La verdad se equivoca Un ensayo sobre la utilidad de la historia Santiago Pitarch Foto de portada: M. Ferreres. Editorial Antinea Dr. Fleming, 6 12500 Vinaròs (Castelló) © De la edición y obra: Santiago Pitarch Depósito Legal: CS 661-2023 Todos los derechos reservados. Se prohibe la reproducción total o parcial de esta obra, en cualquiera de sus formas, gráficas o audiovisuales, sin la autorización previa del editor, salvo citaciones en revistas, diarios o libros, siempre que se haga constar su procedencia y autor. 4 Para cualquiera que tenga la bondad y la paciencia de leerlo: especialmente para V. que destaca en esas y otras cualidades 5 6 Índice Introducción 9 I. El simio mentiroso 11 II. Todos somos historiadores 23 III. La historia de la historia 47 IV. Para qué usamos la historia 67 El discurso histórico identitario 68 El discurso histórico utilitario 77 El discurso histórico ideológico 82 El discurso histórico recreativo 89 V. Abusos interpretativos 95 Explicación racional forzosa 98 Ad antiquitatem 100 Abuso de la ucronía 102 La cultura general 104 La historia predictiva 106 El chivo expiatorio 109 Derechos, autovaloración, justicia, historia 112 La grandeur 123 La concepción lineal de la historia 126 Las leyes de la historia y las comparaciones morales 131 Correlación no implica causalidad 135 La historia historizante 138 El pensamiento mágico y la falacia ad consequentiam 140 El sesgo del éxito 143 El Principio de la Sangre 146 Los héroes 148 Juzgando a la historia 151 La obsesión taxonómica 155 Hobbes contra Rousseau 158 Conocimiento y opinión 162 Russell, su tetera y los historiadores 164 VI. Epílogo 167 7 8 Introducción La religión es vista por la gente común como verdadera, por los sabios como falsa y por los gobernantes como útil. Séneca. Incluso el pasado puede modificarse; los historiadores no paran de demostrarlo. Jean-Paul Sartre. El objetivo de este ensayo es proporcionar al lector un mapa que sea útil en la tarea de interpretar el pasado. En él no están señaladas las verdades, sino las trampas más comunes que se deben evitar. No nos indicará hacia dónde hemos de viajar ni cuál es el destino final, pues es el viajero quien tiene la potestad de la elección. Como en los viejos planisferios, sí se indican, en cambio, los límites de la Tierra y los monstruos que podemos hallar en este viaje. La diferencia es que, en nuestro caso, tanto los límites como las bestias son reales. El lector no debe esperar que en este breve ensayo se le desvelen nuevos conocimientos ni, mucho menos, nuevos marcos intelectuales, lo cual sería pretencioso por los medios de los que se dispone y por su naturaleza; se destruirá más de lo que se creará y se tendrá como objetivo atacar el exceso y el error: advertir sobre el engaño, pero no dar respuestas definitivas, puesto que no suelen ser más que seres mitológicos. 9 El hilo argumental parte de una premisa que puede parecer bastante radical, pero que se defenderá lo más acertadamente posible: nuestra percepción de la realidad se basa en nuestra visión de la historia, la cual se determina en mayor medida por la interpretación del pasado que por los hechos en sí. Ello es debido a que aquello que llamamos historia es un producto intelectual que creamos para dar sentido e intentar alterar nuestra realidad social. Por tanto, la toma de conciencia de esta paradoja podría alterar totalmente el modo en el que vemos el mundo. Todos somos historiadores, aunque lo seamos de forma inconsciente. La realidad del ser humano es social en tanto en cuanto se crea mediante la interrelación con otros individuos. Esa capa de realidad, que se superpone a la de los fenómenos físicos y que llega a ser más palpable y percibida como más cierta que aquella, se compone en gran parte por un relato histórico. Por qué la realidad es de este modo y no de otro y cómo hemos llegado a alcanzarla, son preguntas naturales que nos hacemos desde que nuestra especie existe. Responderlas es imprescindible para dar sentido a la realidad social que nos envuelve. Estas preguntas requieren respuestas que son respondidas por el relato histórico, que es tan antiguo como la humanidad. Puesto que tiene la capacidad de alterar las normas que rigen la sociedad, su creación se profesionalizó y monopolizó rápidamente, de forma que la capacidad de moldear la realidad recayese sobre quienes ejercían o pretendían ejercer el poder. Sin embargo, siempre ha sido un tipo de poder disputado, ya que también reside en cada uno de los individuos de la comunidad, pues no existe un solo hombre en la Tierra que no posea su propia visión del pasado. Por qué esto es así, qué implicaciones tiene, cómo nos afecta en la práctica y qué podemos hacer al respecto son las preguntas que servirán de hilo conductor al desarrollo de este libro. 10 I. El simio mentiroso Un libro es capaz de trastocar el orden de las cosas dentro de la cabeza humana, a condición, claro, de que haya alguna cosa en ella antes de empezar la lectura. Stanislaw Lem Cuando analizamos la historia hemos de seleccionar el aumento de la lente a emplear. Podemos estudiar la historia de la democracia española, del siglo XX o de la Edad Media. Dependiendo del periodo analizado, encontramos unos hechos y unas estructuras que nos parecerán más relevantes. Dilatando el tiempo analizado, muchas de ellas desaparecen como irrelevantes. Supongamos que deseamos visualizar como una sola unidad todo el tiempo transcurrido desde la aparición de nuestra especie hasta hoy. Con este aumento seleccionado, encontramos dos revoluciones que marcan el desarrollo de la humanidad: la revolución cognitiva y la revolución científica. Por la primera, llegamos a configurar nuestro mundo mental tal como sigue siendo actualmente, por la segunda, en la cual nos encontramos, aparece la ciencia y la revolución industrial, iniciando un camino que todavía no sabemos a dónde nos llevará. Si tenemos en cuenta la antigüedad de nuestra especie, podemos considerar que la revolución científica es una novedad, pues se inicia hace solo 5 siglos. Para los objetivos de este capítulo, hemos de centrarnos en la primera, la revolución cognitiva. No hemos sido la única especie humana sobre el planeta. Pertenecemos a la familia de los grandes simios, al género homo y a la especie de los sapiens. Pero hubo otros homo hasta hace tan solo 10.000-12.000 años. Entre nosotros y el resto de los homo existe 11 la misma distancia en términos biológicos que entre un jaguar y un leopardo. Por tanto, hacemos bien en considerarlos humanos, ya que los reconoceríamos como tales. En el periodo que abarca desde hace 2 millones de años a esos 12.000 - 10.000 años, convivieron varias especies humanas al igual que, por ejemplo, siguen conviviendo varias especies de osos. El rasgo más distintivo del ser humano es el gran tamaño de su cerebro, mucho mayor con relación a su masa corporal que en cualquier otra especie. Popularmente, pensamos que un cerebro más grande es per se una ventaja sobre el resto de animales pero, si lo analizamos en profundidad, poseer un cerebro de mayor volumen también tiene sus desventajas. En primer lugar, no somos conscientes de su enorme consumo: el 25% del gasto energético se lo lleva nuestro cerebro, mientras que en otros simios se reduce a un 8%. Diríase que, para compensar este sobrecoste energético, nuestra especie tiene menos músculo y es notoriamente más débil con relación a su masa que nuestros parientes simiescos. En otras palabras, somos débiles físicamente y necesitamos más tiempo diario para buscar alimento. Otra desventaja asociada a un cerebro mayor, aunque también al hecho de andar erguidos, es la necesidad de parir criaturas relativamente prematuras mediante partos especialmente peligrosos que necesitan grandes cuidados durante un largo periodo de tiempo. A cambio de estas enormes desventajas, nuestros antepasados no pudieron mostrar como logros más que algunos cantos afilados y palos con punta durante cientos de miles de años, siendo criaturas débiles y marginales entre los mamíferos, desempeñando mucho más frecuentemente el rol de carroñero o presa que el de depredador. Hasta hace 400.000 años las especies humanas no fueron capaces de abatir grandes piezas de caza y hasta la eclosión de los sapiens, hace 100.000 años, no asaltamos la cumbre de la pirámide de los depredadores. En efecto, los sapiens no solo compitieron con otras especies animales, sino también contra otras especies humanas, siendo el más notorio el caso de los neandertales. Por lo que sabemos ahora mismo, la extinción de los neandertales fue causada por nuestra especie. De todas formas, parece ser que ambas especies estaban al borde de no poder engendrar descendencia mixta, pero aun así también hubo hibridación, por lo que poseemos un pequeño porcentaje de ADN neandertal. 12 ¿Qué ventajas poseían los sapiens frente a los neandertales? Haciendo un análisis comparativo, veríamos que los neandertales eran más fuertes, poseyendo una mayor proporción de masa muscular. También estaban mejor adaptados al frío y tenían la ventaja de la antigüedad, ya que eran la especie residente y no la invasora. Nos sentiríamos inclinados a pensar que es evidente que la diferencia debería buscarse en una mayor capacidad cerebral, siguiendo aquella idea tan visual y tan literaria de que a la fuerza bruta se le vence con inteligencia. Sin embargo, la realidad es que el cerebro de los neandertales era mayor que el nuestro. Por tanto, parece que las causas son un poco más complejas. De hecho, el primer encuentro entre los neandertales y los sapiens fue desfavorable a nuestra especie. Hace unos 100.000 años los sapiens africanos comenzaron a emigrar hacia el norte, encontrándose con los neandertales en lo que hoy llamamos Oriente Próximo, saldándose el encuentro con el repliegue hacia África. Los expertos aseguran que estos sapiens eran exactamente igual que nosotros, pero la organización interna de su cerebro difería de la nuestra. Sería en el periodo que comienza hace 70.000 años cuando se produce la revolución cognitiva en los sapiens, la cual no significa tener un cerebro mayor y más inteligente, sino pensar de otra forma. Bandas de sapiens abandonaron África en una segunda oleada, pero esta vez dominaron el planeta entero. En el periodo que va entre 70.000 y 30.000 a. C. aproximadamente, los sapiens ocuparon todos los continentes e hicieron desaparecer al resto de especies humanas, desplegando tecnologías nunca vistas hasta entonces. Este nuevo tipo de sapiens somos exactamente nosotros. Podríamos traer a uno de ellos a nuestra sociedad y sería indistinguible de nosotros. Lo que nos diferencia de todos nuestros parientes anteriores es esa nueva forma de pensar que llamamos revolución cognitiva, la cual no es un nuevo tipo de cerebro, sino una reconfiguración de las conexiones internas ya existentes. La teoría más aceptada es la que sostiene que una mutación aleatoria es la que causó esa reconexión neuronal, lo que permitió un nuevo tipo de pensamiento y de comunicación. Por tanto, y aquí llega el punto importante para los objetivos de este ensayo, la revolución cognitiva supuso una nueva forma de gestionar la información. Es esa capacidad, en calidad y no en volumen o rapidez, la que nos hizo diferentes y el rasgo que realmente nos diferencia del resto de especies animales. Podemos crear un tipo de información especial y compartirla entre los miembros de nuestra especie. Ese tipo de información, que parece 13 tener propiedades mágicas, es el pensamiento simbólico. Gracias a él podemos crear ficciones sociales. Otros animales y, evidentemente, otras especies humanas, tenían lenguajes realmente complejos capaces de transmitir grandes cantidades de información. Sin embargo, nosotros somos los únicos capaces de crear unidades de información sobre cosas que no existen, sobre conceptos que no tienen una correspondencia física, sobre aquello que nunca hemos percibido mediante nuestros sentidos. De hecho, somos capaces de generar unidades de información sobre cosas que no existen e incluso combinarlas para crear otras derivadas de aquellas. Platón hablaba del mundo de las ideas, como aquel paralelo a la realidad, en el que habitaban los conceptos, fuera del mundo real. Somos capaces de crear todo un mundo paralelo a la realidad física en la que vivimos, un mundo que tiene sus propias reglas y que además somos capaces de compartir con nuestros semejantes. Como Harari1 dice «leyendas, mitos, dioses y religiones aparecieron por primera vez con la revolución cognitiva. Muchos animales y especies humanas podían decir previamente “¡Cuidado! ¡Un león!”. Gracias a la revolución cognitiva, Homo sapiens adquirió la capacidad de decir: “El león es el espíritu guardián de nuestra tribu”. Esta capacidad de hablar sobre ficciones es la característica más singular del lenguaje de los sapiens». La capacidad de articular una ficción compartida entre nuestro grupo es la condición que nos diferencia del resto de animales y la que nos otorga el trono de especie dominante. ¿No resulta una afirmación sorprendente? ¿Es el simple hecho de ser capaces de compartir ficciones entre nosotros, que damos por ciertas, la que nos diferencia y nos ha hecho como somos? En efecto, parece sorprendente, pero la complejidad de ese logro solo es comparable a las enormes repercusiones que tiene. No entender ese poder es, literalmente, no entender la naturaleza humana. Para el propósito de este ensayo, comprender la naturaleza de esa magia es imprescindible para descubrir por qué la historia es una de esas ficciones compartidas que damos por ciertas y determinan nuestra existencia. No se trata de la capacidad individual de crear ficciones y darlas por ciertas, sino de crearlas y vivirlas colectivamente. Así, surgen ideas colectivas que se comparten en red entre todos los individuos, haciendo posible una colaboración flexible entre ellos muy superior a la de otras especies humanas. Mientras que los neandertales seguían 1 Harari, Y. N. (2016). Sapiens. De animales a dioses / Sapiens: A Brief History of Humankind. National Geographic Books. 14 el mismo patrón de colaboración que otras especies de mamíferos, trabajando en equipo mediante pequeñas bandas unidas por lazos de parentesco, sapiens pudo crear redes de colaboración mucho más amplias, dado que la pertenencia al grupo puede basarse en la adscripción a esa ficción colectiva que forma la esencia del colectivo. En el resto de especies humanas, los lazos sociales no eran muy diferentes a los que los simios continúan utilizando en la naturaleza. Es el contacto personal el que hace a unos individuos confiar en los otros mediante el juego, el acicalamiento, la colaboración, la pugna por las hembras, etc. Los simios solo confían en aquellos otros individuos con los que mantienen interacciones habituales, por lo que un grupo de los mismos no suele sobrepasar los 50 individuos. Cuando el grupo aumenta por encima de este número, suele dividirse en dos porque es físicamente imposible disponer de suficiente tiempo para la interacción personal en una red mayor de individuos. En nuestros parientes más cercanos, los expertos calculan que ese número podría llegar incluso a los 150 miembros gracias a la mayor capacidad de intercambio de información. Robin Dunbar2 establece una proporcionalidad entre el tamaño del cerebro de los primates y el número de interrelaciones sociales máximas. Para nuestra especie esa cifra está en torno a los 150 miembros, de modo que por encima de esa cifra es bastante difícil mantener un grupo social cohesionado mediante la relación social directa, es decir, que implique contactos frecuentes cara a cara. Más allá de las capacidades mentales, existe otro límite que incide en este máximo: el tiempo necesario que se ha de invertir para mantener este tipo de relaciones. Este parece un número crítico a partir del cual es imposible mantener un grupo humano mediante la confianza generada por el contacto cotidiano. Los psicólogos coinciden en este número para nuestra especie y parece ser que no es casualidad que una compañía de soldados pueda operar con una jerarquía informal por debajo de este umbral, pero que se requiera otro tipo de organización para unidades mayores. Por tanto, parece ser que no somos superiores a los neandertales en esa capacidad de crear redes de confianza y colaboración mediante el contacto personal. Sin embargo, los sapiens han llegado a crear imperios en los que millones de individuos colaboran entre ellos sin ni siquiera haberse visto nunca. ¿Cómo es esto posible? 2 Teoría de Dunbar o hipótesis del cerebro social. Se puede ampliar información en Christine, R. (2019). La teoría de Dunbar: ¿realmente no somos capaces de tener más de 150 amigos? - BBC News Mundo. Recuperado de https://www.bbc.com/mundo/vertfut-50242265 15 Las ficciones sociales son unidades de información que compartimos en red entre nosotros y a las cuales tratamos formalmente como realidades. Al proceso mediante el cual convertimos las ficciones sociales en unidades de información que tratamos como si fueran elementos de la realidad física o incluso como seres vivos o conscientes, lo llamaremos reificación, término clave que utilizaremos a lo largo de la obra. En algunas ocasiones somos plena o parcialmente conscientes de este hecho pero, en un alto porcentaje de ocasiones, las percibimos como hechos físicos y tangibles. Popularmente, llegamos a comprender el concepto de ficción social cuando, en las representaciones artísticas, vemos a una tribu primitiva adorando, por ejemplo, al lobo como el espíritu guía de la tribu. Para ellos, pensamos con condescendencia, es un ente real que incluso puede obligar a acatar una serie de normas sociales que son tan insoslayables como la ley de la gravedad. Entendemos que el chamán de la tribu cree sinceramente en ese espíritu guía y que en consecuencia es capaz, por ejemplo, de contactar con él en sueños e interpretar sus instrucciones. También, que la pertenencia a esa tribu puede estar determinada por la vinculación común con esa fantasía mutuamente aceptada. Sin embargo, nos cuesta muchísimo más aceptar que nuestra sociedad sigue exactamente los mismos patrones de comportamiento y que nuestra vida cotidiana está trufada de ficciones sociales. Buena parte de nosotros somos empleados de una compañía. Una empresa es una ficción social mediante la cual dotamos de características humanas a un conjunto de información que compartimos entre nosotros. De ese modo, llegamos a decir que una empresa tiene personalidad jurídica, que una empresa tiene ciertas responsabilidades, derechos y deberes, una misión, visión y objetivos, una responsabilidad social, etc., es decir, los mismos atributos que tendría un ser humano. Al mismo tiempo, estamos ligados a esa empresa por un contrato, que no es más que otro conjunto de información que, sin embargo, tiene el poder de dictaminar nuestro horario, nuestro sueldo o nuestra indemnización en caso de que ese ente ficticio que es la empresa decida eliminar a ese otro ente ficticio que es el contrato. A cambio de nuestro trabajo, percibimos dinero, una de las ficciones sociales más antiguas y poderosas que conocemos. El dinero tiene valor simplemente porque en la ficción 16 social se ha decidido que así sea. Es una ficción tan poderosa que prácticamente toda la realidad física la valoramos según esa realidad ficticia paralela que no es más que información, siendo esta última afirmación cada vez más literal, ya que llevamos camino de dejar de utilizar cualquier tipo de material tangible como moneda para sustituirlo por bits. Esa empresa, que tiene unos deberes y obligaciones por contrato, sustenta los mismos en una ficción social llamada derecho, que determina el marco general de comportamiento de los ciudadanos en un Estado o región. Esa ficción social, la del derecho, es tan poderosa que puede incluso determinar la muerte de un sapiens y el deber de sus semejantes de aceptarla. Llegamos a hablar del derecho natural o de los derechos humanos. Nótese que son también ficciones sociales, las cuales tenemos tan asimiladas que el lector puede escandalizarse al leer que los derechos humanos no existen. Las ficciones sociales pueden ser muy positivas para la vida del ser humano. Analicemos ambos casos. El derecho natural es una ficción social. Si buscamos el término en un diccionario encontraremos lo siguiente: «conjunto de principios, derivados de la naturaleza humana y compartidos por amplios sectores de una sociedad, que inspiran el derecho positivo» (RAE). El derecho natural es una doctrina ética que sostiene que cualquier ser humano, por el mero hecho de serlo, posee una serie de derechos inalienables. No vamos a entrar en las profundidades filosóficas ni jurídicas de este término pues, simplemente, nos interesa analizar el hecho de que no existe nada en la naturaleza que, sin la intervención humana, defienda estos supuestos derechos. Realmente, antes de que este término comenzase a utilizarse no tenía ningún efecto real. Sus defensores argumentarán que los derechos naturales no son una invención del hombre, sino el descubrimiento de una realidad que ya existía pero que era ignorada por gobiernos, Estados o sociedades no suficientemente modernas o lamentablemente tiránicas. Las únicas leyes existen en la naturaleza funcionan sin que exista la necesidad de que el ser humano legisle sobre ellas. Estaremos todos de acuerdo en que la naturaleza es previa al ser humano y que ya funcionaba mediante una serie de normas. La ley de la gravedad, por ejemplo, funciona sin necesidad de que ningún ser humano legisle sobre ella, de modo que si lanzo a un ser humano desde un precipicio, automáticamente caerá, probablemente causándole la muerte. Lo que llamamos derecho natural, defenderá que no podemos realizar esa acción porque estamos vulnerando su derecho a la vida. Es 17 evidente que una de las dos normas se cumple siempre y la otra si, y solo si, la ficción social es aceptada por los seres humanos que intervienen en la acción. Los derechos humanos son uno de los mayores logros de nuestra civilización, pero no son más que una ficción social, un conjunto de normas cuya aplicación depende de que exista el consenso sobre su existencia y, por lo tanto, sobre la necesidad de su respeto. Sin embargo, llegamos a estar tan convencidos de que las ficciones sociales son tan sólidas como el suelo que pisamos que las damos por sentadas, olvidando que en cualquier momento pueden ser eliminadas o modificadas con pasmosa facilidad. La misma democracia o los derechos civiles han acabado desapareciendo de la noche a la mañana en innumerables ocasiones ante el asombro de ciudadanos que han olvidado que son intrínsecamente débiles porque no son más que ficciones sociales y, en tanto en cuanto son simples unidades de información, pueden ser eliminadas, modificadas o ignoradas con total facilidad. Nuestros derechos y también nuestras obligaciones no son más que información que compartimos en red y que afectan a nuestra existencia debido a la capacidad de los sapiens de creer que esas ficciones son reales. Pero el mismo poder de creación puede utilizarse en sentido inverso. Por ello, los complejos mecanismos sociales que hacen posible el funcionamiento de una sociedad pueden alterarse de forma súbita y catastrófica en un tiempo corto y con unas repercusiones brutales. No podemos soslayar la ley de la gravedad, porque existe en el mundo físico, pero podemos suspender los derechos civiles en unas horas porque realmente no emanan de la naturaleza. Cuando la ONU impone sanciones económicas a un régimen por vulnerar ciertas normas, estamos viendo una cadena de ficciones sociales que se modifica, lo que tiene repercusiones físicas sobre los seres humanos afectados. Es por ello que para nuestra especie las ficciones sociales son tan importantes para nuestra supervivencia como cualquier realidad física. De hecho, a medida que la tecnología avanza, las ficciones sociales llegan a ser mucho más importantes que las realidades físicas para la vida cotidiana. En la actualidad, para buena parte de la humanidad, representa un peligro mayor un cambio legislativo o una modificación de lo socialmente aceptable que la escasez de alimento o el peligro de un depredador. Volvamos, sin embargo, a la revolución cognitiva. Una vez asentado el concepto de ficción social, al cual volveremos de forma recurrente 18 a lo largo del ensayo, analicemos por qué esa capacidad hizo posible que los sapiens desplazaran a los neandertales. La revolución cognitiva hizo posible que los grupos de sapiens colaboraran entre ellos y formaran grupos de mayor tamaño que los de los neandertales. Mientras que unos estaban ligados por vínculos de parentesco o de confianza personal, los sapiens podían mostrar adhesión a una ficción social que creara una identidad grupal. De ese modo, en cualquier enfrentamiento directo, sapiens llevaba las de ganar, más allá de que el hecho de contar con una mayor y más eficaz red de intercambio de información les permitiera mejorar su capacidad de abatir grandes presas. Hoy damos por sentado algunos hechos realmente sorprendentes, como que dos personas que no tienen ninguna relación y habitan en lugares alejados por miles de kilómetros sean capaces de colaborar por una misma causa, incluso sacrificando su vida, o que se consideren a sí mismas como parte de un grupo identitario que puede estar formado por millones de individuos que jamás se han visto cara a cara. Todo ello es posible gracias a la revolución cognitiva. En el resto de especies animales el comportamiento social viene determinado por la combinación de genes y presión ambiental. Un grupo de individuos de la misma especie en el mismo hábitat siempre se comportará del mismo modo. Esto no ocurre con Sapiens. En todos los homínidos, lo que incluye al resto de especies humanas, el comportamiento social ha venido determinado por la evolución, lo que da un set de comportamientos determinados que se adaptan a la presión ambiental. Con cada mutación se ha hecho posible la aparición de tecnologías y comportamientos nuevos.3 Por ejemplo, la aparición de Homo erectus supuso el empleo de nuevas tecnologías líticas, que permanecieron inalterables durante dos millones de años, puesto que se trata de una tecnología ligada a la evolución genética. Sin embargo, gracias a la revolución cognitiva, sapiens pudo evolucionar de una forma nueva. De hecho, vivimos en dos planos paralelos: el biológico, en el que seguimos las mismas normas evolutivas que el resto de especies, pero también en el mundo formado por esa 3 Aquí hemos de hacer una pausa para tener en cuenta que, a lo largo de este ensayo vamos a considerar que el comportamiento o la estructura social también son una tecnología. Tendemos a pensar que un arco es una tecnología, pero el comercio o la jefatura tribal no, puesto que son «elementos sociales». Es curioso que en el ámbito empresarial actual la introducción de un nuevo tipo de organización de la producción se considere una innovación tecnológica, pero en el ámbito de las ciencias sociales no lo hagamos así. Es un error que nos impide valorar correctamente el devenir histórico. 19 realidad intersubjetiva hecha de información compartida en red en la cual no se enfrentan genes que compiten entre sí por sobrevivir, sino unidades de información que hacen exactamente lo mismo. De este modo, además de la evolución biológica, sapiens empezó a ser capaz de evolucionar culturalmente. Este hecho lo cambió todo, puesto que este segundo tipo de evolución es exponencialmente más rápida que la anterior y es la cuestión fundamental que hizo a nuestra especie la dueña del planeta. Los sapiens, a diferencia de las anteriores especies animales o humanas, somos capaces de variar radicalmente de comportamiento. Una manada de lobos siempre se comportará del mismo modo en un hábitat estable. Si su estructura social está basada en pequeños grupos liderados por un macho alfa que merodean por un territorio determinado en busca de caza, siempre se comportarán del mismo modo hasta que el medio ambiente o sus genes cambien. No ocurrirá jamás que un grupo de lobos plantee que el liderazgo debe ser compartido de forma democrática o que las hembras reclamen su derecho a poder ser alfa. Las luchas por el poder siempre seguirán los mismos patrones y, si la forma de desbancar al alfa es en una lucha individual, no ocurrirá que cambien a un sistema monárquico en el cual el nuevo alfa sea el primogénito del anterior. Estas variaciones sí son perfectamente posibles, y esperables, entre distintos grupos de sapiens que viven en el mismo ambiente, puesto que se dan en sus ficciones sociales compartidas, en lo que llamaremos a partir de ahora realidad intersubjetiva. De hecho, la variedad de culturas sigue siendo sorprendentemente alta entre nuestros semejantes y la evolución cultural no ha hecho otra cosa que acelerarse a medida que la evolución tecnológica provocada por la misma ha posibilitado el intercambio de información a una mayor velocidad entre una población cada vez más grande, en un proceso que se retroalimenta continuamente. Los sapiens desplazaron a los neandertales gracias a la revolución cognitiva, la cual no se basaba en una mayor capacidad cerebral, sino en nuevas formas de utilizarla. Haciendo un símil un tanto grosero, los nuevos «ordenadores» eran superiores, pero no por una capacidad de proceso de datos superior. De hecho, los chips utilizados eran algo inferiores en potencia. La diferencia se basó en la capacidad de usar un nuevo tipo de software. Éste, tenía la capacidad de crear un mundo virtual paralelo al físico, basado en unos algoritmos que competían entre sí como anteriormente lo hacían los genes, creando una red de intercambio de información que jamás era estática y 20 que permitía una evolución exponencialmente más rápida que la biológica. Los sapiens, de esta forma, crearon lo que en este ensayo llamamos la realidad intersubjetiva, un plano paralelo al físico poblado por ideas que el hombre puede percibir y gestionar como si fueran entidades físicas. En esa realidad intersubjetiva fue posible la aparición de una serie de ficciones sociales que permitieron unos niveles de cooperación e intercambio de información frente a los cuales los neandertales no podían oponer resistencia. Por un lado, en un enfrentamiento directo entre neandertales y sapiens, los segundos llevaban siempre las de ganar, por una simple cuestión de número. Aunque los primeros eran físicamente superiores, gracias a las ficciones sociales, los sapiens podían congregar a un mayor número de individuos, tal vez ligados entre ellos por adscripción a un tótem, a un espíritu tribal o a un mito. Mientras que los neandertales podían formar bandas de hasta unos 50 individuos, ligados por lazos de confianza mutua que requerían el contacto físico, los sapiens ya podían contar con lo que hoy llamaríamos tribus, formadas por cientos de individuos. Incluso ante una eventual derrota, sapiens siempre podía alterar su realidad intersubjetiva para cambiar sus reglas de enfrentamiento y adaptarse a cualquier situación nueva. Por otro lado, sapiens es capaz de una gestión de los recursos a través de tecnologías que la ficción social permite. La más evidente de ellas es el comercio. Arqueológicamente, se ha observado intercambio de bienes a distancias de cientos de kilómetros hace más de 30.000 años. Para que cualquier tipo de comercio funcione, se requiere la creencia compartida en algún tipo de ficción social. No hablamos ya de dinero, sino del valor de un bien y su comparación con el de otro, de compartir la adscripción a mitos o dioses que vinculen a los comerciantes entre ellos, la celebración de rituales de intercambio bajo la protección, vigilancia y garantía de entes solo existentes en la realidad intersubjetiva, etc. También la caza se vio enormemente transformada por las nuevas capacidades de Sapiens. Ahora se hacía posible la colaboración entre cientos de humanos que acosaban a manadas enteras hasta hacerlas despeñarse por un acantilado o conducirlas, incluso mediante barreras artificiales, a trampas construidas ex profeso. Sapiens desplegó inmediatamente una capacidad de colaboración que le catapultó a la cima indiscutible de la pirámide alimenticia, 21 convirtiéndose en un superdepredador tan eficiente que de inmediato comenzó a causar la extinción de especies enteras. Tendemos a pensar que los problemas ecológicos causados por nuestra especie son algo relativamente reciente, pero realmente la sexta extinción comenzó tan pronto como sapiens comenzó a propagarse por el planeta. Si dibujásemos un gráfico con el tiempo en el eje de abscisas y el número de especies en el de ordenadas, veríamos 6 grandes caídas. La quinta, la causó un elemento muy conocido en el arte popular: la caída de un meteorito que supuso el fin del reinado de los dinosaurios. Pero más adelante vemos otro desplome, en el cual todavía nos encontramos. Coincide con la aparición de Sapiens. De hecho, está perfectamente documentada la desaparición de gran cantidad de especies, especialmente de vertebrados susceptibles de ser cazados, en cuanto unos sapiens con tecnología primitiva irrumpen en un hábitat. Este proceso se aceleró rápidamente a partir del año 1.500 de nuestra era, pero ya se había iniciado tan pronto como fuimos ampliando nuestro hábitat. En este capítulo hemos visto, pues, que la capacidad de pensamiento simbólico es la característica diferenciadora de Sapiens. En consecuencia, es capaz de generar una realidad intersubjetiva formada por mera información pero que es percibida como un ente real, de modo que puede llegar a decidir las acciones sobre el medio físico. En ella habitan una serie de ficciones sociales que utilizamos como herramienta fundamental para el funcionamiento de la sociedad humana, de modo que sea posible la colaboración de un gran número de individuos. Una de estas herramientas es el discurso histórico. En el siguiente capítulo veremos que esta herramienta, en tanto en cuanto que ficción social, presenta una serie de ventajas pero también un precio que se ha de pagar por su uso. Distinguiremos, además, el concepto de discurso histórico de lo que el público suele entender por historia y veremos que tanto los individuos como los colectivos son incapaces de gestionar la realidad sin echar mano de esta herramienta. Por tanto, observaremos que cada colectividad y cada sapiens ejercen siempre de pequeño historiador, creando un discurso histórico que puede ser simple pero que es insoslayable y determina la visión del mundo, lo que evidentemente condiciona cualquier toma de decisión. De ahí la importancia de la disciplina histórica como rama del saber humano, aunque no del modo en la que solemos concebirla. 22 II. Todos somos historiadores La vida solo puede entenderse mirando hacia atrás, pero debe vivirse mirando hacia adelante. Soren Kierkegard Hemos visto que los seres humanos necesitamos una serie de ficciones sociales para conseguir que en nuestra sociedad ocurran fenómenos basados en la colaboración y en el intercambio masivo de información. De esta certeza surge la necesidad, tanto individual como colectiva, de forjar una interpretación de la historia. ¿Por qué? Si creemos que nuestra organización social, las reglas de convivencia que utilizamos, los códigos culturales, las jerarquías, etc., que existen en la realidad intersubjetiva son reales, evidentemente hemos de darles sentido respondiendo a una pregunta evidente: ¿de dónde han salido? Si el chamán de mi tribu afirma que el vínculo que nos une a todos es un origen común, es inevitable preguntarnos de dónde vinieron nuestros antepasados. Si mi cultura tiene un conjunto de rasgos característicos que son diferentes de las culturas vecinas, entonces deberé preguntarme si siempre ha sido así o empezamos a diferenciarnos en algún momento determinado. Pero detengámonos un momento para definir lo que es una cultura. Si acudimos al siempre valioso diccionario de la RAE, en su tercera acepción encontraremos que es el «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.». Realmente es una definición un poco ambigua. Con el término cultura observamos un fenómeno recurrente en las 23 ciencias sociales. Utilizamos palabras que no son de uso exclusivo de este campo del saber, sino que son términos de uso común. Además, suele existir un debate continuo entre escuelas, tradiciones y tipos de análisis, de modo que la definición de un término forma parte siempre de un corpus teórico más amplio. Dado que vamos a utilizar el término cultura de forma asidua, debemos fijar qué entendemos como tal. Un grupo humano siempre creará una cultura, que estará formada por elementos de esa realidad intersubjetiva que hemos descrito en el primer capítulo. De forma simplificada, podemos entender una cultura como una matriz de algoritmos. Se trata de pura información, despojada de cualquier misticismo o romanticismo acientífico. Una cultura será, por tanto, algo parecido a una lista de normas entrelazadas, un programa formado por líneas de código que determina cómo se ha de comportar el individuo en el grupo, cómo puede interpretar la realidad, qué está permitido y qué es tabú, qué se debe considerar un dogma y qué está abierto a debate. Una cultura no es, pues, más que un algoritmo formado por reglas. Este algoritmo puede ser realmente extenso, de forma que en mi cultura nos saludamos estrechando la mano, la simetría es bella, el dolor es malo, no se debe eructar mientras se come, una esvástica significa nazismo, existen cinco vocales, el suicidio se debe evitar, el blanco significa limpieza o pureza, se puede comer conejo, no se puede comer perro, la ley se ha de cumplir, el canibalismo está prohibido, la guerra justa es buena, un disco rojo significa prohibido, los koalas son entrañables pero las arañas no, etc. Todas las anteriores son normas, independientemente de su origen cultural o biológico. Lo que necesitamos entender del concepto de cultura es que existe dentro de esa realidad intersubjetiva que caracteriza al sapiens, que está formada por unidades de información, que no es un sistema estable, sino que cambia a lo largo del tiempo, que estos cambios pueden deberse tanto a la evolución del propio sistema como a agentes externos, que es manipulable y modificable, que es intercambiable entre individuos, que funciona en red y, finalmente, que uno de sus subsistemas principales es aquel que llamamos historia. Este no es un ensayo sobre antropología, así que vamos a dejar aquí el esbozo del término cultura, habiéndolo definido en los términos en los que nos es útil para continuar el desarrollo de la tesis. La idea clave es que cualquier grupo de sapiens tendrá una cultura y que cualquier cultura tendrá necesariamente una visión de la historia. 24 La primera parte de esta afirmación ya la hemos argumentado en el primer capítulo. La posibilidad de crear una realidad intersubjetiva en la que distintas ideas serán compartidas en red por los sapiens es la base de la revolución cognitiva que hizo posible que nos adueñásemos del planeta y es el único hecho realmente característico de nuestra especie respecto al resto. Gracias a ello podremos crear normas (cadenas de información) que serán compartidas por el grupo, de forma amigable o mediante la coacción. Al conjunto de esas normas le llamaremos cultura. Cada grupo humano puede crear y modificar sus normas, experimentar con ellas, intercambiarlas, manipularlas según el interés de individuos o grupos de individuos, olvidar algunas, recuperar otras, adaptarlas a los resultados esperados, introducir normas que sirvan como excepción, establecer jerarquías y dependencias entre ellas, etc. Al conjunto vigente de normas en uso en un momento dado para un grupo humano lo llamaremos cultura. Por tanto, si hablamos de la cultura de los gitanos españoles en el siglo XIX, nos referimos al complejo conjunto de normas utilizadas por ese grupo humano en ese periodo y marco concreto, sin perder de vista que es un sistema inestable y dinámico por naturaleza, dependiente e interrelacionado con otros sistemas. Nos falta, pues, argumentar que cualquier cultura tendrá una concepción de la historia. En primer lugar, podríamos acudir al simple empirismo. Podemos, con la definición de cultura en mano, hacer un catálogo tan extenso de culturas como queramos y verificar caso por caso si han creado algún tipo de historia que explique por qué su grupo es así y no de otra forma, cómo llegó a serlo, por qué tiene unas relaciones determinadas con otros grupos, etc., y que dé respuesta a todas las preguntas sobre su pasado que podemos encontrar en cualquier libro de historia. En todas las ocasiones llegaremos a la misma conclusión. Cualquier cultura tiene una concepción de la historia. En segundo lugar, podemos argumentar que una cultura necesita crear una historia por una simple cuestión práctica: cualquier individuo se va a hacer la misma pregunta ante ese conjunto de normas. De dónde salen esas normas, qué justificación tienen o desde cuándo existen, son las preguntas lógicas que se derivan de su propia existencia. Se necesita un discurso histórico que justifique la validez de las normas. El chamán de nuestra tribu tendrá que respondernos a estas preguntas que surgen desde el plano de la realidad intersubjetiva 25 y se verá forzado a hacerlo dentro de la misma. Para ello crea un producto intelectual, es decir, una invención de la mente humana. Este producto aunará elementos de la realidad física y de la intersubjetiva mediante una selección de datos y razonamientos presentados en forma de relato. No hablamos de otra cosa que del discurso histórico, el cuento que el chamán de nuestra tribu creará para nosotros, siempre con la aquiescencia de la clase dominante en nuestra tribu, para explicarnos por qué nuestra cultura es de ese modo y no de otro, sus virtudes y vicios, sus objetivos, su identidad y los valores que la sustentan. De ese modom cualquier cultura justifica su existencia creando un producto cultural. Las culturas necesitan una visión de la historia porque son algoritmos formados por normas y necesitan justificarlas. Sapiens no es totalmente ignorante de la arbitrariedad de las normas y necesita un porqué. De la propia naturaleza de las normas surge la necesidad de justificarlas. Si fuesen aleatorias, se podrían cambiar alegremente. Se justifican en la experiencia de la comunidad, en la revelación divina, en la funcionalidad, en el antagonismo con otras culturas, etc. En todas estas justificaciones se hace ya un razonamiento histórico. Las normas son esas porque nuestros antepasados las consensuaron en tal ocasión, o porque la gran serpiente emplumada nos dijo que era lo mejor, o porque nuestros antepasados, los hombres-pez, nos diseñaron así, o porque hemos sobrevivido gracias al héroe de Maratón y hay que conmemorarlo, o porque los demonios, tal como prometieron, nos castigarán si hacemos lo contrario, o porque hubo una gran peste que se mitigó rezando, o porque de los distintos sistemas políticos este ha resultado el mejor, o porque simplemente siempre ha sido así -tradición, que es la más simple de las justificaciones históricas, pero que también hace referencia al pasado-. En este punto podemos recurrir a Enrique Moradiellos quien, en El oficio de historiador, nos da unas breves pautas de por qué cualquier sociedad necesita una conciencia del pasado, que en este ensayo llamamos concepción o visión de la historia. En primer lugar, admite que la historia no sirve para predecir el futuro ni tampoco para ser una guía vital en la conducta social, como muchas veces se argumenta de forma tan bienintencionada como falaz. La practicidad de la disciplina viene de la necesidad de todo grupo humano de tener «una conciencia de su pasado colectivo» el cual «constituye un componente inevitable de su presente, de su 26 dinámica social, de sus instituciones, tradiciones, sistema de valores, ceremonias y relaciones con el medio físico y otros grupos humanos circundantes». En este ensayo empleamos el término visión de la historia, que incluye tanto el hecho de asumir esa conciencia de pertenencia a un pasado colectivo como la inevitable reflexión e interpretación sobre el mismo. Sin embargo, en ambos casos vemos que se coincide en afirmar que es un elemento esencial de la cultura de cualquier sociedad hasta el punto de que el sistema completo no será operativo sin el subsistema histórico. Moradiellos continúa afirmando que «dicha concepción de su pasado común, de su duración como grupo, es una pieza clave para su identificación, orientación y supervivencia en el contexto del presente natural y cultural donde se encuentra emplazado». Poco más añadiremos, salvo reforzar la idea de esa dualidad entre presente natural y cultural, que en esta obra desarrollamos como la existencia de sapiens en dos planos paralelos, el físico y el intersubjetivo. Una visión de la historia concreta altera ambos planos, así como el equilibrio entre ellos. Moradiellos pone como ejemplo un pueblo pastoril que necesite llevar su ganado a ciertos pastos. No solo necesitará el conocimiento colectivo de su ubicación y la logística necesaria, sino recordar la relación, amistosa u hostil, con otros pueblos pastoriles que exploten los mismos recursos. Esta explicación, sin embargo, se queda huérfana porque, al fin y al cabo, lo que se está transmitiendo es un paquete de información. Esa comunidad en concreto necesita un conjunto de datos sobre los pastos y su gestión, los cuales parece almacenar gracias a la existencia de un acervo cultural colectivo, pero podríamos objetar que no es necesaria la existencia de una visión de la historia concreta para transmitir estos conocimientos. Deberíamos ahondar más y comprender que la existencia de una visión de la historia es necesaria, en primer lugar, para configurar ese grupo de pastores, pues la pregunta ¿por qué pertenezco a este grupo y no a otro? solo puede ser respondida mediante un discurso histórico. Por otro lado, las distintas relaciones entre los grupos pastoriles están edificadas sobre distintas ficciones sociales entre las cuales encontraremos indefectiblemente algunas de carácter histórico. Si un grupo es hostil, se realizará una explicación histórica del origen del conflicto que servirá de argumentación para defender nuestra postura actual. Si dicha situación se altera, será necesario rediseñar el discurso histórico para adaptarlo a la nueva realidad. En definitiva, tanto la existencia de distintos grupos pastoriles 27 como las relaciones entre ellos encontrarán respaldo en narraciones compartidas en el plano intersubjetivo y, puesto que tendrán que explicar su evolución a lo largo del tiempo y justificar su estado actual, recurrirán al discurso histórico. Recordemos, por otro lado, que este discurso histórico puede ser precientífico y estar basado en «mitos de creación, leyendas de origen, genealogías fabulosas, doctrinas religiosas, etc.» como el autor reconoce o por las más modernas y pretendidamente objetivas historias nacionales o por el derecho internacional, los códigos éticos o legales, las instituciones arbitrales o cualquier otro tipo de ficciones sociales que también funcionarán exactamente del mismo modo y crearán, a su vez, nuevas necesidades de justificación histórica. Dicho esto, no debemos olvidar que el discurso histórico también satisfará algunas necesidades intrínsecas de Sapiens, un ser que ha de pagar un alto precio por sus capacidades intelectuales. Ya hemos visto que poseer un cerebro tan desarrollado también tiene sus desventajas, como su enorme consumo energético o lo complejo de su desarrollo, lo que nos lleva a ser los mamíferos que más energía consumen con relación a su peso y a la necesidad de parir crías bastante inmaduras para que la plasticidad de sus cerebros ejerza su función estando en contacto con el mundo exterior antes de poder siquiera gatear, amén de las enormes complicaciones del parto que tienen las hembras humanas en comparación con el resto de primates. Pero las desventajas no solo las encontramos respecto al hardware de ese enorme procesador con el que nacemos, sino que también derivan del tipo de software con el que va a funcionar. En el mundo animal, una mayor inteligencia implica una mayor consciencia4. La consciencia del ser humano es, por tanto, de un tipo totalmente diferente al del resto de animales. De hecho, tenemos toda una panoplia de problemas intelectuales, que derivan en emocionales, sociales y de todo tipo, que ningún otro mamífero experimenta. 4 Es un tema recurrente de la ciencia ficción presentar a la evolución de la inteligencia artificial como un proceso por el cual llega a atravesar un umbral crítico en el que toma consciencia de sí misma, normalmente con funestas consecuencias. De ese modo, esa inteligencia, a pesar de ser artificial, puede considerarse similar a la humana y abre el eterno debate de si, en ese caso, se la debería considerar equiparable en derechos a lo humano. Sin embargo, parece que la evolución de la inteligencia artificial en el mundo real no sigue ese patrón. Mientras que su capacidad de procesamiento de datos crece exponencialmente y ya es capaz de realizar casi todas las tareas de un ser humano, incluso la creación de arte o el autoaprendizaje, la autoconsciencia sigue siendo cero. En el mundo biológico no parece ocurrir lo mismo, pues existe una correlación entre el grado de inteligencia de un cerebro y la autoconsciencia de este. 28 Por lo que sabemos, ninguna vaca lechera medita sobre la fugacidad de la vida ni tiene la certeza de que va a morir junto con todos sus semejantes. Nuestro perro no siente la necesidad de saber si existe un más allá tras la muerte ni se plantea cuál debe ser el dios verdadero o si realmente existe alguno. Un oso panda no se cuestiona cuál es el sentido de la existencia, más allá de mascar bambú, ni el gorila de lomo plateado se cuestiona si su liderazgo es ético o cuál es la misión de su especie en el gran orden de las cosas. En definitiva, la inteligencia del ser humano lo dota de un nivel de consciencia que, como contrapartida, le equipa con una serie de angustias existenciales que los demás animales no experimentan. Esos miedos e inquietudes generan la necesidad de calmarlos, pues no puede quedar paralizado ante la certeza del horror. La herramienta que sapiens encuentra para satisfacer esa necesidad, que puede ser tan acuciante como el sueño o la sed, proviene de su capacidad de pensamiento simbólico. Creará una serie de productos intelectuales que, en el marco de la realidad intersubjetiva, servirán para responder a las terribles cuestiones que surgen una vez toma consciencia de sí mismo. Buena parte de esas ideas serán ficciones sociales, tal como lo es la propia historia. Pensemos en el peor terror de todos. La certeza de la muerte. Todos nosotros vamos a morir. Nuestros seres queridos, nuestros amigos y todos aquellos por los que tenemos algún tipo de afecto, también. Se trata de una certeza, de una inevitabilidad ante la cual somos, además, totalmente impotentes. De ello, se deriva una verdad terrible que no es otra que la consciencia de que todas nuestras obras son realmente inútiles, pues no solo las personas, sino cualquier creación humana, es destruida y olvidada en el tiempo como si jamás hubiese existido. A pesar de haber visto cosas imposibles de creer, todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, parafraseando a cierta obra maestra del cine. Todos los animales, ante un peligro cierto, tienen una reacción defensiva que se articula de distintas formas. Pensemos en cómo actuaría un animal ante la certeza de la muerte. ¿Quedaría paralizado por el miedo? ¿Buscaría refugio? ¿Adoptaría una actitud defensiva? Sapiens no puede permitirse esos lujos. Sabe que va a morir y lo sabe cada mañana al abrir los ojos. Es algo tan terrible que lo lógico es que no pensase en otra cosa pues ¿qué puede haber más relevante? Sin embargo, se incorpora e inicia sus labores cotidianas como si ignorara esta información. 29 He ahí el punto interesante. El ser humano, ese prodigio biológico de proceso de datos, actúa como si ignorase los datos más relevantes de todos. Ello es posible porque ha desarrollado una serie de herramientas intelectuales para paliar los efectos dañinos de la toma de consciencia de la realidad. Debe ignorar los aspectos más importantes de la realidad para poder vivir. Debe ignorar que su lucha por sobrevivir es inútil para poder sobrevivir. Debe ignorar que todo lo que crea va a ser destruido si quiere tener motivación para crearlo. Debe inducirse a sí mismo en una ignorancia necesaria para poder actuar en el medio mediante su inteligencia. Debe ser optimista a pesar de que sabe que no tiene ninguna posibilidad. En definitiva, el ser humano parte de una contradicción mental básica: para poder vivir, necesita mentirse a sí mismo. En este punto resultan interesantes algunas ideas de Peter Wessel Zapffe5. Defendía que la característica básica del ser humano es partir de una cruel paradoja. Nuestro desarrollo cognitivo hizo posible el avance intelectual, científico y cultural, pero también que seamos conscientes de nuestras limitaciones, lo que nos lleva a la capacidad de entender la muerte y sentir compasión hacia otros seres vivos. Este autor consideraba que poseíamos una consciencia sobre-evolucionada, pudiéndose entender al ser humano como un error de la naturaleza, «una paradoja biológica, una abominación, un absurdo, una exageración de naturaleza desastrosa». A causa de esta característica puramente humana, somos conscientes del dolor existente en el mundo y de que la vida, analizada de forma puramente racional, es una tragedia. Para Zapffe somos una especie «armada con demasiada fuerza» ya que nuestra inteligencia es como una espada sin empuñadura: solo podemos utilizarla dañándonos a nosotros mismos. Ante esta paradoja trágica, veía cuatro métodos paliativos. El «aislamiento» o la negación de parte de la realidad; el «anclaje» a nuestra realidad familiar, laboral, religiosa, etc.; la «distracción», focalizándonos en aquellas realidades que nos inducen a pensamientos positivos; y la «sublimación», o el fomento de nuestro yo creativo a modo de catarsis. Como vemos, la solución a la consciencia de lo trágico de la existencia es eliminar parte de esa información y/o transformar otra en un input más aceptable. En otras palabras, mentirnos a nosotros mismos como individuos y como sociedad. 5 Zamorano, E. (2021, Julio). Peter Zapffe: el más cenizo de todos los filósofos. Recuperado de https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2021-08-08/antinatalismo-peterzapffe-pesimismo-filosofia_3218619/ 30 Estas mentiras, para que sean consistentes, han de ser compartidas por todo el grupo humano, como ser social que es, y deben tener forma de ficción social en la realidad intersubjetiva que es propia de su especie. La forma más eficiente de conseguirlo es pensar que la muerte no es real y que las acciones emprendidas en vida son significativas. Para ello surgirá la religión. La religión es la base de toda cultura. No existe sobre la faz de la Tierra ni una sola cultura que no albergue en su interior algún tipo de fe. Toda religión, dadas las preguntas a las que debe responder, mostrará algún tipo de discurso histórico. Por tanto, la existencia de la narrativa histórica es tan vieja como nuestra especie y es imprescindible para su propia supervivencia. Por ello, no encontraremos jamás a un semejante que no ejerza, al menos para sí mismo, como pequeño historiador. De ahí la paradoja de que, mientras que la historia está tan incrustada en nuestro ser que somos inexplicables sin ella, es un saber continuamente denostado como irrelevante en nuestra sociedad. La religión es, pues, un sistema de ideas que tiene como utilidad básica paliar los efectos nocivos de la inteligencia humana. En el eterno debate entre razón y fe, consideraremos que la existencia de la segunda es el contrapeso necesario para paliar los efectos tóxicos de la primera, aunque no por ello nos debiera servir para explicar la realidad. Por tanto, la fe es un elemento esencial de la realidad intersubjetiva y será imprescindible para crear una ficción social que contrarreste el hecho objetivo de la muerte y de la irrelevancia del individuo. Estas afirmaciones tendrán una evidente réplica que merece ser desarrollada. En primer lugar, entendemos por religión cualquier sistema de ideas que tenga como función, buscada o no, las anteriormente mencionadas. Por tanto, podemos hablar también de religiones laicas. Un ejemplo bastante claro es el de ciertos movimientos políticos que pretenden dotar de sentido la vida de sus participantes. Cumplirán la función de una religión sin necesidad de adorar a ningún dios. Uno de sus acólitos podrá sentir que pertenece a un grupo y que, por tanto, su existencia trasciende a la del individuo. Si se focaliza la atención en el grupo y no en el individuo, se puede crear la ficción social de que mientras que el grupo exista, existen los individuos que han formado parte de él. De este modo, se puede soslayar la objetividad de la muerte, pues el individuo no es más que una fracción de un sistema que se prolonga 31 en el tiempo. La capacidad del ser humano de dar por válidas ficciones sociales que contradicen las más duras realidades físicas es realmente sorprendente, pero todos podemos traer a colación ciertos discursos políticos que sitúan a la nación, la raza, la clase, la etnia o cualquier tipo de identidad grupal por encima de la misma existencia del individuo y que afirman que la inmortalidad es alcanzable al estar comprometidos con la causa. El compromiso ofrece, además, respuesta a la otra cuestión que ha de resolver toda religión, la de la intrascendencia de nuestras acciones. Una religión ha de ofrecer una misión al ser humano, un objetivo, aunque sea inalcanzable. La redención de los pecados o el perfeccionamiento a través de las sucesivas reencarnaciones son ejemplos de religiones bien conocidas. Sin embargo, las religiones laicas también ofrecen objetivos al ser humano como pueden ser la supremacía de nuestro grupo, la construcción de un modelo de sociedad concreto, el progreso, la destrucción de nuestros rivales, la revolución, etc. El objetivo de este ensayo no es analizar la religión, laica o tradicional, sino ser consciente de que es la piedra de toque de toda sociedad. Un grupo humano no podrá alcanzar cierto número de miembros sin el uso de una realidad intersubjetiva poblada de ficciones sociales, que han de estar respaldadas por algún tipo de religión, entendida esta en el sentido amplio que hemos utilizado. La religión como forma de control social es un leitmotiv del pensamiento intelectual, especialmente de aquel que pretende ser emancipador. Sin embargo, consideramos que la religión, en su sentido amplio, si bien puede ser utilizada como método de control social, tiene un origen más básico y anterior. La religión no es una creación del intelecto para dominar a la sociedad, sino que es el mecanismo básico que permite la existencia de una sociedad. Por ello, cada vez que un movimiento revolucionario ha tratado de liberar a la sociedad de la religión, no ha tenido más remedio que sustituirla por una religión laica. Sapiens es incapaz de vivir en sociedad sin que la realidad intersubjetiva esté sustentada en la negación de sus terrores. Por ello, tanto la Francia como la Rusia revolucionarias no tuvieron más remedio que intentar sustituir la religión cristiana por una religión laica. Cabe recordar también que la existencia de una religión puede ser completamente independiente de la creencia en uno o varios dioses. En algunos casos esto lleva a que se dude de si, por ejemplo, el 32 confucianismo es una religión6, pero si aplicamos el sentido laxo que utilizamos en este ensayo, no tenemos problema a catalogarla como tal. Una religión ha de cumplir las funciones básicas descritas: existe una demanda que ha de ser cubierta por una oferta que solo una religión puede realizar. Mientras se den esas condiciones, se puede considerar religión, incluso sin la existencia de ningún elemento paranormal. Un elemento que siempre encontraremos es el dogma, entendido como una afirmación que se considera incuestionable y que es cierta por sí misma. Cualquier religión, al basarse en una serie de ficciones sociales, ha de sostenerse en su base por una serie de ideas que se han de dar por ciertas, aunque sean indemostrables. No estamos hablando de otra cosa que de la fe, entendida como la creencia en una idea sin mayor respaldo que la propia creencia en esa idea. Esto, a pesar de que cualquier religión laica lo niegue vehementemente, también se les puede aplicar. Nuestra especie, si aceptamos esto, tiene incrustado en su software un alto concepto de sí misma. Puesto que necesita vivir en sociedad, necesita una religión. Puesto que la religión ha de decirnos que somos trascendentes, entendemos que somos importantes y valiosos. Como consecuencia lógica, tendemos a creernos el centro de la realidad. De ese modo, no son pocas las religiones que se dedican, básicamente, a explicarnos lo especiales que somos, cómo los dioses hicieron el universo para nosotros y de qué modo, a pesar de su inconmensurable poder, están pendientes de nosotros. De esa forma, Sapiens no solo es un simio mentiroso, sino que suele ser tremendamente orgulloso. Este hecho debe traerse a colación aquí, ya que no es solo un tema antropológico, sino que afecta de lleno a la percepción de la historia, siendo uno de los pilares de los abusos interpretativos a los que nos referiremos en el capítulo V. La religión deberá siempre contar una historia, por una simple cuestión lógica. De otro modo no podría consolarnos sobre nuestra mortalidad e intrascendencia. El ser humano es, básicamente, un contador de historias. La historia, por tanto, está íntimamente ligada a la religión y, de hecho, veremos como en la cultura occidental ambas tardan bastante en desligarse, ya que nacen del mismo tronco. 6 Montes, A. (2021, June 5). ¿Qué es el confucianismo y cuáles son sus principios? Recuperado de https://elordenmundial.com/que-es-confucianismo-cuales-principios/ 33 En definitiva, el hombre, tanto como individuo como grupalmente, paga el precio de su inteligencia con una angustia intelectual. El modo de resolverlo es cultural: necesitará algún tipo de religión y algún tipo de explicación sobre los motivos por los cuales su entorno es así y no de otro modo. Por tanto, en su mundo intersubjetivo, aparecerá una religión y una visión de la historia, normalmente entremezcladas, que darán respuesta a esta necesidad. Sin embargo, no caigamos en la simplificación de pensar en que esta herramienta será unívoca y universal. El discurso histórico y la visión de la historia, que al fin y al cabo son los términos que nos interesan en este ensayo, no serán los mismos para todos los individuos ni serán uniformes a lo largo del tiempo. La realidad intersubjetiva, en la cual se desarrolla la cultura, hemos de entenderla como un ecosistema, es decir, un sistema dinámico en el cual las distintas ideas compiten entre ellas y evolucionan, mutando continuamente. Por tanto, no podremos constatar jamás un discurso histórico único en una sociedad, pero sí podemos afirmar el consumo universal de ese producto intelectual. Todo individuo y todo grupo humano tendrán una visión de la historia, es decir, una explicación de por qué su realidad ha cambiado a lo largo del tiempo para llegar a la configuración actual y por qué debe mantenerse o modificarse. En consecuencia, podrá desarrollar diferentes discursos históricos que son las argumentaciones que configuran dicha visión de la historia. Analicemos un clásico que nos demuestra la convivencia de distintas visiones de la historia en una misma época y que el discurso histórico nunca es unívoco. Carlo Ginzburg escribió, en 1976, El queso y los gusanos: el cosmos de un molinero del siglo XVI. Reconstruye la vida de un molinero del norte de Italia procesado por la Inquisición. Se trata de la obra más conocida de la microhistoria, una tendencia historiográfica que intentó renovar el enfoque mediante técnicas que ponen énfasis en fuentes que normalmente pasan desapercibidas. Para la temática que nos ocupa, este ensayo nos es muy útil porque muestra cómo la visión de la historia jamás es unívoca y, ni en las épocas en las que consideramos que puede haber mayor uniformidad, se deja de producir una competencia entre distintas versiones. Menocchio, como conocen al molinero, cree que, mediante la generación espontánea, como se creía que sucedía con la aparición de los gusanos en el queso, fue como Dios y los ángeles fueron creados desde el caos primitivo. Ese era, para el molinero, el origen de la historia del hombre. En 34 nuestro caso, nos interesa parte de la tesis que Ginzburg desarrolla a través del estudio de las actas inquisitoriales. Por un lado, afirma que se puede rastrear la existencia de una cultura popular paralela a la oficial y anclada en un materialismo precristiano. Por otro, que el molinero desarrolla, sobre esa base, su propia visión de la historia al añadir unas pocas lecturas, buena parte de las cuales malinterpreta. Vemos como tres visiones de la historia compiten simultáneamente en este libro: la de la Iglesia, que pretende ser hegemónica; la de la cultura popular, que se resiste a ser asimilada y que nos es difícil de rastrear porque es oral; finalmente, la personal de Menocchio. La existencia de una visión de la historia es necesaria tanto para los grupos que detentan el poder, como para aquellos que son marginados o para cualquier individuo. Ni el individuo ni el grupo escapan a esta necesidad. Las distintas visiones de la historia compiten y se relacionan entre ellas en su medio ambiente. Unas contaminan a otras. Mutan al producirse errores de transmisión. Unas desaparecen, otras cambian tanto que serán irreconocibles. Además, también se incorporan otras nuevas. Por un lado, la propia evolución de las ideas hará que las concepciones de la historia muten por su propia naturaleza, como ocurre con el caso del molinero, quien no transmite fielmente la cultura popular, sino que añade partes nuevas a través de su creación intelectual. Por otro lado, distintos grupos sociales intentarán intervenir en esta competencia, en este caso de la mano de unos inquisidores cuya misión es purgar la herejía que supone no aceptar la visión de la historia defendida por el poder vigente. Este ecosistema de ideas, en el que se produce tanto el cambio por su propia naturaleza como por la acción premeditada del hombre, lo podemos encontrar en cualquier sociedad humana, pues su hábitat es la realidad intersubjetiva. *** Llegados a este punto, no tenemos más remedio que entrar en la cuestión de por qué una cultura -y con ella el subsistema de la historia- evolucionan de un modo concreto y toman un camino entre los, a priori, infinitos posibles. Evidentemente, este es un campo de conocimiento que ha ocupado a gran parte de la producción intelectual de la humanidad, por lo que no vamos a incurrir en la soberbia de apuntar nuevos análisis. Sin embargo, creemos que una forma correcta y eficaz de comprender cómo evoluciona una cultura la apuntó Richard Dawkins en El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta. En este ensayo vamos a aplicar estas ideas 35 sobre la evolución a un subconjunto de ideas, las ideas sobre la historia. La obra citada fue publicada por primera vez en 1976. Es un ensayo divulgativo sobre la teoría de la evolución. Considera que el gen es la unidad protagonista de la evolución y se posiciona en contra del concepto de selección de grupos. Son los genes, y no los individuos ni los grupos, quienes evolucionan mediante selección. El gen lo concibe como una unidad informativa heredable, concepto que nos será útil más adelante. Los genes son los que se comportan de forma egoísta, es decir, su única «intención» es conseguir replicarse, por lo cual los seres vivos son máquinas de supervivencia para genes. Cuando una de estas máquinas cambia para adaptarse al medio, lo hace impulsada por un determinado gen, maximizando así sus posibilidades de replicación. Esta excelente obra aclara muchas confusiones habituales sobre cómo funciona en realidad la evolución, especialmente al desmontar el popular concepto de que es la especie la que evoluciona para el bien común de la misma, lo que choca con su realidad conductual. Sin embargo, lo que nos interesa para la presente obra es que se introduce el concepto de meme. Si el gen es la unidad informativa heredable del mundo biológico, el meme es su equivalente en el mundo de la cultura, es decir, en lo que aquí llamamos la realidad intersubjetiva. Aunque más tarde se ha popularizado el término meme aplicado a internet7, si hablamos de la realidad intersubjetiva, lo hemos de definir como la unidad más pequeña posible de información que es capaz de replicarse a sí misma en una cultura. Haciendo una simplificación, lo que normalmente llamamos idea estaría formado por un conjunto concreto de memes. De esa forma, podemos hacer un paralelismo entre la expansión de un gen y el de un meme. Del mismo modo que un nuevo virus exitoso es capaz de expandirse rápidamente en el ámbito biológico, una nueva idea puede seguir el mismo patrón, solo que, en vez de saltar de cuerpo en cuerpo, salta de mente en mente. Una especie invasora o un virus se expanden de forma parecida a como lo hace una moda o una religión. Mientras que el éxito de una es fruto de las características intrínsecas de los genes, el de la otra lo es de sus homólogos culturales. Lo interesante de estas 7 «El término meme en internet se usa para describir una idea, concepto, situación, expresión o pensamiento, manifestado en cualquier tipo de medio virtual, cómic, vídeo, audio, textos, imágenes y todo tipo de construcción multimedia, que provoca gracia o sensaciones comunes, se replica mediante internet de persona a persona hasta alcanzar una amplia difusión», según Wikipedia. 36 ideas, desde el punto de vista que nos concierne, es que ayudan a explicar la replicación de ideas que, si las observamos en conjunto, pueden no ser realmente beneficiosas para el grupo humano. Pero, al igual que Dawkins nos explica que el protagonista de la evolución no es la especie en conjunto, nos lleva a pensar que tampoco lo es la «cultura» o la «civilización» en su conjunto quien muta y es seleccionada, sino sus unidades de información básica, que pueden seguir un patrón lógico si las analizamos de forma individual, pero que nos aparecerán como desconcertantes si el análisis se realiza a niveles superiores. En definitiva, esta simple idea, trasladada desde la biología a la historia, puede explicar de forma eficaz lo que muchas escuelas historiográficas tienen verdaderas dificultades para encajar en su corpus teórico. Para Dawkins, el hombre es una máquina de supervivencia más, pero tiene una característica única: que posee cultura. La cultura también evoluciona mediante mutación y selección. Podemos verlo fácilmente al analizar un mismo idioma que se transmite de padres a hijos. Su «código genético» va cambiando en unas pocas generaciones hasta hacerse ininteligible. La evolución cultural es varios órdenes de magnitud más rápida que la evolución biológica. Esta es una de las ventajas que tiene Sapiens sobre el resto de las especies. Mientras que genéticamente somos prácticamente iguales que nuestros antepasados de hace tres siglos, porque es un tiempo pequeño en términos biológicos, culturalmente somos totalmente diferentes hasta el punto de que prácticamente podríamos no reconocernos en ellos. Así, el comportamiento de un grupo humano puede cambiar mucho más rápido que el de un lobo, puesto que el segundo siempre se comportará del mismo modo en la misma situación hasta que su acervo genético cambie, mientras que el primero puede moldear su conducta también mediante su software cultural. Sin embargo, la transmisión cultural no es un fenómeno puramente humano. Por ejemplo, está perfectamente estudiado entre colonias de aves el hecho de que poseen un acervo de canciones concreto que se transmite entre individuos y generaciones. Un fallo en la reproducción de uno de estos cantos por un individuo puede tener éxito y replicarse, como realmente sucede, de forma que surge una nueva variante de canto que se incorpora al repertorio o sustituye a otra. Existen otros ejemplos, pero son rarezas que en nuestra especie son la norma y el concepto definitorio. Más allá del lenguaje, «las modas en el vestir y en los regímenes alimentarios, las ceremonias y las costumbres, el arte y la arquitectura, la ingeniería y la tecnología, 37 todo evoluciona en el tiempo histórico de una manera que parece una evolución genética altamente acelerada, pero en realidad nada tiene que ver con ella»8. El autor llega a apuntar que podríamos encontrar una sola ley universal en todo tipo de vida, aunque esta fuera extraterrestre o artificial. Su evolución estaría determinada por la supervivencia diferencial de entidades replicadoras. Para otro biólogo, N. K. Humpfrey, los memes son técnicamente estructuras vivientes que funcionan como un parásito. Cuando se inocula un nuevo meme en nuestro cerebro, lo parasita como un virus lo haría con una célula y tiende a intentar reproducirse del mismo modo, esto es, infectando a otros cerebros o células. Tal vez sería preciso añadir que existen en la naturaleza otros fenómenos que siguen el mismo patrón de comportamiento, sin que por ello los consideremos entes dotados de vida. Por ejemplo, pensemos en un incendio forestal. Puede iniciarse por una simple chispa, cuya aparente voluntad consiste en replicarse y crecer a cualquier precio. Se alimenta como un animal, de oxígeno y comburente, los cuales necesita para seguir replicándose. El fuego parece tener inteligencia, de forma que solo se expande hacia aquellas zonas en las que encuentra las condiciones necesarias para su reproducción. Nace, se alimenta, crece y se reproduce. Incluso puede utilizar algunos trucos de supervivencia remarcables. Es bien conocido por los bomberos que, una vez «muerto», hay que vigilar que los rescoldos no permanezcan ocultos y puedan volver al ataque una vez su «depredador» haya abandonado la zona. El incendio parece incluso capaz de esconderse para sobrevivir. Los seres humanos tendemos a reconocer patrones y asignarles un significado por comparación9. Lamentablemente, ello nos lleva a buscar explicaciones místicas a fenómenos naturales. No han sido pocas las culturas que, al observar este tipo de fenómenos, han inferido que debe existir un espíritu místico tras cualquier elemento del entorno que parezca comportarse como un ser vivo. Lo más interesante de los memes, observados desde las ciencias sociales, es que su éxito se basa en su capacidad de supervivencia, 8 Dawkins, R. (2002). El gen egoísta (17.ª ed., p. 249). Barcelona: Salvat Editores SA. 9 El término pareidolia es bastante conocido, pero no tanto el de apofenia. Fue acuñado por el psicólogo Klaus Konrad refiriéndose a la tendencia a buscar patrones en conjuntos de datos y conexiones entre sucesos, aunque no haya base racional para hacerlo. Es un término que también se utiliza en estadística. En este contexto únicamente queremos reflejar la natural tendencia del ser humano a buscar patrones y relaciones de causa-efecto cuando reflexiona sobre la historia. 38 la cual depende exclusivamente de su capacidad de replicarse en el medio cultural humano. Del mismo modo que la evolución viene determinada por el interés del gen y no de la especie, también está determinada por el bien del meme y no el de la cultura huésped. El meme tiene una determinada tasa de supervivencia en función de lo atractivo que es para los cerebros humanos y, por tanto, la capacidad que tiene de replicarse en la realidad intersubjetiva en la que vivimos. Sin embargo, desde las ciencias sociales, y especialmente desde la disciplina histórica, tendemos a pensar en términos de cultura, civilización, tribu o cualquier otro tipo de grupo humano. De ese modo, se tiende a explicar la adopción de una idea basándose en los cambios que opera en el grupo humano. Las ideas que aporten beneficios al grupo serán adoptadas, mientras que las que conduzcan al fracaso serán eliminadas, bien de forma consciente o bien por el propio fracaso del grupo ante otros grupos competidores que lo pueden eliminar, dominar o absorber. Estas ideas son profundamente incorrectas desde esta perspectiva, ya que no explican la enorme variedad de respuestas distintas que diferentes grupos han dado ante el mismo desafío ni la pervivencia de ideas que son dañinas para el grupo humano. Ante estos hechos se tiende a pensar que, o bien la idea no es dañina, sino que no hemos encontrado su funcionalidad en ese contexto cultural o bien que la evolución cultural todavía no ha podido actuar por distintos motivos, por lo que simplemente es el parámetro temporal el que falla. Pensemos en una idea que consideremos inaceptable, por ejemplo, la ablación del clítoris. Podríamos dividirla en distintas partes, que serían las unidades de información heredables (memes) como la mujer no debe sentir placer, o se deben respetar las tradiciones. Todos ellos forman la idea de la ablación. Retomando el análisis tradicional de las ciencias sociales, tendríamos dos caminos para comprender este fenómeno. Por un lado, pensar que, si esta idea pervive, es porque desempeña una función en su contexto cultural. A su cultura, el equivalente a su especie, le sirve para algo y por ello lo adopta como ventaja evolutiva. Podemos buscar esta funcionalidad en la cultura en la cual se practique y solo es necesario un ejercicio de imaginación para crear diferentes hipótesis explicativas, como que es una forma de sometimiento de la mujer al hombre. Puesto que cuadra con nuestro análisis, sentiremos la tentación de pensar que hemos hallado una relación causa-efecto, pasando por alto que el sometimiento femenino se practica en otras sociedades por métodos distintos, lo cual deja el interrogante de por qué este y no 39 otro. Además, como ya hemos comentado, también podemos caer en la tentación de analizarlo como una evolución que todavía no se ha dado y que se debe al «atraso» en las condiciones materiales de las culturas en las cuales se desarrolla. No conseguiríamos explicar, en este caso, por qué aquellos individuos que emigran a otras sociedades más prósperas pueden hacer pervivir estas prácticas incluso tras integrarse en una sociedad más «evolucionada», si es que nos permitimos utilizar este término10. Se trata de razonamientos evidentemente equivocados, pero sorprendentemente recurrentes entre las argumentaciones históricas, incluso entre los profesionales. Desde la perspectiva que defendemos, podemos analizar cuáles son las causas de la capacidad de supervivencia de ciertas ideas y comprender que la misma es totalmente independiente de sus efectos sociales. Una idea puede ser totalmente nociva, inservible o dañina para una sociedad, pero puede conseguir replicarse durante larguísimos períodos gracias a que está compuesta de una serie de memes bien adaptados a su medio. En definitiva, una cultura humana está compuesta, en último término, por unas unidades de información heredables que siguen el mismo patrón evolutivo que los genes, formando un ecosistema que en este ensayo llamamos realidad intersubjetiva. Su tasa de supervivencia se explica por sus características internas y su relación con el medio, pudiendo cambiar para adaptarse al mismo como lo hace su par biológico. N. Taleb se expresaba así: «lo que determina el sino de una teoría en la ciencia social es el contagio, no su validez».11 Por supuesto, no podemos dejar de lado la posibilidad de que Sapiens cree a voluntad o modifique los memes existentes. Paradójicamente, nos encontramos en los inicios de las tecnologías que harán posible la edición genética, pero la edición memética ha sido una de las capacidades que nuestra especie tiene incorporadas desde su aparición. El ser humano es capaz de modificar su cultura para alcanzar determinados objetivos, creando nuevas ideas o modificando las existentes. Un punto interesante a tener en cuenta, es que Sapiens no suele comprender plenamente la complejidad del ecosistema en el cual su realidad intersubjetiva se desenvuelve, por 10 Por un lado, quienes califican a grupos humanos como poco evolucionados lo suelen hacer simplemente como forma de desprecio irracional hacia ellos. Por otro lado, siguiendo con el símil biológico, dos especies sincrónicas están exactamente igual de evolucionadas aunque una de ellas haya sufrido más cambios. La evolución consiste en la eliminación de las características no aptas, lo que produce el cambio. Si una característica sigue vigente es porque sigue siendo apta para su medio ambiente durante todo el marco temporal. 11 Taleb, N. (2012). El cisne negro (15.ª ed., p. 373). Barcelona: Paidós. 40 lo que es habitual no tener en cuenta las consecuencias que sus creaciones culturales pueden tener al infraponderar la posibilidad de afectar a otros elementos del sistema al cual pertenece o que los artefactos intelectuales creados por él vayan a evolucionar en el tiempo de forma autónoma, pudiendo incluso tener las consecuencias opuestas a las planificadas. En el ámbito que nos ocupa, la historia como disciplina intentará tanto entender cómo modificar esa realidad intersubjetiva en tanto en cuanto que desarrollo en el tiempo, siendo un producto intelectual que introducirá nuevas ideas y modificará otras, teniendo como consecuencia cambios en todo el sistema. El historiador será, pues, el especialista en la fabricación y modificación de los memes relacionados con el entendimiento del presente desde una visión temporal. Su objetivo suele ser la modificación profunda de todo el sistema cultural a través de la manipulación de la visión de la historia hegemónica en la sociedad, intentando editar una cultura de forma que se pueda controlar, en la medida de lo posible, su evolución conjunta. Tomemos un ejemplo para intentar iluminar lo expuesto. Analicemos la idea de identidad grupal. En primer lugar, existe una predisposición del ser humano a aceptar una idea que explique la identidad de grupo en función a la historia de este. Hemos tratado de explicar este extremo al comienzo del capítulo. Puesto que existe una buena predisposición en el ecosistema a aceptar ese tipo de ideas, es decir, unas condiciones muy favorables al desarrollo y supervivencia de estas ideas, es completamente lógico que en todos esos ecosistemas las encontremos. En otras palabras, el hecho de que en todas las culturas encontremos una explicación a la identidad grupal basada en un relato histórico es debido a que las distintas realidades intersubjetivas tienen la característica común de ser terrenos fértiles a la propagación de este tipo de memes y sus combinaciones. Del mismo modo, al tiempo que encontramos el factor común de su existencia, también hallamos una enorme variedad, similar a la esperable entre las especies del mundo natural y causada por los mismos factores. Pero, además, Sapiens pronto descubrirá la enorme utilidad de modificar estas ideas sobre la identidad grupal, tarea que encomendará a quien ejerza de historiador. De ese modo, desde los albores de la humanidad, encontraremos que los distintos grupos humanos compartirán la existencia de un relato histórico que explique su identidad grupal, pero al mismo tiempo ese tipo de relatos presentará una gran variedad, aunque siga patrones parecidos. Paralelamente, veremos una pugna constante por modificar el mismo 41 con la finalidad de alterar de ese modo el comportamiento grupal en una dirección deseada. Algunos individuos serán más activos en esta tarea, ejerciendo de chamanes que intentarán implantar un relato oficial frente a los alternativos, por voluntad propia o por encargo. Pasado el tiempo, los llamaremos historiadores. Todos los miembros de la tribu tendrán su propia visión de la historia, su interpretación del pasado, porque la mente humana es totalmente proclive a convertirse en el anfitrión de este tipo de replicadores culturales. Por tanto, todos ejerceremos de pequeños historiadores y compartiremos, en mayor o menor medida, siendo más o menos críticos, los discursos históricos más comunes en nuestro medio, porque al fin y al cabo nuestro cerebro es uno más de los nodos que forman esa red en la cual existe la realidad intersubjetiva y en la que siempre habitarán unas ideas sobre la historia, por el mero hecho de que la cultura humana es totalmente favorable a la formación de ideas históricas, hasta tal punto que sería imposible encontrar una sola en la cual no habiten este tipo de replicadores. Dawkins considera que el éxito de un meme se podría medir en tres factores: longevidad, fecundidad y fidelidad de la copia. El primero representa el tiempo que puede permanecer en la mente humana. En el caso del discurso histórico es el máximo posible y, de hecho, todos los sistemas escolares del mundo se esfuerzan, con notable éxito, en inculcar en la mente de los estudiantes una explicación histórica de por qué pertenecen a tal o cual grupo humano y no a otro. La fecundidad es el más importante de los tres y dependerá de cuán aceptable sea en la mente huésped. Hemos explicado que para los Sapiens es totalmente aceptable, hasta tal punto que desean fervientemente una explicación histórica de su realidad, pues satisface unas necesidades intrínsecas a su naturaleza. Respecto a la fidelidad de la copia, si por algo se caracteriza cualquier discurso histórico es que aspira a convertirse en hegemónico y transformarse en una tradición, la cual ha de reproducirse lo más fielmente posible. Teniendo en cuenta estos tres parámetros que miden el potencial de supervivencia de un meme, podemos entender que tanto la idea de identidad grupal histórica como cualquier otra asociada a la disciplina histórica poseen un alto rating. De igual modo, se plantea cómo definir esas unidades mínimas de información capaces de replicarse. Cualquier idea la podríamos dividir en diferentes unidades de información más pequeñas. Sin embargo, algunas están vinculadas entre ellas, de modo que el huésped, si cree en una, cree en otra. De esa forma podemos 42 identificar qué ideas sobre la historia pueden funcionar como un meme y cuáles no, por el mero hecho de que dos individuos pueden creer en partes de una misma visión de la historia, pero rechazar otras. De ese modo podemos identificar qué unidades funcionan de forma individual, aunque nunca resultará fácil reconocerlas en ese ecosistema cultural en el cual competirán por un bien preciado y escaso: la atención de nuestro intelecto. Aquellas ideas más exitosas podrán ser virtualmente inmortales, pues utilizarán a los seres humanos como máquinas de supervivencia, reproduciéndose en una realidad intersubjetiva que sigue existiendo a pesar de que las unidades que forman esa red tienen una vida limitada. De igual modo, este ensayo puede sobrevivir como replicador más allá de su autor o de la computadora en la que fue originalmente creado siempre que consiga una tasa de reproducción suficiente gracias a estar bien adaptado al medio cultural en el que exista. Toda esta disertación sobre los replicadores ha de tomarse como un esquema interpretativo que sirve para comprender el funcionamiento de la cultura humana, pero hemos de tener siempre presente que es un símil, ya que corremos el peligro de creer que realmente estos memes tienen una intención o finalidad concretas. Retomando el ejemplo del incendio, nos es útil apreciar que se comporta como un ser vivo que quiere sobrevivir y actúa en consecuencia a este objetivo, pero sin olvidar que las llamas no tienen voluntad ni fin teleológico. Esta obviedad la omitimos con más frecuencia de la que nos gusta admitir, de modo que dotamos de estas cualidades a fenómenos que simplemente suceden. No solemos preguntarnos qué es lo que quiere la gravedad, cuáles son sus intenciones, qué planes tiene ni para qué existe. Sin embargo, dotamos de personalidad a todos los fenómenos culturales. Entre estos, la historia es el objeto de estudio de este ensayo y, en efecto, solemos preguntarnos sobre sus esencias, dotándola de personalidad. Un grupo humano crea una realidad intersubjetiva mediante el funcionamiento en red de unos cerebros que, a diferencia de otras especies, son capaces de pensamiento simbólico. Este espacio lo pueblan unidades de información que existen como consecuencia de la interacción con el medio físico, pero también por ser creadas de forma consciente o inconsciente por algún individuo o grupo social. Otras unidades de información son fruto de la propia evolución de esos replicantes en su medio, siguiendo un proceso paralelo a la evolución biológica. Gran parte de estos memes son ficciones 43 sociales, es decir, creaciones intelectuales a las cuales atribuimos características propias de la información obtenida del medio físico, mediante ese proceso que llamaremos reificación. La historia, por tanto, tendrá una doble naturaleza. Por un lado, nos referimos a ella cuando hablamos sobre los hechos sucedidos en el pasado, pero también cuando queremos referirnos a la interpretación del pasado. Es este segundo aspecto el que abordamos aquí, ya que estamos hablando de la visión de la historia, un producto intelectual formado por un conjunto más o menos complejo de ideas. Esta, como buena ficción social, siempre será presentada como una realidad objetiva. En este capítulo hemos argumentado por qué todo grupo humano tiene una o varias visiones de la historia y por qué cada uno de nosotros ejerce de pequeño historiador amateur. En el siguiente, veremos cómo desde su mismo inicio la historiografía, la actividad supuestamente profesional que fija la concepción de la historia correcta en cada sociedad, no ha hecho otra cosa que crear distintos discursos históricos cuya finalidad es utilizar la natural necesidad del ser humano de construir una visión de la historia como recurso para influir en la realidad social. La existencia de una visión de la historia, es decir, de una explicación de por qué nuestra cultura se compone de esa matriz de normas concreta, por qué nuestra realidad social es de un determinado modo, cómo hemos llegado a adquirir ambas y si se han de modificar o mantener por el bien de la comunidad, es tan natural al ser humano como la necesidad de respirar. Responde a una necesidad social básica y Sapiens es un animal social. Pero al mismo tiempo, hasta allí donde alcanza nuestra memoria, siempre ha habido una pugna por imponer una determinada visión de la historia al grupo. La razón, si atendemos a todo lo expuesto hasta ahora, ya es evidente. Quien consiga fijarla -y recordemos que al ser un puro producto intelectual puede ser realmente imaginativa- conseguirá alterar uno de los pilares básicos de la organización social. Si conseguimos alterar la visión de la historia dominante, toda la realidad intersubjetiva se reorganizará de forma que nuestra cultura cambiará y, con ella, el reparto y la justificación del poder. He aquí la piedra de toque del chamán-historiador. Su verdadero poder, si lo maneja correctamente, puede determinar quién y bajo qué justificación detenta el poder en el grupo. Los chamanes, desde los más primitivos hasta los más sofisticados think tanks de la actualidad, continuamente intentan modificar o apuntalar cierta parte de esa cultura, de las normas que les convienen o, por qué no, de las que creen mejores para la sociedad. Ninguno de ellos es capaz 44 de hacerlo sin apelar a la historia. No será difícil entender, si hemos asimilado lo anterior, que la política, la religión y la historia han formado un triángulo tan sólido como el que apreciamos en la cima de la pirámide social. No encontraremos ninguna ideología política que no se cimente en una visión de la historia determinada; no encontraremos ninguna religión que no presente la forma de una narración histórica. Se puede decir que la historia es la materia prima de la que se fabrican la política y la religión. Las tres, no lo olvidemos, son un sistema de complejas ficciones sociales entrelazadas. 45 46 III. La historia de la historia El papel del historiador consiste en recordar lo que los demás prefieren olvidar. Tony Judt En la tercera parte del ensayo vamos a darnos un paseo por la historiografía, que no es otra cosa que la historia de los relatos históricos y sus autores. En otras palabras, la historia de cómo se ha escrito historia en el pasado, es decir, la historia de la historia. ¿Cuál es el objetivo? Pretendemos presentar, de la forma más certera posible, cuál ha sido la práctica, a lo largo del tiempo, de aquellos a los que metafóricamente llamamos chamanes. Que la historia deba servir como conocimiento y no como medio de adoctrinamiento es una idea sorprendentemente cercana en el tiempo. Con ello no pretendemos otra cosa que demostrar que, desde el mismo principio de la civilización, la creación profesional de la narración histórica no ha tenido más que un objetivo: la justificación de la realidad social o de su necesidad de cambio. Los historiadores, normalmente subvencionados por el poder político, han operado a modo de artesanos de un producto intelectual que es el relato histórico. Este, si está bien construido, provoca la «magia» deseada al introducirse en la realidad intersubjetiva. El relato histórico modifica la visión de la historia del grupo, de modo que puede alterar el conjunto de ideas que son aceptables, modificando el comportamiento grupal en el sentido deseado. En los dos primeros capítulos hemos explicado cómo los seres humanos tenemos una realidad dual, viviendo tanto en un plano 47 físico como en otro intersubjetivo. Nuestro comportamiento está determinado por ambos y, desde quienes detentan el poder o aspiran a ello, es irresistible la tentación de alterar esta realidad mediante la introducción de un relato histórico que hará que el grupo vea la realidad a través de unas nuevas lentes que el chamán les proporcionará. Cada cambio en el poder necesitará reconfigurar esta realidad intersubjetiva y volverá a demandar un nuevo relato histórico que se adapte a sus necesidades. El primer obstáculo para nuestro objetivo está en el hecho de que, si bien somos conscientes de que los relatos históricos nos han acompañado desde que Sapiens existe, no han sobrevivido aquellos que se basaban en una cultura oral, por motivos evidentes. Sin embargo, los restos materiales nos hablan de la existencia de una concepción histórica, por simple que sea, en cualquier sociedad de nuestra especie. En las sociedades en las que no existe un sistema de escritura, el relato histórico se crea mediante la recitación de la genealogía familiar o tribal y mediante la tradición oral que mantiene vivas narraciones de carácter mitológico o religioso -muchas veces es difícil establecer la frontera entre ambas categorías- que cumplen la función deseada. Es a partir del tercer milenio antes de Cristo cuando aparece la escritura. En nuestro ámbito cultural lo hace en el Creciente Fértil. Esta región se corresponde con los actuales países de Israel, Jordania, Líbano, Palestina, Siria, Iraq, Kuwait, el sudeste de Turquía y noreste de Egipto. Tan pronto aparece la escritura, lo hace el relato histórico. ¿En qué consistirá esta primitiva historia, si ya nos permitimos denominarla como tal? Más allá de una utilidad administrativa, como la de registrar todo tipo de documentos que necesiten algún tipo de fecha, su función es directamente la «legitimación y apología del poder real benefactor».12 A lo largo de los siglos VI y V a.C. encontramos en el mundo griego los primeros logógrafos, que pretenden explicar la historia sustituyendo los mitos por hechos reales. Esta voluntad de verdad no significa que la función del discurso histórico sea diferente. El mayor racionalismo en la construcción de la historia no implica que sus efectos sean otros. Podemos fácilmente entender que si pasamos de creer que nuestra ciudad fue fundada por un enviado de los 12 Según Enrique Moradiellos, obra que seguimos como guía básica en este capítulo. Moradiellos, E. (1994). El oficio de historiador (1.ª ed.). Madrid: Siglo XXI. 48 dioses a pensar que fue fundada por un grupo de colonizadores, el impacto en nuestra cultura es similar, en el sentido de que en ambos casos estamos explicando cuáles son los orígenes de nuestro grupo y por qué tenemos un vínculo ancestral entre nosotros que sirve, evidentemente, para justificar la existencia de nuestra comunidad como ente con personalidad histórica. Nada más empezar nuestra andadura por la historiografía, ya hemos identificado dos de las finalidades más corrientes del discurso histórico. Por un lado, justificar a la élite gobernante mediante la tradición, aunque sea por el simple método de recalcar cada vez que sea posible que los actuales gobernantes provienen de una larga estirpe, reforzando el argumento de que un hecho debe seguir ocurriendo porque lleva repitiéndose en el tiempo «desde siempre». En su reverso, encontramos el importantísimo concepto de identidad grupal. La historia será utilizada, desde los albores de la civilización hasta nuestros días, para responder a la cuestión de quienes forman parte de nuestra tribu y quienes no; quienes merecen ese honor y quienes deben ser repudiados; cuáles son nuestros enemigos y qué afrentas realizaron a nuestro clan; por qué somos diferentes y cuáles son nuestras esencias. Realmente, que los argumentos esgrimidos sean de corte racional o sobrenatural es una cuestión baladí desde la perspectiva que planteamos en este ensayo, pues desde la óptica de los efectos percibidos en la realidad intersubjetiva, el mismo efecto tiene defender que nuestra tribu proviene de las estrellas que de náufragos arribados a nuestras costas; el efecto perseguido es identificar cuál es nuestra identidad y que sea percibida como un ente, es decir, crear una nueva ficción social, de forma que nazca la identidad grupal como un hecho percibido como cierto y real, pudiendo a continuación asignarle los atributos deseados. Heródoto de Halicarnaso y Tucídides son los dos historiadores prototípicos del mundo heleno, iniciando una tradición que seguirá con Polibio y Plutarco en Roma. En palabras del propio Moradiellos, esta tradición historiográfica cumplía una triple función: «constituía una fuente de instrucción moral, cívica y religiosa; contribuía a la educación de los gobernantes en su calidad de magistra vitae y espejo de lecciones políticas, militares y constitucionales; y proporcionaba un entretenimiento intelectual para los cultos (los pocos que leían) y servía de apoyatura y soporte para el aprendizaje de las artes retóricas y oratorias, claves para la vida política grecorromana». Vale la pena que nos paremos a analizar el párrafo citado para ver 49 qué es lo que nos muestra sobre el uso de la historia en el mundo clásico, o más bien, desde el mundo clásico hasta ahora. Todas las funciones citadas tienen un denominador común, pues modifican la cultura, en los términos en los que la hemos definido. Además, se trata de un tipo de transformación que ha de afectar directamente a la naturaleza del poder político y su ejercicio. Si constituye una «fuente de instrucción moral, cívica y religiosa» afecta a las normas sociales que el grupo utilizará para determinar cuál es el comportamiento adecuado, quién está legitimado para ejercer el poder, cómo se estructuran las jerarquías sociales, etc. Si es una fuente de ejemplos de cómo se ha de gobernar correctamente, supone una fuente directa de ideología política. Si sirve como entretenimiento para la élite culta, resulta que viene a ser un elemento definitorio de los atributos que la élite política ha de mostrar, pues suele coincidir con la económica y la cultural, con lo cual el conocimiento de la historia no solo se torna en un elemento práctico sobre cómo gobernar, sino un marcador de estatus social que también legitima a hacerlo, pues a los ojos del gobernado, es preferible que el gobernante sea una persona culta que ha adquirido esa pátina de prestigio que tiene un coste económico, cuyo pago muestra su pertenencia a la clase pudiente. Si servía de «apoyatura y soporte para el aprendizaje de las artes retóricas y oratorias, claves para la vida política grecorromana», resulta que el arte de los historiadores no solo sirve para iluminarnos sobre quiénes nos deben gobernar y por qué, sino que también sirve a esa élite gobernante como ejercicio práctico gracias al cual pueden poner en valor otras habilidades que refuerzan su poder, en concreto aquellas que se suponen necesarias para su ejercicio y para persuadir a los gobernados de que ese orden social es el adecuado. En efecto, desde el mundo clásico grecorromano hasta nuestros días, esa entelequia a la que llamamos Occidente ha mantenido las mismas ideas sobre la utilidad de la historia. Esta fuente de conocimiento es la materia prima sobre la cual se edifica el concepto del buen gobierno. El pasado se configura como un catálogo de ejemplos que los gobernantes pueden utilizar para decidir qué acciones son deseables en virtud de los efectos que tuvieron históricamente. Un gobernante (o un grupo gobernante) que aspire a ser percibido como virtuoso deberá apoyarse en un supuesto conocimiento del pasado, el cual le debe iluminar en la toma de decisiones. Al mismo tiempo, la posesión de ese tipo de conocimientos es un símbolo de autoridad y legitimidad, en un razonamiento que se retroalimenta. Para los gobernados, el conocimiento de la historia mostrará qué 50 tipo de decisiones son las que han contribuido al interés general de la sociedad y también qué objetivos debe perseguir esta. Evidentemente, el discurso histórico procurará mostrar que esa magistra vitae nos lleva a la conclusión lógica de que nuestro tipo de gobierno es el más adecuado, nuestra élite gobernante la correcta, su cúspide un dechado de virtud política y sus decisiones las óptimas desde una perspectiva temporal. ¿Y quién será el encargado de fijar este discurso histórico que analiza el pasado en pos de la virtud política y social? Nuestro querido chamán que, invocando sus poderes, llegará a las conclusiones que el poder desea, siendo convencido de que realice esa tarea mediante el mecenazgo, la coacción o la cooptación. Si otro grupo social quisiera cambiar el funcionamiento del poder político, presentará a otro chamán-historiador que explicará a la comunidad que el discurso histórico anterior estaba equivocado y, en consecuencia, quienes detentan el poder actualmente son lo opuesto a gobernantes virtuosos. Podemos situarnos en el mundo helénico o en la más rabiosa actualidad. Cualquier partido político o ideología del presente nos va a presentar su propio discurso histórico, el cual vendrá a demostrar que sus propuestas son las adecuadas y sus remedios los necesarios ante los males sociales, que serán presentados en función de un desarrollo histórico que determinará qué es el bien y el mal. Cualquier político o ideólogo utilizará con sorprendente asiduidad expresiones como «la historia demuestra que». El lector de este ensayo puede realizar un experimento casero. Si iniciamos cualquier conversación sobre política, la probabilidad de que se haga alguna referencia a la historia tiende a 1 a medida que avanza la misma. Es irrelevante que en esa charla intervengan políticos profesionales, periodistas, ciudadanos de a pie, intelectuales -si todavía existe tal cosa-, ideólogos o influencers. Como venimos defendiendo, todo sapiens tiene una visión de la historia y todas las ideologías políticas, incluyendo aquellas basadas en religiones, apoyan sus argumentos en un discurso histórico propio. El faraón apoyará su poder en un discurso histórico que nos explicará cómo su poder proviene de la mismísima divinidad y que la historia demuestra que desde el inicio de los tiempos hemos sido gobernados, por ese motivo, por una sucesión de faraones que los escribas nos pueden recordar. El presidente de nuestro país, en cambio, nos remitirá a los chamanes actuales, quienes nos mostrarán que su poder proviene de esa ficción social llamada soberanía popular, ejercida a través de otra ficción social llamada democracia; 51 la historia demostrará que dicho sistema de gobierno es el mejor posible y es el fruto de una evolución histórica que ha llevado a ese perfeccionamiento del arte de gobernar, superando a todos los sistemas políticos anteriores en virtud. El ciudadano sonreirá con condescendencia al estudiar en la escuela cómo los infelices egipcios creían a sus sacerdotes cuando les narraban el poder divino del faraón y justificaban la explotación que sufrían mediante una historia totalmente falsa. Por suerte, él conoce la verdadera historia, la de los escribas actuales, quienes le muestran que la élite actual está sustentada no por falsos ídolos, sino por sólidas verdades objetivas. En el siglo IV de nuestra era se descompone el Imperio Romano, siendo el cristianismo la religión oficial del Estado. Estos dos factores provocan que la escritura de la historia se transforme totalmente. La nueva idea central es que los sucesos humanos están dirigidos por la divina providencia, es decir, por la voluntad de Dios. Por tanto, el discurso histórico se centra en explicar cómo la humanidad ha transitado por una serie de acontecimientos que han sido trazados previamente por un guion divino. Desde esta perspectiva, es absurda la búsqueda racional de causas que practicaba la historiografía del mundo clásico. Para muchos, especialmente a partir del Renacimiento, esta actitud es una regresión en la práctica historiográfica. Sin embargo, en este capítulo abordamos las funciones sociales de la producción del discurso histórico por los profesionales a quienes se les encarga la tarea de modificar la visión histórica del colectivo. Desde esa mirada, ese giro es totalmente comprensible. Si el poder político se ha fusionado con el religioso de modo que la teología se considera el saber supremo, al chamánhistoriador se le encargará reforzar esa alianza. Si el sistema político y social cambia, el discurso histórico también lo hará para poder seguir cumpliendo las misiones encomendadas. Podríamos decir que el ecosistema cultural ha cambiado. Por lo tanto, los memes e ideas sobre la historia se adaptan al nuevo ambiente creado en la realidad intersubjetiva para poder seguir ejerciendo su influencia. Ahora el historiador prototípico será un clérigo y su discurso histórico tendrá como principal intencionalidad reforzar el sistema religioso. De esa forma, el discurso histórico, la religión y el poder político formarán un triángulo de apoyo mutuo. La religión nos mostrará que Dios ha dispuesto la naturaleza del mundo, creando sus normas y un plan para llevarnos desde la creación hasta el juicio final. La disciplina histórica nos explicará las aventuras y desventuras del hombre por ese camino trazado y cómo se ha organizado políticamente hasta 52 tener un dominus13 en el cielo y varios en la tierra. El poder tendrá como objetivo seguir el camino trazado por Dios, compitiendo con otros modelos de virtud del pasado, los cuales se valorarán históricamente según su piedad. En este contexto, el protagonista puede ser cualquiera de los nuevos reinos medievales que, como foco del devenir del plan divino, justifican su existencia material en función de la voluntad divina. Las pugnas intelectuales entre los tres vértices del triángulo se resolverán siempre apelando a argumentos teológico-históricos, que acaban formando un sistema de ideas integrado. En definitiva, el historiador profesional prestará sus servicios a la causa de Cristo, de forma que casi parece una teología con contenidos históricos. El modelo perfecto será san Agustín de Hipona quien, con su obra La ciudad de Dios, servirá de base teórica para los más renombrados historiadores medievales, como san Isidoro de Sevilla. Llegados al Renacimiento y teniendo en cuenta la imagen de luminosidad por oposición al medievo que falsamente seguimos cultivando, esperaríamos un cambio radical en el hacer de la historiografía. No obstante, lo que encontramos es una reedición de la práctica grecorromana. Es cierto, sin embargo, que el paradigma cultural cambia, debido al avance en el modo de producción: es una sociedad más rica, que intercambia información de forma más acelerada y que crea los Estados modernos y se expande por nuevas tierras, para finalmente abandonar el paraguas de la teología como núcleo del saber. Imitando al mundo clásico, se buscan explicaciones humanas para los hechos humanos. Será en Florencia donde encontraremos a los primeros historiadores de esta nueva era: Bruni, Maquiavelo y Guicciardini. Ponen el foco en los acontecimientos políticos, militares y diplomáticos del pasado, con lo que continúan siendo unos estudiosos del poder. Abordan los hechos desde una perspectiva racional, intentando relacionar hechos con causas y apoyándose en la práctica humanista que rescata, estudia y restaura viejos archivos históricos, comenzando una importante labor de crítica sobre la veracidad de las fuentes. Desde la perspectiva que nos ocupa, los nuevos profesionales de la escritura del discurso histórico seguirán siendo básicamente teóricos del poder que intentan mostrar cómo se debería comportar el gobernante y legitimar las aspiraciones 13 No es casualidad que la misma palabra pueda traducirse como poseedor, dueño, señor, propietario, soberano o Dios. La historia nos intentará explicar el funcionamiento del mundo en el que vivimos y que es totalmente normal y natural que poseamos un señor -feudal- que a su vez debe vasallaje a otros señores y que todos están bajo servidumbre del Señor. También que la virtud reside en la obediencia al dominus terrestre y al celestial. 53 del Estado al que sirven. Si los historiadores medievales crean ideas sobre la virtud política basándose en la religiosidad y en la moral que de ella se desprende, los nuevos historiadores las crearán basándose en los errores y aciertos de otros actores políticos del pasado y reforzarán las reclamaciones de su república sobre sus vecinos. Como veremos a lo largo de este capítulo, al estudiar la «historia de la historia» vamos añadiendo nuevos usos posibles a las creaciones de los chamanes de la tribu. Todas ellas siguen el mismo patrón, pues son productos intelectuales destinados a influir sobre la realidad intersubjetiva y modificar de ese modo la conducta humana gracias a modificar la visión de la historia según convenga. Sin embargo, se trata de un catálogo al que se van añadiendo funcionalidades que se seguirán utilizando hasta el presente. Podemos hablar de cómo los pequeños Estados italianos del Renacimiento crean todo un mundo de reclamaciones políticas y territoriales basadas en supuestos derechos históricos que, casualmente, descubren que el mecenas del historiador tiene la razón en sus pretensiones. Pero también que esa práctica se extiende rápidamente y que podemos hallarla fácilmente en los noticiarios, en las tertulias de supuestos expertos y en las conversaciones cotidianas de la actualidad. Si, por ejemplo, Rusia tiene o no derechos sobre Crimea, es una conversación que sigue el mismo patrón de justificación basada en ficciones sociales referidas a la historia que otra conversación entre dos sapiens que discuten sobre quién es el legítimo gobernante de cualquier pequeño Estado renacentista. Refiriéndonos a ese arsenal de artefactos creados por los historiadores para ser utilizados como arma política, podemos citar lo que llamaremos «guerras documentales». En el Renacimiento, el movimiento humanista trata de recuperar el saber y la cultura grecorromanas. Para ello, una gran cantidad de documentos son rescatados, analizados y traducidos a las lenguas contemporáneas. Si se pretendía restaurar el conocimiento clásico, el primer paso consistía en recuperar los datos producidos por aquel mundo y verificar su fidelidad. La erudición crítica documental llegó a crear una nueva disciplina que consistía en analizar los textos antiguos y conseguir averiguar si eran falsificaciones o estaban tergiversados a través de distintas traducciones. Como fruto de esa actividad se llegó a resultados interesantes, como el descubrimiento de la falsedad de la Donación de Constantino. Según este documento, el emperador romano había donado al Papado la autoridad sobre Roma y el resto 54 del Imperio occidental. Lorenzo Valla (1407-1457) demostró que el documento era falso mediante un análisis de sus incoherencias respecto a su lenguaje, forma y cronología. Supone un hito, puesto que se despojaba del carácter de reliquia a los documentos y se instituía una verdad histórica mediante su crítica formal. Sin embargo, no es ese el tema que nos ocupará. Lorenzo Valla estaba al servicio del Rey de Nápoles, enemistado con el Papa. Entrevemos una tendencia que se repetirá hasta nuestros días: el trabajo del erudito tendrá una doble vertiente, pues en una cara de la moneda hallaremos el trabajo académico y en la otra el interés político. Alfonso V de Aragón, protector de humanistas como Valla, también estaba implicado en las constantes rencillas italianas, siendo el Papado uno de sus enemigos. ¿Podemos suponer que existe relación en elegir la Donatio Constantini como objeto de estudio histórico y el hecho de que el mecenas del estudioso estuviese en guerra con el beneficiario? A su vez, la propia creación de la Donación de Constantino es un claro ejemplo del uso de la actividad del historiador como palanca de cambio en el poder. La creación de este documento es curiosa, pues se trata de un presunto edicto de Constantino I que, en el año 300, donaba al papa Silvestre I todo el Imperio romano de Occidente. La realidad es que el documento se fabricó en el siglo VIII cuando Pipino el Breve fue nombrado rey de los francos por el papa Esteban II. El trato consistía en que se conseguía dar garantía jurídica al cambio de dinastía, pues el nuevo monarca liquidaba la merovingia. A cambio, Pipino cruzó los Alpes y conquistó amplias regiones del reino de los lombardos que fueron donadas al Papa, naciendo así los Estados Pontificios y convirtiendo al Papa en la cabeza de un Estado con base territorial en el cual se podía comportar como cualquier otro príncipe. La importancia del hecho no radica, para los objetivos de este ensayo, en lo sucedido, sino en ser una muestra de cómo el relato histórico tiene una intención directamente relacionada con el poder. Si el Papa era el heredero del prestigioso Imperio romano, al menos en lo simbólico, se le podía considerar un mediador válido en las disputas entre los distintos soberanos medievales, papel que ya jugaba pero que se legitimaba ahora. Siguiendo esa lógica, se podía innovar jurídicamente y traspasar la legitimidad de una dinastía a otra. El pago en territorios, a su vez, parecía una restitución de parte del poder que el Papa debiese tener como cabeza espiritual de la cristiandad. Sin entrar en demasiados detalles, que no vienen al caso, la costumbre medieval de inventar documentos que llevan al pasado situaciones que se están dando en el presente con el fin de 55 legitimarlas es un claro ejemplo de cómo el discurso histórico suele tener como finalidad práctica definir lo que una sociedad considera moral o conveniente. De este modo, una situación que ha sido impuesta por la más pura fuerza, mediante la magia del chamánhistoriador, puede convertirse en una restitución del estado natural de las cosas. Un discurso histórico convenientemente elaborado puede modificar la cultura de la sociedad en la que se desarrolla hasta el punto de ser capaz de determinar si una nueva situación política va a ser aceptada. Con el surgimiento del protestantismo podemos traer a colación otra oleada de guerras documentales. En este caso, también encontraremos una doble naturaleza, ya que, si bien por un lado se profundiza en la crítica erudita de los documentos mediante una legítima y sincera búsqueda de la verdad histórica, en su reverso volvemos a encontrar una motivación ideológica. Mediante el estudio crítico de los textos cristianos, los luteranos que comenzaron a editar las Centurias de Magdeburgo en 1560 trataban de erradicar los errores históricos que habían hecho que el cristianismo primitivo se pervirtiese hasta acabar siendo el catolicismo que ellos criticaban, una tergiversación de la doctrina original. También, claro está, servía como base para socavar el poder político de la Iglesia de Roma. Como era de esperar, esta práctica tuvo su respuesta desde el lado católico mediante una contraofensiva que, utilizando los sistemas críticos y racionales de los renacentistas, desmontaban las argumentaciones de los protestantes. De este modo, encontramos la escuela de los bolandistas, jesuitas que estudiaban las biografías de los santos eliminando sus aspectos legendarios y especialmente la de los mauristas, uno de cuyos miembros, Jean Mabillón, ha sido denominado el Newton de la Historia, por su obra De re diplomatica. En ella, se sistematiza todo un método para poder dilucidar si un documento histórico es verdadero o se trata de una falsificación. Llegados a este punto, alcanzamos la época que conocemos como la Ilustración, en la cual se da la fusión entre las dos tendencias que hemos visto hasta ahora: la historia como género literario de no ficción en el cual el autor puede, o no, pretender la objetividad; y la crítica erudita de los documentos históricos que va alcanzando una práctica cada vez más científica. Los filósofos ilustrados pasarán de basar su discurso histórico en la divina providencia a hacerlo en los valores de la razón y el progreso, hijos de la revolución científica que Kant, Leibniz, Voltaire 56 o Rousseau trasladan desde las ciencias físicas a la filosofía y con ello a la historiografía. Sin embargo, no creamos que la mayor o menor cientificidad de la práctica historiográfica tiene implicaciones en el tipo de impacto que genera en la realidad intersubjetiva y en sus intenciones transformadoras, como venimos repitiendo. Cada construcción filosófica, política o ideológica tendrá una base histórica, por los motivos ya explicados en los dos primeros capítulos del ensayo. Por tanto, las ideas de la Ilustración también se apoyarán en una visión de la historia concreta. A modo de ejemplo, podemos analizar a Rousseau y el tipo de discurso histórico que viene a desarrollar en lo que se ha llamado el mito del buen salvaje. En 1755 escribía: «algunos se han apresurado a concluir que el hombre es naturalmente cruel y que hay necesidad de organización para dulcificarlo, cuando nada hay tan dulce como él en su estado primitivo, cuando [la naturaleza lo ha colocado] a igual distancia de la estupidez de los brutos y de las luces funestas del hombre civilizado [...]».14 La idea básica que el autor quiere transmitir es que este hombre prototípico nace siendo bueno y es la sociedad quien lo corrompe. Por tanto, el buen salvaje, que es aquel que no ha estado en contacto con la «civilización», es un ser pacífico y desinteresado que no conoce la codicia y la violencia propias de la Europa de Rousseau. Vemos claramente cómo se transmite un discurso histórico que explica las diferencias entre los tipos de sociedad de quienes están siendo colonizados y los europeos que los colonizan. Este discurso lleva a la visión de la historia propia de este ilustrado según la cual el desarrollo histórico ha causado la degeneración de unas relaciones sociales que eran más naturales y virtuosas, propiciando una realidad trufada de injusticias que no se dan entre los buenos salvajes, quienes no conocen las instituciones propias de la sociedad civilizada. Es fácil adivinar que ello sirve de base para la crítica de estas mismas instituciones y de la forma de organización social en la cual vive el autor. De este modo, es evidente que desea modificar la sociedad en la que vive y para ello crea un producto intelectual que sirve de marco teórico tanto para explicar como para justificar la necesidad de cambio. Este producto es un discurso histórico específico que presenta al buen salvaje como idea arquetípica de unos hombres que son más sanos, más libres y felices que aquellos que llegan a dominarlos y pretenden enseñarles una forma de sociedad pretendidamente superior. Sin embargo, cabe resaltar que este razonamiento no parte de una base empírica, es 14 Rousseau, Jean-Jacques (1990). Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Madrid: Alianza. p. 256-257. 57 decir, es indiferente a que el buen salvaje sea la norma o solo se aplique a casos concretos que el autor conoce o únicamente a una idealización teórica. Realmente, como suele suceder, es irrelevante que el discurso histórico se fundamente en la verdad o no, pues su efecto es básicamente el mismo. Como ya hemos dicho, una idea se reproduce dependiendo de la adaptabilidad a su medio y la del buen salvaje encaja en la crítica ilustrada al Antiguo Régimen, que en este autor es una condición básica para crear su teoría sociopolítica del contrato social. Rousseau necesita explicar cómo se ha pasado de un estado a otro, lo que presenta una dificultad que se sortea así: «En la medida en que esta causa es por naturaleza exterior a la naturaleza del cuerpo político, Rousseau está obligado a recurrir a los hechos y a imaginar el proceso más probable y la hipótesis más plausible».15 Se recurre a los hechos, pero se imagina la explicación. También podríamos expresarlo bajo otra forma: para justificar la explicación de la realidad que deseamos mostrar, introducimos los hechos históricos en ella para darle verosimilitud. En realidad, la teoría del buen salvaje ha sido cuestionada desde que tomó forma, en la España del siglo XV, hasta nuestros días,16 en un debate apasionante y enriquecedor; pero lo que nos interesa desde la perspectiva de este ensayo es que en cada uno de los hitos de este debate se crea un discurso histórico que parte de una visión de la historia concreta y que, de forma consciente o involuntaria, ha de afectar necesariamente al comportamiento social del grupo dependiendo de cuál sea el conjunto de ideas que finalmente resulte predominante. Situémonos ya en el s. XIX, momento en el que podemos afirmar que la historia alcanza un estatus que algunos consideran científico pero que nosotros solo nos atreveremos a categorizar como profesional. Será en Alemania donde la historia se convierta en una narración documentada y razonada, basada exclusivamente en causas racionalistas e inmanentes. Niebuhr, profesor desde 1810 en la Universidad de Berlín, es un buen ejemplo de este paso de la erudición a la ciencia histórica porque, tras analizar críticamente los documentos en los que basa el relato, no trata solo de reconstruir los hechos sino de relacionar estos con estructuras históricas que previamente se identifican. Le sucede Lepold von Ranke, quien es considerado como el ejemplo perfecto de la historia positivista. 15 P. Hochart, «Derecho natural y simulacro. La evidencia del signo», en Presencia de Rousseau. Buenos Aires, 1972: 109-110, en Gazeta de Antropología, 1987, 5, artículo 03 · http://hdl.handle.net/10481/13768 16 En fechas tan recientes como 2013, la presentación de The world until yesterday, de Jared Diamond, causó polémica entre organizaciones indigenistas y antropólogos. 58 Este tipo de historiadores consideraban que su tarea consistía en hacer una crítica documental rigurosa para verificar qué documentos narran hechos verdaderos y cuáles no. Con esta materia prima, el historiador podía actuar como si de un notario se tratase, pues podía reconstruir el pasado simplemente colocando unos hechos al lado de otros. De este modo, se conseguiría una historia totalmente objetiva, formada por lo que realmente sucedió y en la cual no interviniese la mentalidad del autor. Hoy existe el consenso entre los historiadores de que esta pretensión no era más que una pura fantasía. Simplemente cortando y pegando una serie de hechos contrastados no se puede realizar un análisis del pasado y mucho menos pretender que de ese modo se obtenga una visión libre de juicios de valor e independiente del ambiente intelectual del autor y de su época. Von Ranke, en realidad, era historicista, en el sentido de que consideraba cada uno de los hechos históricos como único e irrepetible, no siendo explicables por categorías universales, sino fruto de un contexto que ya no se repite. En este punto se diferencia de otros autores como Augusto Comte, que no solo pretendía crear una historia libre de subjetividad utilizando únicamente documentos verificados mediante la crítica textual, sino descubrir leyes universales sobre la historia, al igual que hacían las ciencias naturales, como la física o la química. Siguiendo el hilo propuesto en este ensayo, cabría preguntarse si, llegados a este punto, en el cual encontramos a autores que pretenden una historia pura basada en documentos cribados y explicaciones puramente racionales que anulen la subjetividad del autor para hallar únicamente la historia tal como fue, tiene sentido seguir sosteniendo que también esta práctica historiográfica tenía como finalidad última influir en la realidad intersubjetiva y provocar con ello efectos sociales. De hecho, podemos ver que realmente ocurrió así. Esta escuela alemana centró sus esfuerzos en la historia diplomática y política, siendo sus épocas favoritas la romana y la moderna. En efecto, Niebuhr o Mommsen consideraban que existía un paralelismo entre Roma y Prusia, como ejes aglutinadores de la unificación de sus áreas: Italia y Alemania. Ranke y sus discípulos consideraban que su tarea era contribuir a la construcción del Estado nacional alemán, siendo la escritura de la historia una actividad directamente relacionada con la política y la diplomacia. Por tanto, ya que los propios miembros de la escuela alemana admitían su intencionalidad política, es decir, que la elaboración de su discurso histórico, aunque pretendidamente objetivo, tenía como finalidad la defensa de la idea nacional, es evidente que hemos topado nuevamente con la creación 59 de un producto intelectual cuyo objetivo es la modificación de la realidad intersubjetiva para alterar así el comportamiento social. De hecho, a partir de esta época, la utilización del discurso histórico como creador y vertebrador de las ideas de Estado y nación será una constante hasta nuestros días. Una de las principales actividades del historiador-chamán en la actualidad es convencer a su público de la existencia de un concepto tan poderoso como es el de la nación: definir cuáles son legítimas y cuáles no y si se han de corresponder con las diferentes fronteras estatales. La nación y el Estado son dos de las más poderosas ficciones sociales que Sapiens conoce, puesto que cientos de miles de humanos han sacrificado todo, incluyendo sus vidas, por defender estos vaporosos conceptos, los cuales estarán respaldados, siempre, por visiones de la historia muy concretas. Volveremos a ello en un capítulo posterior, prestando a este asunto la atención que merece. El siglo XIX, como hemos indicado, se caracteriza por la profesionalización de la historia, poblándose las universidades de los países más desarrollados de cátedras al efecto y de seminarios en los cuales se enseñaba el método histórico positivista. Bien poco durará la pretendida voluntad de crear una historia pura basada en hechos objetivos y en el simple relato de los acontecimientos «tal como sucedieron». Este es el momento de la expansión del romanticismo como expresión cultural y del nacionalismo en el sentido contemporáneo. La historiografía caerá inmediatamente en estas corrientes y la producción del discurso histórico se verá mediatizada por distintas escuelas nacionales. El lado positivo es que se introducen otros temas más allá de la guerra, la diplomacia y la política, pero también aumentará la subjetividad del artesano de este producto. La pujante burguesía occidental, dueña del poder político y económico, se esfuerza en crear las nuevas identidades nacionales, con lo que interesa un discurso histórico que rescate mitos susceptibles de ser utilizados en ese sentido y se considere a la «nación» como el protagonista de la narración. Como ejemplos, podemos citar al británico Macaulay y al francés Michelet. El primero es un diputado liberal y refleja en su interpretación de la historia su ideología, analizando, a través de esas lentes, el pasado que ha llevado a la floreciente Inglaterra victoriana. El segundo, considera al «pueblo de Francia» el protagonista de su relato y no oculta su posicionamiento republicano. La nación, concepto ya difuso de por sí -y una de las ficciones sociales más poderosas- es revestido de toda la mística romántica, lo cual le lleva a conceptuar a la Revolución Francesa, al igual que muchos autores posteriores, como 60 la expresión de un supuesto espíritu popular que encaja perfectamente con la ideología imperante del romanticismo nacionalista. En definitiva, estos autores decimonónicos defienden una visión de la historia que refuerza una visión de la política concreta: el discurso histórico es una transposición del discurso político. Karl Marx decía que había descubierto la lucha de clases leyendo a autores como Michelet. El marxismo tomará protagonismo en la segunda mitad del siglo y es, ante todo, una filosofía de la historia. El marxismo es bien conocido por sus planteamientos políticos y revolucionarios y sigue suscitando tremendas pasiones y odios, pero en ese interminable debate no se suele tener en cuenta que es, en primera instancia, una teoría sobre cómo funciona la historia. Autores como Comte habían propuesto buscar las leyes que manejan el devenir histórico pues, si la historia era una ciencia, se debía actuar como con cualquier otra. Marx y Engels creían haber encontrado esas leyes históricas que explican por qué las sociedades humanas han ido transformándose de un modo y no de otro hasta configurar el presente. De una forma muy simplificada (y recordemos que la simplificación es una forma de falsedad) el marxismo plantea que el rasgo definitorio de una sociedad son las relaciones de producción, es decir, el modo en el cual las personas se relacionan entre ellas para producir determinados bienes y servicios. El resto de rasgos sociales son una superestructura, es decir, están basados en las relaciones de producción y dependen de la anterior estructura. La cultura, la religión, las relaciones jurídicas y políticas, etc., (que en este ensayo categorizamos como ficciones sociales) no son más que elementos determinados por las relaciones de producción. «El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario la realidad social es la que determina su conciencia».17 No procede en esta obra analizar las ideas marxistas, ni como filosofía de la historia ni como proyecto político. Sin embargo, el marxismo, que especialmente desde el siglo XX generará una prolífica tradición historiográfica, es el ejemplo más perfecto y prototípico de lo que queremos ejemplificar en este capítulo. Una determinada visión de la historia, concretada en una serie de discursos históricos específicos, que tiene como objetivo explicar el funcionamiento de las dinámicas históricas y, a través de este saber, analizar cómo funciona el mundo real en el que vivimos y la realidad intersubjetiva 17 K. Marx, Contribución a la crítica de la economía política, 1859 61 (que para el marxismo clásico sería una superestructura). Si se conocen esos mecanismos, se conoce cómo alterarlos. Por tanto, el discurso histórico marxista servirá para justificar el cambio social y la necesidad de revolución, o para justificar los regímenes socialistas y su virtud una vez impuestos. Puesto que venimos utilizando la metáfora del chamán desde el principio del ensayo, en pocos casos es tan claro que su poder reside en la capacidad de, mediante el relato histórico, obrar la magia de alterar las ideas que los sapiens comparten en red de modo que su comportamiento, y con ello su sociedad, se vean alteradas: en este caso el chamán puede ser totalmente explícito y presentarse como un revolucionario social o como el defensor de un régimen revolucionario. Dicho esto, cabe matizar que la historiografía marxista académica ha venido utilizando el materialismo histórico (así se denomina esa filosofía de la historia) como método de análisis histórico, no como programa político. Por tanto, no hay una relación necesaria entre el uso de esta metodología y el activismo político. Sin embargo, fuera de la torre de marfil que es el mundo académico, al compás de la Guerra Fría, tanto el marxismo como el antimarxismo se han respaldado siempre ante el gran público como fruto de análisis históricos. El materialismo histórico como método de estudio de las ciencias sociales superaba ampliamente al viejo e ingenuo positivismo, de modo que supuso que los historiadores no marxistas también abrazaran, en mayor o menor medida, ese paradigma. Ya en el siglo XX nos encontramos que, también aquellos que refutan las tesis marxistas, admiten que es necesario estudiar la historia ampliando el foco al conjunto de las relaciones sociales, práctica que se continuará hasta la actualidad. «En no poca medida el atractivo y reto individual del marxismo provenía de su capacidad para dar cuenta global del curso efectivo de los procesos históricos: las causas de las transformaciones en la estructura económica, la modalidad de su conexión con los conflictos sociales y políticos coetáneos y la manera como ello se reflejaba y condicionaba el universo intelectual y cultural correspondiente».18 Desde entonces hasta el presente, la historia económica ha sido un elemento esencial del discurso histórico, desde el nivel académico al popular. Es algo que tenemos tan asumido que damos por descontado, pero, desde una perspectiva histórica, es algo relativamente reciente. La tendencia a considerar la economía y la prosperidad como el centro de la política no ha hecho más que acentuarse, con lo que 18 Moradiellos, E. (1994). El oficio de historiador (1.ª ed.). Madrid: Siglo XXI de España. Madrid: Siglo XXI de España. 62 podemos apreciar, como es lógico siguiendo la argumentación de este ensayo, que los distintos discursos históricos que consumimos siempre incorporen una explicación económica. Este razonamiento explicará por qué unas políticas económicas conducen a la prosperidad y otras a la pobreza, de modo que cada creador de opinión transmitirá una visión de la historia que defenderá que sus propuestas son las correctas, «tal como la historia demuestra». Por supuesto, «la historia demostrará» realidades totalmente opuestas dependiendo del emisor del discurso, pero siempre le dará la razón a él. Este uso de la historia como demostrativo del método correcto para generar riqueza está tan arraigado entre el público popular que podríamos realizar un experimento informal con resultados fácilmente predecibles. Si preguntamos a un grupo de ciudadanos corrientes qué demuestra la historia sobre cómo hacer crecer la economía, la inmensa mayoría será capaz de dar una explicación histórica, aunque sea simple. Si preguntamos qué medidas económicas le gustaría que su gobierno implantase y por qué, es muy probable que respondiese haciendo mención al pasado, el cual justificará sus tesis. No encontraremos ningún economista profesional que no respalde su discurso con una narrativa histórica, ni tampoco a ningún aficionado. Curiosamente, la historia siempre le da la razón a su usuario, pues parece ser un saber extremadamente complaciente. Al fin y al cabo, podemos recordar el viejo aforismo de que los datos, si son convenientemente torturados, siempre acaban confesando lo que deseamos. En este punto del recorrido por la historiografía deberemos preguntarnos si acaso la más reciente no ha alcanzado un grado de objetividad suficiente como para refutar lo anteriormente expuesto. La respuesta es un no rotundo. Tras la Segunda Guerra Mundial se desarrolla, en EE. UU., una nueva tendencia llamada cliometría. Su idea principal es el uso de series de datos lo más amplias posibles que, tras ser tratadas mediante herramientas informáticas, puedan dar lugar a conclusiones concretas sobre el pasado teniendo, de ese modo, una base matemática que corroborase o desmientese las afirmaciones de los historiadores. En muchas ocasiones se trata de poner a prueba las hipótesis o de comprobar hechos contrafactuales. Más allá del campo de la economía o la demografía, se pueden tratar desde la tipología de restos arqueológicos al número de publicaciones sobre determinado tema. 63 A partir de los años 80, asistimos a una crisis de las escuelas historiográficas (marxismo, Annales y cliometría) que se corresponde con la aparición de la Nouvelle Historie. Para definirla, nada mejor que citar a Le Goff y a Nora quienes afirmaban que «La historia se afirma como nueva anexionándose nuevos objetos, nuevos temas, que escapan hasta el presente a su alcance y estaban fuera de su territorio».19 En otras palabras, la nueva historia se abre a otras ciencias auxiliares, amplía las fuentes utilizadas, da voz a todos aquellos colectivos silenciados o no estudiados, a las áreas geográficas y a los espacios temporales poco analizados, etc. Está muy relacionada con el advenimiento del postmodernismo como nuevo relato cultural hegemónico, que pone en solfa la idea del cientifismo y del progreso lineal como únicos métodos de alcanzar la verdad. De ese modo, aparece la historia de las mujeres, la microhistoria, la historia oral, la historia postcolonial, la historia del libro y de la lectura, la historia de las emociones, la historia global y, en suma, una serie de nuevas temáticas y metodologías que alumbran con la luz de la historiografía todos aquellos rincones del pasado a los que no se les había prestado atención tradicionalmente. Esto se debe tanto a un genuino progreso académico como a las nuevas condiciones en las que se desarrolla el oficio del historiador. Por ejemplo, el proceso de descolonización es el que hace toparse a la sociedad con el hecho de que existe todo un mundo más allá de Occidente que solo aparece en los libros de historia cuando se relaciona con él. Además, la tradición archivística en las antiguas colonias es mucho menor, por lo que se ha de recurrir a la historia oral, a la antropología o a nuevos tipos de arqueología. Otro ejemplo evidente de cómo se relacionan los cambios sociales y la práctica histórica es la paulatina liberación de la mujer y el surgimiento de movimientos feministas. A medida que la cultura muta hacia una defensa de la igualdad entre géneros y una mejor valoración de lo femenino, lo hace el discurso histórico, de forma que la mujer pasa de ser una mera nota a pie de página a convertirse en un nuevo campo de estudio. En definitiva, con estos últimos párrafos, podemos cerciorarnos de que las más recientes corrientes historiográficas no consisten en conseguir un discurso histórico que sea aséptico y totalmente desvinculado de la voluntad de alteración de la realidad intersubjetiva, objetivo que es tan imposible de alcanzar como indeseado, tal como 19 Le Goff, Jacques, y Norra, Pierre (dirs.) Hacer la historia, traducción de Jem Cabanes, vol. I, Barcelona, Laia, 1978. Recogido en Fuster, F. (2020). Introducción a la Historia (1.ª ed., p. 99). Madrid: Cátedra. 64 tratamos de argumentar en este ensayo. Las nuevas tendencias historiográficas amplían y mejoran el campo de estudio, adquieren nuevos métodos y dialogan con otras disciplinas, pero siguen creando un discurso histórico que afecta a la visión histórica del receptor y a la realidad intersubjetiva en la que vive. Si, por ejemplo, se trata de incluir a las masas silenciadas en el discurso histórico tradicionalmente centrado en explicar las experiencias de las élites sociales, se debe a que existe una mayor sensibilidad política hacia las clases sociales más desfavorecidas, propiciando un caldo de cultivo propicio a la creación de productos intelectuales que las incluyan en la historia oficial, lo cual, a su vez, retroalimenta esa nueva reconfiguración política. En definitiva, podemos rastrear hasta el día de hoy una vinculación directa entre la historiografía y las temáticas y discursos que quienes tienen el poder, o aspiran a tenerlo, impulsan. En definitiva, tal como tratamos de mostrar en esta obra, la afirmación de Carr siempre será válida: «Estudien al historiador antes de ponerse a estudiar los hechos. Al fin y al cabo, no es muy difícil. Es lo que ya hace el estudiante inteligente que, cuando se le recomienda que lea una obra del eminente catedrático Jones, busca a un alumno del tal Jones y le pregunta qué tal es y de qué pie cojea. Cuando se lee un libro de historia, hay que estar atento a las cojeras. Si no logran descubrir ninguna, o están ciegos, o el historiador no anda».20 20 H. Carr, E. (1961). ¿Qué es la historia?. Barcelona: Ariel. 65 66 IV. Para qué usamos la historia Cada uno tiene el máximo de memoria para lo que le interesa y el mínimo para lo que no. Arthur Schopenhauer. En el anterior capítulo hemos visto la evolución de la actividad del historiador profesional a lo largo del tiempo. Sin embargo, la finalidad de este ensayo es reflexionar sobre la influencia del conocimiento histórico sobre el conjunto de la sociedad, por lo que habremos de centrarnos en el uso popular que se hace de este conocimiento. ¿Para qué utilizamos la historia los ciudadanos de a pie? Desde luego, no solemos reflexionar sobre cómo tratar archivos históricos ni restos arqueológicos; sobre las implicaciones que cierto discurso histórico tenga sobre la visión del pasado o sobre el marco teórico más adecuado para acercarnos a su conocimiento. Hemos visto como Sapiens vive, también, en una realidad intersubjetiva que consiste en un ecosistema de ideas que comparte en red y cómo los discursos históricos son un tipo de ideas que alteran la visión de la historia que tanto los individuos como los grupos sociales poseen. Estos discursos históricos pueden tener una finalidad manipuladora y ser creados por profesionales más o menos cualificados al servicio de ciertos intereses. Pero, al mismo tiempo, como en todo ecosistema, dichos memes pueden evolucionar por sí mismos, por contacto con otros y por influencia de la realidad física. En este ecosistema la única constante es el cambio, en una continua búsqueda de un equilibrio entre la oferta y la demanda del discurso histórico que satisfaga necesidades diversas y enfrentadas. El individuo, como parte de una sociedad que comparte esta 67 información en red y que tiene una necesidad vital de construir una visión de la historia, no podrá soslayar esa interacción. Sin embargo, la mayor parte del tiempo ejercerá un papel principalmente pasivo como consumidor de los diversos discursos históricos. Veamos, pues, qué tipo de discursos son los consumidos por el gran público. Podríamos realizar una relación muy exhaustiva de diferentes tipologías, pero se trataría de un ejercicio poco útil. Nos atreveremos a categorizar estos discursos históricos en tan solo cuatro tipos, aun siendo conscientes de que se podrían construir diferentes taxonomías igualmente válidas. El objetivo es pintar un cuadro general en el que podamos vislumbrar de modo lo más claro posible para qué utilizamos la historia en nuestra vida cotidiana. Sin más preámbulos, podemos señalar que el gran público consume estos cuatro tipos de discurso histórico: identitario, utilitario, ideológico y recreativo. El discurso histórico identitario Es aquel que, mediante un razonamiento basado en el análisis del pasado, trata de definir la identidad del individuo dentro de la colectividad, de modo que quede delimitado el grupo social al cual pertenece, las características del mismo, así como las diferencias respecto a otros grupos y las relaciones que ha de tener con ellos. En el primer capítulo desarrollamos la idea de la revolución cognitiva y de las implicaciones que tuvo para el desarrollo de Sapiens. Hizo posible que tejiera una red de intercambio de información que hace posible la colaboración de individuos que ni siquiera tienen contacto físico entre ellos, pero que son capaces de obrar en un mismo sentido al compartir ciertas unidades de información. Una de las consecuencias de esta realidad es la creación de una identidad grupal que, a diferencia de otras especies, no se define por el parentesco, sino por la propia existencia de esa red de información en la cual se comparten una serie de normas entre las cuales encontramos un subconjunto que define quién forma parte de nuestra comunidad y quién no. Dado que este conjunto de normas no se apoya en ninguna realidad material, o al menos no tiene necesidad de hacerlo, se configura como una ficción social más cuyo único apoyo posible son 68 otras ficciones sociales que el grupo comparte. Como el lector podrá adivinar, la más importante de ellas es la historia. Para definir la matriz de normas que configura nuestra identidad grupal habrá que justificar su existencia. Puesto que, analizadas desde una posición puramente racional, resultarían arbitrarias, no cabe otra opción que acudir al pasado. De este modo, se creará el discurso histórico necesario que justifique la existencia y la singularidad de ese grupo. ¿Qué rasgos definitorios tendrá nuestra «tribu»? Un individuo suele construir su identidad recurriendo a una amplia panoplia de realidades: «La identidad de una persona está constituida por infinidad de elementos (…). La gran mayoría de la gente, desde luego, pertenece a una tradición religiosa; a una nación, y en ocasiones a dos; a un grupo étnico o lingüístico; a una familia más o menos extensa; a una profesión; a una institución; a un determinado ámbito social… Y la lista no acaba ahí, sino que prácticamente podría no tener fin: podemos sentirnos pertenecientes, con más o menos fuerza, a una provincia, a un pueblo, a un barrio, a un clan, a un equipo deportivo o profesional, a una pandilla de amigos, a un sindicato, a una empresa, a un partido, a una asociación, a una parroquia, a una comunidad de personas que tienen las mismas pasiones, las mismas preferencias sexuales o las mismas minusvalías físicas, o que se enfrentan a los mismos problemas ambientales».21 La cuestión es que nuestra tribu nos propondrá una identidad concreta y privilegiará unos atributos sobre otros. Identificará cuáles son los correctos, en qué consisten exactamente y por qué son esos y no otros. Para ello, recurrirá a la historia. También se echará mano del discurso histórico para definir las relaciones con otras tribus, a las cuales igualmente se delimitará con los mismos argumentos. La pertenencia a más de uno de estos grupos, o la superposición entre ellos, se basará, de igual modo, en un discurso histórico de tipo identitario. La religión, la nacionalidad, la etnia, el color de piel, el origen geográfico, la lengua, la filiación política, la clase social o el género serán los elementos más habituales con los cuales se construirá la identidad del grupo. Cada individuo que existe sobre la faz de la Tierra posee una serie de características únicas que lo hacen diferente del resto, no solo físicamente, sino también respecto a aquellos elementos que hemos mencionado y que podrían construir su identidad personal. Sin 21 Maalouf, A. (2012). Identidades asesinas (5.ª ed., p. 20). Alianza Editorial. 69 embargo, utilizamos expresiones para referirnos a nosotros mismos como «soy blanco», «soy francés» o «soy judío». Estas categorías son productos culturales en el sentido de que dos franceses, dos judíos o dos blancos pueden no tener ningún elemento en común respecto a sus intereses, su personalidad o su mentalidad. Desde un punto de vista puramente material, el color de la piel, la religión o la nacionalidad no tendrían que servir como elemento categorizador y, desde un punto de vista ético, el común de los ciudadanos afirmará rotundamente que tampoco. Sin embargo, estas afirmaciones, que parecen ser evidentes, son continuamente ignoradas. «A pocos se les ocurriría discutir explícitamente todo lo que acabo de decir. Pero nos comportamos como si no fuera así».22 No se trata de un ejercicio de hipocresía, sino de un fenómeno social. Como repetimos asiduamente en este ensayo, la realidad intersubjetiva está compuesta en gran medida por ficciones sociales, es decir, por normas; por unidades de información que compartimos en red y a las cuales tratamos como si fuesen entes materiales o incluso pensantes. A este fenómeno le llamaremos reificación. De este modo, con esos ladrillos podemos construir los muros que separan a una comunidad de otra. Una vez parcelado el mundo, podemos definir las características de cada uno de los espacios en los que imaginariamente hemos dividido la humanidad, asignarnos a uno de ellos y forzar a los demás a que nos reconozcan o se reconozcan a sí mismos dentro de alguno de esos espacios. Una vez aceptada esa construcción social, es lógico lo que en este ensayo llamaremos, de modo alegórico, «comportamiento tribal»: definiremos qué características tiene nuestra tribu, qué requisitos se han de cumplir para acceder a ella, cuáles son las normas de comportamiento esperadas entre sus miembros y qué relaciones se tendrán con otras tribus. Evidentemente, para construir una identidad se ha de poner en contraste con las demás, por lo que la tendencia natural y lógica es pensar que, si nuestra tribu es virtuosa, las demás han de ser lógicamente inferiores y, por tanto, sospechosas. La rivalidad, en el mejor de los casos, es un comportamiento lógico si aceptamos la reificación de las ficciones sociales expuestas hasta este punto. Si mi tribu tiene las características correctas, aquellas que sean diferentes serán tribus inferiores. Si mi tribu es una entidad real, poseerá ciertos derechos. Si tiene derechos, será mi obligación como individuo defenderlos. Aquellos que intenten modificar las características de mi tribu son hostiles. La negación de su existencia o la discusión de sus características es un acto hostil. Como vemos, a partir de una ficción social se va construyendo una realidad más 22 Maalouf, A. (2012). Identidades asesinas (5.ª ed., p. 32). Alianza Editorial. 70 compleja, pero si se toma no como una ficción, sino como una realidad material, al tratarla como tal aparecen toda una serie de comportamientos que parecen irracionales e incomprensibles si no se entiende que para Sapiens las ficciones sociales son entes reales. Por eso, aunque no discutiremos explícitamente que el concepto de «Francia» es inventado por el ser humano, nos comportaremos como si no fuera así. El concepto de identidad y el de historia están íntimamente ligados, pues la primera se justifica en la segunda. El comportamiento tribal hace que, ante una ofensa a alguna de las pertenencias que definen la identidad (raza, religión, clase, lengua, etc.) todo el grupo se dé por aludido y solidariamente arremetan contra el agresor, que lo es de todo el grupo. Muchos de los conflictos que podemos observar hoy provienen, en última instancia, de enfrentamientos identitarios entre comunidades y, en todos los casos, los implicados realizarían un razonamiento histórico para explicar su postura ante un tercero. Un párrafo de Maalouf resume magistralmente esta situación: «En el seno de cada comunidad herida aparecen evidentemente cabecillas. Airados o calculadores, manejan expresiones extremas que son un bálsamo para las heridas. Dicen que no hay que mendigar el respeto de los demás, un respeto que se les debe, sino que hay que imponérselo. Prometen victoria o venganza, inflaman los ánimos y a veces recurren a métodos extremos con los que quizás pudieron soñar en secreto algunos de sus afligidos hermanos. A partir de ese momento, con el escenario ya dispuesto, puede empezar la guerra. Pase lo que pase, “los otros” se lo habrán merecido y “nosotros” recordaremos con precisión “todo lo que hemos tenido que soportar” desde el comienzo de los tiempos. Todos los crímenes, todos los abusos, todas las humillaciones, todos los miedos, los nombres, las fechas, las cifras».23 Para elaborar este inventario de afrentas a nuestra identidad que justifica el conflicto tribal recurriremos, como no, a nuestro chamán particular, el cual construirá un discurso histórico en el cual se explicará cuál es la identidad de nuestra tribu, en qué rasgos se materializa, quienes están dentro o fuera de ella, quienes son unos traidores y cuáles los enemigos, qué otras tribus nos han ofendido, humillado o dañado, por qué tenemos derecho a dañarlas; a quién debemos amar, odiar o temer y también, claro está, por qué el anterior discurso estaba equivocado y cómo el nuevo chamán, más virtuoso que el anterior, nos llevará, esta vez sí, a la iluminación. 23 Maalouf, A. (2012). Identidades asesinas (5.ª ed., p. 37). Alianza Editorial. 71 Para una parte significativa de la humanidad, su identidad colectiva constituye la parte más importante de su existencia y la causa política a la que es necesario supeditar todo, incluyendo la propia supervivencia. Para definir esa identidad y su encaje en la competición con otras identidades se recurre a la historia. Por tanto, cualquier grupo social que aspire a ostentar una parcela de poder en la sociedad puede recurrir a modificar la identidad grupal mediante la alteración de la visión histórica que la comunidad tiene sobre sí misma y sobre las relaciones con las demás. Al mismo tiempo, también se puede utilizar una política de alteración identitaria mediante el uso de determinados discursos históricos para dividir a la propia comunidad creando los conocidos «nosotros» y «ellos», de forma que los grupos interesados en acceder o mantenerse en el poder puedan convertirse en los líderes que defienden a «los nuestros» frente a los que están contra la «verdadera historia». Los ejemplos son tan cotidianos que consideramos que el lector de este ensayo no necesitará realizar ningún gran esfuerzo para encontrar algunos. Si hablamos de identidades y de discursos históricos, no podemos pasar por alto el nacionalismo. Una simple definición del diccionario de la RAE nos da todas las claves necesarias para abordarlo en este punto: «Sentimiento fervoroso de pertenencia a una nación y de identificación con su realidad y con su historia». En primer lugar, se trata de un sentimiento lo que, desde la perspectiva de este ensayo, ya nos da una pista para categorizarlo como una cadena de información que forma parte de las múltiples ficciones sociales que Sapiens utiliza en su realidad intersubjetiva. El nacionalismo es una de las ficciones sociales más poderosas que determinan la historia contemporánea, hasta el punto de que nuestro mundo actual es ininteligible sin tenerlo en cuenta. En la definición traída a colación, también aparecen los términos pertenencia e identificación, lo que nos lleva precisamente al punto que estamos tratando, es decir, el discurso histórico identitario. Finalmente, se hace mención al objeto con el cual se establece esa vinculación, que no es otro que la historia. Este último aspecto enlaza con la idea clave de este ensayo, pues el propio concepto de nación se sustenta en una visión concreta de la historia, apuntalada por unos discursos históricos que son productos intelectuales creados para tal fin. En una relación de mutuo apoyo, dos ideas se sustentan recíprocamente. De ese modo, cuando un nacionalista nos demuestra la existencia de una nación, se hace referencia a su historia propia, 72 de modo que la existencia de la misma se justifica en una historia determinada y diferenciada del resto de naciones; cuando nos explica la utilidad del estudio de la historia, nos muestra como así podemos comprender el proceso de formación de la identidad nacional. La nación y el discurso histórico que la sustenta, dos ficciones sociales, demuestran su validez intercambiando a voluntad su relación causaefecto. Nuestra nación, de ese modo, existe porque tiene una historia propia y la historia nacional es cierta porque la nación existe. Curiosamente, distintos nacionalistas enfrentados demostrarán que diferentes realidades nacionales incompatibles entre ellas se sustentan en diferentes discursos históricos enfrentados, siendo el propio el verdadero y el del adversario una manipulación de la verdadera historia. El nacionalismo como idea, al menos como la entendemos en la actualidad, surge en el contexto de las guerras napoleónicas. Podríamos definirlo como un discurso histórico identitario que vincula al individuo con un grupo que es el Estado-nación. La invasión de Napoleón de buena parte del territorio europeo fue el catalizador de este sentimiento. Por un lado, el imperio francés exportaba las ideas propias de la Revolución, entre las cuales encontramos la de la nación como una comunidad política basada en los valores liberales. Como toda acción provoca una reacción, la hostilidad hacia el sometimiento francés provocó la creación de otra idea de nacionalismo que funcionaba como su reverso. De este modo, ambas versiones de la idea nacional (respaldadas por sus respectivos discursos históricos) justificaban la invasión o la resistencia al invasor, según las necesidades del consumidor. El concepto de nación defendido por los franceses justificará su imperialismo, ya que la nación era una comunidad política de hombres libres e iguales que se habían liberado de las cadenas del absolutismo. La verdadera nación era el pueblo liberado y al exportar este sistema ayudaba a otros pueblos a librarse de sus tiranos y crear naciones verdaderas como la francesa. Para sus adversarios, la verdadera nación era anterior a la política y era una emanación natural del territorio y sus gentes. Por tanto, los franceses eran unos tiranos que querían someter al resto de naciones. De este modo, ambos bandos luchaban por la libertad y contra la tiranía, por la virtud y por la nación. Como en cada conflicto respaldado por la ideología, la historia demostrará, de forma incuestionable y definitiva, lo que a cada bando le convenga. Al fin y al cabo, los chamanes habían descubierto una nueva pócima llamada nacionalismo y resultaba ser extremadamente poderosa. 73 Existirán, pues, dos tradiciones nacionalistas que se han categorizado como el nacionalismo francés o liberal y el nacionalismo alemán o conservador. El nacionalismo liberal es heredero de las ideas de la Revolución Francesa y de la Ilustración. Michelet, del que hemos hablado anteriormente, es un buen exponente de esta «práctica chamánica». La nación será el conjunto de ciudadanos que, de forma libre y haciendo uso de la soberanía nacional, desean vivir bajo una misma unidad política, la cual se plasma en un gobierno y un Estado. Por tanto, este nacionalismo parte de una base teórica: un conjunto de seres humanos desea crear un Estado y regirse bajo unas mismas normas (leyes, constitución) que emanan directamente de su voluntad, por lo cual se crea un Estado-nación que gobierna un territorio habitado por estos mismos ciudadanos. En el contexto revolucionario francés se pasa de un reino en el cual existe una monarquía justificada por el derecho divino y al cual sus habitantes deben obediencia por ser parte de su patrimonio, a una comunidad libre de personas que han roto esas cadenas y forman la comunidad política que es la nación. Podemos citar directamente a Sieyés que, en 1789, defiende que «una nación es un grupo de individuos gobernados por una misma ley y representados por una misma asamblea legislativa». Detengámonos un momento en esta amalgama de densos conceptos, pero no para analizarlos desde la perspectiva histórica al uso. No vamos a intentar dilucidar en qué consiste cada uno de ellos (nación, pueblo, soberanía, comunidad política, derecho divino, etc.) pues no es este el objetivo de este ensayo. Lo que nos incumbe es hacer notar que todos estos memes son ficciones sociales. El «pueblo» puede ser algo tan real para Sapiens que utiliza el término con la misma naturalidad que lo hace al referirse a un objeto físico. De hecho, acaba siendo algo tan real que innumerables atrocidades y heroicidades se han realizado en su nombre. Sin embargo, qué es exactamente el pueblo es una negociación interminable en el seno de la realidad intersubjetiva. Ya que se trata de un concepto tan poderoso, todos los grupos de poder intentarán imponer la definición que más se acomode a sus intereses. Cuál es la voluntad del pueblo, si se ha de respetar y mediante qué métodos se ha de extraer esa información son los elementos que definirán la política contemporánea. Para poder, supuestamente, responder a esas preguntas, quienes intenten definir los mecanismos sociales de poder han de recurrir necesariamente a una explicación histórica. No podremos responder 74 satisfactoriamente a la definición de un fenómeno sin explicar cuándo y por qué apareció, amén de sus funciones. Esas son, precisamente, las respuestas que se giran a los historiadores. El nacionalismo de tipo liberal necesitará un discurso histórico que los respalde y que demuestre, a través del estudio del pasado, que la comunidad de ciudadanos libres que ejerciendo su soberanía popular da forma al Estado-nación no es una ficción social, sino una realidad histórica que se alza como virtuosa sobre la injusticia del Antiguo Régimen. El otro nacionalismo, el conservador o alemán, tendrá exactamente las mismas necesidades de justificación y sufrirá el mismo proceso de reificación. El nacionalismo alemán o conservador estuvo directamente vinculado al historicismo y al romanticismo, los cuales defendían que la nación no estaba basada en la voluntad del pueblo, sino en la historia, la lengua común y la raza. Intentan descubrir las raíces históricas de los pueblos y exaltan el sentimiento nacional, que se sintetiza en el concepto creado por Herder, el volksgeist: «cada pueblo tiene una personalidad colectiva, un alma que se conserva en las tradiciones populares y sobre todo en el idioma que es el que refleja la mentalidad de un pueblo». Cada nación tiene las características de un ser vivo y coincide con un grupo étnico que tiene unas características diferenciadoras, las cuales se expresan a través de su cultura. Por tanto, un Estado-nación es legítimo porque se corresponde con un pueblo que comparte historia común, características raciales, y manifestaciones culturales (lengua, cultura, arte, instituciones, mentalidad, etc.). Si analizamos este tipo de nacionalismo desde la perspectiva que nos ocupa en este ensayo, tendremos que admitir que es un artificio intelectual trufado de ficciones sociales. El pueblo es un ente abstracto de difícil definición, pero al cual se le dota, ni más ni menos, que de un alma propia. Un conjunto de sapiens creen pertenecer a una misma unidad que solo existe en su mundo intersubjetivo, pero van bastante más allá. Ese ente es un ser vivo que tiene deseos, necesidades, vicios y virtudes, metas y aspiraciones, una personalidad propia y diferenciada de otros entes rivales; un ser que está compuesto por todos los sapiens que forman parte del pueblo (excepto los consabidos traidores) y que los guía a través del tiempo hacia su destino. Ese ente es tan importante como cualquier dios y al igual que estos requiere fe ciega, ofrendas y sacrificios constantes, incluyendo la propia vida. No habrá honor ni gloria más grande que caer en su nombre. ¿Honor 75 y gloria? Bien, dos nuevas ficciones sociales que forman parte del mismo ecosistema. Por supuesto, como buena ficción social pura, es decir, como una pura creación intelectual sin ningún vínculo real con el mundo material, solo puede sustentarse en otras ficciones sociales. ¿Conocemos, pues, alguna mejor que un buen discurso histórico que demuestre su existencia? En este caso la respuesta es explícita, pues el nacionalismo conservador expresa, como hemos visto, de forma directa, que se sustenta en la historia. Una nación existirá si durante un tiempo histórico, que se ha de retraer lo máximo posible hacia el pasado, los sapiens habitantes de un territorio geográfico, que ha de acotarse lo más concretamente posible, han desarrollado una cultura similar, expresada preferiblemente en la lengua y el arte; si sus rasgos raciales son razonablemente homogéneos; si han estado unidos políticamente en el pasado; si, en definitiva, han tenido una historia común que les hace ser parecidos entre ellos. El discurso histórico nacionalista tendrá como objetivo fomentar una visión de la historia en la cual la nación es la protagonista, de forma que su existencia se dé por sentada. Por supuesto, nacionalismos opuestos, utilizando exactamente los mismos métodos, llegarán a conclusiones totalmente opuestas. Mientras que los chamanes que defienden que todo el territorio entre las colinas y el mar son una única nación encontrarán pruebas históricas que así lo atestiguan, los chamanes rivales que defienden que los sapiens del otro lado del río son una nación oprimida, demostrarán, mediante un estudio histórico similar, que existe una nación diferente ninguneada por la anterior. Seguro que al lector le vienen a la cabeza multitud de discursos históricos que defienden la existencia o inexistencia de determinadas naciones que, siguiendo las ideas expuestas, puede que hayan conseguido su derecho a formar un Estado-nación o por el contrario estén privadas del mismo. Resulta que, como en tantos otros ejemplos, Sapiens no solo crea ficciones sociales que reifica y trata como entes vivos y pensantes, sino que les asigna unos derechos, los cuales, a su vez, no son más que otro conjunto de ficciones. ¿Acaso si la nación tiene un alma no ha de tener unos derechos? ¿Si esos derechos son pisoteados no se habrán de defender? ¿No será cierto que los sapiens que forman parte, como células de un organismo complejo, de ese ente, habrán de hacer lo posible por defenderlos? ¿No podrán ser las naciones ofendidas, desprestigiadas, oprimidas o vejadas? ¿No será, en definitiva, justo y ético reparar esas ofensas? Nuestro chamán responderá a todas estas preguntas y lo hará apelando a un discurso 76 histórico mediante el cual expondrá que la nación efectivamente existe, cuáles son sus características, en qué se diferencia de otras, qué aventuras y desdichas ha sufrido a lo largo del tiempo, por qué esa nación es real pero la defendida por los separatistas no, por qué el territorio vecino debería formar parte de nuestro Estado y ha sido injustamente amputado a nuestra nación, por qué nuestra nación tiene una finalidad que puede ser incluso divina, por qué esa minoría que tiene unos rasgos faciales diferentes o habla distinto es una afrenta a erradicar, por qué ciertos inmigrantes han de ser bienvenidos y otros no, o por qué se debería apoyar a cierta facción política que ama más que las demás a nuestra querida nación. Podríamos extendernos de forma excesiva enumerando las posibilidades de este tipo de discurso histórico; realmente resulta una de las recetas más poderosas creadas por los chamanes de la historia. En el mundo actual el nacionalismo de tipo francés apenas tiene peso, mientras que el nacionalismo de tipo alemán parece ser el predominante. El lector puede realizar un experimento casero y enumerar las distintas disputas territoriales entre Estados, o las tensiones nacionalistas en el interior de los mismos y recopilar los argumentos que se esgrimen. El primero será la historia: si tal territorio se correspondió o no con un Estado, qué rango tenía. A continuación, se enumerarán las características de las poblaciones en disputa: su lengua, sus costumbres, su etnia, su cultura, etc., pero haciendo alusión a su proyección en el pasado. Será excepcional considerar que tal nación debería tener ciertos derechos porque sus miembros, de forma libre, han decidido darse unas leyes en común, como sostenían los revolucionarios franceses. El discurso histórico utilitario El segundo tipo de discurso histórico que vamos a analizar es el utilitario. La historia es un repertorio de experiencias del cual Sapiens puede adquirir conocimientos prácticos según los cuales conducirse en su vida cotidiana. Se trata de un tipo de discurso muy frecuente que podemos encontrar de forma recurrente en medios de comunicación o en cualquier conversación mundana. Se convirtió en un lugar común citar a Cicerón y su expresión magistra vitae que, entre otras cosas, nos recuerda que la historia 77 debe servir como lección para el futuro. Desde la perspectiva de este ensayo pretendemos recalcar dos elementos: lo extendida de esta idea y lo cuestionable de la misma. En primer lugar, tanto en la cultura popular como en la alta cultura podemos encontrar este tipo de reflexión en las más variadas circunstancias. Comenzar un artículo periodístico, un discurso, o cualquier tipo de argumentación con un ejemplo histórico que coincida con las conclusiones a las que deseamos llegar funciona tanto como recurso estilístico como refuerzo de la validez del argumento. «La historia demuestra que» se convierte en una muletilla que refleja algo más que la intención de vender una idea; la historia posee prestigio, un aura de magistra vitae que le confiere peso al argumento de quien domina, aunque sea en sus rudimentos, el arte del chamán-historiador. De esta forma, el pasado demostrará que quienes han apostado por inversiones como las que yo propongo han conseguido pingües beneficios; que cuando el partido político al que yo apoyo ha gobernado, el país ha sido más feliz; que las personas con determinadas características, semejantes a las mías, son superiores a las demás; que la idea, producto, servicio, razonamiento, gusto o elección que yo propongo ha sido, en definitiva, históricamente el correcto, lo cual se puede demostrar acudiendo a los ejemplos del pasado. Decía un graduado en historia en su blog que «por todo esto, la historia no puede ser una simple adquisición de conocimientos independientes a nuestra existencia y la existencia de nuestro mundo, sino que debe ser concebida como aquellas palabras que nos decía nuestro padre o abuelo, cargadas de experiencia y sabiduría y que nos guían y acompañan en nuestra vida».24 Este tipo de reflexiones son tan comunes que se convierten en una verdad asumida por repetición, en un tópico que suena bien al ser comúnmente aceptado. Pero ¿acaso el pasado nos habla con una voz unívoca, como lo haría nuestro padre o nuestro abuelo? Para que esto fuese cierto, la historia debería haberse convertido en una ciencia dura y haberse cumplido el sueño de los positivistas. De esa forma, la historia tendría un solo discurso, totalmente cierto, despojado de toda subjetividad, basado solamente en hechos comprobados que se acoplan a un devenir histórico sólidamente guiado por leyes tan fiables como las de la física. Por supuesto, esa ilusión jamás pasó de ser una utopía tan bienintencionada como ingenua: quienes apelan a la historia como voz de la experiencia lo admitirán sin dudar. Por otro lado, cabe 24 Historia, magistra vitae. (2018). [Blog post]. Recuperado de https:// profesionalesporelbiencomun.com/historia-magistra-vitae/ 78 recordar que, tal vez, nuestro padre o nuestro abuelo nos pueden dar malos consejos ya que las conclusiones que han extraído de su experiencia son incorrectas. En este punto es admisible una pregunta que a algunos les puede resultar incluso impertinente: ¿acaso el pasado nos puede enseñar algo? Como dijo Hayden White, «cuanto más conocemos sobre el pasado, más difícil resulta hacer generalizaciones sobre él».25 En efecto, los avances en la investigación histórica suelen generar nuevas problemáticas y debates interpretativos sobre procesos del pasado. La historia es cualquier cosa menos un saber cerrado, es decir, un compendio de lecciones que generen una información objetiva que se pueda sintetizar en un conjunto de normas concretas, las cuales, en el caso de existir, sí nos servirían para utilizar este conocimiento como guía vital. La historia ni es una ciencia dura ni nos ofrece una visión unívoca sobre los hechos: si algo caracteriza al pasado es que, cuanto más lo conocemos, más diverso resulta ser. Si el conocimiento elaborado por los profesionales se plasma en continuos debates, su interpretación, que es lo que el gran público acaba consumiendo, presenta un abanico de posibilidades que se ajusta a las necesidades creadas en el mundo intersubjetivo del cual hablamos a lo largo de todo este ensayo. El literato Azorín, tal como nos recuerda Francisco Fuster, si bien no era historiador, sí era un gran amante de esta disciplina. Defendía que un historiador exitoso, más allá de presentar datos verdaderos, basaba su método en hilvanar un discurso atractivo para el lector. En otras palabras, hemos mostrado ideas parecidas al hablar de la memética y de los factores del éxito en la reproducción de esas cadenas de información. Dependiendo de cómo encajen las piezas se puede entender el pasado de forma distinta y extraer diversas conclusiones que pueden ser contradictorias: «Es falaz la crítica, es falaz la historia. La historia es el arte del nigromántico. Toda historia puede ser de diferente manera de cómo es. Los pequeños hechos tienen eso: que se prestan a todo. Son como las diminutas piezas de los mosaicos: se pueden formar con ellos mil combinaciones y figuras. En España, por ejemplo, podría demostrarse que la literatura del siglo de oro decayó por la Inquisición y que la Inquisición no tuvo nada que ver con la literatura… Los pequeños 25 Paidós. White, H. (2003). El texto histórico como artefacto literario (p. 122). Barcelona: 79 hechos por sí no dicen nada; el arte está en escogerlos, agruparlos, generalizarlos, agrandarlos, hacerles decir lo que el historiador quiere que digan. He aquí la nigromancia».26 Nuestro chamán favorito (nigromante según Azorín) creará ese producto intelectual que es el discurso histórico, el cual, en su interacción con el resto de información que pulula en nuestra realidad intersubjetiva, tendrá como consecuencia (si es exitoso) una reacción que alterará su composición. De ese modo, nuestro intelecto podrá extraer consecuencias lógicas de esas nuevas cadenas de información creadas. Pero, si como vemos, el discurso puede ser uno o su contrario, las conclusiones que extraigamos de su interacción con el resto de ideas que compartimos socialmente también podrán ser variables. En conclusión ¿cómo podría la historia servir de magistra vitae si las conclusiones a las que lleguemos son totalmente variables dependiendo de los discursos históricos que demos por ciertos? La respuesta es que la historia solo puede dar normas muy generales respecto a procesos sociales que suelen producirse cíclicamente, pero no debería utilizarse como repertorio de ejemplos para guiarnos en nuestra peripecia vital ni mucho menos para predecir el futuro. Si no existe un patrón estructural, no podemos estudiarlo como tal y no somos capaces de llegar a una conclusión del tipo «siempre que se dan x factores, se obtiene un resultado y». Al buscar ejemplos en la historia que nos den lecciones para el presente, tendemos a fijarnos en los acontecimientos más extremos: guerras, revoluciones y tragedias. Precisamente, tendemos a observar los eventos más extremos que resaltan fuera de cualquier patrón, que destacan sobre la insufrible monotonía de los ciclos humanos. Entonces ¿qué enseñanzas nos da la historia cuando nos dedicamos a analizar lo excepcional y no lo cíclico? Tal vez conclusiones muy generalistas, como que no existen sistemas sociales eternos o que el horror nos espera acechando en cada esquina del devenir histórico. Sin embargo, ese tipo de lecciones no son las que Sapiens desea. Un conocimiento práctico, un manual de instrucciones prácticas del tipo «medidas a tomar para evitar repetir la catástrofe» es la aspiración; su inexistencia, la dura realidad. Podríamos citar a Aldous Huxley y su famoso «lo único que demuestra la historia es que nadie aprende nada de la historia». Tal vez el problema no sea el desconocimiento del pasado, sino la ética del presente. 26 Fuster, F. (2012), ¿Qué es la historia? Reflexiones sobre el oficio de historiador (p.208). Madrid: Fórcola. 80 Como nos cuenta Todorov27 no hay mérito en ponerse del lado adecuado de la barricada una vez hay consenso social sobre el bien y el mal. Sin embargo, el uso de la memoria puede ser ejemplar cuando se utiliza para reivindicar la lucha contra las injusticias actuales. Pone como ejemplo a David Rousset, víctima de los campos de concentración nazis que denunció que existían otros similares en la URSS. Muchos de sus compañeros comunistas, que habían pasado el mismo calvario que él, se negaban a denunciar la existencia de campos de concentración —que no exterminio— en Rusia, por motivos ideológicos. Es un ejemplo perfecto de lo flexible que es la historia a la hora de extraer lecciones del pasado. Incluso entre los que habían sufrido las mismas calamidades en carne propia existía disputa en qué lecciones extraer. También cita a Paul Teitgen, víctima de Dachau y posteriormente funcionario francés que dimitió al observar en la prefectura de Argel señales de torturas similares a las que él había sufrido. Como vemos, incluso los individuos que sufren las peores páginas de la historia en sus propias vidas tienen dudas sobre cómo interpretar su propio pasado cuando se enfrentan a dilemas éticos ante distintas identidades y lealtades. ¿Si ellos se enfrentan a este tipo de situaciones que requieren la intervención de criterios éticos sobre la simple memoria histórica, cómo hemos de pensar que no es un fenómeno extrapolable al resto de la población? ¿Si los historiadores profesionales se ven ante esta disyuntiva, cómo podemos pretender que el pequeño historiador que llevamos todos dentro, aquel del que hablamos en el capítulo II, no sufra de los mismos males? Como Todorov concluye: «No basta recomendar a los investigadores que se dejen guiar por la sola búsqueda de la verdad, sin preocuparse de ningún interés; por tanto, que establezcan tranquilamente sus comparaciones, para apreciar las semejanzas y las diferencias, y que ignoren el uso que se hará de sus descubrimientos. Quien crea que esto es posible sufre un anhelo de pureza extrema y está postulando un contraste ilusorio. El trabajo del historiador, como cualquier trabajo sobre el pasado, no consiste solamente en establecer unos hechos, sino también en elegir algunos de ellos por ser más destacados y significativos que otros, relacionándolos después entre sí; ahora bien, semejante trabajo de selección y de combinación está orientado necesariamente por la búsqueda no de la verdad sino del bien. La auténtica oposición no se dará, por consiguiente, entre la ausencia o la presencia de un objetivo exterior a la propia búsqueda, sino entre los propios y 27 Todorov, T. (2000). Los abusos de la memoria (pp. 28–32). Barcelona: Paidós. 81 diferentes objetivos de la misma; habrá oposición no entre ciencia y política, sino entre una buena y una mala política». El discurso histórico ideológico El tercer tipo de discurso que se suele utilizar de forma frecuente en la vida cotidiana es el ideológico. Se trata de aquel que utiliza la historia como soporte argumentativo o demostrativo de una determinada ideología. Entendemos por ideología el conjunto estructurado de ideas que forman una cosmovisión explicativa del mundo, es decir, por qué nuestra sociedad funciona de un modo determinado y no de otro, cómo debería hacerlo realmente y de qué forma podemos alcanzar la transformación necesaria o evitar los cambios no deseados. Desde la perspectiva que utilizamos, las ideologías pueden ser tanto laicas como religiosas, pues en ambos casos se cumplirán las características especificadas. Cualquier ideología se sustenta en una visión de la historia determinada. Podríamos detenernos a formular un marco teórico mediante el cual quedase demostrado este extremo, pero es más práctico hacerlo de forma empírica. Podemos analizar cualquier ideología elegida al azar y buscar un discurso histórico en ella: no tardaremos en hallarlo. De hecho, podríamos formular una ley que se enunciase así: en una conversación sobre política, la probabilidad de que uno de los interlocutores mencione la palabra historia tiende a 1 en el tiempo. Una ideología, como conjunto estructurado —aunque no necesariamente coherente— de ideas, necesita apoyarse en un discurso histórico. En primer lugar, una ideología necesita explicar por qué la sociedad se ha configurado de un modo determinado, por lo que necesariamente tendrá que analizar su pasado. También valorará si esa configuración, que tiene raíces en el pasado, es la adecuada o no. A través de un análisis, que necesariamente habrá de ser histórico, nos presentará una argumentación mediante la cual intentará demostrar que esa ideología ha funcionado correctamente a lo largo del tiempo o bien lo incorrectamente que han funcionado otras ideologías alternativas. Nos mostrará los mecanismos de funcionamiento de la sociedad humana, discerniendo entre aquellos deseables y los que se han de transformar. Una ideología nos 82 propondrá un futuro de virtud que se ha de poner en contraste con un análisis del pasado. Por tanto, cualquier ideología nos ha de convencer, en primer lugar, de que su visión de la historia es la correcta. Ese objetivo solo se puede alcanzar creando un discurso histórico que sea convincente. De ese modo, la ideología será lo bastante atractiva como para que su reproducción en el mundo intersubjetivo sea exitosa. Ya vimos la utilidad de analizar las ideas desde la perspectiva de memes que intentan sobrevivir en el ecosistema que formamos socialmente al compartir nuestro mundo intersubjetivo en red. Las ideologías, al estar basadas principalmente en información que no se corresponde con realidades materiales, habrán de buscar soporte en otras ideas preexistentes en ese ecosistema. Ya vimos cómo para lograr ese objetivo se puede recurrir al análisis del pasado, de forma que unas ideas se apoyen en otras, de igual modo que en un arco de bóveda las diferentes piezas se sujetan mutuamente. Dado que los seres humanos tenemos la necesidad innata de explicar nuestra realidad social, una ideología se hace atractiva cuando lo consigue y da sentido a nuestra existencia. De ese modo, ese conjunto de ideas puede funcionar como una cadena de información que adquiere capacidad de replicarse al volverse útil y atractiva para nuestros cerebros. Como siempre, las explicaciones se entienden mejor con ejemplos concretos. Podemos, pues, acudir a J. Fontana28. Al hablar de la Escuela Escocesa, nos encontramos con uno de los innumerables ejemplos en los cuales la historia se convierte en un discurso que tiene como objetivo defender una ideología determinada. Se suele considerar que la revolución inglesa abarca desde 1642 a 1688. Hasta entonces, Inglaterra era una monarquía absoluta en la cual el Parlamento contaba con un poder que, de facto, consistía en aprobar o denegar nuevos impuestos. No nos detendremos a explicar los pormenores de la revolución, dándolos por conocidos. Sin embargo, nos interesa resaltar que los vencedores de la revolución, como suele suceder, contarían la historia a su conveniencia. Su cosmovisión se vería respaldada por el tipo de discurso histórico que llamamos ideológico. En este caso, es especialmente relevante, puesto que la ideología de los whigs acabó configurando la ideología liberal, que es la hegemónica en nuestro presente. El discurso histórico que la respalda se basa en afirmar que el orden natural viene determinado por las fuerzas del libre mercado y que el Estado es una emanación de este orden dado, que tiene como principal y 28 Fontana, J. Historia, análisis del pasado y proyecto social. Capítulo 4. 83 casi exclusiva misión defender la propiedad privada y el imperio de la Ley. Fontana nos explica que esa corriente historiográfica, que denomina la Escuela Escocesa, construye un discurso histórico a medida, dispuesto a respaldar la ideología de sus patrocinadores, presentando su ideología no como una elección entre las múltiples posibles, sino como la única posible a causa de unas supuestas leyes históricas. Entre 1640 y 1660 se transforma el tipo de propiedad agrícola, dando paso a una de tipo capitalista. Para la Escuela Escocesa, esta etapa se caracteriza por el enfrentamiento entre la aristocracia feudal y la burguesía. Las aspiraciones revolucionarias de las capas más humildes fueron silenciadas: desde quienes defendían que las tierras comunales siguieran siéndolo hasta los diggers, los cuales fundaron colonias comunitarias o los levellers, quienes defendían el sufragio universal y la igualdad ante la ley. La revolución inglesa será representada como un enfrentamiento entre el mundo antiguo, personalizado por la aristocracia feudal y la monarquía absoluta, y el mundo nuevo, cuyos protagonistas son los burgueses enriquecidos por el comercio que aspiran a una nueva sociedad regida por los principios del capitalismo. Al final del proceso, se alcanzará un equilibrio representado por la monarquía parlamentaria, que significaba que el rey gobernaría con el permiso de sus súbditos más importantes, teniendo en cuenta que dicha importancia vendría determinada por su riqueza y no por su título nobiliario. Ambos bandos convendrían en olvidar que no eran las únicas fuerzas en liza, ya que las clases populares y sus propuestas fueron totalmente silenciadas. ¿Cómo se construirá este discurso histórico de carácter ideológico? Combinando distintos elementos procedentes de ideas diversas. De John Locke adaptaron su teoría del gobierno civil. Los hombres habían cedido al soberano la libertad de la que gozaban en un supuesto «estado de naturaleza» con dos objetivos: la protección de sus personas y las de sus propiedades. Este filósofo desdeñaba la historia encargada de loar la grandeza de los guerreros y conquistadores (discurso que reforzaba a las monarquías absolutistas) pero defendía la necesidad de estudiar los fundamentos de la sociedad civil (racionalizar las nuevas instituciones burguesas). Se llegó a afirmar, según narra Fontana, que la monarquía limitada por el poder del parlamento no era una novedad conseguida mediante la revolución, sino «una vuelta al pasado, a unas antiguas 84 tradiciones de libertad perdidas cuando la invasión de la isla impuso a los anglosajones el yugo normando». Las ideas de Newton también se utilizaron para este propósito fundiéndose con el puritanismo y con el interés de los propietarios vencedores al afirmar que la economía de mercado no era más que un reflejo de las ideas del cosmos. Todo esto se basaba en una concepción de la historia muy concreta. La evolución del hombre no es otra cosa que la búsqueda del capitalismo como forma superior de organización. Una vez alcanzado este, no era necesario nada más que esperar a que el crecimiento económico (que solo puede dar este sistema) satisficiera las necesidades de todo el mundo. Por tanto, es evidente que cualquier demanda o movimiento social que reivindique determinadas mejoras es incorrecto, puesto que se le puede contestar con el simple argumento de que el paso del tiempo y el desarrollo del capitalismo solucionará cualquier problema. Evidentemente, este discurso histórico beneficia al sistema político establecido tras la Revolución Inglesa. Cualquier demanda de cambio ha de ser negada, puesto que se ha alcanzado la virtud política y las demandas de los menesterosos y marginados son fruto de su falta de paciencia, de su carencia de visión de futuro o de su error ideológico. Que este sistema haga a las élites gobernantes ricas y poderosas a costa de los demás solo es una consecuencia natural del orden igualmente natural de las cosas. Hume, quien realmente era un científico social, defendió que la historia se podía dividir en varias etapas. Del salvajismo, caracterizado por la caza, la pesca y la igualdad social, se pasa a la agricultura y las manufacturas, acompañadas de una mayor desigualdad. En estas condiciones, los comerciantes, gracias al comercio exterior y al consumo de productos de lujo de las élites, consiguen acumular capital y estimular las manufacturas que intentan imitar esos productos foráneos hasta que consiguen dar un salto cualitativo. Hume murió el mismo año en el que Adam Smith, quien consideraba al anterior su maestro, publicó La riqueza de las naciones. En la misma línea, Gibbon, tal vez el más famoso de los historiadores clásicos, afirmaba que «podemos llegar a la agradable conclusión de que cada edad del mundo ha aumentado, y sigue aumentando todavía, la riqueza real, la felicidad, el saber y tal vez la virtud de la raza humana».29 La conclusión, nuevamente, no puede ser más 29 Gibbon, E. (1781) Decline and Fall of the Roman Empire. III, cap. 38. 85 conservadora. ¿Para qué nadie ha de demandar nada si solo hay que esperar a que el progreso nos inunde a todos? Teniendo en cuenta este discurso histórico, ¿quién en su sano juicio cuestionaría a los gobernantes que patrocinan este mismo discurso? De hecho, Gibbon polemiza con los ilustrados franceses, ya que se mostraba contrario a sus ideas revolucionarias y «sus locas ideas sobre los derechos y la igualdad natural del hombre». Sin duda, el más prolífico representante de la escuela escocesa es Adam Smith. Muchas veces considerado exclusivamente un economista, su ideología, como no, se basaba en un imprescindible análisis histórico que consideraba que debemos ver esta materia como un ascenso desde la barbarie al capitalismo. La piedra de toque de su ideología, respaldada por su concepción de la historia, es la defensa a ultranza de la propiedad privada de tipo capitalista. Su predicción de futuro era que se conseguiría la prosperidad y la riqueza para todos gracias al sistema en el que vivía. Todas las transformaciones políticas eran un mero resultado del desarrollo económico. Repite el consabido esquema de la historia como una sucesión de sistemas económicos, comenzando por la barbarie de cazadores recolectores en un sistema igualitario, pasando a la siguiente fase en la cual aparece el pastoreo, haciéndose ya necesaria la autoridad y la subordinación y surgiendo el Estado, cuya función queda reflejada cuando afirma que: «el gobierno civil, en la medida en que es instituido para la defensa de la propiedad, es en realidad instituido para la defensa de los ricos contra los pobres o de los que tienen alguna propiedad contra los que no tienen ninguna». La evolución política es simplemente un proceso auspiciado por el cambio silencioso e insensible de la economía. Olvida que la revolución inglesa no fue precisamente silenciosa y que entre 1642 y 1688 se desarrollan dos guerras civiles, se decapita al rey y se instaura una república: se reprime y purga sistemáticamente a los adversarios para instaurar el sistema que defiende. Sin embargo, Smith y el resto de la escuela escocesa consideran que «toda revolución es una locura». Teniendo todo esto en cuenta, no es de extrañar que tuvieran una visión netamente negativa de la Revolución francesa, a pesar de formar parte del movimiento de la Ilustración. Un buen ejemplo es Edmund Burke (1729-1797) que rechazaba el gobierno democrático que se desarrollaba en Francia porque ponía en peligro la inviolabilidad de la propiedad. Se debía poner la tierra a cubierto de las aspiraciones de los campesinos, las cuales recordaban a las de los acallados en la Revolución inglesa. Defendía la doctrina de la prescripción según 86 la cual debe considerarse que el disfrute histórico de una propiedad legitima su transformación en propiedad privada capitalista. Por ello, los revolucionarios franceses habían hecho mal al expropiar la tierra eclesiástica. Al hacer esto «ninguna clase de propiedad está segura, en cuanto se convierte en objeto suficiente para tentar la avidez del pobre indigente». Los campesinos revolucionarios tenían, evidentemente, una visión distinta: no era el haber disfrutado de las rentas de la tierra durante generaciones lo que legitimaba su propiedad, sino el haber trabajado durante generaciones esos campos. Como vemos, las mismas realidades históricas pueden dar lugar a discursos históricos contrapuestos que justifican, tal como la historia demuestra, soluciones radicalmente enfrentadas a los problemas del presente. Como muestra de lo expuesto, las justificaciones que posteriormente se darán para arrebatar las tierras a los indígenas americanos son justamente las contrarias. Podemos citar la obra de Graeber y Wengrow.30 La apropiación colonial de tierras indígenas solía comenzar por alguna afirmación general del estilo de que los pueblos recolectores realmente vivían en estado de naturaleza, lo que significaba que se los calificaba como parte de la tierra pero sin ningún derecho legal sobre ella. La base completa del latrocionio, a su vez, giraba en torno a la idea de que los habitantes del lugar no estaban en realidad trabajando. Este argumento se remonta al Segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke (1690), en el que sostenía que los derechos de propiedad se derivan necesariamente del trabajo. Los perezosos nativos, según los discípluos de Locke, no hacían eso. James Tully, una autoridad en derechos de los indígenas, expone las implicaciones históricas: la tierra empleada para la caza y reunión se consideraba improductiva, y «si los pueblos aborígenes intentaban someter a los europeos a sus leyes y costumbres, o intentaban defender los territorios que erróneamente habían considerado como suyos, desde hacía miles de años, eran ellos quienes violaban las leyes naturales y podían ser castigados o “destruidos” como bestias salvajes». La ideología, como vemos, por una pura razón lógica, se ha de sustentar en una determinada visión histórica del pasado. Si una ideología no se puede plasmar en un programa político de acciones concretas, no resulta satisfactoria para el consumidor. Estas acciones 30 Ariel. Graeber, D., & Wengrow, D. (2022). El amanecer de todo (p. 188). Barcelona: 87 políticas solo pueden testearse en un laboratorio que no es otro que el del pasado, de modo que han de superar la prueba de seleccionar aquellas decisiones del pasado más similares a las propuestas y vincularlas con resultados satisfactorios. Si, por ejemplo, somos racistas y creemos que los anglosajones son una raza superior, lógicamente habremos de poner esta idea a prueba, lo que nos llevará a argumentar que en aquellos espacios y tiempos en los que esta supuesta etnia ha sido la predominante, se han conseguido resultados históricos deseables. La ideología dirige necesariamente la visión histórica y para ello se crea un discurso histórico que defienda a la ideología, cerrando así el círculo de retroalimentación. Por supuesto, siempre se defenderá, de forma consciente o inconsciente, que el proceso lógico ha sido exactamente el contrario: desde un análisis riguroso y desapasionado del pasado se ha llegado a un discurso histórico que defiende a la ideología correcta y, en consecuencia, se considera adecuada su defensa. Como intentamos defender en este ensayo, la flecha lógica no va desde el pasado al presente, salvo honrosas excepciones normalmente vinculadas al mundo académico, con escasa repercusión fuera de su torre de marfil. El común de los mortales piensa la historia desde el presente. La flecha lógica se invierte: poseemos el resultado y buscamos la ecuación que lo confirme. Una vez hallado, afirmamos que el análisis del pasado respalda el resultado lógico que defendemos. En definitiva, es común actuar como el historiador Augustin Thierry (1795-1856) quien confiesa que «en 1817, preocupado por el vivo deseo de contribuir por mi parte al triunfo de las ideas constitucionales, me puse a buscar en los libros de historia pruebas y argumentos para apoyar mis creencias políticas».31 31 Fontana, J. (1982). Historia, análisis del pasado y proyecto social (p. 109). Barcelona: Crítica. 88 El discurso histórico recreativo El cuarto tipo de discurso histórico es el que denominaremos recreativo. La historia siempre nos ha fascinado, pues pocas cosas estimulan más a Sapiens que dejar volar su imaginación hacia mundos paralelos, sean lejanos en el espacio o en el tiempo. Lynn Hunt32 da cuenta de que el interés por las temáticas históricas muestra un aumento creciente. «(…) El apetito público por la historia nunca ha sido tan grande. Memorias y biografías forman parte de las listas de libros más vendidos con frecuencia, y algunas de las películas, series de televisión y videojuegos de mayor éxito se sitúan en el pasado no solo de Reino Unido o Estados Unidos, sino también de China y otros muchos países. Más de la mitad de los 35000 museos que existen en Estados Unidos son museos de historia, lugares históricos o sociedades históricas. La Lista del Patrimonio Nacional de Inglaterra, establecida en 1882, incluye ahora cerca de 400.000 monumentos, edificios, paisajes, campos de batalla y pecios protegidos. El número de visitantes que estos lugares reciben aumentó casi en un 40% entre los años 1989 y 2015. Dicho de otro modo, el interés público por la historia no está creciendo, sino agigantándose». Apasionados debates surgen en torno a los más nimios detalles de la historia, creando un fenómeno realmente curioso, pues existen auténticos especialistas en ciertas temáticas, como podría ser tanques de la Segunda Guerra Mundial que han adquirido un conocimiento enciclopédico a través de la pura afición. Al mismo tiempo, los turistas copan monumentos, museos y plazas en unas cantidades jamás vistas con anterioridad. Turismo e historia han ido creciendo de la mano, al igual que diferentes sectores económicos que intentan aprovechar el atractivo histórico de ciertos ambientes, hechos o lugares para su —legítima, por qué no— explotación económica. El discurso histórico de tipo recreativo tratará, sobre todo, de ser atractivo para el receptor. Ya hemos analizado cómo las ideas se replican según ciertas capacidades que son independientes de su contenido. Para que una idea relacionada con la historia se propague y pueda reproducirse y sobrevivir con éxito en la realidad intersubjetiva, qué mejor que hacerla atractiva para su huésped, es decir, para la mente humana. Por tanto, el discurso histórico de tipo 32 Hunt, L. (2018). Historia: ¿Por qué importa? (p. 32). Madrid: Alianza editorial. 89 recreativo girará en torno al placer intelectual que siente Sapiens al recrear ciertas escenas que asocia al pasado de la humanidad. Que realmente sean fieles a lo sucedido realmente es, en el mejor de los casos, totalmente irrelevante. Lo más frecuente es que el discurso recreativo «mejore» la realidad histórica cuando la presente al público. Para los amantes de los tanques se ofrecerán recreaciones de batallas, videojuegos en los que simular enfrentamientos entre distintos modelos y foros en los que discutir acaloradamente sobre tipos de blindaje. A los turistas se les recalcará, en primer lugar, lo relevante del ítem relacionado con la historia que están contemplando, de modo que genere un valor agregado a su visita. Lo que usted está admirando es realmente importante y sucedió justo aquí, así que usted, estimado turista, es ahora un sapiens más valioso que antes, pues siempre podrá presumir de haber estado allí y haber tenido la experiencia real. A la natural atracción que sentimos por ciertos aspectos de la realidad (la guerra, el sufrimiento, las invenciones, el poder) se suma nuestra capacidad de imaginar mundos paralelos (que evidentemente adaptaremos a nuestros valores) y el sentido de éxito y prestigio social que representa haber visitado ciertos emplazamientos. Es notable el auge de las recreaciones históricas, bien sea mediante medios tradicionales o virtuales. Como nos recuerda Hunt «(…) los historiadores profesionales llevan mucho tiempo mostrándose críticos e incluso desdeñosos (…) pues estas dan prioridad a la identificación empática del espectador con las gentes del pasado antes que al conocimiento más profundo de contextos y causas. Dicho de otro modo, caminar por las trincheras conservadas de la Primera Guerra Mundial hace que los turistas sientan simpatía hacia los jóvenes que lucharon en ellas más que preguntarse por qué la guerra se produjo o por qué tantos jóvenes tuvieron que morir allí. Más aún cuando la mayoría de las experiencias virtuales han de ofrecer un atractivo estético para atraer clientes: los esclavos de Colonial Williamsburg no pueden sufrir demasiado; los vikingos solo pueden representarse en sus momentos más pacíficos y las trincheras están ahora rodeadas de parque».33 El lector pensará que, por fin, hemos encontrado un tipo de discurso histórico en el que nuestro amigo el chamán-historiador no intenta ninguna treta, pues al fin y al cabo se trata de puro divertimento. Nada más lejos de la realidad. 33 Ídem, pág. 35 90 Mediante discursos históricos de tipo recreativo se pueden inculcar determinados valores y principios a los receptores. Este producto intelectual, como todos los anteriores, interacciona en ese ecosistema de ideas que es la realidad intersubjetiva, pudiendo alterarla sustancialmente. Para ejemplificarlo, podemos recurrir a un tema bastante trillado que es el de la Segunda Guerra Mundial. A través de los discursos históricos de tipo recreativo, que utilizan como medio de transmisión el cine, los videojuegos o la literatura, se puede alterar la visión histórica del público. Para no alargarnos demasiado, existe una famosa encuesta34 realizada a los franceses con la siguiente pregunta: «en tu opinión, ¿qué país contribuyó más en la derrota de Alemania en 1945?». La encuesta se ha repetido en 4 fechas: 1945, 1994, 2004 y 2015. En 1945, recién acabada la guerra, el 57% de los encuestados contestaba que la URSS y solo el 20% se inclinaba por los EEUU. En 1994, ya desintegrado el bloque soviético, las tornas se habían cambiado: la URSS contaba con el 25% de los votos y los EEUU habían crecido hasta el 49%. ¿Qué había pasado? ¿Acaso se había alterado el pasado? Por supuesto que no. El cambio se había producido en la percepción de ese pasado. Podemos conjeturar diversas hipótesis respecto a este cambio en la percepción de la historia entre la población francesa, pero es evidente que el factor prestigio es determinante. En 1945 el enorme sacrificio en vidas humanas de la URSS y su arrollador avance contra el ejército nazi habían contribuido a alimentar una imagen del comunismo como una fuerza imparable que determinaría el futuro. Tras la Guerra Fría y el fracaso de su proyecto, los EEUU habían quedado como la potencia hegemónica. Es también bastante evidente que existe un interés claro en apropiarse de estos «méritos históricos» como forma de proyección de poder y que el discurso histórico recreativo es un medio excelente para lograr dichos fines. Hoy esta tendencia se ha mantenido e incluso acentuado, puesto que alguien que se aproxime a la Segunda Guerra Mundial a través del cine y de los productos culturales de consumo masivo llegará a la conclusión de que la suerte del III Reich se decidió en las playas de Normandía. 34 Herrán, M. (2022). La historia no es la que es (p. 28). Editorial Planeta. 91 Finalmente, cabe recordar que, como siempre, los modelos teóricos solo funcionan en un mundo ideal que es ajeno a nuestra material existencia. Con esto queremos decir que lo más frecuente es encontrar varios de estos tipos de discurso entrelazados en una misma disertación. Sin embargo, podremos distinguir en cada momento cada una de estas cuatro funciones. Al hablar sobre la historia, o reflexionar sobre ella, construiremos, con distintas finalidades, discursos que nos hablarán de quiénes somos (identitario), de qué lecciones aprendemos del pasado (utilitario), de por qué hemos de juzgar lo bueno y lo malo de ese pasado (ideológico) y trataremos de disfrutar, embellecer o persuadir con nuestro discurso (recreativo). Un hábil escritor podrá utilizar los cuatro para crear su producto intelectual, engarzándolos con la mayor maestría que sea capaz de mostrar. Como siempre, los argumentos los respaldaremos con ejemplos y, hablando de maestría literaria, podemos citar un artículo de A. Pérez-Reverte. En un texto de 2010, titulado La carga de los tres reyes, habla sobre la batalla de las Navas de Tolosa. Veamos el primer párrafo: «Ya ni siquiera se estudia en los colegios, creo. Moros y cristianos degollándose, nada menos. Carnicería sangrienta. Ese medioevo fascista, etcétera. Pero es posible que, gracias a aquello, mi hija no lleve hoy velo cuando sale a la calle. Ocurrió hace casi ocho siglos justos, cuando tres reyes españoles dieron, hombro con hombro, una carga de caballería que cambió la historia de Europa. El próximo 16 de julio se cumple el 798 aniversario de aquel lunes del año 1212 en que el ejército almohade del Miramamolín Al Nasir, un ultrarradical islámico que había jurado plantar la media luna en Roma, fue destrozado por los cristianos cerca de Despeñaperros. Tras proclamar la yihad —seguro que el término les suena— contra los infieles, Al Nasir había cruzado con su ejército el estrecho de Gibraltar, resuelto a reconquistar para el Islam la España cristiana e invadir una Europa —también esto les suena, imagino— debilitada e indecisa». Únicamente en este párrafo ya detectamos un discurso identitario, sobre España y sus orígenes, sobre Occidente y el Islam. También un discurso ideológico recurrente en el autor: la mala praxis de la enseñanza en cuanto a la historia se refiere, los complejos culturales del español, lo políticamente correcto, etc. De igual modo, un discurso utilitario, pues al mirar a la historia podemos aprender sobre fenómenos que vivimos en el presente, como es el integrismo islámico. Todo ello, trufado de un discurso recreativo, pues ¿a quién 92 no le atraen las batallas medievales? Al fin y al cabo, la batalla, que llega a presentar un pronóstico de derrota total para los cristianos, da un vuelco cuando «Alfonso VII, visto el panorama, desenvainó la espada, hizo ondear su pendón, se puso al frente de la línea de reserva, tragó saliva y volviéndose al arzobispo Jiménez de Rada gritó: “Aquí, señor obispo, morimos todos”. Luego, picando espuelas, cabalgó hacia el enemigo. Los reyes de Aragón y de Navarra, viendo a su colega, hicieron lo mismo. Con vergüenza torera y un par de huevos, ondearon sus pendones y fueron a la carga espada en mano. El resto es historia: tres reyes españoles cabalgando juntos por las lomas de Las Navas, con la exhausta infantería gritando de entusiasmo mientras abría sus filas para dejarles paso. Y el combate final en torno al palenque, con la huida de Al Nasir, el degüello y la victoria». Finalmente, el autor se lamenta de que no se creen más discursos históricos de tipo recreativo sobre este tema: «¿Imaginan la película? ¿Imaginan ese material en manos de ingleses, o norteamericanos? Supongo que sí. Pero tengan la certeza de que, en este país imbécil, acomplejado de sí mismo, no la rodará ninguna televisión, ni la subvencionará jamás ningún ministerio de Educación, ni de Cultura». 93 94 V. Abusos interpretativos Si me dais seis líneas escritas por la mano de los hombres más honestos, encontraré en ellas algo que los colgará. Cardenal Richelieu. En este capítulo vamos a analizar algunos de los malos usos más frecuentes de la disciplina histórica. Se trata de una serie de falacias lógicas, argumentos absurdos, exageraciones, omisiones y tergiversaciones de todo tipo que solemos utilizar al crear nuestra propia visión de la historia. En los capítulos anteriores hemos visto por qué lo hacemos, aunque sea de forma inconsciente, en nuestro afán de dotar de sentido a la historia, y la importancia que esos discursos históricos tienen al alterar nuestra realidad intersubjetiva y cómo podemos utilizar la metáfora del chamán como la del manipulador profesional que crea estos productos intelectuales con el fin de alterar ese ecosistema de información y, de este modo, el comportamiento social. Por supuesto, como cualquier taxonomía, no puede ser definitiva: se podría realizar otra clasificación, distribuirse de otro modo y ampliarse a nuevas falacias que al lector a buen seguro se le ocurrirán al transitar por estas líneas. En este apartado nos haremos eco del mismo espíritu del colectivo Ad Absurdum35 y cogeremos prestado su concepto de historia pública: 35 Homo historicus. Descubre al historiador que llevas dentro. (2021). Madrid: La Esfera de los Libros. 95 «(…) queríamos hablar de la historia. No la de un lugar o época concreta, sino de la historia en sí, pero, sobre todo, de la que circula a pie de calle, lo que denominamos historia pública, aquella que aparece fuera del ámbito académico». Del mismo modo, podríamos utilizar los cinco útiles consejos que nos ofrecen para analizar la información histórica y que en este apartado nos sirven como introducción, ya que son transversales a los malos usos de la historia que iremos analizando. 1. El sesgo de confirmación es aquel que hace que tendamos a interpretar la información de modo que cuadre con nuestras ideas y valores propios. 2. El sesgo de información consiste en ignorar aquellas informaciones que contradigan nuestras ideas y valores. 3. El sesgo de autoservicio consiste en atraer hacia la posición propia cualquier información dudosa o sujeta a interpretación y también la atribución de mayor valor a los aciertos propios que a los errores. 4. El sesgo de ilusión de verdad es aquel que da por buena una información por haberla procesado anteriormente o por ser compartida por una cantidad relevante de personas. 5. El sesgo de descontextualización consiste en no analizar una información referente a la historia teniendo en cuenta su contexto histórico. Pongamos como ejemplo a un individuo que sea un nacionalista radical que vive en la hipotética república de Utopía, vecina de la escindida Barbaria. Supongamos que sus ideas políticas y sus valores giran en torno a la necesidad de anexionarse nuevamente Barbaria, a la cual niega su derecho a la existencia como entidad política independiente. Este sujeto puede caer en un sesgo de confirmación cuando lea un artículo en el periódico que coincida con su postura política, al que automáticamente considerará válido en su argumentación histórica porque coincide con su posición ideológica. Al sintonizar la radio de su coche caerá en un sesgo de información cuando, tras conectar con un programa de Barbaria que habla sobre su historia, cambie inmediatamente de dial. Llegado al trabajo, sus compañeros sostienen una animada 96 discusión sobre las nuevas políticas arancelarias del gobierno y, cayendo en el sesgo de autoservicio, nuestro protagonista decide terciar en el debate en el momento que alguien menciona que cuando Barbaria era parte de Utopía no hacían falta aranceles. Nuestro hombre se siente respaldado al defender ese argumento porque lo oyó a un tertuliano y porque son miles de personas las que piensan como él, por lo que no puede estar equivocado, cayendo así en un sesgo de ilusión de verdad. Aprovecha para recordar los agravios cometidos por los ciudadanos de Barbaria en el pasado, pero descontextualizándolos, ya que no tiene en cuenta los cometidos en dirección inversa. En suma, estos cinco sesgos son muy comunes cuando analizamos cualquier tipo de información, generando lo que llamaremos efecto de cámara de eco. El individuo comienza a filtrar la información. Siguiendo la argumentación expuesta sobre la memética, las cadenas de información que el sujeto recibe tratarán de sobrevivir en su cerebro para poder replicarse posteriormente. Aquellas que coincidan en características con otras ya existentes en ese medio, es decir, que sean compatibles con las ideas y valores previos del individuo, tienen una ventaja competitiva clara. A su vez, el sujeto tenderá a procesar esa información, que ya es parcial, mediante el sesgo de autoservicio, que refuerza su autoestima y el de ilusión de verdad, que le lleva a compartir esas cadenas de información con individuos de sus mismas características, lo que hace posible que las cadenas de información prosperen y se reproduzcan. Por este proceso puede llegar a convertirse en la perfecta máquina de supervivencia de genes de la que habla Dawkins, solo que en este caso se trata de otra clase de replicadores. El sujeto puede acabar creando una cámara de eco que sirva como medio ideal para estos memes: un espacio solo compartido por individuos con las mismas ideas, donde no se dejan circular otras que las contradigan y que crean un espejismo de consenso que les refuerza en sus convicciones. Como el lector puede llegar a deducir fácilmente, nuestro mundo, mediatizado por las redes sociales, ha proporcionado el medio tecnológico ideal para que estos fenómenos se produzcan a mayor escala. Una vez realizada esta introducción, utilizaremos el resto del capítulo para analizar pormenorizadamente diferentes malos usos de la historia que son transversales a lo descrito y especialmente significativos cuando la historia pública analiza el pasado. 97 Explicación racional forzosa Al analizar el pasado creamos una serie de actores históricos, que serán los protagonistas de la narración. Nos encanta ver a la historia en forma de narración y, como si de una obra de teatro se tratase, necesitamos darle forma mediante unos actores que representarán a personajes del pasado, pero también a instituciones, ideas, fenómenos y sistemas. De ese modo, diremos que Felipe II hizo tal, pero también que la monarquía deseaba cual, al Estado le convenía cierta cosa, la burguesía pensaba en una idea concreta, la cual, a su vez, se desarrollaba de un modo concreto; que el capitalismo desea expandirse o que tal religión tiene ciertos amigos, enemigos o incluso sentimientos. Ya hemos hablado de la reificación, que es una constante en nuestra creación del discurso histórico. Gracias a ella creamos una serie de personajes que son aptos para interpretar una puesta en escena en forma de narración. Lo que exponemos como el problema de la explicación racional forzosa consiste en que a estos personajes reificados les damos una personalidad que, además, ha de ser forzosamente racional o por lo menos coherente. Al analizar los procesos históricos, en consecuencia, aparece una tendencia a aceptar o rechazar una explicación en función de si los distintos actores históricos actuaron de una forma racional, es decir, coherente con los atributos de los que les dotamos en nuestra narración. Aun en el caso de que se respeten los principios de la multicausalidad y de la complejidad social, se analiza el comportamiento de un actor histórico desde la perspectiva de la racionalidad de sus actos. Por ejemplo, al Estado se le suele dotar de un mínimo de racionalidad que consiste en que siempre ha de defender sus propios intereses. De ese modo, surgen argumentos del tipo ¿por qué iba el Estado x a actuar de la forma descrita si eso atentaba contra sus intereses? por lo que la explicación a cierto hecho o proceso queda descartada mediante esa argumentación. Existe una tremenda resistencia a aceptar que esos actores históricos puedan actuar de forma totalmente irracional por causas tan diversas como pueden ser el fanatismo, la estrechez de miras, el error de cálculo, la percepción equivocada de la realidad, etc. Todo ello sin eliminar la mayor de todas las objeciones: el Estado es una cadena de información en 98 nuestra realidad intersubjetiva, algo que hemos reificado hasta tal punto que tiene una importancia determinante en nuestra existencia, pero que no por ello deja de ser un ente inmaterial susceptible de ser redefinido constantemente en esa red de información que llamamos sociedad. Un Estado es un sistema formado por otros subsistemas en el cual individuos, ideas y realidades materiales son los verdaderos protagonistas que determinan cada uno de sus actos mediante sistemas tan complejos que difícilmente podemos llegar a entender. Todo ello lo simplificamos hasta el extremo de considerar al Estado un solo ente que decide realizar tal o cual cosa, que tiene cierta personalidad y que actúa en consecuencia en relación con otros entes similares. Por ello tenemos dificultades al comprender decisiones que parecen totalmente irracionales. Por ejemplo, el Imperio Japonés «tomó la decisión» de atacar a Estados Unidos a pesar de que las simulaciones que los propios militares japoneses realizaban daban como resultado una derrota casi segura. ¿Por qué el Imperio japonés (que tratamos como si se tratara del actor de una tragedia griega) decide actuar de una forma tan irracional y contraria a sus intereses? Entonces decidimos acudir a una segunda falacia y dotar a ese actor de una personalidad que sea acorde a esa irracionalidad, alegando su cultura, su concepción del honor, etc. Cuando nuestra falsa norma no funciona, acudimos a considerarla una excepción que justificamos con otras falacias. A los grandes actores históricos los dotamos de su propia línea argumental, convirtiéndolos en héroes y villanos según los gustos del consumidor, el cual esperará que forzosamente se comporten según la racionalidad supuesta. Puede haber admiradores o detractores del Fondo Monetario Internacional, pero ambos esperarán que este actor histórico se comporte de forma acorde a su caracterización, de forma que sus actuaciones han de responder a su intrínseca maldad o bondad o, al menos, a perseguir siempre los mismos objetivos. La interpretación del pasado quedará de ese modo encorsetada en unos márgenes totalmente artificiales que hemos delimitado para la narración histórica. En definitiva, eliminamos la propia historicidad de esos actores históricos por tres vías. En primer lugar, abusamos de la reificación, olvidando que el concepto monarquía medieval es una cadena de información. En segundo lugar, olvidamos que se trata de un sistema en el que interactúan muy diversos elementos que dan resultados variables. Por último, negamos la propia historicidad a los actores históricos, pues consideramos que sus características esenciales han de ser constantes en el tiempo. 99 Todo esto está muy relacionado con lo que podríamos denominar esencialismo. Es un concepto muy utilizado, por ejemplo, en el discurso nacionalista, especialmente el de tipo alemán o conservador (hemos hablado de ello anteriormente). Cada pueblo o nación tiene una esencia que se mantiene a lo largo del tiempo, unas características básicas que se pueden rastrear a lo largo de todo su desarrollo histórico y que determinan su forma de actuar, sus aspiraciones, etc. La literatura sobre las esencias del pueblo español o del alemán es tan amplia que esta afirmación es trivial. El esencialismo también se incorpora a otros actores históricos: encontraremos referencias a la esencia de la clase obrera, la esencia del capitalismo, la esencia de la Iglesia o del feudalismo. Puesto que cada uno de estos actores tiene una esencia particular, que le dota de unos objetivos y una personalidad concreta, esperaremos que, en esa historia presentada en forma de narración, sean coherentes con su personaje y no traicionen dicha esencia. En definitiva, acabamos buscando la coherencia en la narración antes que la coherencia en los datos objetivos que poseemos; solemos ignorarlos si estos no cuadran con la idea que tenemos acerca del comportamiento esperable de un actor histórico. Ad antiquitatem El argumento ad antiquitatem es una falacia lógica que consiste en defender que si algo se ha hecho o ha existido durante mucho tiempo, entonces es bueno o verdadero. Una falacia lógica hace referencia a un fallo en la argumentación que cometemos al analizar cualquier situación, pero queremos hacer notar que esta es especialmente frecuente al analizar la historia. Expresiones como «eso siempre ha sido así», ha ocurrido «desde los albores de la humanidad», «desde que el mundo es mundo» o un simple «tradicionalmente» parecen tener un peso notable al valorar un hecho o proceso histórico. Si aplicamos el argumento ad antiquitatem al análisis histórico, podríamos reformularlo del siguiente modo: la solidez de una estructura histórica nos parece directamente proporcional al tiempo de su existencia. En otras palabras, si un fenómeno histórico ha ocurrido durante un largo periodo de tiempo, lo consideramos una constante y no una variable en nuestras especulaciones históricas. 100 En primer lugar, desde una perspectiva sociológica, podemos explicar cómo las tradiciones pueden surgir desde el pragmatismo y perder más tarde su razón de ser, pero continuar existiendo. Para ello podemos citar un experimento hipotético36: «Un equipo de científicos colocó a cinco monos en una jaula y, en su interior, una escalera y, sobre ella, un montón de plátanos. Cuando uno de los monos subía a la escalera para coger los plátanos, los científicos lanzaban un chorro de agua fría sobre el resto. Después de algún tiempo, cuando algún mono intentaba subir, los demás se lo impedían a palos. Al final, ninguno se atrevía a subir a pesar de la tentación de los plátanos. Entonces, los científicos sustituyeron a uno de los monos. Lo primero que hizo el nuevo fue subir por la escalera, pero los demás le hicieron bajar rápidamente y le pegaron. Después de algunos golpes, el nuevo integrante del grupo ya no volvió a subir por la escalera. Cambiaron otro mono y ocurrió lo mismo. El primer sustituto participó con entusiasmo en la paliza al novato. Cambiaron un tercero y se repitió el hecho. El cuarto y, finalmente, el último de los veteranos fueron sustituidos. Los científicos se quedaron, entonces, con un grupo de cinco monos. Ninguno de ellos había recibido el baño de agua fría, pero continuaban golpeando a aquel que intentaba llegar a los plátanos. Si fuese posible preguntarle a alguno de ellos por qué pegaban a quien intentase subir a la escalera, seguramente la respuesta sería: “No sé, aquí las cosas siempre se han hecho así”». No obstante, hemos de admitir que las tradiciones pueden surgir por la simple interacción de las cadenas de información en el ecosistema de la realidad intersubjetiva, por lo que no es condición sine quae non que tengan un origen pragmático. Sin embargo, este no es un ensayo sobre sociología, sino sobre el uso de la historia y lo que pretendemos resaltar es que consideramos —erróneamente— que, si algo ha ocurrido durante un largo tiempo histórico, entonces es que está totalmente justificado y pertenece más al orden natural que a los designios humanos. Esto es especialmente notable si su existencia sigue vigente en la actualidad. La esclavitud, aunque moralmente nos parezca rechazable en la actualidad, ha tenido una 36 (2012, 30 diciembre). 8. Falacia «ad antiquitatem»/«ad novitatem» (antigüedad/ novedad). Aprender a Debatir. https://aprenderadebatir.es/index.php/2012-12-30-1023-55/falacias/falacias-informales-relevancia/84-8-falacia-ad-antiquitatem-ad-novitatemantigueedad-novedad 101 larga tradición histórica, por lo cual en nuestros análisis históricos solemos tratarla como algo natural al desarrollo de las sociedades a lo largo de tiempo, hasta tal punto que muchos autores clásicos hablarán del esclavismo como uno de los estadios naturales en la evolución de la sociedad hasta el presente. Tendremos, por tanto, serias dificultades cuando descubramos que en otras sociedades la esclavitud jamás ha existido, por lo que llegaremos a la conclusión de que son esas sociedades las que se apartaron de la evolución histórica natural; no llegaremos a la conclusión de que otros tipos de desarrollo histórico eran posibles. Si un fenómeno ocurre históricamente y sigue existiendo en la actualidad, su clasificación como natural se ve doblemente reforzada. Si consideramos que la existencia de fuertes desigualdades y de la pobreza extrema ha ocurrido y sigue ocurriendo, lo consideraremos como algo doblemente natural, pues nuestra sociedad, que es el único desarrollo posible de ese camino recto que va desde el pasado al presente, sigue admitiéndola. Cuando encontramos a otras sociedades del pasado en las cuales dicho fenómeno no existe, las tachamos de primitivas, poco desarrolladas históricamente o simplemente apartadas del camino natural del desarrollo humano. Abuso de la ucronía Una ucronía es una narración que parte de la hipótesis de que un acontecimiento del pasado hubiese ocurrido de otra forma. A partir de ese cambio, se imagina cómo habría transcurrido la historia a partir de ese punto. Por tanto, se especula sobre realidades alternativas ficticias generadas a partir de un cambio en un acontecimiento histórico. Algunas de las ucronías más populares versan sobre qué hubiese pasado si los nazis hubiesen ganado la guerra, dando lugar a obras como El hombre en el castillo. Más allá del entretenimiento, el género de la ucronía genera debates historiográficos genuinos entre los historiadores profesionales y también es utilizada por la historia pública para fijar su propia visión histórica. Cuando analizamos la historia, cosa que cada sapiens hace, no podemos evitar pensar en cómo sería nuestro mundo si ciertos 102 acontecimientos no hubieran sucedido o se hubiesen desarrollado de una forma alternativa. En el mundo académico podemos encontrar posiciones muy dispares sobre la utilidad de esta «historia contrafactual». Niall Ferguson, en 1997, puso en marcha el proyecto Historia Virtual, que proponía diversos escenarios alternativos a partir de los cuales se pudiese interpretar de forma novedosa el pasado. Santos Juliá participó en este proyecto recreando una España en la que no estalló la Guerra Civil y que se mantiene neutral durante la Segunda Guerra Mundial. Los defensores de este género argumentan que ayuda al consumidor a deshacerse de la falsa idea del determinismo histórico y a ser conscientes de que no existe una historia inevitable que extienda una línea recta entre pasado y presente. En el otro extremo podemos encontrar a E.H. Carr, quien denominó a los ejercicios contrafactuales como «un juego de salón» que tan solo distraía. Por su parte, E.P. Thompson fue más concreto: «Es mierda que no tiene nada que ver con la historia».37 En la historia pública es muy común recurrir a la ucronía. Podemos realizar uno de esos experimentos caseros de fácil aplicación. Preguntemos a algún español que hubiese ocurrido si la República hubiese ganado la Guerra Civil. Pocos responderán con un humilde «no lo sé». Lo esperable es que la respuesta dependa de las simpatías ideológicas del interlocutor. Los favorables al bando republicano responderán que la historia posterior de España hubiese sido mejor, evitando la represión franquista y el efecto negativo de la dictadura implantada. Sin embargo, aquellos sujetos de signo político contrario suelen apelar a que la República se hubiese convertido en una dictadura de estilo soviético y que el régimen resultante hubiese sido peor que la dictadura franquista. En definitiva, lo que podemos observar en el uso de la ucronía histórica es que se utiliza para crear un discurso histórico que proyecta hacia el pasado los principios, valores y creencias del individuo. Se crea así una cadena de información que, como venimos repitiendo, es capaz de pervivir gracias a hacerse atractiva a la mente de sus huéspedes, no al hecho de contener alguna traza de verdad. Realmente, si a duras penas podemos analizar el pasado tal cual fue debido a la enorme complejidad de los factores que intervienen en la historia, a lo parcial de la información recuperada y a los sesgos que naturalmente 37 Carlos, B. (2018, 26 de agosto). La Historia está llena de futuros que nunca existirán... y no sirve de nada imaginarlos. Recuperado de: https://www.elconfidencial.com/ cultura/2018-08-26/historia-futuros-no-existiran-ucronia-contrafactuales_1607752/. 103 proyectamos, cuánto más inverosímil sería reproducir una historia alternativa cambiando alguna de las variables. La ucronía pertenece al género de la literatura, al de la historiaficción. Refleja el hecho de que el uso de la historia responde a la necesidad de explicar nuestra realidad y alimentar el análisis que ya hemos realizado de la misma por otros medios, es decir, nos reafirma en nuestras concepciones mediante la creación de un discurso histórico que hace cuadrar un hipotético mundo alternativo con nuestra concepción de cómo funcionan todos los mundos posibles. Es cierto que puede tener la virtud de destruir otra de las ideas equivocadas sobre el devenir histórico, como es la de la concepción lineal de la historia, pero, por desgracia, el común de los mortales la utiliza simplemente para afianzar sus prejuicios y su prepotencia intelectual: si la historia ha de darme la razón, cualquier historia alternativa, en la cual soy más libre para imaginar, habrá de dármela en mayor medida. La cultura general En este caso, valoraremos un mal uso de la historia bastante frecuente que es considerar esta disciplina simplemente como un conjunto de datos que el ciudadano normalizado ha de conocer. Es frecuente argumentar que la historia ha de formar parte de un difuso concepto denominado cultura general. La historia es, por tanto, un paquete de conocimientos que un ciudadano respetable ha tenido que asimilar para ser valorado como tal. Conocer la historia es una forma de demostrar que no se es inculto sino que se posee la cultura general necesaria. Bajo este prisma, la historia no tiene ningún interés, utilidad ni valor práctico ni mucho menos científico, pues es simplemente un objeto cultural que da estatus a su poseedor, el cual demuestra dicha posesión mediante el aprendizaje memorístico de una serie de hechos históricos que frecuentemente son inconexos y que no muestran ningún tipo de explicación causal. La historia, según esta concepción, no es más que un conjunto de datos que hemos de asimilar para demostrar que estamos integrados en la sociedad, que no hemos de ser repudiados o vilipendiados por no poseer suficiente cultura general y que no tiene realmente más utilidad práctica que otorgar el estatus de normal o, a lo sumo, poder jugar al trivial sin hacer el ridículo. 104 Podría parecer que esta concepción de lo que es la historia, que se plasma en unas prácticas concretas sobre cómo transmitirla, es totalmente inocente y no tiene otro origen que el desconocimiento o el desprecio por este tipo de conocimientos. Nada más lejos de la realidad. Considerar a la historia como un conocimiento inútil es uno de los trucos más habituales de los chamanes de la tribu, quienes, al mismo tiempo que defienden la inutilidad de esta magia, la practican fervorosamente. Dicen que el mejor truco del diablo fue convencer a la humanidad de su inexistencia: podemos afirmar que el mejor truco de los chamanes-historiadores es conseguir convencer a su público de que la historia es simplemente un objeto cultural que hay que poseer para evitar el ridículo social mientras que, al mismo tiempo, influyen a esos mismos sujetos con una determinada concepción de la historia que, como hemos venido defendiendo a lo largo de todo el ensayo, altera poderosamente la realidad intersubjetiva y con ella, la realidad social, favoreciendo los intereses de ciertos grupos de poder. En efecto, el poder político estará inclinado a presentar la historia como un conocimiento inerte o como mínimo inofensivo que es transmitido en las escuelas o en los medios de comunicación de forma objetiva. En muchos casos no argumentarán más que la necesidad de incorporarla a la cultura general. Sin embargo, al tiempo que ocultan el poder social de esta disciplina y lo insoslayable de su uso, difundirán los discursos históricos que más convengan a sus intereses. Será deseable, por tanto, ejercer este poder al tiempo que se niega su existencia; moldear a la sociedad a través del discurso histórico al mismo tiempo que se niega que esto sea posible, por ser una inocente disciplina de cultura general; subir por la escalera y hacerla caer una vez que se ha llegado a la cima. Como Ray Bradbury38 afirmaba, al poder le conviene enterrar en datos al ciudadano al mismo tiempo que se le priva de la capacidad de analizarlos. «Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando las letras de las canciones más populares, o los nombres de las capitales de Estado. Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos “hechos” que se sientan abrumados. Entonces tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices. No les des Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos.» 38 Bradbury, R. (1953). Fahrenheit 451. 105 La historia predictiva Este mal uso de la historia, extendido en su uso popular pero también entre los líderes de opinión39, consiste en considerar a esta disciplina como una fuente de predicciones de futuro en base al estudio científico del pasado, de modo que el estudio de los sucesos del pasado pueda prever los del futuro. Podemos dividir este abuso interpretativo en dos versiones. En su versión débil, defiende la idea de aprender de los errores del pasado para no repetirlos en el futuro o también del conocido aforismo de que el pueblo que no conoce su historia está destinado a repetirla. En primer lugar, podemos afirmar que la historia no se repite. Una sociedad es un sistema intrínsecamente inestable (y muy complejo) que, por tanto, cambia constantemente. En consecuencia, ante unas condiciones cambiantes, el mismo estímulo ha de dar resultados distintos. También podríamos citar otro aforismo, el de Heráclito, que afirmaba que «nadie se baña en el río dos veces porque todo cambia en el río y en el que se baña». El objeto de estudio de la historia es la sociedad. No podemos, por tanto, tratar a ese objeto como si se tratara de una magnitud física que siempre reacciona del mismo modo. Un científico puede realizar un experimento controlado en un laboratorio consistente en la mezcla de dos reactivos. Puede mezclar un ácido y una base y observar como siempre se produce una reacción. Creer en la historia predictiva implica creer que la disciplina histórica funciona del mismo modo. El científico citado puede establecer una norma que afirme que siempre que se mezcla un ácido con una base se produce una reacción. Se trata de un conocimiento empírico obtenido basándose en la experiencia, reproducible por cualquiera que así quiera hacerlo y siendo, por tanto, falsable, según Popper afirmaría. Pero ¿qué ocurriría si ese ácido y esa base fueran elementos únicos de los que solo existiese una muestra? ¿Y si además tuviésemos la certeza de que ambos reactivos mutan con el tiempo modificando absolutamente todas sus propiedades? Eso es exactamente lo que ocurre con la historia. Podemos mezclar un ácido con una base y 39 Una notable excepción son los historiadores profesionales, entre quienes existe el consenso de que la historia no es capaz de predecir el futuro más allá de describir procesos históricos de larga duración que actúan de fondo (al modo de los introducidos por F. Braudel) o modelos de comportamiento social generalistas. 106 obtener conclusiones, pero no podemos mezclar una guerra con una sociedad y llegar a la misma conclusión. En primer lugar, no podemos experimentar: son reactivos únicos, ocurrieron una sola vez en el pasado y no disponemos de más muestras. Además, la información de esa reacción en concreto es parcial y poco fiable. Por si eso fuera poco, sabemos a ciencia cierta que cada guerra y cada sociedad tienen características dinámicas y no presentan propiedades uniformes. Por tanto, podemos predecir que al juntar un ácido con una base se producirá una reacción, pero no podemos predecir que, por ejemplo, una derrota militar hará caer al régimen que la promueve. El uso de la historia predictiva obvia esta imposibilidad de afirmar cuál será el efecto de un evento sobre una sociedad y afirma que la historia demuestra que siempre que ocurre esto, sucede aquello. Para corroborar este extremo es únicamente necesario acudir a las predicciones que los medios de comunicación hacen constantemente sobre cualquier evento, excusándose siempre en la historia. Mientras se escriben estas líneas se desarrolla una guerra en Ucrania. Las predicciones sobre su desenlace y consecuencias no pueden ser más dispares. El único elemento en común que podemos ver es que todas se basan en un supuesto análisis histórico que demuestra que esa predicción se basa en un patrón observado en el pasado. Lo que sí podemos prever con total seguridad es que, una vez conocido el desenlace y observadas las consecuencias, todos los chamanes reformularán lo dicho y afirmarán haber acertado en sus pronósticos, evidentemente gracias a su conocimiento del pasado y su capacidad de extrapolarlo al futuro. La historia, a lo sumo, puede proporcionarnos predicciones probables a corto plazo del mismo modo que hacen los economistas, es decir, suponiendo que las tendencias actuales continúan y el escenario responde a la condición ceteris paribus40. Sin embargo, autores como Taleb nos han advertido repetidamente de lo peligroso de esas prácticas. «La incapacidad de predecir rarezas implica la incapacidad de predecir el rumbo de la historia, dada la incidencia de estos sucesos en la dinámica de los acontecimientos (…) Nuestros errores de previsión acumulativos sobre los sucesos políticos y 40 Es una locución latina que significa «siendo todo lo demás igual». En el contexto que nos incumbe quiere decir que se supone que existe un evento de carácter histórico que actúa sobre una sociedad en la que nada más se está viendo alterado en ese momento. Como el lector fácilmente puede pensar, es una condición más teórica que real, pues una sociedad humana es, por definición, un sistema en plena transformación en el que continuamente se están dando procesos históricos de cambio. 107 económicos son tan monstruosos que cada vez que observo los antecedentes empíricos tengo que pellizcarme para verificar que no estoy soñando. (…) Debido a esta falsa comprensión de las cadenas causales entre la política y las acciones, es fácil que provoquemos Cisnes Negros gracias a la ignorancia agresiva, como el niño que juega con un kit de química».41 En su versión fuerte, la historia predictiva afirma que existe un fin teleológico42 y, por tanto, conocemos el final de la historia del hombre, por lo que podemos afirmar, al menos, que con sus avances y retrocesos, nos iremos acercando a ese objetivo. Se trata de una idea religiosa y filosófica muy antigua y también muy extendida. Precisamente por ello, se trata de una temeridad el atacarla, pero nos atreveremos a ello en este ensayo: la historia no tiene ningún fin ni ningún propósito y esperaremos a que alguien demuestre lo contrario para retirar esa afirmación. Si consideramos que las únicas formas de conocer la verdad son la razón y la ciencia, entonces hemos de concluir que no existe una sola prueba de un fin teleológico de la historia. Un cristiano podrá defender que la historia de la humanidad es una manifestación de la voluntad de Dios y el fin de la historia vendrá con el Juicio Final. Un marxista afirmará que la historia de la humanidad es una manifestación de la lucha de clases y que el fin de la historia vendrá con la instauración del socialismo auténtico. Ciertos liberales como F. Fukuyama afirman que el final de la historia ya ha ocurrido y es el modelo USA.43 En estos casos podemos afirmar que no existe ninguna prueba que pueda respaldar tales afirmaciones y que se sostienen en la fe y no en la razón. Puesto que el debate entre fe y razón es tan antiguo como la filosofía y excede con mucho los límites de este ensayo, nos conformaremos con afirmar que si se afirma un fin teleológico a la historia se está, como mínimo, fuera del razonamiento posible desde la perspectiva de este ensayo y que su fundamentación es la fe, la cual no forma parte del ámbito de estudio del mismo. En definitiva, no creemos que la teología (o su equivalente laico) o la metafísica se deban mezclar con la disciplina histórica. 41 Taleb, N. (2012). El cisne negro (15.ª ed., p. 27). Barcelona: Paidós. 42 En el sentido de que la historia tiene un propósito o fin último. 43 Fukuyama, Francis. El fin de la historia y el último hombre. Afirma que el fin de la historia ya ha sucedido, pues la lucha entre distintos modelos ya tiene un claro ganador que es la democracia liberal. A partir de ahora, solo podremos ver que, a pesar de resistencias y retrocesos, es el modelo final que todas las sociedades implantarán. 108 El chivo expiatorio Vivimos en un mundo complejo del cual solo conocemos una pequeña parte de sus mecanismos. Cuando Sapiens analiza su sociedad, como hemos visto, no puede evitar hacer un análisis histórico. Necesita, entre otras cosas, encontrar una explicación a los males que le afligen, la cual ha de tener unas raíces en el pasado. Al enfrentarse a ese análisis lo hace a una tarea realmente compleja para la cual no tiene los medios materiales e intelectuales suficientes. Ante la necesidad de encontrar un origen de los males sociales y frente al hecho de ser un buscador de patrones nato, acabará forzando su percepción hasta encontrar uno. Cualquiera, el que sea. Una vez encontrado, podrá identificar al causante de los males sociales, ya que históricamente ha estado confabulando contra él. De esa forma surge el chivo expiatorio, el grupo social causante de todos o casi todos los males. La historia, por supuesto, lo demostrará. Una vez identificado el grupo culpable, lógicamente estará justificada su eliminación física o, al menos, su control mediante la represión. Esta actitud, esta búsqueda de un grupo social que ejerza de cabeza de turco, se repite, para desgracia y vergüenza de la humanidad, hasta nuestros días. En ocasiones se identificará como chivo expiatorio no a un grupo social determinado, sino a unas ideas, una ideología, una estructura social, una práctica, una institución, etc. En todo caso, el efecto puede ser el mismo: el enemigo será, en ese caso, todo individuo que comparta esas ideas o colabore con quienes lo hacen. Como Harari44 comenta, la teoría de la conspiración más frecuente es la de la camarilla mundial. Básicamente, suele consistir en la creencia de que existe «un solo grupo de personas que en secreto controlan sucesos y gobiernan juntas el mundo». Sostiene que el nazismo, aunque no lo solemos ver desde esa perspectiva, se basa en una teoría de la conspiración de este tipo. «Un grupo de financieros judíos domina el mundo en secreto y está conspirando para destruir la raza aria. Diseñaron la revolución bolchevique, dirigen las democracias de Occidente y controlan los medios y los bancos. Tan solo Hitler ha logrado ver la realidad de sus trucos nefarios… y solo él puede detenerlos y salvar a la humanidad». 44 Yuval, H. N. (2020). Cuando el mundo parece una gran conspiración. Recuperado de https://www.lavanguardia.com/internacional/20201207/49857110897/mundo-parecegran-conspiracion.html. 109 Bajo este esquema, el mundo realmente es una representación de teatro, un juego de sombras similares a las que suceden en la caverna de Platón. Los titiriteros son los que guionizan esta realidad y hacen aparecer ante nuestros ojos a distintos actores que pretendidamente luchan entre ellos, cuando realmente están todos dirigidos por la misma mano negra. La estructura de este pensamiento es clara y podemos analizarla desde la perspectiva de la memética que utilizamos en este ensayo. ¿Por qué estas teorías se expanden con tanta facilidad? Hemos defendido que las cadenas de información actúan como seres orgánicos e intentan sobrevivir en el medio ambiente en el que viven. Para tener éxito han de tener una alta capacidad de reproducción, que se plasma en su capacidad de ser atractivas para sus huéspedes (los cerebros de los sapiens) y permanecer en ellos el máximo tiempo posible para optimizar sus posibilidades de réplica. También hemos visto que esas son las características necesarias para que esas cadenas de información sobrevivan: el contenido concreto de esa información es irrelevante, puesto que su éxito no dependerá de un análisis crítico de su contenido, sino que serán tratadas como una unidad empaquetada que se transmite sin importar su contenido. ¿Por qué son atractivas para los cerebros de los sapiens este tipo de cadenas de información? Por varios motivos. En primer lugar, ofrecer una explicación fácil a fenómenos complejos. Si necesitamos averiguar por qué nuestra querida Alemania fue derrotada y humillada en la Gran Guerra, tendremos que analizar una gran cantidad de información imbricada en complejos sistemas sociales, políticos, económicos, ideológicos, etc. La alternativa es exclamar ¡fueron los judíos! Como se puede apreciar, supone un notable ahorro en términos de procesamiento de información. En segundo lugar, ofrece una satisfacción moral e intelectual el saberse parte de una élite que, al contrario que la masa engañada y embobada por los titiriteros que se mueven tras las sombras, ha alcanzado una verdad que solo los elegidos (los despiertos, últimamente) son capaces de ver. Siguiendo con el paralelismo con la caverna de Platón, el creyente en estas teorías se siente como el filósofo que ha decidido dejar las sombras de la caverna y salir al exterior para ver la realidad; el elegido que se atreve a tomar la pastilla incómoda en Matrix. Por último, esta cadena de información es atractiva porque ofrece una solución universal para gran parte de los problemas que nos rodean, además de un propósito y un líder o programa que nos llevará a la redención. Si 110 la conspiración judía es la verdad, su eliminación es la respuesta y el nazismo el camino. Este esquema de pensamiento se reproduce, con mayor o menor virulencia, en casi todas las ideologías existentes. Una facción de sus seguidores acabará radicalizándose y desarrollando teorías de la camarilla mundial, evidentemente basadas en un «irrefutable» análisis histórico. Para el comunista fanático, el mal absoluto es el capitalismo y la camarilla conspiradora que dirige la historia es la que nos obliga a soportarlo. Para el católico fundamentalista, el ateísmo es el mal absoluto y la camarilla conspiradora que dirige la historia tiene como finalidad acabar con la verdadera fe. Etc. Por otro lado, también podremos observar razonamientos encuadrados en este patrón entre personas poco ideologizadas y nada radicales. Según la fuente citada anteriormente, un 55% de los españoles cree en este tipo de teorías de la camarilla mundial. «Las teorías de la Camarilla Mundial cometen el mismo error básico: suponen que la historia es muy sencilla. La premisa clave de las teorías de la Camarilla Mundial es que es relativamente fácil manipular el mundo. Un pequeño grupo de gente puede comprender, predecir y controlar todo, desde las guerras y las revoluciones tecnológicas hasta las pandemias (…) Las teorías de la Camarilla Mundial nos piden que creamos que, aunque es muy difícil predecir y controlar las acciones de mil o siquiera cien humanos, es sorprendentemente fácil tratar como títeres a 8000 millones. (…) En la actualidad es probable que seas el blanco de muchas conspiraciones, pero no son parte de una sola conspiración mundial». En definitiva, este mal uso de la historia parte de un doble error. Por un lado, considerar que la historia (que es ni más ni menos el desarrollo de toda la sociedad en interacción con todo su medio) es algo muy sencillo y explicable por la voluntad de un pequeño conjunto de personas poderosas. En segundo lugar, sobreestimar en varios órdenes de magnitud la capacidad de cooperación de los sapiens (recuérdese el número de Dunbar) hasta tal punto que el ciudadano medio, incapaz de acordar con su familia que canal de televisión ver o de guardar ningún tipo de secreto cree, sin embargo, que los miles de trabajadores que formaron parte del programa Apolo pudieron ponerse de acuerdo para ocultar que estaban desarrollando un fraude, pues jamás fuimos a la Luna. Cuestionado por el hecho de que sus rivales soviéticos no dijesen nada, es incluso capaz de responder: «tal vez también estuviesen en el ajo». 111 Derechos, autovaloración, justicia, historia La reclamación de supuestos derechos históricos es un mal uso de la historia y consiste en reclamar ciertas ventajas económicas, políticas o sociales como compensación por los perjuicios ocasionados a los antepasados. En primer lugar, hemos de afirmar la obviedad de que es imposible reparar a las víctimas que están muertas. A lo sumo, se puede reparar a sus familiares, como ocurre en los actos de terrorismo. Pero reparar el daño causado a hijos o nietos no lo consideraremos realmente como una reparación a los sucesores históricos, sino a las víctimas directas. Hacemos referencia a reparaciones históricas del tipo «Occidente respecto al Tercer Mundo» o «la potencia colonizadora respecto a los colonizados». Esas reclamaciones, especialmente cuando son de tipo económico, son racionalmente absurdas. En primer lugar, se admite que existe una culpa objetiva que se transmite, no ya a los individuos que no habían siquiera nacido, sino al grupo social al que pertenecen. Nótese aquí otra consecuencia irracional de la reificación de las ficciones sociales: mientras que los individuos son mortales y finitos en el tiempo, el grupo al que pertenecen, al ser un concepto, es prácticamente inmortal, por lo que puede arrastrar culpas (y méritos). A un descendiente directo de Cortés no lo consideraremos culpable de los crímenes cometidos por este personaje contra los nativos americanos, pero sí que consideraremos que distintos grupos a los que esta persona pertenece lo son: el Estado español, la cristiandad, Occidente, el hombre blanco, el norte, etc., arrastran la culpa, que es compartida por todos los individuos de ese grupo en el presente. Al juzgar crímenes del pasado, en cualquier lugar mínimamente justo, el individuo no puede heredar la culpa. Al hijo de un asesino no se le encarcela en nombre de su padre. Tales actos son propios de momentos en los que los derechos humanos más básicos se vulneran (como por ejemplo ha sucedido en distintos conflictos bélicos patrios, como las Guerras Carlistas o la Guerra Civil).45 Sin embargo, es común estigmatizar al grupo social al que pertenece el individuo al que sí se puede condenar, aunque sea simbólicamente. Como vemos, Sapiens 45 Podemos citar el caso del general carlista Ramón Cabrera. «He inspired terror by his relentless cruelty, which rose to a climax after the liberals shot his mother in 1836». Britannica, T. Editors of Encyclopaedia (2022, May 20). Ramón Cabrera. Encyclopedia Britannica. https:// www.britannica.com/biography/Ramon-Cabrera 112 actúa de forma significativamente distinta dependiendo de si actúa como individuo o como grupo; como miembro de la realidad material o como nodo de la realidad intersubjetiva. De este modo, es común afirmar las deudas históricas que ciertos colectivos tienen sobre otros a causa de los abusos cometidos en el pasado. Analicemos un caso paradigmático: el pasado colonial. Es común afirmar que las naciones africanas sufren todo tipo de problemas, especialmente de pobreza económica, a causa de su pasado colonial. Al analizar este hecho, que es totalmente cierto (aunque no es la única causa, como ocurre con todos los problemas históricos complejos) se llega a la conclusión de que los países que colonizaron África y abusaron sistemáticamente de sus habitantes, esquilmando sus riquezas, deben reparar económicamente a los habitantes africanos del presente. Es uno de los razonamientos que se invocan habitualmente para justificar los programas de ayuda. Por supuesto, estos programas son necesarios y no es nuestra intención socavarlos pero, ¿se basan en una justificación falsa? Hagamos de abogado del diablo y utilicemos el mismo argumento de justicia histórica en sentido contrario. Puesto que las antiguas potencias colonizadoras son las culpables, sería justo que únicamente estas fueran las que reparasen los daños. Por tanto, nuevas potencias económicas como China podrían argumentar que, puesto que «ellos» jamás tuvieron ninguna colonia, no han de participar en ningún programa de ayuda a África. ¿A qué conclusiones queremos llegar? Simplemente, señalar que las acciones del ser humano deben guiarse por la ética, no por tramposos y peligrosos razonamientos históricos a los que, como defendemos a lo largo de este ensayo, siempre se les puede dar la vuelta o incluso ser utilizados para justificar las más terribles atrocidades. Las ayudas a los países en vías de desarrollo deben partir del deber ético que tienen quienes poseen excedentes de emplearlos para aliviar el sufrimiento de quienes sufren privaciones de todo tipo. Los países ricos deben, de ese modo, ayudar a los pobres porque son quienes tienen la capacidad de hacerlo. En definitiva, si aplicamos principios morales para justificar las acciones, obtenemos fundamentos más sólidos que aquellos adquiridos a través de dudosos razonamientos históricos que parten de ficciones sociales totalmente moldeables a gusto del consumidor y que carecen de objetividad alguna, aunque así las pretendamos utilizar. 113 El mal uso de los derechos históricos es uno de los más frecuentes en la utilización de la historia, siendo transversal a temas como las reclamaciones territoriales nacionalistas, las supuestas apropiaciones culturales o su utilización como pantalla de humo para ocultar otros problemas. Es evidente que para las élites políticas de los diferentes países es extremadamente tentador trasladar a otros la culpa de los fracasos del presente o de la incapacidad de mejorar la situación de los gobernados. Si estos otros viven en el pasado y no pueden defenderse, el negocio es doblemente provechoso. No faltarán los chamanes dispuestos a construir, bajo demanda, el discurso histórico adecuado para que el líder de la tribu explique, al resto de miembros, que la culpa de no poder mejorar su situación es de unos fantasmas reificados que son inmateriales y que no pueden defenderse de sus acusaciones. En este punto es apropiado traer a colación el uso que se hace en algunos países de Latinoamérica del pasado colonial para justificar sus problemas del presente. La conquista por los españoles justifica el atraso presente. Es un meme fácilmente reproducible por su utilidad y atractivo. De ahí su éxito. Explicaciones fáciles a problemas complejos. La conquista española es el origen de todos los males. Los crímenes cometidos contra la población nativa y su explotación posterior son el origen de la pobreza del presente. Ellos (las civilizaciones precolombinas) eran prósperos y los españoles los convirtieron en parias. «Ellos nos quitaron el oro» incluso se llega a exclamar como resumen de la situación. Es un discurso que utiliza tantas falacias y simplificaciones que da para escribir un ensayo entero, pero vamos a dar únicamente unas breves pinceladas. En primer lugar, este discurso histórico es identitario (y falaz) puesto que considera que los países latinoamericanos son hijos de los nativos, pero solo en este caso. Cuando en otros contextos conviene resaltar su vínculo con Europa, entonces esa misma identidad se muta a conveniencia. Si no fuera por lo trágico del tema, sería cómico observar cómo esos dirigentes, descendientes directos de las élites blancas que explotaban a los indígenas, adquieren la identidad de estos para quejarse de la deuda que tienen quienes viven al otro lado del océano, descendientes de quienes jamás pisaron América y fueron explotados por sus élites feudales locales. Al mismo tiempo, es un discurso de tipo ideológico que justifica la incapacidad de los dirigentes para mejorar la calidad de vida de los dirigidos. Rebaja las expectativas de la ciudadanía, pues al fin y al cabo es la historia la que pesa sobre los hombros del país, 114 por lo que ellos son líderes virtuosos a pesar de no obtener resultados positivos. No hay nada más cómodo y más católico, por cierto, que esa utilización victimista de la culpa. Por otro lado, y como era de esperar, ese discurso histórico es respondido con otro contrario. Al fin y al cabo, cada tribu tiene su chamán y la estupidez humana parece tener una naturaleza simétrica, de modo que los razonamientos absurdos suelen ser contestados con otros de signo contrario, pero de similar irracionalidad. En España se puede rastrear el discurso histórico que podría resumirse en los siguientes puntos: «nosotros» no hemos sido la única potencia colonizadora, por lo que esa situación es la normal; las civilizaciones precolombinas eran tanto o más crueles; les quitamos el oro, pero les dimos el cristianismo, universidades y hospitales. Como el lector podrá pensar, si está de acuerdo con la línea lógica de este ensayo, esta argumentación es tan falaz como la anterior. No desmonta el discurso victimista de la colonización mediante la asunción de que se están reificando unas ficciones sociales para hacer algo tan absurdo como hacer caer sobre los hombros de los habitantes del presente una culpa sobre hechos del pasado sobre los que no han tenido ningún control. No desmonta ese discurso mediante la defensa de que es falaz, ni defiende que los derechos humanos, la prosperidad o todas las virtudes políticas que se echan de menos, han de ser defendidas desde la universalidad de la ética. Lo que se hace, por el contrario, es aceptar el uso chamánico de la historia y contraatacar con otras falacias que neutralicen las anteriores. Se acepta que el grupo social es un ente real e inmortal que tiene la capacidad de asumir culpas o méritos que se pueden trasladar a los muy físicos y reales miembros humanos del presente. Simplemente , intenta contrarrestar una serie de faltas mediante la enumeración de otra serie de supuestos méritos o, al menos, diluir el problema de la culpa normalizándola respecto a otros grupos sociales. Esto nos lleva a otro mal uso de la historia que es el de la autovaloración grupal. No lo incluiremos en un punto separado porque está tan íntimamente ligado a este que es natural agruparlos. Ya hemos defendido que el ser humano tiene un comportamiento eminentemente «tribal». Para definir quién puede formar parte de su grupo y qué características tiene el mismo, vimos que se utilizan discursos históricos de tipo identitario. Pero no solo esto, sino que gusta de puntuar cada uno de esos grupos en los que imaginariamente está dividido el mundo. ¿Qué sistema de clasificación utiliza? Por 115 supuesto, una valoración de los méritos y culpas extraídas de la historia de ese grupo. Todos hemos oído (o utilizado) la expresión «estoy orgulloso de ser de tal lugar». Si analizamos esta común actitud desde una perspectiva racional, podemos ver la insensatez de la propuesta. Podremos alcanzar el consenso de que una persona podría estar orgullosa de una acción o de un objetivo en el que ha participado para su cumplimiento, aunque sea de forma indirecta. Se puede estar orgulloso de correr un maratón, de sacarse el carnet de conducir o de dar un buen consejo, porque se participa directamente en la acción. También se puede estar orgulloso de haber criado a un hijo que hace algo bueno, porque se ha participado en su educación, o de la consecución de un proyecto porque se ha financiado o animado. Pero ¿se puede estar orgulloso de haber nacido en un determinado lugar? ¿Acaso nacer es una elección? Y si así fuese, ¿también se ha elegido dónde hacerlo? Concluiremos que estar orgulloso de haber nacido en un lugar determinado no tiene ningún mérito, porque el sujeto ha sido totalmente pasivo en ese suceso. Decía Bordieu que para un pez el agua no existe, porque la tiene tan normalizada que no cuenta con su existencia, que es exactamente lo que pasa con la normalización social. No somos conscientes de lo absurdo de gran cantidad de costumbres que tenemos normalizadas. Es más, si alguien nos obliga a parar un momento y reflexionar sobre ello, seguramente le demos la razón, para continuar inmediatamente con la misma actitud, pues no sabemos vivir fuera del agua. Hablando de costumbres, podemos citar un pasaje de las Historias de Heródoto: «Si a todas las personas se les diera a elegir entre todas las costumbres, invitándolas a escoger las más perfectas, cada cual escogería las suyas; tan sumamente convencido está cada uno de que sus propias costumbres son las más perfectas. Durante el reinado de Darío, este monarca convocó a los griegos que estaban en su corte y les preguntó por cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos respondieron que no lo harían a ningún precio. Acto seguido Darío convocó a los indios llamados calaítas, que devoran a sus progenitores, y les preguntó, en presencia de los griegos, que seguían la conversación por medio de un intérprete, por qué suma consentirían en quemar en una hoguera los restos mortales de sus padres; ellos entonces se pusieron a vociferar, rogándole que no blasfemara». Las costumbres, en efecto, son muy diferentes en cada cultura, pero presentan unas características comunes: tienen 116 una gran fuerza, se apoyan en un relato histórico, se consideran mejores que las de los demás y legitiman el enfrentamiento cuando se percibe un ataque a las mismas. Forman parte de la identidad del grupo y se valoran junto con este. La autovaloración grupal parte de la ficción social de que pertenecemos a un grupo por nacimiento (o adopción), que ese grupo es un ente real que se comporta como un ser orgánico (reificación), que ese grupo tiene una historia que describe su idiosincrasia, que esa historia puede y debe puntuarse y compararse con la de otros grupos y, finalmente, que el individuo y el grupo viven en una especie de simbiosis que hace que, de forma que solo podemos describir como mágica, las culpas y los méritos históricos del grupo acaben siendo los activos y pasivos del individuo del presente. De este modo, es común que un ciudadano de Utopía del presente considere que tiene algún tipo de culpa por la terrible guerra que sus antepasados sostuvieron contra sus vecinos, mediante la cual exterminaron a parte de ellos, pero, sin embargo, considere igualmente que comparte la gloria de haber construido la bella catedral de su ciudad. Además, se compara con los ciudadanos de otras repúblicas mediante el sistema de valorar y comparar su historia. Los ciudadanos de Barbaria son mucho peores, porque también tuvieron guerras con sus vecinos en las cuales exterminaron a un porcentaje mayor de población. Por si esto fuera poco, sus catedrales son objetivamente menos hermosas y su gastronomía deja mucho que desear. Por supuesto, Sapiens es capaz de mucho más, tanto como seguir complicando esa espiral de irracionalidad respecto a sus complejos identitarios. Una vez ha valorado su saldo como perteneciente a un grupo y realizado un análisis comparativo con otros grupos, no suele quedar satisfecho y elabora un plan para mejorarlo. ¿Cómo? Pues evidentemente reinterpretando la historia de forma que ese saldo sea más positivo. De ese modo, se acabará afirmando que Utopía siempre libró sus guerras con la mayor humanidad posible por lo que las cifras de bajas enemigas seguramente sean inventadas por los chamanes-historiadores de Barbaria; que las supuestas catedrales de estos son burdas copias de las suyas y que su gastronomía es tóxica porque las emanaciones de su tierra pudren alimentos y almas desde el principio de los tiempos. Algunos siempre irán más allá e incluso conseguirán convertir su inocencia respecto al pasado en culpabilidad. Concluirán que su deber como buenos ciudadanos de Utopía es odiar a los de Barbaria lo cual incluye odiar a su grupo y, 117 por tanto, su historia; mentir deliberadamente y considerar enemigos o traidores a quienes no compartan su locura. Puede parecer que estas afirmaciones son exageradas, pero corresponden a realidades cotidianas. Un ejemplo paradigmático es la actitud que buena parte de la sociedad española tiene respecto a la Guerra Civil. Es bastante frecuente que el individuo se identifique con una de las dos Españas, por el simple método de considerar que si su familia apoyaba a uno de los dos bandos, se pertenece a ese bando. Al auto-asignarse a uno de los bandos, se asumen las características de este (las cuales son más imaginarias que basadas en un análisis histórico, lo cual es más práctico a la hora de auto-puntuarse). Por ello, le es desagradable oír sobre los crímenes cometidos por su grupo, las barbaridades ideológicas que defendieron o directamente cualquier crítica a su historia. Una vez el individuo se adscribe a un bando, lo considera parte de su identidad, por lo que siente la necesidad de defenderlo. De este modo, encontramos una panoplia de actitudes que van desde la propensión a valorar más positivamente la información histórica que valore positivamente a los de su bando hasta las actitudes totalmente fanáticas que llegan a defender exactamente las mismas posiciones que llevaron a la guerra civil por simple afinidad identitaria. Algunos individuos recorren el camino de la irracionalidad histórica hasta sus últimas consecuencias. Si el abuelo de la familia era un torturador, llegan a concluir que, puesto que los de su grupo siempre son quienes ostentan la virtud, porque de lo contrario el individuo presente compartiría esa culpa, se ha de amoldar la realidad histórica, de modo que la tortura sea la virtud. De ese modo, si el abuelo torturaba prisioneros, es que eso era lo correcto. Se construye el discurso histórico que sea necesario para justificar esos hechos y se borra la distinción temporal, de modo que se llega a afirmar que la represión pasada es deseable repetirla en el futuro. Se ha concluido el camino de la irracionalidad histórica total por el método de asumir el pasado como propio y de justificar lo injustificable para obtener una autovaloración positiva. Se ha conseguido lo más absurdo, pasar de la inocencia que nos da la barrera temporal a compartir la culpa mediante el sistema de hacer propia, de forma voluntaria y mediante acciones del presente, la culpa de los antepasados. ¿Cuántos radicales políticos lo son simplemente por tradición familiar? ¿Cuántos de ellos alargan ese concepto de tradición a la historia del grupo al que consideran pertenecer? ¿Cuántos justifican crímenes del presente basándose en crímenes del pasado sobre los que, a priori, no tuvieron culpa ni 118 control? ¿Cuántos llegan a la radicalidad política por un deber de venganza respecto a los atropellos reales o imaginarios cometidos en tiempos remotos contra los suyos? Teniendo en cuenta estos mecanismos psicológicos que aplicamos a la historia, es lógico que el revisionismo histórico, que realmente tiene como objetivo hacer digerible para determinados grupos sociales un pasado con el que se identifican, tenga tanto éxito. Este tipo de chamanes de la historiografía construye discursos históricos a medida para alterar la auto-valoración grupal. Puesto que una parte sustancial de la población comparte estos malos usos de la historia, siente la necesidad de poder blandir una visión de la historia que presente como virtuosos a los grupos con los cuales se identifica. De esa forma, aparece una demanda para el producto que es el discurso histórico blanqueador del pasado, de modo que el individuo que considera que los actos pasados de su grupo le califican como persona, estará dispuesto a consumir un producto intelectual que presente a ese grupo como un dechado de virtudes. Si para obtener este objetivo se ha de tergiversar la realidad o mentir descaradamente, se acepta igualmente. Como venimos repitiendo, las cadenas de información se reproducen consiguiendo ser atractivas para su huésped. El efecto placentero que tiene su consumo es el que marca la diferencia. La veracidad o falsedad de la información que contiene no tiene importancia. La píldora medicinal se valora por su efecto calmante: si se fabrica en el laboratorio de los chamanes con mentiras y tergiversaciones como materias primas, se traga cerrando los ojos. Teniendo en cuenta todo lo expuesto, podemos entender la extensión de otro mal uso de la historia como es el de los justicieros históricos. En este caso, se parte de la ilusión de que el pasado es modificable. Al identificar que ciertos grupos sociales han sido maltratados a lo largo de la historia, se intenta modificar el discurso histórico a modo de compensación. Si un colectivo ha sido discriminado históricamente, se intenta una suerte de resarcimiento, de modo que se narra el pasado «como debería haber sido» y no «como creemos que fue». Se puede afirmar que no hay ninguna causa, por noble que sea, que pueda sobrevivir a sus peores defensores. Esto ocurre, por ejemplo, con cierto revisionismo histórico utilizado por malos defensores del feminismo. La discriminación histórica de la mujer es un hecho y la historia de las mujeres ha sido uno de los más 119 interesantes avances historiográficos. Sin embargo, el mal uso de la historia de estos justicieros históricos hace que, para compensar esa discriminación, directamente se falsee el pasado. Por ejemplo, si tenemos en cuenta que la mujer ha sido discriminada respecto a su acceso a la educación y especialmente a la superior, la realidad nos dice que, si estudiamos un ámbito del saber masculinizado, vamos a encontrar menos aportaciones femeninas. Lo racional, si por ejemplo estudiamos la historia de la medicina en el siglo XIX, es señalar que, puesto que la mujer sufría una discriminación respecto al acceso a esta ciencia, en consecuencia vamos a encontrar menos avances logrados por mujeres por el simple motivo de que el número de investigadoras era menor. Desde la perspectiva de los justicieros históricos se debe directamente modificar el pasado y la anterior afirmación es un ataque antifeminista. Lo «correcto» sería conseguir una paridad en el estudio de la medicina que redactemos, de modo que aparezcan el mismo número de mujeres que de hombres. Fenómenos similares aparecen con todos los colectivos discriminados, perseguidos o vilipendiados. Si citamos a un autor del siglo XVII que se refiere a los judíos en términos despectivos, somos nosotros, al citarle, quien comete una falta de antisemitismo. Los textos se han de depurar eliminando todo aquello que nos resulte injusto. De ese modo, se considera lícito mentir sobre el pasado para no incomodar a los habitantes del presente, porque estos asumen la culpa de sus antepasados y se sienten molestos al sentirse señalados. En relación con este fenómeno, es bastante significativo cómo se modifican las explicaciones históricas en las visitas turísticas según la nacionalidad de los visitantes. Al visitar la catedral de Tarragona, algunos guías turísticos preguntan si hay franceses entre los visitantes. En caso negativo, se cuentan los horrores acaecidos en las escalinatas desde las que se inicia la visita. En caso de hallarse franceses entre los turistas, estos hechos son eliminados del relato.46 46 «El día 28 de junio, de madrugada, el general Suchet ordenó el asalto a la parte alta. Según testimonio del italiano Vacani, el lema del general Suchet al iniciarse el ataque fue “Á égorger!” (‘¡Al degüello!’) (…) Los defensores supervivientes entraron en la catedral. En su interior se encontraban unos 800 heridos y enfermos, y una cantidad considerable de refugiados, la mayoría ancianos, mujeres y niños, que habrían escuchado, en la penumbra del templo, aterrorizados, los tiros y el griterío del exterior, cada vez más cercanos. Las tropas atacantes, persiguiendo a los últimos defensores, penetraron en la catedral. En el interior, con antorchas en las manos, atacaron y saquearon a los indefensos refugiados. Mataron a unos cuarenta e hirieron a muchos más, de tal manera que tan solo quedaron indemnes unas veinticinco personas. Violaron y ultrajaron a muchas mujeres ante los ojos horrorizados de sus familiares. Una monja, que se resistía, fue torturada con las llamas de una antorcha. Otras mujeres, huyendo de sus atacantes, se lanzaron al interior de la cisterna del claustro. Persiguieron a algunos refugiados hasta el campanario y los tejados, y los arrojaron desde allí a la calle. 120 En definitiva, este movimiento que trata de modificar el pasado para ejercer justicia en el presente, o para proteger a quienes puedan ofenderse, consigue justamente lo contrario de lo pretendido. El problema de base es el analizado a lo largo de este ensayo. La reificación de las ficciones sociales y su posterior tratamiento como sujetos de derecho; el uso del discurso histórico como herramienta de manipulación social, el uso identitario e ideológico de la historia, etc. De este modo se llega a prácticas tan absurdas como modificar el texto de una obra literaria para adaptarlo a un lenguaje supuestamente no dañino. Un buen ejemplo es la polémica suscitada cuando una nueva edición de Tom Sawyer y Huckleberry Finn reemplazó la palabra «negro» por «esclavo». En concreto se trataba del término nigger que en el ámbito anglosajón es actualmente un grave insulto. La cuestión es que si un autor escribió utilizando exactamente esos términos ¿hemos de modificar el texto (que es también una fuente histórica) para que los lectores del presente no se sientan ofendidos? Quienes defienden este incorrecto tipo de justicia histórica lo hacen desde una bienintencionada empatía y un loable antirracismo, pero también desde una perspectiva equivocada. Se emplean argumentos del tipo «es muy fácil hablar cuando nunca se ha sufrido discriminación en propias carnes, porque no se conoce, pero intentad tener un poco de empatía y poneros en la piel de un niño negro leyendo en alto para sus compañeros palabras despectivas como, en ese caso, nigger».47 Desde esta perspectiva se deberían expurgar todas las bibliotecas y toda la producción cultural desde el inicio de la escritura. Al fin y al cabo, autores tan respetados y tan alejados en el tiempo como Aristóteles llegaron a afirmar que una prueba de la inferioridad biológica de las mujeres es que incluso tienen menos piezas dentales que los hombres.48 Sería una tarea tan titánica como nociva y estúpida. Pensemos en como «arreglar» el poema del Mío Cid y versos como «Los moros yazen muertos, de bivos pocos veo; los moros e las moras vender non los podremos». Sería bastante difícil buscar un grupo al que nos podamos asignar y que no haya sido vilipendiado por otros. Por ejemplo, ¿es usted español? En uno de los episodios más trágicos, a una muchacha, que se aferraba desesperadamente a la reja del presbiterio para evitar su violación, le cortaron las manos con un sable. A los enfermos y heridos los echaban bruscamente de sus jergones, que rasgaban buscando oro y plata». Extracto de Mata de la Cruz, Sofía. Los avatares de la catedral de Tarragona entre 1808 y 1813. Locus Amoenus 11, 2011-2012, págs. 193 - 213. 47 Extraído de una conversación mantenida por el autor respecto a esta polémica en concreto. 48 Parece ser que nuestro querido filósofo no se molestó en emplear un método empírico tan simple como contar las piezas dentales de la fémina que tuviese más cercana y comprobar que tenía las mismas que él. 121 Pues exija eliminar, o modificar hasta hacer irreconocibles, toda la literatura y el cine anglosajón que nos presenta como unos fanáticos papistas, como una raza inferior de sanguinarios morenos que solo es útil como presa de virtuosos piratas defensores de la libertad, pues podemos sentirnos ofendidos al contemplar tales obras. Tal vez lo más sensato no sea eliminar las huellas de las ofensas y de las injusticias sino tener una relación sana con la historia, que es lo que este ensayo propone. De forma paralela, ocurre un fenómeno muy interesante. Puesto que en multitud de ocasiones es realmente difícil justificar ciertos comportamientos por mucho que se retuerzan los datos, aparece una especie de escala del mal. Se crea la idea, de que la medida de maldad aceptable es directamente proporcional a cuánto nos alejamos hacia el pasado. El ser humano, en su evolución hacia el progreso y la moralidad, se ha ido refinando de forma constante. De este modo, parece que la disposición a ejercer el mal se ha ido atenuando de forma progresiva. Aparece así la idea de que para juzgar la historia de forma justa se ha de tener en cuenta esa escala, de forma que no ha de «puntuar» de igual forma una matanza en el siglo XVIII que en el XXI. Se suele pasar, respaldándose en esta idea, a una concepción de la historia en la cual se evalúa moralmente un comportamiento únicamente comparándolo con el de sus contemporáneos. Por ejemplo, esto se suele argumentar en defensa de un imperio colonial o de un sistema político en comparación con aquellos que comparten el mismo arco cronológico. De este modo, si se quiere blanquear la injusticia del imperio colonial español, basta con compararlo con su coetáneo inglés, mucho más dañino para las poblaciones indígenas en términos generales. Así, se da salida a la necesidad de blanquear la comunidad a la cual el individuo se siente vinculado e incluso se puede construir un discurso histórico que convierta una catástrofe en una acto positivo del cual se debe estar orgulloso. De hecho, es habitual que un ciudadano inglés considere la suerte que tuvo EEUU de ser colonizada por ingleses, puesto que piensa que de haber ocurrido lo contrario sería tan poco próspero como la América Latina. Por el contrario, también podemos encontrar a un ciudadano español incidiendo en la mala suerte que tuvieron los indígenas que habitaban el actual EEUU, pues si hubiesen sido colonizados por españoles no hubiesen sido exterminados en su práctica totalidad. Este tipo de debates surgen de la necesidad psicológica, como venimos defendiendo, de considerar a nuestra comunidad como 122 moralmente aceptable, partiendo de la base de que uno de los rasgos definitorios de la misma es su historia. Para ello se debe generar un discurso histórico aceptable y, ante la difícil tarea de tergiversar los hechos para encajarlos a martillazos en nuestro producto intelectual, se pueden utilizar diversos trucos, como el que acabamos de exponer y que podríamos llamar la «comparación moral sincrónica». Otro ejemplo recurrente del mismo es la comparación entre los regímenes de terror de Hitler y Stalin. Cualquiera de nosotros habrá sido testigo o participado en uno de estos debates clásicos. La grandeur «Si hay una nación orgullosa de ella misma, es Francia. La grandeur es también literaria, al presumir de ser el país con más premios Nobel de Literatura».49 Así comienza un artículo que toma como referencia la famosa y autoatribuida grandeza de la que presumen los franceses. Se trata de una idea con solera histórica, una de esas cadenas de información de las cuales, a través de su uso continuado a lo largo del tiempo, se suele decir que se ha convertido en un rasgo cultural. En este apartado vamos a utilizar este concepto como referencia para uno de los malos usos de la historia más frecuentes. Ya hemos hablado largo y tendido de la autovaloración grupal y de cómo los supuestos méritos históricos pasan de una teórica comunidad histórica al individuo del presente mediante las artes chamánicas del discurso histórico. Sin embargo, cabe destacar que, además, solemos valorar los acontecimientos históricos mediante su grandeza. Los franceses pueden medirla por sus premios Nobel, por su arsenal nuclear o por su historia, y es ahí donde ese concepto entra en nuestro campo de estudio. No se trata de una práctica exclusivamente francesa. Concebimos la historia como una obra de teatro y a nuestro supuesto grupo social como uno de los actores. No solo nos valoramos según la calidad de su actuación, sino también mediante su protagonismo. Nuestra tribu, de ese modo, es grande porque así ha sido su impacto en esa representación que imaginamos como historia. Es indiferente que su impacto lo valoremos como positivo o negativo, pues incluso 49 Roger, M. (2014). Torna la ‘grandeur’ literària. El País. Recuperado de: https:// elpais.com/ccaa/2014/04/21/quadern/1398079705_157158.html 123 se puede llegar a considerar que el papel de villano también concede méritos históricos al grupo. Cuando los franceses sacan pecho por sus méritos históricoliterarios podemos comprender que se trata de una transmisión de méritos de miembros del grupo en el pasado a miembros de ese mismo grupo en el presente, mediante el irracional mecanismo que hemos analizado anteriormente. Pero la grandeur no trata solo de los méritos, sino del impacto en la historia. Los mismos franceses también pueden hablar de su importancia histórica, incluso cuando se consideran a sí mismos los villanos de la representación: Francia es un país importante, por ejemplo, por su pasado colonial, aunque sea percibido como un foco de culpa. Este esquema mental implica que nuestro grupo, a la hora de autovalorarse, acude a la historia y busca protagonismo en la misma. El papel desempeñado es indiferente, pues se trata de medir el impacto en el devenir global. Cambiemos de grupo, para buscar un claro ejemplo de lo expuesto. A Tamerlán se le considera el último de los grandes conquistadores de las estepas asiáticas. En poco más de dos décadas conquistó unos ocho millones de kilómetros cuadrados de territorio. Fue conocido por su extrema crueldad y se calcula que sus campañas costaron 17 millones de muertos. Su «obra» pereció con él, pues a su muerte, y siguiendo las peores tradiciones esteparias, su imperio se dividió entre facciones rivales que se enfrentaron en otra orgía de sangre. Si se ha de buscar algo positivo a su reinado (de terror) siempre se puede encontrar al predispuesto chamán histórico de guardia que, por lo menos, puede alegar que supo «ganar y mantener la lealtad de sus seguidores nómadas», o también que «aunque castigó a las ciudades recalcitrantes e impuso ruinosos rescates a las ciudades que se le sometieron sin lucha, mostró un claro entendimiento del valor del comercio y de la agricultura y tomó medidas para promoverlos, empleando sus tropas para restaurar las áreas y ciudades que habían arrasado». Estas afirmaciones, extraídas de la conocida Wikipedia, muestran perfectamente el mal uso de la historia al que hacemos referencia. Tamerlán es grande, porque tuvo un gran impacto en su época. Aunque racionalmente debamos concluir que se trató de un impacto negativo, podemos obviar este hecho y valorarlo por su grandeur, es decir, puesto que supuso un impacto grande y negativo, podemos seleccionar una de las características e ignorar la otra. Si, por ejemplo, soy uzbeko, puedo autoasignarme parte de esta grandeza mediante la magia del discurso histórico que incluso 124 permite seleccionar los rasgos de los que quiero apropiarme. De ese modo, nuestro grupo puede considerarle un héroe nacional por su grandeza e imprimir billetes con su efigie para que recordemos que poseemos parte de la misma. Una vez convertido en símbolo, siempre podemos lavar su imagen con los mismos trucos utilizados para cualquier personaje histórico, llegando a afirmar que, al fin y al cabo, no era tan mal chico, pues reconstruía parte de lo arrasado y hacía que sus hombres le obedecieran. Borges le dedicó un poema, del cual citamos una estrofa. He derrotado al griego y al egipcio, he devastado las infatigables leguas de Rusia con mis duros tártaros, he elevado pirámides de cráneos, he uncido a mi carroza cuatro reyes que no quisieron acatar mi cetro, he arrojado a las llamas en Alepo el Alcorán, El Libro de los Libros, anterior a los días y a las noches. No cabe duda de que quien ha derrotado a tantos y ha elevado pirámides de cráneos es grande, muy grande. Aunque cualquiera de los que dicen ser sus herederos simbólicos renegaría de este tipo de hazañas si se dieran en el presente, al mismo tiempo es capaz de defender que, si bien fueron atroces, también fueron importantes. A través del uso del discurso histórico para manipular nuestra realidad intersubjetiva somos capaces incluso de aislar uno de los atributos de un acontecimiento histórico, vincularlo de forma descontextualizada a un supuesto grupo humano que falsamente suponemos que mantiene su identidad coherente a lo largo de los siglos y, finalmente, volver a vincularlo con los individuos y estructuras sociales del presente. La cantidad de ficciones sociales utilizadas en este proceso es realmente reseñable y por ello es una muestra perfecta de lo elaborada que puede ser la práctica de la manipulación social a través del discurso histórico. 125 La concepción lineal de la historia En este caso vamos a analizar una visión histórica bastante extendida que también constituye, a nuestro parecer, un mal uso de la misma. Podríamos definirla como aquella que concibe la realidad en la cual el sujeto vive como el resultado natural, lógico e inevitable del devenir histórico. En primer lugar, argumentaremos que se trata de una visión histórica equivocada, aunque de una larga tradición historiográfica. También explicaremos cómo da lugar a un abuso interpretativo de la historia. Una vez completadas estas tareas, qué mejor que un ejemplo concreto. Como no podemos conocer aquello que no tiene nombre, llamaremos a esta visión de la historia como de concepción lineal, puesto que es un concepto bastante gráfico. Para explicarla, echaremos mano de un texto de Josep Fontana. Dice así: «Toda visión global de la historia constituye una genealogía del presente. Selecciona y ordena los hechos del pasado de forma que conduzcan en su secuencia hasta dar cuenta de la configuración del presente, casi siempre con el fin, consciente o no, de justificarla. Así el historiador nos muestra una sucesión ordenada de acontecimientos que van encadenándose hasta dar como resultado natural la realidad social en que vive y trabaja, mientras que los obstáculos que se opusieron a esta evolución se nos presentan como regresivos, y las alternativas a ella, como utópicas». El autor nos habla de la historiografía y del trabajo del historiador, el profesional que realiza una actividad intelectual. Sin embargo, no es en este campo en el cual se mueve este ensayo, pues analizamos las visiones históricas del gran público, y los abusos interpretativos que se derivan de ellas. Sin embargo, si como nos advierte el citado autor, se trata de una práctica habitual entre los creadores de este producto intelectual que es el discurso histórico, podemos inferir cuánto más común lo será entre sus consumidores. Debemos, no obstante, introducir un matiz. Esa configuración del presente de la cual nos habla no es otra cosa que la realidad social en la cual vive el sujeto. El fin de esta visión histórica no sería otra que justificar la realidad. Pero nosotros vamos a utilizarla en un sentido más amplio. Vamos a sustituir el verbo justificar por el concepto de explicar. Todo sujeto siente la necesidad de explicar la realidad en 126 la que vive, lo que le lleva a la construcción de una visión de la historia. Pero es evidente que no todo el mundo justifica la realidad en la que vive. El sueño de los totalitarismos es conseguir que toda la población comparta la justificación histórica de su existencia y, por tanto, de su funcionamiento real. Sin embargo, en cualquier sistema, las personas necesitan explicar la realidad en la que viven, aunque les provoque un rechazo frontal. Se trata de saber cómo hemos llegado hasta aquí, independientemente de que este lugar en el que estamos nos resulte agradable o no. En definitiva, la necesidad de explicar el sistema social en el que se vive es independiente de la aquiescencia al mismo. Según la visión lineal de la historia, esta se presenta como una serie de sucesos que, con avances y retrocesos, lleva inevitablemente a la realidad presente. Parte de un axioma, que se puede enunciar con el simple concepto de que nuestra realidad es la única posible. Este concepto no es incompatible con pensar que nuestra realidad no es la adecuada, que habría sido mejor de otra manera, o que en el futuro pueda ser completamente distinta. Lo que afirma es que existe una única línea posible de desarrollo histórico, que conocemos mirando hacia el pasado, que nos lleva inevitablemente hasta nuestro presente y podemos intuir, o no, hacia dónde nos llevará en el futuro. La historia es, pues, como una carretera en la que no existen intersecciones, en la cual la humanidad camina sin descanso. La historia simplemente consistiría en explicar el camino recorrido. Partiendo de esta base, se concibe la historia como un conjunto de fenómenos sociales que acaban llevando de una forma natural, lógica e inevitable, a la realidad presente, que necesariamente acabaría siendo así y cuya configuración las distintas fuerzas históricas solo han contribuido a acelerar o ralentizar. Por tanto, el resultado final es la consecuencia lógica de la combinación de factores que de forma natural, es decir, por su propia dinámica, sin ser exteriormente forzados, dan lugar a una respuesta inevitable. Aunque se fuerce su configuración, una vez esa presión externa desaparezca, vuelven a seguir sus tendencias naturales, hasta llegar al resultado conocido. Los diferentes agentes históricos solo han conseguido acelerar o frenar temporalmente el resultado, que es natural, lógico e inevitable. En otras palabras, los distintos sucesos históricos solo han conseguido que transitemos por esa carretera imaginaria más o menos rápido o que incluso retrocedamos sobre nuestros pasos; tal vez, como mucho, desviándonos temporalmente 127 para volver rápidamente al curso marcado que nos lleva, cómo no, hasta la realidad presente. Podemos ejemplificar esta visión histórica con dos metáforas. La primera sería la de una matriz de ecuaciones. Una sociedad humana sería un sistema complejo, pero que funciona según unas reglas lógicas. Se podría simbolizar con una matriz de ecuaciones en las cuales tenemos diversas variables. En cada época los seres humanos han experimentado con distintos valores para las distintas variables, obteniendo distintos resultados. Diferentes agentes históricos han ido privilegiando unas y rechazando otras. Utilizando estas normas lógicas se han ido configurando distintas sociedades. De forma natural, algunos resultados serán mejores que otros. Finalmente, se da con la solución al sistema, aunque sea por el simple método de sucesivos ensayos. Encontraremos avances y retrocesos a lo largo de la historia, a medida que nos acercamos o alejamos de las soluciones correctas. Bajo estas premisas es lógico pensar que, aunque sea por simple aproximación, los diferentes resultados irán siendo más próximos al ideal, aunque este ideal no sea relativo a la acepción de lo más deseable, sino de lo más posible, es decir, más cercano al presente. Pero la realidad no es tan simple. Por seguir con la misma metáfora, el output de esta matriz de ecuaciones no es un resultado o configuración concreta, sino otra matriz dependiente de la primera, y así sucesivamente. No existe un resultado al cual aproximarse, sino que el resultado es una nueva matriz. De este modo, comprendemos que nuestra realidad podría ser totalmente diferente a como es y, por si esto fuera poco, sigue cambiando constantemente. Se trata de un sistema inestable que se reconfigura constantemente sin encontrar jamás un punto de equilibrio. Sería tan simple demostrar lo contrario como resolver las ecuaciones. Sin embargo, nadie lo ha hecho jamás, aunque se tome la realidad presente, que continúa cambiando de forma constante, como la supuesta solución final. La otra metáfora es la del laberinto. Podemos imaginar uno de esos laberintos que usamos como pasatiempo, que consisten en trazar una ruta válida entre una entrada y una salida. La historia sería como una serie de laberintos sucesivos que la humanidad ha ido resolviendo, con mayor o menor acierto, para ir pasando al siguiente nivel. El sentido de progreso o fracaso es siempre el mismo, pues se ha resuelto el laberinto al encontrar la única salida posible, que es una configuración de la realidad. Nuestra realidad presente, es la que 128 existe mientras buscamos la salida del siguiente nivel. Solo hay una salida posible, y los diferentes agentes históricos ayudan o dificultan el hallazgo de la salida. Desde esta perspectiva, se valorarán positivamente aquellos fenómenos históricos que nos ayudasen en su momento a resolver más rápidamente el laberinto de turno, y viceversa. Para la concepción lineal de la historia el devenir histórico se presenta, por tanto, como una serie de problemas resueltos con mayor o menor acierto. Sin embargo, se obvia el hecho de que ante un problema se pueden hallar diferentes respuestas. O el hecho más básico de que no todos los problemas han de tener, necesariamente, una solución válida. Partiendo de esta visión histórica, llegaremos a un error interpretativo que resulta lógico aplicando la primera. Si la historia es lineal y la aproximación a la realidad presente es lo natural, cualquier fenómeno que hubiese desviado el devenir histórico en una dirección alternativa, habría sido necesariamente un atraso. Recuperando las palabras de Fontana, los obstáculos se nos presentan como regresivos y las alternativas como utópicas. Para pasar de la teoría a la práctica, nada mejor que un ejemplo. Vamos a utilizar un artículo de opinión de Arturo Pérez-Reverte.50 Este autor, con su habitual lucidez, denuncia en el artículo, de forma muy acertada, que se aplican al año 480 antes de Cristo los habituales clichés de lo social o políticamente correcto «(…) de manera que solo ha faltado alguien que denuncie a Leónidas y sus trescientos hoplitas ante el Tribunal Internacional de La Haya por militaristas y xenófobos». No puede estar más acertado. Sin embargo, la parte final del artículo es un claro ejemplo de una concepción lineal de la historia llevada al extremo. «Enaltecidos por los clásicos o desmitificados por los investigadores modernos, lo indiscutible es que, con su sacrificio, salvaron una idea de la sociedad y del mundo opuesta a cualquier poder ajeno a la solidaridad y la razón. Al morir de pie, espada en mano, hicieron posible que, aun después de incendiada Atenas, en Salamina, Platea y Micala sobrevivieran Grecia, sus instituciones, sus filósofos, sus ideas y la palabra democracia. Con el tiempo, Leónidas y los suyos hicieron posible Europa, la Enciclopedia, la Revolución Francesa, los parlamentos occidentales, que mi hija salga a la calle sin velo y 50 Arturo, P. (2007, April 29). Eran de los nuestros | Web oficial de Arturo PérezReverte. Recuperado de https://www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/144/eran-delos-nuestros/. 129 sin que le amputen el clítoris, que yo pueda escribir sin que me encarcelen o quemen, que ningún rey, sátrapa, tirano, imán, dictador, obispo o papa decida —al menos en teoría, que ya es algo— qué debo hacer con mi pensamiento y con mi vida. Por eso opino que, en ese aspecto, aquellos trescientos hombres nos hicieron libres. Eran los nuestros». El hecho de que el sacrificio de Leónidas y sus trescientos permitiese la continuación del flujo de la historia hacia su final natural, evidencia una concepción lineal de la historia. Lo contrario habría sido un desastre, una calamidad. Se habría interrumpido, o por lo menos entorpecido, el natural, lógico e inevitable devenir histórico hacia una serie de logros civilizatorios. Una derrota de los griegos habría interrumpido, temporal o definitivamente, esa evolución lineal de la historia hacia esa configuración del presente que es la única posible y, en este caso, deseable. Dicha derrota habría dado una solución incorrecta a la matriz de ecuaciones, nos habría impedido dar con la dirección correcta hacia la salida del laberinto. Habría supuesto parar, retroceder o desviarse de esa carretera imaginaria que nos lleva al presente. En este caso, la crítica posible ante el ejemplo citado es bastante fácil de realizar y se puede extender sin dificultad al abuso interpretativo del que hemos hecho referencia. No cuesta demasiado entender que, ante una eventual derrota de la avanzadilla espartana, la posibilidad de derrota de los persas no se reducía a cero. ¿Acaso no conocemos campañas militares que, a pesar de tener todo a favor, acabaron en un completo desastre? ¿No podemos imaginar ninguna de las numerosísimas causas que podrían haber frustrado sus planes? Pero también podemos hacer un análisis más amplio y, por tanto, más correcto desde un punto de vista historiográfico, y analizar qué podría haber pasado ante una eventual dominación persa de la Hélade51. En primer lugar, hemos de advertir que una derrota griega no suponía una completa dominación seguida de una aculturación total que hubiese borrado de un plumazo los logros griegos. Podemos rastrear en la historia la diferente fortuna que siguieron las ciudades griegas del Asia Menor, y los avances y retrocesos del poder e influencia del Imperio Persa, con su cambiante suerte. Pero si incluso admitimos que de todos los escenarios posibles tras las 51 Sin caer, por supuesto, en los peligros de los excesos interpretativos de la ucronía, que también denunciamos en esta obra. 130 Termópilas la derrota y sumisión de todas las poleis fuera la única alternativa posible, nos queda todo un mar de contradicciones que sortear. La más evidente es que Grecia acabó siendo dominada por una potencia extranjera llamada Roma. Sin embargo, la cultura griega no desapareció, sino todo lo contrario. Se suele afirmar que los romanos conquistaron a los griegos militarmente, pero que la conquista fue inversa en el sentido cultural. Si los romanos acabaron impregnados de la cultura helena, hasta considerarla como propia ¿por qué hemos de afirmar que el proceso con los persas hubiese sido diametralmente opuesto? ¿Realmente se ha presentado algún argumento en ese sentido, o simplemente se trata de una preferencia sentimental con Roma, ya que también la consideramos de los nuestros? La cuestión de fondo es que no podemos hacer afirmaciones tan rotundas porque, simplemente, no tenemos ninguna base para hacerlas. Más allá del puro voluntarismo en la interpretación de la historia, no tenemos ningún elemento empírico que podamos utilizar. En definitiva, no podemos saber qué hubiese pasado si el episodio de las Termópilas lo eliminamos de la historia. Es totalmente acientífico e irracional hacer afirmaciones en este sentido. Citando a Karl Popper, «no sabemos: solo podemos conjeturar». Sin embargo, una determinada visión histórica sí nos puede llevar a realizar estos abusos interpretativos, ya que se basa en unos axiomas que se dan por ciertos per se. En este caso hemos visto un abuso interpretativo tan flagrante que lleva a conectar, como una relación lineal causa-efecto, el combate en las Puertas Ardientes con la práctica actual de la ablación del clítoris en Occidente. Las leyes de la historia y las comparaciones morales En el apartado dedicado a la historia de la historia ya se ha tratado la infructuosa tarea de buscar unas leyes que la expliquen, emulando a las de las ciencias puras. Sin embargo, en el uso popular de esta disciplina, tal empeño sigue considerándose natural. El lector puede preguntarse cuántas veces habrá contemplado, en sus conversaciones cotidianas, en los medios de comunicación o en cualquier producto cultural, reflexiones que contengan algún tipo de ley histórica. «La historia demuestra que siempre que ha ocurrido esto, luego ha sucedido aquello», «a lo largo de la 131 historia estos fenómenos son cíclicos», «siempre que se produce esto, tiene esta consecuencia». Todos estos razonamientos parten de la misma idea: la historia es una serie de eventos que siguen un patrón claro y una cadena de causa-efecto, de modo que es incluso evidente pronosticar lo que ocurrirá porque dicho patrón se viene repitiendo a lo largo de toda la historia de la humanidad. En definitiva, este abuso interpretativo parte de la concepción de que la historia es algo bastante simple, que presenta una serie de datos que son fácilmente analizables mediante el sentido común y que presentan un patrón claro que, además, siempre se repite. Lo más sorprendente de este tipo de razonamientos es el tipo de series de datos que se toman para llegar a ciertas conclusiones. Cuando los climatólogos desarrollan modelos que intentan comprender los patrones que nos permitirán predecir si mañana lloverá, usan series de miles o millones de datos. Sin embargo, parece ser que cuando analizamos la historia podemos utilizar una serie de datos inferior en número a los dedos de una mano y extraer conclusiones igualmente válidas. De esta forma, podemos leer o escuchar razonamientos del tipo «la historia demuestra que siempre que hay una guerra mundial…», es decir, una conclusión extraída a través de una serie de ¡dos eventos! El saber popular, en consecuencia, se siente capaz de discernir si se producirá o no una Tercera Guerra Mundial a partir de la existencia de dos eventos anteriores calificados como tales. Supongamos que lanzamos un dado dos veces y obtenemos los resultados 3 y 4. Entonces llegamos a la conclusión de que un dado es un instrumento que da valores aleatorios entre 3 y 4. Sin embargo, este símil se queda corto, pues es evidente que ese complicado sistema que es el mundo en el que vivimos es bastante más complejo que un simple dado. Además, la variabilidad de un dado es muy limitada y artificialmente acotada, como en todos los juegos de azar. La historia, a pesar de nuestros denodados esfuerzos por encontrarlos, no parece tener límites en sus outputs ni estos se pueden pronosticar mediante ningún patrón conocido. Podemos traer a colación multitud de ejemplos de razonamientos basados en falsas series históricas, pero es un ejercicio que preferimos dejar al eventual lector. Uno de los autores que, probablemente sin quererlo, mejor nos define este problema de interpretación de la historia es Nassim Taleb. 132 En El Cisne Negro52, obra que es válida para todo el ámbito de las ciencias sociales, se utiliza esta metáfora para describir a todos los fenómenos que ocurren por sorpresa en el sentido de que no habían sido previstos y que generan un gran impacto. Taleb demuestra lo insustancial de los análisis económicos al uso y su incapacidad de predecir el futuro mediante una extrapolación de lo que ha ocurrido en el pasado. Los análisis económicos, especialmente aquellos que intentan medir el riesgo, lo hacen mediante el estudio de series de datos históricos pero sistemáticamente se ven destruidos por la aparición de un Cisne Negro. Dicho evento se caracteriza por tres rasgos: que es inesperado, ya que se consideraba tan altamente improbable que era descartado en el análisis; que tiene un alto impacto, sirviendo de punto de inflexión (en la historia, en nuestro caso); y que tiene una predictibilidad retrospectiva, es decir, una vez ya tenemos la serie de datos real y mirando hacia el pasado, podemos concluir que era evitable y previsible. En otras palabras, se crea un discurso histórico que lo explica desde el presente. «Una pequeña cantidad de Cisnes Negros explica casi todo lo concerniente a nuestro mundo, desde el éxito de las ideas y las religiones hasta la dinámica de los acontecimientos históricos y los elementos de nuestra propia vida personal. Desde que abandonamos el Pleistoceno, hace unos diez milenios, el efecto de estos Cisnes Negros ha ido en aumento. Empezó a incrementarse durante la Revolución industrial, a medida que el mundo se hacía más complicado, mientras que los sucesos corrientes, aquellos que estudiamos, de los que hablamos y que intentamos predecir por la lectura de la prensa, se han hecho cada vez más intrascendentes. Imaginemos simplemente qué poco de nuestra comprensión del mundo en las vísperas de los sucesos de 1914 nos habría ayudado a adivinar lo que iba a suceder a continuación. (No vale engañarse echando mano de las repetidas explicaciones que el aburrido profesor de instituto nos metió a machamartillo en la cabeza.) ¿Y del ascenso de Hitler y la posterior guerra mundial? ¿Y de la precipitada desaparición del bloque soviético? ¿Y de las consecuencias de la 52 El cisne negro se ha empleado como metáfora de lo imposible desde que Juvenal, en sus Sátiras, escribiese «¿Dices que no se puede encontrar una esposa digna entre toda esta multitud? Bueno, que sea guapa, encantadora, rica y fértil; que tenga ancestros antiguos en sus salones; que sea más casta que las desgreñadas doncellas sabinas que detuvieron la guerra, un prodigio tan raro en la tierra como un cisne negro» Sin embargo, una expedición holandesa, mientras buscaba a un navío desaparecido, encontró cisnes negros en la actual Australia, en 1697. 133 aparición del fundamentalismo islámico? ¿Y de los efectos de la difusión de internet?».53 En definitiva, el mal uso de estas series históricas está relacionado con el viejo problema del razonamiento inductivo. La inducción es el método de razonamiento que parte de lo particular para llegar a lo general; en nuestro caso, que parte de los datos que nos ofrece la historia para llegar a principios generales. El filósofo Bertrand Russell contaba la historia de un pavo que observó que todos los días, independientemente de las circunstancias, le alimentaban a las 9 de la mañana. Ya que se trataba de un pavo inductivo, llegó a la conclusión de que podía llegar a una ley universal del tipo «el granjero siempre me alimentará a las 9 de la mañana». Sin embargo, el día de Navidad, apareció el granjero y le cortó el cuello. Su razonamiento inductivo había fallado porque su serie histórica de datos estaba incompleta en muchos sentidos. Sin embargo, a pesar de esta advertencia, al reflexionar sobre la historia nos comportamos como pavos inductivos, solo que empeorando en mucho la fábula de Russell. Mientras el pavo mencionado había llegado a esa conclusión mediante la observación de cientos de días consecutivos, nosotros nos consideramos capaces de afirmar que Rusia no se puede invadir a raíz de dos sonados fracasos; que ya no habrá grandes revoluciones como consecuencia del fracaso de jacobinos y bolcheviques; que veremos nuevas revoluciones industriales porque ya estamos inmersos en la cuarta (aunque esa cifra también varíe según el autor); que cada nueva revolución industrial genera parados que luego son absorbidos por nuevas ocupaciones porque así ha ocurrido anteriormente; que conseguiremos capear los problemas del medio ambiente gracias a la tecnología, porque ya hemos solucionado otros problemas antes (aunque ninguno similar). Como el lector podrá observar, son aseveraciones muy arriesgadas que se lanzan alegremente, pero que, al estar «garantizadas por la historia» pasan por ciertas. Nosotros no nos atreveremos a tanto y, muy al contrario, lo consideraremos un razonamiento tan falso como imprudente. 53 Taleb, N. (2012). El cisne negro (15.ª ed., p. 24). Barcelona: Paidós. 134 Correlación no implica causalidad Para ilustrar el concepto de que correlación no implica causalidad podemos acudir directamente a un conocido blog de divulgación científica.54 Cuando algo está perfectamente explicado, no hace falta añadir más. «Tomemos un típico titular sobre un estudio científico tipo “Un estudio afirma que las personas que fuman ligan más”. Leemos la noticia con más profundidad y vemos que un grupo de experimentadores ha comparado el grupo 1 “fumadores” con el grupo 2 “no fumadores” y ha constatado que el grupo 1 tenía un historial de experiencias sexuales mayor que el grupo 2. Hasta aquí todo normal. El problema es la conclusión que el lector puede extraer, o incluso el periodista o los mismos científicos. La conclusión que parece desprenderse es “fumar causa más ligues”. Y aquí está el problema. Esa es, contrariamente a la intuición, una conclusión muy precipitada. Y es que una correlación entre A y B no implica que A cause B. Correlación no implica causalidad, o dicho de manera algo más pedante “Cum hoc ergo propter hoc”. Vamos a explicar esa afirmación con más detalle. Hecho: Constatamos que a más A, más B; y que a menos A, menos B. Es decir, una correlación entre A y B. Posibilidad 1: A causa B. Es la conclusión precipitada. En nuestro ejemplo, fumar causa más ligues. Posibilidad 2: B causa A. Primera sorpresa, llamada “falacia de dirección incorrecta”: la causalidad era inversa a lo que pensábamos. En nuestro ejemplo, muchos ligues causan fumar, en lugar de que fumar cause más ligues. Por ejemplo, hipoteticemos que las personas que ligan mucho se estresan más y por tanto fuman más para lidiar con ese estrés. Otro ejemplo: en la edad media, se pensaba que los piojos daban buena salud porque no se veían en gente enferma. En realidad era al revés, la buena salud hacía probable que tuvieras piojos, porque los piojos picaban a casi todo el mundo menos a los enfermos. Posibilidad 3: A causa C que causa B. Una variable intermedia que 54 Naukas. (2012, August 1). Correlación no implica causalidad - Naukas. Recuperado de https://naukas.com/2012/08/01/correlacion-no-implica-causalidad/ . 135 no habíamos tenido en cuenta a la hora de analizar los datos. En nuestro ejemplo, pongamos que la gente que fuma tiende a salir más a la calle (por ejemplo en el trabajo haciendo la pausa del pitillo), y eso hace que la gente ligue más. La realidad no consistía en que fumar causara más ligues, sino en que fumar causa más salidas a la calle (variable C) y eso causa más ligues. (…) Posibilidad 4: C causa A y B. Se suele referir a este fenómeno como “relación espuria”. Esta vez, la variable tercera causa los dos fenómenos. En nuestro ejemplo, hipoteticemos que las personas que son más despreocupadas (variable C) fuman más, pongamos que porque no están tan asustadas por las enfermedades pulmonares. Y ligan más, pongamos que porque no están tan preocupadas por el rechazo». Podemos traer a colación un par de anécdotas históricas sobre el mal entendimiento de la correlación. Durante la Segunda Guerra Mundial, los aliados se propusieron reforzar el blindaje de los bombarderos,55 pero solo en aquellas zonas en las que fuera más probable que los disparos de los antiaéreos los derribaran, puesto que reforzar todo el fuselaje era inviable por el aumento de peso que supondría. Los militares pensaron que las zonas con mayor número de impactos eran las que se debían reforzar. Parecía haber una clara correlación. Pero la relación causa-efecto era la contraria. Los matemáticos demostraron que precisamente había que reforzar las zonas de los aviones que presentaban menos impactos, puesto que los aviones analizados eran los que habían conseguido volver a la base, es decir, los supervivientes. Algo parecido había ocurrido durante la Primera Guerra Mundial con la introducción del casco.56 Por aquel entonces, los ejércitos solían utilizar simples elementos textiles para adornar las cabezas de los soldados de infantería. El casco metálico como equipo estándar finalmente se introdujo, pero sus defensores debieron ganar un duro debate. Cuando por fin se salieron con la suya, recibieron preocupantes informes sanitarios que parecían indicar que había sido una mala idea, ya que el número de ingresados con heridas en la 55 Pedro, G. (2020, June 21). Las matemáticas detrás de los aviones aliados de la Segunda Guerra Mundial. Recuperado de https://www.abc.es/ciencia/abci-matematicasdetras-aviones-aliados-segunda-guerra-mundial-202006210220_noticia.html. 56 (2015, August 12). Solución: Resuelve el acertijo histórico. Recuperado de: https:// www.abc.es/juegos-logica/20150812/abci-juego-logica-solucion-201508112015.html 136 cabeza había aumentado. Nuevamente, la relación causa-efecto era la contraria: precisamente había incrementado el número de heridos en los hospitales porque anteriormente hubieran ido directamente a la morgue. Podríamos pensar que estos fallos en la aplicación de la lógica poco tienen que ver en cómo interpretamos la historia más allá de algunas anécdotas más o menos curiosas, pero la realidad es que utilizamos la correlación entre fenómenos de forma muy abusiva en nuestros discursos históricos. Supongamos que nuestro amigo el historiador-chamán desea fortalecer la posición política del líder de nuestra tribu. En su discurso histórico aparecerán claras correlaciones entre el inicio de su mandato y todos los eventos positivos acaecidos. De esta forma, la visión de la historia común en la tribu se modificará del modo deseado y, con ella, la realidad intersubjetiva, obteniendo el efecto deseado: el apoyo al líder, a sus métodos, a su ideología, a la institución que representa, etc. Por supuesto, se puede transitar el camino opuesto. En ese caso se podrá encontrar correlación entre todos los eventos negativos y el nuevo liderazgo. También, como hemos visto, se podrá invertir la relación causa-efecto o introducir a voluntad terceros elementos que desmonten los discursos de chamanes rivales. Podríamos argumentar que esto pasa en todos los ámbitos y que el gran público tiene la capacidad suficiente para detectar falacias lógicas. Pero debemos tener en cuenta que la construcción de un discurso histórico consiste en unir unos puntos de información contrastable utilizando unos nexos que pueden ser más literarios que científicos. En otras palabras, la opacidad epistemológica propia de la historia facilita enormemente este recurso al chamán-historiador. Pongamos por ejemplo un debate clásico en la historiografía. La correlación entre la extensión del cristianismo y la decadencia del Imperio Romano. ¿Fue la extensión del cristianismo la que causó la decadencia imperial? ¿Acaso fue al contrario y un imperio debilitado era más proclive a la extensión de una nueva religión? ¿Acaso hay terceros factores que vinculan la correlación entre ambas tendencias? ¿O tal vez no existe ninguna relación entre las dos variables y es fruto del puro azar? Si los historiadores profesionales han debatido sobre temas como este durante décadas, imaginemos la disparidad de opiniones que podemos encontrar entre el público general, ya que, el hecho de no tener formación alguna sobre el tema, evidentemente, no nos va a privar de nuestro derecho a opinar. No hace falta seguir 137 argumentando que este es, precisamente, el terreno perfecto para fabricar discursos históricos por encargo al gusto del cliente, según sus filias y fobias. La historia historizante Anteriormente, hemos analizado la historia positivista. La Escuela de Annales se refiere a ella de forma despectiva como histoire événementielle (de los acontecimientos o evenemencial en español). Uno de sus pilares, Lucien Febvre, utilizaba el término historia historizante, que nos parece muy descriptiva. El arquetipo de la práctica a superar era Leopold von Ranke quien afirmaba que «a la historia se le ha asignado la tarea de juzgar el pasado, de instruir el presente en beneficio del porvenir. Mi trabajo no aspira a cumplir tan altas funciones. Solo quiere mostrar lo que realmente sucedió».57 Ranke se preocupaba de la utilización de documentos históricos totalmente verificables respecto a su autenticidad para, idealmente, construir el discurso histórico basándose exclusivamente en ellos. De este modo, la historia era una sucesión de hechos verificados, y el discurso histórico una narración de lo que realmente sucedió. Actualmente, se da por superada esta utopía historiográfica puesto que es imposible explicar el pasado simplemente utilizando una serie de hechos reflejados en los archivos sin añadir ningún tipo de interpretación. Ya hemos tratado con anterioridad este tema, pero podemos recordarlo mediante el testimonio de Georges Duby. En una entrevista explicaba que los hechos nos dan una serie de puntos que el historiador une para conseguir el dibujo deseado: «Lo que intento hacer, basándome en esos testimonios, es, en primer lugar, establecer cualquier tipo de relación entre estas huellas. A partir de ese momento interviene la imaginación: cuando trato de llenar estas lagunas, estos intersticios, de tender puentes y rellenar las fallas, este no dicho, este silencio, de alguna manera, ayudándome de lo que ya sé.»58 57 Recogido en F. Stern, The Varieties of History, cap. 3: Jamos Joll, National Histories and National Historians: Some German and English views of the Past, Londres, German Historical Institute, 1985. 58 Duby, Georges, Diálogo sobre la historia: conversaciones con Guy Lardreu, traducción de Ricardo Artola, Madrid, Alianza, 1988. 138 Sin embargo, la historia historizante suele ser una aspiración habitual entre el gran público y, lo más preocupante, se confunde con ciertos discursos finalmente utilizados. En no pocas ocasiones podremos encontrar a nuestros conciudadanos afirmando que la enseñanza de la historia debería limitarse a mostrar los hechos objetivos, tal como fueron, evitando cualquier otro tipo de interferencia, que automáticamente será calificada de adoctrinamiento. Parece ser, según este razonamiento, que la enseñanza se divide en dos tipos que son la educación (cuando lo que se enseña nos gusta) y el adoctrinamiento (cuando no nos gusta). La historia tal como fue, por tanto, constituye una serie de reyes, dinastías, batallas, tratados, anexiones, independencias, constituciones, etc., que son hechos objetivos y contrastables, ordenados cronológicamente y asignados a una época, que se han de memorizar como si de una letanía se tratase. De este modo, tal como afirma este mal uso de la historia, se obtiene un discurso neutro y objetivo. Se pueden plantear muchas objeciones a esta postura, pero vamos a plantear únicamente las dos más básicas. Por un lado, cabe preguntarse para qué serviría este tipo de enseñanza. ¿Qué utilidad tiene para un estudiante la memorización de una serie de hechos que no van asociados a ningún análisis de su contexto? La respuesta la encontraríamos en el anteriormente citado mal uso de la historia como fuente de una supuesta cultura general que el ciudadano ha de aprender para ser simplemente considerado una persona respetable. Pero también hemos de ser conscientes de que ese listado de hechos está relacionado con una identidad que se quiere construir. Se seleccionan los hechos que se quieren asociar a la identidad política que el poder quiere inculcar a sus ciudadanos, uniéndolos psicológicamente a una entidad (una ficción social) a la que se ven vinculados por una cadena de hechos ocurridos dentro de ese conjunto humano y no fuera de él. El nacionalismo ha utilizado este mecanismo para inculcar de forma más o menos sutil el sentimiento de pertenencia a un grupo humano y su relación con otros distintos, imbuyendo sentimientos de amistad u hostilidad. Ello nos lleva al siguiente punto, puesto que, por otro lado, podemos argüir que el mero hecho de la selección de los acontecimientos tratados echa por tierra cualquier supuesta intención de objetividad. ¿Por qué esos hechos y no otros aparecen en la selección de datos a recordar? 139 La selección no será neutra y los hechos silenciados en esa criba serán los que saltarán a la vista del ojo experto, clamando la atención de quien está instruido en las artes chamánicas de la historia. Al fin y al cabo, qué libros son los arrojados al fuego es lo que mejor nos describe al inquisidor. El pensamiento mágico y la falacia ad consequentiam Un argumento ad consequentiam es un tipo de falacia lógica que consiste en valorar una afirmación basándose en las consecuencias que tendría en caso de ser cierta. Puede ser positiva o negativa, en el sentido de que adquiere la forma «esto es cierto / falso porque sus consecuencias serían deseables / indeseables». En el caso que nos ocupa, esto es, refiriéndonos al uso popular del análisis histórico, nos interesa su forma negativa, que suele expresarse como «eso es demasiado malo para ser cierto». Cuando nuevas investigaciones históricas o la simple exposición de puntos de vista diferentes a los que el receptor de la información considera ortodoxos irrumpen en el discurso histórico, puede utilizarse esta falacia. Es bastante notable la resistencia que existe entre cierta parte del público a la hora de incorporar nuevas informaciones que modifiquen su visión de la historia en un sentido negativo o que suponga un menoscabo a la reputación de personajes o instituciones. Reaccionar con un argumento tan notablemente incorrecto como «eso es demasiado malo para ser cierto» parece ser totalmente lícito cuando tratamos sobre temas históricos. Pongamos como ejemplo la Transición. Cuando un autor pone en tela de juicio la visión idílica de ese proceso histórico que ciertos discursos históricos defienden a capa y espada, es notable la reacción con un argumento ad consequentiam. No se puede cuestionar la Transición, puesto que, si se muestran sus sombras, estas empañan el modelo político actual, ya que emana de ella. Por tanto, los argumentos que se expongan en contra de la visión de la Transición como un proceso ejemplar han de ser falsos porque la consecuencia es indeseable. Otro buen ejemplo es la reacción de parte del público cuando se desveló que la inteligencia británica había sobornado a muchos altos cargos del franquismo para que España no entrara en la Segunda 140 Guerra Mundial.59 Puesto que este discurso histórico modificaba la visión histórica del franquismo, fue rechazado por muchos como falso. Caía el mito de que Franco, al menos, había evitado la entrada en la guerra gracias a su visión política. Como esta consecuencia no es deseada por una buena parte de la población, entonces la información ha de ser falsa. No fue necesario mayor argumento. Una versión más extrema de este mal uso de la historia consiste en defender que cualquier modificación de la visión de la historia del sujeto receptor de la nueva información es indeseable, por lo que cualquier argumento que la intente modificar es falso. En otras palabras, el lector habrá asistido a un intercambio de argumentos que se zanja con un tajante «a ver si me vas a decir que nos han engañado toda la vida». En este caso, la visión de la historia se identifica con los discursos históricos recibidos a través del sistema educativo o con aquellos que tienen consenso social. La historia historizante es la única verdadera y, por si esta afirmación no es lo suficientemente tajante, se rechaza como incorrecto cualquier argumento que cuestione su contenido. Nos cuesta admitir que nos hemos equivocado, porque eso implica que somos menos inteligentes de lo que pensábamos. Como reverso de este mal uso de la historia, podemos encontrar un argumento simétrico, pero contrario. En este caso, se defiende que «si es suficientemente malo, entonces ha de ser cierto». Podríamos definir el pensamiento mágico como aquel que pone en igualdad de condiciones explicaciones con base racional con otras que carecen de ella. Para el pensamiento mágico, cualquier explicación es igualmente válida prescindiendo de su racionalidad, cientificidad o rigor histórico. Dentro de esta familia de pensamientos, podemos encontrar todo tipo de explicaciones históricas que tienen un patrón común. Se oponen frontalmente a lo que llaman historia oficial, que no es otra cosa que aquella basada en el consenso de los profesionales en la materia. Al no tener una base racional, sino más bien todo lo contrario, comparten una característica que entra dentro de lo que hemos denominado argumento ad consequentiam. Su discurso es rompedor, contradice el consenso de la población y aceptarlo supuestamente convierte a su usuario en un ciudadano despierto frente a las mentiras que 59 Pablo, E. (2016, 25 de septiembre). Cómo Churchill sobornó a los generales de Francisco Franco para que España no entrara en la Segunda Guerra Mundial - BBC News Mundo. Recuperado de https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-37445022. 141 las masas ignorantes comparten. Dado que esta consecuencia es deseable, entonces el discurso es cierto. Si valoramos una afirmación en función de las consecuencias que tiene si es cierta, entonces, dado que la consecuencia es convertirnos en el despierto frente a los dormidos, la afirmación ha de ser cierta. Pensará el lector que este patrón de pensamiento es demasiado simple, pero si se analizan racionalmente ciertos discursos históricos pertenecientes al pensamiento mágico, se cumple la norma de que su único apoyo es la falacia lógica mencionada. Pensemos en varios ejemplos. Un terraplanista es un caso extremo, pero los individuos que defienden una visión de la historia basada en la aplicación literal de textos religiosos no son tan infrecuentes. Hasta la primera mitad del s. XX, es decir, hasta hace nada en términos históricos, era habitual enseñar en las escuelas públicas que se podía calcular la edad de la Tierra sumando las edades de los personajes aparecidos en la Biblia60. Pensemos en los defensores de las explicaciones históricas basadas en la continua intervención de los alienígenas, muy frecuentes en cierto canal televisivo que se autodenomina histórico. En uno de sus programas llegan a afirmar que todas las creaciones intelectuales de los seres humanos son realmente conexiones de nuestro cerebro a una base de datos alienígena de la cual vamos descargando nuestros avances científicos y artísticos. Pensemos en los defensores de las teorías de la conspiración extremas que afirman que absolutamente todo lo que pasa en el mundo, desde hace siglos, está dirigido y preplaneado por una pequeña secta secreta del tipo que se quiera elegir. ¿Qué tienen en común todos estos discursos históricos? En primer lugar, que no tienen forma de presentar ninguna prueba de sus afirmaciones más allá de utilizar el pensamiento mágico, que hemos definido como aquel que pone en plano de igualdad un argumento racional con otro que no lo es. Por otra parte, se apoyan en la falacia ad consequentiam. El resultado de apoyar esa visión de la historia es que se posee un conocimiento poco frecuente y por lo tanto valioso, por lo que el individuo afortunado con tal tipo de revelaciones es superior a la mayor parte de sus congéneres. Puesto que saber que realmente los fósiles de dinosaurio los colocó Dios para probar nuestra fe, que Velázquez pintó las 60 Un buen ejemplo es esta web de contenido religioso que, en primer lugar, pone en pie de igualdad los argumentos racionales e irracionales (pensamiento mágico) para finalmente decantarse por los segundos y datar la Tierra en 6000 años. ¿Cuál es la edad de la tierra? ¿Cuántos años tiene la tierra? GotQuestions.org (n.d.). Recuperado de https://www.gotquestions.org/Espanol/edad-tierra.html. 142 Meninas gracias a una conexión con los aliens y que los mismos que eliminaron a los templarios hicieron lo propio con Kennedy nos convierte en iluminados superiores en sabiduría a nuestros dormidos conciudadanos, estas teorías han de ser ciertas. Otra vez nos encontramos con las ideas esbozadas sobre la memética. Las cadenas de información intentan reproducirse seduciendo al huésped: su contenido es irrelevante para ello. Por esta razón, los argumentos contra la naturaleza de dicha información son inútiles si el efecto provocado en el huésped es el deseado. Al fin y al cabo, como dijo George Lakoff, «la idea de que la gente abandonará sus creencias irracionales ante la solidez de la evidencia presentada ante ella es en sí misma una creencia irracional, no apoyada por la evidencia». El sesgo del éxito Cuando Sapiens mira a su pasado no puede evitar valorar, clasificar y jerarquizar. Al hacerlo, suele aplicar sus prejuicios, obteniendo una visión de la historia deformada. La historia se suele ver como una lucha entre distintos actores en la cual unos eligieron el camino correcto (el que nos lleva hasta el modelo actual) y otros erraron en sus decisiones. Por tanto, unos consiguieron el éxito y otros fracasaron. Como solemos utilizar la misma lógica para analizar complicadísimos procesos sociopolíticos que para explicarnos el comportamiento individual de nuestros semejantes, concluimos que simplemente unos actores históricos eran más talentosos que otros. No olvidemos la sempiterna reificación: un país, un imperio, un modelo político, una institución, una religión o una cultura son analizados como si se tratase de personajes de una obra teatral, los cuales son susceptibles de ser más o menos habilidosos ante determinadas situaciones, lo que les llevará al éxito o al fracaso. Desde esta perspectiva, surge el abuso histórico que nos hace tener una mirada histórica sesgada por el éxito y que nos lleva a argumentar que los vencedores lo son por su superioridad. Jared Diamond, en su excelente Armas, gérmenes y acero, comienza el ensayo con una pregunta supuestamente realizada por un aborigen australiano: ¿por qué fueron los occidentales quienes llegaron a su tierra cargados de tecnología y no ocurrió al contrario? 143 Cuando la historia pública se pregunta por qué Europa colonizó África y no ocurrió al contrario, suele recurrir a diversas trampas intelectuales. En primer lugar, a razonamientos circulares en los cuales causa y efecto acaban intercambiando su posición a conveniencia. Es habitual, incluso en libros de texto escolares, recurrir a explicaciones de este tipo que inciden en que el mayor desarrollo tecnológico europeo se debe a una temprana implantación de ciertas instituciones, a cambios en la cultura o a transformaciones económicas. Es decir, unos adelantos se sustentan en otros sin resolver la cuestión que se podría replantear del siguiente modo: ¿por qué Europa contaba con estos adelantos y África no? Como se ve, llegamos al mismo punto de partida. La segunda trampa consiste en inventar algún artificio para no contestar a la pregunta. En este caso se puede apelar a los oscuros mecanismos internos de la historia que, ahora sí, resultan realmente insondables, puesto que nos conviene para poder soslayar la cuestión. También se puede acudir al simple azar, presentando a la historia de la humanidad como un juego de tablero en el que, simplemente, debía haber ganadores y perdedores, aunque los méritos fuesen parejos y se determinara la victoria mediante el lanzamiento de un dado. Estas trampas intelectuales vienen dadas por una loable razón, que no es otra que combatir el racismo y el eurocentrismo. Sin embargo, cuando se combate un argumento de forma equivocada, se le alimenta. La explicación racial a los diferentes grados de desarrollo humano en el planeta se puede rastrear durante toda la historiografía contemporánea y podríamos decir que ha sido predominante —o al menos normalmente aceptada— hasta bien entrado el siglo XX. Al no encontrar causas evidentes que expliquen estas diferencias, tanto el razonamiento popular como el erudito señalaron la más evidente de las diferencias, que no era otra que el color de la piel. Debería dedicarse un curso completo en las escuelas a incidir en la máxima de que correlación no implica causalidad y este es uno de los casos más claros de la historia intelectual de la humanidad. Puesto que la correlación entre color de la piel y desarrollo tecnológico era evidente, se infirió la causalidad. La explicación más fácil era que existía una diferencia de inteligencia o de habilidad entre las distintas «razas» que habitaban el planeta y de ahí el diferente grado de «civilización» entre ellas. Cabe destacar, como acertadamente se suele repetir, 144 que este argumento también era conveniente ya que justificaba la subordinación de las razas inferiores a las superiores, idea que arrastra una terrible historia de explotación, maltrato y asesinato. Nos encontramos, en este punto, ante el argumento racista, el cual ha sido tremendamente exitoso. Podemos acudir nuevamente a la memética y considerarlo una cadena de información con alta capacidad de supervivencia y replicación por varios motivos. En primer lugar, explica una cuestión que todos nos habremos hecho en algún momento, es decir, satisface una demanda. En segundo lugar, ha vivido en simbiosis con otras cadenas de información que han sido incentivadas para poder crear una visión de la historia que pueda justificar realidades como el colonialismo, la segregación racial, la rapacidad bélica o el genocidio cuando ha sido políticamente conveniente. En tercer lugar, se trata de un meme que no ha tenido un «depredador» eficaz, puesto que, como hemos visto, se le suele combatir con argumentos que se limitan, básicamente, a soslayar la cuestión. El racismo intelectual ha sido combatido basándose en la inmoralidad de sus resultados, pero no en la base de su argumentación. Por ello, y volviendo a la obra de Diamond, resulta especialmente edificante la buena investigación histórica que ataca la base del problema: la falsa inferencia entre una correlación y una causalidad, buscando otros elementos que expliquen esta aparente vinculación. El autor citado estudia las características biológicas y ecológicas que diferencian Eurasia del resto del planeta y que explican que este continente —pues realmente es una sola extensión de tierra con características ecológicas comunes— haya albergado a sociedades que han prosperado económicamente más rápido que las de otros emplazamientos, haciendo posible su éxito en términos de dominación. Son las condiciones previas al desarrollo de la historia las que dan ventaja a los habitantes de un territorio frente a otros, desmontando explicaciones basadas en supuestas diferencias genéticas, morales o intelectuales. Por supuesto, si el lector quiere profundizar en este tema, se recomienda la lectura de dicha obra, pues lo que en este ensayo nos ocupa es el sesgo del éxito, siendo el desarrollo del racismo como explicación histórica un perfecto ejemplo. El sesgo del éxito podemos definirlo como aquel que deforma la visión de la historia al considerar que un actor histórico necesariamente ha tenido ciertas virtudes en comparación con sus rivales, siendo estas utilizadas como explicación de su éxito. En otras palabras, tendemos 145 a simplificar los discursos históricos apelando al éxito, de modo que emitimos un juicio a posteriori que argumenta una supuesta superioridad que explica el resultado. Por supuesto, este discurso histórico es también adaptativo. Quien tiene éxito hoy y no mañana pasa de ser superior a inferior. Hemos visto anteriormente cómo la URSS había pasado de ser un ejemplo de éxito a ser un ejemplo de fracaso y cómo ello había influido drásticamente en la visión que el público tenía sobre su contribución a la destrucción del III Reich. Del mismo modo, el modelo chino actual, que combina un capitalismo fuertemente controlado por el Estado con un modelo autoritario, es reclamado por muchos como un modelo superior al occidental. La razón de ello es el sesgo del éxito, ya que su espectacular crecimiento económico en las últimas décadas demuestra que su modelo de desarrollo histórico es el correcto. Si en un futuro las tornas cambian, también lo hará el discurso histórico, el cual demostrará que su sistema era inferior. Los juicios a posteriori tienen la virtud de no fallar jamás. El Principio de la Sangre Hemos hablado extensamente de los memes o cadenas de información. Su concreción como ideas sobre la historia hacen que sean tenidas como entes reales dotados de ciertas características mediante la reificación. Ocurre que, en ese ecosistema que es el mundo intersubjetivo, interactúan, compiten y mutan, de forma que aparecen nuevas formas que están totalmente desconectadas de cualquier paralelismo con el mundo físico. En otros casos, construcciones intelectuales con fines concretos son introducidas en ese ecosistema. Sin embargo, Sapiens percibe estas cadenas de información como descripciones objetivas de una realidad única. Dado que son reales, es pertinente realizar preguntas sobre ellas e intentar analizar su naturaleza como si de un objeto físico se tratara. Ello lleva a realizar preguntas que resulta absurdo formular, pues intentamos analizar una pieza de información desde puntos de vista aplicables a otro tipo de realidades. Pongamos un ejemplo concreto. Si se analiza el concepto de nación, del que ya hemos hablado anteriormente, hemos de concluir que se trata de un producto intelectual, no de una realidad material. Las 146 naciones solo existen en la mente de Sapiens y la descripción más acertada sería la de un conjunto de seres humanos que se consideran a sí mismos como tal y se asignan una serie de características, reales o ficticias. En otras palabras, una nación es una idea creada por los seres humanos para categorizarlos en grupos supuestamente homogéneos. Dado que esa categorización es totalmente arbitraria, es lógico que los conflictos nacionalistas sean tan antiguos como la propia idea de nación, puesto que siempre es posible realizar una categorización alternativa, ya que no se corresponde con una realidad objetiva. La idea de nación, sin embargo, es percibida como un ente totalmente real por sus portadores y el lector, o bien es uno de ellos o bien podrá encontrar alguno con suma facilidad. Partiendo de esta incorrecta percepción, hacemos preguntas que resultan absurdas. ¿Desde cuándo existe nuestra nación? ¿Cuáles son sus principales características? ¿Es mejor o peor que otras naciones? ¿Cuáles son sus objetivos, metas o aspiraciones? ¿Cómo es el carácter de nuestra nación? ¿Son aceptables otras visiones sobre nuestra nación? ¿Qué relación ha de haber entre el Estado y la nación? ¿Han de ser lo mismo? ¿Qué derechos tiene la nación? ¿Cuáles son nuestros deberes respecto a la nación? Todas estas preguntas y otras que a buen seguro se le pueden ocurrir al lector resultan igualmente absurdas desde la perspectiva defendida en este ensayo. Por tanto, no es de extrañar que jamás se alcance un consenso en ningún lugar sobre cuestiones que intentan obtener respuestas objetivas a cuestiones que son puramente subjetivas. Es precisamente en este momento cuando llegamos al argumento de la sangre. Muchos cuestionarán, llegado este punto, si acaso es posible que la nación sea solo un concepto que habita en nuestras mentes cuando millones de personas han creído en él durante generaciones, cuando tantos sacrificios se han hecho en su nombre. Este es, precisamente, uno de los argumentos más utilizados en la lectura incorrecta de la historia. Lo que hemos bautizado como principio de la sangre defiende la veracidad de una realidad en función del número de sapiens que han muerto en su defensa. Alcanzado cierto umbral, las pérdidas humanas justifican per se la causa que las provoca. ¿Cómo se osa negar la existencia de la nación cuando tantos de nuestros antepasados han muerto en su nombre? Es evidente que esta proposición, analizada desde un punto de vista exclusivamente lógico, es errónea; pero no nos engañemos, puesto que ya sabemos 147 que la lógica la utilizamos en contadísimas ocasiones y que Sapiens es un ser emocional. Los sacrificios, las privaciones, las pérdidas y el sufrimiento generan un sentimiento de deuda y de comunidad. Es un fenómeno ampliamente estudiado en los conflictos bélicos. Un grupo de hombres que lucha codo con codo va creando un vínculo de camaradería que no es otra cosa que el apego emocional de quienes saben que se protegen mutuamente y que han sufrido peligros y pérdidas comunes. Un grupo de soldados puede ir al frente motivado por ciertas ideas, pero la propia experiencia del combate hace que la ideología acabe siendo secundaria, puesto que acaba transformándose en un grupo tribal sostenido por la capacidad de sacrificar su vida por cualquiera de sus compañeros. Pocos vínculos pueden ser mayores entre los sapiens. De esa forma se explica que cualquier ideología, por equivocada que sea, adquiera a un grupo de fieles que estén dispuestos a luchar hasta el final, incluso cuando se han dado cuenta de que esas ideas que les impulsan son equivocadas y de que ya no existe ninguna esperanza de victoria. Gracias al discurso identitario, nos vinculamos a un grupo al cual se le atribuyen una serie de sacrificios a lo largo del tiempo en defensa de ciertas cadenas de información. De ese modo, aparece el sentimiento de deuda cuando no nos consideramos individuos sino partes de un grupo que trasciende la vida biológica de sus miembros. Si los antepasados de ese grupo han sacrificado sus vidas por unas ideas, se infiere que esas ideas han de ser ciertas. Este absurdo lógico (sacrificio implica veracidad) se convierte en un dogma. El principio de la sangre es utilizado profusamente por todo tipo de chamanes de la historia con interés en mantener viva o encender la llama del odio o de generar ciertas respuestas políticas en la sociedad. La efectividad de esta técnica se explica por la naturaleza irracional de nuestra mirada al pasado, plagada de este tipo de malos usos del discurso histórico. Los héroes Para muchos, la historia no es más que una sucesión de personajes extraordinarios que cambiaron el mundo. Toda visión de la historia necesita un motor de la historia, es decir, una causa que hace posible que una sociedad se transforme en un sentido determinado. Uno de 148 los motores más simples —y lo simple suele ser incompleto— es el que atribuye el devenir de la humanidad a una serie de personajes de cualidades excepcionales que, por un motivo que suele ser místico, revolucionan un campo del saber, las fronteras políticas, las ideas, el arte o cualquier otra faceta de la sociedad que les ve venir al mundo. Esta visión de la historia, en consecuencia, concibe a las sociedades humanas como un sistema estático que se ve súbitamente modificado por el shock que supone el advenimiento de un personaje excepcional. Es lógico pensar, si se acepta este razonamiento, que comprender la historia no es más que comprender las biografías de este elenco de héroes (y villanos). Si bien se trata de uno de los malos usos de la historia más comunes en la historia pública, ciertamente posee una gran tradición intelectual. Podemos citar a dos clásicos de esta mirada al pasado, que representan las versiones fuerte y débil del mismo paradigma. Carlyle (1795-1881), quien repudiaba todo lo que tuviese que ver con la democracia, pero sentía simpatía por las masas desposeídas, elaboró su teoría del gran hombre. La aparición de héroes era el factor decisivo de cambio social y la adoración irreflexiva de estos por parte de las masas, la cura a todos los males. Hijo de un ferviente calvinista escocés, afirmaba que «el hombre ha sido creado para trabajar, no para especular, sentir o soñar»61. El hombre «no había sido enviado aquí para cuestionar, sino para trabajar» y su cometido «es actuar, no pensar». El mundo debía ser guiado por los héroes, los líderes que tenían asignada la ardua tarea de pensar; el común de los mortales debía estar agradecido por ahorrarle esa tarea. De ese modo, llegaba a afirmar que «los hombres deberían estar agradecidos de que los dirijan, siempre y cuando sea de manera enérgica y firme», puesto que «no hay sentimiento más noble en el corazón del hombre que esta admiración por alguien superior a uno mismo». Llegó a ser uno de los historiadores más populares de su época y es fácil de suponer que no obtuvo más que beneplácito desde el poder, pues idealizaba la desigualdad y consideraba como virtuoso al hombre capaz de seguir a otros superiores a él. Sin embargo, puesto que sus doctrinas coinciden en gran medida con el culto al líder propio de los fascismos, ha sido repudiado como profeta tras los desastres provocados por estas ideologías. 61 Todas las citas de este apartado se corresponden con Boorstin, D.J. (1999). Los pensadores (Cap. 23). Crítica. 149 R. W. Emerson (1803-1882) puede presentarse como el contrapunto del anterior, pero realmente su obra presenta una variante de la teoría del héroe. Emerson, norteamericano, era un elocuente defensor de la igualdad de derechos, pero al héroe se le debía seguir porque era una emanación del espíritu de su tiempo, un hombre representativo de su mundo, en sintonía con su tiempo y su país. De esa forma, ambos autores consideraban a Napoleón un héroe, pero para el americano «debió su ascendente a la fidelidad con la que supo dar expresión al pensamiento, la fe y las ambiciones del conjunto de los ciudadanos cultos y activos». Desde la perspectiva que nos ocupa, ambos autores son una excelente muestra de un mal uso de la historia, que es aquel que considera que la misma debe su existencia a la aparición de una serie de personajes excepcionales que impactan en su mundo y lo transforman. La debilidad intelectual de estos planteamientos es que consideran al resto de personas meros sujetos pasivos, actores de relleno en esa representación teatral que es la historia. Las realidades materiales, económicas, sociales, etc., son el atrezzo. Para explicar el advenimiento de esos héroes prodigiosos no tendrán más remedio que recurrir a elementos místicos o no explícitos. Puede parecer que esta forma de analizar el pasado es realmente arcaica y que serán raros los individuos contemporáneos a nosotros que conciban la historia de este modo, pero si rascamos la tenue superficie de la visión histórica de muchos de nuestros semejantes, veremos que realmente imaginan el pasado como un lienzo en el cual distintos «personajes importantes» van dando brochazos de forma sucesiva hasta dejar pintado el paisaje que podemos observar hoy. El lector, a estas alturas del ensayo, podrá adivinar que a muchos de los chamanes que se han hecho pasar por objetivos historiadores les ha convenido propagar este tipo de discurso histórico. Resultará de extrema utilidad resaltar la importancia vital que ciertos héroes han tenido en el pasado de nuestra tribu, lo ventajosos que fueron para ella y lo virtuoso de nuestros antepasados al seguirlos ciegamente, dejándoles a ellos la ardua tarea de pensar, como diría Carlyle. Una vez introducida esta idea en nuestra realidad intersubjetiva, el siguiente paso será vincular al caudillo del presente con los héroes del pasado, y a los disidentes de hoy con las hordas enemigas del ayer. Podemos sentir la tentación de pensar que tales actitudes ya solo son reminiscencias de un pasado cercano pero finito. La realidad, terca y respondona, nos espeta que entre los nuevos populismos pueden rastrearse los viejos y eficaces trucos del chamán historiador. 150 Aunque parezca sorprendente, los historiadores profesionales tampoco han llegado a abandonar nunca la teoría del héroe. Graeber y Wengrow62 nos explican que «a menudo escriben como si todas las ideas importantes de una época determinada pudieran remontarse a un intelectual u otro —sea Platón, Confucio, Adam Smith o Karl Marx— en vez de ver los escritos de esos autores como intervenciones especialmente brillantes en debates que se daban ya en tabernas, cenas formales o jardines públicos (o, tanto da, salas de conferencias), pero que de otro modo nunca se hubieran escrito. Es un poco como pretender que William Shakespeare inventó la lengua inglesa. En realidad, muchas de las mejores frases de Shakespeare resultaron ser expresiones habituales de la época, que todo hombre o mujer isabelino habría dejado caer en una conversación (…)». Juzgando a la historia No podemos juzgar a la historia desde la ética del presente. Se debe tener en cuenta el contexto histórico en el que transcurren los hechos. No podemos ver el pasado con una mirada condicionada por nuestros valores y experiencias, fruto de nuestro presente. Etc. Todas las anteriores afirmaciones son tan ciertas como ignoradas en el día a día del común de los mortales. No podemos evitar juzgar el pasado, pues ese juicio forma parte de nuestros más íntimos circuitos de procesamiento de la información. Lo juzgamos absolutamente todo. Tan pronto como nos presentan a un individuo, nuestro cerebro emite un juicio y lo hace en milésimas de segundo, mucho más rápido de lo que somos capaces de verbalizar. Juzgamos absolutamente todo lo que nos rodea, pues hemos de saber si cualquier situación es una amenaza. Por supuesto, también hacemos lo mismo con cualquier tipo de idea, especialmente en una sociedad como la actual, en la cual opinar ya no es solo un derecho, sino que parece ser incluso una obligación. ¿Cómo no hemos de juzgar el pasado? ¿Realmente vamos a hacerlo utilizando métodos objetivos y teniendo en cuenta el contexto histórico de lo acaecido? La respuesta es evidente. Fuera de los círculos profesionales, la historia es juzgada al mismo tiempo que lo es el emisor del discurso histórico. Tal vez el quid de la cuestión resida en esta última afirmación. Si tenemos en cuenta todo lo expuesto anteriormente en este ensayo, no tendremos más remedio 62 Ariel. Graeber, D., & Wengrow, D. (2022). El amanecer de todo (p. 41). Barcelona: 151 que admitir que nuestra visión de la historia la formamos a través de discursos históricos que emiten quienes quieren ejercer su influencia sobre nosotros. Por tanto, será una necesidad recurrente juzgar tanto la verosimilitud del discurso histórico recibido como la fiabilidad del emisor. Así, formamos una visión de la historia construida por los discursos históricos que hemos admitido como ciertos desde el presente. En consecuencia, es harto difícil que mediante esos bloques de información cribados por nuestro presente, construyamos una visión de la historia que responda a criterios contextualizados en su marco temporal. Pero no desesperemos ni nos flagelemos por ello, pues es tan natural que incluso los historiadores suelen acabar cayendo en esta trampa. El historiador Walter Scheidel publicó recientemente una obra63 defendiendo la idea de que la caída del Imperio Romano fue una suerte para la humanidad. El ensayo se divide en dos partes. La primera versa sobre la cuestión de por qué no se volvió a construir nada parecido a un imperio en Europa a pesar de los distintos intentos posteriores. Este tema no interesa para nuestros fines, pero sí la segunda parte, puesto que afirma que la división de Europa en diversas unidades políticas que tuvieron que competir entre ellas fomentó el progreso de Occidente, lo cual llevó a su posterior hegemonía mundial. La comparación necesaria se hace respecto a China, imperio que se mantuvo unido a lo largo del tiempo pero que, al no tener rivales serios ni competencia interna, se estancó secularmente. Un ejemplo claro sería el descubrimiento de América. China tenía las capacidades para emprender esta empresa, tanto a nivel tecnológico como económico. Pero siendo un imperio unificado, la toma de decisiones era unívoca. El imperio chino decidió cerrarse al mundo y cancelar sus exploraciones, mientras que fueron los europeos los que progresaron en su conocimiento geográfico, pudiendo desarrollar el colonialismo y aumentar su riqueza mediante el comercio, para finalmente comenzar una revolución científica y económica que acabaría por sobrepasar a la civilización china. Esto fue posible gracias a que, si una idea no era aceptada en un centro de poder, podía recurrir a otro, como efectivamente ocurrió en el caso de Colón. El progreso de las ideas también se vio mejorado mediante esta competencia, puesto que los perseguidos en un país 63 Nacho, A. (2020). Lo mejor que el Imperio romano hizo por nosotros fue… caer. Recuperado de: https://www.elconfidencial.com/cultura/2020-09-19/imperioromano-caida-walter-scheidel_2753392/?utm_source=twitter&utm_medium=social&utm_ campaign=ECNocheAutomatico 152 podían huir a otro y aquellas ideas rechazadas por una potencia podían ser adaptadas por sus rivales. El razonamiento expuesto en esta obra no lo consideramos erróneo en absoluto, aunque un fallo fundamental es caer en la tentación de considerar que si estos fenómenos se hubiesen retrasado, no se hubiesen dado. Sin embargo, lo más relevante de este ensayo, para la temática que nos ocupa, es la constatación de que la historia la construimos desde el presente hacia el pasado y no al revés, como nos gusta pensar. Admitamos el razonamiento de Scheidel como totalmente correcto y analicemos cuidadosamente los dos planos en los que ocurre la construcción del discurso histórico plasmado en su obra. En un primer momento, encontramos «la historia en sí» que nos dice que el Imperio Romano colapsó y se dividió en diferentes entidades que no volvieron a reunificarse y que la competencia entre las mismas estimuló la exploración de otras áreas para conseguir una ventaja competitiva. Más allá del conocimiento puramente científico, no nos es de ninguna utilidad, puesto que este pasado se presenta como un hecho consumado que no podemos cambiar y, por tanto, no podemos hacer que mediante su manipulación se modifique nuestra realidad. Tampoco obtenemos un conocimiento práctico que pueda guiarnos en el futuro, porque aquellas condiciones específicas no son extrapolables a otras épocas. En suma, «la historia en sí» se presenta como algo inerte. Sin embargo, tal como defendemos en esta obra, la parte interesante no está en «la historia en sí» sino en la siguiente capa de conocimiento, que es la «interpretación de la historia». El discurso histórico es lo que acabamos consumiendo. Este producto intelectual sí que tiene efectos prácticos y palpables sobre nuestra cotidianidad. En el caso que nos ocupa, cabe recordar que hemos empezado diciendo que fue una suerte que el Imperio Romano cayese y se permitiese, de ese modo, el proceso histórico que llevó a Occidente a la hegemonía mundial. Aquí ya encontramos la prueba palpable de que el discurso histórico se proyecta desde el presente hacia el pasado. Lo bueno, lo deseable, es que la historia haya ocurrido de ese modo y no de otra forma, es decir, que fuesen las potencias europeas y no otras las que se alzasen con la hegemonía mundial. Es por ello que fue una suerte la caída de Roma, porque de lo contrario un imperio fuerte, unificado y tranquilo no hubiese tenido los incentivos necesarios para su expansión ultramarina. En definitiva, lo bueno y lo deseable 153 es que fuese Occidente quien dominase al mundo y no ocurriese cualquier otra cosa. Pero también se muestra una escala de valores concreta, pues se considera exitoso el dominio geopolítico sobre otros parámetros, como podría ser la calidad de vida de los seres humanos. ¿Acaso a los romanos no les hubiese «ido mejor» sin el derrumbe del imperio y todas las calamidades que conllevó? ¿Acaso no sería más deseable un imperio que hubiese mantenido la pax romana y hubiese evitado la ingente cantidad de violencia acaecida en Europa durante siglos? ¿Acaso no hubiesen preferido los indígenas americanos haber podido vivir unas generaciones más sin sufrir el inevitable desastre que se les venía encima? Como vemos, el discurso histórico se crea en torno a un conjunto de valores e ideas que existen en el presente y que proyectamos hacia el pasado. Vemos cómo el conocimiento no se proyecta desde unos hechos objetivos del pasado que estudiamos en el presente, sino que desde nuestros valores juzgamos el pasado y lo recreamos para que nos confirme nuestras preferencias. Lo hacen incluso los creadores profesionales del discurso histórico. Como en cualquier fenómeno histórico, lo que podemos considerar suerte para unos puede ser la desgracia de otros. Concluir que algo fue positivo o negativo en términos absolutos es un ejercicio intelectual que habla sobre el presente, no sobre el pasado. Es el presente el que alteramos mediante el fomento de una serie de valores que son superiores a otros o mediante la apelación a unos sets de reglas mediante los cuales medir la realidad, el éxito, la bondad o la belleza de cualquier cosa. Mientras que la «historia en sí» puede permanecer inalterable, la interpretación de la historia es plástica y podemos crear tantos discursos históricos como nuestra capacidad intelectual nos permita. Podríamos interpretar la caída del Imperio Romano como una desgracia desde la perspectiva de un ciudadano chino. Creó una anormalidad histórica, como fue que China acabase siendo temporalmente desplazada del lugar que le corresponde por naturaleza. Desde la expansión del neolítico por el globo y el surgimiento de la civilización, el área que ocupa la actual China siempre fue más avanzada tecnológicamente, excepto un «bache» que va desde el siglo XVII al presente, periodo durante el cual es eclipsada por Occidente, situación que, por cierto, vemos que empieza a revertirse en el presente. Precisamente, como defiende el autor citado, la expansión Europea a partir del Renacimiento se debió gracias a la caída del Imperio Romano. A partir del XVII coincide con el aislamiento de 154 China respecto al mundo, situación que no debería haberse dado si fuera un espacio fragmentado como el europeo. Por lo tanto, desde esa perspectiva, se puede considerar la caída del Imperio Romano como una desgracia, esgrimiendo la misma argumentación que el autor pero utilizando un set de reglas morales distintas. En definitiva, desde unos hechos históricos sobre los cuales puede haber consenso, pueden crearse infinidad de discursos históricos divergentes. Los primeros solo explican cómo hemos llegado hasta aquí; los segundos, hacia dónde queremos ir, encaminados por nuestros valores. Los hechos históricos hablan del pasado, pero la interpretación que hacemos de ellos habla de nuestro presente y de nuestras aspiraciones para el futuro. La obsesión taxonómica Nos encanta asignar categorías y etiquetas, clasificar y ordenar. Todo nuestro mundo parece ser susceptible de ser atribuido a una categoría concreta. Lo contrario nos provoca una especie de desazón epistemológica. No es extraño que en las redes sociales los hashtags y todo tipo de etiquetas taxonómicas sean tan populares. Este hecho, como es lógico, lo aplicamos también a nuestra visión de la historia. Desde el mismo inicio de la disciplina se han categorizado las épocas, los sistemas políticos, los conflictos, los regímenes, etc. De hecho, muchas de estas clasificaciones se han mantenido en el tiempo aunque hayan perdido su razón de ser. Sin ir más lejos, se sigue hablando de paleolítico y neolítico, cuando en su concepción original se referían a dos estadios tecnológicos cuya característica definitoria era la diferente morfología de los útiles líticos. Los historiadores siguen utilizando estas palabras aunque su significado haya cambiado totalmente, mostrando así el apego a las clasificaciones tradicionales. Sin embargo, este fenómeno, que podría pasar como una simple anécdota, se convierte en un mal uso de la historia cuando se transforma en un fin. Lo que denominamos obsesión taxonómica ocurre cuando se considera que un fenómeno histórico depende principalmente de su clasificación para su comprensión. A raíz de este mal uso de la historia aparecen debates recurrentes, tanto entre 155 la historiografía profesional como entre la popular, que o bien llevan a razonamientos estériles o bien esconden una intención más siniestra, que es la de enmascarar el objeto modificando su descripción. Un buen ejemplo es el del concepto de fascismo, tal como nos cuenta Enzo Traverso.64 En la propia Alemania, desde los años 90, ha ido desapareciendo el uso del término fascismo como categoría a aplicar en la historiografía. El razonamiento desde el debate historiográfico es que fascismo y totalitarismo son conceptos opuestos, de modo que la Alemania nazi no podía ser ambas cosas. El nacionalsocialismo alemán sería algo totalmente distinto al fascismo italiano tanto por el contenido como por la forma, por lo que enmarcar a ambos fenómenos dentro de una corriente fascista europea general es incorrecto e impide estudiarlos correctamente. La tendencia a la menor utilización del concepto fascismo por los historiadores alemanes ha ido paralela al mayor estudio del genocidio judío, del cual tuvieron que pasar décadas, tras la guerra, para que se abordara. Así, el carácter único del exterminio judío no encajaba en una categoría en la que se incluían a Mussolini, Franco, Dollfuss o Antonescu. Por tanto, se ha dado un debate a nivel historiográfico sobre si se ha de resaltar el carácter fascista o el carácter totalitario del nazismo. Como el autor citado explica, podemos preguntarnos si «el desplazamiento de la comparación histórica desde la relación entre el fascismo italiano y el nazismo hacia la relación entre el nazismo y el comunismo, sería más esclarecedora y útil para comparar la naturaleza del régimen de Hitler y la singularidad de sus crímenes», llegando a la misma conclusión negativa. Sin embargo, como el lector ya habrá adivinado, no nos vamos a centrar en los debates de los profesionales, sino en su eco en la historia popular. Como dice Traverso, «no se trata (…) de impugnar la legitimidad de una comparación entre los crímenes del nazismo y los del estalinismo. El problema radica en el uso que se hace».65 El uso político de esta idea se ha utilizado para intentar rehabilitar políticamente al fascismo italiano. Como no nos cansamos de repetir, el pasado no se puede variar, pero su interpretación es totalmente plástica y los chamanes de la historia siempre están dispuestos a complacer los más bajos instintos del cliente. ¿Desea usted convencer a sus conciudadanos de que el fascismo no es tan malo como lo pintan? Pues bien, se puede utilizar el truco de la modificación taxonómica. Como es difícil negar la evidencia de 64 65 Traverso, E. (2006). Els usos del passat. Valencia: Universitat de València. Ídem, pág. 140. 156 las atrocidades nazis, siempre podemos sacar el ítem nazismo del conjunto fascismo e incluirlo dentro del conjunto totalitarismo, dentro del cual también encontraremos al estalinismo del cual usted, querido cliente, sospechamos que no tiene tan buena opinión como del fascismo. De ese modo, podemos dirigir la atención del discurso hacia lo diferente que es el fascismo del nazismo, focalizándola en ese hecho y no en el que queremos ocultar, que es todo lo que comparte con aquel. De este modo, gracias a un supuesto cambio de descripción, hemos modificado la naturaleza del objeto descrito, o por lo menos así se intenta que suceda. Este tipo de retorcidos argumentos es utilizado habitualmente para justificar todo tipo de dictaduras. Cuando se critica la violación de los derechos humanos por parte de un régimen o cualquier tipo de organización, sus defensores suelen recurrir a la taxonomía para evitar que se le cuelguen las etiquetas indeseadas, sean estas las de nazi, comunista, antisistema, terrorista, fascista, anarquista, fundamentalista, fanático, etc. Los ejemplos son tan habituales que no vamos a utilizar espacio en este ensayo para ejemplificar lo que el lector puede experimentar en cualquier conversación cotidiana. La comparación con otros actores históricos y el uso interesado de supuestas clasificaciones suelen utilizarse para defender las posturas políticas que son incómodas porque implican cierto tipo de violencia o represión. De ese modo, el lector podrá rastrear en los medios de comunicación diversos ejemplos. Al régimen chino se le calificará de comunista o capitalista dependiendo del discurso que se desee vender. Al franquismo se le calificará o no de fascista según las preferencias del usuario, al castrismo de dictadura o de sistema revolucionario dependiendo de los gustos del cliente o a la dictadura de Pinochet de genocida o autoritaria según los abusos que se deseen justificar. En ocasiones se llega a tal paroxismo de este abuso que sería cómico si no fuesen trágicas sus consecuencias, pues individuos que defienden abiertamente regímenes y organizaciones terroristas argumentan que un acto de esas características deja de serlo al cambiarle la etiqueta asignada. Lo sorprendente de esto es que, incluso en ocasiones en las que se utilizan argumentos pseudo-históricos tan toscos, muchos los dan por válidos: tal es el poder de la fe en el efecto en el discurso histórico como transformador de la realidad. 157 Hobbes contra Rousseau Toda simplificación encierra una falsificación, pero nos arriesgaremos a ello al asegurar que buena parte de la historia del pensamiento contemporáneo occidental se basa en la lucha entre dos visiones del mundo que se corresponden con los arquetipos encarnados por los dos pensadores mencionados. Los partidarios de Rousseau, suelen juzgar a la historia desde la perspectiva del progreso y de la bondad intrínseca del género humano. Este pensamiento es heredero del mito del buen salvaje de Rousseau: el hombre es bueno por naturaleza, pero la sociedad lo corrompe. Por tanto, ante las catástrofes cíclicamente causadas por el hombre, tienden a buscar la causa de estos «fenómenos anormales» desde la perspectiva de que son una excepción en el curso normal de los acontecimientos, es decir, en la práctica de colaboración y ayuda mutua propia de nuestra especie. Si, por el contrario, utilizamos una visión hobbesiana del ser humano, obtenemos una imagen inversa de la historia, como en esas imágenes en las que invertimos el color y descubrimos nuevos patrones. De esa forma, advertimos que el hombre es un depredador competitivo, territorial, jerárquico, gregario y capaz de desarrollar métodos de opresión muy sofisticados sobre sus semejantes. El hombre es malo por naturaleza o, al menos, peligroso para sus semejantes. La perspectiva útil, desde la temática que nos ocupa, es que el abuso de las élites sociales sobre el resto de la población y la resolución de los conflictos mediante la violencia y la represión sería lo esperable en una sociedad creada por este tipo de mamífero inteligente. Por tanto, la normalidad sería lo que consideramos barbarie y la excepción los periodos de paz, colaboración y progreso, que se consiguen gracias a la creación de unos mecanismos sociales muy complejos y, por tanto, frágiles e inestables, que requieren de un cuidado continuo. Desde esta perspectiva, el fenómeno a estudiar es precisamente el contrario: cómo es posible crear esos paréntesis civilizatorios entre la barbarie imperante. Un buen ejemplo es el de los sistemas democráticos actuales. Desde la visión de Rousseau, el problema histórico es estudiar cómo el hombre, a pesar de su bondadosa naturaleza, no ha creado antes estos mecanismos, por lo que los fenómenos a estudiar ocupan la inmensa mayoría del tiempo histórico. Con la visión opuesta, la de Hobbes, que sería el negativo de la anterior, consideramos que la tiranía es lo lógico 158 en el ser humano, por lo que es esperable el fenómeno observado empíricamente: que ocupe la mayor parte del tiempo. Lo milagroso es construir mecanismos sumamente complicados como la democracia que, por su misma naturaleza, son frágiles y efímeros si no se realiza un esfuerzo constante por mantenerlos. Desde una perspectiva práctica, que es la que prefiere el autor de este ensayo, es mucho más útil considerar que la democracia es un bien frágil que se debe cuidar so pena de perderla, que pensar que es algo consolidado y que no tiene marcha atrás. La experiencia nos demuestra que la regresión democrática es frecuente. Solo se trata de una regresión a la normalidad. Como el lector habrá advertido, en este debate secular, se ha de tener en cuenta que este tipo de razonamiento lo valoramos más por su utilidad que por ajustarse a la realidad. Sin menoscabo de lo anteriormente expuesto, es bastante útil apuntar aquí las ideas de Graeber y Wengrow al respecto.66 En primer lugar, señalan acertadamente que tanto Hobbes como Rousseau hablan de esos estados de naturaleza del hombre a modo de experimento mental, lo cual advierten explícitamente. Utilizan esa caricatura del hombre primitivo para apuntalar su análisis social e intentar razonar cómo se ha llegado a la situación de desigualdad que ellos viven. Según el francés, «no hay que tomar por verdades históricas las investigaciones que pueden emprenderse sobre este asunto, sino solamente por razonamientos hipotéticos y condicionales, más adecuados para establecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero origen (…)». Sin embargo, se han tomado las palabras de estos filósofos como verdaderos estudios antropológicos, obviando la evidencia de que no tenían forma de extraer los datos necesarios para realizar tales análisis. Tanto el mito del buen salvaje de Rousseau como el estado de guerra de todos contra todos al que apela Hobbes son experimentos mentales, parábolas utilizadas para tener un inicio desde el que contar cómo se han creado unas instituciones sociales que instauran la desigualdad entre los hombres. Es interesante como Graeber y Wengrow ilustran que, en la actualidad, las ideas de los filósofos citados sigan estudiándose como auténticos modelos evolutivos de la historia. Para ello citan a Steven Pinker quien, pese a admitir que «ninguno de los dos sabía nada de la vida antes de la civilización», acaba diciendo que Hobbes llegó a 66 Graeber, D., & Wengrow, D. (2022). El amanecer de todo (p. 23 y siguientes). Barcelona: Editorial Ariel. 159 la visión correcta, siendo «tan bueno como cualquier análisis actual». Cuando Pinker construye su relato histórico, parte de un supuesto «estado de anarquía hasta el surgimiento de la civilización» que no es otra cosa que el mundo imaginado por Hobbes para desarrollar su argumentación. Parece ser que Pinker, quien se declara defensor de los métodos científicos, puede permitirse el lujo de no aportar ninguna prueba de dicho estado, al mismo tiempo que pasa de largo sobre la extensa evidencia científica de décadas de trabajo arqueológico. No vamos a extendernos más sobre esta tendencia entre los intelectuales, incluso los más modernos, puesto que lo que nos interesa señalar es que si incluso los especialistas altamente cultivados caen en este tipo de maniqueísmos y simplificaciones, ¿qué podremos esperar del gran público? Si quienes se supone que son los profesionales de la historia no pueden evitar caer en este tipo de trampas, ¿acaso podemos esperar que el discurso histórico popular presente un mayor rigor científico? La respuesta es evidente. El gran público suele compartir una versión difusa de los debates intelectuales de su época. La dicotomía Hobbes / Rousseau podemos rastrearla entre nuestros conciudadanos, aunque no la nombrarán en esos términos. Los individuos de tendencias progresistas suelen participar de una visión cercana al mito del buen salvaje: el hombre es bueno por naturaleza y es esta sociedad podrida en la que vivimos la que nos contagia de sus vicios y nos fuerza a adaptarnos siendo egoístas y mezquinos. Para un progresista, el mundo en el que vivimos es altamente mejorable y, en consecuencia, esta visión del mundo le es adecuada. Si el hombre es bueno por naturaleza, pero perverso a causa de la sociedad, el reformismo de las instituciones sociales es posible y necesario, de forma que la natural solidaridad del hombre salga a la luz. Como venimos repitiendo a lo largo de la obra, reconstruimos el pasado en función de nuestros valores del presente, aunque no lo admitamos. Esta visión progresista del mundo casa bien con una visión de la historia que presenta al hombre como una víctima de unas élites injustas que le roban su natural tendencia hacia la bondad y la igualdad y es proclive a presentar el devenir histórico como la lucha de los seres humanos concienciados por romper las cadenas de sus opresores para poder construir así una sociedad mejor. El reverso de lo expuesto lo podemos observar en los individuos de tendencias conservadoras. El hombre es malo y egoísta por naturaleza (homo homini lupus est), de forma que la sociedad ha tenido que 160 inventar una serie de instituciones para evitar el caos y la anarquía propia de esa condición natural. Para un conservador, el mundo en el que vivimos es uno de los mejores a los que podemos aspirar —solo hace falta compararlo con el pasado— y lo sensato es esforzarse en conservar lo bueno que hay en él. Si el hombre es malvado con sus semejantes por naturaleza, hay que conservar las instituciones sociales que permiten la convivencia pacífica y la represión de las tendencias indeseables propias de nuestra naturaleza. Esta visión conservadora del mundo se ajusta bien a una visión de la historia en la cual el hombre ha sabido construir unas instituciones capaces de proporcionar unas cotas de paz y progreso cada vez mayores, las cuales se ven amenazadas por las imprudentes ideas de los progresistas. Como el lector podrá objetar, hemos construido dos caricaturas de dos posiciones ideológicas opuestas. Sin embargo, al igual que hicieron los filósofos citados, lo utilizaremos como un experimento mental para fijar la existencia de dos familias de pensamiento identificables entre la gran masa social que sí suele seguir esos planteamientos arquetípicos y que refleja, a su modo, un debate intelectual clásico —en el cual no pretendemos intervenir—. Es útil señalar como esas visiones ideológicas condicionan nuestro análisis del pasado. Podemos experimentar con nuestros semejantes y podremos corroborar que aquellos que se declaran conservadores son más proclives a ver el pasado como una progresión desde la barbarie a la civilización, llegando a nuestro sistema que es bastante superior a todos los anteriores. Tenderán a ver los problemas del presente como fruto de la mala gestión, puesto que ya hemos llegado al final de la historia, alcanzando sistemas sociopolíticos aceptables. Sin embargo, quienes se declaren progresistas tenderán a ver la historia como una sucesión de luchas contra la injusticia que han sido total o parcialmente neutralizadas, llegando a un presente en el que todavía tenemos un sistema sociopolítico muy mejorable y que es la raíz de los problemas que sufrimos. Conocimiento y opinión La humildad y la tolerancia son dos de las virtudes más comúnmente ensalzadas y más frecuentemente ignoradas. Cuando miramos al pasado deberíamos practicar ambas. 161 En primer lugar, debemos ser humildes respecto a nuestras capacidades respecto a obtener información del pasado. Pretendemos que los historiadores puedan obrar el milagro de reconstruir mundos enteros a través de sus residuos, pues no es más que eso la información de la que disponemos. La virtualización del pasado siempre será defectuosa y el público no aceptará una exposición que comience diciendo «esto es lo que podemos afirmar y respecto al resto hemos de admitir nuestra humilde ignorancia». Los huecos deberán rellenarse, el horror vacui histórico actuará con toda su potencia. Aquellas partes desconocidas serán pintadas con el color de una supuesta lógica, con el de paralelismos arbitrarios con otras sociedades o con la brocha gorda de la más burda imaginación. Sobre estas bases tan endebles se cimentará el discurso histórico, aquel que nos explicará qué significa ese lienzo mal pintado y qué utilidad práctica puede tener para nosotros. Esa construcción intelectual, que es la que finalmente utilizaremos dándole el nombre de historia, estará totalmente mediatizada por los intereses del creador y por los valores del receptor. Aun así, nuestra soberbia intelectual nos hará exclamar con aire altivo que la historia demuestra tal o cual extremo o que las leyes históricas nos fuerzan a hacer aquello otro. Al mismo tiempo, si hemos conseguido realizar con éxito ese ejercicio de humildad intelectual —que nos lleva a ser ciudadanos críticos— hemos de ser lo suficientemente empáticos con aquellos que no han realizado dicho ejercicio. Comprender cómo se forma la visión de la historia del prójimo nos puede hacer más tolerantes con sus opiniones; porque si estamos de acuerdo con las tesis desarrolladas en este ensayo, hemos de concluir que la mayor parte de aquellas expresiones altisonantes que nuestros semejantes esgrimen sobre el pasado no son más que meras opiniones. Y ¿qué es una opinión sino un enunciado basado en conocimientos no demostrables? Debemos distinguir el conocimiento de las simples opiniones, pues las segundas son tan poco valiosas que todo el mundo las posee. No podemos evitar juzgar y, por tanto, formarnos una opinión sobre cualquier asunto histórico. Lo que sí podemos evitar, y lamentablemente así solemos hacer, es adquirir conocimiento sobre el campo del que opinamos. De este modo, todo el mundo tiene alguna opinión sobre determinado régimen político del pasado, lo cual es totalmente independiente de que se posea la más mínima noción sobre su naturaleza. Por tanto, debemos ser conscientes de que la historia popular ocupa absolutamente todo el tiempo y el espacio de 162 esta disciplina, cubriendo uniformemente todo ese espacio con el manto de la opinión. Puede que una vez retirado ese velo no haya más que vacío. Por otro lado, hemos de considerar la legitimidad de la opinión. La historia no debe ser, en ningún caso, un saber cerrado que dirija la opinión del público. No es esa la naturaleza de ninguna ciencia, pero parece que en el caso de la historia algunos le otorguen esa capacidad. El estudio y comprensión del pasado nos puede decir cómo funciona la humanidad, qué mecanismos de cambio posee y por qué unos u otros se han activado para configurar las diferentes realidades del presente. Sin embargo, no nos va a decir cómo deberíamos querer que sea el mundo, ya que esa es una decisión que depende de los valores y creencias de cada individuo. Los distintos chamanes de la historia siempre van a negar la capacidad de opinión a los demás, de modo que la historia (su historia) va a reforzar las opiniones que concuerden con las suyas y desacreditar a las contrarias. Pongamos un ejemplo concreto: el de los separatismos. Cualquier debate sobre un territorio en el que existan tensiones separatistas recurre a la historia como arma ideológica. El chamán pro o antiseparatista esgrimirá un discurso histórico que demostrará que su posición es la correcta y que la contraria no viene avalada por la ciencia histórica, que es presentada como jueza autorizada de la situación. En ningún caso se admitirá que su posición ideológica es precisamente eso, una opinión sobre cómo deberían ser las cosas, basada en sus valores y creencias. La historia nos podrá explicar, por ejemplo, los distintos procesos por los cuales existe un conflicto histórico entre irlandeses e ingleses, entre católicos y protestantes, entre unionistas y separatistas, etc. Nos explicará cuándo surgieron estas ideas, cuál es su contenido, cómo han interactuado con otras y con su medio, qué caminos se tomaron en las distintas encrucijadas históricas, qué opciones había y cuáles se descartaron, cómo influye ese pasado en la configuración del presente, etc. Lo que no nos ha de decir la historia —porque ni puede ni debe— es si ha de haber una Irlanda o dos, si esta debe pertenecer a una unidad política mayor o no, o qué realidad política se debe establecer. Que algo haya ocurrido en el pasado y que lleguemos a comprender cómo sucedió no implica que basándonos en esa realidad debamos construir nuestras ideas políticas. Podemos opinar libremente, pues la historia no es una cárcel sino una herramienta de libertad. El chamán que nos muestra los barrotes de nuestra jaula basa su poder en conseguir que nosotros los reifiquemos. 163 En definitiva, ante cualquier problema político se le va a pedir al ciudadano que emita su opinión. Para ello, se apelará a la historia como fuente de argumentación. El ciudadano con una actitud sana ante la historia, utilizará esta para comprender la naturaleza del problema en tanto en cuanto problema que tiene causas sociales, ideológicas y materiales en el pasado. A partir de ese conocimiento y de otros, podrá emitir un juicio de valor basándose en sus principios éticos. En cambio, el ciudadano con una relación insana con la historia, estará dispuesto a acatar las instrucciones de los diferentes chamanes que le presentarán un discurso histórico como demostración cerrada de cuál es la opción que debe defender. En otro orden de cosas, teniendo todo lo anterior en cuenta, muchas interminables discusiones sobre historia se pueden zanjar admitiendo que eso es simplemente la opinión del interlocutor, lo que está fuera del alcance de la disciplina histórica y, por tanto, de su ámbito de competencia. Como ejemplo podemos imaginar a dos individuos que discutan sobre la expansión del catolicismo en las colonias españolas. La historia sirve para analizar ese proceso. Si su resultado fue beneficioso o perjudicial, depende del resultado deseado por cada uno de los interlocutores. Un católico considerará que la expansión de su fe ha de ser forzosamente un resultado positivo, mientras que el seguidor de otra fe puede, con la misma legitimidad, opinar justamente lo contrario. En ambos casos, se trata de una valoración de un proceso basado en las preferencias propias que se plasma en una opinión sobre la bondad del proceso. La historia no tiene como finalidad dilucidar si alguna de las dos opiniones es superior a la otra: más bien nos ayudará a comprender y a ser empáticos con las diferentes opiniones que se pueden generar a raíz de un mismo proceso histórico. Russell, su tetera y los historiadores Es bien conocida la parábola de la tetera utilizada por Bertrand Russell para ilustrar los límites entre ciencia y fe. «Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte hay una tetera de porcelana que gira alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie podría refutar mi aseveración, siempre que me cuidara de añadir que la tetera es tan pequeña que no puede ser vista ni por los telescopios 164 más potentes. Pero si yo dijera que, puesto que mi aseveración no puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana, se pensaría con toda razón que estoy diciendo tonterías (…)». Supongamos que afirmamos, como dice el ejemplo, que existe una tetera orbitando el Sol —no pudo poner otro ejemplo, como buen aristócrata inglés—. La ciencia puede demostrar que la afirmación es cierta mediante un experimento que sea replicable: podemos localizar la tetera con nuestro telescopio e invitar a los incrédulos a que la observen. Lo consideraríamos una demostración científica. Sin embargo, la ciencia no puede demostrar que no existe dicha tetera espacial, aunque nos parezca sorprendente. Si utilizáramos el más potente de los telescopios o incluso si mandásemos una misión espacial en busca de la tetera y no la halláramos, ese hecho no demostraría que la tetera no existe; lo que demostraría es que no la hemos encontrado. Es por ello que, si utilizamos una definición estricta de lo que es la ciencia, como se hace en este ejemplo, hemos de concluir que la ciencia puede demostrar la existencia de algo, pero es conceptualmente imposible que la ciencia demuestre su no existencia. Admitido esto, podemos extrapolarlo a otras situaciones. Por ejemplo, la ciencia podría demostrar la existencia de los unicornios por el simple método de localizar a una manada e invitar a la comunidad científica a observarlos. Sin embargo, podemos afirmar que la ciencia no es capaz de demostrar que los unicornios no existen. Lo que aquí nos compete es la aplicación de estos principios a los debates populares sobre historia. Es común abusar continuamente de la interpelación a la comunidad científica —cuya definición se puede tergiversar al gusto del consumidor— para que medie en cualquier debate de actualidad, proclamando quién tiene razón según la ciencia. Si el interpelado es intelectualmente escrupuloso, al modo de Russell, puede responder que la ciencia tiene un campo de actuación más acotado de lo que el público tiende a pensar y que no se pueden enunciar «opiniones científicas» sobre muchas cuestiones que se debaten públicamente. Si el interpelado en un historiador —nótese que no lo consideramos un científico— la cuestión se complica aún más si cabe, porque si seguimos con la parábola de la tetera, lo que se intenta dilucidar no es si hay una tetera en órbita alrededor del Sol, sino una cuestión del tipo «hace 500 años un astrónomo afirmó que una tetera orbitaba 165 el Sol y queremos saber si era cierto». El historiador no solo se enfrenta al hecho de que es imposible probar la no existencia de algo, sino también al problema, incluso mayor, de que ha de trabajar con el pasado, donde no puede utilizar ni telescopios ni misiones espaciales. Lo que posee es la afirmación de un Russell del pasado, de quien no sabe si lo afirmaba porque en efecto creía en ese hecho o si, por ejemplo, lo hacía como experimento mental para dilucidar una cuestión. En todo caso, aunque no lo podamos afirmar con total seguridad, es poco razonable pensar que jamás haya habido alguna tetera espacial, pues como el filósofo comenta en el texto citado, que no podamos probar la inexistencia de algo no implica que quede probada su existencia. Con todo ello queremos apuntar que uno de los malos usos de la historia más frecuentes es el de exigirle a esta disciplina imposibles que están más allá de sus capacidades epistemológicas. Le preguntamos a los historiadores qué habría pasado si en aquella batalla hubiese ganado el otro bando, cómo sería nuestra sociedad si hubiésemos sufrido un holocausto nuclear, si habría habido tal guerra si tal personaje no hubiese nacido, cuál eran las verdaderas intenciones de aquel personaje del cual no conservamos más que algún discurso propagandístico, cuáles eran los gustos culinarios de los habitantes del Amazonas en el siglo III, qué talla de pie calzaba Jesucristo o incluso a quién deberíamos votar teniendo en cuenta la historia de nuestro país. El historiador intelectualmente escrupuloso contestará que esas preguntas están fuera de su ámbito de competencia. Al hacer esto, sin embargo, lo que conseguirá es que el público acuda al tenderete del chamán, donde todas las preguntas tienen una respuesta certera. 166 VI. Epílogo Nada es tan difícil como no engañarse a uno mismo. Atribuida a Ludwig Wittgenstein «Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, que avivan los rescoldos de las hogueras con el aire de sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños». Así nos cuenta Irene Vallejo67 cómo dejamos de ser individuos para convertirnos en comunidad, cómo empezamos a construir la realidad intersubjetiva de la que hablamos en este ensayo. Esos animales fabulantes, esos creadores de historias, tejen una malla hecha de ideas que crea lo que llamamos la realidad intersubjetiva: un lugar que es real y no lo es al mismo tiempo, por el que se puede sacrificar todo o que se puede ignorar a voluntad; una realidad paralela a la nuestra en la que viven nuestras culturas y que posibilita que, al compartir relatos, dejemos de ser extraños. De esos relatos compartidos, estudiamos los históricos. En el anterior capítulo hemos visto un escueto catálogo de malos usos de este saber. Todos ellos comparten características comunes, siendo la más recurrente la apelación a fuerzas místicas que explican el desarrollo histórico. Las fuerzas telúricas, las emanaciones de la tierra, la etnia, la nación o la clase; el influjo misterioso de poetas, políticos, héroes y villanos; las leyes de hierro de la historia que 67 Irene, V. (2022). El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. (1.ª ed., p. 530). Barcelona: Penguin Random House. 167 jamás se hacen explícitas para no ser desacreditadas; la naturaleza del hombre, de sus relaciones sociales o de su interacción con el entorno, que se presentan como divinidades vestidas de ciencia. Las historias, para ser aceptables por el simio mentiroso que domina la Tierra, no pueden presentar huecos, han de formar un hilo narrativo coherente. La historia solo permite el tedio en los círculos profesionales y la popular se ha de consumir en forma de narración, lo cual tiene dos consecuencias inmediatas. En primer lugar, esos cuentos que ahuyentan la oscuridad han de contar con unos personajes que, al igual que hacían los griegos con sus divinidades, han de tener características humanas, aunque posean poderes sobrehumanos. Realmente, no hemos dejado de reescribir a Homero una y otra vez, tejiendo y destejiendo la misma historia, aplicándola a otros tiempos. Nuestros personajes tendrán unos objetivos, unas virtudes y unas debilidades, un carácter concreto, amigos y enemigos, aspiraciones y temores. Esos personajes podrán representar a fuerzas difusas, a conceptos, a ideas. Así, entre los rescoldos de las hogueras, afirmamos que nuestra nación aspira a tal cosa y que teme aquella otra, que nuestra clase social sufre a causa de aquel personaje, pero será liberada gracias a esta idea, que la familia es una institución que quiere proteger estos valores y que se ve amenazada por aquella tribu, que los fantasmas de los muertos de nuestro bando en la guerra claman venganza y les debemos obedecer, que Troya se merecía su destino y como griegos así lo debemos pensar. En segundo lugar, esos relatos que nos enseñan a convivir con el caos no pueden tener huecos. Necesitamos saber, necesitamos respuestas. Cuando el historiador nos cuenta que en aquellas ruinas vivieron unas gentes de las cuales solo sabemos cómo enterraban a sus muertos, cómo construían sus viviendas y de qué se alimentaban, nuestro cerebro de sapiens cuentacuentos se rebela automáticamente. Necesitamos imaginar el resto: como hablaban, copulaban, comerciaban, guerreaban; como se amaban y odiaban, por qué desaparecieron y quién fue el culpable y, especialmente, qué relación tenemos con ellos. ¿El historiador no nos puede responder? Busquemos al chamán, pues él nos servirá mejor. Necesitamos comprar un producto y en su tienda encontramos todo tipo de pócimas mágico-históricas. De hecho, nos puede manufacturar el discurso histórico que deseemos. ¿Queremos pensar que en aquel asentamiento vivieron nuestros antepasados directos y, por tanto, 168 tenemos el derecho a poseer esa tierra? Sin problema. ¿Acaso preferimos ver en ellos a los ancestros de nuestros opresores y la justificación de nuestra lucha? A la orden. ¿O tal vez prefiramos legitimar nuestra tradición religiosa, cultural o incluso racial? Nuestro tendero favorito satisfará nuestras necesidades. Sin embargo, tal vez, el precio a pagar por sus servicios no sea tan explícito como nos gustaría pensar. Desde que Sapiens desarrolló el gusto por contar historias, o La Historia, frente a la crepitante hoguera del clan, algunos de los encargados de esa labor pronto intuyeron el poder que se escondía tras esa aparentemente inocente actividad. El mundo que tejían esas historias condicionaba el mundo material en el que vivían. Era el que justificaba el poder del líder, la espiritualidad del chamán, las propiedades del rico, la servidumbre del esclavo. Esas historias nos decían, ni más ni menos, quiénes somos, qué es lo bueno, lo hermoso y lo virtuoso, a quien debemos amar y odiar, cómo hemos de comportarnos, qué ejemplos del pasado merece la pena emular. Ese mundo poblado por esos espíritus que son las ideas podía ser modificado, incluso diseñado, y se solapaba con la materialidad que les rodeaba. No determinaba si el grano crecía, pero sí quien era el propietario; no sentenciaba al anciano a morir por su edad, pero sí al reo por incumplir las normas que ese mundo dicta. Pronto los chamanes, disfrazados de historiadores, aprendieron a ofrecer sus servicios a quienes detentaban el poder y a quienes aspiraban a hacerlo, a justificar la desigualdad o la revolución contra ella, a definir quién era aceptable en nuestra tribu y qué normas debía tener esta. A lo largo de esta modesta obra hemos intentado mostrar que ninguno de nosotros puede escapar al influjo de estas artes, pues la existencia de un mundo intersubjetivo en el que interactuamos en red es consustancial a nuestra especie. Somos unidades de intercambio de información y no sabemos ser otra cosa. Parte de esa información es nuestra visión de la historia, siendo un elemento crítico del sistema en su conjunto, pues al igual que en un arco de bóveda una piedra sujeta a otra y todas entre sí, ninguna cultura existe sin explicar su origen en el tiempo, su desarrollo hasta el presente, que proyectamos hacia el futuro; ninguna existe sin los contadores de historias que disipan nuestro horror existencial. Entonces, ¿somos esclavos de nuestro pasado? ¿No podemos más que elegir la pócima menos nociva para nosotros? Este ensayo procura, precisamente, ser un alegato a la libertad. No tenemos más remedio que ser como somos y contarnos una historia que nos 169 explique el mundo en el que vivimos. Pero podemos elegir la verdad y la justicia. El problema es que la verdad es parcial y la justicia relativa. Cuando miremos a nuestro pasado, hemos de ser conscientes de que en gran parte de las ocasiones la respuesta más cierta es aquella que afirma con rotunda certeza que eso no lo podemos saber. Podemos citar a cierto filósofo que afirmaba que de lo que no se puede hablar es mejor callar. Todos esos huecos, todos esos rincones oscuros, serán rellenados con la imaginación consciente en el mejor de los casos y con los productos intelectuales de pseudohistoriadores en el peor. Las únicas armas para no contaminarnos de las malas artes del chamán son el espíritu crítico y el conocimiento de sus oscuros métodos. A forma de metáfora, podemos decir que la única forma de combatir al diablo es conocer sus trucos. Tal vez la enseñanza de la historia y su uso popular adolezcan de esta necesaria perspectiva. El ser humano es un náufrago en medio de un inmenso océano y solo posee una linterna que emite un modesto haz de luz. Solo podemos afirmar que, hasta allí donde rasga la oscuridad de la noche, solo hay mar; pero nuestra mente no acepta esa respuesta. Necesitamos saber qué hay más allá, donde la oscuridad fagocita la razón. Necesitamos una respuesta y la luz no nos la puede proporcionar. Podemos optar por dos rutas. La primera de ellas es la más dura, pues implica aceptar que nuestro conocimiento es limitado, que mucho de lo que afirmamos es una suposición y que las grandes preguntas o no tienen respuesta o no deseamos escucharla. El rumbo alternativo, el más transitado por ser el más placentero, consiste en llenar los vacíos con algún tipo de fe, aunque sea laica. Si optamos por la segunda de las rutas, no debemos menospreciar sus ventajas, pero tampoco sus peligros, pues si olvidamos que ese mar lo hemos construido con nuestra propia voluntad, acabaremos sucumbiendo a los cantos de las sirenas que nosotros mismos creamos. Fingebant simul credebantque. 170 171 172