiente para ti. Te mostré mis inseguridades. Mantengo la calma porque me niego a creerle. Todos estos días y semanas, él ha sido tal cual es. No puede venir a decirme que fue una actuación. Hemos tenido auténticas discusiones. No se vendió como el hombre perfecto para engañarme, para que cayera en su juego. Esto es ridículo, es imposible. —No te equivoques, Emily. Me gustas, pero nada ni nadie es más importante que mi venganza. Las lágrimas comienzan a fluir debido a la impotencia que esto me causa. Me cuesta respirar; es como si me hubieran enterrado mil metros bajo tierra. —¿Y lo que pasó? ¿Lo de la biblioteca, lo que ocurrió en el baño de mi habitación, lo que nos dijimos? —Fue bueno mientras duró, pero todo llega a su fin, ¿lo recuerdas? Se refiere a eso que me dijo en el puente. ¿Todo este tiempo me estuvo advirtiendo? ¿Esas eran sus señales? ¿Así de sencillo? Me usó. Cada palabra que dijo era mentira. Cada declaración, cada muestra de cariño, todo era fingido. ¿Cómo no lo vi? ¿Cómo le creí? —De acuerdo. Entonces me iré. Recojo los pedazos de mi dignidad herida y me levanto. Caminaré hasta la frontera si es necesario. No me importa ir sola. Ya lo hice una vez en el bosque Ewan. Soy fuerte y puedo hacerlo de nuevo. —No me estás entendiendo. Te llevaré de vuelta con Denavritz. Irás al palacio. —No. —Un jadeo de espanto llena el carruaje y suena igual al viento de la madrugada—. No me hagas regresar. Tú más que nadie sabes lo infeliz que soy allá. Estoy secuestrada. No le ayudes a mi carcelero, por favor. —¿Y qué pensabas? ¿Que iba a ser así de fácil? —Su voz no tambalea. No se escucha arrepentido, adolorido o apenado por hacerme esto. Soy una idiota. —No. No me hagas esto —insisto, ahogada. Me siento como bajo el agua y con unas cadenas en los pies que me mantienen en el fondo—. Te juro que no me volverás a ver. Me mudaré al lugar más lejano. Jamás sabrás de mí. Haremos como si esto nunca hubiera pasado, lo juro. No volveré a mencionarte. —Las palabras me salen atropelladas, enredadas. Prefiero esto a volver con Stefan—. Fingiremos que nunca nos conocimos, pero no me lleves de regreso. Te lo suplico. Te daré lo que sea. —Ya yo lo tengo todo, ¿lo olvidas? No existe forma de que me convenzas. Él tiene que ver que te rompí el corazón o no obtendré lo que busco. —¡Eres un maldito! —El grito me rasga la garganta—. Me das asco. ¿Cómo te atreves a hacerme algo así? Yo confié en ti. Por favor, Magnus, te lo ruego. No me abandones ahora. No lo hagas. Te necesito, por favor. No le importa mi desesperación por no regresar al palacio. Todo se trata de él y de su egoísmo. Ni siquiera es capaz de sostenerme la mirada, pues tiene los ojos puestos al frente mientras se acomoda las mangas de la camisa. Respira con naturalidad a pesar de que me ve intentar con todas mis fuerzas escapar de mi encierro. La rabia y la frustración orbitan a mi alrededor y él se mantiene tranquilo, como si no acabara de clavarme la más filosa de las dagas. —¡Eres una escoria! —grito con furia en el momento en que la puerta se abre y un guardia intenta sacarme del carruaje—. Te burlaste de mí, jugaste conmigo. Yo fui sincera en todo momento. Me hiciste creer en ti para luego desecharme. ¿Por qué? Dime, ¿por qué? Respóndeme, Magnus Lacrontte, ¿por qué me haces esto? Tú sabes cuánto me ha costado superar lo que Stefan me hizo y ahora me haces lo mismo. Eres igual a él. Justo en ese momento me mira. ¿Le dolió lo que dije? Me tiene sin cuidado. —Algún día espero que puedas entenderme —dice con un tinte de aflicción que no le creo. —Esto sí fue un error —espeto, recordando la ocasión en mi habitación en la que se lo pregunté—. Jamás voy a perdonarte esto. ¿Escuchaste? Te dejé tocarme y no imaginas cuánto me arrepiento. Veo que se le ensombrece la mirada. ¿Seguirá jugando? ¿Pretende hacerme creer que esto le duele? Es un mentiroso. Intenta decirme algo y no lo consigue. Abre y cierra la boca sin articular palabra alguna. Se remueve en su asiento, como si lo estuviera quemando. Baja la cabeza y dirige la atención a sus pies. Es el cobarde más grande de todos. Los guardias me bajan del carruaje mientras las lágrimas me empañan la visión. No opongo resistencia, pues no servirá de nada. ¿Cómo es capaz de hacerme esto? ¿Qué hice yo para merecer algo así? Necesito que alguien me lo diga. Ya estoy cansada de sufrir. Quisiera arrancarme los sentimientos y no dejar entrar a nadie más. Quiero armar mis propias murallas y que sean impenetrables. Si solo entrego amor, ¿por qué siempre recibo dolor? Estoy exhausta. Yo no soy tan fuerte. Yo solo buscaba a alguien que me quisiera. ¿Estoy pidiendo demasiado? Siento que llevo los pedazos de mi corazón roto en las manos, como cuando era una niña y quería llevar agua entre las palmas y en el camino se me filtraba por los dedos. No tengo nada. Juro que Magnus va a pagarme esto. Lo juro por mi familia. Se arrastrará, se doblegará como ningún rey lo ha hecho antes. Me lo juro a mí misma. **** El viaje hasta el palacio es largo y silencioso. Me permito llorar porque me lo merezco. No pienso reprimirme nada, no por ahora. Me recuesto en una esquina del carruaje y dejo salir todo mi dolor. Di un paso con él, me atreví y ¿qué gané? Nada. ¿Era eso todo lo que buscaba? Pues se lo di sin reservas y, aunque se lo haya gritado, no me arrepiento. Me sentí muy viva en sus brazos y ahora él mismo me asesinó. Lo que daría por tener a mi madre aquí y pedirle que me dijera que esto no está pasando, que en la mañana se arreglará, que es una confusión. Porque es lo único que deseo: que este carruaje frene y Magnus me diga que se arrepiente, que me pida que lo perdone, que se ha equivocado… y juro que yo lo perdonaría. Claro que lo haría. Lo abrazaría y lo haría prometerme que nunca volverá a decir nada similar, que nunca me traicionará, que sí le importo de verdad, que soy alguien en su vida. Pero sé que eso no va a pasar. Soy solo algo que desechó, algo con lo que nada más se divertía. Y si regresa, seré yo quien lo deseche a él, quien lo obligue a esforzarse por tener unos minutos conmigo, tal como debía hacerlo yo en Lacrontte para hablar con él. El paje abre la puerta y los guardias me ayudan a salir. Ya hemos llegado. Ni siquiera sé cómo camino, cómo puedo dar un paso tras otro cuando las piernas me flaquean, cuando tengo la vista borrosa, cuando lo que quiero es tirarme al suelo y seguir llorando. Stefan se encuentra en la entrada, de pie junto a sus guardias. Luce igual a ellos, aunque no debería: él no es alguien que protege, sino alguien que lastima. Él es un asesino; él también me mató. —Aquí la tienes, Denavritz. —Oigo la voz de Magnus detrás de mí. No se oye feliz, aunque tampoco arrepentido. Stefan no es capaz de mirarme. Es otro cobarde. Todos los monarcas lo son. Desde Aldous hasta Silas y Stefan. Y ahora Magnus. —Gracias —responde, y la repulsión que me causa amenaza con hacerme vomitar. —¿Gracias? ¿Eso dirás? —respondo—. Soy un ser humano, no una cesta con frutas que te están obsequiando. ¿Gracias? —repito con los dientes apretados. Tengo tanta ira que me duele la cabeza—. Ustedes son tan miserables que les juro que jamás serán felices. Los repudio. Se merecen el peor dolor, algo mucho peor de lo que me han hecho. —Entra al palacio, Emily —me ordena como si tuviera el derecho de hacerlo. No le obedeceré. No le obedeceré a nadie por el resto de mi vida. ¿De qué me ha servido hacerlo? Soy un objeto y nada más para ellos. —¿Por qué me hacen esto? ¿Qué les hice yo? —El amor, Emily, o al menos la idea de él. ¿Acaso no lo ves? —habla Magnus. Hasta ayer escucharlo era de las cosas más maravillosas. Hoy, en cambio, es devastador. Daría lo que fuera por quitarme esa necesidad de oírlo, de querer estar con él, de desear que sea mío—. El amor destruye tanto como la guerra. —¿Amor? No creo que ninguno de ustedes conozca el significado de esa palabra. Se queda en silencio. Busca comprensión en mis ojos, pero no la obtendrá. Me llevo las manos a la nuca y me desabrocho la cadena del cuello. No quiero cargar con nada que me lo recuerde. Colérica, me la arranco y se la lanzo a los pies. Los quiero lejos a él y a su estúpido colgante con un diamante rojo. —Jamás te atrevas a mirarme de nuevo, Magnus Lacrontte; no eres digno. No espero respuesta y él no me la da. Me doy la vuelta con la imagen grabada en la cabeza de lo último que vi en él: arrepentimiento. Hombros caídos, mirada avergonzada, actitud vacilante. Es como si quisiera abalanzarse sobre mí e impedir que entre al palacio. Nada de lo que haga a partir de ahora enmendará lo que hizo. Él me advirtió que así era su mundo: sucio y malo. Pues entonces no merece estar en el mío. No lo dejaré entrar de nuevo. Lo quiero fuera y lejos de mi vida para siempre. Voy directamente por Atelmoff. Sé cuál es su habitación, así que subo corriendo por las escaleras, tropezándome con el vestido, con los escalones y con los pies. No me puedo mantener erguida, pues es como si estuviera sobre una cuerda en movimiento. Llamo a su puerta, desesperada, y cuando aparece bajo el marco me lanzo a sus brazos, igual que una pequeña que necesita la protección de sus padres. —Atelmoff, me usaron. Magnus me usó —confieso contra su pecho. Desconozco si lo sabe o si estoy siendo una idiota al venir por apoyo. —¿A qué te refieres, querida? Dormía y lo he despertado. —Se burlaron de mí. Ambos. Stefan y Magnus hicieron un plan para usarme. Los detesto, Atelmoff. Ambos me dan asco. —No es así. Te juro que no es así. —La voz que viene del pasillo es la de mi carcelero. Ni siquiera me vuelvo. No lo merece. ¿A qué ha venido? ¿A comprobar si tengo el corazón roto? Yo lo único que quería era abrir una floristería, estar con mis padres y vivir tranquila en alguna casa de Palkareth. Yo no quería esto. No quería tener nada que ver con la monarquía. Yo no lo busqué y solo vino a mí para dañarme. —¡Vete! —grito tan fuerte que me duelen los oídos—. Vete de aquí. Prefiero morir antes que verte la cara. Caigo de rodillas al suelo y Atelmoff me sigue. Me abraza y me rodea para que no desfallezca. Ojalá pudiera desaparecer, retroceder el tiempo y jamás haberme escapado con Rose. Ojalá hubiera seguido las reglas de mi casa esa noche. Ojalá nunca lo hubiera conocido. Me habría ahorrado muchas cosas. Habría evitado que mi camino se cruzara con el de Magnus. Atelmoff le pide también que se retire. No obstante, no lo escucho moverse. Sé que está ahí, estático, igual que un árbol congelado. ¿Cómo pude fijarme en ellos? ¿Cómo pude creer que eran buenas personas? ¿Qué estúpida bondad vi en Magnus? No tiene nada, solo avaricia y maldad. Oigo pasos y le ruego al cielo que no se trate del maldito rey Lacrontte. ¿Cómo puede una persona manipular a otra como él lo hizo? Fui un objetivo fácil. Siempre lo he sido porque creo en las personas, buscándoles el lado bueno. Me lo merezco por estúpida. —¿Qué está pasando aquí? —La voz que se une es la de Lerentia. Jamás estuve tan agradecida de que fuera ella la que apareciera. Me pierdo entre las conversaciones. Mi cabeza grita más fuerte que todos ellos. Me tapo los oídos para no escuchar. Solo quiero a mis padres. Quiero a mamá, quiero a mi madre. —Eres un maldito idiota. —Lerentia se alza fuerte, muy por encima de la tormenta que es mi cabeza—. ¿En qué sandeces estabas pensando, Stefan? —No finjas que ahora te agrada. —No, pero no le haría una cosa semejante a nadie. Siento cómo alguien me jala del brazo, me separa de Atelmoff y expone mis lágrimas. Imagino cómo debo verme: acabada, humillada e insignificante. Es Lerentia, nuevamente ella. —Te falta tenacidad, niña —me reclama. Está enojada—. ¿Qué quieres hacer? Morir, pero eso les daría la victoria. No cambiaría nada para ellos, excepto la vida de mi familia. A ellos sí les importo. —Irme a casa. —La voz me tiembla entre jadeos, como si tuviera frío. —Entonces haz tu equipaje. Te irás. —No tienes voz en este asunto. No te inmiscuyas, Lerentia. Stefan le reclama, pero irónicamente ella, entre todas las personas, pelea por mí. ¿Debería agradecérselo? Ahora no tengo fuerzas para hacer otra cosa más que llorar. —Soy la reina, Stefan, que no se te olvide. Tengo poder de decisión y si digo que se va, se va. Tú a mí no me mandas. Esta mujer se va de aquí al amanecer y punto. Me enviarán con guardias. Mi encierro no ha acabado. Estaré vigilada mientras estoy con mi familia, pero no me importa. Lo único que quiero es largarme de aquí, fingir que esto no ha pasado y que mi vida es igual que antes de cruzarme con la monarquía. Daría todo lo que poseo por echar el tiempo atrás y nunca haber conocido a Magnus Lacrontte. Él pasó de ser mi sueño a mi mayor pesadilla. Me llenó de mentiras, me convenció de que sí le importaba, pero lo conozco: es caprichoso y posesivo. Vendrá, sé que vendrá, y cuando lo haga tendrá que humillarse como me ha humillado hoy. 39 MAGNUS Esperaré hasta el día en que me des la oportunidad de recibir tu perdón. Siento que tengo una daga en la garganta y que estoy en la cúspide final, muriendo. Peleo con mi camisa como si estuviera llena de larvas que me comen la piel. Es asfixiante. Me la arranco del cuerpo y los botones vuelan por la violencia. No soporto mi vida ni lo que hice. Las manos me tiemblan, la cabeza me duele y el corazón me late rápido, aunque parece que en cualquier momento va a detenerse. Ojalá lo hiciera. He dicho las palabras más difíciles que pude haber pronunciado. No fui capaz de mirarla a los ojos. Si lo hacía, la habría abrazado, me habría arrepentido y habría detenido todo. No era posible. No iba a hacerles eso a mis padres. Ellos son lo único importante. En eso no mentí esa noche. Lo más sagrado para mí son ellos dos. Para mí, ellos son mi patria, no Lacrontte ni los reinos que le añada. Son Elizabeth II y Magnus V. Ellos son mi patria. Emily es gran parte de mi mundo, una de las piezas principales, pero no la principal. —Hice lo correcto, ¿verdad? —le pregunto a Francis, quien se mantiene en silencio cerca de la puerta. —Eso es algo que solo puede responderse usted. —Su tono es implacable—. ¿Siente que hizo lo correcto? —Sí. Hice lo correcto. Lo hice por mis padres. —Siendo así, felicidades. Está furioso, pero no puede gritarme u ofenderme. Al fin y al cabo, soy su rey y me debe respeto. —Suelta lo que tengas que decir. —Estoy muy decepcionado de usted. Lo que hizo es… — Se le quiebra la voz. Es la primera vez que veo su temple tambalear—. No pensé que haría algo así, es todo. Supongo que no lo conozco tanto como creía. —Sabes que soy capaz de mucho más. —Estoy al tanto. No obstante, no creí que se lo haría a la persona que hace poco me confesó que le encantaba. —Denavritz me pidió que lo hiciera. —¿Desde cuándo le obedece al rey Stefan? —Desde que tiene información sobre Silas que está dispuesto a brindarme. El trato era sencillo: «Rómpele el corazón y te daré lo que buscas». Me dejó leer la información que tenía. No toda, por supuesto, solo ciertas piezas. La palabra final se la reservó para el momento en que yo cumpliera con mi parte. Pero ahí estaba. Emily me habló de ello una vez. Silas tiene algo con lo que chantajea a la reina Genevive. Ahora Denavritz sabe qué es. Ahora yo sé qué es. Él traicionaría a su padre si yo traicionaba a Emily. —Pues ya la tiene. Debería estar feliz. —Te ordeno que dejes el maldito sarcasmo, Francis Modrisage. Mi cabeza ya me tortura lo suficiente. No lo hagas tú también. Las imágenes de lo que pasó me atormentan. El odio en su mirada, su agonía y su desesperación hicieron que me detestara a mí mismo. Cuando la sacaron del carruaje y la llevaron a otro, no supe qué otra cosa hacer más que gritar. Tengo la garganta irritada, los labios secos y un ardor en el pecho. No soy capaz de comparar esto más que con el dolor que sentí cuando Sigourney me quemaba la piel. —La verdad es que no tengo nada que decir. Me gustaría tomarme el día libre. Espero que me lo permita. —No me puedes dejar ahora. Necesito que estés aquí. —Le queda el señor Ingellus. Puede hablar con él si lo desea. —Sé valiente y di lo que piensas. —De acuerdo: tu madre estaría tan decepcionada como yo. —¡No te atrevas a hablar por ella! Tengo la garganta al rojo vivo cuando grito. Me acerco con zancadas grandes y lo apunto con un dedo. ¿Cómo se le ocurre mencionarla? —¿Crees que no, Magnus? —Se mantiene sereno y eso me molesta aún más—. ¿Crees que estaría feliz al ver lo que has hecho? —Esto lo hago por ellos. Mi vida gira en torno a ellos. —Entonces prepárate para perder a Emily. No hay otra opción. —No me culpes. Conoces bien mis motivaciones. Era lo que tenía que hacer para reparar mis errores. —Pagar errores con errores no me parece sensato. —¿Y qué si la pierdo? Es el precio que me toca pagar. Esto es mi culpa y debo aceptar las consecuencias. —Ya es hora de que aceptes que no fue tu culpa. —¿De quién, entonces? Yo pedí ese maldito regalo. Yo obligué a mi padre a tomar esa decisión; por supuesto que es mi culpa. —Esa fue decisión de Magnus V, no tuya. —Pero fue motivada por mí. Yo los asesiné. —¡No te atrevas a repetir eso! —Las venas del cuello le sobresalen cuando me grita—. No quiero escucharte decir eso de nuevo. Tenías doce años, Magnus. Yo pedí la paz. Meses antes de mi cumpleaños, mi padre me preguntó en mi habitación qué quería como regalo y estúpidamente pedí la paz entre Mishnock y Lacrontte. Eso lo desató todo. A mi padre le costó dar el brazo a torcer con respecto a un acuerdo, pero al final lo hizo para complacerme. Fueron meses de diálogos hasta que se llegó a un punto medio. Fue en una de esas visitas a Mishnock cuando conocí a Emily, estoy seguro. A los Denavritz los invitaron después a mi fiesta de cumpleaños y el desenlace estará en la historia por siempre. Nos tendieron una trampa que indirectamente ayudé a crear por esa ingenua petición. Yo los asesiné. Cada persona del reino me detestaba, los periódicos me acusaban, el consejo de guerra me reprochaba y yo también me recriminaba. Me odiaba y aún lo hago en ocasiones. Fui el responsable de la muerte de los reyes, así lo proclamaban en cada rincón del reino. Y tenían razón. Mientras ellos veían a un heredero que había acabado con los gobernantes de una nación, yo me veía como un niño que había acabado con sus padres. Nadie tuvo empatía conmigo aparte de mi familia. Es por eso que tengo que enmendar mis errores, coser lo que rompí y unir lo que quebré. No importa si es con los propios pedazos de mi corazón. No merezco felicidad después de lo que hice. Sigo vivo para vengar a mis padres; el resto son solo distracciones. —Te apoyo en todo, Magnus, pero no en esto. Dame algo más para entenderte, algo más que tus padres. Yo creo que tienes miedo de lo que ella te hace sentir y te fuiste por el camino fácil. —¿Crees que hacerle eso fue fácil? No, Francis. Ella no es la mujer que necesito. Ella me cambia y no necesito eso en la vida. Estos años he vivido tranquilo sin necesitar a nadie y ahora no cambiaré eso por Emily Malhore. —¿Y has sido feliz todos estos años? —¿Acaso importa? —A mí me importa. Yo te… aprecio. —Francis es un hombre tan hermético como yo y sacar eso debió costarle—. No sabía que eras un hombre conformista y temeroso. Porque eso es lo que sientes: miedo. ¿Deseas continuar con una vida solitaria solo porque no te atreves a abrirle tu corazón? —No es lo que quiero, pero es lo que necesito. ¿Y qué si tengo miedo? —¿Sabes qué es gracioso? No temes enfrentar una guerra o asesinar personas, pero sí te atemoriza querer a una mujer. Porque la quieres, es obvio. ¿Cómo se le ocurre acorralarme de esta manera? Me niego a decir lo que quiere escuchar, a liberar lo que traigo atado. No voy a dejar salir la voz que tengo en la cabeza. No siento nada. No es real, no la quiero, no me duele lo que hice, no me arrepiento de herirla y… no estoy siendo sincero. —Déjame en paz, Francis. —¡Admítelo! —grita, furioso—. ¡Sé un Lacrontte y admítelo! —No eres nadie como para exigírmelo. Eso ni yo mismo me lo creo. —Soy la única persona que te conoce, Magnus Lacrontte, así que acéptalo. No voy a callarme hasta que te enfrentes a ti mismo. —Si ya lo sabes y yo lo sé, ¿para qué quieres que lo diga? —Mi voz pierde fuerza. Ya no tengo ganas de discutir. —Es necesario que lo reconozcas en voz alta. Me habla con la calma de siempre a medida que la rabia empieza a enfriarse entre los dos. Suspiro, no muy seguro de si debo hacerlo. ¿Para qué seguir engañándome si no puedo convencer a nadie con la mentira? Es más que obvio lo que siento. —La quiero muchísimo, Francis. No imaginas cuánto la quiero. Y la perdí. Él da un paso atrás. Esto era lo que quería, lo que quiere siempre: sacarme la verdad que me niego a aceptar. —¿Ve que tenía razón? Le dije que le dolería herirla. —No debí dejarla entrar. —Creo fervientemente que ella rompió ventanas y puertas. Era imposible que no entrara y usted al final se sintió a gusto con su presencia. —¿Crees que vuelva a hablarme? —le pregunto, de verdad aterrado—. Quiero verla, hablar con ella. —¿Recuerda lo que le dije una vez? A los corazones sensibles como el de la señorita Malhore les es difícil olvidar y eso juega en su contra ahora, por lo que considero que lo más apropiado es que no vaya a verla esta noche. ¿Qué le dirá? ¿Preparó un discurso? Creo que, en este caso, debe ser una declaración. —No le diré que la quiero. De eso estoy convencido. Sería darle poder y no lo puedo permitir. El amor es un distractor; hace a los hombres débiles. Soy un rey con un objetivo que no pondré en segundo lugar por ella. Aunque intente pensar que tomé la decisión correcta, no puedo convencerme de ello. Lo he arruinado todo y no puedo retractarme. Mi orgullo no me lo permite. Intento ser sensato. Podría hablar con ella y hacerle entender mi posición. Tiene que perdonarme. Yo la necesito y la quiero. Ahora soy todo en lo que siempre evité convertirme. Me tiene en sus manos y podría hacer de mí el hombre más pleno y feliz del universo o podría confinarme a una vida de miseria absoluta si decide no perdonarme. Emily lleva el hilo de mi vida y sé que no podré romperlo ni con la más filosa espada de guerra. 40 MAGNUS Estoy listo para mi viaje de regreso a Mirellfolw. Ya no tengo nada que hacer aquí. Anoche no pude dormir al escuchar el llanto de Emily. Entre su habitación y la mía hay una distancia considerable y aun así me llegaban sus gritos de dolor como un lamento. Cada uno fue como una daga que me enterraban en el pecho y que yo ayudé a empuñar. Ni siquiera merezco dormir, no merezco estar tranquilo y sé que nunca lo mereceré. —¿Ya hiciste tu maleta? —le pregunto a Francis. Llegó hace un rato con los lentes puestos y las manos en la espalda. No ha dicho nada desde entonces. —Así es —habla por fin—. Ingellus también ha preparado sus cosas para cuando usted dé la orden. Ya hemos vuelto a los formalismos. Así es mucho más cómodo. Me recuerda mi título, el mismo que siento cómo me reprocha estar perdiendo el tiempo pensando en una plebeya mishniana. —La señorita Malhore se ha marchado. Atelmoff me lo dijo después del desayuno. Se ha ido. Se ha ido. Se ha ido. ¿A dónde ha ido? ¿Con quién? ¿Cuándo volverá? ¿Acaso volverá? —Atelmoff no quiso decirme en dónde está —dice antes de que pueda preguntárselo. Era de esperarse. Es un hombre de palabra y me lo advirtió: si la lastimaba, no iba a ayudarme. —No importa. —Tengo un nudo en la garganta que no me deja hablar bien—. Ya lo hice, ya tengo lo que necesito. Emily no importa. No es cierto, pero me encantaría que lo fuera. Tengo que alejarme de esa mujer y seguir con mi vida. Tengo que dejar de quererla. —¿Crees que esté en su casa en Palkareth? —Ni siquiera soy capaz de apegarme a mi resolución por un minuto. —Es lo más probable. —Debería ir a hablar con Atelmoff. Puede a mí me lo diga. —No lo veo posible. Estaba bastante molesto con usted. No me importa. Necesito que me escuche y que me ayude a reparar lo que hice. Salgo directo a su habitación. Al llegar, no espero a que los mishnianos me anuncien, sino que yo mismo tomo el pomo de la puerta y entro. No pueden detenerme. Encuentro a Atelmoff acostado en la cama mientras una doncella le prepara el equipaje. Se ve tranquilo, como si estuviera en trance, pero eso se corta cuando se percata de mi presencia. —¿Qué diantres haces aquí, Magnus Lacrontte? —Se incorpora con el ceño fruncido y los labios apretados. —¿En dónde está Emily? —¿Piensas que puedes venir aquí a darme órdenes? —Se levanta de un tirón y camina hacia mí, señalándome—. Prefiero quemarme vivo antes de decírtelo. Retírate de mi alcoba ahora mismo. Se lo dejo pasar. El tono agresivo, la actitud retadora, la insolencia en las respuestas. Sabe, al igual que Francis, que le permitiré mostrar su enojo. —No iré a verla, lo prometo. —Mantengo la calma, tal como Francis lo hace conmigo—. Quiero saber que está bien, es todo. —Si está lejos de ti, está bien. ¿No crees? Ese fue un golpe fuerte. Suele verse tan sosegado que nadie imagina que solo necesita una o dos palabras para herir profundamente. Le hago una seña con la mano a la doncella para que se retire. No tarda en obedecer. Cierra la puerta y entonces corto la distancia que quedaba entre Atelmoff y yo. —Entiendo que estés molesto conmigo, pero te recuerdo que soy el rey. —Sin mí no lo serías, Magnus Lacrontte. Ella no quiere verte y no dejaré que te le acerques. Te di un voto de confianza y me demostraste que no lo vales. Le destruiste el corazón. —Era necesario. Lo sabes tan bien como yo. —No, no lo era. Ya hiciste tu elección. Tu venganza es importante. ¿Para qué quieres saber en dónde está, entonces? Déjala ir, deja que sea feliz lejos de ti. Stefan y tú son una plaga en su vida. No se merece lo que le hicieron, y tú, sinceramente, no la mereces. Ya me cansé de su altanería. —Aquí no soy el único mentiroso, ¿o sí, Atelmoff? ¿Cuándo vas a dejar de fingir que no eres un maldito mentiroso? Me engañaste a mí todo este tiempo, así que no pretendas hundirme en la misma agua en la que has matado. —Mis acciones no dañaron a nadie. Algo que no puedo decir de ti. —¿No dañaron a nadie? Todo el caos que hemos vivido pudo haberse evitado si hubieras abierto la boca. Si yo soy un traidor, tú lo eres todavía más. —Me tiene sin cuidado el concepto que te formes de mí. No tengo por qué darte explicaciones. Te he ayudado de forma desinteresada y no eres más que un malagradecido. —¿Desinteresado? A todos nos mueve algo aquí, así que no te atrevas a insultarme por hacer lo mismo que tú hiciste. —Yo jamás usé a nadie para mi beneficio. Jamás. El sucio fuiste tú. Asume las consecuencias, como yo lo he hecho con las mías, y aléjate de Emily. —Estás cruzando la línea. ¿Crees que vas a alejarme de ella? ¿Que vas a persuadirme? No ha nacido la persona que pueda controlarme. Se queda callado. Quiere fastidiarme. Atelmoff es impenetrable, duro e inflexible. No conozco muchas cosas que le interesen, pero Emily me interesa a mí y voy a pelear. —Te daré lo que quieras. Dinero, oro, un mejor título. Las tres cosas. Lo que quieras; solo dímelo. —¿Crees que me convencerás con eso? ¿A mí? Es incluso insultante. No vendería a Emily ni porque me dieras tu reino entero. Yo no soy como ustedes. La vena del cuello me palpita. No tolero estas faltas de respeto de nadie y la poca paciencia se me agota en cada intervención. Estoy harto de que me acuse como si no conociera el trasfondo de la situación. —Vamos, Atelmoff. No seas tan cruel conmigo. —Cruel fuiste tú con ella. Te lo dije: no voy a ayudarte. Me coseré la boca antes de decírtelo. —¿Por qué? ¿Por qué conmigo eres tan duro y, en cambio, a Denavritz le permites que la tenga secuestrada? —¿Tú crees que no intento cada día que Stefan la deje ir? ¿Quién crees que la ayudó a escapar para que fuera a Lacrontte, Magnus? La he cuidado, protegido, ayudado. Por ende, no permitiré que te le vuelvas a acercar. Siento el peso de mis decisiones con cada recuerdo que, de repente, me nubla la mente. El sonido de su risa, el olor de su cabello, la textura de su piel y cómo se sentía entre mis manos, cómo me enredaba las piernas en la cintura, cómo se escondía en mi cuello. Su ausencia es intolerable. —Yo… yo… —intento decirle que la quiero. No puedo, no me sale. —¿La quieres? —Capta el mensaje en medio de mi indecisión. —Eso no es relevante. —Lo es, porque empiezo a creer que eso es imposible. — Sus ojos se encienden con la rabia que he visto en los míos tantas veces—. Tú no quieres a nadie más que a ti mismo, Magnus. Clavo los pies en el suelo y lo miro. No va a ofenderme. No después de lo que hizo. Si no lo respetara, lo habría decapitado por traidor. —Ella no va a perdonarte. —Tú no la conoces como yo. No conoces lo que teníamos. —Me sobra con saber lo que le hiciste. Te burlaste de sus sentimientos, la humillaste, la desechaste como basura. Emily nunca volvería con Stefan después de lo que él le hizo. ¿Qué te hace pensar que lo hará contigo? La vendiste al hombre que la hace sufrir. Te aliaste con él para jugar con ella, usando lo que sentía por ti, la confianza que te dio. No solo le rompiste el corazón, rompiste todo en ella. No soporto escucharlo. —Cállate ahora mismo, Atelmoff Klemwood. Te juro que si no lo haces… —¿Qué? ¿Qué harás? —me interrumpe con cólera—. Eres un traidor. Y espero que cada mañana, cuando te levantes, sufras por lo que hiciste. Que no tengas paz ni un solo día de tu vida. Ríndete y deja que Emily haga su vida lejos de ustedes. No soporto nada de lo que dice. No soy capaz ni de oírlo respirar. Me siento devastado. Salgo a zancadas y azoto la puerta con un golpe que retumba en las paredes. Quería matarlo. Ya me veía estrellándole la cabeza contra el ventanal de la habitación. Juro que, si me quedaba ahí un minuto más, iba a asesinarlo. Me estaba arrancando el alma con cada palabra. La sangre caliente me gritaba que acabara con él para que dejara de arañarme el pecho. Y es que, finalmente, dio justo donde era. Sé que me arriesgaba a que me detestara y a que jamás quisiera verme. Sin embargo, guardaba la esperanza de que en algún punto me entendiera. Lo mejor es volver a Lacrontte y retomar mi ritmo de vida sin molestarme en mirar atrás. Es lo que el Magnus de hace un par de meses hubiera hecho. Siento que perdí el enfoque, la dirección, la salida. Tiene razón. Debo alejarme y olvidarla. Ella nunca me perdonará. 41 EMILY Palkareth ahora me parece extraño. Cuando llegué y vi sus calles, me entró una nostalgia gigantesca, como si estuviera viendo una fotografía de un lugar que una vez fue mío. No es que me haya acostumbrado a Lacrontte o a Cristeners; es que ya me desacostumbré a recorrer estas calles como lo hacía antes, a tener libertad, a ser una ciudadana más entre la multitud. Al llegar a casa, mamá me recibió con los brazos abiertos, una sonrisa en la cara y lágrimas en las mejillas. Jamás olvidaré el dolor en sus ojos. Me sentí como una niña de seis años de nuevo, buscando su consuelo después de caerme y rasparme las rodillas. Ella limpiaría la herida y me pondría una venda. Lamentablemente, no hay vendas para el corazón y, más que un raspón, tengo un corte tan profundo como el océano. Papá vino de la perfumería minutos después. No soy capaz de imaginarme su expresión cuando se enteró de que había vuelto, pero imagino lo que sintió. Regresó la camelia que habían robado de su macetero y que creyó que no volvería a ver antes de marchitarse. ¿Y si le dijera que me siento marchita? Estoy segura de que gastaría todo su tiempo en ayudarme a florecer. Liz apareció luego. Me gustaría contárselo todo, aunque ya sé lo que respondería: «Te lo dije». Me recordaría cuántas veces me advirtió que no confiara en él, que me alejara. Cuánto me hubiera gustado hacerle caso. Ya es tarde para seguir los consejos de una hermana mayor. Rose fue la tercera en aparecer. Me abrazó, me abrazó tanto que me dolió el cuerpo. Me llegó el recuerdo de cuando me abrazaba cada mañana al inicio de las tutorías. Tampoco le conté. Es como si la confianza se hubiera roto, como si le hubiera fallado. ¿Qué podía haberle dicho? «¿Recuerdas cuando me dijiste que te casarías con el rey Lacrontte? Pues fui su novia por menos de una semana». Sé que no le debo nada, que eran fantasías, y, aun así, se siente extraño. Esperé a Nahomi para confrontarla sobre sus cartas. Las traje conmigo. Sin embargo, ella no apareció. Estuve revisando sus palabras todo el camino. Mencionó el libre albedrío, dijo que no podía prever qué sucedería porque estaba muy lejos de mí, que ese mismo libre albedrío se lo impedía. ¿A esto se refería? Magnus tuvo la opción de no romperme el corazón y decidió hacerlo. —¿Cuánto tiempo te quedarás? —pregunta Rose mientras subimos a la habitación. Tiene la sonrisa de siempre, aunque esta vez no logra contagiármela. No tengo ganas de reír. Luce hermosa, con la piel brillante, el cabello lleno de rizos y con pasos seguros, como si jamás la hubieran lastimado. Aún tiene esa energía juvenil con la que podría conquistar naciones. Esa es mi amiga, la que ahora siento que no es mía. —No lo sé —respondo sin demasiado ánimo—. Ojalá toda la vida. ¿Tú cómo vas? Me pregunto si pensará en lo que pasó, si finge estar bien o en realidad lo está. ¿Lo habrá superado? ¿Habrá vuelto a saber de Silas? No lo creo. —Encerrada en un reino en el que no quiero estar, viviendo una vida que no quiero llevar. Debí esperar esas quejas. Lo que me sorprende es mi rechazo hacia ellas. Desde que la conozco, la he apoyado en todo y, hoy, si me propusiera escaparnos de Mishnock, no lo haría. No lo haría con ella. Puede que sea mi rechazo a las consecuencias de lo que una vez fue un acto inocente. Lo que se desencadenó cuando me escapé esa noche. Una parte de mí lo relaciona con ella. No me arrepiento de ser su amiga, sino de dejarme influenciar tantas veces. Y no la culpo, no del todo. Yo fui la que aceptó ir con ella a esa fiesta en casa de los Maloney, quien aceptó acompañarla al palacio para contarle a Silas sobre su embarazo. Mi ingenuidad cedió y ahora pago mis errores. —Aunque ahora tengo un trabajo —continúa—. Trabajo en una botica. Estoy aprendiendo mucho del boticario. Sé de plantas medicinales y venenosas. ¿Y tú qué me cuentas? ¿Cómo va la vida en el palacio? —El secuestro, querrás decir. Es horrible, cada día es una agonía. —No todo debe ser malo. Tú siempre les buscas el lado bueno a las cosas. Estás en el palacio, entonces debes tener cenas deliciosas, una habitación estupenda, vestidos con las más finas telas, servidumbre y tantas cosas más. Seguro que el rey Stefan te da todo lo que pides. La piel me pica al escucharla. No, no y no. ¿Les busco el lado bueno a las cosas? Aquí no hay nada bueno. Creí que lo había y fue un grave error. —¿Qué podría haber de bueno en que te separen de tu familia y te obliguen a vivir en un lugar en donde constantemente te humillan y en el que te has ganado el título de la amante del rey? —No soy indulgente. Tengo tanta rabia acumulada que no me mido—. ¿Qué hay de bueno en la monarquía, Rose? Solo hay reyes corruptos, mentirosos y traidores. Tú deberías saberlo. —Emily… —La impresión la hace jadear. Se inclina hacia atrás, como si la hubiera empujado—. Tú no eres así. No buscaba herirla. —¿Y qué soy, Rose? Necesito que alguien me lo diga, porque lo único que pienso es que soy una idiota que se deja engañar por todo el mundo. Respiro profundo. No voy a desquitarme con ella. La culpa es toda mía. —No te reconozco. Mi amiga de tantos años no me hablaría así. Trato de ser buena, de señalar lo positivo. Yo estaría feliz de vivir en el palacio, de tener doncellas y de no tener que mover un dedo. Podrías sacarle provecho y ser agradecida. Vives sobre oro, no como yo. Esto tiene que ser una broma. ¿Cómo antes tenía la paciencia para aguantar estas cosas? —Rose, te quiero, pero eres egoísta. ¿De verdad crees que preferiría tener doncellas en vez de mi libertad? No hay nada bueno en lo que estoy viviendo. Nada. —No levanto la voz. No hay necesidad—. Tenemos visiones muy distintas de la vida y, siendo honesta, me alegro de verte y de saber que estás bien, pero no me siento cómoda. Lo mejor será que hablemos en otra ocasión, preferiblemente cuando esas ideas absurdas hayan abandonado tu cabeza. Tengo el corazón roto y duele como si me hubiera quebrado cada hueso. No necesito que venga alguien y salte sobre lo que queda. —¿Qué te has creído? ¿Porque vives en el palacio crees que puedes hablarme como si fueras mi reina? Sigues siendo una plebeya, Emily. —Lo tengo claro. Como también tengo claro que en este momento quiero estar sola. Jadea, ofendida. Sabe que quiero que se vaya, que la estoy echando. Vine aquí a separarme de lo que me ha pasado, no a que me pinten mi encierro con colores pasteles, tratando, incluso, de hacerme sentir culpable por no ver lo bueno de vivir en el palacio, por no ser la Emily de antes. No diré que he cambiado completamente, solo que no soy la misma. Estoy demasiado cansada de todo y nadie puede culparme por ello. **** Mamá se sienta en mi cama con la tranquilidad de las enseñanzas de su casa, que no ha perdido, la misma que ha tratado de inculcarme y que no se me ha grabado. Hace movimientos lentos, precisos, como si bailara un vals cada vez que camina. La miro, la busco. Vino justo después de que Rose se fuera. Me inclino hacia un lado, hacia ella, y apoyo la cabeza en sus piernas. Me quita el pelo de la cara y me acaricia las mejillas, algo que suele hacer con todas nosotras. Estoy segura de que presiente que algo malo sucede. —¿Qué pasó con Rose? —pregunta después de un rato en silencio—. Iba peleando hasta con sus pasos. No se despidió al salir. —¿La consideras una buena amiga? —Eso es algo que debes responder tú, mi amor. —A veces no lo es. Muchas veces no lo ha sido y se lo he dejado pasar porque la quiero. ¿Eso está mal? ¿Querer tanto a una persona hasta el punto de perdonarle todo lo malo que te haga? —¿Seguimos hablando de Rose? Asiento, aunque no es cierto. Quisiera contarle, quisiera decirle lo que siento, lo mucho que estoy sufriendo, pero no soy capaz. Siento como si también les hubiera fallado a ellos y sé que en el fondo es por la manera en la que nos han adoctrinado. Me causaría un sabor amargo contarles que he estado con Magnus, que lo dejé entrar en mi vida y en mi corazón, que obvié las advertencias que incluso él mismo me dio, que me rendí sin miramientos ante quien no debía. —Hay cosas que ni siquiera el amor puede ni debe perdonar. El amor no lastima y, si lo hace, es porque en realidad no es amor. —¿Mis abuelos le pedían que no se fijara en papá? —Cada día, a cada hora y en cada lugar. —Sonríe como si tuviera la voz de sus padres en la cabeza—. Era agotadora cada reprimenda. —¿Y no sintió que los traicionó al irse con papá? —La vida es de elecciones, cariño. O los traicionaba a ellos o me traicionaba a mí. Yo amo a tu padre. Y si me quedaba en casa, estaría traicionándome y al amor que sentía. Es apabullante salirse de las reglas y más cuando has pasado la vida escuchándolas, repitiéndolas en la cabeza como un credo, pero hay que arriesgarse de vez en cuando. Tu papá lo valía. De no haberlo hecho, no tendría a mis tres hermosas niñas. —¿Y si me arriesgo y pierdo? —Si alguna vez crees que has perdido, piensa que has ganado experiencia. No es una pérdida si aprendes algo, así eso que aprendiste sea muy pequeño. —¿Y qué gané ahora? —Averigüémoslo. ¿Te enfrentaste a Rose? —cuestiona, y yo asiento—. Entonces ganaste valentía. No habías hecho eso antes. Sería lo único bueno que esta situación me ha dejado: la valentía. Y, aun así, no quiero atribuírsela ni a Stefan ni a Magnus. Fui valiente al huir a Lacrontte, fui valiente al encarar a Vanir, fue valiente al enfrentarme a Silas junto a las temerarias. No quiero dejarle a ninguno de esos hombres mis logros. Me abrazo a las piernas de mamá, tal como lo hacía antes. No me cae mal el refuerzo Malhore en este momento, aunque falta Mia. —Tengo que preguntarlo —dice sin dejar de acariciarme —. ¿Esto tiene que ver con el rey Stefan? ¿Lo sigues viendo como tu novio? Me río. Me río como no lo había hecho en estos días y como estaba acostumbrada a hacerlo. Me río a tal grado que termina por dolerme el estómago. ¿Esa es su manera de preguntar si soy su amante? Mamá es miel pura. —Por supuesto que no. Es solo que… —Por más que lo intento, no puedo. No soy capaz de contarlo. Se me cierra la garganta y se me hunde el pecho—. Quisiera irme de Palkareth. Esta ciudad me trae recuerdos horribles. Quisiera ir con la abuela y ver a Mia. No miento. Pienso en cuando conocí a Stefan, cuando me enteré de que Rose estaba embarazada y terminaron golpeándonos en el palacio, en los enfrentamientos con Cedric y en las caminatas bajo el sol, vendiendo perfumes de casa en casa como castigo. Este es el lugar en el que me enamoré y al que volví cuando me rompieron el corazón. Irónicamente he regresado por lo mismo. Confié demasiado rápido, ese fue mi problema. ¿Qué pensaba? Magnus me dijo un par de palabras, tuvo un par de gestos bonitos y caí. ¿De verdad? ¿Me dejo cegar por cosas tan tontas? ¿Por unas cuantas atenciones? —Podemos irnos mañana mismo si lo deseas, corazón. —¿Vendrán conmigo? —Ella no duda en asentir—. ¿Y la perfumería? —Nos importas tú, mi amor, solo tú. **** Han pasado dos semanas desde que llegué al pueblo de la abuela. Desconozco cuánto tiempo tengo antes de volver a mi encierro, pues vivo con la expectativa de que un día mis guardias llamen a la puerta para decirme que mi tiempo acabó. Ese mismo día salimos de Mishnock en la madrugada, y aunque papá tenía la esperanza de burlar a los custodios, ellos estaban de pie afuera de la casa como vigilantes nocturnos. Los cuatro nos siguieron hasta acá y nos hemos comprometido a ignorarlos. Nos siguen a cierta distancia cuando damos un paseo, cuando salimos a recoger frutas en la madrugada y cuando vamos al mercado a vender las conservas que papá prepara con ellas. En el momento en que llegué aquí, lo primero que hice fue correr a los brazos de Mia. ¿Cuánto puede crecer una niña en unos meses? Cuando la vi, se me llenó el alma. Su sonrisa, cómo me rodeaba con los brazos, su voz infantil, sus ocurrencias. Toda ella. Me sostuvo fuerte, como si se aferrara a mí en medio de una tormenta, y eso que ella no demuestra afecto la mayoría del tiempo. La abuela fue incluso más emotiva. Me llenó de besos como si fuera un cachorro. Estoy segura de que le vi nuevas arrugas y un paso más lento. Olía a galletas de arándanos y a jabón de coco. Olía a mi abuela. Fue como retroceder en el tiempo, como olvidar el dolor, como tener una segunda oportunidad. Así han sido estos días. Hoy regresamos temprano del mercado. Vendimos todo muy rápido. La mayoría de las cosas se fueron con un joven que arrasó con el puesto. Mi abuela dice no haberlo visto antes y eso que conoce a todos aquí. Ahora, en casa, ella limpia los frascos para las conservas mientras papá prepara más en la cocina. Mamá le borda un vestido a Mia, ella dibuja con carboncillo y yo… yo solo estoy aquí, existiendo con un hueco grande en el corazón. —¿Te gusta lo que hice? —pregunta mi hermana, enseñándome el dibujo de nuestra casa en Palkareth. Es muy buena. Alcanzo a asentir antes de que llamen a la puerta. No presto demasiada atención. Sigo con la vista fija en lo que hace mi hermana hasta que escucho el grito contenido de horror de mi abuela. Mia y yo nos giramos de inmediato hacia donde está. Se encuentra de pie en el umbral de la puerta con un hombre en frente. Un hombre que, para mi mala suerte, reconozco a la perfección. —Quédense en donde están —pide papá con una calma que, estoy segura, le cuesta. ¿Cómo se le ocurre aparecerse aquí? ¿Cómo me encontró? Evalúo la escena. El rostro de horror de mi abuela, la cara de preocupación de mamá al ver a su esposo acercarse al que nos han enseñado que es el hombre más violento e inmisericorde que existe y la expresión de sorpresa de Mia por ver en la entrada al rey enemigo. —Buenas tardes, familia Malhore —dice Magnus con esa voz que tanto anhelaba escuchar y que ahora repudio. Yo también me levanto mientras él examina rápido la sala. Nos mira a cada uno y se detiene en mí. Sus ojos, que antes me avivaban, ahora me graban con sangre en la cabeza lo que me hizo. —Majestad, ¿en qué puedo ayudarlo? Papá camina hacia la puerta a paso sigiloso. Magnus lo mira. Tiene detrás a un montón de guardias que forman un muro negro protector. Lleva la corona sobre la cabeza y esa estúpida capa que, como un cervatillo ciego, le quité muchas veces solo porque me lo pedía. Quisiera ver algún signo de dolor en él, de arrepentimiento, pero no logro encontrar nada. Está peinado tan bien como siempre, viste ropa impecable, tiene los zapatos lustrados, una mirada orgullosa y la postura usual, tan recto como una asta. Lo único debatible son unas ojeras que podrían ser consecuencia del viaje hasta aquí, porque no creo que el remordimiento le haya quitado el sueño. —¿Es usted Erick Malhore? Mi padre asiente y los músculos del rostro se le relajan, como si acabara de comprender algo. —Estoy para lo que necesite. —Le hace una reverencia lenta sin quitarle la mirada—. Podemos hablar afuera, si gusta. Quiere alejarlo de nosotras. Teme que en cualquier momento haga algo que nos ponga en riesgo. Si él supiera por qué está aquí… —¿Qué quieres, Magnus? —Lo enfrento en voz alta. De inmediato, mi madre me toma de la mano y la aprieta en señal de advertencia. No obedeceré. Recibo las miradas de todos. Cuatro pares de ojos abiertos que no conciben la manera en la que le hablo a nuestro siempre verdugo. —Emily, hija, siéntate —pide mamá entre dientes. Ya ha hecho a un lado el bordado y me mira, suplicando con temor que no vuelva a abrir la boca. —Quiero que te vayas de mi casa —continúo. Ellos no saben que él no me hará nada. Ya me lo ha hecho todo—. Lárgate. —Su hija es bastante maleducada —le dice despacio a papá. ¿Cómo se atreve? Juro que me siento hervir. —Le ofrezco una disculpa, majestad —le responde él—. Emily no dirá nada más. ¿Cierto, cariño? —Quiero que te vayas, Magnus, estoy hablando en serio. No quiero volver a verte. —Emily, por favor —me advierte papá de nuevo. Veo en su mirada la rabia propia de un regaño y la confusión por no saber de dónde viene mi rebeldía. —¿Me permitiría unos minutos con su hija? —No pienso hablar contigo. —¡Emily! —grita mi padre. No recuerdo la última vez que me gritó. Ni siquiera recuerdo si alguna vez lo había hecho. —Él no me hará nada —le aviso. Camino hacia ambos con pasos pesados. No dudo ni un segundo. Este hombre ya no me intimida. Me pongo en medio de los dos, levanto la mirada hacia Magnus y lo encaro. Tiene los ojos verdes, brillantes, como si verme tan cerca les hubiera dado vida. Sigue siendo un buen actor—. Diles que no me harás nada. Díselo. No hay respuesta. Solo me mira, como si hubiera olvidado hablar. Detesto cuando se queda callado. No soporto que me mire, no tiene derecho a hacerlo. —¡Díselo, Magnus! —Le empujo el pecho con las manos y no se inmuta. Me permite descargar mi rabia contra su pecho. No hay respuesta ni movimiento, no se tambalea ni refuta nada—. Diles que no me harás nada. Dilo de una vez. Siento que me toman de los brazos, me aprisionan y me alejan de él. No son sus guardias; es mi padre. —¡Emily! —Me sacude con fuerza y me pone detrás de su espalda. En sus ojos hay terror puro. Se queda unos segundos esperando una explicación que no le doy. Si no he dicho nada en estos días, no lo haré ahora. Él lo comprende y se da la vuelta hacia Magnus—. Le pido que cualquier falta la cobre conmigo, majestad. —Él no me hará nada —advierto por última vez—. Díselo, Magnus Lacrontte. Habla de una buena vez. Te lo ordeno. —No les haré nada ni a ustedes ni a ella, señor Malhore— cede al fin, tranquilo. No hay rabia o frustración en su voz—. Despreocúpese. No he venido en son de guerra. —¿Puedes explicarme qué sucede aquí, hija? —Después de que él se vaya, lo haré. —No me iré sin antes hablar contigo, Emily. Dame unos minutos. Agarro la puerta y la lanzo contra el marco. Se cierra tan rápido y con tanta fuerza que no le da tiempo de evitarlo. Me mueve la ira. ¿De verdad pretende aparecer y piensa que me rendiré de nuevo? No merece nada de mí, ni la más pequeña de las oportunidades. Lo dije, sabía que vendría y por eso me prometí que lo haría doblegarse, luchar contra su orgullo hasta perder la pelea. Suspiro mientras apoyo la cabeza en la madera. Las lágrimas amenazan con invadirme, así que me muerdo el labio inferior hasta el punto de hacerme sangrar. Todo para evitar llorar por él. No me reclama, no golpea la puerta, no me llama desde el otro lado y lo agradezco. Sin embargo, tampoco escucho sus pasos alejarse. Sigue ahí, de pie. Estoy inquieta. Quisiera salir corriendo o esconderme debajo de la tierra. Que venga aquí es obligarme a revivir esa noche que tanto me esmero por olvidar. Ya no hay emoción con su llegada, no hay esperanza, no hay nada. Verlo a los ojos ahora implica solo dolor. —¿Puedes explicarme qué fue eso? —Papá no tarda en interrogarme—. ¿Por qué le hablaste de esa manera y por qué él te lo permitió? —Erick, amor —mamá interviene, salvándome. Ya ató los cabos, estoy segura—, permíteme hablar con ella a solas un momento, por favor. Me tiende la mano, calmada. Sé que lo ha descubierto. Ya sabe qué pasa, qué me pasa. Voy hacia ella. Es a la única a la que quiero contárselo. Subimos las escaleras y vamos a la habitación que comparto con Mia. Cierra la puerta, corre las cortinas como si temiera que los guardias de afuera pudieran escucharnos y me guía a la cama. —Así que es por él. ¿Qué pasó entre ustedes, mi vida? Me alejo hasta la otra esquina del colchón, como si no mereciera su compasión, y junto las manos en el regazo. Juego con los dedos, con el vestido, con el cabello. No sé por dónde empezar, no sé cómo contarle lo que sucedió y tampoco cómo confesarle lo ingenua que fui. —Él no es una buena persona, mamá. Eso es lo único que me sale. —Ya lo sé, mi amor. Aunque imagino que no lo dices por las razones que todo Mishnock conoce. Ahí me quiebro, igual que una taza de porcelana, y derramo todo aquello que contenía. Las lágrimas me caen por las mejillas, gruesas, rápidas. —Yo lo quiero, mamá, lo quiero mucho, pero él no me quiere a mí. La voz me sale estrangulada, baja y triste. Y sí, lo quiero. Soy consciente de cuándo empecé a quererlo. Esa madrugada en el baño de mi habitación. Ahí ya lo quería, por eso no me cohibí cuando me desnudó. Pensé que él sentía lo mismo por mí, que me tomaba en serio, que veía algo en nosotros. Ingenua, ingenua, ingenua. No siente ni una pizca de aprecio por mí. ¿Es tan difícil quererme? ¿Acaso no me lo merezco? Recuerdo esa madrugada y me arde el cuerpo. Me duele cada respiración, como si me estuvieran golpeando. Me ahogan la frialdad en sus ojos, la firmeza en su voz mientras decía que lo nuestro había acabado, su indiferencia. ¿Cómo pudo hacerme eso a mí, que estaba dispuesta a arriesgarme por él? Le cuento a mamá lo que sucedió. Su forma cruel de usarme, la manera en la que jugó conmigo, todas las mentiras que dijo, el teatro que armó para enredarme. Su rostro cambia de la angustia a la tristeza y se convierte finalmente en rabia. Tiene los ojos oscurecidos. Se levanta de la cama y camina de un lado a otro en la habitación. Sus pasos resuenan en la madera vieja y sé que el resto de la familia puede escucharlos desde abajo. —A veces me gusta pensar que las cosas hubieran sido diferentes si yo fuera diferente —revelo lo que llevo pensando desde hace días. ¿Es eso? ¿Tengo que cambiar? Mi madre se detiene y vuelve a su espacio en la cama. Busca mi mirada, pero yo no la enfrento. No me gusta pensar estas cosas. Siempre he tenido claro cuánto valgo, solo que... ¿Y si en realidad he estado equivocada? —Quizás si yo fuera más bonita o tuviera un título, si fuera más inteligente o elocuente, si hubiera nacido en otro lugar, si llevara otro nombre… ¿Cree que así le importaría? ¿Cree que no me hubiera hecho esto? —No digas eso, amor. No lo digas nunca. Eres hermosa, inteligente e importante. Vales muchísimo, mucho más que su reino y más que todo lo que posee. —Yo pensaba lo mismo, mamá. Ahora no puedo verlo. Lo que viví esa noche fue tan horrible que siento que se quedó con una parte de mí allá. Jamás podría hacerle eso a alguien, jamás. Me estoy apagando, mamá. Siento que la Emily que era se va. La vida se me desdibuja. Cada cosa a la que le había puesto color se destiñe y el mundo suena diferente, se ve diferente. Es devastador. Estoy vacía, quebrada. Yo quería que él me quisiera. —No creo que pueda ni quiera perdonarle lo que me hizo. No es digno de mi compasión. Lo único que deseo es que me deje en paz, que desaparezca de mi vida. —Es un maldito —dice de repente. Es de las pocas veces que le he oído decir algún improperio—. Podemos irnos ahora mismo de aquí para que no tengas que verlo. Y si aparece en el lugar al que vayamos, nos iremos de nuevo. Solo dime qué quieres hacer, cariño, y lo haremos. ¿Qué podemos hacer? Él es un rey; nosotros plebeyos. No quiero regresar a Palkareth y no quiero huir como si fuera yo la que debe algo. Además, no tenemos ningún otro lugar al que ir. Lo único que me queda es no salir de casa, encerrarme aquí y no abrir la puerta si es que regresa. Tengo que olvidarlo. Si fue fácil dejarlo entrar, debería ser fácil sacarlo. 42 EMILY —Emily —Mia me habla desde el tocador. No sé cuánto tiempo he dormido. Después de desahogarme con mi madre, el cansancio por las lágrimas me venció. Ni siquiera sé qué hora es, ni siquiera sé si estoy en el mismo día. —¿Ya amaneció? —pregunto, somnolienta. —Sí. ¿No quieres desayunar? Me levanto de la cama como puedo y me quedo sentada con las sábanas a mi alrededor. El sol que entra por la ventana me golpea en la cara con la fuerza de un martillo y me cuesta abrir los ojos. —Emily, ¿te puedo hacer una pregunta? —Mia me habla con energía. Asiento lento, porque estoy a punto de volver a quedarme dormida—. Ahora que ya estás aquí, ¿no enviarás dinero? ¿Qué cosa? De golpe la miro, confundida. Inclino la cabeza hacia un lado y busco la broma en su cara. No hay nada. La veo seria y hasta preocupada. —¿Cómo que dinero, Mimi? No entiendo. —El dinero que envías, no te desentiendas. Papá se lo mandaba a la abuela y dice que es de tu parte porque, ya sabes, a la perfumería no le va bien y tú envías dinero por eso, ¿no? Claro que yo no envío nada. ¿De dónde sacaría dinero en mi encierro? Estoy segura de que mi padre envía de lo poco que ganan y lo hace pasar a mi nombre para que la abuela crea que todo va bien. Y es que nadie sabe esto. Nunca se lo conté a Stefan ni a Atelmoff. La única persona que está enterada de la situación de mi familia es… No. No puede ser. Yo se lo conté. Le dije que mi familia estaba en quiebra debido a mi estancia en el palacio. Es él, no hay otra opción. —Si no estoy en el palacio, no es posible que sea yo quien lo envíe —miento para no exponer a mis padres—. ¿Cuánto dinero llegaba hasta acá? —Muchísimo. Más de diez mil tritens a la semana. ¿De verdad? Ni siquiera para eso es inteligente Magnus. ¿Diez mil tritens? ¿De dónde se supone que yo sacaría diez mil tritens? Con eso podría vivir como una noble por unos meses y él los enviaba cada semana. —¿Sabes? Me gustaría que te quedaras aquí, aunque ya no envíes más dinero. Sonrío. Mia siempre sabe cómo hacerme sonreír. La amo tanto que quisiera protegerla del mundo para que nunca le hagan daño y que nunca le pase lo que a mí me ha pasado. —A mí también me gustaría quedarme contigo. —Mily, ¿el rey Magnus es tu novio? —pregunta, y entonces se me borra la sonrisa. —Por supuesto que no —contesto más hosca de lo que pretendía. ¿Cómo pude un día desear que lo fuera? —Entonces, ¿por qué ayer le gritaste y él no hizo nada? —Son cosas de las que no me apetece hablar, Mia. El buen humor que tenía se diluye poco a poco. La mención de ese hombre me pone de malas. —De acuerdo. ¿Bajarás a desayunar? —insiste y, en este punto, prefiero ir a comer sin el más mínimo rastro de hambre que quedarme y darle la oportunidad de que haga otra de sus preguntas. Camino al baño arrastrando los pies. Cuando me miro al espejo, descubro lo hinchados que tengo los ojos. No hay manera de que esto mejore en las próximas horas. Parece que me hubieran picado abejas o que fuera alérgica a algo. A la presencia de Magnus, por ejemplo. Tomo una ducha fría y vuelvo a la habitación. Mia insiste en que baje a desayunar y a regañadientes le obedezco. Lo único que quiero es meterme debajo de las sábanas y seguir llorando. Bajo las escaleras hacia la primera planta y en el último escalón me quedo impávida, inmóvil. Mamá está sentada en el comedor y alguien la acompaña. Él. Magnus. Se remueve en el pequeño comedor. Nada como aquello a lo que está acostumbrado. Puedo imaginar los pensamientos en su cabeza antes de tomar asiento. Todavía recuerdo lo mucho que se quejó del comedor de aquella campesina en Grencowck. Se levanta cuando me ve y me estudia. Noto su mirada en mi cara, en la hinchazón de mis ojos, en mi cabello mojado y en la expresión de rabia que tengo. Por instinto me vuelvo hacia lo alto de las escaleras, encajando piezas. Ahí veo a Mia, asomada entre los barrotes con los ojos grandes, emocionada. Cuando nota que la he descubierto, sale corriendo hacia la habitación y se me pierde de vista. Por eso me despertó, por eso insistió tanto para que bajara a comer. Sabía que él estaba aquí. ¡Ay, Mia! No sabes lo que estás haciendo. —Mamá, ¿por qué está aquí? —Vino temprano en la mañana. Le dije que estabas dormida, pero quiso esperar. Lleva dos horas aquí. ¿Cómo que dos horas? ¿Qué piensa? —Buenos días, Emily. Quisiera hablar contigo. —Su voz marcial ha desaparecido. En vez de parecer el comandante de uno de los bandos que siempre están en guerra, suena como el mediador—. ¿Me das unos minutos? No obtiene respuesta. Me niego a hablarle. Me hierve la sangre solo de saber que lo tengo cerca. —No me iré hasta que hablemos —insiste ante mi silencio—. Tengo todo el día y no pienso rendirme. Vendré mañana y al día siguiente. Estaré aquí la semana entera. Es tu decisión si quieres alargar esto o no. Me iré yo. No voy a darle lo que quiere. No voy a darle la oportunidad. No le daré nada. —Hay guardias afuera. —El tono de rey demandante vuelve cuando camino hacia la puerta. Lucha contra su impaciencia, es evidente—. No te dejarán salir. En cambio, yo me iré después de que hablemos. Continúo en silencio. —No tomará mucho tiempo —insiste—. Te pido unos minutos, eso será todo. Nada. —Hablaré delante de tu madre si es necesario. Es evidente que ya lo sabe porque me mira con desprecio. Seré breve, lo prometo. —Recuerdo haberte escuchado decir que no hacías promesas. —Soy honesto con esta. —¿Tú, honesto? —Me giro hacia mi madre. Terminaré con este asunto de una vez—. Mamá, ¿podrías dar un paseo con Mia, por favor? Ella duda. No se mueve, no quiere dejarme sola. Imagina que me arrepentiré y le pediré que se quede. No sucederá. Yo misma debo arreglar esto. Al final, se da por vencida y va por mi hermana a la alcoba. Magnus y yo nos quedamos en silencio hasta que las vemos salir por la puerta principal. —Tienes diez minutos. —Soy yo quien empieza con los brazos cruzados—. Diez minutos que ya han empezado a correr. O no, espera. Cuando estaba en tu reino, me dabas cinco. Sí, incluso había un guardia que los contabilizaba. Tienes solo cinco. Suspira. No le gustan las órdenes, no le gusta que lo controlen, que lo limiten o que se comporten con él como se comporta con los demás. Muy hipócrita de su parte. —¿Cómo estás? Es su voz suave, justo la que usaba cuando quería contentarme. Se atreve a hacerme esa pregunta. ¿De verdad? —¿Cómo crees? —Tienes una casa muy… campestre, aunque pequeña. — Intenta por otro lado. ¿Campestre? ¿Ese es el intento de un halago? Ni siquiera es capaz de dar uno bueno para sumar méritos—. Puedo verte viviendo en un lugar como este. —¿Has venido a hablar de la casa de mi abuela? —Intento ser amable. No me lo hagas tan difícil. —Ni quiero ni necesito tu amabilidad. —A tu madre no le agrado mucho. —Eres el rey enemigo y el hombre que usó a su hija. ¿Hay alguna razón para que le agrades? —¿Por qué le contaste? —Porque es mi madre. Cuando te dañan, buscas a alguien en quien apoyarte. Agradece que se lo dije a ella y no a papá. —¿Pretendes que le tema a tu padre? Porque no surtirá efecto, Emily. Soy el rey, tú lo has dicho. Ni en momentos así se le quita lo arrogante. —Esa es la actitud que no soporto. Sí, lo eres. Lo que no entiendo es, si somos tan inferiores como para que nunca se te pase por la mente considerarnos una amenaza, ¿para qué te apareces aquí buscando minutos de mi tiempo? —Eso es diferente. Te veo diferente al resto. Eso ni él mismo se lo traga. ¿Diferente a quién? Me hizo lo mismo que le haría a cualquiera que le sirva como carne de cañón. —¿Cómo te enteraste de que estaba aquí? —Cambio el tema, porque no le daré la oportunidad de inventar que le importo. —Compré información. Atelmoff no quiso decírmelo, y Wifantere hijo o Lerentia no me lo dirían, así que fui por Everett. Era el único que podía ayudarme. Le ofrecí dinero, pero él dijo que quería terrenos y acepté. Le cedí territorio del que gané de Grencowck. Haría lo que fuera por encontrarte. ¿En serio hizo eso? Es decir, para él es tan importante su reino que me resulta inconcebible que haya entregado una parte. No le creo. Por el bien de mi corazón, es mejor no creerle. Debo ser más fuerte, debo mantenerme a raya. No me doblegaré por un par de acciones después de saber que es un traidor. —¿En dónde te estás quedando? No puedo mantener la boca cerrada. Quiero información. En este lugar todos se conocen, hay pocas casas y pocos vecinos. No hay hostales ni hogares de paso. ¿En dónde duerme este hombre? —Compré una casa no muy lejos de aquí. —Claro. ¿Qué otra cosa iba a hacer sino comprar una casa? Lo dice como si hablara de comprar una manzana—. Puedes ir allí cuando quieras, a la hora que desees. Te recibiré sin importar el clima, la hora ni el día. —El hombre del mercado ayer, el que compró todo, ¿fue enviado por ti? Ni siquiera duda en asentir. —Necesitaba que regresaras a casa. Hice lo que un hombre haría. Tú eres valiosa para… —¡Cállate! —le ordeno mucho más alto de lo que quería y, para mi sorpresa, acata. La ira me eriza la piel y las orejas se me calientan. Es un completo descarado. Miro la tetera que hay sobre la mesa del comedor. Necesito un té si pretendo tener esta conversación. Me sirvo una taza. No, dos. ¿Por qué solo yo tengo que sufrir con esto? Pongo la segunda cerca de Magnus. Recuerdo que no le gusta, así que, si quiere hablar, tendrá que bebérselo. Lo mira y sabe lo que pretendo. Se pasa las manos por el pelo, peinándoselo hacia atrás, y sonríe con un gesto burlón como si fuera un niño el que le hace un pedido ridículo. —¿Crees que un té va a detenerme, Emily? —Toma la taza, que parece más pequeña entre sus manos—. No me conoces, entonces. Sirve tantos como quieras. Se lo toma de un tirón para no sentir el sabor amargo y deja la taza contra la mesa con fuerza, como si hubiera bebido ron en vez de hierbas. Trata de no gesticular su desagrado, pero lo leo en sus ojos. —¿Ahora sí podemos conversar? —No respondo, así que continúa—. Sé que en este momento no entiendes mis razones. Mantiene su distancia y lo agradezco, porque lo último que quiero es que me toque. —Me gustaría que me disculpes. Lo siento muchísimo, Emily. De verdad lo siento. —¿Eso fue lo mejor que se te ocurrió? —No soy bueno en esto y lo sabes. —No eres bueno en nada que no sea mentir. Se mira los pies, no sé si con vergüenza o algo más. Lo cierto es que no creo en nada de lo que dice o hace. Si es que se arrepiente, ya es muy tarde para eso. Con una disculpa no arreglará el daño que hizo. No se cubre un fondo oscuro con un pincelazo blanco. —Perdóname. —¡No! —grito, desesperada, dando pasos hacia atrás. Quiero alejarme de él. Levanta la cabeza y el verde de sus ojos me reclama una oportunidad—. No, no y no. Las cosas no funcionan así. No puedes ser malditamente cruel con alguien, pedir perdón y pensar que todo se solucionó. Me heriste, Magnus. Yo confié en ti. Tú hiciste que confiara en ti. Me engañaste y yo no hice más que entregarte cada cosa que tenía. ¿Crees que solo me merezco una disculpa? ¿Nada más? —Entonces, ¿qué quieres que haga? Lo haré, te lo juro. Lo que me pidas. —Es justamente eso. Se trata de lo que no quería que hicieras. Me vendiste, Magnus. Me vendiste aun sabiendo cuánto sufro a manos de Stefan. Después de lo que te conté, de lo que pasamos, de lo que dijiste. Nada te importó más que tú mismo. Te mostré mis inseguridades y lo que hiciste fue reforzarlas. No soy suficiente para nadie. —Lo eres para… —No te atrevas a terminar esa frase. —Le apunto al pecho con el índice. No lo toco, no lo haría de nuevo—. No te atrevas a mentirme otra vez. No te atrevas a fingir un segundo más. —Nunca he fingido contigo. Entiendo que ahora no creas en mí, pero cada cosa que dije fue honesta. Quisiera empujarle el pecho hasta sacarlo de aquí, tener el poder de desaparecerlo, de coserle la boca y nunca más oír su voz. Quisiera que no me afectara esto, que me diera igual, ser capaz de responderle con odio, pero lo quiero. Solo me resta acudir a mi rencor para mantener la fuerza y darme mi lugar. —A mí me quedó muy claro que esto se acabó. —Me las apaño para mantener mi voz clara y alta. Nada de temblores o dudas. Necesito que me vea fuerte—. Eso fue lo que tú dijiste, ¿no? «Fue bueno mientras duró» . Por lo que no comprendo a qué has venido. ¿Cada palabra fue real? Pues esas también lo fueron. Se lleva las manos a la nuca, inquieto, irritado. Está acostumbrado a que ceda a cada cosa que quiere y ahora mi resistencia lo fastidia. No sabe cómo lidiar con ella. Quiere que acepte las disculpas y finja que nada pasó, que sea la Emily comprensiva que fui en Cristeners, pero esa Emily ya no está. —Yo hablo de las promesas que te hice. —Tú y tus promesas se pueden ir al infierno. Aquello me duele más a mí que a él. Detesto hablar de esta forma. Yo no soy vil, no soy como Magnus o Stefan. Intento ser buena, el problema es que ya estoy harta. Si se comportó tan frío conmigo, yo me comportaré de la misma forma. La moneda que me des será la moneda que te devolveré. —¿Y sabes algo más, Magnus? No te arrastraré conmigo, te lo juro. Voy a dejarte aquí y voy a pasar la página. Me recuperaré de esto, viviré mi vida, alcanzaré cada una de las cosas que quiera hacer y, si tengo suerte, en el futuro conseguiré a alguien y seré muy feliz, con tu recuerdo muerto en la cabeza. —Para que eso pase, tendrás que matarme primero. —La ira en su voz aumenta, como si lo hubiera injuriado. Se le oscurecen los ojos y el cuerpo se le tensa, al igual que los músculos de la cara. Quiere que me retracte de lo que he dicho. No lo haré. No me será fácil olvidarlo. Será doloroso y solitario, pero lo conseguiré. —¿Así como me mataste tú a mí, Magnus? —Yo te advertí que mi patria era lo más importante para mí. Te hice saber que mi mundo no era bueno. —¡Me engañaste! Eso es muy diferente. Pintaste las cosas malas y luego adornaste las esquinas dañadas. No trates de culparme por algo que tú decidiste hacer. Si yo confié, fue porque me ilusionaste. No seas cobarde y admítelo. —Estoy aquí, pidiéndote perdón. Sabes que jamás le pido perdón a nadie y conoces la razón. —¿Piensas que vas a comprarme con eso? —No quiero justificarme más. —Y a mí no me interesa tu perdón porque no lo quiero. Lo único que espero es que desaparezcas. Lo nuestro se acabó. ¿Qué pretendes al venir aquí, Magnus? ¿Creías que con solo pedir perdón yo cedería? No pasará ni en tus mejores fantasías. ¿Qué crees que sucederá si es que llego a perdonarte? ¿Que todo será como antes? Ya perdiste mi confianza. —No me voy a rendir. Conoces mi tenacidad. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguir lo que me propongo. —¿Y qué harás? ¿Secuestrarme como Stefan? —No quedará rosal en pie, Emily. No habrá flor en este mundo que no pase por tus ojos. Las traeré todas para ti. Cada una, de cualquier rincón, de cualquier reino. Todas serán tuyas. —No quiero flores. —No es lo único que tendrás. Cada músico tocará para ti, cada reino te recibirá así deba conquistarlos todos, cada costurero trabajará para hacer los vestidos que tanto te gustan, cada persona verá tu nombre en el lugar más importante. Lo juro por mí y por mis antepasados. No creo en nada de lo que dice. Mi corazón está demasiado lastimado como para dejarlo entrar de nuevo. Lo que tengo en frente es la figura de un mentiroso. La cara del hombre que jugó conmigo como si fuera una ficha de ajedrez a la que podía sacrificar para ganar la partida. Prefiero romper el tablero antes que volver a dejar que me use. —¿Sabes qué es lo que más rabia me da, Magnus? Que yo te habría ayudado. Habría hecho cualquier cosa por ti. Habría fingido tener el corazón roto, habría llorado toda la noche, habría gritado hasta el amanecer, habría sido tu cómplice para que obtuvieras eso que tanto querías. No tenías que haberme lastimado. Pudiste habérmelo contado, hacerme parte de tu plan, pero decidiste dañarme. Las piernas me flaquean y ceden. Caigo lento sobre la silla. La madera me recibe, me sostiene. No contesta, como si hubiera enmudecido. No puede refutar lo que acabo de decir, no tiene posibilidad. Si yo me vendé los ojos, fue porque dijo que me guiaría por el camino. Lo hizo, solo que el final del sendero desembocaba en un barranco. Se inclina, tal como lo hizo una vez en su habitación. Baja hasta quedar a mi altura e intenta ganarse mi mirada. No se la ofrezco. Ambos nos quedamos en silencio. Los únicos sonidos son el de su respiración y el de mis jadeos de angustia. No hay nada más que decirnos. —Las cosas no funcionan así, Emily. Me estaba desviando de mi objetivo. —Entonces, ¿qué haces aquí? —Ya no puedo dejarte ir. Te cruzaste en mi camino, me cambiaste el rumbo y la vida. Te necesito conmigo. No soporto estar lejos de ti. —Qué pena, porque yo te dejé ir desde esa madrugada. Nunca podrás recomponer lo que dañaste. Grábatelo muy bien. ¿Recuerdas cuando me hablaste del odio justo, Magnus? Pues te has ganado el mío. Vete, y no regreses jamás. 43 MAGNUS Cuando vine ayer y su madre me recibió, pude ver la rabia en sus ojos. Quería convertirme en comida para animales. En ese momento lo supe: Emily le había contado. Cuando aparecí por primera vez, todos me veían con temor, incluyéndola, y ahora su rabia era obvia. Me paralicé por un segundo. No sabía cómo dirigir la conversación cuando ella se negó a llamar a Emily. No tenía nada con que convencerla o presionarla. Yo era el que estaba contra la pared y todavía lo estoy. Hoy regresé a la casa de la abuela Malhore. Una vez más estoy sentado en su sala, solo que esta vez tengo a su padre enfrente. ¿Piensan rotarse cada día? Ya vi de dónde sacó Emily el color de sus ojos. Tiene unos ojos cafés, grandes, escudriñadores, muy expresivos. Quiere sacarme las palabras con la mirada, igual que lo intenta ella. Debí traer a Francis conmigo. Él me hubiera aconsejado sobre lo que debo decir, porque no tengo la menor idea. Los padres de Vanir no se cansaban de darme atenciones. Es extraño para mí ser el amable ahora. —Mi hija no está aquí —me habla. Siento cómo se cohíbe. No está feliz de verme, pero finge calma. No lo hace bien—. Y no volverá sino hasta muy tarde. —Lo comprendo. Puedo esperar. Tengo mucho tiempo. Moverme por aquí no es lo más inteligente, por eso trato de no estar afuera donde la gente pueda verme. La paz está firmada y eso debería darme seguridad, pero lo cierto es que no confío en nadie. Si Silas se entera de que estoy acá, hará lo que sea para capturarme. Solo me quedaré una semana. Así no tendrá tiempo de ser informado, trazar un plan y ejecutarlo. Es bueno que este lugar sea tan solitario. No hay muchos residentes y los que hay están alejados entre sí. Es un buen sitio para perderse. Además, no tengo tiempo. Los guardias que custodian a Emily ya han debido avisar de mi presencia y en cualquier momento aparecerá Denavritz con sus reclamos estúpidos. —Entenderá, majestad, que no es sencillo para mí tenerlo aquí y hablar con usted. —No tenemos que hablar si no quiere. ¿Qué piensa? ¿Que vine a verlo a él? Por la manera en que me mira, receloso y desconfiado, sé que no sabe nada. No como la madre. Él todavía está perdido. Podría usar eso a mi favor. Ponerlo de mi parte y que me ayude. —Me gustaría hablar de su hija, mi novia. —Emily nos dijo que usted no es su novio. Esto va a ser más difícil de lo que pensé. —Lo soy. —Trato de no perder la paciencia. No me conviene—. Ahora estamos distanciados, pero lo soy. —No sé qué le ha hecho usted a mi hija. Ella no me lo ha querido contar, pero lo único que espero es que no sea lo que me imagino. Ahí está. No lo sabe. —¿Qué le cuenta su imaginación, señor Malhore? —Se aprovechó de ella. La obligó a… —No. —Corto en seco semejante acusación—. Tiene usted la peor imaginación. —Soy un padre preocupado por el bienestar de mi pequeña. Usted es el rey enemigo. Su historial no lo hace la mejor persona a mis ojos. —Ya firmé la paz —intento por otro lado. Pelearme con él causará que Emily se aleje más de mí—. Eso debería limpiar al menos la huella de mis pasos. —Digamos que tiene razón. Aun así, no es sencillo para mí pensar que mi hija esté a su lado. ¿Cómo que “digamos”? ¿Qué se cree este viejo? —Emily es de mi completa estima. —Parece que he regresado en el tiempo. Tuve una conversación similar con otro monarca. ¿Se atreve a compararme con Denavritz? Juro que si fuera otra persona, ya lo habría enviado a un calabozo. —¿Puedo preguntar cómo comenzó todo entre ustedes y por qué acabó? Respiro profundo mientras me muevo en la silla, incómodo. Por sí sola esta butaca es nefasta y, sumada a un interrogatorio, es el purgatorio. No me gustan las preguntas y menos de personas tan ajenas. —En Lacrontte. Cuando escapó y le di la oportunidad de residir en el reino. —No pienso desaprovechar la oportunidad de exponer mis buenas acciones. No entiendo por qué me crucifican si soy amable… cuando me conviene —. Y no ha acabado. Se complicó porque tuve que tomar algunas decisiones que no fueron las mejores, pero para eso estoy aquí, para arreglarlo. —¿Quiere usted a mi hija? —Que esté aquí sentado debe darle una respuesta, señor Malhore. Eso sonó grosero. Debo controlar la manera en la que le hablo a esta familia. —La verdad es que no. Si la hubiera querido, no estaría aquí sentado buscando su perdón. Me devuelve el golpe. Esa respuesta es un puñal nada sutil. —Estoy aquí, eso es lo importante. Entiendo que la imagen que tiene es la de un rey insensible, pero estoy sentado frente a usted con la mayor tranquilidad del mundo y apuesto mi corona a que no se ha sentido amenazado. —Que en este momento no me sienta amenazado no significa que usted no represente una amenaza. —¿Qué trata de decir con eso? —Que, con todo respeto, majestad, no estoy del todo convencido de que usted pretenda a mi hija. —¿Le gustaría que me alejara de ella? Soy directo, no me gustan los rodeos. —Le ha hecho daño. Es lo que un padre sensato querría y lo que un hombre sensato acataría. Quiere que me vaya, que no la busque más, que me dé por vencido. No le gusto para Emily. Lástima, porque no me importa. —Soy conocido por mi falta de sensatez, señor Malhore. —Buenas tardes. —Oigo una voz infantil detrás de mi espalda. No me vuelvo. Dejo que la persona aparezca en mi campo de visión. Es una niña delgada, baja y parecida a Emily. No mucho. Mi Emily es más bonita. Debe ser su hermana menor. Marcia, Miranda o como sea que se llame. Lleva el cabello castaño trenzado y tiene unos ojos inquisidores que quisieran ver dentro de mi cabeza. —Mia, ve a tu habitación, cariño. ¿Mia? Es que estos dos señores ponen los peores nombres. Ann y ahora Mia. La pequeña aldeana no se mueve. Se queda viéndome. No es nada disimulada, igual que su hermana. —Majestad —me saluda. Se inclina en una reverencia y luego ladea la cabeza, observándome. ¿Acaso no escuchó que se marchara?—. ¿Es verdad que usted es el novio de mi hermana? —Lo soy. —No dudo en contestar. Que les quede claro a todos estos plebeyos que lo soy. —Mia, sube a tu habitación. —Te lo dije —responde, pero no habla con nosotros, sino con alguien detrás de mí. En la puerta hay una niña que parece de su misma edad. Tiene las mejillas grandes y rosadas, la boca abierta y las cejas levantadas, sorprendida por lo que acaba de escuchar. —Te dije que el rey era mi cuñado. Al menos hay una Malhore agradable. Así es como deberían reaccionar todos. La niña en la puerta se paraliza por unos segundos cuando se da cuenta de que la miro. Aparta la vista, asustada, da pasos hacia atrás y sale corriendo. ¡Por los muertos que cargo en la espalda! Todo lo que hago por ti, Emilia. —Emily dijo que volvería más tarde porque... —Sube ahora mismo, Mia —le habla su padre, interrumpiéndola. Este hombre no quiere que me entere de nada. Siento comezón en la piel. ¿Qué iba a decir? Los Malhore son insoportables. No quiero verme desesperado, así que no voy a preguntárselo a pesar de que necesito que lo diga. Para mi mala suerte, la Malhore menor obedece. Va hasta las escaleras y sube despacio. —Emily dijo que vendrá tarde porque saldrá con un chico —grita desde lo alto de la escalera. Luego se escuchan pisadas presurosas. Salió corriendo a encerrarse. Se me calienta la sangre al oírla. Eso pretendía, que me enterara, que me pusiera intranquilo. Y lo consiguió. Quiero levantarme e ir a preguntarle si es cierto. ¿Quién es? ¿De dónde salió? ¿Dónde lo conoció? ¿Cómo se llama? —Yo no le creería —sugiere el señor Malhore. Ya leyó la molestia en mi cuerpo—. Mia es bastante titiritera. Eso no me da tranquilidad. Estoy a punto de enviar a alguno de mis guardias a cerciorarse de que este hombre tenga razón. Me toma mucha más fuerza de voluntad quedarme quieto, porque no puedo lucir tan demandante frente a él. —¿Usted cree que alguna vez me perdone? —inquiero desviando la conversación a la zona en la que quiero estar. —Siendo honesto, no lo sé. Emily es muy bondadosa, pero la manera en que le habló ayer, la furia en su voz, en sus pasos… Esa no era mi hija. No había visto esa rabia en ella jamás. Lo que le hizo fue grave, de eso no me cabe duda. Mi hija es una de las personas más pacientes que conozco. —Tiene carácter, señor Malhore. Emily tiene más carácter del que cree. Grita y pelea. —Entonces usted conoce otro lado de mi hija. En casa tengo… tenía a la niña más calmada, amorosa y delicada que he conocido en mi vida. Es como si hubiera nacido para dar amor, ¿entiende a lo que me refiero? ¿Que si lo entiendo? Esa mujer ilumina cada rincón dentro de mí. Y me hizo acostumbrarme tanto a esa luminosidad que ya no soporto mis tinieblas. —Sé que no tengo gracia bajo sus ojos —le digo lo evidente—, pero no estaría cómodo si pierdo a su hija. —¿Esa es su manera de declarar amor? —Las palabras no son importantes. Son la vía, nada más. ¿Usted no cree que pueda ser alguien bueno para ella? No comprendo por qué busco tanto su aprobación. Estaré con ella así él no esté de acuerdo. La única opinión que me importa es la de su hija. —Le doy la misma respuesta. Que esté aquí, buscando su perdón, dice demasiado. Usted la lastimó, yo la escuché llorar. ¿Sabe la impotencia que siente un padre al escuchar a su hija llorar y no poder hacer nada para solucionarlo? ¿Sabe la rabia que siento al pensar que la hirió? ¿Tiene idea de lo horrible que es imaginar cuánto debe estar sufriendo alguien a quien uno ama? Si soy honesto, me gustaría que se alejara de mi familia. Para este punto ya ni siquiera me interesa discutir, no con él. La quiero. Y deseo demostrárselo, que ella se dé cuenta de lo que siento. Lo que me hace dudar ahora es si la mejor manera de hacérselo saber sea virar el timón y navegar hacia otro lado. Porque, aunque la única opinión que me interese sea la de ella, Emily me ha dejado claro que me aborrece. **** Han pasado los días y yo sigo desesperado. No tengo paz ni descanso. La extraño. La extraño cada noche. Extraño su voz, extraño su aroma, extraño verla y tocarla. Y detesto extrañarla. Trato de sacármela de la cabeza, de entender que ya todo se acabó, y no puedo. Qué mentira más grande es creer que puedo olvidarla. Dejé Mishnock y ese pueblo horrendo. Dejé la casa en la que me instalé, una minúscula cosa de madera que me hacía sentir en un ataúd. La dejé a ella y vine a Cromanoff. Francis no me sirve en este momento, ya que me dirá lo que no quiero escuchar. Necesito al idiota de mi primo. Me abro paso por el palacio hasta el comedor, donde me dijeron los guardias de la entrada que se encontraba. Camino con desazón y, al llegar, abro las puertas sin esperar a que me anuncien. —Gregorie. —Soy yo quien habla, pero me freno en seco cuando lo veo… acompañado—. Elisenda. Recuerdo haberlo escuchado decir que habían vuelto a hablar, solo que no imaginaba encontrármela ahora. Ya entiendo. Es cuestión de tiempo para que ambos estén juntos de nuevo y esta vez la mujer termine con un anillo en el dedo. Ambos están sentados en el comedor, uno al lado del otro, y antes de que los interrumpiera se sonreían como si estuvieran en una cita. Seguro lo están. —¿Cómo está, majestad? Elisenda se levanta y me ofrece una reverencia. Lleva un vestido verde de mangas abullonadas. El color favorito de Gregorie, por cierto. Se las está jugando todas, lo veo. —Seguro que no mejor que tú. Sigue igual a como la recordaba. Alta, con el pelo largo y oscuro y la piel morena. Tiene ojos marrones que ahora me atormentan con el recuerdo de alguien más y ese porte medio inseguro y tímido que le veía al principio de su relación con Gregorie. Parece que ha regresado en el tiempo y estar aquí, tras estos años, le ha devuelto esa vergüenza que le conocí alguna vez. Elisenda es muy animada, aunque en el fondo se le nota que este mundo la intimida. El peso de las responsabilidades que conlleva, el temor a no ser aceptada y el compromiso de estar constantemente cuidando lo que dice por miedo a arruinarlo o a avergonzarse frente a los demás viven en ella. —Primo, ¿sucede algo? Gregorie no se pone en pie, sino que me mira desde la silla, un tanto preocupado por mi repentina aparición y por mi aspecto. No me he mirado en el espejo estos días, aun así, apuesto a que luzco gris. —No fue mi intención interrumpir —miento. Habría entrado estuviera ella o no—. Necesito hablar contigo un momento. Dame una hora y regresaré. Me instalaré mientras me llamas. Tampoco soy un imprudente. Les daré su espacio. Mis penas pueden esperar. —La abuela está aquí. Puedes hablar con ella mientras esperas. Tercera puerta después de mi alcoba. No suele atenderme cuando está acompañado por alguien que le interesa mucho. Le pediré a Francis que comience a pensar en opciones para regalos de bodas. —Claro. Iré a verla. No me toma demasiado encontrarla. Cuando entro en su habitación, la veo sentada frente a un escritorio con pluma en mano, escribiendo. Siempre le han gustado las cartas. Solía enviarme muchas cuando no me permitían recibir visitas. Leerla fue lo que me ayudó a no perder la cordura. —Oh, cariño. Cariño mío. —Se quita las gafas y viene hacia mí a paso ágil. Los años todavía no le pasan factura a su cuerpo—. Mi pequeño Magnus. No sabía que vendrías. Te habría recibido en la entrada. —No estaba en mis planes venir. —Me rodea en un abrazo fuerte y descansa la mejilla contra mi pecho, respirando mi perfume—. No sabía que estabas aquí. Me toma de los brazos y me empuja hacia abajo. Lo que siempre hace, lo que busca. Cedo para que pueda alcanzar mi cara y darme los besos que quiera. La abuela siempre huele igual. No ha cambiado de perfume en todos estos años: lavanda. —Vine aquí porque me sentía sola en Lacrontte. Tú estabas en Cristeners. Luego me enteré de que habías firmado la paz y quise regresar, pero Francis me contó que estaba solo en Mirellfolw porque tú te habías ido a Mishnock. —¿Y por qué te cuenta esas cosas? —Porque se preocupa por ti y yo le pregunté. —¿Y es que hablan con frecuencia? —Somos amigos desde hace un tiempo. —¿Hace un tiempo? Si cuando vas al palacio lo saludas dos segundos y luego no lo vuelves a mirar. —Bueno, ahora somos más cercanos. —¿Qué tanto? —¿Importa? Esta situación es rara. —Ay, no, abuela, no me digas que… Ni siquiera logro terminar la frase. Por eso aquella vez Francis se quedó pensativo cuando le pregunté si se había fijado en alguien en quien no debía. ¿Era mi abuela? —¿Desde cuándo? —pregunto, molesto. Es insultante que no me haya dado cuenta—. No te atrevas a mentirme. Ella sonríe. Sonríe como una adolescente. —Tengo derecho. Tu abuelo murió hace muchísimo. Respiro profundo. Trato de encontrarle algo bueno a esto, lo que sea, lo necesito. Al menos sé que no es alguien que trata de aprovecharse de su título y su dinero. —Estoy feliz —dice para tranquilizarme—. Y quiero que tú lo estés. No hablo de Francis y yo, sino de ti y de la cara que traes. —¿Cuál cara? —Me cruzo de brazos a la defensiva. No sé si quiero contarle esto a ella. —De tristeza, cariño. Te conozco desde que eras un bebé, ¿lo olvidas? Soy capaz de reconocer cuando estás triste. ¿Ocurrió algo? —Errores que cometo, nada más. Sería en vano fingir que no pasa nada. —¿Errores de qué tipo? No soltará el tema hasta que confiese, así es ella. Por eso siempre hay que mostrarse feliz o hará un interrogatorio. —Eso no importa ahora. —¿Tiene que ver con tu novia? ¿Con Emery? Todavía la recuerda. Tenía la esperanza de que la hubiera olvidado. Muy ingenuo de mi parte. —Quizás. —Así que son cosas de amor. Mi tema favorito. ¿Qué sucedió? Esa es la diferencia entre mi abuela y Francis. Ella quiere saber, mientras que Francis pregunta si quiero contarlo. —Se acabó por mi culpa. En su rostro no hay ni una pizca de preocupación. Desearía tener su tranquilidad. Estoy convencido de que no se imagina la dimensión de mi error. —No, cariño, seguro puede solucionarse. Te veo con ella por mucho tiempo, casado y con hijos. Tu abuela jamás se equivoca. Tendrán los nietos que tanto deseo. ¿Cómo puede pensar en niños ahora? —Eso no sucederá. Pídeselos a Gregorie. —Sé que él me los dará, pero quiero los tuyos también. Dime cómo puedo ayudarte a solucionar el problema. Si hablo con ella, seguro conseguiré algo. Soy muy buena persuadiendo. —Ella no quiere saber nada de mí. Ya lo intenté. Nuestra relación es un desastre. Sonríe como si escucharme le hubiera dado una idea. No dice una palabra más y va hasta su mesa de noche. Abre la gaveta y de ella saca un objeto circular dorado: es una brújula de oro. —Sé que no te gustan los obsequios y cuando fue fin de año me abstuve de darte algo, pero te pido que ahora aceptes esto. De la única persona que recibo obsequios es de mi abuela. A regañadientes, por supuesto. No quiero que se sienta rechazada por mí. —Era de tu abuelo. La traigo siempre conmigo. Pensé un día en dársela a tu padre porque su relación con tu madre también fue desastrosa muchas veces, pero por fortuna no se la entregué. Era para ti. —Gracias —contesto, no muy seguro. No entiendo en qué me ayudará una brújula. Detallo la pieza. Es pesada, pero no demasiado. Tiene una cadena delgada y en el anillo que la sostiene se ve marcado el número VI. Creo que no era para mí, sino para mi descendiente. La cubierta es completamente lisa, salvo por un diminuto grabado de iniciales: M. L. Podría ser cualquiera de nosotros. —Ábrela, por favor —pide, más emocionada que yo por el regalo. Con cuidado levanto la tapa, dejando al descubierto su interior. En la base, las agujas móviles señalan los puntos cardinales, que han sido cambiados por una palabra que reconozco a simple vista. En el Norte ya no hay una N, sino una R. En el Este hay una A, la S del Sur cambió por una M, y en el Oeste ahora se escribe una É. —¿Ramé? ¿Por qué esa palabra? La brújula no me servirá así. —Las brújulas son para guiar el camino y esta te ayudará a encontrar el tuyo. —¿Hacia algo hermoso y caótico? —No. Tú ya tienes el caos, ahora debes buscar el lado hermoso. —Eres demasiado romántica, abuela. El mundo no funciona de esa manera. —El mundo es lo que queremos que sea y más para un Lacrontte. La vida es como un baile, Magnus. Nos tropezamos, pisamos, perdemos el ritmo, Hay piezas lentas, rápidas, relajantes, aturdidoras. Son como los momentos que pasamos. Por eso, busca a una buena compañera de baile que te ayude a llevar el compás y, cuando la encuentres, baila solo con ella. Algo me dice que ya la encontraste. —¿Quieres decir que la busque de nuevo? —Baila con ella, Magnus. Siempre baila. —¿Interrumpo? —La voz de Gregorie llega desde la puerta precedida por unos golpes en la madera—. ¿Quiénes van a bailar? —No es de tu incumbencia, Fulhenor. Me guardo la brújula. —Lo dudo. Abuela, voy a robarme a mi primo unos minutos. Te lo devuelvo luego. Salimos al pasillo y vamos a su alcoba, directamente al balcón que da al jardín. Gregorie se acomoda en la mesa de té, tranquilo, preparado para lo que le contaré. —Regresaste con Elisenda —hablo primero. —Sí, justo después de volver de Grencowck. Y te juro que es como antes. Parece que el tiempo no hubiera pasado, que jamás hubiéramos terminado. Siento lo que sentía al inicio de nuestra relación —confiesa con ojos brillantes—. La emoción, los nervios, la energía, la pasión. Todo está ahí. Es como si hubiera estado dormido y por fin despertara. Y ella… ella me ve tal como lo hacía en esa época. El rubor en las mejillas, la complicidad en las miradas, la manera en que se mueve, siempre inclinada hacia mí… Sé que ella también lo siente. —Un lingote de oro por cada vez que dijiste «hubiera». No soy bueno con las declaraciones de amor y menos cuando no son mías. —Llévate media reserva si quieres. —La sonrisa en su cara es de felicidad absoluta—. Hablo en serio, Magnus. No entiendo cómo me permití perderla antes. —¿Por qué terminaron en primer lugar? Merezco saberlo si estoy aguantando esto. —Tonterías. Pensé que el amor se nos había acabado. Monotonía, probablemente. Luego conocí a Lerentia y me deslumbré, supongo. Era nueva, extranjera, ofrecía otro mundo para mí. Me cegué. Deberías entenderlo porque fue lo que te sucedió con Vanir, ¿no? —Asiento, algo incómodo —. Tú tampoco me has contado por qué terminaron. —No quisiera hablar de eso ahora. —De acuerdo. ¿Sobre qué quieres conversar, entonces? Soy todo oídos. ¿Ya lo arruinaste con Emily? —¿Por qué crees que fui yo quien lo arruinó? —Porque eres tú quien no sabe cómo llevar las relaciones personales. —¿Ves esto? —Me subo la manga de la camisa para enseñarle el cinto azul que tengo atado en la muñeca—. Llevo esta porquería que tenía en su vestido y aún no he sido capaz de quitármela. Es tonto, ¿verdad? —Sonrío, derrotado. —El amor nos hace tontos, y está bien. ¿De qué sirve ser cuerdos toda la vida? Esto es de ensayo y error, Magnus. Ser lineales es una pérdida de tiempo. ¿La quieres? Ahí va de nuevo esa pregunta. ¿Por qué todos quieren saber lo mismo? —Muchísimo. No te imaginas cuánto, Gregorie. —¡Por toda la belleza de los Lacrontte, Magnus! —Abre los brazos, exagerado. Parece un pavo real—. Lo sabía, lo sabía. Sabía que ibas a terminar prendado. —¿Crees que soy un monstruo, Gregorie? En ocasiones me siento como uno. —Uno no sabe que es un monstruo cuando solo ha vivido rodeado de ellos. Estoy seguro de que esa sensación es por Emily, ¿verdad? Su personalidad dista de la tuya. Ella es como la lluvia para el verano. Quizás por eso te sientes como el malo. Hasta yo me sentiría así; Emily es muy dócil. Le cuento a detalle lo que le hice y que no me arrepiento. Y aunque me gustaría que las cosas fueran diferentes, no se puede. Es fantástico ver el cambio en su cara. Pasa de la comprensión a la acusación y noto que intenta no juzgarme, pese a que sus ojos ya lo hacen. Parpadea rápido, procesando lo que he dicho. —Eso no me lo esperaba. Aunque no me desentiendo de tus razones. ¿Quieres un abrazo? Lo miro, decepcionado. Gregorie es mucho más dado al afecto que yo. Sabe que no me gustan las muestras de cariño, pero eso no le interesa porque las da de cualquier forma. —Pensé que había tenido el corazón roto por Vanir — confieso—. Esto se siente mucho peor. Esa tarde, en Grencowck, le conté lo que había pasado con ella. —¿Vanir te rompió el corazón o solo te hirió el ego? Su pregunta me deja en el aire, y no porque me moleste, sino porque no sé qué responder. Solo les he confesado a dos personas lo que ocurrió con Vanir. Ahora me pregunto si lo hice para no manchar su nombre o para proteger mi imagen. Cuando pienso en lo que sentiría si Emily me hiciera algo similar, se me calienta la sangre y se me sube la ira a la cabeza. Estaría devastado, desesperado. Definitivamente, con Vanir fue diferente. Lo que me dolió fue ver lo estúpido que había sido por escogerla, porque en el fondo sabía que me iba a adaptar a su ausencia rápido. —Creo que ya tienes la respuesta —dice con una sonrisa de satisfacción—. Cuando Lerentia me abandonó, sentí muchas cosas horrorosas. El desamor es una de las etapas más mortificantes de la vida. Te preguntas cada día cuándo se acabará el dolor, pero parece que cada vez se hace más grande, fuerte y asfixiante hasta el punto de que deseas no sentir nunca más. —Lo escucho con atención. Sé que lo necesita. No pudo abrirse conmigo cuando las cosas pasaron. Lo único que hizo fue volcar su ira contra mí y odiarme—. El dolor sabe cuándo hacerse presente. Es como si se burlara de ti y tú no pudieras hacer nada para combatirlo. Estás indefenso y te consume algo que está tan arraigado en ti que, aunque quieras arrancarlo, no puedes. —¿En realidad ya no te duele lo que pasó con Lerentia? —No, y no quiero que tú sufras, Magnus. Sé que podemos arreglarlo de alguna forma. Me tienes aquí para lo que necesites. Lo sabes, ¿no? —Asiento sin muchas ganas —. Te respaldaré si lo que quieres es que nos plantemos en su casa en Mishnock. Cantaré una canción por ti, la más bonita que me sepa. No la puedes dejar ir. Ya le hablé a Elisenda de ella. —Deja el romanticismo a un lado, por favor. Ella me dejó claro que no hay nada que pueda hacer. Y te juro, Gregorie, que haría lo que fuera. Le daría hasta la última flor del mundo. Al menos las de… Me quedo mudo. Lo tengo. ¿Por qué no había pensado en eso antes? Con eso me perdonará, tiene que hacerlo. —¿Cuánto crees que nos tome prepararnos para invadir otro reino? 44 EMILY Ha pasado un mes. No he vuelto a ver a Magnus. Se fue y no regresó. Se fue y espero que se haya olvidado de mí. Se fue y aún me duele el corazón. Estoy de vuelta en Cristeners. No quería venir, pero lo hice por Claire. Es su matrimonio y me envió una invitación. No quise faltar a su día después de lo amable que había sido conmigo. No niego que me daba miedo encontrar al rey Lacrontte aquí, pero tal parece que ha decidido no venir. Es muy sensato de su parte si se tiene en cuenta que hace tan solo dos semanas se fue contra Dinhestown. Me enteré por el periódico al llegar aquí. A veces no es tan bueno que al pueblo de la abuela no lleguen las noticias. Lacrontte agregó un nuevo territorio a su mapa. ¿Cómo pudo hacer algo así? ¿Es su manera de descargar la ira? ¿Es feliz cuando hace sufrir a los demás? Apostaría a que sí. Él solo es maldad y odio. De ocho reinos, ahora solo quedan cuatro y apostaría lo que tengo a que pronto vendrá por Mishnock de nuevo. Los acuerdos de paz no durarán demasiado. El asiento de la iglesia se me hace incómodo y mi vestido de flores naranjas me da calor a pesar de los tirantes delgados, el escote recto y el cabello recogido, que ayudan a refrescarme. No logro quedarme quieta por mucho tiempo en una posición sobre el banco de madera. Una vez, el señor Field nos contó que los hacían de esa manera para que nadie se quedara dormido en los sermones que se daban muy temprano en la mañana y que duraban horas. Les funcionó. No podría dormir aquí. Stefan y Lerentia están sentados un par de sillas adelante y yo estoy rodeada de guardias que me vigilan para evitar una posible huida. Ya ni fuerzas tengo para eso. Aunque no niego que, si hubiera posibilidad alguna de ser libre sin tener que escapar, la tomaría. Quisiera comprar mi libertad tal como Magnus compró mi ubicación. Todo huele a las rosas blancas que decoran los asientos y señalan el camino hacia el altar, en donde un nervioso Lorian espera de pie, con su padre detrás. El príncipe se mueve, desesperado, como si presagiara que algo malo va a suceder y quisiera evitarlo. El rey Everett le pone la mano en el hombro para que se mantenga en su sitio cuando la marcha nupcial empieza a sonar. En la cara de Lorian puede leerse su desolación y parece que en cualquier instante se echará a llorar. Siento pena por él. Es obvio que no quiere casarse. Tiene el entrecejo fruncido y los hombros caídos. Quiere fugarse de aquí. Claire aparece en un pomposo vestido blanco de mangas largas, botones perlados y una falda amplia de seda. Se ve hermosa. Los ojos le brillan con cada paso que da hacia el altar del brazo de su padre. Las personas se levantan y lanzan flores a sus pies, formando un camino que termina cuando está frente a su futuro esposo, quien le da una sonrisa forzada. Esto no augura buenas cosas. El sacerdote empieza la ceremonia y ellos les dan la espalda a los invitados. Se toman de la mano y, de repente, Lorian se mueve. Da unos pasos atrás fuera del altar y se detiene tan rápido como se movió. La iglesia se queda en silencio. Quiere irse con su prometida, es evidente. Muchos se miran, extrañados, murmuran y corren la voz. El rey Everett parece perder la paciencia. Le susurra algo a su hijo que hace que este dude de su decisión. Lo sostiene del brazo con fuerza y puedo ver cómo le hunde los dedos en la chaqueta. Cuando creemos que las cosas se han calmado, él se zafa de su agarre y dice lo impensado en voz muy alta, como si quisiera que toda la iglesia lo escuchara. —No tienes que desheredarme. Yo abdico la corona. El asombro es colectivo. Esperaba que se arrepintiera de la boda, no que renunciara a la corona frente a todos. Lerentia se levanta y la reina Magda lo hace con ella; sin embargo, ninguna de las dos se atraviesa en el camino de Lorian. No sumarán ninguna palabra más a este escándalo. Le permiten marcharse y que se lleve consigo a una confundida Claire, que no hace más que volverse a mirar a sus padres mientras la sacan de la iglesia. ¿Qué acaba de pasar? Los invitados nos miramos sin dar crédito a lo que ocurrió. Son un montón de caras desconocidas con la misma expresión de sorpresa. Se levanta una oleada de habladurías que rápidamente se vuelve insoportable. La gente se cubre la boca con los abanicos para comentar y se mueven de asiento para unirse a las conversaciones de los demás. Hasta mí llegan las teorías: los Mosswed están en bancarrota y por eso Lorian no quiso casarse; los obligaban a casarse porque ella está embarazada, pero Lorian no la quiere, y, la peor de todas, Claire engañó a Lorian y él lo descubrió. Todas tienen algo en común: Claire es la culpable. ¿Por qué me resulta esto tan familiar? Lerentia va con sus padres, quienes ya están reunidos con los Mosswed. Son un círculo de inquietos, que parece más una reunión del consejo en pleno ataque enemigo, al que más tarde se une Stefan. La iglesia se vuelve un caos cuando el sacerdote anuncia que la boda se cancela. Una parte de los invitados se levantan y se van, indignados por que los hayan hecho perder el tiempo. Otros se ven aburridos por la falta de información, y el resto son los que se mantienen sentados, sin saber qué fue lo que ocurrió en realidad. Media hora después, el sitio queda vacío, pues envían a los guardias a sacar a quienes se niegan a irse. Lerentia trata de marcharse con ellos. Está claro que quiere ir en busca de su hermano, el problema es que su madre la retiene del brazo cada vez que lo intenta. Ella está desesperada o, más bien, preocupada, mientras que el rey Everett no se esfuerza en ocultar su ira. Se mueve de un lado a otro y es el único al que logro escucharle un poco la voz. Habla de sacarlo del palacio, de desheredarlo y de la decepción que siente. A mí me resta quedarme sentada en silencio hasta el momento en que decidan regresar a la casa real. Envían a los custodios a preparar los carruajes en la parte trasera de la iglesia para evitar a la mayor cantidad de curiosos, que esperan en las calles por un pedazo de información. Qué desastre. Lerentia se atraviesa en mi camino cuando vamos fuera. Les pide a mis guardias que vayan al carruaje con Atelmoff, alegando que yo iré con Stefan y con ella. Me resisto, pero ella no me hace caso. Ir con esos dos en un mismo carruaje asegura una pelea en todo el camino. ¿Para qué sumar esa carga a su espalda después de lo que acaba de ocurrir? —Lo último que quiero es que estés en el palacio —me recrimina una vez nos quedamos solas, rodeadas únicamente de guardias cristenses—. No necesito que estés involucrada en esto ni que sepas cosas que no te corresponden, como si fueras parte de mi familia. ¿Ahora qué hice? Tal parece que la amabilidad que tuvo al dejarme ir desapareció. —No es algo que yo haga adrede y lo sabe —me defiendo con calma. —Ahórrate las explicaciones. Desaparece de mi vida y punto. Esta es la última vez que te ayudaré. —Les pide, con un movimiento de manos, algo a los cristenses. Uno de ellos le entrega un papel pequeño y rectangular que pronto descubro que se trata de un boleto de tren—. Lárgate y no vuelvas más. Me lo entrega con desdén, evitando que nuestros dedos se toquen. Al leerlo, me doy cuenta de que tiene fecha para mañana a las siete en punto con destino a Dinhestown. Bueno, el antiguo Dinhestown. ¿Acaso entiendo bien? ¿Me ayuda a escapar? —No sabía que esto pasaría —dice al ver mi desconcierto —. Se suponía que habría una fiesta y que, en la madrugada, con todos ebrios, sería más fácil que te marcharas con ayuda de mis guardias, pero si no lo haces ahora, no lo harás nunca. Lárgate de mi vida de una buena vez y no vuelvas a aparecer. —¿Lo dice en serio? —Te desprecio, Emily. No pienses que me agradas. Desprecio verte cada día de mi vida. Te quiero fuera. Es que no lo creo. Sí, ya me ayudó una vez, pero ¿de verdad lo hará de nuevo? —Gracias. —Mi voz no es capaz de contener la emoción —. Muchas gracias. No pienso preguntar por qué me ayuda. Me basta con que lo haga. Es obvio que todavía no me soporta y, aun así, me ayuda a su manera y con el peor carácter. No me interesa. No me importa la forma en la que me hable. Puedo aguantar su amargura con tal de que me deje ir. —Para bien o mal, Stefan es el esposo que tengo y no quiero que rondes en mi matrimonio. Mucho menos quiero que estés cerca de Magnus. —El rey de Lacrontte no es de mi aprecio. —Te dije que te ahorraras las explicaciones. Si regresas, te voy a hacer la vida imposible, niña, te lo juro. Se da media vuelta y se va. La mayoría de los carruajes están preparados. No veo a mis cuatro guardias por ningún lado, de modo que ya deben estar dentro de uno de los transportes con Atelmoff. Yo camino al que me toca, acompañada ahora por cristenses que no me dicen una palabra. Nos ponemos en marcha y después de unos minutos me doy cuenta, mirando por la ventana, de que no seguimos a la caravana real. Nos desviamos calle abajo mientras los demás siguen en dirección norte, hacia el palacio. —¿A dónde me llevan? —me animo a preguntar. —La dejaremos cerca de la estación de trenes. Aunque el rey no se entere de que ha escapado esta noche, no pasará mucho tiempo antes de que lo descubra, así que no se le ocurra perder el tren. Si él envía una orden de búsqueda, es conveniente que salga del reino antes de que la orden llegue a la frontera y no la dejen salir. ¿Entendido? —¿Y cómo harán para que Stefan no lo descubra hoy? —No estamos autorizados para hablar sobre eso. Obedezca, que del resto se encargan los demás. ¿Los demás? Sé que Atelmoff está involucrado en esto. De otra forma, Lerentia no habría pedido que mis guardias se fueran con él. Se supone que ellos no se llevan bien, al menos eso me ha dejado ver Amoff. ¿De verdad se unieron para ayudarme? —¿Entendido? —vuelve a preguntar uno de ellos. —Sí, entendido. Ni siquiera me importa no tener un triten en el bolsillo. Dormiré en cualquier lugar, hasta en medio de los rieles, si es necesario. Iré a Cromanoff. Es el único lugar seguro para mí ahora. Gregorie me ayudará sin duda y, como está peleado con su primo, sé que no le informará de mi presencia en su reino. Esta vez no pienso fallar. 45 MAGNUS Una invitación de matrimonio puso de nuevo a Cristeners en mi mapa. Me costó llegar aquí. Los viajes largos me desesperan y lo cierto es que no deseaba regresar al lugar en el que le rompí el corazón a la mujer a la que quiero. Aunque después de lo que Gregorie me ayudó a conseguir, se puede decir que Roswell queda más cerca de Lacrontte. Desde hace unos años he tenido en la mira a Dinhestown. Lo quería para mí porque mi madre viajaba mucho allá cuando era joven. Mi padre tenía una muy buena relación con su rey y lo visitamos en más de una ocasión. Es un paraíso verde con una costa hermosa. Tuve una pequeña obsesión con este lugar a mis diecinueve años. Creía que, si me adueñaba de él, podía tener algo de mi madre, por eso hice una oferta por el territorio. Joacatz Hazerot, su rey, se negaba a venderlo. Lo dejé de lado por un tiempo, ya que tenía cosas más importantes de las que encargarme, hasta que recordé los jardines de Refcold. Ellos son mi último recurso. Dinhestown fue mucho más fácil de ganar que Grencowck. Hazerot es un hombre pacífico que no invierte mucho en poder militar y, por supuesto, no esperaba un ataque. Se rindió fácil cuando entré al palacio. Le di la opción de marcharse con vida, fue inteligente y la tomó. Ahora los jardines de Refcold son míos y pronto serán de Emily. Con eso tiene que perdonarme. —De saber que me iba a ignorar, no habría venido. Francis habla detrás de mí. Vine con él, pero no hemos conversado demasiado. Todavía no sé cómo tomarme que salga con mi abuela. ¿Eso en qué lo convierte? Ni aunque me claven una espada en el pecho le diré abuelo. —¿Cuándo pensabas contármelo? —Me vuelvo hacia él. —¿Debía hacerlo? Supuse que era mi vida privada. —No me hagas perder la paciencia, Modrisage. Sonríe. Tiene el atrevimiento de sonreír. —Me recuerda a la época en la que me hacía escándalos porque quería salir del palacio. Me llamaba por mi apellido cuando se enojaba. —Abro la boca para replicar, pero me interrumpe—. Ya sé que no es lo mismo. No pienso renunciar por ahora. Y si me caso con Aidana, no lo invitaremos. —No me resulta gracioso. Él sabe lo mucho que me desagradan las ceremonias de cualquier tipo. Mucho más si no soy yo el protagonista. Por ello no fui a la iglesia. Prefiero esperar a que vengan aquí, al palacio, para la celebración. Salí tarde de Lacrontte adrede. Bueno, por eso y porque no quería encontrarme con Emily. —Tal parece que no hubo boda. El príncipe y la señorita Claire llegaron hace un rato y los demás después. El rey Everett no se veía nada contento. Por el pasillo se rumora que el joven Wifantere abdicó. ¿Me sorprende? No. Era obvio que no se casaría. Pero que abdique es inesperado. Es una decisión estúpida que me dejará sin aliados. —Qué comunicativa es la servidumbre aquí. ¿Son iguales en Lacrontte? —Mucho más rápidos. Los imagino murmurar sobre el mal humor que he tenido estos días… y siempre. —¿Emily está aquí? —Lo más seguro es que haya venido con el resto. No sé si quiero verla, es decir, claro que quiero, pero no antes de tener claro cómo le explicaré que me apoderé de Dinhestown. Aunque estoy seguro de que ya lo sabe. ¿Por qué tenía que gustarme justo la más pacífica? —Majestad. —Uno de los guardias toca la puerta—. El príncipe Lorian está aquí y quiere verlo. Miro a Francis y él a mí. No esperaba que viniera, aunque tampoco me extraña. La tormenta en su cabeza debe ser gigantesca. —Supongo que es hora de que me retire. Al salir, Francis saluda con un movimiento de cabeza a Wifantere, quien no le corresponde. Tiene la mirada decaída y el semblante sombrío o, más bien, preocupado. Trae el porte firme de siempre con la espalda derecha y la cabeza en alto; sin embargo, no tiene el espíritu orgulloso que suele vérsele. —Majestad. —Hace una reverencia rápida, casi como si no quisiera hacerla—. ¿Lo he interrumpido? Niego. Espero que diga algo y no lo hace. Mira a los lados, buscando a alguien oculto. ¿Quiere comprobar que no estoy con Emily? —Estamos solos —inicio yo para darle tranquilidad—. Escuché que abdicaste. Eso es valiente y estúpido. —Dejémoslo en valiente. Quería hablar con usted, pedirle un favor. No soy una persona a la que se le den muy bien las amistades, así que no tengo una con la suficiente confianza como para llamar a su puerta. En cambio, usted es un monarca y puede entender mi posición mejor que nadie. —¿Necesitas un lugar para vivir? —Y un trabajo. No se lo pido a mi hermana porque indirectamente estaré bajo el mando de mis padres. Y Lerentia es muy apegada a sus reglas. Estaré preparado cuando usted quiera marcharse si me da la oportunidad. ¿Qué tiene la gente ahora con pedirme residencia? Puede que me sirva en Dinhestown. Lacrontte es demasiado grande ahora. —De acuerdo. Te buscaré algo. —¿Tiene algún pendiente esta noche? Lo digo por si quiere venir conmigo a un lugar. —Levanto las cejas, perdido. ¿Escuché bien?—. No puedo estar en el palacio. No quiero, realmente. —No creo que sea una buena compañía. —En este momento, cualquier persona es buena compañía. Lo pienso. Si Emily está aquí, querré ir a verla, aunque quizás terminemos en un escándalo y, dada la situación, no sé si sea lo mejor. Pero tampoco sé si la mejor idea es salir con Wifantere. —De verdad necesito salir de aquí y no quiero estar solo —insiste. —Bien, vámonos. Acepto porque en el fondo quiero ayudarle a su mente atribulada. Me veo en él, metido en líos políticos y con pocos aliados. Recuerdo a Francis luchar contra el sueño porque yo quería seguir hablando y no irme a dormir. Necesitaba a alguien que me escuchara. Wifantere necesita a alguien igual y, pese a que no me considero el mejor en ese ámbito, lo intentaré. Además, le debo un favor por su ayuda con el retraso en el viaje de Sigourney. Y, claro, también lo haré porque prefiero evitar quedarme pensando toda la noche en Emily Malhore. Sé que es justo lo que pasará y no puedo permitirle que se cuele en mis pensamientos ni un centímetro más. Un carruaje nos lleva lejos del palacio y huimos de algo que paradójicamente traemos con nosotros. Nos detenemos frente a un sitio rústico de calicanto y techo triangular de madera que parece tener dos pisos, aunque desde acá no puedo asegurarlo. La calle está completamente vacía. No se escuchan música ni pasos ni nada que indique que hay gente cerca. Empiezo a desconfiar. Wifantere no podría tenderme una trampa, es decir, seis de mis guardias vienen con nosotros. Bueno, en caso de un ataque, sería muy sencillo deshacerse de ellos. —¿En dónde estamos? —pregunto mientras él llama a la puerta con el aldabón—. ¿Es una cantina? —En un bar. Es más elegante que una cantina. —Para mí no hay diferencia. Son cosas del pueblo que no me apetece conocer. —Le gustará, créame. Es algo exclusivo. Nadie sabrá que estuvimos aquí. Nadie nos molestará. Es un lugar seguro. Un hombre aparece detrás de la mirilla de la puerta. Tiene poco cabello, algunos dientes de oro y la piel colgante. Saluda a Wifantere como si fuera un amigo y no el príncipe heredero. Nos invita a pasar, pero yo me clavo en el suelo. Por supuesto que no entraré ahí. —Soy el rey de Lacrontte. ¿Cómo sé que no me apuñalarán al entrar? No puedo confiarme. —Trajo guardias consigo. Que un grupo entre a revisar el sitio y a aprobarlo. Asiento. Mando a tres guardias y me quedo con el resto afuera. Sigo dudando. Soy un hombre desconfiado por naturaleza. Si Francis viera en dónde estoy, me daría una cátedra de por qué esto está mal. Muchas veces quise escapar del palacio, ir a algún lugar en donde nadie supiera quién era. A los quince segundos, la idea se desvanecía. No quiero que no me reconozcan. Soy el rey, no un aldeano del montón. Tras unos minutos de requisa, mis guardias vuelven con un reporte de lo que vieron adentro. Después, entramos nosotros por un pasillo angosto lleno de puertas. Wifantere se desvía por la sexta y, tal como lo prometió, el lugar está vacío. Hay tres músicos en un rincón tocando algún ritmo folclórico que desconozco. Hay una mesa rectangular lo bastante grande para dos personas, paredes con papel tapiz y luces amarillas que me dan dolor de cabeza. Esto es ridículo. —¿Vienes muy seguido a este lugar? —No me muevo. Cualquier cosa de aquí podría enfermarme. —Cada vez que no soporto mi vida. Soy cliente frecuente. Se sienta y me ofrece un espacio. Voy a la mesa con recelo. La silla es más cómoda que la de los Malhore. No hay nada en el mundo más incómodo que ese maldito comedor. Tendré que bañarme en ácido al salir de aquí. Última vez que sigo las ideas de alguien que… que no sea Emily. ¡Cuán bajo he caído! —Estoy muy decepcionado de ti, Wifantere. —¿Algún día estuvo orgulloso? —Se inclina hacia mí para que pueda escucharlo por encima de la música. La ironía se le siente en la voz. En su posición, lo último que se me ocurriría hacer son bromas—. ¿Desea tomar algo, majestad? —No creo que aquí ofrezcan aquello a lo que estoy acostumbrado. —Solo licor barato. En ocasiones no es relevante lo que uno tome, sino embriagarse, y esta es una de esas noches. Todos tenemos un lado de nuestra personalidad que no le mostramos a nadie. Este es el mío. Puede contarme el suyo, si gusta. —Ni ebrio me sacarías esa información. Jamás se me ocurrió pensar en Wifantere llevado por el alcohol. Luce tan recto y vanidoso que verlo aquí es casi una opereta. Un mesero llega con una jarra de bebida espumosa y amarilla que Wifantere se toma como si se tratara de agua. Cerveza. Y una vez termina, hace sonar el cristal sobre la mesa en un golpe seco. De inmediato le sirven otra. Parece ser común que se acabe la primera tan rápido. —La plebeya… —Me mira de soslayo—. Es una joven tolerable. —¿Tolerable? Esa es una buena palabra para definirla. —No la he tratado muy bien. ¿Cree que es injusto? —Muy pocas personas la tratan bien. En cambio, ella intenta ser amiga de todos. —¿Le gusta mucho? —¿Este será el tema de conversación? Porque si vine aquí fue para no pensar en ella. —¿Es por lo que le hizo? Escuché el escándalo. Respiro profundo. —No me apetece hablar de mis errores contigo. —Mi hermana es una buena persona, ¿sabe? Fue ella quien la ayudó para que se fuera. —Gracias a tu hermana, le di a tu padre una ciudad de Lacrontte. —¿Por qué no me lo preguntó a mí? —¿Me hubieras ayudado? Le mantengo la mirada. Quiero leer todo aquello que no va a decirme. No lo habría hecho. Lo sé por la manera en la que abre la boca, pero no emite sonido alguno, y por la ruta de escape que escoge: beber en lugar de hablar. —¿Te atraigo, Wifantere? —pregunto a quemarropa. Casi escupe la cerveza. Se queda paralizado y con la vista en frente. Espero que se vuelva y no lo hace. Parece haber entrado en trance. —¿De qué habla? —Si es un no, dilo y ya. —No estoy lo suficientemente ebrio como para responder eso. —No necesito otra respuesta. —¿Le molesta? —Esta vez sí me mira con partes iguales de preocupación y vergüenza. —En lo absoluto. Sé que encontrarás a alguien. —Con la familia que tengo, lo dudo. —Ya abdicaste. Aunque… ¿Sabes qué es lo bueno de ser rey? Que puedes cambiar las leyes a tu antojo, solo hay que saber en qué momento hacerlo. Abdicando no lograrás nada. —No sabía que daba consejos. —No lo hago. Es un simple recordatorio. —A mí se me prohíbe estar con la persona a la que quiero. En cambio, ¿usted por qué no está con ella? —No hay nadie a quien quiera. —Somos libres en este lugar, majestad. Puede hablar con confianza de la señorita Malhore. Usted no tiene mis limitaciones y me resulta curioso ver que no esté a su lado, si es lo que quiere. Ahí va de nuevo. Emily en mi cabeza sin importar cuánto la evito. —Es algo que debe ser mutuo. —No creo que usted le sea indiferente. —Yo no le soy indiferente a nadie, Wifantere, pero no sé cómo lidiar con ella. —No creí que la señorita Malhore fuera su tipo. —Yo tampoco. Me lo sigo preguntando. —¿Y no se arrepiente de haberla conocido? No tardo en negar con la cabeza. Por supuesto que no. Es ella quien está arrepentida. —¿A pesar de los problemas que le trajo? —Yo fui quien le trajo problemas. Sería descarado quejarme. Me pregunto si hay algún otro motivo por el que Emily no te agrade. Wifantere se queda pensando. Cinco, diez, quince segundos. Bebe un trago más de alcohol y lo traga con dificultad. Entendió cuál es el motivo principal al que me refiero. —No, creo que no. Ahora me siento culpable. Quizás fui muy injusto con ella. —Y con Claire. ¿Por qué esperaste hasta el día de la boda para retractarte si en el fondo no querías casarte? —Porque mi padre me amenazaba cada día con desheredarme. Encontré la valentía en el peor momento, lo sé. Lo último que buscaba era herirla. No había amor entre nosotros, pero ya había cultivado la ilusión en ella. Me atormenta recordar su mirada decaída. Le ofrecí dinero por el mal rato que la hice pasar y no quiso aceptarlo. —El orgullo no se compra. De ser así, ya le habría ofrecido a Emily una buena cantidad de quinels. Se queda callado. Espera un momento antes de volver a hablar. —Si hubiera una forma en la que pudieran estar juntos, ¿lo intentaría? Asiento y nada más. No compartiré mis pensamientos y temores con él. Claro que haría cualquier cosa para que viniera conmigo. Él se queda en silencio, pensando. Mira la jarra de cerveza que tiene enfrente y pasa los dedos por el borde en un círculo infinito. —Yo amo a mi hermana, ¿sabe? Y no quería decírselo porque ella no es de su aprecio y no sé cómo se lo tomará. Además, una parte egoísta de mí se negaba a ayudarlos — continúa con los ojos puestos en el licor—, pero, en el fondo, ella ya ha empezado a aceptar su destino, su vida al lado de Stefan. Por eso quiere deshacerse de la plebeya, para que él la olvide. —¿A qué te refieres? Sé claro, Wifantere. —No piense en un plan sangriento. Mi hermana no atentaría contra la vida de nadie. Sin embargo, me contó en la mañana algo que puede interesarle. —Me agarro del borde de mi asiento con fuerza para no tomarlo del cuello y ponerle la cara contra la mesa. Me encolerizan los rodeos—. Me dijo que iba a darle una oportunidad a la señorita Malhore para que escapara, para que no se apareciera de nuevo en el palacio y ella pueda vivir la vida y su matrimonio sin su presencia. —Dilo todo de una vez. Maldita sea. —Lerentia iba a darle un boleto de tren para que se fuera lejos de Roswell en la mañana, pero como las cosas se complicaron, no sé si lo habrá hecho. Me levanto de un tirón. ¿Tuvo la osadía de invitarme a perder el tiempo acá en lugar de decirme eso desde el principio? Ni siquiera me despediré o le agradeceré por la información. Salgo de la habitación a pasos grandes y recorro los pasillos hasta la salida con la rabia que pelea dentro de mí. Si algo llega a pasarle... Respiro profundo, negándome a terminar la frase. Espero que esté en el palacio o voy a perderle el rastro, porque sé que Emily no querrá que la encuentre y ahora no habrá nadie a quién comprar para que me revele su paradero. 46 EMILY Camino en medio de la oscuridad de la noche, solo iluminada por algunas lámparas que me ayudan a guiarme. Las calles se sienten frías, húmedas, solitarias. Soy un alma en medio de la nada. Las casas están cerradas, escucho música baja que viene de algún sitio lejano y siento tal tristeza en el corazón que camino lento. No tengo idea de qué hora es. Me imagino que son más o menos las diez, pero no estoy segura. Sin un triten en el bolsillo, no sé en dónde pasaré la noche. La estación de trenes está cerrada, por lo que busco algún lugar cercano en el que pernoctar. El problema es que lo único con lo que podría pagar sería con las joyas que traigo conmigo. Un desperdicio, por supuesto, pero las casas de cambio abren hasta mañana, así que no tengo otra opción. Veo un edificio de ladrillo rojo un poco después de iniciar mi caminata por los alrededores de la estación. Es un hostal, no muy grande, pero servirá. Entro y me acerco al mostrador, desde donde un hombre mayor y ojeroso me observa a través de lentes gruesos. Pregunto por una habitación y me dice que son ocho calers. Son solo ocho calers por una noche y yo no tengo ni uno. —¿Puedo darle esta pulsera por una habitación? Me la desabrocho y se la extiendo. Es la que me obsequió Stefan por mi cumpleaños. El hombre la acerca a la luz de su lámpara y la escudriña con avaricia. Rápidamente, deduce que no es una réplica. Los diamantes son reales. —¿Sabe que puede rentar todas las habitaciones con lo que vale esto? —me informa, levantando la pieza en el aire. —Mírelo como una oferta. Con una me basta. Al final, me ofrece una llave plateada atada a un trozo de cuero café con el número dieciséis grabado. Me dirijo en silencio hasta el segundo piso. El pasillo es escalofriante y angosto, tiene una alfombra marrón, poca luz y no hay nadie allí. Por lo que costaba esa pulsera pude haber buscado algo mejor. La puerta chirría cuando la abro, enviando un eco tenebroso por la alcoba. El piso de madera cruje bajo mis pisadas, pero avanzo. Las paredes están empapeladas con un estampado de arabescos grises y un pequeño bombillo expande una luz amarillenta por la habitación mientras el frío de la noche se cuela por la diminuta ventana al lado derecho. Camino hacia allá y miro las calles de Roswell. Es una ciudad que duerme temprano, no hay un alma fuera, ni siquiera algún carruaje de servicio. Me tomo mi tiempo antes de ir a la cama. Al hacerlo, siento cómo el colchón se hunde bajo mi peso. Me quito los zapatos y me trenzo el cabello. El desconcierto se me pasea por el pecho y la cabeza. Nada me asegura que mañana las cosas saldrán bien. Quizás ya enviaron a alguien a buscarme, quizás ni siquiera logre llegar a la estación, quizás no pueda escapar este mes o este año. Pero no me importa, seguiré intentándolo. Me acomodo en una esquina, junto las piernas y pongo la cabeza sobre las manos cerradas. De inmediato, el sueño me invade y me dejo llevar, esperando que los últimos meses de mi vida hayan sido una pesadilla de la cual voy a despertar al amanecer. **** —¡Emily! Por un instante pienso que lo estoy soñando, que el llamado no es más que una treta de mi mente, pero se repite y se repite. Lo puedo oír alto y cerca. No viene de un eco dentro de mi cabeza, sino que está afuera, está aquí. Abro los ojos. —¡Emily, despierta! Me levanto de golpe y miro sin dirección fija, pues me cuesta enfocar los ojos. La luz está encendida, creo que nunca la apagué y, cuando estoy a punto de volver a acostarme, me llaman nuevamente. —Emilia. Entonces caigo en la cuenta de que es real; él está aquí. Me pongo la mano en la boca y sofoco un grito. Miro hacia la puerta y lo veo. Encuentro a Magnus de pie en la entrada, vestido con una gabardina negra y traje oscuro. Trae el cabello despeinado, como si hubiera corrido, y la respiración agitada. Estoy casi segura de que subió las escaleras de prisa. Hoy no porta la corona y tiene un brazo levantado a la altura del pecho. Sostiene algo y pronto descubro que se trata de la pulsera que me dio Stefan, la que entregué en la recepción. ¿Qué hace aquí? ¿No va a dejar de perseguirme? ¿Cómo me encontró? ¿Cómo supo que no estaba en el palacio? —Estaba buscándote. Rompe el silencio y me toma unos segundos procesar su presencia. El olor de su perfume, el sonido de su respiración, lo pequeña que luce la habitación con él dentro y su voz. Detesto que aún me agrade su voz. Ni la rabia oculta mi gusto por ella. Porque siento rabia, lo juro. Me encoleriza verlo, que me busque, que no me deje en paz. No soporto ver su fingida preocupación, su arrepentimiento que ya de nada me sirve y que ya no quiero. —¿Qué hora es? No me hubiera gustado preguntárselo, pero en la alcoba no hay relojes. —La una de la mañana. Me alegra haberte encontrado. —No puedo decir lo mismo. ¿Cómo me hallaste? Esto es irreal, absurdo. No lo entiendo. No debería saber que escapé. Lerentia jamás se lo diría. Estoy segura de que Stefan lo sabe, que todos lo saben. No, no quiero volver. Estoy cansada de ir y venir. —Wifantere me dijo que te darían boletos de tren. Yo fui al palacio y envié guardias a rastrear la zona cerca de la estación. Cuando mis hombres encontraron una pista, vine aquí. —Pues quiero que te vayas. Estoy intentando rehacer mi vida lejos de la monarquía. —¿A dónde piensas ir? —Jamás te lo diré. Ríndete de una vez. No puedes pasarte los días persiguiéndome. —¿Quieres apostarlo? Me levanto de la cama y me peino el cabello. Voy a la ventana y miro hacia la calle. Todavía no amanece, todavía no puedo ir a la estación y huir de él. —¿Estás igual de enfermo que Stefan? —No me compares con él. —Traes la pulsera que me regaló. Escucho que algo se estrella contra la pared de repente. La tiró, estoy segura. No me volveré para comprobarlo. No quiero darle mi atención. —Creí que había sido clara en casa de mi abuela. No quiero verte, Magnus. —Jamás había insistido tanto para que alguien me diera la oportunidad de hablar. —Debe fastidiarte mucho que ese alguien sea una mishniana. —Tu nacionalidad dejó de importarme hace mucho, Emily. Y, por favor, mírame. No me agrada hablar con tu espalda. —¿Cómo sabías que estaba en este hostal? —Me vuelvo, pero no lo miro, sino que busco mis zapatos—. Jamás le di mi nombre al hombre de la recepción. —Con una descripción física basta y que me dejara subir fue lo más sencillo. No hay nada que el dinero no pueda lograr. Por supuesto. Dinero. Algo de lo que él tiene mucho y de lo que yo ahora carezco. Es algo que necesito y sé que me lo dará si se lo pido. Pero no lo haré. Debo adoptar una mejor estrategia. —Quiero que te vayas y me dejes en tranquila, Magnus. Estás fuera de mi vida... No voy a contarle mis planes. Necesito es obligarlo a que me dé lo que quiero. Me lo dará, lo sé. Está arrepentido y cree que con eso podrá arreglar lo que hizo. Si él me usó, puedo usarlo también. —Debemos hablar. Por favor, Emily. —No sé si quiero. No sé si deba. No sé si te mereces mi tiempo. —No pienso rendirme. Serán unos minutos nada más. —Te lo vendo, entonces. Me cruzo de brazos, decidida. No tendré compasión, así como él no la tuvo conmigo. —¿Qué? —Frunce el ceño. No entiende lo que acabo de decirle. —Mi tiempo. Una hora de mi tiempo. —¿Hablas en serio? Asiento, tan segura como en el pueblo de mi abuela, cuando le cerré la puerta en la cara. —¿Cuánto quieres? Debo ser inteligente. Lo suficiente para no estar urgida de dinero en Cromanoff, si es que no consigo trabajo y también para rentar una casa. No, no. Quiero más. Mucho más. Recuerdo lo que un día me dijo Rose. Era algo como: «Si no te agrada, sácale un poco de dinero y vete». Eso haré. ¿De qué me ha servido ser buena? Debo pensar en mí, solo en mí. —Un millón de quinels. Con eso podría pagar el viaje de toda mi familia y me sobraría para rentar un sitio y vivir sin trabajar varios meses. Podría incluso darles una parte a mis padres para que abran de nuevo su perfumería. —Te daré tres con una condición. —No tienes derecho a poner condiciones. —Escúchame y ya. Tres y te vas conmigo a Lacrontte, al antiguo Dinhestown. Allá pasaremos el día juntos y, si después de lo que tengo para decir quieres irte, te dejaré ir. —¿Cómo sé que no enviarás a nadie a que me siga? —Te aseguro que no lo haré. También sé perder. Me retiraré. No sabrás nada más de mí. Lo juro por mis padres. Un día, es todo. El juramento por sus padres suena serio. Él no jugaría con eso. —Un día —repito. Si me esfuerzo, puedo soportar la rabia. —Veinticuatro horas. Después de eso, no volveré a buscarte, si es lo que quieres. —Hecho. Veinticuatro horas es todo lo que nos queda. **** Cruzar la frontera fue sencillo y silencioso. En el trayecto no dijimos ninguna palabra, ni siquiera nos miramos. O al menos yo no lo hice, porque un par de veces descubrí que Magnus me miraba, como si en el fondo supiera que esto no iba a salir bien y estuviera grabándose mi cara para el recuerdo. Llegamos a un nuevo hostal en la madrugada. Es mucho más grande que el que conseguí en Roswell. Mi habitación es inmensa y, aunque tenemos alcobas separadas, juro que puedo sentir su presencia. Creo que en parte es porque el olor de su perfume siempre me persigue. La cama es gigante y tan suave que parece de algodón. Me permití dormir todo lo que no había descansado en el camino y pensar en todo lo que había ignorado. Al despertar, vi dos cajas sobre una de las mesas cercanas a la puerta. La primera era dorada y en su interior guardaba un par de zapatos de tacón también dorados, y la segunda, mucho más grande, contenía un vestido escarlata de mangas largas, escote recto y un cinto de joyas que antecede a una falda larga. No hay flores ni bordados, pero debo admitir que es hermoso. Magnus tiene muy buen gusto. A un lado había una nota, que tiré a la basura después de leerla. Ni siquiera debí haberla leído en primer lugar. No sé si es posible que puedas verte aún mejor, pero este vestido seguro ayudará. Magnus VI Lacrontte Hefferline Los guardias lacrontters me indican que baje al comedor del hostal, pues su rey está esperándome para comer. Cumpliendo con mi parte del trato, bajo hacia el salón para encontrarlo vacío. Es como si Magnus y yo fuéramos los únicos huéspedes aquí y, conociéndolo, no me sorprendería. —¿Pudiste descansar? —pregunta una vez tomo mi lugar. La mesa está llena de comida, frutas y vegetales. El olor de todo es una mezcla exquisita. —Algo así. Lo miro poco. No tolero su mirada ahora. Luce tan tranquilo que me duele. Y es que no sé qué espero en el fondo, ¿verlo llorar, sufrir, padecer? Sí, eso quiero. —Te habría dado diez millones de quinels si me lo hubieras pedido —dice de la nada. —Lo habría hecho por la pulsera de Stefan. Con esa también obtendría dinero. —Habría compartido contigo todo mi patrimonio. —Debes agradecer, entonces, que solo me darás tres millones. —¿De qué me sirve si hasta evitas mirarme? Levanto la cabeza y le doy lo que quiere. Que me mire tanto como quiera porque no volverá a hacerlo. Nos quedamos en silencio hasta terminar de comer. No tenemos nada de qué conversar. Siento que todo ha muerto entre nosotros. —Quise comprarte un vestido azul —dice mientras nos retiran los platos—, pero si esta es la última vez que nos veremos, quiero recordarte en un vestido rojo. —¿Qué harás después de hoy? —Omito su comentario—. Es decir, después de aceptar que no nos volveremos a ver. —Seguir con mi vida, supongo. Ir a Lacrontte y gobernar. —¿Y los herederos? Así los llamas, ¿no? ¿Cuál es mi afán por tocar esos temas? Soy una masoquista. —Los tendré tarde o temprano. No pienso demasiado en el futuro. —¿Los tres que quieres? —Ya lo sabes. Cuatro son muchos, dos son muy pocos y tres son perfectos. Sonríe, pero no comparto el gesto. Tengo un nudo en la garganta tan grande que puede asfixiarme si no me concentro en respirar. —Esperemos que a ninguno de esos niños le hagan lo que tú me has hecho. He clavado la daga justo donde quería. Su mirada cae. Pone la atención en sus manos y no dice una palabra. ¿Qué podría decirme? —Por cierto, al igual que tú, también planeo se... —Emily, por favor —me corta—. Preferiría no saber de tus planes. Así es mejor para mi cabeza. Me ayudará en mi esfuerzo por olvidarte. Trago en seco. Es lo que quiero que haga, pero me siento extraña cuando lo dice. —Yo haré lo mismo. —Podemos no hacerlo. —¿Y qué sentido tendría? —No quiero perderte. —Tú, tú. Siempre eres tú. Todo siempre se trata de ti. —Entonces, ¿qué quieres que diga? —Pone las manos en la mesa, pero no la golpea—. Ya te pedí perdón. ¿Quieres que lo vuelva a hacer? Perdóname, Emily, estoy completamente arrepentido. Me devasta pensar que ya no te veré más. Quiero una oportunidad, prometo no arruinarla. —No creo en tus promesas. —¿Piensas que podré seguir con mi vida? ¿Sin ti? Voy a tenerte cruzada en el pecho todo el tiempo. No podré dejar de pensar qué estarás haciendo, qué vestido estarás usando, en dónde estarás y con quién. No quiero verte con nadie más. Me estarás matando cada día. —Tú te lo buscaste. —Ya lo sé. Y eso será lo que me matará. —Tú lo dijiste. Todo pasa. El dolor no es la excepción. En algún punto dejaremos de pensarnos, de extrañarnos. Nos olvidaremos. Será como si nunca nos hubiéramos conocido. —¿Crees que el palacio no me recordará a ti? Tendré que destruirlo hasta los cimientos. ¿Crees que el azul no me traerá tu recuerdo? La nieve, los pianos, el ballet, el teatro, mi habitación, los regalos de fin de año, la medianoche, los libros, mi oficina, la verbena, las mariposas, el rojo, las tormentas, el sonido de los pasos en el pasillo, las flores. Estuve pensando en llevar flores a uno de los jardines del palacio. ¿Por quién crees que es ese arrebato? ¿Sabes por qué detesto tanto las flores, Emily? No soy capaz de mirarlo. Estoy a punto de llorar y verlo a los ojos desatará lo que no quiero soltar. —Cuando mis padres murieron, el pueblo llenó sus tumbas con flores. Muchas y de diferentes colores y formas. A los pocos días ya estaban marchitas y habían muerto como ellos. Verlas era recordarlos y clavarme un puñal en el alma. Ellos no se merecían algo que se marchitara; merecían vida. Ya no era capaz de ver ninguna flor más. Me encolerizaba, me culpaba. Ya nada de eso me importa, porque ya no me recuerdan a su muerte, me recuerdan a ti. —Ya basta, Magnus. Por favor, basta. Ya no puedo contener las lágrimas. Caen una tras otra mientras me cubro las orejas con las manos. No quiero escucharlo. Me hace daño cada palabra que sale de su boca, porque quisiera creerle, pero no puedo. Quisiera abrazarlo, pero mi rabia no me lo permite. Quisiera perdonarlo, pero no se lo merece. No se merece esa segunda oportunidad. No se la daré. No, no y no. —Dime qué quieres, Emily. —Ser libre sin tener que huir. Eso es lo único que quiero. Vivir sin temor a que vuelvan a arrastrarme al palacio de Stefan. Luchar por mi libertad y ya no sentirme como un objeto que pasa de mano en mano. —Yo puedo darte eso. —No, no puedes. ¿Se te olvida lo que hiciste? Me vendiste por información y me pregunto, Magnus, si valió la pena. ¿Valió la pena traicionarme? Se queda callado unos segundos, dudando en responder, y eso me lo deja claro. Sí, valió la pena y, de suceder otra vez, lo haría igual. —Obtuve información que puede ayudarme a capturar a Silas. Sé que ahora me desprecias, pero incluso fuiste tú quien me habló de esto. —¿A qué te refieres? —Dijiste que había algo con lo que Silas amenazaba a su esposa. Pues ya lo tengo, ya lo sé. Es la madre de Genevive. Está viva. No me levanto, ni siquiera parpadeo. Aquello no me causa sorpresa, no me mueve nada porque no le creo. Todos en Mishnock saben que los padres de la reina Genevive están muertos desde hace muchos años. —Él controla la seguridad de su madre. Una orden suya hará que la asesinen si Genevive se sale de sus lineamientos, si no hace lo que él requiere, si se revela o intenta divorciarse. Ni siquiera Stefan lo sabía. Era un secreto entre ellos dos —continúa al ver que no reacciono—. Tengo su nombre. Nahomi Pantresh. Siento como si una explosión destruyera cada elemento que me habita, como un edificio al que demuelen sin desocuparlo. La boca se me seca y el corazón se me acelera. Esto es imposible. No puede ser lo que pienso, lo que creo, lo que en el fondo estoy segura de que sé. La verdad me golpea en la cara. Cada detalle, cada palabra, cada cosa que pasé por alto. Me siento caer y debo sostenerme de la mesa. Magnus se inclina para agarrarme, pero lo detengo. No permitiré que me toque. La ocasión en la que Nahomi vio a Atelmoff en la perfumería… Ella lo miró como a una criatura extraña. En ese momento pensé que solo era eso, pero no. Lo reconocía. Sabía quién era y me pregunto si él fingió no conocerla o si también desconocía esta verdad. —¿Estás seguro de lo que hablas, Magnus? —Mi voz no es más que humo. Me cuesta hablar, respirar. Me cuesta todo. —¿La conoces? —Mi reacción le dio la respuesta. ¿Para qué lo pregunta?—. ¿Sabes dónde está? Denavritz me contó que trató de buscarla cuando se enteró, pero no había rastros de ella en su casa. Por eso no apareció cuando llegué a Palkareth. Ella hubiera ido. Estoy segura de que hubiera ido a verme. ¿Dónde está? ¿Con quién? —¿Cómo se enteró Stefan? —Atelmoff se lo contó. No hay rastro de esa mujer. Es como si se la hubiera tragado la tierra. Atelmoff necesitaba desplegar hombres para buscarla y para eso necesitaba la autorización del rey. Denavritz no es un completo imbécil, después de todo. ¿Por qué el consejero real pondría hombres a buscar a una plebeya al azar? No obtuvo respuesta por un tiempo, claro. Pero los días avanzaban y Atelmoff estaba desesperado por hallarla, así que se lo contó. Él lo sabía. Atelmoff lo sabía y me engañó. Esa tarde en la perfumería fingió. Fingió en mi cara y no lo vi. —Todo indica que los hombres que la cuidaban fueron quienes se la llevaron. ¿Hombres? ¡Claro! Cuando fui a vender perfumes al mercado con Rose después de que saquearan la perfumería, la encontré allí sentada. Le pregunté si había estado a salvo en medio del ataque el día del festival y ella dijo que habían ido a buscarla. Recuerdo que la interrogué sobre quién había ido a buscarla y solo respondió «los de siempre». Eran los guardias, los de siempre eran los guardias. Pensé que eran desvaríos y ahora sé que no. Por eso jamás nos dijo su nombre completo. Por eso vive en esa casa gigante sin trabajar un solo día para mantenerla, para comer, para vestirse. Por eso me dijo que yo le recordaba a su hija. La reina Genevive tiene rasgos físicos similares a los míos: ojos oscuros, cabello café, la calma en su voz, la calidez en la mirada. Estoy segura de que eran esas cosas las que le recordaban a su hija. Por eso en la carta que me envió decía que su barco se alejaba, que alguien más dirigía el viaje y que no podía lanzarse a alta mar. ¿Presentía que iban a llevársela? —¿Silas la tiene? —La voz me sale apenas en un suspiro. Cada pieza que se une al reloj roto que tengo en la cabeza pesa más que la anterior. —Tal parece. Ya he enviado a mis hombres a buscarla, pero, siendo honesto, si Atelmoff no la ha encontrado, siendo él quien está más involucrado en esto, no creo que yo tenga mucha suerte. ¿Por qué se la lleva justo ahora? ¿La reina se rebeló? ¿Nahomi descubrió algo? Bebo un poco de agua. Me siento sedienta y vacía. Acabo de encontrar el oasis en medio del desierto. ¡Sus delirios! Ese mar que tanto mencionaba, ese mar que tanto veía y con el que siempre alucinaba. ¿Acaso existe en realidad? Todos sabemos que es imposible, porque en Hilffman no hay mar. Quizás le puso ese nombre a un lugar que sí existe. ¿Estará ahí? ¿Silas estará ahí? Nahomi alguna vez mencionó que el mar se llevó a su hija. Puede ser que también Silas la llevara ahí. Un momento. El mar se llevó a su hija… Nahomi por lo general habla con metáforas. Ella me lo dijo esa vez y tampoco lo vi. Cuán ciega he estado. Esa tarde con Liz, en la sala de nuestra casa, dijo que el mar se había llevado a su hija. ¿Y si ese mar en realidad no es agua, sino la representación de un color? El azul. ¿Y quién tiene el azul en sus ojos? Silas. ¡El mar es Silas! —Emily, ¿qué sucede? —Magnus busca mi mirada. Lo tengo enfrente y ni siquiera puedo verlo. Estoy colapsada. Todo es un borrón negro—. ¿Qué sabes? Su voz es un eco lejano cuando vuelve a preguntar y después simplemente se pierde. Tengo un agujero en el estómago del tamaño de un pozo de agua. Estoy sudando como si hubiera corrido kilómetros, como si tuviera fiebre. ¿Cómo no vi nada de esto? Aunque hay algo que no encaja, que no creo posible. Si Atelmoff lo sabía, si lo supo todo este tiempo, ¿por qué no dijo nada? No tiene lógica. Ha mostrado su desacuerdo con las acciones de Silas. ¿Por qué no ayudó a derrocarlo con esta información? ¿Por qué el silencio? ¿De él también tiene algo? —Debo regresar a Roswell con Stefan. —¿Qué? Por supuesto que no. Dime qué sabes. —Yo conozco a esa mujer desde hace muchos años, Magnus. Ha estado con mi familia cada fin de año, fingiendo desvaríos de los que ahora dudo. Creo que esa era su manera de protegerse: fingir una demencia que no tenía. —Llévame con Stefan y Atelmoff. No importa cuánto tiempo me tome escapar de nuevo. Necesito saber qué pasa. Quizás yo pueda descubrir en dónde está. —Me prometiste veinticuatro horas —espeta de inmediato, enojado—. No voy a regresar a Roswell. —Tal vez lo nuestro sea incumplir promesas porque voy a regresar contigo o sin ti. Tú decides. —¿Y si no descubres nada? Habrás perdido la oportunidad de escapar. —Es un precio que estoy dispuesta a pagar. Se masajea la frente, frustrado. No le gusta que no cumpla y que no le conceda sus caprichos. —De acuerdo, pero no iré contigo. Yo también tengo un plan. 47 EMILY Magnus fue conmigo hasta la frontera. Allí nos despedimos. No acepté su abrazo cuando me lo ofreció y él no insistió. Para eso sí tuvo palabra. De verdad, espero no volver a cruzármelo. Al pisar Cristeners, ya había guardias esperándome. El anuncio de que estaba desaparecida se corrió a voz interna. Supongo que los Wifantere no querían que su pueblo supiera que el esposo de su hija estaba buscando a su amante. Llegué al palacio horas más tarde y corté el sermón que Stefan me tenía preparado, soltando todo lo que ahora sé. Enmudeció, palideció, pero, para mi mala suerte, no llegó a desmayarse. Le insistí en que llamara a Atelmoff y, de mala gana, aceptó. No me quiere en esto, pero Nahomi es como mi abuela y necesito saber todo lo que pueda. —¿Cuándo te enteraste? —pregunto a quemarropa. —Hace muchos años —Atelmoff contesta con un dejo melancólico—. La reina me lo confesó. Él, a diferencia de Stefan, no mostró ninguna sorpresa de que yo estuviera al tanto. Supongo que imaginaba que Magnus me lo contaría. —¿Por qué? ¿Por qué no se puede saber que Nahomi es la madre de la reina? Stefan se ha quedado en el rincón de la habitación, de espaldas al balcón, conteniendo la furia por mi huida. —Esto va más lejos de lo que crees. —Esa no es la respuesta que busco. —Vergüenza. —Stefan se da vuelta y me encara—. Madre era una plebeya de un pueblo sin más. Él, el príncipe heredero. Y, conociendo su orgullo, es obvio que no quiere que sus súbditos se enteren de que ella era alguien sin título. Es más conveniente la historia de unos padres muertos. Padre e hijo se parecen más de lo que creía, después de todo. —Control, además —el consejero repite—. La reina Genevive era muy vulnerable. Una muchacha humilde frente a un futuro rey. Se sometió a sus reglas. —¿La reina es la única hija de Nahomi? —Sí. Solo eran tres. Padre, madre e hija. El primero murió poco después del matrimonio de los reyes y luego se decidió traer a la señora Pantresh a Palkareth. Desde ahí la protegemos. —¿Los padres del rey Silas nunca supieron que ella era plebeya? —Ellos fueron la razón principal por la que Silas inventó esa mentira. El desagrado de ellos por los plebeyos no tenía límite, sobre todo el de su madre, la reina. Entonces, su hijo no podía presentar a una plebeya como novia. —Dices que la protegen, ¿no? —Me cuesta llenar los huecos en mi memoria—. Entonces, ¿por qué ese día de la recaudación de impuestos la llevaban a rastras por no pagar? —La llevábamos al palacio. Ese día, tú y tu padre tuvieron una reunión con la reina. ¿Lo recuerdas? Presentación de perfumes. Ese perfume que la reina escogió era para su madre. Por eso la llevábamos. Una recaudación de impuestos es el escenario ideal para llevar a una persona a un lugar al que no quiere ir. —No lo comprendo, Atelmoff. Simplifícalo. —La tenían que llevar a rastras al palacio porque ella se negaba a ir. Así que llevarla un día en el que se arrastra a la fuerza a las personas por no pagar era el ideal. Si alguien preguntaba… —La hacían pasar por morosa —lo corto. Eso fue lo que pasó. Mi padre la vio y fue a su rescate. Le dijeron que no había pagado los impuestos y… frustramos el plan. Papá y yo mediamos, se hizo un escándalo y luego apareció Stefan. El príncipe la dejó ir sin saber que era su abuela. Fue por eso que los guardias insistieron tanto, por eso no querían dejarla ir pese a que solo nos faltaban unos tritens para completar su cuota. —Ese día, la reina se excusó porque solo pudo estar ella en la presentación —continúo con el interrogatorio. Necesito más—. ¿El rey no estaba en el palacio? ¿Por eso la llevaban? —No estaba ni siquiera en Palkareth —interviene Stefan —. Por eso yo di el discurso en la plaza ese día. Reemplazaba a Silas. Claro. Sin hijo ni esposo a la vista, ella podía recibir a su madre sin que el primero hiciera preguntas sobre la llegada de una desconocida y el segundo se molestara por la presencia de a quien conocía bien. Esto es un golpe en la cara. Tantas situaciones aleatorias que escondían un gran secreto. —No creas que esto es fácil para mí. Acabo de enterarme de que tengo una abuela. ¿Sabes cómo se siente descubrir algo así después de tantos años? Siento muchísima rabia, incluso contra mi madre. Pudo habérmelo confiado. Recuerdo cuando vi a esa mujer en tu casa, ¿lo recuerdas? No lo olvido. Stefan había ido a buscarme a las tutorías y después de eso fuimos a casa. Cuando la visita acabó, mamá descubrió a Nahomi sentada en la entrada. Ella dijo que estaba esperando a que yo regresara de tutorías. Era mentira. Ella sabía que Stefan, su nieto, estaba en casa y no quiso entrar. Pero se levantó de golpe una vez lo vio salir, dijo algo sobre un matrimonio y que él se había negado por su padre… —¿Ibas a casarte con Aphra Griollwerd? —Deduzco rápido. Por favor, ¿cuántos entresijos más me esperan? —¿Qué? —¿Ibas a casarte con Aphra Griollwerd? —Sí, esa era la idea original, pero mi padre se opuso. —¿Por Lerentia? —En ese momento no sabía que era por ella. ¿Cuántas cosas sabe Nahomi? No. ¿Cuántas cosas sabe Nahomi por intuición y cuántas le contó la reina? Porque muy seguramente eso lo supo gracias a ella. Recuerdo que esa tarde me preguntó si yo sentía que era infiel. ¿Infiel por qué? En ese momento el único hombre en mi vida era Stefan. Se refería acaso a… ¿Magnus? Igual que… el quince de agosto. ¿Todo eso tenía que ver con él? Dijo que el quince de agosto finalmente vería al amor de mi vida a los ojos, pero que no nos reencontraríamos porque él ya había cambiado, que debía conocerlo de nuevo. Doy un paso atrás. Esto es más grande que yo. Mucho más. Siento el peso de diez pianos sobre la espalda. ¿Cómo? Ella sabía lo que pasaría con él. Ella sabía de la historia que me contó mi padre, que conocí a Magnus de pequeño. ¿Tal vez Nahomi le había hablado a la reina de mí y la reina le contó de ese encuentro? ¿Habrá sido papá? ¿O mamá, quizás? ¿O sería algo suyo y nada más? Ese día, el quince de agosto, cuando Atelmoff vino a la perfumería para llevarme al palacio, ella ya sabía que Magnus estaba ahí. Por eso intervino: al ver la resistencia de papá a dejarme ir, le dijo que yo me merecía ir a ver al amor de mi vida y que solo me regañaría un poco. A eso se refería. Ese día, Magnus me reprendió por entrar a la sala de reuniones sin antes llamar a la puerta. Siempre fue él. Según ella, le era «infiel» a Magnus con Stefan porque él era el indicado para mí. No, Nahomi, en eso te equivocaste. Me niego a pensar que el amor de mi vida sea Magnus. —Emily, ¿qué te pasa? —Oigo la voz de mi carcelero lejana y parece que de repente no estuviéramos en la misma habitación. Es como si me hablara a metros de distancia. Tengo la mano en el pecho, como si con ello pudiera controlar mis latidos desenfrenados. No recuerdo ni siquiera en qué momento moví el brazo. —Estoy bien. Solo un poco aturdida, es todo. En parte, es verdad. Me niego a creer, me niego rotundamente. ¿Yo era la infiel? ¿Y él con Vanir? O con esa chica Gretta. Si nos amparamos bajo esos términos extraños y radicales, si la idea de Nahomi era que teníamos que esperar por el otro, él también falló. —Te ves pálida, querida. —Atelmoff se me acerca y me toma del brazo—. ¿Qué sucede? Siento como si fuera diminuta y estuviera dando vueltas en las aspas de un molino de viento. —¿Crees saber en dónde está Nahomi? —pregunta en un susurro. Nahomi, claro. La desaparición de Nahomi. Eso es lo importante aquí, no Magnus. —No tengo la menor idea de su paradero —me las apaño para responder—. ¿No creen que la tenga Silas? Si es con ella con quien amenaza a la reina para que no se divorcie, lo más sensato es que él la tenga. —Fue la primera opción. Que la reina se hubiera rebelado y Silas se llevara a Nahomi para amedrentarla, pero él no la tiene. Sin embargo, estoy convencido de que sí sabe en dónde está. —¿Cómo se comunican con Silas? —Eso no es lo importante. Lo apremiante es encontrar a la señora Pantresh. Yo estoy a favor de la reina, no de él. —¿Por qué no la ayudaste a escapar, entonces? Así la reina quedaría libre. —Tiene guardias enviados por Silas que la custodian todo el tiempo. Es fácil para Magnus comprar a los guardias de tu puerta para que puedan verse, pero no es lo mismo con los guardias que protegen el mayor secreto de los Denavritz. Saben que un error lo pagarían con la muerte. Si se la llevaron, fue por órdenes de Silas. El problema es descubrir a dónde. No tengo la menor idea. Esto es demasiado confuso, enredado. Es buscar un grano de sal dentro de un costal de azúcar. Hay tantos caminos que nos llevaría años seguirlos todos. —¿Nunca te habló de algo, de alguien? —me pregunta Stefan. —Jamás. Lo único que mencionaba era el mar de Hilffman, pero ahora ya sé que el mar es Silas. —Ya buscamos en Hilffman, en su pueblo natal —explica Atelmoff—. No hay rastro de nada. Estamos en un laberinto. Fue por eso que Stefan incluyó a Magnus. Seguro él puede encontrarla. Me hierve la sangre cada vez que lo mencionan. —¿No tenemos nada con lo que amenazar a Silas? — propongo—. Podríamos jugar su mismo juego y chantajearlo con algo. —No hay nada lo suficientemente importante como para herirlo.— Amoff me mira con una desilusión que le pesa. —Es decir que sí hay secretos. —Más de los que me gustaría que fueran descubiertos. 48 EMILY Volvimos a Mishnock hace una semana para continuar con la búsqueda de Nahomi. Estamos desesperados siguiendo cualquier pista que sugiera un indicio de su paradero. Atelmoff está callado, pensativo. Era su responsabilidad cuidar a la madre de la reina y la perdió. Fuimos a casa de Nahomi, pese a que ellos ya la habían revisado, porque teníamos la esperanza de encontrar algo que en la primera inspección hubieran pasado por alto, pero no hallamos nada. Ella no guardaba cartas o información de ningún tipo. Estamos en un punto muerto. —Hay algo que no entiendo, Atelmoff. ¿Por qué la reina te concedió el cuidado de su madre si tú eres el consejero de su esposo? Estamos en su oficina, resguardados de Stefan y de los reclamos de Lerentia, pues desde el día en que volví no ha dejado de reprochármelo. De verdad está cumpliendo su palabra de hacerme la vida imposible. —Porque sabe que yo no estoy de acuerdo con el régimen del rey —contesta, tranquilo, mientras organiza una pila de papeles en su escritorio—. Y seguir aquí es mucho más útil que renunciar. —Pero ¿cómo supo ella que tu fidelidad no estaba con él? —Pasamos mucho tiempo en el palacio. ¿Crees que no tocamos ese tema ni una vez en todos estos años? —¿Y te arriesgas tanto solo por eso? —Sin rodeos, Emily. —Levanta la mirada y me enfrenta. No se ve contento—. ¿Qué estás pensando? —Quiero entender, es todo. ¿Cómo supo la reina que podía confiar en ti? Aquí hay algo que no se siente bien. Algo que los dos han tramado o que solo ellos saben. —No lo sé, simplemente lo supo. —Percibo la molestia en su voz. No recuerdo haberlo visto fastidiado antes—. Fin de la historia. No quiero hablar más de eso. —¿Puedo hacerte una última pregunta? —Asiente, incómodo—. ¿Qué tan cercanos son la reina y tú? —Siempre me ha gustado tu curiosidad, Emily, así que sería algo hipócrita reprochártela ahora. Exhala una, dos, tres veces. Se da la vuelta y mira hacia la ventana detrás de él. Se toma su tiempo… Medita, al parecer. Sé que algo me oculta, algo que incluye a la reina, algo que hay entre los dos. —Silas no es el mejor esposo. Eso ya lo sabes. Genevive… bueno, vivía desamparada en el palacio. Yo trataba de apoyarla tanto como podía. Estaba ahí para ella y para Stefan como un miembro no invitado, aunque necesario, de la familia. La escuchaba, la aconsejaba y la protegía, tal como lo hacía con su niño. —¿Te enamoraste de la reina? Esa es la verdad. Amor. Se gira. Me mira con sus ojos azules. Veo algo de vergüenza, como si lo hubiera descubierto mientras tomaba algo que no es suyo. —No. Asumí el papel de padre desde que Stefan vino al mundo, es todo. Siento que se me quema la garganta. Tengo algo atorado que, si no suelto, terminará por matarme. —¿Desde de que nació o desde antes? Una sonrisa es la respuesta que me da. No sé si es irónica o genuina. No logro descifrarlo y, antes de que pueda preguntárselo, un guardia llama a la puerta diciendo que Stefan solicita nuestra presencia. ¿Por qué es tan inoportuno? Atelmoff se levanta animado. La esperanza en su rostro es visible. Cree que si nos llaman es porque hay información sobre el paradero de Nahomi. A mí me cuesta un poco contagiarme de su buen humor. Todavía estoy confundida por lo que esconde aquella sonrisa. Bajamos al primer piso y vamos directamente a la sala de reuniones. Los guardias nos anuncian y nos dejan pasar. Atelmoff me toma de la mano cuando me paralizo porque… Magnus está aquí. ¿Qué hace aquí si dijo que seguiría adelante con su vida? Se encuentra de pie en medio de la sala, está vestido con traje y corona y tiene a Francis a un costado. Lo veo inquieto cuando me mira. Se mueve de un lado a otro, como quien va a dar una mala noticia y teme la reacción de la gente. Y ahí entiendo que probablemente no viene por mí, sino por Nahomi. ¿La encontraron? ¿Está herida? ¿Muerta? —Buenos días, Emily —me saluda con la voz fría de siempre. ¿Cómo es capaz de impostar calma en su tono cuando es evidente que está preocupado? No le contesto porque no sé qué decir. Sus ojeras hoy parecen más profundas, me da la sensación de que no ha dormido en días y luce muy nervioso. ¿Desde cuándo el rey se muestra así? Stefan está sentado junto a Lerentia, quien ya me mira con enojo. La sala está llena de guardias, cada bando en paredes contrarias, vigilantes a cada movimiento. —Aquí los tienes. —Stefan me señala—. Ahora dime qué información traes. —Ninguna. —Magnus ni se preocupa al dar esa respuesta —. No he podido encontrar nada. Camino en un lote baldío sin ninguna señal. ¿Se burla de nosotros? —¿Para qué nos llamaron, entonces? —Atelmoff pregunta, pero su mirada está en Francis, que se limita a encogerse de hombros. —Vine por un asunto importante —Magnus es quien responde. —No sabía que eras un hombre de rodeos. —Mi carcelero está a punto de perder la paciencia—. ¿De qué se trata? —De Emily. Siempre se tratará de Emily. —¿Por qué no me sorprende? —El tono amargo de Lerentia es insoportable—. Parece que esta monarquía gira en torno a ella. —Teníamos un trato, Magnus. —Levanto la voz—. Veinticuatro horas y nada más. —Ni siquiera tuvimos doce. Me debes tiempo y, cuando no me cumplen, suelo exigir algo más. —De acuerdo. Pide lo que desees y acabemos con esto. —Estoy para complacerte, ¿lo recuerdas? Me cruzo de brazos, esperando a que hable, pero no lo hace. Comienza a pasearse por la sala. Si los nervios continúan atacándolo, finge muy bien la tranquilidad. Ahora luce calculador, pétreo, casi como si se preparara para disparar. —Cuidado con lo que haces —le advierte Stefan al verlo. —Aún no he hecho nada —replica él, burlón. —Lo mejor será que te retires y hagas el requerimiento por medio de una carta. Magnus lo ignora y continúa observándome con sus profundos ojos verde esmeralda. ¿Qué trata de hacer? Por lo que parece un siglo, la sala se queda en silencio, tensa. Todos lo seguimos con la mirada, como si fuera un juego en el que es líder. Es molesto. —Hoy es un magnífico día. ¿No lo crees, Francis? — pregunta el rey Lacrontte. —Sin duda, señor —le responde con un gesto cómplice. Francis está estático detrás de él y, por su mirada, puedo asegurar que sabe perfectamente lo que su rey se trae entre manos. De repente, el soberano de Lacrontte se detiene frente a mí y, con una sonrisa pícara, comienza a descender lentamente hasta quedar hincado. Del bolsillo del pantalón saca una pequeña caja negra, que levanta en mi dirección para que pueda verla y la abre despacio. Adentro hay un anillo de oro, con un zafiro de corte rectangular revestido con pequeños diamantes blancos. Es precioso. No: es majestuoso y resplandece igual que el océano al ser tocado por el sol. —Emily Ann Malhore Lanreb —recita con la mirada más brillante que le he visto hasta ahora—, cásate conmigo y conviértete en mi reina. Quedo paralizada, como suspendida en el tiempo. No existe nadie más para mí en este momento que no sea el hombre que está a mis pies. Siento que hasta podría olvidar cómo respirar. Los latidos desenfrenados de mi corazón, el vacío en el estómago, la corriente en la espina dorsal, todo me ataca al mismo tiempo. Necesito que alguien me pellizque porque no creo haber escuchado bien. Es imposible. Juro que veo la pasarela de recuerdos en mi cabeza. La primera vez que lo vi a la cara, la primera vez que lo vi desnudo, la primera vez que me vio desnuda, la primera pelea que tuvimos, el primer beso que nos dimos bajo la nieve en Cromanoff, el primer baile que compartimos, nuestra primera madrugada juntos, nuestra complicidad, nuestra travesía a Grencowck, nuestras noches en su oficina mientras leía libros para él. Nuestra, nuestra, nuestra. Pero también veo su traición y la ira me invade. Jamás uniría mi vida a la de un traidor. Stefan grita y es entonces cuando caigo de nuevo en el mundo real. Se levanta de su silla, iracundo, y se acerca a nosotros. Lerentia jadea, igual que Atelmoff, pasmados por la escena que acaban de presenciar. —¿Qué? —Esa es mi única respuesta. Es irreal verlo arrodillado. —Concédeme el honor de ser tu esposo. Su ímpetu no claudica pese a las reacciones. Los hoyuelos del rostro se le profundizan con la sonrisa. Esta vez el gesto es honesto, sin maldades ni orgullo. Es una sonrisa entera y hasta insegura. Teme por mi respuesta, teme que no acepte. —Cuidado con lo que vas a decir, Emily Malhore —me advierte Stefan mientras me toma del brazo. —No la toques. Es su decisión. —Magnus se levanta y me aparta. Yo ni siquiera sé cómo me mantengo en pie. No me quiero casar con él. —Quiero que te vayas ahora mismo de mi palacio —exige el rey de Mishnock. —No sin antes obtener una respuesta. Emily —busca mi mirada y juro que puedo ver la esperanza en sus ojos—, dijiste que querías una oportunidad de ser libre, de vivir sin temor a que te traigan de vuelta. Nadie lo hará si estás conmigo. Te protegeré cada día de mi vida y a cada segundo. Prometo darte el lugar que te mereces, el valor que tienes. ¿A esto se refería cuando dijo que tenía un plan? Necesito poner todo en perspectiva. Puedo quedarme y buscar una opción para ser libre. El problema es que, si me voy, no podría volver pronto para saber qué ocurrió con Nahomi. O podría aceptar la propuesta y con ello tendría la libertad de enviar correspondencia para mantenerme informada. Pero, para eso, tendría que ser la señora Lacrontte, convertirme en la esposa del hombre que me arrancó el corazón y jurarle lealtad. Yo no quiero una vida palaciega, no quiero ser reina, no quiero estar cerca de la putrefacción de la política y tampoco quiero estar cerca de Magnus. Los esposos Denavritz palidecen mientras esperan mi decisión. ¿Este de verdad es mi destino? ¿Es lo que quiero para mi vida? Me concentro en Magnus, en sus ojos, en su rostro angustiado por lo que diré. Este hombre no me quiere y aceptar sería encadenarme a él por años, al menos hasta que encuentre un buen momento para renunciar e irme. Aceptar sería poner mi felicidad a fuego lento, sacrificándola ahora por mi libertad. No sé si deba hacerlo. Aceptar sería ponerme una corona en la cabeza, convertirme en la reina de la nación enemiga, una nación que odia a todos los de mi clase. Aceptar sería romper las cadenas, pero encerrarme ahora en el corazón del rey. ¿Es ese mi lugar? ¿Pasar de odiar a los soberanos a convertirme en una de ellos? —Acepto. AGRADECIMIENTOS Un libro nuevo es también una nueva oportunidad para decir gracias, y esta vez tengo mucho por que agradecer. Nunca me cansaré de darle gracias a Dios. Sin Él no estaría aquí y no sería lo que soy. Gracias nuevamente a Brenda, mi madre, por acompañarme en el camino y hacerlo más llano cuando se empina. Te amo infinito. Gracias a Mina Valverde por convertirse en una luz brillante, por los consejos y la complicidad, por ser mi confidente, mi amiga y mi Francis en tiempos de crisis. Eres increíble. Gracias, Jimena (Nala), por amar estos libros tanto como yo, por volverlos tu hogar y por darles a mis personajes un lugar en tu corazón. Gracias por emocionarte conmigo y darle tanto afecto a Emily. Gracias, Genessis (Gene), por el cariño gigante que le tienes a esta historia, por seguir aquí, por cada video y mensaje, y por tu estima incondicional. Gracias Abby, Karr y Jheidi por estar pendientes de cada nueva noticia de este universo, por su apoyo inmenso, por su alegría y por ayudar a que la historia llegue a muchas más personas; soy muy feliz viendo lo que hacen. Gracias a Carolina, Isabela y Álvaro por convertirse en el equipo de la Saga Rey, por sumergirse en esta nueva aventura y, por supuesto, por la paciencia. Y gracias a ustedes, lectores y lectoras, por darle una oportunidad a El perfume del rey. Gracias por comprarlo, por amarlo y por regresar en este segundo libro. Gracias por respaldarme y por estar presentes en cada firma y evento, así sea desde la distancia. Gracias por sus buenos deseos, por compartir mi alegría y, en ocasiones, mi tristeza. Gracias por aguardar por mí cada vez que pierdo el hilo. No importa el lugar del mundo en que se encuentren, ni desde dónde lean esto, quiero decirles que un pedacito de esta historia siempre será de ustedes. Karine Bernal Lobo (1998, Valledupar, Colombia) Se inició como escritora en la plataforma Wattpad durante un paro universitario en 2019, mientras cursaba la carrera de Psicología, como medida para aprovechar el tiempo libre. Del amor que siente desde pequeña por las historias de monarquías y los mundos de fantasía que descubrió al leer los cuentos de los Hermanos Grimm, nació la saga de romance de Emily Malhore y Magnus Lacrontte. Gracias a que creó un universo fiel a su imaginación y gracias también a su comunidad de lectoras, El perfume del rey, primer volumen de la Saga Rey, se ha convertido en superventas en América Latina. X: @karinebernal IG: @karinebernal Ilustraciones de portada e interiores: © Álvaro Cardozo ig: @alvarocardozow Foto de la autora: Karim Estefan Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño La maldición de Pueblo Escondido Vanegas, Alvaro 9786287665873 200 Páginas Cómpralo y empieza a leer (Publicidad) #YoleoTerrorColombiano Dos mujeres se desvanecen sin dejar rastro en un pueblo de la costa colombiana. Nicole, su mejor amiga, decide viajar hasta allí para descubrir su paradero… pero lo que encuentra no es de este mundo. En Pueblo Escondido hay un misterio desde hace siglos: periódicamente las mujeres desaparecen. Todo indica que el culpable es un monstruo que se alimenta de carne humana. Un monstruo que solo puede actuar con la complicidad de una sociedad entera, un gigante que está tan naturalizado que hemos bautizado en nuestra propia mitología: el Mohán. En esta nueva obra, Alvaro Vanegas reimagina un ser mitológico y lo ubica en un universo contemporaneo para que sea un personaje de terror. Cómpralo y empieza a leer (Publicidad) Satanás (Novela gráfica) Mendoza, Mario 9789584273550 200 Páginas Cómpralo y empieza a leer (Publicidad) El escritor Mario Mendoza incursiona en la novela gráfica con un guion de su autoría de su novela más exitosa: Satanás. Lo hace de la mano del talentoso Keco Olano, quien se encargó de ilustrar la historia de Campo Elías Delgado, el veterano de Vietnam que mató a casi una treintena de personas en diferentes lugares de Bogotá. La capital colombiana cobra vida y se vuelve protagonista del relato porque es el lúgubre escenario en el que el mal entreteje el destino del asesino con el de un sacerdote exorcista, un pintor que plasma sus extrañas visiones proféticas en sus cuadros y una 'tomasera', una mujer que utiliza sus encantos para seducir hombres en los bares, drogarlos y robarlos. Este es el abreboca del nuevo camino que tomará Mario, quien a partir de 2020 se concentrará en la publicación de una trilogía de novelas gráficas titulada El fin de los tiempos. Cómpralo y empieza a leer (Publicidad) Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes Colombia y Ecuador Niñas Rebeldes 9789584292964 224 Páginas Cómpralo y empieza a leer (Publicidad) La publicación del primer volumen de esta serie sacudió al mundo y les mostró a las Niñas Rebeldes de todo el planeta que no hay fronteras ni límites para que cumplan sus sueños y sean lo que quieran ser. Y, para que siga la rebeldía, hemos preparado para ellas esta edición con la historia de cien colombianas y ecuatorianas extraordinarias. Junto con un grupo de talentosas ilustradoras, investigadoras y escritoras recolectamos las historias de mujeres de Colombia y Ecuador, de todas las épocas y profesiones, para rendir homenaje al gran legado de rebeldes que ha levantado la voz para probar que otro mundo es posible: activistas, empresarias, médicas, revolucionarias, artistas, campeonas olímpicas, superestrellas del pop, escritoras, científicas, chefs, ingenieras, guardianas de la selva y el agua. Todas sus historias se convierten en palabras de aliento que nos recuerdan lo importante que es luchar por lo que creemos. Cómpralo y empieza a leer (Publicidad) Backstage Ocampo, Angie 9786280001869 422 Páginas Cómpralo y empieza a leer (Publicidad) Chelsea Cox parece tenerlo todo: es la popstar más famosa de su generación, tiene una voz única y Matthew, su novio, es guapo y talentoso. Aparentan ser la pareja ideal, pero pocos saben que detrás del brillo de la fama se esconde una relación tóxica y una peligrosa adicción a las drogas. Silenciosamente, esta adicción lleva a Chelsea a perder a la única persona que la ha visto sin su máscara… y también a perderse a ella misma. Sin embargo, una noche, cuando ya la esperanza la ha abandonado, aparece él. Él, con sus ojos verdes. Él, con su fama de ser el beisbolista de la década. Él, quien está a punto de perderlo todo. Isaac. Un hombre dulce y paciente que, mientras lucha con sus propios demonios, lo dará todo por ella. Después de una intensa atracción, de soñar con ser libre y de tener su vida llena de miles de rosas amarillas, Chelsea intentará descubrir quién es ella cuando ya no hay paparazis, quién es realmente cuando está en su backstage. Esta novela, que ha conquistado a más de dos millones de lectores en Wattpad, llega a todas las librerías en formato físico con cambios en la historia, nuevos capítulos y un epílogo conmovedor e inolvidable. Cómpralo y empieza a leer (Publicidad) Gravity Falls - Lejos de casa Disney 9789584267665 100 Páginas Cómpralo y empieza a leer (Publicidad) La noche de la fiesta en la Cabaña del Misterio, Dipper descubre una forma de clonarse a sí mismo y cree que finalmente ha encontrado la clave para enamorar a Wendy. Pero, ¿podrá sacarla a bailar, o sus clones se pondrán celosos y actuarán en su contra? Después, cuando el pequeño Gideon intenta conquistar a Mabel, ¡Mabel no puede rechazarlo! ¿Se convertirá en su novia? ¿Podrá Dipper ayudar a Mabel a terminar con Gideon? Cómpralo y empieza a leer (Publicidad)