Afectividad y cognición Juan José Sanguineti Clases dadas en el Instituto de Filosofía de la Universidad Austral (Pilar, Argentina), Semana de Investigación Interdisciplinar “Del cerebro al yo”, 31 de julio al 3 de agosto de 2017 INDICE I. Conocimiento y afectividad 1. Información y afectividad 2. Percepciones, conciencia, afectividad II. Análisis de la voluntad: amar y querer 1. Querer, voluntad 2. El acto de querer y sus diversos sentidos. Análisis preliminar 3. El querer activo como decisión de actuar 4. Querer como amor 5. La afectividad se reduce al amor 6. Dimensiones del querer como amor 6. 1. Amor natural y amor electivo 6. 2. Amor personal de sí y amor personal de donación 6. 3. Amor como deseo y como complacencia 7. El yo afectivo-voluntario 8. La división tripartita 9. ¿Qué supone el amor de amistad? 9. 1. ¿Se puede definir el amor? 9. 2. Requisitos del amor 9. 3. Las exigencias del objeto III. Conocimiento intelectual y amor 1. Algunos puntos históricos 2. Lo originario del amor 3. La intencionalidad existencial de la voluntad y el amor 3. 1. Glosa de algunos textos tomistas 3. 2. Trascendencia y alteridad 4. Lo unitivo del amor de amistad 5. Conclusiones 2 I. Conocimiento y afectividad 1. Información y afectividad La distinción entre cognición y afectividad es tradicional en filosofía y psicología. Ella corresponde a nuestra experiencia común1. Notamos sin dificultad que una cosa es tener ideas o estar informados y otra es sentir afectos, como la rabia o la desilusión. La información puede darse sola y sin sentimientos. En este sentido, nos parece “fría” o afectivamente neutra: saber que vivimos en una ciudad, conocer el nombre de las personas, saber matemáticas, etc. La información se transmite fácilmente a través del lenguaje. Es, pues, algo objetivo, que se refiere a cualquier cosa del mundo y no sólo a nosotros. Una vez que se objetiva en el lenguaje, es pública, es decir, está a disposición de todos los que entiendan ese lenguaje. Es objeto de enseñanza en escuelas y universidades. ¿De qué informa? De lo que son las cosas, o de cómo son o podrían ser. Sin duda, puede suscitar sentimientos. Una mala noticia entristece. La ansiedad por recibir una noticia futura que nos interesa, como la nota de un examen, es también una situación afectiva de cara a un conocimiento. El afecto puede preparar un conocimiento, o aparecer como su consecuencia. Los afectos, por su parte, llámense así, o emociones, o sentimientos, si bien se relacionan con el conocimiento, pues normalmente lo presuponen, constituyen un ámbito propio irreductible a la información. Decimos que se sienten. Las ideas no se sienten, sino que se captan, se advierten o se tienen. Además el tener información como acto personal suele pasar inadvertido, pues el que la tiene está centrado en lo objetivo, salvo que reflexione sobre la propia información, por ejemplo para cotejarla (ver si es correcta o no). Los afectos, en cambio, son esencialmente subjetivos y por eso son difícilmente comunicables, o bien se puede comunicar a otro que los tenemos, pero eso no significa que el otro los comparta. Puedo informarle a otro que estoy contento, pero no por eso le transmito mi estado afectivo. El hecho de estar viviendo 1 En los análisis que siguen emplearé primeramente un método fenomenológico y lingüístico, es decir, tendré en cuenta, para comenzar, la experiencia común y el sentido ordinario que damos a las palabras, asumiendo como trasfondo la filosofía tomista, pero sin tomarla como un a priori intocable. Mi deseo es que el lector de estas páginas no las lea a la luz de lo que él ya sabe sobre Santo Tomás u otro autor, sino que entre en el análisis que propongo con el espíritu heurístico que anima mis reflexiones. 3 este estado, que es mío, privado, aunque se manifieste, no afecta necesariamente a los demás. La palabra afecto connota esta subjetividad: indica algo que nos “afecta” o nos toca en nuestro mismo ser y que por eso hace sufrir o gozar, lo cual es ya una situación afectiva básica. La idea no nos afecta, y si lo hace es sólo porque genera en nosotros un afecto. Los términos afecto, sentimiento, emoción, indican ese “tocar íntimo” propio de esos estados subjetivos: son algo que mueve, sentimos, vivimos, etc., lo cual indica que el sujeto que los tiene o los “padece” –he aquí otro término clásico empleado para los afectos: pasión– vivencia de un modo especial su subjetividad. Una idea es también la posesión de un sujeto que la tiene. Sin embargo, la idea no dice mucho del sujeto, pues está volcada toda ella hacia el objeto. En cambio, el afecto es un vivenciarse del sujeto como tal. Esto no lo encierra en sí mismo, pues el afecto puede implicar una relación con otro, como por ejemplo cuando uno siente misericordia. Aunque se puede decir que el afecto “informa” de cómo está el sujeto psíquicamente, la expresión es un modo de hablar cognitivo de algo que no es puramente cognitivo, o que lo es de una manera completamente diversa de lo que ordinariamente llamamos conocimiento. En definitiva, en el afecto el sujeto se siente a sí mismo como sujeto vivo y existente, en tanto se encuentra en cierta situación real. Por eso el afecto no es abstracto, como puede serlo la información. De un sujeto que no tuviera afectividad dudaríamos que fuera un verdadero sujeto. Podría ser una computadora. En cambio, si nos dicen que una computadora es afectiva o afectuosa, la expresión nos parece ridícula. Un robot con emociones, si es un auténtico robot –una máquina informática que desempeña una tarea–, no puede tener más que emociones fingidas, que se reducen a su expresión exterior. El afecto es subjetivo en el sentido de que implica una auténtica subjetividad o interioridad. El afecto, en el ser humano, es un estado del yo como yo. 2. Percepciones, conciencia, afectividad La dualidad entre conocimiento y afectividad se presenta tanto en los animales, en el nivel sensitivo, como en los seres humanos, en un nivel no sólo sensitivo, sino racional. 4 El nivel de la sensibilidad comprende percepciones y afectos. Los animales ven, oyen, captan su entorno (cognición) y sienten placer, dolor, agitación, hambre, deseo de venganza, etc. (afectividad). Nosotros, en cuanto racionales, tenemos además ideas y actos de comprensión que adscribimos a la inteligencia, y al mismo tiempo queremos, amamos, deseamos, tenemos intenciones y tomamos decisiones de actuar, cosas que atribuimos a la capacidad voluntaria. En la presentación anterior hemos descrito el tener información como un conocimiento representativo o abstracto, que puede expresarse en un juicio (“sé que Roma es la capital de Italia”). La percepción, en cambio, es más bien una aprehensión o captación directa o inmediata de una realidad existente (“percibo la lluvia”). Sin embargo, ella implica igualmente “obtener una información” de algo que es o sucede, aunque no de modo abstracto y lingüístico (pero que puede expresarse en la objetivación lingüística). La percepción es claramente un conocimiento, algo distinto de tener una vivencia afectiva. Por otra parte, hemos caracterizado a la afectividad en términos de vivencia que tiene el sujeto acerca de sí mismo. Sin embargo, esto no basta, porque las percepciones sobre nuestro cuerpo (propiocepción, interocepción, et .) son cognitivas y subjetivas, y sin embargo no son afectivas. El afecto añade a la percepción/sensación el captar vivencialmente algo como bueno o malo para el sujeto, e inicialmente como agradable o desagradable (placer, dolor). La sensación de tener manos es una percepción (conciencia sensible), sensación que puede ser placentera, molesta (picor, dolor, etc.) o neutra. La afectividad es, pues, una vivencia de sí mismo más aguda que la conciencia. La información es cognición objetiva de una realidad en la que el sujeto no está implicado vivencialmente o en primera persona, si bien toda información, si es operación del sujeto, supone la conciencia de tenerla, y en este sentido sí es subjetiva. Por tanto, la conciencia, sea del tipo que sea –sensitiva o intelectual– es subjetiva por definición. Pero la afectividad es más íntima, porque indica un estado bueno o malo del sujeto, estado que él siente, es decir, hace entrar la vivencia del propio estar bien o mal. Notemos que “bueno” o “malo” en un sentido fenomenológico inicial se dicen correlativamente de lo que se percibe como agradable o como doloroso, pero no de 5 modo aislado, sino precisamente como percepción consciente y subjetiva de algo “nuestro” vivencial. Así, sentimos nuestros dedos (somatosensación), pero podemos sentirlos con dolor, y entonces decimos que “estamos mal”, aunque si nos retraemos hacia nuestro estado objetivo, pero subjetivizado, nos daremos cuenta de que nuestros dedos están mal quizá porque sufren una herida, un pinchazo, etc., cosa que sentimos como dolorosa. Ontológicamente podrá ahondarse sobre qué significa el bien o el mal objetivo de un cuerpo o de una realidad cualquiera (siempre viviente). En nuestro análisis fenomenológico, el bien o el mal se nos muestran como una situación vital objetivamente positiva o negativa y que además se siente (conciencia afectiva), aunque comprendemos que la conciencia subjetiva podría faltar y que, sin embargo, el bien o mal objetivo podrían estar igualmente presentes. En esquema: Percepción: captación inmediata y existencial de algo que es Conciencia: cognición vivencial del proprio sujeto Información: Estado cognitivo objetivo. Expresable lingüísticamente Afectividad: vivencia consciente de un estado bueno o malo del sujeto En este cuadro puede verse cómo la percepción de algo externo se traduce en la conciencia cuanto surge la vivencia de que el sujeto cognoscente actúa y, por tanto, vive. Tal conciencia se agudiza en los estados afectivos, en los que el sujeto se siente 6 bien o mal porque a algo suyo le va bien o mal. Todo esto puede verterse en una información fría y objetiva, abstracta, que en teoría abandona toda vivencia. Es lo que suele llamarse perspectiva de tercera persona. En cambio, lo que aquí hemos denominado vivencial o subjetivo corresponde a los qualia de la filosofía de la mente y a la así llamada perspectiva de primera persona. Notemos que la palabra sentir, un modo genérico de indicar la subjetividad, suele aplicarse ante todo a las sensaciones como tocar, ver, oler, etc., que indican estados u operaciones del propio cuerpo, o puede usarse también para indicar los afectos (sentir un dolor, una quemazón). Los afectos más altos y propiamente humanos se llaman sentimientos, palabra que tiene la misma raíz que sentir. II. Análisis de la voluntad: amar y querer 1. Querer. Voluntad Consideremos ahora la voluntad, dimensión vista tradicionalmente como la contraparte afectiva del sujeto inteligente. Cabe preguntarse si es correcto ver a la voluntad como algo afectivo. ¿Sería quizá como una afectividad consecuente al conocimiento intelectual? En parte sí, siguiendo a Santo Tomás, pero con algunos matices. Los animales tienen afectos, no voluntad. Experimentan una variedad de estados afectivos, aunque al mismo tiempo esos estados se unifican en torno a una “subjetividad centralizada”, si cabe hablar así: el animal-sujeto que percibe, sufre, desea, se defiende, ataca, etc. Esa unidad subjetiva en el hombre corresponde a lo que llamamos “voluntad”. Con esta palabra indicamos la identidad de nuestra subjetividad que se auto-percibe (“yo”) y actúa por sí misma, o dispone de sí misma libremente, cosa que presupone la inteligencia (auto-conciencia), pero añade algo más a ella. La voluntad, en este sentido, no se muestra ante todo como algo simplemente afectivo, y no es, sin más, la suma o integración de nuestros afectos o estados sentimentales. No es el sentimiento de ser nosotros mismos, aunque los sentimientos y emociones cualifican y “dan colorido” a la subjetividad personal. 7 La voluntad de alguna manera es el núcleo mismo del yo, cosa que no puede decirse de las emociones y sentimientos, que son sólo actos plurales. El yo no es la persona, pero sí es la manifestación de la persona. ¿Cuál es la diferencia entre la voluntad y la auto-comprensión de nosotros mismos o auto-conciencia intelectual? La voluntad añade a la auto-comprensión el querer. Este es el acto propio de la voluntad. El “yo quiero” presupone la autoconciencia (“yo soy, soy consciente”) y se sobreañade a ella. Pero la inteligencia y la voluntad no deben verse como separadas ni paralelas, sino que están como imbricadas recíprocamente. La una está en la otra, pues no hay inteligencia humana que no sea voluntaria, ni hay voluntad humana que no sea inteligente. Sin embargo, el acto cognitivo de algún modo precede al volitivo, pues caben actos de conciencia de sí mismo sin una explícita voluntad, y en cambio no caben actos voluntarios que no sean conscientes. De todos modos, la voluntad y la inteligencia, como capacidades y como estados, no son conscientes (se hacen conscientes en sus actos). Debido a la peculiar intensidad del querer personal, con lo que esto implica de gozo, sufrimientos, etc., se comprende que la voluntad sea más íntimamente indicativa de cómo es el yo, es decir, la persona concreta, si lo comparamos con su autocomprensión. Si se nos dice cómo está la voluntad de una persona, la conocemos mucho mejor, en su misma personalidad, que si nos dicen simplemente cómo se conoce a sí misma y cómo conoce otras cosas. Querer es más expresivo de lo que uno es que el solo conocer. 2. El acto de querer y sus diversos sentidos: análisis preliminar A continuación vamos a analizar el acto de querer. Es el acto propio de la voluntad, el acto voluntario (“yo quiero”). No tiene por qué ser una simple operación que empieza y se acaba. Puede ser un acto constante o habitual que preside de modo simultáneo una serie de actos seriales o en paralelo, al igual que un acto intelectivo puede estar iluminando a una serie de actos subordinados. El querer habitual permanente incluso cuando no se es consciente es un hábito. Pero puede ser consciente, como cuando realizamos muchas operaciones animadas por un único acto de querer. 8 Se quiere algo. Por definición, eso que se quiere, sea lo que sea, es llamado un bien. El querer es intelectivo, es decir, es fruto de una comprensión, una creencia, un juicio de valor. Los animales quieren algunas cosas en el sentido de tener deseos y de perseguir ciertos fines con su conducta instintiva, sin la mediación de una deliberación consciente. Querer en castellano puede significar: 1. Amar algo en general. 2. Desear algo: una cosa o una acción, no todavía poseída o no aun realizada. La acción puede ser útil o inmanente (valiosa en sí misma y no en función de otra cosa). 3. Complacerse en la posesión o en la realización. 4. Proponerse hacer algo –tener una intención–, lo que supone acercarse al momento de la decisión, esto es, a la determinación voluntaria de una acción, cosa que exige poner una serie de actos que involucran al cuerpo. Por otra parte, cuando se quiere algo –objeto del querer–, normalmente se quiere hacer algo con ese objeto. Por ejemplo, amamos la música, pero lo que queremos concretamente es escucharla. La música es el objeto querido o amado, y escucharla es la operación inmanente asociada a ese gusto o amor. Amamos la matemática: lo que amamos es contemplarla. “Amamos” una casa: puede ser que amemos el construirla, o el habitarla, o quizá sólo verla y admirarla. Utilizamos aquí la palabra amar en un sentido genérico. A veces se dice gustar, querer (por ejemplo, “me gusta pasear”). Lo que cuenta aquí es que se da una adhesión voluntaria, afectiva, apetitiva, etc., que en cada caso debe especificarse (“me gustan los dulces” es un simple gusto sensorial; “me gusta escuchar a este orador” es una complacencia intelectual). El empleo del término amor voluntario, en estos casos, puede depender de lo que se entienda por voluntad. “Amar” en sentido propio, se refiere sólo a personas (amor de amistad o de benevolencia). Los ejemplos de lo que hemos dicho podrían multiplicarse: – Querer bien a una persona (amor de amistad). – Querer hacer un viaje (intención aún vaga –querríamos, nos gustaría–, deseo no decidido, tal vez condicionado). Puede ser un deseo emocional (“!cuánto me gustaría!”) o una intención aún no llevada a la decisión (“tengo la intención de viajar, si no surge ningún inconveniente”). 9 – “Quiero pagar”: expresión de un propósito firme, pero que debe ser aceptado por otros. – Querer como propósito o intención eficaz y decidida, por ej., de hacer un viaje. – Elección preferencial dentro de un menú (“quiero esta corbata”). – Acto de decisión que implica un compromiso, o una orden (el “sí, quiero” del matrimonio; “quiero una cerveza” dicho al mozo de un restaurante). – Realización de un acto voluntario: “hago esto porque quiero”. El querer encarnado en una acción se llama acto voluntario. El elemento más emocional se llama gusto o fruición: “!cuánto me gusta esto que estoy haciendo!” (pero a veces uno puede hacer voluntariamente algo que no le gusta). Como vemos, el querer voluntario se puede desglosar en una serie de pasos en los que se presenta una dimensión emotiva o propiamente afectiva y una dimensión activa que se va determinando hacia la acción. Tomás de Aquino ha analizado algunos de esos pasos en su célebre estudio de los estadios por los que va pasando el acto voluntario2: intención (de actuar en vistas de un fin); deliberación (cómo llegar a ese fin); elección o decisión sobre lo que se hará para llegar a ese fin; imperio o moción voluntaria a otra potencia (por ej., el cuerpo) para realizar la acción; gozo al alcanzar el fin buscado3. Si se analizan estos ejemplos, se verá –como dijimos– que normalmente hay una articulación entre objeto y operación respecto a él. Además, lo querido puede estar en función de otra cosa, y así siguiendo, hasta que se llega a algo querido por sí mismo4. Así, si vamos a emprender un viaje, es porque esta acción se destina a otra, que puede ser el encuentro con una persona, una reunión, la contemplación de cosas bellas (en viajes de paseo). Si queremos un libro, lo que queremos es leerlo. La operación puede ser transitiva si se trata acciones útiles (el constructor quiere construir la casa), o bien 2 Cfr. S. Th. I-II, qq. 11-17. Menciono estos pasos de modo simplificado. No me fijo ahora en la dimensión cognitiva del querer, pues lo que en este momento deseo resaltar es la doble componente afectiva y operativa del acto voluntario (amor y decisión, o amor y acción voluntaria). 4 Lo querido por sí mismo puede admitir cierta complejidad, porque uno puede proponerse cosas que tienen múltiples efectos y quizá le interesan todos ellos, o uno más principalmente, y otros como consecuencias (“matar varios pájaros con un solo tiro”). 3 10 inmanente (el actor de un film realiza sus acciones proponiéndolas como objeto contemplativo). ¿Qué se quiere o puede quererse? Cualquier cosa o acción, en infinita apertura, lo mismo que se puede entender todo lo que es (o no es, en cuanto negación del ser). La voluntad tiene la misma apertura trascendental que la inteligencia. Todo lo que es, incluso ideal o posible, puede ser objeto de un querer o de un deseo intelectual. Por eso el bien es un trascendental del ser. Todo lo que es, es bueno, lo que significa que todo lo que es puede resultar amable o valioso de alguna manera para el hombre. Insisto en que algo se ama o se quiere para hacer algo con ello, no necesariamente útil. ¿Se puede amar a una estrella? No, pero sí se puede amar estudiarla. Este objeto puede atraernos como una realidad valiosa que da gusto estudiarla y contemplarla. Queremos a una persona: esto puede significar querer compartir con ella ciertas actividades, o acompañarla si lo necesita, o también podemos quererla en el sentido de que procuramos que tenga lo que le hace falta, y cosas de este tipo. 3. El querer activo como decisión de actuar De los análisis precedentes puede verse cómo, en definitiva, el querer posee una doble dimensión: una pasiva, que es el amor afectivo hacia algo valioso, despertado por el valor mismo de lo amado, y otra activa, que es la movilización voluntaria de la conducta para alcanzar, defender o mantener lo amado, cosa variable según el tipo de bien querido y las operaciones requeridas para obtenerlo o poseerlo5. 5 En la terminología tomista, lo que se ama suele llamarse fin, o bien, y lo que se hace en función del fin a veces suele traducirse como medio, si bien Tomás de Aquino habla sólo de “lo que lleva al fin” (ea quae sunt ad finem) (cfr. S. Th., I-II, q. 8, a. 2). Estimo que un uso excesivo de la terminología fin-medios puede dar una falsa idea utilitarista del amor y los actos consiguientes al amor. En vez de fin, modernamente a veces de habla de valores. La temática de los fines amados (cosas o personas) no debe ser absorbida sin más por la cuestión del último fin, porque entonces todo lo demás se vería, instrumentalmente, como “medios”, lo que no corresponde al pensamiento de Tomás de Aquino. Los bienes en sí, amables como fines y no como medios, son muchos (familia, trabajo, diversión, etc.), y no siempre es necesario jerarquizarlos de modo absoluto. En esta temática conviene evitar tres defectos: el intelectualismo, el “jerarquicismo” o afán de jerarquizarlo todo (en vez de reconocer la variedad, todo lo que sea diverso “deberá” ordenarse como lo superior y lo inferior) y el monismo (por ejemplo, reducirlo todo a un único fin). Cfr. sobre este punto mi trabajo Immanenza e transitività nell'operare umano, en Atti del III Congresso Internazionale della SITA, Etica e società contemporanea, Ed. Vaticana, Ciudad del Vaticano 1992, vol. I, pp. 261274. 11 El querer activo se orienta a la acción. Consiste, pues, en la voluntad de obrar, lo que presupone el poder hacerlo –si no se puede, la acción se paraliza– y, por fin, la determinación decisoria de hacerlo, de donde nace la movilización física y mental (por ejemplo, el comando motor estudiado por la neurofisiología de los actos voluntarios). El que quiere hacer algo activa todos los recursos psíquicos y físicos para hacer eso que quiere: poner atención, recordar cosas, eliminar obstáculos, prever resultados, hacer consultas, etc. Según la visión tradicional, confirmada por la neurociencia, dos momentos importantes aquí son la decisión y la ejecución. Basta pensar en ejemplos sencillos, por ejemplo, la decisión de hacer un viaje. Esa decisión puede ser fruto de una deliberación movida por deseos o apetitos. Una vez que se tiene, se movilizan los recursos de todo tipo, controlables por el sujeto, para que puedan tomarse sub-decisiones más concretas, de segundo o tercer nivel (por ej., qué medios de transporte utilizar, en qué horario, etc.), con sus correspondientes actos ejecutivos (encender la computadora para ver los transportes, pagar, etc.). Todo esto es eminentemente activo y muestra el autodominio de la persona sobre sus actos y su cuerpo (lo que hoy se llama agency). El acto decisorio es especialmente activo, pues cada uno experimenta que puede ponerlo o no ponerlo con plena voluntariedad (free will). La decisión tiene algo de creativo. Hace que algo que no existía, sea, o que algo que es, deje de ser. Puede aquí decirse: “es mi voluntad que esto sea o que sea así” (ut sit), o que no sea (ut non sit). Se ve así como la voluntad es una verdadera potencia de acción. Con frecuencia se entiende por voluntad, en el lenguaje ordinario, especialmente este dominio o potencia decisoria y operativa, obviamente si es libre. Por eso las personas estimadas como “fuertes de voluntad” son las que, cuando quieren algo, lo hacen o lo consiguen venciendo todo tipo de obstáculos. En las órdenes, la ejecución corre a cargo de otros, y por parte del agente implica la autoridad y la acción de dar la orden a alguien. Pensemos, por ejemplo, en una voluntad testamentaria, que se extiende más allá de la vida del agente. Naturalmente también el acto de obediencia implica una decisión, lo que implica la apertura de la voluntad a la recepción o acogimiento del mandato. 12 4. Querer como amor Decidimos hacer cosas por motivos racionales (“hago esto porque resulta conveniente para obtener lo que pretendo”), pero más en la raíz decidimos en cuanto nos vemos impulsados a obrar por algo valioso que queremos obtener o salvaguardar, y que por tanto amamos, conociéndolo como valioso o apreciándolo como tal. Esa apreciación se puede calificar como deseo, apetito, amor, y eso a lo que se dirige, como vimos, lo llamamos un bien, algo bueno para nosotros. El deseo podría nacer de un impulso sensible, como el hambre o la sed, pero aún así, si actuamos racionalmente, tenemos que consentir a tal impulso, porque por encima del deseo sensible está el quererlo (o quizá rechazarlo, aunque atraiga en un momento), porque lo vemos como un bien para nosotros. Esto puede suceder implícitamente. El que come, no suele reflexionar sobre la conveniencia de comer. Pero ordinariamente no come como un animal, por puro instinto, sino porque quiere (y podría no querer, por ejemplo, porque decide ayunar o seguir una dieta). Las cosas que estimamos primordialmente –el valor de la familia, la auto-estima, el honor, la moralidad, la religión, la ciencia, la salud, la amistad, el arte, etc.– no suelen ser objeto de elección ni de decisiones, sino que más bien son los valores o bienes según los cuales decidimos hacer esto a aquello, es decir, orientamos nuestra conducta. Los clásicos griegos, como Platón y Aristóteles, veían a los afectos, en general, como pasiones sensibles (amor, deseo, miedo, rabia, etc.), contrapuestos a la razón y subordinados a ella. Como pasiones sensibles las compartimos con los animales. Ellas se relacionan con bienes sensibles, que son aquellos bienes que pueden gustar y atraer a los animales (sexo, alimento, la cría, el afecto a un dueño, el dominio de un territorio). Sin embargo, los seres humanos nos sentimos atraídos por bienes espirituales, inmateriales, no meramente sensitivos, como pueden ser la ciencia, la filosofía, el arte, la contemplación de valores estéticos, la política, la educación, el Derecho, la amistad personal, Dios. Estos bienes tienen aspectos sensibles (por ejemplo, un libro), pero no se reducen a ellos. Ante ellos podemos sentir afectos semejantes, en algunos aspectos, 13 a los que sentimos ante los bienes fisiológicos (deseo, temor, ira, placer, etc.). En conjunto constituyen lo que podríamos llamar la afectividad espiritual o personal. El acto personal de adhesión a esos bienes, e incluso a los bienes sensibles por consentimiento, puede llamarse amor en sentido amplio, y puede adscribirse a la voluntad y definirla como tal (porque una potencia se define por sus actos y sus objetos)6. Tener voluntad es, en este sentido, no sólo poder decidir, sino poder amar, lo cual es previo y condicionante de las decisiones. He aquí un esquema de lo visto hasta ahora: 6 Tomás de Aquino atribuye a la voluntad los afectos espirituales, algunos de los cuales pueden darse en los ángeles y en Dios. Cfr. S. Th., I, q. 19, a. 1, ad 2; s. 2; I, q. 20, a. 1. “Amor igitur et gaudium et delectatio, secundum quod significant actus appetitus sensitivi, passiones sunt, non autem secundum quod significant actus appetitus intellectivi”: S. Th., I, q. 20, a. 1, ad 1. 14 Voluntad como amar -à lo amable terminal (personas, u objetos de operaciones inmanentes: ciencia) Afectos espirituales: deseo, esperanza, gozo Pasiones o apetitos sensitivos (hambre, Voluntad como decisión (agency)à hacer algo conveniente en función de lo que se ama: ACCION DECIDIDA Objeto y operación Libro: leerlo Ciencia: contemplarla. Persona: comunicar con ella, compartir bienes, ayudarla Comando sed, motor: ganas sensibles) conducta Fin alcanzado: Gozo Como se ve, el amor acompaña a todas estas fases afectivas, decisorias y conductuales, en las que interviene también la cognición, aunque no nos hemos fijado en ella ahora. El amor como afecto primordial de la voluntad, de donde nace el resto de los actos, no se decide, sino que responde a una atracción que un determinado bien despierta con relación al que ama. Se experimenta como algo pasivo o que sobreviene al sujeto, sin que éste necesariamente lo busque, aunque sí puede predisponerse, preverlo o evitarlo, en base a sus conocimientos. De modo originario, el amor responde 15 a una dimensión pasiva profunda de la voluntad humana, constitutiva de su dinamismo trascendental y signo a la vez de su altura espiritual y de su finitud. No es creador del bien, sino que se deja “afectar” por él. El amor no se decide, sino que simplemente nace ante lo valioso y amable. 5. La afectividad se reduce al amor Como vieron los clásicos, toda la afectividad se reduce de alguna manera al amor o, lo que es lo mismo, el amor es el núcleo de toda afectividad. No es, por tanto, un afecto o sentimiento especial, sino que penetra o da vida a todos los afectos, que se diferencian según las diversas situaciones en que el sujeto se encuentra respecto a lo que ama. Según Santo Tomás, “no existe ninguna otra pasión del alma que no presuponga el amor”7. Igualmente, “toda acción que procede de cualquier pasión nace también del amor como de su primera causa”8. Tenemos ante todo la polaridad amor/odio, es decir, la adhesión de amor a algo que por eso se llama bien, o lo contrario, la repugnancia o rechazo de algo que contraría el bien amado –el mal, lo malo– y que por eso es odiado (por ejemplo, la privación de lo amado, o el sujeto que causa esa privación). El odio, así, no es originario, sino que surge del amor. Si lo amado no se tiene, surge el deseo o afecto hacia ese bien al que se tiende y que aún no se posee, o la esperanza, si se confía llegar a él, o la valentía si se procede a conquistarlo y es difícil, y así siguiendo. Si lo amado se ha perdido, suscita dolor, pena, nostalgia, etc. Si parece que se puede perder, hace surgir el temor, y si se ve que ya no se puede alcanzar, trae consigo la desesperación. Si lo amado se posee, causa gozo, y tristeza o sufrimiento si no se posee. Esto puede referirse a uno mismo o a las personas que amamos: podemos sufrir porque nos falta un bien, o porque le falta a quien queremos, y análogamente en los demás afectos y sentimientos. Puntos semejantes pueden decirse respecto del mal y la afectividad que desencadena. El mal es, en un sentido radical, una privación del bien debido, pero a veces llamamos males a las cosas que provocan esa privación, y malos o malvados a 7 “Nulla alia passio animae est quae non praesupponat amorem”: S. Th., I-II, q. 27, a. 4. “Omnis actio quae procedit ex quaecumque passione, procedit etiam ex amore, sicut ex prima causa”: S. Th., I-II, q. 29, a. 6, ad 2. 8 16 las personas responsables de tales privaciones. La amenaza de males trae miedo, su presencia provoca sufrimiento, o indignación si nace de una injusticia, su desaparición causa alegría, etc. Se entiende ahora más claramente que las grandes polaridades de la vida afectiva son: amor/odio, bien/mal, gozo/dolor. 6. Dimensiones del querer como amor El dinamismo del querer voluntario como amor no siempre es el mismo de cara a las diversas realidades amables. Pueden distinguirse en él dos dimensiones estructurales. Una comporta el binomio amor natural/amor electivo, y otra el binomio de amor personal de sí y amor personal de donación (que más o menos o corresponde a la distinción clásica entre eros y ágape)9. El primer binomio se inserta dentro del segundo. 6. 1. Amor natural y amor electivo Existe primariamente un aspecto innato o natural de la voluntad humana en cuanto ordenada a amar bienes –personas, cosas, actividades– que podríamos llamar constitutivos o antropológicamente naturales, si bien la persona experimenta el elemento afectivo sólo cuando opera conscientemente. Así, son bienes para la persona humana Dios, las demás personas, ella misma, junto a actividades como la vida social, la ciencia, el trabajo, y otros más que pueden investigarse. El orden de la voluntad a estos bienes es lo que Tomás de Aquino denomina voluntas ut natura. Una privación o deficiencia en la adquisición, posesión o salvaguarda de ellos comporta un sufrimiento personal intolerable si no es subsanado, porque implica una forma de fracaso existencial, al ser la quiebra de algo a lo que la persona está naturalmente ordenada. Un individuo, por ejemplo, puede perder a un amigo. Como no está naturalmente ordenado a él, aunque esa pérdida le haga sufrir, no por eso supone un fracaso 9 La dualidad de eros y ágape se puede interpretar de modos variados o con diversos matices. Cfr. al respecto, Benedicto XVI, Encíclica Deus Caritas est, Roma 2005, n. 7. Aquí me atengo a la interpretación propuesta arriba. 17 existencial. En cambio, si alguien no tuviera ningún amigo, le faltaría algo a lo que su misma naturaleza le inclina, y así se malograría como persona10. Otros bienes subsiguientes son una concreción más o menos contingente –pero necesaria como concreción– de la capacidad y necesidad de amar del ser humano. En este caso, según las circunstancias de la vida, la voluntad como amor presenta una dimensión electiva en la que deben intervenir decisiones, según los casos11. Así, la persona está tendencialmente orientada a tener amigos, a trabajar, a hacer cosas, etc., pero en lo concreto de su vida tendrá que elegir, o aceptar si le viene dado, sus amigos, sus tareas, su misión en la vida. Esta elección tiene algo de pasivo y de activo. Puede ser pasiva, en un sentido alto de la palabra, porque nacerá de una atracción que ejerce sobre su voluntad algún bien valioso, o quizá de la aceptación de algo bueno que viene dado en la vida. Pero la elección es también activa, especialmente cuando resulta de una búsqueda personal. Sólo en dos casos no se da la situación de tener que elegir bienes “concretos” a los que se tiende porque aún no se poseen. Uno es el amor a uno mismo. Nadie tiene que elegir amarse a sí mismo, porque esto viene dado naturalmente, aunque sí tiene que buscar, elegir, aceptar, etc., los bienes exigidos por ese amor natural (desarrollar sus talentos, buscar una situación aceptable en la vida, etc.). Otro caso, muy distinto y fundamental, es el amor a Dios. A esto el ser humano tiende naturalmente, porque aquí está en juego la felicidad de su vida, aunque sí son necesarios los actos concretos decididos voluntariamente que conducen efectivamente a tal amor (por ejemplo, el respeto de la ley moral, visto como exigencia del ordo amorum a que antes me he referido)12. 10 Las pérdidas más graves son, en este sentido, las que atentan contra el bien moral, dado que la ética custodia el ordo amorum propio de la persona. 11 De algún modo este aspecto corresponde a la voluntas ut ratio de Santo Tomás, aunque este concepto puede referirse también a la elección de los medios útiles, que exigen, para conocerse, un razonamiento práctico (“si quiero mantener la salud, debo comprar estas medicinas”). 12 Este punto merecería ser explicado con más detalle, pero no lo haré en estas páginas. 18 6. 2. Amor personal de sí y amor personal de donación En un sentido absoluto, lo que de verdad se puede amar es una persona, porque todo lo demás que puede amarse –ciencia, bienestar, riqueza, honor, poder– implica una relación a la persona13. Esto se da primeramente en el amor personal y natural a sí mismo. Eso no quiere decir que los bienes queridos para nosotros mismos (ciencia, arte, etc.) comporten egoísmo –el egoísmo es sólo un amor desordenado a sí mismo–, ni tampoco que ellos se aprecien en un sentido puramente instrumental o utilitario. El que ama desinteresadamente la física, la matemática, la filosofía, el arte, etc., no está buscando en ningún sentido su realización personal, ni tampoco le gustan esas ciencias de un modo simplemente instrumental (para gozar de ellas, etc.). Sin embargo, esas realidades –lo mismo podría decirse de cosas materiales– se quieren en tanto que son asumibles como objeto de contemplación o de acción personal. El matemático enamorado de su ciencia en cierto modo se olvida de sí, de otros intereses, quizá de su salud, pero eso que ama es objeto de su acto contemplativo, sin el cual su amor a la matemática no tendría sentido. Las demás personas son amables por sí mismas a causa de su valor y dignidad propia, aunque a veces puedan ser a la vez queridas por alguna utilidad personal, lo que supone siempre el riesgo de caer en el egoísmo y la instrumentalización. De todos modos, es compatible amar a alguien por sí y también porque nos presta un servicio, porque el amor a sí mismo y el amor a los demás no son incompatibles. El amor al otro por el otro, buscando su propio bien, con generosidad, se llama tradicionalmente amor de benevolencia o de amistad –en el plano sobrenatural de la gracia, corresponde a la caridad cristiana, al amor como caridad–, así como el amor de cosas que están en función de las personas –amor a la salud, al bienestar, etc.– se denomina amor de concupiscencia y suele entenderse como la búsqueda de bienes que 13 No tiene sentido amar –con amor de amistad– algo que no puede corresponder con amistad, es decir, lo que no sea una persona. Con los animales cercanos a nosotros es posible encariñarse sensiblemente –amarlos en este sentido–, pero no propiamente ser sus amigos, porque no podemos compartir su vida y ellos no son capaces de comprender ni de corresponder a nuestro amor. Tomás de Aquino señala que no es posible el amor de amistad con los seres irracionales: cfr. S. Th., II-II, q. 25, a. 3. 19 perfeccionan a uno mismo, lo cual, insisto también en este caso, no es egoísmo14. La dualidad “amor de concupiscencia” y “amor de amistad” responde al tradicional binomio de eros y ágape15. En nuestros días el amor de amistad suele llamarse también amor de donación. El binomio de amor natural y electivo se inserta en el de eros y ágape. Respecto al eros con relación a uno mismo, es obvio que se trata de un amor natural que no se elige, como he señalado arriba, si bien se eligen los bienes necesarios, u optativos, que sirven para el propio perfeccionamiento personal (por ejemplo, cuando alguien decide estudiar lenguas). Ese perfeccionamiento personal no contradice al amor desinteresado a los demás, como dijimos. Es más, a veces ambos amores se potencian mutuamente. Así, el conocimiento de una lengua, siendo un perfeccionamiento personal, a la vez permite realizar muchos actos de servicio a favor de los demás. El amor de donación, siendo un auténtico amor desinteresado que busca el bien del otro sin más, aun a costa de sacrificios personales –pensemos, por ejemplo, en el amor de los padres por sus hijos–, tiene algo de natural o necesario, porque la persona que es incapaz de donarse a los demás se malogra a sí misma. Estamos hechos para amar a los demás por sí mismos (y máximamente a Dios, por sí mismo). Sin embargo, ese amor necesita ser “elegido” en varios sentidos, o porque tenemos que poner actos voluntarios –decididos– de amor a los demás, de lo que se siguen muchas otras decisiones y acciones consiguientes –por ejemplo, de servicio–, y, por fin, porque el amor a los demás se concreta en las personas que tratamos o encontramos en la vida. En este sentido, el amor de donación es un amor electivo. Una exigencia fundamental del amor de amistad es que sea mutuo, porque una amistad no correspondida no es completa y se diluye16. En su sentido más profundo, el amor de amistad, como vio Aristóteles, exige un mutuo reconocimiento del otro como si fuera uno mismo, y esto recíprocamente, con mutua aceptación y con mutua 14 Cfr. Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 26, a. 4. Ya he señalado que eros y ágape pueden interpretarse de modos variados. Con frecuencia por “eros” suele entenderse el amor apasionado, preferentemente con una componente sexual, por el que un sujeto se siente cautivado, por ejemplo en el enamoramiento. Pero también puede entenderse por eros el amor como deseo, antes de llegar a la unión (en el amor de amistad) (cfr. S. Th., I-.II, q. 28, a. 2). 16 Cfr. Tomás de Aquino, CG, III, 151. “In amicitia non sufficit actus unius, sed oportet quod concurrant actus duorum mutuo se amantium”: In VIII Ethic., lect. 5, n. 1605. 15 20 comunidad de intereses y afectos, dentro de la distinción de personas (sin fusión personal). Así se ve cómo el amor de sí y el amor del otro se potencian recíprocamente, aunque el que ama, en lo que concierne a sus afectos, se “olvida” de sí, como en éxtasis y, por paradoja, ése es el mejor modo que tiene de amarse de verdad a sí mismo. Esto no exige siempre que sea total o absoluto, pues puede referirse sólo a algunos aspectos (lo mínimo es reconocer la dignidad del otro). En el amor conyugal es muy intenso y tiene algunas peculiaridades. Es también intenso el amor de amistad profunda. La amistad de entrega absoluta al otro es valiosa (y necesaria) sólo ante Dios (si es ante un bien o persona finita, se transforma en idolatría). Lo dicho anteriormente sobre el amor de amistad no excluye que pueda darse un amor de donación que no sea de amistad porque el otro no se encuentra en una situación de poder corresponder, por ejemplo porque es un niño muy pequeño, un enfermo en estado inconsciente, o simplemente porque hacemos el bien a personas lejanas o muy numerosas que no podemos tratar. En la vida cristiana, que pone el centro en el amor a Dios, este amor es también correspondido, porque presupone servir a los demás por amor a Dios, con quien en la vida de la gracia se entabla un amor de donación recíproco y con valor de vida eterna. Notemos que tanto el amor de sí como el amor de los demás implican siempre una dualidad entre la persona y los bienes que se buscan para la persona (bienes útiles, comunicativos, promocionantes, etc.). El que ama a otro, ama que éste crezca (no busca poseerlo impidiéndole crecer). Pero no valora a la persona por los bienes que tiene, sino por sí misma, porque de lo contrario estaríamos refiriendo esos bienes a uno mismo (si uno estima a un matemático sólo en cuanto sabe mucha matemática, no tiene una verdadera amistad con él). Antes dijimos que la voluntad como amor es más bien pasiva, y que su dimensión activa se manifiesta en la decisión y la acción. Podemos ahora preguntarnos, el amor personal, ¿es pasivo o activo? La respuesta es que es tanto una cosa como la otra. Es pasivo, en el sentido de que el valor personal (de los demás, de Dios) es atractivo, y mueve naturalmente por atracción, pues todo lo valioso y bueno cautiva a la voluntad. Así es especialmente el amor de donación, porque el sentirse atraídos, aunque a veces suele verse como eros en cuanto implica un perfeccionamiento personal, es compatible con el darse al otro que es amado (es más, exige el darse). Pero 21 precisamente porque es amor de donación, es a la vez máximamente activo, porque va más allá del sentirse afectado por el bien amado, sino que, como respuesta propia del dinamismo del amor de amistad, exige promover el bien del otro. Sólo en Dios su amor de donación es puramente activo, pues Dios no puede amar perfeccionándose. Dios no es “atraído” por bienes, sino que crea, con generosidad, a las personas que quiere amar, y ordena bienes para ellas. 6. 3. Amor como deseo y como complacencia Hago una breve anotación sobre el amor como deseo y como complacencia. Más que una nueva dimensión del amor, aparte de las dos que hemos considerado en 6. 1. y 6. 2, se trata de dos fases del dinamismo del amor, sea cual sea. Cuando lo que se quiere no se posee, evidentemente se desea. El amor se manifiesta aquí como deseo17. Por eso clásicamente el amor ha sido considerado como apetito, inclinación o tendencia, es decir, como cierta ordenación intencional hacia algo que tiene que lograrse. Una vez que lo amado se posee, cesa como motus y se vive como complacencia en lo amado. Así decimos que Dios se ama a sí mismo complaciéndose en su propio ser o en su propia perfección, y no puede desear nada que le falte, aunque sí puede desear bienes para las criaturas, si éstas deben todavía alcanzarlos. No es correcto, pues, pensar que la voluntad siempre sea una tendencia. No lo es en Dios. Tomás de Aquino lo justifica diciendo que la voluntad, “aunque se nombre desde el apetecer, no sólo tiene el acto por el que desea lo que no tiene, sino que también ama lo que tiene y se deleita en ello”18. La complacencia o el gozo es como el afecto ligado a la conciencia de amar y ser amados. Si ya no hay otra acción que cumplir, o una nueva decisión que tomar, el gozo 17 Puede tratarse de un simple deseo que no se compromete aún con una acción definida. Si se añade el propósito de realizar una acción para cumplir ese deseo, tenemos la intención, en el sentido de la intentio de S. Th. I-II, q. 12. 18 S. Th., I, q. 19, a. 1, ad 2. Sabemos, por otra parte, que la inteligencia y la voluntad de Dios se identifican, pero según nuestro modo de conocer cabe hablar de la inteligencia divina (cfr. S. Th., I, q. 14; CG, I, q. 44) y de su voluntad (cfr. S. Th, I, q. 19; CG, I, 72). El Aquinate atribuye también a Dios el amor (cfr. S. Th, I, q. 20; CG I, 91), el gozo y el placer (cfr. CG I, 90, 100, 102). 22 y el amor no se distinguen, pues el amor no puede ser sino gozoso, y el gozo no tiene sentido sin el amor, aunque quoad nos los distingamos conceptualmente. Cuando hay deseo, hace falta el paso a la acción decidida para lograr lo amado y así gozar con su posesión. Esto vale para todo tipo de bienes y “amores”. La sucesión de actos es, pues: Deseo de hacer algo con un objeto amado (por ejemplo, leer un libro) -à decisión y acción (conseguir el libro) -à cumplimiento gozoso (leerlo con gusto) Como la posesión de objetos deseados da siempre una satisfacción –placer de la lectura, de la comida, de la conversación, etc. –, no existen “bienes placenteros” como si fueran una categoría aparte. El afecto placer nace siempre de una actividad relacionada con un objeto. “Nadie se deleita sino en alguna cosa amada de algún modo”19. En general, no se busca el placer puro, o la felicidad pura, salvo casos de auto-referencialidad muy egoísta, que no son muy comunes, sino que se busca y desea algo que, como corolario, dará placer. El placer, por tanto, como todo afecto, es intencional: oir música da placer, estudiar matemáticas da placer, etc.20. 7. El yo afectivo-voluntario Habíamos dicho antes que los afectos humanos cualifican al yo como yo, y que la voluntad, sede y origen de la afectividad personal, es como el núcleo del yo, que no es sólo auto-consciente, sino amans, siendo su acto más característico el querer, que presupone el conocer. Estas afirmaciones nos obligarán a profundizar más en la naturaleza del conocimiento y del amor y en sus relaciones mutuas, lo cual es el tema de nuestro escrito. Como antes hemos considerado al conocimiento en términos de información, es obvio que, en esta perspectiva, el afecto y en especial el amor implican a la vida personal mucho más que el tener noticia abstracta de algo. Por eso no tiene 19 “Nullus enim delectatur nisi in re aliquo modo amata”: S. Th. I-II, q. 27, a. 4, ad 1. De ahí cierta insatisfacción de L. Polo ante la fórmula demasiado genérica de “deseo de felicidad” o del bien. Cfr. L. Polo, La esencia del hombre, cit., p. 313. El deseo que tiene toda persona de ser feliz es intencional, no auto-referencial: está a la búsqueda de eso que hace feliz o da contento pleno a la existencia humana. 20 23 sentido pensar en una persona que no tuviera voluntad (no sería una persona), porque ser persona es ser un sujeto capaz de amar21. Se podrá objetar que el sujeto debe ser también inteligente (ego cogitans, ego intelligens). Sin embargo, captamos más la vida de ese sujeto si, además de entender, ama y tiene afectos22. ¿No es posible una intelección sin amor, sin afecto? Sí, pero sólo como momento abstracto de una persona. La información dice poco de la subjetividad. El sujeto aparece como tal si es susceptible de afectividad, aunque esto presuponga cognición. Como el amor más pleno es el de amistad, que exige o presupone la existencia de otra persona a quien poder amar en reciprocidad, se puede concluir, con Polo, que la persona de por sí es coexistente con otros y que una persona sola, que no pudiera más que amarse a sí misma, como hipótesis metafísica es un absurdo23. Este punto recibe una luz especial de la fe cristiana, no sólo por la importancia que en el Cristianismo se da a la caridad, sino porque en Dios el amor es Trinitario, es decir, implica una correspondencia mutua de amor entre las Personas Divinas. Esquema a modo de resumen de lo visto: 21 Por eso consideramos que un Dios sin voluntad, que fuera sólo autoconciencia, no sería claramente personal. La voluntad humana no es la persona, pero cualifica especialmente a la persona humana. Aristóteles no atribuyó a Dios la voluntad, porque la concebía sólo como tendencia, pero le atribuyó el máximo gozo y felicidad en su autocomprensión (cfr. Metafísica, XII, 1072 b 15-30; Etica a Nicómaco, VII, 1154 b 26). Podríamos decir que captó parcialmente su aspecto personal, si bien la terminología de ser personal no era utilizada por los clásicos. 22 El acto de entender es un acto vital. Sin embargo, según nuestro modo de entender, captamos la vida personal más en la voluntad y en los afectos que en los actos intelectivos. El motivo es que normalmente vemos tales actos intelectivos en su dimensión objetivante, y entonces ellos son poco expresivos de la vida del sujeto. Un matemático nos dice muy poco de su vida personal si lo vemos sólo como matemático. 23 Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, Eunsa, Pamplona 2016, pp. 78-79. 24 Amor de amistad (natural y electivo) Amor de sí (natural) Bienes personales decididos y compartidos (contemplativos y activos) Acciones (conducta) Unión (complacencia) 8. La división tripartita En el tema que estamos exponiendo, algunos autores siguen una división tripartita de cognición, voluntad y afectividad, es decir, separan la voluntad de la afectividad, pues la primera les parece activa y la segunda pasiva. Otros, como Dietrich von Hildebrand24, reúnen la afectividad plural del hombre en lo que llaman corazón, con lo que la tripartición sería: inteligencia, voluntad, corazón. 24 Cfr. D. von Hildebrand, El corazón, Palabra, Madrid 1996. Para una crítica de esta posición, ver M. Echavarría, El corazón: un análisis de la afectividad sensitiva y la afectividad intelectiva en la psicología de Tomás de Aquino, “Espíritu”, LXV (2016), n. 151, pp. 41-72. 25 Considero que esta triple división introduce una complicación inútil y pierde el papel de la voluntad como capacidad de amar25. La tripartición reserva a la voluntad el papel de potencia activa que toma las decisiones, entendida como algo que sería distinto de los sentimientos. Esa potencia sería racional, o incluso la razón misma, la llamada “razón práctica”. Los sentimientos serían, en consecuencia, una dimensión inferior de la persona, o bien, si los ponemos en el mismo nivel espiritual del intelecto y la voluntad, deberían ser como una tercera potencia (“afectiva”, por ejemplo, el “corazón” de la persona). La potencia activa que mueve la conducta no puede ser sólo el conocimiento, por un lado, porque en este caso se perdería el yo, y la razón práctica podría reducirse a una máquina informática que, en virtud de sus conocimientos elaborados, optaría racionalmente y de modo impersonal, automático, por seguir un curso de acción. En el aristotelismo, lo que mueve a la conducta no es el conocimiento, sino el apetito, llamado clásicamente apetito racional para referirse a la voluntad en cuanto inclinada al bien. Pero no hay en absoluto ningún inconveniente en atribuir a la voluntad estados afectivos que manifiestan “cómo está”, es decir, qué es en definitiva lo que quiere o ama, cosa que a veces puede ser fluctuante y complejo26. El llamado “corazón” es el ego amans, es decir, la voluntad personal27. La voluntad no es sólo la potencia activa decisora, sino que, radicalmente, incluye una 25 En esta misma línea, cfr. P. Crittenden, Reason, Will and Emotion. Defending Greek Tradition against Triune Consciousness, Palgrave Macmillan, New York 2012. X. Zubiri, en cambio, distingue entre inteligencia, voluntad y sentimientos: cfr. Sobre el sentimiento y la volición, Alianza, Madrid 1992. 26 Por debajo de los afectos voluntarios se dan también sentimientos sensibles, o emociones, que tienen cierta autonomía respecto a la voluntad, si bien pueden ser incorporados (o no) a su propio ámbito afectivo. No siempre se puede distinguir netamente entre estos dos niveles, sobre todo porque la voluntad puede verse solicitada por varios bienes, por ejemplo, por algo que quiere y ama claramente, y por otro objeto atractivo que entra en “competencia” con lo amado (por ejemplo, cuando una persona fluctúa entre su amor al trabajo y a la familia). Los deseos puramente sensibles, en cambio (hambre, sed, etc.), se distinguen fácilmente de los afectos voluntarios. Cfr. sobre este punto mi trabajo Volere e sentire, Lección inaugural del año académico 2016-17, Pontificia Universidad de la Santa Cruz, 3-X-2017. 27 En Polo, el amor de donación se adscribe a la persona misma, lo que se traduce, a nivel de esencia humana, en la facultad voluntaria, punto que incluye también la distinción entre el intelecto personal y el intelecto como facultad de la esencia humana. La tripartición a la que me estoy refiriendo no tiene nada que ver con la distinción de Polo entre persona, con sus trascendentales personales (como el intelecto personal, el amor de donación y otros) y la esencia humana (con sus facultades, como la inteligencia y la voluntad). En este escrito no me 26 pasividad –no en un sentido peyorativo, sino como receptividad y sensibilidad espiritual– , como ya vimos, en cuanto se ve afectada por la atracción de lo amado, y a la vez contiene un dimensión activa en el amor de donación, que lleva a captar, por amor, lo que otros necesitan, y a darlo28. Y aunque pueda muchas veces fluctuar, en situaciones tensas, por la solicitación de varios amores que deben armonizarse, puede llegar también a la determinación de amar y querer algo y decidirse a poner por obra lo que ese amor exige. Si bien he rechazado la distinción entre voluntad y corazón como si fueran dos facultades psicológicas, precisamente para no reducir lo que se entiende por corazón a meros sentimientos, en el lenguaje corriente, por no mencionar la terminología bíblica, la palabra corazón se emplea muchísimo y expresa algo profundo no muy connotado con el término voluntad, que más bien expresa la determinación de actuar. Piénsese, por ejemplo, en la gran diferencia existente entre las expresiones “tener una voluntad fuerte” (capacidad de actuar a prueba de obstáculos) y “tener un gran corazón” (capacidad comprensiva, generosa, abierta). El “tener ganas”, por su parte, a veces puede significar tener deseos, a veces sensibles (“me gustaría”), pero también simplemente querer voluntario (“no me da la gana”, “trabaja de mala gana”). El término “corazón”, en definitiva, indica el núcleo mismo del amor como acto propio de la voluntad. La Biblia no categorializa a la voluntad como potencia, lo cual es más bien típico de filósofos, pero habla del corazón centenares de veces para indicar la actitud de fondo de la persona, en lo que tiene de más íntimo. 9. ¿Qué supone el amor de amistad? 9. 1. ¿Se puede definir el amor? Como vimos, el acto y la situación habitual fundamental –hábito o virtud– de la voluntad con relación al bien querido por sí mismo es el amor. “El primer movimiento es posible comentar la antropología de Polo sobre estos puntos, que de todos modos no me parece desacertada. 28 K. Wojtyla en Persona y acto advierte la dificultad de aunar la dimensión activa y pasiva de la voluntad y por eso señala que la expresión “apetito racional” podría parecer contradictoria, porque los apetitos parece que advienen a nosotros sin que los busquemos, mientras que lo voluntario parece tener más que ver con las decisiones: cfr. Metafisica della persona. Tutte le opere filosofiche e saggi integrativi, Bompiani, Ed. Vaticana, Ciudad del Vaticano 2003, pp. 990 y 997. Sin embargo, como hemos dicho, la voluntad no puede reducirse al poder de decidir. 27 de la voluntad y de cualquier otra fuerza apetitiva es el amor”29. Aunque puede manifestarse sensiblemente como emoción o sentimiento en determinados momentos30, incluso con lágrimas, como situación de la voluntad puede ser permanente y no notarse (salvo en sus actos) 31 , aunque siempre es una fuerza impulsora de acciones y promotora de afectos. Presupone el conocimiento y no debe nunca separarse de él. Es más, el conocimiento de la verdad modula el amor, porque un amor no basado en la verdad está desvirtuado. ¿Puede definirse el amor? Como todo lo que es originario, estrictamente no es posible hacerlo (salvo indicando sinónimos), y muchas veces, si se lo intenta, se cae en un reduccionismo, pues quizá lo reduciríamos a sus causas, a sus manifestaciones, a sus presupuestos, o a algunas de sus formas. Se puede hablar de adhesión, unión, complacencia, tendencia, pero estas palabras no son más que formas descriptivas. Así, Tomás de Aquino dice que “el apetito hacia el bien es el amor, el cual no es más que la complacencia en el bien, así como el movimiento hacia el bien es el deseo”32. Es una descripción eficaz, pero obviamente el amor no se reduce a ser un apetito o tendencia, y tampoco a una complacencia33. Como apetito es más bien deseo, y como complacencia es una consecuencia afectiva del amor cumplido o en posesión de lo amado. No sirve de mucho definir el amor como la adhesión al bien, porque éste a su vez se define como lo amable, lo deseable, o como la realidad conocida en cuanto 29 “Primus enim motus voluntatis, et cuiuslibet appetitivae virtutis, est amor”: S. Th., I, q. 20, ad 1. 30 El amor no puede reducirse a una emoción, que dura sólo un tiempo limitado. No es admisible la versión del amor como emoción de Robert Solomon y de Barbara Fredickson. Sin embargo, sí es cierto que el amor se manifiesta emocionalmente de muchos modos, se encarna en la mirada o en la sonrisa y tiene manifestaciones fisiológicas en el ámbito de la sexualidad. Podemos entrever que los estados emocionales de amor son muy variados, por ejemplo débiles o fuertes, incipientes o consolidados, y con una variedad enorme de matices que no está estudiada en la psicología. El estudio de B. Fredickson, Love 2.0, es muy rico en estos aspectos, que tienen una relación más directa con la dimensión neurofisiológica. 31 Suele admitirse fácilmente que una decisión de hacer algo es permanente, como situación de una “voluntad decidida”. Pero es preciso también admitir que la voluntad puede tener una situación afectiva permanente, lo cual es un hábito apetitivo, que puede traducirse en actos puntuales. La voluntad puede encontrarse en una situación estable de amor, odio, esperanza, confianza, deseo, arrepentimiento, etc. La modificación de estos estados suele notarse como cambio de sentimientos o afectos (por ejemplo, la persona que nota que su amor aumenta, que crece en generosidad, etc.), pero ellos son susceptibles de permanecer como hábitos arraigados. 32 “Appetitus ad bonum est amor, qui nihil aliud est quam complacentia boni; motus autem ad bonum est desiderium”: S. Th., I-II, q. 25, a. 2. 33 La visión aristotélico-tomista de la voluntad como apetito adolece según Polo de algunas oscuridades: cfr. Antropología trascendental, cit., pp. 76-80, 426-430. 28 amable. Es decir, definimos circularmente el amor por el bien, y el bien por el amor. En realidad lo que sucede es que, al experimentar nosotros el amor, llamamos a su objeto el bien, así como cuando captamos en nosotros la correspondencia del conocer con la realidad, a eso lo llamamos verdad. Otra expresión casi definitoria del amor en Tomás es: “el amor comporta una cierta connaturalidad o complacencia del amante al amado”34. Pero también en este caso no se hace más que acudir a una fórmula en la que se indica un aspecto fundamental del amor, pero vagamente, como es esa “cierta connaturalidad” y la complacencia. 9. 2. Requisitos del amor Antes señalamos que cuando decimos que queremos o amamos algo, se sobreentiende que existe cierta operación o acción que especifica el amar tal objeto, la cual, cuando se cumple, produce gozo, mientras que antes de cumplirse se manifiesta como deseo. En el caso del amor de amistad, ¿qué se quiere hacer con un amigo? Esto depende del tipo de amistad de que se trate y de su grado de profundidad, pues no es lo mismo el amor conyugal, el que existe entre padres e hijos, el amor a Dios, el amor entre amigos iguales, el amor con alguno que necesita muchos servicios, etc. Podemos plantear este punto, sin embargo, de modo general, a efectos de análisis. Cabe decir, entonces, que los amigos se estiman tales, y es lo que desean si lo son, cuando comparten bienes y actividades que a su vez pueden tener objetos intencionales (pasear, jugar, trabajar, contemplar obras de arte o científicas, almorzar, etc.). Como esos bienes y actividades constituyen un modo de vivir, concluimos que los amigos lo son en tanto que conviven, es decir, co-participan de actos vitales, sobre todo intencionales o espirituales. En el caso de las relaciones familiares, esa convivencia supone en general, según los estilos de vida, el vivir en la misma morada, lo que implica una participación común en los actos y vivencias de la vida cotidiana y no sólo académica o laboral. 34 “Amor importat quandam connaturalitatem vel complacentiam amantis ad amatum”: S. Th., I-II, q. 27, a. 1. De modo semejante leemos que “prima immutatio appetitus ab appetibili vocatur amor, qui nihil est quam complacentia appetibilis”: S. Th., I-II, q. 26, a. 2. 29 A la vista de la condición humana finita o creada, no es posible eliminar en el amor de amistad la intervención de tres elementos y no sólo dos. No basta decir que una persona ama a otra. Se ha de añadir siempre que, si la ama, quiere para ella bienes, considerándolos como propios, dado que el amigo es para el amigo un otro yo. Así lo expresa el siguiente texto de Tomás: El acto del amor siempre tiende a dos cosas: al bien que alguien quiere para el otro, y a aquel para el cual se quiere el bien. Pues amar a alguien es propiamente querer para él el bien. Por eso, alguien se ama a sí mismo en tanto que quiere el bien para sí mismo35. Sin embargo, podemos considerar dos casos distintos. Uno es el de querer bienes a favor de algunas personas, es decir, querer beneficiarles, sin ser amigos, porque están lejos, no podemos tratarles, etc., o sencillamente porque podemos ayudar a mucha gente sin por eso ser sus amigos. Este amor viene a ser de benevolencia, pero no de amistad. En el caso del amor de amistad, en cambio, se exigen al menos cuatro cosas: la reciprocidad, la donación, la comunicación y la comunión en bienes o actividades. A la reciprocidad nos hemos ya referido. La donación supone dar al otro algo nuestro, que el amigo debe aceptar con alegría y reconocimiento. Si eso que se dona supone una privación del donante, el don implica un sacrificio (por eso el sacrificio es muchas veces una exigencia del amor de amistad). La comunicación es la operación cognitiva por la que los amigos se relacionan no sólo físicamente, sino de modo intencional. La comunicación más natural y típica entre las personas es la conversación, el mirarse mutuamente y los demás gestos comunicativos. La comunión estriba en el compartir actividades. Tomás de Aquino señala en este sentido, con expresión dionisiana36, que el amor es unitivo (el amor de amistad)37. Precisa que esta unión requiere la presencia y el afecto. Se trata de una presencia física 35 “Actus amoris semper tendit in duo: scilicet in bonum quod quis vult alicui; et in eum cui vult bonum. Hoc enim est proprie amare aliquem, velle ei bonum. Unde in eo quod aliquis amat se, vult bonum sibi”: S. Th., I, q. 20, a. 1, ad 3. Un texto semejante es: “motus amoris in duo tendit: scilicet in bonum quo quis vult alicui, vel sibi vel alii; et in illud cui vult bonum”: S. Th., I-II, q. 26, a. 4. De todos modos, el bien querido para el amado supone que lo que se ama de por sí, primariamente, es la persona, y sus bienes sólo en referencia a la persona: “id quod amatur amore amicitiae, simpliciter et per se amatur” (S. Th., I-II, q. 26, a. 4); dicho de otro modo: “amor quo amatur aliquid ut ei sit bonum, est amor simpliciter: amor autem quo amatur aliquid ut sit bonum alterius, est amor secundum quid” (ibid.). 36 Cfr. Dionisio, De Divinus Nominibus, cap. 4. 37 Cfr. S. Th., I-II, q. 28, aa. 1-2. 30 o real –el Aquinate usa la expresión unio realis– y no meramente intencional, como la que se puede dar en el solo conocimiento. Pero la presencia debe unirse al afecto, ya que éste podría faltar. A su vez, un afecto sin presencia real podrá darse en el deseo, o la nostalgia, pero no en el amor completo. Por otro lado, sin presencia real no puede darse la reciprocidad, que bellamente Tomás de Aquino señala como una redamatio38. La comunión o “unión real” –existencial, no ideal ni moral– es lo más esencial de los puntos mencionados sobre el amor de amistad, porque los tres primeros puntos (reciprocidad, donación y comunicación) podrían darse sin que haya una amistad verdadera. Naturalmente, los requisitos mencionados exigen una comunión cognitiva y afectiva/voluntaria, pues todos ellos, incluso la convivencia en actividades, podrían darse sin una real amistad, y si se produjeran de modo antitético a la buena relación entre las personas, esto es, con falsedad, hipocresía, forzamiento, engaño, se estaría produciendo una desvirtuación de la amistad que quizá podría esconder o ser canal de odio39 (poner la comunicación, el falso don, etc., al servicio de un daño que se quiere hacer al otro)40. Los cuatro elementos indicados como requisitos del amor de amistad cualifican eso que los amigos “hacen entre sí” y que especifica el amor mutuo. Lo más típico, como dijimos, es convivir de un modo u otro. Por eso las amistades surgen con la convivencia (amistad entre colegas, entre los estudiantes de un curso, entre compañeros, etc.). Pero hay aquí dos posibilidades fundamentales, que se refuerzan mutuamente. Una es la ayuda, normalmente mutua, y otra es la comunicación por el gusto mismo de la comunicación (eso que en inglés se dice for the sake). Es propio de los amigos que uno ayude al otro cuando éste se encuentra necesitado, siempre que pueda hacerlo, aunque esto comporte sacrificio. Pero aún más 38 La unión en el amor de amistad se produce “secundum viam redamationis: inquantum mutuo se amant amici, et sibi invicem bona volunt et operantur”: S. Th., I-II, q. 28, a. 2. 39 El odio de por sí causa la ruptura de la comunicación genuina. Tiende a la indiferencia (vivir como si el otro no existiera) o al intento de destruir de alguna manera al odiado (dañarle, menoscabarle, matarle). 40 La moralidad entra en juego aquí cuando cierta amistad, por algún motivo, es necesaria o debida, o cuando la indiferencia –omisión de amor, de cuidados– trae consigo un daño que implica una responsabilidad personal, o cuando la amistad o cualquier relación personal comunicativa se utiliza para causar un mal al otro. La falta en el amor debido es siempre una falta contra la justicia. La causa más frecuente del deterioro del amor es la excesiva preponderancia del amor a sí mismo, que pone unilateralmente a los demás, o a sus bienes, al servicio de uno mismo. 31 característico y “alto”, diríamos, es la comunicación misma vista como un bien propio de la amistad. Los amigos tienen la vivencia de la amistad en la conversación, en el trato, porque así cada uno “cuenta” su vida al otro gratuitamente, sin ninguna necesidad (como cuando, al contrario, uno debe contar sus cosas al médico, o en otras circunstancias), y así cada uno se complace en lo bueno que le sucede al otro, y se entristece si le sucede algo malo, viviéndolo personalmente de alguna manera. A esto se refiere Aristóteles cuando en la Ética a Nicómaco dice que el amigo es como otro yo41, y cuando señala que la felicidad de poseer muchos bienes no es plena si no se comparte con otros42. Por eso una persona sin amigos es desgraciada, aunque pueda tener todo tipo de bienes. Como ya vimos, este punto es mencionado por Polo cuando sostiene que la existencia de una persona sola en la realidad sería como “una monstruosidad metafísica”. Es como si la persona necesitara la gratuidad del don de otra persona amiga, aunque esta expresión pueda parecer paradójica. En otras palabras, es como si la persona “necesitara” vivir en la reduplicación de otra persona semejante y a la vez distinta, con la que convivir su vida. De un modo excelso y misterioso, esto acontece en la Trinidad, es decir, en la vida divina intratrinitaria en la que Dios “se comunica a sí mismo” en la comunicación de conocimiento y amor que acontece entre las tres Personas divinas. El amor de donación comporta, pues, a la vez alteridad –distinción de personas, sin fusión ni confusión– y unidad íntima. “Lo esencial del amor consiste en que el afecto de uno tienda al otro, de alguna manera, como hacia una unidad consigo mismo. Por eso dice Dionisio que el amor es una fuerza unitiva”43. En la unión del amor de amistad Tomás de Aquino llega a decir que se produce como una identificación entre el amor como eros y como ágape, precisamente porque el amor identifica a los amantes entre sí. “Cuando alguien ama a alguien deseándolo con amor de concupiscencia, lo capta como si perteneciera a su mismo ser bueno44. De 41 Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1166 a 1; a 32. Este tema puede consultarse en el entero capítulo 12 del libro VII de la Ética a Eudemo y en el capítulo 9 del libro IX de la Ética a Nicómaco. 42 Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1169 a 19 – 1170 b 20. 43 CG, I, 91. 44 No sólo ser, sino “ser bueno”, es decir, ser en plenitud. 32 modo semejante, cuando lo ama con amor de amistad, quiere para él lo bueno como si lo quisiera para sí mismo, porque lo capta como un otro yo”45. Por eso señala en este mismo sitio, citando a San Agustín, que el amigo verdadero es para su amigo como la mitad de su alma, y afirma que el amor es formalmente tal unión o nexo entre ambos, como si fuera una misma vida que unifica a dos (citando nuevamente a San Agustín)46. El aspecto de “concupiscencia” indica que uno a quien ama lo quiere “para sí” (lo hace suyo: pertenencia propia), y el aspecto de amistad señala que uno se quiere a sí mismo “para el otro” (pertenece al otro). Evidentemente aquí Santo Tomás, en la misma línea que los clásicos como Aristóteles y San Agustín, se está refiriendo no a cualquier amistad, sino a una amistad profunda, como la que en último término, en el plano de la gracia, se puede dar entre Dios y la persona humana elevada a la condición de hijo de Dios en Cristo. A la amistad especialmente intensa se refiere cuando dice, casi en el mismo sitio que acabamos de citar, que el amor de donación mutua comporta profundidad, intimidad y mutua inhesión, porque cada uno desea tener un conocimiento del otro no superficial, sino hondo, de modo gratuito, y simplemente por amor y no por otra cosa47. 9. 3. Las exigencias del objeto Habíamos dicho arriba que la relación de amistad humana, al implicar que se quiere un bien para el otro -mutuamente– es un signo de finitud. Es decir, no cabe en Dios, en quien su mismo ser y su bondad se identifican. Analicemos mejor este punto ahora. La cuestión nace, como vimos, porque los que se quieren, aparte del afecto 45 S. Th., I-II, q. 28, a. 1: “Cum enim aliquis amat aliquid quasi concupiscens illud, apprehendit illud quasi pertinens ad suum bene esse. Similiter cum aliquis amat aliquem amore amicitiae, vult ei bonum sicut et sibi vult bonum, unde apprehendit eum ut alterum se, inquantum scilicet vult ei bonum sicut et sibi ipsi”. 46 Cfr. ibid. “Unde Augustinus dicit, in VIII de Trin., quod amor est quasi vita quaedam duo aliqua copulans, vel copulare appetens, amantem scilicet et quod amatur”. 47 Cfr. S. Th., I-II, q. 28, a. 2. “Amans non est contentus superficiali apprehensione amati, sed nititur singula quae ad amatum pertinent intrinsecus disquirere, et sic ad interiora eius ingreditur”. Y añade más adelante: “Amor namque concupiscentiae non requiescit in quacumque extrinseca aut superficiali adeptione vel fruitione amati, sed quaerit amatum perfecte habere, quasi ad intima illius perveniens. In amore vero amicitiae, amans est in amato, inquantum reputat bona vel mala amici sicut sua, et voluntatem amici sicut suam, ut quasi ipse in suo amico videatur bona vel mala pati, et affici. Et propter hoc, proprium est amicorum eadem velle, et in eodem tristari et gaudere secundum philosophum, in IX Ethic. et in II Rhetoric. Ut sic, inquantum quae sunt amici aestimat sua, amans videatur esse in amato, quasi idem factus amato”. 33 mismo como sentimiento –que tiene su propia autonomía y al cual no se reduce sin más el amor–, se proponen hacer algo juntos –compartir–, como puede ser, por poner un ejemplo sencillo, ir a dar un paseo juntos para estar más comunicados y gozarse expansivamente en esa comunicación. Amigo Amigo Actividad compartida (relación de amistad) Objeto Tomemos el objeto “paseo” como ejemplo concreto de algo que luego puede generalizarse a cualquier actividad compartida48. Recordemos que amar es querer un bien para el otro, pero que en el amor de amistad ese bien debe ser compartido y no simplemente dado al otro. Esto sucede en el ejemplo que ahora presento del paseo. Pero el paseo es una actividad que tiene sus exigencias propias, objetivas, porque aquí el paseo es el objeto intencional del querer (“queremos pasear”). Así sucede con cualquier objeto: un deporte, una tarea, una familia, y cualquier otra actividad que se emprende entre dos o varios, de modo colegial. Esas exigencias trascienden la subjetividad de los amigos –por eso son exigencias objetivas– y, aunque sean muy variadas, podrían resumirse diciendo que el objeto que se va a compartir en la relación amistosa debe ser verdadero y bueno. El paseo, en concreto, debe ser un verdadero paseo, conocido y realizado sin engaño, y debe ser bueno, es decir, algo que haga bien, porque, por ejemplo, si se invita a un amigo a pasear, pero por ciertas circunstancias uno sabe que ese paseo le hará mal al amigo (hace frío, está cansado, no camina bien, etc.), entonces la amistad se desvirtúa, 48 Pensemos también en otros ejemplos, como contraer matrimonio, entrar en una asociación, dedicarse juntos a la política, formar parte de un equipo deportivo, etc. 34 porque el supuesto amigo está mirando en realidad más a sus intereses o gustos que a los del otro. Por eso, si se pide al amigo que haga algo o que comparta una tarea que en realidad supondrá un daño para él –por ejemplo, si alguien pide a su amigo que participe con él en una mala acción–, entonces estamos ante una degeneración de la amistad, por mucho que pueda pretenderse esto con argumentos afectivos que serían falsos (“si me quieres, tienes que hacer esto”). Este punto tiene que ver, naturalmente, con la dimensión ética del amor. El amor debe ser regulado por la ética para que sea amor en la verdad y así amor auténtico. Por ese motivo Aristóteles señaló que el amor de amistad sólo cabe en un contexto de virtud y que una amistad o amor no virtuosos no son una verdadera amistad (se reducirían a la mera búsqueda de utilidad o de placer)49. Las características del objeto tiene que ser salvaguardadas en las actividades compartidas por los que se aman. Pero el objeto no tiene la primacía, sino la persona. Si alguien comparte con su amigo la visión de un film y se entusiasma con éste olvidando un poco a su amigo, está manifestando que le interesa más el objeto que el amigo. El objeto es para la persona y no la persona para el objeto. Dada la primacía de la persona, amada por sí misma en el amor de donación, y no absolutamente por sus cualidades –aunque éstas sean atractivas y motiven el inicio del amor–, se sigue que el amor de amistad no puede estar en función de que el amigo tenga estas u otras cualidades, que a veces podrá perder (por accidente, enfermedad, vejez). También por este motivo se ve que el objeto tiene que estar en función de la persona y no al revés. Incluso en el caso de que la persona querida caiga en acciones moralmente malas, no por eso necesariamente la amistad se tiene que quebrar, pues se puede seguir queriendo a esa persona, con el deseo de que recupere su bien moral. No será posible compartir con ella sus acciones injustas, pues eso no la ayudaría, y por tanto no sería querer el bien para ella50. 49 Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, 1157 ss; Ética a Eudemo, VII, 1237 b 1. Si la conducta anti-ética de la persona amada es sistemática y grave, la amistad ya no será posible, pues faltará la reciprocidad, y por tanto la amistad de parte del amante se quedará sólo en amor de benevolencia. 50 35 III. Conocimiento intelectual y amor 1. Algunos puntos históricos En la prima parte de este escrito hemos considerado la distinción entre conocimiento, conciencia y afectividad en un plano fenomenológico. En la segunda sección nos hemos detenido con más detalle en la voluntad y el amor como afectividad personal, siguiendo de cerca textos de Santo Tomás. Queda por examinar más a fondo la distinción entre conocimiento –del que hemos hablado poco– y amor. Aunque tal distinción sea obvia, no por eso llegamos a comprenderla del todo. Está siempre presente el riesgo de reducir una dimensión a la otra, según cómo entendamos el conocimiento y el amor, o también la posibilidad de despreciar uno de estos elementos si lo valoramos como algo secundario o inferior respecto del otro. En la filosofía aristotélica se concede una primacía al intelecto sobre el amor, porque este último, o más bien la voluntad, se ven sólo como tendencias hacia un fin o bien amado, que culminan al final en la contemplación intelectual de lo amado51. La temática de la amistad, desarrollada en las dos Éticas de Aristóteles, supera de alguna manera estos límites, pero no acaba de estar integrada con el resto de la filosofía aristotélica. Al final parece que los amigos concordarían en la contemplación intelectual de lo más alto (Dios). En la contemplación intelectiva la voluntad como tendencia queda superada por la complacencia contemplativa. El amor parecería ser el gozo contemplativo, o como una repercusión afectiva de la visión intelectual. Santo Tomás estará condicionado por este planteamiento aristotélico. En el Cristianismo, como es bien sabido, se destaca la primacía del amor y la caridad sobre el puro conocimiento 52 . Sin embargo, la visión cristiana da tanta importancia al conocimiento –religioso y moral, basado sobre la fe– como al amor con obras, y ambos son referidos principalmente a Dios y en segundo término al prójimo. Si se lee con atención la Sagrada Escritura, y especialmente San Juan –su Evangelio y 51 En Platón (en los diálogos El Simposio y Fedro) el amor se muestra como una tendencia (eros) que busca la unión con lo bueno y lo bello. No acaba de especificarse en qué consiste tal unión, pero implícitamente se sostiene que el amor más alto y noble se dirige a Dios (visto en términos de Idea/realidad sublime de la belleza absoluta). A Platón le interesa el ascenso del amor físico al amor espiritual. 52 Cfr. Juan 13, 34; 15, 12 (el mandamiento del amor). 36 sus cartas–, se ve que el amor a Dios se identifica con conocerle de verdad53, o con la verdadera sabiduría que da la libertad54, y que Dios es tanto Amor55 como Verdad (Lógos). Pero no se trata de un conocimiento científico ni filosófico, ni se vincula a una especial teoría sobre estos temas. Simplemente la verdad y el conocimiento de Dios se plantean como indisociables de su amor y se basan en la fe, en la recepción de la Palabra de Dios y en la obediencia a sus mandamientos56. El desconocimiento de Dios deja al mundo en la ceguera y oscuridad57. El rechazo de la luz de Dios, en la “casi gnoseología” de San Juan, se debe a la conducta pecaminosa, que oscurece la capacidad de reconocer la verdad, ya que ésta pone al descubierto las malas acciones58. La primacía de la caridad sobre las ciencias59 confirma la superioridad de la sabiduría de Dios sobre la sabiduría de este mundo60. La teología cristiana mantendrá este equilibrio, como puede verse en San Agustín y Tomás de Aquino. La distinción entre inteligencia y voluntad se hará más neta en los autores cristianos, y en cierto modo quedará confirmada gracias al dogma trinitario, en el que al Verbo se le atribuye la Sabiduría y al Espíritu Santo el Amor, siguiendo especialmente la analogía psicológica de la Trinidad propuesta por San Agustín en el De Trinitate, de memoria (Dios Padre), entendimiento (el Verbo de Dios) y amor (el Espíritu Santo). Cuestiones como la fe, el pecado, las virtudes, el amor, obligarán a estudiar con detalle las relaciones entre intelecto y voluntad. Aunque el pecado suponga una ignorancia, su raíz es una voluntad deficiente, un defecto de amor y no simplemente una desorientación cognitiva. Este punto lleva a dar una especial importancia a la voluntad. 53 Cfr. Juan 14, 7 y 16, 3. Cfr. Juan 14, 6 (Jesús es la Verdad) y Juan 8, 32 (el conocimiento de la verdad hace libres). 55 Cfr. 1Juan 4, 8. 56 El sentido existencial, no meramente conceptual, del conocimiento es frecuente en la Sagrada Escritura, y es éste el que permite hacer casi equivalentes el conocimiento y el amor. Véanse, en este sentido, expresiones como “no os conozco” (Mt 25, 12), “conozco a mis ovejas” (Juan 10, 14), “el mundo no te ha conocido” (Juan 17, 25), “quien no ama, no ha conocido a Dios” (1Juan 4, 8). 57 Cfr. Efesios 4, 17-21; Juan 17, 25; 2Tim 3, 8-9. 58 Cfr. Juan 3, 19-20 (“el que hace el mal, odia la luz”). Las mentes humanas se oscurecen a causa de los pecados: cfr. Rom 1, 24-32. Los que no soportan la luz de la verdad se buscan maestros acomodados a sus preferencias: 2Tim 4, 3. 59 Cfr. 1Cor. 13 (“himno a la caridad”). 60 Cfr. Efesios 1, 17-18; 1Cor 1, 22-25 y 2, 6 ss; Santiago 3, 13-17. 54 37 En el pensamiento de Tomás de Aquino se conjuga la tradición agustiniana y neoplatónica con la filosofía aristotélica. El Aquinate desarrolla esta temática en sus consideraciones antropológicas, éticas y teológicas. En sus escritos se advierte la presencia de una doble dimensión de la voluntad, una pasiva, en que la voluntad se ve tendencia o apetito, y otra activa, donde la voluntad se considera en sus actos decisorios. En los apartados siguientes profundizaremos en otros puntos de su filosofía en torno a este tema. Como es sabido, históricamente surgió una tensión entre los partidarios de la “primacía del intelecto”, entre los que podríamos contar al mismo Santo Tomás y a la escuela tomista, y los que insistieron en el amor o la voluntad como elemento originario más alto que el conocimiento intelectual, autores pertenecientes a la orientación teológica y filosófica franciscana (Escoto, Ockham y otros). A veces parecía que todo se reduciría a la disputa sobre el primado del intelecto o de la voluntad: intelectualismo o voluntarismo. Personalmente estimo que la discusión sobre la “superioridad” de una de estas potencias sobre la otra está mal planteada y que es más interesante ver cómo se integran (o se desintegran, tanto personalmente como en los reduccionismos teoréticos), aunque para esto es necesario atender a las diversas modalidades del amor y el conocimiento. No me detengo en esta visión histórica a vuelo de pájaro en el pensamiento moderno a causa de su amplia complejidad (racionalismo, idealismo, pragmatismo, etc.). Saltando al momento actual, destacaría que en la neuropsicología contemporánea la dualidad entre la afectividad y la cognición se configura fundamentalmente en el sentido del binomio entre cognición –vista tanto como percepción y como pensamiento racional– y emociones, mientras que la voluntad aparece no tanto como potencia, pero sí en su función decisoria y por tanto con relación al problema del libre arbitrio. Los estudios neuropsicológicos actuales recuperan de alguna manera los planteamientos clásicos sobre las relaciones entre afectividad y cognición. 2. Lo originario del amor Después de este panorama histórico, volvamos a interrogarnos sobre “lo formal” del amor, como dirían los escolásticos. A pesar de nuestros análisis anteriores, quizá no 38 hemos llegado completamente a aislar esa formalidad, si puede hablarse así, para distinguirla de otros actos y para no reducirla a una de sus modalidades. ¿Se reduce el amor a alcanzar una posesión cognitiva plena de lo amado? En la perspectiva aristotélica es difícil evitar esta conclusión, que evidentemente reconduce el amor al conocimiento contemplativo. En esa perspectiva se argumenta que el amor como deseo aspira a una posesión de lo amado, y que tal posesión se consumaría en la perfecta contemplación del bien o la persona amada, en su bondad, belleza e inteligibilidad. Se añade entonces que tal posesión intelectiva sería sumamente gozosa, y que el amor estaría, de modo terminal, en esta complacencia intelectiva. Estamos así ante cierta reducción, por cierto muy fina, del amor a la contemplación gozosa de lo amado, y por tanto en cierto modo a la contemplación estética. A veces así se interpreta la visio beatifica. Amor como deseo Contempla ción intelectual de lo amado Amor como gozo Hay textos de Santo Tomás que van en esta línea. Veamos algunos. El Aquinate argumenta que la causa del amor es el conocimiento. “La contemplación espiritual de la belleza o bondad es el principio del amor espiritual. Por tanto, el conocimiento es causa del amor, al igual que el bien, que no puede amarse si no es conocido”61. La tesis es sin duda correcta. Pero el conocimiento es un requisito previo y nada más. Algo podría conocerse y no amarse. Por otra parte, Tomás de Aquino, cuando trata el tema de la felicidad suma, que está en la unión a Dios, sostiene que esa felicidad no consiste en el deleite mismo que trae consigo la beatitudo (término que puede traducirse por felicidad, pero entendida en su objetividad, que en el Aquinate es la unión contemplativa con Dios). El deleite (delectatio) es algo que “resulta” de la beatitud perfecta (quoddam consequens), a 61 S. Th., I-II, q. 27, a. 2. 39 modo de accidente62. Pero, ¿en qué está tal beatitud? ¿acaso ser bienaventurado no es ser feliz (y decir “feliz” o decir “sumo deleite” es lo mismo)? Evidentemente el Aquinate presupone que la situación de bienaventuranza es la contemplación intelectual de Dios. Este punto es explícito poco más adelante de los textos que estoy siguiendo. A la pregunta decisiva sobre si la beatitud es una operación del intelecto o de la voluntad63, se responde que lo esencial de la bienaventuranza es el acto del intelecto que alcanza el fin último (Dios). La voluntad ha intervenido antes en la forma de deseo del bien ausente, e interviene en la consumación en la forma de deleite adjunto, a modo de corolario, del acto intelectual64. De este modo el amor se ve sólo como la complacencia ínsita en la contemplación de lo amado, y así eso amado es, formalmente, contemplado intelectualmente, con gozo. Santo Tomás ha interpretado bien la visión aristotélica en este punto. Creo, sin embargo, que con esta tesis no se ha hecho justicia al carácter originario del amor. Me parece importante mantener, por una parte, la distinción entre el conocimiento y el amor y, por tanto, a nivel de potencias, entre intelecto y voluntad, y en segundo término, su mutua integración, pero sin subordinar uno al otro. ¿Es posible conocer sin amar? Si se trata de conocer cosas impersonales, obviamente no sólo es posible sino que es natural conocerlas sin amarlas con amor de amistad, que es el amor más alto. Respecto a las personas, que son realidades mucho más altas que los entes impersonales, se puede sólo conocerlas sin amarlas, pero esto es una situación más imperfecta comparada con la relación cognitiva unida al amor de amistad. ¿Se puede amar personalmente sin conocimiento? La respuesta es negativa, porque el amor implica el conocimiento, aunque añade algo más. Ese “algo más” no puede ser ni el deseo de conocer, que cesa cuando se conoce en acto, ni el gozo de la posesión cognitiva, un gozo estético que se presenta en cualquier acto contemplativo, también en la contemplación del universo impersonal o de las obras de arte. 62 Cfr. S. Th., I-II, q. 2, a. 6. Es la pregunta de la S. Th., I-II, q. 3, a. 4. 64 “Essentia beatitudinis in actu intellectus consistit; sed ad voluntatem pertinet delectatio beatitudinem consequens”: S. Th., I-II, q. 3, a. 4. 63 40 Entonces, ¿qué añade el amor al conocimiento de lo amado? Ya vimos que los actos originarios no pueden definirse, como tampoco puede definirse el mismo acto de conocer, por mucho que empleemos fórmulas como “posesión de la forma”, “darse cuenta”, “adhesión a lo bueno”, etc. Amar personalmente a una persona, como a uno mismo es: 1) querer que exista porque se la aprecia como un valor propio, como cuando queremos a alguien en el sentido de querer bienes para esa persona; 2) o bien, de modo más alto en el amor de amistad, querer compartir con esa persona su misma existencia o su misma vida (al menos, parcialmente). Esto no es una definición del amor, pero sí es una expresión que permite ver cómo el amor va más allá del conocimiento, aunque presuponiéndolo. Antes hemos planteado la pregunta sobre lo que se quiere “hacer” con eso que decimos que amamos. El amor de donación o benevolencia, que es el más alto, tiene dos formas fundamentales a las que ya nos hemos referido: 1) Una es el amor en el sentido de querer el bien del otro por el otro, aunque no haya amistad en acto, quizá porque no puede haberla. En esta primera forma lo que se quiere es hacer el bien a otro, en el sentido más amplio de la palabra. Notemos, sin embargo, que ese “hacer el bien” –acción– tiene como raíz el querer afirmar al otro en su misma vida y existencia como algo valioso de por sí, y eso es precisamente el amor. 2) En su segunda forma, el amor de amistad –recíproca– consiste en que se quiere convivir con el otro en mutua participación. Y aunque esta convivencia conlleve actos muy variados –jugar, comer, pasear, etc.–, en definitiva lo que se quiere es lo mismo que queremos para nosotros cuando nos amamos: queremos vivir, sin más, porque esto es valioso. Queremos afirmar nuestra existencia, y en la amistad se produce lo mismo en la reduplicación de personas ligadas por el vínculo del amor personal. Pero tengamos en cuenta que el amor a uno mismo no es amor en un sentido pleno, porque propiamente el amor exige alteridad y poder darse al otro, cosa que en el amor a uno mismo es imposible. Por tanto, el amor a sí mismo es siempre insuficiente, y de alguna manera pide trascenderse (en el amor a otras personas)65. 65 Paradójicamente, uno puede amarse de verdad a sí mismo sólo si “se olvida” de sí mismo, de alguna manera, al darse en amistad de benevolencia a otras personas. 41 Considerando estas dos formas de amor personal o de donación, podemos decir que la primera en definitiva se reduce a la segunda, porque la primera es imperfecta y en cierto modo implica una amistad potencial. Si ayudamos a un pobre, a un enfermo, con gratuidad y benevolencia, es porque captamos en él algo valioso en sí mismo, que merece ser afirmado. De lo contrario, ¿por qué le íbamos a ayudar?66 La asistencia que podremos darle es una forma potencial de amistad, aunque esta última no pueda llevarse al acto por muchas circunstancias, motivo por el cual ni siquiera se desea o se plantea. En cambio, experimentamos que la vida humana necesita de la amistad como una exigencia absoluta del mismo dinamismo de nuestra existencia personal. Somos para serlo en amistad, para co-existir con otras personas en la relación de amistad. ¿No estamos así subordinando el conocimiento al amor? De ninguna manera. El punto es que no deberíamos conceptualizar estos dos actos como si se dieran separados y simplemente tuvieran que relacionarse entre sí (“o amar para conocer, o conocer para amar”). La amistad de donación es conocimiento amoroso, o amor cognoscitivo. Es decir, estas dos dimensiones se funden en una y no pueden darse –en la amistad personal– de modo separado, salvo de modo circunstancial, preparatorio o consecuencial. Así es estrictamente y de modo absoluto la visión beatífica, que podría llamarse también amor beatífico (relación cognoscitiva inmediata y de amor con Dios, en reciprocidad: amar y ser amados, conocer y ser conocidos)67. En la vida humana, como hemos dicho, el amor así entendido –como amor cognitivo o como conocimiento de amor– exige como un tertium quid la relación con los objetos intencionales (cfr. nuestro apartado II, 9. 3). Sin él, los amigos, podríamos decir, “no sabrían qué hacer para ser amigos”. Esta característica se debe a la finitud del amor de amistad entre los seres humanos, por lo menos en esta vida 68 . La intervención de los objetos 66 Obviamente este punto puede fundamentarse en plenitud sólo si suponemos el amor a Dios sobre todos los hombres, como base de todo amor de amistad recíproco entre los seres humanos. 67 De hecho, Santo Tomás, con gran libertad de espíritu, en el De Veritate, q. 22, a. 11, ad 11, escribe que “a contemplatione voluntas non excluditur: unde Gregorius dicit super Ezechielem, quod vita contemplativa est Deum et proximum diligere”. Es decir, redefine la vida contemplativa en términos de amor a Dios y al prójimo, cosa que está muy lejos del pensamiento aristotélico o griego clásico en general. 68 No entro aquí en las diversas formas de amistad, según la cuales todo lo que estamos diciendo debería matizarse adecuadamente. Aunque el amigo sea como “otro yo”, no es lo mismo la amistad entre iguales que entre personas de distinta categoría (amistad de padres a 42 intencionales en los actos de compartir mutuamente la vida quizá no será necesaria en la visión beatífica. Pero en esta vida es evidente que tanto el amor hacia nosotros mismos como a los demás exige “querer bienes” para lo amado, como son los bienes materiales necesarios para la vida física y los bienes inmateriales como las ciencias, las artes, los juegos y cosas de este tipo. 3. La intencionalidad existencial de la voluntad y el amor 3. 1. Glosa de algunos textos tomistas A continuación vamos a fijarnos en un aspecto siempre señalado por Tomás de Aquino cuando se plantea la cuestión de la diferencia entre la intencionalidad del conocimiento y la intencionalidad de los afectos, apetitos, pasiones y voluntad. Este punto podrá resultarnos sorprendente, como veremos a continuación. El conocimiento, según Santo Tomás, comporta una relación de lo conocido al cognoscente según el modo de ser del cognoscente, porque la cognición consiste en una asimilación intencional, no real, de lo conocido al sujeto que conoce, lo cual no va en detrimento en el Aquinate del realismo cognoscitivo. En cambio, la voluntad, el amor, los deseos, tienden a lo amado y deseado según el mismo ser real y existencial de lo amado. A eso real que es amado se le llama bien, mientras que la presencia intencional de la cosa en la mente que la entiende, en cuanto corresponde a la realidad, se la llama verdad. Por eso Tomás, siguiendo a Aristóteles, afirma que el bien está en las cosas mismas, mientras que la verdad está en la inteligencia. Pueden verse al respecto los siguientes textos tomistas: – S. Th., I, q. 27, ad. 4: el intelecto se actualiza porque lo entendido está presente en él según su semejanza. En cambio, la voluntad está inclinada a la res misma querida. – S. Th., I, q. 82, a. 3: el bien está en las cosas y la verdad está en la mente (“la voluntad se inclina a la misma cosa en cuanto es en sí misma”69). hijos, del maestro con los discípulos, la amistad ínsita en el enamoramiento y en la relación conyugal y, especialmente, la amistad con Dios). 69 “Voluntas inclinatur ad ipsam rem prout in se est”. 43 – S. Th., I-II, q. 28, a. 1, ad 3: el amor es más unitivo que el conocimiento, porque el conocimiento se produce en tanto que lo conocido se une al cognoscente según su semejanza. Pero el amor hace que la misma cosa amada se una de algún modo al amante, como se ha dicho. Por tanto, el amor es más unitivo que el conocimiento70. Es decir, la unión de amor es existencial, mientras que la unión cognitiva no supone unirse existencialmente a lo conocido. No se especifica en qué consiste tal unión, pero conociendo la tesis aristotélica y tomista de la amistad, en la que el amigo es “otro yo”, se sobreentiende que la unión consiste en sentirse y saberse identificado con la persona del otro, es decir, en compartir sus intereses, problemas, necesidades, pasiones y acciones, sin merma de la distinción personal ontológica. Nada de esto se produce en la unión cognitiva, por mucho que suela explicarse en término de asimilación del ser –la forma– de lo conocido al cognoscente. Por otra parte, la asimilación cognitiva es unidireccional, “centrípeta”, es decir, de lo conocido al cognoscente y no al revés. En cambio, el amor es “centrífugo” o extático, es decir, se dirige al otro en cuanto otro, para complacerse y reafirmar su misma existencia. – CG I, 72: las cosas se conocen según el modo de ser del cognoscente; en cambio, la relación de la voluntad con las cosas es según su realidad natural: la voluntad quiere a las cosas tal como son in rerum natura71. Con otras palabras, el conocimiento se abre a la realidad, pero en tanto que la incorpora por la abstracción y la idealización al modo de ser inmaterial del cognoscente. En cambio, la voluntad se inclina a las cosas que quiere en su concretez existencial. Eso no significa que no pueda cambiarlas. Al contrario, el conocimiento de por sí no cambia nada. Sólo la voluntad puede ser principio de acción transformadora de las cosas, porque incide sobre ellas en tanto que existentes (obviamente para esto cuenta con el conocimiento práctico). – De Veritate, q. 22, a. 10: la relación entre el alma y las cosas es distinta en el conocimiento y en la voluntad o apetito. Las cosas están en el alma del cognoscente 70 “Cognitio perficitur per hoc quod cognitum unitur cognoscenti secundum suam similitudinem. Sed amor facit quod ipsa res quae amatur, amanti aliquo modo uniatur, ut dictum est. Unde amor est magis unitivus quam cognitio”. 71 Cuando desea subrayar la realidad existencial de las cosas, Santo Tomás suele utilizar las palabras res y existentia. 44 “según el modo del alma y no según su ser propio”72; en cambio, el alma que ama se orienta a lo amado “según el modo de la misma cosa en su existencia propia”73, o también “en cuanto el alma se relaciona con la cosa real en su ser existencial”74. Dicho de otro modo: la relacionalidad cognitiva no es existencial, mientras que la relacionalidad de la voluntad y del amor es existencial. Este carácter “no existencial” del conocimiento se debe a su carácter abstracto. Esto vale incluso para la percepción, que de alguna manera es “abstracta”, porque capta a las cosas según cierta formalidad que excluye otros aspectos no tenidos en cuenta por la operación perceptiva. Obviamente, se ha de tener en cuenta que la voluntad y los apetitos se dirigen existencialmente a la “cosa real” dentro de los límites implicados por el conocimiento previo que se tiene de ella, pues se actúa sobre las cosas y se las desea o ama en la medida en que se las conoce. Pero al amarlas así, en lo concreto, se las puede conocer mejor. – De Veritate, q. 23, a. 1: la cognición y la voluntad comportan dos modos distintos de relacionarse con las cosas. En la cognición, la relación no se establece según el esse proprium de la cosa, sino sólo según su ratio, o según está presente en el cognoscente por su especie entendida. La voluntad, en cambio, va a las cosas según lo que ellas son en sí mismas de modo existencial, en cuanto contiene un “orden a las mismas cosas existentes”. – De Veritate, q 23, a. 11: la voluntad se ordena a la cosa según el ser que tiene ella misma, “según el ser que esa cosa tiene en sí misma”75. La distinción que pone Santo Tomás entre el conocimiento y la voluntad y el amor, por tanto, es muy neta, por mucho que necesite de matices para ser interpretada correctamente (he introducido algunos de esos matices en mis comentarios a los textos citados). Por otra parte, esta tesis se ajusta muy bien a nuestra experiencia. Cuando queremos a una persona, no basta conocerla. Además, se puede conocer un mal, pero 72 “Secundum modum animae et non secundum esse proprium”. “Secundum modum ipsius rei in seipsa existentis”. 74 “Secundum quod anima comparatur ad rem in suo esse existentem”. 75 “Secundum esse quod res illa habet in seipsa”. 73 45 no quererlo, pues esto último supone participar en su realidad misma. Por eso podemos ver con gusto una película de crímenes, pero nos disgustaría estar involucrados en tales actos. Esto no quita que podemos amar el mismo conocimiento, motivo por el cual nos agrada ver películas o contemplar obras de arte. En las cosas prácticas, además, tanto éticas como técnicas, conocer es insuficiente, porque se puede saber mucho sobre las cosas y no obrar por falta de empeño, de interés o de amor. Además el saber despreocupado de la acción suele ser improductivo –a esto nos referimos cuando hablamos en tono peyorativo del “saber teórico”–, porque se desinteresa de saber cómo se deben hacer las cosas o cómo influir en ellas. Por eso la ciencia de los antiguos no produjo tecnología, porque simplemente contemplaba sin mirar a la acción, como en cambio harán los modernos76. El amor a lo real, en cambio, es activo, precisamente porque supone una inclinación a las cosas mismas existentes, para hacer algo con ellas. De ahí que haya un vínculo especial entre amor y obras, o entre amor y acción, aunque el conocimiento siempre se presuponga. 3. 2. Trascendencia y alteridad A tenor de lo dicho, podríamos vernos tentados a interpretar que el amor, por su fuerza existencial, es superior al conocimiento. Curiosamente, Tomás de Aquino, si bien señala que amar a Dios es más alto que conocerlo y que, en cambio, conocer a las cosas inferiores al hombre es más alto que amarlas77, sostiene que en absoluto es más alto o perfecto poseer en uno mismo la perfección de otra cosa valiosa (conocerla) que ordenarse a ella como algo externo al ser propio (amarla)78. Esta tesis depende, en mi opinión, de cierta minusvaloración de la relación con lo otro de sí, privilegiando la inmanencia autosuficiente como perfección suma. La necesidad de trascender a lo otro nace de una indigencia metafísica. La perfecta inmanencia es propia de Dios. Si vemos a la voluntad sólo como tendencia, obviamente no podríamos atribuirla a Dios, sino sólo al agente racional que necesita encontrar el bien fuera de sí mismo 76 De todos modos, los clásicos daban mucha importancia a la acción en el plano ético. Cfr. De Ver., q. 22, a. 11. 78 “Perfectius autem est, simpliciter et absolute loquendo, habere in se nobilitatem alterius rei, quam ad rem nobilem comparari extra se existentem”: De Ver., q. 22, a. 11. 77 46 (en definitiva, en Dios). Pero así estamos considerando al apetito racional sólo como Eros. En cambio, si vamos al amor como donación, la trascendencia hacia el otro no implica necesariamente imperfección79, motivo por el cual Dios crea personas finitas para difundir su perfección, por amor y no por necesidad. Por otra parte, a la luz del misterio revelado de la Trinidad, Dios no sólo se conoce a sí mismo, con gozo –hasta aquí llegó Aristóteles–, sino que se ama a sí mismo personalmente en el cuadro de la distinción de Personas divinas (el Padre ama al Hijo, etc.). De este modo el amor de donación encuentra su lugar en la inmanencia de Dios, es más, cualifica el Ser uno y Trino de Dios. ¿Concluiremos entonces que el amor es más alto que el conocimiento? La respuesta es doble: 1. El amor, en cuanto incluye el conocer, es más alto que el conocimiento sin amor a lo real conocido, cosa natural cuando se conocen cosas irracionales que no pueden amarse de suyo con amor de donación. De todos modos, en un sentido muy estricto, cualquier conocimiento implica algún amor, pues al menos se amará el mismo conocimiento (el matemático ama el conocimiento matemático). 2. En cambio, ante las personas, que son las realidades ontológicas más altas, el conocimiento sin amor, siendo posible como momento abstracto –como conocimiento concreto sería antiético, ya que la persona debe amar a su prójimo–, no es lo más alto. Lo más noble aquí es el amor, que implica de suyo conocimiento. Por consiguiente, la pregunta sobre si es más alto conocer o amar propiamente no tiene sentido, porque amar incluye conocer y en cierta manera es un conocimiento más perfecto (conocimiento amoroso80). La separación entre amar y conocer se produce, si es correcta y no supone una desvirtuación de esos actos, cuando el amar se vive sólo como puro sentimiento81 o cuando el conocer se realiza sólo como abstracto. 79 He tratado este punto en mi trabajo Immanenza e transitività nell'operare umano, cit. Cfr, S. Th., I, q. 64, a. 1, donde se habla de un conocimiento afectivo de la verdad, que de suyo produce amor, y es atribuido a la virtud de la sabiduría. 81 El amor voluntario incluye el afecto, pero puede también “descender” a un nivel de puro sentimiento. Este punto podríamos desarrollarlo en otro momento y aquí lo dejamos tan sólo apuntado. 80 47 Una prueba de esto es que Tomás de Aquino, cuando tiene que explicar cómo Dios crea el universo, señala siempre que lo crea con su voluntad sapiencial, y no con su sola inteligencia, pues aunque Dios conoce todo lo que podría crear con su omnipotencia e inteligencia, para hacer las cosas las debe querer o amar, es decir, las crea por el arbitrio de su voluntad, porque quiere y no sólo porque conoce82. “Dios obra conociendo y queriendo. No actúa por necesidad de la naturaleza, sino por el arbitrio de su voluntad”83. El amor de donación aquí no se basa en la existencia previa de lo amado, sino que quiere creativamente –libremente, gratuitamente– que lo amado exista. Este carácter de arbitrio se conecta especialmente con la gratuidad de lo creado por Dios. Cuando algo es necesario como un fin, la voluntad de alguna manera está como obligada a actuar en virtud de la captación de ese bien necesario (si necesitamos ir al médico, vamos libremente, pero movidos por un fin entendido como necesario). En cambio, si se quiere hacer un regalo, la inteligencia lo capta sólo como una posibilidad, con lo que el arbitrio de la voluntad queda más remarcado. No es esto, sin embargo, puro arbitrio, sino expresión del amor de donación. “Hay muchas cosas que caen bajo el poder divino que no existen en la naturaleza. El que puede hacer muchas cosas, de las cuales hace algunas y no otras, obra por elección de su voluntad, y no por necesidad natural. Dios, por tanto, no obra por necesidad natural, sino por voluntad”84. De este modo, aunque leamos en el mismo sitio que “el intelecto no produce ningún efecto sino mediante la voluntad, cuyo objeto es el bien entendido, que mueve 82 Este lenguaje es inevitablemente antropomórfico, pero inevitable y objetivo (no metafórico). En Dios no hay distinción entre inteligencia y voluntad, pero para nuestro modo de entender no es lo mismo formular proposiciones sobre la inteligencia divina o sobre su voluntad. 83 “Deus igitur cognoscendo et volendo operatur. Non igitur per necessitatem naturae, sed per arbitrium voluntatis”: CG, II, 23. 84 “Multa igitur subsunt divinae virtuti quae in rerum natura non inveniuntur. Quicumque autem eorum quae potest facere quaedam facit et quaedam non facit, agit per electionem voluntatis, et non per necessitatem naturae. Deus igitur non agit per necessitatem naturae, sed per voluntatem”: CG. II, 23. 48 al agente como fin”85, no tenemos que interpretar esta finalidad como una motivación determinista, al modo de Leibniz, sino sólo como la presentación de un fin posible86. 4. Lo unitivo del amor de amistad Páginas atrás citamos un texto tomista donde se afirmaba que “el amor hace que la misma cosa amada se una de algún modo al amante”87 y que por eso, según Tomás de Aquino, “el amor es más unitivo que el conocimiento”88. Si la unión cognoscitiva es sólo según una semejanza impresa en el cognoscente, sin necesidad de que éste se una a la cosa real, ¿en qué consiste la unión “real” del amante con lo amado? ¿Qué añade a la unión cognitiva? No es fácil expresarlo en palabras y también aquí nos vemos obligados una vez más a reconocer que lo originario no puede definirse89. El único recurso es hablar, como hizo Aristóteles, de “otro yo” con quien compartir la vida, los intereses, los bienes, etc. ¿Es esa unión transformante? En su comentario a las Sentencias –escrito “juvenil”– Tomás de Aquino había empleado el término transformación, que inevitablemente es impreciso. Así, leemos allí que “el amor no es más que cierta transformación del afecto en la cosa amada. Como todo lo que se hace la forma de algo se hace uno con ello, así por el amor el amante se hace uno con lo amado, pues se hace la forma del amante”90. Más adelante afirma, en el mismo tenor, que “el amante se transforma en el amado, y de alguna manera se convierte en él”91, y que se da entre ambos una conveniencia “en cuanto uno participa en lo que es del otro, y así el amante 85 “Intellectus autem non agit aliquem effectum nisi mediante voluntate, cuius obiectum est bonum intellectum, quod movet agentem ut finis”: CG. II, 23. 86 Ni siquiera hay determinación cuando el fin se ve como necesario, cosa que eliminaría la libertad electiva a favor de un determinismo intelectualista. 87 S.Th., I-II, q. 28, a.1, ad 3. 88 Ibid. 89 Así como el amor a sí mismo no puede definirse, por más que nos expresemos en términos de “auto-afirmación”, “auto-aprecio”, etc. 90 “Amor nihil aliud est quam quaedam transformatio affectus in rem amatam. Et quia omne quod efficitur forma alicujus, efficitur unum cum illo; ideo per amorem amans fit unum cum amato, quod est factum forma amantis”: In III Sent., d. 27, q. I, a. 1. 91 “Amans in amatum transformatur, et quodammodo convertitur in ipsum”: In III Sent., d. 27, q. I, a. 1, ad 2. 49 tiene de algún modo a lo amado”92. Esta terminología, muy usada por escritores místicos –como San Juan de la Cruz–, no puede interpretarse en un sentido estrictamente ontológico, pero sí puede entenderse si la llevamos al plano cognitivo, afectivo y de las virtudes. La unión que se produce entre las personas que se quieren supone cierta identidad dinámica –que va madurando en el tiempo– en el plano de los afectos, los intereses, las actitudes, las convicciones, las tareas en común. Es variable según los contextos –amistad entre colegas, vecinos, parientes, conyugal, con Dios, etc.–, y siempre supone alguna identificación entre las voluntades (querer y apreciar las mismas cosas). El saber, aunque pueda producir cambios importantes en la vida de una persona, no la une existencialmente a lo que es sabido. En cambio el amor de amistad implica una unión afectiva profunda con el “yo” de la persona querida. ¿En qué sentido esta unión “transforma” al amante y a la persona amada? ¿Es recíproca o unidireccional? La respuesta a estas preguntas depende de las formas y modalidades de la amistad y el amor, variables según un sinnúmero de circunstancias. En general puede decirse que dos personas que se aprecian, se quieren, comparten experiencias, etc., entran mutuamente en el ámbito intencional de la otra, normalmente a través del trato y una conducta compartida. Esta entrada es cognitiva y afectiva y adquiere un dinamismo propio según cómo evoluciona el conocimiento y el aprecio mutuo. Va acompañada de una serie de virtudes propias de la amistad, como la lealtad, la generosidad, la humildad, el olvido de sí, el sacrificio, el servicio, la disponibilidad, el respeto del otro, y tantas otras. La misma amistad es una virtud cognitiva y moral. Según las circunstancias, la amistad y al amor, sin que necesariamente se empleen estos nombres, pueden modularse de modo variable. Aunque ver al otro como “un yo propio” supone una igualdad, cierta forma de amistad puede darse entre desiguales, sea en términos de colaboración, de subordinación, de cuidado o de simple participación. Por ejemplo, la unión de afecto entre padres e hijos pequeños se sitúa en un contexto educativo. El hijo recibe más de los padres que viceversa. El término de la 92 “…quae quidem convenientia est secundum quod ab uno participatur id quod est alterius; et sic amans quodammodo habet amatum”: In III Sent., d. 27, q. I, a. 1, ad 2. 50 formación apunta a que el niño llegue a ser un adulto cabal, y no que el padre se aniñe. La unión entre voluntades y sus efectos “transformantes” tiene, pues, un sentido específico en este caso y lo mismo puede decirse de otros. Uno puede aceptar entrar en el horizonte intencional de otro más que al revés, según los casos, las circunstancias, o las tareas que se decida emprender en la vida (por ejemplo, la mujer de un presidente de un país tiene que adecuar su vida a las exigencias que tiene el cargo de su marido). En la corrupción de la amistad y el amor, la identificación del afecto y las exigencias de la colaboración, el servicio, la ayuda, pueden asumir formas degradadas como son el dominio invasivo, el utilitarismo, la búsqueda del interés propio, el amor posesivo, las exigencias injustas. Por eso, como hemos dicho arriba, el amor y la amistad deben ser regulados por la ética y sólo son posibles en un contexto de virtud. En atención a estos puntos, ahora podemos comprender mejor por qué Tomás de Aquino sostiene, como dijimos arriba, que es más alto amar a Dios que conocerle y que, al revés, respecto a las cosas inferiores al hombre, es más alto –o es mejor– conocerlas más que amarlas. El motivo es que el amor conduce a participar en el ser real de lo amado, por lo que la unión de amor a Dios implica un mejoramiento personal, que no se da si nos limitamos a conocerle. En cambio, respecto a las cosas subhumanas, o a las cosas de suyo malas, más vale conocerlas que pretender tener una real participación en su ser existencial93. Esta observación debe matizarse, porque en la amistad entre iguales el amor y el conocimiento existencial –no el conceptual– van a la par, y en el amor de donación el que ama “se abaja” a quien se encuentra en una situación de indigencia para elevarlo y ayudarlo, como hace Dios con nosotros. Igualmente conocimiento y amor se identifican en la visión beatífica, como hemos dicho anteriormente. El carácter unitivo del amor comprende también la conducta a favor de lo amado y el afecto que de ahí se desprende, afecto que no es sólo consecuente, sino además impulso apetitivo hacia el conocimiento y la acción. El amor, en consecuencia, cierra el “círculo” de los actos del espíritu, pues incide desde su mismo brotar en el conocimiento y organiza las acciones decididas en torno a los valores amados. 93 Cfr. De Ver., q. 22, a. 11; In III Sent., d. 27, q. I, a. 4. 51 Leamos, en este sentido, el siguiente bello texto de Santo Tomás: el amante (…) se inclina por amor a obrar según las exigencias de lo amado, y ese obrar le es máximamente deleitable, casi como una forma que le resulta conveniente. Por eso, todo lo que el amante hace y sufre por el amado, le resulta del todo deleitable, y más se enciende en el amor, en cuanto más gozo experimenta en todo lo hace o sufre por el amor (…) Por eso dice San Gregorio que el amor no puede estar ocioso, sino que, si puede, realiza cosas grandes. Y como todo lo violento entristece, como repugnando a la voluntad, como se dice en el libro V de la Metafísica, por eso resulta penoso actuar en contra de la inclinación del amor, o incluso fuera de ella (…) Como el amante asume al amado como si fuera él mismo, es como si lo llevara consigo personalmente en todo lo que se relacione con él. Y así de alguna manera el amante sirve al amado, en cuanto es regulado por el amado como término94. 5. Conclusiones Al término del recorrido que hemos hecho sobre el tema de las relaciones entre la afectividad voluntaria –amor– y el conocimiento intelectual, dando una especial relevancia a Tomás de Aquino, me parece que el punto fundamental conclusivo es la convergencia e integración entre el amor y el conocimiento, no obstante estas dos dimensiones puedan disociarse según los contextos cognitivos y afectivos (aparte de las anomalías). Diferencias importantes surgen cuando el contexto es la relación con los seres materiales (uso técnico), o con los objetos de operaciones inmanentes (ciencias), o con otras personas (amistad), y en especial con Dios. Las relaciones entre el conocimiento y el amor se declinan diversamente en tales contextos. 94 In III Sent., d. 27, a. I, a. 1: “ita amans, cujus affectus est informatus ipso bono, quod habet rationem finis, quamvis non semper ultimi, inclinatur per amorem ad operandum secundum exigentiam amati; et talis operatio est maxime sibi delectabilis, quasi formae suae conveniens; unde amans quidquid facit vel patitur pro amato, totum est sibi delectabile, et semper magis accenditur in amatum, inquantum majorem delectationem in amato experitur in his quae propter ipsum facit vel patitur. Et sicut ignis non potest retineri a motu qui competit sibi secundum exigentiam suae formae, nisi per violentiam; ita neque amans quin agat secundum amorem; et propter hoc dicit Gregorius, quod non potest esse otiosus, immo magna operatur, si est. Et quia omne violentum est tristabile, quasi voluntati repugnans, ut dicitur 5 Metaphys.; ideo etiam est poenosum contra inclinationem amoris operari, vel etiam praeter eam; operari autem secundum eam, est operari ea quae amato competunt. Cum enim amans amatum assumpserit quasi idem sibi, oportet ut quasi personam amati amans gerat in omnibus quae ad amatum spectant; et sic quodammodo amans amato inservit, inquantum amati terminis regulatur. 52 Como la relación más alta es la interpersonal, la conclusión general es la preeminencia del amor sobre el conocimiento95, pero no como si estos términos fueran alternativos, sino porque el amor comprende al conocimiento y no al revés. Esta tesis trasciende la visión clásica, como ya notó Scheler, en la que el amor se resolvía en el conocimiento (aunque no es así en el caso de San Agustín). La autotrascendencia recíproca que es propia del amor de donación es la más alta perfección del ser. No lo es el ser absoluto pensado parmenídeo, ni el espíritu absoluto del idealismo, ni el autoconocimiento absoluto de Aristóteles, ni el puro amor de sí unipersonal, sino el autoconocimiento y amor de sí en la reciprocidad del amor de donación96. Este punto se aplica de un modo sublime a Dios y de un modo derivado a la persona humana. Quedan por examinar los siguientes puntos: 1. La relación entre la voluntad y los sentimientos. Si bien la voluntad –amor, deseo, gozo– es de suyo una afectividad espiritual, ella revierte sobre la dimensión sensitiva afectiva y puede recibir también un influjo de las pasiones y sentimientos. La “encarnación” de los estados de la voluntad en forma de deseos sensibles se “localiza” en circuitos cerebrales y así puede activar los comandos motores que permiten los movimientos corpóreos voluntarios. 2. El conocimiento asimilativo que de suyo no inclina hacia la realidad existencial, según las explicaciones tomistas vistas arriba, parecería ser sobre todo el conocimiento objetivante y abstracto. Probablemente el amor voluntario está indisociablemente unido al conocimiento experiencial de las cosas reales y concretas. 3. En el conocimiento por connaturalidad se conectan de modo especial los afectos, las inclinaciones y la comprensión valorativa de las cosas, de modo análogo a como la percepción estimativa/cogitativa, en Santo Tomás, se une a las emociones. 95 Entre los autores modernos atentos a los clásicos, un autor que está cercano a la tesis de la preeminencia del amor sobre el puro conocimiento intelectual es Max Scheler. Cfr. M. Scheler, Amor y conocimiento y otros escritos, Palabra, Madrid 2010. 96 Esta tesis es convergente con la antropología trascendental de Leonardo Polo. Aunque la elaboración que aquí presento es algo distinta a la suya, ella responde a las mismas motivaciones y en el fondo tiene la misma inspiración. 53 4. El conocimiento concreto de otras personas, que implica encontrarlas y ser aceptados, comporta necesariamente amarlas o apreciarlas de alguna manera. Por tanto, no parece posible conocer a los demás (salvo abstractamente) sin amarles, pues para conocer al otro hay que ser aceptados por el otro. 5. Todo conocimiento es valorativo y todo conocimiento es, de algún modo, un conocimiento por connaturalidad, porque el bien y la verdad, trascendentales del ser, son indisociables.