pierna sobre otra de manera que se adivinaba su rodilla, e incluso toda la línea de la esbelta pierna, bajo la falda de paño azul. No era más que de mediana estatura —de una estatura idónea y muy agradable a los ojos de Hans Castorp—, y tenía las piernas relativamente largas y no era muy ancha de caderas. Ahora no estaba recostada en el respaldo, sino inclinada hacia delante, con los brazos cruzados y apoy ados en el muslo, la espalda arqueada y los hombros caídos hacia delante, de modo que le marcaban las vértebras cervicales; es más: bajo el suéter ceñido incluso se reconocía la columna vertebral, y, como el pecho, que no era tan abundante y turgente como el de Marusja, sino más bien pequeño, como de niña, quedaba apretado entre ambos brazos. De pronto, Hans Castorp cay ó en la cuenta de que también ella estaba allí esperando la radioscopia. El doctor Behrens la pintaba, reproducía su apariencia externa con óleos y pinceles sobre un lienzo. Ahora, además, en la penumbra, habría de dirigir sobre ella los ray os luminosos que le descubrirían el interior del cuerpo. Y al pensar en eso, Hans Castorp volvió la cabeza con un gesto de dignidad ofendida y con una expresión de discreción y superioridad moral, como creía obligado ante tal pensamiento. No permanecieron mucho tiempo los tres juntos en la salita de espera. Parece ser que en el interior del laboratorio no habían hecho mucho caso de Sacha y su madre, y se apresuraban para recuperar el retraso. De nuevo, el ay udante de la bata blanca abrió la puerta. Joachim lanzó su revista sobre la mesa al tiempo que se levantaba, y Hans Castorp le siguió hacia la puerta, no sin cierta zozobra. Un escrúpulo caballeresco había despertado en él y sentía la tentación de dirigir la palabra a Madame Chauchat, ofreciéndole que pasase ella delante; tal vez hasta debía decírselo en francés, a ser posible… así que comenzó a buscar ansiosamente las palabras y la construcción de la frase. Por otra parte, no sabía si tales galanterías serían usuales allí arriba, y si la jerarquía del lugar no estaría por encima de todas las galanterías caballerescas. Joachim debía saberlo y, como no pareciese dispuesto a ceder el paso a la dama allí presente a pesar de la insistente y consternada mirada de Hans Castorp, éste le siguió y, pasando por delante de Madame Chauchat, que sólo levantó la vista fugazmente, entró por la puerta del laboratorio. Estaba demasiado conmocionado por lo que dejaba detrás de sí, por las aventuras de los diez últimos minutos, para tomar conciencia del cambio que se había producido al entrar en la sala de ray os. No veía nada o nada más que vagas sombras en aquella penumbra artificial. Oía todavía la voz agradablemente tomada con la que Madame Chauchat había dicho « ¿Qué ocurre…? ¿Acaba de entrar alguien…? ¡Qué fastidio…!» , y el sonido de aquella voz le hacía estremecer, era como un dulce escalofrío que le corría por la espalda. Veía la rodilla que se dibujaba bajo la tela de la falda, veía las vértebras de la nuca bajo el nacimiento del pelo, de un rubio rojizo, aquella indómita pelusilla que se le escapaba del moño trenzado, y de nuevo sintió un escalofrío. Vio al doctor Behrens de espaldas a los que entraban, de pie delante de una especie de armario o de cabina, ocupado en contemplar una placa oscura que, con el brazo estirado, exponía contra la mortecina luz de la lámpara del techo. Pasando por su lado, entraron hasta el fondo de la habitación acompañados del ay udante, que se encargaba de los preparativos para la radioscopia y la radiografía. Reinaba allí un olor muy peculiar. Un aire enrarecido llenaba la estancia. Instalada entre las dos ventanas tapadas con cortinajes negros, la cabina dividía el laboratorio en dos partes de distinto tamaño. Se distinguían aparatos de medicina, cristales cóncavos, cuadros de mandos eléctricos, instrumentos de medida, una caja semejante a un aparato fotográfico sobre un chasis con ruedas, y placas de cristal alineadas en las paredes hasta el punto de que uno no sabía si estaba en el estudio de un fotógrafo, en una cámara oscura, en el taller de un inventor o en la cocina de una bruja entusiasta de la tecnología. Joachim había comenzado a desnudarse de cintura para arriba. El ay udante, un joven suizo rechoncho y de rosadas mejillas, vestido con una bata blanca, pidió a Hans Castorp que hiciera lo mismo. La cosa iba deprisa, no tardaría en tocarle el turno… Mientras Hans Castorp se quitaba la chaqueta, Behrens salió de la cabina y pasó a la parte más amplia del laboratorio. —¡Hombre! —dijo—. He aquí a nuestros Dióscuros, Castorp y Pólux… Nada de protestas, se lo ruego. Esperen, que no tardaremos nada en ver por ray os a ambos. ¿Acaso tiene miedo de abrirnos su fuero interno, Castorp? Tranquilícese, es todo muy estético… ¿Ha visto mi colección privada? Y, agarrando a Hans Castorp por el brazo, le llevó delante de las hileras de placas de cristal negro que fue iluminando gracias a un interruptor. Las placas revelaron sus imágenes. Hans Castorp vio miembros: manos y pies, rodillas, muslos, piernas, brazos y caderas. Sin embargo, los redondeados contornos de aquellos fragmentos de cuerpo humano no eran más que una sombra borrosa; una niebla extraña, un fantasmagórico halo que envolvía un núcleo perfectamente reconocible, nítido y de un blanco refulgente: el esqueleto. —¡Muy interesante! —dijo Hans Castorp. —Por supuesto que es interesante —respondió el doctor Behrens—. ¡Útil lección práctica para los jóvenes! Anatomía visualizada, ¿comprende? El triunfo de los nuevos tiempos. Esto es un brazo de mujer, y a se habrá dado cuenta por su delicadeza. Con eso nos abrazan cuando se ponen tiernas, y a ve. Y se echó a reír con la boca torcida, con lo cual se le torció también un lado del bigotito. Las placas se apagaron. Hans Castorp se volvió hacia donde estaban preparando la radiografía de Joachim. Joachim estaba en la cabina de la que acababa de salir el doctor Behrens. Le habían sentado en una especie de taburete de zapatero, ante una plancha contra la cual apoy aba el pecho, además de rodearla mientras con los brazos; el ay udante, con movimientos similares al de amasar, corregía su postura echándole los hombros hacia delante y masajeando su espalda. Luego se colocó detrás del aparato como cualquier fotógrafo —un poco agachado y con las piernas abiertas para calibrar la imagen—, expresó su satisfacción y, apartándose, pidió a Joachim que respirase profundamente y que guardase el aire en los pulmones hasta que hubiese terminado. La espalda redondeada de Joachim se dilató, luego permaneció totalmente inmóvil. En ese momento, el ay udante accionó las palancas correspondientes del panel. Durante dos segundos entraron en acción las terribles fuerzas necesarias para atravesar la materia: corrientes de miles de voltios, de cien mil voltios, crey ó recordar Hans Castorp. Apenas sometidas por el hombre, aquellas potentísimas corrientes buscaron una vía de escape. Sonaron descargas como disparos. Una chispa azul vibró en la punta de un aparato. Grandes relámpagos subieron crepitando a lo largo del muro. En algún lado, una luz roja, semejante a un ojo silencioso y amenazador, vigilaba la habitación, y, a la espalda de Joachim, un matraz se llenó de un líquido verde. Luego todo se fue tranquilizando, los fenómenos luminosos se desvanecieron y Joachim soltó el aire suspirando. Ya estaba… —¡El próximo delincuente! —bromeó Behrens, y le dio un codazo a Hans Castorp—. ¡Sobre todo no alegue usted que está cansado! Tendrá una copia gratuita, Castorp. Así podrá proy ectar sobre la pared los secretos que encierra su pecho para divertir a sus hijos y nietos. Joachim se había retirado. El ay udante cambió la placa. El doctor Behrens instruy ó personalmente al novato acerca de cómo debía sentarse y colocarse. —¡Abrace la plancha! —ordenó—. ¡Abrácela! ¡Por mí, hágase la ilusión de que es otra cosa! Y estréchela bien contra su pecho, como si se sintiera muy feliz. Así, respire. ¡Alto! ¡Vamos! ¡Abrace con ganas! Hans Castorp se quedó muy quieto, entornando los ojos, con los pulmones llenos de aire. A su espalda estalló la tempestad, crepitaron las chispas, relampaguearon las paredes, y luego se calmó todo. El objetivo había inmortalizado sus entrañas. Se retiró, confuso y aturdido por lo que acababa de sucederle, si bien no había sentido en lo más mínimo cómo la corriente luminosa traspasaba su cuerpo. —¡Buen chico! —dijo el doctor Behrens—. Ahora lo veremos con nuestros propios ojos. Joachim, como todo un experto, y a se había colocado más cerca de la puerta, en uno de los aparatos de radioscopia: dejando a su espalda un mecanismo más voluminoso en cuy a cúspide se veía una redoma de cristal, medio llena de agua, con un tubo de evaporación. A la altura de su pecho quedaba una pantalla cuadrada que se podía subir y bajar por unos raíles y, a su izquierda, en el centro de un panel de mandos, había un pequeño farol rojo. El consejero, sentado en un taburete, delante de la pantalla, la encendió. La lámpara del techo se apagó y únicamente la bombilla de color rubí quedó iluminando la escena. Luego, el maestro, con un gesto rápido y preciso, apagó también ésta, y la oscuridad más profunda envolvió el laboratorio. —Primero se nos han de acostumbrar los ojos a la oscuridad —se oy ó decir al consejero Behrens—. Se nos tienen que dilatar las pupilas, como a los gatos, para poder ver lo que queremos. Comprenderán perfectamente que, con nuestros ojos, habituados a la luz del día, no vemos nada. Para empezar, tenemos que olvidar la claridad, con sus imágenes nítidas y coloridas. —Por supuesto —dijo Hans Castorp, de pie detrás del consejero, y cerró los ojos, pues con tanta oscuridad era completamente indiferente tenerlos abiertos o no—. Para empezar, nuestros ojos deben hacerse a la oscuridad; si no, no vemos nada, es lógico. Me parece bien, me parece muy apropiado que, antes de nada, nos recojamos así, como para una oración en silencio. Aquí estoy y he cerrado los ojos, me encuentro en un estado de agradable somnolencia. ¿Pero qué es ese olor que se percibe? —Oxígeno —dijo el consejero—. El producto atmosférico de la tempestad que se ha producido dentro de la habitación, y a me entiende… Abra los ojos. Ahora sí que va a comenzar la magia. Hans Castorp se apresuró a obedecer. Se oy ó cómo accionaban una palanca. Un motor se puso en marcha y empezó a zumbar furiosamente, elevando el tono, aunque fue de inmediato regulado con un segundo movimiento. El suelo vibraba a un ritmo constante. La pequeña luz roja, alargada y vertical, vigilaba la sala como una amenaza muda. En alguna parte chasqueó un relámpago. Y lentamente, con un reflejo lechoso, como una ventana que se ilumina, surgió de la oscuridad el pálido rectángulo de la pantalla ante la cual se encontraba el doctor Behrens en su taburete de zapatero, con los muslos separados, los puños apoy ados sobre ellos y su nariz chata pegada a la placa que reproducía el interior de un organismo humano. —¿Ve usted, joven? —preguntó. Hans Castorp se inclinó por encima del hombro del doctor, pero antes elevó la cabeza hacia la dirección en que suponía que estaban los ojos de Joachim; ojos que debían de tener la misma mirada dulce y triste del día de la consulta. —¿Te importa que mire? —Mira, mira… —respondió Joachim en la oscuridad. Y, con el ronroneo del motor que hacía vibrar el suelo y los chasquidos de las chispas de fondo, Hans Castorp se agachó para mirar por aquella pálida ventana, para mirar en el interior del esqueleto de Joachim. El esternón, que se solapaba con la columna vertebral, se veía como una densa columna de hueso. La parte trasera de las costillas, en un tono mucho más difuminado, aparecía entreverada con la parte delantera. En la parte superior se distinguían muy claramente las clavículas, como apuntando hacia arriba, y, bajo el suave contorno de la carne, los huesos de los hombros y el nacimiento de los brazos de Joachim. Toda la cavidad del pecho era luz, pero dentro de ella se dibujaban venas, manchas más oscuras y una zona negruzca de forma irregular. —Una imagen muy nítida —dijo el doctor Behrens—, ésta es la delgadez conveniente, la de un joven militar. He tenido aquí verdaderas masas impenetrables. ¡No había manera de distinguir nada! Habría que descubrir unos ray os que atravesaran tales capas de grasa… Ésta es una imagen bien limpia. ¿Ve usted el diafragma? —Y señaló con el dedo el arco más oscuro que subía y bajaba en la parte inferior de la pantalla—. ¿Ve esos bultos, aquí a la izquierda, esas burbujas? Eso es la pleuresía que tuvo a la edad de quince años. Respire hondo —ordenó—. ¡Hondo he dicho! ¡Más! Y el diafragma de Joachim se elevó tembloroso todo lo que pudo haciendo que se iluminase la parte superior de los pulmones, pero el consejero no se dio por satisfecho. —¡Insuficiente! —dijo—. ¿Ve usted las glándulas del hilus, ve esas adherencias? ¿Ve esas cavernas? De aquí proceden los venenos que se le suben a la cabeza. Sin embargo, la atención de Hans Castorp estaba absorbida por una especie de saco, una masa más densa que se movía como un animal y se veía, oscura, detrás de la columna central, a la derecha del espectador… que se dilataba regularmente y se contraía de nuevo, como una medusa flotando en el agua. —¿Ve su corazón? —preguntó el consejero, levantando su enorme mano del muslo para señalar repetidas veces con el dedo aquella extraña masa que latía. ¡Cielos, era el corazón de Joachim, aquel corazón amante del honor, lo que Hans Castorp estaba viendo! —Estoy viendo tu corazón —dijo con voz ahogada. —Pues mira, mira… —respondió Joachim y, sin duda, sonreía resignado, allí en la oscuridad. El doctor Behrens, en cambio, les mandó callar y dejarse de sentimentalismos. Estudiaba las manchas y las líneas, aquella zona negruzca en la cavidad interior del pecho, mientras que Hans Castorp no se cansaba de mirar lo que podía haber sido el fantasma de Joachim, su esqueleto desnudo, aquellos huesos sin carne que no eran sino un memento de la muerte. Le invadió un sentimiento de profundo respeto mezclado con un profundo terror. —Sí, sí, lo veo —repitió varias veces—. ¡Dios mío, lo veo! Había oído hablar de una mujer, pariente de los Tienappel, muerta desde hacía mucho tiempo, que tenía la suerte o la desgracia de poseer un don particular: veía a las personas que iban a morir pronto en forma de esqueletos. Así veía ahora Hans Castorp al buen Joachim, aunque era gracias a la ciencia física y óptica, con lo cual no habría nada de paranormal y nada de qué preocuparse y, además, todo sucedía con la expresa autorización del sujeto en cuestión. Con todo, comprendía cuán lleno de melancolía debía de haber sido el destino de aquella tía suy a, la vidente. Profundamente emocionado por todo lo que veía, es decir, por el hecho de ver aquello, le asaltaban tremendas dudas inconfesables, se preguntaba si todo aquello estaba bien, se preguntaba si aquel espectáculo en aquella oscuridad, entre aquellas chispas y aquellas corrientes, era verdaderamente lícito; y el enorme placer de la indiscreción se mezclaba en su pecho con sentimientos de emoción y piedad. Claro que, unos minutos más tarde, sería él mismo quien se encontrase en la picota, en plena tempestad, mientras que Joachim, que habría recuperado su carne y su humanidad, comenzaría a vestirse de nuevo. De nuevo el consejero miraría a través del cristal lechoso: esta vez, el interior de Hans Castorp, y de sus exclamaciones a media voz, de sus diversas interjecciones se deduciría que lo que encontraba respondía a lo esperado. Aún tendría la amabilidad de ceder a los reiterados ruegos del paciente, y permitirle contemplar su propia mano a través de la pantalla luminosa. Y Hans Castorp vería lo que había esperado, aunque, en realidad, no estuviera hecho para ser visto por el hombre, y aunque él nunca hubiera creído que llegara a verlo: Hans Castorp vería el interior de su propia tumba. Vería el futuro fruto de la descomposición, gracias al poder lo vería anticipadamente; vería la carne que formaba su cuerpo descompuesta, aniquilada, convertida en una niebla evanescente, y en medio de ella — esmeradamente cincelado— vería el esqueleto de su mano derecha, en torno de cuy o anular flotaba, negra y fea, la sortija heredada de su abuelo: duro objeto terrenal con el que el hombre adorna su cuerpo, abocado a descomponerse y a dejarlo otra vez libre para que otra carne pueda lucirlo durante otro lapso de tiempo. Con los ojos de aquella tía lejana, de la familia Tienappel, vería ahora una parte de su propio cuerpo, la vería con penetrantes ojos de visionario y, por primera vez en su vida, comprendería que también él habría de morir una vez. Al comprender eso, adoptaría una expresión semejante a la que ponía cuando escuchaba música, una expresión bastante estúpida, adormilada y devota, con la boca entreabierta y la cabeza inclinada sobre el hombro. El doctor Behrens dijo: —Da cierta grima, ¿no es cierto? No cabe duda de que resulta un tanto siniestro. Luego paró el mecanismo. El suelo dejó de vibrar, los fenómenos luminosos desaparecieron y la ventana mágica se envolvió de nuevo en las tinieblas. La lámpara del techo se encendió. Y, mientras Hans Castorp se apresuró a vestirse, Behrens informó a los jóvenes de sus observaciones; eso sí, teniendo en cuenta que eran legos en la materia. En lo que se refería a Hans Castorp, la radioscopia había confirmado el diagnóstico de la auscultación con toda la precisión que podía exigir la ciencia. Se habían visto tanto las antiguas cicatrices como las recientes zonas « tiernas» , así como unas « ramificaciones» que se extendían desde los bronquios hasta bastante dentro del pulmón. « Ramificaciones con nódulos» , dijo el doctor. Hans Castorp podría comprobarlo por sí mismo en una pequeña diapositiva que, según lo convenido, le sería entregada próximamente. —Por lo tanto, reposo, paciencia, disciplina: tomarse la temperatura, comer, echarse, esperar y tomar el té. El doctor les volvió la espalda. Ellos se marcharon. Hans Castorp, al salir detrás de Joachim, miró por encima de su hombro. Conducida por el ay udante, Madame Chauchat entraba en el laboratorio.