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La verdad de equivoca - Santiago Pitarch

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La verdad
se equivoca
Un ensayo sobre la utilidad de la historia
Santiago Pitarch
Foto de portada: M. Ferreres.
Editorial Antinea
Dr. Fleming, 6
12500 Vinaròs (Castelló)
© De la edición y obra: Santiago Pitarch
Depósito Legal: CS 661-2023
Todos los derechos reservados. Se prohibe la reproducción total o parcial de esta obra, en
cualquiera de sus formas, gráficas o audiovisuales, sin la autorización previa del editor, salvo
citaciones en revistas, diarios o libros, siempre que se haga constar su procedencia y autor.
4
Para cualquiera que tenga
la bondad y la paciencia de
leerlo: especialmente para V.
que destaca en esas y otras
cualidades
5
6
Índice
Introducción 9
I. El simio mentiroso 11
II. Todos somos historiadores 23
III. La historia de la historia 47
IV. Para qué usamos la historia 67
El discurso histórico identitario 68
El discurso histórico utilitario 77
El discurso histórico ideológico 82
El discurso histórico recreativo 89
V. Abusos interpretativos 95
Explicación racional forzosa 98
Ad antiquitatem 100
Abuso de la ucronía 102
La cultura general 104
La historia predictiva 106
El chivo expiatorio 109
Derechos, autovaloración, justicia, historia 112
La grandeur 123
La concepción lineal de la historia 126
Las leyes de la historia y las comparaciones morales
131
Correlación no implica causalidad 135
La historia historizante 138
El pensamiento mágico y la falacia ad consequentiam
140
El sesgo del éxito 143
El Principio de la Sangre 146
Los héroes 148
Juzgando a la historia 151
La obsesión taxonómica 155
Hobbes contra Rousseau 158
Conocimiento y opinión 162
Russell, su tetera y los historiadores 164
VI. Epílogo 167
7
8
Introducción
La religión es vista por la gente común
como verdadera, por los sabios como falsa
y por los gobernantes como útil.
Séneca.
Incluso el pasado puede modificarse; los
historiadores no paran de demostrarlo.
Jean-Paul Sartre.
El objetivo de este ensayo es proporcionar al lector un mapa que
sea útil en la tarea de interpretar el pasado. En él no están señaladas
las verdades, sino las trampas más comunes que se deben evitar. No
nos indicará hacia dónde hemos de viajar ni cuál es el destino final,
pues es el viajero quien tiene la potestad de la elección. Como en los
viejos planisferios, sí se indican, en cambio, los límites de la Tierra
y los monstruos que podemos hallar en este viaje. La diferencia es
que, en nuestro caso, tanto los límites como las bestias son reales.
El lector no debe esperar que en este breve ensayo se le desvelen
nuevos conocimientos ni, mucho menos, nuevos marcos intelectuales,
lo cual sería pretencioso por los medios de los que se dispone y por
su naturaleza; se destruirá más de lo que se creará y se tendrá como
objetivo atacar el exceso y el error: advertir sobre el engaño, pero no
dar respuestas definitivas, puesto que no suelen ser más que seres
mitológicos.
9
El hilo argumental parte de una premisa que puede parecer bastante
radical, pero que se defenderá lo más acertadamente posible:
nuestra percepción de la realidad se basa en nuestra visión de la
historia, la cual se determina en mayor medida por la interpretación
del pasado que por los hechos en sí. Ello es debido a que aquello que
llamamos historia es un producto intelectual que creamos para dar
sentido e intentar alterar nuestra realidad social. Por tanto, la toma
de conciencia de esta paradoja podría alterar totalmente el modo en
el que vemos el mundo.
Todos somos historiadores, aunque lo seamos de forma
inconsciente. La realidad del ser humano es social en tanto en
cuanto se crea mediante la interrelación con otros individuos. Esa
capa de realidad, que se superpone a la de los fenómenos físicos
y que llega a ser más palpable y percibida como más cierta que
aquella, se compone en gran parte por un relato histórico. Por qué
la realidad es de este modo y no de otro y cómo hemos llegado
a alcanzarla, son preguntas naturales que nos hacemos desde
que nuestra especie existe. Responderlas es imprescindible para
dar sentido a la realidad social que nos envuelve. Estas preguntas
requieren respuestas que son respondidas por el relato histórico, que
es tan antiguo como la humanidad. Puesto que tiene la capacidad de
alterar las normas que rigen la sociedad, su creación se profesionalizó
y monopolizó rápidamente, de forma que la capacidad de moldear
la realidad recayese sobre quienes ejercían o pretendían ejercer el
poder. Sin embargo, siempre ha sido un tipo de poder disputado, ya
que también reside en cada uno de los individuos de la comunidad,
pues no existe un solo hombre en la Tierra que no posea su propia
visión del pasado. Por qué esto es así, qué implicaciones tiene, cómo
nos afecta en la práctica y qué podemos hacer al respecto son las
preguntas que servirán de hilo conductor al desarrollo de este libro.
10
I. El simio mentiroso
Un libro es capaz de trastocar el orden de las cosas dentro de la
cabeza humana, a condición, claro, de que haya alguna cosa en
ella antes de empezar la lectura.
Stanislaw Lem
Cuando analizamos la historia hemos de seleccionar el aumento
de la lente a emplear. Podemos estudiar la historia de la democracia
española, del siglo XX o de la Edad Media. Dependiendo del periodo
analizado, encontramos unos hechos y unas estructuras que nos
parecerán más relevantes. Dilatando el tiempo analizado, muchas
de ellas desaparecen como irrelevantes. Supongamos que deseamos
visualizar como una sola unidad todo el tiempo transcurrido desde
la aparición de nuestra especie hasta hoy. Con este aumento
seleccionado, encontramos dos revoluciones que marcan el desarrollo
de la humanidad: la revolución cognitiva y la revolución científica. Por
la primera, llegamos a configurar nuestro mundo mental tal como
sigue siendo actualmente, por la segunda, en la cual nos encontramos,
aparece la ciencia y la revolución industrial, iniciando un camino que
todavía no sabemos a dónde nos llevará. Si tenemos en cuenta la
antigüedad de nuestra especie, podemos considerar que la revolución
científica es una novedad, pues se inicia hace solo 5 siglos.
Para los objetivos de este capítulo, hemos de centrarnos en la
primera, la revolución cognitiva.
No hemos sido la única especie humana sobre el planeta.
Pertenecemos a la familia de los grandes simios, al género homo y a
la especie de los sapiens. Pero hubo otros homo hasta hace tan solo
10.000-12.000 años. Entre nosotros y el resto de los homo existe
11
la misma distancia en términos biológicos que entre un jaguar y un
leopardo. Por tanto, hacemos bien en considerarlos humanos, ya que
los reconoceríamos como tales. En el periodo que abarca desde hace
2 millones de años a esos 12.000 - 10.000 años, convivieron varias
especies humanas al igual que, por ejemplo, siguen conviviendo
varias especies de osos.
El rasgo más distintivo del ser humano es el gran tamaño de su
cerebro, mucho mayor con relación a su masa corporal que en
cualquier otra especie. Popularmente, pensamos que un cerebro más
grande es per se una ventaja sobre el resto de animales pero, si lo
analizamos en profundidad, poseer un cerebro de mayor volumen
también tiene sus desventajas. En primer lugar, no somos conscientes
de su enorme consumo: el 25% del gasto energético se lo lleva nuestro
cerebro, mientras que en otros simios se reduce a un 8%. Diríase
que, para compensar este sobrecoste energético, nuestra especie tiene
menos músculo y es notoriamente más débil con relación a su masa
que nuestros parientes simiescos. En otras palabras, somos débiles
físicamente y necesitamos más tiempo diario para buscar alimento.
Otra desventaja asociada a un cerebro mayor, aunque también al hecho
de andar erguidos, es la necesidad de parir criaturas relativamente
prematuras mediante partos especialmente peligrosos que necesitan
grandes cuidados durante un largo periodo de tiempo.
A cambio de estas enormes desventajas, nuestros antepasados no
pudieron mostrar como logros más que algunos cantos afilados y
palos con punta durante cientos de miles de años, siendo criaturas
débiles y marginales entre los mamíferos, desempeñando mucho
más frecuentemente el rol de carroñero o presa que el de depredador.
Hasta hace 400.000 años las especies humanas no fueron capaces
de abatir grandes piezas de caza y hasta la eclosión de los sapiens,
hace 100.000 años, no asaltamos la cumbre de la pirámide de los
depredadores.
En efecto, los sapiens no solo compitieron con otras especies
animales, sino también contra otras especies humanas, siendo el
más notorio el caso de los neandertales. Por lo que sabemos ahora
mismo, la extinción de los neandertales fue causada por nuestra
especie. De todas formas, parece ser que ambas especies estaban
al borde de no poder engendrar descendencia mixta, pero aun
así también hubo hibridación, por lo que poseemos un pequeño
porcentaje de ADN neandertal.
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¿Qué ventajas poseían los sapiens frente a los neandertales?
Haciendo un análisis comparativo, veríamos que los neandertales eran
más fuertes, poseyendo una mayor proporción de masa muscular.
También estaban mejor adaptados al frío y tenían la ventaja de la
antigüedad, ya que eran la especie residente y no la invasora. Nos
sentiríamos inclinados a pensar que es evidente que la diferencia
debería buscarse en una mayor capacidad cerebral, siguiendo aquella
idea tan visual y tan literaria de que a la fuerza bruta se le vence
con inteligencia. Sin embargo, la realidad es que el cerebro de los
neandertales era mayor que el nuestro. Por tanto, parece que las
causas son un poco más complejas. De hecho, el primer encuentro
entre los neandertales y los sapiens fue desfavorable a nuestra
especie. Hace unos 100.000 años los sapiens africanos comenzaron
a emigrar hacia el norte, encontrándose con los neandertales en lo
que hoy llamamos Oriente Próximo, saldándose el encuentro con
el repliegue hacia África. Los expertos aseguran que estos sapiens
eran exactamente igual que nosotros, pero la organización interna de
su cerebro difería de la nuestra. Sería en el periodo que comienza
hace 70.000 años cuando se produce la revolución cognitiva en los
sapiens, la cual no significa tener un cerebro mayor y más inteligente,
sino pensar de otra forma.
Bandas de sapiens abandonaron África en una segunda oleada,
pero esta vez dominaron el planeta entero. En el periodo que va entre
70.000 y 30.000 a. C. aproximadamente, los sapiens ocuparon
todos los continentes e hicieron desaparecer al resto de especies
humanas, desplegando tecnologías nunca vistas hasta entonces.
Este nuevo tipo de sapiens somos exactamente nosotros. Podríamos
traer a uno de ellos a nuestra sociedad y sería indistinguible de
nosotros. Lo que nos diferencia de todos nuestros parientes anteriores
es esa nueva forma de pensar que llamamos revolución cognitiva, la
cual no es un nuevo tipo de cerebro, sino una reconfiguración de
las conexiones internas ya existentes. La teoría más aceptada es
la que sostiene que una mutación aleatoria es la que causó esa
reconexión neuronal, lo que permitió un nuevo tipo de pensamiento y
de comunicación. Por tanto, y aquí llega el punto importante para los
objetivos de este ensayo, la revolución cognitiva supuso una nueva
forma de gestionar la información. Es esa capacidad, en calidad y
no en volumen o rapidez, la que nos hizo diferentes y el rasgo que
realmente nos diferencia del resto de especies animales. Podemos
crear un tipo de información especial y compartirla entre los
miembros de nuestra especie. Ese tipo de información, que parece
13
tener propiedades mágicas, es el pensamiento simbólico. Gracias a
él podemos crear ficciones sociales.
Otros animales y, evidentemente, otras especies humanas, tenían
lenguajes realmente complejos capaces de transmitir grandes
cantidades de información. Sin embargo, nosotros somos los únicos
capaces de crear unidades de información sobre cosas que no existen,
sobre conceptos que no tienen una correspondencia física, sobre
aquello que nunca hemos percibido mediante nuestros sentidos.
De hecho, somos capaces de generar unidades de información
sobre cosas que no existen e incluso combinarlas para crear otras
derivadas de aquellas. Platón hablaba del mundo de las ideas, como
aquel paralelo a la realidad, en el que habitaban los conceptos, fuera
del mundo real. Somos capaces de crear todo un mundo paralelo a
la realidad física en la que vivimos, un mundo que tiene sus propias
reglas y que además somos capaces de compartir con nuestros
semejantes. Como Harari1 dice «leyendas, mitos, dioses y religiones
aparecieron por primera vez con la revolución cognitiva. Muchos
animales y especies humanas podían decir previamente “¡Cuidado!
¡Un león!”. Gracias a la revolución cognitiva, Homo sapiens adquirió
la capacidad de decir: “El león es el espíritu guardián de nuestra
tribu”. Esta capacidad de hablar sobre ficciones es la característica
más singular del lenguaje de los sapiens».
La capacidad de articular una ficción compartida entre nuestro
grupo es la condición que nos diferencia del resto de animales y la que
nos otorga el trono de especie dominante. ¿No resulta una afirmación
sorprendente? ¿Es el simple hecho de ser capaces de compartir
ficciones entre nosotros, que damos por ciertas, la que nos diferencia
y nos ha hecho como somos? En efecto, parece sorprendente, pero
la complejidad de ese logro solo es comparable a las enormes
repercusiones que tiene. No entender ese poder es, literalmente, no
entender la naturaleza humana. Para el propósito de este ensayo,
comprender la naturaleza de esa magia es imprescindible para
descubrir por qué la historia es una de esas ficciones compartidas
que damos por ciertas y determinan nuestra existencia.
No se trata de la capacidad individual de crear ficciones y darlas
por ciertas, sino de crearlas y vivirlas colectivamente. Así, surgen
ideas colectivas que se comparten en red entre todos los individuos,
haciendo posible una colaboración flexible entre ellos muy superior a
la de otras especies humanas. Mientras que los neandertales seguían
1
Harari, Y. N. (2016). Sapiens. De animales a dioses / Sapiens: A Brief History of
Humankind. National Geographic Books.
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el mismo patrón de colaboración que otras especies de mamíferos,
trabajando en equipo mediante pequeñas bandas unidas por lazos
de parentesco, sapiens pudo crear redes de colaboración mucho
más amplias, dado que la pertenencia al grupo puede basarse en la
adscripción a esa ficción colectiva que forma la esencia del colectivo.
En el resto de especies humanas, los lazos sociales no eran muy
diferentes a los que los simios continúan utilizando en la naturaleza.
Es el contacto personal el que hace a unos individuos confiar en los
otros mediante el juego, el acicalamiento, la colaboración, la pugna
por las hembras, etc. Los simios solo confían en aquellos otros
individuos con los que mantienen interacciones habituales, por lo
que un grupo de los mismos no suele sobrepasar los 50 individuos.
Cuando el grupo aumenta por encima de este número, suele dividirse
en dos porque es físicamente imposible disponer de suficiente tiempo
para la interacción personal en una red mayor de individuos.
En nuestros parientes más cercanos, los expertos calculan que ese
número podría llegar incluso a los 150 miembros gracias a la mayor
capacidad de intercambio de información. Robin Dunbar2 establece
una proporcionalidad entre el tamaño del cerebro de los primates y
el número de interrelaciones sociales máximas. Para nuestra especie
esa cifra está en torno a los 150 miembros, de modo que por encima
de esa cifra es bastante difícil mantener un grupo social cohesionado
mediante la relación social directa, es decir, que implique contactos
frecuentes cara a cara. Más allá de las capacidades mentales, existe
otro límite que incide en este máximo: el tiempo necesario que se
ha de invertir para mantener este tipo de relaciones. Este parece
un número crítico a partir del cual es imposible mantener un grupo
humano mediante la confianza generada por el contacto cotidiano.
Los psicólogos coinciden en este número para nuestra especie y
parece ser que no es casualidad que una compañía de soldados
pueda operar con una jerarquía informal por debajo de este umbral,
pero que se requiera otro tipo de organización para unidades mayores.
Por tanto, parece ser que no somos superiores a los neandertales en
esa capacidad de crear redes de confianza y colaboración mediante
el contacto personal. Sin embargo, los sapiens han llegado a crear
imperios en los que millones de individuos colaboran entre ellos sin
ni siquiera haberse visto nunca. ¿Cómo es esto posible?
2
Teoría de Dunbar o hipótesis del cerebro social. Se puede ampliar información
en Christine, R. (2019). La teoría de Dunbar: ¿realmente no somos capaces de tener más
de 150 amigos? - BBC News Mundo. Recuperado de https://www.bbc.com/mundo/vertfut-50242265
15
Las ficciones sociales son unidades de información que compartimos
en red entre nosotros y a las cuales tratamos formalmente como
realidades.
Al proceso mediante el cual convertimos las ficciones sociales en
unidades de información que tratamos como si fueran elementos
de la realidad física o incluso como seres vivos o conscientes, lo
llamaremos reificación, término clave que utilizaremos a lo largo de
la obra.
En algunas ocasiones somos plena o parcialmente conscientes
de este hecho pero, en un alto porcentaje de ocasiones, las
percibimos como hechos físicos y tangibles. Popularmente,
llegamos a comprender el concepto de ficción social cuando,
en las representaciones artísticas, vemos a una tribu primitiva
adorando, por ejemplo, al lobo como el espíritu guía de la tribu.
Para ellos, pensamos con condescendencia, es un ente real que
incluso puede obligar a acatar una serie de normas sociales que son
tan insoslayables como la ley de la gravedad. Entendemos que el
chamán de la tribu cree sinceramente en ese espíritu guía y que en
consecuencia es capaz, por ejemplo, de contactar con él en sueños
e interpretar sus instrucciones. También, que la pertenencia a esa
tribu puede estar determinada por la vinculación común con esa
fantasía mutuamente aceptada. Sin embargo, nos cuesta muchísimo
más aceptar que nuestra sociedad sigue exactamente los mismos
patrones de comportamiento y que nuestra vida cotidiana está
trufada de ficciones sociales.
Buena parte de nosotros somos empleados de una compañía.
Una empresa es una ficción social mediante la cual dotamos
de características humanas a un conjunto de información que
compartimos entre nosotros. De ese modo, llegamos a decir que una
empresa tiene personalidad jurídica, que una empresa tiene ciertas
responsabilidades, derechos y deberes, una misión, visión y objetivos,
una responsabilidad social, etc., es decir, los mismos atributos que
tendría un ser humano. Al mismo tiempo, estamos ligados a esa
empresa por un contrato, que no es más que otro conjunto de
información que, sin embargo, tiene el poder de dictaminar nuestro
horario, nuestro sueldo o nuestra indemnización en caso de que
ese ente ficticio que es la empresa decida eliminar a ese otro ente
ficticio que es el contrato. A cambio de nuestro trabajo, percibimos
dinero, una de las ficciones sociales más antiguas y poderosas que
conocemos. El dinero tiene valor simplemente porque en la ficción
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social se ha decidido que así sea. Es una ficción tan poderosa
que prácticamente toda la realidad física la valoramos según esa
realidad ficticia paralela que no es más que información, siendo esta
última afirmación cada vez más literal, ya que llevamos camino de
dejar de utilizar cualquier tipo de material tangible como moneda
para sustituirlo por bits. Esa empresa, que tiene unos deberes y
obligaciones por contrato, sustenta los mismos en una ficción social
llamada derecho, que determina el marco general de comportamiento
de los ciudadanos en un Estado o región. Esa ficción social, la del
derecho, es tan poderosa que puede incluso determinar la muerte de
un sapiens y el deber de sus semejantes de aceptarla.
Llegamos a hablar del derecho natural o de los derechos humanos.
Nótese que son también ficciones sociales, las cuales tenemos tan
asimiladas que el lector puede escandalizarse al leer que los derechos
humanos no existen. Las ficciones sociales pueden ser muy positivas
para la vida del ser humano. Analicemos ambos casos.
El derecho natural es una ficción social. Si buscamos el término en
un diccionario encontraremos lo siguiente: «conjunto de principios,
derivados de la naturaleza humana y compartidos por amplios
sectores de una sociedad, que inspiran el derecho positivo» (RAE). El
derecho natural es una doctrina ética que sostiene que cualquier ser
humano, por el mero hecho de serlo, posee una serie de derechos
inalienables. No vamos a entrar en las profundidades filosóficas ni
jurídicas de este término pues, simplemente, nos interesa analizar el
hecho de que no existe nada en la naturaleza que, sin la intervención
humana, defienda estos supuestos derechos. Realmente, antes de
que este término comenzase a utilizarse no tenía ningún efecto real.
Sus defensores argumentarán que los derechos naturales no son una
invención del hombre, sino el descubrimiento de una realidad que ya
existía pero que era ignorada por gobiernos, Estados o sociedades no
suficientemente modernas o lamentablemente tiránicas.
Las únicas leyes existen en la naturaleza funcionan sin que exista la
necesidad de que el ser humano legisle sobre ellas. Estaremos todos
de acuerdo en que la naturaleza es previa al ser humano y que ya
funcionaba mediante una serie de normas. La ley de la gravedad, por
ejemplo, funciona sin necesidad de que ningún ser humano legisle
sobre ella, de modo que si lanzo a un ser humano desde un precipicio,
automáticamente caerá, probablemente causándole la muerte. Lo
que llamamos derecho natural, defenderá que no podemos realizar
esa acción porque estamos vulnerando su derecho a la vida. Es
17
evidente que una de las dos normas se cumple siempre y la otra si,
y solo si, la ficción social es aceptada por los seres humanos que
intervienen en la acción.
Los derechos humanos son uno de los mayores logros de nuestra
civilización, pero no son más que una ficción social, un conjunto de
normas cuya aplicación depende de que exista el consenso sobre
su existencia y, por lo tanto, sobre la necesidad de su respeto. Sin
embargo, llegamos a estar tan convencidos de que las ficciones
sociales son tan sólidas como el suelo que pisamos que las damos
por sentadas, olvidando que en cualquier momento pueden ser
eliminadas o modificadas con pasmosa facilidad. La misma
democracia o los derechos civiles han acabado desapareciendo de la
noche a la mañana en innumerables ocasiones ante el asombro de
ciudadanos que han olvidado que son intrínsecamente débiles porque
no son más que ficciones sociales y, en tanto en cuanto son simples
unidades de información, pueden ser eliminadas, modificadas o
ignoradas con total facilidad. Nuestros derechos y también nuestras
obligaciones no son más que información que compartimos en
red y que afectan a nuestra existencia debido a la capacidad de
los sapiens de creer que esas ficciones son reales. Pero el mismo
poder de creación puede utilizarse en sentido inverso. Por ello, los
complejos mecanismos sociales que hacen posible el funcionamiento
de una sociedad pueden alterarse de forma súbita y catastrófica en
un tiempo corto y con unas repercusiones brutales. No podemos
soslayar la ley de la gravedad, porque existe en el mundo físico,
pero podemos suspender los derechos civiles en unas horas porque
realmente no emanan de la naturaleza.
Cuando la ONU impone sanciones económicas a un régimen por
vulnerar ciertas normas, estamos viendo una cadena de ficciones
sociales que se modifica, lo que tiene repercusiones físicas sobre los
seres humanos afectados. Es por ello que para nuestra especie las
ficciones sociales son tan importantes para nuestra supervivencia
como cualquier realidad física. De hecho, a medida que la tecnología
avanza, las ficciones sociales llegan a ser mucho más importantes
que las realidades físicas para la vida cotidiana. En la actualidad,
para buena parte de la humanidad, representa un peligro mayor un
cambio legislativo o una modificación de lo socialmente aceptable
que la escasez de alimento o el peligro de un depredador.
Volvamos, sin embargo, a la revolución cognitiva. Una vez asentado
el concepto de ficción social, al cual volveremos de forma recurrente
18
a lo largo del ensayo, analicemos por qué esa capacidad hizo posible
que los sapiens desplazaran a los neandertales.
La revolución cognitiva hizo posible que los grupos de sapiens
colaboraran entre ellos y formaran grupos de mayor tamaño que los
de los neandertales. Mientras que unos estaban ligados por vínculos
de parentesco o de confianza personal, los sapiens podían mostrar
adhesión a una ficción social que creara una identidad grupal. De
ese modo, en cualquier enfrentamiento directo, sapiens llevaba las
de ganar, más allá de que el hecho de contar con una mayor y más
eficaz red de intercambio de información les permitiera mejorar su
capacidad de abatir grandes presas.
Hoy damos por sentado algunos hechos realmente sorprendentes,
como que dos personas que no tienen ninguna relación y habitan en
lugares alejados por miles de kilómetros sean capaces de colaborar por
una misma causa, incluso sacrificando su vida, o que se consideren
a sí mismas como parte de un grupo identitario que puede estar
formado por millones de individuos que jamás se han visto cara a
cara. Todo ello es posible gracias a la revolución cognitiva.
En el resto de especies animales el comportamiento social viene
determinado por la combinación de genes y presión ambiental. Un
grupo de individuos de la misma especie en el mismo hábitat siempre
se comportará del mismo modo. Esto no ocurre con Sapiens.
En todos los homínidos, lo que incluye al resto de especies humanas,
el comportamiento social ha venido determinado por la evolución, lo
que da un set de comportamientos determinados que se adaptan
a la presión ambiental. Con cada mutación se ha hecho posible la
aparición de tecnologías y comportamientos nuevos.3 Por ejemplo, la
aparición de Homo erectus supuso el empleo de nuevas tecnologías
líticas, que permanecieron inalterables durante dos millones de años,
puesto que se trata de una tecnología ligada a la evolución genética. Sin
embargo, gracias a la revolución cognitiva, sapiens pudo evolucionar
de una forma nueva. De hecho, vivimos en dos planos paralelos:
el biológico, en el que seguimos las mismas normas evolutivas que
el resto de especies, pero también en el mundo formado por esa
3
Aquí hemos de hacer una pausa para tener en cuenta que, a lo largo de este
ensayo vamos a considerar que el comportamiento o la estructura social también son una
tecnología. Tendemos a pensar que un arco es una tecnología, pero el comercio o la jefatura
tribal no, puesto que son «elementos sociales». Es curioso que en el ámbito empresarial
actual la introducción de un nuevo tipo de organización de la producción se considere una
innovación tecnológica, pero en el ámbito de las ciencias sociales no lo hagamos así. Es un
error que nos impide valorar correctamente el devenir histórico.
19
realidad intersubjetiva hecha de información compartida en red en la
cual no se enfrentan genes que compiten entre sí por sobrevivir, sino
unidades de información que hacen exactamente lo mismo. De este
modo, además de la evolución biológica, sapiens empezó a ser capaz
de evolucionar culturalmente. Este hecho lo cambió todo, puesto que
este segundo tipo de evolución es exponencialmente más rápida que
la anterior y es la cuestión fundamental que hizo a nuestra especie
la dueña del planeta.
Los sapiens, a diferencia de las anteriores especies animales o
humanas, somos capaces de variar radicalmente de comportamiento.
Una manada de lobos siempre se comportará del mismo modo en
un hábitat estable. Si su estructura social está basada en pequeños
grupos liderados por un macho alfa que merodean por un territorio
determinado en busca de caza, siempre se comportarán del mismo
modo hasta que el medio ambiente o sus genes cambien. No ocurrirá
jamás que un grupo de lobos plantee que el liderazgo debe ser
compartido de forma democrática o que las hembras reclamen su
derecho a poder ser alfa. Las luchas por el poder siempre seguirán los
mismos patrones y, si la forma de desbancar al alfa es en una lucha
individual, no ocurrirá que cambien a un sistema monárquico en el
cual el nuevo alfa sea el primogénito del anterior. Estas variaciones
sí son perfectamente posibles, y esperables, entre distintos grupos
de sapiens que viven en el mismo ambiente, puesto que se dan en
sus ficciones sociales compartidas, en lo que llamaremos a partir
de ahora realidad intersubjetiva. De hecho, la variedad de culturas
sigue siendo sorprendentemente alta entre nuestros semejantes y la
evolución cultural no ha hecho otra cosa que acelerarse a medida
que la evolución tecnológica provocada por la misma ha posibilitado
el intercambio de información a una mayor velocidad entre una
población cada vez más grande, en un proceso que se retroalimenta
continuamente.
Los sapiens desplazaron a los neandertales gracias a la revolución
cognitiva, la cual no se basaba en una mayor capacidad cerebral, sino
en nuevas formas de utilizarla. Haciendo un símil un tanto grosero, los
nuevos «ordenadores» eran superiores, pero no por una capacidad
de proceso de datos superior. De hecho, los chips utilizados eran
algo inferiores en potencia. La diferencia se basó en la capacidad
de usar un nuevo tipo de software. Éste, tenía la capacidad de crear
un mundo virtual paralelo al físico, basado en unos algoritmos que
competían entre sí como anteriormente lo hacían los genes, creando
una red de intercambio de información que jamás era estática y
20
que permitía una evolución exponencialmente más rápida que la
biológica.
Los sapiens, de esta forma, crearon lo que en este ensayo
llamamos la realidad intersubjetiva, un plano paralelo al físico
poblado por ideas que el hombre puede percibir y gestionar como
si fueran entidades físicas. En esa realidad intersubjetiva fue posible
la aparición de una serie de ficciones sociales que permitieron unos
niveles de cooperación e intercambio de información frente a los
cuales los neandertales no podían oponer resistencia.
Por un lado, en un enfrentamiento directo entre neandertales y
sapiens, los segundos llevaban siempre las de ganar, por una
simple cuestión de número. Aunque los primeros eran físicamente
superiores, gracias a las ficciones sociales, los sapiens podían
congregar a un mayor número de individuos, tal vez ligados entre
ellos por adscripción a un tótem, a un espíritu tribal o a un mito.
Mientras que los neandertales podían formar bandas de hasta unos
50 individuos, ligados por lazos de confianza mutua que requerían
el contacto físico, los sapiens ya podían contar con lo que hoy
llamaríamos tribus, formadas por cientos de individuos. Incluso
ante una eventual derrota, sapiens siempre podía alterar su realidad
intersubjetiva para cambiar sus reglas de enfrentamiento y adaptarse
a cualquier situación nueva.
Por otro lado, sapiens es capaz de una gestión de los recursos a
través de tecnologías que la ficción social permite. La más evidente
de ellas es el comercio. Arqueológicamente, se ha observado
intercambio de bienes a distancias de cientos de kilómetros hace
más de 30.000 años. Para que cualquier tipo de comercio funcione,
se requiere la creencia compartida en algún tipo de ficción social. No
hablamos ya de dinero, sino del valor de un bien y su comparación
con el de otro, de compartir la adscripción a mitos o dioses que
vinculen a los comerciantes entre ellos, la celebración de rituales de
intercambio bajo la protección, vigilancia y garantía de entes solo
existentes en la realidad intersubjetiva, etc.
También la caza se vio enormemente transformada por las nuevas
capacidades de Sapiens. Ahora se hacía posible la colaboración
entre cientos de humanos que acosaban a manadas enteras hasta
hacerlas despeñarse por un acantilado o conducirlas, incluso
mediante barreras artificiales, a trampas construidas ex profeso.
Sapiens desplegó inmediatamente una capacidad de colaboración
que le catapultó a la cima indiscutible de la pirámide alimenticia,
21
convirtiéndose en un superdepredador tan eficiente que de inmediato
comenzó a causar la extinción de especies enteras. Tendemos a
pensar que los problemas ecológicos causados por nuestra especie
son algo relativamente reciente, pero realmente la sexta extinción
comenzó tan pronto como sapiens comenzó a propagarse por
el planeta. Si dibujásemos un gráfico con el tiempo en el eje de
abscisas y el número de especies en el de ordenadas, veríamos 6
grandes caídas. La quinta, la causó un elemento muy conocido en el
arte popular: la caída de un meteorito que supuso el fin del reinado
de los dinosaurios. Pero más adelante vemos otro desplome, en el
cual todavía nos encontramos. Coincide con la aparición de Sapiens.
De hecho, está perfectamente documentada la desaparición de gran
cantidad de especies, especialmente de vertebrados susceptibles
de ser cazados, en cuanto unos sapiens con tecnología primitiva
irrumpen en un hábitat. Este proceso se aceleró rápidamente a partir
del año 1.500 de nuestra era, pero ya se había iniciado tan pronto
como fuimos ampliando nuestro hábitat.
En este capítulo hemos visto, pues, que la capacidad de
pensamiento simbólico es la característica diferenciadora de Sapiens.
En consecuencia, es capaz de generar una realidad intersubjetiva
formada por mera información pero que es percibida como un
ente real, de modo que puede llegar a decidir las acciones sobre
el medio físico. En ella habitan una serie de ficciones sociales que
utilizamos como herramienta fundamental para el funcionamiento de
la sociedad humana, de modo que sea posible la colaboración de un
gran número de individuos. Una de estas herramientas es el discurso
histórico.
En el siguiente capítulo veremos que esta herramienta, en tanto
en cuanto que ficción social, presenta una serie de ventajas pero
también un precio que se ha de pagar por su uso. Distinguiremos,
además, el concepto de discurso histórico de lo que el público suele
entender por historia y veremos que tanto los individuos como los
colectivos son incapaces de gestionar la realidad sin echar mano de
esta herramienta. Por tanto, observaremos que cada colectividad y
cada sapiens ejercen siempre de pequeño historiador, creando un
discurso histórico que puede ser simple pero que es insoslayable
y determina la visión del mundo, lo que evidentemente condiciona
cualquier toma de decisión. De ahí la importancia de la disciplina
histórica como rama del saber humano, aunque no del modo en la
que solemos concebirla.
22
II. Todos somos historiadores
La vida solo puede entenderse mirando hacia atrás,
pero debe vivirse mirando hacia adelante.
Soren Kierkegard
Hemos visto que los seres humanos necesitamos una serie de
ficciones sociales para conseguir que en nuestra sociedad ocurran
fenómenos basados en la colaboración y en el intercambio masivo
de información. De esta certeza surge la necesidad, tanto individual
como colectiva, de forjar una interpretación de la historia. ¿Por qué?
Si creemos que nuestra organización social, las reglas de convivencia
que utilizamos, los códigos culturales, las jerarquías, etc., que existen
en la realidad intersubjetiva son reales, evidentemente hemos de
darles sentido respondiendo a una pregunta evidente: ¿de dónde han
salido? Si el chamán de mi tribu afirma que el vínculo que nos une
a todos es un origen común, es inevitable preguntarnos de dónde
vinieron nuestros antepasados. Si mi cultura tiene un conjunto de
rasgos característicos que son diferentes de las culturas vecinas,
entonces deberé preguntarme si siempre ha sido así o empezamos a
diferenciarnos en algún momento determinado.
Pero detengámonos un momento para definir lo que es una cultura.
Si acudimos al siempre valioso diccionario de la RAE, en su tercera
acepción encontraremos que es el «conjunto de modos de vida y
costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico,
industrial, en una época, grupo social, etc.». Realmente es una
definición un poco ambigua.
Con el término cultura observamos un fenómeno recurrente en las
23
ciencias sociales. Utilizamos palabras que no son de uso exclusivo de
este campo del saber, sino que son términos de uso común. Además,
suele existir un debate continuo entre escuelas, tradiciones y tipos de
análisis, de modo que la definición de un término forma parte siempre
de un corpus teórico más amplio. Dado que vamos a utilizar el término
cultura de forma asidua, debemos fijar qué entendemos como tal.
Un grupo humano siempre creará una cultura, que estará formada
por elementos de esa realidad intersubjetiva que hemos descrito
en el primer capítulo. De forma simplificada, podemos entender
una cultura como una matriz de algoritmos. Se trata de pura
información, despojada de cualquier misticismo o romanticismo
acientífico. Una cultura será, por tanto, algo parecido a una lista
de normas entrelazadas, un programa formado por líneas de código
que determina cómo se ha de comportar el individuo en el grupo,
cómo puede interpretar la realidad, qué está permitido y qué es tabú,
qué se debe considerar un dogma y qué está abierto a debate. Una
cultura no es, pues, más que un algoritmo formado por reglas.
Este algoritmo puede ser realmente extenso, de forma que en mi
cultura nos saludamos estrechando la mano, la simetría es bella, el
dolor es malo, no se debe eructar mientras se come, una esvástica
significa nazismo, existen cinco vocales, el suicidio se debe evitar,
el blanco significa limpieza o pureza, se puede comer conejo, no
se puede comer perro, la ley se ha de cumplir, el canibalismo está
prohibido, la guerra justa es buena, un disco rojo significa prohibido,
los koalas son entrañables pero las arañas no, etc. Todas las anteriores
son normas, independientemente de su origen cultural o biológico.
Lo que necesitamos entender del concepto de cultura es que existe
dentro de esa realidad intersubjetiva que caracteriza al sapiens, que
está formada por unidades de información, que no es un sistema
estable, sino que cambia a lo largo del tiempo, que estos cambios
pueden deberse tanto a la evolución del propio sistema como a agentes
externos, que es manipulable y modificable, que es intercambiable
entre individuos, que funciona en red y, finalmente, que uno de sus
subsistemas principales es aquel que llamamos historia.
Este no es un ensayo sobre antropología, así que vamos a dejar aquí
el esbozo del término cultura, habiéndolo definido en los términos en
los que nos es útil para continuar el desarrollo de la tesis.
La idea clave es que cualquier grupo de sapiens tendrá una cultura y
que cualquier cultura tendrá necesariamente una visión de la historia.
24
La primera parte de esta afirmación ya la hemos argumentado en el
primer capítulo. La posibilidad de crear una realidad intersubjetiva en
la que distintas ideas serán compartidas en red por los sapiens es la
base de la revolución cognitiva que hizo posible que nos adueñásemos
del planeta y es el único hecho realmente característico de nuestra
especie respecto al resto. Gracias a ello podremos crear normas
(cadenas de información) que serán compartidas por el grupo, de
forma amigable o mediante la coacción. Al conjunto de esas normas
le llamaremos cultura. Cada grupo humano puede crear y modificar
sus normas, experimentar con ellas, intercambiarlas, manipularlas
según el interés de individuos o grupos de individuos, olvidar
algunas, recuperar otras, adaptarlas a los resultados esperados,
introducir normas que sirvan como excepción, establecer jerarquías y
dependencias entre ellas, etc. Al conjunto vigente de normas en uso
en un momento dado para un grupo humano lo llamaremos cultura.
Por tanto, si hablamos de la cultura de los gitanos españoles en el
siglo XIX, nos referimos al complejo conjunto de normas utilizadas
por ese grupo humano en ese periodo y marco concreto, sin perder
de vista que es un sistema inestable y dinámico por naturaleza,
dependiente e interrelacionado con otros sistemas.
Nos falta, pues, argumentar que cualquier cultura tendrá una
concepción de la historia.
En primer lugar, podríamos acudir al simple empirismo. Podemos,
con la definición de cultura en mano, hacer un catálogo tan extenso
de culturas como queramos y verificar caso por caso si han creado
algún tipo de historia que explique por qué su grupo es así y no
de otra forma, cómo llegó a serlo, por qué tiene unas relaciones
determinadas con otros grupos, etc., y que dé respuesta a todas las
preguntas sobre su pasado que podemos encontrar en cualquier libro
de historia. En todas las ocasiones llegaremos a la misma conclusión.
Cualquier cultura tiene una concepción de la historia.
En segundo lugar, podemos argumentar que una cultura necesita
crear una historia por una simple cuestión práctica: cualquier
individuo se va a hacer la misma pregunta ante ese conjunto de
normas. De dónde salen esas normas, qué justificación tienen o
desde cuándo existen, son las preguntas lógicas que se derivan de
su propia existencia. Se necesita un discurso histórico que justifique
la validez de las normas.
El chamán de nuestra tribu tendrá que respondernos a estas
preguntas que surgen desde el plano de la realidad intersubjetiva
25
y se verá forzado a hacerlo dentro de la misma. Para ello crea un
producto intelectual, es decir, una invención de la mente humana.
Este producto aunará elementos de la realidad física y de la
intersubjetiva mediante una selección de datos y razonamientos
presentados en forma de relato. No hablamos de otra cosa que del
discurso histórico, el cuento que el chamán de nuestra tribu creará
para nosotros, siempre con la aquiescencia de la clase dominante
en nuestra tribu, para explicarnos por qué nuestra cultura es de ese
modo y no de otro, sus virtudes y vicios, sus objetivos, su identidad
y los valores que la sustentan. De ese modom cualquier cultura
justifica su existencia creando un producto cultural.
Las culturas necesitan una visión de la historia porque son
algoritmos formados por normas y necesitan justificarlas. Sapiens no
es totalmente ignorante de la arbitrariedad de las normas y necesita
un porqué. De la propia naturaleza de las normas surge la necesidad
de justificarlas. Si fuesen aleatorias, se podrían cambiar alegremente.
Se justifican en la experiencia de la comunidad, en la revelación
divina, en la funcionalidad, en el antagonismo con otras culturas, etc.
En todas estas justificaciones se hace ya un razonamiento histórico.
Las normas son esas porque nuestros antepasados las consensuaron
en tal ocasión, o porque la gran serpiente emplumada nos dijo que
era lo mejor, o porque nuestros antepasados, los hombres-pez,
nos diseñaron así, o porque hemos sobrevivido gracias al héroe
de Maratón y hay que conmemorarlo, o porque los demonios,
tal como prometieron, nos castigarán si hacemos lo contrario, o
porque hubo una gran peste que se mitigó rezando, o porque de
los distintos sistemas políticos este ha resultado el mejor, o porque
simplemente siempre ha sido así -tradición, que es la más simple
de las justificaciones históricas, pero que también hace referencia al
pasado-.
En este punto podemos recurrir a Enrique Moradiellos quien, en El
oficio de historiador, nos da unas breves pautas de por qué cualquier
sociedad necesita una conciencia del pasado, que en este ensayo
llamamos concepción o visión de la historia.
En primer lugar, admite que la historia no sirve para predecir el
futuro ni tampoco para ser una guía vital en la conducta social, como
muchas veces se argumenta de forma tan bienintencionada como
falaz. La practicidad de la disciplina viene de la necesidad de todo
grupo humano de tener «una conciencia de su pasado colectivo» el
cual «constituye un componente inevitable de su presente, de su
26
dinámica social, de sus instituciones, tradiciones, sistema de valores,
ceremonias y relaciones con el medio físico y otros grupos humanos
circundantes». En este ensayo empleamos el término visión de la
historia, que incluye tanto el hecho de asumir esa conciencia de
pertenencia a un pasado colectivo como la inevitable reflexión e
interpretación sobre el mismo. Sin embargo, en ambos casos vemos
que se coincide en afirmar que es un elemento esencial de la cultura
de cualquier sociedad hasta el punto de que el sistema completo
no será operativo sin el subsistema histórico. Moradiellos continúa
afirmando que «dicha concepción de su pasado común, de su duración
como grupo, es una pieza clave para su identificación, orientación y
supervivencia en el contexto del presente natural y cultural donde se
encuentra emplazado». Poco más añadiremos, salvo reforzar la idea
de esa dualidad entre presente natural y cultural, que en esta obra
desarrollamos como la existencia de sapiens en dos planos paralelos,
el físico y el intersubjetivo. Una visión de la historia concreta altera
ambos planos, así como el equilibrio entre ellos.
Moradiellos pone como ejemplo un pueblo pastoril que
necesite llevar su ganado a ciertos pastos. No solo necesitará el
conocimiento colectivo de su ubicación y la logística necesaria,
sino recordar la relación, amistosa u hostil, con otros pueblos
pastoriles que exploten los mismos recursos. Esta explicación, sin
embargo, se queda huérfana porque, al fin y al cabo, lo que se
está transmitiendo es un paquete de información. Esa comunidad
en concreto necesita un conjunto de datos sobre los pastos y
su gestión, los cuales parece almacenar gracias a la existencia
de un acervo cultural colectivo, pero podríamos objetar que no
es necesaria la existencia de una visión de la historia concreta
para transmitir estos conocimientos. Deberíamos ahondar más
y comprender que la existencia de una visión de la historia es
necesaria, en primer lugar, para configurar ese grupo de pastores,
pues la pregunta ¿por qué pertenezco a este grupo y no a otro?
solo puede ser respondida mediante un discurso histórico. Por
otro lado, las distintas relaciones entre los grupos pastoriles
están edificadas sobre distintas ficciones sociales entre las cuales
encontraremos indefectiblemente algunas de carácter histórico.
Si un grupo es hostil, se realizará una explicación histórica del
origen del conflicto que servirá de argumentación para defender
nuestra postura actual. Si dicha situación se altera, será necesario
rediseñar el discurso histórico para adaptarlo a la nueva realidad.
En definitiva, tanto la existencia de distintos grupos pastoriles
27
como las relaciones entre ellos encontrarán respaldo en narraciones
compartidas en el plano intersubjetivo y, puesto que tendrán que
explicar su evolución a lo largo del tiempo y justificar su estado
actual, recurrirán al discurso histórico. Recordemos, por otro lado,
que este discurso histórico puede ser precientífico y estar basado
en «mitos de creación, leyendas de origen, genealogías fabulosas,
doctrinas religiosas, etc.» como el autor reconoce o por las más
modernas y pretendidamente objetivas historias nacionales o
por el derecho internacional, los códigos éticos o legales, las
instituciones arbitrales o cualquier otro tipo de ficciones sociales
que también funcionarán exactamente del mismo modo y crearán,
a su vez, nuevas necesidades de justificación histórica.
Dicho esto, no debemos olvidar que el discurso histórico también
satisfará algunas necesidades intrínsecas de Sapiens, un ser que ha
de pagar un alto precio por sus capacidades intelectuales.
Ya hemos visto que poseer un cerebro tan desarrollado también
tiene sus desventajas, como su enorme consumo energético o lo
complejo de su desarrollo, lo que nos lleva a ser los mamíferos que
más energía consumen con relación a su peso y a la necesidad de
parir crías bastante inmaduras para que la plasticidad de sus cerebros
ejerza su función estando en contacto con el mundo exterior antes
de poder siquiera gatear, amén de las enormes complicaciones del
parto que tienen las hembras humanas en comparación con el resto
de primates. Pero las desventajas no solo las encontramos respecto
al hardware de ese enorme procesador con el que nacemos, sino que
también derivan del tipo de software con el que va a funcionar.
En el mundo animal, una mayor inteligencia implica una mayor
consciencia4. La consciencia del ser humano es, por tanto, de
un tipo totalmente diferente al del resto de animales. De hecho,
tenemos toda una panoplia de problemas intelectuales, que derivan
en emocionales, sociales y de todo tipo, que ningún otro mamífero
experimenta.
4
Es un tema recurrente de la ciencia ficción presentar a la evolución de la
inteligencia artificial como un proceso por el cual llega a atravesar un umbral crítico en el que
toma consciencia de sí misma, normalmente con funestas consecuencias. De ese modo, esa
inteligencia, a pesar de ser artificial, puede considerarse similar a la humana y abre el eterno
debate de si, en ese caso, se la debería considerar equiparable en derechos a lo humano.
Sin embargo, parece que la evolución de la inteligencia artificial en el mundo real no sigue
ese patrón. Mientras que su capacidad de procesamiento de datos crece exponencialmente
y ya es capaz de realizar casi todas las tareas de un ser humano, incluso la creación de arte
o el autoaprendizaje, la autoconsciencia sigue siendo cero. En el mundo biológico no parece
ocurrir lo mismo, pues existe una correlación entre el grado de inteligencia de un cerebro y la
autoconsciencia de este.
28
Por lo que sabemos, ninguna vaca lechera medita sobre la
fugacidad de la vida ni tiene la certeza de que va a morir junto con
todos sus semejantes. Nuestro perro no siente la necesidad de saber
si existe un más allá tras la muerte ni se plantea cuál debe ser el
dios verdadero o si realmente existe alguno. Un oso panda no se
cuestiona cuál es el sentido de la existencia, más allá de mascar
bambú, ni el gorila de lomo plateado se cuestiona si su liderazgo es
ético o cuál es la misión de su especie en el gran orden de las cosas.
En definitiva, la inteligencia del ser humano lo dota de un nivel de
consciencia que, como contrapartida, le equipa con una serie de
angustias existenciales que los demás animales no experimentan.
Esos miedos e inquietudes generan la necesidad de calmarlos,
pues no puede quedar paralizado ante la certeza del horror. La
herramienta que sapiens encuentra para satisfacer esa necesidad,
que puede ser tan acuciante como el sueño o la sed, proviene de su
capacidad de pensamiento simbólico. Creará una serie de productos
intelectuales que, en el marco de la realidad intersubjetiva, servirán
para responder a las terribles cuestiones que surgen una vez toma
consciencia de sí mismo. Buena parte de esas ideas serán ficciones
sociales, tal como lo es la propia historia.
Pensemos en el peor terror de todos. La certeza de la muerte. Todos
nosotros vamos a morir. Nuestros seres queridos, nuestros amigos
y todos aquellos por los que tenemos algún tipo de afecto, también.
Se trata de una certeza, de una inevitabilidad ante la cual somos,
además, totalmente impotentes. De ello, se deriva una verdad terrible
que no es otra que la consciencia de que todas nuestras obras son
realmente inútiles, pues no solo las personas, sino cualquier creación
humana, es destruida y olvidada en el tiempo como si jamás hubiese
existido. A pesar de haber visto cosas imposibles de creer, todos
esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia,
parafraseando a cierta obra maestra del cine.
Todos los animales, ante un peligro cierto, tienen una reacción
defensiva que se articula de distintas formas. Pensemos en cómo
actuaría un animal ante la certeza de la muerte. ¿Quedaría paralizado
por el miedo? ¿Buscaría refugio? ¿Adoptaría una actitud defensiva?
Sapiens no puede permitirse esos lujos. Sabe que va a morir y lo sabe
cada mañana al abrir los ojos. Es algo tan terrible que lo lógico es
que no pensase en otra cosa pues ¿qué puede haber más relevante?
Sin embargo, se incorpora e inicia sus labores cotidianas como si
ignorara esta información.
29
He ahí el punto interesante. El ser humano, ese prodigio biológico
de proceso de datos, actúa como si ignorase los datos más
relevantes de todos. Ello es posible porque ha desarrollado una
serie de herramientas intelectuales para paliar los efectos dañinos
de la toma de consciencia de la realidad. Debe ignorar los aspectos
más importantes de la realidad para poder vivir. Debe ignorar que
su lucha por sobrevivir es inútil para poder sobrevivir. Debe ignorar
que todo lo que crea va a ser destruido si quiere tener motivación
para crearlo. Debe inducirse a sí mismo en una ignorancia necesaria
para poder actuar en el medio mediante su inteligencia. Debe ser
optimista a pesar de que sabe que no tiene ninguna posibilidad. En
definitiva, el ser humano parte de una contradicción mental básica:
para poder vivir, necesita mentirse a sí mismo.
En este punto resultan interesantes algunas ideas de Peter Wessel
Zapffe5. Defendía que la característica básica del ser humano es
partir de una cruel paradoja. Nuestro desarrollo cognitivo hizo
posible el avance intelectual, científico y cultural, pero también que
seamos conscientes de nuestras limitaciones, lo que nos lleva a la
capacidad de entender la muerte y sentir compasión hacia otros
seres vivos. Este autor consideraba que poseíamos una consciencia
sobre-evolucionada, pudiéndose entender al ser humano como un
error de la naturaleza, «una paradoja biológica, una abominación,
un absurdo, una exageración de naturaleza desastrosa». A causa
de esta característica puramente humana, somos conscientes del
dolor existente en el mundo y de que la vida, analizada de forma
puramente racional, es una tragedia. Para Zapffe somos una especie
«armada con demasiada fuerza» ya que nuestra inteligencia es como
una espada sin empuñadura: solo podemos utilizarla dañándonos a
nosotros mismos.
Ante esta paradoja trágica, veía cuatro métodos paliativos. El
«aislamiento» o la negación de parte de la realidad; el «anclaje»
a nuestra realidad familiar, laboral, religiosa, etc.; la «distracción»,
focalizándonos en aquellas realidades que nos inducen a pensamientos
positivos; y la «sublimación», o el fomento de nuestro yo creativo
a modo de catarsis. Como vemos, la solución a la consciencia de
lo trágico de la existencia es eliminar parte de esa información y/o
transformar otra en un input más aceptable. En otras palabras,
mentirnos a nosotros mismos como individuos y como sociedad.
5
Zamorano, E. (2021, Julio). Peter Zapffe: el más cenizo de todos los filósofos. Recuperado
de
https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2021-08-08/antinatalismo-peterzapffe-pesimismo-filosofia_3218619/
30
Estas mentiras, para que sean consistentes, han de ser compartidas
por todo el grupo humano, como ser social que es, y deben tener
forma de ficción social en la realidad intersubjetiva que es propia
de su especie. La forma más eficiente de conseguirlo es pensar que
la muerte no es real y que las acciones emprendidas en vida son
significativas. Para ello surgirá la religión.
La religión es la base de toda cultura. No existe sobre la faz de
la Tierra ni una sola cultura que no albergue en su interior algún
tipo de fe. Toda religión, dadas las preguntas a las que debe
responder, mostrará algún tipo de discurso histórico. Por tanto,
la existencia de la narrativa histórica es tan vieja como nuestra
especie y es imprescindible para su propia supervivencia. Por ello,
no encontraremos jamás a un semejante que no ejerza, al menos
para sí mismo, como pequeño historiador. De ahí la paradoja de
que, mientras que la historia está tan incrustada en nuestro ser que
somos inexplicables sin ella, es un saber continuamente denostado
como irrelevante en nuestra sociedad.
La religión es, pues, un sistema de ideas que tiene como utilidad
básica paliar los efectos nocivos de la inteligencia humana. En el
eterno debate entre razón y fe, consideraremos que la existencia de
la segunda es el contrapeso necesario para paliar los efectos tóxicos
de la primera, aunque no por ello nos debiera servir para explicar
la realidad. Por tanto, la fe es un elemento esencial de la realidad
intersubjetiva y será imprescindible para crear una ficción social que
contrarreste el hecho objetivo de la muerte y de la irrelevancia del
individuo.
Estas afirmaciones tendrán una evidente réplica que merece ser
desarrollada. En primer lugar, entendemos por religión cualquier
sistema de ideas que tenga como función, buscada o no, las
anteriormente mencionadas. Por tanto, podemos hablar también
de religiones laicas. Un ejemplo bastante claro es el de ciertos
movimientos políticos que pretenden dotar de sentido la vida de sus
participantes. Cumplirán la función de una religión sin necesidad
de adorar a ningún dios. Uno de sus acólitos podrá sentir que
pertenece a un grupo y que, por tanto, su existencia trasciende a
la del individuo. Si se focaliza la atención en el grupo y no en el
individuo, se puede crear la ficción social de que mientras que el
grupo exista, existen los individuos que han formado parte de él. De
este modo, se puede soslayar la objetividad de la muerte, pues el
individuo no es más que una fracción de un sistema que se prolonga
31
en el tiempo. La capacidad del ser humano de dar por válidas
ficciones sociales que contradicen las más duras realidades físicas es
realmente sorprendente, pero todos podemos traer a colación ciertos
discursos políticos que sitúan a la nación, la raza, la clase, la etnia o
cualquier tipo de identidad grupal por encima de la misma existencia
del individuo y que afirman que la inmortalidad es alcanzable al estar
comprometidos con la causa.
El compromiso ofrece, además, respuesta a la otra cuestión que
ha de resolver toda religión, la de la intrascendencia de nuestras
acciones. Una religión ha de ofrecer una misión al ser humano, un
objetivo, aunque sea inalcanzable. La redención de los pecados o
el perfeccionamiento a través de las sucesivas reencarnaciones son
ejemplos de religiones bien conocidas. Sin embargo, las religiones
laicas también ofrecen objetivos al ser humano como pueden ser
la supremacía de nuestro grupo, la construcción de un modelo de
sociedad concreto, el progreso, la destrucción de nuestros rivales, la
revolución, etc.
El objetivo de este ensayo no es analizar la religión, laica o tradicional,
sino ser consciente de que es la piedra de toque de toda sociedad.
Un grupo humano no podrá alcanzar cierto número de miembros sin
el uso de una realidad intersubjetiva poblada de ficciones sociales,
que han de estar respaldadas por algún tipo de religión, entendida
esta en el sentido amplio que hemos utilizado. La religión como
forma de control social es un leitmotiv del pensamiento intelectual,
especialmente de aquel que pretende ser emancipador. Sin embargo,
consideramos que la religión, en su sentido amplio, si bien puede
ser utilizada como método de control social, tiene un origen más
básico y anterior. La religión no es una creación del intelecto para
dominar a la sociedad, sino que es el mecanismo básico que permite
la existencia de una sociedad. Por ello, cada vez que un movimiento
revolucionario ha tratado de liberar a la sociedad de la religión, no
ha tenido más remedio que sustituirla por una religión laica. Sapiens
es incapaz de vivir en sociedad sin que la realidad intersubjetiva esté
sustentada en la negación de sus terrores. Por ello, tanto la Francia
como la Rusia revolucionarias no tuvieron más remedio que intentar
sustituir la religión cristiana por una religión laica.
Cabe recordar también que la existencia de una religión puede ser
completamente independiente de la creencia en uno o varios dioses.
En algunos casos esto lleva a que se dude de si, por ejemplo, el
32
confucianismo es una religión6, pero si aplicamos el sentido laxo que
utilizamos en este ensayo, no tenemos problema a catalogarla como
tal. Una religión ha de cumplir las funciones básicas descritas: existe
una demanda que ha de ser cubierta por una oferta que solo una
religión puede realizar. Mientras se den esas condiciones, se puede
considerar religión, incluso sin la existencia de ningún elemento
paranormal.
Un elemento que siempre encontraremos es el dogma, entendido
como una afirmación que se considera incuestionable y que es cierta
por sí misma. Cualquier religión, al basarse en una serie de ficciones
sociales, ha de sostenerse en su base por una serie de ideas que se
han de dar por ciertas, aunque sean indemostrables. No estamos
hablando de otra cosa que de la fe, entendida como la creencia en
una idea sin mayor respaldo que la propia creencia en esa idea. Esto,
a pesar de que cualquier religión laica lo niegue vehementemente,
también se les puede aplicar.
Nuestra especie, si aceptamos esto, tiene incrustado en su
software un alto concepto de sí misma. Puesto que necesita vivir en
sociedad, necesita una religión. Puesto que la religión ha de decirnos
que somos trascendentes, entendemos que somos importantes y
valiosos. Como consecuencia lógica, tendemos a creernos el centro
de la realidad. De ese modo, no son pocas las religiones que se
dedican, básicamente, a explicarnos lo especiales que somos, cómo
los dioses hicieron el universo para nosotros y de qué modo, a pesar
de su inconmensurable poder, están pendientes de nosotros. De esa
forma, Sapiens no solo es un simio mentiroso, sino que suele ser
tremendamente orgulloso. Este hecho debe traerse a colación aquí,
ya que no es solo un tema antropológico, sino que afecta de lleno a
la percepción de la historia, siendo uno de los pilares de los abusos
interpretativos a los que nos referiremos en el capítulo V.
La religión deberá siempre contar una historia, por una simple
cuestión lógica. De otro modo no podría consolarnos sobre nuestra
mortalidad e intrascendencia. El ser humano es, básicamente, un
contador de historias. La historia, por tanto, está íntimamente
ligada a la religión y, de hecho, veremos como en la cultura
occidental ambas tardan bastante en desligarse, ya que nacen del
mismo tronco.
6
Montes, A. (2021, June 5). ¿Qué es el confucianismo y cuáles son sus principios?
Recuperado de https://elordenmundial.com/que-es-confucianismo-cuales-principios/
33
En definitiva, el hombre, tanto como individuo como grupalmente,
paga el precio de su inteligencia con una angustia intelectual. El modo
de resolverlo es cultural: necesitará algún tipo de religión y algún tipo
de explicación sobre los motivos por los cuales su entorno es así y
no de otro modo. Por tanto, en su mundo intersubjetivo, aparecerá
una religión y una visión de la historia, normalmente entremezcladas,
que darán respuesta a esta necesidad. Sin embargo, no caigamos
en la simplificación de pensar en que esta herramienta será unívoca
y universal. El discurso histórico y la visión de la historia, que al fin
y al cabo son los términos que nos interesan en este ensayo, no
serán los mismos para todos los individuos ni serán uniformes a lo
largo del tiempo. La realidad intersubjetiva, en la cual se desarrolla
la cultura, hemos de entenderla como un ecosistema, es decir, un
sistema dinámico en el cual las distintas ideas compiten entre ellas
y evolucionan, mutando continuamente. Por tanto, no podremos
constatar jamás un discurso histórico único en una sociedad, pero sí
podemos afirmar el consumo universal de ese producto intelectual.
Todo individuo y todo grupo humano tendrán una visión de la historia,
es decir, una explicación de por qué su realidad ha cambiado a lo
largo del tiempo para llegar a la configuración actual y por qué
debe mantenerse o modificarse. En consecuencia, podrá desarrollar
diferentes discursos históricos que son las argumentaciones que
configuran dicha visión de la historia.
Analicemos un clásico que nos demuestra la convivencia de
distintas visiones de la historia en una misma época y que el discurso
histórico nunca es unívoco.
Carlo Ginzburg escribió, en 1976, El queso y los gusanos: el cosmos
de un molinero del siglo XVI. Reconstruye la vida de un molinero
del norte de Italia procesado por la Inquisición. Se trata de la obra
más conocida de la microhistoria, una tendencia historiográfica que
intentó renovar el enfoque mediante técnicas que ponen énfasis en
fuentes que normalmente pasan desapercibidas. Para la temática
que nos ocupa, este ensayo nos es muy útil porque muestra cómo
la visión de la historia jamás es unívoca y, ni en las épocas en las
que consideramos que puede haber mayor uniformidad, se deja de
producir una competencia entre distintas versiones. Menocchio, como
conocen al molinero, cree que, mediante la generación espontánea,
como se creía que sucedía con la aparición de los gusanos en el queso,
fue como Dios y los ángeles fueron creados desde el caos primitivo.
Ese era, para el molinero, el origen de la historia del hombre. En
34
nuestro caso, nos interesa parte de la tesis que Ginzburg desarrolla
a través del estudio de las actas inquisitoriales. Por un lado, afirma
que se puede rastrear la existencia de una cultura popular paralela a
la oficial y anclada en un materialismo precristiano. Por otro, que el
molinero desarrolla, sobre esa base, su propia visión de la historia al
añadir unas pocas lecturas, buena parte de las cuales malinterpreta.
Vemos como tres visiones de la historia compiten simultáneamente
en este libro: la de la Iglesia, que pretende ser hegemónica; la de la
cultura popular, que se resiste a ser asimilada y que nos es difícil de
rastrear porque es oral; finalmente, la personal de Menocchio.
La existencia de una visión de la historia es necesaria tanto para
los grupos que detentan el poder, como para aquellos que son
marginados o para cualquier individuo. Ni el individuo ni el grupo
escapan a esta necesidad. Las distintas visiones de la historia
compiten y se relacionan entre ellas en su medio ambiente. Unas
contaminan a otras. Mutan al producirse errores de transmisión. Unas
desaparecen, otras cambian tanto que serán irreconocibles. Además,
también se incorporan otras nuevas. Por un lado, la propia evolución
de las ideas hará que las concepciones de la historia muten por su
propia naturaleza, como ocurre con el caso del molinero, quien no
transmite fielmente la cultura popular, sino que añade partes nuevas
a través de su creación intelectual. Por otro lado, distintos grupos
sociales intentarán intervenir en esta competencia, en este caso de
la mano de unos inquisidores cuya misión es purgar la herejía que
supone no aceptar la visión de la historia defendida por el poder
vigente. Este ecosistema de ideas, en el que se produce tanto el
cambio por su propia naturaleza como por la acción premeditada del
hombre, lo podemos encontrar en cualquier sociedad humana, pues
su hábitat es la realidad intersubjetiva.
***
Llegados a este punto, no tenemos más remedio que entrar en
la cuestión de por qué una cultura -y con ella el subsistema de la
historia- evolucionan de un modo concreto y toman un camino entre
los, a priori, infinitos posibles. Evidentemente, este es un campo
de conocimiento que ha ocupado a gran parte de la producción
intelectual de la humanidad, por lo que no vamos a incurrir en la
soberbia de apuntar nuevos análisis. Sin embargo, creemos que una
forma correcta y eficaz de comprender cómo evoluciona una cultura
la apuntó Richard Dawkins en El gen egoísta. Las bases biológicas
de nuestra conducta. En este ensayo vamos a aplicar estas ideas
35
sobre la evolución a un subconjunto de ideas, las ideas sobre la
historia.
La obra citada fue publicada por primera vez en 1976. Es un ensayo
divulgativo sobre la teoría de la evolución. Considera que el gen es
la unidad protagonista de la evolución y se posiciona en contra del
concepto de selección de grupos. Son los genes, y no los individuos
ni los grupos, quienes evolucionan mediante selección. El gen lo
concibe como una unidad informativa heredable, concepto que nos
será útil más adelante. Los genes son los que se comportan de forma
egoísta, es decir, su única «intención» es conseguir replicarse, por
lo cual los seres vivos son máquinas de supervivencia para genes.
Cuando una de estas máquinas cambia para adaptarse al medio,
lo hace impulsada por un determinado gen, maximizando así sus
posibilidades de replicación. Esta excelente obra aclara muchas
confusiones habituales sobre cómo funciona en realidad la evolución,
especialmente al desmontar el popular concepto de que es la especie
la que evoluciona para el bien común de la misma, lo que choca con
su realidad conductual.
Sin embargo, lo que nos interesa para la presente obra es que se
introduce el concepto de meme. Si el gen es la unidad informativa
heredable del mundo biológico, el meme es su equivalente en el
mundo de la cultura, es decir, en lo que aquí llamamos la realidad
intersubjetiva.
Aunque más tarde se ha popularizado el término meme aplicado a
internet7, si hablamos de la realidad intersubjetiva, lo hemos de definir
como la unidad más pequeña posible de información que es capaz
de replicarse a sí misma en una cultura. Haciendo una simplificación,
lo que normalmente llamamos idea estaría formado por un conjunto
concreto de memes. De esa forma, podemos hacer un paralelismo
entre la expansión de un gen y el de un meme. Del mismo modo
que un nuevo virus exitoso es capaz de expandirse rápidamente en
el ámbito biológico, una nueva idea puede seguir el mismo patrón,
solo que, en vez de saltar de cuerpo en cuerpo, salta de mente
en mente. Una especie invasora o un virus se expanden de forma
parecida a como lo hace una moda o una religión. Mientras que el
éxito de una es fruto de las características intrínsecas de los genes, el
de la otra lo es de sus homólogos culturales. Lo interesante de estas
7
«El término meme en internet se usa para describir una idea, concepto, situación,
expresión o pensamiento, manifestado en cualquier tipo de medio virtual, cómic, vídeo,
audio, textos, imágenes y todo tipo de construcción multimedia, que provoca gracia o
sensaciones comunes, se replica mediante internet de persona a persona hasta alcanzar una
amplia difusión», según Wikipedia.
36
ideas, desde el punto de vista que nos concierne, es que ayudan a
explicar la replicación de ideas que, si las observamos en conjunto,
pueden no ser realmente beneficiosas para el grupo humano. Pero,
al igual que Dawkins nos explica que el protagonista de la evolución
no es la especie en conjunto, nos lleva a pensar que tampoco lo
es la «cultura» o la «civilización» en su conjunto quien muta y es
seleccionada, sino sus unidades de información básica, que pueden
seguir un patrón lógico si las analizamos de forma individual, pero
que nos aparecerán como desconcertantes si el análisis se realiza a
niveles superiores. En definitiva, esta simple idea, trasladada desde
la biología a la historia, puede explicar de forma eficaz lo que muchas
escuelas historiográficas tienen verdaderas dificultades para encajar
en su corpus teórico.
Para Dawkins, el hombre es una máquina de supervivencia más,
pero tiene una característica única: que posee cultura. La cultura
también evoluciona mediante mutación y selección. Podemos verlo
fácilmente al analizar un mismo idioma que se transmite de padres a
hijos. Su «código genético» va cambiando en unas pocas generaciones
hasta hacerse ininteligible. La evolución cultural es varios órdenes de
magnitud más rápida que la evolución biológica. Esta es una de las
ventajas que tiene Sapiens sobre el resto de las especies. Mientras
que genéticamente somos prácticamente iguales que nuestros
antepasados de hace tres siglos, porque es un tiempo pequeño
en términos biológicos, culturalmente somos totalmente diferentes
hasta el punto de que prácticamente podríamos no reconocernos en
ellos. Así, el comportamiento de un grupo humano puede cambiar
mucho más rápido que el de un lobo, puesto que el segundo siempre
se comportará del mismo modo en la misma situación hasta que su
acervo genético cambie, mientras que el primero puede moldear su
conducta también mediante su software cultural.
Sin embargo, la transmisión cultural no es un fenómeno puramente
humano. Por ejemplo, está perfectamente estudiado entre colonias
de aves el hecho de que poseen un acervo de canciones concreto
que se transmite entre individuos y generaciones. Un fallo en la
reproducción de uno de estos cantos por un individuo puede tener
éxito y replicarse, como realmente sucede, de forma que surge una
nueva variante de canto que se incorpora al repertorio o sustituye a
otra. Existen otros ejemplos, pero son rarezas que en nuestra especie
son la norma y el concepto definitorio. Más allá del lenguaje, «las
modas en el vestir y en los regímenes alimentarios, las ceremonias y
las costumbres, el arte y la arquitectura, la ingeniería y la tecnología,
37
todo evoluciona en el tiempo histórico de una manera que parece
una evolución genética altamente acelerada, pero en realidad nada
tiene que ver con ella»8.
El autor llega a apuntar que podríamos encontrar una sola ley
universal en todo tipo de vida, aunque esta fuera extraterrestre o
artificial. Su evolución estaría determinada por la supervivencia
diferencial de entidades replicadoras.
Para otro biólogo, N. K. Humpfrey, los memes son técnicamente
estructuras vivientes que funcionan como un parásito. Cuando se
inocula un nuevo meme en nuestro cerebro, lo parasita como un
virus lo haría con una célula y tiende a intentar reproducirse del
mismo modo, esto es, infectando a otros cerebros o células. Tal vez
sería preciso añadir que existen en la naturaleza otros fenómenos
que siguen el mismo patrón de comportamiento, sin que por ello
los consideremos entes dotados de vida. Por ejemplo, pensemos en
un incendio forestal. Puede iniciarse por una simple chispa, cuya
aparente voluntad consiste en replicarse y crecer a cualquier precio.
Se alimenta como un animal, de oxígeno y comburente, los cuales
necesita para seguir replicándose. El fuego parece tener inteligencia,
de forma que solo se expande hacia aquellas zonas en las que
encuentra las condiciones necesarias para su reproducción. Nace,
se alimenta, crece y se reproduce. Incluso puede utilizar algunos
trucos de supervivencia remarcables. Es bien conocido por los
bomberos que, una vez «muerto», hay que vigilar que los rescoldos
no permanezcan ocultos y puedan volver al ataque una vez su
«depredador» haya abandonado la zona. El incendio parece incluso
capaz de esconderse para sobrevivir. Los seres humanos tendemos
a reconocer patrones y asignarles un significado por comparación9.
Lamentablemente, ello nos lleva a buscar explicaciones místicas a
fenómenos naturales. No han sido pocas las culturas que, al observar
este tipo de fenómenos, han inferido que debe existir un espíritu
místico tras cualquier elemento del entorno que parezca comportarse
como un ser vivo.
Lo más interesante de los memes, observados desde las ciencias
sociales, es que su éxito se basa en su capacidad de supervivencia,
8
Dawkins, R. (2002). El gen egoísta (17.ª ed., p. 249). Barcelona: Salvat Editores SA.
9
El término pareidolia es bastante conocido, pero no tanto el de apofenia. Fue
acuñado por el psicólogo Klaus Konrad refiriéndose a la tendencia a buscar patrones en
conjuntos de datos y conexiones entre sucesos, aunque no haya base racional para hacerlo.
Es un término que también se utiliza en estadística. En este contexto únicamente queremos
reflejar la natural tendencia del ser humano a buscar patrones y relaciones de causa-efecto
cuando reflexiona sobre la historia.
38
la cual depende exclusivamente de su capacidad de replicarse en
el medio cultural humano. Del mismo modo que la evolución viene
determinada por el interés del gen y no de la especie, también está
determinada por el bien del meme y no el de la cultura huésped. El
meme tiene una determinada tasa de supervivencia en función de lo
atractivo que es para los cerebros humanos y, por tanto, la capacidad
que tiene de replicarse en la realidad intersubjetiva en la que vivimos.
Sin embargo, desde las ciencias sociales, y especialmente desde
la disciplina histórica, tendemos a pensar en términos de cultura,
civilización, tribu o cualquier otro tipo de grupo humano. De ese
modo, se tiende a explicar la adopción de una idea basándose en
los cambios que opera en el grupo humano. Las ideas que aporten
beneficios al grupo serán adoptadas, mientras que las que conduzcan
al fracaso serán eliminadas, bien de forma consciente o bien por
el propio fracaso del grupo ante otros grupos competidores que lo
pueden eliminar, dominar o absorber. Estas ideas son profundamente
incorrectas desde esta perspectiva, ya que no explican la enorme
variedad de respuestas distintas que diferentes grupos han dado ante
el mismo desafío ni la pervivencia de ideas que son dañinas para el
grupo humano. Ante estos hechos se tiende a pensar que, o bien la
idea no es dañina, sino que no hemos encontrado su funcionalidad
en ese contexto cultural o bien que la evolución cultural todavía no
ha podido actuar por distintos motivos, por lo que simplemente es el
parámetro temporal el que falla.
Pensemos en una idea que consideremos inaceptable, por ejemplo,
la ablación del clítoris. Podríamos dividirla en distintas partes, que
serían las unidades de información heredables (memes) como la
mujer no debe sentir placer, o se deben respetar las tradiciones.
Todos ellos forman la idea de la ablación. Retomando el análisis
tradicional de las ciencias sociales, tendríamos dos caminos para
comprender este fenómeno. Por un lado, pensar que, si esta idea
pervive, es porque desempeña una función en su contexto cultural. A
su cultura, el equivalente a su especie, le sirve para algo y por ello lo
adopta como ventaja evolutiva. Podemos buscar esta funcionalidad
en la cultura en la cual se practique y solo es necesario un ejercicio
de imaginación para crear diferentes hipótesis explicativas, como
que es una forma de sometimiento de la mujer al hombre. Puesto
que cuadra con nuestro análisis, sentiremos la tentación de pensar
que hemos hallado una relación causa-efecto, pasando por alto
que el sometimiento femenino se practica en otras sociedades por
métodos distintos, lo cual deja el interrogante de por qué este y no
39
otro. Además, como ya hemos comentado, también podemos caer
en la tentación de analizarlo como una evolución que todavía no se
ha dado y que se debe al «atraso» en las condiciones materiales de
las culturas en las cuales se desarrolla. No conseguiríamos explicar,
en este caso, por qué aquellos individuos que emigran a otras
sociedades más prósperas pueden hacer pervivir estas prácticas
incluso tras integrarse en una sociedad más «evolucionada», si es
que nos permitimos utilizar este término10. Se trata de razonamientos
evidentemente equivocados, pero sorprendentemente recurrentes
entre las argumentaciones históricas, incluso entre los profesionales.
Desde la perspectiva que defendemos, podemos analizar cuáles
son las causas de la capacidad de supervivencia de ciertas ideas
y comprender que la misma es totalmente independiente de sus
efectos sociales. Una idea puede ser totalmente nociva, inservible o
dañina para una sociedad, pero puede conseguir replicarse durante
larguísimos períodos gracias a que está compuesta de una serie
de memes bien adaptados a su medio. En definitiva, una cultura
humana está compuesta, en último término, por unas unidades de
información heredables que siguen el mismo patrón evolutivo que
los genes, formando un ecosistema que en este ensayo llamamos
realidad intersubjetiva. Su tasa de supervivencia se explica por sus
características internas y su relación con el medio, pudiendo cambiar
para adaptarse al mismo como lo hace su par biológico. N. Taleb se
expresaba así: «lo que determina el sino de una teoría en la ciencia
social es el contagio, no su validez».11
Por supuesto, no podemos dejar de lado la posibilidad de
que Sapiens cree a voluntad o modifique los memes existentes.
Paradójicamente, nos encontramos en los inicios de las tecnologías
que harán posible la edición genética, pero la edición memética ha
sido una de las capacidades que nuestra especie tiene incorporadas
desde su aparición. El ser humano es capaz de modificar su cultura
para alcanzar determinados objetivos, creando nuevas ideas o
modificando las existentes. Un punto interesante a tener en cuenta,
es que Sapiens no suele comprender plenamente la complejidad del
ecosistema en el cual su realidad intersubjetiva se desenvuelve, por
10
Por un lado, quienes califican a grupos humanos como poco evolucionados lo
suelen hacer simplemente como forma de desprecio irracional hacia ellos. Por otro lado,
siguiendo con el símil biológico, dos especies sincrónicas están exactamente igual de
evolucionadas aunque una de ellas haya sufrido más cambios. La evolución consiste en la
eliminación de las características no aptas, lo que produce el cambio. Si una característica
sigue vigente es porque sigue siendo apta para su medio ambiente durante todo el marco
temporal.
11
Taleb, N. (2012). El cisne negro (15.ª ed., p. 373). Barcelona: Paidós.
40
lo que es habitual no tener en cuenta las consecuencias que sus
creaciones culturales pueden tener al infraponderar la posibilidad
de afectar a otros elementos del sistema al cual pertenece o que
los artefactos intelectuales creados por él vayan a evolucionar en el
tiempo de forma autónoma, pudiendo incluso tener las consecuencias
opuestas a las planificadas. En el ámbito que nos ocupa, la historia
como disciplina intentará tanto entender cómo modificar esa realidad
intersubjetiva en tanto en cuanto que desarrollo en el tiempo, siendo
un producto intelectual que introducirá nuevas ideas y modificará
otras, teniendo como consecuencia cambios en todo el sistema. El
historiador será, pues, el especialista en la fabricación y modificación
de los memes relacionados con el entendimiento del presente desde
una visión temporal. Su objetivo suele ser la modificación profunda
de todo el sistema cultural a través de la manipulación de la visión de
la historia hegemónica en la sociedad, intentando editar una cultura
de forma que se pueda controlar, en la medida de lo posible, su
evolución conjunta.
Tomemos un ejemplo para intentar iluminar lo expuesto. Analicemos
la idea de identidad grupal. En primer lugar, existe una predisposición
del ser humano a aceptar una idea que explique la identidad de
grupo en función a la historia de este. Hemos tratado de explicar
este extremo al comienzo del capítulo. Puesto que existe una buena
predisposición en el ecosistema a aceptar ese tipo de ideas, es decir,
unas condiciones muy favorables al desarrollo y supervivencia de
estas ideas, es completamente lógico que en todos esos ecosistemas
las encontremos. En otras palabras, el hecho de que en todas las
culturas encontremos una explicación a la identidad grupal basada
en un relato histórico es debido a que las distintas realidades
intersubjetivas tienen la característica común de ser terrenos fértiles
a la propagación de este tipo de memes y sus combinaciones.
Del mismo modo, al tiempo que encontramos el factor común de
su existencia, también hallamos una enorme variedad, similar a
la esperable entre las especies del mundo natural y causada por
los mismos factores. Pero, además, Sapiens pronto descubrirá la
enorme utilidad de modificar estas ideas sobre la identidad grupal,
tarea que encomendará a quien ejerza de historiador. De ese modo,
desde los albores de la humanidad, encontraremos que los distintos
grupos humanos compartirán la existencia de un relato histórico que
explique su identidad grupal, pero al mismo tiempo ese tipo de relatos
presentará una gran variedad, aunque siga patrones parecidos.
Paralelamente, veremos una pugna constante por modificar el mismo
41
con la finalidad de alterar de ese modo el comportamiento grupal
en una dirección deseada. Algunos individuos serán más activos
en esta tarea, ejerciendo de chamanes que intentarán implantar
un relato oficial frente a los alternativos, por voluntad propia o por
encargo. Pasado el tiempo, los llamaremos historiadores. Todos
los miembros de la tribu tendrán su propia visión de la historia, su
interpretación del pasado, porque la mente humana es totalmente
proclive a convertirse en el anfitrión de este tipo de replicadores
culturales. Por tanto, todos ejerceremos de pequeños historiadores
y compartiremos, en mayor o menor medida, siendo más o menos
críticos, los discursos históricos más comunes en nuestro medio,
porque al fin y al cabo nuestro cerebro es uno más de los nodos que
forman esa red en la cual existe la realidad intersubjetiva y en la que
siempre habitarán unas ideas sobre la historia, por el mero hecho
de que la cultura humana es totalmente favorable a la formación de
ideas históricas, hasta tal punto que sería imposible encontrar una
sola en la cual no habiten este tipo de replicadores.
Dawkins considera que el éxito de un meme se podría medir en tres
factores: longevidad, fecundidad y fidelidad de la copia. El primero
representa el tiempo que puede permanecer en la mente humana. En
el caso del discurso histórico es el máximo posible y, de hecho, todos
los sistemas escolares del mundo se esfuerzan, con notable éxito, en
inculcar en la mente de los estudiantes una explicación histórica de por
qué pertenecen a tal o cual grupo humano y no a otro. La fecundidad
es el más importante de los tres y dependerá de cuán aceptable
sea en la mente huésped. Hemos explicado que para los Sapiens es
totalmente aceptable, hasta tal punto que desean fervientemente una
explicación histórica de su realidad, pues satisface unas necesidades
intrínsecas a su naturaleza. Respecto a la fidelidad de la copia, si
por algo se caracteriza cualquier discurso histórico es que aspira a
convertirse en hegemónico y transformarse en una tradición, la cual
ha de reproducirse lo más fielmente posible. Teniendo en cuenta estos
tres parámetros que miden el potencial de supervivencia de un meme,
podemos entender que tanto la idea de identidad grupal histórica como
cualquier otra asociada a la disciplina histórica poseen un alto rating.
De igual modo, se plantea cómo definir esas unidades mínimas
de información capaces de replicarse. Cualquier idea la podríamos
dividir en diferentes unidades de información más pequeñas.
Sin embargo, algunas están vinculadas entre ellas, de modo que
el huésped, si cree en una, cree en otra. De esa forma podemos
42
identificar qué ideas sobre la historia pueden funcionar como un
meme y cuáles no, por el mero hecho de que dos individuos pueden
creer en partes de una misma visión de la historia, pero rechazar
otras. De ese modo podemos identificar qué unidades funcionan
de forma individual, aunque nunca resultará fácil reconocerlas en
ese ecosistema cultural en el cual competirán por un bien preciado
y escaso: la atención de nuestro intelecto. Aquellas ideas más
exitosas podrán ser virtualmente inmortales, pues utilizarán a los
seres humanos como máquinas de supervivencia, reproduciéndose
en una realidad intersubjetiva que sigue existiendo a pesar de que
las unidades que forman esa red tienen una vida limitada. De igual
modo, este ensayo puede sobrevivir como replicador más allá de
su autor o de la computadora en la que fue originalmente creado
siempre que consiga una tasa de reproducción suficiente gracias a
estar bien adaptado al medio cultural en el que exista.
Toda esta disertación sobre los replicadores ha de tomarse como un
esquema interpretativo que sirve para comprender el funcionamiento
de la cultura humana, pero hemos de tener siempre presente que
es un símil, ya que corremos el peligro de creer que realmente estos
memes tienen una intención o finalidad concretas. Retomando el
ejemplo del incendio, nos es útil apreciar que se comporta como
un ser vivo que quiere sobrevivir y actúa en consecuencia a este
objetivo, pero sin olvidar que las llamas no tienen voluntad ni fin
teleológico. Esta obviedad la omitimos con más frecuencia de la
que nos gusta admitir, de modo que dotamos de estas cualidades a
fenómenos que simplemente suceden. No solemos preguntarnos qué
es lo que quiere la gravedad, cuáles son sus intenciones, qué planes
tiene ni para qué existe. Sin embargo, dotamos de personalidad a
todos los fenómenos culturales. Entre estos, la historia es el objeto
de estudio de este ensayo y, en efecto, solemos preguntarnos sobre
sus esencias, dotándola de personalidad.
Un grupo humano crea una realidad intersubjetiva mediante el
funcionamiento en red de unos cerebros que, a diferencia de otras
especies, son capaces de pensamiento simbólico. Este espacio lo
pueblan unidades de información que existen como consecuencia de
la interacción con el medio físico, pero también por ser creadas de
forma consciente o inconsciente por algún individuo o grupo social.
Otras unidades de información son fruto de la propia evolución de
esos replicantes en su medio, siguiendo un proceso paralelo a la
evolución biológica. Gran parte de estos memes son ficciones
43
sociales, es decir, creaciones intelectuales a las cuales atribuimos
características propias de la información obtenida del medio físico,
mediante ese proceso que llamaremos reificación. La historia, por
tanto, tendrá una doble naturaleza. Por un lado, nos referimos a ella
cuando hablamos sobre los hechos sucedidos en el pasado, pero
también cuando queremos referirnos a la interpretación del pasado.
Es este segundo aspecto el que abordamos aquí, ya que estamos
hablando de la visión de la historia, un producto intelectual formado
por un conjunto más o menos complejo de ideas.
Esta, como buena ficción social, siempre será presentada como
una realidad objetiva. En este capítulo hemos argumentado por qué
todo grupo humano tiene una o varias visiones de la historia y por
qué cada uno de nosotros ejerce de pequeño historiador amateur. En
el siguiente, veremos cómo desde su mismo inicio la historiografía,
la actividad supuestamente profesional que fija la concepción de
la historia correcta en cada sociedad, no ha hecho otra cosa que
crear distintos discursos históricos cuya finalidad es utilizar la natural
necesidad del ser humano de construir una visión de la historia como
recurso para influir en la realidad social. La existencia de una visión
de la historia, es decir, de una explicación de por qué nuestra cultura
se compone de esa matriz de normas concreta, por qué nuestra
realidad social es de un determinado modo, cómo hemos llegado
a adquirir ambas y si se han de modificar o mantener por el bien
de la comunidad, es tan natural al ser humano como la necesidad
de respirar. Responde a una necesidad social básica y Sapiens es
un animal social. Pero al mismo tiempo, hasta allí donde alcanza
nuestra memoria, siempre ha habido una pugna por imponer una
determinada visión de la historia al grupo. La razón, si atendemos a
todo lo expuesto hasta ahora, ya es evidente. Quien consiga fijarla
-y recordemos que al ser un puro producto intelectual puede ser
realmente imaginativa- conseguirá alterar uno de los pilares básicos
de la organización social. Si conseguimos alterar la visión de la historia
dominante, toda la realidad intersubjetiva se reorganizará de forma
que nuestra cultura cambiará y, con ella, el reparto y la justificación
del poder. He aquí la piedra de toque del chamán-historiador. Su
verdadero poder, si lo maneja correctamente, puede determinar quién
y bajo qué justificación detenta el poder en el grupo. Los chamanes,
desde los más primitivos hasta los más sofisticados think tanks de
la actualidad, continuamente intentan modificar o apuntalar cierta
parte de esa cultura, de las normas que les convienen o, por qué no,
de las que creen mejores para la sociedad. Ninguno de ellos es capaz
44
de hacerlo sin apelar a la historia.
No será difícil entender, si hemos asimilado lo anterior, que la
política, la religión y la historia han formado un triángulo tan sólido
como el que apreciamos en la cima de la pirámide social. No
encontraremos ninguna ideología política que no se cimente en una
visión de la historia determinada; no encontraremos ninguna religión
que no presente la forma de una narración histórica. Se puede decir
que la historia es la materia prima de la que se fabrican la política y
la religión. Las tres, no lo olvidemos, son un sistema de complejas
ficciones sociales entrelazadas.
45
46
III. La historia de la historia
El papel del historiador consiste en recordar lo que los demás
prefieren olvidar.
Tony Judt
En la tercera parte del ensayo vamos a darnos un paseo por la
historiografía, que no es otra cosa que la historia de los relatos
históricos y sus autores. En otras palabras, la historia de cómo se
ha escrito historia en el pasado, es decir, la historia de la historia.
¿Cuál es el objetivo? Pretendemos presentar, de la forma más certera
posible, cuál ha sido la práctica, a lo largo del tiempo, de aquellos a
los que metafóricamente llamamos chamanes. Que la historia deba
servir como conocimiento y no como medio de adoctrinamiento
es una idea sorprendentemente cercana en el tiempo. Con ello no
pretendemos otra cosa que demostrar que, desde el mismo principio
de la civilización, la creación profesional de la narración histórica
no ha tenido más que un objetivo: la justificación de la realidad
social o de su necesidad de cambio. Los historiadores, normalmente
subvencionados por el poder político, han operado a modo de
artesanos de un producto intelectual que es el relato histórico. Este,
si está bien construido, provoca la «magia» deseada al introducirse
en la realidad intersubjetiva. El relato histórico modifica la visión de
la historia del grupo, de modo que puede alterar el conjunto de ideas
que son aceptables, modificando el comportamiento grupal en el
sentido deseado.
En los dos primeros capítulos hemos explicado cómo los seres
humanos tenemos una realidad dual, viviendo tanto en un plano
47
físico como en otro intersubjetivo. Nuestro comportamiento está
determinado por ambos y, desde quienes detentan el poder o
aspiran a ello, es irresistible la tentación de alterar esta realidad
mediante la introducción de un relato histórico que hará que el grupo
vea la realidad a través de unas nuevas lentes que el chamán les
proporcionará. Cada cambio en el poder necesitará reconfigurar esta
realidad intersubjetiva y volverá a demandar un nuevo relato histórico
que se adapte a sus necesidades.
El primer obstáculo para nuestro objetivo está en el hecho de
que, si bien somos conscientes de que los relatos históricos nos han
acompañado desde que Sapiens existe, no han sobrevivido aquellos
que se basaban en una cultura oral, por motivos evidentes. Sin
embargo, los restos materiales nos hablan de la existencia de una
concepción histórica, por simple que sea, en cualquier sociedad de
nuestra especie. En las sociedades en las que no existe un sistema
de escritura, el relato histórico se crea mediante la recitación de la
genealogía familiar o tribal y mediante la tradición oral que mantiene
vivas narraciones de carácter mitológico o religioso -muchas veces
es difícil establecer la frontera entre ambas categorías- que cumplen
la función deseada.
Es a partir del tercer milenio antes de Cristo cuando aparece la
escritura. En nuestro ámbito cultural lo hace en el Creciente Fértil.
Esta región se corresponde con los actuales países de Israel, Jordania,
Líbano, Palestina, Siria, Iraq, Kuwait, el sudeste de Turquía y noreste
de Egipto.
Tan pronto aparece la escritura, lo hace el relato histórico. ¿En qué
consistirá esta primitiva historia, si ya nos permitimos denominarla
como tal? Más allá de una utilidad administrativa, como la de
registrar todo tipo de documentos que necesiten algún tipo de fecha,
su función es directamente la «legitimación y apología del poder real
benefactor».12
A lo largo de los siglos VI y V a.C. encontramos en el mundo
griego los primeros logógrafos, que pretenden explicar la historia
sustituyendo los mitos por hechos reales. Esta voluntad de verdad
no significa que la función del discurso histórico sea diferente. El
mayor racionalismo en la construcción de la historia no implica que
sus efectos sean otros. Podemos fácilmente entender que si pasamos
de creer que nuestra ciudad fue fundada por un enviado de los
12
Según Enrique Moradiellos, obra que seguimos como guía básica en este capítulo.
Moradiellos, E. (1994). El oficio de historiador (1.ª ed.). Madrid: Siglo XXI.
48
dioses a pensar que fue fundada por un grupo de colonizadores, el
impacto en nuestra cultura es similar, en el sentido de que en ambos
casos estamos explicando cuáles son los orígenes de nuestro grupo
y por qué tenemos un vínculo ancestral entre nosotros que sirve,
evidentemente, para justificar la existencia de nuestra comunidad
como ente con personalidad histórica.
Nada más empezar nuestra andadura por la historiografía, ya
hemos identificado dos de las finalidades más corrientes del discurso
histórico. Por un lado, justificar a la élite gobernante mediante la
tradición, aunque sea por el simple método de recalcar cada vez
que sea posible que los actuales gobernantes provienen de una
larga estirpe, reforzando el argumento de que un hecho debe seguir
ocurriendo porque lleva repitiéndose en el tiempo «desde siempre».
En su reverso, encontramos el importantísimo concepto de identidad
grupal. La historia será utilizada, desde los albores de la civilización
hasta nuestros días, para responder a la cuestión de quienes forman
parte de nuestra tribu y quienes no; quienes merecen ese honor y
quienes deben ser repudiados; cuáles son nuestros enemigos y qué
afrentas realizaron a nuestro clan; por qué somos diferentes y cuáles
son nuestras esencias. Realmente, que los argumentos esgrimidos
sean de corte racional o sobrenatural es una cuestión baladí desde
la perspectiva que planteamos en este ensayo, pues desde la óptica
de los efectos percibidos en la realidad intersubjetiva, el mismo
efecto tiene defender que nuestra tribu proviene de las estrellas que
de náufragos arribados a nuestras costas; el efecto perseguido es
identificar cuál es nuestra identidad y que sea percibida como un
ente, es decir, crear una nueva ficción social, de forma que nazca
la identidad grupal como un hecho percibido como cierto y real,
pudiendo a continuación asignarle los atributos deseados.
Heródoto de Halicarnaso y Tucídides son los dos historiadores
prototípicos del mundo heleno, iniciando una tradición que seguirá
con Polibio y Plutarco en Roma. En palabras del propio Moradiellos,
esta tradición historiográfica cumplía una triple función: «constituía
una fuente de instrucción moral, cívica y religiosa; contribuía a la
educación de los gobernantes en su calidad de magistra vitae y espejo
de lecciones políticas, militares y constitucionales; y proporcionaba
un entretenimiento intelectual para los cultos (los pocos que leían)
y servía de apoyatura y soporte para el aprendizaje de las artes
retóricas y oratorias, claves para la vida política grecorromana».
Vale la pena que nos paremos a analizar el párrafo citado para ver
49
qué es lo que nos muestra sobre el uso de la historia en el mundo
clásico, o más bien, desde el mundo clásico hasta ahora. Todas las
funciones citadas tienen un denominador común, pues modifican la
cultura, en los términos en los que la hemos definido. Además, se
trata de un tipo de transformación que ha de afectar directamente a la
naturaleza del poder político y su ejercicio. Si constituye una «fuente
de instrucción moral, cívica y religiosa» afecta a las normas sociales
que el grupo utilizará para determinar cuál es el comportamiento
adecuado, quién está legitimado para ejercer el poder, cómo se
estructuran las jerarquías sociales, etc. Si es una fuente de ejemplos
de cómo se ha de gobernar correctamente, supone una fuente directa
de ideología política. Si sirve como entretenimiento para la élite culta,
resulta que viene a ser un elemento definitorio de los atributos que la
élite política ha de mostrar, pues suele coincidir con la económica y
la cultural, con lo cual el conocimiento de la historia no solo se torna
en un elemento práctico sobre cómo gobernar, sino un marcador de
estatus social que también legitima a hacerlo, pues a los ojos del
gobernado, es preferible que el gobernante sea una persona culta que
ha adquirido esa pátina de prestigio que tiene un coste económico,
cuyo pago muestra su pertenencia a la clase pudiente. Si servía de
«apoyatura y soporte para el aprendizaje de las artes retóricas y
oratorias, claves para la vida política grecorromana», resulta que el
arte de los historiadores no solo sirve para iluminarnos sobre quiénes
nos deben gobernar y por qué, sino que también sirve a esa élite
gobernante como ejercicio práctico gracias al cual pueden poner en
valor otras habilidades que refuerzan su poder, en concreto aquellas
que se suponen necesarias para su ejercicio y para persuadir a los
gobernados de que ese orden social es el adecuado.
En efecto, desde el mundo clásico grecorromano hasta nuestros
días, esa entelequia a la que llamamos Occidente ha mantenido
las mismas ideas sobre la utilidad de la historia. Esta fuente de
conocimiento es la materia prima sobre la cual se edifica el concepto
del buen gobierno. El pasado se configura como un catálogo de
ejemplos que los gobernantes pueden utilizar para decidir qué acciones
son deseables en virtud de los efectos que tuvieron históricamente.
Un gobernante (o un grupo gobernante) que aspire a ser percibido
como virtuoso deberá apoyarse en un supuesto conocimiento del
pasado, el cual le debe iluminar en la toma de decisiones. Al mismo
tiempo, la posesión de ese tipo de conocimientos es un símbolo de
autoridad y legitimidad, en un razonamiento que se retroalimenta.
Para los gobernados, el conocimiento de la historia mostrará qué
50
tipo de decisiones son las que han contribuido al interés general de la
sociedad y también qué objetivos debe perseguir esta. Evidentemente,
el discurso histórico procurará mostrar que esa magistra vitae nos
lleva a la conclusión lógica de que nuestro tipo de gobierno es el
más adecuado, nuestra élite gobernante la correcta, su cúspide
un dechado de virtud política y sus decisiones las óptimas desde
una perspectiva temporal. ¿Y quién será el encargado de fijar este
discurso histórico que analiza el pasado en pos de la virtud política
y social? Nuestro querido chamán que, invocando sus poderes,
llegará a las conclusiones que el poder desea, siendo convencido
de que realice esa tarea mediante el mecenazgo, la coacción o la
cooptación. Si otro grupo social quisiera cambiar el funcionamiento
del poder político, presentará a otro chamán-historiador que explicará
a la comunidad que el discurso histórico anterior estaba equivocado
y, en consecuencia, quienes detentan el poder actualmente son lo
opuesto a gobernantes virtuosos.
Podemos situarnos en el mundo helénico o en la más rabiosa
actualidad. Cualquier partido político o ideología del presente
nos va a presentar su propio discurso histórico, el cual vendrá a
demostrar que sus propuestas son las adecuadas y sus remedios los
necesarios ante los males sociales, que serán presentados en función
de un desarrollo histórico que determinará qué es el bien y el mal.
Cualquier político o ideólogo utilizará con sorprendente asiduidad
expresiones como «la historia demuestra que». El lector de este
ensayo puede realizar un experimento casero. Si iniciamos cualquier
conversación sobre política, la probabilidad de que se haga alguna
referencia a la historia tiende a 1 a medida que avanza la misma.
Es irrelevante que en esa charla intervengan políticos profesionales,
periodistas, ciudadanos de a pie, intelectuales -si todavía existe tal
cosa-, ideólogos o influencers. Como venimos defendiendo, todo
sapiens tiene una visión de la historia y todas las ideologías políticas,
incluyendo aquellas basadas en religiones, apoyan sus argumentos
en un discurso histórico propio.
El faraón apoyará su poder en un discurso histórico que nos
explicará cómo su poder proviene de la mismísima divinidad y que
la historia demuestra que desde el inicio de los tiempos hemos sido
gobernados, por ese motivo, por una sucesión de faraones que los
escribas nos pueden recordar. El presidente de nuestro país, en
cambio, nos remitirá a los chamanes actuales, quienes nos mostrarán
que su poder proviene de esa ficción social llamada soberanía
popular, ejercida a través de otra ficción social llamada democracia;
51
la historia demostrará que dicho sistema de gobierno es el mejor
posible y es el fruto de una evolución histórica que ha llevado a
ese perfeccionamiento del arte de gobernar, superando a todos los
sistemas políticos anteriores en virtud. El ciudadano sonreirá con
condescendencia al estudiar en la escuela cómo los infelices egipcios
creían a sus sacerdotes cuando les narraban el poder divino del
faraón y justificaban la explotación que sufrían mediante una historia
totalmente falsa. Por suerte, él conoce la verdadera historia, la de
los escribas actuales, quienes le muestran que la élite actual está
sustentada no por falsos ídolos, sino por sólidas verdades objetivas.
En el siglo IV de nuestra era se descompone el Imperio Romano,
siendo el cristianismo la religión oficial del Estado. Estos dos factores
provocan que la escritura de la historia se transforme totalmente.
La nueva idea central es que los sucesos humanos están dirigidos
por la divina providencia, es decir, por la voluntad de Dios. Por
tanto, el discurso histórico se centra en explicar cómo la humanidad
ha transitado por una serie de acontecimientos que han sido
trazados previamente por un guion divino. Desde esta perspectiva,
es absurda la búsqueda racional de causas que practicaba la
historiografía del mundo clásico. Para muchos, especialmente a
partir del Renacimiento, esta actitud es una regresión en la práctica
historiográfica. Sin embargo, en este capítulo abordamos las
funciones sociales de la producción del discurso histórico por los
profesionales a quienes se les encarga la tarea de modificar la visión
histórica del colectivo. Desde esa mirada, ese giro es totalmente
comprensible. Si el poder político se ha fusionado con el religioso
de modo que la teología se considera el saber supremo, al chamánhistoriador se le encargará reforzar esa alianza. Si el sistema político
y social cambia, el discurso histórico también lo hará para poder
seguir cumpliendo las misiones encomendadas. Podríamos decir que
el ecosistema cultural ha cambiado. Por lo tanto, los memes e ideas
sobre la historia se adaptan al nuevo ambiente creado en la realidad
intersubjetiva para poder seguir ejerciendo su influencia. Ahora el
historiador prototípico será un clérigo y su discurso histórico tendrá
como principal intencionalidad reforzar el sistema religioso. De esa
forma, el discurso histórico, la religión y el poder político formarán
un triángulo de apoyo mutuo. La religión nos mostrará que Dios ha
dispuesto la naturaleza del mundo, creando sus normas y un plan
para llevarnos desde la creación hasta el juicio final. La disciplina
histórica nos explicará las aventuras y desventuras del hombre por
ese camino trazado y cómo se ha organizado políticamente hasta
52
tener un dominus13 en el cielo y varios en la tierra. El poder tendrá
como objetivo seguir el camino trazado por Dios, compitiendo
con otros modelos de virtud del pasado, los cuales se valorarán
históricamente según su piedad. En este contexto, el protagonista
puede ser cualquiera de los nuevos reinos medievales que, como
foco del devenir del plan divino, justifican su existencia material en
función de la voluntad divina. Las pugnas intelectuales entre los tres
vértices del triángulo se resolverán siempre apelando a argumentos
teológico-históricos, que acaban formando un sistema de ideas
integrado.
En definitiva, el historiador profesional prestará sus servicios a la
causa de Cristo, de forma que casi parece una teología con contenidos
históricos. El modelo perfecto será san Agustín de Hipona quien, con
su obra La ciudad de Dios, servirá de base teórica para los más
renombrados historiadores medievales, como san Isidoro de Sevilla.
Llegados al Renacimiento y teniendo en cuenta la imagen de
luminosidad por oposición al medievo que falsamente seguimos
cultivando, esperaríamos un cambio radical en el hacer de la
historiografía. No obstante, lo que encontramos es una reedición de
la práctica grecorromana. Es cierto, sin embargo, que el paradigma
cultural cambia, debido al avance en el modo de producción: es
una sociedad más rica, que intercambia información de forma más
acelerada y que crea los Estados modernos y se expande por nuevas
tierras, para finalmente abandonar el paraguas de la teología como
núcleo del saber. Imitando al mundo clásico, se buscan explicaciones
humanas para los hechos humanos. Será en Florencia donde
encontraremos a los primeros historiadores de esta nueva era: Bruni,
Maquiavelo y Guicciardini. Ponen el foco en los acontecimientos
políticos, militares y diplomáticos del pasado, con lo que continúan
siendo unos estudiosos del poder. Abordan los hechos desde una
perspectiva racional, intentando relacionar hechos con causas y
apoyándose en la práctica humanista que rescata, estudia y restaura
viejos archivos históricos, comenzando una importante labor de
crítica sobre la veracidad de las fuentes. Desde la perspectiva que nos
ocupa, los nuevos profesionales de la escritura del discurso histórico
seguirán siendo básicamente teóricos del poder que intentan mostrar
cómo se debería comportar el gobernante y legitimar las aspiraciones
13
No es casualidad que la misma palabra pueda traducirse como poseedor, dueño,
señor, propietario, soberano o Dios. La historia nos intentará explicar el funcionamiento del
mundo en el que vivimos y que es totalmente normal y natural que poseamos un señor
-feudal- que a su vez debe vasallaje a otros señores y que todos están bajo servidumbre del
Señor. También que la virtud reside en la obediencia al dominus terrestre y al celestial.
53
del Estado al que sirven. Si los historiadores medievales crean ideas
sobre la virtud política basándose en la religiosidad y en la moral que
de ella se desprende, los nuevos historiadores las crearán basándose
en los errores y aciertos de otros actores políticos del pasado y
reforzarán las reclamaciones de su república sobre sus vecinos.
Como veremos a lo largo de este capítulo, al estudiar la «historia de
la historia» vamos añadiendo nuevos usos posibles a las creaciones
de los chamanes de la tribu. Todas ellas siguen el mismo patrón,
pues son productos intelectuales destinados a influir sobre la realidad
intersubjetiva y modificar de ese modo la conducta humana gracias
a modificar la visión de la historia según convenga. Sin embargo, se
trata de un catálogo al que se van añadiendo funcionalidades que se
seguirán utilizando hasta el presente. Podemos hablar de cómo los
pequeños Estados italianos del Renacimiento crean todo un mundo
de reclamaciones políticas y territoriales basadas en supuestos
derechos históricos que, casualmente, descubren que el mecenas del
historiador tiene la razón en sus pretensiones. Pero también que esa
práctica se extiende rápidamente y que podemos hallarla fácilmente
en los noticiarios, en las tertulias de supuestos expertos y en las
conversaciones cotidianas de la actualidad. Si, por ejemplo, Rusia
tiene o no derechos sobre Crimea, es una conversación que sigue el
mismo patrón de justificación basada en ficciones sociales referidas
a la historia que otra conversación entre dos sapiens que discuten
sobre quién es el legítimo gobernante de cualquier pequeño Estado
renacentista.
Refiriéndonos a ese arsenal de artefactos creados por los
historiadores para ser utilizados como arma política, podemos citar
lo que llamaremos «guerras documentales». En el Renacimiento,
el movimiento humanista trata de recuperar el saber y la cultura
grecorromanas. Para ello, una gran cantidad de documentos son
rescatados, analizados y traducidos a las lenguas contemporáneas.
Si se pretendía restaurar el conocimiento clásico, el primer paso
consistía en recuperar los datos producidos por aquel mundo y
verificar su fidelidad. La erudición crítica documental llegó a crear
una nueva disciplina que consistía en analizar los textos antiguos y
conseguir averiguar si eran falsificaciones o estaban tergiversados a
través de distintas traducciones. Como fruto de esa actividad se llegó
a resultados interesantes, como el descubrimiento de la falsedad de
la Donación de Constantino. Según este documento, el emperador
romano había donado al Papado la autoridad sobre Roma y el resto
54
del Imperio occidental. Lorenzo Valla (1407-1457) demostró que
el documento era falso mediante un análisis de sus incoherencias
respecto a su lenguaje, forma y cronología. Supone un hito, puesto
que se despojaba del carácter de reliquia a los documentos y se
instituía una verdad histórica mediante su crítica formal. Sin
embargo, no es ese el tema que nos ocupará. Lorenzo Valla estaba
al servicio del Rey de Nápoles, enemistado con el Papa. Entrevemos
una tendencia que se repetirá hasta nuestros días: el trabajo del
erudito tendrá una doble vertiente, pues en una cara de la moneda
hallaremos el trabajo académico y en la otra el interés político. Alfonso
V de Aragón, protector de humanistas como Valla, también estaba
implicado en las constantes rencillas italianas, siendo el Papado uno
de sus enemigos. ¿Podemos suponer que existe relación en elegir la
Donatio Constantini como objeto de estudio histórico y el hecho de
que el mecenas del estudioso estuviese en guerra con el beneficiario?
A su vez, la propia creación de la Donación de Constantino es un
claro ejemplo del uso de la actividad del historiador como palanca de
cambio en el poder. La creación de este documento es curiosa, pues
se trata de un presunto edicto de Constantino I que, en el año 300,
donaba al papa Silvestre I todo el Imperio romano de Occidente. La
realidad es que el documento se fabricó en el siglo VIII cuando Pipino
el Breve fue nombrado rey de los francos por el papa Esteban II. El
trato consistía en que se conseguía dar garantía jurídica al cambio de
dinastía, pues el nuevo monarca liquidaba la merovingia. A cambio,
Pipino cruzó los Alpes y conquistó amplias regiones del reino de los
lombardos que fueron donadas al Papa, naciendo así los Estados
Pontificios y convirtiendo al Papa en la cabeza de un Estado con
base territorial en el cual se podía comportar como cualquier otro
príncipe. La importancia del hecho no radica, para los objetivos de
este ensayo, en lo sucedido, sino en ser una muestra de cómo el
relato histórico tiene una intención directamente relacionada con el
poder. Si el Papa era el heredero del prestigioso Imperio romano, al
menos en lo simbólico, se le podía considerar un mediador válido
en las disputas entre los distintos soberanos medievales, papel que
ya jugaba pero que se legitimaba ahora. Siguiendo esa lógica, se
podía innovar jurídicamente y traspasar la legitimidad de una dinastía
a otra. El pago en territorios, a su vez, parecía una restitución de
parte del poder que el Papa debiese tener como cabeza espiritual de
la cristiandad. Sin entrar en demasiados detalles, que no vienen al
caso, la costumbre medieval de inventar documentos que llevan al
pasado situaciones que se están dando en el presente con el fin de
55
legitimarlas es un claro ejemplo de cómo el discurso histórico suele
tener como finalidad práctica definir lo que una sociedad considera
moral o conveniente. De este modo, una situación que ha sido
impuesta por la más pura fuerza, mediante la magia del chamánhistoriador, puede convertirse en una restitución del estado natural
de las cosas. Un discurso histórico convenientemente elaborado
puede modificar la cultura de la sociedad en la que se desarrolla
hasta el punto de ser capaz de determinar si una nueva situación
política va a ser aceptada.
Con el surgimiento del protestantismo podemos traer a colación
otra oleada de guerras documentales. En este caso, también
encontraremos una doble naturaleza, ya que, si bien por un lado
se profundiza en la crítica erudita de los documentos mediante una
legítima y sincera búsqueda de la verdad histórica, en su reverso
volvemos a encontrar una motivación ideológica. Mediante el estudio
crítico de los textos cristianos, los luteranos que comenzaron a editar
las Centurias de Magdeburgo en 1560 trataban de erradicar los
errores históricos que habían hecho que el cristianismo primitivo se
pervirtiese hasta acabar siendo el catolicismo que ellos criticaban,
una tergiversación de la doctrina original. También, claro está, servía
como base para socavar el poder político de la Iglesia de Roma.
Como era de esperar, esta práctica tuvo su respuesta desde el
lado católico mediante una contraofensiva que, utilizando los
sistemas críticos y racionales de los renacentistas, desmontaban las
argumentaciones de los protestantes. De este modo, encontramos
la escuela de los bolandistas, jesuitas que estudiaban las biografías
de los santos eliminando sus aspectos legendarios y especialmente
la de los mauristas, uno de cuyos miembros, Jean Mabillón, ha sido
denominado el Newton de la Historia, por su obra De re diplomatica.
En ella, se sistematiza todo un método para poder dilucidar si un
documento histórico es verdadero o se trata de una falsificación.
Llegados a este punto, alcanzamos la época que conocemos como
la Ilustración, en la cual se da la fusión entre las dos tendencias
que hemos visto hasta ahora: la historia como género literario de no
ficción en el cual el autor puede, o no, pretender la objetividad; y la
crítica erudita de los documentos históricos que va alcanzando una
práctica cada vez más científica.
Los filósofos ilustrados pasarán de basar su discurso histórico
en la divina providencia a hacerlo en los valores de la razón y el
progreso, hijos de la revolución científica que Kant, Leibniz, Voltaire
56
o Rousseau trasladan desde las ciencias físicas a la filosofía y con
ello a la historiografía. Sin embargo, no creamos que la mayor o
menor cientificidad de la práctica historiográfica tiene implicaciones
en el tipo de impacto que genera en la realidad intersubjetiva y
en sus intenciones transformadoras, como venimos repitiendo.
Cada construcción filosófica, política o ideológica tendrá una
base histórica, por los motivos ya explicados en los dos primeros
capítulos del ensayo. Por tanto, las ideas de la Ilustración también se
apoyarán en una visión de la historia concreta. A modo de ejemplo,
podemos analizar a Rousseau y el tipo de discurso histórico que
viene a desarrollar en lo que se ha llamado el mito del buen salvaje.
En 1755 escribía: «algunos se han apresurado a concluir que el
hombre es naturalmente cruel y que hay necesidad de organización
para dulcificarlo, cuando nada hay tan dulce como él en su estado
primitivo, cuando [la naturaleza lo ha colocado] a igual distancia
de la estupidez de los brutos y de las luces funestas del hombre
civilizado [...]».14 La idea básica que el autor quiere transmitir es
que este hombre prototípico nace siendo bueno y es la sociedad
quien lo corrompe. Por tanto, el buen salvaje, que es aquel que
no ha estado en contacto con la «civilización», es un ser pacífico
y desinteresado que no conoce la codicia y la violencia propias
de la Europa de Rousseau. Vemos claramente cómo se transmite
un discurso histórico que explica las diferencias entre los tipos de
sociedad de quienes están siendo colonizados y los europeos que
los colonizan. Este discurso lleva a la visión de la historia propia
de este ilustrado según la cual el desarrollo histórico ha causado la
degeneración de unas relaciones sociales que eran más naturales y
virtuosas, propiciando una realidad trufada de injusticias que no se
dan entre los buenos salvajes, quienes no conocen las instituciones
propias de la sociedad civilizada. Es fácil adivinar que ello sirve de
base para la crítica de estas mismas instituciones y de la forma
de organización social en la cual vive el autor. De este modo, es
evidente que desea modificar la sociedad en la que vive y para ello
crea un producto intelectual que sirve de marco teórico tanto para
explicar como para justificar la necesidad de cambio. Este producto
es un discurso histórico específico que presenta al buen salvaje como
idea arquetípica de unos hombres que son más sanos, más libres y
felices que aquellos que llegan a dominarlos y pretenden enseñarles
una forma de sociedad pretendidamente superior. Sin embargo, cabe
resaltar que este razonamiento no parte de una base empírica, es
14
Rousseau, Jean-Jacques (1990). Discurso sobre el origen y los fundamentos de
la desigualdad entre los hombres. Madrid: Alianza. p. 256-257.
57
decir, es indiferente a que el buen salvaje sea la norma o solo se
aplique a casos concretos que el autor conoce o únicamente a una
idealización teórica. Realmente, como suele suceder, es irrelevante
que el discurso histórico se fundamente en la verdad o no, pues su
efecto es básicamente el mismo. Como ya hemos dicho, una idea se
reproduce dependiendo de la adaptabilidad a su medio y la del buen
salvaje encaja en la crítica ilustrada al Antiguo Régimen, que en este
autor es una condición básica para crear su teoría sociopolítica del
contrato social. Rousseau necesita explicar cómo se ha pasado de un
estado a otro, lo que presenta una dificultad que se sortea así: «En la
medida en que esta causa es por naturaleza exterior a la naturaleza
del cuerpo político, Rousseau está obligado a recurrir a los hechos y
a imaginar el proceso más probable y la hipótesis más plausible».15
Se recurre a los hechos, pero se imagina la explicación. También
podríamos expresarlo bajo otra forma: para justificar la explicación
de la realidad que deseamos mostrar, introducimos los hechos
históricos en ella para darle verosimilitud. En realidad, la teoría
del buen salvaje ha sido cuestionada desde que tomó forma, en la
España del siglo XV, hasta nuestros días,16 en un debate apasionante
y enriquecedor; pero lo que nos interesa desde la perspectiva de
este ensayo es que en cada uno de los hitos de este debate se
crea un discurso histórico que parte de una visión de la historia
concreta y que, de forma consciente o involuntaria, ha de afectar
necesariamente al comportamiento social del grupo dependiendo de
cuál sea el conjunto de ideas que finalmente resulte predominante.
Situémonos ya en el s. XIX, momento en el que podemos afirmar
que la historia alcanza un estatus que algunos consideran científico
pero que nosotros solo nos atreveremos a categorizar como
profesional. Será en Alemania donde la historia se convierta en
una narración documentada y razonada, basada exclusivamente en
causas racionalistas e inmanentes. Niebuhr, profesor desde 1810
en la Universidad de Berlín, es un buen ejemplo de este paso de la
erudición a la ciencia histórica porque, tras analizar críticamente los
documentos en los que basa el relato, no trata solo de reconstruir
los hechos sino de relacionar estos con estructuras históricas que
previamente se identifican. Le sucede Lepold von Ranke, quien
es considerado como el ejemplo perfecto de la historia positivista.
15
P. Hochart, «Derecho natural y simulacro. La evidencia del signo», en Presencia
de Rousseau. Buenos Aires, 1972: 109-110, en Gazeta de Antropología, 1987, 5, artículo
03 · http://hdl.handle.net/10481/13768
16
En fechas tan recientes como 2013, la presentación de The world until yesterday,
de Jared Diamond, causó polémica entre organizaciones indigenistas y antropólogos.
58
Este tipo de historiadores consideraban que su tarea consistía en
hacer una crítica documental rigurosa para verificar qué documentos
narran hechos verdaderos y cuáles no. Con esta materia prima, el
historiador podía actuar como si de un notario se tratase, pues podía
reconstruir el pasado simplemente colocando unos hechos al lado de
otros. De este modo, se conseguiría una historia totalmente objetiva,
formada por lo que realmente sucedió y en la cual no interviniese la
mentalidad del autor. Hoy existe el consenso entre los historiadores de
que esta pretensión no era más que una pura fantasía. Simplemente
cortando y pegando una serie de hechos contrastados no se puede
realizar un análisis del pasado y mucho menos pretender que de ese
modo se obtenga una visión libre de juicios de valor e independiente
del ambiente intelectual del autor y de su época. Von Ranke, en
realidad, era historicista, en el sentido de que consideraba cada
uno de los hechos históricos como único e irrepetible, no siendo
explicables por categorías universales, sino fruto de un contexto que
ya no se repite. En este punto se diferencia de otros autores como
Augusto Comte, que no solo pretendía crear una historia libre de
subjetividad utilizando únicamente documentos verificados mediante
la crítica textual, sino descubrir leyes universales sobre la historia, al
igual que hacían las ciencias naturales, como la física o la química.
Siguiendo el hilo propuesto en este ensayo, cabría preguntarse si,
llegados a este punto, en el cual encontramos a autores que pretenden
una historia pura basada en documentos cribados y explicaciones
puramente racionales que anulen la subjetividad del autor para hallar
únicamente la historia tal como fue, tiene sentido seguir sosteniendo
que también esta práctica historiográfica tenía como finalidad
última influir en la realidad intersubjetiva y provocar con ello efectos
sociales. De hecho, podemos ver que realmente ocurrió así. Esta
escuela alemana centró sus esfuerzos en la historia diplomática y
política, siendo sus épocas favoritas la romana y la moderna. En
efecto, Niebuhr o Mommsen consideraban que existía un paralelismo
entre Roma y Prusia, como ejes aglutinadores de la unificación de
sus áreas: Italia y Alemania. Ranke y sus discípulos consideraban
que su tarea era contribuir a la construcción del Estado nacional
alemán, siendo la escritura de la historia una actividad directamente
relacionada con la política y la diplomacia. Por tanto, ya que los
propios miembros de la escuela alemana admitían su intencionalidad
política, es decir, que la elaboración de su discurso histórico, aunque
pretendidamente objetivo, tenía como finalidad la defensa de la idea
nacional, es evidente que hemos topado nuevamente con la creación
59
de un producto intelectual cuyo objetivo es la modificación de la
realidad intersubjetiva para alterar así el comportamiento social. De
hecho, a partir de esta época, la utilización del discurso histórico
como creador y vertebrador de las ideas de Estado y nación será una
constante hasta nuestros días. Una de las principales actividades del
historiador-chamán en la actualidad es convencer a su público de
la existencia de un concepto tan poderoso como es el de la nación:
definir cuáles son legítimas y cuáles no y si se han de corresponder
con las diferentes fronteras estatales. La nación y el Estado son
dos de las más poderosas ficciones sociales que Sapiens conoce,
puesto que cientos de miles de humanos han sacrificado todo,
incluyendo sus vidas, por defender estos vaporosos conceptos, los
cuales estarán respaldados, siempre, por visiones de la historia muy
concretas. Volveremos a ello en un capítulo posterior, prestando a
este asunto la atención que merece.
El siglo XIX, como hemos indicado, se caracteriza por la
profesionalización de la historia, poblándose las universidades de
los países más desarrollados de cátedras al efecto y de seminarios
en los cuales se enseñaba el método histórico positivista. Bien poco
durará la pretendida voluntad de crear una historia pura basada
en hechos objetivos y en el simple relato de los acontecimientos
«tal como sucedieron». Este es el momento de la expansión del
romanticismo como expresión cultural y del nacionalismo en el sentido
contemporáneo. La historiografía caerá inmediatamente en estas
corrientes y la producción del discurso histórico se verá mediatizada
por distintas escuelas nacionales. El lado positivo es que se introducen
otros temas más allá de la guerra, la diplomacia y la política, pero
también aumentará la subjetividad del artesano de este producto. La
pujante burguesía occidental, dueña del poder político y económico, se
esfuerza en crear las nuevas identidades nacionales, con lo que interesa
un discurso histórico que rescate mitos susceptibles de ser utilizados
en ese sentido y se considere a la «nación» como el protagonista de
la narración. Como ejemplos, podemos citar al británico Macaulay y
al francés Michelet. El primero es un diputado liberal y refleja en su
interpretación de la historia su ideología, analizando, a través de esas
lentes, el pasado que ha llevado a la floreciente Inglaterra victoriana.
El segundo, considera al «pueblo de Francia» el protagonista de su
relato y no oculta su posicionamiento republicano. La nación, concepto
ya difuso de por sí -y una de las ficciones sociales más poderosas- es
revestido de toda la mística romántica, lo cual le lleva a conceptuar a
la Revolución Francesa, al igual que muchos autores posteriores, como
60
la expresión de un supuesto espíritu popular que encaja perfectamente
con la ideología imperante del romanticismo nacionalista. En definitiva,
estos autores decimonónicos defienden una visión de la historia que
refuerza una visión de la política concreta: el discurso histórico es una
transposición del discurso político.
Karl Marx decía que había descubierto la lucha de clases leyendo
a autores como Michelet. El marxismo tomará protagonismo en la
segunda mitad del siglo y es, ante todo, una filosofía de la historia.
El marxismo es bien conocido por sus planteamientos políticos y
revolucionarios y sigue suscitando tremendas pasiones y odios, pero
en ese interminable debate no se suele tener en cuenta que es, en
primera instancia, una teoría sobre cómo funciona la historia. Autores
como Comte habían propuesto buscar las leyes que manejan el
devenir histórico pues, si la historia era una ciencia, se debía actuar
como con cualquier otra. Marx y Engels creían haber encontrado
esas leyes históricas que explican por qué las sociedades humanas
han ido transformándose de un modo y no de otro hasta configurar
el presente. De una forma muy simplificada (y recordemos que la
simplificación es una forma de falsedad) el marxismo plantea que el
rasgo definitorio de una sociedad son las relaciones de producción,
es decir, el modo en el cual las personas se relacionan entre ellas
para producir determinados bienes y servicios. El resto de rasgos
sociales son una superestructura, es decir, están basados en las
relaciones de producción y dependen de la anterior estructura. La
cultura, la religión, las relaciones jurídicas y políticas, etc., (que en
este ensayo categorizamos como ficciones sociales) no son más
que elementos determinados por las relaciones de producción. «El
modo de producción de la vida material condiciona el proceso de
vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de
los hombres la que determina la realidad; por el contrario la realidad
social es la que determina su conciencia».17
No procede en esta obra analizar las ideas marxistas, ni como
filosofía de la historia ni como proyecto político. Sin embargo, el
marxismo, que especialmente desde el siglo XX generará una prolífica
tradición historiográfica, es el ejemplo más perfecto y prototípico
de lo que queremos ejemplificar en este capítulo. Una determinada
visión de la historia, concretada en una serie de discursos históricos
específicos, que tiene como objetivo explicar el funcionamiento de
las dinámicas históricas y, a través de este saber, analizar cómo
funciona el mundo real en el que vivimos y la realidad intersubjetiva
17
K. Marx, Contribución a la crítica de la economía política, 1859
61
(que para el marxismo clásico sería una superestructura). Si se
conocen esos mecanismos, se conoce cómo alterarlos. Por tanto, el
discurso histórico marxista servirá para justificar el cambio social y
la necesidad de revolución, o para justificar los regímenes socialistas
y su virtud una vez impuestos. Puesto que venimos utilizando la
metáfora del chamán desde el principio del ensayo, en pocos casos
es tan claro que su poder reside en la capacidad de, mediante el
relato histórico, obrar la magia de alterar las ideas que los sapiens
comparten en red de modo que su comportamiento, y con ello su
sociedad, se vean alteradas: en este caso el chamán puede ser
totalmente explícito y presentarse como un revolucionario social o
como el defensor de un régimen revolucionario.
Dicho esto, cabe matizar que la historiografía marxista académica
ha venido utilizando el materialismo histórico (así se denomina esa
filosofía de la historia) como método de análisis histórico, no como
programa político. Por tanto, no hay una relación necesaria entre
el uso de esta metodología y el activismo político. Sin embargo,
fuera de la torre de marfil que es el mundo académico, al compás
de la Guerra Fría, tanto el marxismo como el antimarxismo se han
respaldado siempre ante el gran público como fruto de análisis
históricos. El materialismo histórico como método de estudio de
las ciencias sociales superaba ampliamente al viejo e ingenuo
positivismo, de modo que supuso que los historiadores no marxistas
también abrazaran, en mayor o menor medida, ese paradigma. Ya
en el siglo XX nos encontramos que, también aquellos que refutan
las tesis marxistas, admiten que es necesario estudiar la historia
ampliando el foco al conjunto de las relaciones sociales, práctica
que se continuará hasta la actualidad. «En no poca medida el
atractivo y reto individual del marxismo provenía de su capacidad
para dar cuenta global del curso efectivo de los procesos históricos:
las causas de las transformaciones en la estructura económica, la
modalidad de su conexión con los conflictos sociales y políticos
coetáneos y la manera como ello se reflejaba y condicionaba el
universo intelectual y cultural correspondiente».18 Desde entonces
hasta el presente, la historia económica ha sido un elemento
esencial del discurso histórico, desde el nivel académico al popular.
Es algo que tenemos tan asumido que damos por descontado, pero,
desde una perspectiva histórica, es algo relativamente reciente.
La tendencia a considerar la economía y la prosperidad como el
centro de la política no ha hecho más que acentuarse, con lo que
18
Moradiellos, E. (1994). El oficio de historiador (1.ª ed.). Madrid: Siglo XXI de
España. Madrid: Siglo XXI de España.
62
podemos apreciar, como es lógico siguiendo la argumentación de
este ensayo, que los distintos discursos históricos que consumimos
siempre incorporen una explicación económica. Este razonamiento
explicará por qué unas políticas económicas conducen a la
prosperidad y otras a la pobreza, de modo que cada creador de
opinión transmitirá una visión de la historia que defenderá que sus
propuestas son las correctas, «tal como la historia demuestra».
Por supuesto, «la historia demostrará» realidades totalmente
opuestas dependiendo del emisor del discurso, pero siempre le
dará la razón a él. Este uso de la historia como demostrativo del
método correcto para generar riqueza está tan arraigado entre el
público popular que podríamos realizar un experimento informal
con resultados fácilmente predecibles. Si preguntamos a un grupo
de ciudadanos corrientes qué demuestra la historia sobre cómo
hacer crecer la economía, la inmensa mayoría será capaz de dar
una explicación histórica, aunque sea simple. Si preguntamos qué
medidas económicas le gustaría que su gobierno implantase y por
qué, es muy probable que respondiese haciendo mención al pasado,
el cual justificará sus tesis. No encontraremos ningún economista
profesional que no respalde su discurso con una narrativa histórica,
ni tampoco a ningún aficionado. Curiosamente, la historia siempre le
da la razón a su usuario, pues parece ser un saber extremadamente
complaciente. Al fin y al cabo, podemos recordar el viejo aforismo
de que los datos, si son convenientemente torturados, siempre
acaban confesando lo que deseamos.
En este punto del recorrido por la historiografía deberemos
preguntarnos si acaso la más reciente no ha alcanzado un grado de
objetividad suficiente como para refutar lo anteriormente expuesto.
La respuesta es un no rotundo.
Tras la Segunda Guerra Mundial se desarrolla, en EE. UU.,
una nueva tendencia llamada cliometría. Su idea principal es
el uso de series de datos lo más amplias posibles que, tras ser
tratadas mediante herramientas informáticas, puedan dar lugar a
conclusiones concretas sobre el pasado teniendo, de ese modo, una
base matemática que corroborase o desmientese las afirmaciones de
los historiadores. En muchas ocasiones se trata de poner a prueba
las hipótesis o de comprobar hechos contrafactuales. Más allá del
campo de la economía o la demografía, se pueden tratar desde la
tipología de restos arqueológicos al número de publicaciones sobre
determinado tema.
63
A partir de los años 80, asistimos a una crisis de las escuelas
historiográficas (marxismo, Annales y cliometría) que se corresponde
con la aparición de la Nouvelle Historie. Para definirla, nada mejor
que citar a Le Goff y a Nora quienes afirmaban que «La historia se
afirma como nueva anexionándose nuevos objetos, nuevos temas,
que escapan hasta el presente a su alcance y estaban fuera de su
territorio».19 En otras palabras, la nueva historia se abre a otras ciencias
auxiliares, amplía las fuentes utilizadas, da voz a todos aquellos
colectivos silenciados o no estudiados, a las áreas geográficas y a
los espacios temporales poco analizados, etc. Está muy relacionada
con el advenimiento del postmodernismo como nuevo relato cultural
hegemónico, que pone en solfa la idea del cientifismo y del progreso
lineal como únicos métodos de alcanzar la verdad. De ese modo,
aparece la historia de las mujeres, la microhistoria, la historia oral,
la historia postcolonial, la historia del libro y de la lectura, la historia
de las emociones, la historia global y, en suma, una serie de nuevas
temáticas y metodologías que alumbran con la luz de la historiografía
todos aquellos rincones del pasado a los que no se les había prestado
atención tradicionalmente. Esto se debe tanto a un genuino progreso
académico como a las nuevas condiciones en las que se desarrolla
el oficio del historiador. Por ejemplo, el proceso de descolonización
es el que hace toparse a la sociedad con el hecho de que existe todo
un mundo más allá de Occidente que solo aparece en los libros de
historia cuando se relaciona con él. Además, la tradición archivística
en las antiguas colonias es mucho menor, por lo que se ha de recurrir
a la historia oral, a la antropología o a nuevos tipos de arqueología.
Otro ejemplo evidente de cómo se relacionan los cambios sociales
y la práctica histórica es la paulatina liberación de la mujer y el
surgimiento de movimientos feministas. A medida que la cultura
muta hacia una defensa de la igualdad entre géneros y una mejor
valoración de lo femenino, lo hace el discurso histórico, de forma que
la mujer pasa de ser una mera nota a pie de página a convertirse en
un nuevo campo de estudio.
En definitiva, con estos últimos párrafos, podemos cerciorarnos
de que las más recientes corrientes historiográficas no consisten
en conseguir un discurso histórico que sea aséptico y totalmente
desvinculado de la voluntad de alteración de la realidad intersubjetiva,
objetivo que es tan imposible de alcanzar como indeseado, tal como
19
Le Goff, Jacques, y Norra, Pierre (dirs.) Hacer la historia, traducción de Jem
Cabanes, vol. I, Barcelona, Laia, 1978. Recogido en Fuster, F. (2020). Introducción a la
Historia (1.ª ed., p. 99). Madrid: Cátedra.
64
tratamos de argumentar en este ensayo. Las nuevas tendencias
historiográficas amplían y mejoran el campo de estudio, adquieren
nuevos métodos y dialogan con otras disciplinas, pero siguen creando
un discurso histórico que afecta a la visión histórica del receptor y a
la realidad intersubjetiva en la que vive. Si, por ejemplo, se trata de
incluir a las masas silenciadas en el discurso histórico tradicionalmente
centrado en explicar las experiencias de las élites sociales, se debe
a que existe una mayor sensibilidad política hacia las clases sociales
más desfavorecidas, propiciando un caldo de cultivo propicio a la
creación de productos intelectuales que las incluyan en la historia
oficial, lo cual, a su vez, retroalimenta esa nueva reconfiguración
política. En definitiva, podemos rastrear hasta el día de hoy una
vinculación directa entre la historiografía y las temáticas y discursos
que quienes tienen el poder, o aspiran a tenerlo, impulsan. En
definitiva, tal como tratamos de mostrar en esta obra, la afirmación
de Carr siempre será válida:
«Estudien al historiador antes de ponerse a estudiar los hechos.
Al fin y al cabo, no es muy difícil. Es lo que ya hace el estudiante
inteligente que, cuando se le recomienda que lea una obra del
eminente catedrático Jones, busca a un alumno del tal Jones y le
pregunta qué tal es y de qué pie cojea. Cuando se lee un libro de
historia, hay que estar atento a las cojeras. Si no logran descubrir
ninguna, o están ciegos, o el historiador no anda».20
20
H. Carr, E. (1961). ¿Qué es la historia?. Barcelona: Ariel.
65
66
IV. Para qué usamos la historia
Cada uno tiene el máximo de memoria para lo que le interesa
y el mínimo para lo que no.
Arthur Schopenhauer.
En el anterior capítulo hemos visto la evolución de la actividad del
historiador profesional a lo largo del tiempo. Sin embargo, la finalidad
de este ensayo es reflexionar sobre la influencia del conocimiento
histórico sobre el conjunto de la sociedad, por lo que habremos de
centrarnos en el uso popular que se hace de este conocimiento.
¿Para qué utilizamos la historia los ciudadanos de a pie? Desde
luego, no solemos reflexionar sobre cómo tratar archivos históricos
ni restos arqueológicos; sobre las implicaciones que cierto discurso
histórico tenga sobre la visión del pasado o sobre el marco teórico
más adecuado para acercarnos a su conocimiento.
Hemos visto como Sapiens vive, también, en una realidad
intersubjetiva que consiste en un ecosistema de ideas que comparte
en red y cómo los discursos históricos son un tipo de ideas que
alteran la visión de la historia que tanto los individuos como los
grupos sociales poseen. Estos discursos históricos pueden tener una
finalidad manipuladora y ser creados por profesionales más o menos
cualificados al servicio de ciertos intereses. Pero, al mismo tiempo,
como en todo ecosistema, dichos memes pueden evolucionar por
sí mismos, por contacto con otros y por influencia de la realidad
física. En este ecosistema la única constante es el cambio, en una
continua búsqueda de un equilibrio entre la oferta y la demanda del
discurso histórico que satisfaga necesidades diversas y enfrentadas.
El individuo, como parte de una sociedad que comparte esta
67
información en red y que tiene una necesidad vital de construir una
visión de la historia, no podrá soslayar esa interacción. Sin embargo,
la mayor parte del tiempo ejercerá un papel principalmente pasivo
como consumidor de los diversos discursos históricos. Veamos,
pues, qué tipo de discursos son los consumidos por el gran público.
Podríamos realizar una relación muy exhaustiva de diferentes
tipologías, pero se trataría de un ejercicio poco útil. Nos atreveremos
a categorizar estos discursos históricos en tan solo cuatro tipos, aun
siendo conscientes de que se podrían construir diferentes taxonomías
igualmente válidas. El objetivo es pintar un cuadro general en el
que podamos vislumbrar de modo lo más claro posible para qué
utilizamos la historia en nuestra vida cotidiana.
Sin más preámbulos, podemos señalar que el gran público consume
estos cuatro tipos de discurso histórico: identitario, utilitario,
ideológico y recreativo.
El discurso histórico identitario
Es aquel que, mediante un razonamiento basado en el análisis
del pasado, trata de definir la identidad del individuo dentro de la
colectividad, de modo que quede delimitado el grupo social al cual
pertenece, las características del mismo, así como las diferencias
respecto a otros grupos y las relaciones que ha de tener con ellos.
En el primer capítulo desarrollamos la idea de la revolución cognitiva
y de las implicaciones que tuvo para el desarrollo de Sapiens. Hizo
posible que tejiera una red de intercambio de información que hace
posible la colaboración de individuos que ni siquiera tienen contacto
físico entre ellos, pero que son capaces de obrar en un mismo
sentido al compartir ciertas unidades de información. Una de las
consecuencias de esta realidad es la creación de una identidad grupal
que, a diferencia de otras especies, no se define por el parentesco,
sino por la propia existencia de esa red de información en la cual
se comparten una serie de normas entre las cuales encontramos un
subconjunto que define quién forma parte de nuestra comunidad y
quién no. Dado que este conjunto de normas no se apoya en ninguna
realidad material, o al menos no tiene necesidad de hacerlo, se
configura como una ficción social más cuyo único apoyo posible son
68
otras ficciones sociales que el grupo comparte. Como el lector podrá
adivinar, la más importante de ellas es la historia.
Para definir la matriz de normas que configura nuestra identidad
grupal habrá que justificar su existencia. Puesto que, analizadas desde
una posición puramente racional, resultarían arbitrarias, no cabe otra
opción que acudir al pasado. De este modo, se creará el discurso
histórico necesario que justifique la existencia y la singularidad de
ese grupo.
¿Qué rasgos definitorios tendrá nuestra «tribu»? Un individuo suele
construir su identidad recurriendo a una amplia panoplia de realidades:
«La identidad de una persona está constituida por infinidad de
elementos (…). La gran mayoría de la gente, desde luego, pertenece
a una tradición religiosa; a una nación, y en ocasiones a dos; a un
grupo étnico o lingüístico; a una familia más o menos extensa; a
una profesión; a una institución; a un determinado ámbito social…
Y la lista no acaba ahí, sino que prácticamente podría no tener fin:
podemos sentirnos pertenecientes, con más o menos fuerza, a una
provincia, a un pueblo, a un barrio, a un clan, a un equipo deportivo o
profesional, a una pandilla de amigos, a un sindicato, a una empresa,
a un partido, a una asociación, a una parroquia, a una comunidad de
personas que tienen las mismas pasiones, las mismas preferencias
sexuales o las mismas minusvalías físicas, o que se enfrentan a los
mismos problemas ambientales».21
La cuestión es que nuestra tribu nos propondrá una identidad
concreta y privilegiará unos atributos sobre otros. Identificará cuáles
son los correctos, en qué consisten exactamente y por qué son esos
y no otros. Para ello, recurrirá a la historia. También se echará mano
del discurso histórico para definir las relaciones con otras tribus,
a las cuales igualmente se delimitará con los mismos argumentos.
La pertenencia a más de uno de estos grupos, o la superposición
entre ellos, se basará, de igual modo, en un discurso histórico de
tipo identitario. La religión, la nacionalidad, la etnia, el color de piel,
el origen geográfico, la lengua, la filiación política, la clase social
o el género serán los elementos más habituales con los cuales se
construirá la identidad del grupo.
Cada individuo que existe sobre la faz de la Tierra posee una serie
de características únicas que lo hacen diferente del resto, no solo
físicamente, sino también respecto a aquellos elementos que hemos
mencionado y que podrían construir su identidad personal. Sin
21
Maalouf, A. (2012). Identidades asesinas (5.ª ed., p. 20). Alianza Editorial.
69
embargo, utilizamos expresiones para referirnos a nosotros mismos
como «soy blanco», «soy francés» o «soy judío». Estas categorías
son productos culturales en el sentido de que dos franceses, dos
judíos o dos blancos pueden no tener ningún elemento en común
respecto a sus intereses, su personalidad o su mentalidad. Desde un
punto de vista puramente material, el color de la piel, la religión o la
nacionalidad no tendrían que servir como elemento categorizador y,
desde un punto de vista ético, el común de los ciudadanos afirmará
rotundamente que tampoco. Sin embargo, estas afirmaciones, que
parecen ser evidentes, son continuamente ignoradas. «A pocos se les
ocurriría discutir explícitamente todo lo que acabo de decir. Pero nos
comportamos como si no fuera así».22 No se trata de un ejercicio de
hipocresía, sino de un fenómeno social. Como repetimos asiduamente
en este ensayo, la realidad intersubjetiva está compuesta en gran
medida por ficciones sociales, es decir, por normas; por unidades de
información que compartimos en red y a las cuales tratamos como
si fuesen entes materiales o incluso pensantes. A este fenómeno le
llamaremos reificación. De este modo, con esos ladrillos podemos
construir los muros que separan a una comunidad de otra. Una vez
parcelado el mundo, podemos definir las características de cada
uno de los espacios en los que imaginariamente hemos dividido la
humanidad, asignarnos a uno de ellos y forzar a los demás a que nos
reconozcan o se reconozcan a sí mismos dentro de alguno de esos
espacios. Una vez aceptada esa construcción social, es lógico lo que
en este ensayo llamaremos, de modo alegórico, «comportamiento
tribal»: definiremos qué características tiene nuestra tribu, qué
requisitos se han de cumplir para acceder a ella, cuáles son las
normas de comportamiento esperadas entre sus miembros y qué
relaciones se tendrán con otras tribus. Evidentemente, para construir
una identidad se ha de poner en contraste con las demás, por lo que la
tendencia natural y lógica es pensar que, si nuestra tribu es virtuosa,
las demás han de ser lógicamente inferiores y, por tanto, sospechosas.
La rivalidad, en el mejor de los casos, es un comportamiento lógico
si aceptamos la reificación de las ficciones sociales expuestas hasta
este punto. Si mi tribu tiene las características correctas, aquellas
que sean diferentes serán tribus inferiores. Si mi tribu es una entidad
real, poseerá ciertos derechos. Si tiene derechos, será mi obligación
como individuo defenderlos. Aquellos que intenten modificar las
características de mi tribu son hostiles. La negación de su existencia
o la discusión de sus características es un acto hostil. Como vemos,
a partir de una ficción social se va construyendo una realidad más
22
Maalouf, A. (2012). Identidades asesinas (5.ª ed., p. 32). Alianza Editorial.
70
compleja, pero si se toma no como una ficción, sino como una
realidad material, al tratarla como tal aparecen toda una serie de
comportamientos que parecen irracionales e incomprensibles si no
se entiende que para Sapiens las ficciones sociales son entes reales.
Por eso, aunque no discutiremos explícitamente que el concepto de
«Francia» es inventado por el ser humano, nos comportaremos como
si no fuera así.
El concepto de identidad y el de historia están íntimamente ligados,
pues la primera se justifica en la segunda. El comportamiento tribal
hace que, ante una ofensa a alguna de las pertenencias que definen
la identidad (raza, religión, clase, lengua, etc.) todo el grupo se dé
por aludido y solidariamente arremetan contra el agresor, que lo es
de todo el grupo. Muchos de los conflictos que podemos observar
hoy provienen, en última instancia, de enfrentamientos identitarios
entre comunidades y, en todos los casos, los implicados realizarían
un razonamiento histórico para explicar su postura ante un tercero.
Un párrafo de Maalouf resume magistralmente esta situación: «En el
seno de cada comunidad herida aparecen evidentemente cabecillas.
Airados o calculadores, manejan expresiones extremas que son
un bálsamo para las heridas. Dicen que no hay que mendigar el
respeto de los demás, un respeto que se les debe, sino que hay que
imponérselo. Prometen victoria o venganza, inflaman los ánimos y
a veces recurren a métodos extremos con los que quizás pudieron
soñar en secreto algunos de sus afligidos hermanos. A partir de ese
momento, con el escenario ya dispuesto, puede empezar la guerra.
Pase lo que pase, “los otros” se lo habrán merecido y “nosotros”
recordaremos con precisión “todo lo que hemos tenido que soportar”
desde el comienzo de los tiempos. Todos los crímenes, todos los
abusos, todas las humillaciones, todos los miedos, los nombres, las
fechas, las cifras».23
Para elaborar este inventario de afrentas a nuestra identidad que
justifica el conflicto tribal recurriremos, como no, a nuestro chamán
particular, el cual construirá un discurso histórico en el cual se
explicará cuál es la identidad de nuestra tribu, en qué rasgos se
materializa, quienes están dentro o fuera de ella, quienes son unos
traidores y cuáles los enemigos, qué otras tribus nos han ofendido,
humillado o dañado, por qué tenemos derecho a dañarlas; a quién
debemos amar, odiar o temer y también, claro está, por qué el
anterior discurso estaba equivocado y cómo el nuevo chamán, más
virtuoso que el anterior, nos llevará, esta vez sí, a la iluminación.
23
Maalouf, A. (2012). Identidades asesinas (5.ª ed., p. 37). Alianza Editorial.
71
Para una parte significativa de la humanidad, su identidad
colectiva constituye la parte más importante de su existencia y la
causa política a la que es necesario supeditar todo, incluyendo la
propia supervivencia. Para definir esa identidad y su encaje en la
competición con otras identidades se recurre a la historia. Por tanto,
cualquier grupo social que aspire a ostentar una parcela de poder en
la sociedad puede recurrir a modificar la identidad grupal mediante la
alteración de la visión histórica que la comunidad tiene sobre sí misma
y sobre las relaciones con las demás. Al mismo tiempo, también se
puede utilizar una política de alteración identitaria mediante el uso de
determinados discursos históricos para dividir a la propia comunidad
creando los conocidos «nosotros» y «ellos», de forma que los grupos
interesados en acceder o mantenerse en el poder puedan convertirse
en los líderes que defienden a «los nuestros» frente a los que están
contra la «verdadera historia». Los ejemplos son tan cotidianos que
consideramos que el lector de este ensayo no necesitará realizar
ningún gran esfuerzo para encontrar algunos.
Si hablamos de identidades y de discursos históricos, no podemos
pasar por alto el nacionalismo. Una simple definición del diccionario
de la RAE nos da todas las claves necesarias para abordarlo en
este punto: «Sentimiento fervoroso de pertenencia a una nación
y de identificación con su realidad y con su historia». En primer
lugar, se trata de un sentimiento lo que, desde la perspectiva de este
ensayo, ya nos da una pista para categorizarlo como una cadena de
información que forma parte de las múltiples ficciones sociales que
Sapiens utiliza en su realidad intersubjetiva. El nacionalismo es una
de las ficciones sociales más poderosas que determinan la historia
contemporánea, hasta el punto de que nuestro mundo actual es
ininteligible sin tenerlo en cuenta.
En la definición traída a colación, también aparecen los términos
pertenencia e identificación, lo que nos lleva precisamente al punto
que estamos tratando, es decir, el discurso histórico identitario.
Finalmente, se hace mención al objeto con el cual se establece esa
vinculación, que no es otro que la historia. Este último aspecto enlaza
con la idea clave de este ensayo, pues el propio concepto de nación
se sustenta en una visión concreta de la historia, apuntalada por
unos discursos históricos que son productos intelectuales creados
para tal fin. En una relación de mutuo apoyo, dos ideas se sustentan
recíprocamente. De ese modo, cuando un nacionalista nos demuestra
la existencia de una nación, se hace referencia a su historia propia,
72
de modo que la existencia de la misma se justifica en una historia
determinada y diferenciada del resto de naciones; cuando nos explica
la utilidad del estudio de la historia, nos muestra como así podemos
comprender el proceso de formación de la identidad nacional. La
nación y el discurso histórico que la sustenta, dos ficciones sociales,
demuestran su validez intercambiando a voluntad su relación causaefecto. Nuestra nación, de ese modo, existe porque tiene una
historia propia y la historia nacional es cierta porque la nación existe.
Curiosamente, distintos nacionalistas enfrentados demostrarán
que diferentes realidades nacionales incompatibles entre ellas se
sustentan en diferentes discursos históricos enfrentados, siendo
el propio el verdadero y el del adversario una manipulación de la
verdadera historia.
El nacionalismo como idea, al menos como la entendemos en
la actualidad, surge en el contexto de las guerras napoleónicas.
Podríamos definirlo como un discurso histórico identitario que vincula
al individuo con un grupo que es el Estado-nación. La invasión de
Napoleón de buena parte del territorio europeo fue el catalizador
de este sentimiento. Por un lado, el imperio francés exportaba las
ideas propias de la Revolución, entre las cuales encontramos la
de la nación como una comunidad política basada en los valores
liberales. Como toda acción provoca una reacción, la hostilidad
hacia el sometimiento francés provocó la creación de otra idea
de nacionalismo que funcionaba como su reverso. De este modo,
ambas versiones de la idea nacional (respaldadas por sus respectivos
discursos históricos) justificaban la invasión o la resistencia al invasor,
según las necesidades del consumidor. El concepto de nación
defendido por los franceses justificará su imperialismo, ya que la
nación era una comunidad política de hombres libres e iguales que se
habían liberado de las cadenas del absolutismo. La verdadera nación
era el pueblo liberado y al exportar este sistema ayudaba a otros
pueblos a librarse de sus tiranos y crear naciones verdaderas como
la francesa. Para sus adversarios, la verdadera nación era anterior
a la política y era una emanación natural del territorio y sus gentes.
Por tanto, los franceses eran unos tiranos que querían someter al
resto de naciones. De este modo, ambos bandos luchaban por la
libertad y contra la tiranía, por la virtud y por la nación. Como en
cada conflicto respaldado por la ideología, la historia demostrará, de
forma incuestionable y definitiva, lo que a cada bando le convenga.
Al fin y al cabo, los chamanes habían descubierto una nueva pócima
llamada nacionalismo y resultaba ser extremadamente poderosa.
73
Existirán, pues, dos tradiciones nacionalistas que se han
categorizado como el nacionalismo francés o liberal y el nacionalismo
alemán o conservador.
El nacionalismo liberal es heredero de las ideas de la Revolución
Francesa y de la Ilustración. Michelet, del que hemos hablado
anteriormente, es un buen exponente de esta «práctica chamánica».
La nación será el conjunto de ciudadanos que, de forma libre y haciendo
uso de la soberanía nacional, desean vivir bajo una misma unidad
política, la cual se plasma en un gobierno y un Estado. Por tanto,
este nacionalismo parte de una base teórica: un conjunto de seres
humanos desea crear un Estado y regirse bajo unas mismas normas
(leyes, constitución) que emanan directamente de su voluntad, por
lo cual se crea un Estado-nación que gobierna un territorio habitado
por estos mismos ciudadanos. En el contexto revolucionario francés
se pasa de un reino en el cual existe una monarquía justificada por
el derecho divino y al cual sus habitantes deben obediencia por ser
parte de su patrimonio, a una comunidad libre de personas que han
roto esas cadenas y forman la comunidad política que es la nación.
Podemos citar directamente a Sieyés que, en 1789, defiende que
«una nación es un grupo de individuos gobernados por una misma
ley y representados por una misma asamblea legislativa».
Detengámonos un momento en esta amalgama de densos
conceptos, pero no para analizarlos desde la perspectiva histórica
al uso. No vamos a intentar dilucidar en qué consiste cada uno de
ellos (nación, pueblo, soberanía, comunidad política, derecho divino,
etc.) pues no es este el objetivo de este ensayo. Lo que nos incumbe
es hacer notar que todos estos memes son ficciones sociales. El
«pueblo» puede ser algo tan real para Sapiens que utiliza el término
con la misma naturalidad que lo hace al referirse a un objeto físico.
De hecho, acaba siendo algo tan real que innumerables atrocidades
y heroicidades se han realizado en su nombre. Sin embargo, qué es
exactamente el pueblo es una negociación interminable en el seno
de la realidad intersubjetiva. Ya que se trata de un concepto tan
poderoso, todos los grupos de poder intentarán imponer la definición
que más se acomode a sus intereses. Cuál es la voluntad del pueblo,
si se ha de respetar y mediante qué métodos se ha de extraer esa
información son los elementos que definirán la política contemporánea.
Para poder, supuestamente, responder a esas preguntas, quienes
intenten definir los mecanismos sociales de poder han de recurrir
necesariamente a una explicación histórica. No podremos responder
74
satisfactoriamente a la definición de un fenómeno sin explicar cuándo
y por qué apareció, amén de sus funciones. Esas son, precisamente,
las respuestas que se giran a los historiadores. El nacionalismo de
tipo liberal necesitará un discurso histórico que los respalde y que
demuestre, a través del estudio del pasado, que la comunidad de
ciudadanos libres que ejerciendo su soberanía popular da forma al
Estado-nación no es una ficción social, sino una realidad histórica
que se alza como virtuosa sobre la injusticia del Antiguo Régimen.
El otro nacionalismo, el conservador o alemán, tendrá exactamente
las mismas necesidades de justificación y sufrirá el mismo proceso
de reificación.
El nacionalismo alemán o conservador estuvo directamente
vinculado al historicismo y al romanticismo, los cuales defendían que
la nación no estaba basada en la voluntad del pueblo, sino en la
historia, la lengua común y la raza. Intentan descubrir las raíces
históricas de los pueblos y exaltan el sentimiento nacional, que se
sintetiza en el concepto creado por Herder, el volksgeist: «cada
pueblo tiene una personalidad colectiva, un alma que se conserva
en las tradiciones populares y sobre todo en el idioma que es el
que refleja la mentalidad de un pueblo». Cada nación tiene las
características de un ser vivo y coincide con un grupo étnico que
tiene unas características diferenciadoras, las cuales se expresan
a través de su cultura. Por tanto, un Estado-nación es legítimo
porque se corresponde con un pueblo que comparte historia común,
características raciales, y manifestaciones culturales (lengua, cultura,
arte, instituciones, mentalidad, etc.).
Si analizamos este tipo de nacionalismo desde la perspectiva que
nos ocupa en este ensayo, tendremos que admitir que es un artificio
intelectual trufado de ficciones sociales. El pueblo es un ente abstracto
de difícil definición, pero al cual se le dota, ni más ni menos, que de un
alma propia. Un conjunto de sapiens creen pertenecer a una misma
unidad que solo existe en su mundo intersubjetivo, pero van bastante
más allá. Ese ente es un ser vivo que tiene deseos, necesidades,
vicios y virtudes, metas y aspiraciones, una personalidad propia y
diferenciada de otros entes rivales; un ser que está compuesto por
todos los sapiens que forman parte del pueblo (excepto los consabidos
traidores) y que los guía a través del tiempo hacia su destino. Ese ente
es tan importante como cualquier dios y al igual que estos requiere
fe ciega, ofrendas y sacrificios constantes, incluyendo la propia vida.
No habrá honor ni gloria más grande que caer en su nombre. ¿Honor
75
y gloria? Bien, dos nuevas ficciones sociales que forman parte del
mismo ecosistema. Por supuesto, como buena ficción social pura, es
decir, como una pura creación intelectual sin ningún vínculo real con
el mundo material, solo puede sustentarse en otras ficciones sociales.
¿Conocemos, pues, alguna mejor que un buen discurso histórico que
demuestre su existencia? En este caso la respuesta es explícita, pues
el nacionalismo conservador expresa, como hemos visto, de forma
directa, que se sustenta en la historia. Una nación existirá si durante
un tiempo histórico, que se ha de retraer lo máximo posible hacia
el pasado, los sapiens habitantes de un territorio geográfico, que
ha de acotarse lo más concretamente posible, han desarrollado una
cultura similar, expresada preferiblemente en la lengua y el arte; si
sus rasgos raciales son razonablemente homogéneos; si han estado
unidos políticamente en el pasado; si, en definitiva, han tenido una
historia común que les hace ser parecidos entre ellos. El discurso
histórico nacionalista tendrá como objetivo fomentar una visión de
la historia en la cual la nación es la protagonista, de forma que su
existencia se dé por sentada. Por supuesto, nacionalismos opuestos,
utilizando exactamente los mismos métodos, llegarán a conclusiones
totalmente opuestas. Mientras que los chamanes que defienden que
todo el territorio entre las colinas y el mar son una única nación
encontrarán pruebas históricas que así lo atestiguan, los chamanes
rivales que defienden que los sapiens del otro lado del río son una
nación oprimida, demostrarán, mediante un estudio histórico similar,
que existe una nación diferente ninguneada por la anterior. Seguro
que al lector le vienen a la cabeza multitud de discursos históricos
que defienden la existencia o inexistencia de determinadas naciones
que, siguiendo las ideas expuestas, puede que hayan conseguido su
derecho a formar un Estado-nación o por el contrario estén privadas
del mismo.
Resulta que, como en tantos otros ejemplos, Sapiens no solo crea
ficciones sociales que reifica y trata como entes vivos y pensantes,
sino que les asigna unos derechos, los cuales, a su vez, no son más
que otro conjunto de ficciones. ¿Acaso si la nación tiene un alma
no ha de tener unos derechos? ¿Si esos derechos son pisoteados
no se habrán de defender? ¿No será cierto que los sapiens que
forman parte, como células de un organismo complejo, de ese ente,
habrán de hacer lo posible por defenderlos? ¿No podrán ser las
naciones ofendidas, desprestigiadas, oprimidas o vejadas? ¿No será,
en definitiva, justo y ético reparar esas ofensas? Nuestro chamán
responderá a todas estas preguntas y lo hará apelando a un discurso
76
histórico mediante el cual expondrá que la nación efectivamente
existe, cuáles son sus características, en qué se diferencia de otras,
qué aventuras y desdichas ha sufrido a lo largo del tiempo, por qué
esa nación es real pero la defendida por los separatistas no, por qué
el territorio vecino debería formar parte de nuestro Estado y ha sido
injustamente amputado a nuestra nación, por qué nuestra nación
tiene una finalidad que puede ser incluso divina, por qué esa minoría
que tiene unos rasgos faciales diferentes o habla distinto es una
afrenta a erradicar, por qué ciertos inmigrantes han de ser bienvenidos
y otros no, o por qué se debería apoyar a cierta facción política
que ama más que las demás a nuestra querida nación. Podríamos
extendernos de forma excesiva enumerando las posibilidades de este
tipo de discurso histórico; realmente resulta una de las recetas más
poderosas creadas por los chamanes de la historia.
En el mundo actual el nacionalismo de tipo francés apenas tiene
peso, mientras que el nacionalismo de tipo alemán parece ser el
predominante. El lector puede realizar un experimento casero y
enumerar las distintas disputas territoriales entre Estados, o las
tensiones nacionalistas en el interior de los mismos y recopilar
los argumentos que se esgrimen. El primero será la historia: si tal
territorio se correspondió o no con un Estado, qué rango tenía. A
continuación, se enumerarán las características de las poblaciones
en disputa: su lengua, sus costumbres, su etnia, su cultura, etc., pero
haciendo alusión a su proyección en el pasado. Será excepcional
considerar que tal nación debería tener ciertos derechos porque sus
miembros, de forma libre, han decidido darse unas leyes en común,
como sostenían los revolucionarios franceses.
El discurso histórico utilitario
El segundo tipo de discurso histórico que vamos a analizar es
el utilitario. La historia es un repertorio de experiencias del cual
Sapiens puede adquirir conocimientos prácticos según los cuales
conducirse en su vida cotidiana. Se trata de un tipo de discurso
muy frecuente que podemos encontrar de forma recurrente en
medios de comunicación o en cualquier conversación mundana.
Se convirtió en un lugar común citar a Cicerón y su expresión
magistra vitae que, entre otras cosas, nos recuerda que la historia
77
debe servir como lección para el futuro. Desde la perspectiva de
este ensayo pretendemos recalcar dos elementos: lo extendida de
esta idea y lo cuestionable de la misma. En primer lugar, tanto en
la cultura popular como en la alta cultura podemos encontrar este
tipo de reflexión en las más variadas circunstancias. Comenzar un
artículo periodístico, un discurso, o cualquier tipo de argumentación
con un ejemplo histórico que coincida con las conclusiones a las
que deseamos llegar funciona tanto como recurso estilístico como
refuerzo de la validez del argumento. «La historia demuestra que»
se convierte en una muletilla que refleja algo más que la intención
de vender una idea; la historia posee prestigio, un aura de magistra
vitae que le confiere peso al argumento de quien domina, aunque sea
en sus rudimentos, el arte del chamán-historiador. De esta forma,
el pasado demostrará que quienes han apostado por inversiones
como las que yo propongo han conseguido pingües beneficios; que
cuando el partido político al que yo apoyo ha gobernado, el país ha
sido más feliz; que las personas con determinadas características,
semejantes a las mías, son superiores a las demás; que la idea,
producto, servicio, razonamiento, gusto o elección que yo propongo
ha sido, en definitiva, históricamente el correcto, lo cual se puede
demostrar acudiendo a los ejemplos del pasado.
Decía un graduado en historia en su blog que «por todo esto,
la historia no puede ser una simple adquisición de conocimientos
independientes a nuestra existencia y la existencia de nuestro mundo,
sino que debe ser concebida como aquellas palabras que nos decía
nuestro padre o abuelo, cargadas de experiencia y sabiduría y que
nos guían y acompañan en nuestra vida».24 Este tipo de reflexiones
son tan comunes que se convierten en una verdad asumida por
repetición, en un tópico que suena bien al ser comúnmente aceptado.
Pero ¿acaso el pasado nos habla con una voz unívoca, como lo haría
nuestro padre o nuestro abuelo? Para que esto fuese cierto, la historia
debería haberse convertido en una ciencia dura y haberse cumplido
el sueño de los positivistas. De esa forma, la historia tendría un solo
discurso, totalmente cierto, despojado de toda subjetividad, basado
solamente en hechos comprobados que se acoplan a un devenir
histórico sólidamente guiado por leyes tan fiables como las de la
física. Por supuesto, esa ilusión jamás pasó de ser una utopía tan
bienintencionada como ingenua: quienes apelan a la historia como
voz de la experiencia lo admitirán sin dudar. Por otro lado, cabe
24
Historia, magistra vitae. (2018). [Blog post]. Recuperado de https://
profesionalesporelbiencomun.com/historia-magistra-vitae/
78
recordar que, tal vez, nuestro padre o nuestro abuelo nos pueden
dar malos consejos ya que las conclusiones que han extraído de su
experiencia son incorrectas.
En este punto es admisible una pregunta que a algunos les puede
resultar incluso impertinente: ¿acaso el pasado nos puede enseñar
algo?
Como dijo Hayden White, «cuanto más conocemos sobre el pasado,
más difícil resulta hacer generalizaciones sobre él».25 En efecto,
los avances en la investigación histórica suelen generar nuevas
problemáticas y debates interpretativos sobre procesos del pasado.
La historia es cualquier cosa menos un saber cerrado, es decir, un
compendio de lecciones que generen una información objetiva que
se pueda sintetizar en un conjunto de normas concretas, las cuales,
en el caso de existir, sí nos servirían para utilizar este conocimiento
como guía vital. La historia ni es una ciencia dura ni nos ofrece una
visión unívoca sobre los hechos: si algo caracteriza al pasado es que,
cuanto más lo conocemos, más diverso resulta ser. Si el conocimiento
elaborado por los profesionales se plasma en continuos debates, su
interpretación, que es lo que el gran público acaba consumiendo,
presenta un abanico de posibilidades que se ajusta a las necesidades
creadas en el mundo intersubjetivo del cual hablamos a lo largo de
todo este ensayo.
El literato Azorín, tal como nos recuerda Francisco Fuster, si bien
no era historiador, sí era un gran amante de esta disciplina. Defendía
que un historiador exitoso, más allá de presentar datos verdaderos,
basaba su método en hilvanar un discurso atractivo para el lector.
En otras palabras, hemos mostrado ideas parecidas al hablar de
la memética y de los factores del éxito en la reproducción de esas
cadenas de información. Dependiendo de cómo encajen las piezas
se puede entender el pasado de forma distinta y extraer diversas
conclusiones que pueden ser contradictorias:
«Es falaz la crítica, es falaz la historia. La historia es el arte del
nigromántico. Toda historia puede ser de diferente manera de cómo
es. Los pequeños hechos tienen eso: que se prestan a todo. Son como
las diminutas piezas de los mosaicos: se pueden formar con ellos mil
combinaciones y figuras. En España, por ejemplo, podría demostrarse
que la literatura del siglo de oro decayó por la Inquisición y que la
Inquisición no tuvo nada que ver con la literatura… Los pequeños
25
Paidós.
White, H. (2003). El texto histórico como artefacto literario (p. 122). Barcelona:
79
hechos por sí no dicen nada; el arte está en escogerlos, agruparlos,
generalizarlos, agrandarlos, hacerles decir lo que el historiador quiere
que digan. He aquí la nigromancia».26
Nuestro chamán favorito (nigromante según Azorín) creará ese
producto intelectual que es el discurso histórico, el cual, en su
interacción con el resto de información que pulula en nuestra realidad
intersubjetiva, tendrá como consecuencia (si es exitoso) una reacción
que alterará su composición. De ese modo, nuestro intelecto podrá
extraer consecuencias lógicas de esas nuevas cadenas de información
creadas. Pero, si como vemos, el discurso puede ser uno o su
contrario, las conclusiones que extraigamos de su interacción con
el resto de ideas que compartimos socialmente también podrán ser
variables. En conclusión ¿cómo podría la historia servir de magistra
vitae si las conclusiones a las que lleguemos son totalmente variables
dependiendo de los discursos históricos que demos por ciertos? La
respuesta es que la historia solo puede dar normas muy generales
respecto a procesos sociales que suelen producirse cíclicamente,
pero no debería utilizarse como repertorio de ejemplos para guiarnos
en nuestra peripecia vital ni mucho menos para predecir el futuro.
Si no existe un patrón estructural, no podemos estudiarlo como
tal y no somos capaces de llegar a una conclusión del tipo «siempre
que se dan x factores, se obtiene un resultado y». Al buscar ejemplos
en la historia que nos den lecciones para el presente, tendemos a
fijarnos en los acontecimientos más extremos: guerras, revoluciones
y tragedias. Precisamente, tendemos a observar los eventos más
extremos que resaltan fuera de cualquier patrón, que destacan
sobre la insufrible monotonía de los ciclos humanos. Entonces ¿qué
enseñanzas nos da la historia cuando nos dedicamos a analizar lo
excepcional y no lo cíclico? Tal vez conclusiones muy generalistas,
como que no existen sistemas sociales eternos o que el horror
nos espera acechando en cada esquina del devenir histórico. Sin
embargo, ese tipo de lecciones no son las que Sapiens desea. Un
conocimiento práctico, un manual de instrucciones prácticas del tipo
«medidas a tomar para evitar repetir la catástrofe» es la aspiración;
su inexistencia, la dura realidad.
Podríamos citar a Aldous Huxley y su famoso «lo único que demuestra
la historia es que nadie aprende nada de la historia». Tal vez el problema
no sea el desconocimiento del pasado, sino la ética del presente.
26
Fuster, F. (2012), ¿Qué es la historia? Reflexiones sobre el oficio de historiador
(p.208). Madrid: Fórcola.
80
Como nos cuenta Todorov27 no hay mérito en ponerse del lado
adecuado de la barricada una vez hay consenso social sobre el bien
y el mal. Sin embargo, el uso de la memoria puede ser ejemplar
cuando se utiliza para reivindicar la lucha contra las injusticias
actuales. Pone como ejemplo a David Rousset, víctima de los
campos de concentración nazis que denunció que existían otros
similares en la URSS. Muchos de sus compañeros comunistas, que
habían pasado el mismo calvario que él, se negaban a denunciar la
existencia de campos de concentración —que no exterminio— en
Rusia, por motivos ideológicos. Es un ejemplo perfecto de lo flexible
que es la historia a la hora de extraer lecciones del pasado. Incluso
entre los que habían sufrido las mismas calamidades en carne propia
existía disputa en qué lecciones extraer. También cita a Paul Teitgen,
víctima de Dachau y posteriormente funcionario francés que dimitió
al observar en la prefectura de Argel señales de torturas similares
a las que él había sufrido. Como vemos, incluso los individuos que
sufren las peores páginas de la historia en sus propias vidas tienen
dudas sobre cómo interpretar su propio pasado cuando se enfrentan
a dilemas éticos ante distintas identidades y lealtades. ¿Si ellos se
enfrentan a este tipo de situaciones que requieren la intervención de
criterios éticos sobre la simple memoria histórica, cómo hemos de
pensar que no es un fenómeno extrapolable al resto de la población?
¿Si los historiadores profesionales se ven ante esta disyuntiva, cómo
podemos pretender que el pequeño historiador que llevamos todos
dentro, aquel del que hablamos en el capítulo II, no sufra de los
mismos males? Como Todorov concluye:
«No basta recomendar a los investigadores que se dejen guiar por
la sola búsqueda de la verdad, sin preocuparse de ningún interés;
por tanto, que establezcan tranquilamente sus comparaciones, para
apreciar las semejanzas y las diferencias, y que ignoren el uso que
se hará de sus descubrimientos. Quien crea que esto es posible sufre
un anhelo de pureza extrema y está postulando un contraste ilusorio.
El trabajo del historiador, como cualquier trabajo sobre el pasado,
no consiste solamente en establecer unos hechos, sino también en
elegir algunos de ellos por ser más destacados y significativos que
otros, relacionándolos después entre sí; ahora bien, semejante trabajo
de selección y de combinación está orientado necesariamente por
la búsqueda no de la verdad sino del bien. La auténtica oposición
no se dará, por consiguiente, entre la ausencia o la presencia de
un objetivo exterior a la propia búsqueda, sino entre los propios y
27
Todorov, T. (2000). Los abusos de la memoria (pp. 28–32). Barcelona: Paidós.
81
diferentes objetivos de la misma; habrá oposición no entre ciencia y
política, sino entre una buena y una mala política».
El discurso histórico ideológico
El tercer tipo de discurso que se suele utilizar de forma frecuente
en la vida cotidiana es el ideológico. Se trata de aquel que utiliza
la historia como soporte argumentativo o demostrativo de una
determinada ideología. Entendemos por ideología el conjunto
estructurado de ideas que forman una cosmovisión explicativa del
mundo, es decir, por qué nuestra sociedad funciona de un modo
determinado y no de otro, cómo debería hacerlo realmente y de
qué forma podemos alcanzar la transformación necesaria o evitar
los cambios no deseados. Desde la perspectiva que utilizamos, las
ideologías pueden ser tanto laicas como religiosas, pues en ambos
casos se cumplirán las características especificadas.
Cualquier ideología se sustenta en una visión de la historia
determinada. Podríamos detenernos a formular un marco teórico
mediante el cual quedase demostrado este extremo, pero es más
práctico hacerlo de forma empírica. Podemos analizar cualquier
ideología elegida al azar y buscar un discurso histórico en ella: no
tardaremos en hallarlo. De hecho, podríamos formular una ley que
se enunciase así: en una conversación sobre política, la probabilidad
de que uno de los interlocutores mencione la palabra historia tiende
a 1 en el tiempo.
Una ideología, como conjunto estructurado —aunque no
necesariamente coherente— de ideas, necesita apoyarse en un
discurso histórico. En primer lugar, una ideología necesita explicar
por qué la sociedad se ha configurado de un modo determinado,
por lo que necesariamente tendrá que analizar su pasado. También
valorará si esa configuración, que tiene raíces en el pasado, es la
adecuada o no. A través de un análisis, que necesariamente habrá
de ser histórico, nos presentará una argumentación mediante la cual
intentará demostrar que esa ideología ha funcionado correctamente
a lo largo del tiempo o bien lo incorrectamente que han funcionado
otras ideologías alternativas. Nos mostrará los mecanismos de
funcionamiento de la sociedad humana, discerniendo entre aquellos
deseables y los que se han de transformar. Una ideología nos
82
propondrá un futuro de virtud que se ha de poner en contraste con un
análisis del pasado. Por tanto, cualquier ideología nos ha de convencer,
en primer lugar, de que su visión de la historia es la correcta. Ese
objetivo solo se puede alcanzar creando un discurso histórico que
sea convincente. De ese modo, la ideología será lo bastante atractiva
como para que su reproducción en el mundo intersubjetivo sea
exitosa. Ya vimos la utilidad de analizar las ideas desde la perspectiva
de memes que intentan sobrevivir en el ecosistema que formamos
socialmente al compartir nuestro mundo intersubjetivo en red. Las
ideologías, al estar basadas principalmente en información que no
se corresponde con realidades materiales, habrán de buscar soporte
en otras ideas preexistentes en ese ecosistema. Ya vimos cómo para
lograr ese objetivo se puede recurrir al análisis del pasado, de forma
que unas ideas se apoyen en otras, de igual modo que en un arco
de bóveda las diferentes piezas se sujetan mutuamente. Dado que
los seres humanos tenemos la necesidad innata de explicar nuestra
realidad social, una ideología se hace atractiva cuando lo consigue y
da sentido a nuestra existencia. De ese modo, ese conjunto de ideas
puede funcionar como una cadena de información que adquiere
capacidad de replicarse al volverse útil y atractiva para nuestros
cerebros.
Como siempre, las explicaciones se entienden mejor con ejemplos
concretos. Podemos, pues, acudir a J. Fontana28. Al hablar de la
Escuela Escocesa, nos encontramos con uno de los innumerables
ejemplos en los cuales la historia se convierte en un discurso que
tiene como objetivo defender una ideología determinada.
Se suele considerar que la revolución inglesa abarca desde 1642
a 1688. Hasta entonces, Inglaterra era una monarquía absoluta en
la cual el Parlamento contaba con un poder que, de facto, consistía
en aprobar o denegar nuevos impuestos. No nos detendremos a
explicar los pormenores de la revolución, dándolos por conocidos. Sin
embargo, nos interesa resaltar que los vencedores de la revolución,
como suele suceder, contarían la historia a su conveniencia. Su
cosmovisión se vería respaldada por el tipo de discurso histórico
que llamamos ideológico. En este caso, es especialmente relevante,
puesto que la ideología de los whigs acabó configurando la ideología
liberal, que es la hegemónica en nuestro presente. El discurso
histórico que la respalda se basa en afirmar que el orden natural
viene determinado por las fuerzas del libre mercado y que el Estado
es una emanación de este orden dado, que tiene como principal y
28
Fontana, J. Historia, análisis del pasado y proyecto social. Capítulo 4.
83
casi exclusiva misión defender la propiedad privada y el imperio de
la Ley. Fontana nos explica que esa corriente historiográfica, que
denomina la Escuela Escocesa, construye un discurso histórico a
medida, dispuesto a respaldar la ideología de sus patrocinadores,
presentando su ideología no como una elección entre las múltiples
posibles, sino como la única posible a causa de unas supuestas leyes
históricas.
Entre 1640 y 1660 se transforma el tipo de propiedad agrícola,
dando paso a una de tipo capitalista. Para la Escuela Escocesa,
esta etapa se caracteriza por el enfrentamiento entre la aristocracia
feudal y la burguesía. Las aspiraciones revolucionarias de las capas
más humildes fueron silenciadas: desde quienes defendían que las
tierras comunales siguieran siéndolo hasta los diggers, los cuales
fundaron colonias comunitarias o los levellers, quienes defendían el
sufragio universal y la igualdad ante la ley. La revolución inglesa
será representada como un enfrentamiento entre el mundo antiguo,
personalizado por la aristocracia feudal y la monarquía absoluta, y el
mundo nuevo, cuyos protagonistas son los burgueses enriquecidos
por el comercio que aspiran a una nueva sociedad regida por
los principios del capitalismo. Al final del proceso, se alcanzará
un equilibrio representado por la monarquía parlamentaria, que
significaba que el rey gobernaría con el permiso de sus súbditos
más importantes, teniendo en cuenta que dicha importancia vendría
determinada por su riqueza y no por su título nobiliario. Ambos
bandos convendrían en olvidar que no eran las únicas fuerzas en
liza, ya que las clases populares y sus propuestas fueron totalmente
silenciadas. ¿Cómo se construirá este discurso histórico de carácter
ideológico? Combinando distintos elementos procedentes de ideas
diversas.
De John Locke adaptaron su teoría del gobierno civil. Los hombres
habían cedido al soberano la libertad de la que gozaban en un supuesto
«estado de naturaleza» con dos objetivos: la protección de sus
personas y las de sus propiedades. Este filósofo desdeñaba la historia
encargada de loar la grandeza de los guerreros y conquistadores
(discurso que reforzaba a las monarquías absolutistas) pero defendía
la necesidad de estudiar los fundamentos de la sociedad civil
(racionalizar las nuevas instituciones burguesas).
Se llegó a afirmar, según narra Fontana, que la monarquía limitada
por el poder del parlamento no era una novedad conseguida
mediante la revolución, sino «una vuelta al pasado, a unas antiguas
84
tradiciones de libertad perdidas cuando la invasión de la isla impuso
a los anglosajones el yugo normando».
Las ideas de Newton también se utilizaron para este propósito
fundiéndose con el puritanismo y con el interés de los propietarios
vencedores al afirmar que la economía de mercado no era más que
un reflejo de las ideas del cosmos.
Todo esto se basaba en una concepción de la historia muy
concreta. La evolución del hombre no es otra cosa que la búsqueda
del capitalismo como forma superior de organización. Una vez
alcanzado este, no era necesario nada más que esperar a que el
crecimiento económico (que solo puede dar este sistema) satisficiera
las necesidades de todo el mundo. Por tanto, es evidente que
cualquier demanda o movimiento social que reivindique determinadas
mejoras es incorrecto, puesto que se le puede contestar con el
simple argumento de que el paso del tiempo y el desarrollo del
capitalismo solucionará cualquier problema. Evidentemente, este
discurso histórico beneficia al sistema político establecido tras la
Revolución Inglesa. Cualquier demanda de cambio ha de ser negada,
puesto que se ha alcanzado la virtud política y las demandas de los
menesterosos y marginados son fruto de su falta de paciencia, de
su carencia de visión de futuro o de su error ideológico. Que este
sistema haga a las élites gobernantes ricas y poderosas a costa de
los demás solo es una consecuencia natural del orden igualmente
natural de las cosas.
Hume, quien realmente era un científico social, defendió que la
historia se podía dividir en varias etapas. Del salvajismo, caracterizado
por la caza, la pesca y la igualdad social, se pasa a la agricultura
y las manufacturas, acompañadas de una mayor desigualdad. En
estas condiciones, los comerciantes, gracias al comercio exterior y
al consumo de productos de lujo de las élites, consiguen acumular
capital y estimular las manufacturas que intentan imitar esos
productos foráneos hasta que consiguen dar un salto cualitativo.
Hume murió el mismo año en el que Adam Smith, quien consideraba
al anterior su maestro, publicó La riqueza de las naciones.
En la misma línea, Gibbon, tal vez el más famoso de los historiadores
clásicos, afirmaba que «podemos llegar a la agradable conclusión
de que cada edad del mundo ha aumentado, y sigue aumentando
todavía, la riqueza real, la felicidad, el saber y tal vez la virtud de
la raza humana».29 La conclusión, nuevamente, no puede ser más
29
Gibbon, E. (1781) Decline and Fall of the Roman Empire. III, cap. 38.
85
conservadora. ¿Para qué nadie ha de demandar nada si solo hay que
esperar a que el progreso nos inunde a todos? Teniendo en cuenta
este discurso histórico, ¿quién en su sano juicio cuestionaría a los
gobernantes que patrocinan este mismo discurso? De hecho, Gibbon
polemiza con los ilustrados franceses, ya que se mostraba contrario
a sus ideas revolucionarias y «sus locas ideas sobre los derechos y la
igualdad natural del hombre».
Sin duda, el más prolífico representante de la escuela escocesa
es Adam Smith. Muchas veces considerado exclusivamente un
economista, su ideología, como no, se basaba en un imprescindible
análisis histórico que consideraba que debemos ver esta materia como
un ascenso desde la barbarie al capitalismo. La piedra de toque de su
ideología, respaldada por su concepción de la historia, es la defensa
a ultranza de la propiedad privada de tipo capitalista. Su predicción
de futuro era que se conseguiría la prosperidad y la riqueza para
todos gracias al sistema en el que vivía. Todas las transformaciones
políticas eran un mero resultado del desarrollo económico. Repite el
consabido esquema de la historia como una sucesión de sistemas
económicos, comenzando por la barbarie de cazadores recolectores
en un sistema igualitario, pasando a la siguiente fase en la cual
aparece el pastoreo, haciéndose ya necesaria la autoridad y la
subordinación y surgiendo el Estado, cuya función queda reflejada
cuando afirma que: «el gobierno civil, en la medida en que es instituido
para la defensa de la propiedad, es en realidad instituido para la
defensa de los ricos contra los pobres o de los que tienen alguna
propiedad contra los que no tienen ninguna». La evolución política
es simplemente un proceso auspiciado por el cambio silencioso e
insensible de la economía. Olvida que la revolución inglesa no fue
precisamente silenciosa y que entre 1642 y 1688 se desarrollan
dos guerras civiles, se decapita al rey y se instaura una república: se
reprime y purga sistemáticamente a los adversarios para instaurar el
sistema que defiende. Sin embargo, Smith y el resto de la escuela
escocesa consideran que «toda revolución es una locura».
Teniendo todo esto en cuenta, no es de extrañar que tuvieran una
visión netamente negativa de la Revolución francesa, a pesar de formar
parte del movimiento de la Ilustración. Un buen ejemplo es Edmund
Burke (1729-1797) que rechazaba el gobierno democrático que se
desarrollaba en Francia porque ponía en peligro la inviolabilidad de
la propiedad. Se debía poner la tierra a cubierto de las aspiraciones
de los campesinos, las cuales recordaban a las de los acallados en
la Revolución inglesa. Defendía la doctrina de la prescripción según
86
la cual debe considerarse que el disfrute histórico de una propiedad
legitima su transformación en propiedad privada capitalista. Por
ello, los revolucionarios franceses habían hecho mal al expropiar la
tierra eclesiástica. Al hacer esto «ninguna clase de propiedad está
segura, en cuanto se convierte en objeto suficiente para tentar la
avidez del pobre indigente». Los campesinos revolucionarios tenían,
evidentemente, una visión distinta: no era el haber disfrutado de
las rentas de la tierra durante generaciones lo que legitimaba su
propiedad, sino el haber trabajado durante generaciones esos campos.
Como vemos, las mismas realidades históricas pueden dar lugar a
discursos históricos contrapuestos que justifican, tal como la historia
demuestra, soluciones radicalmente enfrentadas a los problemas
del presente. Como muestra de lo expuesto, las justificaciones que
posteriormente se darán para arrebatar las tierras a los indígenas
americanos son justamente las contrarias. Podemos citar la obra de
Graeber y Wengrow.30
La apropiación colonial de tierras indígenas solía comenzar
por alguna afirmación general del estilo de que los pueblos
recolectores realmente vivían en estado de naturaleza, lo que
significaba que se los calificaba como parte de la tierra pero sin
ningún derecho legal sobre ella. La base completa del latrocionio,
a su vez, giraba en torno a la idea de que los habitantes del lugar
no estaban en realidad trabajando. Este argumento se remonta
al Segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke (1690),
en el que sostenía que los derechos de propiedad se derivan
necesariamente del trabajo. Los perezosos nativos, según los
discípluos de Locke, no hacían eso. James Tully, una autoridad en
derechos de los indígenas, expone las implicaciones históricas:
la tierra empleada para la caza y reunión se consideraba
improductiva, y «si los pueblos aborígenes intentaban someter a
los europeos a sus leyes y costumbres, o intentaban defender los
territorios que erróneamente habían considerado como suyos,
desde hacía miles de años, eran ellos quienes violaban las leyes
naturales y podían ser castigados o “destruidos” como bestias
salvajes».
La ideología, como vemos, por una pura razón lógica, se ha de
sustentar en una determinada visión histórica del pasado. Si una
ideología no se puede plasmar en un programa político de acciones
concretas, no resulta satisfactoria para el consumidor. Estas acciones
30
Ariel.
Graeber, D., & Wengrow, D. (2022). El amanecer de todo (p. 188). Barcelona:
87
políticas solo pueden testearse en un laboratorio que no es otro que
el del pasado, de modo que han de superar la prueba de seleccionar
aquellas decisiones del pasado más similares a las propuestas y
vincularlas con resultados satisfactorios. Si, por ejemplo, somos
racistas y creemos que los anglosajones son una raza superior,
lógicamente habremos de poner esta idea a prueba, lo que nos llevará
a argumentar que en aquellos espacios y tiempos en los que esta
supuesta etnia ha sido la predominante, se han conseguido resultados
históricos deseables. La ideología dirige necesariamente la visión
histórica y para ello se crea un discurso histórico que defienda a la
ideología, cerrando así el círculo de retroalimentación. Por supuesto,
siempre se defenderá, de forma consciente o inconsciente, que el
proceso lógico ha sido exactamente el contrario: desde un análisis
riguroso y desapasionado del pasado se ha llegado a un discurso
histórico que defiende a la ideología correcta y, en consecuencia, se
considera adecuada su defensa. Como intentamos defender en este
ensayo, la flecha lógica no va desde el pasado al presente, salvo
honrosas excepciones normalmente vinculadas al mundo académico,
con escasa repercusión fuera de su torre de marfil. El común de
los mortales piensa la historia desde el presente. La flecha lógica
se invierte: poseemos el resultado y buscamos la ecuación que lo
confirme. Una vez hallado, afirmamos que el análisis del pasado
respalda el resultado lógico que defendemos.
En definitiva, es común actuar como el historiador Augustin
Thierry (1795-1856) quien confiesa que «en 1817, preocupado
por el vivo deseo de contribuir por mi parte al triunfo de las ideas
constitucionales, me puse a buscar en los libros de historia pruebas
y argumentos para apoyar mis creencias políticas».31
31
Fontana, J. (1982). Historia, análisis del pasado y proyecto social (p. 109).
Barcelona: Crítica.
88
El discurso histórico recreativo
El cuarto tipo de discurso histórico es el que denominaremos
recreativo. La historia siempre nos ha fascinado, pues pocas cosas
estimulan más a Sapiens que dejar volar su imaginación hacia
mundos paralelos, sean lejanos en el espacio o en el tiempo.
Lynn Hunt32 da cuenta de que el interés por las temáticas históricas
muestra un aumento creciente. «(…) El apetito público por la historia
nunca ha sido tan grande. Memorias y biografías forman parte de
las listas de libros más vendidos con frecuencia, y algunas de las
películas, series de televisión y videojuegos de mayor éxito se sitúan
en el pasado no solo de Reino Unido o Estados Unidos, sino también
de China y otros muchos países. Más de la mitad de los 35000
museos que existen en Estados Unidos son museos de historia,
lugares históricos o sociedades históricas. La Lista del Patrimonio
Nacional de Inglaterra, establecida en 1882, incluye ahora cerca
de 400.000 monumentos, edificios, paisajes, campos de batalla y
pecios protegidos. El número de visitantes que estos lugares reciben
aumentó casi en un 40% entre los años 1989 y 2015. Dicho de
otro modo, el interés público por la historia no está creciendo, sino
agigantándose».
Apasionados debates surgen en torno a los más nimios detalles
de la historia, creando un fenómeno realmente curioso, pues
existen auténticos especialistas en ciertas temáticas, como podría
ser tanques de la Segunda Guerra Mundial que han adquirido un
conocimiento enciclopédico a través de la pura afición. Al mismo
tiempo, los turistas copan monumentos, museos y plazas en unas
cantidades jamás vistas con anterioridad. Turismo e historia han ido
creciendo de la mano, al igual que diferentes sectores económicos
que intentan aprovechar el atractivo histórico de ciertos ambientes,
hechos o lugares para su —legítima, por qué no— explotación
económica.
El discurso histórico de tipo recreativo tratará, sobre todo, de
ser atractivo para el receptor. Ya hemos analizado cómo las ideas
se replican según ciertas capacidades que son independientes de
su contenido. Para que una idea relacionada con la historia se
propague y pueda reproducirse y sobrevivir con éxito en la realidad
intersubjetiva, qué mejor que hacerla atractiva para su huésped, es
decir, para la mente humana. Por tanto, el discurso histórico de tipo
32
Hunt, L. (2018). Historia: ¿Por qué importa? (p. 32). Madrid: Alianza editorial.
89
recreativo girará en torno al placer intelectual que siente Sapiens al
recrear ciertas escenas que asocia al pasado de la humanidad. Que
realmente sean fieles a lo sucedido realmente es, en el mejor de los
casos, totalmente irrelevante. Lo más frecuente es que el discurso
recreativo «mejore» la realidad histórica cuando la presente al
público. Para los amantes de los tanques se ofrecerán recreaciones
de batallas, videojuegos en los que simular enfrentamientos entre
distintos modelos y foros en los que discutir acaloradamente sobre
tipos de blindaje.
A los turistas se les recalcará, en primer lugar, lo relevante del ítem
relacionado con la historia que están contemplando, de modo que
genere un valor agregado a su visita. Lo que usted está admirando es
realmente importante y sucedió justo aquí, así que usted, estimado
turista, es ahora un sapiens más valioso que antes, pues siempre
podrá presumir de haber estado allí y haber tenido la experiencia
real. A la natural atracción que sentimos por ciertos aspectos de la
realidad (la guerra, el sufrimiento, las invenciones, el poder) se suma
nuestra capacidad de imaginar mundos paralelos (que evidentemente
adaptaremos a nuestros valores) y el sentido de éxito y prestigio
social que representa haber visitado ciertos emplazamientos.
Es notable el auge de las recreaciones históricas, bien sea mediante
medios tradicionales o virtuales. Como nos recuerda Hunt «(…) los
historiadores profesionales llevan mucho tiempo mostrándose críticos
e incluso desdeñosos (…) pues estas dan prioridad a la identificación
empática del espectador con las gentes del pasado antes que al
conocimiento más profundo de contextos y causas. Dicho de otro
modo, caminar por las trincheras conservadas de la Primera Guerra
Mundial hace que los turistas sientan simpatía hacia los jóvenes que
lucharon en ellas más que preguntarse por qué la guerra se produjo
o por qué tantos jóvenes tuvieron que morir allí. Más aún cuando
la mayoría de las experiencias virtuales han de ofrecer un atractivo
estético para atraer clientes: los esclavos de Colonial Williamsburg no
pueden sufrir demasiado; los vikingos solo pueden representarse en
sus momentos más pacíficos y las trincheras están ahora rodeadas
de parque».33
El lector pensará que, por fin, hemos encontrado un tipo de discurso
histórico en el que nuestro amigo el chamán-historiador no intenta
ninguna treta, pues al fin y al cabo se trata de puro divertimento.
Nada más lejos de la realidad.
33
Ídem, pág. 35
90
Mediante discursos históricos de tipo recreativo se pueden
inculcar determinados valores y principios a los receptores. Este
producto intelectual, como todos los anteriores, interacciona en
ese ecosistema de ideas que es la realidad intersubjetiva, pudiendo
alterarla sustancialmente. Para ejemplificarlo, podemos recurrir a
un tema bastante trillado que es el de la Segunda Guerra Mundial.
A través de los discursos históricos de tipo recreativo, que utilizan
como medio de transmisión el cine, los videojuegos o la literatura,
se puede alterar la visión histórica del público. Para no alargarnos
demasiado, existe una famosa encuesta34 realizada a los franceses
con la siguiente pregunta: «en tu opinión, ¿qué país contribuyó más
en la derrota de Alemania en 1945?». La encuesta se ha repetido
en 4 fechas: 1945, 1994, 2004 y 2015. En 1945, recién acabada
la guerra, el 57% de los encuestados contestaba que la URSS y
solo el 20% se inclinaba por los EEUU. En 1994, ya desintegrado
el bloque soviético, las tornas se habían cambiado: la URSS contaba
con el 25% de los votos y los EEUU habían crecido hasta el 49%.
¿Qué había pasado? ¿Acaso se había alterado el pasado? Por
supuesto que no. El cambio se había producido en la percepción de
ese pasado. Podemos conjeturar diversas hipótesis respecto a este
cambio en la percepción de la historia entre la población francesa,
pero es evidente que el factor prestigio es determinante. En 1945
el enorme sacrificio en vidas humanas de la URSS y su arrollador
avance contra el ejército nazi habían contribuido a alimentar una
imagen del comunismo como una fuerza imparable que determinaría
el futuro. Tras la Guerra Fría y el fracaso de su proyecto, los EEUU
habían quedado como la potencia hegemónica. Es también bastante
evidente que existe un interés claro en apropiarse de estos «méritos
históricos» como forma de proyección de poder y que el discurso
histórico recreativo es un medio excelente para lograr dichos fines.
Hoy esta tendencia se ha mantenido e incluso acentuado, puesto
que alguien que se aproxime a la Segunda Guerra Mundial a través
del cine y de los productos culturales de consumo masivo llegará a
la conclusión de que la suerte del III Reich se decidió en las playas
de Normandía.
34
Herrán, M. (2022). La historia no es la que es (p. 28). Editorial Planeta.
91
Finalmente, cabe recordar que, como siempre, los modelos
teóricos solo funcionan en un mundo ideal que es ajeno a nuestra
material existencia. Con esto queremos decir que lo más frecuente es
encontrar varios de estos tipos de discurso entrelazados en una misma
disertación. Sin embargo, podremos distinguir en cada momento
cada una de estas cuatro funciones. Al hablar sobre la historia, o
reflexionar sobre ella, construiremos, con distintas finalidades,
discursos que nos hablarán de quiénes somos (identitario), de qué
lecciones aprendemos del pasado (utilitario), de por qué hemos de
juzgar lo bueno y lo malo de ese pasado (ideológico) y trataremos de
disfrutar, embellecer o persuadir con nuestro discurso (recreativo).
Un hábil escritor podrá utilizar los cuatro para crear su producto
intelectual, engarzándolos con la mayor maestría que sea capaz
de mostrar. Como siempre, los argumentos los respaldaremos con
ejemplos y, hablando de maestría literaria, podemos citar un artículo
de A. Pérez-Reverte. En un texto de 2010, titulado La carga de los
tres reyes, habla sobre la batalla de las Navas de Tolosa. Veamos el
primer párrafo:
«Ya ni siquiera se estudia en los colegios, creo. Moros y cristianos
degollándose, nada menos. Carnicería sangrienta. Ese medioevo
fascista, etcétera. Pero es posible que, gracias a aquello, mi hija
no lleve hoy velo cuando sale a la calle. Ocurrió hace casi ocho
siglos justos, cuando tres reyes españoles dieron, hombro con
hombro, una carga de caballería que cambió la historia de Europa.
El próximo 16 de julio se cumple el 798 aniversario de aquel lunes
del año 1212 en que el ejército almohade del Miramamolín Al Nasir,
un ultrarradical islámico que había jurado plantar la media luna en
Roma, fue destrozado por los cristianos cerca de Despeñaperros.
Tras proclamar la yihad —seguro que el término les suena— contra
los infieles, Al Nasir había cruzado con su ejército el estrecho de
Gibraltar, resuelto a reconquistar para el Islam la España cristiana e
invadir una Europa —también esto les suena, imagino— debilitada
e indecisa».
Únicamente en este párrafo ya detectamos un discurso identitario,
sobre España y sus orígenes, sobre Occidente y el Islam. También
un discurso ideológico recurrente en el autor: la mala praxis de la
enseñanza en cuanto a la historia se refiere, los complejos culturales
del español, lo políticamente correcto, etc. De igual modo, un
discurso utilitario, pues al mirar a la historia podemos aprender
sobre fenómenos que vivimos en el presente, como es el integrismo
islámico. Todo ello, trufado de un discurso recreativo, pues ¿a quién
92
no le atraen las batallas medievales? Al fin y al cabo, la batalla, que
llega a presentar un pronóstico de derrota total para los cristianos,
da un vuelco cuando «Alfonso VII, visto el panorama, desenvainó
la espada, hizo ondear su pendón, se puso al frente de la línea de
reserva, tragó saliva y volviéndose al arzobispo Jiménez de Rada
gritó: “Aquí, señor obispo, morimos todos”. Luego, picando espuelas,
cabalgó hacia el enemigo. Los reyes de Aragón y de Navarra, viendo
a su colega, hicieron lo mismo. Con vergüenza torera y un par de
huevos, ondearon sus pendones y fueron a la carga espada en
mano. El resto es historia: tres reyes españoles cabalgando juntos
por las lomas de Las Navas, con la exhausta infantería gritando de
entusiasmo mientras abría sus filas para dejarles paso. Y el combate
final en torno al palenque, con la huida de Al Nasir, el degüello y la
victoria».
Finalmente, el autor se lamenta de que no se creen más discursos
históricos de tipo recreativo sobre este tema: «¿Imaginan la película?
¿Imaginan ese material en manos de ingleses, o norteamericanos?
Supongo que sí. Pero tengan la certeza de que, en este país imbécil,
acomplejado de sí mismo, no la rodará ninguna televisión, ni la
subvencionará jamás ningún ministerio de Educación, ni de Cultura».
93
94
V. Abusos interpretativos
Si me dais seis líneas escritas por la mano de los hombres
más honestos, encontraré en ellas algo que los colgará.
Cardenal Richelieu.
En este capítulo vamos a analizar algunos de los malos usos
más frecuentes de la disciplina histórica. Se trata de una serie de
falacias lógicas, argumentos absurdos, exageraciones, omisiones y
tergiversaciones de todo tipo que solemos utilizar al crear nuestra
propia visión de la historia. En los capítulos anteriores hemos visto
por qué lo hacemos, aunque sea de forma inconsciente, en nuestro
afán de dotar de sentido a la historia, y la importancia que esos
discursos históricos tienen al alterar nuestra realidad intersubjetiva
y cómo podemos utilizar la metáfora del chamán como la del
manipulador profesional que crea estos productos intelectuales con
el fin de alterar ese ecosistema de información y, de este modo, el
comportamiento social.
Por supuesto, como cualquier taxonomía, no puede ser definitiva:
se podría realizar otra clasificación, distribuirse de otro modo y
ampliarse a nuevas falacias que al lector a buen seguro se le ocurrirán
al transitar por estas líneas.
En este apartado nos haremos eco del mismo espíritu del colectivo
Ad Absurdum35 y cogeremos prestado su concepto de historia
pública:
35
Homo historicus. Descubre al historiador que llevas dentro. (2021). Madrid: La Esfera
de los Libros.
95
«(…) queríamos hablar de la historia. No la de un lugar o época
concreta, sino de la historia en sí, pero, sobre todo, de la que circula
a pie de calle, lo que denominamos historia pública, aquella que
aparece fuera del ámbito académico».
Del mismo modo, podríamos utilizar los cinco útiles consejos que
nos ofrecen para analizar la información histórica y que en este
apartado nos sirven como introducción, ya que son transversales a
los malos usos de la historia que iremos analizando.
1.
El sesgo de confirmación es aquel que hace que tendamos a
interpretar la información de modo que cuadre con nuestras ideas y
valores propios.
2.
El sesgo de información consiste en ignorar aquellas
informaciones que contradigan nuestras ideas y valores.
3.
El sesgo de autoservicio consiste en atraer hacia la posición
propia cualquier información dudosa o sujeta a interpretación y
también la atribución de mayor valor a los aciertos propios que a los
errores.
4.
El sesgo de ilusión de verdad es aquel que da por buena
una información por haberla procesado anteriormente o por ser
compartida por una cantidad relevante de personas.
5.
El sesgo de descontextualización consiste en no analizar una
información referente a la historia teniendo en cuenta su contexto
histórico.
Pongamos como ejemplo a un individuo que sea un nacionalista
radical que vive en la hipotética república de Utopía, vecina de
la escindida Barbaria. Supongamos que sus ideas políticas y sus
valores giran en torno a la necesidad de anexionarse nuevamente
Barbaria, a la cual niega su derecho a la existencia como entidad
política independiente. Este sujeto puede caer en un sesgo de
confirmación cuando lea un artículo en el periódico que coincida
con su postura política, al que automáticamente considerará
válido en su argumentación histórica porque coincide con su
posición ideológica. Al sintonizar la radio de su coche caerá en un
sesgo de información cuando, tras conectar con un programa de
Barbaria que habla sobre su historia, cambie inmediatamente de
dial. Llegado al trabajo, sus compañeros sostienen una animada
96
discusión sobre las nuevas políticas arancelarias del gobierno y,
cayendo en el sesgo de autoservicio, nuestro protagonista decide
terciar en el debate en el momento que alguien menciona que
cuando Barbaria era parte de Utopía no hacían falta aranceles.
Nuestro hombre se siente respaldado al defender ese argumento
porque lo oyó a un tertuliano y porque son miles de personas
las que piensan como él, por lo que no puede estar equivocado,
cayendo así en un sesgo de ilusión de verdad. Aprovecha para
recordar los agravios cometidos por los ciudadanos de Barbaria
en el pasado, pero descontextualizándolos, ya que no tiene en
cuenta los cometidos en dirección inversa.
En suma, estos cinco sesgos son muy comunes cuando analizamos
cualquier tipo de información, generando lo que llamaremos efecto
de cámara de eco. El individuo comienza a filtrar la información.
Siguiendo la argumentación expuesta sobre la memética, las cadenas
de información que el sujeto recibe tratarán de sobrevivir en su
cerebro para poder replicarse posteriormente. Aquellas que coincidan
en características con otras ya existentes en ese medio, es decir,
que sean compatibles con las ideas y valores previos del individuo,
tienen una ventaja competitiva clara. A su vez, el sujeto tenderá a
procesar esa información, que ya es parcial, mediante el sesgo de
autoservicio, que refuerza su autoestima y el de ilusión de verdad,
que le lleva a compartir esas cadenas de información con individuos
de sus mismas características, lo que hace posible que las cadenas
de información prosperen y se reproduzcan. Por este proceso puede
llegar a convertirse en la perfecta máquina de supervivencia de genes
de la que habla Dawkins, solo que en este caso se trata de otra
clase de replicadores. El sujeto puede acabar creando una cámara
de eco que sirva como medio ideal para estos memes: un espacio
solo compartido por individuos con las mismas ideas, donde no se
dejan circular otras que las contradigan y que crean un espejismo
de consenso que les refuerza en sus convicciones. Como el lector
puede llegar a deducir fácilmente, nuestro mundo, mediatizado por
las redes sociales, ha proporcionado el medio tecnológico ideal para
que estos fenómenos se produzcan a mayor escala.
Una vez realizada esta introducción, utilizaremos el resto del
capítulo para analizar pormenorizadamente diferentes malos usos
de la historia que son transversales a lo descrito y especialmente
significativos cuando la historia pública analiza el pasado.
97
Explicación racional forzosa
Al analizar el pasado creamos una serie de actores históricos, que
serán los protagonistas de la narración. Nos encanta ver a la historia
en forma de narración y, como si de una obra de teatro se tratase,
necesitamos darle forma mediante unos actores que representarán
a personajes del pasado, pero también a instituciones, ideas,
fenómenos y sistemas. De ese modo, diremos que Felipe II hizo tal,
pero también que la monarquía deseaba cual, al Estado le convenía
cierta cosa, la burguesía pensaba en una idea concreta, la cual, a
su vez, se desarrollaba de un modo concreto; que el capitalismo
desea expandirse o que tal religión tiene ciertos amigos, enemigos o
incluso sentimientos. Ya hemos hablado de la reificación, que es una
constante en nuestra creación del discurso histórico. Gracias a ella
creamos una serie de personajes que son aptos para interpretar una
puesta en escena en forma de narración.
Lo que exponemos como el problema de la explicación racional
forzosa consiste en que a estos personajes reificados les damos una
personalidad que, además, ha de ser forzosamente racional o por lo
menos coherente.
Al analizar los procesos históricos, en consecuencia, aparece
una tendencia a aceptar o rechazar una explicación en función de
si los distintos actores históricos actuaron de una forma racional,
es decir, coherente con los atributos de los que les dotamos en
nuestra narración. Aun en el caso de que se respeten los principios
de la multicausalidad y de la complejidad social, se analiza el
comportamiento de un actor histórico desde la perspectiva de la
racionalidad de sus actos.
Por ejemplo, al Estado se le suele dotar de un mínimo de
racionalidad que consiste en que siempre ha de defender sus propios
intereses. De ese modo, surgen argumentos del tipo ¿por qué iba el
Estado x a actuar de la forma descrita si eso atentaba contra sus
intereses? por lo que la explicación a cierto hecho o proceso queda
descartada mediante esa argumentación. Existe una tremenda
resistencia a aceptar que esos actores históricos puedan actuar de
forma totalmente irracional por causas tan diversas como pueden ser
el fanatismo, la estrechez de miras, el error de cálculo, la percepción
equivocada de la realidad, etc. Todo ello sin eliminar la mayor de
todas las objeciones: el Estado es una cadena de información en
98
nuestra realidad intersubjetiva, algo que hemos reificado hasta tal
punto que tiene una importancia determinante en nuestra existencia,
pero que no por ello deja de ser un ente inmaterial susceptible de ser
redefinido constantemente en esa red de información que llamamos
sociedad. Un Estado es un sistema formado por otros subsistemas en
el cual individuos, ideas y realidades materiales son los verdaderos
protagonistas que determinan cada uno de sus actos mediante
sistemas tan complejos que difícilmente podemos llegar a entender.
Todo ello lo simplificamos hasta el extremo de considerar al Estado
un solo ente que decide realizar tal o cual cosa, que tiene cierta
personalidad y que actúa en consecuencia en relación con otros entes
similares. Por ello tenemos dificultades al comprender decisiones
que parecen totalmente irracionales. Por ejemplo, el Imperio Japonés
«tomó la decisión» de atacar a Estados Unidos a pesar de que las
simulaciones que los propios militares japoneses realizaban daban
como resultado una derrota casi segura. ¿Por qué el Imperio japonés
(que tratamos como si se tratara del actor de una tragedia griega)
decide actuar de una forma tan irracional y contraria a sus intereses?
Entonces decidimos acudir a una segunda falacia y dotar a ese actor
de una personalidad que sea acorde a esa irracionalidad, alegando
su cultura, su concepción del honor, etc. Cuando nuestra falsa norma
no funciona, acudimos a considerarla una excepción que justificamos
con otras falacias.
A los grandes actores históricos los dotamos de su propia línea
argumental, convirtiéndolos en héroes y villanos según los gustos del
consumidor, el cual esperará que forzosamente se comporten según
la racionalidad supuesta. Puede haber admiradores o detractores
del Fondo Monetario Internacional, pero ambos esperarán que este
actor histórico se comporte de forma acorde a su caracterización, de
forma que sus actuaciones han de responder a su intrínseca maldad
o bondad o, al menos, a perseguir siempre los mismos objetivos.
La interpretación del pasado quedará de ese modo encorsetada en
unos márgenes totalmente artificiales que hemos delimitado para la
narración histórica. En definitiva, eliminamos la propia historicidad
de esos actores históricos por tres vías. En primer lugar, abusamos
de la reificación, olvidando que el concepto monarquía medieval es
una cadena de información. En segundo lugar, olvidamos que se trata
de un sistema en el que interactúan muy diversos elementos que
dan resultados variables. Por último, negamos la propia historicidad
a los actores históricos, pues consideramos que sus características
esenciales han de ser constantes en el tiempo.
99
Todo esto está muy relacionado con lo que podríamos denominar
esencialismo. Es un concepto muy utilizado, por ejemplo, en
el discurso nacionalista, especialmente el de tipo alemán o
conservador (hemos hablado de ello anteriormente). Cada pueblo
o nación tiene una esencia que se mantiene a lo largo del tiempo,
unas características básicas que se pueden rastrear a lo largo de
todo su desarrollo histórico y que determinan su forma de actuar,
sus aspiraciones, etc. La literatura sobre las esencias del pueblo
español o del alemán es tan amplia que esta afirmación es trivial.
El esencialismo también se incorpora a otros actores históricos:
encontraremos referencias a la esencia de la clase obrera, la esencia
del capitalismo, la esencia de la Iglesia o del feudalismo. Puesto que
cada uno de estos actores tiene una esencia particular, que le dota
de unos objetivos y una personalidad concreta, esperaremos que, en
esa historia presentada en forma de narración, sean coherentes con
su personaje y no traicionen dicha esencia. En definitiva, acabamos
buscando la coherencia en la narración antes que la coherencia
en los datos objetivos que poseemos; solemos ignorarlos si estos
no cuadran con la idea que tenemos acerca del comportamiento
esperable de un actor histórico.
Ad antiquitatem
El argumento ad antiquitatem es una falacia lógica que consiste
en defender que si algo se ha hecho o ha existido durante mucho
tiempo, entonces es bueno o verdadero.
Una falacia lógica hace referencia a un fallo en la argumentación
que cometemos al analizar cualquier situación, pero queremos hacer
notar que esta es especialmente frecuente al analizar la historia.
Expresiones como «eso siempre ha sido así», ha ocurrido «desde
los albores de la humanidad», «desde que el mundo es mundo»
o un simple «tradicionalmente» parecen tener un peso notable al
valorar un hecho o proceso histórico. Si aplicamos el argumento
ad antiquitatem al análisis histórico, podríamos reformularlo del
siguiente modo: la solidez de una estructura histórica nos parece
directamente proporcional al tiempo de su existencia. En otras
palabras, si un fenómeno histórico ha ocurrido durante un largo
periodo de tiempo, lo consideramos una constante y no una variable
en nuestras especulaciones históricas.
100
En primer lugar, desde una perspectiva sociológica, podemos
explicar cómo las tradiciones pueden surgir desde el pragmatismo y
perder más tarde su razón de ser, pero continuar existiendo. Para ello
podemos citar un experimento hipotético36:
«Un equipo de científicos colocó a cinco monos en una jaula y, en
su interior, una escalera y, sobre ella, un montón de plátanos. Cuando
uno de los monos subía a la escalera para coger los plátanos, los
científicos lanzaban un chorro de agua fría sobre el resto. Después
de algún tiempo, cuando algún mono intentaba subir, los demás se
lo impedían a palos. Al final, ninguno se atrevía a subir a pesar de
la tentación de los plátanos. Entonces, los científicos sustituyeron a
uno de los monos.
Lo primero que hizo el nuevo fue subir por la escalera, pero los
demás le hicieron bajar rápidamente y le pegaron. Después de
algunos golpes, el nuevo integrante del grupo ya no volvió a subir
por la escalera. Cambiaron otro mono y ocurrió lo mismo. El primer
sustituto participó con entusiasmo en la paliza al novato. Cambiaron
un tercero y se repitió el hecho. El cuarto y, finalmente, el último de
los veteranos fueron sustituidos.
Los científicos se quedaron, entonces, con un grupo de cinco
monos. Ninguno de ellos había recibido el baño de agua fría, pero
continuaban golpeando a aquel que intentaba llegar a los plátanos. Si
fuese posible preguntarle a alguno de ellos por qué pegaban a quien
intentase subir a la escalera, seguramente la respuesta sería: “No sé,
aquí las cosas siempre se han hecho así”».
No obstante, hemos de admitir que las tradiciones pueden surgir
por la simple interacción de las cadenas de información en el
ecosistema de la realidad intersubjetiva, por lo que no es condición
sine quae non que tengan un origen pragmático. Sin embargo, este
no es un ensayo sobre sociología, sino sobre el uso de la historia y
lo que pretendemos resaltar es que consideramos —erróneamente—
que, si algo ha ocurrido durante un largo tiempo histórico, entonces
es que está totalmente justificado y pertenece más al orden natural
que a los designios humanos. Esto es especialmente notable si su
existencia sigue vigente en la actualidad. La esclavitud, aunque
moralmente nos parezca rechazable en la actualidad, ha tenido una
36
(2012, 30 diciembre). 8. Falacia «ad antiquitatem»/«ad novitatem» (antigüedad/
novedad). Aprender a Debatir. https://aprenderadebatir.es/index.php/2012-12-30-1023-55/falacias/falacias-informales-relevancia/84-8-falacia-ad-antiquitatem-ad-novitatemantigueedad-novedad
101
larga tradición histórica, por lo cual en nuestros análisis históricos
solemos tratarla como algo natural al desarrollo de las sociedades
a lo largo de tiempo, hasta tal punto que muchos autores clásicos
hablarán del esclavismo como uno de los estadios naturales en la
evolución de la sociedad hasta el presente. Tendremos, por tanto,
serias dificultades cuando descubramos que en otras sociedades la
esclavitud jamás ha existido, por lo que llegaremos a la conclusión
de que son esas sociedades las que se apartaron de la evolución
histórica natural; no llegaremos a la conclusión de que otros tipos de
desarrollo histórico eran posibles.
Si un fenómeno ocurre históricamente y sigue existiendo en la
actualidad, su clasificación como natural se ve doblemente reforzada.
Si consideramos que la existencia de fuertes desigualdades y de la
pobreza extrema ha ocurrido y sigue ocurriendo, lo consideraremos
como algo doblemente natural, pues nuestra sociedad, que es el
único desarrollo posible de ese camino recto que va desde el pasado
al presente, sigue admitiéndola. Cuando encontramos a otras
sociedades del pasado en las cuales dicho fenómeno no existe,
las tachamos de primitivas, poco desarrolladas históricamente o
simplemente apartadas del camino natural del desarrollo humano.
Abuso de la ucronía
Una ucronía es una narración que parte de la hipótesis de que un
acontecimiento del pasado hubiese ocurrido de otra forma. A partir de
ese cambio, se imagina cómo habría transcurrido la historia a partir
de ese punto. Por tanto, se especula sobre realidades alternativas
ficticias generadas a partir de un cambio en un acontecimiento
histórico.
Algunas de las ucronías más populares versan sobre qué hubiese
pasado si los nazis hubiesen ganado la guerra, dando lugar a obras
como El hombre en el castillo.
Más allá del entretenimiento, el género de la ucronía genera debates
historiográficos genuinos entre los historiadores profesionales y
también es utilizada por la historia pública para fijar su propia visión
histórica. Cuando analizamos la historia, cosa que cada sapiens hace,
no podemos evitar pensar en cómo sería nuestro mundo si ciertos
102
acontecimientos no hubieran sucedido o se hubiesen desarrollado de
una forma alternativa.
En el mundo académico podemos encontrar posiciones muy
dispares sobre la utilidad de esta «historia contrafactual». Niall
Ferguson, en 1997, puso en marcha el proyecto Historia Virtual,
que proponía diversos escenarios alternativos a partir de los cuales
se pudiese interpretar de forma novedosa el pasado. Santos Juliá
participó en este proyecto recreando una España en la que no estalló
la Guerra Civil y que se mantiene neutral durante la Segunda Guerra
Mundial. Los defensores de este género argumentan que ayuda al
consumidor a deshacerse de la falsa idea del determinismo histórico
y a ser conscientes de que no existe una historia inevitable que
extienda una línea recta entre pasado y presente. En el otro extremo
podemos encontrar a E.H. Carr, quien denominó a los ejercicios
contrafactuales como «un juego de salón» que tan solo distraía. Por
su parte, E.P. Thompson fue más concreto: «Es mierda que no tiene
nada que ver con la historia».37
En la historia pública es muy común recurrir a la ucronía.
Podemos realizar uno de esos experimentos caseros de fácil
aplicación. Preguntemos a algún español que hubiese ocurrido si la
República hubiese ganado la Guerra Civil. Pocos responderán con
un humilde «no lo sé». Lo esperable es que la respuesta dependa
de las simpatías ideológicas del interlocutor. Los favorables al bando
republicano responderán que la historia posterior de España hubiese
sido mejor, evitando la represión franquista y el efecto negativo de la
dictadura implantada. Sin embargo, aquellos sujetos de signo político
contrario suelen apelar a que la República se hubiese convertido
en una dictadura de estilo soviético y que el régimen resultante
hubiese sido peor que la dictadura franquista. En definitiva, lo que
podemos observar en el uso de la ucronía histórica es que se utiliza
para crear un discurso histórico que proyecta hacia el pasado los
principios, valores y creencias del individuo. Se crea así una cadena
de información que, como venimos repitiendo, es capaz de pervivir
gracias a hacerse atractiva a la mente de sus huéspedes, no al
hecho de contener alguna traza de verdad. Realmente, si a duras
penas podemos analizar el pasado tal cual fue debido a la enorme
complejidad de los factores que intervienen en la historia, a lo
parcial de la información recuperada y a los sesgos que naturalmente
37
Carlos, B. (2018, 26 de agosto). La Historia está llena de futuros que nunca
existirán... y no sirve de nada imaginarlos. Recuperado de: https://www.elconfidencial.com/
cultura/2018-08-26/historia-futuros-no-existiran-ucronia-contrafactuales_1607752/.
103
proyectamos, cuánto más inverosímil sería reproducir una historia
alternativa cambiando alguna de las variables.
La ucronía pertenece al género de la literatura, al de la historiaficción. Refleja el hecho de que el uso de la historia responde a la
necesidad de explicar nuestra realidad y alimentar el análisis que ya
hemos realizado de la misma por otros medios, es decir, nos reafirma
en nuestras concepciones mediante la creación de un discurso
histórico que hace cuadrar un hipotético mundo alternativo con
nuestra concepción de cómo funcionan todos los mundos posibles.
Es cierto que puede tener la virtud de destruir otra de las ideas
equivocadas sobre el devenir histórico, como es la de la concepción
lineal de la historia, pero, por desgracia, el común de los mortales
la utiliza simplemente para afianzar sus prejuicios y su prepotencia
intelectual: si la historia ha de darme la razón, cualquier historia
alternativa, en la cual soy más libre para imaginar, habrá de dármela
en mayor medida.
La cultura general
En este caso, valoraremos un mal uso de la historia bastante
frecuente que es considerar esta disciplina simplemente como un
conjunto de datos que el ciudadano normalizado ha de conocer. Es
frecuente argumentar que la historia ha de formar parte de un difuso
concepto denominado cultura general. La historia es, por tanto, un
paquete de conocimientos que un ciudadano respetable ha tenido que
asimilar para ser valorado como tal. Conocer la historia es una forma
de demostrar que no se es inculto sino que se posee la cultura general
necesaria. Bajo este prisma, la historia no tiene ningún interés, utilidad
ni valor práctico ni mucho menos científico, pues es simplemente un
objeto cultural que da estatus a su poseedor, el cual demuestra dicha
posesión mediante el aprendizaje memorístico de una serie de hechos
históricos que frecuentemente son inconexos y que no muestran
ningún tipo de explicación causal. La historia, según esta concepción,
no es más que un conjunto de datos que hemos de asimilar para
demostrar que estamos integrados en la sociedad, que no hemos de
ser repudiados o vilipendiados por no poseer suficiente cultura general
y que no tiene realmente más utilidad práctica que otorgar el estatus
de normal o, a lo sumo, poder jugar al trivial sin hacer el ridículo.
104
Podría parecer que esta concepción de lo que es la historia, que
se plasma en unas prácticas concretas sobre cómo transmitirla, es
totalmente inocente y no tiene otro origen que el desconocimiento o
el desprecio por este tipo de conocimientos. Nada más lejos de la
realidad. Considerar a la historia como un conocimiento inútil es uno
de los trucos más habituales de los chamanes de la tribu, quienes, al
mismo tiempo que defienden la inutilidad de esta magia, la practican
fervorosamente. Dicen que el mejor truco del diablo fue convencer a
la humanidad de su inexistencia: podemos afirmar que el mejor truco
de los chamanes-historiadores es conseguir convencer a su público
de que la historia es simplemente un objeto cultural que hay que
poseer para evitar el ridículo social mientras que, al mismo tiempo,
influyen a esos mismos sujetos con una determinada concepción
de la historia que, como hemos venido defendiendo a lo largo de
todo el ensayo, altera poderosamente la realidad intersubjetiva y con
ella, la realidad social, favoreciendo los intereses de ciertos grupos
de poder. En efecto, el poder político estará inclinado a presentar
la historia como un conocimiento inerte o como mínimo inofensivo
que es transmitido en las escuelas o en los medios de comunicación
de forma objetiva. En muchos casos no argumentarán más que la
necesidad de incorporarla a la cultura general. Sin embargo, al tiempo
que ocultan el poder social de esta disciplina y lo insoslayable de su
uso, difundirán los discursos históricos que más convengan a sus
intereses. Será deseable, por tanto, ejercer este poder al tiempo que
se niega su existencia; moldear a la sociedad a través del discurso
histórico al mismo tiempo que se niega que esto sea posible, por
ser una inocente disciplina de cultura general; subir por la escalera y
hacerla caer una vez que se ha llegado a la cima.
Como Ray Bradbury38 afirmaba, al poder le conviene enterrar en
datos al ciudadano al mismo tiempo que se le priva de la capacidad
de analizarlos.
«Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando las letras
de las canciones más populares, o los nombres de las capitales de
Estado. Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos
“hechos” que se sientan abrumados. Entonces tendrán la sensación
de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse.
Y serán felices. No les des Filosofía o Sociología para que empiecen
a atar cabos.»
38
Bradbury, R. (1953). Fahrenheit 451.
105
La historia predictiva
Este mal uso de la historia, extendido en su uso popular pero
también entre los líderes de opinión39, consiste en considerar a esta
disciplina como una fuente de predicciones de futuro en base al
estudio científico del pasado, de modo que el estudio de los sucesos
del pasado pueda prever los del futuro.
Podemos dividir este abuso interpretativo en dos versiones.
En su versión débil, defiende la idea de aprender de los errores
del pasado para no repetirlos en el futuro o también del conocido
aforismo de que el pueblo que no conoce su historia está destinado
a repetirla.
En primer lugar, podemos afirmar que la historia no se repite. Una
sociedad es un sistema intrínsecamente inestable (y muy complejo)
que, por tanto, cambia constantemente. En consecuencia, ante unas
condiciones cambiantes, el mismo estímulo ha de dar resultados
distintos. También podríamos citar otro aforismo, el de Heráclito, que
afirmaba que «nadie se baña en el río dos veces porque todo cambia
en el río y en el que se baña».
El objeto de estudio de la historia es la sociedad. No podemos,
por tanto, tratar a ese objeto como si se tratara de una magnitud
física que siempre reacciona del mismo modo. Un científico puede
realizar un experimento controlado en un laboratorio consistente en
la mezcla de dos reactivos. Puede mezclar un ácido y una base
y observar como siempre se produce una reacción. Creer en la
historia predictiva implica creer que la disciplina histórica funciona
del mismo modo. El científico citado puede establecer una norma
que afirme que siempre que se mezcla un ácido con una base se
produce una reacción. Se trata de un conocimiento empírico obtenido
basándose en la experiencia, reproducible por cualquiera que así
quiera hacerlo y siendo, por tanto, falsable, según Popper afirmaría.
Pero ¿qué ocurriría si ese ácido y esa base fueran elementos únicos
de los que solo existiese una muestra? ¿Y si además tuviésemos la
certeza de que ambos reactivos mutan con el tiempo modificando
absolutamente todas sus propiedades? Eso es exactamente lo que
ocurre con la historia. Podemos mezclar un ácido con una base y
39
Una notable excepción son los historiadores profesionales, entre quienes existe el
consenso de que la historia no es capaz de predecir el futuro más allá de describir procesos
históricos de larga duración que actúan de fondo (al modo de los introducidos por F. Braudel)
o modelos de comportamiento social generalistas.
106
obtener conclusiones, pero no podemos mezclar una guerra con
una sociedad y llegar a la misma conclusión. En primer lugar, no
podemos experimentar: son reactivos únicos, ocurrieron una sola
vez en el pasado y no disponemos de más muestras. Además, la
información de esa reacción en concreto es parcial y poco fiable.
Por si eso fuera poco, sabemos a ciencia cierta que cada guerra
y cada sociedad tienen características dinámicas y no presentan
propiedades uniformes. Por tanto, podemos predecir que al juntar
un ácido con una base se producirá una reacción, pero no podemos
predecir que, por ejemplo, una derrota militar hará caer al régimen
que la promueve.
El uso de la historia predictiva obvia esta imposibilidad de afirmar
cuál será el efecto de un evento sobre una sociedad y afirma que la
historia demuestra que siempre que ocurre esto, sucede aquello.
Para corroborar este extremo es únicamente necesario acudir a las
predicciones que los medios de comunicación hacen constantemente
sobre cualquier evento, excusándose siempre en la historia. Mientras
se escriben estas líneas se desarrolla una guerra en Ucrania. Las
predicciones sobre su desenlace y consecuencias no pueden ser más
dispares. El único elemento en común que podemos ver es que todas
se basan en un supuesto análisis histórico que demuestra que esa
predicción se basa en un patrón observado en el pasado. Lo que
sí podemos prever con total seguridad es que, una vez conocido
el desenlace y observadas las consecuencias, todos los chamanes
reformularán lo dicho y afirmarán haber acertado en sus pronósticos,
evidentemente gracias a su conocimiento del pasado y su capacidad
de extrapolarlo al futuro.
La historia, a lo sumo, puede proporcionarnos predicciones
probables a corto plazo del mismo modo que hacen los economistas,
es decir, suponiendo que las tendencias actuales continúan y el
escenario responde a la condición ceteris paribus40. Sin embargo,
autores como Taleb nos han advertido repetidamente de lo peligroso
de esas prácticas. «La incapacidad de predecir rarezas implica la
incapacidad de predecir el rumbo de la historia, dada la incidencia de
estos sucesos en la dinámica de los acontecimientos (…) Nuestros
errores de previsión acumulativos sobre los sucesos políticos y
40
Es una locución latina que significa «siendo todo lo demás igual». En el contexto
que nos incumbe quiere decir que se supone que existe un evento de carácter histórico que
actúa sobre una sociedad en la que nada más se está viendo alterado en ese momento. Como
el lector fácilmente puede pensar, es una condición más teórica que real, pues una sociedad
humana es, por definición, un sistema en plena transformación en el que continuamente se
están dando procesos históricos de cambio.
107
económicos son tan monstruosos que cada vez que observo los
antecedentes empíricos tengo que pellizcarme para verificar que no
estoy soñando. (…) Debido a esta falsa comprensión de las cadenas
causales entre la política y las acciones, es fácil que provoquemos
Cisnes Negros gracias a la ignorancia agresiva, como el niño que
juega con un kit de química».41
En su versión fuerte, la historia predictiva afirma que existe un
fin teleológico42 y, por tanto, conocemos el final de la historia del
hombre, por lo que podemos afirmar, al menos, que con sus avances
y retrocesos, nos iremos acercando a ese objetivo.
Se trata de una idea religiosa y filosófica muy antigua y también
muy extendida. Precisamente por ello, se trata de una temeridad el
atacarla, pero nos atreveremos a ello en este ensayo: la historia no
tiene ningún fin ni ningún propósito y esperaremos a que alguien
demuestre lo contrario para retirar esa afirmación. Si consideramos
que las únicas formas de conocer la verdad son la razón y la ciencia,
entonces hemos de concluir que no existe una sola prueba de un fin
teleológico de la historia. Un cristiano podrá defender que la historia
de la humanidad es una manifestación de la voluntad de Dios y el fin
de la historia vendrá con el Juicio Final. Un marxista afirmará que la
historia de la humanidad es una manifestación de la lucha de clases
y que el fin de la historia vendrá con la instauración del socialismo
auténtico. Ciertos liberales como F. Fukuyama afirman que el final
de la historia ya ha ocurrido y es el modelo USA.43 En estos casos
podemos afirmar que no existe ninguna prueba que pueda respaldar
tales afirmaciones y que se sostienen en la fe y no en la razón.
Puesto que el debate entre fe y razón es tan antiguo como la filosofía
y excede con mucho los límites de este ensayo, nos conformaremos
con afirmar que si se afirma un fin teleológico a la historia se está,
como mínimo, fuera del razonamiento posible desde la perspectiva
de este ensayo y que su fundamentación es la fe, la cual no forma
parte del ámbito de estudio del mismo. En definitiva, no creemos que
la teología (o su equivalente laico) o la metafísica se deban mezclar
con la disciplina histórica.
41
Taleb, N. (2012). El cisne negro (15.ª ed., p. 27). Barcelona: Paidós.
42
En el sentido de que la historia tiene un propósito o fin último.
43
Fukuyama, Francis. El fin de la historia y el último hombre. Afirma que el fin de la
historia ya ha sucedido, pues la lucha entre distintos modelos ya tiene un claro ganador que
es la democracia liberal. A partir de ahora, solo podremos ver que, a pesar de resistencias y
retrocesos, es el modelo final que todas las sociedades implantarán.
108
El chivo expiatorio
Vivimos en un mundo complejo del cual solo conocemos una
pequeña parte de sus mecanismos. Cuando Sapiens analiza su
sociedad, como hemos visto, no puede evitar hacer un análisis
histórico. Necesita, entre otras cosas, encontrar una explicación a
los males que le afligen, la cual ha de tener unas raíces en el pasado.
Al enfrentarse a ese análisis lo hace a una tarea realmente compleja
para la cual no tiene los medios materiales e intelectuales suficientes.
Ante la necesidad de encontrar un origen de los males sociales y frente
al hecho de ser un buscador de patrones nato, acabará forzando su
percepción hasta encontrar uno. Cualquiera, el que sea. Una vez
encontrado, podrá identificar al causante de los males sociales, ya
que históricamente ha estado confabulando contra él. De esa forma
surge el chivo expiatorio, el grupo social causante de todos o casi
todos los males. La historia, por supuesto, lo demostrará. Una vez
identificado el grupo culpable, lógicamente estará justificada su
eliminación física o, al menos, su control mediante la represión. Esta
actitud, esta búsqueda de un grupo social que ejerza de cabeza de
turco, se repite, para desgracia y vergüenza de la humanidad, hasta
nuestros días. En ocasiones se identificará como chivo expiatorio no
a un grupo social determinado, sino a unas ideas, una ideología, una
estructura social, una práctica, una institución, etc. En todo caso,
el efecto puede ser el mismo: el enemigo será, en ese caso, todo
individuo que comparta esas ideas o colabore con quienes lo hacen.
Como Harari44 comenta, la teoría de la conspiración más frecuente
es la de la camarilla mundial. Básicamente, suele consistir en la
creencia de que existe «un solo grupo de personas que en secreto
controlan sucesos y gobiernan juntas el mundo». Sostiene que el
nazismo, aunque no lo solemos ver desde esa perspectiva, se basa
en una teoría de la conspiración de este tipo.
«Un grupo de financieros judíos domina el mundo en secreto y
está conspirando para destruir la raza aria. Diseñaron la revolución
bolchevique, dirigen las democracias de Occidente y controlan los
medios y los bancos. Tan solo Hitler ha logrado ver la realidad de sus
trucos nefarios… y solo él puede detenerlos y salvar a la humanidad».
44
Yuval, H. N. (2020). Cuando el mundo parece una gran conspiración. Recuperado
de https://www.lavanguardia.com/internacional/20201207/49857110897/mundo-parecegran-conspiracion.html.
109
Bajo este esquema, el mundo realmente es una representación de
teatro, un juego de sombras similares a las que suceden en la caverna
de Platón. Los titiriteros son los que guionizan esta realidad y hacen
aparecer ante nuestros ojos a distintos actores que pretendidamente
luchan entre ellos, cuando realmente están todos dirigidos por la
misma mano negra. La estructura de este pensamiento es clara
y podemos analizarla desde la perspectiva de la memética que
utilizamos en este ensayo.
¿Por qué estas teorías se expanden con tanta facilidad?
Hemos defendido que las cadenas de información actúan como
seres orgánicos e intentan sobrevivir en el medio ambiente en el
que viven. Para tener éxito han de tener una alta capacidad de
reproducción, que se plasma en su capacidad de ser atractivas
para sus huéspedes (los cerebros de los sapiens) y permanecer en
ellos el máximo tiempo posible para optimizar sus posibilidades
de réplica. También hemos visto que esas son las características
necesarias para que esas cadenas de información sobrevivan:
el contenido concreto de esa información es irrelevante, puesto
que su éxito no dependerá de un análisis crítico de su contenido,
sino que serán tratadas como una unidad empaquetada que se
transmite sin importar su contenido. ¿Por qué son atractivas para
los cerebros de los sapiens este tipo de cadenas de información?
Por varios motivos. En primer lugar, ofrecer una explicación fácil a
fenómenos complejos. Si necesitamos averiguar por qué nuestra
querida Alemania fue derrotada y humillada en la Gran Guerra,
tendremos que analizar una gran cantidad de información imbricada
en complejos sistemas sociales, políticos, económicos, ideológicos,
etc. La alternativa es exclamar ¡fueron los judíos! Como se puede
apreciar, supone un notable ahorro en términos de procesamiento
de información. En segundo lugar, ofrece una satisfacción moral
e intelectual el saberse parte de una élite que, al contrario que
la masa engañada y embobada por los titiriteros que se mueven
tras las sombras, ha alcanzado una verdad que solo los elegidos
(los despiertos, últimamente) son capaces de ver. Siguiendo con el
paralelismo con la caverna de Platón, el creyente en estas teorías
se siente como el filósofo que ha decidido dejar las sombras de la
caverna y salir al exterior para ver la realidad; el elegido que se atreve
a tomar la pastilla incómoda en Matrix. Por último, esta cadena
de información es atractiva porque ofrece una solución universal
para gran parte de los problemas que nos rodean, además de un
propósito y un líder o programa que nos llevará a la redención. Si
110
la conspiración judía es la verdad, su eliminación es la respuesta y
el nazismo el camino.
Este esquema de pensamiento se reproduce, con mayor o menor
virulencia, en casi todas las ideologías existentes. Una facción de
sus seguidores acabará radicalizándose y desarrollando teorías de
la camarilla mundial, evidentemente basadas en un «irrefutable»
análisis histórico. Para el comunista fanático, el mal absoluto es el
capitalismo y la camarilla conspiradora que dirige la historia es la que
nos obliga a soportarlo. Para el católico fundamentalista, el ateísmo
es el mal absoluto y la camarilla conspiradora que dirige la historia
tiene como finalidad acabar con la verdadera fe. Etc.
Por otro lado, también podremos observar razonamientos
encuadrados en este patrón entre personas poco ideologizadas y
nada radicales. Según la fuente citada anteriormente, un 55% de los
españoles cree en este tipo de teorías de la camarilla mundial.
«Las teorías de la Camarilla Mundial cometen el mismo error básico:
suponen que la historia es muy sencilla. La premisa clave de las
teorías de la Camarilla Mundial es que es relativamente fácil manipular
el mundo. Un pequeño grupo de gente puede comprender, predecir
y controlar todo, desde las guerras y las revoluciones tecnológicas
hasta las pandemias (…) Las teorías de la Camarilla Mundial nos
piden que creamos que, aunque es muy difícil predecir y controlar
las acciones de mil o siquiera cien humanos, es sorprendentemente
fácil tratar como títeres a 8000 millones. (…) En la actualidad es
probable que seas el blanco de muchas conspiraciones, pero no son
parte de una sola conspiración mundial».
En definitiva, este mal uso de la historia parte de un doble error.
Por un lado, considerar que la historia (que es ni más ni menos el
desarrollo de toda la sociedad en interacción con todo su medio)
es algo muy sencillo y explicable por la voluntad de un pequeño
conjunto de personas poderosas. En segundo lugar, sobreestimar
en varios órdenes de magnitud la capacidad de cooperación de los
sapiens (recuérdese el número de Dunbar) hasta tal punto que el
ciudadano medio, incapaz de acordar con su familia que canal de
televisión ver o de guardar ningún tipo de secreto cree, sin embargo,
que los miles de trabajadores que formaron parte del programa Apolo
pudieron ponerse de acuerdo para ocultar que estaban desarrollando
un fraude, pues jamás fuimos a la Luna. Cuestionado por el hecho
de que sus rivales soviéticos no dijesen nada, es incluso capaz de
responder: «tal vez también estuviesen en el ajo».
111
Derechos, autovaloración, justicia, historia
La reclamación de supuestos derechos históricos es un mal uso de la
historia y consiste en reclamar ciertas ventajas económicas, políticas
o sociales como compensación por los perjuicios ocasionados a los
antepasados.
En primer lugar, hemos de afirmar la obviedad de que es imposible
reparar a las víctimas que están muertas. A lo sumo, se puede reparar
a sus familiares, como ocurre en los actos de terrorismo. Pero reparar
el daño causado a hijos o nietos no lo consideraremos realmente
como una reparación a los sucesores históricos, sino a las víctimas
directas. Hacemos referencia a reparaciones históricas del tipo
«Occidente respecto al Tercer Mundo» o «la potencia colonizadora
respecto a los colonizados». Esas reclamaciones, especialmente
cuando son de tipo económico, son racionalmente absurdas. En
primer lugar, se admite que existe una culpa objetiva que se transmite,
no ya a los individuos que no habían siquiera nacido, sino al grupo
social al que pertenecen. Nótese aquí otra consecuencia irracional
de la reificación de las ficciones sociales: mientras que los individuos
son mortales y finitos en el tiempo, el grupo al que pertenecen,
al ser un concepto, es prácticamente inmortal, por lo que puede
arrastrar culpas (y méritos). A un descendiente directo de Cortés
no lo consideraremos culpable de los crímenes cometidos por este
personaje contra los nativos americanos, pero sí que consideraremos
que distintos grupos a los que esta persona pertenece lo son: el
Estado español, la cristiandad, Occidente, el hombre blanco, el norte,
etc., arrastran la culpa, que es compartida por todos los individuos
de ese grupo en el presente.
Al juzgar crímenes del pasado, en cualquier lugar mínimamente
justo, el individuo no puede heredar la culpa. Al hijo de un asesino
no se le encarcela en nombre de su padre. Tales actos son propios de
momentos en los que los derechos humanos más básicos se vulneran
(como por ejemplo ha sucedido en distintos conflictos bélicos patrios,
como las Guerras Carlistas o la Guerra Civil).45 Sin embargo, es común
estigmatizar al grupo social al que pertenece el individuo al que sí se
puede condenar, aunque sea simbólicamente. Como vemos, Sapiens
45
Podemos citar el caso del general carlista Ramón Cabrera. «He inspired terror by his
relentless cruelty, which rose to a climax after the liberals shot his mother in 1836». Britannica,
T. Editors of Encyclopaedia (2022, May 20). Ramón Cabrera. Encyclopedia Britannica. https://
www.britannica.com/biography/Ramon-Cabrera
112
actúa de forma significativamente distinta dependiendo de si actúa
como individuo o como grupo; como miembro de la realidad material
o como nodo de la realidad intersubjetiva. De este modo, es común
afirmar las deudas históricas que ciertos colectivos tienen sobre otros
a causa de los abusos cometidos en el pasado.
Analicemos un caso paradigmático: el pasado colonial. Es
común afirmar que las naciones africanas sufren todo tipo de
problemas, especialmente de pobreza económica, a causa de
su pasado colonial. Al analizar este hecho, que es totalmente
cierto (aunque no es la única causa, como ocurre con todos los
problemas históricos complejos) se llega a la conclusión de que
los países que colonizaron África y abusaron sistemáticamente
de sus habitantes, esquilmando sus riquezas, deben reparar
económicamente a los habitantes africanos del presente. Es
uno de los razonamientos que se invocan habitualmente para
justificar los programas de ayuda. Por supuesto, estos programas
son necesarios y no es nuestra intención socavarlos pero, ¿se
basan en una justificación falsa? Hagamos de abogado del diablo
y utilicemos el mismo argumento de justicia histórica en sentido
contrario. Puesto que las antiguas potencias colonizadoras son
las culpables, sería justo que únicamente estas fueran las que
reparasen los daños. Por tanto, nuevas potencias económicas
como China podrían argumentar que, puesto que «ellos» jamás
tuvieron ninguna colonia, no han de participar en ningún programa
de ayuda a África.
¿A qué conclusiones queremos llegar? Simplemente, señalar
que las acciones del ser humano deben guiarse por la ética,
no por tramposos y peligrosos razonamientos históricos a los
que, como defendemos a lo largo de este ensayo, siempre se
les puede dar la vuelta o incluso ser utilizados para justificar las
más terribles atrocidades. Las ayudas a los países en vías de
desarrollo deben partir del deber ético que tienen quienes poseen
excedentes de emplearlos para aliviar el sufrimiento de quienes
sufren privaciones de todo tipo. Los países ricos deben, de ese
modo, ayudar a los pobres porque son quienes tienen la capacidad
de hacerlo. En definitiva, si aplicamos principios morales para
justificar las acciones, obtenemos fundamentos más sólidos que
aquellos adquiridos a través de dudosos razonamientos históricos
que parten de ficciones sociales totalmente moldeables a gusto
del consumidor y que carecen de objetividad alguna, aunque así
las pretendamos utilizar.
113
El mal uso de los derechos históricos es uno de los más frecuentes
en la utilización de la historia, siendo transversal a temas como las
reclamaciones territoriales nacionalistas, las supuestas apropiaciones
culturales o su utilización como pantalla de humo para ocultar otros
problemas.
Es evidente que para las élites políticas de los diferentes países
es extremadamente tentador trasladar a otros la culpa de los
fracasos del presente o de la incapacidad de mejorar la situación
de los gobernados. Si estos otros viven en el pasado y no pueden
defenderse, el negocio es doblemente provechoso. No faltarán los
chamanes dispuestos a construir, bajo demanda, el discurso histórico
adecuado para que el líder de la tribu explique, al resto de miembros,
que la culpa de no poder mejorar su situación es de unos fantasmas
reificados que son inmateriales y que no pueden defenderse de sus
acusaciones.
En este punto es apropiado traer a colación el uso que se hace
en algunos países de Latinoamérica del pasado colonial para
justificar sus problemas del presente. La conquista por los españoles
justifica el atraso presente. Es un meme fácilmente reproducible
por su utilidad y atractivo. De ahí su éxito. Explicaciones fáciles a
problemas complejos. La conquista española es el origen de todos
los males. Los crímenes cometidos contra la población nativa y su
explotación posterior son el origen de la pobreza del presente. Ellos
(las civilizaciones precolombinas) eran prósperos y los españoles los
convirtieron en parias. «Ellos nos quitaron el oro» incluso se llega a
exclamar como resumen de la situación. Es un discurso que utiliza
tantas falacias y simplificaciones que da para escribir un ensayo entero,
pero vamos a dar únicamente unas breves pinceladas. En primer lugar,
este discurso histórico es identitario (y falaz) puesto que considera
que los países latinoamericanos son hijos de los nativos, pero solo
en este caso. Cuando en otros contextos conviene resaltar su vínculo
con Europa, entonces esa misma identidad se muta a conveniencia.
Si no fuera por lo trágico del tema, sería cómico observar cómo esos
dirigentes, descendientes directos de las élites blancas que explotaban
a los indígenas, adquieren la identidad de estos para quejarse de la
deuda que tienen quienes viven al otro lado del océano, descendientes
de quienes jamás pisaron América y fueron explotados por sus élites
feudales locales. Al mismo tiempo, es un discurso de tipo ideológico
que justifica la incapacidad de los dirigentes para mejorar la calidad
de vida de los dirigidos. Rebaja las expectativas de la ciudadanía, pues
al fin y al cabo es la historia la que pesa sobre los hombros del país,
114
por lo que ellos son líderes virtuosos a pesar de no obtener resultados
positivos. No hay nada más cómodo y más católico, por cierto, que
esa utilización victimista de la culpa.
Por otro lado, y como era de esperar, ese discurso histórico es
respondido con otro contrario. Al fin y al cabo, cada tribu tiene su
chamán y la estupidez humana parece tener una naturaleza simétrica,
de modo que los razonamientos absurdos suelen ser contestados con
otros de signo contrario, pero de similar irracionalidad. En España
se puede rastrear el discurso histórico que podría resumirse en
los siguientes puntos: «nosotros» no hemos sido la única potencia
colonizadora, por lo que esa situación es la normal; las civilizaciones
precolombinas eran tanto o más crueles; les quitamos el oro, pero les
dimos el cristianismo, universidades y hospitales.
Como el lector podrá pensar, si está de acuerdo con la línea lógica
de este ensayo, esta argumentación es tan falaz como la anterior.
No desmonta el discurso victimista de la colonización mediante la
asunción de que se están reificando unas ficciones sociales para
hacer algo tan absurdo como hacer caer sobre los hombros de los
habitantes del presente una culpa sobre hechos del pasado sobre los
que no han tenido ningún control. No desmonta ese discurso mediante
la defensa de que es falaz, ni defiende que los derechos humanos,
la prosperidad o todas las virtudes políticas que se echan de menos,
han de ser defendidas desde la universalidad de la ética. Lo que se
hace, por el contrario, es aceptar el uso chamánico de la historia
y contraatacar con otras falacias que neutralicen las anteriores. Se
acepta que el grupo social es un ente real e inmortal que tiene la
capacidad de asumir culpas o méritos que se pueden trasladar a los
muy físicos y reales miembros humanos del presente. Simplemente ,
intenta contrarrestar una serie de faltas mediante la enumeración de
otra serie de supuestos méritos o, al menos, diluir el problema de la
culpa normalizándola respecto a otros grupos sociales.
Esto nos lleva a otro mal uso de la historia que es el de la
autovaloración grupal. No lo incluiremos en un punto separado
porque está tan íntimamente ligado a este que es natural agruparlos.
Ya hemos defendido que el ser humano tiene un comportamiento
eminentemente «tribal». Para definir quién puede formar parte de
su grupo y qué características tiene el mismo, vimos que se utilizan
discursos históricos de tipo identitario. Pero no solo esto, sino que
gusta de puntuar cada uno de esos grupos en los que imaginariamente
está dividido el mundo. ¿Qué sistema de clasificación utiliza? Por
115
supuesto, una valoración de los méritos y culpas extraídas de la
historia de ese grupo.
Todos hemos oído (o utilizado) la expresión «estoy orgulloso de
ser de tal lugar». Si analizamos esta común actitud desde una
perspectiva racional, podemos ver la insensatez de la propuesta.
Podremos alcanzar el consenso de que una persona podría estar
orgullosa de una acción o de un objetivo en el que ha participado
para su cumplimiento, aunque sea de forma indirecta. Se puede estar
orgulloso de correr un maratón, de sacarse el carnet de conducir o de
dar un buen consejo, porque se participa directamente en la acción.
También se puede estar orgulloso de haber criado a un hijo que
hace algo bueno, porque se ha participado en su educación, o de la
consecución de un proyecto porque se ha financiado o animado. Pero
¿se puede estar orgulloso de haber nacido en un determinado lugar?
¿Acaso nacer es una elección? Y si así fuese, ¿también se ha elegido
dónde hacerlo? Concluiremos que estar orgulloso de haber nacido en
un lugar determinado no tiene ningún mérito, porque el sujeto ha sido
totalmente pasivo en ese suceso. Decía Bordieu que para un pez el
agua no existe, porque la tiene tan normalizada que no cuenta con
su existencia, que es exactamente lo que pasa con la normalización
social. No somos conscientes de lo absurdo de gran cantidad de
costumbres que tenemos normalizadas. Es más, si alguien nos obliga
a parar un momento y reflexionar sobre ello, seguramente le demos
la razón, para continuar inmediatamente con la misma actitud, pues
no sabemos vivir fuera del agua.
Hablando de costumbres, podemos citar un pasaje de las Historias
de Heródoto: «Si a todas las personas se les diera a elegir entre
todas las costumbres, invitándolas a escoger las más perfectas, cada
cual escogería las suyas; tan sumamente convencido está cada uno
de que sus propias costumbres son las más perfectas. Durante el
reinado de Darío, este monarca convocó a los griegos que estaban en
su corte y les preguntó por cuánto dinero accederían a comerse los
cadáveres de sus padres. Ellos respondieron que no lo harían a ningún
precio. Acto seguido Darío convocó a los indios llamados calaítas,
que devoran a sus progenitores, y les preguntó, en presencia de los
griegos, que seguían la conversación por medio de un intérprete, por
qué suma consentirían en quemar en una hoguera los restos mortales
de sus padres; ellos entonces se pusieron a vociferar, rogándole que
no blasfemara». Las costumbres, en efecto, son muy diferentes en
cada cultura, pero presentan unas características comunes: tienen
116
una gran fuerza, se apoyan en un relato histórico, se consideran
mejores que las de los demás y legitiman el enfrentamiento cuando
se percibe un ataque a las mismas. Forman parte de la identidad del
grupo y se valoran junto con este.
La autovaloración grupal parte de la ficción social de que
pertenecemos a un grupo por nacimiento (o adopción), que ese grupo
es un ente real que se comporta como un ser orgánico (reificación),
que ese grupo tiene una historia que describe su idiosincrasia, que
esa historia puede y debe puntuarse y compararse con la de otros
grupos y, finalmente, que el individuo y el grupo viven en una especie
de simbiosis que hace que, de forma que solo podemos describir
como mágica, las culpas y los méritos históricos del grupo acaben
siendo los activos y pasivos del individuo del presente. De este modo,
es común que un ciudadano de Utopía del presente considere que
tiene algún tipo de culpa por la terrible guerra que sus antepasados
sostuvieron contra sus vecinos, mediante la cual exterminaron a parte
de ellos, pero, sin embargo, considere igualmente que comparte la
gloria de haber construido la bella catedral de su ciudad. Además, se
compara con los ciudadanos de otras repúblicas mediante el sistema
de valorar y comparar su historia. Los ciudadanos de Barbaria son
mucho peores, porque también tuvieron guerras con sus vecinos en
las cuales exterminaron a un porcentaje mayor de población. Por si
esto fuera poco, sus catedrales son objetivamente menos hermosas
y su gastronomía deja mucho que desear.
Por supuesto, Sapiens es capaz de mucho más, tanto como seguir
complicando esa espiral de irracionalidad respecto a sus complejos
identitarios. Una vez ha valorado su saldo como perteneciente a un
grupo y realizado un análisis comparativo con otros grupos, no suele
quedar satisfecho y elabora un plan para mejorarlo. ¿Cómo? Pues
evidentemente reinterpretando la historia de forma que ese saldo
sea más positivo. De ese modo, se acabará afirmando que Utopía
siempre libró sus guerras con la mayor humanidad posible por lo que
las cifras de bajas enemigas seguramente sean inventadas por los
chamanes-historiadores de Barbaria; que las supuestas catedrales
de estos son burdas copias de las suyas y que su gastronomía es
tóxica porque las emanaciones de su tierra pudren alimentos y almas
desde el principio de los tiempos. Algunos siempre irán más allá e
incluso conseguirán convertir su inocencia respecto al pasado en
culpabilidad. Concluirán que su deber como buenos ciudadanos de
Utopía es odiar a los de Barbaria lo cual incluye odiar a su grupo y,
117
por tanto, su historia; mentir deliberadamente y considerar enemigos
o traidores a quienes no compartan su locura.
Puede parecer que estas afirmaciones son exageradas, pero
corresponden a realidades cotidianas. Un ejemplo paradigmático es
la actitud que buena parte de la sociedad española tiene respecto a
la Guerra Civil. Es bastante frecuente que el individuo se identifique
con una de las dos Españas, por el simple método de considerar
que si su familia apoyaba a uno de los dos bandos, se pertenece
a ese bando. Al auto-asignarse a uno de los bandos, se asumen
las características de este (las cuales son más imaginarias que
basadas en un análisis histórico, lo cual es más práctico a la hora de
auto-puntuarse). Por ello, le es desagradable oír sobre los crímenes
cometidos por su grupo, las barbaridades ideológicas que defendieron
o directamente cualquier crítica a su historia. Una vez el individuo
se adscribe a un bando, lo considera parte de su identidad, por lo
que siente la necesidad de defenderlo. De este modo, encontramos
una panoplia de actitudes que van desde la propensión a valorar
más positivamente la información histórica que valore positivamente
a los de su bando hasta las actitudes totalmente fanáticas que
llegan a defender exactamente las mismas posiciones que llevaron
a la guerra civil por simple afinidad identitaria. Algunos individuos
recorren el camino de la irracionalidad histórica hasta sus últimas
consecuencias. Si el abuelo de la familia era un torturador, llegan a
concluir que, puesto que los de su grupo siempre son quienes ostentan
la virtud, porque de lo contrario el individuo presente compartiría
esa culpa, se ha de amoldar la realidad histórica, de modo que la
tortura sea la virtud. De ese modo, si el abuelo torturaba prisioneros,
es que eso era lo correcto. Se construye el discurso histórico que
sea necesario para justificar esos hechos y se borra la distinción
temporal, de modo que se llega a afirmar que la represión pasada
es deseable repetirla en el futuro. Se ha concluido el camino de la
irracionalidad histórica total por el método de asumir el pasado como
propio y de justificar lo injustificable para obtener una autovaloración
positiva. Se ha conseguido lo más absurdo, pasar de la inocencia
que nos da la barrera temporal a compartir la culpa mediante el
sistema de hacer propia, de forma voluntaria y mediante acciones del
presente, la culpa de los antepasados. ¿Cuántos radicales políticos
lo son simplemente por tradición familiar? ¿Cuántos de ellos alargan
ese concepto de tradición a la historia del grupo al que consideran
pertenecer? ¿Cuántos justifican crímenes del presente basándose en
crímenes del pasado sobre los que, a priori, no tuvieron culpa ni
118
control? ¿Cuántos llegan a la radicalidad política por un deber de
venganza respecto a los atropellos reales o imaginarios cometidos en
tiempos remotos contra los suyos?
Teniendo en cuenta estos mecanismos psicológicos que aplicamos
a la historia, es lógico que el revisionismo histórico, que realmente
tiene como objetivo hacer digerible para determinados grupos
sociales un pasado con el que se identifican, tenga tanto éxito. Este
tipo de chamanes de la historiografía construye discursos históricos
a medida para alterar la auto-valoración grupal. Puesto que una
parte sustancial de la población comparte estos malos usos de
la historia, siente la necesidad de poder blandir una visión de la
historia que presente como virtuosos a los grupos con los cuales
se identifica. De esa forma, aparece una demanda para el producto
que es el discurso histórico blanqueador del pasado, de modo que
el individuo que considera que los actos pasados de su grupo le
califican como persona, estará dispuesto a consumir un producto
intelectual que presente a ese grupo como un dechado de virtudes.
Si para obtener este objetivo se ha de tergiversar la realidad o mentir
descaradamente, se acepta igualmente. Como venimos repitiendo,
las cadenas de información se reproducen consiguiendo ser atractivas
para su huésped. El efecto placentero que tiene su consumo es el
que marca la diferencia. La veracidad o falsedad de la información
que contiene no tiene importancia. La píldora medicinal se valora por
su efecto calmante: si se fabrica en el laboratorio de los chamanes
con mentiras y tergiversaciones como materias primas, se traga
cerrando los ojos.
Teniendo en cuenta todo lo expuesto, podemos entender la
extensión de otro mal uso de la historia como es el de los justicieros
históricos.
En este caso, se parte de la ilusión de que el pasado es modificable.
Al identificar que ciertos grupos sociales han sido maltratados a lo
largo de la historia, se intenta modificar el discurso histórico a modo de
compensación. Si un colectivo ha sido discriminado históricamente,
se intenta una suerte de resarcimiento, de modo que se narra el
pasado «como debería haber sido» y no «como creemos que fue».
Se puede afirmar que no hay ninguna causa, por noble que
sea, que pueda sobrevivir a sus peores defensores. Esto ocurre,
por ejemplo, con cierto revisionismo histórico utilizado por malos
defensores del feminismo. La discriminación histórica de la mujer
es un hecho y la historia de las mujeres ha sido uno de los más
119
interesantes avances historiográficos. Sin embargo, el mal uso de
la historia de estos justicieros históricos hace que, para compensar
esa discriminación, directamente se falsee el pasado. Por ejemplo,
si tenemos en cuenta que la mujer ha sido discriminada respecto a
su acceso a la educación y especialmente a la superior, la realidad
nos dice que, si estudiamos un ámbito del saber masculinizado,
vamos a encontrar menos aportaciones femeninas. Lo racional, si
por ejemplo estudiamos la historia de la medicina en el siglo XIX, es
señalar que, puesto que la mujer sufría una discriminación respecto
al acceso a esta ciencia, en consecuencia vamos a encontrar menos
avances logrados por mujeres por el simple motivo de que el número
de investigadoras era menor. Desde la perspectiva de los justicieros
históricos se debe directamente modificar el pasado y la anterior
afirmación es un ataque antifeminista. Lo «correcto» sería conseguir
una paridad en el estudio de la medicina que redactemos, de modo
que aparezcan el mismo número de mujeres que de hombres.
Fenómenos similares aparecen con todos los colectivos discriminados,
perseguidos o vilipendiados. Si citamos a un autor del siglo XVII que
se refiere a los judíos en términos despectivos, somos nosotros, al
citarle, quien comete una falta de antisemitismo. Los textos se han
de depurar eliminando todo aquello que nos resulte injusto. De ese
modo, se considera lícito mentir sobre el pasado para no incomodar
a los habitantes del presente, porque estos asumen la culpa de sus
antepasados y se sienten molestos al sentirse señalados. En relación
con este fenómeno, es bastante significativo cómo se modifican las
explicaciones históricas en las visitas turísticas según la nacionalidad
de los visitantes. Al visitar la catedral de Tarragona, algunos guías
turísticos preguntan si hay franceses entre los visitantes. En caso
negativo, se cuentan los horrores acaecidos en las escalinatas desde
las que se inicia la visita. En caso de hallarse franceses entre los
turistas, estos hechos son eliminados del relato.46
46
«El día 28 de junio, de madrugada, el general Suchet ordenó el asalto a la parte
alta. Según testimonio del italiano Vacani, el lema del general Suchet al iniciarse el ataque
fue “Á égorger!” (‘¡Al degüello!’) (…) Los defensores supervivientes entraron en la catedral.
En su interior se encontraban unos 800 heridos y enfermos, y una cantidad considerable de
refugiados, la mayoría ancianos, mujeres y niños, que habrían escuchado, en la penumbra
del templo, aterrorizados, los tiros y el griterío del exterior, cada vez más cercanos. Las tropas
atacantes, persiguiendo a los últimos defensores, penetraron en la catedral. En el interior,
con antorchas en las manos, atacaron y saquearon a los indefensos refugiados. Mataron a
unos cuarenta e hirieron a muchos más, de tal manera que tan solo quedaron indemnes
unas veinticinco personas. Violaron y ultrajaron a muchas mujeres ante los ojos horrorizados
de sus familiares. Una monja, que se resistía, fue torturada con las llamas de una antorcha.
Otras mujeres, huyendo de sus atacantes, se lanzaron al interior de la cisterna del claustro.
Persiguieron a algunos refugiados hasta el campanario y los tejados, y los arrojaron desde allí
a la calle.
120
En definitiva, este movimiento que trata de modificar el pasado
para ejercer justicia en el presente, o para proteger a quienes puedan
ofenderse, consigue justamente lo contrario de lo pretendido. El
problema de base es el analizado a lo largo de este ensayo. La
reificación de las ficciones sociales y su posterior tratamiento como
sujetos de derecho; el uso del discurso histórico como herramienta de
manipulación social, el uso identitario e ideológico de la historia, etc.
De este modo se llega a prácticas tan absurdas como modificar el texto
de una obra literaria para adaptarlo a un lenguaje supuestamente no
dañino. Un buen ejemplo es la polémica suscitada cuando una nueva
edición de Tom Sawyer y Huckleberry Finn reemplazó la palabra
«negro» por «esclavo». En concreto se trataba del término nigger que
en el ámbito anglosajón es actualmente un grave insulto. La cuestión
es que si un autor escribió utilizando exactamente esos términos
¿hemos de modificar el texto (que es también una fuente histórica)
para que los lectores del presente no se sientan ofendidos? Quienes
defienden este incorrecto tipo de justicia histórica lo hacen desde
una bienintencionada empatía y un loable antirracismo, pero también
desde una perspectiva equivocada. Se emplean argumentos del tipo
«es muy fácil hablar cuando nunca se ha sufrido discriminación
en propias carnes, porque no se conoce, pero intentad tener un
poco de empatía y poneros en la piel de un niño negro leyendo
en alto para sus compañeros palabras despectivas como, en ese
caso, nigger».47 Desde esta perspectiva se deberían expurgar todas
las bibliotecas y toda la producción cultural desde el inicio de la
escritura. Al fin y al cabo, autores tan respetados y tan alejados en
el tiempo como Aristóteles llegaron a afirmar que una prueba de la
inferioridad biológica de las mujeres es que incluso tienen menos
piezas dentales que los hombres.48 Sería una tarea tan titánica
como nociva y estúpida. Pensemos en como «arreglar» el poema
del Mío Cid y versos como «Los moros yazen muertos, de bivos
pocos veo; los moros e las moras vender non los podremos». Sería
bastante difícil buscar un grupo al que nos podamos asignar y que
no haya sido vilipendiado por otros. Por ejemplo, ¿es usted español?
En uno de los episodios más trágicos, a una muchacha, que se aferraba desesperadamente
a la reja del presbiterio para evitar su violación, le cortaron las manos con un sable. A los
enfermos y heridos los echaban bruscamente de sus jergones, que rasgaban buscando oro
y plata». Extracto de Mata de la Cruz, Sofía. Los avatares de la catedral de Tarragona entre
1808 y 1813. Locus Amoenus 11, 2011-2012, págs. 193 - 213.
47
Extraído de una conversación mantenida por el autor respecto a esta polémica en
concreto.
48
Parece ser que nuestro querido filósofo no se molestó en emplear un método
empírico tan simple como contar las piezas dentales de la fémina que tuviese más cercana
y comprobar que tenía las mismas que él.
121
Pues exija eliminar, o modificar hasta hacer irreconocibles, toda la
literatura y el cine anglosajón que nos presenta como unos fanáticos
papistas, como una raza inferior de sanguinarios morenos que solo
es útil como presa de virtuosos piratas defensores de la libertad,
pues podemos sentirnos ofendidos al contemplar tales obras. Tal vez
lo más sensato no sea eliminar las huellas de las ofensas y de las
injusticias sino tener una relación sana con la historia, que es lo que
este ensayo propone.
De forma paralela, ocurre un fenómeno muy interesante. Puesto
que en multitud de ocasiones es realmente difícil justificar ciertos
comportamientos por mucho que se retuerzan los datos, aparece
una especie de escala del mal. Se crea la idea, de que la medida de
maldad aceptable es directamente proporcional a cuánto nos alejamos
hacia el pasado. El ser humano, en su evolución hacia el progreso y
la moralidad, se ha ido refinando de forma constante. De este modo,
parece que la disposición a ejercer el mal se ha ido atenuando de
forma progresiva. Aparece así la idea de que para juzgar la historia
de forma justa se ha de tener en cuenta esa escala, de forma que no
ha de «puntuar» de igual forma una matanza en el siglo XVIII que en
el XXI. Se suele pasar, respaldándose en esta idea, a una concepción
de la historia en la cual se evalúa moralmente un comportamiento
únicamente comparándolo con el de sus contemporáneos. Por
ejemplo, esto se suele argumentar en defensa de un imperio colonial
o de un sistema político en comparación con aquellos que comparten
el mismo arco cronológico. De este modo, si se quiere blanquear la
injusticia del imperio colonial español, basta con compararlo con su
coetáneo inglés, mucho más dañino para las poblaciones indígenas
en términos generales. Así, se da salida a la necesidad de blanquear
la comunidad a la cual el individuo se siente vinculado e incluso se
puede construir un discurso histórico que convierta una catástrofe
en una acto positivo del cual se debe estar orgulloso. De hecho,
es habitual que un ciudadano inglés considere la suerte que tuvo
EEUU de ser colonizada por ingleses, puesto que piensa que de
haber ocurrido lo contrario sería tan poco próspero como la América
Latina. Por el contrario, también podemos encontrar a un ciudadano
español incidiendo en la mala suerte que tuvieron los indígenas que
habitaban el actual EEUU, pues si hubiesen sido colonizados por
españoles no hubiesen sido exterminados en su práctica totalidad.
Este tipo de debates surgen de la necesidad psicológica, como
venimos defendiendo, de considerar a nuestra comunidad como
122
moralmente aceptable, partiendo de la base de que uno de los rasgos
definitorios de la misma es su historia. Para ello se debe generar un
discurso histórico aceptable y, ante la difícil tarea de tergiversar los
hechos para encajarlos a martillazos en nuestro producto intelectual,
se pueden utilizar diversos trucos, como el que acabamos de exponer
y que podríamos llamar la «comparación moral sincrónica». Otro
ejemplo recurrente del mismo es la comparación entre los regímenes
de terror de Hitler y Stalin. Cualquiera de nosotros habrá sido testigo
o participado en uno de estos debates clásicos.
La grandeur
«Si hay una nación orgullosa de ella misma, es Francia. La grandeur
es también literaria, al presumir de ser el país con más premios Nobel
de Literatura».49 Así comienza un artículo que toma como referencia
la famosa y autoatribuida grandeza de la que presumen los franceses.
Se trata de una idea con solera histórica, una de esas cadenas de
información de las cuales, a través de su uso continuado a lo largo del
tiempo, se suele decir que se ha convertido en un rasgo cultural.
En este apartado vamos a utilizar este concepto como referencia
para uno de los malos usos de la historia más frecuentes. Ya hemos
hablado largo y tendido de la autovaloración grupal y de cómo los
supuestos méritos históricos pasan de una teórica comunidad histórica
al individuo del presente mediante las artes chamánicas del discurso
histórico. Sin embargo, cabe destacar que, además, solemos valorar
los acontecimientos históricos mediante su grandeza. Los franceses
pueden medirla por sus premios Nobel, por su arsenal nuclear o por
su historia, y es ahí donde ese concepto entra en nuestro campo
de estudio. No se trata de una práctica exclusivamente francesa.
Concebimos la historia como una obra de teatro y a nuestro supuesto
grupo social como uno de los actores. No solo nos valoramos según
la calidad de su actuación, sino también mediante su protagonismo.
Nuestra tribu, de ese modo, es grande porque así ha sido su impacto
en esa representación que imaginamos como historia. Es indiferente
que su impacto lo valoremos como positivo o negativo, pues incluso
49
Roger, M. (2014). Torna la ‘grandeur’ literària. El País. Recuperado de: https://
elpais.com/ccaa/2014/04/21/quadern/1398079705_157158.html
123
se puede llegar a considerar que el papel de villano también concede
méritos históricos al grupo.
Cuando los franceses sacan pecho por sus méritos históricoliterarios podemos comprender que se trata de una transmisión de
méritos de miembros del grupo en el pasado a miembros de ese
mismo grupo en el presente, mediante el irracional mecanismo que
hemos analizado anteriormente. Pero la grandeur no trata solo de
los méritos, sino del impacto en la historia. Los mismos franceses
también pueden hablar de su importancia histórica, incluso cuando
se consideran a sí mismos los villanos de la representación: Francia
es un país importante, por ejemplo, por su pasado colonial, aunque
sea percibido como un foco de culpa. Este esquema mental implica
que nuestro grupo, a la hora de autovalorarse, acude a la historia
y busca protagonismo en la misma. El papel desempeñado es
indiferente, pues se trata de medir el impacto en el devenir global.
Cambiemos de grupo, para buscar un claro ejemplo de lo expuesto.
A Tamerlán se le considera el último de los grandes conquistadores
de las estepas asiáticas. En poco más de dos décadas conquistó unos
ocho millones de kilómetros cuadrados de territorio. Fue conocido
por su extrema crueldad y se calcula que sus campañas costaron 17
millones de muertos. Su «obra» pereció con él, pues a su muerte,
y siguiendo las peores tradiciones esteparias, su imperio se dividió
entre facciones rivales que se enfrentaron en otra orgía de sangre.
Si se ha de buscar algo positivo a su reinado (de terror) siempre se
puede encontrar al predispuesto chamán histórico de guardia que,
por lo menos, puede alegar que supo «ganar y mantener la lealtad
de sus seguidores nómadas», o también que «aunque castigó a las
ciudades recalcitrantes e impuso ruinosos rescates a las ciudades que
se le sometieron sin lucha, mostró un claro entendimiento del valor
del comercio y de la agricultura y tomó medidas para promoverlos,
empleando sus tropas para restaurar las áreas y ciudades que habían
arrasado». Estas afirmaciones, extraídas de la conocida Wikipedia,
muestran perfectamente el mal uso de la historia al que hacemos
referencia. Tamerlán es grande, porque tuvo un gran impacto en
su época. Aunque racionalmente debamos concluir que se trató
de un impacto negativo, podemos obviar este hecho y valorarlo
por su grandeur, es decir, puesto que supuso un impacto grande y
negativo, podemos seleccionar una de las características e ignorar
la otra. Si, por ejemplo, soy uzbeko, puedo autoasignarme parte de
esta grandeza mediante la magia del discurso histórico que incluso
124
permite seleccionar los rasgos de los que quiero apropiarme. De
ese modo, nuestro grupo puede considerarle un héroe nacional por
su grandeza e imprimir billetes con su efigie para que recordemos
que poseemos parte de la misma. Una vez convertido en símbolo,
siempre podemos lavar su imagen con los mismos trucos utilizados
para cualquier personaje histórico, llegando a afirmar que, al fin y al
cabo, no era tan mal chico, pues reconstruía parte de lo arrasado y
hacía que sus hombres le obedecieran. Borges le dedicó un poema,
del cual citamos una estrofa.
He derrotado al griego y al egipcio,
he devastado las infatigables
leguas de Rusia con mis duros tártaros,
he elevado pirámides de cráneos,
he uncido a mi carroza cuatro reyes
que no quisieron acatar mi cetro,
he arrojado a las llamas en Alepo
el Alcorán, El Libro de los Libros,
anterior a los días y a las noches.
No cabe duda de que quien ha derrotado a tantos y ha elevado
pirámides de cráneos es grande, muy grande. Aunque cualquiera de
los que dicen ser sus herederos simbólicos renegaría de este tipo de
hazañas si se dieran en el presente, al mismo tiempo es capaz de
defender que, si bien fueron atroces, también fueron importantes. A
través del uso del discurso histórico para manipular nuestra realidad
intersubjetiva somos capaces incluso de aislar uno de los atributos de
un acontecimiento histórico, vincularlo de forma descontextualizada a
un supuesto grupo humano que falsamente suponemos que mantiene
su identidad coherente a lo largo de los siglos y, finalmente, volver a
vincularlo con los individuos y estructuras sociales del presente. La
cantidad de ficciones sociales utilizadas en este proceso es realmente
reseñable y por ello es una muestra perfecta de lo elaborada que
puede ser la práctica de la manipulación social a través del discurso
histórico.
125
La concepción lineal de la historia
En este caso vamos a analizar una visión histórica bastante
extendida que también constituye, a nuestro parecer, un mal uso de
la misma. Podríamos definirla como aquella que concibe la realidad
en la cual el sujeto vive como el resultado natural, lógico e inevitable
del devenir histórico.
En primer lugar, argumentaremos que se trata de una visión
histórica equivocada, aunque de una larga tradición historiográfica.
También explicaremos cómo da lugar a un abuso interpretativo de
la historia. Una vez completadas estas tareas, qué mejor que un
ejemplo concreto.
Como no podemos conocer aquello que no tiene nombre, llamaremos
a esta visión de la historia como de concepción lineal, puesto que es
un concepto bastante gráfico. Para explicarla, echaremos mano de
un texto de Josep Fontana. Dice así:
«Toda visión global de la historia constituye una genealogía del
presente. Selecciona y ordena los hechos del pasado de forma que
conduzcan en su secuencia hasta dar cuenta de la configuración del
presente, casi siempre con el fin, consciente o no, de justificarla. Así
el historiador nos muestra una sucesión ordenada de acontecimientos
que van encadenándose hasta dar como resultado natural la realidad
social en que vive y trabaja, mientras que los obstáculos que se
opusieron a esta evolución se nos presentan como regresivos, y las
alternativas a ella, como utópicas».
El autor nos habla de la historiografía y del trabajo del historiador,
el profesional que realiza una actividad intelectual. Sin embargo, no
es en este campo en el cual se mueve este ensayo, pues analizamos
las visiones históricas del gran público, y los abusos interpretativos
que se derivan de ellas. Sin embargo, si como nos advierte el citado
autor, se trata de una práctica habitual entre los creadores de este
producto intelectual que es el discurso histórico, podemos inferir
cuánto más común lo será entre sus consumidores. Debemos, no
obstante, introducir un matiz. Esa configuración del presente de la
cual nos habla no es otra cosa que la realidad social en la cual vive
el sujeto. El fin de esta visión histórica no sería otra que justificar
la realidad. Pero nosotros vamos a utilizarla en un sentido más
amplio. Vamos a sustituir el verbo justificar por el concepto de
explicar. Todo sujeto siente la necesidad de explicar la realidad en
126
la que vive, lo que le lleva a la construcción de una visión de la
historia. Pero es evidente que no todo el mundo justifica la realidad
en la que vive. El sueño de los totalitarismos es conseguir que toda
la población comparta la justificación histórica de su existencia y,
por tanto, de su funcionamiento real. Sin embargo, en cualquier
sistema, las personas necesitan explicar la realidad en la que
viven, aunque les provoque un rechazo frontal. Se trata de saber
cómo hemos llegado hasta aquí, independientemente de que este
lugar en el que estamos nos resulte agradable o no. En definitiva,
la necesidad de explicar el sistema social en el que se vive es
independiente de la aquiescencia al mismo.
Según la visión lineal de la historia, esta se presenta como una
serie de sucesos que, con avances y retrocesos, lleva inevitablemente
a la realidad presente. Parte de un axioma, que se puede enunciar
con el simple concepto de que nuestra realidad es la única posible.
Este concepto no es incompatible con pensar que nuestra realidad
no es la adecuada, que habría sido mejor de otra manera, o que en
el futuro pueda ser completamente distinta. Lo que afirma es que
existe una única línea posible de desarrollo histórico, que conocemos
mirando hacia el pasado, que nos lleva inevitablemente hasta
nuestro presente y podemos intuir, o no, hacia dónde nos llevará
en el futuro. La historia es, pues, como una carretera en la que no
existen intersecciones, en la cual la humanidad camina sin descanso.
La historia simplemente consistiría en explicar el camino recorrido.
Partiendo de esta base, se concibe la historia como un conjunto de
fenómenos sociales que acaban llevando de una forma natural, lógica
e inevitable, a la realidad presente, que necesariamente acabaría
siendo así y cuya configuración las distintas fuerzas históricas solo
han contribuido a acelerar o ralentizar.
Por tanto, el resultado final es la consecuencia lógica de la
combinación de factores que de forma natural, es decir, por su propia
dinámica, sin ser exteriormente forzados, dan lugar a una respuesta
inevitable. Aunque se fuerce su configuración, una vez esa presión
externa desaparezca, vuelven a seguir sus tendencias naturales, hasta
llegar al resultado conocido. Los diferentes agentes históricos solo
han conseguido acelerar o frenar temporalmente el resultado, que es
natural, lógico e inevitable. En otras palabras, los distintos sucesos
históricos solo han conseguido que transitemos por esa carretera
imaginaria más o menos rápido o que incluso retrocedamos sobre
nuestros pasos; tal vez, como mucho, desviándonos temporalmente
127
para volver rápidamente al curso marcado que nos lleva, cómo no,
hasta la realidad presente.
Podemos ejemplificar esta visión histórica con dos metáforas. La
primera sería la de una matriz de ecuaciones. Una sociedad humana
sería un sistema complejo, pero que funciona según unas reglas
lógicas. Se podría simbolizar con una matriz de ecuaciones en las
cuales tenemos diversas variables. En cada época los seres humanos
han experimentado con distintos valores para las distintas variables,
obteniendo distintos resultados. Diferentes agentes históricos han
ido privilegiando unas y rechazando otras. Utilizando estas normas
lógicas se han ido configurando distintas sociedades. De forma
natural, algunos resultados serán mejores que otros. Finalmente, se
da con la solución al sistema, aunque sea por el simple método de
sucesivos ensayos. Encontraremos avances y retrocesos a lo largo de
la historia, a medida que nos acercamos o alejamos de las soluciones
correctas. Bajo estas premisas es lógico pensar que, aunque sea
por simple aproximación, los diferentes resultados irán siendo más
próximos al ideal, aunque este ideal no sea relativo a la acepción de
lo más deseable, sino de lo más posible, es decir, más cercano al
presente.
Pero la realidad no es tan simple. Por seguir con la misma
metáfora, el output de esta matriz de ecuaciones no es un resultado
o configuración concreta, sino otra matriz dependiente de la primera,
y así sucesivamente. No existe un resultado al cual aproximarse, sino
que el resultado es una nueva matriz. De este modo, comprendemos
que nuestra realidad podría ser totalmente diferente a como es y, por
si esto fuera poco, sigue cambiando constantemente. Se trata de un
sistema inestable que se reconfigura constantemente sin encontrar
jamás un punto de equilibrio. Sería tan simple demostrar lo contrario
como resolver las ecuaciones. Sin embargo, nadie lo ha hecho jamás,
aunque se tome la realidad presente, que continúa cambiando de
forma constante, como la supuesta solución final.
La otra metáfora es la del laberinto. Podemos imaginar uno de
esos laberintos que usamos como pasatiempo, que consisten en
trazar una ruta válida entre una entrada y una salida. La historia sería
como una serie de laberintos sucesivos que la humanidad ha ido
resolviendo, con mayor o menor acierto, para ir pasando al siguiente
nivel. El sentido de progreso o fracaso es siempre el mismo, pues se
ha resuelto el laberinto al encontrar la única salida posible, que es
una configuración de la realidad. Nuestra realidad presente, es la que
128
existe mientras buscamos la salida del siguiente nivel. Solo hay una
salida posible, y los diferentes agentes históricos ayudan o dificultan
el hallazgo de la salida. Desde esta perspectiva, se valorarán
positivamente aquellos fenómenos históricos que nos ayudasen en
su momento a resolver más rápidamente el laberinto de turno, y
viceversa. Para la concepción lineal de la historia el devenir histórico
se presenta, por tanto, como una serie de problemas resueltos con
mayor o menor acierto. Sin embargo, se obvia el hecho de que ante
un problema se pueden hallar diferentes respuestas. O el hecho más
básico de que no todos los problemas han de tener, necesariamente,
una solución válida.
Partiendo de esta visión histórica, llegaremos a un error
interpretativo que resulta lógico aplicando la primera. Si la historia es
lineal y la aproximación a la realidad presente es lo natural, cualquier
fenómeno que hubiese desviado el devenir histórico en una dirección
alternativa, habría sido necesariamente un atraso. Recuperando
las palabras de Fontana, los obstáculos se nos presentan como
regresivos y las alternativas como utópicas.
Para pasar de la teoría a la práctica, nada mejor que un ejemplo.
Vamos a utilizar un artículo de opinión de Arturo Pérez-Reverte.50
Este autor, con su habitual lucidez, denuncia en el artículo, de
forma muy acertada, que se aplican al año 480 antes de Cristo
los habituales clichés de lo social o políticamente correcto «(…) de
manera que solo ha faltado alguien que denuncie a Leónidas y sus
trescientos hoplitas ante el Tribunal Internacional de La Haya por
militaristas y xenófobos». No puede estar más acertado. Sin embargo,
la parte final del artículo es un claro ejemplo de una concepción
lineal de la historia llevada al extremo.
«Enaltecidos por los clásicos o desmitificados por los investigadores
modernos, lo indiscutible es que, con su sacrificio, salvaron una idea
de la sociedad y del mundo opuesta a cualquier poder ajeno a la
solidaridad y la razón. Al morir de pie, espada en mano, hicieron
posible que, aun después de incendiada Atenas, en Salamina, Platea
y Micala sobrevivieran Grecia, sus instituciones, sus filósofos, sus
ideas y la palabra democracia. Con el tiempo, Leónidas y los suyos
hicieron posible Europa, la Enciclopedia, la Revolución Francesa, los
parlamentos occidentales, que mi hija salga a la calle sin velo y
50
Arturo, P. (2007, April 29). Eran de los nuestros | Web oficial de Arturo PérezReverte. Recuperado de https://www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/144/eran-delos-nuestros/.
129
sin que le amputen el clítoris, que yo pueda escribir sin que me
encarcelen o quemen, que ningún rey, sátrapa, tirano, imán, dictador,
obispo o papa decida —al menos en teoría, que ya es algo— qué
debo hacer con mi pensamiento y con mi vida. Por eso opino que, en
ese aspecto, aquellos trescientos hombres nos hicieron libres. Eran
los nuestros».
El hecho de que el sacrificio de Leónidas y sus trescientos permitiese
la continuación del flujo de la historia hacia su final natural, evidencia
una concepción lineal de la historia. Lo contrario habría sido un
desastre, una calamidad. Se habría interrumpido, o por lo menos
entorpecido, el natural, lógico e inevitable devenir histórico hacia
una serie de logros civilizatorios. Una derrota de los griegos habría
interrumpido, temporal o definitivamente, esa evolución lineal de la
historia hacia esa configuración del presente que es la única posible
y, en este caso, deseable. Dicha derrota habría dado una solución
incorrecta a la matriz de ecuaciones, nos habría impedido dar con
la dirección correcta hacia la salida del laberinto. Habría supuesto
parar, retroceder o desviarse de esa carretera imaginaria que nos
lleva al presente.
En este caso, la crítica posible ante el ejemplo citado es
bastante fácil de realizar y se puede extender sin dificultad al
abuso interpretativo del que hemos hecho referencia. No cuesta
demasiado entender que, ante una eventual derrota de la
avanzadilla espartana, la posibilidad de derrota de los persas no
se reducía a cero. ¿Acaso no conocemos campañas militares que,
a pesar de tener todo a favor, acabaron en un completo desastre?
¿No podemos imaginar ninguna de las numerosísimas causas que
podrían haber frustrado sus planes?
Pero también podemos hacer un análisis más amplio y, por tanto,
más correcto desde un punto de vista historiográfico, y analizar
qué podría haber pasado ante una eventual dominación persa de la
Hélade51. En primer lugar, hemos de advertir que una derrota griega
no suponía una completa dominación seguida de una aculturación
total que hubiese borrado de un plumazo los logros griegos.
Podemos rastrear en la historia la diferente fortuna que siguieron
las ciudades griegas del Asia Menor, y los avances y retrocesos del
poder e influencia del Imperio Persa, con su cambiante suerte. Pero
si incluso admitimos que de todos los escenarios posibles tras las
51
Sin caer, por supuesto, en los peligros de los excesos interpretativos de la
ucronía, que también denunciamos en esta obra.
130
Termópilas la derrota y sumisión de todas las poleis fuera la única
alternativa posible, nos queda todo un mar de contradicciones que
sortear. La más evidente es que Grecia acabó siendo dominada
por una potencia extranjera llamada Roma. Sin embargo, la cultura
griega no desapareció, sino todo lo contrario. Se suele afirmar
que los romanos conquistaron a los griegos militarmente, pero
que la conquista fue inversa en el sentido cultural. Si los romanos
acabaron impregnados de la cultura helena, hasta considerarla
como propia ¿por qué hemos de afirmar que el proceso con los
persas hubiese sido diametralmente opuesto? ¿Realmente se ha
presentado algún argumento en ese sentido, o simplemente se
trata de una preferencia sentimental con Roma, ya que también
la consideramos de los nuestros? La cuestión de fondo es que no
podemos hacer afirmaciones tan rotundas porque, simplemente, no
tenemos ninguna base para hacerlas. Más allá del puro voluntarismo
en la interpretación de la historia, no tenemos ningún elemento
empírico que podamos utilizar. En definitiva, no podemos saber qué
hubiese pasado si el episodio de las Termópilas lo eliminamos de la
historia. Es totalmente acientífico e irracional hacer afirmaciones en
este sentido. Citando a Karl Popper, «no sabemos: solo podemos
conjeturar».
Sin embargo, una determinada visión histórica sí nos puede llevar a
realizar estos abusos interpretativos, ya que se basa en unos axiomas
que se dan por ciertos per se. En este caso hemos visto un abuso
interpretativo tan flagrante que lleva a conectar, como una relación
lineal causa-efecto, el combate en las Puertas Ardientes con la
práctica actual de la ablación del clítoris en Occidente.
Las leyes de la historia y las comparaciones morales
En el apartado dedicado a la historia de la historia ya se ha
tratado la infructuosa tarea de buscar unas leyes que la expliquen,
emulando a las de las ciencias puras. Sin embargo, en el uso popular
de esta disciplina, tal empeño sigue considerándose natural. El
lector puede preguntarse cuántas veces habrá contemplado, en
sus conversaciones cotidianas, en los medios de comunicación o
en cualquier producto cultural, reflexiones que contengan algún
tipo de ley histórica. «La historia demuestra que siempre que
ha ocurrido esto, luego ha sucedido aquello», «a lo largo de la
131
historia estos fenómenos son cíclicos», «siempre que se produce
esto, tiene esta consecuencia». Todos estos razonamientos parten
de la misma idea: la historia es una serie de eventos que siguen
un patrón claro y una cadena de causa-efecto, de modo que es
incluso evidente pronosticar lo que ocurrirá porque dicho patrón
se viene repitiendo a lo largo de toda la historia de la humanidad.
En definitiva, este abuso interpretativo parte de la concepción de
que la historia es algo bastante simple, que presenta una serie de
datos que son fácilmente analizables mediante el sentido común y
que presentan un patrón claro que, además, siempre se repite. Lo
más sorprendente de este tipo de razonamientos es el tipo de series
de datos que se toman para llegar a ciertas conclusiones. Cuando
los climatólogos desarrollan modelos que intentan comprender los
patrones que nos permitirán predecir si mañana lloverá, usan series
de miles o millones de datos. Sin embargo, parece ser que cuando
analizamos la historia podemos utilizar una serie de datos inferior en
número a los dedos de una mano y extraer conclusiones igualmente
válidas. De esta forma, podemos leer o escuchar razonamientos
del tipo «la historia demuestra que siempre que hay una guerra
mundial…», es decir, una conclusión extraída a través de una serie
de ¡dos eventos!
El saber popular, en consecuencia, se siente capaz de discernir
si se producirá o no una Tercera Guerra Mundial a partir de
la existencia de dos eventos anteriores calificados como tales.
Supongamos que lanzamos un dado dos veces y obtenemos los
resultados 3 y 4. Entonces llegamos a la conclusión de que un
dado es un instrumento que da valores aleatorios entre 3 y 4.
Sin embargo, este símil se queda corto, pues es evidente que
ese complicado sistema que es el mundo en el que vivimos
es bastante más complejo que un simple dado. Además, la
variabilidad de un dado es muy limitada y artificialmente
acotada, como en todos los juegos de azar. La historia, a pesar
de nuestros denodados esfuerzos por encontrarlos, no parece
tener límites en sus outputs ni estos se pueden pronosticar
mediante ningún patrón conocido.
Podemos traer a colación multitud de ejemplos de razonamientos
basados en falsas series históricas, pero es un ejercicio que preferimos
dejar al eventual lector.
Uno de los autores que, probablemente sin quererlo, mejor nos
define este problema de interpretación de la historia es Nassim Taleb.
132
En El Cisne Negro52, obra que es válida para todo el ámbito de las
ciencias sociales, se utiliza esta metáfora para describir a todos los
fenómenos que ocurren por sorpresa en el sentido de que no habían
sido previstos y que generan un gran impacto. Taleb demuestra lo
insustancial de los análisis económicos al uso y su incapacidad de
predecir el futuro mediante una extrapolación de lo que ha ocurrido
en el pasado.
Los análisis económicos, especialmente aquellos que intentan
medir el riesgo, lo hacen mediante el estudio de series de datos
históricos pero sistemáticamente se ven destruidos por la aparición
de un Cisne Negro. Dicho evento se caracteriza por tres rasgos: que
es inesperado, ya que se consideraba tan altamente improbable que
era descartado en el análisis; que tiene un alto impacto, sirviendo de
punto de inflexión (en la historia, en nuestro caso); y que tiene una
predictibilidad retrospectiva, es decir, una vez ya tenemos la serie
de datos real y mirando hacia el pasado, podemos concluir que era
evitable y previsible. En otras palabras, se crea un discurso histórico
que lo explica desde el presente.
«Una pequeña cantidad de Cisnes Negros explica casi todo lo
concerniente a nuestro mundo, desde el éxito de las ideas y las
religiones hasta la dinámica de los acontecimientos históricos
y los elementos de nuestra propia vida personal. Desde que
abandonamos el Pleistoceno, hace unos diez milenios, el efecto de
estos Cisnes Negros ha ido en aumento. Empezó a incrementarse
durante la Revolución industrial, a medida que el mundo se hacía
más complicado, mientras que los sucesos corrientes, aquellos que
estudiamos, de los que hablamos y que intentamos predecir por la
lectura de la prensa, se han hecho cada vez más intrascendentes.
Imaginemos simplemente qué poco de nuestra comprensión del
mundo en las vísperas de los sucesos de 1914 nos habría ayudado
a adivinar lo que iba a suceder a continuación. (No vale engañarse
echando mano de las repetidas explicaciones que el aburrido
profesor de instituto nos metió a machamartillo en la cabeza.) ¿Y del
ascenso de Hitler y la posterior guerra mundial? ¿Y de la precipitada
desaparición del bloque soviético? ¿Y de las consecuencias de la
52
El cisne negro se ha empleado como metáfora de lo imposible desde que Juvenal,
en sus Sátiras, escribiese «¿Dices que no se puede encontrar una esposa digna entre toda
esta multitud? Bueno, que sea guapa, encantadora, rica y fértil; que tenga ancestros antiguos
en sus salones; que sea más casta que las desgreñadas doncellas sabinas que detuvieron la
guerra, un prodigio tan raro en la tierra como un cisne negro» Sin embargo, una expedición
holandesa, mientras buscaba a un navío desaparecido, encontró cisnes negros en la actual
Australia, en 1697.
133
aparición del fundamentalismo islámico? ¿Y de los efectos de la
difusión de internet?».53
En definitiva, el mal uso de estas series históricas está relacionado
con el viejo problema del razonamiento inductivo. La inducción es
el método de razonamiento que parte de lo particular para llegar a
lo general; en nuestro caso, que parte de los datos que nos ofrece
la historia para llegar a principios generales. El filósofo Bertrand
Russell contaba la historia de un pavo que observó que todos los
días, independientemente de las circunstancias, le alimentaban a las
9 de la mañana. Ya que se trataba de un pavo inductivo, llegó a
la conclusión de que podía llegar a una ley universal del tipo «el
granjero siempre me alimentará a las 9 de la mañana». Sin embargo,
el día de Navidad, apareció el granjero y le cortó el cuello. Su
razonamiento inductivo había fallado porque su serie histórica de
datos estaba incompleta en muchos sentidos. Sin embargo, a pesar
de esta advertencia, al reflexionar sobre la historia nos comportamos
como pavos inductivos, solo que empeorando en mucho la fábula de
Russell. Mientras el pavo mencionado había llegado a esa conclusión
mediante la observación de cientos de días consecutivos, nosotros nos
consideramos capaces de afirmar que Rusia no se puede invadir a raíz
de dos sonados fracasos; que ya no habrá grandes revoluciones como
consecuencia del fracaso de jacobinos y bolcheviques; que veremos
nuevas revoluciones industriales porque ya estamos inmersos en la
cuarta (aunque esa cifra también varíe según el autor); que cada
nueva revolución industrial genera parados que luego son absorbidos
por nuevas ocupaciones porque así ha ocurrido anteriormente; que
conseguiremos capear los problemas del medio ambiente gracias
a la tecnología, porque ya hemos solucionado otros problemas
antes (aunque ninguno similar). Como el lector podrá observar, son
aseveraciones muy arriesgadas que se lanzan alegremente, pero que,
al estar «garantizadas por la historia» pasan por ciertas. Nosotros no
nos atreveremos a tanto y, muy al contrario, lo consideraremos un
razonamiento tan falso como imprudente.
53
Taleb, N. (2012). El cisne negro (15.ª ed., p. 24). Barcelona: Paidós.
134
Correlación no implica causalidad
Para ilustrar el concepto de que correlación no implica causalidad
podemos acudir directamente a un conocido blog de divulgación
científica.54 Cuando algo está perfectamente explicado, no hace falta
añadir más.
«Tomemos un típico titular sobre un estudio científico tipo “Un estudio
afirma que las personas que fuman ligan más”. Leemos la noticia con
más profundidad y vemos que un grupo de experimentadores ha
comparado el grupo 1 “fumadores” con el grupo 2 “no fumadores”
y ha constatado que el grupo 1 tenía un historial de experiencias
sexuales mayor que el grupo 2. Hasta aquí todo normal.
El problema es la conclusión que el lector puede extraer, o
incluso el periodista o los mismos científicos. La conclusión que
parece desprenderse es “fumar causa más ligues”. Y aquí está el
problema. Esa es, contrariamente a la intuición, una conclusión muy
precipitada. Y es que una correlación entre A y B no implica que A
cause B. Correlación no implica causalidad, o dicho de manera algo
más pedante “Cum hoc ergo propter hoc”. Vamos a explicar esa
afirmación con más detalle.
Hecho: Constatamos que a más A, más B; y que a menos A,
menos B. Es decir, una correlación entre A y B.
Posibilidad 1: A causa B. Es la conclusión precipitada. En nuestro
ejemplo, fumar causa más ligues.
Posibilidad 2: B causa A. Primera sorpresa, llamada “falacia de
dirección incorrecta”: la causalidad era inversa a lo que pensábamos.
En nuestro ejemplo, muchos ligues causan fumar, en lugar de que
fumar cause más ligues. Por ejemplo, hipoteticemos que las personas
que ligan mucho se estresan más y por tanto fuman más para lidiar
con ese estrés.
Otro ejemplo: en la edad media, se pensaba que los piojos daban
buena salud porque no se veían en gente enferma. En realidad era al
revés, la buena salud hacía probable que tuvieras piojos, porque los
piojos picaban a casi todo el mundo menos a los enfermos.
Posibilidad 3: A causa C que causa B. Una variable intermedia que
54
Naukas. (2012, August 1). Correlación no implica causalidad - Naukas.
Recuperado de https://naukas.com/2012/08/01/correlacion-no-implica-causalidad/
.
135
no habíamos tenido en cuenta a la hora de analizar los datos. En
nuestro ejemplo, pongamos que la gente que fuma tiende a salir más
a la calle (por ejemplo en el trabajo haciendo la pausa del pitillo),
y eso hace que la gente ligue más. La realidad no consistía en que
fumar causara más ligues, sino en que fumar causa más salidas a la
calle (variable C) y eso causa más ligues.
(…)
Posibilidad 4: C causa A y B. Se suele referir a este fenómeno
como “relación espuria”. Esta vez, la variable tercera causa los dos
fenómenos. En nuestro ejemplo, hipoteticemos que las personas que
son más despreocupadas (variable C) fuman más, pongamos que
porque no están tan asustadas por las enfermedades pulmonares. Y
ligan más, pongamos que porque no están tan preocupadas por el
rechazo».
Podemos traer a colación un par de anécdotas históricas sobre
el mal entendimiento de la correlación. Durante la Segunda Guerra
Mundial, los aliados se propusieron reforzar el blindaje de los
bombarderos,55 pero solo en aquellas zonas en las que fuera más
probable que los disparos de los antiaéreos los derribaran, puesto
que reforzar todo el fuselaje era inviable por el aumento de peso
que supondría. Los militares pensaron que las zonas con mayor
número de impactos eran las que se debían reforzar. Parecía haber
una clara correlación. Pero la relación causa-efecto era la contraria.
Los matemáticos demostraron que precisamente había que reforzar
las zonas de los aviones que presentaban menos impactos, puesto
que los aviones analizados eran los que habían conseguido volver a
la base, es decir, los supervivientes.
Algo parecido había ocurrido durante la Primera Guerra Mundial
con la introducción del casco.56 Por aquel entonces, los ejércitos
solían utilizar simples elementos textiles para adornar las cabezas
de los soldados de infantería. El casco metálico como equipo
estándar finalmente se introdujo, pero sus defensores debieron ganar
un duro debate. Cuando por fin se salieron con la suya, recibieron
preocupantes informes sanitarios que parecían indicar que había sido
una mala idea, ya que el número de ingresados con heridas en la
55
Pedro, G. (2020, June 21). Las matemáticas detrás de los aviones aliados de
la Segunda Guerra Mundial. Recuperado de https://www.abc.es/ciencia/abci-matematicasdetras-aviones-aliados-segunda-guerra-mundial-202006210220_noticia.html.
56
(2015, August 12). Solución: Resuelve el acertijo histórico. Recuperado de: https://
www.abc.es/juegos-logica/20150812/abci-juego-logica-solucion-201508112015.html
136
cabeza había aumentado. Nuevamente, la relación causa-efecto era
la contraria: precisamente había incrementado el número de heridos
en los hospitales porque anteriormente hubieran ido directamente a
la morgue.
Podríamos pensar que estos fallos en la aplicación de la lógica
poco tienen que ver en cómo interpretamos la historia más allá de
algunas anécdotas más o menos curiosas, pero la realidad es que
utilizamos la correlación entre fenómenos de forma muy abusiva en
nuestros discursos históricos.
Supongamos que nuestro amigo el historiador-chamán desea
fortalecer la posición política del líder de nuestra tribu. En su discurso
histórico aparecerán claras correlaciones entre el inicio de su mandato
y todos los eventos positivos acaecidos. De esta forma, la visión de
la historia común en la tribu se modificará del modo deseado y, con
ella, la realidad intersubjetiva, obteniendo el efecto deseado: el apoyo
al líder, a sus métodos, a su ideología, a la institución que representa,
etc. Por supuesto, se puede transitar el camino opuesto. En ese caso
se podrá encontrar correlación entre todos los eventos negativos y
el nuevo liderazgo. También, como hemos visto, se podrá invertir la
relación causa-efecto o introducir a voluntad terceros elementos que
desmonten los discursos de chamanes rivales.
Podríamos argumentar que esto pasa en todos los ámbitos y que
el gran público tiene la capacidad suficiente para detectar falacias
lógicas. Pero debemos tener en cuenta que la construcción de un
discurso histórico consiste en unir unos puntos de información
contrastable utilizando unos nexos que pueden ser más literarios que
científicos. En otras palabras, la opacidad epistemológica propia de
la historia facilita enormemente este recurso al chamán-historiador.
Pongamos por ejemplo un debate clásico en la historiografía. La
correlación entre la extensión del cristianismo y la decadencia del
Imperio Romano. ¿Fue la extensión del cristianismo la que causó la
decadencia imperial? ¿Acaso fue al contrario y un imperio debilitado
era más proclive a la extensión de una nueva religión? ¿Acaso hay
terceros factores que vinculan la correlación entre ambas tendencias?
¿O tal vez no existe ninguna relación entre las dos variables y es fruto
del puro azar? Si los historiadores profesionales han debatido sobre
temas como este durante décadas, imaginemos la disparidad de
opiniones que podemos encontrar entre el público general, ya que, el
hecho de no tener formación alguna sobre el tema, evidentemente,
no nos va a privar de nuestro derecho a opinar. No hace falta seguir
137
argumentando que este es, precisamente, el terreno perfecto para
fabricar discursos históricos por encargo al gusto del cliente, según
sus filias y fobias.
La historia historizante
Anteriormente, hemos analizado la historia positivista. La Escuela
de Annales se refiere a ella de forma despectiva como histoire événementielle (de los acontecimientos o evenemencial en español). Uno
de sus pilares, Lucien Febvre, utilizaba el término historia historizante, que nos parece muy descriptiva.
El arquetipo de la práctica a superar era Leopold von Ranke quien
afirmaba que «a la historia se le ha asignado la tarea de juzgar el
pasado, de instruir el presente en beneficio del porvenir. Mi trabajo no aspira a cumplir tan altas funciones. Solo quiere mostrar lo
que realmente sucedió».57 Ranke se preocupaba de la utilización de
documentos históricos totalmente verificables respecto a su autenticidad para, idealmente, construir el discurso histórico basándose
exclusivamente en ellos. De este modo, la historia era una sucesión
de hechos verificados, y el discurso histórico una narración de lo que
realmente sucedió.
Actualmente, se da por superada esta utopía historiográfica puesto que es imposible explicar el pasado simplemente utilizando una
serie de hechos reflejados en los archivos sin añadir ningún tipo de
interpretación. Ya hemos tratado con anterioridad este tema, pero
podemos recordarlo mediante el testimonio de Georges Duby. En
una entrevista explicaba que los hechos nos dan una serie de puntos
que el historiador une para conseguir el dibujo deseado:
«Lo que intento hacer, basándome en esos testimonios, es, en
primer lugar, establecer cualquier tipo de relación entre estas huellas.
A partir de ese momento interviene la imaginación: cuando trato de
llenar estas lagunas, estos intersticios, de tender puentes y rellenar
las fallas, este no dicho, este silencio, de alguna manera, ayudándome
de lo que ya sé.»58
57
Recogido en F. Stern, The Varieties of History, cap. 3: Jamos Joll, National
Histories and National Historians: Some German and English views of the Past, Londres,
German Historical Institute, 1985.
58
Duby, Georges, Diálogo sobre la historia: conversaciones con Guy Lardreu,
traducción de Ricardo Artola, Madrid, Alianza, 1988.
138
Sin embargo, la historia historizante suele ser una aspiración habitual
entre el gran público y, lo más preocupante, se confunde con ciertos
discursos finalmente utilizados. En no pocas ocasiones podremos
encontrar a nuestros conciudadanos afirmando que la enseñanza
de la historia debería limitarse a mostrar los hechos objetivos, tal
como fueron, evitando cualquier otro tipo de interferencia, que
automáticamente será calificada de adoctrinamiento. Parece ser,
según este razonamiento, que la enseñanza se divide en dos tipos
que son la educación (cuando lo que se enseña nos gusta) y el
adoctrinamiento (cuando no nos gusta).
La historia tal como fue, por tanto, constituye una serie de
reyes, dinastías, batallas, tratados, anexiones, independencias,
constituciones, etc., que son hechos objetivos y contrastables,
ordenados cronológicamente y asignados a una época, que se han
de memorizar como si de una letanía se tratase. De este modo,
tal como afirma este mal uso de la historia, se obtiene un discurso
neutro y objetivo.
Se pueden plantear muchas objeciones a esta postura, pero vamos
a plantear únicamente las dos más básicas.
Por un lado, cabe preguntarse para qué serviría este tipo de
enseñanza. ¿Qué utilidad tiene para un estudiante la memorización
de una serie de hechos que no van asociados a ningún análisis de
su contexto? La respuesta la encontraríamos en el anteriormente
citado mal uso de la historia como fuente de una supuesta cultura
general que el ciudadano ha de aprender para ser simplemente
considerado una persona respetable. Pero también hemos de ser
conscientes de que ese listado de hechos está relacionado con
una identidad que se quiere construir. Se seleccionan los hechos
que se quieren asociar a la identidad política que el poder quiere
inculcar a sus ciudadanos, uniéndolos psicológicamente a una
entidad (una ficción social) a la que se ven vinculados por una
cadena de hechos ocurridos dentro de ese conjunto humano y
no fuera de él. El nacionalismo ha utilizado este mecanismo para
inculcar de forma más o menos sutil el sentimiento de pertenencia
a un grupo humano y su relación con otros distintos, imbuyendo
sentimientos de amistad u hostilidad. Ello nos lleva al siguiente
punto, puesto que, por otro lado, podemos argüir que el mero
hecho de la selección de los acontecimientos tratados echa por
tierra cualquier supuesta intención de objetividad. ¿Por qué esos
hechos y no otros aparecen en la selección de datos a recordar?
139
La selección no será neutra y los hechos silenciados en esa criba
serán los que saltarán a la vista del ojo experto, clamando la
atención de quien está instruido en las artes chamánicas de la
historia. Al fin y al cabo, qué libros son los arrojados al fuego es
lo que mejor nos describe al inquisidor.
El pensamiento mágico y la falacia ad consequentiam
Un argumento ad consequentiam es un tipo de falacia lógica que
consiste en valorar una afirmación basándose en las consecuencias
que tendría en caso de ser cierta. Puede ser positiva o negativa, en
el sentido de que adquiere la forma «esto es cierto / falso porque sus
consecuencias serían deseables / indeseables». En el caso que nos
ocupa, esto es, refiriéndonos al uso popular del análisis histórico,
nos interesa su forma negativa, que suele expresarse como «eso es
demasiado malo para ser cierto».
Cuando nuevas investigaciones históricas o la simple exposición
de puntos de vista diferentes a los que el receptor de la información
considera ortodoxos irrumpen en el discurso histórico, puede utilizarse
esta falacia. Es bastante notable la resistencia que existe entre cierta
parte del público a la hora de incorporar nuevas informaciones que
modifiquen su visión de la historia en un sentido negativo o que
suponga un menoscabo a la reputación de personajes o instituciones.
Reaccionar con un argumento tan notablemente incorrecto como
«eso es demasiado malo para ser cierto» parece ser totalmente lícito
cuando tratamos sobre temas históricos.
Pongamos como ejemplo la Transición. Cuando un autor pone en tela
de juicio la visión idílica de ese proceso histórico que ciertos discursos
históricos defienden a capa y espada, es notable la reacción con un
argumento ad consequentiam. No se puede cuestionar la Transición,
puesto que, si se muestran sus sombras, estas empañan el modelo
político actual, ya que emana de ella. Por tanto, los argumentos que
se expongan en contra de la visión de la Transición como un proceso
ejemplar han de ser falsos porque la consecuencia es indeseable.
Otro buen ejemplo es la reacción de parte del público cuando se
desveló que la inteligencia británica había sobornado a muchos altos
cargos del franquismo para que España no entrara en la Segunda
140
Guerra Mundial.59 Puesto que este discurso histórico modificaba la
visión histórica del franquismo, fue rechazado por muchos como
falso. Caía el mito de que Franco, al menos, había evitado la entrada
en la guerra gracias a su visión política. Como esta consecuencia
no es deseada por una buena parte de la población, entonces la
información ha de ser falsa. No fue necesario mayor argumento.
Una versión más extrema de este mal uso de la historia consiste
en defender que cualquier modificación de la visión de la historia
del sujeto receptor de la nueva información es indeseable, por lo
que cualquier argumento que la intente modificar es falso. En otras
palabras, el lector habrá asistido a un intercambio de argumentos
que se zanja con un tajante «a ver si me vas a decir que nos han
engañado toda la vida». En este caso, la visión de la historia se
identifica con los discursos históricos recibidos a través del sistema
educativo o con aquellos que tienen consenso social. La historia
historizante es la única verdadera y, por si esta afirmación no es
lo suficientemente tajante, se rechaza como incorrecto cualquier
argumento que cuestione su contenido. Nos cuesta admitir que nos
hemos equivocado, porque eso implica que somos menos inteligentes
de lo que pensábamos.
Como reverso de este mal uso de la historia, podemos encontrar
un argumento simétrico, pero contrario. En este caso, se defiende
que «si es suficientemente malo, entonces ha de ser cierto».
Podríamos definir el pensamiento mágico como aquel que
pone en igualdad de condiciones explicaciones con base racional
con otras que carecen de ella. Para el pensamiento mágico,
cualquier explicación es igualmente válida prescindiendo de su
racionalidad, cientificidad o rigor histórico. Dentro de esta familia
de pensamientos, podemos encontrar todo tipo de explicaciones
históricas que tienen un patrón común. Se oponen frontalmente
a lo que llaman historia oficial, que no es otra cosa que aquella
basada en el consenso de los profesionales en la materia. Al no
tener una base racional, sino más bien todo lo contrario, comparten
una característica que entra dentro de lo que hemos denominado
argumento ad consequentiam. Su discurso es rompedor, contradice
el consenso de la población y aceptarlo supuestamente convierte
a su usuario en un ciudadano despierto frente a las mentiras que
59
Pablo, E. (2016, 25 de septiembre). Cómo Churchill sobornó a los generales de
Francisco Franco para que España no entrara en la Segunda Guerra Mundial - BBC News
Mundo. Recuperado de https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-37445022.
141
las masas ignorantes comparten. Dado que esta consecuencia es
deseable, entonces el discurso es cierto. Si valoramos una afirmación
en función de las consecuencias que tiene si es cierta, entonces,
dado que la consecuencia es convertirnos en el despierto frente
a los dormidos, la afirmación ha de ser cierta. Pensará el lector
que este patrón de pensamiento es demasiado simple, pero si se
analizan racionalmente ciertos discursos históricos pertenecientes
al pensamiento mágico, se cumple la norma de que su único apoyo
es la falacia lógica mencionada.
Pensemos en varios ejemplos. Un terraplanista es un caso
extremo, pero los individuos que defienden una visión de la historia
basada en la aplicación literal de textos religiosos no son tan
infrecuentes. Hasta la primera mitad del s. XX, es decir, hasta hace
nada en términos históricos, era habitual enseñar en las escuelas
públicas que se podía calcular la edad de la Tierra sumando las
edades de los personajes aparecidos en la Biblia60. Pensemos en los
defensores de las explicaciones históricas basadas en la continua
intervención de los alienígenas, muy frecuentes en cierto canal
televisivo que se autodenomina histórico. En uno de sus programas
llegan a afirmar que todas las creaciones intelectuales de los seres
humanos son realmente conexiones de nuestro cerebro a una base
de datos alienígena de la cual vamos descargando nuestros avances
científicos y artísticos. Pensemos en los defensores de las teorías
de la conspiración extremas que afirman que absolutamente todo
lo que pasa en el mundo, desde hace siglos, está dirigido y preplaneado por una pequeña secta secreta del tipo que se quiera
elegir. ¿Qué tienen en común todos estos discursos históricos? En
primer lugar, que no tienen forma de presentar ninguna prueba de
sus afirmaciones más allá de utilizar el pensamiento mágico, que
hemos definido como aquel que pone en plano de igualdad un
argumento racional con otro que no lo es. Por otra parte, se apoyan
en la falacia ad consequentiam. El resultado de apoyar esa visión
de la historia es que se posee un conocimiento poco frecuente y
por lo tanto valioso, por lo que el individuo afortunado con tal tipo
de revelaciones es superior a la mayor parte de sus congéneres.
Puesto que saber que realmente los fósiles de dinosaurio los
colocó Dios para probar nuestra fe, que Velázquez pintó las
60
Un buen ejemplo es esta web de contenido religioso que, en primer lugar, pone
en pie de igualdad los argumentos racionales e irracionales (pensamiento mágico) para
finalmente decantarse por los segundos y datar la Tierra en 6000 años.
¿Cuál es la edad de la tierra? ¿Cuántos años tiene la tierra? GotQuestions.org (n.d.).
Recuperado de https://www.gotquestions.org/Espanol/edad-tierra.html.
142
Meninas gracias a una conexión con los aliens y que los mismos
que eliminaron a los templarios hicieron lo propio con Kennedy
nos convierte en iluminados superiores en sabiduría a nuestros
dormidos conciudadanos, estas teorías han de ser ciertas. Otra
vez nos encontramos con las ideas esbozadas sobre la memética.
Las cadenas de información intentan reproducirse seduciendo al
huésped: su contenido es irrelevante para ello. Por esta razón, los
argumentos contra la naturaleza de dicha información son inútiles
si el efecto provocado en el huésped es el deseado. Al fin y al cabo,
como dijo George Lakoff, «la idea de que la gente abandonará sus
creencias irracionales ante la solidez de la evidencia presentada
ante ella es en sí misma una creencia irracional, no apoyada por la
evidencia».
El sesgo del éxito
Cuando Sapiens mira a su pasado no puede evitar valorar, clasificar
y jerarquizar. Al hacerlo, suele aplicar sus prejuicios, obteniendo una
visión de la historia deformada.
La historia se suele ver como una lucha entre distintos actores en
la cual unos eligieron el camino correcto (el que nos lleva hasta el
modelo actual) y otros erraron en sus decisiones. Por tanto, unos
consiguieron el éxito y otros fracasaron. Como solemos utilizar la
misma lógica para analizar complicadísimos procesos sociopolíticos
que para explicarnos el comportamiento individual de nuestros
semejantes, concluimos que simplemente unos actores históricos eran
más talentosos que otros. No olvidemos la sempiterna reificación: un
país, un imperio, un modelo político, una institución, una religión
o una cultura son analizados como si se tratase de personajes de
una obra teatral, los cuales son susceptibles de ser más o menos
habilidosos ante determinadas situaciones, lo que les llevará al éxito
o al fracaso. Desde esta perspectiva, surge el abuso histórico que
nos hace tener una mirada histórica sesgada por el éxito y que nos
lleva a argumentar que los vencedores lo son por su superioridad.
Jared Diamond, en su excelente Armas, gérmenes y acero,
comienza el ensayo con una pregunta supuestamente realizada por
un aborigen australiano: ¿por qué fueron los occidentales quienes
llegaron a su tierra cargados de tecnología y no ocurrió al contrario?
143
Cuando la historia pública se pregunta por qué Europa colonizó
África y no ocurrió al contrario, suele recurrir a diversas trampas
intelectuales. En primer lugar, a razonamientos circulares en
los cuales causa y efecto acaban intercambiando su posición a
conveniencia. Es habitual, incluso en libros de texto escolares,
recurrir a explicaciones de este tipo que inciden en que el mayor
desarrollo tecnológico europeo se debe a una temprana implantación
de ciertas instituciones, a cambios en la cultura o a transformaciones
económicas. Es decir, unos adelantos se sustentan en otros sin
resolver la cuestión que se podría replantear del siguiente modo:
¿por qué Europa contaba con estos adelantos y África no? Como se
ve, llegamos al mismo punto de partida.
La segunda trampa consiste en inventar algún artificio para no
contestar a la pregunta. En este caso se puede apelar a los oscuros
mecanismos internos de la historia que, ahora sí, resultan realmente
insondables, puesto que nos conviene para poder soslayar la cuestión.
También se puede acudir al simple azar, presentando a la historia de
la humanidad como un juego de tablero en el que, simplemente,
debía haber ganadores y perdedores, aunque los méritos fuesen
parejos y se determinara la victoria mediante el lanzamiento de un
dado.
Estas trampas intelectuales vienen dadas por una loable razón,
que no es otra que combatir el racismo y el eurocentrismo. Sin
embargo, cuando se combate un argumento de forma equivocada,
se le alimenta.
La explicación racial a los diferentes grados de desarrollo humano
en el planeta se puede rastrear durante toda la historiografía
contemporánea y podríamos decir que ha sido predominante —o al
menos normalmente aceptada— hasta bien entrado el siglo XX. Al
no encontrar causas evidentes que expliquen estas diferencias, tanto
el razonamiento popular como el erudito señalaron la más evidente
de las diferencias, que no era otra que el color de la piel. Debería
dedicarse un curso completo en las escuelas a incidir en la máxima
de que correlación no implica causalidad y este es uno de los casos
más claros de la historia intelectual de la humanidad. Puesto que la
correlación entre color de la piel y desarrollo tecnológico era evidente,
se infirió la causalidad. La explicación más fácil era que existía una
diferencia de inteligencia o de habilidad entre las distintas «razas»
que habitaban el planeta y de ahí el diferente grado de «civilización»
entre ellas. Cabe destacar, como acertadamente se suele repetir,
144
que este argumento también era conveniente ya que justificaba
la subordinación de las razas inferiores a las superiores, idea que
arrastra una terrible historia de explotación, maltrato y asesinato.
Nos encontramos, en este punto, ante el argumento racista, el
cual ha sido tremendamente exitoso. Podemos acudir nuevamente
a la memética y considerarlo una cadena de información con alta
capacidad de supervivencia y replicación por varios motivos. En
primer lugar, explica una cuestión que todos nos habremos hecho
en algún momento, es decir, satisface una demanda. En segundo
lugar, ha vivido en simbiosis con otras cadenas de información que
han sido incentivadas para poder crear una visión de la historia que
pueda justificar realidades como el colonialismo, la segregación
racial, la rapacidad bélica o el genocidio cuando ha sido políticamente
conveniente. En tercer lugar, se trata de un meme que no ha tenido
un «depredador» eficaz, puesto que, como hemos visto, se le suele
combatir con argumentos que se limitan, básicamente, a soslayar
la cuestión. El racismo intelectual ha sido combatido basándose
en la inmoralidad de sus resultados, pero no en la base de su
argumentación.
Por ello, y volviendo a la obra de Diamond, resulta especialmente
edificante la buena investigación histórica que ataca la base del
problema: la falsa inferencia entre una correlación y una causalidad,
buscando otros elementos que expliquen esta aparente vinculación.
El autor citado estudia las características biológicas y ecológicas que
diferencian Eurasia del resto del planeta y que explican que este
continente —pues realmente es una sola extensión de tierra con
características ecológicas comunes— haya albergado a sociedades
que han prosperado económicamente más rápido que las de otros
emplazamientos, haciendo posible su éxito en términos de dominación.
Son las condiciones previas al desarrollo de la historia las que dan
ventaja a los habitantes de un territorio frente a otros, desmontando
explicaciones basadas en supuestas diferencias genéticas, morales
o intelectuales. Por supuesto, si el lector quiere profundizar en este
tema, se recomienda la lectura de dicha obra, pues lo que en este
ensayo nos ocupa es el sesgo del éxito, siendo el desarrollo del
racismo como explicación histórica un perfecto ejemplo.
El sesgo del éxito podemos definirlo como aquel que deforma la visión
de la historia al considerar que un actor histórico necesariamente ha
tenido ciertas virtudes en comparación con sus rivales, siendo estas
utilizadas como explicación de su éxito. En otras palabras, tendemos
145
a simplificar los discursos históricos apelando al éxito, de modo
que emitimos un juicio a posteriori que argumenta una supuesta
superioridad que explica el resultado. Por supuesto, este discurso
histórico es también adaptativo. Quien tiene éxito hoy y no mañana
pasa de ser superior a inferior. Hemos visto anteriormente cómo la
URSS había pasado de ser un ejemplo de éxito a ser un ejemplo de
fracaso y cómo ello había influido drásticamente en la visión que el
público tenía sobre su contribución a la destrucción del III Reich. Del
mismo modo, el modelo chino actual, que combina un capitalismo
fuertemente controlado por el Estado con un modelo autoritario, es
reclamado por muchos como un modelo superior al occidental. La
razón de ello es el sesgo del éxito, ya que su espectacular crecimiento
económico en las últimas décadas demuestra que su modelo de
desarrollo histórico es el correcto. Si en un futuro las tornas cambian,
también lo hará el discurso histórico, el cual demostrará que su
sistema era inferior. Los juicios a posteriori tienen la virtud de no
fallar jamás.
El Principio de la Sangre
Hemos hablado extensamente de los memes o cadenas de
información. Su concreción como ideas sobre la historia hacen que
sean tenidas como entes reales dotados de ciertas características
mediante la reificación. Ocurre que, en ese ecosistema que es el
mundo intersubjetivo, interactúan, compiten y mutan, de forma
que aparecen nuevas formas que están totalmente desconectadas
de cualquier paralelismo con el mundo físico. En otros casos,
construcciones intelectuales con fines concretos son introducidas
en ese ecosistema. Sin embargo, Sapiens percibe estas cadenas de
información como descripciones objetivas de una realidad única.
Dado que son reales, es pertinente realizar preguntas sobre ellas e
intentar analizar su naturaleza como si de un objeto físico se tratara.
Ello lleva a realizar preguntas que resulta absurdo formular, pues
intentamos analizar una pieza de información desde puntos de vista
aplicables a otro tipo de realidades.
Pongamos un ejemplo concreto. Si se analiza el concepto de nación,
del que ya hemos hablado anteriormente, hemos de concluir que se
trata de un producto intelectual, no de una realidad material. Las
146
naciones solo existen en la mente de Sapiens y la descripción más
acertada sería la de un conjunto de seres humanos que se consideran
a sí mismos como tal y se asignan una serie de características, reales
o ficticias. En otras palabras, una nación es una idea creada por
los seres humanos para categorizarlos en grupos supuestamente
homogéneos. Dado que esa categorización es totalmente arbitraria,
es lógico que los conflictos nacionalistas sean tan antiguos como
la propia idea de nación, puesto que siempre es posible realizar
una categorización alternativa, ya que no se corresponde con una
realidad objetiva.
La idea de nación, sin embargo, es percibida como un ente
totalmente real por sus portadores y el lector, o bien es uno de ellos
o bien podrá encontrar alguno con suma facilidad. Partiendo de esta
incorrecta percepción, hacemos preguntas que resultan absurdas.
¿Desde cuándo existe nuestra nación? ¿Cuáles son sus principales
características? ¿Es mejor o peor que otras naciones? ¿Cuáles son
sus objetivos, metas o aspiraciones? ¿Cómo es el carácter de nuestra
nación? ¿Son aceptables otras visiones sobre nuestra nación? ¿Qué
relación ha de haber entre el Estado y la nación? ¿Han de ser lo
mismo? ¿Qué derechos tiene la nación? ¿Cuáles son nuestros deberes
respecto a la nación? Todas estas preguntas y otras que a buen
seguro se le pueden ocurrir al lector resultan igualmente absurdas
desde la perspectiva defendida en este ensayo. Por tanto, no es de
extrañar que jamás se alcance un consenso en ningún lugar sobre
cuestiones que intentan obtener respuestas objetivas a cuestiones
que son puramente subjetivas.
Es precisamente en este momento cuando llegamos al argumento
de la sangre. Muchos cuestionarán, llegado este punto, si acaso es
posible que la nación sea solo un concepto que habita en nuestras
mentes cuando millones de personas han creído en él durante
generaciones, cuando tantos sacrificios se han hecho en su nombre.
Este es, precisamente, uno de los argumentos más utilizados en
la lectura incorrecta de la historia. Lo que hemos bautizado como
principio de la sangre defiende la veracidad de una realidad en función
del número de sapiens que han muerto en su defensa. Alcanzado
cierto umbral, las pérdidas humanas justifican per se la causa que las
provoca. ¿Cómo se osa negar la existencia de la nación cuando tantos
de nuestros antepasados han muerto en su nombre? Es evidente que
esta proposición, analizada desde un punto de vista exclusivamente
lógico, es errónea; pero no nos engañemos, puesto que ya sabemos
147
que la lógica la utilizamos en contadísimas ocasiones y que Sapiens
es un ser emocional. Los sacrificios, las privaciones, las pérdidas y
el sufrimiento generan un sentimiento de deuda y de comunidad.
Es un fenómeno ampliamente estudiado en los conflictos bélicos.
Un grupo de hombres que lucha codo con codo va creando un
vínculo de camaradería que no es otra cosa que el apego emocional
de quienes saben que se protegen mutuamente y que han sufrido
peligros y pérdidas comunes. Un grupo de soldados puede ir al frente
motivado por ciertas ideas, pero la propia experiencia del combate
hace que la ideología acabe siendo secundaria, puesto que acaba
transformándose en un grupo tribal sostenido por la capacidad de
sacrificar su vida por cualquiera de sus compañeros. Pocos vínculos
pueden ser mayores entre los sapiens. De esa forma se explica que
cualquier ideología, por equivocada que sea, adquiera a un grupo de
fieles que estén dispuestos a luchar hasta el final, incluso cuando se
han dado cuenta de que esas ideas que les impulsan son equivocadas
y de que ya no existe ninguna esperanza de victoria.
Gracias al discurso identitario, nos vinculamos a un grupo al cual
se le atribuyen una serie de sacrificios a lo largo del tiempo en
defensa de ciertas cadenas de información. De ese modo, aparece el
sentimiento de deuda cuando no nos consideramos individuos sino
partes de un grupo que trasciende la vida biológica de sus miembros.
Si los antepasados de ese grupo han sacrificado sus vidas por unas
ideas, se infiere que esas ideas han de ser ciertas. Este absurdo lógico
(sacrificio implica veracidad) se convierte en un dogma. El principio
de la sangre es utilizado profusamente por todo tipo de chamanes
de la historia con interés en mantener viva o encender la llama del
odio o de generar ciertas respuestas políticas en la sociedad. La
efectividad de esta técnica se explica por la naturaleza irracional de
nuestra mirada al pasado, plagada de este tipo de malos usos del
discurso histórico.
Los héroes
Para muchos, la historia no es más que una sucesión de personajes
extraordinarios que cambiaron el mundo. Toda visión de la historia
necesita un motor de la historia, es decir, una causa que hace posible
que una sociedad se transforme en un sentido determinado. Uno de
148
los motores más simples —y lo simple suele ser incompleto— es el
que atribuye el devenir de la humanidad a una serie de personajes de
cualidades excepcionales que, por un motivo que suele ser místico,
revolucionan un campo del saber, las fronteras políticas, las ideas,
el arte o cualquier otra faceta de la sociedad que les ve venir al
mundo. Esta visión de la historia, en consecuencia, concibe a las
sociedades humanas como un sistema estático que se ve súbitamente
modificado por el shock que supone el advenimiento de un personaje
excepcional. Es lógico pensar, si se acepta este razonamiento, que
comprender la historia no es más que comprender las biografías de
este elenco de héroes (y villanos).
Si bien se trata de uno de los malos usos de la historia más
comunes en la historia pública, ciertamente posee una gran
tradición intelectual. Podemos citar a dos clásicos de esta mirada
al pasado, que representan las versiones fuerte y débil del mismo
paradigma.
Carlyle (1795-1881), quien repudiaba todo lo que tuviese que ver
con la democracia, pero sentía simpatía por las masas desposeídas,
elaboró su teoría del gran hombre. La aparición de héroes era el
factor decisivo de cambio social y la adoración irreflexiva de estos
por parte de las masas, la cura a todos los males. Hijo de un ferviente
calvinista escocés, afirmaba que «el hombre ha sido creado para
trabajar, no para especular, sentir o soñar»61. El hombre «no había
sido enviado aquí para cuestionar, sino para trabajar» y su cometido
«es actuar, no pensar». El mundo debía ser guiado por los héroes,
los líderes que tenían asignada la ardua tarea de pensar; el común
de los mortales debía estar agradecido por ahorrarle esa tarea.
De ese modo, llegaba a afirmar que «los hombres deberían estar
agradecidos de que los dirijan, siempre y cuando sea de manera
enérgica y firme», puesto que «no hay sentimiento más noble en
el corazón del hombre que esta admiración por alguien superior a
uno mismo». Llegó a ser uno de los historiadores más populares de
su época y es fácil de suponer que no obtuvo más que beneplácito
desde el poder, pues idealizaba la desigualdad y consideraba como
virtuoso al hombre capaz de seguir a otros superiores a él. Sin
embargo, puesto que sus doctrinas coinciden en gran medida con
el culto al líder propio de los fascismos, ha sido repudiado como
profeta tras los desastres provocados por estas ideologías.
61
Todas las citas de este apartado se corresponden con Boorstin, D.J. (1999). Los
pensadores (Cap. 23). Crítica.
149
R. W. Emerson (1803-1882) puede presentarse como el
contrapunto del anterior, pero realmente su obra presenta una
variante de la teoría del héroe. Emerson, norteamericano, era un
elocuente defensor de la igualdad de derechos, pero al héroe se le
debía seguir porque era una emanación del espíritu de su tiempo,
un hombre representativo de su mundo, en sintonía con su tiempo y
su país. De esa forma, ambos autores consideraban a Napoleón un
héroe, pero para el americano «debió su ascendente a la fidelidad
con la que supo dar expresión al pensamiento, la fe y las ambiciones
del conjunto de los ciudadanos cultos y activos».
Desde la perspectiva que nos ocupa, ambos autores son una
excelente muestra de un mal uso de la historia, que es aquel que
considera que la misma debe su existencia a la aparición de una
serie de personajes excepcionales que impactan en su mundo y lo
transforman. La debilidad intelectual de estos planteamientos es que
consideran al resto de personas meros sujetos pasivos, actores de
relleno en esa representación teatral que es la historia. Las realidades
materiales, económicas, sociales, etc., son el atrezzo. Para explicar
el advenimiento de esos héroes prodigiosos no tendrán más remedio
que recurrir a elementos místicos o no explícitos.
Puede parecer que esta forma de analizar el pasado es realmente
arcaica y que serán raros los individuos contemporáneos a nosotros
que conciban la historia de este modo, pero si rascamos la tenue
superficie de la visión histórica de muchos de nuestros semejantes,
veremos que realmente imaginan el pasado como un lienzo en el cual
distintos «personajes importantes» van dando brochazos de forma
sucesiva hasta dejar pintado el paisaje que podemos observar hoy.
El lector, a estas alturas del ensayo, podrá adivinar que a muchos de
los chamanes que se han hecho pasar por objetivos historiadores les
ha convenido propagar este tipo de discurso histórico. Resultará de
extrema utilidad resaltar la importancia vital que ciertos héroes han
tenido en el pasado de nuestra tribu, lo ventajosos que fueron para
ella y lo virtuoso de nuestros antepasados al seguirlos ciegamente,
dejándoles a ellos la ardua tarea de pensar, como diría Carlyle.
Una vez introducida esta idea en nuestra realidad intersubjetiva, el
siguiente paso será vincular al caudillo del presente con los héroes del
pasado, y a los disidentes de hoy con las hordas enemigas del ayer.
Podemos sentir la tentación de pensar que tales actitudes ya solo
son reminiscencias de un pasado cercano pero finito. La realidad,
terca y respondona, nos espeta que entre los nuevos populismos
pueden rastrearse los viejos y eficaces trucos del chamán historiador.
150
Aunque parezca sorprendente, los historiadores profesionales
tampoco han llegado a abandonar nunca la teoría del héroe.
Graeber y Wengrow62 nos explican que «a menudo escriben como
si todas las ideas importantes de una época determinada pudieran
remontarse a un intelectual u otro —sea Platón, Confucio, Adam
Smith o Karl Marx— en vez de ver los escritos de esos autores como
intervenciones especialmente brillantes en debates que se daban ya
en tabernas, cenas formales o jardines públicos (o, tanto da, salas de
conferencias), pero que de otro modo nunca se hubieran escrito. Es
un poco como pretender que William Shakespeare inventó la lengua
inglesa. En realidad, muchas de las mejores frases de Shakespeare
resultaron ser expresiones habituales de la época, que todo hombre
o mujer isabelino habría dejado caer en una conversación (…)».
Juzgando a la historia
No podemos juzgar a la historia desde la ética del presente. Se
debe tener en cuenta el contexto histórico en el que transcurren los
hechos. No podemos ver el pasado con una mirada condicionada por
nuestros valores y experiencias, fruto de nuestro presente. Etc. Todas
las anteriores afirmaciones son tan ciertas como ignoradas en el día a
día del común de los mortales. No podemos evitar juzgar el pasado,
pues ese juicio forma parte de nuestros más íntimos circuitos de
procesamiento de la información. Lo juzgamos absolutamente todo.
Tan pronto como nos presentan a un individuo, nuestro cerebro emite
un juicio y lo hace en milésimas de segundo, mucho más rápido de
lo que somos capaces de verbalizar. Juzgamos absolutamente todo
lo que nos rodea, pues hemos de saber si cualquier situación es una
amenaza. Por supuesto, también hacemos lo mismo con cualquier
tipo de idea, especialmente en una sociedad como la actual, en la
cual opinar ya no es solo un derecho, sino que parece ser incluso
una obligación. ¿Cómo no hemos de juzgar el pasado? ¿Realmente
vamos a hacerlo utilizando métodos objetivos y teniendo en cuenta el
contexto histórico de lo acaecido? La respuesta es evidente. Fuera de
los círculos profesionales, la historia es juzgada al mismo tiempo que
lo es el emisor del discurso histórico. Tal vez el quid de la cuestión
resida en esta última afirmación. Si tenemos en cuenta todo lo
expuesto anteriormente en este ensayo, no tendremos más remedio
62
Ariel.
Graeber, D., & Wengrow, D. (2022). El amanecer de todo (p. 41). Barcelona:
151
que admitir que nuestra visión de la historia la formamos a través de
discursos históricos que emiten quienes quieren ejercer su influencia
sobre nosotros. Por tanto, será una necesidad recurrente juzgar tanto
la verosimilitud del discurso histórico recibido como la fiabilidad
del emisor. Así, formamos una visión de la historia construida por
los discursos históricos que hemos admitido como ciertos desde
el presente. En consecuencia, es harto difícil que mediante esos
bloques de información cribados por nuestro presente, construyamos
una visión de la historia que responda a criterios contextualizados
en su marco temporal. Pero no desesperemos ni nos flagelemos por
ello, pues es tan natural que incluso los historiadores suelen acabar
cayendo en esta trampa.
El historiador Walter Scheidel publicó recientemente una obra63
defendiendo la idea de que la caída del Imperio Romano fue una
suerte para la humanidad. El ensayo se divide en dos partes. La
primera versa sobre la cuestión de por qué no se volvió a construir
nada parecido a un imperio en Europa a pesar de los distintos
intentos posteriores. Este tema no interesa para nuestros fines, pero
sí la segunda parte, puesto que afirma que la división de Europa
en diversas unidades políticas que tuvieron que competir entre
ellas fomentó el progreso de Occidente, lo cual llevó a su posterior
hegemonía mundial. La comparación necesaria se hace respecto a
China, imperio que se mantuvo unido a lo largo del tiempo pero
que, al no tener rivales serios ni competencia interna, se estancó
secularmente.
Un ejemplo claro sería el descubrimiento de América. China
tenía las capacidades para emprender esta empresa, tanto a nivel
tecnológico como económico. Pero siendo un imperio unificado, la
toma de decisiones era unívoca. El imperio chino decidió cerrarse
al mundo y cancelar sus exploraciones, mientras que fueron los
europeos los que progresaron en su conocimiento geográfico,
pudiendo desarrollar el colonialismo y aumentar su riqueza mediante
el comercio, para finalmente comenzar una revolución científica y
económica que acabaría por sobrepasar a la civilización china. Esto
fue posible gracias a que, si una idea no era aceptada en un centro
de poder, podía recurrir a otro, como efectivamente ocurrió en el
caso de Colón. El progreso de las ideas también se vio mejorado
mediante esta competencia, puesto que los perseguidos en un país
63
Nacho, A. (2020). Lo mejor que el Imperio romano hizo por nosotros fue…
caer.
Recuperado
de:
https://www.elconfidencial.com/cultura/2020-09-19/imperioromano-caida-walter-scheidel_2753392/?utm_source=twitter&utm_medium=social&utm_
campaign=ECNocheAutomatico
152
podían huir a otro y aquellas ideas rechazadas por una potencia
podían ser adaptadas por sus rivales.
El razonamiento expuesto en esta obra no lo consideramos erróneo
en absoluto, aunque un fallo fundamental es caer en la tentación
de considerar que si estos fenómenos se hubiesen retrasado, no se
hubiesen dado. Sin embargo, lo más relevante de este ensayo, para
la temática que nos ocupa, es la constatación de que la historia la
construimos desde el presente hacia el pasado y no al revés, como
nos gusta pensar. Admitamos el razonamiento de Scheidel como
totalmente correcto y analicemos cuidadosamente los dos planos en
los que ocurre la construcción del discurso histórico plasmado en su
obra. En un primer momento, encontramos «la historia en sí» que
nos dice que el Imperio Romano colapsó y se dividió en diferentes
entidades que no volvieron a reunificarse y que la competencia entre
las mismas estimuló la exploración de otras áreas para conseguir una
ventaja competitiva. Más allá del conocimiento puramente científico,
no nos es de ninguna utilidad, puesto que este pasado se presenta
como un hecho consumado que no podemos cambiar y, por tanto, no
podemos hacer que mediante su manipulación se modifique nuestra
realidad. Tampoco obtenemos un conocimiento práctico que pueda
guiarnos en el futuro, porque aquellas condiciones específicas no son
extrapolables a otras épocas. En suma, «la historia en sí» se presenta
como algo inerte.
Sin embargo, tal como defendemos en esta obra, la parte
interesante no está en «la historia en sí» sino en la siguiente capa de
conocimiento, que es la «interpretación de la historia».
El discurso histórico es lo que acabamos consumiendo. Este
producto intelectual sí que tiene efectos prácticos y palpables
sobre nuestra cotidianidad. En el caso que nos ocupa, cabe
recordar que hemos empezado diciendo que fue una suerte que el
Imperio Romano cayese y se permitiese, de ese modo, el proceso
histórico que llevó a Occidente a la hegemonía mundial. Aquí ya
encontramos la prueba palpable de que el discurso histórico se
proyecta desde el presente hacia el pasado. Lo bueno, lo deseable,
es que la historia haya ocurrido de ese modo y no de otra forma,
es decir, que fuesen las potencias europeas y no otras las que
se alzasen con la hegemonía mundial. Es por ello que fue una
suerte la caída de Roma, porque de lo contrario un imperio fuerte,
unificado y tranquilo no hubiese tenido los incentivos necesarios
para su expansión ultramarina. En definitiva, lo bueno y lo deseable
153
es que fuese Occidente quien dominase al mundo y no ocurriese
cualquier otra cosa. Pero también se muestra una escala de valores
concreta, pues se considera exitoso el dominio geopolítico sobre
otros parámetros, como podría ser la calidad de vida de los seres
humanos. ¿Acaso a los romanos no les hubiese «ido mejor» sin
el derrumbe del imperio y todas las calamidades que conllevó?
¿Acaso no sería más deseable un imperio que hubiese mantenido
la pax romana y hubiese evitado la ingente cantidad de violencia
acaecida en Europa durante siglos? ¿Acaso no hubiesen preferido
los indígenas americanos haber podido vivir unas generaciones más
sin sufrir el inevitable desastre que se les venía encima? Como
vemos, el discurso histórico se crea en torno a un conjunto de
valores e ideas que existen en el presente y que proyectamos hacia
el pasado. Vemos cómo el conocimiento no se proyecta desde unos
hechos objetivos del pasado que estudiamos en el presente, sino
que desde nuestros valores juzgamos el pasado y lo recreamos
para que nos confirme nuestras preferencias. Lo hacen incluso los
creadores profesionales del discurso histórico.
Como en cualquier fenómeno histórico, lo que podemos considerar
suerte para unos puede ser la desgracia de otros. Concluir que algo fue
positivo o negativo en términos absolutos es un ejercicio intelectual
que habla sobre el presente, no sobre el pasado. Es el presente el
que alteramos mediante el fomento de una serie de valores que son
superiores a otros o mediante la apelación a unos sets de reglas
mediante los cuales medir la realidad, el éxito, la bondad o la belleza
de cualquier cosa.
Mientras que la «historia en sí» puede permanecer inalterable,
la interpretación de la historia es plástica y podemos crear tantos
discursos históricos como nuestra capacidad intelectual nos permita.
Podríamos interpretar la caída del Imperio Romano como una desgracia
desde la perspectiva de un ciudadano chino. Creó una anormalidad
histórica, como fue que China acabase siendo temporalmente
desplazada del lugar que le corresponde por naturaleza. Desde la
expansión del neolítico por el globo y el surgimiento de la civilización,
el área que ocupa la actual China siempre fue más avanzada
tecnológicamente, excepto un «bache» que va desde el siglo XVII
al presente, periodo durante el cual es eclipsada por Occidente,
situación que, por cierto, vemos que empieza a revertirse en el
presente. Precisamente, como defiende el autor citado, la expansión
Europea a partir del Renacimiento se debió gracias a la caída del
Imperio Romano. A partir del XVII coincide con el aislamiento de
154
China respecto al mundo, situación que no debería haberse dado si
fuera un espacio fragmentado como el europeo. Por lo tanto, desde
esa perspectiva, se puede considerar la caída del Imperio Romano
como una desgracia, esgrimiendo la misma argumentación que el
autor pero utilizando un set de reglas morales distintas.
En definitiva, desde unos hechos históricos sobre los cuales puede
haber consenso, pueden crearse infinidad de discursos históricos
divergentes. Los primeros solo explican cómo hemos llegado hasta
aquí; los segundos, hacia dónde queremos ir, encaminados por
nuestros valores. Los hechos históricos hablan del pasado, pero la
interpretación que hacemos de ellos habla de nuestro presente y de
nuestras aspiraciones para el futuro.
La obsesión taxonómica
Nos encanta asignar categorías y etiquetas, clasificar y ordenar.
Todo nuestro mundo parece ser susceptible de ser atribuido a una
categoría concreta. Lo contrario nos provoca una especie de desazón
epistemológica. No es extraño que en las redes sociales los hashtags
y todo tipo de etiquetas taxonómicas sean tan populares.
Este hecho, como es lógico, lo aplicamos también a nuestra
visión de la historia. Desde el mismo inicio de la disciplina se han
categorizado las épocas, los sistemas políticos, los conflictos, los
regímenes, etc. De hecho, muchas de estas clasificaciones se han
mantenido en el tiempo aunque hayan perdido su razón de ser. Sin
ir más lejos, se sigue hablando de paleolítico y neolítico, cuando
en su concepción original se referían a dos estadios tecnológicos
cuya característica definitoria era la diferente morfología de los útiles
líticos. Los historiadores siguen utilizando estas palabras aunque su
significado haya cambiado totalmente, mostrando así el apego a las
clasificaciones tradicionales.
Sin embargo, este fenómeno, que podría pasar como una simple
anécdota, se convierte en un mal uso de la historia cuando se
transforma en un fin. Lo que denominamos obsesión taxonómica
ocurre cuando se considera que un fenómeno histórico depende
principalmente de su clasificación para su comprensión. A raíz de
este mal uso de la historia aparecen debates recurrentes, tanto entre
155
la historiografía profesional como entre la popular, que o bien llevan a
razonamientos estériles o bien esconden una intención más siniestra,
que es la de enmascarar el objeto modificando su descripción.
Un buen ejemplo es el del concepto de fascismo, tal como nos
cuenta Enzo Traverso.64 En la propia Alemania, desde los años
90, ha ido desapareciendo el uso del término fascismo como
categoría a aplicar en la historiografía. El razonamiento desde el
debate historiográfico es que fascismo y totalitarismo son conceptos
opuestos, de modo que la Alemania nazi no podía ser ambas
cosas. El nacionalsocialismo alemán sería algo totalmente distinto
al fascismo italiano tanto por el contenido como por la forma, por lo
que enmarcar a ambos fenómenos dentro de una corriente fascista
europea general es incorrecto e impide estudiarlos correctamente.
La tendencia a la menor utilización del concepto fascismo por los
historiadores alemanes ha ido paralela al mayor estudio del genocidio
judío, del cual tuvieron que pasar décadas, tras la guerra, para que
se abordara. Así, el carácter único del exterminio judío no encajaba
en una categoría en la que se incluían a Mussolini, Franco, Dollfuss
o Antonescu. Por tanto, se ha dado un debate a nivel historiográfico
sobre si se ha de resaltar el carácter fascista o el carácter totalitario del
nazismo. Como el autor citado explica, podemos preguntarnos si «el
desplazamiento de la comparación histórica desde la relación entre
el fascismo italiano y el nazismo hacia la relación entre el nazismo
y el comunismo, sería más esclarecedora y útil para comparar la
naturaleza del régimen de Hitler y la singularidad de sus crímenes»,
llegando a la misma conclusión negativa.
Sin embargo, como el lector ya habrá adivinado, no nos vamos
a centrar en los debates de los profesionales, sino en su eco en la
historia popular. Como dice Traverso, «no se trata (…) de impugnar
la legitimidad de una comparación entre los crímenes del nazismo
y los del estalinismo. El problema radica en el uso que se hace».65
El uso político de esta idea se ha utilizado para intentar rehabilitar
políticamente al fascismo italiano. Como no nos cansamos de
repetir, el pasado no se puede variar, pero su interpretación es
totalmente plástica y los chamanes de la historia siempre están
dispuestos a complacer los más bajos instintos del cliente. ¿Desea
usted convencer a sus conciudadanos de que el fascismo no es
tan malo como lo pintan? Pues bien, se puede utilizar el truco de
la modificación taxonómica. Como es difícil negar la evidencia de
64
65
Traverso, E. (2006). Els usos del passat. Valencia: Universitat de València.
Ídem, pág. 140.
156
las atrocidades nazis, siempre podemos sacar el ítem nazismo
del conjunto fascismo e incluirlo dentro del conjunto totalitarismo,
dentro del cual también encontraremos al estalinismo del cual usted,
querido cliente, sospechamos que no tiene tan buena opinión como
del fascismo. De ese modo, podemos dirigir la atención del discurso
hacia lo diferente que es el fascismo del nazismo, focalizándola en
ese hecho y no en el que queremos ocultar, que es todo lo que
comparte con aquel. De este modo, gracias a un supuesto cambio
de descripción, hemos modificado la naturaleza del objeto descrito,
o por lo menos así se intenta que suceda. Este tipo de retorcidos
argumentos es utilizado habitualmente para justificar todo tipo de
dictaduras. Cuando se critica la violación de los derechos humanos por
parte de un régimen o cualquier tipo de organización, sus defensores
suelen recurrir a la taxonomía para evitar que se le cuelguen las
etiquetas indeseadas, sean estas las de nazi, comunista, antisistema,
terrorista, fascista, anarquista, fundamentalista, fanático, etc. Los
ejemplos son tan habituales que no vamos a utilizar espacio en este
ensayo para ejemplificar lo que el lector puede experimentar en
cualquier conversación cotidiana. La comparación con otros actores
históricos y el uso interesado de supuestas clasificaciones suelen
utilizarse para defender las posturas políticas que son incómodas
porque implican cierto tipo de violencia o represión. De ese modo,
el lector podrá rastrear en los medios de comunicación diversos
ejemplos. Al régimen chino se le calificará de comunista o capitalista
dependiendo del discurso que se desee vender. Al franquismo se
le calificará o no de fascista según las preferencias del usuario, al
castrismo de dictadura o de sistema revolucionario dependiendo de
los gustos del cliente o a la dictadura de Pinochet de genocida o
autoritaria según los abusos que se deseen justificar. En ocasiones
se llega a tal paroxismo de este abuso que sería cómico si no
fuesen trágicas sus consecuencias, pues individuos que defienden
abiertamente regímenes y organizaciones terroristas argumentan que
un acto de esas características deja de serlo al cambiarle la etiqueta
asignada. Lo sorprendente de esto es que, incluso en ocasiones en
las que se utilizan argumentos pseudo-históricos tan toscos, muchos
los dan por válidos: tal es el poder de la fe en el efecto en el discurso
histórico como transformador de la realidad.
157
Hobbes contra Rousseau
Toda simplificación encierra una falsificación, pero nos arriesgaremos
a ello al asegurar que buena parte de la historia del pensamiento
contemporáneo occidental se basa en la lucha entre dos visiones del
mundo que se corresponden con los arquetipos encarnados por los
dos pensadores mencionados.
Los partidarios de Rousseau, suelen juzgar a la historia desde
la perspectiva del progreso y de la bondad intrínseca del género
humano. Este pensamiento es heredero del mito del buen salvaje de
Rousseau: el hombre es bueno por naturaleza, pero la sociedad lo
corrompe. Por tanto, ante las catástrofes cíclicamente causadas por el
hombre, tienden a buscar la causa de estos «fenómenos anormales»
desde la perspectiva de que son una excepción en el curso normal de
los acontecimientos, es decir, en la práctica de colaboración y ayuda
mutua propia de nuestra especie.
Si, por el contrario, utilizamos una visión hobbesiana del ser
humano, obtenemos una imagen inversa de la historia, como en
esas imágenes en las que invertimos el color y descubrimos nuevos
patrones. De esa forma, advertimos que el hombre es un depredador
competitivo, territorial, jerárquico, gregario y capaz de desarrollar
métodos de opresión muy sofisticados sobre sus semejantes. El
hombre es malo por naturaleza o, al menos, peligroso para sus
semejantes. La perspectiva útil, desde la temática que nos ocupa,
es que el abuso de las élites sociales sobre el resto de la población
y la resolución de los conflictos mediante la violencia y la represión
sería lo esperable en una sociedad creada por este tipo de mamífero
inteligente. Por tanto, la normalidad sería lo que consideramos
barbarie y la excepción los periodos de paz, colaboración y progreso,
que se consiguen gracias a la creación de unos mecanismos sociales
muy complejos y, por tanto, frágiles e inestables, que requieren de
un cuidado continuo. Desde esta perspectiva, el fenómeno a estudiar
es precisamente el contrario: cómo es posible crear esos paréntesis
civilizatorios entre la barbarie imperante. Un buen ejemplo es el de
los sistemas democráticos actuales. Desde la visión de Rousseau,
el problema histórico es estudiar cómo el hombre, a pesar de su
bondadosa naturaleza, no ha creado antes estos mecanismos, por
lo que los fenómenos a estudiar ocupan la inmensa mayoría del
tiempo histórico. Con la visión opuesta, la de Hobbes, que sería
el negativo de la anterior, consideramos que la tiranía es lo lógico
158
en el ser humano, por lo que es esperable el fenómeno observado
empíricamente: que ocupe la mayor parte del tiempo. Lo milagroso es
construir mecanismos sumamente complicados como la democracia
que, por su misma naturaleza, son frágiles y efímeros si no se realiza
un esfuerzo constante por mantenerlos. Desde una perspectiva
práctica, que es la que prefiere el autor de este ensayo, es mucho
más útil considerar que la democracia es un bien frágil que se debe
cuidar so pena de perderla, que pensar que es algo consolidado y
que no tiene marcha atrás. La experiencia nos demuestra que la
regresión democrática es frecuente. Solo se trata de una regresión a
la normalidad.
Como el lector habrá advertido, en este debate secular, se ha de
tener en cuenta que este tipo de razonamiento lo valoramos más por
su utilidad que por ajustarse a la realidad.
Sin menoscabo de lo anteriormente expuesto, es bastante útil
apuntar aquí las ideas de Graeber y Wengrow al respecto.66
En primer lugar, señalan acertadamente que tanto Hobbes como
Rousseau hablan de esos estados de naturaleza del hombre a modo
de experimento mental, lo cual advierten explícitamente. Utilizan esa
caricatura del hombre primitivo para apuntalar su análisis social e
intentar razonar cómo se ha llegado a la situación de desigualdad
que ellos viven. Según el francés, «no hay que tomar por verdades
históricas las investigaciones que pueden emprenderse sobre este
asunto, sino solamente por razonamientos hipotéticos y condicionales,
más adecuados para establecer la naturaleza de las cosas que para
demostrar su verdadero origen (…)». Sin embargo, se han tomado las
palabras de estos filósofos como verdaderos estudios antropológicos,
obviando la evidencia de que no tenían forma de extraer los datos
necesarios para realizar tales análisis. Tanto el mito del buen salvaje
de Rousseau como el estado de guerra de todos contra todos al
que apela Hobbes son experimentos mentales, parábolas utilizadas
para tener un inicio desde el que contar cómo se han creado unas
instituciones sociales que instauran la desigualdad entre los hombres.
Es interesante como Graeber y Wengrow ilustran que, en la
actualidad, las ideas de los filósofos citados sigan estudiándose como
auténticos modelos evolutivos de la historia. Para ello citan a Steven
Pinker quien, pese a admitir que «ninguno de los dos sabía nada de
la vida antes de la civilización», acaba diciendo que Hobbes llegó a
66
Graeber, D., & Wengrow, D. (2022). El amanecer de todo (p. 23 y siguientes).
Barcelona: Editorial Ariel.
159
la visión correcta, siendo «tan bueno como cualquier análisis actual».
Cuando Pinker construye su relato histórico, parte de un supuesto
«estado de anarquía hasta el surgimiento de la civilización» que no
es otra cosa que el mundo imaginado por Hobbes para desarrollar su
argumentación. Parece ser que Pinker, quien se declara defensor de
los métodos científicos, puede permitirse el lujo de no aportar ninguna
prueba de dicho estado, al mismo tiempo que pasa de largo sobre
la extensa evidencia científica de décadas de trabajo arqueológico.
No vamos a extendernos más sobre esta tendencia entre los
intelectuales, incluso los más modernos, puesto que lo que nos
interesa señalar es que si incluso los especialistas altamente
cultivados caen en este tipo de maniqueísmos y simplificaciones,
¿qué podremos esperar del gran público? Si quienes se supone que
son los profesionales de la historia no pueden evitar caer en este
tipo de trampas, ¿acaso podemos esperar que el discurso histórico
popular presente un mayor rigor científico? La respuesta es evidente.
El gran público suele compartir una versión difusa de los debates
intelectuales de su época. La dicotomía Hobbes / Rousseau podemos
rastrearla entre nuestros conciudadanos, aunque no la nombrarán
en esos términos. Los individuos de tendencias progresistas suelen
participar de una visión cercana al mito del buen salvaje: el hombre
es bueno por naturaleza y es esta sociedad podrida en la que vivimos
la que nos contagia de sus vicios y nos fuerza a adaptarnos siendo
egoístas y mezquinos. Para un progresista, el mundo en el que
vivimos es altamente mejorable y, en consecuencia, esta visión del
mundo le es adecuada. Si el hombre es bueno por naturaleza, pero
perverso a causa de la sociedad, el reformismo de las instituciones
sociales es posible y necesario, de forma que la natural solidaridad
del hombre salga a la luz. Como venimos repitiendo a lo largo de la
obra, reconstruimos el pasado en función de nuestros valores del
presente, aunque no lo admitamos. Esta visión progresista del mundo
casa bien con una visión de la historia que presenta al hombre como
una víctima de unas élites injustas que le roban su natural tendencia
hacia la bondad y la igualdad y es proclive a presentar el devenir
histórico como la lucha de los seres humanos concienciados por
romper las cadenas de sus opresores para poder construir así una
sociedad mejor.
El reverso de lo expuesto lo podemos observar en los individuos de
tendencias conservadoras. El hombre es malo y egoísta por naturaleza
(homo homini lupus est), de forma que la sociedad ha tenido que
160
inventar una serie de instituciones para evitar el caos y la anarquía
propia de esa condición natural. Para un conservador, el mundo en el
que vivimos es uno de los mejores a los que podemos aspirar —solo
hace falta compararlo con el pasado— y lo sensato es esforzarse
en conservar lo bueno que hay en él. Si el hombre es malvado con
sus semejantes por naturaleza, hay que conservar las instituciones
sociales que permiten la convivencia pacífica y la represión de las
tendencias indeseables propias de nuestra naturaleza. Esta visión
conservadora del mundo se ajusta bien a una visión de la historia
en la cual el hombre ha sabido construir unas instituciones capaces
de proporcionar unas cotas de paz y progreso cada vez mayores,
las cuales se ven amenazadas por las imprudentes ideas de los
progresistas.
Como el lector podrá objetar, hemos construido dos caricaturas
de dos posiciones ideológicas opuestas. Sin embargo, al igual que
hicieron los filósofos citados, lo utilizaremos como un experimento
mental para fijar la existencia de dos familias de pensamiento
identificables entre la gran masa social que sí suele seguir esos
planteamientos arquetípicos y que refleja, a su modo, un debate
intelectual clásico —en el cual no pretendemos intervenir—. Es útil
señalar como esas visiones ideológicas condicionan nuestro análisis
del pasado. Podemos experimentar con nuestros semejantes y
podremos corroborar que aquellos que se declaran conservadores son
más proclives a ver el pasado como una progresión desde la barbarie
a la civilización, llegando a nuestro sistema que es bastante superior
a todos los anteriores. Tenderán a ver los problemas del presente
como fruto de la mala gestión, puesto que ya hemos llegado al final
de la historia, alcanzando sistemas sociopolíticos aceptables. Sin
embargo, quienes se declaren progresistas tenderán a ver la historia
como una sucesión de luchas contra la injusticia que han sido total o
parcialmente neutralizadas, llegando a un presente en el que todavía
tenemos un sistema sociopolítico muy mejorable y que es la raíz de
los problemas que sufrimos.
Conocimiento y opinión
La humildad y la tolerancia son dos de las virtudes más comúnmente
ensalzadas y más frecuentemente ignoradas. Cuando miramos al
pasado deberíamos practicar ambas.
161
En primer lugar, debemos ser humildes respecto a nuestras
capacidades respecto a obtener información del pasado. Pretendemos
que los historiadores puedan obrar el milagro de reconstruir
mundos enteros a través de sus residuos, pues no es más que eso
la información de la que disponemos. La virtualización del pasado
siempre será defectuosa y el público no aceptará una exposición
que comience diciendo «esto es lo que podemos afirmar y respecto
al resto hemos de admitir nuestra humilde ignorancia». Los huecos
deberán rellenarse, el horror vacui histórico actuará con toda su
potencia. Aquellas partes desconocidas serán pintadas con el color
de una supuesta lógica, con el de paralelismos arbitrarios con otras
sociedades o con la brocha gorda de la más burda imaginación. Sobre
estas bases tan endebles se cimentará el discurso histórico, aquel
que nos explicará qué significa ese lienzo mal pintado y qué utilidad
práctica puede tener para nosotros. Esa construcción intelectual,
que es la que finalmente utilizaremos dándole el nombre de historia,
estará totalmente mediatizada por los intereses del creador y por los
valores del receptor. Aun así, nuestra soberbia intelectual nos hará
exclamar con aire altivo que la historia demuestra tal o cual extremo
o que las leyes históricas nos fuerzan a hacer aquello otro.
Al mismo tiempo, si hemos conseguido realizar con éxito ese
ejercicio de humildad intelectual —que nos lleva a ser ciudadanos
críticos— hemos de ser lo suficientemente empáticos con aquellos que
no han realizado dicho ejercicio. Comprender cómo se forma la visión
de la historia del prójimo nos puede hacer más tolerantes con sus
opiniones; porque si estamos de acuerdo con las tesis desarrolladas
en este ensayo, hemos de concluir que la mayor parte de aquellas
expresiones altisonantes que nuestros semejantes esgrimen sobre el
pasado no son más que meras opiniones. Y ¿qué es una opinión sino
un enunciado basado en conocimientos no demostrables? Debemos
distinguir el conocimiento de las simples opiniones, pues las segundas
son tan poco valiosas que todo el mundo las posee.
No podemos evitar juzgar y, por tanto, formarnos una opinión
sobre cualquier asunto histórico. Lo que sí podemos evitar, y
lamentablemente así solemos hacer, es adquirir conocimiento sobre
el campo del que opinamos. De este modo, todo el mundo tiene
alguna opinión sobre determinado régimen político del pasado, lo cual
es totalmente independiente de que se posea la más mínima noción
sobre su naturaleza. Por tanto, debemos ser conscientes de que la
historia popular ocupa absolutamente todo el tiempo y el espacio de
162
esta disciplina, cubriendo uniformemente todo ese espacio con el
manto de la opinión. Puede que una vez retirado ese velo no haya
más que vacío.
Por otro lado, hemos de considerar la legitimidad de la opinión. La
historia no debe ser, en ningún caso, un saber cerrado que dirija la
opinión del público. No es esa la naturaleza de ninguna ciencia, pero
parece que en el caso de la historia algunos le otorguen esa capacidad.
El estudio y comprensión del pasado nos puede decir cómo funciona la
humanidad, qué mecanismos de cambio posee y por qué unos u otros
se han activado para configurar las diferentes realidades del presente.
Sin embargo, no nos va a decir cómo deberíamos querer que sea el
mundo, ya que esa es una decisión que depende de los valores y
creencias de cada individuo. Los distintos chamanes de la historia
siempre van a negar la capacidad de opinión a los demás, de modo
que la historia (su historia) va a reforzar las opiniones que concuerden
con las suyas y desacreditar a las contrarias. Pongamos un ejemplo
concreto: el de los separatismos. Cualquier debate sobre un territorio
en el que existan tensiones separatistas recurre a la historia como
arma ideológica. El chamán pro o antiseparatista esgrimirá un discurso
histórico que demostrará que su posición es la correcta y que la
contraria no viene avalada por la ciencia histórica, que es presentada
como jueza autorizada de la situación. En ningún caso se admitirá que
su posición ideológica es precisamente eso, una opinión sobre cómo
deberían ser las cosas, basada en sus valores y creencias. La historia
nos podrá explicar, por ejemplo, los distintos procesos por los cuales
existe un conflicto histórico entre irlandeses e ingleses, entre católicos y
protestantes, entre unionistas y separatistas, etc. Nos explicará cuándo
surgieron estas ideas, cuál es su contenido, cómo han interactuado
con otras y con su medio, qué caminos se tomaron en las distintas
encrucijadas históricas, qué opciones había y cuáles se descartaron,
cómo influye ese pasado en la configuración del presente, etc. Lo que
no nos ha de decir la historia —porque ni puede ni debe— es si ha de
haber una Irlanda o dos, si esta debe pertenecer a una unidad política
mayor o no, o qué realidad política se debe establecer. Que algo haya
ocurrido en el pasado y que lleguemos a comprender cómo sucedió no
implica que basándonos en esa realidad debamos construir nuestras
ideas políticas. Podemos opinar libremente, pues la historia no es una
cárcel sino una herramienta de libertad. El chamán que nos muestra
los barrotes de nuestra jaula basa su poder en conseguir que nosotros
los reifiquemos.
163
En definitiva, ante cualquier problema político se le va a pedir al
ciudadano que emita su opinión. Para ello, se apelará a la historia como
fuente de argumentación. El ciudadano con una actitud sana ante la
historia, utilizará esta para comprender la naturaleza del problema
en tanto en cuanto problema que tiene causas sociales, ideológicas
y materiales en el pasado. A partir de ese conocimiento y de otros,
podrá emitir un juicio de valor basándose en sus principios éticos. En
cambio, el ciudadano con una relación insana con la historia, estará
dispuesto a acatar las instrucciones de los diferentes chamanes que
le presentarán un discurso histórico como demostración cerrada de
cuál es la opción que debe defender.
En otro orden de cosas, teniendo todo lo anterior en cuenta,
muchas interminables discusiones sobre historia se pueden zanjar
admitiendo que eso es simplemente la opinión del interlocutor, lo
que está fuera del alcance de la disciplina histórica y, por tanto,
de su ámbito de competencia. Como ejemplo podemos imaginar a
dos individuos que discutan sobre la expansión del catolicismo en
las colonias españolas. La historia sirve para analizar ese proceso.
Si su resultado fue beneficioso o perjudicial, depende del resultado
deseado por cada uno de los interlocutores. Un católico considerará
que la expansión de su fe ha de ser forzosamente un resultado
positivo, mientras que el seguidor de otra fe puede, con la misma
legitimidad, opinar justamente lo contrario. En ambos casos, se
trata de una valoración de un proceso basado en las preferencias
propias que se plasma en una opinión sobre la bondad del proceso.
La historia no tiene como finalidad dilucidar si alguna de las dos
opiniones es superior a la otra: más bien nos ayudará a comprender
y a ser empáticos con las diferentes opiniones que se pueden generar
a raíz de un mismo proceso histórico.
Russell, su tetera y los historiadores
Es bien conocida la parábola de la tetera utilizada por Bertrand
Russell para ilustrar los límites entre ciencia y fe.
«Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte hay una tetera de
porcelana que gira alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie
podría refutar mi aseveración, siempre que me cuidara de añadir que
la tetera es tan pequeña que no puede ser vista ni por los telescopios
164
más potentes. Pero si yo dijera que, puesto que mi aseveración no
puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable
por parte de la razón humana, se pensaría con toda razón que estoy
diciendo tonterías (…)».
Supongamos que afirmamos, como dice el ejemplo, que existe una
tetera orbitando el Sol —no pudo poner otro ejemplo, como buen
aristócrata inglés—. La ciencia puede demostrar que la afirmación
es cierta mediante un experimento que sea replicable: podemos
localizar la tetera con nuestro telescopio e invitar a los incrédulos
a que la observen. Lo consideraríamos una demostración científica.
Sin embargo, la ciencia no puede demostrar que no existe dicha
tetera espacial, aunque nos parezca sorprendente. Si utilizáramos el
más potente de los telescopios o incluso si mandásemos una misión
espacial en busca de la tetera y no la halláramos, ese hecho no
demostraría que la tetera no existe; lo que demostraría es que no
la hemos encontrado. Es por ello que, si utilizamos una definición
estricta de lo que es la ciencia, como se hace en este ejemplo,
hemos de concluir que la ciencia puede demostrar la existencia de
algo, pero es conceptualmente imposible que la ciencia demuestre
su no existencia.
Admitido esto, podemos extrapolarlo a otras situaciones. Por
ejemplo, la ciencia podría demostrar la existencia de los unicornios por
el simple método de localizar a una manada e invitar a la comunidad
científica a observarlos. Sin embargo, podemos afirmar que la ciencia
no es capaz de demostrar que los unicornios no existen.
Lo que aquí nos compete es la aplicación de estos principios a los
debates populares sobre historia. Es común abusar continuamente
de la interpelación a la comunidad científica —cuya definición se
puede tergiversar al gusto del consumidor— para que medie en
cualquier debate de actualidad, proclamando quién tiene razón
según la ciencia. Si el interpelado es intelectualmente escrupuloso, al
modo de Russell, puede responder que la ciencia tiene un campo de
actuación más acotado de lo que el público tiende a pensar y que no
se pueden enunciar «opiniones científicas» sobre muchas cuestiones
que se debaten públicamente.
Si el interpelado en un historiador —nótese que no lo consideramos
un científico— la cuestión se complica aún más si cabe, porque si
seguimos con la parábola de la tetera, lo que se intenta dilucidar no
es si hay una tetera en órbita alrededor del Sol, sino una cuestión del
tipo «hace 500 años un astrónomo afirmó que una tetera orbitaba
165
el Sol y queremos saber si era cierto». El historiador no solo se
enfrenta al hecho de que es imposible probar la no existencia de
algo, sino también al problema, incluso mayor, de que ha de trabajar
con el pasado, donde no puede utilizar ni telescopios ni misiones
espaciales. Lo que posee es la afirmación de un Russell del pasado,
de quien no sabe si lo afirmaba porque en efecto creía en ese hecho
o si, por ejemplo, lo hacía como experimento mental para dilucidar
una cuestión. En todo caso, aunque no lo podamos afirmar con total
seguridad, es poco razonable pensar que jamás haya habido alguna
tetera espacial, pues como el filósofo comenta en el texto citado,
que no podamos probar la inexistencia de algo no implica que quede
probada su existencia.
Con todo ello queremos apuntar que uno de los malos usos de la
historia más frecuentes es el de exigirle a esta disciplina imposibles que
están más allá de sus capacidades epistemológicas. Le preguntamos
a los historiadores qué habría pasado si en aquella batalla hubiese
ganado el otro bando, cómo sería nuestra sociedad si hubiésemos
sufrido un holocausto nuclear, si habría habido tal guerra si tal
personaje no hubiese nacido, cuál eran las verdaderas intenciones
de aquel personaje del cual no conservamos más que algún discurso
propagandístico, cuáles eran los gustos culinarios de los habitantes
del Amazonas en el siglo III, qué talla de pie calzaba Jesucristo o
incluso a quién deberíamos votar teniendo en cuenta la historia de
nuestro país. El historiador intelectualmente escrupuloso contestará
que esas preguntas están fuera de su ámbito de competencia. Al
hacer esto, sin embargo, lo que conseguirá es que el público acuda
al tenderete del chamán, donde todas las preguntas tienen una
respuesta certera.
166
VI. Epílogo
Nada es tan difícil
como no engañarse a uno mismo.
Atribuida a Ludwig Wittgenstein
«Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la
oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir
con el caos, que avivan los rescoldos de las hogueras con el aire de
sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias
a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos
de ser extraños». Así nos cuenta Irene Vallejo67 cómo dejamos de
ser individuos para convertirnos en comunidad, cómo empezamos
a construir la realidad intersubjetiva de la que hablamos en este
ensayo. Esos animales fabulantes, esos creadores de historias, tejen
una malla hecha de ideas que crea lo que llamamos la realidad
intersubjetiva: un lugar que es real y no lo es al mismo tiempo, por el
que se puede sacrificar todo o que se puede ignorar a voluntad; una
realidad paralela a la nuestra en la que viven nuestras culturas y que
posibilita que, al compartir relatos, dejemos de ser extraños.
De esos relatos compartidos, estudiamos los históricos. En el
anterior capítulo hemos visto un escueto catálogo de malos usos de
este saber. Todos ellos comparten características comunes, siendo
la más recurrente la apelación a fuerzas místicas que explican el
desarrollo histórico. Las fuerzas telúricas, las emanaciones de la
tierra, la etnia, la nación o la clase; el influjo misterioso de poetas,
políticos, héroes y villanos; las leyes de hierro de la historia que
67
Irene, V. (2022). El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo
antiguo. (1.ª ed., p. 530). Barcelona: Penguin Random House.
167
jamás se hacen explícitas para no ser desacreditadas; la naturaleza
del hombre, de sus relaciones sociales o de su interacción con el
entorno, que se presentan como divinidades vestidas de ciencia.
Las historias, para ser aceptables por el simio mentiroso que
domina la Tierra, no pueden presentar huecos, han de formar un hilo
narrativo coherente. La historia solo permite el tedio en los círculos
profesionales y la popular se ha de consumir en forma de narración,
lo cual tiene dos consecuencias inmediatas.
En primer lugar, esos cuentos que ahuyentan la oscuridad han
de contar con unos personajes que, al igual que hacían los griegos
con sus divinidades, han de tener características humanas, aunque
posean poderes sobrehumanos. Realmente, no hemos dejado de
reescribir a Homero una y otra vez, tejiendo y destejiendo la misma
historia, aplicándola a otros tiempos. Nuestros personajes tendrán
unos objetivos, unas virtudes y unas debilidades, un carácter concreto,
amigos y enemigos, aspiraciones y temores. Esos personajes podrán
representar a fuerzas difusas, a conceptos, a ideas. Así, entre los
rescoldos de las hogueras, afirmamos que nuestra nación aspira a
tal cosa y que teme aquella otra, que nuestra clase social sufre a
causa de aquel personaje, pero será liberada gracias a esta idea,
que la familia es una institución que quiere proteger estos valores
y que se ve amenazada por aquella tribu, que los fantasmas de
los muertos de nuestro bando en la guerra claman venganza y les
debemos obedecer, que Troya se merecía su destino y como griegos
así lo debemos pensar.
En segundo lugar, esos relatos que nos enseñan a convivir con
el caos no pueden tener huecos. Necesitamos saber, necesitamos
respuestas. Cuando el historiador nos cuenta que en aquellas
ruinas vivieron unas gentes de las cuales solo sabemos cómo
enterraban a sus muertos, cómo construían sus viviendas y de qué
se alimentaban, nuestro cerebro de sapiens cuentacuentos se rebela
automáticamente. Necesitamos imaginar el resto: como hablaban,
copulaban, comerciaban, guerreaban; como se amaban y odiaban,
por qué desaparecieron y quién fue el culpable y, especialmente, qué
relación tenemos con ellos. ¿El historiador no nos puede responder?
Busquemos al chamán, pues él nos servirá mejor. Necesitamos
comprar un producto y en su tienda encontramos todo tipo de
pócimas mágico-históricas. De hecho, nos puede manufacturar el
discurso histórico que deseemos. ¿Queremos pensar que en aquel
asentamiento vivieron nuestros antepasados directos y, por tanto,
168
tenemos el derecho a poseer esa tierra? Sin problema. ¿Acaso
preferimos ver en ellos a los ancestros de nuestros opresores y la
justificación de nuestra lucha? A la orden. ¿O tal vez prefiramos
legitimar nuestra tradición religiosa, cultural o incluso racial? Nuestro
tendero favorito satisfará nuestras necesidades. Sin embargo, tal vez,
el precio a pagar por sus servicios no sea tan explícito como nos
gustaría pensar. Desde que Sapiens desarrolló el gusto por contar
historias, o La Historia, frente a la crepitante hoguera del clan, algunos
de los encargados de esa labor pronto intuyeron el poder que se
escondía tras esa aparentemente inocente actividad. El mundo que
tejían esas historias condicionaba el mundo material en el que vivían.
Era el que justificaba el poder del líder, la espiritualidad del chamán,
las propiedades del rico, la servidumbre del esclavo. Esas historias
nos decían, ni más ni menos, quiénes somos, qué es lo bueno, lo
hermoso y lo virtuoso, a quien debemos amar y odiar, cómo hemos
de comportarnos, qué ejemplos del pasado merece la pena emular.
Ese mundo poblado por esos espíritus que son las ideas podía ser
modificado, incluso diseñado, y se solapaba con la materialidad que
les rodeaba. No determinaba si el grano crecía, pero sí quien era
el propietario; no sentenciaba al anciano a morir por su edad, pero
sí al reo por incumplir las normas que ese mundo dicta. Pronto los
chamanes, disfrazados de historiadores, aprendieron a ofrecer sus
servicios a quienes detentaban el poder y a quienes aspiraban a
hacerlo, a justificar la desigualdad o la revolución contra ella, a definir
quién era aceptable en nuestra tribu y qué normas debía tener esta.
A lo largo de esta modesta obra hemos intentado mostrar que
ninguno de nosotros puede escapar al influjo de estas artes, pues la
existencia de un mundo intersubjetivo en el que interactuamos en red
es consustancial a nuestra especie. Somos unidades de intercambio
de información y no sabemos ser otra cosa. Parte de esa información
es nuestra visión de la historia, siendo un elemento crítico del sistema
en su conjunto, pues al igual que en un arco de bóveda una piedra
sujeta a otra y todas entre sí, ninguna cultura existe sin explicar su
origen en el tiempo, su desarrollo hasta el presente, que proyectamos
hacia el futuro; ninguna existe sin los contadores de historias que
disipan nuestro horror existencial.
Entonces, ¿somos esclavos de nuestro pasado? ¿No podemos
más que elegir la pócima menos nociva para nosotros? Este ensayo
procura, precisamente, ser un alegato a la libertad. No tenemos
más remedio que ser como somos y contarnos una historia que nos
169
explique el mundo en el que vivimos. Pero podemos elegir la verdad y
la justicia. El problema es que la verdad es parcial y la justicia relativa.
Cuando miremos a nuestro pasado, hemos de ser conscientes de que
en gran parte de las ocasiones la respuesta más cierta es aquella que
afirma con rotunda certeza que eso no lo podemos saber. Podemos
citar a cierto filósofo que afirmaba que de lo que no se puede hablar
es mejor callar. Todos esos huecos, todos esos rincones oscuros,
serán rellenados con la imaginación consciente en el mejor de los
casos y con los productos intelectuales de pseudohistoriadores en
el peor. Las únicas armas para no contaminarnos de las malas artes
del chamán son el espíritu crítico y el conocimiento de sus oscuros
métodos. A forma de metáfora, podemos decir que la única forma de
combatir al diablo es conocer sus trucos.
Tal vez la enseñanza de la historia y su uso popular adolezcan
de esta necesaria perspectiva. El ser humano es un náufrago en
medio de un inmenso océano y solo posee una linterna que emite
un modesto haz de luz. Solo podemos afirmar que, hasta allí donde
rasga la oscuridad de la noche, solo hay mar; pero nuestra mente no
acepta esa respuesta. Necesitamos saber qué hay más allá, donde
la oscuridad fagocita la razón. Necesitamos una respuesta y la luz
no nos la puede proporcionar. Podemos optar por dos rutas. La
primera de ellas es la más dura, pues implica aceptar que nuestro
conocimiento es limitado, que mucho de lo que afirmamos es una
suposición y que las grandes preguntas o no tienen respuesta o no
deseamos escucharla. El rumbo alternativo, el más transitado por
ser el más placentero, consiste en llenar los vacíos con algún tipo
de fe, aunque sea laica. Si optamos por la segunda de las rutas, no
debemos menospreciar sus ventajas, pero tampoco sus peligros, pues
si olvidamos que ese mar lo hemos construido con nuestra propia
voluntad, acabaremos sucumbiendo a los cantos de las sirenas que
nosotros mismos creamos. Fingebant simul credebantque.
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