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2-las-cadenas-del-rey-karine-bernal (1)

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© Karine Bernal Lobo, 2024
© Editorial Planeta Colombiana S. A., 2024
Calle 73 n.º 7-60, Bogotá
www.planetadelibros.com.co
Ilustraciónes: © Álvaro Cardozo
Primera edición (Colombia): abril de 2024
ISBN 13: 978-628-7715-29-5
ISBN 10: 628-7715-29-4
Primera edición en formato epub (Colombia): Abril de 2024
ISBN: 978-628-7715-30-1
Libro convertido a Epub por: Digitrans Media Services LLP
INDIA
Impreso en Colombia – Printed in Colombia
No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a
un sistema informático ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier
medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros
métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los
derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual.
Para Anabel, un sol que se marchó
demasiado pronto. Aún a lo lejos seguirás
iluminando la vida de todos los que te
conocimos. Las estrellas son al cielo lo que este
libro era para ti. Y Gregorie será
eternamente tuyo.
Y para ustedes, queridos lectores y lectoras,
que sienten que la vida en ocasiones los
sobrepasa, encadena y asfixia. Tengan presente
que son fuertes como Emily, brillantes como
Francis y poderosos como el ejército
de Lacrontte.
1
MISHNOCK
HELIA 7 — ESTADO TEMPORAL 5 — AÑO 2
EMILY
Diciembre ha abierto sus brazos y nos ha arropado con
brisas fuertes. Ahora recorro sus semanas como si fueran
los pasillos del palacio. Voy cabizbaja, triste, esperando el
momento en que pueda tomar entre las manos la carta
hacia la libertad y volver a sonreír.
Los días han sido tortuosos y siento que he estado
arrastrando cadenas con los pies. Cada mañana me
marchita y me pesa sobre la espalda como un enorme bulto
que aumenta mi dolor, mi encierro.
Stefan y Lerentia se casaron en una gran ceremonia a la
que, por supuesto, no asistí, pese a la insistencia de la
ahora reina de Mishnock. Al parecer, es una victoria
personal para ella.
Sin embargo, el acontecimiento más importante es sin
duda aquella noticia que no me deja en paz desde que la leí:
Lacrontte ha sido atacado por el rey Aldous. Sí, el soberano
de Grencowck logró violar la seguridad de la Guardia Negra
e incluso pudo extender su ira hasta las entrañas de la casa
real. Me cuesta imaginar a nuestros victimarios siendo
víctimas. Parece un chiste sin sentido, pero sucedió y la
noticia adornó los diarios de Mishnock por una semana.
Todavía nadie se explica cómo sucedieron las cosas, cómo
pudo Sigourney desplegar su ejército en un reino tan
protegido como Lacrontte. Aunque, para mí, su motivación
es clara: el oro robado de las bóvedas. El oro que yo ayudé
a sustraer.
El pueblo celebró el acontecimiento como si hubiera sido
nuestro ejército el perpetrador. Se oía el cántico de la
marcha del rey en las calles, nuestro himno. Muchos
mishnianos ahora muestran su apoyo al rey Aldous sin saber
la clase de cerdo que es, la precariedad en la que mantiene
a sus súbditos y el lúgubre paisaje que pinta su territorio. Es
un reino contaminado y sucio.
Ese lunes por la mañana, cuando leí el titular en el
periódico, se me erizó la piel. Solo había una imagen, pero
bastó para que se me arrugara el corazón. El monarca de
Grencowck sostenía una bandera de Lacrontte rota y a
medio quemar mientras sonreía en la escalinata de la
entrada principal del palacio.
Fue como si el cielo le hubiera enviado un obsequio a
Stefan, ya que el atentado ocurrió justo para la fecha de su
coronación, por lo que no debía temer ningún ataque por
parte del rey Magnus, quien seguro estará ocupado
reparando los daños que Aldous dejó en sus calles tras
mancillarlas. Desde ese día me pregunto cómo se sentirá
ese Lacrontte tan orgulloso. Todas las noches pienso en él y
me aflige un poco su situación porque sé lo que es ver tu
nación vulnerada y humillada, y eso es lo que al mismo
tiempo me enoja. No quiero sentir compasión por la persona
que me ha hecho vivir con miedo tantos años, pero la
siento. Me gustaría tener más fortaleza para no dejarme
llevar tan fácil de mis emociones. Me gustaría tener el
carácter de un soberano.
—Al parecer el rey ya está listo, señorita —me informa
Leslie, cerrando la puerta tras entrar a la habitación—. Lo he
visto fuera de su alcoba con pantalón y camisa. Ya se quitó
el traje que usó en la ceremonia.
—¿Segura? —pregunto con el corazón agitado, y ella
asiente.
No tengo mucho tiempo, así que aprovecho los últimos
minutos para armarme con todo lo que necesito para esta
noche. Me cambio de calzado por uno más cómodo, tomo
un abrigo, guardo en un bolsillo todo lo que Atelmoff me ha
entregado y, como toque final, escondo el silbato que Willy
me obsequió.
He invitado a Stefan al bosque Ewan para celebrar su
coronación. Hace dos noches casi me arrepiento de este
plan por miedo a lo que pudiera encontrar en Lacrontte,
pero ya han pasado tres semanas desde el ataque y creo
que ha llegado el momento de arriesgarme. Tras idear el
plan de huida con Atelmoff, tuve que cumplir la fase más
importante: tener paciencia y fingir que todo estaba bien. Y
es justamente eso lo que he hecho este tiempo.
Mantenerme serena ha sido muy difícil. Ya no aguanto ni un
minuto más aquí. Tuve que reprimir mi rabia cuando Stefan,
en el comedor, se arrodilló con un anillo en la mano y le
pidió de manera formal que fuera su prometida. Es
asqueroso que me incluya en su juego, seguro buscando
una reacción de mi parte que le dé esperanza, que le haga
pensar que todavía lo quiero. Se la di. Tenía que hacerle
creer que me duele que una su vida a otra mujer, cuando en
el fondo lo único que ha conseguido es que lo desprecie aún
más.
El príncipe, bueno, ahora rey, vino por la noche a mi
habitación con miles de excusas, diciendo que no era algo
que quisiera, pero que estaba obligado a casarse. Tuve que
aparentar que le creía, tuve que guardarme las ganas de
gritarle que me dejara salir de aquí, de llorar de frustración.
Esa noche incluso lo felicité por actuar tan bien el papel que
dice estar representando y le sonreí como si de verdad me
alegrara, como si no me doliera el corazón, como si cada día
aquí no estuviera acabando conmigo.
La coronación fue esta mañana y tuve que estar presente
para apoyarlo y mostrarme tan feliz como él por ascender al
trono. Lo incómodo fue que Lerentia también recibió su
título, justo después de él, y tuve que verlo.
—Cielo. —Escucho a Stefan tocar la puerta desde el otro
lado.
No pierdo un segundo y lo hago pasar. La mirada azul
que tanto ansiaba ver antes está sobre mí, como si yo fuera
lo único que hay en esta habitación. Ni siquiera se percató
de la presencia de mis doncellas. Ha bajado de peso y
supongo que debe ser por la presión. Las responsabilidades
que ha adquirido son mucho mayores y dudo que haya
estado preparado para hacerles frente. Tal como lo dijo
Leslie, se ha quitado el chaleco y la chaqueta de su traje
ceremonial. Tiene una camisa blanca con los botones
superiores abiertos, las mangas recogidas hasta los codos e
incluso está un poco despeinado. Luce juvenil y
descomplicado, algo que en presencia de su padre no se
hubiera permitido mostrar. Estoy segura de que Silas
controlaba hasta su forma de vestir y peinarse. Y pese a que
Stefan sigue diciendo que no es libre, estos cambios tan
sutiles demuestran que ahora tiene al menos una pizca de
autonomía.
—¿Cómo está el nuevo rey de Mishnock?
Finjo tanta felicidad como los nervios me permiten.
Sonríe tanto que los ojos se le vuelven pequeños y entonces
noto que ese gesto ya no hace efecto en mí. Ama su nuevo
título, ni siquiera es capaz de ocultarlo.
—Emocionado por la noche que me espera con la mujer a
la que amo.
Estas dos últimas semanas no ha parado decir eso y
siento ira cada que vez que lo hace. Ya hemos cambiado, no
somos él y yo contra el mundo. Soy yo sola contra el mundo
y contra él.
Por el rabillo del ojo veo a Leslie servir dos copas de
champaña. Sé qué está siguiendo el plan y por esa razón
recibo el beso que Stefan me da con mayor entusiasmo del
que querría. No puedo permitir que se dé cuenta de lo que
está a punto de pasar. Las doncellas salen de la habitación
mientras los labios de mi carcelero siguen sobre los míos.
Los siento cálidos, gentiles y suaves como el terciopelo.
Respira contra mi boca y me sostiene fuerte por la cadera.
Su tacto me causa escalofríos, como si estuviera bajo una
noche fría y solitaria, y por más que busco la sensación de
calor que antes me daba su tacto, solo soy capaz de percibir
los restos de lo que una vez ardió.
—Eres la mujer a la que quiero entregarle cada parte de
mí, Emily, y de la que quiero recibir todo —me susurra
contra la boca.
Me paralizo porque entiendo a lo que se refiere. El rencor
se apodera de mí al escucharlo, los hombros se me tensan y
lo empujo de manera impulsiva, como si se tratara de un
animal que vino a atacarme. ¿Cómo se atreve? ¿De verdad
cree que haré eso cuando está casado con otra mujer?
Por la manera en que frunce el ceño, me doy cuenta de
mi error. No debí reaccionar así, fue un movimiento
estúpido. Tengo que arreglar la situación antes de que
sospeche.
—Lo siento —me adelanto a decir cuando lo veo abrir la
boca—. Me tomó por sorpresa tu declaración.
—Pensé que era algo que ya sabías o que al menos
suponías —replica. Me mira fijo a los ojos, buscando la
mentira en ellos—. A veces me da la impresión de que
finges quererme. —El tono de su voz es bajo, como el de
quien se niega a aceptar una verdad aun cuando ya tiene la
prueba en las manos.
—No soy tan buena actriz y tú no eres tan tonto como
para tragarte un engaño —digo lo más calmada que puedo
—. Me conoces como pocas personas en el mundo, Stefan.
Siempre he sido honesta y eso nunca va a cambiar. Ya lo
dije: me tomaste por sorpresa. —Le acaricio la piel del
cuello para relajarlo.
Me cuesta aparentar un interés que ya no siento.
—Dejemos el tema para después, ¿sí? —propongo—.
Quizás en el bosque podamos retomarlo. Les he pedido a
mis doncellas que prepararen todo y la champaña se
calentará si nos demoramos. De hecho, creo que es mejor
comenzar con el brindis aquí.
Camino hacia el tocador y tomo las copas. A través del
cristal puedo ver las burbujas subir hasta la superficie y
ruego para que el somnífero que Atelmoff consiguió y que
mis doncellas se encargaron de poner se haya disuelto bien,
de modo que se pierda en el sabor de la champaña. La de la
izquierda es la de Stefan, eso planeamos. Si me confundo,
seré la tonta más grande a la que se le ha dado vida en
Mishnock.
—Por la coronación. —Le entrego la copa sin dejar de
mirarlo. Necesito que se la beba por completo—. Eres el rey,
Stefan, tu nombre estará por siempre en la historia. Serás
recordado y amado por todos, empezando por mí.
—Tú también serás recordada, cielo, lo juro.
Ni siquiera lo tiene que jurar. Gracias a su amor
enfermizo me recordarán como la amante que se vino a
vivir al palacio mucho antes que la reina. Es un título
denigrante que pagaría por arrancarme.
Cuando se lleva la copa a la boca, la brisa se mete por la
ventana y mueve las cortinas y mi cabello. El aire parece
acariciarme, como si al verlo beber ya pudiera respirar la
libertad. Tengo claro que tomar somníferos con alcohol es
peligroso, pero Atelmoff mencionó que, al hacerlo así, se
incrementa su efecto sedante y es justo lo que necesito. Por
sí solo, un somnífero tarda alrededor de veinticinco minutos
en hacer efecto y para el momento en que estemos en el
bosque necesito que ya no pueda con los ojos y que pierda
la lucha contra el sueño.
—Te quiero —le digo antes de empezar a beber y de que
la efervescencia de la champaña me invada la boca,
haciéndome cosquillas en la lengua.
Esta será la última vez que me escuchará decirlo. Lo juro.
****
Mientras caminamos por el bosque Ewan, Stefan me agarra
fuerte de la mano, como si temiera perderse. Un escalofrío
me recorre el cuerpo y las piernas amenazan con fallarme.
En el trayecto al carruaje estuvo callado… demasiado para
ser él. Se miraba las manos y luego un punto fijo en la
puerta, intentando concentrarse en algo. Ahí supe que el
somnífero había empezado a hacer estragos.
—¿Te encuentras bien? —pregunto cuando llegamos al
claro, nuestro lugar en el mundo.
Con cuidado, desvío la vista para rastrear la zona porque
sé que entre las sombras debe estar Mendo, el hombre que
será mi guía.
Stefan se masajea la nuca con algo de fastidio antes de
asentir. No me mira, sino que tiene los ojos puestos en el
lago, que ahora está lleno de nenúfares coronados con unas
flores rosas cuyos tallos alcanzan a sobresalir entre el agua.
Se alzan como las reinas y es una vista preciosa.
—Me siento mareado. Quizás solo sea el cansancio por
todo el ajetreo de la coronación.
Sabía que eso podía pasar al mezclar el somnífero con
alcohol, pero debía tomar el riesgo. Saco la manta de la
cesta y la extiendo sobre el pasto. Le pido que se recueste y
no duda en hacerlo. Aprieto los labios, nerviosa. Cuando me
siento, le acomodo la cabeza sobre mis piernas. Debo
estimular su sueño, llevarlo hasta allá. Para mi suerte,
Stefan me lo permite todo. Escucho su respiración pesada
por la humedad del bosque y me fijo en su mirada
adormilada mientras me observa desde abajo y en la
manera en que su cuerpo empieza a relajarse.
—Eres hermosa, Emily Malhore —susurra con una
sonrisa. Su voz es suave y no tiene mucha fuerza, aunque sí
mucho sentimiento. No es la de un rey o un príncipe, sino la
de un joven cualquiera enamorado—. La mujer más
hermosa que he visto y que veré en toda mi vida.
Las lágrimas tratan de anegarme los ojos, así que
levanto la cabeza y pestañeo tan rápido como puedo para
evitarlas. ¿Por qué teníamos que destruirnos de esta
manera? ¿Por qué mentirnos y clavarnos las espinas? Antes
nos veíamos como dos muchachos que iban a la guerra a
enfrentarse al enemigo; sin embargo, nos teníamos el uno
al otro para ponernos las vendas si resultábamos heridos. Y,
de pronto, en algún punto de la batalla, las espadas ya no
apuntaban hacia el frente, nos apuntábamos entre nosotros.
Nos convertimos en el enemigo del otro. ¿Por qué? Hubiera
peleado mil guerras a su lado, pero ahora estoy aquí,
fingiendo un amor que se ha aislado en el fondo de mi
corazón y que se apaga como una hoguera bajo la lluvia,
debilitándose con cada gota.
—Emily. —Lo oigo llamarme ante mi silencio, así que le
devuelvo la mirada—. Mañana enviaré a un guardia para
que vaya por tus padres y puedas verlos en el palacio.
Siento como si una avalancha se me viniera encima y
dudo. Empieza a abrirle grietas a la seguridad que sentía. ¿Y
si no me voy ahora para poder ver a mis padres? Sé que
cuando llegue a Lacrontte no podré ponerme en contacto
con ellos o revelaré mi paradero, así que, si me quedo un
poco más, podría contarles lo que pretendo y luego planear
una nueva fuga para otro día. Pero ¿cuándo? No creo que
esta oportunidad vuelva a repetirse. ¿Qué otra excusa le
daré a Stefan para venir aquí sin que se vea sospechoso?
No, es ahora o nunca.
—¿No te pone feliz la noticia?
—Sí, por supuesto. —Sé que está esperando una reacción
positiva, así que simulo emoción una vez más—. Los extraño
mucho.
—Supongo que ellos me odian, ¿verdad? —Suspira de
agotamiento, mientras se frota los ojos. Su voz ahora es
más baja, aterciopelada.
—Les arrebataste a su hija. Entonces puede que sí.
—Espero que me perdonen cuando contraigamos
matrimonio.
Doy un respingo porque me sorprendo y me indigno al
tiempo. ¿Cómo puede ser tan desvergonzado? Juro que
podría empujarlo ahora mismo.
—¿De verdad crees eso? —Mi voz refleja desconcierto—.
Stefan, ya estás casado con otra mujer.
—Solo será por un tiempo, lo juro. Después de eso tú y
yo podremos estar juntos.
—¿Cuál es tu plan exactamente?
—Necesitamos la ayuda de los Wifantere para mantener
la frontera segura, pero mientras eso sucede buscaré ayuda
de otros reinos. Ya puse la mirada en Dinhestown e
intentaré nuevamente con Grencowck, pues las influencias
de los Griollwerd pueden ayudarme a convencer al rey
Aldous. Después de que tenga la ayuda de ambos reinos,
podré separarme de Lerentia y seré libre para estar contigo.
—¿Dinhestown?
Es la nación de la que menos he escuchado en mi vida.
Ni siquiera en las tutorías el señor Field la mencionaba
mucho.
—Es un reino pacífico. Se mantienen aislados de la
guerra, pero sé que con buenos argumentos podré
convencerlos. ¿Crees en mí, cielo? ¿En que podré hacerlo?
—Inclina la cabeza hacia un lado, acomodándose sobre mis
piernas. Ya no me mira de frente. Es más, ya ni siquiera me
mira, sino que tiene la vista nuevamente en el lago. Parece
que el sueño ha subido un escalón. La cima no debe estar
muy lejos.
—Sí, lo hago —miento para cortar el tema.
—Qué irónico estar aquí, celebrando mi coronación,
cuando la última vez que pisé este sitio te esperé hasta el
amanecer, desesperado y solitario, y jamás viniste a mi
encuentro. —La voz se le va apagando con cada palabra—.
Todavía no entiendo por qué rechazaste mi plan.
—¿De qué hablas?
—¿Acaso no abriste la caja que envié a tu casa junto con
las flores?
Busco su mirada y niego, pero él ya tiene los ojos
cerrados. Ahora me siento culpable. Lo recuerdo. Cuando
llenó mi sala con flores, mamá me avisó que también había
llegado una caja, solo que yo pedí que la desechara sin
mirar su contenido. ¿Qué tenía pensado hacer?
—Te envié una identificación, ya sabes, otro nombre para
ti. Con eso podías salir del reino y huir. Había encontrado
una ciudad para nosotros: Limehold, la capital de
Dinhestown. Allá hay mucha naturaleza y colores, así que
supuse que te gustaría empezar desde cero conmigo ahí.
Nadie nos molestaría y solo seríamos tú y yo, como lo
planeábamos. Esa noche estaba dispuesto a escaparme
contigo, pero nunca llegaste. Supongo que fue el destino.
Caigo en picada. Me arden los ojos y abro la boca para
exhalar, impactada. Es como si el último fantasma de la
esperanza abandonara mi cuerpo. ¿Era eso lo que planeaba
para ambos? ¿De verdad pensaba arriesgarse conmigo?
—¿Esto es en serio? —pregunto con un nudo en la
garganta que parece estrangularme.
No responde, no habla. El silencio se levanta como la
neblina en la madrugada. Solo escucho las ráfagas de
viento entre las copas de los árboles, el crujir de las ramas,
el croar de las ranas y quizás, si el oído no me falla, el
silbido de un cardenal. No se mueve y yo tampoco. Solo su
respiración da cuenta de que su corazón sigue aquí. Temo
despertarlo y que todo el avance se pierda. Hemos llegado a
la cima.
La luna sella nuestro último encuentro y le abre la puerta
a mi libertad. Me mantengo quieta por unos minutos más.
Le lanzo miradas ocasionales para comprobar que sigue
dormido y no dejo de acariciarlo mientras vigilo su sueño,
como si domara a una fiera. Le muevo la cabeza a un lado
cuando estoy completamente segura de que no
interrumpiré su descanso y, como si de un cristal fracturado
se tratara, lo pongo sobre la manta. El cabello le enmarca la
cara y se ve tan inocente que siento un ápice de culpa al
imaginar lo perdido que estará cuando se despierte
mañana. Sé que lo primero que hará será buscarme,
preocupado por que algo me haya pasado, y es por eso que
esta noche necesito avanzar tanto como pueda, de modo
que sus guardias no puedan encontrarme.
—Te amaba mucho, Stefan —le susurro tan bajo que ni
despierto podría escucharme—. Me hubiera gustado
seguirte queriendo. Sé que estás quebrantado, que lo has
estado por muchos años, y me duele no haber podido hacer
nada para sacarte de las garras de tu verdugo, pero no por
eso tenías que romperme a mí.
Me arrodillo a su lado y le dejo un beso de despedida en
la frente. Las lágrimas me caen por las mejillas cuando me
pongo en pie despacio y recorro el claro del bosque en
busca de mi guía, quien rápidamente sale de la penumbra
de un grupo de árboles. Me llama con la mano y levanta una
lámpara a gas para que pueda reconocerlo, aunque, a decir
verdad, no tengo la menor idea de cómo debería lucir.
—Deje de llorar —me dice cuando llego hasta él—. Eso le
congestiona la nariz y el aire del bosque ya es pesado por la
humedad. No le agregue una carga más a sus pulmones si
quiere salir viva de aquí.
Y así de fácil la vida me da una bofetada que me lleva de
vuelta a la realidad.
—¿Cuánto nos tomará llegar a la frontera con Lacrontte?
—Ignoro el regaño con la pregunta.
—Una semana si no hay contratiempos. No está de más
recordarle que mi función es llevarla hasta allá. El señor
Klemwood me pagó para protegerla de las bandas que
suelen robar en el bosque, pero, cuando lleguemos al punto
de encuentro, cruzar dependerá solo de usted. ¿Entendido?
Asiento. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Trago fuerte y me
ajusto el abrigo antes de darle una mirada final a la persona
que dejo atrás.
Stefan es el primer hombre, fuera de mi padre, al que he
puesto en mi corazón, pero no será el último porque voy a
encontrar a alguien digno. Me lo prometo. Hallaré a alguien
que me ame como él debió hacerlo, como creí que lo haría y
como siempre lo he imaginado. Me hizo pagar por su cariño
con lágrimas. Sé que su padre cercó su corazón, pero esa no
es una razón válida para que luego haya venido a cercar el
mío. Yo se lo entregué en su estado más puro y ahora solo
quedan pedazos… Y lo peor de todo es que uno de esos
trozos siempre será suyo.
2
EMILY
Hemos caminado días. Tres días, para ser más concreta.
Tengo ampollas en los pies y me duelen, pero no me
detengo. Al segundo día abandoné el abrigo que traía
conmigo. He dormido recostada contra los troncos de los
árboles durante algunas horas, me he detenido a beber
agua de los lagos, aunque no me he quedado a perder el
tiempo dándome un baño. Tengo la bolsa con los tritens
anudada a la cintura con una cuerda delgada y medio raída
que Mendo me dio. Hoy por fin se acerca el final del viaje y,
aunque he estado a punto de desfallecer más de una vez,
me mantuve firme, pensando en el futuro que me espera.
Los rayos de la tarde se han escapado de nuevo y le han
dado paso a la penumbra de la noche, convirtiendo el
bosque en una trampa de bejucos y raíces que me hacen
tropezar. En el transcurso de esta travesía he visto pasar a
más personas de las que imaginé. Van en grupos. Algunos
numerosos, otros no tanto. Se notan paranoicas, exhaustas,
luchando por mantenerse en pie, pero también he visto a
las que no pudieron, a las que decidieron quedarse en el
camino sin fuerzas y al borde de un desmayo. Me vi en
ellas.
—Ya estamos cerca de la frontera —me dice Mendo sin
dejar de caminar.
Su andar es mucho más firme que el mío. Ya está
acostumbrado y las cicatrices en los brazos y el cuello dan
cuenta de las muchas veces que cayó por aquí, de los
golpes con las ramas de los árboles y de los constantes
enfrentamientos que se dan entre guías y que ya he
presenciado.
—La mejor hora para pasar es a las tres de la mañana.
Ahí ya están cansados y no vigilan demasiado. Y, una vez
más, ¡tenga cuidado! —Me tira del brazo con tanta
brusquedad que me tambaleo. Baja la lámpara que lleva en
la mano para mostrarme otra trampa. Es la sexta con la que
nos hemos topado y está formada por un conjunto
voluminoso de hojas—. ¿Cuántas veces le he dicho que
debe estar pendiente de los huecos?
Me ha explicado que si llego a pisarlas caeré a cuatro
metros de profundidad y tendré que pagar para que me
ayuden a salir. Esto es una cacería y lo único que espero es
que valga la pena haberme arriesgado tanto.
A las dos y cuarenta de la mañana llegamos al punto de
concentración y Mendo me deja a mi merced. A partir de
aquí estoy sola. Me pesa el vestido debido al barro seco que
se pega en el ruedo y mis zapatos se han convertido en un
desastre marrón. El sudor me moja el cabello, los brazos y la
espalda. Estoy hecha un caos y me duele tener que escapar
de mi tierra como si hubiera cometido un delito, como si me
hubieran desterrado. Esta zona está unos metros atrás de la
línea fronteriza, escondida entre la espesa vegetación del
bosque. Aquí los faroles con los que se alumbra el camino
se apagan, la gente respira bajo y nadie habla. Nadie. La
mayoría está en cuclillas, otros se encuentran sentados
sobre sus abrigos y el resto duerme. Hay varios niños en los
brazos de sus madres, ancianos que tratan de mover sus
articulaciones atrofiadas con esmero, jóvenes con la energía
apagada, algunos más inquietos en su desesperación y
personas que no dejan de mirar a todos lados. A lo lejos, a
través de troncos gruesos y ramas delgadas, veo las luces
de las bombillas de la Guardia Azul, que parecen titilar
cuando las hojas se mecen. No están al frente, sino a la
derecha. No logro ver ninguna figura humana debido a la
distancia. Además, hay demasiados obstáculos de por
medio, pero ahí están. La Guardia es nuestra primera
complicación. El camino que nos llevará a Lacrontte es una
zona ciega en donde no hay militares de ninguno de los dos
bandos. La cuestión es que los mishnianos son los más
próximos, pues son los que tienen que proteger el terreno
tanto como se pueda para evitar que el enemigo se cuele
en el bosque Ewan. Mendo me explicó que los lacrontters
están a casi medio kilómetro de distancia a la derecha. El
problema es que ellos tienen transportes con motor, así que
les es más fácil alcanzar a quien intente cruzar a su reino.
Esa es nuestra segunda dificultad.
De repente oigo el sonido de un silbato bajo a lo lejos,
parecido al de un gorrión, que hace que todos nos
pongamos alerta. Quienes esperaban sentados en el suelo
empiezan a levantarse, quienes se habían quedado
dormidos se despiertan con zarandeos, los padres aprietan
a sus hijos pequeños entre sus brazos y a mí me cuesta
unos segundos entender qué sucede. Es el cambio de
guardia. La Guardia Azul se alejará lo suficiente para que
podamos huir sin que nos alcancen. Es nuestra única
oportunidad.
Un primer grupo sale tras unos minutos y corren
despavoridos, como si un incendio estuviera arrasando con
el bosque. Muchos más los siguen hasta que el punto de
concentración se desocupa. Niños, ancianos y jóvenes dan
traspiés, se resbalan, se caen, se arrastran y parecen volar
por el final del bosque hasta llegar a una zona despejada.
Voy tras ellos, atemorizada por la incertidumbre, con un
paso un poco más lento. Al salir veo a los guardias
mishnianos a lo lejos, subiéndose a diligencias, mientras
quienes se han bajado caminan a tomar sus puestos. Aún
están demasiado lejos, por lo que no representan una
amenaza. Al menos por ahora.
Aumento la velocidad, intentando no enredarme. Algunos
ya se han alejado y están próximos a pisar tierras
lacrontters, pero entonces el caos estalla. La Guardia Negra
empieza a acercarse. El ruido de los motores aumenta:
suenan como bestias infernales, dispuestas a arrasar con lo
que encuentren. Nos gritan que nos detengamos. Nadie
obedece. Se me salen los zapatos y hago una mueca al
sentir que las pequeñas piedras del suelo se me clavan en
los pies. Mis piernas sufren en el trote porque estoy
exhausta, pero me fuerzo a pesar de que el cuerpo me pide
un descanso.
Mishnock termina para mí, y justo cuando toco territorio
lacrontter se oye el primer disparo, que me estremece. Me
agacho por instinto y por un segundo casi me detengo,
aunque todavía están demasiado lejos como para que algo
me impacte. La acción llega con la advertencia de que
retrocedamos; sin embargo, como todos seguimos, en
segundos llega una lluvia de plomo que empieza a cobrar
víctimas a medida que se acorta la distancia. Todo pasa con
tal velocidad que me es imposible capturar cada detalle. Los
alaridos compiten con el rugir de los motores. Unas
personas zigzaguean, otras trastabillan y entonces una bala
le da a alguien en una pierna. Está delante de mí, así que lo
veo caer. Paso por su lado sin opción de detenerme. El
hombre se queja, arrodillado, mientras la sangre le mancha
la ropa. Esto es inhumano.
Corremos en diferentes direcciones y me freno un
instante sin saber qué camino tomar. Este lado de Lacrontte
es un campo abierto con poca vegetación y no hay cómo
esconderse. La única alternativa es dispersarse y seguir
adelante hasta encontrar algún pueblo o ciudad. En poco
tiempo caen muchas personas más, como fichas de dominó,
quedándose en el camino. Continúo sin dejar de mirar a los
lados, perdida como una niña en un laberinto. La Guardia
Negra atrapa y arrastra a sus vehículos a quienes han caído.
Me agarro el final del vestido para no pisar mal. El pelo me
azota la cara, la respiración me quema el pecho y tengo los
ojos puestos en la nada, en la negrura de una madrugada
que amenaza con acabarse. De repente, una bala me roza
la oreja con su silbido. Pierdo el equilibrio y lucho por
levantarme. Se me pega la arena a las manos sudadas,
como si estuvieran llenas de miel, y mi mente aturdida no
puede concentrarse.
Tengo que salir de esta. Por favor, Dios, déjame salir de
esta.
Justo cuando me incorporo, me tropiezo de nuevo con un
cuerpo tendido en el camino. La oscuridad es tal que no lo
vi. Aterrizo con los brazos por delante, sobre el pecho del
desconocido. Tiene una herida de bala en el cuello y la
sangre le empapa la camisa. Estoy segura de que él fue
quien recibió el tiro que no me dio a mí. Me siento asqueada
y las arcadas me atacan cuando percibo el olor metálico de
su sangre. Sus ojos abiertos, el sudor de la frente y la
expresión de horror que le quedó marcada en el rostro me
perseguirán en los sueños. Toso a medida que me alejo y
me cubro la boca con las manos sucias mientras reprimo el
llanto. No obstante, cuando me enderezo, siento otra bala
pasar cerca de mi cadera. De nuevo me he salvado.
Vislumbro una colina a pocos metros y noto que varios
han empezado a subir por ahí, así que corro con todas mis
fuerzas para unirme a su fuga. Si lo logro, no me
alcanzarán. Todos los transportes que conozco disminuyen
la velocidad cuando toman una subida.
Escaparé, lo juro.
Los automóviles militares parecen pisarme los talones y a
gritos nos aseguran que no quedará ninguno de nosotros en
pie. Somos como olas del mar que viajan en diferentes
direcciones. El vestido se me enreda en las piernas y me
frustro. Quisiera arrancármelo y poder moverme con
libertad. Esto sería mucho más sencillo con un pantalón.
Una pareja que va a mi lado se agacha a recoger piedras
para tirárselas a los cristales de los vehículos. Es una
defensa poco intimidante, pero muchos los imitan y se crea
un pequeño ejército que se defiende de la muerte. No
puedo detenerme porque mis zancadas son cortas y los
otros me dejarán atrás si hay que huir, así que sigo
adelante.
Tengo la boca reseca, pero sonrío cuando veo la cima del
collado. El viento sopla con fuerza. Lucho contra él. Puedo
saborear la victoria. Cuando estoy en lo alto, se me sale un
aullido de lo más profundo de la garganta, todo se vuelve
negro por un instante y me paralizo. Me han dado en la
pantorrilla izquierda. El dolor es insoportable, la piel me
quema y caigo de rodillas con lágrimas en las mejillas. A
pesar del dolor, lucho. Repto como una serpiente y me
impulso con las manos hasta alcanzar el otro lado de la
colina y rodar cuesta abajo. Me golpeo contra la tierra, me
magullo las costillas y la hierba me corta los brazos. Todo
me da vueltas. Se me llenan los ojos de polvo. Es un infierno
cerrarlos y una crueldad mantenerlos abiertos.
Cuando al fin me detengo, trato de ponerme de pie, pero
vuelvo a caer. Estoy demasiado aturdida, herida, débil. No
puedo más. El cuerpo no me responde. Solo soy un pedazo
de carne en medio de un terreno baldío. Siento que
desfallezco, así que me quedo ahí tirada, esperando que
alguien me dé la mano.
Muevo la cabeza con lentitud para mirar hacia un lado.
No hay rastro de los lacrontters. Desde acá no se escuchan
motores ni disparos, solo los pasos de quienes también
emigran. Veo borrones, manchas que se mueven, cada una
de ellas sin ropa oscura, sin uniformes. Son los que
lanzaban piedras, ahí vienen. Suspiro, destrozada, y dirijo la
atención al cielo. Los rayos del alba ya se dejan ver en
medio de vetas naranjas, amarillas y azules, similares a la
luz de una vela, y, pese a todo mi dolor, parece que el día
me habla. El mensaje es claro: lo lograste, Emily.
****
La vida, en ocasiones, muy pequeñas ocasiones, es buena.
Para mi fortuna, la bala nada más me rozó la pantorrilla. Me
hirió, claro, pero no fue el impacto grave que imaginé. Esas
personas, los valientes de las piedras, me ayudaron.
Cargaron mi cuerpo frágil tan lejos del peligro como les fue
posible. Me llevaron hasta un pueblo cercano a la frontera y,
aunque no pude cambiarme el vestido, pues lo perdí todo,
incluyendo el silbato de Willy y los tritens que Atelmoff me
había dado, sí pude limpiarme los ojos y la cara. Ellos
compraron implementos en una diminuta botica que parecía
caerse a pedazos, me curaron la herida y me dieron de
comer. No me dijeron sus nombres, pero descubrí que se
trataba de una pareja de esposos. Ambos se quedaron allá,
en ese pueblo, y antes de despedirse me ayudaron a
conseguir un boleto de tranvía para venir a Mirellfolw.
Y aquí estoy, descalza y con la ropa sucia, pero con el
orgullo intacto.
Me da la sensación de que la capital de Lacrontte ha
cambiado. Las veredas y ciudades que vi mientras viajaba
en el tranvía no parecen haber sufrido daño alguno por el
ataque, pero la capital muestra todas las consecuencias de
la furia de la Guardia Amarilla de Grencowck. Las calles
están fuertemente custodiadas y hay guardias civiles en
cada esquina, sobre los techos de algunas edificaciones y
en los muros altos. Veo huecos en el asfalto y noto que
repararon muchos otros, pues las calles tienen parches
oscuros. Además, alcanzo a ver lugares vacíos en los que se
nota que una vez hubo algo.
La brisa helada me mueve el cabello y me eriza la piel.
Las personas que pasean por el centro me miran y las
entiendo: una mujer con moretones y rasguños, maloliente,
vestida con un trapo sucio y descalza no es una buena
imagen. Llamo demasiado la atención, así que tengo que
encontrar un sitio en donde resguardarme antes de que un
guardia me pida documentos. Me siento tan vulnerable,
inerme y desubicada que podría echarme a llorar. Soy como
un sabueso abandonado y solitario vagando por las calles.
Me pregunto cuánta gente vivirá en Mirellfolw. Sé que es
mucho más grande que Palkareth, pero desconozco en qué
magnitud.
A mi alrededor veo refugios, muchos refugios. Se trata de
edificaciones de techos altos y paredes de piedra caliza de
las cuales cuelga un letrero de metal con el nombre del sitio
y el número de personas que puede albergar en su interior.
La última vez que estuve aquí no noté estas casas de
acogida; supongo que se implementaron después del
ataque del rey Aldous. Muchos tuvieron que haberse
quedado desamparados y esta fue la respuesta del
Gobierno. Creo que puedo dormir esta noche en uno de
ellos. Es mi única opción.
De un momento a otro, siento un olor a estofado y el
estómago se enfurece. Tengo muchísima hambre y el aroma
ahumado de las especias me recuerda que me debo una
comida. Me giro, tratando de identificar el lugar del que
proviene el aroma, y me topo con una edificación de ladrillo
rojo y techo triangular cuya puerta está abierta. Alrededor
se agolpan personas con platos en las manos. Algunos están
de pie en el umbral y otros se encuentran sentados en las
escaleras de la entrada. Antes de poder hacerme una idea,
la vida me da la respuesta con la placa que cuelga del muro
izquierdo del lugar. Es un comedor comunitario.
¡Mi idea! Han desarrollado mi idea.
Jamás pensé que algo que se me ocurrió en minutos
podría materializarse. Se me agita el corazón como si
estuviera recibiendo un reconocimiento por esto, cuando la
realidad es que el crédito se lo llevó la señorita Vanir.
Aunque… ¡espera! Su nombre no se lee por ningún lado.
Como si un imán me atrajera, camino hacia el sitio,
cojeando por la herida en la pierna. El olor del romero y la
carne cocida me reciben. A pesar del frío de afuera, aquí se
siente cálido gracias a una chimenea. Alrededor hay varias
personas sentadas en el piso y comiendo de sus platos.
Poco a poco me acerco a la fila que lleva al bufé y tomo una
de las charolas de metal para que me sirvan la comida. El
olfato no me falla: es estofado.
—¿Emery Naford? —me llaman desde atrás cuando
busco un lugar en donde sentarme después de obtener mi
ración.
Ni siquiera debo volverme para averiguar de quién se
trata, pues tengo esa voz grabada en la cabeza.
¿Ya empezaron mis problemas en este reino? Todavía
recuerdo la discusión que tuvimos la última vez que nos
vimos. Me acusó de involucrarme con el rey Magnus y yo
revelé frente a él que la idea de este comedor había sido
mía, no de ella. Debe estar furiosa conmigo.
—Señorita Vanir. —Me giro con una sonrisa no muy
sincera en el rostro. Aprieto la charola para darme fuerzas,
pues sé que tendrá algo que decir con respecto a mi
apariencia. Siendo honesta, no quería encontrarme con ella
ni con nadie—. Un gusto volver a encontrarnos. Ha pasado
un tiempo, ¿no?
Se queda en silencio por un par de segundos que se
vuelven tortuosos. Me observa como si no creyera que de
verdad estoy aquí, como si fuera un espejismo, una jugada
sucia de su mente. Sigue tan bonita como siempre, con el
cabello cobrizo recogido en un moño alto como el que usan
las bailarinas de ballet y un vestido negro, ajustado y de
escote recto que combina con sus labios rojos.
—Estás hecha un desastre. ¿Qué té ocurrió?
Trago fuerte, incómoda.
—Es mi nuevo estilo. —Intento sacarle humor a la
situación, pero ella no lo capta.
—¿Es tu naturaleza soltar siempre comentarios
desatinados? —No respondo. No quiero caer en sus
provocaciones—. No creí verte de nuevo, pero aquí estás y
no entiendo cómo. Eres una persona no grata en Lacrontte
—me informa con la mirada de un águila—. Yo misma vi a
Magnus firmar la orden.
¿Una persona no grata? ¿En serio? Soy consciente de que
muchas veces me amenazó y dijo que me deportaría, pero
no creí que lo cumpliera. Además, si no quería volver a
verme, ¿para qué le pidió a Francis que me buscara?
—Espera —continúa y ladea la cabeza, confundida. Tras
un corto silencio, parpadea varias veces como si una verdad
se le hubiera revelado en la cabeza—. ¿Cómo entraste? Por
la frontera no tendrían que haberte dejado pasar.
—¿Es eso importante? —Muevo un pie con afán. Solo
quiero que me deje en paz para poder comer.
—Por supuesto que lo es. Magnus no ha revocado esa
orden y la única manera de entrar es… Ay, no puede ser. —
Me sonríe con un gesto malicioso que me resulta temible. Ya
lo dedujo, es obvio que ya unió las piezas—. Ilegal. Estás
aquí como ilegal. Entraste por el bosque Ewan, ¿verdad? Por
eso luces como un animal arrastrado y apestas igual que el
durián.
Esto no podría ser más vergonzoso. Bueno, sí. Lo único
que falta es que el rey Lacrontte cruce la puerta y se una a
las burlas de su novia. Además, ¿qué se supone que es un
durián?
—Estoy famélica, señorita Vanir. Hablemos en otro
momento.
Trato de escabullirme de sus garras, pero ella se
interpone en mi camino como un ave rapaz que no deja
escapar a su presa.
—Tu huida confirma mis sospechas. —Cruza los brazos
sobre el pecho y me observa con una mirada penetrante,
como si pudiera leer la verdad en mi rostro—. No te
preocupes, no le diré a nadie, así que no tienes por qué
verme como una enemiga, Emery.
—En el palacio usted siempre me vio como una. ¿Ya
olvidó la manera en la que me trató? —Me planto firme,
sosteniéndole la mirada.
—Y me disculpo por ello, aunque no puedes juzgarme
después de lo que vi cuando entré a la oficina.
Abro la boca para recordarle que nada pasó entre el rey
Magnus y yo, pero, antes de emitir palabra, ella levanta un
dedo para pedirme que guarde silencio.
—No tienes que explicar nada. No hace falta. Sé que no
fui la mejor anfitriona, lo admito. Sin embargo, si me das
una oportunidad, puedo demostrarte que sí soy una persona
agradable.
Su mirada se suaviza tanto que me hace dudar de si se
trata de la misma mujer recelosa con la que conviví en el
palacio. Toma mi bandeja e intenta quitármela con
delicadeza, pero al final se rinde porque ve que me aferro a
ella.
—Permíteme invitarte a mi casa. —Ladea la cabeza y la
dulzura se le refleja en los ojos. Es un gesto pequeño,
auténtico—. Allá te daré comida decente, te darás un baño
e incluso podrás quedarte a dormir si así lo prefieres. Nunca
he estado en un refugio, pero no creo que pasar la noche
acá sea muy agradable.
—Si no le molesta, prefiero quedarme aquí, señorita. —
Decido seguir mi instinto y mantenerme lejos de ella.
—No quiero presionarte y tampoco deseo que te veas
obligada a aceptar. Toma mi propuesta como una tregua,
Emery. En mi casa sobra espacio y eres bienvenida. Mis
padres están fuera de la ciudad, así que solo seremos tú y
yo. Déjame compensarte. Eso me haría sentir mucho mejor.
Me quedo en silencio por un momento. Por más que
busco una salida que no me lleve a la puerta de la señorita
Etheldret, no hallo ninguna. No tengo nada, ni un solo triten.
Suspiro y entonces le sonrío de vuelta.
—Será solo por esta noche, lo prometo —le informo. No
quiero ser una carga y mucho menos depender de ella—.
Muchas gracias por su ayuda, señorita Vanir.
—Vanir. Solo Vanir, por favor.
—De acuerdo. —Asiento—. Gracias, Vanir.
3
EMILY
¿La cara de una persona puede definir cómo lucirá su casa?
Porque es exactamente lo que siento que pasa con la
señorita Vanir o, bueno, con Vanir. La sala es lo primero que
veo al entrar. Es un espacio amplio, rodeado de muros
blancos y labrados. No me imagino cuánto tiempo se
tardaron los canteros haciendo todo el arte en relieve. El
sitio está muy iluminado por un candelabro que cuelga del
techo escayolado y cuya luz choca con una mesa de
mármol, baja y rectangular, que hay justo debajo, haciendo
brillar su superficie como los rayos del sol al caer sobre el
agua. Una gran alfombra beige está debajo de los muebles
llenos de detalles de marquetería, en los que me invita a
tomar asiento. Cuando toco la tela de algodón azul que forra
la espuma acolchada, me siento en el paraíso. Después de
caminar por días, de descansar solo sobre la tierra húmeda
del bosque Ewan, de pasar horas en los incómodos asientos
de los tranvías y de estar de pie un largo rato en la fila del
comedor comunitario, mi cuerpo agradece la suavidad de
este sillón.
—Ya mandé a preparar una habitación para ti e hice que
llevaran un vestido y zapatos también. ¿Hay algo más que
necesites?
—¿Puede verme un médico? —Me levanto la falda del
vestido y le enseño la venda, que ahora tiene una mancha
de sangre. Para mi alivio, ella acepta.
Jamás había estado tan desamparada, pues mi familia
siempre estuvo ahí con un abrazo protector que me salvaba
del mundo. Y ahora estoy aquí, sucia y olorosa, en casa de
la última persona que pensé que me tendería una mano.
Nunca voy a olvidar, Stefan, todo lo que tu obsesión me
llevó a hacer.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —pido, y ella asiente—.
¿Qué hacía en el comedor comunitario?
Suspira y se reacomoda en la silla, inquieta. Está claro
que no quiere hablar de eso.
—Bueno, es mi proyecto. Tengo que supervisarlo.
—¿Y por qué su nombre no está en...? —inquiero.
—Pedí que no lo pusieran —se apresura a decir,
interrumpiéndome—. Sería grosero llevarme todo el crédito
por la idea. ¿Ves? En el fondo no soy tan mala persona como
crees.
No le creo ni una palabra y, por el gesto de incredulidad
que le ofrezco, ella lo nota.
—Es una larga historia. Muy larga, Emily. —Se levanta de
la silla—. Creo que es mejor que vayas a darte una ducha.
Luego podremos hablar de eso. Te espero en el comedor.
****
Tomo un baño largo. En la alcoba no hay muchas cosas, solo
lo necesario. Hay un tocador junto a una de las ventanas y
la ropa que han dejado para mí está sobre un baúl de
madera a los pies de la cama. En un muro cuelga un cuadro
donde se aprecia a Vanir en un campo, sentada sobre un
banco, con el cabello rojo al aire, la espalda recta y su
mirada de soberana.
Un vestido de holanes y mangas largas celestes me
espera. No parece ser el estilo actual de la señorita Vanir,
así que supongo que se trata de algo que ella usaba cuando
era más joven, pues, a diferencia de la pieza que el sastre
del palacio de Lacrontte tuvo que ajustar para mí, este me
queda a la medida. Cuando salgo a la sala, ella ya me
espera en el comedor. El cabello mojado me deja pequeños
parches de humedad en la ropa, a pesar de lo mucho que
me esforcé por secarlo.
—Luces mucho mejor —dice con una sonrisa demasiado
amable como para venir de su boca—. Puedes comer lo que
quieras, no tengas vergüenza. Pasar tantos días en el
bosque Ewan no debe ser fácil. Eres muy fuerte, Emery.
En la mesa veo una crema de setas de la que aún sale
algo de vapor y siento el olor del ajo que han esparcido en
unas rebanadas de pan tostado. Quiero comer, lo ansío. Sin
embargo, esta vez no seré tan desmedida como una vez lo
fui en la casa real Lacrontte, pues lo último que quiero es
enfermarme.
—Hay algo que quiero que hagas por mí, Emery —me
pide cuando acabo de comer—. Es un favor inmenso que, si
me lo concedes, jamás voy a olvidar.
—¿De qué se trata? —pregunto al ver cómo juega con un
sobre beige sellado que tiene en las manos.
Fue por esto que me ofreció ayuda, estoy segura. Nada
es gratis, ya debía imaginármelo.
—Antes de llegar a ese punto tengo que confesarte que
el rey Magnus y yo no estamos en el mejor momento de
nuestra relación. Por eso estaba en el comedor. Ha ido
algunas veces después del atentado y esperaba encontrarlo
ahí.
—Entonces, ¿usted ya no va al palacio?
—Digamos que prefiero no hacerlo. Él se encuentra muy
afectado por lo del ataque y he preferido darle espacio.
Nunca creí que pudiera pensar esto, pero me
compadezco del rey Lacrontte. Me imagino cómo debe
sentirse, aunque, a diferencia de él, yo sí quisiera tener a mi
lado a la persona a la que amo. Estoy acostumbrada al
apoyo, no lo negaré, así que no podría aislarme.
—¿Y quiere que yo vaya al palacio y le entregue eso? —
Señalo el sobre.
—Sí y no. Es decir, entiendo que no puedes acercarte al
palacio por tu estatus. Es por eso que me alegra tener el
dato de alguien que no le prestaría mucha atención a ese
capricho del rey. Francis.
—¿El señor Modrisage? —Mi incredulidad se debe sentir
hasta la frontera—. Pero si él es solo su consejero. No tiene
ningún poder sobre el rey y no creo que se atreva a
desacatar sus órdenes.
Él me tuvo entre ojos cuando fui prisionera de guerra. No
me dejará ir tan fácil si me ve de nuevo. Es cierto que nunca
pudo descubrir que yo mentía, pero sabe que algo oculto y
no me quiero arriesgar. ¿Qué tal si ya lo sabe todo?
—Hay muchas cosas que no sabes, Emery, y no soy yo
quien va a revelártelas. Aun así, te informo que Francis se
toma ciertas libertades para romper algunas reglas. Magnus
lo ve como a un padre y es casi imposible que lo castigue.
Mucho menos por una tontería como no reportar a una
persona no grata como tú.
Bebo un poco de agua mientras proceso la información.
Se me seca la boca con solo hablar de esos dos hombres.
¿Acaso el señor Modrisage crio al rey Magnus después de la
muerte de sus padres?
—¿Desde cuándo es el señor Francis el consejero real? —
inquiero. Necesito confirmar mis sospechas.
—Desde el gobierno del rey Magnus V. Tras su
fallecimiento, se encargó de guiar al Magnus de doce años
para que se convirtiera en soberano.
A los quince. Eso lo sé por las clases de Historia en las
tutorías. El rey Magnus es el rey más joven que ha existido
en la última helia. Ascendió al trono a los quince años pese
a que su deber era aceptar el título desde los doce. Siendo
así, sí se puede considerar al señor Francis como su padre.
—¿Y cómo pretende que le entregue la carta al consejero
real si vive en el palacio?
—No siempre está allí. Va seguido a los refugios. Es más
probable que nos lo encontremos a él que a Magnus. ¿Me
ayudarás?
¿Debería? Lo último que necesito son problemas y esto
suena problemático. Además, Vanir es un tanto venenosa.
¿Qué tal que esto sea una trampa para que me capturen y
me saquen del reino?
—No lo sé. Me da un poco de temor. La ayudaré en
cualquier otra cosa que necesite, lo prometo.
—Entiendo tu desconfianza. Me la merezco. Pero, Emery,
eres el único medio para llegar a Magnus. ¿Crees que me
atrevería a perder a mi intermediario?
—No tendría problema en hacerlo si el camino fuera más
claro.
—Se necesita ayuda para las cosas difíciles, no las
fáciles. Y yo de verdad la necesito. Estoy preocupada por
Magnus. Sé que él no fue la mejor persona contigo, pero
está solo y no quiero que lo esté.
En eso tiene razón. El rey Magnus no fue el más
agradable, aunque tuvo sus momentos de amabilidad.
¿Merece que me arriesgue? No sé si por él, pero lo haré por
ella.
—De acuerdo. Solo dígame a qué hora quiere que vaya
en su búsqueda y la ayudaré.
—Sabía que eras buena persona. —Me dedica la sonrisa
más grande que le he visto hasta ahora. Los ojos le brillan e
incluso da un salto pequeño en su silla, emocionada—. Me
da gusto que nos encontremos. Solo una cosa más, Emery.
Tienes que decir que esta carta va de tu parte. No pueden
saber que es mía o no la recibirán. Y necesito que Magnus la
lea.
No, esto me recuerda a cuando Rose me pedía que la
acompañara a casa de los Maloney e inventara que era yo
la que iba a ver a Cedric.
—Señorita Vanir, discúlpeme, pero eso no tiene mucha
lógica. Si el señor Francis llega al palacio y le dicen que una
persona no grata le envió una carta, va a saber que yo
estoy aquí y me buscará para sacarme del reino.
—No pasará si le hacemos creer que viene desde afuera.
Yo iré a la oficina de correos y haré que parezca que la carta
fue enviada desde Mishnock. Le pondrán estampas y lo que
sea necesario, pero tú debes persuadir a Francis para que
lleve esa carta al palacio.
—Sigue sin sonar convincente. De acuerdo, Francis
acepta entregarla, pero ¿por qué él la tendría si viene desde
Mishnock? ¿Fue a la oficina de correos porque tenía una
corazonada de que una carta mía estaría allá?
—Por supuesto que no. La correspondencia en el palacio
se clasifica entre nacional y extranjera. Entiendo que no
sepas mucho de cómo funcionan las cosas aquí, a diferencia
de mí, pero créeme cuando te digo que ya me he cerciorado
de cubrir cualquier salida. Francis se encarga de leer la
correspondencia relevante que viene de Mishnock antes de
que llegue a manos de Magnus. Las cartas que envía el rey
Stefan pasan primero por los ojos del consejero y estoy
segura de que las tuyas también lo harían.
Puede tener algo de razón. Recuerdo que quien se
encargaba de comunicarse con el fallecido barón Dominic
Russo era él, Francis.
—Entonces, según lo que entiendo, el señor Modrisage le
entregará la carta si la hacemos pasar como
correspondencia extranjera que llegó al palacio. Al ver mi
nombre, la catalogará como importante y por eso se la dará
al rey de Lacrontte.
—Eres muy lista, Emery. Me agradas.
Me sigue pareciendo un plan bastante débil.
—¿Y usted cómo sabe eso? Es decir, que Francis lee los
mensajes que vienen de Mishnock.
—Magnus me lo dijo. ¿No es obvio, corazón? Soy su
novia.
Y ahí está de nuevo esa hostilidad engorrosa.
—¿Por qué no la envía al palacio y ya está?
—¡Porque no puedo!
Es obvio que hay algo que no me está contando. ¿Cómo
es que la novia del rey no puede enviarle correspondencia?
¿Y por qué Francis no puede saber que la carta va de su
parte? ¿Qué escribió acaso?
—Solo ayúdame, por favor, y te daré lo que quieras.
—¿Un trabajo? Es decir, necesito conseguir uno.
En realidad, ella no tiene que prometerme nada, pues
con lo que ha hecho por mí es suficiente, pero en este
momento debo dejar la modestia de lado y tomar cualquier
oportunidad que se me atraviese. Necesito dinero porque no
pienso vivir en esta casa por el resto del año.
—Tenemos un trato. —Me extiende la mano para que se
la estreche y, como si no me estuviera metiendo en la fosa
más peligrosa, la acepto.
****
Esta es la tercera noche que vengo al albergue a ver si
aparece el señor Modrisage. La primera tarde que llegué
aquí me dijeron que solo venía por la noche, así que regresé
antes de la hora de cenar y esperé hasta las diez, pero
nunca vino. Al día siguiente tampoco. Esta noche el reloj ya
marca las ocho y sigo aquí, sentada bajo el techo que cubre
las escaleras de la entrada, viendo el agua empapar los
andenes, bañar los tranvías funiculares y hacer que las
personas busquen refugio. Las lluvias en Mirellfolw no han
cesado y cada vez son más fuertes e insoportables, así
como el frío. El paraguas que traje conmigo gotea después
de una larga caminata que me estropeó los zapatos y me
mojó los pies. Sin importar cuántas capas de ropa use,
ninguna es capaz de abrigarme del inclemente invierno que
azota este reino, pues el viento se me cuela por las mangas.
Jamás pensé que lo diría, pero extraño el clima cálido de
Mishnock.
Tal como lo prometió, Vanir fue a la oficina de correos
para hacer pasar este sobre por una carta internacional.
Creo que quedó bien… o eso espero, pues, de otra manera,
no tendré empleo ni lugar en el que dormir. Todos estos días
Vanir me ha brindado un techo, comida y ropa. Además,
llevó al médico que le pedí y gracias a eso mi herida está
mucho mejor. Ha sido increíblemente amable, como jamás
imaginé que podría serlo, y por ello me he esforzado tanto
en encontrar al señor Francis.
—Ahí viene —me dice uno de los refugiados, señalando
un automóvil negro con el escudo del reino en la parte
delantera.
Me pongo de pie, nerviosa, y busco la carta en el bolsillo
del abrigo. Me agito como si fuera a reencontrarme con mi
padre. Bajo las escaleras, apoyándome en el barandal para
no resbalarme, y me quedo de pie en el último escalón para
esperarlo. La puerta trasera del automóvil se abre y antes
de que Modrisage saque un pie del interior, un guardia real
ya se ha parado a su lado con un paraguas para protegerlo
de la lluvia. No tarda mucho en llegar hasta donde me
encuentro. Al verme, abre los ojos con espanto. Pestañea un
par de veces y luego mira a su alrededor, como si intentara
ubicarse para comprobar que sí está en Mirellfolw conmigo
al frente.
—¿Señorita Naford? —La duda habla por él. Parece que
estuviera viendo un espejismo.
Los surcos y arrugas que tiene en el rostro muestran el
peso de los años. Parece más cansado que la última vez que
lo vi, como si no hubiera dormido mucho. Aunque, la mirada
de padre estricto que suele tener sigue ahí. Por lo demás
está igual a como lo recordaba, solo que con unos kilos de
ropa por el invierno de Lacrontte. El cabello se le levanta
por el viento y tiene la nariz rojiza. Es evidente que este no
es el primer refugio que visita esta noche.
—Un placer volver a verlo. —Le extiendo la mano. Lo
cierto es que no sé cómo empezar con esto, pero no me
parece bien solo lanzarme a entregarle la carta. Primero
debo ganarme su simpatía para que acepte llevarla.
—Me gustaría decir lo mismo. No me malinterprete —se
corrige rápido cuando levanto las cejas—. Es que usted no
debería estar aquí. Me somete a un lío moral desagradable.
—¿Se refiere a entregarme?
—En efecto. Es usted una persona no grata. Por
consiguiente, mi deber es reportarla.
—Y el mío es pedirle que no lo haga. Si estoy aquí, es
porque me obligaron. Sé que es extraño, pero ahora mismo
necesito pedirle un favor porque me urge su ayuda.
—¿Extraño? Usted se la pasa pidiendo favores. —Este
hombre es más amargo que un grano de cacao—. Dígame
qué necesita.
Le cuento todo, aunque obviando algunos detalles.
Escapé de Mishnock porque mi novio se obsesionó conmigo,
dejé a mi padre desamparado y sin información sobre mí,
crucé el bosque Ewan para alejarme del amor enfermizo de
Pharell, el nombre que le inventé a Stefan, y ahora busco
hacer dinero aquí para escapar con mi padre a otro reino.
—¿Y qué mensaje le envía al rey Lacrontte? —No mira el
sobre, pues tiene los ojos fijos en mi rostro, como si
intentara leer mis intenciones—. Si él sabe que está aquí,
pedirá que la saquen.
—No tiene por qué enterarse. En la carta solo le pido que
me quite ese estatus. Le puse estampas y sellos en la
oficina de correos para que parezca que viene de afuera. Él
nunca lo sabrá.
—Señorita Naford, me intriga saber si usted sí salió del
reino o si ha estado aquí todo este tiempo. Porque nos
tomamos el trabajo de investigar si se encontraba en
Mishnock, pero jamás pudimos comprobarlo. Y fue por eso
que se tomó la decisión de volverla una persona no grata.
¡La carta! Para eso era la carta que el rey le envió a
Atelmoff, para saber si había abandonado el reino y no me
había quedado de manera ilegal aquí. Y yo pensando que
quería encontrarme.
—Yo acaté la orden. Se lo juro.
Me extiende la mano para que le entregue el sobre y, sin
pensarlo, lo hago. Ya quiero regresar a casa de los Etheldret
y mañana muy temprano estar en mi nuevo trabajo. Bueno,
si es que Vanir me consiguió uno.
—¿Sabe que el rey solo ayuda cuando sabe que se
beneficiará? Tiene que ofrecerle algo a cambio, algo que…
—Pone los ojos en el papel beige y se queda en silencio,
detallándolo con cierto recelo, como si en vez del correo le
hubiera entregado un arma.
¿Ahora qué pasa? No está mojado ni con la tinta corrida.
El mensaje de Vanir no está expuesto. ¿Qué se supone que
mira?
—Muy convincente, señorita Naford. —Sonríe y no es un
gesto amigable, sino satírico—. Se esmeró con lo de los
sellos y estampas para que parezca que viene de afuera,
pero hay un error… Uno que no comprendo cómo no le
explicaron. Los sobres en Lacrontte tienen colores según la
procedencia. Por ejemplo: en el palacio, para invitaciones
formales y personales, se usa el blanco y para la
correspondencia militar se usa el negro. Por otra parte, los
plebeyos solo tienen a su disposición sobres de color
marrón, mientras que a los nobles se les designó el beige.
Es una cuestión de estatus, así que usted no tendría por qué
tener esto. —Me mira como un cazador y me siento
vulnerable—. Dígame, ¿de qué color es este, señorita
Naford?
Lo entiendo, ya lo noté. No hay manera de que la carta
venga de afuera cuando está dentro de un sobre que es solo
para nobles lacrontters. Si lo hubiera pedido en la oficina de
correos, me habrían dado el marrón, que está designado
para plebeyos. No tenía idea de esta clasificación. ¿Cómo se
le pudo pasar ese detalle a Vanir?
—¿Quién le dio esta carta? Y espero que no tenga que
pedirle que sea honesta.
Ni siquiera sé qué decir. No estaba preparada para un
enfrentamiento. Abro la boca, pero no digo nada y al final mi
silencio parece darle una respuesta que no hace otra cosa
más que confundirme. Es imposible que sepa que es de
Vanir, ¿o sí?
—¿Está usted durmiendo acá? —Señala la entrada del
refugio y yo niego con la cabeza—. Ya veo. ¿En dónde la
encontró, entonces?
—¿A qué se refiere? —pregunto con la voz más tranquila
que puedo impostar.
—A Vanir. ¿En dónde la encontró? Mirellfolw es
demasiado grande, así que la posibilidad de cruzarse por
casualidad en la calle es casi nula. Fue aquí o fue en… —
Ahora es él quien se queda en silencio y luego sonríe. Otra
vez ha hallado la respuesta—. El comedor comunitario. —
Exhala, como si pensar lo hubiera agotado. ¿Qué tan
seguido va ella a ese sitio como para que él deduzca que
fue ahí donde nos topamos?—. Señorita Naford, usted no
me desagrada y por ello ni siquiera notificaré su presencia
en el reino. Como sabrá, estamos reponiéndonos de un
ataque, por lo que su presencia no supone un asunto
importante para Su Majestad. Desgraciadamente, me veo
en la obligación de advertirle que no vuelva a prestarse
para las artimañas de la señorita Etheldret o yo mismo la
sacaré de Lacrontte.
Su tono es serio, amenazante. Levanta la carta y la rasga
por la mitad sin permitirme rebatir su teoría.
—Ella no…
—No se le ocurra mentirme. —Me apunta con el índice
para impedirme que continúe—. No acabe con el aprecio
que le tengo. Retírese y dígale a Vanir que se dé por vencida
de una vez por todas.
Sabía yo que algo me estaba ocultando. ¡Por mi familia!
¿Qué se supone que pasó entre ellos para que incluso
alguien tan reservado como el señor Francis no dude en
ventilar su desdén hacia ella?
Me entrega el papel roto y sube las escaleras tras
desearme buenas noches. Yo me quedo ahí, de pie, perdida
y con el corazón apretado. Si Vanir se entera de que no
entregué la carta, no va a ayudarme a conseguir empleo y
lo necesito. No me gusta mentir, pero tendré que hacerlo.
La curiosidad empieza a picarme y aunque estoy
preocupada por lo que le inventaré, también quiero saber
qué es lo que pasa, por qué ya no puede enviar
correspondencia al palacio y por qué Francis no la tolera.
Esto no pudo ser una simple discusión de pareja y mi
intuición me dice que si la placa con su nombre no está
fuera del edificio no es porque ella lo quiera así. Estoy casi
segura de que su relación con el rey Lacrontte ya terminó.
Sé que la respuesta a todas mis dudas la tengo entre las
manos. Y no quiero violar su privacidad, pero… el sobre ya
está abierto, ¿no? Es decir, está rasgado y no fui yo quien lo
hizo. ¿Eso no me haría menos culpable? Por supuesto que
no. Me molesta que, aun sabiéndolo, no se me quiten las
ganas de investigar.
—De esto depende nuestra estadía en Lacrontte, Emily —
me hablo a mí misma, convenciéndome—. Ella tampoco ha
sido sincera contigo. Es mejor saber a qué velocidad camina
el enemigo para así poner la trampa a tiempo.
Y así de fácil me lanzo al río de la curiosidad. Uno las dos
piezas de la carta y me zambullo en las letras de una
correspondencia que no me pertenece.
Magnus, amor,
Soy Vanir. Antes de que te deshagas de esta carta,
déjame pedirte tiempo. Lo merezco, ¿no lo crees? Es
injusto lo que has hecho conmigo y la manera en la
que me has tratado. Ahora vivo sumergida en la
incertidumbre. Tu silencio me acecha y ya no lo
soporto.
¿Qué fue lo que hice mal? Pienso en ello cada
minuto y no encuentro la respuesta. ¿Acaso fue algo
que dije? ¿Algo que escuchaste de alguien más? ¿O
algo que no hice y que debía hacer? Tu distancia es
tortuosa y tu rechazo es cruel. Te conozco y sé que tu
amor no se pudo haber esfumado igual de rápido que
un chasquido de dedos.
Juntos somos imbatibles. No perdamos eso.
Déjame entrar, no armes un muro en mi contra.
Déjame sacar las marañas de tu cabeza y nivelar tu
carga. Solo tienes que hablarme, decirme qué ocurrió
y prometo buscar una solución. Te amo, lo sabes, y es
por eso que quiero apoyarte en este tiempo de crisis
para el reino. Permíteme estar a tu lado en los
peores momentos, pues sabes que los buenos
siempre vienen conmigo.
Estaré en mi ventana, esperando a que dejen una
de tus cartas en el buzón.
No dejes que nos destruyan y tampoco lo hagas tú.
Con amor,
Vanir.
Tu Vanir.
Me quedo de piedra, con la boca abierta. Varios escenarios
se hilan en mi mente. La duda que tenía acaba de abrir otra.
Está claro que terminaron, pero no hay razones y parece
que ni siquiera ella sabe por qué acabó todo. ¿Qué sucedió?
¿Qué es eso que sabe el rey Lacrontte y que Vanir ignora?
4
EMILY
Ayer tiré a la basura la carta después de leerla.
Afortunadamente, lo hice de camino a casa de Vanir, pues al
llegar ella ya me estaba esperando en la entrada. La cara
de felicidad que puso cuando le inventé que sí la había
entregado me hizo sentir tan culpable que casi no puedo
dormir por la presión que sentía en el pecho. Daba vueltas
en la cama, pensando y pensando en un asunto que ni
siquiera me corresponde. Aun así, no puedo evitar
cuestionarme una y otra vez qué fue lo que pasó entre ellos.
—La señorita Vanir la espera en el comedor —me avisa la
doncella, la única que he visto aquí todos estos días. Tiene
un tono de voz tan bajo que prácticamente susurra. Es
como si siempre estuviera demasiado cansada para hablar
más fuerte.
Me calzo los zapatos y voy hasta el comedor. Espero que
quiera hablarme del empleo, pues necesito irme de aquí
antes de que descubra que el rey Lacrontte no recibió nada.
Me apresuro por el pasillo y me detengo en seco bajo el arco
que da a la sala. El corazón me da un vuelco y la respiración
se me corta mientras trato de procesar lo que tengo al
frente: dos hombres de uniforme negro con el escudo de
Lacrontte y el nombre de la Guardia Civil bordado en el
pecho.
Ellos me ven antes de que pueda devolverme. Me quedo
en blanco y paralizada. Siento las piernas de piedra y
trastabillo cuando intento alejarme.
Miro a Vanir en busca de una explicación cuando los dos
hombres avanzan hacia mí, pero ella solo me observa de
pie, a un lado del comedor, con los brazos cruzados. Uno de
los guardias me toma de la mano y me estabiliza. Me arden
los ojos de la rabia y ni siquiera tengo que hacer la pregunta
porque conozco la respuesta: me está entregando a la
Guardia Civil. ¿Acaso ya se enteró de que el señor
Modrisage no llevó la carta al palacio?
—¿Es ella? —pregunta el sujeto que tengo al lado. Es
alto, como la mayoría de los militares lacrontters, y su
agarre es tan fuerte que puedo sentir cómo me marca la
piel.
—Lo es —responde después de asentir. Tiene la mirada
dura y filosa, la misma que vi en el palacio de Lacrontte.
Son unos ojos oscuros que gritan una y otra vez que es
mejor no confiar en ellos—. Quiero que quede constancia en
el registro de que fui yo quien la entregó.
Debí hacerle caso a mi instinto. Debí quedarme en el
comedor y dormir en una banca del parque si era que no
encontraba lugar en los refugios. ¿Por qué siempre soy tan
idiota?
—Me usó —le reclamo—. Me usó como su mensajera y
ahora se deshace de mí. Es usted ruin.
—Te salvé del frío y del hambre. Deberías estar
agradecida.
—Solo tenía que pedirme que me fuera —le reprocho con
los dientes apretados.
—Espero que comprendas, Emery, que esto era algo que
debía hacer. No te lo tomes personal. Si Magnus viene a mi
encuentro, no te puede ver aquí. Eso sería traición y no
quiero que piense que soy desleal.
En el fondo ya lo sabía. Ahora me siento peor. Me niego a
llorar porque no le voy a dar el gusto de verme derrotada.
No, no permitiré que me derrote.
—Yo no entregué ninguna carta —le espeto con un tono
tan firme y tan duro que ni siquiera reconozco mi voz—. El
señor Modrisage descubrió que era un sobre de nobles, que
usted estaba detrás de esto y la rompió en dos frente a mí.
El rey Lacrontte nunca va a leer su estúpida carta. —Se le
esfuma la sonrisa—. Si me voy del reino, me llevo conmigo
sus esperanzas de que el rey venga a buscarla. Si yo fuera
usted, no esperaría en la ventana a ningún cartero.
—¿Te atreviste a leerla? —Se apoya en la mesa, iracunda.
Se tensa, frunce el ceño y respira muy fuerte.
¿Cómo se atreve a enojarse después de lo que ha hecho?
No respondo, solo le sonrío. Diría que estamos a mano,
pero definitivamente ella ha ganado. Esto es peor que leer
correspondencia ajena, esto es cruel e injusto. Ella no sabe
por qué vine aquí y no sabe por todo lo que he pasado, lo
que he sufrido y lo que sufriré si regreso a Mishnock. No
puedo permitir que me saquen del reino. Me aferraré a
cualquier posibilidad y haré lo que sea, pero me quedaré
aquí. No voy a retroceder después de haber peleado tanto.
****
De camino a la estación de la Guardia Civil no dije ni una
palabra y me limité a morderme los labios para evitar las
lágrimas y pensar con calma en qué hacer a continuación.
Tenía claro que nada de lo que dijera iba a convencer a
estos hombres de dejarme ir, así que, después de buscar
desesperadamente algo que me ayudara a salir de este lío,
lo encontré: Francis. Él dijo que el rey Magnus solo ayudaba
a las personas que le dieran algo útil a cambio y, aunque lo
que tengo es poco, debo intentarlo.
—Tengo derecho a comunicarme con alguien —les grito a
los guardias, agarrándome fuerte de los barrotes—. Y quiero
que esa persona sea el consejero real, el señor Modrisage.
—Aquí las personas no gratas no tienen derecho a nada
—me responde uno de ellos, pero no sé cuál. Todos me dan
la espalda y siguen en sus labores sin siquiera a mirarme.
—Tengo información sobre el rey Silas, lo juro.
Y es ahí cuando uno de ellos se gira. Tengo una
oportunidad, una en un mar de desesperanza, así que debo
usarla bien.
—Si la tiene, suéltela ahora. —El hombre camina hacia mí
a pasos agigantados, se detiene a unos centímetros de los
barrotes y me apunta con el índice. No hablo. No le diré
nada a nadie que no sea Francis y se lo hago saber—. ¿Y
qué quiere que le digamos? —continúa tras mi negativa—.
¿Que lo hagamos venir porque una inmigrante quiere hablar
con él? ¿Cree que es así de fácil?
—Sí, es justo lo que quiero. Una inmigrante llamada
Emery Naford. Él sabe quién soy y no dudará en venir.
Eso último no me consta, pero pongo toda mi fe en que
lo hará. Es mi única salida para no caer en el abismo. El
sujeto me mira con unos ojos tan oscuros como su uniforme.
Sé que duda, por lo que debo mostrarme tan segura como
pueda. Le sostengo la mirada y le repito cuán valioso es eso
que tengo para decir. De pronto se aleja y va hacia uno de
sus compañeros. Lo veo susurrarle algo en el oído, haciendo
que el otro guardia se vuelva hacia mí. Con él también
mantengo una postura firme a pesar de que quiero
esconder la cabeza debajo de mi falda. Ambos se alejan y
me quedo rodeada de otros hombres que, aunque no me
determinan, no pueden verme flaquear.
Han pasado unos treinta minutos y ellos no han
regresado con ni sin el consejero real. Siento tanta angustia
que me falta el aire y me mareo, así que me veo obligada a
sentarme con los ojos cerrados en el incómodo catre de lona
que hay en la celda.
—Señorita Naford. —Escucho de repente. Abro los ojos y
me levanto casi de un salto.
El señor Francis está frente a mí. Está dentro de la celda,
conmigo. A su espalda veo la reja abierta y a un par de
guardias reales, así que no intento escapar. Sería estúpido.
—¿Se encuentra en este mundo? —pregunta al notar mi
silencio, y yo asiento. Tiene las manos detrás de la espalda
y supongo que están enlazadas, algo que inevitablemente
me recuerda a Stefan—. Déjeme adivinar, la señorita
Etheldret la entregó a la Guardia Civil.
—Aun cuando su rostro es tan serio como siempre, soy
capaz de reconocer en su voz la ironía, la burla.
—Por favor, no se ría de mis desgracias.
—De acuerdo. Entonces dígame a qué he venido.
—Tengo información sobre el…
—Eso ya lo sé —me corta el discurso—. Lo que le
pregunto es qué quiere a cambio. Porque estoy seguro de
que no revelará nada sin recibir algún beneficio. ¿Espera
que le quite su estatus? Eso no es algo que esté dentro de
mis posibilidades. Solo el rey Magnus puede deshacer lo que
él mismo hizo.
—Entonces lléveme con él. Usted conoce mi historia. Sé
que le mentí con respecto a la carta, pero todo lo que le
conté es cierto. Necesito estar aquí, por favor, permítame
intentarlo.
Se sume en un silencio que me resulta eterno. ¿Qué
tanto piensa?
—Espero que de verdad sea algo digno de llevarla al
palacio, señorita Naford. Y, por favor, no se le ocurra
comentar nada sobre Vanir. Es un tema prohibido,
¿entendido?
Una luz mínima de esperanza se enciende, y sé que la
haré crecer. Respecto a esa mujer, ni siquiera tiene que
pedirlo. No perderé ni un segundo mencionando su nombre.
Ella es ahora la persona no grata para mí.
****
El palacio de Lacrontte. ¿Qué puedo decir sobre él? Sigue
siendo tan majestuoso como lo era durante el tiempo que
estuve aquí. El jardín continúa extendiéndose sin una sola
flor, el lago bajo el puente arqueado parece cristalizado y
las escaleras y columnas de la entrada se encuentran en
perfecto estado. Si algo resultó dañado en el ataque, se
esmeraron en repararlo para que no se notara. Cuando
entramos, de inmediato escucho las voces normales del
ajetreo palaciego. Las doncellas van y vienen, los custodios
vigilan cada puerta y ventana como si fueran estatuas y el
fresco que desde el primer momento me llamó la atención
sigue allí, por lo que me es imposible no levantar la mirada
al techo para volver a verlo. Los recuerdos me golpean y
pasan a un primer plano en mi cabeza. Me veo aquí,
caminando, riendo, llorando y tolerando al rey Magnus.
Siento un olor refrescante que en realidad no huele a nada,
como si estuviera compuesto de notas transparentes.
Tendré que preguntarle a papá si eso es posible. Y es que
solo puedo compararlo con el aroma que queda en la piel
después de salir de la ducha. Es el olor de las cosas limpias,
supongo. Y no es de extrañar, pues recuerdo que Luena me
dijo que Su Majestad no aceptaba una fragancia distinta a la
que él usa.
Subimos al segundo piso y entiendo el sitio al que va a
llevarme: la oficina real. Al llegar, Francis me pide que
espere afuera mientras se autoriza mi visita. En ese instante
siento un cosquilleo extraño, no sé si por temor, nervios o
ambas cosas. Del otro lado de la pared se encuentra el rey
Magnus, mi enemigo, mi verdugo e, irónicamente, mi
compañero de aventuras en Grencowck. Nos volveremos a
ver después de todo este tiempo, de la muerte del hermano
de la reina, de haberle prometido que nunca regresaría y,
como si no fuera suficiente, nos veremos ahora que yo
tengo el corazón roto y él… bueno, parece que él también.
—Puedes pasar. —Francis se asoma por la puerta
entreabierta y hace un ademán con la mano para que lo
siga.
Tengo la sensación de que el pecho se me encoge
cuando empiezo a caminar. Junto las manos con nervios y
entro. Entonces lo veo allí, sentado frente a su escritorio,
que está lleno de papeles, plumas y tinta. La luz de la
lámpara que cuelga en el centro de la oficina le ilumina el
cabello, haciéndolo ver un poco más rubio. El par de iris
esmeraldas que evocan un bosque ya me están observando,
pero en esta ocasión no hay brillo o vigorosidad, pues su
mirada luce cansada, apagada, como la de un militar que ha
visto tanta muerte en la guerra que ahora solo puede
reflejar tristeza. Tiene ojeras profundas, moradas y, pese a
que la expresión de su rostro sigue siendo dura, es evidente
que no la ha pasado bien en estos días. El ataque de
Grencowck lo afectó más de lo que imaginé. Es decir, sabía
que debía estar mal, pero su cara es la misma de quien ha
salido del purgatorio.
—Majestad. —Hago una reverencia mientras escucho
cómo la puerta se cierra a mi espalda. Francis se ha ido,
estamos solos—. Es un gusto volver a verlo.
—Otra vez usted, ¿quién lo diría? Me aseguré de tomar
medidas para no volver a verla, pero la tengo en mi oficina.
—Su tono es igual de frío que el invierno de esta ciudad—.
¿Acaso me extrañaba?
—No estaría aquí de no ser necesario. —Me quedo cerca
de la entrada. No quiero mover un pie sin su autorización.
Este hombre es volátil y hoy no estoy en condiciones de
tentarlo.
—¿Ahora se cree estatua? —Señala la silla frente a su
escritorio—. Ya Francis me dio algunos detalles, pueblerina.
Solo pida lo que quiere y deme la información. Más le vale
que esta vez sí tenga algo interesante que decir.
No hay malicia, sarcasmo o burla en su voz.
—¿Se encuentra usted bien? —No puedo evitar la
pregunta. No es el mismo rey que recuerdo. Bueno, sigue
siendo una muralla, pero es como si sus muros ahora
estuvieran resquebrajados.
—Estoy seguro de que no ha venido a eso, señorita
Naford. Tiene cinco minutos. Aprovéchelos.
Tomo asiento y él me sigue con la mirada. No toco nada
de su escritorio. Su humor no me genera confianza y siento
que va a estallar en cualquier momento, así que me muevo
con cuidado. Me aliso la falda del vestido para tener tiempo
de agarrar valor antes de hablar.
—Le daré información del rey Silas a cambio de que me
permita quedarme en Lacrontte.
—¿Recuerda la última vez que estuvo aquí, Naford? Fue
justo en este lugar, contra mi escritorio —Asiento en
respuesta. Ya sé a dónde va. No va a perder la oportunidad
de sacarme en cara cada una de mis palabras—. Usted se
moría por regresar a Mishnock y ahora pide quedarse. No
me parece que sea el tipo de persona que se une a las filas
enemigas.
—No lo haría si no fuera necesario. Pharell y yo ya no
estamos juntos. —La voz me sale plagada de decepción,
como si aún tuviera una espada atravesada en el corazón—.
Digamos que no se ha comportado como el hombre que
imaginé que era.
—¿Vino a hablarme de Pharell, señorita Naford? —Su
tono no cambia ni un poco al escucharme. Es implacable y
no hay manera de derrumbar sus muros para que me
comprenda.
—Me gustaría que me entendiera. Se ha mostrado
obsesivo, aleja a mis amigos y hace cosas inimaginables
para que estemos siempre en el mismo lugar. Me ha hecho
una infeliz que ya no tiene tranquilidad y no quiero vivir así.
—Suena como un maldito.
—Ahora lo es.
Se queda en silencio, pero no me incomoda. Parece que
está pensando, sopesando mi propuesta. Baja la mirada
hasta la pila de papeles desordenados y manchados de tinta
que tiene frente a él y se concentra en ellos como si yo no
estuviera aquí. Aprovecho su distracción para mirarlo. Por
algún motivo es raro estar cerca de él nuevamente. Veo que
tiene la esclava en su muñeca, escondida debajo de la
manga larga. Mueve las manos por encima de los papeles y
me fijo en sus anillos y en la cadena que se le pierde debajo
de la camisa negra que lleva puesta. Puedo sentir su
fragancia, su respiración tranquila. Es muy apuesto, no lo
negaré.
—¿Le gusta lo que ve, pueblerina? —Levanta la cabeza,
pues ha notado mi acecho silencioso. Desvío la vista,
avergonzada. ¡Por mi vida! No quiero darle ningún motivo
para que inicie con su actitud arrogante—. Pensé que venía
a hablar y sigue ahí, en silencio, lo cual es curioso porque
no puedo borrar el recuerdo de lo fastidiosa que era por no
saber cuándo callarse.
—No quería interrumpirlo.
Ay, cómo me gusta humillarme con esas respuestas. Es
la excusa más tonta que me he inventado… Y eso que lo de
ser vidente también fue patético.
—¿Interrumpir qué? Si lo único que estoy haciendo es
esperar a que empiece a hablar. No tengo mucho tiempo,
Naford, y me lo está haciendo perder.
—Primero quiero que me prometa algo. Y ya sé que usted
no hace promesas —digo rápido cuando veo que quiere
abrir la boca para replicar—, pero esto sí es necesario.
Quiero un permiso para vivir aquí de manera legal.
—Solo le daría algo así si me diera la ubicación exacta de
Silas.
—Tengo algo muy bueno que puede ayudarlo a
encontrarlo. Sé que el rey Silas amenaza a la reina Genevive
para que no se divorcie de él.
Le prometí a Stefan muchas veces no contar los detalles
que me revelaba, pero él también prometió no romperme el
corazón y lo hizo, así que me niego a sentirme como una
traidora.
—Tiene toda mi atención. Sorpréndame.
Se inclina sobre la mesa, atento a mis palabras. Se le
iluminan los ojos y pienso que ya dejaron de ser el bosque
sombrío de antes para competir con el verde de una aurora
boreal. Su mirada me hace sentir diminuta, igual que esas
figuras de cerámica encerradas en una bola de cristal.
—¿No dirá nada? —Su tono es suave, aunque directo—.
¿Prefiere seguir observándome en silencio? Porque no hay
manera de que le quite la mirada de encima cuando sé que
tiene ese dato consigo. ¿Qué es eso con lo que la amenaza,
Naford?
¿Cómo le digo que no tengo la menor idea?
—Ese es el problema. No lo sé, no creo que nadie más
que ellos dos lo sepa. Pero si usted da con ello, puede hacer
que la reina traicione al rey Silas y le dé su paradero.
—Señorita Naford, no se haga la graciosa. Esa
información no me sirve para nada. —Se levanta de la silla
como un rayo—. Si ni siquiera sabe qué es, ¿cómo se enteró
de eso?
—Por Pharell. Él trabaja en el palacio y ahí lo escuchó. —Y
no es del todo mentira.
—Entonces creo que es mejor ofrecerle un trato a él que
a usted.
Me hundo en mi asiento, entristecida, y no porque no
quiera ayudarme, sino porque piensa que es mejor aliarse
con alguien que sabe que ha sido cruel conmigo. Bajo la
mirada, esforzándome por no llorar. No quiero que vea cómo
se me empañan los ojos.
—No lo digo en serio, pueblerina. ¿Siempre es así de
susceptible? —Asiento, dispuesta a no dar muchas
explicaciones. Él suspira, como si ya se esperara esa
respuesta—. Por la información que me dio, lo único que
puedo ofrecerle es quitarle el estatus de persona no grata.
Con eso estoy siendo bastante amable, Naford. ¿Sabe
cuándo fue la última vez que fui amable?
No contesto y él tampoco continúa. Se pierde en sus
pensamientos y se le ensombrecen los ojos. Es claro que
está recordando algo amargo. ¿Qué podrá ser? ¿El atentado
de Aldous o algo de la señorita Vanir?
—Puede retirarse —dice tras unos segundos de silencio.
¿Ahora qué pasó?
—¿Ya? No, es decir, majestad, yo quisiera quedarme de
manera legal. Si usted pudie…
—¡Que se retire, Naford! —me corta, enojado.
—No quiero molestarlo. Solo necesito un permiso para
poder trabajar. O, si le parece, puede darme el código postal
del palacio del rey Gregorie, así podré enviarle una carta. Él
dijo que las puertas de Cromanoff siempre estarían abiertas
para mí.
—¿Eso dijo? —Levanta una ceja, incrédulo—. Retírese,
Naford, antes de que cambie de opinión. —Niego con la
cabeza. No puedo irme de aquí sin ese permiso—. Fui muy
claro. —Rodea la mesa hasta llegar al otro lado, donde me
encuentro—. Estoy siendo benevolente, no pierda el
beneficio.
Me toma del brazo y de un tirón brusco me obliga a
ponerme de pie. Levanto la cabeza para mirarlo. Está cerca,
aunque no tanto como para invadir mi espacio personal. Me
molesta su actitud, y no porque me intimide, sino porque se
impone sobre mí, como si yo no valiera nada. Y, pese a que
guarda su distancia, no hace lo mismo con su enojo, que
arde en sus ojos.
—Solo le pido un favor. No quiero causar problemas —
insisto en voz baja.
—¿Quién le dijo que los reyes hacen favores?
—Error mío, entonces. Lo supuse porque fue usted el rey
que me tomó de la mano y me llevó a su habitación porque
yo tenía frío. Eso fue un favor —comento y de inmediato me
arrepiento. ¿Por qué siempre tengo que abrir la boca?
—¡Fuera,
Naford!
Ahora
mismo
—me
ordena,
haciéndome sentir como un peón.
—Una oportunidad, majestad. Con dejarme vivir aquí no
corre el riesgo de que le usurpe su lugar, no seré una piedra
en su camino y no me convertiré en reina solo por transitar
sus calles. Permítame quedarme.
Me clava la mirada con la intención de intimidarme, algo
que no le permito. Me quedo firme, sin retarlo. Solo lo miro,
esperando su compasión. De repente veo cómo levanta un
brazo y se acerca a mi cara o, más bien, a mi cuello. No me
muevo, esperando el contacto, pero se detiene antes de
enrollar sus dedos como una serpiente en la rama de un
árbol. ¿De verdad iba a hacerlo? ¿Por qué? ¿Cuál es su
fijación? No me asusta, lo digo en serio, solo me intriga. Y es
que, si me concentro lo suficiente, soy capaz de recordar la
sensación de su mano sobre mi garganta esa tarde en el
cuarto de baño de su habitación.
Él se da cuenta de lo que quería hacer. Lo noto por la
forma en que frunce el ceño, desconcertado por el impulso.
Da unos pasos atrás, como si lo asustara la reacción de su
cuerpo. Se crispa y se da la vuelta. Camina hasta la salida y,
sin pronunciar palabra alguna, abre la puerta. Quiere que
me vaya.
—Retírese y ya no insista más.
Podría quebrarme. Juro que podría. No lo haré, no
insistiré, porque este hombre no merece que le entregue mi
dignidad para que la pisotee con su título o nacionalidad.
Puede tener una corona grande y brillante sobre la cabeza,
pero esa pieza no lo hace mejor que yo. No vale más por
eso.
—Bien. —Voy hacia él, dispuesta a retirarme—. Pero que
no se le olvide que vive usted cómodamente gracias a las
riquezas que se ha robado de mi pueblo. Y luego tiene la
osadía de despreciarnos como si fuéramos nosotros los que
venimos a apoderarnos de lo ajeno. Se lo lleva todo y
después bloquea la entrada cuando uno de los tantos a los
que ha hecho miserables le pide una oportunidad.
Me marcho con la indignación latente. Esto no me va a
detener. Será difícil, pero no imposible. Además, si pude
cruzar el bosque Ewan, puedo sobrevivir de manera ilegal
aquí.
Llego al primer piso y cruzo el vestíbulo. Tengo que
marcharme antes de que se arrepienta y pida que me
apresen.
—Señorita Naford. —La voz del señor Modrisage me
detiene en las escaleras de la entrada.
Dudo entre huir o detenerme, pero opto por la segunda
opción cuando me llama de nuevo. Me vuelvo y lo veo
caminar con prisa hacia mí. Noto que tiene un papel en la
mano derecha y me aferro a la última pizca de esperanza
cuando veo que viene con una sonrisa tan diminuta como
un grano de sal. Se detiene a poca distancia y me extiende
lo que trae consigo.
—No sé cómo ha conseguido convencerlo, pero lo hizo.
Felicidades. Es la segunda vez que hace esto por
mishnianos.
¿La segunda vez? ¿Quiénes fueron los primeros? Un
momento, ¿a qué se refiere con que he logrado
convencerlo? Lo miro en silencio, dándole espacio para que
continúe. Creo que no estamos en la misma hoja del
periódico y necesito que me explique la noticia.
—Su permiso de residencia. Se lo ha otorgado.
¿La vida puede ser más cálida en invierno? Porque así me
siento en este momento. Sonrío y no logro creer que el
dueño de ese gesto sea el rey Lacrontte. El corazón se me
sacude, frenético, el vacío del estómago desaparece y me
lleno de paz.
—¿Habla en serio? —Sueno tan incrédula que hasta
puedo rayar en lo ofensivo.
¿Cómo pasó? Lucía tan convencido que no comprendo en
qué momento cambió de opinión. La verdad es que no me
importa. Juro por mi familia que podría abrazarlo hasta no
poder más, aunque no se lo merezca, aunque me haya
hecho llorar. En el fondo este hombre no es tan malo. Es
decir, sí lo es, pero hay algo ahí flotando, una pizca de
bondad que no ha permitido salir. Y la veo, opaca como la
luz final de una vela a punto de apagarse, pero allí está,
esperando que un pabilo nuevo se acerque y le ayude a
encenderse.
—Con esto solo debe ir y oficializar su permiso de
residencia temporal. Se lo darán por tres años. Después de
eso no podrá renovar la residencia y tendrá que salir del
reino. Además, debe presentarse en el palacio cada noche
por tres meses.
—¿Disculpe? ¿Eso es parte del trámite?
—No, no lo es. Según lo que entendí, esa será su manera
de compensar el favor que se le ha hecho. Lo pagará
trabajando en el palacio. Su cita será de siete a diez de la
noche en la oficina real, así que mejor no falte. No
cuestionemos nada, solo acatemos las órdenes.
Quizás perdí la cabeza, pero eso suena a una excusa
tonta para verme. Y es que ¿para qué quiere que vaya a su
oficina cada noche si hace unos minutos ni siquiera me iba
a permitir quedarme en el reino? Seguro me hará la vida
imposible, me hará pagar cada supuesta ofensa.
—¿Y qué cosas haré?
—Eso no lo sé. Lo descubrirá usted cuando venga. Nos
vemos mañana, señorita Naford.
5
EMILY
Oficialmente soy una residente de Lacrontte.
Desde que me la entregaron esta mañana, no puedo
dejar de mirar la pequeña tarjeta rectangular con mi
permiso de residencia. Todo gracias al amargado. Creo que
ya me agrada un poco más. En el momento en que firmé,
supe que las cosas irían bien y que nada podría arruinar
este día, ni siquiera la lluvia que cae a cántaros. Voy
corriendo por las calles de Mirellfolw, levantando el agua
que se acumula. El cabello se me pega a la cara y el abrigo,
el mismo de ayer, ya tiene el ruedo hecho un desastre.
Anoche dormí en uno de los refugios y me pasé el día
buscando un empleo que no he conseguido, cosa que, a
decir verdad, carece de importancia hoy. Tengo algo
pendiente, algo que le debo a mi dignidad. Puede ser una
tontería, pero es una espina que debo sacarme para sangrar
y luego sanar. Es por eso que estoy frente a la casa de Vanir
tocando el aldabón.
La puerta se abre y aparece en la entrada su doncella,
que se sacude un poco de harina de las manos. Al verme
abre los ojos como si tuviera al frente un espectro de algún
familiar.
—Buenas noches. Por favor, ¿puede llamar a la señorita
Etheldret? —Le dedico mi mejor sonrisa, augurando lo que
se aproxima.
La mujer se toma unos segundos antes de reaccionar e ir
en busca de mi objetivo. Las palmas de las manos me pican
y siento la adrenalina en el estómago, como un subidón de
energía que llega a marearme. Me planto firme bajo la
entrada techada por más tiempo del que me gustaría y
aprieto con los dedos el permiso de residencia, lista para
mostrarlo. El cabello rojo de Vanir se asoma por la puerta un
rato después y, por cómo se paraliza al verme, puedo
deducir que la doncella no le informó que se trataba de mí.
Retrocede, intentando escapar. Frunce el ceño, sale de la
casa y empieza a mirar hacia los lados y a la calle detrás de
mí, supongo que buscando guardias civiles.
—He venido sola —le aclaro la duda que la ataca—. Nos
volvemos a ver, aunque no creo que lo esperara, ¿verdad?
—¿Te escapaste? —La incredulidad la domina—. ¿Cómo lo
hiciste? Eres como una rata escurridiza.
—¿Yo soy la rata?
—Voy a llamar a la Guardia Civil.
—Hágalo, llámelos. Debí traerlos conmigo, así nos
ahorrábamos tiempo. Y no, no me escapé. Quería sacarme
del reino, pero aquí estoy y no porque sea una prófuga. —
Levanto la tarjeta a la altura de mi rostro para que la vea—.
Ahora soy residente. Paradójicamente, esto se debe a usted,
de modo que gracias una vez más.
La veo palidecer. El brillo y la seguridad se le esfuman
del rostro. Abre la boca y vuelve a cerrarla. Puedo imaginar
todo lo que se le está pasando por la mente ahora mismo:
rabia, incredulidad, frustración.
—¿Cómo lo obtuviste? —Su voz no es más que humo—.
¿Qué inventaste?
—No tengo por qué darle explicaciones. Fue una vil
traidora. Creí en su solidaridad, pero solo me usó para su
beneficio. Quiere derrumbarme, pero no podrá conmigo.
Recuerde bien mi rostro, Vanir. Grábeselo porque seré el
mayor de sus tormentos. Lo juro.
—No tienes derecho a reclamarme nada. Pagué por tu
favor más de lo que debía. Y no me has respondido cómo
hiciste para tener eso.
Señala el permiso con un odio que solo he visto en los
ojos del rey Silas. Me lo guardo en el bolsillo interior del
abrigo antes de que se le ocurra arrebatármelo y romperlo.
De esta mujer puedo esperar cualquier cosa.
—El rey me lo otorgó. —Sonrío y es un gesto tan amargo
como el café—. Tal parece que es más bienvenida una
mishniana en el palacio que la exnovia del rey. Me pregunto
por qué será. Le deseo una gran vida, Vanir, pero le aseguro
que la mía será mucho más placentera.
—Podrás quedarte, pero siempre serás una mishniana
para el resto de nosotros. Yo, en cambio, soy lacrontter, hija
de barones. No estamos en la misma posición así vivamos
en el mismo reino. Y si ya terminaste con tu espectáculo, te
pediré que te largues de aquí.
—De acuerdo. No le quito más su tiempo. Si me disculpa,
hay una cita en el palacio que debo cumplir. Buenas noches.
Entonces vuelve a palidecer, como si la sangre se le
hubiera congelado. Se le oscurecen los ojos y aunque
intenta mantener la compostura, noto como se le blanquean
los nudillos por la fuerza con la que aprieta el marco de la
entrada.
—¿A qué irás al palacio? ¿Vives ahí de nuevo?
Vuelvo a sonreír. Esta vez el gesto es genuino y me llena
de regocijo. Aquí está, la siento en mis dedos: la victoria.
—Hasta pronto.
Vuelvo a la calle, a la lluvia, tan rápido como puedo y,
para mi sorpresa, ella me sigue. El agua empieza a
arruinarle el peinado y le llena el vestido de gotas pesadas.
Voy salpicando por los charcos a medida que me alejo,
aunque Vanir continúa siguiéndome los pasos.
****
Veo a los guardias reales a medida que me acerco al
palacio. Ellos, a diferencia de mí, tienen paraguas y un
uniforme de invierno que los protege del clima y el
aguacero. Sus pesados abrigos impermeables, los guantes y
los sombreros militares de piel los mantienen calientes,
mientras que yo me muero por al menos una toalla. Perdí el
rastro de Vanir justo después de cruzar la esquina de su
vecindario. Parece que se evaporó en el aire o se desintegró
igual que el algodón de azúcar. Miré por encima del hombro
mientras cruzaba el puente de armas y comprobé que ya no
estaba. Sin embargo, metros antes de llegar a las rejas
doradas, un carruaje se me atraviesa y de él se baja ella.
Tiene la ira en los ojos y el vestido pegado a las piernas. Se
ha vuelto demente.
—No vas a entrar ahí. —Camina hasta mí con pasos
largos y me detengo, impactada por su emboscada—.
Desde el primer momento en que te vi supe que serías un
problema y no me equivoqué. No sé cómo hiciste para
convencer a Magnus de dejarte quedar, pero a mí no me
convences.
—No tengo que convencerla de nada. —Hago acopio de
mi valentía e intento rodearlos a ella y a su llamativo
carruaje, pero se vuelve a interponer.
El frío me hiela el cuerpo y el miedo se abre espacio.
¿Cuál es su problema? ¿Por qué vino hasta aquí? El paje y el
cochero tienen la vista puesta al frente, ignorando la escena
que se desarrolla a escasos centímetros de ellos, mientras
la lluvia los cubre sin misericordia. Me toma de la mano con
fuerza e impide que me mueva. La paciencia se me agota,
igual que su raciocinio. Me zafo con un movimiento brusco y
corro los pocos metros que me faltan hasta llegar a la casa
real.
—Quiero que te alejes del palacio —me advierte,
viniendo tras de mí.
Los guardias me permiten entrar cuando me acerco.
Abren las rejas y las cierran cuando he cruzado. Qué ironía
de la vida. Antes siempre me detenían para preguntarme si
tenía cita y ahora me dejan pasar sin mediar palabra. Uno
de ellos reacciona cuando ve las intenciones de Vanir. La
toma por la cintura y le da una orden directa que ella
ignora, resistiéndose.
—Voy a tenerte vigilada, Emery Naford. —Me señala,
aferrada a los brazos del guardia y con el agua que le baja
por el rostro—. No conoces ni la mitad de toda la muralla
que encierra este problema.
¿De qué problema habla? ¿Su ruptura con el rey o hay
algo más?
—Vete —grita, como advirtiéndome sobre un peligro—. Te
lo digo por tu bien, obedece. Esta no es una vida que te
corresponda.
Empiezo a caminar de espaldas y sin quitarle la mirada.
Está dando un espectáculo que llama la atención de las
pocas personas que transitan por la calle.
—¿Está segura de ello? —le hablo a la distancia—. Yo soy
quien está dentro y usted sigue al otro lado.
Por supuesto que sé que estar en el palacio y convivir
con el monarca enemigo no es algo que deba hacer. No es
mi lugar y ni siquiera deseo estar aquí. La cosa es que no
pienso darle la razón. Ella es mala, mala hasta en el último
de sus cabellos, y no permitiré que me rebaje.
Me doy media vuelta y sigo directo al vestíbulo principal
sin importar cuántas veces me pide que me detenga y
salga. Ha perdido los estribos y la cordura.
Camino por los pasillos del palacio y el reloj marca las
siete y veinte. Ya puedo imaginar la reprimenda que me
espera cuando pase a la oficina. Subo las escaleras como un
tornado y me peino el cabello mojado en un intento por lucir
decente, cosa que no logro. Uno de los guardias de la puerta
me ofrece un pañuelo y le sonrío como agradecimiento.
Debo verme muy mal si ha roto el protocolo. Antes de
entrar, me seco la cara y los brazos.
—Buenas noches, majestad. —Hago una reverencia con
prisa, aunque parezco un pájaro empapado.
Este lugar se siente cálido. No sé si se debe al cuero de
los muebles, la madera de las paredes o la alfombra gruesa
que tengo bajo los pies. Puede ser eso o la presencia del rey
Lacrontte y su aura amenazante. Hoy está donde supuse
que estaría: sentado en su escritorio con un montón de
papeles delante. La misma escena de ayer. Me pregunto
qué tanto hará y por qué la pila de hojas no parece
disminuir. Levanta la vista de su desorden y me mira de
arriba abajo, tan inexpresivo como de costumbre.
—Gran presentación personal —dice con la voz cansada.
—Es que está lloviendo —comento lo obvio.
Se vuelve para mirar por la ventana y ver la lluvia caer a
cántaros, deslizándose por el cristal.
—¿Quién lo diría? Tiene razón. —La ironía del tono es tan
filosa como una daga.
—Nada de lo que diga va a amargarme, majestad. Estoy
muy feliz por ser residente. Por cierto, permítame
agradecerle su ayuda.
No contesta y devuelve la vista a su escritorio,
ignorándome. Tiene las mangas de la camisa recogidas
hasta los codos y el cabello despeinado, como si hubiera
estado en una pelea, aunque no se ve agitado, así que el
desorden se lo atribuyo a que quizás se haya pasado las
manos por la cabeza más de una vez. Hoy no luce como el
rey rígido de porte inmaculado, sino como un hombre lleno
de pendientes al que el tiempo no le tiene compasión. Abre
uno de los cajones de la mesa y saca un reloj de mano. Lo
sabía: no dejará pasar mi tardanza.
—Llega usted tarde.
—No volverá a pasar. Y me quedaré hasta las diez y
veinte para compensarlo. ¿Hay algo que quiera que haga?
Señala el librero que hay en la pared izquierda.
—Repisa número seis. Paz armada, tomo II. Parte uno,
primer capítulo. Léalo.
¿A eso vine? ¿A leer?
Voy en busca de lo que ha pedido y me encuentro un
libro grueso, encuadernado en cuero rojo y con letras
doradas grabadas que ya se han empezado a borrar. No me
imagino cuántas veces lo ha leído. Pesa y por poco se me
cae de las manos. Me siento en una silla, me lo pongo sobre
las piernas y comienzo a leer una vez hallo la página inicial.
Sigo sin creer que me haya traído para esto. Y yo que
pensaba que se me ocurrían cosas tontas, pero el rey
Magnus me hace competencia.
****
Han pasado casi cuarenta minutos en los que he leído sin
parar y él ni siquiera parece estar escuchándome. No
levanta la cabeza, no me mira y sigue concentrado en sus
papeles, leyéndolos, tachando, escribiendo y tirando a la
basura unos cuantos. Está en su mundo, perdido, y yo
parezco una niña que recién ha aprendido a hablar y ahora
no puede parar de hacerlo. Tengo la garganta seca y la vista
me pide un descanso. La letra de este libro es pequeña y los
párrafos son larguísimos. Es casi una tortura.
—¿Puedo tomar un descanso? —cuestiono, pero no me
responde.
Debajo del alféizar de la ventana hay un pequeño bar y
la jarra con agua me está llamando a gritos desde los
primeros quince minutos de lectura. A pesar de que le
pregunto si puedo servirme un poco, no me contesta, así
que me levanto; sin embargo, antes de dar el primer paso,
ya me tiene sujetada por la muñeca. ¿Ahora sí me prestará
atención?
—No la he autorizado a moverse.
—Le pregunté si podía, pero usted no habla. Y si ahora lo
hará, por favor, dígame qué es lo que hago aquí, pues es
imposible que me presente aquí por tres meses solo a leer.
—Es una tarea sencilla. ¿No cree que pueda con ella? —
Por fin levanta la cabeza y me mira desde abajo. ¿Quién lo
diría? Por primera vez soy más alta que él.
—Más que una narradora, creo que necesita compañía.
Me suelta, ofendido, como si hubiera injuriado a sus
antepasados.
—No soy amante a la compañía, Naford, y llamaría a
Francis si la necesitara. Puede que esto sea difícil de
asimilar para usted, pero existen personas de naturaleza
solitaria.
—¿Por qué piensa que no puedo entenderlo? —Me cruzo
de brazos, indignada.
—Se nota que le encanta estar rodeada de personas. Es
parlanchina, Naford. Por ello supuse que sería buena idea
hacer que leyera para mí. —Señala con la cabeza la silla en
la que me encontraba—. Vuelva a su asiento.
—Bien. Aunque quiero aclarar que sí puedo estar en
silencio.
—Inténtelo.
Me devuelvo a mi sitio y tomo el libro sin emitir sonido
alguno. Puedo hacerlo, no es difícil. Es decir, cuando estoy
dormida no hablo y esas son ocho horas. Aquí también
pod…
—De acuerdo, no puedo. Me gusta hablar, es divertido, lo
admito. Así como usted también tiene que admitir que yo no
le desagrado.
Se queda en silencio, pensando la respuesta. ¿Por qué le
cuesta admitir algo tan sencillo?
—Hay personas que me desagradan mucho más que
usted. ¿Eso le basta?
—Eso quiere decir que podríamos hacer una tregua. —No
responde. De verdad me está comenzando a fastidiar su
mutismo selectivo—. Quizás nos volvamos compañeros. En
Grencowck lo fuimos.
Se le oscurece la mirada, como el cielo cuando se acerca
una tormenta. Me hace sentir culpable y pequeña… no…
minúscula, prácticamente un insecto.
—El nombre de ese reino está prohibido aquí, pueblerina.
No se le ocurra volver a mencionarlo si no quiere que le
revoque su residencia. Limítese a hacer lo que le pedí.
Usted no vino a conversar, vino a obedecerme.
Aquí vamos de nuevo. El rey amargado ha salido a flote.
Vuelvo al texto y leo en voz alta para él. No importa
cuánto tiempo pase, sigue igual. Tiene el cuerpo rígido, los
hombros tensos y ahora he comprobado mi hipótesis: las
manos que se pasa por el cabello son las que lo despeinan.
Es evidente que no escucha nada de lo que digo y solo nota
los momentos de silencio, así que podría decir cualquier
cosa, narrarle una historia de mi vida y no lo notaría, pues lo
único que le interesa es oír una voz de fondo. Mi voz, en
este caso. Y sé perfectamente qué quiero contarle.
—Mi padre le puso mi nombre a un perfume —empiezo y
ni se inmuta. Lo sabía: no presta atención—. Esto nunca se
lo he contado a nadie, creo que es un secreto entre papá y
yo, así que ahora usted será el tercero en saber la historia.
No recuerdo bien cuántos años tenía, pero sí tengo claro en
la memoria que mi papá trabajaba en una nueva fragancia.
¿Recuerda que vende perfumes en el mercado? —repito la
mentira que una vez dije, pero él no responde—. Bueno, esa
noche yo estaba con él porque insistí hasta las lágrimas en
acompañarlo. Soy muy apegada a él, ¿sabe? Cuando era
niña pensaba que él desaparecería una vez cruzara la
puerta, y la verdad es que todavía lo creo. Aunque me estoy
desviando. Esa noche sentía en el aire el vapor que provenía
de la caldera del alambique, que, pese a estar apagada,
seguía sofocándome. Me senté a unos metros de él, pues no
me dejaba acercarme, y desde la silla le hice miles de
preguntas mientras columpiaba las piernas. Luego, cuando
el cansancio me estaba cerrando los ojos, papá se giró con
un frasco de líquido azulado en las manos y, con la voz más
suave que alguna vez he escuchado, me dijo: «Estuviste en
su creación, así que le pondré tu nombre». No comenté
nada, solo sonreí y me quedé dormida.
Ninguna reacción de su parte. No se ha dado cuenta de
que dejé de leer su Paz armada, tomo II.
—Majestad. —Uno de los guardias toca la perta—. Es
importante.
Solo ahí despega la cabeza de los papeles y hace pasar
al custodio.
—La reina madre Aidana se encuentra aquí, majestad. —
¿Su abuela? Mi confusión es la misma que veo en su rostro.
¿Por qué vendría de visita a esta hora? Son casi las nueve
de la noche—. Hoy es diecinueve de diciembre.
Eso último parece haber encendido algo dentro del rey
de Lacrontte. Se levanta de la silla como si de repente lo
estuviera quemando. Mira hacia la ventana y luego a mí.
¿Acaso quiere que me lance desde el segundo piso? ¿Se ha
vuelto demente?
—No puede ser, no puede ser. —Lo oigo murmurar.
¿Ahora qué le sucede? ¿Qué ocurre hoy? Empuña las
manos y golpea la madera. ¿Está enojado o desesperado?
No logro descifrarlo. Empieza a tocarse impacientemente la
barbilla. Sí, en definitiva, está desesperado.
—Naford, acompáñeme. Tengo una nueva tarea para
usted.
Rodea el escritorio y me quita el libro de las piernas. Me
toma del brazo y me saca de la oficina. Me siento
arrastrada, por lo que debo caminar rápido para seguirle el
paso y no caerme. Nos dirigimos a la escalera que conduce
al tercer piso, donde se encuentran las habitaciones reales.
¡Su habitación! No, no, no de nuevo. ¿Ahora qué piensa
hacer?
Cuando llegamos, entramos directo a su alcoba y, a
diferencia de la primera vez que estuve aquí, ahora sí puedo
detallarla. Es un cuarto muy espacioso, de ventanales
dobles, cortinas oscuras y paredes beige. El cristal cerrado
no da paso al aire, pero el balcón que lo preside muestra los
estragos de la lluvia. El piso es de mármol y está tan pulido
que la luz del candelero central lo hace brillar como un
espejo. Sé que si no camino con cuidado podría resbalarme.
La cama vestida con sábanas de color plomo está rodeada
de cuatro postes y de allí me sostengo cuando el rey
Magnus me suelta. Se va por un corredor que reconozco,
pues fue por ahí que me guio hacia el cuarto de baño. Voy
tras él y, para mi sorpresa, no llega hasta allá, al fondo, sino
que entra a otra puerta que se encuentra antes del cuarto
de aseo. Vuelve con una bata de dormir, por lo que deduzco
que se trata del vestidor.
—Póngase esto. —Me lanza la prenda al pecho—. Quítese
los zapatos y métase a la cama.
¿Qué? ¿Habla en serio? Antes lo vi lavarse las manos
porque me había tocado… ¿y ahora quiere que me acueste
en su cama?
—¿Qué parte no entendió, Naford? ¡Es una orden!
Desorientada, voy al otro extremo de la cama mientras
me anudo la bata a la cintura. Me queda enorme. Esto es
ridículo.
—¿Qué pretende hacer? —pregunto al sentarme en la
orilla para sacarme los zapatos, que siguen empapados.
Aunque no me ha pedido que lo haga, los escondo debajo
de los muebles oscuros y aterciopelados que hay de este
lado. No quiero que vea mi calzado sucio y arruinado.
—Por primera vez en su vida no haga preguntas. Se lo
prohíbo. Solo sígame la corriente.
En la mesa de noche dejo la hebilla que me sostenía el
cabello y me meto debajo de las sábanas. El olor de loción
masculina se me cuela rápido por la nariz. Es una mezcla
exquisita de perfume amaderado y champú para hombre. El
colchón es tan cómodo que parece que estoy sobre la piel
de un durazno, y las almohadas, por mi vida, son las
mejores sobre las que me he recostado, son como motas de
algodón dentro de una funda del mismo material. Si yo
tuviera esta cama, no saldría jamás de ella.
—Creí que mi meta en la vida era tener una floristería,
pero ahora quiero una cama como esta.
—¿Quiere hacer silencio? —responde sin volverse a
verme.
Está de espaldas y desde aquí puedo notar la tensión.
Está rígido, igual que una estatua de hielo. Él también se
quitó los zapatos y lleva una bata. La suya es gris; la mía es
blanca. Al menos varía el color de su vestimenta para
dormir.
—Majestad —habla el guardia desde afuera—, la reina
madre está aquí.
—Magnus, cariño. Sé que estás despierto porque la luz
está encendida, así que ábrele la puerta a tu abuela.
Y lo hace. Se toma unos segundos y me mira para
advertirme que no abra la boca a menos que sea necesario.
La mujer, a la que no veía desde su fiesta de cumpleaños,
entra y luce igual a como la recuerdo: cabello oscuro, cara
redonda y una mirada de abuela cariñosa que veo también
en Nahomi. Pone las manos en los hombros del rey Magnus
y lo jala hacia abajo para ponerlo a su altura y darle besos
en cada mejilla. Para mi sorpresa, él se lo permite.
—¿Interrumpo algo? Espero que no.
Todavía no ha notado mi presencia y solo me descubre
entre las sábanas cuando su nieto se hace a un lado y me
señala. Me incorporo sin saber muy bien qué hacer a
continuación. Le dedico una sonrisa y la saludo con la mano,
cumpliendo la promesa que le hice al amargado de no abrir
la boca.
—Como puedes ver —le dice con una mueca—, alguien
me acompaña esta noche.
—Querida, hola. —Me sonríe, pero yo no le respondo—.
¿Y ella es…? —le pregunta a su nieto, devolviéndole la
atención.
—Emery Naford, una conocida.
—¿Conocida? No creo que sea solo una conocida si está
en tu habitación. Te conozco, cariño, ¿recuerdas?
—Me has descubierto, abuela. Es mi novia.
La mujer abre mucho los ojos y yo también. Estoy a
punto de atragantarme y no tengo nada en la garganta.
¿Cómo que novia?
—Oh, cuánto lo siento. No arruiné nada importante,
¿verdad?
—Un poco sí. Emery me contaba una historia sobre por
qué tiene un perfume con su nombre.
¿Qué? ¡Sí me escuchó! ¡Escuchó mi historia! No puedo
no sonreír. Se siente bonito.
—¿Nos permites cinco minutos, Emery? Te lo devuelvo en
un rato. —Lo toma de la mano e intenta llevárselo, pero él
no se lo permite. Se clava en el suelo como si tuviera raíces.
—Si quieres hablar de algo, puedes hacerlo frente a ella.
Aunque creo saber qué necesitas y lamento decirte que no
puedo viajar.
¿Viajar? ¿A dónde?
—¿De verdad quieres hablar aquí? —pregunta ella,
incrédula, y el rey asiente—. De acuerdo, Magnus. No sé
qué ha pasado, pero irás. Es el cumpleaños de Gregorie y te
quiero ahí.
Así que de eso se trata. Ir a Cromanoff. Un momento,
¿por qué no quiere ver a su primo? ¿Por qué ahora prefiere
armar todo este teatro antes que visitarlo? ¿Estará aún
enojado porque nos dejó abandonados en Grencowck? No,
no lo creo, parecían muy unidos. ¿Tendrá algo que ver con
su ruptura con la señorita Vanir? Tantas preguntas me
marean.
—También es el cumpleaños de Emery y no puedo
hacerle tal desplante —inventa, sacándome de mis
pensamientos.
—No hay problema con eso. Podemos celebrarlos a
ambos. Solo debemos partir a primera hora mañana.
El rey Lacrontte me mira, esperando a que diga algo, que
lo salve de las garras familiares de su abuela, pero la verdad
es que no se me ocurre nada.
—Mi padre viene a celebrar conmigo a Mirellfolw —suelto
la primera mentira que se me pasa por la mente—. No
puedo marcharme de la ciudad.
—Exacto —confirma—. Sería muy descortés con mi
suegro.
—Dejaremos preparado un avión para que los lleve a
Kilmwarth. —Abre los brazos, orgullosa de su idea—. Ese es
el menor de los problemas. ¿Ven que para todo hay una
solución? No olviden que también fui reina, así que
descansen y prepárense para mañana.
—No tengo ropa, majestad. —Trato de salvarlo de nuevo,
aunque eso sí es cierto.
Su abuela levanta las cejas, sorprendida, y ahí me doy
cuenta de que tomó el comentario de otra forma. Y es que,
bueno, estoy en la cama de su nieto, que le dijo que yo era
su novia. Pensará que debajo de mi bata no traigo nada
más.
—Es decir, no tengo equipaje para llevar a Cromanoff—
corrijo en vano y siento las mejillas arder de vergüenza.
—Descuida, querida. Tendrás todo lo necesario allá.
Confía en mí. Ahora me voy. Estaré en la habitación de al
lado.
Sale de la alcoba, pero no sin antes dedicarme una
sonrisa y darle un abrazo a su nieto, gesto que él
nuevamente acepta. Parece ser mucho más dócil cuando
está con ella.
—Pésima ayuda, Naford —me reclama cuando estamos
solos.
Se desata la bata y la tira a la cama, frustrado. ¿Cómo se
atreve a enojarse? Hice tanto como pude. Me quito las
sábanas de encima y me pongo de rodillas para ir hasta el
otro extremo de la cama y acercarme a la orilla.
—Ella es muy persuasiva —le recuerdo—. No es mi culpa.
Además, usted fue el que se inventó que éramos pareja.
—Y créame que la idea no me hace mucha gracia. Lo
hice con el único objetivo de que no preguntara por mi
relación anterior. Digamos que si me ve feliz —hace comillas
en el aire con los dedos—, no se entrometerá.
Vanir. No quiere que le pregunten por Vanir. Me queda
claro que la señorita Etheldret es despreciada aquí y ella ni
siquiera sabe por qué. Yo pude haber sido una persona no
grata en el reino, pero ella lo es en el palacio. ¿Qué hizo y
por qué no recuerda haberlo hecho? O ¿en realidad qué
sucedió? Porque, conociendo el carácter del amargado, es
imposible que no la haya confrontado.
—¿Es capaz de fingir que es mi pareja por un fin de
semana, pueblerina?
La idea me hace cosquillear el estómago. Cada vez que
lo tengo cerca, termino en una situación extraña. Primero de
espía, después de compañera de aventuras por el bosque
de Grencowck y ahora de novia falsa. ¿Que si puedo
hacerlo? Claro que puedo. He mantenido mi papel de Emery
Naford y hasta Francis se lo ha creído.
—Creo que la pregunta aquí es si usted puede fingir que
es mi novio por un fin de semana.
—Muy graciosa, Naford. Pensé que quería ser florista,
pero ya veo que aspira a bufona.
Retiro lo dicho. No creo que pueda aguantarme a este
hombre todo un fin de semana. Voy a salir corriendo a la
primera oportunidad.
—Tengo algunas reglas para este acuerdo y espero que
me escuche bien porque no voy a repetírselas. —Se
masajea la frente, molesto—. Nunca contradiga nada de lo
que yo diga y puede estar segura de que haré lo mismo con
usted. Si preguntan cómo nos conocimos, invente la historia
que le parezca, pues ahora no pienso aprenderme un
discurso sobre ello. No me gusta el afecto físico, así que
nunca me toque. Además, no habrá contacto entre nosotros
de ningún tipo. En Cromanoff seguro nos darán una
habitación para los dos, pero usted se quedará en otra. No
planeo compartir mi cama con usted jamás. Y, lo más
importante, finja estar completamente enamorada. Yo lo
haré también. Necesito que mi abuela crea en esta relación
tanto como sea posible.
—¿Algo más, amor mío? —inquiero con ironía. Qué
hombre tan pesado.
—Sí. De hecho, sí. No me gustan los apodos, me resultan
ridículos. Llámeme Magnus y yo la llamaré Emery. De otra
forma no creerán que seamos pareja. Le advierto que esto
solo lo hará si tenemos público. En privado debe tratarme
con la formalidad de siempre. ¿Entendido?
—Pensé que sí le gustaban porque cada vez que puede
me dice pueblerina.
—Es un insulto. Ahora retírese, quiero descansar.
—No, un momento. Yo también tengo un pedido que
hacerle.
—No está en posición de pedir nada. Con el permiso de
residencia es suficiente. Vea esto como una tarea más.
—Por supuesto que no. Se supone que yo debía venir
cada noche por tres meses y lo que usted me propone hacer
ahora requiere de todo mi tiempo, por lo que, a cambio,
quiero una carta de recomendación para poder conseguir un
trabajo. Ser mishniana no me lo hace fácil.
—De acuerdo, pero será de parte de Francis.
—Hecho. —Le extiendo la mano y no la toma. La mira
como si fuera un pedazo de cartón sucio que no quiere tocar
—. Si vamos a fingir una relación, al menos tendrá que dejar
de mirarme como si tuviera lepra, majestad.
—Salga de mi cama, Naford. Le mandaré preparar la
habitación que ocupó mientras estaba aquí. No esperará
quedarse durmiendo conmigo.
Y no quiero. Seguro me asfixiaría a medianoche.
—¿Dejará que su novia duerma en la habitación de
servicio? —le pregunto solo para molestarlo.
—Quizás cuando sea mi esposa le permita dormir aquí.
Me muevo de regreso al lado izquierdo de la cama para
tomar mis zapatos e irme, pero parece que el rey Magnus
cree que lo desobedezco y, antes de llegar a la otra orilla,
me rodea la cintura con los brazos y me levanta del colchón.
Me sostengo de sus hombros para no caerme y, aunque
trato de girarme para ver hacia dónde me lleva, lo único
que tengo a la vista es su cuello y su cabello rubio oscuro.
—Podía caminar si me lo hubiera pedido —le reclamo
cuando me deja de nuevo en el frío suelo de mármol.
—La espero mañana a las cinco en punto en el pasillo. Mi
abuela no debe darse cuenta de que no durmió conmigo. —
Toma el pomo y abre la puerta—. Y péinese. No la quiero en
las mismas fachas en las que vino hoy.
—Sueñe conmigo, majestad. —Le hago una reverencia,
recogiéndome un poco el vestido.
—Téngalo por seguro. Usted es la dueña de mis
pesadillas, Naford.
Y entonces me cierra la puerta… en la cara.
6
EMILY
Nieve.
En Cromanoff hay nieve.
Los diminutos cristales de hielo cubren el suelo. Es
increíble, majestuoso. Nunca había visto la nieve antes, de
modo que no puedo despegar la mirada de la ventana.
Quiero verlo todo, aun si el paisaje ha perdido su colorido y
ahora no es más que una mancha blanca.
—Esto es irreal. —La voz me sale baja, casi como un
suspiro.
El automóvil se mueve despacio y con dificultad, pues,
aunque han retirado la nieve de la carretera de Kilmwarth,
sigue mojada y resbaladiza.
—¿Por qué siempre actúa así? —pregunta a mi lado el rey
Lacrontte, mi compañero de viaje. Su abuela se ha ido en
otro transporte junto a Francis—. Como si todo fuera de
fantasía.
—Porque lo es. El mundo es maravilloso y no quiero
perderme ni un detalle.
Mientras veníamos en el avión con su abuela y el señor
Modrisage tuve que soportar su silencio, lo cual fue molesto
porque yo también debía permanecer igual y actuar como si
estuviera cansada, cuando lo cierto es que podía sentir la
energía moverse por mi cuerpo. El rey Magnus estuvo cerca
de mí la mayoría del tiempo, cumpliendo con su papel de
novio, aunque solo me hablaba cuando era necesario, es
decir, cuando la reina madre nos hacía alguna pregunta
sobre nuestra relación. Hasta el momento sé que llevamos
juntos un mes, que soy hija de un barón y que soy
dinhester, o sea, del reino vecino de Lacrontte: Dinhestown.
Todo esto se lo inventó el amargado. Lo único bueno antes
de ver la nieve es el vestido que traigo. Por fortuna Remill,
el sastre, guardó los que usé cuando viví en el palacio.
Todavía no comprendo por qué lo hizo. ¿Sabía que iba a
volver?
—Entonces, ¿cómo ve usted el mundo? —le pregunto,
girándome para mirarlo.
—Como es. Plano, banal y exigente. Pide demasiado y da
muy poco.
—Le ayudaré a cambiar esa percepción errónea.
—Invierta sus esfuerzos en algo productivo, Naford. En
un fin de semana no echará abajo un concepto cimentado
por años de experiencia.
Este hombre es testarudo, pero, para su mala suerte, yo
también. Ya lo verá.
****
El palacio de Cromanoff es un sueño verde y lo digo en
serio. Es una edificación de piedra caliza amarilla,
compuesta por tres torres principales. Todo el sitio huele a
naturaleza, a vida silvestre, aunque puede que sea por el
camino de pinos, ahora cubiertos de nieve, que hay a lo
largo de la entrada y que conducen a la casa real. En el
interior las paredes son de color crema, al igual que los
uniformes de los guardias reales, que combinan con un tono
verde oscuro; los colores del reino. En el techo hay un
fresco, pero, a diferencia de la imagen de guerra que hay en
el palacio de Lacrontte, este más bien parece un cielo
pintado entre morados y celestes que me recuerdan a un
amanecer.
En el vestíbulo nos esperan el rey Gregorie y su madre.
La recuerdo de la fiesta de cumpleaños a la que asistí en
Lacrontte. Es una mujer menuda, de rasgos delicados, nariz
fina y pómulos pronunciados. Luce cansada, como si la vida
la hubiera golpeado fuerte, pero sonríe y el gesto me resulta
genuino.
—Mi pequeño Gregorie —dice la abuela de los Lacrontte,
abalanzándose sobre su nieto—. Es tu día, cariño. Deseo
tanto que seas feliz, amor mío.
El rey Fulhenor hoy está vestido con un abrigo gris,
pantalón del mismo color y camisa blanca. No tiene corona
ni guantes, no está perfectamente peinado y el desorden
natural de su cabello lo hace lucir muy guapo y hasta más
joven.
—Abuela, estoy encantado de verte. —Abre los brazos, la
estrecha con fuerza durante varios segundos y luego la deja
libre.
Cuando ambos primos Lacrontte cruzan miradas, el
ambiente cambia, pierde la dulzura y se levanta una tensión
incómoda. Ellos se observan con seriedad, como dos
comandantes enemigos al frente de un batallón. Ninguno
habla, ninguno lo intenta siquiera, solo se quedan de pie en
silencio hasta que el rey Lacrontte rompe el mutismo y se
dirige a su tía.
—Georgiana, ha pasado un tiempo desde la última vez
que nos vimos. —Su tono no se ve afectado por el frío del
ambiente, aunque me intriga ver la formalidad con la que le
habla a un miembro de su familia. ¿Ni siquiera con ellos es
capaz de bajar la guardia?
—Dime tía, Magnus. Soy tu tía —le responde, sonriendo.
El gesto le borra un poco la melancolía que le empaña el
rostro y les da vida a unos ojos verdes que parecen tristes,
solitarios—. Más bien cuéntanos quién te acompaña hoy.
Por un instante pensé que me había vuelto invisible.
—Es Emery, su novia, y hoy también es su cumpleaños.
—Su abuela es quien se encarga de presentarme.
—¿Señorita Naford? —El estupor del rey Gregorie
seguramente es capaz de atravesar las paredes. Me mira
como si fuera un objeto perdido que acaba de aparecer
después de muchos años de búsqueda. Entrecierra los ojos
para asegurarse de que la vista no lo engaña.
—Majestad. —Hago una reverencia.
Me imagino todo lo que se le está pasando por la cabeza
en este momento. Debe recordar cuánto desprecio
mostraba su primo conmigo, y ahora estamos aquí,
proclamando estar en una relación.
—¿Se conocen? —pregunta su abuela, y él asiente—. Por
tu tono supongo que aún no era novia de Magnus en ese
momento y que no creíste que llegara a serlo.
—No me ponga en una posición incómoda, por favor. La
vi una vez en el palacio. Espero no ofenderla, Emery, pero
no esperaba verla de nuevo y mucho menos aquí. —Bueno,
eso no fue muy amable—. No me malinterprete —añade
rápido—. Me alegra volver a verla. Aunque en nuestro
último encuentro creo que ya habíamos dejado atrás los
formalismos.
—Tiene usted razón, majestad. —Levanta una ceja,
esperando que corrija lo que acabo de decir—. Tienes razón,
Gregorie.
Me siento rara hablándole de esa manera. Él es un
monarca y, pese a que no es enemigo directo de Mishnock,
al ser aliado de Lacrontte también representa un peligro
para nosotros.
El rey Magnus me pasa el brazo por la espalda y me
apoya la mano en el hombro. El contacto me toma por
sorpresa. ¿Qué pasó con eso de nunca tocarnos? Sé que no
lo hace por mí, sino por él, por lo que sea que ocurre entre
ellos y que ahora los distancia.
Georgiana nos hace pasar a un salón en tanto arreglan
nuestra habitación y llenan el armario con los vestidos que
solicitó la reina madre para mí. Sí, una habitación para los
dos. Y ya sé que no dormiré ahí, el amargado ya me lo
advirtió en Lacrontte. Caminamos al interior de una estancia
en la que se impone una chimenea de piedra ya encendida
que ilumina y climatiza el lugar. Alrededor de ella hay una
mesa de madera baja y rectangular sobre la que reposan
libros y velas, además de un sillón doble verde oscuro y
otros dos individuales. El olor de la madera quemada se
pasea por el aire y se mezcla con un aroma a canela que no
sé exactamente de dónde viene, pero que me da la
sensación de estar en la casa de mi abuela Clarise.
—Nos hace falta un asiento —menciona el rey Gregorie
cuando todos toman su lugar y solo queda uno de los
sillones individuales disponible—. Podemos mandarlo a traer
o ahorrarnos la molestia y que Magnus comparta asiento
con Emery. Al final es su novia. ¿Es viable o no? —le
pregunta directamente a su primo.
Él sabe que estamos mintiendo y no parece querer
respaldar a su primo. Soy consciente de que esto lo hace
para fastidiarlo, pero ¿por qué? ¿Por qué ahora se llevan tan
mal?
Miro de reojo a mi compañero de treta en busca de una
respuesta. El problema es que él no tiene los ojos en mí,
sino en el sillón que pretenden que usemos.
—Al re… —Intento arreglar la situación, pero, por mi vida,
casi lo arruino—. A Magnus no le agrada el contacto físico,
mucho menos si estamos frente a más personas, y yo
respeto eso. Sería mejor pedir una silla adicional.
—Somos su familia —presiona Gregorie—, no un público
desconocido, Emery. ¿O existe algún otro problema?
—No, está bien. —La intervención del amargado me deja
estupefacta.
Es obvio que tienen una lucha tonta entre ellos y, con lo
testarudo que es, no quiere perder la batalla de hoy.
Esto no estaba en el acuerdo. Él me advirtió que no
habría contacto físico y esto rompe la regla. Su abuela me
sonríe desde el sillón que comparte con su hija, quien
observa la escena sin prestarle mucha atención. No creo
que su abuela crea del todo nuestra historia, aunque parece
mucho más convencida que el monarca anfitrión.
—¿De verdad lo haremos? —le susurro con el mayor
disimulo que puedo.
No responde, sino que me regaña con la mirada por
cuestionarlo, recordándome la regla que me impuso antes
de venir acá: no contradecirnos jamás. Se aleja y toma
asiento. No me extiende la mano para que lo siga ni me
invita a sentarme; se queda estático, como si su cuerpo
ahora fuera una extensión más del sillón. Tan caballeroso
como siempre. Voy hasta él y me siento solo sobre su pierna
derecha. Me acomodo en diagonal para no darle la espalda
y me quedo rígida. Él me toma las piernas y se las acomoda
encima para luego apoyar una mano sobre mi muslo. La
deja ahí con la clara intención de hacerles ver a los demás
que sí existe cercanía entre nosotros. La acción me
desconcierta porque no estoy acostumbrada a que me
toquen. Aunque no me incomoda, sí me pone nerviosa.
—¿Sabían que Emery es dinhester? —La abuela Lacrontte
rompe el silencio—. Está de vacaciones en Mirellfolw por su
cumpleaños.
—¿De verdad? —Gregorie sonríe, fingiendo sorpresa—.
Hubiera apostado mi palacio a que era mishniana. En
realidad, no sé por qué se me ocurrió algo así si Magnus no
tolera a los mishnianos.
Siento cómo el rey de Lacrontte me aprieta la pierna,
molesto por las malas intenciones de su primo. Ambos
sabemos que su pesadez no es contra mí, sino contra él.
—Me intriga saber cómo fue que se conocieron, ya que
mi sobrino no sale mucho de Lacrontte —interrumpe
Georgina con esa calma tan propia de ella.
Ay, por mi vida. ¿Por qué no se queda levitando en su
mundo de paz?
—En Dinhestown —invento.
—En el palacio —responde el rey Magnus al mismo
tiempo. ¿Por qué no podemos atinarle a nada?
Todos nos miran, alertados por el error. Si solo llevamos
un mes, ¿cómo pudimos olvidar ese momento tan rápido?
Somos unos pésimos mentirosos.
—En el palacio de Dinhestown —corrijo la mentira—. Ahí
nos conocimos. De hecho, fue cuando estábamos pequeños.
Él fue de visita al palacio con el rey Magnus V y yo estaba
ahí con mis padres.
Les cuento una versión tergiversada de lo que mi papá
me contó una vez.
—Íbamos muy seguido. A mi madre le gustaba ir allá —
me secunda él—. Ahí nos vimos por primera vez y luego nos
reencontramos en Lacrontte. Esa es nuestra historia.
—Supongo que tiene lógica. —Gregorie lo deja pasar,
pero es evidente que no nos cree mucho—. Mandaré a
preparar té. Emery, ¿alguno que sea tu favorito?
—El mismo que toma Magnus está bien para mí.
—Parece que no te ha dicho que no le gusta.
Me quiero dar un golpe en la cabeza. Creo que al menos
debimos decirnos algunas cosas básicas antes de venir acá.
—¿Y por qué no te gusta? —Me giro a verlo en un intento
por resultar natural y que nadie note que me he angustiado
por no saberlo.
—Solo no me gusta —replica tan seco como la tierra en
verano.
—Soportar a un hombre como Magnus requiere de
mucha paciencia, ¿verdad? —La pregunta viene de parte de
Gregorie. Este hombre no va a detenerse hasta crearnos
una grieta.
—Es una virtud con la que cuento.
Le paso el brazo por detrás de la cabeza y le apoyo la
mano en el hombro. Debemos mostrarnos naturales y
cómodos con la cercanía. Ya hemos cavado muchos huecos
y se puede ver a metros la farsa que hemos montado.
Tenemos que hacer algo antes de que la fosa se profundice.
El rey Lacrontte me mira de reojo, confundido por el
contacto. Pero no me importa, tendrá que soportarlo, de la
misma forma en la que yo he permitido que me toque la
pierna.
—Me sigue resultando curioso verlos juntos. Es decir, no
creí que terminarían enamorados. Porque lo están, ¿verdad?
—Lo estamos, Gregorie. —La rígida respuesta no tarda en
llegar desde atrás de mí—. No entiendo tu sorpresa.
—Supongo que debí imaginármelo. Emery, tú tenías un
novio, ¿verdad? —Asiento, confundida. ¿Eso que tiene que
ver?—. Claro, eso debió llamarle la atención a Magnus.
Porque así es más divertido, ¿cierto, primo?
—Sé claro o cállate la boca —le responde con fastidio. Ya
perdió la paciencia.
—Bueno, es que fue divertido con Vanir y con…
—¡Basta ya los dos! —Georgiana lo detiene en el peor
momento.
¿Y con quién? ¿Quién es la otra persona? Mi mente
empieza a viajar tan rápido como los caballos de carreras y
de un momento a otro la verdad me golpea con fuerza.
Lerentia. Es Lerentia.
¿Cómo no me di cuenta? Por eso no se hablan, por eso él
no quería venir aquí. Lerentia es la reina de la discordia
entre ambos, es la persona que pudo separar a dos primos
unidos. Ella también tenía un novio: Gregorie. Pero ¿el rey
Magnus tuvo algo que ver con ella? Recuerdo haberlo
escuchado decir que no le interesaban las amantes. ¿Lo hizo
Lerentia cambiar de opinión? Atelmoff una vez me contó
que Gregorie y ella habían terminado su relación mucho
antes del compromiso con Stefan. ¿Se terminó por el rey
Magnus? ¿Por ello hizo a un lado a Vanir?
Un momento, ¿y si el matrimonio de Lerentia y Stefan es
solo una farsa? Es decir, puede que sea un plan para
obtener información. Así como el barón Russo era espía,
puede que ella sea la pieza por la que le llega información al
enemigo, o sea, al hombre que finge ser mi novio.
—Es mejor que detenga sus conjeturas. Luce como una
demente —me susurra el amargado, trayéndome de vuelta
al presente. ¿De verdad soy tan obvia?—. Nos retiramos —
les dice a los demás y me da dos golpes suaves en la pierna
para que me levante. La frustración se le siente en la voz y
en la tensión que palpo en sus hombros—. Debemos
prepararnos para la fiesta y ya se acerca la hora.
—Cariño, no te enojes. —Su abuela intenta calmarlo en
tanto yo me pongo de pie—. Es el cumpleaños de tu novia,
no le amargues su día.
—A Emery le toma tiempo prepararse. Si queremos estar
a tiempo para la fiesta, debemos empezar ahora. Nos
vemos en unas horas.
Me toma de la mano y prácticamente me arrastra fuera
de la habitación. Me cuesta seguirle el paso, pero me las
apaño para no enredarme.
—Aún no dimensiona lo fácil que es leerla, Naford —me
reclama mientras salimos al pasillo—. Es usted como un
libro abierto.
—Creo que usted ya me conoce y por eso es capaz de
darse cuenta de cuándo estoy hilando pensamientos.
—Me ha hecho aprender algo que no quería saber,
entonces.
Subimos hasta el segundo piso. Es una planta llena de
guardias, paredes con papel tapiz veteado, puertas
marrones y pomos dorados. Rápidamente nos adentramos
en la que será nuestra alcoba, que está iluminada con luz
cálida, parecida a la de un atardecer. Tiene una cama
adosada con colchas gruesas de un tono oliva y un
mosquitero recogido en lo alto. Yo voy directo al vestidor,
como una niña feliz que va a recibir obsequios, para ver qué
es lo que han dejado para mí. Es amplio de luz blanca, que
crea un contraste increíble con la iluminación del resto de la
alcoba. El muro derecho despliega el negro de las prendas
del rey Magnus y el muro izquierdo tiene toda la vida que le
falta al otro. Los vestidos que han dispuesto para mí son
muchos más de los que imaginé. Además, son de tantos
colores que me abrumo. Hay vestidos vaporosos, de
holanes, con corsés, con mangas y sin ellas.
—Esto es de ensueño. Ni siquiera sé qué usar, quiero
probármelos todos.
Empiezo a revisar cada uno, sacando pieza por pieza
para decidir qué ponerme para la fiesta. A mi novio falso no
le gustan muchas opciones, ya sea porque odia el color,
como el amarillo, o porque son muy voluminosos, brillantes,
sosos o, bajo su concepto, feos.
—¿Y este? —Sostengo un vestido beige con una falda
ancha de tul para que lo vea.
—Con ese color se perderá entre la gente. Es la
acompañante del rey, tiene que destacar.
—¿Cómo se supone que lo haga si nada le gusta?
—Entonces no me pida mi opinión —replica mientras se
ve al espejo.
—Me rindo. —Me recuesto contra la puerta de uno de los
armarios, exhausta por sacar y guardar vestidos. Me duelen
los brazos y las piernas me piden un descanso—. Hay uno
que me encanta, pero sé que dirá que no.
—Déjeme adivinar. ¿El azul?
Su mirada se encuentra con la mía a través del cristal.
Me recompongo de inmediato. Es como si estuviera
leyéndome la mente. Desde que lo vi supe que era el
indicado, pero no quise enseñárselo, por las flores bordadas
con canutillos que lo adornan. Pensé que sería un no
rotundo.
—¿Cómo lo supo? —le pregunto cuando se da la vuelta.
Se sienta sobre un sillón blanco con espaldar alto que
hay aquí dentro. Sube el tobillo derecho sobre la rodilla de la
otra pierna y me observa de frente.
—Recuerdo haberla escuchado decir que ese color le
gustaba. A veces mi memoria guarda detalles innecesarios.
¿No le pasa?
Asiento, aunque no hablo. Quiero sonreír, pero no lo
haré. A pesar de eso, mi pecho emocionado parece gritar
con latidos furiosos. ¿Por qué me siento así? ¿Por qué me
emociono de esta manera? Puede que sea porque vengo
herida y tomo cualquier gesto como una venda para mis
emociones lastimadas. Y no puedo permitirlo. Es un gesto
bonito que lo recuerde, pero es una tontería que no debo
tomar en serio, que debo pasar por alto, que… me hace
sentir escuchada y feliz.
—Es precioso, ¿verdad? —Lo saco del anaquel y me lo
pongo por encima para luego girar y enseñarle el vuelo de
la falda amplia.
Se encoge de hombros, indiferente.
—Supongo que es de su estilo.
Y sí que lo es. El vestido tiene un corsé ajustado y que
termina en forma de V por delante. Es una pieza hecha de
seda y que brilla debajo del tul bordado. Los tirantes son un
caso aparte: un cúmulo de flores cosidas que sostiene con
fuerza las copas del traje, que forman un precioso escote en
forma de corazón.
—¿No puede hacer un halago y ya? —Vuelvo mi atención
a una gaveta cercana, en la que busco un par de guantes
blancos—. Eso no le restará nada, majestad.
—Soy excelente con los halagos hacia mí mismo.
—¿Algo más que quiera agregar a mi atuendo?
—Necesitará joyería. La novia del rey de Lacrontte no
puede estar sin joyas. Yo me encargo de eso. Por ahora,
vístase.
Me doy un baño caliente y rápido. El vapor es relajante.
Salgo de la ducha y vuelvo al vestidor para pedirle al
amargado que me ayude con el corsé. Lo intenté sola y me
resultó imposible.
Está abrochándose las mancuernas en las mangas de la
camisa que ha escogido para esta noche. Son dos piezas
doradas y planas con el escudo del reino grabado. No me
sorprende en lo absoluto nada de lo que lleva puesto: un
traje con chaleco y pantalón recto. Ya creo que se podrá
adivinar el color. Negro. No lo niego: le queda muy bien.
Tiene las piernas largas y el pecho fuerte. Noto lo grandes
que son sus brazos, pero no se pelean con la camisa, pues
está hecha a medida y permite que se le noten solo las
curvas de los músculos. El cabello lo lleva peinado hacia
atrás, lo que le deja libre el rostro y hace que sus pómulos
pronunciados, su nariz fina y sus cejas espesas destaquen.
Parece un hombre de otra helia, con una belleza clásica y
que no se ve con regularidad fuera de un palacio.
—Debe aprender a ser más discreta cuando mira a una
persona, sobre todo si la tiene a centímetros de distancia.
Otra vez me ha descubierto.
La vergüenza que siento en este momento podría cubrir
esta ciudad como la nieve. Noto el calor en mis mejillas y
desvío la mirada a mis manos. Me ha atrapado y sé que eso
le encanta a su ego.
—No lo estaba mirando —me defiendo en vano.
—Me estaba acechando.
—¿No piensa tomar un baño? —le propongo para cambiar
el tema—. Después podrá terminar de vestirse. Además, el
agua está caliente.
—¿Y usted…?
—¿Disculpe? —Le devuelvo la mirada, sorprendida. ¿Qué
ha dicho?
—No me dejó terminar de hablar, Naford —continúa con
la calma de un sabio—. ¿Usted cuándo terminará de
vestirse?
Ah, eso era. Estúpida y traicionera mente.
—Justo a eso vine. Necesito ajustar el corsé. ¿Me ayuda?
—Por supuesto que no.
—No me haga rogar. Lo necesito.
—Nunca he puesto un corsé. Suelo quitarlos, no ponerlos.
Intento no reaccionar a pesar de que quiero sonreír. De
hacerlo, se engrandecerá todavía más y no pienso alimentar
más su orgullo.
—Esa era información que no necesitaba, pero sé que lo
hará bien.
—El sarcasmo es lo mío, Naford. No se pase de lista.
Me cruzo de brazos, esperando una mano que parece
que jamás llegará.
—¿Y Pharell?
La pregunta me desconcierta y él me estudia. Quiere ver
cómo reacciono ante la mención.
—¿Qué con él? —Sueno mucho más hostil de lo que
pretendía. ¿Esto es en serio? ¿Se pondrá a hablar de Stefan
ahora?
—¿Nunca le ayudó con sus corsés?
—No tendría por qué. No los uso mucho; me resultan
incómodos.
—Pues debería.
¿Fue eso un halago? Porque el cosquilleo en mi estómago
se lo tomó así.
—¿Le gusta que sus novias usen corsés?
—Se ven bien.
Ay, por fin le saco algo. Aunque no creo que eso sirva si
me preguntan sobre sus gustos.
—Una razón más para no ponérmelos.
Y ahí va. La sonrisa está a punto de aparecer en su cara,
solo que él se niega a dejarla salir. Mueve el cuello hacia
ambos lados para no darle paso al gesto. Pese a lo mucho
que lo niegue, sé que le gusta cuando soy altanera.
Vuelvo a mi sitio porque sé que terminará ayudándome.
Lo único que hace al negarse es prolongar lo inevitable y
pocos segundos después me doy cuenta de que tengo
razón. Escucho cómo se acerca y siento cuando agarra los
lazos. Me roza la piel desnuda de la espalda con los nudillos
y noto el frío de sus joyas.
—Me debe un gran favor, Naford. Levántese el cabello.
El primer apretón de los lazos es suave y me avisa que
ha empezado. No puedo verlo, pero hay muchas cosas que
me indican su cercanía. El calor de su respiración en mi
nuca es la principal. Se me encoge el estómago y se me
reduce la cintura cada vez que ajusta más el corsé. Es como
si me moldeara el cuerpo con las manos. Noto su perfume
fuerte, amaderado y embriagador. Siempre lo he dicho: me
recuerda a un bosque, el mismo que se le refleja en los ojos.
—Necesito que me diga hasta dónde puedo llegar. No
quiero sobrepasarme —susurra con un tono que, pese a lo
bajo, no deja de ser firme. Siempre tiene la voz grave y
autoritaria, como un comandante de guerra.
—Un poco más.
Juro que soy capaz de sentir todo su cuerpo a pesar de
que no me está tocando. Es una presencia que me rodea
por completo. El último jalón me endereza la espalda, como
si toda la vida hubiera tenido mala postura y por fin alguien
se atreviera a corregírmela. Doy un ligero traspiés y me
choco contra su pecho, que está más cerca de lo que creía.
—¿Está bien así o necesita que la tome con más fuerza?
—me susurra en la oreja y siento su aliento sobre la piel.
Giro la cabeza hacia un lado, hacia él. Su cara se asoma
por mi izquierda. Está muy cerca. Puedo ver sus ojos
concentrados en mis labios. El iris verde casi extinto por el
tamaño que han tomado sus pupilas me causa escalofríos,
como si estuviera frente al peligro y no quisiera moverme.
No me gustan las sensaciones que es capaz de crear en mí.
—Está bien para mí. —Me alejo, casi asustada.
Esto es extraño. No es atracción, lo juro… Es otro efecto
que no puedo describir con palabras. Es un hormigueo que
se siente carnal, escandaloso.
—Muchas gracias. —Siento la boca seca. La piel me pica
como si estuviera bajo el sol inclemente de Mishnock y las
mejillas me arden—. ¿Qué se supone que haremos ahora? —
consulto en un intento por centrar mis ideas—. ¿Cree que
nos fue bien con su familia?
—Nos fue pésimo. Una hora más con ellos y habríamos
quedado expuestos. Tenemos que mejorar en la fiesta o no
resistiremos el fin de semana. Mi abuela no nos cree del
todo —me informa lo que ya yo sé—. Y será más difícil si
Gregorie continúa insinuando cosas, así que esta noche
debemos mostrarnos tan cercanos como podamos.
—¿Por cercanos se refiere a enamorados?
—Es lo mismo.
—Por supuesto que no. Yo puedo ser cercana a una
amiga y no significa que esté ena…
—No necesito la cátedra, Naford. Solo actúe como si
estuviera con Pharell.
¿Cuál es su afán por mencionarlo? Lo último que quiero
es tener en mi cabeza el recuerdo constante de Stefan.
Pensar en él me encoleriza.
—Por el momento tengo un detalle para usted. Aquello
que le prometí.
Se da la vuelta y toma de una mesa un estuche morado.
No deja de mirarme mientras camina hacia mí y no sé si
espera alguna reacción o una de mis preguntas curiosas.
Cuando lo abre, veo una gargantilla doble con colgantes.
Siento el peso de los diamantes blancos en el cuello cuando
me la abrocha. La pieza me recuerda a las glicinias, como si
la planta se me enrollara en la garganta y me cayera en el
pecho.
—¿Qué tal luzco? ¿Me veo como la novia del rey? —Abro
los brazos y doy una vuelta para que me dé su opinión
antes de ir por la estola de piel que me servirá de abrigo. Él
me da un vistazo rápido, pero no comenta nada—. Tomaré
su silencio como un: «Se ve hermosa, señorita Naford».
—Jamás diría nada semejante —contesta sin mirarme.
—Pero tampoco ha dicho lo contrario.
—La espero abajo. —Camina hacia la salida y abre la
puerta, pero se detiene antes de dar un paso afuera.
Dándome la espalda, habla—: Debería considerar los corsés.
Me permito una sonrisa tímida ante el halago, pues lo
fue. Es lo máximo que podré sacarle, al menos por ahora.
Lo sabía. Me veo bonita.
7
EMILY
Nos encontramos frente a las puertas del salón de eventos
en completo silencio, uno al lado del otro, esperando el
momento para entrar o, más bien, esperando el momento
en que el rey Lacrontte quiera entrar. Es él quien no se
decide. Teme quedar al descubierto; no creo que su
indecisión sea por enfrentarse al público. Debe estar
acostumbrado a las multitudes. El reloj ya marca las ocho
de la noche y la música retumba fuerte. Siento presión por
lo que se aproxima y los nervios me recorren como rayos en
una noche de tormenta. Ruego en silencio que no haya
nadie ahí dentro que me reconozca y me deje en evidencia.
Si se descubre mi identidad, este hombre me enviará
directo a la horca, estoy segura.
—Deberíamos entrar tomados de la mano. Eso afianzaría
la imagen de nuestra relación —propongo mientras intento
entrelazar nuestros dedos, pero, como el grosero que es, se
aparta.
—¿Olvida la regla de cero contacto físico?
Qué exagerado. Técnicamente no nos estaríamos
tocando porque llevo guantes.
—Pensé que después de lo del sillón la regla había
perdido validez.
—Eso fue una excepción obligada. Ahora, mantenga la
compostura.
Les da la indicación a los guardias de que abran la puerta
y los nervios me invaden.
—Pónganse de pie y hagan una reverencia para recibir a
su majestad, el rey Magnus VI Lacrontte Hefferline y a su
acompañante, la señorita Emery Naford —anuncia el
portavoz.
El salón entero se levanta y una a una las cabezas se
inclinan. Sé que el gesto no es por mí, pero no deja de ser
inquietante ver cuánto poder tiene una sola persona frente
a una multitud.
—Esto es extraño —le susurro al rey Magnus a medida
que nos movemos entre las mesas y las personas que ya se
levantan—. ¿No le resulta curioso ver cómo otros se inclinan
ante usted?
—He recibido reverencias desde el día en que me
presentaron al mundo. Es normal. Además, me lo merezco.
Ni siquiera sé para qué hice la pregunta. Debí
imaginarme la repuesta humilde que daría.
El salón está iluminado por candelabros de luces
amarillas y la temperatura está controlada por un calefactor
de hierro que se pierde al fondo del lugar, donde ni la luz ni
la decoración llegan. Unas mesas circulares con manteles
blancos están dispersas como pequeñas islas de reinos
cercanos, todas engalanadas con un arreglo de tulipanes y
lirios de agua verde. Me queda claro que aquí las flores no
están prohibidas.
El olor de las hogazas de pan, de la carne y las especias
aromáticas se alza en el aire. Las risas y los murmullos
normales de las conversaciones suenan por encima del
ruido de los cubiertos y de las copas al chocar unas con
otras. Es una sinfonía ruidosa que inicia cuando todos
vuelven a tomar sus lugares. Hay una tarima contra la
pared izquierda, en donde los músicos hacen su trabajo. El
sonido del violonchelo es tranquilizante y me da la
impresión de que esa melodía sedosa es la que se
escucharía al final de una guerra.
Llegamos a la mesa de la familia real. Tomo asiento con
Gregorie a mi izquierda y el amargado a mi derecha. La
atención de todos está puesta sobre nosotros, sobre mí, y lo
entiendo, ya que soy una completa desconocida para ellos y
estoy sentada con los Lacrontte como si fuera un miembro
más al que se les había olvidado presentar. Veo a Francis
sentado en uno de los puestos cercanos. No sé si es su
deber estar sin compañía o si él así lo prefiere. Nos vigila,
aunque sin ninguna emoción evidente. Ese hombre es como
un baúl que cerraron con un gran candado oxidado.
—Emery. —Gregorie se inclina hacia mí y, olvidándose de
cualquier protocolo, me da un beso en cada mejilla. Tiene la
calidez que le falta a su primo—. Luces preciosa con ese
vestido. Apostaría a que eres la mujer más hermosa de toda
esta fiesta.
Su ánimo es reconfortante y me hace sentir tranquila,
bien recibida. Es un alivio para mis nervios y mi inseguridad.
Se me relajan los hombros bajo su sonrisa. Al menos habrá
alguien que esta noche no se comporte como un pedazo de
hierro frío.
—Magnus me dijo exactamente lo mismo. —Uso el hecho
de que no me puede contradecir para lanzarme un halago.
Lo miro de reojo y él ya está viéndome. No se nota
molesto, sino más bien divertido, pues sabe lo que estoy
haciendo.
—¿Quién lo diría? Llegó la mujer que le saca las palabras
del alma.
—Hablando de palabras, mi niño, ¿no quieres dar un
discurso para Emery? —le pregunta la reina madre a su
nieto menor.
—¿Por qué lo haría? —replica, apático.
—Porque es tu novia —insiste— y es su cumpleaños.
—No soy amante del afecto público y las palabras
también cuentan. —La paciencia que tuvo que reunir Vanir
para aguantar este trato me supera. No podría estar al lado
de alguien al que le cueste demostrar lo que siente por mí
—. Y usted —me dice en voz baja con la vista al frente y las
manos apoyadas en la mesa—explíqueme eso de que le dije
que era la mujer más hermosa de la fiesta.
—Bueno, lo acaba de hacer.
Esto de salirme con la mía me está gustando.
—Creo que debo incluir una regla más en nuestro
acuerdo: no podemos inventar nada que sabemos que el
otro no haría o diría.
—Debemos fingir que estamos enamorados, ¿lo
recuerda? Un halago no le hará daño a su reputación.
—Si esos son los términos, a usted no le importará que
diga que me pidió que nos fuéramos temprano para
terminar de celebrar su día en la habitación.
Se me calientan las orejas. Debo estar ruborizada, sin
duda. ¡¿Cómo se atreve?! Jamás diría nada semejante.
—Bien, tregua. Entendí el punto. Tengo una pregunta,
majestad, ¿por qué ahora se lleva tan mal con Gregorie? —
Suelto la duda que me está quemando por dentro.
Por fin me clava esos ojos verdes como una daga, con ira
y sin piedad. Lo ha enojado la pregunta.
—Trato de entender, nada más.
—No tiene que entender nada. Ese es un asunto que no
le incumbe. Más bien prepárese para bailar el rito con
Gregorie. Intente no cometer faltas frente a él. El error de
no saber cómo nos conocimos no puede volver a repetirse.
—En realidad eso no es del todo falso —le explico en voz
baja para que nadie más que él logre escucharme—. Mi
padre me contó que nos conocimos de pequeños en el
palacio de Mishnock cuando fue usted de visita con su
padre.
—¿Qué? —Aparta la copa de la que pretendía beber y se
queda pasmado—. ¿De qué basura habla, pueblerina?
—Emery. —Gregorie interrumpe la historia que pienso
relatarle, la misma que me contó mi padre. Me toma de la
mano, animado, y con aire descomplicado se levanta de la
mesa y me obliga a hacer lo mismo—. Es hora de ir a la
pista de baile.
La mirada del rey Lacrontte parece gritarme que me
quede y que llene la laguna que le he abierto en la cabeza.
No lo recuerda.
Llegamos a la pista de baile en tanto los invitados se
forman en parejas para iniciar el rito. Los hombres sacan del
bolsillo interior de sus chaquetas un pañuelo de seda y
toman luego a su compañera por la cintura. Se posicionan
en un círculo a nuestro alrededor. Por encima de las
cabezas, miro en dirección al rey Magnus, quien mantiene
sus ojos en mí; sin embargo, sigue sentado en la mesa. No
vendrá.
La música inicia, enérgica, y los violines llevan el ritmo.
Las parejas empiezan a moverse, al igual que Gregorie y yo.
Ellos llevan el círculo hacia la izquierda, en contra de las
manecillas del reloj, y, tras una vuelta, se devuelven en la
dirección opuesta mientras nosotras seguimos girando en la
misma posición. Después los veo dividirse en dos círculos,
uno dentro de otro.
—Van a tocarnos y después regresarán al círculo más
grande para que los que están en él pasen a hacer lo propio
—explica al ver mi interés—. Creí que habías aprendido el
baile la primera vez.
Por poco me freno en medio de la pista al escucharlo.
¡Recuerda haber bailado conmigo!
—¿Lo recuerdas? Es decir, cuando nos volvimos a ver en
el palacio de Lacrontte no mencionaste que me reconocías
de la fiesta de tu abuela. Te presentaste como si fuera la
primera vez que nos veíamos.
—En ese momento era así. Luego caí en la cuenta de que
eras a quien Magnus había dejado plantada en medio del
salón.
—No tenías que recordarme ese detalle.
—No te avergüences por eso. Quien debería
avergonzarse es él. —Apunta con la cabeza hacia su primo
—. Cuidado, ahí viene el primero.
Siento el roce casi imperceptible de la seda en el cabello.
¿Cómo saben qué hoy también es mi cumpleaños? El
amargado no quiso informarlo.
—Yo lo comuniqué —revela como si tuviera el poder de
leerme la mente—. Sabía que Magnus no lo haría. Es por
ello que se te quedaron viendo mientras estábamos en la
mesa. Esperaban las palabras de quien dice ser tu novio… o
las tuyas.
—Sí es mi novio —le aseguro.
—No intentes engañarme. Es obvio que no hay relación.
—Su mano me presiona la espalda justo cuando otra pareja
pasa a nuestro lado. Me han tocado y ni lo he notado—. Por
cierto, pedí que el baile fuera en tu honor.
Eso explica por qué nadie se ha acercado a él. Gregorie
es la definición de caballerosidad. No comprendo cómo
Lerentia no vio lo valioso que es. Este es su día, no el mío, y
aun así me ofrece un gesto precioso.
—Aunque sé que no es tu cumpleaños.
Y con eso me trae de regreso del mundo de fantasía en
el que me había metido.
—¿Cómo lo sabes?
—Intuición —me susurra con un tono cómplice—. Pero
regresemos al tema: ¿por qué finges estar en una relación
con Magnus?
No vale la pena pretender con él. Ni siquiera voy a
esmerarme en persuadirlo. A diferencia de su abuela,
Gregorie sí vio cómo era nuestra relación en el palacio y lo
inviable de que ocurra algo entre los dos.
—No lo sé muy bien. Simplemente me lo pidió como
favor. —Tampoco voy a revelarle todo lo que su primo me
confió—. ¿Qué te dice tu intuición?
—Vanir. Mi abuela todavía no sabe por qué terminaron y
él no quiere contárselo. Sabe que no hará preguntas si lo ve
feliz. Así es ella: no se mete en nuestros asuntos a menos
que note que algo va mal. Entonces, si se muestra
enamorado y radiante con una nueva mujer, no le
cuestionará qué pasó con la anterior.
La intuición de este hombre es impresionante.
—Tiene lógica. ¿Puedo preguntarte algo?
—Es el momento.
—Nunca te agradó Vanir, ¿verdad? —Asiente sin
detenerse a pensar la respuesta—. ¿Por qué?
—Si soy del todo honesto, y vaya que ahora no me
interesa cuidar la imagen de esa mujer, ella no me genera
confianza y mucho menos después de saber cómo inició su
relación. —Debo estar pidiéndole más detalles con la
mirada, pues me los da—. Tenía novio cuando empezó a
salir con Magnus. Eso no le importó mucho, por supuesto.
Terminó con él para seguir con mi primo. En parte la
entiendo, pues no hay mejor partido, pero cuando me
enteré puse en tela de juicio su lealtad. Al fin de cuentas, no
era un buen indicio. ¿Cómo se podía confiar en alguien que
había hecho eso?
Qué abierto es Gregorie para hablar de cualquier tema.
Me agrada. Me pregunto por qué el rey salió con alguien
sabiendo que estaba en una relación. ¿Cómo obvió ese
detalle? O, más bien, ¿cómo pudo no importarle? Tuvo que
haberle encantado Vanir.
—Ella es deslumbrante. Quizás para él eso fue más
fuerte que otra cosa —propongo.
—No lo dudo. Ella es el tipo de mujer que le gusta.
Pelirroja, noble de cuna y con la seguridad de una soberana.
Lo tenía todo y no sé qué fue lo que pasó ni por qué le
terminó sin dar explicaciones. Es como si estuviera cansado
de ella, como si una mañana se hubiera despertado y el
encanto que ella tenía sobre él hubiera desaparecido. Lo
peor para mi naturaleza fisgona es que no puedo
preguntarle al respecto. Nuestra relación se rompió mucho
antes de que terminara con ella. Francis es el único que nos
puede resolver la duda, pero seguro prefiere morir antes
que traicionar la confianza de Magnus.
¿Habrá alguien más? No, no lo creo. De ser así, estaría
aquí con ella y no habría razón para que no dejara pasar a
Vanir al palacio. ¿Y si ella lo traicionó, así como lo hizo con
su novio anterior? No, porque ella lo sabría. Vanir vive en la
zozobra de no tener explicación alguna sobre qué ocurrió
para que él le terminara. Conociendo su carácter, le habría
reclamado. Tiene que ser algo más, algo tan pequeño que
no logro ver. Bueno, que nadie logra ver.
—Sea cual sea la razón de su distanciamiento, me
gustaría que nos ayudaras y dejaras de exponernos frente a
tu abuela.
—En este momento no estoy a favor de Magnus, así que
no puedo prometer nada.
—Es por la señorita Lerentia, ¿verdad?
Sonríe, pero no es un gesto genuino, sino una sonrisa de
aflicción o nostalgia, quizás. Se le ensombrece el rostro,
como si una nube lo hubiera cubierto. Es un tema delicado
para él. Le duele y no sé si por el rey Magnus, por ella o por
ambos. Me causa mucha pena su dolor, pues entiendo lo
que es ser traicionada por alguien a quien se quería tanto.
—Hay cosas de las que prefiero no hablar, si no te
importa. Estoy seguro de que tú también tienes tus
reservas.
Le doy la razón. Mis reservas son con respecto a Stefan,
las suyas con Lerentia y las de Magnus con Vanir. Son tres
personas a las que queríamos y ahora no podemos ni
siquiera mencionarlas. Supongo que así es el amor:
comienza con suspiros y termina con exhalaciones de dolor.
—Emery, ¿qué tan misericordiosa te consideras?
—¿A qué viene la pregunta?
—A que estoy pensando en cometer un arrebato solo
para obligar a mi primo a fingir que siente algo por ti. No
tolero verlo ahí sentado tan tranquilo.
—¿Qué tipo de arrebato?
—Besarte.
Me tenso y siento como si me estuviera cayendo por un
abismo.
—Por
supuesto
que
no
lo
haré.
—Sonríe,
tranquilizándome—. Por todos los océanos, debiste ver tu
cara, Emery. Aunque con eso me ayudarías a hacerlo pagar
y de paso te divertirías un poco, porque sé que estar con él
no es lo más entretenido del mundo. Piénsalo y me cuentas.
****
El baile llegó a su fin y yo todavía no logro sacarme la
propuesta de Gregorie de la cabeza. Es irreverente, atrevido
y no sé si yo pueda ser así. Además, aquí mi compañero de
crimen no es él.
—La vi hablar fervientemente con Gregorie —me
recrimina el rey Lacrontte cuando regreso a la mesa. Qué
gran recibimiento—. Espero que haya mantenido la imagen.
¿Tan pendiente estaba de mí?
—¿Ve desde tan lejos, majestad? ¿O esta es su actuación
de novio celoso?
—No se haga la graciosa, Naford. Nunca he sentido celos
por nada ni nadie. Solo quiero saber de qué hablaban.
—Supongo que lo que quiere saber es si hablamos de
usted. Y sí, lo mencionamos un par de veces. No tiene nada
de qué preocuparse, yo jamás rompería nuestro pacto. Soy
la persona más leal que conocerá.
No menciono que le confirmé a Gregorie que nuestra
relación era falsa porque sé que empezaría a recriminarme
y no quiero que me arruine la noche.
—Me cuesta creerle, pueblerina. Usted es una mishniana.
—Pues ese no es mi…
Las palabras se me diluyen y centro la atención en lo que
hay detrás de él, hipnotizada.
—¿Qué? —cuestiona, confundido por mi repentino
silencio. Se gira y mira hacia la ventana, a través de la cual
se ve la nieve caer.
—Nieva —hablo en voz baja.
—¿Y eso qué? La vio desde que llegamos aquí.
Su tono no refleja la misma emoción y lo entiendo. No es
algo novedoso para él y no comprende mi alegría y mi
fascinación ante lo inusual que esto es para mí.
—Pero no la había visto caer. ¿Podemos salir a verla?
—¿Ahora? —Levanta una ceja—. No, por supuesto que
no.
«¿Por supuesto que no?». Me niego a recibir esa
respuesta. ¿Y si deja de nevar? ¿Y si se hunde Cromanoff o
se acaba el mundo? Tengo que ir ahora mismo. Recuerdo a
Francis, que me aconsejó que cuando quisiera algo pusiera
mi mirada más lastimera y es lo que hago. Lo miro,
suplicando en silencio. Si no se levanta, iré por mi cuenta, lo
juro. Su expresión se mantiene firme, dura, y parece que
mis intentos por convencerlo ni siquiera lo ponen a dudar.
—Serán unos minutos, lo prometo —le insisto—. Nadie
notará que nos hemos marchado. Y, si lo piensa bien, es una
forma sencilla de descansar de toda esta gente.
—Solo porque es una buena oportunidad para escapar de
esta fiesta.
Él se levanta primero y yo lo sigo como un cordero. Se
acerca a su abuela y se excusa, diciendo que vamos a la
habitación por un cambio de zapatos para mí, pues el baile
me dejó exhausta, de modo que empiezo a fingir que no
aguanto un minuto más. Salimos del salón bajo la mirada
curiosa de la mayoría de los invitados. Ya puedo imaginar
los titulares del periódico de mañana sobre la nueva novia
del rey Magnus. Nos perdemos por los pasillos en silencio.
Yo empiezo a correr para alcanzarle el paso y, para mi
sorpresa, él lo toma como una invitación, pues en seguida
me imita. Vamos deprisa como un par de niños. Los
guardias, como estatuas silenciosas, nos ven pasar. Pronto
encontramos la salida al jardín trasero y nos adentramos en
la noche de Kilmwarth. El pasto, los árboles y los arbustos
están moteados de nieve, como si fueran gipsófilas.
Los copos caen sobre mí. Me quito uno de los guantes y
lo dejo caer al suelo, donde se mimetiza con las minúsculas
piezas de hielo. Levanto la cabeza y me quedo en silencio,
viendo la nieve bajar y unirse a la que tengo bajo los pies.
Dejo que me cubra y me acaricie el cabello y la piel.
El pelo rubio y el traje del rey Lacrontte se le han llenado
de copos de nieve. Me mira desde su altura y los ojos
verdes le brillan bajo las lámparas que iluminan el jardín. Me
recuerdan a unas pequeñas luciérnagas, pero detrás de
aquello se esconde una emoción extraña, como si él no
pudiera creer que alguien se conmueva así con algo tan
sencillo. La arruga en medio de las cejas lo delata.
—¿Entiende usted lo significativo que es esto para mí? —
me atrevo a hablar para aclarárselo.
—Lo estoy intentando.
Lo intenta.
Lo intenta.
Lo intenta.
Eso es lindo.
—¿Puedo contarle algo de mi vida? —inquiero.
—Sé que lo hará sin importar cuál sea mi respuesta.
Y tiene razón. Ya me conoce un poco.
—De verdad no quiero arruinar este momento con
recuerdos feos, pero es que en estos últimos meses he
perdido muchas cosas. Perdí al hombre al que amaba y que
creí que me amaba, perdí mi libertad, perdí tiempo con mi
familia, perdí mi hogar y perdí a mis amigos. Vi morir a
personas a las que quería y vi sufrir cruelmente a quienes
no lo merecían a manos del peor ser humano que ha pisado
esta Tierra y que por desgracia lleva la corona de mi reino.
—¿Silas Denavritz? —pregunta, y hay tanta confusión en
su voz que me queda claro que le extraña verme
despotricar de mi gobernante—. Desconocía eso de usted,
Naford. ¿No le agrada su rey?
—Lo odio. Anhelo con todo el corazón que caiga tan bajo
que nadie pueda levantarlo, que lo hagan pedazos, polvo,
que no haya nada que rescatar de él. Ha hecho muchísimo
daño y me molesta que nadie le haya devuelto la ira que
desata sobre el pueblo.
—Nunca se me hubiera ocurrido pensar que teníamos
intereses en común. No diré que ha empezado a agradarme,
pero ya no me resulta tan intolerable, pueblerina.
—¿Usted por qué no ha podido… ya sabe… capturarlo?
—Asesinarlo. Ese es mi principal objetivo, el único de mi
vida. Quiero verlo desangrarse bajo mis pies, manchar el
suelo. Puedo imaginar cómo teñiría la nieve de carmesí.
Veo clara la imagen. No estoy a favor de la violencia, y
esto sonará hipócrita, pero no me molesta cuando la frase
incluye a Silas. Él no merece compasión. Jamás tendrá la
mía y me tranquiliza saber que tampoco tendrá la del rey
Magnus.
—Espero que lo logre.
Se le suavizan los rasgos, relaja la mandíbula y baja los
hombros. Le gustó escuchar eso.
—Lo haré. Créame que lo haré.
Es un juramento y lo quiero tomar para mí.
—Esto es hermoso. —Llevo la conversación a una zona
más plácida—. Nunca voy a olvidarlo. Lo curioso es que
usted será parte del recuerdo. ¿Se acuerda de la primera
vez que vio nevar?
Él solo me mira. Es un bloque de yeso. Es como si las
emociones se le disolvieran por momentos, como si se le
agotara la energía y solo quedara un ser inerte sin nada que
mostrar. Debe ser triste vivir así, sin emociones.
—¿La primera vez que tuve consciencia de ella? Sí, si a
eso se refiere. Era un niño.
—¿Cómo fue? ¿Era de día o de noche?
Quiero saber algo suyo. No lo que me cuentan ni lo que
me han enseñado de su lado feo o violento. Debe haber
algo más. Su familia lo ama y tiene que ser por algo.
Necesito ver de qué se trata.
—¿Alguien le dijo que nevaba o usted lo descubrió por su
cuenta? —insisto al ver que no responde.
—Una mañana me desperté y todo estaba cubierto de
nieve.
—¿Y qué hizo? ¿Qué sintió?
—Curiosidad, supongo.
—¿Salió a verla? —inquiero y él asiente—. ¿Solo o alguien
lo acompañaba?
—No se vaya por ahí, Naford.
Se cierra. Podría jurar que soy capaz de ver cómo levanta
los muros y cómo sella las pequeñas grietas por las que
había dejado que se filtrara la luz.
Son sus padres. Estaba con ellos. No hay que saber
mucho para darse cuenta. Ese es su tema delicado, el tema
que le devuelve los sentimientos.
—Cada vez que me sienta triste, volveré aquí —comento
para distraerlo de sus recuerdos nostálgicos—. Porque me
siento bien y chispeante. ¿Ha visto la leña crepitar en una
fogata? Parece que salta y gruñe. ¿Es posible sentir eso en
el estómago o, más bien, en el corazón? Es lo que siento. Es
emocionante.
—Excitante sería la palabra correcta.
—Pues este momento es excitante. Antes solo escuchaba
hablar de lluvia helada, pero ahora estoy aquí, viéndola caer
con mis propios ojos y acompañada del rey enemigo.
Y ahí lo veo de nuevo: el gesto que hace que sus
hoyuelos se intensifiquen. Es una sonrisa pequeña y fugaz,
como una estrella. Aparece y se esfuma tan rápido que es
difícil grabarse la imagen.
—¿Tenía que hacer énfasis en lo último? —comenta,
orgulloso. Le encanta ese título.
—Bueno, se supone que no debería estar cerca de usted
a menos que tuviera una daga en la mano y estuviera lista
para apuñalarlo y honrar a mi pueblo.
—Eso ya lo hizo —me recuerda—. Espero que haya
pedido que la pongan en los textos de historia. Es lo más
lejos que ha llegado un mishniano.
—Sin contar con que ahora puedo hacer un mapa de su
habitación.
—No sería capaz de traicionarme de esa manera.
Después de todo, la traje a ver la nieve.
Hay calidez en él. No es mucha, pero hay.
Estoy a punto de añadir algo más, pero quedo en silencio
cuando lo veo tensarse. ¿Qué pasa? ¿Qué hice? Se le ponen
los hombros rígidos y le veo una expresión de asombro.
Suspira, como si algo lo hubiera asustado, y cuando trato de
volverme para ver lo que él ve, me detiene. Tiene los ojos
fijos en mí, pero por el rabillo trata de ver algo que tengo
por encima.
—Quédese quieta. —Me pone las manos en los brazos
para detenerme—. Mi abuela nos está viendo.
—¿Salió al jardín? —pregunto, confundida.
—No, está en el segundo piso, en uno de los balcones,
mirando hacia acá. Estoy seguro de que nos andaba
buscando.
Esto tiene que ser un chiste. Justo ahora, ¿en serio?
—¿Qué? ¿Por qué?
—¿Cree que lo sé, Naford? No leo mentes. Aquí la vidente
es usted, ¿no? O eso me dijo una vez.
—¿Qué hacemos? —Ignoro lo anterior para no pelear.
—Fingir. Recuerde que ella no nos cree del todo.
Su cuerpo está demasiado cerca del mío y puedo sentir
su calor, sus manos frías en mi piel y su respiración pesada.
—¿Lo abrazo? —propongo—. Eso la haría ver que
estamos en un momento romántico y se iría.
—No, por supuesto que no. Nada de contacto físico en
público.
—Ella no sabe que la vio. Además, usted ya me está
tocando, por si no lo había notado.
Se fija en sus manos y las ve como si fueran extrañas
que están cometiendo un crimen del que apenas es
consciente.
—De acuerdo, pero que sea rápido.
Le paso las manos por la cintura y me pego a él hasta
rodearlo por la espalda. Apoyo la cabeza sobre su pecho y
de inmediato escucho que el corazón le golpetea con
fuerza, como un tambor. Me sujeta y siento su calor
mientras estamos allí, abrazados, sin decir palabra. El
tiempo pasa lento. Puedo percibir su aliento sobre la
cabeza, pues cada exhalación me mueve un poco el cabello.
Somos estatuas con la boca sellada y los ojos abiertos. Esto
no estaba entre mis planes, pero no me desagrada. Es decir,
a nadie le disgusta un abrazo, ¿verdad? Además, hace frío y
creo que incluso era necesario. Me pregunto si él pensará lo
mismo.
—¿Cree que con eso sea suficiente? —digo en voz baja
después de unos segundos.
Lo próximo que siento es cómo me roza la garganta. Me
separa un poco de él y me obliga a levantar la cabeza.
Antes de que nuestras miradas pueden cruzarse, noto que
elimina la distancia que nos separa y sucede lo inesperado,
lo que jamás pensé que pasaría esta noche… ni la
siguiente… ni nunca. Sus labios se posan sobre los míos,
dominantes, agresivos, como si tratara de pasarme su ira en
un beso.
El rey Magnus me está besando.
Se siente irreal, extraño. Dudo en corresponderle, pero,
aún sin ceder del todo, muevo los labios, recibiéndolo. Me
aferro a su chaqueta con las manos temblorosas, quizás por
las emociones o por el frío. No lo sé. En este momento no
pienso con claridad. Los hombros, que al principio tenía muy
tensos, se me relajan, pues he decidido aceptar el arrebato.
Siento cosquillas en el estómago y las piernas me
flaquean, pero sus manos me sostienen mientras me besa.
Nunca había experimentado un beso así, es imponente y
agresivo como él. Me dejo llevar y veo un mundo de colores
detrás de los párpados. Me invade una sensación de osadía
que me hace cosquillear partes del cuerpo que no me
gustaría que reaccionaran, tal como sucedió mientras me
ajustaba el corsé en la habitación.
Su mano me acaricia el cuello y la siento como un lujoso
collar, sus labios juegan con los míos como si se hubieran
reservado por días y ya no se resistieran más. Sin embargo,
justo cuando esa sensación mágica se apodera de la parte
más baja de mi abdomen, él se separa y el hechizo se
rompe. Escucho aplausos detrás de mí y me giro,
confundida. Aidana, feliz, chilla desde el balcón con una
sonrisa amplia y orgullosa.
—Lo sabía —grita para nosotros—. ¡Sabía que sí estaban
enamorados!
Miro al rey Lacrontte y él a mí. Luce espantado. Tiene las
pupilas dilatadas y los labios enrojecidos, que son la prueba
clara de lo que hacíamos… de lo que hizo. Bueno, yo le
correspondí. Fue algo de los dos.
—Abuela, ¿qué haces ahí? —responde en voz alta. Trata
de sonar sorprendido, pero no es una buena actuación. No
parece concentrado y noto lo que le cuesta aparentar una
calma que no siente—. ¿Podrías dejarnos solos?
Aún siento en los labios el roce fantasma de los suyos,
como una corriente que no se va, y lucho por dejar las
manos abajo y no tocármelos. No quiero que vea que sigo
pensando en el beso. ¡Por todas las flores! Acabo de besar
al rey Magnus.
—De acuerdo, de acuerdo. Solo quería comprobar que
siguieran aquí y que no hubieran huido a Lacrontte.
¿Piensan volver a la fiesta?
Ah, era eso.
—Tenemos mejores planes —se excusa él—. Si puedes
ser discreta, te lo agradeceríamos.
Siento el calor de la vergüenza apoderarse de mi cara
por la mirada pícara que nos regala ella a la distancia. Cree
que encubre nuestras fechorías, cuando en realidad es todo
lo contrario.
El rey Lacrontte parece indeciso cuando volvemos a estar
solos. Mira hacia los lados, como si buscara a otro espía
entre las sombras. Aunque nos mantenemos en silencio,
nuestras mentes gritan. La mía exige una explicación de su
arrebato y la suya seguro está ideando algo para escapar.
No es capaz de verme a los ojos y empieza a alejarse como
si hubiera bebido de la fuente envenenada y ahora sintiera
los efectos de la dosis que tomó.
—Que no se le ocurra jamás mencionarle a nadie lo que
pasó —me ordena con una calma que esconde cierta rabia.
Tensa la mandíbula y se pasa las manos por el pelo,
despeinándose.
No tiene derecho a molestarse cuando él fue quien lo
inició todo.
—Descuide.
—Perfecto, porque nadie le creería.
—Fue usted quien me besó. —Cruzo los brazos, enojada
por su ira injustificada.
—Un error. Algo que no va a volver a pasar.
Suena más como si se lo estuviera diciendo a sí mismo y
no a mí.
—Entonces debería disculparse por lo que hizo.
—Yo no le pido disculpas a nadie, Naford, y no pienso
empezar con usted. Este beso ha sido de mis mayores
equivocaciones, de las más graves y desagradables.
—No se atreva a hacerme sentir como si tocarme fuera
repugnante. —Lo apunto con el índice mientras la sangre
me hierve en las venas—. No le voy a permitir que intente
rebajarme solo porque se arrepiente de sus actos
impulsivos.
—Yo no he dicho nada semejante. ¿Cómo es que llegó a
una conclusión tan desatinada?
—¿Qué quiere que piense con lo que acaba de decir?
—No buscaba ofenderla.
—Parece que se esforzara por hacerlo. Puedo entender
que yo no tenga el tipo de belleza que le resulte aceptable,
pero merezco respeto. Y he soportado ya muchos
comentarios ofensivos porque no estoy en posición de
discrepar. No obstante, me gustaría que, si estamos juntos
en esto, me respetara un poco más. No es una petición
descabellada, ¿o sí?
Suelto todo lo que tenía por dentro. Me duelen muchas
de las cosas que dice. Soy una persona con sentimientos,
que viene de una relación en la que no fue suficiente y que
ahora se enfrenta a un rey que no para de repetirle cuán
inferior es. No sé si mi autoestima pueda soportar tanto. Le
hago frente y no le doy demasiada importancia a lo que
dice, pero cada palabra suya me acerca a un abismo al que
tarde o temprano caeré.
—Fue lo suficientemente interesante como para hacer
que me equivocara. Es todo lo que diré. —Interesante es
extraordinaria en sus términos, ¿no?—. Recuerde que puedo
leerla, Naford. No le he hecho ningún halago.
Este tipo es tan amargo como las alcaparras y esa
actitud prepotente me enerva. ¿Para qué me besó en primer
lugar? Con el abrazo bastaba. No me gusta que ahora
quiera lavarse las manos cuando fue él quien provocó esto.
—Entiendo. No siendo más, me retiro.
Me doy media vuelta y empiezo a caminar hacia el
interior del palacio, dolida. No buscaba que dijera que
besarme había sido el mejor de sus momentos, pero
tampoco que lo catalogara como un error desagradable.
—Emery —me llama. Es la primera vez que usa mi
nombre mientras estamos a solas—. Tomaré en
consideración su petición.
—No le agradeceré que me trate con respeto. Es lo
mínimo que me merezco.
—No le estoy pidiendo que lo haga. Solo se lo aviso. Por
cierto, feliz no cumpleaños. Espero que mi comentario no
haya arruinado su recuerdo de esta noche.
—¿Le preocupa?
—Este momento parecía importarle demasiado y no
quiero ser yo quien se lo ennegrezca.
—No le daré el poder de manchar el recuerdo.
—¿El beso hará parte de él?
—Evidentemente.
—De ambos, entonces —habla con una voz suave y
pacífica. Por fin está siendo amable—. Espero que cuando
vea la nieve no evoque este momento.
—¿Sería malo si lo hiciera? —Me planto firme para
esperar su respuesta.
—No, si se queda como nuestro secreto.
—Tenemos más cosas en común.
—Más de las que quisiera. Ahora sé cómo sabe su boca,
Naford. No era algo que estuviera interesado en descubrir.
—Usted fue por ella.
—Tiene toda la razón.
—¿Y bien? —me atrevo a preguntar—. ¿A qué sabe?
—Ese es un detalle que prefiero reservar solo para mí. Si
me disculpa, volveré dentro.
Pasa por mi lado como una brisa, rápida y refrescante.
No se vuelve ni se detiene. Mientras camina lo veo
guardarse algo en el bolsillo del pantalón. Aunque no logro
descubrir de qué se trata, tengo una sospecha. Me fijo en el
pasto para ver dónde está mi guante, pero no lo hallo.
Ahora estoy segura de que él se lo ha llevado.
8
EMILY
Hoy los pasillos están oscuros, silenciosos. La mayoría ya
duerme, si no todos. Desde el beso de ayer no he vuelto a
ver al rey Lacrontte, y eso que estuve buscándolo todo el
día. Su ausencia no pasó desapercibida, por supuesto. Su
abuela y su tía me preguntaron por él y no supe qué
responderles. Y es su ausencia la que no me permite dormir,
la que me obligó a salir de mi habitación para tomar aire.
¿En dónde se ha metido? ¿Acaso regresó a Lacrontte y me
dejó aquí tirada? Los guardias que hacen el turno nocturno
se mantienen estáticos en los pasillos. Ninguno me mira.
Supongo que ya están acostumbrados a las caminatas de
los visitantes.
El arco de entrada a la cocina, a donde voy, está
iluminado con la luz del interior. ¿Hay alguien adentro?
¿Será el rey Magnus? Puede que se haya estado
escondiendo allí, aunque lo dudo. Entro con temor de lo que
pueda encontrar y ruego en silencio que no se trate de
Francis, ya que sus preguntas y su constante vigilancia me
ponen nerviosa. Siento que, si paso mucho tiempo con él,
va a descubrirme.
En el momento en que cruzo la entrada me detengo y no
por miedo, sino porque allí está la última persona a la que
esperaba encontrarme: Gregorie. El vapor aromático y
cítrico que sale de una olla me indica que se está
preparando un té. Me sonríe cuando me ve y me ofrece una
taza de té de pasiflora.
—¿Tampoco puedes dormir? —pregunta, y niego con la
cabeza—. Bienvenida a la reunión del insomnio. Ya me hacía
falta una nueva integrante. Ser el único es aburrido.
Lleva una bata de dormir verde oscuro que se anuda a la
cintura con un cordón dorado trenzado. Las mangas son
largas y anchas. Tiene los ojos cansados y le veo unos
surcos pronunciados debajo de ellos. El cabello despeinado
lo hace ver como un noble angustiado por las deudas que se
refugia en la cocina para que su esposa no sospeche de los
problemas. Sin embargo, apuesto todo lo que tengo, que no
es mucho, si soy sincera, a que aquello de lo que escapa lo
lleva consigo a cualquier lugar.
—Seguro es la pregunta más tonta que te han hecho hoy,
pero debo hacerla. ¿Tú mismo lo preparaste? —Señalo el
fogón recién apagado.
—No es muy difícil poner agua a hervir y luego echarle
un par de flores, Emery. —Se ríe y es un sonido tan
contagioso que lo imito—. ¿No crees que un rey pueda
prepararse un té?
—Sé que tu primo no lo hace.
—Por suerte no soy él, entonces. Tengo ciertas
habilidades culinarias, que se resumen en… hacer té.
¿Tienes tú alguna escondida?
—Sé hacer perfumes.
—Bueno, eso es mucho mejor que un té, sin duda. —Se
ríe de nuevo y los ojos se le hacen pequeños, como dos
almendras delgadas.
Estar a su alrededor es sencillo. No debo cuidar
constantemente lo que digo o hago para que no lo consuma
la rabia. Eso es agradable. Las lámparas del techo le
iluminan el lado izquierdo de la cara. Me acerco y me siento
en uno de los bancos altos de madera de la isla de la
cocina. Veo fruta en las cestas —manzanas, grosellas y
ciruelas—, pero no toco nada. Hay también una artesa con
pan y un frasco de lo que creo que son fresas en conserva.
—Frambuesas —dice al ver la dirección de mi mirada—.
Conserva de frambuesas. Puedes comer lo que quieras.
—No he venido por hambre.
—¿Y entonces? ¿Qué es lo que te quita el sueño?
—La vida o el rey Magnus. No lo sé muy bien.
—Puede que ambos.
Quizás tiene razón. No he dejado de pensar en lo que
sucedió anoche. En el beso. Ni siquiera pude dormir bien.
Me la pasé dando vueltas en la cama, incrédula. Me
levantaba e iba al espejo a mirarme para tratar de
convencerme de que esa persona en el reflejo era yo, la
misma persona que se besó con el rey Lacrontte. Ni en mis
más fantasiosos sueños imaginé algo así. Y es que todo
evocaba el recuerdo. Mi ropa olía a su perfume, en el cuerpo
aún sentía la presión de su abrazo y en el estómago aún
tenía una sensación de revoloteo. Y me preocupa, porque yo
lo sentí real, fue un beso de verdad, pero algo me dice que
el rey Magnus no diría lo mismo. No tenía por qué besarme
y lo hizo. Lo decidió. ¿Por qué si dice detestarme tanto? En
el fondo sé que no le desagrado tanto como quiere hacerme
creer y él a mí tampoco.
—¿Todavía no lo encuentras? —inquiere Gregorie, antes
de beber de su taza.
—¿Tan evidente es para todos que me está evadiendo?
—No sé si para todos, pero sí para mí. ¿Hasta cuándo
durará su juego?
—Este fin de semana.
—¿Y luego qué, Emily? ¿Le dirás la verdad?
El aire se me escapa. ¿Qué ha dicho?
De un momento a otro la cocina se vuelve pequeña y me
siento encerrada. Pestañeo varias veces, perdida. He
escuchado mal, no hay de otra.
—¿Qué has dicho? —le pregunto con la mayor
tranquilidad que puedo aparentar.
Y, para mi mala suerte, lo veo sonreír con el mismo gesto
de superioridad de su primo.
—¿Y luego qué, Emily? ¿Le dirás la verdad? —repite—. Sé
quién eres, Emily Malhore. Ya puedo imaginar la cara que
pondrá Magnus cuando se entere de que eres la exnovia del
rey Stefan.
¿Las paredes de este lugar han empezado a colapsar o la
mente me engaña? Me hundo tan profundo que ni siquiera
puedo inventar algo. Estoy contra un paredón, con una luz
blanca que me ciega los ojos, y me espera un disparo justo
en el centro de la cabeza.
—No sé de qué hablas —logro decir sin mucha fuerza.
—No tienes que fingir conmigo. En otra oportunidad ya
se lo habría contado, pero ahora no me interesa ponerlo al
tanto. No se merece mi ayuda.
—¿Podrías darme un vaso de agua, por favor?
Me apoyo en la encimera, mareada. El miedo se apodera
de mí. Lo sabe todo y una palabra suya podría acabar con lo
que he conseguido hasta ahora. No quiero volver a ser
prisionera. Me zafé de las garras de Vanir y no quiero caer
por esto.
Claro, por eso sabía que ayer no era mi cumpleaños. No
era intuición. Ya me ha investigado.
—Respira. No diré nada. En este momento te tengo más
aprecio a ti que a él.
—¿Cómo te enteraste?
—Por el periódico. Claro, los diarios de Mishnock no
llegan acá. Sin embargo, conoces parte de la historia:
Lerentia. Cuando la perdí, sentí que me ahogaba, que todo
se había acabado para mí. La amaba y no podía entender
por qué se había ido, por qué me dejaba a medio camino de
nuestro compromiso. Necesitaba algo y me refugié en las
noticias. Aquí las noticias de tu reino no llegan a menos que
sea algo extraordinario, como que la novia del monarca
mayor rompa su compromiso y se una en nupcias con el rey
enemigo. Cuando lo supe, casi enloquezco. Fue un puñal
directo al corazón. —Veo la tristeza en sus ojos apagados,
que me evitan. Habla con el tono melancólico de alguien
que aún no acepta una pérdida—. A partir de entonces
comencé a pedir que me trajeran el periódico El portal de
Mishnock, en el que buscaba notas que la mencionaran. Aún
quería verla y saber de ella. Y, entonces, un día te vi. «Emily
Malhore es el perfume del rey», eso decía la nota que incluía
una fotografía tuya. Te reconocí. Eras la Emery Naford de
Magnus y ahí comprendí que Pharell era en realidad Stefan.
Me siento como una tonta al creer que los engañaba a
todos, cuando uno de ellos ya conocía cuál era el camino
que iba a tomar antes de que yo diera el primer paso.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Eso no importa ahora. ¿Sabías que figuras como
desaparecida en Mishnock? Hay una recompensa por ti.
Debería reportarte.
¿Recompensa? ¿Stefan no piensa dejarme en paz jamás?
La ira hace que se disipe la angustia que me nublaba hace
unos instantes.
—¿Alguien más…? —Dejo la pregunta a medias y él
niega.
—Solo las personas encargadas de traerme el diario.
¿Quieres contarme qué pasó?
Se lo narro todo con la única condición de que al final me
diga que pasó con Lerentia. Aunque sospechaba algo, su
repuesta me deja de piedra.
—No hay mucho que decir. Estábamos comprometidos, la
amaba, pero me terminó porque la atraía mi primo.
Hilarante, ¿no lo crees? Entre todas las personas del mundo,
él.
Esperaba cualquier cosa, excepto eso. Me quedo muda y,
aunque muevo los labios, no me salen las palabras. Eso
aumenta todavía más mis sospechas de que esos dos
tuvieron un romance.
—¿Fueron amantes?
—Él dice que no, pero mi resentimiento no quiere creerle.
Entiendo lo que pudiste sentir, Emily. El dolor de ver cómo
te reemplazan por alguien más, de no ser suficiente para
alguien, un momento de diversión y nada más.
Cuánto daño pueden hacerle un par de palabras a un
corazón enamorado. En su mirada veo lo que una vez vi en
la mía: un vacío profundo de desconsuelo mientras se vive
por inercia, esperando que esa persona vuelva a decirnos
que todo fue un juego. Lo peor de tener el alma en pedazos
por amor es que hasta la más estúpida de las disculpas nos
haría aferrarnos a las migajas.
—Si sirve de algo, el rey Magnus una vez me dijo que
jamás tendría una amante.
—Y también decía que se cortaría un brazo antes de
tocar a una mishniana y tú estuviste sentada en sus
piernas. Creo que no es el ser más honesto de esta helia.
No quiero defenderlo, no debería, pero me niego a
pensar que traicionó a su primo. No lo creo capaz… o al
menos es lo que quiero imaginar.
—Lo odio. —Baja la mirada mientras me lo confiesa—.
Cada vez que lo veo, recuerdo lo que me quitó.
—Ella se fue porque así lo quiso —comento,
defendiéndolo—. Y cabe la posibilidad de que el rey
Lacrontte te fallara como primo, pero Lerentia es adulta y si
tomó esa decisión de marcharse es porque así le apetecía.
Además, acabó casada con alguien más.
—Y eso es lo que no comprendo. —Se masajea la frente,
irritado—. ¿Por qué Denavritz? Me confesó su atracción por
Magnus con mucha pasión, pero luego fue y se casó con
otro. No lo entiendo.
—Es un matrimonio por conveniencia. Los Wifantere
ayudaron a Silas y, a cambio, le hicieron prometer que
Stefan se casaría con su hija. Supongo que fue para tener
dos hijos con el título de monarcas. El príncipe Lorian en
Cristeners y Lerentia en Mishnock.
—Pues eso levanta aún más sospechas. —Entrecierro los
ojos y él comprende que no entiendo a qué se refiere—.
Magnus es un manipulador nato. Debe estar usando lo que
ella siente por él para que le pase información. Si está
casada con Stefan y vive en el palacio, ella le sirve de
informante, estoy seguro. Confiar en Magnus es ponerte una
venda en los ojos y permitir que te lleve directo al abismo.
—De verdad le guarda rencor—. No quiero aburrirte más con
esto. Deberías descansar. Te espera un viaje largo mañana.
—Eres muy valioso, Gregorie. Que de eso jamás te quepa
duda.
La sonrisa que me regala es la más triste que he visto en
mucho tiempo. No cree ni una palabra de lo que le digo y lo
entiendo. Si alguien me hubiera dicho algo parecido cuando
Stefan acababa de terminar conmigo, tampoco lo habría
creído. Todavía no lo creo del todo.
—No lo suficiente como para que ella se quedara. —Deja
en el mesón la taza a medio beber—. ¿Sabes una cosa? Si
algún día necesitas ayuda con Stefan, si llega a encontrarte,
no dudes en buscarme. Tienes mi favor. —Mira hacia la
puerta. Se irá—. Buenas noches, Emily. Tu secreto está a
salvo si me prometes que el estado de mis sentimientos
también lo está.
—Hasta el final de mis días —le aseguro—. Antes de que
te vayas… ¿No sabes en dónde puedo hallar al rey Magnus?
No está en la habitación, ni en el jardín, ni en ningún lado.
—El ala sur. Hay una torre solitaria al fondo del patio.
Debe estar ahí tocando el piano. Es lo que hacía de
adolescente cuando quería descansar de todos.
Así que toca el piano. No me lo habría imaginado.
Salimos de la cocina y tomamos caminos diferentes. Yo
voy por los pasillos, agitada. Estoy enojada y preocupada
por ese testarudo de ojos esmeralda. No es justo que
desaparezca así y tampoco es justo que me importe.
Supongo que solo estoy cumpliendo mi papel de novia
ficticia. Sí, es eso. Llego al patio y de inmediato el aire
gélido me ataca. El cabello se me levanta como una cometa
en el cielo y siento que la bata no me protege en absoluto.
A lo lejos veo la torre solitaria de calicanto coronada con
una almena. Se me cuela la nieve en los zapatos, lo cual
dificulta mi caminata. Al llegar, veo que la puerta de
tablones gruesos se encuentra entreabierta. Es pesada y me
cuesta empujarla. Adentro subo por una escalera de caracol
mientras escucho una melodía suave que proviene de un
piano. Al final de los escalones me encuentro con otra
puerta más pequeña y arqueada.
Cuando entro, me recibe la música. El rey de Lacrontte
está sentado sobre el banquillo de un piano, moviendo los
dedos sobre las teclas con una naturalidad fascinante. No
nota que he llegado: tiene la mirada fija en la ventana y
está concentrado en la nieve que cae, como si fuera ella la
que le dijera qué tocar. La melodía es baja y delicada, como
un cántico de cuna. Camino despacio por la habitación. Da
la impresión de que el color abandonó este lugar.
—No sabía que tocaba el piano —hablo con delicadeza
para no alterarlo—. Es increíble que tenga ese talento. Yo no
sé tocar.
Se gira, espantado. Cuando me ve detiene la melodía
abruptamente y el lugar se sume en un silencio sepulcral.
—¿Qué hace aquí? —me recrimina con dureza.
—Lo estaba buscando. —Camino hacia él—. Si le gustara
el té, le habría traído uno.
—¿Cómo me encontró?
—Gregorie me dijo que podría estar aquí.
—¿Quién más que él? —se queja en voz baja, pero logro
escucharlo—. Si vengo acá es para estar solo.
—Siento que huye de mí.
—Yo no huyo de nadie, Naford.
—De mí sí. ¿Es por lo de anoche? —pregunto con
valentía.
Desvía la mirada hacia la pared y se reacomoda en la
butaca como si le molestara.
—Le dije que ya no hablaríamos de eso.
—Usted me hace pensar en ello al adoptar esta actitud.
Si actuara con normalidad, ya lo habría olvidado. ¿Ha
pasado aquí todo el día?
—¿Eso importa?
—Sí, porque significa que no ha comido.
—¿Qué es lo que quiere, señorita Naford?
—Saber por qué me ha estado ignorando todo el día. En
otras circunstancias no sería algo que me inquietara, pero
su abuela me pregunta por qué no estamos juntos. Supongo
que esa es una cuestión que debe interesarle, ¿o por lo de
ayer se rompió nuestro pacto? —Se mantiene en silencio,
así que continúo—. Majestad, quiero que le quede algo
claro: yo no estoy aquí porque quiera, sino porque usted me
trajo. Es usted quien me necesita, así que le pediré que no
actúe como si yo lo fastidiara con mi presencia cuando...
—Sí, sí lo hace, pueblerina.
—Deje de llamarme así. Soy Emery.
—Bien, Emery. —Se levanta del banquillo, se detiene a
unos centímetros de mi cuerpo y me mira desde arriba con
desprecio, queriendo desaparecerme de su vida—. Sí, me
fastidia su presencia. Es invasiva. Todo el tiempo tiene algo
que decir, algo que recriminarme. Me hace actuar como un
niño pequeño y ni siquiera cuando era un crío me
comportaba de esa manera. Es usted el motivo de todos mis
escándalos, de mis indecisiones, y un rey no puede
permitirse ninguna de las dos, así que, por amor a su vida,
haga silencio.
Me intimida tenerlo tan cerca. Se me acelera el pulso, lo
juro. Me quedo callada y no solo porque me lo pida, sino
porque es su momento de hablar. Él siempre es el
silencioso, al que tengo que presionar para sacarle algo,
pero es claro que ahora quiere desahogarse.
—Si está aquí es porque necesitaba a alguien y usted
estaba allí. No le dé demasiadas vueltas… Es lo que yo
intento hacer. Créame que me esfuerzo por llevar la fiesta
en paz, por no ser tan duro con usted. Algo que no me deja
muy fácil cuando empieza a preguntar y preguntar.
—No quiero discutir. Somos aliados, no enemigos.
—En realidad sí lo somos.
—No en este caso.
Puedo ver que se relaja. Baja los hombros y exhala. Lo
observo desde abajo, atenta. Su cuerpo se interpone entre
la luz y la habitación, así que resplandece como si se tratara
de un ser celestial.
—Sé que en el fondo no le desagrado tanto como quiere
hacerme creer —comento con valentía la teoría que tengo.
Y tampoco me habría besado si le desagradara, aunque
eso prefiero no decírselo. La manera en que se le oscurecen
los ojos es de temer. No le hizo gracia mi comentario.
—¿Por qué mejor no toca algo como símbolo de paz? —
propongo para salvar la situación. No quiero discutir con él.
—¿Hay un buen motivo para hacerlo? —Su expresión se
suaviza y sé que hice lo correcto.
—Estoy yo. ¿Eso es suficiente?
—Podría intentarlo, pero solo si promete no hacer
ninguna otra pregunta.
Vuelve al banquillo y hace sonar el piano. Parece la
misma melodía de antes, pacífica y dulce. Me acerco y me
apoyo en la tapa para observarlo desde ahí. La luz de afuera
le ilumina el rostro. No me mira. No quiere hacerlo, estoy
segura. Sin embargo, está tocando para mí y me conformo
con eso. Es la misma melodía arrulladora que escuché al
principio. Se concentra y yo me concentro en él hasta que
termina la pieza.
—Cuando era pequeña quería bailar ballet y no pude —le
cuento una vez me devuelve la mirada. Es una historia, no
una pregunta—. En ocasiones miraba las clases desde una
ventana y se oía dentro un piano que guiaba las prácticas.
—¿Y por qué no pudo? —Le brillan los ojos con cierta
inocencia. Ni siquiera me molesto en responderle, pues
basta con mostrarle una sonrisa triste para que él capte el
mensaje: falta de dinero—. Debí imaginarlo. Hágalo, baile. Si
yo toco, usted debería bailar.
¿Qué? ¿Bailar para él? No, no, no. Ni siquiera he bailado
para mis padres. Soy terrible. Conociéndolo, sé que se
burlará de mí. No estoy dispuesta a pasar ese bochorno.
—De usted puedo creer cualquier cosa, excepto que sea
tímida, Naford. ¿Le da vergüenza? ¿Conmigo? Pensé que ya
había confianza entre nosotros. Al fin de cuentas, somos
novios, ¿no? Si no es capaz de mostrarme su baile a mí, ¿a
quién entonces?
Me gusta cuando se relaja. Es muy divertido así.
—¿Cómo sé que no se reirá de mí? Nunca aprendí —le
recuerdo.
—Dijo que veía las clases. Algo debe recordar. Además,
yo nunca he estado en una práctica de ballet. Puede que me
convenza de que es la mejor bailarina del mundo. Daré fe
de su talento si lo hace bien.
—¿Y si lo hago mal?
—Guardaré el secreto hasta mi muerte. Nadie se
enterará de que una vez en una torre una mujer no supo
impresionar al rey de Lacrontte con sus dotes de baile.
Planeo proteger su buen nombre hasta el final de mis días,
Naford.
¿Por qué no puede ser así todo el tiempo?
—Bien, solo por usted.
—Vaya honor.
Me quito los zapatos y dejo las puntas de los pies hacia
afuera, en la primera posición, pero el resto es simplemente
un desastre. Aun así, sigo adelante, sin orden. Levanto los
brazos, doy un paso al frente, hago unos giros e incluso
trato de ponerme en puntillas, pero me caigo igual de
rápido que una manzana de un árbol. Lo veo sonreír. Una
sonrisa de verdad y sin inhibirse. Me detengo y me cubro la
cara con las manos. Me doy media vuelta para que no lo
vea. Esto es terrible. Debí haber dicho que no y salir
corriendo cuando lo propuso.
—No, nada de darme la espalda, señorita. —Lo escucho
desde atrás—. Definitivamente no aprendió nada. Aunque
fue mucho mejor de lo que esperaba si le soy honesto.
—Entonces no esperaba mucho.
Lo escucho reír y me vuelvo en el acto. Eso es algo que
no puedo perderme. Es una risa espontánea, breve y baja.
Los ojos le brillan y los hoyuelos aparecen. Es agradable
verlo divertirse.
—Si todavía le gusta, debería tomar clases. En Mirellfolw
debe haber algunas escuelas.
—¿Y las pagará su mandato? Porque aún no tengo la
carta de recomendación y nadie me da trabajo.
—De acuerdo. Yo se las pagaré. Claro, con algunas
condiciones. No puede bailar para nadie más que no sea yo.
No me lo tomo en serio. Estamos bromeando. Él no
querría de verdad que bailará para él.
—Eso no es muy justo. Pero siendo así, no puede usted
tampoco tocar para nadie más.
—No tenía intenciones de hacerlo, por lo que tenemos un
trato.
Me ofrece una mano y la estrecho fuerte. Hemos
avanzado.
—¿Quién diría que primero aprendería a disparar que a
danzar?
—Pongo en duda lo de aprender. Usted nunca pudo dar
un tiro certero.
—Quizás lo mío no sean las armas de fuego, sino las
cortopunzantes. Por cierto, ¿cómo sigue la herida de su
brazo?
—¿Quiere verla? —propone, y yo asiento, un poco
confundida. ¿De verdad me la enseñará?
Empieza a desabrocharse los botones superiores de la
camisa y se detiene cuando llega a la mitad del pecho.
Recuerdo el día en que sucedió. Estaba semidesnudo y
sudoroso en el patio del palacio. Recuerdo haber detallado
su cuerpo, haberme agitado y haber pensado que lucía muy
bien. Aún lo hago, porque, tal como lo dije esa vez, él ofrece
una vista increíble. Se descubre el brazo derecho y veo que
una cicatriz delgada le marca la piel pálida. Es fina como un
hilo y pequeña como una aguja. Me siento culpable al
pensar que yo fui quien la causó.
—Lo sigo lamentando —confieso con una leve opresión
en el pecho.
—Esa es la menor de mis heridas. Despreocúpese.
—¿Lo dice por las cicatrices de su espalda? Una vez las
vi. Y no es que lo estuviera espiando, aclaro. Lo tengo en la
memoria porque me pareció curioso el contraste entre su
pecho y su espalda.
—Pues ahora están iguales —dice, mientras se
reacomoda la camisa, con una tristeza que jamás me había
dejado ver o que antes no existía en él.
Me quedo sin palabras, y eso que siempre tengo algo que
decir. ¿Fue acaso por el ataque de Aldous? En los diarios no
dijeron que el rey hubiera resultado herido.
—Y antes de que empiece… No, no puede preguntar qué
ocurrió.
—No iba a hacerlo —miento—. Sobre la cicatriz en su
brazo… —cambio de tema—, creo que va a vivir unos años
más.
—¿Es otra de sus visiones de clarividencia?
—Nunca va a olvidar eso, ¿cierto?
—Nadie ha interpretado un papel más ridículo para
salvarse. Fue casi tan bueno como su actuación en
Grencowck.
—Al parecer nuestro destino es encontrarnos.
—¿Lo dice por la historia que contó sobre habernos visto
de niños? Porque no dejo de pensar en eso. He buscado en
mis recuerdos y no hay nada. Es como si hubiera bloqueado
ese episodio.
—Estábamos en el pasillo del palacio de Mishnock. Usted
iba con su padre y yo estaba con el mío… —empiezo a
contarle la historia que quedó inconclusa anoche. Él
escucha con paciencia, en silencio, hasta que de repente
me interrumpe.
—«Yo también soy una princesa». —¿Qué acaba de decir?
Estoy más fría que esta ciudad—. Eso dijo usted cuando me
presenté como el príncipe de Lacrontte: «Yo también soy
una princesa. La princesa de mi padre». —¡Por mi vida, lo
recuerda!—. La niña del caramelo.
—¿Cómo? —Ahora la perdida soy yo.
Esa parte de la historia no me la contó papá.
—¿No lo recuerda?
—Estaba muy pequeña, lo siento. No hay rastro en mi
memoria.
—Me dio usted un caramelo marrón. Lo sacó de algo que
traía en la mano.
—¡Una cesta!
La chispa de la verdad se enciende dentro de mí.
Cuando era niña llevaba siempre conmigo una cesta
pequeña de mimbre que estaba decorada con lazos azules.
Amaba esa cesta.
—No lo sé. No lo tengo muy claro. Solo recuerdo que,
cuando entré a la reunión con mi padre, quería comerme
ese dulce, pero no me dejaron. Los guardias me lo quitaron
por seguridad. Era una pequeña cosa cuadrada.
Era un quecse. No era un caramelo, sino un cubo de pan
tostado cubierto con miel. Un quecse, el plato callejero
típico de Mishnock. Lo que daría por tener ese momento
vivo en la cabeza. Ahora lo siento como algo ajeno, distante.
—Seguro usted quería envenenarme con el caramelo y
ellos leyeron sus intenciones —continúa.
—Esos eran exactamente mis planes a los cinco años.
—Ah, ¿sí? —Su tono se vuelve divertido o… no, más bien
pícaro—. Veamos quién sale vivo de aquí ahora.
De repente alarga la mano hacia mi bata, jala el cinturón
que me la ajusta y las solapas se abren, dejando al
descubierto el camisón de raso rosa que uso debajo. Me
paralizo y él también. Yo lo hago porque no esperaba el
arrebato. Es demasiado para venir de él, si tenemos en
cuenta su singular humor. Y él se queda en pausa, no por lo
que ha hecho, sino por lo que ve. Noto cómo examina mi
figura. Va de arriba abajo, pero no con una mirada ofensiva,
sino asombrada. Cualquier rastro de coquetería desaparece
y solo me observa, como si no diera cuenta de lo que ve.
—Es hermosa, ¿verdad? —intervengo, y es ahí cuando
sus ojos se encuentran con los míos—. Cuando lo vi, supe
que era lo que quería usar.
Es el camisón más bonito del mundo. Brilla bajo la luz de
la habitación y se me pega a la cintura. Lo más precioso es
el detalle que cae sobre el muslo izquierdo: una
transparencia con flores bordadas. Es magnífica.
—Se ve bien.
—¿Por qué le cuesta tanto hacer un halago? —insisto.
—Nadie se merece un halago de mi parte.
Se me sale una carcajada sonora y enérgica. Esto es
increíble. Es la persona más egocéntrica que he conocido.
—Algún día me hará uno, ni siquiera intente
contradecirme. Así será, ya verá.
—La única persona a la que adulaba era mi madre y eso
no va a cambiar.
—¿Cómo era ella?
Y con esa pregunta se esfuma su buen humor. Se le
ensombrece el rostro, se le apaga la luz de la mirada y se le
tensa el cuerpo. Se levanta y deja el lazo que me ha quitado
sobre el piano.
—Que tenga una buena noche, Emery. Es hora de que me
retire o de que usted lo haga.
He tocado un tema difícil, por eso no le reprocho su
actitud.
—No quiero irme ni que usted se vaya...
Pongo de mi parte para salvar la situación, pues no era
mi intención arruinar el momento.
—No siempre se obtiene lo que se quiere, debería
saberlo. Buenas noches.
Y se marcha. Va hacia la salida y cruza la puerta. Lo
escucho bajar las escaleras. Sus pasos son como ecos que
se disuelven entre las paredes. Allí me quedo yo, en la
habitación vacía de una torre, sintiéndome abandonada y
con el corazón estrujado.
De verdad no quería que se fuera.
9
MAGNUS
Es medianoche y sigo viendo por la ventana el patio
cubierto de nieve. Luce como un campo en el que hay
cientos de cadáveres envueltos en sábanas blancas. Dejé a
la pueblerina en la torre y no pienso volver por ella. Es un
mal que debe permanecer encerrado y a metros de mí. No
debió ir a buscarme y yo no debí permitir que se quedara.
Tendría que haberla sacado en el momento en que me di
cuenta de que estaba ahí.
Volví al palacio, y aunque la habitación es inmensa,
siento que me ahoga. La vida me da vueltas o yo estoy
bocabajo. El mundo es una ruleta y las cosas extrañas son
lo que me señala la flecha después de hacerla girar. Y vaya
que tengo pocos turnos y pocas son las personas que me
ayudan a entenderme.
Desde que Emery apareció, mi vida se ha complicado.
Antes todos mis pensamientos iban al reino, a mis planes, a
mis padres, y ahora también está ella. Ella con su presencia
ruidosa, sus ganas incansables de conversar, su voz, sus
ojos cafés, su pelo, su insistencia, su calidez fastidiosa, sus
ansias de información y su cercanía. Cada día se hace más
presente en mi cabeza y más por ese maldito beso. ¿Cómo
se me ocurrió besarla? Es una plebeya. ¡Besé a una
plebeya! Es inaudito, es decepcionante. Y lo más
problemático es que no me arrepiento de haberlo hecho. No
pienso dar largas sobre mis motivaciones. Quería besarla, lo
hice y ella me correspondió. No sé si fue para respaldarme o
si de verdad lo disfrutó. Y eso me está matando. Por eso no
quería verla, porque algo dentro me dice que fue la primera
opción. Y no entiendo por qué; ella debería estar feliz de
que un rey de mi nivel la haya besado. Debería incluso
agradecérmelo.
Pienso en cada cosa que he hecho por ella y no me lo
creo. ¿Cuándo escaló tanto? Asesiné por ella, aunque en el
fondo sí quería mandarle un mensaje a la rata de Silas. Lo
cierto es que tomé la decisión para hacerle pagar a Nicholas
lo que le hizo a Emery. Se lo debía después de lo valiente
que fue en Grencowck. Y ahí va de nuevo. Ese día con ella
en el bosque, verla luego en el lago y después con la ropa
de esa anciana. Le lucen más los vestidos de Remill. Como
el del teatro. Ese día no lo dije, pero se veía muy bien. Ni
siquiera parecía una pueblerina. Y ayer, con el corsé… No
debo darle rienda suelta a mi mente con eso. Ese bendito
corsé es una maldición para mí. Todavía tengo la imagen de
su espalda mientras le apretaba los lazos y la manera cómo
realzaba su… No pienso seguir. Tengo que sacarla de mi
cabeza.
—Majestad.
Es Francis.
Me alejo del cristal para recibirlo y me concentro en la
entrada.
—Adelante.
Me desabrocho los botones superiores de la camisa,
porque no me dejan respirar bien. Y mientras cada uno sale,
pienso en Naford. ¿Cómo se me ocurrió mostrarle la
cicatriz? ¿Qué pretendía con eso? ¿Que me viera? ¿Para
qué? Es una mishniana. No la puedo dejar pasar más allá. Y
ahí voy luego a decirle que, si pago sus clases de ballet,
tendrá que bailar solo para mí. ¿Qué demonios me ocurre?
Este tipo de cosas no me las puedo permitir de nuevo.
Necesito concentrarme.
—¿Me mandó a llamar?
Camina lento hacia mí. Es un ritmo que suele
desesperarme, como si tanteara un terreno minado.
—No sé qué es lo que estoy haciendo.
Desvío la mirada hacia la pared y sigo los patrones del
papel tapiz, esperando que me lleven a algún sitio que le
ayude a mi mente a volver a su estado natural.
—¿Tiene algo que ver con el piano? Porque lo escuché
tocar. Ha pasado un tiempo desde la última vez que lo hizo.
—La pueblerina se apareció allá, en la torre, y me instó a
tocar para ella.
—Entonces tiene que ver con ella. ¿Sucedió algo con su
falsa relación?
—Naford es insoportable.
Esa mujer me está robando sin darse cuenta. No creo
que vuelva a tomar champaña en mi vida, no creo siquiera
que pueda estar cerca de una copa, pues cuando la besé a
eso sabía su boca. El sabor dulzón, como a cerezas, no me
lo voy a sacar nunca de la cabeza. Tampoco su figura
envuelta en la bata rosada. No entiendo por qué le jalé el
listón y no sé si me alegra haberlo hecho. La manera como
la seda se pegaba a su cuerpo era increíble. Juro que podía
verle cada curva, y ni hablar de lo que el frío les hacía a sus
pechos. Todo se marcaba. Esa imagen vivirá en mi memoria
para siempre y me atormentará por las noches, estoy
seguro.
—Es bastante parlanchina, sin duda, pero es… gentil.
Quizás ese rasgo lo haga sentirse cómodo. La mayoría nos
sentimos a gusto con alguien cálido cerca.
—Este no es el caso. La tolero por ciertos fines.
Emery no sabe cuándo hacer silencio. Es un defecto en el
que se nota que jamás ha trabajado.
—¿Puedo preguntar algo que no me corresponde?
—Siempre haces preguntas que no te corresponden.
—Anótelo en la lista de mis fallas. ¿Por qué quiere que
ella vaya al palacio cada noche?
—Tienes razón. Es algo que no te corresponde.
Desde el momento en que perdí a mis padres, Francis me
acogió, aunque no como a un hijo. No existe entre nosotros
un amor fraterno, sino un aprecio como el que un aprendiz
siente por su maestro. Fue un cuidador y tutor con mano
dura y poco humor. No me dio sonrisas ni afecto, solo apoyo
y consejos. Esa relación le ha permitido llegar más lejos que
cualquier persona que no pertenezca a mi familia. Tiene mi
confianza, mi respeto, mi lealtad y por ello suele cruzar la
línea; sabe que se lo dejaré pasar. Tiene una afición por
entrometerse en mi vida y buscar esos pensamientos que
entierro en el fondo, así como las emociones que no permito
florecer. Él las trae a la luz, las expone y me ayuda a
reconocerlas, aunque la mayoría de las veces no logra que
las acepte.
—Debe pagar el favor que le he hecho.
—Que el Señor expíe mis pecados, pues debo insistir.
Pudo haberle asignado funciones en el palacio en las que no
tuviera que verla, ya que, tomando sus propias palabras, le
resulta insoportable.
—¿A dónde intentas llegar con esto?
—Mi teoría es que la compañía de la señorita Naford le
resulta agradable.
—Por supuesto que no. He cometido errores por ella, eso
lo admito, pero hay una gran diferencia entre eso y que me
agrade. Ni siquiera entiendo por qué la dejé quedarse, por
qué le di ese permiso de residencia. Hubieras escuchado lo
que me dijo. La manera en la que me habló. Tendría que
haberla mandado a la horca.
—Usted sí sabe por qué le brindó su favor y en el fondo
yo también sabía que le iba a dar una oportunidad. Es usted
el único que no quiere ver lo que ya ha pintado. —Su manía
de contradecirme me agota—. Hagamos un ejercicio. Lo
pondré en una situación hipotética en la que existen dos
personas en peligro de muerte. Es usted quien tiene la
potestad de salvarlas, pero solo puede rescatar a una. La
primera persona es un plebeyo lacrontter y la segunda es la
señorita Naford. ¿Por quién se decide?
—Eso es ridículo, Francis. ¿Qué clase de ejemplo patético
es ese?
—No tendrá problema en responder, entonces, y
mostrarme cuán patético ha sido ponerlo en ese escenario.
No me lo pienso, pues es estúpido. Es una cuestión de
lógica.
—Iría por ambos.
Sonríe de forma socarrona, las arrugas se le asientan
alrededor de los ojos y me mira como si hubiera llegado al
punto que quería iluminar.
—Eso quiere decir que los pone a ambos en el mismo
nivel.
Me doy cuenta de mi error. Le quiero dar un tiro.
—La teoría del roce, Francis —me defiendo tan rápido
como es posible—. He pasado tiempo con ella, por ello
trataría de socorrerla.
—Es una mishniana y el otro era un lacrontter, parte de
su pueblo. Las reglas decían que solo podía ir por uno, pero
la incluyó a ella también sin importar su nación de origen.
Es más, si apela a la teoría del roce, igual me estará dando
la razón. Le agrada, porque si fuera de otra forma la habría
dejado morir. Y ese era el punto de ejercicio, aclararle que
está confundido porque le agrada una mishniana.
No hay escapatoria. Me ha acorralado.
—Sea cual sea tu conclusión, no tiene cabida en mi vida.
Soy una persona de na…
—Naturaleza solitaria —me interrumpe. Detesto que lo
haga—. Lo siento, tenía que quitarle las palabras o me iba a
desviar del objetivo. A lo que me refiero es a que no tiene
que castigarse porque estime a la señorita Emery. Ella tiene
cierto aire inocente que puede resultar refrescante. Es decir,
es una joven que habla de cosas distintas a la política, el
poder y las estrategias de guerra. Le ofrece una distracción
con su visión dulce del mundo. Es nefelibata, no hay nada
que hacer contra eso. Me ha contado usted cómo le
brillaban los ojos cuando vio la nieve. No muchos muestran
su fascinación por algo tan natural. Ese tipo de personas no
abundan en su círculo y tenerla cerca puede ser bueno para
usted.
—Tenía a Vanir para cumplir ese papel.
El nombre me pica en la boca y me rasga la garganta. No
sé cómo pude pronunciarlo con éxtasis alguna vez.
—La señorita Vanir es cualquier cosa menos ingenua.
Ella, al igual que un arquero, apuntaba directo a la cima,
solo que la flecha se le quebró en el ascenso.
—¿Desde cuándo tienes esa teoría? —Vuelvo al tema de
la mishniana—. ¿Fue por eso que la llevaste conmigo a
pesar de que la había fichado como una persona no grata?
—Es justo de lo que hablaba. Porque es ingenua y no soy
partidario de las injusticias.
Muevo la mano, instándolo a profundizar. Hay algo que
teme revelar, lo sé porque evita mirarme. Exhala y se lleva
las manos a la espalda, tal como hace cuando hablará de un
tema delicado.
—La señorita Vanir la usó. Le pidió que me entregara una
carta como si fuera de Emery, una que luego yo le daría a
usted. La descubrí y rompí el sobre, pero ahí no acaba todo.
Después de eso la entregó a la Guardia Civil para que la
sacaran del reino, aprovechándose de su estado de
ilegalidad. En el reporte reluce su nombre como el de la
ciudadana ejemplar que la reportó.
Mentiría si digo que me extraña. Y es irónico, porque en
otra época le hubiera aplaudido la hazaña. Cada día me
pregunto qué fue lo que vi en esa mujer más allá de su
belleza.
—Así que me tomé el atrevimiento de ayudarle a la
plebeya para que peleara por quedarse. No estimo a los
traidores.
—Trabajas para uno.
—Bueno, no estimo a los traidores, a excepción de usted.
Ha perdido la cordura si piensa que voy a sonreír por el
comentario.
—Me puso una venda estúpida que yo mismo le di.
—¿Habla de la señorita Etheldret? —cuestiona, y yo
asiento con rigidez por la rabia ácida que me corroe el
estómago—. Es una serpiente. Es sigilosa. Se arrastra, trepa
muros y palacios y se enrolla en el cuello hasta ahorcar a su
víctima.
—Nunca lo había escuchado ser tan duro con alguien.
Francis es la única persona que sabe por qué terminé la
relación, la única persona a la que le conté cómo descubrí
que me engañaba y también cómo salí de ahí sin que notara
que la había visto. Y no pienso decírselo a nadie más. Ni
siquiera a ella misma. No quiero que sepa que me alejé por
lo que hizo; eso significaría darle la victoria y prefiero que
viva con la incertidumbre y la ira de pensar que la he
desechado. Es la única manera de seguir en batalla.
—Nunca me agradó del todo, si soy honesto.
Siempre me di cuenta de la manera en que la miraba
cuando ella le hablaba. Vigilante, receloso. Por un tiempo
quise pensar que me lo estaba imaginando. Vanir me atraía
mucho como para hacerla a un lado por la desconfianza que
Francis mostraba hacia ella. Debí haberle hecho caso.
—Pero veía su fascinación —añade— y por eso trataba de
llevar un baile lento con ella. No se castigue, majestad.
Sobrevivió a la mordida, así que apláudase por eso.
—No puedo encontrar el chiste, Francis. Es como si me
hubiera embelesado.
—Difiero. Bajo mi observación, usted era tan indiferente
que por ello nunca notó sus intenciones. No estaba
presente, ni siquiera en momentos especiales. Recordemos
el episodio del 15 de agosto. Fue su cumpleaños y, sin
importar la promesa que le había hecho de celebrarlo junto
a ella, se fue a Mishnock para reunirse con el entonces
príncipe Stefan. Y no lo juzgo, como tampoco justifico a la
señorita Etheldret, pues no está usted acostumbrado a las
relaciones, como tampoco justifico a la señorita Etheldret.
Pero ser pareja de alguien es un papel que requiere de
interés y tiempo. Así como usted demanda atención, la otra
persona también lo hará. Téngalo en cuenta para futuras
relaciones.
Esto es ridículo. Soy el rey, no un plebeyo sin
ocupaciones que pueda permitirse tales distracciones. La
compañía de Vanir era estimulante, pero no siempre la
requería cerca. Cuando trataba de hacerme un lío o
amenazaba con alejarse porque yo no cumplía con un
capricho suyo, yo mismo le abría las puertas del palacio. Sí,
era su novio, pero antes de eso era su monarca y mi título
está por encima de todo.
—No tengo planes de estar en otra relación en un futuro
cercano.
—Ya lo está, ¿no? Con la joven Naford. Por cierto, ¿en
dónde se encuentra? Vi las luces de su habitación
apagadas.
—No es algo de lo que quiera hablar. Y anota bien lo que
diré: una vez pasen los tres meses que le asigné como
permiso, quiero que la saques del reino y que nunca vuelvas
a traerla así se esté muriendo y yo sea el único que pueda
salvarla. Es una orden.
—Es usted quien manda, majestad.
—Así es. Un gobernante tan bueno como lo fue mi padre.
—El silencio se extiende en la alcoba, ensombreciéndolo
todo—. ¿Crees que él pensaría lo mismo? —No puedo evitar
preguntárselo—. ¿Que soy un buen rey?
—Por supuesto. Estaría muy orgulloso de usted.
—¿De ver cómo su hijo fracasa? ¿De ver cómo pierdo el
tiempo con una mishniana que no para de hacer preguntas
en vez de concentrarme en lo verdaderamente importante?
—Me da la razón. Todo este embrollo es por ella. Hoy
bajó la guardia y ahora se siente culpable. —No respondo.
¿Para qué? Ya me expuso—. Tener momentos de serenidad
no es motivo para castigarse —añade despacio.
No me gusta pasar por baches o tener grietas. Una
fortaleza debe ser impenetrable y firme. No necesito
tambalearme y no quiero desvíos. Tengo en mente un
camino recto y puede que Naford no suponga un peligro
para mis emociones, porque es lo más alejado que existe de
la que persona a la que quiero para mi vida. Sin embargo,
me distrae y me deja en medio de aguas turbulentas.
—¿Quiere que le asigne otras funciones en el palacio? Así
no tendrá que verla.
Maldito Francis, cree que no noto lo que hace.
—Iré a la cocina. Puedes retirarte.
—¿Eso es un no? —insiste.
Paso por su lado y voy hacia la puerta. Sabe bien cuál es
la respuesta, pero me niego a pronunciarla.
10
EMILY
Hoy es el último día del año.
Desde que regresamos de Cromanoff hace más de una
semana, mi relación con el rey Lacrontte ha sido
intermitente. La mayoría del tiempo está de mal humor y
me ha costado sobrellevar su carácter. No hemos vuelto a
hablar del beso, pero no niego que pienso en eso más de lo
que quisiera, y que si me concentro lo suficiente soy capaz
de imaginar la sensación de sus labios sobre los míos,
produciéndome ese cosquilleo extraño en la parte baja del
abdomen. Me he regañado mentalmente por ello un par de
veces porque no está bien… Él es el enemigo. El problema
es que en ocasiones se me difumina en la cabeza la imagen
con la que me han enseñado a verlo. Son instantes cortos,
pero están ahí para hacerme perder el norte.
En este tiempo han pasado varias cosas. Ahora vivo en
una pequeña habitación al sur de Mirellfolw, que Luena me
ayudó a conseguir. Al principio no me acostumbraba al frío
de la alcoba sin calefacción, pero ya he aprendido a
apañármelas con cobijas y velones. Aunque a veces me
despierto en medio de la noche y siento que estoy en mi
propio funeral por todas las velas que me rodean. También
conseguí un empleo como asistente en una perfumería. No
hago mucho, así que me pagan poco. Solo organizo
estantes, limpio enseres y pulo frascos. Estoy siempre atrás,
fuera de la vista de cualquier cliente, y eso me gusta. No
quiero que cruce la puerta la señorita Vanir y yo tenga que
soportar sus raras actitudes. Hablando de ella, me la
encontré una vez más a las afueras del palacio, creo que
conoce mi horario. Afortunadamente no la he vuelto a ver,
pero mi instinto me dice que quizás me observa. Esa mujer
no está muy cuerda.
Como cada noche, voy camino a la casa real con la nieve
como compañera. Mirellfolw ya se ha llenado de pequeños
cristales de hielo y de luces de colores para celebrar el final
de año. Traigo conmigo dos cajas pequeñas con regalos que
compré cerca del centro porque quiero seguir los rituales de
esta nación. Los guardias me dejan pasar como de
costumbre, subo las escaleras hasta la segunda planta y
entro en la oficina una vez revisan que el contenido de las
cajas no suponga un peligro para Su Majestad.
—Buenas noches —lo saludo mientras me sacudo la
nieve del cabello.
Como ya es habitual, está vestido con una camisa y
pantalón negro, lleva el cabello despeinado, no trae corona
y le noto las ojeras y el ceño fruncido. Siempre lo encuentro
sentado en su escritorio, metido entre papeles que lee y
anota. El montón de hojas parece tener el mismo tamaño
cada vez que llego, aunque se va reduciendo a medida que
pasa la noche. Me regala una mirada apática y no me dice
nada.
—Le traje un obsequio. Me dijeron que era tradición dar
un regalo el último día del año, que será una señal de lo que
vendrá para usted el próximo. Ah, también mencionaron
que debe abrirlo justo a medianoche.
—Estoy al tanto de las costumbres de mi reino, Naford. Y
no me gustan los regalos.
—Este lo tendrá que aceptar. Me gasté mi sueldo de
estos días comprándolo, así que aprécielo. —Le ofrezco una
caja marrón con un gran moño rojo—. Me he comprado uno
para mí. También quiero ver qué me espera en el año tres.
¿Le gusta el tres, majestad? Algunas personas creen que
trae mala suerte.
—Dos es muy poco, cuatro es mucho y tres es perfecto —
responde, devolviendo la vista a los papeles que tiene al
frente.
—Yo nací en un año tres.
—Pues retiro lo dicho.
Sonrío. Ya me hacían falta sus comentarios odiosos.
Le dejo el obsequio sobre el escritorio y de inmediato lo
mueve al suelo, junto a su silla. Voy al estante y tomo el
libro que he estado leyendo: Paz armada, tomo II. Todavía
no entiendo cuál es el fin de esto, pero la lectura no es
difícil, así que no me quejo.
—¿Por qué está trabajando? —Interrumpo la lectura
después de un rato. Quiero aclarar que no soy entrometida,
solo me apetece conocerlo, es todo—. ¿No pasa el fin de
año con su familia?
—Me gusta estar solo. Incluso pensé en decirle que no
viniera hoy.
—Nada de eso. No quiero estar encerrada en mi
habitación un día como hoy. Debe verla algún día. Es tan
estrecha que si estiro los brazos toco cada pared.
—Mi abuela nos invitó a su cena anual y Francis fue a
representarme —comenta en un tono que podría competir
con un glaciar.
—¿Y cómo fue que ella no insistió en que fuéramos? Lo
digo porque ya sé cuán persuasiva es.
—Le inventé que iba a estar en Dinhestown con usted y
su padre.
Y así de fácil se me arruga el corazón.
Lo que yo daría por estar con mi familia. Los extraño
muchísimo y estar aquí me llena de nostalgia y me da ganas
de llorar. Es la primera vez que estoy sin ellos,
enfrentándome al mundo sola. Me siento como la oveja que
se perdió del rebaño y que ahora debe luchar para regresar.
¿Cómo estarán? Me imagino los nervios de mamá y la
desazón de papá. La incertidumbre de Mia, la preocupación
de Liz y hasta las ideas delirantes que Nahomi se habrá
armado en la cabeza.
—Le propongo algo, majestad. —Cambio el rumbo para
evitar desanimarme—. Como me debe usted un obsequio…
—No le debo nada, Naford —me corta, y lo siento como
un cuchillo.
—Ah, claro que sí —continúo sin perder el buen humor—.
¿Qué le parece si me permite hacerle una pregunta sobre lo
que sea que yo quiera saber de usted? Y, si así lo quiere,
puede también hacerme una a mí.
—Dos cosas: no y no. No quiero que sepa nada sobre mí
y tampoco quiero saber nada de usted.
—Vamos. No arruine la noche festiva. Solo es una
pregunta. Si no quiere responderla, la cambio por otra, se lo
prometo. Quiero conocerlo. ¿Alguna vez ha visto esos
tableros a los que se les da la vuelta cuando se llena una
cara? —Él asiente, pero sigue con los ojos puestos en sus
papeles—. Bueno, usted es así, como un pizarrón vacío,
aunque estoy segura de que al otro lado hay muchas cosas
que aprender de usted.
—Es la peor comparación que han hecho sobre mí —se
queja, pero en el fondo sé que no se ha disgustado como
me quiere hacer creer—. Haga su pregunta y déjeme
trabajar.
—Cuando estábamos en la torre del palacio de Cromanoff
le pregunté por su madre y…
—Cambie de pregunta —dice, tajante. Se tensiona y noto
su incomodidad. Me queda claro que por nada del mundo
debo mencionar a su madre—. De acuerdo… Dice que no
pide disculpas; ¿es por orgullo o se trata de algo más?
—Ambas.
Jugué mal. Esa será su respuesta, no profundizará y he
perdido la oportunidad. Sé que si le pido que se explique me
dirá que esa es otra pregunta. Permanezco en silencio,
decepcionada. Cuando estoy a punto de volver a las
páginas del libro, el rey levanta la mirada y se fija en mí.
—Hubo una vez en la que me obligaron a pedir perdón y
cuando terminé lo único que obtuve fueron burlas y
señalamientos. —La dureza que reflejan sus ojos demuestra
el resentimiento que guarda por ese episodio—. Podía ver
que todos me despreciaban, que no aceptaban ninguna de
mis palabras, y me sentí como un imbécil. Desde entonces
no le pido disculpas a nadie.
El gesto decaído que deja entrever por unos segundos
me hace doler el corazón. La mente me empieza a dar
vueltas. ¿Cuándo ocurrió? ¿Por qué? Tomando en cuenta el
carácter que tiene y el título que ostenta, no existe ninguna
persona con el poder suficiente para obligarlo a hacer algo
que no quiere. Al menos no ahora. Tuvo que ser cuando era
un niño. ¿Fueron sus padres o alguien más? Ahora me
imagino a un pequeño de ojos verdes, grandes y brillantes
que fue objeto de señalamientos cuando lo único que quería
era que lo disculparan.
—¿Y por qué lo obligaron?
—Esa ya es otra pregunta.
Lo sabía. Ya lo conozco, al menos un poco. Antes este
hombre era lejano, intocable, pero ahora estoy a unas horas
de pasar al nuevo año a su lado. Me pregunto si alguien más
sabe lo que me acaba de contar. No sobre el episodio en sí
mismo, sino que fue eso lo que lo llevó a no querer pedir
disculpas nunca más. Me gustaría creer que no, que ese
detalle es solo mío.
—De acuerdo. ¿No quiere saber algo de mí?
—¿Para qué? Ya sé más de lo que me gustaría.
—Hágame un recuento, por favor —lo reto.
—Su padre vende perfumes, un hombre llamado Pharell
le rompió el corazón, les teme a los rayos, truenos y
supongo que a cualquier cosa que traiga consigo una
tormenta, no le gusta la violencia y no es buena con las
armas, aunque se defiende con las dagas. Mi brazo es una
prueba de ello. Le gusta el azul, nunca había visto la nieve
hasta esa noche en Cromanoff y les teme a los aviones,
aunque parece que ya superó su miedo porque en el último
viaje
estuvo
tranquila.
Sabe
nadar,
pues
desafortunadamente no se ahogó en el lago de la casa en
Grencowck; sin embargo, no es capaz de reconocer un
diamante, como los que llevaba ese día en el vestido.
Cuando era pequeña quería aprender a bailar ballet, no
pudo y por eso espiaba las clases para aprender algo, pero
no le sirvió de nada porque es pésima. No sabe tocar el
piano, su padre le puso su nombre a un perfume porque
estaba ahí cuando lo creó, no sabe cuándo hacer silencio y
tiene pecas en la nariz. Ah, por cierto, que no se nos olvide
que cuando tenía cinco años se creía princesa. ¿Es eso
suficiente para usted, Naford?
Desconozco en qué momento he empezado a sonreír,
pero tengo una sonrisa enorme en el rostro. Recuerda cosas
mínimas que bien podrían habérsele perdido en la memoria,
pero ahora me doy cuenta de que tiene todo un archivo con
mi nombre. Incluso tiene fresco lo que le conté sobre la
creación del perfume Emily. Siento burbujas dentro de mí.
Es una sensación bonita y extraña si pienso en quién la está
provocando.
—Sí que guarda usted información. —¿En serio, Emily?
¿No se te ocurrió otra cosa?—. Es decir, es muy lindo que
recuerde esos detalles. No lindo en una forma amorosa,
aclaro —balbuceo sin pensar siquiera. Soy un desastre—. No
es que me cause algo que diga eso, es solo que es bonito
saber que alguien me escucha.
Mi torpeza no le produce nada. No se burla, no se
conmueve y ni siquiera señala mi comportamiento. Empiezo
a pensar que este hombre es una piedra cuando se trata de
sentimientos.
—Usted me obliga a escucharla.
De repente unos golpes en la puerta nos interrumpen. Es
un guardia al que el rey Magnus deja entrar sin explicación,
algo extraordinario. El hombre se acerca, le entrega un
sobre negro, hace una reverencia y luego se marcha con el
mismo silencio con el que entró. Él rompe el sello, saca la
carta y la lee con avidez, consumiendo cada palabra como
si el tiempo se le fuera a acabar. Por mi parte, me concentro
en el color del sobre. Si lo recuerdo como es debido, Francis
mencionó que esos eran los que se usaban para llevar
información militar. ¿Información militar a esta hora y un día
como hoy? Ni siquiera le voy a preguntar al respecto porque
sé que no va a contestarme.
Guarda la carta en uno de los cajones del escritorio y
vuelve a ignorarme. Después de unos minutos me pide que
retome la lectura con el tono más demandante y autoritario
que existe. ¿Ahora qué le pasa? Abro el libro en la página en
la que quedé y me tomo unos segundos antes de iniciar,
esperando que levante la mirada y me recuerde lo que debo
hacer, pero ese momento no llega. Es como si no quisiera
verme a los ojos, así que no me queda nada más que
empezar.
****
A la medianoche, el reloj de péndulo que hay en la pared
suena con campanadas como las de una iglesia. Son doce
en total. Ha llegado el fin, oficialmente estamos en el año
tres y aún no puedo concebir que le haya dado la
bienvenida al lado de este hombre. Interrumpo la lectura
con la boca seca y la vista cansada. Busco la atención del
amargado, pero él sigue sin determinarme. No va a arruinar
la noche con su comportamiento y menos si es la única
compañía que tengo. ¿Quién lo diría? El año pasado estuve
en mi casa junto a mi familia y Nahomi, y ahora estoy aquí,
en el palacio real de otro reino, frente a su máximo
gobernante. Es sorprendente lo mucho que ha cambiado mi
vida.
—Creo que es hora de abrir los regalos —le recuerdo.
Tomo el mío y desato el moño, entusiasmada. Rasgo el
papel y abro la caja con afán para encontrar en su interior…
¿un globo de nieve? ¿Qué se supone que haré con eso?
¿Qué significa para mi futuro? Es pequeño, así que meto
ambas manos y lo tomo. Lo levanto y lo detallo con la luz de
la alcoba. Es de base negra, con el nombre Lacrontte
grabado en cursivas y dentro hay un palacio completamente
dorado. Por más que le busco forma no se la encuentro, es
decir, esperaría que se tratara de este palacio, pero al
parecer han puesto uno al azar y solo lo han nombrado así
sin razón. Me compré el peor de los obsequios. ¿Qué quiere
decir esto? Me gasté mi sueldo para nada.
—Bueno… —Trato de encontrarle el lado bueno a la
estafa—. Puede que signifique que este año seguiré
viniendo aquí a leer. Supongo que sí atinó.
Me inclino en la silla y le acerco la esfera para que la vea.
Por fin, después de tanto tiempo de desinterés, me mira.
Claro, me dedica una expresión de incredulidad que podría
desanimar a otros, pero no a mí.
—¿Qué le tocó a usted?
—No me gustan los obsequios, Naford. No voy a abrirlo.
—Se lo traje con mucho aprecio —confieso en voz baja y
con total sinceridad. Me hacía ilusión traerle algo para
compartir un momento. Tal vez fue un error esperar algo de
su parte.
—No soy partidario de los detalles y no me quita el sueño
sonar cruel, así que no lo abriré. Acate mi decisión, ese es
su deber.
No mentiré. Me duelen sus palabras. Me pican los ojos e
intento retener las lágrimas tontas que se acumulan. No voy
a insistir más.
—Solo prométame que no lo tirará a la basura. Guarde la
caja en algún lugar. ¿Es eso posible?
—¿Por qué permite que algo tan sencillo la lastime? —
Inclina la cabeza ligeramente hacia la derecha mientras me
estudia. El brillo acuoso que tengo en la mirada seguro me
delató—. Tiene que ser más fuerte.
—Soy sentimental. No hay nada de malo en ello. Pero no
se preocupe. No lloraré. Nada más es un vestigio de tristeza
insignificante.
—No me preocupa —afirma rápido, como si lo ofendiera
la idea—. Aunque sí me hace pensar en algo. ¿Cree que
algún día volverá a enamorarse, Naford? Lo digo porque, si
le afectan tanto las cosas y ya le rompieron el corazón, ¿se
arriesgará de nuevo?
La pregunta me toma por sorpresa. Esperaba cualquier
cosa, excepto eso. Me recuesto sobre la silla, estupefacta.
¿Para qué quiere saber eso? Es decir, ni yo misma me lo
había planteado, aunque en el fondo sé que la respuesta es
sencilla.
—Espero que sí —contesto tras unos segundos—. El amor
es precioso y yo también, así que vamos de la mano.
Lo veo reírse con esa actitud jactanciosa que me lanza
cada vez que se quiere burlar de mí.
—No se ría de mí.
—No me río de usted, sino de sus pensamientos. ¿Por
qué, Naford? Si ha sufrido tanto, ¿por qué quiere volver a
enamorarse?
—De otra manera le estaría dando a la persona que me
lastimó mucho poder sobre mí y no lo voy a permitir. Quiero
ser capaz de dejarlo a un lado y seguir. Quedarme sentada,
odiándolo, es dejar que me siga hiriendo. Cerrarme a la
posibilidad de ser feliz es abrirle espacio en mi corazón… y
ese es un espacio que se merece otra persona. Él ya se
llevó demasiado de mí como para que me robe eso también.
—¿Ha escuchado hablar de la ira justa? —me pregunta, y
niego con la cabeza—. Es cuando alguien nos agrede de una
manera tan injusta y descarada que tenemos derecho a
sentir rabia. Yo creo que también existe el odio justo. Hay
quienes merecen ser odiados.
—Como Silas —propongo.
Pongo los codos sobre la mesa y apoyo la barbilla en las
manos para escucharlo. Por lo general tiene algo interesante
que decir y siempre es fascinante.
—Sí, como Silas.
—¿Y cree que usted también se merezca ser odiado
después de todo lo que le ha hecho a mi pueblo?
—Sí, me lo merezco. ¿Me sigue odiando?
Niego con la cabeza y estoy siendo sincera. Me han
inculcado odiarlo, pero creo que tengo la opción de decidir
si quiero hacerlo o no.
—Debería —prosigue—. En su historia soy un villano sin
razones.
—¿Y en la suya?
—Uno justificado.
—Pero ¿villano al fin y al cabo?
Asiente, cómodo con el papel. Yo, en cambio, niego con
la cabeza. No creo que él se vea a sí mismo como el malo,
al menos no todo el tiempo.
—Ese es el problema de las personas soñadoras como
usted: siempre quieren ver lo bueno en donde no lo hay.
Salga del mundo de las fantasías. A veces las cosas son solo
negras, no grises.
—Siempre lo he visto de esa forma, solo que ahora me
hace dudar. Incluso una vez deseé que usted tuviera algo
que amara con tal ímpetu que lo aterrorizara perderlo, para
que sintiera lo que nos hace vivir en cada uno de sus
ataques.
—Ya lo tengo: el poder, el reino, las riquezas, mi vida. No
quiero perder nada de eso hasta que acabe con Silas. De ahí
en
adelante,
los
tres
primeros
seguirán
siendo
indispensables para mí, pero la última no tanto.
—Esa es la más importante.
—Es cuestión de perspectiva.
—¿Alguna vez le han roto el corazón, majestad?
Permanece en silencio y desvía la mirada hacia su
escritorio, pensando. Me da la sensación de que evalúa si
aquello le dolió lo suficiente como para catalogarlo como un
corazón roto.
—No —responde, seco y tajante. Aunque quisiera
ahondar más, no lo haré. No quiero que se cierre y me
ignore por el resto de la noche—. Amar es destinarse al
fracaso —continúa.
—¿No cree en el amor?
—Soy consciente de que existe, por supuesto. Yo mismo
lo he visto, solo que no es un sentimiento con el que desee
lidiar.
—¿Por qué?
—Demasiadas preguntas. Puede volver a casa, Naford. Ya
ha cumplido con sus deberes el día de hoy. La veo mañana a
la misma hora.
No insistiré en quedarme. Si quiere que me vaya, es lo
que haré. Me levanto de la silla y dejo el libro en la
estantería. No digo nada más ni me vuelvo para verlo. Me
deja exhausta tratar de mantener el buen ánimo todo el
tiempo.
—Adiós, majestad —le digo cuando estoy a punto de
tomar el pomo de la puerta.
—Buenas noches, Emery.
Salgo de la habitación y del palacio silencioso. Los
guardias se despiden de mí y yo me preparo para recorrer
las calles desiertas hasta casa. El lago bajo el puente de
armas está congelado y la música que antes ambientaba
cada rincón se ha apagado. Cuando llego al otro lado, me
doy cuenta de que ya no hay rastro de los tranvías que me
llevan a casa y solo diviso en el horizonte a un par de
personas ebrias que se tambalean. Tal parece que en
Lacrontte prefieren pasar esta fecha en casa con la familia
que afuera con los amigos.
—¡Emily Malhore! —Oigo el grito a mi izquierda.
Me vuelvo por instinto y me arrepiento de hacerlo. Al
principio creo haber escuchado mal, pero compruebo que es
todo lo contrario cuando veo al hombre que avanza hacia mí
con pasos largos y firmes que podrían hacer retumbar el
suelo si no fuera de cemento.
—¿Mercader?
La luz de las lámparas le ilumina parte del rostro y puedo
ver esa sonrisa venenosa que me ha dedicado en más de
una ocasión. Es él. El hombre que por poco arruina a mi
familia. Me tiembla todo el cuerpo cuando caigo en la
cuenta. ¿Qué hace aquí? ¿Me estaba esperando? ¿De dónde
salió?
—Veo que sí me recuerdas —dice con un tono cínico,
igual al de un estafador—. Es un placer volver a vernos. Creí
que no ibas a salir nunca del palacio.
Así que estaba esperándome. Aprieto con fuerza el globo
de cristal y miro hacia los lados en busca de ayuda o de
algún lugar en el que esconderme. No hay nada ni nadie,
solo el largo puente de armas que me separa de la casa real
de Lacrontte.
—¿Cómo me encontró? —Se me quiebra la voz y no es
por el frío. Juro que le reventaré el cristal en la cabeza si se
atreve a tocarme.
—Percival te vio entrar. Trabajas en una perfumería. No
quiso hacer un escándalo, pues sabía que te esconderías, y
queremos la recompensa que ofrecen por ti. Soy un hombre
de negocios, Emily. ¿No lo recuerdas? Hice un trato con tu
familia.
¡Por todos los cielos! Es la recompensa de la que me
habló Gregorie en Cromanoff.
—Ustedes dos son un par de ratas, siempre lo han sido.
—Bueno, ahora quien se esconde como un pequeño
ratón eres tú, no yo. Y debo llevarte de vuelta al lugar al
que perteneces.
No, eso no. No voy a volver jamás.
Recuerdo las imágenes de mis días en el bosque Ewan,
del disparo y de mi caída por la colina. La humillación de
Vanir, la incertidumbre que sentí. No permitiré que me quite
todo por lo que he esforzado.
—Tengo el favor del rey Magnus. No puede sacarme de
aquí.
Intento alejarme de él, aunque sé que es en vano. Si
corro, me alcanzará antes de que cruce el Puente de Armas
y pueda pedirles ayuda a los guardias.
—¿Crees que ese rey es una buena persona? ¿De verdad
eres así de ingenua? —me recrimina, sacándome de mis
pensamientos—. Está en el palacio, ¿verdad? Pero ¿sabes
por qué está ahí? Está atacando Mishnock desde ayer. Sabe
que es probable que el rey Silas esté en el palacio de
Palkareth para celebrar el fin de año. Por eso se quedó ahí,
para estar pendiente de las noticias. ¿Crees que de otra
forma estaría solo un día como hoy?
La vida se me cae a pedazos. ¿Es eso cierto? Vi al
guardia entregarle el sobre negro. Noté cómo se tensó al
leerlo. No quiso hablar de ello e hizo como si esa
interrupción no hubiera sucedido. Volvió a ser el frío, el
duro. Quizás le removía la consciencia saber que tenía a una
mishniana en frente mientras atacaba a su pueblo.
—Conflictivo, ¿verdad? —La voz del Mercader me
arrastra a la realidad—. Tu familia está en peligro por ese
hombre que dices que te favorece. Eres como una princesa
que se ha escapado de la torre y que ha vivido aventuras
que no le correspondían —dice irónico—, pero ya es tiempo
de volver. Lacrontte no es tu mundo.
—En Mishnock estaba secuestrada. Ya ganó mucho
dinero con mi familia; pase página. Y si tiene un poco de
decencia, déjeme en paz.
—Ese es el problema. No la tengo. Quiero dinero y
llevarte de vuelta es la única forma de obtenerlo.
De repente se acercan tres hombres cuando él hace un
ademán con las manos. Dos a mi derecha, uno a mi
izquierda. Sus ojos me apuntan como si fueran dos
escopetas a punto de cazar a un pájaro indefenso. Me siento
impotente y me hierve la sangre. No quiero regresar. Es
injusto. ¿Por qué la vida no puede darme una oportunidad?
—No me haga esto —empiezo a suplicar y no me
reconozco la voz—. Allá soy una infeliz.
—Ese realmente no es asunto mío. La única manera de
dejarte aquí es que me ofrezcas algo mejor… y no hablo de
dinero.
En sus ojos brilla algo. ¿Lujuria? No, no lo creo. Estoy
segura de que no le atraigo. Es más bien avaricia, pero no
por la riqueza. Entonces, ¿de qué se trata? ¿Qué puedo
ofrecerle yo que le sea útil? ¿Poder? Eso no lo tengo. No
cuento con un título, soy inmigrante y aquí no tengo nada
más que el favor del rey. ¡Oh, por Dios! ¿Es eso? Se trata del
rey Magnus. No logro leer sus intenciones. ¿Qué conseguiría
con eso? ¿Me pedirá que le diga que le dé un puesto?
¿Quiere ser parte del consejo de guerra? Me frustra no tener
la información suficiente para atar los cabos.
—Explíquese. ¿Cómo podría ayudarlo para que me
retribuya el favor?
—He ahí el asunto. No eres lo suficientemente
importante para él y así no me puedes ayudar. En cambio,
llevarte a Mishnock reforzará mi relación con los Denavritz.
Me queda claro que no va solo por el dinero de la
recompensa. Hay muchas otras cosas que no comprendo.
Me siento mareada y me hago pequeña mientras percibo
cómo se acercan esos hombres. Cada paso que dan me
sepulta. Mis latidos acelerados me aturden, como si pidieran
ayuda, como si gritaran por mí.
—Por favor, señor… —balbuceo.
—No, no soy ningún señor. Soy el Mercader y ahora tú
eres el producto que tengo que vender.
Le lanzo la esfera directo a la cara y corro. ¿Hacia dónde?
No lo sé, pero lo intento. Escucho cómo el cristal se quiebra
al impactar contra algo y luego cae al suelo. Grito,
desesperada por que alguien me escuche; sin embargo,
antes de llegar lejos, siento unas manos sobre el cuerpo.
Tengo un par en los brazos, otro en la cintura y otro
tapándome la boca. Lucho por soltarme con todas mis
fuerzas, pero cambian las manos que me impiden gritar por
un pañuelo húmedo y de olor dulce. Echo la cabeza hacia
atrás, tratando de librarme de la tela mientras pataleo. En
ese momento el Mercader me toma de las piernas y alcanzo
a ver que tiene el rostro ensangrentado por el golpe de la
esfera. Es mi fin.
Nadie va a venir a salvarme como una vez pasó con
Faustus. Aquí no está Willy, no está Shelly y no está papá.
Solo estamos yo y las lágrimas que se me deslizan por las
mejillas. Estoy asustada y furiosa, pero los ojos se me
cierran, a pesar de que intento mantenerme despierta. Poco
a poco la fuerza me abandona, pierdo la voluntad y caigo en
un sueño profundo.
11
MISHNOCK
HELIA 7 — ESTADO TEMPORAL 5 —AÑO 3
EMILY
Como una vez lo dijo Rose: la vida no es de ensueño; la
mayoría del tiempo es una pesadilla.
Estoy en Palkareth de nuevo. No hay mucho que decir
sobre el viaje porque no estuve despierta para registrarlo,
aun así, tengo mis sospechas sobre cómo pasamos la
frontera. El recorrido fue más largo de lo habitual. Por
momentos me escapaba del sueño que me producían los
sedantes y, aunque estaba desorientada, sentía el ajetreo
natural que se vive al interior de un carruaje en movimiento.
Era imposible que cruzáramos la frontera justo después de
un ataque, por lo que deduzco que me sacaron por
Cromanoff, bajaron al nuevo Grencowck y después
entramos a Mishnock. Algo que pude comprobar cuando, al
pasarse el efecto de la última sedación, miré al fin por la
ventana y noté el estado de las calles de Palkareth. El
Mercader había dicho la verdad: el rey Magnus atacó la
ciudad. Me queda claro que han pasado días desde el
atentado. Ya quedan pocos escombros, no hay hollín ni
humo, las personas ya caminan por los andenes y no hay
banderas rasgadas ni fuego, solo militares de la Guardia
Azul custodiando la zona. Ya la ciudad se está recuperando.
Experimenté dos emociones violentas al despertar y ver
al Mercader frente a mí. La primera fue de terror por no
saber qué pasó mientras estuve dormida. Empecé a
tantearme el cuerpo, horrorizada, mientras él reía de mi
angustia. Quería estrangularlo pese a lo débil que me
sentía. Por suerte, todo estaba normal. Tenía la ropa y no
sentía nada fuera de lo común, pero de todas maneras me
eché a llorar. Fue inevitable no sentirme como un trapo
sucio. ¿Hasta cuándo van a hacer esto conmigo? No quiero
pasar el resto de mi vida con temor a que me lastimen.
Ese terror se fue cuando nos detuvimos frente al palacio
y me bajé del carruaje. Ahí me invadió la ira. Ira contra
Stefan y su enfermiza obsesión, por cortarme las alas y
ponerme cadenas. Y también ira contra el rey Lacrontte.
¿Cómo pude ver algo en él? No puedo creer que lo haya
besado, que le haya sonreído, que le haya dado la mano. Es
como un mago que engaña al público con un truco flojo. Y
es que no me molesta que ataque a Silas, pero lo que me
rompe el corazón es que arrastre a inocentes para cumplir
su objetivo. Esos guardias que mueren día a día solo buscan
proteger su patria y lo que reciben a cambio es la fría y
dolorosa muerte. Al final solo hubo algo en lo que fue
honesto: es el villano de mi historia.
—Ya nos esperan.
El Mercader me pone una mano en la espalda y me
empuja ligeramente para que entre a mi jaula de oro.
—Le juro por mi vida que va a pagar por esto.
Tengo la voz tan frágil que la amenaza suena ridícula. Mis
labios resecos y mi aspecto demacrado seguro hacen que la
escena sea muy divertida para él. Siento el cuerpo lleno de
nudos y me duelen el cuello, la cabeza y las rodillas. Estoy
estropeada, exprimida y me muero de hambre. Camino
lento, arrastrando los pies por los pasillos con este maldito
hombre a mi lado. Va callado y mirando hacia adelante. Se
comporta manso, como si no hubiera cometido la peor de
las bajezas. Sé que tengo los ojos hinchados de tanto llorar
y me siento como una fracasada que siempre vuelve al
mismo punto. Detesto mi vida y a quienes me rodean. Los
guardias me observan a medida que camino por los pasillos
hasta llegar a la sala del trono. Parecen enojados, como si
me reclamaran mi ausencia. ¿Acaso pagaron por mi huida?
Supongo que un poco.
Y entonces lo veo… Vuelvo a encontrarme con mi
verdugo. Sus ojos azules me penetran con la furia de un río
al desbordarse. No se mueve y podría creer que todo
alrededor se ha detenido. Leo una ira resplandeciente y
voraz en su mirada. Me siento extraña, como si de verdad
hubiera hecho algo que mereciera su rabia, cuando no es
así. No me merezco este castigo, no tengo por qué soportar
su odio y ni siquiera debería estar aquí.
—Gracias por traerla, señor Heinrich —le dice a mi
secuestrador, aunque casi ni lo mira. Jamás voy a olvidar su
apellido—. Afuera le darán su pago. Ahora déjenos a solas.
—Siempre es un placer hacer negocios con usted. —
Puedo percibir su disfrute—. Adiós, Emily. Estaré esperando
tu venganza.
No me vuelvo para ver cómo se marcha, solo escucho
sus pasos alejándose y la puerta al cerrarse.
—Me engañaste.
Su reclamo no tarda en aparecer cuando estamos solos,
pero entonces se le disuelve el rencor y le da paso a la
decepción, a la tristeza.
—Era lo que tenía que hacer.
Me encojo de hombros, desinteresada. No tengo ninguna
carta con la que defenderme y fingir apatía es lo único que
me queda. No voy a disculparme por engañarlo, por hacerle
creer que me sentía cómoda con el puesto de amante y por
aparentar que lo seguía queriendo.
—¿No sientes nada por mí, Emily?
Esa era la última pregunta que me esperaba. Es casi
como si pudiera respirar su dolor.
—Sí, resentimiento por todo lo que me has hecho.
—Pero no es mi intención. Ya sé que te hago daño… Soy
consciente de eso. —Abre los brazos, atormentado—. Yo te
amo. Me equivoqué, pero te amo. Pensé que había quedado
claro que si me casé no fue por decisión propia. Mi padre es
como una sombra que me acecha.
—No estoy aquí para discutir eso. Está muerto para mí,
Stefan Denavritz Pantresh. ¿Me quería de regreso? —Vuelvo
a tratarlo de usted—. Aquí estoy, majestad. Deme el castigo
que seguro ha pensado para mí y luego déjeme marcharme
a mi habitación, si es que todavía tengo una.
No puede creer lo que acaba de escuchar. Veo el
desconcierto en sus ojos. No queda nada de mi dulzura. Me
la arrancó y por más que escarbe no hallará ni una pizca de
amor.
—El rey Lacrontte no mentía al decir que existe la ira
justa. —Aprovecho su silencio para continuar—. Se ha
ganado mi odio, majestad.
En vez de mostrarse herido, suspira y le da paso a una
sonrisa incrédula.
—¿Magnus? ¿Qué haces pensando en él? —Manotea,
rabioso—. ¿De verdad crees que Magnus es el bueno aquí?
¿Todos estos años de sufrimiento no te han enseñado nada,
Emily? —Ladea la cabeza mientras me observa. Busca algo,
una respuesta que no voy a darle—. ¿Se te olvidan las
incontables cosas que nos ha hecho? Le disparó a Daniel, se
robó nuestro oro, asesinó guardias reales, acaba con
nuestras
festividades,
destruye
nuestras
ciudades,
atemoriza familias, nos invade y nos humilla. Nos trata
como a la suciedad de sus zapatos. ¿Eres tan inocente?
—Lo soy. —Me yergo pese a lo mucho que me duele la
espalda—. Soy muy ingenua. De otra manera no me habría
tragado las promesas vacías que me hizo usted en este
mismo lugar.
—No pretendas señalarme a mí. Estamos hablando de él.
¿No viven en tu mente los rostros de los nuestros en un
ataque? Aterrados, heridos…
Evoco las imágenes y cada una es peor que la anterior.
Las lágrimas, la desesperación, la zozobra que el rey
Lacrontte nos ha hecho padecer por años. Es el malo, sí que
lo es. Recuerdo tortuosamente las razones para odiarlo que
me han hecho repetir en cada año de tutorías.
—Quiere a su padre, al rey Silas. Si se lo damos, esto
acabará.
—¿Piensas que es así de fácil? ¿Acaso te hechizó, Emily?
Si le doy a Silas, vendrá por algo más. No se conformará
jamás. Terminará por invadirnos y Mishnock pasará a la
historia. Nos derrotará y no tendremos tierras ni un lugar al
que llamar hogar. Se quedará con todo y nosotros
estaremos condenados a deambular con las manos vacías.
—Compartí tiempo con él y…
—¿Por un par de días a su lado crees conocerlo? —me
interrumpe—. Es un manipulador, un mentiroso.
—Se lo concedo. Es un mentiroso, igual que usted.
—No, no nos compares. Yo cumplo con mi palabra, él no.
Se jactaba de decir que su ejército no atacaba civiles y
atacaron a muchos. Me pregunto si después de que te diga
a quién atacaron en particular seguirás cultivando un buen
concepto de Magnus.
Se acerca a mí con una mirada compasiva que no me
augura buenas cosas. Avanza con calma, como si se
preparara para darme una mala noticia. Los nervios
empiezan a apoderarse de mí porque no podría soportar
una herida más. Cierro los ojos y aprieto los labios en una
línea fina, como una cobarde que no es capaz de
enfrentarse al mundo. Sé que va a decirme algo importante,
algo grave, y no estoy preparada para escucharlo.
—Solo dígamelo, ¿qué pasó con mi familia? —La voz me
sale estrangulada, rota. Estoy segura de que se trata de
ellos. Stefan sabe que son lo más valioso para mí.
—Ellos están bien… Bueno, tu madre y Mia lo están.
Abro los ojos de golpe y el alma se me quiebra. No, papá
no. Retrocedo como un animal asustado que huye de las
luces incandescentes de un farol y solo me detengo cuando
me choco de espaldas con la puerta. Si me dice que mi
padre ha muerto, moriré yo también.
—Tu padre ha resultado herido, Emily.
Se me agita la respiración. La noticia podría haber sido
peor, así que siento alivio.
—El ejército de Magnus los ha atacado a él y a muchos
civiles más. Rompieron su regla, la única que protegía al
resto de la población. Nos están desangrando. Los
hospitales están abarrotados y ahora no solo de soldados.
Todo por su causa… —Se lleva la mano al pecho con una
calma envidiable—. No debes preocuparte. Ya me he
encargado de eso. Un médico está a su disposición.
La desesperación me nubla la razón y el rencor permea
todo lo demás. El desprecio que siento por el rey Magnus en
este momento sobrepasa los límites de lo natural.
—¿Cómo puede pedirme que no me preocupe? ¡Es mi
padre! —Levanto la voz más de lo que debería—. ¿En dónde
está? Quiero verlo. Stefan, por favor, permítame ir con él.
Trata de tocarme, pero no se lo permito. No logrará que
me quede aquí mientras papá me necesita allá afuera. Ya no
estamos bajo ataque. Mi madre debe estar desesperada y
Mia igual. Necesito estar con ellas.
—Entenderás que no estás en posición de pedirme nada
—comenta con serenidad, como si intentara calmar la
rabieta de una pequeña—. Tendrás que esperar, ese será tu
castigo. No puedes enojarte conmigo por eso. Debes
entenderme. Creí que te había pasado algo terrible. A eso se
debía mi afán por encontrarte y por ello también ofrecí la
recompensa. Pero luego me llegó la carta de Heinrich, en la
que decía que conocía tu paradero y que te había visto feliz
en Lacrontte, entrando y saliendo del palacio. Ahí supe que
me habías visto la cara. No dormía por ti, suponiendo que te
habrías perdido en el bosque y que algún animal te habría
devorado. Hice que rastrearan el Ewan, temí día y noche por
ti. —Sus ojos son como los de un desahuciado—. Saber que
estabas viendo a Magnus me rompió el corazón, así que no
me exijas que te lleve con tu padre. A pesar de todo tu
engaño, quiero solucionar las cosas y arreglar este lío.
Cuando lo consiga, te enviaré con unos guardias para que
puedas verlo.
Detesto esta situación. Jamás me había molestado saber
que otras personas tenían poder sobre mí, que había
alguien con una corona a quien debía venerar y respetar,
alguien cuyos mandatos debía seguir, pero regresar a la
posición de súbdita pasiva en la que he vivido diecinueve
años se me hace insoportable.
—¿De qué lío habla? —le pregunto, recuperando la
frialdad—. ¿Cómo se supone que solucionará las cosas?
—La guerra, a eso me refiero. Yo detesto los
enfrentamientos tanto como tú. Agotaré hasta mi último
recurso y te demostraré que, a diferencia de Magnus, soy un
rey pacífico. Encontraré un buen momento para solicitar una
reunión con él y emboscarlo. Es cuestión de tiempo.
¿Qué locura piensa hacer? El rey Lacrontte no es imbécil
y no se dejará engañar por Stefan.
—¿Y solo entonces podré ver a papá?
—Puede ser mucho antes si te comportas como es
debido.
Si cuando lo embosque yo sigo aquí, juro que no dudaré
en hacerle pagar de alguna manera a ese maldito rey lo que
hicieron los suyos con mi padre. No me importa que me
descubra y sepa que le mentí en su propio reino, en su
palacio. Me da igual invocar su venganza. Pagará, juro por
mi vida que pagará.
Ya he dictado la sentencia y ahora solo me resta esperar
el momento perfecto para ejecutarla.
12
EMILY
Han pasado tres semanas y mi resentimiento por el rey
Lacrontte se ha incrementado a tal punto que pensar en él
me hace hervir la sangre. Este tiempo ha sido un martirio.
Paso los días sola en mi habitación, perdiendo la cordura al
no tener nada que hacer. Tomo todas mis comidas allí, en
silencio, y es agónico. La única visita que recibo es la de mis
doncellas —por fortuna, nadie descubrió que me habían
ayudado con mi plan de escape—, ya que ni siquiera
Atelmoff viene a verme. Y no porque no quiera, sino porque
Stefan lo prohibió y los guardias de la puerta se encargan de
que esa orden se cumpla. Todavía no he visto a papá y solo
me han dejado compartir correspondencia con mi madre,
quien me cuenta las novedades. Me asegura que mi padre
ya está mucho mejor, pero no estaré tranquila hasta que lo
compruebe con mis ojos. Estuve tentada a decirle que le
envíe una carta al rey Gregorie para que me ayude, como
me aseguró que lo haría, pero desistí de la idea, pues es
probable que revisen la correspondencia antes de salir del
palacio. Le rogué a mi carcelero, después de muchas cartas
con mamá, que me dejara visitar a mi familia y su respuesta
me amargó el día: debo cumplir con mi castigo. Así de
sencillo, así de humillante, como si fuera una mascota a la
que se le reprende por su desobediencia.
He aguantado sin discrepar… hasta hoy.
Estamos en Cristeners, bajándonos del carruaje al frente
del palacio en Roswell, la capital, tras dos días de viaje.
Porque, a pesar de que Stefan prometió que conseguiría una
reunión con el rey Magnus para emboscarlo, el plan no salió
como lo esperaba. El monarca enemigo pidió que el
encuentro se llevara a cabo en Cristeners, pues se niega a
pisar Mishnock de nuevo. Los Wifantere se llevan muy bien
con él, entonces sabe que es un espacio seguro en el que
no tendrá que temer ningún ataque. Magda y Everett son
capaces de besar el camino que pisa con tal de contar con
su favor y no entrar en guerra. El problema es que Stefan no
quería traerme. Yo no insistí porque entendía sus razones
para no hacerlo. ¿Cómo va a meter a la mujer que catalogan
como su amante al palacio de sus suegros? Es irrespetuoso,
pero yo no podía perderme esta oportunidad, así que me
ingenié una ofensiva. Otro intento de fuga. Esta vez fue más
complicado, aunque el objetivo era fallar para que me
descubrieran, pues, conociendo al obseso de Stefan, sabía
que así me traería con él para vigilarme.
Primero empecé a pedir sábanas extra, tantas que se
volvieron sospechosas. Y es que ¿para qué las querría si en
Mishnock hace un calor infernal? Al principio nadie hizo
ninguna pregunta, pero al ver que solo entraban y nunca
salían para la lavandería, los guardias se pusieron alertas.
La idea era que pareciera un plan estúpido, por supuesto.
Así pasé algunos días hasta que llegó la gran noche. Uní
todas las sábanas que había pedido y las convertí en un
largo hilo que me ayudaría a llegar abajo, al jardín del
palacio. Luego las amarré fuerte en los doseles de la cama
para que me sirvieran de ancla. ¿Cómo pensaba bajar si no
había otra puerta aparte de la que custodiaban los guardias
reales? Por el ventanal de la habitación. Tampoco podía ser
tan evidente y romper el cristal sin cautela, de modo que
puse colchas en el piso, tomé una almohada, la ubiqué
contra el vidrio para amortiguar el sonido del golpe, agarré
mi lámpara de noche y con ella quebré el ventanal. Hubo
ruido, claro. Y por eso tomé precauciones, para que
pareciera más real. Los guardias entraron como un rayo a la
alcoba debido al estruendo, me rodearon como a un animal
y yo los amenacé con lanzarles la lámpara si se acercaban.
Al final el plan salió perfecto y ahora estoy aquí.
—No vas a presentarte en la reunión —avisa Stefan
mientras caminamos a la entrada del palacio.
—¿Y por qué no si ya me trajo hasta acá? De esa forma
podrá vigilarme tanto como se lo ha propuesto.
—¿Crees que no deduzco tus intenciones? —La ira misma
de un hombre que descubre la infidelidad de su esposa se
oye en su voz—. Quieres verlo, Emily, y no lo permitiré. Te
quedarás encerrada en tu alcoba hasta que se vaya.
—Necesito reclamarle por lo que le hizo a mi padre.
—Verlo, al fin y al cabo. Te quedarás arriba. Eso no está
en discusión.
—Permítame salir, entonces. Si no puedo entrar, no me
encierre. Déjeme conocer las inmediaciones del palacio.
Tanteo el terreno en busca de una alternativa. Mi más
grande obstáculo son los guardias de la puerta. Si me libro
de ellos, tendré mejores opciones de buscar al rey Magnus.
Stefan se muestra dubitativo. Tiene la vista fija hacia el
frente, en su esposa, quien ya sube los escalones de la casa
real. Debe ir con ella, es la regla.
—No. Me has decepcionado cada vez que te he dado un
voto de confianza. Obedece y no hagas que me arrepienta
de haberte traído.
Se adelanta para seguir a Lerentia, quien está a punto de
cruzar la puerta, y me deja a medio camino con la
frustración humeante como un termal. Detesto que me trate
como a una niña. Es humillante. ¿Ahora qué se supone que
haré? Estar encerrada con dos vigilantes afuera me limita
de todas las maneras. No podré verlo. Luché tanto para
venir y será en vano.
El palacio de Cristeners es blanco con techos azules y
torres llenas de ventanas, muchas ventanas y balcones que
airean su interior. La entrada es preciosa, conformada por
una escalera doble, cuyos escalones porosos muestran la
ingratitud de años de uso y los cientos de veces que han
sido tallados para mantenerlos impecables. Adentro, el piso
de mármol y las paredes de yeso le agregan frescura a la
casa real. Es como estar dentro de una caja musical. Todo se
ve pulcro con la luz del día que cae como un manto sobre
los muebles de terciopelo. Incluso el uniforme celeste y gris
de la Guardia Real es delicado, impoluto, con sus pantalones
de corte recto y sus abrigos ajustados con botones de plata.
Hacen juego con el lugar. Se nota que nada está puesto al
azar. La familia real de Cristeners definitivamente se esmera
mucho en la estética.
En el vestíbulo nos esperan los tres rubios Wifantere. El
rey Everett lleva un traje blanco de botones argentados. Su
cabello ya tiene algunas canas y su rostro delgado refleja
una sonrisa orgullosa cuando ve a su hija. Destila poder,
como si creyera ser el hombre más grande que ha habitado
el mundo. Por otra parte, Magda es elegante, alta y tiene un
movimiento de manos tan delicado que crea la sensación de
que se desarmará si se mueve con más energía. Y su hijo, el
príncipe Lorian, tiene esa mirada juzgona de un padre que
no se fía de las compañías de su hijo. Es un hombre guapo,
sin duda, la definición de príncipe. Delgado, de facciones
finas, ojos celestes grandes y brillantes y un porte que
difícilmente pasa desapercibido. Es como si todo el tiempo
estuviera maquinando algo en la cabeza. A su lado hay una
muchacha de ojos miel y cabello negro corto que le roza los
hombros. Tiene una sonrisa dulce que me recuerda a mí.
Esa era la sonrisa que tenía antes de que el mundo me
golpeara y que, pese a todo, lucho por mantener.
Cuando me ven llegar detrás de Stefan, todas las
miradas caen sobre mí. No exagero, y tampoco me gusta.
Sé que lo hacen porque me reconocen. Saben bien que soy
la mujer de la que el rey de Mishnock no puede alejarse. Me
disgusta la forma en la que me detallan, como si no
pudieran encontrar qué es lo que Stefan ve en mí.
—Señorita Emily, la recuerdo —comenta Lorian,
adelantándose al resto—. Un gusto volver a verla.
Suena tan falso como Vanir. ¿No estarán emparentados?
—Es un placer para mí también.
Me inclino en una reverencia rápida. Todavía recuerdo lo
descorteses que fueron conmigo en la gala benéfica en
honor a Plate. El rey Everett bufa. Es un gesto antipático y
mucho más ofensivo que cualquier burla que me haya
hecho el monarca de Lacrontte.
—Les presento a mi novia —continúa el príncipe—. Claire
Mosswed.
Vaya, tiene una nueva pareja. Supongo que no debería
sorprenderme. En el fondo, él y Aphra no sentían amor.
Además, ya pasó un tiempo prudente desde su matrimonio
fallido. La joven en cuestión les hace una reverencia
respetuosa a Stefan y Lerentia. Es la única con amabilidad
genuina de todos los que estamos aquí.
—¿Es costumbre en Mishnock mezclar el pasado con el
presente, Stefan? —comenta el rey Everett, mirándonos a
su hija y a mí. Me lanza tal veneno que estoy segura de que
el hombre moriría si se relamiera los labios.
Esto es una deshonra que no me merezco. Deseo con
todas mis fuerzas defenderme, pero no estoy en posición de
hacerlo. No tengo ni una pizca de poder que me respalde
para enfrentarlos. Lerentia se ríe, secundada por su madre,
que empieza a adular la belleza de la ahora reina de
Mishnock. Stefan no responde a la provocación, sino que se
limita a preguntar si el rey de Lacrontte ya se encuentra en
el reino.
—No, pero podemos adelantarnos a la sala de reuniones.
—Lorian cambia el tema—. Debe estar próximo a llegar. La
señorita Emily puede quedarse con Claire en tanto la
reunión se lleva a cabo. Quedan a su disposición los jardines
o cualquier lugar del palacio.
—Emily se retirará a su alcoba hasta la hora de la cena —
Stefan reitera lo que ya me advirtió.
Otra vez tratándome como si fuera su hija. Estoy
exhausta.
—Puedo quedarme contigo arriba, si lo deseas —propone
la joven y acepto antes de que mi carcelero decline por mí.
Desde ese momento lo veo: quizás ella pueda ayudarme
a llegar a mi objetivo.
****
Claire es hija de marqueses y cree estar próxima a recibir
una propuesta de matrimonio por parte del príncipe Lorian.
Hemos estado hablando las últimas dos horas y media. En
varias ocasiones le he propuesto que salgamos a recorrer el
palacio con el único objetivo de ver si encuentro al rey
Magnus, pero no ha sido posible. Se mantiene firme en que
lo mejor es que nos quedemos aquí hasta la hora de la
cena. Ya estoy perdiendo toda esperanza. Y no digo que ella
me desagrade; al contrario, es una joven encantadora y
tierna que no tiene reparos en mostrar su entusiasmo por
un posible compromiso, aunque, igual que con Aphra, es
evidente, al menos para mí, que no se siente amor. Ella lo
ve más bien como algo que debe suceder y está conforme
con su destino. Después de todo, es el futuro rey y no hay
un mejor prospecto para una señorita cristense, así que la
entiendo. Espero correr con la misma suerte de Liz y
casarme con alguien a quien sí ame.
—¿Y es verdad lo que dicen sobre ti?
El tono alto de su voz esconde la vergüenza que siente
por hacer aquella pregunta. Se encuentra de pie, mirando
por el ventanal que da al balcón de la habitación que
designaron para mí. Este lugar es fresco, bonito. Y si debo
resaltarle un fallo, es que es demasiado blanco para mi
gusto. Aun así, es precioso. Huele a pino, igual que el resto
del palacio. Tiene cortinas grises que se arrastran por el
suelo pulido, una amplia cama de latón cromado con un
reposapiés cenizo, un librero sin muchos libros y luz, tanta
que podría enloquecer a cualquiera que pasara demasiado
tiempo aquí encerrado.
—¿Y qué se dice de mí? —respondo.
Tiene un porte similar al de la reina Genevive.
—Que eres la amante del rey Stefan.
—¿Tú qué crees? —la reto. ¿Habrá alguien que vea la
verdad?
—Que no lo eres, al menos no por voluntad propia. —Se
gira por fin—. De ser así, no te habrías escapado.
—¿Cómo sabes que me escapé? En los diarios decía que
me perdí.
—Lorian me lo dijo.
Ah, otro monarca comunicativo. Debería ser amigo de
Gregorie. No quiero imaginarme qué otras cosas habrá
dicho esta familia sobre mí. Antes de que pueda contarle mi
versión de los hechos, oímos golpes en la puerta. Son mis
guardias. Uno de ellos informa que a Claire la están
esperando en el comedor para la cena. Solo a ella.
—Por favor, es solo una comida, ¿cómo que no puede ir?
—los cuestiona, negándose a salir.
Es como si estuviera viendo mi espíritu en el cuerpo de
otra persona.
—Órdenes del rey Stefan —contesta el guardia, tan duro
como una pared de concreto.
Ella se vuelve hacia mí, compasiva. Esto es ridículo y lo
entiende. Si los Wifantere ya saben que estoy retenida en
contra de mi voluntad en el palacio, deben entender que no
supongo una amenaza para el matrimonio de su hija. Y si
Stefan mencionó que estaría encerrada hasta la hora de la
cena, ¿por qué cambió de parecer? A menos que…
—¿Crees que el rey de Lacrontte se haya ido ya? —le
pregunto en voz baja para que los custodios no me
escuchen.
—¿Irse? Claro que no. De Roswell a Mirellfolw hay casi
cuatro días de viaje. Se quedará a dormir esta noche. Yo
también. Lorian dijo que era una gran oportunidad para
conocerlo y entablar relaciones. Él confía en el criterio del
rey Magnus, y si llego a agradarle, sé que aumentan las
probabilidades de un compromiso.
Así que estará presente. Es por eso que Stefan no me
invita. La esperanza se reaviva en mí como un fuego terco
que se niega a apagarse a pesar del viento. Debo asistir a
esa cena a como dé lugar.
—Me gustaría ir —le confieso—. ¿Es posible de alguna
manera?
—No te preocupes —me susurra—. Le pediré a Lorian que
te invite. No podrá negarse. Aguarda aquí.
Sale de la habitación a paso apresurado. Claire es tan
dulce que podría llenar de energía a un batallón entero.
Tiempo después regresa con su prometido del brazo y una
sonrisa de orgullo en el rostro.
—Señorita Emily —habla él con fingida cortesía—, lo que
es importante para Claire es importante para mí. Por eso me
he tomado el atrevimiento de venir en persona a pedirle
que nos acompañe esta noche. Le prometo convencer a mi
cuñado —hace énfasis en el parentesco; es un odioso— para
que deshaga cualquier prohibición. Por favor, venga con
nosotros. Al fin y al cabo, es usted una invitada igual de
crucial en el palacio.
Termina el discurso y enseguida mira a Claire en espera
de una reacción positiva. Ella se apoya en su brazo,
satisfecha, y entonces él sonríe. Todo lo que hace un
hombre para complacer a una mujer.
—Ya he hablado con sus guardias —continúa, ahora
mirándome a mí— y no habrá problema con que salga.
Los dos asienten, frustrados. No puedes discutir con un
príncipe y mucho menos si estás en su palacio. Y, como
conocen el carácter de Stefan, saben que no recibirán una
reprensión severa si es que llega a enojarse. Me pregunto si
los guardias de Lacrontte cederían igual, tomando en
cuenta el humor de su rey.
Bajamos a la primera planta y ya siento los nervios
cosquillearme en la piel. Por instantes no creí que pudiera
verlo, pero aquí está. Parece que lo deseé tanto que la vida
no tuvo otra opción más que concedérmelo. Ellos caminan
delante de mí, rectos y delicados, como si hubieran sido
creados al mismo tiempo con el propósito de encajar el uno
con el otro. Ninguno se adelanta, se distrae o frena.
Cortados a la misma medida, parecen levitar. Nos
detenemos frente a una de las tantas puertas blancas con
pomo de cristal que hay el palacio. Afuera ya se encuentra
Stefan. La luz amarilla que viste el pasillo les da a sus
mejillas el color que han perdido al verme. Está molesto.
Sus ojos son llamas azules. No quiere que entre, pero,
desafortunadamente, no es algo que pueda controlar.
—Claire me ha pedido que invite a la señorita Emily —el
príncipe le habla de frente a Stefan. Es como si le importara
poco su título. Y eso solo me deja ver cuánto poder tienen
los Wifantere sobre él con ese matrimonio—. Espero que no
te moleste. Y por mis padres no debes inquietarte: a ellos
no los indispondrá su presencia.
—Descuida, Lorian. —Se esfuerza por sonar calmado,
cuando es obvio que el enojo lo tiene preso—. No obstante,
me gustaría hablar a solas con Emily para aclararle algunos
puntos.
La pareja asiente y cruza la puerta hacia el comedor. Hay
guardias de los tres reinos alrededor, algo que a Stefan lo
tiene sin cuidado, pues, una vez nos quedamos solos,
empieza con el ataque.
—Usaste a esa mujer —me reprocha entre dientes,
refiriéndose a Claire.
—Por supuesto que no. Ella se ha ofrecido.
Bueno, puede que yo la haya llevado hasta allá.
—Lograste lo que querías. Vas a verlo. —Por la manera
en la que me habla, juro que podría lanzarse encima de mí y
comerme viva—. Te advierto, Emily, que va a reconocerte. Y
estoy seguro de que tomará represalias contra ti. ¿Por qué
no comprendes que no quiero que te haga daño?
—No lo hará y, a decir verdad, no me importa. Lastimó a
mi padre, Stefan, la persona a la que más amo en la vida.
—No pienso defenderte si entras ahí. —Señala la puerta
—. No puedo hacerlo con los Wifantere en frente.
—Qué condicionado estás.
—No salgas con eso ahora.
—No tienes por qué defenderme. No me hará nada, al
menos nada grave. Estoy segurísima. Lo conozco… mucho
más que a ti.
Aquello parece haberle dolido más que cualquier otra
cosa. Deja caer los hombros y suspira rendido.
—Haz lo que quieras.
Se da media vuelta y camina al comedor sin molestarse
en mirarme. Puede enojarse, pero no va a persuadirme. Voy
tras él segundos después y solo me basta dar el primer
paso dentro para divisar al monarca enemigo. Está sentado
en una de las sillas del comedor con Francis a su lado.
Ambos hablan animadamente sin que les importe el resto
del personal a su alrededor. El rey y la reina Wifantere están
en cada extremo de la mesa, Lorian y su novia ocupan los
puestos frente a los lacrontters y Lerentia tiene su lugar al
lado de Stefan. No hay un asiento para mí. Por suerte eso
ahora carece de sentido, pues sé que, con lo que pretendo
hacer, me sacarán de inmediato.
Francis es el primero en verme. Entrecierra los ojos,
desorientado. Y es que… ¿por qué estaría Emery Naford en
el palacio de Cristeners? Es absurdo e improbable. Lerentia,
por su parte, frunce el ceño, desconcertada, al notarme.
Mira a su esposo en silencio, esperando que él haga algo
para sacarme. Para su mala suerte, Stefan no reacciona. Yo
todavía me mantengo en la puerta, inquieta. Los guardias
me observan, los criados sirven la comida y los Wifantere
advierten mi presencia. Entonces el rey Lacrontte se vuelve,
debido a la peculiar atención que le da su consejero a
aquello que está a su espalda. Su mirada cae sobre mí.
Puedo ver todo tipo de emociones desfilarle por el rostro.
Primero la confusión, luego la sorpresa y, por último, la
furia.
—¡Usted! —Su voz es casi un suspiro—. ¿Qué hace aquí?
¿Cómo llegó acá? ¿Por qué no regresó?
Me congelo por un instante. La voracidad con la que me
observa me mantiene como estatua y debo obligarme a
sacudir la cabeza para centrarme en mis objetivos. Pienso
en papá, en su dolor; en las cartas de mi madre, en las que
describía la angustia que había sentido al ver herido al
hombre al que ama; en el llanto que Mia y Liz soltaron por
días, sofocadas por la incertidumbre de no saber si padre
iba a sobrevivir. Todo ello se me revuelve en la cabeza, me
baja hasta el corazón y se me extiende por el pecho. La ira
se enciende y me llena de energía. Recuerdo la manera en
la que fingió tranquilidad frente a mí cuando sabía que los
suyos estaban desangrando a mi pueblo. Así que,
instintivamente, corro hacia él, decidida a enfrentarlo.
Escucho a Lerentia decirles a los guardias que me
detengan, por lo que avanzo tan rápido como puedo antes
de que frustren mi plan. En mi cabeza las ideas no están
claras. Un lago de agua revuelta es lo que tengo. Así que yo
misma me sorprendo cuando, al llegar a él, lo embisto con
un fuerte golpe en la mejilla derecha que lo hace quejarse
de dolor.
Lo he golpeado, he golpeado al rey Lacrontte. ¡Por todos
los cielos! ¿Qué he hecho?
Siento la mano caliente y me cosquillea. Me arrepiento
enseguida, pero ya es tarde. Me cubro la boca con las
manos al tiempo que escucho una oleada de jadeos e
improperios hacia mí. No sé quién me dice qué cosa y no
me molesto en averiguarlo, pues tengo la vista fija en el
hombre que se encuentra frente a mí. Los guardias
lacrontters tratan de capturarme y él los detiene apenas
levantando un dedo.
—¡Es una maldita loca, Emery Naford! —Es un tornado de
furia—. ¡¿Cómo se atreve a golpearme?! —Se apoya en el
brazo de la silla para ponerse en pie.
—Es una bestia. —La voz de Lorian pega fuerte. Es un
alarido ofendido, como si lo hubiera golpeado a él—. Un
animal irracional al que hay que encadenar. Debe ir a
prisión ahora mismo.
El rey Everett también reacciona y se levanta, dándole
un golpe a la mesa.
—¿A prisión? ¡Hay que cortarle las manos! No entiendo
en qué momento se te ocurrió traerla, Stefan. ¡Eres un
imbécil!
—Quiero que todo el mundo se calle ahora mismo.
El monarca de ojos verdes habla entre dientes. Tiene la
mandíbula tan tensionada que juro que se le podría quebrar.
La cólera lo domina en tal grado que me hace retroceder de
miedo. Se me ha ido la voz, estoy segura. Ni siquiera intento
defenderme; no tengo cómo. Yo solo quería reclamarle, no
golpearlo. Fui imprudente, estúpida, disparatada. ¿Qué
hice?
—Esto no se lo voy a dejar pasar —continúa. En cualquier
momento va a lanzarse sobre mí para asfixiarme—. Ha
consumido mi paciencia y, con ello, ha firmado su camino a
la horca.
Jadeo, horrorizada. Yo no quiero morir. ¡No quiero morir!
Crucé la línea, ya lo sé. Yo me lo he buscado, pero no quería
llegar hasta este extremo. Estoy sola en esto. Soy una
idiota.
—Lo siento tanto, majestad —balbuceo. Mi voz es apenas
un susurro de moribunda—. Por favor, perdóneme.
—¡Cállese! —La violencia con la que me habla me eriza
la piel—. No tiene derecho a dirigirme la palabra. Si se
atreve a abrir la boca de nuevo, juro que voy a cosérsela.
Stefan aparece a mi lado como un relámpago en el cielo.
Me pone detrás de él, protegiéndome de la ira abrasadora
del rey Lacrontte, y se dispone a enfrentársele.
—No te metas en esto, Denavritz —le advierte al deducir
sus intenciones.
Les pide a sus custodios que me tomen de las manos.
Stefan, al verlo, reacciona rápido y les ordena a los suyos
que me cubran.Miro a mi alrededor. Los dos grupos de
guardias se quedan estáticos al encontrarse. Se miran
fijamente, esperando a que alguno dé un paso de más para
desencadenar un combate. ¿En qué momento desaté todo
esto?
—Ya basta, Stefan. Entrégala de una vez —exige el
mayor de los Wifantere con el enojo visible. Si no me
escarmienta el rey Lacrontte, lo hará él mismo. Estoy
segura.
—Soy legítimamente su máximo gobernante —insiste mi
carcelero—. Tengo derecho a intervenir. La Guardia Negra
hirió a su padre. Eso la movió. Él es lo más importante para
ella.
Cada palabra suya es como un manto para mi cuerpo
afligido. Dijo que no me defendería y el que esté aquí,
contradiciéndose, es... lindo.
—¿Crees que me interesa en algún sentido su maldito
padre? —le reclama el monarca de Lacrontte—. Soy el rey,
Denavritz, y ella prácticamente me escupió en la cara.
—Les doy mi palabra de que la castigaré bajo mis leyes.
La ofensa no quedará impune, pero el agravio lo pagará en
Mishnock.
—Solo retrasa lo inevitable, majestad —Francis levanta la
voz. Se ha mantenido sereno a la espalda de su rey, pero
también puedo ver la furia en sus ojos—. La señorita Naford
es residente de Lacrontte. Eso la hace apta para recibir el
castigo que queramos darle. Así trate de intervenir como su
legítimo gobernante, no puede salvarla de esto. Son las
leyes.
Un nudo en la garganta empieza a sofocarme. De seguir
así, moriré antes de que me pongan una soga en el cuello.
—¿Por qué le dice «señorita Naford»? —Reconozco a
Lerentia en esa pregunta. Por un instante me olvidé de su
presencia.
Stefan se vuelve a verla y algo se le ilumina en el rostro.
¿Qué piensa hacer? Ya lo han dicho, no hay nada que pueda
salvarme.
—Ella no es quien tú crees —confiesa—. No se llama
Emery Naford.
¡Vida mía! ¿Se va a ir por ahí? Eso es mucho peor.
—Lo sabía —suelta Francis. Estaba deseando esa
declaración, lo sé. La revelación da la puntada final a sus
sospechas.
—Eso da igual. Entrégala ahora —interviene Lorian,
tiñendo el río con más sangre.
—¿De qué hablas? Entonces, ¿cómo se llama? —Sus ojos
me buscan por encima del hombro de Stefan, exigiéndome
en silencio una respuesta. Parece que para él no hay nadie
más en esta sala.
—Emily —musito con la respiración entrecortada. Estoy
demasiado aturdida como para hablar más alto—. Emily
Malhore.
Su cara se desfigura de inmediato. El brillo hostil de sus
ojos se pierde para darle paso a la confusión. La confianza y
airosidad que siempre trae consigo se consumen como un
papel en el fuego, y el vacío de su mirada demuestra cómo
rebusca una explicación razonable para lo que acabo de
decir.
—Era la novia de Stefan antes de que se comprometiera
conmigo —afirma Lerentia. Una intervención que nadie le ha
pedido.
—No, eso es imposible. —Su tono es suave. Jamás lo
había escuchado hablar tan bajo—. Yo lo habría notado.
La consternación lo ata y, unos segundos después, la ira
lo libera.
—¡Es una maldita mentirosa!
Se abalanza hacia adelante. Extiende la mano para llegar
a mí, pero Stefan le bloquea los movimientos. Sé lo que
trataba de hacer: iba a tomarme por el cuello, como lo hace
casi siempre. Algo que, por supuesto, mi único defensor
desconoce.
—¡No te atrevas a tocarla! —Se estira para reducir la
diferencia de estatura que le saca su oponente.
El rey se detiene, como si se hubiera quedado
suspendido en el aire. Mira a Stefan, lo estudia y sé que
acaba de descubrir algo porque sonríe. Así, de la nada,
sonríe. ¡Sonríe! Un gesto que se prohíbe cada día, pero que
ahora expone con naturalidad. Es obvio lo que sucede. Unió
los engranajes de una pieza que no sabía que tenía. Nos
mira alternativamente a mi protector y a mí, maquinando
algo que no logro leer.
—Emily. —Baja la voz mientras dice mi nombre, como si
hubiera algo fantástico en él—. Emily Malhore. Soy un
imbécil. ¿Cómo no me di cuenta? ¿Cómo no lo noté? Es la
novia de Denavritz.
—Exnovia, Magnus. Le pediré que tenga respeto por
nuestra hija —le reclama la reina Magda, quien hasta ahora
se había mantenido al margen de la situación.
—Por supuesto, Magda. Emily —repite mi nombre,
adaptándose a él. Es extraño oírlo en su boca—. Creo que
nuevamente se ha librado de la muerte. Nunca he conocido
a una persona con tanta suerte como usted, Nafo… Malhore
—se corrige.
Parpadeo, anonadada. Sé que el cambio de decisión no
es a causa de una misericordia extraordinaria. Algo se le
ocurrió, algo planeó en el instante en que Stefan le gritó que
no se atreviera a tocarme. Lo conozco y, como ya me lo han
repetido hasta el cansancio, no hace favores a menos que
obtenga algún beneficio a cambio.
—¿Qué es lo que tiene esta mujer? —reclama Everett con
inminente fastidio.
—Me pregunto lo mismo —contesta él sin despegar sus
ojos verdes de mí—. Después de este increíble encuentro
con golpes incluidos, les propongo continuar con la cena.
Emily —señala la silla en la que estaba sentado antes de
que iniciara el desastre—, hágame los honores y siéntese a
mi lado. De ese modo tendremos la oportunidad de hablar y
resolver nuestras diferencias. Me explicará usted qué le
ocurrió a su padre y me aclarará un par de dudas con
respecto a otras cuestiones. ¿Acepta la tregua?
No me muevo. Stefan se mantiene firme, cubriéndome
con su cuerpo. ¿Qué pretende el amargado? Si me siento a
su lado, terminará por clavarme un cuchillo en el cuello, así
sea el de la mantequilla.
—Lo mejor será que ella se retire —pide Lorian al otro
lado de la mesa.
—Por supuesto que no. —La sonrisa malintencionada del
rey enemigo aparece de nuevo—. No me gusta retractarme
de mis decisiones, pero la señorita Malhore tiene cierta
influencia en mí que es incontrolable. Ella lo sabe mucho
más que yo.
¿Por qué dice esas cosas? Ni en un millón de helias el
hombre con el que compartí en Lacrontte habría confesado
algo semejante. Este teatro no me lo creo. Y, por la manera
en que Francis frunce el ceño, me doy cuenta de que
tampoco él entiende qué está tratando de hacer con esto.
—Soy consciente de mi resistencia a los acuerdos de paz
—agrega—. Sin embargo, me complace anunciarles que me
he replanteado mi posición. Puede que en la reunión me
haya negado a los diálogos y me escudo en que mis fuertes
convicciones me bloqueaban la visión que tienen ustedes
sobre el futuro. A pesar de eso, creo que logro divisar una
soga de la que sostenerme para iniciarlos. Me gustaría, si
así Emily lo quiere, aceptar la mesa de negociación que
antes plantearon para mí.
¿Cuál es el papel que interpreta ahora? No voy a
tragarme el cuento de que le agrado cuando en Lacrontte
no permitía ni que lo tocara con “mis manos de plebeya”.
—¿Qué tiene que ver ella en esto? —Stefan es el primero
en mostrar sus sospechas sin reparos—. Emily no hace
parte del consejo ni de la monarquía.
—No estás corto de razón, mi estimado Pharell —
menciona, irónico.
—¿Por qué me dices así? —le reclama con confusión.
—Ese fue el nombre que te puso ella. —Me señala con un
movimiento de cabeza—. Estoy al tanto de lo mal que te
portas con Emily, Pharell. Y eso no fue de lo único que me
enteré, ¿sabes? Mientras estuvo allá no paraba de decirme
cuánto odiaba la guerra, cuánto sufría por ella. Una vez
incluso deseó que yo tuviera algo que amara tanto como
para que me espantara perderlo, de manera que
comprendiera lo que les hago pasar. Es noble de mi parte,
entonces, tratar de ceder. ¿Y qué sería de un monarca sin
nobleza? Un tirano absoluto. No quiero que la señorita Claire
piense que soy uno. —Mira a la novia de Lorian, que lo
observa medio espantada. Ella ya le teme—. Emily me
conmovió tanto que he decidido virar el timón del barco.
Espero que sea la primera en abordar, soldado.
Me dedica una mirada, una de esas que hacen daño, que
confunden, engañan, convencen. Toma la silla por su
espaldar y la arrastra hacia atrás, abriendo un espacio para
que me siente. Stefan se vuelve hacia mí para vigilar mis
movimientos. ¿Debo ir o no?
—Prefiero marcharme, si todos están de acuerdo.
—Insisto —dice el rey Magnus con una sonrisa ladina que
me causa terror—. La quiero cerca, señorita Emily.
—Solo siéntate de una maldita vez, niña —ruge Everett,
volviendo a su asiento. El resto hace lo mismo.
Despacio, camino hacia él. Ocupo el sitio bajo la mirada
de todos. Soy la atracción principal de este circo. Él se
sienta a mi izquierda y Stefan a mi derecha, moviendo de
lugar a su esposa.
—Me alegra que haya aceptado —dice sin mirarme. Toma
la copa de vino que hay frente a él y se la lleva a los labios.
No bebe, sino que la usa para taparse la boca y que nadie
vea que empieza a susurrarme—: Tenemos muchas cosas
de las que hablar. La espero esta noche a las once en punto
en mi habitación. Me encargaré de que le hagan saber cuál
es y me desharé de cualquier obstáculo que le imposibilite
llegar a mí.
Me quedo tiesa. ¿Ir a su habitación? La última vez que
estuve en su alcoba terminamos en una relación falsa.
Además, pensar que estaré a solas con él me causa
escalofríos. No quiero imaginar la sarta de cosas que va a
decirme por haberle mentido.
—No tiene que temer —asegura. Debe estar leyendo el
pánico que refleja mi cuerpo—. Le conviene conversar
conmigo.
—Si tienes algo que comentar —interviene Stefan con un
tono tan afilado como el de una daga—, estoy seguro de
que a todos nos gustaría escucharlo.
—Ay, mi querido Pharell —suspira, divertido, ante la
irritación de su enemigo.
—Deja de llamarme así.
—Como desees —empieza de nuevo—. Denavritz, se
acercan días turbulentos para ti.
Devuelve la copa a la mesa y se gira hacia el rey Everett,
que por fin está callado. Se aclara la garganta, se recuesta
en el asiento, junta las manos como un estratega en un
juego de ajedrez y entonces vuelve a hablar.
—He pensado que no hay lugar más idóneo para los
diálogos de paz que Cristeners. Aquí se ha dado el primer
paso y aquí se deben dar los siguientes.
—¿A qué te refieres con eso? —cuestiona la reina Magda
desde la otra punta de la mesa.
—Una semana. Los diálogos de paz se llevarán a cabo en
el lapso de una semana aquí, en Roswell, si así lo permiten.
Este es un territorio ajeno al conflicto. Les confío mi
seguridad y acepto su buen juicio para dirigir los diálogos.
Todos tenemos interés en que la guerra cese, ¿o me
equivoco?
¿Tenemos? Por favor, si él es el principal perpetrador.
—Es una idea excelente, majestad —lo alaba Lorian con
una sonrisa pequeña. ¿Alguna vez lo había visto sonreír?—.
Me encargaré personalmente de elaborar el plan de acción.
Cada uno de los presentes muestra su aprobación,
conformes con la propuesta, pero, sé que las cosas con el
rey Magnus no pueden ser tan fáciles y, antes de que se
comience a celebrar, abre la boca para pedir algo más.
—Tengo una exigencia. La única, en realidad. —Me mira
de soslayo y la sangre se me hiela. ¿En qué lío va a
meterme?—. La señorita Emily debe estar presente toda esa
semana.
—¿Con qué fin? —inquiere Lerentia sin disimular lo
mucho que le desagrado—. Ella no hace parte de la nobleza
y, por ende, no tiene voz ni voto en este asunto.
—Mi querida señora Denavritz, no tengo por qué darle
explicaciones. —Se inclina hacia adelante, engreído—. Es mi
exigencia. Lo toman o lo dejan.
—Me temo que la última palabra es de Stefan —indica el
monarca mayor de Cristeners, provocando que cada cabeza
se gire a verlo, incluyendo la mía.
Puedo sentir la presión que experimenta. Ocho pares de
ojos sobre él en busca de una respuesta. Tiene la
responsabilidad de abrirle la puerta a un futuro pacífico o de
azotarla y acabar con todo. Se toma su tiempo y mira a su
esposa, quien lo observa con furia. No quiere que acepte. Y
si a algo puedo apostar en esta vida es a que no le molesta
que vaya a pasar tiempo en el palacio de sus padres, sino
verme cerca de Magnus. Los celos la dominan y no se
esfuerza por ocultárselos al hombre con el que se unió en
matrimonio.
—Bien —cede Stefan, desviando la mirada de su reina—.
Nos vemos de nuevo el veinte de enero —hace una pausa
que incrementa la tensión en el comedor, se masajea la
frente con los dedos y, sin mirar a nadie, añade—: con Emily
entre nosotros.
Esto va a acabar muy mal. No hacen falta las
predicciones de Nahomi para saberlo. Y lo peor del caso es
que no estoy a salvo hasta la fecha estipulada. Mis
esfuerzos por no caer en las garras del rey Lacrontte
empiezan esta noche en su habitación.
13
EMILY
El reloj de la pared de mi habitación marca las diez con
cincuenta y ocho minutos y yo sigo dando vueltas, ansiosa.
Tengo los latidos acelerados, el estómago me burbujea y
siento la necesidad de frotarme las manos para
estabilizarme. Debo confesar que he hecho una tontería. Me
he peinado y perfumado, pero no para el rey Magnus, sino
porque tenía que entretenerme haciendo algo mientras
llegaba la hora.
Después de pedirme que fuera a su habitación, me
ignoró el resto de la noche, y la verdad es que no sé si eso
es bueno o malo. Por eso he pensado en varias excusas
para no ir al encuentro o fingir que se me ha olvidado. Ese
hombre está enojado conmigo y no quiero aguantar su mal
humor, aunque muy, muy en el fondo deseo verlo. No
porque me guste hablar con él, sino por mi padre. Esta vez
no seré impulsiva, no cometeré un error tan tonto. Iré ahí y
le haré saber con detalles lo que pasó. Lo haré entender mi
dolor y espero que se muestre comprensivo.
De repente, tocan a la puerta con un golpeteo suave y
rítmico. Desvío la atención al reloj y veo que ya son las once
en punto. Ha llegado el momento.
—Señorita Malhore —dice una voz desconocida. No es la
de mis guardias habituales, así que deduzco que se trata de
lacrontters—, hemos venido por usted.
Respiro profundo antes de abrir la puerta. Al otro lado
están, en efecto, unos lacrontters. Miro hacia ambos lados
del pasillo, buscando a mis custodios, y, gracias a la vida, el
corredor se encuentra inhóspito. Nadie me verá salir.
Me llevan hacia atrás. Pierdo la cuenta de cuántas
puertas pasamos. Llegamos hasta el fondo del pasillo,
donde, en una pared con papel tapiz blanco, cuelga una foto
de los hermanos Wifantere. Lerentia y Lorian me miran de
frente, como si no tuvieran unos ojos inertes pintados en
óleo.
—Ya puede pasar —me habla otro guardia de uniforme
oscuro. Es uno de los que vigila la entrada a la alcoba.
El cosquilleo se hace presente. Es arrasador e incluso
penoso. Le temo, le temo muchísimo, y al mismo tiempo
siento curiosidad. ¿Cómo quitó a los guardias de mi puerta?
¿Para qué quiere verme? ¿Por qué aceptó los acuerdos?
Camino con cuidado, como si mis pasos pudieran
alterarlo. Soy precavida y respiro lento para calmar mi
angustia. La habitación es de paredes blancas, hay muebles
de patas delgadas y largas y los ventanales tienen marcos
arqueados que dan a un balcón estrecho. El suelo está
vestido con una alfombra gris que me recuerda al pelaje de
un gato. Sin embargo, la calma de este santuario se
empaña con la figura de un hombre de traje negro que se
encuentra sentado en un sillón individual con los codos
sobre los reposabrazos, un tobillo apoyado en la rodilla
izquierda y una mano en la mejilla, mirándome con sus ojos
verdes, que parecen quemarme a medida que avanzo por la
habitación. Es como si me condenara a un final que ni yo
misma imagino.
—Ha llegado la pequeña mentirosa.
Su voz grave me atemoriza.
—Majestad. —Le ofrezco una reverencia rápida. No
quiero dejar de mirarlo. Tengo el presentimiento de que, si
me descuido, me lanzará una daga al pecho.
—A partir de este momento puede dejar de hacer
reverencias para mí, señorita Malhore. Tómelo como el
primer privilegio que pienso ofrecerle —dice con una
tranquilidad que no es habitual en él—. Admito que aún me
cuesta acostumbrarme a su verdadero nombre. Creo que ya
me gustaba el Naford.
—¿A qué se refiere con primer privilegio?
—A que tengo muchos otros privilegios que ofrecerle.
Detesto que se vaya por otros caminos y no me diga lo
que quiero escuchar.
—¿Como cuáles?
—Lo sabrá en su momento. ¿Puedo tutearla, Malhore?
Porque quiero hacerlo. Ya le di un privilegio, ¿me dará ese a
mí?
—¿Puedo yo tutearlo a usted?
—Oh, por supuesto. —Sonríe levantando la comisura
derecha de los labios y se le oscurecen los ojos—. Ahora soy
Magnus para usted. Nada de «rey» o «majestad», a menos
que así se lo pida.
Me quedo en silencio. No se me ocurre ninguna
respuesta buena… O, en realidad, no se me ocurre ninguna
respuesta.
—He descubierto que las únicas veces que se queda
callada son cuando está asustada o triste. Aunque con la
tristeza vienen las lágrimas, por lo que descarto esa
emoción. Así que… —Se levanta de su asiento y viene a mí.
Cada paso es lento y firme. Alzo la barbilla para no perderlo
de vista y él ya me mira desde arriba con los ojos
entrecerrados. Está tan cerca que puedo sentir su aroma e
inevitablemente recuerdo esa noche en Cromanoff. La
noche prohibida—. ¿Tiene miedo, señorita Emily? ¿De mí?
¿Me teme pese a que ya nos hemos besado?
—Pensé que nunca hablaríamos de eso. —Tomo cualquier
ruta de escape.
—Ahora quiero hablar de eso. —El tono de su voz es
completamente diferente a cualquiera que haya usado
hasta ahora. Es bajo, varonil y un tanto aterciopelado, como
si… ¿Me está coqueteando?
—Yo solo vine a ofrecerle disculpas por mi arrebato en la
cena.
—Eso está perdonado. De otra forma, ya no tendría la
cabeza sobre los hombros. Pero no me ha respondido:
¿puedo tutearla?
Asiento, incapaz de responder. La expresión dura del
rostro se le suaviza y veo su satisfacción.
—¿Por qué estoy aquí, majestad? —cuestiono y, por la
mirada que me da, noto que me he equivocado, así que
repito la pregunta—. ¿Por qué estoy aquí, Magnus?
Es extraño… no, extrañísimo llamarlo por su nombre. Me
siento irrespetuosa. Sin embargo, aquí estoy, tuteando al
rey enemigo.
—Porque quería verte.
—No trate de jugar a estar interesado. Usted no se ha
cansado de decirme cuánto lo molesto.
Soy incapaz de despegarme de los formalismos y, por
fortuna, esta vez lo deja pasar.
—¿Y por eso te besé? ¿Porque me resultabas molesta?
Piénsalo un poco, Emily.
—Mis
sentimientos
hacia
usted
son
de
total
resentimiento. Hirió a mi padre y lo odio por eso.
—¿No has escuchado que entre el odio y la atracción hay
una distancia muy larga? —Ladea la cabeza, como si
reflexionara sobre lo que dijo, y frunce un poco el ceño—.
Oh, no, espera: entre ambos hay solo un paso.
Su mirada esmeralda es intensa como los rayos del sol a
mediodía. Me estudia, estudia mi reacción. Quiere ver si sus
palabras surten algún efecto en mí, pero se le olvida que lo
conozco.
—¿Por qué ahora se comporta así? ¿Cree que no lo noto?
¿Que no deduzco lo que trata de hacer?
—Ilumíname. —Su voz no pierde ese toque seductor—.
¿Qué trato de hacer?
—No subestime mi inteligencia.
—Jamás me atrevería a subestimarte. Por cierto, pensé
que ya habíamos comenzado a tutearnos.
—De acuerdo. —Doy un paso adelante para encararlo.
Me paro firme a solo centímetros de su cuerpo y lo miro con
fiereza—. Confundirme, eso tratas de hacer. —Paso a un
tono informal—. Convencerme de que estás interesado,
cuando antes dejaste claro lo mucho que te fastidiaba. Y
todo este cambio se debe a que descubriste que soy la
expareja de Stefan.
Su confianza no desaparece, sino que más bien se
refuerza. Me sonríe como un maestro orgulloso al ver las
deducciones de su alumno.
—¿Te molestaría acompañarme al balcón un rato, Emily?
Creo que ambos necesitamos tomar aire.
No espera respuesta. Camina hacia afuera y abre las
puertas de cristal que dan al balcón. La noche en Roswell es
fresca, la brisa me mueve el cabello con una potencia que
hace que las puntas de mis ondas vayan a parar al hombro
y a la mejilla del rey Lacrontte. Él, sin decir una palabra, se
retira mi pelo de la cara mientras yo me sostengo la falda
del vestido para evitar que se alce y me exponga. Las
hebras rubias de Magnus también se mecen, se despeinan y
lo hacen ver como si se tratara de un joven que corre sin
preocupaciones y no de un rey que se ha propuesto
enloquecerme con su raro y nuevo comportamiento.
—Lo lamento —siseo mientras me acomodo el cabello
hacia el otro lado.
Desde el barandal de hierro se pueden ver los viñedos
que rodean el palacio, ahora oscurecidos por la falta de luz.
—Verbena —suelta de la nada—. Tu cabello huele a
verbena. No lo había notado. Siendo sincero, no hubiera
esperado un olor cítrico de ti.
—¿Me trajo aquí para hablar del olor de mi champú? —lo
corto de inmediato.
—Estás más hostil que de costumbre.
—Y tú más amable de lo que esperaba.
Tratarlo de «tú» se siente ilegal. Magnus arruga la frente,
también sorprendido por cómo sonó eso. Trata de ocultarlo,
mirando hacia otro lado, cuando es obvio que no está
disfrutando de lo que me ha permitido hacer. Lo observo en
silencio. He descubierto que es algo que me gusta. Creo que
es porque cuando me mira de frente me intimida. Tiene
algo. Su porte, su título, sus aires de grandeza, quizás los
tres. Me resulta difícil desafiarle la mirada. De repente se
vuelve hacia mí y me veo impulsada a agachar la mirada
apresuradamente, pero sé que es tarde. Me ha atrapado.
—¿Vamos a jugar a eso de mirarnos mientras el otro no
nos ve y hacernos los desentendidos cuando nos
descubren? —dice al ver mi ridículo papel.
—No sé de qué me estás hablando.
Quisiera saltar de este balcón. No me importaría morir.
—Bueno yo sí quiero jugar, así que puedes seguir
mirando hacia otro lado porque quiero seguir viéndote.
Me giro hacia él. No le daré nada de lo que quiere.
—Preferiría que vaya al punto para poder marcharme
cuanto antes.
—Como gustes. Te cité aquí, primero, para aclarar el
asunto de tu padre. Afirmas que mi ejército lo hirió, algo que
yo pongo en duda.
La chispa de mi rabia se enciende de nuevo, solo que
esta vez tomo el control completo de la emoción. No voy a
cometer el mismo error dos veces.
—No solo fue a él, sino a muchos otros civiles —le
recuerdo—. Stefan me lo dijo.
Lo noto molesto. ¿Qué he dicho ahora? Agarra el
barandal y el sonido que crean sus anillos al golpearse con
el hierro es espeluznante.
—¿Tú lo comprobaste o solo te tragaste lo que un
mentiroso dijo? Porque estás al tanto de que lo es, ¿verdad?
Me quedo callada y, como si un balde de agua fría me
cayera encima, abro mucho los ojos. No, no lo he verificado
porque Stefan no me ha permitido verlo, pero he
intercambiado correspondencia con mi madre y él no sería
capaz de inventarse tal cosa e imitar la letra de mamá para
que… ¡Claro, claro! Ya lo hizo una vez. Incluso fui yo quien le
dio la idea de falsificar la letra del rey Magnus. Estoy casi
segura de que lo hizo conmigo también.
—No quiero dudar de tu inteligencia. —Su voz me
devuelve a la realidad—. Confírmame que has visto a tu
padre y a esos otros civiles heridos que afirmas que hay.
—Los hospitales estaban llenos de ellos —intento
defenderme. Es más una pelea conmigo misma que con él.
—¿En serio? ¿Cómo sabes eso? ¿Lo viste en el periódico?
¡No puede ser! Ni siquiera he visto el diario para
averiguarlo. Estoy aislada. Tampoco se me permite hablar
con Atelmoff para preguntárselo. Todo es un teatro armado
para que crea lo que ellos quieren, la historia que Stefan
quiere que me trague. Y, aun así, no… Él no pudo mentirme
de esa forma. Es cruel. Lloré días por mi padre. No pudo
jugar así con… ¿De qué hablo? Ya ha jugado conmigo,
tendría que habérmelo esperado.
—Mi ejército tiene la estricta orden de no lastimar a
civiles a menos que se trate de un caso extraordinario. Y
ellos cumplen mi palabra al pie de la letra. Mis órdenes
siguen vigentes y presentes en sus cabezas así yo esté a
kilómetros de distancia. Debería saberlo, soldado.
Quiero vomitar. Se burló de mi dolor, de mi zozobra.
¿Todo para qué? ¿Para que siguiera viendo a Magnus como
el enemigo? ¿Para que la imagen que tengo de él no
cambiara? ¿Para imponerse como el salvador que me cubre
de las garras del villano? Cuánto asco me produce.
—Creo que ya te diste cuenta de tu error. ¿No es así?
—No puedo asegurar que me haya mentido.
—¿De verdad? ¿El mismo hombre del que me hablaste en
Lacrontte no sería capaz de inventarse un daño a tu padre
solo para que me repudiaras? Ese que te usó, te secuestró y
te alejó de tu familia.
Sé que tiene razón y en el fondo sé que eso fue lo que
sucedió, pero se me hace tan vil que el corazón se niega a
procesarlo. Stefan es como hiedra venenosa, es mucho peor
que Vanir.
—Tengo algo que preguntar —continúa—. De todo lo que
me contaste estando juntos, ¿qué tanto fue verdad?
Me toma por sorpresa su duda. Ni siquiera yo me había
puesto a pensar en todas las mentiras que dije. ¿Qué fue
verdad? Mi temor a las tormentas lo fue y mi amor por el
azul también, igual que mi miedo a los aviones.
—Muchas cosas. ¿Te interesa saber cuáles no?
—De no ser así, no te lo habría preguntado.
—De acuerdo. —Paso por alto su tono brusco—. Mentí
sobre mi padre. No es mi única familia. Mamá vive, su
nombre es Amanda y dicen que soy su versión joven. Papá
se llama Erick y es el hombre que más amo en el mundo.
Tengo dos hermanas: Mia y Liz. La primera es la menor, la
segunda es la mayor. Y sí es cierto que vendemos perfumes.
Fuimos los perfumistas de la casa real por años. Y ya había
ido al teatro. Creo que eso es todo.
—¿Por eso nos conocimos de niños? ¿Estaban vendiendo
sus perfumes en el palacio? —inquiere, y asiento—. ¿Hay
alguna otra cosa que deba saber?
—El resto de las cosas que dije fueron ciertas. Desde mi
edad hasta que no uso corsés.
Me recorre el cuerpo con la mirada y se concentra en mi
torso. Tiene la mirada fija, con el iris oscurecido y las pupilas
grandes.
Siento cosquillas en el pecho. Es sofocante. Es
contradictorio. Me inquieta la manera en que me observa y
al mismo tiempo no quiero que aparte su atención de mí. El
rey Lacrontte tiene esa capacidad de hacerme sentir viva,
como si me hubiera despertado de un letargo y ahora por
fin empezara a resplandecer. Es extraño y no es la primera
vez que lo experimento a su lado. Él me mira de una forma
diferente. Es algo que no puedo poner en palabras, pero que
me hace sentir pecaminosa.
—¿Sigues sin considerarlo? —Su mirada sube a mi cara y
me veo obligada a ser valiente y no desviar los ojos cuando
me encuentro con ese verde esmeralda de los suyos.
—¿Debería hacerlo?
—Lo considero imperioso. De estar en Lacrontte, lo
habría hecho ley.
—¿Que todas las mujeres del reino usen corsé?
—No, solo una en particular.
Y de nuevo esa sensación rara. El corazón se me
sumerge hasta lo más profundo, donde ni la luz llega, de
donde no puede ser rescatado.
—La próxima vez que nos encontremos quiero verte uno.
—¿Crees que habrá una próxima vez? Si Stefan se
inventó todo lo de mi padre, hará cualquier cosa para que
no nos crucemos de nuevo.
—La habrá, confía en mí. Te aconsejo que te acostumbres
a mi presencia porque me esmeraré por volver a verte.
—Deja de hablarme de esa forma. Si lo que quieres es
usarme para fastidiar a Stefan, no va a funcionar.
Mira hacia los lados y detrás de nosotros, como si
buscara algo o a alguien.
—Yo no veo a Stefan aquí. Lo único que quiero es limar
asperezas, así que no lo hagas más complicado. —Su tono
se vuelve tan serio que hasta suena como una advertencia.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué eres más dócil después de
saber mi nombre? Todavía recuerdo tus actitudes conmigo
en Lacrontte.
Y hablo muy en serio. Algunas veces me hizo sentir como
si yo fuera una peste.
—Sabe que no me gusta dar explicaciones. Tómelo o
déjelo.
¿Otra vez volvimos a las formalidades? Está claro que
alguien aquí está perdiendo la calma.
Su actitud engreída me hace enojar. De verdad cree que
aceptaré sin más una tregua solo porque me la ofrece. En el
fondo es consciente de lo que quiero escuchar y, aun así, se
niega a dar su brazo a torcer.
—Pues lo dejo.
—Señorita —inclina el cuello hacia un lado, como lo hace
cuando quiere evitar una sonrisa, solo que ahora lo que
quiere evitar es el enojo—, como bien sabrá, no soy un
hombre que busque la atención de los demás, así que le
ruego que no agote mi paciencia, ya sabe que tengo muy
poca.
—Entonces, ¿qué hace aquí buscando mi atención? —
Cruzo los brazos sobre el pecho, a la defensiva.
—Es lo mismo que llevo preguntándome toda la noche.
¿Por qué tiene que ser así? ¿Por qué tiene siempre esas
respuestas que me hacen dudar de todo, incluso de mí
misma? Siento el aire frío erizarme la piel, porque, sí, es el
aire. Y los latidos acelerados son a causa de… no lo sé, ¿la
oscuridad? Sí, por supuesto, es la oscuridad. Le temo, así
que estar frente a un patio en penumbra me pone nerviosa.
No hay más, no hay ninguna otra explicación. Me niego a
atribuirle mi corazón desbocado al rubio arrogante.
—Considero que ha llegado el momento de retirarme —
decido, actuando tan pasiva como me es posible. Quiero
que se disculpe, pero, si no lo hace, no me quedaré aquí
perdiendo el tiempo.
—No se subestime, señorita Malhore. —Su actitud se
endurece como el agua de los lagos cuando llega el invierno
—. Lo único que deseo es limar las asperezas, así que no
tiente a su suerte con esa actitud imponente. Quiero una
tregua y me he visto en la penosa obligación de insistirle
para que la acepte, cosa que no haré más. Le aseguro que
no perderé la paz por esto. Usted no va a robarme el sueño.
—Es usted demasiado orgulloso como para entender que
estoy esperando una disculpa de su parte —suelto al final,
exasperada.
La mirada de malicia del rey sigue conmigo. Este hombre
no me toma en serio. No, este hombre no toma en serio a
nadie que no sea él mismo. Se reacomoda el cabello,
llevándoselo hacia atrás con la mano cubierta de anillos. Los
músculos del brazo se le tensan y el pecho hace presión
contra la camisa. Es atractivo y no puedo evitar notarlo.
—Las disculpas no son lo mío.
—Entonces le informo, señor —uso el título por el que sé
que le molesta que lo llamen—, que no estoy interesada en
verlo o pactar con usted.
—Permítame decirle que, aun queriendo o no, usted va a
escuchar mucho sobre mí. —Suena tan convencido que
hasta me hace dudar—. Irrumpió en mi vida sin permiso
alguno y me he propuesto hacer lo mismo. No fui la mejor
persona en Lacrontte, pero tampoco fui la peor. Digamos
que me estaba acostumbrando a su presencia.
—Eso es lo más alejado de una disculpa que he
escuchado. Recuerdo que se lavaba las manos después de
tocarme. ¿Le parece justo?
—¿Por eso me reclama? La besé, señorita Malhore, que
no se le olvide. Y si de una lavada de manos se trata todo
este berrinche, puede estar segura de que nada se
interpondrá entre su piel y la mía de ahora en adelante. Ni
un guante, ni el agua, ni la más fina de las telas. Estaremos
carne a carne desde esta noche.
Se quita uno de los anillos sin dejar de mirarme.
Exactamente el que estaba en su meñique. Una pieza de
oro de capa cuadrada en la que está grabado el escudo de
Lacrontte.
—Es el anillo real, el más importante. Lo obtuve cuando
ascendí al trono. —Me toma la mano y le da la vuelta,
dejando la palma hacia arriba. Pone la joya en el centro y
luego me cierra los dedos, como si fueran una jaula, para
protegerlo—. Será suyo hasta el momento en que nos
volvamos a ver. Ahí me lo regresará. No hay mejor manera
de demostrarle lo comprometido que estoy con volver a
verla. ¿Es eso suficiente para usted o tengo que esforzarme
un poco más?
Me quedo en silencio una vez más.
—Supongo que es un buen inicio —concedo.
—Estoy conforme con la respuesta. Ahora, si quiere irse,
tiene completa libertad para hacerlo.
Se da media vuelta y se marcha sin mirar atrás. Yo me
quedo en el balcón unos segundos más con la brisa que me
rodea. Estoy helada, pero no por el frío de la noche, sino por
la conversación. Tener cerca a este hombre siempre es un
reto y lo será más si sigue comportándose como acaba de
hacerlo. No voy a negarlo: me gusta estar envuelta en su
aura varonil, pues, a pesar de su arrogancia, algo sobre él
me resulta atrayente y no me parece terrible la idea de
volver a verlo.
—¿Se quedará a dormir en el balcón? —pregunta desde
adentro—. No tengo problema con que lo haga, aunque no
me parece el mejor lugar.
Que molesto es, por favor. Voy de vuelta a la habitación
para salir de allí cuanto antes. Lo veo rebuscar entre las
gavetas de su mesa de noche, de donde saca un papel
blanco doblado.
—Fue Wifantere hijo —dice de la nada y yo entrecierro los
ojos, perdida. ¿Qué hizo el príncipe?—. Él fue quien se
deshizo de los guardias de tu puerta.
—¿Lorian? ¿Lorian Wifantere?
—¿Existe otro Lorian? Sí, Wifantere.
¿Por qué lo ayudaría? ¿No sabe que este es el hombre del
que su hermana está enamorada?
—No sabía que eran cercanos.
—No necesitamos serlo. Requería de un favor, se lo
comenté y accedió a ayudarme. Sencillo. —Me extiende el
papel—. Y ahora a ti también te pido uno. Léelo en tu
habitación. No antes, no después.
Tal parece que quedamos en lo informal de nuevo. Al
tomar la hoja, nuestros dedos se rozan. Es un toque sutil y
tonto que me inquieta. Él siempre me inquieta.
—¿De qué se trata? —cuestiono con la calma que me
queda.
Sonríe y se le ven los hoyuelos, como si fueran los
cómplices de un crimen. Aquello lo hace lucir menos
intimidante y mucho más atractivo.
—No me hagas decirlo en voz alta. Buenas noches, Emily.
Camina hacia la puerta, toma el pomo y la abre. ¿Me está
echando? No digo nada más, no creo que valga la pena,
pues es evidente que no le sacaré nada. Salgo de la
habitación y corro por los pasillos hasta la mía, apretando
fuerte el papel. La última vez que Magnus me dio una carta
fue para decirme que iba a asesinar al hermano de la reina,
de modo que ruego que no haya nada similar aquí.
La entrada a mi alcoba está despejada de guardias
mishnianos; en cambio, hay un par de lacrontters que me
siguen el paso con la mirada. Cierro la puerta y me recuesto
contra ella para desdoblar el papel con un afán que no
pienso esconder. En este punto no voy a fingir que el frío es
el que me acelera el corazón y el que me dibuja una sonrisa
en el rostro. No, es el corto mensaje. La razón tiene un
nombre propio extranjero y un título enorme: el rey
enemigo.
Veinticinco.
Ese es el número de pecas que alcancé a contar en el
lado izquierdo de su rostro durante la cena. Porque,
sí, la miré, señorita Malhore. La miré mucho más de
lo que me gustaría admitir, solo que soy más
cauteloso que una bestia al acecho y por ello sé que
no lo ha notado. Ahora tengo que volver a verla para
saber cuántas pecas hay en su lado derecho. ¿Me lo
permite? Porque para mí es una cita pendiente que le
aseguro que llegará. Tan solo espéreme.
Magnus VI Lacrontte Hefferline
14
MAGNUS
Una vez llega la madrugada, yo abandono Roswell. El
carruaje se mueve por las calles adoquinadas y siento como
si estuviera en medio de un temblor. Detesto esta ciudad y
su maldito atraso. ¿Cómo usan todavía estas carretas de
hace tantas helias? Es insultante.
No tengo quietud desde el encuentro de ayer con Emily.
Emily. Emily. Emily.
Todavía no me acostumbro a su nombre. Suena invasivo.
Creo que ya me había adaptado a llamarla Emery. No es un
cambio significativo, pero es un cambio, y me resulta
molesto. Me enerva saber que me mintió y que yo me dejé
engañar. Soy un imbécil. Ella me hace sentir como imbécil y
me niego. Me resulta inverosímil ver a todo lo que tuve que
ceder para que las cosas se tornaran a mi favor. Es un plan
a futuro. Estoy sembrando lo justo y espero recoger el triple.
Si esto no funciona, sí que quedaré como un idiota.
—¿Quién diría que la encontraríamos aquí? El último
lugar que imaginamos.
Francis habla por primera vez desde que salimos del
palacio.
Pensé que estaba alucinando cuando la vi, que el cambio
de clima me había afectado, pero no, ahí estaba ella con
esos grandes e insípidos ojos cafés que me atormentan a
diario. Está viva, un punto a favor y en contra al mismo
tiempo.
—Al menos ya sabemos por qué no regresó al palacio —
añade, sacándome de mis pensamientos—. Puede estar
tranquilo.
Se encuentra en el asiento frente a mí con la espalda
recta y las manos sobre el regazo. Clavo los ojos en los
suyos, reprochándolo por haber dicho eso.
—Nunca estuve preocupado para empezar.
La sonrisa fugaz que le aparece en la cara me acusa. Es
fastidioso porque me hace pensar en lo que hice. Sí, me
preocupé. El primer día me enojé porque supuse que
simplemente no había venido a su cita. Al segundo día
volvió a incumplir y para ese punto estaba tan molesto que
ya no quería saber nada de ella. El tercer día recordé lo que
me había contado de Pharell o, bueno, de Denavritz, y como
un imbécil creí que allí la encontraría, así que la mandé a
buscar a esa casa diminuta en la que dijo que vivía. El
problema es que nadie sabía dónde quedaba, nadie a
excepción de la doncella del cabello corto. Y al cuarto día
me preocupé todavía más cuando la casera les informó a
mis guardias que desde la noche del fin de año ella no había
vuelto y que todas sus pertenencias seguían ahí. No diré
nada más, no voy a ahondar en mi mente ni un milímetro
más.
—¿Piensa devolverle sus cosas?
¡Por todos los muertos que cargo en la espalda! Tenía
que sacar ese tema a la luz.
—Esa idea fue tuya, no mía, Francis.
—Yo solo propuse buscar en su habitación algo que nos
diera una pista sobre qué le había sucedido. Mandar a traer
todo al palacio fue idea suya.
—Quizás tenía algo de valor. No íbamos a permitir que
esa mujer la robara. ¿O sí?
—Nunca ha revisado si tiene algo de valor o no. Solo
archivó las cosas.
—Porque no me interesa. Más vale que te quedes
callado.
—Nunca diría nada que usted no quisiera que se supiera.
Lo que todavía no me explico es cómo el rey Stefan se
enteró de que estaba allá.
—No lo sé. Anoche me reuní con ella en mi alcoba, pero
no le pregunté cómo fue que la había encontrado.
Se remueve en el asiento sin dejar de mirarme, una señal
clara de que se ha interesado por lo que he dicho.
—¿Algo en concreto que quieras preguntar?
—Me parece que usted ya se lo imagina, majestad.
—Estoy moviendo las fichas. Eso es todo.
—Con todo respeto, usar a la señorita Malhore no me
parece la mejor idea y tampoco me resulta justo.
—¿Y fue justo que ella me mintiera? —Le recuerdo que
aquí no soy el único pecador—. Porque yo considero que no.
¿Y a qué viene la preocupación? ¿Le tomaste aprecio
mientras estuvo en Lacrontte?
La tuve tan cerca por tanto tiempo. Estuvo a mi merced,
pude haber amenazado a Denavritz con hacerle daño a ella
para que me diera el paradero de su padre, pude llevarlo al
abismo en nombre del amor enfermizo que siente y perdí la
oportunidad por no leer bien las señales. ¿Y es que cómo
podría haberlas descubierto? Si hasta el barón Russo me
mintió para encubrirla. Es un traidor y por primera vez me
alegra que esté muerto.
—Ya pasó suficiente tiempo con ella como para conocerla
mejor y, pese a eso, ¿piensa jugar con sus sentimientos?
¿De verdad no va a frenar su retahíla? Está al borde de
cruzar la línea del irrespeto y él lo sabe.
—Necesito oídos dentro del palacio, alguien que esté tan
cerca a Denavritz como sea posible. Y ella es perfecta. Solo
debo ganarme su confianza para que me pase la
información. ¿Hay alguien más idóneo? Lerentia no me está
sirviendo de mucho, ya que lo único que quiere es estar
encima de mí y no me da nada valioso. Si sabes de otra
persona, solo dímelo y la dejaré de lado. Tú mismo lo viste
ayer. El intento de rey mostró un interés genuino por ella. Y
si que yo la conquiste causará problemas, voy a hacerlo.
Abriré grietas en él. Sé que tarde o temprano me dará algo
para que me aleje de la plebeya.
—Me mantengo en mi posición, majestad. Suelo estar de
su lado en los planes, pero este sencillamente es injusto.
Esa pobre mujer ya ha sufrido lo suficiente —insiste y para
este punto ya estoy perdiendo la cabeza—. Va a crearse
ilusiones.
Por más que intento alejarme de ella, la vida me la trae
de recuerdo y el principal mensajero es Francis. La
existencia de esa mujer solo me causa dolores de cabeza y
problemas. No recuerdo la última vez que este viejo abogó
tanto por alguien como por ella. Y no existe una razón justa
para que lo haga. No es su amigo ni su consejero. Lo
admito, la pueblerina es bastante ingenua… demasiado
para mi gusto. Ayer vi en sus ojos cafés esa fiebre por el
control que veo en los míos cada día, como si de verdad
creyera que tiene poder sobre mí. ¿Cómo pudo pensar que
en realidad ansiaba reunirme con ella, tenerla cerca? Y vaya
que me costó la actuación. Estuve varias veces tentado a
mostrarle mi enojo por su resistencia y por la manera en
que discrepaba de cada una de mis palabras. ¿Acaso
imagina que soy su lacayo? Casi exploto en furia por su
osadía. Una mishniana llevándole la contraria a un rey. En
mis años de gobierno, jamás había vivido cosa semejante y
no permitiré que vuelva a suceder.
—Majestad, ¿me escucha? —Francis se inclina hacia mí—.
Ella parece tener un corazón noble y ese tipo de corazones
son muy fáciles de engañar. Sabe tan bien como yo que
terminará enamorándose de usted.
—Eso es una tontería —respondo, mientras abro y cierro
los dedos de la mano izquierda, desesperado por el
interrogatorio—. No es tan fácil de engañar. Si le surgen
sentimientos por mí, no me interesa. Será su decisión. —Él
sigue mirándome. Quiere que me retracte—. Bien, para que
veas lo generoso que soy, acolchonaré su caída. Le haré
saber que nuestro acercamiento podría fastidiar a Stefan,
que podríamos darle en la cabeza como él lo ha hecho con
ella. Se lo presentaré como un plan en el que seremos
cómplices. Le encantará la idea.
Sería demasiado estúpido de su parte caer por mí, pero
Francis tiene razón. Es muy débil de emociones, las cosas la
afectan rápido y apuesto todo lo que poseo a que, a esa
misma velocidad, permite que las personas se le metan
debajo de la piel. Para su mala suerte, eso no es algo que
me preocupe.
—Así le revele algo, será solo el humo de un incendio.
Antes de que ella se dé cuenta, ya todo estará quemado.
—Entonces ruega que sepa diferenciar entre la
honestidad y el engaño, porque no pienso involucrarme con
una mishniana.
Se queda en silencio por algunos segundos. Es obvio que
no dejará el tema allí y que está buscando una nueva
táctica para confrontarme sin que se note, como siempre lo
hace.
Esa mujer no me desagrada, lo digo en serio. Solo es una
plebeya, una mishniana sin una pizca de gracia o esencia
que la haga memorable. Pasar tiempo con ella es extraño.
En ocasiones su conversación es interesante, pero luego es
irritante. Habla demasiado. Parece inteligente, aunque
demasiado maleable si le tocan una fibra sensible, y de esas
tiene muchas.
—¿Puedo dar mi opinión? —dice. Sé que la dará de todos
modos—. Este juego también es peligroso para usted.
—¿En qué sentido?
Ahora soy yo quien se remueve en el asiento. Se ha
ganado mi completa atención.
—¿Recuerda la conclusión a la que llegamos en
Cromanoff? La señorita Malhore no le es indiferente. No digo
que lo atraiga, pero sí apostaría a que le ha tomado aprecio
y eso es peligroso porque al final le dolerá herirla.
No niego que no me es del todo antipática, el problema
es que eso no es suficiente para que me retracte. Tengo un
objetivo fijo y voy a cumplirlo. Seguro la debe estar pasando
mal. Denavritz está muy mal de la cabeza por encerrarla.
No entiendo sus motivaciones y no creo que haya ninguna
válida. ¿La ama? La verdad es que no, porque, de ser así, no
se habría casado con Lerentia. Entonces, ¿qué es? ¿Es Emily
maravillosa entre las sábanas? Lo dudo. Ni siquiera tiene
belleza, al menos no la belleza que busco en una mujer. Es
ordinaria, insípida y carece de finura. No cuenta con ese
encanto capaz de hipnotizar a un hombre, para al menos
aspirar a un título mayor. Se pierde entre el montón, no es
deslumbrante, no destaca. Es un grano de arena en una
enorme playa, una simple hoja en medio de un gran bosque,
igual que… ¡Vida santa! Esta mujer es mi infierno.
—Francis, necesito que, al llegar al palacio, pidas que
cambien la fragancia con la que ambientan mi alcoba.
Ordena que sea verbena.
—¿Verbena?
El desconcierto de su voz es fastidioso. Si le doy algún
gesto, se abrirá camino por mi mente hasta descubrir la
razón del cambio. No quiero que lo sepa, así que me
muestro sereno, tal como me enseñaron a aparentar en
estas situaciones.
—Sí, verbena, y que sea cuanto antes.
Respiro profundo para ordenar mis ideas. Necesito
acostumbrarme al olor de esa mujer y esto ayudará. Lo
tengo bajo control.
—¿Algo más? —pregunta, y niego—. De acuerdo. Y con
respecto a lo que le dije…
—¿Qué me dijiste?
—¿No cree que le dolerá herir a la señorita Emily?
—No. Y si por algún estúpido motivo llegara a pasar,
sabré lidiar con la culpa.
—Estaré preparado para cuando venga a pedirme
consejo.
—Si sigues, te voy a tirar del carruaje.
—Bien, entendido el punto. Entonces, hablando ahora de
los acuerdos de paz, ¿por qué quiere que se lleven a cabo
aquí? Entiendo la parte de que para usted cualquier reino es
más seguro que Mishnock, pero ¿desde cuándo confía tanto
en los Wifantere?
—No confío del todo. Es solo que ellos se lo pensarán dos
veces antes de traicionarme debido a mi relación con el rey
de Wellsinberg.
—Le doy la razón en ese punto, aunque, me sigue
pareciendo arriesgado. Los Wifantere tienen fama de
oportunistas.
—Es justo por lo que lo hago. Conrad Buckminster es su
principal comprador de vino y Conrad Buckminster me
vende el armamento militar. ¿Qué relación le genera más
dinero a Buckminster? ¿Y a quién le conviene que le sigan
comprando licor? Ahí está. Si los Wifantere se convierten en
mis enemigos, serán también los de Buckminster.
—Le doy un voto de confianza —Es insultante que piense
que doy un paso sin antes estar seguro—. ¿Y hasta dónde
va a llegar con los acuerdos? Lo primero que le propondrán
será un cese de armas. ¿Lo aceptará?
—Tendré que hacerlo. Estar cerca de Denavritz me
permitirá investigar con mayor facilidad. Necesito encontrar
a Silas y lo haré sin importar a quién tenga que llevarme por
delante ni a quién tenga que arrastrar por el fango.
Ya tendí la red. Ahora solo debo esperar a que ella caiga.
15
EMILY
Ha pasado una semana desde mi encuentro con Magnus.
Estoy de vuelta en Mishnock y Stefan y yo no nos llevamos
bien.
La mañana siguiente a reunirme con el rey Lacrontte en
su alcoba tuve una discusión fuerte con mi carcelero. Lo
confronté con respecto a mi padre y, después de
presionarlo, admitió todo. Las cartas, el estado de gravedad
de papá y el resto de los civiles heridos eran mentiras. Cada
una de sus palabras fue falsa.
No lo negaré: me eché a llorar. De verdad pensé que
había hablado con mi madre, que la correspondencia era
segura. Le dije que la quería muchas veces y ella a mí.
Aquello fue reconfortante dada mi situación, pero ahora me
entero de que fue Stefan quien escribió las líneas. Es
vergonzoso, irrespetuoso, descarado e inhumano. Jugó una
vez más con mis emociones, con mi vida. Él no imagina
cuánto lo desprecio.
El pueblo ya se ha enterado del inicio de los diálogos de
paz con Lacrontte y no se lo han tomado muy bien, a decir
verdad. Ellos no quieren perdonar lo que hemos vivido a
manos del enemigo y los comprendo. Miles han perdido a
sus seres queridos y es difícil abrir el corazón hacia el
perdón. Quieren que paguen, que sufran como nosotros. El
problema es que ya no hay vuelta atrás. Los diálogos
iniciarán dentro de unos días y yo ya empaqué maletas para
mi temporada en Roswell.
Stefan sigue negándome la posibilidad de ver a mi
familia, aunque, claro, ahora sé que todos se encuentran
bien y es uno de los mayores alivios que he tenido en estos
días. Sin embargo, prometió que traería a alguien de visita
para mí y desde el primer momento supe que se trataría de
Liz. Él cree que con eso va a reparar su imagen. Quiere que
lo vea como a un ser bondadoso que se niega a castigarme
severamente a pesar de mis errores. Cuán desvergonzado
es. Este encierro es el peor de los castigos.
Mi hermana cruza la puerta de mi habitación cuando el
reloj marca las cinco. Trae en el rostro una sonrisa gigante
que me lleva a sonreírle de vuelta. Verla es como un respiro
para mi alma. La he extrañado tanto que empiezo a llorar
cuando me abraza. Liz era mi refugio en las noches de
tormenta, cuando los rayos me asustaban tanto que
chillaba. Ella era y sigue siendo la persona que quiero ser:
fuerte, valiente y decidida.
—Mily. —Su voz refleja dolor mientras me estrecha
fuerte.
Su llanto se une al mío en segundos. Se estremece y su
agarre se hace más sólido. Me sostiene como si intentara no
dejarme caer en un abismo. Me acaricia el cabello y repite
mi nombre una y otra vez. No puede creer que de verdad
estemos juntas.
—Mily, cuánto te he extrañado. ¿Cómo has estado?
—Extrañándolos. Quiero volver a casa, Liz. Quiero que
todo vuelva a ser como antes.
—¿Antes de Stefan? ¿Te arrepientes de conocerlo?
Lamentablemente, esa decisión echaría muchos mundos
hacia atrás, no solo el tuyo.
—Puede que sea egoísta la petición, pero no soy feliz
aquí. Me siento como una mascota a la que le ponen
cadenas en el cuello para que no se escape. A la que
castigan enviándola al rincón, a la que vigilan por
desobediente. Es horrible.
—¿No te tratan bien aquí? —Inclina la cabeza hacia un
lado, preocupada.
Una carcajada estrepitosa se me sale sin poder
controlarla. Es ofensiva esa pregunta y más viniendo de mi
hermana. ¿Acaso bromea?
—Me secuestraron y ahora me catalogan como la amante
del rey. ¿Hace falta que responda tu duda? —Mi tono es más
hostil de lo que pretendía. Jamás le había hablado así y no
me arrepiento.
—No te enojes conmigo. Trato de entenderlo. Stefan ya
no es de mi estima pese a ser el mejor amigo de mi esposo.
Es solo que Daniel me dice que él te ama con todas sus
fuerzas y que haría lo que fuera por ti. Y de verdad entiendo
que retenerte aquí no es una muestra de cariño aceptable,
pero…
—No hay peros, Liz —la corto. No hay defensa para
Stefan—. Prefiero que no termines esa frase. Propongo una
alternativa, que sé que es una fantasía, y te vienes en mi
contra. No me imagino qué me dirías si de verdad pudiera
echar el tiempo atrás. Si te preocupa tu relación con Daniel,
estoy segura de que tu camino siempre estará unido al de
él. Así que no puedes pretender que me sienta culpable por
querer cambiar el mío.
—Estoy embarazada —suelta sin rodeos y parece que
con esa noticia intenta sepultar mis palabras—. Me enteré
hace poco. Seré madre, Emily.
Mi expresión de sorpresa es genuina, pero eso no borra
la intención con la que soltó la noticia. Abro la boca,
estupefacta. Seré tía, habrá un pequeño que me verá como
su tía. Es decir, yo nunca tuve una. Mamá y papá son hijos
únicos. Y ahora seré tía de alguien. Estoy feliz, muy feliz por
ella, pero un poco desconcertada. Bueno, estaba claro que
en algún momento pasaría, solo que no me imaginé que
fuera tan pronto.
—Liz, yo… —titubeo, perpleja—. Lo cierto es que no sé
qué decir. No esperaba ese escopetazo. Y no me
malinterpretes, estoy muy feliz por ti. Claro, si eso es lo que
tú quieres.
—Por supuesto que lo quiero. Jamás había sido tan
dichosa, Mily. —Se le ilumina el rostro. Parece estar bajo la
luz de una gran lámpara que les da a sus ojos cafés el brillo
más bonito del mundo—. Mi vida es como saltar entre
algodones. Y me duele que la tuya no sea igual, pero en
medio de todo deseo que te alegres por mí.
—Siempre. Siempre me alegraré por ti. Yo te amo, Liz,
con todo el corazón.
No miento al decirlo. Mi familia siempre será lo más
importante para mí así vivamos lejos, así nos veamos poco
y así tengamos un apellido diferente. Mi amor siempre será
para ellos. Liz sonríe, se inclina hacia mí y me toma la
mano. La cubre con sus palmas y me transporta enseguida
a la época en la que todo estaba bien, en la que éramos
nosotros cinco y punto.
—Yo quiero que salgas de aquí. No creas que no le insisto
a Daniel para que, a su vez, él convenza a Stefan de dejarte
ir. Deseo que tengas una vida tan plácida como la mía
ahora.
Un comentario de Daniel no hará ninguna diferencia. No
importa si son mejores amigos, no importa cuánto se
quieran ni desde cuándo se conozcan. Stefan no va a
soltarme. Y es algo que prefiero no decirle a mi hermana
para no discutir con ella. Lo último que necesito es
enemistarme con Liz.
—¿Cómo están Mia y mis padres? —Cambio de tema por
el bien de mis emociones—. ¿Atelmoff les contó que iba a
huir o estuvieron en zozobra por un tiempo?
—Estábamos al tanto. Me costó no contarle el secreto a
Daniel. Estaba segura de que se lo diría a tú sabes quién si
se enteraba, así que me callé. Stefan te buscó hasta por
debajo de las piedras, Mily. —Mi mirada tuvo que haberle
gritado que no hablara sobre él, porque traga en seco y se
va por otro rumbo—. ¿A dónde fuiste? Eso no nos lo dijeron.
Ay, no. Este es terreno delicado. Ella aborrece al rey
Magnus como ningún otro mishniano.
—A Lacrontte —confieso, atenta a su reacción. Solo
levanta las cejas con sorpresa, de modo que prosigo—. Soy
residente de Lacrontte. Ahora no tengo el permiso porque
se quedó en mi habitación de Mirellfolw, pero, Liz, estaba
construyendo una vida allá. Tenía el favor del rey, iba cada
noche al palacio a leer y viajé a Cromanoff. ¿Puedes creerlo?
Estuve en el cumpleaños del rey Gregorie. Fui una lacrontter
más hasta que el Mercader truncó mi avance. Él fue quien
me entregó a Stefan.
—¿A qué te refieres con que fuiste una lacrontter más?
Su actitud cambia radicalmente. Se reacomoda en la
silla, como si de repente hubiera pequeñas espinas en el
cojín.
—Te acabo de decir que fue el Mercader quien me
entregó, mencioné que había comenzado a formar una vida
allá y que aprendí a ser feliz… ¿y solo te importa ese
comentario?
¿Por qué no puede alegrarse?
—Y es un malnacido por eso, Mily. Pero ¿decir que fuiste
una lacrontter? ¿No juzgas que eso es traición a Mishnock?
Fingiré que no dijo eso.
—¿Te refieres al mismo Mishnock que se burla de mí y
me llama la amante del rey? ¿Ese Mishnock gobernado por
un rey que me ha quitado mi vida entera? Nunca dije que
los lacrontters fueran mejores personas, pero sí me
permiten dar pasos cuando aquí lo único que hacen es
borrarme el camino, Liz. —Subo el tono sin llegar a gritar.
No me gusta la dirección en la que va y no me lo voy a
callar. He pasado por mucho como para disculparme por
decir que me sentí bien en otra nación—. Tú eres feliz acá y
adoro que lo seas. Yo, en cambio, solo volví a sonreír en
Lacrontte, y creo que lo que debería importarte es que
encuentre la dicha y no de qué reino provenga.
—De acuerdo. Tienes razón. —Respira profundo. Intenta
no discutir conmigo y lo aprecio—. Cuéntame, entonces,
¿qué pasó mientras estuviste allá?
—Nada malo. —Me siento tonta por esmerarme con las
explicaciones—. Pasé tiempo con el rey Lacrontte. Lo conocí
un poco. Es amargado e insufrible, pero también tiene
algunas cosas buenas.
Lo próximo que veo es que se levanta de la silla,
indignada por lo que he dicho. Abre los brazos y luego junta
las manos en una palmada sonora.
—¿Algunas cosas buenas? —repite—. ¿Se te olvida que le
disparó a Daniel en su cumpleaños?
—Ya lo sé. Y no digo que sea digno de devoción, pero el
asunto es que me ayudó, Liz. —Me mantengo. Si subo al
nivel de enojo al que ella ha llegado, terminaré explotando y
no quiero—. Me tendió la mano en Lacrontte. Estaba perdida
y me tuvo paciencia. Bueno, si tomamos en cuenta su
concepto de paciencia. Me llevó a conocer la nieve, tocó el
piano para mí, pasó conmigo el final de año e incluso me
ayudó a ponerme un corsé.
—¿Que te ayudó a qué, Emily? —Menea la cabeza,
incrédula—. ¿Eres consciente de lo que dices?
—Lo soy. Y no es lo que piensas. Sé que esto no debería
ser objeto de mérito, pero fue muy respetuoso. Él es
respetuoso… la mayoría del tiempo. Y en ocasiones, muy
pocas, a decir verdad, es divertido.
—Es que no puedes estar hablando de la misma persona.
¡Es el enemigo!
—Uno que me brindó su favor. Sobreviví allá gracias a él.
Mi hermana se pone la cabeza entre las manos ante la
nueva información. Sé que Liz es una chica inteligente y
sabrá entender todo lo que le digo. La veo doblegarse para
luego levantar los ojos hacia mí en un estado más calmado
e inclinado a la comprensión.
—¿Cómo es? —pregunta, tratando de creer en mis
palabras.
—Ni siquiera sé por dónde empezar. —Se me vienen a la
mente su imagen y su comportamiento de los días en que
estuvimos juntos en su reino. Sus palabras, sus burlas, sus
detalles, su escucha, sus secretos. Todo—. Es irritante y
sarcástico. En ocasiones es dulce o caballeroso, pero nunca
las dos. Es tan severo como un comandante y muy, muy
arrogante. Además, vive convencido de que es el ser más
apuesto sobre Karbelob. Y no digo que no lo sea, porque sí
es guapo, pero es demasiado presumido. Cuando sonríe se
le hacen hoyuelos. ¿Alguna vez lo has visto? Incluso si solo
habla, también aparecen. Aunque no sonríe demasiado. Y es
inteligente, es decir, siempre tiene algo interesante que
contar. Aprendí varias cosas estando con él. ¿Has escuchado
hablar de la ira justa, Liz?
Mi hermana se queda en silencio. Es como si le hubieran
robado la voz y lo que le quedara para comunicarse fuera
una mirada llena de intriga y confusión.
—¿Te atrae el rey Magnus, Emily?
Me quedo congelada. ¿Qué? ¿De dónde saca tal
disparate?
—Por supuesto que no —me defiendo—. Mencioné
algunas cosas al azar y nada más. Él no me llama la
atención de esa manera.
—¿Estás segura? ¿No me ocultas ningún detalle
preocupante?
—¿Preocupante? No me trates como si fuera una niña. Ya
he tenido novio y sé lo que se siente que alguien te guste.
Este no es el caso.
—Pues me alegra que sea así. Ese hombre no es de fiar.
Siento que puede envolverte fácil si te descuidas, Mily.
El amargado no me provoca nada. Recuerdo lo
embelesada que me sentía por Stefan. No he
experimentado nada igual junto a él. Estoy segura de que
no me atrae de ninguna forma amorosa ni tampo…
—¿Te puedo consultar sobre algo? —le pido y ella asiente
sin pensarlo. Me aclaro la garganta porque esto no es fácil
de decir—. ¿Alguna vez has sentido una sensación rara
cuando estás cerca de una persona? No algo romántico,
porque no tiene que ver con sentimientos, sino más bien…
sensaciones.
—¿Qué tipo de sensaciones?
—Como si estuvieras de repente en un día caluroso y tu
cuerpo se sintiera inquieto, agitado. Sientes que la piel se te
enciende y que el estómago te chispea. Es raro, nuevo,
invasivo. Muy invasivo porque no hay control.
—¿Excitada?
—No, eso no —refuto de un brinco—. Es más como si te
cosquilleara el cuerpo en lugares donde no tendría que
hacerlo.
—Excitación. Es lo que sientes. Un momento, ¿quién te
hace sentir así, Emily Ann Malhore Lanreb? ¿El rey Magnus
te…?
—¡No! —la interrumpo antes de que lo diga. Me levanto
de la silla a la defensiva—. Era solo una consulta sin
importancia.
—Ay, Mily. —Su rostro lleno de preocupación me molesta.
Me observa como si supiera que voy en un barco que va a
hundirse y no pudiera hacer nada para evitarlo. Solo le resta
sentir pena por mi alma—. ¿Pasó algo entre ustedes?
—No. Y eso es raro, ¿verdad? ¿Por qué me siento así si
apenas nos rozamos?
—Entonces sí se trata del rey Magnus.
—Te aseguro que no me gusta. Lo digo en serio.
—Bien, bien. Puede que en tu corazón no haya nada
hacia él, pero tu cuerpo sí reacciona cuando está cerca.
—¿Y qué significa eso?
—Que es mejor que te mantengas lejos de él. Promételo.
No quiero que pase nada que no deba pasar. Él es el malo,
¿recuerdas? Pudo ser bueno contigo, pero es cruel con el
resto. No olvides lo que nos han enseñado: los lacrontters
son buitres, son despiadados. Debemos defender nuestra
nación de los desalmados —repite lo que nos hacen
aprender de niños en tutorías desde hace décadas, antes
incluso de que Magnus VI fuera el rey.
«Su rey es vil, es un tirano. Quien lleve su corona
siempre será inhumano». Esa es la parte final.
—¿De verdad, Liz? ¿Tratas de disuadirme con un cántico
de niños?
Si supiera que nos besamos… No, aún peor, si supiera
que dentro de unos días me iré a Cristeners por una semana
y que él estará allí también.
—Soy tu hermana mayor. Quiero protegerte.
—Ya no quiero hablar del tema y espero que lo entiendas.
Mejor háblame de casa. ¿Qué tal va la perfumería?
Baja la mirada, como si hubiera tocado un tema sensible
que ella no recordaba.
—Enviaron a Mia a casa de la abuela Clarise porque no
quería salir a la calle. Se alejó de sus amigas y se niega a ir
a tutorías cuando empiecen las clases. Ella también siente
la presión de lo que vives aquí.
—¿Le dicen algo en la calle? ¿Se burlaron de alguna
manera sus amigas? —deduzco y, para mi dolor, Liz asiente.
No, eso no. Mia no merece pagar por mis errores.
Porque… sí, Stefan fue mi error. Soy la peor de las
hermanas. Una estúpida completa.
—Creemos que sí. Ninguna iba a verla, ni siquiera Bessy.
Eso me dijo mamá.
Su mejor amiga. Aquella con la que una vez planeó que
yo enamorara al rey Magnus para que dejara de atacarnos.
—No te sientas mal, Mily. Esto no es tu culpa.
—Entonces, ¿de quién? —le reclamo y la pelea ni siquiera
es con ella—. ¿Y mamá y papá? ¿Ellos han pasado por algo
similar?
Su mirada vuelve a decaer y esta vez la mantiene en los
pies por más tiempo. Esto es mucho peor. Sé que lo que dirá
es todavía más terrible.
—No deberíamos hablar de e…
—Dilo —le ordeno tan exigente como lo es el rey Magnus
conmigo.
—En su momento la sociedad los acribilló, pero son
fuertes. Seguro ya se repusieron y hacen caso omiso de los
comentarios.
Se me cae el corazón. Haría cualquier cosa para que ellos
no pasaran por esto, para que no sufrieran o sintieran
preocupación.
—La perfumería se ha ido a la ruina —prosigue—. Pese a
ello, la abren fervientemente todos los días. Es su sueño y
no lo piensan dejar a un lado.
Las lágrimas me recorren las mejillas. Es inmenso el
dolor que siento. Todo se ha ido a la basura por culpa de
Stefan. Éramos tan felices antes de que él apareciera en mi
vida. No solo se ha robado mi libertad, sino que también
está acabando con mi familia.
—Emily. —Liz me acerca las manos al rostro y me limpia
el llanto—. Lo que menos quieren ellos es verte infeliz. Si
nuestros padres se muestran fuertes, tú también lo harás,
¿cierto?
Asiento sin estar convencida. Imaginar cómo luchan para
que las cosas no se vayan por la borda es asfixiante y me
frustra ver que estoy atrapada entre estas cuatro paredes,
que no puedo ayudarlos, que soy incapaz de reparar el daño
que causé. Tengo que hacer algo. Pronto.
Los minutos pasan y llega la hora de marcharse. Nos
envolvemos en una despedida lenta que se vuelve dolorosa
con cada paso que damos hacia la puerta. No quiero que se
marche, aunque es inevitable.
—Emily, recuerda lo que hablamos. Sé fuerte por papá y
mamá.
—Diles que los amo.
—No hace falta. —Me sonríe con un gesto tierno que no
le veía desde que éramos niñas—. Ellos lo saben. Y antes de
que se me olvide: Nahomi envió un mensaje para ti. Me
pidió que te dijera que te cuides de las enredaderas.
¿Qué significa eso? ¿Literal enredaderas o es uno de sus
simbolismos?
—¿Mencionó algo más?
—No, eso fue todo. Yo tampoco entendí y le pedí que
explicara más, pero no quiso hacerlo.
Estira la mano hacia el pomo y, antes de tocarlo, se gira
hacia mí y me señala con contundencia.
—Y ahora va mi mensaje. Mantente alejada del rey
Magnus. ¿De acuerdo?
Asiento para no caer en un limbo. No cederá hasta que lo
diga, así que miento. Me espera una semana a su lado y en
el fondo sé que lo tendré más cerca de lo que se
consideraría apropiado.
16
EMILY
Una semana.
Siete días en los que se definirá el futuro de dos reinos.
Me encuentro nuevamente en el palacio de Roswell en
Cristeners. Esta vez le han permitido a Atelmoff unirse a la
travesía, y es que por más enojado que esté Stefan con él
por haberme ayudado a huir, necesita a su consejero para
todo lo que se aproxima. Por mi parte, me he traído a
Christine. Solo podía escoger a una y la más joven de mis
doncellas se mostró emocionada por hacer su primer viaje
fuera de Mishnock.
Ahora estoy de pie en la sala blanca de la casa real,
ubicada justo detrás de los reyes Wifantere y los Denavritz.
Oculta en el fondo, como si la luz del sol no pudiera
tocarme. No puedo ver qué pasa por encima de sus
cabezas, así que me muevo entre los huecos que dejan sus
cuerpos para apreciar lo que ocurre adelante. Escucho que
el rey Lacrontte y su comitiva están llegando. Ya los
carruajes se detuvieron y los guardias reales se han puesto
en posición, pero no logro observar nada más.
—Majestad, bienvenido. —La voz del rey Everett es la
primera que oigo.
—¿Dónde está la plebeya? —Es la respuesta que obtiene
de una voz grave y con una autoridad inconfundible.
Las personas delante de mí se abren, como una cortina,
exponiéndome. Me encuentro de frente con los ojos verdes
del rey Magnus, que parecen sonreír a pesar de que sus
labios no muestran ningún indicio de querer curvarse.
—¡Emilia! —Abre los brazos, complacido por haberme
encontrado.
¿Emilia? ¿De dónde sacó eso?
Luce igual que una pantera. Lleva un traje de chaleco
negro sin chaqueta. Tiene las mangas de la camisa
recogidas hasta los codos. Los músculos de los brazos se le
marcan cuando se mueve, haciéndolo ver mucho más
atractivo que cualquier otra persona aquí. Él sabe que lo es
y se aprovecha de ello.
—Ni siquiera se sabe tu nombre —comenta Lerentia a mi
izquierda.
—Soy Emily, majestad —lo corrijo en voz baja.
—Lo sé. Emilia. Es un placer volver a verte. Ah… y a
ustedes también —afirma con fingida alegría, dirigiéndose a
los demás.
A su espalda se encuentra Francis con un traje azulado y,
a su izquierda, solo unos centímetros atrás, hay un hombre
de cabello y barba blanca que luce mucho mayor que el
consejero real. Quizás ronda los setenta o incluso un poco
más. Tiene una mirada de padre severo que me turba
bastante. Nos observa a todos como si entre nosotros
hubiera un criminal listo para apuñalarlo, como si estuviera
molesto de estar aquí y como si todos fuéramos inferiores a
él.
—Les presento a Ingellus Brayden, el jefe del consejo de
guerra —añade el monarca enemigo.
El sujeto se presenta ante todos después de hacer una
reverencia bastante floja que quiero atribuir a su edad.
Sostiene entre las manos arrugadas un maletín negro que
agarra con fuerza del asa. Da la impresión de que guarda
ahí el máximo secreto de Lacrontte y teme que alguien se lo
arrebate y lo descubra. Se presenta como un hombre
estricto, ordenado y exigente, cualidades que, según sus
palabras, lo han mantenido durante años en el consejo.
—¡Majestad!
El príncipe Lorian lo saluda, bastante animado, como si
estuviera viendo a su mejor amigo. Al fin veo alguna
expresión en su rostro. Creo que es la primera vez que lo
veo sonreír con autenticidad. No hay nada falso en su gesto.
Todo un milagro.
—Wifantere —responde Magnus con su típica expresión
de desinterés—. ¿Has cumplido con el plan que prometiste
elaborar?
—Por supuesto. —Asiente despacio—. He pensado en
cada detalle.
—Deberían ir a descansar. La reunión está programada
para la tarde y sé que vienen de un viaje largo —propone el
rey Everett—. Señorita Malhore, usted también puede
retirarse a su alcoba. Como imaginará, usted no está
invitada a los diálogos.
Su comentario tiene un dejo despectivo que me choca.
Sin embargo, entiendo el punto y por ello no discrepo. Los
diálogos de paz son un asunto de monarcas y no pretendo ir
más allá de donde se me permite llegar. Ya lo he arruinado
bastante como para abrir la boca de nuevo.
Me giro a ver a Magnus, quien ya me observa y, como si
no hubiera nadie más aquí, me guiña un ojo ante la vista de
todos. ¿Qué le pasa? La emoción esta vez ni siquiera logra
implantarse, pues la intervención apresurada de Stefan
apaga todo.
—Puedes retirarte, Emily. Bajarás a la hora de la comida,
no antes.
Lo ha visto, es obvio, y no puedo negar que me causa
satisfacción fastidiarle el día tal como él lo hace con los
míos. Esto va a ser divertido.
Cuando se disponen a ir a sus habitaciones, Magnus pasa
al lado de Atelmoff y se detiene frente a él. Por un momento
pienso que va a hablar, pero no, hace lo inesperado. Le
ofrece una reverencia al consejero de su gran enemigo. Me
quedo pasmada y no soy la única, pues los Wifantere me
acompañan en la conmoción. ¿Qué está pasando? Estoy
impávida. Me limito a observar para concluir algo, pero lo
cierto es que no llego a nada. No hay ninguna explicación
coherente. El rey luego continúa su marcha como si nada
hubiera sucedido, deja a Atelmoff de pie sin mediar palabra
y yo me quedo hecha un mar de dudas que sé que ni el
mismo Atelmoff resolverá. ¿Qué secretos hay entre ellos
como para que el rey Lacrontte le muestre tanto respeto?
****
—Señorita, ¿le puedo preguntar algo? —Christine habla
detrás de mí.
Me vuelvo hacia ella. Está sentada en la punta de la
cama, como si temiera desarreglarla si toma otro lugar.
Llevo un buen rato mirando por la ventana. No sé cuánto
tardará la reunión, pero quiero que acabe pronto porque…
Lo diré: quiero verlo. Eso es malo, ya lo sé. No debería
desear esto, lo he intentado. He buscado distraerme con
todo lo que hay en la alcoba durante las últimas dos horas y
ya no lo soporto más. Necesito preguntarle por la nota que
me escribió ese día.
—Es quizás una indiscreción —añade, aprovechándose
de mi silencio—. ¿Su primer beso fue con el rey Stefan? Es
que yo nunca he tenido un novio y debe ser bonito,
¿verdad? Digo, enamorarse y dar un beso.
Entrecierro los ojos, divertida. No esperaba esa pregunta.
Es más, ¿por qué le salta esa duda justo ahora?
—No te apresures, Christine. Ya llegará tu momento. No
hay que volar sin antes correr —repito las palabras que un
día el rey de Lacrontte me dijo—. Y sí, le di a Stefan mi
primer beso y a… —Me quedo en silencio por el rumbo que
estaba tomando mi mente.
¿Quién lo diría? He besado a dos reyes. Jamás lo había
visto de esa manera.
—¿A quién? —Trata de hilar lo que he dejado suelto y
entro en pánico. No lo puede descubrir.
¿Qué invento? Piensa rápido, Emily. Pon a funcionar esa
cabeza tonta.
—Señorita Malhore. —El llamado de uno de mis guardias
del otro lado de la puerta me salva. Nunca habían sido tan
oportunos—. Alguien quiere verla.
Voy hasta la entrada sin mirar a Christine. Siento que, de
hacerlo, leerá en mis ojos el nombre de Magnus. En el
pasillo se encuentra un guardia real cristense con su
uniforme celeste y gris y zapatos lustrados.
—Buenas tardes, señorita Malhore —inicia el hombre—.
Su alteza, el príncipe Lorian, la ha invitado a conocer el
mariposario del palacio. Estoy aquí para guiarla.
Casi me caigo hacia atrás. ¿Lorian? ¿El Lorian que
conozco? ¿El que quería verme muerta en la cena pasada?
—¿Lorian Wifantere? —pregunto lo obvio. Es que es
increíble—. ¿El heredero?
El guardia asiente. Me mira como si fuera corta de
entendimiento, y es que debo parecerlo. Me vuelvo hacia
Christine para invitarla, porque me encanta la idea de visitar
un mariposario, pero no quiero ir sola. Estoy segura de que
ese hombre podría golpearme si me descuido. Al menos
necesito un testigo por si algo pasa. Tal vez exagero, pero
soy consciente de que no le agrado mucho y esta invitación
me resulta sospechosa.
Salgo con el guardia y mi doncella hasta el lugar. Está
ubicado en una torre del ala sur del palacio, en los últimos
pisos. Es una zona de cuatro niveles llena de escaleras,
barandales, plantas, ramas, ventanas y mallas como
paredes, y con una cúpula de cristal arqueada. Hay mucha
luz de la tarde que le da al lugar un tono amarillo igual al de
un topacio imperial. Las mariposas revolotean de un lado a
otro y hay tantas especies que no logro identificarlas. Veo
algunas azules, anaranjadas, negras e incluso con escalas
de colores. Todo es hermoso aquí.
Me encuentro ahora en lo más alto del mariposario con
Christine, ya que el guardia se ha quedado abajo en la
entrada, y no sé cuánto tiempo ha pasado, cuánto me he
distraído, pero me quedo paralizada al escuchar una voz
que viene de las escaleras.
—Emilia.
El tono es suave, igual que una caricia inesperada y, por
ende, me asusta. Me llevo la mano al pecho mientras me
giro. Al pie del primer escalón se encuentra el rey Lacrontte
con una sonrisa medio infame, como si hubiera cumplido su
objetivo de acorralarme. ¿Qué hace aquí? Esperaba a
Lorian, no a él.
—Ya veo que te he tomado por sorpresa.
—¿Cómo supiste que estaba aquí? —Encuentro la voz
para formular la pregunta.
—¿Tú cómo crees? Fui yo quien le dijo a Lorian que te
invitara.
—¿Ya la reunión acabó?
—No, pero me aburría, así que me escapé. En realidad
iba al baño. No sé cómo terminé aquí.
Así que es verdad que me ha acorralado. Fue su plan
desde el principio.
—¿Y qué le pasa a esta mujer? —Mira más allá de donde
estoy con una ceja levantada.
Me vuelvo hacia mi doncella y el buen humor se me
borra. Parece estar en trance. Tiene los nudillos blancos por
la fuerza con la que agarra el barandal. Está aterrada. Sus
ojos están clavados en Magnus, como si acabara de
presenciar un asesinato. Y, entonces, lo entiendo. Para ella
es el rey de Lacrontte, el asesino que acaba con su pueblo.
Y lo tiene a centímetros. Imagino lo que debe estar
pensando ahora mismo.
—Te tiene miedo —le informo.
—¿En serio? —Busca algo en los bolsillos de su pantalón
sin quitarle la mirada a Christine—. Pues qué casualidad que
he traído conmigo una daga.
—No es gracioso. —Me pongo en medio para cortar el
contacto visual entre ambos—. Aléjate para que pueda irse.
No se va a mover si estás ahí.
Resopla, pero obedece. Camina hacia su derecha. Queda
tan lejos de nosotras que podríamos escapar si así lo
quisiéramos. Me acerco a Christine y la tomo de los brazos.
Es una escultura humana y la entiendo. Una vez yo también
me sentí así. La insto a caminar y le pido que se vaya a la
habitación. Ella me reprocha. No quiere irse sin mí, por lo
que me toma tiempo convencerla de que estaré bien. Al
final lo logro.
—¿Tú también me temes? —inquiere Magnus cuando nos
quedamos solos.
—Lo hice por un tiempo. Ahora no tanto.
—Eso quiere decir que todavía queda algo. Espero que
antes de salir de aquí ya lo haya borrado por completo. Por
cierto, supuse que este lugar te gustaría. ¿Acerté?
—Estoy fascinada. Es fantástico...
—Lo soy, tienes razón. —Me sonríe desde el otro lado,
apoyado en el barandal.
—Hablo del sitio, señor presumido.
—Dos cosas. —Me apunta con el índice a la distancia—.
No me digas «señor» y claro que soy presumido. Soy el rey:
tengo muchas cosas de las que alardear.
—La modestia no es una de ellas.
—No cuando se tiene esta cara. Soy lo que soy, no lo
niegues.
Me cuesta sostenerle la mirada porque las mejillas
acaloradas me piden un desvío para volver a su color
habitual.
—No está nada mal, su real majestad. —Regreso a los
formalismos solo para molestarlo. Me niego a decir lo que
quiere escuchar—. Aunque el ser tan presumido puede
restarle puntos.
Echa la cabeza hacia atrás y su carcajada resuena en las
paredes, fuerte, varonil. Tiene una risa preciosa. Es decir, no
es algo común en él y hoy parece tan relajado y cómodo
que me parece que he subido un escalón.
—Si comienzas a darme un quinel por cada vez que me
dices eso, al final de esta semana seré más rico de lo que
soy ahora. —Se une al juego.
—Presumido.
—Ya me debes uno.
—No tengo quinels.
—No es la única forma de pagarme —enfatiza—. Te lo
dejaré pasar esta vez, señorita Malhore. Respecto a los
halagos que me hiciste, sí debes esforzarte un poco más.
—¿Lo exige el hombre que se niega a hacerlos?
—No, lo exige el hombre que se escapó de una reunión
para verte.
—Pensé que era porque la reunión estaba aburrida.
—Estaba convencido de que podrías distraerme. ¿Vienes
o voy?
—Ven.
¡Vida mía! No puedo creer que esté coqueteando con el
rey enemigo. Porque eso hacemos, ¿no? Esto es irreal. Me
han adoctrinado para odiarlo, no para coquetearle. Además,
no me gusta, solo estoy intentando llevarme bien con él.
—¿Cómo sé que no huirás cuando me acerque? —Su
pregunta me saca de mis desvaríos.
—Tendremos que averiguarlo.
—Nunca he visto a un rey perseguir a una plebeya.
—Tienes suerte. Las mariposas no se lo contarán a nadie.
Viene hacia mí, despacio, como si el suelo estuviera
hecho de vidrio desgastado.
—Veo que no hay rastro de un corsé en tu atuendo. Es
una pena.
—¿Te habías hecho ilusiones de que lo usaría porque me
lo pediste?
—Soy un pecador. Admito que he fantaseado un poco con
la idea, Emilia.
Ya ha acortado bastante la distancia entre nosotros.
—¿Por qué ahora me llamas así?
—Porque considero que te queda bien. Es mi apodo para
ti y eso que no me agradan. Deberías sentirte afortunada.
—Prefiero que me digas Emily.
—Y yo prefiero Emilia, Emilia. —Llega a mi lado y se
acerca demasiado—. ¿Me has echado de menos?
—Solo han pasado dos semanas desde la última vez que
nos vimos.
—Eso no responde a mi pregunta. ¿Querías volver a
verme?
—He fantaseado un poco con la idea —le devuelvo la
respuesta.
La comisura de sus labios se levanta. Inclina la cabeza
hacia la izquierda, el cabello se le mueve y me observa en
silencio. Me hace sentir como una piedra preciosa digna de
estudio.
—¿Tienes el anillo que te di? —pregunta después de un
rato.
—Está en mi alcoba.
—¿Eso fue una invitación? —Levanta una ceja y, vida
mía, detesto lo bien que se ve.
No lo llevaría a mi habitación ni por equivocación. Ese es
el único lugar en el que estoy protegida de él. Sería como
llevar al lobo a la madriguera.
Cualquier intervención queda mutilada en el momento en
que escuchamos un sonido parecido a un silbido fuerte a lo
lejos. ¿Estamos bajo ataque? Me pongo en guardia y miro
hacia los lados; sin embargo, él se fija en algo que se
encuentra afuera.
—Es solo un tren, no te asustes.
—¿Un qué?
—¿No sabes qué es un tren, Emilia? —cuestiona,
sorprendido, y niego con la cabeza sutilmente—. ¿Nunca
has viajado en uno?
—¿Qué es? —Busco lo mismo que él ha visto, pero solo
veo un humo gris que sale de una máquina lejana—. Parece
un tranvía funicular más largo. Muchísimo más largo.
—También sirve para transportarse y trabaja con
calderas de agua que se calientan con carbón. Si viajaras en
uno, ¿a qué lugar irías?
—A uno donde haya muchas flores. Un momento, ¿qué
nombre reciben los pequeños cubículos?
—Vagones. En cada uno viajan de seis a ocho personas.
Ahí el conocimiento me golpea o, mejor dicho, los
recuerdos. Vagones. He escuchado esa palabra, la he usado.
—¿Es una locomotora? —pregunto, emocionada, y él
asiente—. Cada vez que tenía la oportunidad, el señor Field
mencionaba que había viajado en el mejor vagón de una
locomotora, una máquina más veloz que un caballo. Nadie
le creyó nunca porque no tenía fotos.
—¿Quién es el señor Field?
Hay tantas cosas que no sabe de mí y solo ahora parece
interesado.
—Era mi tutor. A su cargo hice un estudio sobre Lacrontte
y fui la mejor de mi clase. Me gradué con honores.
—Ah, ¿sí? ¿Y en ese estudio mencionaste cuán apuesto
es su rey?
—No, lo pasé por alto.
—Entonces no merecías esos honores.
Su chispa es contagiosa y, sin poder controlarlo, me río,
fascinada. Estoy perdida en su presencia, casi obnubilada
con sus ojos. Me agrada este nuevo Magnus, pero no sé qué
tan real sea.
—Hay una pregunta que quiero hacerte. —Saco a relucir
la duda que me ha martirizado estas dos semanas—. Tiene
que ver con la nota que me diste sobre mis pecas. ¿De
verdad las contaste?
Le brillan los ojos como si algo se hubiera encendido en
él. Y entonces da un paso hacia mí, dos, tres, cuatro y,
antes de que pueda notarlo, ya está a solo centímetros.
Puedo sentir su fragancia, su calor y su cuerpo, que me
lleva hasta el barandal. Me choco con el metal mientras él
se me aproxima al rostro. Está tan cerca que podría contarle
las pestañas. Son un abanico que sube y baja cada vez que
parpadea. Pone las manos en la barra y me encierra. No
tengo escapatoria. Se me disparan los latidos y se me sube
la temperatura. Estoy nerviosa y emocionada. Todo al
mismo tiempo.
—Veinticinco del lado izquierdo —sisea—. Veamos
cuántas quedan en el derecho.
Su aliento me roza la piel y nuestras respiraciones
parecen mezclarse. Sus ojos verdes se concentran en mi
nariz y sube la mano hasta mi rostro, pero no me toca. Me
odio a mí misma por desear el contacto. Mueve el índice
mientras cuenta en silencio. Las mariposas vuelan a nuestro
alrededor y el tiempo parece detenerse. Es una pintura
digna de enmarcar.
—Treinta y tres, Emilia. Treinta y tres del lado derecho
para un total de cincuenta y ocho.
—¿De verdad llevarás la cuenta?
—Soy un hombre de palabra.
Siento que su mirada me quema, me expone. Podría
leerme si se lo propusiera.
—Voy a confesarte una cosa —añade con el mismo tono
cautivador que ha mantenido desde que llegó.
Me toma del cuello tal como lo hizo la noche en que me
besó. Y entonces, de nuevo, aparece ese hormigueo en
espiral, aunque mucho, mucho más abajo de mi estómago.
Es inquietante. Es raro sentir estas cosas y es más raro
todavía que sea él quien las provoque. La punta de su nariz
me roza la mejilla, sigue hasta la oreja y se detiene en mis
rizos.
—No he podido sacarme de la cabeza el olor de tu
cabello.
Un escalofrío me recorre la espalda cuando lo escucho
susurrarme al oído. Me levanta el mentón y, justo cuando
sus labios están apenas a centímetros de los míos,
escuchamos a alguien aclararse la garganta a un lado de
nosotros.
—Majestad.
Magnus me suelta y se separa bruscamente, esta vez no
como si estuviera espantado por lo que buscaba hacer, sino
enojado por la interrupción. Tiene el ceño contraído cuando
se voltea en dirección a las escaleras, de donde provino la
voz masculina de Lorian.
—Magnus —habla de nuevo con la seguridad propia de
un monarca.
Los ojos azules de Su Alteza saltan entre mi
acompañante y yo con una calma aterradora. No se muestra
sorprendido ni enojado por encontrarnos aquí. Él sabía
dónde estábamos, pero lo que no puedo deducir es su
opinión sobre hallarnos como nos halló. Se ve tranquilo,
respira normal y no veo ninguna expresión de rabia o
asombro. Es un cómplice inerte que solo sirve sin
cuestionar. Parece más un guardia que un heredero. Quien
no está nada sereno es Magnus.
—«Rey Magnus» para ti. —Su tono es duro, implacable,
como si aborreciera la presencia del príncipe—. Qué
oportuno, Wifantere. ¿Qué necesitas?
—Bien. Rey Magnus. No era mi intención interrumpir,
aunque ya veo que fue para esto que me preguntó en
dónde quedaba el mariposario.
—¿Algún problema con ello?
—No, no, no. Ninguno. Solo me pregunto si mi hermana
sabe que están aquí.
No puede ser. ¿De verdad le está reclamando en nombre
de su hermana? Eso es descarado.
—¿Por qué tendría que estar al tanto la señora
Denavritz?
—Creí que era obvio.
Me siento en medio de un volcán a punto de hacer
erupción.
—No, ilumíneme, Wifantere. No estamos viendo lo
mismo.
—Ya tendremos tiempo para entrar en detalles. —Se
refugia en el sosiego cuando nota que la marea ha
empezado a subir—. Venía a informarle que todos en la
reunión se están preguntando si sufrió un desmayo.
¿Así que sí fue cierto que se escapó? Supuse que era un
invento para impresionarme.
—Qué amable de tu parte. —El sarcasmo podría salpicar
perfectamente el traje de Lorian y la manera en que la
mandíbula se le marca da cuenta de lo mucho que se está
conteniendo.
—Doy por sentado que se lo he demostrado, majestad. —
Le habla de la misma forma y me siento en medio de un
pleito que no me corresponde—. ¿Me acompañará de
vuelta? El señor Ingellus es el más interesado en que
regrese.
Sin despedirse, Magnus sale en zancadas. Pasa al lado
del príncipe, baja las escaleras y se pierde de vista. Lo único
que queda es el sonido de sus pasos en los escalones. ¿Se
enojó conmigo también o por qué esa actitud? No lo
entiendo.
Le doy mi atención a Lorian, quien se ha quedado con los
pies pegados al suelo. No va a irse y me queda claro que
tiene algo atorado en la garganta. Me observa con una
mirada inflexible, reclamante, rabiosa. No hay nada más en
su rostro ni en su cuerpo. No se ve tenso o crispado, pero
parece que quiere abrirme el pecho y sacarme el corazón.
—¿Le es sencillo pasar de rey en rey, señorita Malhore?
Lo sabía. Estaba esperando el disparo.
—¿Disculpe?
—Creo que me ha escuchado bien. Primero Stefan, ahora
Magnus.
—¿Algún problema con ello? —repongo. No pienso
dejarme intimidar. No he hecho nada malo.
—Sabe que mi hermana está interesada.
—Su hermana está casada. Y no la considero tan
descarada como para ir tras otro hombre que no sea su
esposo, ¿o me equivoco, alteza?
Se queda en silencio porque sabe que tengo razón. Hay
un odio en él que no termino de entender. Es un hermano
muy protector, aun cuando no hay nada que defender.
Lerentia y Magnus jamás tuvieron una relación.
—Me recuerda usted a un grillo, señorita Malhore. Es
molesto, estorboso y se pega a la ropa.
—No voy a tolerar sus ofensas, alteza. Le pido que me
respete.
—¿La ofendí? Entonces di en el clavo.
—¿Está molesto por mi cercanía con Magnus? ¿Y es por
su hermana o por usted?
La pregunta sale con ira y hasta yo misma me sorprendo
de lo que acabo de decir. ¿Qué idiotez he hecho? Lorian se
pasma y abre la boca, anonadado, mientras yo cierro los
ojos, arrepentida por tal tontería. Comienzo a disculparme,
pero el príncipe levanta una mano y me hace callar.
—Más le vale que no vuelva a decir nada semejante.
—No fue mi intención…
—Tengo novia, señorita —me corta con una rabia que
podría hacerlo hervir—. Que no se le olvide.
Se da media vuelta y se marcha. La última cosa que dijo
queda sonándome en la cabeza, pues parece que se lo
reafirmaba a sí mismo más que a mí. Aquí hay algo que no
he visto o, más bien, algo que él no quiere ver.
17
EMILY
Ayer, el rey Lacrontte iba a besarme de nuevo.
Y yo se lo iba a permitir.
No sé si agradezco que no haya pasado porque muy en
el fondo soy consciente de que este cambio de actitud es
bastante sospechoso. En Lacrontte fue amable muchas
veces, pero no intentó seducirme jamás. Debo enfocarme
en eso. Además, esta mañana tenía una punzada terrible en
el pecho y pronto descubrí que se trataba de culpa. Me
siento culpable por estar aquí, jugando a la conquista con
un rey que seguramente no es sincero, cuando lo que debo
hacer es pensar en una manera de ayudar a mis padres. Lo
que Liz me contó es preocupante y me he dejado distraer.
Afortunadamente, hoy la bomba rosa en la que me había
sumergido reventó. Tengo siete días junto a Magnus, ¿y
luego qué? Volveré a mi realidad, encerrada en el palacio,
mientras mi familia sufre las consecuencias de mis malas
decisiones.
¿Cómo podría aliviarles la carga? La perfumería es su
sueño y lo he arruinado por completo. Trato de no darme
con el látigo, de verdad lo intento. Incluso quise mejorar mi
ánimo con uno de mis vestidos floridos. Suelen darme
aliento, pero en esta ocasión no lograron su cometido. Me
miro al espejo una y otra vez, buscando enamorarme del
atuendo, que es una obra de arte. Es gris, de mangas largas
y amplias hechas de tul, tiene un escote en uve y apliques
florales que bajan por el torso. Una cinta roja se anuda en la
cintura y le da pie a una falda llena de flores rojas que me
cae hasta los tobillos. Es hermoso. La cuestión es que la
culpa no me permite verlo con ojos de amor.
Mandé a llamar a Atelmoff con Christine porque necesito
hablar con alguien y sé que él puede entenderme. Stefan
nos puso en el mismo carruaje durante el viaje de regreso.
Al fin nos levantó el castigo y, en el camino, Atelmoff y yo
pudimos conversar todo lo que no habíamos podido en
estas semanas.
—Querida, soy Atelmoff. —Se oye al otro lado de la
puerta.
Me apresuro a la entrada y lo dejo pasar. Mi cara de
desazón ha debido alertarlo, pues la sonrisa con la que
venía desaparece al verme.
—¿Qué sucede, mi niña? Lamento haberme tardado,
estaba retenido en un asunto.
Me toma del brazo y me lleva hasta la cama. El
escucharlo decir «mi niña» me da nostalgia, pues es como
papá me llama. ¡Cuánto extraño a papá! Busca una silla y la
arrastra hasta donde estoy. Se sienta y se inclina hacia
adelante sin dejar de verme a los ojos. Un mar azul contra
las algas muertas. No quiero sentirme así.
—Perdí el camino, Atelmoff.
—No, por supuesto que no. —Me toma de la mano con
cuidado—. Tus pasos son los que construyen tu camino.
—¿Y si ni siquiera merezco dar esos pasos? Arruiné a mi
familia. Lo sabes, ¿verdad? Están en la quiebra. Nadie
quiere comprarles nada a los padres de la amante del rey,
porque sería irrespetar a la reina.
—En ese caso, el culpable es Stefan, no tú.
—Entonces, ¿por qué me siento así?
—Porque ya lo has culpado a él y, al ver que no dan
resultado tus reclamos, te señalas a ti misma. Eso no es
justo contigo, querida. No has arruinado a tu familia. Has
luchado por ellos, por ti, por ser libre.
—¿Y de qué me ha servido?
—Respóndeme algo. ¿La Emily del año uno se habría
escapado a Lacrontte? Sí, te obligaron a hacerlo, pero ¿esa
versión de ti se habría arriesgado tanto? Eres valiente.
En parte tiene razón. Siempre viví protegida entre las
alas de mi familia, pintando el mundo con los tonos más
vibrantes. No había manchas ni fallos. La vida era perfecta
mientras ellos me sostenían.
—No, no era valiente, y dudo que lo sea ahora. Por
momentos quisiera correr y esconderme en la cama de
mamá o pedirle ayuda a papá.
—Eso no te resta ni una pizca de coraje. La ayuda es
importante. Tú misma lo has visto. Te enfrentaste a Silas y
para ello tuviste la ayuda de todas esas mujeres e incluso la
mía. Corriste por tu vida al reino enemigo y peleaste por
quedarte. No creas que no sé que eres residente. Francis te
ayudó, ¿no es así? —Asiento lento, como si no tuviera
fuerzas para moverme—. ¿Su respaldo le quita méritos a lo
aguerrida que fuiste? Emily, tienes una fortaleza emocional
digna de admirar. Te caes y te levantas, te empujan y luchas
por quedarte en pie. Te han herido y no has dejado que tu
corazón se enfríe. Es envidiable, querida. La inseguridad
hace parte de crecer, solo no debes dejar que aumente y te
robe cada parte de ti.
—Entonces, ¿por qué no soy capaz de verlo? ¿Por qué no
me siento como dices que soy?
—Los humanos solemos ser ciegos a nuestras propias
habilidades. Nos es difícil reconocernos y por lo general
necesitamos a alguien que resalte lo que no vemos. Es lo
que hago ahora. Creer que siempre nos entenderemos a
nosotros mismos es una teoría muy simplista.
Me quedo en silencio, aunque no para pensar, porque no
tengo en la cabeza más que marañas, sino porque la
quietud es reconfortante cuando la mente va tan deprisa.
Atelmoff me pone la mano en la mejilla y me apoyo en él
como si lo hubiera estado esperando desde que cruzó la
puerta. El contacto físico logra serenarme.
—A las niñas valientes la vida las recompensa —dice
después de un rato y, por la forma en que me mira, deduzco
que hay algo que no me ha contado.
Toma una de las solapas de su chaqueta y busca en su
bolsillo hasta dar con un sobre blanco que me extiende. ¿De
qué se trata esto? Lo tomo, confundida, y él me pide que lo
abra. Rasgo el sello y saco lo que hay en su interior. Son dos
boletos de papel en los que se lee: «Estación de Trenes de
Roswell». En ellos están indicados el vagón, el asiento, la
fecha y la hora. ¡Son para hoy! Adentro queda una tarjeta y
la saco con las manos temblorosas. El corazón me brinca
como loco dentro del pecho.
Espero que esto sea de tu agrado.
Estos boletos son de primera clase, así que podrás
decirle a ese tal señor Field que tú también viajaste
en el mejor vagón de una locomotora. Tu destino son
los jardines de Refcold. Recuerdo que dijiste que
querías visitar un lugar con flores, así que busqué en
el mapa un lugar con flores para ti. Siempre te
escucho, Emilia.
No olvides pedir que te tomen una fotografía para
que nadie te pueda negar este recuerdo. En la
estación siempre hay fotógrafos.
Magnus VI Lacrontte Hefferline
Podría llorar. No, creo que ya estoy llorando. Sí, ya estoy
llorando.
—Querida, ¿qué sucede? ¿Es algo malo? Él me dijo que
iba a alegrarte.
—¿Él te los dio? ¿Por eso tardaste en venir?
—Cuando Magnus pide un favor, es bastante específico
con las exigencias. Toma tiempo escucharlas todas.
Me limpio rápido las lágrimas, sorprendida de que el rey
Lacrontte me esté consolando a la distancia. Este es un
gesto reconfortante. Después de acompañarme a ver la
nieve, es lo más bonito que ha hecho por mí. Es una de sus
tantas inconsistencias: puede ser amable si se lo propone y
también una terrible pesadilla si así lo quiere, cosa a la que
se dedica la mayoría del tiempo.
—¿Y bien? —pegunta ante mi silencio—. ¿Tienes algo que
contarme?
—¿Sobre qué?
—¿Qué sucede entre ustedes? ¿Te gusta? —pregunta sin
más.
—No —respondo a la defensiva, pero la sonrisa que se
me dibuja me delata un poco—. No lo sé.
—No lo puedo creer. —Empieza a aplaudir como un niño
que ha presenciado el mejor espectáculo del circo—. ¿Qué
es lo que te gusta de él?
—Nada. Es insoportable.
—Es un hombre bueno, aunque complejo.
—¿Cómo es que lo conoces tanto?
—Ya te lo he dicho. Me llevo bien con él e incluso con
Francis.
—¿Tiene algo que ver la reverencia que te hizo ayer?
—No voy a comentar nada al respecto. Espero que lo
entiendas, Emily.
—Puedes confiar en mí.
—No se trata de confianza. La única persona que podría
decirte qué sucede es Magnus y prefiero no hablar del tema.
Debe ser algo muy serio como para que se lo reserve con
tanto ímpetu, teniendo en cuenta lo comunicativo que es.
—Mejor cuéntame desde cuándo empezó lo tuyo con
Magnus.
—No ha empezado nada. Mejor dime tú cómo sabes lo de
mi residencia.
—Soy recolector profesional de información nacional e
internacional. Y si hablamos de cosas inquietantes, querida,
he descubierto que te gustan los hombres de la monarquía,
¿eh? —Me golpea suave la rodilla con la pierna—. ¿Y vas a
ir? —pregunta, refiriéndose a los jardines.
—No creo que Stefan me lo permita.
—No pierdes nada con intentarlo. Búscalo e insiste.
Debes ser convincente y rápida porque dentro de poco inicia
la reunión de hoy. Está en su habitación.
Me levanto de la cama, decidida, y salgo de mi alcoba
hacia la suya, que está a dos puertas de distancia. Al llegar,
los guardias me retienen en la entrada y uno de ellos
ingresa y pide la autorización. Sale tras unos segundos, pero
no me permiten entrar, sino que me hacen esperar un
tiempo más. ¿Qué sucede? ¿Por qué tanto misterio?
Cuando por fin entro, me encuentro con una escena
extraña. Las cortinas están cerradas, la cama se encuentra
desordenada y Stefan tiene el pelo húmedo. ¿Se acaba de
despertar? ¡Son las diez de la mañana!
—¿Te interrumpí?
—No, no. En lo absoluto. —Se peina el cabello con las
manos. Es obvio que acaba de tomar una ducha—. Estás
hermosa, por cierto. Me pone feliz verte con tus flores.
Va vestido con una camisa arrugada. No entiendo, jamás
lo había visto así.
—Gracias. —No puedo recibir bien el halago. No porque
no le crea, sino porque estoy ocupada con los detalles a mi
alrededor—. ¿De verdad no estás ocupado?
—Para ti nunca estaré ocupado, Emily. ¿Podríamos hablar
en otro lugar? ¿El comedor, quizás?
—¿No has desayunado?
—Sí, por supuesto. Solo era una propuesta. Este sitio es
un caos y quiero atenderte en un lugar compuesto.
Si ya bajó a desayunar, ¿por qué no han venido a
arreglar la cama? ¿Tomó el desayuno acá?
—Descuida. Aquí está bien.
Asiente con una sonrisa incómoda. Es obvio que quiere
sacarme. ¿Está aquí Lerentia? Es lo más probable.
—Si estás acompañado, entiendo que quieras salir.
—Estoy solo. Aunque no tengo mucho tiempo. Si puedes
ser rápida, lo agradecería.
Si él lo dice.
Stefan es un gran actor y puede que finja la calma. Lo
reconoció desde la primera vez que hablamos, cuando me
ayudó a salir de prisión y me llevó a casa en su carruaje.
Esa noche dijo algo como que debía convencer al resto de
que lo que decía era verdad. Siento tan lejano ese
momento. Ahí éramos dos desconocidos que luego pasaron
a quererse y ahora a pelearse porque uno se niega a olvidar.
—De acuerdo. Vine a pedirte que me dejes ir a los
jardines de Refcold.
—¿A Dinhestown? Esos jardines están en Dinhestown.
Justo en la ciudad después de la frontera con Cristeners.
¿Qué? ¿Por qué nadie me informó de ello?
—Tengo boletos de tren. —Actúo como si supiera desde
el principio en dónde quedaban.
—Bueno, la frontera no está lejos. El problema es que
tardarás más de medio día en ir y volver.
—¿Eso es un no?
Se escucha el clic de una puerta al abrirse y, aunque
miro hacia la entrada, sigue cerrada. Unos pasos se acercan
rápido a nosotros, confiados, y entonces aparece alguien,
con una bata de baño, que va dejando pequeños charcos de
agua.
—Stef…
Lerentia se queda callada al verme. No oí la ducha jamás,
pero yo tenía razón. Estaba con ella, por eso quería sacarme
de aquí.
—¿Por qué está acá esa mujer? —cuestiona, alterada por
mi presencia—. Niña, ¿de verdad sigues buscando a Stefan?
¿No deberías esperar al menos a que yo salga de la
habitación? En esta vida prevalecen muchas cosas antes
que el amor. Si sigues soñando con lo que una vez tuvieron,
terminarás mucho más patética que ahora.
¿Cuán insufrible puede ser una persona? Lerentia les
gana a todas.
—No lo busco porque quiera verlo. No soy su amante. —
Ya estoy harta de ese maldito título—. Y jamás lo sería. Solo
vine por un permiso porque lamentablemente me veo
obligada a pedirle autorización a un hombre para moverme,
pero ni en mil años me rebajaría a ser la mujer que espera a
escondidas que la quieran y no me interesa que su esposo
lo haga. —Miro directamente a Stefan—. Tengo boletos,
majestad. ¿Puedo usarlos o no?
Él me conoce. Debe tener claro que no soportaré un
minuto más aquí. Tiene que darme la salida para que pueda
largarme a otro lado. Prefiero perder una mano antes que
darle el gusto a Lerentia de verme derrotada.
—Dos guardias te acompañarán. Viajarás sin hacer
paradas para que regreses lo más pronto posible.
****
Fui en carruaje hasta la estación de trenes. Al llegar, me
esperaba una mujer que se presentó como Jane Brown.
Estaba ahí de parte de Magnus y fue ella la que pagó los
cincuenta calers —la moneda de Cristeners— para que un
fotógrafo de despedida me tomara la famosa foto. Una vez
la revelen, me la harán llegar al palacio. Descubrí, por
cierto, que los llaman así porque, por lo general, toman
fotografías de recuerdo para las familias, parejas o amigos
que se despiden en la estación.
Cuando me subí al tren, observé todo en detalle, desde
el techo hasta el suelo. Los asientos estaban distribuidos en
cubículos con mesas y todo el interior se encontraba
empapelado de un tono verde oscuro. En el momento en
que escuché el ruido de los rieles, chillé de emoción. Desvié
la vista hacia la ventana para observar el paisaje a medida
que avanzábamos y justo ahí no pude evitar pensar en
Magnus y en lo feliz que me estaba haciendo con ese
obsequio. Ni siquiera me importó que dos guardias me
vigilaran cada segundo.
Cuando llegamos al destino, quedé maravillada. Los
jardines de Refcold son un paraíso y jamás en mi vida he
visto un lugar igual a este. Es simplemente majestuoso. Es
un sitio turístico, lleno de visitantes y familias que hacen el
recorrido. Unos arcos de flores azules cubren un sendero de
bancas que dan a un círculo de tulipanes, donde algunos
arbustos y lagos juguetean juntos. El clima estaba fresco y
la brisa hacía bailar a todas los jazmines, girasoles, petunias
y azucenas que conviven allí. Pero, como lo bueno dura
poco, tan solo tres horas después mis guardias dijeron que
debíamos regresar. Así que ya estoy de regreso en el palacio
con una alegría inmensa que nadie podrá quitarme.
Y es por esto que me encuentro ahora en la puerta del
rey Magnus, esperando la autorización para entrar. Me
pareció buena idea venir a darle las gracias.
18
EMILY
Antes de que pudiera entrar a la alcoba del rey Magnus,
salió de ella aquel hombre de cabello blanco al que
presentaron como Ingellus, el jefe de su consejo de guerra.
El señor me mira de arriba abajo con rapidez. Ni siquiera
disimula que no le gusta lo que ve.
—¿La puedo ayudar en algo, señorita? —La pregunta
tiene un dejo odioso.
—Viene a ver al rey, señor —le informa uno de los
guardias por mí.
—¿A esta hora?
¿Acaso hay horario sugerido?
—Ella puede venir cuando lo desee, Brayden.
La voz de Magnus aparece, seguida de su figura. Se
asoma por la puerta, se detiene bajo el marco y se inclina
contra él con los brazos cruzados. Sigue arreglado, aunque
sin corona. Las horas no pasan para él: parece que tuviera
el cabello recién peinado, la camisa recién planchada y el
pantalón de corte recto le baja impoluto por las piernas
largas. Se ve relajado, como si hoy fuera un hombre de
negocios que triunfa en la vida y no un rey que se juega la
paz de su nación.
—¿No es ella la plebeya de Stefan?
—¿Qué opinas de eso, Emily? ¿Es ese tu nombre?
Me mira. ¿Qué quiere? ¿Que yo misma me defienda?
—Soy Emily, señor Brayden. Emily Malhore. Y no, no soy
la plebeya de nadie.
Una sonrisa diminuta se forma en los labios de Magnus,
que está orgulloso de mi respuesta.
—Sabe bien a lo que me refiero, majestad —continúa él,
ignorándome—. Es su exnovia.
—Retírese, Brayden. En silencio. Y no quiero escuchar
ninguna otra réplica salir de su boca. Buenas noches.
El hombre traga en seco. No le gustó esa respuesta, pero
no puede hacer nada. Es el rey y aquello fue una orden.
Únicamente le resta agachar cabeza y acatar. Ver cómo
reprime las palabras, se yergue con el ego herido y me mira
con recelo me causa bastante satisfacción.
—Buenas noches, majestad —suelta de mala gana antes
de ponerse en marcha.
El rey Lacrontte es severo y contundente. Sus palabras
no dan pie a discusiones porque él no habla: ordena. Me
toma de la mano y me jala hasta el interior de su alcoba. Da
un portazo y me pone contra la madera.
—Hola, Emilia. —La severidad se le diluye de los ojos,
pero no la fuerza.
—Comienzo a pensar que tienes una fijación por
encerrarme con tu cuerpo.
—Un poco, sí.
—Creo que no le agrado a ese hombre.
—Lo acabas de conocer, no debería importarte.
—Me gusta que la gente sea amable.
—Ese es uno de tus mayores problemas: esperas mucho
de la gente, Emily. Las personas son horribles. Debes
defenderte; conmigo lo hacías. Vi que te quedaste callada
cuando Ingellus dijo que eras la plebeya de Stefan y odié
eso. Abre la boca, discute, di lo que te apetezca.
—Discutir suele meterme en problemas y estoy en una
etapa de mi vida en la que quiero evitarlos.
—Pues conmigo las cosas no funcionan así. Si algo
rescataba de Emery Naford, era su insubordinación.
—De acuerdo, pero ¿qué pasa después de que me meta
en un lío? ¿Cómo saldré? Soy consciente de que no le
agrado a los Wifantere y si discrepo con ellos tienen todo el
derecho de sacarme del palacio.
Sus carcajadas ruidosas vuelven y resuenan en la
habitación. Le pongo la mano sobre la boca para amortiguar
el sonido y que paulatinamente cese. No quiero llamar la
atención y que nos descubran. Me mira desde arriba, un
tanto fastidiado, frunce el entrecejo y en sus ojos aparece
una incomodidad que no entiendo. Me aparta la mano como
si mi piel lo estuviera lastimando e inclina el cuello hacia los
lados. Me queda claro: intenta no enojarse.
—Preferiría que no me tocaras el rostro. —La petición
suena a amenaza—. No es algo que disfrute.
—Lo lamento. —Es lo único que me queda decir. No
quiero arruinar el momento.
—No pasa nada. Es un detalle que no conocías sobre mí.
—¿Alguna razón en particular?
—Ninguna que quiera comentar. Mejor retomemos el
tema. Los Wifantere. A ellos no les conviene sacarte de
aquí. —Su voz adopta el tono que usa cuando quiere ser
amable conmigo—. Yo pedí que estuvieras aquí y ellos no
pasaran por encima de mi palabra.
Me cuesta centrarme de nuevo en la conversación. Es un
desvío claro para restarle importancia a lo que le pasa por la
cabeza. Si él no quiere hablar de ello, no voy a presionarlo.
—¿Y ese señor Ingellus? —Me uno al camino que quiere
tomar—. Él hace parte de tu consejo. Es más importante,
¿no?
—No. No importa de qué ni de quién, defiéndete, que yo
voy a respaldarte.
¿Por qué no pudo ser así desde el principio?
—¿Lo dices en serio?
—¿No lo hice en Grencowck frente a Aldous y en el
pueblo sucio antes de la frontera?
Sí, lo hizo. Este hombre me confunde y tengo miedo de
volver a equivocarme.
—No quiero que te devanees la cabeza pensando en
Ingellus o en los Wifantere, Emilia. —Todavía no me
acostumbro a que me llame de esa manera—. Mejor
explícame qué es eso que traes puesto —pregunta con
horror, refiriéndose a mi traje.
¿De verdad? ¿En eso tenía su atención?
—Un vestido con flores.
—Pareces un jardín andante.
—¿Existirá un día en el que por fin me hagas un halago?
—Sabes que no es lo mío, aunque he de decir que las
flores rojas te quedan bien. ¿Has considerado usar un
vestido carmesí?
—No me gusta el rojo. Me recuerda a la sangre.
—Y a mí me encanta justamente por eso. Ya puedo
imaginarte en ese tono.
—No me diga, majestad. ¿Es otra de sus fantasías?
—La mayor, si le incluimos el corsé. ¿No podrías
complacerme?
—¿Acaso no recuerda cuáles son mis gustos, majestad?
Un corsé no está incluido.
—Sé perfectamente qué cosas te gustan.
—Sorpréndame.
—Yo, por ejemplo.
Por más que intento mantenerme serena, el fuego que
solo él sabe encender se me extiende por las venas. ¿Desde
cuándo tiene ese efecto en mí? ¿Lo tengo yo en él? Siendo
honesta, lo dudo.
—Vine aquí a agradecerle por el viaje. —Desvío la
conversación. No puedo dejarme llevar—. Fue hermoso. Y el
detalle de poner a esa señorita a mi disposición fue muy
amable. De verdad, muchas gracias.
—¿Dije algo que te incomodó? —Se hace a un lado como
si su cercanía me hubiera hecho daño.
—Descuida, no es nada. Mi mente está ocupada con
problemas, es todo —hablo tan rápido que podría ser difícil
entenderme; sin embargo, vuelvo a tutearlo—. Por cierto, te
he traído el anillo.
Desato el lazo de mi vestido, del que había colgado la
pieza, se la entrego y él la recibe en silencio. No se da
cuenta de que todo el tiempo estuvo ahí. Me voy luego
hacia el sillón en el que lo encontré sentado la primera
noche que vine aquí. No es que huya de él, sino de mis
pensamientos.
—¿Qué te atormenta la cabeza, Emilia? —Se acerca al
ventanal y corre la cortina. Las luces de afuera se han ido y
enseguida la alcoba se siente mucho más privada, nuestra.
Se detiene frente mí y me levanta el mentón con el índice—.
¿Qué sucede?
—¿Por qué crees que algo me atormenta?
—Todos tenemos un tormento. Puedes contarme el tuyo.
Veo sus ojos verdes, chispeantes, comprensivos y
atentos. Le han aparecido dos líneas en medio de las cejas y
le noto un gesto que no había visto en él. ¿Está
preocupado?
—Amo mucho a mis padres, es todo. Y ellos en est… —Se
me cruza una idea por la cabeza, una locura que puede
funcionar si cuento con su respaldo. ¡Claro! ¿Cómo no lo
había pensado antes?—. ¿Podrías ayudarme con algo? Sé
que no haces favores, pero este es urgente.
—Estoy aquí para complacerte.
Y ahí van de nuevo esas chispas dentro de mí, tal como
se lo dije una vez en Cromanoff: lo siento como fuego que
crepita.
—Quiero escapar de aquí. Si me ayudas, prometo que no
causaré problemas. Ni siquiera nos volveremos a ver.
Su expresión decae al escucharme. Lo herí con lo que
dije.
—Yo quiero seguir viéndote. —Se agacha hasta quedar
frente a mí.
Magnus me remueve algo por dentro. Es casi como si la
semilla de una planta hubiera sido sembrada desde la
primera vez que hablamos y ahora, gracias a su actitud
dócil, hubiera empezado a germinar. Cada una de sus
palabras la hace crecer.
—Lo digo muy en serio —añade ante mi silencio.
—Podríamos seguir viéndonos, entonces. Quiero ir a
Cromanoff. Gregorie dijo que…
—Iba a ayudarte —me corta. La mención de su primo no
le sienta bien. Puedo notar que todavía están peleados—. Ya
me lo dijiste.
—Es que allá mi familia podría abrir su perfumería. Todo
sería como antes.
—¿Y quieres que así sea? ¿Como antes, cuando no me
conocías?
—Nos conocemos desde que éramos pequeños. ¿Lo
olvidas?
—Jamás. Vive en mi memoria desde que me lo contaste.
Sin embargo, ahora no puedo ayudarte a escapar. Estamos
en plenos diálogos de paz y una cosa así supondría el fin.
Stefan rompería cualquier vía para nuevos intentos y
perderíamos lo que hemos avanzado. Parece que no has
notado que ahora estás en medio, Emily. No puedes huir y
no puedo ayudarte. Stefan me buscó para hacerse el héroe
contigo y yo me quedé para hacerte la heroína a ti.
Quisiera ser egoísta y que no me importara la paz. Velar
por mí y mi familia. Luchar por mi futuro y el de nadie más.
Pero mi conciencia no me lo permite. He rogado toda la vida
por alcanzar la tranquilidad que trae el cese de una guerra,
y si ahora puedo hacer que suceda, no daré la espalda.
—No hay nada que pueda hacer, entonces —concluyo,
casi sin voz.
—Claro que sí. Hay muchas otras opciones. Si hay algo
más en lo que pueda ayudarte, dímelo. Quiero remediar que
no pueda intervenir ahora.
¿Qué más podría pedir? Si no puedo huir, me gustaría
saber de ellos.
—De hecho, sí. Sé que mi familia la está pasado mal y
que se han ido a la quiebra debido a mi estancia en el
palacio. Stefan no me deja verlos y…
La voz se me quiebra y lo veo inquietarse, moverse.
Quiere tocarme, creo que abrazarme, pero duda.
—¿Qué quieres exactamente? —pregunta en lugar de
actuar.
—¿Podrías enviar a alguien y ver cómo están?
—Por supuesto. Aún tengo espías en Mishnock. ¿Te
parece bien?
Me habla suave, como sabe que me gusta. Asiento,
despacio, sin asimilar todavía que este hombre vaya a
hacerme un favor sin pedirme nada a cambio. Escribo la
dirección de mi casa en una hoja de papel que luego él
guarda en uno de los cajones de su mesa de noche.
—Muchas gracias, Magnus. Nunca lo voy a olvidar.
—¿Dejarás de estar triste? —Asiento, esta vez igual que
una joven mimada cuando le dan lo que quiere. No me
gusta que me haga sentir esas cosas—. Estar decaída no te
luce.
—A nadie, en realidad.
—Se equivoca, señorita. Soy la excepción. Me veo bien
en todos mis estados de ánimo.
—Presumido.
—Al final de la semana estarás endeudada. Vas a tener
que vender todos esos vestiditos de jardín y hasta el broche
que me robaste.
—Yo no me robé nada y ya tengo pensado pedirle los
quinels a Francis.
—Yo no quiero quinels, quiero un beso —exige con una
determinación que podría convencerme de que se lo
merece.
Se levanta y se inclina sobre mí. Apoya las manos en el
reposabrazos y me obliga a recostarme contra el sillón. Me
esfuerzo por no sonreír y sostenerle la mirada. Cuando
Magnus dice estas cosas me hace sentir ligera, como si
pudiera flotar. No me había planteado volver a besarlo, es
decir, no es que el beso que nos dimos me haya disgustado,
solo que no pensé que estaríamos cerca de nuevo. Y
tampoco digo que sí quiera besarlo, aunque no me… Ya
basta.
—¿Un beso en la mejilla? —propongo para molestarlo.
—¿Qué edad crees que tengo? ¿Diez? Dame un beso en
la boca, Emilia.
Cada comentario me sugestiona, me pone nerviosa.
Magnus es lo contrario a lo que estoy acostumbrada. Yo
siempre he caminado en el recato y él es descarado e
irreverente. Y no sé si quiero que me influencie a ser igual.
—No voy a darte un beso.
Me mantengo en mi posición. No voy a cruzar la línea a
la que quiere llevarme.
—Algún día vas a pedirme que te bese y cuando eso
suceda…
—¿No vas a besarme? —lo reto.
—¿Quién supones que soy? ¿Denavritz? Claro que voy a
hacerlo.
Mi risa se extiende por toda la habitación, libre, enérgica.
No sé desde hace cuánto no me reía de esta manera. Se
siente tan bien que me da la impresión de que lo vivo por
primera vez.
—Magnus, ¿con quién se supone que estás ahí? —Un
grito se levanta desde el pasillo. Es la voz de una mujer y no
es difícil reconocerla. Es Lerentia.
Y entonces… mi risa se va.
Me quedo fría. No quiero que nos descubra, que me
descubra aquí. ¿Se ponen de acuerdo los hermanos
Wifantere para fastidiarnos cada encuentro?
—No abras la puerta —hablo entre susurros.
—Ya te ha oído, no vale la pena ocultarlo.
Lo tomo de las manos cuando se yergue y logro retenerlo
unos segundos, pidiéndole que no vaya. No sé en qué
pensaba: él es indomable. Dice que todo estará bien y abre
la puerta.
—Señora Denavritz —la saluda con una naturalidad que
podría darle el papel principal en una de las obras de Aphra.
Ella se abre paso o, más bien, él se lo permite. Avanza
como una gorila hasta que me ve sentada en el sillón junto
a la cama. Entonces, se detiene.
—¿De verdad, Emily? ¿También aquí? ¿Pretendes ahora
arruinar el camino de Magnus?
Hace los reclamos que ya esperaba. Es patético y me
molesta. Viene aquí a discutir como una esposa herida
después del discurso sobre el amor que me dio esta
mañana. ¿Acaso ya olvidó sus palabras o es que las saca a
relucir cuando le conviene?
—Lerentia, querida, gracias por preocuparte por mí —
interviene el rey Lacrontte desde la puerta recién cerrada—,
pero lo único que mi camino objeta es esta interrupción.
—¿No eras tú el que decías que los mishnianos se debían
evitar a toda costa? —Ella se gira, enfurecida, con los dedos
de las manos entumecidos por la ira.
—Sí. Y también soy aquel que no le da explicaciones a
nadie.
—Y tú. —Me señala mientras me levanto, dispuesta a
irme. No voy a tolerar esto—. Tienes esa cara de niña
buena, cuando en el fondo solo eres una arribista.
Me freno tras dar el primer paso. Desconozco de dónde
me salen la valentía, el ímpetu, pero comienzo a soltar a
borbotones lo que pienso de ella.
—¿Yo soy la arribista? Hace poco usted estaba
comprometida con el rey Gregorie y ahora está casada con
el rey Stefan. Bueno, eso sin contar con que, antes de
terminar como reina de Mishnock, intentó formalizar una
relación con el primo de su exnovio.
Levanta la mano con claras ganas de darme una fuerte
bofetada, pero, por fortuna, Magnus la detiene en el aire
antes de que pueda tocarme. ¡Iba a golpearme! ¡Esta mujer
iba a golpearme!
—Estás siendo inmadura, Lerentia —comenta cuando ella
se zafa de su agarre violentamente.
—¿Cómo puedes permitir que me hable así? Soy la reina.
¿Cómo puedes defenderla?
—Olvídame de una vez —le susurra, aunque logro
escucharlo.
Aquello parece ofenderla mucho más. Jadea y la piel del
rostro se le enrojece. Se vuelve hacia mí, igual que un
francotirador que ha cambiado de objetivo.
—¿Sabes que me ha dado Stefan esta mañana antes de
que entraras a la habitación? Esta baratija. —Me enseña la
muñeca, en la que reluce una bonita pulsera de plata de
eslabones finos y pequeños con una placa en el centro. ¿Por
qué piensa que eso me interesa?—. Estoy segura de que te
gustará más a ti que a mí.
Se la desabrocha con afán, como si la joya le estuviera
haciendo yagas en la piel, y me la lanza al pecho. La
intercepto antes de que se caiga.
—La placa tiene algo grabado. Léenoslo, si eres tan
amable. Es algo con lo que estás familiarizada.
No me muevo. No voy a obedecerle.
—¿No lo harás? De acuerdo, te lo diré. Sempiterno. Una
palabra bonita, ¿no lo crees?
No, no, no. Tiene que estar bromeando. Movida por la
curiosidad, busco el grabado sobre la placa y la verdad me
quema las entrañas.
¿Cómo pudo ser Stefan tan cínico? ¿Cómo lo supo ella? Él
tuvo que habérselo contado. Nadie más lo sabía. ¿Por qué
Lerentia aceptó algo así? No entiendo y no me importa. Lo
compartió con ella y ya no es nuestro. Bueno, desde que me
traicionó debió dejar de ser nuestro, solo que soy una
imbécil que se aferra a los recuerdos y por eso aún tengo el
guardapelo conmigo. Debí deshacerme de él a la primera
oportunidad. Quizás ahora me dolería menos.
—¿Algo más que quiera enseñarme? —La voz me sale
estrangulada. No soy capaz de ocultar lo mucho que esto
me molesta, aunque tampoco le voy a dar la reacción que
ella quiere.
—Tengo todo lo que querías Emily.
—Tiene razón. —Le extiendo la pulsera y, como me lo
esperaba, no la recibe—. Tiene lo que quería. Ahora, me
pregunto quién tiene lo que usted quiere. Porque me queda
claro que su meta no era casarse con Stefan. Esa es la
razón por la que ha venido esta noche y discute como lo
hace, ¿no?
—Cállate la boca, es una orden. Soy tu reina.
La acorralé. He tocado su punto débil.
—Usted tiene al hombre que yo creía que era para mí.
Estaba equivocada, si me lo pregunta. Y el que creía que era
para usted ¿en dónde se encuentra? Un vago instinto me
dice que a su espalda.
Podría jurar que veo cómo se le eriza la piel por la cólera.
Se queda en silencio, pensando en alguna ofensa, y al final
solo me observa con desprecio.
—Cuando amanezca ya no estarás aquí. Podré no ser
soberana en Cristeners, pero mis padres sí.
—Si ella se va, yo también. —La intervención de Magnus
me hace sentir poderosa. Me respalda, justo como lo
prometió.
—¿Qué es lo que pretendes? —Lerentia se gira hacia él—.
¿Qué buscas en ella? ¿Qué viste?
Cualquiera que presencie esta escena aseguraría que es
un lío de faldas en el que yo soy la amante. Ella suele
mostrarse inquebrantable, madura, y que haya preferido
hacer este escándalo me demuestra lo mucho que quiere
tener a Magnus.
—No te sigas torturando. Retírate —dice Magnus.
El jadeo incrédulo que suelta es el punto más alto de la
victoria. Es una tontería, pero es mi tontería. Me han
humillado tantas veces que esto es agua fría en una tarde
de calor.
—Perderás mi ayuda —le advierte ella.
¿Ayuda para qué?
—No la necesito más. Buenas noches, Lerentia.
Se marcha con pasos largos y consumida por la furia.
Puede que ahora no haya sido capaz de concluir su ataque
hacia mí, pero estoy segura de que estará planeando el
momento para hacerlo.
—Lo mejor será que yo también me retire —le aviso
cuando ella desaparece por la puerta.
—Respóndeme una cosa, Emily, y luego podrás irte. —Se
atraviesa en mi camino cuando pretendo huir—. ¿Todavía
quieres a Denavritz?
—No, pero me hace rabiar con este tipo de acciones. Eso
no se esfumará de un día a otro.
—¿Rabiar? —La incredulidad lo gobierna. Me escudriña
con ojos acusadores, buscando cualquier rastro de mentira
en lo que he dicho—. ¿Te hace rabiar por una maldita
pulsera? Para este punto ya te tendría que ser indiferente.
—Soy débil de emociones, ya lo sé.
—Sí, lo eres —contesta, tajante—. Ya puedes retirarte.
—Estás siendo injusto conmigo.
—¿Yo? Tú estás siendo injusta contigo misma. Arráncalo
de raíz, eso es lo que tienes que hacer.
—¿Por qué haces esto? ¿Por qué en un momento eres
amable y al siguiente grosero?
—Así soy. Acostúmbrate. No esperes un final feliz si estás
viendo una tragedia. —Camina hacia la puerta y la abre—.
Buenas noches, Emily.
Ya sabía que no debía confiar porque, después de todo,
¿por qué confiaría en el enemigo?
19
EMILY
La brisa de la tarde me bambolea el vestido. El cielo luce
apagado, tiene el gris de los uniformes de la Guardia Real y
ha envuelto a Roswell en una estela fría que me eriza la
piel. El día está triste. O quizás yo lo estoy. Puede que
ambos.
La reunión ha acabado más temprano de lo que debería,
así que los reyes Wifantere nos han invitado a los viñedos
del palacio, y ahora están todos sentados bajo la sombra de
una carpa, tomándose el famoso vino de Cristeners. Yo me
he apartado del grupo. No me siento cómoda con ninguno
de ellos, mucho menos con Stefan y Lerentia. No después
de lo que ocurrió ayer. Magnus no ha bajado con nosotros y
agradezco el no tener que verlo tampoco a él. Estoy dolida
por su actitud y por el detalle de la pulsera.
Estoy sobre un puente arqueado, lo suficientemente lejos
como para no escuchar las voces ni las risas de nadie.
Quisiera desaparecer o que todos desaparecieran. Veo el
agua baja correr rápido con los sonidos típicos del riachuelo.
En el fondo hay una variedad de piedras marrones, negras y
cremas sobre las cuales nadan peces de ida y vuelta. El
guardapelo que me obsequió Stefan me quema la palma de
la mano cuando lo aprieto fuerte. Estoy decidida a hacer
hoy lo que debí haber hecho hace un tiempo.
Escucho unos pasos firmas y sonoros acercarse. Por un
instante creo que me los estoy imaginando, ya que anoche
no dormí bien y estoy cansada, pero cuando el olor de la
madera en su perfume me llega a la nariz, sé que de verdad
está aquí. ¿No se supone que se quedaría en su habitación?
Esa fue su excusa para no salir. ¿Qué hace aquí ahora?
¿Vino a seguir recriminándome?
Espero que empiece a hablar y no lo hace, solo me
observa.
—¿Qué me ves? —pregunto, exasperada por su
presencia.
—A ti, nada. Estoy mirando lo que hay al otro lado.
—¿Qué? —Giro la cabeza hacia la izquierda—. ¿Los
árboles?
—Sí, los árboles. Son grandes y… frondosos.
Levanto una ceja, incrédula. ¿De verdad? Es el papel más
patético que le he visto representar.
—Claro, señor discreción. Me moveré para que puedas
verlos bien.
—Por favor, Emilia. —Sonríe al verse descubierto.
Hoy su buen humor no me contagia, me enoja. ¿De
verdad pretende venir aquí y fingir que no ha pasado nada?
—No me llames así, y lo digo en serio.
—¿Me estás haciendo un berrinche? Te recuerdo que no
los tolero.
—No me sorprende. No te toleras ni a ti mismo.
He dado en el clavo porque se queda callado. Pone las
manos en el barandal del puente y desvía por fin la mirada
hacia el horizonte.
—No vine a discutir. Te vi por la ventana, aislada. Este no
es el recibimiento que esperaba cuando solo bajé para
acompañarte.
—No pedí tu compañía y no la quiero tampoco.
Lo oigo suspirar. ¿Ya está perdiendo la paciencia?
—Sé que no estuvo bien la forma en la que actué anoche
—reanuda la conversación, esta vez con una mejor
estrategia—. No debí hablarte de esa forma.
—¿Vienes a disculparte?
—Sabes que no me disculpo con nadie. Solo vine a
decirlo y a traerte esto.
Levanta la mano y veo que tiene entre los dedos una
ramita del viñedo.
—Es una ofrenda de paz.
Ni siquiera me la entrega, sino que la pone encima del
barandal para que yo la tome. Como la tonta que soy, lo
hago.
—Fuiste grosero.
—Lo fui. No tengo justificación. La paciencia no es una de
mis virtudes.
—La compasión tampoco.
—Te doy la razón, pero estoy aquí para expiar mis
pecados. No quiero que me sigas ignorando.
—¿De verdad te importo, Magnus?
La duda me carcome la cabeza. Quiero que sea cierto y
que no lo sea. Tal vez así tenga la valentía de alejarme.
—¿Por qué siempre me haces esa pregunta?
—En Lacrontte eras frío, no te dabas la oportunidad de
conocerme e incluso me evitabas. Y ahora eres otra
persona.
—¿No me das el derecho de la redención? Muchas veces
fui injusto contigo, pero no puedes negar que en muchas
otras estuve a la altura. No te escondo nada, Emily. Quiero
llevarme bien contigo. Si causarle fastidio a Stefan hace
parte del proceso, no voy a negarme. ¿Crees que estaría
aquí si no me importaras?
—¿Y por qué? ¿Por qué te importa una plebeya? ¿No
piensas que hay una brecha entre nosotros? ¿Que tú
deberías estar gobernando naciones y yo vendiendo
perfumes en vez de perder el tiempo aquí, hablando? —
repito las palabras que Stefan una vez me dijo.
—Tu rabia está mal dirigida.
Tiene razón. Me estoy desquitando con él por algo que
no ha dicho. Magnus no es el hombre que me rompió el
corazón, el que me ilusionó y luego me dejó tirada a medio
camino. Él no me vendió sueños, metas, planes. Ha sido
honesto, ha mostrado su desagrado, su tolerancia. Se ha
presentado tal como es. No maquilla su carácter, no adorna
sus defectos y no oculta sus pecados. Supongo que no hay
razón para seguir desconfiando de él.
—No quiero discutir contigo —agrega—. Somos amigos.
—Si somos amigos, ¿por qué intentas besarme?
—Entonces no lo somos.
Sonríe, malicioso. Se le oscurecen los ojos mientras me
observa de lado. Quiere que imite su gesto y lo logra. Me
hace sonreír.
—¿Qué tienes ahí?
Sus manos enguantadas en cuero negro vienen a la mía.
Ni siquiera opongo resistencia. Extiendo los dedos y le
enseño la palma. No toca el guardapelo, sino que observa el
dije circular y el diamante blanco engastado.
—¿Te lo dio Denavritz? —cuestiona, y asiento—. Debí
imaginármelo si es de plata.
—La palabra ahí escrita es la prueba de la mayoría de
sus mentiras —confieso, aunque aquello fue más para
reafirmármelo a mí misma.
Sin darme tiempo de arrepentirme, lanzo el collar por el
barandal del puente, liberándome de la falsa promesa. Veo
que la cadena se agita en el aire, como las alas de un ave,
pero su vuelo queda interrumpido cuando la mano de
Magnus la intercepta, salvándola de caer en las
profundidades del agua. La sostiene y la escudriña. Abre la
tapa del guardapelo.
—Sempiterno —dice después de unos segundos—.Ya
entiendo por qué te enojó tanto lo que hizo Lerentia. Esa es
una palabra muy grande. ¿Qué piensas de ella?
—Que es una mentira.
—Te doy la razón. Nada en esta vida es para siempre.
Todo se acaba. La amistad, la vida, el amor, el odio, la
guerra, cada cosa que existe tiene fecha de caducidad.
—Tienes un punto a tu favor.
—Prometo reemplazar esto por una palabra adecuada —
afirma, metiéndose el collar en el bolsillo del pantalón.
Sin energía para refutar, me atengo a cualquier sorpresa
que esté imaginando.
—Sigues herida, ¿no es así?
—No es dolor, es rabia.
—Emily, todo acaba algún día, recuérdalo.
—¿Sabes? No siento rencor hacia él, sino hacia mí
misma. —Las palabras me fluyen como una cascada—. Él
me prometió el mundo y fui tan tonta como para creerle.
—Cuando alguien te ofrezca el mundo, recuerda que se
refiere a su mundo y jamás sabrás con certeza si ese lugar
es bueno o malo.
—¿Alguna vez has ofrecido tu mundo? —No duda en
asentir—. ¿Y es bueno o malo?
—Ya lo descubrirás.
¿Qué se supone que significa eso? Levanto la mirada y él
me observa. Sus ojos parecen haber cobrado vida de
repente.
—Eres bueno consolando —confieso.
Le daré crédito: fue bastante simpático si tomamos en
cuenta el historial de su carácter.
—En realidad soy pésimo. Estoy haciendo mi mayor
esfuerzo.
—En una próxima ocasión, después de aconsejar, debes
dar un abrazo. Así habrás hecho un excelente trabajo.
—¿Estás diciendo que quieres que te abrace?
—No he comentado nada al respecto, así que…
No logro terminar la frase cuando ya me ha rodeado con
un abrazo protector. Es una avalancha y no me lo esperaba,
pero no puedo quejarme. Se siente bien, se siente increíble.
Los brazos de Magnus son grandes, fuertes y me brindan
una sensación de seguridad que no vivía desde hacía
mucho tiempo. Es la segunda vez que nos encontramos en
esta posición y, siendo sincera, podría acostumbrarme.
—No creas que voy a acariciarte el cabello, hasta allá no
llega mi amabilidad —me susurra sobre la cabeza.
—Ya arruinaste el momento.
Me separo de sus brazos, mirándolo con una ternura que
no me gusta que me cause. ¿Qué me está pasando?
—Tu nariz se ha vuelto roja, Emilia.
Automáticamente me la toco, como si el acto me
permitiera comprobar sus palabras. Lo veo quitarse el
abrigo y ponérmelo sobre los hombros para cubrirme del
viento helado.
—Debiste traer algo que te protegiera.
—No sabía que haría frío.
—¿Acaso no te fijaste en los abrigos de los demás?
Ay, Emily Malhore. En mi defensa, estaba demasiado
rabiosa como para reparar en la vestimenta de otros.
—En ocasiones me resultas tan inocente que me incitas a
pervertirte.
Abro y cierro la boca sin saber qué decir. Me convenzo a
mí misma de que lo dice solo como un tipo de broma.
—¡Magnus! —Le golpeo el brazo con suavidad y me
envuelvo en su abrigo, como si eso pudiera protegerme de
su mirada—. Nunca vuelvas a decirme algo así —le apunto
con el índice—, lo digo en serio.
Se quita uno de sus guantes negros y me toca la mejilla,
acariciándome también el labio inferior con el pulgar. Siento
el calor de su piel atravesarme el cuerpo, me intimido ante
sus movimientos y me cuesta sostenerle la mirada, pero
hago mi mayor esfuerzo por seguir viéndolo a los ojos.
—No puedes exigirme nada, soy un rey.
—Eres insoportable.
—Estoy aquí, aguantando frío para brindarte calidez y me
llamas insoportable. Merezco algo de consideración, ¿no?
—Gracias, entonces.
—Por ahora me conformo con eso, porque en otra
ocasión espero al menos un beso. Uno que hoy sé que no
vas a permitir que te dé.
Eso no es cierto del todo.
—¿Por qué lo dices?
—Hoy no es un buen día para hacerlo. Denavritz todavía
mueve hilos dentro de ti.
Sus palabras son una bofetada de realidad. No quiero
que piense eso. Stefan no me importa como él cree.
—Sin embargo —agrega—, voy a besarte, Emily, y va a
ser muy pronto.
Fijo la vista en el horizonte sin saber exactamente qué es
lo que estoy viendo, todo por evitar el contacto visual.
Volver a besarlo no suena mal, pero temo que estemos
yendo más lejos de lo que deberíamos. Y lo que me molesta
es que en el fondo sí quiero que suceda.
De la nada, escucho su risa varonil resonar a mi lado. Ya
leyó mi nerviosismo, estoy segura.
—Justo a eso me refiero. Demasiado inocente.
—Te pido que dejes de distraerme.
—Eres tú quien me distrae.
—No he hecho nada.
—Es eso lo que me molesta: no haces nada para llamar
mi atención y aquí me tienes.
Lo miro de golpe, sintiendo el cosquilleo encenderse en
mi interior. Odio que siempre sepa qué decir para hacerme
dudar.
—Voy a hacer de ti una chica perversa, Emily Malhore.
—¿Qué te hace pensar que no lo soy?
—Denavritz es demasiado soso como para sacar ese lado
de una mujer.
—¿Y tú sí puedes?
—Bueno, me he propuesto hacerte romper las reglas,
Emilia.
Se pone el guante nuevamente y, sin mediar palabra, se
aleja a paso firme, llevándose consigo el último recuerdo de
lo que alguna vez tuve con Stefan y, más importante aún,
mis deseos reprimidos por sentir su boca en la mía.
Corro tras él después de tomarme unos segundos para
poner en orden las ideas que desordenó y lo alcanzo antes
de que cruce la puerta de entrada al palacio. Tiene la piel
pálida y erizada por el frío. La punta de la nariz también se
le ha puesto roja, haciéndolo lucir adorable.
—Esperemos que la cena no sea pavo, porque lo detesto
y a los Wifantere les encanta —me informa una vez estamos
dentro de la casa.
Los guardias nos guían hasta un comedor diferente al de
la vez pasada. Parece el que se usa en noches de
celebración. La mesa es más larga y la decoración es
distinta: sillas plateadas, candelabros de luz azul, cortinas
celestes y paredes de yeso recamado. Es como estar entre
nubes. Ya los consejeros, los Wifantere, los Denavritz,
Ingellus, Claire y los que parecen ser sus padres nos
esperan sentados. Everett y Magda se encuentran, como
siempre, a la cabeza y el resto van repartidos en los
diferentes asientos.
—¿En dónde estabas, Emily? —Stefan no tarda en
preguntar cuando me ve llegar.
—Es mi culpa —Magnus interviene mientras va a su
lugar, el espacio vacío que hay entre Francis e Ingellus—. La
distraje hablando sobre la mentira que es decir que existe
algo perenne… No, espera, esa no era la palabra.
Sempiterno. Sí. Sobre que no hay nada en el mundo a lo que
podamos llamar sempiterno.
Los ojos azules del rey de Mishnock me atraviesan,
enojado. Claro que ha entendido y disfruto que haya sido
así. ¿Con qué derecho se molesta? Lo único que ha hecho es
tomar una palabra y repartírsela a todas las mujeres que se
acercan a su vida. Es ridículo.
—Te he reservado un sitio —se limita a decirme. Es obvio
que no me reclamará delante de todas estas personas, pero
ya presiento la retahíla.
—Qué curioso, Denavritz. —La voz de Magnus se alza
desde el otro lado de la mesa—. Siempre la quieres tener
cerca. Me pregunto cómo es que no la has invitado a dormir
entre Lerentia y tú.
—Majestad, le pedimos que se reserve ese tipo de
comentarios —ordena Magda Wifantere, rascándose el
cuello como si tuviera chinches—. Hoy es una noche de
celebración. Permítanme iniciar con las presentaciones de la
familia de mi querida nuera.
Tomo lugar a la izquierda de Stefan y a la derecha de
Claire, que luce hermosa en un vestido blanco. Es casi un
ángel, con las mejillas coloradas y su sonrisa nerviosa.
Francis está frente a mí, pero cuando su rey lo nota, cambia
de silla, como si la que tenía lo fastidiara. Cada uno de los
presentes se da cuenta de su intención; sin embargo, nadie
comenta nada.
La familia Mosswed es igual de reservada y cariñosa que
Claire. Su madre es la representación de un hada. Su cutis
es perfecto, sin arrugas pese a lo mucho que sonríe
mientras les dice su nombre a todos: Abigaile Mosswed. Es
de cuerpo robusto, pelo frondoso y cara redonda con
mejillas grandes. Su esposo no es muy diferente en cuanto
al humor, pero sí en el físico. Edmund es huesudo y no tiene
cabello, aunque sí una barba espesa y larga. Comparte los
ojos de su hija: brillantes, alegres. Nos ofrece reverencias,
un tanto nervioso, incluso a quienes no hacemos parte de la
realeza.
—Es un placer para nosotros compartir la mesa con
tantos reyes —finaliza antes de volver a sentarse.
—Emily, qué alegría volver a verte —susurra la joven a
mi lado, llena de emoción—. No vas a creer lo que pasó.
En la mesa siguen hablando, pero me desconecto por
completo al ver los ojos desbordantes de dicha de la mujer.
—Lorian me pidió matrimonio. —Pone la mano sobre la
mesa para mostrarme un anillo con una piedra rosa ovalada
—. Sucedió esta mañana. Fue hermoso, estaba nervioso y
sonriente. Es mi sueño.
No escondo mi sorpresa al felicitarla. Sabía que este
momento llegaría, pero no me imaginé que fuera tan
pronto.
—No me lo esperaba, si soy honesta —añade sin perder
una pizca de pasión—. Él parecía no estar convencido.
Quizás me equivoqué.
Estoy feliz por ella, pero no puedo evitar pensar que la
propuesta tiene que ver con lo que sucedió en el
mariposario. Claire lo dice: Lorian no estaba convencido.
Miro en dirección al príncipe, que se encuentra a la derecha
de su padre. No se da cuenta de lo que hablamos, sino que
está concentrado en los criados, que llegan al comedor con
bandejas y copas.
—Para hoy hemos preparado el que sin dudas debería ser
el platillo típico de Cristeners: pavo asado con limones y
hierbas —anuncia Everett, orgulloso de su elección.
Desvío la mirada para encontrar a Magnus, que ya me
sonríe con complicidad. Acertó. Y me entra la duda: ¿por
qué le disgusta? La mayoría mira con agrado la cena, el vino
y las atenciones; sin embargo, yo no puedo despegar la
vista del hombre que tengo enfrente. El amargado observa
la comida por unos instantes, reuniendo valor para probarla,
agarra el cuchillo, corta un pedazo pequeño y se lo lleva
despacio a la boca. Se traga el primer bocado con un
esfuerzo sobrehumano y no sé cómo es que no hace
ninguna expresión que delate su desagrado por la comida.
—Nos hemos reunido todos aquí hoy porque mi estimado
hijo Lorian y la encantadora señorita Mosswed se han
comprometido en matrimonio.
Una barrida de aplausos se levanta en el comedor. Todas
las miradas van a Claire, pero la mía se queda en Magnus y
la suya en mí. Él aprovecha la situación para hacer a un
lado la comida y agarra la copa de vino para disimular su
acecho.
—Puede que les resulte algo apresurado —Lorian se
levanta para dar un discurso poco convincente—, pero
cuando lo sabes, lo sabes. Y es justo lo que Claire me hace
sentir.
Es la peor declaración de amor que he escuchado.
Incluso el rey Lacrontte, con todo y su mal carácter, podría
decir algo mejor.
De repente siento que algo me toca el pie por debajo de
la mesa. Sube por la pierna y me empieza a levantar el
vestido. Al principio temo que sea un animal, pero
rápidamente entiendo qué pasa. Magnus me sonríe al otro
lado de la mesa y confirmo que se trata de él. Intento
empujarle el pie con la rodilla, aunque lo único que consigo
es que se golpee con la mesa. La risa se apodera de mí. Es
una tontería que se siente bien. Es increíble ser cómplice de
alguien y trabajar a escondidas para nuestra diversión. Bajo
la cabeza después de verlo acomodarse y al final no puedo
contener mis carcajadas.
—¿Le resulta gracioso lo que estoy diciendo, señorita
Emily?
La rabia de Lorian me borra la risa. Sigue de pie, ahora
con una copa en la mano. Me he reído mientras daba su
discurso. ¿Cómo no ha de creer que me burlo de él? El resto
de la mesa también me observa como si fuera una
desadaptada, una irrespetuosa. ¡Por todos los cielos, qué
vergüenza! Se me calienta la cara y daría lo que fuera por
esconderme debajo del mantel y evitar las miradas que
tengo sobre mí.
—De verdad, lo lamento. No me reía de usted, alteza.
—Entonces cuéntenos el chiste para que nosotros
también nos divirtamos.
Esa intervención viene de quien menos lo esperaba:
Magnus. ¡Es un traidor! ¿Cómo se atreve a dejarme
expuesta y sola?
—Es que lo vi luchar con su pavo, majestad. Sé bien que
no le gusta.
Lo arrastro conmigo al paredón. No seré la única que
quede frente a la escopeta. Sus hoyuelos aparecen en el
acto. Está esforzándose por no sonreír. ¿Eso era lo que
quería? ¿Que ambos quedáramos como unos cretinos
delante de estas personas? ¿Qué tipo de juego es este?
—¿Eso es cierto, Magnus? —La reina Magda muestra su
pena por el posible rechazo a su elección.
—En lo absoluto.
Se apresura a tomar el tenedor y a cortar un nuevo
pedazo. Solo que no hace el esfuerzo de llevárselo a la
boca, sino que me mira. Me pide con los ojos que lo salve y
es entonces cuando se me ocurre un plan sencillo: tomo la
copa de agua que se encuentra frente a mí y la acerco lento
hasta su plato. Una vez la tengo allí, riego su contenido
sobre la comida para salvarlo de la pesadilla. Si ya figuro
como una estulta, un movimiento más no podrá ponerme en
un peor concepto.
—Parece que hoy no es nuestra noche, señorita Malhore.
—Esta vez sí me respalda—. Pero, por favor —se levanta de
su silla tan enérgico como el presentador de un teatro, toma
una copa de vino y va hasta Lorian—, que nuestra torpeza
no arruine tu noche, Wifantere. Felicidades por tu
compromiso.
El resto de los invitados lo imitan. Toman sus bebidas y
las levantan en honor a la pareja. Este hombre es increíble.
Después de todo el papelón, arma un brindis que la mayoría
sigue sin rechistar.
****
La cena terminó y Magnus se pasó el resto de la noche
comiendo una y otra vez del postre: tarta de durazno. Yo la
odio. No tengo una razón exacta, simplemente no me
convence su sabor. La mayoría ya se ha adelantado a la
salida, y cuando trato de hacer lo mismo, una sombra me
detiene y casi doy un respingo al sentir al rey
Lacronttepasándome la mano por la cintura.
—¿Ves que sí somos compañeros de crimen? —me
susurra en el oído mientras los demás avanzan sin notar
que nos hemos quedado atrás.
—Supongo que tenías razón. —Intento volverme, pero no
me lo permite. Me sujeta con la otra mano para que me
quede inmóvil.
—Si te giras, terminaré por besarte. Lo dejo en tus
manos.
Hay guardias a nuestro alrededor, tanto lacrontters como
cristenses. Los mishnianos por fortuna se han marchado
detrás de sus reyes, aunque si alguno se voltea, estaré
perdida.
—Nunca estuve tan segura de mantenerme con la
mirada hacia el frente.
Ni siquiera yo me creo lo que digo. Magnus tiene algo
que me llama, que me incita, y es eso contra lo que debo
luchar. No quiero caer. No si él no cae conmigo.
—Todo está dicho por hoy, al parecer —concluye cuando
ve que me mantengo estática—. Nos vemos en otra
ocasión, Emilia.
Me pone el cabello del otro lado del cuello y se acerca
lento. Su respiración me recorre la piel… y entonces me
deja un beso en la esquina de la boca. Es solo un roce en la
comisura, pero no es inocente y él nota que me estremezco.
—Vas a ser mía, Emily —susurra cuando me suelta—. Te
lo aseguro.
20
MAGNUS
—Majestad, ¿me permitiría unos minutos para conversar?
Es Lorian, que me intercepta al pie de las escaleras tras
terminar la cena. Luce sereno. Me recuerda a Francis.
—Te escucho, Wifantere.
Se parece tanto a su hermana que cualquiera podría
jurar que son gemelos.
—Me gustaría conversar en un lugar privado. ¿Su alcoba
estaría bien?
¿Qué quiere este ahora?
—¿Es posible, majestad?
Acepto. Cuanto más rápido me deshaga de él, más
rápido podré descansar.
Subimos al segundo piso y entramos a la habitación.
Corro las cortinas que dejé cerradas anoche, cuando Emily
estuvo aquí. Tengo que dejar de pensar en esa mujer.
—Me gustaría que fueras directo —le digo mientras me
siento en el sillón que está al lado de la cama. Me hace falta
mi habitación en Lacrontte. Los muebles a mi altura, a mi
gusto. Estar tanto tiempo fuera es insoportable.
Wifantere se lleva las manos detrás de la espalda y se
toma unos segundos antes de hablar.
—¿Cree que mi compromiso fue apresurado?
¿Por qué viene conmigo para tales cuestiones? No soy su
consejero.
—Considero que eso es algo que solo tú puedes concluir.
—A veces uno necesita la guía de un amigo.
—¿Y desde cuándo lo somos?
El único amigo que he tenido en mi vida se llamaba Kerel
y murió ante mis ojos en mi fiesta de cumpleaños número
doce por un disparo en la cabeza.
—Bueno, quizás me haya equivocado al nombrarlo así.
—Iré al punto, Wifantere.
—Preferiría que me llamara Lorian.
—De acuerdo, Lorian. Te preguntaré algo: ¿la amas?
—¿Se necesita amor para un compromiso?
Es justo lo que pienso.
Vi a mi padre amar a mi madre como si fuera la más
grande maravilla en el mundo, así que no conozco otra
forma en la que se deba amar a una mujer. El problema es
que no todos tenemos la dicha de Magnus V: no todos
encontramos a nuestra Elizabeth. Así que no, no es
necesario el amor para comprometerse. Es un acuerdo, una
unión que trae beneficios. No hay razón para enredar
sentimientos que lo único que traerán será infortunios.
Cuando le pedí matrimonio a Vanir, era consciente de que
no la amaba. Nunca sentí la fiebre ni el frenesí del amor. Sin
embargo, cumplía con todos los requisitos que necesitaba
en una dama. No tenía por qué esforzarme por buscar a
nadie más. Ella era lo más parecido a lo que quería.
—No, con que no te resulte repulsiva es perfecto.
—Y no me resulta así.
—Entonces no fue precipitado, Lorian. Entiendo la presión
que hay sobre un heredero por conseguir esposa. Mi consejo
de guerra pierde mucho tiempo lanzándome indirectas
sobre mi edad y el matrimonio, así que adelante. Hazla tu
esposa y no te desgastes con algo que puede que no
encuentres jamás.
—¿El amor? ¿A eso se refiere?
—Ya lo dedujiste. ¿Algo más de lo que quieras hablar?
—¿Alguna vez se ha fijado en alguien en quien no
debería fijarse?
Esa pregunta ni siquiera la ha pensado. Es evidente que
la traía consigo.
—Siempre y cuando estuviera justificado.
—Explíquese, por favor.
—Si es para lograr un fin, es válido.
—¿Y si no? Si solo le gustó sin más.
—Entonces, sí. Sí me he fijado en alguien en quien no
debería. —Vanir. Tenía un novio cuando la conocí y no me
importó en lo más mínimo—. ¿Cuándo será la boda?
—Dentro de poco. Mis padres quieren que sea cuanto
antes. Estimo que en un mes… o menos.
—Buena suerte, entonces. ¿Algo más en lo que necesites
mi visión?
—¿Le atrae la señorita Emily?
Me da la impresión de que ese ha sido el verdadero
motivo que lo ha traído aquí.
—¿Disculpa?
—Creo que me ha oído bien, majestad.
—Lo he hecho. Lo que no entiendo es a qué viene la
pregunta. Sea cual sea mi respuesta, es algo que no te
compete.
—Me compete. Estoy siendo honesto.
—No veo razón alguna.
Se queda callado, negándose a soltar lo que tiene ya en
la punta de la lengua.
—Mi hermana siente algo por usted y no quiero que
sufra.
—Tu hermana es una mujer casada. No tienes que
preocuparte por su felicidad. ¿O es que acaso piensa
divorciarse?
—No puede.
—En ese caso, todo está dicho. ¿Algo más?
—Es todo, majestad. Muchas gracias por su ayuda y
buenas noches.
Se inclina en una reverencia rápida y sale de la
habitación como si esta se estuviera incendiando.
Wifantere, Wifantere. Sé bien a lo que viniste.
****
Francis me acecha por la espalda como un padre que vigila
que su hijo no se escape de casa. En cualquier momento
dirá algo, estoy seguro. Está buscando la oportunidad
adecuada para abrir la boca.
—Vine más temprano. Los guardias me dijeron que
estaba usted reunido con el príncipe Lorian.
Ahí lo tenemos. Ya empezó.
—Quería preguntarme cosas de su matrimonio.
Me giro hacia él. Está de pie cerca a la puerta y con las
manos unidas por delante del cuerpo.
—Creo que los dos estamos al tanto de la atracción que
él siente por usted, ¿verdad?
—Sí, en un punto iba a decirme algo al respecto, pero se
arrepintió.
—¿Y qué opina usted?
—Supongo que es de esperarse que se fije en mí.
Mírame.
—Hablo en serio. ¿Desde cuándo lo sabe?
—No lo sé con exactitud. Un día lo intuí y desde entonces
me ha quedado claro que es así. Él lo disimula muy bien,
solo que a veces sus emociones le ganan.
Una cena. La segunda vez que lo vi. Ahí me di cuenta.
Evitaba mirarme, como si estuviera enojado conmigo. En
ese momento de verdad medité si había hecho algo que lo
hubiera molestado, pero luego descubrí que me observaba.
Fue extraño… No, particular. Era la misma forma en la que
me miraba ella, Gretta, intentando disimular una atracción
que se le escapaba. Era obvio que ni él estaba de acuerdo
con lo que sentía. Parecía estar batallando, cuestionándose.
Había rencor y gusto en sus ojos. El primero por sí mismo y
el segundo por mí.
—Siento pena por el príncipe —dice Francis—. Por tener
que casarse con una persona que tal vez nunca lo haga
feliz.
—Algún día tendrá el valor para salirse del molde en el
que lo han encerrado. Y ya lo sé, no es sencillo, pero es la
única salida, y sé que terminará por tomarla. Wifantere es
un hombre inteligente.
Soy honesto. No lo veo asumir el papel de títere. Tiene
temple, aunque se lo reserva para situaciones específicas.
Va a pelear por lo que quiere, es cuestión de tiempo.
—Entonces, ¿afirma usted que no se casará con esa
señorita?
—Apostaría todo a que no lo hará. ¿Alguna vez te has
fijado en alguien en quien no deberías? —le hago la misma
pregunta que me hizo Lorian.
Se queda pensando un instante y desearía poder leerle
los pensamientos.
—Sí, lo he hecho.
—¿De verdad?
Ahora quiero saber quién fue. Francis nunca habla de sus
relaciones y ni siquiera sé si está en una.
—También soy un ser humano que se ha enamorado.
—¿Es tu esposa?
—Tal vez.
Entonces no es ella.
—¿La extrañas?
No quería decir eso. Es lo último que necesito. No quiero
que se dé cuenta de que esa incógnita sobre Helena, la que
alguna vez fue el amor de su vida, vive en mi memoria. Es
una duda que me recorre la cabeza desde que tengo quince
años. ¿La echará de menos? Y de haber sido al contrario,
¿me echaría de menos a mí?
—No —contesta pronto y calmado, seguro, casi como si
le hubiera preguntado si le gustaba el café—. Ya ha pasado
mucho tiempo. La olvidé y estoy seguro de que ella también
a mí.
—Lo dudo.
Helena Modrisage siempre le exigió a Francis que
renunciara. Él pasaba la mayor parte de sus días en el
palacio, la dejaba de lado, y por eso me resentía. La
entiendo, pero también entiendo a Francis. El reino es lo
más importante. Cuando mis padres murieron, su esposa
vio por fin la liberación. Ya Magnus V no podría retener a
Francis en el palacio. Con lo que no contó Helena fue con
que su marido se quedaría pese a que ya no hubiera un rey.
Yo mismo los escuché en los corredores del palacio. Ella
lloraba mientras él alegaba que no podía dejarme solo, que
era un niño que ahora necesitaba respaldo, ya que de otro
modo el consejo me iba a comer vivo.
Helena le pidió que escogiera entre ella y yo. Francis se
quedó conmigo.
Los días siguientes lo noté cabizbajo. Estaba triste por
haber perdido a su esposa y yo me sentí culpable por un
tiempo. Luego me fueron forjando y moldeando para no
sentir pena por otros. Mi mente suprimió ese sentimiento y
lo reemplazó con algo mejor: era su responsabilidad
quedarse a mi lado. Debía ser de esa manera porque ahora
era lo más cercano que tendría a un padre y no quería
perderlo.
—Solo espero que me haya perdonado.
Me saca del dilema mental con esa frase.
—En su lugar, ¿tú lo habrías hecho?
—Sí, pero ella no soy yo. Aunque es algo que ahora no
importa. Mejor cuénteme cómo va el plan.
—¿Qué plan?
—¿Cómo que «qué plan»? El de enamorar a la señorita
Emily.
—Ah, ese.
Eres un imbécil, Magnus. No podemos permitirnos esas
lagunas. No es bueno si lo que pretendemos es mantener
todo bajo nuestro control.
—¿Ya lo logró?
—No, aún es muy pronto. Además, ayer casi lo arruino.
—¿Le gustaría contarme?
—Fui grosero. La paciencia no es lo mío, es todo.
—¿Quiere profundizar?
—Todavía siente cosas por Denavritz. ¿No es ridículo? Él
la tiene secuestrada.
¿Cómo puede guardarle «rencor»? Es preferible arrojar el
corazón a un barranco antes que aferrarse a la idea de que
quien nos hirió vendrá a reparar lo que ha dañado. Y
primero se arranca la mano antes de aferrarse a los pies de
quien ya camina lejos de ti. No se le dan segundas
oportunidades a quien desaprovechó la primera y, lo más
importante, no se le dirige la palabra a quien con las suyas
solo supo lastimar. ¿Por qué la plebeya no puede
entenderlo? Fue lo que yo hice con Vanir.
—Bueno, olvidar no es tan sencillo y menos para
corazones nobles como el de la señorita Malhore.
—Pues no me sirve que guarde sentimientos por él.
—¿No le sirve o no le gusta?
—No me sirve —lo corto, escocido por sus intenciones—.
No me agrada que firmes con mi nombre cosas que no he
dicho.
—Tiene razón. Me disculpo. Dígame, entonces, además
de descubrir que todavía tiene sentimientos por el rey
Stefan, ¿qué otra cosa ha hallado?
¿Dé que diantres habla? ¿Qué otra cosa tenía que
descubrir?
—¿Le ha preguntado a la señorita Malhore si sabe algo
sobre Silas o si le ha escuchado decir al rey Stefan alguna
cosa importante?
Habla de eso. Sacudo la cabeza, negando. Las piezas que
tengo en la mente están demasiado desorganizadas. Tengo
que centrarme.
—Entonces, ¿qué ha hecho estos días?
—Tantear el terreno, Francis. Primero necesito su
confianza. Por cierto, envía a alguien a su casa en Palkareth
para ver cómo están sus padres.
Me acerco a la mesa de noche y busco en la gaveta el
papel en el que me escribió su dirección. Calle Lewintong.
Casa 721.
¿Cómo será su casa? ¿Tendrá chimenea? No, no lo creo.
En Mishnock hace calor, no la necesitan. ¿Y su alcoba? La
imagino con un papel tapiz floral del todo horrendo y con
cosas azules porque a ella le gusta el azul. Quizás un sillón o
cortinas. Puede que incluso ambos. Un momento, si tiene
más hermanas, ¿les alcanzará el dinero para tener su propia
habitación? Puede que sí. Al fin y al cabo eran los
perfumistas de la casa real, ¿no?
—Majestad. —Francis chasquea los dedos frente a mí—.
¿No escucha lo que le digo? ¿Me dará el papel o no?
—Claro. —Se lo extiendo pese al montón de preguntas
que me desfilan en la mente—. Francis, ¿qué tan adinerados
crees que son los Malhore?
—¿Disculpe? ¿En eso era en lo que estaba pensando?
—No te hagas el gracioso. Limítate a responder.
—Bueno, supongo que lo necesario como para vivir
cómodamente, pero no lo suficiente como para hacerse con
un título nobiliario. Atelmoff me ha dicho que sus fragancias
son de renombre. La familia del perfume, así los llaman.
Es lo más ridículo que he oído y llevo tres días
escuchando las estupideces de Denavritz.
—Necesito que también busques un collar con un
diamante rojo. No un rubí, no un granate. Quiero un
diamante rojo.
—¿Algún diseño en especial?
—No lo sé. No soy joyero. Algo que juzgues que le
gustará a Emily.
—¿Busca impresionarla?
—¿Tú qué crees?
—No imagino que ella presuma de tener un collar con un
diamante rojo.
—Pues debería. Por algo es la piedra más valiosa
conocida hasta ahora. Y si no presume del collar, al menos
presumirá de que le doy regalos. Eso es más meritorio que
un diamante rojo. Y haz que lo corten en forma de lágrima.
Esa mujer es muy llorona. Me recordará a ella.
—Y eso que no es joyero…
—Los bufones fueron exiliados del palacio desde el
reinado de Magnus III, Francis. No te comportes como uno.
Aunque en vez de un collar, deberíamos darle algo que la
ayude a crecer. ¿Viste lo baja que es?
—Lamentablemente no cuenta con buena estatura.
—Ni porte, ni elegancia. Lo único que sabe hacer es
mover ese estúpido cabello castaño con su insoportable olor
a verben…
Soy un idiota.
Veo a Francis abrir mucho los ojos, taimado, y me
provoca sacárselos de un golpe. Una media sonrisa le
aparece, complacido por lo que acaba de descubrir.
—Así que por eso me pidió que cambiara la fragancia que
ambienta su habitación.
—No —contesto con un tono militar, pero no me sirve de
nada fingir.
—No estamos en el reinado de Magnus II, majestad.
Me acaba de decir bufón.
—Sal de aquí y haz lo que te pedí.
No necesito que se quede para cuestionarme.
Debo darle algo a Emily para subsanar el no haberla
podido ayudar a escapar. ¿Cómo se le ocurre pedirme eso?
La única forma en que me es útil es si está aquí junto a
Denavritz y le saca información. Para eso me estoy
esforzando: para que caiga en la fosa, se vuelva maleable y
pueda usarla a mi favor.
Ya lo dije: Emily va a ser mía.
21
EMILY
Hoy estoy feliz. Más feliz que ayer y menos que mañana. No
me saco de la cabeza lo que hizo Magnus después de la
cena. Y, lo admitiré, quiero besarlo. Estoy tan contenta que
me he puesto un vestido de color coral suave que tiene un
delgado listón azul en la cintura y tirantes recubiertos de
flores de ambos colores. En el corsé —porque, sí, estoy
usando uno por él— y en la falda hay esparcidos un sinfín de
perlas de diversos colores que avivan el traje y que me
hacen recordar las chispas de un pastel.
A diferencia de los días anteriores, hoy no hubo reunión.
Estamos todos en las caballerizas del palacio y, por ende,
estoy sufriendo como si una flecha me atravesara el pecho.
Me tiemblan las manos, el corazón se me acelera y siento el
nerviosismo recorrerme el cuerpo. Es horrible. Los caballos
están demasiado cerca y los demás pretenden que me suba
a uno. No lo haré. Dicen que viajaremos hasta un lago y la
verdad es que prefiero irme caminando.
—Todo va a estar bien —me dice Stefan, siguiéndome
cuando me alejo. Voy directo a la parte de atrás, lejos de los
animales. Las botas de montar que lleva puestas hacen
crujir el césped y la forma tan calmada en la que me habla
me hace recordar la época en la que estábamos juntos—.
Puedo ir contigo, si así lo prefieres. No dejaré que nada te
pase y los caballos tampoco te harán daño.
—No te quiero cerca, pero agradezco el ofrecimiento. —
Me aparto cuando trata de tocarme—. Lo digo en serio. No
hagas el papel de héroe, que ya me has demostrado que no
lo eres.
—Solo trato de ser amable. No tienes que ser agreste,
cielo.
Me freno en seco y me giro hacia él. Ya estamos al otro
lado. Aquí nadie nos escuchará.
—¡No me llames así, Stefan!
El miedo se convierte en furia. Estoy cansada de caminar
en círculos cuando se trata de él. Siempre es la misma
discusión, los mismos reclamos, las mismas situaciones. Es
agotador.
—¡No vuelvas a llamarme así jamás en tu vida! Deja de
actuar como si te importara. ¡Estás casado! Y no hay
segundas oportunidades para nosotros.
Le entregó la estúpida pulsera a su esposa, duerme con
ella y estoy segura de que, en esa ocasión en la que fui a su
habitación, acababan de tener sexo y por eso la cama
estaba desordenada, por eso Lerentia estaba tomando un
baño y por eso su ropa estaba arrugada. No soy estúpida. Lo
noté, me di cuenta. Supongo que hacerme la desentendida
fue un mecanismo de defensa. No voy a reclamarle nada, no
vale la pena. Seguir peleando con él es cosechar emociones
cuya raíz quiero cortar.
—Puedes odiarme, ¿de acuerdo? Puedes no querer saber
de mí, pero no creas que Magnus es muy diferente al
hombre que crees que soy. Solo está jugando contigo.
—Puede ser, aunque seguro no más de lo que jugaste tú
conmigo.
—¿Opinas en serio que su interés hacia ti es genuino?
No quiero escucharlo, no quiero que me enrede la
cabeza. Mantengo mi posición y camino de vuelta. Veo a
Atelmoff a la distancia: espera a que le ensillen el caballo y
voy hacia él, dispuesta a alejarme de Stefan. Lo frustrante
es que él me sigue y es asfixiante.
En mi camino, de la nada, se atraviesa Magnus. Va
montado en un caballo negro con una brillante crin oscura
trenzada. Se le ve mucho más rubio el pelo debido a la luz
del sol y le cae desordenado sobre la cara gracias al viento.
Los botones desabrochados de la camisa me permiten ver la
cadena que le cuelga del cuello. Se aferra con las manos
enguantadas a las riendas del animal. Luce poderoso,
experimentado; no obstante, mi instinto esta vez no es
quedarme mirándolo, sino dar dos pasos atrás. Para mi mala
suerte, en mi huida me choco con el pecho de mi carcelero.
—Ella les teme a los caballos, Magnus. —Se ubica
delante de mí, poniéndose en el papel de protector—. No
puedes simplemente aparecer así.
—¿Así cómo? ¿Aparecer montado en un caballo mientras
estoy en un establo? Lo más insensato del mundo, claro. No
lo sabía, es todo.
—Porque no la conoces como yo.
Magnus hace una mueca arrogante al escucharlo y,
contra todo pronóstico, no contesta nada.
—Entonces, ¿cómo llegarás al lago? —me pregunta por
encima de la cabeza de Stefan.
—Yo la llevaré en mi caballo.
—No, iré sola. Solo díganme cuál es el mío.
Miro alrededor y ya la mayoría están preparados.
Atelmoff, Francis, los reyes Wifantere, Lorian y Lerentia. Los
únicos que faltamos somos Stefan y yo. Ingellus esta vez
decidió no venir.
Un criado se acerca, jalando un caballo por la brida. Es
un bonito espécimen marrón de crin negra. Me pasmo
cuando mueve la cola, es obvio que en cualquier momento
va a darme una patada que me dejará en la cama por
meses. El joven me ayuda a subir y, con gran esfuerzo,
logro poner un pie en el estribo y acomodarme arriba. La
silla se me hace incómoda y me cuesta adaptarme a estar a
horcajadas. Usar vestido para montar no es muy fácil. El
muchacho dice que guiará al caballo, pero eso no me da
tranquilidad.
—No muevas las riendas hasta que venga el criado,
Emily —advierte Stefan y, como la terca que soy, hago lo
contrario. Al parecer mi movimiento no le agrada al animal y
comienza a galopar.
El trote inicia despacio, pero va ganando velocidad con
cada pestañeo hasta que ya he superado a todos los que
van hacia el lago. No sé cómo controlarlo o cómo frenarlo y,
debido al terror, solo se me ocurre gritar mientras el caballo
me lleva sin dirección fija. De soslayo veo a Stefan y a
Magnus venir y opto por cerrar los ojos, temerosa de lo que
está pasando. No me gusta esto, no me gusta para nada.
Me quedaré en cama toda la vida si es que salgo viva. ¡Por
todos mis vestidos!
Me sudan las manos y se me forma un nudo aterrador en
la garganta. Siento que la brisa me tapa los oídos y me
enmaraña el pelo. Cuando vuelvo a abrir los ojos, veo
árboles borrosos, verde borroso y metros de tierra borrosa.
Me agarro fuerte de las riendas para no caerme. Hasta que
escucho una voz familiar cerca.
—¡No te sueltes, Emily!
Magnus viene a mi rescate.
Mi instinto es gritar aún más fuerte mientras él intenta
llegar a mí. Se aproxima por la izquierda y me extiende la
mano. ¿Acaso quiere que salte? No voy a hacerlo, de eso
estoy segura. Él ve mi indecisión y galopa para acortar
mucho más la distancia. Me agarra de la cintura con un
brazo mientras con el otro sigue manteniendo el control de
su caballo. Me carga en medio del trote para llevarme hacia
su silla y ponerme segura. Su corcel baja la velocidad y el
mío sigue su marcha desbocada hasta que se detiene unos
metros más adelante. Magnus baja del caballo una vez
estamos en una zona llana y me lleva con él. Al tocar tierra,
el alivio es infinito. Respiro con dificultad, pero respiro.
¡Estoy viva! Y, al parecer, sana. Me inclino hacia adelante
tomando bocanadas de aire y entonces escucho al rey reírse
a mi espalda. No puede ser. Le he dado otra razón para que
se burle de mí. Me cubro el rostro con las manos para
esconder la vergüenza y de poco me sirve, pues me agarra
las muñecas y deja al descubierto mi cara roja.
—¿Te encuentras bien? —pregunta, y creo que no lo
había escuchado tan preocupado por mí desde ese día en la
frontera entre Cromanoff y Grencowck.
Asiento, un tanto desubicada. No sé en dónde estamos,
pero parece un bosque semidenso.
—Gracias por venir.
—No podía dejar que mi compañera de crimen se fuera
de este plano.
Quisiera sonreírle y hacerle saber que me ha gustado el
comentario, pero lo que dijo Stefan no me lo permite. Ruego
que no sea cierto.
—Me gusta esto —dice para romper la tensión, tirando de
una de las perlas de mi vestido.
—Tengo muchos trajes con esas perlas.
—Pues deberías usarlos más seguido porque me gustan.
—Es toda una proeza, porque a ti no te gusta nada.
—Bueno, me gustas tú.
Todo me da vueltas por dentro. Siento alas agitándose en
el estómago y la tonta necesidad de desviar la mirada para
que no se dé cuenta de que me ha encantado lo que ha
dicho.
—¿Por qué te haces la difícil si está claro que te gusto? —
Arremete al ser testigo de mi silencio.
—No me gustas.
Me molesta no sonar tan segura como quisiera. En
realidad, sí me gusta, y mucho, más de lo que estoy
dispuesta a admitir.
—Te recomiendo que te lo repitas varias veces a ver si tú
misma te lo crees.
—Lo que no me termino de creer es que yo te guste.
Las inseguridades se me notan de repente y es que
¿cómo convencerme cuando Stefan me hizo saber que yo
no era suficiente para él? ¿Por qué ahora sí lo sería para
Magnus? Empiezo a alejarme sin saber a dónde ir
exactamente, pero antes de lograr avanzar mucho, siento
los pasos de Magnus apresurarse para quedar frente a mí.
—No me dé la espalda mientras hablamos, señorita.
De nuevo a los formalismos.
—Pensé que ya habíamos terminado la conversación.
Me observa y veo la molestia en él. Sé que no estoy
actuando bien, pero, en mi defensa, debo salvaguardar mi
corazón. Ya lo han roto y no quiero que hagan trizas los
pedazos que quedan.
—¿Por qué discutimos tan seguido? —Cambia el tono.
Ahora es bajo, genuinamente perdido.
—Es tu culpa.
—¿Mía? —Se apunta con el pulgar al pecho—. Señorita
Malhore,
le
ruego
que
me
ilumine
sobre
qué
comportamiento de mi parte logró ofenderla.
—Todo, es decir, a veces eres amable y otras un patán.
Estar cerca de ti es jugar a la ruleta. No se sabe de qué
humor estarás. Y no me gusta, lo digo en serio. No me gusta
tener que medir cada palabra para no hacerte enojar y
tampoco me gusta que vuelvas a los formalismos cada vez
que te molestas.
Intenta reírse. ¿Con qué derecho? ¿Muestro mi
inconformidad y esa es su respuesta? Mi furia crece al verlo
y, para evitar otra discusión, prefiero seguir caminando. El
problema es que me basta un paso para sentir como me
separo del suelo y quedo en los brazos del rey de Lacrontte,
que me obliga a permanecer a su lado.
—No voy a permitir que te marches enojada. Si lo que
quieres es caminar y perderte en este bosque, puedes
hacerlo, pero no enojada conmigo.
—No puedes retenerme.
—Me arriesgaré a que me aborrezcas, porque no te
dejaré ir. No hasta que escuches las cosas que tengo que
decir. Te confieso cuánto me gustas… ¿y lo pones en duda
en mi cara? ¿Es que acaso no me he esforzado lo suficiente
para demostrártelo? Si no, dime qué es lo que tengo que
hacer para convencerte.
—Es que no dejo de pensar que todo esto lo haces solo
para fastidiar a Stefan.
Resopla. Se pasa las manos por el cabello y luego me
mira con molestia. En el fondo no me gusta que se moleste
conmigo.
—Afirmas que soy un patán, ¿en serio? Estos últimos días
no he hecho más que darte atenciones. Mi tiempo, mis
esfuerzos, mi amabilidad. Todo lo he volcado en ti. En
complacerte con lo que sea que quieras. ¿No consideras al
menos por un segundo que la exasperante eres tú, que me
acusas cada vez que tienes la oportunidad de que hasta mi
manera de respirar tiene que ver con el maldito Denavritz?
No voy a negar que al principio esa fue mi intención, pero
mírame bien. —Me toma de la barbilla y me obliga a mirarlo
—. Él ni siquiera está aquí y yo no puedo quitarte los ojos de
encima.
Sus palabras hacen que me arda la piel. Me hace
temblar, me inquieta. Sabe cómo desbordar mis emociones,
alterar mi control. Me siento perdida, capturada por su
presencia, algo que jamás me había sucedido y que cerca
de él ocurre todo el tiempo.
—Me gustas mucho, Emily Malhore, y en realidad estoy
intentando con todas mis fuerzas no hacer nada por lo que
puedas llamarme irrespetuoso.
No digo nada. Esto es avasallador. Siento que todas las
dudas se crecen, se achican, se mueven, explotan. Es todo
tan confuso y complicado. Cruzo los brazos como una
defensa que, siendo sincera, no me sirve de nada. Me tiene
en sus manos, es la verdad.
—¿Ya te he dicho lo mucho que me gusta verte enojada?
— agrega.
—Era de esperarse. Si me haces perder la paciencia tan
seguido, entonces debes tener alguna razón.
De nuevo esa risa cómplice, airosa, segura. Él sabe que
me tiene y eso es peligroso. Se acerca lentamente y yo no
me muevo, no hago nada para huir. No quiero. Su cara está
tan cerca de la mía que siento que me roba el oxígeno y me
encuentro luchando para que las palabras me sigan
saliendo de la boca.
—Veo que estás usando un corsé y sé que es por mí,
admítelo.
No respondo. El silencio es mi única carta.
—Admítelo, Emily —me presiona.
—Bien. Estoy usando un corsé por ti.
Me sonríe y sus pupilas se dilatan. Dije lo que él quería…
No, hice lo que quería.
—Me encanta que me complazcas.
Me acuna las mejillas, me mira la boca y luego vuelve a
mirarme a los ojos.
Él es fuego y voy a quemarme.
Mi posición no es ventajosa. Él me saca muchos
centímetros y no puedo alcanzarlo, así sea en puntillas, por
lo que comienza a doblar su cuerpo hacia mí y entonces
sucede lo que ambos queríamos. Pone sus labios en mi
boca… de nuevo. Es una explosión súbita de adrenalina y
deseo que me corre por las venas y desencadena algo que
no puedo comprender del todo. Su beso es electrizante,
abrasador. Me besa como jamás imaginé que alguien
pudiera besarme, como nunca nadie me ha besado. Es
lujurioso, atrapante, como si hubiera ascendido de nivel y
ahora explorara un terreno desconocido mientras una
espiral crece entre mis piernas. Me gusta cómo me hace
sentir, pero, al recordar el lugar en el que estamos, me
aturdo y lo empujo para retomar el control.
—No podemos hacer esto —reclamo, atemorizada,
mirando hacia los lados, como si alguien nos estuviera
espiando entre los árboles—. Podrían descubrirnos, y es una
falta de respeto.
Magnus me observa con una mirada pesada y los labios
húmedos e hinchados. Se mantiene tranquilo, imperturbable
y hasta embelesado.
—Diría que lo lamento, pero no soy un hombre
mentiroso. En las profundidades de un bosque nadie nos
verá. Estamos completamente solos y se me empiezan a
ocurrir algunas ideas.
—¿Qué ideas?
La curiosidad que siento ahora es enorme como el
palacio de Lacrontte.
—No quieres saberlas.
—Dime una.
—Me gusta el escote de tu vestido —confiesa sin dejar de
mirarme el pecho.
—¿Y eso a qué ideas nos lleva?
—¿No te las imaginas? —Niego con la cabeza y hablo en
serio—. ¿Quieres que te las muestre?
¿Quiero o no? Él espera con calma a que el torbellino que
tengo en la mente arroje la respuesta, que ya es evidente
por lo erizada que tengo la piel. Asiento.
Magnus acorta, ágil, la distancia entre nosotros.
Esperaba la orden, mi orden, como un soldado obediente.
Me pone las manos por debajo de las piernas y me levanta.
Le rodeo la cadera instintivamente con los muslos y cruzo
los tobillos por detrás para engancharme a su cuerpo. Por
primera vez estoy a la altura de su rostro, mirándolo de
frente.
Ahora soy yo quien va por él, soy yo quien lo beso. Sus
labios me reciben ansiosos, posesivos, increíbles. Me
tiembla el cuerpo por sus caricias. Hay algo tan fascinante
en todo esto que sencillamente no podemos parar. Siento el
deseo, la intensidad, su aroma y su cuerpo imponente y
duro contra el mío. Percibo su necesidad y él la mía. Me dejo
llevar con los ojos cerrados. Es como si me lanzara a un
abismo sin importar qué hay abajo. Ya me tiene. Y por la
forma en que sus dedos me presionan los muslos y en que
su boca me reclama, sé que también le he hecho perder
algo de control al imperturbable rey enemigo. Él también
está bajo mi poder. Sin querer controlarme más, le rodeo el
cuello con las manos, descargo mis ansias en sus labios y le
comparto el frenesí que me provoca. Echo la cabeza hacia
atrás y de inmediato entiende mi señal. Baja rápido por mi
mentón, mordisqueándolo. El cosquilleo persistente se me
instala en la entrepierna y disfruto que se quede ahí,
haciéndome experimentar toda una galería de emociones
nuevas. Magnus llega a mi cuello y su lengua se apodera de
este. Me lame la piel y me besa la clavícula. Cierro los ojos y
separo los labios, disfrutando a plenitud de sus atenciones.
Y los primeros jadeos se me escapan.
—Cada día, Emily, me estoy perdiendo más en ti —
susurra con voz ronca.
Le enredo los dedos en el pelo y, para mi fortuna, no
opone resistencia. Él baja hasta la zona de mi escote,
recorriéndome igual que un depredador, y es esa misma
devoción la que me inquieta. No estoy preparada para llegar
tan lejos, al menos no ahora.
—Magnus, paremos —le pido en un susurro bastante
débil.
No me escucha y continúa avanzando. Cada beso está
más cerca del borde de mi vestido.
—Magnus —vuelvo a llamarlo—, quiero dejarlo hasta
aquí.
Aún tengo su pelo entre las manos, así que me las
ingenio para levantarle la cabeza. No me cuesta porque
cede fácil.
—¿Hice algo mal? —Me mira desde abajo, desubicado.
¿Quién diría que ahora estoy a mayor altura?
—No podemos avanzar más.
—¿No? —Eso no fue una negativa. Al contario, da la
impresión de que apenas procesa lo que acabo de decir—.
No —repite y sé quelo hace para sí mismo. Está
desconcentrado—. Sí, por supuesto. No.
Sacude la cabeza mientras yo me bajo de su cuerpo.
Toco el suelo y la diferencia de estatura vuelve a ser la de
siempre.
—¿Fue incómodo para ti? —pregunta, pasándose las
manos por la cara.
—En lo absoluto. Es solo que no creo que sea el
momento para dar otro paso.
—No iba a eso, lo prometo.
—Descuida. A lo que me refiero es a que no estoy lista
para enseñar lo que tengo debajo de la ropa.
—Bien. De acuerdo. Sí. —Me observa con las pupilas
dilatadas. Tiene la respiración irregular como yo y noto en
su rostro todo lo que le he provocado—. Necesito un
momento largo.
—¿Todo está bien?
—Así es. Es una cuestión personal, nada más.
Se da media vuelta y se acerca a un árbol. Apoya la
mano derecha en el tronco y se queda en silencio. Se lleva
la mano al pelo y se lo peina una y otra vez mientras inhala
y exhala fuerte.
—Háblame de algo, Emily —pide sin volverse—. De tu
familia, por ejemplo.
¿Ahora qué le pasa?
—Mi hermana mayor te detesta. —Es lo único que se me
ocurre. No esperaba esa petición.
—Yo a ella y ni siquiera la conozco. ¿Hay una buena
razón para que no le caiga en gracia?
—¿No puedes adivinarlo? Le disparaste a su novio en su
cumpleaños. Es Daniel Peterson.
—¡No puede ser! —Su risa aparece y me da pena no
poder verlo a la cara—. ¿Tu hermana es la mujer que
sacaron envuelta en una sábana?
—Sí, esa era Lizzie. Además, el día de la independencia
de Mishnock, atacaste el reino y uno de tus hombres me
apuntó a la cabeza. Creímos que me asesinarían.
—Pues mira cómo tienes ahora a su rey. Buscaré a ese
hombre y lo destituiré, pues si hubiera disparado, yo no
estaría aquí luchando contra mi cuerpo.
—Ya intuyo qué te sucede. —No quiero sonreír, pero me
es imposible.
Ay, Emily, estás navegando en un barco que es
demasiado grande para ti.
—Ah, ¿sí? ¿Quieres decirlo en voz alta?
—No. Y, por favor, tú tampoco lo hagas.
Tras recuperarse, viene y me abraza. Me besa la coronilla
sin decir ninguna palabra. Hasta podría decir que me ha
extrañado. ¿Acaso no dijo en el puente que no haría nada
así porque su amabilidad no llegaba hasta allá? Me apoya la
barbilla sobre la cabeza y yo lo rodeo con los brazos,
recostándome sobre su pecho y escuchando cómo se le
tranquiliza el corazón.
—Quiero que recuerdes, Emily, que no le perteneces a
nadie; te perteneces a ti misma —susurra sin soltarme—. No
permitas que nadie te trate mal. Nadie, ni siquiera yo.
—¿Lo dices por algo en particular?
—No. Es solo que debes darte cuenta de lo mucho que
vales.
—Lo intento a diario.
—Y prométeme que serás siempre fuerte.
—Lo prometo. Tú prométeme que no vas a lastimarme.
—No puedo asegurarte eso. ¿Recuerdas lo que te
expliqué acerca de los mundos? —cuestiona, y yo asiento—.
Mi mundo no es bueno.
—¿Tratas de decir que me lo estás ofreciendo?
—Ya estás dentro.
22
EMILY
No sé cuánto tiempo nos tomó volver ni cómo Magnus me
convenció de subirme de nuevo a ese caballo infernal, pero
cuando llegamos al lago estaban todo reunidos. Algunos
pusieron cara de alivio al vernos, los hermanos Wifantere de
molestia. Nada de eso me importa, estoy feliz y satisfecha.
Ningún mal gesto arruinará este momento. Además, el
paisaje es maravilloso. Estamos rodeados de árboles
frondosos que se mecen por los vientos, el sol colorea todo
de tonos vibrantes y una inmensa cascada cristalina forma
un arcoíris con las piedras de colores que hay en el fondo. El
lago se extiende largo y profundo como una fuente natural
que aviva los ánimos. El aire está frío y puedo suponer que
el agua también lo está. Stefan corre hacia mí mientras
Magnus me ayuda a bajar del caballo. La brisa me levanta el
vestido, por lo que me esfuerzo por sostenérmelo pegado a
las piernas.
—¿Te encuentras bien, Emily? —Asiento sin dar muchas
explicaciones—. ¿Por qué se han tardado tanto? Estaba
preocupado: creí que algo terrible te había pasado.
—Está a salvo conmigo, Denavritz —asevera Magnus con
la amargura de quien lidia con un niño molesto.
—Lo pongo en duda.
—Qué casualidad, es lo mismo que yo hago con el amor
que dices tenerle.
—Basta los dos. —Pido en voz baja.
Magnus pasa por su lado sin hacerle mucho caso, pero a
medio camino se queda congelado. Sigo la dirección de su
mirada. Hay una mujer que no noté al llegar y no
comprendo cómo, pues su cabello cobrizo resalta entre los
rubios, marrones y negros. Tiene el pelo corto y le cae
simétrico en los hombros, su cara es ovalada como de
princesa y tiene ojos oscuros y porte esbelto. Luce un
vestido verde con corsé, que no le impide moverse con una
gracia que solo las nobles poseen. Es una de ellas, estoy
segura. No sé qué edad tenga, pero parece mayor que yo,
sin duda; sin embargo, la sonrisa juvenil que enseña me
hace ver que tiene menos años de los que aparenta. Otra
mujer de pelo rojo a la que evidentemente el rey Lacrontte
conoce bien.
—Nos volvemos a ver, Magnus.
Su voz es melódica y se parece a la de esas vendedoras
amables que quieren convencerte de comprar. Camina
hacia él con la seguridad que he visto en personas como
Vanir, sutil y hermosa. Sus caderas van al ritmo de sus
pasos.
Espera, ¿Magnus? ¿Lo ha llamado por su nombre? Para
atreverse a hacer algo así, debe haber mucha confianza
entre ellos. ¿Quién es esta joven?
—Es mejor que te detengas —le ordena antes de que
pueda aproximarse demasiado—. Y soy el rey Magnus para
ti.
—Nunca han existido esos formalismos entre nosotros.
—Cállate la boca, Gretta. Soy un monarca, no tu amigo
de la infancia.
Gretta, ese es su nombre. Aquella declaración causa algo
en ella. Si no había frenado la marcha, con eso lo hizo. Su
seguridad decae igual que una máscara. Le dolió, y mucho,
lo puedo leer en sus ojos.
—¿Qué hace ella aquí? —le cuestiona a Francis.
—Es lo mismo que yo me pregunto —contesta el
consejero, aún al lado de su caballo—. Cuando llegamos ya
estaba aquí.
Magnus se vuelve hacia Stefan y lo apunta a la distancia
con el índice.
—Si esta mujer no se va, estos acuerdos se acaban.
—Soy la enviada y portavoz oficial de Grencowck para los
diálogos —interviene y con eso vuelve a ganarse la atención
del rey Lacrontte—. Viajé por cinco días para llegar acá. No
pienso irme.
—¿Cinco? Pero si solo llevamos cuatro días reunidos. ¿En
qué momento la citaste, Denavritz?
Stefan se aclara la garganta… ¿asustado? No lo creo.
Más bien está ganando tiempo para encontrar las palabras
correctas. ¿Es esto así de grave?
—Cuando anuncié los acuerdos de paz —inicia—, Aldous
Sigourney pidió unirse y me pareció buena idea para que
pudieras resolver tus diferencias con Grencowck.
—¿Diferencias? Él atacó a mi pueblo, asesinó a mi gente.
—¿No te resulta familiar? —contraataca.
Es lo que él nos ha hecho por años.
—Entonces, ¿decidiste cimentar estos acuerdos en
mentiras?
—Si te lo preguntaba, ibas a negarte.
—Porque ella y Sigourney destr… —Se detiene a media
frase. Iba a revelar más de lo que le gustaría.
La rabia que siente es venenosa, se le endurece el
cuerpo y las venas del cuello se le marcan como si fueran a
explotar. ¿Tiene que ver con el ataque que Grencowck le
hizo a Lacrontte? De ser así, puedo entender la ira hacia el
asqueroso rey Aldous, pero ¿y ella? ¿Qué tiene que ver?
—Esto ha sido un abuso de confianza, majestad. —Salta
Francis, dirigiéndose a Stefan. Él sabe cuánto le duele a
Magnus la presencia de esta mujer.
—No, no lo es —Gretta interviene con calma a pesar del
caos—. Nuestras intenciones son buenas, lo prometo.
—Recuerdo estar hablando con el rey Stefan, señorita
Tebeos —puntualiza, molesto. Si Francis muestra sus
emociones frente a los demás es porque se trata de algo
delicado.
Ahora sé que Tebeos es su apellido. No recuerdo haber
escuchado que la nombraran cuando estuve en Lacrontte.
Ni siquiera los guardias chismosos.
—Hemos vivido en guerra mucho tiempo y Aldous está
dispuesto a olvidar todo lo que ha pasado y a escribir un
nuevo comienzo. El pueblo de Grencowck lo necesita. Ya han
sufrido demasiado en estos años —interviene con un tono
serio, profesional y ensayado.
—¿En qué momento hizo Aldous que te aprendieras ese
discurso, Gretta? ¿Antes o después de acostarse contigo a
escondidas de su esposa? —la acusa Lerentia, quien se
había mantenido al margen.
Mi cara de sorpresa debe ser increíble. Esta chica es tan
bonita que no comprendo cómo puede prestarse para ser la
amante de un cerdo apestoso como Aldous. Nadie discrepa
lo que la reina de Mishnock comenta, así que lo confirmo.
Gretta es la amante de Aldous, pero ¿eso qué relación tiene
con Magnus?
—La respeto por ser una reina y porque estuvimos a
punto de ser familia —se defiende la mujer, mirando con
recelo a la víbora rubia.
¿De qué cosa habla? ¿Familia?
—Le debo tanto a la vida por hacer que eso no pasara. —
Lorian levanta la voz y siento que mil cañones me caen
encima.
¡Estuvo comprometida con Lorian! Por eso iban a ser
familia. Aguarden, ¿cuántos compromisos ha tenido el
príncipe?
—¿Lo dices en serio? —reclama Lerentia y juro que en
cualquier momento va a salirle fuego de la boca—. Lo de la
familia ni tú te lo crees, pero ¿me respetas por ser reina? ¿Y
ese respeto del que hablas es exclusivo para mí o por qué
no lo muestras también con la reina Grace Sigourney? ¿Se
te olvida el significado de esa palabra cuando cruzas la
frontera?
—Lerentia —advierte Stefan—, son asuntos que no nos
competen.
—¿No les compete? —discrepa Magnus al otro lado—. ¿Tú
la trajiste aquí y dirás que no te compete?
—Lo mejor será que se detenga, majestad —Gretta le
habla directo a Lerentia. Su riña principal es con ella—. Si
quiere sacar cosas a la luz, no seré yo quien oculte sus
pecados.
—¿Mis pecados? ¿Qué te parece si hablamos de los
tuyos? —propone, riéndose casi con demencia—. Hablemos
de cómo pasaste de ser la amiga de infancia de Magnus a
ser una persona no grata en Lacrontte. O de por qué se
rumora que estuviste detrás del ataque que Aldous hizo en
Mirellfolw.
Cada palabra estalla frente a mis ojos. Demasiada
información para procesar. ¿Qué? ¿Mejor amiga? Me cuesta
creer que Magnus alguna vez haya tenido una mejor amiga.
No, no, aquí hay algo mejor. ¿Fue así como Gregorie conoció
a Lerentia? Todo se conecta. Lorian y Gretta se
comprometen. Gretta es la mejor amiga de Magnus y
Gregorie es su primo. En algún punto tuvieron que cruzarse
y así el rey Fulhenor escribió su historia con Lerentia.
—Son rumores sin fundamento que lo único que hacen es
arruinar mi buen nombre. —La voz de la joven me devuelve
al plano.
—¡Quiero que desaparezcas de mi vista antes de que te
asesine frente a todos! —Magnus grita tan fuerte que
parece habernos robado la voz al resto de los que estamos
aquí.
Gretta da un respingo y muchos de nosotros también.
Fue como un rugido de león. Eso lo confirma. Ella estuvo
detrás del ataque. ¿Cuáles fueron sus motivos? Me
sorprende que nadie intervenga. Esto es grave, muy grave,
y todos lo saben o, al menos, lo sospechan.
El rey Lacrontte se da la vuelta y camina en mi dirección,
pero no hacia mí. Pasa tan cerca que se choca con mi
hombro y me hace tambalear. No se detiene, no se disculpa,
sino que sigue derecho hasta el caballo que tengo detrás.
Se sube como si lo estuvieran persiguiendo y se echa a
andar.
—Magnus, por favor —insiste la mujer en vano. Él no la
escucha—. He venido en son de paz.
No le queda más que verlo marcharse. Empuña las
manos, no con furia, sino con frustración.
—No ha resultado tan bien como esperábamos —dice
una vez él ha desaparecido, apañándoselas para mantener
un buen humor que sé que no tiene—. Tendremos que darle
tiempo para que se adapte a mi presencia.
—¡No! ¡No te quedes ahí de pie como si no hubieras
hecho nada! —La ira de Francis me deja fría. Ni siquiera
hablando de Vanir se mostró tan enojado. Él representa la
calma, la sabiduría, la prudencia, pero está ahora
desbocado—. ¡Fuiste lo suficientemente valiente como para
armar un circo que funcionara a tu favor, entonces te exijo
que seas igual de valiente para asumir la responsabilidad de
tus acciones! No juegues el papel de víctima, es insultante,
y lo dejo claro para todos en nombre de Magnus. —Se gira
hacia los reyes Wifantere y luego a Stefan. Los ojos arden
por la ira. Quiere desintegrar a esa joven, la odia—. Si esta
mujer no se va, nos iremos nosotros.
Nadie responde y no creo que haya nada que lo haga
cambiar de opinión. Las reglas están claras. Francis se sube
a su caballo y se marcha en la misma dirección que su rey.
Hay un detalle que no pasó desapercibido para mí: él
siempre se dirige a Magnus con formalismos y ahora lo ha
llamado por su nombre, sin reparos ni disculpas por el error.
Le duele lo que sea que le hayan hecho. Le duele tanto que
se comporta como un padre y un padre no llama a su hijo
por títulos reales.
23
MAGNUS
Me he bebido una botella de vino en poco tiempo. No había
nada más fuerte y lo necesitaba, lo necesito. Cuando me
veo al espejo del cuarto de baño, veo que mi semblante no
es el mismo de siempre, me siento destruido. La cadena
que tengo en el cuello se mece hacia adelante y atrás cada
vez que me muevo. He tratado de controlarme, pero es
insoportable. La piel me arde como si hubiera vuelto a ese
día. La rabia me hace doler la cabeza, me oprime el pecho y
me tensiona los músculos. Necesito salir de aquí. No,
necesito acabar con ella.
Francis entra a la habitación dos horas después. Sabía
que no vendría de inmediato, es consciente de que necesito
mi espacio y me lo dio.
—Majestad —me llama desde el otro lado de la alcoba.
—Estoy en el cuarto de baño —le respondo sin quitar la
mirada del reflejo del cristal.
Escucho sus pasos. Se detiene bajo el marco de la
puerta, lo veo a través del espejo. Tiene las manos juntas,
una expresión relajada y habla con suavidad. Es una táctica
para ahuyentar la neblina de mi mal humor. Si él se muestra
tranquilo, me ofrece un espacio seguro para que tarde o
temprano yo empiece a relajarme.
—Entenderé si no quiere hablar.
Sí quiero. Tengo muchas cosas que sacar.
—¿Sabes por qué no le cercené la garganta? —pregunto
y no espero respuesta—. Por el pasado.
—Creí que diría que porque no tenía un cuchillo a la
mano.
Me vuelvo a él. Trata de hacerme reír aun cuando sabe
que no lo conseguirá.
A Gretta la conozco desde que tengo memoria. Estuvo en
cada cumpleaños, en cada fin de año, en cada juego, visita
y viaje. Durmió a mi lado, creció conmigo. Hice muchas
cosas para complacerla, para hacerla feliz, porque la quería.
Fue la primera persona a la que le conté secretos, mi
primera cómplice, mi primera amiga y, sin contar a mi
madre, la primera mujer con la que bailé. Pero no se quedó
ahí. También fue la primera mujer a la que besé, la primera
mujer a la que vi sin ropa, la primera mujer con la que me
desnudé, la primera mujer con la que me acosté. Esa es
Gretta Tebeos, mi primera vez en muchas cosas. Pero hay
una cosa en la que no fue la primera. Nunca se convirtió en
mi novia, pues al parecer ese puesto la vida se lo tenía
reservado a Vanir, y eso a ella le dolió. Eran amigas. De
hecho, fue Gretta quien me la presentó en una cena
benéfica a la que me insistió en que la acompañara. Cometí
el error de involucrarme y eso hizo que al final se separaran.
¿Y para qué? No gané nada, solo cicatrices en el torso.
—Les advertí que, si no se marchaba, lo haríamos
nosotros.
—¿Te tomas mis batallas ahora, Francis?
—Un soldado nunca gana nada sin un compañero, sea
cual sea. Una espada, una flecha, un caballo, un amigo.
—No entiendo cómo se atrevió a venir después de lo que
hizo.
—Creo que en el fondo ella sabe lo mismo que usted me
ha dicho a mí: no le hará nada. Y es algo que el rey Aldous
debe tener claro.
Gretta decía amarme y quería que yo también la amara.
Y yo la quería, solo que no de la forma que ella esperaba. En
el momento en que le aseguré que nada se formalizaría
entre nosotros, se fue de Lacrontte directo a Grencowck. Ahí
conoció a Aldous y se volvió su amante. Cuando me enteré,
la repudié. No concebía el hecho de que se pusiera en esa
posición. Merecía algo mejor, algo que claramente no era
yo, y mucho menos Sigourney.
—No comprendo cómo el rey Aldous —continúa Francis—
la envió de vocera oficial. Después de lo que sucedió, sería
la última persona a la que yo pensaría en enviar. Es
insensato.
—Lo convenció. El poder persuasivo de Gretta me
confundió incluso a mí.
Es solo mi culpa el haber caído. Fui un idiota, un
irresponsable. Para haberse tomado el trabajo de atacarme,
es obvio que ella lo tiene en sus manos.
—¿Todavía quiere a la señorita Tebeos?
Se me crispa el cuerpo al instante. ¿Cómo puede suponer
siquiera que seguiría guardándole cariño? Es confuso hasta
para mí, pues la aborrezco y sé que si en algún punto se
encontrara en peligro de muerte, no movería una mano
para rescatarla, no me dolería verla morir, pero soy incapaz
de tomar su vida con mis manos. Estuvo ahí cuando mis
padres murieron, cuando me quedé solo. Esperaba horas a
que Ingellus y el resto del consejo me dejaran libre y así
verme al menos unos minutos. Me vio llorar y se quedó ahí.
Fue testigo de cómo mi carácter se endurecía, de cómo mis
emociones se enfriaban, y se quedó ahí. Me vio convertirme
en rey y alejarme de todos. Se quedó ahí y me vio oficializar
mi relación con su amiga. Me vio pedirle matrimonio y fue
entonces cuando se fue. No sé qué esperaba de mí. Cuando
nos despertamos juntos la última vez, le advertí que eso no
volvería a pasar y ella estuvo de acuerdo. Una noche había
estado bien, pero a la segunda supe que me había
equivocado.
—Por supuesto que no la quiero. Simplemente, el pasado
no me lo permite. Puede que me sienta culpable. Quizás yo
provoqué esto al dejar que cruzáramos la línea, aunque al
mismo tiempo sé que no. No me lo merecía, ella no tenía
que hacerme eso.
Empiezo a temblar de ira al recordarla hace unas horas.
Pretendía acercarse a mí, tocarme. Ella sabe cuánto odio las
cicatrices que me he ganado en batalla y fue ella quien
provocó las peores.
—Estoy seguro de que la harán marcharse así no lo
quiera. —La voz de Francis se oye fuerte. Ya no está bajo el
marco, sino que ha dado unos pasos dentro y ni siquiera lo
he oído—. A Stefan no le conviene que estos acuerdos
terminen, y si Aldous quiere de verdad unirse, enviará a otra
persona. No vendrá él, eso sería ponerse la soga en el
cuello. Y aunque no me lo haya preguntado, mandar a la
señorita Tebeos indica que tiene a alguien más, a una nueva
amante, y, por ende, ella no es tan relevante.
—No lo entiendo. A Sigourney le bastaría con saber que
no le haré nada a Gretta. ¿De dónde sacas la teoría de una
nueva amante?
—Piénselo. Planeó un ataque, movilizó a su ejército y
expuso su vida para hacerlo pagar por lo que creía que
usted había hecho con la señorita Tebeos. ¿Se arriesgaría
tanto para luego enviarla confiando en que usted no la
lastimaría? Un hombre al que de verdad le importe una
mujer no toma ese riesgo. ¿Lo haría usted? —Él ya conoce la
respuesta: no—. Quizás es su manera de hacerle creer que
él merece que le den una oportunidad. Le está entregando a
la causante de su dolor. Considero que no es Gretta quien lo
tiene en sus manos.
En eso no le falta razón. Si arrasó con mi pueblo y
conmigo por ella, ¿por qué la enviaría a enfrentarse aquí?
Cuando Gretta se enteró de mi compromiso con Vanir, le
inventó a Sigourney que yo me había acostado con ella. No,
que la había obligado a acostarse conmigo. ¿Cómo pudo
inventarse algo así? Esa noche fue la segunda más larga de
mi vida, la segunda peor. Nada superará ver morir a mis
padres. No me explicaba cómo habían logrado violar la
seguridad del reino y, más aún, del palacio. Recuerdo bien
esos momentos de dolor: la brisa fría movía las cortinas, la
comida caliente humeaba en el comedor y yo ignoraba que
las tropas enemigas se acercaban. Todo fue muy rápido.
Antes de lograr armarme, ya estaban ahí, le dispararon a
Francis y este tuvo que fingir estar muerto para sobrevivir.
Mi pueblo ardía en llamas mientras a mí me acorralaban en
el palacio Sigourney y Gretta. Solo bastó un atizador para
marcarme la piel. Una y otra vez. La piel me ardía, se
quemaba, me causaban heridas difíciles de cicatrizar. Y ni
hablar del horrible dolor de la vulnerabilidad.
Gretta fue la que intervino antes de que Sigourney
apretara el gatillo. Me llevó al borde del abismo y al mismo
tiempo me salvó de caer. Me dejó huellas en la piel que
jamás se borrarán. Me traicionó, injurió mi nombre, me
vendió y puso en las brasas al pueblo en el que nació. Grité
hasta el amanecer cuando se fueron, grité cuando Francis
apareció sangrando frente a mí, grité mientras me curaban
las heridas, grité cuando vi la destrucción en las calles, grité
al leer la lista de los fallecidos, grité cuando los cementerios
se llenaron de niños, grité cuando el consejo me exigió una
explicación por lo que había pasado, grité mientras el reino
me reclamaba, grité porque sabía que me merecía el odio
que estaba recibiendo, grité hasta que me quedé sin voz.
—Creo que no me agradan las pelirrojas que llegan a su
vida, majestad —suelta de repente y logra hacerme reír.
—Es momento de alejarme de ellas.
—Hace bien. No tengo derecho a decir esto, pero lo haré.
Espero que no vuelva a darle paso a ninguna de las dos en
su vida. En especial a la señorita Tebeos. No olvide que un
corazón obsesivo, al ser rechazado, es más peligroso que
una espada.
—Ella tenía una visión extraña del amor —confieso al
rememorar esa tarde en el patio del palacio—. Hablaba de
un amor devoto, suicida. Es inquietante. Contaba una
historia rara sobre un hombre que vivía en una granja y
amaba mucho los perfumes, exactamente los que una joven
perfumista vendía en el pueblo —narro el cuento como si lo
estuviera leyendo. No recuerdo habérmelo aprendido—. El
hombre viajaba durante tres horas, dos veces a la semana,
hacia el pueblo para comprar un perfume nuevo, pero un
día la joven le dijo que ese era el último que le vendería, ya
que él era su único cliente y no podía sostener las cuentas
con las bajas ventas. El hombre, desesperado, le prometió
que compraría más, a lo que ella contestó que eso solo
postergaría lo inevitable. Al sujeto, muy decepcionado, no le
quedó otra opción más que irse a casa después de darse
por vencido. Acongojado, miró el estante en el que
guardaba todos los perfumes que había comprado y que
jamás había usado. Cada frasco lleno era el recuerdo de las
oportunidades que había tenido de decirle que la amaba; sin
embargo, nunca había sido valiente. El hombre jamás volvió
al pueblo, jamás salió de la granja, jamás intento buscar a la
perfumista. Se volvió un ermitaño que envejeció solo. Y así
vivió hasta su muerte.
Respiro profundo tras terminar. Guardé cada palabra sin
saberlo. La historia en sí me resulta exagerada. El hombre
era un cobarde. ¿De verdad escogió morir en soledad por no
ser capaz de decirle a esa mujer que la amaba?
—¿Qué opina de lo que acaba de contarme?
—Creo que, aunque la joven se hubiera pasado la maldita
vida haciéndole perfumes, él jamás habría tenido las agallas
de confesarle lo que sentía.
—¿Y usted cuántos perfumes necesita?
—¿Tratas de decirme algo?
No quiero que me acorrale como suele hacerlo.
—Si me pide un consejo, le recomendaría que hablara
con Emily. Es bueno para distraer su mente, ¿lo recuerda?
Ve el mundo de otra manera, no toca temas políticos… —
repite lo que ya me ha dicho—. Es agua termal para una
mente irritada.
Emily. Emilia. No estoy seguro de si quiero verla. Es
preguntona, irritante y contestona, actitudes que me son
intolerables en situaciones como esta.
—Va a hacerme preguntas que no quiero responder.
—No las responda, entonces. Aunque la mejor forma de
librarse de interrogatorios engorrosos es tomar la iniciativa
y contar bajo sus propios términos lo que quiera que se
sepa. Tendría usted el control siempre.
—Necesitaría otra rama del viñedo.
—La mandaré a llamar.
****
Media hora. Media hora le tomó a Francis traerla hasta acá.
Conté el tiempo, era la única forma de distraerme de la
extraña sensación de emoción que se me paseaba por el
pecho.
Tomo lugar en el sillón cuando el guardia me informa que
está afuera. Desconozco qué tiene este rincón de la alcoba,
pero siento que ya es nuestro. Emily aparece en la
habitación, tan colorida como siempre. Se queda de pie
cerca de la puerta, una costumbre que me desagrada.
Espera una invitación para moverse, pero quiero que lo
haga y punto. Se toca el horrible vestido amarillo con una
mano y noto que en la otra sostiene algo envuelto en una
servilleta de tela blanca. ¿Qué trama? Me observa a la
distancia como si temiera acercarse. Se muerde el labio
inferior con una inquietud que me indica que va a hablar. La
conozco.
—¿Te encuentras bien?
Inicia su ronda de preguntas. Su voz es suave, dulce,
igual a la de una maestra que instruye a niños pequeños.
Pasó de fastidiarme a gustarme. Ya me acostumbré a
escucharla, eso es todo.
—Te marchaste enojado.
—Ven aquí —le ordeno—. Estás demasiado lejos.
Se acerca a paso lento y se detiene frente a mí. Otra
molestia.
—Siéntate —le pido, y no hace caso. No se mueve, ni
siquiera hace el intento.
—¿En dónde?
—Tú sabes dónde, Emilia.
La agarro de la cintura y la traigo hasta mí. Cae sobre
mis muslos sin esfuerzo; es menuda y firme. Las piernas no
le llegan al suelo. Sin importar cuánto se esmere por
negarlo, sé que le gusta que tome el control. Su perfume
me golpea y esta vez huele frutal, a frambuesas. La
fragancia me relaja, aunque no demasiado. Desvío la mano
hacia su cadera y por alguna razón me siento tentado a
quitarle el cinto azul que trae atado en el vestido. Tiro de él
y deshago el nudo. Ella no dice nada, no me detiene. Deja
que juegue con sus prendas. Esta es la primera cosa de las
muchas suyas que pretendo hacer mía.
—No pensé que fuera a verte hoy —dice a medida que
me pasa el brazo por detrás de la cabeza para acariciarme
el cabello. Me gusta que haga eso. Lo descubrí esta
mañana.
—Te empujé en el lago. —Es lo que respondo. No quiero
dar explicaciones sobre por qué la hice venir—. No fue
intencional y no estuvo bien.
Confieso que sí la vi cuando caminaba hacia el caballo y
no me importó ser brusco para hacerla a un lado. Quería
irme de ahí y listo. No fue correcto, ahora lo veo.
—Para tu suerte, soy muy comprensiva.
—¿Qué traes ahí?
Señalo el envoltorio blanco que no ha soltado y que
despide un olor dulzón a masa y fruta horneada.
—Una porción de tarta de durazno. Ayer en la cena vi que
te gustó y lo sirvieron como postre en el almuerzo, así que
te guardé mi parte. Está en una servilleta porque no quería
que se dieran cuenta de que me lo llevé.
Sonrío. No sé si estoy conmovido, feliz o ambas cosas,
pero sonrío con el alma.
—¿Ahora eres ladrona de comida?
—Al parecer.
—Esa no es la respuesta que quería escuchar.
—Entonces, ¿cuál?
—«Cuando se trata de ti, soy muchas cosas». Eso es lo
que quiero que digas.
—Lo haré si me dices cuáles son esas cosas.
—Eres una soldado de mi ejército, eres Emery Naford —le
quito la porción de tarta de las manos y la dejo sobre la
mesa de noche—, eres una narradora de libros de guerra,
eres una bailarina terrible de ballet, eres una mujer que se
escapa de su habitación para ir a besarse con el rey
enemigo.
—Yo no vine a eso.
—Ah, ¿no?
Niega con la cabeza, pero la sonrisa en la cara la delata.
Claro que vino a eso.
No se resiste cuando la tomo del cuello y la traigo hasta
mi boca. La beso con fuerza, con autoridad, reclamando lo
que quiero que sea mío. Tiene unos labios llenos, perfectos,
que no dudan en corresponderme cada vez que quiero. Sé
que me desea y, casualmente, yo también a ella. Es una
verdad que me he obligado a callar. Deseé besarla bajo la
nieve en Cromanoff, deseé besarla en el mariposario, deseé
besarla en el bosque, la deseo hoy y estoy seguro de que
mañana también.
Su boca baila con la mía, se entrega, se pone a mi
merced. Me rodea el cuello y me acaricia la nuca. Eso me
eriza la piel, me incita y excita sin que yo pueda controlarlo.
No entiendo cuándo empezó Emily a tener ese efecto en mi
cuerpo, pero responde a su toque, a su cercanía, a una
velocidad que no había experimentado antes.
—Magnus. —Se separa cuando siente lo que me provoca
—. ¿Vas de nuevo a eso? —Se mueve, inquieta, sin
imaginarse que eso lo hace mucho peor.
—Si buscas una culpable, eres tú misma.
No la suelto del cuello porque pretendo seguir besándola.
—Yo no he hecho nada.
—¿En serio piensas que no? Si te disgusta, ¿por qué no te
has levantado?
—¿Quién dice que me disgusta? Es raro, nada más.
Sus ojos oscurecidos me dicen todo lo que quiero.
—No es raro que me excites. Deberías imaginártelo, ¿no
te has visto al espejo?
—Siempre decías que era simplona.
—Eso es porque era un idiota.
—¿Y ya no lo eres más?
—Digamos que soy un idiota al que le gustas mucho.
No me apetece hablar, así que le embisto la boca
nuevamente. Siento que me envuelve, me cautiva. Ella
calma mi necesidad, pero no la sacia. Quiero más, quiero
todo de ella y aun así no tendría suficiente. Me di cuenta de
esto en el bosque. Me costó detenerme, no quería. Estaba
perdido, desorientado, consumido por el deseo reprimido.
¿Por qué me he resistido tanto? ¿Por qué me he privado de
un placer tan estimulante? La siento como la enfermedad y
la cura misma, como la locura y la lucidez, como la muerte y
la vida. Llevo la mano a su vestido, una pieza estorbosa
dada mi necesidad. Bajo hasta sus tobillos y encuentro mi
camino al interior de la falda. Le recorro la pierna hasta el
muslo. Tiene la piel cremosa, tersa, como la más fina de las
sedas. La acaricio con la yema de los dedos, la aprieto con
fuerza y la azoto con la solidez de mi palma.
Emily jadea contra mi boca y es sencillamente
alucinante. Una corriente me recorre la espalda como si me
hubiera alcanzado un rayo. Es solo un jadeo, un hilo de su
respiración pesada, que desata en mí una sensación
complicada, arrebatadora y vigorizante. Soy todo y nada al
mismo tiempo. Sus labios, su cuerpo entre mis manos, su
fragancia dulce, sus dedos en mi cuello. Es mucho más de lo
que pensé que podría entregarme. Y esta vez soy yo el que
tiene que parar. No me gusta el rumbo por el que Emily me
está llevando.
—¿Qué pasa? —cuestiona, abriendo apenas los ojos.
—De seguir, llegaremos a un punto en el que no habrá
reversa. ¿Estás preparada?
Niega con la cabeza. Me lo imaginaba. Saco la mano de
su ropa y no me voy muy lejos. Le tomo los pies y le
desabrocho las sandalias. Quiero que se quede. El calzado
cae con un golpe seco al suelo y parece ser que ella estaba
esperando esa liberación, pues recoge las piernas y las
acomoda por completo sobre mí.
—Emily, ¿no me habías dicho que en Mishnock les
enseñan que tienen que odiarme? —Asiente sin caer en la
cuenta de lo que trato de decirle—. Entonces, ¿qué haces
sentada en las piernas del hombre al que te educaron para
odiar?
—Deja de molestarme con eso. —Sonríe, mimada. Y, para
mi sorpresa, me descubro disfrutando de esa actitud en ella
aun cuando la detesto en otros—. ¿No eres tú el rey que
odia a los plebeyos mishnianos?
—No solo a los mishnianos, sino a cualquier plebeyo de
cualquier reino. A excepción de una de ojos cafés y vestidos
estrambóticos.
—Mis vestidos no son estrambóticos, son creativos.
Me estiro hacia la mesa y abro la gaveta. Tomo la rama
del viñedo y se la entrego. Hablaba en serio sobre necesitar
una.
—¿Por qué me das esto?
—Porque jamás pienso darte flores. Esto es lo más
cercano que obtendrás de mí.
—Gracias, entonces. Aunque sí me darás flores.
—Sabes que ese tipo de agradecimientos no me gustan,
Emilia.
—No voy a besarte. Todavía siento las consecuencias de
lo que acabamos de hacer. ¿Quieres que te hable de nuevo
sobre lo mucho que mi hermana te detesta?
—No, ya debes acostumbrarte a sentirlo. —Baja la
cabeza a las hojas verdes, avergonzada—. Y no te hagas la
desentendida, que todavía no has dicho lo que quiero
escuchar.
Levanta la mirada. Sus enormes ojos color chocolate me
observan. Son brillantes, expresivos y medio inocentes.
—Cuando se trata de ti, soy muchas cosas, Magnus, en
especial la plebeya que se escapa de su habitación para ir a
besar al rey enemigo.
No pensé que pudiera excitarme más, y lo hizo.
—Y, por cierto, sabes a alcohol.
Estallo en una carcajada que no veía venir. Emily tiene la
capacidad de relajarme de una manera que ni siquiera
Francis ha sabido conseguir.
—Es porque me tomé toda una botella de vino. La
necesitaba.
—¿Tiene que ver con esa señorita Gretta?
Ya llegamos a la parte complicada.
—No vayas a hacer ninguna pregunta. Ya sabes más de
lo que quería que supieras. Era mi amiga y, confabulada con
Sigourney, me traicionó. Eso es lo importante.
—¿De verdad es todo?
Y ahí va. Fisgona, interrogativa e insistente.
—Desabróchame la camisa —le ordeno.
Se queda pasmada. Duda de mis intenciones, por lo que
debo asegurarle que no es lo que cree. Lentamente me saca
cada botón y me deja el pecho al descubierto. El asombro
no tarda en aparecer en su cara, aunque en un segundo se
convierte en tristeza.
—¿Ella te hizo eso?
La rabia, mezclada con el dolor, le hace vibrar la voz.
—Sigourney lo hizo. Ya no duelen, si eso te preocupa.
Baja la mirada, pero noto que los ojos le brillan por las
lágrimas que se le agolpan en ellos.
—No vayas a llorar, Emily, te lo pido. Es lo último que
necesito.
—¿Fue por eso que en Cromanoff, cuando me querías
enseñar cómo había quedado la herida que te causé, te
cubriste el resto del cuerpo con la camisa?
Asiento. Todavía no estaba preparado para mostrarle mis
cicatrices.
—¿Cómo pasó? ¿Fue en el palacio? ¿Con qué te hicieron
esto, Magnus?
—Te dije que no hicieras preguntas. No voy a entrar en
detalles.
—Bien, bien, Lo lamento. ¿Puedo tocarte?
—Puedes tocarme el cuerpo y las cicatrices de la
espalda, pero estas no.
Agradezco su empatía, pero no la quiero. No quiero que
sienta pena por mí. Si le enseñé mis heridas fue por dos
cosas: porque sé que algún día preguntará y prefiero acallar
todas sus dudas de una vez para no revivir esa pesadilla, y
porque sé que se acerca el momento en que la ropa nos
estorbará, así que necesito que haya procesado esto para
entonces. No miento cuando digo que deseo a esta mujer y
que mis ganas de explorar su cuerpo se han vuelto voraces.
24
MAGNUS
E. M.
E. M.
E. M.
Veo las iniciales que he escrito en la parte inferior de la hoja
y me cuesta creer que de verdad yo las puse ahí. Se lo
atribuyo al aburrimiento que me causa esta reunión; no
pienso darle otra explicación. Denavritz sigue hablando,
tratando de persuadirnos para que aceptemos la invitación
de Sigourney y le permitamos unirse a estos diálogos. Nos
ha dado el papel con las propuestas que Gretta dejó antes
de irse y yo lo único que hice fue llenar los espacios vacíos
con estupideces.
Emily.
Emilia.
Emilia es aceptable.
Ayer se fue de mi habitación en la madrugada. La vi pelear
contra el sueño porque no quería marcharse, aunque
tampoco quiso quedarse. No entiendo qué es a lo que le
teme. No voy a comérmela viva. Bueno, puede que un poco
sí, pero no como un depredador. Hoy tengo atado en la
muñeca el cinto azul que le quité a su vestido, escondido
bajo la manga de la camisa. Le encantará verlo porque le
hará pensar que me tiene y eso es lo que necesito.
—Magnus, ¿me estás prestando atención?
La voz fastidiosa del intento de rey dispersa la neblina
que me invade la cabeza. Asiento sin levantar la vista del
papel. Me concentro en otra de mis anotaciones.
Sus ojos cafés son tolerables.
Debo repetirme estas cosas para no arruinar mi actuación
en su presencia. Es decir, me agrada, me atrae, de otra
forma mi cuerpo no reaccionaría como lo hace, pero no es
nada más allá de eso.
—Entonces, ¿aceptarás? —insiste, a la cabeza de la
mesa.
—No lo creo. Sigourney no merece una oportunidad.
—¿Y tú sí? —Ese tono acusador de juez no le queda bien
—. Le has hecho mucho daño a mi pueblo y yo sigo dándote
nuevas oportunidades. ¿No deberías hacer lo mismo? Para
mí tampoco es fácil sentarme a negociar contigo, pero lo
intento por el bienestar de mi gente.
—Esto es diferente —interviene Brayden. Él entiende lo
difícil que es.
—Yo lo veo bastante parejo, señor Ingellus. La única
diferencia es que ahora ustedes fueron las víctimas. Sé que
las cosas están muy recientes, pero aun así deberían
considerarlo.
—Lo pensaré. —No lo haré. Para mí es un no rotundo—.
Por ahora doy por terminada la reunión. No tengo nada más
de qué hablar.
Francis, Brayden, Atelmoff, Wifantere menor y mayor me
imitan cuando me levanto de la silla. Sin embargo, antes de
que pueda escabullirme para ir a ver a la plebeya, Denavritz
me llama.
—Me gustaría hablar contigo un momento, si me lo
permites.
—Tengo otros asuntos que atender.
—Es de carácter urgente.
Todos salen de la sala de reuniones, tomando la decisión
por mí. Me quedo en mi lugar para que recite rápido su
discurso y pueda largarme. Él espera a que la puerta se
cierre y, una vez estamos solos, suspira agotado.
—Sé lo que pretendes y lo que estás haciendo.
Camina hacia mí y debo voltear el papel para que no vea
la más larga de mis notas.
Su presencia es molesta.
Su respiración es ruidosa, y pestañea mucho.
Me gusta la suavidad de su piel
y detesto que se cohíba de mostrarla.
—¿Qué es lo que pretendo?
—Usas a Emily para molestarme. Los vi en el puente, vi
que la abrazaste.
Y eso que no vio lo que pasó en el bosque.
—¿Quién dice que la uso?
—No finjas, Magnus. La ilusionas cuando es obvio que no
la tomarás en serio. ¿Me harás creer que estás
genuinamente interesado? ¿Que en algún punto te casarás
con ella?
Ni en mil años. Es una deshonra que no pienso cometer.
—Suenas como su padre y no como su exnovio.
—Soy el hombre que la ama.
Levanto las cejas por una sorpresa que no siento.
—Entonces, ¿por qué no te casaste con ella?
—No me cambies el tema. Contrario a lo que parece, ella
es mía, Magnus.
No sé cómo seguir aguantando la carcajada. ¿Tiene la
osadía de decir que es suya? Ella no le pertenece. No es de
nadie. Nadie es de nadie. Cómo odio esos malditos términos
de «tuyo» y «mío».
—Tenía la impresión de que estabas casado.
—Es un matrimonio que no durará demasiado.
—Denavritz —recojo los papeles de la mesa, dispuesto a
marcharme, pues no pienso escuchar sus idioteces un
minuto más—, no creo que ella guarde los mismos
sentimientos por ti.
—Porque tú la has confundido.
—¿No crees que influya un poco que la secuestraras?
—No voy a hablar sobre mis decisiones. Si hice que te
quedaras, es para pedirte que te alejes de Emily.
—Y si no, ¿qué?
Aparta la silla que nos separa. Apoya las manos en la
mesa en un intento de ser intimidante, pero falla. Denavritz
no me acorrala con sus amenazas, no importa cuánto se
esfuerce.
—Cedí al dejar que viniera para comenzar los diálogos,
pero no veo que estemos llegando a ningún lado. No das tu
brazo a torcer en nada de lo que pido. No quieres devolver
el oro que te robaste, no quieres detener el fuego, no
quieres sacar lo espías que tienes en Mishnock. Caminamos
en círculos y ya es fastidioso. Ahora vas por Emily y te
advierto que, si continúas, estos diálogos se acabarán.
No puede salirme con esta estupidez ahora. No he
conseguido nada, ni siquiera le he preguntado a la plebeya
si sabe algo. Es muy pronto para marcharme.
—Me parece que no tomaste en cuenta las
consecuencias de esa decisión.
Mi advertencia es débil y no por el tono voz. No me deja
muchas opciones y solo queda un camino que tomar.
—Retractarme o seguir adelante es lo mismo. Tú no
pones de tu parte en las conversaciones. Hablo con la pared
en cada reunión. No hay nada a lo que aferrarme.
—No si acepto la propuesta de Sigourney. Después de
eso ya no dependerá únicamente de ti.
—Por más que insista, no cederás.
—Tienes suerte de que Emily siempre me haga cambiar
de opinión.
—No la enlodes con tus caprichos. La vas a lastimar.
—¿Así como te enlodaron a ti?
Cuando las cosas pasaron, él era un niño dos años menor
que yo. Príncipes de diez y doce años. El recuerdo es vívido.
Tenía la mirada inocente, como la mía. Éramos un par de
jóvenes enemigos desde el nacimiento que se conocían por
primera vez. Era hablador, amable, elogiador. Estaba
emocionado por los acuerdos de paz y yo también.
Pensábamos que no tendríamos que ser enemigos. Sin
embargo, me di cuenta de algo más: del temor que le tenía
a su padre. Se convertía en un ser mudo cuando él estaba
cerca. Decía que era estricto, exigente. No logré imaginar
cuánto. La expresión de tristeza que me lanzó cuando supo
que mi padre nunca me había puesto una mano encima
sigue en mi mente. Dijo que yo tenía suerte. Se equivocó. Él
trataba de defenderlo, justificando que Silas lo hacía para
forjar el carácter de un líder, algo que sabía que no era
cierto. En ese momento no lo entendí, pensé que
simplemente era diferente y entonces amé más a mi padre.
Magnus V no tenía reparos en demostrarme cuánto me
amaba. Lo hacía todo el tiempo. Era como una competencia
entre él y mi madre. Siempre estuve acostumbrado a recibir
afecto. En cambio, en Denavritz estaba el anhelo, las ganas
incontenibles por enorgullecer a su padre, por ser visible y
valorado. Y apuesto la mitad de mi reino a que ese anhelo
todavía persiste.
—Eso no viene al caso. Te quiero lejos de ella. Le harás
daño y lo sabes tan bien como yo.
—Lo dice el hombre que les dio una pulsera con la misma
palabra a su esposa y su exnovia. Un tanto hipócrita, si me
lo preguntas.
Se endereza de golpe, como si lo hubieran atravesado
con una espada. Frunce el ceño. El desconcierto en su
mirada es real. No sabe de qué estoy hablando. Denavritz
es un mentiroso lleno de transparencias. Es muy fácil de
leer. Siempre me ha mirado con culpa por lo que me hizo su
padre. Es por eso que jamás he descargado mi rabia contra
él, por eso nunca le he tocado un pelo y por eso no teme
reunirse conmigo. Sabe, al igual que Gretta, que no le haré
nada. De esto puedo sacar una cosa y es que Emily no le ha
reclamado. No fingiré. Me causa satisfacción saberlo.
—¿De qué hablas? Sí le di a Lerentia una puls… pero…
¿de qué hablas, Magnus?
La confusión pasa a ser preocupación. Lerentia tampoco
le ha dicho nada. ¿Por qué lo haría si todo es una mentira?
—Sempiterno. Era lo que tenía grabado. Fue muy
insistente en que lo viera.
Omito a Emily porque no quiero que se entere de que fue
ella quien recibió el ataque. Iría corriendo a decirle que no
es cierto y necesito que ella siga pensando que él lo hizo.
Necesito que le siga guardando rencor.
—Supongo que Lerentia quería darme celos —añado—.
Mencionó que fue algo que usaste con Emily y que ahora
era la prueba de que la habías dejado de lado para tomarla
en serio a ella.
Consideraré volverme escritor porque esta historia me
está quedando hermosa.
—¿Emily lo vio?
—No. Y preferiría que Lerentia no se enterara de lo que
te he contado. Es bastante humillante el papel que adoptó.
No la avergoncemos. Que sea un pacto de caballeros.
Ahora solo debo saber que Emily nunca lo confrontará. Al
fin de cuentas, el lado de Lerentia ya está cercado.
—¿Quieres hacer un trato conmigo?
—Y con Sigourney. Envíale una carta y que mande a
alguien para negociar.
—Eso no borra el hecho de que quiero que te alejes de
Emily.
—De acuerdo. Lo haré para que veas cuán comprometido
estoy con estos acuerdos.
Por supuesto que no pasará, pero tengo que convencerlo
de que no le refuerce la seguridad. Para su mala suerte, me
gusta demasiado esa mujer y soy un hombre terco al que le
fascina conseguir lo que quiere.
****
—No tengo novedades —anuncia Atelmoff, sentado
cómodamente en el sillón individual de mi habitación.
Tiene las piernas cruzadas, las manos en el reposabrazos
y la piel alrededor de los ojos llena de arrugas que se
vuelven más visibles bajo la luz de las lámparas. El cabello
peinado para atrás ya muestra algunas canas en los
laterales, algo que parece no preocuparle. A Atelmoff no le
preocupan muchas cosas, a decir verdad, solo seguir su
papel sin ser descubierto.
—¿Cómo que no tienes nada? ¿Hasta cuándo tengo que
esperar por información?
—Hasta cuando él nos dé un indicio.
Atelmoff es el único mishniano que me agrada. Le tengo
respeto y estima. Es mi cómplice, mi ayudante, pero estoy
perdiendo la cabeza. Él también quiere deshacerse de Silas
y tenemos un plan en marcha para esto, uno sencillo que no
está dando resultado. La vanidad de Silas era nuestra ficha
principal y la belladona nuestra aliada. No soy un hombre
paciente y la espera se me hace eterna.
—Tu pupilo ya amenazó con suspender los acuerdos si no
me alejo de Emily. Se me acaba el tiempo, Klemwood.
—¿Qué pretendes con ella?
No estoy para estas cosas.
—No te cité para eso. ¿Cuándo me darás noticias de
Silas?
—Cuando las tenga. No sé si el plan ha surtido efecto, si
nos descubrió o si prefiere aguantarse el dolor antes que
salir. La cuestión es que no da reportes de vida. Stefan no
me cuenta nada. Quema las cartas que le llegan antes de
que yo pueda siquiera ver el color del sobre. Está
adoctrinado por su padre, le teme y no lo va a traicionar
nunca.
—¿Ni por Emily? —propone Francis, llevando la
conversación a un rumbo que no entiendo—. Si le decimos
que su padre la secuestró, puede que nos dé su ubicación.
—No es viable. —Atelmoff deshace la idea en segundos
—. ¿Por qué razón la secuestraría? Stefan sabe que sería lo
último que haría su padre. Él no tocaría a Emily justo porque
sabe que, de hacerlo, Stefan lo traicionaría. No se va a
arriesgar a semejante estupidez.
—Entonces, ¿qué? ¿Debo seguir esperando?
—No tenemos opción. Y, con respecto a Emily, no te
atrevas a romperle el corazón, Magnus. —Me apunta con el
índice—. Es algo que no podría perdonarte.
—No busco el perdón de nadie.
No le gustó lo que dije. Pasa por mi lado y sigue de largo
hasta la puerta, pero antes de irse vuelca su atención en
Francis.
—No permitas que cometa un error gigante con esa
muchacha.
Ahora es quien de verdad es. No el alegre, el simpático,
el gracioso. Es el Atelmoff real.
—Por más que me esfuerce, no está en mi poder evitarlo.
—Da igual. Ya hice la advertencia.
Cierra la puerta despacio. No es de azotes ni dramas. Sé
que va en serio, pero poco me importa. Nada de lo que diga
va a hacerme cambiar de opinión. Tengo un objetivo claro y
ella no está dentro de las prioridades.
—¿Tienes el collar que te pedí? —le pregunto a mi
consejero.
—Lo dejé en su mesa de noche. Supuse que lo vería.
—¿Es un diamante rojo?
—Es tal como usted lo pidió. ¿Qué hará? ¿Se alejará de la
señorita Malhore?
—¿Hay una buena razón para hacerlo?
—Más de una.
—Es una pena, entonces, que las vaya a obviar todas.
Necesito saber si ya la tengo en mis manos, necesito
comprobar que me obedecerá sin refutar, necesito
cerciorarme de que cada palabra mía sea ley para ella y de
que ya puedo moldearla para mi beneficio.
—Lleva a Emily al lago a medianoche. Haz lo de siempre
con los guardias. Ah, y que sea en carruaje. Recuerda que
les teme a los caballos.
—Es un buen momento para reiterar mi oposición a este
plan.
—Consigue lámparas, vino y toallas. Serán necesarias.
No regresaremos hasta el alba, te lo aseguro.
—No pensará hacer lo que creo.
—¿Por quién me tomas? Nunca cometería tal bajeza con
una mujer y menos con ella. Puedo llegar a ser un idiota,
pero no a ese nivel. Obedece y punto, Francis.
Me cuesta admitirlo como pocas cosas me cuestan. Hay
un hambre en mí que solo Emily sabe saciar. Es una
dependencia que debo erradicar, aunque no por ahora, por
supuesto. Voy para averiguar lo que necesito; no obstante,
también voy para obtener mi dosis diaria de ella.
25
EMILY
Magnus está frente a mí con una capa negra que le llega a
los pies. El broche dorado que tiene en el cuello brilla
cuando lo alumbro con la lámpara a gas. Su traje oscuro lo
camufla un poco en la penumbra, pero la luna llena y clara
lo expone ante mí. Es un contraste sombrío si tomamos en
cuenta la vegetación que ahora parece muerta por la
oscuridad de la noche.
—Pensé que te vería hasta mañana —confieso mientras
sostengo en la mano izquierda la canasta que me dio
Francis—. ¿Puedo preguntar qué hacemos aquí?
—Quería verte.
La respuesta me anima el corazón. Estar todo el día
encerrada en la alcoba del palacio es fatigoso. Hasta he
leído libros que ni siquiera me interesan. Ya no sé ni de qué
hablar con Leslie. Hemos agotado todos los temas de
conversación que podríamos tocar.
—¿Acaso tú no me extrañabas? —añade con ese tono
sencillo que me agrada escucharle. No es soberbio, sino él,
un hombre encantador que le habla a la chica que le gusta.
Las ruedas del carruaje hacen crujir la hierba cuando se
pone en marcha y se aleja. Los caballos obedecen después
de un par de relinchos, dejando el sonido de las herraduras
contra el suelo.
—Yo siempre te extraño —confieso, y es verdad: sin
contar a Leslie y a Atelmoff, él es mi única compañía aquí.
La sonrisa se le extiende por el rostro. Es bonito verlo
sonreír. Es fresco, natural, agradable. Me hace sentir
cómoda y feliz. He descubierto que me gusta provocarle ese
gesto. Es como una recompensa personal.
—Ven aquí.
Me extiende la mano y voy hacia él, confiada. Me quita la
canasta, la pone junto a nuestros pies y luego hace lo
mismo con la lámpara. De inmediato me toma de la cintura
y me aprieta con fuerza, encontrándose con el corsé de mi
vestido verde bordado con margaritas blancas. Me lo puse
para él. Todo es para él.
—¿Es por mí? —pregunta lo que deseaba.
Ahora soy yo quien sonríe mientras asiento. Se le
profundizan los hoyuelos, satisfecho por la respuesta. Y es
ahí cuando empieza la sensación abrasadora dentro de mí.
—Quiero que me lo digas y que digas mi nombre al final
—ordena con la autoridad de un rey a su súbdito.
—Es por ti, Magnus.
Su cuerpo está muy cerca y me tienta. Lo extraño es que
ni siquiera sé a qué. Su aroma revolotea mi alrededor, me
nubla, me enreda y no me molesta ni un poco que haga
migajas mi raciocinio.
—Emily, hoy quiero que me obedezcas. ¿Lo harás?
—Intentaré hacerlo.
Siento su mano en el cuello, como una enredadera que
crece. No es delicado, aunque tampoco se me dificulta
respirar. Siento el frío metal de sus anillos sobre mi
garganta y cómo sus dedos largos me sostienen con ímpetu.
—¿Me tratarás bonito? —cuestiono, sin saber a dónde
nos llevará esto.
—¿Te gusta que te traten así? —Asiento levemente
debido a lo poco que su agarre me permite mover la cabeza
—. Digamos que me gusta ser un tanto más fuerte. ¿Eso
supone un problema para ti?
—¿Qué tan fuerte?
—Eso lo decides tú.
Respiro profundo para calmar la revolución de mis
emociones. No soy adivina, pero sé que algo pasará. Lo
presiento y la intuición me hace cosquillas en las puntas de
los dedos.
—¿Por qué te gusta tomar a las personas del cuello?
Lo miro directo a los ojos, brillantes y pesados.
—La pregunta sería por qué me gusta tomarte a ti del
cuello. No lo hago con nadie más, Emily. Es una fijación que
aparece solo contigo y lo hago para mantener el control.
—¿Control de qué?
—Siempre existe la tentación y debo recordarme que soy
el rey. Soy la autoridad entre los dos.
Me hace sentir extraña. Me gusta cuando se muestra
autoritario. No sabía que disfrutaría de recibir sus órdenes, y
es que no son las que se le dan a un cortesano. Son
nuestras, son íntimas, y eso lo cambia todo.
—Traje un obsequio para ti —continúa sin soltarme. Las
luces de la luna y de la lámpara crean un juego de sombras
en su rostro—. Está en el bolsillo de mi pantalón. Búscalo.
El agarre de Magnus en mi cuello se endurece cuando
intento mirar hacia abajo. Aquello es la orden directa de que
no lo haga.
—¿Te di permiso para que bajaras la cabeza? —Niego
lento—. Entonces, ¿por qué me quitas la mirada?
—Lo lamento. —Mi voz es tan fina como una pluma.
Hasta dudo de que me haya escuchado.
—Busca sin dejar de mirarme.
Le pongo las manos sobre el torso y desciendo lento. Lo
primero que encuentro es la pretina de su pantalón. Siento
las costuras, los cortes y el inicio de los bolsillos. Uno a cada
lado. No quiero desviarme y tocar alguna parte de su cuerpo
indebida. Me mantengo en línea recta hasta perderme en el
interior del bolsillo izquierdo. No hay nada. Meto la mano en
el derecho y siento algo cuadrado de textura suave. Es una
caja de terciopelo.
Magnus me suelta cuando saco el pequeño cofre negro y
extrañamente resiento la ausencia de su tacto. Me quita la
pieza y, para mi sorpresa, no soy capaz de seguir sus
movimientos. Me quedo inmóvil, preguntándole con la
mirada si puedo bajar la vista hacia sus manos. Me gusta
este juego. Esta obediencia es nueva para mí y me encanta.
Me sonríe cuando lo nota. Me toma del mentón y me baja la
cabeza para que aprecie su regalo. También disfruta de mi
obediencia.
Un collar reposa dentro del estuche. Se trata de una
cadena de oro con un colgante rojo, quizás un rubí. Está
engastado en forma de gota y recamado con pequeños
diamantes alrededor. La gema es hermosa y brillante. Es
una fantasía. Sin embargo, por más que la detallo, no veo
ninguna palabra grabada.
—Es hermoso, Magnus. —Mi sonrisa demuestra más que
mis palabras—. Muchísimas gracias.
—Decidí no ponerle nada —aclara la duda que me ronda
la cabeza—. Lo incierto es lo mejor de la vida. No sabemos
qué pasará mañana, ni siquiera cómo terminaremos esta
madrugada.
—¿Qué insinúas?
—Lo averiguaremos. Date la vuelta.
Le doy la espalda y me recojo el cabello para que me
ponga la cadena en el cuello. Su respiración se pasea por mi
nuca mientras cierra el broche. Es delicado, como no ha sido
en los últimos minutos. El colgante me cae sobre el pecho,
pesado y frío. Después me rodea la cintura con los brazos
en un gesto que no esperaba, pero del que no me quejo. La
calidez de su cuerpo contrarresta la brisa helada que barre
la medianoche.
—No lo pierdas jamás. Promételo, Emily —me susurra al
oído.
—Pensé que no creías en las promesas.
—En las tuyas sí. Promételo.
Se me encienden las mejillas. Con cada palabra, me hace
dar un paso hacia un lugar al que no quería llegar.
—Lo prometo.
Me bloquea los movimientos cuando trato de darme la
vuelta. Me sostiene con fiereza y se queda detrás de mí. Sus
manos abandonan mis caderas y viajan hasta mi espalda.
—Quiero quitarte el vestido. ¿Puedo?
La petición me atropella. No sé qué tan preparada estoy
para eso. Es decir, para desnudarme completamente.
—Creí que tú mandabas.
—No pasará nada que no apruebes —asegura al notar mi
indecisión—. Yo mando, pero debe estar claro que tú
decides hasta dónde puedo llegar en tu cuerpo.
—¿Qué haremos después de que me quites la ropa?
La expectación hace de las suyas debajo de mi piel.
Estoy nerviosa, pero no incómoda.
—Nadar. Es un plan inofensivo.
—¿Puedo usar tu camisa para eso?
—Puedes usarme a mí, si lo deseas.
—Por ahora solo quiero tu camisa.
La invitación es clara. Ya le di la potestad de quitarme el
vestido. No pasa mucho tiempo antes de sentir sus manos
en la piel. Toma los broches y empieza a soltarlos uno a uno
con una paciencia que no sabía que tenía. Poco a poco mi
piel se muestra ante él, me desnuda y entonces siento
pudor. Me baja los tirantes por los brazos, deshaciéndose de
todo lo que estorbe entre su cuerpo y el mío. El vestido no
cae por completo, sino que la falda se sostiene en mis
caderas, arropándome parcialmente. A pesar de que no
puede verme, me cubro el pecho con el cabello. No estoy
lista para que vea esa parte de mí, al menos no por ahora.
—Me gustas mucho, Emily.
Sus palabras van seguidas de un beso en mi hombro
izquierdo. Es una sensación abrumadora. Sus dedos
serpentean por mi piel, de arriba abajo, como si trazaran las
líneas de un mapa. Magnus desciende y, antes de que yo
pueda reaccionar, su respiración ya me adorna la parte baja
de la espalda. En seguida siento la humedad de su lengua,
que sube como un huracán por mi espina dorsal y se
detiene en mi nuca. Se me escapan unos jadeos, arqueo el
cuerpo y aprieto las manos, sobrepasada por las
sensaciones. Repite la acción, pero esta vez en la curva del
cuello y la oreja, creando una línea mojada que me lleva a
cerrar los ojos.
—Hoy no voy a besarte en la boca.
El corazón me late rápido, frenético. Magnus me hace
sentir más de lo que alguna vez pensé que llegaría a
experimentar. Es adictivo. Me doy la vuelta y me pongo
frente a él. El cabello aún me cubre, pero eso no impide que
me mire. Sus ojos no están en mi cara ni en mi cuello. Tiene
la respiración entrecortada. Todo por mí, por mi cuerpo. Me
eleva el ego cada vez que se fija en detalles de mi figura.
Me hace sentir diferente, importante.
—No había notado ese lunar.
Señala el pequeño punto que tengo en medio de los
pechos. El colgante lo apunta como flecha a un camino.
—Nunca había estado sin vestido.
—Parece que he descubierto mi parte favorita.
—No has visto todo de mí.
—¿Consideras que hay algo mejor?
—No lo sabremos hasta que veas cada parte. —
Mantengo el tono seguro que adopté desde el principio. Hoy
no quiero sentir vergüenza.
—¿Y cuándo será eso?
—Ya veremos. ¿Me prestas tu camisa?
Lo primero que cae es su capa. La suelta sin darle
importancia. Sin dejar de mirarme, se abre los botones de la
camisa hasta desnudarse. Veo un cuerpo ejercitado en el
que se pueden notar con claridad los oblicuos y la línea
alba. No puedo apartar la vista. No quiero hacerlo. Su piel
no es perfecta debido a las cicatrices en el pecho y la
espalda. Las conté cuando me las enseñó en su habitación:
once. Algunas son más grandes que otras. Hay una en
particular que me llama la atención. Está debajo de su
pectoral. Es larga, rojiza y contrasta con su piel pálida. Esa
herida debió dolerle muchísimo. Es la de mayor tamaño y la
más cercana a su corazón.
—Actúa como si no estuvieran ahí —me pide, y noto
cómo lo afecta—. Así es más fácil sobrellevarlas. No las
mires demasiado.
Se me rompe un poco el corazón. Sé que el
resentimiento va más allá de su apariencia. Es por la
traición que representan. Le hago caso y desvío la mirada a
su mano: hay un detalle que me captura por completo.
¡Lleva la cinta azul, la que le quitó a mi vestido! La cinta
ahora ocupa el lugar en donde iba una esclava trenzada. Lo
reconozco, lo tengo tan estudiado como él a mí. Me parece
hermoso que prefiera llevar mi cinta.
Me visto bajo sus ojos y es como si una estela negra se
posara sobre mí. La camisa me queda grande y larga. Me
llega hasta un poco más arriba de las rodillas y las mangas,
que cuelgan, me tapan las manos, por lo que él me ayuda a
doblarlas. Con toda libertad me deshago del vestido y lo
echo a un lado con el pie.
—Te queda mejor que a mí.
—¿Lo dices de verdad?
—Todo lo que te digo es en serio, Emily.
Magnus toma la botella mientras yo camino hacia el lago
con el viento, que me levanta el pelo.
—Detente —ordena detrás de mí.
Freno a menos de un metro del agua. Él se acerca por un
costado, va de inmediato a mis pies y me quita las sandalias
de tacón.
—Olvidé que las llevaba —menciono, aunque no me
mira.
—No te he pedido que hables. —Su tono es brusco. Un
auténtico regaño.
Me levanta ligeramente la pierna derecha, lleva su boca
a mi tobillo y pone ahí un beso corto que se convierte en
otro y luego en una secuencia que sube por mi pantorrilla y
se detiene en mi rodilla.
—Tú decides hasta dónde puedo llegar.
Siento sus labios contra mi piel, así como su lengua, que
me recorre la cara interna de las piernas. Cada vez más
arriba, cada vez más húmedo. Me muerde suave a la mitad
de su recorrido y me besa luego como recompensa. Se
acerca a mi entrepierna: es ágil, sugestivo. El cuerpo me
tiembla y la pierna que tengo apoyada lucha por
mantenerme en pie, en medio del torbellino de emociones
que me crece en la parte baja del abdomen. El problema es
que no lo puedo dejar ir más allá. No es el momento.
Le agarro el cabello con fuerza y lo freno antes de que
llegue a la zona prohibida. Magnus se separa de mi piel. Sus
ojos oscurecidos me observan desde abajo. Dos lunas llenas
en pleno eclipse.
—¿Hasta aquí? —pregunta, aún sin soltarme.
—Por ahora, sí.
—Entonces —se levanta y se hace a un lado—, ve al
agua. Hay muchas cosas que quiero hacerte y poco tiempo.
Las mejillas me arden al escucharlo y lucho contra una
sonrisa taimada que no quiero que note. Llego a la orilla y,
sin pensarlo, me hundo en el lago. El agua está helada, así
que mi cuerpo de inmediato protesta por el cambio de
temperatura. Tirito y me abrazo a mí misma en busca de
calor. Él viene detrás y, pese a que se queja al entrar,
parece acostumbrarse rápido.
—Bebe. Eso te ayudará a entrar en calor.
Me acerca una botella a la boca y por instinto la abro.
Derrama el líquido y lo trago como si estuviera necesitada.
Es astringente, seco y poco agradable. Hago una mueca,
adaptándome al sabor y a la quemazón que deja cuando me
baja por la garganta.
—No me digas —comenta al ver mi disgusto—. ¿Prefieres
el vino blanco?
Asiento.
—Ni siquiera debería sorprenderme.
—Es más suave —me defiendo.
—Eres demasiado suave para mí.
—¿Eso es un problema?
—Lo será. Estoy seguro de que lo será.
Me rodea con los brazos y me lleva hasta él. Siento su
cuerpo firme, la curva de sus músculos y su piel mojada y
ahora helada.
—Siempre hueles muy bien, Emily.
Su nariz me hace cosquillas en el cuello.
—Soy hija de perfumistas. Mis padres estarían
decepcionados si no fuera así.
—No hables de tus padres cuando en lo único que estoy
pensando es en una manera de no arrancarle la ropa a su
hija.
Me río. Quizás es un mecanismo de defensa o solo
nervios, pero me río. Estoy segura de que puede sentir la
vibración mientras me besa el cuello. Quiero estar así por
mucho tiempo. Sus manos pasan de mi cintura a mis
pechos. Los rodea, los cubre, los acaricia. No esperaba el
contacto y tampoco esperaba disfrutarlo tanto. Se aleja solo
para mirarlos incluso por encima de la camisa. Mis pezones
son dos puntos que se marcan en la tela, dos puntos que él
estimula con los dedos y me hace jadear.
—Me estás haciendo perder la cordura, Emily, y eso es
peligroso para un rey. —Sus ojos no están en mí, sino en la
abertura que forma su camisa—. Tengo que estar centrado,
pendiente de mis asuntos. Debería alejarme de ti. El
problema es que soy incapaz.
Acerca su boca a mi pecho. Me besa con decisión por
encima de la ropa, mordiéndome suave hasta hacerme
jadear, y es en ese instante cuando las cosas cambian para
mí. Es como un chasquido, un despertar, un sacudón. Unas
chispas me recorren el cuerpo mientras me aferro a su
espalda. Me estrecha fuerte a medida que repite el
movimiento. Son muchas sensaciones a las que no puedo
dar explicación y aunque quisiera atribuirle la humedad que
noto entre las piernas al agua del lago, sería una completa
mentira.
Se me moja el cabello cuando me inclino hacia atrás,
dejándome llevar por lo que sea que él quiera hacer. Su
cuerpo me cubre como una avalancha. Busca mi escote y
me lame la piel, probándome por primera vez. Se abre
camino por mis muslos con una mano y se detiene encima
de la ropa interior. Sus dedos hacen presión en la zona,
masajeándome en círculos. Es lento, tortuoso y, sin
embargo, maravilloso. Separo las rodillas para que pueda
tocarme mejor y lo siento sonreír contra mi pecho al notar
que le abro espacio. No fingiré ser una puritana, no cuando
estoy con él. Me gusta cada cosa que me hace y se lo
demuestro con jadeos cada vez más sonoros.
—Quiero, Emily —susurra, mordisqueándome—, que
algún día me permitas hacerte todo lo que se me cruce por
la cabeza sin pensar en ninguna consecuencia, sin cohibirte,
sin temer, sin arrepentimientos. Que te entregues por
completo para que yo pueda tomar de ti lo que se me
antoje. ¿Lo harás?
—¿Algún día?
Repito lo que ha dicho y él se separa para mirarme. Odio
que lo haya hecho, aunque sigue moviendo la mano con
firmeza y sin intención de detenerse. El iris en sus ojos se
ha perdido casi por completo. Es una mirada dominante que
me hace sentir endeble.
—Sí, algún día. ¿Me dejarás? —Asiento. ¿A quién engaño?
Sé qué pasará—. Haré lo que quiera contigo. ¿Eres
consciente del permiso que me das? —Vuelvo a asentir. Su
mano va cada vez más despacio, como si quisiera que me
concentrara en lo que dice y no en lo que me está haciendo
—. Esperaré hasta entonces.
Y así, sin previo aviso, me priva de su toque. Quita la
mano y me sonríe, complacido por los términos que he
aceptado y por someterme a él y a sus condiciones.
—¿Por qué tanto temor a mostrar tu cuerpo, Emily?
Nunca he estado desnuda frente a un hombre, ni siquiera
con Stefan lo imaginé y pensar en hacerlo… me cuesta.
—No me siento preparada. Es todo.
—No tienes que presionarte si no lo quieres. Nadie puede
obligarte.
Y ahí viene de nuevo ese tema horrible. Nadie puede
obligarme y Faustus casi me obliga.
—Una vez sucedió algo en Mishnock. Hubo un hombre
llamado Faustus y él…
Empiezo a contarle la historia en detalle. Desde mi
primera visita al bar hasta el juicio que gané con el apoyo
de Shelly, Willy y Stefan. La expresión en su rostro cambia
cuando llego a esa noche tormentosa, la pesadilla de mi
vida. La atención que le daba a la historia se convierte en
rabia. Tensa la mandíbula y frunce el ceño. Debo tomar un
trago de vino para continuar cuando me falla la voz y
respirar fuerte porque me lleno de ira.
—¿Está vivo? —cuestiona, indignado, en el momento en
que termino de hablar.
—Está en prisión.
—Pero vivo. Es inadmisible. Lo primero que hubiera
hecho es cortarle las manos.
—En Mishnock las leyes no son tan violentas.
—¡Porque Denavritz es un maldito imbécil! Yo lo habría
colgado en la plaza pública y habría ordenado que lo
apedrearan antes. No estaría solo preso. Y mucho menos si
fueras mi novia.
¿Algún día seré su novia? No lo había pensado antes. ¿Y
qué somos ahora? ¿Amigos? No, somos más que eso,
aunque supongo que menos que una pareja.
—¿En qué estás pensando, Emily? No olvides que puedo
leerte.
—No es nada. —Me aclaro la garganta y me deshago de
los nubarrones negros que tengo en la mente—. Stefan me
apoyó tanto como pudo.
—Bajo mi concepto, no lo suficiente. ¿Te gustaría que ese
hombre estuviera muerto?
—No me gusta la violencia.
—Responde: ¿sí o no? Un día te hablé del odio justo y por
supuesto que ese infame merece tu odio. ¿Desearías que
estuviera muerto?
—Sí —suelto lo que ni siquiera sabía que tenía atorado en
la garganta—. Para que jamás se atreva a hacerle eso a
ninguna otra persona.
Me sonríe, como si escucharme pronunciar esas palabras
lo hiciera sentir orgulloso.
—Emily, ¿quién te sacó de Lacrontte? ¿Quién te devolvió
a Stefan?
Suspiro. Pensar en ese hombre me causa malestar y
cansancio.
—El Mercader. Ese señor casi arruina a mi familia.
Su semblante cambia de nuevo. Ya no hay rabia, sino
sorpresa. Ahora es él quien bebe un trago de la botella,
como si la mención de ese traidor lo hubiera molestado.
—¿Lo conoces?
—Un poco. Cuando conocí a Vanir, ella tenía un novio.
Era a quien llamas el Mercader.
Siento que unas luces se encienden y desvelan una
verdad que había estado oculta. Por eso sabía en dónde
encontrarme. Se siguen viendo. ¡No hay otra explicación!
Ella fue quien le contó que yo iba al palacio, por eso me
esperó para capturarme. Sabía qué camino tomaba, tal
como lo sabía Vanir, porque ella me espiaba. ¡Un segundo!
Eso apoya mi teoría de una infidelidad. Si le dio a su exnovio
esa información, es porque seguro no es su exnovio.
—¿A quien llamo el Mercader? —Me quedo con lo último
que dijo—. Entonces, ¿cómo lo llamas tú?
—Gerald Heinrich. Ese es su nombre.
Lo repito mentalmente para que no se me olvidé jamás.
Stefan una vez mencionó su apellido, pero saber el nombre
completo me da un poco de poder sobre él.
—¿A qué te refieres con que casi arruina a tu familia?
—Nos robó mucho dinero. Saqueó la perfumería de mis
padres y nos amenazó. Él no es una buena persona y
entiendo por qué Vanir fue su novia. Ella tampoco lo es.
—Estoy al tanto de lo que te hizo. Te entregó a la Guardia
Civil.
Así que Francis se lo dijo. Me alegra. Quería que estuviera
enterado.
—Ella me dijo que me alejara de ti —confieso al recordar
el escándalo que hizo fuera del palacio—. Mucha gente me
pide que me aleje de ti, si soy honesta.
—Me da gusto que no obedezcas. Es lo que yo hago
cuando me piden lo mismo contigo.
—Tú me pides que te obedezca.
—Eso es diferente. Tú y yo somos compañeros de crimen,
¿lo olvidas?
—¿Es decir que ya me ves como tu igual?
—¿No es obvio? Me tienes aquí, haciendo todo esto por
ti. Me escondo como un enemigo asustado solo para verte
unos minutos, que son los mejores de mi día entero.
La sonrisa que me aparece en el rostro es natural,
evidente. Magnus me gusta muchísimo, más de lo que
alguna vez me ha gustado alguien. Es lo que nunca pedí, lo
que nunca soñé y ahora es lo único que deseo. No quiero
que le guste nadie más, no quiero que se fije en nadie más.
Quiero que me tome tan en serio como yo lo tomo a él.
Jamás pensé decirlo, pero quiero que el rey enemigo sea
para mí.
26
EMILY
La semana pasó y seguimos aquí. El plazo se extendió y los
días siguen caminando como flojos aventureros. Magnus y
yo nos vemos cada noche y hablamos de tantas cosas que
hice una lista con lo más relevante: desde la muerte de sus
padres solo se viste de negro, su color favorito es el rojo,
fue su padre quien le enseñó a nadar, de niño les pedía a
los guardias que hicieran la tarea por él y ama con locura la
tarta de durazno. También me dio el reporte que su espía
consiguió sobre mi familia. Mis padres me enviaron una
carta y aunque aseguraron que no debía preocuparme por
ellos, es imposible que no lo haga. Mia se fue adonde la
abuela Clarise y la perfumería marcha lento. Sin embargo,
esa no fue la única carta que me enviaron. Nahomi también
se hizo presente con un mensaje que no ha dejado de
rondarme la cabeza desde que lo leí.
Mi hermosa Emily,
¿Ya eres feliz? Espero que sí. Eso no lo puedo ver. Las
emociones cambian a diario, así que es difícil asegurarlo. Lo
que sí quiero pedirte es que no olvides llevarme cuando sea
el momento. Me gustaría visitarte, a menos que los rieles se
crucen. Espero que no. Y, por favor, dile que no los use, no
todavía. Al menos no en su dedo anular. Recuérdaselo.
Emily, debes tener en cuenta que ellos dos son muy
diferentes. Son como el océano. Comparten el mismo título,
pero lo portan de una manera distinta. Uno parecer ser
como el agua tranquila y hermosa a la vista; llamativa,
refrescante e inofensiva en la superficie. Parece que nunca
va a hacernos daño, hasta que nadamos más y más
profundo y vemos cómo todo se oscurece y nos corta la
respiración. Así es él.
En ese momento supe que hablaba de Stefan.
Y el otro es el agua turbulenta en una tormenta. Desde la
superficie puede verse el peligro, el oleaje agresivo y la
fuerza de la marea. No nos esconde nada. Saca todo lo que
tiene, lo expone, muestra su contaminación y la deja a la
orilla de la playa. Al ver el desastre solemos
compadecernos. Nos armamos de palas y bolsas para ir a
limpiarlo. ¿Es siempre eso lo correcto? Piénsalo. En la
tempestad también hay belleza. Una frenética y excitante.
Ver el océano enfurecido, mientras lo navegamos, nos llena
de temor y valentía al mismo tiempo. Es casi como si
peleáramos con él. Si le ganas a la ventisca, tendrás el
poder sobre ese océano.
Y aquí supe que hablaba de Magnus.
Me encantaría darte algo más. Estás a la deriva y mi
barco navega demasiado lejos y pronto lo estaré todavía
más. Me alejo de la orilla, Emily, me voy. Alguien más dirige
mi travesía. Soy parte de la tripulación y es imposible saltar
a alta mar. Así como tampoco está en mi poder dar
recomendaciones específicas. El libre albedrío me lo impide.
Lo bueno es que puedo hacerte una pregunta que te
ayudará en las elecciones. ¿Eres capaz de sobreponerte al
temporal y nadar contra la tormenta o prefieres la calma
superficial?
No entiendo a qué viene esto. Si presiente cosas como
siempre lo hace, sabría que estoy con él, que lo veo a diario,
que me estoy arriesgando, ¿o no? Vernos a escondidas es
arriesgarse, ¿verdad?
—¡Emily! —Atelmoff chasquea los dedos frente a mí—.
¿En qué reino está tu mente? Ya llegó Aldous.
Estamos todos de nuevo en el vestíbulo principal del
palacio, en espera del rey Sigourney y su comitiva. Ya le
confesé a Atelmoff que ayudé a Magnus a robar el oro, así
que temo que el rey Sigourney me reconozca y quiera hacer
algo en mi contra. Él prometió entonces que se quedaría a
mi lado y me acompañaría como un guardia protector. El
problema es que no sé cuánto tiempo podrá cuidarme, ya
que a los Wifantere se les ocurrió la gran idea de organizar
un baile de máscaras para celebrar el inicio de los acuerdos
de paz. Desde hace días he estado pensado en mi atuendo
y he pasado bastante tiempo en la sala del sastre, pues la
temática de animales que propuso la reina Magda me dejó
sin ideas. Sin embargo, estoy orgullosa de mi elección.
El asqueroso rey Aldous hace su entrada en un traje
burdeos. Sus ojos como el carbón estudian la sala y a cada
uno de los que estamos aquí. Trae una capa de pieles y una
corona de oro ostentosa con remaches y diamantes, que
estoy segura de que le hace doler la cabeza. A su derecha lo
acompaña un joven apuesto. Lo digo muy en serio. Debe
rondar los treinta años. Es de cabello castaño con rizos
sueltos que le caen sobre la cara. Tiene ojos almendrados
grises, iguales a los de un zorro, cejas gruesas que lo hacen
ver un poco mayor y labios finos. Está vestido con un
pantalón oscuro y una impecable camisa blanca. Luce como
un secretario al lado de las extravagancias de su rey y
parece encantado de estar aquí. Sonríe sin mostrar los
dientes y hace varias reverencias mientras mantiene una
mano en el primer botón de su chaqueta.
—Majestad —habla Everett como anfitrión—, un placer
tenerlo aquí.
—El placer es todo mío —responde con esa voz de
anciano fumador que me produce náuseas—. He traído
conmigo a mi leal compañero. Mi consejero y amigo, el
conde Ansel Cournalles. Espero que eso no le moleste al rey
Magnus.
¿Qué tiene que ver Magnus con esto? Miro por reflejo a
Atelmoff. Él siempre tiene mucha más información que yo.
Para mi mala suerte, esta vez niega con la cabeza.
—No tengo la menor idea —me susurra.
—No es una buena manera de comenzar los diálogos, rey
Sigourney —protesta Francis.
Magnus, que está a su lado, ya aprieta los labios. Se está
conteniendo. Incluso Ingellus parece fastidiado por la
presencia del conde. ¿Qué relación tienen con ese joven?
—Considero que es la mejor, pues así todos podemos
arreglar nuestras diferencias.
Me sorprende que el rey Lacrontte esté en silencio. Se
nota tenso, todos nos damos cuenta de ello, pero no dice
una palabra. Debe ser difícil para él tener tan cerca al
hombre que le causó tanto daño. No me imagino lo que le
pasa por la cabeza ahora mismo. Quizás quiere saltarle
encima y atravesarlo con una espada o dispararle. Puede
que ambas. La cuestión es que no es más que una estatua
en este momento, una que seguro hierve de ira por dentro.
—Pueden ir a sus habitaciones. Ya está todo preparado.
La invitación de Magda hace que quienes están en frente
de mí se muevan, exponiéndome como pasó al inicio de los
diálogos, cuando Magnus llegó al palacio. La diferencia es
que aquí no me encuentran unos ojos verdes, sino negros.
La mirada de Aldous se oscurece mucho más. La cólera se
enciende en su cuerpo tras reconocerme. Sabía que esto
pasaría.
—La soldado. —Me señala, me acusa, me expone—. ¿Qué
hace aquí?
Todos
me
miran,
confundidos,
escudriñándome,
buscando en mí una explicación que no voy a darles.
—Creo que ya se disponía a ir a su habitación, majestad
—interviene Francis nuevamente al ser consciente de la
situación.
—¿A qué se refiere con «soldado»? —cuestiona Stefan.
¡Por todos los cielos! ¿Por qué no puede mantener la
boca cerrada?
—Ella me manipuló para que los Lacrontte pudieran
robarme. Me mintió e intentó conquistarme pese a saber
que soy un hombre casado.
—¿Por qué no me sorprende? —Escucho el comentario de
Lerentia. Lo que daría por sellarle la boca.
—Es usted un mentiroso —alzo la voz. Este cerdo no va a
mancillarme. Magnus dijo que me respaldaría siempre, así
que tengo la confianza para discutir—. No haga el papel de
víctima, cuando jamás podré sacarme de la cabeza sus
asquerosos ofrecimientos.
—Cuida la forma en la que le hablas a un monarca —
advierte Everett, otro inoportuno, igual que su hija.
—Ah, ¿no? Había todo un plan armado para que la llevara
a las bóvedas —me recrimina el rey de Grencowck antes de
mirar a Magnus—. No es divertido que te engañen, ¿cierto,
mi querido Lacrontte?
Estoy esperando a que él diga algo, se defienda o me
respalde, pero no hace nada. Es como si estuviera en otro
lugar, como si nos estuviera ignorando a todos. No entiendo
qué le pasa.
—Majestad —habla Ansel—, creo que está siendo algo
injusto con la muchacha. Solo seguía órdenes de su
soberano y no se la puede juzgar por obedecer.
—¿Saldrás como su defensor?
—Solo digo que no debemos exponerla por cumplir
órdenes. Vinimos por la paz, no a la guerra.
—Avísenme cuando sea la hora de la reunión. —Son las
únicas palabras de Magnus antes de darse media vuelta e
irse por el pasillo hasta las escaleras.
El resto también se dispersa, cada uno rumbo a sus
habitaciones, excepto Stefan, que desde que supo lo que
hice en Grencowck no me ha quitado los ojos de encima. Se
acerca a mí, cauteloso, sin importarle que su esposa nos
observe a la distancia.
—Acompáñame —susurra, señalando uno de los pasillos
del primer piso.
—Stefan —media Atelmoff al notar sus intenciones—, lo
mejor será que hablen en otra ocasión.
—Estoy tratando de no hacer un escándalo, así que no te
metas. Emily, acompáñame.
—Estaré bien, Atelmoff. Nos vemos después.
****
—¿Me puedes explicar qué es lo que acaba de pasar allá
afuera? —me reclama después de cerrar la puerta.
Me ha traído a la biblioteca del palacio. Es un tanto más
amplia que una oficina, aunque nada comparado con la que
vi en Lacrontte. Tiene una escalera de caracol que sube a
un segundo piso lleno de libros. Abajo no hay más que un
par de sillones con una mesa baja en frente y un servicio de
cristalería y licor al fondo. No hay sillas de estudio ni
cuadros, solo estantes blancos y un ventanal que da al
jardín.
—No hay mucho que decir. —Me encojo de hombros—.
Aldous fue muy gráfico.
—¿Es divertido para ti? ¿Por qué nunca me lo contaste?
Si me remonto a las fechas, cuando eso ocurrió aún éramos
novios.
No lo soporto. Cada reclamo suyo es echar monedas en
un saco roto. No va a hacerme cambiar de opinión, no hará
que sienta pena por él. Ya lo borré de mi vida.
—Lo hice para sobrevivir en Lacrontte. No sé si olvidas
que iban a asesinarme. Fue mi plan de lucha. Y cuando
regresé se había desatado el caos con las temerarias, así
que no era algo importante en ese momento. Además, si
somos francos, Stefan, yo no te debo ninguna explicación.
Me dirijo a la puerta, decidida a no seguir con esta
conversación. Sin embargo, antes de que pase por su lado,
me agarra fuerte por el brazo y me devuelve dos pasos de
un jalón.
—¿Y ese collar? —dice con la mirada en mi cuello. Sus
ojos reflejan una ira que podría atravesarme el corazón.
Las palabras se me diluyen en la garganta. Me quedo en
blanco, con un subidón en el pecho. No recordaba que lo
traía conmigo.
—¿De dónde has sacado eso? —insiste ante mi silencio.
Stefan no es tonto y, pese a que en muchas ocasiones
pretende hacerse pasar por inocente, todos sabemos que no
lo es.
—Atelmoff me lo regaló.
—No me mientas, Emily. Ese es un diamante rojo.
Atelmoff no se puede permitir esa joya. ¿Te lo dio Magnus?
No sé qué responder. De haber sabido el valor, habría
inventado una mejor excusa. Abro y cierro la boca. No tengo
nada. ¿Qué se supone que diga ahora?
—Y si ha sido él, ¿qué importa? Es solo un collar.
Estoy cansada de su papel de novio herido.
—Dámelo.
Detesto que se comporte así. Extiende la mano,
esperando que me lo quite. No lo haré. Forcejeo y trato de
zafarme de su agarre, pero no me lo permite.
—No te creas el dueño de mi vida porque no lo eres.
Puedo recibir obsequios de quien quiera y tú no tienes el
derecho de enojarte por ello.
Empieza a reírse con una carcajada amarga que resuena
con eco por toda la habitación. Se pasa las manos por el
cabello, desesperado, y luego las deja apoyadas en la
cadera.
—¿Por qué haces estas cosas? —La rabia en su voz hace
que las venas se le marquen en el cuello—. ¿Por qué te
pones en mi contra? Te estás dejando comprar con joyas y
no te das cuenta de la realidad. Magnus solo te utiliza para
desestabilizarme. ¿Cómo no lo ves? ¿Cómo puedes fijarte en
él?
—Él me trata bien —hablo entre dientes, irritada por la
discusión—. Me escucha. Es amable conmigo. Me apoya y
me defiende. No vengas a juzgarme por sentirme a gusto
con un hombre que se esmera por demostrarme que le
importo.
Se le oscurece la mirada, pero no con rabia, sino con
dolor. Exhala profundo, como si llevara tiempo sin respirar, y
entonces se mueve. Pasa por mi lado sin decir una palabra y
llega hasta el fondo de la biblioteca. Ahí se detiene.
—Ya no queda nada entre nosotros a excepción de las
cadenas con las que me has atado.
—Y las seguirás teniendo —dice aún de espaldas—. Ojalá
no te resulten tan pesadas.
—Eres cruel, Stefan.
¿Cómo permití que este hombre fuera mi sueño? Él era
todo lo que cualquier joven mishniana anhelaba,
incluyéndome, y ahora lo único que deseo es que
desaparezca de mi vida.
—¿Te atrae Magnus, Emily? —cuestiona sin mirarme.
Se pasea por la habitación en silencio mientras pienso
qué contestar. Conozco la respuesta; el problema es que no
sé si deba decírsela.
—¿Eso importa?
—Claro que importa. Dime, ¿te atrae Magnus?
Ahora soy yo quien exhala. Es una verdad mía y de él. No
creí que en algún punto también la compartiría con Stefan.
—Sí, me gusta.
Se apoya en el alféizar de la ventana con la cabeza
gacha, como si le hubieran clavado una daga en el corazón
y no pudiera mantenerse en pie.
—Cierra la puerta al salir.
De todas las cosas que esperé que me respondiera, esta
es la última que se me habría ocurrido. En su tono no hay
molestia, sino más bien derrota, congoja. Le ha dolido
escucharme. Por más que quiera sentirme mal, no pasa. Me
gusta Magnus y no pienso pedir disculpas por ello. Mucho
menos al hombre que ha hecho de mi vida una miseria.
—Vete, por favor —pide de nuevo al sentir que no me
muevo.
Por primera vez no me resisto a obedecerle y salgo de la
biblioteca. Me sumerjo en los pasillos en busca de las
escaleras para ir a mi habitación. No miro atrás y no siento
ni una pizca de remordimiento. Él se acuesta con su esposa.
No puede cercar mi corazón a su antojo.
—Señorita. —La presencia de Ansel me toma por
sorpresa. ¿Qué hace acá?—. Nos volvemos a ver. ¿Puedo
conocer su nombre?
—Emily —contesto con poca voz—. Emily Malhore.
—Ansel. —Extiende la mano para tomar la mía. Su ánimo
es similar al de un anfitrión que se esmera por consentir a
sus invitados—. A su servicio.
—¿No debería estar descansando para la reunión y la
fiesta de esta noche?
—No fui convocado a la primera y para la segunda
todavía hay tiempo. ¿Va a algún lugar?
—A mi alcoba.
—¿La acompaño?
—¿No tiene nada mejor que hacer? —Eso sonó hostil. No
pretendía que fuera así—. No lo dije con mala intención —
me corrijo de inmediato—. Es solo que me pregunto si no
tiene cosas más interesantes que hacer que acompañar a
una desconocida.
—No es usted una desconocida. Es Emily Malhore. Por
cierto, una vez conocí a una Emily. Era una anciana y tenía
un criadero de cerdos. El más grande de la región.
—Ya veo… Suena como alguien a quien nunca le faltaba
la comida en la mesa.
—Al menos no carne de cerdo.
Sonríe y yo con él. Es un gesto sincero y agradable que le
vuelve pequeños los ojos. Su amabilidad me resulta cálida;
sin embargo, mantengo mi distancia. Él es conde de un
reino enemigo y un hombre no muy apreciado por los
lacrontters que conozco.
—¿A qué se dedica usted? —pregunta en un intento por
hacer conversación.
—Esa es una pregunta difícil de responder.
—¿Hace muchas cosas?
—Algo así.
Por fin nos movemos y de verdad me está escoltando
hasta mi habitación.
—¿Puedo saber por qué no fue convocado a la reunión si
es la mano derecha del rey Aldous?
—Porque no soy de la estima del rey de Lacrontte y
supongo que no quiere verme.
Las preguntas me vuelan por la mente como un grupo de
palomas, pero aun así no tengo el valor para formular
ninguna.
—Me alegra que no preguntara nada al respecto —
aprovecha mi silencio mientras subimos las escaleras—
porque es algo de lo que no me gusta hablar. ¿Está
preparada para esta noche? Deseo conversar con usted. Si
tengo suerte, espero que me permita un baile.
—¿Cree que la fiesta sea buena idea? Lo digo por la mala
relación entre el rey Aldous y Magnus.
Inclina la cabeza hacia un lado, como si hubiera dicho
algo interesante, algo en lo que él no había reparado.
—¿Dije algo malo? —cuestiono.
—En lo absoluto. Es solo que no había pensado en esa
posibilidad. La celebración no augura buenas cosas.
—Será mejor que quiten las dagas de la entrada para
que nadie termine apuñalado.
—Siempre se tienen las máscaras. No se sabrá quién es
el agresor.
27
EMILY
Usaré un vestido rojo pensando en lo mucho que ese color
le gusta a Magnus.
Nos tomó bastante tiempo a Christine y a mí acomodar
cada parte del atuendo. Se trata de un vestido hecho en
gasa y seda roja que ayuda a resaltar la palidez de mi piel.
Los hombros están descubiertos y tiene mangas en tul que
me llegan hasta los codos. Una infinidad de pedazos de tela
en forma de pétalos están unidos a la parte superior del
traje, revistiendo el escote de corazón desde atrás hacia
adelante. Capas y capas de tela moldean la falda, que cae
como una fuente de agua sobre mis pies y esconde unas
sandalias doradas. El diamante rojo brilla en mi cuello, el
antifaz café me cubre hasta la nariz y las alas marrones con
dos líneas centrales rojas y manchas blancas de la anartia
amathea que cargo con correas me pesan en los hombros.
Soy una mariposa escarlata.
Salgo de la habitación y bajo al primer piso. El palacio
está atestado de personas con máscaras, capas, brillantes y
accesorios representativos del animal que serán esta noche.
Veo máscaras de elefantes, cisnes, pavos reales y más.
Encuentro a Stefan en el pasillo. Lleva un antifaz plateado
con alas que salen de las ranuras de los ojos y que termina
en un pico curvado hacia abajo. Tiene un traje negro de
chaqueta y nada más. Es algún tipo de ave que me cuesta
identificar. Detrás de él se encuentra Atelmoff, vestido con
un pantalón oscuro, camisa blanca y saco de cola de
pingüino, que es su animal. Tiene una máscara negra de
centro blanco con un pico naranja. Me sonríe, apenado,
como si tratara de disculparse por la actitud de su rey, y
camina hacia mí, esquivando a las personas que entran y
salen del salón.
—Te tomaste en serio tu disfraz —dice al ver mis alas
gigantescas—. Serás la mariposa más aclamada, querida. El
rojo definitivamente es tu color.
—Tú eres un lindo pingüino.
Da una vuelta para que vea por completo su disfraz.
—En realidad quería ser un camaleón, pero las máscaras
de ojos saltones eran terribles.
—¿Alguna razón en particular?
—Me identifico con él. Es todo. ¿Alguna razón en
particular para ser hoy una mariposa roja?
—Quise arriesgarme. Además, es el color favorito de
Magnus.
Abre la boca e inclina la cabeza hacia un lado,
sorprendido.
—De verdad te gusta, Emily Malhore.
Puedo sentir cómo las mejillas se me calientan a medida
que asiento. Me gusta mucho.
—¿Qué se supone que es Stefan? —pregunto para
resolver la incógnita.
—Un águila. Permíteme guiarte. —Señala con las manos
las puertas abiertas del salón.
Si la idea era hacer lucir el recinto como un sitio
espeluznante, lo consiguieron. Las paredes y el techo están
cubiertos con telas blancas que cuelgan, formando curvas
como los relieves de una montaña. Las mesas son largas y
se extienden cerca de cada muro igual que una gran barra,
y dejan el centro despejado a manera de pista de baile. Hay
un centenar de velas blancas en diferentes tamaños y
pétalos de flores rojas que a lo lejos parecen ser gotas de
sangre.
El lugar es una fantasía colorida, brillante y ostentosa. Al
entrar, reconozco a Lorian detrás de una máscara de
cuervo; a Claire, con un vestido amarillo y un tocado de
octógonos de colmena de abejas; y a Lerentia, de gata, con
un gran vestido blanco, una estola de pelo artificial en los
brazos y una máscara del mismo color con rayas brillantes
argentadas y bigotes. Sin embargo, todas las personas
desaparecen para mí en el instante en que capto la
presencia de Magnus. Se encuentra de pie al lado de
Francis, hablando con él. Lo reconocería así llevara mil
disfraces, así estuviera cubierto de pies a cabeza. Usa su
habitual traje de chaqueta y una casaca negra que sube
hacia una máscara de lobo que le cubre media cara y cuyas
orejas están pintadas de dorado en su interior. Francis tiene
máscara de búho con cortes que simulan ser plumas y un
traje gris de dos botones. No hubo mucho esfuerzo aquí,
pero considero que no había mejor animal para él. Es el
primero en notarme. Mis alas no pasan desapercibidas y se
las queda viendo más tiempo del prudente, provocando que
el rey Lacrontte se gire a buscar el motivo de la distracción
de su consejero. Le brillan los ojos verdes mientras me
observa de arriba abajo. Aparece la sonrisa que le marca los
hoyuelos y que tanto conozco: la carnal. De inmediato se
me encienden las mejillas y se me acelera el corazón. Él es
la única persona en el mundo capaz de provocarme esa
sensación de sofoco, de fuego y enardecimiento.
—¡Señorita Emily!
La llegada de Ansel hace que incluso Atelmoff se
sorprenda. Tiene un antifaz de oso, marrón con orejas
redondas y cristales dorados. Detrás de él aparece Aldous
con una estrafalaria máscara de león y una capa de la
misma piel del animal en los hombros. No podría esperar
nada más espantoso de este hombre. Pasa por nuestro lado
y va directo a la mesa de los monarcas. Llama la atención
de los asistentes, sin duda. Las luces de las cámaras se
encienden cuando los fotógrafos invitados intentan obtener
el mejor ángulo. Va orgulloso, aireado y prepotente.
—Es usted una mariposa majestuosa —continúa el
conde, bastante animado. Había olvidado que seguía aquí—.
Se ve hermosa.
Sus ojos grises son amigables. No intenta ser coqueto, de
verdad que no. Es simplemente amable.
—Querida, tengo que ir a la mesa principal —Atelmoff
nos interrumpe—, ¿estarás bien si te dejo aquí?
—No se preocupe, señor Klemwood, estoy para
acompañarla.
Ansel tiene una actitud de hombre de fiesta que no
puede ocultar. Derrocha energía y vigor, como si fuera un
adolescente emocionado por descubrir el mundo.
—Te estaré vigilando desde allá —responde como un
padre protector.
—Estoy seguro de que no será el único.
Todos los reyes tienen un acompañante. Los Wifantere
van juntos. Lorian está con Claire, Stefan con Lerentia y
Magnus con Francis. El único que está solo es el asqueroso
Aldous.
—¿Por qué no acompaña a su rey, señor Cournalles? —le
pregunto a Ansel una vez Atelmoff parte.
—Porque soy un conde, no un consejero real o su pareja.
La única que puede estar allí es la reina Grace o, en su
defecto, la señorita Gretta.
—¿Usted también sabe sobre eso?
Me inquieta cómo tocan el tema de la amante tan a la
ligera.
—Todos los que rondamos el palacio lo sabemos.
—¿Incluida la reina?
—Estoy seguro de que fue la primera en saberlo.
¡Por mis vestidos! Si yo tuviera un esposo, no podría
permitir una cosa semejante. No me importa si es un gran
hombre de negocios o el mismísimo rey. Tiene que
respetarme a rajatabla. En eso no hay zonas grises para mí.
—Por favor, dejemos los formalismos. Yo me tomaré el
atrevimiento de tutearla. Si no está de acuerdo, hay copas
cerca que puede lanzarme a la cara.
—¿Siempre es así de animado?
—Carismático es la palabra que mejor me define. ¿No lo
crees, Emily?
De verdad se tomó la libertad de tutearme. Me agrada.
—Todavía no me puedo formar una opinión.
—Tenemos toda la noche. —Se encoge de hombros—.
¿Habrá alguna manera de ayudarte a sentar?
—No lo creo. No pensé que las alas me fueran a resultar
estorbosas.
—Entonces hay que bailar. Y, si me lo preguntas,
considero que fueron un acierto esas dos alas enormes.
¿Ves a alguien que resalte aquí más que tú?
—La señorita Claire, con su cetro de colmena, es
bastante llamativa —contesto con la vista puesta en ella, su
vestido amarillo y sus guantes negros de abeja reina.
—Ni aunque de ahí salieran mil abejas obreras e hicieran
un espectáculo se superaría tu disfraz. ¿Vamos a la pista?
No creo que se haya reportado un baile entre un oso y una
mariposa. Si tenemos suerte, nos ganaremos algunas
fotografías.
Antes de poder contestar, el rey Everett, en un muy raro
disfraz de ostra con una capa de cuello alto llena de piedras
y depresiones que simula ser una concha de mar, empieza
con el discurso para esta noche, agradeciendo a todos la
compañía y mencionando lo orgulloso que está por servir de
mediador en los diálogos de paz de tres naciones.
—Parece que a algunos reyes no les agrada vernos juntos
—menciona Ansel con la vista puesta en la mesa principal.
Efectivamente, Stefan nos mira con recelo desde su
asiento. Sus ojos azules flamean de rabia en nuestra
dirección. De fondo sigue sonando la voz de Everett,
mientras Aldous nos observa con fastidio. No le gusta que
su conde esté junto a la mujer que le robó en su cara. Y
Magnus… bueno, él quiere destrozarnos con la mirada.
—No le agrado a su rey —comento mientras me las
arreglo para tomar una copa de champán. Las alas ya me
empiezan a pesar.
—Bueno. Le robaste dos de las cosas que más ama: el
oro y su orgullo. ¿Cuál de los dos es tu verdadero rey?
La pregunta me confunde. Mi traicionera cabeza la
interpreta con un significado romántico, como si lo que el
conde quisiera saber fuera por quién siento atracción,
cuando la pregunta es sencilla: ¿a qué reino pertenezco de
verdad?
—Stefan.
—Me resulta curioso que excluyas su título cada vez que
hablas de alguno de ellos.
—Stefan fue mi novio —explico, tratando de acomodar
las correas que me sostienen las alas.
—¿Y el rey Lacrontte? Ayer lo llamaste por su nombre.
—¿Hay algún punto al que quieras llegar? —Lo miro de
frente. No me agrada el camino que está dibujando.
—Me resultaría penoso haber creado desconfianza en ti.
Yo conozco al rey Magnus más de lo que crees. Fui parte del
consejo de guerra de Lacrontte.
Si no fuera por este disfraz, me sentaría de inmediato.
¡Es por esto que incluso Ingellus lo miraba con molestia
cuando llegó!
—Era su espía en Grencowck —continúa sin esperar—. Mi
misión era volverme la mano derecha de Aldous, ser un
miembro activo en su consejo para llevar información. Y lo
logré. Fui yo quien entregó los planos del palacio para que
supieran por dónde moverse, a dónde llegar el día del
saqueo.
Recuerdo haber escuchado a Magnus decir en ese
entonces que tenían a alguien adentro que los ayudaría. Era
él.
—¿Y qué pasó?
—Lo traicioné. Aldous me descubrió. Tuve que trabajar
para él y salvar mi vida, así que empecé a darle información
de Lacrontte.
¿Fue así como Sigourney logró atacar Lacrontte y entrar
al palacio?
—Es exactamente lo que deduces —dice—. Tal como le di
los planos de Grencowck al rey Magnus, le di los planos de
Lacrontte a Aldous. También los horarios del cambio de
guardias, números de seguridad y la cantidad del personal.
Todo lo necesario para perpetuar un ataque.
Por su culpa Magnus tiene las cicatrices que ahora lo
atormentan. Trato de no juzgarlo, de verdad lo intento, pero
la rabia me enciende la sangre. Fue una salida desesperada,
debía salvarse y proteger su vida. Sin embargo, no puedo
fingir que no me afecta. Me importa Magnus, y además
Ansel fue la razón por la que se perdieron vidas inocentes
en Lacrontte.
—Desconocía la masacre que Aldous iba a cometer —
asegura, y no sé si debo creerle—. Lo juro. Lacrontte es mi
pueblo, el reino en el que nací. ¿Crees que habría ayudado a
incendiar mi reino, cuando ahí viven mis amigos y mis
padres? No lo sabía, de verdad que no.
Tiene un punto válido, lógico.
—¿Y a Aldous no le importa? ¿No cree que lo
traicionarás?
—Sabe que no lo traicionaré. Está muy seguro de eso.
—¿Por qué?
—Ya te he contado muchos secretos y tú ninguno.
—No sabía que debía hacerlo.
—Ahora yo me encuentro vulnerable por la información
que te di. Puedes hacerte una opinión sobre mí y me
encantaría poder hacer lo mismo contigo.
—Es que no sé qué contarte. Yo nunca he traicionado a
nadie.
—Así que me consideras un traidor. —Me encojo de
hombros—. De acuerdo. Está bien. Te guiaré. ¿Cómo
terminaste ayudando al rey Magnus si para los mishnianos
es el enemigo?
—Para salvar mi vida.
—Entonces también eres una traidora.
—Es diferente. Que yo ayudara a Magnus no iba a traer
consecuencias para Stefan. Y Aldous es un rey repugnante
que merece que le quiten todo lo que tiene.
—Eres una justiciera.
—¿Disculpa?
—Esa es la opinión que me he creado de ti, Emily. Eres
una justiciera.
Nadie había tenido ese concepto de mí nunca, ni siquiera
yo misma.
—No he podido ver a mi familia —Ansel continúa—. No
he podido volver a Lacrontte porque soy una persona no
grata. Mis padres y mis abuelos están en prisión por lo que
hice. Se me notificó.
—¿Y ellos qué tienen que ver?
—Es lo mismo que yo me pregunto. Me gustaría llevarlos
a Grencowck. No merecen pagar por mis decisiones.
Eso es duro. Me dolería ver a mis padres, a mi abuela
Clarise o a los padres de mamá, a quienes jamás he
conocido, en prisión por haberme escapado a Lacrontte en
su momento.
—Nos siguen mirando —dice con un tono cómplice.
Vuelco mi atención a la mesa principal. Y aunque los tres
pares de ojos siguen igual que hace unos minutos, yo me
concentro en una sola persona. Magnus me perfora el alma
con la mirada. Está enojado conmigo y puedo entenderlo.
Estoy aquí, hablando con el hombre que lo traicionó. No
tiene intención de moverse, más bien quiere que yo me
mueva. Mira por turnos la puerta y mi cara. Quiere que
salga, quiere que nos veamos afuera.
—Iré al baño —le digo a Ansel—. Cuando regrese, quizás
encontremos la manera de sentarme en una de esas sillas.
Conociendo a Magnus, ya me imagino la cantidad de
reclamos que me hará. Pero no puede molestarse. Yo no
sabía nada. Soy inocente.
****
Magnus me toma de la mano y me jala suave para que lo
siga cuando por fin abandonamos la fiesta unos minutos
más tarde. Somos un lobo y una mariposa corriendo por los
pasillos del palacio, esquivando a sirvientes y guardias
hasta detenernos en un corredor despejado, de paredes de
yeso blanco.
—Creí que no me hablarías —susurro.
—Lo dudé. No quería ser inoportuno. —Su tono es
amargo, enfadado—. Estabas muy animada con Cournalles,
no creí prudente interrumpir.
—Estaba esperando por ti.
—No me lo pareció. Lucías bastante feliz con su
compañía.
—¿Por qué te enojas?
—No me agrada ese tipo. —Se nota que era algo que se
moría por decir.
—Él ya me lo dijo todo. Antes era tu espía en Grencowck
y te traicionó al unirse con Aldous. Por eso no lo toleras.
Se queda en silencio. Le sorprende que el conde haya
sido sincero.
—No sabía que hoy era la noche para confesar pecados.
—Y no fue lo único que me contó.
Se tensiona y los hombros le quedan rígidos. Estoy
segura de que ya sabe hacia dónde va la historia.
—Dice que sus padres y sus abuelos están en prisión por
sus actos. ¿Por qué descargas tu ira con personas que no
han hecho nada?
—¿Por qué sería tan benevolente con ellos? Cournalles es
un traidor.
—Si los dejas marchar, ya no tendrías un recuerdo
constante de la traición.
—Es mejor que no opines cuando desconoces mis leyes y
cómo se manejan las cosas en Lacrontte.
Se va hasta el otro lado del pasillo y se recuesta en la
pared, masajeándose la frente.
—Fue solo un consejo.
No he venido a pelear, solo quería estar con él.
—No lo necesito y tampoco lo he pedido.
No me mira y aun así puedo sentir la rabia en sus ojos.
—Estás siendo grosero.
—Y tú, necia. No eres una gobernante, no lo has sido
jamás. Un gobierno no se lleva con mano blanda y menos
en mi reino. Si incumples la ley, pagan dos generaciones
posteriores y una anterior. Al no haber hijos, la suerte recae
en los abuelos.
—No trato de justificar a Ansel…
—¿Ya es Ansel? —me interrumpe, levantando una ceja—.
Bastante rápido si tenemos en cuenta lo que me costó
convencerte para que dejaras los formalismos conmigo.
—¿Estás celoso?
No hay otra explicación. No hay otra razón para que se
comporte así.
—No conozco ese sentimiento.
—Es la impresión que me da.
—Estás errada, como sueles estarlo la mayoría del
tiempo.
—No me faltes al respeto, Magnus Lacrontte.
—Eres tú la que se planta aquí a defender a Cournalles.
¿No fui ya lo suficientemente amable al no cortarle la
cabeza a ese traidor?
—Simplemente me pareció que podías dejar ir a su
familia, punto. Sobre lo otro: más bien creo que no has
tenido la oportunidad de hacerlo.
—La tuve, créeme. Y decidí aprovecharla para un mejor
fin.
Me acerco a él despacio. Mantengo la respiración baja y
la paciencia. Si subo a su nivel, terminaremos gritándonos
en el corredor.
—¿Qué hiciste?
—Pregúntaselo a él, ya que son tan cercanos.
—Quiero que me lo digas tú.
—No siempre se obtiene lo que se quiere, Emily.
—¿Para eso me pediste que saliera? ¿Para pelear
conmigo?
—No. La verdad es que no quería verte con ese tipo.
—¿Nada más?
—¿Qué más, Emily? —cuestiona, irritado—. Me pides la
verdad y te la doy. ¿Por qué siempre crees que hay algo
más? ¿Tan trastornada te dejó Denavritz?
Doy un paso atrás. Me duele el pecho por sus palabras,
es como si me estuvieran pinchando con una aguja.
—No tenías que ser cruel. Lo único que esperaba que
dijeras era que querías estar a solas conmigo. Supongo que
eso es pedirte demasiado.
—Me haces perder la cabeza. Eres invasiva y es
desgastante. No tengo la paciencia para soportarlo.
—No tienes que descargar tu rabia conmigo.
—Entonces júrame que te vas a alejar de Cournalles. No
voy a darte razones. —Se adelanta antes de que pueda
discrepar—. Me gustaría que lo acates y ya. Es un traidor en
todos los sentidos, así que júrame que ni siquiera vas a
permitir que él te toque. Júramelo, Emily. Es por tu bien.
—¿Por mi bien o porque tú lo quieres y nada más?
Siempre estas dándome órdenes. Siempre. Es fastidioso en
ocasiones.
Es divertido cuando nos incluyen solo a nosotros, no así.
—No busco discutir contigo. Confía en mí.
Me tomo algunos segundos para pensar. Yo tampoco
quiero discutir, no me agrada estar peleando con él, pero no
quiero ser siempre la que cede.
—Tienes que cambiar esa actitud. No creas que me
quedaré callada cada vez que quieras sobreponer tu
carácter o que te seguiré a ciegas solo porque eres el rey.
Estaba convencida de que esa etapa ya la habíamos
superado. —Da un paso atrás, perdido—. Estás
acostumbrado a que todos toleren tus groserías. Yo no lo
haré. Si eso es lo que debo hacer para seguir viéndome
contigo, prefiero que dejemos las cosas hasta aquí.
—¿Hablas en serio?
La furia en su mirada decae. Ahora más bien luce
preocupado, con el entrecejo medio fruncido. No claudicaré.
—¿Acaso me ves reír?
Cada palabra la digo de verdad. No me enfrenté a Silas
para permitir que otro rey me humille a cambio de algunas
amabilidades. No lo vale. Le mantengo la mirada con la
cabeza en alto, implacable. Se puede morir esperando a que
me retracte. Su respiración es pesada, no le gusta que me
imponga y no me importa. Si no acepta, volveré al salón y
ya.
—De acuerdo —cede tras unos segundos—. Siempre
arreglamos las cosas negociando. Te ofrezco un trato.
Pondré de mi parte para moldear mi carácter y tú, a cambio,
te alejarás de Cournalles.
Es un trato riesgoso, porque sé que yo sí cumpliré. No sé
si él lo hará. Aunque supongo que debo arriesgarme.
—Si lo hago, ¿ya no vas a estar más enojado? —
cuestiono, y no tarda en asentir—. De acuerdo, lo juro.
Hay algo que no me está diciendo y sé que no va a
responderme si se lo pregunto. ¿Un traidor en todos los
sentidos? ¿En cuáles? ¿Y qué fue eso que hizo con
Cournalles? La oportunidad que aprovechó para hacerlo
pagar sin tener que asesinarlo. ¿De qué se trata? No tengo
nada en este momento, pero obtendré todas las respuestas.
Eso es seguro.
28
EMILY
—Sabes que esto es nuevo para mí, ¿verdad? —dice Magnus
mientras toca los pétalos en mi escote. No nos hemos
movido ni un centímetro del pasillo y, desde que hice el
juramento, se relajó visiblemente—. Lidiar con el carácter
de otras personas me cuesta. Cuando algo no me gusta,
solo ordeno que guarden silencio. Siempre soy yo quien
manda. Vengo de una monarquía absolutista. Nadie se me
puede oponer o imponer.
—No veas esto como algo político.
—Ese es el problema. Me cuesta. He sido formado para
pensar de forma política. No es que te vea como un asunto
de Estado, es solo que me estoy adaptando a ti. La
mentalidad con la que me educaron no se borra de la noche
a la mañana. No me gusta que pienses que soy grosero
contigo. Intento a diario darte más de lo que he dado alguna
vez.
—Es contradictorio. Me pides que me defienda de quien
sea, pero si lo hago contigo, te enojas. Yo no soy parte de tu
pueblo. No pretendas que me rinda ante ti como has
acostumbrado a tus súbditos. Soy mishniana, que no se te
olvide.
—Lo hiciste en el lago.
—Eso es diferente, era otra situación. Allá yo acepté
porque así lo quise, aquí tú me estabas obligando.
Desvía la mirada hacia el suelo, como si estuviera
avergonzado. Lo está. Sabe que tengo razón, que se
equivocó, pero le cuesta admitirlo.
—Eres maravillosa, Emily, y sé que no soy lo mejor para
ti. Estoy lleno de fallos y cometo un error tras otro. Lo
seguiré haciendo seguramente, aun con lo mucho que
intento no ser un idiota. Lo digo en serio.
Ni siquiera trato de ocultar la emoción que esto me
causa. Le sonrío sin vergüenza alguna mientras lo miro a los
ojos. Es lindo cuando es sincero. Me gustaría que fuera así
todo el tiempo. Este es el Magnus que más me gusta.
—También soy honesto al decir que el rojo te luce. Creí
que no te gustaba.
Magnus toca los pétalos que me rodean el escote. No nos
hemos movido ni un centímetro del pasillo y desde que hice
el juramento se relajó visiblemente.
—Cambié de parecer— digo.
—Eso veo. ¿Tengo yo algo que ver con ese cambio?
—Puede que sea por ti.
—¿Puede? —cuestiona, entrecerrando los ojos, y yo
asiento—. ¿Es por mí o para mí?
—¿Hay alguna diferencia?
—Si es por mí, es porque querías impresionarme usando
un vestido rojo. Si es para mí, es porque también me das la
potestad de quitártelo.
Sonrío sin poder ocultar el deseo.
—La primera, entonces.
Niega con la cabeza, decepcionado de mi respuesta.
—Eso no es cierto. —La confianza en su voz me pone
nerviosa porque tiene razón—. Y lo sabes tan bien como yo.
Ambas, Emilia. Todo lo que hagas es siempre por y para mí.
—Eso es bastante arbitrario. Hasta caprichoso.
—¿Lo es? Ilumíname. Si solo es por mí, ¿para quién es,
entonces?
Me quedo en silencio. Quiere que se lo diga, quiere que
diga su nombre, quiere ver cómo le doy la razón, cosa que
no me apetece hacer ahora.
—No me hace nada feliz que no contestes.
—Te enojas muy rápido. Ese es un problema al que hay
que prestarle atención.
—Ya lo has dicho: soy un hombre caprichoso.
Su mirada es demandante, exigente. No se va a detener
hasta que me escuche decirlo. El verde de sus ojos se ha
oscurecido por la negativa. Sé que no me desnudará en
medio del pasillo, pero es importante de alguna manera
para él que le diga que podría hacerlo si quisiera. Me acerco
y tomo su rostro. Sin embargo, mis dedos nada más
alcanzan a rozarle la piel antes de que me aparte como si le
estuviera haciendo daño.
—¿Por qué no puedo tocarte? Ya entendí lo de las
cicatrices en tu pecho, pero ¿qué pasa en tu cara?
—Simplemente no me gusta. No estoy acostumbrado a
que la gente me toque. Se lo permito a mi abuela porque
ella no entiende razones. A nadie más.
—Me gusta cuando te comunicas. Hace las cosas más
fáciles. ¿No crees?
Desvía la mirada. No le gusta darle la razón a nadie.
—Supongo que a veces debo ceder. —Soy testigo de
cómo se le relaja el cuerpo y también de cómo empieza a
detallarme de arriba abajo con deseo—. No has contestado
mi pregunta.
—Ambas. Y no me mires así.
La voz me traiciona. Sale tan baja que él puede darse
cuenta de lo mucho que me intimida.
—¿Cómo? —Se hace el inocente.
—Eres un pervertido.
—Tú me haces un hombre perverso. Y no te hagas la
inocente, que también lo eres.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Puedo hacer toda una lista —musita, mirándome los
labios—. Nos vemos cada noche, me permites besarte,
tocarte y quitarte la ropa. Usas un vestido rojo para mí, te
pones corsés para mí, robas comida para mí y haces
juramentos para complacerme. ¿Quieres que siga?
—Eres muy arrogante.
No me queda otra cosa que decir. Me ha expuesto.
—Y tú, una mentirosa —dice, desafiante—. No me gustan
las mentirosas.
—¿Eso es una amenaza?
—Recalco los hechos, nada más.
—De ser así, no deberíamos estar cerca, entonces. —
Cruzo los brazos a la defensiva.
—Sabes perfectamente que no eres capaz de alejarte de
mí. Estoy en cada uno de tus pensamientos, Emily. Dios
sabe que soy capaz de pasearme por tu mente. Y no te
preocupes, tú también desfilas en los míos a cada hora. Es
tormentoso, si me lo preguntas, porque debo esperar hasta
la medianoche para tenerte.
Podría besarlo ahora mismo, podría pedirle que lo hiciera.
Podría borrar los centímetros que hay entre nosotros y
abrazarlo, pero él sentiría mis latidos desbocados y no es lo
que busco. Sentiría mi furor, la energía malsana que
desatan sus palabras dentro de mí, las ganas. Está en mi
cabeza, en mi piel, y prefiero no seguir para no
traicionarme.
—¿No deberíamos volver a la fiesta? —digo, apretando
las manos para controlar las emociones extrañas que me
jalan hacia él—. Indirectamente, es en tu honor.
—Quiero estar contigo —dice lo que desde el principio
quería escuchar—, quiero hablar contigo. Conocerte.
—¿Y qué quieres saber?
—Todo lo que me quieras contar. Desde cuándo es tu
cumpleaños hasta si quieres tener hijos.
—Es el 10 de septiembre y, sí, lo anhelo. No es malo.
Aphra Griollwerd me enseñó que no está mal querer hijos o
no quererlos.
—Así que conoces a la gemela. ¿Tienes nombres? Para
tus hijos, me refiero. Tienes cara de planear esas cosas.
Me conoce bien, pues los tengo.
—Si es un varón, me gustaría que se llame Erick, igual
que mi padre. Y si es una niña…
—Le dejarás escoger el nombre al padre —me
interrumpe—. Es lo justo.
—Tienes un punto a favor.
—¿Erick? Erick Malhore —repite el nombre como si
quisiera aprendérselo—. ¿Se imaginará Erick Malhore que su
hija se ve a escondidas con el rey de Lacrontte?
—Ruego que no, porque estaría furioso.
—¿No soy de su estima?
—De la de nadie en mi familia, aunque mi hermana Mia
sugirió que te conquistara para que dejaras de atacarnos.
—Tengo una aliada, entonces. Debería enviarle una carta
para informarle que su plan funcionó.
—¿Te conquisté?
—¿Tú qué crees? —Se levanta la manga de la camisa
para mostrarme que hoy también trae el listón azul atado
en la muñeca—. Me gusta estar aquí contigo. Estoy cansado
de rechazar propuestas de baile.
—¿No te gusta bailar?
Niega con la cabeza, apoyándose en la pared que está
detrás.
—Tengo el presentimiento de que a ti sí.
—Me encanta.
—¿Quieres bailar conmigo?
—Pensé que no te gustaba.
—Hay personas con las que vale la pena.
Los dedos me hormiguean como si la electricidad me
recorriera las venas. Magnus me acelera la respiración, el
corazón y los pasos, que me conducen hacia él.
—¿Aquí? —pregunto, mirando el pasillo vacío.
—Si no, ¿en dónde?
—En la fiesta. Quiero que me invites a bailar en la fiesta.
—¿Una razón en particular?
—Todo lo hacemos a escondidas, pero bailar es algo que
podemos hacer en público.
—Es que no quiero que te traten mal. Me importas
demasiado como para permitir que te traten así frente a mí
y no hacer nada al respecto.
—¿Por qué me tratarían mal? ¿Por bailar?
—Porque sabrían que me importas.
—¿Ya no lo saben?
—Intento que no.
No sé cómo tomarme ese comentario. ¿Qué significa?
¿Que siempre estaremos a la sombra? ¿Solo nos veremos a
medianoche?
—Magnus, cuando los diálogos de paz lleguen a su fin y
me vaya de vuelta a Mishnock, ¿qué pasará con nosotros?
—Los diálogos no acabarán ahora. Y no trates de pintar
un futuro que no sabemos qué colores tendrá.
—¿Qué quieres decir con eso?
—No intentes complicar las cosas, Emily. Te lo pido.
—Es un baile insignificante. Nada más.
—Hagámoslo aquí y listo. Ya lo has dicho: es un baile
insignificante.
Me quedo congelada porque se me resiente el corazón.
Es su negativa la que me afecta. Él dijo que me respaldaría
siempre, entonces, ¿por qué un baile le impediría hacerlo?
¿Me protege de algo o simplemente no quiere que lo vean
conmigo? Vernos a escondidas es divertido y lo disfruto,
pero ¿acaso pido demasiado por querer un baile en el salón
como las demás parejas?
—¿A dónde vas? —Me toma de la mano cuando intento
dar media vuelta.
—Al baile. A menos que me quieras decir qué sucede en
verdad.
—Yo no le doy explicaciones a nadie.
Me suelto de su agarre y camino para irme. He cedido a
muchas cosas y he aceptado sus términos, pero esto no lo
toleraré. La música suena cada vez más alta a medida que
me acerco, cruzo la puerta del salón y el ambiente festivo
me recibe; no obstante, poco alcanzo a caminar porque
Magnus se pone frente a mí, bloqueándome el paso. Ni
siquiera escuché que viniera detrás de mí.
—¿Te vas a enojar conmigo?
Se inclina para que pueda escucharlo por encima de la
música. Está calmado, pero no feliz.
—Es que no te entiendo. —Yo sí estoy frustrada y no me
esmero en ocultarlo—. Es fácil decir las cosas. Así te podría
comprender. En cambio, prefieres tomar esa actitud rara y
cerrarte. No es sencillo para mí.
De la nada me extiende la mano. ¿Ahora sí quiere bailar?
Esto es desesperante.
—Hazme el honor, por favor.
—No hagas nada que no desees.
—Deseo bailar con la mariposa roja del salón. ¿Se puede
o tengo que llevar a toda la fiesta al mariposario del
palacio?
—¿El mariposario?
—De allá vienes, ¿no? Baila conmigo, Emilia.
—No me gusta tener que insistirte.
—Te insisto yo ahora. Cuenta saldada. ¿Me acompañas?
No me gusta ser débil con él, pero nadie puede
culparme. La manera en la que me sonríe, esperando que
acepte la invitación; sus hoyuelos, haciéndolo lucir gentil;
sus ojos brillando a través de la máscara y la atención que
nos hemos ganado en segundos. Con eso no hay forma de
que no vaya con él a la pista, así que dejo que me guíe.
Magnus me mece al compás de la música y por un
momento siento como si solo existiéramos los dos. Todo a
mi alrededor comienza a desaparecer a pesar de las
miradas que percibo a mi espalda, a mis costados y hasta
encima de mi cabeza, si es que eso es posible.
—Es la primera vez que bailamos juntos —resalto en un
giro.
—Ojalá lo hagas bien porque para el ballet eres
descoordinada.
—Te informo que soy de pies ágiles para otras cosas.
—Lo noté mientras te perseguía por el pasillo.
Me pone una mano en la cintura y con la otra me levanta
el brazo para llevarme a su ritmo. Su tacto es cálido,
hermoso, lo que quería. Hoy soy solo una chica bailando con
el hombre que le gusta. Dar vueltas y encontrar sus ojos
cuando vuelvo a la posición inicial, mirarlo desde abajo
mientras me sonríe y saber que soy la única con la que
acepta venir a la pista es algo que atesoraré el resto de mi
vida. Para mi mala suerte, la pieza dura poco y, después de
dos minutos, Magnus asiente con la cabeza como
despedida.
—No fue tan mal —me susurra—. Fue un placer bailar
contigo.
Se aleja hacia la mesa principal y no quiero que se vaya.
Pienso en Nahomi, en lo que me dijo en esa carta sobre si
era capaz de arriesgarme y nadar contra la ventisca o
prefería la calma superficial. Sé a dónde quiero ir y con
quién.
—¡Magnus! —lo llamo con decisión y él se detiene.
Puedo escuchar los jadeos de sorpresa de algunas
personas y lo comprendo. He cometido una insolencia para
ellos: lo he llamado por su nombre. Nada de títulos reales.
Me tiemblan las manos y el estómago se me contrae
ante la locura que me pasa por la cabeza. No hay marcha
atrás. Deseo ver el sol lo más cerca que pueda por un
instante, así me ciegue por completo. El rey de Lacrontte se
gira para mirarme y yo corro hacia él sin importar quiénes
tienen los ojos puestos sobre mí. Sin embargo, cuando estoy
a punto de llegar, me detengo, sintiéndome tonta. Magnus
se acerca hasta borrar la distancia entre nosotros y deja
caer la capucha con la máscara.
—¿Ibas a besarme? —pregunta con las manos en la
cadera en un gesto arrogante.
Asiento y aún noto el cosquilleo en el cuerpo y una
tormenta en el corazón.
—¿Por qué te has detenido, entonces?
—Recordé que no te gusta el afecto en público.
—Podría hacer una excepción contigo.
Me siento grande… no… me siento gigantesca en el
momento en que toma mi rostro y se inclina para besarme
frente a toda la fiesta. Las luces parpadeantes de las
cámaras se disparan, golpeándonos la cara para capturar el
inesperado suceso, y entonces me doy cuenta de que no
tengo miedo, no cerca de él.
Mueve los labios, ansioso y necesitado, pero también es
dulce y preciso. Los sonidos de asombro se levantan como
la lava de un volcán en erupción, mientras siento su corazón
latir rápido junto al mío. Estoy viendo el sol de cerca y él
también se ha cegado. Este beso deja claro que no soy la
amante de Stefan, que mi corazón ya se ha desligado de él.
Y aunque puedo prever el título escandaloso del periódico
de mañana, sé que no me asustará leerlo.
—¿Qué voy a hacer contigo, Emily Malhore?
—Nada. Solo estamos nadando.
29
EMILY
Estoy feliz como pocas veces. Me siento dichosa, viva,
enérgica. Ese beso fue de ensueño y no quiero salir de su
burbuja. Después de lo sucedido, nadie en la fiesta dijo una
palabra. Stefan no ha aparecido en mi puerta y es extraño.
Esperaba una retahíla sobre mi traición, pero ha mantenido
silencio, como si por fin hubiera aceptado las cosas. La
verdad es que no lo creo.
Bajo a desayunar tras dejar a Christine perpleja con mi
historia. Su cara fue una completa fantasía. Ella ya sabía de
mis escapadas nocturnas, pero no imaginó que llevaríamos
las cosas a la luz. Cada una de las miradas se posan sobre
mí cuando llego al comedor, exceptuando la de Magnus. Él
no me determina. Sigue con la vista en su plato, como si no
hubiera advertido mi llegada. Lerentia me sonríe y Francis
me mira apenado. Lorian parece feliz esta mañana, igual
que sus padres. Ingellus me regala su seriedad de siempre y
Stefan parece dolido.
—Buenos días, señorita Malhore —habla Aldous,
emocionado, igual que un niño que sabe que pronto será su
cumpleaños—. Es para mí un placer verla esta mañana. Está
radiante. ¿No lo creen? —pregunta al resto de la mesa.
Nadie contesta—. Bueno, yo sí lo creo. Siéntese, por favor,
háganos el honor de tener su compañía en el desayuno.
¿Qué sucede? Es inquietante el silencio de todos y el
regocijo de Aldous.
Tomo asiento despacio, casi como si la silla estuviera
remendada y fuera a partirse a la mitad en cualquier
momento.
—Cuéntanos, Emily, ¿cómo amaneciste? —Aldous sigue
siendo el único que habla.
—Majestad —interviene Ansel—, por favor, no haga esto.
¿Hacer qué? ¿De qué hablan?
Atelmoff aparece minutos después, agitado, y mis
alarmas se encienden al verlo llegar. Se detiene
abruptamente al ver que estoy sentada y se reacomoda la
chaqueta, tratando de lucir sereno.
—Buenos días a todos. Lamento aparecer tan tarde. —
Sus disculpas suenan nerviosas, apresuradas—. Querida —
se dirige a mí—, venía a pedirte que me acompañaras a
desayunar en mi habitación. No me encuentro bien y tu
compañía me resultará agradable.
—¡No! —exclama el rey Sigourney—. No te la lleves. Es
evidente que todavía no ha leído el periódico.
—¿Qué periódico? —Encuentro la voz por primera vez,
atravesando con la mirada al infeliz de Aldous.
—Fue lo primero que debiste hacer al despertar —dice
Lerentia con una felicidad que me asusta—. De cualquier
modo, debiste saber que saldrías en primera plana.
Toma el diario que hay a un lado de su plato y me lo
extiende. Ahí me doy cuenta de que varios lo tienen.
Francis, Lorian, Ansel, Aldous y la reina Magda. Se me cierra
el estómago y cuando leo el titular el mundo se cae a mis
pies… igual que muchas otras veces antes.
A
La historia falsa de amor
yer fuimos testigos de un suceso sin precedentes.
No hubo otra cosa de la que se hablara anoche que no
fuera el beso entre el rey Magnus y a la que todos
llaman “la querida del rey Stefan”. Un beso que tuvo lugar
poco después del discurso del rey Everett por la inclusión
del líder máximo de Grencowck en los acuerdos de paz. Fue
un espectáculo que se robó las miradas y conversaciones
de todos, pero ¿qué pasaría si les dijéramos que de verdad
fue solo un espectáculo?
Las teorías y rumores se salieron de control. Muchos
afirmaron que había una relación entre ellos, lo cual sería
un escándalo monárquico. Por esta razón, el soberano de
Lacrontte vino a nosotros para aclarar el asunto y ahora nos
vemos en la obligación de arruinarles el sueño a las jóvenes
que creían que algo así era posible. El rey nos confirmó que
esto no fue más que un teatro. Fue difícil de creer al
principio. Sin embargo, ¿cómo cuestionar sus palabras? Es
un gran actor, sin duda. Somos capaces de prever las obras
que se realizarán basadas en esto.
¿Y cuál fue el fin de la actuación? Bueno, Emily Malhore
es la otra parte de esta historia. Ella es una plebeya
mishniana. La unión de sus labios fue una representación de
la unión de naciones. Un rey dispuesto a acabar con la
guerra es capaz de besar a una antigua enemiga para
demostrar que ahora ve a su pueblo como un igual. No
frunza el ceño, mi estimado lector, también creemos que es
algo rebuscado, pero es la información que obtuvimos. El
beso con la joven Malhore no fue más que un buen consuelo
para todos. Lástima que solo haya sido una farsa.
«El romance no es algo en lo que esté interesado en este
momento». Esas fueron las últimas palabras del rey de
Lacrontte. Ahora queda una pregunta en el aire y es: ¿cómo
permitió el rey Stefan que otro hombre besara a la mujer
dueña de su mundo, así fuera todo parte de una mentira
bien planeada?
Me falta el aire, la vida misma. El corazón se me hace
chiquito y amenaza con desaparecer. Me pican los ojos, no
sé si de rabia o dolor. Soy como un animal de circo. Todos
me observan, deleitándose con mi reacción. ¿Un teatro? Es
lo más ridículo que he leído. Yo lo sentí y él también. Ese
momento fue real y ahora no puede decirme que todo fue
un espectáculo para mostrar humildad. Es sencillamente
absurdo. Además, Magnus es una persona que se jacta de
que no le importa la opinión que los demás tengan de él.
¿Por qué salir a inventar esto para evitar las
especulaciones? Nada de esto tiene sentido, a menos que…
se avergüence de mí. ¿Era esa la razón por la que no quería
bailar conmigo en la fiesta? ¿Por la que me pidió que saliera
para hablar conmigo? ¿Por la que solo nos vemos a
escondidas?
—¿Hay algo que quiera decir, majestad? —Aldous le
pregunta a Magnus, quien por fin levanta la cabeza.
—El periódico es claro. —Su tono no deja espacio a
discrepancias. Es formal, serio, cerrado—. Entre ella y yo no
hay nada y no lo habrá. No tengo nada que agregar.
Siento una bala en el pecho, una bala caliente que me
atraviesa sin piedad. Si ayer me sentía grande, hoy me
siento diminuta. No soy más que una hormiga. Las lágrimas
me arden cuando lucho por no dejarlas escapar. Una parte
de mí me pide que le dé el beneficio de la duda, pero la otra
grita que vea las cosas como son en realidad, que no sea
tonta, que no le permita hacerme esto.
—Parece que ella no lo sabía. —Es Lorian.
—Alteza, no se una usted a este ataque —pide Ansel, la
única persona en la mesa que sale a mi rescate.
Y es que yo no soy capaz de decir nada. ¿Qué diré? ¿Que
lo sabía? ¿Que no se me está rompiendo el corazón en este
momento? Soy incapaz de replicar.
—¿Por qué? ¿Saldrá usted a besarla en la próxima fiesta
también?
—Vámonos, querida. —Atelmoff me quita el periódico de
las manos y me toma del brazo para que me levante.
La silla chilla cuando la arrastro para escapar. La salida
parece estar tan lejos como Mishnock. Cada paso es una
tortura, pues siento sus ojos sobre mí. Al salir, tomo
bocanadas de aire como un pez fuera del agua. Podría
desfallecer en cualquier momento. Atelmoff me aprieta una
mano, me da aliento en silencio y me observa con la
solidaridad de un padre. Lo sigo escaleras arriba hasta mi
habitación, en donde nos encerramos.
—Debe haber una explicación para esto —asegura,
mientras yo me meto a la cama como si las sábanas
pudieran deshacer lo que ha pasado.
—¿Cuál? —Estoy enojada. No con él, sino conmigo por
ser tan estúpida—. Ya dejó claro que no hay nada entre
nosotros.
—Deberías escucharlo primero.
—Es que no quiero porque sé que le creeré lo que diga.
¿Entiendes? Soy una tonta, Atelmoff. No quiero ser una
tonta.
—No hay nada de malo en creerle si lo que dice es
verdad.
—Me dejó como una mentirosa frente a todo Cristeners. Y
luego en la mesa fue frío y permitió que se burlaran de mí.
Él se burló de mí. ¿Por qué lo defiendes?
—Porque lo conozco. Él no es malo, Emily.
Su forma de interceder por el rey de Lacrontte me resulta
extraña, sospechosa. ¿Qué es lo que ambos ocultan?
—¿Por qué Magnus hizo una reverencia ante ti ese día,
Atelmoff?
—Eso no importa ahora. Y no te rompas la cabeza
tratando de entenderme. En algún momento lo sabrás.
Sinceramente ahora no estoy en condiciones para tomar
el papel de investigadora.
—Me gustaría ver las cosas como tú las ves. Él dijo que
siempre me respaldaría y no lo hizo.
—No tengo las respuestas, querida. —Se sienta en el
borde de la cama y me acaricia la cabeza como si estuviera
febril—. Sé que vendrá.
—Es absurdo lo que dice el diario.
—Lo es. Por eso sé que algo sucede. No te aflijas,
querida. Lo tendrás en tu puerta con una explicación. De
eso estoy seguro.
Pues yo no quiero verlo. Ni hoy, ni mañana, ni en una
semana.
****
Atelmoff se ha quedado conmigo toda la mañana. Ha
tratado de distraerme para que no derrame ni una sola
lágrima. Ni siquiera sé qué hora es y no me molesto en
averiguarlo. Un guardia nos avisa que afuera se encuentra
Ansel Cournalles y que quiere verme. Ambos nos miramos
confundidos. ¿Para qué ha venido?
—¿Quieres hablar con él? —me pregunta, dispuesto a
dejarnos solos si digo que sí.
—¿Debería?
—Eso solo lo sabes tú.
Magnus me hizo jurarle que no permitiría que ese
hombre me tocara. No le agrada en lo más mínimo, pero él
me dejó frente a la mesa como una idiota, así que no tengo
por qué obedecerle. No merece que le cumpla ninguna
promesa.
Ansel entra a la alcoba y se queda en la puerta como si
temiera la escena que va a encontrar.
—Emily. Señor Klemwood —nos saluda inclinando la
cabeza—. Espero no haber sido inoportuno. Venía a invitar a
Emily a dar un paseo.
—No me está permitido salir del palacio —confieso.
—Siempre se puede dar un paseo por los viñedos.
—No suena mal. —Atelmoff me mira cómplice—.
Deberías ir. Yo los dejaré para que salgan.
Se apresura a marcharse, dejándome sola con el noble
de ojos grises que me sonríe. Lo sigo por el corredor, las
escaleras y el pasillo que da al jardín.
—Me disculpo por el rey Aldous. —Borra el silencio a
medida que nos acercamos a la puerta—. Es un… —Se
queda en silencio, calculando si es prudente lo que dirá—.
Bueno, no es un caballero.
—Es un estúpido.
—No puedo repetir esas palabras. Es mi rey y es delito
injuriarlo. ¿Te encuentras bien?
Es lindo que se haya tomado el trabajo de venir a ver
cómo estoy, aunque al mismo tiempo es bochornoso.
Magnus me las pagará por esto.
—Lo estoy. No te preocupes.
—Sé que entre ustedes dos hay algo.
Dejo de caminar. Soy demasiado obvia, como siempre.
—¿Por qué crees eso? —Finjo una calma que no poseo.
—Porque te besó. Lo conozco. No besaría a nadie que no
le gustara.
¿Acaso Magnus lo envió o por qué toma el papel de
defensor?
—Pensé que no te agradaba.
—Solo digo la verdad. Él no es una buena persona. Es
engreído, petulante. Pero le gustas. Esa es la única
explicación para que no sea así contigo. A cualquier otra
mujer la hubiera dejado allí de pie.
Ya lo hizo conmigo una vez en el cumpleaños de su
abuela.
Sé que le atraigo, de eso no tengo duda. Sin embargo,
tengo la sospecha de que se avergüenza de mí. Él se ha
pasado su vida odiando a los mishnianos y yo soy una
plebeya mishniana, una que le atrae, pero le cuesta
aceptarlo en público. Soy consciente de que somos
enemigos, nos han enseñado a odiarnos, no deberíamos
estar cerca, pero, a pesar de eso, yo nunca, nunca, lo
negaría o fingiría que no hay nada entre nosotros. Jamás lo
lastimaría de esa forma.
—¿Te puedo hacer una pregunta, Ansel? —Asiente—.
Cuando Magnus descubrió que eras un espía. ¿hizo algo en
tu contra?
Ya llegamos a los viñedos. El paisaje se viste de uvas,
hojas y un sol ardiente que nos obliga a sentarnos bajo las
carpas de las mesas de té. Él se recuesta en la silla y me
mira con una sonrisa traviesa en la cara.
—¿Te dijo algo?
—No mucho, por eso te lo pregunto.
Lo duda, lo piensa. Le cuesta soltar lo que sea que trae
atorado en la garganta. Me mira y luego se observa las
manos.
—¿Me permites quitarme la camisa? —La petición me
paraliza y él lo nota—. Es para mostrarte lo que hizo.
Asiento, expectante y temerosa. Ansel empieza a
desabrocharse los botones y luego se levanta y se da media
vuelta para enseñarme su espalda. Me quedo perpleja. Hay
una cicatriz que abarca toda la zona. Es una M. ¡Una M! No
sé con qué se lo hizo y no quiero preguntar, pero lo marcó
con su inicial.
Es extraño, por no llamarlo de otra manera, que haya
hecho lo mismo que le hizo Aldous: dejar huellas violentas
en su piel.
—Ansel, cuánto lo siento.
¿Qué otra cosa puedo decir?
Voy hacia él y le pregunto si puedo tocarlo. No tarda en
decir que sí. Parece no estar tan afectado, aunque puede
que sea un gran actor. Las líneas abultadas de las cicatrices
se sienten como pequeñas montañas. Las sigo de un
extremo a otro sin poder creer todavía que esto lo ha hecho
el hombre con el que me he visto todo este tiempo.
—Esperamos no estar interrumpiendo.
Nos giramos como un par de animales alumbrados por
los faros de un automóvil al escuchar el tono divertido que
envuelve aquella intervención. Es Aldous y no está solo.
Stefan, Everett, Lorian, Francis y Magnus están con él. No
me centro en nadie más que en el rey Lacrontte, en la
mirada iracunda que intenta disimular, en sus pómulos
tensos y la postura rígida. Me vio hacer lo que le juré que no
haría y no me importa. Él arruinó las cosas primero.
—¿Qué diantres se supone que están haciendo? —Stefan
es el primero en intervenir sin que le importe la presencia
de su suegro—. ¿Podría vestirse, conde Ansel? No creo que
haya venido para esto.
—Me disculpo —afirma él, haciendo una reverencia antes
de ponerse la camisa—. Todo es mi culpa. Yo fui quien se
desnudó.
—No vimos a la señorita Malhore disgustada por ello.
El veneno del rey de Cristeners me sofoca. Detesto a ese
hombre y a su hijo.
—Rey Magnus —lo llama Aldous para captar su atención
—, ¿qué opina usted de este incidente?
—¿Qué tendría que opinar? —contesta con indiferencia.
—De seguir así, saldrá mañana en el periódico que hay
una nueva pareja en el palacio —dice Lorian con su
particular y asquerosa cizaña.
—No suena mal. Ayudaría a erradicar los rumores de que
tengo intenciones románticas con ella.
Lucho por mantenerme en mi puesto y no echar a correr
como quisiera. Me ha herido profunda y dolorosamente. Fue
lo que afirmó Nahomi: debía tener cuidado con las
enredaderas. ¿Y qué esperaba de este hombre si él mismo
dijo que no podía prometer que no me lastimaría?
—Entonces deberíamos seguir con nuestra conversación.
Aquí no hay nada que nos interese. —Lorian habla alegre,
regocijado por la escena.
—Cuando termine la reunión, Ansel —le habla su rey—,
te espero para conversar. Bueno, si es que la señorita te
deja marcharte.
—Me gustaría que me respetara, majestad —replico, ya
cansada de esta tontería—. No hacíamos nada malo. Eran
peores las cosas que usted me ofrecía en Grencowck. ¿Se le
olvida? Porque yo lamentablemente las tengo frescas en la
memoria.
—Más le vale que no sea insolente conmigo. Yo no le
perdonaré ninguna ofensa, así que cierre la boca si no
quiere meterse en problemas.
Escondo las manos en el vestido para que nadie note que
las aprieto. No puedo replicar. No tengo respaldo. Soy una
plebeya contra un rey. Contra cinco reyes. Porque sé que
ninguno abogará por mí. Ahí va otra promesa perdida de
Magnus.
30
EMILY
Mereces todo lo bueno que la vida pueda ofrecerte y
aun así ella quedaría en deuda contigo.
Magnus VI Lacrontte Hefferline
Esa es la nota que recibí hace una hora. Debí tirarla, pero no
pude. Sin embargo, me he armado de valor y he sido
imbatible. Es medianoche y los guardias lacrontters ya han
venido dos veces a decirme que su rey quiere verme, pero
las dos veces los he mandado a contar granos de arroz. No
sé en dónde están mis guardias. Por primera vez los extraño
y por primera vez también creo que los sobornan con
dinero.
Estoy empezando a trenzarme el cabello para dormir
cuando de repente la puerta se abre y se cierra con un
estruendoso golpe. Magnus ha entrado en mi habitación. Ni
siquiera me mira. Va derecho al ventanal y cierra las
cortinas con enojo.
—¡Qué sorpresa! —Abre los brazos igual que si tuviera el
papel principal de un drama trágico—. Pensé que te
encontraría con tu amigo Cournalles.
—¿Qué haces aquí? — No me muevo. No quiero darle ni
la más mínima reacción—. Vete de mi alcoba.
—Tú y yo vamos a hablar. Vamos a mi habitación. Al lado
tienes a Denavritz y podría oírnos. No me hagas perder la
paciencia que sabes que no tengo.
—El que no escucha eres tú. No iré contigo a ningún lado.
Eres un mentiroso. No hablaré contigo.
—Emily, es la última advertencia.
—¿Me adviertes? ¿Tú me adviertes? ¿Con qué derecho?
Ya está todo claro. No hay nada entre nosotros y, ¿sabes
qué?, funciona para mí, así no tengo que devanarme la
cabeza cuidando lo que hago para que no te enojes. Sigue
con tus acuerdos, toma las decisiones que quieras y luego
vuelve a tu palacio.
Suspira con una sonrisa incrédula que es ofensiva. Estoy
harta de que se ría en situaciones así, de que no me tome
enserio.
—¿Es eso un regaño? —pregunta, poniendo las manos en
la cadera—. Porque no sirve conmigo.
—No me interesa lo que pienses. Ya dije lo que tenía que
decir. No debí confiar en ti. Eres malo conmigo. Sabía que
esto pasaría y aquí está. Ya pasó.
Parece darse cuenta de su comportamiento. Sus hombros
caen y me mira mucho menos enfadado.
—No pretendo ser malo contigo. —Se acerca a mí, lento,
cuidadoso—. Puedo serlo con todos, pero no pretendo ser
así contigo. Solo hablemos. Si no te levantas, te cargaré
fuera de aquí.
Me quedo en mi lugar. No quiero que me toque y
tampoco quiero irme con él.
—Te explicaré lo del periódico —insiste cuando no
obedezco.
—Es obvio que te avergüenzas de mí.
Levanta las cejas y jadea, incrédulo. No me voy a tragar
su papel. Se pone las manos en la cintura y me mira,
procesando lo que acabo de decir.
—De todas las conclusiones a las que pudiste llegar, ¿fue
esa por la que te decantaste?
—Es la más lógica.
—Pues al parecer la que no tiene mucha lógica eres tú.
No me avergüenzas en lo más mínimo.
—¿Y entonces qué quieres que piense? Me humillaste.
—Y por eso te pido unos minutos. No hagas esto más
difícil.
—¿Yo soy la que lo hace difícil? —replico con los dientes
apretados—. Por un momento en tu vida, deja de ser tan
descarado. No puedes arruinarlo y esperar que las personas
se alegren porque les dices un par de palabras.
—Dijiste que las cosas eran más sencillas cuando había
comunicación. Déjame hablar, entonces. Si no salimos de
aquí, no vamos a arreglar esto. Dame al menos veinte
minutos.
Suspiro, cansada, frustrada, irritada. No se va a mover.
Así me acueste a dormir, sé que no se irá.
—Diez. Y cuentan a partir de ahora.
Me bajo de la cama y le paso por el lado. No lo toco, ni
siquiera lo rozo. No me agrada en lo absoluto hoy. Voy por el
pasillo, él me sigue, y al llegar a su alcoba me siento directo
en el sillón para mantener la distancia.
—Es por Sigourney. —No tarda en decir después de
cerrar la puerta—. Todo esto es por Sigourney. Él no puede
saber que me gustas o hará algo contra ti. Tú ya lo conoces
y no quiero que te lastimen por mi culpa. Desde que llegó
he estado distante porque no quiero que vea que me
importas.
—¿Esperas que me crea eso? —Cruzo los brazos—. Si
fuera cierto, no me hubieras besado en la fiesta. Sabías que
nos vería.
—Me dejé llevar. —Se para frente a mí y veo que ya tiene
la cara roja de irritación—. En la maldita fiesta me dejé
llevar y no pensé en las consecuencias. Tenía que arreglarlo
y lo único que se me ocurrió fue hablar con el diario para
cambiar la situación. Fue un desastre, ya lo sé, pero fue por
ti. Te cuido.
—¿Esa es tu manera de cuidar a las personas, Magnus?
¿Por qué no me dijiste lo que pensabas hacer? Así no habría
quedado como una ingenua engañada en el comedor.
—Y me arrepiento de no haberlo hecho; sin embargo,
necesito que entiendas que no podía salir en tu defensa.
Tenía que hacerle creer que no me importaba lastimarte,
pero claro que me importa. Mira lo que pasó en el viñedo.
¿Crees que aparecimos por casualidad? El maldito
Sigourney nos llevó por ahí justo para que te viera con
Cournalles y para estudiar mi reacción. Eso fue algo
planeado y ese maldito es su cómplice.
Eso tiene sentido. Ya se me hacía extraño que se
pasearan por ahí de la nada. Era demasiada coincidencia.
Aunque Ansel ha demostrado ser amable. Me defendió de
su rey en el comedor. ¿Eso también fue armado?
—¿Y las marcas? Vi tu inicial en su espalda, Magnus.
—Es un traidor. No me arrepiento en lo más mínimo.
Emily, no me gusta que te enojes conmigo —continúa con la
expresión más sincera que le he visto hasta ahora. Sus ojos
buscan redención—. No tolero tu ausencia, tu rechazo. Me
acostumbraste a ti, Emily. Soy honesto. No puedes decir que
no quieres verme y pretender que lo acepte.
No lo soporto. Lo aborrezco. Lo desprecio. ¿Por qué no
puedo ser más fuerte con él? ¿Por qué tiene que ganarme
tan rápido? Le creo.
—No vuelvas a hacer algo así. —Mi rabia mengua y se
siente en mi voz—. Promételo, Magnus.
—Yo no le hago promesas a nadie.
Y aquí vamos de nuevo. Otra vez las murallas.
—Entonces tendré que irme.
—Si te quieres ir, puedes hacerlo. No te obligaré a
quedarte.
Me levanto de la silla, pero Magnus no se hace a un lado.
Su cuerpo refleja tensión y me mira con unos ojos
oscurecidos. Puedo ver cómo lucha contra su orgullo.
—Podría decirte muchas cosas. —Me bloquea el camino
cuando trato de moverme—. Podría decirte lo que quieres
escuchar, solo que soy así.
—Explícate —espeto, impaciente.
—Quiero que te quedes. —Le cuestan las palabras como
si tuviera un puñal clavado. No es nada romántico, sino que
habla con furia, con desesperación. No le gusta dar su brazo
a torcer—. No soy el hombre cálido que sé que esperas. Es
algo que no puedo cambiar. No soy amante del afecto, así
que no sueñes con que me convierta en un maldito
Denavritz.
¿Por qué tenía que mencionarlo? Lo último que quiero es
un hombre igual a Stefan. Yo solo lo quiero a él. Justo
cuando voy a refutar, levanta el índice para que me
mantenga en silencio. Se lo otorgo.
—No me interrumpas cuando estoy hablando. Eres
frustrante.
—¿Y crees que tú no? Todo el tiempo debo tener cuidado
con lo que digo o hago solo para que no te cierres conmigo.
—¿Qué te has creído tú con esos ojos cafés y esos
vestidos de jardín? Si te doy una orden, la acatas. —Me toca
el pecho con un dedo, señalándome—. Vienes aquí y acabas
con mi paciencia para luego marcharte cuando lo que quiero
es que te quedes.
Es increíble la facilidad que tiene para revolucionar mis
emociones.
—¿Y es tan difícil decirlo?
Esperaba cualquier reacción excepto que sonriera. Y,
como el misterio que es para mí, empieza a hacerlo y luego
a reírse a carcajadas como quien ha sido derrotado y acepta
la pérdida.
—Quédate conmigo esta noche, Emily —me pide con una
voz suplicante que podría convencerme de aceptar
cualquier cosa. No le contesto, pero asiento una, dos y tres
veces—. Entonces sonríe, que en estos momentos me estoy
sintiendo como un imbécil.
Eso también se lo otorgo.
—¿Vas a dormir conmigo? Solo dormir, te lo aseguro.
¿Dormir con él? No lo había pensado. Es más, hace unos
meses me hubiera parecido la cosa más imposible del
mundo. Y lo cierto es que no me molesta la idea, aunque
siento que sería arriesgarme a perder el control, pero quiero
tomar ese riesgo.
—Acepto si me llevas a la cama. —Enseguida caigo en la
cuenta de cómo sonó eso—. Es decir, que me…
—Te entendí. No te preocupes.
Se inclina y me toma de la cintura. Me levanta y me
sostiene las piernas con el brazo que tiene libre. Me carga
hasta la cama, que, para mi pesar, está demasiado cerca y
me suelta con rudeza, así que me golpeo contra el colchón.
—No fue mi intención. No había hecho esto antes.
—¿Por qué? —Lo miro, curiosa, mientras me arrastro por
la cama para acomodarme.
—Demasiado romántico para mi gusto. —Se arrodilla a
mi lado. Siéntete afortunada de ser la primera.
—Entonces, ¿por qué lo haces si no te gusta?
—Porque sé que a ti te gusta. Me lo has pedido. Es obvio,
¿no?
—Pues acabo de descubrirlo. Nunca me habían llevado
así a la cama.
—Entonces es nuestra primera vez.
—Siempre me dijeron que no sonreías, pero lo haces todo
el tiempo.
—Sonreír es sencillo cuando estoy cerca de ti.
La emoción que me recorre el pecho no es normal. Se
abalanza sobre mí y me agarra de las caderas para
levantarme de la cama y sentarse luego en el espacio que
mi cuerpo deja vacío.
—Ese es mi sitio. Si quieres estar aquí, tendrá que ser
encima de mí.
Me lleva hacia él, obligándome a sentarme a horcajadas
sobre su pelvis. Instintivamente le rodeo el cuello con los
brazos y él me sostiene de la cintura. Su respiración se une
con la mía y juro que cada cosa que experimento a su lado
es maravillosa. Decidido, se me acerca a la boca y comienza
a besarme con deseo. Es ágil y contundente. Sus brazos
fuertes me aprietan contra su pecho, sus labios encajan con
los míos y algo empieza a crecer debajo de su pantalón.
—Estás volviéndome loco, Emilia. —Sus palabras se me
pasean por la piel en el instante en que desciende hacia mi
cuello, inhalando mi aroma—. Es difícil tenerte cerca y estar
tranquilo.
—Magnus. No haré nada sin estar enamorada.
Me cuesta concentrarme, pero sé que, si no hago la
advertencia ahora, será difícil después.
Levanta la cabeza para mirarme. Tiene la frente arrugada
y la mirada perdida, como si acabara de descubrir algo.
—¿Entre Stefan y tú nunca ocurrió nada? —Niego,
exponiendo una verdad de la que no habíamos hablado—.
¿No estuviste enamorada de él?
—Sí, es solo que... —Busco las palabras correctas—.
Supongo que el destino sabía que no era el indicado y por
eso jamás pasó nada.
—Es algo que me hubiera gustado que me dijeras. ¿Eres
consciente de la manera en que te he hablado todo este
tiempo?
—No tengo ningún problema con lo que me has dicho
hasta ahora. De ser así, habría protestado.
—Yo sé que de inocente no tienes mucho.
Si supiera que es algo que nada más sale con él.
—¿Te puedo preguntar algo? —No son muy buenas las
cosas que se me pasan por la cabeza, pero tengo
curiosidad. Magnus asiente y trago fuerte antes de
continuar—. Soy consciente de que tú ya has estado con
una mujer. —Nunca se me olvidará lo que Vanir iba a
hacerle cuando entré a su oficina—. Y quería saber qué se
siente… ya sabes.
—¿Acostarse con alguien? —Inclina la cabeza para buscar
mi mirada cuando yo la aparto—. Si vamos a hablar de esto,
no debes tener vergüenza.
Vuelvo a sus ojos, dos iris que penetran los míos. Creo
que nunca me acostumbraré a la ferocidad de su mirada.
—Es placentero —responde con una sonrisa—. Muy
placentero. Un acto carnal.
—¿Y ya? Es íntimo, también.
—Depende de la perspectiva. Las personas pueden verlo
y vivirlo de muchas maneras, no solo desde el lado
romántico en el que sé que tú habitas. Hay quienes buscan
placer, no sentimientos.
—¿Y tú ahora mismo solo estás buscando placer
conmigo?
—Si solo buscara eso, ya me habría rendido, ¿no lo
crees? Sacas una paciencia en mí que no sabía que tenía.
Me encanta estar contigo.
Podría repetirlo mil veces y aun así me parecería
increíble. ¿Eso significa lo que creo que significa? Quiero
que sea lo que pienso. Lo miro fijo a los ojos, ellos pueden
darme la respuesta que busco. Sé que no. No está aquí solo
en busca de placer.
—¿Y nunca tuviste nervios o dudas? —Comienzo a sacar
todas las telarañas que me carcomen la cabeza, dejándole
ver mis temores—. Me da miedo que cuando me desnude
pienses en alguien más. Que me veas y digas que me falta
aquello que tenía la anterior.
—Yo nunca pensaría en otra persona mientras estoy
contigo. Nunca lo he hecho. Levántate —pide, autoritario—
y camina de un extremo de la habitación al otro.
Seguro se me nota la confusión, pero obedezco y marcho
ante sus ojos.
—No pensé en nadie más mientras te miraba. —Se pone
de pie y se aproxima a mí. Me toma del mentón y me besa,
metiendo su lengua en mi boca, posesivo. Le rodeo la
cintura con las piernas cuando me levanta—. Hemos estado
en salas llenas de gente y yo solo te he mirado a ti. Es como
si no existiera nadie más, solo tú.
Esta vez soy yo quien lo besa despacio y firme. Siento su
olor, su respiración en la cara y la suavidad de su cabello al
enredar los dedos en él. Magnus Lacrontte es toda una
experiencia. Es mi experiencia.
—¿Cuántas inseguridades tienes, Emily?
—Más de las que quisiera.
—Dime la más grande.
—Siento que no soy suficiente para nadie. —Me escondo
en su cuello con tristeza.
—¿Eso se debe a lo que ocurrió con Stefan? —Las
palabras vibran en su garganta.
Asiento, negándome a decirlo en voz alta. Sin embargo,
él lo sabe. Conoce algunos de mis miedos. Me he abierto y
le he mostrado muchas cosas. Espero que sepa apreciarlo.
—Míranos en el espejo —me pide, y yo llevo la mirada al
vidrio.
Magnus se ve imponente, erguido y fuerte. Desearía
verme igual, pero en este momento dudo. Dudo de mí y no
me gusta. Daría lo que fuera por arrancarme esa
inseguridad que empieza a crecer en mí.
—Eres suficiente para mí.
Se me llena el corazón como si miles de mariposas
hubieran entrado de golpe, como si la brisa aliviara mi
cuerpo en una noche calurosa, como si todo de repente
fuera posible. Quisiera repetir este momento una y otra vez
hasta cansarme y me parece imposible que me canse algún
día. Me guía hasta la cama dado mi silencio y, sin soltarme,
se sienta. Yo continúo a horcajadas sobre su cuerpo,
mirándolo de frente.
—Desearía olvidarme de todo y sentirme segura, libre.
Parece que la vida lo ve como una opción descabellada.
—Quisiera quitarte cada uno de tus miedos, Emily. El
problema es que solo tú puedes hacerlo. Aun así, estoy
dispuesto a ayudarte.
—¿Cómo puedo deshacerme de ellos?
—Lo descubriremos a su tiempo. Por ahora necesito que
me prometas que no vas a permitir que nada de lo que
Denavritz haga te afecte.
Ya no son juramentos. Pasamos a las promesas. Me
parecen mucho más bonitas.
—Lo prometo.
—¿Quieres conocer un atisbo de lo que se siente estar
con una persona?
—¿De qué hablas? —No intento ocultar mi confusión.
—Dijiste que querías olvidarte de todo y yo puedo
ayudarte a que eso ocurra y te relajes. Ni siquiera voy a
tocarte en lugares que consideres inapropiados y te juro que
mantendrás tu ropa puesta. Es solo una invitación, no te
sientas obligada a aceptar.
—¿Cómo sería eso? —inquiero, tentada.
Magnus me agarra la cadera con las manos y me mueve
despacio hacia adelante y hacia atrás sobre su pelvis,
haciendo que mi entrepierna se roce con su erección. El
movimiento me excita tanto que jadeo. No puedo creer que
sea posible sentir algo así.
—Será solo eso, lo prometo —asegura, satisfecho con mi
reacción.
Lo dudo un segundo. Ese es un paso gigante desde mi
perspectiva. ¿Quiero darlo con él? Sí, quiero darlo con él.
—De acuerdo.
Magnus me pide que me levante y se desabrocha el
pantalón. Lo baja un poco, lo suficiente para dejar su ingle
libre, pero, por supuesto, cubierta por su ropa interior.
Luego se acuesta completamente y me deja sentada sobre
su pelvis. Pone una mano entre ambos, se acomoda el
miembro y me pide que busque la mejor posición encima de
este. Lo hago hasta conseguir que mi punto más sensible
quede contra él. Luego, vuelve a mecerme para que la
fricción haga de las suyas. Y sucede. La magia aparece. Es
de las cosas más extrañas que he hecho en mi vida, pero no
voy a negar que es muy placentero.
—Puedes cerrar los ojos, si lo deseas —dice desde abajo.
Lo hago. El roce es estimulante, electrizante. Sus manos
grandes me agarran con firmeza, guiando el movimiento en
busca de mi satisfacción. El cabello me cae hacia adelante a
medida que me dejo llevar. Siento la dureza de su erección
y la humedad que se forma en mi ropa interior.
—¿Quieres que hagamos a un lado lo que nos estorba? —
propone de repente. Abro los ojos, asustada, intentando
entender a qué se refiere—. Te quedarás con tu bata. Solo
que ahora estaremos piel contra piel. Y no te preocupes:
estoy en constante revisión con el médico del palacio.
No me cuesta demasiado comprender lo que quiere
hacer: deshacerse de nuestra ropa interior. ¿Debería? Es
decir, lo veré. No, mejor aún, lo sentiré. Y claro que quiero
hacerlo a pesar de que las mejillas se me calienten de
vergüenza al asentir.
—Está bien. —Es lo único que alcanzo a decir. Parece
que, una vez que empiezas, no quieres acabar hasta
conseguirlo.
Magnus me pide que me levante de nuevo y quedo de
rodillas. Sus manos van por debajo de mi vestido hasta el
elástico de la prenda de la que se quiere deshacer. Me la
baja por los muslos y me la saca por cada pierna. Luego
hace lo propio con la suya, liberando su erección.
No puedo quitarle los ojos de encima. Soy incapaz. Lo
observo tan curiosa como nunca lo he estado. Veo su
grosor, su tamaño, su forma, las líneas de sus venas y la
punta rojiza que ahora apunta hacia su ombligo. Lo veo. Lo
veo todo. Y disfruto de lo que observo mientras siento
palpitaciones en esa zona de mi cuerpo, así como la
expectativa y las ganas de tocarlo.
—¿Algo que decir? —pregunta al ver mi especial atención
a esa parte de él.
—Lo siento. Es solo que yo nunca... —Me quedo en
silencio ante la tontería que iba a decir.
—Lo entiendo. —Me guiña un ojo—. Todo tuyo, Emily.
Desciendo lento y el corazón me late tanto que estoy
segura de que Magnus puede escucharlo. Me siento encima
de él y la sensación es completamente diferente. Siento su
dureza, su calor. Me remuevo hasta acomodarlo en mi
centro. Es extraño. Incómodo, tal vez. No me acostumbro al
tamaño ni a tener algo entre las piernas. Sin embargo, debo
admitir que así es mucho mejor. Nada nos separa.
Él me mueve y yo lo hago también. Me apoyo en su
pecho, buscando soporte, mientras llevo la cadera al frente
y atrás, persiguiendo el placer. Magnus gime de repente y
me paralizo. Es un sonido ronco, varonil y gutural que me
eriza la piel.
—Esta no fue la mejor idea —susurra con los ojos
apretados.
Estoy a punto de levantarme cuando él me mira y me
sostiene de la cadera para impedírmelo.
—No es lo que supones, Emily. Yo también lo estoy
sintiendo. ¿Entiendes? Hablo de que debo tener mucho
autocontrol. Si te mueves sobre mí, me estás estimulando.
Es todo.
—¿Quieres que me detenga?
—No, Dios, no. No hagas caso a nada de lo que diga. Es
en serio. Tú sigue.
Retomo la marcha, despacio. Es una aventura, un
descubrimiento que me hace gemir un poco más alto a
medida que incremento el ritmo. Magnus vuelve a cerrar los
ojos y abre la boca. Sus jadeos se mezclan con los míos. Se
mueve inquieto debajo de mí, luchando contra lo que le
hago sentir. Se aferra a mi bata y empuja la pelvis hacia
arriba.
—Bésame —me ordena y, sin dudar, voy a su boca y me
estampo contra ella sin dejar de moverme.
Voy rápido y él también. Se queja de placer entre
respiraciones pesadas, y se esmera por ayudarme a
conseguir lo que quiero, pero yo deseo algo más y estoy
decidida a dar el paso. Me bajo los tirantes de la bata y la
prenda me cae hasta el abdomen, enseñándole esa parte de
mi cuerpo que aún no había visto. Magnus me mira. Tiene
las pupilas dilatadas y los ojos llenos de lujuria. Sonríe con
un gesto perverso que por alguna razón me satisface. No
tarda en levantar las manos y tocarme. Es increíble. Me
acaricia y se endurece más antes de acercarse y, como un
depredador, meterse mi pecho a la boca.
Ni siquiera sé cómo describir lo que siento ahora. Es
maravilloso. Su boca me toma con rabia y mimo al mismo
tiempo. Va de uno a otro y regresa. Enredo los dedos en su
cabello porque no quiero que se separe, no quiero que se
detenga. Mueve la lengua sobre mis pezones, rodea mis
areolas y deja un camino en medio de mis senos.
—Magnus. —Es todo lo que logro decir. Mi voz no es más
que un suspiro.
—Eres la mujer a la que más he deseado en mi vida.
Sus palabras parecen arañarme la piel. Le clavo las uñas
en la espalda mientras él me acaricia. Ya he creado mi
propio ritmo, recorriendo toda su extensión desde la punta
hasta la base. Cada vez voy más rápido, ansiosa,
descontrolada. Magnus me aprieta la cadera para
ralentizarme. Tiene los hombros rígidos. Pelea con su
cuerpo, contra las reacciones que pueden ganarle en
cualquier segundo.
—Emily, recuerda que, a diferencia de ti, yo no puedo
terminar así. —La voz le sale rasgada, trabajosa, y traga
profundo antes de continuar—. Ve despacio o no voy a
soportar demasiado.
Me resulta inverosímil que sea yo la que le cause esta
contienda. Que lo haya llevado al extremo solamente con el
roce, con la fricción. Siento la presión de sus ojos. Me mira,
me admira. Está concentrado en mi rostro, en mis
expresiones después de cada gemido, en la forma en que
obtengo placer, en cómo lo uso para mi beneficio.
—Di mi nombre. Siempre di mi nombre —ordena antes
morderme nuevamente un pecho. Ejerce tanta presión con
los labios que es imposible que no caiga.
Entro en estado de ebullición. Me siento plena, deseada y
viva. Experimento tantas cosas en segundos que no puedo
explicarlas. Gimo mientras los espasmos me recorren y
arqueo la espalda, pero ni en ese momento él me suelta.
—Magnus.
Es la única palabra que me sé ahora.
Todavía me muevo, pero cada vez más lento. Siento el
cuerpo relajado y caliente. Me siento débil, moldeable,
mientras libero el placer que había retenido tanto tiempo.
—Luces increíble cuando gimes.
Su confesión me devuelve a la realidad. Me choco con un
par de iris verdes perdidos en la oscuridad de sus pupilas y
con la sonrisa de un hombre orgulloso, arrogante. Caigo
sobre su pecho, escondiéndome con vergüenza ante el
señalamiento de mi conciencia. ¿Qué acabamos de hacer?
—¿Qué
sucede?
¿Te
arrepientes?
—pregunta,
preocupado.
—No. —Y es cierto.
—¿Te gustó?
—Sí. —Me yergo y lo miro—. Muchísimo.
—Me complace la respuesta. Ahora debo darme una
ducha fría, pero antes necesito tu autorización para arreglar
los daños. ¿Puedo? —cuestiona, y me quedo en blanco, aún
sobre él.
—¿Qué?
—Serás la imagen mental. ¿Puedo o no?
Y entonces lo entiendo. Entiendo lo que quiere hacer.
—¿Aquí?
—En la ducha. ¿Eso es un sí?
Jamás imaginé que estaría dándole autorización a un
hombre para estas cosas, pero aquí estoy, aceptando.
Me hace a un lado para levantarse. Se acomoda el
pantalón y se pierde en el baño. No tardo en escuchar el
agua caer y enseguida me imagino lo que está haciendo. Me
sonrojo. Estoy enredada entre las sábanas, asimilando lo
que acaba de pasar. Me cubro la boca con la mano para
ocultar una sonrisa que nadie verá. Quiero fundirme en la
cama y desaparecer. No me arrepiento en lo absoluto. La
cuestión es que no deja de parecerme increíble.
Un rato después me avisa que ya puedo tomar una
ducha. Paso por su lado y no lo miro. Es una tontería si
tenemos en cuenta que ya vi todo lo que no debía, pero
prefiero no hacerlo. Cuando salgo del baño, él todavía se
encuentra ahí, esperándome, recostado contra el mesón del
lavamanos. Está envuelto en una toalla de la cintura hacia
abajo, con los brazos cruzados sobre el pecho y el cabello
mojado, que le gotea en los hombros. El agua convierte su
rubio oscuro en castaño y la luz de la habitación crea
sombras en sus músculos: se ven como un camino de
montañas ensombrecidas por partes debido a una puesta de
sol.
—¿Qué haces ahí?
Me acerco a él a paso lento.
—Estoy de guardia. Tenía miedo de que te pusieras a
llorar. Eres muy sentimental y me preocupa que estés
arrepentida.
—No lo estoy. Es solo que no sé cómo llevarlo. Siento que
di un gran paso contigo. ¿Prometes que no se lo dirás a
nadie?
Me ofrece sus manos y luego me abraza. Me aprieta
contra sí y me besa la coronilla. Es un gesto dulce y
precioso que me gustaría que hiciera más seguido.
—Por supuesto que no se lo contaré a nadie, Emily. Esto
es entre nosotros dos.
—¿Así te amenacen para hablar?
—Así me torturen.
—¿Qué tal estuvo tu baño? —Me siento valiente para
hacer la pregunta porque no lo estoy mirando.
Lo escucho reír. Las carcajadas llenan el cuarto de baño
con un sonido casi musical. Lo rodeo con los brazos, fuerte.
No quiero que se aleje. Ni hoy, ni mañana, ni dentro de un
año. Lo quiero siempre para mí.
—Muy relajante y placentero.
—¿Habías hecho esto antes?
—¿Cuál de las dos cosas?
—Lo que hicimos en la cama.
—No. Jamás. Me puse creativo por ti. Es otra de nuestras
primeras veces.
Da la vuelta sin soltarme. Ahora soy yo quien está frente
al lavamanos. Magnus está detrás de mí y me mira por el
reflejo del espejo. Sus ojos brillantes, la felicidad en su cara,
la soltura de su cuerpo, su altura, su porte, sus hoyuelos.
Todo está ahí para que yo lo admire. Sé que ya crucé la
línea y ruego de verdad para que él también la haya
cruzado.
—¿Puedes pasarme un cepillo? Necesito peinarme —me
pide aun cuando él mismo es capaz de tomarlo.
Me inclino hacia adelante para alcanzar el peine
disponible y de inmediato lo siento pegarse a mis glúteos,
presionándose contra ellos, mientras le paso lo que ha
pedido. Sabía que todo era una excusa.
—Mírate en el espejo —ordena cuando me enderezo y lo
complazco. Magnus me toma del mentón para que no me
mueva, igual que un tutor corrige la postura de su aprendiz
—. Ese es el rostro de la mujer a la que haré gemir mi
nombre a diario.
Ni siquiera puedo agachar la cara y evitar que vea el
color de mis mejillas. Es un egocéntrico insoportable.
—Eres un pervertido.
—Lo soy cuando se trata de ti. —Choca su pelvis contra
mí para que se sienta lo que hay debajo de la toalla. ¿Quién
diría que el hombre que me amenazó tantas veces
terminaría haciendo esto?—. Y tú lo eres cuando se trata de
mí.
Inclino la cabeza hacia atrás mientras él se peina. Quiero
besarlo, que me bese, que nos besemos. Y me alegra ver
que entiende lo que busco. Baja su rostro y se une a mis
labios. Deja caer el peine y me agarra fuerte de la cintura
con una mano en tanto la otra va a mi cuello, lugar por el
que ha mostrado una fijación desde que lo conozco. Me
siento suya y me gustaría sentirme así siempre.
La magia se rompe antes de que pueda disfrutarla.
Escuchamos un alboroto procedente del pasillo. La voz de
Stefan es inconfundible. Grita mi nombre, exigiéndome que
salga y que abra la puerta. Magnus y yo nos separamos de
golpe, como si de repente nos estuviéramos pasando
electricidad. El temor se apodera de mí y por más que
quiera espantarlo es imposible.
—No vio a los guardias en tu puerta —comenta—. Estoy
seguro de que salió y no los vio. Entró a tu alcoba y no te
encontró. El resto lo dedujo.
—¡Abre la maldita puerta, Magnus Lacrontte!
Él sale del baño. Debo apresurarme a seguirlo, pero sigo
pidiendo entre susurros que no lo haga. Sé qué es capaz de
leer el miedo en mis ojos y noto la rabia que se crea en los
suyos.
—¿Por qué le temes? Me prometiste que no dejarías que
nada de lo que él hiciera te afectara. Ya sabe que viniste
aquí. No parará hasta que abra la puerta.
—¿Y si le hace algo a mi familia?
—No lo permitiré. Confía en mí.
Me quedo de pie bajo el marco de la puerta del baño,
desde donde escucho el pomo y los pasos pesados de
Stefan. Pasea la vista por la habitación. Se fija en la cama
desordenada y luego me ve a mí, a nosotros. A Magnus,
semidesnudo, mojado, y yo con su bata de baño. Parece
como si acabáramos de tomar una ducha juntos después
de… Ya sacó sus conclusiones. Entrecierra los ojos, arruga la
nariz y el cuerpo se le crispa con ira. Lo veo temblar de
cólera y parece que en cualquier momento empezará a
humear igual que una caldera hirviente.
—¿Qué hicieron? —cuestiona, y sé que la pregunta es
para mí.
—No es de tu incumbencia, Denavritz —el rey Lacrontte
responde directo, pero tranquilo. Daría lo que fuera por
compartir su calma.
—No estoy hablando contigo. ¿Qué hicieron, Emily?
—Te falta derecho para reclamarme —digo, aunque no
con rabia. Es la valentía la que me guía porque no lo estoy
irrespetando. Lo nuestro ya es historia y él está casado—.
No voy a decirte nada.
—Vístete y vuelve a tu alcoba. —No le queda otra cosa
que responder más que eso—. Es una orden.
—Ella no se irá si no quiere.
La intervención de Magnus vuelve a encender su
molestia.
—Soy su rey, que eso no se te olvide. Tiene que acatar
cada una de mis palabras. Y te aseguro aquí, en frente de
ella, que no la volverás a ver.
—Eso no es algo que tú decidas. Si te la llevas, los
acuerdos de paz se acaban.
—Me importa un diantre la paz. Esto se acabó.
Doy un paso atrás. No me quiero ir. No quiero dejar a
Magnus. Quiero seguir viéndolo, quiero estar aquí con él.
Noto que la espalda del rey Lacrontte se tensa a medida
que observa a Stefan, quien lo reta sin importar la diferencia
de estatura, de poder militar y todo lo que han fijado este
tiempo en las reuniones. Me siento en medio de un
enfrentamiento en el que irónicamente yo soy el arma con
la que ambos se amenazan.
—No importa lo que hagas ni la distancia que pongas
entre nosotros: no la vas a separar de mí.
Algo parece inundar la cabeza de mi verdugo, tal como
sucedió en la biblioteca esa vez. Lo puedo ver en la forma
en que baja la mirada y se queda pensativo. El silencio es
apabullante. Cuando estoy dispuesta a intervenir, levanta la
vista y se dirige a mí.
—Cambié a los guardias de tu puerta. Estos no se
dejarán sobornar.
Así que tenía razón, los han estado comprando.
—No hay un precio que no pueda pagar. —Magnus solo le
lanza más leña al fuego con sus intervenciones.
—Ve a tu habitación, Emily. Si estos acuerdos siguen, al
menos hazme caso. Vístete y sal ahora.
¿No los deshará? ¿Tan sencillo fue hacerlo cambiar de
opinión? No lo puedo creer. Aquí hay algo más.
Voy al baño por mi camisón y cuando salgo al pasillo veo
a Ansel. Me mira en silencio como quien estudia una
pintura. ¿Qué hace aquí? Si es cierto lo que me dijo Magnus,
por la mañana esto lo sabrá también el rey Aldous.
31
MAGNUS
—¿Pudo hablar con la señorita Malhore? —Francis pregunta,
y siento su mirada en la espalda.
No me he podido sacar de la cabeza lo que pasó ayer.
Sigue fresco, vívido. Juro que si cierro los ojos puedo sentir
sus pechos en mis manos, escuchar cómo jadeaba y la
manera en que me miraba cuando llegaba al final. Sin
embargo, hay algo que borra lo demás y toma importancia.
Se deshizo del miedo conmigo, para mí. Me permitió ver
más allá y no hablo de su cuerpo. Eso me hace… me hace…
dudar.
—¡Majestad! —Corta mis pensamientos como un hacha
—. ¿Me escucha?
—Ah, sí. —Recuerdo lo que preguntó—. Hablé con ella.
Todo está solucionado.
—Tiene suerte de haberla encontrado y de que tenga la
paciencia para entenderlo. No somos muchos en el mundo.
¿Usa a Emily para elogiarse? Un escalón nuevo en el
camino de la vanidad.
—Hay algo que no me está diciendo. Veo que las
hormigas se le suben a la cabeza.
—Pues córtamela.
Me siento en el sillón y lo miro desde ahí. Es el sillón en
el que he estado con Emily, aquí la enfrenté la primera vez
que vino a mi habitación, la senté en mis piernas para
contarle de Gretta, se sentó para discutir sobre el periódico.
—Es más sencillo que me diga lo que hay dentro. No me
gustaría manchar mi traje con sangre.
—¿Y si me estoy equivocando?
Suelto la telaraña que no tardará en desarmar.
—¿En qué exactamente?
—En el plan. En usarla.
Se queda en silencio. El único ruido es el zumbido de la
brisa exterior. Francis parece un retrato con las manos
detrás de la espalda y la cabeza ligeramente inclinada.
¿Qué tanto piensa?
—Creí que ese plan estaba en el olvido.
A veces pienso lo mismo. Cuando estoy con ella no me
acuerdo de ese maldito plan. Soy un imbécil.
—Pues no. Es como si tuviera claro mi objetivo hasta que
la veo. Entonces se me olvida a qué iba.
—Me alegra mucho.
—No es gracioso, Francis.
—No me considero un hombre con especial sentido del
humor.
—No quiero desviarme por ella.
—Puede desviarse con ella. Tráigala a su camino; no vaya
al suyo.
No me agrada en lo absoluto lo que sucede. No hago otra
cosa en el día más que esperar que sea medianoche para
verla. No me concentro y ni siquiera sabría qué basura se ha
hablado en estos últimos días si no fuera por los resúmenes
que me hace Ingellus después de cada sesión.
Me levanto y camino hasta el otro lado de la cama para
llegar a la mesa de noche. Busco en la gaveta la hoja que
he guardado en el fondo, como si tuviera la ubicación del
maldito Silas Denavritz, y se la entrego. Me alejo creyendo
que eso va a salvarme de lo que va a pasar, de lo que
descubrirá.
—Una copia aleatoria del plan de acción —concluye,
desanimado, después de verla.
—Dale la vuelta.
Se queda unos segundos admirando las tres letras que
escribí en la reunión de ayer por la tarde y luego sonríe. Las
arrugas aparecen alrededor de sus ojos, haciéndolo lucir
más viejo de lo que es. Pero eso no es lo importante. Lo
importante aquí es que lo sabe.
—Interesante. —Me mira, satisfecho—. No creí que fuera
un hombre que escribiera este tipo de cosas.
—No lo soy. ¿Entiendes el problema en el que estoy
metido?
—Sería un problema si ella no estuviera en la misma
línea.
—Emily es bastante inclinada al afecto, sin duda, pero no
creo que escriba estas cosas.
—¿Y usted quiere que sea así? Me refiero a lo que
escribió. ¿Quiere que ella sea E. L. M.?
No quería que lo dijera en voz alta, por eso se lo di para
que lo leyera.
—Es todo por ahora, Francis. Puedes retirarte. Hay que
prepararnos para la reunión de hoy.
—Yo diría que no. No es todo. —No se mueve ni un
centímetro—. Ha pasado un tiempo considerable. Lo he
dejado convivir con el silencio. Ahora considero que es
oportuno que reconozca, que se reconozca, que llame las
cosas por su nombre. Eso lo ayudaría a alejar la neblina. Sea
valiente y admítalo.
Siento que la ropa me causa picazón. Me cuesta hacerles
frente a estas situaciones. No estoy acostumbrado a sacar a
relucir mis emociones. Ese es el trabajo de Francis, quien las
ilumina. Es el guía que me ayuda a encontrarlas. No se
supone que sea yo quien las muestre.
—Es que exactamente no sé qué sucede —empiezo
lento, pero de repente las palabras salen a borbotones—. Es
decir, me molesta verla. No soporto ver su rostro, pero la
quiero aquí conmigo, saber que está a mi lado.
—Pero no la quiere ver —repite él.
—Ya sé lo estúpido que suena eso. Porque me marcharía
lejos de ella, Francis. Estaría a kilómetros de distancia de su
cuerpo y aun así la traería conmigo. Es muy molesta con su
cabello castaño y sus ojos cafés. Es simplona y siempre le
da vueltas a todo. A donde sea que miro, allí está ella. Es
frustrante. Quiero desaparecerla y al mismo tiempo quiero
que se quede.
—Ya veo. ¿Algo más? Por ejemplo, sabemos que le
encanta hablar. A veces no tiene filtro. Eso la convierte en
alguien que suele discrepar de cada una de sus palabras.
¿Qué piensa de ello?
Me empuja. Ni se molesta en ser discreto al presionarme
para que no deje nada en las sombras.
—Es lo que más me desquicia. Solo pienso: ¿cuándo
cerrará la boca? Luego se calla y quiero que siga hablando,
¿entiendes? —Me invade la adrenalina cada vez que la
menciono—. Porque me molesta que hable, pero odio que se
quede callada. ¿Y has visto cómo se viste? ¿Quién en su
sano juicio usaría esos trajes?
—Son vestidos muy llamativos, sin duda.
—Y siempre está molesta. Siempre algo que hago la
incomoda. Me hace sentir como un imbécil. Quiero ponerla
lejos de Denavritz porque eso también me molesta. Odio
que él la toque y que ella se lo permita. Y Cournalles…
Cuando la vi en los viñedos con él, sentí como si una ira
infernal me consumiera y la sentí aquí. —Me señalo el pecho
—. Es como si me convirtiera en alguien más, en alguien
que revienta en furia cuando soy testigo de que la tocan.
—Creo que es...
—Quería asesinarlo por acercársele y sabes que no me
falta razón. Y Denavritz… ¿Por qué permite que la lastime?
¿Por qué le da cabida en sus emociones? Me vuelvo
demente al pensar que están tan cerca, que él puede
mirarla y yo no. Me llena de cólera saber que le duele lo que
él haga o diga y por eso la detesto a ella también.
—Creo que ese sentimiento se conoce como celos.
Respiro, exhausto. Lo solté todo, sin reservas. Es
agotador. Las emociones son agotadoras.
—¿Piensas que no lo sé? Y eso es peligroso. Yo siempre
he tenido el control, Francis. Debo estar centrado. Tengo un
objetivo. La razón de mi vida.
—Puede seguir en busca de su objetivo y darse una
oportunidad. Estoy seguro de que no sucederá lo de la
última vez. Ellas dos son polos opuestos. —No me agrada
cuando menciona a Vanir—. Son como el fuego y el agua.
—Con Vanir sabía controlarme.
—Lo hará también con Emily. Es usted el que tiene que
encargarse de eso, no ella. Dígame, ¿le gusta la señorita
Malhore?
—Me encanta —confieso con una sonrisa de derrota—. Es
hermosa.
Él sonríe. Es un gesto sincero y parece casi aliviado por
mi desahogo.
—¿Cuándo piensa decírselo? Que le gusta, claro.
—Se lo he demostrado.
—No es lo mismo. La señorita Emily es una persona
parlanchina. Le gustan las palabras. Considero apropiado
que se lo haga saber también con ellas.
—¿No valen más las acciones?
—Véalo como una manera de reforzar los actos. Le
agradará escucharlo.
—Majestad. —Escucho a uno de mis guardias al otro lado
—. El rey Stefan está aquí. Quiere hablar con usted.
Esperaba que viniera. Ayer estuvo muy calmado y estaba
seguro de que no se quedaría tranquilo por mucho tiempo.
Lo hago pasar y, una vez lo tengo enfrente, no hace más
que mirar a Francis, pidiéndole en silencio que nos deje a
solas. Él no es idiota y lo entiende, así que se despide con
una inclinación de cabeza antes de marcharse.
—Ganaste. —Se muestra ofendido y ni siquiera sé de qué
habla—. Emily me confesó que está interesada en ti.
Mentiría si digo que no me emociona. Debo esforzarme
por reprimir la sonrisa. Me siento orgulloso. Es mía, la tengo
en la mano. Pienso en tantas cosas que podría hacerle para
recompensarla por la valentía que no me alcanzaría el
tiempo.
—¿Y qué quieres que haga?
La voz neutra que he impostado la mayor parte de mi
vida sale a relucir.
—Emily es demasiado para ti.
—Para ambos —recalco.
—Te doy la razón. Es demasiado para ambos.
A Denavritz le duele esa mujer. No le importa pelear por
ella aun estando casado.
—Tú la vas a lastimar.
—¿Tal como lo has hecho tú?
—No, peor.
—Pareces muy convencido.
—Lo estoy. ¿Qué hiciste con Emily?
Lo tengo justo como quería: desestabilizado. Al menos
una parte del plan funcionó.
—No hables como si me hubiera aprovechado de ella.
Quiere hablar. Hay algo que se muere por decirme. Lo
veo en él. Lo consume y se debate. Respira profundo, se
toma su tiempo y, tras unos segundos, por fin abre la boca.
Dirá algo importante, lo presiento.
32
EMILY
Nunca. Nunca. Nunca.
Nunca voy a superar lo que sucedió.
Pensaré en ello cada noche, pensaré en ello cada día.
Pensaré en ello cuando me despierte, cuando me vaya a
dormir, cuando me duche, cuando coma, cuando me mire al
espejo y mientras exista. Magnus estará por siempre en mi
recuerdo.
Christine y yo hemos pasado parte de la mañana
buscando el mejor atuendo para hoy y al final hemos
escogido un vestido blanco de mangas caídas y de flores
azules que bajan hasta el inicio de la falda. Es precioso y
delicado, y la tela de gasa brillante lo hace lucir como si
estuviera lleno de azúcar.
Cuando llego al comedor, hago las respectivas
reverencias y tomo mi lugar rápidamente. No dirijo mi
atención a nadie. Ni a Magnus. Si de verdad debemos
cuidarnos del nauseabundo Aldous, no puede ver entre
nosotros ni siquiera un intercambio de miradas. Por eso
tampoco miro a Ansel; no soy capaz. Siento que podría leer
mi mirada y descubrirlo todo. Además, desde lo que Magnus
me contó, ya no me da buena espina. Recuerdo esa noche
en la que llamé al rey Lacrontte por su nombre y se quedó
paralizado. Ahora me doy cuenta de que no era porque
creyera que hacer una fiesta fuera mala idea, sino porque
ahí, sin notarlo, le di el primer indicio de que algo pasaba
entre nosotros. ¿Por qué una soldado llamaría de esa forma
a su gobernante? Fue un descuido que no debió pasar.
—Hoy en la madrugada hubo un gran escándalo. —
Aldous no tarda en hablar después de que nos sirven la
comida—. ¿Alguien sabe qué sucedió?
Nadie responde. Cruzan miradas y nada más. Claro,
como ahora incluye a Stefan, los Wifantere no se unirán a la
burla. Hipócritas.
—¿Nadie? —prosigue—. Una lástima. La señorita Malhore
debería acompañarnos en una reunión. Su presencia sería
bastante estimulante.
—No veo razones para ello. —Stefan es quien interviene
sin siquiera mirarlo. Sus ojos siguen puestos en el plato
frente a él.
—Careces de visión. Estoy seguro de que las cosas
marcharían mucho más veloces con ella presente. Magnus,
por ejemplo, me devolvería las tierras que me quitó. Al
menos habría alguien que lo convenciera de hacerlo.
—Yo no te he quitado nada.
La voz del rey de Lacrontte es implacable. No está
contento.
—Tus padres sí.
—Entonces comunícate con ellos.
—Tienes un gran sentido del humor, Magnus. —Suelta el
tenedor y se levanta de su asiento.
—Rey Magnus para ti. —Él también deja el suyo y se
dedica a seguirlo con la mirada cuando empieza a moverse.
Todos aquí están conteniéndose, tratando de empujar al
otro a un barranco, desviando la mirada mientras le
apuntan a alguien. De repente hace calor. Los guardias
presentes se ponen alerta. Son cuatro tipos en uniforme y
con escudos, todos pendientes de cualquier amenaza que
ponga en riesgo la vida de sus reyes.
—Yo también tengo mis dotes de comedia. —Aldous pasa
por detrás de Ansel y le toca la cabeza. Lo acaricia como si
fuera un cachorro—. ¿Cierto, mi estimado conde?
Él no responde. No creo que sepa siquiera lo que pasa
por la mente del repulsivo rey de Grencowck.
—Por favor vuelva a su silla, majestad —Ingellus dice con
su voz ronca.
Lo evalúa, contrayendo sus espesas cejas blanquecinas,
estudiándolo igual que a una pequeña especie recién
encontrada. Para sorpresa de nadie, Aldous no obedece.
—¿Por qué? Soy un ser inofensivo.
Cruza al lado de Lerentia y gira por la esquina de la mesa
hasta la reina Magda. El comedor se divide en bandos. Del
lado izquierdo se encuentra la Guardia Amarilla de
Grencowck, justo detrás de los lugares que ocupan los
suyos. También hay un par de guardias azules de Mishnock
custodiando a la señora Denavritz. En las esquinas está la
Guardia Gris, protegiendo a los Wifantere: a los reyes en
cada punta y a Lorian, quien está a la derecha de su padre.
De este lado hay más guardias mishnianos detrás de Stefan
y Atelmoff, quien se sentó a mi lado. El siguiente en fila es
Francis, luego está Magnus y, en el borde, Ingellus, todos
ellos protegidos por una hilera de guardias lacrontters.
—¿Sabían que el rey Magnus estuvo a punto de casarse?
Me quedo inmóvil. Eso no lo sabía. Siento como si mi
corazón tomara una soga y empezara a ahorcarse. Bajo la
mirada para que no vean cómo abro los ojos y contengo la
respiración para evitar cualquier suspiro o jadeo de
sorpresa.
—Me atrevo a decir que cada uno de los que estamos
aquí ya tenía conocimiento de eso. —Lorian es quien
responde y lo noto bastante irritado. Es evidente que le
molesta. Primera vez que tenemos algo en común.
—Creo que no todos. La reacción de la señorita Malhore
me da una respuesta. ¿Tiene algo que decirnos? —pregunta
y se acerca despacio, como un gato acorralando a un ratón.
—Nada que quiera que usted sepa. —Imposto en mi voz
la seguridad con la que debe hablar una soberana.
—No se preocupe. Ya he confirmado mis sospechas.
Lo escucho detenerse detrás de mí. Siento su cuerpo, su
cercanía, sus ojos en mi nuca y el olor desagradable y
abrasivo de su perfume. Es vomitivo.
—Será mejor que se aleje, majestad.
Francis se vuelve hacia él. Estoy demasiado cerca del rey
enemigo y esto podría salir muy mal.
—No pienso caminar mucho más. Aquí tengo lo que
busco. —Parece que me hablara al oído, aunque sé que
debe estar más lejos—. Me he preguntado quién saldría al
rescate de la única persona que no tiene guardias para
protegerla.
Las cosas pasan en segundos. Lo próximo que siento es
cómo me jalan el pelo hacia atrás y luego me estrellan la
cabeza violentamente contra la mesa. Me aturdo con el
golpe, me duele la cara y me arde la nariz. Todo me da
vueltas como si estuviera atrapada en la rueda de un
carruaje. Se me distorsiona la vista y por un momento no
logro escuchar nada. Ni un grito ni un susurro. Es como si mi
mente hubiera convertido mi alrededor en una escena
muda.
De repente alguien me toma de la cintura y me arrastra
hasta el suelo. Cada cosa se demora un parpadeo. Luego
estoy bajo la mesa del comedor y entonces un par de ojos
azules me observan con preocupación. Ahí vuelvo a la
escena. Stefan se encuentra arrodillado a un lado,
cubriéndome. Los sonidos regresan. Los disparos, las
órdenes, los gritos, los golpes, los platos que se rompen. Es
irónico que sea justo él quien me limpie, quitando la
suciedad que dejó la comida en mi rostro y los pequeños
cristales de la vajilla rota que tengo en el pelo. Escucho
pasos apresurados y llamados de angustia. Gritan el nombre
de Stefan y él no contesta. Lo buscan. Supongo que
evacúan a los monarcas. Él también debería salir. Las sillas
tiradas me bloquean la vista, pero hay una mano que sube y
baja tan veloz que por instantes no es más que un borrón.
Una mano grande, empuñada, enfundada en anillos y que le
pega una y otra vez a alguien en el piso. Una mano
inconfundible para mí.
—No te duermas —Stefan me susurra mientras me da
golpes suaves en las mejillas—. No cierres los ojos, Emily.
Siento una parte del pelo húmedo. Sé que es sangre.
Puedo sentir las palpitaciones en la zona de la herida. De
verdad lo intento y me concentro en no ceder al sueño.
Respiro despacio, luchando, pero, como si un velo me
cubriera la cabeza, se me oscurece la vista y entonces todo
se desvanece.
33
MAGNUS
Lo voy a asesinar.
Lo he estado pensando durante las últimas tres horas.
Voy a asesinar a Aldous Sigourney. No solo eso: voy a
quedarme con Grencowck.
Había sentido furia muchas otras veces en mi vida, pero
hoy sentí como si un tren descontrolado me arrastrara
kilómetros. Mi cuerpo reaccionó antes que mi raciocinio. Ni
siquiera me di cuenta de en qué momento me levanté.
Antes de darme cuenta, ya había arrastrado a Sigourney al
suelo y le estaba destrozando el rostro. Exploté cuando lo vi
golpear a Emily. Él sabía lo que hacía, sabía que después de
eso los acuerdos iban a llegar a su final, pero quería tener
algo con lo que manipularme en un futuro. Necesitaba
asegurarse de que era ella el camino y quiso hacer conmigo
lo mismo que yo hago con Stefan. Y lo consiguió. Le dejé ver
que tengo una debilidad por Emily y debo remediarlo.
No medié palabra con nadie, no me fijé en nadie, no le
hice caso a nadie. Claro que escuché los gritos y las
advertencias. Oí a mis guardias amenazar a los grencianos y
luego los disparos y los pasos. El problema es que no podía
parar. En mi cabeza la escena se repetía una y otra vez.
¿Cómo se atrevió a golpearla? A Emily no se la toca, no se
mira, no se daña.
Recuerdo el impacto de mis anillos contra su rostro y mis
nudillos en carne viva, destrozados, ardientes. Buscaba un
lugar nuevo que golpear cada vez. Mejillas, nariz, mentón.
Era una obra sangrienta y, viendo el resultado, podría
considerarme un buen pintor. Con cada embiste sentía los
huesos, el tabique roto, las órbitas de los ojos hinchados, los
dientes astillados y también la cólera. Intentó alejarse de mí
muchas veces, así como trataron de alejarme de él, pero no
cedí sino hasta que los disparos me rozaron la cabeza y mis
guardias no tuvieron otra opción más que lanzarse sobre mí
para protegerme. Me bloquearon por completo. Estaba
sobre Sigourney, manchándome la ropa con sus fluidos.
—No creo que los pueda retener mucho tiempo,
majestad. Dos horas como mucho. ¿Le servirá?
Lorian Wifantere me mira desde la silla de enfrente.
Estamos en la biblioteca del palacio. No sabíamos a dónde
más ir porque sentía que en el piso de las habitaciones
podían escucharnos.
—Necesito al menos cuatro.
Estamos solos. Ingellus está con Francis. A ese maldito le
dispararon en el brazo. Mala puntería de los grencianos. Si
al menos hubieran atinado, me lo habría quitado de encima.
—¿Bajo qué razones? —cuestiona—. Es la caravana del
rey y van de salida. No hay razón para retenerlos.
—Revisión de los carruajes, de las carretas, de lo que
sea, pero hazme ganar tiempo.
—Eso hará enojar al rey Aldous. No nos conviene
convertirlo en nuestro enemigo.
—¿Te conviene que yo lo sea?
Las palabras me salen con rabia. No debí decir eso. No
puedo amenazarlo cuando requiero de su ayuda. Él
reacciona y se yergue como si de repente hubiera sacado
un arma y lo estuviera apuntando con ella.
—Estoy pidiéndote ayuda —le hablo despacio, aunque no
con calma—. No me decepciones, Wifantere.
—¿Esto es por ella? ¿Por la señorita Malhore?
Esperaba esa pregunta. Tiene la fijación de mencionarla
siempre que hablamos. En parte, claro que es por ella, pero
eso a él no le incumbe.
—Sigourney me atacó. Quiero venganza.
—Tomó la decisión después de que la golpearon.
Considero que sí tiene que ver.
No tengo la paciencia para tolerar estas cosas, ni
siquiera de Emily y mucho menos de él.
—Wifantere, eres el único de tu familia que me agrada.
No miento. El resto son solamente un trío de
oportunistas.
Se queda en silencio, observándome con sus ojos azules,
primero la cara y luego los nudillos vendados. Es como si
tratara de buscar la mentira en mi cuerpo. Aún tengo los
dedos hinchados. No tanto como hace unas horas, por
supuesto, pero esta vez van sin anillos, como nunca lo
están. Fue una travesía quitármelos porque no cedían,
parecían encarnados en la piel.
—¿Qué es lo que piensa hacer?
Eso no era lo que esperaba que dijera y ya se me están
esfumando las últimas gotas de paciencia.
—Cuanto menos sepas, mejor será para ti. —Respiro
hondo, controlándome para que la furia no brote—. De
monarca a monarca, te pido ayuda.
—Pensé que éramos amigos.
—Yo no tengo amigos.
—Con esa actitud no logrará tener aliados.
—¿Quieres que te mienta para convencerte? Puedo ser
malditamente encantador si me lo propongo, pero estoy
siendo honesto contigo porque te respeto.
Vuelve a quedarse en silencio, analizando mi propuesta:
lo que dije y el tono que usé. Wifantere es meticuloso. No es
tonto, en eso se parece a sus padres. No da un paso sin
antes decidir si le conviene o no. La cuestión es que a veces
las emociones lo traicionan y sé que no le agrada que me
mueva Emily.
—De acuerdo. Tres horas.
—Lo tomo. —Le extiendo la mano. Me da un apretón
firme, como suele darlos, y me mira directo a los ojos—. Ni
una palabra de esto a tus padres.
—¿No confía en ellos?
—¿Tú sí?
No creo que sepa a qué me refiero. Estoy seguro de que
no tiene ni idea de que estoy al tanto de las cosas. Él cree
ser muy discreto y sí lo fue en su momento, pero no tardé
mucho en descubrirlo.
—Tenemos un trato. ¿Le puedo preguntar una cosa,
majestad?
—Supongo que te lo ganaste.
Se toma su tiempo. Parece que teme hacer la pregunta.
Me mira como si quisiera disculparse por la indiscreción de
lo que dirá a continuación.
—¿Tiene usted sentimientos por la señorita Malhore?
Sentimientos. Esa es una palabra muy grande. Me gusta.
Me gusta mucho. Sin embargo, no creo que haya creado
sentimientos por ella… todavía.
—¿Para qué quieres saber eso?
—Curiosidad. Es todo. Busco entender la situación.
—¿No te agrada Emily?
—No demasiado. Me resulta entrometida. ¿Le molesta
que me refiera a ella de esa forma?
¿Quiere estudiarme? ¿Ver mi reacción?
—No, porque comparto la opinión. Es entrometida.
Me ha llenado la cabeza con su presencia. Día y noche
está metida ahí. No hay forma de sacarla, como si de alguna
manera guiara mi mente.
—¿Algo más que quieras saber?
Le doy la oportunidad de cambiar la pregunta.
—No ha respondido a mi duda.
—Y no lo haré.
—De ser así, es todo. Es usted bastante peculiar. Su
carácter es difícil de sobrellevar… y eso que me considero
un hombre paciente.
—No creo que suponga un problema para ti, entonces.
—No. No lo es. Es una habilidad que tiene. —Levanto una
ceja, perdido—. Encontrar personas pacientes que soporten
su carácter. Es una habilidad.
—No estás obligado a soportarme, Wifantere.
Lo digo en serio. El único obligado es Francis, y es porque
le pago. Emily, por otra parte, necesito que me tolere. No
quiero que se canse de mí, y a ella no puedo pagarle.
—Ya lo sé, majestad. Ese es mi defecto.
¿Es esto una declaración?
Wifantere. Wifantere. Wifantere. De verdad espero que
consigas a alguien, pero ese alguien no soy yo.
****
Mis guardias me siguen en manada. Delante, detrás y a los
lados. A Aldous lo han cambiado de habitación. Está al otro
lado del palacio para que no podamos cruzarnos. Sin
embargo, la mosca de Cournalles se mantiene acá y eso no
me genera confianza. Mi alcoba es la más alejada de la suya
y es aquí donde Ingellus, Francis y yo nos reunimos para
ultimar detalles antes de ponernos en acción.
—¿Ya se murió? —pregunto al cruzar la puerta,
refiriéndome a Sigourney.
Ingellus está sentado en una silla cerca del balcón. Tiene
una venda en el brazo derecho y una expresión de que
podría sucumbir del dolor en cualquier momento. Ojalá lo
haga. Francis está al otro lado, de pie, cerca del espejo. Ese
espejo frente al que estuve con Emily.
—Por desgracia, no —responde mi consejero—. Creo que
él no pensó que fueras a reaccionar tan violentamente.
Estoy seguro. Pensaba que le ibas a dar la respuesta que
buscaba, pero que te controlarías. Es lo que te identifica, el
control. No es tonto. De saber que te abalanzarías sobre él,
no lo habría hecho.
—¿Por qué te importa tanto esa plebeya? —La acusación
de Ingellus me chilla en los oídos como un graznido—. Es
una mishniana. Va contra todo buen juicio.
—¿Te puedes callar, Brayden?
—Soy el jefe del consejo. Merezco respeto, majestad.
—Y yo soy el rey y te digo que hagas silencio.
—Su padre jamás se atrevió a irrespetarme de esta
manera.
—No es momento para discutir entre nosotros —Francis
media como lo hace siempre y como lo hace cada que vez
que estoy cerca de este hombre.
Él sabe que Brayden no es de mi estima. Si sigue en el
consejo, es por su experiencia. Es un cargo que se ha
ganado por su eficiencia. Era cercano a mi padre, así que
después de Francis venía él. Pero ese maldito viejo me hizo
la vida imposible cuando era un niño. Conozco sus ansias de
poder. Quería ser rey regente mientras yo crecía y me
preparaba para el puesto. Ni Francis ni mi abuela lo
permitieron. Ese derecho ha sido siempre solo mío.
Ingellus me gritaba en cada reunión, ponía a prueba mi
carácter y me exigía que me comportara como un rey, no
como un infante, que es lo que era. Tenía doce años y había
perdido a mis padres. Los vi morir frente a mis ojos y nunca
tuve el derecho de llorarlos. No se me permitía. Era una
actitud débil a ojos de Ingellus. Así fue como me instruyeron
a reprimirme para ser el hombre impenetrable que
esperaban que fuera. Él se impuso. Francis no tenía el
mismo poder para refutarlo. Podía discrepar, por supuesto,
pero no lo escuchaban la mayoría del tiempo. Francis era el
consejero del rey y ya no había rey.
Brayden guiaba Lacrontte en esos momentos. Me alejó
de toda mi familia. Según dijo, era una estrategia para
forjarme el carácter. No podía ver a mi abuela porque, cada
vez que venía, lloraba con ella. Quería consuelo. Lo deseaba
como nada. No podía ver a Gregorie o a mis tíos, no podía
ver a mis amigos. Pasaba de prueba en prueba, de libro en
libro, de reunión en reunión. Mis días transcurrían frente a
un grupo de hombres que señalaban mis errores, los fallos
en mis discursos, mis debilidades, mi falta de
entendimiento, mi debilidad de carácter. El palacio se me
hacía enorme y lúgubre. Era yo en contra de un reino
gigante que no tenía la menor idea de cómo manejar; era
yo contra un pueblo que me detestaba, que me culpaba por
la muerte de mis padres y de todos los demás, y que se
burló de mí cuando me obligaron a pararme frente a ellos
en el coliseo a pedirles perdón. Nunca me sentí tan
humillado y juré que nunca más me volvería a sentir de esa
manera. Me reservaría las disculpas para siempre.
Era yo contra mi propia culpa, contra mi propio dolor.
Recuerdo salir de cada sesión del consejo a llorar en
silencio a mi habitación, pero a medida que los días
pasaban, las lágrimas mermaban. Luego solo fue una
punzada de tristeza en el pecho y, al final, rabia. Me
convertí en lo que ellos querían que fuera. Albergo rencor
hacia él, pero sé que es inteligente y uno de los mejores
estrategas de guerra que conozco. Necesito sus
conocimientos de mi lado. Tengo un plan que no puede
fallar.
—¿Qué tenemos? —pregunto para cambiar de tema.
—Se dice que se irá mañana después de un último
chequeo médico. Será al atardecer para que el calor no lo
agobie en el viaje —informa Francis, moviéndose inquieto
por la habitación.
Nos enfrentamos a un problema grave o al menos yo,
que soy el más interesado en llegar a tiempo para ver mi
plan en acción. Y es que solo me puedo ir de aquí cuando
Sigourney y los suyos lo hagan. Deben verme en el
momento de las despedidas. Es protocolo. De marcharme
antes, sería sospechoso.
—Ya hemos redactado la carta para el señor Lanfer —
continúa—. Ahora usted debe transcribirla y firmarla.
Lanfer es el hermano menor de Ingellus, otro miembro
del consejo a quien no soporto mucho.
El plan es sencillo, pero cualquier bache en el camino lo
puede destrozar. La idea es enviar un mensajero con la
carta en tren para que suba hasta Dinhestown y de ahí
cruce la frontera a Lacrontte. Es la vía más rápida. El
mensaje no llegará al palacio, sino a casa de Lanfer, en
quien confiamos y el único con autoridad para poner en
marcha el plan. Luego él tendrá que ir con el jefe principal
de la Guardia Negra y hacer avanzar las tropas hacia
Grencowck. Queremos emboscar a Aldous y necesitamos
que nuestro ejército esté en sus tierras antes de que él
llegue, aunque no con tanta antelación para que su guardia
no tenga oportunidad de informarle que nos han visto.
Tenemos kilómetros de distancia a nuestro favor.
Entraremos por Cromanoff y nos verán porque tendremos
que asesinar a tantos como podamos en la frontera. Sin
embargo, de ahí a que se envíe una carta con la noticia de
nuestro ataque hasta la frontera de Grencowck con
Mishnock, que es por donde entrará Aldous, hay al menos
un día de camino y no llegará a tiempo porque nos
moveremos al mismo ritmo.
—Hemos estado pensando en algo, majestad —Ingellus
suspira, adolorido, antes de continuar—: necesitamos la
ayuda del rey Gregorie.
Prefiero cortarme una pierna antes que pedirle ayuda a
ese malnacido.
—No pondrán resistencia para que pasemos la frontera
—discrepo—. No necesitamos permisos. Nos dejarán
movernos libres por Cromanoff. ¿Cuál es el problema?
—Lo sabemos, pero necesitamos más soldados que nos
respalden y necesitamos a un rey que los comande. Usted
llegará a tiempo para la batalla, pero no para la guía.
—Para eso tenemos un comandante en nuestro ejército.
—Es verdad. Él tiene toda la potestad para mandar, pero
¿y los hombres? Habrá muchísimas bajas, lo sabe. —Este
viejo es igual de terco que yo—. Necesitamos tantos
hombres como consigamos si lo que queremos es invadir un
reino. A esos hombres no los va a mandar el comandante de
otro ejército, no sin su rey. Debemos dividirnos en tres
frentes y en alguno debe estar el rey Gregorie. Uno que
avance hacia el palacio y se deshaga de la mayor cantidad
de guardias reales posibles, otro que se mantenga en la
frontera para cubrirlo una vez usted llegue, y uno más que
espere a Aldous a las afueras de Prenfilg para emboscarlo.
—Lo quiero vivo —advierto.
—Y lo tendrá vivo, pero debemos deshacernos de su
comitiva o ellos lo protegerán. Lo sacarán de ahí antes de
que podamos hacer algo. Necesitamos al rey Gregorie.
—Déjame ver si lo entiendo: la carne de cañón seremos
nosotros y nos enfrentaremos en la frontera. —Él asiente y
yo continúo—. Una vez que tengamos terreno ganado,
Gregorie y su ejército entrarán en Grencowck e irán directo
al palacio junto con otro grupo de lacrontters que se
desplegarán para esperar a Aldous.
—Ya ve la razón de mi insistencia. Necesitamos tantos
hombres como sean posibles.
—Gregorie no nos ayudará. Sigue metido en su capricho
estúpido.
—Lo ayudará —habla Francis—. Sabe que lo hará. Solo
debe redactar la carta. El señor Lanfer la enviará en avión
una vez que la tenga. Llegará más rápido así.
El idiota de mi primo jamás me ha abandonado.
Aceptará. Yo también lo haría. Lo que no me agrada es tener
que pedirle ayuda dada las circunstancias en las que se
encuentra nuestra relación.
—De acuerdo. Pero quiero que nuestro ejército se mueva
de inmediato. No importa si la carta aún no le llega a
Gregorie.
—Ahora hay que proteger a Emily. Ya se sabe que
representa una debilidad para usted.
—No la tocará. No de nuevo.
—Puede que a ella no, pero ¿y a su familia? ¿Sabe el rey
Sigourney algo de eso? ¿Sabe dónde viven sus padres,
cómo se llaman, a qué se dedican? ¿Le ha contado Emily
algo de eso a Ansel?
—No lo sé.
—Averígüelo. Puede ir por ellos mientras pasa por
Mishnock hacia Grencowck. Tenemos a nuestros hombres en
Palkareth. Podemos pedirles que custodien la casa de los
Malhore, pero no serán suficientes en caso de un
enfrentamiento.
—¿Estás tratando de decirme lo que creo?
—Estoy muy orgulloso de que entiendas con pocas
palabras.
Denavritz. Tengo que ir con Denavritz y pedirle ayuda.
Debe encargarse de cuidarlos para que Sigourney no los
toque. Maldita Emily, mira el enredo en el que has
convertido mi vida.
—Se lo diré a Atelmoff y que él le pase el mensaje a
Denavritz. Sabrá convencerlo.
—Me parece justo. Siendo así, creo que es todo. —Me
pasa papel y pluma—. Tiene una carta que escribir,
majestad.
****
Es medianoche y estoy frente a la habitación de Emily. No
puedo irme sin comprobar con mis propios ojos que está
bien. Me costó mantenerme concentrado todo el día. La
tenía en la cabeza a cada segundo, martilleándome con su
recuerdo. Es insoportable.
El pasillo está en silencio y yo camino lento. El palacio a
esta hora siempre parece un cementerio: solo, oscuro y con
guardias como estatuas que me siguen con la mirada.
Cuando llego a mi destino, los mishnianos de su puerta se
mueven a un lado sin dirigirme la palabra. Lo dije: no hay
precio que no pueda pagar.
Las luces están apagadas y el único brillo viene de la
lámpara en la mesa de noche y de la luna, aunque no hace
mucha diferencia. Veo a Atelmoff, que está sentado en la
silla del tocador, medio dormido. Da un respingo cuando me
ve llegar y enfoca la mirada tras un par de parpadeos
rápidos.
—Magnus —habla tranquilo. Me esperaba. Apuesto lo que
tengo a que sabía que vendría—. ¿Cómo estás?
—No tan bien como desearía. ¿Tú?
—Me dijeron que me estabas buscando.
—Me dijeron que estabas aquí. No podía venir durante el
día.
—Yo no me iba a mover de este lugar. ¿Qué pasa?
—Vine a ver a mi Emilia.
—¿Es tuya?
Se levanta, preocupado por mi respuesta. Pasa por mi
lado y va hasta la pared para encender la luz. Cuando todo
se ilumina, los ojos me molestan. Ya me había
acostumbrado a la oscuridad.
—¿De quién si no?
Miro hacia la cama y ahí está ella. Dormida, silenciosa,
bajo las sábanas que la cubren hasta el pecho. Tiene una
gasa a un lado de la cabeza y una férula en la nariz. No es
una imagen que me guste. Lleva el cabello trenzado y la
punta le cae desordenada sobre el pecho. Tiene la
respiración tranquila, como si no hubiera pasado nada. Y es
que, si así fuera, ya se habría lanzado sobre mí para
recibirme. No estaría inmóvil, desentendida de lo que
sucede alrededor.
—Los medicamentos le producen sueño —me avisa
Atelmoff. No me giro a verlo, no puedo despegar la vista de
esta mujer—. No creo que despierte. Son pesados.
—No quiero despertarla. Solo quiero verla. No sabía que
dormía con la boca abierta.
—Yo tampoco. —Puedo sentir la sonrisa en su cara, aun
cuando no lo puedo comprobar—. ¿Tú de verdad te la tomas
en serio, Magnus? No me gustaría que la lastimaras.
—Suenas igual que Denavritz.
—Es mi niña.
—Tuya no es —lo corto, tajante.
Vuelve a mi campo de visión y se detiene a mi lado.
—No hay motivos para estar celoso.
—Entonces no digas que es tuya.
—Si lo arruinas, no te ayudaré. —Veo de soslayo que se
cruza de brazos. Quiere imponerse y quiere mi atención
para enfatizar la advertencia en sus palabras—. Tenlo por
seguro.
—Deja de amenazarme y dame respuestas de Silas.
—Todavía no hay nada. No solicita al médico y sin él es
imposible que sepamos algo.
—¿Y si llamó a alguno local?
—Esa es una opción posible. De ser así, estamos
perdiendo el tiempo.
—No. Todavía me queda un camino.
—¿Para qué soy bueno?
—En este momento, para nada que tenga relación con la
plaga de Silas. Aunque, hay un favor que debo pedirte.
No le cuento demasiado sobre el plan. He confiado en él
todos estos años, pero no quiero involucrar a más personas
de las necesarias. No me cuesta nada convencerlo de que le
pida a Stefan que proteja a los Malhore.
Me deja solo con Emily y no tardo en acercarme a la
cama tras robarme la silla de su tocador. Me siento a su lado
en silencio. No quiero fastidiarla.
—Emily Malhore, ¿por qué tenías que cruzarte en mi
vida?
Temo tocarla y despertarla. Aun así, es inevitable llevar
la mano a su pelo, a una de sus hebras sueltas, y
acariciarla. La siento suave y la fragancia de la verbena en
su champú llega imponente a mi nariz. Es extraño lo mucho
que ese olor me gusta ahora. Sus rizos se desarman cuando
me los paso entre los dedos. Me recuerdan a los zarcillos de
los racimos de uvas, esos brotes verdes que se enrollan y
ondulan. Detesto ver cómo he terminado, pensando en
metáforas para su cabello. Me tiene. Ella me tiene y no sé si
comprende la magnitud de ese problema. Porque es eso: un
problema.
—Cuando te vi por primera vez —susurro tan bajo que
hasta a mí me cuesta oírme—, jamás imaginé que te
robarías mi atención absoluta. ¿Cómo pensarlo? Eres una
plebeya del reino enemigo. He crecido con la idea de que
son inferiores a mí y no tendría por qué estar aquí,
necesitándote tanto.
Es frustrante sentirme de esta manera. Tenía el control.
Supe estar en una relación sin perder el rumbo, sin dejar
que me consumiera, sin doblegarme. Y ahora parece que la
vida se me ha puesto de cabeza. Ella lo ha movido todo a su
antojo y me ha obligado a pertenecerle.
—De verdad espero que el plan funcione y volver a verte.
De suceder lo contrario, Emilia, quiero que sepas que
repudio que te hayas cruzado en mi camino tan tarde. ¿Por
qué tenías que ir con Denavritz primero? Debías venir
directamente a mí y ser mía.
Son pensamientos que no debería tener, que no son
propios de mí. Ella era un cuadro de relleno, no la obra
principal. Era una soldado más, no la líder del batallón. Era
una plebeya más, no la mujer que deseo que sea mía.
Me saco del bolsillo el anillo que pienso dejarle, pero me
topo con que no trae el collar que le di. ¿Por qué se lo
quitaron? Me levanto y camino hasta su vestidor. Merodeo
entre el montón de vestidos de flores, brillantes, perlas,
piedras y encajes. No entiendo cómo pueden gustarle estas
cosas. Es nefasto. Para mi pesar, reconozco los que tienen
corsé. Debería dejarle esos y quemar el resto. Voy de cajón
en cajón, encontrándome con medias, lazos y guantes.
Sonrío al ver un par blanco. Aún tengo el par de guantes
que dejó esa noche en Cromanoff. Está guardado en el
fondo de mi armario. No comprendo por qué me lo quedé.
Fue un impulso guardarlo, así como buscarlo cada vez que
recuerdo ese beso.
No tardo en hallar el collar al lado de una pulsera de
plata y diamantes blancos. ¿Quién se la obsequió? Espero
que hayan sido sus padres porque no toleraré que tenga
cosas de Denavritz.
Vuelvo a la habitación y meto el anillo en la cadena para
que cuelgue a un lado del diamante rojo. Ella sigue en la
misma posición, respirando lento. Las pestañas largas le
señalan las mejillas. Me inclino y le paso el collar por la
nuca. No es sencillo porque no quiero despertarla. Me
costará irme si eso sucede y tengo un objetivo. Le abrocho
el cierre y le acomodo los dos colgantes sobre el pecho. Se
ve hermosa en medio de todo. Mi orgullo sabe que no
miento al decirlo. Es casi angelical.
Le doy un beso en el lado de la cabeza donde tiene
vendas. Un único beso rápido y que reta mi altivez. Me
doblega. Ella me doblega.
—Hasta cuando nos volvamos a encontrar, Emilia.
34
MAGNUS
Son las tres de la madrugada.
Lo hemos conseguido.
El ejército entró y Cromanoff ayudó.
No estuve aquí para ver a mis tropas enfrentarse a la
Guardia Amarilla de Grencowck, pero sí estoy a tiempo para
ver la invasión a la casa real de Prenfilg. Esperar fue lo
correcto. Si hubiera respondido justo después de que
Sigourney me atacó, nos habríamos tenido que enfrentar a
un pelotón inmenso que estaría esperando nuestra
maniobra. Ahora las calles están vacías, como si se tratara
de un reino fantasma, como si cada habitante, previendo el
ataque, hubiera huido. Las casas están cerradas, sin
curiosos en las ventanas. La música de las cantinas ya no
suena y los borrachos ya no deambulan. Todos duermen. El
silencio de la madrugada, los guardias de turno distraídos y
cansados por el horario y el palacio tranquilo no podrían ser
un escenario más ideal. ¿Quién esperaría un ataque cuando
su rey está en diálogos de paz? ¿Cuando ni siquiera saben
que su soberano viene en camino con la cara destrozada?
La adrenalina me recorre el cuerpo, el estómago me
cosquillea y me tiemblan un poco las manos. Estoy lleno de
ira y frustración. Con cada paso que doy recuerdo lo que
Sigourney me hizo, lo que le hizo a Emily y lo que me obliga
a hacer ahora. Gregorie camina a mi lado, vestido de negro,
color que no le agrada mucho. Ambos nos hemos limitado a
cruzar las palabras y las miradas necesarias, manteniendo
una distancia prudente. Su ejército, con uniformes verdes
oscuros, se despliega por las calles para tomar la ciudad. La
oscuridad de la noche les ayuda a camuflarse mientras
avanzan. Nuestros tiradores van de tejado en tejado,
acercándose silenciosamente al objetivo hasta encontrar su
posición. Son iguales que aves negras. Incluso puedo ver
sus siluetas gracias a la luz de la luna.
La primera barrera a la que nos enfrentamos es la
seguridad que se encuentra a las afueras del palacio. Dan
rondas lentas, pero están ahí y dispararles ahora alertaría a
los guardias del interior, por lo que tendremos que
dividirnos y avanzar por una calle alterna para rodear el
castillo. Una vez que tengamos cada frente custodiado,
iniciaremos el enfrentamiento. La señal será clara y rápida.
Un disparo al aire. Después de eso hay que actuar con
rapidez.
Resueltos, nos movemos para llegar a tiempo; sin
embargo, por más que tratamos de ser precavidos, nuestros
pasos resuenan en la gravilla. Vamos rompiendo las
lámparas de la calle para sumirnos en la negrura absoluta y
dificultarles la visión. Eso nos dará ventaja. Cuando
llegamos a la parte posterior, nos ocultamos detrás de
edificios y esquinas tan cerca del blanco como es posible.
Esperamos en completo silencio; nuestras respiraciones son
el único sonido. Una vez que el arma se acciona como señal
de ataque, el fuego comienza.
Cuando la Guardia Civil llegue, debemos estar adentro.
Vamos en líneas. La primera se encarga de derribar a los
guardias de afuera, la segunda sirve de refuerzo y la tercera
busca a tiradores cercanos para apuntarles. Nosotros somos
los cuartos y les cuidamos las espaldas al resto. Los
grencianos responden mientras atacamos. Desde la última
fila atestiguo cómo caen los primeros soldados de ambos
bandos. Los disparos vuelan a nuestro alrededor y por
encima de nuestras cabezas. Mi estatura me obliga a
agacharme para que no me alcance una bala perdida.
Gregorie también está en el suelo. No me mira, sino que
tiene la vista fija en frente, concentrado. Avanzamos
despacio, como si estuviéramos al borde de un precipicio.
La sangre ya mancha el suelo y se esparce por cada rincón.
Con cada paso que doy me encuentro los cuerpos de
nuestros hombres y del enemigo.
Muchos más grencianos salen como respaldo de los que
han muerto. Una trompeta suena de la nada. Es un aviso de
guerra que pone en alerta la ciudad y notifica al pueblo y a
la Guardia Civil de que el reino está bajo ataque. Esto no
nos conviene. La melodía de guerra acaba de repente. El
trompetero debió de estar en algún balcón y fue un objetivo
claro para nuestros tiradores. No obstante, una nueva
melodía inicia, esta vez dentro del palacio.
—Ese maldito sonido debe estar despertando al pueblo
—grita Gregorie por encima del bullicio—. Van a salir de sus
casas y volverán un caos las calles. Más vale que ya tengan
a Aldous o el movimiento inusual lo pondrá sobre aviso.
Cuando la zona está medianamente despejada, corremos
por el jardín anterior en diferentes direcciones. Gregorie va
a la izquierda y yo a la derecha. Más guardias reales salen a
borbotones por las puertas y algunos tiradores grencianos
nos disparan desde las torres. Estamos bajo una lluvia de
balas. Descargo mi pistola en tres uniformados enemigos
que se me acercan. Ya no veo a mi primo y mis guardias
están ocupados cubriéndome de los disparos que vienen de
arriba. Trato de apuntar a lugares certeros, pecho o cabeza,
para no dejar a ninguno en pie. Acabo con tres, pero llegan
otros seis y es imposible enfrentarme a todos al mismo
tiempo. Se acercan cada vez más y mis respaldos no dan
abasto. Algunos han sido abatidos, otros están heridos y los
que quedan siguen en guerra con el ejército enemigo, que
acecha agachado en los balcones.
De repente, alguien me dispara en la mano. Me muerdo
el labio para no gritar. Se me cae el arma y debo tirarme al
suelo para evitar otro impacto. Estoy sangrando y me arde
la piel. Me arrastro hasta esconderme detrás de mis
custodios y agarrar una de sus pistolas de reserva. Puedo
escuchar los latidos de mi corazón en los oídos, así como los
jadeos de dolor. Intento pararme, pero trastabillo. La herida
se me llena de arena, césped y suciedad. Consigo
levantarme entre tambaleos para continuar con la batalla,
pero el problema es que ni siquiera logro apuntar cuando
otro disparo me roza el torso. Es doloroso, increíblemente
doloroso. Aun así, sigo defendiéndome y poco tiempo
después, aunque no me guste reconocerlo, me salvan.
Suenan cuatro disparos contundentes que les dan a
aquellos con los que no pude. Es Gregorie.
—¿Qué tan herido estás? —pregunta. Nuestras miradas
se encuentran cuando la figura de los grencianos
desaparece.
—Puedo continuar con una venda en la mano.
Me niego a irme de aquí.
Se saca del bolsillo del pantalón un pañuelo, me limpia
superficialmente la herida y luego me lo anuda alrededor de
la mano. No hay nada más que hacer. En cuestión de
segundos, la tela blanca se tiñe de rojo, lo cual parece
preocuparlo.
—¿Estás seguro de que estás bien? Podemos buscar un
médico. Ya han despejado el interior. Los tiradores de los
balcones ya han sido dados de baja y la servidumbre fue
evacuada.
Niego con la cabeza. Sé que no tengo la bala incrustada
en el costado, así que no le menciono esa herida. La sangre
se camufla con el negro de mi camisa. No la verá y no
quiero que la vea.
—Camina, entonces —me habla con la naturalidad que
teníamos antes de nuestra pelea.
Inclinados, vamos por la casa real. Caminamos sobre
vidrio roto que cruje con nuestros pasos. Hay lámparas
quebradas, militares atados y muchos heridos. Los guardias
nos rodean, atentos a cualquier ataque sorpresa. Parte de
los militares que entraron por el frente arrastran cuerpos
hacia el jardín delantero, dejando una línea de sangre que
me recuerda al primer trazo que da un pintor en el lienzo.
No importa si son aliados o enemigos, todos van afuera.
Gregorie y yo subimos las escaleras. Necesitamos
cerciorarnos de que no queda nadie escondido arriba. Nos
separamos en el corredor de la segunda plata. Él va a la
derecha y yo a la izquierda. Voy de habitación en
habitación, buscando detrás de muebles, por los rincones y
entre las cortinas. Es justo a través de una de ellas que veo
lo que sucede afuera. El ventanal está roto, por lo que se
cuelan los ruidos de la calle. No puedo salir al balcón, sería
estúpido exponerme. Pero me quedo ahí por un momento,
observando, mientras me aprieto la herida del torso. La
multitud está reunida a unos metros del palacio, justo
detrás de la Guardia Civil de Grencowck, que hace lo posible
por entrar acá. Veo al general de nuestro ejército dar
órdenes, indicar posiciones y señalar huecos en la fortaleza
de hombres que se ha creado alrededor del castillo. Escucho
los gritos de dolor, horror y riñas. Los disparos hacen que las
personas retrocedan, que se cubran o huyan, pero también
hay valientes que luchan por unirse a la pelea, aun sin tener
un arma en mano.
—Majestad, lo mejor es que se aleje de la ventana —
habla un lacrontter con el uniforme negro y ahora sucio—.
Hemos encontrado a la reina Grace y dice que quiere hablar
con usted.
Grace, la esposa de Sigourney, la mujer que decidió
sufrir al lado de un maldito. Otra víctima de ese imbécil.
—Tráiganla —pido sin quitar la vista de la calle.
Esto tiene que acabar pronto. Necesito el control
absoluto de esta ciudad antes de que aparezca Sigourney.
Grace tiene unos sesenta años, es menuda y siempre
luce angustiada. Hoy no es la excepción, aunque parece
sentir más temor que nunca. Lleva el ruedo del vestido
sucio de polvo. Estoy seguro de que lo manchó al intentar
huir para llegar a los refugios que tiene su esposo. Es la
reina, después de todo, y debían salvarla. Todavía no
entiendo cómo soporta al rastrero de Sigourney. Ella era la
princesa y fue quien le otorgó a él un título. Yo me habría
divorciado a la primera infidelidad. Quien perdía era Aldous.
—Nos volvemos a ver, mi querida Grace.
—¿Piensas asesinarme?
No forcejea con los guardias que la sostienen de los
brazos, como si ya hubiera aceptado su destino.
—No, pero a tu esposo sí. Vine por él.
—No está aquí, deberías saberlo.
—Lo sé, pero pienso esperarlo. ¿Me acompañarás?
—Si vas a quedarte con Grencowck, prefiero irme ya. No
podría ver cómo lo asesinas. Es el hombre al que amo.
Debería asesinarla también por semejante idiotez.
—¿Ella está aquí? —pregunto, refiriéndome a Gretta.
—Por supuesto que no. Cuando Aldous no está, ella
tampoco.
—Siendo así, Grace, no podrás irte hasta que no cumpla
con mi objetivo.
Les pido a mis guardias que la lleven a la parte de atrás,
a los carruajes que nos esperan afuera. Si no quiere ver, no
la obligaré. Mi furia no es contra ella. Pero tampoco la dejaré
marcharse y que encuentre alguna forma de poner sobre
aviso a la basura que es su esposo.
—Una cosa más —digo antes de que desaparezca de mi
vista—. De verdad es una pena que lo ames después de
todo lo que te ha hecho.
—Solo es una amante.
Lo excusa y, sin embargo, es obvio que le duele. Lo noto
por los hombros caídos y la mirada apagada. Se conformó
con un hombre que no la ama.
—No seas la mujer que deja pasar todo por miedo a
quedarse sola.
Sonríe, triste. Baja la cabeza con algo de vergüenza,
como si de un momento a otro pensara que no es digna de
mirarme, y entonces sigue su camino.
****
A las seis de la mañana ya me han limpiado la herida de la
mano y tengo una venda en el torso. Todavía duele, pero
soy capaz de soportar mucho más que esto. Estoy en la sala
del trono, cuyas paredes me dan dolor de cabeza. Todo se
encuentra cubierto con papel de oro y hay figuras humanas
talladas en las paredes. ¿Cómo pueden concentrarse con
todo esto? ¿Y quién demonios son esas personas? Si hay
alguien tallado aquí, debería ser yo.
La Guardia Civil ha sido sometida. Llegaron más tropas
desde la frontera y ya se alzan las banderas negras por las
calles y en lo alto del palacio. No fue fácil, pues muchos de
ellos querían seguir peleando. Al final, se rindieron cuando
muchos resultaron heridos o muertos. El pueblo, por otro
lado, sigue allá afuera en vilo. ¿Se irán o se quedarán? Estoy
seguro de que algunos ya empacaron y se fueron, y también
sé que hay un montón más que se resignarán. Por orgullo
no pueden abandonar sus casas y navegar en lo
desconocido cuando ya tienen un empleo y enseres. Seré su
rey, les guste o no, y me deberán obediencia.
Estoy sentado en el trono que antes le pertenecía a
Aldous con Gregorie a mi lado, en la silla reservada para la
reina. No hemos hablado mucho, pero nos miramos
ocasionalmente en silencio.
—No comprendo por qué sigues vivo si rogué todas las
noches para que te murieras. —Lo escucho decir sin una
pizca de emoción—. Ya tenía todo preparado para asistir a
tu funeral.
—Entonces debiste dejarme morir cuando me estaban
disparando afuera.
—Esperaba que te murieras, no que yo te dejara morir. Si
estamos aquí es porque los acuerdos de paz fallaron, ¿no es
así?
—Con Sigourney sí, pero las cosas con Denavritz no van
tan mal. Emily me las ha facilitado.
—¿Emily? ¿Emily Malhore?
Estoy a punto de responderle cuando entiendo algo que,
juro por todos mis muertos, me prende en ira.
—¡Lo sabías, maldito infeliz! —Me levanto de golpe y la
herida del costado se resiente. No me importa—. ¿Desde
cuándo lo sabes? ¿Cómo lo sabes?
El infeliz sonríe. ¡Sonríe! Le voy a dar un tiro, lo juro.
—Desde mi cumpleaños del año pasado. Nos burlamos
un poco de ti al engañarte —dice tranquilo. ¿Cómo que se
burlaron de mí? Emily me debe una explicación—. ¿Y cómo
lo supe? Investigué. No te dije nada porque no te lo
merecías.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que entre Lerentia y
yo no hay nada y que jamás habrá nada? Eres injusto
conmigo.
—Ya lo sé. Elisenda me ayudó a entenderlo.
Doy un paso atrás. Ahora soy yo el desconcertado.
—¿La Elisenda que conozco?
—No creo que haya muchas mujeres llamadas Elisenda
en el mundo.
—¿Y qué hacía Elisenda en el palacio? ¿O fuiste a verla?
—¿Estás celoso?
—No seas estúpido, Gregorie Allan.
—Vino a verme a inicios de febrero.
Elisenda es la relación más larga de Gregorie. La conoció
en una fiesta en el palacio. Es hija de nobles y hermana
menor de una de las bellezas de Cromanoff, aunque a mí no
me lo parece tanto. Los Holfman asistieron a la fiesta para
presentar a Hazel, su hija mayor, con la intención de
emparejarla con el príncipe, pero él se fijó en la menor.
Hazel no se lo tomó muy bien, aunque eso a nadie le
interesa. Siempre espera lo inesperado de un Lacrontte.
—¿Volvieron?
Necesito entender qué está pasando. Nunca supe por
qué terminaron si se veían tan enamorados.
—Somos amigos.
—¿Amigos como Emily y yo o como el resto del mundo y
yo?
—¿Qué ocurre entre ustedes, Magnus? ¿Siguen jugando a
ser novios?
—Algo así. —Giro la cabeza hacia un lado cuando noto
que una sonrisa quiere aparecer. No le permitiré tener ese
efecto en mí a la distancia—. Me gusta.
—Mentiría si digo que me sorprende. Sabía que
terminarías prendado de ella y, mírate, el gran Magnus
Lacrontte prendado de una plebeya mishniana. Me pido ser
el padrino de su primer hijo.
—Lo mismo digo del tuyo con Elisenda.
De pronto aparece en la puerta el grupo encargado de
emboscar el carruaje real, acompañado de un sol
inclemente que me ciega unos segundos. En este maldito
reino hace mucho calor. Gregorie se pone de pie y viene
conmigo al centro de la sala.
Traen a Sigourney y cuando lo veo no puedo evitar reír.
Está esposado y tiene una bolsa de tela en la cabeza.
Cuando se la quitan, se queja de dolor. La nariz le sangra y
todavía tiene los ojos, pómulos y labios hinchados. Una
herida en la sien muestra la carne viva y le decora la cara
envejecida. Trae la ropa arrugada y el cabello lleno de
arena. Al parecer, lo arrastraron por el suelo. No puedo
creer que me haya perdido esa escena.
Pero no todo es felicidad. Cournalles no está aquí. No
pudieron atraparlo. No venía con su rey.
—¿Qué te parece mi obra? —le pregunto a mi primo.
Abro los brazos, orgulloso, como si de verdad estuviéramos
frente a una obra de arte—. La mayoría se las hice yo en
Roswell porque golpeó a Emily.
—Ahora entiendo el enojo. —Sonríe con socarronería. No
debí decirle que me gustaba la plebeya—. Yo le habría
cortado la lengua, aunque supongo que no tuviste tiempo.
—Si van a asesinarme, háganlo de una vez —espeta
Sigourney.
¿Se atreve a estar enojado? ¿En serio?
—No será así de sencillo. En Cristeners eras insoportable,
pero ahora no eres tan valiente, ¿verdad? —Empiezo a
caminar a su alrededor—. Ya no tienes a los Wifantere para
que te apoyen y se rían de tus chistes. No tienes a nadie.
—¿Todo esto por una plebeya, Magnus? No sabía que
eras un hombre de migajas. Ya recogiste lo que Stefan tiró,
así que me uniré y te dejaré las mías: Gretta.
Lo único que le queda es insultarme. Solo así puede
continuar en una batalla que no estoy interesado en pelear.
—Si quieres, incluso a Grace —continúa en vano—. Esa
maldita anciana no provoca un mal pensamiento ni en un
pervertido.
—Eres una escoria, Aldous. —Gregorie no se reserva la
opinión—. Das asco. No vales nada, no merecías nada y
nunca debiste tenerlo.
—¿Sabes qué es curioso, primo? —Vuelvo al frente. No
pienso perderme su reacción—. Grace no está aquí, pero
sigue viva, por supuesto. El asunto es que antes de irse me
dijo que le alegraba saber que Sigourney moriría. —No
dejaré que se vaya de aquí pensando que ella lo ama. No
merece saber que tiene ese poder. Le quitaré todo,
incluyendo su dignidad—. Porque se fue. Se llevó sus joyas,
dinero y me sonrió antes de salir por la puerta. Dijo que
ahora sería libre.
La cara de Aldous se ensombrece. Puedo ver cómo le
pasa esa posibilidad por la cabeza y cómo sopesa si lo que
digo es cierto o no. Pese a lo mucho que se esfuerza por
mantenerse impenetrable, sé que la mentira le ha calado.
—No pienso creerte nada.
Mancha el suelo con sangre cuando escupe y respira con
dificultad. Le pesan los años y las heridas. Sufre y yo
disfruto viéndolo.
—Ese es tu problema. —Me mantengo sereno. Mentir es
una de mis cosas favoritas—. Nunca la había visto tan feliz.
—Grace no diría nada semejante.
—Quizás no frente a ti. —Gregorie me apoya. Extrañaba
hacer estas cosas juntos.
—Debí matar a esa mujer. Debí clavarle un cuchillo en el
cuello. —No habla de su esposa, sino de Emily. El odio en su
mirada podría quemarnos vivos a ambos si fuera posible—.
Me queda la dicha de que, cuando ella sea consciente de lo
que eres, se alejará de ti. Se dará cuenta del asesino que
eres y te abandonará.
Eso ella lo sabe y me acepta tal cual soy. Tal vez no lo ha
visto a profundidad y me desprecie cuando suceda. Porque
ella es un ángel y yo soy un fantasma. Soy el infierno, soy
los lugares a los que la luz no llega. Pero ella me ha tocado,
me ha dado redención. No soportaría que se aleje de mí.
—No me interesa hablar con cadáveres, Sigourney.
—Asesíname. Ya viví muchos años. En cambio, a ti,
Magnus Lacrontte, te falta mucho camino por recorrer… y
en cada paso estaré yo. Viviré en tus heridas cada vez que
te mires al espejo. Adelante, dame todos los disparos que
desees. Los recibiré con gusto.
Siento cómo se me tensa cada músculo del cuerpo. Tiene
razón. Me marcó para toda la vida. Odio esas cicatrices que
ni yo mismo soy capaz de tocar. No me perdono por haber
sido tan vulnerable. A veces pienso que me hubiera gustado
morir en ese momento.
—¿Dispararte? —Trato de retomar el control—. ¿Sabes lo
que pienso hacer contigo, Sigourney? Nada.
Leo la confusión en su mirada con tanta claridad que es
casi como si me enseñara todos sus pensamientos.
—Me considero un rey justo. Por eso, te llevaré a
Lacrontte, te encadenaré, te entregaré al pueblo y dejaré
que ellos descarguen su ira contigo hasta que no quede
nada de ti. Tú los dañaste, así que son ellos los que
escribirán tu final.
Siento su miedo. Sabe que no será una muerte rápida.
Será dolorosa, lenta, tortuosa. Morirá humillado a manos de
plebeyos. Sigourney nunca quiso ser un hombre normal,
sino que quería ser reconocido, adorado. Creía ser
inalcanzable, pero lo bajaré del pedestal en el que se subió
y se lo daré como sobras a mi pueblo hambriento de
venganza. No hay mejor muerte para él que morir a manos
de quienes tanto repudió.
—Eres un maldito cobarde, Magnus Lacrontte. —Se agita
y forcejea con las cadenas de las manos—. No eres capaz de
terminarlo por ti mismo.
—No insultes mi inteligencia. Soy un hombre práctico
igual que tú. Tengo que agradecerte por unirte con Plate.
Ahora tengo el territorio de dos reinos y solo tuve que matar
a un rey. Me hiciste el camino llano. Muchas gracias.
Se tambalea, buscando agredirme. Es maravilloso mirarlo
pelear contra sí mismo. Es igual que un perro rabioso
encadenado al tronco de un árbol. Sería increíble que
comenzara a salirle espuma por la boca. Daría un verdadero
espectáculo.
Inclina el cuerpo hacia adelante por la gravedad y
entonces Gregorie levanta la pierna y le pone el pie encima
de la cabeza. Lo empuja hacia abajo y la cara se le estrella
con el suelo. Algunos juran que mi primo es mucho más
piadoso; no lo conocen en lo absoluto. Tiene más paciencia,
por supuesto, pero es mejor tenerlo como aliado que como
enemigo.
—Buen viaje al infierno, Aldous Sigourney —decimos al
unísono.
Todo parece indicar que los primos Lacrontte están de
vuelta.
35
EMILY
Han pasado tres semanas. Tres semanas desde que Magnus
se fue. Tres semanas en las que cargo su anillo en mi collar.
Tres semanas en las que los acuerdos de paz han pendido
de un hilo. Y dos semanas desde que Lacrontte invadió
Grencowck. Dos semanas desde que el rey Aldous murió.
Dos semanas desde que Grencowck fue borrado del mapa y
su territorio fue dividido entre Lacrontte y Cromanoff.
Extraño muchísimo a Magnus. Mis noches son solitarias
sin él. Me acostumbré a verlo, a oírlo, a sentirlo. Ya me había
adaptado a mantenerme despierta para esperar la
medianoche, a pasar un rato pensando en qué usar, cómo
peinarme y qué perfume ponerme. No he tenido nada de
eso, solo a Stefan alegando que deberíamos regresar a
Mishnock y los argumentos del señor Ingellus diciendo que
Magnus va a volver. A eso me he aferrado.
El agua fresca de la bañera es una recompensa después
de un día caluroso. Tuve que tomar un baño para buscar el
sueño, pues, como me ha pasado todos estos días, soy
incapaz de dormir sino hasta pasadas las tres de la mañana.
Esa era la hora en la que, por lo general, volvía de ver a
Magnus. Las campanadas del reloj anunciando la
medianoche sonaron hace una hora y yo sigo sin una pizca
de cansancio.
—¿Christine? —Me yergo y me apoyo en el borde de la
tina cuando escucho unos pasos afuera—. ¿Atelmoff? —le
digo a la nada y no hay respuesta.
Sé que no es Atelmoff. Él nunca pasa sin obtener
autorización previa.
Salgo de la bañera y dejo un camino de agua a mi paso
hasta el lugar en donde cuelga la bata. Me la pongo rápido y
anudo el lazo con prisa. No quiero que me encuentren
desnuda. Debe ser Christine, no hay otra opción. Lo que no
entiendo es qué busca a esta hora. Abro la puerta del cuarto
de baño y me paralizo de inmediato. Se me acelera el
corazón, se me dibuja una sonrisa en la cara, siento un
subidón de adrenalina en el cuerpo, el estómago se me
llena de la sensación de unas plantas que florecen, y me
dan unas ganas irremediables de correr y saltar… sobre él.
—¡Magnus! —Mi voz no es más que un suspiro incrédulo,
añorante.
El brillo de sus ojos verdes me recibe, me despierta, me
aviva. Está de pie, con los hoyuelos que le adornan el rostro
y el cabello revuelto. Tiene una capa negra que le acaricia
los zapatos pulidos, unos broches circulares dorados que la
sostienen sobre cada hombro y una cadena que le cuelga en
medio del pecho. Parece como si viniera de dar un discurso
importante y se hubiera escapado para verme. Luce igual
que cuando se fue. No hay rastro de barba u ojeras. No
tiene la apariencia de alguien que ha invadido un reino y
sacrificado a su rey.
No me he acercado y ya huelo la madera de su perfume.
No me he acercado y ya puedo sentir cómo me rodean sus
brazos, su cuerpo. No me he acercado y ya escucho que su
voz me susurra al oído. No me he acercado y ya me duele
su ausencia.
—Emilia —me contesta con la naturalidad de siempre,
como si nos hubiéramos visto ayer, pero yo no concibo que
esté aquí. ¡Por fin regresó! Se me ha hecho larga la espera.
—¿Cuándo llegaste?
—Hace diez minutos.
—¿Y qué hiciste en esos diez minutos en vez de venir
directo acá?
—No te recordaba tan dominante.
—Lo aprendí de ti.
Juro que puedo ver su sonrisa de orgullo.
—Ven aquí, Emilia.
No lo dudo. Camino hacia él y enredo mis piernas en su
cintura. Magnus me sostiene mientras recuesto la cabeza en
su hombro y lo abrazo fuerte. Ahí me quedo unos segundos,
respirando, sintiendo su presencia.
—¿Estabas dándote una ducha? —pregunta, y asiento
despacio—. Hueles a jabón.
—Te extrañé muchísimo. —Doy el primer paso en la
confesión. ¿Acaso no lo ha hecho él?—. ¿Tú también?
—Me faltaste. Me faltas.
—¿Te hice falta? —Lo miro, tratando de comprender.
—No, me faltas, como si fueras una parte de mí, como
una extensión de mi cuerpo. Si no estás, me faltas.
—¿No es lo mismo?
—No. Si me haces falta, tengo el anhelo de verte. Si me
faltas, tengo la necesidad de verte. Es imperioso,
indispensable, vital. Me faltas, Emily.
Puedo asegurar que es lo más lindo que me ha dicho
hasta ahora. Me siento plena, deseada, dichosa. Quisiera
abrazarlo tanto que no se sepa dónde termina mi cuerpo y
empieza el suyo. Estoy tan feliz de que esté aquí.
No espero señales, sino que voy hacia su boca, lo beso y
le muerdo el labio inferior con ansias, con inclemencia, con
reclamo. Magnus ya me ha besado así antes. La diferencia
es que yo nunca lo había hecho y ahora entiendo lo
maravilloso que es sentir que otra persona responde de la
misma manera a tus ganas.
—Me iré más seguido si me recibes de esta forma —me
susurra contra los labios—. ¿Ya habías terminado tu ducha?
Asiento, pero de todas maneras me lleva al baño. Lo dejo
guiarme, lo dejaría hacer lo que quisiera. Me sube al mesón
del lavamanos, obviando la tina llena de agua, y me separa
las piernas para pararse frente a mí.
—Quítame la capa —me ordena.
Extrañaba sus órdenes. Me deshago de los broches y la
cadena. La casaca cae al suelo, tan pesada como una
colcha. Se le relajan los hombros, celebrando la pérdida de
ese peso.
—¿Por qué siempre todo es tan caótico para nosotros? —
pregunto, masajeándolo. Por un momento creí que no me lo
permitiría, pero, para mi sorpresa, se queda quieto.
—En parte es nuestra culpa. Se suponía que no debíamos
conocernos, o al menos acercarnos.
—¿Crees que fue un error?
Me retira las manos de sus hombros. Me besa los dedos,
las palmas y les da la vuelta para besarme los nudillos. Este
tipo de atenciones son las que más me gustan, las que más
disfruto. Sé que quizás está buscando las palabras
necesarias para responderme, pero también pienso que en
realidad no quiere hacerlo.
—Emilia —dice tras unos segundos de silencio—, eres
todo aquello que no estaba buscando, pero que necesitaba
encontrar. Así que no creo que pueda considerarse un error.
Yo sé que ya crucé la línea. Lo sé por la manera en que el
corazón me golpea el pecho; por el subidón que siento en el
estómago, como si se tratara de una tormenta; por la
manera en la que se me calientan las mejillas y se me
relajan los músculos. ¿Era él a quien me refería cuando dije
que encontraría a alguien? Quiero pensar que sí.
—¿Cómo sigues de tus golpes? —pregunta. Sus manos
suben a mi cara y me revisa en detalle y en silencio—. No
me gustó verte con vendas. No me gusta ver que te
lastiman.
—Ya me he recuperado. No te preocupes. ¿Tú tienes
heridas por lo de Grencowck?
Ahora soy yo quien busca golpes. Le desabrocho los
botones de la camisa y se la saco por los brazos. Su torso
queda desnudo y no tardo en encontrarle una línea de
sutura en la mano y unos raspones y morados en los brazos.
En medio de sus cicatrices, encuentro una reciente que
resplandece bajo las luces del cuarto de baño. Las enumero
rápido y compruebo que ahora son doce. Está sobre su
costado. Es larga y delgada.
—Esta es nueva. —La señalo sin tocarla porque sé que no
le gusta.
—No se suele salir ileso de las batallas. Puedes tocarla, si
quieres. A las que no te puedes acercar son las
quemaduras.
Las que Sigourney le hizo. Ya lo entiendo. Son esas las
que le duelen, las que le recuerdan a esa noche en la que
fue la víctima, no las que gana en enfrentamientos, así sea
el mismo Aldous quien las haga. Le paso los dedos con
suavidad, despacio, y Magnus ni se inmuta. Esta no lo
afecta en lo más mínimo, así que me tomo la libertad de
bajar y darle un beso. Sin razón, solo porque sí. Es decir, es
lo que a mí me gustaría que hicieran.
—Eso es demasiado dulce para mí. No lo hagas —dice de
repente.
Su comentario me hace sentir tonta. Siempre es tan
tosco que comienzo a creer que jamás podré soportar su
carácter.
—Intentaba ser amable, nada más.
—No lo seas.
—De acuerdo.
Lo hago a un lado para bajarme del mesón. No es una
sorpresa para mí que Magnus no me lo permita. Me agarra
de la cintura y me sostiene firme pese a mis intentos por
estirar las piernas y tocar el suelo.
—¿A dónde vas?
—A vestirme.
Me abraza. Me estrecha. Me ubica la mejilla contra la piel
de su pecho. Pero no puedo corresponderle. Dejo los brazos
colgados, sin la más mínima intención de tocarlo.
—Emily, no quiero discutir. Llevamos casi un mes sin
vernos. No nos hagamos esto. —Su mano se mueve por mi
cabello de arriba abajo—. No estoy acostumbrado a ese tipo
de gestos.
—Créeme, no lo volveré a hacer. Siempre vuelves las
cosas complicadas.
—Así es mi mundo. Ya estás dentro, ¿lo recuerdas?
—¿Y si estoy dudando sobre ser parte de ese mundo?
Se separa bruscamente, como si de repente me hubieran
salido púas que lo lastimaran.
—¿Cómo? —Lo he ofendido—. No vuelvas a decir una
cosa semejante.
—Yo quería verte, pero no para discutir. Ansiaba tanto
que regresaras y ¿para qué? Me haces sentir estúpida. Lo
que sea que haga o diga está mal. Vivo con el temor
constante de que te enojes. Quisiera tener la libertad para
preguntar cualquier cosa y que no te molestes si es que no
quieres hablar. Me gustaría saber por qué terminaste tu
relación con Vanir, por ejemplo.
—¿Por qué eres tan entrometida? ¿No puedes querer el
presente y ya? Siempre estás desenterrando mi pasado. Y
es mío, Emily. No tienes derecho ni autoridad para
inmiscuirte en mis asuntos.
—Vete de aquí.
—¿Quieres que me vaya?
—Sí, vete. No voy a tolerar esto.
Lo hace y, con él, la felicidad de volver a verlo, pero me
niego a tolerar sus groserías. Escucho sus pasos alejarse y
se me sacude el cuerpo por las lágrimas de ira que me
llenan los ojos. Detesto las ganas de llorar por frustración.
Me quedo en silencio, esperando el sonido de la puerta,
pero no llega. Lo que sí obtengo son las manos de Magnus
en el cuerpo, en los brazos. Levanto la cara y lo encuentro
de nuevo frente a mí. ¿Para qué regresó? Lo aparto sin
mucho ánimo. No quiero que me toque.
—Emily, no llores. No por mí, no me lo merezco. —Me
limpia las lágrimas—. No me gusta verte llorar. Debes
entender que no me gusta hablar de Vanir.
—¿Y no podías decir eso y ya? Solo quiero conocerte.
—Es que eso ya lo sabes.
—Nunca te he preguntado por ella.
Bajo del mesón, dispuesta a marcharme. Magnus vuelve
a detenerme, acorralándome entre su cuerpo y el
lavamanos.
—Sabes que no le ruego a nadie, así que cambia de
actitud. Si esperas una disculpa, recuerdo haberte dicho que
no me disculpo con nadie.
—Siendo así, no hay nada más de qué hablar.
—No hablemos, entonces, pero no me voy a ir y tú
tampoco.
Me toma de las caderas y me da media vuelta,
dejándome de frente al espejo. Me abraza desde atrás y me
aprieta contra él. Se lo permito. Sé que soy tonta por ceder,
pero la sensación me gana. Es reconfortante. Me encanta
cuando me cubre con su cuerpo, cuando elimina la distancia
y se dedica a tocarme. Sus brazos son grandes y me cubren
tal como siempre lo he querido. Me hace sentir segura,
cálida, protegida y deseada. Me empieza a dejar un camino
de besos entre la cabeza y las mejillas. Es delicado, como si
con cada uno quisiera arreglar lo que dañó.
—¿Podemos firmar la paz? —me susurra al oído—. No
quiero estar peleado con mi Emilia. Y no quiero que mi
Emilia esté enojada conmigo.
Nunca me había llamado «su Emilia». ¿Soy suya? ¿Él lo
cree así?
Recuesto la cabeza en su brazo izquierdo mientras lo
miro a través del cristal. Él sonríe. Sabe lo que estoy
haciendo, lo que quiero que haga. De repente, nos mece a
ambos, despacio y de un lado a otro, igual que un barco que
navega entre olas pequeñas. Es la sensación más bonita del
mundo.
—Eres la persona a la que más he mimado en mi vida —
dice en voz baja—. Y se sabe que no mimo a nadie.
—¿No soy la única?
—He cumplido uno o dos caprichos antes, aunque nunca
de esta manera, por supuesto. Lo más extraño es que me
gusta hacerlo. Me enredas la vida, vestiditos de jardín.
No sé cuándo Magnus empezó a llamarme así, pero
viniendo del hombre que aborrece los apodos, me parece
increíble. Le he ganado la batalla a su frialdad.
—Me gusta cuando eres calmado. Es mi versión favorita
de ti.
Ríe, sarcástico. ¿Ahora qué?
—No. Esa no es, así que no me mientas.
—Entonces, ¿cuál?
—Tú sabes bien cuál es. Pero no te preocupes, no tengo
ningún problema con recordártelo si se te olvidó. ¿Puedo? —
pregunta y baja la mano hacia el moño de mi bata.
¿Estoy preparada para desnudarme? Lo estoy. Todavía
me ruborizo al recordar lo que sucedió en su alcoba y quiero
volver a sentirlo.
Jala el lazo de mi bata hasta deshacer el nudo. Me
expone, me desnuda. Abre la prenda, pero se queda en el
collar del que cuelga su anillo. Lo mira, sonríe y lo detalla
como si no pudiera creer que esté ahí, como si lo hubiera
olvidado.
—¿Lo usaste todos los días?
—No me lo quité ni un solo segundo.
Me lleva la cabeza hacia atrás y me mordisquea la piel
del mentón mientras habla. Extrañaba que se comportara
de esta manera. Baja la mano por mi clavícula y se detiene
en mis senos. Los masajea, los toca a su antojo, como si
fueran terreno inexplorado. Cierro los ojos un momento,
disfrutando de su tacto, que ahora está sobre mis pezones,
acariciándolos, apretándolos, jugando con ellos. Es
increíblemente placentero. Magnus se inclina y me besa. Se
adueña de mí. Se impone y eso me encanta.
—No puedo dejar de pensarte, Emily Malhore. Estoy
seguro de que si perdiera la memoria hoy, mi cuerpo te
recordaría. Necesito que me digas qué me has hecho.
Baja las manos por mi abdomen, luego las siento en la
cintura, las caderas y finalmente la ingle. No tengo las
piernas abiertas, pero aun así Magnus se cuela entre ellas y
me toca. Me explora con los dedos. Es suave y estimulante.
El contacto me hace jadear, temblar, me aviva. Me siento
expuesta y no por estar desnuda, sino porque ya descubrió
lo que causa en mí. Ahora no tengo un lago al que culpar
por la humedad que hay entre mis piernas.
Quita la mano más pronto de lo que quisiera y se la lleva
a la boca, se lame los dos dedos que jugaron entre mis
labios. Me prueba. Lo veo desde el espejo. Me mira con sus
ojos de cazador mientras me saborea y se me eriza la piel.
Él lo nota, claro que lo nota, porque sonríe.
—Este es el Magnus que te gusta.
Mi respuesta es otra sonrisa, una cómplice. Tiene razón.
Esta versión suya es la más distante de mí y a la que mejor
me he acostumbrado. Se me calienta todo el cuerpo. Soy
moldeable en este momento, tan sumisa como no creí que
podría llegar a serlo.
—Eres mía, Emily. ¿Entiendes eso?
Busco su mirada, incrédula. ¿Lo ha dicho en serio? El
cosquilleo que siento en el estómago ruega porque haya
sido en serio. Sería hermoso que lo dijera más seguido.
—Dime si lo entiendes. —Me toma del mentón cuando no
respondo.
—¿Desde cuándo soy tuya? —contesto a cambio.
—Desde que yo quise que así fuera.
—Dame algo más específico.
—Desde que puse mis labios en los tuyos.
—¿El beso en el bosque o el de Cromanoff, cuando aún
creías que mi nombre era Emery Naford?
—¿Importa? —Su voz se torna más seria. Ya no es
marcial, sino, más bien, irritada. No le agrada que lo
confronte.
—Más de lo que imaginas.
Se queda pensando. Busca en su memoria el recuerdo
que me genera la duda. ¿Desde cuándo piensa que soy
suya?
—Desde Cromanoff. Ahí ya eras mía.
—¿Porque tú lo decidiste?
—Porque me permitiste besarte y porque quería que
fueras mía.
—Me odiabas —le recuerdo.
—Lo sigo haciendo en ocasiones. Tú me odiabas a mí.
—Lo sigo haciendo en ocasiones.
—Puedo vivir con eso, pero no con que no seas mía. No
me has dicho lo que quiero escuchar.
—Soy tuya.
Esperaría una sonrisa, un abrazo, un par de palabras
bonitas, pero lo que obtengo son sus manos, que aprisionan
las mías detrás de la espalda. Me las cruza y me sostiene
las muñecas, como si sus dedos fueran sogas irrompibles.
Me empuja hacia el mesón, obligándome a inclinarme.
Tengo la mejilla contra el mármol frío y el resto de mi
humanidad queda a su merced.
—Es muy curioso todo esto, Emily, porque toda mi vida
he detestado los términos «tuyo» y «mío». Siempre he
pensado que somos seres libres cuya decisión se basa en
compartirse con alguien más. Y ahora, señorita Malhore,
necesito que sea mía.
—¿Volvimos a las formalidades? —pregunto sin mirarlo.
Lo único que tengo a la vista son un jabón de tocador y un
peine.
—Tú lo harás. Esta noche volveré a ser el «rey Magnus»
para ti. ¿Recuerdas que te dije que solo me llamarías
«majestad» cuando yo te lo pidiera? Pues ahora es una
orden irrefutable.
—¿Y yo seré…?
—Emily. Serás mi Emily. Y nadie, escúchame bien, nadie
puede tocarte como yo lo hago. Nadie.
Me azota el trasero con la mano. Doy un respingo,
sorprendida por el contacto. Siento el ardor después del
golpe y es… es excitante. Es extraño. Jamás pensé que algo
así me gustaría.
—Júrame que no vas a permitir que nadie te toque como
yo lo hago. Júramelo.
—Lo juro.
Recibo un nuevo azote. Esta vez más fuerte que el
anterior.
—Puse las reglas claras, Emily. Si vas a dirigirte a mí,
debes hacerlo con respeto.
—Lo juro, majestad. —Le doy lo que quiere oír.
—Me hiciste una promesa parecida con Cournalles. ¿Qué
me asegura que esta vez la cumplirás?
—No volveré a ver a Ansel.
—Es que no hablo solo de él.
Me estrella nuevamente la mano contra la piel. Cierro los
ojos, jadeo y siento el calor y las palpitaciones en la zona.
Es doloroso. Me golpea con un ímpetu mayor en cada
oportunidad y me gusta que lo haga.
—Puedes detenerme cuando sientas que es suficiente.
¿Lo es ahora?
Me quedo callada. No lo es. No es suficiente todavía.
Escucho el suspiro que acompaña su sonrisa. Está
orgulloso de mi silencio. Sigue una secuencia de azotes.
Dos, tres, cuatro. Pierdo la cuenta. Tras cada impacto me
queda una sensación palpitante en la piel.
—A cualquier hombre que se atreva a tocarte le
arrancaré las manos. ¿Entiendes eso? No me importa quién
sea. Tú me perteneces. Dímelo.
Cambia de lado para dar más palmadas y los disfruto por
encima del dolor. Si antes me hubieran dicho que me
gustaría este tipo de trato, me habría reído y hasta
indignado. Siempre he estado en contra de la violencia, de
los golpes, pero ya he encontrado cierta fascinación cuando
es consensuado.
—Le pertenezco, majestad.
Me suelta por fin, pero no me deja ir. Me ubica las manos
en el mesón, dejándomelas a cada lado de la cabeza, y las
cubre con las suyas. En la espalda me dibuja sus propias
líneas de besos, como las constelaciones de las estrellas. Es
maravilloso. Juro que puedo sentir la sonrisa en sus labios
mientras me recorre y llega hasta las marcas de sus azotes.
Un beso en cada lado. Una lamida en cada uno y, al final, un
último golpe.
Me permite levantarme y, con la agilidad de un halcón,
me sube al lavamanos una vez más. Lo único que me viste
ahora es el collar, pieza que él no mira. Está concentrado en
mi cuerpo, en mi desnudez. Me observa con las pupilas
dilatadas, como si se estuviera aprendiendo cada parte de
mí, dibujándome en su cabeza. Me separa los muslos y se
pone en medio de ellos. Tiene los ojos oscurecidos y su
atención se centra en mi entrepierna. Es raro. No incómodo,
solo raro. Trato de unir las rodillas despacio para que no lo
note. Gran error, pues me interrumpe al primer intento.
—¿Te he pedido que cierres las piernas? —Niego en
silencio—. Entonces, ¿por qué lo haces?
—Es extraño que me mires.
—¿No quieres que lo haga? De ser así, me detendré.
Sabes cómo funciona esto.
—Mejor bésame.
—¿En dónde?
—¿Cómo que en dónde? En la boca.
Arruga la nariz. No le gustó mi respuesta.
—Eso no era lo que quería escuchar.
Viene hacia mí, pero no a mis labios. Me busca el cuello,
lo besa y luego me muerde suave el lóbulo de la oreja. Lo
escucho susurrar algo ininteligible y, antes de que pueda
preguntarle qué ha dicho, me cubre la boca con la mano.
—No lo repetiré.
He dejado que me toque a su antojo, pero yo también
quiero tocarlo. Le aparto la mano y soy yo la que se acerca
ahora. Le rodeo los hombros y le beso el cuello, la oreja, el
mentón. Cualquier lugar, excepto los labios. Escucho sus
gemidos roncos cuando le mordisqueo la clavícula, cuando
le beso los músculos del pecho. Y entonces, sin pensarlo, sin
preverlo y con cualquier rastro de raciocinio esfumándose,
llevo la mano hacia su pantalón y presiono la palma de la
mano contra la dureza que se esconde bajo la prenda. Estoy
sedienta de él.
—Es mejor que no te vayas por ahí. —Me agarra del
cabello y me separa despacio. Tiene la mirada de una fiera
—. No cuando yo tengo otros planes para esta noche. Yo soy
quien manda aquí.
Me agarra por los tobillos y me arrastra hasta el borde
del mesón. El jadeo por la sorpresa es inevitable. Me
recuesto contra el espejo en busca de apoyo e intento
retroceder, cosa que no me permite. Me ancla de la cintura
con las manos. Le pregunto qué intenta hacer y no obtengo
respuesta. Lo único que me da es una sonrisa. Me levanta
las piernas para que doble un poco las rodillas. Magnus me
sostiene por los muslos para que los mantenga separados y
me deja expuesta para él. Es increíble verme en esta
posición.
—Me pediste que te besara, pero ¿y si yo quiero hacerlo
en otro sitio? —Siento los dedos, que me marcan la piel
mientras hace la pregunta—: ¿Puedo o no?
—¿Dónde?
Lo veo descender y el corazón se me acelera. Parece
como si gritara desesperado por salírseme del pecho. Deja
un beso lento sobre la zona y se mantiene ahí. Lo observo
cuando pone un beso más y luego un tercero. No lo niego,
me intimida la dirección que quiere tomar, pues por alguna
estúpida razón mi mente va a esa tarde en su oficina
cuando Vanir iba a hacer lo mismo con él. Lo que ahora
quiere hacerme.
—He estado fantaseando con esto desde hace un tiempo.
Se yergue y me mira a los ojos. Un hormigueo me recorre
el cuerpo desde el cuello hasta la punta de los pies. Quiero
que lo haga. Deseo saber cómo se siente, cómo es ir más
allá.
Desciende nuevamente y lo sigo con la mirada. Siento su
cabello rubio entre los muslos, haciéndome cosquillas. Sé
que es el morbo lo que me tiene clavada y detrás de sus
movimientos. Me mira desde abajo. El verde de sus ojos se
ha perdido y ahora están tan oscuros como las noches en el
bosque Ewan, como cada madrugada en la que nos hemos
reunido a escondidas. Esta ha sido la mejor. La expectación
me hace cosquillas. Quiero que lo haga, muero por que lo
haga.
—Quiero que me recuerdes mi título mientras te pruebo,
mientras te consumo. Quiero que me recuerdes que estoy
haciendo lo que me juré nunca hacer —pide antes de poner
su boca ahí. Justo ahí.
Cierro los ojos y me muerdo el labio inferior. Ni siquiera
sé cómo describir lo que estoy sintiendo. Mueve la lengua
en círculos y de arriba abajo. Es ágil, contundente y firme,
arrancándome jadeos que en segundos se vuelven gemidos.
Se mueve entre mis labios como las olas del mar. La piel se
me eriza y no puedo controlar el cuerpo. Esta sensación es
nueva y me sobrepasa.
Magnus tiene los brazos y la espalda tensos mientras me
sostiene y puedo verle las cicatrices, las heridas recientes,
las venas en las manos grandes mientras me sostiene y
cómo tiene los dedos hundidos en mi piel. Lo veo todo. Pero
lo más importante es que veo a un rey orgulloso, que no se
doblega ante nadie, inclinado para satisfacerme. Ahí está el
gran soberano que no permitía que me le acercara, el que
se lavaba las manos cuando accidentalmente me tocaba, el
que no se cansaba de recordarme mi inferioridad. Ahí está
el rey que violenta a mi pueblo, que escupe palabras de
odio para los míos y que denigra a las personas como yo.
Ahí está, usando la misma boca con la que nos humilla para
darme placer.
—No te detengas.
Ni siquiera reconozco mi voz. Es baja, rasgada y fina,
como si estuviera exhausta. Arrastro las palabras e incluso
me cuesta encontrarlas. Un poco de aquella vergüenza
juvenil todavía está conmigo. Mis palabras golpean las
paredes, creando eco. Y solo hay tres sonidos más aquí: mis
gemidos, mi respiración pesada y el ruido de los besos
mojados de Magnus. Le agarro el cabello y lo aprieto con
fuerza para que no se separe. Esto es demasiado, pero
quiero más. Se prende de mí, desenfrenado. Por más que
me remuevo, él permanece firme. Las piernas me tiemblan
mientras él me consume con devoción. Siento su lengua en
todas partes, baja y sube, va de lado a lado, sobre todo se
concentra en mi entrada, presiona, como si quisiera
meterse allí. Es increíble. Luce tan primitivo, carnal. Es algo
que solo había visto en él esa tarde en el patio después de
terminar una pelea con los prisioneros del palacio.
Se separa tras un rato. Respira con dificultad y me
saborea en su boca, lamiéndose las comisuras. Lo observo a
detalle sin soltarle el pelo. Parece que sostenerme de él es
el único sistema de apoyo que tengo en este momento. Me
suelta una pierna y entonces sus dedos me estimulan
despacio, con precisión. Es maravilloso. Siento el frío metal
de sus anillos contra mi calor y cómo la humedad
incrementa por la forma en la que me mira: con unos ojos
oscuros y una sonrisa lasciva que le marca los hoyuelos. Es
hermoso y es mío.
—Quiero más de ti y necesito que me lo des. Me haces
descubrir nuevos gustos, Emily. Por ti amo el olor a verbena
y ahora por ti he encontrado un nuevo sabor favorito —
revela en medio de mis jadeos—. Eres lo mejor que he
probado.
No contesto. Ni siquiera sé qué podría decir. Estoy segura
de que la manera en que frunzo el ceño y cómo me muerdo
los labios son las mejores respuestas que puedo darle.
—¿Algo que decir?
No le gusta mi silencio.
—Ninguna queja, majestad.
Sonríe y le sonrío.
Este juego de poder es adictivo.
Magnus vuelve a levantarme la pierna y entonces funde
la boca una vez más en mi cuerpo. Es posesivo, como si lo
necesitara, como si tuviera un hambre que es incapaz de
contener. Me desabrocho el collar, saco el anillo y se lo
pongo en el dedo índice. Quiero verlo mientras me sostiene
los muslos. Quiero ver el escudo que se alzaba en las
banderas negras cada vez que Lacrontte nos atacaba, cada
vez que su rey pedía que nos mancillaran. Me hace sentir
poderosa.
Me recorren los espasmos. Intento levantar las caderas,
pero no me lo permite y le agarro el cabello con más fuerza.
Estoy al borde de un precipicio y voy a caer.
—Suéltate, Emily —exige al separarse brevemente de mí
—. Quiero que acabes en mi boca.
Es lo más excitante que me han dicho en toda la vida. Lo
siento lamer, succionar, ir despacio y luego fuerte. Me
muerde suavemente y me masajea con la lengua para
después desplazarse hasta mi entrada y regresar a la
posición inicial. Es un ciclo satisfactorio que me hace
alucinar, flotar. Y luego caigo en su boca, derramándome en
él. Escucho mis jadeos, sus latidos y los míos. Todo da
vueltas. Se me arquea la espalda, se me tensan las piernas
y mis gemidos se vuelven chillidos, así que me cubro la
boca con la mano. Me siento débil, ligera, viva y deseada.
Todo y nada al mismo tiempo. Se separa finalmente,
agitado, y en este punto no sé quién lo disfrutó más, si él o
yo.
—Creo que he encontrado mi parte favorita de tu cuerpo.
Si el consejo de guerra y el pueblo supieran lo que estoy
haciendo, me detestarían. Para su mala fortuna, me importa
menos que poco lo que ellos piensen.
—¿Tenías que mencionarlos justo ahora?
—Sentí cuando me pusiste el anillo. No creas que no noté
tus intenciones.
—Quería tener un poco de control, majestad. Era mi
momento para jugar con el rey.
—¿Y se divirtió la plebeya? —Asiento—. Entonces, ¿te
encuentras bien con lo que pasó?
—Más que bien.
—¿Sabes qué es lo que más me llena la cabeza, Emily?
Tú. Me he pasado la vida repudiando a los mishnianos,
diciendo una y otra vez que estar con uno de ustedes es lo
más bajo que un lacrontter puede hacer, y mírame ahora,
tan necesitado de ti como jamás lo he estado de nadie. Me
has hecho tragar mis palabras.
—Si sirve de algo, yo una vez le prometí a mi padre que
me mantendría alejada de cualquier lacrontter.
—El sabor que tengo en la boca dice que no has
cumplido esa promesa.
—¿Y tú crees que has caído bajo?
—Estoy en lo más alto que he podido estar. Tanto así que,
si me lo pides, volvería a meter la cara entre tus piernas.
—Hazlo.
La respuesta se me sale como si mis pensamientos
hubieran tomado el control. No, esa no fui yo.
Entonces Magnus vuelve a descender y su cabello rubio
queda nuevamente entre mis muslos.
****
—Magnus, ¿soy tu novia? —Me atrevo a soltar la incógnita
que me recorre la cabeza desde hace un tiempo.
Él continúa de pie en medio de mis piernas. Hace poco se
ha erguido y yo sigo sin asimilar lo que sucedió. He dado
ese paso con él. He ido más allá, a donde no creí que
llegaría por el momento. Fue fascinante, íntimo. Fue mío y
yo fui suya.
—¿Quieres ser mi novia? —Inclina la cabeza hacia un
lado, buscando mi mirada.
—Solo es una duda. —Juego con las puntas de mi cabello,
demasiado avergonzada como para enfrentarlo.
—Te lo estoy pidiendo de verdad, Emily. ¿Sí o no?
—Ah. —Me encojo de hombros, medio decepcionada. Es
decir, el cosquilleo está ahí, pero no era así como me
imaginaba la propuesta—. Es que así no es muy romántico.
—Yo no soy un hombre romántico. Soy un hombre que
está esperando una respuesta.
—¿Por qué eres tan dominante?
—Porque me gusta dominar. Solo quiero una novia y tú
no estás colaborando.
—¿Una novia? O sea que podría ser cualquier mujer.
Mueve la cabeza hacia un lado para negarme la sonrisa
que le aparece en la cara.
—No vas a sacarme lo que esperas oír.
—Entonces no voy a aceptar. —Cruzo los brazos,
decidida.
—Di que sí. Después de todo, ya tengo los beneficios.
—Tienes un punto. Siéntete afortunado de que sea tu
novia.
—Eso debo decir yo. De Pharell al rey de Lacrontte hay
una gran diferencia.
¿Acaso no lo piensa olvidar nunca?
—¿Solo has tenido una novia, Magnus? —pregunto, y él
asiente. Vanir es su pasado completo—. Es decir que solo
has estado con ella.
Niega con la cabeza y siento que se me calientan las
orejas. ¿Hay alguien más? ¿Cuántas más? ¿Quiénes son?
—Solo una y la conoces.
Siento que me voy a caer del mesón ante las alertas que
me manda el corazón. No. No puede ser quien creo.
—¿Lerentia?
Quisiera no haber hecho la pregunta, porque, de ser ella,
se me va a ir el buen humor.
—Por favor, no. —Levanta una ceja, ofendido—. Jamás
vería a Lerentia con esos ojos. Es Gretta. Gretta Tebeos.
Me quedo fría. ¿Ella? La mujer que vino aquí como
enviada de Grencowck. La amante del rey Aldous. Bueno,
del difunto rey Aldous.
—¿Fue antes o después de Vanir?
—Antes. Mucho antes. Cuando éramos mucho más
jóvenes. Era mi amiga desde la infancia, Emily. La conozco
como a ninguna otra mujer, lamentablemente.
—Si soy honesta, creí que habría más en la lista.
—Soy un hombre exclusivo —dice con una sonrisa
arrogante—. No podría con la idea de que cualquier mujer
vaya por ahí diciendo que me ha tocado, que me ha visto
desnudo o alardeando de que se ha acostado con el rey. Ese
es un privilegio que no les concedo a muchas. Puedes
darme las gracias por incluirte.
—Eres un engreído.
—Sí sabes cómo era mi padre, ¿verdad? Su indecente
reputación no es un secreto para nadie.
Un mujeriego. En las tutorías era un tema recurrente
entre los profesores, a los que les encantaba contar el lado
escandaloso de la Historia. Se dice que se acostó con tantas
mujeres que incluso mandó a traer extranjeras cuando se
cansó de las jóvenes de Lacrontte. El rey Silas no se
cansaba de ventilar el pasado del rey Magnus V, supongo
que como una estrategia para reforzar el papel de villano.
Además, se jactaba de decir que, a diferencia del enemigo,
él sí era un hombre pulcro, con un matrimonio afortunado y
una mujer maravillosa a la que jamás traicionaría. Vaya
mentira más grande.
—Mi madre no quería casarse con él por eso. La
entiendo. Todo apuntaba a que le sería infiel en el
matrimonio y quién querría eso.
—¿Y lo hizo?
—No. Mi madre no habría soportado una infidelidad. Se
habría ido sin mirar atrás. Tengo su carácter, si eso te da
una idea. Mi padre la amaba muchísimo. Veía por sus ojos.
Sé que nunca pudo haberla engañado. Pero aun estando
muerto se escuchan rumores de esas mujeres que
estuvieron con él antes de su matrimonio. Nobles,
dinhesters, cromanenses, cristenses, hijas y esposas de
políticos y de militares… Cualquier mujer a la que él
conociera en una fiesta, cena, reunión o gala benéfica. La
unión de mis padres estuvo concretada desde que nacieron
y él decía que había tratado de vivir tanto como podía antes
de atarse. No es una excusa válida para mí y me enoja, así
que me juré nunca repetir sus pasos. Aunque tampoco es
como que tuviera mucho tiempo libre para intentarlo.
Siempre dijo que jamás tocó a una plebeya, pero yo digo
que es una falacia. Estoy seguro de que hubo muchas en su
lista.
Adoro que se abra conmigo y me deje ver más de su
vida, que me haga parte de ella.
—Magnus, ¿por qué tienes tanto odio hacia los plebeyos?
Es que no lo entiendo; debe haber algo más que ego.
—Esa es la única explicación. Mi padre siempre me
repetía que yo estaba por encima de los demás,
especialmente de los plebeyos, que no debía rodearme de
ellos, permitir que me tocaran, ni ser su amigo. Me
quedaron en la cabeza sus palabras… hasta que llegaste tú.
—Entonces, ¿crees que tus padres no me habrían
aceptado?
—Ellos habrían amado a cualquier persona con quien yo
deseara estar. Te habrías llevado muy bien con mi madre. Mi
padre me cuestionaría al principio, pero, al final, le
agradarías, estoy seguro.
—¿Piensas en algún punto dejar tu odio hacia nosotros?
—Lo intento. Tú estás fuera de esa lista ahora. Con el
resto me tomará más tiempo. Ya no hablemos de eso, mejor
cuéntame cómo se conocieron tus padres.
—Papá era el jardinero de la casa de mamá. Era nuevo
en Palkareth y no tenía dinero. Los dos se enamoraron y se
escaparon. Mis abuelos nos detestan y por eso nunca los he
conocido. Ellos no querían que mamá se casara con un
plebeyo sin recursos. Los Lanreb no eran nobles, pero tenían
negocios importantes que los estaban haciendo ricos y
querían que su hija se casara con un noble para que la
familia estuviera ligada a un título. Y lo consiguieron. Somos
la familia del perfume, aunque no creo que ese fuera el
título que esperaban.
Se le sale una carcajada que golpea las paredes del
cuarto de baño y lo obliga a llevar la cabeza hacia atrás. Me
encanta hacerlo reír.
—¿Y tú piensas darle un título a tu familia?
—Ninguno de nosotros se muere por uno. Quizás Mia,
pero nada más.
—Eras novia de Denavritz y él era un príncipe.
—Ahora soy novia de un rey.
Sonríe y le brillan tanto los ojos como esmeraldas
pulidas.
—Y no de cualquier monarca, sino del rey Magnus VI
Lacrontte Hefferline, soberano de las montañas del norte.
—¿Ese es tu título completo?
Asiente, orgulloso.
—Cuando quieras lo comparto contigo —dice mientras
me aprieta los muslos con las manos.
Ahora soy yo quien deja salir una risa sonora, libre, feliz.
Él me hace sentir completa, dichosa, respetada. Como una
reina.
36
EMILY
¿Quién dijo que después de la muerte no puede haber un
baile?
Magnus ha aceptado los acuerdos de paz. Ya no habrá
más diálogos ni más reuniones. La paz está firmada
después de tantos años. Por fin. Y los Wifantere pensaron
que no habría mejor manera de celebrarlo que con una
cena, aunque sin máscaras esta vez. Con Aldous fuera de
línea, todo indica que marchará bien.
Ya usé un vestido rojo y otros con corsé, pero hasta el
momento no he usado uno rojo con corsé, y hoy es la noche
indicada. Es una belleza carmesí con mangas caídas y
fruncidas que me arropan los hombros como una estola.
Tiene un escote en forma de corazón que deja espacio para
que el collar sea el protagonista. Me siento como una rosa
tocada por lluvia gracias a las líneas adiamantadas del
corsé, que indican los lugares por donde va la serie de
varillas, y al tul brillante de la falda, que se asemeja a gotas
de agua.
Francis me envió una nota con Christine por la tarde.
Dice que puedo sentarme en la mesa con los reyes, novias y
consejeros reales. Soy una de ellas, ¿no? Es decir, una
novia. El título todavía me parece irreal. ¿Qué pensaría mi
familia si supiera de la posición en la que me encuentro
ahora? Y todo con el rey enemigo. Puedo imaginar la cara
de asombro de Mia, el desconcierto de mamá y el
desacuerdo de papá. Por todas las flores, cómo los extraño.
Atelmoff es el primero en saludarme cuando llego. No
hay mucho que decir sobre el lugar. Estamos afuera, en los
viñedos. Es una cena con nobles sentados en mesas
circulares. Hablan por encima de la música baja. Huele a
almizcle, pan y especias. Unas antorchas clavadas en el
suelo son las que iluminan el sitio, casi como si se tratara de
una fogata. Hay meseros merodeando las mesas en busca
de una copa para llenar y los invitados se pasean por un
bufé lleno de panes dulces con canela, vino y limonada.
Nada más faltan dos lugares por ocuparse en la mesa
una vez yo tomo el mío. Tengo en frente a los reyes
Wifantere, quienes me miran con cierto recelo, como si
entre mi falda tuviera un arma para atentar contra ellos. Su
gesto ceñudo es incluso divertido, pues parecen un
matrimonio de abuelos malhumorados. Los Denavritz, por
otro lado, son un par muy impar. Stefan ni me determina,
pero Lerentia me reclama con la mirada el que esté aquí.
Estoy segura de que a todos les avisaron de mi presencia,
pues ninguno intenta echarme, así que se muerden la
lengua y padecen con el veneno que despiden. Lo mismo
ocurre con el príncipe Lorian, quien, pese a la sonrisa
agradable que me regala su novia, está más ocupado en
querer dispararme no solo por estar aquí, sino por ser la
invitada de Magnus.
—Querida, estás hermosa —me saluda Atelmoff después
de que me siento a su lado—. Definitivamente, el rojo es el
color de Emily Malhore.
—Confieso que no es mi favorito, pero son el tipo de
cosas en las que uno cede.
—El cartero tocó a la puerta equivocada porque no me
llega el mensaje.
—Tengo novio —le susurro al inclinarme hacia él. Intento
mantener el tono tan bajo como pueda para que el resto de
la mesa no me escuche—. Y tú lo conoces.
No tengo nadie más a quien contárselo y me parece
maravilloso poder compartir mi felicidad. Quiero que lo sepa
otra persona, miles, pero comenzaré con Amoff y Christine.
—Ah, ¿sí? —Levanta una ceja mientras busca la
respuesta en mi mirada—. ¿Es rubio? —pregunta, y asiento
—. Eso no me deja muchas opciones. ¿Es un monarca? —
Vuelvo a asentir. Este juego es divertido.
Finge buscar por la fiesta. Revisa a cada uno de los
invitados, como si de verdad no supiera de quién se trata.
—Tengo dos opciones. Puede ser el príncipe Lorian,
aunque, si se trata de un rey, solo me queda una opción: el
rey Everett.
—Muy gracioso, Atelmoff. Sabes bien de quién hablo.
—¿Y aun así tenías la osadía de decir que no te atraía,
querida? Es una falta de respeto a nuestra amistad. Así que
por él es el vestido rojo. Bueno —deja atrás los susurros—,
luces como una reina y toda soberana tiene su rey. ¿Dónde
dejaste al tuyo?
—Aquí estoy.
La voz de Magnus me sorprende por detrás. ¿Atelmoff
sabía que estaba ahí? ¿Por eso levantó la voz?
Me vuelvo para encontrar que me mira. Le sonrío. No hay
otra cosa que pueda darle más que una sonrisa. ¿Lo está
confirmando para los demás? El cabello lo tiene dividido a la
mitad y hay mechones que caen, enmarcándole la cara. Hoy
porta la corona y un traje de botones dorados que forman
una línea cruzada sobre el pecho, asemejando una banda.
No lleva capa, pero sí tres medallas justo del lado del
corazón. Es algún tipo de traje de gala, al parecer.
—¿Tú eres su rey? —pregunta Claire, atónita, mirándonos
a Magnus y a mí.
—¿Y quién más sino yo? —responde, como si fuera lo
más obvio del mundo.
Toma asiento a mi lado y Francis se hace junto a él.
También viste un traje de gala, aunque sin medallas. Las
capas de ropa lo hacen ver mucho más grande, como si
tuviera una armadura debajo de la chaqueta.
—¿Hay algo que quiera contarnos, majestad? —La
pregunta viene de Lorian.
Todos en la mesa están atentos. Lerentia muestra su
habitual amargura en el rostro y sus padres la secundan,
aunque con cierto interés por lo que dirá el rey Lacrontte.
Atelmoff sonríe detrás de la copa para ocultar el gesto y
Stefan se mantiene inmóvil, callado. Ni siquiera nos mira. Es
como si no hubiera escuchado nada.
—Nada que me interese compartir.
—Es que nos resulta curioso que, en una mesa en donde
solo pueden estar los monarcas, sus novias y consejeros,
esté también la señorita Malhore.
—Es mi invitada. ¿No se me permite?
Entonces no se confirma nada frente a ellos. Ya me había
ilusionado.
Ninguno contesta y al parecer es lo que Magnus quería,
pues les sonríe con un gesto forzado y bastante
condescendiente. Me toma de la mano por debajo de la
mesa y la aprieta suave, como si intentara darme apoyo. El
contacto me eriza la piel y me hace sentir su cómplice.
—Me alegra que se haya firmado la paz —Claire trata de
despejar la neblina de incomodidad—, así en nuestro
matrimonio podrán estar ambos reyes. Lorian y yo
hablamos y nos gustaría que usted, majestad —mira a
Magnus con emoción—, fuera nuestro padrino de bodas.
¿Qué le parece la idea?
—¿Piensa usted casarse alguna vez, majestad? —
pregunta la reina Magda.
—Por supuesto. —Ni siquiera parece emocionado al
responder—. Necesito una familia en el futuro. Quien se
lleve el título de ser mi esposa será privilegiada.
—¿Cuántos hijos desea tener? —La pregunta viene de
Lorian, quien se ha relajado visiblemente desde mi llegada.
Tiene el brazo en el espaldar de la silla de Claire y con la
mano libre sostiene su vino.
—¿A qué se debe este interrogatorio?
Me suelta la mano, brusco. Se ha molestado. ¿Por qué?
Fue una pregunta inofensiva.
—Simple curiosidad. —El príncipe mantiene la calma y
toma un trago mientras lo observa, inocente.
—No te comportes hostil, Magnus —le pide Lerentia con
una dulzura poco propia de ella y que no pasa desapercibida
por su padre, quien la reprende con la mirada—. Todos
queremos saber si deseas tener pequeños tan amargados
como tú.
—Claro que quiero. Necesito herederos —dice con
frialdad, como si hablara de las tartas de durazno que tanto
le gustan—. Necesito a alguien que continúe con mi legado.
—Puedo notar que serás un padre severo —comento, y
entonces sus vibrantes ojos verdes se cruzan con los míos
—. Debes referirte a ellos como hijos y no como herederos.
—Sé que necesitarán una madre dócil y afectuosa.
—¿Cuántos? —pregunto, refiriéndome al número de hijos.
—Tres.
—¿Tantos? —Atelmoff es quien habla, sorprendido—. No
te veo con tantos niños.
—Dos son muy pocos, cuatro son muchos y tres son
perfectos.
Recuerdo haberle escuchado eso antes.
—Apuesto mi vestido a que el primero llevará por
nombre Magnus VII —comento por lógica.
—Lo conservas, entonces, porque así será. También
espero tener una heredera para llamarla igual que mi
madre, Elizabeth, aunque sería Elizabeth III.
—¿Y el tercero?
Sé que no quería un interrogatorio, pero es inevitable.
—Erick II —dice, y sé que en cualquier momento voy a
sufrir un colapso.
Trato de no mostrarme sorprendida para que nadie haga
preguntas, pero la mirada de Stefan cae sobre mí sin
reparos. Entendió o al menos sospecha. Me reprocha con el
ceño fruncido y la mandíbula apretada. Lo sabe y no me
importa.
—¿Sucede algo, Denavritz? —Magnus pregunta con la
única intención de molestarlo. Lo mira con una actitud
airosa porque sabe que lo ha fastidiado y lo disfruta.
—En lo absoluto. —Imposta una calma que no le cree
nadie—. Tengo la mente ocupada en otros asuntos.
—¿Se puede saber cuáles son, querido yerno? —pregunta
su suegra, tan curiosa como siempre, por no decir otra
palabra.
—El viaje de regreso a Mishnock. Lerentia, Atelmoff,
Emily y yo debemos regresar a nuestro reino. Tengo muchos
asuntos pendientes ahora que se firmó la paz. Será una
pena que ya no nos vayamos a ver tan seguido. Supongo
que esta noche es nuestra despedida.
Siento que el mundo se me derrumba. No había pensado
en ello. Si ya no hay diálogos, ya no tendremos que estar
aquí. Ya no habrá más encuentros nocturnos o de ninguna
clase. Nos separaremos. Él volverá a Lacrontte y yo a
Palkareth a vivir una vida encerrada en el palacio.
El ánimo se me diluye. Aprieto el vestido con las manos
mientras nos sirven la comida. Se me arruga el corazón y
hasta juraría que se me ha hecho pequeño. Busco la mirada
de Magnus, pero estoy segura de que a él no se le pasa por
la cabeza lo que a mí me está haciendo desfallecer. Estamos
al aire libre y aun así me siento confinada en una habitación
diminuta. Él se me acerca, quizás nota mi inquietud, y me
pregunta al oído si algo me pasa. Niego con la cabeza.
—Es la comida, no me apetece —invento a falta de una
mejor excusa.
—Tú avísame y le derramaré mi copa. Somos muy
buenos en arruinar cenas.
—Hubiera preferido que nos sirvieran pavo.
Magnus comienza a reírse a carcajadas por mi
comentario. Los hoyuelos aparecen, los ojos le brillan y la
mesa le da su atención, como si nunca hubieran escuchado
su risa.
—Majestad —Lorian es el primero en hablar—, veo que
está particularmente de buen humor. No lo había visto reír
antes.
Así que es en serio.
—Al parecer solo Emily lo provoca.
De nuevo las miradas desaprobatorias de Lorian, Lerentia
y Stefan. Una tensión incómoda recae sobre mí porque, por
alguna razón, nunca le reclaman a él. Las actitudes
molestas suelen centrarse en mí.
—¿Sucede algo? —No me quedo callada y reclamo.
Ninguno contesta, tal como lo imaginaba—. Entonces no
entiendo el mal humor.
No miro a Magnus, pero siento su sonrisa a mi lado. Sé
que le gusta que me defienda y para este punto a mí
también me gusta hacerlo.
El rey Everett se muerde la lengua, pero la ira en su
rostro es evidente. No le agrado y, si no estuviera aquí con
Magnus, ya me habría sacado de la fiesta. Se levanta de la
mesa tan tieso como un bastón y va a dar su discurso. Él es
el más interesado en que se sepa que la paz se firmó, en
que lo vean y lo alaben por ser el rey que pudo mediar entre
dos naciones. Es un pavo real dramático y vanidoso. Va con
el pecho en alto y la sonrisa de un maestro de ceremonias.
Se pone en medio y se dirige al público. Este es su propio
espectáculo. Stefan se pone de pie no mucho después y,
según lo dictaminado, el siguiente debería ser Magnus, pero
él continúa en su asiento sin la más mínima intención de
levantarse.
—¿No crees que deberíamos ir a celebrar que firmamos
la paz? —me dice con una sonrisa medio maliciosa.
—¿Justo ahora? ¿No tienes que dar un discurso?
—Entonces, ¿cuándo? Estoy seguro de que se las
arreglarán sin mí. Yo quiero ir a celebrar con mi novia. ¿Es
pecado?
¿El corazón puede vibrar? Porque es lo que siento en este
momento. Magnus Lacrontte me hace muy, muy feliz y la
vida sabe cuánto deseo que él lo sea también.
—¿Lo consideras apropiado? —Juego a ser difícil.
—¿Todavía eres una mujer de recato? Pensé que ya te
había vuelto perversa.
Lo ha hecho, claro que lo ha hecho, aunque un poco nada
más.
—Te he extrañado, Emily.
—Pero si nos vimos en la madrugada.
—Tal vez no sea suficiente. ¿Nos vamos o te saco en mi
hombro?
—¿A dónde quieres ir? —pregunto, uniéndome a su
juego.
—A cualquier lugar, pero larguémonos de aquí.
Me quedo pensando. ¿A dónde podríamos marcharnos?
¿A dónde podría llevarlo? Un sitio en el que nadie nos
busque. Atípico, alejado, cerrado. Y, entonces, lo tengo.
—Conozco un sitio. Ven conmigo.
37
MAGNUS
Emily está de espaldas a mí, cerrando con pestillo la puerta.
Es como un ciervo que no nota el peligro del arma del
cazador que apunta hacia ella. Confía en mí y yo confío en
ella.
Me trajo a una biblioteca. La misma en la que me reuní
con Wifantere en su momento. Interesante elección. Espero
que los libros amortigüen nuestras voces. Luce hermosa de
rojo, aunque no se lo diré. A decir verdad, luce hermosa en
cualquier color y también con corsés. Me enciende la
manera en la que se le alzan los pechos, apretados contra la
dureza de las varillas. Es malditamente excitante. Ella no lo
sabe, pero podría ponerse uno, pedirme lo más
descabellado que se le pasara por la cabeza y lo cumpliría.
Sin pensar en nada más que su cuerpo en esa prenda, lo
haría.
Se vuelve, emocionada por lo que seguro sabe que
pasará, por el peligro, por el morbo y lo prohibido. Se
muerde el labio y da zancadas largas hasta mí. Inclina el
cuello hacia un lado y me mira, esperando que diga algo y
que empiece con mis órdenes, como suelo hacerlo. Ya se
acostumbró, ya es tan sumisa como siempre quise que
fuera.
—¿Quieres que hablemos? —pregunta ante mi silencio.
Tiene el ceño ligeramente fruncido. Ella no quiere hablar,
pero estará dispuesta a hacerlo si es lo que yo quiero. Ya la
conozco. Las ondas del pelo le caen a un lado, como la vela
de un barco al inclinarse, como las banderas raídas después
de una batalla cuando el viento las mueve. Espera por mi
respuesta.
—No, no quiero hablar. —Reconozco mi voz. Es la de
siempre, la del rey, la del soberano que no acepta
discrepancias más que de la mujer que tiene al frente—.
Hay muchos libros aquí. Me recuerda a la época en la que
leías para mí en Lacrontte. Emily, ¿cuál es tu segundo
nombre?
No sé por qué no se lo había preguntado antes. Es el tipo
de cosas que un novio debe saber de su novia, ¿no?
—Ann. —Me sonríe. Las líneas de los costados de su nariz
y de la comisura de sus labios aparecen. Puedo imaginar lo
marcadas que estarán cuando sea anciana—. Soy Emily Ann
Malhore Lanreb.
¿En serio? Es el segundo nombre más feo que he
escuchado después de Elisenda.
—¿Ann? ¿Emily Ann? —Ella asiente—. Qué peculiar.
—No puedes decir nada cuando tu segundo nombre es
un número.
—Es un número noble. Hace parte de mi linaje. Más bien
que la vida se apiade de la niña que se llame Emily Ann II.
Se ríe y es un sonido suave, juvenil. Es como si nunca la
hubieran dañado. Es pura y bonita.
Me doy la vuelta porque me incomoda. La cabeza me
grita y todo aquello que tengo atado lucha por liberarse.
Paso los dedos por los lomos de cuero desgastado de los
libros, leyendo los títulos sin darles demasiada importancia.
Siento el grabado de las letras doradas, ahora descoloridas
por los años, y la textura de las pieles de quién sabe qué
animal. La historia de Cristeners contada en tomos y tomos
está acá.
—Tras firmar la paz hoy, los diálogos se acaban. Ya no
estaremos aquí. Yo volveré a Lacrontte; y tú, a Mishnock —
digo sin mirarla—. Podré ir a visitarte, pero no será tan
seguido. Me faltarás.
—Y tú a mí.
Eso basta para que me gire hacia ella. Sigue de pie
donde la dejé. Tiene las manos unidas al frente y la tristeza
pegada en el rostro. Ya no hay luz en su mirada, solo dolor.
—Eres muy importante para mí, Magnus.
—Después de mi patria, para mí estás tú. Tendremos que
hacer algo al respecto.
—Haré cualquier cosa.
La pena se le va, dando paso a la esperanza. Aguarda
por una solución que cree un camino que nos una, que
señale una salida para ambos.
—Cuán caprichosa es la vida por unirnos y separarnos,
¿no lo crees? Primero cuando éramos niños y no volvimos a
vernos, después cuando escapaste a Lacrontte y más tarde
cuando Heinrich te llevó de regreso a Mishnock. Ahora es la
paz que tanto has deseado. ¿Y si ataco a tu reino y acabo
con esta decisión? ¿Estarías de acuerdo?
—¿No hay otra opción? —Ni siquiera lo piensa—. Es mi
pueblo, Magnus. Siempre va a dolerme lo que le ocurra.
—¿En qué lugar estoy en tu vida, Emily? ¿Soy el segundo,
el tercero? ¿Cuál soy? ¿Cuál es tu orden?
—Mi familia, mi patria y tú.
Sus ojos cafés son iguales que una turmalina marrón:
brillantes, hermosos, delicados. Me miran como si no
hubiera nada más en este lugar, como si yo fuera lo único
que existe aquí. Se me acelera el corazón. Me gusta que me
vea de esa forma a pesar de no ser el primero en su lista.
—Espero escalar posiciones —confieso.
—No tendrás problema con mi patria. Sin embargo, mi
familia será imposible de superar.
—No si me convierto en ella.
La tomo del cuello y le levanto la cara. Me encanta hacer
eso. Ella me devuelve un poco del poder que he perdido por
su causa. Me inclino, buscándola. Es incómodo; aunque las
sandalias le dan altura, no es suficiente.
Me atrae como las sangre a los tiburones. Quisiera
decirlo de otra forma, encontrar palabras más bonitas, las
que Emily se merece. El problema es que no sé cómo. Esto
es nuevo para mí. Emily, Emily, Emily. Qué difícil me has
vuelto la vida.
La veo cerrar los ojos y entonces la beso con pasión y
rabia. Me enoja pensarla tanto, me enoja necesitarla tanto,
me enoja desearla tanto. Sus besos, por lo general, son
suaves, cuidadosos, y he tenido que acostumbrarme a ellos.
Me gustan ahora. Me gusta todo lo que la incluye.
Me separo y voy hacia su escote, donde el corsé le
resalta los pechos. Es aniquilante. Le beso la piel que la
prenda realza y la lamo como si fuera la última vez, o tal
vez la primera, dejándole una línea húmeda en el cuerpo.
Quiero dejar más que eso. Quiero marcas, por lo que hago
presión con los labios y le chupo la piel hasta enrojecerla.
—Date la vuelta —le ordeno al erguirme, y ella me
obedece sin dudarlo.
Los cordones del corsé serán un reto para mi paciencia.
No tengo la suficiente y quisiera tener una daga para cortar
las tiras. En vez de eso, aquí estoy, enredando los dedos
para aflojarlas.
Emily se mantiene estática, permitiéndome dar este paso
de nuevo. Le bajo las mangas del vestido y este no tarda en
ceder y caer a sus pies, desnudándola.
Me separo para admirarla. Me gusta verla sin ropa, en su
estado natural, sin pudor o vergüenzas. Me gusta dibujar
mentalmente cada una de sus curvas: su cintura, su
espalda, sus caderas. Admiro cada parte de ella: el lunar
que tiene en medio del pecho, las areolas pequeñas y la
manera en que las ondas de su cabello le cubren
parcialmente los senos. Nunca desvestí a nadie con la
mirada, jamás estuve tan impaciente por poseer a una
mujer y nunca necesité a alguien tanto como a ella. Su
cuerpo es mi territorio. Mío y solo mío.
—Eres fascinante, Emily Ann, y eres mía.
La guío hasta el único sillón de la habitación y le pido que
se siente. Me quedo de pie frente a ella para admirarla, para
estudiarla.
—Eres hermoso, Magnus.
—¿Alguien se atrevió a decir lo contrario?
—Eres tan presumido que no sé cómo te soporto.
—Me debes un quinel y quiero que me lo pagues ahora.
—No tengo quinels, lo sabes.
Tomo cada borde de su ropa interior y empiezo a
bajársela por la cadera. Ella se levanta ligeramente para
ayudarme y me guardo la prenda en el bolsillo del pantalón
antes de volver a las órdenes.
—También sabes que esa no es la única manera de
pagarme. Abre las piernas.
Sin dudar lo hace. Me pone frenético cada vez que me da
lo que pido sin detenerse a pensar. Me tomo mi tiempo para
observarla mientras dobla las rodillas y pone los pies sobre
el sillón. Se le enrojecen las mejillas e intenta evadirme la
mirada. Esto aún le cuesta, pero le gusta, pues de otra
forma no lo haría.
Le muestro el anillo que traigo en el dedo índice, ese que
tiene grabado el escudo de mi reino. Se lo acerco a los
labios con cuidado porque quiero ver si es capaz de
honrarlo, de besarlo. Es su pueblo enemigo, por el que ha
sufrido, por el que ahora le pido que se rinda. Quiero que se
rinda ante mí y yo me rendiré ante ella.
—Bésalo, Emily. —La voz me sale más firme que de
costumbre. Soy un rey, después de todo, y estoy
acostumbrado a ver la sumisión de otros. Y ahora quiero la
de ella—. Demuéstrame que me respetas.
—¿Lo harás tú conmigo también? ¿Me demostrarás tu
respeto?
—Si lo haces, podrás irrespetarme tanto como quieras
aquí y ahora. No me negaré a nada de lo que quieras que
haga.
Por
unos
segundos
se
mantiene
paralizada,
desconcertada, intentando entender mis intenciones,
debatiéndose si es capaz. Quizás espera que me explique,
que le dé una razón, pero es solo mi capricho. Al final se
mueve, se inclina hacia adelante y le da un beso al escudo,
honrándonos a mí y a mi nación. Ya la tengo completamente
para mí.
Se vuelve a recostar y ahora bajo la mano a su
entrepierna. Paso la superficie plana de mi anillo de abajo
hacia arriba, demostrándole que también me tiene: lo más
sagrado de mi nación contra su feminidad. La feminidad de
una enemiga. Puede que el pueblo no se haya rendido, pero
su rey lo ha hecho. Se le dilatan las pupilas mientras me
observa. Lo traigo hacia mí y también le doy un beso al
escudo. Ella me sonríe desde abajo, satisfecha. Sé que
todas estas cosas le causan fascinación. Por eso ayer me
puso el anillo en el dedo. Quería verlo y recalcar que era yo
el que estaba ahí, tragándome mis palabras con acciones.
La hago a un lado y me siento en el sillón. La agarro por
las piernas sin decir una palabra y la siento a horcajadas
sobre mí. Ella me obedece. Estoy seguro de que es capaz de
sentir la dureza debajo de mi pantalón. Es lo que ella
provoca, las reacciones que causa. Y es molesto, pues ya
estoy así y Emily ni siquiera me ha tocado. Le paso las
manos por la cintura y la aprieto contra mí. Voy a su
espalda, subo hasta su nunca y la agarro con fuerza para
luego besarla. La jalo del cabello para separarnos. La
escucho jadear porque no soy delicado. Tengo una mezcla
de rabia y necesidad que no me permite estar tranquilo. La
miro a esos ojos cafés llenos de inocencia que siempre
intentan descifrar qué deseo de ella.
—No quiero que se te olvide ni por un segundo, Emily
Malhore, que me perteneces.
—¿Tú me perteneces? —Le cuesta la pregunta. Asiento y
ella sonríe con una maldad que reemplaza cualquier rastro
de vergüenza—. Demuéstramelo.
Su primera orden para mí y se me ocurren un montón de
ideas para obedecerle. Le pongo dos dedos en los labios, el
índice y el medio, y entiende lo que intento hacer. Abre la
boca y los recibe. Los lame sin dejar de mirarme con esos
grandes ojos cafés. Esta mujer va a volverme demente.
Cuelo la mano entre su cuerpo y el mío, llegando justo a
su entrepierna. La toco. Está húmeda, caliente y suave. Me
fascina que me permita hacer lo que quiera con ella. Me
deslizo de arriba abajo, acariciándola, y de inmediato
responde: jadea sin reparos. Esto le gusta; fue evidente en
el baño de su habitación. Fui testigo de cómo reaccionaba a
mi toque. Hoy pienso hacer lo mismo hasta llevarla al final.
Emily echa la cabeza hacia atrás mientras yo continúo
moviéndome. Me deja los pechos cerca de la boca y no
dudo en embestirlos. No soy delicado. Los tomo con ansias,
con desesperación. Le muerdo los pezones y reclamo sus
senos con los labios.
Emily me agarra del cabello mientras mueve las caderas
en torno a mis dedos, buscando su placer. Me desabrocha la
camisa con impaciencia. Quiere sentir mi piel igual que yo
siento la suya. Me pone las manos en los hombros y las
desliza hasta el inicio de mi espalda. Me besa el cuello y la
parte detrás de las orejas, excitándome todavía más. El
autocontrol que me toma seguir en mi posición y no
detenerme para desabrocharme el pantalón es inmenso.
Incluso tormentoso. Emily me gime al oído y juro que una
corriente me recorre la espina dorsal. Se me ponen rígidos
los músculos y aprieto los dientes. Estoy a punto de hacerla
a un lado y clavarle la boca en la entrepierna mientras me
deshago de mi ropa y me toco.
La obligo a mirarme. Necesito separar su boca de mí o
esto tomará otro rumbo.
—Me encanta cuando pones esa cara de inocente —la
voz me sale rasgada—, como si fueras una puritana que
apenas se desinhibe, cuando ambos sabemos que ese papel
lo dejaste a un lado hace tiempo.
—¿Por qué te gusta recordarme tanto eso?
—Porque me encanta recordarme que solo lo haces
conmigo.
Luce hermosa. Las ondas castañas del cabello le caen a
cada lado de la cara, el diamante rojo le brilla en el cuello y
veo la marca agreste de la presión de mis labios sobre sus
senos. La agarro de la muñeca y hago que toque el
medallón que cuelga de mi cuello. Ella sabe lo que deseo
que haga. Jala la cadena y me acerca a ella. Quiere un beso
y se lo doy. Nunca tengo lo suficiente de ella, sino que
quiero más y más. Es escalofriante. Jamás me había sentido
de esta forma. Es avasallador. Siento su humedad entre los
dedos, en los anillos. Voy más rápido, más firme, más
contundente. Lo hago en círculos y en línea recta. Me clava
las uñas en la espalda y pierdo el raciocinio. Me gusta que
se imponga, que sea tosca, que me lastime. Amo cuando
me jala el cabello, cuando me acerca de la cadena del
cuello y cuando me muerde la boca.
—Te juro, Emily, que un día estaremos en un lugar igual a
este, en un sillón parecido a este y te tendré de nuevo a
horcajadas sobre mí. La única diferencia es que estaré
dentro de ti, ¿entendiste?
—Entendí.
Le cuesta contestar. Su voz entrecortada es fina y se
mezcla con gemidos que me dificultan entenderle.
—Responde como sabes que me gusta.
—Sí, entendí, Magnus.
Está agitada, así que me concentro en el punto más
sensible de su cuerpo. Está hinchado, y lo acaricio con la
yema de los dedos. Emily tiembla, se queja y me jala la
cadena, inquieta. Está en la orilla, justo al final, así que
hago presión mientras le beso los pechos. No tarda
demasiado en caer, como si se lanzara sin miedo por un
abismo. Puedo sentir cómo se incrementa la humedad,
cubriéndome la mano. Se le eriza la piel y gime alto mi
nombre una, dos y tres veces. Tiembla y debo pasarle el
brazo por la cintura para sostenerla. Arquea la espalda y se
apoya en mis hombros, recorriendo el inicio y el final de su
orgasmo. Es una imagen hermosa que quiero ver por el
resto de mi vida.
No le doy tiempo de reponerse, sino que la llevo a un
lado del sillón y le pido que se mantenga de rodillas y se
incline hacia adelante, dándome la espalda. Me obedece.
Deja las caderas arriba mientras se pone de cara contra el
mueble. Es una vista enloquecedora.
—¿Qué vas a hacer?
Respondo con una palmada. Es inevitable. Tengo su
cuerpo a mi merced. Quiero un poco de ella y lo obtendré.
No es lo más solidario, pero no me importa. Desciendo
hasta sus muslos y los mordisqueo. La escucho chillar, lo
cual me enciende mucho más, así que no pierdo tiempo.
Voy directo a su feminidad, le separo los labios y la pruebo.
Escucho sus quejidos. Se remueve, inquieta, intentando
tocarme, pero no me alcanza. Hundo los dedos en sus
piernas mientras muevo la lengua en su centro, tomando lo
que ruego por tener. Es como si una vez que empezara no
pudiera parar. Me vuelve frenético y me eriza la piel de la
nuca y de la espalda. Lamo, chupo y bebo, hambriento y
necesitado. No la haré terminar, pues solo busco lo mío:
consumir hasta impregnarme de su sabor. Una vez lo
consigo, la obligo a levantarse.
—¿Qué se supone que fue eso? —pregunta mientras se
peina el cabello con los dedos.
—Quería tu sabor en mi boca. Y ya lo tengo. ¿Ves el bar
que hay en el alféizar de la ventana? —Señalo hacia el
fondo de la biblioteca y ella asiente con las mejillas
enrojecidas por la posición en la que la tenía—. Tengo sed.
Sírveme un trago, por favor.
No duda en caminar hasta allá y yo aprovecho para
admirar la forma en que sus caderas se mueven mientras lo
hace. Es excitante. Sirve algo que ni siquiera sé que es y
tampoco me interesa. Se devuelve pronto y me lo entrega.
Lo bebo sin quitarle la mirada de encima. Nunca es
suficiente.
—Siéntate.
Señalo el piso a mis pies en tanto la ginebra me borra su
sabor. Ni siquiera sé por qué le pedí que hiciera eso, pero
quiero verla ahí abajo.
Se me acomoda entre las piernas y recuesta la cabeza a
un lado de mi erección. Una gran imagen, si me lo
preguntan. Le ofrezco un poco de alcohol, aunque sé que no
va a gustarle. Ella abre la boca y, sin negarse, recibe lo que
le doy. Arruga la nariz y tose. Era obvio que le iba a
disgustar, pero le ofrezco más simplemente para
asegurarme de que lo aceptará. Lo hace. Sin embargo, esta
vez, en lugar de darle ginebra, bajo y le doy un beso. Emily
es perfecta para mí. Me desata y me une, me quiebra y me
arregla, me pone en lo alto y está claro que podría también
ponerme en lo más bajo. Eso es peligroso.
—Magnus. —Me mira cuando nos separamos. Tiene los
ojos más expresivos que jamás he visto. Soy capaz de leer
sus emociones así no me las confiese. Va a pedirme algo—.
Quiero hacer algo por ti. Déjame hacer algo por ti.
Me esperaba cualquier cosa menos eso. ¿Por eso estaba
tan silenciosa? Soy un mentiroso, uno de los más grandes,
pero con esto no puedo mentir. Claro que me encantaría
que me tocara, que hiciera conmigo lo que se le antojara,
solo no quiero que luego se arrepienta.
—¿Estás segura? —Espero que no se me escuche la
emoción en la voz.
—Muy segura.
Sí hay algo que quiero que haga y con lo que he
fantaseado, algo que me muero por verla hacer. Sé que
debo ser yo el que la guíe porque no ha ido tan lejos antes.
Es inexperta y no quiero que se sienta torpe. No quiero que
nada la avergüence y que se desanime a seguir
experimentando. Tengo que ser cuidadoso con lo que digo y
hago. Esa será la parte más difícil.
—De acuerdo. Desabróchame el pantalón.
Ni siquiera lo medita. Abre el broche, baja la cremallera y
se deshace de toda prenda que la separa de mi
masculinidad. Toma mi erección con las manos y levanta su
mirada hacia mí. Veo el deseo, la expectación y los nervios
en sus ojos. Quiero grabarme esta escena para toda la vida.
Ella me sonríe y se sonroja. Me cuesta concentrarme. Es
hermosa.
Le doy un par de indicaciones para iniciar y verla
obedecer me pone frenético. Se acerca despacio y abre la
boca. Va a la punta, tal como se lo pedí, y lame lento. Pasa
la lengua por los lados y por arriba. Obedece cada una de
mis instrucciones sin discrepar. Mueve la mano alrededor y
entonces sigue la tercera indicación: se lo pone en la boca.
Un poco al principio y luego mucho más.
—Mírame —le ordeno, sobrellevado por lo que hacemos.
Sus ojos cafés me observan desde abajo sin detenerse.
Es una mezcla de inexperiencia y ganas. Soy incapaz de
dejar de mirarla y respiro con mayor dificultad con cada
segundo que pasa. Le recojo el cabello en un puño y guío
sus movimientos. Ella me permite llevarla a donde quiero,
someterla, controlarla. Cada vez busca más, un centímetro
más, un minuto más. Tengo el cuerpo tenso y la mente
nublada. Me tiene en sus manos y no lo nota.
Me cubre la masculinidad con los labios y me estimula
con la mano. Lo hace lento para no equivocarse. No imagino
lo que se le está pasando por la mente en este momento y
ella no imagina lo que hay en la mía. Es preciosa, sugestiva.
Me inclino hacia adelante y la sostengo de la cabeza para
ser yo quien se mueva ahora. Empujo con las caderas hacia
adelante, hacia su boca. Trato de ser delicado y de no
dejarme llevar por la sangre caliente que tengo en las
venas, por la desesperación, por el éxtasis. No quiero
lastimarla. Emily me permite hacerlo. Escucho su
respiración trabajosa, los sonidos que se le escapan de los
labios, mis gemidos y los latidos veloces de mi corazón.
Deseo mirarla, seguir viendo cómo sube y baja los labios,
pero me resulta imposible. Las sensaciones me atropellan.
Es paralizante, gratificante, explosivo. La suelto tras un rato,
permitiéndole que sea ella quien continúe. Es dedicada y
noto que quiere hacerme sentir lo que yo le hago sentir. Lo
disfruta, me disfruta. ¿Quién diría que la plebeya nerviosa
que conocí en la sala del trono de Lacrontte terminaría
dándome la mejor experiencia de mi vida?
Sigue sin detenerse por un buen rato, quedándose con
mis jadeos, mis ansias y mi locura hasta el instante en que
todo va a terminar y siento que la adrenalina me recorre por
completo. La separo porque no creo que esté preparada
para eso. Mi Emily se mantiene arrodillada, atenta a lo que
haré a continuación. Tomo mi erección y muevo las manos
por su extensión. Necesito la liberación. Voy rápido,
desenfrenado. Ella atestigua aquello con las pupilas
dilatadas, acalorada por lo que ve. Se relame los labios
curiosa, lasciva y perversa. Sabe lo que hace y lo que esos
gestos causan en mí. Y entonces me dejo llevar, la acerco y
acabo sobre sus pechos. Me veo caer por sus areolas, por la
línea que le divide los senos y por el diamante rojo. Es toda
mía. Desde el más fino de sus cabellos hasta el más
pequeño lunar de su cuerpo.
—¿Lo hice bien? —pregunta con una sonrisa cuando
termino.
—¿Tú qué crees? —No puedo ocultar la satisfacción.
Le riego en los senos el alcohol que aún quedaba y con
una mano borro la prueba de lo que acabamos de hacer.
Tendrá que darse un buen baño ahora. Puedo incluso
dárselo yo, si lo quiere. Me siento relajado, aunque
sometido. Emily sabe cómo disipar mi neblina e iluminarme
el camino. Sabe cómo tentarme y recompensarme cuando
caigo en su tentación. Sabe cómo apagar mis incendios y
prender los suyos. Es de las mejores cosas que me han
pasado.
—¿Recuerdas cuando una vez me pediste que te ayudara
a escapar?
—Por supuesto que lo recuerdo.
—Quiero ayudarte. Haré hasta lo imposible para que
Denavritz no se marche pronto y encontraré el momento
apropiado para llevar a cabo la huida. ¿De acuerdo?
Se le ilumina el rostro, emocionada por ser libre y por
volver a una vida normal lejos del dolor del encierro. Me
llena hacerla feliz y me vacía hacerla sufrir. Emily es una
gran parte de mi mundo ahora, una de las piezas
principales.
—Gracias, Magnus. Millones de gracias. —Se abalanza
sobre mí y me rodea el cuello en un abrazo. Se siente
caliente y menuda entre mis brazos—. ¿Qué tengo que
hacer para ayudar?
—Esperar. Es lo único que puedes hacer ahora.
Yo también esperaré. Esperaré hasta el día en que me
des una oportunidad.
38
EMILY
Llegó el momento.
No existe día más feliz en mi vida que este. Seré libre,
por fin.
El corazón me baila, si es que eso es posible. Estoy muy
nerviosa, tanto que las manos me tiemblan. He tenido que
recogerme el cabello tres veces, pues la coleta me quedaba
mal peinada. Le he contado a Christine que hoy me
marcharé y ella está igual de emocionada. La veo sonreír a
través del espejo del tocador. Está detrás de mí, en la cama,
enrollando los listones de mis vestidos.
—Puedes quedarte con los vestidos que quieras —le digo
mientras me peino una cuarta vez—. Espero volver a verlas,
a ti y a Leslie algún día.
—¿Ya sabe dónde vivirá? —pregunta en voz baja.
—Supongo que en Lacrontte, aunque no estoy segura.
Trabajaré mucho para comprar una casa y traer a mis
padres conmigo.
—¿No vivirá en el palacio con el rey Lacrontte? Es su
novio.
—Pero eso no significa que me mudaré con él. —Me doy
la vuelta en mi banquillo—. ¿Qué tal? No quedó tan chueco
esta vez, ¿no crees?
Ella asiente con una sonrisa que extrañaré. También
echaré de menos a Atelmoff e incluso a Claire.
El plan para esta noche es sencillo y se hará a la hora de
siempre. Nuestra hora: medianoche. Un guardia vendrá por
mí y me llevará al ala sur del palacio. Allá estará
esperándome un carruaje que me sacará del palacio. No
puedo ocultar que me remueve un tanto la conciencia saber
que los guardias de mi puerta tendrán problemas en mi
ausencia, pues ellos creerán que regresaré para el alba. No
tendrán excusa, no tendrán perdón. No dejo de pensar en la
frase que una vez me dijo el rey Lacrontte: sacrifica a otros
para salvarte a ti misma.
****
Las campanadas del reloj ya sonaron, anunciando la
medianoche. El carruaje se mueve hacia la salida y es un
guardia lacrontter quien se asoma por la ventana para
pedirles a los cristenses que abran las puertas de salida. Por
un instante todo es silencio. Lo único que escucho es mi
respiración agitada. Es una calma angustiante. No llegan a
ser minutos y aun así se sienten eternos. En la cabeza se
me instalan muchos escenarios desastrosos, pero se borran
cuando escucho que destraban los pestillos.
Ruego en silencio, igual que una pequeña asustada, para
que el carruaje se ponga en marcha, para que no lo revisen
y no hagan preguntas. Y siento mi alma elevarse cuando las
ruedas empiezan a crujir en el pasto. Nos movemos. Las
calles se me hacen largas a medida que avanzamos. Vuelvo
al asiento y juego con las manos. Los nervios me tienen
presa, me cierran el estómago y me hacen tiritar. Ya quiero
poner un pie afuera y caminar con libertad. Ya quiero salir
de Cristeners y resguardarme en un lugar de donde no
puedan sacarme. Ya quiero reunirme con los míos y olvidar
el pasado. Ya quiero soltar mis cadenas.
—Hemos llegado, señorita. —El paje me abre la puerta—.
El rey la está esperando en el carruaje que tenemos al lado.
Me asomo por la ventana, nerviosa. En efecto, hay otro
carruaje mucho más grande, blanco, con cromados dorados
y un banderín con el escudo de Cristeners en el techo. No
pierdo el tiempo y salgo hacia allá. Otro paje me ayuda a
subir y cierra la puerta.
—Emilia. —La voz de Magnus me recibe.
Tiene el cabello mojado y peinado hacia atrás. ¿Viene de
darse una ducha? Luce fresco con una camisa y un chaleco
negros. Hoy no hay chaqueta ni capa ni corona. Es una
versión sencilla de él, si es que eso es posible.
Me lanzo a su cuello y lo abrazo, demasiado emocionada
como para cohibirme. Quiero que note cuán feliz y
agradecida estoy por su ayuda. Me toma de la cintura, me
sienta en sus piernas y me estrecha fuerte entre sus brazos.
Por lo que parece un minuto, no dice una palabra. Solo se
escuchan nuestras respiraciones y el roce de su mano
contra la tela de mi vestido a medida que me acaricia la
espalda. Es como si de repente el mundo hubiera
desaparecido. Ni siquiera estamos en un carruaje. Solo
estamos existiendo, quién sabe dónde, los dos juntos.
—En ocasiones eres tan distinto de como te muestras
con el resto de las personas —susurro con la cara metida en
su pecho.
—Tú me haces débil, Malhore, y no tienes idea de cuánto
odio eso. Puedo entender la fascinación de Denavritz
contigo, pero aun no entiendo la mía.
Levanto la cabeza y lo miro a los ojos. No sé por qué no
me había dado cuenta antes, quizás por el frenesí de la
huida, pero luce cansado. Parece que no ha dormido en toda
la noche. ¿Ha estado pensativo con respecto a esto?
—Explícate.
—Eres tan diferente a mí y a todo lo que conozco que
básicamente no tendrías por qué gustarme.
—¿Te gusto aun cuando tengo todo lo que odias en una
mujer?
—Incluso Francis no comprende cómo es que esto ha
sucedido.
—¿Hablas de mí con Francis?
—Últimamente lo único que hago es hablar de ti, Emily
Malhore.
Aquello me abraza el corazón. Me hace sonreír y él me
devuelve el gesto. Me siento como bajando una colina
empinada, llena de adrenalina. Magnus ni siquiera imagina
lo que sus ocurrencias le provocan a mi alma. Pero al
parecer mi reacción fue demasiado para él, pues de repente
le cambia el gesto y la severidad se posa sobre su rostro,
borrando cualquier rastro de los hoyuelos que hace poco
estaban presentes.
—¿Algo va mal?
Me preocupo. Espero no haberlo arruinado. En primer
lugar, ¿por qué tendría que arruinarlo? Estas son las cosas
que no entiendo de él. No me gusta que me haga sentir
culpable por sus cambios de humor.
—Emily, ¿tú me perdonarías cualquier cosa?
Niego con la cabeza. Hay cosas para mí que son
imperdonables, como la infidelidad o la violencia.
—¿Por qué me haces esa pregunta?
—Porque no soy una buena persona.
—Sí lo eres. Yo te conozco.
—Te voy a contar algo. —Me hace a un lado con
delicadeza. No entiendo qué sucede—. Cuando mis padres
murieron, mi mundo se acabó con ellos. Era un niño y ellos
lo eran todo para mí. Lo siguen siendo. Eso nunca va a
cambiar.
Veo en sus ojos la añoranza de una familia y se me
rompe el corazón. Fue un pequeño al que obligaron a crecer
para convertirse en rey. Sin afectos, sin alternativa. No fue
justo. Magnus desvía la mirada hacia el frente. Se le
endurece el cuerpo y veo cómo empieza a levantar los
muros.
—Yo no intento competir con el amor que les tienes a tus
padres, si eso es lo que crees.
Tengo un sabor amargo en la boca. Esto no me da un
buen presentimiento.
—¿Estoy en tu corazón, Emily?
Asiento, despacio. Lo está, por supuesto que lo está. Lo
dejé entrar y le reservé un gran espacio. Cierra los ojos y
suspira, como si se preparara para dar un discurso que no
se ha aprendido bien.
—Una vez Denavritz se me acercó y me propuso algo.
—¿Stefan?
¿Por qué lo menciona ahora?
—Me propuso romperte el corazón. Si lo hacía, me daría
información que me ayudaría a encontrar a Silas.
Las tormentas que tengo en la cabeza relampaguean. Me
siento de nuevo en esa playa en la que Stefan me rompió el
corazón. Esto no puede ser igual; él no puede ser igual.
—¿De qué hablas? —Tengo la voz apagada, rasgada.
Estoy demasiado asustada como para ocultarlo.
—Para romperte el corazón necesitaba entrar en él. ¿Lo
logré?
El pecho se me hunde, me tiemblan las manos, siento la
boca seca y en el estómago solo noto el miedo que me
genera lo que saldrá de sus labios. ¿Qué me trata de decir?
—¿Lo logré, Emily? —vuelve a preguntar.
Asiento, perdida, rogando en silencio que ninguno de los
terribles escenarios que me imagino se haga realidad.
—Entonces esto se acabó. Sal del carruaje.
Me quedo inmóvil en mi asiento. Tiene que ser una
broma. Río, nerviosa, esperando que él lo haga también,
pero su gesto pétreo no cambia. Aprieto las manos, no con
rabia, sino en busca de fuerzas. No se puede estar
repitiendo la historia. No pude haber sido tan estúpida como
para volver a creer en alguien igual. Me pican los ojos, me
arde la garganta y juro por mis padres que me siento rota y
pequeña.
—No entiendo qué sucede. ¿Por qué me dices estas
cosas?
—Porque se acabó. Tengo planes, Emily, y en ninguno de
ellos estás tú.
Despierto del sueño y caigo en la fosa con diez leones
que esperan para devorarme.
¿De nuevo, Emily? ¿De nuevo estamos aquí? ¿Somos tan
estúpidas como para volver a caer?
—Tú me dijiste que yo era suficiente para ti. Te mostré
mis inseguridades.
Mantengo la calma porque me niego a creerle. Todos
estos días y semanas, él ha sido tal cual es. No puede venir
a decirme que fue una actuación. Hemos tenido auténticas
discusiones. No se vendió como el hombre perfecto para
engañarme, para que cayera en su juego. Esto es ridículo,
es imposible.
—No te equivoques, Emily. Me gustas, pero nada ni nadie
es más importante que mi venganza.
Las lágrimas comienzan a fluir debido a la impotencia
que esto me causa. Me cuesta respirar; es como si me
hubieran enterrado mil metros bajo tierra.
—¿Y lo que pasó? ¿Lo de la biblioteca, lo que ocurrió en
el baño de mi habitación, lo que nos dijimos?
—Fue bueno mientras duró, pero todo llega a su fin, ¿lo
recuerdas?
Se refiere a eso que me dijo en el puente. ¿Todo este
tiempo me estuvo advirtiendo? ¿Esas eran sus señales? ¿Así
de sencillo? Me usó. Cada palabra que dijo era mentira.
Cada declaración, cada muestra de cariño, todo era fingido.
¿Cómo no lo vi? ¿Cómo le creí?
—De acuerdo. Entonces me iré.
Recojo los pedazos de mi dignidad herida y me levanto.
Caminaré hasta la frontera si es necesario. No me importa ir
sola. Ya lo hice una vez en el bosque Ewan. Soy fuerte y
puedo hacerlo de nuevo.
—No me estás entendiendo. Te llevaré de vuelta con
Denavritz. Irás al palacio.
—No. —Un jadeo de espanto llena el carruaje y suena
igual al viento de la madrugada—. No me hagas regresar. Tú
más que nadie sabes lo infeliz que soy allá. Estoy
secuestrada. No le ayudes a mi carcelero, por favor.
—¿Y qué pensabas? ¿Que iba a ser así de fácil? —Su voz
no tambalea. No se escucha arrepentido, adolorido o
apenado por hacerme esto. Soy una idiota.
—No. No me hagas esto —insisto, ahogada. Me siento
como bajo el agua y con unas cadenas en los pies que me
mantienen en el fondo—. Te juro que no me volverás a ver.
Me mudaré al lugar más lejano. Jamás sabrás de mí.
Haremos como si esto nunca hubiera pasado, lo juro. No
volveré a mencionarte. —Las palabras me salen
atropelladas, enredadas. Prefiero esto a volver con Stefan—.
Fingiremos que nunca nos conocimos, pero no me lleves de
regreso. Te lo suplico. Te daré lo que sea.
—Ya yo lo tengo todo, ¿lo olvidas? No existe forma de
que me convenzas. Él tiene que ver que te rompí el corazón
o no obtendré lo que busco.
—¡Eres un maldito! —El grito me rasga la garganta—. Me
das asco. ¿Cómo te atreves a hacerme algo así? Yo confié en
ti. Por favor, Magnus, te lo ruego. No me abandones ahora.
No lo hagas. Te necesito, por favor.
No le importa mi desesperación por no regresar al
palacio. Todo se trata de él y de su egoísmo. Ni siquiera es
capaz de sostenerme la mirada, pues tiene los ojos puestos
al frente mientras se acomoda las mangas de la camisa.
Respira con naturalidad a pesar de que me ve intentar con
todas mis fuerzas escapar de mi encierro. La rabia y la
frustración orbitan a mi alrededor y él se mantiene
tranquilo, como si no acabara de clavarme la más filosa de
las dagas.
—¡Eres una escoria! —grito con furia en el momento en
que la puerta se abre y un guardia intenta sacarme del
carruaje—. Te burlaste de mí, jugaste conmigo. Yo fui sincera
en todo momento. Me hiciste creer en ti para luego
desecharme. ¿Por qué? Dime, ¿por qué? Respóndeme,
Magnus Lacrontte, ¿por qué me haces esto? Tú sabes cuánto
me ha costado superar lo que Stefan me hizo y ahora me
haces lo mismo. Eres igual a él.
Justo en ese momento me mira. ¿Le dolió lo que dije? Me
tiene sin cuidado.
—Algún día espero que puedas entenderme —dice con
un tinte de aflicción que no le creo.
—Esto sí fue un error —espeto, recordando la ocasión en
mi habitación en la que se lo pregunté—. Jamás voy a
perdonarte esto. ¿Escuchaste? Te dejé tocarme y no
imaginas cuánto me arrepiento.
Veo que se le ensombrece la mirada. ¿Seguirá jugando?
¿Pretende hacerme creer que esto le duele? Es un
mentiroso.
Intenta decirme algo y no lo consigue. Abre y cierra la
boca sin articular palabra alguna. Se remueve en su asiento,
como si lo estuviera quemando. Baja la cabeza y dirige la
atención a sus pies. Es el cobarde más grande de todos. Los
guardias me bajan del carruaje mientras las lágrimas me
empañan la visión. No opongo resistencia, pues no servirá
de nada. ¿Cómo es capaz de hacerme esto? ¿Qué hice yo
para merecer algo así? Necesito que alguien me lo diga. Ya
estoy cansada de sufrir. Quisiera arrancarme los
sentimientos y no dejar entrar a nadie más. Quiero armar
mis propias murallas y que sean impenetrables. Si solo
entrego amor, ¿por qué siempre recibo dolor? Estoy
exhausta. Yo no soy tan fuerte. Yo solo buscaba a alguien
que me quisiera. ¿Estoy pidiendo demasiado?
Siento que llevo los pedazos de mi corazón roto en las
manos, como cuando era una niña y quería llevar agua
entre las palmas y en el camino se me filtraba por los
dedos. No tengo nada.
Juro que Magnus va a pagarme esto. Lo juro por mi
familia. Se arrastrará, se doblegará como ningún rey lo ha
hecho antes. Me lo juro a mí misma.
****
El viaje hasta el palacio es largo y silencioso. Me permito
llorar porque me lo merezco. No pienso reprimirme nada, no
por ahora. Me recuesto en una esquina del carruaje y dejo
salir todo mi dolor.
Di un paso con él, me atreví y ¿qué gané? Nada. ¿Era eso
todo lo que buscaba? Pues se lo di sin reservas y, aunque se
lo haya gritado, no me arrepiento. Me sentí muy viva en sus
brazos y ahora él mismo me asesinó. Lo que daría por tener
a mi madre aquí y pedirle que me dijera que esto no está
pasando, que en la mañana se arreglará, que es una
confusión. Porque es lo único que deseo: que este carruaje
frene y Magnus me diga que se arrepiente, que me pida que
lo perdone, que se ha equivocado… y juro que yo lo
perdonaría. Claro que lo haría. Lo abrazaría y lo haría
prometerme que nunca volverá a decir nada similar, que
nunca me traicionará, que sí le importo de verdad, que soy
alguien en su vida. Pero sé que eso no va a pasar. Soy solo
algo que desechó, algo con lo que nada más se divertía. Y si
regresa, seré yo quien lo deseche a él, quien lo obligue a
esforzarse por tener unos minutos conmigo, tal como debía
hacerlo yo en Lacrontte para hablar con él.
El paje abre la puerta y los guardias me ayudan a salir. Ya
hemos llegado. Ni siquiera sé cómo camino, cómo puedo
dar un paso tras otro cuando las piernas me flaquean,
cuando tengo la vista borrosa, cuando lo que quiero es
tirarme al suelo y seguir llorando. Stefan se encuentra en la
entrada, de pie junto a sus guardias. Luce igual a ellos,
aunque no debería: él no es alguien que protege, sino
alguien que lastima. Él es un asesino; él también me mató.
—Aquí la tienes, Denavritz. —Oigo la voz de Magnus
detrás de mí. No se oye feliz, aunque tampoco arrepentido.
Stefan no es capaz de mirarme. Es otro cobarde. Todos
los monarcas lo son. Desde Aldous hasta Silas y Stefan. Y
ahora Magnus.
—Gracias —responde, y la repulsión que me causa
amenaza con hacerme vomitar.
—¿Gracias? ¿Eso dirás? —respondo—. Soy un ser
humano, no una cesta con frutas que te están obsequiando.
¿Gracias? —repito con los dientes apretados. Tengo tanta ira
que me duele la cabeza—. Ustedes son tan miserables que
les juro que jamás serán felices. Los repudio. Se merecen el
peor dolor, algo mucho peor de lo que me han hecho.
—Entra al palacio, Emily —me ordena como si tuviera el
derecho de hacerlo.
No le obedeceré. No le obedeceré a nadie por el resto de
mi vida. ¿De qué me ha servido hacerlo? Soy un objeto y
nada más para ellos.
—¿Por qué me hacen esto? ¿Qué les hice yo?
—El amor, Emily, o al menos la idea de él. ¿Acaso no lo
ves? —habla Magnus. Hasta ayer escucharlo era de las
cosas más maravillosas. Hoy, en cambio, es devastador.
Daría lo que fuera por quitarme esa necesidad de oírlo, de
querer estar con él, de desear que sea mío—. El amor
destruye tanto como la guerra.
—¿Amor? No creo que ninguno de ustedes conozca el
significado de esa palabra.
Se queda en silencio. Busca comprensión en mis ojos,
pero no la obtendrá. Me llevo las manos a la nuca y me
desabrocho la cadena del cuello. No quiero cargar con nada
que me lo recuerde. Colérica, me la arranco y se la lanzo a
los pies. Los quiero lejos a él y a su estúpido colgante con
un diamante rojo.
—Jamás te atrevas a mirarme de nuevo, Magnus
Lacrontte; no eres digno.
No espero respuesta y él no me la da. Me doy la vuelta
con la imagen grabada en la cabeza de lo último que vi en
él: arrepentimiento. Hombros caídos, mirada avergonzada,
actitud vacilante. Es como si quisiera abalanzarse sobre mí
e impedir que entre al palacio. Nada de lo que haga a partir
de ahora enmendará lo que hizo. Él me advirtió que así era
su mundo: sucio y malo. Pues entonces no merece estar en
el mío. No lo dejaré entrar de nuevo. Lo quiero fuera y lejos
de mi vida para siempre.
Voy directamente por Atelmoff. Sé cuál es su habitación,
así que subo corriendo por las escaleras, tropezándome con
el vestido, con los escalones y con los pies. No me puedo
mantener erguida, pues es como si estuviera sobre una
cuerda en movimiento. Llamo a su puerta, desesperada, y
cuando aparece bajo el marco me lanzo a sus brazos, igual
que una pequeña que necesita la protección de sus padres.
—Atelmoff, me usaron. Magnus me usó —confieso contra
su pecho.
Desconozco si lo sabe o si estoy siendo una idiota al
venir por apoyo.
—¿A qué te refieres, querida?
Dormía y lo he despertado.
—Se burlaron de mí. Ambos. Stefan y Magnus hicieron un
plan para usarme. Los detesto, Atelmoff. Ambos me dan
asco.
—No es así. Te juro que no es así. —La voz que viene del
pasillo es la de mi carcelero. Ni siquiera me vuelvo. No lo
merece. ¿A qué ha venido? ¿A comprobar si tengo el
corazón roto?
Yo lo único que quería era abrir una floristería, estar con
mis padres y vivir tranquila en alguna casa de Palkareth. Yo
no quería esto. No quería tener nada que ver con la
monarquía. Yo no lo busqué y solo vino a mí para dañarme.
—¡Vete! —grito tan fuerte que me duelen los oídos—.
Vete de aquí. Prefiero morir antes que verte la cara.
Caigo de rodillas al suelo y Atelmoff me sigue. Me abraza
y me rodea para que no desfallezca. Ojalá pudiera
desaparecer, retroceder el tiempo y jamás haberme
escapado con Rose. Ojalá hubiera seguido las reglas de mi
casa esa noche. Ojalá nunca lo hubiera conocido. Me habría
ahorrado muchas cosas. Habría evitado que mi camino se
cruzara con el de Magnus.
Atelmoff le pide también que se retire. No obstante, no lo
escucho moverse. Sé que está ahí, estático, igual que un
árbol congelado.
¿Cómo pude fijarme en ellos? ¿Cómo pude creer que
eran buenas personas? ¿Qué estúpida bondad vi en
Magnus? No tiene nada, solo avaricia y maldad.
Oigo pasos y le ruego al cielo que no se trate del maldito
rey Lacrontte. ¿Cómo puede una persona manipular a otra
como él lo hizo? Fui un objetivo fácil. Siempre lo he sido
porque creo en las personas, buscándoles el lado bueno. Me
lo merezco por estúpida.
—¿Qué está pasando aquí? —La voz que se une es la de
Lerentia. Jamás estuve tan agradecida de que fuera ella la
que apareciera.
Me pierdo entre las conversaciones. Mi cabeza grita más
fuerte que todos ellos. Me tapo los oídos para no escuchar.
Solo quiero a mis padres. Quiero a mamá, quiero a mi
madre.
—Eres un maldito idiota. —Lerentia se alza fuerte, muy
por encima de la tormenta que es mi cabeza—. ¿En qué
sandeces estabas pensando, Stefan?
—No finjas que ahora te agrada.
—No, pero no le haría una cosa semejante a nadie.
Siento cómo alguien me jala del brazo, me separa de
Atelmoff y expone mis lágrimas. Imagino cómo debo verme:
acabada,
humillada
e
insignificante.
Es
Lerentia,
nuevamente ella.
—Te falta tenacidad, niña —me reclama. Está enojada—.
¿Qué quieres hacer?
Morir, pero eso les daría la victoria. No cambiaría nada
para ellos, excepto la vida de mi familia. A ellos sí les
importo.
—Irme a casa. —La voz me tiembla entre jadeos, como si
tuviera frío.
—Entonces haz tu equipaje. Te irás.
—No tienes voz en este asunto. No te inmiscuyas,
Lerentia.
Stefan le reclama, pero irónicamente ella, entre todas las
personas, pelea por mí. ¿Debería agradecérselo? Ahora no
tengo fuerzas para hacer otra cosa más que llorar.
—Soy la reina, Stefan, que no se te olvide. Tengo poder
de decisión y si digo que se va, se va. Tú a mí no me
mandas. Esta mujer se va de aquí al amanecer y punto.
Me enviarán con guardias. Mi encierro no ha acabado.
Estaré vigilada mientras estoy con mi familia, pero no me
importa. Lo único que quiero es largarme de aquí, fingir que
esto no ha pasado y que mi vida es igual que antes de
cruzarme con la monarquía. Daría todo lo que poseo por
echar el tiempo atrás y nunca haber conocido a Magnus
Lacrontte. Él pasó de ser mi sueño a mi mayor pesadilla. Me
llenó de mentiras, me convenció de que sí le importaba,
pero lo conozco: es caprichoso y posesivo. Vendrá, sé que
vendrá, y cuando lo haga tendrá que humillarse como me
ha humillado hoy.
39
MAGNUS
Esperaré hasta el día en que me des la oportunidad de
recibir tu perdón.
Siento que tengo una daga en la garganta y que estoy en
la cúspide final, muriendo. Peleo con mi camisa como si
estuviera llena de larvas que me comen la piel. Es
asfixiante. Me la arranco del cuerpo y los botones vuelan
por la violencia. No soporto mi vida ni lo que hice. Las
manos me tiemblan, la cabeza me duele y el corazón me
late rápido, aunque parece que en cualquier momento va a
detenerse. Ojalá lo hiciera.
He dicho las palabras más difíciles que pude haber
pronunciado. No fui capaz de mirarla a los ojos. Si lo hacía,
la habría abrazado, me habría arrepentido y habría detenido
todo. No era posible. No iba a hacerles eso a mis padres.
Ellos son lo único importante. En eso no mentí esa noche. Lo
más sagrado para mí son ellos dos. Para mí, ellos son mi
patria, no Lacrontte ni los reinos que le añada. Son Elizabeth
II y Magnus V. Ellos son mi patria. Emily es gran parte de mi
mundo, una de las piezas principales, pero no la principal.
—Hice lo correcto, ¿verdad? —le pregunto a Francis,
quien se mantiene en silencio cerca de la puerta.
—Eso es algo que solo puede responderse usted. —Su
tono es implacable—. ¿Siente que hizo lo correcto?
—Sí. Hice lo correcto. Lo hice por mis padres.
—Siendo así, felicidades.
Está furioso, pero no puede gritarme u ofenderme. Al fin
y al cabo, soy su rey y me debe respeto.
—Suelta lo que tengas que decir.
—Estoy muy decepcionado de usted. Lo que hizo es… —
Se le quiebra la voz. Es la primera vez que veo su temple
tambalear—. No pensé que haría algo así, es todo. Supongo
que no lo conozco tanto como creía.
—Sabes que soy capaz de mucho más.
—Estoy al tanto. No obstante, no creí que se lo haría a la
persona que hace poco me confesó que le encantaba.
—Denavritz me pidió que lo hiciera.
—¿Desde cuándo le obedece al rey Stefan?
—Desde que tiene información sobre Silas que está
dispuesto a brindarme.
El trato era sencillo: «Rómpele el corazón y te daré lo que
buscas».
Me dejó leer la información que tenía. No toda, por
supuesto, solo ciertas piezas. La palabra final se la reservó
para el momento en que yo cumpliera con mi parte. Pero
ahí estaba. Emily me habló de ello una vez. Silas tiene algo
con lo que chantajea a la reina Genevive. Ahora Denavritz
sabe qué es. Ahora yo sé qué es. Él traicionaría a su padre si
yo traicionaba a Emily.
—Pues ya la tiene. Debería estar feliz.
—Te ordeno que dejes el maldito sarcasmo, Francis
Modrisage. Mi cabeza ya me tortura lo suficiente. No lo
hagas tú también.
Las imágenes de lo que pasó me atormentan. El odio en
su mirada, su agonía y su desesperación hicieron que me
detestara a mí mismo. Cuando la sacaron del carruaje y la
llevaron a otro, no supe qué otra cosa hacer más que gritar.
Tengo la garganta irritada, los labios secos y un ardor en el
pecho. No soy capaz de comparar esto más que con el dolor
que sentí cuando Sigourney me quemaba la piel.
—La verdad es que no tengo nada que decir. Me gustaría
tomarme el día libre. Espero que me lo permita.
—No me puedes dejar ahora. Necesito que estés aquí.
—Le queda el señor Ingellus. Puede hablar con él si lo
desea.
—Sé valiente y di lo que piensas.
—De acuerdo: tu madre estaría tan decepcionada como
yo.
—¡No te atrevas a hablar por ella!
Tengo la garganta al rojo vivo cuando grito. Me acerco
con zancadas grandes y lo apunto con un dedo. ¿Cómo se le
ocurre mencionarla?
—¿Crees que no, Magnus? —Se mantiene sereno y eso
me molesta aún más—. ¿Crees que estaría feliz al ver lo que
has hecho?
—Esto lo hago por ellos. Mi vida gira en torno a ellos.
—Entonces prepárate para perder a Emily. No hay otra
opción.
—No me culpes. Conoces bien mis motivaciones. Era lo
que tenía que hacer para reparar mis errores.
—Pagar errores con errores no me parece sensato.
—¿Y qué si la pierdo? Es el precio que me toca pagar.
Esto es mi culpa y debo aceptar las consecuencias.
—Ya es hora de que aceptes que no fue tu culpa.
—¿De quién, entonces? Yo pedí ese maldito regalo. Yo
obligué a mi padre a tomar esa decisión; por supuesto que
es mi culpa.
—Esa fue decisión de Magnus V, no tuya.
—Pero fue motivada por mí. Yo los asesiné.
—¡No te atrevas a repetir eso! —Las venas del cuello le
sobresalen cuando me grita—. No quiero escucharte decir
eso de nuevo. Tenías doce años, Magnus.
Yo pedí la paz. Meses antes de mi cumpleaños, mi padre
me preguntó en mi habitación qué quería como regalo y
estúpidamente pedí la paz entre Mishnock y Lacrontte. Eso
lo desató todo.
A mi padre le costó dar el brazo a torcer con respecto a
un acuerdo, pero al final lo hizo para complacerme. Fueron
meses de diálogos hasta que se llegó a un punto medio. Fue
en una de esas visitas a Mishnock cuando conocí a Emily,
estoy seguro. A los Denavritz los invitaron después a mi
fiesta de cumpleaños y el desenlace estará en la historia por
siempre. Nos tendieron una trampa que indirectamente
ayudé a crear por esa ingenua petición. Yo los asesiné.
Cada persona del reino me detestaba, los periódicos me
acusaban, el consejo de guerra me reprochaba y yo también
me recriminaba. Me odiaba y aún lo hago en ocasiones. Fui
el responsable de la muerte de los reyes, así lo proclamaban
en cada rincón del reino. Y tenían razón. Mientras ellos
veían a un heredero que había acabado con los gobernantes
de una nación, yo me veía como un niño que había acabado
con sus padres. Nadie tuvo empatía conmigo aparte de mi
familia. Es por eso que tengo que enmendar mis errores,
coser lo que rompí y unir lo que quebré. No importa si es
con los propios pedazos de mi corazón. No merezco
felicidad después de lo que hice. Sigo vivo para vengar a
mis padres; el resto son solo distracciones.
—Te apoyo en todo, Magnus, pero no en esto. Dame algo
más para entenderte, algo más que tus padres. Yo creo que
tienes miedo de lo que ella te hace sentir y te fuiste por el
camino fácil.
—¿Crees que hacerle eso fue fácil? No, Francis. Ella no es
la mujer que necesito. Ella me cambia y no necesito eso en
la vida. Estos años he vivido tranquilo sin necesitar a nadie
y ahora no cambiaré eso por Emily Malhore.
—¿Y has sido feliz todos estos años?
—¿Acaso importa?
—A mí me importa. Yo te… aprecio. —Francis es un
hombre tan hermético como yo y sacar eso debió costarle—.
No sabía que eras un hombre conformista y temeroso.
Porque eso es lo que sientes: miedo. ¿Deseas continuar con
una vida solitaria solo porque no te atreves a abrirle tu
corazón?
—No es lo que quiero, pero es lo que necesito. ¿Y qué si
tengo miedo?
—¿Sabes qué es gracioso? No temes enfrentar una
guerra o asesinar personas, pero sí te atemoriza querer a
una mujer. Porque la quieres, es obvio.
¿Cómo se le ocurre acorralarme de esta manera? Me
niego a decir lo que quiere escuchar, a liberar lo que traigo
atado. No voy a dejar salir la voz que tengo en la cabeza. No
siento nada. No es real, no la quiero, no me duele lo que
hice, no me arrepiento de herirla y… no estoy siendo
sincero.
—Déjame en paz, Francis.
—¡Admítelo! —grita, furioso—. ¡Sé un Lacrontte y
admítelo!
—No eres nadie como para exigírmelo.
Eso ni yo mismo me lo creo.
—Soy la única persona que te conoce, Magnus Lacrontte,
así que acéptalo. No voy a callarme hasta que te enfrentes a
ti mismo.
—Si ya lo sabes y yo lo sé, ¿para qué quieres que lo diga?
—Mi voz pierde fuerza. Ya no tengo ganas de discutir.
—Es necesario que lo reconozcas en voz alta.
Me habla con la calma de siempre a medida que la rabia
empieza a enfriarse entre los dos. Suspiro, no muy seguro
de si debo hacerlo. ¿Para qué seguir engañándome si no
puedo convencer a nadie con la mentira? Es más que obvio
lo que siento.
—La quiero muchísimo, Francis. No imaginas cuánto la
quiero. Y la perdí.
Él da un paso atrás. Esto era lo que quería, lo que quiere
siempre: sacarme la verdad que me niego a aceptar.
—¿Ve que tenía razón? Le dije que le dolería herirla.
—No debí dejarla entrar.
—Creo fervientemente que ella rompió ventanas y
puertas. Era imposible que no entrara y usted al final se
sintió a gusto con su presencia.
—¿Crees que vuelva a hablarme? —le pregunto, de
verdad aterrado—. Quiero verla, hablar con ella.
—¿Recuerda lo que le dije una vez? A los corazones
sensibles como el de la señorita Malhore les es difícil olvidar
y eso juega en su contra ahora, por lo que considero que lo
más apropiado es que no vaya a verla esta noche. ¿Qué le
dirá? ¿Preparó un discurso? Creo que, en este caso, debe
ser una declaración.
—No le diré que la quiero.
De eso estoy convencido. Sería darle poder y no lo puedo
permitir. El amor es un distractor; hace a los hombres
débiles. Soy un rey con un objetivo que no pondré en
segundo lugar por ella. Aunque intente pensar que tomé la
decisión correcta, no puedo convencerme de ello. Lo he
arruinado todo y no puedo retractarme. Mi orgullo no me lo
permite.
Intento ser sensato. Podría hablar con ella y hacerle
entender mi posición. Tiene que perdonarme. Yo la necesito
y la quiero.
Ahora soy todo en lo que siempre evité convertirme. Me
tiene en sus manos y podría hacer de mí el hombre más
pleno y feliz del universo o podría confinarme a una vida de
miseria absoluta si decide no perdonarme. Emily lleva el hilo
de mi vida y sé que no podré romperlo ni con la más filosa
espada de guerra.
40
MAGNUS
Estoy listo para mi viaje de regreso a Mirellfolw. Ya no tengo
nada que hacer aquí. Anoche no pude dormir al escuchar el
llanto de Emily. Entre su habitación y la mía hay una
distancia considerable y aun así me llegaban sus gritos de
dolor como un lamento. Cada uno fue como una daga que
me enterraban en el pecho y que yo ayudé a empuñar. Ni
siquiera merezco dormir, no merezco estar tranquilo y sé
que nunca lo mereceré.
—¿Ya hiciste tu maleta? —le pregunto a Francis.
Llegó hace un rato con los lentes puestos y las manos en
la espalda. No ha dicho nada desde entonces.
—Así es —habla por fin—. Ingellus también ha preparado
sus cosas para cuando usted dé la orden.
Ya hemos vuelto a los formalismos. Así es mucho más
cómodo. Me recuerda mi título, el mismo que siento cómo
me reprocha estar perdiendo el tiempo pensando en una
plebeya mishniana.
—La señorita Malhore se ha marchado. Atelmoff me lo
dijo después del desayuno.
Se ha ido.
Se ha ido.
Se ha ido.
¿A dónde ha ido? ¿Con quién? ¿Cuándo volverá? ¿Acaso
volverá?
—Atelmoff no quiso decirme en dónde está —dice antes
de que pueda preguntárselo.
Era de esperarse. Es un hombre de palabra y me lo
advirtió: si la lastimaba, no iba a ayudarme.
—No importa. —Tengo un nudo en la garganta que no me
deja hablar bien—. Ya lo hice, ya tengo lo que necesito.
Emily no importa.
No es cierto, pero me encantaría que lo fuera. Tengo que
alejarme de esa mujer y seguir con mi vida. Tengo que dejar
de quererla.
—¿Crees que esté en su casa en Palkareth? —Ni siquiera
soy capaz de apegarme a mi resolución por un minuto.
—Es lo más probable.
—Debería ir a hablar con Atelmoff. Puede a mí me lo
diga.
—No lo veo posible. Estaba bastante molesto con usted.
No me importa. Necesito que me escuche y que me
ayude a reparar lo que hice. Salgo directo a su habitación.
Al llegar, no espero a que los mishnianos me anuncien, sino
que yo mismo tomo el pomo de la puerta y entro. No
pueden detenerme. Encuentro a Atelmoff acostado en la
cama mientras una doncella le prepara el equipaje. Se ve
tranquilo, como si estuviera en trance, pero eso se corta
cuando se percata de mi presencia.
—¿Qué diantres haces aquí, Magnus Lacrontte? —Se
incorpora con el ceño fruncido y los labios apretados.
—¿En dónde está Emily?
—¿Piensas que puedes venir aquí a darme órdenes? —Se
levanta de un tirón y camina hacia mí, señalándome—.
Prefiero quemarme vivo antes de decírtelo. Retírate de mi
alcoba ahora mismo.
Se lo dejo pasar. El tono agresivo, la actitud retadora, la
insolencia en las respuestas. Sabe, al igual que Francis, que
le permitiré mostrar su enojo.
—No iré a verla, lo prometo. —Mantengo la calma, tal
como Francis lo hace conmigo—. Quiero saber que está
bien, es todo.
—Si está lejos de ti, está bien. ¿No crees?
Ese fue un golpe fuerte. Suele verse tan sosegado que
nadie imagina que solo necesita una o dos palabras para
herir profundamente. Le hago una seña con la mano a la
doncella para que se retire. No tarda en obedecer. Cierra la
puerta y entonces corto la distancia que quedaba entre
Atelmoff y yo.
—Entiendo que estés molesto conmigo, pero te recuerdo
que soy el rey.
—Sin mí no lo serías, Magnus Lacrontte. Ella no quiere
verte y no dejaré que te le acerques. Te di un voto de
confianza y me demostraste que no lo vales. Le destruiste el
corazón.
—Era necesario. Lo sabes tan bien como yo.
—No, no lo era. Ya hiciste tu elección. Tu venganza es
importante. ¿Para qué quieres saber en dónde está,
entonces? Déjala ir, deja que sea feliz lejos de ti. Stefan y tú
son una plaga en su vida. No se merece lo que le hicieron, y
tú, sinceramente, no la mereces.
Ya me cansé de su altanería.
—Aquí no soy el único mentiroso, ¿o sí, Atelmoff?
¿Cuándo vas a dejar de fingir que no eres un maldito
mentiroso? Me engañaste a mí todo este tiempo, así que no
pretendas hundirme en la misma agua en la que has
matado.
—Mis acciones no dañaron a nadie. Algo que no puedo
decir de ti.
—¿No dañaron a nadie? Todo el caos que hemos vivido
pudo haberse evitado si hubieras abierto la boca. Si yo soy
un traidor, tú lo eres todavía más.
—Me tiene sin cuidado el concepto que te formes de mí.
No tengo por qué darte explicaciones. Te he ayudado de
forma desinteresada y no eres más que un malagradecido.
—¿Desinteresado? A todos nos mueve algo aquí, así que
no te atrevas a insultarme por hacer lo mismo que tú
hiciste.
—Yo jamás usé a nadie para mi beneficio. Jamás. El sucio
fuiste tú. Asume las consecuencias, como yo lo he hecho
con las mías, y aléjate de Emily.
—Estás cruzando la línea. ¿Crees que vas a alejarme de
ella? ¿Que vas a persuadirme? No ha nacido la persona que
pueda controlarme.
Se queda callado. Quiere fastidiarme. Atelmoff es
impenetrable, duro e inflexible. No conozco muchas cosas
que le interesen, pero Emily me interesa a mí y voy a pelear.
—Te daré lo que quieras. Dinero, oro, un mejor título. Las
tres cosas. Lo que quieras; solo dímelo.
—¿Crees que me convencerás con eso? ¿A mí? Es incluso
insultante. No vendería a Emily ni porque me dieras tu reino
entero. Yo no soy como ustedes.
La vena del cuello me palpita. No tolero estas faltas de
respeto de nadie y la poca paciencia se me agota en cada
intervención. Estoy harto de que me acuse como si no
conociera el trasfondo de la situación.
—Vamos, Atelmoff. No seas tan cruel conmigo.
—Cruel fuiste tú con ella. Te lo dije: no voy a ayudarte.
Me coseré la boca antes de decírtelo.
—¿Por qué? ¿Por qué conmigo eres tan duro y, en
cambio, a Denavritz le permites que la tenga secuestrada?
—¿Tú crees que no intento cada día que Stefan la deje ir?
¿Quién crees que la ayudó a escapar para que fuera a
Lacrontte, Magnus? La he cuidado, protegido, ayudado. Por
ende, no permitiré que te le vuelvas a acercar.
Siento el peso de mis decisiones con cada recuerdo que,
de repente, me nubla la mente. El sonido de su risa, el olor
de su cabello, la textura de su piel y cómo se sentía entre
mis manos, cómo me enredaba las piernas en la cintura,
cómo se escondía en mi cuello. Su ausencia es intolerable.
—Yo… yo… —intento decirle que la quiero. No puedo, no
me sale.
—¿La quieres? —Capta el mensaje en medio de mi
indecisión.
—Eso no es relevante.
—Lo es, porque empiezo a creer que eso es imposible. —
Sus ojos se encienden con la rabia que he visto en los míos
tantas veces—. Tú no quieres a nadie más que a ti mismo,
Magnus.
Clavo los pies en el suelo y lo miro. No va a ofenderme.
No después de lo que hizo. Si no lo respetara, lo habría
decapitado por traidor.
—Ella no va a perdonarte.
—Tú no la conoces como yo. No conoces lo que teníamos.
—Me sobra con saber lo que le hiciste. Te burlaste de sus
sentimientos, la humillaste, la desechaste como basura.
Emily nunca volvería con Stefan después de lo que él le
hizo. ¿Qué te hace pensar que lo hará contigo? La vendiste
al hombre que la hace sufrir. Te aliaste con él para jugar con
ella, usando lo que sentía por ti, la confianza que te dio. No
solo le rompiste el corazón, rompiste todo en ella.
No soporto escucharlo.
—Cállate ahora mismo, Atelmoff Klemwood. Te juro que si
no lo haces…
—¿Qué? ¿Qué harás? —me interrumpe con cólera—. Eres
un traidor. Y espero que cada mañana, cuando te levantes,
sufras por lo que hiciste. Que no tengas paz ni un solo día
de tu vida. Ríndete y deja que Emily haga su vida lejos de
ustedes.
No soporto nada de lo que dice. No soy capaz ni de oírlo
respirar. Me siento devastado.
Salgo a zancadas y azoto la puerta con un golpe que
retumba en las paredes. Quería matarlo. Ya me veía
estrellándole la cabeza contra el ventanal de la habitación.
Juro que, si me quedaba ahí un minuto más, iba a
asesinarlo.
Me estaba arrancando el alma con cada palabra. La
sangre caliente me gritaba que acabara con él para que
dejara de arañarme el pecho. Y es que, finalmente, dio justo
donde era. Sé que me arriesgaba a que me detestara y a
que jamás quisiera verme. Sin embargo, guardaba la
esperanza de que en algún punto me entendiera.
Lo mejor es volver a Lacrontte y retomar mi ritmo de vida
sin molestarme en mirar atrás. Es lo que el Magnus de hace
un par de meses hubiera hecho. Siento que perdí el
enfoque, la dirección, la salida. Tiene razón. Debo alejarme
y olvidarla. Ella nunca me perdonará.
41
EMILY
Palkareth ahora me parece extraño. Cuando llegué y vi sus
calles, me entró una nostalgia gigantesca, como si estuviera
viendo una fotografía de un lugar que una vez fue mío. No
es que me haya acostumbrado a Lacrontte o a Cristeners;
es que ya me desacostumbré a recorrer estas calles como lo
hacía antes, a tener libertad, a ser una ciudadana más entre
la multitud.
Al llegar a casa, mamá me recibió con los brazos
abiertos, una sonrisa en la cara y lágrimas en las mejillas.
Jamás olvidaré el dolor en sus ojos. Me sentí como una niña
de seis años de nuevo, buscando su consuelo después de
caerme y rasparme las rodillas. Ella limpiaría la herida y me
pondría una venda. Lamentablemente, no hay vendas para
el corazón y, más que un raspón, tengo un corte tan
profundo como el océano.
Papá vino de la perfumería minutos después. No soy
capaz de imaginarme su expresión cuando se enteró de que
había vuelto, pero imagino lo que sintió. Regresó la camelia
que habían robado de su macetero y que creyó que no
volvería a ver antes de marchitarse. ¿Y si le dijera que me
siento marchita? Estoy segura de que gastaría todo su
tiempo en ayudarme a florecer.
Liz apareció luego. Me gustaría contárselo todo, aunque
ya sé lo que respondería: «Te lo dije». Me recordaría cuántas
veces me advirtió que no confiara en él, que me alejara.
Cuánto me hubiera gustado hacerle caso. Ya es tarde para
seguir los consejos de una hermana mayor.
Rose fue la tercera en aparecer. Me abrazó, me abrazó
tanto que me dolió el cuerpo. Me llegó el recuerdo de
cuando me abrazaba cada mañana al inicio de las tutorías.
Tampoco le conté. Es como si la confianza se hubiera roto,
como si le hubiera fallado. ¿Qué podía haberle dicho?
«¿Recuerdas cuando me dijiste que te casarías con el rey
Lacrontte? Pues fui su novia por menos de una semana». Sé
que no le debo nada, que eran fantasías, y, aun así, se
siente extraño.
Esperé a Nahomi para confrontarla sobre sus cartas. Las
traje conmigo. Sin embargo, ella no apareció. Estuve
revisando sus palabras todo el camino. Mencionó el libre
albedrío, dijo que no podía prever qué sucedería porque
estaba muy lejos de mí, que ese mismo libre albedrío se lo
impedía. ¿A esto se refería? Magnus tuvo la opción de no
romperme el corazón y decidió hacerlo.
—¿Cuánto tiempo te quedarás? —pregunta Rose
mientras subimos a la habitación.
Tiene la sonrisa de siempre, aunque esta vez no logra
contagiármela. No tengo ganas de reír. Luce hermosa, con la
piel brillante, el cabello lleno de rizos y con pasos seguros,
como si jamás la hubieran lastimado. Aún tiene esa energía
juvenil con la que podría conquistar naciones. Esa es mi
amiga, la que ahora siento que no es mía.
—No lo sé —respondo sin demasiado ánimo—. Ojalá toda
la vida. ¿Tú cómo vas?
Me pregunto si pensará en lo que pasó, si finge estar
bien o en realidad lo está. ¿Lo habrá superado? ¿Habrá
vuelto a saber de Silas? No lo creo.
—Encerrada en un reino en el que no quiero estar,
viviendo una vida que no quiero llevar.
Debí esperar esas quejas. Lo que me sorprende es mi
rechazo hacia ellas. Desde que la conozco, la he apoyado en
todo y, hoy, si me propusiera escaparnos de Mishnock, no lo
haría. No lo haría con ella. Puede que sea mi rechazo a las
consecuencias de lo que una vez fue un acto inocente. Lo
que se desencadenó cuando me escapé esa noche. Una
parte de mí lo relaciona con ella. No me arrepiento de ser su
amiga, sino de dejarme influenciar tantas veces. Y no la
culpo, no del todo. Yo fui la que aceptó ir con ella a esa
fiesta en casa de los Maloney, quien aceptó acompañarla al
palacio para contarle a Silas sobre su embarazo. Mi
ingenuidad cedió y ahora pago mis errores.
—Aunque ahora tengo un trabajo —continúa—. Trabajo
en una botica. Estoy aprendiendo mucho del boticario. Sé
de plantas medicinales y venenosas. ¿Y tú qué me cuentas?
¿Cómo va la vida en el palacio?
—El secuestro, querrás decir. Es horrible, cada día es una
agonía.
—No todo debe ser malo. Tú siempre les buscas el lado
bueno a las cosas. Estás en el palacio, entonces debes tener
cenas deliciosas, una habitación estupenda, vestidos con las
más finas telas, servidumbre y tantas cosas más. Seguro
que el rey Stefan te da todo lo que pides.
La piel me pica al escucharla. No, no y no. ¿Les busco el
lado bueno a las cosas? Aquí no hay nada bueno. Creí que lo
había y fue un grave error.
—¿Qué podría haber de bueno en que te separen de tu
familia y te obliguen a vivir en un lugar en donde
constantemente te humillan y en el que te has ganado el
título de la amante del rey? —No soy indulgente. Tengo
tanta rabia acumulada que no me mido—. ¿Qué hay de
bueno en la monarquía, Rose? Solo hay reyes corruptos,
mentirosos y traidores. Tú deberías saberlo.
—Emily… —La impresión la hace jadear. Se inclina hacia
atrás, como si la hubiera empujado—. Tú no eres así.
No buscaba herirla.
—¿Y qué soy, Rose? Necesito que alguien me lo diga,
porque lo único que pienso es que soy una idiota que se
deja engañar por todo el mundo.
Respiro profundo. No voy a desquitarme con ella. La
culpa es toda mía.
—No te reconozco. Mi amiga de tantos años no me
hablaría así. Trato de ser buena, de señalar lo positivo. Yo
estaría feliz de vivir en el palacio, de tener doncellas y de no
tener que mover un dedo. Podrías sacarle provecho y ser
agradecida. Vives sobre oro, no como yo.
Esto tiene que ser una broma. ¿Cómo antes tenía la
paciencia para aguantar estas cosas?
—Rose, te quiero, pero eres egoísta. ¿De verdad crees
que preferiría tener doncellas en vez de mi libertad? No hay
nada bueno en lo que estoy viviendo. Nada. —No levanto la
voz. No hay necesidad—. Tenemos visiones muy distintas de
la vida y, siendo honesta, me alegro de verte y de saber que
estás bien, pero no me siento cómoda. Lo mejor será que
hablemos en otra ocasión, preferiblemente cuando esas
ideas absurdas hayan abandonado tu cabeza.
Tengo el corazón roto y duele como si me hubiera
quebrado cada hueso. No necesito que venga alguien y
salte sobre lo que queda.
—¿Qué te has creído? ¿Porque vives en el palacio crees
que puedes hablarme como si fueras mi reina? Sigues
siendo una plebeya, Emily.
—Lo tengo claro. Como también tengo claro que en este
momento quiero estar sola.
Jadea, ofendida. Sabe que quiero que se vaya, que la
estoy echando. Vine aquí a separarme de lo que me ha
pasado, no a que me pinten mi encierro con colores
pasteles, tratando, incluso, de hacerme sentir culpable por
no ver lo bueno de vivir en el palacio, por no ser la Emily de
antes. No diré que he cambiado completamente, solo que
no soy la misma. Estoy demasiado cansada de todo y nadie
puede culparme por ello.
****
Mamá se sienta en mi cama con la tranquilidad de las
enseñanzas de su casa, que no ha perdido, la misma que ha
tratado de inculcarme y que no se me ha grabado. Hace
movimientos lentos, precisos, como si bailara un vals cada
vez que camina. La miro, la busco. Vino justo después de
que Rose se fuera. Me inclino hacia un lado, hacia ella, y
apoyo la cabeza en sus piernas. Me quita el pelo de la cara
y me acaricia las mejillas, algo que suele hacer con todas
nosotras. Estoy segura de que presiente que algo malo
sucede.
—¿Qué pasó con Rose? —pregunta después de un rato
en silencio—. Iba peleando hasta con sus pasos. No se
despidió al salir.
—¿La consideras una buena amiga?
—Eso es algo que debes responder tú, mi amor.
—A veces no lo es. Muchas veces no lo ha sido y se lo he
dejado pasar porque la quiero. ¿Eso está mal? ¿Querer tanto
a una persona hasta el punto de perdonarle todo lo malo
que te haga?
—¿Seguimos hablando de Rose?
Asiento, aunque no es cierto. Quisiera contarle, quisiera
decirle lo que siento, lo mucho que estoy sufriendo, pero no
soy capaz. Siento como si también les hubiera fallado a
ellos y sé que en el fondo es por la manera en la que nos
han adoctrinado. Me causaría un sabor amargo contarles
que he estado con Magnus, que lo dejé entrar en mi vida y
en mi corazón, que obvié las advertencias que incluso él
mismo me dio, que me rendí sin miramientos ante quien no
debía.
—Hay cosas que ni siquiera el amor puede ni debe
perdonar. El amor no lastima y, si lo hace, es porque en
realidad no es amor.
—¿Mis abuelos le pedían que no se fijara en papá?
—Cada día, a cada hora y en cada lugar. —Sonríe como si
tuviera la voz de sus padres en la cabeza—. Era agotadora
cada reprimenda.
—¿Y no sintió que los traicionó al irse con papá?
—La vida es de elecciones, cariño. O los traicionaba a
ellos o me traicionaba a mí. Yo amo a tu padre. Y si me
quedaba en casa, estaría traicionándome y al amor que
sentía. Es apabullante salirse de las reglas y más cuando
has pasado la vida escuchándolas, repitiéndolas en la
cabeza como un credo, pero hay que arriesgarse de vez en
cuando. Tu papá lo valía. De no haberlo hecho, no tendría a
mis tres hermosas niñas.
—¿Y si me arriesgo y pierdo?
—Si alguna vez crees que has perdido, piensa que has
ganado experiencia. No es una pérdida si aprendes algo, así
eso que aprendiste sea muy pequeño.
—¿Y qué gané ahora?
—Averigüémoslo. ¿Te enfrentaste a Rose? —cuestiona, y
yo asiento—. Entonces ganaste valentía. No habías hecho
eso antes.
Sería lo único bueno que esta situación me ha dejado: la
valentía. Y, aun así, no quiero atribuírsela ni a Stefan ni a
Magnus. Fui valiente al huir a Lacrontte, fui valiente al
encarar a Vanir, fue valiente al enfrentarme a Silas junto a
las temerarias. No quiero dejarle a ninguno de esos
hombres mis logros.
Me abrazo a las piernas de mamá, tal como lo hacía
antes. No me cae mal el refuerzo Malhore en este momento,
aunque falta Mia.
—Tengo que preguntarlo —dice sin dejar de acariciarme
—. ¿Esto tiene que ver con el rey Stefan? ¿Lo sigues viendo
como tu novio?
Me río. Me río como no lo había hecho en estos días y
como estaba acostumbrada a hacerlo. Me río a tal grado
que termina por dolerme el estómago. ¿Esa es su manera
de preguntar si soy su amante? Mamá es miel pura.
—Por supuesto que no. Es solo que… —Por más que lo
intento, no puedo. No soy capaz de contarlo. Se me cierra la
garganta y se me hunde el pecho—. Quisiera irme de
Palkareth. Esta ciudad me trae recuerdos horribles. Quisiera
ir con la abuela y ver a Mia.
No miento. Pienso en cuando conocí a Stefan, cuando me
enteré de que Rose estaba embarazada y terminaron
golpeándonos en el palacio, en los enfrentamientos con
Cedric y en las caminatas bajo el sol, vendiendo perfumes
de casa en casa como castigo. Este es el lugar en el que me
enamoré y al que volví cuando me rompieron el corazón.
Irónicamente he regresado por lo mismo. Confié demasiado
rápido, ese fue mi problema. ¿Qué pensaba? Magnus me
dijo un par de palabras, tuvo un par de gestos bonitos y caí.
¿De verdad? ¿Me dejo cegar por cosas tan tontas? ¿Por unas
cuantas atenciones?
—Podemos irnos mañana mismo si lo deseas, corazón.
—¿Vendrán conmigo? —Ella no duda en asentir—. ¿Y la
perfumería?
—Nos importas tú, mi amor, solo tú.
****
Han pasado dos semanas desde que llegué al pueblo de la
abuela. Desconozco cuánto tiempo tengo antes de volver a
mi encierro, pues vivo con la expectativa de que un día mis
guardias llamen a la puerta para decirme que mi tiempo
acabó.
Ese mismo día salimos de Mishnock en la madrugada, y
aunque papá tenía la esperanza de burlar a los custodios,
ellos estaban de pie afuera de la casa como vigilantes
nocturnos. Los cuatro nos siguieron hasta acá y nos hemos
comprometido a ignorarlos. Nos siguen a cierta distancia
cuando damos un paseo, cuando salimos a recoger frutas
en la madrugada y cuando vamos al mercado a vender las
conservas que papá prepara con ellas.
En el momento en que llegué aquí, lo primero que hice
fue correr a los brazos de Mia. ¿Cuánto puede crecer una
niña en unos meses? Cuando la vi, se me llenó el alma. Su
sonrisa, cómo me rodeaba con los brazos, su voz infantil,
sus ocurrencias. Toda ella. Me sostuvo fuerte, como si se
aferrara a mí en medio de una tormenta, y eso que ella no
demuestra afecto la mayoría del tiempo. La abuela fue
incluso más emotiva. Me llenó de besos como si fuera un
cachorro. Estoy segura de que le vi nuevas arrugas y un
paso más lento. Olía a galletas de arándanos y a jabón de
coco. Olía a mi abuela. Fue como retroceder en el tiempo,
como olvidar el dolor, como tener una segunda oportunidad.
Así han sido estos días.
Hoy regresamos temprano del mercado. Vendimos todo
muy rápido. La mayoría de las cosas se fueron con un joven
que arrasó con el puesto. Mi abuela dice no haberlo visto
antes y eso que conoce a todos aquí. Ahora, en casa, ella
limpia los frascos para las conservas mientras papá prepara
más en la cocina. Mamá le borda un vestido a Mia, ella
dibuja con carboncillo y yo… yo solo estoy aquí, existiendo
con un hueco grande en el corazón.
—¿Te gusta lo que hice? —pregunta mi hermana,
enseñándome el dibujo de nuestra casa en Palkareth. Es
muy buena.
Alcanzo a asentir antes de que llamen a la puerta. No
presto demasiada atención. Sigo con la vista fija en lo que
hace mi hermana hasta que escucho el grito contenido de
horror de mi abuela. Mia y yo nos giramos de inmediato
hacia donde está. Se encuentra de pie en el umbral de la
puerta con un hombre en frente. Un hombre que, para mi
mala suerte, reconozco a la perfección.
—Quédense en donde están —pide papá con una calma
que, estoy segura, le cuesta.
¿Cómo se le ocurre aparecerse aquí? ¿Cómo me
encontró?
Evalúo la escena. El rostro de horror de mi abuela, la cara
de preocupación de mamá al ver a su esposo acercarse al
que nos han enseñado que es el hombre más violento e
inmisericorde que existe y la expresión de sorpresa de Mia
por ver en la entrada al rey enemigo.
—Buenas tardes, familia Malhore —dice Magnus con esa
voz que tanto anhelaba escuchar y que ahora repudio.
Yo también me levanto mientras él examina rápido la
sala. Nos mira a cada uno y se detiene en mí. Sus ojos, que
antes me avivaban, ahora me graban con sangre en la
cabeza lo que me hizo.
—Majestad, ¿en qué puedo ayudarlo?
Papá camina hacia la puerta a paso sigiloso. Magnus lo
mira. Tiene detrás a un montón de guardias que forman un
muro negro protector. Lleva la corona sobre la cabeza y esa
estúpida capa que, como un cervatillo ciego, le quité
muchas veces solo porque me lo pedía. Quisiera ver algún
signo de dolor en él, de arrepentimiento, pero no logro
encontrar nada. Está peinado tan bien como siempre, viste
ropa impecable, tiene los zapatos lustrados, una mirada
orgullosa y la postura usual, tan recto como una asta. Lo
único debatible son unas ojeras que podrían ser
consecuencia del viaje hasta aquí, porque no creo que el
remordimiento le haya quitado el sueño.
—¿Es usted Erick Malhore?
Mi padre asiente y los músculos del rostro se le relajan,
como si acabara de comprender algo.
—Estoy para lo que necesite. —Le hace una reverencia
lenta sin quitarle la mirada—. Podemos hablar afuera, si
gusta.
Quiere alejarlo de nosotras. Teme que en cualquier
momento haga algo que nos ponga en riesgo. Si él supiera
por qué está aquí…
—¿Qué quieres, Magnus? —Lo enfrento en voz alta.
De inmediato, mi madre me toma de la mano y la aprieta
en señal de advertencia. No obedeceré. Recibo las miradas
de todos. Cuatro pares de ojos abiertos que no conciben la
manera en la que le hablo a nuestro siempre verdugo.
—Emily, hija, siéntate —pide mamá entre dientes. Ya ha
hecho a un lado el bordado y me mira, suplicando con
temor que no vuelva a abrir la boca.
—Quiero que te vayas de mi casa —continúo. Ellos no
saben que él no me hará nada. Ya me lo ha hecho todo—.
Lárgate.
—Su hija es bastante maleducada —le dice despacio a
papá.
¿Cómo se atreve? Juro que me siento hervir.
—Le ofrezco una disculpa, majestad —le responde él—.
Emily no dirá nada más. ¿Cierto, cariño?
—Quiero que te vayas, Magnus, estoy hablando en serio.
No quiero volver a verte.
—Emily, por favor —me advierte papá de nuevo. Veo en
su mirada la rabia propia de un regaño y la confusión por no
saber de dónde viene mi rebeldía.
—¿Me permitiría unos minutos con su hija?
—No pienso hablar contigo.
—¡Emily! —grita mi padre. No recuerdo la última vez que
me gritó. Ni siquiera recuerdo si alguna vez lo había hecho.
—Él no me hará nada —le aviso. Camino hacia ambos
con pasos pesados. No dudo ni un segundo. Este hombre ya
no me intimida. Me pongo en medio de los dos, levanto la
mirada hacia Magnus y lo encaro. Tiene los ojos verdes,
brillantes, como si verme tan cerca les hubiera dado vida.
Sigue siendo un buen actor—. Diles que no me harás nada.
Díselo.
No hay respuesta. Solo me mira, como si hubiera
olvidado hablar. Detesto cuando se queda callado. No
soporto que me mire, no tiene derecho a hacerlo.
—¡Díselo, Magnus! —Le empujo el pecho con las manos y
no se inmuta. Me permite descargar mi rabia contra su
pecho. No hay respuesta ni movimiento, no se tambalea ni
refuta nada—. Diles que no me harás nada. Dilo de una vez.
Siento que me toman de los brazos, me aprisionan y me
alejan de él. No son sus guardias; es mi padre.
—¡Emily! —Me sacude con fuerza y me pone detrás de su
espalda. En sus ojos hay terror puro. Se queda unos
segundos esperando una explicación que no le doy. Si no he
dicho nada en estos días, no lo haré ahora. Él lo comprende
y se da la vuelta hacia Magnus—. Le pido que cualquier falta
la cobre conmigo, majestad.
—Él no me hará nada —advierto por última vez—. Díselo,
Magnus Lacrontte. Habla de una buena vez. Te lo ordeno.
—No les haré nada ni a ustedes ni a ella, señor Malhore—
cede al fin, tranquilo. No hay rabia o frustración en su voz—.
Despreocúpese. No he venido en son de guerra.
—¿Puedes explicarme qué sucede aquí, hija?
—Después de que él se vaya, lo haré.
—No me iré sin antes hablar contigo, Emily. Dame unos
minutos.
Agarro la puerta y la lanzo contra el marco. Se cierra tan
rápido y con tanta fuerza que no le da tiempo de evitarlo.
Me mueve la ira. ¿De verdad pretende aparecer y piensa
que me rendiré de nuevo? No merece nada de mí, ni la más
pequeña de las oportunidades. Lo dije, sabía que vendría y
por eso me prometí que lo haría doblegarse, luchar contra
su orgullo hasta perder la pelea.
Suspiro mientras apoyo la cabeza en la madera. Las
lágrimas amenazan con invadirme, así que me muerdo el
labio inferior hasta el punto de hacerme sangrar. Todo para
evitar llorar por él. No me reclama, no golpea la puerta, no
me llama desde el otro lado y lo agradezco. Sin embargo,
tampoco escucho sus pasos alejarse. Sigue ahí, de pie.
Estoy inquieta. Quisiera salir corriendo o esconderme
debajo de la tierra. Que venga aquí es obligarme a revivir
esa noche que tanto me esmero por olvidar. Ya no hay
emoción con su llegada, no hay esperanza, no hay nada.
Verlo a los ojos ahora implica solo dolor.
—¿Puedes explicarme qué fue eso? —Papá no tarda en
interrogarme—. ¿Por qué le hablaste de esa manera y por
qué él te lo permitió?
—Erick, amor —mamá interviene, salvándome. Ya ató los
cabos, estoy segura—, permíteme hablar con ella a solas un
momento, por favor.
Me tiende la mano, calmada. Sé que lo ha descubierto. Ya
sabe qué pasa, qué me pasa. Voy hacia ella. Es a la única a
la que quiero contárselo. Subimos las escaleras y vamos a la
habitación que comparto con Mia. Cierra la puerta, corre las
cortinas como si temiera que los guardias de afuera
pudieran escucharnos y me guía a la cama.
—Así que es por él. ¿Qué pasó entre ustedes, mi vida?
Me alejo hasta la otra esquina del colchón, como si no
mereciera su compasión, y junto las manos en el regazo.
Juego con los dedos, con el vestido, con el cabello. No sé por
dónde empezar, no sé cómo contarle lo que sucedió y
tampoco cómo confesarle lo ingenua que fui.
—Él no es una buena persona, mamá.
Eso es lo único que me sale.
—Ya lo sé, mi amor. Aunque imagino que no lo dices por
las razones que todo Mishnock conoce.
Ahí me quiebro, igual que una taza de porcelana, y
derramo todo aquello que contenía. Las lágrimas me caen
por las mejillas, gruesas, rápidas.
—Yo lo quiero, mamá, lo quiero mucho, pero él no me
quiere a mí.
La voz me sale estrangulada, baja y triste. Y sí, lo quiero.
Soy consciente de cuándo empecé a quererlo. Esa
madrugada en el baño de mi habitación. Ahí ya lo quería,
por eso no me cohibí cuando me desnudó. Pensé que él
sentía lo mismo por mí, que me tomaba en serio, que veía
algo en nosotros. Ingenua, ingenua, ingenua. No siente ni
una pizca de aprecio por mí. ¿Es tan difícil quererme?
¿Acaso no me lo merezco?
Recuerdo esa madrugada y me arde el cuerpo. Me duele
cada respiración, como si me estuvieran golpeando. Me
ahogan la frialdad en sus ojos, la firmeza en su voz mientras
decía que lo nuestro había acabado, su indiferencia. ¿Cómo
pudo hacerme eso a mí, que estaba dispuesta a arriesgarme
por él?
Le cuento a mamá lo que sucedió. Su forma cruel de
usarme, la manera en la que jugó conmigo, todas las
mentiras que dijo, el teatro que armó para enredarme. Su
rostro cambia de la angustia a la tristeza y se convierte
finalmente en rabia. Tiene los ojos oscurecidos. Se levanta
de la cama y camina de un lado a otro en la habitación. Sus
pasos resuenan en la madera vieja y sé que el resto de la
familia puede escucharlos desde abajo.
—A veces me gusta pensar que las cosas hubieran sido
diferentes si yo fuera diferente —revelo lo que llevo
pensando desde hace días.
¿Es eso? ¿Tengo que cambiar?
Mi madre se detiene y vuelve a su espacio en la cama.
Busca mi mirada, pero yo no la enfrento. No me gusta
pensar estas cosas. Siempre he tenido claro cuánto valgo,
solo que... ¿Y si en realidad he estado equivocada?
—Quizás si yo fuera más bonita o tuviera un título, si
fuera más inteligente o elocuente, si hubiera nacido en otro
lugar, si llevara otro nombre… ¿Cree que así le importaría?
¿Cree que no me hubiera hecho esto?
—No digas eso, amor. No lo digas nunca. Eres hermosa,
inteligente e importante. Vales muchísimo, mucho más que
su reino y más que todo lo que posee.
—Yo pensaba lo mismo, mamá. Ahora no puedo verlo. Lo
que viví esa noche fue tan horrible que siento que se quedó
con una parte de mí allá. Jamás podría hacerle eso a
alguien, jamás. Me estoy apagando, mamá.
Siento que la Emily que era se va. La vida se me
desdibuja. Cada cosa a la que le había puesto color se
destiñe y el mundo suena diferente, se ve diferente. Es
devastador. Estoy vacía, quebrada. Yo quería que él me
quisiera.
—No creo que pueda ni quiera perdonarle lo que me hizo.
No es digno de mi compasión. Lo único que deseo es que
me deje en paz, que desaparezca de mi vida.
—Es un maldito —dice de repente. Es de las pocas veces
que le he oído decir algún improperio—. Podemos irnos
ahora mismo de aquí para que no tengas que verlo. Y si
aparece en el lugar al que vayamos, nos iremos de nuevo.
Solo dime qué quieres hacer, cariño, y lo haremos.
¿Qué podemos hacer? Él es un rey; nosotros plebeyos.
No quiero regresar a Palkareth y no quiero huir como si
fuera yo la que debe algo. Además, no tenemos ningún otro
lugar al que ir. Lo único que me queda es no salir de casa,
encerrarme aquí y no abrir la puerta si es que regresa.
Tengo que olvidarlo. Si fue fácil dejarlo entrar, debería ser
fácil sacarlo.
42
EMILY
—Emily —Mia me habla desde el tocador.
No sé cuánto tiempo he dormido. Después de
desahogarme con mi madre, el cansancio por las lágrimas
me venció. Ni siquiera sé qué hora es, ni siquiera sé si estoy
en el mismo día.
—¿Ya amaneció? —pregunto, somnolienta.
—Sí. ¿No quieres desayunar?
Me levanto de la cama como puedo y me quedo sentada
con las sábanas a mi alrededor. El sol que entra por la
ventana me golpea en la cara con la fuerza de un martillo y
me cuesta abrir los ojos.
—Emily, ¿te puedo hacer una pregunta? —Mia me habla
con energía. Asiento lento, porque estoy a punto de volver a
quedarme dormida—. Ahora que ya estás aquí, ¿no enviarás
dinero?
¿Qué cosa? De golpe la miro, confundida. Inclino la
cabeza hacia un lado y busco la broma en su cara. No hay
nada. La veo seria y hasta preocupada.
—¿Cómo que dinero, Mimi? No entiendo.
—El dinero que envías, no te desentiendas. Papá se lo
mandaba a la abuela y dice que es de tu parte porque, ya
sabes, a la perfumería no le va bien y tú envías dinero por
eso, ¿no?
Claro que yo no envío nada. ¿De dónde sacaría dinero en
mi encierro? Estoy segura de que mi padre envía de lo poco
que ganan y lo hace pasar a mi nombre para que la abuela
crea que todo va bien. Y es que nadie sabe esto. Nunca se
lo conté a Stefan ni a Atelmoff. La única persona que está
enterada de la situación de mi familia es… No. No puede
ser. Yo se lo conté. Le dije que mi familia estaba en quiebra
debido a mi estancia en el palacio. Es él, no hay otra opción.
—Si no estoy en el palacio, no es posible que sea yo
quien lo envíe —miento para no exponer a mis padres—.
¿Cuánto dinero llegaba hasta acá?
—Muchísimo. Más de diez mil tritens a la semana.
¿De verdad? Ni siquiera para eso es inteligente Magnus.
¿Diez mil tritens? ¿De dónde se supone que yo sacaría diez
mil tritens? Con eso podría vivir como una noble por unos
meses y él los enviaba cada semana.
—¿Sabes? Me gustaría que te quedaras aquí, aunque ya
no envíes más dinero.
Sonrío. Mia siempre sabe cómo hacerme sonreír. La amo
tanto que quisiera protegerla del mundo para que nunca le
hagan daño y que nunca le pase lo que a mí me ha pasado.
—A mí también me gustaría quedarme contigo.
—Mily, ¿el rey Magnus es tu novio? —pregunta, y
entonces se me borra la sonrisa.
—Por supuesto que no —contesto más hosca de lo que
pretendía.
¿Cómo pude un día desear que lo fuera?
—Entonces, ¿por qué ayer le gritaste y él no hizo nada?
—Son cosas de las que no me apetece hablar, Mia.
El buen humor que tenía se diluye poco a poco. La
mención de ese hombre me pone de malas.
—De acuerdo. ¿Bajarás a desayunar? —insiste y, en este
punto, prefiero ir a comer sin el más mínimo rastro de
hambre que quedarme y darle la oportunidad de que haga
otra de sus preguntas.
Camino al baño arrastrando los pies. Cuando me miro al
espejo, descubro lo hinchados que tengo los ojos. No hay
manera de que esto mejore en las próximas horas. Parece
que me hubieran picado abejas o que fuera alérgica a algo.
A la presencia de Magnus, por ejemplo. Tomo una ducha fría
y vuelvo a la habitación. Mia insiste en que baje a
desayunar y a regañadientes le obedezco. Lo único que
quiero es meterme debajo de las sábanas y seguir llorando.
Bajo las escaleras hacia la primera planta y en el último
escalón me quedo impávida, inmóvil. Mamá está sentada en
el comedor y alguien la acompaña. Él. Magnus. Se remueve
en el pequeño comedor. Nada como aquello a lo que está
acostumbrado. Puedo imaginar los pensamientos en su
cabeza antes de tomar asiento. Todavía recuerdo lo mucho
que se quejó del comedor de aquella campesina en
Grencowck.
Se levanta cuando me ve y me estudia. Noto su mirada
en mi cara, en la hinchazón de mis ojos, en mi cabello
mojado y en la expresión de rabia que tengo.
Por instinto me vuelvo hacia lo alto de las escaleras,
encajando piezas. Ahí veo a Mia, asomada entre los barrotes
con los ojos grandes, emocionada. Cuando nota que la he
descubierto, sale corriendo hacia la habitación y se me
pierde de vista. Por eso me despertó, por eso insistió tanto
para que bajara a comer. Sabía que él estaba aquí.
¡Ay, Mia! No sabes lo que estás haciendo.
—Mamá, ¿por qué está aquí?
—Vino temprano en la mañana. Le dije que estabas
dormida, pero quiso esperar. Lleva dos horas aquí.
¿Cómo que dos horas? ¿Qué piensa?
—Buenos días, Emily. Quisiera hablar contigo. —Su voz
marcial ha desaparecido. En vez de parecer el comandante
de uno de los bandos que siempre están en guerra, suena
como el mediador—. ¿Me das unos minutos?
No obtiene respuesta. Me niego a hablarle. Me hierve la
sangre solo de saber que lo tengo cerca.
—No me iré hasta que hablemos —insiste ante mi
silencio—. Tengo todo el día y no pienso rendirme. Vendré
mañana y al día siguiente. Estaré aquí la semana entera. Es
tu decisión si quieres alargar esto o no.
Me iré yo. No voy a darle lo que quiere. No voy a darle la
oportunidad. No le daré nada.
—Hay guardias afuera. —El tono de rey demandante
vuelve cuando camino hacia la puerta. Lucha contra su
impaciencia, es evidente—. No te dejarán salir. En cambio,
yo me iré después de que hablemos.
Continúo en silencio.
—No tomará mucho tiempo —insiste—. Te pido unos
minutos, eso será todo.
Nada.
—Hablaré delante de tu madre si es necesario. Es
evidente que ya lo sabe porque me mira con desprecio. Seré
breve, lo prometo.
—Recuerdo haberte escuchado decir que no hacías
promesas.
—Soy honesto con esta.
—¿Tú, honesto? —Me giro hacia mi madre. Terminaré con
este asunto de una vez—. Mamá, ¿podrías dar un paseo con
Mia, por favor?
Ella duda. No se mueve, no quiere dejarme sola. Imagina
que me arrepentiré y le pediré que se quede. No sucederá.
Yo misma debo arreglar esto. Al final, se da por vencida y va
por mi hermana a la alcoba. Magnus y yo nos quedamos en
silencio hasta que las vemos salir por la puerta principal.
—Tienes diez minutos. —Soy yo quien empieza con los
brazos cruzados—. Diez minutos que ya han empezado a
correr. O no, espera. Cuando estaba en tu reino, me dabas
cinco. Sí, incluso había un guardia que los contabilizaba.
Tienes solo cinco.
Suspira. No le gustan las órdenes, no le gusta que lo
controlen, que lo limiten o que se comporten con él como se
comporta con los demás. Muy hipócrita de su parte.
—¿Cómo estás?
Es su voz suave, justo la que usaba cuando quería
contentarme. Se atreve a hacerme esa pregunta. ¿De
verdad?
—¿Cómo crees?
—Tienes una casa muy… campestre, aunque pequeña. —
Intenta por otro lado. ¿Campestre? ¿Ese es el intento de un
halago? Ni siquiera es capaz de dar uno bueno para sumar
méritos—. Puedo verte viviendo en un lugar como este.
—¿Has venido a hablar de la casa de mi abuela?
—Intento ser amable. No me lo hagas tan difícil.
—Ni quiero ni necesito tu amabilidad.
—A tu madre no le agrado mucho.
—Eres el rey enemigo y el hombre que usó a su hija.
¿Hay alguna razón para que le agrades?
—¿Por qué le contaste?
—Porque es mi madre. Cuando te dañan, buscas a
alguien en quien apoyarte. Agradece que se lo dije a ella y
no a papá.
—¿Pretendes que le tema a tu padre? Porque no surtirá
efecto, Emily. Soy el rey, tú lo has dicho.
Ni en momentos así se le quita lo arrogante.
—Esa es la actitud que no soporto. Sí, lo eres. Lo que no
entiendo es, si somos tan inferiores como para que nunca se
te pase por la mente considerarnos una amenaza, ¿para qué
te apareces aquí buscando minutos de mi tiempo?
—Eso es diferente. Te veo diferente al resto.
Eso ni él mismo se lo traga. ¿Diferente a quién? Me hizo
lo mismo que le haría a cualquiera que le sirva como carne
de cañón.
—¿Cómo te enteraste de que estaba aquí? —Cambio el
tema, porque no le daré la oportunidad de inventar que le
importo.
—Compré información. Atelmoff no quiso decírmelo, y
Wifantere hijo o Lerentia no me lo dirían, así que fui por
Everett. Era el único que podía ayudarme. Le ofrecí dinero,
pero él dijo que quería terrenos y acepté. Le cedí territorio
del que gané de Grencowck. Haría lo que fuera por
encontrarte.
¿En serio hizo eso? Es decir, para él es tan importante su
reino que me resulta inconcebible que haya entregado una
parte. No le creo. Por el bien de mi corazón, es mejor no
creerle. Debo ser más fuerte, debo mantenerme a raya. No
me doblegaré por un par de acciones después de saber que
es un traidor.
—¿En dónde te estás quedando?
No puedo mantener la boca cerrada. Quiero información.
En este lugar todos se conocen, hay pocas casas y pocos
vecinos. No hay hostales ni hogares de paso. ¿En dónde
duerme este hombre?
—Compré una casa no muy lejos de aquí. —Claro. ¿Qué
otra cosa iba a hacer sino comprar una casa? Lo dice como
si hablara de comprar una manzana—. Puedes ir allí cuando
quieras, a la hora que desees. Te recibiré sin importar el
clima, la hora ni el día.
—El hombre del mercado ayer, el que compró todo, ¿fue
enviado por ti?
Ni siquiera duda en asentir.
—Necesitaba que regresaras a casa. Hice lo que un
hombre haría. Tú eres valiosa para…
—¡Cállate! —le ordeno mucho más alto de lo que quería
y, para mi sorpresa, acata.
La ira me eriza la piel y las orejas se me calientan. Es un
completo descarado. Miro la tetera que hay sobre la mesa
del comedor. Necesito un té si pretendo tener esta
conversación. Me sirvo una taza. No, dos. ¿Por qué solo yo
tengo que sufrir con esto? Pongo la segunda cerca de
Magnus. Recuerdo que no le gusta, así que, si quiere hablar,
tendrá que bebérselo.
Lo mira y sabe lo que pretendo. Se pasa las manos por el
pelo, peinándoselo hacia atrás, y sonríe con un gesto burlón
como si fuera un niño el que le hace un pedido ridículo.
—¿Crees que un té va a detenerme, Emily? —Toma la
taza, que parece más pequeña entre sus manos—. No me
conoces, entonces. Sirve tantos como quieras.
Se lo toma de un tirón para no sentir el sabor amargo y
deja la taza contra la mesa con fuerza, como si hubiera
bebido ron en vez de hierbas. Trata de no gesticular su
desagrado, pero lo leo en sus ojos.
—¿Ahora sí podemos conversar? —No respondo, así que
continúa—. Sé que en este momento no entiendes mis
razones.
Mantiene su distancia y lo agradezco, porque lo último
que quiero es que me toque.
—Me gustaría que me disculpes. Lo siento muchísimo,
Emily. De verdad lo siento.
—¿Eso fue lo mejor que se te ocurrió?
—No soy bueno en esto y lo sabes.
—No eres bueno en nada que no sea mentir.
Se mira los pies, no sé si con vergüenza o algo más. Lo
cierto es que no creo en nada de lo que dice o hace. Si es
que se arrepiente, ya es muy tarde para eso. Con una
disculpa no arreglará el daño que hizo. No se cubre un fondo
oscuro con un pincelazo blanco.
—Perdóname.
—¡No! —grito, desesperada, dando pasos hacia atrás.
Quiero alejarme de él. Levanta la cabeza y el verde de sus
ojos me reclama una oportunidad—. No, no y no. Las cosas
no funcionan así. No puedes ser malditamente cruel con
alguien, pedir perdón y pensar que todo se solucionó. Me
heriste, Magnus. Yo confié en ti. Tú hiciste que confiara en ti.
Me engañaste y yo no hice más que entregarte cada cosa
que tenía. ¿Crees que solo me merezco una disculpa? ¿Nada
más?
—Entonces, ¿qué quieres que haga? Lo haré, te lo juro.
Lo que me pidas.
—Es justamente eso. Se trata de lo que no quería que
hicieras. Me vendiste, Magnus. Me vendiste aun sabiendo
cuánto sufro a manos de Stefan. Después de lo que te
conté, de lo que pasamos, de lo que dijiste. Nada te importó
más que tú mismo. Te mostré mis inseguridades y lo que
hiciste fue reforzarlas. No soy suficiente para nadie.
—Lo eres para…
—No te atrevas a terminar esa frase. —Le apunto al
pecho con el índice. No lo toco, no lo haría de nuevo—. No
te atrevas a mentirme otra vez. No te atrevas a fingir un
segundo más.
—Nunca he fingido contigo. Entiendo que ahora no creas
en mí, pero cada cosa que dije fue honesta.
Quisiera empujarle el pecho hasta sacarlo de aquí, tener
el poder de desaparecerlo, de coserle la boca y nunca más
oír su voz. Quisiera que no me afectara esto, que me diera
igual, ser capaz de responderle con odio, pero lo quiero.
Solo me resta acudir a mi rencor para mantener la fuerza y
darme mi lugar.
—A mí me quedó muy claro que esto se acabó. —Me las
apaño para mantener mi voz clara y alta. Nada de
temblores o dudas. Necesito que me vea fuerte—. Eso fue lo
que tú dijiste, ¿no? «Fue bueno mientras duró» . Por lo que
no comprendo a qué has venido. ¿Cada palabra fue real?
Pues esas también lo fueron.
Se lleva las manos a la nuca, inquieto, irritado. Está
acostumbrado a que ceda a cada cosa que quiere y ahora
mi resistencia lo fastidia. No sabe cómo lidiar con ella.
Quiere que acepte las disculpas y finja que nada pasó, que
sea la Emily comprensiva que fui en Cristeners, pero esa
Emily ya no está.
—Yo hablo de las promesas que te hice.
—Tú y tus promesas se pueden ir al infierno.
Aquello me duele más a mí que a él. Detesto hablar de
esta forma. Yo no soy vil, no soy como Magnus o Stefan.
Intento ser buena, el problema es que ya estoy harta. Si se
comportó tan frío conmigo, yo me comportaré de la misma
forma. La moneda que me des será la moneda que te
devolveré.
—¿Y sabes algo más, Magnus? No te arrastraré conmigo,
te lo juro. Voy a dejarte aquí y voy a pasar la página. Me
recuperaré de esto, viviré mi vida, alcanzaré cada una de
las cosas que quiera hacer y, si tengo suerte, en el futuro
conseguiré a alguien y seré muy feliz, con tu recuerdo
muerto en la cabeza.
—Para que eso pase, tendrás que matarme primero. —La
ira en su voz aumenta, como si lo hubiera injuriado. Se le
oscurecen los ojos y el cuerpo se le tensa, al igual que los
músculos de la cara. Quiere que me retracte de lo que he
dicho. No lo haré.
No me será fácil olvidarlo. Será doloroso y solitario, pero
lo conseguiré.
—¿Así como me mataste tú a mí, Magnus?
—Yo te advertí que mi patria era lo más importante para
mí. Te hice saber que mi mundo no era bueno.
—¡Me engañaste! Eso es muy diferente. Pintaste las
cosas malas y luego adornaste las esquinas dañadas. No
trates de culparme por algo que tú decidiste hacer. Si yo
confié, fue porque me ilusionaste. No seas cobarde y
admítelo.
—Estoy aquí, pidiéndote perdón. Sabes que jamás le pido
perdón a nadie y conoces la razón.
—¿Piensas que vas a comprarme con eso?
—No quiero justificarme más.
—Y a mí no me interesa tu perdón porque no lo quiero. Lo
único que espero es que desaparezcas. Lo nuestro se acabó.
¿Qué pretendes al venir aquí, Magnus? ¿Creías que con solo
pedir perdón yo cedería? No pasará ni en tus mejores
fantasías. ¿Qué crees que sucederá si es que llego a
perdonarte? ¿Que todo será como antes? Ya perdiste mi
confianza.
—No me voy a rendir. Conoces mi tenacidad. Estoy
dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguir lo que me
propongo.
—¿Y qué harás? ¿Secuestrarme como Stefan?
—No quedará rosal en pie, Emily. No habrá flor en este
mundo que no pase por tus ojos. Las traeré todas para ti.
Cada una, de cualquier rincón, de cualquier reino. Todas
serán tuyas.
—No quiero flores.
—No es lo único que tendrás. Cada músico tocará para ti,
cada reino te recibirá así deba conquistarlos todos, cada
costurero trabajará para hacer los vestidos que tanto te
gustan, cada persona verá tu nombre en el lugar más
importante. Lo juro por mí y por mis antepasados.
No creo en nada de lo que dice. Mi corazón está
demasiado lastimado como para dejarlo entrar de nuevo. Lo
que tengo en frente es la figura de un mentiroso. La cara del
hombre que jugó conmigo como si fuera una ficha de
ajedrez a la que podía sacrificar para ganar la partida.
Prefiero romper el tablero antes que volver a dejar que me
use.
—¿Sabes qué es lo que más rabia me da, Magnus? Que
yo te habría ayudado. Habría hecho cualquier cosa por ti.
Habría fingido tener el corazón roto, habría llorado toda la
noche, habría gritado hasta el amanecer, habría sido tu
cómplice para que obtuvieras eso que tanto querías. No
tenías que haberme lastimado. Pudiste habérmelo contado,
hacerme parte de tu plan, pero decidiste dañarme.
Las piernas me flaquean y ceden. Caigo lento sobre la
silla. La madera me recibe, me sostiene. No contesta, como
si hubiera enmudecido. No puede refutar lo que acabo de
decir, no tiene posibilidad. Si yo me vendé los ojos, fue
porque dijo que me guiaría por el camino. Lo hizo, solo que
el final del sendero desembocaba en un barranco.
Se inclina, tal como lo hizo una vez en su habitación.
Baja hasta quedar a mi altura e intenta ganarse mi mirada.
No se la ofrezco. Ambos nos quedamos en silencio. Los
únicos sonidos son el de su respiración y el de mis jadeos de
angustia. No hay nada más que decirnos.
—Las cosas no funcionan así, Emily. Me estaba desviando
de mi objetivo.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
—Ya no puedo dejarte ir. Te cruzaste en mi camino, me
cambiaste el rumbo y la vida. Te necesito conmigo. No
soporto estar lejos de ti.
—Qué pena, porque yo te dejé ir desde esa madrugada.
Nunca podrás recomponer lo que dañaste. Grábatelo muy
bien. ¿Recuerdas cuando me hablaste del odio justo,
Magnus? Pues te has ganado el mío. Vete, y no regreses
jamás.
43
MAGNUS
Cuando vine ayer y su madre me recibió, pude ver la rabia
en sus ojos. Quería convertirme en comida para animales.
En ese momento lo supe: Emily le había contado. Cuando
aparecí por primera vez, todos me veían con temor,
incluyéndola, y ahora su rabia era obvia. Me paralicé por un
segundo. No sabía cómo dirigir la conversación cuando ella
se negó a llamar a Emily. No tenía nada con que
convencerla o presionarla. Yo era el que estaba contra la
pared y todavía lo estoy.
Hoy regresé a la casa de la abuela Malhore. Una vez más
estoy sentado en su sala, solo que esta vez tengo a su
padre enfrente. ¿Piensan rotarse cada día? Ya vi de dónde
sacó Emily el color de sus ojos. Tiene unos ojos cafés,
grandes, escudriñadores, muy expresivos. Quiere sacarme
las palabras con la mirada, igual que lo intenta ella.
Debí traer a Francis conmigo. Él me hubiera aconsejado
sobre lo que debo decir, porque no tengo la menor idea. Los
padres de Vanir no se cansaban de darme atenciones. Es
extraño para mí ser el amable ahora.
—Mi hija no está aquí —me habla. Siento cómo se
cohíbe. No está feliz de verme, pero finge calma. No lo hace
bien—. Y no volverá sino hasta muy tarde.
—Lo comprendo. Puedo esperar. Tengo mucho tiempo.
Moverme por aquí no es lo más inteligente, por eso trato
de no estar afuera donde la gente pueda verme. La paz está
firmada y eso debería darme seguridad, pero lo cierto es
que no confío en nadie. Si Silas se entera de que estoy acá,
hará lo que sea para capturarme. Solo me quedaré una
semana. Así no tendrá tiempo de ser informado, trazar un
plan y ejecutarlo. Es bueno que este lugar sea tan solitario.
No hay muchos residentes y los que hay están alejados
entre sí. Es un buen sitio para perderse. Además, no tengo
tiempo. Los guardias que custodian a Emily ya han debido
avisar de mi presencia y en cualquier momento aparecerá
Denavritz con sus reclamos estúpidos.
—Entenderá, majestad, que no es sencillo para mí
tenerlo aquí y hablar con usted.
—No tenemos que hablar si no quiere.
¿Qué piensa? ¿Que vine a verlo a él? Por la manera en
que me mira, receloso y desconfiado, sé que no sabe nada.
No como la madre. Él todavía está perdido. Podría usar eso
a mi favor. Ponerlo de mi parte y que me ayude.
—Me gustaría hablar de su hija, mi novia.
—Emily nos dijo que usted no es su novio.
Esto va a ser más difícil de lo que pensé.
—Lo soy. —Trato de no perder la paciencia. No me
conviene—. Ahora estamos distanciados, pero lo soy.
—No sé qué le ha hecho usted a mi hija. Ella no me lo ha
querido contar, pero lo único que espero es que no sea lo
que me imagino.
Ahí está. No lo sabe.
—¿Qué le cuenta su imaginación, señor Malhore?
—Se aprovechó de ella. La obligó a…
—No. —Corto en seco semejante acusación—. Tiene
usted la peor imaginación.
—Soy un padre preocupado por el bienestar de mi
pequeña. Usted es el rey enemigo. Su historial no lo hace la
mejor persona a mis ojos.
—Ya firmé la paz —intento por otro lado. Pelearme con él
causará que Emily se aleje más de mí—. Eso debería limpiar
al menos la huella de mis pasos.
—Digamos que tiene razón. Aun así, no es sencillo para
mí pensar que mi hija esté a su lado.
¿Cómo que “digamos”? ¿Qué se cree este viejo?
—Emily es de mi completa estima.
—Parece que he regresado en el tiempo. Tuve una
conversación similar con otro monarca.
¿Se atreve a compararme con Denavritz? Juro que si
fuera otra persona, ya lo habría enviado a un calabozo.
—¿Puedo preguntar cómo comenzó todo entre ustedes y
por qué acabó?
Respiro profundo mientras me muevo en la silla,
incómodo. Por sí sola esta butaca es nefasta y, sumada a un
interrogatorio, es el purgatorio. No me gustan las preguntas
y menos de personas tan ajenas.
—En Lacrontte. Cuando escapó y le di la oportunidad de
residir en el reino. —No pienso desaprovechar la
oportunidad de exponer mis buenas acciones. No entiendo
por qué me crucifican si soy amable… cuando me conviene
—. Y no ha acabado. Se complicó porque tuve que tomar
algunas decisiones que no fueron las mejores, pero para eso
estoy aquí, para arreglarlo.
—¿Quiere usted a mi hija?
—Que esté aquí sentado debe darle una respuesta, señor
Malhore.
Eso sonó grosero. Debo controlar la manera en la que le
hablo a esta familia.
—La verdad es que no. Si la hubiera querido, no estaría
aquí sentado buscando su perdón.
Me devuelve el golpe. Esa respuesta es un puñal nada
sutil.
—Estoy aquí, eso es lo importante. Entiendo que la
imagen que tiene es la de un rey insensible, pero estoy
sentado frente a usted con la mayor tranquilidad del mundo
y apuesto mi corona a que no se ha sentido amenazado.
—Que en este momento no me sienta amenazado no
significa que usted no represente una amenaza.
—¿Qué trata de decir con eso?
—Que, con todo respeto, majestad, no estoy del todo
convencido de que usted pretenda a mi hija.
—¿Le gustaría que me alejara de ella?
Soy directo, no me gustan los rodeos.
—Le ha hecho daño. Es lo que un padre sensato querría y
lo que un hombre sensato acataría.
Quiere que me vaya, que no la busque más, que me dé
por vencido. No le gusto para Emily. Lástima, porque no me
importa.
—Soy conocido por mi falta de sensatez, señor Malhore.
—Buenas tardes. —Oigo una voz infantil detrás de mi
espalda.
No me vuelvo. Dejo que la persona aparezca en mi
campo de visión. Es una niña delgada, baja y parecida a
Emily. No mucho. Mi Emily es más bonita. Debe ser su
hermana menor. Marcia, Miranda o como sea que se llame.
Lleva el cabello castaño trenzado y tiene unos ojos
inquisidores que quisieran ver dentro de mi cabeza.
—Mia, ve a tu habitación, cariño.
¿Mia? Es que estos dos señores ponen los peores
nombres. Ann y ahora Mia.
La pequeña aldeana no se mueve. Se queda viéndome.
No es nada disimulada, igual que su hermana.
—Majestad —me saluda. Se inclina en una reverencia y
luego ladea la cabeza, observándome. ¿Acaso no escuchó
que se marchara?—. ¿Es verdad que usted es el novio de mi
hermana?
—Lo soy. —No dudo en contestar. Que les quede claro a
todos estos plebeyos que lo soy.
—Mia, sube a tu habitación.
—Te lo dije —responde, pero no habla con nosotros, sino
con alguien detrás de mí.
En la puerta hay una niña que parece de su misma edad.
Tiene las mejillas grandes y rosadas, la boca abierta y las
cejas levantadas, sorprendida por lo que acaba de escuchar.
—Te dije que el rey era mi cuñado.
Al menos hay una Malhore agradable. Así es como
deberían reaccionar todos.
La niña en la puerta se paraliza por unos segundos
cuando se da cuenta de que la miro. Aparta la vista,
asustada, da pasos hacia atrás y sale corriendo.
¡Por los muertos que cargo en la espalda! Todo lo que
hago por ti, Emilia.
—Emily dijo que volvería más tarde porque...
—Sube ahora mismo, Mia —le habla su padre,
interrumpiéndola. Este hombre no quiere que me entere de
nada.
Siento comezón en la piel. ¿Qué iba a decir? Los Malhore
son insoportables. No quiero verme desesperado, así que no
voy a preguntárselo a pesar de que necesito que lo diga.
Para mi mala suerte, la Malhore menor obedece. Va hasta
las escaleras y sube despacio.
—Emily dijo que vendrá tarde porque saldrá con un chico
—grita desde lo alto de la escalera. Luego se escuchan
pisadas presurosas. Salió corriendo a encerrarse.
Se me calienta la sangre al oírla. Eso pretendía, que me
enterara, que me pusiera intranquilo. Y lo consiguió. Quiero
levantarme e ir a preguntarle si es cierto. ¿Quién es? ¿De
dónde salió? ¿Dónde lo conoció? ¿Cómo se llama?
—Yo no le creería —sugiere el señor Malhore. Ya leyó la
molestia en mi cuerpo—. Mia es bastante titiritera.
Eso no me da tranquilidad. Estoy a punto de enviar a
alguno de mis guardias a cerciorarse de que este hombre
tenga razón. Me toma mucha más fuerza de voluntad
quedarme quieto, porque no puedo lucir tan demandante
frente a él.
—¿Usted cree que alguna vez me perdone? —inquiero
desviando la conversación a la zona en la que quiero estar.
—Siendo honesto, no lo sé. Emily es muy bondadosa,
pero la manera en que le habló ayer, la furia en su voz, en
sus pasos… Esa no era mi hija. No había visto esa rabia en
ella jamás. Lo que le hizo fue grave, de eso no me cabe
duda. Mi hija es una de las personas más pacientes que
conozco.
—Tiene carácter, señor Malhore. Emily tiene más
carácter del que cree. Grita y pelea.
—Entonces usted conoce otro lado de mi hija. En casa
tengo… tenía a la niña más calmada, amorosa y delicada
que he conocido en mi vida. Es como si hubiera nacido para
dar amor, ¿entiende a lo que me refiero?
¿Que si lo entiendo? Esa mujer ilumina cada rincón
dentro de mí. Y me hizo acostumbrarme tanto a esa
luminosidad que ya no soporto mis tinieblas.
—Sé que no tengo gracia bajo sus ojos —le digo lo
evidente—, pero no estaría cómodo si pierdo a su hija.
—¿Esa es su manera de declarar amor?
—Las palabras no son importantes. Son la vía, nada más.
¿Usted no cree que pueda ser alguien bueno para ella?
No comprendo por qué busco tanto su aprobación. Estaré
con ella así él no esté de acuerdo. La única opinión que me
importa es la de su hija.
—Le doy la misma respuesta. Que esté aquí, buscando su
perdón, dice demasiado. Usted la lastimó, yo la escuché
llorar. ¿Sabe la impotencia que siente un padre al escuchar
a su hija llorar y no poder hacer nada para solucionarlo?
¿Sabe la rabia que siento al pensar que la hirió? ¿Tiene idea
de lo horrible que es imaginar cuánto debe estar sufriendo
alguien a quien uno ama? Si soy honesto, me gustaría que
se alejara de mi familia.
Para este punto ya ni siquiera me interesa discutir, no
con él. La quiero. Y deseo demostrárselo, que ella se dé
cuenta de lo que siento. Lo que me hace dudar ahora es si
la mejor manera de hacérselo saber sea virar el timón y
navegar hacia otro lado. Porque, aunque la única opinión
que me interese sea la de ella, Emily me ha dejado claro
que me aborrece.
****
Han pasado los días y yo sigo desesperado. No tengo paz ni
descanso. La extraño. La extraño cada noche. Extraño su
voz, extraño su aroma, extraño verla y tocarla. Y detesto
extrañarla. Trato de sacármela de la cabeza, de entender
que ya todo se acabó, y no puedo. Qué mentira más grande
es creer que puedo olvidarla.
Dejé Mishnock y ese pueblo horrendo. Dejé la casa en la
que me instalé, una minúscula cosa de madera que me
hacía sentir en un ataúd. La dejé a ella y vine a Cromanoff.
Francis no me sirve en este momento, ya que me dirá lo
que no quiero escuchar. Necesito al idiota de mi primo.
Me abro paso por el palacio hasta el comedor, donde me
dijeron los guardias de la entrada que se encontraba.
Camino con desazón y, al llegar, abro las puertas sin
esperar a que me anuncien.
—Gregorie. —Soy yo quien habla, pero me freno en seco
cuando lo veo… acompañado—. Elisenda.
Recuerdo haberlo escuchado decir que habían vuelto a
hablar, solo que no imaginaba encontrármela ahora. Ya
entiendo. Es cuestión de tiempo para que ambos estén
juntos de nuevo y esta vez la mujer termine con un anillo en
el dedo.
Ambos están sentados en el comedor, uno al lado del
otro, y antes de que los interrumpiera se sonreían como si
estuvieran en una cita. Seguro lo están.
—¿Cómo está, majestad?
Elisenda se levanta y me ofrece una reverencia. Lleva un
vestido verde de mangas abullonadas. El color favorito de
Gregorie, por cierto. Se las está jugando todas, lo veo.
—Seguro que no mejor que tú.
Sigue igual a como la recordaba. Alta, con el pelo largo y
oscuro y la piel morena. Tiene ojos marrones que ahora me
atormentan con el recuerdo de alguien más y ese porte
medio inseguro y tímido que le veía al principio de su
relación con Gregorie. Parece que ha regresado en el tiempo
y estar aquí, tras estos años, le ha devuelto esa vergüenza
que le conocí alguna vez. Elisenda es muy animada, aunque
en el fondo se le nota que este mundo la intimida. El peso
de las responsabilidades que conlleva, el temor a no ser
aceptada y el compromiso de estar constantemente
cuidando lo que dice por miedo a arruinarlo o a
avergonzarse frente a los demás viven en ella.
—Primo, ¿sucede algo?
Gregorie no se pone en pie, sino que me mira desde la
silla, un tanto preocupado por mi repentina aparición y por
mi aspecto. No me he mirado en el espejo estos días, aun
así, apuesto a que luzco gris.
—No fue mi intención interrumpir —miento. Habría
entrado estuviera ella o no—. Necesito hablar contigo un
momento. Dame una hora y regresaré. Me instalaré
mientras me llamas.
Tampoco soy un imprudente. Les daré su espacio. Mis
penas pueden esperar.
—La abuela está aquí. Puedes hablar con ella mientras
esperas. Tercera puerta después de mi alcoba.
No suele atenderme cuando está acompañado por
alguien que le interesa mucho. Le pediré a Francis que
comience a pensar en opciones para regalos de bodas.
—Claro. Iré a verla.
No me toma demasiado encontrarla. Cuando entro en su
habitación, la veo sentada frente a un escritorio con pluma
en mano, escribiendo. Siempre le han gustado las cartas.
Solía enviarme muchas cuando no me permitían recibir
visitas. Leerla fue lo que me ayudó a no perder la cordura.
—Oh, cariño. Cariño mío. —Se quita las gafas y viene
hacia mí a paso ágil. Los años todavía no le pasan factura a
su cuerpo—. Mi pequeño Magnus. No sabía que vendrías. Te
habría recibido en la entrada.
—No estaba en mis planes venir. —Me rodea en un
abrazo fuerte y descansa la mejilla contra mi pecho,
respirando mi perfume—. No sabía que estabas aquí.
Me toma de los brazos y me empuja hacia abajo. Lo que
siempre hace, lo que busca. Cedo para que pueda alcanzar
mi cara y darme los besos que quiera. La abuela siempre
huele igual. No ha cambiado de perfume en todos estos
años: lavanda.
—Vine aquí porque me sentía sola en Lacrontte. Tú
estabas en Cristeners. Luego me enteré de que habías
firmado la paz y quise regresar, pero Francis me contó que
estaba solo en Mirellfolw porque tú te habías ido a
Mishnock.
—¿Y por qué te cuenta esas cosas?
—Porque se preocupa por ti y yo le pregunté.
—¿Y es que hablan con frecuencia?
—Somos amigos desde hace un tiempo.
—¿Hace un tiempo? Si cuando vas al palacio lo saludas
dos segundos y luego no lo vuelves a mirar.
—Bueno, ahora somos más cercanos.
—¿Qué tanto?
—¿Importa?
Esta situación es rara.
—Ay, no, abuela, no me digas que…
Ni siquiera logro terminar la frase. Por eso aquella vez
Francis se quedó pensativo cuando le pregunté si se había
fijado en alguien en quien no debía. ¿Era mi abuela?
—¿Desde cuándo? —pregunto, molesto. Es insultante que
no me haya dado cuenta—. No te atrevas a mentirme.
Ella sonríe. Sonríe como una adolescente.
—Tengo derecho. Tu abuelo murió hace muchísimo.
Respiro profundo. Trato de encontrarle algo bueno a esto,
lo que sea, lo necesito. Al menos sé que no es alguien que
trata de aprovecharse de su título y su dinero.
—Estoy feliz —dice para tranquilizarme—. Y quiero que tú
lo estés. No hablo de Francis y yo, sino de ti y de la cara que
traes.
—¿Cuál cara? —Me cruzo de brazos a la defensiva. No sé
si quiero contarle esto a ella.
—De tristeza, cariño. Te conozco desde que eras un bebé,
¿lo olvidas? Soy capaz de reconocer cuando estás triste.
¿Ocurrió algo?
—Errores que cometo, nada más.
Sería en vano fingir que no pasa nada.
—¿Errores de qué tipo?
No soltará el tema hasta que confiese, así es ella. Por eso
siempre hay que mostrarse feliz o hará un interrogatorio.
—Eso no importa ahora.
—¿Tiene que ver con tu novia? ¿Con Emery?
Todavía la recuerda. Tenía la esperanza de que la hubiera
olvidado. Muy ingenuo de mi parte.
—Quizás.
—Así que son cosas de amor. Mi tema favorito. ¿Qué
sucedió?
Esa es la diferencia entre mi abuela y Francis. Ella quiere
saber, mientras que Francis pregunta si quiero contarlo.
—Se acabó por mi culpa.
En su rostro no hay ni una pizca de preocupación.
Desearía tener su tranquilidad. Estoy convencido de que no
se imagina la dimensión de mi error.
—No, cariño, seguro puede solucionarse. Te veo con ella
por mucho tiempo, casado y con hijos. Tu abuela jamás se
equivoca. Tendrán los nietos que tanto deseo.
¿Cómo puede pensar en niños ahora?
—Eso no sucederá. Pídeselos a Gregorie.
—Sé que él me los dará, pero quiero los tuyos también.
Dime cómo puedo ayudarte a solucionar el problema. Si
hablo con ella, seguro conseguiré algo. Soy muy buena
persuadiendo.
—Ella no quiere saber nada de mí. Ya lo intenté. Nuestra
relación es un desastre.
Sonríe como si escucharme le hubiera dado una idea. No
dice una palabra más y va hasta su mesa de noche. Abre la
gaveta y de ella saca un objeto circular dorado: es una
brújula de oro.
—Sé que no te gustan los obsequios y cuando fue fin de
año me abstuve de darte algo, pero te pido que ahora
aceptes esto.
De la única persona que recibo obsequios es de mi
abuela. A regañadientes, por supuesto. No quiero que se
sienta rechazada por mí.
—Era de tu abuelo. La traigo siempre conmigo. Pensé un
día en dársela a tu padre porque su relación con tu madre
también fue desastrosa muchas veces, pero por fortuna no
se la entregué. Era para ti.
—Gracias —contesto, no muy seguro. No entiendo en qué
me ayudará una brújula.
Detallo la pieza. Es pesada, pero no demasiado. Tiene
una cadena delgada y en el anillo que la sostiene se ve
marcado el número VI. Creo que no era para mí, sino para mi
descendiente. La cubierta es completamente lisa, salvo por
un diminuto grabado de iniciales: M. L. Podría ser cualquiera
de nosotros.
—Ábrela, por favor —pide, más emocionada que yo por el
regalo.
Con cuidado levanto la tapa, dejando al descubierto su
interior. En la base, las agujas móviles señalan los puntos
cardinales, que han sido cambiados por una palabra que
reconozco a simple vista. En el Norte ya no hay una N, sino
una R. En el Este hay una A, la S del Sur cambió por una M,
y en el Oeste ahora se escribe una É.
—¿Ramé? ¿Por qué esa palabra? La brújula no me servirá
así.
—Las brújulas son para guiar el camino y esta te ayudará
a encontrar el tuyo.
—¿Hacia algo hermoso y caótico?
—No. Tú ya tienes el caos, ahora debes buscar el lado
hermoso.
—Eres demasiado romántica, abuela. El mundo no
funciona de esa manera.
—El mundo es lo que queremos que sea y más para un
Lacrontte. La vida es como un baile, Magnus. Nos
tropezamos, pisamos, perdemos el ritmo, Hay piezas lentas,
rápidas, relajantes, aturdidoras. Son como los momentos
que pasamos. Por eso, busca a una buena compañera de
baile que te ayude a llevar el compás y, cuando la
encuentres, baila solo con ella. Algo me dice que ya la
encontraste.
—¿Quieres decir que la busque de nuevo?
—Baila con ella, Magnus. Siempre baila.
—¿Interrumpo? —La voz de Gregorie llega desde la
puerta precedida por unos golpes en la madera—. ¿Quiénes
van a bailar?
—No es de tu incumbencia, Fulhenor.
Me guardo la brújula.
—Lo dudo. Abuela, voy a robarme a mi primo unos
minutos. Te lo devuelvo luego.
Salimos al pasillo y vamos a su alcoba, directamente al
balcón que da al jardín. Gregorie se acomoda en la mesa de
té, tranquilo, preparado para lo que le contaré.
—Regresaste con Elisenda —hablo primero.
—Sí, justo después de volver de Grencowck. Y te juro que
es como antes. Parece que el tiempo no hubiera pasado,
que jamás hubiéramos terminado. Siento lo que sentía al
inicio de nuestra relación —confiesa con ojos brillantes—. La
emoción, los nervios, la energía, la pasión. Todo está ahí. Es
como si hubiera estado dormido y por fin despertara. Y
ella… ella me ve tal como lo hacía en esa época. El rubor en
las mejillas, la complicidad en las miradas, la manera en
que se mueve, siempre inclinada hacia mí… Sé que ella
también lo siente.
—Un lingote de oro por cada vez que dijiste «hubiera».
No soy bueno con las declaraciones de amor y menos
cuando no son mías.
—Llévate media reserva si quieres. —La sonrisa en su
cara es de felicidad absoluta—. Hablo en serio, Magnus. No
entiendo cómo me permití perderla antes.
—¿Por qué terminaron en primer lugar?
Merezco saberlo si estoy aguantando esto.
—Tonterías. Pensé que el amor se nos había acabado.
Monotonía, probablemente. Luego conocí a Lerentia y me
deslumbré, supongo. Era nueva, extranjera, ofrecía otro
mundo para mí. Me cegué. Deberías entenderlo porque fue
lo que te sucedió con Vanir, ¿no? —Asiento, algo incómodo
—. Tú tampoco me has contado por qué terminaron.
—No quisiera hablar de eso ahora.
—De acuerdo. ¿Sobre qué quieres conversar, entonces?
Soy todo oídos. ¿Ya lo arruinaste con Emily?
—¿Por qué crees que fui yo quien lo arruinó?
—Porque eres tú quien no sabe cómo llevar las relaciones
personales.
—¿Ves esto? —Me subo la manga de la camisa para
enseñarle el cinto azul que tengo atado en la muñeca—.
Llevo esta porquería que tenía en su vestido y aún no he
sido capaz de quitármela. Es tonto, ¿verdad? —Sonrío,
derrotado.
—El amor nos hace tontos, y está bien. ¿De qué sirve ser
cuerdos toda la vida? Esto es de ensayo y error, Magnus.
Ser lineales es una pérdida de tiempo. ¿La quieres?
Ahí va de nuevo esa pregunta. ¿Por qué todos quieren
saber lo mismo?
—Muchísimo. No te imaginas cuánto, Gregorie.
—¡Por toda la belleza de los Lacrontte, Magnus! —Abre
los brazos, exagerado. Parece un pavo real—. Lo sabía, lo
sabía. Sabía que ibas a terminar prendado.
—¿Crees que soy un monstruo, Gregorie? En ocasiones
me siento como uno.
—Uno no sabe que es un monstruo cuando solo ha vivido
rodeado de ellos. Estoy seguro de que esa sensación es por
Emily, ¿verdad? Su personalidad dista de la tuya. Ella es
como la lluvia para el verano. Quizás por eso te sientes
como el malo. Hasta yo me sentiría así; Emily es muy dócil.
Le cuento a detalle lo que le hice y que no me arrepiento.
Y aunque me gustaría que las cosas fueran diferentes, no se
puede. Es fantástico ver el cambio en su cara. Pasa de la
comprensión a la acusación y noto que intenta no juzgarme,
pese a que sus ojos ya lo hacen. Parpadea rápido,
procesando lo que he dicho.
—Eso no me lo esperaba. Aunque no me desentiendo de
tus razones. ¿Quieres un abrazo?
Lo miro, decepcionado. Gregorie es mucho más dado al
afecto que yo. Sabe que no me gustan las muestras de
cariño, pero eso no le interesa porque las da de cualquier
forma.
—Pensé que había tenido el corazón roto por Vanir —
confieso—. Esto se siente mucho peor.
Esa tarde, en Grencowck, le conté lo que había pasado
con ella.
—¿Vanir te rompió el corazón o solo te hirió el ego?
Su pregunta me deja en el aire, y no porque me moleste,
sino porque no sé qué responder. Solo les he confesado a
dos personas lo que ocurrió con Vanir. Ahora me pregunto si
lo hice para no manchar su nombre o para proteger mi
imagen. Cuando pienso en lo que sentiría si Emily me
hiciera algo similar, se me calienta la sangre y se me sube
la ira a la cabeza. Estaría devastado, desesperado.
Definitivamente, con Vanir fue diferente. Lo que me dolió
fue ver lo estúpido que había sido por escogerla, porque en
el fondo sabía que me iba a adaptar a su ausencia rápido.
—Creo que ya tienes la respuesta —dice con una sonrisa
de satisfacción—. Cuando Lerentia me abandonó, sentí
muchas cosas horrorosas. El desamor es una de las etapas
más mortificantes de la vida. Te preguntas cada día cuándo
se acabará el dolor, pero parece que cada vez se hace más
grande, fuerte y asfixiante hasta el punto de que deseas no
sentir nunca más. —Lo escucho con atención. Sé que lo
necesita. No pudo abrirse conmigo cuando las cosas
pasaron. Lo único que hizo fue volcar su ira contra mí y
odiarme—. El dolor sabe cuándo hacerse presente. Es como
si se burlara de ti y tú no pudieras hacer nada para
combatirlo. Estás indefenso y te consume algo que está tan
arraigado en ti que, aunque quieras arrancarlo, no puedes.
—¿En realidad ya no te duele lo que pasó con Lerentia?
—No, y no quiero que tú sufras, Magnus. Sé que
podemos arreglarlo de alguna forma. Me tienes aquí para lo
que necesites. Lo sabes, ¿no? —Asiento sin muchas ganas
—. Te respaldaré si lo que quieres es que nos plantemos en
su casa en Mishnock. Cantaré una canción por ti, la más
bonita que me sepa. No la puedes dejar ir. Ya le hablé a
Elisenda de ella.
—Deja el romanticismo a un lado, por favor. Ella me dejó
claro que no hay nada que pueda hacer. Y te juro, Gregorie,
que haría lo que fuera. Le daría hasta la última flor del
mundo. Al menos las de…
Me quedo mudo. Lo tengo. ¿Por qué no había pensado en
eso antes? Con eso me perdonará, tiene que hacerlo.
—¿Cuánto crees que nos tome prepararnos para invadir
otro reino?
44
EMILY
Ha pasado un mes.
No he vuelto a ver a Magnus.
Se fue y no regresó. Se fue y espero que se haya
olvidado de mí. Se fue y aún me duele el corazón.
Estoy de vuelta en Cristeners. No quería venir, pero lo
hice por Claire. Es su matrimonio y me envió una invitación.
No quise faltar a su día después de lo amable que había
sido conmigo.
No niego que me daba miedo encontrar al rey Lacrontte
aquí, pero tal parece que ha decidido no venir. Es muy
sensato de su parte si se tiene en cuenta que hace tan solo
dos semanas se fue contra Dinhestown. Me enteré por el
periódico al llegar aquí. A veces no es tan bueno que al
pueblo de la abuela no lleguen las noticias. Lacrontte
agregó un nuevo territorio a su mapa. ¿Cómo pudo hacer
algo así? ¿Es su manera de descargar la ira? ¿Es feliz
cuando hace sufrir a los demás? Apostaría a que sí. Él solo
es maldad y odio. De ocho reinos, ahora solo quedan cuatro
y apostaría lo que tengo a que pronto vendrá por Mishnock
de nuevo. Los acuerdos de paz no durarán demasiado.
El asiento de la iglesia se me hace incómodo y mi vestido
de flores naranjas me da calor a pesar de los tirantes
delgados, el escote recto y el cabello recogido, que ayudan
a refrescarme. No logro quedarme quieta por mucho tiempo
en una posición sobre el banco de madera. Una vez, el
señor Field nos contó que los hacían de esa manera para
que nadie se quedara dormido en los sermones que se
daban muy temprano en la mañana y que duraban horas.
Les funcionó. No podría dormir aquí.
Stefan y Lerentia están sentados un par de sillas
adelante y yo estoy rodeada de guardias que me vigilan
para evitar una posible huida. Ya ni fuerzas tengo para eso.
Aunque no niego que, si hubiera posibilidad alguna de ser
libre sin tener que escapar, la tomaría. Quisiera comprar mi
libertad tal como Magnus compró mi ubicación.
Todo huele a las rosas blancas que decoran los asientos y
señalan el camino hacia el altar, en donde un nervioso
Lorian espera de pie, con su padre detrás. El príncipe se
mueve, desesperado, como si presagiara que algo malo va
a suceder y quisiera evitarlo. El rey Everett le pone la mano
en el hombro para que se mantenga en su sitio cuando la
marcha nupcial empieza a sonar. En la cara de Lorian puede
leerse su desolación y parece que en cualquier instante se
echará a llorar. Siento pena por él. Es obvio que no quiere
casarse. Tiene el entrecejo fruncido y los hombros caídos.
Quiere fugarse de aquí.
Claire aparece en un pomposo vestido blanco de mangas
largas, botones perlados y una falda amplia de seda. Se ve
hermosa. Los ojos le brillan con cada paso que da hacia el
altar del brazo de su padre. Las personas se levantan y
lanzan flores a sus pies, formando un camino que termina
cuando está frente a su futuro esposo, quien le da una
sonrisa forzada. Esto no augura buenas cosas. El sacerdote
empieza la ceremonia y ellos les dan la espalda a los
invitados. Se toman de la mano y, de repente, Lorian se
mueve. Da unos pasos atrás fuera del altar y se detiene tan
rápido como se movió.
La iglesia se queda en silencio. Quiere irse con su
prometida, es evidente. Muchos se miran, extrañados,
murmuran y corren la voz. El rey Everett parece perder la
paciencia. Le susurra algo a su hijo que hace que este dude
de su decisión. Lo sostiene del brazo con fuerza y puedo ver
cómo le hunde los dedos en la chaqueta. Cuando creemos
que las cosas se han calmado, él se zafa de su agarre y dice
lo impensado en voz muy alta, como si quisiera que toda la
iglesia lo escuchara.
—No tienes que desheredarme. Yo abdico la corona.
El asombro es colectivo. Esperaba que se arrepintiera de
la boda, no que renunciara a la corona frente a todos.
Lerentia se levanta y la reina Magda lo hace con ella; sin
embargo, ninguna de las dos se atraviesa en el camino de
Lorian. No sumarán ninguna palabra más a este escándalo.
Le permiten marcharse y que se lleve consigo a una
confundida Claire, que no hace más que volverse a mirar a
sus padres mientras la sacan de la iglesia. ¿Qué acaba de
pasar?
Los invitados nos miramos sin dar crédito a lo que
ocurrió. Son un montón de caras desconocidas con la misma
expresión de sorpresa. Se levanta una oleada de
habladurías que rápidamente se vuelve insoportable. La
gente se cubre la boca con los abanicos para comentar y se
mueven de asiento para unirse a las conversaciones de los
demás. Hasta mí llegan las teorías: los Mosswed están en
bancarrota y por eso Lorian no quiso casarse; los obligaban
a casarse porque ella está embarazada, pero Lorian no la
quiere, y, la peor de todas, Claire engañó a Lorian y él lo
descubrió. Todas tienen algo en común: Claire es la
culpable. ¿Por qué me resulta esto tan familiar?
Lerentia va con sus padres, quienes ya están reunidos
con los Mosswed. Son un círculo de inquietos, que parece
más una reunión del consejo en pleno ataque enemigo, al
que más tarde se une Stefan. La iglesia se vuelve un caos
cuando el sacerdote anuncia que la boda se cancela. Una
parte de los invitados se levantan y se van, indignados por
que los hayan hecho perder el tiempo. Otros se ven
aburridos por la falta de información, y el resto son los que
se mantienen sentados, sin saber qué fue lo que ocurrió en
realidad.
Media hora después, el sitio queda vacío, pues envían a
los guardias a sacar a quienes se niegan a irse. Lerentia
trata de marcharse con ellos. Está claro que quiere ir en
busca de su hermano, el problema es que su madre la
retiene del brazo cada vez que lo intenta. Ella está
desesperada o, más bien, preocupada, mientras que el rey
Everett no se esfuerza en ocultar su ira. Se mueve de un
lado a otro y es el único al que logro escucharle un poco la
voz. Habla de sacarlo del palacio, de desheredarlo y de la
decepción que siente. A mí me resta quedarme sentada en
silencio hasta el momento en que decidan regresar a la casa
real. Envían a los custodios a preparar los carruajes en la
parte trasera de la iglesia para evitar a la mayor cantidad
de curiosos, que esperan en las calles por un pedazo de
información. Qué desastre.
Lerentia se atraviesa en mi camino cuando vamos fuera.
Les pide a mis guardias que vayan al carruaje con Atelmoff,
alegando que yo iré con Stefan y con ella. Me resisto, pero
ella no me hace caso. Ir con esos dos en un mismo carruaje
asegura una pelea en todo el camino. ¿Para qué sumar esa
carga a su espalda después de lo que acaba de ocurrir?
—Lo último que quiero es que estés en el palacio —me
recrimina una vez nos quedamos solas, rodeadas
únicamente de guardias cristenses—. No necesito que estés
involucrada en esto ni que sepas cosas que no te
corresponden, como si fueras parte de mi familia.
¿Ahora qué hice? Tal parece que la amabilidad que tuvo
al dejarme ir desapareció.
—No es algo que yo haga adrede y lo sabe —me
defiendo con calma.
—Ahórrate las explicaciones. Desaparece de mi vida y
punto. Esta es la última vez que te ayudaré. —Les pide, con
un movimiento de manos, algo a los cristenses. Uno de ellos
le entrega un papel pequeño y rectangular que pronto
descubro que se trata de un boleto de tren—. Lárgate y no
vuelvas más.
Me lo entrega con desdén, evitando que nuestros dedos
se toquen. Al leerlo, me doy cuenta de que tiene fecha para
mañana a las siete en punto con destino a Dinhestown.
Bueno, el antiguo Dinhestown. ¿Acaso entiendo bien? ¿Me
ayuda a escapar?
—No sabía que esto pasaría —dice al ver mi desconcierto
—. Se suponía que habría una fiesta y que, en la
madrugada, con todos ebrios, sería más fácil que te
marcharas con ayuda de mis guardias, pero si no lo haces
ahora, no lo harás nunca. Lárgate de mi vida de una buena
vez y no vuelvas a aparecer.
—¿Lo dice en serio?
—Te desprecio, Emily. No pienses que me agradas.
Desprecio verte cada día de mi vida. Te quiero fuera.
Es que no lo creo. Sí, ya me ayudó una vez, pero ¿de
verdad lo hará de nuevo?
—Gracias. —Mi voz no es capaz de contener la emoción
—. Muchas gracias.
No pienso preguntar por qué me ayuda. Me basta con
que lo haga. Es obvio que todavía no me soporta y, aun así,
me ayuda a su manera y con el peor carácter. No me
interesa. No me importa la forma en la que me hable. Puedo
aguantar su amargura con tal de que me deje ir.
—Para bien o mal, Stefan es el esposo que tengo y no
quiero que rondes en mi matrimonio. Mucho menos quiero
que estés cerca de Magnus.
—El rey de Lacrontte no es de mi aprecio.
—Te dije que te ahorraras las explicaciones. Si regresas,
te voy a hacer la vida imposible, niña, te lo juro.
Se da media vuelta y se va. La mayoría de los carruajes
están preparados. No veo a mis cuatro guardias por ningún
lado, de modo que ya deben estar dentro de uno de los
transportes con Atelmoff. Yo camino al que me toca,
acompañada ahora por cristenses que no me dicen una
palabra.
Nos ponemos en marcha y después de unos minutos me
doy cuenta, mirando por la ventana, de que no seguimos a
la caravana real. Nos desviamos calle abajo mientras los
demás siguen en dirección norte, hacia el palacio.
—¿A dónde me llevan? —me animo a preguntar.
—La dejaremos cerca de la estación de trenes. Aunque el
rey no se entere de que ha escapado esta noche, no pasará
mucho tiempo antes de que lo descubra, así que no se le
ocurra perder el tren. Si él envía una orden de búsqueda, es
conveniente que salga del reino antes de que la orden
llegue a la frontera y no la dejen salir. ¿Entendido?
—¿Y cómo harán para que Stefan no lo descubra hoy?
—No estamos autorizados para hablar sobre eso.
Obedezca, que del resto se encargan los demás.
¿Los demás? Sé que Atelmoff está involucrado en esto.
De otra forma, Lerentia no habría pedido que mis guardias
se fueran con él. Se supone que ellos no se llevan bien, al
menos eso me ha dejado ver Amoff. ¿De verdad se unieron
para ayudarme?
—¿Entendido? —vuelve a preguntar uno de ellos.
—Sí, entendido.
Ni siquiera me importa no tener un triten en el bolsillo.
Dormiré en cualquier lugar, hasta en medio de los rieles, si
es necesario.
Iré a Cromanoff. Es el único lugar seguro para mí ahora.
Gregorie me ayudará sin duda y, como está peleado con su
primo, sé que no le informará de mi presencia en su reino.
Esta vez no pienso fallar.
45
MAGNUS
Una invitación de matrimonio puso de nuevo a Cristeners en
mi mapa.
Me costó llegar aquí. Los viajes largos me desesperan y
lo cierto es que no deseaba regresar al lugar en el que le
rompí el corazón a la mujer a la que quiero. Aunque después
de lo que Gregorie me ayudó a conseguir, se puede decir
que Roswell queda más cerca de Lacrontte.
Desde hace unos años he tenido en la mira a
Dinhestown. Lo quería para mí porque mi madre viajaba
mucho allá cuando era joven. Mi padre tenía una muy buena
relación con su rey y lo visitamos en más de una ocasión. Es
un paraíso verde con una costa hermosa. Tuve una pequeña
obsesión con este lugar a mis diecinueve años. Creía que, si
me adueñaba de él, podía tener algo de mi madre, por eso
hice una oferta por el territorio. Joacatz Hazerot, su rey, se
negaba a venderlo. Lo dejé de lado por un tiempo, ya que
tenía cosas más importantes de las que encargarme, hasta
que recordé los jardines de Refcold. Ellos son mi último
recurso.
Dinhestown fue mucho más fácil de ganar que
Grencowck. Hazerot es un hombre pacífico que no invierte
mucho en poder militar y, por supuesto, no esperaba un
ataque. Se rindió fácil cuando entré al palacio. Le di la
opción de marcharse con vida, fue inteligente y la tomó.
Ahora los jardines de Refcold son míos y pronto serán de
Emily. Con eso tiene que perdonarme.
—De saber que me iba a ignorar, no habría venido.
Francis habla detrás de mí. Vine con él, pero no hemos
conversado demasiado. Todavía no sé cómo tomarme que
salga con mi abuela. ¿Eso en qué lo convierte? Ni aunque
me claven una espada en el pecho le diré abuelo.
—¿Cuándo pensabas contármelo? —Me vuelvo hacia él.
—¿Debía hacerlo? Supuse que era mi vida privada.
—No me hagas perder la paciencia, Modrisage.
Sonríe. Tiene el atrevimiento de sonreír.
—Me recuerda a la época en la que me hacía escándalos
porque quería salir del palacio. Me llamaba por mi apellido
cuando se enojaba. —Abro la boca para replicar, pero me
interrumpe—. Ya sé que no es lo mismo. No pienso renunciar
por ahora. Y si me caso con Aidana, no lo invitaremos.
—No me resulta gracioso.
Él sabe lo mucho que me desagradan las ceremonias de
cualquier tipo. Mucho más si no soy yo el protagonista. Por
ello no fui a la iglesia. Prefiero esperar a que vengan aquí, al
palacio, para la celebración. Salí tarde de Lacrontte adrede.
Bueno, por eso y porque no quería encontrarme con Emily.
—Tal parece que no hubo boda. El príncipe y la señorita
Claire llegaron hace un rato y los demás después. El rey
Everett no se veía nada contento. Por el pasillo se rumora
que el joven Wifantere abdicó.
¿Me sorprende? No. Era obvio que no se casaría. Pero
que abdique es inesperado. Es una decisión estúpida que
me dejará sin aliados.
—Qué comunicativa es la servidumbre aquí. ¿Son iguales
en Lacrontte?
—Mucho más rápidos.
Los imagino murmurar sobre el mal humor que he tenido
estos días… y siempre.
—¿Emily está aquí?
—Lo más seguro es que haya venido con el resto.
No sé si quiero verla, es decir, claro que quiero, pero no
antes de tener claro cómo le explicaré que me apoderé de
Dinhestown. Aunque estoy seguro de que ya lo sabe. ¿Por
qué tenía que gustarme justo la más pacífica?
—Majestad. —Uno de los guardias toca la puerta—. El
príncipe Lorian está aquí y quiere verlo.
Miro a Francis y él a mí. No esperaba que viniera, aunque
tampoco me extraña. La tormenta en su cabeza debe ser
gigantesca.
—Supongo que es hora de que me retire.
Al salir, Francis saluda con un movimiento de cabeza a
Wifantere, quien no le corresponde. Tiene la mirada decaída
y el semblante sombrío o, más bien, preocupado. Trae el
porte firme de siempre con la espalda derecha y la cabeza
en alto; sin embargo, no tiene el espíritu orgulloso que suele
vérsele.
—Majestad. —Hace una reverencia rápida, casi como si
no quisiera hacerla—. ¿Lo he interrumpido?
Niego. Espero que diga algo y no lo hace. Mira a los
lados, buscando a alguien oculto. ¿Quiere comprobar que no
estoy con Emily?
—Estamos solos —inicio yo para darle tranquilidad—.
Escuché que abdicaste. Eso es valiente y estúpido.
—Dejémoslo en valiente. Quería hablar con usted, pedirle
un favor. No soy una persona a la que se le den muy bien
las amistades, así que no tengo una con la suficiente
confianza como para llamar a su puerta. En cambio, usted
es un monarca y puede entender mi posición mejor que
nadie.
—¿Necesitas un lugar para vivir?
—Y un trabajo. No se lo pido a mi hermana porque
indirectamente estaré bajo el mando de mis padres. Y
Lerentia es muy apegada a sus reglas. Estaré preparado
cuando usted quiera marcharse si me da la oportunidad.
¿Qué tiene la gente ahora con pedirme residencia? Puede
que me sirva en Dinhestown. Lacrontte es demasiado
grande ahora.
—De acuerdo. Te buscaré algo.
—¿Tiene algún pendiente esta noche? Lo digo por si
quiere venir conmigo a un lugar. —Levanto las cejas,
perdido. ¿Escuché bien?—. No puedo estar en el palacio. No
quiero, realmente.
—No creo que sea una buena compañía.
—En este momento, cualquier persona es buena
compañía.
Lo pienso. Si Emily está aquí, querré ir a verla, aunque
quizás terminemos en un escándalo y, dada la situación, no
sé si sea lo mejor. Pero tampoco sé si la mejor idea es salir
con Wifantere.
—De verdad necesito salir de aquí y no quiero estar solo
—insiste.
—Bien, vámonos.
Acepto porque en el fondo quiero ayudarle a su mente
atribulada. Me veo en él, metido en líos políticos y con
pocos aliados. Recuerdo a Francis luchar contra el sueño
porque yo quería seguir hablando y no irme a dormir.
Necesitaba a alguien que me escuchara. Wifantere necesita
a alguien igual y, pese a que no me considero el mejor en
ese ámbito, lo intentaré. Además, le debo un favor por su
ayuda con el retraso en el viaje de Sigourney. Y, claro,
también lo haré porque prefiero evitar quedarme pensando
toda la noche en Emily Malhore. Sé que es justo lo que
pasará y no puedo permitirle que se cuele en mis
pensamientos ni un centímetro más.
Un carruaje nos lleva lejos del palacio y huimos de algo
que paradójicamente traemos con nosotros. Nos detenemos
frente a un sitio rústico de calicanto y techo triangular de
madera que parece tener dos pisos, aunque desde acá no
puedo asegurarlo. La calle está completamente vacía. No se
escuchan música ni pasos ni nada que indique que hay
gente cerca. Empiezo a desconfiar. Wifantere no podría
tenderme una trampa, es decir, seis de mis guardias vienen
con nosotros. Bueno, en caso de un ataque, sería muy
sencillo deshacerse de ellos.
—¿En dónde estamos? —pregunto mientras él llama a la
puerta con el aldabón—. ¿Es una cantina?
—En un bar. Es más elegante que una cantina.
—Para mí no hay diferencia. Son cosas del pueblo que no
me apetece conocer.
—Le gustará, créame. Es algo exclusivo. Nadie sabrá que
estuvimos aquí. Nadie nos molestará. Es un lugar seguro.
Un hombre aparece detrás de la mirilla de la puerta.
Tiene poco cabello, algunos dientes de oro y la piel
colgante. Saluda a Wifantere como si fuera un amigo y no el
príncipe heredero. Nos invita a pasar, pero yo me clavo en
el suelo. Por supuesto que no entraré ahí.
—Soy el rey de Lacrontte. ¿Cómo sé que no me
apuñalarán al entrar? No puedo confiarme.
—Trajo guardias consigo. Que un grupo entre a revisar el
sitio y a aprobarlo.
Asiento. Mando a tres guardias y me quedo con el resto
afuera. Sigo dudando. Soy un hombre desconfiado por
naturaleza. Si Francis viera en dónde estoy, me daría una
cátedra de por qué esto está mal.
Muchas veces quise escapar del palacio, ir a algún lugar
en donde nadie supiera quién era. A los quince segundos, la
idea se desvanecía. No quiero que no me reconozcan. Soy el
rey, no un aldeano del montón.
Tras unos minutos de requisa, mis guardias vuelven con
un reporte de lo que vieron adentro. Después, entramos
nosotros por un pasillo angosto lleno de puertas. Wifantere
se desvía por la sexta y, tal como lo prometió, el lugar está
vacío. Hay tres músicos en un rincón tocando algún ritmo
folclórico que desconozco. Hay una mesa rectangular lo
bastante grande para dos personas, paredes con papel tapiz
y luces amarillas que me dan dolor de cabeza. Esto es
ridículo.
—¿Vienes muy seguido a este lugar? —No me muevo.
Cualquier cosa de aquí podría enfermarme.
—Cada vez que no soporto mi vida. Soy cliente
frecuente.
Se sienta y me ofrece un espacio. Voy a la mesa con
recelo. La silla es más cómoda que la de los Malhore. No hay
nada en el mundo más incómodo que ese maldito comedor.
Tendré que bañarme en ácido al salir de aquí. Última vez
que sigo las ideas de alguien que… que no sea Emily. ¡Cuán
bajo he caído!
—Estoy muy decepcionado de ti, Wifantere.
—¿Algún día estuvo orgulloso? —Se inclina hacia mí para
que pueda escucharlo por encima de la música. La ironía se
le siente en la voz. En su posición, lo último que se me
ocurriría hacer son bromas—. ¿Desea tomar algo, majestad?
—No creo que aquí ofrezcan aquello a lo que estoy
acostumbrado.
—Solo licor barato. En ocasiones no es relevante lo que
uno tome, sino embriagarse, y esta es una de esas noches.
Todos tenemos un lado de nuestra personalidad que no le
mostramos a nadie. Este es el mío. Puede contarme el suyo,
si gusta.
—Ni ebrio me sacarías esa información.
Jamás se me ocurrió pensar en Wifantere llevado por el
alcohol. Luce tan recto y vanidoso que verlo aquí es casi
una opereta.
Un mesero llega con una jarra de bebida espumosa y
amarilla que Wifantere se toma como si se tratara de agua.
Cerveza. Y una vez termina, hace sonar el cristal sobre la
mesa en un golpe seco. De inmediato le sirven otra. Parece
ser común que se acabe la primera tan rápido.
—La plebeya… —Me mira de soslayo—. Es una joven
tolerable.
—¿Tolerable? Esa es una buena palabra para definirla.
—No la he tratado muy bien. ¿Cree que es injusto?
—Muy pocas personas la tratan bien. En cambio, ella
intenta ser amiga de todos.
—¿Le gusta mucho?
—¿Este será el tema de conversación? Porque si vine
aquí fue para no pensar en ella.
—¿Es por lo que le hizo? Escuché el escándalo.
Respiro profundo.
—No me apetece hablar de mis errores contigo.
—Mi hermana es una buena persona, ¿sabe? Fue ella
quien la ayudó para que se fuera.
—Gracias a tu hermana, le di a tu padre una ciudad de
Lacrontte.
—¿Por qué no me lo preguntó a mí?
—¿Me hubieras ayudado?
Le mantengo la mirada. Quiero leer todo aquello que no
va a decirme. No lo habría hecho. Lo sé por la manera en la
que abre la boca, pero no emite sonido alguno, y por la ruta
de escape que escoge: beber en lugar de hablar.
—¿Te atraigo, Wifantere? —pregunto a quemarropa.
Casi escupe la cerveza. Se queda paralizado y con la
vista en frente. Espero que se vuelva y no lo hace. Parece
haber entrado en trance.
—¿De qué habla?
—Si es un no, dilo y ya.
—No estoy lo suficientemente ebrio como para responder
eso.
—No necesito otra respuesta.
—¿Le molesta? —Esta vez sí me mira con partes iguales
de preocupación y vergüenza.
—En lo absoluto. Sé que encontrarás a alguien.
—Con la familia que tengo, lo dudo.
—Ya abdicaste. Aunque… ¿Sabes qué es lo bueno de ser
rey? Que puedes cambiar las leyes a tu antojo, solo hay que
saber en qué momento hacerlo. Abdicando no lograrás
nada.
—No sabía que daba consejos.
—No lo hago. Es un simple recordatorio.
—A mí se me prohíbe estar con la persona a la que
quiero. En cambio, ¿usted por qué no está con ella?
—No hay nadie a quien quiera.
—Somos libres en este lugar, majestad. Puede hablar con
confianza de la señorita Malhore. Usted no tiene mis
limitaciones y me resulta curioso ver que no esté a su lado,
si es lo que quiere.
Ahí va de nuevo. Emily en mi cabeza sin importar cuánto
la evito.
—Es algo que debe ser mutuo.
—No creo que usted le sea indiferente.
—Yo no le soy indiferente a nadie, Wifantere, pero no sé
cómo lidiar con ella.
—No creí que la señorita Malhore fuera su tipo.
—Yo tampoco. Me lo sigo preguntando.
—¿Y no se arrepiente de haberla conocido?
No tardo en negar con la cabeza. Por supuesto que no. Es
ella quien está arrepentida.
—¿A pesar de los problemas que le trajo?
—Yo fui quien le trajo problemas. Sería descarado
quejarme. Me pregunto si hay algún otro motivo por el que
Emily no te agrade.
Wifantere se queda pensando. Cinco, diez, quince
segundos. Bebe un trago más de alcohol y lo traga con
dificultad. Entendió cuál es el motivo principal al que me
refiero.
—No, creo que no. Ahora me siento culpable. Quizás fui
muy injusto con ella.
—Y con Claire. ¿Por qué esperaste hasta el día de la boda
para retractarte si en el fondo no querías casarte?
—Porque mi padre me amenazaba cada día con
desheredarme. Encontré la valentía en el peor momento, lo
sé. Lo último que buscaba era herirla. No había amor entre
nosotros, pero ya había cultivado la ilusión en ella. Me
atormenta recordar su mirada decaída. Le ofrecí dinero por
el mal rato que la hice pasar y no quiso aceptarlo.
—El orgullo no se compra. De ser así, ya le habría
ofrecido a Emily una buena cantidad de quinels.
Se queda callado. Espera un momento antes de volver a
hablar.
—Si hubiera una forma en la que pudieran estar juntos,
¿lo intentaría?
Asiento y nada más. No compartiré mis pensamientos y
temores con él. Claro que haría cualquier cosa para que
viniera conmigo.
Él se queda en silencio, pensando. Mira la jarra de
cerveza que tiene enfrente y pasa los dedos por el borde en
un círculo infinito.
—Yo amo a mi hermana, ¿sabe? Y no quería decírselo
porque ella no es de su aprecio y no sé cómo se lo tomará.
Además, una parte egoísta de mí se negaba a ayudarlos —
continúa con los ojos puestos en el licor—, pero, en el fondo,
ella ya ha empezado a aceptar su destino, su vida al lado de
Stefan. Por eso quiere deshacerse de la plebeya, para que él
la olvide.
—¿A qué te refieres? Sé claro, Wifantere.
—No piense en un plan sangriento. Mi hermana no
atentaría contra la vida de nadie. Sin embargo, me contó en
la mañana algo que puede interesarle. —Me agarro del
borde de mi asiento con fuerza para no tomarlo del cuello y
ponerle la cara contra la mesa. Me encolerizan los rodeos—.
Me dijo que iba a darle una oportunidad a la señorita
Malhore para que escapara, para que no se apareciera de
nuevo en el palacio y ella pueda vivir la vida y su
matrimonio sin su presencia.
—Dilo todo de una vez. Maldita sea.
—Lerentia iba a darle un boleto de tren para que se fuera
lejos de Roswell en la mañana, pero como las cosas se
complicaron, no sé si lo habrá hecho.
Me levanto de un tirón. ¿Tuvo la osadía de invitarme a
perder el tiempo acá en lugar de decirme eso desde el
principio?
Ni siquiera me despediré o le agradeceré por la
información.
Salgo de la habitación a pasos grandes y recorro los
pasillos hasta la salida con la rabia que pelea dentro de mí.
Si algo llega a pasarle... Respiro profundo, negándome a
terminar la frase.
Espero que esté en el palacio o voy a perderle el rastro,
porque sé que Emily no querrá que la encuentre y ahora no
habrá nadie a quién comprar para que me revele su
paradero.
46
EMILY
Camino en medio de la oscuridad de la noche, solo
iluminada por algunas lámparas que me ayudan a guiarme.
Las calles se sienten frías, húmedas, solitarias. Soy un alma
en medio de la nada. Las casas están cerradas, escucho
música baja que viene de algún sitio lejano y siento tal
tristeza en el corazón que camino lento. No tengo idea de
qué hora es. Me imagino que son más o menos las diez,
pero no estoy segura. Sin un triten en el bolsillo, no sé en
dónde pasaré la noche. La estación de trenes está cerrada,
por lo que busco algún lugar cercano en el que pernoctar. El
problema es que lo único con lo que podría pagar sería con
las joyas que traigo conmigo. Un desperdicio, por supuesto,
pero las casas de cambio abren hasta mañana, así que no
tengo otra opción.
Veo un edificio de ladrillo rojo un poco después de iniciar
mi caminata por los alrededores de la estación. Es un
hostal, no muy grande, pero servirá. Entro y me acerco al
mostrador, desde donde un hombre mayor y ojeroso me
observa a través de lentes gruesos. Pregunto por una
habitación y me dice que son ocho calers. Son solo ocho
calers por una noche y yo no tengo ni uno.
—¿Puedo darle esta pulsera por una habitación?
Me la desabrocho y se la extiendo. Es la que me obsequió
Stefan por mi cumpleaños. El hombre la acerca a la luz de
su lámpara y la escudriña con avaricia. Rápidamente,
deduce que no es una réplica. Los diamantes son reales.
—¿Sabe que puede rentar todas las habitaciones con lo
que vale esto? —me informa, levantando la pieza en el aire.
—Mírelo como una oferta. Con una me basta.
Al final, me ofrece una llave plateada atada a un trozo de
cuero café con el número dieciséis grabado. Me dirijo en
silencio hasta el segundo piso. El pasillo es escalofriante y
angosto, tiene una alfombra marrón, poca luz y no hay
nadie allí. Por lo que costaba esa pulsera pude haber
buscado algo mejor.
La puerta chirría cuando la abro, enviando un eco
tenebroso por la alcoba. El piso de madera cruje bajo mis
pisadas, pero avanzo. Las paredes están empapeladas con
un estampado de arabescos grises y un pequeño bombillo
expande una luz amarillenta por la habitación mientras el
frío de la noche se cuela por la diminuta ventana al lado
derecho. Camino hacia allá y miro las calles de Roswell. Es
una ciudad que duerme temprano, no hay un alma fuera, ni
siquiera algún carruaje de servicio.
Me tomo mi tiempo antes de ir a la cama. Al hacerlo,
siento cómo el colchón se hunde bajo mi peso. Me quito los
zapatos y me trenzo el cabello. El desconcierto se me pasea
por el pecho y la cabeza. Nada me asegura que mañana las
cosas saldrán bien. Quizás ya enviaron a alguien a
buscarme, quizás ni siquiera logre llegar a la estación,
quizás no pueda escapar este mes o este año. Pero no me
importa, seguiré intentándolo.
Me acomodo en una esquina, junto las piernas y pongo la
cabeza sobre las manos cerradas. De inmediato, el sueño
me invade y me dejo llevar, esperando que los últimos
meses de mi vida hayan sido una pesadilla de la cual voy a
despertar al amanecer.
****
—¡Emily!
Por un instante pienso que lo estoy soñando, que el
llamado no es más que una treta de mi mente, pero se
repite y se repite. Lo puedo oír alto y cerca. No viene de un
eco dentro de mi cabeza, sino que está afuera, está aquí.
Abro los ojos.
—¡Emily, despierta!
Me levanto de golpe y miro sin dirección fija, pues me
cuesta enfocar los ojos. La luz está encendida, creo que
nunca la apagué y, cuando estoy a punto de volver a
acostarme, me llaman nuevamente.
—Emilia.
Entonces caigo en la cuenta de que es real; él está aquí.
Me pongo la mano en la boca y sofoco un grito. Miro
hacia la puerta y lo veo. Encuentro a Magnus de pie en la
entrada, vestido con una gabardina negra y traje oscuro.
Trae el cabello despeinado, como si hubiera corrido, y la
respiración agitada. Estoy casi segura de que subió las
escaleras de prisa. Hoy no porta la corona y tiene un brazo
levantado a la altura del pecho. Sostiene algo y pronto
descubro que se trata de la pulsera que me dio Stefan, la
que entregué en la recepción.
¿Qué hace aquí? ¿No va a dejar de perseguirme? ¿Cómo
me encontró? ¿Cómo supo que no estaba en el palacio?
—Estaba buscándote.
Rompe el silencio y me toma unos segundos procesar su
presencia.
El olor de su perfume, el sonido de su respiración, lo
pequeña que luce la habitación con él dentro y su voz.
Detesto que aún me agrade su voz. Ni la rabia oculta mi
gusto por ella. Porque siento rabia, lo juro. Me encoleriza
verlo, que me busque, que no me deje en paz. No soporto
ver su fingida preocupación, su arrepentimiento que ya de
nada me sirve y que ya no quiero.
—¿Qué hora es?
No me hubiera gustado preguntárselo, pero en la alcoba
no hay relojes.
—La una de la mañana. Me alegra haberte encontrado.
—No puedo decir lo mismo. ¿Cómo me hallaste?
Esto es irreal, absurdo. No lo entiendo. No debería saber
que escapé. Lerentia jamás se lo diría. Estoy segura de que
Stefan lo sabe, que todos lo saben. No, no quiero volver.
Estoy cansada de ir y venir.
—Wifantere me dijo que te darían boletos de tren. Yo fui
al palacio y envié guardias a rastrear la zona cerca de la
estación. Cuando mis hombres encontraron una pista, vine
aquí.
—Pues quiero que te vayas. Estoy intentando rehacer mi
vida lejos de la monarquía.
—¿A dónde piensas ir?
—Jamás te lo diré. Ríndete de una vez. No puedes
pasarte los días persiguiéndome.
—¿Quieres apostarlo?
Me levanto de la cama y me peino el cabello. Voy a la
ventana y miro hacia la calle. Todavía no amanece, todavía
no puedo ir a la estación y huir de él.
—¿Estás igual de enfermo que Stefan?
—No me compares con él.
—Traes la pulsera que me regaló.
Escucho que algo se estrella contra la pared de repente.
La tiró, estoy segura. No me volveré para comprobarlo. No
quiero darle mi atención.
—Creí que había sido clara en casa de mi abuela. No
quiero verte, Magnus.
—Jamás había insistido tanto para que alguien me diera
la oportunidad de hablar.
—Debe fastidiarte mucho que ese alguien sea una
mishniana.
—Tu nacionalidad dejó de importarme hace mucho,
Emily. Y, por favor, mírame. No me agrada hablar con tu
espalda.
—¿Cómo sabías que estaba en este hostal? —Me vuelvo,
pero no lo miro, sino que busco mis zapatos—. Jamás le di
mi nombre al hombre de la recepción.
—Con una descripción física basta y que me dejara subir
fue lo más sencillo. No hay nada que el dinero no pueda
lograr.
Por supuesto. Dinero. Algo de lo que él tiene mucho y de
lo que yo ahora carezco. Es algo que necesito y sé que me
lo dará si se lo pido. Pero no lo haré. Debo adoptar una
mejor estrategia.
—Quiero que te vayas y me dejes en tranquila, Magnus.
Estás fuera de mi vida...
No voy a contarle mis planes. Necesito es obligarlo a que
me dé lo que quiero. Me lo dará, lo sé. Está arrepentido y
cree que con eso podrá arreglar lo que hizo. Si él me usó,
puedo usarlo también.
—Debemos hablar. Por favor, Emily.
—No sé si quiero. No sé si deba. No sé si te mereces mi
tiempo.
—No pienso rendirme. Serán unos minutos nada más.
—Te lo vendo, entonces.
Me cruzo de brazos, decidida. No tendré compasión, así
como él no la tuvo conmigo.
—¿Qué? —Frunce el ceño. No entiende lo que acabo de
decirle.
—Mi tiempo. Una hora de mi tiempo.
—¿Hablas en serio?
Asiento, tan segura como en el pueblo de mi abuela,
cuando le cerré la puerta en la cara.
—¿Cuánto quieres?
Debo ser inteligente. Lo suficiente para no estar urgida
de dinero en Cromanoff, si es que no consigo trabajo y
también para rentar una casa. No, no. Quiero más. Mucho
más. Recuerdo lo que un día me dijo Rose. Era algo como:
«Si no te agrada, sácale un poco de dinero y vete». Eso
haré. ¿De qué me ha servido ser buena? Debo pensar en mí,
solo en mí.
—Un millón de quinels.
Con eso podría pagar el viaje de toda mi familia y me
sobraría para rentar un sitio y vivir sin trabajar varios
meses. Podría incluso darles una parte a mis padres para
que abran de nuevo su perfumería.
—Te daré tres con una condición.
—No tienes derecho a poner condiciones.
—Escúchame y ya. Tres y te vas conmigo a Lacrontte, al
antiguo Dinhestown. Allá pasaremos el día juntos y, si
después de lo que tengo para decir quieres irte, te dejaré ir.
—¿Cómo sé que no enviarás a nadie a que me siga?
—Te aseguro que no lo haré. También sé perder. Me
retiraré. No sabrás nada más de mí. Lo juro por mis padres.
Un día, es todo.
El juramento por sus padres suena serio. Él no jugaría
con eso.
—Un día —repito.
Si me esfuerzo, puedo soportar la rabia.
—Veinticuatro horas. Después de eso, no volveré a
buscarte, si es lo que quieres.
—Hecho. Veinticuatro horas es todo lo que nos queda.
****
Cruzar la frontera fue sencillo y silencioso.
En el trayecto no dijimos ninguna palabra, ni siquiera nos
miramos. O al menos yo no lo hice, porque un par de veces
descubrí que Magnus me miraba, como si en el fondo
supiera que esto no iba a salir bien y estuviera grabándose
mi cara para el recuerdo.
Llegamos a un nuevo hostal en la madrugada. Es mucho
más grande que el que conseguí en Roswell. Mi habitación
es inmensa y, aunque tenemos alcobas separadas, juro que
puedo sentir su presencia. Creo que en parte es porque el
olor de su perfume siempre me persigue.
La cama es gigante y tan suave que parece de algodón.
Me permití dormir todo lo que no había descansado en el
camino y pensar en todo lo que había ignorado. Al
despertar, vi dos cajas sobre una de las mesas cercanas a la
puerta. La primera era dorada y en su interior guardaba un
par de zapatos de tacón también dorados, y la segunda,
mucho más grande, contenía un vestido escarlata de
mangas largas, escote recto y un cinto de joyas que
antecede a una falda larga. No hay flores ni bordados, pero
debo admitir que es hermoso. Magnus tiene muy buen
gusto.
A un lado había una nota, que tiré a la basura después
de leerla. Ni siquiera debí haberla leído en primer lugar.
No sé si es posible que puedas verte aún mejor, pero
este vestido seguro ayudará.
Magnus VI Lacrontte Hefferline
Los guardias lacrontters me indican que baje al comedor del
hostal, pues su rey está esperándome para comer.
Cumpliendo con mi parte del trato, bajo hacia el salón para
encontrarlo vacío. Es como si Magnus y yo fuéramos los
únicos huéspedes aquí y, conociéndolo, no me sorprendería.
—¿Pudiste descansar? —pregunta una vez tomo mi lugar.
La mesa está llena de comida, frutas y vegetales. El olor
de todo es una mezcla exquisita.
—Algo así.
Lo miro poco. No tolero su mirada ahora. Luce tan
tranquilo que me duele. Y es que no sé qué espero en el
fondo, ¿verlo llorar, sufrir, padecer? Sí, eso quiero.
—Te habría dado diez millones de quinels si me lo
hubieras pedido —dice de la nada.
—Lo habría hecho por la pulsera de Stefan. Con esa
también obtendría dinero.
—Habría compartido contigo todo mi patrimonio.
—Debes agradecer, entonces, que solo me darás tres
millones.
—¿De qué me sirve si hasta evitas mirarme?
Levanto la cabeza y le doy lo que quiere. Que me mire
tanto como quiera porque no volverá a hacerlo. Nos
quedamos en silencio hasta terminar de comer. No tenemos
nada de qué conversar. Siento que todo ha muerto entre
nosotros.
—Quise comprarte un vestido azul —dice mientras nos
retiran los platos—, pero si esta es la última vez que nos
veremos, quiero recordarte en un vestido rojo.
—¿Qué harás después de hoy? —Omito su comentario—.
Es decir, después de aceptar que no nos volveremos a ver.
—Seguir con mi vida, supongo. Ir a Lacrontte y gobernar.
—¿Y los herederos? Así los llamas, ¿no?
¿Cuál es mi afán por tocar esos temas? Soy una
masoquista.
—Los tendré tarde o temprano. No pienso demasiado en
el futuro.
—¿Los tres que quieres?
—Ya lo sabes. Cuatro son muchos, dos son muy pocos y
tres son perfectos.
Sonríe, pero no comparto el gesto. Tengo un nudo en la
garganta tan grande que puede asfixiarme si no me
concentro en respirar.
—Esperemos que a ninguno de esos niños le hagan lo
que tú me has hecho.
He clavado la daga justo donde quería. Su mirada cae.
Pone la atención en sus manos y no dice una palabra. ¿Qué
podría decirme?
—Por cierto, al igual que tú, también planeo se...
—Emily, por favor —me corta—. Preferiría no saber de
tus planes. Así es mejor para mi cabeza. Me ayudará en mi
esfuerzo por olvidarte.
Trago en seco. Es lo que quiero que haga, pero me siento
extraña cuando lo dice.
—Yo haré lo mismo.
—Podemos no hacerlo.
—¿Y qué sentido tendría?
—No quiero perderte.
—Tú, tú. Siempre eres tú. Todo siempre se trata de ti.
—Entonces, ¿qué quieres que diga? —Pone las manos en
la mesa, pero no la golpea—. Ya te pedí perdón. ¿Quieres
que lo vuelva a hacer? Perdóname, Emily, estoy
completamente arrepentido. Me devasta pensar que ya no
te veré más. Quiero una oportunidad, prometo no arruinarla.
—No creo en tus promesas.
—¿Piensas que podré seguir con mi vida? ¿Sin ti? Voy a
tenerte cruzada en el pecho todo el tiempo. No podré dejar
de pensar qué estarás haciendo, qué vestido estarás
usando, en dónde estarás y con quién. No quiero verte con
nadie más. Me estarás matando cada día.
—Tú te lo buscaste.
—Ya lo sé. Y eso será lo que me matará.
—Tú lo dijiste. Todo pasa. El dolor no es la excepción. En
algún punto dejaremos de pensarnos, de extrañarnos. Nos
olvidaremos. Será como si nunca nos hubiéramos conocido.
—¿Crees que el palacio no me recordará a ti? Tendré que
destruirlo hasta los cimientos. ¿Crees que el azul no me
traerá tu recuerdo? La nieve, los pianos, el ballet, el teatro,
mi habitación, los regalos de fin de año, la medianoche, los
libros, mi oficina, la verbena, las mariposas, el rojo, las
tormentas, el sonido de los pasos en el pasillo, las flores.
Estuve pensando en llevar flores a uno de los jardines del
palacio. ¿Por quién crees que es ese arrebato? ¿Sabes por
qué detesto tanto las flores, Emily?
No soy capaz de mirarlo. Estoy a punto de llorar y verlo a
los ojos desatará lo que no quiero soltar.
—Cuando mis padres murieron, el pueblo llenó sus
tumbas con flores. Muchas y de diferentes colores y formas.
A los pocos días ya estaban marchitas y habían muerto
como ellos. Verlas era recordarlos y clavarme un puñal en el
alma. Ellos no se merecían algo que se marchitara;
merecían vida. Ya no era capaz de ver ninguna flor más. Me
encolerizaba, me culpaba. Ya nada de eso me importa,
porque ya no me recuerdan a su muerte, me recuerdan a ti.
—Ya basta, Magnus. Por favor, basta.
Ya no puedo contener las lágrimas. Caen una tras otra
mientras me cubro las orejas con las manos. No quiero
escucharlo. Me hace daño cada palabra que sale de su boca,
porque quisiera creerle, pero no puedo. Quisiera abrazarlo,
pero mi rabia no me lo permite. Quisiera perdonarlo, pero
no se lo merece. No se merece esa segunda oportunidad.
No se la daré. No, no y no.
—Dime qué quieres, Emily.
—Ser libre sin tener que huir. Eso es lo único que quiero.
Vivir sin temor a que vuelvan a arrastrarme al palacio de
Stefan. Luchar por mi libertad y ya no sentirme como un
objeto que pasa de mano en mano.
—Yo puedo darte eso.
—No, no puedes. ¿Se te olvida lo que hiciste? Me
vendiste por información y me pregunto, Magnus, si valió la
pena. ¿Valió la pena traicionarme?
Se queda callado unos segundos, dudando en responder,
y eso me lo deja claro. Sí, valió la pena y, de suceder otra
vez, lo haría igual.
—Obtuve información que puede ayudarme a capturar a
Silas. Sé que ahora me desprecias, pero incluso fuiste tú
quien me habló de esto.
—¿A qué te refieres?
—Dijiste que había algo con lo que Silas amenazaba a su
esposa. Pues ya lo tengo, ya lo sé. Es la madre de Genevive.
Está viva.
No me levanto, ni siquiera parpadeo. Aquello no me
causa sorpresa, no me mueve nada porque no le creo. Todos
en Mishnock saben que los padres de la reina Genevive
están muertos desde hace muchos años.
—Él controla la seguridad de su madre. Una orden suya
hará que la asesinen si Genevive se sale de sus
lineamientos, si no hace lo que él requiere, si se revela o
intenta divorciarse. Ni siquiera Stefan lo sabía. Era un
secreto entre ellos dos —continúa al ver que no reacciono—.
Tengo su nombre. Nahomi Pantresh.
Siento como si una explosión destruyera cada elemento
que me habita, como un edificio al que demuelen sin
desocuparlo. La boca se me seca y el corazón se me
acelera. Esto es imposible. No puede ser lo que pienso, lo
que creo, lo que en el fondo estoy segura de que sé. La
verdad me golpea en la cara. Cada detalle, cada palabra,
cada cosa que pasé por alto. Me siento caer y debo
sostenerme de la mesa. Magnus se inclina para agarrarme,
pero lo detengo. No permitiré que me toque.
La ocasión en la que Nahomi vio a Atelmoff en la
perfumería… Ella lo miró como a una criatura extraña. En
ese momento pensé que solo era eso, pero no. Lo reconocía.
Sabía quién era y me pregunto si él fingió no conocerla o si
también desconocía esta verdad.
—¿Estás seguro de lo que hablas, Magnus? —Mi voz no
es más que humo. Me cuesta hablar, respirar. Me cuesta
todo.
—¿La conoces? —Mi reacción le dio la respuesta. ¿Para
qué lo pregunta?—. ¿Sabes dónde está? Denavritz me contó
que trató de buscarla cuando se enteró, pero no había
rastros de ella en su casa.
Por eso no apareció cuando llegué a Palkareth. Ella
hubiera ido. Estoy segura de que hubiera ido a verme.
¿Dónde está? ¿Con quién?
—¿Cómo se enteró Stefan?
—Atelmoff se lo contó. No hay rastro de esa mujer. Es
como si se la hubiera tragado la tierra. Atelmoff necesitaba
desplegar hombres para buscarla y para eso necesitaba la
autorización del rey. Denavritz no es un completo imbécil,
después de todo. ¿Por qué el consejero real pondría
hombres a buscar a una plebeya al azar? No obtuvo
respuesta por un tiempo, claro. Pero los días avanzaban y
Atelmoff estaba desesperado por hallarla, así que se lo
contó.
Él lo sabía. Atelmoff lo sabía y me engañó. Esa tarde en
la perfumería fingió. Fingió en mi cara y no lo vi.
—Todo indica que los hombres que la cuidaban fueron
quienes se la llevaron.
¿Hombres? ¡Claro! Cuando fui a vender perfumes al
mercado con Rose después de que saquearan la perfumería,
la encontré allí sentada. Le pregunté si había estado a salvo
en medio del ataque el día del festival y ella dijo que habían
ido a buscarla. Recuerdo que la interrogué sobre quién
había ido a buscarla y solo respondió «los de siempre». Eran
los guardias, los de siempre eran los guardias. Pensé que
eran desvaríos y ahora sé que no. Por eso jamás nos dijo su
nombre completo. Por eso vive en esa casa gigante sin
trabajar un solo día para mantenerla, para comer, para
vestirse. Por eso me dijo que yo le recordaba a su hija. La
reina Genevive tiene rasgos físicos similares a los míos: ojos
oscuros, cabello café, la calma en su voz, la calidez en la
mirada. Estoy segura de que eran esas cosas las que le
recordaban a su hija. Por eso en la carta que me envió decía
que su barco se alejaba, que alguien más dirigía el viaje y
que no podía lanzarse a alta mar. ¿Presentía que iban a
llevársela?
—¿Silas la tiene? —La voz me sale apenas en un suspiro.
Cada pieza que se une al reloj roto que tengo en la cabeza
pesa más que la anterior.
—Tal parece. Ya he enviado a mis hombres a buscarla,
pero, siendo honesto, si Atelmoff no la ha encontrado,
siendo él quien está más involucrado en esto, no creo que
yo tenga mucha suerte.
¿Por qué se la lleva justo ahora? ¿La reina se rebeló?
¿Nahomi descubrió algo?
Bebo un poco de agua. Me siento sedienta y vacía. Acabo
de encontrar el oasis en medio del desierto. ¡Sus delirios!
Ese mar que tanto mencionaba, ese mar que tanto veía y
con el que siempre alucinaba. ¿Acaso existe en realidad?
Todos sabemos que es imposible, porque en Hilffman no hay
mar. Quizás le puso ese nombre a un lugar que sí existe.
¿Estará ahí? ¿Silas estará ahí? Nahomi alguna vez mencionó
que el mar se llevó a su hija. Puede ser que también Silas la
llevara ahí.
Un momento. El mar se llevó a su hija… Nahomi por lo
general habla con metáforas.
Ella me lo dijo esa vez y tampoco lo vi. Cuán ciega he
estado. Esa tarde con Liz, en la sala de nuestra casa, dijo
que el mar se había llevado a su hija. ¿Y si ese mar en
realidad no es agua, sino la representación de un color? El
azul. ¿Y quién tiene el azul en sus ojos? Silas. ¡El mar es
Silas!
—Emily, ¿qué sucede? —Magnus busca mi mirada. Lo
tengo enfrente y ni siquiera puedo verlo. Estoy colapsada.
Todo es un borrón negro—. ¿Qué sabes?
Su voz es un eco lejano cuando vuelve a preguntar y
después simplemente se pierde. Tengo un agujero en el
estómago del tamaño de un pozo de agua. Estoy sudando
como si hubiera corrido kilómetros, como si tuviera fiebre.
¿Cómo no vi nada de esto?
Aunque hay algo que no encaja, que no creo posible. Si
Atelmoff lo sabía, si lo supo todo este tiempo, ¿por qué no
dijo nada? No tiene lógica. Ha mostrado su desacuerdo con
las acciones de Silas. ¿Por qué no ayudó a derrocarlo con
esta información? ¿Por qué el silencio? ¿De él también tiene
algo?
—Debo regresar a Roswell con Stefan.
—¿Qué? Por supuesto que no. Dime qué sabes.
—Yo conozco a esa mujer desde hace muchos años,
Magnus. Ha estado con mi familia cada fin de año, fingiendo
desvaríos de los que ahora dudo.
Creo que esa era su manera de protegerse: fingir una
demencia que no tenía.
—Llévame con Stefan y Atelmoff. No importa cuánto
tiempo me tome escapar de nuevo. Necesito saber qué
pasa. Quizás yo pueda descubrir en dónde está.
—Me prometiste veinticuatro horas —espeta de
inmediato, enojado—. No voy a regresar a Roswell.
—Tal vez lo nuestro sea incumplir promesas porque voy a
regresar contigo o sin ti. Tú decides.
—¿Y si no descubres nada? Habrás perdido la
oportunidad de escapar.
—Es un precio que estoy dispuesta a pagar.
Se masajea la frente, frustrado. No le gusta que no
cumpla y que no le conceda sus caprichos.
—De acuerdo, pero no iré contigo. Yo también tengo un
plan.
47
EMILY
Magnus fue conmigo hasta la frontera. Allí nos despedimos.
No acepté su abrazo cuando me lo ofreció y él no insistió.
Para eso sí tuvo palabra. De verdad, espero no volver a
cruzármelo.
Al pisar Cristeners, ya había guardias esperándome. El
anuncio de que estaba desaparecida se corrió a voz interna.
Supongo que los Wifantere no querían que su pueblo
supiera que el esposo de su hija estaba buscando a su
amante. Llegué al palacio horas más tarde y corté el sermón
que Stefan me tenía preparado, soltando todo lo que ahora
sé. Enmudeció, palideció, pero, para mi mala suerte, no
llegó a desmayarse. Le insistí en que llamara a Atelmoff y,
de mala gana, aceptó. No me quiere en esto, pero Nahomi
es como mi abuela y necesito saber todo lo que pueda.
—¿Cuándo te enteraste? —pregunto a quemarropa.
—Hace muchos años —Atelmoff contesta con un dejo
melancólico—. La reina me lo confesó.
Él, a diferencia de Stefan, no mostró ninguna sorpresa de
que yo estuviera al tanto. Supongo que imaginaba que
Magnus me lo contaría.
—¿Por qué? ¿Por qué no se puede saber que Nahomi es
la madre de la reina?
Stefan se ha quedado en el rincón de la habitación, de
espaldas al balcón, conteniendo la furia por mi huida.
—Esto va más lejos de lo que crees.
—Esa no es la respuesta que busco.
—Vergüenza. —Stefan se da vuelta y me encara—. Madre
era una plebeya de un pueblo sin más. Él, el príncipe
heredero. Y, conociendo su orgullo, es obvio que no quiere
que sus súbditos se enteren de que ella era alguien sin
título. Es más conveniente la historia de unos padres
muertos.
Padre e hijo se parecen más de lo que creía, después de
todo.
—Control, además —el consejero repite—. La reina
Genevive era muy vulnerable. Una muchacha humilde
frente a un futuro rey. Se sometió a sus reglas.
—¿La reina es la única hija de Nahomi?
—Sí. Solo eran tres. Padre, madre e hija. El primero murió
poco después del matrimonio de los reyes y luego se
decidió traer a la señora Pantresh a Palkareth. Desde ahí la
protegemos.
—¿Los padres del rey Silas nunca supieron que ella era
plebeya?
—Ellos fueron la razón principal por la que Silas inventó
esa mentira. El desagrado de ellos por los plebeyos no tenía
límite, sobre todo el de su madre, la reina. Entonces, su hijo
no podía presentar a una plebeya como novia.
—Dices que la protegen, ¿no? —Me cuesta llenar los
huecos en mi memoria—. Entonces, ¿por qué ese día de la
recaudación de impuestos la llevaban a rastras por no
pagar?
—La llevábamos al palacio. Ese día, tú y tu padre
tuvieron una reunión con la reina. ¿Lo recuerdas?
Presentación de perfumes. Ese perfume que la reina escogió
era para su madre. Por eso la llevábamos. Una recaudación
de impuestos es el escenario ideal para llevar a una persona
a un lugar al que no quiere ir.
—No lo comprendo, Atelmoff. Simplifícalo.
—La tenían que llevar a rastras al palacio porque ella se
negaba a ir. Así que llevarla un día en el que se arrastra a la
fuerza a las personas por no pagar era el ideal. Si alguien
preguntaba…
—La hacían pasar por morosa —lo corto.
Eso fue lo que pasó. Mi padre la vio y fue a su rescate. Le
dijeron que no había pagado los impuestos y… frustramos el
plan. Papá y yo mediamos, se hizo un escándalo y luego
apareció Stefan. El príncipe la dejó ir sin saber que era su
abuela. Fue por eso que los guardias insistieron tanto, por
eso no querían dejarla ir pese a que solo nos faltaban unos
tritens para completar su cuota.
—Ese día, la reina se excusó porque solo pudo estar ella
en la presentación —continúo con el interrogatorio. Necesito
más—. ¿El rey no estaba en el palacio? ¿Por eso la llevaban?
—No estaba ni siquiera en Palkareth —interviene Stefan
—. Por eso yo di el discurso en la plaza ese día.
Reemplazaba a Silas.
Claro. Sin hijo ni esposo a la vista, ella podía recibir a su
madre sin que el primero hiciera preguntas sobre la llegada
de una desconocida y el segundo se molestara por la
presencia de a quien conocía bien. Esto es un golpe en la
cara. Tantas situaciones aleatorias que escondían un gran
secreto.
—No creas que esto es fácil para mí. Acabo de enterarme
de que tengo una abuela. ¿Sabes cómo se siente descubrir
algo así después de tantos años? Siento muchísima rabia,
incluso contra mi madre. Pudo habérmelo confiado.
Recuerdo cuando vi a esa mujer en tu casa, ¿lo recuerdas?
No lo olvido. Stefan había ido a buscarme a las tutorías y
después de eso fuimos a casa. Cuando la visita acabó,
mamá descubrió a Nahomi sentada en la entrada. Ella dijo
que estaba esperando a que yo regresara de tutorías. Era
mentira. Ella sabía que Stefan, su nieto, estaba en casa y no
quiso entrar. Pero se levantó de golpe una vez lo vio salir,
dijo algo sobre un matrimonio y que él se había negado por
su padre…
—¿Ibas a casarte con Aphra Griollwerd? —Deduzco
rápido.
Por favor, ¿cuántos entresijos más me esperan?
—¿Qué?
—¿Ibas a casarte con Aphra Griollwerd?
—Sí, esa era la idea original, pero mi padre se opuso.
—¿Por Lerentia?
—En ese momento no sabía que era por ella.
¿Cuántas cosas sabe Nahomi? No. ¿Cuántas cosas sabe
Nahomi por intuición y cuántas le contó la reina? Porque
muy seguramente eso lo supo gracias a ella.
Recuerdo que esa tarde me preguntó si yo sentía que era
infiel. ¿Infiel por qué? En ese momento el único hombre en
mi vida era Stefan. Se refería acaso a… ¿Magnus? Igual
que… el quince de agosto. ¿Todo eso tenía que ver con él?
Dijo que el quince de agosto finalmente vería al amor de mi
vida a los ojos, pero que no nos reencontraríamos porque él
ya había cambiado, que debía conocerlo de nuevo.
Doy un paso atrás. Esto es más grande que yo. Mucho
más. Siento el peso de diez pianos sobre la espalda. ¿Cómo?
Ella sabía lo que pasaría con él. Ella sabía de la historia que
me contó mi padre, que conocí a Magnus de pequeño. ¿Tal
vez Nahomi le había hablado a la reina de mí y la reina le
contó de ese encuentro? ¿Habrá sido papá? ¿O mamá,
quizás? ¿O sería algo suyo y nada más?
Ese día, el quince de agosto, cuando Atelmoff vino a la
perfumería para llevarme al palacio, ella ya sabía que
Magnus estaba ahí. Por eso intervino: al ver la resistencia de
papá a dejarme ir, le dijo que yo me merecía ir a ver al amor
de mi vida y que solo me regañaría un poco. A eso se
refería. Ese día, Magnus me reprendió por entrar a la sala de
reuniones sin antes llamar a la puerta.
Siempre fue él. Según ella, le era «infiel» a Magnus con
Stefan porque él era el indicado para mí. No, Nahomi, en
eso te equivocaste. Me niego a pensar que el amor de mi
vida sea Magnus.
—Emily, ¿qué te pasa? —Oigo la voz de mi carcelero
lejana y parece que de repente no estuviéramos en la
misma habitación. Es como si me hablara a metros de
distancia.
Tengo la mano en el pecho, como si con ello pudiera
controlar mis latidos desenfrenados. No recuerdo ni siquiera
en qué momento moví el brazo.
—Estoy bien. Solo un poco aturdida, es todo.
En parte, es verdad. Me niego a creer, me niego
rotundamente. ¿Yo era la infiel? ¿Y él con Vanir? O con esa
chica Gretta. Si nos amparamos bajo esos términos extraños
y radicales, si la idea de Nahomi era que teníamos que
esperar por el otro, él también falló.
—Te ves pálida, querida. —Atelmoff se me acerca y me
toma del brazo—. ¿Qué sucede?
Siento como si fuera diminuta y estuviera dando vueltas
en las aspas de un molino de viento.
—¿Crees saber en dónde está Nahomi? —pregunta en un
susurro.
Nahomi, claro. La desaparición de Nahomi. Eso es lo
importante aquí, no Magnus.
—No tengo la menor idea de su paradero —me las apaño
para responder—. ¿No creen que la tenga Silas? Si es con
ella con quien amenaza a la reina para que no se divorcie, lo
más sensato es que él la tenga.
—Fue la primera opción. Que la reina se hubiera rebelado
y Silas se llevara a Nahomi para amedrentarla, pero él no la
tiene. Sin embargo, estoy convencido de que sí sabe en
dónde está.
—¿Cómo se comunican con Silas?
—Eso no es lo importante. Lo apremiante es encontrar a
la señora Pantresh. Yo estoy a favor de la reina, no de él.
—¿Por qué no la ayudaste a escapar, entonces? Así la
reina quedaría libre.
—Tiene guardias enviados por Silas que la custodian todo
el tiempo. Es fácil para Magnus comprar a los guardias de tu
puerta para que puedan verse, pero no es lo mismo con los
guardias que protegen el mayor secreto de los Denavritz.
Saben que un error lo pagarían con la muerte. Si se la
llevaron, fue por órdenes de Silas. El problema es descubrir
a dónde.
No tengo la menor idea. Esto es demasiado confuso,
enredado. Es buscar un grano de sal dentro de un costal de
azúcar. Hay tantos caminos que nos llevaría años seguirlos
todos.
—¿Nunca te habló de algo, de alguien? —me pregunta
Stefan.
—Jamás. Lo único que mencionaba era el mar de
Hilffman, pero ahora ya sé que el mar es Silas.
—Ya buscamos en Hilffman, en su pueblo natal —explica
Atelmoff—. No hay rastro de nada. Estamos en un laberinto.
Fue por eso que Stefan incluyó a Magnus. Seguro él puede
encontrarla.
Me hierve la sangre cada vez que lo mencionan.
—¿No tenemos nada con lo que amenazar a Silas? —
propongo—. Podríamos jugar su mismo juego y chantajearlo
con algo.
—No hay nada lo suficientemente importante como para
herirlo.— Amoff me mira con una desilusión que le pesa.
—Es decir que sí hay secretos.
—Más de los que me gustaría que fueran descubiertos.
48
EMILY
Volvimos a Mishnock hace una semana para continuar con
la búsqueda de Nahomi. Estamos desesperados siguiendo
cualquier pista que sugiera un indicio de su paradero.
Atelmoff está callado, pensativo. Era su responsabilidad
cuidar a la madre de la reina y la perdió.
Fuimos a casa de Nahomi, pese a que ellos ya la habían
revisado, porque teníamos la esperanza de encontrar algo
que en la primera inspección hubieran pasado por alto, pero
no hallamos nada. Ella no guardaba cartas o información de
ningún tipo. Estamos en un punto muerto.
—Hay algo que no entiendo, Atelmoff. ¿Por qué la reina
te concedió el cuidado de su madre si tú eres el consejero
de su esposo?
Estamos en su oficina, resguardados de Stefan y de los
reclamos de Lerentia, pues desde el día en que volví no ha
dejado de reprochármelo. De verdad está cumpliendo su
palabra de hacerme la vida imposible.
—Porque sabe que yo no estoy de acuerdo con el
régimen del rey —contesta, tranquilo, mientras organiza
una pila de papeles en su escritorio—. Y seguir aquí es
mucho más útil que renunciar.
—Pero ¿cómo supo ella que tu fidelidad no estaba con él?
—Pasamos mucho tiempo en el palacio. ¿Crees que no
tocamos ese tema ni una vez en todos estos años?
—¿Y te arriesgas tanto solo por eso?
—Sin rodeos, Emily. —Levanta la mirada y me enfrenta.
No se ve contento—. ¿Qué estás pensando?
—Quiero entender, es todo. ¿Cómo supo la reina que
podía confiar en ti?
Aquí hay algo que no se siente bien. Algo que los dos han
tramado o que solo ellos saben.
—No lo sé, simplemente lo supo. —Percibo la molestia en
su voz. No recuerdo haberlo visto fastidiado antes—. Fin de
la historia. No quiero hablar más de eso.
—¿Puedo hacerte una última pregunta? —Asiente,
incómodo—. ¿Qué tan cercanos son la reina y tú?
—Siempre me ha gustado tu curiosidad, Emily, así que
sería algo hipócrita reprochártela ahora.
Exhala una, dos, tres veces. Se da la vuelta y mira hacia
la ventana detrás de él. Se toma su tiempo… Medita, al
parecer. Sé que algo me oculta, algo que incluye a la reina,
algo que hay entre los dos.
—Silas no es el mejor esposo. Eso ya lo sabes.
Genevive… bueno, vivía desamparada en el palacio. Yo
trataba de apoyarla tanto como podía. Estaba ahí para ella y
para Stefan como un miembro no invitado, aunque
necesario, de la familia. La escuchaba, la aconsejaba y la
protegía, tal como lo hacía con su niño.
—¿Te enamoraste de la reina?
Esa es la verdad. Amor.
Se gira. Me mira con sus ojos azules. Veo algo de
vergüenza, como si lo hubiera descubierto mientras tomaba
algo que no es suyo.
—No. Asumí el papel de padre desde que Stefan vino al
mundo, es todo.
Siento que se me quema la garganta. Tengo algo atorado
que, si no suelto, terminará por matarme.
—¿Desde de que nació o desde antes?
Una sonrisa es la respuesta que me da. No sé si es
irónica o genuina. No logro descifrarlo y, antes de que
pueda preguntárselo, un guardia llama a la puerta diciendo
que Stefan solicita nuestra presencia. ¿Por qué es tan
inoportuno?
Atelmoff se levanta animado. La esperanza en su rostro
es visible. Cree que si nos llaman es porque hay información
sobre el paradero de Nahomi. A mí me cuesta un poco
contagiarme de su buen humor. Todavía estoy confundida
por lo que esconde aquella sonrisa.
Bajamos al primer piso y vamos directamente a la sala
de reuniones. Los guardias nos anuncian y nos dejan pasar.
Atelmoff me toma de la mano cuando me paralizo porque…
Magnus está aquí. ¿Qué hace aquí si dijo que seguiría
adelante con su vida?
Se encuentra de pie en medio de la sala, está vestido
con traje y corona y tiene a Francis a un costado. Lo veo
inquieto cuando me mira. Se mueve de un lado a otro, como
quien va a dar una mala noticia y teme la reacción de la
gente. Y ahí entiendo que probablemente no viene por mí,
sino por Nahomi. ¿La encontraron? ¿Está herida? ¿Muerta?
—Buenos días, Emily —me saluda con la voz fría de
siempre. ¿Cómo es capaz de impostar calma en su tono
cuando es evidente que está preocupado?
No le contesto porque no sé qué decir. Sus ojeras hoy
parecen más profundas, me da la sensación de que no ha
dormido en días y luce muy nervioso. ¿Desde cuándo el rey
se muestra así?
Stefan está sentado junto a Lerentia, quien ya me mira
con enojo. La sala está llena de guardias, cada bando en
paredes contrarias, vigilantes a cada movimiento.
—Aquí los tienes. —Stefan me señala—. Ahora dime qué
información traes.
—Ninguna. —Magnus ni se preocupa al dar esa respuesta
—. No he podido encontrar nada. Camino en un lote baldío
sin ninguna señal.
¿Se burla de nosotros?
—¿Para qué nos llamaron, entonces? —Atelmoff
pregunta, pero su mirada está en Francis, que se limita a
encogerse de hombros.
—Vine por un asunto importante —Magnus es quien
responde.
—No sabía que eras un hombre de rodeos. —Mi carcelero
está a punto de perder la paciencia—. ¿De qué se trata?
—De Emily. Siempre se tratará de Emily.
—¿Por qué no me sorprende? —El tono amargo de
Lerentia es insoportable—. Parece que esta monarquía gira
en torno a ella.
—Teníamos un trato, Magnus. —Levanto la voz—.
Veinticuatro horas y nada más.
—Ni siquiera tuvimos doce. Me debes tiempo y, cuando
no me cumplen, suelo exigir algo más.
—De acuerdo. Pide lo que desees y acabemos con esto.
—Estoy para complacerte, ¿lo recuerdas?
Me cruzo de brazos, esperando a que hable, pero no lo
hace. Comienza a pasearse por la sala. Si los nervios
continúan atacándolo, finge muy bien la tranquilidad. Ahora
luce calculador, pétreo, casi como si se preparara para
disparar.
—Cuidado con lo que haces —le advierte Stefan al verlo.
—Aún no he hecho nada —replica él, burlón.
—Lo mejor será que te retires y hagas el requerimiento
por medio de una carta.
Magnus lo ignora y continúa observándome con sus
profundos ojos verde esmeralda. ¿Qué trata de hacer? Por lo
que parece un siglo, la sala se queda en silencio, tensa.
Todos lo seguimos con la mirada, como si fuera un juego en
el que es líder. Es molesto.
—Hoy es un magnífico día. ¿No lo crees, Francis? —
pregunta el rey Lacrontte.
—Sin duda, señor —le responde con un gesto cómplice.
Francis está estático detrás de él y, por su mirada, puedo
asegurar que sabe perfectamente lo que su rey se trae
entre manos.
De repente, el soberano de Lacrontte se detiene frente a
mí y, con una sonrisa pícara, comienza a descender
lentamente hasta quedar hincado. Del bolsillo del pantalón
saca una pequeña caja negra, que levanta en mi dirección
para que pueda verla y la abre despacio. Adentro hay un
anillo de oro, con un zafiro de corte rectangular revestido
con pequeños diamantes blancos. Es precioso. No: es
majestuoso y resplandece igual que el océano al ser tocado
por el sol.
—Emily Ann Malhore Lanreb —recita con la mirada más
brillante que le he visto hasta ahora—, cásate conmigo y
conviértete en mi reina.
Quedo paralizada, como suspendida en el tiempo. No
existe nadie más para mí en este momento que no sea el
hombre que está a mis pies. Siento que hasta podría olvidar
cómo respirar. Los latidos desenfrenados de mi corazón, el
vacío en el estómago, la corriente en la espina dorsal, todo
me ataca al mismo tiempo. Necesito que alguien me
pellizque porque no creo haber escuchado bien. Es
imposible.
Juro que veo la pasarela de recuerdos en mi cabeza. La
primera vez que lo vi a la cara, la primera vez que lo vi
desnudo, la primera vez que me vio desnuda, la primera
pelea que tuvimos, el primer beso que nos dimos bajo la
nieve en Cromanoff, el primer baile que compartimos,
nuestra primera madrugada juntos, nuestra complicidad,
nuestra travesía a Grencowck, nuestras noches en su oficina
mientras leía libros para él. Nuestra, nuestra, nuestra.
Pero también veo su traición y la ira me invade.
Jamás uniría mi vida a la de un traidor.
Stefan grita y es entonces cuando caigo de nuevo en el
mundo real. Se levanta de su silla, iracundo, y se acerca a
nosotros. Lerentia jadea, igual que Atelmoff, pasmados por
la escena que acaban de presenciar.
—¿Qué? —Esa es mi única respuesta. Es irreal verlo
arrodillado.
—Concédeme el honor de ser tu esposo.
Su ímpetu no claudica pese a las reacciones. Los
hoyuelos del rostro se le profundizan con la sonrisa. Esta
vez el gesto es honesto, sin maldades ni orgullo. Es una
sonrisa entera y hasta insegura. Teme por mi respuesta,
teme que no acepte.
—Cuidado con lo que vas a decir, Emily Malhore —me
advierte Stefan mientras me toma del brazo.
—No la toques. Es su decisión. —Magnus se levanta y me
aparta. Yo ni siquiera sé cómo me mantengo en pie.
No me quiero casar con él.
—Quiero que te vayas ahora mismo de mi palacio —exige
el rey de Mishnock.
—No sin antes obtener una respuesta. Emily —busca mi
mirada y juro que puedo ver la esperanza en sus ojos—,
dijiste que querías una oportunidad de ser libre, de vivir sin
temor a que te traigan de vuelta. Nadie lo hará si estás
conmigo. Te protegeré cada día de mi vida y a cada
segundo. Prometo darte el lugar que te mereces, el valor
que tienes.
¿A esto se refería cuando dijo que tenía un plan?
Necesito poner todo en perspectiva.
Puedo quedarme y buscar una opción para ser libre. El
problema es que, si me voy, no podría volver pronto para
saber qué ocurrió con Nahomi. O podría aceptar la
propuesta y con ello tendría la libertad de enviar
correspondencia para mantenerme informada. Pero, para
eso, tendría que ser la señora Lacrontte, convertirme en la
esposa del hombre que me arrancó el corazón y jurarle
lealtad. Yo no quiero una vida palaciega, no quiero ser reina,
no quiero estar cerca de la putrefacción de la política y
tampoco quiero estar cerca de Magnus.
Los esposos Denavritz palidecen mientras esperan mi
decisión. ¿Este de verdad es mi destino? ¿Es lo que quiero
para mi vida?
Me concentro en Magnus, en sus ojos, en su rostro
angustiado por lo que diré. Este hombre no me quiere y
aceptar sería encadenarme a él por años, al menos hasta
que encuentre un buen momento para renunciar e irme.
Aceptar sería poner mi felicidad a fuego lento, sacrificándola
ahora por mi libertad. No sé si deba hacerlo.
Aceptar sería ponerme una corona en la cabeza,
convertirme en la reina de la nación enemiga, una nación
que odia a todos los de mi clase. Aceptar sería romper las
cadenas, pero encerrarme ahora en el corazón del rey. ¿Es
ese mi lugar? ¿Pasar de odiar a los soberanos a convertirme
en una de ellos?
—Acepto.
AGRADECIMIENTOS
Un libro nuevo es también una nueva oportunidad para
decir gracias, y esta vez tengo mucho por que agradecer.
Nunca me cansaré de darle gracias a Dios. Sin Él no
estaría aquí y no sería lo que soy. Gracias nuevamente a
Brenda, mi madre, por acompañarme en el camino y
hacerlo más llano cuando se empina. Te amo infinito.
Gracias a Mina Valverde por convertirse en una luz
brillante, por los consejos y la complicidad, por ser mi
confidente, mi amiga y mi Francis en tiempos de crisis. Eres
increíble.
Gracias, Jimena (Nala), por amar estos libros tanto como
yo, por volverlos tu hogar y por darles a mis personajes un
lugar en tu corazón. Gracias por emocionarte conmigo y
darle tanto afecto a Emily.
Gracias, Genessis (Gene), por el cariño gigante que le
tienes a esta historia, por seguir aquí, por cada video y
mensaje, y por tu estima incondicional. Gracias Abby, Karr y
Jheidi por estar pendientes de cada nueva noticia de este
universo, por su apoyo inmenso, por su alegría y por ayudar
a que la historia llegue a muchas más personas; soy muy
feliz viendo lo que hacen.
Gracias a Carolina, Isabela y Álvaro por convertirse en el
equipo de la Saga Rey, por sumergirse en esta nueva
aventura y, por supuesto, por la paciencia.
Y gracias a ustedes, lectores y lectoras, por darle una
oportunidad a El perfume del rey. Gracias por comprarlo,
por amarlo y por regresar en este segundo libro. Gracias por
respaldarme y por estar presentes en cada firma y evento,
así sea desde la distancia. Gracias por sus buenos deseos,
por compartir mi alegría y, en ocasiones, mi tristeza.
Gracias por aguardar por mí cada vez que pierdo el hilo. No
importa el lugar del mundo en que se encuentren, ni desde
dónde lean esto, quiero decirles que un pedacito de esta
historia siempre será de ustedes.
Karine Bernal Lobo
(1998, Valledupar, Colombia)
Se inició como escritora en la plataforma Wattpad durante
un paro universitario en 2019, mientras cursaba la carrera
de Psicología, como medida para aprovechar el tiempo libre.
Del amor que siente desde pequeña por las historias de
monarquías y los mundos de fantasía que descubrió al leer
los cuentos de los Hermanos Grimm, nació la saga de
romance de Emily Malhore y Magnus Lacrontte. Gracias a
que creó un universo fiel a su imaginación y gracias también
a su comunidad de lectoras, El perfume del rey, primer
volumen de la Saga Rey, se ha convertido en superventas
en América Latina.
X: @karinebernal
IG: @karinebernal
Ilustraciones de portada e interiores:
© Álvaro Cardozo
ig: @alvarocardozow
Foto de la autora: Karim Estefan
Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño
La maldición de Pueblo
Escondido
Vanegas, Alvaro
9786287665873
200 Páginas
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#YoleoTerrorColombiano Dos mujeres se desvanecen sin
dejar rastro en un pueblo de la costa colombiana. Nicole, su
mejor amiga, decide viajar hasta allí para descubrir su
paradero… pero lo que encuentra no es de este mundo. En
Pueblo Escondido hay un misterio desde hace siglos:
periódicamente las mujeres desaparecen. Todo indica que el
culpable es un monstruo que se alimenta de carne humana.
Un monstruo que solo puede actuar con la complicidad de
una sociedad entera, un gigante que está tan naturalizado
que hemos bautizado en nuestra propia mitología: el Mohán.
En esta nueva obra, Alvaro Vanegas reimagina un ser
mitológico y lo ubica en un universo contemporaneo para
que sea un personaje de terror.
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Satanás (Novela gráfica)
Mendoza, Mario
9789584273550
200 Páginas
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El escritor Mario Mendoza incursiona en la novela gráfica
con un guion de su autoría de su novela más exitosa:
Satanás. Lo hace de la mano del talentoso Keco Olano,
quien se encargó de ilustrar la historia de Campo Elías
Delgado, el veterano de Vietnam que mató a casi una
treintena de personas en diferentes lugares de Bogotá. La
capital colombiana cobra vida y se vuelve protagonista del
relato porque es el lúgubre escenario en el que el mal
entreteje el destino del asesino con el de un sacerdote
exorcista, un pintor que plasma sus extrañas visiones
proféticas en sus cuadros y una 'tomasera', una mujer que
utiliza sus encantos para seducir hombres en los bares,
drogarlos y robarlos. Este es el abreboca del nuevo camino
que tomará Mario, quien a partir de 2020 se concentrará en
la publicación de una trilogía de novelas gráficas titulada El
fin de los tiempos.
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Cuentos de buenas noches para
niñas rebeldes Colombia y
Ecuador
Niñas Rebeldes
9789584292964
224 Páginas
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La publicación del primer volumen de esta serie sacudió al
mundo y les mostró a las Niñas Rebeldes de todo el planeta
que no hay fronteras ni límites para que cumplan sus
sueños y sean lo que quieran ser. Y, para que siga la
rebeldía, hemos preparado para ellas esta edición con la
historia de cien colombianas y ecuatorianas extraordinarias.
Junto con un grupo de talentosas ilustradoras,
investigadoras y escritoras recolectamos las historias de
mujeres de Colombia y Ecuador, de todas las épocas y
profesiones, para rendir homenaje al gran legado de
rebeldes que ha levantado la voz para probar que otro
mundo es posible: activistas, empresarias, médicas,
revolucionarias, artistas, campeonas olímpicas,
superestrellas del pop, escritoras, científicas, chefs,
ingenieras, guardianas de la selva y el agua. Todas sus
historias se convierten en palabras de aliento que nos
recuerdan lo importante que es luchar por lo que creemos.
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Backstage
Ocampo, Angie
9786280001869
422 Páginas
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Chelsea Cox parece tenerlo todo: es la popstar más famosa
de su generación, tiene una voz única y Matthew, su novio,
es guapo y talentoso. Aparentan ser la pareja ideal, pero
pocos saben que detrás del brillo de la fama se esconde una
relación tóxica y una peligrosa adicción a las drogas.
Silenciosamente, esta adicción lleva a Chelsea a perder a la
única persona que la ha visto sin su máscara… y también a
perderse a ella misma. Sin embargo, una noche, cuando ya
la esperanza la ha abandonado, aparece él. Él, con sus ojos
verdes. Él, con su fama de ser el beisbolista de la década.
Él, quien está a punto de perderlo todo. Isaac. Un hombre
dulce y paciente que, mientras lucha con sus propios
demonios, lo dará todo por ella. Después de una intensa
atracción, de soñar con ser libre y de tener su vida llena de
miles de rosas amarillas, Chelsea intentará descubrir quién
es ella cuando ya no hay paparazis, quién es realmente
cuando está en su backstage. Esta novela, que ha
conquistado a más de dos millones de lectores en Wattpad,
llega a todas las librerías en formato físico con cambios en
la historia, nuevos capítulos y un epílogo conmovedor e
inolvidable.
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Gravity Falls - Lejos de casa
Disney
9789584267665
100 Páginas
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La noche de la fiesta en la Cabaña del Misterio, Dipper
descubre una forma de clonarse a sí mismo y cree que
finalmente ha encontrado la clave para enamorar a Wendy.
Pero, ¿podrá sacarla a bailar, o sus clones se pondrán
celosos y actuarán en su contra? Después, cuando el
pequeño Gideon intenta conquistar a Mabel, ¡Mabel no
puede rechazarlo! ¿Se convertirá en su novia? ¿Podrá
Dipper ayudar a Mabel a terminar con Gideon?
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