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Afectividad y cognicion

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Afectividad y cognición
Juan José Sanguineti
Clases dadas en el Instituto de Filosofía de la Universidad Austral (Pilar, Argentina),
Semana de Investigación Interdisciplinar “Del cerebro al yo”, 31 de julio al 3 de
agosto de 2017
INDICE
I. Conocimiento y afectividad
1. Información y afectividad
2. Percepciones, conciencia, afectividad
II. Análisis de la voluntad: amar y querer
1. Querer, voluntad
2. El acto de querer y sus diversos sentidos. Análisis preliminar
3. El querer activo como decisión de actuar
4. Querer como amor
5. La afectividad se reduce al amor
6. Dimensiones del querer como amor
6. 1. Amor natural y amor electivo
6. 2. Amor personal de sí y amor personal de donación
6. 3. Amor como deseo y como complacencia
7. El yo afectivo-voluntario
8. La división tripartita
9. ¿Qué supone el amor de amistad?
9. 1. ¿Se puede definir el amor?
9. 2. Requisitos del amor
9. 3. Las exigencias del objeto
III. Conocimiento intelectual y amor
1. Algunos puntos históricos
2. Lo originario del amor
3. La intencionalidad existencial de la voluntad y el amor
3. 1. Glosa de algunos textos tomistas
3. 2. Trascendencia y alteridad
4. Lo unitivo del amor de amistad
5. Conclusiones
2
I. Conocimiento y afectividad
1. Información y afectividad
La distinción entre cognición y afectividad es tradicional en filosofía y
psicología. Ella corresponde a nuestra experiencia común1. Notamos sin dificultad que
una cosa es tener ideas o estar informados y otra es sentir afectos, como la rabia o la
desilusión. La información puede darse sola y sin sentimientos. En este sentido, nos
parece “fría” o afectivamente neutra: saber que vivimos en una ciudad, conocer el
nombre de las personas, saber matemáticas, etc. La información se transmite
fácilmente a través del lenguaje. Es, pues, algo objetivo, que se refiere a cualquier cosa
del mundo y no sólo a nosotros. Una vez que se objetiva en el lenguaje, es pública, es
decir, está a disposición de todos los que entiendan ese lenguaje. Es objeto de
enseñanza en escuelas y universidades. ¿De qué informa? De lo que son las cosas, o de
cómo son o podrían ser. Sin duda, puede suscitar sentimientos. Una mala noticia
entristece. La ansiedad por recibir una noticia futura que nos interesa, como la nota de
un examen, es también una situación afectiva de cara a un conocimiento. El afecto
puede preparar un conocimiento, o aparecer como su consecuencia.
Los afectos, por su parte, llámense así, o emociones, o sentimientos, si bien se
relacionan con el conocimiento, pues normalmente lo presuponen, constituyen un
ámbito propio irreductible a la información. Decimos que se sienten. Las ideas no se
sienten, sino que se captan, se advierten o se tienen. Además el tener información
como acto personal suele pasar inadvertido, pues el que la tiene está centrado en lo
objetivo, salvo que reflexione sobre la propia información, por ejemplo para cotejarla
(ver si es correcta o no). Los afectos, en cambio, son esencialmente subjetivos y por
eso son difícilmente comunicables, o bien se puede comunicar a otro que los tenemos,
pero eso no significa que el otro los comparta. Puedo informarle a otro que estoy
contento, pero no por eso le transmito mi estado afectivo. El hecho de estar viviendo
1
En los análisis que siguen emplearé primeramente un método fenomenológico y lingüístico,
es decir, tendré en cuenta, para comenzar, la experiencia común y el sentido ordinario que
damos a las palabras, asumiendo como trasfondo la filosofía tomista, pero sin tomarla como un
a priori intocable. Mi deseo es que el lector de estas páginas no las lea a la luz de lo que él ya
sabe sobre Santo Tomás u otro autor, sino que entre en el análisis que propongo con el espíritu
heurístico que anima mis reflexiones.
3
este estado, que es mío, privado, aunque se manifieste, no afecta necesariamente a los
demás.
La palabra afecto connota esta subjetividad: indica algo que nos “afecta” o nos
toca en nuestro mismo ser y que por eso hace sufrir o gozar, lo cual es ya una situación
afectiva básica. La idea no nos afecta, y si lo hace es sólo porque genera en nosotros un
afecto. Los términos afecto, sentimiento, emoción, indican ese “tocar íntimo” propio de
esos estados subjetivos: son algo que mueve, sentimos, vivimos, etc., lo cual indica que
el sujeto que los tiene o los “padece” –he aquí otro término clásico empleado para los
afectos: pasión– vivencia de un modo especial su subjetividad.
Una idea es también la posesión de un sujeto que la tiene. Sin embargo, la idea
no dice mucho del sujeto, pues está volcada toda ella hacia el objeto. En cambio, el
afecto es un vivenciarse del sujeto como tal. Esto no lo encierra en sí mismo, pues el
afecto puede implicar una relación con otro, como por ejemplo cuando uno siente
misericordia. Aunque se puede decir que el afecto “informa” de cómo está el sujeto
psíquicamente, la expresión es un modo de hablar cognitivo de algo que no es
puramente cognitivo, o que lo es de una manera completamente diversa de lo que
ordinariamente llamamos conocimiento.
En definitiva, en el afecto el sujeto se siente a sí mismo como sujeto vivo y
existente, en tanto se encuentra en cierta situación real. Por eso el afecto no es
abstracto, como puede serlo la información. De un sujeto que no tuviera afectividad
dudaríamos que fuera un verdadero sujeto. Podría ser una computadora. En cambio, si
nos dicen que una computadora es afectiva o afectuosa, la expresión nos parece
ridícula. Un robot con emociones, si es un auténtico robot –una máquina informática
que desempeña una tarea–, no puede tener más que emociones fingidas, que se reducen
a su expresión exterior. El afecto es subjetivo en el sentido de que implica una
auténtica subjetividad o interioridad. El afecto, en el ser humano, es un estado del yo
como yo.
2. Percepciones, conciencia, afectividad
La dualidad entre conocimiento y afectividad se presenta tanto en los animales,
en el nivel sensitivo, como en los seres humanos, en un nivel no sólo sensitivo, sino
racional.
4
El nivel de la sensibilidad comprende percepciones y afectos. Los animales ven,
oyen, captan su entorno (cognición) y sienten placer, dolor, agitación, hambre, deseo
de venganza, etc. (afectividad). Nosotros, en cuanto racionales, tenemos además ideas
y actos de comprensión que adscribimos a la inteligencia, y al mismo tiempo
queremos, amamos, deseamos, tenemos intenciones y tomamos decisiones de actuar,
cosas que atribuimos a la capacidad voluntaria.
En la presentación anterior hemos descrito el tener información como un
conocimiento representativo o abstracto, que puede expresarse en un juicio (“sé que
Roma es la capital de Italia”). La percepción, en cambio, es más bien una aprehensión
o captación directa o inmediata de una realidad existente (“percibo la lluvia”). Sin
embargo, ella implica igualmente “obtener una información” de algo que es o sucede,
aunque no de modo abstracto y lingüístico (pero que puede expresarse en la
objetivación lingüística). La percepción es claramente un conocimiento, algo distinto
de tener una vivencia afectiva.
Por otra parte, hemos caracterizado a la afectividad en términos de vivencia que
tiene el sujeto acerca de sí mismo. Sin embargo, esto no basta, porque las percepciones
sobre nuestro cuerpo (propiocepción, interocepción, et .) son cognitivas y subjetivas, y
sin embargo no son afectivas.
El afecto añade a la percepción/sensación el captar vivencialmente algo como
bueno o malo para el sujeto, e inicialmente como agradable o desagradable (placer,
dolor). La sensación de tener manos es una percepción (conciencia sensible), sensación
que puede ser placentera, molesta (picor, dolor, etc.) o neutra. La afectividad es, pues,
una vivencia de sí mismo más aguda que la conciencia. La información es cognición
objetiva de una realidad en la que el sujeto no está implicado vivencialmente o en
primera persona, si bien toda información, si es operación del sujeto, supone la
conciencia de tenerla, y en este sentido sí es subjetiva. Por tanto, la conciencia, sea del
tipo que sea –sensitiva o intelectual– es subjetiva por definición. Pero la afectividad es
más íntima, porque indica un estado bueno o malo del sujeto, estado que él siente, es
decir, hace entrar la vivencia del propio estar bien o mal.
Notemos que “bueno” o “malo” en un sentido fenomenológico inicial se dicen
correlativamente de lo que se percibe como agradable o como doloroso, pero no de
5
modo aislado, sino precisamente como percepción consciente y subjetiva de algo
“nuestro” vivencial. Así, sentimos nuestros dedos (somatosensación), pero podemos
sentirlos con dolor, y entonces decimos que “estamos mal”, aunque si nos retraemos
hacia nuestro estado objetivo, pero subjetivizado, nos daremos cuenta de que nuestros
dedos están mal quizá porque sufren una herida, un pinchazo, etc., cosa que sentimos
como dolorosa.
Ontológicamente podrá ahondarse sobre qué significa el bien o el mal objetivo
de un cuerpo o de una realidad cualquiera (siempre viviente). En nuestro análisis
fenomenológico, el bien o el mal se nos muestran como una situación vital
objetivamente positiva o negativa y que además se siente (conciencia afectiva), aunque
comprendemos que la conciencia subjetiva podría faltar y que, sin embargo, el bien o
mal objetivo podrían estar igualmente presentes. En esquema:
Percepción:
captación inmediata y
existencial de algo que es
Conciencia:
cognición
vivencial del
proprio sujeto
Información: Estado
cognitivo objetivo.
Expresable lingüísticamente
Afectividad:
vivencia
consciente de un
estado bueno o
malo del sujeto
En este cuadro puede verse cómo la percepción de algo externo se traduce en la
conciencia cuanto surge la vivencia de que el sujeto cognoscente actúa y, por tanto,
vive. Tal conciencia se agudiza en los estados afectivos, en los que el sujeto se siente
6
bien o mal porque a algo suyo le va bien o mal. Todo esto puede verterse en una
información fría y objetiva, abstracta, que en teoría abandona toda vivencia. Es lo que
suele llamarse perspectiva de tercera persona. En cambio, lo que aquí hemos
denominado vivencial o subjetivo corresponde a los qualia de la filosofía de la mente y
a la así llamada perspectiva de primera persona.
Notemos que la palabra sentir, un modo genérico de indicar la subjetividad, suele
aplicarse ante todo a las sensaciones como tocar, ver, oler, etc., que indican estados u
operaciones del propio cuerpo, o puede usarse también para indicar los afectos (sentir
un dolor, una quemazón). Los afectos más altos y propiamente humanos se llaman
sentimientos, palabra que tiene la misma raíz que sentir.
II. Análisis de la voluntad: amar y querer
1. Querer. Voluntad
Consideremos ahora la voluntad, dimensión vista tradicionalmente como la
contraparte afectiva del sujeto inteligente. Cabe preguntarse si es correcto ver a la
voluntad como algo afectivo. ¿Sería quizá como una afectividad consecuente al
conocimiento intelectual? En parte sí, siguiendo a Santo Tomás, pero con algunos
matices.
Los animales tienen afectos, no voluntad. Experimentan una variedad de estados
afectivos, aunque al mismo tiempo esos estados se unifican en torno a una
“subjetividad centralizada”, si cabe hablar así: el animal-sujeto que percibe, sufre,
desea, se defiende, ataca, etc.
Esa unidad subjetiva en el hombre corresponde a lo que llamamos “voluntad”.
Con esta palabra indicamos la identidad de nuestra subjetividad que se auto-percibe
(“yo”) y actúa por sí misma, o dispone de sí misma libremente, cosa que presupone la
inteligencia (auto-conciencia), pero añade algo más a ella. La voluntad, en este sentido,
no se muestra ante todo como algo simplemente afectivo, y no es, sin más, la suma o
integración de nuestros afectos o estados sentimentales. No es el sentimiento de ser
nosotros mismos, aunque los sentimientos y emociones cualifican y “dan colorido” a la
subjetividad personal.
7
La voluntad de alguna manera es el núcleo mismo del yo, cosa que no puede
decirse de las emociones y sentimientos, que son sólo actos plurales. El yo no es la
persona, pero sí es la manifestación de la persona.
¿Cuál es la diferencia entre la voluntad y la auto-comprensión de nosotros
mismos o auto-conciencia intelectual? La voluntad añade a la auto-comprensión el
querer. Este es el acto propio de la voluntad. El “yo quiero” presupone la autoconciencia (“yo soy, soy consciente”) y se sobreañade a ella. Pero la inteligencia y la
voluntad no deben verse como separadas ni paralelas, sino que están como imbricadas
recíprocamente. La una está en la otra, pues no hay inteligencia humana que no sea
voluntaria, ni hay voluntad humana que no sea inteligente. Sin embargo, el acto
cognitivo de algún modo precede al volitivo, pues caben actos de conciencia de sí
mismo sin una explícita voluntad, y en cambio no caben actos voluntarios que no sean
conscientes. De todos modos, la voluntad y la inteligencia, como capacidades y como
estados, no son conscientes (se hacen conscientes en sus actos).
Debido a la peculiar intensidad del querer personal, con lo que esto implica de
gozo, sufrimientos, etc., se comprende que la voluntad sea más íntimamente indicativa
de cómo es el yo, es decir, la persona concreta, si lo comparamos con su autocomprensión. Si se nos dice cómo está la voluntad de una persona, la conocemos
mucho mejor, en su misma personalidad, que si nos dicen simplemente cómo se
conoce a sí misma y cómo conoce otras cosas. Querer es más expresivo de lo que uno
es que el solo conocer.
2. El acto de querer y sus diversos sentidos: análisis preliminar
A continuación vamos a analizar el acto de querer. Es el acto propio de la
voluntad, el acto voluntario (“yo quiero”). No tiene por qué ser una simple operación
que empieza y se acaba. Puede ser un acto constante o habitual que preside de modo
simultáneo una serie de actos seriales o en paralelo, al igual que un acto intelectivo
puede estar iluminando a una serie de actos subordinados. El querer habitual
permanente incluso cuando no se es consciente es un hábito. Pero puede ser
consciente, como cuando realizamos muchas operaciones animadas por un único acto
de querer.
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Se quiere algo. Por definición, eso que se quiere, sea lo que sea, es llamado un
bien. El querer es intelectivo, es decir, es fruto de una comprensión, una creencia, un
juicio de valor. Los animales quieren algunas cosas en el sentido de tener deseos y de
perseguir ciertos fines con su conducta instintiva, sin la mediación de una deliberación
consciente.
Querer en castellano puede significar: 1. Amar algo en general. 2. Desear algo:
una cosa o una acción, no todavía poseída o no aun realizada. La acción puede ser útil
o inmanente (valiosa en sí misma y no en función de otra cosa). 3. Complacerse en la
posesión o en la realización. 4. Proponerse hacer algo –tener una intención–, lo que
supone acercarse al momento de la decisión, esto es, a la determinación voluntaria de
una acción, cosa que exige poner una serie de actos que involucran al cuerpo.
Por otra parte, cuando se quiere algo –objeto del querer–, normalmente se quiere
hacer algo con ese objeto. Por ejemplo, amamos la música, pero lo que queremos
concretamente es escucharla. La música es el objeto querido o amado, y escucharla es
la operación inmanente asociada a ese gusto o amor. Amamos la matemática: lo que
amamos es contemplarla. “Amamos” una casa: puede ser que amemos el construirla, o
el habitarla, o quizá sólo verla y admirarla.
Utilizamos aquí la palabra amar en un sentido genérico. A veces se dice gustar,
querer (por ejemplo, “me gusta pasear”). Lo que cuenta aquí es que se da una adhesión
voluntaria, afectiva, apetitiva, etc., que en cada caso debe especificarse (“me gustan los
dulces” es un simple gusto sensorial; “me gusta escuchar a este orador” es una
complacencia intelectual). El empleo del término amor voluntario, en estos casos,
puede depender de lo que se entienda por voluntad. “Amar” en sentido propio, se
refiere sólo a personas (amor de amistad o de benevolencia).
Los ejemplos de lo que hemos dicho podrían multiplicarse:
– Querer bien a una persona (amor de amistad).
– Querer hacer un viaje (intención aún vaga –querríamos, nos gustaría–, deseo no
decidido, tal vez condicionado). Puede ser un deseo emocional (“!cuánto me
gustaría!”) o una intención aún no llevada a la decisión (“tengo la intención de viajar,
si no surge ningún inconveniente”).
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– “Quiero pagar”: expresión de un propósito firme, pero que debe ser aceptado
por otros.
– Querer como propósito o intención eficaz y decidida, por ej., de hacer un viaje.
– Elección preferencial dentro de un menú (“quiero esta corbata”).
– Acto de decisión que implica un compromiso, o una orden (el “sí, quiero” del
matrimonio; “quiero una cerveza” dicho al mozo de un restaurante).
– Realización de un acto voluntario: “hago esto porque quiero”. El querer
encarnado en una acción se llama acto voluntario. El elemento más emocional se llama
gusto o fruición: “!cuánto me gusta esto que estoy haciendo!” (pero a veces uno puede
hacer voluntariamente algo que no le gusta).
Como vemos, el querer voluntario se puede desglosar en una serie de pasos en
los que se presenta una dimensión emotiva o propiamente afectiva y una dimensión
activa que se va determinando hacia la acción. Tomás de Aquino ha analizado algunos
de esos pasos en su célebre estudio de los estadios por los que va pasando el acto
voluntario2: intención (de actuar en vistas de un fin); deliberación (cómo llegar a ese
fin); elección o decisión sobre lo que se hará para llegar a ese fin; imperio o moción
voluntaria a otra potencia (por ej., el cuerpo) para realizar la acción; gozo al alcanzar el
fin buscado3.
Si se analizan estos ejemplos, se verá –como dijimos– que normalmente hay una
articulación entre objeto y operación respecto a él. Además, lo querido puede estar en
función de otra cosa, y así siguiendo, hasta que se llega a algo querido por sí mismo4.
Así, si vamos a emprender un viaje, es porque esta acción se destina a otra, que puede
ser el encuentro con una persona, una reunión, la contemplación de cosas bellas (en
viajes de paseo). Si queremos un libro, lo que queremos es leerlo. La operación puede
ser transitiva si se trata acciones útiles (el constructor quiere construir la casa), o bien
2
Cfr. S. Th. I-II, qq. 11-17.
Menciono estos pasos de modo simplificado. No me fijo ahora en la dimensión cognitiva del
querer, pues lo que en este momento deseo resaltar es la doble componente afectiva y operativa
del acto voluntario (amor y decisión, o amor y acción voluntaria).
4
Lo querido por sí mismo puede admitir cierta complejidad, porque uno puede proponerse
cosas que tienen múltiples efectos y quizá le interesan todos ellos, o uno más principalmente, y
otros como consecuencias (“matar varios pájaros con un solo tiro”).
3
10
inmanente (el actor de un film realiza sus acciones proponiéndolas como objeto
contemplativo).
¿Qué se quiere o puede quererse? Cualquier cosa o acción, en infinita apertura,
lo mismo que se puede entender todo lo que es (o no es, en cuanto negación del ser).
La voluntad tiene la misma apertura trascendental que la inteligencia. Todo lo que es,
incluso ideal o posible, puede ser objeto de un querer o de un deseo intelectual. Por eso
el bien es un trascendental del ser. Todo lo que es, es bueno, lo que significa que todo
lo que es puede resultar amable o valioso de alguna manera para el hombre. Insisto en
que algo se ama o se quiere para hacer algo con ello, no necesariamente útil. ¿Se puede
amar a una estrella? No, pero sí se puede amar estudiarla. Este objeto puede atraernos
como una realidad valiosa que da gusto estudiarla y contemplarla. Queremos a una
persona: esto puede significar querer compartir con ella ciertas actividades, o
acompañarla si lo necesita, o también podemos quererla en el sentido de que
procuramos que tenga lo que le hace falta, y cosas de este tipo.
3. El querer activo como decisión de actuar
De los análisis precedentes puede verse cómo, en definitiva, el querer posee una
doble dimensión: una pasiva, que es el amor afectivo hacia algo valioso, despertado
por el valor mismo de lo amado, y otra activa, que es la movilización voluntaria de la
conducta para alcanzar, defender o mantener lo amado, cosa variable según el tipo de
bien querido y las operaciones requeridas para obtenerlo o poseerlo5.
5
En la terminología tomista, lo que se ama suele llamarse fin, o bien, y lo que se hace en
función del fin a veces suele traducirse como medio, si bien Tomás de Aquino habla sólo de
“lo que lleva al fin” (ea quae sunt ad finem) (cfr. S. Th., I-II, q. 8, a. 2). Estimo que un uso
excesivo de la terminología fin-medios puede dar una falsa idea utilitarista del amor y los actos
consiguientes al amor. En vez de fin, modernamente a veces de habla de valores. La temática
de los fines amados (cosas o personas) no debe ser absorbida sin más por la cuestión del último
fin, porque entonces todo lo demás se vería, instrumentalmente, como “medios”, lo que no
corresponde al pensamiento de Tomás de Aquino. Los bienes en sí, amables como fines y no
como medios, son muchos (familia, trabajo, diversión, etc.), y no siempre es necesario
jerarquizarlos de modo absoluto. En esta temática conviene evitar tres defectos: el
intelectualismo, el “jerarquicismo” o afán de jerarquizarlo todo (en vez de reconocer la
variedad, todo lo que sea diverso “deberá” ordenarse como lo superior y lo inferior) y el
monismo (por ejemplo, reducirlo todo a un único fin). Cfr. sobre este punto mi trabajo
Immanenza e transitività nell'operare umano, en Atti del III Congresso Internazionale della
SITA, Etica e società contemporanea, Ed. Vaticana, Ciudad del Vaticano 1992, vol. I, pp. 261274.
11
El querer activo se orienta a la acción. Consiste, pues, en la voluntad de obrar, lo
que presupone el poder hacerlo –si no se puede, la acción se paraliza– y, por fin, la
determinación decisoria de hacerlo, de donde nace la movilización física y mental (por
ejemplo, el comando motor estudiado por la neurofisiología de los actos voluntarios).
El que quiere hacer algo activa todos los recursos psíquicos y físicos para hacer eso
que quiere: poner atención, recordar cosas, eliminar obstáculos, prever resultados,
hacer consultas, etc.
Según la visión tradicional, confirmada por la neurociencia, dos momentos
importantes aquí son la decisión y la ejecución. Basta pensar en ejemplos sencillos, por
ejemplo, la decisión de hacer un viaje. Esa decisión puede ser fruto de una deliberación
movida por deseos o apetitos. Una vez que se tiene, se movilizan los recursos de todo
tipo, controlables por el sujeto, para que puedan tomarse sub-decisiones más concretas,
de segundo o tercer nivel (por ej., qué medios de transporte utilizar, en qué horario,
etc.), con sus correspondientes actos ejecutivos (encender la computadora para ver los
transportes, pagar, etc.).
Todo esto es eminentemente activo y muestra el autodominio de la persona sobre
sus actos y su cuerpo (lo que hoy se llama agency). El acto decisorio es especialmente
activo, pues cada uno experimenta que puede ponerlo o no ponerlo con plena
voluntariedad (free will). La decisión tiene algo de creativo. Hace que algo que no
existía, sea, o que algo que es, deje de ser. Puede aquí decirse: “es mi voluntad que
esto sea o que sea así” (ut sit), o que no sea (ut non sit).
Se ve así como la voluntad es una verdadera potencia de acción. Con frecuencia
se entiende por voluntad, en el lenguaje ordinario, especialmente este dominio o
potencia decisoria y operativa, obviamente si es libre. Por eso las personas estimadas
como “fuertes de voluntad” son las que, cuando quieren algo, lo hacen o lo consiguen
venciendo todo tipo de obstáculos.
En las órdenes, la ejecución corre a cargo de otros, y por parte del agente implica
la autoridad y la acción de dar la orden a alguien. Pensemos, por ejemplo, en una
voluntad testamentaria, que se extiende más allá de la vida del agente. Naturalmente
también el acto de obediencia implica una decisión, lo que implica la apertura de la
voluntad a la recepción o acogimiento del mandato.
12
4. Querer como amor
Decidimos hacer cosas por motivos racionales (“hago esto porque resulta
conveniente para obtener lo que pretendo”), pero más en la raíz decidimos en cuanto
nos vemos impulsados a obrar por algo valioso que queremos obtener o salvaguardar, y
que por tanto amamos, conociéndolo como valioso o apreciándolo como tal. Esa
apreciación se puede calificar como deseo, apetito, amor, y eso a lo que se dirige,
como vimos, lo llamamos un bien, algo bueno para nosotros.
El deseo podría nacer de un impulso sensible, como el hambre o la sed, pero aún
así, si actuamos racionalmente, tenemos que consentir a tal impulso, porque por
encima del deseo sensible está el quererlo (o quizá rechazarlo, aunque atraiga en un
momento), porque lo vemos como un bien para nosotros. Esto puede suceder
implícitamente. El que come, no suele reflexionar sobre la conveniencia de comer.
Pero ordinariamente no come como un animal, por puro instinto, sino porque quiere (y
podría no querer, por ejemplo, porque decide ayunar o seguir una dieta).
Las cosas que estimamos primordialmente –el valor de la familia, la auto-estima,
el honor, la moralidad, la religión, la ciencia, la salud, la amistad, el arte, etc.– no
suelen ser objeto de elección ni de decisiones, sino que más bien son los valores o
bienes según los cuales decidimos hacer esto a aquello, es decir, orientamos nuestra
conducta.
Los clásicos griegos, como Platón y Aristóteles, veían a los afectos, en general,
como pasiones sensibles (amor, deseo, miedo, rabia, etc.), contrapuestos a la razón y
subordinados a ella. Como pasiones sensibles las compartimos con los animales. Ellas
se relacionan con bienes sensibles, que son aquellos bienes que pueden gustar y atraer
a los animales (sexo, alimento, la cría, el afecto a un dueño, el dominio de un
territorio).
Sin embargo, los seres humanos nos sentimos atraídos por bienes espirituales,
inmateriales, no meramente sensitivos, como pueden ser la ciencia, la filosofía, el arte,
la contemplación de valores estéticos, la política, la educación, el Derecho, la amistad
personal, Dios. Estos bienes tienen aspectos sensibles (por ejemplo, un libro), pero no
se reducen a ellos. Ante ellos podemos sentir afectos semejantes, en algunos aspectos,
13
a los que sentimos ante los bienes fisiológicos (deseo, temor, ira, placer, etc.). En
conjunto constituyen lo que podríamos llamar la afectividad espiritual o personal.
El acto personal de adhesión a esos bienes, e incluso a los bienes sensibles por
consentimiento, puede llamarse amor en sentido amplio, y puede adscribirse a la
voluntad y definirla como tal (porque una potencia se define por sus actos y sus
objetos)6. Tener voluntad es, en este sentido, no sólo poder decidir, sino poder amar, lo
cual es previo y condicionante de las decisiones.
He aquí un esquema de lo visto hasta ahora:
6
Tomás de Aquino atribuye a la voluntad los afectos espirituales, algunos de los cuales pueden
darse en los ángeles y en Dios. Cfr. S. Th., I, q. 19, a. 1, ad 2; s. 2; I, q. 20, a. 1. “Amor igitur et
gaudium et delectatio, secundum quod significant actus appetitus sensitivi, passiones sunt, non
autem secundum quod significant actus appetitus intellectivi”: S. Th., I, q. 20, a. 1, ad 1.
14
Voluntad como amar -à lo
amable terminal (personas, u
objetos
de
operaciones
inmanentes: ciencia)
Afectos espirituales: deseo,
esperanza, gozo
Pasiones
o
apetitos
sensitivos
(hambre,
Voluntad como decisión
(agency)à hacer algo
conveniente en función de
lo que se ama: ACCION
DECIDIDA
Objeto y operación
Libro: leerlo
Ciencia: contemplarla.
Persona:
comunicar
con ella, compartir
bienes, ayudarla
Comando
sed,
motor:
ganas sensibles)
conducta
Fin alcanzado:
Gozo
Como se ve, el amor acompaña a todas estas fases afectivas, decisorias y
conductuales, en las que interviene también la cognición, aunque no nos hemos fijado
en ella ahora.
El amor como afecto primordial de la voluntad, de donde nace el resto de los
actos, no se decide, sino que responde a una atracción que un determinado bien
despierta con relación al que ama. Se experimenta como algo pasivo o que sobreviene
al sujeto, sin que éste necesariamente lo busque, aunque sí puede predisponerse,
preverlo o evitarlo, en base a sus conocimientos. De modo originario, el amor responde
15
a una dimensión pasiva profunda de la voluntad humana, constitutiva de su dinamismo
trascendental y signo a la vez de su altura espiritual y de su finitud. No es creador del
bien, sino que se deja “afectar” por él. El amor no se decide, sino que simplemente
nace ante lo valioso y amable.
5. La afectividad se reduce al amor
Como vieron los clásicos, toda la afectividad se reduce de alguna manera al
amor o, lo que es lo mismo, el amor es el núcleo de toda afectividad. No es, por tanto,
un afecto o sentimiento especial, sino que penetra o da vida a todos los afectos, que se
diferencian según las diversas situaciones en que el sujeto se encuentra respecto a lo
que ama. Según Santo Tomás, “no existe ninguna otra pasión del alma que no
presuponga el amor”7. Igualmente, “toda acción que procede de cualquier pasión nace
también del amor como de su primera causa”8.
Tenemos ante todo la polaridad amor/odio, es decir, la adhesión de amor a algo
que por eso se llama bien, o lo contrario, la repugnancia o rechazo de algo que
contraría el bien amado –el mal, lo malo– y que por eso es odiado (por ejemplo, la
privación de lo amado, o el sujeto que causa esa privación). El odio, así, no es
originario, sino que surge del amor.
Si lo amado no se tiene, surge el deseo o afecto hacia ese bien al que se tiende y
que aún no se posee, o la esperanza, si se confía llegar a él, o la valentía si se procede
a conquistarlo y es difícil, y así siguiendo. Si lo amado se ha perdido, suscita dolor,
pena, nostalgia, etc. Si parece que se puede perder, hace surgir el temor, y si se ve que
ya no se puede alcanzar, trae consigo la desesperación. Si lo amado se posee, causa
gozo, y tristeza o sufrimiento si no se posee. Esto puede referirse a uno mismo o a las
personas que amamos: podemos sufrir porque nos falta un bien, o porque le falta a
quien queremos, y análogamente en los demás afectos y sentimientos.
Puntos semejantes pueden decirse respecto del mal y la afectividad que
desencadena. El mal es, en un sentido radical, una privación del bien debido, pero a
veces llamamos males a las cosas que provocan esa privación, y malos o malvados a
7
“Nulla alia passio animae est quae non praesupponat amorem”: S. Th., I-II, q. 27, a. 4.
“Omnis actio quae procedit ex quaecumque passione, procedit etiam ex amore, sicut ex prima
causa”: S. Th., I-II, q. 29, a. 6, ad 2.
8
16
las personas responsables de tales privaciones. La amenaza de males trae miedo, su
presencia provoca sufrimiento, o indignación si nace de una injusticia, su desaparición
causa alegría, etc.
Se entiende ahora más claramente que las grandes polaridades de la vida afectiva
son: amor/odio, bien/mal, gozo/dolor.
6. Dimensiones del querer como amor
El dinamismo del querer voluntario como amor no siempre es el mismo de cara a
las diversas realidades amables. Pueden distinguirse en él dos dimensiones
estructurales. Una comporta el binomio amor natural/amor electivo, y otra el binomio
de amor personal de sí y amor personal de donación (que más o menos o corresponde a
la distinción clásica entre eros y ágape)9. El primer binomio se inserta dentro del
segundo.
6. 1. Amor natural y amor electivo
Existe primariamente un aspecto innato o natural de la voluntad humana en
cuanto ordenada a amar bienes –personas, cosas, actividades– que podríamos llamar
constitutivos o antropológicamente naturales, si bien la persona experimenta el
elemento afectivo sólo cuando opera conscientemente. Así, son bienes para la persona
humana Dios, las demás personas, ella misma, junto a actividades como la vida social,
la ciencia, el trabajo, y otros más que pueden investigarse. El orden de la voluntad a
estos bienes es lo que Tomás de Aquino denomina voluntas ut natura. Una privación o
deficiencia en la adquisición, posesión o salvaguarda de ellos comporta un sufrimiento
personal intolerable si no es subsanado, porque implica una forma de fracaso
existencial, al ser la quiebra de algo a lo que la persona está naturalmente ordenada.
Un individuo, por ejemplo, puede perder a un amigo. Como no está naturalmente
ordenado a él, aunque esa pérdida le haga sufrir, no por eso supone un fracaso
9
La dualidad de eros y ágape se puede interpretar de modos variados o con diversos matices.
Cfr. al respecto, Benedicto XVI, Encíclica Deus Caritas est, Roma 2005, n. 7. Aquí me atengo
a la interpretación propuesta arriba.
17
existencial. En cambio, si alguien no tuviera ningún amigo, le faltaría algo a lo que su
misma naturaleza le inclina, y así se malograría como persona10.
Otros bienes subsiguientes son una concreción más o menos contingente –pero
necesaria como concreción– de la capacidad y necesidad de amar del ser humano. En
este caso, según las circunstancias de la vida, la voluntad como amor presenta una
dimensión electiva en la que deben intervenir decisiones, según los casos11. Así, la
persona está tendencialmente orientada a tener amigos, a trabajar, a hacer cosas, etc.,
pero en lo concreto de su vida tendrá que elegir, o aceptar si le viene dado, sus amigos,
sus tareas, su misión en la vida.
Esta elección tiene algo de pasivo y de activo. Puede ser pasiva, en un sentido
alto de la palabra, porque nacerá de una atracción que ejerce sobre su voluntad algún
bien valioso, o quizá de la aceptación de algo bueno que viene dado en la vida. Pero la
elección es también activa, especialmente cuando resulta de una búsqueda personal.
Sólo en dos casos no se da la situación de tener que elegir bienes “concretos” a
los que se tiende porque aún no se poseen. Uno es el amor a uno mismo. Nadie tiene
que elegir amarse a sí mismo, porque esto viene dado naturalmente, aunque sí tiene
que buscar, elegir, aceptar, etc., los bienes exigidos por ese amor natural (desarrollar
sus talentos, buscar una situación aceptable en la vida, etc.). Otro caso, muy distinto y
fundamental, es el amor a Dios. A esto el ser humano tiende naturalmente, porque aquí
está en juego la felicidad de su vida, aunque sí son necesarios los actos concretos
decididos voluntariamente que conducen efectivamente a tal amor (por ejemplo, el
respeto de la ley moral, visto como exigencia del ordo amorum a que antes me he
referido)12.
10
Las pérdidas más graves son, en este sentido, las que atentan contra el bien moral, dado que
la ética custodia el ordo amorum propio de la persona.
11
De algún modo este aspecto corresponde a la voluntas ut ratio de Santo Tomás, aunque este
concepto puede referirse también a la elección de los medios útiles, que exigen, para
conocerse, un razonamiento práctico (“si quiero mantener la salud, debo comprar estas
medicinas”).
12
Este punto merecería ser explicado con más detalle, pero no lo haré en estas páginas.
18
6. 2. Amor personal de sí y amor personal de donación
En un sentido absoluto, lo que de verdad se puede amar es una persona, porque
todo lo demás que puede amarse –ciencia, bienestar, riqueza, honor, poder– implica
una relación a la persona13.
Esto se da primeramente en el amor personal y natural a sí mismo. Eso no quiere
decir que los bienes queridos para nosotros mismos (ciencia, arte, etc.) comporten
egoísmo –el egoísmo es sólo un amor desordenado a sí mismo–, ni tampoco que ellos
se aprecien en un sentido puramente instrumental o utilitario. El que ama
desinteresadamente la física, la matemática, la filosofía, el arte, etc., no está buscando
en ningún sentido su realización personal, ni tampoco le gustan esas ciencias de un
modo simplemente instrumental (para gozar de ellas, etc.). Sin embargo, esas
realidades –lo mismo podría decirse de cosas materiales– se quieren en tanto que son
asumibles como objeto de contemplación o de acción personal. El matemático
enamorado de su ciencia en cierto modo se olvida de sí, de otros intereses, quizá de su
salud, pero eso que ama es objeto de su acto contemplativo, sin el cual su amor a la
matemática no tendría sentido.
Las demás personas son amables por sí mismas a causa de su valor y dignidad
propia, aunque a veces puedan ser a la vez queridas por alguna utilidad personal, lo
que supone siempre el riesgo de caer en el egoísmo y la instrumentalización. De todos
modos, es compatible amar a alguien por sí y también porque nos presta un servicio,
porque el amor a sí mismo y el amor a los demás no son incompatibles.
El amor al otro por el otro, buscando su propio bien, con generosidad, se llama
tradicionalmente amor de benevolencia o de amistad –en el plano sobrenatural de la
gracia, corresponde a la caridad cristiana, al amor como caridad–, así como el amor de
cosas que están en función de las personas –amor a la salud, al bienestar, etc.– se
denomina amor de concupiscencia y suele entenderse como la búsqueda de bienes que
13
No tiene sentido amar –con amor de amistad– algo que no puede corresponder con amistad,
es decir, lo que no sea una persona. Con los animales cercanos a nosotros es posible
encariñarse sensiblemente –amarlos en este sentido–, pero no propiamente ser sus amigos,
porque no podemos compartir su vida y ellos no son capaces de comprender ni de
corresponder a nuestro amor. Tomás de Aquino señala que no es posible el amor de amistad
con los seres irracionales: cfr. S. Th., II-II, q. 25, a. 3.
19
perfeccionan a uno mismo, lo cual, insisto también en este caso, no es egoísmo14. La
dualidad “amor de concupiscencia” y “amor de amistad” responde al tradicional
binomio de eros y ágape15. En nuestros días el amor de amistad suele llamarse también
amor de donación.
El binomio de amor natural y electivo se inserta en el de eros y ágape. Respecto
al eros con relación a uno mismo, es obvio que se trata de un amor natural que no se
elige, como he señalado arriba, si bien se eligen los bienes necesarios, u optativos, que
sirven para el propio perfeccionamiento personal (por ejemplo, cuando alguien decide
estudiar lenguas). Ese perfeccionamiento personal no contradice al amor desinteresado
a los demás, como dijimos. Es más, a veces ambos amores se potencian mutuamente.
Así, el conocimiento de una lengua, siendo un perfeccionamiento personal, a la vez
permite realizar muchos actos de servicio a favor de los demás.
El amor de donación, siendo un auténtico amor desinteresado que busca el bien
del otro sin más, aun a costa de sacrificios personales –pensemos, por ejemplo, en el
amor de los padres por sus hijos–, tiene algo de natural o necesario, porque la persona
que es incapaz de donarse a los demás se malogra a sí misma. Estamos hechos para
amar a los demás por sí mismos (y máximamente a Dios, por sí mismo). Sin embargo,
ese amor necesita ser “elegido” en varios sentidos, o porque tenemos que poner actos
voluntarios –decididos– de amor a los demás, de lo que se siguen muchas otras
decisiones y acciones consiguientes –por ejemplo, de servicio–, y, por fin, porque el
amor a los demás se concreta en las personas que tratamos o encontramos en la vida.
En este sentido, el amor de donación es un amor electivo.
Una exigencia fundamental del amor de amistad es que sea mutuo, porque una
amistad no correspondida no es completa y se diluye16. En su sentido más profundo, el
amor de amistad, como vio Aristóteles, exige un mutuo reconocimiento del otro como
si fuera uno mismo, y esto recíprocamente, con mutua aceptación y con mutua
14
Cfr. Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 26, a. 4.
Ya he señalado que eros y ágape pueden interpretarse de modos variados. Con frecuencia
por “eros” suele entenderse el amor apasionado, preferentemente con una componente sexual,
por el que un sujeto se siente cautivado, por ejemplo en el enamoramiento. Pero también puede
entenderse por eros el amor como deseo, antes de llegar a la unión (en el amor de amistad)
(cfr. S. Th., I-.II, q. 28, a. 2).
16
Cfr. Tomás de Aquino, CG, III, 151. “In amicitia non sufficit actus unius, sed oportet quod
concurrant actus duorum mutuo se amantium”: In VIII Ethic., lect. 5, n. 1605.
15
20
comunidad de intereses y afectos, dentro de la distinción de personas (sin fusión
personal). Así se ve cómo el amor de sí y el amor del otro se potencian recíprocamente,
aunque el que ama, en lo que concierne a sus afectos, se “olvida” de sí, como en
éxtasis y, por paradoja, ése es el mejor modo que tiene de amarse de verdad a sí
mismo. Esto no exige siempre que sea total o absoluto, pues puede referirse sólo a
algunos aspectos (lo mínimo es reconocer la dignidad del otro). En el amor conyugal
es muy intenso y tiene algunas peculiaridades. Es también intenso el amor de amistad
profunda. La amistad de entrega absoluta al otro es valiosa (y necesaria) sólo ante Dios
(si es ante un bien o persona finita, se transforma en idolatría).
Lo dicho anteriormente sobre el amor de amistad no excluye que pueda darse un
amor de donación que no sea de amistad porque el otro no se encuentra en una
situación de poder corresponder, por ejemplo porque es un niño muy pequeño, un
enfermo en estado inconsciente, o simplemente porque hacemos el bien a personas
lejanas o muy numerosas que no podemos tratar. En la vida cristiana, que pone el
centro en el amor a Dios, este amor es también correspondido, porque presupone servir
a los demás por amor a Dios, con quien en la vida de la gracia se entabla un amor de
donación recíproco y con valor de vida eterna.
Notemos que tanto el amor de sí como el amor de los demás implican siempre
una dualidad entre la persona y los bienes que se buscan para la persona (bienes útiles,
comunicativos, promocionantes, etc.). El que ama a otro, ama que éste crezca (no
busca poseerlo impidiéndole crecer). Pero no valora a la persona por los bienes que
tiene, sino por sí misma, porque de lo contrario estaríamos refiriendo esos bienes a uno
mismo (si uno estima a un matemático sólo en cuanto sabe mucha matemática, no tiene
una verdadera amistad con él).
Antes dijimos que la voluntad como amor es más bien pasiva, y que su
dimensión activa se manifiesta en la decisión y la acción. Podemos ahora preguntarnos,
el amor personal, ¿es pasivo o activo? La respuesta es que es tanto una cosa como la
otra. Es pasivo, en el sentido de que el valor personal (de los demás, de Dios) es
atractivo, y mueve naturalmente por atracción, pues todo lo valioso y bueno cautiva a
la voluntad. Así es especialmente el amor de donación, porque el sentirse atraídos,
aunque a veces suele verse como eros en cuanto implica un perfeccionamiento
personal, es compatible con el darse al otro que es amado (es más, exige el darse). Pero
21
precisamente porque es amor de donación, es a la vez máximamente activo, porque va
más allá del sentirse afectado por el bien amado, sino que, como respuesta propia del
dinamismo del amor de amistad, exige promover el bien del otro.
Sólo en Dios su amor de donación es puramente activo, pues Dios no puede amar
perfeccionándose. Dios no es “atraído” por bienes, sino que crea, con generosidad, a
las personas que quiere amar, y ordena bienes para ellas.
6. 3. Amor como deseo y como complacencia
Hago una breve anotación sobre el amor como deseo y como complacencia. Más
que una nueva dimensión del amor, aparte de las dos que hemos considerado en 6. 1. y
6. 2, se trata de dos fases del dinamismo del amor, sea cual sea. Cuando lo que se
quiere no se posee, evidentemente se desea. El amor se manifiesta aquí como deseo17.
Por eso clásicamente el amor ha sido considerado como apetito, inclinación o
tendencia, es decir, como cierta ordenación intencional hacia algo que tiene que
lograrse.
Una vez que lo amado se posee, cesa como motus y se vive como complacencia
en lo amado. Así decimos que Dios se ama a sí mismo complaciéndose en su propio
ser o en su propia perfección, y no puede desear nada que le falte, aunque sí puede
desear bienes para las criaturas, si éstas deben todavía alcanzarlos. No es correcto,
pues, pensar que la voluntad siempre sea una tendencia. No lo es en Dios. Tomás de
Aquino lo justifica diciendo que la voluntad, “aunque se nombre desde el apetecer, no
sólo tiene el acto por el que desea lo que no tiene, sino que también ama lo que tiene y
se deleita en ello”18.
La complacencia o el gozo es como el afecto ligado a la conciencia de amar y ser
amados. Si ya no hay otra acción que cumplir, o una nueva decisión que tomar, el gozo
17
Puede tratarse de un simple deseo que no se compromete aún con una acción definida. Si se
añade el propósito de realizar una acción para cumplir ese deseo, tenemos la intención, en el
sentido de la intentio de S. Th. I-II, q. 12.
18
S. Th., I, q. 19, a. 1, ad 2. Sabemos, por otra parte, que la inteligencia y la voluntad de Dios
se identifican, pero según nuestro modo de conocer cabe hablar de la inteligencia divina (cfr. S.
Th., I, q. 14; CG, I, q. 44) y de su voluntad (cfr. S. Th, I, q. 19; CG, I, 72). El Aquinate atribuye
también a Dios el amor (cfr. S. Th, I, q. 20; CG I, 91), el gozo y el placer (cfr. CG I, 90, 100,
102).
22
y el amor no se distinguen, pues el amor no puede ser sino gozoso, y el gozo no tiene
sentido sin el amor, aunque quoad nos los distingamos conceptualmente.
Cuando hay deseo, hace falta el paso a la acción decidida para lograr lo amado y
así gozar con su posesión. Esto vale para todo tipo de bienes y “amores”. La sucesión
de actos es, pues:
Deseo de hacer algo con un objeto amado (por ejemplo, leer un libro) -à
decisión y acción (conseguir el libro) -à cumplimiento gozoso (leerlo con gusto)
Como la posesión de objetos deseados da siempre una satisfacción –placer de la
lectura, de la comida, de la conversación, etc. –, no existen “bienes placenteros” como
si fueran una categoría aparte. El afecto placer nace siempre de una actividad
relacionada con un objeto. “Nadie se deleita sino en alguna cosa amada de algún
modo”19. En general, no se busca el placer puro, o la felicidad pura, salvo casos de
auto-referencialidad muy egoísta, que no son muy comunes, sino que se busca y desea
algo que, como corolario, dará placer. El placer, por tanto, como todo afecto, es
intencional: oir música da placer, estudiar matemáticas da placer, etc.20.
7. El yo afectivo-voluntario
Habíamos dicho antes que los afectos humanos cualifican al yo como yo, y que
la voluntad, sede y origen de la afectividad personal, es como el núcleo del yo, que no
es sólo auto-consciente, sino amans, siendo su acto más característico el querer, que
presupone el conocer. Estas afirmaciones nos obligarán a profundizar más en la
naturaleza del conocimiento y del amor y en sus relaciones mutuas, lo cual es el tema
de nuestro escrito. Como antes hemos considerado al conocimiento en términos de
información, es obvio que, en esta perspectiva, el afecto y en especial el amor implican
a la vida personal mucho más que el tener noticia abstracta de algo. Por eso no tiene
19
“Nullus enim delectatur nisi in re aliquo modo amata”: S. Th. I-II, q. 27, a. 4, ad 1.
De ahí cierta insatisfacción de L. Polo ante la fórmula demasiado genérica de “deseo de
felicidad” o del bien. Cfr. L. Polo, La esencia del hombre, cit., p. 313. El deseo que tiene toda
persona de ser feliz es intencional, no auto-referencial: está a la búsqueda de eso que hace feliz
o da contento pleno a la existencia humana.
20
23
sentido pensar en una persona que no tuviera voluntad (no sería una persona), porque
ser persona es ser un sujeto capaz de amar21.
Se podrá objetar que el sujeto debe ser también inteligente (ego cogitans, ego
intelligens). Sin embargo, captamos más la vida de ese sujeto si, además de entender,
ama y tiene afectos22. ¿No es posible una intelección sin amor, sin afecto? Sí, pero sólo
como momento abstracto de una persona. La información dice poco de la subjetividad.
El sujeto aparece como tal si es susceptible de afectividad, aunque esto presuponga
cognición.
Como el amor más pleno es el de amistad, que exige o presupone la existencia de
otra persona a quien poder amar en reciprocidad, se puede concluir, con Polo, que la
persona de por sí es coexistente con otros y que una persona sola, que no pudiera más
que amarse a sí misma, como hipótesis metafísica es un absurdo23. Este punto recibe
una luz especial de la fe cristiana, no sólo por la importancia que en el Cristianismo se
da a la caridad, sino porque en Dios el amor es Trinitario, es decir, implica una
correspondencia mutua de amor entre las Personas Divinas.
Esquema a modo de resumen de lo visto:
21
Por eso consideramos que un Dios sin voluntad, que fuera sólo autoconciencia, no sería
claramente personal. La voluntad humana no es la persona, pero cualifica especialmente a la
persona humana. Aristóteles no atribuyó a Dios la voluntad, porque la concebía sólo como
tendencia, pero le atribuyó el máximo gozo y felicidad en su autocomprensión (cfr. Metafísica,
XII, 1072 b 15-30; Etica a Nicómaco, VII, 1154 b 26). Podríamos decir que captó
parcialmente su aspecto personal, si bien la terminología de ser personal no era utilizada por
los clásicos.
22
El acto de entender es un acto vital. Sin embargo, según nuestro modo de entender, captamos
la vida personal más en la voluntad y en los afectos que en los actos intelectivos. El motivo es
que normalmente vemos tales actos intelectivos en su dimensión objetivante, y entonces ellos
son poco expresivos de la vida del sujeto. Un matemático nos dice muy poco de su vida
personal si lo vemos sólo como matemático.
23
Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, Eunsa, Pamplona 2016, pp. 78-79.
24
Amor de
amistad
(natural y
electivo)
Amor de sí
(natural)
Bienes personales decididos y
compartidos (contemplativos y
activos)
Acciones
(conducta)
Unión
(complacencia)
8. La división tripartita
En el tema que estamos exponiendo, algunos autores siguen una división
tripartita de cognición, voluntad y afectividad, es decir, separan la voluntad de la
afectividad, pues la primera les parece activa y la segunda pasiva. Otros, como Dietrich
von Hildebrand24, reúnen la afectividad plural del hombre en lo que llaman corazón,
con lo que la tripartición sería: inteligencia, voluntad, corazón.
24
Cfr. D. von Hildebrand, El corazón, Palabra, Madrid 1996. Para una crítica de esta posición,
ver M. Echavarría, El corazón: un análisis de la afectividad sensitiva y la afectividad
intelectiva en la psicología de Tomás de Aquino, “Espíritu”, LXV (2016), n. 151, pp. 41-72.
25
Considero que esta triple división introduce una complicación inútil y pierde el
papel de la voluntad como capacidad de amar25. La tripartición reserva a la voluntad el
papel de potencia activa que toma las decisiones, entendida como algo que sería
distinto de los sentimientos. Esa potencia sería racional, o incluso la razón misma, la
llamada “razón práctica”. Los sentimientos serían, en consecuencia, una dimensión
inferior de la persona, o bien, si los ponemos en el mismo nivel espiritual del intelecto
y la voluntad, deberían ser como una tercera potencia (“afectiva”, por ejemplo, el
“corazón” de la persona).
La potencia activa que mueve la conducta no puede ser sólo el conocimiento, por
un lado, porque en este caso se perdería el yo, y la razón práctica podría reducirse a
una máquina informática que, en virtud de sus conocimientos elaborados, optaría
racionalmente y de modo impersonal, automático, por seguir un curso de acción. En el
aristotelismo, lo que mueve a la conducta no es el conocimiento, sino el apetito,
llamado clásicamente apetito racional para referirse a la voluntad en cuanto inclinada
al bien. Pero no hay en absoluto ningún inconveniente en atribuir a la voluntad estados
afectivos que manifiestan “cómo está”, es decir, qué es en definitiva lo que quiere o
ama, cosa que a veces puede ser fluctuante y complejo26.
El llamado “corazón” es el ego amans, es decir, la voluntad personal27. La
voluntad no es sólo la potencia activa decisora, sino que, radicalmente, incluye una
25
En esta misma línea, cfr. P. Crittenden, Reason, Will and Emotion. Defending Greek
Tradition against Triune Consciousness, Palgrave Macmillan, New York 2012. X. Zubiri, en
cambio, distingue entre inteligencia, voluntad y sentimientos: cfr. Sobre el sentimiento y la
volición, Alianza, Madrid 1992.
26
Por debajo de los afectos voluntarios se dan también sentimientos sensibles, o emociones,
que tienen cierta autonomía respecto a la voluntad, si bien pueden ser incorporados (o no) a su
propio ámbito afectivo. No siempre se puede distinguir netamente entre estos dos niveles,
sobre todo porque la voluntad puede verse solicitada por varios bienes, por ejemplo, por algo
que quiere y ama claramente, y por otro objeto atractivo que entra en “competencia” con lo
amado (por ejemplo, cuando una persona fluctúa entre su amor al trabajo y a la familia). Los
deseos puramente sensibles, en cambio (hambre, sed, etc.), se distinguen fácilmente de los
afectos voluntarios. Cfr. sobre este punto mi trabajo Volere e sentire, Lección inaugural del
año académico 2016-17, Pontificia Universidad de la Santa Cruz, 3-X-2017.
27
En Polo, el amor de donación se adscribe a la persona misma, lo que se traduce, a nivel de
esencia humana, en la facultad voluntaria, punto que incluye también la distinción entre el
intelecto personal y el intelecto como facultad de la esencia humana. La tripartición a la que
me estoy refiriendo no tiene nada que ver con la distinción de Polo entre persona, con sus
trascendentales personales (como el intelecto personal, el amor de donación y otros) y la
esencia humana (con sus facultades, como la inteligencia y la voluntad). En este escrito no me
26
pasividad –no en un sentido peyorativo, sino como receptividad y sensibilidad
espiritual– , como ya vimos, en cuanto se ve afectada por la atracción de lo amado, y a
la vez contiene un dimensión activa en el amor de donación, que lleva a captar, por
amor, lo que otros necesitan, y a darlo28. Y aunque pueda muchas veces fluctuar, en
situaciones tensas, por la solicitación de varios amores que deben armonizarse, puede
llegar también a la determinación de amar y querer algo y decidirse a poner por obra lo
que ese amor exige.
Si bien he rechazado la distinción entre voluntad y corazón como si fueran dos
facultades psicológicas, precisamente para no reducir lo que se entiende por corazón a
meros sentimientos, en el lenguaje corriente, por no mencionar la terminología bíblica,
la palabra corazón se emplea muchísimo y expresa algo profundo no muy connotado
con el término voluntad, que más bien expresa la determinación de actuar. Piénsese,
por ejemplo, en la gran diferencia existente entre las expresiones “tener una voluntad
fuerte” (capacidad de actuar a prueba de obstáculos) y “tener un gran corazón”
(capacidad comprensiva, generosa, abierta). El “tener ganas”, por su parte, a veces
puede significar tener deseos, a veces sensibles (“me gustaría”), pero también
simplemente querer voluntario (“no me da la gana”, “trabaja de mala gana”). El
término “corazón”, en definitiva, indica el núcleo mismo del amor como acto propio de
la voluntad. La Biblia no categorializa a la voluntad como potencia, lo cual es más bien
típico de filósofos, pero habla del corazón centenares de veces para indicar la actitud
de fondo de la persona, en lo que tiene de más íntimo.
9. ¿Qué supone el amor de amistad?
9. 1. ¿Se puede definir el amor?
Como vimos, el acto y la situación habitual fundamental –hábito o virtud– de la
voluntad con relación al bien querido por sí mismo es el amor. “El primer movimiento
es posible comentar la antropología de Polo sobre estos puntos, que de todos modos no me
parece desacertada.
28
K. Wojtyla en Persona y acto advierte la dificultad de aunar la dimensión activa y pasiva de
la voluntad y por eso señala que la expresión “apetito racional” podría parecer contradictoria,
porque los apetitos parece que advienen a nosotros sin que los busquemos, mientras que lo
voluntario parece tener más que ver con las decisiones: cfr. Metafisica della persona. Tutte le
opere filosofiche e saggi integrativi, Bompiani, Ed. Vaticana, Ciudad del Vaticano 2003, pp.
990 y 997. Sin embargo, como hemos dicho, la voluntad no puede reducirse al poder de
decidir.
27
de la voluntad y de cualquier otra fuerza apetitiva es el amor”29. Aunque puede
manifestarse sensiblemente como emoción o sentimiento en determinados momentos30,
incluso con lágrimas, como situación de la voluntad puede ser permanente y no notarse
(salvo en sus actos) 31 , aunque siempre es una fuerza impulsora de acciones y
promotora de afectos. Presupone el conocimiento y no debe nunca separarse de él. Es
más, el conocimiento de la verdad modula el amor, porque un amor no basado en la
verdad está desvirtuado.
¿Puede definirse el amor? Como todo lo que es originario, estrictamente no es
posible hacerlo (salvo indicando sinónimos), y muchas veces, si se lo intenta, se cae en
un reduccionismo, pues quizá lo reduciríamos a sus causas, a sus manifestaciones, a
sus presupuestos, o a algunas de sus formas. Se puede hablar de adhesión, unión,
complacencia, tendencia, pero estas palabras no son más que formas descriptivas. Así,
Tomás de Aquino dice que “el apetito hacia el bien es el amor, el cual no es más que la
complacencia en el bien, así como el movimiento hacia el bien es el deseo”32.
Es una descripción eficaz, pero obviamente el amor no se reduce a ser un apetito
o tendencia, y tampoco a una complacencia33. Como apetito es más bien deseo, y como
complacencia es una consecuencia afectiva del amor cumplido o en posesión de lo
amado. No sirve de mucho definir el amor como la adhesión al bien, porque éste a su
vez se define como lo amable, lo deseable, o como la realidad conocida en cuanto
29
“Primus enim motus voluntatis, et cuiuslibet appetitivae virtutis, est amor”: S. Th., I, q. 20,
ad 1.
30
El amor no puede reducirse a una emoción, que dura sólo un tiempo limitado. No es
admisible la versión del amor como emoción de Robert Solomon y de Barbara Fredickson. Sin
embargo, sí es cierto que el amor se manifiesta emocionalmente de muchos modos, se encarna
en la mirada o en la sonrisa y tiene manifestaciones fisiológicas en el ámbito de la sexualidad.
Podemos entrever que los estados emocionales de amor son muy variados, por ejemplo débiles
o fuertes, incipientes o consolidados, y con una variedad enorme de matices que no está
estudiada en la psicología. El estudio de B. Fredickson, Love 2.0, es muy rico en estos
aspectos, que tienen una relación más directa con la dimensión neurofisiológica.
31
Suele admitirse fácilmente que una decisión de hacer algo es permanente, como situación de
una “voluntad decidida”. Pero es preciso también admitir que la voluntad puede tener una
situación afectiva permanente, lo cual es un hábito apetitivo, que puede traducirse en actos
puntuales. La voluntad puede encontrarse en una situación estable de amor, odio, esperanza,
confianza, deseo, arrepentimiento, etc. La modificación de estos estados suele notarse como
cambio de sentimientos o afectos (por ejemplo, la persona que nota que su amor aumenta, que
crece en generosidad, etc.), pero ellos son susceptibles de permanecer como hábitos arraigados.
32
“Appetitus ad bonum est amor, qui nihil aliud est quam complacentia boni; motus autem ad
bonum est desiderium”: S. Th., I-II, q. 25, a. 2.
33
La visión aristotélico-tomista de la voluntad como apetito adolece según Polo de algunas
oscuridades: cfr. Antropología trascendental, cit., pp. 76-80, 426-430.
28
amable. Es decir, definimos circularmente el amor por el bien, y el bien por el amor.
En realidad lo que sucede es que, al experimentar nosotros el amor, llamamos a su
objeto el bien, así como cuando captamos en nosotros la correspondencia del conocer
con la realidad, a eso lo llamamos verdad.
Otra expresión casi definitoria del amor en Tomás es: “el amor comporta una
cierta connaturalidad o complacencia del amante al amado”34. Pero también en este
caso no se hace más que acudir a una fórmula en la que se indica un aspecto
fundamental del amor, pero vagamente, como es esa “cierta connaturalidad” y la
complacencia.
9. 2. Requisitos del amor
Antes señalamos que cuando decimos que queremos o amamos algo, se
sobreentiende que existe cierta operación o acción que especifica el amar tal objeto, la
cual, cuando se cumple, produce gozo, mientras que antes de cumplirse se manifiesta
como deseo. En el caso del amor de amistad, ¿qué se quiere hacer con un amigo? Esto
depende del tipo de amistad de que se trate y de su grado de profundidad, pues no es lo
mismo el amor conyugal, el que existe entre padres e hijos, el amor a Dios, el amor
entre amigos iguales, el amor con alguno que necesita muchos servicios, etc.
Podemos plantear este punto, sin embargo, de modo general, a efectos de
análisis. Cabe decir, entonces, que los amigos se estiman tales, y es lo que desean si lo
son, cuando comparten bienes y actividades que a su vez pueden tener objetos
intencionales (pasear, jugar, trabajar, contemplar obras de arte o científicas, almorzar,
etc.). Como esos bienes y actividades constituyen un modo de vivir, concluimos que
los amigos lo son en tanto que conviven, es decir, co-participan de actos vitales, sobre
todo intencionales o espirituales. En el caso de las relaciones familiares, esa
convivencia supone en general, según los estilos de vida, el vivir en la misma morada,
lo que implica una participación común en los actos y vivencias de la vida cotidiana y
no sólo académica o laboral.
34
“Amor importat quandam connaturalitatem vel complacentiam amantis ad amatum”: S. Th.,
I-II, q. 27, a. 1. De modo semejante leemos que “prima immutatio appetitus ab appetibili
vocatur amor, qui nihil est quam complacentia appetibilis”: S. Th., I-II, q. 26, a. 2.
29
A la vista de la condición humana finita o creada, no es posible eliminar en el
amor de amistad la intervención de tres elementos y no sólo dos. No basta decir que
una persona ama a otra. Se ha de añadir siempre que, si la ama, quiere para ella
bienes, considerándolos como propios, dado que el amigo es para el amigo un otro yo.
Así lo expresa el siguiente texto de Tomás:
El acto del amor siempre tiende a dos cosas: al bien que alguien quiere para
el otro, y a aquel para el cual se quiere el bien. Pues amar a alguien es
propiamente querer para él el bien. Por eso, alguien se ama a sí mismo en
tanto que quiere el bien para sí mismo35.
Sin embargo, podemos considerar dos casos distintos. Uno es el de querer bienes a
favor de algunas personas, es decir, querer beneficiarles, sin ser amigos, porque están
lejos, no podemos tratarles, etc., o sencillamente porque podemos ayudar a mucha
gente sin por eso ser sus amigos. Este amor viene a ser de benevolencia, pero no de
amistad.
En el caso del amor de amistad, en cambio, se exigen al menos cuatro cosas: la
reciprocidad, la donación, la comunicación y la comunión en bienes o actividades. A
la reciprocidad nos hemos ya referido. La donación supone dar al otro algo nuestro,
que el amigo debe aceptar con alegría y reconocimiento. Si eso que se dona supone una
privación del donante, el don implica un sacrificio (por eso el sacrificio es muchas
veces una exigencia del amor de amistad). La comunicación es la operación cognitiva
por la que los amigos se relacionan no sólo físicamente, sino de modo intencional. La
comunicación más natural y típica entre las personas es la conversación, el mirarse
mutuamente y los demás gestos comunicativos.
La comunión estriba en el compartir actividades. Tomás de Aquino señala en este
sentido, con expresión dionisiana36, que el amor es unitivo (el amor de amistad)37.
Precisa que esta unión requiere la presencia y el afecto. Se trata de una presencia física
35
“Actus amoris semper tendit in duo: scilicet in bonum quod quis vult alicui; et in eum cui
vult bonum. Hoc enim est proprie amare aliquem, velle ei bonum. Unde in eo quod aliquis
amat se, vult bonum sibi”: S. Th., I, q. 20, a. 1, ad 3. Un texto semejante es: “motus amoris in
duo tendit: scilicet in bonum quo quis vult alicui, vel sibi vel alii; et in illud cui vult bonum”:
S. Th., I-II, q. 26, a. 4. De todos modos, el bien querido para el amado supone que lo que se
ama de por sí, primariamente, es la persona, y sus bienes sólo en referencia a la persona: “id
quod amatur amore amicitiae, simpliciter et per se amatur” (S. Th., I-II, q. 26, a. 4); dicho de
otro modo: “amor quo amatur aliquid ut ei sit bonum, est amor simpliciter: amor autem quo
amatur aliquid ut sit bonum alterius, est amor secundum quid” (ibid.).
36
Cfr. Dionisio, De Divinus Nominibus, cap. 4.
37
Cfr. S. Th., I-II, q. 28, aa. 1-2.
30
o real –el Aquinate usa la expresión unio realis– y no meramente intencional, como la
que se puede dar en el solo conocimiento. Pero la presencia debe unirse al afecto, ya
que éste podría faltar. A su vez, un afecto sin presencia real podrá darse en el deseo, o
la nostalgia, pero no en el amor completo. Por otro lado, sin presencia real no puede
darse la reciprocidad, que bellamente Tomás de Aquino señala como una redamatio38.
La comunión o “unión real” –existencial, no ideal ni moral– es lo más esencial
de los puntos mencionados sobre el amor de amistad, porque los tres primeros puntos
(reciprocidad, donación y comunicación) podrían darse sin que haya una amistad
verdadera. Naturalmente, los requisitos mencionados exigen una comunión cognitiva y
afectiva/voluntaria, pues todos ellos, incluso la convivencia en actividades, podrían
darse sin una real amistad, y si se produjeran de modo antitético a la buena relación
entre las personas, esto es, con falsedad, hipocresía, forzamiento, engaño, se estaría
produciendo una desvirtuación de la amistad que quizá podría esconder o ser canal de
odio39 (poner la comunicación, el falso don, etc., al servicio de un daño que se quiere
hacer al otro)40.
Los cuatro elementos indicados como requisitos del amor de amistad cualifican
eso que los amigos “hacen entre sí” y que especifica el amor mutuo. Lo más típico,
como dijimos, es convivir de un modo u otro. Por eso las amistades surgen con la
convivencia (amistad entre colegas, entre los estudiantes de un curso, entre
compañeros, etc.). Pero hay aquí dos posibilidades fundamentales, que se refuerzan
mutuamente. Una es la ayuda, normalmente mutua, y otra es la comunicación por el
gusto mismo de la comunicación (eso que en inglés se dice for the sake).
Es propio de los amigos que uno ayude al otro cuando éste se encuentra
necesitado, siempre que pueda hacerlo, aunque esto comporte sacrificio. Pero aún más
38
La unión en el amor de amistad se produce “secundum viam redamationis: inquantum mutuo
se amant amici, et sibi invicem bona volunt et operantur”: S. Th., I-II, q. 28, a. 2.
39
El odio de por sí causa la ruptura de la comunicación genuina. Tiende a la indiferencia (vivir
como si el otro no existiera) o al intento de destruir de alguna manera al odiado (dañarle,
menoscabarle, matarle).
40
La moralidad entra en juego aquí cuando cierta amistad, por algún motivo, es necesaria o
debida, o cuando la indiferencia –omisión de amor, de cuidados– trae consigo un daño que
implica una responsabilidad personal, o cuando la amistad o cualquier relación personal
comunicativa se utiliza para causar un mal al otro. La falta en el amor debido es siempre una
falta contra la justicia. La causa más frecuente del deterioro del amor es la excesiva
preponderancia del amor a sí mismo, que pone unilateralmente a los demás, o a sus bienes, al
servicio de uno mismo.
31
característico y “alto”, diríamos, es la comunicación misma vista como un bien propio
de la amistad. Los amigos tienen la vivencia de la amistad en la conversación, en el
trato, porque así cada uno “cuenta” su vida al otro gratuitamente, sin ninguna
necesidad (como cuando, al contrario, uno debe contar sus cosas al médico, o en otras
circunstancias), y así cada uno se complace en lo bueno que le sucede al otro, y se
entristece si le sucede algo malo, viviéndolo personalmente de alguna manera. A esto
se refiere Aristóteles cuando en la Ética a Nicómaco dice que el amigo es como otro
yo41, y cuando señala que la felicidad de poseer muchos bienes no es plena si no se
comparte con otros42. Por eso una persona sin amigos es desgraciada, aunque pueda
tener todo tipo de bienes.
Como ya vimos, este punto es mencionado por Polo cuando sostiene que la
existencia de una persona sola en la realidad sería como “una monstruosidad
metafísica”. Es como si la persona necesitara la gratuidad del don de otra persona
amiga, aunque esta expresión pueda parecer paradójica. En otras palabras, es como si
la persona “necesitara” vivir en la reduplicación de otra persona semejante y a la vez
distinta, con la que convivir su vida. De un modo excelso y misterioso, esto acontece
en la Trinidad, es decir, en la vida divina intratrinitaria en la que Dios “se comunica a
sí mismo” en la comunicación de conocimiento y amor que acontece entre las tres
Personas divinas.
El amor de donación comporta, pues, a la vez alteridad –distinción de personas,
sin fusión ni confusión– y unidad íntima. “Lo esencial del amor consiste en que el
afecto de uno tienda al otro, de alguna manera, como hacia una unidad consigo mismo.
Por eso dice Dionisio que el amor es una fuerza unitiva”43.
En la unión del amor de amistad Tomás de Aquino llega a decir que se produce
como una identificación entre el amor como eros y como ágape, precisamente porque
el amor identifica a los amantes entre sí. “Cuando alguien ama a alguien deseándolo
con amor de concupiscencia, lo capta como si perteneciera a su mismo ser bueno44. De
41
Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1166 a 1; a 32. Este tema puede consultarse en el
entero capítulo 12 del libro VII de la Ética a Eudemo y en el capítulo 9 del libro IX de la Ética
a Nicómaco.
42
Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1169 a 19 – 1170 b 20.
43
CG, I, 91.
44
No sólo ser, sino “ser bueno”, es decir, ser en plenitud.
32
modo semejante, cuando lo ama con amor de amistad, quiere para él lo bueno como si
lo quisiera para sí mismo, porque lo capta como un otro yo”45. Por eso señala en este
mismo sitio, citando a San Agustín, que el amigo verdadero es para su amigo como la
mitad de su alma, y afirma que el amor es formalmente tal unión o nexo entre ambos,
como si fuera una misma vida que unifica a dos (citando nuevamente a San Agustín)46.
El aspecto de “concupiscencia” indica que uno a quien ama lo quiere “para sí” (lo hace
suyo: pertenencia propia), y el aspecto de amistad señala que uno se quiere a sí mismo
“para el otro” (pertenece al otro).
Evidentemente aquí Santo Tomás, en la misma línea que los clásicos como
Aristóteles y San Agustín, se está refiriendo no a cualquier amistad, sino a una amistad
profunda, como la que en último término, en el plano de la gracia, se puede dar entre
Dios y la persona humana elevada a la condición de hijo de Dios en Cristo. A la
amistad especialmente intensa se refiere cuando dice, casi en el mismo sitio que
acabamos de citar, que el amor de donación mutua comporta profundidad, intimidad y
mutua inhesión, porque cada uno desea tener un conocimiento del otro no superficial,
sino hondo, de modo gratuito, y simplemente por amor y no por otra cosa47.
9. 3. Las exigencias del objeto
Habíamos dicho arriba que la relación de amistad humana, al implicar que se
quiere un bien para el otro -mutuamente– es un signo de finitud. Es decir, no cabe en
Dios, en quien su mismo ser y su bondad se identifican. Analicemos mejor este punto
ahora. La cuestión nace, como vimos, porque los que se quieren, aparte del afecto
45
S. Th., I-II, q. 28, a. 1: “Cum enim aliquis amat aliquid quasi concupiscens illud, apprehendit
illud quasi pertinens ad suum bene esse. Similiter cum aliquis amat aliquem amore amicitiae,
vult ei bonum sicut et sibi vult bonum, unde apprehendit eum ut alterum se, inquantum scilicet
vult ei bonum sicut et sibi ipsi”.
46
Cfr. ibid. “Unde Augustinus dicit, in VIII de Trin., quod amor est quasi vita quaedam duo
aliqua copulans, vel copulare appetens, amantem scilicet et quod amatur”.
47
Cfr. S. Th., I-II, q. 28, a. 2. “Amans non est contentus superficiali apprehensione amati, sed
nititur singula quae ad amatum pertinent intrinsecus disquirere, et sic ad interiora eius
ingreditur”. Y añade más adelante: “Amor namque concupiscentiae non requiescit in
quacumque extrinseca aut superficiali adeptione vel fruitione amati, sed quaerit amatum
perfecte habere, quasi ad intima illius perveniens. In amore vero amicitiae, amans est in amato,
inquantum reputat bona vel mala amici sicut sua, et voluntatem amici sicut suam, ut quasi ipse
in suo amico videatur bona vel mala pati, et affici. Et propter hoc, proprium est amicorum
eadem velle, et in eodem tristari et gaudere secundum philosophum, in IX Ethic. et in II
Rhetoric. Ut sic, inquantum quae sunt amici aestimat sua, amans videatur esse in amato, quasi
idem factus amato”.
33
mismo como sentimiento –que tiene su propia autonomía y al cual no se reduce sin
más el amor–, se proponen hacer algo juntos –compartir–, como puede ser, por poner
un ejemplo sencillo, ir a dar un paseo juntos para estar más comunicados y gozarse
expansivamente en esa comunicación.
Amigo
Amigo
Actividad
compartida
(relación de amistad)
Objeto
Tomemos el objeto “paseo” como ejemplo concreto de algo que luego puede
generalizarse a cualquier actividad compartida48. Recordemos que amar es querer un
bien para el otro, pero que en el amor de amistad ese bien debe ser compartido y no
simplemente dado al otro. Esto sucede en el ejemplo que ahora presento del paseo.
Pero el paseo es una actividad que tiene sus exigencias propias, objetivas, porque aquí
el paseo es el objeto intencional del querer (“queremos pasear”). Así sucede con
cualquier objeto: un deporte, una tarea, una familia, y cualquier otra actividad que se
emprende entre dos o varios, de modo colegial.
Esas exigencias trascienden la subjetividad de los amigos –por eso son
exigencias objetivas– y, aunque sean muy variadas, podrían resumirse diciendo que el
objeto que se va a compartir en la relación amistosa debe ser verdadero y bueno. El
paseo, en concreto, debe ser un verdadero paseo, conocido y realizado sin engaño, y
debe ser bueno, es decir, algo que haga bien, porque, por ejemplo, si se invita a un
amigo a pasear, pero por ciertas circunstancias uno sabe que ese paseo le hará mal al
amigo (hace frío, está cansado, no camina bien, etc.), entonces la amistad se desvirtúa,
48
Pensemos también en otros ejemplos, como contraer matrimonio, entrar en una asociación,
dedicarse juntos a la política, formar parte de un equipo deportivo, etc.
34
porque el supuesto amigo está mirando en realidad más a sus intereses o gustos que a
los del otro.
Por eso, si se pide al amigo que haga algo o que comparta una tarea que en
realidad supondrá un daño para él –por ejemplo, si alguien pide a su amigo que
participe con él en una mala acción–, entonces estamos ante una degeneración de la
amistad, por mucho que pueda pretenderse esto con argumentos afectivos que serían
falsos (“si me quieres, tienes que hacer esto”).
Este punto tiene que ver, naturalmente, con la dimensión ética del amor. El amor
debe ser regulado por la ética para que sea amor en la verdad y así amor auténtico. Por
ese motivo Aristóteles señaló que el amor de amistad sólo cabe en un contexto de
virtud y que una amistad o amor no virtuosos no son una verdadera amistad (se
reducirían a la mera búsqueda de utilidad o de placer)49.
Las características del objeto tiene que ser salvaguardadas en las actividades
compartidas por los que se aman. Pero el objeto no tiene la primacía, sino la persona.
Si alguien comparte con su amigo la visión de un film y se entusiasma con éste
olvidando un poco a su amigo, está manifestando que le interesa más el objeto que el
amigo. El objeto es para la persona y no la persona para el objeto.
Dada la primacía de la persona, amada por sí misma en el amor de donación, y
no absolutamente por sus cualidades –aunque éstas sean atractivas y motiven el inicio
del amor–, se sigue que el amor de amistad no puede estar en función de que el amigo
tenga estas u otras cualidades, que a veces podrá perder (por accidente, enfermedad,
vejez). También por este motivo se ve que el objeto tiene que estar en función de la
persona y no al revés. Incluso en el caso de que la persona querida caiga en acciones
moralmente malas, no por eso necesariamente la amistad se tiene que quebrar, pues se
puede seguir queriendo a esa persona, con el deseo de que recupere su bien moral. No
será posible compartir con ella sus acciones injustas, pues eso no la ayudaría, y por
tanto no sería querer el bien para ella50.
49
Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, 1157 ss; Ética a Eudemo, VII, 1237 b 1.
Si la conducta anti-ética de la persona amada es sistemática y grave, la amistad ya no será
posible, pues faltará la reciprocidad, y por tanto la amistad de parte del amante se quedará sólo
en amor de benevolencia.
50
35
III. Conocimiento intelectual y amor
1. Algunos puntos históricos
En la prima parte de este escrito hemos considerado la distinción entre
conocimiento, conciencia y afectividad en un plano fenomenológico. En la segunda
sección nos hemos detenido con más detalle en la voluntad y el amor como afectividad
personal, siguiendo de cerca textos de Santo Tomás. Queda por examinar más a fondo
la distinción entre conocimiento –del que hemos hablado poco– y amor. Aunque tal
distinción sea obvia, no por eso llegamos a comprenderla del todo. Está siempre
presente el riesgo de reducir una dimensión a la otra, según cómo entendamos el
conocimiento y el amor, o también la posibilidad de despreciar uno de estos elementos
si lo valoramos como algo secundario o inferior respecto del otro.
En la filosofía aristotélica se concede una primacía al intelecto sobre el amor,
porque este último, o más bien la voluntad, se ven sólo como tendencias hacia un fin o
bien amado, que culminan al final en la contemplación intelectual de lo amado51. La
temática de la amistad, desarrollada en las dos Éticas de Aristóteles, supera de alguna
manera estos límites, pero no acaba de estar integrada con el resto de la filosofía
aristotélica. Al final parece que los amigos concordarían en la contemplación
intelectual de lo más alto (Dios). En la contemplación intelectiva la voluntad como
tendencia queda superada por la complacencia contemplativa. El amor parecería ser el
gozo contemplativo, o como una repercusión afectiva de la visión intelectual. Santo
Tomás estará condicionado por este planteamiento aristotélico.
En el Cristianismo, como es bien sabido, se destaca la primacía del amor y la
caridad sobre el puro conocimiento 52 . Sin embargo, la visión cristiana da tanta
importancia al conocimiento –religioso y moral, basado sobre la fe– como al amor con
obras, y ambos son referidos principalmente a Dios y en segundo término al prójimo.
Si se lee con atención la Sagrada Escritura, y especialmente San Juan –su Evangelio y
51
En Platón (en los diálogos El Simposio y Fedro) el amor se muestra como una tendencia
(eros) que busca la unión con lo bueno y lo bello. No acaba de especificarse en qué consiste tal
unión, pero implícitamente se sostiene que el amor más alto y noble se dirige a Dios (visto en
términos de Idea/realidad sublime de la belleza absoluta). A Platón le interesa el ascenso del
amor físico al amor espiritual.
52
Cfr. Juan 13, 34; 15, 12 (el mandamiento del amor).
36
sus cartas–, se ve que el amor a Dios se identifica con conocerle de verdad53, o con la
verdadera sabiduría que da la libertad54, y que Dios es tanto Amor55 como Verdad
(Lógos). Pero no se trata de un conocimiento científico ni filosófico, ni se vincula a
una especial teoría sobre estos temas. Simplemente la verdad y el conocimiento de
Dios se plantean como indisociables de su amor y se basan en la fe, en la recepción de
la Palabra de Dios y en la obediencia a sus mandamientos56. El desconocimiento de
Dios deja al mundo en la ceguera y oscuridad57. El rechazo de la luz de Dios, en la
“casi gnoseología” de San Juan, se debe a la conducta pecaminosa, que oscurece la
capacidad de reconocer la verdad, ya que ésta pone al descubierto las malas acciones58.
La primacía de la caridad sobre las ciencias59 confirma la superioridad de la sabiduría
de Dios sobre la sabiduría de este mundo60.
La teología cristiana mantendrá este equilibrio, como puede verse en San
Agustín y Tomás de Aquino. La distinción entre inteligencia y voluntad se hará más
neta en los autores cristianos, y en cierto modo quedará confirmada gracias al dogma
trinitario, en el que al Verbo se le atribuye la Sabiduría y al Espíritu Santo el Amor,
siguiendo especialmente la analogía psicológica de la Trinidad propuesta por San
Agustín en el De Trinitate, de memoria (Dios Padre), entendimiento (el Verbo de
Dios) y amor (el Espíritu Santo). Cuestiones como la fe, el pecado, las virtudes, el
amor, obligarán a estudiar con detalle las relaciones entre intelecto y voluntad. Aunque
el pecado suponga una ignorancia, su raíz es una voluntad deficiente, un defecto de
amor y no simplemente una desorientación cognitiva. Este punto lleva a dar una
especial importancia a la voluntad.
53
Cfr. Juan 14, 7 y 16, 3.
Cfr. Juan 14, 6 (Jesús es la Verdad) y Juan 8, 32 (el conocimiento de la verdad hace libres).
55
Cfr. 1Juan 4, 8.
56
El sentido existencial, no meramente conceptual, del conocimiento es frecuente en la
Sagrada Escritura, y es éste el que permite hacer casi equivalentes el conocimiento y el amor.
Véanse, en este sentido, expresiones como “no os conozco” (Mt 25, 12), “conozco a mis
ovejas” (Juan 10, 14), “el mundo no te ha conocido” (Juan 17, 25), “quien no ama, no ha
conocido a Dios” (1Juan 4, 8).
57
Cfr. Efesios 4, 17-21; Juan 17, 25; 2Tim 3, 8-9.
58
Cfr. Juan 3, 19-20 (“el que hace el mal, odia la luz”). Las mentes humanas se oscurecen a
causa de los pecados: cfr. Rom 1, 24-32. Los que no soportan la luz de la verdad se buscan
maestros acomodados a sus preferencias: 2Tim 4, 3.
59
Cfr. 1Cor. 13 (“himno a la caridad”).
60
Cfr. Efesios 1, 17-18; 1Cor 1, 22-25 y 2, 6 ss; Santiago 3, 13-17.
54
37
En el pensamiento de Tomás de Aquino se conjuga la tradición agustiniana y
neoplatónica con la filosofía aristotélica. El Aquinate desarrolla esta temática en sus
consideraciones antropológicas, éticas y teológicas. En sus escritos se advierte la
presencia de una doble dimensión de la voluntad, una pasiva, en que la voluntad se ve
tendencia o apetito, y otra activa, donde la voluntad se considera en sus actos
decisorios. En los apartados siguientes profundizaremos en otros puntos de su filosofía
en torno a este tema.
Como es sabido, históricamente surgió una tensión entre los partidarios de la
“primacía del intelecto”, entre los que podríamos contar al mismo Santo Tomás y a la
escuela tomista, y los que insistieron en el amor o la voluntad como elemento
originario más alto que el conocimiento intelectual, autores pertenecientes a la
orientación teológica y filosófica franciscana (Escoto, Ockham y otros). A veces
parecía que todo se reduciría a la disputa sobre el primado del intelecto o de la
voluntad: intelectualismo o voluntarismo. Personalmente estimo que la discusión sobre
la “superioridad” de una de estas potencias sobre la otra está mal planteada y que es
más interesante ver cómo se integran (o se desintegran, tanto personalmente como en
los reduccionismos teoréticos), aunque para esto es necesario atender a las diversas
modalidades del amor y el conocimiento.
No me detengo en esta visión histórica a vuelo de pájaro en el pensamiento
moderno a causa de su amplia complejidad (racionalismo, idealismo, pragmatismo,
etc.). Saltando al momento actual, destacaría que en la neuropsicología contemporánea
la dualidad entre la afectividad y la cognición se configura fundamentalmente en el
sentido del binomio entre cognición –vista tanto como percepción y como pensamiento
racional– y emociones, mientras que la voluntad aparece no tanto como potencia, pero
sí en su función decisoria y por tanto con relación al problema del libre arbitrio. Los
estudios neuropsicológicos actuales recuperan de alguna manera los planteamientos
clásicos sobre las relaciones entre afectividad y cognición.
2. Lo originario del amor
Después de este panorama histórico, volvamos a interrogarnos sobre “lo formal”
del amor, como dirían los escolásticos. A pesar de nuestros análisis anteriores, quizá no
38
hemos llegado completamente a aislar esa formalidad, si puede hablarse así, para
distinguirla de otros actos y para no reducirla a una de sus modalidades.
¿Se reduce el amor a alcanzar una posesión cognitiva plena de lo amado? En la
perspectiva aristotélica es difícil evitar esta conclusión, que evidentemente reconduce
el amor al conocimiento contemplativo. En esa perspectiva se argumenta que el amor
como deseo aspira a una posesión de lo amado, y que tal posesión se consumaría en la
perfecta contemplación del bien o la persona amada, en su bondad, belleza e
inteligibilidad. Se añade entonces que tal posesión intelectiva sería sumamente gozosa,
y que el amor estaría, de modo terminal, en esta complacencia intelectiva. Estamos así
ante cierta reducción, por cierto muy fina, del amor a la contemplación gozosa de lo
amado, y por tanto en cierto modo a la contemplación estética. A veces así se
interpreta la visio beatifica.
Amor como
deseo
Contempla
ción
intelectual
de lo
amado
Amor
como
gozo
Hay textos de Santo Tomás que van en esta línea. Veamos algunos. El Aquinate
argumenta que la causa del amor es el conocimiento. “La contemplación espiritual de
la belleza o bondad es el principio del amor espiritual. Por tanto, el conocimiento es
causa del amor, al igual que el bien, que no puede amarse si no es conocido”61. La tesis
es sin duda correcta. Pero el conocimiento es un requisito previo y nada más. Algo
podría conocerse y no amarse.
Por otra parte, Tomás de Aquino, cuando trata el tema de la felicidad suma, que
está en la unión a Dios, sostiene que esa felicidad no consiste en el deleite mismo que
trae consigo la beatitudo (término que puede traducirse por felicidad, pero entendida
en su objetividad, que en el Aquinate es la unión contemplativa con Dios). El deleite
(delectatio) es algo que “resulta” de la beatitud perfecta (quoddam consequens), a
61
S. Th., I-II, q. 27, a. 2.
39
modo de accidente62. Pero, ¿en qué está tal beatitud? ¿acaso ser bienaventurado no es
ser feliz (y decir “feliz” o decir “sumo deleite” es lo mismo)? Evidentemente el
Aquinate presupone que la situación de bienaventuranza es la contemplación
intelectual de Dios.
Este punto es explícito poco más adelante de los textos que estoy siguiendo. A la
pregunta decisiva sobre si la beatitud es una operación del intelecto o de la voluntad63,
se responde que lo esencial de la bienaventuranza es el acto del intelecto que alcanza el
fin último (Dios). La voluntad ha intervenido antes en la forma de deseo del bien
ausente, e interviene en la consumación en la forma de deleite adjunto, a modo de
corolario, del acto intelectual64. De este modo el amor se ve sólo como la complacencia
ínsita en la contemplación de lo amado, y así eso amado es, formalmente, contemplado
intelectualmente, con gozo. Santo Tomás ha interpretado bien la visión aristotélica en
este punto. Creo, sin embargo, que con esta tesis no se ha hecho justicia al carácter
originario del amor.
Me parece importante mantener, por una parte, la distinción entre el
conocimiento y el amor y, por tanto, a nivel de potencias, entre intelecto y voluntad, y
en segundo término, su mutua integración, pero sin subordinar uno al otro.
¿Es posible conocer sin amar? Si se trata de conocer cosas impersonales,
obviamente no sólo es posible sino que es natural conocerlas sin amarlas con amor de
amistad, que es el amor más alto. Respecto a las personas, que son realidades mucho
más altas que los entes impersonales, se puede sólo conocerlas sin amarlas, pero esto
es una situación más imperfecta comparada con la relación cognitiva unida al amor de
amistad.
¿Se puede amar personalmente sin conocimiento? La respuesta es negativa,
porque el amor implica el conocimiento, aunque añade algo más. Ese “algo más” no
puede ser ni el deseo de conocer, que cesa cuando se conoce en acto, ni el gozo de la
posesión cognitiva, un gozo estético que se presenta en cualquier acto contemplativo,
también en la contemplación del universo impersonal o de las obras de arte.
62
Cfr. S. Th., I-II, q. 2, a. 6.
Es la pregunta de la S. Th., I-II, q. 3, a. 4.
64
“Essentia beatitudinis in actu intellectus consistit; sed ad voluntatem pertinet delectatio
beatitudinem consequens”: S. Th., I-II, q. 3, a. 4.
63
40
Entonces, ¿qué añade el amor al conocimiento de lo amado? Ya vimos que los
actos originarios no pueden definirse, como tampoco puede definirse el mismo acto de
conocer, por mucho que empleemos fórmulas como “posesión de la forma”, “darse
cuenta”, “adhesión a lo bueno”, etc.
Amar personalmente a una persona, como a uno mismo es: 1) querer que exista
porque se la aprecia como un valor propio, como cuando queremos a alguien en el
sentido de querer bienes para esa persona; 2) o bien, de modo más alto en el amor de
amistad, querer compartir con esa persona su misma existencia o su misma vida (al
menos, parcialmente). Esto no es una definición del amor, pero sí es una expresión que
permite ver cómo el amor va más allá del conocimiento, aunque presuponiéndolo.
Antes hemos planteado la pregunta sobre lo que se quiere “hacer” con eso que
decimos que amamos. El amor de donación o benevolencia, que es el más alto, tiene
dos formas fundamentales a las que ya nos hemos referido:
1) Una es el amor en el sentido de querer el bien del otro por el otro, aunque no
haya amistad en acto, quizá porque no puede haberla. En esta primera forma lo que se
quiere es hacer el bien a otro, en el sentido más amplio de la palabra. Notemos, sin
embargo, que ese “hacer el bien” –acción– tiene como raíz el querer afirmar al otro en
su misma vida y existencia como algo valioso de por sí, y eso es precisamente el amor.
2) En su segunda forma, el amor de amistad –recíproca– consiste en que se
quiere convivir con el otro en mutua participación. Y aunque esta convivencia
conlleve actos muy variados –jugar, comer, pasear, etc.–, en definitiva lo que se quiere
es lo mismo que queremos para nosotros cuando nos amamos: queremos vivir, sin
más, porque esto es valioso. Queremos afirmar nuestra existencia, y en la amistad se
produce lo mismo en la reduplicación de personas ligadas por el vínculo del amor
personal. Pero tengamos en cuenta que el amor a uno mismo no es amor en un sentido
pleno, porque propiamente el amor exige alteridad y poder darse al otro, cosa que en el
amor a uno mismo es imposible. Por tanto, el amor a sí mismo es siempre insuficiente,
y de alguna manera pide trascenderse (en el amor a otras personas)65.
65
Paradójicamente, uno puede amarse de verdad a sí mismo sólo si “se olvida” de sí mismo, de
alguna manera, al darse en amistad de benevolencia a otras personas.
41
Considerando estas dos formas de amor personal o de donación, podemos decir
que la primera en definitiva se reduce a la segunda, porque la primera es imperfecta y
en cierto modo implica una amistad potencial. Si ayudamos a un pobre, a un enfermo,
con gratuidad y benevolencia, es porque captamos en él algo valioso en sí mismo, que
merece ser afirmado. De lo contrario, ¿por qué le íbamos a ayudar?66 La asistencia que
podremos darle es una forma potencial de amistad, aunque esta última no pueda
llevarse al acto por muchas circunstancias, motivo por el cual ni siquiera se desea o se
plantea. En cambio, experimentamos que la vida humana necesita de la amistad como
una exigencia absoluta del mismo dinamismo de nuestra existencia personal. Somos
para serlo en amistad, para co-existir con otras personas en la relación de amistad.
¿No estamos así subordinando el conocimiento al amor? De ninguna manera. El
punto es que no deberíamos conceptualizar estos dos actos como si se dieran separados
y simplemente tuvieran que relacionarse entre sí (“o amar para conocer, o conocer para
amar”). La amistad de donación es conocimiento amoroso, o amor cognoscitivo. Es
decir, estas dos dimensiones se funden en una y no pueden darse –en la amistad
personal– de modo separado, salvo de modo circunstancial, preparatorio o
consecuencial.
Así es estrictamente y de modo absoluto la visión beatífica, que podría llamarse
también amor beatífico (relación cognoscitiva inmediata y de amor con Dios, en
reciprocidad: amar y ser amados, conocer y ser conocidos)67. En la vida humana, como
hemos dicho, el amor así entendido –como amor cognitivo o como conocimiento de
amor– exige como un tertium quid la relación con los objetos intencionales (cfr.
nuestro apartado II, 9. 3). Sin él, los amigos, podríamos decir, “no sabrían qué hacer
para ser amigos”. Esta característica se debe a la finitud del amor de amistad entre los
seres humanos, por lo menos en esta vida 68 . La intervención de los objetos
66
Obviamente este punto puede fundamentarse en plenitud sólo si suponemos el amor a Dios
sobre todos los hombres, como base de todo amor de amistad recíproco entre los seres
humanos.
67
De hecho, Santo Tomás, con gran libertad de espíritu, en el De Veritate, q. 22, a. 11, ad 11,
escribe que “a contemplatione voluntas non excluditur: unde Gregorius dicit super
Ezechielem, quod vita contemplativa est Deum et proximum diligere”. Es decir, redefine la
vida contemplativa en términos de amor a Dios y al prójimo, cosa que está muy lejos del
pensamiento aristotélico o griego clásico en general.
68
No entro aquí en las diversas formas de amistad, según la cuales todo lo que estamos
diciendo debería matizarse adecuadamente. Aunque el amigo sea como “otro yo”, no es lo
mismo la amistad entre iguales que entre personas de distinta categoría (amistad de padres a
42
intencionales en los actos de compartir mutuamente la vida quizá no será necesaria en
la visión beatífica. Pero en esta vida es evidente que tanto el amor hacia nosotros
mismos como a los demás exige “querer bienes” para lo amado, como son los bienes
materiales necesarios para la vida física y los bienes inmateriales como las ciencias, las
artes, los juegos y cosas de este tipo.
3. La intencionalidad existencial de la voluntad y el amor
3. 1. Glosa de algunos textos tomistas
A continuación vamos a fijarnos en un aspecto siempre señalado por Tomás de
Aquino cuando se plantea la cuestión de la diferencia entre la intencionalidad del
conocimiento y la intencionalidad de los afectos, apetitos, pasiones y voluntad. Este
punto podrá resultarnos sorprendente, como veremos a continuación.
El conocimiento, según Santo Tomás, comporta una relación de lo conocido al
cognoscente según el modo de ser del cognoscente, porque la cognición consiste en
una asimilación intencional, no real, de lo conocido al sujeto que conoce, lo cual no va
en detrimento en el Aquinate del realismo cognoscitivo.
En cambio, la voluntad, el amor, los deseos, tienden a lo amado y deseado según
el mismo ser real y existencial de lo amado. A eso real que es amado se le llama bien,
mientras que la presencia intencional de la cosa en la mente que la entiende, en cuanto
corresponde a la realidad, se la llama verdad. Por eso Tomás, siguiendo a Aristóteles,
afirma que el bien está en las cosas mismas, mientras que la verdad está en la
inteligencia. Pueden verse al respecto los siguientes textos tomistas:
– S. Th., I, q. 27, ad. 4: el intelecto se actualiza porque lo entendido está presente
en él según su semejanza. En cambio, la voluntad está inclinada a la res misma
querida.
– S. Th., I, q. 82, a. 3: el bien está en las cosas y la verdad está en la mente (“la
voluntad se inclina a la misma cosa en cuanto es en sí misma”69).
hijos, del maestro con los discípulos, la amistad ínsita en el enamoramiento y en la relación
conyugal y, especialmente, la amistad con Dios).
69
“Voluntas inclinatur ad ipsam rem prout in se est”.
43
– S. Th., I-II, q. 28, a. 1, ad 3: el amor es más unitivo que el conocimiento,
porque
el conocimiento se produce en tanto que lo conocido se une al cognoscente
según su semejanza. Pero el amor hace que la misma cosa amada se una de
algún modo al amante, como se ha dicho. Por tanto, el amor es más unitivo
que el conocimiento70.
Es decir, la unión de amor es existencial, mientras que la unión cognitiva no supone
unirse existencialmente a lo conocido. No se especifica en qué consiste tal unión, pero
conociendo la tesis aristotélica y tomista de la amistad, en la que el amigo es “otro yo”,
se sobreentiende que la unión consiste en sentirse y saberse identificado con la persona
del otro, es decir, en compartir sus intereses, problemas, necesidades, pasiones y
acciones, sin merma de la distinción personal ontológica. Nada de esto se produce en la
unión cognitiva, por mucho que suela explicarse en término de asimilación del ser –la
forma– de lo conocido al cognoscente. Por otra parte, la asimilación cognitiva es
unidireccional, “centrípeta”, es decir, de lo conocido al cognoscente y no al revés. En
cambio, el amor es “centrífugo” o extático, es decir, se dirige al otro en cuanto otro,
para complacerse y reafirmar su misma existencia.
– CG I, 72: las cosas se conocen según el modo de ser del cognoscente; en
cambio, la relación de la voluntad con las cosas es según su realidad natural: la
voluntad quiere a las cosas tal como son in rerum natura71. Con otras palabras, el
conocimiento se abre a la realidad, pero en tanto que la incorpora por la abstracción y
la idealización al modo de ser inmaterial del cognoscente. En cambio, la voluntad se
inclina a las cosas que quiere en su concretez existencial. Eso no significa que no
pueda cambiarlas. Al contrario, el conocimiento de por sí no cambia nada. Sólo la
voluntad puede ser principio de acción transformadora de las cosas, porque incide
sobre ellas en tanto que existentes (obviamente para esto cuenta con el conocimiento
práctico).
– De Veritate, q. 22, a. 10: la relación entre el alma y las cosas es distinta en el
conocimiento y en la voluntad o apetito. Las cosas están en el alma del cognoscente
70
“Cognitio perficitur per hoc quod cognitum unitur cognoscenti secundum suam
similitudinem. Sed amor facit quod ipsa res quae amatur, amanti aliquo modo uniatur, ut
dictum est. Unde amor est magis unitivus quam cognitio”.
71
Cuando desea subrayar la realidad existencial de las cosas, Santo Tomás suele utilizar las
palabras res y existentia.
44
“según el modo del alma y no según su ser propio”72; en cambio, el alma que ama se
orienta a lo amado “según el modo de la misma cosa en su existencia propia”73, o
también “en cuanto el alma se relaciona con la cosa real en su ser existencial”74.
Dicho de otro modo: la relacionalidad cognitiva no es existencial, mientras que la
relacionalidad de la voluntad y del amor es existencial. Este carácter “no existencial”
del conocimiento se debe a su carácter abstracto. Esto vale incluso para la percepción,
que de alguna manera es “abstracta”, porque capta a las cosas según cierta formalidad
que excluye otros aspectos no tenidos en cuenta por la operación perceptiva.
Obviamente, se ha de tener en cuenta que la voluntad y los apetitos se dirigen
existencialmente a la “cosa real” dentro de los límites implicados por el conocimiento
previo que se tiene de ella, pues se actúa sobre las cosas y se las desea o ama en la
medida en que se las conoce. Pero al amarlas así, en lo concreto, se las puede conocer
mejor.
– De Veritate, q. 23, a. 1: la cognición y la voluntad comportan dos modos
distintos de relacionarse con las cosas. En la cognición, la relación no se establece
según el esse proprium de la cosa, sino sólo según su ratio, o según está presente en el
cognoscente por su especie entendida. La voluntad, en cambio, va a las cosas según lo
que ellas son en sí mismas de modo existencial, en cuanto contiene un “orden a las
mismas cosas existentes”.
– De Veritate, q 23, a. 11: la voluntad se ordena a la cosa según el ser que tiene
ella misma, “según el ser que esa cosa tiene en sí misma”75.
La distinción que pone Santo Tomás entre el conocimiento y la voluntad y el
amor, por tanto, es muy neta, por mucho que necesite de matices para ser interpretada
correctamente (he introducido algunos de esos matices en mis comentarios a los textos
citados).
Por otra parte, esta tesis se ajusta muy bien a nuestra experiencia. Cuando
queremos a una persona, no basta conocerla. Además, se puede conocer un mal, pero
72
“Secundum modum animae et non secundum esse proprium”.
“Secundum modum ipsius rei in seipsa existentis”.
74
“Secundum quod anima comparatur ad rem in suo esse existentem”.
75
“Secundum esse quod res illa habet in seipsa”.
73
45
no quererlo, pues esto último supone participar en su realidad misma. Por eso podemos
ver con gusto una película de crímenes, pero nos disgustaría estar involucrados en tales
actos. Esto no quita que podemos amar el mismo conocimiento, motivo por el cual nos
agrada ver películas o contemplar obras de arte. En las cosas prácticas, además, tanto
éticas como técnicas, conocer es insuficiente, porque se puede saber mucho sobre las
cosas y no obrar por falta de empeño, de interés o de amor.
Además el saber despreocupado de la acción suele ser improductivo –a esto nos
referimos cuando hablamos en tono peyorativo del “saber teórico”–, porque se
desinteresa de saber cómo se deben hacer las cosas o cómo influir en ellas. Por eso la
ciencia de los antiguos no produjo tecnología, porque simplemente contemplaba sin
mirar a la acción, como en cambio harán los modernos76. El amor a lo real, en cambio,
es activo, precisamente porque supone una inclinación a las cosas mismas existentes,
para hacer algo con ellas. De ahí que haya un vínculo especial entre amor y obras, o
entre amor y acción, aunque el conocimiento siempre se presuponga.
3. 2. Trascendencia y alteridad
A tenor de lo dicho, podríamos vernos tentados a interpretar que el amor, por su
fuerza existencial, es superior al conocimiento. Curiosamente, Tomás de Aquino, si
bien señala que amar a Dios es más alto que conocerlo y que, en cambio, conocer a las
cosas inferiores al hombre es más alto que amarlas77, sostiene que en absoluto es más
alto o perfecto poseer en uno mismo la perfección de otra cosa valiosa (conocerla) que
ordenarse a ella como algo externo al ser propio (amarla)78.
Esta tesis depende, en mi opinión, de cierta minusvaloración de la relación con lo
otro de sí, privilegiando la inmanencia autosuficiente como perfección suma. La
necesidad de trascender a lo otro nace de una indigencia metafísica. La perfecta
inmanencia es propia de Dios.
Si vemos a la voluntad sólo como tendencia, obviamente no podríamos atribuirla
a Dios, sino sólo al agente racional que necesita encontrar el bien fuera de sí mismo
76
De todos modos, los clásicos daban mucha importancia a la acción en el plano ético.
Cfr. De Ver., q. 22, a. 11.
78
“Perfectius autem est, simpliciter et absolute loquendo, habere in se nobilitatem alterius rei,
quam ad rem nobilem comparari extra se existentem”: De Ver., q. 22, a. 11.
77
46
(en definitiva, en Dios). Pero así estamos considerando al apetito racional sólo como
Eros. En cambio, si vamos al amor como donación, la trascendencia hacia el otro no
implica necesariamente imperfección79, motivo por el cual Dios crea personas finitas
para difundir su perfección, por amor y no por necesidad. Por otra parte, a la luz del
misterio revelado de la Trinidad, Dios no sólo se conoce a sí mismo, con gozo –hasta
aquí llegó Aristóteles–, sino que se ama a sí mismo personalmente en el cuadro de la
distinción de Personas divinas (el Padre ama al Hijo, etc.). De este modo el amor de
donación encuentra su lugar en la inmanencia de Dios, es más, cualifica el Ser uno y
Trino de Dios.
¿Concluiremos entonces que el amor es más alto que el conocimiento? La
respuesta es doble:
1. El amor, en cuanto incluye el conocer, es más alto que el conocimiento sin
amor a lo real conocido, cosa natural cuando se conocen cosas irracionales que no
pueden amarse de suyo con amor de donación. De todos modos, en un sentido muy
estricto, cualquier conocimiento implica algún amor, pues al menos se amará el mismo
conocimiento (el matemático ama el conocimiento matemático).
2. En cambio, ante las personas, que son las realidades ontológicas más altas, el
conocimiento sin amor, siendo posible como momento abstracto –como conocimiento
concreto sería antiético, ya que la persona debe amar a su prójimo–, no es lo más alto.
Lo más noble aquí es el amor, que implica de suyo conocimiento.
Por consiguiente, la pregunta sobre si es más alto conocer o amar propiamente no
tiene sentido, porque amar incluye conocer y en cierta manera es un conocimiento más
perfecto (conocimiento amoroso80). La separación entre amar y conocer se produce, si
es correcta y no supone una desvirtuación de esos actos, cuando el amar se vive sólo
como puro sentimiento81 o cuando el conocer se realiza sólo como abstracto.
79
He tratado este punto en mi trabajo Immanenza e transitività nell'operare umano, cit.
Cfr, S. Th., I, q. 64, a. 1, donde se habla de un conocimiento afectivo de la verdad, que de
suyo produce amor, y es atribuido a la virtud de la sabiduría.
81
El amor voluntario incluye el afecto, pero puede también “descender” a un nivel de puro
sentimiento. Este punto podríamos desarrollarlo en otro momento y aquí lo dejamos tan sólo
apuntado.
80
47
Una prueba de esto es que Tomás de Aquino, cuando tiene que explicar cómo
Dios crea el universo, señala siempre que lo crea con su voluntad sapiencial, y no con
su sola inteligencia, pues aunque Dios conoce todo lo que podría crear con su
omnipotencia e inteligencia, para hacer las cosas las debe querer o amar, es decir, las
crea por el arbitrio de su voluntad, porque quiere y no sólo porque conoce82. “Dios
obra conociendo y queriendo. No actúa por necesidad de la naturaleza, sino por el
arbitrio de su voluntad”83. El amor de donación aquí no se basa en la existencia previa
de lo amado, sino que quiere creativamente –libremente, gratuitamente– que lo amado
exista.
Este carácter de arbitrio se conecta especialmente con la gratuidad de lo creado
por Dios. Cuando algo es necesario como un fin, la voluntad de alguna manera está
como obligada a actuar en virtud de la captación de ese bien necesario (si necesitamos
ir al médico, vamos libremente, pero movidos por un fin entendido como necesario).
En cambio, si se quiere hacer un regalo, la inteligencia lo capta sólo como una
posibilidad, con lo que el arbitrio de la voluntad queda más remarcado.
No es esto, sin embargo, puro arbitrio, sino expresión del amor de donación.
“Hay muchas cosas que caen bajo el poder divino que no existen en la naturaleza. El
que puede hacer muchas cosas, de las cuales hace algunas y no otras, obra por elección
de su voluntad, y no por necesidad natural. Dios, por tanto, no obra por necesidad
natural, sino por voluntad”84.
De este modo, aunque leamos en el mismo sitio que “el intelecto no produce
ningún efecto sino mediante la voluntad, cuyo objeto es el bien entendido, que mueve
82
Este lenguaje es inevitablemente antropomórfico, pero inevitable y objetivo (no metafórico).
En Dios no hay distinción entre inteligencia y voluntad, pero para nuestro modo de entender no
es lo mismo formular proposiciones sobre la inteligencia divina o sobre su voluntad.
83
“Deus igitur cognoscendo et volendo operatur. Non igitur per necessitatem naturae, sed per
arbitrium voluntatis”: CG, II, 23.
84
“Multa igitur subsunt divinae virtuti quae in rerum natura non inveniuntur. Quicumque
autem eorum quae potest facere quaedam facit et quaedam non facit, agit per electionem
voluntatis, et non per necessitatem naturae. Deus igitur non agit per necessitatem naturae, sed
per voluntatem”: CG. II, 23.
48
al agente como fin”85, no tenemos que interpretar esta finalidad como una motivación
determinista, al modo de Leibniz, sino sólo como la presentación de un fin posible86.
4. Lo unitivo del amor de amistad
Páginas atrás citamos un texto tomista donde se afirmaba que “el amor hace que
la misma cosa amada se una de algún modo al amante”87 y que por eso, según Tomás
de Aquino, “el amor es más unitivo que el conocimiento”88. Si la unión cognoscitiva es
sólo según una semejanza impresa en el cognoscente, sin necesidad de que éste se una
a la cosa real, ¿en qué consiste la unión “real” del amante con lo amado? ¿Qué añade a
la unión cognitiva?
No es fácil expresarlo en palabras y también aquí nos vemos obligados una vez
más a reconocer que lo originario no puede definirse89. El único recurso es hablar,
como hizo Aristóteles, de “otro yo” con quien compartir la vida, los intereses, los
bienes, etc.
¿Es esa unión transformante? En su comentario a las Sentencias –escrito
“juvenil”– Tomás de Aquino había empleado el término transformación, que
inevitablemente es impreciso. Así, leemos allí que “el amor no es más que cierta
transformación del afecto en la cosa amada. Como todo lo que se hace la forma de algo
se hace uno con ello, así por el amor el amante se hace uno con lo amado, pues se hace
la forma del amante”90. Más adelante afirma, en el mismo tenor, que “el amante se
transforma en el amado, y de alguna manera se convierte en él”91, y que se da entre
ambos una conveniencia “en cuanto uno participa en lo que es del otro, y así el amante
85
“Intellectus autem non agit aliquem effectum nisi mediante voluntate, cuius obiectum est
bonum intellectum, quod movet agentem ut finis”: CG. II, 23.
86
Ni siquiera hay determinación cuando el fin se ve como necesario, cosa que eliminaría la
libertad electiva a favor de un determinismo intelectualista.
87
S.Th., I-II, q. 28, a.1, ad 3.
88
Ibid.
89
Así como el amor a sí mismo no puede definirse, por más que nos expresemos en términos
de “auto-afirmación”, “auto-aprecio”, etc.
90
“Amor nihil aliud est quam quaedam transformatio affectus in rem amatam. Et quia omne
quod efficitur forma alicujus, efficitur unum cum illo; ideo per amorem amans fit unum cum
amato, quod est factum forma amantis”: In III Sent., d. 27, q. I, a. 1.
91
“Amans in amatum transformatur, et quodammodo convertitur in ipsum”: In III Sent., d. 27,
q. I, a. 1, ad 2.
49
tiene de algún modo a lo amado”92. Esta terminología, muy usada por escritores
místicos –como San Juan de la Cruz–, no puede interpretarse en un sentido
estrictamente ontológico, pero sí puede entenderse si la llevamos al plano cognitivo,
afectivo y de las virtudes.
La unión que se produce entre las personas que se quieren supone cierta
identidad dinámica –que va madurando en el tiempo– en el plano de los afectos, los
intereses, las actitudes, las convicciones, las tareas en común. Es variable según los
contextos –amistad entre colegas, vecinos, parientes, conyugal, con Dios, etc.–, y
siempre supone alguna identificación entre las voluntades (querer y apreciar las
mismas cosas).
El saber, aunque pueda producir cambios importantes en la vida de una persona,
no la une existencialmente a lo que es sabido. En cambio el amor de amistad implica
una unión afectiva profunda con el “yo” de la persona querida. ¿En qué sentido esta
unión “transforma” al amante y a la persona amada? ¿Es recíproca o unidireccional?
La respuesta a estas preguntas depende de las formas y modalidades de la
amistad y el amor, variables según un sinnúmero de circunstancias. En general puede
decirse que dos personas que se aprecian, se quieren, comparten experiencias, etc.,
entran mutuamente en el ámbito intencional de la otra, normalmente a través del trato y
una conducta compartida. Esta entrada es cognitiva y afectiva y adquiere un
dinamismo propio según cómo evoluciona el conocimiento y el aprecio mutuo. Va
acompañada de una serie de virtudes propias de la amistad, como la lealtad, la
generosidad, la humildad, el olvido de sí, el sacrificio, el servicio, la disponibilidad, el
respeto del otro, y tantas otras. La misma amistad es una virtud cognitiva y moral.
Según las circunstancias, la amistad y al amor, sin que necesariamente se
empleen estos nombres, pueden modularse de modo variable. Aunque ver al otro como
“un yo propio” supone una igualdad, cierta forma de amistad puede darse entre
desiguales, sea en términos de colaboración, de subordinación, de cuidado o de simple
participación. Por ejemplo, la unión de afecto entre padres e hijos pequeños se sitúa en
un contexto educativo. El hijo recibe más de los padres que viceversa. El término de la
92
“…quae quidem convenientia est secundum quod ab uno participatur id quod est alterius; et
sic amans quodammodo habet amatum”: In III Sent., d. 27, q. I, a. 1, ad 2.
50
formación apunta a que el niño llegue a ser un adulto cabal, y no que el padre se aniñe.
La unión entre voluntades y sus efectos “transformantes” tiene, pues, un sentido
específico en este caso y lo mismo puede decirse de otros. Uno puede aceptar entrar en
el horizonte intencional de otro más que al revés, según los casos, las circunstancias, o
las tareas que se decida emprender en la vida (por ejemplo, la mujer de un presidente
de un país tiene que adecuar su vida a las exigencias que tiene el cargo de su marido).
En la corrupción de la amistad y el amor, la identificación del afecto y las
exigencias de la colaboración, el servicio, la ayuda, pueden asumir formas degradadas
como son el dominio invasivo, el utilitarismo, la búsqueda del interés propio, el amor
posesivo, las exigencias injustas. Por eso, como hemos dicho arriba, el amor y la
amistad deben ser regulados por la ética y sólo son posibles en un contexto de virtud.
En atención a estos puntos, ahora podemos comprender mejor por qué Tomás de
Aquino sostiene, como dijimos arriba, que es más alto amar a Dios que conocerle y
que, al revés, respecto a las cosas inferiores al hombre, es más alto –o es mejor–
conocerlas más que amarlas. El motivo es que el amor conduce a participar en el ser
real de lo amado, por lo que la unión de amor a Dios implica un mejoramiento
personal, que no se da si nos limitamos a conocerle. En cambio, respecto a las cosas
subhumanas, o a las cosas de suyo malas, más vale conocerlas que pretender tener una
real participación en su ser existencial93.
Esta observación debe matizarse, porque en la amistad entre iguales el amor y el
conocimiento existencial –no el conceptual– van a la par, y en el amor de donación el
que ama “se abaja” a quien se encuentra en una situación de indigencia para elevarlo y
ayudarlo, como hace Dios con nosotros. Igualmente conocimiento y amor se
identifican en la visión beatífica, como hemos dicho anteriormente.
El carácter unitivo del amor comprende también la conducta a favor de lo amado
y el afecto que de ahí se desprende, afecto que no es sólo consecuente, sino además
impulso apetitivo hacia el conocimiento y la acción. El amor, en consecuencia, cierra
el “círculo” de los actos del espíritu, pues incide desde su mismo brotar en el
conocimiento y organiza las acciones decididas en torno a los valores amados.
93
Cfr. De Ver., q. 22, a. 11; In III Sent., d. 27, q. I, a. 4.
51
Leamos, en este sentido, el siguiente bello texto de Santo Tomás:
el amante (…) se inclina por amor a obrar según las exigencias de lo
amado, y ese obrar le es máximamente deleitable, casi como una forma que
le resulta conveniente. Por eso, todo lo que el amante hace y sufre por el
amado, le resulta del todo deleitable, y más se enciende en el amor, en
cuanto más gozo experimenta en todo lo hace o sufre por el amor (…) Por
eso dice San Gregorio que el amor no puede estar ocioso, sino que, si
puede, realiza cosas grandes. Y como todo lo violento entristece, como
repugnando a la voluntad, como se dice en el libro V de la Metafísica, por
eso resulta penoso actuar en contra de la inclinación del amor, o incluso
fuera de ella (…) Como el amante asume al amado como si fuera él mismo,
es como si lo llevara consigo personalmente en todo lo que se relacione
con él. Y así de alguna manera el amante sirve al amado, en cuanto es
regulado por el amado como término94.
5. Conclusiones
Al término del recorrido que hemos hecho sobre el tema de las relaciones entre la
afectividad voluntaria –amor– y el conocimiento intelectual, dando una especial
relevancia a Tomás de Aquino, me parece que el punto fundamental conclusivo es la
convergencia e integración entre el amor y el conocimiento, no obstante estas dos
dimensiones puedan disociarse según los contextos cognitivos y afectivos (aparte de
las anomalías). Diferencias importantes surgen cuando el contexto es la relación con
los seres materiales (uso técnico), o con los objetos de operaciones inmanentes
(ciencias), o con otras personas (amistad), y en especial con Dios. Las relaciones entre
el conocimiento y el amor se declinan diversamente en tales contextos.
94
In III Sent., d. 27, a. I, a. 1: “ita amans, cujus affectus est informatus ipso bono, quod habet
rationem finis, quamvis non semper ultimi, inclinatur per amorem ad operandum secundum
exigentiam amati; et talis operatio est maxime sibi delectabilis, quasi formae suae conveniens;
unde amans quidquid facit vel patitur pro amato, totum est sibi delectabile, et semper magis
accenditur in amatum, inquantum majorem delectationem in amato experitur in his quae
propter ipsum facit vel patitur. Et sicut ignis non potest retineri a motu qui competit sibi
secundum exigentiam suae formae, nisi per violentiam; ita neque amans quin agat secundum
amorem; et propter hoc dicit Gregorius, quod non potest esse otiosus, immo magna operatur, si
est. Et quia omne violentum est tristabile, quasi voluntati repugnans, ut dicitur 5 Metaphys.;
ideo etiam est poenosum contra inclinationem amoris operari, vel etiam praeter eam; operari
autem secundum eam, est operari ea quae amato competunt. Cum enim amans amatum
assumpserit quasi idem sibi, oportet ut quasi personam amati amans gerat in omnibus quae ad
amatum spectant; et sic quodammodo amans amato inservit, inquantum amati terminis
regulatur.
52
Como la relación más alta es la interpersonal, la conclusión general es la
preeminencia del amor sobre el conocimiento95, pero no como si estos términos fueran
alternativos, sino porque el amor comprende al conocimiento y no al revés. Esta tesis
trasciende la visión clásica, como ya notó Scheler, en la que el amor se resolvía en el
conocimiento (aunque no es así en el caso de San Agustín).
La autotrascendencia recíproca que es propia del amor de donación es la más
alta perfección del ser. No lo es el ser absoluto pensado parmenídeo, ni el espíritu
absoluto del idealismo, ni el autoconocimiento absoluto de Aristóteles, ni el puro amor
de sí unipersonal, sino el autoconocimiento y amor de sí en la reciprocidad del amor
de donación96. Este punto se aplica de un modo sublime a Dios y de un modo derivado
a la persona humana.
Quedan por examinar los siguientes puntos:
1. La relación entre la voluntad y los sentimientos. Si bien la voluntad –amor,
deseo, gozo– es de suyo una afectividad espiritual, ella revierte sobre la dimensión
sensitiva afectiva y puede recibir también un influjo de las pasiones y sentimientos. La
“encarnación” de los estados de la voluntad en forma de deseos sensibles se “localiza”
en circuitos cerebrales y así puede activar los comandos motores que permiten los
movimientos corpóreos voluntarios.
2. El conocimiento asimilativo que de suyo no inclina hacia la realidad
existencial, según las explicaciones tomistas vistas arriba, parecería ser sobre todo el
conocimiento objetivante y abstracto. Probablemente el amor voluntario está
indisociablemente unido al conocimiento experiencial de las cosas reales y concretas.
3. En el conocimiento por connaturalidad se conectan de modo especial los
afectos, las inclinaciones y la comprensión valorativa de las cosas, de modo análogo a
como la percepción estimativa/cogitativa, en Santo Tomás, se une a las emociones.
95
Entre los autores modernos atentos a los clásicos, un autor que está cercano a la tesis de la
preeminencia del amor sobre el puro conocimiento intelectual es Max Scheler. Cfr. M. Scheler,
Amor y conocimiento y otros escritos, Palabra, Madrid 2010.
96
Esta tesis es convergente con la antropología trascendental de Leonardo Polo. Aunque la
elaboración que aquí presento es algo distinta a la suya, ella responde a las mismas
motivaciones y en el fondo tiene la misma inspiración.
53
4. El conocimiento concreto de otras personas, que implica encontrarlas y ser
aceptados, comporta necesariamente amarlas o apreciarlas de alguna manera. Por
tanto, no parece posible conocer a los demás (salvo abstractamente) sin amarles, pues
para conocer al otro hay que ser aceptados por el otro.
5. Todo conocimiento es valorativo y todo conocimiento es, de algún modo, un
conocimiento por connaturalidad, porque el bien y la verdad, trascendentales del ser,
son indisociables.
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