Uploaded by Saul Villegas

2017-Stephen King-It

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¿Quién o qué mutila y mata a los niños de un pequeño pueblo
norteamericano? ¿Por qué llega cíclicamente el horror a Derry en
forma de un payaso siniestro que va sembrando la destrucción a su
paso? Esto es lo que se proponen averiguar los protagonistas de
esta novela. Tras veintisiete años de tranquilidad y lejanía una
antigua promesa infantil les hace volver al lugar en el que vivieron
su infancia y juventud como una terrible pesadilla. Regresan a Derry
para enfrentarse con su pasado y enterrar definitivamente la
amenaza que los amargó durante su niñez.
Saben que pueden morir, pero son conscientes de que no
conocerán la paz hasta que aquella cosa sea destruida para
siempre.
It es una de las novelas más ambiciosas de Stephen King, donde
ha logrado perfeccionar de un modo muy personal las claves del
género de terror.
Stephen King
It
(eso)
ePUB r2.7
Mística & GONZALEZ 07.03.14
Título original: It
Stephen King, 1986
Traducción: Edith Zilli
Editor original: Rayul (v1.0)
Segundo editor: GONZALEZ & Mística (v2.0 a r.2.6)
Corrección de erratas: orhi, Peludus, miguelex, Kyrylys & nixkevan
ePub base r1.0
Dedico este libro a mis hijos. Mi madre y mi esposa me enseñaron a ser un
hombre. Mis hijos me enseñaron a ser libre.
Naomi Rachel King, de 14 años.
Joseph Hillstrom King, de 12.
Owen Philip King, de 7.
Niños, la ficción es la verdad que se encuentra dentro de la mentira y la
verdad de esta ficción es muy sencilla: la magia existe.
Esta vieja ciudad ha sido hogar desde que yo recuerde
Y aquí estará después que me haya ido.
A un lado y al otro, échale una mirada.
Aunque venida a menos, te llevo hasta en los huesos.
The Michael Stanley Band
¿Qué buscas, viejo amigo?
Después de tantos años, a qué vienes
Con sueños que albergaste
Bajo cielos ajenos
Muy lejos de tu tierra.
GEORGE SEFERIS
Del azul del cielo al negro de la nada.
NEIL YOUNG
Primera parte
LA SOMBRA, ANTES
¡Empiezan!
Las perfecciones se acentúan.
La flor extiende sus coloridos pétalos
amplios al sol.
Pero la lengua de la abeja
no les acierta.
Se hunden de nuevo en el lodo
dando un grito
—puede decirse que es un grito
que repta sobre ellos, un estremecimiento
mientras se marchitan y se esfuman…
WILLIAM CARLOS WILLIAMS, Paterson
«Nacido en una ciudad de muertos».
BRUCE SPRINGSTEEN
I. DESPUÉS DE LA INUNDACIÓN (1957)
1
El terror, que no terminaría por otros veintiocho años —si es que terminó alguna
vez—, comenzó, hasta donde sé o puedo contar, con un barco hecho de una hoja
de un diario que flotaba a lo largo del arroyo de una calle anegada de lluvia.
El barquito cabeceó, se ladeó, volvió a enderezarse en medio de traicioneros
remolinos y continuó su marcha por Witcham Street hacia el semáforo que
marcaba la intersección de ésta y Jackson. Las tres lentes verticales a los lados
del semáforo estaban a oscuras y también todas las casas, en aquella tarde de
otoño de 1957. Llovía sin cesar desde hacía ya una semana y dos días atrás
habían llegado también los vientos. Desde entonces, la mayor parte de Derry
había quedado sin corriente eléctrica y aún seguía así.
Un chiquillo de impermeable amarillo y botas rojas seguía alegremente al
barco de papel. La lluvia no había cesado, pero al fin estaba amainando.
Golpeteaba sobre la capucha amarilla del impermeable sonando a los oídos del
niño como lluvia sobre el tejado de un cobertizo… un sonido reconfortante, casi
acogedor. El niño del impermeable amarillo era George Denbrough. Tenía seis
años. William, su hermano, a quien casi todos los niños de la escuela primaria de
Derry (y hasta los maestros, aunque jamás habrían usado el apodo frente a él)
conocían como Bill el Tartaja, estaba en su casa pasando los restos de una gripe
bastante seria. En ese otoño de 1957, ocho meses antes de que comenzasen
realmente los horrores y veintiocho años antes del desenlace final, Bill el Tartaja
tenía diez años.
Era Bill quien había hecho el barquito junto al cual corría George. Lo había
hecho sentado en su cama, con la espalda apoyada en un montón de almohadas,
mientras la madre tocaba Para Elisa en el piano de la sala y la lluvia barría
incansablemente la ventana de su dormitorio.
A un tercio de manzana, camino de la intersección y del semáforo apagado,
Witcham Street estaba cerrada al tráfico por varios toneles de brea y cuatro
caballetes color naranja. En cada uno de esos caballetes se leía: AYUNTAMIENTO
DE DERRY - DEPARTAMENTO DE OBRAS PÚBLICAS. Tras ellos, la lluvia había
desbordado alcantarillas atascadas con ramas, piedras y cúmulos de pegajosas
hojas otoñales. El agua había ido picando el pavimento al principio, arrancado
luego grandes trozos codiciosos; todo esto, hacia el tercer día de las lluvias.
Hacia el mediodía de la cuarta jornada, grandes trozos de pavimento eran
arrastrados por la intersección de Jackson y Witcham como témpanos de hielo en
miniatura. Muchos habitantes de Derry habían empezado por entonces a hacer
chistes nerviosos sobre el Arca. El Departamento de Obras Públicas se las había
arreglado para mantener abierta Jackson Street, pero Witcham estaba
intransitable desde las barreras hasta el centro mismo de la ciudad.
Todos estaban de acuerdo, sin embargo, en que lo peor había pasado. El río
Kenduskeag había crecido casi hasta sus márgenes en los eriales y hasta muy
pocos centímetros por debajo de los muros de cemento del canal que constreñía
su paso por el centro de la ciudad. En esos momentos, un grupo de hombres —
entre ellos Zack Denbrough, el padre de George y de Bill— estaba retirando los
sacos de arena que habían lanzado el día anterior con aterrorizada prisa. Un día
antes, la inundación y sus costosos daños habían parecido casi inevitables. Bien
sabía Dios que ya había ocurrido anteriormente —la inundación de 1931 había
sido un desastre con un costo de millones de dólares y de más de veinte vidas—.
De aquello hacía ya mucho tiempo, pero aún quedaba gente por ahí que lo
recordaba para asustar al resto. Una de las víctimas de la inundación había sido
hallada en Bucksport, a unos cuarenta kilómetros de distancia. Los peces le
habían comido a ese infortunado caballero los ojos, tres dedos, el pene y la
mayor parte del pie izquierdo. Agarrado por lo que restaba de sus manos, había
aparecido el volante de un Ford.
Ahora, sin embargo, el río estaba retrocediendo y cuando se elevara la nueva
presa hidráulica de Bangor, corriente arriba, dejaría de ser una amenaza. Al
menos eso decía Zack Denbrough, que trabajaba en Hidroeléctrica Bangor. En
cuanto a los demás… bueno, las inundaciones futuras esperarían. Lo importante
era salir de ésta, devolver la corriente eléctrica y después olvidarla. En Derry,
eso de olvidar la tragedia y el desastre era casi un arte, tal como Bill Denbrough
llegaría a descubrir con el tiempo.
George se detuvo justo detrás de las barreras al borde de una profunda grieta
que se había abierto en la superficie de alquitrán de Witcham Street. Este
barranco discurría casi exactamente en diagonal. Terminaba al otro extremo de la
calle, a unos doce metros de donde él se encontraba, colina abajo hacia la
derecha. Rió en voz alta —el sonido de la solitaria alegría infantil salvando
metas en aquella tarde gris—, mientras un capricho del agua desbordada llevaba
su barco de papel hasta unas cataratas a escala formadas por otra grieta en el
pavimento. El agua había abierto con su urgencia un canal que corría a lo largo
de la diagonal y por ello el barco iba de un lado a otro de la calle arrastrado tan
deprisa por la corriente que George tuvo que correr para seguirlo. El agua se
extendía bajo sus botas, formando láminas de lodo. Sus hebillas sonaban con un
jubiloso tintineo mientras George Denbrough corría hacia su extraña muerte. Y
el sentimiento que le colmaba en ese momento era, clara y simplemente, amor
hacia su hermano…, amor y también una cierta tristeza porque Bill no podía
estar allí para ver aquello y compartirlo. Claro que él trataría de describírselo
cuando volviese a casa, pero sabía que jamás podría hacer que Bill lo viese, tal
como Bill se lo hubiese hecho ver a él en situación inversa. Bill destacaba en
lectura y redacción, pero aun a su edad George tenía capacidad suficiente como
para comprender que no sólo por eso obtenía Bill las mejores notas; tampoco era
el único motivo de que a los maestros les gustaran tanto sus composiciones. La
forma de contar era sólo una parte del asunto. Bill sabía ver.
El barquito casi silbaba a lo largo de aquel canal, sólo una página arrancada
de la sección de anuncios clasificados del News de Derry, pero George lo
imaginaba como una torpedera en una película de guerra de esas que solía ver en
el Teatro Derry con Bill, en las matinées de los sábados. Una película de guerra
en la que John Wayne luchaba contra los japoneses. La proa del barco de papel
levantaba olas a cada lado mientras seguía su precipitado curso hacia la cuneta
del lado izquierdo de la calle. En ese punto, un nuevo arroyuelo corría sobre la
grieta abierta en el pavimento creando un remolino bastante grande. George
pensó que el barco volcaría yéndose a pique. Escoró de modo alarmante pero
luego se enderezó, giró y navegó rápidamente hacia la intersección. George
lanzó gritos de júbilo y corrió para alcanzarlo. Sobre su cabeza, una torva ráfaga
de viento otoñal hizo silbar los árboles, casi completamente liberados de su carga
de hojas a causa de la tormenta, que ese año había sido un segador implacable.
2
Incorporado en la cama, con las mejillas aún sonrojadas (pero con la fiebre
retirándose finalmente, como el Kenduskeag), Bill había terminado el bote, pero
cuando George alargó la mano para cogerlo, Bill lo puso fuera de su alcance.
—Ahora t-t-tráeme la p-p-parafina.
—¿Qué es eso? ¿Dónde está?
—Está en el es-t-t-tante del s-s-sótano, al bajar —dijo Bill—. En una caja
que dice G-gu-Gulf. Tráeme eso, junto con un cuchillo y un c-c-cuenco. Y una cc-caja de f-fósforos.
George había ido, obediente, en busca de esas cosas. Oyó que su madre
seguía tocando el piano, pero ya no era Para Elisa, sino algo que no le gustaba
tanto, algo que sonaba seco y alborotado; oyó la lluvia azotando las ventanas de
la cocina. Ese sonido era reconfortante, pero no así la idea de bajar al sótano. No
le gustaba el sótano ni le gustaba bajar por sus escaleras porque siempre
imaginaba que allí abajo, en la oscuridad, había algo. Era una tontería, por
supuesto, lo decía su padre, lo decía su madre, y, lo que era aún más importante,
lo decía Bill, pero aun así…
No le gustaba siquiera abrir la puerta para encender la luz, porque siempre
tenía la idea (era algo tan exquisitamente estúpido que no se atrevía a contárselo
a nadie) de que, mientras estuviera tanteando en busca del interruptor, una garra
espantosa se posaría ligeramente sobre su muñeca… y lo arrebataría hacia esa
oscuridad que olía a sucio, a humedad y a hortalizas podridas.
¡Qué estupidez! No existían monstruos con garras peludas y llenos de furia
asesina. De vez en cuando, alguien se volvía loco y mataba a mucha gente —a
veces, Chet Huthley contaba cosas de ésas, en el informativo de la noche—, y
también estaban los comunistas, por supuesto, pero ningún monstruo horripilante
vivía allí abajo, en el sótano. No obstante, la idea persistía. En aquellos
momentos interminables, mientras buscaba a tientas la llave de la luz con la
mano derecha (el brazo izquierdo enroscado con fuerza a la jamba de la puerta),
ese olor a sótano parecía intensificarse hasta llenar el mundo entero. Los olores a
sucio, a humedad y a hortalizas podridas se mezclaban en un olor inconfundible
e ineludible; el olor del monstruo, la apoteosis de todos los monstruos. Era el
olor de algo que él no sabía nombrar; el olor de Eso[1] agazapado, acechando y
listo para saltar. Una criatura capaz de comer cualquier cosa, pero especialmente
hambrienta de carne de niño.
Esa mañana, había abierto la puerta para tantear interminablemente en busca
del interruptor, sujetando el marco de la puerta con la fuerza de siempre, los ojos
apretados, la punta de la lengua asomando por la comisura de los labios como
una raicilla agonizante buscando agua en un sitio de sequía. ¿Gracioso? ¡Claro!
¿Qué te apuestas? Mira a Georgie ¡Georgie le tiene miedo a la oscuridad! ¡Vaya
tonto!
El sonido del piano llegaba desde lo que su padre llamaba sala de estar y su
madre sala de visitas. Sonaba a música de otro mundo, lejana, como deben de
sonar las conversaciones y risas de una playa abarrotada al nadador exhausto que
lucha contra la corriente.
¡Sus dedos encontraron el interruptor! ¡Ah!
Lo accionaron… nada. No había luz.
¡Hostia! ¡La corriente eléctrica!
George retiró el brazo como de un cesto lleno de serpientes. Retrocedió
desde la puerta abierta, el corazón apresurado en el pecho. No había corriente,
por supuesto; había olvidado que la corriente estaba cortada. ¡Jolín! ¿Y ahora
qué? ¿Decirle a Bill que no podía llevarle la caja de parafina porque no había luz
y tenía miedo de que algo lo cogiese en las escaleras del sótano, algo que no era
comunista ni un asesino loco, sino una criatura mucho peor que esas dos cosas?
¿Algo que simplemente deslizaría una parte de su podrido ser entre los peldaños
para cogerle por el tobillo? Sería una pasada. Otros podrían reírse de esas
fantasías, pero Bill no se reiría. Bill se pondría furioso. Bill diría: «A ver si
creces, Georgie… ¿Quieres este barquito o no?».
Como si le leyera el pensamiento, Bill gritó desde el dormitorio:
—¿Te has muerto allí abajo, G-Georgie?
—No, ya lo llevo, Bill —respondió George de inmediato. Se frotó los brazos
para que desapareciese la delatora carne de gallina y la piel volviese a quedar
lisa—. Sólo me he entretenido en tomar un poco de agua.
—Bueno, pues date prisa.
Así que George bajó los cuatro escalones que faltaban para llegar al estante
del sótano, el corazón golpeando en su garganta como un martillo caliente, el
vello de la nuca en posición de firmes, los ojos ardiendo, las manos heladas y la
seguridad de que, en cualquier momento, la puerta del sótano se cerraría sola
tapando la luz blanca que caía desde las ventanas de la cocina y entonces oiría a
Eso, algo peor que todos los comunistas y los asesinos del mundo, peor que los
japoneses, peor que Atila el huno, peor que los seres de cien películas de terror.
Eso, gruñendo profundamente —George oiría el gruñido en esos segundos
demenciales antes de que Eso se abalanzase sobre él y le despanzurrara las
entrañas—. A causa de la inundación, el hedor del sótano estaba ese día peor que
nunca. La casa se había salvado por encontrarse en la parte alta de Witcham
Street, cerca de la cima de la colina, pero abajo aún seguía el agua estancada que
se había filtrado por los cimientos de piedra. El olor era terroso y desagradable,
haciendo que solo apeteciesen las inhalaciones más superficiales.
George examinó los chismes del estante tan rápidamente como pudo: latas
viejas de betún Kiwi y trapos para limpiar zapatos, una lámpara de queroseno
rota, dos botellas de limpiacristales Windex casi vacías, una vieja lata de cera
Turtle. Por alguna razón, esa lata le impresionó y contempló la tortuga de la tapa
con perplejidad hipnótica. La apartó luego hacia atrás… y allí estaba, por fin,
una caja cuadrada con la inscripción GULF.
George arrancó de allí y corrió escaleras arriba tan rápido como pudo,
dándose cuenta de repente de que llevaba por fuera los faldones de la camisa y
de que esos faldones serían su perdición: la cosa del sótano le permitiría llegar
casi hasta arriba y entonces le cogería por el faldón de la camisa y tiraría hacia
atrás y…
Alcanzó la cocina y cerró la puerta a su espalda. La puerta sonó como si la
hubiese cerrado un golpe de viento. George se apoyó contra ella con los ojos
cerrados, la frente y los brazos cubiertos de sudor, sosteniendo la caja de
parafina apretada en una mano.
El piano se había callado y la voz de su madre le llegó flotando:
—Georgie, ¿podrías golpear la puerta un poco más, la próxima vez? Tal vez
podrías romper los platos del aparador si de verdad lo intentas.
—Disculpa, mamá —dijo él.
—Georgie, pedazo de inútil —llamó Bill, desde su dormitorio, con
entonación grave para que la madre no le oyese.
George rió bajito. El miedo había desaparecido, se había desprendido de él
tan fácilmente como una pesadilla se desprende del hombre que despierta con la
piel fría y el aliento agitado palpándose el cuerpo y mirando fijamente alrededor
para asegurarse de que nada ha ocurrido en realidad y empezando enseguida a
olvidarla. La mitad ha desaparecido ya cuando sus pies tocan el suelo; las tres
cuartas partes, cuando sale de la ducha y comienza a secarse con la toalla; y la
totalidad cuando termina el desayuno. Desaparecida por completo… hasta la
próxima vez, cuando en el puño de la pesadilla todos los miedos volverán a
recordarse.
Esa tortuga —pensó George, acercándose al cajón donde se guardaban los
fósforos—. ¿Dónde he visto una tortuga así?
Pero no le llegó ninguna respuesta y descartó la pregunta.
Sacó una caja de fósforos del cajón, un cuchillo del escurridor (sosteniendo
el filo estúpidamente lejos de su cuerpo, como le había enseñado su padre) y un
pequeño bol del aparador. Volvió entonces al cuarto de Bill.
—Eres un inepto, G-georgie —dijo Bill bastante cordialmente mientras
apartaba las cosas de enfermo que había en su mesilla de noche: un vaso vacío,
una jarra de agua, kleenex, libros, un frasco de Vicks Vaporub —cuyo olor Bill
asociaría toda su vida a pechos flemosos y narices tapadas—. También estaba
allí la vieja radio Philco, pero no emitía ni a Chopin ni a Bach, sino una canción
de Little Richard… aunque muy bajito, tan bajito que Little Richard perdía toda
su cruda y elemental potencia. La madre, que había estudiado piano en Juilliard,
detestaba el rock and roll. Más que detestarlo, lo abominaba.
—No soy ningún culo —dijo George, sentándose en el borde de la cama y
poniendo en la mesa las cosas que había traído.
—Sí que lo eres —dijo Bill—. No eres otra cosa que un inepto culo gordo,
negro y asqueroso.
George trató de imaginar a un chico que sólo fuese un culo con piernas y
comenzó a reírse.
—Tienes un culo más grande que Augusta —dijo Bill, también riendo.
—Tu culo es más grande que todo el estado —replicó George, lo que les hizo
revolcarse de risa durante casi dos minutos.
Siguió una conversación en susurros, de las que tienen muy poco significado
para quien no sea un niño pequeño: acusaciones sobre quién tenía el culo más
grande, quién tenía el agujero más negro, etcétera. Finalmente, Bill soltó una de
las palabras prohibidas: acusó a George de ser un culo gordo, grande y lleno de
mierda, con lo cual rieron a carcajadas. La risa de Bill se convirtió en un ataque
de tos. Cuando por fin empezó a ceder (la cara de Bill había tomado un color de
ciruela que George contemplaba con cierta alarma) el sonido del piano se
interrumpió. Los dos miraron en dirección a la sala, esperando el ruido del
taburete al correrse hacia atrás y los pasos impacientes de la madre. Bill sepultó
la boca en el hueco del codo, sofocando las últimas toses mientras señalaba la
jarra. George le sirvió un vaso de agua y él se lo bebió entero.
El piano volvió a empezar otra vez Para Elisa. Bill el Tartaja no olvidaría
jamás esa pieza, y aún muchos años después no podría escucharla sin que se le
pusiera carne de gallina en los brazos y la espalda; el corazón le daba un vuelco
y recordaba: Mi madre estaba tocando eso el día en que murió Georgie.
—¿Vas a seguir tosiendo, Bill?
—No.
Bill sacó un kleenex de la caja, carraspeó tronantemente con el pecho,
escupió un poco de flema en el papel, lo arrugó y lo arrojó al cesto que tenía
junto a la cama lleno de bollos similares. Por fin abrió la caja de parafina y dejó
caer un cubo ceroso en la palma de su mano. George lo observaba con atención,
pero sin hablar ni hacer preguntas. A Bill no le gustaba que le hablase mientras
hacía cosas, pero él sabía que si mantenía el pico cerrado, su hermano acabaría
por explicar lo que estaba haciendo.
Bill usó el cuchillo para cortar un trocito del cubo de parafina. Puso el
pedazo en el cuenco, encendió una cerilla y la apoyó sobre la parafina. Los dos
niños observaron la llamita amarilla, mientras el viento agonizante impulsaba la
lluvia contra la ventana en golpeteos ocasionales.
—Hay que impermeabilizar el barco para que no se hunda al mojarse —dijo
Bill.
Cuando estaba con George tartamudeaba poco, a veces nada en absoluto. En
la escuela, en cambio, tartamudeaba tanto que hablar le resultaba imposible.
Cesaba la comunicación y los maestros miraban hacia otra parte, mientras Bill se
aferraba a los lados de su pupitre con la cara casi tan roja como el pelo y los ojos
apretados hasta reducirse a ranuras, tratando de arrancarle alguna palabra a su
terca garganta. A veces, casi siempre, la palabra surgía. Otras veces simplemente
se negaba. A los tres años había sido atropellado por un coche y arrojado contra
la pared de un edificio; había estado inconsciente durante siete horas. Mamá
decía que ese accidente le había provocado la tartamudez. A veces, George tenía
la sensación de que el padre —y el mismo Bill— no estaba tan seguro.
El trozo de parafina se había derretido casi completamente en el cuenco. La
llama de la cerilla borboteó más baja poniéndose azul al abrazarse al trozo de
cartón, entonces se apagó. Bill hundió el dedo en el líquido y lo sacó
bruscamente con un leve silbido. Luego miró a George con una sonrisa que
pedía disculpas.
—Quema —dijo.
Pocos segundos después, hundió otra vez el dedo y comenzó a untar de cera
el barco de papel. El material se secó rápidamente formando una película
lechosa.
—¿Puedo poner un poco? —preguntó George.
—Bueno, pero no manches las mantas si no quieres que mamá te mate.
George hundió un dedo en la parafina, que aún estaba muy caliente pero ya
no quemaba, y comenzó a untar el otro lado del barco.
—¡No pongas tanto, culo sucio! —dijo Bill—. ¿Quieres que se hunda en el
v-v-viaje inaugural?
—Perdona.
—Está bien, p-p-ero cógelo con calma.
George terminó el otro lado y luego sostuvo el barco en las manos. Estaba un
poco más pesado, pero no mucho.
—¡Qué guay! —exclamó—. Voy a salir para hacerlo navegar.
—Sí, ve —dijo Bill. De pronto parecía cansado… cansado y no muy bien,
todavía.
—Me gustaría que vinieras —dijo George. Le hubiese gustado de veras. Bill
a veces se ponía mandón al cabo de un rato, pero siempre tenía ideas estupendas
y rara vez pegaba—. En realidad, el barco es tuyo.
—A mí también me gustaría ir —dijo Bill, sombrío.
—Bueno… —George cambió el peso del cuerpo de un pie al otro, con el
barco en la mano.
—Ponte el impermeable y las botas —advirtió el mayor—, si no quieres
pescar una gripe como la mía. Casi seguro que la pescas de todos modos por mis
g-g-gérmenes.
—Gracias, Bill. Es un barco muy chulo.
Y entonces hizo algo que no había hecho hacía tiempo, algo que Bill jamás
olvidaría: se inclinó para besar a su hermano en la mejilla.
—Ahora sí que la vas a pescar, culo sucio —dijo Bill, pero de cualquier
modo parecía más animado. Sonrió—. Y guarda estas cosas. Si no, a mamá le
dará un ataque.
—Sí, ya voy. —George recogió el equipo para impermeabilizar y cruzó la
habitación con el bote precariamente encaramado a la caja de parafina, que iba
medio torcida dentro del bol.
—G-g-georgie…
George se volvió para mirar a su hermano.
—Ten cuidado.
—Seguro. —Arrugó un poco el ceño. Eso era algo que decían las madres, no
los hermanos mayores. Resultaba tan extraño como haberle dado un beso a Bill
—. Sí, claro.
Y salió. Bill jamás volvió a verlo.
3
Y allí estaba, persiguiendo su barco de papel por el lado izquierdo de Witcham
Street. Corría deprisa, pero el agua le ganaba y el barquito estaba sacando
ventaja. Oyó un rugido profundo y vio cómo cincuenta metros más adelante,
colina abajo, el agua de la cuneta se precipitaba dentro de una boca de tormenta
que aún continuaba abierta. Era un largo semicírculo oscuro abierto en el
bordillo de la acera y mientras George miraba, una rama desgarrada, con la
corteza oscura y reluciente se hundió en aquellas fauces. Allí pendió por un
momento y luego se deslizó hacia el interior. Hacia allí se encaminaba su bote.
—¡Mierda! —chilló horrorizado.
Forzó el paso y, por un momento, pareció que iba a alcanzar al barquito. Pero
uno de sus pies resbaló y George cayó despatarrado despellejándose la rodilla
con un grito de dolor. Desde su nueva perspectiva, a la altura del pavimento, vio
que su barco giraba en redondo dos veces, momentáneamente atrapado en otro
remolino, antes de desaparecer.
—¡Mierda y más mierda! —volvió a chillar, estrellando el puño contra el
pavimento.
Eso también dolió, y se echó a sollozar. ¡Qué manera tan estúpida de perder
el barco!
Se levantó para caminar hacia la boca de tormenta y allí se dejó caer de
rodillas, para mirar hacia el interior. El agua hacía un ruido hueco y húmedo al
caer en la oscuridad. Ese sonido le daba escalofríos. Hacía pensar en…
—¡Eh!
La exclamación le fue arrancada como con un cordel. Retrocedió.
Allí adentro había unos ojos amarillos. Ese tipo de ojos que él siempre
imaginaba, sin verlos nunca, en la oscuridad del sótano. Es un animal —pensó,
incoherente—; eso es todo: un animal; a lo mejor un gato que quedó atrapado…
De todos modos, estaba por echar a correr; habría corrido uno o dos
segundos, cuando su tablero mental se hubiera hecho cargo del espanto que le
produjeron esos dos ojos amarillos y brillantes. Sintió la áspera superficie del
pavimento bajo los dedos y la fina lámina de agua fría que corría alrededor. Se
vio a sí mismo levantándose y retrocediendo. Y fue entonces cuando una voz,
una voz perfectamente razonable y bastante simpática, le habló desde dentro de
la boca de tormenta:
—Hola, George —dijo.
George parpadeó y volvió a mirar. Apenas podía dar crédito a lo que veía;
era como algo sacado de un cuento o de una película donde uno sabe que los
animales hablan y bailan. Si hubiera tenido diez años más, no habría creído en lo
que estaba viendo; pero no tenía dieciséis años, sino seis.
En la boca de tormenta había un payaso. La luz distaba de ser buena, pero
bastó para que George Denbrough estuviese seguro de lo que veía. Era un
payaso, como en el circo o en la tele. Parecía una mezcla de Bozo y Clarabell, el
que hablaba haciendo sonar su bocina en Howdy Doody, los sábados por la
mañana. Búfalo Bob era el único que entendía a Clarabell, y eso siempre hacía
reír a George. La cara del payaso metido en la boca de tormenta era blanca; tenía
cómicos mechones de pelo rojo a cada lado de la calva y una gran sonrisa de
payaso pintada alrededor de la boca. Si George hubiese vivido años después,
habría pensado en Ronald McDonald antes que en Bozo o en Clarabell.
El payaso tenía en una mano un manojo de globos de todos los colores, como
tentadora fruta madura.
En la otra, el barquito de papel de George.
—¿Quieres tu barquito, Georgie? —El payaso sonreía.
George también sonrió. No podía evitarlo; aquella sonrisa era del tipo que
uno devuelve sin querer.
—Por supuesto.
El payaso se echó a reír.
—«Por supuesto». ¡Así me gusta! ¡Así me gusta! ¿Y un globo? ¿Qué te
parece? ¿Quieres un globo?
—Bueno… sí, por supuesto. —Alargó la mano, pero de inmediato la retiró
contra su voluntad—. No debo coger nada que me ofrezca un desconocido. Lo
dice mi papá.
—Y tu papá tiene mucha razón —replicó el payaso de la boca de tormenta
sonriendo. George se preguntó cómo podía haber creído que sus ojos eran
amarillos, si eran de un color azul brillante, bailarín, como los ojos de su mamá y
de Bill—. Muchísima razón, ya lo creo. Por lo tanto, voy a presentarme. George,
soy el señor Bob Gray, también conocido como Pennywise, el payaso Bailarín.
Pennywise, te presento a George Denbrough. George, te presento a Pennywise.
Y ahora ya nos conocemos. Yo no soy un desconocido y tú tampoco. ¿Correcto?
George soltó una risita.
—Correcto. —Volvió a estirar la mano… y a retirarla—. ¿Cómo te metiste
allí adentro?
—La tormenta me trajo volaaaando —dijo Pennywise, el payaso Bailarín—.
Se llevó todo el circo. ¿No sientes olor a circo, George?
George se inclinó hacia adelante. ¡De pronto olía a cacahuetes! ¡Cacahuetes
tostados! ¡Y vinagre blanco, del que se pone en las patatas fritas por un agujero
de la tapa! Y olía a algodón de azúcar, a buñuelos, y también, leve, pero
poderosamente, a estiércol de animales salvajes. Olía el aroma regocijante del
aserrín. Y sin embargo…
Sin embargo, bajo todo eso olía a inundación, a hojas deshechas y a oscuras
sombras en bocas de tormenta. Era un olor húmedo y pútrido. El olor del sótano.
Pero los otros olores eran más fuertes.
—Claro que lo huelo —dijo.
—¿Quieres tu barquito, George? —preguntó Pennywise—. Te lo pregunto
otra vez porque no pareces desearlo mucho.
Y lo mostró en alto, sonriendo. Llevaba un traje de seda abolsado con
grandes botones color naranja. Una corbata brillante, de color azul eléctrico, se
le derramaba por la pechera. En las manos llevaba grandes guantes blancos,
como Mickey y Donald.
—Sí, claro —dijo George, mirando dentro de la boca de tormenta.
—¿Y un globo? Los tengo rojos, verdes, amarillos, azules…
—¿Flotan?
—¿Que si flotan? —La sonrisa del payaso se acentuó—. Oh, sí, claro que sí.
¡Flotan! También tengo algodón de azúcar…
George estiró la mano.
El payaso le sujetó el brazo.
Y entonces George vio cómo la cara del payaso cambiaba.
Lo que vio entonces fue tan terrible que lo peor que había imaginado sobre la
cosa del sótano parecía un dulce sueño. Lo que vio destruyó su cordura de un
zarpazo.
—Flotan —croó la cosa de la alcantarilla con una voz que reía como entre
coágulos.
Sujetaba el brazo de George con su puño grueso y agusanado. Tiró de él
hacia esa horrible oscuridad por donde el agua corría y rugía y aullaba llevando
hacia el mar los desechos de la tormenta. George estiró el cuello para apartarse
de esa negrura definitiva y empezó a gritar hacia la lluvia, a gritar como un loco
hacia el gris cielo otoñal que se curvaba sobre Derry aquel día de otoño de 1957.
Sus gritos eran agudos y penetrantes y a lo largo de toda la calle, la gente se
asomó a las ventanas o se lanzó a los porches.
—Flotan —gruñó la cosa—, flotan, Georgie. Y cuando estés aquí abajo,
conmigo, tú también flotarás.
El hombro de George se clavó contra el cemento del bordillo. Dave
Gardener, que ese día no había ido a trabajar al Shoeboat debido a la inundación,
vio sólo a un niño de impermeable amarillo, un niño que gritaba y se retorcía en
el arroyo mientras el agua lodosa le corría sobre la cara haciendo que sus
alaridos sonaran burbujeantes.
—Aquí abajo todo flota —susurró esa voz podrida, riendo, y de pronto sonó
un desgarro y hubo un destello de agonía y George Denbrough ya no supo más.
Dave Gardener fue el primero en llegar. Aunque llegó sólo cuarenta y cinco
segundos después del primer grito, George Denbrough ya había muerto.
Gardener lo agarró por el impermeable, tiró de él hasta sacarlo a la calle… y al
girar en sus manos el cuerpo de George, también él empezó a gritar. El lado
izquierdo del impermeable del niño estaba de un rojo intenso. La sangre fluía
hacia la alcantarilla desde el agujero donde había estado el brazo izquierdo. Un
trozo de hueso, horriblemente brillante, asomaba por la tela rota.
Los ojos del niño miraban fijamente el cielo gris y mientras Dave retrocedía
a tropezones hacia los otros que ya corrían por la calle, empezaron a llenarse de
lluvia.
4
En alguna parte de allá abajo, dentro de la boca de tormenta, que ya estaba casi
colmada por el agua («No podía haber nadie allí dentro», habría de exclamar
más tarde el comisario del Condado ante un periodista del News de Derry con
una furia frustrada tan grande que era casi un tormento; el mismo Hércules
habría sido barrido por esa corriente brutal), el barquito de George siguió su
veloz marcha por aquellas cámaras tenebrosas y por los largos corredores de
cemento rugían y repicaban con el agua. Por un tiempo corrió paralelo a un pollo
muerto que flotaba con sus amarillentas patas de reptil apuntadas hacia el techo
chorreante; luego, en alguna confluencia al este de la ciudad, el pollo fue
arrastrado hacia la izquierda mientras el barquito de George seguía en línea
recta.
Una hora después, mientras a la madre de George le administraban una dosis
de sedantes en la sala de guardia del hospital y mientras Bill el Tartaja —
aturdido, pálido y silencioso en su cama— escuchaba los ásperos sollozos de su
padre en la sala donde la madre había estado tocando Para Elisa, el barquito
salió por un tubo de cemento como una bala por la boca de un revólver y navegó
a toda velocidad por una zanja hasta un arroyo anónimo. Cuando se incorporó al
hirviente y henchido río Penobscot, veinte minutos después, en el cielo
empezaban a asomar los primeros claros de azul. La tormenta había pasado.
El barquito se tambaleaba y se sumergía y a veces se llenaba de agua, pero
no se hundió; los dos hermanos lo habían impermeabilizado bien. No sé dónde
acabó por naufragar, si alguna vez lo hizo. Tal vez llegó al mar y allí navega
eternamente como los barcos mágicos de los cuentos. Sólo sé que aún estaba a
flote y navegando en el seno de la inundación cuando franqueó los límites de
Derry, Maine. Y allí sale de esta historia para siempre.
II. DESPUÉS DEL FESTIVAL (1984)
1
Si Adrian llevaba puesto ese sombrero, diría más tarde su sollozante amigo a la
policía, era porque lo había ganado en una caseta de tiro al blanco en la feria de
Bassey Park, sólo seis días antes de su muerte. Estaba orgulloso de él.
—Lo llevaba puesto porque él amaba a este pueblucho de mierda —aulló
Don Hagarty, el amigo, a los policías.
—Bueno, bueno, no hay por qué decir palabrotas —indicó a Hagarty el
oficial Harold Gardener.
Harold Gardener era uno de los cuatro hijos varones de Dave Gardener. El
día en que su padre había descubierto el cuerpo mutilado y sin vida de George
Denbrough, Harold Gardener tenía cinco años. En la actualidad, casi veintisiete
años después, andaba por los treinta y dos y se estaba quedando calvo. Harold
Gardener aceptaba como reales el dolor y el luto de Don Hagarty, pero al mismo
tiempo le resultaba imposible tomarlos en serio. Ese hombre, si hombre podía
llamársele, tenía los ojos pintados y llevaba unos pantalones de satén tan
ajustados que casi se le notaban las arrugas de la polla. Con luto o sin él, con
dolor o sin dolor, era, después de todo, un simple marica. Igual que su amigo, el
difunto Adrian Mellon.
—Empecemos otra vez —dijo Jeffrey Reeves, el compañero de Harold—.
Vosotros salisteis del «Falcon» y caminasteis hacia el canal. ¿Qué pasó
entonces?
—¿Cuántas veces tengo que repetirlo, pedazo de idiotas? —Hagarty seguía
gritando—. ¡Lo mataron! ¡Lo empujaron al canal! ¡Para ellos sólo ha sido otra
aventura en Macholandia!
Don Hagarty se echó a llorar.
—Una vez más —repitió Reeves, pacientemente—. Salisteis del «Falcon».
¿Y entonces?
2
En un cuarto de interrogatorios, en el mismo vestíbulo, dos policías de Derry
hablaban con Steve Dubay, de diecisiete años; en el departamento de pruebas,
primer piso, otros dos interrogaban a John Webby[2] Garton, de dieciocho, y en el
despacho del jefe de policía, quinto piso, el jefe Andrew Rademacher y el
ayudante del fiscal de distrito, Tom Boutillier, interrogaban a Christopher
Unwin, de quince años. Unwin, vestido con pantalones vaqueros desteñidos, una
remera grasienta y pesadas botas militares, estaba sollozando. Rademacher y
Boutillier se habían hecho cargo de él porque lo consideraban, bastante
acertadamente, como el eslabón más débil de la cadena.
—Empecemos otra vez —dijo Boutillier en ese despacho, en el preciso
momento en que Jeffrey Reeves decía lo mismo dos pisos más abajo.
—No queríamos matarlo —balbuceó Unwin—. Fue por el sombrero. No
podíamos creer que aún lo llevase después, ya me entiende, después de lo que
Webby le dijo la primera vez. Y creo que quisimos asustarlo.
—Por lo que dijo —interpuso el jefe Rademacher.
—Sí.
—A John Garton, en la tarde del día diecisiete.
—Sí, a Webby. —Unwin volvió a romper en sollozos—. Pero cuando lo
vimos en dificultades, tratamos de salvarlo. Al menos, yo y Stevie Dubay… ¡No
queríamos matarlo!
—Vamos, Chris, no nos tomes el pelo —dijo Boutillier—. Arrojasteis al
canal a ese mariquita.
—Sí, pero…
—Y vinieron los tres aquí para aclarar las cosas. El jefe Rademacher y yo os
estamos agradecidos, ¿verdad, Andy?
—Claro. Hay que ser muy hombre para reconocer o que se ha hecho, Chris.
—Entonces no lo pringues mintiéndonos ahora. Tuvisteis la intención de
arrojarlo en cuanto lo visteis salir del «Falcon» con su amiguito, ¿no?
—¡No! —protestó Chris Unwin con vehemencia.
Boutillier sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de su camisa y se puso
uno en la boca. Luego ofreció el paquete a Unwin.
—¿Un cigarrillo?
Unwin tomó uno. Boutillier tuvo que perseguir la punta con la cerilla para
encendérselo por el modo en que al muchacho le temblaba la boca.
—Pero sí cuando vieron que llevaba puesto el sombrero, ¿no? —preguntó
Rademacher.
Unwin aspiró el humo profundamente bajando la cabeza de tal modo que el
pelo grasiento le cayó sobre los ojos y expelió el humo por la nariz cubierta de
puntos negros.
—Sí —reconoció, en voz tan baja que casi no se le oyó.
Boutillier se inclinó hacia adelante con un destello en sus ojos marrones.
Aunque su cara era la de un ave de rapiña, su voz sonó amable.
—¿Qué has dicho, Chris?
—Dije que sí. Me parece. Queríamos arrojarlo al canal, pero no matarlo. —
Levantó la mirada hacia ellos con expresión angustiada, incapaz de comprender
los extraordinarios cambios que se habían producido en su vida desde que saliera
de su casa para participar en la última noche del Festival del Canal organizado
por Derry, con dos amigos, a las siete y media de la noche—. ¡Matarlo, no! —
repitió—. Y ese tío que estaba bajo el puente…, todavía no sé quién era.
—¿De qué tío nos hablas? —preguntó Rademacher sin mayor interés.
Ya habían oído esa parte y ninguno de los dos la creía. Tarde o temprano, los
acusados de asesinato sacaban a relucir, casi siempre, a ese misterioso «tío».
Boutillier había llegado a darle un nombre al asunto. Lo llamaba síndrome del
Manco, por el personaje de El fugitivo, aquella vieja serie de la televisión.
—El tipo vestido de payaso —dijo Chris Unwin estremeciéndose—. El tío de
los globos.
3
El Festival del Canal, que se desarrolló entre el 15 y el 21 de julio, había sido un
gran éxito, según decían casi todos los habitantes de Derry; algo muy bueno para
la moral, la imagen de la ciudad… y el bolsillo. Los festejos de esa semana se
habían organizado para celebrar el centenario de la inauguración del canal que
corría por el centro de la ciudad. Había sido ese canal el que abriera plenamente
a Derry al comercio de la madera, entre 1884 y 1910; también el canal lo que dio
origen a los años de bonanza de Derry.
La ciudad fue acicalada de este a oeste y de norte a sur. Ciertos baches, de
los que algunos decían que llevaban más de diez años sin ser reparados, fueron
debidamente rellenados con alquitrán hasta que las calles quedaron parejas. Los
edificios municipales recibieron una remodelación por dentro y una mano de
pintura por fuera. Desaparecieron las peores leyendas inscritas en Bassey Park
—muchas de ellas, frías y lógicas manifestaciones contra los homosexuales,
tales como MATAD A TODOS LOS MARICAS y EL SIDA ES EL CASTIGO DE DIOS, MARICAS
DEL INFIERNO—, borradas de los bancos y las paredes de madera que cerraban el
pequeño puente cubierto sobre el canal, conocido como Puente de los Besos.
Se instaló un Museo del Canal en tres locales desocupados del centro, con
material de Michael Hanlon, bibliotecario e historiador aficionado de la ciudad.
Las familias más antiguas de la población prestaron gratuitamente sus casi
inapreciables tesoros y durante la semana del Festival, casi cuarenta mil
visitantes pagaron veinticinco centavos por cabeza para ver menús de 1890,
herramientas de leñadores originarias de 1880, juguetes de los años veinte y más
de dos mil fotografías, así como nueve rollos de película sobre la vida en el
Derry de cien años atrás.
El museo estaba patrocinado por la Sociedad de Damas de Derry, quienes
vetaron algunos de los objetos que Hanlon proponía exponer (tales como la
notable silla-trampa, que databa de 1930) y fotografías (como la de la banda de
Bradley después del famoso tiroteo). Pero todos reconocieron que era un
verdadero éxito y, en realidad, nadie quería ver esas antiguallas macabras. Era
mejor acentuar lo positivo y eliminar lo negativo, como decía la vieja canción.
En el parque había una carpa enorme de lona a rayas donde se vendían
refrescos; todas las noches, una banda daba un concierto. En el parque Bassey se
instaló una feria con atracciones y juegos administrados por los vecinos. Un
tranvía especial recorría las zonas históricas de la ciudad, de hora en hora,
terminando el recorrido en esa vistosa y amena máquina de hacer dinero.
Fue allí donde Adrian Mellon ganó el sombrero por el que lo matarían, un
sombrero de copa hecho de papel con una flor y una banda que rezaba: I ♥
DERRY!
4
—Estoy cansado —dijo John Webby Garton.
Como sus dos amigos, vestía imitando inconscientemente a Bruce
Springsteen, aunque probablemente habría dicho que Springsteen era un chulo o
una maricona y que él admiraba a esos «hijoputas» del heavy-metal, como Deff
Leppard, Twisted Sister o Judas Priest. Había arrancado las mangas de su
camiseta azul para exhibir sus musculosos brazos. El pelo castaño, espeso, le
caía sobre un ojo; ese toque era más al estilo de John Cougar Mellencamp que de
Springsteen. En los brazos tenía tatuajes azules, símbolos arcanos que parecían
dibujados por un niño.
—No quiero hablar más.
—Cuéntanos sólo lo del martes por la tarde, en la feria —dijo Paul Hughes.
Ese sórdido asunto tenía a Hughes cansado, impresionado y lleno de horror.
Una y otra vez, tenía la impresión de que el Festival había finalizado con un
último número que todos, de algún modo, estaban esperando, aunque nadie se
hubiera atrevido a anotarlo en el programa diario. Si lo hubiesen hecho, eso
habría aparecido así:
Sábado, 21 horas: Último concierto de la Banda de la Escuela Secundaria de Derry y los
Melómanos de la Barbería.
Sábado, 22 horas: Gigantesco espectáculo de fuegos artificiales.
Sábado, 22.35 horas: Sacrificio ritual de Adrian Mellon, cerrando oficialmente el Festival del
Canal.
—A la mierda con la feria —replicó Webby.
—Sólo lo que tú le dijiste a Mellon y lo que él te dijo a ti.
—¡Santo Dios…! —Webby puso los ojos en blanco.
—Vamos, flaco —insistió el compañero de Hughes.
Webby Garton puso los ojos en blanco y volvió a empezar.
5
Garton vio a Mellon y a Hagarty contoneándose cogidos de la cintura y soltando
risitas como un par de chicas. Al principio pensó que, en verdad, eran dos
chicas. Luego reconoció a Mellon, pues ya se lo habían señalado antes. Y en ese
momento vio que Mellon se volvía hacia Hagarty… y que los dos se besaban por
un instante.
—¡Voy a vomitar, macho! —exclamó Webby, asqueado.
Con él iban Chris Unwin y Steve Dubay. Cuando Webby señaló a Mellon,
Steve Dubay creyó reconocer al otro marica; se llamaba Don Nosecuántos, dijo;
había recogido en su coche a un chico de la secundaria, sólo para tratar de
manosearlo.
Mellon y Hagarty volvieron a caminar hacia los tres muchachos, alejándose
del tiro al blanco, rumbo a la salida de la feria. Webby Garton diría más tarde a
los oficiales Hughes y Conley que se había sentido «herido en su orgullo cívico»
al ver que un marica de mierda llevaba un sombrero con la leyenda I ♥ DERRY!
Era una ridiculez, ese sombrero de copa con su gran flor meneándose en todas
direcciones. Y esa ridiculez, al parecer, hirió aún más el orgullo cívico de Webby.
Cuando pasaron Mellon y Hagarty, siempre abrazados por la cintura, Webby
gritó:
—¡Tendría que hacerte tragar ese sombrero, marica asqueroso!
Mellon se volvió hacia Garton y respondió parpadeando con coquetería:
—Si quieres comer, tesoro, puedo conseguirte algo mucho más sabroso que
mi sombrero.
A esas alturas, Webby Garton decidió arreglarle el rostro al marica ese. En la
geografía de esa cara se alzarían montañas y los continentes cambiarían de sitio.
No iba a tolerar que nadie lo acusara de hacer porquerías. Nadie.
Cuando echó a andar hacia Mellon, Hagarty, alarmado, trató de llevarse a su
amigo, pero Mellon se mantuvo firme, sonriendo. Más tarde, Garton diría a los
oficiales Hughes y Conley que Mellon debía de estar drogado. Sí, en efecto,
reconocería Hagarty, al serle sugerida la idea por los oficiales Gardener y
Reeves, se había drogado con dos bollos fritos untados de miel y con la feria y
con el día entero. No había podido reconocer, por tanto, la amenaza real que
representaba Webby Garton.
—Pero así era Adrian —dijo Don, enjugándose los ojos con un pañuelo de
papel, corriéndose la sombra brillante de los párpados—. No sabía confundirse
con el ambiente. Era uno de esos tontos convencidos de que todo iba a salir bien.
Habría podido resultar seriamente herido en ese mismo instante si Garton no
hubiera sentido un golpecito en el codo. Era un bastón de goma. Al girar la
cabeza, se encontró con el oficial Frank Machen, otro miembro de la policía de
Derry.
—Tranquilo, compañerito —le dijo Machen—. Métete en tus cosas y deja a
esas locas en paz. Venga, muévete.
—¿No oyó lo que me dijo? —preguntó Garton, acalorado.
En ese momento se le agregaron Unwin y Dubay, olfateando problemas.
Trataron de que Garton siguiera caminando con ellos, pero él se los sacudió, si
hubieran insistido, los habría atacado a puñetazos. Su hombría acababa de sufrir
un insulto que debía ser vengado. Nadie podía insinuar que él hiciera porquerías.
Nadie.
—No creo que te hayan dicho nada malo —replicó Machen—. Y tú fuiste el
primero en dirigirles la palabra. Anda, sigue caminando, hijo. No quiero tener
que llevarte a comisaría.
—¡Pero me trató de maricón!
—¿Y te preocupa que sea cierto? —preguntó Machen, como si estuviera
francamente interesado. Garton se puso violento y horriblemente rojo.
Durante ese diálogo, Hagarty trataba, con creciente desesperación, de alejar a
Adrian Mellon de la escena. Por fin estaba convenciéndolo.
—¡Adiós, cariño! —se despidió Adrian con descaro.
—Cállate, culo dulce —le dijo Machen—. Vete de aquí.
Garton trató de precipitarse contra Mellon, pero el oficial lo sujetó.
—Podría detenerte, amigo —le dijo—. Y no sería mala idea, si sigues
portándote así.
—¡La próxima vez me la vas a pagar! —aulló Garton tras la pareja que se
marchaba, haciendo girar muchas cabezas en su dirección—. ¡Y si te veo con ese
sombrero te voy a matar! ¡En esta ciudad no necesitamos maricas como tú!
Mellon, sin volverse, agitó los dedos de la mano izquierda —tenía las uñas
pintadas de rojo cereza— y se alejó contoneándose provocativamente. Garton
volvió a lanzarse de cabeza.
—Una palabra o un movimiento más y te arresto —advirtió Machen
suavemente—. Te hablo en serio, hijo.
—Vamos, Webby —dijo Chris Unwin, intranquilo—. Ablándate.
—¿A usted le gustan estos tipos? —preguntó Webby a Machen, ignorando
por completo a Chris y a Steve—. Diga, ¿le gustan?
—Los margaritas no me preocupan —aseguró Machen—. Lo que me
interesa es mantener la paz y la tranquilidad y tú estás perturbando lo que me
gusta, cara de pizza. Ahora bien, ¿quieres dar una vuelta conmigo o no?
—Vámonos, Webby —dijo Steve Dubai, en voz baja—. Vamos a comer unos
frankfurts.
Webby los siguió, arreglándose la camisa con movimientos exagerados y
apartándose el pelo de los ojos. Machen, quien también prestó declaración la
mañana siguiente a la muerte de Adrian Mellon, dijo: «Lo último que le oí decir
cuando se alejaba con sus compañeros, fue: La próxima vez me la va a pagar
caro».
6
—Por favor, tengo que hablar con mi madre —dijo Steve Dubay por tercera vez
—. Si ella no ablanda a mi padrastro, cuando yo vuelva a casa se va a organizar
una velada de boxeo de todos los demonios.
—Dentro de un ratito —le dijo el oficial Charles Avarino.
Tanto Avarino como su compañero, Barney Morrison, sabían que Steve
Dubay no volvería a casa esa noche, ni las siguientes. El muchacho no parecía
darse cuenta del apuro en que estaba. Avarino no se sorprendió al comprobar,
algo después, que Dubay había dejado la escuela a los dieciséis años, antes de
obtener el graduado escolar. Su coeficiente intelectual era de 68, según el test
Weschler al que lo habían sometido durante uno de sus tres viajes por el séptimo
curso.
—Dinos qué pasó cuando visteis a Mellon salir del «Falcon».
—No, macho. Mejor no.
—Vaya, ¿y eso? —preguntó Avarino.
—Me parece que ya he hablado demasiado.
—Viniste para eso, ¿no? —repuso Avarino.
—Bueno, sí, pero…
—Escucha —dijo Morrison con suavidad, sentándose junto a Dubay y
ofreciéndole un cigarrillo—. ¿Crees que a mí y al amigo Chick nos gustan los
maricas?
—No sé…
—¿Tenemos pinta de que nos gusten los maricas?
—No, pero…
—Somos tus amigos, Steve —dijo Morrison—. Y créeme: tú, Chris y Webby
necesitáis amigos en estos momentos porque mañana los corazones sensibles de
esta ciudad estarán pidiendo vuestras cabezas.
Steve Dubay pareció alarmarse. Avarino, que casi podía leer la confusa
mente de ese porrero, sospechó que estaba pensando otra vez en su padrastro. Y
aunque Avarino no sentía el menor aprecio por la pequeña comunidad gay de
Derry (como cualquier otro miembro de la policía, le habría gustado cerrar el
«Falcon» para siempre), habría sentido un gran placer en llevar personalmente a
Dubay a su casa. Más aún, le habría encantado sujetarlo mientras el padrastro se
ensañaba. A Avarino no le gustaban los homosexuales, pero no por eso pensaba
que se los debía torturar y asesinar. A Mellon lo habían destrozado. Cuando lo
sacaron a la superficie, bajo el puente del canal, tenía los ojos abiertos y
dilatados por el terror. Y ese joven no tenía la menor idea de lo que había
ayudado a hacer.
—No queríamos hacerle daño —repitió Steve.
Era la posición a la cual retrocedía cada vez que se sentía siquiera levemente
confuso.
—Por eso te conviene estar a buenas con nosotros —dijo Avarino, con
gravedad—. Si dices toda la verdad ahora, a lo mejor esto no pasa de una
meadita en la nieve. ¿Verdad, Barney?
—Muy cierto —concordó Morrison.
—Y bien, ¿qué me dices? —insistió Avarino.
—Bueno…
Y Steve, lentamente, empezó a hablar.
7
Cuando Elmer Curtie inauguró el «Falcon», en 1973, pensaba que su clientela
estaría compuesta, principalmente, por los pasajeros del autobús; la terminal
vecina recibía a tres líneas diferentes. Pero lo que no se le ocurrió fue que
muchos de los pasajeros eran mujeres o familias remolcando niños pequeños.
Entre los otros, muchos llevaban sus propias botellas y no bajaban nunca del
autobús. Quienes lo hacían eran, habitualmente, soldados o marineros que sólo
querían uno o dos vasos de cerveza; después de todo, nadie suele emborracharse
en una parada de diez minutos.
Curtie empezó a descubrir alguna de esas grandes verdades hacia 1977, pero
por entonces ya era demasiado tarde; estaba endeudado hasta las cejas y no
podía salir del saldo en rojo. Se le ocurrió incendiar el negocio para cobrar el
seguro, pero probablemente lo atraparían, a menos que contratara a un
profesional para que le prendiera fuego… y no tenía ni idea de dónde podría
contratarse un incendiario profesional.
En febrero de ese año decidió esperar hasta el 4 de julio; si por entonces las
cosas no pintaban mejor, iría a la estación vecina para coger un autobús y ver
qué se podía hacer en Florida.
Pero en los cinco meses siguientes llegó una asombrosa y tranquila
prosperidad al bar, que estaba pintado en negro y oro, con decoración de pájaros
embalsamados (el hermano de Elmer Curtie había sido un aficionado a la
taxidermia, especializado en aves, y él había heredado sus cosas después de su
muerte). De pronto, en vez de servir sesenta cervezas y veinte copas por noche,
Elmer se encontró sirviendo ochenta cervezas y cien copas… ciento veinte… A
veces, hasta ciento sesenta.
Su clientela era joven, cortés y casi exclusivamente masculina. Muchos de
sus parroquianos vestían de modo extravagante, pero en esos años la vestimenta
extravagante era casi reglamentaria. Elmer Curtie no se dio cuenta de que sus
clientes eran casi exclusivamente homosexuales hasta 1981, poco más o menos.
Si los habitantes de Derry le hubieran oído decir eso, habrían pensado que Elmer
Curtie los tomaba por tontos… pero era la absoluta verdad. Como en el caso del
marido engañado, fue prácticamente el último en enterarse. Y por entonces ya no
le importaba. El bar estaba dando dinero, y aunque había otros cuatro en Derry
que daban ganancia, sólo en el «Falcon» no había parroquianos revoltosos que
demolieran periódicamente el local. Para empezar, no había mujeres por las que
pelearse. Y esos hombres, maricas o no, parecían haber descubierto algún secreto
para llevarse bien que sus equivalentes heterosexuales desconocían.
Una vez consciente de las preferencias sexuales de sus parroquianos, Elmer
comenzó a oír relatos escalofriantes sobre el «Falcon» por todas partes;
circulaban desde hacía años, pero hasta entonces, Curtie no había tenido noticia
de ello. Los narradores más entusiastas de esas anécdotas, según llegó a notar,
eran hombres que no se habrían dejado llevar al «Falcon» ni a punta de pistola
por miedo a perder todos los músculos de sus muñecas o algo parecido. Sin
embargo, parecían sumamente enterados.
Según esos relatos, en una noche cualquiera se veía allí a hombres que
bailaban abrazados, frotándose las pollas allí mismo, en la pista de baile; a
hombres que se besaban en la boca, sentados a la barra; a hombres que hacían
porquerías en los aseos. Supuestamente, en la trastienda se podía pasar un rato
en la Torre del Poder: allí había un tipo grandote, con uniforme nazi, que tenía el
brazo engrasado casi hasta el hombro y que se ocupaba de uno con mucho gusto.
En realidad, ninguna de esas cosas era cierta. Si alguien iba allí para aplacar
la sed con una cerveza o una copa, no veía nada fuera de lo común. Había
muchos hombres, eso sí, pero lo mismo pasaba en miles de bares de obreros de
todo el país. La clientela podía ser gay, pero gay no quiere decir estúpido. Si
querían hacer algunas locuras, iban a Portland. Y si querían hacer locuras gordas,
como en las películas, iban a Nueva York o a Boston. Derry era una ciudad
pequeña y provinciana; su pequeña comunidad homosexual conocía bien la
sombra bajo la cual existía.
Don Hagarty llevaba dos o tres años concurriendo al «Falcon» cuando,
aquella noche de marzo de 1984, apareció por primera vez con Adrian Mellon.
Hasta entonces había sido de los que gustan variar; rara vez se presentaba con el
mismo acompañante más de cinco o seis veces. Pero hacia fines de abril, hasta el
propio Elmer Curtie, a quien le importaban muy poco esas cosas, notó que
Hagarty y Mellon se estaban tomando la relación en serio.
Hagarty trabajaba como dibujante para una empresa de ingenieros, en
Bangor. Adrian Mellon era escritor independiente; publicaba cuando y donde
podía: en revistas de compañías aéreas, en publicaciones íntimas, en diarios
provincianos, suplementos dominicales o revistas de sexo. Estaba escribiendo
una novela, pero tal vez no era algo serio, porque llevaba trabajando desde su
tercer año de universidad, hacía ya doce.
Había ido a Derry para escribir un artículo sobre el canal por comisión del
New England Byways, una lustrosa publicación quincenal que aparecía en
Concord. Adrian Mellon había aceptado el encargo porque así podía sacarle al
Byways dinero para tres semanas de gastos, incluyendo una bonita habitación en
el «Derry “Town House”», y reunir todo el material necesario en cinco días,
como mucho. Dedicaría las otras dos semanas a reunir material suficiente para
tres o cuatro artículos regionales más.
Pero en ese período de tres semanas conoció a Don Hagarty y en vez de
volver a Portland al terminar sus tres semanas, buscó un pequeño apartamento en
una calle discreta. Sólo vivió allí seis semanas antes de irse a vivir con Don
Hagarty.
8
Ese verano, según dijo Hagarty a Harold Gardener y a Jeff Reeves, fue para
Adrian el más feliz de su vida. Habría debido saberlo, dijo; habría debido saber
que, si Dios tiende una alfombra a los tíos como él, es sólo para arrancársela de
bajo los pies.
La única sombra, dijo, era el extravagante fanatismo con que Adrian se había
apegado a Derry. Tenía una camiseta con la leyenda MAINE ES BONITO - DERRY,
¡GENIAL! Y una chaqueta del equipo los Tigres de Derry, del instituto local. Y el
sombrero, por supuesto. Hagarty aseguraba que esa atmósfera le resultaba vital y
vigorizantemente creativa. Tal vez había algo de cierto en eso, pues Adrian había
sacado la novela, que languidecía en un baúl, por primera vez en casi un año.
—Entonces, ¿era cierto que estaba trabajando en ella? —preguntó Gardener
a Hagarty; en realidad no le importaba pero quería mantenerlo hablando.
—Sí. Sacaba página tras página. Decía que tal vez fuera una novela horrible,
pero al menos no sería horrible y además inconclusa. Esperaba terminarla para
su cumpleaños, en octubre. No sabía, por supuesto, cómo es Derry, en realidad.
Creía saberlo, pero no había vivido aquí el tiempo suficiente para verle la
verdadera cara. Yo trataba de advertirle, pero él no me prestaba atención.
—¿Y cuál es la verdadera cara de Derry, Don? —preguntó Reeves.
—Se parece mucho a una ramera muerta con el culo lleno de gusanos —dijo
Don Hagarty.
Los dos policías lo miraron fijamente, llenos de silencioso asombro.
—Es un lugar malo —prosiguió Hagarty—. Es una cloaca. ¡No van a
decirme que ustedes dos no lo saben! ¿Se han pasado aquí la vida entera y no lo
saben?
Ninguno de ellos respondió. Al cabo de un rato, Hagarty siguió hablando.
9
Hasta la llegada de Adrian Mellon a su vida, Don había estado pensado en salir
de Derry. Llevaba tres años allí, sobre todo porque había alquilado a largo plazo,
un apartamento con una estupenda vista al río. Pero el contrato estaba por vencer
y Don se alegraba. Se acabarían los largos viajes de ida y vuelta a Bangor. Y las
vibraciones extrañas. Una vez le dijo a Adrian que en Derry siempre se sentía
como si fueran las veinticinco horas. A Adrian podía parecerle una ciudad
estupenda, pero a Don le daba miedo. No sólo por la cerrada fobia contra los
homosexuales, actitud claramente expresada tanto en los sermones del
predicador como en las leyendas pintarrajeadas en Bassey Park, pero éste era un
detalle que había podido señalar con toda claridad. Adrian se había echado a reír.
—En toda ciudad norteamericana, Don, hay personas que odian a los gays —
dijo—. No me digas que lo ignoras. Después de todo, estamos en la era de
Ronnie Haron y Phyllis Housefly.
—Acompáñame a Bassey Park —respondió Don, al ver que Adrian hablaba
en serio, convencido de que Derry era como cualquier otra ciudad del país—.
Quiero mostrarte algo, mi amor.
Fueron en el coche a Bassey Park. Eso habían sido en los últimos días de la
primavera, más o menos un mes antes de que asesinaran a Adrian, dijo Hagarty a
los policías. Llevó a su amigo hasta las sombras oscuras y de un olor vagamente
desagradable del Puente de los Besos. Señaló una de las pintadas. Adrian tuvo
que encender una cerilla y arrimarse para poder leerla.
ENSÉÑAME LA POLLA, MARICA Y TE LA CORTARÉ
—Sé lo que piensa la gente de los homosexuales —dijo Don, en voz baja—.
En Dayton, cuando era adolescente, me dieron una paliza en una parada de
camioneros. En Portland, unos tipos prendieron fuego a mis zapatos, ante una
cafetería, mientras un policía gordo y culón se reía sentado en el coche patrulla.
He visto muchas cosas, pero nunca algo como esto. Mira aquí, fíjate.
Otro fósforo puso al descubierto: CLAVOS EN LOS OJOS A TODOS LOS
MARICAS (EN EL NOMBRE DE DIOS).
—Quien sea el que escribe estas pequeñas homilías es un caso grave de
demencia profunda. No me sentiría tan mal si supiera que se trata de una sola
persona, de un enfermo aislado, pero… —Don señaló toda la longitud del puente
con un vago ademán del brazo—. Hay muchas cosas como éstas… y no creo que
las haya escrito una sola persona. Por eso quiero marcharme de Derry, Adri. Hay
demasiados lugares y demasiada gente aquí que parecen afectados de demencia
profunda.
—Bueno, espera a que termine mi novela, ¿quieres? Por favor. Hasta
octubre, nada más, te lo prometo. Aquí el aire es mejor.
—No sabía que el peligro estaba en el agua —diría después Don Hagarty,
amargamente, a los policías.
10
Tom Boutillier y el jefe Rademacher se inclinaron hacia adelante y aguzaron el
oído. Chris Unwin, sentado con la cabeza gacha, hablaba monótonamente con el
suelo. Esa era la parte que les interesaba oír, la parte que enviaría a la cárcel a
dos de esos salvajes, cuando menos.
—La feria era una porquería —dijo Unwin—. Ya estaban cerrando todas las
atracciones: la montaña rusa, la batidora. En los coches locos habían puesto el
cartel de cerrado. Los únicos abiertos eran los juegos para niños. Así que
seguimos caminando hasta que Webby vio el tiro al blanco y pagó cincuenta
centavos y entonces vio un sombrero como el del marica y trató de tirar ese, pero
fallaba y fallaba y cada vez que fallaba se ponía peor, ¿sabe? Y Steve es el que
se pasa diciendo tranquilo y por qué coño no te tranquilizas, ¿sabe? Pero esa
noche estaba que se comía las paredes, porque tomó esa píldora, ¿sabe? No sé
qué píldora. Una roja; a lo mejor hasta legal. Pero la tenía tomada con Webby. Yo
pensé que Webby le iba a pegar, ¿sabe? Y le decía: No sirves ni para ganar ese
sombrero de marica. Tienes que estar reventado para no ganar ni ese sombrero
de marica. Al final, la señora le dio un premio, aunque no había acertado, creo
que para perdernos de vista. No sé. A lo mejor no. Pero creo que sí. Era una de
esas cosas que hacen ruido, ¿sabe? Uno sopla y eso se infla y se desenrolla y
hace un ruido como de pedo, ¿sabe? Yo tenía uno que me regalaron por Navidad
o por Reyes o algo así y me gustaba mucho, pero lo perdí. O a lo mejor alguien
me lo birló en esa mierda de escuela, ¿sabe? Bueno, cuando la feria estaba por
cerrar, ya salíamos y Steve seguía con el rollo de que Webby no podía ni ganar
ese sombrero de marica, ¿sabe? Y Webby no decía nada y me di cuenta de que
era mala señal, pero no sabía qué hacer, ¿sabe? Quería cambiar de conversación,
pero no se me ocurría nada, ¿sabe? Así que cuando fuimos al aparcamiento,
Steve dice: «¿Adónde queréis ir, a casa?». Y Webby: «Vamos a pasar primero por
el “Falcon”, a ver si ese marica está por ahí».
Boutillier y Rademacher intercambiaron una mirada. Boutillier levantó un
solo dedo y se dio unos golpecitos en la mejilla. Aunque aquel tonto de las botas
con flecos no lo sabía, estaba hablando de asesinato en primer grado.
—Y yo que no, que tengo que ir a casa, y Webby que si me da miedo pasar
por el bar de los maricas. Entonces le digo: «¡No, qué coño!». Y Steve, que
todavía está con esa píldora, dice: «¡Vamos a hacer puré de marica, vamos a
hacer puré de marica, vamos a…!».
11
Las cosas se combinaron de manera tal que todo salió mal para todo el mundo.
Adrian Mellon y Don Hagarty salieron del «Falcon» después de tomar un par de
cervezas, pasaron junto a la terminal de autobuses y se cogieron de la mano.
Ninguno de los dos reparó en lo que hacía; era, simplemente, una costumbre. Por
entonces eran las diez y media. Llegaron a la esquina y giraron a la izquierda.
El Puente de los Besos distaba setecientos u ochocientos metros de allí, río
arriba; ellos pensaban cruzar por el puente de Main Street, mucho menos
pintoresco. El Kenduskeag estaba bajo, como todos los veranos; no había más de
un metro veinte de agua deslizándose, inquieta, por entre las columnas de
cemento.
Cuando el «Duster» se les adelantó (Steve Dubay los había visto salir del
«Falcon»), estaban en el borde del vado.
—¡Crúzate, crúzate! —aulló Webby Garton. Los dos hombres acababan de
pasar bajo una lámpara y él vio que iban de la mano. Eso lo enfureció… pero no
tanto como ese sombrero. La gran flor de papel se meneaba locamente a un lado
y a otro—. ¡Crúzate, maldición!
Y Steve obedeció.
Chris Unwin negaría su participación activa en lo que siguió, pero Don
Hagarty contaba otra cosa. Según dijo, Garton había bajado del automóvil casi
antes de que éste se detuviera; los otros dos lo siguieron de inmediato. Esa
noche, Adrian no trató de mostrarse descarado ni falsamente coqueto; se daba
cuenta de que estaban metidos en un lío.
—Dame ese sombrero —dijo Garton—. ¿No me has oído, marica?
—Si te lo doy, ¿nos dejarás en paz? —Adrian jadeaba de miedo. Casi
llorando, paseaba la mirada entre Unwin, Dubay y Garton, aterrorizado.
—¡Tú dame esa mierda!
Adrian se lo entregó. Garton sacó una navaja del bolsillo y lo cortó en dos.
Después de frotarse los trozos contra el fondillo de los vaqueros, los dejó caer a
sus pies y los pisoteó.
Don Hagarty retrocedió un poco, mientras los muchachos dividían su
atención entre Adrian y el sombrero; dijo que estaba tratando de divisar un
policía.
—Ahora, ¿nos dejas en…? —comenzó Adrian.
Fue entonces cuando Garton lo golpeó en la cara arrojándolo contra la
barandilla del puente, que le llegaba a la cintura. Adrian gritó, llevándose las
manos a la boca. Por entre los dedos asomó la sangre, chorreante.
—¡Adri! —gritó Hagarty, y se adelantó otra vez a la carrera.
Dubay le puso una zancadilla. Garton le asestó una patada en el estómago,
arrojándolo a la carretera. Pasó un automóvil. Hagarty se incorporó sobre las
rodillas y lo llamó con un grito, pidiendo ayuda. No aminoró la marcha. Según
dijo a Gardener y Reeves, el conductor ni siquiera giró la cabeza.
—¡Cállate, marica! —dijo Dubay y le dio otra patada en la cara.
Hagarty cayó de lado contra la alcantarilla, semiinconsciente. Pocos instantes
después, oyó una voz, la de Chris Unwin; le decía que se fuera si no quería
recibir lo mismo que su amigo. En su propia declaración, Unwin confirmó haber
hecho esa advertencia.
Hagarty oyó golpes sordos y gritos de su amante. Adrian parecía un conejo
cogido en una trampa, dijo a la policía. Él se arrastró hacia la esquina, hacia las
luces de la terminal de autobuses. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió a
mirar.
Adrian Mellon, que medía poco más de metro sesenta y podía pesar sesenta
kilos con abrigo pesado, pasaba de Garton a Dubay y de Dubay a Unwin, en una
especie de juego a tres bandas. Su cuerpo flojo parecía un muñeco de trapo. Lo
estaban moliendo a puñetazos, desgarrándole las ropas. Mientras él miraba, dijo,
Garton le golpeó en la entrepierna. Adrian tenía el pelo sobre la cara. De la boca
le brotaba sangre, empapándole la camisa. Webby Garton llevaba dos gruesos
anillos en la mano derecha: uno era de la secundaria de Derry; en el otro, que
había hecho en la clase de taller, sobresalían las letras D. B. Eran las iniciales de
Dead Bugs, un conjunto de heavy-metal que él admiraba mucho. Los anillos
habían partido el labio superior de Adrian destrozándole tres dientes a la altura
de la encía.
—¡Socorro! —chilló Hagarty—. ¡Socorro, socorro! ¡Lo están matando!
Los edificios de Main Street permanecían oscuros y secretos. Nadie acudió a
ayudarlo, ni siquiera de la única isla de luz blanca que señalaba la terminal de
autobuses. Hagarty no pudo entenderlo: allí había gente. Él la había visto al
pasar con Adri. ¿Era posible que nadie acudiese en su ayuda? ¿Nadie en
absoluto?
—¡SOCORRO, SOCORRO! ¡LO ESTÁN MATANDO, SOCORRO, POR
EL AMOR DE DIOS!
—Socorro —susurró una voz muy baja, a la izquierda de Don Hagarty… y
luego se oyó una risita.
—¡Al agua! —chillaba Garton en ese momento, muerto de risa. Los tres
habían estado riendo mientras castigaban a Adrian—. ¡Al agua con este
marrano! ¡Por la borda!
—¡Al agua, al agua, al agua! —cantó Dubay, riendo.
—Socorro —volvió a decir la vocecita.
Y aunque sonaba grave, se repitió aquella risita aguda. Era como la voz de un
niño que no puede contenerse.
Hagarty bajó la vista y vio al payaso. Fue en ese punto cuando Gardener y
Reeves comenzaron a restar crédito a cuanto Hagarty decía, pues el resto fue un
delirio de lunático. Más tarde, sin embargo, Harold Gardener se encontró
vacilando. Al descubrir que el muchacho Unwin también había visto a un payaso
(al menos, eso decía), tuvo sus dudas. Su compañero no las tuvo; al menos,
jamás las reconoció.
El payaso, dijo Hagarty, parecía una mezcla de Ronald McDonald y Bozo,
aquel viejo payaso de la tele; al menos, eso pensó en un principio. Eran los
mechones de pelo color naranja los que le llevaban a esa comparación. Pero más
tarde, al pensarlo mejor, se dijo que el payaso no se parecía a ninguno de
aquellos dos. La sonrisa pintada sobre el maquillaje blanco no era color naranja
sino rojo, y sus ojos despedían un extraño brillo plateado. Lentes de contacto,
quizá… Pero una parte de él había pensado entonces, y seguía pensando, que tal
vez aquellos ojos tenían, en verdad, el color de la plata. Llevaba un traje
abolsado, con grandes botones color naranja. En las manos llevaba guantes de
caricatura.
—Si necesitas ayuda, Don —dijo el payaso—, puedes servirte un globo.
Y le ofreció el manojo que tenía en una mano.
—Flotan —dijo—. Aquí abajo todos flotamos. Muy pronto, tu amigo
también flotará.
12
—Conque ese payaso lo llamó por su nombre —dijo Jeff Reeves, con voz
totalmente inexpresiva.
Miró a Harold Gardener, por encima de la cabeza inclinada de Hagarty, y
guiñó un ojo.
—Sí —confirmó Hagarty, sin levantar la vista—. Adelante, piensen lo que
quieran.
13
—Entonces lo arrojaste —dijo Boutillier—. Al agua.
—¡Yo no! —replicó Unwin, levantando la vista. Se apartó el pelo de los ojos
con una mano y los miró fijamente con ansiedad—. Cuando vi que lo decían en
serio, traté de apartar a Steve a tirones. Temí que el marica se hiciese daño.
Hasta el agua hay como tres metros…
Había seis metros noventa. Uno de los hombres de Rademacher ya había
tomado la medida.
—Pero él estaba como loco. Los dos seguían gritando: «¡Al agua, al agua!».
Y lo levantaron. Webby lo sostenía por los brazos y Steve por el culo, y… y…
14
Cuando Hagarty vio lo que intentaban hacer corrió hacia ellos, gritando a todo
pulmón:
—¡No, no, no!
Chris Unwin lo empujó hacia atrás. Hagarty cayó hecho un bulto, rechinando
los dientes.
—¿Quieres ir al agua tú también? —susurró—. ¡Mejor sal corriendo, nene!
Arrojaron a Adrian Mellon por el puente, al agua. Hagarty oyó el chapuzón.
—¡Larguémonos! —exclamó Steve Dubay.
Él y Webby ya retrocedían hacia el automóvil. Chris Unwin se acercó a la
barandilla para mirar. Vio primero a Hagarty que bajaba resbalando, a
manotazos, por el terraplén lleno de hierbas y sembrado de basura, hacia el agua.
Luego vio al payaso. El payaso estaba sacando a Adrian por el otro lado, con un
brazo; en la otra mano sostenía los globos. Adrian gemía, empapado, sofocado.
El payaso volvió la cabeza hacia Chris con una amplia sonrisa. Chris le vio los
ojos plateados, brillantes, y los dientes descubiertos. Dientes grandes, dijo.
—Como los del león del circo —dijo—. Es decir, así de grandes.
Entonces, dijo, vio que el payaso tiraba de uno de los brazos de Adrian
Mellon, hasta pasárselo por encima de los hombros.
—¿Y entonces, Chris? —dijo Boutillier.
Esa parte lo aburría. Los cuentos de hadas lo aburrían desde los ocho años.
—No sé —dijo Chris—. Porque en ese momento Steve me agarró y me
empujó hacia el coche. Pero… creo que le mordió el sobaco. —Volvió a levantar
la vista, ya inseguro—. Creo que eso fue lo que hizo. Morderle el sobaco.
»Como si quisiera comérselo, hombre. Como si quisiera comerle el corazón.
15
No ocurrió así, dijo Hagarty, cuando le dieron a leer la declaración de Chris
Unwin. El payaso no había arrastrado a Adri hasta la ribera contraria; al menos,
él no lo había visto. Y podía asegurar que, a esas alturas, había sido algo más que
un observador desinteresado. A esas alturas estaba fuera de sí, qué coño.
El payaso, dijo, estaba de pie cerca de la ribera opuesta con el cuerpo
chorreante de Adrian entre los brazos. El brazo derecho de Adri asomaba, tieso,
por detrás de la cabeza del payaso. Y era cierto que la cara del payaso estaba
contra la axila derecha de Adri, pero no lo mordía: estaba sonriendo. Hagarty le
vio mirar por debajo del brazo de su amigo, sonriendo.
El payaso apretó los brazos de Adrian y Hagarty oyó un crujir de costillas.
Adri gritó.
—Flota con nosotros, Don —dijo el payaso, con su boca roja y sonriente.
Y entonces señaló con una mano enguantada hacia debajo del puente.
Contra la parte inferior del puente flotaban globos: no diez ni cien sino miles,
rojos, azules, verdes, amarillos. Y en cada uno se leía, impreso: I ♥ DERRY!
16
—Bueno, parece que había muchos globos —dijo Reeves, dedicando otro guiño
a Harold Gardener.
—Ya sé lo que puede pensar —reiteró Hagarty con la misma voz cansada.
—Y usted vio todos esos globos —dijo Gardener.
Don Hagarty levantó lentamente las manos hasta ponerlas frente a su cara.
—Los vi con tanta claridad como veo mis propios dedos en este momento.
Miles de globos. Ni siquiera se podían ver los pilares del puente. Ondulaban un
poco y parecían saltar. Se oía un ruido. Un ruido extraño, grave, chirriante. Era
el que hacían al frotarse entre sí. Y cordeles. Había una selva de cordeles blancos
colgando. Parecían blancas hebras de telaraña. El payaso se llevó a Adri allá
abajo. Vi que su traje rozaba aquellos cordeles. Adri estaba haciendo unos ruidos
horribles, como si se ahogara. Eché a andar hacia él… y el payaso volvió la
cabeza. Entonces le vi los ojos y de inmediato comprendí quién era.
—¿Quién era, Don? —preguntó Harold Gardener, suavemente.
—Era Derry —dijo Don Hagarty—. Era esta ciudad.
—¿Y qué hizo usted entonces? —quiso saber Reeves.
—Eché a correr, pedazo de idiota —respondió Hagarty. Y estalló en
lágrimas.
17
Harold Gardener se mantuvo tranquilo hasta el 13 de noviembre, un día antes de
que John Garton y Steven Dubay fueran juzgados en el tribunal de Derry por el
asesinato de Adrian Mellon. Ese día fue a ver a Tom Boutillier, fiscal auxiliar.
Quería hablar de ese payaso. Boutillier no. Pero cuando vio que Gardener podía
cometer alguna estupidez si no se le aconsejaba un poco, lo hizo.
—No había ningún payaso, Harold. Los únicos payasos, esa noche, eran esos
tres muchachos. Lo sabes tan bien como yo.
—Pero hay dos testigos…
—Oh, esas chorradas. Unwin decidió sacar a relucir al Manco, con lo de
«Nosotros no matamos al marica, pobrecito, fue el manco», en cuanto se dio
cuenta de que se había metido en aguas profundas. En cuanto a Hagarty, estaba
histérico. Había visto asesinar a su mejor amigo. No me sorprendería que
hubiese visto ovnis.
Pero Boutillier tenía otras ideas. Gardener se lo leyó en los ojos. Eso de que
el fiscal auxiliar esquivara la responsabilidad, lo irritó.
—Vamos —dijo—. Estamos hablando de dos testigos independientes. No me
vengas con mierda.
—Ah, ¿quieres que hablemos de mierda? ¿Vas a decirme que crees en la
existencia de un payaso vampiro bajo el puente de Main Street? Porque, para mí,
eso sí que es una mierda.
—Bueno, no es eso lo que quiero decir, pero…
—¿O que Hagarty vio un billón de globos allá abajo, todos con la misma
leyenda que llevaba su amante en el sombrero? Porque eso también es mierda,
para mí.
—No, pero…
—Entonces, ¿para qué le das vueltas a todo esto?
—¡A ver si dejas de interrogarme a mí! —rugió Gardener—. ¡Los dos
describieron lo mismo, y ninguno de ellos sabía lo que el otro estaba diciendo!
Boutillier estaba sentado a su escritorio jugando con un lápiz. En ese
momento, dejó el lápiz, se levantó y se acercó a Harold Gardener. Aunque medía
doce centímetros menos, Gardener retrocedió un paso ante su enojo.
—¿Quieres perder el caso, Harold?
—No, por sup…
—¿Quieres que esos mierdas vivientes salgan en libertad?
—¡No!
—Bien. Perfecto. Ya que estamos de acuerdo en lo básico, te diré
exactamente lo que pienso. Sí, probablemente había un hombre bajo el puente
aquella noche. Tal vez hasta sea cierto que vestía de payaso, aunque, con todos
los testigos a los que he interrogado, podría decirte que tal vez era un simple
borracho o un vagabundo vestido con trapos viejos. Probablemente estaba allí
buscando monedas caídas o restos de comida. Sus ojos hicieron el resto, Harold.
¿No crees que eso sí es posible?
—No lo sé —dijo Harold. Quería dejarse convencer, pero dada la exactitud
de las dos descripciones… no. No lo creía posible.
—Y aquí vamos al fondo del asunto. No me importa si era Fofito o un tío
vestido de Tío Sam. Si introducimos a ese individuo en el caso, el abogado
defensor se agarrará a eso con uñas y dientes antes de los que se tarda en decir
«Jack Robinson». Dirá que esos dos inocentes corderitos con el pelo recién
cortado y los trajes nuevos, sólo arrojaron a ese homosexual de Mellon desde el
puente para jugar. Y señalará que Mellon todavía estaba con vida después de la
caída; para eso cuenta con el testimonio de Hagarty y con el de Unwin.
»Sus clientes no cometieron asesinato, ¡oh, no! Era un psicópata vestido de
payaso. Si introducimos esto, es lo que va a pasar. Y tú lo sabes.
—De todos modos, Unwin hablará de eso.
—Pero Hagarty no —dijo Boutillier—. Porque él sí entiende. Y si Hagarty
no lo confirma, ¿quién va a creer lo que diga Unwin?
—Bueno, para eso estamos nosotros —repasa Harold Gardener con una
amargura de la que él mismo se sorprendió—. Pero supongo que nosotros
tampoco diremos nada.
—¡No la tomes conmigo! —replicó Boutillier levantando las manos—.
¡Ellos lo mataron! No se limitaron a arrojarlo desde el puente. Garton llevaba
una navaja. Mellon recibió siete puñaladas incluyendo una en el pulmón
izquierdo y dos en los testículos. Las heridas coinciden con el arma. Tenía cuatro
costillas rotas; eso lo hizo Dubay con un abrazo de oso. Tenía mordeduras, es
cierto, en los brazos, en la mejilla izquierda y en el cuello. Creo que eso fue obra
de Unwin y Garton, aunque sólo una coincide claramente y probablemente no
sirva como prueba. Y sí, faltaba un gran pedazo de carne en la axila derecha. ¿Y
qué? A alguno de ellos le gustaba morder de veras. Probablemente se excitó de
lo lindo al hacerlo. Apostaría a que fue Garton, aunque jamás podremos
probarlo. Y faltaba el lóbulo de una oreja.
Boutillier se interrumpió fulminando a Harold con la mirada.
—Si dejamos que aparezca esa historia del payaso, será imposible
encarcelarlos. ¿Eso es lo que deseas?
—Ya te dije que no.
—El tipo era una loca, pero no hacía daño a nadie —agregó Boutillier—. Y
paso a pasito aparecen esas tres lacras sociales, con sus botas militares, y le
quitan la vida. Los quiero en la cárcel, amigo. Y si me entero de que les rompen
el culo, allá en el correccional de Thomaston, les enviaré una tarjeta diciéndoles
que ojalá les hayan contagiado el SIDA.
Muy feroz —pensó Gardener—. Y esas condenas quedarán muy bien en tu
currículum cuando te presentes para el puesto máximo dentro de dos años.
Pero se marchó sin decir más, porque él también quería verlos entre rejas.
18
John Webber Garton fue declarado culpable de homicidio premeditado en primer
grado y sentenciado a una pena de entre diez y veinte años en el presidio de
Thomaston.
Steven Bishoff Dubay, convicto de homicidio en primer grado, recibió una
condena de quince años en la cárcel de Shawshank.
Christopher Philip Unwin fue juzgado aparte, como delincuente juvenil y
declarado culpable de homicidio en segundo grado. Fue sentenciado a seis meses
en el correccional de South Windham, y quedó en libertad provisional, con la
sentencia suspendida.
Al escribirse esto, las tres sentencias están bajo apelación. A Garton y a
Dubay se les puede ver, en un día cualquiera, mirando a las chicas o jugando con
monedas en Bassey Park, no lejos del sitio donde apareció el cadáver desgarrado
de Mellon, flotando contra uno de los pilares, bajo el puente de Main Street.
Don Hagarty y Chris Unwin han abandonado la ciudad.
En el juicio principal, el de Garton y Dubay, nadie mencionó la existencia de
un payaso.
III. SEIS LLAMADAS TELEFÓNICAS (1985)
1
Stanley Uris se da un baño
Patricia Uris diría más tarde a su madre que algo iba mal y ella debía haberlo
sabido. Debía haberlo sabido, dijo, porque Stanley nunca se bañaba al
anochecer. Tomaba una ducha por la mañana temprano y, a veces, un largo baño
de inmersión por la noche con una revista en una mano y una cerveza fría en la
otra. Pero los baños a las siete de la tarde no eran su estilo.
Además, estaba aquello de los libros. Stanley tendría que haber quedado
encantado con eso; sin embargo, por algún motivo oscuro que ella no llegaba a
comprender, parecía preocupado y deprimido. Unos tres meses antes de aquella
noche terrible, Stanley había descubierto que un amigo de su infancia era
escritor, pero no escritor de verdad, dijo Patricia a su madre, sino novelista. El
nombre escrito en los libros era William Denbrough, pero Stanley solía referirse
a él con el apodo de Bill el Tartaja. Había leído trabajosamente casi todos los
libros de ese hombre. Aquella noche, la noche del baño, estaba leyendo el
último. Era la noche del 28 de mayo de 1985. También Patty había cogido uno
de esos libros, por pura curiosidad, sólo para dejarlo después de tres capítulos.
No era simplemente una novela, dijo a su madre más adelante, era deterror.
Lo dijo exactamente así, en una sola palabra, como habría dicho desexo. Patty
era una mujer dulce y bondadosa pero no se expresaba demasiado bien; habría
querido contar lo mucho que el libro la había asustado y por qué la inquietaba
tanto, pero no pudo. «Estaba lleno de monstruos —dijo—. Lleno de monstruos
que perseguían a los niños. Había asesinatos y… no sé… sentimientos feos,
sufrimientos. Cosas así». En realidad, le había parecido casi pornográfico. Esa
palabra se le escapaba, probablemente porque la había pronunciado, aunque
nunca sabía lo que significaba. «Pero Stan tenía la sensación de haber
redescubierto a un amigo de la infancia… Habló de escribirle, pero yo sabía que
no lo haría jamás… Sabía que esas novelas lo habían puesto mal a él también…
y… y…».
Y entonces Patty Uris se echó a llorar.
Esa noche, cuando apenas faltaban seis meses para cumplirse veintiocho
años desde aquel día de 1957 en que George Denbrough había conocido al
payaso Pennywise, Stanley y Patty habían estado sentados en la salita de su casa,
en un suburbio de Atlanta, con el televisor encendido. Patty, sentada en el sofá
frente al aparato, repartía su atención entre un montón de ropa para repasar y
Family Feud, el programa de juegos que tanto le gustaba. Adoraba a Richard
Dawson, el presentador. La cadena de su reloj le parecía sumamente sexy,
aunque no lo habría admitido ni en el potro de tortura. También le gustaba el
programa porque casi siempre adivinaba las respuestas más populares. (En
Family Feud[3] no había respuestas acertadas, había que adivinar las más
frecuentes). Una vez había preguntado a Stan por qué a las familias del programa
les resultaba tan difícil adivinar las respuestas cuando a ella le resultaba tan fácil.
«Ha de ser mucho más difícil cuando estás allí, bajo los reflectores —había
sugerido Stanley, y ella tuvo la sensación de que le cruzaba una sombra por la
cara—. Todo es mucho más difícil cuando es real. Es entonces cuando te ahogas.
Cuando es real».
Patty decidió que él debía de tener razón. A veces, Stanley era muy agudo en
cuanto a la naturaleza humana. Mucho más que su viejo amigo, William
Denbrough, que se había hecho rico escribiendo un montón de libros deterror,
que apelaban a lo más bajo de la naturaleza humana.
¡Pero a los Uris no les iba nada mal, por cierto! El barrio donde vivían era de
los elegantes. La casa que había comprado en 1979 por 87.000 dólares se podía
vender rápidamente y sin dolor, por 165.000. Ella no tenía ningún interés en
vender, pero siempre convenía saber ese tipo de cosas. A veces, cuando volvía
del supermercado en su Volvo (Stanley tenía un Mercedes diesel, que ella en
broma llama Sedanley) y veía su casa, elegantemente retirada tras el seto de
tejos, pensaba: ¿Quién vive aquí? ¡Vaya, si soy yo, la señora Uris!
Pero la idea no la hacía del todo feliz; a ella se mezclaba un orgullo tan feroz
que a veces la inquietaba. En otros tiempos, después de todo, había existido una
muchacha de dieciocho años llamada Patricia Blum, a quien se le había negado
la admisión a la fiesta de graduación en un club campestre de Glointon, Nueva
York. Se le había negado la admisión, naturalmente, porque su apellido era judío.
Y eso había sido ella en 1967: sólo una pequeña judía delgaducha. Claro que
esas discriminaciones eran ilegales, jajajá, y, además, todo eso era cosa pasada.
Pero, para una parte de ella, jamás sería cosa pasada. Una parte de ella
caminaría siempre de regreso hacia el automóvil, con Michael Rosenblatt,
oyendo el crujir de la grava bajo sus zapatos rumbo al coche que Michael había
pedido prestado al padre por esa noche y que había abrillantado durante toda la
tarde. Una parte de ella caminaría siempre junto a Michael, que llevaba
esmoquin alquilado, de color blanco; ¡cómo brillaba en la suave noche de
primavera! Ella lucía un vestido largo de color verde pálido con el que, según su
madre, parecía una sirena. Y la idea de ser una sirena judía era bastante
divertida, jajajá. Caminaban con la cabeza en alto y ella no había llorado, al
menos, en ese momento, no. Pero comprendía que no caminaban, no, nada de
eso; iban escurriéndose como bichos sórdidos, sintiéndose más judíos que nunca,
sintiéndose prestamistas, viajeros en coches de ganado, aceitosos, narigones,
cetrinos, sintiéndose la caricatura de un judío. Querían sentir rabia y no podían.
La rabia sólo vino después, cuando ya no importaba. En ese momento, ella sólo
sintió vergüenza, vergüenza y dolor. Y alguien rió. Fue una risa aguda,
penetrante, como un veloz correr de notas en un piano. En el automóvil, sí, pudo
llorar, claro que sí: la sirena judía llorando como una loca. Mike Rosenblatt
había apoyado una mano torpe y consoladora en su nuca, pero ella lo había
apartado sintiéndose avergonzada, sucia, judía.
La casa, tan elegantemente retirada tras los setos de tejos, mejoraba un poco
aquello… pero no del todo. Aún estaban allí el dolor y la vergüenza. Ni siquiera
la aceptación de ese vecindario elegante y adinerado borraba aquella
interminable caminata, con el crujir de la gravilla bajo sus zapatos. Ni siquiera el
hecho de ser miembros de ese club campestre, donde el jefe de camareros los
saludaba siempre con sereno respeto: «Buenas noches, señor Uris, señora».
Llegaba a su casa, acunada por su Volvo 1984 y contemplaba su casa, en medio
de los prados verdes. Y con frecuencia (con demasiada frecuencia, tal vez)
recordaba aquella risa aguda. Ojalá la muchacha que había reído así estuviera
viviendo en una casita miserable, con un esposo goyimz que le pegara, que
hubiera estado embarazada tres veces y hubiera abortado las tres, que su marido
la engañara con mujeres enfermas, que tuviera hernia de disco, pies planos y
quistes en su puerca lengua simuladora.
Se odiaba a sí misma por esos pensamientos tan poco caritativos y prometía
corregirse, dejar de beber esos amargos cócteles de hiel y gusanos. Pasaba meses
enteros sin que pensara en esas cosas. Entonces se decía: Tal vez todo eso ha
quedado atrás, finalmente. Ya no soy aquella muchacha de dieciocho años. Soy
una mujer de treinta y seis. La muchacha que oía el interminable crujir de la
gravilla en ese camino, la que se apartó de Mike Rosenblatt cuando él trató de
consolarla porque lo hacía con mano de judío, existió hace media vida. Esa
sirenita tonta ha muerto. Ahora puedo olvidarla y ser simplemente yo misma.
Muy bien, perfecto. Magnífico. Pero entonces, estando en cualquier parte (en el
supermercado, por ejemplo), oía una risa súbita en el otro pasillo y la piel se le
erizaba, los pezones se le ponían duros, dolorosos, y apretaba las manos a la
barra del carrito o se las retorcía pensado: Alguien acaba de decirle a alguien
que soy judía, que no soy sino una judía narigona, que Stanley no es sino un
judío narigón. Es contable, claro, los judíos tienen cabeza para los números.
Tuvimos que dejarlos entrar en el club campestre en 1981, cuando ese
ginecólogo narigón nos ganó el juicio, pero nos reímos de ello; oh, cómo reímos.
Oía entonces el crepitar de la gravilla fantasmal y pensaba: ¡Sirena, sirena!
Entonces el odio y la vergüenza volvían en tropel como una migraña y ella
desesperaba, no sólo de ella misma sino de toda la raza humana. Hombres lobo.
El libro de Denbrough, el que ella había dejado sin leer, trataba de hombres lobo.
Hombres lobo, coño. ¿Qué podía saber de hombres lobo un hombre como ése?
Sin embargo, casi siempre se sentía mejor. Sentía que ella era mejor. Amaba
a su marido, amaba su casa y, habitualmente, podía amarse a sí misma y a su
vida. Les iba bien. No siempre había sido así, por supuesto (¿es que las cosas
van bien alguna vez?). Ante su compromiso con Stanley, sus padres se habían
sentido a un tiempo enfadados y tristes. Lo había conocido en una fiesta del club
universitario. Stanley había llegado desde la Universidad de Nueva York, en la
que era becario. Los había presentado un amigo común y al final de la velada
ella tuvo la sospecha de que se había enamorado de él. Hacia las vacaciones de
invierno, ya estaba segura. Cuando llegó la primavera y Stanley le ofreció un
pequeño anillo de brillantes al que había ensartado una margarita, ella lo aceptó.
Al final, a pesar de sus reparos, los padres también habían acabado por
aceptarlo. No les quedaba otro remedio, aunque Stanley Uris pronto entraría en
un mercado laboral atestado de jóvenes contables… sin respaldo financiero
familiar y con la única hija de los Blum como rehén. Pero Patty tenía veintidós
años, ya era una mujer y pronto acabaría la carrera.
—Me voy a pasar la vida manteniendo a ese maldito cuatro ojos —oyó decir
a su padre una noche en que volvía achispado después de haber ido a cenar con
la madre.
—Chist, te oirá —dijo Ruth Blum.
Esa noche, Patty permaneció despierta hasta mucho después de medianoche,
con los ojos secos, sintiendo frío y calor alternativamente, odiándolos a los dos.
Pasó los dos años siguientes tratando de liberarse de ese odio; ya tenía
demasiado odio dentro de sí. A veces, al mirarse en el espejo, descubría lo que
todo eso estaba haciendo en su cara, las arrugas que dibujaba. Fue una batalla de
la que salió vencedora con la ayuda de Stan.
Los padres de él también estaban preocupados por la boda. Naturalmente, no
creían que Stanley estuviera destinado a vivir en la pobreza y la miseria, pero
pensaban que los chicos se estaban precipitando. Donald Uris y Andrea Bertoly
también se habían casado con veinte o veintidós años, pero parecían haberlo
olvidado.
Sólo Stanley parecía seguro de sí, lleno de fe en el futuro y libre de
preocupaciones por las trampas mortales que los padres veían sembradas en
torno a «los chicos». Al final, esa confianza resultó más justificada que el miedo
de ellos. En julio de 1972, cuando apenas se había secado la tinta en el diploma
de Patty, ella consiguió un empleo como profesora de taquigrafía e inglés
comercial en Traynor, una pequeña ciudad sesenta kilómetros al sur de Atlanta.
Al pensar en el modo en que había obtenido el puesto, siempre le parecía un
poco… bueno, misterioso. Había hecho una lista de cuarenta posibilidades
sacadas de los avisos en los periódicos decentes. Luego escribió cuarenta cartas
en cinco noches (ocho por noche) pidiendo más información y formularios para
solicitar empleo. Recibió veintidós respuestas indicando que el cargo ya estaba
cubierto. En otros casos, la explicación más detallada de los requisitos indicaba
que presentar una solicitud sería sólo perder su tiempo y el ajeno. Al final se
encontró con doce posibilidades, bastante parecidas entre sí. Mientras las
estudiaba, preguntándose si podría rellenar doce solicitudes sin volverse loca,
entró Stanley. Miró los papeles sembrados en la mesa y dio un golpecito sobre la
carta de «Superintendencia Traynor», respuesta que ella no había considerado
más prometedora que las otras.
—Aquí —dijo.
Ella levantó los ojos, sobresaltada por la certeza de su voz.
—¿Sabes de Georgia algo que yo ignore?
—No. Nunca estuve allí como no fuera a través del cine.
Patty lo miró arqueando una ceja.
—Lo que el viento se llevó. Vivien Leigh, Clark Gable. «Lo pensaré mañana,
porque mañana será otro día» —dijo, abriendo desmesuradamente las vocales en
una mala imitación de acento sureño—. ¿No parezco recién llegado del Sur,
Patty?
—Sí, del sur del Bronx. Si no sabes nada de Georgia y nunca has estado allí,
¿por qué…?
—Porque está bien.
—No es posible que lo sepas, Stanley.
—Claro que es posible —dijo él, con sencillez—. Lo sé.
Al mirarlo, ella comprendió que no era broma. Stan hablaba en serio. Y Patty
sintió un estremecimiento de inquietud por la espalda.
—Pero, ¿cómo lo sabes?
Él estaba sonriendo, pero en ese momento, la sonrisa vaciló, como si se
hubiese quedado perplejo. Sus ojos se habían oscurecido; parecía mirar hacia
dentro consultando algún artefacto interior que giraba correctamente, pero que, a
fin de cuentas, él comprendía tan poco como el hombre común comprende el
funcionamiento de su reloj.
—La tortuga no pudo ayudarnos —dijo, de pronto.
Lo dijo con toda claridad. Ella lo oyó. Esa mirada hacia dentro, esa expresión
cavilosa y sorprendida, todavía estaban en su cara. Y comenzaban a asustarla.
—Stanley, ¿de qué estás hablando? ¿Stanley?
Él dio un respingo. Su mano golpeó el plato de melocotones que ella había
estado comiendo mientras revisaba las solicitudes. El plato se rompió contra el
suelo. Los ojos de Stan parecieron despejarse.
—¡Mierda! Perdona.
—No importa, Stanley. ¿De qué hablabas?
—Lo olvidé —dijo él—. Pero creo que debemos pensar en Georgia, cariñito.
—Pero…
—Confía en mí.
Y ella confió.
La entrevista fue un éxito. Al tomar el tren de regreso a Nueva York, Patty
estaba segura de haber conseguido el empleo. El director de personal le había
cobrado una simpatía instantánea y ella a él. Una semana después llegó la carta
de confirmación. Academias Traynor le ofrecía nueve mil doscientos dólares y
un contrato a prueba.
—Te vas a morir de hambre —dijo Herbert Blum cuando su hija le informó
que pensaba aceptar el trabajo—. Y mientras te mueres de hambre, te morirás de
calor.
—Bueno, bueno, Scarlett —dijo Stan, al enterarse de lo que había opinado el
padre. Aunque Patty estaba furiosa, al borde de las lágrimas, empezó a reír como
una chiquilla y él la estrechó en sus brazos.
Calor pasaron, sí, pero hambre no. Se casaron el 19 de agosto de 1972. Patty
Uris llegó virgen al matrimonio. En un hotel de Poconos se deslizó, desnuda,
entre las sábanas frescas, turbulenta y tormentosa, con relámpagos de deseo y
deliciosa lujuria entre oscuras nubes de miedo. Cuando Stanley se metió en la
cama, junto a ella, fibroso de músculos, el pene ardiendo convertido en un signo
de exclamación entre el rojizo vello púbico, ella susurró:
—No me hagas daño, amor.
—Jamás te haré daño —dijo él, tomándola en sus brazos.
Fue una promesa que respetó fielmente hasta el 28 de mayo de 1985, la
noche del baño.
A Patty le fue bien en su trabajo de profesora. Stanley consiguió trabajo de
chófer en una panadería por cien dólares a la semana. Y en noviembre de ese
año, cuando se inauguró el «Centro Comercial Traynor», consiguió trabajo en las
oficinas por ciento cincuenta. Entre los dos ganaban, por entonces, diecisiete mil
dólares al año. Les parecía un ingreso de reyes por aquellos tiempos en que la
vida era tan barata. En marzo de 1973, Patty Uris dejó de tomar anticonceptivos.
En 1975, Stanley renunció a su empleo para instalarse por cuenta propia. Los
cuatro consuegros coincidieron en que era un error. No porque Stanley hiciera
mal en querer trabajar por cuenta propia (¡cómo pensar semejante cosa!). Pero
era demasiado prematuro, concordaron todos, y echaba demasiada carga
financiera sobre Patty. («Al menos, hasta que ese tonto la deje embarazada —
dijo Herbert Blum a su hermano, después de pasar la noche bebiendo en la
cocina—, y entonces me tocará a mí mantenerlos»). La opinión generalizada de
los consuegros era que el hombre no debe siquiera pensar en independizarse
profesionalmente hasta que haya llegado a una edad más serena y madura:
setenta y ocho años, más o menos.
Una vez más, Stanley parecía casi sobrenaturalmente confiado. Era joven,
simpático, inteligente, capaz. En su trabajo anterior había hecho buenos
contactos. Todas esas cosas eran premisas básicas. Lo que él no podía haber
previsto era que «Corridor Video», una empresa pionera en el incipiente ramo
del videocasete, estaba a punto de establecerse en un enorme solar, a menos de
quince kilómetros del suburbio donde vivían los Uris. Tampoco podía saber que
Corridor buscaría un investigador de mercado independiente, a menos de un año
de haberse establecido en Traynor. Aun si Stan hubiera tenido noticias de estas
informaciones, no podía creer, sin duda, que ellos darían el trabajo a un joven
judío de anteojos, sonrisa fácil, andar bamboleante, afición a los vaqueros
anchos en sus días libres y los últimos fantasmas de acné juvenil en la cara. Sin
embargo, así fue. Así fue. Como si Stan lo hubiese sabido desde el principio.
Su trabajo para «Corridor Video» mereció un ofrecimiento: un cargo con
dedicación completa en la empresa y un sueldo inicial de treinta mil dólares
anuales.
—Y ése es sólo el comienzo —dijo Stanley a Patty, esa noche, en la cama—.
Van a crecer como el maíz en verano, querida. Si nadie hace estallar el mundo de
aquí a diez años, estarán arriba del todo junto a Kodak, Sony y RCA.
—Y tú, ¿qué vas a hacer? —preguntó ella, aunque ya lo sabían.
—Les diré que ha sido un placer trabajar con ellos.
Stan, riendo, la estrechó contra sí y la besó. Momentos más tarde estaba
sobre ella y hubo orgasmos, uno, dos, tres, como cohetes brillantes que
ascendieran por el cielo de medianoche. Pero no hubo hijo.
En su trabajo para «Corridor Video», había establecido contactos con
algunos de los hombres más ricos y poderosos de Atlanta. Les sorprendió a los
dos descubrir que la mayoría de esos hombres eran buenas personas. Entre ellos
encontraron un grado de aceptación y amabilidad casi desconocido en el Norte.
Patty recordaba que Stanley, cierta vez, había escrito a sus padres: «Los mejores
ricos de Norteamérica viven en Atlanta, Georgia. Voy a colaborar para que
algunos de ellos se hagan más ricos todavía, y ellos me harán rico a su vez y
nadie será mi dueño, salvo Patricia, mi mujer. Y como yo soy su dueño, creo que
no corro peligro».
Cuando dejaron el distrito de Traynor, Stanley se había convertido en
sociedad anónima y tenía a seis personas bajo sus órdenes. En 1983, sus ingresos
alcanzaron territorios de los que Patty había oído sólo vagos rumores: era la
fabulosa tierra de las SEIS CIFRAS. Y todo había ocurrido con tanta tranquilidad
como la del pie al deslizarse en las zapatillas un sábado por la mañana. Pero, a
veces, le asustaba. Una vez Stanley había hecho un chiste inquietante sobre
tratos con el diablo. Stanley había reído hasta casi sofocarse, pero a ella no le
parecía muy divertido. Probablemente no lo sería jamás.
La tortuga no pudo ayudarnos.
A veces, sin motivo alguno, Patty despertaba con ese pensamiento en la
mente como si fuera el último fragmento de un sueño por lo demás olvidado.
Entonces se volvía hacia Stanley con la necesidad de tocarlo, de asegurarse de
que aún estaba allí.
Vivían bien, no abusaban del alcohol, no buscaban sexo extramatrimonial, ni
drogas; no se aburrían ni discutían amargamente sobre lo que debían hacer. Sólo
había una nube. Fue Ruth, la madre de Patty, quien la mencionó por primera vez.
Al recordarlo, parecía cosa del destino que fuese ella quien lo mencionara.
Surgió por fin, bajo la forma de una pregunta en una carta de Ruth Blum. Ruth le
escribía a su hija una vez por semana y esa carta, en especial, había llegado al
comenzar el otoño de 1979. Iba dirigida a la antigua dirección de Traynor. Patty
la leyó en una sala llena de cajas de cartón de las que desbordaban sus
posesiones, con aspecto desolado, desarraigado y desposeído.
En su mayor parte, era una típica carta de Ruth Blum: cuatro páginas azules,
cubiertas de apretada escritura, cada una con un encabezamiento que decía: Una
simple nota de Ruth. Su letra era casi ilegible. Una vez, Stanley se había quejado
de no poder descifrar ni una sola palabra escrita por su suegra. «¿Y para qué
quieres leerlas?», había sido la respuesta de Patty.
Aquélla estaba llena de las noticias acostumbradas, ya que los recuerdos de
Ruth Blum eran una amplio delta que se extendían desde el móvil punto del
ahora, en un abanico cada vez más amplio de relaciones entrecruzadas. Muchas
de las personas que ella mencionaba comenzaban a desdibujarse en la memoria
de Patty, como fotografías de un viejo álbum, pero para Ruth todas permanecían
frescas. Al parecer, jamás perdía el interés por la salud y las andanzas de sus
conocidos. Sus pronósticos eran, además, invariablemente sombríos. El padre de
Patty seguía teniendo demasiados dolores de estómago. Él estaba seguro de que
era sólo dispepsia; la idea de que podía tratarse de una úlcera ni siquiera le
pasaría por la cabeza, escribía su esposa, hasta el día en que empezara a escupir
sangre y probablemente ni siquiera entonces. Ya conoces a tu padre, querida.
Trabaja como una mula y a veces también piensa como si lo fuera, Dios me
perdone por decir esto. Randi Harlengen se había hecho una ligadura de
trompas, le habían sacado unos quistes de los ovarios grandes como pelotas de
golf, pero nada maligno, gracias a Dios, aunque de veintisiete quistes ováricos,
¿no podía morir? Era el agua de Nueva York, sin lugar a dudas. El aire de la
ciudad también estaba sucio, pero ella vivía con la convicción de que era el agua
lo que, tarde o temprano, acababa con uno. Iba formando residuos dentro de la
gente. Patty no imaginaba cuántas veces ella daba gracias a Dios porque
«ustedes, chicos», estuvieran en el campo, donde tanto el aire como el agua, pero
especialmente el agua, eran saludables (para Ruth, todo el Sur, incluidos Atlanta
y Birmingham, era el campo). Tía Margaret estaba librando otra batalla contra la
compañía de electricidad. Stella Flanagan había vuelto a casarse, algunos no
aprenden nunca. Richie Huber había sido despedido otra vez.
Y en medio de esa cháchara, a veces chismosa, en medio de un párrafo y sin
nada que ver con el resto, previo o posterior, Ruth Blum había formulado al
vuelo la Temida Pregunta: «¿Y cuándo pensáis hacernos abuelos, tú y Stanley?
Ya estamos listos para empezar a malcriar al bebé. Por si no te has dado cuenta,
Patty, nos estamos volviendo viejos». Y luego pasaba a la chica de los Brucker,
calle abajo, a quien habían hecho volver desde la escuela porque llevaba, sin
sostén, una blusa casi transparente.
Deprimida, nostálgica por la casa de Traynor, insegura y bastante asustada
por lo que podía depararles el futuro, Patty había ido a su futuro dormitorio
conyugal para dejarse caer en el colchón (el somier todavía estaba en el garaje y
el colchón, solitario en el suelo sin alfombrar, parecía un artefacto arrojado por
las aguas a una extraña playa amarilla). Apoyó la cabeza en los brazos y lloró
unos veinte minutos más o menos. Probablemente, ese llanto se había estado
preparando, de cualquier modo. La carta de su madre no había hecho sino
precipitarlo, así como el polvo hace que un cosquilleo en la nariz se convierta en
estornudo.
Stanley quería tener hijos. Ella quería tener hijos. Estaban tan de acuerdo en
ese tema como en la afición a las películas de Woody Allen, en la asistencia más
o menos regular a la sinagoga, en las inclinaciones políticas, en la aversión por la
marihuana y otras cien cosas, grandes y pequeñas. En la casa de Traynor había
existido siempre un cuarto extra, dividido en dos partes. A la izquierda, Stanley
tenía un escritorio para trabajar y un sillón para leer; a la derecha, estaba la
máquina de coser de Patty y el tablero donde armaba rompecabezas. Entre ellos
existía un acuerdo tan fuerte con respecto a ese cuarto que rara vez necesitaban
mencionarlo: algún día sería el cuarto de Andy o de Jenny. Pero ¿dónde estaba
ese hijo? La máquina de coser, los cestos de tela, el tablero, el escritorio y el
sillón se mantenían en sus respectivos sitios; mes a mes parecían solidificar sus
posiciones, estableciendo su legitimidad con más firmeza. Eso pensaba ella,
aunque nunca llegaba a cristalizar la idea. Como la palabra pornográfico, era un
concepto que danzaba más allá de su capacidad cuantificadora. Pero sí recordaba
que cierta vez, al iniciarse un período menstrual, había tenido la sensación de
que la caja de compresas Siemprelibre parecía muy satisfecha, como si las
toallitas acolchadas le estuvieran diciendo: «¡Hola, Patty! Somos tus hijos. Los
únicos hijos que tendrás, y tenemos hambre. Amamántanos. Amamántanos con
tu sangre».
En 1976, tres años después de descartar los anticonceptivos, consultaron con
un médico de Atlanta llamado Harkavay.
—Queremos saber si hay alguna deficiencia —dijo Stanley— y, en ese caso,
si se puede hacer algo para solucionarla.
Se sometieron a las pruebas. Se demostró que el esperma de Stanley estaba
enérgico, fértiles los óvulos de Patty y que todos los canales necesarios estaban
abiertos.
Harkavay, que no lucía alianza matrimonial pero sí el rostro agradable y
rubicundo de un universitario de las vacaciones de invierno, les dijo que quizá
sólo fueran nervios. Que ese problema era bastante común. Que, en esos casos,
solía producirse un correlativo psicológico semejante a la impotencia sexual:
cuanto más se deseaba, menos se podía. Era preciso que se relajaran. Dentro de
lo posible, debían de olvidarse de la procreación cuando hacían el amor.
En el trayecto de regreso a casa, Stan iba ceñudo. Patty le preguntó por qué.
—Yo nunca hago eso —dijo él.
—¿Qué cosa?
—Pensar en la procreación durante…
Patty se echó a reír, aunque por entonces se sentía algo solitaria y asustada.
Esa noche, en la cama, cuando creía que Stanley dormía desde hacía rato, él la
asustó hablando en la oscuridad. Aunque su voz era inexpresiva, sonaba ahogada
por las lágrimas.
—Soy yo —dijo—. Es culpa mía.
Patty se volvió hacia él, lo buscó a tientas, lo abrazó.
—No seas tonto —dijo.
Pero su corazón palpitaba deprisa, demasiado deprisa. Era como si Stan, al
mirar dentro de su mente, hubiera leído allí una convicción secreta que ella
guardaba sin haberlo sabido nunca. Sin razón alguna, sintió, supo, que él tenía
razón. Algo iba mal y no en ella. Era él. Algo iba mal en él.
—No seas cenizo —susurró con furia contra su hombro.
Él sudaba un poco y Patty comprendió de pronto que tenía miedo. El miedo
surgía de él en oleadas frías. Estar desnuda a su lado era, de pronto, como estar
desnuda frente a una nevera abierta.
—No soy cenizo y no soy tonto —dijo él, con la misma voz,
simultáneamente seca y ahogada de emoción—, y tú lo sabes. Soy yo. Pero no sé
por qué.
—No se puede saber una cosa así. —La voz de Patty sonaba áspera
regañona, como la de su madre cuando estaba asustada. Y aunque estaba
riñéndole, por el cuerpo le corrió un estremecimiento que la retorció como un
látigo.
Stanley, al sentirlo, la estrechó entre sus brazos.
—A veces —dijo—, a veces creo saber por qué. A veces sueño algo, algo
feo. Entonces despierto y pienso: «Ya sé. Ya sé lo que anda mal». No sólo el
hecho de que tú no quedes embarazada, sino todo. Todo lo que está mal en mi
vida.
—¡Stanley! ¡En tu vida no hay nada que esté mal!
—Desde adentro no —dijo él—. Desde adentro todo está bien. Hablo de
afuera. Algo que debería haber terminado y que no terminó. Cuando despierto
de esos sueños, pienso: «Toda mi vida no ha sido sino el ojo de una tormenta que
no comprendo». Tengo miedo, pero entonces… se desvanece. Como los sueños.
Ella sabía que a veces Stan tenía sueños intranquilos. En cinco o seis
oportunidades la había despertado, agitándose, gimiendo. Probablemente, otras
veces ella había seguido durmiendo en esos interludios oscuros. Cuando alargaba
la mano hacia él, interrogándolo, él decía siempre lo mismo: «No me acuerdo».
Luego buscaba los cigarrillos y fumaba sentado en la cama, esperando que el
residuo del sueño rezumara por sus poros, como un sudor enfermizo.
No hubo hijos. En la noche del 23 de mayo de 1985 (la noche del baño), los
consuegros todavía esperaban que les convirtieran en abuelos. El otro dormitorio
seguía siendo «el otro dormitorio»; las compresas Siemprelibre seguían
ocupando su sitio acostumbrado en el armario, bajo el lavabo; la «tía pelirroja»
aún hacía su visita mensual. La madre de Patty, ocupada con sus propios asuntos
pero no del todo ajena al sufrimiento de su hija, había dejado de preguntar en sus
cartas y cuando la pareja viajaba a Nueva York dos veces al año. Ya no había
comentarios humorísticos sobre la vitamina E que debían tomar. También
Stanley había dejado de mencionar el asunto, pero a veces, cuando Patty lo
observaba sin que él lo supiera, le descubría en la cara una gran sombra. Como si
tratara, desesperadamente, de recordar algo.
Descontando esa única nube, la vida era bastante agradable para los dos
hasta que sonó el teléfono en medio de Family Feud, en la noche del 28 de
mayo. Patty tenía en el regazo dos camisas de Stan, dos blusas suyas, el
costurero y la caja de botones; Stan, la última novela de William Denbrough que
aún no había salido en edición barata.[4] La portada del libro mostraba una bestia
rugiente; la contraportada, un hombre calvo, con anteojos.
Stan, que estaba más cerca, contestó la llamada.
—Hola. Con la casa de Uris.
Escuchó, y una línea profunda se le formó entre las cejas.
—¿Quién dice que es usted?
Patty sintió un instante de miedo. Más tarde, la vergüenza la haría mentir,
decir a sus padres que había presentido algo desde el momento en que sonara el
teléfono; en realidad, sólo hubo ese instante, ese único levantar rápidamente la
vista de su costura. Pero tal vez era cierto. Tal vez ambos sospechaban que se
avecinaba algo desde mucho antes de esa llamada telefónica, algo que no
concordaba con su confortable casa, tan elegantemente retirada tras los setos de
tejos, tan asumido que en realidad no hacía falta reconocerlo… ese breve
instante de miedo, como el fugaz pinchazo de un punzón de hielo rápidamente
retirado, fue suficiente.
—«¿Es mamá?» —preguntó sin voz moviendo sólo los labios. En ese
momento pensaba que su padre, con diez kilos de sobrepeso y propenso a lo que
él llamaba «dolores de panza» desde los cuarenta años, podía haber sufrido un
ataque al corazón.
Stan sacudió la cabeza y sonrió un poquito ante algo que estaba diciendo la
voz del teléfono.
—Tú… tú. ¡Vaya, qué sorpresa, Mike! ¿Cómo es que…?
Volvió a guardar silencio, escuchando. Mientras su sonrisa se desvanecía,
Patty reconoció, o creyó reconocer, su expresión analítica, la que revelaba que
alguien estaba planteando un problema, explicando un súbito cambio en
determinada situación, explicando algo extraño e interesante. Probablemente se
trataba de eso último, pensó ella. ¿Un cliente nuevo? ¿Un viejo amigo? Tal vez.
Volvió su atención a la pantalla del televisor donde una mujer abrazaba a
Richard Dawson para besarlo como enloquecida. Richard Dawson debía de
recibir más besos que el anillo del Papa. A ella tampoco le habría disgustado
besarlo.
Mientras iniciaba la búsqueda de un botón negro igual a los que tenía la
camisa de Stanley, Patty notó vagamente que la conversación se establecía sobre
carriles más parejos. Stanley gruñía ocasionalmente. En cierta oportunidad,
preguntó:
—¿Estás seguro, Mike? —Por fin, tras una pausa muy larga—: Está bien,
comprendo. Sí, voy a… Sí. Sí, todo. Me hago una idea. Yo… ¿Qué…? No, no
puedo prometerte exactamente eso, pero lo voy a pensar con mucha atención. Ya
sabes que… ¿eh? ¿De veras…? ¡Bueno, por supuesto! Sí, claro que sí. Sí…
claro… gracias… sí. Adiós.
Y colgó.
Patty, al echarle una mirada, lo vio con la vista perdida en el vacío, sobre el
televisor. En la pantalla, el público estaba aplaudiendo a la familia Ryan que
acababa de anotarse doscientos ochenta puntos, la mayoría de ellos por adivinar
que la encuesta entre el público respondería «Matemáticas» a la pregunta «¿Qué
asignatura le gusta menos al niño de la familia?». Los Ryan saltaban y daban
gritos de júbilo.
Stanley, en cambio, tenía el entrecejo fruncido. Más tarde, Patty diría a sus
padres que lo había visto algo pálido y era cierto, pero no les dijo que, en ese
momento, le había parecido sólo un efecto de la lámpara que tenía pantalla de
vidrio verde.
—¿Quién era, Stan?
—¿Hummmm?
Se volvió a mirarla. A Patty le pareció abstraído, ligeramente fastidiado. Sólo
más tarde, al evocar la escena una y otra vez, empezó a comprender que se
trataba de un hombre que se estaba desconectando metódicamente de la realidad,
cable a cable. La cara de un hombre saliendo del azul del cielo hacia el negro de
la nada.
—¿Quién era el que llamó por teléfono?
—Nadie… —dijo él—. Nadie, de veras. Creo que me voy a dar un baño.
Y se levantó.
—¿Cómo? ¿A las siete?
Él, sin contestar, se limitó a salir del cuarto. Patty habría podido preguntarle
si pasaba algo malo, hasta seguirlo para averiguar si se sentía mal del estómago;
Stan no tenía inhibiciones sexuales, pero solía mostrarse extrañamente recatado
con respecto a ciertas cosas. No habría sido nada extraño que hablara de darse un
baño cuando, en realidad, tenía ganas de vomitar algo que le hubiera caído mal.
Pero en ese momento estaban presentando a los Piscapo, otra familia, y Patty
sabía que Richard Dawson no dejaría de decir algo divertido sobre ese apellido;
además le estaba costando horrores encontrar un botón negro, aunque estaba
segura de tenerlos a montones en esa caja. Se escondían, por supuesto. No cabía
otra explicación.
Así que lo dejó ir y no volvió a pensar en él hasta que terminó el programa.
Cuando aparecieron los créditos, levantó la vista y vio su silla vacía. Había oído
correr el agua en la bañera durante cinco o diez minutos después… Pero en ese
momento notó que no se había oído el ruido de la nevera al abrirse. Eso
significaba que Stan estaba allá arriba sin su lata de cerveza. Alguien le había
echado un problema sobre las espaldas con esa llamada telefónica. Y ella, ¿lo
ayudaba en algo, le había dicho una sola palabra de conmiseración? No. ¿Había
tratado de sonsacarle algo? No. ¿Había notado, siquiera, que algo andaba mal?
Por tercera vez, no. Todo por ese estúpido programa de la tele. Ni siquiera podía
cargar con la culpa a los botones, eso era solo una excusa.
Bueno, le llevaría una lata de cerveza y se sentaría a su lado, en el borde de
la bañera, para frotarle la espalda, hacerse la geisha y hasta lavarle la cabeza. Así
descubriría qué problema era ése…, o quién era.
Sacó de la nevera una lata de cerveza y subió la escalera. La primera
inquietud real se despertó al ver que la puerta del baño estaba cerrada del todo,
no entornada, como de costumbre. Stanley nunca cerraba la puerta cuando se
bañaba. Era una especie de chiste entre ambos: cuando la puerta estaba cerrada,
significaba que él estaba haciendo lo que le había enseñado su madre; si estaba
abierta, significaba que no se opondría a hacer algo cuyo adiestramiento la
madre había dejado, muy correctamente, en manos de otros.
Patty llamó a la puerta con las uñas cobrando súbita conciencia, excesiva
conciencia, de que hacían un ruido de reptil contra la madera. Sin duda alguna,
eso de llamar a la puerta del baño como si fuera un invitado era algo que no
había hecho nunca en toda su vida matrimonial ni tampoco a las otras puertas de
la casa.
De pronto, la inquietud cobró potencia en ella. Pensó en el lago Carson,
donde había nadado con frecuencia cuando niña. En los últimos días del verano,
el lago estaba caliente como una bañera… hasta que dabas con un hoyo frío que
la hacía estremecer de sorpresa y delicia. Sentía calor y al segundo siguiente era
como si la temperatura hubiera descendido veinte grados bajo las caderas.
Descontando el placer, así se sentía en esos momentos, como si hubiera dado con
un hoyo frío. Sólo que ese hoyo no estaba por debajo de las caderas, enfriando
sus largas piernas de adolescente en las negras profundidades del lago Carson.
Ése estaba alrededor de su corazón.
—¿Stanley? ¡Stan!
Esa vez hizo algo más que tamborilear con las uñas. Golpeó con los nudillos.
Como aún no había respuesta, descargó el puño contra la puerta.
—¡Stanley!
El corazón. El corazón ya no estaba en su pecho. Le latía en la garganta
dificultándole la respiración.
—¡Stanley!
En el silencio que siguió a su grito (y el sonido de su grito allí, a menos de
nueve metros de la cama donde apoyaba la cabeza para dormir todas las noches,
la asustó más aún) oyó un ruido que hizo ascender el pánico desde la parte baja
de su mente como a un huésped indeseable. Un ruido insignificante, en realidad.
Era sólo el ruido de una gota de agua. Plink…, pausa…; plink…, pausa…;
plink…
Imaginaba las gotas formándose en la boca del grifo, creciendo, engordando,
cada vez más preñadas, para caer luego: plink.
Sólo ese ruido. Nada más. Y de pronto tuvo la terrible seguridad de que esa
noche había sido Stanley, no su padre, el que había sufrido un ataque al corazón.
Con un gemido, apretó el pomo de cristal tallado y lo hizo girar. La puerta no se
movió. Estaba cerrada con llave. Súbitamente, a Patty Uris se le ocurrieron tres
nuncas: Stanley nunca se daba un baño al anochecer, Stanley nunca cerraba la
puerta a menos que estuviera usando el inodoro y Stanley nunca le había cerrado
la puerta con llave, en ninguna ocasión.
¿Sería posible, se preguntó descabelladamente, prepararse para un ataque al
corazón?
Patty se pasó la lengua por los labios; en su cabeza sintió como un ruido de
lija contra una madera. Lo llamó otra vez por su nombre. No hubo respuesta,
salvo el persistente y deliberado goteo del grifo. Al bajar la vista, vio que aún
tenía en la mano la lata de cerveza. Se quedó mirándola estúpidamente, con el
corazón corriendo en su garganta como un conejo, la miraba como si no hubiera
visto una lata de cerveza en toda su vida. Y en verdad, esa impresión tenía, al
menos, ninguna igual a ésa, porque cuando parpadeó, la lata se convirtió en un
teléfono, negro y amenazante como una serpiente.
—¿Puedo ayudarla, señora? ¿Tiene algún problema? —le espetó la serpiente.
Patty colgó el auricular bruscamente y se apartó, frotándose la mano que lo
había sujetado. Al mirar a su alrededor, vio que estaba otra vez en el cuarto del
televisor. Comprendió entonces que el pánico, surgido en su mente como un
ratero que subía sigilosamente por una escalera, se había apoderado de ella.
Recordó que había dejado caer la lata junto a la puerta del baño para correr a la
planta baja pensando vagamente: Todo esto es un error. Más tarde nos reiremos
de esto. Stanley llenó la bañera, recordó entonces que no tenía cigarrillos y salió
a comprarlos antes de desnudarse. Sí. Sólo que había cerrado la puerta del baño
desde dentro y como era mucho trabajo volver a abrir, había preferido abrir la
ventana sobre la bañera para descolgarse por la pared de la casa, como una
mosca en una pared. Claro, por supuesto, sin lugar a dudas…
El pánico volvía a alzarse en su mente. Era como un café negro, amargo, que
amenazara desbordar la taza. Patty cerró los ojos para luchar contra él.
Permaneció perfectamente inmóvil, como una estatua pálida, con el pulso
latiendo en su garganta.
Recordaba haber bajado a toda carrera, con los pies en los peldaños, hacia el
teléfono, sí, claro, pero ¿a quién quería llamar?
Enloquecida, pensó: Llamaría a la tortuga, pero la tortuga no pudo
ayudarnos.
De cualquier modo, ya no importaba. Había marcado el 0 y debía de haber
dicho algo no demasiado común, puesto que la operadora acababa de preguntarle
si tenía algún problema. Sí que lo tenía, pero ¿cómo explicar a una voz sin cara
que Stanley se había encerrado con llave en el baño y no respondía, que el goteo
del grifo en la bañera le estaba matando el corazón? Alguien tenía que ayudarla.
Alguien…
Se puso el dorso de la mano contra la boca y mordió, con toda deliberación.
Trató de pensar, trató de obligarse a pensar.
Los duplicados de las llaves. Los duplicados de las llaves estaban en el
armario de la cocina.
Se puso en marcha. Uno de sus pies golpeó contra la caja de los botones, que
descansaba junto a su silla. Algunos de los botones cayeron centelleando como
ojos de vidrio a la luz de la lámpara. Vio, al menos, cinco o seis de los negros.
En la cara interior de la puerta del armario, sobre el fregadero doble, había
un gran tablero de madera barnizada con forma de llave. Lo había hecho dos
años antes uno de los clientes de Stan en su taller como regalo de Navidad. El
tablero estaba lleno de pequeños ganchos de los cuales pendían todas las llaves
de la casa; dos duplicados por gancho. Bajo cada uno se veía una tirita de cinta
adhesiva con la pulcra letra de Stan: COCHERA, DESVÁN, BAÑO P. BAJA, BAÑO P.
ALTA, PUERTA CALLE, PUERTA TRAS. A un lado, las llaves de los coches, rotuladas
M. B. y VOLVO.
Patty sacó de un manotazo la llave marcada BAÑO P. ALTA y echó a correr
hacia la escalera; luego se obligó a caminar. Si corría, el pánico trataba de volver
y estaba demasiado cerca de la superficie como para permitírselo. Además, si
caminaba, tal vez todo podría salir bien. O si había, en verdad, algo mal, Dios
podía echar una mirada, verla simplemente caminando y pensar: Bueno, se me
fue la mano, pero tengo tiempo de arreglarlo todo.
A paso tranquilo de una mujer que va a su reunión del Club del Libro, Patty
subió la escalera y caminó hasta la puerta del baño.
—¿Stanley? —llamó, tratando de abrir al mismo tiempo.
De pronto tenía más miedo que nunca. No quería usar la llave. De algún
modo, usar la llave le parecía algo demasiado definitivo. Si Dios no había
corregido las cosas para cuando ella hubiera abierto, no lo haría jamás. Después
de todo, la era de los milagros había pasado.
Pero la puerta todavía estaba cerrada. El constante plink… pausa, del grifo
goteante era su única respuesta.
Le temblaba la mano. La llave dio la vuelta por toda la cerradura, antes de
hundirse en su sitio. La hizo girar y oyó el ruido que hacía al retirarse. Intentó
asir el pomo de vidrio tallado, pero se le escapaba una y otra vez, no porque la
puerta estuviese cerrada, sino porque la palma de su mano estaba empapada de
sudor. Afirmó la mano y, finalmente, consiguió hacerlo girar. Abrió la puerta.
—¿Stanley? Stanley… St…
Miró hacia la bañera, con su cortina azul recogida en un extremo del tubo y
olvidó como terminaba el nombre de su marido. Simplemente siguió mirando la
bañera con el rostro solemne, como el de un niño en su primer día de colegio. Un
momento después comenzaría a gritar a todo pulmón. Entonces la oiría Anita
MacKenzie, la vecina, y sería Anita MacKenzie quien llamara a la policía
convencida de que un delincuente había entrado en la casa de los Uris y que allí
estaban matando a alguien.
Pero de momento Patty Uris permanecía en silencio, con las manos recogidas
sobre su falda de algodón oscuro, solemne, enormes los ojos. Y entonces, esa
solemnidad casi sagrada comenzó a transformarse en otra cosa. Los ojos
enormes comenzaron a sobresalir y su boca se estiró hacia atrás en una horrible
mueca de horror. Quiso gritar y no pudo. Los gritos eran demasiado grandes para
salir.
El baño estaba iluminado por tubos fluorescentes. Había mucha luz, nada de
sombras. Se veía todo, aunque una no quisiera verlo. El agua de la bañera tenía
un tono rosado intenso. Stanley yacía con la espalda apoyada contra la parte
posterior de la bañera. La cabeza había caído tan hacia atrás que algunos
mechones de corto pelo negro le rozaban la piel entre los omóplatos. Si sus ojos
fijos hubieran podido ver, habría visto a Patty cabeza abajo. Su boca abierta
colgaba como una puerta desencajada. Su expresión era de abismal, petrificado
horror. En el borde de la bañera había una cajita de hojas de afeitar Gillette
Platinum Plus. Se había provocado dos cortes en la cara interior del brazo, desde
la muñeca hasta el hueco del codo, y cruzado después cada uno de esos tajos con
un corte transversal en la muñeca formando dos sangrientas T mayúsculas. Las
heridas relumbraban, rojo purpúreo, bajo la áspera luz blanca. Patty pensó que
los tendones y los ligamentos expuestos parecían trozos de carne barata.
En el borde del grifo reluciente se formó una gota de agua. Engordó. Podía
decirse que como si estuviera preñada. Centelleó. Cayó. Plink.
Stan había hundido el índice derecho en su propia sangre para escribir una
sola palabra en los azulejos celestes encima de la bañera. Eran dos letras
enormes, vacilantes:
Una huella sangrienta, zigzagueante, caía desde la segunda letra de la
palabra: el dedo había hecho esa marca al caer la mano en la bañera donde ahora
flotaba. Patty pensó que Stanley había hecho esa marca —su última impresión
sobre el mundo— al perder la conciencia. Parecía gritarle a ella.
Otra gota cayó dentro de la bañera.
Plink.
Eso la hizo reaccionar. Patty Uris recobró la voz. Con la vista fija en los ojos
muertos y centelleantes de su marido, empezó a gritar.
2
Richard Tozier se va a tomar polvo
Rich pensaba que se las estaba arreglando muy bien hasta que comenzaron los
vómitos.
Había escuchado todo lo que le dijera Mike Hanlon, había contestado lo que
correspondía, respondido a sus preguntas y hasta formulado algunas. Tenía vaga
conciencia de estar empleando una de sus Voces, ninguna de las ridículas que
solía emplear en la radio (Kinki Briefcase, contable sexual,[5] era su favorita, al
menos por el momento, y la respuesta de la audiencia era casi tan fervorosa
como la que mostraba ante su clásico coronel Buford Kissdrivel[6]), sino una Voz
cálida, sonora, llena de confianza. Una Voz de Yo-Estoy-Bien. Sonaba
estupenda, pero era una mentira, igual que las otras Voces.
—¿Hasta qué punto recuerdas, Rich? —preguntó Mike.
—Muy poco —dijo Rich. Hizo una pausa—. Lo suficiente, supongo.
—¿Vendrás?
—Iré —dijo Rich, y colgó.
Pasó un momento sentado en su estudio, reclinado en la silla de su escritorio,
contemplando el océano Pacífico. Un par de chicos, a la izquierda, estaban
retozando con sus tablas de surf sin montarlas de verdad. No había mucho oleaje
para el surf.
El reloj de su escritorio, un costoso reloj de cuarzo regalo del representante
de una casa discográfica, marcaba las 17.09 del 28 de mayo de 1985.
Naturalmente, al otro lado de la línea, donde estaba Mike, serían tres horas más
tarde. Oscuro, ya. Eso le puso la piel de gallina. Entonces comenzó a moverse, a
hacer cosas. Lo primero, por supuesto, fue poner un disco. No lo buscó, se limitó
a tomar uno a ciegas entre los miles apilados en los estantes. El rock and roll era
parte de su vida, casi tanto como las Voces, y le costaba hacer cualquier cosa sin
música a todo volumen. El disco sacado resultó ser una recopilación de
«Motown». Marvin Gaye, uno de los miembros más recientes de ese sello
discográfico, que Rich solía llamar «de los muertos», salió cantando I Heard It
through the Grapevine.
Ooooh-ho, I bet you’re wond’rin’how I knew
—No está mal —dijo Rich.
En realidad, aquello estaba mal y lo cierto era que lo había dejado en la
miseria, pero tenía la sensación de que podría arreglárselas. No había problemas.
Comenzó a prepararse para volver a su casa. En algún momento de la hora
siguiente se le ocurrió que era como si hubiese muerto y se le permitiese tomar
sus últimas medidas y disponer su propio funeral. Y lo estaba haciendo bastante
bien.
Llamó a su agente de viajes pensando que a esa hora debía estar de camino
hacia su casa, pero lo intentó por si acaso. Milagrosamente, dio con ella. Le dijo
lo que necesitaba y ella le pidió quince minutos.
—Estoy en deuda contigo, Carol —dijo.
En los últimos tres años habían dejado de llamarse «señor Tozier» y
«señorita Feeny»; ahora eran Rich y Carol; muy familiar, considerando que
nunca se habían visto cara a cara.
—Muy bien, paga —dijo ella—. ¿Por qué no me haces un Kinki Briefcase?
Sin siquiera hacer una pausa (cuando uno tenía que hacer una pausa para
buscar su Voz, no había, por lo regular, ninguna Voz que encontrar) Rich dijo:
—Aquí Kinki Briefcase, Contable Sexual. El otro día me consultó un tío que
quería saber qué era lo peor de coger el SIDA.
Bajó un poco la voz; mientras su ritmo se iba acelerando, tornándose agitado.
Era, claramente, una voz norteamericana, pero se las componía para conjurar
imágenes de un adinerado colono británico, tan encantador, en su confusión,
como huero. Rich no tenía la menor idea de quién era, en verdad, Kinki
Briefcase, pero estaba seguro de que usaba trajes blancos, leía revistas caras,
bebía en vasos altos y olía a champú de coco.
—Se lo dije enseguida: es tratar de explicarle a tu madre que te lo contagió
una haitiana. Hasta la próxima vez, éste ha sido Kinki Briefcase, Contable
Sexual, diciéndote, como siempre: «Si no entras en calor, me necesitas de
asesor».
Carol Feeny aullaba de risa.
—¡Es perfecto! ¡Perfecto! Mi novio no cree que tú puedas hacer esas voces.
Dice que ha de ser un filtro de sonido o algo así.
—Puro talento, querida —dijo Rich. Kinki Briefcase había desaparecido.
Allí estaba W. C. Fields, sombrero de copa, nariz roja, palos de golf y todo—.
Estoy tan lleno de talento que debo ponerme corchos en todos los orificios del
cuerpo para que no se me escape como…, bueno, para que no se me escape.
Ella estalló en carcajadas. Rich cerró los ojos. Sentía un principio de dolor de
cabeza.
—Sé buena y haz todo lo que puedas, ¿quieres? —pidió, siempre con la voz
de W. C. Fields.
Y cortó la comunicación en medio de la carcajada.
Ahora tenía que volver a ser él mismo, y eso resultaba difícil. Resultaba más
difícil con cada año qué pasaba.
Cuando estaba tratando de elegir un buen par de mocasines, medio decidido
por las zapatillas, sonó otra vez el teléfono. Era Carol Feeny en tiempo récord.
Él sintió la inmediata necesidad de adoptar la voz de Buford Kissdrivel, pero se
contuvo. Carol le había conseguido un pasaje de primera clase en el vuelo sin
escalas de la American Airlines desde Los Ángeles hasta Boston. Saldría de Los
Angeles a las 21.03, para llegar a Logan a eso de las cinco de la mañana. Desde
Logan, Delta lo llevaría a Bangor, Maine, saliendo a las 7.30 y aterrizando a las
8.20. Ya le habían conseguido un sedán bien grande por medio de Avis. Había
sólo cuarenta kilómetros desde el local de Avis, en el aeropuerto de Internacional
de Bangor, hasta el límite municipal de Derry.
¿Sólo cuarenta kilómetros? —pensó Rich—. ¿Eso es todo, Carol? Bueno, tal
vez sea cierto… al menos en kilómetros. Pero no tienes la menor idea de lo lejos
que está Derry y yo tampoco. Pero, Dios mío, lo voy a descubrir.
—No traté de reservarte alojamiento porque no me dijiste cuánto tiempo vas
a pasar allí —dijo ella—. ¿Quieres…?
—No, ya me encargaré yo —respondió Rich. Y entonces entró en escena
Buford Kissdrivel con su voz engolada y sus vocales despatarradas.
—Te has portado como un ángel, corazón mío, como un ángel de verdá,
verdá.
Le colgó con suavidad (siempre hay que dejarlas riendo) y marcó 207-5551212, Información del Estado de Maine. Quería el número de «Town House» de
Derry. Cielos, ése sí que era un nombre del pasado. No había pensado en el
«Town House» de Derry por… ¿Cuánto tiempo? ¿Diez, veinte, veinticinco años,
tal vez? Aunque pareciera descabellado, calculaba que habían sido, lo menos,
veinticinco años. Y si Mike no hubiera llamado, bien habría podido pasar el resto
de su vida sin acordarse de ese hotel. Sin embargo, en otros tiempos pasaba junto
a esa gran mole de ladrillo todos los días. Y en más de una ocasión había pasado
corriendo con Henry Bowers, Belch Huggins y aquel otro grandullón, Victor
noséqué, persiguiéndole y gritándole lindezas como «¡Ya vas a ver, caraculo! ¡Te
vamos a coger, cuatro ojos! ¡Nos las vas a pagar, mariquita!». ¿Alguna vez
habían llegado a cogerle?
Antes de que Rich pudiera acordarse de eso, una telefonista le preguntó de
qué ciudad, por favor.
—Derry, señorita…
¡Derry, por Dios! Hasta el nombre parecía extraño y olvidado en su boca.
Pronunciarlo era como besar una antigüedad.
—¿Tiene el número del «Town House» de Derry?
—Un momento, señor.
Imposible. Debe de haber desaparecido, derribado en algún programa de
renovación urbana. Convertido en el Club de los Elks, en una bolera o en un
salón de videojuegos. O tal vez incendiado hasta los cimientos, una noche,
cuando la ley de las probabilidades hizo que algún viajante borracho se
quedara dormido con el cigarrillo en la mano. Desaparecido, Richie, igual que
los anteojos por los que te fastidiaba Henry Bowers. ¿Cómo dice la canción de
Springsteen? «Días de gloria, perdidos en el guiño de una chica». ¿Qué chica?
Hombre, Bev, por supuesto, Bev…
Podía ser que el «Town House» estuviera cambiado, pero no había
desaparecido, por lo visto, pues una inexpresiva voz de robot surgió en la línea
diciendo:
—El… número… es… 9… 4… 1… 8… 2… 8… 2. Repito: el… número…
es…
Pero Rich lo había anotado la primera vez. Fue un placer colgarle a esa voz
monótona; resultaba fácil imaginar a un gran monstruo globular, de la Sección
de Información, sepultado en algún punto de la Tierra, sudando riachuelos y
sosteniendo miles de teléfonos en miles de tentáculos articulados. Versión
telefónica del Doctor Octopus, némesis de Spidey. Año tras año, el mundo en el
que Rich vivía se parecía cada vez más a una enorme casa electrónica hechizada
donde fantasmas digitales y asustados seres humanos habitaban en intranquila
coexistencia.
Aún de pie. Parafraseando a Paul Simon, aún de pie, después de tantos
años.
Marcó el número del hotel que había visto a través de los anteojos de su
infancia. Marcarlo, 1-207-9418282, era fatalmente fácil. Sostuvo el auricular
contra su oreja mientras miraba por el amplio ventanal de su estudio. Los
surfistas se habían ido, una pareja caminaba lentamente por la playa, cogidos de
la mano, por el mismo lugar. Esa pareja parecía uno de los pósters de la agencia
donde trabajaba Carol Feeny, perfectos. Exceptuando, claro está, el hecho de que
ambos usaban gafas.
¡Te vamos a coger, caraculo! ¡Te vamos a romper las gafas!
«Criss, transmitió su mente de pronto. El apellido era Criss. Victor Criss».
¡Cristo! No tenía ningún interés en recordar eso a esas alturas, pero lo mismo
daba. Algo estaba pasando allá en las bóvedas, allí donde Rich Tozier
conservaba su colección personal de Viejos Éxitos Dorados. Las puertas se
estaban abriendo.
Sólo que allá abajo no hay discos, ¿verdad? Allá abajo no eras Rich Discos
Tozier, el gran disc-jockey de «KLAD», el Hombre de las Mil Voces, ¿eh? Y esas
cosas que se están abriendo… no son exactamente puertas, ¿verdad?
Trató de quitarse de encima esos pensamientos.
Lo que debo recordar es que estoy bien. Yo estoy bien, tú estás bien, Rich
Tozier está bien. Eso sí, me vendría bien un cigarrillo.
Había dejado de fumar hacía cuatro años, pero sí, le habría sentado bien un
cigarrillo.
No son discos, sino cadáveres. Los sepultaste, pero ahora se ha producido
una especie de descabellado terremoto y la Tierra está escupiendo a la
superficie. Allá abajo no eres Rich Discos Tozier; allá abajo eres Richie Cuatro
Ojos, nada más, y estás con tus compañeros, tan asustado que sientes las pelotas
volviéndose mermelada de ciruelas. Ésas son puertas y no se están abriendo.
Son criptas, Richie. Se están resquebrajando y los vampiros que habías dado por
muertos vuelven a alzar el vuelo, todos.
Un cigarrillo, sólo uno. Hasta uno light podría servir, por Dios sagrado.
¡Te vamos a coger, cuatro ojos! ¡Te vas a tragar esa maldita cartera de
libros!
—«Town House» —dijo una voz masculina con acento del Norte; había
viajado desde Nueva Inglaterra por el Medio Oeste y bajo los casinos de Las
Vegas hasta alcanzar llegar a sus oídos.
Rich preguntó a la voz si podía reservar una suite en el «Town House» a
partir del día siguiente. La voz le dijo que podía y le preguntó por cuánto tiempo.
—No podría decirle. Tengo…
Hizo una pausa breve, minúscula. ¿Qué tenía, en realidad? Con los ojos de su
mente vio a un muchachito con una cartera de tartán llena de libros, que huía de
los gamberros. Vio a un chiquillo con gafas, flaco, pálido, que parecía gritar:
¡Péguenme! ¡Adelante, péguenme!, de algún modo misterioso, a todos los
matones que pasaban. ¡Tengan mis labios: háganlos puré contra mis dientes!
¡Tengan mi nariz; háganla sangrar, rómpanla, si pueden! ¡Denme un puñetazo
en la oreja para que se me hinche como una coliflor! ¡Pártanme una ceja! ¡Aquí
está mi barbilla: busquen el punto del knock-out! Y mis ojos, tan azules, tan
aumentados por estas odiosas gafas, con una patilla remendada con celo.
¡Rompan los cristales! ¡Hundan un fragmento de vidrio en uno de estos ojos y
ciérrenlo para siempre, qué joder!
Cerró los ojos y dijo:
—Tengo cierto negocio en Derry, ¿comprende? No sé cuánto me llevará la
transacción. ¿Qué le parecen tres días con posibilidad de prórroga?
—¿Con posibilidad de prórroga? —repitió el empleado, dubitativo. Rich
esperó, paciente, a que el tío procesara aquello en su mente—. ¡Ah, comprendo!
¡Me parece muy bien!
—Gracias; y… ejem…, espero que pueda votar por nosotros en noviembre
—dijo John F. Kennedy—. Jackie quiere… ejem…, redecorar el Despacho Oval
y yo tengo un puesto preparado para mí… ejem…, hermano Bobby.
—¿Señor Tozier?
—Sí.
—Ah…, me parece que la línea se cruzó por algunos segundos.
Sólo un antiguo camarada del DOP[7] —pensó Rich—. Del Dead Old Party,
por si quieres saberlo. No te preocupes por eso. —Le recorrió un escalofrío y
volvió a decirse, casi con desesperación—: Estás bien, Rich.
—Yo también lo oí —dijo—. Líneas cruzadas, seguro. ¿Cómo quedamos con
lo de esas habitaciones?
—No hay problema —dijo el empleado—. Aquí en Derry hacemos negocio,
pero no demasiado.
—¿De veras?
—Oh, ayuh —asintió el empleado.
Rich volvió a estremecerse. Había olvidado eso, también: ese simple
modismo de Nueva Inglaterra que reemplaza al sí. Oh, ayuh.
¡Te voy a coger, basura!, aulló la voz fantasmal de Henry Bowers. Y él sintió
que más criptas se resquebrajaban dentro de él. El hedor que percibía no era el
de los cadáveres putrefactos, sino el de los recuerdos podridos y eso era, de
algún modo, peor.
Dio al empleado del «Town House» su número de la American Express y
colgó. Luego llamó a Steve Covall, director de programación de la «KLAD».
—¿Qué pasa, Rich? —preguntó Steve.
El último sondeo de audiencia había demostrado que la «KLAD» ocupaba el
primer puesto en el canibalístico mercado del «rock-FM» en Los Ángeles. Desde
entonces, Steve estaba de excelente humor —gracias a Dios por los pequeños
favores.
—Bueno, tal vez lamentes haberlo preguntado —dijo a Steve—. Voy a
lanzarme a la carretera.
—A tomar… —oyó el fruncido en la voz de Steve—. Creo que no te
entiendo, Rich.
—Que tengo que ponerme las botas de leguas. Que me largo.
—¡Cómo que te vas! Según el programa que tengo aquí, bien delante de mis
ojos, sales al aire mañana desde las dos a las seis de la tarde, como siempre. Más
aún, a las cuatro entrevistas a Clarence Clemons en los estudios. ¿Conoces a
Clarence Clemons, Rich?
—Clemons puede hablar perfectamente con Mike O’Hara en vez de hacerlo
conmigo.
—Clarence no quiere hablar con Mike, Rich. No quiere conversar con Bobby
Russel. Ni conmigo. Clarence es un fanático de Buford Kissdrivel y de Wyatt, el
Homicida de la Bolsa. Quiere hablar contigo, amigo mío. Y no tengo ningún
interés en encontrarme con un furioso saxofonista de ciento veinte kilos que
estuvo a punto de ser fichado por un equipo profesional de rugby, poniéndose
frenético en mi estudio.
—No tiene fama de frenético —dijo Rich—. Y estamos hablando de
Clarence Clemons, no de Keith Moon.
Hubo un silencio en la línea. Rich esperó, con paciencia.
—Estás bromeando, ¿verdad? —preguntó Steve, al fin. Sonaba quejumbroso
—. Porque, a menos que haya muerto tu madre, que te hayan descubierto un
tumor cerebral o algo por el estilo, esto es una putada.
—Tengo que irme, Steve.
—Entonces, ¿está enferma tu madre? ¿O murió?, Dios no lo permita.
—Murió hace diez años.
—¿Tienes un tumor cerebral?
—Ni siquiera un pólipo rectal.
—No le veo la gracia, Rich.
—No.
—Te estás portando como un maldito tramposo y eso no me gusta.
—A mí tampoco, pero tengo que irme.
—¿Adónde? ¿Por qué? ¿De qué se trata? Dímelo a mí.
—Me llamó alguien. Alguien a quien conocí hace mucho tiempo. En otro
lugar. En aquella época sucedió algo. Hice una promesa. Todos prometimos que
volveríamos si ese algo volvía a empezar. Y parece que ha empezado.
—¿De qué algo estás hablando, Rich?
—Preferiría no decírtelo. —Además, si te dijera la verdad me tomarías por
loco: no recuerdo nada.
—¿Cuándo hiciste esa famosa promesa?
—Hace mucho tiempo. En el verano de mil novecientos cincuenta y ocho.
Hubo otra larga pausa. Sin duda, Steve Covall estaba tratando de decidir si
Rich Discos Tozier, alias Buford Kissdrivel, alias Wyatt el Homicida de la Bolsa,
etcétera, etcétera, le estaba tomando el pelo o estaba sufriendo una especie de
colapso mental.
—Serías apenas un niño —dijo Steve, secamente.
—De once años. Para doce.
Otra larga pausa. Rich esperaba, paciente.
—Está bien —dijo Steve—. Cambiaré los turnos. Haré que Mike te
reemplace. Puedo llamar a Chuck Foster para que haga algunos turnos, supongo,
si descubro en qué restaurante chino se ha refugiado últimamente. Voy a hacer
todo esto porque hemos sido amigos durante mucho tiempo. Pero no olvidaré
jamás que me dejaste plantado, Rich.
—Corta el rollo —dijo Rich. Pero su dolor de cabeza iba de mal en peor.
Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. ¿O Steve lo tomaba por un
inconsciente?—. Necesito algunos días de licencia. Eso es todo. Y tú te portas
como si te hubiera cagado todos los planes.
—Algunos días de licencia ¿para qué? ¿Para la reunión de ex boy scouts en
las Cataratas de Letrina, Dakota del Norte, o en Villa Fregona, Virginia?
—En realidad, creo que es en las Cataratas de Letrina, Arkansas, viejo —dijo
Buford Kissdrivel con su gran Voz de barril vacío.
Pero Steve no se dejó distraer.
—¿Todo porque hiciste una promesa cuando tenías once años? ¡A los once
años no se hacen promesas en serio, por el amor de Dios! Y aunque así fuera,
Rich, tú me comprendes. Aquí no estamos en una compañía de seguros ni en un
despacho de abogados, sino el mundo del espectáculo, por Dios, y ya sabes de
qué se trata, coño. Si me hubieras avisado una semana atrás no estaría como
estoy, con el teléfono en una mano y una botella de whisky en la otra. Me estás
poniendo entre la espada y la pared y lo sabes, así que no insultes mi
inteligencia.
Steve estaba hablando casi a gritos. Rich cerró los ojos. No olvidaré jamás,
había dicho Steve y Rich suponía que era cierto. Pero Steve también había dicho
que los chicos de once años no hacen promesas en serio y eso no tenía nada de
cierto. Rich no recordaba cuál había sido la promesa y ni siquiera estaba seguro
de querer recordarlo, pero había sido muy en serio.
—Tengo que irme, Steve.
—Sí y ya te dije que me las puedo arreglar. Así que vete, vete y déjame
plantado, maldita sea.
—Steve, estás llev…
Pero Steve ya había colgado. Rich hizo lo propio. En el momento en que se
alejaba, el teléfono volvió a sonar. Aun antes de atender, supo que era otra vez
Steve, más furioso que nunca. A esas alturas no serviría de nada hablar con él, no
conseguiría más que empeorar las cosas. Deslizó hacia la derecha la llave que el
aparato tenía a un lado y la llamada enmudeció en medio de un timbrazo.
Subió la escalera, sacó dos maletas del armario y las llenó echando apenas
una mirada al montón de ropa: vaqueros, camisas, ropa interior, calcetines. Sólo
después descubriría que había llevado sólo ropa de niño. Transportó las maletas
a la planta baja.
En la pared del comedor había una fotografía del Gran Sur, en blanco y
negro, tomada por Ansel Adams Rich la hizo girar sobre los goznes ocultos
poniendo al descubierto una gran caja de hierro. Después de abrirla, se abrió
paso entre los papeles (aquí, la casa, cómodamente instalada entre la falla
geográfica y la banda de protección contra incendios, diez hectáreas de bosques
en Idaho, un manojo de acciones). Había comprado las acciones aparentemente
al azar (su corredor de Bolsa se agarraba la cabeza cuando lo veía llegar), pero
todas habían subido con el correr de los años. A veces le sorprendía que era casi
(no del todo, pero sí casi) rico. Todo por cortesía del rock and roll… y de las
Voces, por supuesto.
Una casa, bosques, acciones, póliza de seguro y hasta una copia de su último
testamento. Las ligaduras que te sujetan al mapa de tu vida, pensó.
Sintió un impulso, súbito y salvaje, de sacar el encendedor y prender fuego a
toda esa basura de Por-la-presente y Por-lo-tanto y El-portador-de-estecertificado… Y bien podía hacerlo: los papeles de su caja fuerte habían perdido,
de pronto, todo significado.
En ese momento le embargó el primer terror auténtico, y no tenía nada de
sobrenatural. Era sólo la súbita conciencia de que resultaba muy fácil acabar con
la propia vida. Eso no daba tanto miedo. Simplemente, se acercaba el ventilador
a lo que se había recolectado durante años y se lo encendía. Fácil. Era cuestión
de quemarla o aventarla y entonces lanzarse a la carretera.
Detrás de los papeles, que eran sólo primos segundos del efectivo, estaba el
efectivo de verdad. Cuatro mil dólares en billetes de a diez, veinte y cincuenta.
Al cogerlo para guardárselos en el bolsillo de los vaqueros se preguntó si
acaso no había sabido lo que estaba haciendo al poner allí el dinero: cincuenta un
mes, ciento veinte el siguiente, a lo mejor sólo diez el próximo. Dinero de viejo
escondido en los agujeros de las ratas. Dinero para lanzarse a la carretera.
«Terrorífico, macho», se dijo, notando apenas su propia voz. Tenía los ojos
perdidos en la playa que aparecía a través del ventanal. Estaba desierta, los
chicos del surfing se habían marchado; la pareja de luna de miel (si eso eran),
también.
Pues sí, doctor, ahora lo recuerdo todo. ¿Recuerda a Stanley Uris, por
ejemplo? Puede apostar su pellejo… ¿Recuerda cómo solíamos decir eso
creyendo que era el gran chiste? Los gamberros le llamaban Stanley Urina.
«¡Eh, Urina! ¡Eh, maldito asesino de Cristo! ¿Adónde vas? ¿A que uno de tus
amigos maricones te la chupe?»
Cerró la caja fuerte con violencia y volvió a dejar el cuadro en su sitio de un
manotazo. ¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba en Stanley Uris? Rich se había
marchado de Derry con su familia en la primavera de 1960 y qué pronto se
habían desvanecido todas aquellas caras, su pandilla, ese triste puñado de
perdedores con su caseta en lo que se llamaba entonces Los Barrens[8], gracioso
nombre para un lugar de tan lujuriosa vegetación. Fingiéndose exploradores en
la selva o marines luchando en los archipiélagos del Pacífico tomados por los
japoneses, fingiéndose constructores de presas, vaqueros, hombres del espacio
en un mundo selvático, fingiéndose todo lo que a uno se le puede ocurrir, pero se
le ocurra lo que se le ocurra, no olvidemos de qué se trataba en realidad: se
trataba de esconderse. Esconderse de los matones. Esconderse de Henry Bowers
y de Victor Criss y de Belch Huggins y de todos los demás. Qué hatajo de
perdedores habían sido: Stanley Uris con su narizota de chico judío; Bill
Denbrough, que no podía decir otra cosa que «¡Hai-yo, Silver!» sin tartamudear
de tal manera que lo sacaba a uno de quicio; Beverly Marsh, con sus moretones
y sus cigarrillos enrollados en las mangas de la blusa; Ben Hanscom, tan enorme
que parecía la versión humana de Moby Dick y Richie Tozier, con sus gafas
gruesas y sus sobresalientes y su boca sabihonda y su cara pidiendo que la
transformasen a golpes en formas nuevas y estimulantes. ¿Había una palabra que
resumiese lo que habían sido? Oh, sí. Siempre la hubo. Le mot juste. En este
caso, le mot juste era desastres.
Cómo volvía… cómo volvía todo… y allí estaba, en su madriguera,
temblando con el desamparo de un pájaro sin nido en medio de una tormenta,
temblando porque recordaba mucho más que a aquellos chicos de la infancia.
Había otras cosas, cosas que en muchos años no habían vuelto por su cabeza,
cosas que ahora temblaban rozando la superficie.
Cosas sangrientas.
Una oscuridad. Qué oscuridad.
La casa de la calle Neibolt y Bill gritando: ¡Tú, m-m-mataste a mi hermano,
hijo de p-p-puta!
¿Lo recordaba ahora? Lo justo para no querer recordar nada más. Puedes
apostar tu pellejo.
Un olor a basura, un olor a mierda y un olor a algo más. Algo peor que la
mierda y la basura. Era el olor de la bestia, el olor de Eso, allá en la oscuridad,
bajo Derry, donde las máquinas atronaban incesantemente.
Se acordó de George…
Pero eso fue demasiado. Corrió al baño, tropezando en el trayecto con su
poltrona; estuvo a punto de caer. Llegó… pero apenas. Patinó por los lustrosos
mosaicos hasta el inodoro, de rodillas, como un loco bailarín de breakdance;
agarrándose a los bordes, vomitó cuanto tenía en las entrañas. Pero ni siquiera
así se le pasó. De pronto vio a Georgie Denbrough como si hubiera estado con él
el día anterior. George, que había sido el comienzo de todo; Georgie, asesinado
en el otoño de 1957. Georgie había muerto justo después de la inundación, con
uno de los brazos arrancado de su articulación, y Rich había bloqueado todo en
su memoria. Pero a veces esas cosas vuelven, claro que sí. Vuelven, a veces
vuelven.
Pasó el espasmo y Rich buscó a tientas el botón del depósito. Hubo un rugir
de agua. La cena que había comido temprano, regurgitada en trozos calientes,
desapareció discretamente por las tuberías.
Hacia las cloacas.
Hacia el palpitar, el hedor y la oscuridad de las cloacas.
Bajó la tapa, apoyó en ella la frente y empezó a llorar. Era la primera vez que
lloraba desde la muerte de su madre, en 1975. Sin siquiera pensar en lo que
estaba haciendo, ahuecó las manos bajo los ojos; las lentillas de contacto se
deslizaron hacia fuera y quedaron en la palma de su mano, centelleando.
Cuarenta minutos después, sintiéndose como si hubiera salido de un encierro,
purificado, de algún modo, arrojó sus maletas al maletero de su MG y sacó el
coche del garaje. La luz ya menguaba. Miró su casa, con sus nuevas plantas y
miró la playa, el agua que había tomado el brillo de la esmeralda clara, partido
por una estrecha senda de oro batido. Y sintió la convicción de que jamás
volvería a ver nada de todo eso, que era un muerto ambulante.
—Ahora vuelvo al hogar —susurró Rich Tozier, para sí—. Vuelvo al hogar,
que Dios me ampare, vuelvo al hogar.
Puso la primera y arrancó sintiendo, una vez más, lo fácilmente que había
caído en una grieta insospechada de lo que fuera una vida aparentemente sólida,
la facilidad con que se volvía al lado oscuro, saliendo del azul del cielo al negro
de la nada.
Del azul al negro, sí, eso era. Allí donde cualquier cosa podía estar
esperando.
3
Ben Hanscom toma una copa
Si uno hubiera querido, en esa noche del 28 de mayo de 1985, encontrarse con el
hombre al que la revista Time consideraba «tal vez la mayor promesa entre los
jóvenes arquitectos norteamericanos», («Los jóvenes turcos y la conservación de
la energía urbana», Time, 15 de octubre de 1984), tendría que haber tomado
hacia oeste al salir de Omaha, por la Interestatal 80, girando por la salida de
Swedholm hasta el centro de la ciudad (que no llega a mucho). Allí tendría que
salir por la 92 a la altura de Bucky’s (especialidad de la casa: escalope de pollo).
Y luego girar a la derecha para tomar la 63 que cruza como un hilo el desierto
pueblito de Gatlin, y entrar, finalmente a Hemingford Home.
El centro de Hemingford Home hace que el de Swedholm parezca la ciudad
de Nueva York. El distrito comercial consiste en ocho edificios, cinco de un lado
y tres del otro. Allí está la peluquería «Buen Korte» (en el escaparate, un letrero
escrito a mano, reza: SI ERES HIPPY VE A CORTARSE EL PELO A HOTRA
PARTE) el cine de reestreno, la tienda de baratijas. Hay una sucursal del «Banco
de Propietarios de Vivienda de Nebraska», una estación de servicio, una
farmacia y la ferretería Nacional, Artículos para Granja, único negocio de la
ciudad que luce medianamente próspero.
Además, cerca del extremo de la calle principal, algo apartado de los otros
edificios, como un paria y, apoyado en el borde de la gran nada, está el clásico
bar de carretera: «La Rueda Roja». Si uno hubiera llegado tan lejos, habría visto
en el aparcamiento de tierra salpicado de baches un viejo «Cadillac 1968»,
descapotable, con antenas dobles en la parte trasera. La placa de identificación
decía, simplemente: «EL CADDY DE BEN». Y dentro, caminando hacia el
mostrador, uno habría encontrado al hombre: flaco, quemado por el sol, vestido
con una camisa de cambray, vaqueros desteñidos y polvorientas botas de trabajo,
bastante gastadas. Tenía leves patas de gallo alrededor de los ojos, pero en
ninguna otra parte. Tenía treinta y ocho años, pero aparentaba, tal vez, diez
menos.
—Hola, señor Hanscom —dijo Ricky Lee, poniendo una servilleta de papel
en el mostrador mientras Ben se sentaba.
Ricky Lee parecía algo sorprendido, y lo estaba. Hasta entonces, nunca había
visto a Hanscom en «La Rueda» un día de semana. Acudía regularmente todos
los viernes por la noche y tomaba dos cervezas. Los sábados por la noche
tomaba cuatro o cinco. Siempre preguntaba por los tres hijos varones de Ricky
Lee. Siempre dejaba una propina de cinco dólares bajo la jarra de cerveza,
cuando se retiraba. Tanto en la conversación profesional como en el aprecio
personal, era holgadamente el cliente favorito de Ricky Lee. Los diez dólares
semanales (y los cincuenta que dejaba bajo la jarra en cada Navidad, desde hacía
cinco años) eran más que suficientes, pero mucho más valía la compañía de ese
hombre. Una compañía digna siempre era una rareza, pero en un antro de mala
muerte como ése, donde lo más común es la cháchara barata, escaseaba más que
los dientes en mandíbula de gallina.
Aunque Hanscom tenía sus raíces en Nueva Inglaterra y había hecho sus
estudios en California, poseía algo más que un toque de tejano extravagante.
Ricky Lee esperaba siempre la llegada de Ben Hanscom los viernes y sábados
por la noche, porque había aprendido, con el correr de los años, que podía contar
con su presencia allí. El señor Hanscom podía estar construyendo un rascacielos
en Nueva York (donde ya tenía tres edificios que habían dado mucho que
hablar), una galería de arte en Redondo Beach o una galería comercial en Salt
Lake City. Pero llegado el viernes por la noche, la puerta que daba al
aparcamiento se abriría, entre las ocho y las nueve y media, para darle paso,
como si viviera apenas al otro lado de la ciudad y hubiera decidido pasar por allí
porque no había nada en la tele. Tenía avión propio y un aeródromo particular en
su granja de Junkins.
Dos años antes, había estado en Londres diseñando y dirigiendo la
construcción del nuevo centro de comunicaciones de la «BBC», edificio que aún
provocaba acaloradas discusiones en la prensa británica. (The Guardian: «El más
bello, quizá, entre los edificios construidos en Londres en los últimos veinte
años»; el Mirror: «Descontando la cara de mi suegra después de una pelea en el
bar, lo más feo que he visto en mi vida».) Cuando el señor Hanscom aceptó ese
trabajo, Ricky Lee había pensado: Bueno, algún día volveré a verlo. O tal vez se
olvide completamente de nosotros. Y ciertamente, el viernes siguiente a su
partida hacia Inglaterra había pasado sin que se supiera nada de él, aunque Ricky
Lee levantaba involuntariamente la mirada cada vez que se abría la puerta, entre
las ocho y las nueve y media. Bueno, alguna vez volveré a verlo. Quizás. Alguna
vez resultó ser a la noche siguiente. A las nueve y cuarto se abrió la puerta y Ben
Hanscom entró, con sus vaqueros, una remera y sus viejas botas de correas,
como si viniera apenas desde el otro lado de la ciudad. Y cuando Ricky le gritó,
casi con júbilo: «¡Señor Hanscom, Dios sagrado! ¿Qué está haciendo aquí?», el
señor Hanscom, había puesto cara de leve sorpresa, como si no hubiera nada de
raro en el hecho de que él estuviera allí. Tampoco había sido la única vez:
apareció todos los sábados durante los dos años que le llevó terminar su parte
activa en el trabajo de la «BBC». Salía de Londres cada sábado por la mañana, a
las once, en el Concorde (explicaba al fascinado Ricky Lee) y llegaba al
aeropuerto Kennedy de Nueva York a las diez y cuarto de la mañana… cuarenta
y cinco minutos antes de haber salido de Londres, al menos según el reloj. (Por
Dios, es como viajar en el tiempo, ¿no?, había comentado Ricky Lee,
impresionado). Una limusina lo esperaba para llevarlo al aeropuerto Teterboro,
de Nueva Jersey, viaje que habitualmente consumía menos de una hora los
sábados por la mañana. Sin mayores problemas, podía estar en la cabina de su
Lear antes de mediodía; aterrizaba en Junkins a eso de las dos y media. Si uno
iba hacia el oeste a la debida velocidad, contaba a Ricky, el día parecía durar una
eternidad. Dormía una siesta de dos horas, pasaba una hora más con su capataz y
media con su secretaria. Después de la cena, iba a pasar una hora y media en «La
Rueda Roja».
Siempre llegaba solo, siempre se sentaba en la barra y siempre se marchaba
tal como había venido, aunque bien sabía Dios, que, en esa parte de Nebraska,
había muchas mujeres que habrían dado cualquier cosa por follar con él hasta
dejarlo seco. De regreso en su granja, después de dormir seis horas, el proceso se
invertía.
Ricky nunca había dejado de impresionar a un parroquiano contándole esa
historia. A lo mejor es gay, había sugerido una mujer, cierta vez. Ricky le echó
una breve mirada apreciando su cuidadoso peinado, sus ropas hechas a medida,
sin duda por diseñadores finos, sus pendientes de brillantes, la expresión de sus
ojos, y comprendió que venía del Este, probablemente de Nueva York, para
hacer una breve y obligatoria visita a un pariente, tal vez a una antigua
compañera de estudios, y no veía la hora de regresar. No, había contestado, el
señor Hanscom no era ningún marica. Ella había sacado un paquete de
cigarrillos para ponerse uno entre los labios rojos, lustrosos, a la espera de que él
se lo encendiera. ¿Cómo lo sabe?, había preguntado, con una sonrisita. Pues lo
sé, había contestado él. Y así era. Pensó decirle: Creo que es el hombre más
solitario que he visto en mi vida, pero no iba a decir una cosa así a esa
neoyorquina que lo miraba como si fuera un ejemplar raro y divertido.
Esa noche, el señor Hanscom parecía algo pálido, algo distraído.
—Hola, Ricky Lee —dijo, sentándose. Después se dedicó a estudiarse las
manos.
Ricky Lee sabía que iba a pasar los seis, siete u ocho meses siguientes en
Colorado Springs, supervisando la construcción de un Centro Cultural, amplio
complejo de seis edificios insertado en la ladera de una montaña. Cuando esté
terminado, la gente dirá que parece como si un niño gigantesco hubiera dejado
sus bloques de juguete sembrados en una escalera —había dicho Ben a Ricky
Lee—. Bueno, no todos, pero sí algunos y tendrán razón a medias. Pero creo
que va a funcionar. Es lo más grande que he intentado y hacerlo va a dar mucho
miedo, pero creo que va a funcionar.
Ricky Lee se dijo que, probablemente, el señor Hanscom tenía un poco de
ese miedo que sienten los actores al salir al escenario. No tenía nada de
asombroso ni de malo. Cuando uno llega tan alto como para llamar la atención,
llega tan alto como para atraer los tiros. O a lo mejor le había picado el bicho de
la gripe. El bicho ese estaba muy activo por ahí.
Ricky Lee sacó una jarra para cerveza y estiró la mano hacia el grifo.
—De eso no, Ricky Lee.
Ricky Lee se volvió sorprendido… y cuando Ben Hanscom levantó los ojos
de sus manos, se sintió súbitamente asustado. Porque el señor Hanscom no
parecía tener miedo al escenario, ni a la gripe que amenazaba por ahí ni a nada
de eso. Parecía haber recibido un golpe terrible, como si aún estuviera tratando
de entender qué diablos le había caído encima.
Murió alguien. Aunque no sea casado, todo el mundo tiene familia. Seguro
que alguien la palmó en la suya. Es eso, tan seguro como que la mierda baja del
retrete.
Alguien echó una moneda en el tocadiscos automático y Barbara Mandrell
comenzó a cantar algo sobre un hombre ebrio y una mujer solitaria.
—¿Se siente bien, señor Hanscom?
Ben Hanscom miró a Ricky Lee con ojos que, de pronto, parecían diez… no,
veinte años más viejos que el resto de su cara, y Ricky Lee se quedó atónito al
observar que el señor Hanscom estaba encaneciendo. Hasta entonces no le había
visto canas.
Hanscom sonrió. Fue una sonrisa espantosa, horrible. Como ver sonreír a un
cadáver.
—Creo que no, Ricky Lee. No, señor. Esta noche no me siento nada bien.
Ricky Lee dejó la jarra y se acercó a él. El bar estaba tan desierto como si
fuera un lunes por la noche, bien lejos de la temporada de campeonatos. No
había siquiera veinte parroquianos de los que pagan. Annie estaba sentada junto
a la puerta de la cocina jugando a las cartas con la cocinera.
—¿Malas noticias, señor Hanscom?
—Malas noticias, eso es. Malas noticias de casa.
Miraba a Ricky Lee. Miraba a través de Ricky Lee.
—Lo siento, señor Hanscom.
—Gracias, Ricky Lee.
Quedó en silencio. Ricky Lee iba a preguntarle si podía ayudarlo en algo
cuando él dijo:
—¿Qué whisky sirves aquí, Ricky Lee?
—Para los demás, Four Roses. Pero para usted tengo Wild Turkey.
Hanscom sonrió un poquito.
—Muy amable de tu parte, Ricky Lee. Creo que debes darme esa jarra,
después de todo. Lo que harás será llenarla de Wild Turkey.
—¿Llenarla? —repitió Ricky Lee, francamente atónito—. ¡Coño, voy a
tener que sacarlo de aquí rodando! —O llamar a una ambulancia, pensó.
—Esta noche, no —dijo Hanscom—. No creo.
Ricky Lee miró cautelosamente al señor Hanscom a los ojos, para ver si tal
vez bromeaba. Le llevó menos de un segundo comprobar que no. Así que sacó la
jarra del bar y la botella de Wild Turkey de la estantería. Cuando comenzó a
servir, el cuello de la botella repiqueteaba contra el borde de la jarra. Contempló
el gorgoteo del líquido, fascinado a pesar suyo. Ricky Lee decidió que el señor
Hanscom tenía, después de todo, bastante de tejano. Nunca en su vida había
servido ni volvería a servir semejante medida de whisky.
Qué llamar a una ambulancia. Si llega a tomarse todo esto, tendré que
llamar a Parker & Walters en Swedholm para que me manden una carroza
fúnebre.
De cualquier modo, le llevó la jarra y se sentó frente a él. Cierta vez, el padre
de Ricky Lee le había dicho que si un hombre estaba en su sano juicio, uno debía
darle lo que quisiera y pudiera pagar, fuera meados o veneno. Ricky Lee no sabía
si el consejo era bueno o no, pero sí que, cuando uno explotaba un bar para vivir,
hacía bastante por evitar que la conciencia lo convirtiera en carnada para
caimanes.
Hanscom miró el monstruoso trago por un momento, pensativo. Luego
preguntó:
—¿Cuánto te debo por esto, Ricky Lee?
El tabernero meneó lentamente la cabeza, sin apartar la vista de la jarra llena.
No quería levantarla y encontrarse con esos ojos fijos, hundidos en las órbitas.
—No —dijo—. Éste corre por cuenta de la casa.
Hanscom volvió a sonreír con más naturalidad.
—Vaya, gracias, Ricky Lee. Ahora voy a mostrarte algo que aprendí en Perú,
en 1978, cuando trabajaba con un tipo llamado Frank Billings… estudiando a
sus órdenes, podría decirse. Pescó una fiebre y los médicos le inyectaron un
millón de antibióticos diferentes, sin que ninguno de ellos le hiciera efecto. Pasó
dos semanas ardiendo y al fin murió. Lo que voy a mostrarte es algo que aprendí
de los indios que trabajaban en el proyecto. El brebaje local es bastante potente.
Si uno toma un trago, le parece suave, no hay problema, pero de pronto es como
si alguien hubiera encendido un soldador dentro de la boca apuntándolo hacia la
garganta. Sin embargo, los indios lo beben como si fuera Coca-Cola y rara vez vi
a alguno borracho, mucho menos con resaca. Nunca tuve valor para intentar lo
que ellos hacen, pero creo que esta noche voy a probar. Tráeme unas rodajas de
limón, de las que tienes allí.
Ricky Lee le llevó cuatro y las dejó pulcramente en una servilleta junto a la
jarra de whisky. Hanscom tomó una, inclinó la cabeza hacia atrás como si fuera a
ponerse gotas en los ojos y comenzó a exprimir jugo de limón en su fosa nasal
derecha.
—¡Dios! —exclamó Ricky Lee, horrorizado.
La garganta de Hanscom se contrajo. Su rostro enrojeció… y Ricky Lee vio
cómo le corrían lágrimas por la cara, hacia las orejas. En ese momento, el
tocadiscos automático emitía algo de los Spinners: «Oh, Señor, no sé cuánto más
puedo aguantar».
Hanscom buscó a tientas en el mostrador, cogió otra rodaja de limón y
exprimió el jugo en la otra fosa nasal.
—Se va a matar, coño —susurró Ricky Lee.
Hanscom dejó caer en el mostrador las dos rodajas exprimidas. Tenía los ojos
de un color rojo furioso y respiraba en jadeos entrecortados. De la nariz le
goteaba el claro jugo de limón hasta las comisuras de la boca. Buscó a tientas la
jarra, la levantó y bebió una tercera parte. Ricky Lee, petrificado, observó el
subir y bajar de su nuez de Adán.
Hanscom dejó la jarra a un lado, se estremeció dos veces e hizo una señal de
asentimiento con la cabeza. Luego miró a Ricky Lee y sonrió un poquito. Ya no
tenía los ojos enrojecidos.
—El resultado es el que ellos decían. Uno está tan preocupado por la nariz
que ni siquiera siente lo que está bajando por la garganta.
—Usted se ha vuelto loco, señor Hanscom —dijo Ricky Lee.
—¿Apostarías tu pellejo? ¿Recuerdas esa frase, Ricky Lee? La decíamos
cuando éramos pequeños, ¿verdad? «Apuesto mi pellejo». ¿Nunca te dije que yo
era gordo?
—No, señor, nunca —susurró Ricky Lee. Ya estaba convencido de que el
señor Hanscom había recibido una noticia tan horrible que lo había vuelto
loco… al menos, momentáneamente.
—Era una verdadera bola de grasa. Nunca jugaba al béisbol ni al baloncesto.
Si jugábamos a cogernos, era el primero que atrapaban. Vivía tropezando
conmigo mismo. Era gordo, ya lo creo. Y en mi ciudad natal había unos tíos que
la tomaban siempre conmigo. Había un individuo llamado Reginald Huggins, al
que todo el mundo llamaba Belch[9]. Y otro que se llamaba Victor Criss y
algunos más. Pero el verdadero cerebro de la combinación era un tal Henry
Bowers. Si alguna vez pisó este mundo un chico auténticamente malo, Ricky
Lee, ese chico fue Henry Bowers. Yo no era el único con quien la tomaba. El
problema era que yo no podía correr como los otros.
Hanscom se desabotonó la camisa y la abrió. Al inclinarse hacia adelante,
Ricky Lee vio una rara cicatriz retorcida en el vientre del señor Hanscom, por
encima del ombligo. Blanca, fruncida y vieja. Era una letra. Alguien había
dibujado a tajos la letra H en el vientre de ese hombre, probablemente mucho
antes de que fuera hombre.
—Esto me lo hizo Henry Bowers. Hace como mil años. Y puedo
considerarme afortunado de no llevar todo su nombre grabado aquí.
—Señor Hanscom…
Hanscom tomó las otras dos rodajas de limón, una en cada mano. Inclinó la
cabeza hacia atrás y las exprimió como si fueran gotas nasales. Con un
estremecimiento desquiciante, las dejó a un lado y bebió dos grandes tragos de la
jarra. Volvió a estremecerse, un trago más y luego buscó a tientas el borde
acolchado del mostrador, con los ojos cerrados. Por un momento se cogió a él
como si fuese en un velero y se estuviese aferrando a la barandilla para buscar
apoyo en mar picada. Por fin volvió a abrir los ojos y sonrió al tabernero.
—Podría pasar toda la noche montado en este toro —dijo.
—Señor Hanscom, me haría un favor si dejara de hacer eso —dijo Ricky
Lee, nervioso.
Annie se acercó al lugar de las camareras con su bandeja y pidió un par de
cervezas. Ricky Lee las puso y se las llevó. Sentía las piernas como de goma.
—¿El señor Hanscom está bien, Ricky Lee? —preguntó Annie.
Estaba mirando por encima del hombro de su patrón, que se volvió para
seguir la dirección de su mirada. Hanscom, inclinado sobre la barra, escogía
algunas rodajas de limón tomándolas de la bandeja en donde Ricky Lee tenía los
ingredientes para dar sabor a las bebidas.
—No lo sé —dijo—. Me parece que no.
—Bueno, deja de rascarte el culo y haz algo. —Annie, como casi todas las
mujeres, tenía predilección por Ben Hanscom.
—No sé. Mi padre siempre decía que cuando un hombre está en sus cabales
y pide…
—Tu padre tenía menos cabeza que una ardilla —aseguró Annie—. Olvídate
de lo que decía tu padre. Tienes que detenerlo, Ricky Lee. Se puede matar.
Recibidas las órdenes, Ricky Lee se acercó nuevamente a Ben Hanscom.
—Señor Hanscom, me parece que, en realidad, ya ha tomado bast…
Hanscom echó la cabeza hacia atrás. Exprimió. Esa vez aspiró el jugo de
limón como si fuera cocaína. Tragó el whisky como si fuera agua. Y miró a
Ricky Lee, solemnemente.
—Bingo-banga, vi a toda la banda bailando en la sala de mi casa —dijo, y se
echó a reír.
En la jarra sólo quedaba, aproximadamente, un dedo de whisky.
—Sí, ya basta —aseguró Ricky Lee, alargando la mano hacia la jarra.
Hanscom lo apartó suavemente.
—El daño ya está hecho, Ricky Lee —dijo—. El daño ya está hecho, viejo.
—Señor Hanscom, por favor…
—Tengo algo para tus chicos, Ricky Lee, casi lo olvido.
Llevaba puesto un chaleco descolorido y sacó algo de uno de sus bolsillos.
Ricky Lee oyó un tintineo apagado.
—Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años —dijo el cliente. No había en
su voz la menor gangosidad—. Dejó unas cuantas deudas y esto. Quiero que se
lo des a tus chicos, Ricky Lee.
Y puso tres dólares de plata en el mostrador, donde centellearon bajo las
luces suaves. Ricky Lee contuvo la respiración.
—Es muy amable, señor Hanscom, pero no puedo…
—Había cuatro, pero di uno de ellos a Bill el Tartaja y a los otros. Billy
Denbrough, así se llamaba en realidad. Nosotros le llamábamos Bill el Tartaja,
así como decíamos «apuesto mi pellejo». Era uno de los mejores amigos que he
tenido en mi vida. Y he tenido unos cuantos, ¿sabes? Aun gordo como era, tenía
unos cuantos amigos. Bill el Tartaja es ahora un escritor.
Ricky Lee apenas lo escuchaba. Estaba mirando, fascinado, los dólares de
plata: 1921, 1923 y 1924. Sólo Dios sabía cuánto podían valer, sólo por el peso
en plata pura.
—No puedo aceptarlos —repitió.
—Pero yo insisto en que los aceptes.
El señor Hanscom tomó la jarra y la vació por completo. Por entonces, ya
debería haber estado en el suelo, pero sus ojos no se apartaban de los de Ricky
Lee. Estaban acuosos y muy inyectados en sangre, pero Ricky Lee habría jurado
sobre un montón de Biblias que también estaban sobrios.
—Me está asustando un poco, señor Hanscom —dijo Ricky Lee.
Dos años antes, Gresham Arnold, borracho de cierta reputación en la zona,
había entrado en «La Rueda Roja» con un cilindro de monedas de a veinticinco y
un billete de veinte dólares metido en la cinta del sombrero. Entregó las monedas
a Annie con instrucciones de ponerlas de a cuatro en el tocadiscos automático.
Luego puso los veinte dólares en el mostrador e indicó a Ricky Lee que sirviera
una copa a todos los presentes. Ese borracho, ese tal Gresham Arnold, había sido
mucho antes una estrella del baloncesto que jugaba en los Carneros de
Hemingford. Por primera y probablemente por última vez, había llevado a su
equipo al primer puesto de la liga nacional de institutos, en 1961. Ante el joven
parecía abrirse un futuro casi sin límites. Pero había abandonado la universidad
en el primer semestre, víctima de la bebida, las drogas y las fiestas
interminables. Volvió a su casa, destrozó el descapotable amarillo que sus padres
le habían regalado por su graduación y consiguió trabajo como jefe de
vendedores en el negocio de su padre, que era representante de John Deere.
Pasaron cinco años. El padre no se decidía a despedirlo, de modo que acabó por
vender el negocio y se retiró a Arizona, perseguido y envejecido antes de tiempo
por la inexplicable (y al parecer irreversible) degeneración de su hijo. Mientras
el negocio era de su padre y podía fingir, siquiera, que trabajaba, Arnold hizo
algún esfuerzo por moderarse con la bebida. Después se dejó ganar por
completo. A veces, se ponía peligroso, pero la noche en que apareció con las
monedas e invitó a todos los presentes, estaba más dulce que un caramelo. Todo
el mundo le dio las gracias con amabilidad. Annie pasaba las canciones de Moe
Bandy porque a Gresham Arnold le gustaba el viejo Moe Bandy. Sentado en la
barra (en el mismo taburete que ocupaba el señor Hanscom en esos momentos,
notó Ricky Lee con creciente intranquilidad), bebió tres o cuatro whiskys con
bíter, cantando al compás de los discos, sin causar problemas. Cuando Ricky Lee
cerró «La Rueda», él volvió a su casa y se colgó de su cinturón en una viga de la
planta alta. Gresham Arnold tenía los mismos ojos de Ben Hanscom, aquella
noche.
—¿Así que estoy asustándote un poco? —preguntó Hanscom, sin apartar la
vista de la jarra y cruzó pulcramente las manos frente a aquellos tres dólares de
plata—. Es probable. Pero no estarás tan asustado como yo, Ricky Lee. Pide a
Dios que no te deje estar nunca tan asustado.
—Bueno, pero ¿qué pasa? —preguntó Ricky Lee—. A lo mejor… —se mojó
los labios—. A lo mejor puedo echarle una mano.
—¿Qué pasa? —Ben Hanscom se echó a reír—. Bueno, no mucho. Esta
noche recibí una llamada de un viejo amigo. Un tío llamado Mike Hanlon. Me
había olvidado completamente de él, Ricky Lee, pero eso no me asustó tanto.
Después de todo, nos conocimos siendo chicos y los chicos olvidan, ¿verdad?
Por supuesto. Apuesto mi pellejo. Lo que me asustó fue que, a medio camino
hacia aquí, me di cuenta de que no sólo me había olvidado de Mike: me había
olvidado completamente de mi infancia.
Ricky Lee se limitó a mirarlo. No comprendía lo que ese hombre estaba
diciendo, pero se veía asustado, eso sí. No cabía duda. Parecía extraño en Ben
Hanscom, pero era cierto.
—Te digo que me había olvidado de todo —dijo, golpeando ligeramente el
mostrador con los nudillos, para dar énfasis—. ¿Has oído alguna vez de una
amnesia tan absoluta que uno ni siquiera se dé cuenta de que tiene amnesia?
Ricky Lee sacudió la cabeza.
—Yo tampoco. Pero esta noche, mientras venía hacia aquí, me vino todo de
golpe. Recordaba a Mike Hanlon, pero sólo porque él me había llamado por
teléfono. Me acordaba de Derry, pero sólo porque él me había llamado desde
allá.
—¿Derry?
—Y eso era todo. Me di cuenta de que no pensaba en mi infancia desde…
No sé siquiera desde cuándo. Y entonces, justo en ese momento, volvió todo, en
un torrente. Como lo que hicimos con el cuarto dólar de plata, por ejemplo.
—¿Qué hicieron con él, señor Hanscom?
El ingeniero miró su reloj y, de pronto, bajó de su taburete. Se tambaleó un
poquito, apenas. Eso fue todo.
—No puedo permitir que se me escape el tiempo —dijo—. Esta noche tengo
que volar.
Ricky Lee puso inmediatamente expresión de alarma. Hanscom se echó a
reír.
—No seré yo quien pilote el avión. Esta vez no. Voy con United Airlines,
Ricky Lee.
—Ah. —Seguramente se le veía el alivio en la cara, pero no importaba—.
¿Adónde va?
Hanscom aún tenía la camisa abierta. Observó pensativamente las líneas
blancas, melladas, de la vieja cicatriz, y comenzó a abotonarse la camisa.
—¿No te lo dije, Ricky Lee? A casa. Vuelvo a casa. Da esos dólares a tus
chicos.
Echó a andar hacia la puerta. Algo en su modo de caminar, hasta en la
manera de tirarse de los pantalones, aterrorizó a Ricky Lee. De pronto se parecía
tanto al difunto y poco llorado Gresham Arnold que era como ver a un fantasma.
—¡Señor Hanscom! —gritó, alarmado.
Hanscom se volvió. Ricky Lee dio un rápido paso hacia atrás. Su trasero
chocó contra la estantería, las copas tintinearon brevemente y las botellas se
golpearon entre sí. Había dado ese paso atrás porque, de pronto, tenía la
seguridad de que Ben Hanscom estaba muerto. Sí, Ben Hanscom yacía muerto
en algún lugar, en una zanja, en un desván, tal vez en un armario, con el cinturón
alrededor del cuello y las punteras de sus costosas botas colgando a cinco
centímetros del suelo. Esa cosa que estaba allí, junto al tocadiscos automático,
mirándolo con fijeza, era un espectro. Fue sólo un momento, pero bastó para
cubrirle el acelerado corazón con una capa de hielo. Estaba seguro de ver las
sillas y las mesas a través de ese hombre.
—¿Qué pasa, Ricky Lee?
—N-n-o, nada.
Ben Hanscom miraba a Ricky Lee con los ojos bordeados por dos medias
lunas de color púrpura. Sus mejillas ardían. Tenía la nariz roja e irritada.
—Nada —susurró Ricky Lee otra vez.
Pero no podía apartar la vista de esa cara, la cara de un hombre que ha
muerto hundido en el pecado y se yergue, duro, ante la humeante puerta del
infierno.
—Yo era gordo y éramos pobres —dijo Ben Hanscom—. Ahora me acuerdo.
Y recuerdo que alguien, una niña llamada Beverly o Bill el Tartaja, me salvó la
vida con un dólar de plata. Me vuelvo loco de miedo por lo que pueda seguir
recordando esta noche. Pero no importa lo asustado que pueda estar, porque de
todos modos volverá. Todo está allí, como una gran burbuja que crece en mi
mente. Y voy igual, porque todo lo que he conseguido, lo que ahora tengo, se
debe, de algún modo, a lo que hicimos entonces, y en este mundo hay que pagar
lo que se recibe. Tal vez por eso Dios nos hizo niños, para empezar cerca del
suelo; Él sabe que uno debe caerse muchas veces y sangrar mucho antes de
aprender esa simple lección. Se paga por lo que se recibe, se posee lo que se
paga… y, tarde o temprano, lo que se posee vuelve a uno.
—Volverá este fin de semana, ¿verdad? —preguntó Ricky Lee, con los labios
entumecidos. En su creciente aflicción, sólo eso le servía de apoyo—. Volverá
este fin de semana, como siempre, ¿verdad?
—No lo sé —dijo Hanscom, con una sonrisa horrible—. Esta vez estaré
mucho más lejos que en Londres, Ricky Lee.
—¡Señor Hanscom…!
—Da esas monedas de plata a tus chicos —repitió.
Y se escurrió hacia la noche.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó Annie, pero Ricky Lee no le hizo caso.
Levantó la tabla divisoria de la barra y corrió a una de las ventanas que
daban al aparcamiento. Vio que se encendían los faros del Caddy de Hanscom,
oyó el ronroneo del motor. El coche salió del aparcamiento levantando tras de sí
una cola de gallo de polvo. Las luces traseras se redujeron a puntos rojos por la
autopista 63. El viento nocturno de Nebraska comenzó a dispersar el polvo.
—Se toma un barril entero y tú lo dejas irse con ese cochazo —protestó
Annie—. Qué bien, Ricky Lee.
—No te preocupes.
—Se va a matar.
Y aunque eso había estado pensando Ricky Lee, menos de cinco minutos
antes, giró hacia ella en el momento en que las luces traseras desaparecían de la
vista y sacudió la cabeza.
—No lo creo —dijo—. Aunque, por el modo en que estaba, sería mejor que
se matara.
—¿Qué te dijo?
Él meneó la cabeza. Todo estaba confuso en su mente y la suma total carecía
de significado.
—No tiene importancia. Pero no creo que volvamos a ver a ese hombre.
Nunca más.
4
Eddie Kaspbrak toma su medicamento
Si uno quiere saber todo cuanto puede saberse del norteamericano de clase
media, hombre o mujer, al acercarse al final de este milenio, basta con echar un
vistazo a su botiquín. Al menos, eso se ha dicho. Pero, ¡por Dios!, echemos un
vistazo al que Eddie Kaspbrak está abriendo después de apartar
misericordiosamente su cara blanca y sus grandes ojos fijos.
En el estante superior hay Anacin, Excedrin, Excedrin PM, Contac, Gelusil,
Tylenol y un gran frasco azul de Vicks. Hay una botella de Vivarin, otra de
Serutan y dos de Leche de Magnesia Phillips: la común, que tiene gusto a tiza
líquida, y el nuevo sabor a menta, que tiene gusto a tiza líquida con sabor a
menta. Hay un frasco de Rolaids, conviviendo amistosamente con un gran frasco
de Tums. Los Tums están junto a un frasco de tabletas Di-Gel con sabor a
naranja. Los tres parecen un terceto de extrañas alcancías, llenas de píldoras en
lugar de monedas.
En el segundo estante, las vitaminas: allí tenemos la E, la C, la C con
escaramujo. Hay B simple, complejo B y B-12. Hay L-Lysine, que se supone
sirve para esos molestos problemas de la piel, y lecitina, que sirve para ese
molesto colesterol acumulado dentro y alrededor del Gran Motor. Hay hierro,
calcio y aceite de hígado de bacalao. Hay Myadec múltiples, Centrum múltiples
y, en la cima del botiquín, solitaria, una enorme botella de Geritol, por las dudas.
Si avanzamos hasta el tercer estante de Eddie, encontraremos la flor y nata
de los medicamentos comerciales. Ex-Lax, las pildoritas de Carter. Son para que
Eddie Kaspbrak no deje de entregar la correspondencia. Aquí, a poca distancia,
Pepto-Bismol y Estreptocarbocaftiazol, por si la entrega es demasiado abundante
o dolorosa. También unos hisopos, en frasco con tapa de rosca, para mantener
todo higienizado una vez que se ha cumplido el reparto, ya se trate de una simple
circular o de una gran encomienda certificada. Hay Fórmula 44 para la tos,
Dristán para los resfriados, y un gran frasco de aceite de castor. Una latita de
Sucrets, por si a Eddie le duele la garganta, y un cuarteto de enjuagues bucales:
Chloraseptic, Cepacol, Cepestal en inhalador y, por supuesto, el viejo Listerine,
imitado con frecuencia, pero jamás igualado. Visine y Murine para los ojos.
Quadriderm y Neosporin para la piel (segunda línea de defensa, por si el LLysine no responde a las expectativas), y algunas píldoras de tetraciclina.
Y a un lado, arracimados como amargos conspiradores, hay tres frascos de
champú de brea.
El estante inferior está casi desierto, pero las cosas que hay allí son realmente
serias: con esto se puede volar al espacio, sí. Con esto se puede volar más alto
que el jet de Ben Hanscom y estrellarse con más fuerza que el de Thurman
Munson. Allí hay Valium, Percodan, Elavil y Darvon Compound. También hay
otra caja de Sucrets, pero sin Sucrets: si la abrimos, encontraremos en ella seis
quaaludes.
Eddie Kaspbrak creía en el lema de los boy scouts.
Entró en el baño balanceando un bolso azul. Lo puso sobre el lavabo,
descorrió la cremallera y, con manos estremecidas, empezó a echarle botellas,
frascos, tubos, pomos y rociadores. En otras circunstancias, los habría tomado en
cautelosos puñados, pero no había tiempo para sutilezas. Tal como Eddie veía las
cosas, la alternativa era tan simple como brutal: avanzar y seguir avanzando o
quedarse en un mismo sitio por el tiempo suficiente para empezar a pensar de
qué se trataba y, sencillamente, morir de miedo.
—¿Eddie? —llamó Myra desde la planta baja—. Eddie, ¿qué estás haciendo?
Eddie dejó caer en el bolso la caja de Sucrets que contenía los estimulantes.
El botiquín ya estaba casi vacío, descontando el Midol de Myra y un pomito de
Blistex, casi agotado. Después de una breve pausa, tomó el Blistex. Cuando iba a
cerrar el bolso, pensó un segundo más y dejó caer también el Midol[10] dentro
del bolso. Ella podía comprar otro.
—¿Eddie?
La voz sonaba en ese momento desde la escalera.
Eddie terminó de cerrar la cremallera y salió del baño balanceando el bolso a
su costado. Era un hombre bajito, de cara tímida y aconejada. Había perdido
gran parte del pelo; el resto crecía en parches inquietos, multicolores. El peso del
bolso lo escoraba notoriamente hacia un lado.
Una mujer extremadamente voluminosa estaba ascendiendo lentamente de la
planta baja. Eddie oyó el crujido de la escalera, que protestaba bajo su peso.
—¿Qué estás hacieeeendo?
Eddie no necesitaba consultar con un psiquiatra para saber que, en cierto
sentido, se había casado con su madre. Myra Kaspbrak era enorme. Al casarse
con Eddie, cinco años antes, era sólo corpulenta, pero él solía pensar que su
inconsciente había visto la enormidad potencial de esa mujer. Bien sabía Dios
que su propia madre había sido una mole. Y Myra se las compuso para parecer
más enorme que nunca al llegar a la planta alta. Llevaba puesto un camisón
blanco, que se henchía como una colmena en el busto y en las caderas. Su cara,
sin maquillar, era blanca y reluciente. Parecía muy asustada.
—Tengo que irme por un tiempo —dijo Eddie.
—¿Cómo que tienes que irte? ¿Qué llamada telefónica fue ésa?
—Nada —dijo él, huyendo abruptamente por el pasillo hacia el enorme
guardarropa.
Dejó en el suelo su bolso, abrió la puerta plegadiza y apartó los seis trajes
negros idénticos que pendían allí, tan llamativos como una nube de tormenta
contra las otras ropas, más coloridas. Para trabajar usaba siempre un traje negro.
Se inclinó hacia el interior del armario, que olía a lana y a naftalina, y sacó de la
parte trasera una de las maletas. Después de abrirla, empezó a llenarla de ropa.
La sombra de su mujer cayó sobre él.
—¿Qué está pasando, Eddie? ¿Adónde vas? ¡Dímelo!
—No puedo decírtelo.
Ella permanecía allí, observándolo, tratando de pensar qué decir, qué hacer.
Le cruzó por la mente la idea de empujarlo al interior del guardarropa y quedarse
allí, con la espalda contra la puerta, hasta que se le hubiera pasado esa locura,
pero no se decidió a hacerlo. Sin embargo, le habría sido fácil: medía siete u
ocho centímetros más que él y pesaba cuarenta y cinco kilos más. Pero si no
sabía qué decir ni qué hacer era porque Eddie estaba actuando muy en contra de
su modo de ser. No se hubiese sentido más horrorizada si, al entrar en el
comedor, hubiese encontrado el nuevo televisor de pantalla gigante flotando en
el aire.
—No puedes irte —se oyó decir—. Prometiste que me conseguirías el
autógrafo de Al Pacino.
Era algo absurdo y Dios lo sabía, pero en ese momento, hasta un absurdo era
mejor que nada.
—Ya lo tendrás —repuso Eddie—. Tendrás que procurártelo tú misma, ya
que conducirás la limusina.
Un nuevo terror se unía a los que ya circulaban en la pobre cabeza aturdida
de Myra. Lanzó un pequeño grito.
—No puedo… Yo nunca…
—Tendrás que hacerlo —dijo él, examinando sus zapatos—. No hay otra
persona.
—¡Pero todos los uniformes se me han quedado pequeños! ¡Me ajustan
demasiado el busto!
—Pide a Dolores que te agrande uno —sugirió él, implacable.
Descartó dos pares de zapatos, buscó una caja vacía y metió en ella un tercer
par. Zapatos negros, de buena calidad, les quedaba mucho uso, pero estaban algo
ajados para usarlos en el trabajo. Cuando uno se ganaba la vida paseando a la
gente rica por Nueva York, a la gente rica y famosa, todo tenía que lucir a la
perfección. Pero servirían para el sitio a donde iba. Y para lo que tuviera que
hacer cuando llegara. Tal vez Richie Tozier…
Pero en ese momento lo amenazó la negrura, sintió que comenzaba a
cerrársele la garganta. Eddie notó entonces, con verdadero pánico, que había
cargado con toda una farmacia, olvidando lo más importante, su inhalador, en la
planta baja, sobre el equipo estereofónico.
Cerró la maleta con violencia. Luego se volvió hacia Myra, que seguía allí,
en el pasillo, con la mano contra la corta y gruesa columna de su cuello, como si
fuera ella la que padecía de asma. Lo miraba fijamente, con la cara llena de
perplejidad y de terror. Eddie habría sentido lástima por ella, de no ser porque su
corazón ya estaba lleno de terror por sí mismo.
—¿Qué ha pasado, Eddie? ¿Quién era el que te llamó por teléfono? ¿Estás en
dificultades? Tienes problemas, ¿no es cierto? ¿Qué problemas son?
Caminó hacia ella con el bolso en una mano y la maleta en la otra, más o
menos derecho, ahora que el peso estaba mejor equilibrado. Myra se le puso
enfrente bloqueándole el paso hacia la escalera. En un primer momento, pensó
que no lo dejaría pasar. Pero, cuando su cara estaba a punto de estrellarse en el
blando bloqueo de sus pechos, la mujer se apartó… con miedo. Al pasar Eddie
sin detenerse, ella rompió en angustiosas lágrimas.
—¡No puedo llevar a Al Pacino! —baló—. ¡Me estrellaré contra el primer
indicador que encuentre! ¡Estoy segura! ¡Eddie, tengo mieeeedo!
El echó un vistazo al reloj que estaba en la mesa, junto a la escalera. Las
nueve y veinte. El empleado de Delta le había dicho que ya había perdido el
último vuelo a Maine, el que salía de La Guardia a las ocho y veinticinco. Una
llamada a Amtrak le había hecho descubrir que había un tren nocturno a Boston,
partía de la estación a las once y media. Lo dejaría en South Station, donde
podría tomar un taxi hasta las oficinas de Limusinas Cape Cod, en la Arlington
Street. Cape Cod y Royal Crest, la compañía de Eddie, trabajaban en útil y
recíproco acuerdo desde hacía años. Con una breve llamada a Butch Carrington,
de Boston, solucionó su transporte rumbo al Norte. Butch dijo que le tendría un
Cadillac listo, con el depósito lleno. Viajaría a lo grande, sin ningún cliente
fastidioso sentado en el asiento trasero que le envenenara con su enorme cigarro
y preguntara dónde podían encontrarse mujeres, cocaína o ambas cosas.
A lo grande, sí —pensó—. Para viajar a lo grande, tendrías que hacerlo en
una carroza fúnebre. Pero no te preocupes, Eddie: así es, probablemente, como
volverás si queda algo de ti que puedan recoger.
—¿Eddie?
Nueve y veinte. Tiempo de sobra para hablar con ella, para mostrarse
amable. Ah, pero habría sido mejor que aquello hubiese sucedido la noche en
que Myra salía para jugar al whist. Entonces él habría podido irse sigilosamente
dejando una nota bajo uno de los imanes que había en la puerta de la nevera (era
en la puerta de la nevera donde ponía todas las notas para Myra, pues allí no
dejaba de verlas). Marcharse así, como un fugitivo, no estaba bien, pero aquello
era todavía peor. Era como tener que abandonar el hogar otra vez. Y aquello le
había resultado tan difícil que se había visto obligado a repetirlo tres veces.
A veces, el hogar está donde está el corazón —pensó Eddie, al azar—. Eso
creo. Bobby Frist decía que el hogar es ese sitio donde, cuando tenemos que
volver, están obligados a recibirnos. Por desgracia, es también el sitio donde,
cuando estamos allí, no quieren dejarnos salir.
De pie en lo alto de la escalera, momentáneamente detenido, lleno de miedo,
sibilante la respiración en el tubo capilar al que se había reducido su garganta,
contempló a su sollozante esposa.
—Acompáñame a la planta baja y te diré lo que pueda —dijo.
Dejó sus dos maletas en el vestíbulo, junto a la puerta. En ese momento
recordó algo más… Mejor dicho, se lo recordó el fantasma de su madre que
había muerto hacía varios años, pero que aún le hablaba mentalmente con
frecuencia.
Sabes que, cuando te mojas los pies, siempre te resfrías, Eddie. Tú no eres
como los otros: tienes un organismo muy débil, debes ser cuidadoso. Por eso
debes usar siempre las botas de goma cuando llueve.
En Derry llovía mucho.
Eddie abrió el armario del vestíbulo, sacó las botas de goma del gancho que
las sostenía con su limpia bolsa de plástico y las puso en la maleta.
Así me gusta, Eddie.
Había estado mirando la tele con Myra cuando una montaña le cayó encima.
Eddie fue al comedor y presionó el botón que bajaba la pantalla de su
MuralVision. Tomó el teléfono y pidió un taxi. El empleado le dijo que tardaría
unos quince minutos. Eddie le contestó que no había problemas.
Después de colgar, cogió el inhalador que había sobre el costoso equipo
Sony. Gasté mil quinientos dólares en un equipo de sonido que es una obra de
arte, para que Myra no se perdiera una sola nota de su Barry Manilow y sus
«Grandes Éxitos», pensó. De inmediato sintió una oleada de remordimientos.
Eso no era justo y él lo sabía muy bien. Myra estaba tan satisfecha con sus viejos
discos rayados como con el nuevo equipo de discos compactos, tal como había
sido muy feliz en la pequeña casa de Queens, con sus cuatro habitaciones, y
habría podido seguir allí hasta que ambos envejecieran (en verdad, ya había algo
de nieve en la montaña de Eddie Kapsbrak). Si él había comprado ese equipo de
lujo era por la misma razón que lo había hecho adquirir esa casona de Long
Island, donde los dos repiqueteaban como dos guisantes olvidados en la lata:
porque sus medios se lo permitían y porque era un modo de apaciguar la voz de
su madre, suave, asustada, con frecuencia aturdida, siempre implacable. Eran
maneras de decir: ¡Lo logré, mamá! Mira todo esto. ¡Lo logré! Ahora, por el
amor de Dios, ¿quieres callarte un poco?
Eddie se puso el inhalador en la boca y, como un suicida, apretó el gatillo.
Una nube de horrible gusto a regaliz se abrió camino, hirviendo, por su garganta.
Eddie respiró profundamente. Sintió que se volvían a abrir canales ya casi
cerrados. Se alivió la presión en su pecho. Y súbitamente volvió a oír en su
mente, voces espectrales.
—¿No recibió la nota que le envié?
—La recibí, señora Kaspbrak, pero…
—Bueno, por si no sabe leer, entrenador, permítame que se lo diga
personalmente. ¿Me escucha?
—Señora Kaspbrak…
—Muy bien. Aquí va, con toda claridad. ¿Listo? Mi Eddie no puede asistir a
las clases de educación física. Repito: NO PUEDE dar educación física. Eddie
es muy delicado. Si corre o salta…
—Señora Kaspbrak, en los archivos de mi oficina tengo los resultados del
último examen físico de Eddie. Así lo exige el Estado. Dice que Eddie es algo
pequeño para su edad, pero absolutamente normal en todo lo demás. Por eso
llamé a su médico de cabecera, sólo para asegurarme, y él me confirmo…
—¿Me está tratando de mentirosa, entrenador Black? ¿Es eso lo que quiere
decir? ¡Bueno, aquí lo tiene! Aquí está Eddie, a mi lado. ¿Oye cómo respira?
¿LO OYE?
—Mamá…, por favor… estoy bien…
—Eddie, parece mentira. Te he enseñado mejores modales. No interrumpas a
los mayores.
—Lo oigo, señora Kaspbrak, pero…
—¿De veras? ¡Bien! ¡Pensé que era sordo! Parece un camión subiendo una
cuesta en primera, ¿no? Y si eso no es asma…
—Mamá, no me…
—Calla, Eddie, no vuelvas a interrumpirme. Si eso no es asma, entrenador
Black, yo soy la reina Isabel.
—Señora Kaspbrak, cuando Eddie asiste a las clases de educación física,
con frecuencia se le ve muy feliz y contento. Le encantan los deportes y corre a
bastante velocidad. En mi conversación con el doctor Baynes surgió la palabra
psicosomático. Quizá usted no haya tenido en cuenta la posibilidad de que…
—¿… de que mi hijo esté loco? ¿Es eso lo que trata de decir? ¿TRATA DE
DECIR QUE MI HIJO ESTÁ LOCO?
—No, pero…
—Es delicado.
—Señora Kaspbrak…
—Mi hijo es muy delicado.
—Señora Kaspbrak, el doctor Baynes confirmó que no ha hallado nada en
absoluto…
—… en la parte física —concluyó Eddie.
El recuerdo de aquel humillante enfrentamiento, su madre aullando ante el
entrenador en el gimnasio de la escuela primaria de Derry, mientras él jadeaba y
se ruborizaba a su lado, y los otros chicos se agrupaban en derredor de un cesto
para mirar, había vuelto a él esa noche, por primera vez en muchos años.
Tampoco era el único recuerdo que la llamada de Mike Hanlon le devolvería, sin
duda. Sentía que muchos otros, igualmente malos o aun peores, se amontonaban
y pujaban como compradores en una liquidación. Pero pronto cedería el
amontonamiento y entrarían todos. De eso estaba bien seguro. ¿Y qué
encontrarían a la venta? ¿Su cordura? Tal vez, a mitad de precio, «estropeada por
humo y agua». «Liquidamos todo».
—… nada en absoluto en la parte física —repitió. Aspiró profundamente,
estremecido, y se guardó el inhalador en el bolsillo.
—Eddie —suplicó Myra—, por favor, ¡dime de qué se trata!
Los surcos de lágrimas le brillaban en las mejillas regordetas. Sus manos se
retorcían incansablemente, como un par de rosados y lampiños animales al jugar.
Cierta vez, poco antes de proponerle casamiento, Eddie había tomado la
fotografía de Myra para ponerla junto a la de su madre, fallecida de un ataque al
corazón a la edad de sesenta y cuatro años. En el momento de su muerte, la
madre de Eddie pesaba ya más de ciento ochenta kilos; ciento ochenta y uno y
medio, exactamente. Por entonces se había convertido casi en un monstruo. Su
cuerpo parecía hecho de tetas, panza y trasero, todo coronado por su cara
macilenta, perpetuamente horrorizada. Pero la fotografía que puso junto a la de
Myra había sido tomada en 1944, dos años antes del nacimiento de Eddie (Eras
un bebé muy enfermizo —susurró la mamá espectral a su oído—. Muchas veces
perdimos las esperanzas de que vivieras. En 1944 su madre era aún
relativamente esbelta, con sus ochenta y un kilos.
Había hecho esa comparación, era de suponer, en un esfuerzo desesperado
por no cometer un incesto psicológico. Miró la foto de su madre, la de Myra,
nuevamente la de su madre.
Podrían haber pasado por hermanas. A tal punto llegaba el parecido.
Eddie contempló las dos fotografías, casi idénticas, y se prometió que no
cometería esa locura. Sabía que los muchachos, en el trabajo, ya estaban
haciendo bromas sobre Mr. Alfeñique y su esposa, pero ellos ignoraban lo peor.
Tratándose de bromas y burlas, podía aceptarlas, pero ¿quería convertirse en el
payaso de semejante circo freudiano? Ciertamente, no. Rompería con Myra. Lo
haría con suavidad, porque ella era muy dulce, y tenía aún menos experiencia
con los hombres que él con las mujeres. Y después, cuando ella hubiera
desaparecido, por fin, tras el horizonte de su vida, quizá podría tomar esas
lecciones de tenis en las que pensaba desde hacía tanto tiempo.
(… cuando Eddie viene a las clases de educación física, con frecuencia se le
ve muy feliz y contento…)
O hacerse socio para nadar en la piscina del Plaza
(… le encantan los deportes…)
para no mencionar el gimnasio que acaban de inaugurar en la Tercera
Avenida, al otro lado del garaje…
(Eddie corre rápido, corre bastante rápido cuando usted no está, corre
bastante rápido cuando no hay nadie que le recuerde lo delicado que es y veo en
su cara, señora Kaspbrak, que él sabe, aún con sólo nueve años, sabe, que el
favor más grande que podría hacerse seria correr rápido para alejarse de usted,
déjelo ir, señora Kaspbrak, déjelo CORRER…)
Pero al final se había casado con Myra. Al final, las viejas costumbres habían
resultado demasiado fuertes. El hogar es el sitio donde, cuando tienes que volver,
están obligados a encadenarte. Oh, habría podido castigar a garrotazos al
fantasma de su madre. Habría sido difícil, pero estaba seguro de poder hacerlo, si
con eso hubiera bastado. Fue la misma Myra quien acabó por inclinar la balanza
del lado opuesto al de la independencia. Myra lo había condenado con solicitud,
lo había inmovilizado con su preocupación, lo había encadenado con su dulzura.
Myra, como su madre, había captado la verdad definitiva y fatal de su carácter:
Eddie era delicado porque algunas veces sospechaba que no era delicado en
absoluto. Eddie necesitaba que lo protegieran de sus propios oscuros atisbos de
posible valentía.
En días de lluvia, Myra siempre sacaba sus botas de goma de la bolsa de
plástico y las ponía junto al perchero ante la puerta. Todas las mañanas, junto a
su plato de tostadas integrales sin mantequilla, había un bol cuyo contenido, a
primera vista, podía pasar por cereal multicolor para niños; mirando mejor, uno
habría descubierto todo un catálogo de vitaminas, la mayor parte de las cuales
iban en el bolso de Eddie. Myra, como mamá, comprendía y eso no había dejado
ninguna alternativa. Siendo joven y soltero, había abandonado tres veces a su
madre; sólo para regresar otras tres veces. Más adelante, pasados cuatro años de
la muerte de su madre (había fallecido en su apartamento, bloqueando la puerta
de entrada a tal punto que los de la ambulancia, llamados por los vecinos al oír el
monstruoso golpe provocado por la caída, tuvieron que entrar por la puerta de
servicio, cerrada con llave), Eddie volvió al hogar por cuarta y última vez. Al
menos, él creyó entonces que era la última —a casa con la tartana; a casa, a casa
con Myra la marrana—. Era una marrana, en verdad, pero una marrana dulce, y
él la amaba; por eso, al fin de cuentas, no tuvo la menor oportunidad. Ella lo
había atraído con esa fatal, hipnótica mirada viperina de la comprensión.
Al hogar otra vez, para siempre, había pensado por entonces.
«Pero tal vez me equivoqué —pensó—. Tal vez éste no es el hogar ni nunca
lo fue. Tal vez el hogar está adonde debo ir esta noche. El hogar es el sitio
donde, cuando vas, tienes que enfrentarte finalmente a eso escondido en la
oscuridad».
Se estremeció irremediablemente, como si hubiera salido sin las botas de
goma y estuviera resfriado.
—¡Por favor, Eddie!
Estaba llorando otra vez. Las lágrimas eran su última defensa, tal como
habían sido siempre las de su madre; el arma suave que paraliza, que convierte la
bondad y la ternura en grietas fatídicas abiertas en la armadura de uno.
De cualquier modo, él nunca había llevado mucho blindaje, las armaduras no
parecían sentarle bien.
Las lágrimas habían sido más que una defensa para su madre, habían sido un
arma. Myra rara vez usaba las suyas con tanto cinismo, pero, con o sin cinismo,
Eddie comprendió que, en ese momento, intentaba usarlas de ese modo… y lo
estaba logrando.
No debía permitírselo. Sería demasiado fácil pensar en lo solitario que se
sentiría en aquel tren disparado hacia el norte, rumbo a Boston, en la oscuridad,
con la maleta sobre la cabeza, un bolso lleno de medicamentos entre los pies y el
miedo aposentado sobre su pecho como una cataplasma rancia. Demasiado fácil
permitir que Myra lo llevara a la planta alta y le hiciera el amor con aspirinas y
friegas de alcohol. Y lo pusiera en la cama, donde podían o no hacer un tipo de
amor más franco.
Pero él había hecho una promesa. Una promesa.
—Escúchame, Myra —dijo, dando a su voz un tono deliberadamente seco,
objetivo.
Ella lo miró con sus ojos húmedos, desnudos, aterrorizados.
Eddie pensó en tratar de explicárselo, dentro de lo posible. Le hablaría de
Mike Hanlon, que lo había llamado para decirle que todo volvía a empezar, y
que sí, creía que los otros irían en su mayoría.
Pero lo que le salió de la boca fue algo mucho más cuerdo:
—A primera hora de la mañana, ve a la oficina. Habla con Phil. Dile que
tuve que irme y que tú llevarás a Pacino…
—¡Pero, Eddie, no puedo! —gimió ella—. ¡Es una gran estrella! Si me
pierdo, me gritará, lo sé, me gritará. Todos gritan cuando el chófer se pierde… y
yo… voy a llorar… podría producirse un accidente… es probable que sí…
Eddie, Eddie, tienes que quedarte…
—¡Por el amor de Dios, basta ya!
Ella retrocedió, herida. Eddie apretaba con fuerza su inhalador, pero no
pensaba usarlo. Ante ella, sería una debilidad, algo que podía usar en su contra.
Dios bendito, si estás allí, por favor, créeme si te digo que no quiero hacer sufrir
a Myra. No quiero lastimarla, no quiero causarle el menor dolor. Pero lo
prometí, todos lo prometimos, hicimos un juramento de sangre. Por favor,
ayúdame, Dios mío, porque tengo que hacerlo.
—Detesto que me grites, Eddie —susurró ella.
—Y yo detesto gritarte, Myra.
Ella hizo una mueca de dolor. Ahí está, Eddie. La hiciste sufrir otra vez.
¿Por qué no la arrastras por el cuarto un par de veces? Eso sería más
bondadoso. Y más rápido.
De pronto (tal vez la idea de arrastrar a alguien por el suelo es lo que dio
origen a la imagen) vio la cara de Henry Bowers. Era la primera vez en años que
se acordaba de Henry Bowers, y eso no ayudó en absoluto a devolverle su paz
espiritual.
Cerró los ojos por un instante. Luego los abrió y dijo:
—No te vas a perder. Y él no te va a gritar. El señor Pacino es muy amable y
comprensivo.
Nunca en su vida había servido de chófer a Pacino, pero se contentó con
saber que, al menos, la ley de las probabilidades estaba de su parte. Según el
mito popular, la mayor parte de las celebridades era insoportable, pero Eddie,
después de haber llevado a muchas de ellas, sabía que eso no era verdad.
Existían excepciones a esa regla, por supuesto, y en casi todos los casos esas
excepciones eran verdaderos monstruos. Sólo cabía rezar, con fervor, por el bien
de Myra, que Pacino no fuera de ésos.
—¿De veras? —preguntó, tímidamente.
—Sí, de veras.
—¿Cómo lo sabes?
—Demetrios lo llevó dos o tres veces, cuando trabajaba en «Limusinas
Manhattan» —mintió Eddie—. Dice que el señor Pacino siempre le daba
cincuenta dólares de propina, cuando menos.
—Pues yo me conformaría con cincuenta centavos, siempre que no me
gritara.
—Myra, puedes hacerlo con los ojos cerrados. Primero lo recoges en el Saint
Regís, mañana a las siete de la tarde, y lo llevas al edificio de la ABC. Van a
regrabar el último acto de esa obra en que él actúa. Creo que se llama American
Buffalo. Segundo: a eso de las once, lo llevas de nuevo al Saint Regís. Tercero:
vuelves al garaje, entregas el coche y firmas el parte.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. Podrías hacerlo hasta dormida, Marty.
Ella solía reír como una niña ante ese apodo cariñoso, pero en esa
oportunidad se limitó a mirarlo con dolorosa solemnidad infantil.
—¿Y si quiere salir a cenar en vez de volver al hotel? ¿O ir a tomar una
copa? ¿O a bailar?
—No creo; pero en todo caso, lo llevas. Si te parece que va a pasar la noche
de juerga, puedes llamar a Phil Tomas por el radioteléfono, después de la
medianoche. Por entonces habrá un chófer que pueda reemplazarte. No te
cargaría con algo así si tuviera un chófer disponible, pero tengo a dos enfermos,
a Demetrios de vacaciones y a todos los demás comprometidos por completo. A
la una de la madrugada estarás muy cómoda en tu cama, Marty. A la una de la
madrugada, cuando más. Te lo gárgarantizo.
Lo de «gárgarantizo», tampoco la hizo reír.
Él carraspeó, inclinándose hacia adelante, con los codos en las rodillas. De
inmediato, la madre fantasma susurró: No te sientes así, Eddie. Es malo para la
columna y te oprime los pulmones. Tienes pulmones muy delicados.
Volvió a erguirse, apenas consciente de lo que hacía.
—Espero que ésta sea la única vez que deba salir a conducir —dijo Myra,
casi gimiendo—. En los últimos dos años me he vuelto más torpe que un caballo.
Y los uniformes me quedan tan mal…
—Será la última vez, te lo juro.
—¿Quién te llamó, Eddie?
Como obedeciendo a una clave, una luz barrió la pared y se oyó un claxon: el
taxi acababa de entrar por el camino de acceso. Sintió una oleada de alivio:
habían utilizado los quince minutos en hablar de Pacino, no de Derry, Mike
Hanlon y Henry Bowers. Mejor así. Mejor para Myra y también para él. No
quería pasar un minuto pensando o hablando de esas cosas mientras no fuera
imprescindible.
Se levantó.
—Es mi taxi.
Ella se puso de pie, tan apresuradamente que se enredó con el volante del
camisón y cayó hacia delante. Eddie la sostuvo, pero por un momento el asunto
se presentó muy dudoso: Myra lo sobrepasaba en cincuenta kilos.
Y estaba gimoteando otra vez.
—¡Tienes que decírmelo, Eddie!
—No puedo. No hay tiempo.
—Nunca me ocultaste nada, Eddie —sollozó ella.
—Y ahora tampoco. De veras. Es que no lo recuerdo todo. Al menos por el
momento. El hombre que llamó era…, es…, un viejo amigo. Es…
—Vas a enfermar —dijo ella, desesperada, siguiéndolo hacia el vestíbulo—.
Estoy segura. Deja que te acompañe, Eddie, por favor, para que te cuide. Pacino
puede tomar un taxi o cualquier otra cosa, no se va a morir, ¿qué te parece, eh?
Estaba levantando la voz, cada vez más frenética. Para espanto de Eddie,
comenzó a parecerse a su madre, más y más, tal como había sido en sus últimos
meses de vida: vieja, gorda y loca.
—Te daré friegas en la espalda y me encargaré de que tomes tus píldoras…
Te… ayudaré… No abriré la boca, si no quieres, pero puedes contarme todo.
Eddie, ¡Eddie, por favor, no te vayas! ¡Por favor, Eddie! ¡Por favoooor!
Él caminaba a grandes pasos hacia la puerta principal, marchando a ciegas,
con la cabeza gacha, como el que avanza contra un fuerte viento. Jadeaba otra
vez. Cuando levantó las maletas, cada una parecía pesar cincuenta kilos. Sentía
sobre sí aquellas manos rosadas y regordetas tocando, explorando, tironeando
con deseo inerme, pero sin fuerza, tratando de seducirlo con sus dulces lágrimas
de preocupación, tratando de retenerlo.
¡No voy a poder!, pensó, desesperado. El asma estaba empeorando, se sentía
peor que cuando era niño. Estiró la mano hacia el pomo de la puerta, pero éste
pareció retroceder, alejándose de él hacia la negrura del espacio exterior.
—Si te quedas, te haré un pastel de café y crema agria —balbuceó ella—.
Comeremos palomitas de maíz… Y prepararé un pastel como a ti te gusta. Puedo
hacerlo para el desayuno de mañana, si quieres. Comenzaré ahora mismo… con
salsa de carne… Eddie, por favor, estoy asustada, me estás asustando mucho…
Lo sujetó por el cuello para tirar hacia atrás, tal como un policía entrado en
carnes podría apresar a un sospechoso que intentara escapar. Con un último y
vacilante esfuerzo, Eddie siguió avanzando… En el momento en que llegaba al
límite absoluto de su fuerza y su resistencia, sintió que la mano lo abandonaba.
Ella emitió un último gemido.
Los dedos de Eddie se cerraron en torno al pomo. ¡Bendita su frescura!
Abrió la puerta y vio un taxi estacionado allí, como embajador de la tierra de la
cordura. La noche estaba despejada. Las estrellas brillaban.
Se volvió hacia Myra, jadeante, respirando con trabajo.
—Debes comprender que no hago esto porque quiera —dijo—. Si tuviera
alternativa, cualquiera que fuese, no iría. Por favor, comprende eso, Marty. Me
voy, pero volveré.
Oh, cómo sonaba a mentira.
—¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo?
—Por una semana, tal vez diez días. No más, seguramente.
—¡Una semana! —aulló ella, apretando las manos contra el seno, como una
diva en una ópera barata—. ¡Una semana, diez días! ¡Por favor, Eddie, por
favoooor!
—Basta, Marty. ¿Me oyes? Basta ya.
Obedeció, milagrosamente. Se quedó mirándolo, con ojos húmedos. No
estaba furiosa, sólo aterrorizada por él y, coincidentemente, por sí misma. Quizá
por primera vez desde que la conocía, Eddie sintió que podía amarla sin peligro.
¿Acaso era parte del acto de partir? Supuso que sí. Pero no, no suponía nada,
estaba seguro. Ya se sentía más o menos como si viviera en el extremo
equivocado de un telescopio.
Pero tal vez era lo correcto. ¿Era eso lo que quería decir? ¿Al fin había
decidido que era correcto amarla? ¿Correcto, aunque se pareciera a su madre de
joven, aunque comiera galletitas de chocolate en la cama, mientras miraba
telenovelas y las migas fueran a parar siempre del lado de él? ¿Aunque no fuera
tan inteligente y hasta teniendo en cuenta que le permitía tener medicamentos en
el botiquín porque ella tenía su medicina en la nevera?
O era acaso que…
Podía ser, tal vez, que…
Esas otras ideas eran cosas que él había tenido en cuenta, de un modo u otro,
en un momento u otro, durante sus enmarañadas vidas de hijo, amante y esposo.
Ahora, a punto de abandonar el hogar, con la sensación de que esa vez era la
definitiva, se le ocurrió otra posibilidad. Una sobresaltada extrañeza le rozó
como el ala de un gran ave.
¿Podía ser que Myra estuviera aún más aterrorizada que él?
¿Podía ser que lo mismo hubiera pasado con su madre?
Otro recuerdo de Derry se disparó desde el subconsciente como un funesto
fuego de artificio. En Center Street había una zapatería. Se llamaba Shoe Boat.
Allí lo había llevado su madre, un día, cuando no tenía más de cinco o seis años.
Le había indicado que se quedara quieto y se portara bien mientras ella
compraba unas sandalias para una boda. Él se quedó quieto y se portó bien
mientras la madre hablaba con el señor Gardener, uno de los dependientes, pero
sólo tenía cinco años, tal vez seis. Cuando su madre ya había rechazado el tercer
par de sandalias blancas que le enseñaba el señor Gardener, Eddie, aburrido, se
dirigió al rincón más alejado para observar algo que había visto allí.
Al principio pensó que era sólo un cajón grande, puesto de lado. Al acercarse
un poco más decidió que era una especie de escritorio, pero el más raro que viera
en su vida. ¡Era tan estrecho…! Estaba hecho de madera muy pulida, con
muchas líneas curvas y adornos tallados. Además, tenía tres escalones para subir
a él, y Eddie nunca había visto un escritorio con escalones. Una vez arriba, vio
que había, en la base de aquello, una ranura, un botón a un lado y arriba
(¡maravilloso!), algo que parecía igual al Espacioscopio del capitán Video. Eddie
lo rodeó, al otro lado había un letrero. Seguramente eso había ocurrido a los seis
o siete años, porque había podido leerlo susurrando suavemente cada una de las
palabras en voz alta:
VERIFIQUE SI SUS ZAPATOS
SON DE LA MEDIDA CORRECTA
Volvió a la escalerita, subió los tres peldaños hasta la pequeña plataforma y
metió el pie en la ranura. ¿Eran sus zapatos de la medida correcta? Eddie no lo
sabía, pero ardía por verificarlo. Hundió la cara en el protector de goma y
oprimió el botón. Una luz verde le inundó los ojos. Eddie ahogó una
exclamación. Estaba viendo un pie que flotaba dentro de un zapato lleno de
humo verde. Movió los dedos, y los dedos que tenía a la vista se movieron
también. Eran los suyos, tal como había sospechado. Y entonces se dio cuenta de
que no estaba viendo sólo sus dedos, sino también sus huesos. ¡Los huesos de su
pie! Cruzó el dedo gordo sobre el segundo, como para ahuyentar la mala suerte y
los dedos fantasmales de la pantalla hicieron una X que no era blanca, sino
verde. Vio…
En ese momento su madre lanzó un chillido, un ruido de pánico que perforó
el silencio del local como una hoz disparada del mango, como una bola de fuego,
como la fatalidad a caballo. Eddie apartó su rostro sobresaltado del visor y la vio
corriendo hacia él, en medias, con el vestido volando hacia atrás. Volteó una silla
y una de esas cosas para medir el pie, que siempre hacían cosquillas, salió
disparada por el aire. Su amplio busto palpitaba. Su boca era una O escarlata,
redonda de horror. Todas las caras se volvieron para seguirla.
—¡Eddie, sal de ahí! —aullaba—. ¡Sal de ahí, que esas máquinas provocan
el cáncer! ¡Bájate de ahí! ¡Eddie, Eddieeee…!
Él retrocedió como si la máquina se hubiera puesto súbitamente al rojo vivo.
En su sobresalto olvidó los tres escalones que tenía atrás. Sus talones
encontraron el vacío tras el peldaño superior y quedó suspendido cayendo
lentamente hacia atrás mientras sus brazos giraban como aspas, perdiendo la
lucha por mantener el equilibrio.
¿No había pensado, con una especie de descabellada alegría? Me voy a caer.
Voy a descubrir qué siente uno al caerse y golpearse la cabeza. ¡Qué bien! ¿No
había pensado eso? O era sólo el hombre que imponía sus ideas adultas a lo que
había pensado… o tratado de pensar la mente infantil, siempre rugiente de
suposiciones confusas e imágenes percibidas a medias, imágenes que perdían
sentido por su misma brillantez.
De cualquier modo, la pregunta era puramente hipotética. No se había caído.
Su madre había llegado a tiempo. Su madre lo había sujetado. Había estallado en
lágrimas, pero sin llegar al suelo.
Todo el mundo los miraba. Eso lo recordaba bien. Recordaba al señor
Gardener recogiendo el aparato de medir zapatos y verificando su
funcionamiento para ver si estaba bien, mientras otro vendedor enderezaba la
silla caída y hacía un gesto de divertido disgusto, antes de volver a su neutral y
agradable cara de dependiente. Pero sobre todo recordaba las mejillas húmedas
de su madre y su aliento caliente, agrio. La recordaba susurrándole al oído, una y
otra vez: «No hagas eso nunca más, no lo hagas nunca más, nunca más». Era el
cántico con que su madre ahuyentaba los problemas. Lo mismo había cantado un
año antes, al descubrir que la canguro había llevado a Eddie a la piscina pública,
un sofocante día de verano. Por entonces apenas comenzaba a ceder la epidemia
de polio que había aterrorizado a todos al iniciarse la década. Su madre lo había
sacado a rastras de la piscina diciéndole que no debía hacer eso nunca más,
nunca más, mientras los otros niños los miraban como ahora los dependientes y
los clientes. Y su aliento había tenido el mismo olor agrio.
Su madre lo había sacado a rastras de la zapatería gritando a los dependientes
que si a su niño le pasaba algo, les entablaría juicio a todos. Eddie pasó el resto
de la mañana entre un surgir y desaparecer de lágrimas aterrorizadas; ese día, el
asma le molestó mucho. Por la noche, aún estaba despierto varias horas después
de lo acostumbrado, preguntándose qué era exactamente el cáncer, si era peor
que la polio, si uno se moría de eso, cuánto tardaba y cuánto dolía antes de
morir. También se preguntó si después iría al infierno.
El peligro había sido grave. De eso estaba seguro.
Y lo sabía porque su madre se había asustado mucho.
Muchísimo.
—Marty —dijo, a través de ese abismo de años—, ¿me das un beso?
Ella le dio un beso, y lo abrazó con tanta fuerza que le hizo crujir los huesos
de la espalda. Si estuviéramos en el agua —pensó Eddie—, conseguiría que nos
ahogáramos.
—No temas —le susurró al oído.
—¡No puedo evitarlo! —gimió ella.
—Lo sé —replicó él. Y notó entonces que, a pesar de aquel abrazo capaz de
romper costillas, el asma se le había aliviado. Ya no sonaba esa nota sibilante en
su respiración—. Lo sé, Marty.
El taxista hizo sonar otra vez el claxon.
—¿Me llamarás? —preguntó ella, trémula.
—Si puedo, sí.
—Eddie, ¿no puedes decirme de qué se trata, por favor?
Suponiendo que él se lo dijera, ¿serviría para tranquilizarla?
Esta noche recibí una llamada de Mike Hanlon, Marty, y hablamos un rato,
pero todo cuanto dijimos puede resumirse en dos cosas: «Empezó otra vez», dijo
Mike, y «¿Vendrás?». Y ahora tengo fiebre, Marty, sólo que esta fiebre no la
puedes bajar con aspirina, y tengo una dificultad para respirar que ese maldito
chisme no me soluciona, porque el problema no está en la garganta ni en los
pulmones, sino alrededor del corazón. Volveré si puedo, Marty, pero me siento
como si estuviera de pie ante la boca de una vieja mina, llena de derrumbes al
acecho, de pie allí, despidiéndome de la luz del sol.
¡Sí, seguro que sí! Con eso la dejaría muy tranquila.
—No —respondió—, creo que no puedo decirte de qué se trata.
Y antes de que ella pudiera decir algo más, antes de que pudiera volver a
empezar («¡Eddie, bájate de ese taxi, que te puede dar cáncer!»), se alejó a
grandes pasos, cada vez más apresurados. Cuando llegó al coche, estaba casi
corriendo.
Myra seguía de pie en el umbral cuando el taxi retrocedió hasta la calle, y
seguía allí cuando salieron hacia la ciudad. Una gran sombra negra de mujer,
recortada contra la luz que brotaba de la casa. Eddie la saludó con la mano y
creyó que ella hacía lo mismo.
—¿Adónde lo llevo, amigo? —preguntó el conductor.
—A Penne Station —dijo Eddie y aflojó la mano que apretaba el inhalador.
Su asma se había ido a rondar adonde quiera que fuese en el intermedio de sus
ataques a los tubos bronquiales.
Pero cuatro horas después tuvo más necesidad que nunca de su inhalador, al
salir de una siesta liviana, en una sacudida espasmódica. El hombre de traje
sentado al otro lado del pasillo, bajó el periódico y lo miró con una curiosidad
levemente aprensiva.
«¡He vuelto, Eddie! —chilló el asma, alegremente—. ¡He vuelto, y, no sé,
pero a lo mejor esta vez llegue a acabar contigo! ¿Por qué no? Alguna vez tiene
que pasar, ¿verdad? ¡No puedo seguir jodiéndote eternamente!».
El pecho de Eddie se hinchaba y crujía. Buscó a tientas su inhalador, lo
apuntó hacia su garganta y oprimió el gatillo. Luego volvió a recostarse en el
alto asiento, estremecido, esperando el alivio. Pensaba en el sueño del que
acababa de despertar. ¿Sueño? Por Dios, si sólo fuera eso… Temía que fueran
recuerdos y no sueños. Había visto una luz verde, como la que brillaba dentro
del aparato de rayos X de la zapatería, y un leproso putrefacto perseguía a un
muchachito llamado Eddie Kaspbrak, que gritaba a todo pulmón, por unos
túneles bajo tierra. Corría y corría…
(Corre bastante rápido, había dicho el entrenador Black a su madre y corría
muy rápido con esa cosa podrida siguiéndolo; oh, sí, bien puedes creerlo y
apostar tu pellejo).
En ese sueño tenía once años y había olido algo como la muerte del tiempo y
alguien había encendido un fósforo y al bajar la vista había visto la cara
descompuesta de un niño llamado Patrick Hockstetter, desaparecido en julio de
1958, y los gusanos entraban y salían de sus mejillas y ese horrible olor a gas le
salía de adentro y en el sueño, que era más recuerdo que sueño, había mirado a
un lado y había visto dos textos escolares hinchados de humedad y cubiertos de
moho. Si estaban así era porque allí abajo había una humedad horrible. Cómo
pasé mis vacaciones: composición de Patrick Hockstetter. «Las pasé en un túnel,
muerto. Mis libros se llenaron de moho y se hincharon hasta parecer catálogos
de grandes almacenes». Eddie abrió la boca para gritar y fue entonces cuando los
escabrosos dedos del leproso se deslizaron por su mejilla y se le hundieron en la
boca, y fue entonces cuando despertó con esa sacudida y se encontró, no en las
cloacas de Derry, Maine, sino en un vagón de tren cruzando Rhode Island a toda
velocidad bajo una enorme luna blanca.
El hombre sentado al otro lado del pasillo vaciló. Estuvo a punto de no
hablar, pero lo hizo.
—¿Se siente bien, señor?
—Oh, sí —respondió Eddie—. Me dormí y tuve un mal sueño. Y eso me
activó el asma.
—Comprendo.
El periódico volvió a subir. Eddie vio que se trataba de aquel diario que su
madre solía llamar El Jew York Times.[11] Miró por la ventana; el paisaje dormía,
iluminado sólo por la luna. Aquí y allá se veían casas, a veces en grupos, la
mayoría a oscuras, algunas iluminadas. Pero las luces parecían pequeñas y
falsamente burlonas comparadas con el fantasmal fulgor de la luna.
Creyó que le hablaba la luna —pensó, de pronto—. Henry Bowers. Por
Dios, qué loco estaba. Se preguntó dónde estaría Henry Bowers en la actualidad.
¿Muerto? ¿En la cárcel? ¿Vagando por planicies desiertas en el medio del país
como un virus incurable, bebiendo en las horas profundas y aturdidas de la
madrugada, o tal vez matando a los estúpidos que se detenían ante su pulgar
estirado para pasar los dólares de sus billeteras a la propia?
Posible, posible.
¿En algún asilo del Estado? ¿Mirando la luna que estaba casi llena?
¿Hablando con ella, escuchando respuestas que sólo él podía oír?
Esto último parecía aún más posible. Eddie se estremeció. Por fin estoy
recordando mi niñez, pensó. Estoy recordando cómo pasé mis vacaciones en
aquel año sombrío y muerto de 1958. Presintió que ahora podría fijar casi
cualquier escena de ese verano con sólo desearlo, pero no lo deseaba. Oh, Dios,
si pudiera olvidarlo todo otra vez…
Apoyó la frente contra el sucio vidrio de la ventanilla apretando el inhalador
en la mano como si fuera un objeto religioso, mientras la noche se hacía pedazos
alrededor del tren.
Rumbo al norte, pensó. Pero era un error.
No iba rumbo al norte. Porque aquello no era un tren. Era una máquina del
tiempo. Al norte no, hacia atrás. Hacia atrás en el tiempo.
Creyó oír a la luna murmurar.
Eddie Kaspbrak oprimió su inhalador con fuerza y cerró los ojos para
combatir un vértigo repentino.
5
Beverly Rogan recibe una paliza
Cuando sonó el teléfono, Tom estaba casi dormido. Forcejeó a medias para
levantarse inclinándose en esa dirección y entonces sintió uno de los pechos de
Beverly que se le apoyaba contra el hombro, al estirarse ella para atender. Se
dejó caer de nuevo en la almohada preguntándose, adormilado, quién podía
llamar a esa hora de la noche a su número privado, que no figuraba en el listín.
Oyó que Beverly decía «Hola» y volvió a quedarse dormido. Había acabado
prácticamente con docena y media de cervezas mientras miraba el partido de
béisbol. Estaba hecho un asco.
En ese momento, la voz de Beverly, aguda y curiosa (¿Queeeé?) le perforó el
oído como un punzón de hielo. Abrió otra vez los ojos. Cuando trató de
incorporarse, el cordón del teléfono se le hundió en el gordo cuello.
—Sácame de aquí esa porquería, Beverly —dijo.
Ella se apresuró a levantarse y caminó alrededor de la cama sosteniendo el
cordón en alto. Su pelo era de color rojo intenso, flotaba sobre el camisón en
ondas naturales casi hasta la cintura. Pelo de prostituta. Sus ojos no buscaron,
balbuceantes, la cara de Tom para averiguar cuál era su estado emocional y a
Tom Rogan no le gustó eso. Se incorporó. Comenzaba a dolerle la cabeza.
Mierda. Probablemente le había estado doliendo antes, pero mientras uno dormía
no se daba cuenta.
Entró en el baño, orinó tres horas seguidas, según le pareció y luego decidió,
puesto que estaba levantado, tomar otra cerveza para tratar de anular la
maldición de la inminente resaca.
Al cruzar el dormitorio rumbo a la escalera con los calzoncillos blancos que
flameaban como velas bajo su considerable tripa (parecía más un estibador que
el gerente general de Beverly Fashions, S.A.), miró por encima del hombro y
gritó, fastidiado:
—Si es esa marimacho de Lesley, dile que se busque alguna modelo que
devorar y que nos deje dormir.
Beverly levantó brevemente la vista, sacudió la cabeza para indicar que no se
trataba de Lesley y volvió a mirar el teléfono. Tom sintió que se le ponían tensos
los músculos del cuello. Era como si ella se lo estuviera sacando de encima. La
señora. La puta señora. La cosa empezaba a pintar mal. Posiblemente Beverly
necesitaba una clase de repaso sobre quién mandaba allí. Posiblemente. A veces
le hacía falta. Era lenta para aprender.
Bajó la escalera y caminó por el pasillo hasta la cocina sacándose
distraídamente los calzoncillos de entre las nalgas. Abrió la nevera. Su mano
estirada no encontró nada más alcohólico que un envase de plástico azul con un
sobrante de fideos a la Romanoff. Toda la cerveza había desaparecido,
incluyendo la que guardaba bien atrás, como el billete de veinte dólares que
guardaba plegado tras su carnet de conducir, para casos de emergencia. El
partido había durado catorce entradas y todo para nada. Los White Sox habían
perdido. Ese año no eran más que un puñado de culos fofos.
Su mirada se desvió hacia las botellas de bebida fuerte, tras el vidrio del
estante superior del bar, por un momento se imaginó sirviéndose una buena
medida de whisky con un solo cubito de hielo. Pero volvió hacia la escalera
decidido a no darle más problemas a su cabeza. Echó un vistazo al antiguo reloj
de péndulo, al pie de la escalera, y vio que ya pasaba de la medianoche. Eso no
hizo nada por mejorarle el humor, que, en el mejor de los casos, nunca era muy
bueno.
Subió la escalera con lenta deliberación, consciente, demasiado consciente,
del modo en que estaba funcionando su corazón. Ka-bom, ka-dud. Ka-bom, kadud. Ka-bom, ka-dud. Lo ponía nervioso que el corazón le latiera en los oídos y
en las muñecas, no sólo en el pecho. A veces, cuando sucedía eso, lo imaginaba,
no como un órgano que se contraía y se expandía, sino como un gran dial en el
costado izquierdo de su pecho, con la aguja peligrosamente inclinada hacia la
zona roja. Esa mierda no le gustó; no le hacía falta esa clase de mierda. Lo que le
hacía falta era dormir bien toda la noche.
Pero la estúpida con quien se había casado aún estaba hablando por teléfono.
—Comprendo, Mike… Sí… sí, yo sí… Lo sé, pero…
Una pausa más larga.
—¿Bill Denbrough? —exclamó ella y el punzón de hielo volvió a clavarse
en el oído de Tom.
Aguardó ante la puerta del dormitorio hasta haber recuperado el aliento. Su
corazón volvía a latir ka-dud, ka-dud, ka-dud. El tronar había pasado. Imaginó
brevemente que la aguja se apartaba del rojo y descartó la imagen a fuerza de
voluntad. Era un hombre, por el amor de Dios, y muy hombre, no una caldera
con el termostato en mal estado. Estaba en forma. Era de hierro. Y si ella
necesitaba aprenderlo otra vez, sería un gusto enseñárselo.
Iba a entrar, pero lo pensó mejor y permaneció donde estaba, escuchándola.
No le importaba con quién estaba hablando ni qué decía, sólo escuchaba los
tonos ascendentes y descendentes de su voz. Y lo que sentía era aquella vieja y
sorda rabia familiar.
La había conocido en un bar para solteros, en Chicago, cuatro años antes. La
conversación se entabló con facilidad porque ambos trabajaban en el edificio de
Standard Brands y conocían a varias personas en común. Tom trabajaba para
King & Landry, Relaciones Públicas, en el piso 42. Beverly Marsh (su nombre
de soltera) era asistente de diseños en Delia Fashions, en el 12. Delia, quien más
tarde disfrutaría de un modesto renombre en el Medio Oeste, se ocupaba de la
gente joven. Sus faldas, sus blusas, chales y pantalones sueltos se vendían
principalmente en esos locales que Delia Castleman denominaba «tiendas para
jóvenes» y Tom, «vanguardistas». Casi de inmediato, Tom Rogan detectó dos
cosas en Beverly Marsh: era muy deseable y muy vulnerable. En menos de un
mes sabía una tercera: que era inteligente, muy inteligente. En sus diseños de
blusas y faldas de deportes vio una máquina de hacer dinero de posibilidades
casi aterrorizantes.
Pero no para los negocios vanguardistas —pensó, aunque no lo dijo (al
menos por entonces)—. Basta de mala iluminación, de precios bajos, de
exhibiciones de mierda en las trastiendas, entre las porquerías para doparse y
las camisetas de grupos de rock. Esa mierda es para los principiantes.
Se enteró de muchas cosas con respecto a ella, aun antes de que Beverly
supiera que le interesaba de verdad; así era como él lo deseaba. Se había pasado
toda la vida buscando a una mujer como Beverly Marsh y avanzó con la
celeridad de un león que se arroja contra un antílope lento. No era que su
vulnerabilidad estuviera a la vista. Al mirar, uno veía a una mujer bonita,
delgada, pero bien provista. A lo mejor no tenía muy buenas caderas, pero sí un
culo estupendo. Y las mejores tetas que Tom había visto en su vida. A Tom le
gustaban las tetas, siempre le habían gustado. Y las mujeres altas casi siempre lo
desilusionaban en ese punto. Se ponían blusas finas y los pezones enloquecían a
cualquiera, pero cuando uno les sacaba esas blusas finas descubría que, aparte de
pezones, no había nada más. Las tetas, en sí, parecían pomos de cajón de
escritorio. «Basta con lo que entra en la mano; lo demás es un desperdicio»,
había dicho, más de una vez, su compañero de cuarto en la universidad. Por lo
que a Tom concernía, ese hombre tenía la cabeza tan llena de mierda que
chirriaba al girar.
Oh, ella era una preciosidad, claro que sí, con ese cuerpo de dinamita y esa
gloriosa cascada de pelo rojo, ondulado. Pero era débil, por alguna razón.
Parecía emitir señales de radio que sólo él podía recibir. Uno se daba cuenta por
ciertas cosas: por lo mucho que fumaba (pero él la tenía casi curada de eso); por
el modo inquieto de mover los ojos, sin mirar nunca de frente a la persona con
quien hablaba, dirigiéndole la vista sólo de vez en cuando, para apartarla
ágilmente de inmediato; por su costumbre de frotarse suavemente los codos
cuando se ponía nerviosa; por sus uñas, que mantenía pulcras, pero brutalmente
cortas. Tom reparó en eso la primera vez que la vio. En cuanto ella levantó la
copa de vino blanco, él le vio las uñas y pensó: Las mantiene así de cortas
porque se las come.
Tal vez los leones no piensan, al menos no como la gente… pero ven. Y
cuando los antílopes huyen de un abrevadero, alertados por el olor de la muerte
próxima, los felinos observan cuál de ellos se queda en la retaguardia, quizá a
causa de una pata coja, quizá porque es naturalmente más lerdo… o porque tiene
menos desarrollado el sentido del peligro. Y hasta es posible que algunos
antílopes (y algunas mujeres) deseen que los derriben.
De pronto oyó un ruido que lo arrancó bruscamente de esos recuerdos: el
chasquido de un encendedor.
La furia sorda volvió. Su estómago se llenó de un calor no del todo
desagradable. Fumaba. Ella fumaba. Tom Rogan le había dictado un Seminario
Especial sobre el tema. Y allí estaba ella, haciéndolo otra vez. Era lenta para
aprender, sí, pero el buen maestro da lo mejor de sí con los alumnos lentos.
—Sí —dijo ella en ese momento—. Está bien. Sí…
Escuchó, luego emitió una risa extraña, entrecortada, que Tom nunca le había
oído.
—Dos cosas, ya que preguntas: resérvame alojamiento y reza por mí. Sí, está
bien… ajá… yo también. Buenas noches.
Estaba colgando el auricular cuando él entró. Su intención había sido entrar
con violencia, gritándole que lo apagara, que lo apagara de inmediato, ¡AHORA
MISMO!, pero las palabras se le apagaron en la garganta al verla. La había visto
así en otras ocasiones, pero sólo dos o tres veces. Una vez, antes de la primera
exhibición importante; otra, antes del primer desfile privado para compradores
nacionales y, por último, al viajar a Nueva York para recibir el Premio
Internacional del Diseño.
Se paseaba por el cuarto a grandes pasos, con el camisón de encaje blanco
modelándole el cuerpo y el cigarrillo sujeto entre los labios (por Dios, cómo
detestaba verla con una colilla en la boca), despidiendo una cinta blanca sobre el
hombro izquierdo, como humo de una locomotora.
Pero fue la cara lo que lo detuvo, lo que le hizo morir el grito pensado en la
garganta. El corazón le dio un vuelco, ka-¡BAMP! Hizo una mueca de dolor,
diciéndose que eso no era miedo sino sólo asombro de verla así.
Beverly sólo estaba completamente viva cuando el ritmo de su trabajo
llegaba a un punto culminante. Cada una de las ocasiones que acababa de
recordar se había relacionado, por supuesto, con su profesión. En esas ocasiones,
Tom había visto a una mujer distinta de la que conocía tan bien, una mujer que le
cargaba el sensible radar de miedo con salvajes estallidos de estática. La mujer
que aparecía en momentos de tensión era fuerte, pero cargada de nerviosismo;
temeraria, pero imprevisible.
En ese momento había mucho color en sus mejillas, un rubor natural, a la
altura de los pómulos. En los ojos, bien abiertos y chispeantes, no quedaban
señales de sueño. Su cabellera fluía y flotaba. Y ¡oh, miren eso, amigos y
vecinos! ¡Oh, miren bien! ¿Acaso está sacando una maleta del armario? ¿Una
maleta? ¡Por Dios, sí!
Resérvame alojamiento… Reza por mí.
Bueno, no le haría falta ningún alojamiento, ningún hotel en el futuro,
porque la pequeña Beverly Rogan se quedaría muy quietecita en casa, muchas
gracias, y comería de pie durante tres o cuatro días.
Eso sí, buena falta le haría una oración o dos, antes de que él terminara de
arreglar cuentas.
Beverly arrojó la maleta a los pies de la cama y fue hacia su cómoda. Abrió
el cajón superior y sacó dos pares de vaqueros y dos jerséis de lana gorda. Arrojó
todo a la maleta. Otra vez a la cómoda, con el humo del cigarrillo dejando una
estela por encima del hombro. Tomó un par de sus viejas blusas marineras con
las que parecía una estúpida, pero que se negaba a dejar. Sin duda alguna, quien
la había llamado no era de la jet set. Esa ropa era deslucida, como las que usaba
Jackie Kennedy cuando pasaba el fin de semana en Hyannisport.
Pero a él no le interesaba quién la hubiera llamado ni dónde pensaba ir,
porque ella no iba a ir a ninguna parte. No era eso lo que le picoteaba
incesantemente la cabeza, torpe y dolorida por el exceso de cerveza y la falta de
sueño.
Era el cigarrillo.
Se suponía que ella los había tirado todos. Pero en ese momento tenía, entre
los dientes, la prueba de que se le resistía. Y como aún no había visto a Tom en
el marco de la puerta, él se permitió el placer de recordar las dos noches con que
se había asegurado el completo dominio de esa mujer.
—No quiero verte fumar nunca más —le había dicho cuando volvían a casa
desde una fiesta en Lake Forest. Había sido en octubre, en otoño—. En las
fiestas y en la oficina no tengo más remedio que aguantarme esa mierda, pero
cuando estoy contigo no tengo por qué tragármela. ¿Sabes qué sensación me da?
Te lo voy a decir: es desagradable, pero cierto; es como tener que comerse los
mocos de otro.
Esperaba que eso provocara alguna leve chispa de protesta, pero ella se había
limitado a mirarlo, tímida, ansiosa de agradar. Su voz sonó grave, mansa,
obediente:
—Está bien, Tom.
—Tira eso, entonces.
Ella lo hizo. Tom estuvo de buen humor durante el resto de la noche.
Pocas semanas después, al salir de un cine, ella encendió un cigarrillo y le
dio una calada mientras caminaban hacia el aparcamiento. Era una helada noche
de noviembre, el viento castigaba como un maníaco cada pedacito de piel
descubierta que lograba hallar. Tom recordó que había percibido el olor del lago,
como sucede a veces en las noches frías, un olor chato, como a pescado y a vacío
al mismo tiempo. La dejó fumar. Hasta le abrió la portezuela para que subiese al
coche. Después se instaló tras el volante, cerró su propia puerta y dijo:
—¿Bev?
Ella se quitó el cigarrillo de la boca y giró hacia él, inquisitiva. Tom se la dio
con todo: la mano abierta, dura, golpeó su mejilla con fuerza suficiente como
para que le cosquilleara la mano, con fuerza suficiente como para que a ella se le
estrellara la cabeza contra el respaldo. Sus ojos se ensancharon de sorpresa y
dolor… y algo más. Levantó la mano a la mejilla para palparse el calor, el
entumecimiento cosquilleante. Y gritó:
—¡Aaaaay! ¡Tom!
Él la miró con los ojos entornados, una sonrisa indiferente, completamente
vivo, dispuesto a ver qué pasaría, cómo reaccionaría ella. La polla se le estaba
endureciendo en los pantalones, pero apenas se dio cuenta. Eso quedaba para
después. Pero ahora, estaban en clase. Repasó lo que acababa de ocurrir. La cara
de Bev. ¿Qué había sido esa tercera expresión, desaparecida al cabo de un
instante? Primero, la sorpresa. Después, el dolor. Por último, la (nostalgia)
apariencia de un recuerdo… de algún recuerdo. Había estado allí sólo por un
momento. Probablemente ella ni siquiera había notado su presencia en su cara y
en su mente.
A ver ahora. Estaría en lo primero que ella no dijera. Tom lo sabía como su
propio nombre.
No fue: ¡Hijo de puta!
No fue: Adiós, Mr. Macho.
No fue: Hemos terminado, Tom.
Ella se limitó a mirarlo con aquellos ojos de avellana, heridos, desbordantes,
y dijo:
—¿Por qué has hecho eso? —Después trató de decir algo más, pero rompió a
llorar.
—Tira eso.
—¿Qué? ¿Qué, Tom?
El maquillaje le corría por la cara en rastros lodosos. A él no le molestó. Casi
le gustaba verla así. Era una piltrafa, pero también tenía algo de sensual. Algo de
arrastrada. Medio lo excitaba.
—El cigarrillo. Tíralo.
El amanecer de la conciencia. Y con ella, la culpa.
—¡Me olvidé! —exclamó ella—. ¡Eso es todo!
—Tíralo, Bev, o te liarás otra.
Beverly bajó el cristal y arrojó el cigarrillo. Luego se volvió hacia él, pálida,
asustada, pero también serena.
—No puedes…, no deberías pegarme. Es una mala base para una… una…
relación duradera.
Estaba tratando de hallar un tono, un ritmo adulta para hablar, pero
fracasaba. Él le había provocado una regresión. Estaba en ese coche con una
criatura. Voluptuosa y sensual como un demonio, pero una criatura.
—No poder y no deber son dos cosas distintas, chiquita —dijo Tom,
manteniendo la voz serena, aunque por dentro se estremecía—. Y seré yo quien
decida qué constituye una relación duradera y qué no. Si lo aguantas, bien; si no,
puedes largarte. No voy a detenerte. Podría darte una patada en el culo como
regalo de despedida, pero no te detendría. ¿Qué más quieres que te diga?
—Tal vez ya hayas dicho bastante —susurró ella.
Y él volvió a pegarle, más fuerte que la primera vez, porque ninguna mujer
podía atreverse con Tom Rogan. Hubiera golpeado a la reina de Inglaterra, si se
hubiese atrevido con él.
La mejilla de Beverly chocó contra el tablero acolchado. Su mano buscó el
picaporte de la portezuela, pero cayó. Se agazapó en el rincón, como un conejo,
con una mano sobre la boca, los ojos grandes, húmedos, asustados. Tom la miró
por un momento; después se bajó y rodeó el coche por atrás. Le abrió la
portezuela. Su aliento era humo en el negro y ventoso aire de noviembre; el olor
del lago llegaba con toda claridad.
—¿Quieres salir, Bev? Te vi buscar el picaporte, así que has de querer salir.
Bueno, está bien. Te pedí que hicieras algo y dijiste que lo harías. Después no lo
hiciste. ¿Quieres salir? Anda, baja. Qué joder, baja. ¿Quieres bajar de una puta
vez?
—No —susurró ella.
—¿Cómo? No te oigo.
—No, no quiero bajar —dijo Beverly en voz algo más alta.
—¿Qué pasa? ¿Esos cigarrillos te provocan afonía? Si no puedes hablar, te
conseguiré un megáfono, qué joder. Es tu última oportunidad, Beverly. Habla
para que te oiga: ¿quieres bajar de este coche o quieres volver conmigo?
—Quiero volver contigo —contestó ella apretándose las manos sobre el
regazo como una chiquilla. No lo miraba. Las lágrimas le corrían por las
mejillas.
—Está bien. Bueno. Pero primero repite esto conmigo, Bev. Repite: «Olvidé
no fumar delante de ti, Tom».
Ella levantó los ojos, la mirada herida, suplicante, inarticulada. Puedes
obligarme a decir esto —rogaban sus ojos—, pero no lo hagas, por favor. No lo
hagas. Te amo. ¿No, podemos dejarlo así?
No, no se podía. Porque eso no era, en el fondo, lo que ella deseaba, y ambos
lo sabían.
—Dilo.
—Olvidé no fumar delante de ti, Tom.
—Bien. Ahora di: «Perdón».
—Perdón —repitió ella, inexpresiva.
El cigarrillo quedó humeando en el pavimento como un trozo de mecha
encendida. Los que salían del teatro les echaban una mirada; un hombre de pie
junto a la portezuela abierta de un viejo Vega, una mujer sentada dentro con las
manos apretadas en el regazo, la cabeza gacha, las luces recortando la catarata
suave de su pelo con un borde dorado.
Tom aplastó el cigarrillo. Lo convirtió en una mancha contra el pavimento.
—Ahora di: «No volveré a fumar sin tu permiso».
—No volveré…
La voz de Beverly comenzó a atascarse.
—… no… n-n-n…
—Dilo, Bev.
—No volveré a f-fumar. Sin tu p-permiso.
Entonces él cerró la portezuela con un golpe y volvió al volante para llevarla
a su apartamento del centro. Ninguno de los dos dijo una palabra. La mitad de la
relación había quedado establecida en el aparcamiento; la otra mitad se
estableció cuarenta minutos después, en la cama de Tom.
Ella no quería hacer el amor, según dijo. Él vio una verdad diferente en sus
ojos y en la humedad entre sus piernas. Cuando él le quitó la blusa, sus pezones
estaban duros como la roca. Ella gimió al primer roce y lanzó una suave
exclamación cuando él chupó, uno primero, el otro después, acariciándolos,
inquieto. Beverly le tomó la mano y se la llevó entre las piernas.
—Dijiste que no querías —le recordó Tom.
Y ella apartó la cara… pero no le soltó la mano; por el contrario, el balanceo
de sus caderas se aceleró.
Él la empujó hasta echarla de espaldas en la cama… mostrándose suave. En
vez de desgarrarle la ropa interior, se la quitó con un cuidado casi gazmoño.
Deslizarse en su interior fue como deslizarse en un aceite exquisito.
Se movió con ella, usándola, pero dejando también que ella lo usara. Beverly
tuvo el primer orgasmo casi de inmediato, con un grito, clavándole las uñas en la
espalda. Después se mecieron juntos en golpes largos, lentos y en algún
momento a él le pareció que había otro orgasmo. Tom llegaba al borde y pensaba
en el último partido de béisbol o en quién estaba tratando de quitarle la cuenta de
Chesley en el trabajo, para abstraerse. Por fin empezó a acelerar hasta que su
ritmo se disolvió en un corcoveo excitado. Le miró la cara: los círculos de rímel,
como los de un mapache, el lápiz de labios corrido. Y se sintió súbitamente
disparado hacia el abismo, delirante.
Ella sacudió las caderas hacia arriba, más y más; en aquellos tiempos la
cerveza no había puesto panza entre ellos, los vientres aplaudieron en ritmo cada
vez más veloz.
Cerca del final, ella gritó y le mordió el hombro con dientes pequeños,
parejos.
—¿Cuántas veces te corriste? —le preguntó él, después de que ambos se
ducharon.
Beverly apartó la cara. Cuando habló, lo hizo con una voz tan baja que a él le
costó entender:
—Se supone que no debes preguntar eso.
—¿Ah, no? ¿Quién te lo dijo?
Le tomó la cara con una mano, con el pulgar hundido en una mejilla y los
otros dedos en la otra, la palma abarcando el mentón.
—Confiésate con Tom —dijo—. ¿Me oyes, Bev? Cuéntale a papá.
—Tres —reconoció ella, a desgana.
—Bien —dijo él—. Puedes fumar un cigarrillo.
Beverly lo miró con desconfianza, desparramado el pelo rojo sobre las
almohadas, cubierta sólo con las bragas. Con sólo verla así, el motor volvía a
funcionar. Hizo una señal de asentimiento.
—Anda —insistió—. Está bien.
Tres meses después se casaron en el juzgado. Asistieron dos amigos de Tom;
por parte de Beverly, la única amiga presente fue Kay McCall, a quien Tom
llamaba «esa zorra feminista».
Todos esos recuerdos pasaron por la mente de Tom en el curso de pocos
segundos, como un fragmento cinematográfico acelerado, mientras la observaba
desde el marco de la puerta. Ella había abierto el cajón del fondo, el que a veces
llamaba «cajón de fin de semana», y estaba arrojando prendas interiores dentro
de la maleta. No eran las cosas que a él le gustaban, esos satenes deslizantes,
esas sedas suaves. Eran prendas de algodón, cosas de chiquilla casi todas
desteñidas y con nudos de elástico reventado en la cintura. Un camisón de
algodón que parecía salido de La familia Ingalls. Hundió la mano en el fondo de
ese último cajón, para ver qué otra cosa había por allí.
Mientras tanto, Tom Rogan caminó por la alfombra hacia el armario. Estaba
descalzo, su marcha fue tan silenciosa como un golpe de brisa. Era el cigarrillo.
Eso era lo que lo había vuelto loco. Hacía mucho tiempo que ella no olvidaba
aquella primera lección. Había tenido que enseñarle otras desde entonces,
muchas otras. Hubo días calurosos en que ella debió usar blusas de mangas
largas y hasta abrigos abotonados hasta el cuello. Días grises en que se puso
anteojos oscuros. Pero esa primera lección había sido tan súbita y fundamental.
Tom había olvidado la llamada telefónica que lo había arrancado de su
profundo sueño. Era el cigarrillo. Si ella volvía a fumar era porque se había
olvidado de Tom Rogan. Momentáneamente, por supuesto, sólo
momentáneamente, pero aun eso era mucho tiempo. No importaba qué podía ser
lo que la hiciera olvidar. Esas cosas no debían suceder en su casa por ningún
motivo.
Dentro del armario había un gancho del que colgaba una ancha correa de
cuero negro. No tenía hebilla, él se la había quitado hacía mucho tiempo. Estaba
doblada en el extremo donde debía haber estado la hebilla y esa sección formaba
un lazo en el cual Tom Rogan deslizó la mano.
¡Te has portado mal, Tom! —había dicho su madre, algunas veces. Bueno,
tal vez correspondía decir, antes bien, «con frecuencia»—. ¡Ven aquí, Tommy!
Tengo que darte una paliza. Una paliza…
Había sido el mayor de cuatro hijos. Tres meses después de nacer la menor,
había muerto Ralph Rogan. Bueno, tal vez no correspondía hablar de morir, sino
de suicidarse, puesto que había mezclado una generosa cantidad de lejía,
endiablado brebaje que tragó sentado en el inodoro. La señora Rogan consiguió
trabajo en la planta de Ford. Tom, aunque sólo tenía once años, se convirtió en el
hombre de la familia. Y si fallaba, si la nena se ensuciaba en los pañales después
de que se iba la niñera y la mierda todavía estaba allí cuando mamá llegaba a
casa…, si él se olvidaba de cruzar a Megan en la esquina de Broad Street,
después del parvulario y lo veía esa entrometida de la señora Gant…, si Joey
hacía un desastre en la cocina mientras él miraba América y su música… si
ocurría cualquiera de estas cosas o un millar de otras nimiedades… entonces,
cuando los otros chicos estaban ya en la cama, salía a relucir el palo de los
castigos y la invocación: Ven, Tom. Tengo que darte una paliza.
Mejor ser el palizador que el apalizado.
Eso, al menos, lo tenía bien aprendido desde que circulaba por la gran
autopista con peaje de la vida.
Por lo tanto, sacudió una vez el extremo suelto del cinturón y ajustó el lazo a
su mano. Luego cerró el puño. Era una agradable sensación. Lo hacía sentir
adulto. La banda de cuero pendía de su puño cerrado como una serpiente negra,
muerta. Se le había ido el dolor de cabeza.
Beverly había encontrado una última cosa en el fondo del cajón: un viejo
sostén de algodón blanco con copas reforzadas. La idea de que esa tardía
llamada pudiera ser de un amante surgió por un instante en la mente de Tom y se
hundió otra vez. Era ridículo. Una mujer que va al encuentro de su amante no
empaca blusas viejas y ropa interior de algodón con bultitos en los elásticos.
Además, ella no era capaz.
—Beverly —dijo suavemente.
Ella giró de inmediato, sobresaltada, con los ojos bien abiertos, la cabellera
al vuelo.
El cinturón vaciló…, bajó un poquito. Tom la miró, sintiendo otra vez ese
pequeño capullo de intranquilidad. Sí, se la veía como cuando estaban por hacer
las grandes exhibiciones, pero en esas ocasiones él no se entrometía
comprendiendo que, por estar llena de miedo y agresividad competitiva, era
como si su cabeza estuviera inflada con gas combustible; bastaría una chispa
para que estallara. Esas exhibiciones no habían sido, para ella, la oportunidad de
separarse de Delia Fashions para hacer carrera (y hasta fortuna) por cuenta
propia. Eso solo no habría importado. Pero si eso hubiera sido todo, ella no
habría tenido ese talento atroz. Para ella, esas exhibiciones habían sido una
especie de superexamen en el cual debía medirse con fieros maestros. Lo que
ella veía en esas ocasiones era cierta bestia sin rostro. No tenía rostro, pero sí
nombre: Autoridad.
Y todo ese nerviosismo de ojos dilatados estaba ahora en su cara. Pero no
sólo allí, sino también alrededor de ella, como un aura casi visible, una carga de
alta tensión que la tornaba, súbitamente, más tentadora y más peligrosa que
nunca en muchos años. Tom sintió miedo porque ella estaba allí, toda allí, la ella
esencial, separada de la ella que Tom Rogan quería, la ella que él había hecho.
Beverly parecía sorprendida y asustada. También se la veía excitada casi
hasta la locura. Le relucían las mejillas de color, pero tenía parches blancos bajo
los párpados inferiores, parecían casi un segundo par de ojos. Su frente
relumbraba con una resonancia cremosa.
Y el cigarrillo seguía sobresaliendo de su boca, ahora inclinado hacia arriba,
como si se creyese un maldito Franklin Delano Roosevelt. ¡El cigarrillo! Con
sólo verlo, la furia sorda se abatió otra vez sobre él en una ola verde. Vagamente,
en el fondo de su mente, recordó que una noche, en la oscuridad, ella le había
dicho algo, con voz opaca e inquieta:
—Algún día me vas a matar, Tom. ¿Lo sabes? Algún día se te irá la mano y
ése será el final. Perderás la chaveta.
Él había contestado:
—Tú haz las cosas a mi modo, Bev, y ese día no llegará jamás.
Antes de que la ira lo borrara todo, se preguntó si no había llegado, al fin y al
cabo, ese día.
El cigarrillo. No importaban la llamada, la maleta, su aspecto extraño.
Primero arreglarían lo del cigarrillo. Después se acostaría con ella. Y después
discutirían el resto. Por entonces, tal vez ni siquiera tuviese importancia.
—Tom —dijo ella—. Tom, tengo que…
—Estás fumando. —Su voz parecía venir desde lejos, como de una radio
muy buena—. Parece que lo has olvidado, nena. ¿Dónde los tenías escondidos?
—Mira, lo apago —dijo ella y fue a la puerta del baño. Arrojó el cigarrillo al
inodoro (aún desde allí Tom vio las marcas de sus dientes en el filtro). Fsss.
Volvió—. Era un viejo amigo, Tom. Un viejísimo amigo. Tengo que…
—¡Que callarte, eso es lo que tienes que hacer! —le gritó él—. ¡Te callas!
Pero el miedo que deseaba ver, miedo a él, no estaba en su cara. Había
miedo, pero era algo brotado del teléfono y el miedo no tenía por qué llegar a
Beverly desde ese lado. Era casi como si no viera el cinturón, como si no lo viera
a él y Tom sintió un goteo de ansiedad. ¿Estaba allí él? La pregunta era estúpida,
pero, ¿estaba?
Esa cuestión era tan terrible y elemental que, por un momento, se sintió en
peligro de desligarse por completo de su propia raíz, hasta quedar flotando como
una semilla de cardo en la brisa fuerte. Pero se dominó. Estaba allí, claro, y basta
de cháchara psicológica por esa noche, qué joder. Estaba allí. Era Tom Rogan,
Tom Rogan, por Dios, y si ese coño barato no se ponía en línea en los siguientes
treinta segundos, quedaría como sacada de entre las ruedas de un tren.
—Tengo que darte una paliza. Lo siento, nena.
Había visto antes esa mezcla de miedo y agresividad, sí. En ese momento,
por primera vez, saltó hacia él como un rayo.
—Deja eso —dijo ella—. Tengo que ir al aeropuerto cuanto antes.
¿Estás aquí, Tom? ¿Estás?
Tom apartó ese pensamiento. La banda de cuero que, en otros tiempos, había
sido un cinturón, se balanceó lentamente delante de él, como un péndulo. Sus
ojos vacilaron, pero de inmediato se prendieron a la cara de Beverly.
—Escúchame, Tom. Hay problemas en la ciudad donde nací. Problemas muy
graves. En aquellos tiempos tuve un amigo. Supongo que pudimos haber sido
novios, pero todavía no teníamos edad para eso. Él tenía sólo once años y era
muy tartamudo. Ahora es novelista. Hasta creo que leíste uno de sus libros…
¿Los rápidos negros?
Le estudiaba la cara, pero él no le dio pistas. Sólo ese péndulo del cinturón,
que iba y venía, iba y venía. Permanecía de pie, con la cabeza gacha y las
gruesas piernas apartadas. Entonces ella se pasó la mano por el pelo, inquieta,
distraída, como si tuviera cosas muy importantes en que pensar y no hubiera
visto en absoluto el cinturón. Aquella pregunta horrible, acosadora, volvió a
resurgir en la mente de Tom: ¿Estás aquí? ¿Seguro?
—Ese libro estuvo por aquí durante semanas y no lo relacioné. Tal vez debí
hacerlo, pero todos somos mayores y hacía muchísimo tiempo que ni siquiera
me acordaba de Derry. El caso es que Bill tenía un hermano, George, se llamaba.
A George lo mataron antes de que yo conociera a Bill. Lo asesinaron. Y al
verano siguiente…
Pero Tom había escuchado ya demasiadas locuras, desde dentro y desde
fuera. Avanzó rápidamente, levantando el brazo derecho por encima del hombro,
como si fuera a arrojar una jabalina. El cinturón siseó un sendero en el aire.
Beverly, al verlo llegar, trató de apartarse, pero se golpeó el hombro derecho
contra la puerta del baño y se oyó un carnoso ¡whap! al encontrar el cuero su
brazo izquierdo y dejar una magulladura roja.
—Tengo que darte una paliza —repitió Tom. Su voz era cuerda, hasta
apenada, pero mostraba los dientes en una sonrisa blanca y helada. Quería ver
esa expresión en sus ojos, esa expresión de miedo, terror y vergüenza, la que
decía: Sí, tienes razón, me lo merecía. Esa expresión que decía: Sí, estás ahí,
siento tu presencia. Entonces volvería el amor y eso estaba bien, era bueno,
porque él la amaba, de veras. Hasta podían conversar, si ella quería, sobre quién
había llamado y de qué se trataba todo eso. Pero eso sería después. De momento
estaban en clase. El viejo uno-dos: primero la paliza, después el sexo.
—Lo siento, nena.
—Tom no hagas e…
Él lanzó el cinturón hacia el costado y vio que le lamía las caderas. Se
produjo un satisfactorio chasquido al terminar en la nalga. Y…
¡Por Dios, ella lo estaba sujetando! ¡Estaba sujetando el cinturón!
Por un momento, Tom Regan quedó tan atónito por ese inesperado acto de
insubordinación que estuvo a punto de perder el cinturón. Lo habría perdido, de
no ser por el lazo, que estaba bien seguro en su puño.
Se lo arrancó de un tirón.
—Nunca más trates de quitarme nada —dijo, ronco—. ¿Me oyes? Si tratas
de hacerlo otra vez, te pasarás un mes meando zumo de moras.
—Basta, Tom —dijo Beverly. El tono lo enfureció. Parecía un maestro
hablando con un chiquillo caprichoso en el recreo—. Tengo que irme. No es
broma. Ha muerto gente y hace tiempo prometí…
Tom oyó muy poco de todo eso. Lanzó un aullido y se arrojó hacia ella con
la cabeza gacha, balanceando el cinturón a ciegas. La golpeó una y otra vez,
apartándola de la puerta, haciendo que retrocediera a lo largo de la pared. Echó
el brazo hacia atrás, la golpeó. Más tarde, por la mañana, no podría levantar el
brazo sobre los ojos antes de tragarse tres tabletas de codeína, pero por el
momento sólo sabía que ella lo estaba desafiando. No sólo había estado
fumando: además había tratado de quitarle el cinturón. Oh, camaradas, oh
amigos y vecinos, ella se lo había buscado. Atestiguaría ante el trono de Dios
Todopoderoso que ella se lo había buscado y estaba por conseguirlo.
La llevó a lo largo de la pared disparando el cinturón en una lluvia de golpes.
Ella mantenía las manos en alto para protegerse la cara, pero el resto de su
persona era un blanco fácil. El cinturón emitía gruesos chasquidos de látigo en el
silencio de la habitación. Pero ella no gritaba, como solía hacerlo, no le pedía
que parase, como de costumbre. Peor aún, no lloraba, como siempre lo hacía.
Los únicos ruidos eran el cinturón y la respiración de ambos: la de él, pesada,
áspera; la de ella, ligera y rápida.
Beverly se apartó hacia la cama y el tocador que había a un lado. Tenía los
hombros rojos de los golpes del cinturón. Su pelo chorreaba fuego. Él la siguió
torpemente, más lento, pero grande, muy grande. Había jugado al squash hasta
dos años antes, al desgarrarse el tendón de Aquiles. Desde entonces estaba un
poco pasado de peso («muy pasado» habría sido una expresión más correcta),
pero los músculos seguían allí, como un firme cordaje envainado en la grasa.
Aun así, se alarmó un poco por la falta de aliento.
Ella alcanzó el tocador. Tom supuso que se agazaparía allí, tal vez tratando
de meterse abajo. Pero lo que hizo fue buscar a tientas… girar en redondo… y de
pronto el aire se llenó de proyectiles. Le estaba ametrallando con los cosméticos.
Un frasco de perfume francés le golpeó directamente entre las tetillas, cayó a sus
pies y se hizo trizas. De pronto lo envolvió un asqueante olor a flores.
—¡Basta! —bramó—. ¡Basta, perra!
En vez de cesar, las manos de Beverly volaban por la superficie de vidrio
cogiendo todo lo que allí había, arrojándolo. Él se palpó el pecho, allí donde lo
había golpeado la botella, incapaz de creer que ella le hubiera arrojado algo. La
tapa de vidrio le había hecho un corte. No era gran cosa, apenas un arañazo
triangular, pero cierta dama pelirroja presenciaría la salida del sol desde un
hospital, ¿no? Oh, sí, por cierto, una dama que…
Un bote de crema lo golpeó sobre la ceja derecha con súbita fuerza. Oyó un
choque sordo que parecía provenir del interior de su cabeza. Una luz blanca
estalló en el campo visual de ese ojo. Retrocedió un paso, boquiabierto.
Entonces fue un poco de Nivea lo que se estrelló contra su panza con un leve
ruido a palmetazo. Y ella estaba… ¿Era posible? ¡Sí! ¡Le estaba gritando!
—¡Me voy al aeropuerto, hijo de puta! ¿Me oyes? ¡Tengo algo que hacer y
me voy! ¡Te conviene quitarte de en medio porque ME VOY!
La sangre corrió hasta el ojo derecho de Tom, picante, caliente. Se la limpió
con los nudillos.
Permaneció allí por un momento, mirándola como si la viera por primera
vez. En cierto sentido, era la primera vez que la veía. Los pechos le subían y
bajaban con rapidez. Su rostro echaba fuego, todo rubor y palidez. Tenía los
dientes descubiertos en una mueca feroz. Sin embargo, ya había dejado vacía la
superficie del tocador. Su depósito de municiones estaba vacío. Él seguía
viéndole el miedo en los ojos… pero no era miedo a él.
—Guarda esa ropa —dijo, intentando no jadear. Eso no quedaría bien.
Sonaría a debilidad—. Después guardas la maleta y te metes en la cama. Y si
haces todo eso, es posible que no te castigue demasiado. Es posible que puedas
salir de la casa a los dos días, no a las dos semanas.
—Escúchame, Tom. —Hablaba con lentitud. Su mirada era muy clara—. Si
vuelves a acercarte, te voy a matar. ¿Entiendes bien, bolsa de tripas? Te voy a
matar.
Y de pronto —tal vez por el odio de su cara, por el desprecio, tal vez porque
lo había llamado bolsa de tripas o tal vez por el modo rebelde en que subían y
bajaban sus pechos —el miedo lo sofocó. No era un pimpollo ni una flor, sino
todo un maldito jardín, el miedo, el miedo horrible de no estar allí.
Tom Rogan se precipitó contra su mujer, esta vez sin aullar. Llegó silencioso
como un torpedo abriendo camino en el agua. Probablemente, su intención ya no
era sólo golpear y someter, sino hacerle lo que ella, tan descaradamente, había
prometido hacerle a él.
Pensó que ella huiría, probablemente hacia el baño. Tal vez, hacia la
escalera. Pero se mantuvo firme. Su cadera golpeó contra la pared cuando echó
todo su peso contra el tocador, empujándolo hacia arriba, hacia él, sus palmas
sudadas hicieron que se le resbalaran las manos y se rompió dos uñas a la altura
de la raíz.
Por un momento, la mesa se tambaleó, inclinada, hasta que ella volvió a
impulsarse hacia adelante. El tocador valseó sobre una sola pata, mientras el
espejo reflejaba la luz, arrojando un breve acuario contra el cielo raso. Por fin, se
inclinó hacia fuera. Su borde se clavó en los muslos de Tom, derribándolo. Se
oyó un tintineo musical, mientras los frascos se hacían trizas dentro. Tom vio
que el espejo se estrellaba a su izquierda y levantó un brazo para protegerse los
ojos; así perdió el cinturón. El vidrio se hizo añicos en el suelo, plata por el
dorso. Algún fragmento se le clavó, haciendo brotar la sangre.
Ahora sí, Beverly lloraba, el aliento le brotaba en fuertes sollozos, casi
alaridos. Una y otra vez se había imaginado abandonando a Tom, abandonando
su tiranía tal como lo había hecho con la de su padre, marchándose furtivamente
en la noche, con las maletas apiladas en el maletero de su Cutlass. No era
estúpida, por cierto, ni siquiera en ese momento, de pie en el borde de ese
desastre increíble, no era tan estúpida como para pensar que no había amado a
Tom, que no lo amaba aún, de algún modo. Pero eso no evitaba que le tuviera
miedo…, que lo odiara…, ni que se despreciara a sí misma por haberlo elegido
sobre la base de oscuras razones sepultadas en tiempos que habrían debido
quedar en el pasado. Su corazón no se quebraba, antes bien, parecía estar
asándose en su pecho, fundiéndose. Sintió miedo de que el calor de su corazón
aniquilara pronto su cordura en un incendio.
Pero sobre todas las cosas, martilleando sin cesar en el fondo de su mente,
oía la voz seca y tranquila de Mike Hanlon: Ha vuelto, Beverly… ha vuelto…, y
prometiste…
El tocador se levantó y volvió a caer. Dos. Una tercera. Parecía estar
respirando.
Moviéndose con cuidadosa agilidad, con la boca vuelta hacia abajo en las
comisuras, torcida como en el preludio de alguna convulsión, caminó alrededor
de la mesa caída, pisando de puntillas entre los fragmentos de vidrio y sujetó el
cinturón en el momento justo en que Tom arrojaba el tocador a un lado. Entonces
retrocedió, deslizando la mano en el lazo. Sacudió el pelo para quitárselo de los
ojos y se quedó observando lo que él iba a hacer.
Tom se levantó. Un fragmento del espejo le había provocado un corte en la
mejilla. Un tajo en diagonal trazaba una línea, fina como un hilo, a través de su
ceja. La miró bizqueando, mientras se levantaba lentamente, y ella vio que tenía
gotas de sangre en los calzoncillos.
—Dame ese cinturón —ordenó.
Ella, en cambio, se lo envolvió dos veces en la mano y lo miró desafiante.
—Deja eso, Bev. Ahora mismo.
—Si te acercas, te mataré a latigazos. —Las palabras surgían de su boca,
pero le parecía imposible estar pronunciándolas. Y de cualquier modo, ¿quién
era ese cavernícola de calzoncillos ensangrentados? ¿Su esposo, su padre? ¿El
amante de sus tiempos de universidad, el que le había roto la nariz una noche, al
parecer por capricho? Oh, Dios, ayúdame —pensó—. Ahora ayúdame. Y su
boca seguía hablando—. Sabes que puedo. Eres gordo y lento, Tom. Me voy, y
creo que no voy a volver. Creo que esto ha terminado.
—¿Quién es ese tal Denbrough?
—Olvídalo. Fui…
Se dio cuenta, casi demasiado tarde, de que la pregunta había sido una treta
para distraerla. Tom cargó antes de que la última palabra hubiera surgido de su
propia boca. Beverly agitó el cinturón en un arco, el ruido que produjo al chocar
contra la boca de Tom fue el ruido de un corcho empecinado al salir de la
botella.
Tom chilló, apretándose las manos contra la boca, con los ojos enormes,
doloridos, espantados. Por entre los dedos comenzó a correr la sangre filtrándose
por el dorso de las manos.
—¡Me has roto la boca, puta! —aulló, sofocado—. ¡Ah, Dios, me has roto la
boca!
Volvió a atacarla, estirando las manos, con la boca convertida en un manchón
rojo. Sus labios parecían partidos en dos lugares. Uno de sus incisivos había
perdido la corona. Ante la mirada de Beverly, él la escupió a un lado. Una parte
de ella retrocedía, apartándose de esa escena, asqueada y gimiendo, con el deseo
de cerrar los ojos. Pero esa otra Beverly sentía la exaltación de un condenado a
muerte liberado por un terremoto. A esa Beverly le gustaba mucho todo aquello.
¡Ojalá te la hubieras tragado!, pensaba ella. ¡Ojalá te hubieras ahogado con
ella!
Fue esa última Beverly la que descargó el cinturón por última vez, el mismo
cinturón con que él la había golpeado en las nalgas, las piernas, los pechos. El
cinturón que él había usado incontables veces en los últimos cuatro años. La
cantidad de golpes recibidos dependía de lo mal que una se portara. ¿Tom llega a
casa y la cena está fría? Dos con el cinturón. ¿Bev se queda trabajando hasta
tarde en el estudio y se olvida de llamar a casa? Tres con el cinturón. Vaya, vean
esto: Beverly se buscó otra multa por aparcamiento. Uno con el cinturón… en
los pechos. Él era bueno. Rara vez magullaba. Y ni siquiera hacía doler tanto.
Descontando la humillación. Eso sí lastimaba. Y lo que más lastimaba era saber
que una parte de ella quería ese dolor. Quería esa humillación.
Esta última vez va por todas, pensó. Y bajó el brazo.
Lo bajó desde el costado y el cinturón cruzó los testículos de Tom con un
ruido enérgico, pero denso, como el que hace una mujer al apalear una alfombra.
Bastó con eso. Tom Rogan perdió las ganas de pelear.
Lanzó un chillido agudo, sin fuerza, y cayó de rodillas como para rezar.
Tenía las manos entre las piernas y la cabeza echada hacia atrás. En el cuello le
sobresalían los tendones. Su boca era una mueca trágica de dolor. Su rodilla
izquierda descendió directamente sobre un trozo ganchudo de vidrio, parte del
frasco de perfume. Rodó silenciosamente de costado, como una ballena,
apartando una mano de las pelotas para sujetarse la rodilla sangrante.
La sangre, pensó ella. Por Dios, está sangrando por todas partes.
Sobrevivirá, replicó fríamente esa nueva Beverly, la que parecía haber
surgido con la llamada telefónica de Mike Hanlon. Los tipos como él siempre
sobreviven. Pero sal volando de aquí antes de que él decida seguir con el baile.
O antes de que resuelva ir al sótano a buscar su Winchester.
Retrocedió sintiendo una punzada de dolor en el pie. Había pisado un trozo
de espejo. Se agachó para coger la maleta, sin quitar los ojos de Tom. Retrocedió
hasta la puerta y salió al pasillo. Tenía la maleta delante de ella, con las dos
manos y le golpeaba las piernas al caminar. Su pie herido iba dejando huellas
sangrientas. Cuando llegó a la escalera, giró en redondo y bajó deprisa sin
permitirse pensar. Sospechaba que, de cualquier modo, ya no le quedaban
pensamientos coherentes, al menos por el momento.
Sintió un leve roce contra la pierna y gritó.
Al bajar la vista vio que era el extremo del cinturón, aún envuelto en su
mano. Bajo aquella luz opaca se parecía más que nunca a una serpiente muerta.
Lo arrojó por encima de la barandilla con una mueca de asco y lo vio aterrizar en
la alfombra del vestíbulo, hecho una S.
Al pie de la escalera, cruzó los brazos para coger el ruedo de su camisón de
encaje blanco y se lo quitó por la cabeza. Estaba manchado de sangre y no quería
tenerlo puesto un segundo más. Lo dejó caer a un lado, flotó hacia el gomero
puesto junto a la puerta del salón, como un paracaídas de encaje. Desnuda, se
agachó hacia la maleta. Sus pezones estaban fríos y duros como balas.
—¡BEVERLY, SUBE INMEDIATAMENTE!
Lanzó una exclamación y dio un respingo, pero volvió a inclinarse hacia la
maleta. Si él estaba lo bastante fuerte como para gritar así, ella tenía menos
tiempo del que había pensado. Abrió la maleta y sacó una blusa, bragas y un
viejo par de vaqueros. Se los puso precipitadamente, de pie junto a la puerta, sin
apartar la vista de la escalera. Pero Tom no apareció allá arriba. Aulló su nombre
dos veces más. En cada ocasión el sonido la hizo retroceder, con los ojos
acosados y los labios descubriendo los dientes en una mueca inconsciente.
Se abotonó la blusa a toda velocidad. Le faltaban los dos botones de arriba
(resultaba irónico que cosiera tan poco para ella misma); probablemente
parecería una prostituta buscando al último cliente de la noche. Pero no había
remedio.
—¡TE VOY A MATAR, MALA PUTA! ¡MALDITA ZORRA!
Cerró de un golpe la maleta y le echó el cerrojo. El brazo de una camisa
quedó fuera, como una lengua. Echó un vistazo en derredor, apresuradamente,
intuyendo que jamás volvería a ver esa casa.
Sólo descubrió alivio ante la idea. Así pues, abrió la puerta y salió.
Estaba a tres manzanas de distancia, caminando sin tener muy en claro
adónde iba, cuando se dio cuenta de que todavía estaba descalza. El pie que se
había cortado, el izquierdo, le palpitaba sordamente. Tenía que ponerse algún
calzado y eran casi las dos de la madrugada. Su billetera y sus tarjetas de crédito
estaban en la casa. Metió la mano en los bolsillos del vaquero y sólo sacó un
poco de pelusa. No tenía un centavo. Miró en derredor: un vecindario
residencial, casas bonitas, prados pulcros, canteros y ventanas oscuras.
Y de pronto se echó a reír.
Beverly Rogan, sentada en un muro de piedra, con la maleta entre los pies
sucios, reía. Habían salido las estrellas. ¡Y cómo brillaban! Inclinó la cabeza
hacia atrás y se rió de ellas. Ese descabellado entusiasmo corría por ella otra vez;
como una ola que la levantara, llevándola, purificándola, una fuerza tan poderosa
que cualquier pensamiento consciente se perdía en ella; sólo el pensamiento de
la sangre y su voz única, poderosa, le hablaban con algún inarticulado sistema
del deseo, aunque no sabía ni le importaba saber qué deseaba. Deseo, pensó. Y
dentro de ella, aquella marea de entusiasmo pareció cobrar velocidad
precipitándose hacia alguna rompiente inevitable.
Se rió de las estrellas, asustada, pero libre; el terror era agudo como el dolor
y dulce como una manzana madura. Cuando se encendió una luz, en un
dormitorio del piso superior de la casa a la que pertenecía ese muro de piedra,
levantó la maleta y huyó hacia la noche, siempre riendo.
6
Bill Denbrough se coge la excedencia
—¿Que te vas? —repitió Audra.
Lo miró, desconcertada, con un poco de miedo, después levantó los pies
descalzos y los escondió bajo el cuerpo. El suelo estaba frío. Pensándolo bien,
toda la cabaña estaba fría. El sur de Inglaterra había estado pasando por una
primavera excepcionalmente húmeda. Más de una vez, en sus habituales paseos
por la mañana y por la tarde, Bill Denbrough se sorprendía pensando en
Maine… pensando, de un modo sorprendido y vago, en Derry.
Se suponía que la cabaña tenía calefacción central, así lo decía el anuncio, y
había, por cierto, una caldera en el diminuto sótano, escondida en lo que, en
otros tiempos, había sido una carbonera. Pero él y Audra habían descubierto,
apenas iniciada la filmación, que los británicos no tenían de la calefacción
central la misma idea que los norteamericanos. Al parecer, para los británicos
había calefacción central siempre que uno no orinara un carámbano de hielo al
levantarse. En ese momento era de mañana, apenas las ocho menos cuarto. Bill
había colgado el teléfono cinco minutos antes.
—No puedes irte así, Bill. Los sabes muy bien.
—Es preciso —dijo él. Al otro lado de la habitación había un bar. Se acercó
para tomar una botella de Glenfiddich del último estante y se sirvió una copa.
Parte de la bebida cayó fuera del vaso—. Mierda —murmuró.
—¿De quién era la llamada? ¿Qué es lo que te asusta, Bill?
—No estoy asustado.
—¿Ah, no? ¿Siempre te tiemblan así las manos? ¿Siempre tomas una copa
antes de desayunar?
Bill volvió a su silla con la bata revoloteándole contra los tobillos y se sentó.
Trató de sonreír, pero fue un esfuerzo triste al que renunció enseguida.
En el televisor, el locutor de la «BBC» desenvolvía su paquete de malas
noticias matinales antes de pasar al resultado de los últimos partidos de fútbol.
Al llegar a la pequeña aldea suburbana de Fleet, un mes antes de iniciarse la
filmación, ambos se habían maravillado de la calidad técnica de la televisión
británica; con un buen aparato, uno tenía la sensación de que podía meterse en la
escena. Tiene más líneas o algo así, dijo Bill. No sé por qué, pero es una
maravilla, había replicado Audra. Eso fue antes de descubrir que gran parte de
los programas eran norteamericanos, como el de Dallas o interminables
espectáculos deportivos que iban de lo arcano y aburrido (campeonatos de
dardos, en los que todos los participantes parecían luchadores hipertensos) a lo
simplemente aburrido (el fútbol británico era malo; el críquet, aún peor).
—Últimamente he estado pensando mucho en casa —dijo Bill y tomó un
sorbo de su bebida.
—¿En casa? —se extrañó ella, tan honradamente que él rió.
—¡Pobre Audra! Casi once años de matrimonio con un tío y no sabes nada
de él. ¿Qué sabes de eso? —Volvió a reír y consumió el resto de la bebida. Su
risa gustó tan poco a la mujer como lo de verlo con un vaso de whisky en la
mano a esa hora de la mañana. Esa carcajada sonaba como si quisiera ser, en
realidad, un aullido de dolor—. Me gustaría saber si alguno de los otros tiene
una esposa o un marido que estén descubriendo, en este momento, lo poco que
saben. Supongo que sí, forzosamente.
—Sé que te amo, Billy —dijo ella—. Durante once años eso ha sido
bastante.
—Lo sé. —Le sonrió. Fue una sonrisa dulce, cansada y asustada.
—Por favor. Cuéntame qué ocurre.
Lo miraba con sus adorables ojos grises, sentada en esa casa alquilada, con
los pies escondidos bajo el ruedo de su camisón, la mujer con la que se había
casado por amor, la que aún amaba. Trató de ver a través de sus ojos para
averiguar qué sabía ella. Trató de verlo como si fuera un cuento. Podía, pero era
un cuento que jamás se vendería.
He aquí a un pobre muchachito del Estado de Maine que va a la universidad
gracias a una beca. Durante toda su vida ha querido ser escritor, pero cuando se
inscribe en los cursos literarios se encuentra perdido, sin brújula, en una tierra
extraña y atemorizante. Hay un tipo que quiere ser Updike. Otro desea ser
Faulkner en versión de Nueva Inglaterra, sólo que quiere escribir novelas sobre
la triste vida de los pobres en versos libres. Hay una muchacha que admira a
Joyce Carol Oates, pero piensa que, por haber sido nutrida en una sociedad
sexista, Oates es radiactiva en un sentido literario. Oates no puede ser limpia,
dice esta muchacha. Ella será más limpia. También está el graduado gordo y
bajito, que no puede hablar sino en murmullos. Ese tío ha escrito una obra en la
que participan doce personajes. Cada uno de ellos dice una única palabra. Poco a
poco, los espectadores se dan cuenta de que, al reunir esas palabras sueltas, se
obtiene la frase: «La guerra es la herramienta de los sexistas mercaderes de
muerte». La obra de este tío es calificada con un sobresaliente por el hombre que
dicta el Seminario de Literatura Creativa. Ese instructor ha publicado cuatro
libros de poesía y sus tesis de licenciatura, todo en la imprenta de la universidad.
Fuma marihuana y usa un medallón con el símbolo de la paz. La obra del gordo
murmurador es representada por un grupo teatral guerrillero durante la huelga
contra la guerra que clausura el recinto universitario en mayo de 1970. El
instructor representa a uno de los personajes.
Mientras tanto, Bill Denbrough ha escrito un relato de misterio del tipo
«cuarto cerrado», tres de ciencia-ficción y varios de terror, que están en deuda
con Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft y Richard Matheson. En años posteriores
dirá que esos relatos se parecían a una carroza fúnebre en 1850, equipada con un
motor de carreras y pintada de rojo chillón.
Uno de los relatos de ciencia-ficción vuelve con una mención honorífica.
«Éste es mejor —escribe el instructor, en la carátula—. En el rompehuelgas
alienígena vemos el círculo vicioso en el que la violencia engendra violencia.
Me gustó, especialmente, la nave espacial con “morro de aguja”, como símbolo
de la incursión sociosexual. Aunque esto se mantiene en una sugerencia algo
confusa, resulta interesante».
Los otros no consiguen nada mejor que un aceptable.
Por fin, un día, se levanta en medio de la clase, después de que se ha
analizado la viñeta de una joven cetrina, donde se habla de una vaca examinando
un motor abandonado en un campo desierto (eso puede ser o no después de una
guerra nuclear) durante setenta minutos, poco más o menos. La joven cetrina,
que fuma un cigarrillo tras otro y se pellizca ocasionalmente los granos de las
sienes, insiste en que la viñeta es una declaración sociopolítica, a la manera de
Orwell en sus primeros tiempos. La mayor parte de la clase está de acuerdo,
incluido el instructor, pero la discusión sigue y sigue.
Cuando Bill se pone de pie, toda la clase lo mira. Es alto y tiene cierta
presencia.
Hablando con cuidado, sin tartamudear (hace más de cinco años que no
tartamudea), dice:
—No comprendo esto en absoluto. No comprendo nada de todo esto. ¿Es
forzoso que un relato deba ser socioalgo? Política…, cultura…, historia…, ¿no
son ingredientes naturales de cualquier relato, si está bien contado? Es decir…
—Mira en derredor, ve ojos hostiles y comprende, oscuramente, que lo
consideran una especie de ataque. Tal vez lo sea. Están pensando que quizá
tengan a un sexista mercader de la muerte entre ellos—. Es decir… ¿ustedes no
pueden permitir que un relato sea, simplemente, un relato?
Nadie responde. El silencio sale como el hilo de una rueca. Bill sigue allí, de
pie, pasando la vista de un par de ojos indiferentes al que sigue. La muchacha
cetrina lanza bocanadas de humo y apaga los cigarrillos en un cenicero que ha
traído en su mochila.
Por fin, el instructor dice suavemente, como si hablara con un niño en medio
de un berrinche inexplicable:
—¿Te parece que William Faulkner no hacía otra cosa que contar relatos?
¿Te parece que a Shakespeare sólo le interesaba hacer dinero? Vamos, Bill, dinos
qué opinas.
Después de una larga pausa en la que estudia honradamente la pregunta, Bill
contesta:
—Opino que eso está bastante cerca de la verdad.
—Creo —dice el instructor, jugando con su bolígrafo y sonriendo a Bill con
los ojos entrecerrados— que aún tienes muchísimo que aprender.
El aplauso se inicia en algún punto de la parte trasera del salón.
Bill se va… pero vuelve a la semana siguiente, decidido a no cejar. Mientras
tanto, ha escrito un relato titulado Lo oscuro, sobre un niño que descubre un
monstruo en el sótano de su casa. El niño se enfrenta al monstruo, lucha con él y
acaba por matarlo. Bill siente una especie de exaltación sagrada mientras lo
escribe; hasta le parece que no está escribiendo, sino que permite que el relato
fluye a través de él. En cierto instante deja el bolígrafo y saca su mano,
acalorada y dolorida, al frío del invierno, donde sus dedos casi echan humo por
el cambio de temperatura. Se pasea por un rato, con sus botas verdes cortadas,
que chirrían en la nieve como diminutas bisagras sin aceitar. El relato parece
abultarle la cabeza. Le da un poco de miedo el modo en que necesita salir. Siente
que, si no consigue salir a través de su mano apresurada, le hará estallar los ojos
en su urgencia por escapar y convertirse en algo concreto. «Ahora sí que lo hago
polvo», confiesa a la ventosa oscuridad invernal y ríe un poco…, una risa
estremecida. Se da cuenta de que, por fin, ha descubierto cómo hacerlo. Después
de intentarlo durante diez años, de pronto ha hallado el botón de arranque en esa
gran excavadora muerta que tanto espacio ocupa dentro de su cabeza. Y se ha
puesto en marcha. No estaba hecha para llevar a los bailes a las chicas bonitas.
No es un símbolo de estatus. Es algo serio. Puede acabar con todo. Y si él no se
anda con cuidado, acabará también con él.
Corre dentro y termina Lo oscuro como si estuviera al rojo. Después de
escribir hasta las cuatro de la madrugada, por fin se queda dormido sobre la
carpeta. Si alguien le hubiera sugerido que, en realidad, estaba escribiendo sobre
George, su hermano, se habría sorprendido. Hace años que no piensa en
George… Al menos, eso cree, honestamente.
El relato vuelve con un insuficiente garabateado en la página del título.
Abajo, el tutor ha garabateado dos palabras en letras mayúsculas. BASURA,
chilla una. MIERDA, aúlla la otra.
Bill lleva el manuscrito de quince páginas a la estufa de leña y abre la
portezuela. Está a punto de arrojarlo al interior cuando capta, de pronto, lo
absurdo de lo que está haciendo. Se sienta en su mecedora, contempla un póster
de Grateful Dead y se echa a reír. ¿Mierda? ¡Bueno, que sea mierda! ¡El mundo
está lleno de ella!
—¡Que el mundo se venga abajo! —exclama Bill y ríe hasta que le brotan
lágrimas de los ojos y le ruedan por la cara.
Vuelve a mecanografiar la página del título para reemplazar la que exhibe la
opinión del instructor y envía el cuento a una revista para hombres, llamada
White Tie (aunque, por lo que Bill puede apreciar, debería llamarse Mujeres
Desnudas con Cara de Drogadictas). Su manoseado catálogo de editores dice
que aceptan cuentos de terror. Los dos números que ha comprado contenían, por
cierto, cuatro relatos de ese tipo entre las mujeres desnudas y la publicidad de
películas pornográficas y productos para la potencia sexual. Uno de ellos, escrito
por alguien llamado Dennis Etchison, es bastante bueno.
Envía Lo oscuro sin grandes esperanzas (ha ofrecido varios cuentos a
diversas revistas sin conseguir otra cosa que notas de rechazo), pero queda
asombrado y en la gloria cuando el editor de White Tie lo compra por doscientos
dólares, pagaderos en el momento de su publicación. El hombre agrega una
breve nota diciendo que es el mejor cuento de terror desde que Ray Bradbury
publicó El frasco. «Es una lástima que sólo vayan a leerlo unas setenta personas
de costa a costa», agrega, pero a Bill Denbrough no le importa. ¡Doscientos
dólares!
Se presenta a su tutor con una nota de renuncia al Seminario de Literatura
Creativa. Su tutor la firma. Bill Denbrough pega la nota a la elogiosa carta del
editor y clava ambas cosas en el tablón de anuncios, junto a la puerta de su
instructor. En la esquina del tablero hay una historieta antibélica. Y de pronto,
como moviéndose por cuenta propia, sus dedos sacan el bolígrafo del bolsillo y
cruzan la tira cómica: Si la ficción y la política llegan, alguna vez, a ser
intercambiables, voy a suicidarme, porque ya no sabré qué hacer. La política
cambia siempre, ¿se dan cuenta? Los cuentos, jamás. —Hace una pausa, a
continuación, sintiéndose un poco bajo, pero sin poder evitarlo, agrega—: Creo
que ustedes tienen mucho que aprender.
Tres días después le vuelve, por correspondencia su nota de renuncia. El
instructor la ha firmado. En el espacio designado para calificación en el
momento de dejar el curso, no ha puesto el «incompleto» o el «regular» que
habría correspondido por las notas obtenidas. Hay, en cambio, un furioso
«insuficiente» plantado sobre la línea. Abajo, el instructor ha escrito: «¿Usted
cree que el dinero demuestra algo, Denbrough?».
—Bueno, en realidad, sí —dice Bill Denbrough a su apartamento vacío.
Y una vez más comienza a reír como enloquecido.
En su último año de universidad se atreve a escribir una novela porque no
tiene idea de lo que está emprendiendo. Escapa de la experiencia rasguñado y
con miedo… pero vivo y con un manuscrito de casi quinientas páginas. Lo envía
a The Viking Press, sabiendo que será la primera de muchas paradas para su
libro, que trata de fantasmas… pero le gusta el logotipo de Viking y la editorial
es, por lo tanto, un buen sitio para comenzar. En realidad, la primera parada es
también la última. Viking compra el libro… y así comienza el cuento de hadas
para Bill Denbrough. El antiguo Bill el Tartaja alcanza el éxito a la edad de
veintitrés años. Tres años más tarde, a cuatro mil quinientos kilómetros de Nueva
Inglaterra, logra una extraña especie de celebridad al casarse con una estrella de
cine, cinco años mayor que él, en la iglesia de Hollywood.
Los periodistas dedicados al cotilleo del espectáculo le auguran siete meses
de duración. Según dicen, la única duda es si acabará en divorcio o en anulación.
Los amigos (y enemigos) de ambas partes tienen, más o menos, la misma
sensación. Dejando a un lado la diferencia de edad, las disparidades son
asombrosas. Él es alto, se está quedando calvo y se inclina un poco hacia la
gordura; habla lentamente cuando está acompañado y, a veces, parece casi
inarticulado. Audra, por el contrario, es una estatuaria belleza de pelo castaño
rojizo. Se parece menos a una mujer terrestre que a una criatura de cierta raza
superior y divina.
Se ha contratado a Bill para que escriba el guión de su segunda novela, Los
rápidos negros, sobre todo porque el derecho a hacer al menos el primer
borrador es una condición de venta inmutable, aunque su agente gimiera,
considerándolo una locura. El borrador ha resultado bastante bueno, por cierto, y
ha sido invitado a Universal City para reelaboraciones y reuniones de
producción.
Su agente es una mujer menuda, llamada Susan Browne. Mide, exactamente,
un metro y medio de estatura. Es violentamente enérgica y aún más
violentamente enfática.
—No lo hagas, Billy —le aconseja—. Despídete del asunto. Tienen mucho
dinero invertido en eso y pueden conseguir que alguno de los buenos escriba el
guión. Hasta Goldman, tal vez.
—¿Quién?
—William Goldman, el único buen escritor que se dedicó a eso y consiguió
las dos cosas.
—¿De qué estás hablando, Suze?
—Se quedó allí y sigue bien —dijo ella—. Las posibilidades de lograr eso
son como las de curarse de un cáncer de pulmón: se puede, pero ¿quién hace el
intento? Te quemarás en sexo y alcohol. O en alguna de esas nuevas drogas. —
Los ojos pardos de Susan, enloquecedoramente fascinantes, chisporrotean con
vehemencia en su dirección—. Y si encargan el trabajo a cualquier inepto y no a
alguien como Goldman, ¿qué importa? El libro está seguro. No le pueden
cambiar una palabra.
—Susan…
—¡Escucha, Billy! Cobra tu dinero y huye. Eres joven y fuerte. Eso es lo que
les gusta. Si vas, primero te cercenarán la autoestima; después, la capacidad de
escribir diez palabras seguidas. Pero lo peor es que te quitarán los testículos.
Escribes como un adulto, pero eres sólo un niño con la frente muy grande.
—Tengo que ir.
—¿Alguien se tiró un pedo aquí dentro? —contraataca ella—. Porque aquí
apesta.
—En serio. Tengo que hacerlo.
—¡Por Dios!
—Necesito alejarme de Nueva Inglaterra. —Tiene miedo de decir lo que
viene a continuación, porque es como pronunciar una maldición, pero se lo debe
—. Tengo que irme lejos de Maine.
—¿Por qué?
—No sé, pero así es.
—¿Me estás diciendo algo real, Billy, o hablas simplemente como escritor?
—Es real.
Durante esta conversación están juntos en la cama. Ella tiene los pechos
pequeños como melocotones, dulces como melocotones. Él la ama mucho, pero
no como ambos saben que sería bueno amar. Ella se sienta, con un revoltijo de
sábanas en el regazo, y enciende un cigarrillo. Está llorando, pero lo más
probable es que crea que Bill no lo sabe. Hay sólo un brillo en sus ojos. Parece
más prudente no mencionar el asunto. Aunque él no la ame como sería bueno
amar, le tiene muchísimo afecto.
—Está bien, vete —dice ella, con voz seca y profesional, girando en su
dirección—. Cuando estés listo, si todavía tienes fuerzas, dame un telefonazo.
Yo iré a recoger los pedazos… si queda alguno.
La versión fílmica de Los rápidos negros se titula El foso del demonio negro,
y Audra Phillips representa el personaje femenino principal. El título es horrible,
pero la película resulta bastante buena. Y él sólo pierde una parte de sí en
Hollywood: su corazón.
—Bill —dijo Audra otra vez, arrancándolo de esos recuerdos.
Él vio que había apagado el televisor. Miró por la ventana y vio la niebla que
hociqueaba los vidrios.
—Te explicaré todo lo que pueda —dijo—. Es lo menos que mereces. Pero
antes debes hacer dos cosas por mí.
—De acuerdo.
—Prepárate otra taza de té y dime qué sabes de mí. O qué crees saber.
Ella lo miró intrigada. Luego fue hacia el aparador.
—Sé que eres de Maine —dijo, sirviéndose el té. Aunque no era inglesa, su
voz había adquirido un dejo de entonación británica, secuela de la parte
representada en El desván, la película por cuya filmación estaban allí. Era el
primer libreto original de Bill. También se le había ofrecido la dirección, pero la
había rechazado, gracias a Dios; de lo contrario, viajar ahora habría sido
arruinarlo todo por completo. Sabía lo que iban a decir todos los del equipo: por
fin Bill Denbrough muestra la hilacha, otro maldito escritor más loco que rata de
letrina.
Bien sabía Dios que se sentía bastante loco en esos instantes.
—Sé que tenías un hermano al que querías mucho y que murió —prosiguió
Audra—. Sé que creciste en una ciudad llamada Derry. Te mudaste a Bangor
unos dos años después de la muerte de tu hermano y a los catorce, a Portland. Sé
que tu padre murió de cáncer de pulmón cuando tenías diecisiete. Y escribiste un
éxito de ventas cuando todavía estabas en la universidad, manteniéndote con una
beca y un trabajo de media jornada en una empresa textil. Eso tiene que haberte
parecido muy extraño… El cambio de ingresos, de perspectivas…
Cuando volvió a su lado, él le vio, en la cara, que acababa de darse cuenta de
los espacios ocultos entre ambos.
—Sé que escribiste Los rápidos negros un año después y viniste a
Hollywood. Y la semana antes de iniciarse la filmación, conociste a una mujer
muy complicada, llamada Audra Philips, que sabía, en parte, lo que estabas
pasando, lo de esa descabellada incomprensión, porque había sido,
sencillamente, Audrey Philpott hasta cinco años antes. Y esa mujer se estaba
ahogando…
—No, Audra.
Ella le sostuvo la mirada, serena.
—Oh, ¿por qué no? Seamos francos y llamemos a las cosas por su nombre.
Me estaba ahogando. Descubrí las anfetaminas dos años antes de conocerte; un
año después, la cocaína, que era todavía mejor. Una anfeta en la mañana, coca
por la tarde, vino por la noche y un Valium a la hora de acostarme: las vitaminas
de Audra. Demasiadas entrevistas importantes, demasiados papeles buenos.
Daba risa de tan parecida a los personajes de Jacqueline Susann. ¿Sabes cómo
imagino ahora ese período, Bill?
—No.
Ella bebió un sorbo de té sin dejar de mirarlo a los ojos y sonrió.
—Era como correr por la rampa móvil del aeropuerto de Los Ángeles,
¿comprendes?
—No, no del todo.
—Es una rampa móvil de unos cuatrocientos metros.
—Conozco la rampa, pero no sé qué estás…
—Si te quedas de pie en ella, te lleva hasta la zona de entrega de equipaje.
Pero no hace falta que te quedes inmóvil, puedes caminar o correr y parecería
que lo estás haciendo como de costumbre porque tu cuerpo olvida que estás
agregando velocidad a la de la rampa. Por eso al final han puesto esos letreros
que dicen Circule despacio, rampa móvil. Cuando te conocí, me sentía como si
hubiera salido a toda carrera de esa rampa a un suelo que ya no se movía. Mi
cuerpo iba nueve kilómetros por delante de mis pies. No se puede mantener el
equilibrio. Tarde o temprano te caes de narices. Pero yo no me caí, porque tú me
sostuviste.
Apartó el té para encender un cigarrillo sin dejar de mirarlo. Él sólo vio que
le temblaban las manos por el imperceptible estremecimiento de la llama que se
movió de lado a lado antes de encontrar el extremo del cigarrillo.
Ella aspiró profundamente y exhaló un veloz chorro de humo.
—¿Qué otra cosa sé de ti? Sé que pareces tenerlo todo controlado. Nunca se
te ve con prisa por pasar a la próxima copa, a la próxima reunión, a la próxima
fiesta. Pareces convencido de que todo eso estará allí… si lo deseas. Hablas
despacio. Supongo que es, en parte, por el acento de Maine, pero sobre todo por
tu modo de ser. Entre todos los hombres que conozco, fuiste el primero que se
atrevió a hablar despacio. Yo tenía que aminorar la marcha para escucharte.
Cuando te miraba, Bill, veía a alguien que jamás corría en la rampa móvil,
porque estaba seguro de que la rampa lo llevaría a su destino. Parecía no haberte
tocado la histeria y la exageración. No alquilaste un Rolls Royce para lucirlo los
sábados por la tarde con tu propio nombre grabado en las placas. No tenías un
agente de prensa para que hiciera publicar artículos en las revistas de cotilleos.
Nunca te presentaste en esos programas de entrevistas para lucirse.
—A los escritores no los invitan, a menos que sepan hacer trucos con las
cartas o algo similar —dijo él, sonriendo—. Es como una ley nacional.
Pensó que ella también sonreiría, pero no fue así.
—Sé que siempre estuviste a mano cuando te necesité. Cuando salí volando
de la rampa móvil. Tal vez me salvaste de tragar la píldora que no correspondía
después de haber bebido demasiado. O tal vez yo habría salido a flote de todos
modos y no hago sino dramatizar. Pero… no lo creo así. Adentro, donde estoy
yo, no me lo parece.
Apagó el cigarrillo, al que sólo había dado dos caladas.
—Sé que, desde entonces, nunca me has fallado. Ni yo a ti. Nos entendemos
en la cama. Antes, eso me importaba muchísimo. Pero también nos entendemos
fuera de ella y ahora eso me parece más importante. Siento que podría envejecer
contigo sin dejar de ser valiente. Sé que bebes demasiada cerveza y que no haces
suficiente ejercicio. Sé que algunas noches tienes pesadillas…
Él se sobresaltó. Fue un desagradable sobresalto. Casi un susto.
—Nunca sueño.
Ella sonrió.
—Eso dices a los periodistas cuando te preguntan de dónde sacas las ideas.
Pero no es cierto. A menos que, cuando gruñes toda la noche, sea por
indigestión. Y no creo que sea eso, Billy.
—¿Hablo dormido? —preguntó él, cauteloso. No recordaba ningún sueño,
ninguno en absoluto, bueno o malo.
Audra asintió.
—A veces. Pero nunca llego a entender lo que dices. Y un par de veces has
llorado.
Él la miró, inexpresivo. Tenía mal gusto en la boca, le corría por la lengua,
garganta abajo, como el sabor de la aspirina disuelta. Ahora ya sabes qué sabor
tiene el miedo —pensó—. Era hora de que lo averiguaras, teniendo en cuenta
todo lo que has escrito sobre el tema. Supuso que uno acababa por
acostumbrarse al sabor. Siempre que viviera lo suficiente.
Súbitamente, los recuerdos estaban tratando de entrar en tropel. Era como si
tuviera en la mente un saco negro que se hinchaba, amenazando con escupir
nocivos
(sueños)
retazos desde el subconsciente, hacia el campo mental de visión dominado por
su mente racional alerta, y si eso ocurría de pronto, enloquecería. Trató de
empujarlo todo hacia atrás y lo consiguió, pero no antes de oír una voz. Era
como si alguien, sepultado vivo, hubiera gritado desde el suelo. Era la voz de
Eddie Kaspbrak.
Me salvaste la vida, Bill. Esos muchachos me vuelven loco. Algunas veces
creo que quieren matarme de verdad…
—Tus brazos —dijo Audra.
Bill se los miró. Se le había puesto carne de gallina. Pero no eran bultitos
pequeños, sino enormes puntos blancos, como huevos de insectos. Los dos
observaron fijamente, sin decir nada, como si contemplaran una interesante pieza
de museo hasta que la carne de gallina desapareció, poco a poco.
En el silencio siguiente, Audra dijo:
—Y sé otra cosa; alguien te llamó esta mañana desde Estados Unidos y dijo
que debías abandonarme.
Él se levantó, echó un breve vistazo a las botellas de licor y entró a la cocina.
Volvió con un vaso de zumo de naranja diciendo:
—Sabes que yo tenía un hermano y sabes que murió, pero no que fue
asesinado.
Audra aspiró rápidamente.
—¡Asesinado! Oh, Bill, ¿por qué no me lo…?
—¿Por qué no te lo conté? —Rió él, otra vez con esa risa que parecía un
ladrido—. No sé.
—¿Qué pasó?
—Por entonces vivíamos en Derry. Habíamos sufrido una inundación, pero
ya estaba pasando y George se aburría. Yo estaba en cama, con gripe. El quiso
que le hiciera un barquito de papel. Yo había aprendido a hacerlos en el
campamento de verano, el año anterior. Dijo que iba a hacerlo navegar por las
alcantarillas de Witcham Street y de Jackson Street, porque estaban todavía
llenas de agua. Entonces le hice el barquito, él me dio las gracias y salió. Fue la
última vez que vi a mi hermano George con vida. Si no hubiera estado con gripe,
tal vez habría podido salvarlo.
Hizo una pausa, frotándose la mejilla izquierda con la mano derecha, como si
buscara un crecimiento de barba. Sus ojos, aumentados por las lentes de las
gafas, parecían pensativos… pero no estaba mirando a Audra.
—Ocurrió allí mismo, en Witcham Street, no muy lejos de la intersección
con Jackson. El que lo mató le arrancó el brazo izquierdo, tal como un niño
podría arrancarle el ala a una mosca. El forense dijo que había muerto por el
shock o por la pérdida de sangre. Por lo que pude ver, poco importaba la
diferencia.
—¡Por Dios, Bill!
—Te preguntarás por qué nunca te lo conté. La verdad es que yo tampoco lo
sé. Estamos casados desde hace once años y, hasta ahora, no te habías enterado
de lo ocurrido con Georgie. Yo conozco a toda tu familia, hasta a tus tíos. Sé que
tu abuelo murió en su taller de Iowa, jugando con la sierra móvil mientas estaba
borracho. Lo sé porque la gente casada, por ocupada que esté, llega a decirse
casi todo al cabo de un tiempo. Aunque acaben por aburrirse y dejen de
escuchar, lo captan, de cualquier modo… por ósmosis. ¿O no estás de acuerdo?
—Sí —dijo ella, débilmente—. Estoy de acuerdo, Bill.
—Y nosotros siempre hemos podido conversar, ¿verdad? Ninguno de
nosotros se aburrió nunca hasta el punto de captar por ósmosis, ¿verdad?
—Bueno —comentó ella—, eso pensé siempre, hasta hoy.
—Vamos, Audra. Sabes todo lo que me ha pasado en los últimos once años
de mi vida. Cada operación, cada idea, cada resfriado, cada amigo, cada
individuo que me haya tratado bien o mal. Sabes que me acostaba con Susan
Browne. Sabes que a veces, cuando bebo, me pongo estúpido y pongo discos a
un volumen exagerado.
—Especialmente los de Grateful Dead —dijo ella.
Él rió. Esta vez ella respondió a la sonrisa.
—Sabes también lo más importante: las cosas que deseo.
—Sí, creo que sí. Pero esto… —Hizo una pausa, sacudió la cabeza y caviló
por un instante—. ¿Cómo se relaciona esta llamada con tu hermano, Bill?
—Deja que te lo diga a mi modo. Si me apresuras al fondo del asunto, me
verás en un enredo. Es tan grande… y tan… tan extrañamente horrible… que
trato de llegar a eso sigilosamente. Ya ves… nunca se me ocurrió contarte lo de
Georgie.
Ella lo miró con el entrecejo fruncido y sacudió la cabeza un poquito. No
comprendo.
—Lo que trato de decirte, Audra, es que no he pensado en George desde
hace veinte años o más.
—Pero me dijiste que tenías un hermano llamado…
—Repetía un dato, eso es todo. Su nombre era una palabra. No arrojaba
sombra alguna en mi mente.
—Pero tal vez arrojaba una sombra en tus sueños —dijo Audra. Su voz era
muy baja.
—¿Los quejidos? ¿Los llantos?
Ella asintió.
—Supongo que tienes razón —dijo él—. Casi con seguridad. Pero los sueños
que uno no recuerda no cuentan, ¿verdad?
—¿Pretendes decirme que nunca pensaste en él, para nada?
—Exactamente.
Ella sacudió la cabeza, francamente incrédula.
—¿Ni siquiera en la forma horrible en que murió?
—Hasta hoy, no, Audra.
Ella lo miró y volvió a sacudir la cabeza.
—Antes de casarnos me preguntaste si tenía hermanos. Yo dije que mi único
hermano había muerto cuando yo era niño. Sabías que mis padres ya no estaban.
Y tienes tantos parientes que tu familia ocupaba todo tu campo de atención. Pero
eso no es todo.
—¿A qué te refieres?
—No es sólo George lo que ha estado en ese agujero negro. Desde hace
veinte años no he pensado en Derry en sí. Ni en los chicos que eran mis amigos:
Eddie Kaspbrak; Richie la Boca; Stan Uris; Bev Marsh… —Se mesó el pelo con
una risa estremecida—. Es como tener un caso de amnesia tan grave que uno no
se sabe amnésico. Y cuando llamó Mike Hanlon…
—¿Quién es Mike Hanlon?
—Otro de los chicos de la pandilla… la pandilla que formamos cuando
murió Georgie. Claro que ya no es un chico. Ninguno de nosotros lo es. El que
llamó era Mike, por cable transatlántico. Dijo: «Hola, ¿hablo con la casa de
Denbrough?». Yo dije: «Sí». Y él: «¿Bill? ¿Eres tú?». Y yo, «Sí». Y él dijo: «Soy
Mike Hanlon». Para mí no quería decir nada, Audra, como si fuera un vendedor
de enciclopedias o de discos. Y entonces agregó: «Desde Derry». Cuando dijo
eso fue como si se abriera una puerta dentro de mí dejando pasar una luz
horrible, y recordé quién era. Me acordé de Georgie. Me acordé de los otros.
Todo esto pasó… —Bill chasqueó los dedos—. Así. Y adiviné que iba a pedirme
que fuera.
—Que volvieras a Derry.
—Sí. —Él se quitó las gafas, se frotó los párpados y volvió a mirarla. Audra
no había visto nunca un hombre tan asustado—. Que volviera a Derry. Porque lo
prometimos, dijo, y es cierto. Lo prometimos, todos nosotros. Los chicos.
Estábamos en el arroyo que corría por Los Barrens, tomados de la mano,
formando un círculo, y nos habíamos cortado las palmas con un trozo de vidrio.
Éramos como un grupo de chiquillos jugando al juramento de sangre, sólo que
era real.
Le mostró las palmas: en el centro de cada una se veía una cerrada escalerilla
de líneas blancas que podían ser de tejido cicatrizado. Ella había tomado esas
manos incontables veces sin reparar jamás en esas cicatrices. Eran borrosas, sí,
pero habría jurado…
¡Y la fiesta! ¡Aquella fiesta!
No se trataba de la fiesta en que se habían conocido, aunque la segunda
constituía un perfecto final de libro para la primera, al terminar la filmación de
El foso del demonio negro. Había sido un festejo ruidoso y con mucho alcohol,
digno ejemplo de todo lo que se hacía en Topanga Canyon. Tal vez un poco
menos perverso que otras fiestas a las que ella había asistido en Los Ángeles,
porque la filmación había salido mejor de lo que cabía esperar y todos lo sabían.
Para Audra Philips, mucho mejor aún, pues se había enamorado de William
Denbrough.
¿Cómo se llamaba la autoproclamada quiromántica? Audra no podía
recordarlo, pero era una de las dos ayudantes del maquillador. Recordaba que la
muchacha, a cierta altura de la fiesta, se había quitado la blusa (descubriendo el
sostén sutilísimo que llevaba debajo) para atársela a la cabeza, como si fuera un
pañuelo de gitana. Excitada por la marihuana y el vino, había pasado el resto de
la velada leyendo las manos… al menos, hasta que perdió el sentido.
Audra ya no recordaba si las interpretaciones de la muchacha habían sido
buenas o malas, ingeniosas o estúpidas, porque también ella estaba bastante
excitada, aquella noche. Lo que sí recordaba era que, en cierto momento, la
chica había tomado la palma de Bill y la de ella, diciendo que concordaban
exactamente. Eran vidas gemelas, dijo. Recordaba haber mirado, bastante celosa,
mientras la muchacha seguía las líneas de aquella palma con una uña
exquisitamente esmaltada. ¡Qué celos estúpidos, en esa extraña subcultura del
cine, donde los hombres daban palmaditas en los traseros femeninos con la
misma indiferencia con que, en Nueva York, se les daba un beso en la mejilla!
Pero había algo íntimo en ese rastreo.
Y por entonces, en la palma de Bill no había existido ninguna cicatriz blanca.
Audra estaba segura de sus recuerdos, pues había observado la charada con
los ojos celosos de la enamorada. Estaba segura del hecho.
Y así se lo dijo a Bill.
Él asintió.
—Tienes razón. En esa época no estaban allí. Y aunque no podría jurarlo, no
creo que estuvieran allí anoche. Ralph y yo estuvimos haciendo pulsos en el
Plow and Barrow, por las cervezas. Me habría dado cuenta.
Le sonrió. La sonrisa era seca, sin humor, llena de miedo.
—Creo que aparecieron cuando llamó Mike Hanlon. Eso es lo que creo.
—Eso no es posible, Bill. —Pero Audra alargó la mano hacia los cigarrillos.
Bill se estaba mirando las manos.
—Lo hizo Stan —comentó—. Nos cortó las palmas con un fragmento de
botella de Coca-Cola. Ahora lo recuerdo con toda claridad. —Miró a Audra, sus
ojos parecían doloridos y desconcertados tras las gafas—. Recuerdo cómo
brillaba ese trozo de vidrio al sol. Era una de las nuevas, de vidrio claro. Las de
antes eran verdes, ¿recuerdas? —Ella sacudió la cabeza, pero Bill no la vio.
Todavía estaba estudiando sus manos—. Recuerdo que Stan dejó sus propias
manos para el final, fingió que se iba a cortar las muñecas y no las palmas. Creo
que fue sólo una broma, pero estuve a punto de correr hacia él… para
impedírselo. Por uno o dos segundos pareció decidido.
—No, Bill —dijo ella, en voz baja. Esa vez tuvo que afirmar el encendedor
sujetándose la mano derecha con la otra, como el policía que apunta su revólver
—. Las heridas no vuelven. Están allí o no están.
—Las habías visto antes, ¿eh? ¿Es eso lo que tratas de decirme?
—Son muy tenues —dijo Audra, con más aspereza de la que hubiera
querido.
—Todos estábamos sangrando —dijo—. Estábamos de pie en el agua, a poca
distancia de donde habíamos construido el dique, Eddie Kaspbrak, Ben Hanscom
y yo, aquella vez…
—No te refieres al arquitecto, ¿no?
—¿Sabes de alguien que se llame así?
—¡Por Dios, Bill, el que construyó el nuevo centro de comunicaciones de la
«BBC»! ¡Todavía se está discutiendo sobre si es un sueño o un aborto!
—Bueno, no sé si es el mismo o no. No me parece probable, pero supongo
que puede ser. El Ben que yo conocí era una maravilla construyendo cosas.
Estábamos todos allí, cogidos de la mano; yo tenía a Bev Marsh a mi derecha y a
Richie Tozier a la izquierda. Estábamos en el agua, como una escena sacada de
un bautismo sureño después de un campamento. Recuerdo que veía, en el
horizonte, la torre-depósito de Derry. Se la veía tan blanca como uno imagina
que son las túnicas de los arcángeles. Y prometimos, juramos, que si no había
terminado, que si alguna vez volvía a empezar… volveríamos. Y lo haríamos
otra vez. Y lo pararíamos. Para siempre.
—¿Qué cosa? —exclamó ella, súbitamente furiosa con Bill—. ¿Qué cosa
debían parar? ¿De qué diablos estás hablando?
—Ojalá no p-p-p-preguntaras… —comenzó Bill. Y se interrumpió. Audra
vio una expresión de asombrado horror que se esparcía por su rostro como una
mancha—. Dame un cigarrillo.
Ella le pasó el paquete. Bill encendió uno. Audra nunca lo había visto fumar.
—Además, yo tartamudeaba.
—¿Tartamudeabas?
—Sí, por aquel entonces. Dijiste que yo era el único hombre en Los Ángeles,
de cuantos conocías, que se atrevía a hablar despacio. La verdad es que no me
atrevía a hablar deprisa. No era por reflexión. No era por decisión. No era por
prudencia. Todos los tartamudos reformados hablamos con mucha lentitud. Es
uno de los trucos que se aprenden. Como el de pensar en tu segundo nombre un
momento antes de decir cómo te llamas, porque los tartamudos tienen más
problema con los sustantivos que con ninguna otra palabras. Y de todas las
palabras del mundo, la que les da más trabajo es su nombre de pila.
—Tartamudeabas. —Audra sonrió un poquito, como si Bill acabara de contar
un chiste y ella no acabara de entenderlo.
—Hasta que George murió, yo tartamudeaba moderadamente —dijo Bill.
Ya comenzaba a oír que las palabras se le duplicaban en la mente, como si
estuvieran infinitesimalmente separadas en el tiempo. Las palabras surgían con
facilidad, con su cadencia común, pero mentalmente oía palabras tales como
Georgie y moderadamente, que se superponían convirtiéndose en G-G-Georgie
y m-mo-moderadamente.
—Es decir, tenía momentos realmente difíciles, sobre todo cuando me
llamaban a dar la lección y especialmente si sabía la respuesta y quería darla.
Pero en general me las arreglaba. Después de la muerte de George, empeoré
mucho. Más adelante, alrededor de los catorce o quince años, las cosas
empezaron a mejorar. Fui a la escuela secundaria de Chevrus, en Portland, y allí
había una especialista, la señora Thomas, que era estupenda. Ella me enseñó
algunos trucos muy buenos, como el de pensar en mi segundo nombre antes de
decir: «Hola, me llamo Bill Denbrough». Como yo estudiaba francés, me enseñó
a usar ese idioma cuando me atascaba en una palabra. Si estás como un disco
rayado, p-p-pa-pa… sintiéndote perfectamente estúpido, piensas en francés y le
mouchoir sale de tu lengua como una flecha. Siempre. Y en cuanto lo has dicho
en francés puedes volver a tu idioma y dices «pañuelo» sin dificultad. Si te
quedas atascado en una palabra con s, como semilla o sordo, la ceceas: cemilla,
zordo, y no tartamudeas.
»Todo eso ayudó, pero sobre todo me ayudó olvidar Derry y todo lo que
había pasado allí. Porque fue entonces cuando sobrevino el olvido, mientras
vivíamos en Portland y yo iba a Chevrus. No lo olvidé todo de golpe, pero ahora
comprendo que ocurrió en un período notablemente breve. Tal vez no más de
cuatro meses. Mi tartamudeo y mis recuerdos desaparecieron juntos. Alguien
borró la pizarra con todas las ecuaciones viejas.
Bebió lo que quedaba de zumo.
—Cuando tartamudeé al decir «preguntaras», hace un minuto, fue la primera
vez en veintiún años, tal vez. —Miró a Audra—. Primero las cicatrices.
Después, el t-tar-tartamudeo. ¿Lo ves?
—¡Lo estás haciendo a propósito! —protestó ella, muy asustada.
—No. Supongo que no hay modo de convencer a nadie, pero es cierto. El
tartamudeo es algo curioso, Audra. Fantasmal. Por una parte, ni siquiera te das
cuenta de que lo haces. Pero… también es algo que se oye en la mente. Es como
si una parte de tu cabeza funcionara un segundo adelantada al resto. O como
esos sistemas de reverberación que los chicos solían poner en sus cacharros en la
década del cincuenta, en que el sonido de la bocina de atrás surgía una fracción
de segundo después que en la de adelante.
Se levantó para caminar por la habitación, inquieto. Se le veía cansado.
Audra pensó, con cierta inquietud, en lo mucho que había trabajado en los
últimos trece años, como si pudiera justificar su moderado talento con un furioso
ritmo de trabajo, casi sin pausa. Se encontró dando vueltas a una idea muy
inquietante. Trató de borrarla, pero no pudo. ¿Y si la llamada hubiera sido a
Ralph Foster, desde la Plow and Barrow, para invitar a Bill a jugar a los pulsos o
al backgammon por una hora? ¿O tal vez de Freddie Firestone, el productor de
El desván, por algún problema? Hasta una llamada equivocada.
¿A qué la llevaban esos pensamientos?
Vaya, pues a la idea de que todo ese asunto de Derry y Mike Hanlon no era
sino una alucinación. Una alucinación provocada por un principio de colapso
nervioso.
Pero las cicatrices, Audra, ¿cómo explicas lo de las cicatrices? Él tiene
razón. No estaban allí… y ahora están. Eso es cierto y tú lo sabes.
—Cuéntame el resto —dijo—. ¿Quién mató a tu hermano George? ¿Qué
hicieron tú y esos otros niños? ¿Qué prometieron?
Bill se acercó para arrodillarse delante de ella, como un pretendiente formal
a punto de declararse, y le cogió las manos.
—Creo que podría decírtelo —empezó, suavemente—. Creo que, si en
verdad quisiera, podría. La mayor parte no la recuerdo siquiera ahora, pero una
vez que comenzara a hablar, surgiría. Puedo sentir que esos recuerdos… esperan
el momento de nacer. Son como nubes llenas de lluvia. Sólo que esta lluvia sería
muy sucia. Las plantas que brotaran después de una lluvia así serían monstruos.
Tal vez pueda afrontarlo ahora con los otros…
—¿Están enterados?
—Mike dice que los llamó a todos. Cree que irán todos… salvo Stan, tal vez.
Dijo que Stan había hablado de un modo extraño.
—A mí todo esto me parece extraño. Me estás asustando mucho, Bill.
—Lo siento —dijo él. La besó. Era como recibir un beso de un perfecto
desconocido. Audra descubrió que odiaba a ese tal Mike Hanlon—. Me pareció
mejor explicar todo lo que pudiera. Me pareció que era preferible a fugarse
sigilosamente, en medio de la noche. Supongo que algunos de los otros lo harán
así. Pero tengo que ir. Y creo que Stan irá, aunque haya hablado de un modo
extraño. O tal vez es sólo porque a mí me parece imposible no acudir.
—¿Por lo de tu hermano?
Bill sacudió lentamente la cabeza.
—Podría decirte que sí, pero sería una mentira. Lo quería. Sé que ha de
sonarte extraño, pues acabo de decirte que llevaba veinte años sin pensar en él,
pero quería endiabladamente a ese chico. —Sonrió un poquito—. Era un ciclón,
pero yo lo quería, ¿sabes?
Audra, que tenía una hermana menor, asintió.
—Lo sé.
—Pero no es por George. No puedo explicar de qué se trata. Es… —
Contempló la niebla matinal por la ventana—. Me siento como el pájaro ha de
sentirse cuando llega el otoño y él sabe… sabe, de algún modo, que debe volar a
su terruño. Es instinto, nena… Y creo que el instinto es el esqueleto que sostiene
todas nuestras ideas sobre el libre albedrío. A menos que estés dispuesto a darte
a las drogas, a tragarte el revólver o a caminar largamente por un muelle corto,
no puedes decir que no a algunas cosas. No puedes impedir que pasen, así como
no puedes estar en el campo de béisbol con un bate en la mano y dejar que la
pelota te golpee. Tengo que irme. Esa promesa… la tengo en la mente como un
anz-z-z-zuelo.
Ella se levantó para acercarse cuidadosamente, se sentía muy frágil, como si
pudiera romperse. Le puso una mano en el hombro para hacerlo girar hacia ella.
Y dijo:
—Entonces llévame contigo.
La expresión de horror que se encendió en ese momento en la cara de Bill
(no porque ella le horrorizara, sino porque se horrorizaba por ella), fue tan cruda
que Audra retrocedió, realmente asustada por primera vez.
—No —dijo él—. Ni lo pienses, Audra. Ni se te ocurra. No te quiero ni a tres
mil kilómetros de Derry. Creo que Derry va a ser una ciudad muy insalubre en
las próximas dos semanas. Tienes que quedarte aquí, seguir trabajando y ofrecer
disculpas en mi nombre. ¡Prométemelo!
—¿Tengo que prometer? —inquirió ella, sin dejar de mirarlo a los ojos—.
¿Tengo que prometerlo, Bill?
—Audra…
—Tú hiciste una promesa y mira en qué te has metido y en lo que me has
metido también, porque soy tu esposa y te amo.
Las grandes manos de Bill le apretaron dolorosamente los hombros.
—¡Prométemelo! ¡Prométemelo! ¡P-p-pr…!
Y ella no pudo soportarlo. No pudo soportar esa palabra rota, atascada en su
boca como un pez contorsionado.
—Está bien, lo prometo, lo prometo. —Estalló en lágrimas—. ¿Estás
satisfecho? ¡Dios mío! Estás loco, todo esto es una locura, pero ¡lo prometo!
La rodeó con un brazo y la llevó al sofá. Le sirvió un coñac. Ella lo bebió a
sorbos, dominándose poco a poco.
—¿Cuándo te vas?
—Hoy, en el Concorde. Llegaré a tiempo, si voy al aeropuerto en automóvil,
en vez de tomar el tren. Freddie quería que estuviera en el set después de
almorzar. Si tú vas a las nueve, no sabes nada, ¿comprendes?
Ella asintió, renuente.
—Estaré en Nueva York antes de que pase nada. Y en Derry antes de que se
ponga el sol, con las debidas c-conexiones.
—¿Y cuándo te volveré a ver? —preguntó ella, con suavidad.
Él la abrazó con fuerza, pero no respondió a su pregunta.
DERRY:
EL PRIMER INTERLUDIO
A través de los años, ¿cuántos ojos humanos… habían vislumbrado
sus anatomías secretas?
CLIVE BARKER: Books of Blood.
El fragmento siguiente y todos los otros fragmentos de Interludio han sido
extraídos de Derry: una historia no autorizada de la ciudad, de Michael Hanlon.
Se trata de una serie de notas inéditas y fragmentos de manuscritos adjuntos
(que constituyen casi anotaciones en un diario), encontrada en la bóveda de la
Biblioteca Pública de Derry. El título es el que figura escrito en la cubierta de la
carpeta donde se guardaban estas notas antes de su publicación aquí. Sin
embargo, el autor se refiere varias veces a la obra, dentro de sus propias notas,
como Derry: un vistazo a la puerta trasera del infierno.
Cabe suponer que la idea de su publicación había cruzado más de una vez
por la mente del señor Hanlon.
2 de enero de 1985
¿Es posible que toda una ciudad esté embrujada?
¿Embrujada como se supone que lo están algunas casas?
No digo un edificio de esa ciudad ni la esquina de una sola calle ni una sola
cancha de baloncesto en un solo parque, con el aro sin red sobresaliendo hacia el
crepúsculo, como algún oscuro y sangriento instrumento de tortura. No digo sólo
una zona, sino todo. Todo lo que hay allí.
¿Es posible?
El adjetivo que se usa en inglés para estos casos es haunted. Y veamos sus
derivaciones:
Haunted: «Visitado con frecuencia por fantasmas o espíritus» (según el
diccionario de Funk y Wagnalls).
Haunting, el adjetivo correspondiente: «Que vuelve a la mente con
insistencia; difícil de olvidar» (según los mencionados Funk y Compañía).
To haunt, el verbo: «Perseguir o aparecer con frecuencia, especialmente
fantasmas». Pero… la palabrita se usa para mucho más. ¡Veamos! «Lugar
visitado con frecuencia: nidal, guarida, querencia…». La cursiva es mía, por
supuesto.
Y una más. Ésta, como la última, es una definición de haunt como
sustantivo, y la que más me asusta: «Sitio en donde comen los animales».
¿Como los animales que golpearon a Adrian Mellon y lo arrojaron desde el
puente?
¿Como el animal que estaba esperando debajo del puente?
Sitio en donde comen los animales.
¿Qué está comiendo en Derry? ¿Qué se está comiendo a Derry?
En realidad es interesante. Yo no sabía que era posible estar tan asustado
como yo lo estoy desde el caso Adrian Mellon y seguir viviendo, mucho menos
seguir funcionando. Es como si hubiera caído en un relato y todo el mundo sabe
que uno no tiene por qué asustarse hasta el final del relato, momento en que el
perseguidor de la oscuridad sale del bosque, por fin, para alimentarse… de uno,
por supuesto.
De uno.
Pero si esto es un relato, no es uno de esos clásicos relatos escalofriantes de
Lovecraft, Bradbury o Poe. Yo sé, ¿saben?, no todo pero sí una buena parte. No
empecé al abrir el Derry News, un día de septiembre pasado, y leer la
transcripción de la audiencia preliminar del muchacho Unwin y comprender que
el payaso que asesinó a George Denbrough bien podía estar de regreso. Empecé,
en realidad, alrededor de 1980. Creo que fue entonces cuando una parte de mí,
dormida hasta ese momento, despertó… sabiendo que Su tiempo tal vez estaba
volviendo.
¿Qué parte? La parte del vigía, supongo.
O tal vez fue la voz de la Tortuga. Sí…, me inclino por pensar que fue eso.
Sé que es lo que creería Bill Denbrough.
Descubrí, en libros viejos, noticias de antiguos horrores. Leí sobre viejas
atrocidades en viejos periódicos. Siempre en el fondo de la mente, cada día algo
más audible, oí el zumbido de caracola de alguna fuerza en crecimiento,
fusionante. Me parecía oler el amargo aroma a ozono de los relámpagos por
surgir. Comencé a tomar notas para un libro que, casi con certeza, no viviré lo
bastante para escribir. Y al mismo tiempo, seguía adelante con mi vida. En un
estrato de mi mente estaba y estoy viviendo con los horrores más grotescos y
descabellados. En otro, continúo llevando la vida mundana de un bibliotecario
de ciudad pequeña. Pongo libros en los estantes, extiendo carnets a nuevos
socios, apago los monitores que los lectores de microfilmes descuidados suelen
dejar encendidos, bromeo con Carole Danner sobre lo mucho que me gustaría
acostarme con ella y ella responde bromeando sobre lo mucho que le gustaría
acostarse conmigo y los dos sabemos que, en realidad, ella está bromeando y yo
no, así como los dos sabemos que ella no se quedará mucho tiempo en una
población tan pequeña como Derry, mientras que yo estaré aquí hasta mi muerte,
pegando las páginas desgarradas del Business Week, participando en las
reuniones semanales para decidir adquisiciones, con la pipa en una mano y una
pila de folletos en la otra… y despertando en medio de la noche, con el puño
apretado contra la boca para no soltar el grito.
Las convecciones góticas están erradas por completo. No se me ha puesto el
pelo blanco. No camino dormido. No he comenzado a hacer comentarios
crípticos ni llevo una tablilla de espiritismo en el bolsillo de la chaqueta. Tal vez
río un poco más, eso es todo, y a veces mi risa debe sonar algo estridente y rara,
porque a veces la gente me mira con extrañeza cuando río.
Una parte de mí —la parte que Bill llamaría «la voz de la Tortuga»— dice
que debería llamarlos a todos, esta misma noche. Pero, ¿estoy completamente
seguro, aun ahora? ¿Quiero estar completamente seguro? No, por supuesto, no.
Pero por Dios, lo que ha pasado con Adrian Mellon se parece tanto a lo que pasó
con George, el hermano de Bill el Tartaja, en el otoño de 1957…
Si es cierto que ha comenzado otra vez, los llamaré. Es preciso. Pero todavía
no. De todos modos, es demasiado temprano. La última vez comenzó lentamente
y no se puso en marcha de verdad hasta el verano de 1958. Por lo tanto… espero.
Y lleno la espera con palabras escritas en este libro, con largos momentos de
mirar el espejo para ver el extraño en que se ha convertido el niño.
La cara del niño era tímida y libresca, la cara del hombre es la de un cajero
de banco en una película del Oeste, el tipo que nunca habla, el que sólo debe
levantar las manos y poner cara de susto cuando entran los atracadores. Y si el
guión requiere que los malos maten a alguien, a él le corresponde morir.
El mismo Mike de siempre. Algo soñador en su mirada, tal vez, y un poco
ojeroso por el mal dormir, pero no tanto que se note a simple vista, sólo a la
distancia de un beso, por ejemplo, y hace mucho tiempo que no estoy tan cerca
de nadie. Quien me eche una mirada sin prestar atención, podría pensar: Ha
estado leyendo demasiado. Pero eso es todo. Difícilmente adivinaría que el
hombre de blanda cara de cajero de banco está luchando duramente por resistir,
por aferrarse a su propia mente.
Si tengo que hacer esas llamadas, tal vez mate a alguno de ellos.
Es una de las cosas que debo enfrentar en las largas noches, cuando el sueño
no llega, tendido en la cama, con mis conservadores pijamas azules y las gafas
bien dispuestas en la mesilla, junto al vaso de agua que siempre pongo allí por si
despierto con sed durante la noche. Así, tendido en la oscuridad, mientras bebo
sorbitos de agua, me pregunto cuánto recordarán ellos, si algo recuerdan. De
algún modo, estoy convencido de que no recuerdan nada de aquello, porque no
necesitan recordar. Yo soy el único que oye la voz de la Tortuga, el único que
recuerda, porque soy el único que se quedó aquí, en Derry. Y porque ellos están
diseminados por los cuatro vientos, no tienen modo de enterarse de que sus vidas
han seguido patrones idénticos. Si los hago volver, si les muestro esos
patrones… Sí, tal vez eso mate a alguno de ellos. Tal vez los mate a todos.
Por eso lo repaso todo mentalmente. Vuelvo a ellos, tratando de recrearlos tal
como fueron y tal como pueden ser ahora, tratando de decidir cuál de ellos es el
más vulnerable. Richie Tozier, Boca Sucia, pienso a veces, era al que con más
frecuencia atrapaban Criss, Huggins y Bowers, aunque Ben era muy gordo.
Bowers era el que más miedo daba a Richie, el que más miedo nos daba a todos,
pero también los otros solían intimidarlo. Si lo llamo a California, ¿no le
parecerá como el horrible Retorno de los Grandes Matones, dos desde la tumba,
uno desde el manicomio de Juniper Hill, donde delira hasta hoy? A veces pienso
que Eddie era el más débil. Eddie, con ese tanque dominante que tenía por madre
y su asma espantosa. ¿Beverly? Trataba siempre de ser dura, pero estaba tan
asustada como el resto de nosotros. ¿Billie el Tartaja enfrentado a un horror que
no termina cuando pone la funda a su máquina de escribir? ¿Stan Uris?
Sobre la vida de todos ellos pende una hoja de guillotina, afilada como una
navaja, pero cuanto más lo pienso, más creo que ignoran la presencia de esa
hoja. Soy yo quien tiene la mano sobre la palanca. Puedo hacerla funcionar con
sólo abrir mi agenda telefónica y llamarlos, uno tras otro.
Tal vez no sea necesario. Me aferro a la debilitada esperanza de que pueda
haber confundido los gritos conejunos de mi tímida mente con la voz más grave,
más verdadera, de la Tortuga. Después de todo, ¿en qué me baso? Mellon, en
julio. Una criatura hallada muerta en la calle Neibolt, en octubre último otra en
Memorial Park, a principios de diciembre, justo antes de la primera nevada. Tal
vez fue un vagabundo, como dicen los diarios. O un loco que, a partir de ese
momento, huyó de Derry o se mató por remordimientos y asco de sí mismo,
como dicen algunos libros que puede haber hecho el verdadero Jack el
Destripador.
Tal vez.
Pero a la chica Albrecht se la encontró frente a esa maldita casa vieja, la de
Neibolt Street… y la mataron el mismo día que a George Denbrough, veintisiete
años antes. Después, el niño Johnson, descubierto en el Memorial Park, al que le
faltaba una pierna desde la rodilla. El Memorial Park es, por supuesto, el hogar
de la torre-depósito de Derry y el niño fue hallado casi a su pie. La torredepósito está a un tiro de piedra de Los Barrens. Es, también, el sitio en que Stan
Uris vio a esos niños.
A esos niños muertos.
Aun así, todo esto podría ser sólo humo y espejismos. Podría ser. O pura
coincidencia. O tal vez algo intermedio entre las dos cosas, una especie de eco
maléfico. ¿Podría ser? Percibo que podría ser. Aquí, en Derry, cualquier cosa
puede ser.
Según pienso, lo que estaba aquí, antes, sigue estando aquí: lo que estuvo
aquí en 1957 y 1958; lo que estuvo aquí en 1929 y 1930, cuando la Liga de la
Decencia Blanca incendió el Black Spot; lo que estuvo aquí en 1904 y 1905 y a
principios de 1906, al menos hasta que estalló la Fundición Kitchener; lo que
estuvo aquí en 1876 y 1877; lo que ha aparecido cada veintisiete años,
aproximadamente. A veces viene algo antes; a veces, algo después… pero
siempre viene. A medida que uno retrocede en el tiempo, las notas falsas son
más y más difíciles de hallar, porque los registros se tornan más escasos y más
grandes los agujeros de polilla en medio de la historia narrativa de la zona. Pero
sabiendo dónde buscar (y cuándo buscar), se avanza mucho hacia la solución del
problema. Eso siempre vuelve, en verdad.
Eso.
Por lo tanto… sí: creo que tendré que hacer esas llamadas. Creo que
debíamos ser nosotros. De algún modo, por algún motivo, nosotros hemos sido
elegidos para detenerlo definitivamente. ¿La ciega fatalidad? ¿La ciega fortuna?
¿O es esa maldita Tortuga, otra vez? ¿Acaso da órdenes, además de hablar? No
lo sé y dudo que tenga importancia. Por entonces, hace tantos años, Bill dijo: La
Tortuga no puede ayudarnos, y si fue cierto entonces, debe ser cierto ahora.
Nos recuerdo de pie en el agua, cogidos de las manos, haciendo aquella
promesa de regresar si eso volvía a empezar alguna vez. Casi como druidas en
círculo, con las manos sangrando su propia promesa, palma contra palma. Un
rito tan antiguo como la humanidad, tal vez, una desprevenida espita abierta en
el árbol de todos los poderes: el que crece en la frontera entre la tierra de todo lo
sabido y la de todo lo sospechado.
Porque las similitudes…
Pero aquí estoy haciendo el papel de Bill Denbrough. Tartamudeo una y otra
vez sobre el mismo terreno, recito unos cuantos hechos y un montón de
suposiciones desagradables y bastante etéreas, tornándome más obsesivo a cada
párrafo. No sirve. Es inútil. Hasta peligroso. Pero cuesta tanto esperar los
acontecimientos…
Se supone que estas notas son un esfuerzo por ir más allá de la obsesión,
ampliando el foco de mi atención. Después de todo, el asunto no se reduce sólo a
seis chicos y una chica, ninguno de ellos feliz, ninguno de ellos aceptado por sus
padres, que cayeron en una pesadilla durante cierto verano caluroso, cuando
Eisenhower ocupaba aún la presidencia. Es un intento de retirar un poco la
cámara hacia atrás, por así decirlo, para ver toda la ciudad, un sitio en donde casi
treinta y cinco mil personas trabajan, comen, duermen, copulan, hacen compras,
conducen vehículos, caminan, van a la escuela, van a la cárcel y, a veces,
desaparecen en la oscuridad.
Para saber qué es un lugar, creo necesario saber qué fue. Y si tuviera que
determinar un día en el que todo esto volvió a empezar, para mí sería aquél, a
principios de la primavera de 1980, en que fui a ver a Albert Carson, fallecido el
verano pasado a los noventa y un años, tan lleno de honores como de años. Fue
jefe de bibliotecarios, aquí mismo, entre 1914 y 1960, un período increíblemente
largo (claro que él fue un hombre increíble). Consideré que, si alguien podía
saber con qué historia de esta zona era mejor empezar, ése era Albert Carson. Le
planteé mi pregunta mientras estábamos sentados en su porche y él me dio la
respuesta con una voz que era un graznido. Ya estaba luchando contra el cáncer
que, a su debido tiempo, lo mataría.
—Ninguna de ellas vale una mierda, como bien sabes.
—Entonces, ¿por dónde debo empezar?
—¿Empezar qué, maldita sea?
—A investigar la historia de la zona. De la ciudad de Derry.
—Oh… Bueno, comienza con la Fricke y la Michaud. Se supone que son las
mejores.
—Y después de leerlas…
—¿Leerlas? ¡No, por Dios! ¡Arrójalas a la papelera! Ése es el primer paso.
Después lee la de Buddinger. Branson Buddinger era un investigador
asquerosamente descuidado que padecía de locura senil en su etapa terminal, si
es cierto la mitad de lo que me dijeron cuando yo era un niño, pero en lo referido
a Derry tenía el corazón en su sitio, Hanlon. Escribió todo mal, pero mal con
sentimiento.
Me reí un poco. Carson estiró sus labios correosos en una gran sonrisa,
expresión de buen humor que, en realidad, asustaba un poco. En ese momento
parecía un buitre custodiando alegremente un animal recién muerto, esperando
que llegara al punto justo de sabrosa descomposición antes de comenzar a cenar.
—Cuando termines con Buddinger, léete a Ives. Toma nota de todas las
personas a quienes él entrevistó. Sandy Ives todavía está en la Universidad de
Maine. Es erudito en tradiciones populares. Cuando termines con su libro, ve a
visitarlo. Invítalo a cenar. Yo lo llevaría al Orinoka, porque allí la cena parece no
terminar jamás. Exprímelo. Llena una libreta de nombres y direcciones. Habla
con los veteranos que él entrevistó, con los que aún estén con vida. Todavía
quedamos unos cuantos, ¡ah-ja-ja-ja! Y sonsácales algunos nombres más. Por
entonces, si tienes la mitad de la inteligencia que crees, ya tendrás dónde afirmar
los pies. Si rastreas a las personas adecuadas, descubrirás unas cuantas cosas que
no figuran en la historia. Y tal vez te quiten el sueño.
—Derry…
—¿Qué pasa con Derry?
—No está bien, ¿verdad?
—¿Bien? —preguntó él, con aquel graznido susurrante—. ¿Qué es lo que
está bien? ¿Qué significa esa palabra? ¿Estar bien es figurar en bonitas
fotografías del Kenduskeag al atardecer, Kodachrome y no sé cuánto? En ese
caso, Derry está bien, porque figura en montones de bonitas fotografías. ¿Estar
bien es tener un maldito comité de viejas vírgenes resecas, dedicadas a salvar la
Mansión del Gobernador o a poner una placa conmemorativa frente a la torredepósito? Si eso es estar bien, Derry está de rechupete, porque tenemos gatas
viejas a montones, metiendo las narices en todo ¿Estar bien es tener una estatua
como ese esperpento plástico de Paul Bunyan frente al Centro Municipal? Oh, si
tuviera una carretada de napalm y mi viejo encendedor, ¡cómo me ocuparía de
esa cosa horrible! Pero si uno tiene un sentido estético lo bastante amplio como
para aceptar las estatuas de plástico, Derry está bien. El asunto es ¿qué significa
para ti «estar bien», Hanlon? ¿Eh? Más exactamente, ¿qué no significa?
Sólo pude menear la cabeza. Él lo sabía o no lo sabía. O me lo diría o no
diría nada.
—¿Te refieres a las desagradables historias que puedas oír o a las que ya
conoces? Siempre hay historias desagradables. La historia de una ciudad es como
una vieja casa destartalada, llena de habitaciones, cubículos, rampas para la ropa
sucia, desvanes y toda clase de escondrijos excéntricos… por no mencionar uno
o dos pasadizos secretos, de vez en cuando. Si te dedicas a explorar la Mansión
Derry, encontrarás todo tipo de cosas. Sí. Tal vez lo lamentes más adelante, pero
las encontrarás y una vez que algo se encuentra, es imposible no haberlo
encontrado, ¿verdad? Algunas habitaciones están cerradas, pero hay llaves…
hay llaves.
Sus ojos me miraron centelleando con astucia de viejo.
—Puedes llegar a pensar que has tropezado con el peor entre los secretos de
Derry… pero siempre hay uno más. Y otro. Y otro.
—¿Usted…?
—Voy a tener que pedirte que me disculpes, por ahora. Hoy me duele mucho
la garganta. Es hora de tomar mis medicamentos y hacer la siesta.
En otras palabras: «Aquí tienes cuchillo y tenedor, amigo mío; ve a ver qué
puedes cortar con ellos».
Comencé con la historia de Fricke y la de Michaud. Siguiendo el consejo de
Carson, las arrojé a la papelera, pero antes las leí. Eran tan malas como él había
insinuado. Leí la historia de Buddinger, copié las notas al pie de página y les
seguí el rastro. Eso fue más satisfactorio, pero las notas al pie de página tienen
una peculiaridad, como cualquiera sabe: son como senderos que zigzaguean por
un país silvestre y anárquico. Se bifurcan, vuelven a bifurcarse; en cualquier
punto uno puede tomar el giro indebido que lo llevará a un callejón sin salida
sofocado por la maleza o a un pantano de arenas movedizas. «Cuando
encuentren una nota al pie de página —dijo una vez un profesor de
bibliotecnología a una clase de la cual yo formaba parte—, písenle la cabeza y
mátenla antes de que pueda reproducirse».
Se reproducen, sí, y a veces la cría es buena, pero creo que generalmente no
lo es. Las de la tiesa obra de Buddinger, Historia de la vieja Derry (Orono,
Imprenta de la Universidad de Maine, 1950), vagabundean por cien años de
libros olvidados y polvorientas disertaciones magistrales sobre historia y
folclore, a través de artículos publicados en revistas difuntas y entre aturdidoras
pilas de registros municipales.
Mis conversaciones con Sandy Ives fueron más interesantes. Sus fuentes de
información se cruzaban con las de Buddinger de tanto en tanto, pero sólo se
trataba de cruces. Ives había pasado buena parte de su vida registrando relatos
verbales inverosímiles casi textualmente, práctica que, para Branson Buddinger,
habrá sido equivalente a escoger el camino despreciable.
Ives había escrito una serie de artículos sobre Derry entre 1963 y 1966. Casi
todos los veteranos con quienes él había hablado entonces habían muerto cuando
yo comencé mi propia investigación pero tenían hijos, sobrinos, primos. Y una
de las verdades del mundo es esta, por supuesto: por cada veterano que muere
hay siempre un veterano que surge. Y un buen relato nunca muere, siempre pasa
a la siguiente generación. Me senté en muchos porches y galerías traseras, bebí
montones de té, latas de cerveza, cerveza casera, refrescos, agua de grifo y agua
mineral. Escuché muchísimo, mientras giraban las ruedas de mi grabador.
Tanto Buddinger como Ives estaban completamente de acuerdo en un punto:
el grupo original de colonos blancos contaba con unas trescientas personas. Eran
ingleses. Tenían una carta constitutiva y se los conocía formalmente como
Compañía Derrie. La tierra que se les otorgó cubría lo que es actualmente Derry,
la mayor parte de Newport y pequeñas tajadas de las poblaciones circundantes.
Y en el año de 1741 todos los que estaban en el municipio de Derry,
simplemente, desaparecieron. En junio de ese año estaban allí, formando una
comunidad que, por ese entonces, era de unas trescientas cuarenta almas, pero al
llegar octubre ya no estaban. La pequeña aldea, de casas de madera, quedó
completamente desierta. Una de esas casas, levantada aproximadamente en lo
que ahora es la intersección de las calles Witcham y Jackson, se había quemado
por completo. La historia de Michaud establece firmemente que todos los
aldeanos fueron masacrados por los indios, pero no hay base alguna,
descontando la única casa quemada, que apoye esa hipótesis. Es más probable
que alguna cocina se haya calentado demasiado, prendiendo fuego a la casa.
¿Una masacre perpetrada por los indios? Dudoso. No había huesos ni
cadáveres. ¿Una inundación? Ese año no las hubo. ¿Una enfermedad? Nada se
sabía de eso en las poblaciones circundantes.
Simplemente desaparecieron. Todos. Los trescientos cuarenta. Sin dejar
rastro.
Hasta donde sé, el único caso remotamente parecido en la historia
norteamericana es la desaparición de los colonos de la isla Roanoke, Virginia.
Todos los escolares del país saben de ese episodio, pero ¿quién tiene noticias de
la desaparición de Derry? Al parecer, ni siquiera los que viven aquí. Interrogué a
varios alumnos de secundaria que están estudiando la historia de Maine y
ninguno de ellos sabía nada del asunto. Entonces revisé el texto Maine antes y
ahora. Hay más de cuarenta referencias a Derry en el índice, casi todas sobre los
años del apogeo de la industria maderera, pero no hay ni una palabra sobre la
desaparición de los colonos originales. Sin embargo, ese… ¿cómo llamarlo?, ese
silencio, también responde al esquema.
Hay una especie de cortina de silencio que cubre mucho de lo ocurrido aquí.
Sin embargo, la gente habla. Creo que nada puede impedir que la gente hable.
Pero es preciso escuchar con mucha atención y ésa es una rara habilidad. Me
precio de haberla desarrollado en los últimos cuatro años. Si no ha sido así, mi
aptitud para este trabajo ha de ser pobre, en verdad, pues ha tenido una buena
práctica. Un anciano me dijo que su esposa había oído voces que le hablaban
desde el fregadero de la cocina tres semanas antes de que muriera su hija. Eso
fue al comenzar el invierno de 1957-1958. La niña de la que hablaba fue una de
las primeras víctimas en la serie de asesinatos que se inició con George
Denbrough y que no acabó hasta el verano siguiente.
—Un lío de voces, todas parloteando juntas —me dijo. Era el dueño de una
estación de servicio situada en Kansas Street y hablaba mientras hacía lentos
viajes entre los surtidores llenando depósitos, verificando niveles de aceite,
limpiando parabrisas—. Dijo que había contestado una vez, aunque estaba
asustada. Se inclinó sobre el sumidero y gritó: «¿Quién diablos son ustedes?
¿Cómo se llaman?». Y todas esas voces respondieron, dijo, con gruñidos,
balbuceos, aullidos, chillando, gritando y riendo, qué le parece. Y ella dijo que
decían lo que el hombre poseído dijo a Jesús: «Nuestro nombre es Legión».
Estuvo dos años sin querer acercarse a ese fregadero. Y durante esos dos años yo
tuve que ir a casa a lavar los malditos platos después de romperme la espalda
aquí doce horas al día.
Estaba bebiendo una lata de Pepsi sacada de la máquina que había ante la
puerta de la oficina. Era un hombre de setenta y dos o setenta y tres años, vestía
mameluco gris desteñido, ríos de arrugas le corrían desde las comisuras de los
ojos y de la boca.
—Usted creerá que estoy más loco que una cabra —dijo—, pero le voy a
contar algo más, si apaga esa maquinita.
Apagué la grabadora y le sonreí.
—Teniendo en cuenta las cosas que he oído en los dos últimos años, tendrá
que ir muy lejos para convencerme de que está loco —le dije.
Él me devolvió la sonrisa, pero sin humor.
—Una noche estaba lavando los platos, como siempre. Fue en el otoño de
1958, cuando las cosas ya se habían calmado. Mi esposa estaba arriba,
durmiendo. Betty fue la única hija que Dios quiso darnos y cuando la mataron
mi esposa empezó a dormir mucho. La cosa es que saqué el tapón y el agua
empezó a correr por el sumidero. ¿Sabe ese ruido que hace el agua muy jabonosa
cuando se va por la tubería? Como si algo la chupara, ¿no? Estaba haciendo ese
ruido, pero yo no le prestaba atención, pensaba en que tenía que ir a cortar un
poco de leña en el cobertizo. Y justo cuando ese ruido empezaba a apagarse, oí
que mi hija estaba allí abajo. Oí a Betty en esos malditos tubos. Se reía. Estaba
en algún lugar, allá, en la oscuridad, riendo. Pero parecía que estaba gritando,
más bien, si uno prestaba atención. O las dos cosas al mismo tiempo. Gritaba y
reía allá, en las tuberías. Fue la única vez en mi vida que oí una cosa así. Quizá
lo imaginé, pero… No creo.
Nos miramos. La luz que caía desde las ventanas sucias lo llenaba de años
dándole el aspecto de un Matusalén. Recuerdo que en ese momento sentí frío,
mucho frío.
—¿Usted cree que le estoy mintiendo? —me preguntó el viejo, ese viejo que,
en 1957, habría tenido alrededor de cuarenta y cinco años, el viejo a quien Dios
sólo había dado una hija, llamada Betty Ripsom. Betty había sido encontrada en
Jackson Street, justo después de Navidad, en ese año. Estaba congelada, sus
restos completamente desgarrados.
—No —dije—, no creo que esté mintiendo, señor Ripsom.
—Y usted también está diciendo la verdad —observó él con una especie de
extrañeza—. Se lo veo en la cara.
Creo que iba a decirme algo más pero la campana sonó ásperamente detrás
de nosotros. Un coche acababa de acercarse a los surtidores. Al sonar la
campana los dos dimos un brinco y yo solté un gritito. Ripsom se puso de pie y
renqueó hasta el coche limpiándose las manos con un poco de estopa. Cuando
volvió, me miró como si yo fuera un desconocido bastante desagradable que
acabara de llegar de la calle. Me despedí y abandoné el lugar.
Hay otro punto en el que Buddinger e Ives están de acuerdo: las cosas no
están bien en Derry, realmente; nunca han estado bien.
Vi a Albert Carson por última vez apenas un mes antes de su muerte. Su
garganta había empeorado mucho, sólo podía emitir un susurro sibilante.
—¿Todavía piensas escribir una historia de Derry, Hanlon?
—Todavía juego con la idea —dije, aunque no planeaba exactamente eso y
creo que él lo sabía.
—Te llevaría veinte años —susurró— para que nadie la leyera. Nadie
querría leerla. Déjalo así, Hanlon. —Hizo una pausa antes de agregar—:
Buddinger se suicidó, ¿lo sabías?
Lo sabía, por supuesto, pero sólo porque la gente siempre habla y yo había
aprendido a escuchar. El artículo del News hablaba de una caída accidental y era
cierto que Branson Buddinger había sufrido una caída. Lo que el News no
mencionaba es que se había caído de un banquillo puesto junto a su ropero, ni
que tenía, en esos momentos, un nudo corredizo al cuello.
—¿Sabes lo del ciclo? —le pregunté.
—Oh, sí —susurró Carson—, lo sé. Cada veintiséis o veintisiete años.
Buddinger también lo sabía. Lo saben muchos veteranos, aunque de eso no
hablarán jamás, aunque los emborraches. Déjalo así, Hanlon.
Alargó una mano que parecía la garra de un pájaro. La cerró en torno a mi
muñeca y sentí el cáncer caliente que le devoraba el cuerpo comiendo todo lo
que aun podía comerse, aunque por entonces no quedaba mucho. El esqueleto de
Albert Carson estaba casi pelado.
—Michael… no te conviene meterte en esto. En Derry hay cosas que
muerden. Déjalo así. Déjalo así.
—No puedo.
—Entonces ve con cuidado. —De pronto los ojos enormes y asustados de
una criatura me miraron desde la cara del viejo moribundo—. Ve con cuidado.
Derry.
Mi ciudad natal. Llamada así por el Condado del mismo nombre que existe
en Irlanda.
Derry.
Aquí nací, en el Hospital de Derry. Asistí a la Escuela Primaria Municipal de
Derry, más tarde fui a la Escuela Intermedia de la calle Novena, luego al instituto
de Derry. Fui a la Universidad de Maine, «No está en Derry, pero sí a la vuelta
de la esquina», como dicen los viejos. Y después volví directamente aquí. A la
Biblioteca Pública de Derry. Soy un hombre de ciudad pequeña llevando la vida
de una ciudad pequeña: uno entre millones.
Pero…
Pero:
En 1879, un equipo de leñadores halló los restos de otro equipo que había
pasado el invierno aislado por la nieve en un campamento del Kenduskeag
superior… en el extremo de lo que los niños siguen llamando Los Barrens. Eran
nueve en total; los nueve, despedazados a hachazos. Habían rodado cabezas, por
no hablar de brazos, uno o dos pies… y un pene, clavado en una pared de la
cabaña.
Pero:
En 1851 John Markson mató a toda su familia con veneno; después, sentado
en medio del círculo que había formado con sus cadáveres, se tragó un hongo
venenoso de los peores. Su agonía debió de ser horrible. El policía que lo
encontró anotó en su informe que, en un principio, tuvo la sensación de que el
cadáver le estaba sonriendo; hizo un comentario sobre «la horrible sonrisa
blanca de Markson». La sonrisa blanca era un gran bocado del hongo mortífero.
Markson había seguido comiendo, aunque los calambres y los horribles
espasmos musculares debían de estar destrozando su cuerpo moribundo.
Pero:
En el domingo de Pascua de 1906 los propietarios de la Fundición Kitchener,
que se levantaba donde ahora se encuentra la flamante galería comercial,
organizaron una cacería de huevos de pascua para «todos los niños buenos de
Derry». La búsqueda se llevó a cabo en el enorme edificio de la fundición. Se
cerraron las zonas peligrosas y todos los empleados se ofrecieron para montar
guardia a fin de que ningún pequeño aventurero decidiera explorar más allá de
las barreras. En el resto del edificio se escondieron quinientos huevos de
chocolate envueltos con alegres cintas. Según Buddinger, había, por lo menos,
un niño participante por cada huevo. Todos corrieron riendo y chillando por el
silencio dominical de la fundición, buscando los huevos dentro de los cajones de
escritorio, entre las grandes ruedas dentadas, en los moldes del tercer piso (en las
fotografías antiguas, esos moldes parecen los de la cocina de algún gigante). Tres
generaciones de Kitchener estaban presentes vigilando el alegre alboroto, listos
para entregar los premios al terminar la búsqueda que concluiría a las cuatro en
punto aunque no se hubiesen encontrado todos los huevos. En realidad, el final
llegó cuarenta y cinco minutos antes, a las tres y cuarto. Fue entonces cuando
explotó la fundición. Al ponerse el sol, se habían extraído sesenta y dos
cadáveres de entre las ruinas. La cuenta final fue de ciento dos, de los cuales
ochenta y ocho eran niños. El miércoles siguiente, mientras la ciudad aún
guardaba un aturdido silencio ante la tragedia, una mujer encontró la cabeza de
Robert Dohay, de nueve años, enredada entre las ramas de un manzano, en el
fondo de su casa; tenía chocolate entre los dientes y sangre en el pelo. Fue el
último de los muertos hallados. De ocho niños y un adulto no volvió a saberse
nada. Ésta constituye la peor tragedia en la historia de Derry, peor aún que el
incendio del Black Spot, en 1930, y jamás recibió explicación. Las cuatro
calderas de la fundición estaban cerradas. No sólo puestas al mínimo, cerradas
por completo.
Pero:
El porcentaje de asesinatos es, en Derry, seis veces mayor que el de otras
ciudades de tamaño similar dentro de Nueva Inglaterra. Mis primeras
conclusiones al respecto me resultaron tan difíciles de creer que entregué las
cifras a un estudiante de secundaria, que suele pasar aquí, en la biblioteca, el
poco tiempo que no pasa frente a su ordenador. Él llegó más allá (no es sólo un
tragalibros, sino un exagerado): agregó otras doce ciudades pequeñas a lo que
llamó stat-pool y me entregó un gráfico computarizado donde Derry sobresalía
como un pulgar herido. «Parece que aquí la gente tiene mal carácter, señor
Hanlon», fue su único comentario. No respondí. De lo contrario, debería haberle
dicho que algo, en Derry, tiene mal carácter.
Aquí, en Derry, los niños desaparecen sin explicación y sin que se los vuelva
a ver, de cuarenta a sesenta por año. La mayor parte son adolescentes. Se supone
que huyen del hogar. Supongo que, en algunos casos, es así.
Y durante lo que Albert Carson llamaría, sin duda, el ciclo, la tasa de
desapariciones asciende, rauda, hasta casi perderse de vista. En 1930, por
ejemplo, año en que se incendió el Black Spot, hubo más de ciento sesenta
desapariciones de niños en Derry; debemos recordar que éstas son sólo las que
fueron denunciadas a la policía y, por lo tanto, están documentadas. «No tiene
nada de sorprendente —me dijo el jefe de policía actual cuando le enseñé la
estadística—. Fue por la Depresión. La mayoría se habrá cansado de tomar sopa
de patatas o de pasar hambre en la casa. Seguramente se fueron siguiendo las
vías, en busca de algo mejor».
Durante 1958, se denunció en Derry la desaparición de 127 niños cuyas
edades variaban entre tres y diecinueve años. «¿Había depresión en 1958?»,
pregunté al jefe Rademacher. «No —dijo—, pero la gente se muda mucho,
Hanlon. A los chicos, en particular, les pican los pies. Discuten con los padres
por haber llegado tarde a casa y ¡bum!, se van».
Enseñé al jefe Rademacher la fotografía de Chad Lowe que había publicado
el Derry News en abril de 1958. «¿Le parece que éste puede haber huido después
de discutir con los padres por llegar tarde, Rademacher? Tenía tres años y medio
cuando desapareció».
Rademacher, clavándome una mirada agria, me dijo que había sido un placer
conversar conmigo, pero que, si no tenía nada más que preguntar, estaba
ocupado. Me fui.
Haunted, haunting, haunt, dicen en inglés.
Visitado con frecuencia por fantasmas o espíritus, como las tuberías de
desagüe en una cocina; aparecer o presentarse con frecuencia, como cada
veinticinco, veintiséis o veintisiete años; sitio en donde comen los animales,
como en los casos de George Denbrough, Adrian Mellon, Betty Ripsom, la chica
de Albrecht, el niño Johnson.
Sitio en donde comen los animales. Sí, eso es lo que me asedia.
Si ocurre algo más, sea lo que fuere, haré esas llamadas. Es preciso. Mientras
tanto, tengo mis suposiciones, mi insomnio y mis recuerdos, mis malditos
recuerdos. ¡Ah!, y algo más: tengo estas notas, ¿verdad? Mi muro de las
lamentaciones. Y heme aquí, sentado, con la mano temblando de tal modo que
apenas puedo escribir. Aquí, sentado en la biblioteca desierta, después de cerrar,
escuchando leves ruidos en los estantes oscuros, observando las sombras que
arrojan los mortecinos globos amarillos para asegurarme de que no se
muevan…, de que no cambien.
Heme aquí, sentado junto al teléfono.
Pongo sobre él la mano libre…, la dejo deslizarse hacia abajo…, toco los
agujeros del disco que podrían ponerme en contacto con todos ellos, mis viejos
amigos.
Juntos penetramos profundamente.
Juntos penetramos en la negrura.
¿Saldríamos de la negrura si penetráramos por segunda vez?
No lo creo.
Dios, por favor, que no tenga que llamarles.
Dios, por favor.
Segunda parte
JUNIO DE 1958
Mi superficie soy yo mismo,
bajo la cual, como testigo,
está enterrada la juventud.
¿Raíces? Todo el mundo tiene raíces.
WILLIAM CARLOS WILLIAMS, Paterson
A veces no sé qué voy a hacer.
La tristeza de verano no tiene cura.
EDDIE COCHRAN
IV. BEN HANSCOM SUFRE UNA CAÍDA
1
Alrededor de las doce menos cuarto de la noche una de las azafatas que
atienden la primera clase del vuelo 41 de United Airlines, entre Omaha y
Chicago, se lleva un susto de muerte. Por unos instantes, cree que el hombre del
1-A ha muerto.
Al verlo abordar en Omaha, pensó: «Vaya, con éste vamos a tener
problemas. Está más borracho que una cuba». La inquietó pensar en el Primer
Servicio, que incluía las bebidas. Sin duda, él pediría algo fuerte… y
seguramente doble. Ella tendría que decidir si servirle o no. Además, para
complicar las cosas, había tormentas eléctricas a lo largo de todo el trayecto y
ella estaba segura de que, en algún momento, el hombre, un tipo delgado,
vestido de vaqueros y camisa de leñador, va a empezar a vomitar.
Pero cuando pasó con el Primer Servicio, el hombre alto sólo pidió un vaso
de agua mineral con toda cortesía. Su luz no se ha encendido y la azafata no ha
tardado en olvidarse de él porque hay mucho que hacer en ese vuelo. En
realidad es uno de esos vuelos que una desea olvidar en cuanto terminan y en
cuyo transcurso, si tuviera tiempo, llegaría a cuestionarse la posibilidad de la
propia supervivencia.
El vuelo 41 hace reverencias entre los feos huecos de truenos y relámpagos,
como un buen esquiador colina abajo. El aire está muy movido. Los pasajeros
lanzan exclamaciones y hacen chistes intranquilos sobre los relámpagos que
refulgen entre las gruesas columnas de nubes alrededor del avión. «Mamá, ¿ése
es Dios que les está sacando fotografías a los ángeles?», pregunta un chiquillo.
Y la madre, que está bastante verde, lanza una risa temblorosa.
El Primer Servicio resulta el único de ese vuelo. La señal de abrocharse los
cinturones se enciende a los veinte minutos del despegue y sigue encendida. Las
azafatas permanecen en los pasillos atendiendo las luces de llamadas, que se
encienden como fuegos artificiales.
—Qué ocupado está Ralph, esta noche —le dice la jefa de azafatas, cuando
se cruzan en el pasillo. La jefa de azafatas vuelve a la clase turista con una
nueva provisión de bolsas para el mareo. Es en parte una clave, en parte un
chiste. Ralph siempre está ocupado en esa clase de vuelos. El avión da un
tumbo, alguien deja escapar un suave grito, la camarera gira un poco y alarga
una mano para sostenerse. Y entonces mira directamente a los ojos fijos y sin
vida del hombre del 1-A.
«Oh, Dios bendito, está muerto —piensa—. El alcohol, antes de subir a
bordo… después los tumbos… el corazón… murió de miedo».
El hombre tiene los ojos fijos en los suyos, pero no la ve. No se mueven.
Están completamente vidriosos. Son, sin duda, ojos de muerto.
La azafata se aparta de esa mirada horrible, su propio corazón le bombea
en la garganta, a velocidad de fuga. Se pregunta qué hacer, cómo proceder; da
gracias a Dios porque ese hombre, al menos, no tiene un compañero de asiento
que grite y provoque un pánico general. Decide que deberá notificar primero a
la jefa de azafatas y después a la tripulación masculina, allá delante. Tal vez se
pueda envolverlo en una manta y cerrarle los ojos. El piloto mantendrá la señal
de ajustarse los cinturones, aunque pase la tormenta, para que nadie vaya hacia
delante para usar el baño. Cuando los otros pasajeros desembarquen, pensarán
que está simplemente dormido.
Esos pensamientos le pasan por la mente a toda velocidad. Gira hacia atrás
para confirmarlos con una mirada. Los ojos muertos, ciegos, se fijan en ella… y
en eso el cadáver toma su vaso de agua mineral y bebe un sorbo.
En ese momento el avión vuelve a dar un brinco, se inclina y el pequeño
grito de la azafata se pierde en otros gritos de miedo más estentóreos. Entonces
el hombre mueve los ojos, no mucho, pero lo suficiente para que ella
comprenda: está vivo y la mira. Y ella piensa: «Por Dios, cuando subió pensé
que tenía alrededor de cincuenta y cinco años, pero no se acerca ni remotamente
a esa edad, a pesar de las canas».
Se le acerca aunque oye el campanilleo impaciente de las llamadas detrás de
ella (Ralph está ocupado, por cierto; tras un aterrizaje perfecto en O’Hare
treinta minutos después, las azafatas tirarán setenta bolsitas llenas).
—¿Algún problema, señor? —pregunta, sonriendo. La sonrisa parece falsa e
irreal.
—Ninguno, todo está perfectamente —dice el flaco. Ella echa un vistazo al
billete de primera clase puesto en la ranura del respaldo y ve que se llama
Hanscom—. Todo está perfectamente. Pero el vuelo es un poco movido,
¿verdad? Creo que tiene bastante trabajo. Por mi no se preocupe. Estoy… —Le
dedica una sonrisa espantosa, una sonrisa que hace pensar en espantapájaros
aleteando en muertos campos de otoño—. Estoy perfectamente.
—Se lo veía
(muerto)
algo decaído.
—Estaba pensando en los viejos tiempos —dice él—. Esta noche acabo de
darme cuenta de que existen cosas tales como los viejos tiempos, en lo que a mí
respecta.
Más campanillas.
—Disculpe, azafata… —llama alguien, nervioso.
—Bueno, si está seguro de que se siente bien…
—Pensaba en un dique que construí con unos amigos míos —dice Ben
Hanscom—. Los primeros amigos que tuve, creo. Estaban construyendo el dique
cuando… —Se interrumpe, sobresaltado, y ríe. Es una risa franca, casi
despreocupada, como la de un niño; suena muy extraña en ese avión sacudido—
… cuando les caí encima. Casi literalmente, es lo que hice. De cualquier modo,
estaban haciendo un desastre con ese dique. Lo recuerdo.
—¡Azafata!
—Disculpe, señor. Debo seguir con mis rondas…
—Sí, por supuesto.
Ella se aleja deprisa, feliz de liberarse de esa mirada mortífera, casi
hipnótica.
Ben Hanscom vuelve la cabeza hacia la ventanilla y mira hacia fuera. Se
enciende un relámpago dentro de gruesas nubes de tormenta, catorce kilómetros
a estribor. En el tartamudeo de luz, las nubes parecen grandes cerebros
transparentes, llenos de malos pensamientos.
Se palpa el bolsillo del chaleco, pero los dólares de plata han desaparecido.
De sus bolsillos a los de Ricky Lee. De pronto lamenta no haberse quedado con
uno siquiera. Tal vez le habría sido útil. Siempre era posible, por supuesto, ir a
un Banco cualquiera (al menos cuando uno no estaba dando tumbos a ocho mil
metros de altitud) y conseguir un puñado de dólares de plata. Pero no se podía
hacer nada con esos malos sándwiches de cobre que el gobierno trataba de
hacer pasar en estos tiempos como monedas de verdad. Y tratándose de hombres
lobo, vampiros y todas esas cosas que deambulan a la luz de las estrellas, lo que
hace falta es plata, plata verdadera. Hace falta plata para detener a un
monstruo. Hace falta…
Cerró los ojos. El aire, alrededor de él, estaba lleno de campanillas. El
avión se mecía y daba tumbos y el aire estaba lleno de campanillas.
¿Campanillas?
No… Campanadas.
Eran campanas. Era LA campana, la reina de todas las campanas, la que se
esperaba durante todo el año, una vez la escuela perdía su novedad, como
siempre ocurría al terminar la primera semana. LA campana, la que indicaba
otra vez la libertad, la apoteosis de todas las campanas escolares.
Ben Hanscom, sentado en su butaca de primera clase, suspendido entre los
truenos a ocho mil metros de altura, vuelve la cara hacia la ventanilla y siente
que la muralla del tiempo se vuelve súbitamente muy delgada. Se ha iniciado
una especie de terrible y maravillosa peristalsis. Piensa: «Dios mío, estoy
siendo digerido por mi propio pasado».
Los relámpagos juegan caprichosamente sobre su cara y, aunque él no lo
sabe, el día acaba de cambiar. El 28 de mayo de 1985 se ha convertido en 29 de
mayo sobre el terreno oscuro y tormentoso que es, esa noche, el oeste de Illinois.
Los agricultores, con la espalda dolorida por la siembra, duermen como
benditos allá abajo, soñando sus sueños de mercurio, ¿y quién sabe qué cosa se
mueve en sus graneros, sus sótanos y sus sembrados, mientras se encienden los
relámpagos y resuenan los truenos? Nadie sabe eso; sólo se sabe que hay
potencia liberada en la noche, que el aire está loco por los grandes voltios de la
tormenta.
Pero hay campanas a ocho mil metros de altitud, cuando el avión sale otra
vez al cielo despejado y su movimiento se estabiliza. Son campanas. Es LA
campana, mientras Ben Hanscom duerme. Y mientras duerme, la muralla entre
pasado y presente desaparece por completo, cae dando tumbos hacia atrás, a
través de los años, como quien cae en un pozo profundo: el Viajero del Tiempo
de Wells, que cae con una palanca rota en la mano, abajo, abajo, hasta la tierra
de los Morlocks, donde hay máquinas que bombean y bombean en los túneles de
la noche. Es 1981, 1977, 1969. Y de pronto está aquí, aquí, en junio de 1958;
brilla el sol en todas partes y, detrás de los párpados soñolientos, las pupilas de
Ben Hanscom se contraen a la orden de su dormido cerebro que no ve la
oscuridad tendida sobre Illinois, sino el brillante sol de un día de junio, en
Derry, Maine, hace veintisiete años.
Campanas.
LA campana.
La escuela.
La escuela se.
¡La escuela se…
2
… acabó!
La campana retumbó en los pasillos de la escuela municipal de Derry, un
gran edificio de ladrillo levantado en Jackson Street. A su tañido, los niños del
quinto curso, donde estaba Ben Hanscom, lanzaron un espontáneo grito de
alegría… y la señora Douglas, que solía ser la más estricta de las maestras, no
hizo esfuerzo alguno por acallarlos. Tal vez sabía que habría sido imposible.
—¡Niños! —exclamó, al apagarse el grito—. Prestadme atención por un
momento más.
Un balbuceo de cháchara excitada, mezclada con algunos gruñidos, se elevó
en el aula. La señora Douglas tenía en la mano las calificaciones.
—¡Espero haber aprobado! —dijo Sally Mueller gorjeante, a Bev Marsh, que
se sentaba en la fila vecina. Sally era inteligente, bonita, vivaz. Bev también era
bonita, pero esa tarde no había ninguna vivacidad en ella, por más que fuera el
último día. Se miraba, melancólica, los mocasines baratos. Tenía un cardenal
amarillo desteñido en una de las mejillas.
—A mí me importa un cuerno aprobar o no —dijo.
Sally soltó un resoplido que decía: «Las señoritas no hablan así». Después se
volvió hacia Greta Bowie. Ben pensó que, si Sally había cometido el error de
dirigir la palabra a Beverly, era sólo por el entusiasmo de haber terminado otro
curso escolar. Sally Mueller y Greta Bowie provenían de familias ricas que
vivían en la parte oeste de Broadway; Bev, en cambio, iba a la escuela desde uno
de esos edificios baratos que había en el último sector de Main Street. Había
menos de dos kilómetros entre un barrio y otro, pero hasta los niños como Ben
sabían que en realidad estaban tan distantes como la Tierra de Plutón. Bastaba
con mirar el jersey barato de Beverly Marsh, su falda demasiado holgada,
probablemente salida de alguna caja del Ejército de Salvación, y sus mocasines
raspados, para saber la verdadera distancia entre ambos. Aun así, a Ben le
gustaba más Beverly… mucho más. Sally y Greta llevaban ropas bonitas y,
probablemente, se hacían la permanente o algo así cada mes; pero eso, en su
opinión, no cambiaba los hechos básicos. Podían hacerse la permanente todos
los días; no por eso dejarían de ser un par de mocosas malcriadas.
Beverly, en su opinión, era más simpática… y mucho más bonita, aunque él
no se habría atrevido a decírselo ni en un millón de años. Sin embargo, en lo más
crudo del invierno, cuando la luz, afuera, parecía un adormecimiento amarillo,
como un gato acurrucado en el sofá, mientras la señora Douglas zumbaba sus
matemáticas, leía preguntas sobre la lectura o hablaba de los yacimientos de cinc
del Paraguay; en esos días en que las clases parecían interminables y no
importaba que terminaran o no porque todo el mundo, afuera, era nieve medio
derretida… En días como ésos Ben solía mirar a Beverly de soslayo, robándole
la cara y el corazón le dolía desesperadamente, pero también se le iluminaba,
todo al mismo tiempo. Probablemente tenía un encaprichamiento con ella o se
había enamorado de ella y por eso pensaba siempre en Beverly cuando Los
Penguins cantaban, por radio, Ángel de la tierra: «Querida mía, te amo sin
cesar…». Sí, era estúpido, más flojo que el papel higiénico usado, pero no
importaba, porque él jamás se lo diría. Pensó que, a los muchachos gordos, tal
vez sólo se les permitía amar a las niñas bonitas secretamente. Si hablaba con
alguien de lo que sentía (aunque no tenía a nadie con quien hablar de eso), lo
más probable era que esa persona riera hasta ahogarse. Y si se lo decía a Beverly,
ella podía reír también (malo) o sentir náuseas de asco (peor).
—Ahora, por favor, acercaos a medida que os llame por vuestro nombre.
Paul Anderson… Carla Bordeaux… Greta Bowie… Calvin Clark… Cissy
Clark…
A medida que la señora Douglas iba pronunciando los nombres, los niños de
su quinto curso se adelantaron uno a uno (exceptuando a los gemelos Clark, que
se levantaron, como siempre, de la mano, imposibles de distinguir, como no
fuera por la longitud del pelo platinado y la vestimenta, vestido en la niña y
vaqueros en el varón). Cada uno tomó su boletín con la bandera norteamericana
delante y la Oración del Señor atrás y salió serenamente del aula… para echar a
correr por el pasillo hasta las grandes puertas delanteras, completamente
abiertas. Desde allí, corrieron simplemente hacia el verano y desaparecieron en
él, algunos en bicicleta, otros saltando o a lomos de caballos invisibles,
golpeándose los muslos con la palma para hacer ruido de cascos, y otros se
fueron abrazados y cantando.
—Marcia Fadden… Frank Frinck… Ben Hanscom…
Él se levantó robando a Beverly Marsh la última mirada por ese verano (al
menos, eso pensó entonces) y se adelantó hasta el escritorio de la señora
Douglas. A los once años, tenía una barriga más o menos del tamaño de Nuevo
México, envasada en un par de horrendos vaqueros cuyos remaches de cobre
lanzaban pequeños dardos de luz y hacían jsst-jsst-jsst al rozarse sus gruesos
muslos. Sus caderas se balanceaban como las de las chicas. Llevaba una
sudadera holgada, aunque hacía calor. Casi siempre usaba sudaderas holgadas,
porque su pecho le daba una terrible vergüenza; así había sido desde el primer
día de clase, tras las vacaciones de Navidad. Al verlo con una de las camisas
nuevas que le había regalado su madre, Belch Huggins, un niño de sexto grado,
había graznado: «¡Eh, miren! ¡Miren lo que le trajo Santa Claus a Ben Hanscom!
¡Un buen par de tetas!». Belch había estado a punto de sufrir un colapso por lo
delicioso de su ingenio. Algunos otros rieron, niñas, entre ellos. Si ante Ben se
hubiera abierto, en ese mismo instante, un agujero hacia el submundo, él se
habría dejado caer sin ruido alguno… o tal vez con un leve murmullo de
gratitud.
Desde ese día usaba sudaderas. Tenía cuatro: la parda abolsada, la verde
abolsada y dos azules, abolsadas también. Era una de las pocas cosas en las que
conseguía imponerse a su madre, uno de los pocos límites que, en el curso de su
niñez, casi siempre complaciente, se sentía obligado a trazar. Si ese día hubiera
visto a Beverly Marsh riendo con los otros, sin duda habría muerto.
—Ha sido un placer tenerte como alumno, Benjamin —dijo la señora
Douglas, al entregarle su boletín.
—Gracias, señora Douglas.
Un falsete burlón onduló desde la parte trasera del aula:
—Ay, graaacias, señora Douuuglas.
Era Henry Bowers, por supuesto. Henry estaba en quinto curso, como Ben,
aunque habría debido estar cursando el sexto, con sus amigos Belch Huggins y
Victor Criss, porque repetía curso. Ben tenía la sospecha de que iba a repetir otra
vez. La señora Douglas no lo había llamado y eso era mala señal. Ben estaba
intranquilo al respecto, porque si Henry repetía, a él le correspondería parte de la
culpa… y Henry lo sabía.
Durante los exámenes finales, la semana anterior, la señora Douglas los
había cambiado de asiento al azar, sacando sus nombres de un sombrero. Ben
había acabado junto a Henry Bowers, en la última fila. Como siempre, enroscó el
brazo alrededor de su hoja y se inclinó hacia ella, sintiendo la presión
reconfortante de su panza contra el escritorio. De vez en cuando chupaba el lápiz
en busca de inspiración.
A mitad del examen del martes, que era el de matemáticas, le llegó un
susurro a través del pasillo. Era grave, apagado y experto como el susurro de un
preso veterano al pasar un mensaje en el patio de la prisión:
—Déjame copiar.
Ben miró hacia la izquierda, directamente a los ojos negros y furiosos de
Henry Bowers. Henry era corpulento, aun para sus doce años. Brazos y piernas
habían adquirido músculos con el trabajo de labrador. Su padre, que estaba loco,
según rumores, tenía unos terrenos en el extremo de Kansas Street, cerca del
límite municipal de Newport y Henry pasaba al menos treinta horas semanales
trabajando con la azada, sacando hierbas, plantando, recogiendo rocas, cortando
leña y cosechando, cuando había algo que cosechar.
Llevaba el pelo cortado rabiosamente a la americana, tan corto que le
asomaba, blanco, el cuero cabelludo. Se untaba el mechón delantero con un
pomo que siempre llevaba en el bolsillo de los vaqueros; como resultado, parecía
tener, sobre la frente, los dientes de una trilladora. Rezumaba siempre olor a
sudor y goma de mascar con sabor a frutas. Para la escuela, usaba una chaqueta
de motociclista color rosa con un águila en la espalda. Cierta vez, uno de cuarto
grado tuvo la mala idea de reírse de aquella chaqueta. Henry se arrojó sobre el
pobre diablo, ágil como una comadreja, y le propinó un doble puñetazo con una
mano sucia de trabajar. El chico perdió tres dientes. A Henry le dieron dos
semanas de vacaciones. Ben había abrigado la esperanza (la esperanza difusa,
aunque ardiente, del pisoteado y aterrorizado) de que lo expulsaran en vez de
suspenderlo. No tuvo suerte. La moneda falsa siempre vuelve. Terminada la
suspensión, Henry volvió a pavonearse por el patio, resplandeciente con su
chaqueta rosada y el pelo tan untado que parecía alzarse en un grito. Exhibía en
ambos ojos los rastros coloridos e hinchados de la paliza que le había dado el
padre loco por pelear en el patio. Las huellas de la paliza acabaron por
desvanecerse; para los niños obligados a coexistir con Henry en Derry, la lección
no se desvaneció. Hasta donde Ben sabía, nadie había vuelto a mencionar la
chaqueta rosa con el águila a la espalda.
Cuando susurró ásperamente a Ben que le dejase copiar, tres pensamientos
cruzaron como cohetes por la mente del chico, tan delgada y veloz como obeso
era su cuerpo. El primero era que, si la señora Douglas pescaba a Henry
copiándose de su examen, los suspendería a los dos. El segundo, que si no le
dejaba copiar, Henry lo atraparía después de clase, con toda seguridad, y le
aplicaría el famoso puñetazo doble, probablemente mientras Huggins lo sujetaba
por un brazo y Criss por el otro.
Ésos eran pensamientos de niño, lo que no era nada sorprendente porque él
era un niño. El tercero y último fue más sofisticado, casi adulto.
Tal vez me coja, sí. Pero tal vez pueda mantenerme fuera de su alcance
durante la última semana de clase. Estoy bastante seguro de que puedo, si me
esfuerzo. Y durante el verano él se olvidará, creo. Sí. Es bastante estúpido. Si le
suspenden en este examen, tal vez repita otra vez. Y si repite, yo me adelantaré.
Ya no estaremos en la misma aula… Iré a la secundaria antes que él… Podría…
podría quedar libre.
—Déjame copiar —susurró Henry, otra vez. Sus ojos negros echaban
chispas, exigentes.
Ben sacudió la cabeza y cerró más el brazo en torno a su examen.
—Ya te cogeré, gordo —susurró Henry, algo más alto.
Hasta ese momento su hoja estaba en blanco, aparte del nombre. Estaba
desesperado. Su padre le iba a arrancar la cabeza.
—Si no me dejas copiar, ya verás lo que te hago.
Ben volvió a negar con la cabeza, con un estremecimiento de papada. Estaba
asustado, pero también decidido. Se dio cuenta de que, por primera vez en su
vida, se había entregado conscientemente a un curso de acción y eso también lo
asustó, aunque no supo exactamente por qué; pasarían largos años antes de que
lo comprendiera, pero era lo frío de su cálculo, la cuidadosa y pragmática
contabilización del costo, con sus insinuaciones de madurez inminente, lo que le
asustaba más que el propio Henry. A Henry, con suerte, podría esquivarlo. La
madurez, en que probablemente pensaría de ese modo casi siempre, acabaría,
tarde o temprano, por atraparlo.
—¿Hay alguien hablando por allí atrás? —había dicho la señora Douglas,
con toda claridad, en ese momento—. No quiero oír un solo murmullo.
Reinó el silencio en los diez minutos siguientes; las jóvenes cabezas
permanecían estudiosamente inclinadas sobre las hojas que olían a tinta de
mimeógrafo. De pronto, el susurro de Henry flotó otra vez a través del pasillo,
bajo, apenas audible, escalofriante en la tranquila seguridad de su promesa:
—Date por muerto, gordo.
3
Ben tomó su mochila y huyó, agradecido a los dioses encargados de amparar a
los gordos de once años porque Henry Bowers, en virtud del orden alfabético, no
había podido salir primero del aula, para esperarlo afuera.
No corrió por el pasillo, como los otros niños. Era capaz de correr con
bastante celeridad, a pesar de su tamaño, pero tenía perfecta conciencia de lo que
parecía al correr. Pero apretó el paso y salió del vestíbulo, fresco, perfumado de
libros, al brillante sol de verano. Permaneció un momento con la cara al sol,
agradecido por su calor y libertad. Septiembre estaba a un millón de años. El
calendario podía decir otra cosa, pero lo que dijera el calendario era mentira. El
verano sería mucho más largo que la suma de sus días y le pertenecía por entero.
Se sentía tan alto como la torre-depósito y tan ancho como la ciudad entera.
Alguien lo empujó, lo empujó con fuerza. Los placenteros pensamientos que
tenía ante sí se le escaparon de la mente, mientras se tambaleaba en busca del
equilibrio al borde de los peldaños de piedra. Se aferró a la barandilla justo a
tiempo de evitarse una horrible caída.
—A ver si te apartas, bolsa de tripas.
Era Victor Criss, peinado con su tupé a lo Elvis, relumbrante de Brylcreem.
Bajó los peldaños y caminó hacia el portón de entrada con las manos en los
bolsillos de los vaqueros, el cuello de la camisa vuelto hacia arriba y tintineantes
las hebillas de sus botas.
Ben, a quien el corazón seguía palpitándole por el susto, vio que Belch
Huggins estaba de pie al otro lado de la calle fumando un pitillo. Al ver a Victor,
levantó la mano y le pasó el cigarrillo. Victor dio una calada, devolvió el
cigarrillo a Belch y señaló a Ben, que ya iba por la mitad de la escalera. Dijo
algo y ambos se separaron. La cara de Ben se encendió en una llamarada opaca.
Siempre te agarraban. Era cosa de la fatalidad o algo así.
—¿Tanto te gusta este lugar que piensas pasarte aquí todo el día? —dijo una
voz, a su lado.
Cuando Ben se volvió, su rostro ardió aún más. Era Beverly Marsh; su pelo
oscuro formaba una nube deslumbrante alrededor de la cabeza y sobre sus
hombros, sus ojos tenían un adorable color entre gris y verde. Llevaba un jersey
con las mangas recogidas hasta el codo, gastado alrededor del cuello y casi tan
abolsado como la sudadera de Ben. Demasiado abolsado, por cierto, para dejar
ver si le estaba creciendo algo allí abajo. Pero a Ben no le importó; cuando el
amor llega antes de la pubertad, llega en olas tan límpidas y poderosas que nadie
puede resistirse a su simple imperativo, y Ben no hizo esfuerzo alguno por
resistir. Simplemente, cedió. Se sentía tonto y exaltado a un tiempo, más
miserable y azorado que nunca… pero también indiscutiblemente bendito. Esas
emociones irremediables se mezclaron en un brebaje embriagador que lo dejó, a
la vez, descompuesto y regocijado.
—No —graznó—, creo que no.
Por la cara se le extendió una gran sonrisa. Sabía que debía de parecer
estúpida, pero no pudo reprimirla.
—Bueno, menos mal, me alegro de ello. Porque se acabaron las clases.
Gracias a Dios.
—Que pases… —Otro graznido. Tuvo que carraspear; su rubor se acentuó
—. Que pases unas felices vacaciones, Beverly.
—Tú también, Ben. Hasta el año que viene.
Bajó rápidamente los peldaños y Ben la contempló con ojos de enamorado:
el tartán brillante de su falda, el rebote de su pelo rojo contra el suéter, su cutis
lechoso, un pequeño corte que cicatrizaba en el dorso de una pantorrilla (y por
algún motivo, eso lo invadió con una oleada de sentimientos tan intensos que
buscó a tientas la barandilla: algo enorme, inarticulado, misericordiosamente
breve, tal vez una señal presexual, sin sentido para su cuerpo, donde las
glándulas endocrinas aún dormían casi sin soñar, pero brillantes como un
relámpago de verano) y un brazalete dorado que llevaba en el tobillo derecho,
justo por encima del mocasín, reflejando el sol en relucientes destellos.
Se le escapó un ruido, una especie de ruido. Bajó los escalones como un
débil anciano y se quedó al pie, observándola, hasta que ella giró a la izquierda y
desapareció más allá del alto seto que separaba el patio de la acera.
4
Esperó allí sólo un momento. Después, mientras los niños aún pasaban a su lado
chillando, en grupos, se acordó de Henry Bowers. Caminó alrededor del edificio
apresuradamente. Cruzó el patio de los más pequeños deslizando los dedos por
las cadenas de los columpios para hacerlas tintinear y saltando por encima de los
balancines. Salió por la verja, mucho más pequeña, que daba a Charter Street y
se encaminó hacia la izquierda, sin volver la vista atrás, hacia ese montón de
piedra donde había pasado casi todos los días laborables de los últimos nueve
meses. Guardó el boletín de calificaciones en el bolsillo trasero y comenzó a
silbar. Llevaba un par de bambas pesadas, pero habría dicho que sus suelas
cubrieron ocho manzanas sin tocar la acera.
Los habían dejado libres apenas pasado el medio día; su madre no llegaría a
casa, por lo menos, hasta las seis, porque los viernes iba directamente al
supermercado a la salida del trabajo. Tenía el resto del día para él solo.
Fue a la plaza McCarron por un rato y se sentó bajo un árbol sin hacer otra
cosa que susurrar ocasionalmente, por lo bajo, «Amo a Beverly Marsh»,
sintiéndose más embriagado y romántico cada vez que lo decía. En cierto
momento, cuando un grupo de chiquillos llegó al parque y comenzó a formar
equipos para un partido de béisbol, susurró dos veces las palabras «Beverly
Hanscom»; después tuvo que apoyar la cara en el césped, hasta que la hierba
refrescó sus mejillas ardientes.
Al poco rato se levantó para caminar hacia la avenida Costello. Cinco
manzanas más allá estaba la Biblioteca pública; supuso que hacia allí se
encaminaba desde un principio. Ya casi había salido del parque cuando un niño
de sexto grado, llamado Peter Gordon, le vio y chilló:
—¡Eh, Tetas! ¿Quieres jugar? ¡Necesitamos a alguien que haga de cancha!
Hubo un estallido de risas. Ben escapó tan rápido como pudo, hundiendo la
cabeza en el cuello, como si fuera una tortuga.
Aun así, se consideró afortunado; bien mirado, los chicos bien habrían
podido perseguirlo, aunque sólo fuera para revolcarlo en el polvo y ver si
lloraba. Ese día estaban demasiado entretenidos en organizar el juego. Ben se
sintió feliz de dejarlos entregados a los rituales que precedían el primer juego del
verano y siguió su camino.
Tres manzanas más allá, por Costello, vio algo interesante, tal vez hasta
provechoso, bajo un seto: un brillo de vidrio bajo la desgarradura de una vieja
bolsa de papel. Ben sacó la bolsa a la acera con el pie. Al parecer, estaba de
suerte. Dentro había cuatro botellas de cerveza y cuatro de gaseosa, grandes. Las
grandes valían cinco centavos cada una; las de cerveza, dos centavos. Veintiocho
centavos bajo el seto de una casa, sólo esperando que algún chico pasara a
recogerlas. Pero debía ser un chico de suerte.
—Y ése soy yo —dijo Ben, alegre, sin sospechar lo que le deparaba el resto
del día.
Volvió a caminar, sosteniendo la bolsa por la parte de abajo para que no se
rompiera. Una manzana más allá estaba el mercado de la avenida Costello y allí
entró. Cambió las botellas por efectivo y la mayor parte del efectivo por
golosinas.
De pie ante el escaparate de los dulces, señaló aquí y allá, encantado, como
siempre, por el susurro de la puerta deslizante. Compró cinco barras de regaliz
rojas y otras cinco, negras, diez chupa-chups, una bolsa de caramelos, una caja
de chicles y un paquete de fulminantes para su pistola.
Salió con una bolsa de golosinas en la mano y cuatro centavos en el bolsillo
delantero de sus pantalones. Al mirar la bolsa de papel, con su carga de dulzura,
un pensamiento trató súbitamente de subir a la superficie.
Sigue comiendo así, y Beverly Marsh jamás te mirará siquiera.
Pero era un pensamiento desagradable, así que lo apartó. Se fue rápidamente;
era un pensamiento acostumbrado a que lo apartaran.
Si alguien le hubiera preguntado «¿Te sientes solo, Ben?», él habría mirado a
ese alguien con verdadera sorpresa. Nunca se le había ocurrido esa pregunta. No
tenía amigos, pero sí libros y sueños; tenía sus modelos de automóviles, y un
gigantesco equipo de piezas con el que construía todo tipo de cosas. Su madre
solía exclamar que las casas fabricadas por Ben parecían mejores que algunas
casas de verdad. También tenía un buen Mecano y esperaba que le regalaran el
equipo más grande por su cumpleaños, en octubre. Con uno de ésos se podía
hacer un reloj que daba la hora de verdad y un coche con marchas y todo.
«¿Solo?», podría haber preguntado, a su vez, francamente desconcertado. «¿A
qué te refieres?»
El niño ciego de nacimiento no sabe que es ciego mientras no se lo digan.
Aun entonces tiene sólo una idea muy académica de lo que significa la ceguera.
Sólo quienes han podido ver anteriormente comprenden de verdad qué es eso.
Ben Hanscom no tenía la sensación de estar solo porque nunca había vivido de
otro modo. Si aquello hubiera sido algo nuevo o más localizado, habría podido
comprenderlo, pero la soledad abarcaba toda su vida y, a la vez, la superaba. Era,
simplemente, como su pulgar torcido o la extraña melladura de uno de sus
dientes, aquella que tocaba con la lengua cuando se ponía nervioso.
Beverly era un dulce sueño; las golosinas, una dulce realidad. Las golosinas
eran sus amigas. Por eso mandó a paseo al extraño pensamiento, y éste se fue en
silencio, sin provocar ningún escándalo. Entre la tienda y la biblioteca, devoró
todas las golosinas que llevaba en la bolsa. Tenía la firme intención de guardar
algunas para comer por la noche, mientras veía la tele. Esa noche emitían
Rescate, con Kenneth Tobey como el intrépido piloto de helicóptero, y Dragnet,
donde los casos eran reales, pero se habían cambiado los nombres para proteger
a las personas inocentes, y su policial favorito, Patrulla de caminos, donde
Broderick Crawford representaba al teniente Dan Matthews. Broderick Crawford
era su héroe personal. Broderick Crawford era veloz, era rudo; Broderick
Crawford no se dejaba pisotear por nadie… y, sobre todo, Broderick Crawford
era gordo.
Llegó a la esquina de Costello y Kansas y cruzó hacia la Biblioteca Pública.
En realidad, se trataba de dos edificios: la vieja estructura de piedra delante,
construida en 1890 con dinero de los potentados de la madera, y, atrás, el edificio
nuevo, más bajo, donde funcionaba la biblioteca para niños. Ambas estaban
conectadas por un corredor encristalado.
Allí, cerca del centro, Kansas Street era de dirección única, así que Ben sólo
miró en una dirección, a la derecha, antes de cruzar. De haber mirado a la
izquierda se hubiera llevado una horrible sorpresa. A la sombra de un viejo
roble, en el prado del Centro Social de Derry, a una manzana de distancia,
estaban Belch Huggins, Victor Criss y Henry Bowers.
5
—Atrapémoslo, Hank.
Victor estaba casi jadeando.
Henry observó al gordo que cruzaba la calle correteando entre bamboleos de
panza, el remolino de la cabeza parecía un resorte y el culo se le meneaba dentro
de los pantalones como los de las chicas. Calculó la distancia que los separaba
de él y la que separaba a Hanscom de la biblioteca, donde estaría a salvo.
Probablemente podrían atraparlo antes de que entrara, pero también era posible
que Hanscom comenzara a gritar. No habría sido nada raro, con semejante
marica. Y en ese caso podía intervenir algún adulto. Henry no quería
interferencias. Esa perra de la Douglas lo había suspendido en lengua y en
matemáticas. Lo dejaba pasar, habría dicho, pero tendría que hacer los cursos de
preparación durante un mes, en el verano. Henry habría preferido repetir. En ese
caso, el padre lo habría castigado una sola vez. Si tenía que dejarlo ir a la escuela
por cuatro horas diarias durante cuatro semanas, en la temporada de más trabajo,
era posible que lo castigara cinco o seis veces, hasta más. Sólo se reconcilió con
su sombrío futuro pensando en vengarse con ese gordo idiota esa misma tarde.
—Sí, vamos —apoyó Belch.
—Esperaremos a que salga.
Vieron que Ben abría una de las grandes puertas dobles y entraba. Entonces
se sentaron en el suelo a fumar y a contar historias de viajantes mientras
esperaban.
Tarde o temprano, saldría. Y entonces Henry le haría lamentarse de haber
nacido.
6
Ben amaba la biblioteca.
Amaba su eterna frescura, perceptible aun en los días más calurosos; amaba
su silencio murmurante, quebrado sólo por susurros ocasionales, el leve golpe de
un sello y el rumor de las páginas vueltas en la hemeroteca, donde estaban
siempre los ancianos leyendo periódicos encuadernados; amaba las
características de la luz que caía en diagonal por las ventanas altas y estrechas,
por la tarde, o relumbraba en charcos perezosos, arrojados por los globos de luz
colgados de cadenas del techo, en los anocheceres de invierno mientras el viento
silbaba fuera. Le gustaba el olor de los libros: un olor picante, fabuloso. A veces
caminaba por entre las estanterías de los adultos contemplando aquellos millares
de volúmenes, imaginando un mundo de vidas dentro de cada uno. Le gustaba el
corredor acristalado que conectaba el edificio viejo con la biblioteca infantil,
siempre cálida, aun en invierno, a menos que el tiempo hubiera estado nublado
por algunos días. La señora Starrett, jefa de bibliotecarios de esa sección, le
había dicho que era resultado de algo llamado «efecto de invernadero». A Ben le
encantaba la idea. Años más tarde construiría el centro de comunicaciones de la
«BBC» y las acaloradas discusiones se prolongarían por un millar de años, sin
que nadie supiera (excepto el mismo Ben) que el centro de comunicaciones no
era sino el corredor acristalado de la Biblioteca Pública de Derry, puesto sobre
un extremo.
También le gustaba la biblioteca infantil, aunque no tenía el sombreado
encanto de la antigua, con sus globos y sus escaleras de hierro curvas, demasiado
estrechas para que las usaran dos personas; una siempre tenía que retroceder. La
biblioteca infantil era luminosa y soleada, algo más ruidosa, a pesar de los
letreros de SILENCIO, POR FAVOR, colgados por todas partes. El ruido, en gran
parte, provenía del Rincón de Pooh, donde iban los más pequeños a mirar libros
ilustrados. Ese día, cuando Ben entró, acababa de empezar allí la hora de los
cuentos. La señorita Davies, una bibliotecaria joven y bonita, estaba leyendo Los
tres cabritos.
—¿Quién camina, trip-trap, por mi puente?
La señorita Davies hablaba en el tono grave y gruñón del duende del cuento.
Algunos de los pequeños se cubrieron la boca, riendo, pero la mayoría se
limitaba a mirarla con aire solemne, aceptando la voz del duende como
aceptaban las voces de sus sueños; sus ojos graves reflejaban la eterna
fascinación del cuento de hadas: el monstruo, ¿sería derrotado o se comería a las
víctimas?
Había carteles coloridos por doquier. Aquí, un niño bueno que se había
cepillado los dientes hasta echar espuma por la boca como un perro rabioso; allí,
un niño malo que fumaba (cuando sea grande quiero estar siempre enfermo,
como mi papá, decía el epígrafe). Allá, una maravillosa fotografía donde se veía
un billón de puntos luminosos en la oscuridad; abajo, UNA IDEA ENCIENDE UN
MILLAR DE CIRIOS. Ralph Waldo Emerson.
Había invitaciones a participar en la EXPERIENCIA DE LOS SCOUTS. Un letrero
sugería que los clubes de niñas de hoy forman a las mujeres de mañana.
Formularios de inscripción para el juego de softball y para el teatro infantil del
Centro Social. Y, por supuesto, otro cartel que invitaba a los niños a inscribirse
en el PROGRAMA DE LECTURAS DE VERANO. Ben era un fanático del programa de
lecturas de verano. Al inscribirse, a uno le daban un mapa de Estados Unidos.
Luego, por cada libro que uno leía y comentaba, obtenía un cromo para lamer y
pegar en el mapa. El cromo venía con informaciones tales como el pájaro y la
flor correspondientes a este estado, el año en que había sido admitido en la
Unión y qué presidentes, si los había, procedían de allí. Cuando los cuarenta y
ocho estaban pegados en el mapa, se recibía un libro gratuitamente. Era un
negocio estupendo. Ben pensaba hacer lo que sugería el letrero: No pierdas
tiempo: inscríbete hoy.
Llamativo entre ese amigable despliegue de color, un simple cartel, sobre el
escritorio de la bibliotecaria, sin dibujos ni fotografías, sólo letras negras en
papel blanco, rezaba:
RECUERDA EL TOQUE DE QUEDA
SIETE DE LA TARDE
DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE DERRY
Con solo mirarlo, Ben sintió un escalofrío. La excitación de retirar su
boletín, la preocupación por Henry Bowers, las palabras cruzadas con Beverly y
el comienzo de las vacaciones le habían hecho olvidar el toque de queda… y los
asesinatos.
La gente discutía sobre cuántos habían sido, pero todo el mundo estaba de
acuerdo en que llegaban, por lo menos, a cuatro desde el invierno; cinco, si se
incluía a George Denbrough (muchos opinaban que la muerte del pequeño
Denbrough podía haber sido provocada por un accidente muy extraño). El
primero seguro era el de Betty Ripsom, hallada el día después de Navidad en una
zona de obras en construcción en Jackson Street. La niña, de trece años, apareció
mutilada y congelada en la tierra lodosa. Eso no había salido en el periódico ni
era algo que Ben supiera por ningún adulto. Simplemente, lo había escuchado en
conversaciones casuales.
Unos tres meses y medio después, más o menos, al comenzar la temporada
de la trucha, un pescador que estaba en la ribera del arroyo, a treinta kilómetros
de Derry, enganchó algo que al principio tomó por un palo. Resultó ser la mano,
la muñeca y los primeros diez centímetros del brazo de una mujer. Su anzuelo
había enganchado ese horrible trofeo por la piel fláccida entre el pulgar y el
índice.
La policía estatal encontró el resto de Cheryl Lamonica a setenta metros,
arroyo abajo, enredado en un árbol que había caído al agua durante el invierno
anterior; sólo por azar no había seguido viaje el cadáver hasta el Penobscot, para
perderse en el mar con el deshielo de primavera.
La muchacha Lamonica tenía dieciséis años. Era de Derry, pero no asistía a
la escuela. Tres años antes, había dado a luz a una niña, Andrea. Vivía con su
hija en el hogar paterno. «Cheryl era un poco alocada, a veces, pero en el fondo
era buena —dijo su padre, sollozante, a la policía—. Andi no deja de preguntar
dónde está su mamá y yo no sé qué decirle».
Se había denunciado la desaparición de la muchacha cinco semanas antes de
que se encontraran los restos. La investigación policial sobre la muerte empezó
con una suposición lógica: que había sido asesinada por uno de sus «amigos».
Tenía montones de amigos, muchos de la base aérea de Bangor. «Casi todos eran
buenos muchachos», dijo la madre de Cheryl. Uno de esos «buenos muchachos»
resultó ser un coronel de la Fuerza Aérea, de cuarenta años, con esposa y tres
hijos en Nuevo México. Otro estaba cumpliendo una condena en Shawshank por
robo a mano armada.
Uno de sus amigos, pensaba la policía. O un desconocido, posiblemente. Un
maníaco sexual.
Si era un maníaco sexual, al parecer la había tomado también con los
varones. A finales de abril, un profesor de secundaria, que realizaba una
excursión con sus alumnos, había divisado un par de zapatillas de deporte rojas y
una prenda de pana azul sobresaliendo de una boca de alcantarilla en Merit
Street. Ese extremo de Merit había sido bloqueado con vallas y el asfalto retirado
con excavadoras el otoño anterior, ya que la extensión de la autopista de peaje
pasaría por allí con rumbo a Bangor.
El cadáver era de Matthew Clements, de tres años, cuya desaparición habían
denunciado sus padres apenas el día antes. Su foto salió en la primera plana del
Derry News. Era un chiquillo de cabello oscuro que sonreía audazmente a la
cámara. La familia Clements vivía en Kansas Street, al otro lado de la ciudad. Su
madre, tan aturdida por el golpe que parecía sumida en una campana de cristal
de calma absoluta, dijo a la policía que Matty había estado subiendo y bajando
por la acera con su triciclo ante la casa, situada en la esquina de Kansas y
Kossuth Lane. Fue a poner la ropa lavada en la secadora y cuando volvió a mirar
por la ventana para vigilar a Matty, ya no estaba. Sólo quedaba su triciclo
tumbado en el césped entre la acera y la calle. Una de las ruedas traseras aun
giraba perezosamente. Se detuvo ante la vista de la madre.
Eso fue demasiado para el comisario Borton. Al día siguiente, en una sesión
especial del concejo, propuso el toque de queda. Fue aceptado por unanimidad y
se puso en práctica al día siguiente. Los niños pequeños debían ser vigilados en
todo momento por un «adulto cualificado», según el artículo del News. Un mes
atrás, en la escuela de Ben se había organizado una asamblea especial. El
comisario se presentó en el escenario, con los pulgares en el cinturón de la
pistolera, y aseguró a los niños que no había nada que temer, mientras
obedecieran algunas reglas sencillas: no hablar con desconocidos, no subir a
automóviles a menos que conocieran muy bien a sus conductores, recordar
siempre que «El policía es un amigo»… y cumplir el toque de queda.
Dos semanas antes, un niño al que Ben apenas conocía (estaba en el otro
quinto curso de la escuela), había visto algo que parecía un montón de pelo
flotando al mirar dentro de una boca de alcantarilla de Neibolt Street. Ese
Frankie, o Freddy, Ross (o tal vez Roth), había salido a buscar tesoros con un
artefacto de su propia invención al que llamaba EL FABULOSO PALO DE
GOMA. Cuando hablaba de él, uno se daba cuenta de que lo pensaba así, en
letras mayúsculas y tal vez de neón. EL FABULOSO PALO DE GOMA era una
rama de haya con una gran bola de chicle pegada en el extremo. En su tiempo
libre, Freddy (o Frankie) caminaba por Derry con su artefacto espiando las
cloacas y alcantarillas. A veces veía dinero, casi siempre monedas de un centavo,
pero a veces de diez y hasta de veinticinco (por algún motivo que sólo él
conocía, se refería a estas últimas con el nombre de «monstruos de muelle»).
Una vez divisado el dinero, Frankie o Freddy y EL FABULOSO PALO DE
GOMA entraban en acción: un toque de la goma, introduciendo el palo por la
rejilla y la moneda estaba en su bolsillo.
Ben había oído rumores sobre Frankie-o-Freddy y su palo de goma, mucho
antes de que el niño apareciera bajo los flashes al descubrir el cadáver de
Veronica Grogan. «Es un asqueroso», había confiado a Ben en clase un chico
llamado Richie Tozier. Tozier era un niño esmirriado que llevaba gafas. Ben
pensaba que, sin las gafas, Tozier vería tan bien como Mr. Magoo, sus ojos
aumentados nadaban tras las gruesas lentes con una expresión de sorpresa
perpetua. También tenía enormes incisivos que le habían acarreado el
sobrenombre de rabitt[12]. Estaba en el mismo quinto curso que Freddy-oFrankie.
—Mete ese palo de goma por las alcantarillas todo el día, y por la noche
masca el chicle de la punta.
—¡Oh, Dios, qué horror! —había exclamado Ben.
—Azí ez, tezoro —dijo Tozier, y se fue.
Frankie o Freddy había trabajado con EL FABULOSO PALO DE GOMA a
través de la rejilla, convencido de haber encontrado una peluca. Pensaba que
quizá podría secarla y regalársela a su madre por su cumpleaños o algo así. Tras
algunos minutos de esfuerzos, cuando estaba por renunciar, una cara flotó en el
agua lodosa del desagüe: una cara con hojas marchitas pegadas a sus blancas
mejillas y con fango en sus ojos fijos.
Freddy-o-Frankie corrió a su casa, aullando.
Verónica Grogan asistía al cuarto curso de la escuela religiosa de Neibolt
Street, dirigida por gente a la que la madre de Ben llamaba «los cristeros». La
sepultaron en el mismo día en que debía cumplir diez años.
Después de ese horror más reciente, Arlene Hanscom llamó a Ben una tarde,
para sentarse con él en el sofá de la sala. Le tomó las manos y lo miró
atentamente a la cara. Ben le sostuvo la mirada, algo intranquilo.
—Ben —dijo ella, por fin—, ¿eres tonto?
—No, mamá —replicó Ben, más intranquilo que nunca. No tenía la menor
idea de lo que originaba todo eso. No recordaba haber visto nunca tan seria a su
madre.
—No —repitió ella—, no creo que seas tonto.
Luego se quedó callada por un largo rato, sin mirar a Ben, con la vista
perdida más allá de la ventana, pensativa. El hijo se preguntó, por un momento,
si se habría olvidado de él. Todavía era joven —tenía sólo treinta y dos años—,
pero el criar sola a un niño le había dejado sus marcas. Trabajaba cuarenta horas
semanales en la empaquetadora de Stark, en Newport. Después de la jornada
laboral, cuando el polvo y las hilachas de algodón habían sido demasiado
densos, solía toser tanto que Ben llegaba a asustarse. En aquellas noches, pasaba
mucho tiempo despierto mirando por la ventana hacia la oscuridad, y
preguntándose qué sería de él si su madre moría. Sería entonces un huérfano,
suponía. Tal vez fuera acogido por la beneficencia estatal (eso significaba que
iría a vivir con granjeros que lo harían trabajar desde el amanecer hasta el
anochecer) o tal vez lo enviasen al asilo de Bangor. Trataba de decirse que era
una tontería preocuparse por esas cosas, pero no podía dejar de hacerlo. Y
tampoco se preocupaba sólo por él mismo, sino también por su madre. Era dura
su madre, e insistía en salirse con la suya en casi todo, pero era buena. Él la
quería mucho.
—Sabes lo de esos asesinatos —dijo, al fin, mirándolo.
Él asintió.
—Al principio la gente creía que eran… —Vaciló ante la palabra nueva que
hasta entonces nunca había pronunciado delante de su hijo, pero las
circunstancias lo exigían— crímenes sexuales. Tal vez lo sean, tal vez no. Tal
vez se han acabado, tal vez no. Ya nadie puede estar seguro de nada, salvo de
que ahí afuera hay un algún loco que se ensaña con los pequeños. ¿Me entiendes,
Ben?
Él volvió a asentir.
—¿Y sabes a qué me refiero cuando digo que podrían ser crímenes sexuales?
Ben no lo sabía —al menos con exactitud—, pero volvió a asentir. Si su
madre se sentía en la obligación de hablarle de los pájaros y las abejas, además
de ese otro asunto, creyó que moriría de vergüenza.
—Me preocupo por ti, Ben. Me preocupa no estar cuidándote como debería.
Ben se removió en el asiento sin decir nada.
—Pasas mucho tiempo solo. Demasiado tiempo, me parece. Tú…
—Mamá…
—No me interrumpas cuando te hablo —dijo ella y Ben se calló—. Tienes
que andar con cuidado, Benny. Viene el verano y no quiero estropearte las
vacaciones, pero tienes que andar con cuidado. Quiero que estés en casa a la
hora de cenar, todos los días. ¿A qué hora cenamos siempre?
—A las seis en punto.
—¡Exacto! Entonces escucha bien lo que voy a decirte. Si pongo la mesa y te
sirvo la leche y todavía no estás lavándote las manos en el baño, cogeré
inmediatamente el teléfono y llamaré a la policía para denunciar tu desaparición.
¿Comprendes?
—Sí, mamá.
—¿Y te das cuenta de que hablo muy en serio?
—Sí.
—Probablemente resultaría que moleste a la policía por nada, si tuviera que
hacerlo. Sé algo de lo que hacen los chicos. Ya sé que, en las vacaciones, se
entusiasman con sus proyectos y sus juegos, siguiendo a las abejas hasta las
colmenas, jugando a la pelota, pateando latas y cosas por el estilo. Ya ves que
tengo una idea bastante aproximada de lo que haces con tus amigos.
Ben asintió sobriamente, pensando que si ella ignoraba que él no tenía
amigos, probablemente no sabía tanto como creía de su niñez. Pero no se le
habría ocurrido decirle semejante cosa, ni en diez mil años de sueños.
Ella sacó algo del bolsillo de su bata y se lo entregó. Era una pequeña caja de
plástico. Ben la abrió. Al ver lo que había dentro quedó boquiabierto.
—¡Ah! —exclamó, sin fingir en absoluto su admiración—. ¡Gracias!
Era un reloj Timex con pequeños números de plata y correa de imitación de
cuero. Ella le había dado cuerda. Se oía su tictac.
—¡Jo! ¡Está super! —Le dio un abrazo entusiasta y un fuerte beso en la
mejilla.
Ella sonrió complacida al verlo contento e hizo un gesto de asentimiento.
Luego volvió a ponerse seria.
—Póntelo, consérvalo puesto, úsalo, dale cuerda, cuídalo, no lo pierdas.
—Vale.
—Ahora que tienes reloj no tienes excusa alguna para llegar tarde. Recuerda
lo que te dije: si no llegas a tiempo, la policía te buscará por mí. Al menos hasta
que pesquen al degenerado que está matando niños por aquí, no te atrevas a
llegar un solo minuto tarde o me tendrás al teléfono.
—Sí, mamá.
—Otra cosa. No quiero que vayas solo por ahí. Sabes que no debes aceptar
golosinas de desconocidos ni subirte a coches de extraños (los dos estamos de
acuerdo en que no eres tonto). Y eres grande para tu edad. Pero un adulto, sobre
todo si está loco, puede dominar a un niño si se lo propone. Cuando vayas al
parque o la biblioteca, ve con uno de tus amigos.
—Bueno, mamá.
Ella volvió a mirar por la ventana y soltó un suspiro lleno de problemas.
—Mal andan las cosas cuando se llega a una situación como ésta. De
cualquier modo, en esta ciudad hay algo feo. Siempre lo he pensado. —Se volvió
a mirarlo, con el ceño fruncido—. Vagabundeas tanto, Ben… Has de conocer
casi todos los lugares de Derry, ¿no? Al menos, la parte poblada.
Ben no creía conocer todos los lugares; pero sí muchos. Y el inesperado
regalo lo había emocionado tanto que habría estado de acuerdo con su madre aun
si ella hubiera sugerido que John Wayne hiciera de Adolf Hitler en una comedia
musical sobre la Segunda Guerra Mundial. Asintió.
—Nunca viste nada, ¿verdad? —preguntó ella—. ¿Algo, alguien…, bueno,
sospechoso? ¿Algo fuera de lo común? ¿Cualquier cosa que te asustara?
En su entusiasmo por el reloj, en su amor por ella, en su infantil alegría
porque ella se preocupara (lo cual lo asustaba un poquito, al mismo tiempo, por
su abierta y franca fiereza) estuvo a punto de decirle lo que le había ocurrido en
enero.
Abrió la boca y algo, una intuición poderosa, se la cerró otra vez.
¿Qué era ese algo, exactamente? Intuición. Ni más ni menos que eso. Hasta
los niños pueden intuir las responsabilidades más complejas del amor de vez en
cuando y percibir que, en algunos casos, es más bondadoso guardar silencio. Fue
eso, en parte, lo que indujo a Ben a cerrar la boca. Pero había algo más, algo no
tan noble. Su madre podía ser dura. Podía ser autoritaria. Nunca lo llamaba
«gordo», sino «grande» (a veces ampliando «demasiado grande para tu edad») y
cuando había sobras de la cena, con frecuencia se las llevaba adonde él estuviera
mirando la tele o haciendo sus deberes, y él las comía, aunque una parte borrosa
de su persona se odiaba por hacerlo (pero no a su madre por ponerle la comida
delante. Ben Hanscom jamás se habría atrevido a odiar a su madre; Dios lo
habría fulminado con un rayo, seguramente, si hubiera sentido, siquiera por un
segundo, una emoción tan brutal y desagradecida). Y una parte aún más borrosa
de sí mismo, el lejano Tíbet de sus pensamientos más profundos, sospechaba los
motivos ocultos que llevaban a su madre a administrarle esa alimentación
constante. ¿Era sólo amor maternal? ¿No podía tratarse de otra cosa? No, sin
duda. Pero… él dudaba. Más aún, ella ignoraba que Ben no tenía amigos. Esa
falta de conocimiento le inspiraba desconfianza. No sabía cuál podía ser la
reacción de su madre ante lo que le había pasado en enero. Si algo había pasado.
Volver a las seis y quedarse en casa no era tan malo. Tal vez podría leer, ver
televisión,
(comer)
construir cosas con sus piezas de construcción y su Mecano. Pero tener que
pasarse todo el día en la casa sería muy malo, y si le contaba lo que había visto
—o creído ver— en enero, era bien posible que ella lo obligara a eso.
Así que, por variados motivos, Ben se reservó la historia.
—No, mamá —dijo—. Sólo al señor McKibbon revolviendo los cubos de
basura.
Eso la hizo reír; no le gustaba el señor McKibbon, que era republicano,
además de «cristero». Esa risa cerró el tema.
Esa noche, Ben permaneció despierto hasta tarde, pero no porque lo asolara
la idea de quedar desamparado y sin padres en un mundo duro. Se sentía amado
y seguro, tendido en su cama, a la luz de la luna que entraba por la ventana y se
volcaba en el suelo y en la cama. De vez en cuando, se acercaba el reloj al oído,
para percibir su tic tac y a los ojos, para admirar su fantasmal esfera.
Por fin se quedó dormido. Entonces soñó que estaba jugando al béisbol con
los otros niños en la parcela vacante tras el aparcamiento de camiones de Tracker
Hermanos. Acababa de despedir estupendamente una pelota y sus compañeros
de equipo lo esperaban para vitorearlo en el home plate dándole grandes
palmadas en la espalda. Lo llevaron en andas hacia el lugar donde habían dejado
el equipo. En el sueño, casi reventaba de orgullo y felicidad. Pero entonces había
mirado hacia el campo central donde una cerca marcaba el límite entre el parque
y el terreno cubierto de pastos que descendía hacia Los Barrens. Entre sus
hierbas enredadas y esos matorrales bajos, casi fuera de la vista, había una
silueta de pie. Sostenía un manojo de globos, rojos, amarillos, azules, verdes,
con una mano enguantada en blanco. Lo llamaba con la otra. Ben no podía verle
la cara, pero sí el traje abolsado con grandes pompones color naranja a lo largo
de la pechera y una corbata de lazo amarilla.
Era un payaso.
Azí ez, tezoro, asintió una voz fantasmal.
A la mañana siguiente, al despertar, Ben había olvidado el sueño, pero su
almohada estaba húmeda al tacto, como si hubiera llorado durante la noche.
7
Fue hasta el escritorio principal de la biblioteca infantil sacudiéndose la estela de
pensamientos dejados por el cartel del toque de queda, con tanta facilidad como
el perro se sacude el agua después de nadar.
—Hola, Benny —dijo la señora Starrett. Al igual que la señora Douglas en la
escuela, sentía una sincera simpatía por Ben. A los adultos, especialmente a
aquellos que necesitaban disciplinar a los niños como parte de su trabajo, les
gustaba Ben porque era cortés, suave al hablar, considerado, y a veces, hasta
divertido de un modo sumamente apacible. Por esas mismas razones, la mayor
parte de los chicos lo tenía por un pelmazo—. ¿Ya te has aburrido de las
vacaciones?
Ben sonrió. Era un chiste habitual de la señora Starrett.
—Todavía no —dijo—. Acaban de empezar. —Consultó su reloj—. Una
hora y diecisiete minutos. Déme una hora más.
La señora Starrett se echó a reír cubriéndose la boca para no hacer mucho
ruido. Preguntó a Ben si quería inscribirse en el programa de lectura de verano, y
él dijo que sí. Le entregó un mapa de los Estados Unidos y Ben le dio
efusivamente las gracias.
Se alejó hacia las estanterías, sacando un libro aquí y allá para echarle un
vistazo antes de volver a guardarlo. Elegir un libro no era cosa de broma. Había
que andar con cuidado. Los adultos podían sacar tantos como quisieran, pero los
niños sólo podían llevar tres por vez. Si uno elegía uno aburrido, tenía que
aguantárselo.
Por fin eligió tres: Bravucón, El potro negro y uno que era un tiro a ciegas:
Hot Road,[13] su autor era un tal Henry Gregor Felsen.
—Tal vez éste no te guste —comentó la señora Starrett, al sellar el libro—.
Es muy sangriento. Se lo recomiendo a los adolescentes, sobre todo a los que
acaban de sacar el carnet de conducir, porque les da que pensar. Supongo que les
hace aminorar la velocidad por una semana.
—Bueno, le echaré una ojeada —dijo Ben y se llevó los libros a una de las
mesas, lejos del Rincón de Pooh, donde el cabrito Big Billy estaba por dar
grandes dolores de cabeza al duende del puente.
Leyó Hot Road por un rato y no era tan malo, no era malo en absoluto.
Trataba de un muchacho que conducía muy bien, por cierto, pero había un
policía aguafiestas que se pasaba la vida tratando de hacerle bajar la velocidad.
Ben descubrió que en Iowa, donde ocurría la acción, no había límite de
velocidad. Eso era estupendo.
Al cabo de tres capítulos levantó la mirada y se encontró con algo totalmente
nuevo: un cartel que mostraba a un alegre cartero que entregaba una carta a un
alegre niño. Decía: LAS BIBLIOTECAS TAMBIÉN SON PARA ESCRIBIR. ¿POR QUÉ NO
ENVÍAS HOY MISMO UNA CARTA A UN AMIGO? ¡SONRISAS GARANTIZADAS!
Bajo el cartel había soportes con tarjetas postales preselladas, sobres
presellados también y papel de cartas con un dibujo de la Biblioteca Pública de
Derry en tinta azul. Los sobres costaban cinco centavos; las postales, tres; el
papel, dos hojas por centavo.
Ben palpó su bolsillo. Aún tenía allí los cuatro centavos restantes de las
botellas. Marcó la página en el libro y volvió al mostrador.
—¿Me daría una de esas postales, por favor?
—Con mucho gusto, Ben.
Como de costumbre, la señora Starrett se sintió encantada por su cortesía y
algo entristecida por su gordura. Su madre habría dicho que el niño estaba
cavando su tumba con cuchillo y tenedor. Le dio la postal y lo vio volver a su
asiento. En esa mesa podían sentarse seis, pero Ben era el único ocupante. Ella
nunca había visto a Ben con otros chicos. Era una pena, porque Ben Hanscom,
en su opinión, guardaba grandes tesoros en su interior. Los entregaría a un
minero amable y paciente… si alguno se presentaba.
8
Ben sacó su bolígrafo, bajó la punta con un chasquido y anotó la dirección con
toda sencillez: Señorita Beverly Marsh, Main Street Inferior, Derry, Maine, Zona
2. No sabía el número exacto de su edificio, pero la madre le había dicho que los
carteros tienen una idea bastante aproximada de las direcciones cuando han
pasado un tiempo en sus puestos. Si el cartero que se encargaba de esa zona
entregaba su postal, magnífico. Si no, iría a la oficina de correspondencia no
reclamada y él habría perdido tres centavos. Jamás volvería a él, por cierto,
porque no tenía intención de poner el remitente.
Llevando la tarjeta con la dirección puesta hacia adentro (no quería riesgos,
aunque no reconocía a ninguno de los presentes), tomó algunas hojas de papel
para notas y volvió a su asiento. Comenzó a garabatear, tachar y garabatear otra
vez.
En la última semana de clases, antes de los exámenes, habían estado leyendo
y redactando haiku en la clase de lengua. Haiku era una forma poética japonesa,
breve y disciplinada. El haiku, según la señora Douglas, sólo podía tener
diecisiete sílabas, ni más ni menos. Por lo común se concentraba en una sola
imagen clara que se vinculaba con una emoción específica: tristeza, alegría,
nostalgia, felicidad… amor.
Ben había quedado totalmente encantado con el concepto. Le gustaban las
clases de lengua, aunque no pasaba de sentirse levemente complacido en ellas.
Los deberes no le costaban, pero, en general, nada en esa materia le llamaba la
atención. Sin embargo, en el concepto de haiku había algo que le despertaba la
imaginación. La idea lo hacía feliz, como la explicación de la señora Starrett
sobre el efecto invernadero. El haiku era poesía buena, en opinión de Ben,
porque era poesía estructurada. No tenía reglas secretas: diecisiete sílabas, una
imagen vinculada con una emoción y nada más. Abracadabra. Limpia, utilitaria,
completamente contenida en sí misma y dependiente de sus propias reglas. Hasta
le gustaba la palabra en sí, un deslizamiento de aire quebrado, como a lo largo de
una línea de puntos, por el sonido de la «k», en el fondo de la boca: haiku.
Su pelo, pensó y la vio bajar los peldaños de la escuela con la cabellera
moviéndose sobre sus hombros. El sol no parecía destellar tanto en él, cuanto
arder con él.
Después de trabajar cuidadosamente unos veinte minutos (con una pausa
para ir en busca de más hojas para notas), buscando palabras que no fueran
demasiado largas, cambiando, eligiendo, Ben logró esto:
Your hair is winter fire,
January embers.
My heart burns there, too.[14]
No era para volverse loco de gusto, pero no le salía nada mejor. Temía que, si
le daba muchas vueltas al asunto, acabaría por acobardarse y hacer algo mucho
peor. O por no hacer nada. Y no quería que ocurriera eso. El instante en que ella
le dirigió la palabra había sido un momento culminante para Ben y quería
grabarlo en su memoria. Probablemente Beverly estuviera enamorada de algún
chico mayor, de sexto curso, tal vez hasta de la secundaria, y pensaría que él le
había enviado el haiku. Eso la haría feliz; por lo tanto, el día en que lo recibiera,
quedaría marcado en su propia memoria. Y aunque supiera que era Ben
Hanscom quien lo había marcado así, no importaba; él, en el fondo, lo sabría.
Copió el poema completo en el dorso de la postal, con letras de imprenta,
como quien copia una nota de rescate y no un poema de amor; guardó el
bolígrafo en el bolsillo y la tarjeta contra la cubierta de Hot Road. Luego se
levantó y se despidió de la señora Starrett al salir.
—Adiós, Ben —dijo ella—. Que disfrutes de tus vacaciones. Pero no te
olvides del toque de queda.
—No lo olvidaré.
Caminó lentamente por el pasillo acristalado entre los dos edificios
disfrutando del calor (efecto de invernadero, pensó, muy satisfecho de sí)
seguido por el fresco de la biblioteca para adultos. Un anciano leía el News en
una de las sillas antiguas, cómodamente acolchadas, de la sala de lectura. El
titular destellaba: DULLES PROMETE LA AYUDA DE TROPAS NORTEAMERICANAS PARA
LÍBANO EN CASO NECESARIO. También había una foto de Ike estrechando la mano
de un árabe en el Jardín de las Rosas. La madre de Ben dijo que, cuando el país
eligiera presidente a Hubert Humphrey en 1960, tal vez las cosas volvieran a
moverse. Ben tenía una vaga conciencia de que reinaba algo llamado recesión y
su madre tenía miedo de quedarse sin trabajo.
Un titular menos llamativo, en la mitad inferior de la página, decía: LA
POLICÍA SIGUE BUSCANDO AL PSICÓPATA.
Ben abrió la pesada puerta de entrada de la biblioteca y salió.
En el extremo de la calle había un buzón. Ben sacó la postal guardada en el
libro y la echó al buzón. En el momento en que se le deslizaba de los dedos,
experimentó una pequeña aceleración del ritmo cardíaco: ¿Y si se da cuenta de
que fui yo?
No seas estúpido, se respondió, algo alarmado por lo excitante de esa idea.
Salió a Kansas Street, apenas consciente de la dirección que llevaba y sin que
le importase en absoluto. En su mente comenzaba a formarse una fantasía. En
ella, Beverly Marsh se le acercaba, con los ojos verdegrises muy abiertos y el
cabello rojizo atado en una cola de caballo. Quiero hacerte una pregunta, Ben —
decía en su mente la niña de su imaginación—, y tienes que jurar que me dirás
la verdad. —Le mostraba la tarjeta postal—. ¿Tú escribiste esto?
Era una fantasía terrible. Era una fantasía maravillosa. Ben quiso borrarla.
Ben quiso que se prolongara para siempre. Su rostro comenzaba a arder.
Caminó, soñó, cambió los libros de un brazo al otro y comenzó a silbar.
Pensarás que estoy loca —dijo Beverly—, pero creo que quiero besarte. Sus
labios se entreabrieron un poquito.
Los de Ben quedaron, de pronto, demasiado secos para silbar.
—Creo que yo también quiero —susurró, y sonrió con una sonrisa aturdida,
mareada, absolutamente bella.
Si en ese momento hubiera mirado hacia atrás, habría visto brotar tres
sombras alrededor de la suya. Si hubiera estado escuchando, habría oído resonar
las botas de Victor, que se acercaba, con Belch y Henry. Pero no veía ni oía nada.
Ben estaba muy lejos sintiendo los suaves labios de Beverly rozar los suyos y
levantando sus manos tímidas para tocar el opaco fuego irlandés de su cabellera.
9
Como muchas ciudades, grandes y pequeñas, Derry no había sido planificada.
Creció, simplemente, como Topsy. Para empezar, los urbanistas nunca la habrían
situado en ese sitio. El centro de Derry estaba en un valle formado por el arroyo
Kenduskeag que cruzaba el distrito comercial en diagonal, de sudoeste a
nordeste. El resto de la ciudad había invadido las laderas de las colinas
circundantes.
El valle al que llegaron los pobladores originarios había sido pantanoso,
densamente cubierto de vegetación. El arroyo y el río Penobscot, en el cual
desaguaba el Kenduskeag, era muy ventajoso para los comerciantes, pero una
gran desventaja para quienes tenían cultivos o construían sus casas demasiado
cerca de ellos, en especial por el Kenduskeag, que desbordaba cada tres o cuatro
años. La ciudad seguía propensa a las inundaciones a pesar de las grandes sumas
de dinero gastadas en los últimos cincuenta años para controlar el problema. Si
las inundaciones se hubieran debido sólo al arroyo en sí, con un sistema de
diques se habría resuelto la cuestión. Sin embargo, había otros factores. Uno eran
las bajas riberas del Kenduskeag. Otro, lo lento del drenaje. Desde el comienzo
del siglo se habían producido muchas inundaciones graves en Derry y en 1931,
una verdaderamente desastrosa. Para empeorar las cosas, las colinas en donde se
levantaba gran parte de Derry estaban atravesadas por pequeños cursos de agua,
como el arroyo Torrault, en donde había sido encontrado el cadáver de Cheryl
Lamonica. En períodos de lluvias abundantes era muy posible que se
desbordaran. «Si llueve dos semanas seguidas, a toda la maldita ciudad le da
sinusitis», como había dicho, una vez, el padre de Bill el Tartaja.
El Kenduskeag discurría enjaulado en un canal de cemento a lo largo de tres
kilómetros a su paso por la ciudad. Ese canal se hundía bajo Main Street, en la
intersección con Canal Street, convirtiéndose en un río subterráneo por unos
ochocientos metros, antes de volver a la superficie en el parque Bassey. Canal
Street, donde se alineaban casi todos los bares de Derry, como delincuentes en
un reconocimiento policial, corría paralela al canal en su salida de la ciudad y
cada pocas semanas la policía sacaba el coche de algún borracho de las aguas
contaminadas por las cloacas y los desechos de las fábricas. De vez en cuando se
pescaba algún pez en el canal, pero sólo eran mutantes no comestibles.
En el noroeste de la ciudad, al lado del canal, el río había sido dominado, al
menos, hasta cierto punto. Allí prosperaba el comercio, a pesar de alguna
inundación ocasional. La gente caminaba junto al canal, a veces de la mano (es
decir, siempre que el viento viniera del flanco adecuado; de lo contrario, el hedor
restaba gran parte de romanticismo a semejante paseo). En el parque Bassey,
frente al cual, cruzando el canal, estaba la escuela secundaria, solían organizarse
campamentos de boy scouts o picnics para los pequeños. En 1969, los
ciudadanos descubrían con asco y horror que los hippies (uno de ellos había
llegado a coser una bandera norteamericana al fondillo de sus pantalones y el
marica insolente fue expulsado de la ciudad antes de lo que se tarda en decir
amén) iban allí para fumar marihuana e intercambiar píldoras. Hacia 1969, el
parque Bassey se había convertido en una verdadera farmacia al aire libre. Ya
verán —decía la gente—, tendrá que morir alguien para que acaben con esto. Y,
por supuesto, al fin ocurrió: un muchacho de diecisiete años apareció muerto
junto al canal, con las venas llenas de heroína casi pura. Después de aquello, los
drogatas empezaron a alejarse del parque Bassey y hasta se decía que el espíritu
del muerto rondaba el lugar. La historia era estúpida, por supuesto, pero al
menos era una estupidez útil ya que mantenía lejos de allí a los borrachos y a los
viciosos.
En el flanco sudoeste de la ciudad, el río presentaba un problema aún mayor.
Allí las colinas habían sido profundamente cortadas por la desaparición del gran
glaciar y heridas, más adelante, por la interminable erosión del Kenduskeag y su
red de tributarios; en muchos lugares aparecía el lecho rocoso, como el esqueleto
medio enterrado de un dinosaurio. Los viejos empleados del Departamento de
Obras Públicas sabían que, tras la primera helada fuerte del otoño, no faltarían
trabajos de reparación de aceras en ese sector. El cemento se contraía tornándose
quebradizo y el suelo rocoso surgía bruscamente como si la tierra quisiera dar
algo a luz.
Lo que mejor crecía en el poco suelo fértil restante eran las plantas de raíces
poco profundas y de naturaleza resistente; en otras palabras: hierbas y
matorrales. Arbustos achaparrados, matas densas y virulentas proliferaciones de
hiedra y zumaque en sus variedades venenosas brotaban dondequiera que
encontrasen asidero. El sudoeste era el sitio donde la tierra descendía
abruptamente hacia la zona que los habitantes de Derry denominaban Los
Barrens. Los Barrens, que no tenían nada de yermos, eran una franja de unos dos
kilómetros y medio de ancho por cuatro y medio de largo. Limitaba, a un lado,
con el tramo superior de Kansas Street, por el otro, con Old Cape, un conjunto
de viviendas para personas de escasos recursos donde el drenaje era tan malo
que se hablaba de inodoros y desaguaderos literalmente reventados.
El Kenduskeag corría por el centro de Los Barrens. La ciudad había crecido
hacia el nordeste y a ambos lados de ese sector, pero el único vestigio de
urbanización allá abajo era la Bomba Número Tres de Derry (instalación
municipal para bombear las aguas residuales) y el Vertedero Municipal. Desde el
aire, Los Barrens parecían una gran daga verde señalando hacia el centro de la
ciudad.
Para Ben, toda esa geografía acoplada con geología sólo significaba una vaga
noción de que, a su lado derecho, ya no había casas; la tierra había descendido.
Una desvencijada barandilla blanqueada, que le llegaba más o menos a la
cintura, corría a lo largo de la acera, como gesto simbólico de protección. Oía
constantemente el correr del agua; era el fondo musical de su fantasía.
Se detuvo para mirar sobre Los Barrens aún imaginando los ojos de Beverly,
el limpio olor de su pelo.
Desde allí, el Kenduskeag parecía sólo una serie de guiños entrevistos por el
denso follaje. Algunos chicos decían que allí había mosquitos grandes como
gorriones a esa altura del año; otros hablaban de arenas movedizas a poca
distancia del río. Ben no creía lo de los mosquitos, pero la idea de que hubiera
ciénagas lo asustaba.
Algo hacia la izquierda, divisó una nube de gaviotas que describía círculos
en el aire y se lanzaba en picado. Sus gritos le llegaron apenas. Al otro lado
estaban Los Altos de Derry y los techados de Old Cape, en su parte más próxima
a Los Barrens. A la derecha de Old Cape, señalando al cielo como un dedo
blanco y romo, estaba situada la torre-depósito de Derry. Directamente debajo de
Ben, una tubería de desagüe herrumbroso sobresalía de la tierra vertiendo agua
sucia colina abajo, en un pequeño arroyuelo centelleante que desaparecía entre
los arbustos enredados.
La agradable fantasía de Ben se quebró súbitamente ante una idea mucho
más horrible: ¿y si por esa tubería, en ese mismo instante, aparecía una mano de
muerto? ¿Y si, cuando él girara en busca de un teléfono para llamar a la policía,
viera un payaso allí mismo? Un payaso extraño, vestido con un traje abolsado
con grandes pompones color naranja a manera de botones. ¿Y si…?
Una mano cayó sobre su hombro. Ben gritó.
Hubo risas. Giró en redondo encogiéndose contra la barandilla blanca que
dividía la acera segura y racional de Kansas Street de los salvajes Barrens (la
barandilla crujió de un modo audible) y vio a Henry Bowers, Belch Huggins y
Victor Criss, de pie tras él.
—Hola, Tetas —dijo Henry.
—¿Qué quieres? —preguntó Ben, tratando de mostrarse valiente.
—Quiero atizarte —dijo Henry. Parecía contemplar la perspectiva
sobriamente, casi con gravedad. Pero sus ojos negros echaban chispas—. Tengo
que enseñarte algo, Tetas. No te molestará, porque a ti te encanta aprender cosas,
¿verdad?
Alargó la mano hacia Ben, que la esquivó.
—Sujetadlo.
Belch y Victor le inmovilizaron los brazos. Ben lanzó un chillido. Era un
ruido cobarde, débil y conejuno, pero no podía evitarlo. Por favor, Dios, que no
me hagan llorar y que no me rompan el reloj, pensó Ben, desesperado. No sabía
si llegarían a romperle el reloj o no, pero estaba seguro de que lo harían llorar,
estaba seguro de que lloraría a mares antes de que acabaran con él.
—Hostia, suena como un cerdo —dijo Victor, torciendo la muñeca de Ben—.
¿No chilla como un cerdo?
—Ya lo creo —rió Belch.
Ben tiró primero de un lado y luego del otro. Belch y Victor lo dejaron
retorcerse y volvieron a inmovilizarlo.
Henry cogió la sudadera de Ben y tiró hacia arriba descubriendo el grotesco
vientre que pendía sobre el cinturón en un rollo hinchado.
—¡Menuda tripa! —exclamó, asqueado—. ¡Por Dios!
Victor y Belch rieron otro poco. Ben miró a su alrededor, desesperado, en
busca de ayuda, pero no había nadie. Allá abajo, en Los Barrens, chirriaban los
grillos y gritaban las gaviotas.
—¡Será mejor que me dejéis en paz! —advirtió. Todavía no balbuceaba, pero
le faltaba poco—. ¡Os conviene!
—¿Ah, sí? —preguntó Henry, como si estuviera francamente interesado—.
¿Y si no, Tetas? Qué, ¿eh?
Ben se descubrió pensando en Broderick Crawford, el que hacía de Dan
Matthews en Patrulla de caminos —ese tío era duro, ese tío era malo, ese tío no
soportaba mierdas de nadie—. Y entonces rompió a llorar. Dan Matthews
hubiera azotado a esos tipos hasta hacerlos cruzar el cerco, bajar el terraplén y
perderse en los matorrales. Lo habría hecho a golpes de barriga.
—Mirad al bebé —rió Victor.
Belch lo imitó. Henry sonrió un poquito, pero su cara aún tenía esa expresión
grave y reflexiva, casi triste. Eso asustó a Ben. Era como si se preparara para
algo más que una simple paliza.
Como para confirmar la idea, Henry metió la mano en el bolsillo de sus
vaqueros y sacó una navaja.
El terror de Ben hizo explosión. Había estado sacudiendo inútilmente el
cuerpo hacia ambos lados, pero de pronto se lanzó hacia adelante. Por un
instante estuvo a punto de liberarse: estaba sudando mucho y las manos que le
sujetaban los brazos no eran muy firmes. Belch logró retenerle la muñeca
derecha, pero apenas. Victor lo perdió por completo. Otra sacudida…
Antes de que pudiera darla, Henry se adelantó un paso y le dio un empujón.
Ben cayó hacia atrás. La barandilla crujió con más fuerza y Ben sintió que cedía
un poco bajo su peso. Belch y Victor volvieron a inmovilizarlo.
—Ahora sujetadlo —ordenó Henry—. ¿Entendido?
—Claro, Henry —dijo Belch, se le notaba algo intranquilo—. No escapará.
No te preocupes.
Henry se adelantó hasta que su estómago plano estuvo casi en contacto con
la panza de Ben. La víctima lo miraba fijamente, mientras las lágrimas
escapaban sin remedio de sus ojos dilatados. ¡Estoy atrapado! —gemía una
parte de su mente. Trató de acallarla (no podía pensar con ese gimoteo), pero no
pudo—. ¡Atrapado, atrapado, atrapado!
Henry extendió la hoja que era larga, ancha y tenía su nombre grabado. La
punta brillaba al sol de la tarde.
—Ahora voy a hacerte un examen —dijo Henry, con la misma voz reflexiva
—. Vienen los exámenes, Tetas; vas a tener que prepararte.
Ben sollozó. El corazón le tronaba locamente en el pecho. La nariz le
chorreaba mocos que iban a acumularse en el labio superior. Sus libros prestados
habían quedado esparcidos a sus pies. Henry pisó Bravucón, le echó un vistazo y
lo arrojó a la alcantarilla de una patada.
—Aquí viene la primera pregunta de tu examen, Tetas. Cuando alguien te
diga «Déjame copiar» en los exámenes finales, ¿qué contestarás?
—¡Que sí! —exclamó Ben, de inmediato—. ¡Voy a contestar que sí! ¡Vale!
¡Copia todo lo que quieras!
La punta de la navaja atravesó cinco centímetros de aire y se apretó contra su
estómago. Estaba fría como una cubeta recién salida del congelador. Ben hundió
la panza para apartarla. Por un momento el mundo se puso gris. Henry movía la
boca, pero él no llegaba a entender lo que estaba diciendo. Era como un televisor
con el sonido al mínimo. Y el mundo flotaba, flotaba…
¡No vayas a desmayarte! —chilló la voz, presa del pánico—. ¡Si te desmayas
es capaz de matarte!
El mundo volvió a una especie de foco. Ben vio que tanto Belch como Victor
habían dejado de reír. Parecían nerviosos, casi asustados. Eso tuvo el efecto de
una bofetada reanimadora. Ben pensó: Ahora, de pronto, no saben qué va a
hacer Henry, de qué es capaz. Las cosas están tan mal como pensabas, tal vez
peor. Tienes que usar la cabeza. Aunque no lo hayas hecho nunca en tu vida,
aunque no vuelvas a hacerlo, ahora tienes que pensar. Porque en sus ojos se ve
que los otros tienen motivos para ponerse nerviosos. En sus ojos se ve que está
más loco que una cabra.
—Esa respuesta está mal, Tetas —dijo Henry—. Si alguien, cualquiera, te
pide que lo dejes copiar, me importa una mierda que lo hagas. ¿Entendido?
—Sí —dijo Ben, con la panza sacudida por los sollozos—. Sí, entiendo.
—Bueno, está bien. Ésa está mal, pero aún falta lo más difícil. ¿Estás listo
para las difíciles?
—Sí, creo que sí.
Un coche se acercó lentamente hacia ellos. Era un polvoriento Ford 1951,
con una pareja de ancianos sentados en el asiento delantero, como un par de
maniquíes abandonados. Ben vio que el viejo giraba lentamente la cabeza hacia
él. Henry se acercó más ocultando la navaja. Ben sintió que la punta se le hundía
en la carne, por encima del ombligo. Todavía estaba fría. Parecía imposible, pero
así era.
—Anda, grita —dijo Henry—, y tendrás que recoger tus tripas de entre las
zapatillas.
Estaban tan cerca que hubieran podido besarse. Ben sintió el olor dulzón de
los chicles de fruta que comía Henry.
El coche pasó de largo y continuó por Kansas Street, lento y sereno como si
desfilara en un acontecimiento oficial.
—Bueno, Tetas, aquí va la segunda pregunta. Si yo te pido que me dejes
copiar en los exámenes finales, ¿qué contestarás?
—Que sí, diré que sí. Enseguida.
Henry sonrió.
—Así me gusta. Ésa está bien, Tetas. Y aquí va la tercera pregunta. ¿Cómo
voy a hacer para que no te olvides de eso?
—No… no sé —susurró Ben.
Henry sonrió. Por un momento se le iluminó el rostro. Parecía casi hermoso.
—Ya sé —dijo, como si hubiera descubierto una gran verdad—. ¡Ya sé,
Tetas! ¡Voy a grabarte mi nombre en esa barriga grande que tienes!
Victor y Belch volvieron a reír. Por un momento, Ben sintió una especie de
loco alivio, pensando que todo eso había sido sólo una broma, un pequeño susto
que los tres le habían dado. Pero Henry Bowers no se reía. Ben comprendió, de
pronto, que Victor y Belch reían porque ellos también sentían alivio. Para ambos
era obvio que Henry no podía hablar en serio. Salvo que así era.
La navaja se deslizó hacia arriba, suave como manteca. En la piel pálida de
Ben apareció una brillante línea roja.
—¡Eh! —gritó Victor. Fue un sonido sofocado, sorprendido.
—¡Sujetadlo! —rugió Henry—. ¡Sujetadlo, capullos!
Ya no quedaba nada grave y reflexivo en la cara de Henry. En esos
momentos era el rostro retorcido de un demonio.
—¡Por Dios, Henry, no irás a cortarlo de verdad! —aulló Belch y su voz
sonó aguda, casi como la de una niña.
A partir de ese momento, las cosas se precipitaron pero para Ben fueron muy
lentas; todo ocurrió en una serie de instantáneas, como en los ensayos
fotográficos de la revista Life. Su pánico había desaparecido. De pronto
descubría algo dentro de él. Como el pánico no tenía ninguna utilidad, ese algo
se lo comió por entero.
En la primera instantánea, Henry le había levantado la sudadera hasta las
tetillas. Le brotaba sangre del corte vertical practicado por encima de su
ombligo.
En la segunda instantánea, Henry bajaba otra vez la navaja operando a toda
velocidad como un cirujano lunático bajo un bombardeo. Brotó más sangre.
Hacia atrás —pensó Ben, fríamente, en tanto la sangre corría hacia abajo,
acumulándose entre la cintura de sus vaqueros y su piel—. Tengo que ir hacia
atrás. Sólo así podré escapar. Belch y Victor ya no lo sujetaban. A pesar de la
orden de Henry, se habían apartado, horrorizados. Pero si echaba a correr,
Bowers lo atraparía.
En la tercera instantánea, Henry conectó los dos trazos verticales con una
breve línea horizontal. Ben sintió que la sangre le corría hasta debajo de los
calzoncillos, un caracol pegajoso se le deslizaba por el muslo izquierdo.
Henry se inclinó hacia atrás, momentáneamente, arrugando el ceño, con la
estudiada concentración del artista que pinta un paisaje. Después de H viene E,
se dijo Ben. Y fue eso lo que lo puso en movimiento. Se echó un poco hacia
adelante y Henry volvió a empujarlo hacia atrás. Ben aplicó la fuerza de sus
propias piernas, agregándola a la de Henry, y chocó contra la barandilla que
separaba Kansas Street del terraplén hacia Los Barrens. Al hacerlo, levantó el
pie derecho y lo plantó en el vientre de Henry. No era un acto de venganza. Ben
sólo quería aumentar su impulso hacia atrás. Y entonces, al ver la expresión de
sorpresa total en la cara de Henry, se sintió colmado de una alegría salvaje tan
intensa que, por una fracción de segundo, tuvo la sensación de que le iba a
estallar la cabeza.
Entonces se oyó un chasquido en la barandilla. Ben vio que Victor y Belch
sujetaban a Henry, antes de que cayera sentado en la alcantarilla, junto a los
restos de Bravucón; un momento después, Ben caía hacia atrás, en el vacío.
Cayó con un grito que era casi una carcajada.
Golpeó contra el terraplén con la espalda y las nalgas, justo por debajo de la
tubería que había visto un rato antes. Fue una suerte haber caído más abajo. De
lo contrario, bien podría haberse roto la columna. Tal como fueron las cosas, se
hundió en un espeso almohadón de hierbas, donde apenas sintió el impacto. Dio
un salto mortal hacia atrás, brazos y piernas dando tumbos por encima de su
cabeza. Acabó sentado y siguió deslizándose por la cuesta, hacia atrás, con la
sudadera enredada alrededor del cuello; sus manos lanzaban zarpazos en busca
de apoyo, pero no hacían sino arrancar manojos de pasto.
La cima del terraplén (parecía imposible haber estado, un momento atrás, de
pie allí arriba) retrocedió con loca velocidad de dibujos animados. Vio que
Victor y Belch lo miraban, con las caras convertidas en blancas oes. Tuvo tiempo
de lamentarse por los libros de la biblioteca. Y entonces chocó contra algo, con
fuerza torturante y estuvo a punto de seccionarse la lengua con los dientes.
Era un árbol caído que le había frenado casi al precio de quebrarle la pierna
izquierda. Ben trepó un poquito por el terraplén liberando su pierna con un
gruñido. El árbol lo había detenido a medio descenso. Más abajo, los matorrales
eran densos. El agua que caía del desagüe le corría por las manos en finos
arroyuelos.
Desde arriba le llegó un chillido. Ben levantó la vista otra vez y vio que
Henry Bowers venía volando por la cuesta con la navaja sujeta entre los dientes.
Aterrizó sobre ambos pies con el cuerpo echado hacia atrás, en ángulo muy
cerrado, para no perder el equilibrio. Resbaló hasta el final de unas huellas
gigantescas y echó a correr por el terraplén en una serie de desgarbados saltos de
canguro.
—¡Gue goy a nagar, Hehas! —chillaba, con el cuchillo en la boca.
Ben no necesitaba a un traductor de la ONU para entender que Henry estaba
diciendo, Te voy a matar, Tetas.
—¡Gue goy a nagar, hijo uta!
En ese momento, con la fría vista de general que había descubierto allá arriba
en la acera, Ben comprendió lo que debía hacer. Logró ponerse de pie antes de
que Henry llegara, con la navaja ya en la mano, alargada hacia delante como si
fuera una bayoneta. Ben tenía conciencia periférica de que la pernera izquierda
de sus vaqueros estaba hecha trizas, de que su pierna sangraba mucho más que
su vientre… pero lo sostenía, y eso significaba que no estaba fracturada. Al
menos, eso cabía esperar.
Se agazapó ligeramente para conservar su precario equilibrio. En el instante
en que Henry trataba de sujetarlo con una mano, mientras describía un arco con
la navaja sostenida en la otra, Ben dio un paso al lado. Perdió el equilibrio, pero
al caer estiró la maltratada pierna izquierda. Henry dio contra ellas con las
pantorrillas, ambas piernas volaron bajo su cuerpo con gran eficiencia. Por un
momento, Ben quedó boquiabierto sobreponiéndose a su terror con una mezcla
de asombro y admiración: Henry Bowers parecía volar, exactamente como
Superman, por encima del árbol caído que había detenido a Ben. Tenía los
brazos estirados hacia adelante, tal como lo hacía George Reeves en la
televisión. Sólo que George Reeves siempre se comportaba como si volar fuera
una cosa natural, tal como bañarse o almorzar en el porche trasero. Henry, en
cambio, parecía como si le hubiesen metido un hierro candente en el culo. Abría
y cerraba la boca. Desde una comisura se le escapaba un hilo de saliva.
Por fin se estrelló en la tierra. La navaja se le escapó de la mano. Rodó sobre
un hombro, aterrizó de espaldas y resbaló hacia los matorrales con las piernas
abiertas en una V. Se oyó un chillido. Un golpe seco. Después, silencio.
Ben se sentó, aturdido, contemplando el sitio donde Henry acababa de
desaparecer. De pronto, rocas y guijarros comenzaron a rebotar a su lado. Volvió
a levantar la mirada. Victor y Belch estaban descendiendo el terraplén, con más
cuidado que Henry y, por lo tanto, con más lentitud. Pero lo alcanzarían en
menos de treinta segundos, si no hacía algo.
Lanzó un gemido. ¿Jamás acabaría aquella locura?
Sin apartar la vista de ellos, pasó por encima del árbol caído y comenzó a
bajar por el terraplén jadeando ásperamente. Sentía una punzada en el costado.
Le dolía endiabladamente la lengua. Las matas ya eran tan altas como él y le
llenaba la nariz un hedor verde a vegetación podrida. Oyó un ruido de agua por
alguna parte, a poca distancia, corría borboteando sobre piedras y guijarros.
Sus pies resbalaron y volvió a caer, rodando, deslizándose, se golpeó el dorso
de la mano contra una roca saliente, atravesó unos espinos que arrancaron
pelusas azules de su sudadera y pequeños trozos de carne de sus manos y
mejillas.
Por fin, con una sacudida, quedó sentado, con los pies en el agua. Era un
pequeño arroyo curvo que avanzaba hacia una densa arboleda, a la derecha;
aquello parecía tan oscuro como una cueva. Miró hacia la izquierda. Henry
Bowers yacía de espaldas en medio del agua. Sus ojos, entreabiertos, sólo
mostraban la parte blanca. De una oreja le brotaba sangre que corría hacia Ben
en hilos delicados.
¡Oh, Dios mío, lo he matado! ¡Oh, Dios mío, soy un asesino! ¡Oh, Dios mío!
Olvidando que Belch y Victor venían tras él (o tal vez comprendiendo que
perderían todo interés en la paliza cuando vieran que su Temerario Líder había
muerto), Ben chapoteó seis metros contracorriente hasta llegar a él. Henry tenía
la camisa hecha jirones, los pantalones empapados, negros, y le faltaba un
zapato. Ben tenía una vaga noción de que también quedaba muy poco de sus
propias ropas y de que su cuerpo era un gran sonajero de dolores. Lo peor era el
tobillo izquierdo. Ya se había hinchado, contra la zapatilla empapada. Ben
cojeaba tanto que eso ya no era caminar sino mecerse como un marinero en
tierra después de una larga travesía.
Se inclinó sobre Henry Bowers. Los ojos de Henry se abrieron de pronto.
Sujetó a Ben por la pantorrilla con una mano arañada y sanguinolenta. Su boca
se movió y aunque sólo surgió de ella una serie de aspiraciones sibilantes, el
chico llegó a comprender que decía: Te voy a matar, gordo de mierda.
Henry estaba tratando de incorporarse usando la pierna de Ben como poste.
Ben tiró frenéticamente hacia atrás. En cuanto la mano de su enemigo se deslizó
hacia abajo y cayó, voló hacia atrás girando los brazos como aspas y cayó
sentado por tercera vez en los últimos cuatro minutos. Por añadidura, volvió a
morderse la lengua. El agua salpicó en derredor. Por un instante, ante sus ojos
reverberó un arco iris. A Ben, los arco iris le importaban un bledo. También le
importaba un bledo hallar una marmita llena de monedas de oro. Se conformaba
con su gorda y miserable vida.
Henry giró sobre sí. Trató de ponerse de pie. Volvió a caer. Logró
incorporarse sobre manos y rodillas. Y por fin se levantó tambaleante. Clavó en
Ben sus ojos negros. La parte frontal de su tupé estaba torcido a un lado y al
otro; parecía un maizal después de un fuerte viento.
De pronto, Ben se enfadó. No, más que enfadarse, se sintió furioso. No había
hecho nada sino caminar con los libros de la biblioteca bajo el brazo,
imaginando inocentemente que besaba a Beverly Marsh, sin molestar a nadie. ¿Y
de pronto todo aquello? Ropa hecha jirones. Tobillo izquierdo tal vez roto,
cuando menos torcido. La pierna llena de cortes, la lengua mordida y el maldito
monograma de Henry Bowers en el estómago. Pero fue, tal vez, el pensar en los
libros de la biblioteca, por los que se le haría responsable, lo que le impulsó a
arrojarse contra Henry Bowers. Los libros perdidos y una imagen de los ojos de
la señora Starrett, cargados de reproche cuando él se lo explicara. Fuese cual
fuere el motivo (los cortes, la torcedura, los libros, hasta quizás el boletín que
llevaba en el bolsillo trasero, a esa altura empapado, tal vez ilegible) bastó para
que avanzara. Se inclinó hacia adelante, con un chapoteo de zapatillas en el agua
escasa y asestó a Henry una patada directa a los testículos.
Henry lanzó un alarido horrible, herrumbroso, que espantó a los pájaros de
los árboles. Por un momento quedó despatarrado, aferrándose la entrepierna, con
los ojos incrédulos fijos en Ben.
—Ug… —gimió.
—Cierto —dijo Ben.
—Ug… —repitió Henry, con voz aún más débil.
—Cierto —repitió Ben.
Henry se hundió lentamente de rodillas, no caía: se doblaba. Aún seguía
mirando a Ben con esos ojos negros, incrédulos.
—Ug…
—Muy cierto —aseguró Ben.
Henry cayó de costado, siempre aferrado a sus testículos, y comenzó a rodar
lentamente de lado a lado.
—¡Ug…! —gimió—. Mis pelotas. ¡Ug! Me has destrozado las pelotas. ¡Ug,
ug! —Comenzaba a recobrar un poco las fuerzas y Ben empezó a retroceder,
paso a paso. Le asqueaba lo que había hecho, pero también le llenaba con una
especie de justiciera y paralizada fascinación—. ¡Ug…! Mierda, mis pelotas…
¡Ug, ug! ¡Ay mierda, mis pelotas!
Ben podría haber permanecido allí por un periodo interminable, tal vez hasta
que Henry se recobrara lo suficiente como para perseguirlo. Pero en ese instante,
una piedra le golpeó por encima de la oreja derecha y le provocó un dolor tan
intenso y penetrante que, mientras no sintió el calor de la sangre al brotar, creyó
haber sido picado por una avispa.
Giró en redondo. Los otros dos venían corriendo por el medio del arroyo,
hacia ellos. Cada uno llevaba un puñado de piedras pulidas por el agua. Victor
arrojó una y Ben sintió que le silbaba junto al oído. Agachó la cabeza y otra le
golpeó en la rodilla derecha haciéndole chillar de sorpresa y dolor. Una tercera le
rebotó en el pómulo derecho y ese ojo se le llenó de agua.
Buscó la orilla opuesta y la subió a toda velocidad aferrándose a raíces
salientes y a matorrales. Al llegar arriba (una última piedra le azotó las nalgas al
levantarse) echó un vistazo por encima del hombro.
Belch estaba arrodillado junto a Henry, mientras Victor, a dos metros de
distancia, disparaba piedras; una del tamaño de una pelota de béisbol. Se abrió
paso entre los matorrales, tan altos como un hombre. Había visto lo suficiente.
En realidad, había visto demasiado. Lo peor era que Henry Bowers estaba
levantándose. Como el Timex de Ben, Henry podía recibir una paliza sin dejar
de funcionar. Ben se lanzó hacia los matorrales avanzando en una dirección que,
con un poco de suerte, sería el oeste. Si podía cruzar hacia Old Cape, pediría
diez centavos a alguien para tomar el autobús a su casa. En cuanto llegara,
cerraría la puerta con llave y sepultaría esos harapos ensangrentados en la basura
y esa pesadilla acabaría, por fin. Se imaginó sentado en su sillón de la sala,
recién bañado, con su mullido albornoz, viendo los dibujos animados de Pato
Daffy[15] y bebiendo leche con sorbete. Aférrate a ese pensamiento, se dijo,
ceñudo, y continuó andando.
Los arbustos le saltaban a la cara; Ben los apartaba. Las espinas estiraban sus
garras; él trataba de ignorarlas. Llegó a una zona donde el terreno, plano, era
negro y lodoso. Sobre él se extendía un denso crecimiento de plantas parecidas
al bambú; de la tierra se elevaba un olor fétido. Una idea ominosa
(ciénagas)
se deslizó por la parte
frontal de su mente, como una sombra, mientras miraba el brillo del agua
estancada en el cañaveral. No quería adentrarse por allí. Aunque no fuera una
ciénaga, el barro le chuparía las zapatillas. Giró hacia la derecha, corriendo a lo
largo de los bambúes, hasta llegar a una parte donde había bosque de verdad.
Los árboles (abetos, en su mayoría) crecían por doquier, combatiendo entre
sí por un poco de espacio y sol, pero había menos vegetación y Ben pudo
avanzar más deprisa. Ya no estaba seguro de la dirección en que avanzaba, pero
creía llevar cierta ventaja. Los Barrens estaban rodeados por la ciudad de Derry
en tres lados; al cuarto lo limitaba la prolongación de la autopista, a medio
terminar. Tarde o temprano llegaría a alguna parte.
El vientre le palpitaba dolorosamente. Se recogió los restos de la sudadera
para echarle un vistazo. Al verlo hizo una mueca y aspiró una bocanada de aire
por entre los dientes. Su vientre parecía un grotesco adorno de árbol navideño,
untado de sangre roja y manchado de verde por la resbalada a lo largo del
terraplén. Volvió a bajarse la prenda. Con sólo mirar aquello sentía ganas de
vomitar el almuerzo.
En eso oyó un murmullo grave, algo más adelante; era una sola nota,
sostenida, apenas al alcance de su oído. Cualquier adulto, decidido sólo a
escapar de allí (los mosquitos acababan de encontrar a Ben y, aunque no tenían
el tamaño de gorriones, eran bastante grandes) lo habría pasado por alto, quizá
no habría llegado a percibirlo. Pero Ben era un niño y el miedo ya se le estaba
pasando. Giró hacia la izquierda y se abrió paso por entre algunos laureles bajos.
Detrás de ellos, sobresaliendo de la tierra, se veía un cilindro de cemento de casi
un metro de altura y un metro veinte de diámetro, aproximadamente. Lo
coronaba una cubierta de hierro que tenía estampadas las palabras. RED DE
ALCANTARILLADOS DE DERRY. El sonido, que a esa distancia era más un zumbido
que un murmullo, provenía de su interior.
Ben acercó un ojo a uno de los orificios de ventilación, pero no vio nada. Se
oía el zumbido y un correr de agua, allá abajo, pero eso era todo. Aspiró hondo y
recibió una bocanada de cierto olor agrio, a un tiempo húmedo y nauseabundo.
Retrocedió con una mueca. Era una cloaca, nada más, o tal vez una combinación
de cloaca y túnel de drenaje, había muchos de ellos en Derry, tan temerosa de las
inundaciones. No era gran cosa. Pero le había provocado un miedo extraño. En
parte, era por ver una obra humana en esa selva enmarañada, pero en parte,
también, por la forma de aquel cilindro de cemento que sobresalía de la tierra. El
año anterior, Ben había leído La máquina del tiempo, de H. G. Wells; primero,
en la versión de historieta; después, el libro completo. Ese cilindro, con su
cubierta de hierro ventilada, le hacía pensar en los pozos que llevaban al país de
los desquiciados y horribles Morlocks.
Se apartó rápidamente de él tratando de hallar nuevamente el oeste. Llegó a
un pequeño claro y giró hasta que su sombra cayó, en lo posible, detrás de él.
Entonces caminó en línea recta.
Cinco minutos más tarde oyó más ruidos de agua corriendo y voces. Voces
de niños.
Se detuvo a escuchar. Fue entonces cuando oyó chasquidos de ramas y otras
voces a su espalda. Eran perfectamente reconocibles. Pertenecían a Victor, Belch
y Henry Bowers.
Al parecer, la pesadilla aún no había terminado.
Ben buscó un sitio para esconderse.
10
Salió de su escondrijo pasadas unas dos horas, más sucio y desaliñado que
nunca, pero algo descansado. Por increíble que pareciera, se había quedado
dormido.
Al oír que aquellos tres iban tras él, una vez más, Ben había estado
peligrosamente cerca de petrificarse por completo, como un animal encandilado
por los faros de un camión. Se le había ocurrido la idea de tenderse en el suelo,
acurrucarse como una pelota y dejar que hicieran con él lo que se les antojara.
Era una idea descabellada, pero también parecía, extrañamente, una buena idea.
En cambio, Ben comenzó a avanzar hacia el ruido del agua y de esos otros
niños. Trató de captar lo que estaban diciendo, cualquier cosa, con tal de
sacudirse aquella amedrentante parálisis del espíritu. Un proyecto. Hablaban de
un proyecto. Hasta le pareció reconocer a una o dos de las voces. Se oyó un
chapuzón, seguido por una carcajada llena de humor. La risa llenó a Ben con una
especie de nostalgia estúpida, haciéndole cobrar, como nada, conciencia de su
peligrosa situación.
Si iban a atraparlo, no había por qué condenar a esos niños a una dosis de la
misma medicina. Ben volvió a girar hacia la derecha. Como muchos gordos, era
notablemente ligero de pies. Pasó tan cerca de los niños que vio sus sombras
moverse entre él y el brillo del agua, pero ellos no lo vieron ni lo oyeron.
Gradualmente, sus voces fueron quedando atrás.
Salió a un sendero angosto, abierto en la tierra desnuda. Lo estudió por un
momento, pero sacudió la cabeza. Lo cruzó y volvió a hundirse en la espesura.
Ahora se movía con más lentitud apartando los matorrales en vez de cruzarlos
raudamente. Aún avanzaba con un rumbo más o menos paralelo al arroyuelo en
donde había visto jugar a los niños. Aun a través de los árboles y las matas, se lo
veía más ancho que el curso en donde habían caído él y Henry.
Allí había otro cilindro de cemento, apenas visible entre unas enredaderas de
frambuesa; canturreaba silenciosamente para sí. Más allá, un terraplén descendía
hacia el arroyo. Un olmo viejo, retorcido, se inclinaba sobre el agua; sus raíces,
medio descubiertas por la erosión de la ribera, parecían un enredo de cabellos
sucios.
Ben rogó que no hubiera bichos ni víboras allí abajo, pero estaba demasiado
cansado y aturdido por el miedo pasado como para que le importara mucho. Se
abrió paso entre las raíces y encontró, debajo de ellas, una pequeña cueva. Se
recostó hacia atrás. Una raíz se le clavó como un dedo furioso. Cuando cambió
un poco de posición, le prestó un cómodo apoyo.
Allí venían Henry, Belch y Victor. Él esperaba que se dejaran engañar y
siguieran el sendero, pero no tuvo tanta suerte. Por un momento estuvieron muy
cerca de él; un poco más y hubiera podido tocarlos alargando la mano desde su
escondite.
—Seguro que esos mocosos de allá atrás lo vieron —dijo Belch.
—Bueno, vamos a averiguarlo —dijo Henry. Volvieron sobre sus pasos y,
pocos momentos después, Ben lo oyó bramar—: ¿Qué coño estáis haciendo
aquí?
Hubo una respuesta, pero Ben no llegó a descifrarla. Los niños estaban
demasiado lejos y el Kenduskeag resonaba demasiado. Pero le pareció que el
chico estaba asustado. Ben se solidarizó con él.
Luego, Victor Criss aulló algo que Ben no comprendió en absoluto.
—¡Que diquecito de mierda!
¿Diquecito? Diquecito. O tal vez Victor había dicho algo así como «¡Dije
“chito”, mierda!», y Ben había oído mal.
—¡Vamos a romperlo! —propuso Belch.
Hubo chillidos de protesta, seguidos por un grito de dolor. Alguien se echó a
llorar. Sí, Ben se solidarizaba, claro. No habían podido atraparlo a él (al menos
todavía), pero allí tenían a otro grupo de niños pequeños con los que descargar
su furia.
—Sí, rompámoslo —dijo Henry.
Chapoteos. Chillidos. Grandes carcajadas estúpidas de Belch y Victor. Un
grito atormentado y furioso de uno de los niños.
—No vengas a joder, pedazo de tarado tartamudo —dijo Henry Bowers—.
Hoy no aguanto más a nadie.
Se oyó un fuerte chasquido. El ruido del agua corriendo se hizo más fuerte y
rugió por un instante, para retomar su plácido gorgoteo. De pronto, Ben
comprendió. Diquecito, sí, era eso lo que Victor había dicho. Los niños (él había
tenido la impresión de que había dos o tres) estaban construyendo un dique.
Henry y sus amigos acababan de destrozarlo a patadas. Ben creyó adivinar quién
era uno de los niños. El único «tarado tartamudo» del que tenía noticias era Bill
Denbrough, que estaba en el otro quinto curso.
—¡No tenías por qué hacer eso! —protestó una voz, débil y temerosa. Ben la
reconoció también, aunque no pudo ponerle rostro de inmediato—. ¿Por qué lo
habéis hecho?
—¡Porque me dio la gana, capullo! —bramó Henry. Se oyó un golpe
carnoso, seguido de un alarido de dolor. Al alarido siguieron sollozos.
—Cierra el pico —dijo Victor—. Deja de llorar, mocoso, o te tiro de las
orejas hasta atártelas debajo de la quijada.
El llanto se convirtió en una serie de sorbidas ahogadas.
—Nos vamos —dijo Henry—, pero antes quiero saber una cosa: ¿habéis
visto a un chico gordo hace unos diez minutos? ¿Gordo, todo lleno de sangre y
de tajos?
La respuesta fue demasiado breve para ser otra cosa que «no».
—¿Seguro? —insistió Belch—. Mejor que no mientas, lengua de trapo.
—Est-t-toy s-s-seguro —replicó Bill Denbrough.
—Vamos —dijo Henry—. Probablemente volvió por allí.
—Adiós, mocosos —se despidió Victor Criss—. Era un diquecito de mierda,
de veras. Estaréis mejor sin eso.
Más chapoteos. La voz de Belch volvió a oírse, pero más lejos. Ben no pudo
distinguir las palabras. En realidad, no tenía ningún interés en eso. A menos
distancia, el llanto se reanudó. El otro niño murmuraba consuelos. Ben decidió
que eran sólo dos: Bill el Tartaja y el llorón.
Se quedó donde estaba, medio sentado, medio tendido, oyendo a los dos
niños junto al río y los ruidos que hacían Henry y sus dinosaurios al alejarse por
Los Barrens. El sol le lanzaba reflejos a los ojos y formaba moneditas de luz en
las raíces enredadas que lo rodeaban. Allí dentro todo estaba sucio, pero era
cómodo, seguro… El ruido del agua era tranquilizador. Hasta el llanto de aquel
niño serenaba, de algún modo. Sus dolores se habían reducido a una leve
palpitación; el ruido de los dinosaurios se perdió por completo. Esperaría un
poco, sólo para asegurarse de que no volvían y después echaría a correr.
Ben oyó el latido de la maquinaria de drenaje que provenía de la tierra; hasta
podía sentirla: una vibración grave, pareja, que surgía del suelo hacia la raíz
donde estaba apoyado y de ahí a su espalda. Volvió a pensar en los Morlocks, en
sus carnes desnudas. Imaginó que su olor sería tan húmedo y putrefacto como el
que brotaba de esos agujeros de ventilación. Pensó en sus pozos, tan hundidos en
la tierra; pozos con escalerillas herrumbradas a los costados. Dormitó y en algún
momento, sus pensamientos se convirtieron en un sueño.
11
Pero no soñó con Morlocks, sino con lo que le había pasado en enero, aquello
que no se había decidido a contar a su madre.
Fue en el primer día de clase tras la prolongada pausa de Navidad. La señora
Douglas había pedido un voluntario para que se quedara a ayudarla con el
recuento de libros devueltos antes de las vacaciones. Ben levantó la mano.
—Gracias, Ben —dijo la señora Douglas, premiándolo con una sonrisa tan
brillante que lo abrigó hasta la punta de los pies.
—Lameculos —comentó Henry Bowers, por lo bajo.
Era un día de esos que, en el invierno de Maine, suelen ser los mejores y
también los peores: sin una nube, luminosos hasta hacer lagrimear, pero tan fríos
que intimidan. Para empeorar la baja temperatura, soplaba un fuerte viento que
daba al frío un filo cortante.
Ben contaba los libros y dictaba las cifras que la señora Douglas anotaba sin
molestarse en verificar siquiera de vez en cuando, notó él, con orgullo; después,
ambos llevaron los libros abajo, al depósito, por pasillos donde los radiadores
resonaban soñadoramente. Al principio, la escuela había estado llena de ruidos:
puertas de armarios metálicos que se cerraban con violencia, el clac-ti-clac de
una máquina de escribir, en la oficina; el canto algo desafinado del orfeón, en el
piso alto; el nervioso tud-tud-tud de las pelotas de baloncesto en el gimnasio y el
roce de las zapatillas cuando los jugadores corrían a los cestos o buscaban atajos
en el suelo lustrado.
Poco a poco, esos ruidos fueron cesando; por fin, cuando el último grupo de
libros estuvo guardado (faltaba uno, pero no importaba mucho, dijo la señora
Douglas, suspirando; estaban todos juntos en la miseria), sólo quedó el sonido de
los radiadores, el leve suish-suish de la escoba del señor Fazio, que barría el
vestíbulo con serrín, y el ulular del viento, allá fuera.
Ben miró por el único ventanuco del depósito y vio que la luz estaba
desapareciendo rápidamente. Eran las cuatro de la tarde y el crepúsculo estaba a
un paso. Membranas de nieve seca volaban por entre las barras para trepar y se
arremolinaban entre los balancines, soldados al suelo por la congelación.
Jackson Street estaba absolutamente desierta. Miró por un momento más,
esperando que algún auto pasara por la esquina de Jackson y Witcham, pero no
fue así. Era como si todos los habitantes de Derry, salvo él y la señora Douglas,
estuvieran muertos o hubieran huido, al menos por lo que desde allí se veía.
Miró a la mujer y notó, con un dejo de auténtico miedo, que ella sentía casi
exactamente lo mismo. Se le veía en los ojos que estaban hondos, pensativos,
lejanos; no parecían los ojos de una maestra cuarentona, sino los de una criatura.
Tenía las manos cruzadas debajo del busto, como si rezara.
Tengo miedo —pensó Ben—, y ella también tiene miedo. Pero ¿de qué?
No lo sabía. Entonces ella lo miró, soltando una risa breve, casi azorada.
—Te he demorado mucho —dijo—. Lo siento, Ben.
—No importa. —Él se miró los zapatos. La amaba un poquito, no con el
amor abierto, incondicional que había prodigado a la señorita Thibodeau, su
maestra de primer curso, pero la amaba, sí.
—Si tuviera coche te llevaría hasta tu casa, pero no tengo. Mi marido pasará
a recogerme a eso de las cinco y cuarto. Si quieres esperar, podríamos…
—No, gracias —respondió Ben—. Tengo que llegar a casa antes.
Eso no era del todo verdad, pero sentía una extraña aversión ante la idea de
conocer al marido de la señora Douglas.
—Quizá tu madre pueda…
—Ella tampoco tiene coche —aclaró Ben—. Pero no hay problema. Mi casa
dista sólo a quince manzanas.
—Quince manzanas no es mucho con buen tiempo, pero con este frío se te
harán muy largas. Si aprieta el viento te refugiarás en alguna parte, ¿oyes, Ben?
—Claro. Iré al mercado de Costello y me quedaré un ratito junto a la estufa o
algo así. Al señor Gedreau no le molesta. Además, llevo pantalones para nieve y
la bufanda nueva que me regalaron en Navidad.
La señora Douglas pareció tranquilizarse un poco…, pero volvió a mirar
hacia la ventana.
—Es que parece hacer tanto frío allá afuera —dijo—. Todo parece tan… tan
adverso…
Ben no conocía esa palabra, pero comprendió exactamente lo que ella quería
decir: Ha pasado algo. ¿Qué?
De pronto comprendió que la había visto como a cualquier persona y no
simplemente como a su maestra. Eso era lo que había ocurrido. De pronto le
había visto la cara de un modo completamente distinto y por eso se convertía en
una cara nueva: la cara de un poeta cansado. La imaginó volviendo a su casa con
el marido, sentada en el coche junto a él, con las manos cruzadas, mientras la
calefacción siseaba y el hombre le hablaba de su trabajo. La imaginó preparando
la cena para ambos. Un pensamiento raro le cruzó por la mente; a los labios le
subió una pregunta de las que se hacen para entablar conversación: ¿Tiene hijos,
señora Douglas?
—En esta época del año suelo pensar que, en realidad, los humanos no
estamos hechos para vivir tan al norte del ecuador —comentó ella—. Al menos
en estas latitudes. —Luego sonrió y parte de aquella cualidad extraña
desapareció de su cara, o tal vez de los ojos de Ben. Al menos en parte, pudo
verla como siempre. Pero jamás volverás a verla así, no del todo, pensó,
horrorizado—. Me siento vieja hasta la primavera y luego vuelvo a sentirme
joven. Así me pasa todos los años. ¿Estás seguro de que no tendrás problemas,
Ben?
—Quédese tranquila.
—Sí supongo que puedo. Eres un buen chico, Ben.
Él volvió a clavar la vista en sus zapatos, ruborizado, la amaba más que
nunca.
En el pasillo, el señor Fazio dijo, sin levantar los ojos del serrín:
—Cuidado con los congelamientos, chico.
—Sí, claro.
Llegó a su taquilla, la abrió y sacó sus pantalones para nieve. Se había
amargado mucho al insistir su madre en que volviera a ponérselos ese invierno,
en los días muy fríos, porque le parecían cosa de niños pequeños, pero esa tarde
se alegró de contar con ellos. Caminó lentamente hacia la puerta, cerrando la
cremallera de su anorak, ajustando los cordones de su capucha, poniéndose los
mitones. Se detuvo en el primer peldaño de la escalinata, cubierta de nieve, para
escuchar, por un momento, el chasquido de la puerta al cerrarse con llave a su
espalda.
La escuela de Derry cavilaba tristemente bajo la piel amoratada del cielo. El
viento soplaba sin pausa. En el mástil, los ganchos de la cuerda repiqueteaban un
ritmo solitario contra el poste. El viento cortó la carne caliente y desprevenida de
Ben, entumeciéndole las mejillas.
Cuidado con los congelamientos, chico.
Se apresuró a envolverse en la bufanda hasta quedar convertido en una
pequeña y regordeta caricatura de Red Ryder. El cielo oscurecido tenía una
belleza fantástica, pero Ben no se detuvo a admirarlo; hacía demasiado frío. Se
puso en marcha.
Al principio, mientras el viento estuvo a su espalda, no hubo demasiado
problema; por el contrario, hasta parecía ayudarlo a avanzar. Sin embargo, en
Canal Street tuvo que girar a la derecha, casi contra el viento que ahora parecía
contenerlo, como si tuviera algo contra él. La bufanda hacía lo suyo, pero no lo
suficiente. Le palpitaban los ojos y la humedad de su nariz se congeló,
convirtiéndose en estalactita. Las piernas se le estaban entumeciendo. Varias
veces tuvo que esconder las manos enguantadas bajo las axilas para calentarlas.
El viento daba alaridos, a veces casi humanos.
Ben se sentía a un tiempo asustado y regocijado. Asustado, porque
comprendía algunos relatos que había leído, como Encender fuego, de Jack
London, en los que la gente moría congelada de verdad. En una noche como ésa,
con la temperatura a quince grados bajo cero, sería más que posible morir
congelado.
En cuanto al regocijo, era difícil de explicar. Se trataba de una sensación
solitaria, algo melancólica. Estaba fuera; pasaba en alas del viento, sin que la
gente protegida tras sus ventanas iluminadas lo viera. Los otros estaban dentro,
dentro de la luz y el calor. No sabían que él había pasado. Sólo él lo sabía. Era
un secreto.
El aire en movimiento escocía como si estuviera lleno de agujas, pero era
fresco y limpio. De la nariz le salía vapor blanco, en pulcros chorros.
Y al llegar el ocaso, con el resto del día convertido en una fría raya
amarillonaranja en el oeste, las primeras estrellas como crueles esquirlas de
diamante en el cielo, Ben llegó al Canal. Ya estaba apenas a tres manzanas de su
casa, ansioso por sentir el calor en la cara y en las piernas, moviéndose otra vez
la sangre, haciéndola cosquillear.
Aun así, se detuvo.
El Canal estaba congelado en su zanja de cemento como un helado río de
leche rosa, con la superficie abultada, resquebrajada, nubosa. Aunque inmóvil,
se lo veía completamente vivo bajo esa áspera luz puritana; poseía una belleza
propia, única y difícil.
Ben giró en dirección contraria: hacia el sudoeste. Hacia Los Barrens.
Cuando miró en esa dirección, el viento quedó otra vez a su espalda haciéndole
flamear los pantalones de nieve. El Canal corría en línea recta, entre sus paredes
de cemento, quizá por unos ochocientos metros; después, el cemento desaparecía
y el río se despatarraba en Los Barrens, que en esa temporada eran un
esquelético mundo de malezas heladas y salientes ramas desnudas.
Allí abajo, en el hielo, había una silueta de pie.
Ben la miró pensando: Puede haber un hombre allí abajo, pero ¿es posible
que esté vestido con lo que le veo? Es imposible, ¿verdad?
La figura vestía algo parecido a un traje de payaso, blanco plateado, que se
sacudía contra él en ese viento polar. Calzaba enormes zapatos naranja, haciendo
juego con los pompones que adornaban en hilera la pechera de su traje. Con una
mano sujetaba un manojo de cordeles que se elevaba hasta un colorido manojo
de globos. Cuando Ben observó que los globos flotaban en dirección a él, sintió
que la irrealidad se abatía sobre él con más potencia. Cerró los ojos, se los frotó,
volvió a abrirlos. Los globos todavía parecían flotar hacia él.
Oyó la voz del señor Fazio en su cabeza. Cuidado con los congelamientos,
chico.
Tenía que ser una alucinación o un espejismo provocado por algún curioso
efecto del clima. Podía haber un hombre allí abajo, en el hielo; hasta era
teóricamente posible, quizá, que vistiera un traje de payaso. Pero los globos no
podían estar flotando hacia Ben, contra el viento. Sin embargo, eso parecía.
¡Ben! —llamó el payaso desde el hielo. Ben pensó que la voz estaba sólo en
su mente, aunque parecía oírla con los oídos—. ¿Quieres un globo, Ben?
Había algo tan maligno en esa voz, tan horrible, que Ben sintió deseos de
echar a correr a toda velocidad. Pero sus pies parecían tan soldados a la acera
como los balancines del patio escolar al suelo.
¡Flotan, Ben! ¡Todos flotan! ¡Toma uno y verás!
El payaso comenzó a caminar por el hielo hacia el puente del canal, donde
estaba el chico. Ben lo vio acercarse sin moverse; lo observaba como el pájaro
observa a la serpiente que se acerca. Los globos deberían haber reventado en ese
frío tan intenso, pero no era así; flotaban en el aire, por delante del payaso,
cuando deberían haber estado tras de él, tratando de escapar hacia Los Barrens…
de donde, según afirmaba una parte de la mente de Ben, había salido ese ser en
un principio.
Entonces Ben notó algo más.
Aunque los últimos rayos del día arrojaban un fulgor rosado sobre el hielo
del canal, el payaso no hacía sombra alguna. Ninguna en absoluto.
Te gustará estar aquí, Ben —dijo el payaso. Ya estaba tan cerca que Ben oía
el club-club de sus curiosos zapatos sobre el hielo disparejo—. Te va a gustar, te
lo prometo; a todos los niños que conozco les gusta, porque es como la Isla del
Placer en Pinocho y la Tierra de Nunca Jamás en Peter Pan. ¡No están
obligados a Crecer, y eso es lo que todos quieren! ¡Anda, ven! Ven a ver, toma un
globo, alimenta a los elefantes, sube a la Vuelta al Mundo. ¡Oh, te gustará, Ben,
y cómo flotarás…!
Y Ben, a pesar de todo su miedo, sintió que una parte de él quería un globo.
¿Quién, en el mundo entero, tenía un globo capaz de flotar contra el viento?
¿Quién había oído hablar de semejante cosa? Sí… quería un globo y quería ver
la cara del payaso que estaba inclinada contra el viento, como para protegerse de
aquellas ráfagas gélidas.
¿Qué habría sucedido si, en ese momento, no hubiera sonado el silbato de las
cinco en el Ayuntamiento de Derry? Ben nunca lo supo. Tampoco quería saberlo.
Lo importante fue que sonó como un picahielo de sonido que perforara el
intenso frío invernal. El payaso levantó los ojos, como sobresaltado y Ben le vio
la cara.
¡La Momia! ¡Oh, Dios mío, es la Momia!, fue su primer pensamiento,
acompañado por un horror vertiginoso que lo obligó a aferrarse a la barandilla
del puente para no perder el equilibrio. No podía haber sido la momia, claro que
no. Había momias egipcias a montones y él lo sabía, pero su primera impresión
había sido la de ver allí la Momia, ese monstruo polvoriento representado por
Boris Karloff en aquella vieja película que él había visto por televisión, el mes
anterior, ya tarde, en Teatro de horror.
No, no era esa momia, no podía ser, los monstruos del cine no existían, todo
el mundo sabía eso, hasta los pequeñajos. Pero…
No era maquillaje lo que el payaso lucía. Tampoco estaba envuelto en un
montón de vendas. Eran vendas, sí, casi todas alrededor del cuello y las
muñecas, agitadas hacia atrás por el viento, pero Ben le veía la cara con claridad.
Tenía arrugas profundas; su piel era un mapa de pergamino que trazaba arrugas,
mejillas desgarradas, carne árida. La piel de la frente estaba partida, pero sin
sangre. Labios muertos sonreían desde unas fauces en las que los dientes se
inclinaban como lápidas. Sus encías estaban agujereadas y negras. Ben no le vio
los ojos, pero algo centelleaba muy atrás, en los fosos de carbón de aquellas
cuencas, algo así como las frías gemas en los ojos de los escarabajos egipcios. Y
aunque el viento venía de atrás, creyó oler a canela y especias, a mortajas
podridas tratadas con drogas extrañas, a arena, a sangre tan vieja que se había
secado en escamas y granos de herrumbre…
Todos flotamos aquí abajo —graznó el payaso-momia.
Y Ben notó, con renovado horror, que de algún modo había llegado al
puente. En esos momentos estaba justo debajo de él estirando una mano seca y
torcida de la que colgaban como estandartes las tiras de piel, una mano en donde
el hueso se veía al trasluz, como marfil amarillo.
Un dedo, casi sin carne, acarició la punta de su bota. Entonces se quebró la
parálisis de Ben. Siguió cruzando el resto del puente a grandes saltos, con el
silbato de las cinco aún chillándole en los oídos: sólo cesó cuando llegó a la otra
orilla. Tenía que ser un espejismo. El payaso no podía haber avanzado tanto
durante los diez o quince segundos que duraba el toque de silbato.
Pero su miedo no era un espejismo y tampoco las lágrimas calientes que le
brotaban de los ojos, para congelarse un segundo después de haber sido vertidas.
Corrió, haciendo resonar la acera con las botas y oyó que, tras él, la momia
vestida de payaso trepaba desde el canal rechinando sus antiguas uñas de piedra
contra el hierro, con los viejos tendones chirriando como bisagras secas. Oyó el
árido silbido de su aliento que entraba y salía por fosas nasales tan carentes de
humedad como los túneles bajo la Gran Pirámide. Olió su sudario de especias
arenosas y supo que, dentro de un momento, sus manos, tan descarnadas como
las construcciones geométricas que él hacía con su Mecano, descenderían sobre
sus hombros. Él giraría la cabeza y sus ojos se clavarían en la cara arrugada,
sonriente. El río muerto de ese aliento se abatiría sobre él. Esas negras cuencas
oculares estarían allí, con sus honduras profundas, relumbrantes, y la boca
desdentada bostezaría y él tendría su globo. Oh, sí, todos los globos que deseara.
Pero cuando llegó a la esquina de su propia calle, sollozando y sin aliento,
con el corazón martilleando un ritmo loco en sus oídos, cuando al fin miró por
encima de su hombro, la calle estaba desierta. El puente arqueado, con sus
flancos de cemento y su anticuado pavimento de adoquines, también estaba
desierto. Desde allí no podía ver el canal en sí, pero Ben sintió que, en todo caso,
tampoco habría visto nada allí. No; si la momia no había sido una alucinación ni
un espejismo, si había sido real, estaría esperando debajo del puente… como el
duende en el cuento de los tres cabritos.
Debajo. Escondido debajo.
Ben caminó apresuradamente hasta su casa, volviendo la mirada cada pocos
pasos hasta que la puerta quedó bien cerrada con llave a su espalda. Explicó a su
madre (tan cansada por el trabajo pesado en la empaquetadora que, en verdad, no
había notado mucho su ausencia) que se había quedado para ayudar a la señora
Douglas con el recuento de los libros. Luego se sentó ante una cena de fideos y
pavo sobrante del domingo. Devoró tres porciones y con cada una la momia se
hizo más distante, más quimérica. No era real; esas cosas nunca eran reales: sólo
cobraban vida entre los anuncios de las películas que daban por la tele en la
noche o durante las matinées de los sábados, donde con un poco de suerte, uno
conseguía dos monstruos por veinticinco centavos y, si tenía otros veinticinco,
todas las palomitas de maíz que pudiera tragar.
No, no eran reales. Los monstruos de la tele, los monstruos del cine, los
monstruos de las historietas no eran reales. Sólo cuando uno se iba a la cama y
no podía dormir. Sólo cuando los últimos cuatro caramelos guardados bajo la
almohada como protección contra los peligros de la noche ya habían sido
devorados. Sólo cuando la cama en sí se convertía en un lago de sueños rancios,
cuando el viento aullaba afuera, cuando uno tenía miedo de mirar la ventana
porque allí podía haber una cara, una cara antigua, sonriente, que en vez de
pudrirse se había secado como una hoja vieja, diamantes hundidos los ojos muy
clavados en las cuencas negras, sólo cuando uno veía una mano desgarrada y
curva sosteniendo un manojo de globos: Ven a ver, toma un globo, alimenta a los
elefantes, monta la Vuelta al Mundo. Ben, oh, Ben, cómo vas a flotar…
12
Ben despertó con una exclamación ahogada, aún sobre él aquel sueño de la
momia, lleno de pánico por la oscuridad próxima y vibrante que lo rodeaba. Dio
un respingo; la raíz dejó de sostenerlo y se le hundió otra vez en la espalda,
como exasperada.
Vio luz y trepó hacia allí. Salió a rastras al sol de la tarde y al parloteo del
arroyo y todo volvió a su lugar. Era verano, no invierno. La momia no lo había
llevado a su cripta desierta. Ben se había escondido, simplemente, para escapar
de los gamberros, en un agujero arenoso, bajo un árbol medio desarraigado.
Estaba en Los Barrens. Henry y sus amigos se desquitaron con un par de chicos
que jugaban en el arroyo, porque no habían podido desquitarse del todo con Ben.
Adiós, mocosos. Era un diquecito de mierda, de veras. Estaréis mejor sin eso.
Ben contempló ceñudo su ropa destrozada. Su madre iba a servirle dieciséis
sabores diferentes de paliza.
Había dormido el tiempo suficiente como para entumecerse. Se deslizó por el
terraplén y comenzó a caminar a lo largo del arroyuelo haciendo una mueca de
dolor a cada paso. Era un revoltijo de dolores sordos y agudos; se habría dicho
que Spike Jones estaba tocando un ritmo rápido sobre trozos de vidrio dentro de
casi todos sus músculos. Al parecer, había sangre seca o en vías de secarse en
cada centímetro de su piel a la vista. Los constructores de diques se habrían ido,
de cualquier modo, se consoló. No sabía por cuánto tiempo había dormido, pero
aunque sólo hubiera sido media hora, el encuentro con Henry y sus amigos
habría convencido a Denbrough y a su amigo de que, en bien de su salud, les
convenía cualquier otro lugar; Tombuctú, por ejemplo.
Ben marchaba ceñudo, sabiendo que, si los gamberros volvían, no tendría la
menor posibilidad de huir. Poco le importaba.
Al doblar un recodo del arroyo, quedó inmóvil por un segundo, mirando. Los
constructores de diques aún estaban allí. Uno de ellos era Bill Denbrough, el
Tartaja, sí. Estaba arrodillado junto al otro niño, que se había sentado contra la
barranquilla con la cabeza tan hacia atrás que la nuez de Adán sobresalía como
una cuña. Tenía sangre seca alrededor de la nariz, en el mentón y pintada a lo
largo del cuello, en un par de arroyos. En una mano sostenía algo, con dedos
flojos.
Bill el Tartaja giró bruscamente y vio allí a Ben. Ben vio entonces,
horrorizado, que al otro niño le pasaba algo muy feo. Por lo visto, Denbrough
estaba muerto de miedo. Cuándo terminará este día, pensó, angustiado.
—¿P-p-p-podrías ay-y-yud-d-darme? —dijo Bill Denbrough—. T-t-tiene el
inhal-lad-dor v-v-vacío. Q-quizá se está…
Su cara se petrificó, muy roja. Excavó en derredor de la palabra,
tartamudeando como una ametralladora. Volaba la saliva de sus labios y pasaron
casi treinta segundos de «mu-mu-mu-mu» antes de que Ben comprendiera lo que
Denbrough estaba tratando de decir: que el otro chico podía estar muriéndose.
V. BILL DENBROUGH SALE PITANDO (I)
1
Bill Denbrough piensa: Estoy muy cerca del viaje espacial; sería lo mismo si
estuviera dentro de una bala disparada por una pistola.
Esta idea, aunque perfectamente acertada, no le resulta especialmente
consoladora. En realidad, durante la primera hora después del despegue del
Concorde (tal vez fuera mejor hablar de disparo), ha estado lidiando con una
leve claustrofobia. El avión es estrecho… de una estrechez perturbadora.
Aunque la comida es casi exquisita, las azafatas que la sirven deben retorcerse,
doblarse y agacharse para cumplir con el trabajo; parecen una troupe de
gimnastas. Ese dificultoso servicio priva a Bill de una parte del placer que
podría darle la comida. Su compañero de asiento, en cambio, no parece muy
molesto.
El compañero de asiento representa otra desventaja. Es gordo y no muy
limpio. Aunque sobre la piel use colonia fina, por debajo de ella Bill detecta el
olor inconfundible del polvo y el sudor. Tampoco es muy detallista con su codo
izquierdo, que de vez en cuando golpea a Bill con un sonido suave.
Una y otra vez, sus ojos van al indicador digital que hay en el frente de la
cabina. Muestra la velocidad de esa bala británica. En ese momento, con el
Concorde ya a velocidad de crucero, llega al punto máximo, algo más de dos
mach. Bill saca un bolígrafo de la camisa y usa la punta para operar los botones
del reloj-calculadora que le regaló Audra por Navidad. Si el machiómetro
funciona bien (y Bill no tiene motivos para pensar que no), están volando a
razón de veintisiete kilómetros por minuto. No está seguro de que le aproveche
el dato.
Más allá de la ventanilla, pequeña y gruesa como las de las viejas cápsulas
espaciales Mercurio, se ve un cielo que no es azul sino purpúreo crepuscular,
aunque es mediodía. Allí donde se encuentran el mar y el cielo, el horizonte
tiene una ligera curva. Aquí estoy —piensa Bill—, con un cóctel en la mano y el
codo de un gordo clavado en mi bíceps, contemplando la curvatura de la Tierra.
Sonríe un poco, pensando que, si un hombre puede soportar algo así, no
debería temer a nada. Pero tiene miedo y no sólo de volar a veintisiete
kilómetros por minuto en esa cabina estrecha y frágil. Casi puede sentir que
Derry se precipita hacia él. Y ésa es la expresión correcta, exactamente. A pesar
de los veintisiete kilómetros por minuto, la sensación es de estar completamente
inmóvil mientras Derry se precipita hacia él, como un gran carnívoro que ha
permanecido a la espera por mucho tiempo y acaba, finalmente, de abandonar
su escondrijo. ¡Derry, ah, Derry! ¿Y si escribimos una oda a Derry? ¿Al hedor
de sus moliendas y sus ríos? ¿Al digno silencio de sus calles arboladas? ¿A la
biblioteca, la torre-depósito, el parque Bassey, la escuela primaria?
¿A Los Barrens?
Se están encendiendo luces en su cabeza: grandes luces intermitentes. Es
como si hubiera pasado veintisiete años sentado en un teatro a oscuras,
esperando que pasara algo y ahora ha comenzado, por fin. Sin embargo, el
escenario revelado, foco tras foco, no es el de una inocua comedia como
Arsénico y encaje antiguo; en opinión de Bill Denbrough se parece más a El
gabinete del doctor Caligari.
Todos esos relatos que escribí —piensa, con una diversión estúpida—, todas
esas novelas vinieron de Derry; Derry era la fuente. Vinieron de lo que ocurrió
aquel verano y de lo que ocurrió a George, el otoño anterior. Tantos periodistas
me hicieron ESA PREGUNTA… Siempre les di una respuesta equivocada.
El codo del gordo vuelve a clavarse en él. El hombre derrama parte de su
bebida. Bill está a punto de decirle algo, pero se arrepiente.
ESA PREGUNTA, por supuesto, era: «¿De dónde saca sus ideas?».
Probablemente, todos los escritores de ficción tenían que responder a ella (o al
menos, fingir que respondían) por lo menos dos veces por semana, pero un tipo
como él, que se ganaba la vida escribiendo sobre cosas que nunca existieron y
jamás existirían, debía responder (o fingir que respondía) a ella con mucha
mayor frecuencia.
Todos los escritores tienen un pasadizo que baja al subconsciente —decía,
sin mencionar que, con cada año transcurrido, hasta la existencia de ese
subconsciente le parecía dudosa—. Pero el que escribe relatos de terror tiene un
pasadizo que baja aún más, tal vez… Tal vez hasta el sub-subconsciente, por
decirlo así.
Respuesta elegante, ésa, pero que nunca lo había convencido.
¿Subconsciente? Bueno, allá abajo había algo, sí; pero, en su opinión, la gente
había llegado a dar demasiada importancia a una función que, probablemente,
era el equivalente mental del lagrimeo cuando entraba polvo a los ojos o de los
flatos una hora después de una comida abundante. La segunda comparación
era, quizá, la mejor, pero no era fácil decir a los periodistas que, para uno,
cosas tales como los sueños, las ansias vagas y las sensaciones de algo ya visto
se reducían a un montón de pedos mentales. Ellos parecían necesitar algo, todos
esos periodistas con sus libretas y sus casetes japoneses, y Bill quería ayudarlos
en lo posible. Sabía que escribir era trabajo duro, endemoniadamente duro. No
había por qué dificultarles aún más las cosas diciéndoles: Vea amigo, lo mismo
daría si me preguntara quien cortó el queso y qué hizo con él.
Ahora piensa: «Siempre supiste que estaban haciendo una pregunta errónea,
aun antes de la llamada de Mike, sabes también cual era la pregunta correcta.
De dónde sacas las ideas, no: por qué sacas ideas de alguna parte. Había un
pasadizo, sí, pero no era la versión freudiana ni jungiana del subconsciente lo
que salía por allí; no había tal red de alcantarillados de la mente ni cavernas
subterráneas llenas de Morlocks que esperaban existir. En el otro extremo del
pasadizo no había nada, salvo Derry. Sólo Derry. Y…».
… ¿Y quién camina, trip-trap, por mi puente?
De pronto se incorpora y esta vez es su codo el que se desmanda: se hunde
profundamente, por un instante, en el costado de su gordo compañero de
asiento.
—Cuidado, amigo —dice el gordo—. No hay espacio, ¿entiende?
—Usted deje de clavarme el suyo y yo d-d-dejaré de c-c-clavarle el mío.
El gordo le echa una mirada agria, incrédula, al estilo de-qué-diablos-meestá-hablando. Bill se limita a mirarlo hasta que el otro aparta los ojos,
murmurando.
¿Quién está allí?
¿Quién camina, trip-trap, sobre mi puente?
Mira otra vez por la ventanilla y piensa. Hemos salido pitando.
Le arden los brazos y la nuca. Acaba con el resto de su cóctel de un solo
trago. Otra de esas grandes luces acaba de encenderse.
Silver. Su bicicleta. Así la había llamado, como el caballo del Llanero
Solitario. Una Schwinn grande, de sesenta centímetros de altura. «Te vas a
matar con eso, Billy», le había dicho el padre, pero sin mucha preocupación en
la voz. Desde la muerte de George se preocupaba muy poco por las cosas. Antes
había sido duro. Justo pero duro. Desde entonces, uno podía salirse con la suya.
Hacía cosas de padre, decía cosas de padre, pero allí quedaba todo. Era como si
estuviera siempre alerta, por si George volvía a casa.
Bill la había visto en la vidriera de Byke and Cycle de Main Street,
cavilosamente inclinada en su soporte, la más grande de todas las exhibidas.
Era opaca donde las otras brillaban, recta donde las otras tenían curvas, curva
en donde las otras eran rectas. Contra la rueda delantera había un cartel:
SEGUNDA MANO
Haga su oferta
Lo que ocurrió, en verdad, fue que Bill entró y el propietario hizo su propia
oferta, que Bill aceptó (no habría sabido regatear con él aunque su vida hubiera
dependido de ello). El precio, veinticuatro dólares, le pareció muy justo, hasta
generoso. Pagó por Silver con el dinero que había ahorrado en los últimos siete
u ocho meses: dinero recibido por su cumpleaños, por Navidad y por cortar el
césped. Veía esa bicicleta en la vidriera desde el día de Acción de Gracias. La
pagó y la llevó a casa, caminando, en cuanto la nieve comenzó a fundirse
definitivamente. Era curioso, porque hasta el año anterior nunca había pensado
mucho en bicicletas. La idea pareció surgirle en la cabeza de buenas a primeras,
tal vez uno de esos días interminables tras la muerte de George. Tras el
asesinato de George.
En un principio, Bill estuvo a punto de matarse, sí. El primer paseo en
bicicleta terminó con un tumbo deliberado para no estrellarse contra la
empalizada que cerraba Kossuth Lane (no era tanto estrellarse contra la
empalizada lo que temía, como atravesarla y caer a Los Barrens desde
dieciocho o veinte metros de altura). Salió de ésa con un corte de doce
centímetros entre la muñeca y el codo del brazo izquierdo. Antes de transcurrida
una semana, no pudo frenar a tiempo y pasó como un rayo por la intersección
de Witcham y Jackson a más de cincuenta kilómetros por hora. Era un chiquillo
montado en un mastodonte de color gris polvoriento (Silver sólo era de plata
gracias por un fortísimo impulso de imaginación voluntariosa), con naipes
ametrallando los radios de ambas ruedas en un rugido incesante. Si hubiera
aparecido un automóvil, habría quedado hecho picadillo. Como Georgie.
Poco a poco, al avanzar la primavera, fue dominando a Silver. Ni su padre
ni su madre notaron, en ese período, que el chico estaba cortejando a la muerte
en bicicleta. A él le parecía que, después de los primeros días, ellos ni siquiera
reparaban en la presencia de la bicicleta; para ellos era sólo una antigualla de
pintura saltada, apoyada contra la pared del garaje en días de lluvia.
Pero Silver era mucho más que una antigualla polvorienta. No parecía gran
cosa, pero volaba como el viento. El amigo de Bill, su único amigo de verdad,
era un chico llamado Eddie Kaspbrak y Eddie era bueno para la mecánica. Él
había enseñado a Bill cómo mantener a Silver en forma: qué tuercas ajustar y
verificar regularmente, dónde aceitar los engranajes, cómo tensar la cadena,
cómo emparchar el neumático cuando se pinchaba.
—Tendrías que pintarla —había dicho Eddie, una vez.
Pero Bill no quería pintar a Silver. Por motivos que ni siquiera podía
explicarse a sí mismo, quería a la Schwinn tal como era. Parecía un trasto de
esos que los chicos descuidados dejan siempre en el jardín, bajo la lluvia, una
de esas bicicletas que son puro chirrido, sacudidas y lenta fricción. Parecía un
trasto, pero volaba como el viento. Era capaz de…
—Era capaz de salir pitando —dice en voz alta, y ríe—, como si se la llevara
el diablo.
Su gordo compañero de asiento le echa una mirada áspera; la risa tiene esa
cualidad hueca, aullante, que había asustado a Audra poco antes.
Sí, parecía una ruina con su pintura vieja y aquel cestillo anticuado,
montado sobre la rueda trasera, con la antigua bocina de bulbo negro; esa
bocina estaba soldada al manubrio por un tornillo herrumbrado del tamaño de
un puño de bebé. Una ruina.
Pero ¡cómo iba Silver! ¡Cómo iba! ¡Santo cielo!
Y era una gran suerte que fuera así, porque Silver salvó la vida a Bill
Denbrough en la última semana de junio de 1958, una semana después de que
conociera a Ben Hanscom, una semana después de que él, Ben y Eddie
construyeran el dique; la misma semana en que Ben, Richie Bocazas Tozier y
Beverly Marsh aparecieron en Los Barrens, después de la matinée del sábado.
Richie iba tras él, en el cestillo de Silver, el día en que Silver le salvó la vida.
Por lo tanto, era de suponer que Silver había salvado también la de Richie. Y
entonces recordó la casa de la que huían, sí Lo recordó muy bien. Esa maldita
casa de Neibolt Street.
Ese día había salido pitando para huir del diablo. Huía de un demonio de
ojos tan brillantes como viejas monedas mortíferas. Un demonio viejo, peludo,
con la boca llena de dientes ensangrentados. Pero todo eso fue después. Si
Silver había salvado la vida de Richie y la suya, ese día, quizá había salvado
también la de Eddie Kaspbrak, el día en que Bill y Eddie conocieron a Ben,
junto a los restos pateados de su dique, en Los Barrens. Henry Bowers, que
parecía haber pasado por una picadora, había aplastado la nariz a Eddie, con
lo cual al chico le atacó el asma con todo y entonces resultó que su inhalador
estaba vacío. Y ese día había sido Silver también, Silver al rescate.
Bill Denbrough, que no tenía bicicleta desde hace casi diecisiete años, mira
por la ventanilla de un avión que no habría imaginado, salvo en las revistas de
ciencia ficción, en el año de 1958 ¡Hai-oh, Silver, ARREEE!, piensa. Y tiene que
cerrar los ojos para combatir la súbita punzada de las lágrimas.
¿Qué fue de Silver? No logra recordarlo. Esa parte de la escena todavía está
a oscuras; ese foco aún no se ha encendido. Tal vez sea mejor así. Tal vez sea
más misericordioso.
Hai-oh.
Hai-oh, Silver.
Hai-oh, Silver.
2
—¡ARREEE! —gritó.
El viento le arrancó las palabras para llevárselas por encima del hombro,
como un estandarte arrebatado. Surgieron grandes y fuertes en un rugido triunfal.
Eran las únicas palabras que siempre surgían.
Pedaleó por Kansas Street hacia el centro, cobrando velocidad poco a poco.
Silver volaba una vez que cobraba impulso, pero dárselo costaba un ojo y parte
del otro. Ver la bicicleta gris tomando velocidad era como observar un avión
grande rodando por la pista. Al principio, uno no podía creer que semejante
artefacto pudiera separarse de la tierra. La idea resultaba absurda. Pero después
se veía la sombra debajo y, antes de que uno se preguntara si sería un espejismo,
la sombra se estiraba hacia atrás y el avión estaba en el aire, esbelto y gracioso
como un sueño en una mente satisfecha.
Así era Silver.
Bill inició un pequeño tramo colina abajo y comenzó a pedalear más deprisa,
sus piernas bombeando arriba y abajo mientras se sostenía erguido sobre el
cuadro de la bicicleta. Había aprendido muy pronto, tras haberse golpeado un par
de veces con ese cuadro en el peor sitio en que un chico puede golpearse, a
tirarse de los calzoncillos hasta bien arriba antes de subir a Silver. Más avanzado
el verano, al contemplar ese procedimiento, Richie diría: «Bill hace eso porque
piensa que, algún día, puede querer hijos. A mí me parece una mala idea, pero,
bueno, a lo mejor salen a la mujer, ¿no?».
Él y Eddie habían bajado el asiento todo lo posible y ahora le raspaba la
parte baja de la espalda mientras pedaleaba. Una mujer que desbrozaba hierbas
en su jardín se hizo visera con la mano para verlo pasar sonriendo un poquito.
Ese muchacho de la bicicleta enorme le hacía pensar en un mono que había visto
en el circo Barnum y Bailey montado en un monociclo. Pero en cualquier
momento se va a matar —pensó, volviendo a su jardín—. Esa bicicleta es
demasiado grande para él. Pero no era cosa suya, claro.
3
Bill había tenido el sentido común de no discutir con los gamberros cuando
salieron de los matorrales, como malhumorados cazadores tras el rastro de una
bestia que ya hubiera atacado a uno de ellos. Eddie, sin embargo, no había
podido con su lengua, por lo que Henry Bowers se desquitó con él.
Bill sabía muy bien quiénes eran; Henry, Belch y Victor eran los peores
elementos de la escuela. Habían atizado un par de veces a Richie Tozier, con
quien Bill solía charlar. A su modo de ver, había sido, en parte, culpa del propio
Richie. No por nada lo llamaban Bocazas.
Un día, en abril, cuando los tres pasaban por el patio del colegio, Richie dijo
algo sobre sus cuellos subidos, como los usaba Vic Morrow en Combate.[16] Bill,
que estaba sentado contra el edificio jugando distraídamente con unas canicas,
no había llegado a captarlo todo. Tampoco Henry y sus amigos…, pero ellos
habían oído lo suficiente para volverse hacia Richie. Era de suponer que el chico
había querido hablar en voz baja. El problema era que Richie no tenía nada
parecido a la voz baja.
—¿Qué has dicho, monstruito cuatro ojos? —inquirió Victor Criss.
—Nada —respondió Richie.
Esa negativa (junto con su cara, que lucía sensatamente horrorizada y llena
de miedo) podría haber acabado la cosa. Sólo que la boca de Richie era como un
caballo a medio domar, inclinado a desbocarse sin motivo alguno. Y esa boca
agregó, súbitamente:
—Deberíais excavaros la cera de los oídos, chicos. ¿Queréis un poco de
dinamita?
Lo miraron por un instante, incrédulos; después se lanzaron tras él. Bill el
Tartaja ya había presenciado la desigual carrera desde su principio hasta su
predeterminada conclusión, desde su sitio, contra el muro del edificio. No tenía
sentido inmiscuirse; aquellos tres grandullones se sentirían muy felices si podían
atizar a dos chicos por el precio de uno.
Richie corrió en diagonal, cruzando el patio de los pequeños, saltó por
encima de los balancines y se metió entre los columpios; sólo comprendió que se
había metido en un callejón sin salida cuando chocó contra la cerca instalada
entre el patio y el parque con que lindaban los terrenos de la escuela. Trató de
subir por la cerca, todo dedos aferrantes y zapatillas en punta. Le faltaba, quizás,
una tercera parte para llegar arriba cuando Henry y Victor Criss lo bajaron a
tirones: Henry, por la espalda de la chaqueta; Victor, por el fondillo de los
vaqueros. Richie estaba vociferando cuando lo arrancaron de la cerca. Cayó de
espaldas en el asfalto. Sus gafas volaron. Alargó la mano para cogerlas y Belch
Huggins las apartó de un puntapié. Por eso, ese verano, una de las patillas estaba
remendada con cinta adhesiva.
Bill hizo una mueca dolorida y caminó hasta el frente del edificio. Había
observado que la señora Moran, una de las maestras de cuarto grado, ya corría a
separarlos, pero sabía que ellos tendrían llorando a Richie antes de que ella
llegara. Gallina, gallina, mirad al bebé llorón.
Bill sólo había tenido pequeños problemas con ellos. Se burlaban de su
tartamudeo, por supuesto. De vez en cuando, con las pullas venía una crueldad
cualquiera. Un día de lluvia, cuando iban a almorzar en el gimnasio, Belch
Huggins le había quitado la bolsa del almuerzo para aplastarla en el suelo con su
bota, triturando el contenido.
—¡Oh, ca-ca-caramba! —se burló Belch, fingiendo horror, mientras
mariposeaba las manos junto a la cara—. ¡D-d-disculpa lo de tu alm-m-muerzo,
c-c-carac-c-culo!
Y se fue tranquilamente por el pasillo, hacia Victor Criss, que estaba apoyado
contra la fuente de agua, ante el lavabo de los chicos, riendo como si se buscara
una hernia. Pero eso no había sido tan grave. Bill consiguió que Eddie Kaspbrak
le diera medio bocadillo de mermelada y mantequilla de cacahuete y Richie se
declaró muy feliz de darle su huevo picante, la madre se lo ponía en la bolsa día
por medio y, según decía Richie, le daba ganas de vomitar.
Pero había que mantenerse lejos de ellos, y si eso era imposible, había que
tratar de volverse invisible.
Eddie se había olvidado de las reglas y lo habían hecho papilla.
No se sintió tan mal hasta que los gamberros se fueron arroyo abajo y
cruzaron a la otra orilla, aunque la nariz le sangraba como una fuente. Cuando su
pañuelo quedó completamente empapado, Bill le dio el suyo y le hizo poner una
mano en la parte posterior del cuello, con la cabeza echada hacia atrás.
Recordaba que su madre se lo indicaba a Georgie, que a veces había tenido
hemorragias nasales.
Oh, pero pensar en George dolía.
Sólo cuando los pasos de búfalo de los gamberros se perdieron
completamente por Los Barrens y cuando la hemorragia nasal cesó, fue que le
atacó el asma. Eddie comenzó a forcejear para aspirar el aire, abriendo y
cerrando las manos como si fueran trampas flojas; su respiración era un silbido
de flauta en la garganta.
—¡Mierda! —jadeó—. ¡Asma! ¡Cuernos!
Rebuscó a tientas su inhalador y por fin lo sacó del bolsillo. Parecía un bote
de limpiacristales, de los que tienen vaporizador arriba. Se lo puso en la boca y
apretó el gatillo.
—¿Mejor? —preguntó Bill, ansioso.
—No. Está vacío. —Los ojos de Eddie estaban llenos de pánico, parecían
decir: Estoy listo, Bill. ¡Estoy listo!
El inhalador vacío cayó de su mano y salió rodando. El arroyo seguía riendo
entre dientes, como si no le importara que Eddie Kaspbrak apenas pudiera
respirar. Bill pensó, caprichosamente, que los gamberros habían acertado en una
cosa, al menos: aquello había sido un diquecito de mierda. De pronto sintió una
furia sorda por haber acabado de ese modo.
—T-t-tómatelo con c-c-calma, E-Eddie —dijo.
Durante los cuarenta minutos siguientes, Bill permaneció sentado junto a su
amigo, con la esperanza de que el ataque de asma cesara en cualquier momento,
desvaneciéndose gradualmente. Cuando apareció Ben Hanscom, su inquietud se
había convertido en auténtico miedo. El ataque, en vez de pasar, estaba
empeorando. Y la farmacia de Center Street, donde Eddie conseguía los
repuestos, estaba casi a cinco kilómetros. ¿Y si él iba a buscar el medicamento y,
al volver, encontraba a Eddie inconsciente? Inconsciente o
(no, mierda, por favor no pienses eso)
o muerto, insistió su mente, implacable.
(Como Georgie, muerto como Georgie).
¡No seas gilipollas! ¡No se va a morir!
No, probablemente no. Pero, ¿y si al volver encontraba a Eddie en coma?
Bill sabía mucho de comas; hasta había deducido que se llamaban así por las
comas de los dictados y parecía muy adecuado. Después de todo, ¿qué era una
coma sino una pausa que detenía el cerebro? En los seriales de doctores, como
Ben Casey, la gente siempre estaba cayendo en coma y a veces se quedaban así,
a pesar de todos los gritos y rezongos de Ben Casey.
Por eso se quedó allí, sabiendo que debía irse, que no le hacía ningún bien a
Eddie quedándose allí, pero no quería dejarlo solo. Una parte de él, irracional y
supersticiosa, estaba segura de que Eddie caería en coma en cuanto él le volviera
la espalda. Entonces miró corriente arriba y vio a Ben Hanscom. Conocía a Ben,
por supuesto; el chico más gordo de cualquier escuela siempre goza de una
desdichada notoriedad. Ben estaba en el otro quinto curso. Bill solía verlo en el
recreo, siempre solo, habitualmente en un rincón, leyendo un libro o comiendo el
almuerzo, que llevaba en una bolsa que parecía un saco de lavandería.
En ese momento, al mirarlo, Bill lo encontró aún peor que a Henry Bowers.
Aunque costara creerlo, era cierto. Bill no pudo imaginar qué cataclísmica pelea
habrían librado esos dos. Ben tenía el pelo levantado en picos absurdos,
apelmazados por la mugre. Su jersey o sudadera (nadie habría podido decir qué
había sido al comenzar el día, y ya no importaba, que joder) era un harapo sucio,
manchado con una asquerosa mezcla de sangre y pasto. Sus pantalones habían
desaparecido a la altura de las rodillas.
Ben vio que Bill lo miraba y retrocedió un poquito, con ojos cautos.
—¡N-n-no te v-v-vayas! —gritó Bill. Levantó las manos vacías, con las
palmas hacia fuera, para mostrar que era inofensivo—. Nec-c-cesitamos ay-yyuda.
Ben se acercó un poco más, todavía cauteloso. Caminaba como si una pierna,
o ambas, lo estuvieran matando.
—¿Se han marchado? ¿Bowers y esos tipos?
—S-sí —dijo Bill—. Escucha, ¿p-puedes qu-quedarte c-c-c-con mi amamigo mientras yo v-v-voy a bu-buscarle el m-medic-cam-mento? T-tiene a-aa…
—¿Asma?
Bill asintió con la cabeza.
Ben terminó de descender hacia los restos del dique y se dejó caer
penosamente sobre una rodilla, junto a Eddie, que permanecía recostado, con los
ojos casi cerrados y el pecho jadeante.
—¿Quién le atizó? —preguntó Ben. Cuando levantó la mirada, Bill le vio la
misma furia frustrada que él sentía—. ¿Fue Henry Bowers?
Bill volvió a asentir.
—Me lo imaginaba. Sí, claro, ve. Yo me quedo con él.
—Gra-gra-gracias.
—No me lo agradezcas —dijo Ben—. Fue culpa mía que cayeran sobre
vosotros, para empezar. Ve, date prisa. Tengo que llegar a casa antes de cenar.
Bill se fue sin decir nada más. Le habría gustado decir a Ben que no se lo
tomara muy a pecho; lo que había pasado no era culpa suya, así como tampoco
era culpa de Eddie haber abierto la boca tan estúpidamente. Los tíos como Henry
y sus compinches eran accidentes que a cualquiera le tocaban, la versión infantil
de los tornados, las inundaciones o el granizo. Le habría gustado decir eso, pero
estaba tan nervioso que le habría llevado como veinte minutos, y para ese
entonces Eddie podría haber entrado en coma (ésa era otra cosa que Bill había
aprendido de los doctores Casey y Kildare: uno nunca se pone en coma: entra en
ella).
Trotó corriente abajo, volviéndose una sola vez para mirar atrás. Vio a Ben
Hanscom recolectando ceñudamente piedras a orillas del agua. Por un momento
no se le ocurrió para qué estaba haciendo eso, pero enseguida comprendió: era
una reserva de municiones. Por si ellos volvían.
4
Los Barrens no tenían misterios para Bill. Esa primavera había jugado mucho
allí, a veces con Richie, mucho más con Eddie, a veces completamente solo. No
tenía toda la zona explorada, ciertamente, pero sabía cómo volver a Kansas
Street desde el Kenduskeag sin dificultad alguna, y así lo hizo aquella tarde.
Salió ante un puente de madera en donde Kansas Street cruzaba uno de los
arroyuelos innominados que brotaban del sistema de drenaje hacia el
Kenduskeag. Bajo ese puente estaba atada Silver, con su manubrio sujeto a uno
de los soportes del puente mediante un trozo de cuerda para que sus ruedas no
tocaran el agua.
Bill desató la cuerda, se la guardó en la camisa y sacó a Silver a la acera a
viva fuerza, jadeando y sudando; un par de veces perdió el equilibrio y cayó
sentado.
Pero al fin llegó arriba. Pasó la pierna sobre el alto cuadro.
Y, como siempre, en cuanto estuvo montado en Silver se convirtió en otra
persona.
5
—¡Hai-oh, Silver! ¡ARREEE!
Las palabras sonaron más graves que de costumbre —era casi la voz del
hombre en que se convertiría—. Silver fue cobrando velocidad lentamente; el
acelerado clicti-clac de los naipes prendidos con alfileres a los radios iban
marcando el aumento. Bill, de pie sobre los pedales, aferraba el manubrio con las
muñecas hacia arriba. Parecía un hombre que tratara de levantar una pesa
especialmente pesada. En el cuello le sobresalían los tendones. Las venas le
palpitaban en las sienes. Su boca se estiraba en una temblorosa mueca de
esfuerzo, mientras libraba la familiar batalla contra el peso y la inercia,
exprimiéndose para poner a Silver en movimiento.
Como siempre, el esfuerzo valió la pena.
Silver empezó a rodar con más velocidad. Las casas pasaban deslizándose en
vez de asomarse a los tumbos. A la izquierda, donde Kansas se cruzaba con
Jackson, el Kenduskeag se convirtió en el Canal. Más allá de la intersección,
Kansas se encaminaba velozmente colina abajo, hacia Center y Main, el distrito
comercial de Derry.
Allí las calles se cruzaban con frecuencia, pero todas tenían señales de STOP a
favor de Bill y la posibilidad de que algún conductor las pasara un día por alto y
lo convirtiera en una mancha sanguinolenta contra el pavimento, nunca se le
había pasado por la cabeza. De cualquier modo, no es probable que hubiese
cambiado sus hábitos. Podía haberlo hecho, tal vez, antes o después en su vida;
pero esta primavera y comienzo de verano habían sido un tiempo extrañamente
tormentoso para él. Ben habría quedado atónito si alguien le hubiera sugerido
que se sentía solo; Bill habría quedado igualmente atónito si alguien le hubiera
sugerido que estaba cortejando a la muerte ¡P-p-p-por sup-p-puesto que n-no!,
habría contestado inmediata e indignadamente. Pero eso no cambiaba el hecho
de que sus paseos en bicicleta por Kansas Street hacia el centro, se habían
convertido progresivamente en ataques banzai al entibiarse el clima.
Ese sector de Kansas recibía el nombre de Up-Mile Hill. Bill lo enfiló a toda
velocidad, inclinado sobre el manillar de Silver para reducir la resistencia del
viento, con una mano puesta sobre el pomo resquebrajado de la bocina para
advertir a los desprevenidos, el pelo rojo ondeando hacia atrás como una ola. El
repiqueteo de los naipes se había convertido en un rugido constante. La mueca
de esfuerzo se convirtió en una gran sonrisa. A la derecha, las casas de familia
dieron paso a los locales de negocios (casi todos depósitos y envasadores de
carne), que pasaban, borrosos, en un zumbido aterrador pero satisfactorio. A su
izquierda, el Canal era un guiño de fuego con el rabillo del ojo.
—¡HAI-OH SILVER, ARREEE! —vociferó triunfante.
Silver voló por encima del primer bordillo y, como casi siempre ocurría en
esos casos, sus pies perdieron contacto con los pedales. Iba a rueda libre, ya
completamente en manos del dios designado para proteger a los niños,
quienquiera que fuese. Giró hacia la calle superando quizás en veinte kilómetros
la máxima indicada de cuarenta.
Ya todo había quedado atrás: el tartamudeo; los ojos vacuos y doloridos de
su padre cuando trajinaba en su taller; el terrible polvo acumulado sobre el piano
sin usar, allá arriba, porque su madre no había vuelto a tocar —la última vez
había sido en el funeral de George, tres himnos metodistas—; George, saliendo a
la lluvia con su impermeable amarillo y el barquito de papel parafinado; el señor
Gardener subiendo la calle veinte minutos después, con su cadáver envuelto en
un edredón lleno de sangre; el alarido agónico de su madre. Todo quedaba atrás.
Él era el Llanero Solitario, era John Wayne, era Bo Diddley, era cualquiera que
deseara ser, nadie que llorara, se asustara y quisiera ir con su m-m-mamá.
Silver volaba y Bill Denbrough, el Tartaja, volaba con ella. La sombra de
ambos, con forma de caballete, volaba tras ellos. Bajaron juntos por Up-Mile
Hill, entre el bramar de los naipes. Los pies de Bill volvieron a los pedales y
empezó a pedalear buscando más velocidad aún, buscando llegar a una velocidad
hipotética, no la del sonido, sino la de la memoria, y cruzar la barrera del dolor.
Volaba, inclinado sobre el manillar, volaba como si se lo llevara el diablo.
La triple intersección de Kansas, Center y Main se aproximaba
vertiginosamente. Era un espanto de tránsito en un solo sentido, señales
contradictorias y semáforos que habrían debido estar sincronizados, pero no lo
estaban. Como proclamara un editorial del Derry News, el resultado era un flujo
de tráfico concebido en el infierno.
Como siempre, Bill echó rápidos vistazos a derecha e izquierda, calculando
el tráfico y buscando huecos. Si fallaba en sus cálculos —si tartamudeaba,
podría decirse—, le esperaba la muerte o heridas graves.
Salió como una flecha hacia el tránsito lento que atascaba la intersección,
pasó un semáforo en rojo y se desvió a la derecha para esquivar un viejo Buick.
Lanzó una mirada como una bala por encima del hombro para asegurarse de que
el carril de en medio estuviera desierto. Volvió la vista hacia adelante y vio que,
en cinco segundos, iba a estrellarse contra la parte trasera de una camioneta
completamente detenida en medio de la intersección, mientras el gordo
rubicundo que la conducía estiraba el cuello para leer todas las señales y
asegurarse de que, por algún viraje equivocado, no había terminado en las playas
de Miami.
A la derecha de Bill, el carril estaba colmado con un autobús que cubría el
trayecto entre Derry y Bangor. Se deslizó en esa dirección, disparado entre la
camioneta y el autobús, siempre a sesenta kilómetros por hora. En el último
momento giró la cabeza a un lado, como un entusiasta soldado obedeciendo la
orden: ¡Vista drech!, para evitar que el espejo lateral de la camioneta le
reorganizase los dientes. El humo caliente del escape del autobús le dio un
latigazo en la garganta como un trago de licor fuerte. Oyó un chillido fijo,
jadeante, cuando la punta de su manillar rozó el aluminio de la carrocería. Vio
por un instante la cara del conductor, blanca como un papel bajo la gorra de su
uniforme. Esgrimía el puño y gritaba algo. Seguramente, no era para desearle
feliz cumpleaños.
Un terceto de ancianas iban cruzando Main, desde el Banco de Nueva
Inglaterra hacia El Shre-Boat. Al oír el áspero zumbido de los naipes, las tres
levantaron la mirada y quedaron boquiabiertas: un niño, subido en una bicicleta
enorme, pasó a quince centímetros de ellas como un espejismo.
Ya lo peor —y lo mejor— del viaje había quedado atrás. Una vez más, había
mirado a la posibilidad muy real de su propia muerte; una vez más, se había
encontrado capaz de desviar la mirada. El autobús no lo había aplastado; sanos y
salvos estaban él y las tres ancianas, con sus bolsas de compras y sus cheques de
la jubilación; tampoco se había estampado contra la parte trasera de la
camioneta. Ahora iba otra vez colina arriba, perdiendo velocidad. Algo se perdía
con ella —oh, bien podía llamarlo deseo, ¿no? Todos los recuerdos y los
pensamientos estaban alcanzándolo—. Hola, Bill, vaya, casi te perdimos de vista
por un rato, pero aquí estamos; reuniéndose con él, trepándole por la camisa para
saltarle al oído, precipitándose al interior de su cerebro como chiquillos por un
tobogán. Sintió que se acomodaban en sus sitios habituales, empujándose
mutuamente con sus cuerpos febriles. ¡Vaya! ¡Qué bien! ¡Ya estamos otra vez en
la cabeza de Bill! ¡Pensemos en George! Bueno, ¿quién empieza?
Piensas demasiado, Bill.
No, ése no era el problema. El problema era que imaginaba demasiado.
Giró hacia el callejón de Richard y salió, pocos segundos después, en Center
Street, pedaleando lentamente, sintiendo el sudor que le corría por el pelo y la
espalda. Desmontó de Silver frente a la Farmacia Center y entró.
6
Antes de la muerte de George, Bill le habría planteado los puntos principales del
asunto a Mr. Keene, hablando con él. Aunque el farmacéutico no era
exactamente amable (al menos, eso pensaba Bill), tenía paciencia y no se
burlaba. Pero en esa época, el tartamudeo de Bill estaba mucho peor y él temía
que, si no se daba prisa, algo le pasara a Eddie.
Por eso, cuando el señor Keene dijo:
—Hola, Billy Denbrough, ¿en qué puedo servirte?
Bill tomó un folleto de vitaminas y escribió en el dorso: Eddie Kaspbrak y yo
estábamos jugando en Los Barrens. Tiene un grave ataque de asma, casi no
puede respirar. ¿No puede darme un recambio para su inhalador?
Empujó la nota hacia el señor Keene que la leyó, echó un vistazo a los
afligidos ojos azules de Billy y dijo:
—Por supuesto. Espérame aquí y no toques lo que no debas.
Bill cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro, impaciente, mientras el
señor Keene buscaba en el mostrador trasero. Aunque no tardó más de cinco
minutos, el chico tuvo la sensación de que había tardado un siglo en volver con
una de esas botellas de plástico flexible que usaba Eddie. Se lo entregó a Bill,
diciendo:
—Esto debería solucionar el problema.
—G-g-gracias —dijo Bill—. No tttengo d-d-d…
—No importa, hijo. La señora Kaspbrak tiene cuenta. Se lo anotaré. Ella te
estará agradecida por lo que has hecho.
Bill, muy aliviado, dio las gracias al señor Keene y se marchó a toda prisa. El
farmacéutico abandonó el mostrador para observarlo. Vio que Bill arrojaba el
inhalador en el cestillo y subía torpemente a la bicicleta. ¿Es posible que domine
semejante bicicleta? —se preguntó—. Lo dudo. Lo dudo mucho. Pero el chico
Denbrough se las compuso para ponerla en marcha sin caer de cabeza y se alejó
pedaleando lentamente. La bicicleta, que a los ojos del señor Keene era un mal
chiste, se balanceaba descabelladamente mientras el inhalador rodaba de un lado
a otro en el cestillo.
El señor Keene sonrió un poquito. Si Bill hubiera visto esa sonrisa, habría
confirmado su opinión de que el señor Keene no era, exactamente, el campeón
de la simpatía. Era una sonrisa agria, la del hombre que ha encontrado mucho
que cuestionarse pero muy poco que enaltecer en el género humano. Sí,
agregaría la medicación para el asma a la cuenta de Sonia Kaspbrak y ella, como
siempre, se sorprendería (con más suspicacia que gratitud) de su bajo precio.
Otros medicamentos eran tan caros, decía. La señora Kaspbrak, como el señor
Keene sabía muy bien, era de las que no confían en las cosas baratas para
curarse. Él habría podido esquilmarla en cada compra de Hydrox para su hijo y a
veces sentía la tentación de hacerlo, pero ¿a qué participar en la estupidez de esa
mujer? Después de todo, él no pasaba hambre.
¿Barato? Claro que sí. Hydrox Vaporizador (Tómese a discreción, decía
claramente la etiqueta que él pegaba a cada frasco) era maravillosamente barato,
pero hasta la señora Kaspbrak admitía que mitigaba bastante bien las crisis de
asma de su hijo, a pesar de eso. Era barato porque no era otra cosa que una
combinación de hidrógeno y oxígeno, con un toque de alcanfor para dar al rocío
un leve gusto a medicina.
En otras palabras, el remedio para el asma que tomaba Eddie era agua del
grifo.
7
Bill tardó más en el trayecto de regreso porque iba cuesta arriba. En varios
puntos tuvo que desmontar y llevar a Silver a pulso. No tenía la potencia
muscular necesaria para mantener la bicicleta en movimiento sino en las cuestas
más leves.
Para cuando hubo atado su bicicleta bajo el puente y regresado al arroyo,
eran ya las cuatro y diez. Se le cruzaban por la mente todo tipo de suposiciones
sombrías. El chico Hanscom habría desertado dejando morir a Eddie. Los
gamberros habían vuelto para rematarlos a golpes. O…, peor aún…, el hombre
que se ocupaba de matar a los chicos podía haberse apoderado de uno de ellos o
de los dos. Tal como había agarrado a George.
Sabía que eso había provocado muchos rumores y especulaciones. Bill
tartamudeaba mucho, pero no era sordo (aunque la gente parecía creer que sí,
porque él hablaba sólo cuando era absolutamente necesario). Algunos pensaban
que el asesinato de su hermano no tenía ninguna relación con los de Betty
Ripsom, Cheryl Lamonica, Matthew Clements y Veronica Grogan. Otros
aseguraban que George, Ripsom y Lamonica habían muerto a manos de un
hombre, mientras que los otros dos casos eran obra de un imitador. Una tercera
teoría sostenía que los varones habían sido asesinados por un hombre; las chicas,
por otro.
Bill creía que todos eran obra de la misma persona…, si acaso era una
persona. A veces lo dudaba. Así como a veces se extrañaba de lo que sentía con
respecto a Derry ese verano. ¿Sería consecuencia de la muerte de George, del
hecho de que sus padres lo ignoraran, tan sumidos en el dolor por el hijo menor
que no se daban cuenta de que el mayor seguía con vida y podía estar sufriendo?
¿Por todas esas cosas, combinadas con los otros asesinatos? ¿Por las voces que a
veces parecían hablarle en la cabeza, susurrándole (y, ciertamente, no eran
variaciones de su propia voz porque ésas no tartamudeaban, eran pausadas, pero
firmes), aconsejándole que hiciera ciertas cosas y otras no? ¿Eran esas cosas las
que le hacían ver a Derry de un modo diferente? ¿Verla a veces amenazadora,
con calles inexploradas que, en vez de acoger, parecían bostezar en una especie
de silencio ominoso? ¿Era eso lo que hacía que algunas caras pareciesen
enigmáticas y asustadas?
No lo sabía, pero estaba convencido —así como estaba convencido de que
todas las muertes eran obra de la misma mano— de que Derry había cambiado,
en verdad, y de que la muerte de su hermano había señalado el principio de ese
cambio. Las negras suposiciones que surgían en su cabeza provenían de la idea
acechante de que en Derry, en esa temporada, podía ocurrir cualquier cosa.
Cualquier cosa.
Pero cuando tomó la última curva todo estaba estupendamente. Ben
Hanscom seguía allí, sentado junto a Eddie. Eddie se había incorporado, las
manos en el regazo, la cabeza inclinada, el pecho aún zumbándole. El sol, ya
bajo, proyectaba largas sombras verdes a través del arroyo.
—Sí que has ido rápido —dijo Ben levantándose—. No te esperaba hasta
dentro de media hora.
—Tengo una bicicleta muy rá-rápida —dijo Bill con cierto orgullo.
Por un momento, los dos se miraron con cautela, precavidos. Luego Ben
sonrió, como tanteando, y Bill le devolvió la sonrisa. El chico era gordo, pero
parecía un tío legal. Y se había quedado al pie del cañón. Para eso hacían falta
agallas, porque Henry y sus malditos amigos aún podían andar por ahí.
Bill guiñó el ojo a Eddie, que lo miraba con muda gratitud.
—T-t-toma, E-e-e-eddie.
Le lanzó el inhalador. Eddie se lo hundió en la boca abierta, apretó el gatillo
y aspiró convulsivamente. Luego se reclinó hacia atrás, con los ojos cerrados.
Ben lo observaba con preocupación.
—¡Vaya! Sí que le ha dado fuerte, ¿no?
Bill asintió.
—Por un rato tuve miedo —dijo Ben, en voz baja—. No sabía qué iba a
hacer si le daban convulsiones o algo así. Traté de recordar eso que nos
enseñaron en la asamblea de la Cruz Roja, en abril. Sólo me vino a la mente lo
de meterle un palo entre los dientes para que no se mordiera la lengua.
—Creo que eso es para los e-ep-epilépticos.
—Ah, sí, me parece que tienes razón.
—Pero n-no l-le va a p-p-pasar nada —aclaró Bill—. Ese c-c-hisme lo cura.
M-mi-mira.
La trabajosa respiración de Eddie se había normalizado. Abrió los ojos y los
miró.
—Gracias, Bill —dijo—. Ésta sí que fue mala.
—Creo que empezó cuando te aplastaron la nariz, ¿no? —preguntó Ben.
Eddie sonrió melancólicamente y se levantó, guardando el inhalador en el
bolsillo trasero.
—Ni siquiera estaba pensando en mi nariz. Pensaba en mi madre.
—¿Sí? ¿De veras?
Ben parecía sorprendido, pero su mano fue a los jirones de su sudadera y
empezó a juguetear allí, nervioso.
—En cuanto vea la sangre que tengo en la camisa me llevará a la Sala de
Emergencias del hospital, en cinco segundos.
—¿Por qué? —inquirió Ben—. Si ya pasó. ¡Jo!, me acuerdo de un chico que
iba conmigo en el parvulario, Scooter Morgan. Y empezó a sangrarle la nariz
cuando se cayó del columpio. A él sí que lo llevaron a la Sala de Emergencias,
pero porque seguía sangrando.
—¿Sí? —preguntó Bill, interesado—. ¿Y m-m-murió?
—No, pero faltó a la escuela una semana.
—No importa qué haya pasado —comentó Eddie, sombrío—. Ella me
llevará igual. Dirá que me la he roto y que tengo pedazos de hueso en el cerebro
o algo por el estilo.
—P-p-pero los huesos ¿t-t-te pueden llegar al ce-cerebro? —se extrañó Bill.
Aquello estaba convirtiéndose en la conversación más interesante de las
últimas semanas.
—No sé. Si crees a mi madre, puede pasarte cualquier cosa. —Eddie se
volvió otra vez hacia Ben—. Me lleva a la Sala de Emergencias una o dos veces
por mes. Detesto ese lugar. Una vez, un enfermero le dijo que tendrían que
cobrarle alquiler. Ella se enojó muchísimo.
—Vaya —dijo Ben. Pensaba que la madre de Eddie debía de ser muy rara.
No tenía conciencia de que en ese momento, sus dos manos estaban jugueteando
con los restos de la sudadera—. ¿Y por qué no le dices que no? Algo así como
«¡Pero, mamá, si estoy bien! Quiero quedarme a ver Caza submarina». Algo así.
—Ohhh —murmuró Eddie, incómodo, y no dijo más.
—Tú te llamas Ben Ha-Ha-Hanscom, ¿no? —preguntó Bill.
—Sí. Y tú eres Bill Denbrough.
—S-Sí. Y él es e-e-e-e…
—Eddie Kaspbrak —se presentó Eddie—. Detesto que tartamudees mi
nombre, Bill. Pareces Elmer Fudd.
—D-disculpa.
—Bueno, encantado de conoceros —saludó Ben.
Sonó afeminado y algo tímido. Entre los tres se hizo el silencio. Pero no era
un silencio del todo incómodo. En él se hicieron amigos.
—¿Por qué te perseguían esos tipos? —preguntó Eddie, al fin.
—S-siempre están pe-persiguiendo a alg-g-guien —observó Bill—. Odio a
esos follamadres.
Ben guardó silencio por un instante, sobre todo por admiración a Bill, por
haber usado lo que su madre solía llamar La peor de las Palabras. Ben no había
dicho nunca La Peor de las Palabras en voz alta, aunque la había escrito (en
letras sumamente pequeñas) en un poste de teléfono, en la noche de Halloween,
dos años atrás.
—Bowers se sentó junto a mí durante los exámenes —dijo, por fin—. Quería
copiar de mí. No le dejé.
—Parece que quieres morir joven, hombre —dijo Eddie, admirado.
Bill el Tartaja estalló en una carcajada. Ben lo miró duramente, pero decidió
que no estaba riéndose de él (no habría podido decir como lo sabía) y sonrió.
—Creo que sí —reconoció—. La cuestión es que ahora tiene que hacer el
curso de recuperación. Él y esos dos tipos estaban esperándome, y así fueron las
cosas.
—P-p-parece que te hub-b-biera atr-ropellad-do un tren —observó Bill.
—Caí aquí abajo desde Kansas. Por la ladera. —Ben miró a Eddie—. Ahora
que lo pienso, creo que nos vamos a encontrar en la Sala de Emergencias.
Cuando mamá vea esta ropa, me va a llevar allí.
Esa vez, Bill y Eddie rompieron a reír al unísono y Ben los imitó. Le dolía la
barriga cuando se reía, pero igual rió, aguda, algo histéricamente. Al fin tuvo que
sentarse en el barranco y el ruido a burbuja reventada que hizo su trasero contra
la tierra le hizo empezar otra vez. Le gustaba el sonido de su risa con la de ellos.
Era un sonido que nunca había oído hasta entonces: no el de risa mezclada (eso
lo había oído muchas veces) sino el de risa mezclada de la cual formaba parte la
suya propia.
Miró a Bill Denbrough, él le sostuvo la mirada, y bastó eso para hacerles reír
otra vez.
Bill se levantó los pantalones, se subió el cuello de la camisa y comenzó a
caminar encorvado, con gesto hosco y chulo. Su voz se hizo más grave:
—Te voy a matar, capullo. No me vengas con mierdas. Seré tonto, pero soy
grandote. Rompo nueces con la cabeza. Meo vinagre y cago cemento. Me llamo
Tocinillo Bowers y soy la polla jefe por estas partes de Derry.
Eddie había caído redondo en la orilla y estaba rodando por el suelo,
aullando de risa, con las manos sujetándose el vientre. Ben estaba doblado en
dos, con la cabeza entre las rodillas, los ojos lagrimeantes y los mocos
pendiéndole de la nariz en largas cintas blancas, riendo como una hiena.
Bill se sentó con ellos y poco a poco, los tres se tranquilizaron.
—Algo hay de bueno en este asunto, después de todo —dijo Eddie, por fin
—. Si Bowers tiene que hacer el curso de recuperación, no lo veremos mucho
por aquí.
—¿Vosotros soléis jugar en Los Barrens? —preguntó Ben.
Ni en mil años se le habría cruzado esa idea por la cabeza, con la mala fama
que tenían Los Barrens, pero ahora que estaba allí no le parecían tan malos. En
realidad, ese sector del barranco era muy agradable a esa hora, cuando la tarde
avanzaba lentamente hacia el crepúsculo.
—C-claro. Está guai. C-c-casi na-nadie nos mo-molesta aq-q-quí. B-bbowers y esos otros no v-v-vienen nunca.
—¿Tú y Eddie?
—Y R-r-r…
Bill sacudió la cabeza. Cuando tartamudeaba, su rostro se anudaba como un
estropajo mojado. De pronto, Ben tuvo una idea rara: Bill no había tartamudeado
ni una vez mientras imitaba a Henry Bowers.
—¡Richie! —exclamó Bill, por fin. Hizo una pausa y prosiguió—: Richie Ttozier también s-s-suele venir. Pero hoy t-t-tenía que ayudar a su pa-pa-padre a
limpiar la bu… bu-bu…
—La buhardilla —completó Eddie y arrojó una piedra al agua. Plonc.
—Sí, lo conozco —dijo Ben—. ¿Venís mucho por aquí?
La idea lo fascinaba… y le hacía sentir, también, una especie de estúpidas
ansias.
—B-b-bastante —respondió Bill—. ¿Por qué no v-vienes ma-ma-mañana?
Y-yo y E-eddie est-t-tábamos tratando de hacer un d-d-dique.
Ben no pudo contestar. Estaba atónito, no sólo por el ofrecimiento, sino por
el aire espontáneo y casual con que había sido hecho.
—A lo mejor deberíamos hacer otra cosa —sugirió Eddie—. Después de
todo, el dique no estaba funcionando demasiado bien.
Ben se levantó para bajar al arroyo sacudiéndose la tierra de sus enormes
jamones. Todavía quedaban montones de pequeñas ramas a cada lado del arroyo,
pero cualquier otra cosa que hubieran puesto había sido arrastrada por el agua.
—Tendríais que conseguir tablas —dijo Ben—. Conseguir tablas y ponerlas
una frente a otra… como el pan de un sándwich.
Bill y Eddie lo miraban, intrigados. Ben se hincó sobre una rodilla.
—Mirad —explicó—: tablas aquí y aquí. Las hundís en el fondo, una frente
a la otra. ¿Entendéis? Después, antes de que el agua pueda llevárselas, rellenáis
el espacio de en medio con rocas y arena…
—Relle-llenamos —dijo Bill.
—¿Eh?
—Que rell-llenamos contigo.
—Oh.
Ben se sentía extremadamente estúpido (y estaba seguro de que se le notaba
en la cara). Pero no le importó parecer estúpido porque de pronto se sintió
también muy feliz. No recordaba haberse sentido tan feliz en muchísimo tiempo.
—Bueno, sí. Entonces, si rellenáis… si rellenamos el espacio de en medio
con piedras y cosas así, se sostendrá. A medida que el agua se acumule, la tabla
que esté contra la corriente se inclinará contra las rocas. La segunda tabla,
después de un rato, se torcería hacia atrás y se iría con el agua, supongo, pero si
tenemos una tercera tabla… Bueno, mirad.
Y dibujó en el polvo con un palito. Bill y Eddie Kaspbrak se inclinaron sobre
el diseño para estudiarlo con sobrio interés.
—¿Has construido alguna vez un dique? —preguntó Eddie, con tono de
respeto, casi religioso.
—No.
—Entonces, ¿c-c-cómo sabes que va a funcionar?
Ben lo miro, desconcertado.
—Seguro que funciona —dijo—. ¿Por qué no iba a funcionar?
—Pero ¿c-c-cómo lo s-s-sabes? —insistió Bill. Ben reconoció el tono de la
pregunta; no era de sarcasmo ni de incredulidad, sino de franco interés—.
¿Cómo te d-das c-c-cuenta?
—No lo sé, me doy cuenta —dijo Ben.
Miró nuevamente su dibujo en el suelo, como para confirmar su seguridad.
Nunca en su vida había visto un encajonado, ni siquiera en diagramas, y no tenía
idea de que acababa de dibujar una representación bastante exacta de esa técnica.
—B-b-bueno —aceptó Bill y dio a Ben una palmada en la espalda—. Nos vv-vemos ma-mañana.
—¿A qué hora?
—Yo-yo y E-eddie venimos a las o-o-ocho y me-media, m-m-más o menos.
—Siempre que yo no esté con mi mamá, esperando en la Sala de
Emergencias —suspiró Eddie.
—Traeré algunas tablas —dijo Ben—. El viejo de la otra manzana tiene
muchas. Le voy a pedir unas cuantas.
—Y trae algo de comer —sugirió Eddie—. Bocadillos, patatas fritas, cosas
así.
—Bueno.
—¿T-t-tienes algún rev-revólver?
—Tengo una escopeta de aire comprimido —respondió Ben—. Me la regaló
mi madre por Navidad, pero se pone furiosa si disparo dentro de la casa.
—T-t-tráela —dijo Bill—. A l-l-lo mejor jug-g-gamos a los p-p-pistoleros.
—De acuerdo —dijo Ben, alegremente—. Ahora, tengo que volver a mi casa
volando.
—No-nosotros también— recordó Bill.
Los tres salieron juntos de Los Barrens. Ben ayudó a Bill a subir la bicicleta
por el terraplén, mientras Eddie los seguía, otra vez respirando con trabajo y
mirando con melancolía su camisa manchada de sangre.
Bill les dijo adiós y se fue pedaleando con fuerza, mientras gritaba:
—¡Hai-oh, Silver! ¡ARREEE! —a todo pulmón.
—Esa bicicleta es gigantesca —observó Ben.
—Ya lo creo —dijo Eddie. Había tomado otra aspiración de su inhalador y
estaba respirando con normalidad otra vez—. A veces me lleva atrás. Va tan
rápido que me cago de miedo. Es buen hombre, este Bill. —Lo dijo como con
indiferencia, pero en sus ojos había algo más enfático. Había adoración—. Sabes
lo que pasó con su hermano, ¿no?
—No. ¿Qué le pasó?
—Murió el otoño pasado. Alguien lo mató. Le arrancó un brazo, como quien
arranca un ala a una mosca.
—¡A la mi… ércoles!
—Antes Bill tartamudeaba un poco, pero ahora es terrible. ¿Te has dado
cuenta de que tartamudea?
—Bueno… me lo pareció.
—Pero su cabeza no tartamudea nada. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Sí.
—Te lo cuento porque, si quieres ser amigo de Bill, es mejor no mencionar
lo de su hermanito. No le hagas preguntas ni nada de eso. Se pone muy nervioso.
—Y quién no, hombre —concordó Ben.
De pronto, recordaba, vagamente, haber oído hablar del niño al que habían
matado en el otoño. Se preguntó si su madre habría estado pensando en George
Denbrough al darle el reloj o sólo en los asesinatos más recientes.
—¿Ocurrió justo después de la inundación? —preguntó.
—Sí.
Habían llegado a la esquina de Kansas y Jackson, donde tendrían que
separarse. Algunos chicos corrían por allí, jugando a cogerse o a la pelota. Un
niño de pantaloncitos azules pasó junto a Ben y Eddie con aire de importancia;
llevaba un sombrero a lo David Crockett al revés, de modo tal que la cola le
pendía entre los ojos, e iba llevando un Hola-Hoop mientras chillaba:
—¡A coger el aro, chicos! ¡A coger el aro, chicos! ¿Queréis?
Los dos chicos mayores lo siguieron con la mirada, divertidos. Después
Eddie dijo:
—Bueno, tengo que irme.
—Espera —exclamó Ben—. Tengo una idea, por si no quieres ir a la Sala de
Emergencias.
—¿Sí? —Eddie parecía desconfiado, pero deseoso de esperanzas.
—¿Tienes cinco centavos?
—Tengo diez. ¿Para qué?
Ben echó un vistazo a las manchas pardas que estaban secándose en la
camisa de Eddie.
—Ve a la cafetería y pide un batido de chocolate. Después vuelcas la mitad
en tu camisa. Cuando llegues a tu casa, le dices a tu madre que se te cayó
encima.
A Eddie le brillaron los ojos. En los cuatro años transcurridos desde la
muerte de su padre, su madre había perdido notablemente la vista. Por vanidad
(y porque no sabía conducir) se negaba a consultar con un oftalmólogo para que
le recetara gafas. Las manchas de sangre seca y las de chocolate se parecen
bastante. Quizás…
—Podría ser —dijo.
—Pero si se da cuenta, no le digas que la idea fue mía.
—De acuerdo —aceptó Eddie—. Hasta luego, cara de borrego.
—Adiós.
—No —explicó Eddie, con paciencia—. Cuando te digo eso, tienes que
responder: «Hasta cada rato, cara de pato».
—¡Ah! Hasta cada rato, cara de pato.
—Eso. —Eddie sonrió.
—¿Sabes una cosa? —dijo Ben—. Vosotros dos sois geniales.
Eddie pareció más que azorado: casi nervioso.
—Bill, sí —reconoció.
Y se puso en marcha. Ben lo siguió con la vista mientras caminaba por
Jackson Street. Luego giró hacia su casa. Tres calles más allá vio a tres siluetas
familiares en la parada del autobús, en la esquina de Jackson y Main. Estaban
casi de espaldas a Ben. El chico agachó la cabeza tras un seto, con el corazón
palpitante. Cinco minutos después se detuvo allí el interurbano Derry-NewportHaven. Henry y sus amigos aplastaron las colillas en la calle y subieron.
Ben esperó a que el autobús se perdiera de vista y luego apuró el paso de
regreso a su casa.
8
Esa noche, a Bill Denbrough le ocurrió algo terrible. Le ocurría por segunda vez.
Sus padres estaban abajo, mirando la tele, casi sin hablar, sentados en ambos
extremos del sofá, como si fueran sujetalibros. En otros tiempos, ese comedor
había estado lleno de risas y charlas, a veces a tal punto que no se podía ver la
tele.
—¡A ver si te callas, Georgie! —gritaba Bill.
—Me callo si tú dejas de comerte todas las palomitas de maíz —replicaba su
hermanito—. Ma, dile a Bill que me dé las palomitas de maíz.
—Bill, da las palomitas de maíz a tu hermano. Y no me digas «ma», George.
Parece un balido de oveja.
Otras veces, el padre contaba un chiste y todos reían, hasta mamá. George, a
veces, no entendía todos los chistes, pero reía porque los otros estaban riendo.
En aquellos tiempos, sus padres eran también sujetalibros en los extremos
del sofá, pero él y George eran los libros. Tras la muerte de George, Bill había
tratado de oficiar de libro entre ellos, mientras miraban la tele, pero era un
trabajo muy frío. Ellos emanaban frío en ambas direcciones y el calentador de
Bill no alcanzaba para tanto. Tenía que irse porque ese tipo de frío le helaba las
mejillas y lo hacía lagrimear.
—¿Q-q-queréis oír un ch-chiste n-nuevo que me c-c-contaron en la escescuela? —había intentado una vez, hacía algunos meses.
Silencio de ambos. En la tele, un criminal suplicaba a su hermano, que era
sacerdote, que lo escondiera.
El padre levantó la vista de la publicación que estaba leyendo y echó a Bill
una mirada algo sorprendida. Luego volvió a la revista. Tenía la foto de un
cazador despatarrado en un banco de nieve, mirando hacia arriba, hacia un
enorme y rugiente oso polar. «Destrozado por el asesino de los páramos
blancos», era el título del artículo. Bill había pensado: Ya sé dónde hay un
páramo blanco: aquí mismo, entre papá y mamá, en este sofá.
Su madre ni siquiera levantó la vista.
—Es así: ¿c-c-cuántos fra-franceses hacen f-falta para cambiar una b-bbombilla? —insistió Bill.
Sentía una película de sudor en la frente, como solía ocurrirle en la escuela,
cuando la maestra lo había pasado por alto todo el tiempo posible y tenía que
llamarlo a dar la lección muy pronto. Su voz sonaba estridente, pero no pudo
bajarla. Las palabras le despertaban ecos en la cabeza, como campanas
enloquecidas. Levantaban ecos, se atascaban, volvían a brotar.
—¿S-sabéis cu-cu-cuántos?
—Uno para subirse a la mesa y sujetar la bombilla y cuatro para dar vueltas a
la mesa —dijo Zack Denbrough, distraídamente, mientras volvía la página.
—¿Decías algo, querido? —preguntó la madre.
En Noche de teatro, el hermano sacerdote decía al hermano delincuente que
se entregara y rezara pidiendo perdón.
Bill seguía allí, sudando, pero frío… muy frío. Hacía frío allí porque, en
realidad, él no era el único libro entre esos dos sujetalibros; Georgie todavía
estaba allí, sólo que ahora era un Georgie invisible, un Georgie que nunca pedía
palomitas de maíz ni aullaba porque Bill lo pellizcaba. Esa nueva versión de
George nunca hacía travesuras. Era un Georgie manco, pálido, pensativo y
silencioso a la luz azul y blanca, sombreada, del Motorola. Tal vez no eran sus
padres, sino George el que emitía ese gran frío. Tal vez era George el verdadero
asesino de los páramos blancos. Por fin, Bill huyó de ese hermano frío e
invisible y subió a su cuarto, donde se tendió boca abajo en la cama para llorar
sobre la almohada.
El cuarto de George seguía tal como estaba en el día de su muerte. Unas dos
semanas después del entierro, Zack había puesto unos cuantos de sus juguetes en
una caja de cartón para entregarlos a Cáritas o al Ejército de Salvación,
probablemente. Sharon Denbrough lo había visto salir con la caja en los brazos.
Sus manos volaron a la cabeza, como blancos pájaros sobresaltados y se
hundieron en el pelo, convertidas en puños tironeantes. Bill, al verla, cayó contra
la pared, con las piernas súbitamente flojas. Su madre parecía tan loca como Elsa
Lanchester en La novia de Frankenstein.
—¡NO TE ATREVAS A TOCAR SUS COSAS! —chilló.
Zack, encogiendo el cuerpo, llevó la caja de juguetes al cuarto de George, sin
decir una palabra. Hasta puso cada cosa en el mismo sitio en que se encontraba.
Bill, al entrar, vio a su padre arrodillado junto a la cama de George (cuyas
sábanas la madre seguía cambiando, aunque sólo una vez por semana, en vez de
dos), con la cabeza entre los brazos musculosos y peludos. Bill vio que su padre
estaba llorando, y eso aumentó su terror. De pronto se le ocurría una espantosa
posibilidad: quizás, a veces, las cosas no salían mal una sola vez; quizás, a veces,
seguían cada vez peor y peor, hasta que todo estaba completamente arruinado.
—P-p-p-papá…
—Anda, Bill —dijo el padre. Su voz sonaba sofocada y estremecida. Su
espalda subía y bajaba. Bill quería con toda el alma tocar esa espalda para ver si
su mano podía aquietar esas sacudidas desesperadas. No se abrevió—. Anda,
vete.
Se fue y siguió caminando subrepticiamente por el pasillo de la planta alta,
mientras oía que la madre también lloraba abajo, en la cocina. Era un ruido
chillón y desolado. Bill pensó: ¿Por qué lloran tan separados? Y de inmediato
apartó de sí el pensamiento.
9
En la primera noche de las vacaciones, Bill entró en la habitación de Georgie. El
corazón le palpitaba pesadamente en el pecho, sentía las piernas rígidas y torpes
de tensión. Entraba allí con frecuencia, pero no porque le gustara estar allí. El
cuarto estaba tan lleno de la presencia de George que parecía embrujado. Cuando
entraba, no podía dejar de pensar que, en cualquier momento, la puerta del
armario se abriría chirriando. Y allí estaría Georgie, entre las camisas y los
pantalones que aún colgaban de sus perchas, un Georgie cubierto por un
impermeable lleno de sangre, con una manga amarilla colgante y vacía. Sus ojos
serían inexpresivos y horribles, ojos de zombie, como en las películas de terror.
Cuando saliera del armario, sus botas chapotearían al caminar por el cuarto,
hacia donde estaba Bill, sentado en su cama, petrificado de horror.
Si cualquier noche de ésas, mientras él estaba allí, sentado en la cama de su
hermano, se hubiera cortado la luz, no habría dejado de tener un ataque al
corazón, probablemente fatal, en cuestión de diez segundos. De todos modos,
entraba. Junto con el miedo al fantasma de George, había una necesidad muda y
suplicante, un ansia de superar, de algún modo, la muerte de George y de
encontrar alguna manera decente de seguir viviendo. No de olvidar a George,
sino de hacerlo menos tétrico. Se daba cuenta de que sus padres no tenían mucho
éxito en el intento; si quería hacerlo por sí mismo, tendría que hacerlo solo.
Pero no era tan sólo por él mismo que entraba en esa habitación; también
entraba por Georgie. Había querido a George; en vida de él se llevaban bastante
bien, para ser hermanos. Oh, tenían sus malos momentos; Bill podía dar a
George un buen coscorrón, o George acusaba a Bill cuando bajaba a la cocina a
hurtadillas, después de acostarse, para acabar con la crema de limón, pero en
general, se entendían. Ya era bastante terrible que George hubiera muerto. Pero
que él lo convirtiera en una especie de monstruo espeluznante, eso era todavía
peor.
Extrañaba al pequeño, ésa era la verdad. Extrañaba su voz y su risa, el modo
en que sus ojos solían buscar los de él, llenos de confianza, seguros de que Bill
tenía la respuesta a cualquier problema. Y había una cosa rarísima: a veces sentía
que quería a George mucho más cuando le tenía miedo, pues en ese miedo
(cuando temía que un George-zombi estuviera acechando en el ropero o debajo
de la cama) recordaba mejor su cariño por George y el cariño de George. En su
esfuerzo por reconciliar esas dos emociones, el cariño y el terror, Bill se sentía
muy cerca de hallar la resignación definitiva.
Ésas no eran cosas que él hubiera podido expresar; en su mente, las ideas
eran sólo una maraña incoherente. Pero su corazón, cálido y lleno de deseos,
comprendía, y bastaba con eso.
A veces ojeaba los libros de George. Otras veces repasaba sus juguetes.
Desde diciembre no había mirado el álbum de fotografías de George.
Esa noche, después de su encuentro con Ben Hanscom, Bill abrió la puerta
del armario (preparándose, como siempre, para enfrentarse a la presencia de
Georgie con su impermeable ensangrentado, entre la ropa colgada; esperando,
como siempre, ver una mano pálida, con dedos como pescados, salir de la
oscuridad para aferrarle el brazo) y tomó el álbum del estante superior.
MIS FOTOGRAFÍAS, rezaba la portada, con letras de oro. Abajo, pegadas con
una cinta Scotch ya algo amarillenta y desprendida, varias palabras
cuidadosamente impresas: GEORGE ELMER DENBROUGH, EDAD 6 AÑOS. Bill lo
llevó a la cama en donde Georgie había dormido, con el corazón más acelerado
que nunca. No sabía por qué volvía a sacar el álbum, después de lo que había
pasado en diciembre.
Un segundo vistazo, nada más. Sólo para convencerme de que la primera
vez no pasó de verdad, de que fue sólo mi cabeza jugándome una mala pasada.
Bueno, era una idea, de cualquier modo.
Hasta era posible que fuera así. Pero Bill sospechaba que la culpa era del
álbum mismo. Ejercía cierta fascinación descabellada sobre él. Lo que había
visto… o creído ver…
Abrió el álbum. Estaba lleno de fotos que George había conseguido de sus
padres y sus tíos. A George no le importaba conocer o no a las personas o los
lugares fotografiados; lo que le fascinaba era la idea de la fotografía en sí.
Cuando no conseguía, por mucho que fastidiara, que alguien le diera fotos
nuevas para su álbum, se sentaba en la cama, cruzado de piernas justo donde Bill
estaba ahora, y contemplaba las viejas, volviendo cuidadosamente las páginas
para estudiar las imágenes en blanco y negro. Allí estaba su madre, joven e
increíblemente hermosa; allí, su padre, con dieciocho años apenas, uno entre tres
cazadores, junto al cadáver de un venado. El tío Hoyt, de pie entre algunas rocas,
con un esturión. La tía Fortuna, en la Feria Agrícola de Derry, orgullosamente
arrodillada junto a un cesto de tomates de su cosecha. Un viejo Buick, una
iglesia, una casa, una ruta que iba de alguna parte a otra. Todas fotografías
tomadas por razones perdidas y encerradas allí, en el álbum de un niño muerto.
Allí, Bill se vio a sí mismo a los tres años, incorporado en una cama de
hospital, con un turbante de vendajes cubriéndole el pelo, las mejillas y la
mandíbula fracturadas. Había sido atropellado por un coche en el aparcamiento
de A & P, en Center Street. Recordaba muy poco de esa hospitalización: sólo que
le daban helados batidos con leche por medio de un sorbete y que la cabeza le
había dolido espantosamente durante tres días.
Allí estaba toda la familia, en el césped de la casa: Bill, de pie junto a su
madre, cogido de su mano; George, apenas un bebé, dormido en brazos de Zack.
Y allí…
No era la última página del álbum, pero sí la última que importaba, porque
las siguientes estaban en blanco. La última fotografía era la del curso de George,
tomada en octubre del año pasado, diez días antes de que muriera. Se lo veía con
una camisa de marinero, el pelo rebelde aplastado con agua. Estaba muy
sonriente, con dos huecos en la dentadura donde jamás crecerían dientes
nuevos… a menos que sigan creciendo después de la muerte, pensó Bill y se
estremeció.
Miró con fijeza la fotografía por un rato. Estaba a punto de cerrar el libro
cuando lo de diciembre volvió a ocurrir.
En la fotografía, los ojos de George se movieron. Buscaron los de Bill. Su
sonrisa artificial, de fotografía, se convirtió en una horrible mueca libidinosa. Su
ojo derecho se cerró con un guiño: Nos veremos pronto, Bill. En mi armario. Tal
vez esta noche.
Bill arrojó el libro al otro lado de la habitación y se cubrió la boca con las
manos.
El álbum chocó contra la pared y cayó al suelo, abierto. Las páginas se
volvieron, aunque no había corriente de aire, y el libro quedó mostrando otra vez
esa horrible foto, la que rezaba: Amigos de la escuela, 1955-1958.
De la foto empezó a manar sangre.
Bill quedó petrificado. Su lengua era un bloque hinchado y sofocante en la
boca; le ardía la piel, tenía el pelo erizado. Quiso gritar, pero los ruidos
gemebundos que surgieron de su boca parecían ser lo único posible.
La sangre corrió por la página y comenzó a gotear al suelo.
Bill huyó de la habitación con un portazo.
VI. UNO DE LOS DESAPARECIDOS:
RELATO DEL VERANO DE 1958
1
No todos aparecieron. No, no todos aparecieron. Y de tanto en tanto, las
suposiciones no daban en el blanco.
2
Extracto del Derry News, 21 de junio de 1958, primera plana:
NUEVOS TEMORES POR LA DESAPARICIÓN
DE UN NIÑO
Anoche se denunció la desaparición de Edward L. Corcoran, domiciliado
en el 73 de Charter Street, Derry. La denuncia fue efectuada por su madre,
Monica Macklin y por su padrastro, Richard P. Macklin. El niño Corcoran
tiene diez años. Su desaparición ha renovado los temores de que un
asesino aceche a los niños de la ciudad.
La señora Macklin dijo que el niño falta de su hogar desde el 19 de junio,
fecha en que no volvió a su casa al terminar el último día de clases, antes
de las vacaciones.
Cuando se le preguntó por qué habían tardado más de veinticuatro horas
en efectuar la denuncia, el matrimonio Macklin se negó a hacer
comentarios. Richard Borton, jefe de policía, también rehusó hacer
comentario alguno, pero una fuente policial informó al Derry News que el
niño Corcoran no tenía buenas relaciones con su padrastro y que
anteriormente había pasado alguna noche fuera de su casa. Según esa
fuente, las notas escolares del pequeño pudieron influir en el hecho de que
el niño no volviera a su hogar. Harold Metcalf, director de la Escuela
Derry, declinó hacer comentarios sobre las calificaciones de Corcoran,
señalando que no son de interés público.
«Espero que la desaparición de este niño no provoque temores
innecesarios —dijo el comisario Borton, anoche—. Es comprensible que
la comunidad esté intranquila, pero quiero destacar que recibimos
anualmente entre treinta y cincuenta denuncias de desapariciones de
menores. La mayoría de ellos aparecen sanos y salvos en el curso de una
semana. Si Dios quiere, tal será el caso de Edward Corcoran».
Borton reiteró también su convicción de que los asesinatos de George
Denbrough, Betty Ripsom, Cheryl Lamonica, Matthew Clements y
Veronica Grogan no eran obra de una sola persona. «En cada crimen hay
diferencias esenciales», afirmó Borton, aunque se negó a dar detalles. Dijo
que la policía local, trabajando en estrecha colaboración con la fiscalía del
estado de Maine, aún sigue varias pistas. Al preguntársele anoche, en
entrevista telefónica, qué valor pueden tener esas pistas, el comisario
Borton respondió: «Son muy buenas». Ante la pregunta de si se esperaba
algún arresto próximamente por cualquiera de esos asesinatos, Borton se
negó a hacer comentarios.
Del Derry News, 22 de junio de 1958, primera plana:
SORPRESIVA EXHUMACIÓN POR ORDEN
DEL TRIBUNAL
La desaparición de Edward Corcoran dio un extraño giro al ordenar el juez
de distrito de Derry, Erhardt K. Moulton, la exhumación del hermano
menor del niño ausente, llamado Dorsey, a última hora de ayer. La orden
del tribunal se produjo a petición conjunta del fiscal de distrito y el forense
oficial.
Dorsey Corcoran, quien también vivía con su madre y su padrastro en
Charter 73, murió en mayo de 1957 por causas accidentales, según se dijo.
El niño fue llevado al Hospital Municipal con fracturas múltiples,
incluyendo una de cráneo. Richard P. Macklin, el padrastro del niño, quien
lo inscribió en el nosocomio, declaró que el niño había estado jugando en
una escalerilla, en su garaje, y, al parecer, había caído desde arriba. El niño
murió tres días después sin haber recobrado la conciencia.
La desaparición de Edward Corcoran, de diez años, fue denunciada el
miércoles último. Cuando se preguntó al comisario Richard Borton si el
señor Macklin o su esposa estaban bajo sospecha por la muerte del hijo
menor o por la desaparición de Edward, rehusó hacer comentarios.
Del Derry News, 24 de junio de 1958, primera plana:
MACKLIN ARRESTADO POR DAR MUERTE A GOLPES A SU HIJASTRO
Se sospecha de él por la desaparición de otro menor
El comisario Richard Borton, de la policía de Derry, anunció ayer en
conferencia de prensa que Richard P. Macklin, domiciliado en el 73 de
Charter Street, de ésta ciudad, había sido detenido y acusado del asesinato
de su hijastro Dorsey Corcoran. El niño Corcoran murió en el Hospital
Municipal de Derry el 31 de mayo del año pasado por causas
supuestamente «accidentales».
«El examen del médico forense demuestra que el niño fue brutalmente
golpeado», dijo Borton. Aunque Macklin declaró que el pequeño había
caído de una escalerilla mientras jugaba en el garaje, Borton dijo que el
informe forense mostraba fuertes golpes causados con un instrumento
romo. Cuando se le preguntó de qué tipo de instrumento se trataba, Borton
dijo: «Puede haber sido un martillo. Por ahora, lo importante es la
conclusión del forense en cuanto a que el niño recibió repetidos golpes con
un objeto lo suficientemente duro como para romperle los huesos. Las
heridas, particularmente las del cráneo, no se ajustan con las que se
producirían en una caída. Dorsey Corcoran fue golpeado casi hasta la
muerte y luego abandonado en la Sala de Emergencias del hospital para
que allí muriera».
Al preguntársele si los médicos que atendieron al niño Corcoran pudieron
haber incurrido en negligencia por no informar de un caso de maltrato o la
verdadera causa de la muerte, Borton manifestó: «Tendrán que responder a
muchas preguntas cuando el señor Macklin sea sometido a juicio».
Al pedírsele una opinión sobre la posible incidencia de estos hallazgos en
la reciente desaparición del hermano mayor de Dorsey Corcoran, Edward,
cuya desaparición fue denunciada por Richard y Monica Macklin hace
cuatro días, el comisario Borton respondió: «Creo que las cosas se
presentan más graves de lo que supusimos al principio, ¿verdad?».
Del Derry News, 25 de junio de 1958, página 2:
«EDWARD CORCORAN
PRESENTABA MAGULLADURAS»,
DICE LA MAESTRA
Henrietta Dumont, a cargo del quinto curso de la Escuela Primaria
Municipal, de Jackson Street, declaró que Edward Corcoran, desaparecido
desde hace aproximadamente una semana, solía presentarse en la escuela
«lleno de moretones». La señora Dumont, maestra de uno de los dos
quintos cursos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, dijo que el
niño Corcoran, unas tres semanas antes de su desaparición, llegó a la
escuela «con ambos ojos casi cerrados». Cuando le preguntó qué le había
pasado, dijo que su padre «se la había dado» por no comer la cena.
Al preguntársele por qué no había informado sobre un maltrato de tan
obvia gravedad, la señora Dumont declaró: «No es la primera vez que veo
algo semejante en mis años de maestra. Las primeras veces que me
encontré con un alumno cuyos padres confundían disciplina con golpes,
traté de hacer algo para remediarlo. La subdirectora, que en esos tiempos
era Gwendolyn Rayburn, me dijo que no me entrometiera, que cuando el
personal de una escuela se involucra en casos donde se sospecha maltrato,
el Consejo Escolar se ve perjudicado cuando llega el momento de asignar
presupuestos. Acudí al director y me ordenó que me olvidara del asunto si
no quería ser amonestada. Le pregunté si, en un caso como ése, la
amonestación figuraría en mi expediente. Él respondió que las
amonestaciones no tenían por qué figurar en los expedientes. Y yo capté el
mensaje».
Cuando se le preguntó si la actitud del sistema escolar de Derry seguía
siendo la misma, la señora Dumont dijo: «Bueno, ¿qué cabe pensar, a la
luz de la situación actual? Podría agregar que yo no estaría hablando con
ustedes si no me hubiera jubilado al terminar este año lectivo».
La señora Dumont prosiguió: «Desde que se supo esto, todas las noches
rezo de rodillas por que Eddie Corcoran se haya ido, simplemente, harto
ya de esa bestia que tenía por padrastro. Rezo por que, cuando lea en el
diario o se entere, de algún modo, de que Macklin está en la cárcel, ese
pobre niño vuelva a su casa».
En una breve entrevista telefónica, Monica Macklin negó acaloradamente
las acusaciones de la señora Dumont. «Rich nunca castigó a Dorsey y
tampoco a Eddie —dijo—. Lo digo ahora con toda firmeza y cuando
muera y deba comparecer ante el trono del Señor, miraré a Dios a los ojos
y Le diré exactamente lo mismo».
Del Derry News, 28 de junio de 1958, página 2:
«PAPÁ TUVO QUE DÁRMELA PORQUE SOY MALO»,
DIJO DORSEY A LA MAESTRA ANTES DE RECIBIR
EL CASTIGO MORTAL
Una maestra de parvularios, radicada en la ciudad, que se negó a
identificarse, dijo ayer a un periodista del Derry News que el pequeño
Dorsey Corcoran asistió a su clase bisemanal preescolar, menos de una
semana antes de su muerte, supuestamente accidental, con graves
distensiones en el pulgar y tres dedos de la mano derecha.
«Le dolía tanto que el pobrecillo no podía pintar su lámina de Buenos
Consejos —dijo la maestra—. Tenía los dedos hinchados como salchichas.
Cuando le pregunté qué le había pasado, dijo que su padre (el padrastro
Richard P. Macklin) le había retorcido los dedos hacia atrás por caminar
por el suelo que su madre acababa de encerar. “Papi tuvo que dármela
porque soy malo”, fue su modo de expresarlo. Sentí ganas de llorar al ver
esos pobres deditos. Él quería pintar su lámina como los otros niños, así
que le di una aspirina infantil y lo dejé colorear mientras los otros
escuchaban un cuento. Le encantaba colorear las láminas de Buenos
Consejos; era lo que más le gustaba, y ahora me alegro de haber podido
darle un poco de felicidad aquel día.
»Cuando murió, no se me pasó por la cabeza que pudiera no ser un
accidente. Creo que, en un principio, atribuí la caída a que no podía
sostenerse bien con esa mano. Ahora pienso que me pareció imposible que
un adulto pudiera hacer semejante cosa a un niño. Pero he aprendido algo.
Y por Dios que desearía no saberlo».
Edward, el hermano mayor de Dorsey Corcoran, de diez años, aún sigue
sin aparecer. Desde su celda en la cárcel del distrito, Richard Macklin
sigue negando cualquier participación, tanto en la muerte de su hijastro
menor como en la desaparición del mayor.
Del Derry News, 30 de junio de 1958, primera plana:
MACKLIN INTERROGADO POR LAS MUERTES
DE GROGAN Y CLEMENTS
Según informante, tiene coartada muy firme
Del Derry News, 6 de julio de 1958, primera plana:
BORTON: «MACKLIN SERÁ ACUSADO SÓLO DEL
ASESINATO DE DORSEY»
Edward Corcoran sigue sin aparecer
Del Derry News, 24 de julio de 1958, primera plana:
LLOROSO PADRASTRO CONFIESA HABER MATADO
A GOLPES A SU HIJASTRO
En un dramático giro del juicio contra Richard Macklin por el asesinato de
su hijastro Dorsey Corcoran, Macklin cedió al severo interrogatorio de
Bradley Whitsun, fiscal del distrito, y admitió haber golpeado al niño, de
cuatro años de edad, con un martillo que luego enterró en la huerta de su
esposa, antes de llevar al niño al Hospital Municipal de Derry.
La sala, atónita y silenciosa, escuchó al lloroso Macklin (quien
previamente había admitido que castigaba a ambos hijastros,
ocasionalmente, cuando hacía falta, por su propio bien) desarrollar su
relato.
«—No sé qué me pasó. Vi que estaba subiendo otra vez a esa maldita
escalerilla y cogí el martillo que tenía sobre el banco y comencé a pegarle
con él. No quería matarlo. Juro por Dios que nunca pensé matarlo».
«—¿Dijo algo antes de morir? —preguntó Whitsun».
«—Dijo: “Basta, papá; perdona, te quiero” —respondió Macklin».
«—¿Y usted cesó?».
«—Al rato —replicó Macklin».
Luego se echó a llorar de un modo tan histérico que el juez Erhardt
Moulton ordenó un receso.
Del Derry News, 18 de septiembre de 1958, página 16:
¿DÓNDE ESTÁ EDWARD CORCORAN?
Su padrastro, condenado a una pena de entre dos y diez años en la prisión
estatal de Shawshank por el homicidio de Dorsey, el hermanito de cuatro
años de Edward, continúa afirmando no tener idea del paradero de éste. Su
madre, que ha iniciado trámite de divorcio contra Richard P. Macklin,
declaró que en su opinión su esposo miente.
¿Es así?
«Por mi parte, no lo creo», dijo el padre Ashley O’Brian, quien atiende a
los prisioneros católicos de Shawshank. Macklin comenzó a instruirse en
la fe católica poco después de iniciar el cumplimiento de su condena, y el
padre O’Brian ha pasado largos ratos con él. «Está sinceramente
arrepentido de lo que hizo», prosigue el sacerdote, agregando que, al
preguntar al interno por qué deseaba ser católico, Macklin había
respondido: «Dicen que los católicos hacen acto de contrición, y yo
necesito hacer mucho de eso, si no quiero ir al infierno cuando muera».
«Sabe lo que le hizo al niño menor —dice el padre O’Brian—. Si también
hizo algo al mayor, no lo recuerda. En lo que a Edward se refiere, cree
tener las manos limpias».
Si Macklin tiene o no las manos limpias con respecto a la desaparición de
Edward es algo que sigue preocupando a los habitantes de Derry, pero él
ha probado su inocencia en cuanto a los otros asesinatos de niños que se
han producido en la ciudad. Pudo presentar coartadas indestructibles en el
caso de los tres primeros y, cuando se produjeron otros siete asesinatos, a
fines de junio y durante julio y agosto, él estaba ya en la cárcel.
Los diez asesinatos siguen sin resolverse.
En una entrevista exclusiva concedida al Derry News, la semana pasada,
Macklin aseguró no saber nada sobre el paradero de Edward Corcoran.
«Les pegaba a los dos —dijo, en un doloroso monólogo, interrumpido por
frecuentes accesos de llanto—. Los quería, pero también les pegaba, no sé
por qué. Tampoco sé por qué Monica no me lo impedía, ni por qué me
encubrió al morir Dorsey. Creo que podría haber matado a Eddie como
maté a Dorsey, pero juro ante Dios, ante Jesús, su hijo, y ante todos los
santos del cielo, que no lo hice. Sé lo que se puede opinar, pero no lo hice.
Creo que él escapó de casa, simplemente. Y en ese caso, debo agradecerle
a Dios que así fuera».
Cuando se le preguntó si tiene conciencia de padecer lagunas en su
memoria, si acaso pudo haber matado a Edward y borrarlo de su mente,
Macklin respondió: «No tengo conciencia de ninguna laguna. Sé
demasiado bien lo que hice. He ofrendado mi vida a Cristo y voy a pasar
el resto de mis días tratando de pagar por eso».
Del Derry News, 27 de enero de 1960, primera plana:
«EL CADÁVER ENCONTRADO
NO ES DEL NIÑO CORCORAN»
El comisario Richard Borton declaró a la prensa, en el día de hoy, que el
cuerpo de un niño hallado en avanzado estado de descomposición no es el
de Edward Corcoran, aunque tendría aproximadamente la misma edad.
Edward desapareció de su domicilio en Derry en junio de 1958. El cadáver
apareció en Aynesford, Massachusetts, sepultado en un foso de grava.
Tanto la policía estatal de Maine como la de Massachusetts abrigaron al
principio la teoría de que podría tratarse del niño Corcoran, pensando que
podría haber sido recogido en la carretera por un violador de niños, tras
huir de su casa de Charter Street, donde su hermano menor había fallecido
como consecuencia de un brutal castigo.
El examen dental demostró concluyentemente que el cadáver encontrado
en Aynesford no es el del niño Corcoran, quien ya lleva diecinueve meses
sin aparecer.
Del Press Herald, de Portland, 19 de julio de 1967, página 3:
ASESINO CONVICTO SE SUICIDA EN FALMOUTH
Richard P. Macklin, quien fuera condenado nueve años atrás por el
homicidio de su hijastro de cuatro años, fue encontrado sin vida en su
pequeño apartamento de Falmouth, ayer a última hora de la tarde. El
muerto, que gozaba de libertad condicional, vivía y trabajaba
tranquilamente en Falmouth desde que fue liberado de la prisión estatal de
Shawshank, en 1964. Al parecer, se había suicidado. «La nota dejada
indica un estado mental extremadamente confuso», declaró el comisario
Brandon K. Roche, de la policía de Falmouth. Aunque se negó a divulgar
el contenido de la nota, una fuente policial reveló que consistía en dos
frases: «Anoche vi a Eddie. Estaba muerto».
El Eddie mencionado bien podría ser el hijastro de Macklin, hermano del
niño por cuyo asesinato se le condenó en 1958. Fue la desaparición de
Edward Corcoran la que llevó a la condena de Macklin por la muerte a
golpes de Dorsey, el hermano menor del desaparecido. Desde hace nueve
años se ignora el paradero del niño. En 1966, en un breve procedimiento
legal, la madre del menor hizo declarar a su hijo legalmente fallecido, a fin
de entrar en posesión de los ahorros bancarios a nombre de Edward
Corcoran. La cuenta de ahorros contenía la suma de dieciséis dólares.
3
Eddie Corcoran estaba muerto, sí.
Murió en la noche del 19 de junio, sin que su padrastro tuviera
absolutamente nada que ver con eso. Murió mientras Ben Hanscom, en su casa,
miraba la tele con su madre; mientras la madre de Eddie Kaspbrak tocaba
ansiosamente la frente de su hijo buscando señales de su enfermedad favorita, la
«fiebre intermitente», mientras el padre de Beverly Marsh (caballero que
mostraba, al menos en cuanto a su temperamento, un notable parecido con el
padrastro de Eddie y Dorsey Corcoran) aplicaba un violento puntapié al trasero
de la chica, indicándole que fuera «a lavar esos malditos platos, como te dijo tu
madre»; mientras Mike Hanlon oía los insultos de algunos estudiantes de
secundaria (uno de los cuales engendraría, años más tarde, a ese magnífico
homosexófobo llamado John Webby Garton), que pasaban en un viejo Dodge
mientras el niño arrancaba las hierbas del jardín, en su casita de Witcham Street,
no lejos de la granja cultivada por el demente padre de Henry Bowers; mientras
Richie Tozier echaba un vistazo subrepticio a las chicas medio desnudas que
ilustraban un ejemplar de Gem encontrado entre la ropa interior de su padre,
logrando una considerable erección y mientras Bill Denbrough arrojaba el álbum
fotográfico de su hermano fallecido al otro lado de la habitación, lleno de
incrédulo horror.
Aunque ninguno de ellos lo recordaría más tarde, todos levantaron la mirada
en el momento exacto en que Eddie Corcoran moría… como si escucharan un
grito lejano.
El Derry News había estado completamente acertado en un aspecto al menos:
las calificaciones de Eddie le hacían tener miedo de volver a casa y enfrentarse a
su padrastro. Además, en esos días, su madre y su padrastro peleaban mucho y
eso empeoraba las cosas. Cuando se enzarzaban en serio, la madre gritaba un
montón de acusaciones, casi todas incoherentes. El padrastro respondía primero
con gruñidos, luego con chillidos ordenándole que se callara y por fin con los
bramidos furiosos del jabalí a quien se le ha llenado el hocico de agujas de
puercoespín. Eddie nunca había visto que el viejo levantara la mano a su madre,
probablemente no se atrevía. En los viejos tiempos había reservado sus puños
para Eddie y Dorsey; ahora que Dorsey había muerto, Eddie recibía la parte de
su hermanito, además de la propia.
Esos certámenes de gritos iban y venían en ciclos. Eran más comunes a fin
de mes, cuando llegaban las facturas. De vez en cuando, si las cosas llegaban a
lo peor, pasaba un policía llamado por algún vecino y les pedía que bajaran la
voz. Eso solía terminar con el asunto. La madre solía apuntar al agente con un
dedo, desafiándolo a detenerla, pero el padrastro rara vez abría la boca.
Eddie estaba seguro de que su padrastro tenía miedo de la policía.
En esos períodos de tensión, el chico prefería pasar inadvertido. Era lo más
prudente. Bastaba con recordar lo que le había pasado a Dorsey. Eddie no
conocía los detalles y no quería conocerlos, pero se hacía una buena idea.
Opinaba que Dorsey había estado en el sitio menos adecuado en el momento
menos conveniente: el garaje, el último día del mes. A él le habían dicho que
Dorsey se había caído de la escalerilla, en el garaje. «Cincuenta veces le dije que
no se subiera allí, le dije», decía el padrastro. Pero su madre no había podido
mirarlo; cuando, por casualidad, sus ojos se encontraron, Eddie vio en los de ella
un pequeño destello de miedo que no le gustó. El viejo se sentaba a la mesa de la
cocina, con una botella de cerveza, mirando la nada por debajo de sus
prominentes cejas. Eddie se mantenía fuera de su alcance. Cuando el padrastro
gritaba, casi siempre se podía vivir. Era cuando dejaba de gritar que se hacía
preciso andar con cuidado.
Dos noches antes, le había arrojado a Eddie una silla cuando el chico se
levantó para ver qué ponían en el otro canal. No hizo más que levantar una de las
sillas de aluminio de la cocina, alzarla por encima de su cabeza, hacia atrás y
arrojarla. Pegó a Eddie en el trasero y lo hizo caer. Todavía le dolía la
retaguardia, pero la cosa habría sido peor si le hubiera dado en la cabeza.
Y después, aquella noche en que el viejo se había levantado, súbitamente,
para frotarle el pelo con un puñado de puré de patatas, sin el menor motivo. Un
día, a finales de septiembre, Eddie, al volver de la escuela, cometió la estupidez
de dejar que la puerta trasera se cerrara ruidosamente mientras el padrastro
dormía la siesta. Macklin salió del dormitorio en calzoncillos, con el pelo
levantado en tirabuzones, las mejillas erizadas con la barba del fin de semana y
el aliento hediendo a la cerveza del fin de semana. «A ver, Eddie —dijo—, tengo
que dártela por haber golpeado esa maldita puerta». En el léxico de Rich
Macklin, «dártela» era el eufemismo que significaba «reventarte a golpes». Y
fue lo que hizo con Eddie, aquel día. Eddie ya estaba inconsciente cuando el
viejo lo arrojó al vestíbulo de entrada. La madre había puesto allí un par de
percheros bajos, especialmente para que los chicos colgaran sus chaquetas. Esos
ganchos le clavaron duros dedos acerados en la parte baja de la espalda, y
entonces se desmayó. Cuando volvió en sí, diez minutos después, su madre
estaba gritando que iba a llevar a Eddie al hospital y que él no podría
impedírselo.
—¿Después de lo que le pasó a Dorsey? —había observado el padrastro—.
¿Quieres ir a la cárcel, mujer?
No se volvió a hablar de hospitales. Ella ayudó a Eddie a meterse en la cama,
donde quedó temblando con la frente bañada de sudor. En los tres días siguientes
sólo salió de su habitación cuando estaba solo en la casa. Entonces bajaba lenta y
trabajosamente a la cocina, entre suaves gruñidos, para sacar el whisky que el
padrastro guardaba bajo el fregadero. Unos pocos tragos atenuaban el dolor.
Hacia el quinto día, el dolor había desaparecido casi por completo, pero orinó
sangre por dos semanas, o poco menos.
Y el martillo ya no estaba en el garaje.
¿Que se podía decir de eso, parientes y amigos?
Oh, claro que el martillo común, el Craftsman, estaba todavía allí. El que
faltaba era el Scotti, el que no rebotaba, el martillo especial del padrastro, que ni
él ni Dorsey podían tocar. «Si alguien toca esto —les había dicho él, después de
comprarlo—, le voy a poner las tripas de bufanda». Dorsey había preguntado,
tímidamente, si era muy caro. El viejo le dijo que no fuera preguntón, joder. Dijo
que estaba llena de cojinetes y que no se lo podía hacer rebotar, por fuerte que
fuese el golpe.
Y ya no estaba.
Si las calificaciones de Eddie eran bajas, se debía a que había perdido
muchos días de clase desde el nuevo casamiento de su madre, pero el chico no
tenía nada de tonto. Y creía saber lo que había sido del martillo Scotti. Tal vez su
padrastro lo había usado para golpear a Dorsey y después lo había enterrado en
el jardín; quizá lo tirase al canal. Esa clase de cosas ocurría con frecuencia en las
historietas de terror que Eddie leía, las que guardaba en el último estante de su
armario.
Se acercó un poco más al canal, que ondulaba entre sus flancos de cemento
como seda aceitada. Una brazada de rayos de luna reverberaba en su superficie
oscura, tomando forma de boomerang. Eddie se sentó, balanceando ociosamente
las zapatillas contra el cemento, en un ritmo irregular. Como las seis últimas
semanas habían sido bastante secas, el agua pasaba a unos tres metros de sus
suelas gastadas. Pero si uno miraba con atención los muros del canal, se podían
ver los diversos niveles a los que subía de vez en cuando. Un poco por encima
del nivel actual, el cemento estaba manchado de color pardo oscuro. Esa mancha
parduzca se decoloraba poco a poco hasta el amarillo; después, hasta un color
casi blanco, allí donde los talones de Eddie tocaban la pared.
El agua fluía suave y silenciosamente de una arcada de cemento, adoquinada
por dentro, más allá del sitio en donde Eddie estaba sentado: después seguía
viaje hacia el puente de madera cubierto que unía el parque Bassey con el
instituto de secundaria. Los lados y el suelo del puente, hasta las vigas del techo,
estaban cubiertos con un jeroglífico de iniciales, números telefónicos y
declaraciones. Declaraciones de amor, declaraciones de que Fulano la chupaba,
declaraciones de que a quienes se les descubriera chupando se les llenaría el culo
de alquitrán caliente. De vez en cuando declaraciones excéntricas que parecían
imposibles de definir. La que había intrigado a Eddie a lo largo de toda la
primavera decía: SALVE A LOS RUSOS JUDÍOS. GANE VALIOSOS
PREMIOS.
¿Qué significaba eso exactamente? ¿Tenía algún significado? ¿Tenía alguna
importancia?
Eddie no fue, esa noche, al Puente de los Besos; no tenía ninguna prisa por
cruzar al lado del instituto de secundaria. Probablemente dormiría en el parque,
quizá sobre las hojas secas que se acumulaban bajo el estrado de la orquesta;
pero por el momento prefería estar sentado allí. Le gustaba estar en el parque;
iba allí con frecuencia cuando necesitaba pensar. A veces había gente
acomodándose para pasar la noche allí, en los bosquecillos que sembraban el
parque, pero Eddie no se metía con ellos y ellos no se metían con él. En los
recreos escolares había oído horribles historias sobre los invertidos que paseaban
por el parque Bassey después del oscurecer; aunque las aceptaba sin
cuestionamientos, a él nunca lo habían molestado. El parque era un sitio
apacible, y la mejor parte era, para él, exactamente aquella en que se encontraba.
Le gustaba sentarse allí en el verano, cuando el agua, de tan baja, gorgoteaba
entre las piedras y hasta se separaba en arroyuelos aislados, que giraban y se
retorcían, y a veces volvían a unirse. Le gustaba al iniciarse la primavera, justo
después del deshielo; entonces había que quedarse de pie junto al canal, porque
estaba tan frío que congelaba el trasero; él pasaba allí una hora o más,
encapuchado en su viejo chaquetón, que le quedaba pequeño desde hacía dos
años, con las manos hundidas en los bolsillos, sin darse cuenta de que su flaco
cuerpo temblaba y se sacudía. En la semana siguiente al deshielo, el canal tenía
un poder terrible, irresistible. A él le fascinaba el modo en que el agua hervía de
espuma, blanca, al salir del arco adoquinado, y rugía al pasar junto a él, llevando
palos, ramas y toda clase de desechos. Más de una vez se había imaginado junto
al canal, a principios de primavera, en compañía de su padrastro; se imaginaba
dando un buen empujón a ese hijo de puta. El caería con un grito, revoloteando
los brazos en busca de equilibrio, y Eddie treparía al parapeto de cemento para
ver cómo lo arrastraba la corriente; su cabeza sería un bulto negro y bamboleante
en medio de esas pequeñas olas rebeldes, coronadas de blanco. Erguiría bien la
espalda, sí, y se haría bocina con las manos para aullar:
—¡Eso fue por Dorsey, maldito bastardo! Cuando llegues al infierno,
cuéntale al diablo que, como despedida, te mandé meterte con gente de tu propio
tamaño.
Eso no ocurriría nunca, por supuesto, pero era una fantasía grandiosa. Un
sueño grandioso para soñarlo allí, sentado junto al canal; en su…
Una mano ciñó el pie de Eddie.
El chico estaba mirando más allá del canal, hacia la escuela, con una sonrisa
adormilada y complacida, mientras imaginaba a su padrastro arrastrado por la
correntada de primavera, fuera de su vida para siempre. Aquella mano suave,
pero fuerte, lo sobresaltó a tal punto que estuvo a punto de perder el equilibrio y
caer al canal.
«Es uno de los invertidos de los que hablan siempre los muchachos», pensó,
y miró hacia abajo. Quedó boquiabierto. La orina le corrió por las piernas,
caliente, manchándole los vaqueros de negro a la luz de la luna. No era un
invertido.
Era Dorsey.
Era Dorsey, tal como lo habían enterrado. Dorsey, con su chaqueta azul y sus
pantalones grises; sólo que ahora la chaqueta estaba hecha jirones enlodados, y
la camisa era un harapo amarillo y sus pantalones se adherían húmedamente a
las piernas, flacas como palos de escoba. Y la cabeza de Dorsey estaba
horriblemente deformada, como si se la hubieran hundido por atrás y, por lo
tanto, se hubiera abultado hacia delante.
Dorsey sonreía de oreja a oreja.
—Eddieeee —graznó su hermano muerto, tal como uno de los muertos que
siempre salían de la tumba en las historietas de terror. La sonrisa de Dorsey se
acentuó. Sus dientes amarillos relucieron.
En aquella oscuridad, en alguna parte, había cosas que parecían retorcerse.
—Eddieeee… He venido a verte, Eddieeee…
Eddie trató de gritar. Lo sacudían oleadas de gris horror, y tuvo la sensación
de estar flotando. Pero no era un sueño; estaba despierto. La mano ceñida a su
zapatilla era blanca como panza de trucha. Los pies descalzos de su hermano se
adherían al cemento, de algún modo. Uno de sus talones había sido arrancado de
un mordisco.
—Baja, Eddieeee…
Eddie no pudo gritar. Sus pulmones no tenían aire suficiente como para un
grito. Extrajo un sonido gemebundo, curiosamente agudo. Cualquier voz más
potente parecía estar fuera de sus posibilidades. Pero todo estaba bien. En uno o
dos segundos, su mente estallaría, y después nada tendría importancia. La mano
de Dorsey era pequeña, pero implacable. Las nalgas de Eddie iban deslizándose
desde el cemento hacia la orilla del canal.
Siempre emitiendo ese ruido gemebundo y agudo, echó una mano atrás y se
aferró al borde de cemento, para tirar de sí hacia atrás. Sintió que la mano perdía
asidero momentáneamente y oyó un siseo furtivo. Tuvo tiempo para pensar:
«Ese no es Dorsey. No sé qué es, pero no es Dorsey». Entonces la adrenalina
inundó su cuerpo y lo hizo reptar hacia atrás, tratando de correr aun antes de
estar de pie con el aliento brotando en silbidos breves y chillones.
Sobre el borde de cemento del canal aparecieron dos manos blancas. Hubo
un ruido mojado, como de un lambetazo. Gotas de agua volaron hacia arriba, en
el claro de luna, desde la piel pálida y muerta. La cara de Dorsey apareció sobre
el borde. En sus ojos hundidos, relucieron sordas chispas rojas. Su pelo mojado
se adhería al cráneo y el lodo le rayaba las mejillas como pintura de guerra.
Por fin, el pecho de Eddie se desatascó. Aspiró profundamente y convirtió el
aire en un alarido. Se puso de pie y echó a correr. Corría mirando por encima del
hombro porque necesitaba saber dónde estaba Dorsey y, como resultado, se
estrelló contra un viejo olmo.
Sintió como si alguien (su padrastro por ejemplo), le hubiera hecho estallar
una carga de dinamita en el hombro izquierdo. Muchas estrellas salieron
disparadas o girando en tirabuzón por su cabeza. Cayó al pie del árbol como
herido por un hacha de guerra, con la sangre goteándole por la sien izquierda.
Pasó noventa segundos, tal vez, nadando en las aguas de la semiinconsciencia.
Luego se las arregló para levantarse otra vez. Se le escapó un quejido cuando
trató de mover el brazo izquierdo. No quería subir. Estaba entumecido, como
lejano. Levantó la mano derecha y se frotó la cabeza, que le dolía ferozmente.
Entonces recordó por qué se había estrellado contra el olmo. Miró en
derredor.
Allí estaba el muro del canal, blanco como hueso y recto como una flecha
bajo el claro de luna. No había rastros de la cosa que había salido del canal…, si
acaso había existido esa cosa. Siguió girando, lentamente, hasta completar
trescientos sesenta grados. El parque Bassey estaba silencioso e inmóvil como
una fotografía en blanco y negro. Los sauces llorones balanceaban sus brazos
finos, tenebrosos, al abrigo de los cuales podía acechar cualquier cosa,
encorvada y demente.
Eddie echó a andar, tratando de mirar a todas partes al mismo tiempo. El
hombro dislocado le palpitaba en dolorosa sincronización con el ritmo cardíaco.
Eddieee, gemía la brisa entre los árboles, ¿no quieres verme, Eddieee? Sintió
que unos fláccidos dedos de cadáver le acariciaban a un lado del cuello. Giró en
redondo, levantando las manos. Se le enredaron los pies y cayó, pero mientras
tanto vio que habían sido sólo las hojas de sauce movidas por la brisa.
Se levantó otra vez. Quería correr, pero cuando lo intentó, hubo otra carga de
dinamita que estalló en su hombro. Tuvo que detenerse. Sabía que a esa altura
debería estar superando el susto, calificándose de estúpido por aterrorizarse ante
un reflejo o tal vez por quedarse dormido sin darse cuenta y tener una pesadilla.
Pero no era así, al contrario. El corazón ya le palpitaba tan deprisa que no era
posible distinguir un latido de otro; tuvo la certeza de que pronto le estallaría de
miedo. No podía correr, pero cuando salió de entre los sauces logró alcanzar un
paso de trote renqueante.
Fijó la vista en la farola que marcaba el portón principal del parque. Se
encaminó hacia allí, algo más rápido, pensando: Llegaré hasta la luz, y pasará el
susto, llegaré hasta la luz, y pasará el susto. Luz plena, no más pena, noche
buena…
Algo lo seguía.
Eddie lo sintió avanzar pesadamente por el bosquecillo de sauces. Si volvía
la cabeza lo vería. Lo estaba alcanzando. Ya oía sus pasos, una especie de
marcha arrastrada, chapoteante. Pero no quiso mirar atrás; no, miraría hacia la
luz y continuaría su carrera hacia ella, y ya estaba casi llegando, casi…
Fue el hedor lo que le hizo mirar atrás. Un hedor mareante, como si una
montaña de pescado se hubiera convertido en carroña bajo el calor del verano.
Era el olor de un océano muerto.
Ya no era Dorsey quien lo seguía. Era el Monstruo de la Laguna Negra.
Tenía el hocico largo y blindado. Un fluido verde goteaba desde dos aberturas
negras en sus mejillas, como bocas verticales. Sus ojos eran blancos y parecían
de gelatina. Sus dedos palmeados tenían uñas que parecían hojas de afeitar.
Respiraba con un ruido burbujeante y grave, como el de un buzo con el
regulador defectuoso. Cuando vio que Eddie lo miraba, sus labios verdinegros se
arrugaron hacia atrás, descubriendo los colmillos enormes en una sonrisa muerta
y vacua.
Iba tras él, chorreando, y Eddie lo comprendió súbitamente: quería llevárselo
otra vez al canal, llevarlo a la húmeda negrura del pasaje subterráneo del canal.
Para devorarlo.
Eddie echó a correr. La farola del portón estaba más cerca. Ya podía ver su
halo de insectos y polillas. Un camión pasó a poca distancia, hacia la Ruta 2. El
conductor estaba cambiando las marchas y la mente desesperada, aterrorizada de
Eddie se dijo que quizás iba bebiendo café en un vaso de papel mientras
escuchaba música por la radio sin saber que, a menos de doscientos metros,
había un niño que, en veinte segundos más, podía morir.
El hedor. El abrumador hedor que se acercaba. Lo rodeaba por completo.
Fue un banco del parque lo que le hizo tropezar. Algunos chicos lo habían
empujado sin darse cuenta, algo más temprano, al correr para llegar a casa antes
del toque de queda. Su asiento asomaba a cuatro o cinco centímetros desde el
pasto, verde sobre verde, casi invisible en la oscuridad. El borde se clavó contra
la espinilla de Eddie, causando un estallido de vidrioso, exquisito dolor. Cayó al
césped.
Al mirar atrás vio que el monstruo se acercaba, centelleantes sus ojos de
huevo pasado por agua, con las escamas chorreando lodo del color de las algas;
las agallas subían y bajaban en el cuello abultado, abriendo y cerrando las
mejillas.
—¡Aggg! —graznó Eddie. Al parecer, no podía decir otra cosa—. ¡Aggg!
¡Aggg! ¡Aggg!
Ahora se arrastraba, clavando los dedos en el césped, con la lengua fuera.
Un segundo antes de que las manos callosas del monstruo, apestando a
pescado, se le cerraran alrededor del cuello, se le ocurrió una idea consoladora:
Esto es un sueño; no puede ser de otra manera. No hay ningún monstruo, no hay
ninguna Laguna Negra. Y aunque la hubiera, eso era en Sudamérica o en los
pantanos de Florida, algo así. Esto es sólo un sueño. Voy a despertar en mi
cama, o tal vez entre la hojarasca bajo el estrado de la orquesta, y…
Aquellas manos de batracio atenazaron su cuello. Los gritos ásperos de
Eddie quedaron borrados. Cuando el monstruo le hizo girar, los ganchos que
brotaban de esos dedos garabatearon marcas sangrantes, como caligrafía, en su
cuello. El chico miró aquellos ojos blancos, relucientes. Sintió que las
membranas entre los dedos le apretaban el cuello como ceñidas bandas de algas
vivas. Su vista, aumentada por el terror, reparó en la aleta, algo así como una
cresta de gallo, pero también la aleta caudal del bagre venenoso, en la cabeza
encorvada del monstruo. Mientras las manos se cerraban cortándole el aire, pudo
ver que la luz blanca de la farola tomaba un tono verde ahumado al trasluz de esa
membrana.
—No… eres… de verdad —jadeó.
Pero las nubes grises se estaban cerrando sobre él. Comprendió, vagamente,
que ese monstruo era bastante real. Después de todo, lo estaba matando.
Sin embargo, algo de raciocinio perduró hasta el mismo final. Mientras el
monstruo le clavaba las garras en la carne blanda del cuello, mientras su arteria
carótida cedía, en un chorro caliente e indoloro que manchó el blindaje de reptil
de aquella cosa, las manos de Eddie tantearon el lomo de la bestia, buscando un
hipotético cierre de cremallera. Sólo cayeron cuando el monstruo le arrancó la
cabeza de los hombros, con un gruñido grave y satisfecho.
En tanto la imagen que Eddie tenía de Eso comenzaba a desvanecerse, Eso se
transformó prontamente en otra cosa.
4
Sin poder dormir, acosado por las pesadillas, un niño llamado Michael Hanlon se
levantó poco después de la primera luz en el primer día de vacaciones. Era una
luz pálida, arropada en una niebla densa y baja que se levantaría a eso de las
ocho, quitando la envoltura a un perfecto día de verano.
Pero eso sería más tarde. De momento, el mundo era todo gris y rosa,
silencioso como un gato en la alfombra.
Mike, vestido con pantalones de pana, camiseta y zapatillas de deporte
negras, bajó la escalera, desayunó un bol de cereales Wheaties (en realidad no le
gustaba esa marca, pero la había pedido por el regalo que traía la caja) y luego
subió de un salto a su bicicleta para pedalear hacia la ciudad, circulando por las
aceras debido a la niebla. La niebla lo cambiaba todo convirtiendo los objetos
comunes, como las bocas de incendio y las señales de tráfico, en cosas
misteriosas, extrañas y algo siniestras. Los coches se dejaban oír, pero no ver;
gracias a la extraña cualidad acústica de la niebla, uno no sabía si estaban lejos o
cerca hasta que los veía aparecer, con fantasmales halos de humedad alrededor
de los faros.
Giró a la derecha por Jackson Street dejando el centro a un lado y luego
cruzó hacia Main por Palmer Lane; mientras pedaleaba por el callejón, de una
sola manzana, pasó ante la casa donde viviría cuando fuera adulto. No la miró.
Era sólo una vivienda pequeña, de dos plantas, con un garaje y un jardín
pequeño. No emitía vibraciones especiales para el niño que pasaría allí la mayor
parte de su vida adulta como propietario y único habitante.
En la calle Main giró a la derecha y siguió hasta el parque Bassey, aún sin
rumbo, paseando, simplemente, para disfrutar la tranquilidad de la hora
temprana. Una vez dentro del portón principal, desmontó de la bicicleta, bajó el
soporte y caminó hacia el canal. Hasta donde él hubiera podido decirlo, no le
impelía sino el más puro capricho. No se le ocurrió, por cierto, que sus sueños de
la noche anterior tuvieran algo que ver con la dirección de sus pasos. Ni siquiera
recordaba qué había soñado, sólo que un sueño había seguido a otro hasta que
despertó, a las cinco de la madrugada, sudoroso, pero temblando y con la idea de
que debía desayunar rápidamente para ir en bicicleta a la ciudad.
Allí, en Bassey, la niebla tenía un olor que no le gustó: olor marino, salado y
viejo. No era la primera vez que lo percibía, por supuesto. En las nieblas del
amanecer, muchas veces se olfateaba, en Derry, la presencia del océano, aunque
la costa estaba a sesenta kilómetros de allí. Pero el olor de esa mañana parecía
más denso, más vital. Casi peligroso.
Algo atrajo su mirada. Se agachó para recoger una navaja barata, de dos
hojas. Alguien había grabado en el flanco las iniciales E. C. Mike la contempló
por un momento, pensativo, antes de guardársela en el bolsillo. El que pierde
llora, el que encuentra atesora.
Miró a su alrededor. Allí, cerca de donde había encontrado la navaja, había
un banco tumbado. Lo puso en posición acomodando los pies de hierro en los
agujeros que habían hecho a lo largo de meses o años. Más allá del banco, vio un
sitio donde el césped estaba aplastado… y a partir de allí, dos surcos. El césped
ya comenzaba a levantarse, pero los surcos aún estaban muy nítidos. Se alejaban
en dirección al canal.
Y había sangre.
(el pájaro acuérdate del pájaro acuérdate del)
Pero no quería acordarse del pájaro; por eso apartó la idea. «Una pelea de
perros, eso es todo. Uno de ellos debe de haber malherido al otro». Era una idea
convincente, pero por algún motivo no lo convenció. Los recuerdos del pájaro
insistían en volver: el que había visto en la fundición Kitchener, un ejemplar que
Stan Uris nunca habría hallado en su libro sobre aves.
Basta. Vete de aquí.
Pero en vez de irse, siguió los surcos. Mientras los seguía; concibió en su
mente una pequeña historia. Era un caso de asesinato. Veamos: un chico que no
ha vuelto a su casa está en la calle después del toque de queda. El asesino lo
atrapa. ¿Y cómo se deshace del cadáver? Lo arrastra hasta el canal y lo arroja
allí, por supuesto. ¡Igual que en Alfred Hitchcock presenta!
Las marcas que estaba siguiendo podían, sí, haber sido dejadas por un par de
zapatos y zapatillas llevados a rastras.
Mike se estremeció y miró a su alrededor, intranquilo. La historia parecía
excesivamente real.
Y supongamos que no lo hizo un hombre, sino un monstruo. Como en las
historietas de terror o en los libros de terror o en las películas de terror o en un
mal sueño en un cuento de hadas o algo así.
Decidió que la historia no le gustaba. Era estúpida. Trató de quitársela de la
cabeza, pero no pudo. ¿Entonces? Se la dejaba estar. Era una idiotez. Había sido
una idiotez ir a la ciudad esa mañana. Y otra idiotez seguir esos dos surcos en el
césped. Su padre le tendría preparadas un montón de tareas para hacer en casa.
Tenía que volver y poner manos a la obra si no quería que la hora más calurosa
de la tarde lo encontrara en el granero, apilando heno. Sí, tenía que volver. Y eso
era lo que iba a hacer.
Por supuesto —pensó—: ¿Qué quieres apostar?
En vez de volver a su bicicleta y regresar a casa para comenzar con sus
tareas, siguió los surcos por el césped. Aquí y allá había más gotas de sangre, ya
medio seca. Pero no mucha. No tanta como allá atrás, junto al banco que él había
enderezado.
Ahora se oía el canal, que corría serenamente. Un momento después, vio el
borde de cemento materializado en la niebla.
Allí, en el césped, había algo más. Vaya, hoy es mi día de suerte, dijo su
mente con dudoso ingenio. En eso, una gaviota graznó en alguna parte y Mike se
encogió de miedo, pensando otra vez en el pájaro que había visto aquel día, justo
en la primavera.
No sé qué hay en el césped y no quiero mirar. Eso era muy cierto, oh, sí,
pero allí estaba ya, inclinándose para ver qué era, con las manos apoyadas por
encima de las rodillas.
Un trocito de tela desgarrada con una gota de sangre.
La gaviota volvió a graznar. Mike miró fijamente el jirón ensangrentado y
recordó lo que le había pasado en la primavera.
5
Todos los años, durante abril y mayo, la granja de los Hanlon despertaba de su
somnolencia invernal.
Mike reconocía la llegada de la primavera, no cuando en las ventanas de la
cocina aparecían los primeros azafranes ni cuando los niños empezaban a llevar
sapos y canicas a la escuela, ni siquiera cuando los Senators de Washington
inauguraban la temporada de béisbol, sino cuando el padre le gritaba que le
ayudara a sacar el camión híbrido del granero. La mitad delantera era un viejo
automóvil Ford A; la de atrás, una camioneta cuya trasera estaba hecha con los
restos de la puerta del gallinero viejo. Si el invierno no había sido demasiado
frío, entre los dos solían ponerlo en marcha simplemente empujándolo camino
abajo. La cabina no tenía puertas, ni parabrisas. El asiento era la mitad de un
viejo sofá que Will Hanlon había recogido en el vertedero de Derry. La palanca
de cambio terminaba en un picaporte redondo, de vidrio.
Lo empujaban camino abajo, uno de cada lado. Cuando empezaba a rodar
con facilidad, Will subía de un salto, hacia girar la llave, retardaba la chispa,
pisaba el embrague y ponía la primera con la manaza cerrada sobre el pomo de
la puerta. Después gritaba: «¡Empújame hasta que pase lo difícil!».
Soltaba el embrague y el viejo motor Ford tosía, se ahogaba, lanzaba
escupitajos… y a veces arrancaba, con trabajo al principio, suavizándose
después. Will rugía colina abajo, hacia las Granjas Rhulin, y usaba ese camino
de entrada para dar la vuelta (si hubiera ido en dirección contraria, Butch, el
loco, el padre de Henry Bowers, probablemente le habría volado la cabeza con
un rifle). Después volvía, haciendo bramar el motor sin silenciador, mientras
Mike brincaba de entusiasmo, lanzando vítores. La madre, a la puerta de la
cocina, se secaba las manos con un repasador y fingía un desagrado que, en
verdad, no sentía.
Otras veces el camión no arrancaba. Entonces Mike tenía que esperar a que
su padre volviera del granero llevando la manivela y murmurando por lo bajo.
Mike estaba muy seguro de que algunas de esas palabras murmuradas eran
palabrotas; en esos momentos su padre le daba un poco de miedo. (Sólo mucho
más tarde, durante una de esas interminables visitas al hospital en donde Will
Hanlon agonizaba, descubrió que su padre murmuraba porque la manivela le
inspiraba temor: una vez lo había golpeado cruelmente al escapar de su sitio,
abriéndole un lado de la boca).
—Apártate, Mickey —decía, encajando la manivela en la base del radiador.
Y cuando el Ford A estaba, por fin, en marcha, decía que al año siguiente lo
cambiaría por un Chevrolet. Pero nunca lo hacía. Ese viejo híbrido Ford A aún
estaba tras la casa, hundido en la hierba hasta los ejes.
Cuando funcionaba, con Mike ya sentado junto a su padre olfateando el
aceite caliente y los humos de escape, entusiasmado por la brisa que entraba por
el agujero sin vidrios, pensaba: Ya está aquí la primavera. Todos estamos
despertando. Y en su alma se elevaba un hurra silencioso que sacudía los muros
de ese jubiloso cubículo. Sentía amor hacia todo lo que le rodeaba y, sobre todo,
hacia su padre, que le sonreía, gritando:
—¡Sujétate, Mickey! ¡Vamos a darle con todo! ¡Ya verás como corren los
pájaros a esconderse!
Y volaba por la carretera, con las ruedas traseras escupiendo tierra negra y
arcilla gris. Los dos se bamboleaban dentro de la cabina, sobre el asiento-sofá,
riendo como tontos. Will hacía pasar el Ford A por la hierba alta del sembrado
trasero que se reservaba para el heno, ya hacia el sembrado del sur (patatas), el
del oeste (maíz y habas) o el del este (guisantes, calabazas y calabacines). A su
paso, los pájaros salían volando desde la hierba al paso del camión, chillando de
terror. Una vez fue una codorniz la que alzó el vuelo, ave magnífica, tan parda
como los robles al avanzar el otoño. El explosivo zumbar de sus alas se escuchó
aun por encima del rugido del motor.
Esos paseos eran la puerta de Mike Hanlon hacia la primavera.
El trabajo del año se iniciaba con la cosecha de rocas. Durante una semana,
todos los días, sacaban el Ford A y cargaban la parte trasera de piedras que
hubieran podido romper una hoja de arado cuando llegara el momento de abrir la
tierra y plantar. A veces, el camión se atascaba en el barro de primavera y Will
mascullaba por lo bajo… más palabrotas, suponía Mike. Él conocía algunas de
esas palabras y expresiones, pero otras, como «hijo de una gran ramera», lo
intrigaban. Había encontrado esa palabra en la Biblia y, hasta donde captaba la
situación, una ramera era una mujer que venía de un sitio llamado Babilonia.
Una vez decidió preguntárselo al padre, pero el Ford A estaba hundido en el
barro hasta los amortiguadores, de modo que decidió esperar mejor oportunidad
pues había nubes de tormenta en el ceño de su padre. Acabó consultándolo con
Richie Tozier, y Richie le dijo lo que su propio padre le había explicado: que una
ramera era una mujer a la que se pagaba para que tuviera relaciones sexuales con
los hombres.
—¿Qué quiere decir tener relaciones sexuales? —preguntó Mike.
Y Richie se había alejado, apretándose la cabeza con las manos.
En cierta ocasión, Mike preguntó a su padre por qué, si todos los años
pasaban el mes de abril cosechando piedras, siempre había más piedras al abril
siguiente.
Estaban de pie ante el vertedero, al atardecer del último día de la cosecha de
piedras de ese año. Un camino de tierra apisonada que no se merecía el nombre
de carretera iba desde el fondo del sembrado oeste hasta ese barranco, próximo a
la ribera del Kenduskeag. El barranco era un confuso montón de rocas extraídas
de año en año de los terrenos de Will.
Will había contemplado esas malas tierras, que él había cultivado sólo al
principio, con ayuda de su hijo después (bajo esas rocas, él lo sabía, estaban los
restos podridos de los tocones que él mismo había arrancado, de uno en uno,
antes de poder arar). Encendió un cigarrillo y dijo:
—Según solía decir mi padre, Dios ama las piedras, las moscas, las hierbas y
a la gente pobre por encima del resto de sus creaciones. Por eso hizo tantas de
esas cosas.
—Pero es como si cada año regresaran.
—Sí, eso pienso yo —respondió Will—. No cabe otra explicación.
Una gaviota graznó en el otro lado del Kenduskeag en un crepúsculo oscuro
que había dado al agua un color rojo naranja intenso. Era un graznido solitario,
tan solitario que puso carne de gallina en los brazos cansados de Mike.
—Te quiero, papá —dijo súbitamente, sintiendo ese cariño con tanta
intensidad que los ojos le ardieron de lágrimas.
—Bueno, yo también te quiero, Mickey —repuso su padre y lo abrazó con
fuerza.
Mike sintió la tela áspera de su camisa contra la mejilla.
—Y ahora, ¿qué te parece si volvemos a casa? Tenemos el tiempo justo para
darnos un buen baño antes de que esa buena mujer sirva la cena.
—Ayuh —asintió Mike.
—Ayuh tu abuela —replicó Will Hanlon.
Y los dos rieron, cansados, pero felices, brazos y piernas trabajados, pero no
en exceso, raspadas las manos por las piedras, pero no demasiado doloridas.
Ya está aquí la primavera —pensó Mike esa noche, al adormilarse en su
cuarto, mientras sus padres miraban la tele en el cuarto vecino—. Ha vuelto la
primavera. Gracias, Dios mío, muchas gracias. Y al volverse para dormir,
dejándose caer en el sueño, oyó otra vez el graznido de la gaviota. La primavera
daba mucho trabajo, pero era hermosa.
Terminada la cosecha de piedras, Will dejaba el Ford A entre el pasto
crecido, detrás de la casa, y sacaba del granero el tractor. Había llegado el
momento de gradar; el padre conducía el tractor mientras Mike iba en la parte
trasera, sujeto al asiento de hierro, o caminaba a un lado recogiendo cualquier
piedra que se les hubiera pasado por alto para arrojarlas a un lado. Después se
plantaba y finalmente venía el trabajo del verano: azada y más azada. La madre
reparaba a Larry, Moe y Curly,[17] los tres espantajos, mientras Mike ayudaba a
su padre a hacer bramaderas para poner sobre cada una de las cabezas rellenas de
paja. Una bramadera era una lata con ambos extremos cortados. Se ataba un
trozo de cordel, bien encerado y tenso, atravesando el centro de la lata, y cuando
el viento soplaba por allí, provocaba un sonido escalofriante, una especie de
graznido. Las aves no tardaban en descubrir que Larry, Moe y Curly no
representaban amenaza alguna, pero las bramaderas siempre las asustaban.
A partir de julio había que cosechar, además de azadonar: primero los
guisantes y los rábanos; después la lechuga y los tomates sembrados bajo
cobertizo; en agosto el maíz y las habas; en septiembre más maíz y más habas,
para terminar con las calabazas y los calabacines. En algún momento, entre todo
eso, venían las patatas. Después, cuando los días se acortaban y el aire se afilaba,
él y su padre guardaban las bramaderas (que desaparecerían durante el invierno,
invariablemente; al parecer, siempre había que hacer nuevas al llegar la
primavera). Al día siguiente, Will llamaba a Norman Sadler (tan tonto como su
hijo Moose, pero infinitamente más bueno) y Norman aparecía con su máquina
de cosechar patatas.
Durante las tres semanas siguientes, todos ellos trabajaban en la recolección
de patatas. Además de la familia, Will contrataba a tres o cuatro chicos de la
secundaria para que ayudaran a cambio de veinticinco centavos por saco. El
Ford A recorría lentamente los surcos del sembrado sur, el más grande, siempre a
escasa velocidad y con el portón trasero abierto; iba lleno de sacos, cada uno con
el nombre de la persona que lo había llenado. Al terminar la jornada, Will abría
su vieja billetera y pagaba a cada recolector en efectivo. También Mike y su
madre recibían su paga; ese dinero era de ellos, y Will Hanlon nunca preguntaba
qué hacían con él. Mike había recibido una participación del 5 por ciento en la
granja al cumplir los cinco años (edad suficiente, decía Will, para manejar una
azada y distinguir entre la hierba y las plantas de guisantes). Cada año se le
asignaba otro uno por ciento; pasado el día de Acción de Gracias, Will
computaba los beneficios de la granja y deducía la parte de Mike… Pero el chico
nunca veía un centavo de ese dinero. Se lo depositaba en su cuenta de ahorros
para la Universidad, y no se tocaría bajo ninguna circunstancia.
Al fin llegaba el día en que Normie Sadler volvía a su casa con su cosecha de
patatas. Por entonces, el aire habría tomado un tono gris y habría escarcha en las
calabazas anaranjadas, apiladas a un lado del granero. Mike, de pie en el patio,
con la nariz roja y las manos sucias escondidas en los bolsillos del vaquero,
contemplaba a su padre, que llevaba al granero el Ford A y después el tractor.
Pensaba: Nos estamos preparando para dormir otra vez. La primavera…
desapareció. El verano… se fue. La cosecha… terminó. Sólo quedaba en ese
momento el extremo abotargado del otoño: árboles desnudos, tierra congelada,
un encaje de hielo en las orillas del Kenduskeag. En los sembrados, los cuervos
se posaban a veces en los hombros de Moe, Larry y Curly, y se quedaban todo el
tiempo que desearan: los espantajos estaban mudos, desprovistos de amenaza.
El final de un año más no horrorizaba a Mike (a los nueve, a los diez años,
era aún demasiado joven como para hacer metáforas mortales), porque había
muchas cosas interesantes que hacer: andar en trineo por el parque McCarron o
en la colina Rhulin, allí, en Derry, si uno era valiente (aunque eso era,
generalmente, para los más grandes), patinar en el hielo y organizar batallas con
bolas de nieve o construcciones de castillos de nieve. Había tiempo para pensar
en salir con su padre en busca de un pino navideño. Había tiempo para pensar en
los esquís «Nordica» que podrían regalarle o no en Navidad. El invierno era
hermoso… pero cuando veía a su padre llevar el Ford A al granero…
(la primavera desapareció, el verano se fue, la cosecha terminó)
siempre se sentía triste, así como se sentía triste cuando veía las bandadas
emigrando hacia el sur y así como sentía a veces ganas de llorar sin motivo, ante
cierta inclinación de la luz. Nos estamos preparando otra vez para dormir…
No todo era escuela y tareas, tareas y escuela. Will Hanlon había dicho a su
mujer, más de una vez, que los chicos necesitan tiempo para ir de pesca, aunque
no era pescar lo que hacían. Cuando Mike llegaba a casa desde la escuela, lo
primero que hacía era poner sus libros sobre el televisor de la sala; lo segundo,
prepararse alguna merienda (era especialmente adepto a los sándwiches de
cebolla y mantequilla de cacahuete, gusto que desataba en su madre gestos de
indefenso espanto); lo tercero, leer la nota que su padre le hubiera dejado
diciéndole dónde estaría él y cuáles eran sus tareas a ejecutar: ciertos surcos a los
que arrancar las hierbas o dónde iniciar la cosecha, cestos a llevar, siembras a
rotar, lugares a barrer, cualquier cosa. Pero un día laboral a la semana (a veces,
dos) no había nota alguna. En esas ocasiones, Mike iba de pesca, aunque no era
pescar lo que hacía. Esos días eran grandiosos. Como no tenía un sitio
determinado al que ir, no sentía prisa alguna por llegar allí.
De vez en cuando, el padre le dejaba otro tipo de notas: Tareas, ninguna, por
ejemplo. Ve a Old Cape y observa los rieles del tranvía. Mike iba a la zona de
Old Cape, buscaba las calles con las vías aún visibles y las inspeccionaba con
atención, maravillado al pensar que por el medio de las calles hubieran circulado
cosas parecidas a trenes. Por la noche hablaba de eso con su padre y él le
enseñaba fotografías de su álbum de Derry donde se veían los tranvías en
funcionamiento; desde el techo les brotaba un extraño mástil conectado a un
cable eléctrico y tenían anuncios de cigarrillos en los flancos.
Otra vez había enviado a Mike al parque Memorial, donde se encontraba la
torre-depósito, para contemplar el baño de las aves. En cierta ocasión fueron
juntos a los tribunales para ver una máquina terrible, hallada en la buhardilla por
el comisario Borton. Ese artefacto se llamaba silla para vagabundos. Era de
hierro moldeado, con cepos para las manos y las piernas. En el respaldo y el
asiento había salientes redondeadas. Mike recordó una fotografía que había visto
en algún libro: la foto de la silla eléctrica de Sing Sing. El comisario dejó que
Mike se sentara en la silla para vagabundos y probara los cepos.
Cuando pasó la primera y ominosa novedad de usar los cepos, Mike miró
interrogativamente a su padre y al comisario Borton, sin saber por qué era ése un
castigo tan terrible para los «vagos», como llamaba el comisario a los
desocupados que habían pasado por la ciudad en las décadas de 1920 y 1930.
Esos salientes eran incómodos, por supuesto, y los cepos dificultaban cualquier
cambio de posición, pero…
—Bueno, tú eres sólo un chico —dijo el comisario, riendo—. ¿Cuánto
pesas? ¿Treinta y cinco, cuarenta kilos? Casi todos los vagos que el comisario
Sully sentaba en esa silla pesaban el doble. Después de una hora, empezaban a
sentirse incómodos; después de dos o tres muy molestos; al cabo de cuatro o
cinco, realmente mal. A las siete u ocho horas comenzaban a gritar y casi todos
estaban llorando a las dieciséis o diecisiete. Cuando se cumplía el plazo de
veinticuatro horas, estaban dispuestos a jurar ante Dios y todos los hombres que,
si alguna vez volvían por los rieles de Nueva Inglaterra, pasarían muy lejos de
Derry. Hasta donde sé, la mayoría respetaba esa palabra. Las veinticuatro horas
de silla eran muy persuasivas.
De pronto la silla pareció tener más bultos que se clavaban más hondo en las
nalgas, la columna, la cintura y hasta en la nuca.
—Por favor, ¿puedo levantarme? —preguntó Mike cortésmente.
El comisario Borton volvió a reír. Hubo un momento, un instante de pánico,
durante el cual Mike temió que el comisario se limitara a balancear las llaves de
los cepos delante de sus ojos, diciendo: «Te soltaré, sí… cuando se cumplan las
veinticuatro horas».
Mientras volvían a la casa, preguntó:
—¿Para qué me has traído, papá?
—Ya lo sabrás cuando seas grande —respondió Will.
—A ti no te gusta el comisario, ¿verdad?
—No —contestó su padre con voz tan seca que Mike no se atrevió a
preguntar más.
Pero a Mike le gustaban, en su mayoría, los lugares de Derry que su padre le
hacía visitar. A los diez años, Will había logrado ya transmitirle su propio interés
por los estratos de la historia de Derry. A veces, mientras deslizaba los dedos por
la rugosa superficie donde se asentaba el baño de los pájaros o cuando se
agachaba para inspeccionar las vías de tranvías, entonces le asaltaba una
profunda sensación de tiempo: el tiempo como algo real, como algo que tenía un
peso invisible, así como la luz del sol, supuestamente, tenía peso (algunos de los
chicos, en la escuela, se habían reído al decirles eso la señora Greengus, pero
Mike se sentía demasiado aturdido por el concepto como para reír. Su primer
pensamiento fue ¿La luz tiene peso? Oh, por Dios, eso es terrible). El tiempo,
como algo que, tarde o temprano, lo enterraría.
La primera nota que le dejó su padre, aquella primavera de 1958, estaba
garabateada en el dorso de un sobre y sujeta bajo un salero. El aire tenía una
dulce tibieza primaveral y su madre había abierto todas las ventanas. No hay
tareas —decía la nota—. Si quieres, ve en bicicleta por Pasture Road. Verás, a
la izquierda, un montón de escombros y maquinarias viejas. Echa un vistazo y
trae un recuerdo. ¡No te acerques al sótano! Y vuelve antes del oscurecer. Ya
sabes por qué.
Mike sabía por qué, claro que sí.
Dijo a su madre a dónde iba y ella frunció el ceño.
—¿Por qué no preguntas a Randy Robinson si puede ir contigo?
—Sí, bueno. Pasaré a preguntarle —dijo Mike.
Lo hizo, pero Randy había ido con su padre a Bangor para comprar semillas
de patatas. Así que Mike siguió en su bicicleta solo, hasta Pasture Road. Era un
trayecto largo: algo más de seis kilómetros. Mike calculó que eran las tres
cuando apoyó la bicicleta contra la vieja cerca de madera, al costado izquierdo
de Pasture Road, y trepó por ella. Tendría una hora para explorar, antes de iniciar
el regreso. Habitualmente, su madre no se enfadaba siempre que estuviese de
regreso a las seis, hora en que servía la cena, pero un episodio memorable le
había enseñado que ese año las cosas eran distintas. En la única ocasión en que
llegó tarde a cenar, encontró a su madre casi histérica. Lo atacó con el paño de
secar los platos, azotándole con él, mientras el chico permanecía boquiabierto
ante la puerta de la cocina, con la trucha en el cestito, a sus pies.
—¡No vuelvas a darme semejantes sustos! —gritó la madre—. ¡Nunca más,
nunca más!
Cada nunca más era acentuado por otro azote con el paño de cocina. Mike
esperaba que su padre interviniera para interrumpir aquello, pero Will no lo hizo.
Tal vez sabía que, si se entrometía, ella volcaría también contra él su furia de
gata salvaje. Y Mike aprendió la lección; sólo hizo falta una azotaina con el
trapo de los platos. En casa antes del oscurecer. Sí, señora, como usted mande.
Cruzó el terreno hacia las titánicas ruinas que se levantaban en el centro.
Eran, por supuesto, los restos de la Fundición Kitchener. Aunque él había pasado
por allí, nunca se le hubiera ocurrido explorarlas y tampoco había sabido de
ningún chico que lo hiciera. En ese momento, al agacharse para examinar
algunos ladrillos tumbados que formaban un tosco mojón, creyó comprender por
qué. El terreno estaba soleado de una forma deslumbrante, bañado por el sol de
primavera (ocasionalmente, al pasar una nube frente al sol, una gran persiana de
sombras recorría lentamente el lugar), pero allí había algo escalofriante, un
silencio meditabundo quebrado sólo por el viento. Mike se sentía como el
explorador que encuentra los últimos restos de alguna fabulosa ciudad perdida.
Hacia delante y a la derecha, vio el flanco redondeado de un enorme cilindro
de azulejos que se elevaba entre el elevado pasto. Corrió hacia allí. Era la
chimenea principal de la fundición. Echó un vistazo al interior del hueco y sintió
otro escalofrío como un gusano por su columna. Era tan amplio, que él habría
podido meterse dentro, pero no pensaba hacerlo. Sólo Dios sabía qué mugre
extraña habría allí adherida a los azulejos interiores, ennegrecidos por el humo,
qué bestias o bichos horribles podrían haber establecido su residencia en ese
hueco. El viento soplaba a ráfagas. Cuando penetraba por la boca de la chimenea
caída, despedía un sonido fantasmal, como el de los cordeles encerados que él y
su padre ponían en las bramaderas al terminar el invierno. Retrocedió, nervioso.
De pronto pensaba en la película que había visto con su padre la noche anterior
en la tele. Se llamaba Rodan. Por la noche le había parecido muy divertida. Su
padre reía y gritaba «¡Caza ese pájaro, Mickey!» cada vez que aparecía Rodan, y
Mike le disparaba con el dedo hasta que la madre se asomó para decirles que se
callaran si no querían darle un dolor de cabeza con tanto ruido.
Pero ahora no resultaba tan divertido. En la película habían sido unos
mineros japoneses los que liberaban a Rodan en las entrañas de la tierra al
excavar el túnel más profundo del mundo. Y al mirar el hueco negro de ese tubo
resultaba muy fácil imaginar a ese pájaro agazapado en el otro extremo, con las
alas correosas, como de murciélago, plegadas sobre el lomo, la mirada fija en esa
pequeña y redonda cara infantil, mirando, mirando con sus ojos circundados de
oro.
Mike, estremecido, se echó atrás.
Caminó a lo largo de la chimenea, que se había hundido en la tierra hasta
dejar al descubierto sólo la mitad de su circunferencia. El suelo se elevaba
ligeramente. Siguiendo un impulso, el chico trepó a ella. La chimenea era mucho
menos temible por fuera donde la superficie de los azulejos estaba calentada por
el sol. Mike se puso de pie y caminó por ella, con los brazos tendidos (la
superficie era ancha y no corría peligro de caerse, pero estaba fingiendo ser un
equilibrista de circo). Le gustaba el modo en que el viento le revolvía el pelo.
En el otro extremo, bajó de un salto y comenzó a examinar cosas: ladrillos,
moldes retorcidos, trozos de madera, fragmentos herrumbrosos de alguna
maquinaria. Trae un recuerdo, había dicho su padre en la nota y él quería elegir
uno interesante.
Vagabundeó por entre los escombros acercándose al sótano de la fundición
con cuidado de no cortarse con los vidrios rotos que abundaban por ahí.
Mike no había olvidado la advertencia de su padre en cuanto a no acercarse a
ese sótano; tampoco ignoraba la masacre que se había producido allí más de
cincuenta años antes. Estaba convencido de que, si en Derry había un lugar
embrujado, era ése. A pesar de eso, o por eso mismo, estaba decidido a quedarse
hasta que hubiera hallado algo realmente digno de llevar a casa para enseñárselo
a su padre.
Avanzó con lentitud y sobriedad hacia el sótano cambiando su curso para
caminar paralelamente a su lado desigual. De pronto, una voz le advirtió,
susurrante, que estaba acercándose demasiado, que algún sector, debilitado por
las lluvias de primavera, podría derrumbarse bajo sus talones y arrojarlo a ese
agujero, donde sólo Dios sabía cuántos hierros estarían esperando para
atravesarlo como a un bicho, abandonándolo a una muerte herrumbrosa y
contorsionada.
Levantó un marco de ventana y lo arrojó a un lado. Allí había un cazo, lo
bastante grande como para la sopera de un gigante con el mango retorcido por
algún calor imposible de imaginar. Allá, un pistón demasiado voluminoso como
para que pudiera levantarlo, ni siquiera moverlo. Pasó por encima del pistón y…
¿Y si encuentro un cráneo? —pensó de pronto—. El cráneo de uno de esos
chicos que murieron aquí mientras buscaban huevos de Pascua en mil
novecientos no sé cuántos.
Miró el terreno bañado por el sol, horrorizado ante la idea. El viento hacía
sonar una nota grave en sus oídos, mientras otra sombra navegaba
silenciosamente por el solar, como la sombra de un murciélago gigantesco… o
de un pájaro ciclópeo. Una vez más, cobró conciencia del silencio que allí
reinaba, de lo extraño que parecía ese terreno, con sus montones de mampostería
y sus columnas de hierro, inclinadas a un lado y a otro. Era como si allí, mucho
tiempo antes, se hubiera librado una horrible batalla.
No seas idiota —se dijo, intranquilo—. Todo lo que se podía encontrar aquí
lo encontraron hace cincuenta años, después de aquello. Y aunque no hubiera
sido así, a estas horas cualquier chico o algún adulto, habrían encontrado… el
resto. ¿O crees que sólo tú has venido aquí en busca de recuerdos?
No, no digo eso, pero…
¿Pero qué? —inquirió el lado racional de su mente. A Mike le pareció que
estaba hablando demasiado fuerte, demasiado rápido—. Aunque aún quedara
algo por encontrar, se habría podrido hace años. ¿Y qué?
Encontró, entre la hierba, un cajón de escritorio astillado. Después de echarle
un vistazo lo arrojó a un lado y se acercó un poquito más al sótano, donde los
restos eran más densos. Sin duda allí, encontraría algo.
Pero, ¿y si hay fantasmas? Buena pregunta. ¿Y si aparece una mano por el
borde de ese sótano y se acerca a mí? Chicos vestidos de fiesta, con ropas
desgarradas y podridas por cincuenta años de lodo en primavera y lluvia en
otoño y nieve en invierno. Chicos sin cabeza, sin piernas, con la barriga abierta
como arenques. Chicos igual a mí que tal vez habrían venido a jugar… cuando
estuviera oscuro, bajo las vigas de hierro y las columnas herrumbradas…
¡Oh, basta, por el amor de Dios!
Pero un escalofrío le recorrió la espalda. Decidió que era hora de coger
cualquier cosa y salir pitando de allí. Levantó algo, casi al azar, y resultó una
rueda dentada de unos diecisiete o dieciocho centímetros de diámetro. Usó el
lápiz que llevaba en el bolsillo para quitar apresuradamente la tierra de entre los
dientes. Luego se guardó el recuerdo en el bolsillo. Ahora se iría de allí
enseguida, si…
Pero sus pies se movieron lentamente en la dirección incorrecta, hacia el
sótano; se dio cuenta, con horror, de que necesitaba mirar hacia dentro.
Necesitaba ver.
Se sujetó de una viga esponjosa que brotaba de la tierra y se balanceó hacia
adelante tratando de mirar hacia abajo. No podía. Estaba a cuatro o cinco metros
del borde, pero aún no llegaba a ver el fondo del sótano.
No me importa si veo el sótano o no. Ahora mismo me voy. Ya tengo mi
recuerdo. No tengo por qué mirar ese agujero feo. Y la nota de papá decía que
no me acercara.
Pero esa curiosidad entristecida, casi febril, no lo dejó en paz. Se acercó al
sótano, paso a paso, trémulo, consciente de que, en cuanto la viga de madera
estuviera fuera de su alcance, ya no tendría de dónde sujetarse, consciente
también de que el suelo, allí, estaba embarrado y poco firme. A lo largo del
borde se veían depresiones como tumbas donde el suelo había cedido y
comprendió que en esos lugares se habían producido derrumbes.
Con el corazón palpitando en su pecho, con el paso duro y medido de un
soldado, llegó al borde y miró hacia abajo.
Anidado en el sótano, el pájaro levantó la mirada.
En un principio, Mike no estuvo seguro de lo que veía. Todos los nervios de
su cuerpo parecían congelados, incluyendo los que transportaban el
pensamiento. No era sólo por el espanto de ver a un pájaro monstruoso con el
pecho naranja como el de un petirrojo y el plumaje descoloridamente gris, como
el de un gorrión. Era, sobre todo, por el espanto de lo completamente inesperado.
Había ido preparado para ver restos de maquinaria medio sumergidos en charcos
de agua estancada y en lodo negro. En cambio, estaba viendo un nido gigantesco
que llenaba todo el sótano de punta a punta. Con las pajas que lo componían
hubieran podido hacerse varias parvas de heno, pero eran briznas plateadas,
viejas. El pájaro estaba posado en el medio, con los ojos de bordes brillantes
negros como alquitrán caliente; por un momento de locura, antes de que se
rompiera su parálisis, Mike se vio reflejado en cada uno de ellos.
Entonces la tierra comenzó súbitamente a moverse y a correr bajo sus pies.
Mike oyó el sonido desgarrado de las raíces que cedían y notó que estaba
resbalando.
Con un chillido, se arrojó hacia atrás, manoteando en busca de equilibrio. Lo
perdió y cayó pesadamente al suelo sembrado de escombros. Un trozo de metal,
duro y romo, se le hincó dolorosamente en la espalda. Tuvo tiempo de pensar en
la silla para vagabundos antes de oír el susurro explosivo de las alas.
Trepó de rodillas, arrastrándose, sin dejar de mirar por encima del hombro.
El pájaro se elevó desde el sótano. Sus garras escamosas eran color naranja
opaco. Las alas que batía, cada una de tres metros o más, agitaron el pasto
crecido al azar como lo haría la hélice de un helicóptero. El ave emitió un
graznido zumbante, gorjeante. Unas cuantas plumas sueltas le cayeron de las
alas y descendieron en espiral hacia el sótano.
Mike se puso de pie y echó a correr.
Corrió a toda velocidad por el terreno ya sin mirar atrás, temeroso de mirar
atrás. Ese pájaro no se parecía a Rodan, pero él percibía que era su espíritu el
que se elevaba desde el sótano de la Fundición Kitchener como de una horrible
caja de sorpresas. Tropezó y cayó sobre una rodilla, pero se levantó para volver a
correr.
Ese graznido extraño, entre zumbante y gorjeante, volvió a dejarse oír. Una
sombra lo cubrió y al levantar la mirada vio que el ave había pasado a metro y
medio por encima de su cabeza, por arriba. Abría y cerraba su pico amarillento
descubriendo la rosada superficie interior. Giró otra vez en dirección a Mike. El
viento que generaba le barrió la cara trayendo consigo un olor seco y
desagradable: polvo de buhardillas, antigüedades muertas, almohadones
podridos.
Mike se desvió hacia la izquierda. Entonces volvió a ver la chimenea caída.
Corrió en esa dirección, todo lo que podían sus piernas, con los brazos aleteando
con golpes cortos al costado. El ave graznó dejando oír el aleteo de sus alas.
Parecían velámenes. Algo golpeó a Mike en la nuca y un fuego ardoroso le
corrió hasta el cuello. Sintió que se esparcía como sangre comenzando a gotear
por el cuello de su camisa.
El ave volvió a girar con intención de cogerlo con sus garras y llevárselo
como si fuera un ratón. Quería llevárselo a su nido. Quería comérselo.
Mientras volaba hacia él, en picado, con esos ojos negros, horriblemente
vivos, fijos en él, Mike giró bruscamente hacia la derecha. El ave no lo
alcanzó… pero por muy poco. El hedor polvoriento de sus alas era sobrecogedor,
insoportable.
Ahora corría en dirección paralela a la chimenea caída; sus azulejos pasaban
como un borrón. Ya tenía el extremo a la vista. Si llegaba hasta allí y lograba
girar a la izquierda para meterse dentro, tal vez se salvase. El pájaro parecía
demasiado grande como para entrar allí. Estuvo a punto de no llegar. El ave voló
nuevamente contra él apuntando hacia arriba al llegar, levantando un huracán
con las alas. Sus garras escamosas descendían ya hacia Mike. Chilló otra vez y
en esa oportunidad el niño creyó oír una nota de triunfo en su grito.
Bajó la cabeza, levantó el brazo y se lanzó hacia adelante. Las garras se
cerraron. Por un momento, su antebrazo quedó en poder del ave. Era como estar
apresado por unos dedos increíblemente fuertes coronados por duras uñas.
Mordían como dientes. Los aleteos del ave sonaban como truenos. Mike tuvo
apenas conciencia de las plumas que caían a su alrededor, algunas rozándole la
mejilla como besos fantasmales. Luego, el pájaro volvió a elevarse. Por un
momento, Mike se sintió tironeado hacia arriba hasta quedar de puntillas… y por
un segundo petrificante las punteras de sus zapatillas perdieron contacto con la
tierra.
—¡Suéltame! —vociferó, torciendo el brazo.
Por un momento, las garras siguieron sujetándolo, pero de pronto se desgarró
la manga de la camisa. Mike cayó al suelo con un golpe seco, y el pájaro chilló.
Mike volvió a correr rozando las plumas de la cola, haciendo arcadas ante aquel
hedor seco. Era como correr por entre una cortina de plumas.
Tosiendo aún, con los ojos irritados por las lágrimas y ese polvo asqueroso
que cubría las plumas del ave, cayó dentro de la chimenea derrumbada. Ya no
pensaba en lo que podía estar acechando allí dentro. Corrió hacia la oscuridad
donde sus sollozos jadeantes cobraban un eco oscuro. Retrocedió unos seis
metros antes de girar hacia el brillante círculo de luz. El pecho le subía y le
bajaba espasmódicamente. De pronto comprendió que, si había calculado mal el
tamaño del ave o el diámetro de la chimenea, se habría matado tal como si
hubiera puesto la pistola de su padre contra su frente antes de apretar el gatillo.
No había salida. Eso no era un tubo, sino un callejón cerrado. El otro extremo de
la chimenea estaba oculto en la tierra.
El ave volvió a graznar. De pronto se oscureció la luz del extremo libre.
Aquel pájaro se había posado en tierra. Mike vio sus patas amarillas, escamosas,
tan gruesas como un muslo de hombre. Luego, el animal agachó la cabeza para
mirar hacia dentro. Mike se encontró mirando fijamente aquellos ojos,
horriblemente vivos, negros como alquitrán fresco y con aros de oro a modo de
iris. Su pico se abría y se cerraba una y otra vez, siempre con un chasquido
audible, como el que uno oye al cerrar los dientes con fuerza.
Afilado —pensó Mike—. Es un pico afilado. Yo sabía, claro, que los pájaros
tienen el pico afilado, pero hasta ahora no había pensado en eso.
Otro chillido. Sonaba tan potente en aquella garganta de azulejos que Mike
se cubrió las orejas con las manos.
El ave comenzó a entrar, trabajosamente, por la boca de la chimenea.
—¡No! —gritó el chico—. ¡No, no puedes!
La luz se iba borrando mientras el pájaro metía su cuerpo por el tubo de la
chimenea. Oh, Dios mío, ¿cómo no pensé que era casi todo plumas, que podía
estrecharse? La luz se borraba, se borraba… Desapareció por completo. Sólo
quedaban la negrura total, el sofocante olor del pájaro y el sonido susurrante de
sus plumas.
Mike cayó de rodillas y comenzó a tantear el suelo curvo de la chimenea con
las manos bien abiertas. Encontró un trozo de azulejo roto cuyos bordes afilados
estaban forrados por algo que parecía musgo. Echó el brazo hacia atrás y lo
arrojó. Se oyó un ruido seco. El ave repitió su gorgojeo zumbante.
—¡Sal de aquí! —aulló Mike.
Reinó el silencio… y luego se inició otra vez aquel sonido susurrante, como
de papel de seda, al reanudar el pájaro su forcejeo por avanzar en el tubo. Mike
palpó el suelo, encontró otros fragmentos de azulejo y comenzó a arrojarlos, uno
tras otro. Rebotaban sordamente en el ave y tintineaban contra la curva de la
chimenea.
Por favor, Dios mío —pensó Mike, incoherente—. Por favor, por favor, Dios
mío…
Entonces se le ocurrió que debía retroceder por el tubo. Había entrado por la
base de la chimenea; lo lógico era que se estrechara hacia arriba. Podría
retroceder escuchando ese susurro que lo seguía; si tenía suerte, tal vez llegara a
un punto donde el ave no pudiera seguir avanzando.
Pero, ¿y si el pájaro se atascaba?
En ese caso, él y el pájaro morirían juntos allí. Morirían juntos y juntos se
pudrirían. En la oscuridad.
—¡Por favor, Dios mío! —vociferó, sin saber que había hablado en voz alta.
Arrojó otro fragmento de azulejo y esa vez su impulso fue más poderoso.
Sintió, diría a los otros mucho después, como si alguien estuviera detrás de él en
ese momento y ese alguien hubiera dado a su brazo un impulso tremendo. Esa
vez no se oyó el rebote entre las plumas, sino un ruido chapoteante, como el que
podría hacer una palmada en la superficie de gelatina semisolidificada. El pájaro
chilló, pero no de furia, sino de auténtico dolor. El tenebroso tremolar de sus alas
llenó la chimenea; un aire maloliente pasó junto a Mike como un huracán
agitándole la ropa. Entre toses y arcadas, retrocedió entre el polvo y el musgo
que se arremolinaban.
Volvió la luz, gris y débil al principio, pero cada vez más potente, mientras el
ave se retiraba de la boca. Mike rompió en lágrimas y, dejándose caer de rodillas,
comenzó a buscar trozos de azulejos como enloquecido. Sin noción consciente,
se adelantó con las manos llenas de proyectiles (la luz le permitía ver que
estaban manchados de musgo y líquenes azul grisáceo, como lápidas de pizarra)
hasta que llegó casi a la boca de la chimenea. No dejaría, en lo posible, que el
ave volviera a entrar.
Estaba allí, inclinado, con la cabeza torcida, tal como suelen ponerla en su
percha los pájaros adiestrados y Mike vio dónde le había dado con su último
proyectil. El ojo derecho había desaparecido casi por completo; en vez de esa
centelleante burbuja de alquitrán fresco, había un cráter lleno de sangre. Un
engrudo de color gris blancuzco goteaba desde la comisura corriendo hasta el
pico. En ese chorro mórbido se retorcían diminutos parásitos.
Lo vio y se lanzó hacia adelante. Mike comenzó a arrojarle trozos de azulejo
que le golpearon en la cabeza y el pico. El ave se retiró por un momento y volvió
a atacar con el pico abierto, descubriendo otra vez aquel interior rosa… y
revelando algo que dejó a Mike momentáneamente petrificado, con la boca
abierta: la lengua del ave era plateada, con una superficie tan resquebrajada
como lava volcánica ya enfriada. Y sobre esa lengua, como extrañas pelotas de
pasto seco que hubieran arraigado allí, había varios pompones color naranja.
Mike arrojó los últimos fragmentos directamente al interior de aquellas
fauces abiertas. El pájaro volvió a retirarse aullando de rabia, frustración y dolor.
Por un momento, Mike vio sus garras de reptil. Después, sus alas batieron el aire
y la monstruosa figura desapareció.
Un momento después, el chico levantó la cara, casi gris bajo el polvo y los
trozos de musgo que los ventiladores de esas alas habían arrojado contra él,
hacia el repiqueteo de las uñas contra el azulejo. Lo único limpio en su rostro
eran los surcos lavados por las lágrimas.
El pájaro se paseaba allá arriba. Tac-tac-tac-tac.
Mike retrocedió un poco, juntó más trozos de azulejos y los amontonó ante la
boca de la chimenea, tan cerca como se atrevió a ponerlos. Si aquello volvía, él
quería estar en condiciones de disparar a quemarropa. La luz, afuera, aún era
intensa. Corría mayo y aún tardaría en oscurecer, pero ¿qué pasaría si el ave
decidía esperar?
Mike tragó saliva. Por un instante, los flancos secos de su garganta se
frotaron entre sí.
Arriba: tactactac.
Ya tenía un buen montón de municiones. En la penumbra que reinaba allí,
más allá de donde el ángulo del sol creaba una espiral de sombras dentro del
tubo, parecía un puñado de vajilla rota barrida por un ama de casa. Mike se frotó
las palmas sucias contra las perneras de los vaqueros y esperó.
Transcurrió cierto tiempo antes de que algo pasara; no habría podido decir si
fueron cinco minutos o veinticinco. Sólo tenía conciencia de que el pájaro seguía
paseándose allá arriba como un insomne a las tres de la mañana.
Por fin, sus alas volvieron a agitarse. Aterrizó frente a la boca de la
chimenea. Mike, de rodillas tras su montón de azulejos, comenzó a arrojarle
proyectiles antes de que pudiera inclinar la cabeza. Uno de ellos se clavó en la
pata amarilla arrancando un hilo de sangre tan oscura que parecía casi negra.
Mike aulló, triunfal, aunque su voz casi se perdió bajo el chillido furioso del ave:
—¡Sal de aquí! ¡Te seguiré acribillando hasta que te largues, lo juro por
Dios!
El pájaro voló hasta la parte superior de la chimenea y reanudó sus paseos.
Mike esperaba.
Por fin, las alas volvieron a agitarse levantando vuelo. Mike aguardó,
esperando que esas patas de gallina gigantesca volvieran a aparecer. No fue así.
Esperó un rato más, seguro de que era una treta. Por fin comprendió que, si
seguía allí, no era por eso. Esperaba porque sentía miedo de salir, de abandonar
la protección del agujero.
¡Nada de eso! ¡No me gusta eso! ¡No soy un gallina!
Se llenó las manos de fragmentos de azulejo y guardó otros dentro de su
camisa. Así armado, salió de la chimenea tratando de mirar a todos los lados al
mismo tiempo, lamentando no tener ojos en la nuca. Sólo se veía, en derredor, el
terreno sembrado de restos destrozados y mohosos dejados por el estallido de la
Fundición Kitchener. Giró en redondo, seguro de ver al pájaro subido en el borde
de la chimenea como un cuervo, un cuervo ya tuerto; sólo querría que el niño lo
viera antes de atacar por última vez usando ese pico afilado para clavar,
desgarrar, arrancar.
Pero el ave no estaba allí.
En verdad, se había ido.
Los nervios de Mike cedieron.
Dejó escapar un entrecortado alarido de miedo y corrió hacia la cerca,
maltratada por el clima, que separaba el solar de la carretera. Mientras corría
dejó caer los últimos trozos de azulejos. Los que llevaba bajo la camisa cayeron
también, al salírsele de los pantalones. Franqueó la cerca con una sola mano,
como Roy Rogers cuando se exhibe ante Dale Evans. Se aferró al manillar de su
bicicleta y corrió junto a ella diez o doce metros, por la carretera, antes de subir.
Después pedaleó como un loco, sin atreverse a mirar atrás ni a disminuir la
marcha, hasta llegar a la intersección de Pasture Road y Main Street, donde
había mucho tráfico.
Cuando llegó a su casa, el padre estaba cambiando las bujías al tractor.
Observó que el chico estaba polvoriento y desarrapado. Mike vaciló un segundo
antes de explicar que se había caído de la bicicleta al esquivar un bache.
—¿No te rompiste ningún hueso, Mike? —preguntó Will, observando a su
hijo con más atención.
—No, papá.
—¿Ninguna torcedura?
—Tampoco.
—¿Seguro?
Mike asintió.
—¿Has recogido algún recuerdo?
Mike metió la mano en el bolsillo y sacó la rueda dentada para mostrársela al
padre. Will le echó una breve mirada antes de extraer un diminuto fragmento de
azulejo que Mike tenía clavado en la parte carnosa del pulgar. Eso pareció
interesarle mucho más.
—¿Es de la vieja chimenea?
Mike asintió.
—¿Te metiste allí?
Mike volvió a asentir.
—¿No has visto nada allí dentro? —De inmediato, como para trocar la
pregunta en chiste, aunque no había sonado nada chistosa, Will agregó—:
¿Algún tesoro enterrado?
El chico sacudió la cabeza, con una sonrisita.
—Bueno, no le cuentes a tu madre que estuviste curioseando por allí. Nos
mataría, primero a mí y después a ti. —Miró a su hijo más de cerca— . Mike,
¿seguro que estás bien?
—Claro.
—Pareces algo ojeroso.
—A lo mejor estoy un poco cansado —explicó Mike—. No te olvides de que
hay doce, quince kilómetros hasta allá, ida y vuelta. ¿Quieres que te ayude con el
tractor, papá?
—No, creo que, por esta semana, he terminado de acondicionarlo. Entra a
lavarte.
Cuando Mike iba a cumplir la orden, el padre lo llamó otra vez.
—No quiero que vuelvas a ese lugar —dijo—, al menos, mientras no se
aclare ese asunto y atrapen al bastardo que está haciendo eso. Tú no has visto a
nadie por allí, ¿verdad? ¿No te persiguió nadie, no trataron de detenerte a gritos?
—No había ninguna persona, papi —dijo Mike.
Will encendió un cigarrillo, moviendo la cabeza.
—Creo que hice mal en mandarte ir allá. Esos lugares viejos… a veces son
peligrosos.
Sus ojos se encontraron por un instante.
—Está bien, papá —dijo Mike—. De cualquier modo, no quiero volver. Me
dio un poco de miedo.
El padre volvió a menear la cabeza.
—Cuanto menos se diga, mejor, supongo. Ahora ve a lavarte. Y di a tu
madre que ponga tres o cuatro salchichas más.
Así lo hizo Mike.
6
Eso ya no importa —pensó Mike Hanlon, mirando los surcos que llegaban hasta
el parapeto del canal—. Eso ya no importa, y de cualquier modo pudo haber
sido un sueño, y además…
En el borde del canal había manchas de sangre reseca.
Mike las observó. Después bajó la vista al canal. El agua negra pasaba
suavemente. A los lados de cemento se adherían cintas de sucia espuma
amarillenta, que a veces se liberaban para flotar corriente abajo, en perezosas
curvas. Por un momento, sólo por un momento, dos manojos de esa espuma se
unieron para formar una cara, una cara de niño, con los ojos vueltos hacia arriba,
en un rictus de terror y agonía.
Mike perdió el aliento, como si se lo hubiera dejado enganchado en una
esquina.
La espuma se separó, perdiendo otra vez significado. En ese momento Mike
oyó un fuerte chapoteo a su derecha. Giró bruscamente la cabeza, encogiéndose
un poco, y por un instante creyó ver algo en las sombras del túnel de salida,
donde el canal volvía a la superficie, tras su paso por debajo de la ciudad.
De inmediato desapareció.
De pronto, helado y temblando, el chico buscó en el bolsillo la navaja que
había encontrado en el césped y la arrojó al canal. Se oyó un pequeño chapoteo,
que provocó un oleaje; se inició en un círculo, pero la corriente le dio forma de
punta de flecha. Después, nada.
Nada, salvo el miedo que lo estaba sofocando y la mortífera certidumbre de
que algo, muy cerca, lo estaba observando, calculando sus posibilidades,
tomándose tiempo.
Giró, con intención de caminar hacia su bicicleta (correr habría sido
dignificar esos miedos y perder la propia dignidad), pero entonces volvió a sonar
ese chapoteo; esta vez, mucho más potente. Al cuerno con la dignidad. Mike
echó a correr a toda velocidad, en busca del portón y de su bicicleta; subió el
soporte con un talón y salió pedaleando, a toda prisa. El olor a mar fue, de
inmediato, muy denso…, demasiado denso. Estaba en todas partes. Y el agua
que goteaba de las ramas mojadas hacía demasiado ruido.
Algo venía hacia él. Oyó pasos acechantes, arrastrados, en el césped.
Se irguió sobre los pedales, poniendo toda su fuerza, y voló por Maine Street
sin mirar atrás. Se dirigió hacia su casa a toda velocidad preguntándose qué
demonios le había hecho salir, para empezar, qué lo había atraído.
Después trató de pensar en sus tareas, en todas sus tareas y en nada más que
en sus tareas. Al cabo de un rato tuvo éxito.
Y cuando vio los titulares en el periódico, al día siguiente (NUEVOS TEMORES
POR LA DESAPARICIÓN DE UN NIÑO), pensó en la navaja de bolsillo que había
arrojado al canal, en aquellas iniciales E. C. raspadas en el mango. Pensó en la
sangre que había visto en el césped.
Y pensó en aquellos surcos que se interrumpían a la vera del canal.
VII. EL DIQUE EN LOS BARRENS
1
Boston, vista desde la autopista a las cinco menos cuarto de madrugada, parece
una ciudad de muertos cavilando tristemente sobre alguna tragedia de su
pasado; una plaga, tal vez una maldición. Del océano viene el olor de la sal,
pesado y sofocante. Largas cintas de niebla matutina oscurecen, en su mayor
parte, lo que podría estar a la vista.
Mientras conduce hacia el norte, por Storrow Drive, el Cadillac 84 que ha
retirado de Limusinas Cape Cod, Eddie Kaspbrak piensa que puede sentirse la
edad de ese lugar, tal vez como en ninguna otra ciudad de Norteamérica.
Comparada con Londres, Boston es un niño; comparada con Roma, un bebé de
pecho; pero para Norteamérica, al menos, es vieja, viejísima. Ya estaba en esas
lomas hace trescientos años, cuando nadie había pensado en impuestos al té y a
los sellos, cuando los grandes próceres aún no habían nacido.
Su vetustez, su silencio y el olor neblinoso del mar: todo eso pone nervioso a
Eddie. Cuando Eddie está nervioso necesita de su inhalador. Se lo mete en la
boca y dispara una nube de rocío revitalizante a su garganta.
Hay pocas personas en las calles por las que pasa, y sólo uno o dos peatones
en los puentes para cruce; ellos desmienten la impresión de haber caído en un
relato lovecraftiano, de ciudades condenadas, demonios ancestrales y monstruos
de nombres impronunciables. Allí, amontonados en torno de las señales que
indican paradas de autobús, hay camareras, enfermeras, empleados públicos,
rostros desnudos y abotagados por el sueño.
Así me gusta —piensa Eddie, pasando bajo un cartel que reza: PUENTE TOBIN
—. Así me gusta: limítense a los autobuses. Olvídense del subterráneo. Los
subterráneos son mala idea; yo no bajaría a ellos, si estuviera en su lugar. Abajo
no. En los túneles no.
Es una mala idea para tenerla en la cabeza; si no se deshace pronto de ella,
necesitará otra vez de su inhalador. Cabe agradecer que en el puente Tobin el
tránsito sea más denso. Pasa junto a un monumento en construcción; a un lado,
se lee una advertencia algo intranquilizante: ¡NO CORRAS! ¡TE ESPERAMOS!
Allí un letrero verde indica: I-95 A MAINE — A TODA NUEVA INGLATERRA. Le
echa un vistazo y, de pronto, un escalofrío lo sacude hasta los huesos. Sus manos
se sueldan momentáneamente al volante del Cadillac. Le gustaría creer que son
los primeros síntomas de alguna enfermedad, un virus, tal vez una de las
«fiebres intermitentes» de su madre, pero sabe que no es así. Es la ciudad
erguida tras él, silenciosamente detenida en el filo que separa el día de la noche,
y lo que ese cartel le promete. Está enfermo, sí, de eso no cabe duda, pero no se
trata de un virus ni de una fiebre intermitente. Ha sido envenenado por sus
propios recuerdos.
Tengo miedo —piensa Eddie—. Era eso lo que estaba siempre en el fondo. El
miedo. Eso era todo. Pero al final, creo que, de algún modo, lo invertimos. Lo
usamos. ¿Cómo?
No lo recuerda. Se pregunta si alguno de los otros lo recordará. Por el bien
de todos, espera que así sea.
Un camión pasa zumbando a su izquierda. Eddie, que aún lleva las luces
encendidas, hace un guiño con los faros en cuanto el camión se adelanta a
distancia prudencial. Lo hace sin pensar. Se ha convertido en algo automático,
como parte de su trabajo de conducir. El invisible conductor del camión, a su
vez, hace dos rápidos guiños con sus intermitentes, agradeciéndole la cortesía.
Si todo fuera tan fácil y sencillo, piensa Eddie.
Sigue los carteles hasta la I-95. El tránsito hacia el norte es escaso, aunque
las vías hacia el sur, a la ciudad, comienzan a llenarse a pesar de la hora
temprana. Eddie conduce el gran coche como flotando, previendo casi todas las
señales de tráfico y ubicándose en el carril correcto mucho antes de lo
necesario. Hace años, literalmente, que no pasa de largo ante la salida buscada.
Elige sus carriles tan automáticamente como ha indicado al camionero que
podía adelantar sin problemas, tan automáticamente como, en otros tiempos,
encontró el camino en el laberinto de senderos de Los Barrens, allá en Derry. El
hecho de que nunca antes había conducido por los alrededores de Boston, una
de las ciudades más confusas de Norteamérica para el automovilista, no parece
importar mucho.
De pronto recuerda algo más sobre aquel verano, algo que Bill le dijo un
día: «Tienes una b-b-brújula en la c-c-cabeza, E-E-Eddie».
¡Qué complacido quedó con eso! Vuelve a sentirse complacido mientras el
Cadillac 1984 vuela hacia el puesto de peaje. Aumenta la velocidad hasta el
límite legal de cien kilómetros por hora y busca música tranquila en la radio. En
aquellos tiempos habría podido morir por Bill, si hubiera sido necesario. Con
que Bill se lo hubiera pedido, Eddie se habría limitado a responder: «Por
supuesto, Gran Bill. ¿Tienes pensado cuándo?».
Eddie ríe ante eso. No es mucha risa, sólo un resoplido, pero basta para
provocarle una risa de verdad. Últimamente no ríe casi nunca, y en ese negro
peregrinaje no esperaba, por cierto, mucha risada (esa palabra era de Richie;
quería decir carcajadas, como cuando preguntaba: «¿Alguna buena risada por
tu lado en lo que va del día, Eds?»). Pero es de suponer que, si Dios tiene la
crueldad de conceder a los fieles lo que más desean en la vida, bien puede caer
en la perversidad de repartir una o dos risadas por el camino.
—¿Alguna buena risada por tu lado, últimamente, Eds? —pregunta en voz
alta.
Y vuelve a reír. Joder, cómo detestaba que Richie le llamara Eds… Pero
también, en cierto modo, le gustaba. Así como a Ben Hanscom terminó por
gustarle, tal vez, que Richie le llamara Parva. Era algo así como… un nombre
secreto. Una identidad secreta. Un modo de ser alguien completamente aparte
de los miedos, las esperanzas, las exigencias constantes de los padres. Richie no
sacaba bien una sola de sus bienamadas voces, pero tal vez sabía lo importante
que era, para descastados como ellos, convertirse a veces en otras personas.
Eddie echa un vistazo al cambio alineado pulcramente sobre el tablero del
Cadillac; acomodar el cambio es otra de las triquiñuelas automáticas del oficio.
Cuando llegan los puestos de peaje, no conviene andar buscando la moneda
correspondiente, sólo para descubrir que estamos en un peaje automático sin el
cambio necesario.
Entre las monedas hay dos o tres dólares de plata falsa. Siempre tiene unos
cuantos a mano, porque los peajes automáticos de las autopistas de Nueva York
los aceptan.
Y eso enciende otra de esas luces en su mente: dólares de plata. Pero no esos
sándwiches de cobre, sino dólares de plata de verdad, con la Libertad
estampada en una cara, vestida de gasas. Los dólares de plata de Ben Hanscom.
Sí, pero ¿no fue Bill, o Ben, o Beverly, quien una vez usó esas monedas de plata
para salvarles la vida? No está muy seguro. En realidad, no está muy seguro de
nada. ¿O es que no quiere recordar?
Allá dentro estaba oscuro —piensa súbitamente. Eso lo recuerda—. Allá
dentro estaba oscuro.
Boston ya ha quedado bien atrás y la niebla comienza a levantarse. Hacia
delante están MAINE N. H. y TODA NUEVA INGLATERRA. Hacia delante está Derry, y
en Derry hay algo que debería haber muerto hace veintisiete años, pero que de
algún modo no murió. Algo con tantas caras como Lon Chaney. Pero ¿qué es
eso, en realidad? ¿Acaso no lo vieron, al final, como realmente era, con todas
las máscaras descartadas?
Ah, recuerda tantas cosas…, pero no lo suficiente.
Recuerda que amaba a Bill Denbrough; recuerda muy bien eso. Bill nunca se
burlaba de su asma. Bill nunca le llamaba «mariquita llorón». Quería a Bill
como habría querido a un hermano mayor… o a su padre. Bill sabía qué hacer.
A dónde ir. Qué cosas ver. Bill nunca era obstáculo para nada. Cuando se corría
con Bill, se corría como si a uno lo llevara el diablo y se reía mucho… pero casi
nunca se perdía el aliento. Y casi nunca perder el aliento era grandioso, qué
joder, tanto que Eddie se lo diría a todo el mundo. Cuando uno corría con el
gran Bill, había risadas todos los días.
—Claro, chico, toooodos los días —dice, en una de las voces de Richie
Tozier, y vuelve a reír.
Había sido idea de Bill hacer ese dique en Los Barrens, y en cierto modo fue
el dique lo que los unió a todos. Ben Hanscom fue el que les mostró cómo
construirlo… y lo hicieron tan bien que se metieron en líos con el señor Nell, el
policía de la zona. Pero había sido idea de Bill. Y aunque todos, menos Richie,
habían visto, en Derry, cosas muy extrañas, terroríficas, desde principios de ese
año, fue Bill el primero en reunir valor para decir algo en voz alta.
Ese dique.
Ese maldito dique.
Se acordó de Victor Criss: «Adios, mocosos. Era un diquecito de mierda, de
veras. Estaréis mejor sin eso».
Un día después, Ben Hanscom, sonriente, les decía:
«Podríamos.
»Podríamos inundar.
«Podríamos inundar Los»
2
Barrens enteros, si quisiéramos.
Bill y Eddie miraron a Ben con cara de duda; luego, las cosas que Ben había
llevado: algunas tablas (sustraídas del patio trasero del señor McKibbon, sin
duda, pero eso no importaba, porque el señor McKibbon, probablemente, se las
había sustraído a alguien), una maza y una pala.
—No sé —dijo Eddie, mirando a Bill de reojo—. Ayer, cuando probamos, no
funcionó muy bien. La corriente se llevaba los palos.
—Pero con esto va a funcionar —aseguró Ben.
Él también miraba a Bill, esperando la decisión final.
—B-bueno, p-p-probemos —dijo Bill—. E-e-e-esta ma-mañana llamé a R-rrichie Tozier. Va a v-v-venir más t-t-tarde, dijo. A lo mejor él y St-St-Stanley
quieren ay-ayudar.
—¿Qué Stanley? —preguntó Ben.
—Uris —completó Eddie.
Estaba observando cautelosamente a Bill; ese día se le notaba algo diferente,
menos entusiasmado con la idea de hacer un dique. Bill estaba pálido ese día,
como distante.
—¿Stanley Uris? Creo que no lo conozco. ¿Va a la Derry?
—Es de nuestra edad, pero ya terminó cuarto —aclaró Eddie—. Empezó la
escuela un año después, porque cuando era pequeño siempre estaba enfermo. Si
crees que ayer te dieron una buena paliza, deberías alegrarte de no estar en el
pellejo de Stan. A Stan siempre lo están moliendo a palos.
—Es j-j-judío —explicó Bill—. A m-m-muchos chi-chicos no les g-gusta
porque es ju-ju-judío.
—¿Ah, sí? —se extrañó Ben, impresionado—. ¿Judío? —Después de una
pausa, añadió, con cautela—: ¿Es como ser turco… o más bien como ser
egipcio?
—Creo que m-m-más bien como ser tur-tur-turco —dijo Bill. Cogió una de
las tablas que Ben había traído y la estudió. Medía alrededor de un metro
ochenta de largo y casi un metro de ancho—. Mi p-p-papá dice que c-c-casi
todos los ju-judíos son na-narigones y t-t-tienen muchi-muchísima pasta p-p-ppero St-St-St…
—Pero Stan tiene una nariz como todas y nunca tiene un centavo —le ayudó
Eddie.
—Sí —confirmó Bill, y esbozó una verdadera sonrisa por primera vez en el
día.
Ben sonrió.
Eddie sonrió.
Bill arrojó la tabla a un lado y se levantó para sacudirse los vaqueros.
Cuando bajó al borde del arroyo, los otros dos le siguieron. Bill hundió las
manos en los bolsillos traseros, con un hondo suspiro. Eddie estaba seguro de
que su amigo iba a decir algo grave. Bill miró a Eddie, luego a Ben y,
finalmente, a Eddie otra vez. Ya no sonreía, y Eddie tuvo miedo de pronto.
Pero Bill sólo dijo:
—¿Tienes tu inhalador, E-Eddie?
El chico se dio una palmada en el bolsillo.
—Estoy armado —dijo.
—Oye, ¿cómo fue lo de la chocolatada? —preguntó Ben.
Eddie se echó a reír.
—¡Grandioso! —confirmó.
Él y Ben rompieron en una carcajada, mientras Bill los miraba, sonriente,
pero desconcertado. Cuando Eddie le explicó el asunto, él hizo una señal de
asentimiento.
—L-l-la ma-madre de Eddie t-t-tiene mi-miedo de que él se rompa y no coco-consiga re-repuesto.
Eddie resopló e hizo ademán de empujarlo al arroyo.
—Cuidado con lo que haces, caraculo —dijo Bill, imitando curiosamente la
voz de Henry Bowers—. Te voy a volver la cara de un puñetazo y podrás mirarte
cuando te limpies.
Ben cayó al suelo, chillando de risa. Bill le dirigió una mirada, sin dejar de
sonreír, con las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Sonreía, sí, pero
algo lejano, algo distraído. Miró a Eddie y después señaló a Ben con la cabeza.
—El ch-chico está m-medio t-t-tocado —dijo.
—Sí —concordó Eddie. Pero algo le hacía sentir que se limitaban a
representar un rato agradable. Bill tenía algo en la cabeza. Probablemente lo
diría cuando estuviese dispuesto. Ahora bien: ¿Eddie tenía ganas de enterarse?
—. Este chico es mentalmente retardado.
—Petardeado —sugirió Ben, aún riendo.
—¿V-v-vas a enseñ-ñ-ñarnos c-c-cómo se hace un dique o p-p-piensas
pasarte el día con el c-c-culo en el suelo?
Ben volvió a levantarse. Miró primero el arroyo, que discurría a velocidad
moderada. El Kenduskeag no era muy ancho en esa parte de Los Barrens, pero el
día anterior los había derrotado. Ni Bill ni Eddie habían podido descubrir el
modo de resistirse a la corriente. Pero Ben sonreía con la sonrisa de alguien que
piensa hacer algo nuevo, algo divertido, pero no muy difícil. Eddie pensó: Él
sabe cómo hacerlo; creo que sabe, sí.
—Bueno —dijo—. Tendrán que sacarse los zapatos, chicos, porque se van a
mojar los piececillos.
La madre mental que Eddie llevaba en la cabeza habló de inmediato, severa
y autoritaria como un agente de tráfico: ¡Ni se te ocurra Eddie! ¡Ni se te ocurra!
Mojarse los pies es un modo entre mil de pescar un resfriado. Y el resfriado
lleva a la neumonía. ¡Así que ni se te ocurra!
Bill y Ben ya estaban sentados en la orilla, quitándose las zapatillas y los
calcetines. Ben se enrollaba trabajosamente las perneras del vaquero. Bill miró a
Eddie con ojos claros y cálidos llenos de simpatía. De pronto, Eddie tuvo la
seguridad de que el Gran Bill conocía exactamente sus pensamientos. Y se sintió
avergonzado.
—¿V-v-vienes?
—Sí, claro —dijo Eddie.
Se sentó en la ribera para descalzarse, mientras la madre rezongaba dentro de
su cabeza…, pero su voz se estaba tornando cada vez más lejana y hueca. Fue un
alivio notarlo; era como si alguien hubiera enganchado la espalda de su blusa
con un anzuelo muy gordo y se la estuviera llevando lejos de él por un pasillo
muy largo.
3
Era uno de esos perfectos días de verano que, en un mundo donde todo estuviera
en su sitio, uno jamás olvidaría. Una brisa moderada mantenía lejos a la mayor
parte de los mosquitos y los tábanos. El cielo tenía un color azul seco y brillante.
La temperatura andaba por los veintidós o veintitrés grados. Los pájaros,
cantando, se ocupaban de sus pajariles asuntos en los matorrales y en los árboles
crecidos. Eddie tuvo que usar su inhalador una sola vez, pero su pecho se alivió
de inmediato y su garganta pareció ensancharse como por arte de magia, hasta
tomar el tamaño de una autopista. Pasó el resto de la mañana con el chisme
olvidado en el bolsillo trasero.
Ben Hanscom, que el día anterior pareció tan tímido e inseguro, se convirtió
en un general lleno de confianza en sí mismo, una vez dedicado de lleno a la
construcción del dique. De vez en cuando, subía a la barranquilla y allí se erguía,
con las manos lodosas en las caderas, observando la obra en marcha, mientras
murmuraba para sí. A veces se mesaba el pelo, que, hacia las once de la mañana,
estaba erguido en descabellados y cómicos picos.
Eddie sintió, en un principio, inseguridad; después, una sensación de júbilo;
por fin, algo totalmente extraño, a un tiempo misterioso, atemorizante y
productor de entusiasmo. Era una sensación tan ajena a su temperamento
habitual que no pudo darle nombre hasta que se fue a la cama, por la noche, y
repasó el día con la vista perdida en el techo. Poder. Eso había sido su sensación.
Poder. Aquello daría resultado, por Dios, y daría un resultado aún mejor de lo
que él y Bill (tal vez el mismo Ben) habían soñado.
Notó que también Bill se estaba entusiasmando; al principio, sólo un poco,
aún mascullando lo que tenía en mente, fuera lo que fuese; después, poco a poco,
se fue entregando a la tarea. Una o dos veces descargó una palmada en el
carnoso hombro de Ben diciéndole que era un tipo increíble. En cada
oportunidad, Ben enrojeció de satisfacción.
Ben hizo que Eddie y Bill pusieran una tabla cruzando el arroyo, mientras él
usaba la maza para asentarla en el lecho de la corriente.
—Listo; está clavada, pero tú tendrás que sostenerla para que la corriente no
se la lleve —dijo a Eddie.
Y Eddie quedó de pie en medio del arroyo, sujetando la tabla, mientras el
agua, al pasar por arriba, convertía sus manos en ondulantes estrellas de mar.
Ben y Bill instalaron una segunda tabla a medio metro de la primera,
corriente abajo. Ben usó nuevamente la maza para asentarla y, mientras su
compañero la sujetaba, comenzó a llenar el espacio entre las dos tablas con tierra
arenosa de la ribera. Al principio, el material salía por los extremos de las tablas
en nubes arenosas y a Eddie le pareció que aquello no iba a dar resultado, pero
cuando Ben empezó a agregar rocas y barro del lecho, las nubes de arenisca
empezaron a disminuir. En menos de veinte minutos, había creado un abultado
canal de tierra y piedras entre las dos tablas, en medio del riachuelo. Para Eddie,
aquello era como una ilusión óptica.
—Si tuviéramos cemento de verdad…, en vez de sólo… barro y piedras…,
tendrían que cambiar de sitio toda la ciudad para mediados de la semana que
viene —aseguró Ben, arrojando la pala a un lado.
Se sentó en la orilla para recobrar el aliento, mientras Bill y Eddie reían. Él
les sonrió. Cuando sonreía, en las líneas de su cara aparecía el fantasma del
apuesto hombre que llegaría a ser. El agua había comenzado ya a agolparse tras
las tablas que hacían frente a la correntada.
Eddie preguntó qué iban a hacer para impedir que el agua escapara por los
flancos.
—Hay que dejarla salir. No importa.
—¿No?
—No.
—¿Por qué?
—No sé explicarlo muy bien, pero hay que dejar pasar un poco.
—¿Cómo lo sabes?
Ben se encogió de hombros. Su gesto decía: «Qué sé yo; lo sé». Y Eddie
guardó silencio.
Cuando hubo descansado, Ben cogió una tercera tabla, la más gruesa de las
cuatro o cinco que había llevado laboriosamente a través de la ciudad, hasta los
Barrens, y la puso cuidadosamente contra la tabla inferior acuñando un extremo
en el lecho del arroyo y apretando el otro contra la tabla que Bill había estado
sosteniendo. Así creó el soporte que había dibujado el día anterior.
—Bueno —dijo, echándose atrás con una gran sonrisa—, creo que ya podéis
soltar. El material que hay entre las dos tablas soportará la mayor parte de la
presión del agua. Y el soporte se hará cargo del resto.
—¿No se irá con el agua? —preguntó Eddie.
—No. El agua lo hará clavarse más hondo.
—Y si te equivocas, te ma-ma-mataremos —dijo Bill.
—Me parece bien —concordó Ben, amablemente.
Bill y Eddie se retiraron. Las dos tablas que formaban la base del dique
crujieron un poco, se inclinaron un poco… y eso fue todo.
—¡Guau! —se asombró Eddie.
—Es g-g-genial —dijo Bill, sonriente.
—Sí —reconoció Ben—. Vamos a comer.
4
Se sentaron a comer en la ribera, sin hablar mucho, mientras contemplaban el
agua acumulada tras el dique y las filtraciones por los extremos de las tablas.
Eddie vio que ya habían alterado un poco la geografía del arroyo: la corriente
desviada estaba abriéndole huecos a la costa. Ante la mirada de los chicos, el
nuevo curso del arroyo socavó la orilla más alejada al punto de provocar una
pequeña avalancha.
Corriente arriba, el agua formaba un estanque más o menos circular; en un
punto había llegado a sobrepasar la orilla. Unos riachuelos brillantes, llenos de
reflejos, corrían por el pasto y la maleza. Poco a poco, Eddie comenzó a
comprender lo que Ben había sabido desde un principio: el dique ya estaba
construido. Las aberturas entre las tablas y la ribera actuaban como esclusas. Ben
no había podido explicarlo así porque no conocía el término. Sobre las tablas, el
Kenduskeag había tomado un aspecto henchido. El sonido carcajeante del agua
llana, que avanzaba parloteando entre piedras y guijarros, ya no existía; todas las
rocas, corriente arriba a partir del dique, estaban cubiertas. De vez en cuando, un
poco de césped y tierra, socavados por el arroyo ensanchado, caían a la corriente
con un chapoteo.
Corriente abajo, el curso del agua estaba casi vacío. Unos hilos delgados e
inquietos corrían por el centro, pero eso era casi todo. Las piedras, que habían
estado bajo el agua por un tiempo incontable, se secaban al sol. Eddie las
contempló maravillado… y con aquella sensación extraña. Ellos habían hecho
eso, ellos. Vio que una rana pasaba saltando y la imaginó pensando: «¿Adónde
diablos se ha ido el agua?». Entonces soltó una carcajada.
Ben estaba guardando pulcramente sus envolturas vacías en la bolsa que
había llevado para el almuerzo. Tanto Eddie como Bill quedaron asombrados
ante la abundancia de la merienda que Ben desplegó: dos bocadillos de
mermelada y mantequilla de cacahuete, uno de fiambre, un huevo duro (con su
pizca de sal en un trocito de papel encerado retorcido), dos barras de higo, tres
pastas grandes de chocolate y un Twinkie.
—¿Qué dijo tu madre cuando vio la que te habían dado? —preguntó Eddie.
—¿Eh? —Ben apartó la vista del estanque, cada vez más amplio, y disimuló
un eructo tras el dorso de la mano—. Oh, bueno, yo sabía que ayer era su tarde
de ir al supermercado. Llegué a casa antes que ella, me bañé y me deshice de la
ropa que tenía puesta. No sé si dará cuenta de que ya no la tengo. Probablemente
no note la falta de la sudadera porque tengo muchas, pero voy a tener que
comprarme otros vaqueros antes de que se ponga a husmear en mis cajones.
La idea de desperdiciar el dinero en algo tan poco esencial arrojó una
momentánea tristeza al rostro de Ben.
—¿Y d-d-de tus mo-mo-moretones?
—Le dije que, en el entusiasmo de terminar las clases, salí corriendo de la
escuela y me caí por los escalones de entrada.
Ben puso cara de sorpresa algo ofendida al ver que Eddie y Bill reían. Bill,
que estaba comiendo tarta de chocolate hecha por su madre, despidió un chorro
de migas pardas y sufrió un ataque de tos. Eddie, que seguía aullando de risa, le
dio unas palmadas en la espalda.
—Bueno, la verdad es que estuve a punto de caerme —dijo Ben—. Pero fue
porque Victor Criss me empujó, no porque yo fuera corriendo.
—Con esa sudadera yo me cocinaría como en un asador —dijo Bill,
acabando con el último bocado de tarta.
Ben vaciló. Por un momento pareció a punto de callar, pero al fin dijo:
—Cuando uno es gordo, conviene más. Usar sudaderas, digo.
—¿Por la panza? —preguntó Eddie.
Bill resopló.
—Por las t-t-t-t…
—Sí, por las tetas, y qué.
—Sí —dijo Bill, mansamente—, y qué.
Hubo un momento de torpe silencio. Luego Eddie dijo:
—Mirad qué oscura se pone el agua que sale por ese lado del dique.
—¡Jolín! —Ben se levantó de un salto—. ¡La corriente está llevándose el
relleno! Ojalá tuviéramos cemento…
El daño fue reparado deprisa, pero hasta Eddie se dio cuenta de lo que
pasaría cuando no hubiera nadie allí para rellenarlo a pala, casi constantemente;
tarde o temprano, la erosión haría que la tabla superior se derrumbara contra la
otra. Y entonces todo se vendría abajo.
—Podemos rellenar los lados —sugirió Ben—. Eso no impedirá la erosión,
pero la frenará un poco.
—Si usamos arena y lodo, ¿no seguirá yéndose con el agua? —preguntó
Eddie.
—Usaremos manojos de pasto.
Ben asintió, sonriendo, e hizo una O con el pulgar el índice de la mano
derecha.
—Vamos. Yo sacaré los panes de césped y tú me dirás dónde ponerlos, Big
Ben.
Desde atrás, una voz alegre y estridente exclamó:
—¡Dios mío! ¡Alguien ha hecho una piscina en Los Barrens, con
bronceadores para el ombligo y todo!
Eddie se volvió, al notar que Ben se ponía tenso ante el sonido de aquella
voz extraña y que sus labios se afinaban. A cierta distancia, corriente arriba, en
el sendero que Ben había cruzado el día anterior, estaban Richie Tozier y Stanley
Uris.
Richie bajó a saltos hasta el arroyo. Después de echar a Ben una mirada de
cierto interés, pellizcó a Eddie en la mejilla.
—¡No hagas eso! ¡Detesto que hagas eso, Richie!
—Oh, si te encanta, Ed —aseguró Richie, radiante—. ¿Qué me cuentas?
¿Disfrutando de buenas risadas o no?
5
Hacia las cuatro, los cinco abandonaron el trabajo. Se sentaron en el barranco,
mucho más arriba (el punto donde Bill, Ben y Eddie habían almorzado estaba ya
bajo el agua), para contemplar la obra. Hasta a Ben le costaba creérselo. Sentía
una mezcla de triunfo, cansancio e inquietud, casi miedo. Se descubrió pensando
en la película Fantasía y en el ratón Mickey, aprendiz de brujo, que había sabido
lo suficiente como para poner en marcha las escobas, pero no para detenerlas.
—Increíble, joder —dijo Richie Tozier suavemente, mientras se subía las
gafas al puente de la nariz.
Eddie le echó un vistazo, pero aquello no era una de sus actuaciones: Richie
estaba pensativo, casi solemne.
Al otro lado del arroyo, donde la tierra se elevaba para inclinarse luego
colina abajo, habían creado un nuevo sector pantanoso. Los arbustos se erguían
desde treinta centímetros de agua. Aun bajo sus miradas, el pantano seguía
estirando nuevos pseudópodos hacia el oeste. Detrás del dique, el Kenduskeag,
llano e inocuo esa misma mañana, se había convertido en una quieta y henchida
extensión de agua.
Hacia las dos, el estanque ensanchado tras el dique había socavado tanto la
ribera que las esclusas habían tomado el tamaño de riachos. Todos, menos Ben,
salieron en una expedición de emergencia por el vertedero en busca de más
materiales. Ben, mientras tanto, rellenaba metódicamente las filtraciones.
Los expedicionarios volvieron, no sólo con tablas, sino con cuatro
neumáticos viejos, la portezuela herrumbrada de un Hudson 1949 y una gran
chapa de acero corrugado. Bajo la dirección de Ben, agregaron dos alas al dique
original bloqueando la salida del agua por los lados. Con esas alas inclinadas
hacia atrás, contracorriente, el dique funcionaba aún mejor que antes.
—Cómo arreglaste a ese maldito —dijo Richie—. Eres un genio, tío.
Ben sonrió.
—No ha sido nada.
—Tengo cigarrillos —dijo Richie—. ¿Os apetece?
Sacó el arrugado paquete blanco y rojo de sus pantalones y lo pasó. Eddie lo
rechazó pensando en lo que podía hacer un cigarrillo a su asma. Stan también
rehusó. Bill tomó uno y Ben lo imitó, tras un instante de vacilación. Richie sacó
un librillo de cerillas y encendió primero el de Ben y luego el de Bill. Estaba a
punto de encender el suyo cuando Bill le apagó la cerilla de un soplido.
—Muchas gracias, Denbrough, pedazo de capullo —dijo Richie.
Bill sonrió, como pidiendo disculpas.
—Tres con un solo fós-fós-fósforo —dijo—. T-t-t-trae ma-mala suerte…
—Mala suerte la de tus padres, cuando tú naciste —replicó Richie.
Y encendió otra cerilla para su cigarrillo. Después se acostó y cruzó los
brazos detrás de la cabeza. El cigarrillo brotaba hacia arriba entre los dientes.
—El sabor de la calidad —dijo, repitiendo la propaganda de esa marca.
Después giró la cabeza para mirar a Eddie con un guiño—. ¿Verdad, Eds?
Eddie vio que Ben lo miraba con una mezcla de admiración y cautela. Era
comprensible. Él conocía a Richie Tozier desde hacía cuatro años, pero aún no lo
entendía. Richie sacaba nueves y dieces en su boletín de calificaciones, pero
también regulares y deficientes en conducta. El padre le armaba un escándalo y
la madre lloraba cada vez que pasaba eso. Entonces Richie juraba portarse mejor
y tal vez cumplía… por quince o veinte días. El problema era que Richie no
podía quedarse quieto por más de un minuto seguido; en cuanto a mantener la
boca cerrada, jamás. Allí abajo, en Los Barrens, eso no le provocaba muchos
problemas, pero Los Barrens no eran la Tierra de Nunca Jamás. Ellos sólo
podían ser los Niños Salvajes por unas pocas horas diarias (la idea de que un
niño salvaje llevara un inhalador en el bolsillo trasero hizo sonreír a Eddie). Lo
único malo de Los Barrens era que uno siempre tenía que irse. Allá fuera, en el
mundo adulto, las tonterías de Richie siempre causaban líos… entre los adultos,
lo cual era grave, y entre tipos como Henry Bowers, lo que era todavía peor.
Su llegada, esa tarde, había sido un ejemplo perfecto. Ben apenas había
tenido tiempo de decir «hola» antes de que Richie cayera de rodillas a sus pies
iniciando una serie de grotescas reverencias con los brazos y las manos
abofeteando el barro cada vez que se inclinaba. Al mismo tiempo, comenzó a
hablar con una de sus Voces.
Richie tenía diez o doce Voces diferentes. Una tarde de lluvia había dicho a
Eddie, en la buhardilla del garaje de los Kaspbrak, mientras leían revistas de La
pequeña Lulú, que su ambición era llegar a ser el mayor ventrílocuo del mundo.
Sería mejor que Edgar Bergen y participaría todas las semanas en El Show de Ed
Sullivan. Eddie lo admiraba por esa ambición, pero preveía dificultades. Para
empezar, todas las Voces de Richie se parecían mucho a la voz de Richie Tozier.
Eso no impedía que Richie fuera divertido, de vez en cuando, porque lo era.
Cuando se refería a las agudezas verbales y a los pedos audibles, la terminología
de Richie era la misma: para él, eso era soltarse uno bueno y se pasaba la vida
soltándose buenos de ambas especies, generalmente cuando no debía. En
segundo término, cuando Richie oficiaba de ventrílocuo, movía los labios un
poco en todos los sonidos y en los de «p» y «b» los movía mucho. Tercero,
cuando Richie decía que iba a hacer imitaciones con la voz, habitualmente no la
proyectaba muy lejos. Casi todos sus amigos eran demasiado buenos (o se
divertían demasiado con el encanto le Richie, a veces agotador) como para
mencionarle esos pequeños fallos.
Mientras se prosternaba frenéticamente delante del sorprendido y azorado
Ben Hanscom, Richie usó la Voz que llamaba «del negro Jim».
—¡Pero vean, vean, si es Parva Calhoun! —vociferó—. ¡No se me caiga
encima, señó Parva, señó! ¡Me va’ce puré, señó! Ciento cincuenta kilos de ca’ne
que se mueve, un metro de teta a teta, Parva huele iguá que mie’da de pantera.
Lo llevo donde quiera, señó, pero no se caiga encima, encima de este pobre
negrito.
—No te preocupes —dijo Bill—. As-s-sí es Ri-richie. E-e-está chi-chi-flado.
Richie se levantó de un salto.
—Oí muy claramente eso, Denbrough. Si no me deja en paz, le arrojaré
encima a Parva, aquí presente.
—La m-m-mejor p-p-parte de ti se es-escurrió p-p-por las pi-piernas de t-t-tu
padre.
—Cierto —dijo Richie—, pero mira cuánto material de primera quedó.
¿Cómo estás, Parva? Richie Tozier, Hacedor de Voces por profesión, a tu
servicio.
Tendió la mano. Ben, completamente aturdido, iba a estrechársela cuando
Richie la retiró. Ben se quedó parpadeando. Por fin Richie le estrechó la mano.
—Me llamo Ben Hanscom, por si te interesa —dijo Ben.
—Te he visto en la escuela. —Richie señaló con un amplio ademán el
estanque, cada vez más extenso—. Seguramente eso ha sido idea tuya. Estos
inútiles no sabrían encender un petardo con un lanzallamas.
—Tu abuela, Richie —dijo Eddie.
—Ah, ¿eso significa que la idea fue tuya, Eds? Caramba, disculpa. —Se
arrojó a los pies de Eddie y comenzó otra vez con sus locas reverencias.
—¡Basta, levántate, que me estás salpicando de barro! —chilló Eddie.
Richie volvió a levantarse de un salto y le pellizcó la mejilla.
—¡Ay, qué rico! —exclamó.
—¡Basta! ¡Detesto eso que haces!
—Confiesa, Eds: ¿quién construyó el dique?
—B-B-Ben nos enseñó c-c-cómo se hacía —dijo Bill.
—Muy bien. —Richie giró en redondo y descubrió a Stanley Uris de pie tras
él, con las manos en los bolsillos, observando tranquilamente la actuación de su
compañero—. Te presento a Stan el Galán. Uris, Parva. Stan es judío. Él mató a
Jesucristo. Al menos, eso es lo que Victor Criss me dijo un día. Desde entonces
le hago la pelota. Imagínate: si es tan viejo, ha de tener edad para comprarnos
unas latas de cerveza. ¿No es cierto, Stan?
—Creo que ése debe haber sido mi padre —aclaró Stan, en voz baja y
agradable.
Eso hizo que todos se deshicieron en risas, incluido Ben. Eddie rió hasta
quedar jadeante y con lágrimas en las mejillas.
—¡Uno bueno! —exclamó Richie, paseándose con los brazos sobre la
cabeza, como los árbitros de fútbol para señalar que un tanto ha sido válido—.
¡Stan el Galán soltó uno bueno! ¡Vivimos un momento histórico! ¡Aleluya!
—Hola —dijo Stan a Ben, como si no prestara la menor atención a Richie.
—Hola —respondió Ben—. En segundo curso estuvimos juntos. Tú eras el
chico que…
—… nunca decía nada —terminó Stan, sonriendo un poco.
—Eso.
—Stan no es capaz de decir «mierda» aunque la tenga en la boca —dijo
Richie—. Y mira que muchas veces tiene la boca llena de eso. ¡Alelu…!
—B-b-basta, Richie —dijo Bill.
—Bueno, pero primero debo deciros otra cosa, aunque me duela en el alma.
Creo que estáis perdiendo el dique. El valle está a punto de inundarse,
compinches. Saquemos primero a las mujeres y a los niños.
Y Richie, sin molestarse en arremangarse los pantalones, ni siquiera en
quitarse las zapatillas, saltó al agua y empezó a plantar panes de césped contra el
ala más próxima de la represa, donde la persistente correntada empezaba a brotar
en arroyos lodosos. Sus anteojos tenían una patilla remendada con cinta
adhesiva, y el extremo suelto le flameaba contra el pómulo mientras trabajaba.
Bill sorprendió la mirada de Eddie y sonrió un poco, encogiéndose de hombros.
Así era Richie. Era capaz de volverlo a uno loco de atar… pero resultaba
agradable como compañía.
Pasaron una hora más trabajando en el dique. Richie obedecía de muy buena
gana las órdenes de Ben (que se habían vuelto algo vacilantes, con otros dos
chicos bajo su mando) y cumplía con ellas a ritmo frenético. Cuando cada
misión quedaba satisfecha, se presentaba nuevamente ante Ben para recibir otra
misión, ejecutando una venia al estilo británico, mientras entrechocaba los
talones mojados de sus zapatillas. De vez en cuando arengaba a los otros con una
de sus Voces, ya la del comandante alemán, ya la de Toodles, el mayordomo
inglés, el senador del Sur (que se parecía bastante al Gallo Claudio y, con el
correr del tiempo, originaría un personaje llamado Buford Kissdrivel) y el
locutor de Noticiarios Cinematográficos.
La obra no avanzaba: volaba. Y ahora, poco antes de las cinco, mientras
descansaban sentados en la ribera, parecía que ya tenían el asunto dominado. La
portezuela de coche, la lámina de acero arrugado y los viejos neumáticos se
habían convertido en la segunda etapa del dique, todo ello sostenido por una
enorme colina de tierra y piedras. Bill, Ben y Richie fumaban; Stan estaba
tendido de espaldas. Un extraño habría pensado que estaba mirando el cielo,
pero Eddie lo conocía mejor. Stan estaba observando los árboles al otro lado del
arroyo, atento a cualquier pájaro que pudiera anotar en su libreta esa noche.
Eddie se había sentado con las piernas cruzadas, placenteramente cansado y
bastante feliz. En ese momento, los otros le parecían los mejores tíos con
quienes uno podía entablar amistad. Encajaban bien; era como si los bordes de
cada uno coincidieran con los de los otros. No hubiera podido explicarlo mejor,
y en realidad no había por qué explicarlo. Decidió que bastaba con que fuera así.
Miró a Ben, que sostenía con torpeza su cigarrillo a medio fumar escupiendo
con frecuencia, como si no le gustara su sabor. Le vio apagarlo y cubrir con
tierra la larga colilla.
Ben levantó la vista. Al ver que Eddie lo observaba, desvió los ojos,
avergonzado.
Entonces Eddie se volvió hacia Bill y vio en su cara algo que no le gustó.
Bill estaba mirando los árboles y los matorrales, al otro lado del arroyo, con los
ojos grises y pensativos. Esa expresión cavilosa estaba otra vez allí. Se lo veía
casi como perseguido por fantasmas.
Como si le leyera los pensamientos, Bill se giró hacia él. Eddie le sonrió,
pero no hubo respuesta a su sonrisa. Bill apagó su cigarrillo y paseó la vista entre
los otros. Hasta Richie se había retirado al silencio de sus propias cavilaciones,
algo que ocurría con la frecuencia de los eclipses lunares.
Eddie sabía que Bill rara vez decía algo de importancia, a menos que el
silencio fuera absoluto, porque le costaba mucho hablar. Y de pronto lamentó no
tener nada que decir. Deseó que Richie se lanzara con una de sus Voces. Tuvo la
súbita seguridad de que Bill iba a abrir la boca para decir algo terrible, algo que
lo cambiaría todo. Eddie tomó automáticamente su inhalador y lo retuvo en la
mano, sin darse cuenta.
—O-o-oíd, ¿p-p-puedo cont-contaros a-a-algo? —pregunto Bill.
Todos lo miraron. ¡Suelta un chiste, Richie! —pensó Eddie—. Suelta un
chiste, di algo muy ridículo, avergüénzalo. Lo que sea, me da igual. Cualquier
cosa, con tal de que se calle. No sé qué va a decir, pero no quiero escuchar. No
quiero que las cosas cambien. No quiero tener miedo.
En su mente, un susurro tenebroso graznó: Te cobraré sólo diez centavos.
Eddie se estremeció y trató de imitar esa voz, junto con la súbita imagen que
despertaba en su mente: la casa de Neibolt Street, con su jardín delantero lleno
de hierbas; a un lado, gigantescos girasoles cabeceando en el patio descuidado.
—Por supuesto, Gran Bill —dijo Richie—. ¿De qué se trata?
Bill abrió la boca (más aflicción para Eddie), la cerró (bendito alivio para
Eddie) y volvió a abrirla (aflicción renovada).
—S-s-si o-os r-r-reís, n-n-no v-volveré a jun-juntarme c-c-con esta pandilla
—dijo Bill—. P-p-parece c-c-cosa de lo-lo-locos, pero os juro que no es m-mmentira.
—No vamos a reír —aseguró Ben. Miró a los otros—. ¿Verdad?
Stan sacudió la cabeza. Richie hizo lo mismo.
Eddie quería decir: Sí que vamos a reír, Billy. Nos reiremos hasta que se nos
caiga la cabeza y diremos que eres estúpido ¿Por qué no te callas? Pero no lo
dijo, por supuesto. Después de todo, era el Gran Bill. Sacudió la cabeza,
angustiado. No, no reiría. Nunca en su vida había tenido menos ganas de reír.
Allí sentados, por encima de la represa que Ben les había enseñado a
construir, pasearon la vista entre la cara de Bill y el estanque, cada vez más
amplio, y el pantano que también se extendía más allá, para volver a la cara de
Bill, escuchando, en silencio. Él les contó lo que le había pasado al abrir el
álbum de fotografías de George: que el George de la fotografía escolar había
girado la cabeza para guiñarle un ojo, que el libro había sangrado al arrojarlo él
al otro lado de la habitación. Fue un relato largo y penoso. Cuando Bill terminó,
estaba enrojecido y sudando. Eddie nunca le había oído tartamudear tanto.
Pero al fin la historia quedó contada. Bill los miró sucesivamente, a un
tiempo temeroso y desafiante. Eddie vio una expresión idéntica en las caras de
Ben, Richie y Stan. Era de miedo solemne y respetuoso, sin el menor tinte de
incredulidad. Entonces sintió el impulso de levantarse bruscamente gritando:
¡Tonterías! ¡Quién va a creer semejante idiotez! Y aunque tú la creas, no
pensarás que nosotros nos la tragamos, ¿no? ¡Las fotografías no guiñan el ojo!
¡Los álbumes no sangran! ¡Estás más loco que una cabra, Gran Bill!
Pero no podía hacerlo porque ese miedo solemne estaba también en su cara.
No podía verlo, pero lo sentía.
Vuelve, chico —susurró aquella voz áspera—: Te la chuparé gratis. ¡Vuelve!
No —gimió Eddie—. Vete, por favor. No quiero pensar en eso.
Vuelve, chico.
Y entonces Eddie vio algo más. En la cara de Richie no (al menos, le pareció
que no), pero en la de Stan y la de Ben sí, seguro. Comprendió que había algo
más; lo comprendió porque sentía la misma expresión en su propia cara.
La identificación de algo conocido.
Te la chuparé gratis.
La casa de Neibolt Street, número 29, estaba situada ante los ferrocarriles de
Derry. Era vieja y tenía las aberturas cerradas con tablas. Su porche se iba
hundiendo poco a poco en la tierra. Su jardín era un montón de hierbas crecidas.
En esas hierbas crecidas había un viejo triciclo, enmohecido y tumbado, con una
rueda asomada en ángulo.
Pero en el lado izquierdo del porche había un enorme sector desnudo y allí se
veían las sucias ventanas del sótano abiertas en los derruidos cimientos de la
casa. En una de esas ventanas, Eddie Kaspbrak había visto por primera vez la
cara del leproso, seis semanas antes.
6
Los sábados, si Eddie no tenía con quien jugar, solía bajar a los ferrocarriles, sin
motivo alguno; simplemente, le gustaba estar allí.
Salía en su bicicleta por Witcham Street y luego cortaba hacia el noroeste,
por la carretera 2. La escuela religiosa de Neibolt Street estaba emplazada en la
esquina de Neibolt con la carretera 2. Era un edificio de madera, desvencijado
pero limpio, con una gran cruz arriba y las palabras DEJAD QUE LOS NIÑOS
VENGAN A MÍ, escritas sobre la puerta principal con letras doradas de sesenta
centímetros. A veces, los sábados, Eddie oía allí dentro música y canciones. Era
música evangélica, pero el que tocaba el piano lo hacía más como Jerry Lee
Lewis que como un pianista de iglesia. Tampoco las canciones sonaban muy
religiosas a los oídos de Eddie, aunque se hablaba mucho de «la bella Sión» y de
«lavarse en la sangre del cordero» y de qué gran amigo teníamos en Jesús. Pero
los que cantaban parecían estar divirtiéndose mucho para que fueran cantos
sacros, a su modo de ver. De cualquier modo, aquello le gustaba tanto como
Jerry Lee Lewis cuando hablaba de sacudir el esqueleto. A veces se detenía por
un rato en la acera de enfrente con la bicicleta apoyada contra un árbol, y fingía
leer en el césped, aunque en realidad se movía al compás de la música.
Otros sábados, la iglesia estaba cerrada y en silencio. Entonces él continuaba
hacia los ferrocarriles sin detenerse, hasta donde Neibolt terminaba en un
aparcamiento lleno de hierbas crecidas en las grietas del asfalto. Allí apoyaba la
bicicleta contra la cerca de madera y se quedaba contemplando el ir y venir de
los trenes. Pasaban muchos en sábado. La madre le había dicho que, en los
viejos tiempos, se podía tomar un tren de pasajeros en ese lugar que entonces era
la estación de Neibolt. Pero los trenes de pasajeros habían dejado de pasar al
iniciarse la guerra de Corea.
Pero por Derry seguían pasando los grandes trenes de mercancías. Se
dirigían hacia el sur cargados de papel, fibra de madera y patatas, o hacia el
norte, con productos manufacturados para esas ciudades que la gente de Maine
solía llamar «las grandes del norte». A Eddie le gustaba, sobre todo, contemplar
los vagones que pasaban cargados de coches; relucientes Ford y Chevrolet.
Algún día tendré un coche como ésos —se prometía—. Como ésos o todavía
mejor. ¡Hasta un Cadillac!
Había, en total, seis vías, que entraban en la estación como telas de araña
tendidas hacia el centro: Bangor y las grandes líneas del norte por un lado, las
del sur y Maine del oeste, las de Boston y Maine desde el sur y las de la costa,
procedentes del este.
Un día, dos años antes, mientras Eddie contemplaba el paso de un tren por
las vías de la costa, un ferroviario borracho le había arrojado un cajón desde un
tren que pasaba a poca velocidad. Eddie lo esquivó y se echó hacia atrás aunque
el embalaje aterrizó entre las cenizas, a tres metros de distancia. Estaba lleno de
cosas, de cosas vivas que repiqueteaban y se movían.
—¡Ultima vuelta, chico! —gritó el ferroviario borracho. Sacó una botella
achatada del bolsillo trasero y bebió. Después lo estrelló junto a las vías y gritó,
señalando el cajón—: ¡Llévale eso a tu mamá! ¡Cortesía de esta maldita Línea de
la Costa que nos deja en la calle!
Mientras decía esas últimas palabras, se tambaleó, ya que el tren iba
cobrando velocidad. Por un momento, Eddie pensó que iba a caerse.
Cuando el tren desapareció, Eddie se acercó a la caja y se inclinó
cautelosamente hacia ella con miedo de acercarse mucho. Lo que había dentro se
arrastraba, tembloroso. Si el ferroviario hubiera dicho que eran para él, Eddie
habría dejado todo allí. Pero el hombre le había dicho que se las llevase a su
madre. Y Eddie, como Ben, saltaba en cuanto se mencionaba a su madre.
Cogió un trozo de cuerda de un depósito vacío y ató el cajón al cesto de su
bicicleta.
Su madre estudió el contenido con más desconfianza que él y lanzó un
alarido… pero más de placer que de terror. En el cajón había cuatro grandes
langostas con las pinzas abiertas con cuñas. Ella las preparó como cena y se
enfurruñó mucho porque Eddie no quiso probarlas.
—¿Qué crees que comen los Rockefeller esta noche en Bar Harbor? —
preguntó, indignada—. ¿Qué crees que cenan los ricachos de Nueva York?
¿Bocadillos de mermelada y mantequilla de cacahuete? ¡Comen langosta, Eddie,
igual que nosotros! Y ahora anda, prueba.
Pero Eddie no quería. Al menos, eso era lo que su madre decía. Tal vez era
verdad, pero por dentro él hubiera dicho que no podía. No dejaba de pensar en
los movimientos dentro del cajón y en los repiqueteos de las pinzas. Ella siguió
diciéndole que eran un bocado estupendo y que él estaba perdiéndose algo
riquísimo hasta que el chico, jadeando, tuvo que usar su inhalador. Entonces, lo
dejó en paz.
Eddie se retiró a su cuarto para leer. Su madre llamó a Eleanor Dunton, una
amiga. Eleanor fue de visita y las dos se dedicaron a leer fotonovelas viejas y
revistas de cotilleos, riendo como chiquillas y atiborrándose de ensalada de
langosta. A la mañana siguiente, cuando Eddie se levantó para ir a la escuela, su
madre aún roncaba en su cama, dejando escapar frecuentes pedos que sonaban
como largas y suaves notas de trompeta (estaba «tirándose unos buenos», habría
dicho Richie). En la ensaladera sólo quedaban algunas manchitas de mayonesa.
Aquél fue el último tren de la Southern Seacoast que Eddie vio en su vida.
Más adelante, al encontrarse con el señor Braddock, jefe de la estación de Derry,
le preguntó qué había pasado.
—Quebró la compañía —dijo el señor Braddock—. Eso es todo. ¿No lees los
diarios? Está pasando lo mismo en todo el maldito país. Y ahora vete de aquí.
Éste no es lugar para niños.
A partir de entonces, Eddie caminaba a veces por la vía número cuatro, que
había sido la de la línea costera, escuchando a un locutor mental que cantaba
nombres dentro de su cabeza, desenrollándose con monótona y encantadora
entonación del Este. Esos nombres, esos nombres mágicos: Camden, Rockland,
Bar Harbor (pronunciado Baa Haabaa), Wascasset, Bath, Portland, Ogunquit,
Berwick; caminaba por la vía cuatro, hacia el este, hasta cansarse, hasta que las
hierbas crecidas entre las traviesas lo entristecían. Una vez levantó la mirada y
vio gaviotas (probablemente sólo gaviotas de vertedero, a las que importaba un
bledo no ver jamás el océano, pero a él no se le había ocurrido pensarlo) que
giraban y graznaban allá arriba. El sonido de esas voces lo hizo sollozar.
En alguna época había existido una verja de entrada a los patios de
maniobras, pero había volado en una tormenta sin que nadie se molestara en
reemplazarla. Eddie iba y venía a voluntad, aunque el señor Braddock lo sacaba
a patadas cuando lo veía (igual que a los otros chicos). Había, a veces,
camioneros que lo perseguían a uno (pero no muy lejos), pensando que uno
andaba por allí con ideas de robarse algo… y a veces, así era.
Pero el sitio, en general, era tranquilo. Había una caseta de guardia, pero
estaba desierta, con los vidrios de las ventanas rotos a pedradas. Desde 1950,
más o menos, no existía ningún servicio de seguridad permanente. El señor
Braddock ahuyentaba a los niños durante el día y, por las noches, un sereno
pasaba cuatro o cinco veces, con un viejo Studebaker que llevaba un potente
reflector instalado junto al radiador. Eso era todo.
Sin embargo, a veces había vagabundos y malvivientes. Si algo asustaba a
Eddie de la zona, eran ellos: esos hombres de mejillas sin afeitar, piel
resquebrajada y ampollas en las manos y en los labios. Pasaban un tiempo
viajando por los rieles; luego bajaban para quedarse en Derry hasta que subían a
otro tren y se iban a otra parte. A veces les faltaban dedos. Habitualmente
estaban borrachos y le preguntaban a uno si tenía cigarrillos.
Un día, uno de esos tipos había salido a rastras de debajo del porche de la
casa, en el 29 de Neibolt, para ofrecer a Eddie «chupársela por veinticinco
centavos». Eddie retrocedió, con la piel hecha hielo y la boca seca como
naftalina. Tenía carcomida una de las aletas de la nariz. Se veía directamente ese
canal rojo y escamoso.
—No tengo veinticinco centavos —dijo Eddie, retrocediendo hacia su
bicicleta.
—Te lo hago por diez —graznó el vagabundo, avanzando hacia él.
Vestía roídos pantalones de franela verde. Un vómito amarillo se le estaba
endureciendo en los pantalones. Se bajó la cremallera y metió la mano. Trataba
de sonreír. Su nariz era un espanto rojo.
—No… tampoco tengo diez —dijo Eddie.
Y de pronto pensó: Oh, Dios mío, tiene lepra. Si me toca, yo también voy a
contagiarme. Entonces perdió la serenidad y echó a correr. Oyó que el
vagabundo lo seguía, arrastrando los pies; sus viejos zapatos, atados con cordel,
iban abofeteando al desmandado césped de la casa vacía.
—¡No te vayas, chico! Te la chupo gratis. ¡No te vayas!
Eddie subió a su bicicleta de un salto, con el aliento ya silbante, sintiendo
que su garganta se cerraba hasta convertirse en el ojo de una aguja. Su pecho
había adquirido peso. Apoyó los pies en los pedales y, cuando empezaba a tomar
velocidad, una de las manos del vagabundo golpeó el cesto. La bicicleta se
estremeció. Eddie miró por encima del hombro y vio que el vagabundo corría
junto a la rueda trasera (GANANDO VENTAJA) con los labios contraídos,
descubriendo las manchas negras de sus dientes en una expresión que podía ser
de desesperación o de furia.
A pesar de las piedras que tenía en el pecho, Eddie aumentó la velocidad de
su pedaleo temiendo que aquellas manos cubiertas de costras se cerraran
alrededor de su brazo, arrancándolo de su Raleigh para arrojarlo en la zanja,
donde sólo Dios sabía qué podía pasarle. No se atrevió a mirar atrás hasta haber
pasado como un rayo delante de la escuela religiosa y la intersección con la
carretera 2. Por entonces, el vagabundo había desaparecido.
Eddie se reservó aquella terrible anécdota durante casi una semana y por fin
la confió a Richie Tozier y a Bill Denbrough mientras leían historietas sobre el
garaje.
—No tenía lepra, pedazo de tonto —dijo Richie—. Era sifilis.
Eddie miró a Bill para ver si Richie le estaba tomando el pelo; era la primera
vez que oía hablar de una enfermedad llamada siflis y parecía invento de Richie.
—¿Existe esa siflis, Bill?
Bill asintió gravemente.
—Pero no es siflis sino sí-sí-sífilis.
—¿Y qué es eso?
—Una enfermedad que te viene de follar —dijo Richie—. Sabes lo que es
follar, ¿verdad?
—Por supuesto —respondió Eddie.
Ojalá no se estuviera ruborizando. Sabía que, cuando uno crecía, el pene
rezumaba algo cuando se ponía duro. Boogers Taliendo le había proporcionado
los detalles, un día, en la escuela. Según Boogers, follar era frotar el pito contra
la barriga de una chica hasta que se ponía duro. Después se frotaba un poco más
hasta que uno empezaba a «sentir eso». Cuando Eddie preguntó qué se sentía,
Boogers se limitó a mover la cabeza de un modo misterioso, diciendo que no se
podía describir pero que uno se daba cuenta en cuanto lo sentía. Dijo que se
podía practicar acostándose en la bañera y frotándose el pito con jabón de olor
(Eddie había hecho la prueba, pero lo único que sintió al cabo de un rato fue
ganas de orinar). La cosa es que, según Boogers, cuando uno «sentía eso», surgía
una cosa del pene. Casi todos los chicos llamaban a eso «correrse», pero
Boogers dijo que su hermano mayor le había enseñado que la palabra realmente
científica era súmum. Y cuando uno «sentía eso», tenía que sujetar el pito y
apuntarlo muy deprisa, para poder lanzar el súmum en el ombligo de la chica, en
cuanto saliera. Entonces entraba en el ombligo de la chica y hacía un bebé allí
dentro.
«¿Y a las chicas les gusta eso?», había preguntado Eddie a Boogers Taliendo,
algo espantado.
«Parece que sí», había sido la respuesta de Boogers, también confundido.
—Y ahora escucha, Eds —dijo Richie—, porque después puede que surjan
más preguntas. Algunas mujeres tienen esa enfermedad. Algunos hombres
también, pero casi siempre son las mujeres. Un tío se puede contagiar de una
mujer…
—… o de otro t-t-tipo, si son m-ma-ric-c-cones —aclaró Bill.
—Eso. La cuestión es que te contagias la sífilis por follar con alguien que ya
la tiene.
—¿Y qué te pasa? —preguntó Eddie.
—Te pudres —dijo Richie, simplemente.
Eddie lo miró fijamente, espantado.
—Suena desagradable, lo sé, pero es cierto —confirmó Richie—. Lo primero
que te desaparece es la nariz. A algunos tipos que tienen sífilis se les cae la nariz.
Después el pito.
—P-p-por f-favor —rogó Bill—. A-acabo de c-c-comer.
—Vamos, hombre, estamos hablando de temas científicos —protestó Richie.
—Entonces —inquirió Eddie—, ¿qué diferencia hay entre la lepra y la
sífilis?
—Que la lepra no te viene por follar —fue la pronta respuesta de Richie.
Y estalló en un vendaval de risas que dejó confundidos tanto a Bill como a
Eddie.
7
A partir de ese día, la casa del 29 de Neibolt Street había adquirido una especie
de fulgor en la imaginación de Eddie. Cuando miraba su patio lleno de hierbas,
su porche desvencijado y las tablas clavadas a sus ventanas, se apoderaba de él
una fascinación enfermiza. Seis semanas atrás, había dejado su bicicleta en la
gravilla de la calle (la acera terminaba cuatro puertas más allá) para cruzar el
prado hacia el porche de aquella casa.
El corazón le latía con fuerza y su boca tenía otra vez ese gusto seco. Al
escuchar a Bill mientras contaba lo de esa horrible fotografía, comprendió que,
al acercarse a esa casa, había sentido lo mismo que al entrar en la habitación de
George. Se sentía como si hubiese perdido el control sobre sí mismo.
No sentía que sus pies se movieran. Era la casa, en cambio, la que, sombría y
silenciosa, parecía acercarse a él.
Débilmente, oyó una locomotora Diesel en las vías y el ruido líquidometálico de las acopladuras. Estaban dejando algunos vagones en las vías
laterales y enganchando otros para formar un convoy.
Su mano apretó el pulverizador, pero el asma, extrañamente, no se había
cerrado como aquel otro día al huir del vagabundo de la nariz podrida. Sólo tenía
la sensación de estar quieto observando el deslizarse sigiloso de la casa hacia él
como sobre un par de vías ocultas.
Eddie miró bajo el porche. Allí no había nadie. Eso no le sorprendió. Estaban
en primavera y los vagabundos aparecían en Derry con más frecuencia a
principios de otoño, en las seis semanas en que cualquiera podía conseguir
trabajo en las fincas de los alrededores si se presentaba más o menos decente.
Había patatas y manzanas que cosechar, cercas de nieve que reparar, graneros y
techos que necesitaban remiendos antes de que llegase diciembre silbando.
No había vagabundos bajo el porche, pero sí abundantes señales de que
habían andado allí: latas de cerveza vacías, botellas de licor vacías; una manta
acartonada de roña apoyada contra los cimientos como un perro muerto;
montones de periódicos arrugados, un zapato suelto y un olor como a basura.
Había también una espesa capa de hojas marchitas allá abajo.
Sin querer hacerlo, pero incapaz de evitarlo, Eddie había entrado reptando
bajo el porche. Sentía que el corazón le palpitaba en la cabeza lanzando manchas
de luz blanca a través de su campo visual.
Allí abajo el olor era más fuerte: alcohol, sudor y el perfume pardo, oscuro,
de las hojas putrefactas. Las hojas muertas ni siquiera crujían bajo las manos y
las rodillas. Tanto ellas como los diarios viejos se limitaban a suspirar.
Soy un vagabundo —pensó Eddie, incoherente—. Soy un vagabundo que
anda por las vías. Eso es lo que soy. No tengo dinero, no tengo casa, pero
consigo una botella, un dólar y un lugar para dormir. Esta semana recogeré
manzanas y patatas; la semana próxima, cuando la escarcha endurezca el suelo
como si fuera dinero dentro de una caja fuerte, qué me importa, subiré a un
vagón que huela a remolacha azucarera y me sentaré en un rincón. Y si hay un
poco de heno, me cubriré con él, tomaré un traguito, masticaré un bocado y
tarde o temprano llegaré a Portland o a Beantown, y si no me echa algún
guardia del ferrocarril, tomaré un tren rumbo al Sur y cuando llegue recogeré
limones o limas o naranjas. Y si me pescan, construiré carreteras para que
viajen los turistas. Qué diablos, no será la primera vez, ¿no? Soy sólo un viejo
vagabundo solitario, no tengo dinero, no tengo casa, pero algo tengo: tengo una
enfermedad que me está comiendo. La piel se me cuartea, se me caen los
dientes, ¿y sabes qué?: siento que me estoy pudriendo como una manzana. Lo
siento, siento que eso me come desde dentro hacia fuera, me come, me come…
Eddie apartó a un lado la manta acartonada sujetándola con el pulgar y el
índice e hizo una mueca al sentir su tejido apelmazado. Una de esas ventanas
bajas del sótano estaba directamente a su espalda con un vidrio roto y el otro
opaco de polvo. Se inclinó hacia adelante, sintiéndose casi hipnotizado. Se
acercó a la ventana, se acercó a la oscuridad del sótano respirando olor a vejez, a
moho y a podredumbre seca, se acercó cada vez más a lo negro, y sin duda el
leproso lo habría atrapado si el asma no hubiera elegido ese momento,
exactamente, para atacar. Le apretó los pulmones con un peso indoloro pero
atemorizante; de inmediato, su respiración tomó ese sonido familiar, detestable,
sibilante.
Retrocedió y fue entonces cuando apareció la cara. Su aparición fue tan
súbita, tan sorprendente (pero también tan esperada) que Eddie no habría podido
gritar, aun sin el ataque de asma. Sus ojos se dilataron. Su boca se abrió como
una grieta. No era el vagabundo de la nariz carcomida, pero tenía cierto
parecido. Un terrible parecido. Sin embargo… esa cosa no podía ser humana.
Nada podía seguir con vida estando tan carcomida.
Tenía agrietada la piel de la frente. El hueso blanco, revestido por una
membrana mucosa amarilla, espiaba por allí como la lente de un reflector
empañado. La nariz era un puente de cartílago desnudo sobre dos canales rojos,
muy abiertos. Un ojo era jubilosamente azul; el otro, una masa de tejido
esponjoso de color negro pardusco. El labio inferior del leproso caía hacia abajo
como hígado. No tenía labio superior; sus dientes asomaban en un anillo
libidinoso.
Sacó bruscamente una mano por el vidrio roto. Sacó la otra a través del
vidrio sucio de la izquierda reduciéndolo a fragmentos. Sus manos estaban llenas
de llagas. Los escarabajos reptaban y trajinaban por ellas.
Maullando y jadeando, Eddie se arrastró hacia atrás. Apenas podía respirar.
Su corazón era una locomotora desbocada. El leproso parecía vestir los
harapientos restos de algún extraño traje plateado. Por entre los mechones pardos
de su cabeza, reptaban cosas vivas.
—¿Quieres que te la chupe, Eddie? —graznó la aparición, sonriendo con los
restos de su boca y canturreando—: Bobby cobra sólo diez y quince por otra vez
y si quieres lo hace tres. —Guiñó el ojo—. Ése soy yo, Eddie: Bob Gray. Y
ahora que nos hemos presentado debidamente…
Una de sus manos se aplastó contra el hombro derecho de Eddie. El chico
lanzó un grito débil.
—No te asustes —dijo el leproso.
Y Eddie vio, con terror de pesadilla, que estaba saliendo por la ventana. El
escudo de hueso que tenía tras la frente medio pelada rompió el fino soporte de
madera que separaba los dos vidrios. Sus manos se agarraron a la tierra musgosa
cubierta de hojas. Las hombreras plateadas de su traje…, de su disfraz, o lo que
fuera…, comenzaron a pasar por la abertura. Aquel único ojo azul y centelleante
no se apartaba de la cara de Eddie.
—Aquí vengo, Eddie, no te asustes —graznó—. Te gustará estar aquí abajo,
con nosotros. Aquí abajo hay algunos amigos tuyos.
Su mano se estiró otra vez. En algún rincón de su mente enloquecida por el
pánico, casi aullante, Eddie tuvo la súbita y fría seguridad de que, si aquella cosa
tocaba su piel desnuda, él también empezaría a pudrirse. La idea quebró su
parálisis. Reptó hacia atrás a cuatro patas, luego giró en redondo y se arrojó de
cabeza hacia el otro extremo del porche. La luz del sol, que caía en rayos
estrechos y polvorientos por entre las rendijas de las tablas del porche, rayaba su
cara de momento en momento. Su cabeza empujó a través de las sucias telarañas
que se le asentaban en el pelo. Miró sobre su hombro y vio que el leproso ya
tenía medio cuerpo fuera.
—De nada te servirá correr, Eddie —anunció.
El chico había llegado al otro extremo del porche, donde había una verja de
madera a través de la cual pasaba el sol imprimiendo diamantes de luz en su
frente y sus mejillas. Bajó la cabeza y se arrojó contra ella sin vacilar,
arrancando la verja con un chirrido de clavos herrumbrosos. Detrás había una
maraña de rosales y Eddie pasó por ella, levantándose a tropezones, sin sentir las
espinas que le abrían leves cortes en los brazos, la cara y el cuello.
Giró en redondo y retrocedió sobre sus piernas flojas, sacando el inhalador
del bolsillo para aplicárselo. Todo eso no podía estar ocurriendo. Él había estado
pensando en el vagabundo y su mente…, bueno…
le había montado un numerito
le había mostrado una película, una película de terror, como las de la matinée
del sábado, con Frankenstein y el Hombre Lobo, de las que daban a veces en el
Bijou, el Gem o el Aladdin. Seguro, eso era todo. ¡Se había asustado solo! ¡Qué
tonto!
Tuvo tiempo hasta de emitir una risa temblorosa ante la insospechada vividez
de su imaginación, antes de que las manos podridas salieran disparadas de bajo
el porche, lanzando zarpazos a los rosales con demencial ferocidad,
arrancándolos, imprimiendo en ellos gotas de sangre.
Eddie lanzó un chillido.
El leproso estaba saliendo. Vestía un traje de payaso, un traje de payaso con
grandes botones naranja en la pechera. Al ver a Eddie, sonrió. Su semiboca se
abrió dejando salir la lengua. Eddie volvió a chillar, pero nadie hubiera podido
oír su chillido sofocado por el estrépito de la locomotora diesel en las vías. La
lengua del leproso no se había limitado a asomar. Medía casi un metro y se
desenroscaba como los cornetines de papel que reparten en las fiestas.
Terminaba en una punta de flecha que se arrastraba por la tierra. Por ella corría
una espuma espesa y viscosa, amarillenta. La recorrían varios bichos.
Los rosales, que al pasar Eddie mostraban los primeros toques de verde
primaveral, adquirieron un color negro muerto y hojaldroso.
—Te la chupo —susurró el leproso, mientras se levantaba.
Eddie corrió a su bicicleta. Fue una carrera igual a la de antes, sólo que ésta
tenía algo de pesadilla, como cuando no podemos movernos sino con una
torturante lentitud por mucha prisa que nos demos… y en esos sueños, ¿no se
oye, no se percibe siempre algo, un eso, que nos va alcanzando? ¿No se huele
siempre su aliento hediondo, como Eddie lo estaba oliendo?
Por un momento sintió una descabellada esperanza: tal vez eso era, en
verdad, una pesadilla. Tal vez despertaría en su propia cama, bañado en sudor,
tal vez hasta llorando… pero vivo. A salvo. Luego apartó la idea. Su encanto era
mortífero; su consuelo, fatal.
No trató de subir inmediatamente a su bicicleta; corrió, en cambio, con ella,
con la cabeza gacha, empujando el manillar. Se sentía como si se estuviera
ahogando, no en agua, sino dentro de su propio pecho.
—Te la chupo —susurró el leproso otra vez—. Vuelve cuando quieras,
Eddie. Trae a tus amigos.
Sus dedos podridos parecieron tocarle la parte posterior del cuello, pero tal
vez fue sólo un hilo de telaraña desprendido del porche, adherido a su pelo, que
rozaba su carne temerosa. Eddie subió de un salto a su bicicleta y se marchó a
todo pedal sin importarle que su garganta se hubiera cerrado otra vez, sin
importarle un bledo el asma, sin mirar hacia atrás. No miró atrás hasta que se
encontró casi en su casa. Y por entonces, por supuesto, ya no había nada a su
espalda, salvo dos chicos que iban hacia el parque a jugar a la pelota.
Esa noche, tendido en su cama, tieso como un atizador, con una mano
aferrando el inhalador y la mirada perdida en las sombras, oyó otra vez el
susurro del leproso: De nada te servirá correr, Eddie.
8
—Caray —dijo Richie, respetuosamente.
Era la primera vez que uno de ellos abría la boca desde que Bill Denbrough
terminara su relato.
—¿T-t-t-tienes otro ci-ci-cigarrillo, R-R-Richie?
Richie le dio el último del paquete que había sacado, casi vacío, del
escritorio de su padre. Hasta se lo encendió.
—¿No lo soñaste, Bill? —preguntó Stan, súbitamente.
Bill sacudió la cabeza.
—N-no fue ningún s-s-sueño.
—Real —agregó Eddie, en voz baja.
Bill lo miró duramente.
—¿Q-qué?
—Real, dije. —Eddie lo miraba casi con resentimiento—. Eso ocurrió de
verdad. Fue real.
Y, sin poder contenerse, aun antes de que supiera que iba a decirlo, se
encontró narrando la historia del leproso que había salido del sótano en Neibolt,
29. A mitad de la historia tuvo que usar el inhalador. Y al final estalló en
estridentes lágrimas, con el flaco cuerpo estremecido.
Todos lo miraban como si estuvieran incómodos. Por fin, Stan le apoyó una
mano en la espalda. Bill le dio un abrazo torpe, mientras los otros apartaban la
vista, abochornados.
—Es-s-s-está bien, Eddie. N-n-no imp-importa.
—Yo también lo vi —dijo Ben Hanscom, súbitamente, con voz seca, áspera,
asustada.
Eddie levantó la vista con el rostro todavía anegado en lágrimas, los ojos
enrojecidos y al descubierto.
—¿Qué?
—Vi al payaso —dijo Ben—. Pero no era como tú has dicho… al menos,
cuando yo lo vi. No estaba todo viscoso. Estaba…, estaba seco. —Hizo una
pausa, con la cabeza gacha y la vista fija en sus manos, pálidas sobre sus muslos
elefantiásicos—. Creo que era la momia.
—¿Como en las películas? —preguntó Eddie.
—Como esas, pero no igual —aclaró Ben, lentamente—. En las películas se
nota el truco. Da miedo, pero uno se da cuenta de que es todo montaje, ¿no?
Todos esos vendajes están demasiado bien puestos, como quien dice. Pero este
tipo… creo que así deben ser las momias de verdad. Si uno encontrara alguna en
un cuarto, bajo una pirámide. A excepción del traje.
—¿Q-q-qué t-tra-traje?
Ben miró a Eddie:
—Un traje plateado, con grandes botones naranja en la pechera.
Eddie quedó boquiabierto. Cerró la boca y dijo:
—Si estás bromeando, dilo. Todavía…, todavía sueño con ese tío del porche.
—No bromeo —aseguró Ben.
Y comenzó a contar su historia. La contó con lentitud, comenzando con su
ofrecimiento voluntario para ayudar a la señora Douglas con los libros y
terminando con sus propias pesadillas. Hablaba despacio, sin mirar a los otros,
como si estuviera profundamente avergonzado de su propia conducta. No
levantó la cabeza hasta haber terminado.
—Seguramente fue un sueño —dijo Richie, por fin. Vio que Ben hacía una
mueca de dolor y se apresuró a agregar—: No te lo tomes a mal, Big Ben, pero
tienes que comprenderlo: los globos no pueden ir contra el viento…
—Las fotografías tampoco pueden hacer guiños —apuntó Ben.
Richie paseó su mirada entre Ben y Bill, preocupado. Acusar a Ben de soñar
despierto era una cosa, pero acusar a Bill, otra muy distinta. Bill era el líder, el
tío a quien todos miraban con respeto. Nadie lo expresaba en voz alta, porque no
hacía falta. Pero Bill era el de las ideas, el que siempre tenía algo que hacer en
los días aburridos, el que recordaba juegos olvidados por los otros. Y de un
modo muy extraño, todos sentían algo reconfortantemente adulto en Bill, tal vez
era un sentido de responsabilidad. Todos presentían que Bill se haría cargo de la
responsabilidad, cogería las riendas cuando hiciera falta. La verdad es que
Richie creía la historia de Bill, por descabellada que fuera. Y tal vez no quería
creer en la de Ben… ni en la de Eddie, en todo caso.
—A ti nunca te pasó nada de eso, ¿eh? —le preguntó Eddie.
Richie hizo una pausa, comenzó a decir algo, sacudió la cabeza y se detuvo
otra vez. Por fin dijo:
—Lo más espantoso que he visto últimamente fue a Mark Prenderlist
echándose una meada en el parque McCarron. Tiene la polla más asquerosa del
mundo.
Ben dijo:
—¿Y tú, Stan?
—No —contestó Stan, apresuradamente.
Pero apartó la vista. Su cara estaba pálida; sus labios, de tan apretados,
habían quedado blancos.
—¿T-t-t-te p-pasó algo, S-St-Stan? —preguntó Bill.
—¡No, te digo que no!
Stan se puso de pie y caminó hasta la orilla con las manos en los bolsillos,
para mirar el curso de agua por encima del dique original.
—¡Vamos, Stanley! —clamó Richie, en agudo falsete.
Era otra de sus voces: la abuelita gruñona. Cuando hablaba como abuelita
gruñona, Richie caminaba encorvado, con un puño contra la parte baja de la
espalda y reía mucho entre dientes. De cualquier modo, se parecía más a Richie
Tozier que a otra cosa.
—Confiesa, Stanley, cuéntale a tu abuelita de ese payaso malo-malo-malote
y te daré una pastita de chocolate. Tú cuenta…
—¡Cállate! —chilló Stan, súbitamente, girando hacia Richie, que retrocedió
un paso o dos, atónito—. ¡A ver si te callas!
—Sí, amo —dijo Richie, y se sentó.
Miraba a Stan Uris con desconfianza. Las mejillas del chico judío se habían
encendido con dos manchas de color, pero aun así parecía más asustado que
furioso.
—Bueno, bueno —dijo Eddie, en voz baja—. No importa, Stan.
—No fue un payaso —dijo Stanley.
Sus ojos los recorrieron uno a uno. Parecía estar debatiéndose consigo
mismo.
—P-p-puedes c-c-contar —dijo Bill, también en voz baja—. N-n-nosotros lo
hem-mos contado.
—No era un payaso. Era…
Fue entonces cuando los interrumpió la voz poderosa, enronquecida por el
whisky, del señor Nell, que los hizo saltar como ante un disparo:
—¡Jesucristo en carroza de los cielos! ¡Miren que desastre! ¡Jeee-su-criiisto!
VIII. LA HABITACIÓN DE GEORGIE Y
LA CASA DE NEIBOLT STREET
1
Richard Tozier apaga la radio que ha estado bramando con Like a Virgin, de
Madonna, en WZON (una emisora que declara, con algo de histérica frecuencia,
ser la ¡AM estéreo rockera de Bangor!), sale al arcén y apaga el motor del
Mustang que la gente de Avis le alquiló en el aeropuerto de Bangor. Baja del
coche. Oye en sus oídos el tira y afloja de su propia respiración. Ha visto un
letrero que le erizó la piel de la espalda.
Camina hasta la parte delantera del coche y apoya una mano en el capó.
Oye que el motor tintinea suavemente, como para sus adentros, al enfriarse. Oye
también el graznido breve de un arrendajo. Hay grillos. Eso es todo lo que hay
de banda sonora.
Ha visto el cartel, lo deja atrás y, de pronto, está otra vez en Derry. Después
de veinticinco años, Richie Bocazas Tozier ha vuelto a la ciudad natal. Ha…
Un ardoroso tormento le aguijonea los ojos cortándole limpiamente el
aliento. Deja escapar un gritito estrangulado mientras sus manos vuelan a la
cara. Sólo una vez sintió algo remotamente parecido a ese dolor quemante: en la
universidad, cuando una pestaña se metió bajo una de sus lentillas, pero aquello
fue en un solo ojo. Este dolor terrible es en los dos.
Antes de que pueda acercar las manos a la cara, el dolor ha desaparecido.
Baja otra vez las manos, lenta, pensativamente y contempla la carretera 7.
Ha salido de la autopista de peaje en Etna-Haven, ya que, por algún motivo que
no comprende, no desea llegar por la autopista de peaje que estaba en
construcción en la zona de Derry cuando él y sus padres se sacudieron de los
zapatos el polvo de esa pequeña y extraña ciudad para mudarse al Medio Oeste.
No, la autopista de peaje habría sido un atajo, pero también un error.
Así que había conducido por la carretera 9 cruzando el soñoliento manojo
de viviendas que componen Heaven Village, para coger luego la carretera 7. A
medida que avanzaba, la luz del día se hacía más intensa.
Y ahora, esta señal. Es la misma clase de señal que marca los límites de
seiscientas ciudades, en el estado de Maine, pero ¡cómo le ha estrujado el
corazón!
Condado de
Penobscot
D
E
R
R
Y
Maine
Más allá, un letrero de los Elks, otro del Rotary Club y, para completar la
trinidad, uno que proclama: ¡LOS LEONES DE DERRY RUGEN POR EL FONDO UNIDO!
Más allá está sólo la carretera 7, que continúa en línea recta entre abultados
grupos de pinos y abetos. Bajo esa luz silenciosa, mientras el día se va
afirmando, esos árboles parecen tan soñadores como humo de cigarrillo,
acumulado en el aire inmóvil de una habitación herméticamente cerrada.
Derry —piensa—. Derry, Dios me ayude, Derry. Apedreemos a los cuervos.
Allí está él, en la carretera 7. Ocho kilómetros más adelante, si el tiempo o
algún tornado no se la han llevado en los años transcurridos, estará la Granja
Rhulin, donde su madre compraba los huevos y la mayor parte de las verduras
para la casa. Tres kilómetros más allá, esa carretera 7 se convierte en Witcham
Road y, por supuesto, Witcham Road acaba por convertirse en Witcham Street,
aleluya, amén. Y en algún punto entre la Granja Rhulin y la ciudad, pasará ante
la casa de los Bowers y, después, ante la de los Hanlon. A unos ochocientos
metros de la casa de los Hanlon vería el primer reflejo del Kenduskeag y la
primera maleza extendida de verde venenoso: las fértiles tierras bajas a las que,
por algún motivo, se llamaba Los Barrens.
En verdad, no sé si puedo enfrentarme a todo eso —piensa Richie—. Seamos
francos aquí, por lo menos: no sé si puedo.
Toda la noche anterior ha pasado, para él, en un sueño. Mientras viajaba,
mientras avanzaba y dejaba el camino atrás, el sueño prosiguió. Pero en ese
momento se ha detenido (es decir, el cartel lo ha detenido) y acaba de despertar
a una extraña verdad: el sueño era la realidad. Derry es la realidad.
Al parecer, no puede dejar de recordar. Piensa que sus recuerdos acabarán
por volverlo loco, por eso se muerde los labios y junta las manos apretando
palma contra palma como para no volar en pedazos. Siente que pronto volará
en pedazos, pronto. Es como si hubiera en él una parte loca que en verdad ansía
lo que puede estarle esperando. Pero la mayor parte de él sólo se pregunta cómo
sobrevivirá a los días siguientes. Él…
Y ahora sus pensamientos vuelven a romperse.
Un venado ha salido a la carretera. Oye el ligero golpe de sus cascos
blandos en el pavimento.
El aliento de Richie se interrumpe en medio de una exhalación; luego
empieza otra vez lentamente. Mira, aturdido; una parte de él piensa que nunca
vio algo así en Rodeo Drive. No, había hecho falta que volviese a la ciudad
natal para ver algo así.
Es una hembra. Ha salido de los bosques a la derecha y se detiene en medio
de la carretera 7, con las patas delanteras a un lado de la línea discontinua, las
traseras al otro. Sus ojos oscuros miran mansamente a Richie Tozier. Él lee en
esos ojos interés, pero no miedo.
Lo mira, maravillado, pensando que es un presagio, un portento, alguna de
esas mierdas que dicen las adivinas. Y de pronto, inesperadamente, vuelve a él
un recuerdo del señor Nell. ¡Cómo los asustó aquel día, al caer sobre ellos tras
lo que acababan de contar Bill, Ben y Eddie! Todo el grupo había estado a
punto de volar al cielo.
Mientras contempla al venado, Richie aspira profundamente y se descubre
hablando con una de sus voces… pero es, por primera vez en veinticinco años o
más, la voz del policía irlandés, incorporada a su repertorio después de aquel
día memorable. Sale rodando en la mañana silenciosa, como una gran bola de
bolos, más potente, más grande de lo que Richie hubiera podido creer.
—¡Por las barbas de Cristo! ¿Qué hace una buena chica como tú en esta
tierra olvidada de Dios, animalito? ¡Je-su-criiisto! ¡Será mejor que te vayas a tu
casa antes de que llame al padre O’Staggers!
Antes de que mueran los ecos, antes de que el primer arrendajo asustado
pueda empezar a reñirle por su sacrilegio, el venado agita la cola como si fuera
una bandera de tregua y desaparece entre los abetos humosos, al lado izquierdo
de la carretera, dejando sólo un montoncito de píldoras humeantes para
demostrar que, aun a los treinta y siete años, Richie Tozier sigue siendo capaz
de soltarse uno bueno de vez en cuando.
Richie empieza a reír. Al principio es sólo una risita entre dientes, pero luego
lo ataca su propia ridiculez: estar ahí, de pie a la luz del alba de una mañana de
Maine, a cinco mil kilómetros de su casa, gritándole a un venado con acento de
policía irlandés. Las carcajadas se convierten en risitas, las risitas se convierten
en bufidos, los bufidos en aullidos y, finalmente, se ve obligado a apoyarse
contra el coche porque las lágrimas le corren por la cara y se pregunta,
confusamente, si no va a orinarse en los pantalones. Cada vez que empieza a
dominarse, su vista cae sobre ese manojo de pelotitas y estalla en nuevos
vendavales de risa.
Resoplando y gimiendo, por fin logra sentarse otra vez al volante y poner en
marcha el Mustang. Un camión cargado de fertilizantes químicos pasa roncando
en una ráfaga de viento. Después de dejarlo pasar, Richie sale a la carretera y
reinicia la marcha hacia Derry. Ahora se siente mejor, más sereno… o tal vez es
sólo porque se está moviendo, dejando el camino atrás, y el sueño ha vuelto a
imponerse.
Vuelve a pensar en el señor Nell, en el señor Nell y aquel día junto al dique.
El señor Nell preguntó a quién se le había ocurrido aquella travesura. Recuerda
que los seis se miraron, intranquilos, hasta que Ben se adelantó un paso, pálido,
con los ojos bajos, la cara temblorosa, luchando sombríamente por no
balbucear. El pobre chico habrá pensado que iban a echarle de cinco a diez
años de cárcel por inundar las alcantarillas de Witcham Street, piensa Richie,
pero de cualquier modo se hizo responsable. Y con eso los obligó a todos a
adelantarse para respaldarlo. Era eso o pasar por malas entrañas. Por
cobardes. Todo lo que no eran sus héroes televisivos. Y eso los unió para
siempre, como una soldadura, para bien o para mal. Por lo visto, los había
mantenido unidos durante los últimos veintisiete años. A veces, los
acontecimientos son como fichas de dominó. La primera derriba a la segunda,
la segunda a la tercera y así sucesivamente.
Richie se pregunta cuándo se hizo demasiado tarde para retroceder
¿Cuando Stan y él aparecieron para ayudar a construir el dique? ¿Cuando Bill
les contó que la fotografía de su hermano le había guiñado el ojo? Tal vez…
Pero para Richie Tozier, las fichas de dominó comenzaron a caer en el momento
en que Ben Hanscom dio un paso adelante y dijo: «Yo les enseñé…».
2
—… a hacerlo. Es culpa mía.
El señor Nell se limitó a mirarlo con los labios apretados y las manos
remetidas bajo el chirriante cinturón de cuero negro. Apartó la vista de Ben para
contemplar el estanque, cada vez más ancho detrás del dique, y luego volvió a
mirar al chico. Su cara era la de quien no da crédito a sus ojos. Era un corpulento
irlandés de pelo prematuramente blanco, peinado hacia atrás en pulcras ondas
bajo la gorra azul de visera. Tenía pequeños ramilletes de capilares rotos en sus
mejillas. Su estatura era mediana, pero para los cinco chiquillos enfrentados a él
parecía medir, como poco, dos metros y medio.
El señor Nell abrió la boca para hablar, pero antes de que lo hiciera, Bill
Denbrough se puso junto a Ben.
—L-l-la id-id-dea f-fue mí-mía —se las compuso para decir.
Tragó una gigantesca bocanada de aire y, mientras el señor Nell lo miraba,
impasible, con el sol arrancando destellos imperiales a su insignia, consiguió
tartamudear el resto de lo que necesitaba decir: que no era culpa de Ben, que él
había pasado por casualidad y les había enseñado a mejorar lo que ya estaban
haciendo, aunque mal.
—Yo también —dijo Eddie, abruptamente, y se puso al otro lado de Ben.
—¿Qué es eso de Yotambién? —preguntó el señor Nell—. ¿Es tu nombre o
tu dirección, muchacho?
Eddie se ruborizó intensamente; el color le llegó hasta las raíces del pelo.
—Yo estaba aquí con Bill antes de que Ben llegara —dijo—. Solo quería
decir eso.
Richie dio un paso adelante para situarse junto a Eddie. Por la cabeza le pasó
la idea de que una o dos voces podrían alegrar un poco al señor Nell e inspirarle
pensamientos alegres. Al pensarlo mejor (cosa que Richie hacía rara vez y que,
por tanto, era algo extraordinario), decidió que una o dos voces bien podían
empeorar las cosas. El señor Nell no parecía tener lo que Richie solía denominar
«humor risáceo». Más aún, las risas parecían ser lo último que cabía esperar de
él. Por eso se limitó a decir en voz baja:
—Yo también estuve en esto.
Y se obligó a cerrar la boca.
—Y yo —dijo Stan, poniéndose junto a Bill.
Ahora los cinco estaban en hilera ante el señor Nell. Ben miró a un lado y
otro, más que aturdido, estupefacto por el apoyo recibido. Por un momento,
Richie pensó que el viejo Parva iba a estallar en lágrimas de gratitud.
—¡Jesús! —dijo el señor Nell, otra vez. Y aunque parecía profundamente
disgustado, su cara pareció de pronto a punto de reír—. Nunca había visto tan
desastrada banda de mocosos. Si sus viejos supieran dónde estaban, creo que
esta noche habría unos cuantos fondillos calientes. De cualquier modo, creo que
los habrá.
Richie no pudo contenerse más; su boca se abrió sencillamente y echó a
correr, como el hombrecito de jengibre, cosa que ocurría con mucha frecuencia:
—¿Cómo andan las cosas allá en la vieja patria, señor Nell? —trompeteó,
imitando el acento irlandés del policía—. Ah, usted es un festín para los ojos, ya
lo creo, un hombre encantador, todo un orgullo para la vieja patria.
—Seré todo un orgullo para tus fondillos en menos de tres segundos, mi
querido amiguito —dijo el señor Nell, secamente.
Bill giró hacia él, gruñendo:
—¡Por el a-a-amor de D-d-dios, R-Richie, c-c-cá-cállate!
—Buen consejo, Master William Denbrough —dijo el señor Nell—. Seguro
que Zack no sabe que estás aquí, en Los Barrens, jugando entre las cagarrutas
flotantes, ¿verdad?
Bill bajó los ojos y negó con la cabeza. En sus mejillas ardieron rosas
silvestres.
El señor Nell miró a Ben.
—No recuerdo tu nombre, hijo.
—Ben Hanscom, señor —susurró el chico.
El señor Nell asintió y volvió la vista a la presa.
—¿Esto fue idea tuya?
—Cómo construirla sí, señor. —El susurro de Ben se había vuelto casi
inaudible.
—Bueno, eres un demonio de ingeniero, muchachote, pero no sabes una
mierda de estos llamados Barrens ni del sistema de drenaje de Derry, ¿verdad?
Ben sacudió la cabeza.
No sin amabilidad, el señor Nell le explicó:
—El sistema tiene dos partes. Una parte lleva los desechos humanos sólidos
(la mierda, si no ofendo vuestros tiernos oídos, chicos). La otra, el agua residual:
el agua de los retretes y la que va a las tuberías desde los fregaderos, las
lavadoras y las duchas, junto con la que corre por las alcantarillas de la ciudad.
Bueno, vosotros no habéis causado problemas en el paso de los desechos sólidos,
gracias a Dios, porque todo eso se bombea al Kenduskeag algo más abajo.
Probablemente, algunos buenos cagarros se están secando al sol a un kilómetro
de aquí, gracias a lo que habéis hecho, pero al menos podéis estar seguros de que
no hay mierda pegada al techo de ninguna casa. Pero en cuanto a las aguas
residuales…, bueno, no hay bombas para las aguas residuales. Corren colina
abajo por algo que los ingenieros llaman drenajes de gravedad. Y tú has de saber
dónde terminan todos drenajes de gravedad, ¿verdad, grandullón?
—Allá arriba —dijo Ben, señalando la zona inmediatamente posterior a la
presa que había quedado sumergida en gran parte. Lo hizo sin levantar la vista.
Por las mejillas empezaban a correrle grandes lágrimas lentas. El señor Nell
fingió no darse cuenta.
—En efecto, así es, mi voluminoso amiguito. Todos los drenajes de gravedad
alimentan arroyos que van a Los Barrens. En realidad, muchos de esos
arroyuelos que corren por aquí abajo son aguas residuales, pura y simplemente,
que salen de alcantarillas tan escondidas en la maleza que no se las ve. La
mierda va por un lado y todo lo demás por el otro, Dios bendiga la inteligencia
del hombre. ¿Y se os ha pasado por la cabeza que habéis estado todo el día
chapoteando en los meados y el agua sucia de toda Derry?
De pronto, Eddie comenzó a jadear y tuvo que usar su inhalador.
—Lo que habéis hecho ha devuelto el agua a seis, siete u ocho depósitos
centrales que sirven a Witcham, Jackson, Kansas y cuatro o cinco callejas
transversales. —El señor Nell clavó en Bill Denbrough una mirada seca—. Una
de ellas sirve a tu propio hogar, joven Master Denbrough. Y así estamos, con
sumideros que no desaguan, lavadoras que no desaguan, tuberías exteriores
descargando alegremente el agua en los sótanos…
Ben dejó escapar un sollozo seco que era casi un ladrido. Los otros lo
miraron por un instante, luego apartaron la vista. El señor Nell apoyó una
manaza en el hombro del chico, estaba encallecida y áspera, pero en ese
momento también era tierna.
—Bueno, bueno. No hay por qué tomárselo tan a pecho; grandullón. A lo
mejor no es tan grave, al menos por ahora. A lo mejor exageré un poquito para
que me entendieras bien. Me enviaron a ver si algún árbol había caído en el
arroyo. De vez en cuando pasa. Nos haremos la cuenta de que fue eso y sólo
vosotros cinco y yo sabremos que no fue así. En esta ciudad tenemos
últimamente problemas peores que un poco de agua acumulada. Pondré en el
informe que localicé la obstrucción y que algunos niños vinieran a ayudarme a
despejarla. No voy a mencionar los nombres. No habrá citaciones por construir
presas en Los Barrens.
Los estudió a los cinco. Ben se estaba secando furiosamente los ojos con el
pañuelo. Bill miraba el dique, pensativo. Eddie tenía el inhalador en una mano.
Stan tenía a Richie aferrado por un brazo, listo para apretar con fuerza si el chico
mostraba el menor síntoma de decir cualquier cosa que no fuera muchas gracias,
señor.
—No tenéis nada que hacer en un lugar tan infecto como éste, chicos —
prosiguió el señor Nell—. Han de haber sesenta enfermedades diferentes
cultivándose aquí abajo. El basural por un lado, arroyos llenos de pis y agua
sucia, mierda, bichos, pantanos… No tenéis nada que hacer en un lugar tan
sucio, no. Cuatro lindos parques para que juguéis a la pelota todo el día y os
encuentro aquí. ¡Je-su-criiisto!
—N-n-nos g-g-gusta est-estar aquí —expresó Bill, súbitamente desafiante—.
Aq-q-quí ab-b-bajo nadie n-n-nos da la estática.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el señor Nell a Eddie.
—Ha dicho que aquí abajo nadie nos da la estática —repitió Eddie, con voz
débil y sibilante, pero también inconfundiblemente firme—. Y tiene razón.
Cuando los chicos como nosotros vamos al parque y decimos que queremos
jugar a béisbol, nos dicen que sí, que cómo no, que si queremos ser segunda base
o tercera.
Richie carcajeó:
—¡Eddie se soltó uno bueno! Y… ¡ha llegado!
El señor Nell giró la cabeza para mirarlo. Richie se encogió de hombros.
—Disculpe. Pero él tiene razón. Y Bill también. Nos gusta estar aquí.
Richie pensó que el señor Nell se enojaría ante eso, pero el canoso policía lo
sorprendió —los sorprendió a todos— con una sonrisa.
—Ayuh —dijo—, a mí también me gustaba esto cuando era niño, la verdad.
Y no os lo voy a prohibir. Pero escuchad bien lo que voy a deciros. —Les apuntó
con un dedo y todos lo miraron seriamente—. Si venís a jugar aquí, hacedlo en
grupo, como ahora. Juntos. ¿Me entendéis?
Ellos asintieron.
—Eso significa estar juntos todo el tiempo. Nada de jugar al escondite ni a
nada que os separe. Sabéis lo que está pasando en esta ciudad. De cualquier
modo, bien, no os prohíbo que vengáis, sobre todo porque no me haríais caso.
Pero por vuestro propio bien, en cualquier parte de Los Barrens, manteneos
juntos. —Miró a Bill—. ¿Está en desacuerdo conmigo, joven Bill Denbrough?
—N-n-no, señor —dijo Bill—. N-n-nos ma-ma-mant-t-t…
—Está bien, entiendo —interrumpió el señor Nell—. A ver esa mano.
Bill tendió la mano derecha y el señor Nell se la estrechó.
Richie se sacudió a Stan y dio un paso adelante.
—¡Seguro que sí, señor Nell, oh príncipe entre los hombres, seguro que sí!
¡Gran hombre! ¡Gran, gran hombre! —Alargó la mano, tomó la enorme zarpa
del señor Nell y la sacudió furiosamente sin dejar de sonreír. A los divertidos
ojos del irlandés, el chico parecía una horrible parodia de Roosevelt.
—Gracias, chico —dijo, recuperando la mano—. Tendrás que practicar un
poco ese tono; por el momento pareces tan irlandés como Groucho Marx.
Los otros chicos rieron, sobre todo de alivio. Aún mientras reía, Stan disparó
hacia Richie una mirada de reproche: ¡A ver si creces de una vez!
El señor Nell les estrechó la mano a todos. A Ben, el último.
—No tienes nada de que avergonzarte, salvo de una equivocación,
grandullón. En cuanto a ese dique…, ¿lo viste en algún libro?
Ben negó con la cabeza.
—¿Te lo montaste tú solo?
—Sí, señor.
—¡Vaya, vaya! Algún día construirás cosas grandes, grandullón, estoy
seguro. Pero Los Barrens no son buen lugar para eso. —Miró alrededor,
pensativo—. Aquí nunca se hará nada grande. Es un lugar horrible. —Suspiró—.
Desmontad eso, queridos niños. Desmontadlo ahora mismo. Creo que me voy a
sentar aquí a la sombra de estos matojos, a mirar cómo lo hacéis —dijo,
exagerando su acento irlandés y mirando a Richie con ironía, provocándolo a
otra salida de chiflado.
—Sí, señor —dijo Richie, humilde, y eso fue todo.
El policía asintió, satisfecho, y los chicos pusieron manos a la obra. Una vez
más, se volvieron hacia Ben, esta vez para que les enseñara el modo más rápido
de deshacer lo que les había enseñado a construir. Mientras tanto el señor Nell
sacó un botellín pardo de algún bolsillo interior y tomó un largo trago. Tosió,
recobró el aliento en un suspiro explosivo y miró a los niños con ojos acuosos,
benignos.
—Y qué tendrá el señor en su botella, ¿eh? —preguntó Richie, con su nueva
voz irlandesa, desde el arroyo, hundido en el agua hasta las rodillas.
—Richie, ¿no puedes cerrar el pico? —siseó Eddie.
—¿Aquí? —El señor Nell miraba a Richie con leve sorpresa. Miró otra vez
la botella. No tenía ninguna etiqueta—. Esto es el remedio para la tos que toman
los dioses, hijo mío. Ahora veamos si puedes doblar el espinazo tan rápido como
mueves la lengua.
3
Algo más tarde, Bill y Richie iban caminando juntos por Witcham Street. Bill
empujaba a Silver. Después de erigir y derribar la presa, no le quedaban energías
para llevar la bicicleta a velocidad de crucero. Los dos estaban sucios,
desaliñados y cansadísimos.
Stan les preguntó si querían ir a su casa para jugar al Monopoly, a las damas
o algo así, pero ninguno aceptó. Se estaba haciendo tarde. Ben, cansado y
deprimido, dijo que iría a su casa para ver si alguien había devuelto los libros
que había sacado de la biblioteca. Tenía alguna esperanza de que así fuera,
porque la biblioteca municipal insistía en escribir la dirección de quien llevaba el
libro, no sólo su nombre, en la tarjeta de devolución de cada volumen. Eddie dijo
que iría a ver el Show del rock, por televisión, porque actuaría Neil Sedaka y él
quería saber si Sedaka era negro. Stan le dijo que no fuera estúpido; bastaba
oírlo para darse cuenta de que era blanco. Eddie aseguró que con oírlo no podía
saber nada; hasta el año anterior había estado completamente seguro de que
Chuck Berry era blanco, pero cuando se presentó en Bandas de América resultó
ser negro.
—Por suerte, mi madre todavía lo cree blanco —dijo—. Si descubriera que
es negro, probablemente no me dejaría escucharlo más.
Stan apostó a Eddie cuatro cómics a que Neil Sedaka era blanco y los dos se
desviaron juntos hacia la casa de Eddie para arreglar el asunto.
Y allí estaban Bill y Richie, siguiendo un rumbo que, al cabo de un rato, los
llevaría a la casa de Bill. Ninguno de los dos decía gran cosa. Richie se
descubrió pensando en el relato de Bill sobre la fotografía que le había guiñado
el ojo. A pesar de su cansancio, se le ocurrió una idea. Era una locura, pero
también tenía su atractivo.
—Billy, macho —dijo—, hagamos un alto. Cinco minutos. Estoy muerto.
—Ojalá —refunfuñó Bill, pero se detuvo.
Puso a Silver cuidadosamente en el borde del verde prado del seminario
teológico y se sentó con Richie en los amplios escalones de piedra que llevaban
al gran edificio victoriano.
—Q-q-qué día —protestó Bill, sombrío. Tenía ojeras purpúreas y estaba muy
pálido—. S-s-será mejor q-q-que llames a tu casa cu-cu-cuando lleg-lleguemos a
la mía. P-p-para q-q-que tus p-p-padres no se preocupen.
—Claro. Seguro. Oye, Bill…
Richie hizo una momentánea pausa pensando en la momia de Ben, en el
leproso de Eddie y en lo que Stan había estado a punto de contarles. Por un
segundo, algo nadó en su propia mente, algo acerca de esa estatua de Paul
Bunyan que había en el centro municipal. Pero eso había sido sólo un sueño, por
el amor de Dios.
Apartó esos pensamientos irrelevantes y se lanzó de cabeza:
—Vamos a tu casa, ¿qué te parece? Echemos un vistazo a la habitación de
Georgie. Quiero ver esa foto.
Bill miró a Richie, espantado. Trató de hablar, pero no pudo. Su tensión era
demasiado grande. Se conformó con sacudir violentamente la cabeza.
Richie dijo:
—Ya escuchaste lo que contó Eddie. Y lo de Ben. ¿Crees en lo que dijeron?
—N-n-no s-s-sé. C-C-Creo que v-v-vieron a-a-algo.
—Sí. Yo también. Con todos esos chicos que han asesinado por aquí, creo
que ellos también habrían tenido cosas para contar. La única diferencia entre
Ben, Eddie y esos otros chicos es que a Ben y a Eddie no los atraparon.
Bill levantó las cejas, pero no mostró mucha sorpresa. Richie esperaba esa
actitud. Bill no podía hablar muy bien, pero no era nada tonto.
—Pensemos un rato en esto, gran Bill —dijo—. Cualquiera puede vestirse de
payaso y asesinar chicos. No sé para qué, pero nadie entiende por qué los locos
hacen sus locuras, ¿no?
—S-s-s…
—Sí. No se diferencia mucho del Joker de las historietas de Batman.
El sólo oír en voz alta sus ideas entusiasmaba a Richie. Por un momento
fugaz, se preguntó si estaba tratando de demostrar algo o sólo arrojando una
cortina de humo hecha de palabras para poder ver esa habitación, esa foto. A fin
de cuentas, probablemente no importaba. A fin de cuentas, tal vez bastaba con
ver que los ojos de Bill se encendían con el mismo entusiasmo.
—¿P-p-pero qué t-t-tiene q-q-que ver la f-f-foto?
—¿Qué te parece a ti, Billy?
En voz baja, sin mirarlo, Bill opinó que no tenía nada que ver con los
asesinatos.
—C-c-creo que f-f-fue el fa-fa-fantasma de G-g-georgie.
—¿Un fantasma en una fotografía?
Bill asintió con la cabeza.
Richie lo pensó bien. La idea de un fantasma no forzaba en absoluto su
mente infantil. Estaba seguro de que esas cosas existían. Sus padres eran
metodistas; Richie iba a la iglesia todos los domingos y, además, a las reuniones
de la Juventud Metodista, los jueves por la noche. Ya sabía bastante de la Biblia
y sabía que la Biblia aceptaba todo tipo de cosas raras. Según la Biblia, el mismo
Dios era un Espíritu, al menos una tercera parte y eso era sólo el comienzo. Uno
se daba cuenta de que la Biblia creía en los demonios porque Jesús había
expulsado a unos cuantos del cuerpo de un fulano. Bastante divertida la cosa.
Cuando Jesús preguntó al tío que los tenía cómo se llamaba, los demonios
contestaron por él diciéndole que se fuera a la Legión Extranjera o algo así.
Algunas de las cosas que contaba la Biblia eran aún mejores que las historietas
de terror. Siempre estaban hirviendo a la gente en aceite o la gente se ahorcaba
sola, como Judas Iscariote. Y eso del perverso rey Acab, que se había caído del
trono y todos los perros fueron a lamer su sangre. Y los asesinatos en masa de
bebés que habían acompañado a los nacimientos de Moisés y Jesucristo. Y los
tipos que salían de sus tumbas o volaban por el aire. Y los soldados que
derribaban murallas. Y los profetas que veían el futuro y peleaban contra los
monstruos. Todo eso estaba en la Biblia y era verdad, palabra por palabra. Eso
decía el reverendo Craig, eso decían los padres de Richie y eso decía Richie.
Estaba perfectamente dispuesto a dar como posible la explicación de Bill. Era la
lógica lo que le preocupaba.
—Pero dices que te asustaste. ¿Qué motivos tenía el fantasma de George
para asustarte, Bill?
—Ha d-d-de estar fuf-fuf-furioso conmigo. P-p-por hacerlo ma-matar. F-ffue c-c-culpa mí-mía. Yo-yo-yo lo hice salir c-c-con el ba… con el ba…
Como no podía sacar la palabra, meció la mano en el aire. Richie asintió para
demostrar que comprendía lo que Bill quería decir… pero no para mostrarse de
acuerdo.
—No lo creo —dijo—. Si lo hubieras apuñalado en la espalda sería otra
cosa. O si, por ejemplo, le hubieras dado un revólver de tu padre cargado para
que jugara y él se hubiera matado de un tiro. Pero no era un revólver, sólo un
barquito. No quisiste hacerle daño. Por el contrario —agregó Richie, levantando
un dedo para agitarlo ante Bill con aires de abogado—, sólo querías que el
pequeño se divirtiera un poco, ¿no?
Bill recordó, pensó con desesperada intensidad. Lo que Richie acababa de
decir lo hacía sentir mejor con respecto a la muerte de George, por primera vez
en meses enteros, pero una parte de él insistía, con tranquila firmeza, en que no
podía sentirse mejor. Claro que fue culpa tuya, insistía esa parte de él; no del
todo, tal vez, pero sí en parte.
De lo contrario, ¿por qué hay un sitio tan frío en el sofá, entre tu padre y tu
madre? De lo contrario, ¿por qué nadie dice nada en la mesa durante la cena?
Ahora sólo se oyen los tenedores y los cuchillos hasta que tú no aguantas más y
preguntas si p-p-puedes levantarte, p-p-por favor.
Se hubiera dicho que él mismo era el fantasma, una presencia que hablaba y
se movía, pero sin ser oída ni vista, apenas una cosa vagamente percibida, pero
nunca aceptada como real.
No le gustaba la idea de ser culpable, pero la única alternativa que se le
ocurría para explicar la conducta paterna era mucho peor: que todo el amor y la
atención recibidos antes de sus padres habían sido, de algún modo, provocados
por la presencia de George; al desaparecer George, no quedaba nada para él. Y
todo eso había pasado al azar, sin motivo alguno. Y si uno aplicaba el oído a esa
puerta podía oír los vientos de locura que soplaban dentro.
Por eso repasó lo que había hecho, sentido y dicho el día de la muerte de
Georgie; una parte de él tenía la esperanza de que Richie tuviera razón; otra
parte deseaba, con igual fuerza, que no fuera así. Él no había sido un santo con
George, por cierto. Se habían peleado muchas veces, muchas. ¿Ese día, tal vez?
No, no se habían peleado. Para empezar, Bill todavía no estaba lo
suficientemente repuesto como para pelearse con su hermano. Había estado
durmiendo, soñando algo, soñando con
una tortuga
un animalito curioso, no recordaba cuál. Al despertar, la lluvia estaba
amainando y George murmuraba para sus adentros, tristemente, en el comedor.
Preguntó a George qué pasaba. Él pequeño fue a decirle que estaba tratando de
hacer un barco de papel como lo enseñaba su Libro de Actividades, pero que le
salía siempre mal. Bill le dijo que le llevara el libro. Y allí, sentado junto a
Richie en los escalones del seminario, recordó cómo se habían encendido los
ojos de su hermanito cuando el barco de papel salió bien y lo feliz que se había
sentido también él porque Georgie lo tenía por un tipo estupendo, capaz de
cualquier cosa. Se había sentido, en suma, como un gran hermano mayor.
El barquito había matado a George, pero Richie tenía razón: no era como
haber dado a George un revólver cargado para que jugara. Bill no había tenido
modo alguno de adivinar lo que iba a pasarle.
Aspiró hondo, estremecido, sintiendo algo así como si una roca (y el nunca
había sabido que estaba allí), cayera rodando desde su pecho. De pronto se sintió
mejor, mucho mejor con respecto a todo.
Abrió la boca para decírselo a Richie, pero en cambio rompió en llanto.
Alarmado, su amigo lo rodeó con un brazo (después de mirar alrededor, para
asegurarse de que no estaban a la vista de nadie que pudiera tomarlos por dos
maricas).
—Está bien —dijo—. Ya ha pasado todo, Bill, ¿verdad? Vamos, cierra las
compuertas.
—¡Yo n-n-no que-quería que lo m-m-ma-mataran! —sollozó Bill—. ¡NI
SIQUIERA SE ME PASÓ POR LA CABEZA!
—Joder, Billy, ya lo sé —aseguró Richie—. Si querías sacártelo de encima,
lo habrías empujado por la escalera o algo así. —Richie le palmeó el hombro y
le dio un pequeño abrazo, un poco duro, antes de soltarlo—. Vamos, basta de
lloriqueos, ¿eh? Pareces un bebé.
Poco a poco, Bill se calmó. Aún dolía, pero ese dolor parecía más limpio,
como si se hubiera abierto de un tajo para sacarse algo que se le estaba
pudriendo dentro. Y ese alivio aún estaba allí.
—No quería que lo m-m-mat-mataran —repitió—. Y s-s-si dices a al-alalguien que est-que estuve llorando, t-t-te par-t-t-to la cara.
—No se lo diré a nadie —prometió Richie—, no te preocupes. Era tu
hermano, qué coño. Si mataran a mi hermano, yo lloraría hasta que se me cayera
la cabeza, joder.
—T-t-tú no t-t-tienes herm-hermano.
—Sí, pero si lo tuviera.
—¿Llo-llorarías?
—Claro. —Richie hizo una pausa, fijando en Bill su mirada cautelosa.
Trataba de decidir si a Bill se le había pasado del todo. Aún seguía enjugándose
los ojos enrojecidos con el trapo de los mocos, pero probablemente ya estaba
bien—. Yo sólo quería decir que George no tiene motivos para perseguirte. Así
que la foto puede tener alguna relación con… bueno, con eso otro. Con el
payaso.
—A-a-a l-lo mejor Geor-George no s-s-sabe. A-l-lo me-mejor cree…
Richie comprendió lo que Bill estaba tratando de expresar y lo descartó con
un ademán.
—Cuando uno estira la pata sabe todo lo que la gente pensaba de uno, Gran
Bill. —Hablaba con el aire indulgente de un gran maestro que corrigiera las
fatuas ideas de un patán—. Está en la Biblia. Allí dice: «Sí, aunque ahora no
podemos ver mucho en el espejo, veremos a través de él como a través de una
ventana cuando muramos». Eso está en la Primera a los Tesalonicenses o en la
Segunda de Babilonios, ya lo olvidé. Es decir…
—Ya m-m-me d-d-doy c-c-cuenta —dijo Bill.
—Bueno, ¿y qué te parece?
—¿Qué?
—¿Vamos a ese cuarto a echar un vistazo? A lo mejor encontramos una pista
sobre quién está matando a los chicos.
—T-t-tengo mu-mucho mi-miedo.
—Yo también —dijo Richie.
Pensaba que era sólo una tontería, algo para poner a Bill en movimiento.
Pero entonces algo pesado se dio la vuelta en su estómago y descubrió que era
cierto: estaba verde de miedo.
4
Los dos chicos entraron en la casa de los Denbrough como si fueran fantasmas.
El padre de Bill todavía estaba trabajando. Sharon Denbrough leía un libro
sentada en la mesa de la cocina. El olor de la cena (pescado) se filtraba hasta el
vestíbulo. Richie llamó a su casa para informar a su madre que no había muerto,
que estaba en casa de Bill.
—¿Quién anda ahí? —preguntó la señora Denbrough cuando Richie colgó.
Los chicos quedaron petrificados mirándose con aire de culpabilidad. Por fin Bill
anunció:
—S-s-soy yo, mamá. Y Ri-ri-ri.
—Richie Tozier, señora —chilló su amigo.
—Hola, Richie —saludó, a su vez, la señora Denbrough, con voz
desconectada, casi como si no estuviera allí—. ¿Quieres quedarte a cenar?
—Gracias, señora, pero mi madre va a pasar a buscarme dentro de media
hora.
—Salúdala de mi parte, ¿quieres?
—Sí, señora, por supuesto.
—V-v-vamos —susurró Bill—. Ba-ba-basta de chá-chá-a-chara.
Subieron a la habitación de Bill. Estaba ordenada como habitación de chico,
lo que significaba que sólo con echarle un vistazo habría dado a la madre un leve
dolor de cabeza. Los estantes estaban atestados con una variada colección de
libros y cómics. Había más revistas en el escritorio junto a una vieja máquina de
escribir Underwood para oficinas que le habían regalado sus padres por Navidad,
dos años antes; a veces Bill escribía cuentos con ella. Lo hacía con más
frecuencia desde la muerte de George. La ficción parecía calmarle la mente.
En el suelo, al otro lado de la cama, había un tocadiscos con un montón de
ropa amontonada sobre la tapa. Bill dejó la ropa en los cajones del escritorio y
sacó los discos. Los repasó hasta elegir seis que colocó en el eje del plato. En
cuanto encendió el aparato, los Fleetwoods comenzaron a cantar Come Softly
Darling.
Richie se apretó la nariz. Bill sonrió, aunque el corazón le daba tumbos.
—A e-e-ellos n-no les g-g-gusta el r-r-rock. Es-éste me lo reg-regalaron p-ppara mi c-c-cumpleaños. Y dos de P-Pat B-Boone y T-T-Tommy Sands. Guardo
l-los de Lit-Little Ri-Richard y Scream Jay Hawkins p-p-para c-cuando ellos nno est-están. P-pero si ella oye mú-música creerá que est-tamos e-en mi hab-bitación. V-va-vamos.
La habitación de George estaba al otro lado del pasillo con la puerta cerrada.
Richie la miró, humedeciéndose los labios.
—¿No la tienen bajo llave? —susurró a Bill.
De pronto sintió deseos de que estuviera cerrada con llave. Le costaba creer
que esa idea había sido suya.
Bill, pálido, sacudió la cabeza e hizo girar el pomo. Entró y miró a Richie. Al
cabo de un momento, Richie lo siguió. Bill cerró la puerta tras ellos apagando el
sonido de los Fleetwoods. Richie dio un pequeño salto ante el suave chasquido
de la cerradura.
Miró alrededor, temeroso pero lleno de intensa curiosidad al mismo tiempo.
Lo primero que notó fue el olor a hongos secos en el aire. Hace rato que aquí
nadie abre una ventana —pensó—. Caramba, aquí ni siquiera se respira. Ésa es
la sensación que da. Se estremeció levemente ante la idea y volvió a
humedecerse los labios.
Sus ojos se detuvieron en la cama de George y pensó que el niño dormía
ahora bajo un edredón de tierra en el cementerio. Pudriéndose. No tenía las
manos cruzadas porque se necesitan dos manos para cruzar sobre el pecho y a
Georgie lo habían enterrado con una sola.
De su garganta escapó un ruidito. Bill lo miró con aire inquisitivo.
—Tienes razón —dijo Richie, con voz ronca—. Esto da miedo. No me
explico cómo soportas entrar solo.
—Él e-e-era m-mi her-hermano —dijo Bill, simplemente—. A veces m-mme v-vienen g-g-ganas.
En las paredes había pósters para niños. En uno estaban los sobrinos del Pato
Donald marchando hacia la espesura con el uniforme de los boy scouts. Otro,
coloreado por el mismo George, mostraba a Mr. Do deteniendo el tráfico para
que un grupo de niños cruzara la calle hacia la escuela. Abajo decía: Mr. Do dice
¡ESPERA LA SEÑAL DEL GUARDIA!
El niño no se preocupaba mucho por escribir recto —pensó Richie y
enseguida se estremeció. El niño tampoco podría mejorar jamás su caligrafía.
Richie miró la mesa que había junto a la ventana. La señora Denbrough había
puesto allí todos los boletines de notas de George, entreabiertos. Al mirarlos,
sabiendo que no habría ningún otro, sabiendo que George había muerto antes de
aprender a no pasarse del borde al colorear, sabiendo que su vida había
terminado eterna e irrevocablemente con esos pocos boletines de parvulario y
primer grado, la ruda verdad de la muerte abrumó a Richie por primera vez. Era
como si una gran caja de hierro cayera en su cerebro hundiéndose allí—. ¡Yo
también puedo morir! —gritó su mente, de pronto, con traicionado horror—.
¡Cualquiera puede morir! ¡Cualquiera puede morir!
—Oh, Dios, Dios —balbuceó, con voz estremecida, y no pudo agregar nada
más.
—Sí —dijo Bill, casi en un susurro. Se sentó en la cama de George—. Mira.
Richie siguió el dedo con que Bill señalaba y vio el álbum de fotografías
cerrado en el suelo. MIS FOTOGRAFÍAS —leyó Richie—. GEORGE DENBROUGH,
6 AÑOS.
¡Seis años! —Chilló su mente, con el mismo tono de estridente traición—.
¡Seis años para siempre! ¡A cualquiera podría pasarle! ¡A cualquiera, joder!
—Est-estaba ab-ab-abierto —apuntó Bill—. Antes.
—Se cerró —dijo Richie, intranquilo, sentándose en el borde de la cama,
junto a Bill, para mirar el álbum—. Muchos libros se cierran solos.
—Las hoj-hoj-hojas, sí, p-p-pero la t-tapa nu-nunca. Y s-s-se cerró. —Bill
miró a Richie con solemnidad, muy oscuros los ojos en su cara pálida y cansada
—. P-p-pero qu-quiere que t-t-tú lo ab-ab-abras de n-n-nuevo. Creo.
Richie se levantó para acercarse lentamente al álbum. Estaba al pie de una
ventana enmarcada por cortinas claras. Al mirar hacia fuera, vio el manzano de
los Denbrough, en el patio, un columpio se balanceaba lentamente de una rama
negra y retorcida.
Miró otra vez el libro de George.
Una mancha seca, parda, coloreaba el espesor de las hojas en el medio del
libro. Parecía salsa de tomate reseca. Seguro: era muy fácil que George hubiera
estado comiendo una hamburguesa mientras miraba su álbum; un mordisco y un
poco de ketchup salpica el libro. Los peques siempre hacían torpezas como ésa.
Podía ser ketchup. Pero Richie sabía que no lo era.
Tocó el álbum por un instante y enseguida apartó la mano. Estaba muy frío.
Allí donde estaba, el fuerte sol de verano, apenas filtrado por esas livianas
cortinas, debía de haber estado cayendo encima todo el día. Pero estaba frío.
Mejor lo dejo —pensó Richie—. De cualquier modo, no quiero mirar este
álbum estúpido, lleno de gente que no conozco. Mejor le digo a Bill que cambie
de opinión. Iremos a su habitación a leer revistas. Después me iré a casa a
cenar y me acostaré temprano porque estoy cansado. Y mañana, cuando
despierte, estaré seguro de que esto es sólo ketchup. Sí, señor.
Abrió el álbum con manos que parecían estar a mil kilómetros de él al final
de largos brazos de plástico y vio caras y casas en el álbum de George, las tías,
los tíos, los bebés, las plazas, los viejos Ford y Studebaker, las líneas telefónicas,
los buzones, las verjas, baches llenos de agua lodosa, un tiovivo en la feria de
Esty, la torre-depósito, las ruinas de la Fundición Kitchener…
Sus dedos pasaron las páginas cada vez más deprisa, hasta que de pronto las
páginas aparecieron en blanco. Volvió atrás, no quería hacerlo, pero no pudo
EDAD
impedirlo. Allí había una foto del centro de Derry: las calles Main y Canal,
tomada alrededor de 1930; más allá, nada.
—Aquí no hay ninguna foto escolar de George —dijo Richie, mirando a Bill
con una mezcla de alivio y exasperación—. ¿Qué clase de trola quisiste hacerme
tragar, Gran Bill?
—¿Q-q-qué?
—La última foto del álbum es ésta del centro. El resto de las páginas está en
blanco.
Bill se levantó de la cama para reunirse con él. Contempló la foto de Derry
tal como había sido casi treinta años antes, con sus coches y sus camiones
anticuados, sus anticuadas farolas formadas por racimos de globos que parecían
grandes uvas blancas y los peatones que caminaban junto al canal, captados en
medio de un paso por el chasquido del obturador. Volvió la página y, tal como
Richie acababa de decir, no había nada más.
No, un momento: nada no. Allí había un único esquinero, de los que se usan
para montar fotografías en un álbum.
—Estaba aquí —dijo Bill, golpeando el esquinero con un dedo—. Mira.
—¡Cuernos! ¿Qué le habrá pasado?
—N-n-no s-s-sé.
Bill había cogido el álbum de manos de Richie y lo tenía ya en su regazo.
Volvió las páginas buscando la foto de George. Renunció al cabo de un minuto,
pero las páginas no: se volvieron solas girando lentamente, pero sin pausa, con
grandes susurros decididos. Bill y Richie se miraron con los ojos dilatados y
volvieron a fijar la vista en el libro.
Llegó otra vez a la última fotografía y las páginas dejaron de pasar. Allí
estaba el centro de Derry en color sepia: la ciudad, tal como había sido mucho
antes de que Bill y Richie nacieran.
—¡Eh! —exclamó Richie, súbitamente, quitando el álbum a Bill. En su voz
ya no había miedo; de pronto, su cara estaba llena de extrañeza—. ¡Joder!
—¿Q-q-qué? ¿Qué p-p-pasa?
—¡Nosotros! ¡Aquí estamos nosotros, Dios sagrado, mira!
Bill tomó una parte del libro. Inclinados sobre el álbum, compartiéndolo,
ambos parecían niños ensayando en un coro. Bill aspiró profundamente y Richie
comprendió que él también había visto.
Atrapados bajo la lustrosa superficie de esa vieja fotografía en blanco y
negro, dos niños caminaban por Main hacia la intersección con Center, punto
donde el canal se hacía subterráneo a lo largo de dos kilómetros. Los dos se
destacaban claramente contra el bajo muro de cemento que bordeaba el canal.
Uno llevaba zapatillas. El otro estaba vestido con una especie de traje marinero y
una gorra de tweed. Estaban en escorzo en relación con la cámara, como si
miraran algo al otro lado de la calle. El niño de las zapatillas era Richie Tozier,
sin lugar a dudas. Y el de la gorra de tweed, Bill el Tartaja.
Se miraron a sí mismos, hipnotizados, en una fotografía que los triplicaba en
edad o poco menos. Richie sintió súbitamente que el interior de la boca se le
ponía seco como polvo, liso como vidrio. Pocos pasos más adelante de los niños,
en la foto, un hombre sujetaba el ala de su sombrero, con el sobretodo congelado
eternamente en un flameo, arrebatado por una ráfaga que llegaba de atrás. En la
calle había un Ford T, un Pierce-Arrow y un Chevrolet con estribos.
—N-n-no p-p-puedo cre-creer… —comenzó Bill.
Y fue entonces cuando la foto comenzó a moverse.
El Ford T que habría debido permanecer eternamente inmóvil en medio del
cruce de calles (al menos, hasta que los productos químicos de la vieja foto
acabaran de disolverse) pasó a través de ella exhalando una niebla de vapores
por el escape y siguió rumbo a Up-Mile Hill. Una mano pequeña y blanca asomó
por la ventanilla del conductor para indicar giro a la izquierda. Giró en Court
Street y pasó más allá del blanco borde de la foto perdiéndose de vista.
El Pierce-Arrow, los Chevrolet, los Packard, todos comenzaron a circular.
Después de veintiocho años, los faldones de aquel sobretodo concluyeron, por
fin, su flameo y el hombre se ajustó el sombrero en la cabeza para seguir
caminando.
Los dos chicos completaron el giro quedando de frente. Un momento
después, Richie vio que ambos habían estado mirando a un perro callejero que
venía trotando por Center. El niño del traje de marinero, Bill, se llevó dos dedos
a las comisuras de la boca y silbó. Richie aturdido hasta la incapacidad de
moverse o de pensar, notó que oía el silbido, así como oía los motores
irregulares de los automóviles. Eran ruidos leves, como si los oyera a través de
un vidrio grueso, pero allí estaban.
El perro echó un vistazo a los dos niños y siguió corriendo. Los chicos se
miraron, riendo como tontos. Iban a seguir caminando, pero el Richie de
zapatillas tomó a Bill del brazo y señaló el canal. Entonces giraron en esa
dirección.
No —pensó Richie—, no, no hagáis eso…
Se acercaron al muro de cemento y súbitamente el payaso asomó sobre el
borde como de una horrible caja de sorpresas, un payaso con la cara de Georgie
Denbrough, el pelo aplastado hacia atrás, la boca convertida en una odiosa
sonrisa de pintura grasosa, sangrante, agujeros negros en los ojos. Una mano
llevaba tres globos en un cordel. La otra se alargó hacia el niño del traje de
marinero y lo tomó del cuello.
—¡N-n-no! —gritó Bill, estirando la mano hacia la foto.
Hacia el interior de la foto.
—¡No, Bill! —gritó Richie y lo sujetó.
Llegó casi demasiado tarde. Vio que la punta de los dedos de Bill
atravesaban la superficie de la foto para entrar en ese otro mundo. Vio que la
punta de aquellos dedos perdían el rosa cálido de la carne viva para tomar el
color de crema momificada que pasa por blanco en las fotos viejas. Al mismo
tiempo, se volvieron pequeñas y desconectadas. Era como esa peculiar ilusión
óptica que vemos al hundir la mano en un cuenco de vidrio lleno de agua: la
mano hundida parece estar flotando, descarnada, a varios centímetros del brazo
que aún tenemos fuera del agua.
Una serie de cortes en diagonal tajeaban los dedos de Bill allí donde dejaban
de ser sus dedos para convertirse en dedos de foto; era como si hubiera metido la
mano entre las paletas de un ventilador y no en una fotografía.
Richie lo tomó del brazo y le dio un tremendo tirón. Ambos cayeron hacia
atrás. El álbum de George golpeó contra el suelo y se cerró con un sonido seco.
Bill se metió los dedos en la boca, con lágrimas de dolor en los ojos. Richie vio
que hilos de sangre le corrían por la palma hasta la muñeca, en arroyos finos.
—Déjame ver —dijo.
—Du-duele —se quejó Bill.
Tendió la mano a Richie, con la palma hacia abajo. Tenía tajos paralelos en
el índice, el mayor y el anular. El pequeño apenas había tocado la superficie de
la fotografía (si acaso tenía superficie) y no tenía corte alguno, pero Bill dijo a
Richie, más tarde, que la uña había sido cortada limpiamente, como con tijeras
de manicura.
—Maldita sea, Bill —dijo Richie. Tiritas; era lo único que se le ocurría. Por
Dios, había tenido suerte; si él no hubiera tirado a Bill del brazo, esos dedos
podrían haber sido amputados—. Tenemos que curar eso. Tu madre…
—N-n-no te p-preocupes p-por mi m-m-madre —interrumpió Bill.
Tomó otra vez el álbum salpicando el piso con sangre.
—¡No lo vuelvas a abrir! —exclamó Richie, tirándole frenéticamente del
hombro—. ¡Por Dios, Billy, has estado a punto de perder los dedos!
Bill se lo sacudió. Mientras hojeaba el álbum, en su cara había una sombría
decisión que asustó a Richie como nada en el mundo. Sus ojos parecían casi los
de un loco. Sus dedos heridos marcaron el libro de George con sangre fresca;
aún no parecía ketchup, pero lo parecería cuando hubiera tenido tiempo de
secarse. Por supuesto.
Y allí estaba, otra vez, la escena del centro de Derry.
El Ford T estaba en medio de la intersección. Los otros coches, petrificados
en sus primitivos lugares. El hombre que caminaba hacia la esquina sujetaba el
ala de su sombrero; su sobretodo había vuelto a henchirse, en medio de un
flameo.
Los dos niños habían desaparecido.
No había ningún niño en la fotografía. Pero…
—Mira —susurró Richie, señalando.
Tuvo cuidado de mantener la punta del dedo bien lejos de la foto. Sobre la
pared de cemento, en el borde del canal, se veía un arco: la parte superior de algo
redondo.
Algo así como un globo.
5
Salieron justo a tiempo de la habitación de George. La madre de Bill era una voz
al pie de la escalera y una sombra en la pared.
—¿Habéis estado peleando, vosotros dos? —preguntó, ásperamente—. Oí un
golpe.
—Un p-p-poquito, m-mamá. —Bill lanzó una mirada aguda a Richie. Decía:
no abras la boca.
—Bueno, acabadla. Creí que el techo se me iba a caer en la cabeza.
—E-e-está b-bien.
Oyeron que ella volvía hacia la parte delantera de la casa. Bill se había
envuelto la mano sangrante en un pañuelo; la tela se estaba poniendo roja y en
cualquier momento empezaría a gotear. Fueron al baño, donde Bill puso la mano
bajo el grifo hasta que dejó de sangrar. Una vez limpios, los cortes se veían
finos, pero cruelmente profundos. Con sólo mirar esos labios blancos y la carne
roja que contenían, a Richie se le revolvió el estómago. Los envolvió con tiritas
tan rápido como pudo.
—C-cómo du-duele —dijo Bill.
—Bueno, ¿por qué tenías que meter la mano ahí, pedazo de idiota?
Bill miró con solemnidad sus anillos de apósitos; después levantó la mirada
hacia Richie.
—E-era el p-p-payaso —dijo—. Era el p-p-payaso, hac-hac-haciéndose p-ppasar por G-g-george.
—Eso —confirmó Richie—. Y también era el payaso haciéndose pasar por la
momia cuando lo vio Ben. Y el payaso haciéndose pasar por vagabundo cuando
lo vio Eddie.
—El le-le-leproso.
—Eso.
—Pero ¿e-e-es re-re-realmente un p-p-payaso?
—Es un monstruo —declaró Richie, secamente—. Algún tipo de monstruo.
Algún tipo de monstruo que tenemos aquí mismo, en Derry. Y está matando a los
chicos.
6
Un sábado, no mucho después del incidente del dique en Los Barrens, el señor
Nell y la foto que se movía, Richie, Ben y Beverly Marsh se encontraron, cara a
cara, no con un monstruo, sino con dos… y pagaron para verlos. Al menos, pagó
Richie. Esos monstruos asustaban, pero no eran peligrosos de verdad.
Acechaban a sus víctimas desde la pantalla del Teatro Aladdin, mientras Richie,
Ben y Bev miraban desde la galería.
Uno de los monstruos era un hombre lobo representado por Michael Landon.
Y estaba estupendo, porque hasta cuando era lobo tenía un corte de pelo a lo cola
de pato. El otro era un corredor de coches muerto, estrellado, representado por
Garry Conway. Era resucitado por un descendiente de Víctor Frankenstein, quien
arrojaba las partes que no le hacían falta a unos cocodrilos que tenía en el sótano.
El programa incluía también un noticiero de MovieTone que mostraba la última
moda de París y las últimas explosiones de cohetes Vanguard en Cabo
Cañaveral, dos dibujos animados de Warner Brothers, uno de Popeye y otro de
Pingüi (por algún motivo, el gorro que usaba Pingüi siempre hacía que Richie
reventara de risa), y los AVANCES DE PRÓXIMOS ESTRENOS. Los próximos estrenos
incluían dos películas que Richie puso inmediatamente en su lista de cosas a ver:
Me casé con un monstruo del espacio exterior y The Blob.
Durante la función, Ben estuvo muy callado. El viejo Parva había estado a
punto de ser descubierto por Henry, Belch y Victor, algo antes, y Richie supuso
que eso lo tenía preocupado. Pero Ben ni siquiera se acordaba de esos malvados
(estaban sentados abajo, cerca de la pantalla, arrojándose envolturas de
palomitas y silbando). El motivo de su silencio era Beverly. Su proximidad lo
abrumaba a tal punto que estaba casi enfermo. El cuerpo le estallaba en carne de
gallina y un momento después, con sólo sentir que ella se movía en la butaca, se
le encendía la piel como con una fiebre tropical. Cuando la mano de Beverly
rozaba la suya, al tomar palomitas de maíz, él temblaba de exaltación. Más tarde
pensaría que esas tres horas en la oscuridad, junto a Beverly, habían sido las más
largas y las más cortas de su vida.
Richie, sin saber que Ben estaba en las afiladas garras del primer amor, se
sentía de maravilla. Para él había muy pocas cosas mejores que un par de
películas de terror en un cine lleno de chicos que chillaban y gritaban en las
partes sanguinarias. Por cierto, no relacionó ninguno de los sucesos de esas dos
películas baratas con lo que estaba pasando en la ciudad… al menos, no por el
momento.
El viernes por la mañana había visto el anuncio de Doble Terror en Sábado
Matiné publicado en el News y casi de inmediato olvidó lo mal que había
dormido la noche anterior… hasta que había tenido que levantarse a encender la
luz del armario, cosa de chiquillos, sin duda, pero hasta entonces no había
podido pegar un ojo. Sin embargo, a la mañana siguiente las cosas parecían otra
vez normales… o casi. Empezaba a pensar que tal vez él y Bill habían
compartido la misma alucinación. Claro que los cortes en los dedos de Bill no
eran alucinaciones; o tal vez se los había hecho con las hojas del álbum. Era
papel grueso. Podía ser. Tal vez. Además, ¿quién lo obligaba a pasarse los diez
años siguientes pensando en eso? Nadie.
Por lo tanto, tras una experiencia que habría puesto a cualquier adulto a la
búsqueda del psiquiatra más cercano, Richie Tozier se levantó, desayunó
abundantemente con tortitas, vio el anuncio de las dos películas de terror en la
página de Espectáculos, revisó sus fondos, descubrió que estaban un poco
escasos (tal vez «inexistentes» sería la palabra más adecuada) y empezó a
fastidiar a su padre pidiéndole tareas para hacer.
El padre, que había bajado a la mesa con la bata de dentista ya puesta, dejó el
suplemento de deportes y se sirvió la segunda taza de café. Era un hombre de
aspecto agradable y cara bastante flaca. Llevaba gafas con montura de acero,
estaba quedándose calvo por atrás y moriría de cáncer de laringe en 1973. Miró
el aviso que Richie señalaba.
—Películas de terror —dijo Wentworth Tozier.
—Sí —confirmó Richie, muy sonriente.
—Y tienes la sensación de que no puedes perdértelas.
—¡Sí!
—Probablemente morirías en convulsiones de desilusión si no vieras esas
dos basuras.
—¡Sí, sí, en efecto! ¡Estoy seguro! ¡Graaag!
Richie cayó de la silla al suelo apretándose el cuello con la lengua afuera.
Era su modo (peculiar, admitido) de poner en marcha su encanto.
—Oh, Dios, Richie, ¿por qué no dejas de hacer eso? —pidió la madre desde
el fogón donde estaba friéndole un par de huevos para completar las tortitas.
—Vaya, Richie —dijo el padre, mientras el chico volvía a su silla—,
supongo que el lunes pasado me olvidé de darte tu asignación. No se me ocurre
otro motivo para que hoy, viernes, necesites más dinero.
—Bueno…
—¿Desapareció?
—Bueno…
—Ese es un tema sumamente profundo para un niño de mente tan superficial
—observó Wentworth Tozier. Apoyó el codo en la mesa y el mentón en la palma
de la mano mirando a su único hijo, según parecía, con intensa fascinación—.
¿Adónde habrá ido a parar?
Richie adoptó inmediatamente la Voz de Toodles, el mayordomo inglés.
—Vaya, la gasté, qué te parece, jefe. Pip-pip-cherió y todas esas tonterías que
dicen las canciones. Fue mi contribución al esfuerzo de guerra. Todos debemos
combatir a los sanguinarios hunos, cada uno a su modo, ¿no? Qué cosa terrible,
¿eh-wot? Qué cosa espantosa, ¿wot-wot? Qué cosa…
—Que cosa de mierda —dijo Went, amistosamente, mientras cogía la
mermelada de frambuesa.
—Nada de vulgaridades a la hora del desayuno, por favor —dijo Maggie
Tozier a su esposo, mientras traía los huevos de Richie a la mesa. Y a Richie—:
No me explico por qué quieres llenarte la cabeza con esas porquerías.
—Oh, mamá —dijo Richie.
Por fuera suplicaba; por dentro, se sentía jubiloso. Conocía a sus padres
como la palma de sus manos (queridas y usadas manos) y estaba seguro de
conseguir lo que buscaba: trabajo que hacer y permiso para ir a la matinée del
sábado.
Went se inclinó hacia Richie, con una amplia sonrisa.
—Creo que te tengo exactamente donde quería —dijo.
—¿De veras, papi? —Richie también sonrió… algo intranquilo.
—Oh, sí. ¿Conoces nuestro césped, Richie? ¿Te has fijado en nuestro
césped?
—Por cierto que sí, jefe —respondió Richie, tratando otra vez de convertirse
en Toodles—. Un poco desastrado, ¿eh-wot?
—Wot-wot —concordó el padre—. Y tú, Richie, te encargarás de remediar
ese estado.
—¿Yo?
—Tú. Lo cortarás, Richie.
—Sí, papá, por supuesto —dijo Richie.
Pero una sospecha terrible acababa de florecer en su mente. Tal vez su padre
no se refería sólo al césped del frente.
La sonrisa de Wentworth Tozier se ensanchó hasta convertirse en la mueca
sanguinaria de un tiburón.
—Todo, oh estúpida criatura de mis ingles. El del frente, el de atrás y el de
los lados. Cuando termines, te cruzará la palma con dos piezas de papel verde,
con el retrato de Washington a un lado.
—No entiendo, papá —dijo Richie, pero temía entender.
—Dos dólares.
—¿Dos dólares por todo el césped? —exclamó Richie, auténticamente
ofendido—. ¡Pero si es el más grande de la manzana! ¡Caramba, papá!
Went suspiró y volvió a tomar el periódico. Richie leyó el titular de la
primera plana: «NUEVOS TEMORES POR LA DESAPARICIÓN DE UN NIÑO». Pensó por
un instante en el extraño álbum de George Denbrough, pero eso había sido una
alucinación, seguramente… y de cualquier modo, eso había sido ayer y hoy era
hoy.
—Supongo que no tienes tantas ganas de ver esas películas, después de todo
—dijo Went, desde atrás del periódico.
Un momento después, sus ojos aparecieron por arriba, estudiando a Richie.
Estudiándolo con un aire bastante presumido, a decir verdad. Estudiándolo como
el jugador que tiene cuatro cartas de un mismo palo estudia a su adversario por
encima del abanico de cartas.
—Cuando se lo encargas a los mellizos Clark, le das dos dólares a cada uno.
—Eso es cierto —admitió Went—. Pero ellos no quieren ir mañana al cine,
que yo sepa. De lo contrario, han de tener fondos suficientes, porque
últimamente no han aparecido para verificar el estado del verdor que rodea
nuestro domicilio. Tú, por el contrario, deseas ir y careces de los fondos
necesarios. Esa presión que sientes en la cintura puede deberse a los cinco
panqueques y a los dos huevos de tu desayuno, Richie, o a que te tengo agarrado.
¿Wot-wot?
Los ojos de Went volvieron a perderse tras el periódico.
—Me está extorsionando —dijo Richie a su madre, que sólo tomaba una
tostada. Estaba tratando otra vez de perder unos kilos—. Esto es extorsión,
espero que te des cuenta.
—Sí, querido, me doy cuenta —dijo su madre—. Tienes huevo en el mentón.
Richie se limpió el huevo del mentón.
—¿Tres dólares si tengo todo listo cuando vuelvas a casa, esta noche? —
preguntó al periódico.
Los ojos de su padre volvieron a aparecer brevemente.
—Dos con cincuenta.
—Oh, vaya —suspiró Richie—. Eres peor que Rico MacPato.[18]
—Es mi ídolo —dijo Went tras el periódico—. Decídete, Richie. Quiero leer
este comentario de boxeo.
—Hecho —dijo Richie y volvió a suspirar.
Cuando los padres lo tenían a uno pillado por los cojones, sabían muy bien
cómo apretar. Bien pensadas las cosas, era bastante risáceo.
Mientras cortaba el césped practicó sus Voces.
7
Terminó (el frente, la parte trasera y los lados) a las tres de la tarde del viernes y
comenzó el sábado con dos dólares y cincuenta centavos en los bolsillos de su
vaquero. Casi una fortuna. Llamó a Bill, pero Bill le dijo que tenía que ir a
Bangor para su terapia.
Richie le dio su pésame y agregó, con su mejor voz de Bill el Tartaja:
—D-d-dales c-c-con T-t-todo, G-g-gran B-b-bill.
—Vete al cuerno, T-t-tozier —dijo Bill y cortó.
A continuación, Richie llamó a Eddie Kaspbrak, pero lo encontró aún más
deprimido que a Bill. La madre había comprado un billete de autobús. Irían a
visitar a las tías de Eddie que vivían en Haven, en Bangor y en Hampden,
respectivamente. Las tres eran gordas, como la señora Kaspbrak, y las tres
solteras.
—Las tres van a pellizcarme la mejilla y dirán que cuánto he crecido —se
quejó Eddie.
—Eso es porque saben que eres muy rico, Eds, como yo. Desde la primera
vez que te vi me di cuenta de que eras un nene muy requeterrico.
—A veces eres un plomo, Richie.
—Entre colegas nos conocemos, Eds, y tú eres el mejor de nosotros. ¿Irás a
Los Barrens, la semana que viene?
—Supongo que sí, si vosotros también vais. ¿Quieres que juguemos a
pistoleros?
—Puede ser. Pero… creo que yo y Gran Bill tenemos algo que contaros.
—¿Qué?
—En realidad, creo que le corresponde contarlo a Bill. Hasta pronto. Que te
diviertas con tus tías.
—Muy gracioso.
Su tercera llamada fue a Stan el Galán, pero Stan había caído en desgracia
con sus padres por romper la ventana mientras jugaba con un platillo volador
hecho con un plato de pastel que giró al revés. Crash. Tenía que pasarse el fin de
semana haciendo tareas en la casa y probablemente también el fin de semana
siguiente. Richie declaró su conmiseración; después preguntó a Stan si iría a Los
Barrens en la semana siguiente. Stan dijo que sí, siempre que su padre no
decidiera dejarlo castigado.
—Venga, Stan, fue sólo una ventana —dijo Richie.
—Sí, pero muy grande —replicó Stan, antes de colgar.
Richie iba a abandonar el teléfono, pero se acordó de Ben Hanscom. Buscó
en la guía y halló a una tal Arlene Hanscom. Era el único nombre de mujer entre
los cuatro Hanscom anotados, de modo que Richie se arriesgó a llamar:
—Me gustaría ir, pero ya me gasté la asignación —dijo Ben. Lo dijo como si
lo deprimiera y avergonzara admitirlo; en realidad se había gastado todo en
golosinas, pastas, refrescos y bocadillos.
Richie, que estaba nadando en oro (y a quien no le gustaba ir al cine solo),
propuso:
—Tengo dinero de sobra. Yo pago las entradas. Puedes devolvérmelo
después.
—¿Sí? ¿De veras? ¿Me prestarías?
—Seguro —exclamó Richie, intrigado—. ¿Por qué no?
—¡De acuerdo! —aceptó Ben, feliz—. ¡Oh, será grandioso! ¡Dos películas
de terror! ¿Dijiste que una era de hombres lobo?
—Sí.
—¡Guau! ¡Me encantan las películas de hombres lobo!
—Bueno, Parva, no te vayas a mojar los pantalones.
Ben se echó a reír.
—Nos encontramos delante del Aladdin, ¿te parece bien?
—Sí, de acuerdo.
Richie colgó y se quedó mirando el teléfono, pensativo. De pronto se le
ocurrió que Ben Hanscom estaba muy solo. Y eso, a su vez, lo hizo sentir
heroico. Mientras subía la escalera, a toda velocidad, para buscar unas revistas
que leer antes del espectáculo, iba silbando.
8
El día era claro y fresco; había brisa. Richie caminaba casi bailando por Center
Street hacia el Aladdin chasqueando los dedos y canturreando Rockin’ Robin por
lo bajo. Se sentía muy bien. Ir al cine siempre lo hacía sentir bien; le encantaba
ese mundo mágico, esos sueños mágicos. Sintió pena por todos los que tuvieran
algo que hacer en un día tan bonito: Bill, con su terapia; Eddie, con sus tías; y el
pobre Stan el Galán, que pasaría la tarde fregando los escalones del porche o
barriendo el garaje sólo porque su platillo volador había girado a la derecha
cuando debía hacerlo a la izquierda.
Richie sacó el yo-yo que llevaba en el bolsillo trasero y trató, nuevamente,
de hacer el dormilón. Ansiaba adquirir esa habilidad, pero hasta el momento no
había tenido éxito. Ese maldito chisme se negaba a hacer el truco: o bajaba en
cuanto llegaba abajo o se detenía en la punta del cordel.
De pronto, en medio de la colina de Center Street vio a una chica de falda
tableada beige y blusa blanca, sin mangas, sentada en un banco ante la tienda de
Shook. Estaba tomando algo que parecía un helado de pistacho. El pelo castañorojizo, brillante, cuyos reflejos parecían cobrizos y a veces casi rubios, le llegaba
a los omóplatos. Richie sólo conocía a una chica con ese color de pelo: Beverly
Marsh.
A Richie le gustaba mucho Bev. Bueno, le gustaba, sí, pero no de ese modo.
La admiraba por su aspecto (y sabía que no era el único; las chicas como Sally
Mueller y Greta Bowie odiaban a Beverly como a la peste; aún eran demasiado
jóvenes para comprender que, teniéndolo todo con tanta facilidad, tuvieran que
competir en materia de aspecto con una chica que vivía en esos apartamentos
horribles de la parte baja de Main Street), pero sobre todo porque era fuerte y
poseía un agudo sentido del humor. Además, solía tener cigarrillos. Le gustaba,
en resumen, porque era un buen colega. De cualquier modo, una o dos veces se
había sorprendido preguntándose qué color de bragas llevaría bajo sus escasas
faldas algo desteñidas. Y uno nunca piensa ese tipo de cosas sobre los colegas,
¿no?
Y Richie tuvo que admitir que para ser buen colega, era muy bonita.
Al acercarse al banco donde ella comía su helado, Richie cerró el cinturón de
su invisible impermeable, se bajó un invisible sombrero y fingió ser Humphrey
Bogart. Agregando la voz correcta, se convirtió en Humphrey Bogart… al
menos a su modo de ver. Para cualquier otro, parecía Richie Tozier con un leve
resfriado.
—Hola, teshoro —dijo, deslizándose hacia el banco donde ella, sentada,
contemplaba el tráfico—. A qué eshperar aquí el autobúsh. Los nazish nosh han
cortado la retirada. El último avión shale a medianoche. Tú viajarásh en él, él te
neceshita, teshoro. Y también yo…, pero ya me las arreglaré.
—Hola, Richie —dijo Bev.
Cuando giró hacia él se le vio un moretón purpúreo en la mejilla derecha,
como la sombra del ala de un cuervo. Una vez más, Richie quedó asombrado
ante su tipo…, pero en ese momento se le ocurrió que era realmente bella. Nunca
se le había ocurrido que pudiera haber chicas bellas fuera de las películas, ni que
él pudiera conocer a una. Tal vez era ese moretón lo que le hacía ver la
posibilidad de su belleza: un contraste esencial, un defecto peculiar que primero
atraía la atención hacia sí y después, de algún modo, definía el resto: los ojos
azul-grisáceos, los labios naturalmente rojos, la piel de niña, cremosa e
impecable. Había una salpicadura de diminutas pecas en su nariz.
—¿Se te ha perdido algo? —preguntó ella, sacudiendo la cabeza con
arrogancia.
—Tú, teshoro. Te hash puesto verde como quesho gruyère. Pero cuando
shalgamosh de Cashablanca irásh al mejor shanatorio. Te volveremosh blanca
otra vesh. Lo juro por mi shanta madre.
—No seas idiota, Richie. No te pareces en nada a Humphrey Bogart.
Pero al decirlo sonrió un poquito. Richie se sentó a su lado.
—¿No vas al cine?
—No tengo pelas —dijo ella—. ¿Me dejas ver tu yo-yo?
Él se lo dio.
—Tendría que arrojarlo al río —le dijo—. Se supone que debe hacer el
dormilón, pero no sale. Me estafaron.
Ella pasó el dedo por el anillo del cordel y Richie se levantó las gafas hasta
el puente de la nariz para ver lo que hacía. Beverly puso la palma hacia arriba,
con el Duncan bien sujeto en el valle carnoso formado por su mano ahuecada y
dejó deslizar el yo-yo por el dedo índice. Llegó exactamente hasta el extremo del
cordel y quedó en dormilón. Cuando ella recogió los dedos, como para llamar a
alguien, el artefacto despertó y trepó por el hilo hasta su mano.
—Jolín, mira eso —se asombró Richie.
—Eso es cosa de niños —dijo Bev—. Mira esto.
Volvió a arrojar el yo-yo. Lo dejó dormir por un momento y luego «paseó el
perrito», en una serie de secas ascensiones, hasta subir a su mano otra vez.
—Basta, basta —protestó Richie—. Detesto las exhibiciones.
—¿Y qué te parece esto? —preguntó Bev, con una dulce sonrisa.
Llevó el Duncan rojo hacia atrás y hacia delante, terminando con dos Vueltas
al Mundo (con las cuales estuvo a punto de golpear a una anciana, que los
fulminó con la mirada). El yo-yo terminó en su palma ahuecada, con el cordel
enroscado a su eje. Bev lo devolvió a Richie y se sentó otra vez. El chico se
instaló junto a ella, con la boca abierta de una admiración sin afectaciones. Bev
soltó una risita.
—Cierra la boca o te tragarás una mosca.
Richie cerró la boca secamente.
—Además, esa última parte fue pura suerte. Es la primera vez en mi vida que
hago dos Vueltas al Mundo seguidas sin que se me pare.
Varios chicos pasaban junto a ellos, rumbo al cine. Peter Gordon pasó con
Marcia Fadden. Se decía que salían juntos, pero Richie imaginaba que era sólo
porque vivían en casas contiguas, en Broadway Oeste, y eran ambos tan tímidos
que necesitaban del mutuo apoyo. Peter Gordon ya tenía una buena cosecha de
acné, aunque sólo tenía doce años. A veces se juntaba con Bowers, Criss y
Huggins, pero no tenía valor para intentar nada por su cuenta.
Echó un vistazo a Richie y a Bev, juntos en el banco, y canturreó:
—¡Richie y Beverly están de novios! Primero de novios, después casados…
—… y aquí viene Richie con un bebé alzado —concluyó Marcia, graznando
de risa.
—Sentaos aquí, queridos —dijo Bev, mostrándoles el dedo medio.
Marcia apartó la vista, disgustada, como si no pudiera creer en semejante
grosería. Gordon la rodeó con un brazo y dijo a Richie, sobre el hombro.
—A lo mejor nos vemos después, cuatro-ojos.
—A lo mejor ves la faja de tu madre —respondió Richie con picardía,
aunque sin mucho sentido.
Beverly se derrumbó de risa. Por un momento se apoyó en el hombro de
Richie y el chico tuvo tiempo de pensar que su contacto, la sensación de peso
liviano, no era precisamente desagradable. Pero ella se incorporó enseguida.
—Qué par de gilipollas —dijo.
—Sí, creo que Marcia Fadden mea agua de rosas —dijo Richie.
A Beverly le dio otro ataque de risa.
—Chanel Número Cinco —murmuró, con voz apagada por las manos con
que se cubría la boca.
—Seguro —confirmó Richie, aunque no tenía la menor idea de lo que era
Chanel Número Cinco—. Oye, Bev…
—¿Qué?
—¿Me enseñas a hacer el dormilón?
—Probaré. Nunca he enseñado a nadie.
—Y tú, ¿cómo lo aprendiste? ¿Quién te enseñó?
Ella lo miró con disgusto.
—No me enseñó nadie. Lo imaginé, simplemente. Es como hacer girar un
bastón de majorette. Lo hago de maravillas.
—Cuánta humildad —comentó Richie, poniendo los ojos en blanco.
—Bueno, pero es cierto. Y no tomé clases ni nada de eso.
—¿Sabes manejar el bastón?
—Claro.
—Vas a ser majorette en la secundaria, ¿eh?
Ella sonrió. Era una sonrisa que Richie nunca había visto: sabia, cínica y
triste, todo al mismo tiempo. El chico retrocedió ante ese poder desconocido, tal
como había retrocedido ante la fotografía móvil.
—Eso es para la gente como Marcia Fadden —dijo—. Ella, Sally Mueller y
Greta Bowie, las que mean agua de rosas. Los padres ayudan a comprar el
equipo de deporte y los uniformes; entonces ellas entran. Yo jamás seré
majorette.
—Por Dios, Bev, no exageres.
—Claro que sí, si es la verdad. —Ella se encogió de hombros—. Pero no me
importa. ¿A quién le interesa dar tumbos de carnero y enseñar las bragas a un
millón de personas? Mira, Richie. Fíjate en esto.
Pasó los diez minutos siguientes mostrando a Richie cómo hacer el dormilón.
Al final, el chico empezó a cogerle el truco, aunque sólo podía llevarlo hasta la
mitad del cordel al despertarlo.
—Lo que pasa es que no tiras con suficiente fuerza —corrigió ella.
Richie miró el reloj del Trust Merril, al otro lado de la calle, y se levantó de
un salto guardándose el yo-yo en el bolsillo trasero.
—Jolín, tengo que irme, Bev. Me espera el viejo Parva. Va a creer que
cambié de opinión.
—¿Quién es Parva?
—Oh, Ben Hanscom. Pero yo le digo Parva. Como Parva Calhoun, el
luchador, ¿entiendes?
Bev lo miró con el ceño fruncido.
—Eso no está bien. Ben me cae bien.
—¡No me azote, amita! —chilló Richie, con su voz de negrito, poniendo los
ojos en blanco y juntando las manos—. No me azote, porque vo’a se’ bueno vo’a
se’…
—Richie —dijo Bev, secamente.
Richie abandonó el intento.
—A mí también me cae bien —dijo—. Hace un par de días construimos un
dique en Los Barrens y él…
—¿Vais allá abajo? ¿Tú y Ben jugáis allá?
—Sí, con un grupo de chicos. Allá abajo se está bien. —Richie volvió a
mirar el reloj—. Tengo que irme, de veras. Ben me está esperando.
—Ya.
Él hizo una pausa, pensó y dijo:
—Si no tienes nada que hacer, ¿por qué no vienes conmigo?
—Ya te he dicho que no tengo dinero.
—Pago yo. Tengo un par de dólares.
Ella arrojó los restos de su barquillo en una papelera. Sus ojos, ese claro tono
azul y gris, se volvieron hacia él con tranquila diversión. Fingiendo ahuecarse el
peinado, preguntó:
—Oh, caramba, ¿debo tomar eso como una cita?
Por un momento, Richie se sintió extrañamente confundido. Hasta percibió
el rubor que le subía a las mejillas. Había hecho la invitación de un modo
perfectamente natural, tal como se la había hecho a Ben… aunque, ¿no le había
dicho a Ben que podía devolverle el dinero? Sí. Y a Beverly no.
De pronto se sintió un poco raro. Había dejado caer los ojos, retrocediendo
ante ese gesto burlón y en ese momento vio que la falda de la chica se había
subido un poquito al inclinarse ella hacia la papelera; se le veían las rodillas.
Levantó los ojos, pero no sirvió de nada, porque se encontró con la hinchazón de
sus nacientes pechos.
Como solía hacer en momentos de confusión, se refugió en el absurdo.
—¡Sí! ¡Una cita! —vociferó, hincándose de rodillas ante ella con las manos
entrelazadas—. ¡Dime que si, por favor! Si te niegas me mataré, te lo juro, ¿ehwot? ¿Wot-wot?
—Oh, Richie, qué loco eres —protestó ella, riendo otra vez. Pero, ¿no estaba
también un poco ruborizada? En todo caso, eso la hacía aún más bonita—.
Levántate si no quieres que te arrastren.
Él se levantó y volvió a caer a su lado, recuperado el equilibrio. Estaba
convencido de que unas pocas tonterías siempre servían contra el mareo.
—¿Quieres venir?
—Claro —aceptó ella—. Muchísimas gracias. ¡Imagínate, mi primera cita!
No veo la hora de anotarlo en mi diario esta noche.
Apretó las manos contra el pecho, parpadeando con celeridad. Luego se echó
a reír.
—Por qué no dejas de hablar de citas —protestó Richie.
Ella suspiró.
—No eres muy romántico, Richie.
—Ni un poquito, que mierda.
Pero se sentía encantado. El mundo, de pronto, era un lugar muy claro y
amistoso. Se descubrió mirándola de reojo de vez en cuando mientras ella
contemplaba los escaparates: los vestidos y camisones de Cornell-Hopley, las
toallas y cacerolas del bazar. Y echaba miradas subrepticias a su pelo, al
contorno de su mentón. Observó el modo en que sus brazos desnudos salían por
las sisas redondas de su blusa. Vio el borde de su enagua. Y todo eso le encantó.
No habría podido decir por qué, pero lo ocurrido en el cuarto de George
Denbrough nunca le había parecido más lejano que en ese momento.
Era hora de irse, hora de encontrarse con Ben, pero se quedaría allí sentado
por un momento más, mientras ella miraba escaparates, porque era agradable
mirarla y estar con ella.
9
Los chicos estaban sacando sus entradas ante la ventanilla del Aladdin y
entrando en el vestíbulo. Mirando por las puertas de vidrio, Richie vio una
multitud en el mostrador de golosinas. La máquina de hacer palomitas estaba
sobrecargada: su tapa articulada, grasienta no dejaba de subir y bajar. Ben no
estaba por ninguna parte. Preguntó a Beverly si ella lo había visto, pero la chica
sacudió la cabeza.
—A lo mejor ya entró.
—Dijo que no tenía dinero. Y esa Hija de Frankenstein no deja pasar a nadie
sin entrada.
Richie señaló con el pulgar a la señora Cole, que estaba ante las puertas
interiores del Aladdin desde los tiempos del cine mudo. Su pelo, teñido de rojo
intenso, era tan escaso que se veía el cuero cabelludo. Tenía enormes labios
colgantes que pintaba de color ciruela; grandes parches rojos le cubrían las
mejillas y sus cejas eran dos rayas pintadas a lápiz negro. La señora Cole era
perfectamente democrática: odiaba a todos los chicos por igual.
—Vaya, no quería entrar sin él, pero la función está por comenzar —dijo
Richie—. ¿Dónde cuernos se ha metido?
—Puedes pagarle la entrada y dejársela en la taquilla —dijo Bev, muy
práctica—. Así, cuando llegue…
Pero en ese momento Ben apareció por la esquina de las calles Macklin y
Center. Venía jadeando; la panza se le bamboleaba bajo la sudadera. Al ver a
Richie, levantó una mano para saludarlo, pero entonces vio a Bev y su mano se
detuvo en medio del ademán. Sus ojos se ensancharon por un instante. Acabó su
saludo y se acercó lentamente.
—Hola, Richie —dijo. Luego miró a Bev por un segundo, como si temiera
que una mirada más detenida provocara una llamarada—. Hola, Beverly.
—Hola, Ben —dijo ella.
Entre los dos se produjo un extraño silencio. No era exactamente
bochornoso; era, pensó Richie, casi poderoso. Y sintió una vaga punzada de
celos, porque entre ellos había pasado algo y, fuera lo que fuese, ese algo lo
había dejado fuera.
—¡Por fin, Parva! —exclamó—. Ya creía que te habías acobardado. Estas
películas te van a hacer perder cinco kilos. Ah, sí, ah, sí, te dejan el pelo blanco,
hombre. Cuando salgas del cine estarás tan tembloroso que el acomodador
tendrá que ayudarte a subir por el pasillo.
Richie echó a andar hacia la taquilla. Ben le tocó el brazo y empezó a decir
algo. Pero miró a Bev, que le estaba sonriendo, y tuvo que empezar otra vez.
—Yo estaba aquí —dijo—, pero cuando llegaron esos tipos tuve que ir hasta
la esquina y dar la vuelta a la manzana.
—¿Qué tipos? —preguntó Richie, aunque ya lo adivinaba.
—Henry Bowers, Victor Criss, Belch Huggins. Y algunos más.
Richie silbó.
—Seguramente ya han entrado. No los veo comprando golosinas.
—Sí, creo que sí.
—Yo de ellos, no gastaría pelas en ver películas de terror —comentó Richie
—. Iría a mi casa a mirarme en el espejo. Hay que ahorrar.
Bev rió con júbilo, pero Ben se limitó a sonreír un poco. Aquel día, la
semana anterior, Henry Bowers había empezado por lastimarlo, pero al final
estaba decidido a matarlo. Ben estaba muy seguro.
—Se me ocurre algo —dijo Richie—. Subiremos a la galería. Ellos estarán
en la segunda o la tercera fila, con los pies arriba.
—¿Seguro? —preguntó Ben.
No estaba nada seguro de que Richie supiera hasta qué punto eran malvados
esos chicos… y Henry, por supuesto, el peor.
Richie, que había escapado a una buena paliza a manos de Henry y sus
espasmódicos amigos tres meses antes (había logrado despistarlos en la sección
de juguetes de la tienda Freese, nada menos), los conocía mejor de lo que Ben
pensaba.
—Si no estuviera completamente seguro, no entraría —aseguró—. Quiero
ver estas películas, Parva, pero no morir por ellas.
—Además, si nos molestan podemos pedir a Foxy que los eche a patadas —
sugirió Bev.
Foxy era el señor Foxworth, hombre enjuto, cetrino y sombrío que dirigía el
Aladdin. En ese momento estaba vendiendo golosinas y palomitas de maíz
mientras canturreaba su letanía: «Esperen turno, esperen turno». Con su raído
esmoquin y su camisa almidonada, ya amarillenta, parecía un director de pompas
fúnebres en decadencia.
Ben miró dubitativamente a Bev, a Foxy, a Richie.
—No puedes permitir que ellos dirijan tu vida, hombre —le reprochó Richie,
suavemente—. ¿No te das cuenta?
—Supongo que tienes razón —suspiró Ben.
En realidad no estaba muy seguro, pero Beverly había dado a la ecuación un
nuevo giro. De no ser por ella, habría tratado de convencer a Richie de que
dejaran el cine para otro día. En todo caso, lo habría dejado solo. Pero allí estaba
Bev y él no quería pasar por gallina delante de la chica. Además, la idea de estar
con ella en la galería, en la oscuridad (aunque Richie se sentara entre ambos,
cosa muy probable), tenía un poderoso atractivo.
—Esperaremos a que comience el espectáculo antes de entrar —dijo Richie.
Con una gran sonrisa, dio a Ben un puñetazo juguetón en el brazo—. Jolín,
Parva, ¿acaso quieres vivir eternamente?
Las cejas de Ben se unieron en el medio, pero luego resopló de risa. Richie
también rió. Al verlos, Beverly hizo otro tanto.
Richie se acercó nuevamente a la taquilla. Labios de Hígado lo miró
agriamente.
—Buenasss tardesss, mi estimada señora —dijo con su mejor voz de barón
inglés—. Estoy sumamente necesitado de tres boletos para ver sus encantadoras
filmaciones norteamericanas.
—Basta de idioteces y dime qué quieres, chico —ladró Labios de Hígado,
por el agujero redondo del vidrio.
Sus cejas pintadas se movieron de un modo que perturbó a Richie al punto de
hacerle pasar un dólar arrugado por la ranura, murmurando:
—Tres, por favor.
Tres entradas salieron por la ranura. Richie las tomó. Labios de Hígado le
envió una moneda de veinticinco centavos de cambio.
—No se hagan los listos, no tiren cajas, no griten, no corran por el pasillo ni
por el vestíbulo.
—No, señora —murmuró Richie, retrocediendo hasta donde lo esperaban
Ben y Bev, a quienes dijo—: Siempre me reconforta el corazón ver a una vieja
como ésa, tan amante de los niños.
Se quedaron afuera un rato más esperando que la función empezara. Labios
de Hígado los estudiaba suspicazmente desde su jaula de vidrio. Richie deleitó a
Bev con la historia del dique en Los Barrens, pronunciando los parlamentos del
señor Nell con su nueva voz de policía irlandés. No pasó mucho tiempo sin que
Beverly comenzara con risitas y terminara con grandes carcajadas. Hasta Ben
sonreía un poco, aunque los ojos se le desviaban constantemente hacia las
grandes puertas de vidrio o hacia la cara de Beverly.
10
En la galería se estaba bien. Durante la primera parte de El joven Frankenstein,
Richie divisó a Henry Bowers y a sus malditos amigos. Estaban en la segunda
fila, tal como él había imaginado. Eran cinco o seis en total, de doce, trece y
catorce años, todos con botas de motociclista subidas en los respaldos de la fila
delantera. Foxy se acercaba y les decía que bajaran los pies. Ellos los bajaban.
Foxy se iba y las botas de motociclista volvían a subir. A los cinco o diez
minutos, volvía Foxy y la escena se repetía. Porque Foxy no tenía agallas para
sacarlos a patadas de allí y ellos lo sabían.
Las películas eran estupendas. El joven Frankenstein era debidamente
grotesco. El joven hombre-lobo, sin embargo, daba un poco más de miedo, tal
vez porque parecía un poco triste. Lo que le había pasado no era culpa suya. Era
culpa de un hipnotizador que lo había jodido, pero solo había podido hacerlo
porque el chico convertido en hombre-lobo estaba lleno de rabia y malos
sentimientos. Richie se descubrió preguntándose si habría en el mundo mucha
gente que ocultara ese tipo de malos sentimientos. Henry Bowers rezumaba
malos sentimientos por los cuatro costados, pero no se molestaba en ocultarlos,
por cierto.
Beverly, sentada entre los dos chicos, comía palomitas de maíz, gritaba, se
cubría los ojos y a veces reía. Mientras el hombre-lobo acechaba a la chica que
hacía ejercicios en el gimnasio, después de clases, ella apretó la cara contra el
brazo de Ben y Richie la oyó ahogar una exclamación de sorpresa a pesar de los
gritos de los doscientos chicos que había abajo.
Por fin mataron al hombre-lobo. En la última escena, un policía decía a otro,
con mucha solemnidad, que así la gente aprendería a no jugar con las cosas que
estaban mejor en manos de Dios. Bajó el telón y se encendieron las luces. Hubo
aplausos. Richie se sentía totalmente satisfecho, aunque con un poco de dolor de
cabeza. Probablemente tendría que ir pronto al oculista para que le cambiara otra
vez las gafas. Si seguía así, pensó molesto, cuando llegara a la secundaria estaría
llevando culos de botella.
Ben le tiró de la manga.
—Nos han visto, Richie —dijo, con voz seca, horrorizada.
—¿Eh?
—Bowers y Criss. Miraron hacia aquí arriba cuando salían. ¡Nos vieron!
—Bueno, bueno —dijo Richie—. Tranquilízate, Parva. Tú tran-qui-lí-zate.
Saldremos por la puerta lateral y no habrá problemas.
Bajaron la escalera, Richie delante, Beverly en medio y Ben cerrando la
marcha, mirando sobre el hombro cada dos escalones.
—¿Es cierto que esos dos te la tienen jurada, Ben? —preguntó Beverly.
—Sí, creo que sí —respondió Ben—. El último día de clases me peleé con
Henry Bowers.
—¿Te pegó mucho?
—No tanto como quería. Por eso sigue furioso, supongo.
—Ese energúmeno también perdió bastante pellejo —murmuró Richie—,
según oí decir. Y no creo que eso le haya gustado mucho.
Abrió la puerta de emergencia y los tres salieron al callejón que corría entre
el Aladdin y el Bar Nan. Un gato que había estado escarbando los cubos de
basura, les bufó y salió corriendo por el callejón, cerrado en un extremo por una
cerca de tablas. El gato subió y franqueó la cerca. La tapa de un cubo de la
basura cayó con estruendo. Bev dio un brinco y se aferró al brazo de Richie,
pero luego se echó a reír, nerviosa.
—Las películas me han asustado —dijo.
—Ya se te… —comenzó Richie.
—Hola, caraculo —dijo Henry Bowers, desde atrás.
Los tres se volvieron sobresaltados. Henry, Victor y Belch estaban allí,
cerrando la boca del callejón. Detrás de ellos había otros dos tipos.
—Mierda, ya lo sabía —gimió Ben.
Richie giró velozmente hacia el Aladdin, pero la puerta se había cerrado tras
ellos y no había modo de abrirla desde afuera.
—Despídete, caraculo —dijo Henry. Y de pronto corrió hacia Ben.
Tanto entonces como más adelante, las cosas que ocurrieron a continuación
parecieron, a ojos de Richie, como salidas de una película. Porque esas cosas no
ocurren en la vida real. En la vida real, los más chicos reciben la paliza, recogen
sus dientes y se van a su casa.
Y esa vez no fue así.
Beverly se adelantó un poco, casi como si quisiera salir al encuentro de
Henry, tal vez para estrecharle la mano. Richie oía resonar las hebillas de
aquellas botas. Victor y Belch se acercaban al jefe, mientras los otros dos chicos
montaban guardia en la boca del callejón.
—¡Déjalo en paz! —gritó Beverly—. ¿Por qué no te metes con los grandes
como tú?
—Ése es más grande que un camión, putita —bramó Henry, nada
caballeresco—. Y ahora sal de…
Richie estiró el pie. No era su intención: su pie se estiró solo, tal como su
lengua, a veces, al pronunciar agudezas peligrosas para la salud. Henry tropezó
con él y cayó hacia adelante. El adoquinado del callejón estaba resbaladizo por
la basura caída de los recipientes del bar, demasiado llenos, y Henry salió
resbalando como un patinete.
Empezó a levantarse con la camisa manchada de posos de café, barro y
trocitos de lechuga.
—¡Os voy a matar! —bramó.
Hasta ese momento, Ben había estado aterrorizado. Entonces algo estalló en
él. Dejó escapar un rugido y cogió uno de los cubos de la basura. Por un
momento, mientras lo sostenía en alto, desparramando basura por todas partes,
se pareció realmente a Parva Calhoun. Estaba pálido y furioso. Arrojó el
recipiente que golpeó a Henry en la parte baja de la espalda y lo aplastó otra vez
contra el suelo.
—¡Salgamos de aquí! —gritó Richie.
Corrieron hacia la boca del callejón. Victor Criss saltó para cerrarles el paso.
Ben, bramando, bajó la cabeza y se lanzó contra su barriga.
—¡Guuf! —gruñó Victor, y cayó sentado.
Belch aferró a Beverly por la cola de caballo y la arrojó limpiamente contra
la pared del Aladdin. La chica rebotó contra los ladrillos y corrió por el callejón
frotándose el brazo. Richie, mientras la seguía, tomó la tapa de un cubo. Belch
Huggins lanzó hacia él un puño del tamaño de un jamón. Richie presentó
inmediatamente la tapa de acero galvanizado. Cuando el puño de Belch chocó
con ella se oyó un fuerte bonnng, casi melodioso, y Richie sintió que el impacto
viajaba por su brazo hasta el hombro. Belch dejó escapar un grito y comenzó a
dar saltitos sujetándose la mano que comenzaba a hinchársele.
—Allende se halla la tienda de mi padre —dijo Richie, confidencialmente,
en una voz de Tony Curtis bastante pasable. Y corrió tras sus compañeros.
Uno de los chicos que custodiaban la boca del callejón había atrapado a
Beverly y Ben estaba forcejando con él. El otro chico empezó a golpearlo
rápidamente en los riñones. Richie balanceó el pie, que hizo contacto con las
nalgas del que estaba pegando a Ben. El chico aulló de dolor. Richie tomó a
Beverly por un brazo y a Ben con la otra mano.
—¡Corred! —gritó.
El chico con el que Ben estaba forcejando soltó a Beverly y apuntó un
puñetazo a Richie. El oído del chico estalló de instantáneo dolor. Después quedó
entumecido y muy caliente. Un agudo silbato empezó a sonarle en la cabeza,
como el que se oía cuando la enfermera de la escuela le ponía a uno los
audífonos para probar la capacidad auditiva.
Corrieron por Center Street ante las miradas de todo el mundo. El gran
vientre de Ben subía y bajaba como un yo-yo. La cola de caballo de Beverly
rebotaba como una pelota. Richie soltó a Ben para sostenerse las gafas contra la
frente, por miedo a perderlas. Todavía le resonaba la cabeza y sentía que la oreja
se le iba a hinchar, pero se sentía de maravilla. Empezó a reír. Beverly lo imitó.
Muy pronto, también Ben estaba riendo.
Se detuvieron en Court Street y se dejaron caer en un banco, frente a la
comisaría; en ese momento parecía el único lugar de Derry en donde podían
estar a salvo. Beverly pasó un brazo alrededor del cuello de Ben y el otro por el
de Richie para darles un furioso abrazo.
—¡Eso estuvo estupendo! —Le chisporroteaban los ojos—. ¿Habéis visto
esos tíos?
—Los vi, ya lo creo —jadeó Ben—. Y no quiero volver a verlos en toda mi
vida.
Eso los impulsó a otra tormenta de risa histérica. Richie esperaba que la
banda de Henry apareciera tras la esquina y los persiguiera otra vez, con
comisaría o sin ella. Pero no podía dejar de reír. Beverly tenía razón. Había sido
fantástico.
—¡El Club de los Perdedores se anota uno bueno! —chilló, exuberante—.
¡Juá-juá-juá! ¡ALELUYA, niños!
Un policía asomó la cabeza por una ventana de la planta alta, para gritarles:
—¡Nada de chicos por aquí! ¡Largaos de aquí!
Richie abrió la boca para decir algo ingenioso, quizá con una flamante voz
de policía irlandés, pero Ben le dio una patada en el pie.
—Cierra el pico, Richie —ordenó.
Y un instante después le costó creer que había dicho semejante cosa.
—Eso, Richie —concordó Bev, mirándolo con cariño—. Bip-bip.
—Está bien —dijo Richie—. Bueno, ¿qué queréis hacer? ¿Queréis que
busquemos a Henry Bowers y le preguntemos si quiere arreglar las cosas con
una partida de Monopoly?
—Muérdete la lengua —retrucó Ben.
—¿Eh? ¿Y eso qué quiere decir?
—Dejémoslo —suspiró Bev—. Qué ignorantes son algunos.
Vacilante, furiosamente ruborizado, Ben preguntó:
—¿Te lastimó ese tipo al tirarte del pelo, Beverly?
Ella le sonrió con suavidad y, en ese momento, tuvo la total certeza de algo
que hasta entonces sólo era una suposición: que había sido Ben Hanscom el que
le había enviado la postal con aquel hermoso haiku.
—No, no fue nada —aseguró.
—Vayamos a Los Barrens —propuso Richie.
Y allá fueron… o huyeron. Más tarde, Richie pensaría que eso estableció una
costumbre para el resto del verano. Los Barrens se habían convertido en su
refugio. Beverly, como Ben en su primer encuentro con los matones, no había
bajado nunca hasta entonces. Se puso entre Richie y Ben para bajar, en fila india,
por el sendero. Su falda se movía atractivamente y, al verla, Ben cobró
conciencia de las oleadas de sentimientos que lo invadían, poderosas como
calambres estomacales. Ella llevaba puesto su brazalete de tobillo, que
centelleaba bajo el sol de la tarde.
Cruzaron el brazo del Kenduskeag por donde los chicos habían construido la
presa (el arroyo se dividía unos setenta metros más arriba y volvía a unirse
doscientos metros más allá, en dirección a la ciudad) pisando algunas piedras
grandes, algo más abajo de donde había estado el dique. Encontraron otro
sendero y acabaron por salir a la ribera de la rama oriental del arroyo, mucho
más amplia que la otra. Centelleaba a la luz vespertina. A la izquierda, Ben vio
dos de aquellos cilindros de cemento con cubiertas arriba. Debajo de ellos,
sobresaliendo por encima del arroyo, había tuberías de cemento, de las que caían
al Kenduskeag finos chorros de agua cenagosa. Cuando alguien caga en la
ciudad, por aquí sale la cosa, pensó Ben, recordando la explicación del señor
Nell. Sintió una especie de furia desolada, impotente. En otros tiempos, tal vez
había habido pesca en ese río. Ahora no había muchas esperanzas de pescar una
trucha; a lo sumo, se podía pescar un manojo de papel higiénico usado.
—Qué bien se está aquí —suspiró Bev.
—Sí, no está mal —coincidió Richie—. Se han ido los tábanos y la brisa
aleja a los mosquitos. —La miró con aire esperanzado—. ¿Tienes algún
cigarrillo?
—No —dijo ella—. Tenía dos, pero los fumé ayer.
—Lástima —concluyó Richie.
Se oyó un silbato y todos levantaron la vista; un largo tren de carga pasaba
por el terraplén, al otro lado de Los Barrens, rumbo al patio de maniobras. Vaya
lindo panorama vería la gente, si llevaba pasajeros, pensó Richie. Primero, el
barrio pobre de Old Cape; después, los pantanos de bambúes, al otro lado del
Kenduskeag; por fin, antes de abandonar Los Barrens, el foso humeante que era
el basurero de la ciudad.
Por un breve instante pensó otra vez en la historia de Eddie, lo del leproso
que había visto bajo la casa abandonada de Neibolt Street. Lo apartó de su mente
y se volvió hacia Ben.
—¿Cuál fue la parte que te gustó más, Parva?
—¿Eh? —Ben se volvió hacia él, con cara culpable. Mientras Bev miraba al
otro lado del Kenduskeag, absorta en sus propios pensamientos, él le había
estado observando el perfil… y el moretón de la mejilla.
—De las películas, idiota. ¿Qué parte te gustó más?
—Me gustó cuando el doctor Frankenstein arroja los cuerpos a los cocodrilos
que tenía debajo de su casa —dijo Ben—. Eso fue lo mejor, para mí.
—Fue horrible —opinó Beverly, estremecida—. Detesto esas cosas: los
cocodrilos, las pirañas, los tiburones.
—¿Sí? ¿Qué son las pirañas? —preguntó Richie, inmediatamente interesado.
—Peces pequeñitos —explicó Beverly—. Y tienen muchos dientes
pequeñitos, pero terriblemente afilados. Si te metes en un río donde haya
pirañas, te comen hasta los huesos.
—¡Ay!
—Una vez vi una película. Los nativos querían cruzar un río, pero el puente
se había caído —dijo ella—. Así que ataron una vaca y la hicieron entrar al río, y
cruzaron mientras las pirañas se la comían. Cuando la sacaron, la vaca era sólo
un esqueleto. Tuve pesadillas por toda una semana.
—Vaya, cómo me gustaría tener algunos peces de ésos —dijo Richie,
alegremente—. Los pondría en la bañera de Henry Bowers.
Ben soltó una risita.
—No creo que se bañe.
—Eso no lo sé, pero si sé que será mejor cuidarnos de esos tipos —apuntó
Beverly, tocándose el moretón de la mejilla—. Anteayer mi padre me dio una
buena tunda por romper una pila de platos. Y con una a la semana me basta.
Hubo un momento de silencio que habría podido ser incómodo, pero no lo
fue. Richie lo quebró diciendo que a él le había gustado más la parte en que el
hombre-lobo agarraba al hipnotizador perverso. Durante una hora o más
hablaron de las películas y de otras terroríficas que habían visto, y de las que
emitían por televisión en Alfred Hitchcock presenta. Bev vio margaritas en la
orilla y cortó una. La puso primero bajo el mentón de Richie y después bajo el
de Ben, para ver si les gustaba la mantequilla. Dijo que a los dos les gustaba. En
cada ocasión, los dos cobraron aguda conciencia de su ligero contacto en el
hombro y del limpio olor de su pelo. Su rostro estuvo cerca del de Ben sólo por
un momento, pero esa noche él soñó con el aspecto que habían tenido sus ojos
durante ese tiempo breve e interminable.
Cuando la conversación comenzaba a decaer, oyeron los ruidos crepitantes
de dos personas que venían por el sendero. Los tres se volvieron rápidamente
hacia allí. Richie reparó de pronto en que tenían el río a la espalda. No habría
forma de huir.
Las voces se acercaron. Se levantaron. Richie y Ben se pusieron,
inconscientemente, algo por delante de Beverly.
Los matorrales del final del camino se estremecieron… y de pronto apareció
Bill Denbrough. Venía con otro chico, un muchachito a quien Richie conocía
muy poco. Se llamaba Bradley no sé cuántos y ceceaba espantosamente. Tal vez
iba a Bangor con Bill para la terapia de la lengua, pensó Richie.
—¡Gran Bill! —dijo. Y luego, con la voz de Toodles—: Nos alegra volver a
verlo, señor Denbrough, patrón.
Bill los miró y sonrió. En ese momento, mientras Bill miraba a Ben, a
Beverly y luego otra vez a Bradley No-sé-cuántos, Richie tuvo una peculiar
certidumbre: Beverly era parte de ellos; así lo decían los ojos de Bill. En cambio,
Bradley no. Podía quedarse un rato; hasta era posible que volviera alguna otra
vez a Los Barrens porque nadie le diría: «No, disculpa, pero el Club de los
Perdedores ya tiene un miembro con problemas de dicción». Pero no formaba
parte de la cosa. No formaba parte de ellos.
El pensamiento lo llevó a un miedo súbito e irracional. Por un momento se
sintió como si hubiera nadado un trecho demasiado largo y descubriera, de
pronto, que ya no hacía pie. Hubo un destello intuitivo: Se nos está llevando a
algo. Se nos está eligiendo uno a uno. Nada de todo esto es casual. ¿Estamos ya
todos?
Entonces la intuición se perdió en una maraña sin significado, como si un
vidrio se rompiera contra el suelo de piedra. Además, no importaba. Allí estaba
Bill, y Bill se haría cargo de todo; Bill no dejaría que las cosas se les fueran de
las manos. Era el más alto y, sin duda alguna, el más apuesto. Bastaba con mirar
a Bev, que tenía los ojos clavados en él, y a Ben, que la observaba con tristeza,
comprendiendo. Bill era, también, el más fuerte de todos, y no sólo en un sentido
físico. Había mucho más que eso, pero Richie aún no conocía la palabra carisma
ni el otro significado del vocablo magnetismo; por eso pensó tan sólo que la
fuerza de Bill era más profunda y podía manifestarse de muchos modos, algunos,
tal vez, inesperados. Y sospechó también que, si Beverly se enamoraba de él,
Ben no se pondría celoso (como se pondría —pensó Richie—, si se enamorara
de mí) sino que lo aceptaría como algo natural. Y había otra cosa: Bill era bueno.
Parecía estúpido pensarlo (aunque, en realidad, no lo pensaba; lo sentía,
simplemente) pero así era. Bill parecía irradiar bondad y fuerza. Era como los
caballeros de las películas viejas, de esas tontas, pero que todavía hacen llorar,
dar gritos de júbilo y aplaudir al final. Fuerte y bueno.
Cinco años después, cuando sus recuerdos de lo que había ocurrido en Derry,
durante aquel verano y antes, comenzaban a evaporarse rápidamente, a Richie
Tozier, ya en la adolescencia, se le ocurrió que John Kennedy le hacía pensar en
Bill el Tartaja.
¿Quién?, reaccionó su mente.
Levantó la vista, algo intrigado, y sacudió la cabeza. Alguien que conocí,
pensó. Y descartó su vaga intranquilidad subiéndose los anteojos hasta la frente
para concentrarse en su tarea. Alguien que conocí hace mucho tiempo.
Bill Denbrough puso los brazos en jarras, sonrió como un sol y dijo:
—Bu-bu-bueno, a-a-aquí est-estamos. Y ahora, ¿q-q-qué se ha-ha-hace?
—¿Tienes cigarrillos? —preguntó Richie, lleno de esperanzas.
11
Cinco días después, cuando junio tocaba a su fin, Bill dijo a Richie que quería ir
a Neibolt Street para investigar el porche en donde Eddie había visto al leproso.
Acababan de volver a casa de Richie. Bill caminaba junto a Silver. Había
llevado a Richie en la cesta durante la mayor parte del trayecto, en un
vigorizante viaje a toda velocidad a través de Derry, pero tuvo la prudencia de
bajarlo a una manzana de su casa. Si la madre de Richie los veía juntos en esa
bicicleta, le daría un ataque.
La cesta de Silver estaba llena de pistolas de juguete; dos eran de Bill y tres
de Richie. Habían pasado casi toda la tarde en Los Barrens, jugando a pistoleros.
Beverly Marsh había aparecido a eso de las tres, con vaqueros desteñidos
llevando una escopeta de aire comprimido muy vieja. El ruido no parecía el de
un disparo, sino el de un almohadón inflado cuando alguien se sentaba encima.
La especialidad de Beverly era trepar a los árboles y disparar desde allí sobre la
gente desprevenida. El moretón de su mejilla se había descolorido hasta tomar
un color amarillento.
—¿Qué has dicho? —preguntó Richie. Estaba espantado… pero también
algo intrigado.
—Q-q-quiero echar un vi-vistazo bajo ese p-p-porche —dijo Bill.
Su voz era la de un empecinado, pero no miraba a Richie. En cada uno de sus
pómulos había una fuerte mancha de color. Habían llegado a la casa de Richie, y
allí estaba Maggie Tozier, en el porche, leyendo un libro. Los saludó con la
mano, exclamando:
—¡Hola, chicos! ¿Queréis té helado?
—Enseguida vamos, mamá —dijo Richie. Y a Bill—: Allá no habrá nadie.
Probablemente Eddie vio a un vagabundo y perdió la cabeza. Por Dios, ya lo
conoces.
—Sí, lo c-c-conozco. P-p-pero recu-recuerda lo de la f-f-foto del ál-álbum.
Richie cambió de posición, incómodo. Bill levantó la mano derecha. Las
tiritas ya no estaban, pero aún se veían círculos de tejido cicatrizado en los tres
primeros dedos.
—Sí, pero…
—E-e-escúchame —dijo Bill.
Empezó a hablar muy lentamente, mirándolo a los ojos. Una vez más, repasó
las similitudes entre el relato de Ben y el de Eddie… y las relacionó con lo que
ellos habían visto en la fotografía móvil. Sugirió, una vez más, que el payaso
había asesinado a los niños que en diciembre aparecieron muertos en Derry.
—Y t-t-tal vez no s-s-sólo a ellos —terminó—. ¿Q-q-qué me d-d-dices de
todos los que des-des-desaparecieron? ¿Y de Ed-ed-eddie Corcoran?
—Lo asustó el padrastro, joder —dijo Richie.
—T-t-tal vez sí, p-p-pero tal vez n-no. Yo l-l-lo c-conocía un p-p-poquito; sé
q-q-que el padre le p-p-pegaba. T-t-también sé q-q-que a veces pasaba la nonoche f-f-fuera de su c-c-asa p-p-para huir de él.
—Y tú crees que el payaso pudo atraparlo mientras estaba fuera de su casa
—dijo Richie, pensativo.
Bill asintió.
—Y entonces, ¿qué quieres? ¿Pedirle un autógrafo?
—S-s-si el p-payaso mató a los ot-otros, t-también m-m-mató a G-georgie.
—Los ojos de Bill se encontraron con los de Richie. Eran como pizarra: duros,
inflexibles, implacables—. Q-q-quiero m-matarlo.
—Por Dios —dijo Richie, asustado—. ¿Y cómo piensas hacerlo?
—Mi-mi p-p-padre tiene una pistola —dijo Bill. Un poquito de saliva salió
volando de sus labios, pero Richie apenas lo notó—. Él no s-s-sabe que yo sé, pp-pero la v-vi. Está en el últ-en el último estante de su r-r-ropero:
—Me parece muy bien, si es hombre —dijo Richie—, y siempre que lo
encontremos sentado sobre un montón de huesos de chicos.
—¡Tenéis el té servido, chicos! —anunció la madre de Richie alegremente
—. ¡Venid a buscarlo!
—¡Enseguida vamos, mamá! —repitió Richie, ofreciéndole una enorme y
falsa sonrisa, que desapareció en cuanto se volvió hacia Bill—. Yo no dispararía
contra un tipo sólo porque vistiera de payaso, Billy. Eres mi mejor amigo, pero
yo no lo haría ni dejaría que tú lo hicieras, si pudiera impedírtelo.
—¿Y s-s-si hubiera u-u-un mo-montón de huesos?
Richie se humedeció los labios y no dijo nada por un momento. Luego
preguntó.
—¿Qué harás si no es un hombre, Billy? ¿Y si es una especie de monstruo?
¿Y si existen esas cosas? Ben Hanscom dijo que era la momia y que los globos
flotaban contra el viento, y que no tenía sombra. La foto del álbum… no sé si lo
imaginamos o si era mágica. Pero debo decirte, viejo, que no creo haberlo
imaginado. Por lo menos, tus dedos no imaginaron nada, ¿eh?
Bill sacudió la cabeza.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer si no es un hombre, Billy?
—T-t-tendremos que im-imaginar otra c-c-cosa.
—Oh, sí —dijo Richie—. Ya me doy cuenta. Disparas cuatro o cinco voces,
y si continúa avanzando hacia nosotros, como el hombre-lobo de la película que
vi con Ben y Bev, puedes probar con tu tirachinas. Y si el tirachinas no da
resultado, yo le arrojaré un poco de polvo para estornudar. Y si con todo eso
sigue avanzando, podemos pedir tiempo muerto y decirle: Eh, espere un
momento, señor Monstruo. Esto no da resultado. Vea, voy a consultar en la
biblioteca y vuelvo, ¿eh? Disculpe. ¿Es eso lo que vas a decir, Gran Bill?
Miró a su amigo, con el corazón acelerado. Una parte de él quería que Bill
insistiera con su idea de inspeccionar bajo el porche de aquella casa vieja, pero
otra parte quería (desesperadamente) que Bill abandonara la idea. De algún
modo, aquello era como haber entrado en alguna de las matinées terroríficas del
Aladdin, pero de otro modo, de un modo crucial, no se parecía en nada a eso.
Porque uno no se sentía a salvo, como en el cine, donde uno sabía que todo
terminaría bien y que, en todo caso, saldría con el trasero intacto. La fotografía
de Georgie no había sido una película. Richie creía estar olvidándose de eso,
pero al parecer se engañaba, porque bien podía ver esos cortes en los dedos de
Billy. Si no lo hubiera sacado a tirones…
Bill, increíblemente, estaba sonriendo. Sonreía, sí.
—T-t-tú quisiste que t-t-te llevara a v-v-ver esa fo-fo-foto —señaló—. Ahora
q-q-quiero lle-llevarte a ver u-u-una casa. Toma y daca.
—Linda caca —rimó Richie.
Y los dos rompieron a reír.
—M-m-mañana p-p-por la mañana —dijo Bill, como si todo estuviera
resuelto.
—¿Y si es un monstruo? —preguntó Richie, mirándolo a los ojos—. ¿Y si el
revólver de tu padre no lo detiene, Bill? ¿Y si sigue caminando?
—P-p-pensaremos otra c-c-cosa —repitió Bill—. Qué remedio.
Echó la cabeza hacia atrás y rió como un loco. Un momento después, Richie
lo imitó. Era inevitable.
Caminaron juntos hasta el porche de Richie. Maggie había preparado
enormes vasos de té helado, con ramitas de menta, y un plato de pastas.
—¿Q-q-quieres venir?
—Bueno, no —dijo Richie—. Pero iré.
Bill le dio una palmada en la espalda, y eso pareció reducir el miedo a algo
soportable…, aunque Richie tuvo la súbita seguridad (y no se equivocaba) de
que el sueño tardaría en llegar, aquella noche.
—Parece que estaban discutiendo algo muy importante, allá abajo —
comentó la señora Tozier, sentándose otra vez, con el libro en una mano y un
vaso de té helado en la otra, mientras miraba a los muchachitos, llena de
expectativa.
—Oh, a Denbrough se le ha metido en la cabeza que los Red Sox van a
terminar en la primera división —dijo Richie.
—Yo y m-m-mi padre es-es-estamos seguros de que t-t-tienen una b-b-buena
op-p-p-oportunidad en la tercera —dijo Bill, y probó su té helado—. E-e-está mm-muy b-bueno, se-se-señora T-T-Tozier.
—Gracias, Bill.
—Los Red Sox van a llegar a la primera el día en que tú dejes de
tartamudear, boca de trapo —dijo Richie.
—¡Richie! —chilló la señora Tozier, espantada.
Estuvo a punto de dejar caer su vaso. Pero tanto Richie como Bill Denbrough
reían histéricamente, tentados por completo. Miró a su hijo, a Bill, otra vez a su
hijo, conmovida por una extrañeza que era, en su mayor parte, simple
perplejidad, pero también un miedo tan delgado y agudo que le penetró hasta lo
más hondo del corazón y quedó vibrando allí, como un diapasón de vidrio.
No los comprendo, a ninguno de los dos —pensó—. No sé a dónde van, qué
hacen, qué quieren… ni qué será de ellos. A veces…, oh, a veces tienen ojos
salvajes, y a veces siento miedo por ellos, y otras veces siento miedo de ellos…
Se descubrió pensando, no por primera vez, que habría sido hermoso tener
también una niña. Una hermosa niña rubia que ella habría vestido con faldas
combinadas con lazos y, en domingo, con zapatitos de charol negro. Una bonita
niña a la que hubiese gustado preparar bizcochos después de clase y que hubiera
pedido muñecas, no libros de ventriloquia y modelos de automóviles muy
veloces. A una niña, habría podido entenderla.
12
—¿Lo conseguiste? —preguntó Richie, ansioso.
Iban llevando sus bicicletas por Kansas Street, a lo largo de Los Barrens, a
las diez de la mañana siguiente. El cielo estaba gris y opaco. Habían anunciado
lluvias para la tarde. Richie no había podido dormirse hasta medianoche, y
Denbrough parecía haber tenido el mismo problema, porque parecía tener dos
buenas bolsas de carbón bajo los ojos.
—L-l-lo conseguí —confirmó Bill, dando unas palmadas a la chaqueta verde
que llevaba puesta.
—Enséñame —pidió Richie, fascinado.
—Ahora no. —Bill sonrió—. P-p-podría verlo a-alguien. P-p-pero mira lo qq-que traje ta-también.
Y sacó su tirachinas Bullseye del bolsillo trasero.
—Oh, mierda, en qué nos hemos metido —dijo Richie, y se echó a reír.
Bill se fingió ofendido.
—L-l-la idea fue t-t-tuya, Tozier.
El tirachinas de aluminio había sido su regalo de cumpleaños, a los diez,
término medio elegido por Zack entre el rifle calibre 22 que Bill quería y la
rotunda negativa de su madre a dejarlo usar un arma de fuego. El folleto de
instrucciones decía que el tirachinas era una buena arma de caza, cuando uno
aprendía a usarlo. «En las manos adecuadas, el tirachinas Bullseye es tan
mortífero y efectivo como un buen arco o un arma de fuego de alto calibre»,
proclamaba el folleto. Después de ensalzar semejantes virtudes, advertía que el
tirachinas podía ser peligroso. Su propietario no debía apuntar con ninguna de
las veinte municiones incluidas a ninguna persona, así como no le apuntaría con
una pistola cargada.
Bill todavía no lo manejaba muy bien (y sospechaba, para sus adentros, que
jamás llegaría a conseguirlo), pero consideraba que la advertencia del folleto
estaba justificada. El grueso elástico tenía mucho impulso y cuando se acertaba a
una lata, le hacía un agujero tremendo.
—¿Te va mejor con ella, Gran Bill? —preguntó Richie.
—Un p-p-poco —dijo Bill.
Era cierto sólo en parte. Después de mucho estudiar las ilustraciones del
folleto, que se llamaban figuras (figura 1, figura 2…) y de practicar en el parque
de Derry hasta dejarse el brazo entumecido, había llegado a dar en el blanco de
papel que también venía con el tirachinas más o menos tres veces de cada diez
intentos. Y una vez había hecho centro. Casi.
Richie tiró del elástico, lo hizo sonar y devolvió el arma sin decir nada. Para
sus adentros, le parecía muy dudoso que prestara tanto servicio como la pistola
de Zack Denbrough cuando de matar monstruos se tratara.
—¿Sí? —dijo—. Así que trajiste tu tirachinas. Vaya, gran cosa. Eso no es
nada. Mira lo que traje yo, Denbrough.
Y sacó, de su propia chaqueta, un paquete con la caricatura de un gordo que
decía AtCHUUU, con las mejillas bien infladas.
Los dos se miraron por un largo instante. Por fin estallaron en carcajadas
palmeándose mutuamente la espalda.
—E-e-estamos preparados para c-c-cualquier eventualidad —dijo Bill, por
fin, enjuagándose los ojos con la manga.
—Tu abuela, Bill el Tartaja.
—Escucha. Va-va-vamos a dejar tu b-b-bicic-c-cleta ahí abajo, en Los
Barrens. D-donde yo dejo a S-S-Silver cuando jugamos. T-tú vendrás en m-m-mi
cesta, p-p-por si t-tenemos q-q-que salir hu-hu-huyendo.
Richie asintió. No le parecía adecuado discutir, pues su pequeña Raleigh (a
veces se golpeaba las rodillas contra el manillar, cuando pedaleaba muy rápido)
parecía un pigmeo junto a esa construcción patilarga y encorvada que era Silver.
Sabía que Bill era más fuerte y Silver, más veloz.
Llegaron al pequeño puente, donde Bill le ayudó a colgar su bicicleta.
Después se sentaron y, con el ruido ocasional del tráfico sobre sus cabezas, Bill
abrió la cremallera de su chaqueta y sacó la pistola de su padre.
—T-t-ten mucho c-c-cuidado, ¿quieres? —dijo, entregándola a Richie, que
acababa de silbar su franca aprobación—. Es-este tipo de p-p-pistolas n-no-no
tiene se-seguro.
—¿Está cargada? —preguntó Richie, lleno de temor reverencial.
La pistola, una Walther-PPK que Zack Denbrough había recogido durante la
ocupación, parecía increíblemente pesada.
—T-t-todavía no —dijo Bill, palmeándose el bolsillo—. Aq-quí t-t-tengo
algunas b-b-balas. Pero dice mi p-p-padre que s-s-si el arma te nota d-ddescuidado, s-s-se carga sola. P-p-para poder d-d-disparar c-c-contra ti.
Su rostro esbozó una extraña sonrisa, expresando que, si bien no creía en
semejante tontería, la creía a pies juntillas.
Richie comprendió. Había en el arma un algo de mortífero que él nunca
había percibido en los revólveres de su padre (aunque la escopeta tenía algo,
¿verdad?, en su modo de inclinarse contra el interior del armario, en el garaje,
casi como si dijera: Podría ser muy malvada si me lo propusiera, créeme). Pero
esa pistola, esa Walther, parecía fabricada exclusivamente para matar gente. Y
Richie comprendió, con un escalofrío, que para eso la habían fabricado. ¿Qué
otra cosa se podía hacer con una pistola? ¿Encender un cigarrillo?
Giró la boca del arma hacia sí, poniendo cuidado en mantener las manos
lejos del gatillo. Le bastó echar un vistazo a ese negro ojo sin párpados para
comprender a la perfección la peculiar sonrisa de Bill. Recordó lo que le había
dicho su padre: Si recuerdas que las armas descargadas no existen, nunca
tendrás problemas con las armas de fuego, Richie. Y la devolvió a Bill, aliviado
de desprenderse de ella.
Bill volvió a guardársela bajo la chaqueta. De pronto, la casa de Neibolt
Street parecía menos atemorizante… pero la posibilidad de que hubiera
derramamiento de sangre adquiría, en cambio, nuevas fuerzas.
Miró a Bill, tal vez con intención de disuadirlo, pero interpretó su expresión
y se limitó a decir:
—¿Listo?
13
Como de costumbre, cuando Bill levantó el segundo pie del suelo, Richie tuvo la
seguridad de que iban a estrellarse y se partirían la cabeza contra el implacable
pavimento. La gran bicicleta se bamboleaba locamente de lado a lado. Los
naipes sujetos a los radios dejaron de disparar tiros individuales para iniciar el
fuego de ametralladora. Los bamboleos de borracho se hicieron más
pronunciados. Richie cerró los ojos y esperó a que ocurriera lo inevitable.
Entonces Bill vociferó:
—¡Hai-oh, Silver, arreee!
La bicicleta tomó más velocidad y por fin cesó de marearlos con ese
bamboleo. Richie aflojó las manos aferradas a la cintura de Bill y se sostuvo del
cestillo montado sobre la rueda trasera. Bill cruzó Kansas Street en una línea
diagonal, voló por las calles laterales a una velocidad cada vez mayor y se
encaminó hacia Witcham Street como si corriera por estratos geológicos.
Abandonaron Straphan Street y entraron en Witcham a una velocidad
exorbitante. Bill inclinó a Silver hasta casi tumbarla, bramando otra vez:
—¡Hai-oh, Silver!
—¡Vamos, Gran Bill! —gritó Richie, tan asustado que estaba a punto de
ensuciarse los vaqueros, pero riendo como loco—. ¡Échale el resto!
Bill respondió a esas palabras poniéndose de pie sobre los pedales, para
imprimirles un ritmo lunático. Richie estudió su espalda, asombrosamente ancha,
considerando que sólo iba para los doce años, y el movimiento de sus hombros
bajo la chaqueta. De pronto, tuvo la seguridad de que eran invulnerables, de que
vivirían por siempre jamás. Bueno, tal vez los dos no…, pero Bill sí, seguro. Bill
no tenía idea de lo fuerte que era, tan seguro, tan perfecto.
Volaron por Witcham Street, entre casas cada vez más espaciadas, por
intersecciones menos frecuentes.
—¡Hai-oh, Silver! —chilló Bill.
Y Richie aulló, con su voz de negro Jim, potente y aguda:
—¡Aio, Silver! ¡Eso é, amito, eso é! ¡Cómo core el amito, señó! ¡Aio, Silver,
AREEEE!
Ya estaban cruzando terrenos verdes, planos y sin profundidad bajo el cielo
gris. Richie distinguió, en la distancia, la vieja estación de ladrillos. A su
derecha, los depósitos de hojalata marchaban en fila. Silver se sacudió sobre un
par de vías del tren; luego cruzó otras.
Y allí estaba Neibolt Street, saliendo hacia la derecha. Bajo el cartel de su
nombre, otro decía: A LA VÍA DEL TREN. Estaba oxidado y colgaba torcido. Más
abajo había un tercer cartel, mucho más grande, de fondo amarillo con letras
negras. Era casi un comentario a lo que eran las vías en sí. Decía: CALLEJÓN SIN
SALIDA.
Bill viró hacia Neibolt, se acercó a la acera y bajó el pie.
—D-d-desde aquí ir-iremos c-c-caminando.
Richie se bajó de la cesta, con una mezcla de alivio y pena.
—Vale.
Caminaron por la acera, resquebrajada y llena de hierbas. Delante, en las
vías, una locomotora diesel marchaba lentamente, dejaba apagar su ruido y
volvía a empezar. Una o dos veces se oyó la música metálica de los acoples.
—¿Tienes miedo? —preguntó Richie a Bill.
Bill, que llevaba a Silver por el manillar, le dirigió una breve mirada.
—S-sí. ¿Y tú?
—Por supuesto.
Bill le contó que, la noche anterior, había interrogado a su padre sobre
Neibolt Street. Al parecer, allí habían vivido muchos ferroviarios hasta el final
de la Segunda Guerra Mundial: ingenieros, maquinistas, señaleros o peones. La
calle había declinado junto con la estación. A medida que Bill y Richie
avanzaban, las casas se iban separando cada vez más y se tornaban más sucias,
más pobres. Las últimas tres o cuatro, a ambos lados, estaban vacías y cerradas
con tablas, con los patios invadidos por la hierba. Un cartel de SE VENDE se
balanceaba desoladamente en un porche. A ojos de Richie, ese letrero parecía
tener mil años. La acera se interrumpió. Ahora caminaban por una senda
apisonada, donde las hierbas crecían sin mucha convicción.
Bill se detuvo y señaló, diciendo con suavidad.
—A-a-ahí est-está.
El 29 de Neibolt Street había sido, en otros tiempos, una pulcra vivienda
roja, al estilo de Cape Cod. Tal vez, pensó Richie, ahí había vivido un ingeniero,
un soltero que no usaba pantalones sino vaqueros, y muchos guantes de cuero
duro, y cuatro o cinco gorras acolchadas. Un tipo que iba a esa casa una o dos
veces al mes, para pasar tres o cuatro días escuchando la radio mientras atendía
el jardín. Un tipo que comía casi todo frito (y sin verduras, aunque las cultivaría
para sus amigos) y que, en las noches ventosas, pensaba en la muchacha que
quedó atrás.
Ahora, la pintura roja se había desteñido hasta un rosa debilucho que se
estaba descascarillando en feos parches parecidos a llagas. Las ventanas eran
ojos ciegos, cerrados por tablas. Casi todas las tejas habían desaparecido. La
hierba crecía a ambos lados de la casa y el césped estaba cubierto de dientes de
león, los primeros de la temporada. A la izquierda, una alta cerca de madera,
cuyo blanco, tal vez níveo algún día, había tomado un gris opaco casi igual al del
cielo cubierto, se inclinaba a un lado y otro, entre los arbustos, como si estuviera
ebria. Por la mitad de esa cerca, Richie divisó un monstruoso bosquecillo de
girasoles; los más altos parecían superar el metro y medio. Tenían un aspecto
saciado, horripilante, que no le gustó. La brisa los sacudía, haciendo que
cabecearan entre sí, como diciendo: Han llegado los chicos. Qué bien, ¿no? Más
chicos. Para nosotros. Richie se estremeció.
Mientras Bill apoyaba cuidadosamente a Silver contra un olmo, Richie
estudió la casa. Vio que una rueda asomaba entre el pasto denso, cerca del
porche, y lo señaló para beneficio de su compañero. Bill asintió; era el triciclo
caído que había mencionado Eddie.
Miraron calle arriba y calle abajo. El chug-chug de la locomotora subió, bajó
y volvió a acentuarse. El ruido parecía pender como un hechizo con el cielo
nublado. Neibolt estaba completamente desierta. Richie oía algún coche, de vez
en cuando, por la carretera 2, pero no lo podía ver.
La locomotora se oyó más cerca y más lejos, más cerca y más lejos.
Los enormes girasoles cabeceaban con aire sabio. Chicos frescos. Que
buenos niños. Para nosotros.
—¿L-l-listo? —preguntó Bill.
Richie dio un saltito.
—¿Sabes una cosa? Estaba pensando que los últimos libros que saqué de la
biblioteca vencen hoy —dijo Richie—. Tendría que…
—C-c-corta el r-rollo, R-r-richie. ¿Est-estás listo o no?
—Creo que sí —dijo Richie, sabiendo que no estaba listo ni lo estaría nunca.
Cruzaron el césped lleno de hierbas hasta el porche.
—M-m-mira es-eso —apuntó Bill.
En el lado izquierdo, el enrejado del porche estaba inclinado hacia fuera,
contra una maraña de arbustos. Los dos niños vieron clavos herrumbrados que se
habían desprendido. Allí había viejos rosales; aunque las rosas florecían
descuidadamente a ambos lados de la parte desprendida, las que estaban
alrededor y enfrente de esa abertura tenían un aspecto esquelético y muerto.
Bill y Richie se miraron sombríamente. Todo lo que Eddie había dicho se
estaba confirmando; siete semanas después, allí estaban las pruebas.
—En realidad no quieres ir ahí abajo, ¿verdad? —rogó Richie.
—N-n-no —dijo Bill—, p-p-pero voy a i-ir.
Y Richie, con el corazón encogido, vio que hablaba muy en serio. La luz gris
había vuelto a sus ojos y relumbraba allí, sin pausa. En las líneas de su cara
había una pétrea voluntad que lo hacía parecer mayor. Richie pensó: Creo que
está decidido a matarlo, si lo encuentra aquí. Tal vez quiera matarlo y llevar la
cabeza a su padre, para decirle: «Mira, esto es lo que mató a Georgie; ahora
puedes volver a hablar conmigo por las noches, a contarme cómo te fue en el
trabajo o a quién le tocó pagar el café esta mañana».
—Bill… —dijo.
Pero Bill ya no estaba allí. Iba caminando hacia el extremo derecho del
porche, por donde Eddie debía de haberse escurrido. Richie tuvo que correr para
seguirlo y estuvo a punto de caer sobre el triciclo enredado en el pastizal, al que
la herrumbre convertía poco a poco en tierra.
Alcanzó a Bill en el momento en que éste se ponía en cuclillas para mirar
bajo el porche. En ese extremo no había verja; alguien, algún vagabundo, la
habría arrancado largo tiempo atrás, para refugiarse allí abajo, donde no llegara
la nieve del invierno, la fría lluvia otoñal ni los chubascos de verano.
Richie se agachó a su lado, con el corazón palpitando como un tambor. Bajo
el porche no había sino montones de hojas podridas, periódicos amarillentos y
sombras. Demasiadas sombras.
—Bill —repitió.
—¿Qué? —Bill había vuelto a sacar la Walther de su padre. Retiró el
cargador y tomó cuatro balas de su bolsillo. Las cargó una a una, mientras Richie
lo observaba, fascinado. Cuando volvió a mirar bajo el porche, reparó en algo
más. Había vidrios rotos. Fragmentos de vidrio que refulgían débilmente. El
estómago de Richie se retorció dolorosamente. No era ningún estúpido, y
comprendía bien que ese detalle venía a confirmar por completo el relato de
Eddie. Si había astillas de vidrio entre las hojas fermentadas, bajo el porche, la
ventana había sido rota desde dentro, desde el sótano.
—¿Q-qué? —preguntó Bill, otra vez, levantando la mirada hacia él.
Su cara estaba sombría y pálida. Al mirar ese rostro decidido, Richie arrojó
mentalmente la toalla.
—Olvídalo —dijo.
—¿V-v-vienes?
—Sí.
Se metieron a rastras por debajo del porche.
El olor de las hojas en descomposición solía ser agradable, pero aquél no
tenía nada de grato. Las hojas parecían esponjas bajo las manos y las rodillas.
Richie tuvo la sensación de que formaban un colchón de ochenta, noventa
centímetros. De pronto se preguntó qué haría si una mano o una garra surgía de
entre las hojas para apresarlo.
Bill estaba examinando la ventana rota. Había fragmentos de vidrio por todas
partes. La varilla de madera que separaba los paneles yacía bajo los peldaños del
porche en dos trozos astillados. La parte alta del marco sobresalía como un
hueso roto.
—Esto recibió un golpe muy fuerte —susurró Richie.
Bill, que estaba espiando hacia dentro (o tratando de hacerlo), asintió.
Richie lo apartó con el codo para mirar también. El sótano era un
penumbroso batiburrillo de cajas y cajones. El suelo era de tierra y, como las
hojas, despedía un aroma húmedo y mohoso. A la izquierda se veía el bulto de
una caldera que proyectaba tuberías redondas hacia el bajo cielo raso. Más allá,
en un extremo del sótano, Richie vio una casilla grande, con flancos de madera.
Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba de un establo, pero ¿quién podría
tener caballos en un sótano? Luego comprendió que, en una casa tan vieja, la
caldera debía de haber sido de carbón y no de petróleo. Nadie se había
molestado en efectuar la adaptación de la caldera, porque nadie tenía interés en
la casa. Esa casilla debía de ser una carbonera. A la derecha, Richie divisó un
tramo de escalera que subía al nivel de la calle.
Bill estaba sentado, encorvado hacia adelante… y antes de que Richie
pudiera percatarse de sus intenciones, las piernas de su amigo estaban
desapareciendo por la ventana.
—¡Bill, por el amor de Dios! —siseó—. ¿Qué estás haciendo? ¡Sal de ahí!
Bill no contestó: Siguió deslizándose. Su chaqueta se enroscó por la espalda
y estuvo a punto de engancharse en un trozo de vidrio que habría podido hacerle
un buen tajo. Un segundo después, sus zapatillas golpearon el duro suelo de
dentro.
—Maldita sea —murmuró Richie, frenéticamente, mirando el cuadrado de
oscuridad donde su amigo acababa de desaparecer—. Bill, ¿te has vuelto loco?
La voz de Bill subió flotando.
—Si quieres, R-R-Richie, puedes q-q-quedarte ahí. Mo-mo-monta guardia.
Lo que él hizo fue ponerse boca abajo y meter las piernas por la ventana del
sótano, antes de que le fallara el valor, rezando para no cortarse las manos o el
vientre con el vidrio roto.
Algo le sujetó las piernas. Richie lanzó un alarido.
—S-s-ssoy yo —susurró Bill. Un momento después, Richie estaba de pie a
su lado, bajándose la camisa y la chaqueta—. ¿Quién creíste que era?
—El hombre del saco —dijo Richie, con una risa estremecida.
—T-t-tú ve p-p-por ese l-l-lado y yo i-i-i…
—Ni pensarlo —cortó Richie. Oía claramente el latir de su corazón en su
voz, sobresaltada y desigual, alta y baja—. Voy contigo, Gran Bill.
Avanzaron primero hacia la carbonera; Bill, algo más adelante, con la pistola
en la mano; Richie lo seguía de cerca, tratando de mirar a todos lados al mismo
tiempo. Bill se detuvo ante uno de los flancos de la carbonera, por un momento,
y luego se asomó súbitamente, sosteniendo el revólver con ambas manos. Richie
apretó los ojos con fuerza, preparándose para la detonación. No la hubo. Abrió
los ojos, cauteloso.
—S-s-sólo c-c-carbón —dijo Bill, con una risita nerviosa.
Richie se puso a un lado y miró. Todavía quedaba una carga de carbón,
amontonado hasta el cielo raso en la parte trasera de la casilla, en una pendiente
que dejaba sólo uno o dos trozos ante sus pies. Era negro como ala de cuervo.
—Vamos a… —comenzó Richie.
En ese momento se abrió la puerta de la escalera, con un violento estruendo,
dejando pasar la blanca luz del día.
Los dos chicos gritaron.
Richie oyó gruñidos. Eran muy audibles, como los de un animal salvaje
enjaulado. Vio que unos mocasines descendían por los peldaños. Más arriba
había unos vaqueros desteñidos…, manos que se balanceaban…
Pero no eran manos… sino garras. Enormes garras deformes.
—¡T-t-trepa por el c-c-carbón! —aulló Bill.
Pero Richie estaba petrificado. Súbitamente supo qué venía a por ellos, lo
que iba a matarlos en ese sótano que apestaba a tierra húmeda y a vino barato,
derramado por los rincones. Lo sabía, pero necesitaba verlo.
—¡Ha-ha-hay una ve-ventana a-a-ahí arriba!
Las garras estaban cubiertas de espeso pelo pardo, que se enroscaba como
alambre; los dedos terminaban en uñas melladas. Por fin, Richie vio una
chaqueta de seda negra, con ribetes naranja: los colores de la secundaria de
Derry.
—¡Ve-ve-vete! —vociferó Bill, dando a Richie un fuerte empujón.
Richie cayó despatarrado en el carbón. Sus aristas se le clavaron
dolorosamente abriéndose paso a través de su aturdimiento. Hubo bajo sus
manos pequeñas avalanchas. Aquellos gruñidos salvajes seguían y seguían.
El pánico deslizó su capucha sobre la mente de Richie.
Apenas consciente de lo que hacía, trepó por la montaña de carbón ganando
terreno, resbalando hacia atrás para volver a avanzar, aullando mientras subía. La
ventana, allá arriba, estaba negra de polvo de carbón y apenas dejaba pasar algo
de luz. Estaba cerrada con una manivela. Richie aplicó sobre ella todo su peso,
pero no pudo hacerla girar. Los gruñidos ya sonaban más próximos.
Abajo estalló un disparo, casi ensordecedor en el cuarto cerrado. El humo de
la pólvora, áspero y acre, le llegó a la nariz, impresionándolo hasta hacerle
recobrar un poco la conciencia. Entonces se dio cuenta de que había estado
tratando de girar la manivela en dirección contraria. Cambió la dirección del
movimiento y el artefacto cedió con un chirrido prolongado, herrumbroso. El
polvo de carbón le cayó en las manos como pimienta.
La pistola volvió a disparar con un segundo bramido ensordecedor. Bill
Denbrough gritó:
—¡TÚ MATASTE A MI HERMANO, HIJO DE PUTA!
Por un momento, la bestia que había bajado por la escalera pareció reír,
pareció hablar; era como si un perro cruel hubiera comenzado a ladrar palabras
confusas. Richie creyó, fugazmente, que aquella cosa vestida con la chaqueta de
la secundaria había graznado, a su vez: Y a ti también voy a matarte…
—¡Richie! —vociferó Bill, entonces.
Y Richie oyó el repiqueteo del carbón que caía, mientras Bill empezaba a
trepar. Los rugidos y los gruñidos continuaban. Hubo un astillar de madera.
Aquello era una mezcla de ladridos y aullidos, como en medio de una fría
pesadilla.
Richie dio a la ventana un fuerte empellón, sin importarle que el vidrio
pudiera romperse y reducirle las manos a jirones. Ya no le importaba nada.
El vidrio no se rompió; giró hacia fuera, sobre una vieja bisagra de acero
escamada de herrumbre. Cayó otro poco de polvo negro, esta vez en la cara de
Richie. Se retorció hasta salir al patio lateral como una anguila, aspirando el aire
fresco, sintiendo el latigazo de la hierba alta en la cara. Tuvo una vaga
conciencia de que estaba lloviendo. Vio los gruesos tallos de los gigantescos
girasoles, verdes y velludos.
La Walther se disparó por tercera vez y la bestia del sótano aulló; fue un
sonido primitivo, de rabia pura. Luego Bill gritó:
—¡Me ha at-atrapado, Richie! ¡Ayú-ayúdame! ¡Me atr…!
Richie giró en redondo, a cuatro patas, y vio la cara aterrorizada de su amigo,
vuelta hacia arriba, en el cuadrado de ventana por la cual, en cada otoño, habían
descargado una carretada de carbón para el invierno.
Bill yacía despatarrado en el carbón. Sus manos se agitaban buscando
infructuosamente el marco de la ventana que estaba fuera de su alcance. Tenía la
camisa y la chaqueta enroscadas casi hasta la clavícula. Y se deslizaba hacia
atrás… No: estaba siendo arrastrado hacia atrás. Richie apenas veía algo. Era
una sombra móvil, corpulenta, detrás de Bill. Una sombra que gruñía y
gimoteaba, casi humana.
No hacía falta verla. Richie la había visto el sábado anterior, en la pantalla
del Teatro Aladdin. Era una locura total, pero aun así el chico no puso en tela de
juicio su propia cordura ni esa conclusión.
El hombre-lobo había atrapado a Bill Denbrough. Sólo que no era Michael
Landon, con un montón de maquillaje en la cara y mucha piel postiza. Era real.
Como para demostrarlo, Bill volvió a aullar.
Richie estiró la mano y aferró las manos de Bill. En una de ellas encontró la
Walther y, por segunda vez en ese día, miro directamente su ojo negro… sólo
que ahora estaba cargada.
Forcejearon por Bill. Richie lo tenía por las manos; el hombre-lobo, por los
tobillos.
—¡Ve-vete de aquí, Richie! —bramó Bill—. ¡Lárgate…!
De pronto, la cara del hombre-lobo salió de la oscuridad. Tenía la frente baja
y echada hacia atrás, cubierta de vello. Sus mejillas eran huecas y peludas. Sus
ojos, de color pardo oscuro, traslucían una horrible inteligencia. La boca se abrió
en una serie de gruñidos poderosos. Por el grueso labio superior corrían dos
arroyos gemelos de espuma blanca, que le goteaba por la barbilla. En la cabeza,
el pelo estaba peinado hacia atrás, en una horrible parodia de la cola de pato que
usaban los adolescentes. Echó la cabeza atrás y rugió, sin apartar los ojos de los
de Richie.
Bill trepó por el carbón. Richie lo cogió por los brazos y tiró con fuerza. Por
un momento creyó que iba a ganar. Pero entonces el hombre-lobo se apoderó
nuevamente de las piernas de Bill y tiró de él hacia atrás, llevándoselo hacia la
oscuridad. Era más fuerte. Había apresado a Bill y quería quedárselo.
En ese instante, sin la menor idea de lo que estaba haciendo ni de por qué lo
hacía, Richie oyó que la voz del policía irlandés brotaba de su boca: la voz del
señor Nell. Pero no era Richie Tozier haciendo una mala imitación; ni siquiera se
trataba del señor Nell. Era la voz de todos los policías irlandeses que alguna vez
agitaron la porra después de media noche para comprobar las puertas de los
establecimientos cerrados.
—¡O lo sueltas, muchacho, o te rompo esa cabezota! ¡Por Cristo que te la
rompo! ¡Suéltalo ahora mismo si no quieres que te sirva tu propio hígado en una
bandeja!
La bestia del sótano dejó escapar un ensordecedor rugido de ira… pero
Richie creyó detectar otra nota en ese bramido: miedo, tal vez. O dolor.
Dio un tremendo tirón y Bill voló por la ventana, cayendo entre la hierba.
Miró fijamente a Richie, con grandes ojos horrorizados. Tenía la pechera de la
chaqueta manchada de negro.
—¡Rá-rápido! —jadeó, casi gimiendo, mientras tomaba a Richie de la
camisa—. ¡Te-tenemos qu…!
Richie oyó que el carbón volvía a caer en avalanchas. Un momento después,
la cara del hombre-lobo llenó la ventana del sótano, gruñéndoles. Sus garras
buscaron en el pasto inquieto.
Bill aún tenía la Walther, no la había soltado en ningún momento. La sujetó
con las dos manos, reducidos los ojos a ranuras y apretó el gatillo. Hubo otro
terrible estallido y Richie vio que el cráneo del hombre-lobo perdía un pedazo;
un torrente de sangre le corrió por la cara, apelmazando el pelaje y empapando el
cuello de la chaqueta escolar.
Rugiendo siempre, empezó a salir por la ventana.
Richie se movía con lentitud, como en sueños. Metió la mano bajo la
chaqueta y buscó el bolsillo posterior. De allí sacó el sobre con la caricatura del
hombre que estornudaba. Lo abrió en el momento en que la sangrante bestia
asomaba por la ventana, a viva fuerza, cavando profundos surcos en la tierra con
sus garras. Abrió el paquete y lo estrujó.
—¡Vuelve a tu lugar, chico! —ordenó, con la voz del policía irlandés.
Una nube blanca voló a la cara del hombre-lobo. Sus rugidos cesaron
súbitamente. Miró a Richie con una sorpresa casi cómica y emitió un sonido
sibilante, sofocado. Sus ojos, rojos y legañosos, giraron hacia el chico y
parecieron grabárselo, de una vez para siempre.
Entonces empezó a estornudar.
Estornudó una y otra vez. Del hocico le brotaban kilos de saliva y el moco,
negriverdoso, voló de las fosas nasales. Una de esas gotas salpicó la piel de
Richie, quemándole como ácido. Se la enjugó con un alarido de dolor y asco.
Aún había furia en esa cara, pero también dolor. Era inconfundible. Bill
podría haberlo herido con la pistola de su padre, pero Richie le había hecho más
daño… primero, con la voz del policía irlandés; después, con el polvo que hacía
estornudar.
Jolín, si tuviera un poco de polvo pica-pica y un vibrador de broma, tal vez
podría matarlo, pensó.
En ese instante, Bill lo sujetó por el cuello de la ropa y tiró de él hacia atrás.
Fue oportuno. El hombre-lobo dejó de estornudar tan bruscamente como
había empezado, y lanzó un zarpazo a Richie. Era increíblemente veloz.
Richie podría haberse quedado así, con el sobre vacío en una mano, mirando
al hombre-lobo con aturdimiento de drogado, pensando en lo parda que era su
piel, lo roja que era su sangre, pensando que en la vida real nada venía en blanco
y negro. Podría haber seguido sentado allí hasta que esas garras se cerraran en
torno a su cuello y sus largas uñas le arrancaran la garganta, pero Bill lo levantó
de un tirón.
Richie lo siguió, a tropezones. Corrieron hacia el frente de la casa. Richie
pensó: No se atreverá a perseguirnos. Ahora estamos en la calle, no se atreverá,
no se atreverá, no se…
Pero los seguía. Le oían detrás de ellos, balbuceando, gruñendo…
Allí estaba Silver, aún inclinada contra el árbol. Bill subió de un salto y
arrojó la pistola de su padre al cestillo donde tantos revólveres de juguete había
llevado. Richie echó un vistazo atrás mientras trepaba a la cesta trasera y vio que
el hombre-lobo cruzaba el prado hacia ellos a menos de seis metros de distancia.
Sobre la chaqueta de la secundaria se estaban mezclando sangre y saliva. Por la
sien derecha asomaba un fragmento de hueso blanco. Había manchas blancas de
polvo para estornudar en su hocico. Y Richie vio otras dos cosas que parecieron
completar el horror. En lugar de cremallera, la chaqueta de aquella cosa tenía
grandes pompones naranja. Lo otro era peor. Era algo que le hizo sentir a punto
de desmayarse, de entregarse, de dejarse matar: la chaqueta tenía un nombre
bordado en hilo de oro.
En el sanguinolento bolsillo izquierdo, manchadas, pero legibles, se leían las
palabras RICHIE TOZIER.
El hombre-lobo se arrojó contra ellos.
—¡Vamos, Bill! —aulló Richie.
Silver comenzó a moverse, pero lentamente, demasiado lentamente. Bill
tardaba tanto en hacerla tomar velocidad…
El hombre-lobo cruzó el sendero marcado en el momento en que Bill
pedaleaba hasta la mitad de la calle. Llevaba los vaqueros desteñidos manchados
de sangre. Al mirar hacia atrás, con una horrible fascinación que era casi
hipnótica, Richie vio que las costuras habían cedido en algunos lugares por los
que asomaban mechones de pelo áspero.
Silver se bamboleó locamente. Bill iba de pie sobre los pedales, aferrado al
manillar con las muñecas hacia arriba, la cara vuelta hacia el cielo nublado, con
el cuello surcado de tendones salientes. Y los naipes aún disparaban tiros
perdidos.
Una zarpa se estiró hacia Richie que soltó un grito angustioso y la esquivó.
El hombre-lobo gruñó y esbozó una gran sonrisa. Estaba tan cerca que Richie le
vio las córneas amarillentas y percibió olor a carne podrida en su aliento. Sus
dientes eran colmillos torcidos.
El chico volvió a gritar ante un nuevo zarpazo. Estaba seguro de que iba a
arrancarle la cabeza, pero la zarpa pasó frente a él fallando por dos centímetros
escasos. La fuerza del manotazo le apartó el pelo sudoroso de la frente.
—¡Hai-oh, Silver, ARREEEE! —vociferó Bill, a todo pulmón.
Había llegado a la parte más alta de una pequeña cuesta. No era mucho, pero
bastó para dar impulso a Silver. Los naipes empezaron a zumbar. Bill subía y
bajaba furiosamente aquellos pedales. Silver dejó de bambolearse y tomó un
curso recto por Neibolt, hacia la carretera 2.
Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios —pensaba Richie,
incoherente—. Gracias a…
El hombre-lobo volvió a rugir (Oh, Dios mío, parece que estuviera JUSTO
DETRÁS DE MÍ) y Richie perdió el aliento: algo tiraba de su camisa y de su
chaqueta, estrangulándole la garganta. Emitió un ruido gorgoteante y logró
aferrarse a Bill un segundo antes de verse fuera de la bicicleta. Bill se inclinó
hacia atrás, pero siguió aferrado al manillar. Por un momento, Richie pensó que
la gran bicicleta se limitaría a alzar la rueda delantera, arrojándolos a ambos. En
ese instante su chaqueta, que ya estaba para la bolsa de trapos viejos, se desgarró
por la espalda con un fuerte ruido que, extrañamente, sonó como un grotesco
pedo.
Volvió la cabeza y se encontró directamente con esos ojos cenagosos,
asesinos.
—¡Bill! —Trató de aullar el nombre, pero salió sin fuerza, sin sonido.
De cualquier modo, Bill pareció oírlo. Pedaleó aún más, más que nunca en su
vida. Era como si las entrañas le estuvieran subiendo, perdiendo anclas. Sentía,
en el fondo de la garganta, un cobrizo gusto a sangre. Los ojos le sobresalían de
las órbitas. Su boca colgaba, abierta, tragando aire a paladas. Y lo llenó un
descabellado, irresistible entusiasmo, algo salvaje, libre, totalmente suyo. Un
deseo. Se irguió sobre los pedales, instándolos, castigándolos.
Silver siguió cobrando velocidad. Ya empezaba a sentir la carretera.
Empezaba a volar.
—¡Hai-oh, Silver! —gritó otra vez—. ¡Hai-oh, Silver! ¡ARREEE!
Richie seguía escuchando el veloz golpeteo de los mocasines en el
pavimento. Cuando se volvió a mirar, la zarpa del hombre-lobo lo golpeó por
encima de los ojos con una fuerza entumecedora. Por un momento, Richie pensó
que se le había desprendido la tapa de los sesos. Las cosas parecieron
súbitamente opacas, carentes de importancia. Los sonidos iban y venían. El
mundo perdió color. Giró hacia atrás aferrándose desesperadamente a Bill. La
sangre caliente le chorreó hasta el ojo derecho, ardorosa.
La zarpa voló otra vez golpeando el guardabarros trasero. Richie sintió que
la bicicleta se balanceaba locamente, a punto de caer, pero volvió a enderezarse.
Bill gritó: «¡Hai-oh, Silver, arree!», pero eso también sonó lejano, sólo un eco
oído en el momento de apagarse.
Richie cerró los ojos, agarrado a Bill, y esperó que llegara el final.
14
Bill también había oído el ruido de los mocasines y comprendió que el payaso
aún no renunciaba, pero no se atrevió a mirar. Se enteraría en el caso de que eso
los atrapara y los arrojara al suelo. Eso era todo lo que necesitaba saber.
Vamos, muchacho —pensó—. ¡Dámelo todo, todo lo que tengas para dar!
¡Vamos, Silver, VAMOS!
Una vez más, Bill Denbrough se encontró corriendo como si se lo llevara el
diablo. Sólo que ahora huía de un diablo vestido de sonriente payaso, cuya cara
sudaba pintura blanca, cuya boca se curvaba en una roja mueca vampiresa, cuyos
ojos eran brillantes monedas de plata. Un payaso que, por algún lunático motivo,
llevaba una chaqueta de la secundaria de Derry sobre su traje plateado, con
volantes y pompones naranja.
Vamos, Silver, vamos. ¿Qué te parece, Silver?
Neibolt Street pasaba como un borrón. Silver empezaba a zumbar. ¿Era sólo
idea suya o esos mocasines habían quedado un poco atrás? Aún no se atrevió a
girarse Richie lo estaba estrujando, lo estaba dejando sin aliento. Bill hubiera
querido decirle que aflojara un poco, pero tampoco se atrevió a gastar fuerzas en
eso.
Allá delante, como un bello sueño, estaba el STOP que indicaba la
intersección de Neibolt con la carretera 2. Los coches pasaban en ambas
direcciones por Witcham Street. En su exhausto terror, a Bill le pareció casi un
milagro.
En ese momento, porque tendría que aplicar los frenos un segundo después
(o hacer algo realmente ingenioso), se arriesgó a mirar por encima del hombro.
Lo que vio le hizo invertir los pedales de Silver con un brusco movimiento.
Silver patinó, estampando goma con la rueda trasera, frenada, y la cabeza de
Richie golpeó dolorosamente el hombro derecho de Bill.
La calle estaba completamente desierta.
Pero a veinticinco metros de distancia, más o menos, junto a la primera de
las casas abandonadas que formaban una especie de cortejo fúnebre junto a las
vías del tren, había un objeto pequeño de un naranja intenso. Estaba junto a una
alcantarilla abierta en el bordillo.
—Ehhh…
Casi demasiado tarde, Bill se dio cuenta de que Richie se estaba cayendo.
Tenía los ojos vueltos hacia arriba, en blanco, y la patilla remendada de sus gafas
colgaba, torcida. De la frente le brotaba un lento manantial de sangre.
Bill lo sujetó por el brazo y los dos se deslizaron a la derecha. Al perder
Silver el equilibrio, se estrellaron contra la calle en una maraña de brazos y
piernas. Bill se despellejó la frente y gritó de dolor. Eso hizo que Richie
parpadeara.
—Voy a mostrarle cómo llegar al tesoro, señor, pero ese tal Dobbs es muy
peligroso —dijo, con ronco acento español.
Era su voz de Pancho Villa, pero su cualidad flotante, desconectada, asustó
terriblemente a Bill. Vio que había varios pelos ásperos pegados a la herida de
Richie; eran algo rizados, como el vello púbico de su padre. Eso le dio más
miedo aún. Entonces propinó a Richie una buena bofetada.
—¡Yau! —chilló el chico. Sus ojos parpadearon y se abrieron por completo
—. ¿Por qué me pegas, Gran Bill? Me vas a romper las gafas. Ya están bastante
estropeadas, por si no te has dado cuenta.
—M-m-me p-p-pareció que t-t-te estabas mu-mu-muriendo o algo así —dijo
Bill.
Richie se incorporó lentamente en la calle y se llevó una mano a la cabeza,
gruñendo.
—¿Qué pas…?
Entonces lo recordó. Sus ojos se ensancharon de súbito espanto y se arrastró
de rodillas, jadeando.
—N-n-no —dijo Bill—. S-s-se fue, R-R-Richie. Se fue.
Richie vio la calle desierta donde nada se movía y estalló en lágrimas. Bill lo
miró por un momento. Luego lo rodeó con los brazos para estrecharlo. Richie se
aferró a su cuello y lo estrechó a su vez. Quería decir algo ingenioso, algo así
como que Bill debería haber probado la Bullseye contra el hombre-lobo, pero no
le salió nada. Salvo sollozos.
—N-n-no, Richie —dijo Bill—. No llo-llo…
Entonces él también rompió a llorar. Así quedaron, abrazados y de rodillas
en la calle, junto a la bicicleta tumbada, mientras las lágrimas formaban surcos
limpios en sus mejillas, cubiertas de polvo de carbón.
IX. LA LIMPIEZA
1
En algún lugar del cielo del estado de Nueva York, en la tarde del 29 de mayo de
1985, Beverly Rogan empieza a reír otra vez. Sofoca la risa con ambas manos,
temerosa de que alguien la crea loca, pero no puede contenerse.
En aquel entonces reíamos mucho —piensa. Es algo más, otra luz en la
oscuridad—. Teníamos siempre miedo, pero no podíamos dejar de reír, tal como
no puedo ahora.
El hombre sentado junto a ella es joven y guapo, de pelo largo. Le ha
dirigido varias miradas apreciativas desde que el avión despegó de Milwaukee,
a las dos y media (de eso hace casi dos horas y media, con una escala en
Cleveland y otra en Filadelfia), pero ha respetado su evidente deseo de no
conversar; después de algunos intentos de conversación, a los que ella
respondió con cortesía, pero nada más, ha abierto su bolso para sacar una
novela de Robert Ludlum.
Ahora la cierra, marcando la página con un dedo, y pregunta, algo
preocupado:
—¿Se siente bien?
Ella asiente, tratando de ponerse seria, pero bufa una nueva carcajada. Él
sonríe un poco, intrigado, interrogante.
—No es nada —dice ella, tratando de ponerse seria una vez más. Pero no
sirve de nada; cuanto más lo intenta, más quiere su cara deshacerse en risas.
Como en los viejos tiempos—. Es que, de buenas a primeras, me di cuenta de
que no sabía en qué aerolínea estaba viajando. Sólo sé que tenía un pato grande
en el lado…
Pero sólo el pensarlo es demasiado. Rompe en nuevos vendavales de alegres
carcajadas. La gente la mira; hay algunos ceños fruncidos.
—Republic —dice él.
—¿Perdón?
—Está cruzando el aire a quinientos diez kilómetros por hora por cortesía
de Republic Airlines. Figura en el folleto DDSC que tiene en el bolsillo del
asiento.
—¿Qué es DDSC?
Él saca el folleto (que tiene, efectivamente, el logotipo de Republic en la
portada); indica dónde están las salidas de emergencia, dónde los aparatos de
flotación, cómo usar las máscaras de oxígeno, como asumir la posición de
aterrizaje de emergencia.
—El folleto «Despídase de su Culo» —aclara y esta vez los dos estallan en
una carcajada.
Sí que es guapo, piensa ella. Es un pensamiento fresco, despejado, de esos
que se tienen al despertar, cuando una no tiene la mente sobrecargada. Viste un
suéter y vaqueros desteñidos. Lleva el pelo, de color rubio oscuro, atado hacia
atrás con un trozo de cuero crudo y eso recuerda a Beverly la cola de caballo
que llevaba cuando era niña. Piensa: Seguro que tiene una hermosa polla de
universitario cortés. Lo bastante larga como para divertirse, pero no tanto como
para ser muy arrogante.
Vuelve a reír, totalmente incapaz de contenerse. Se da cuenta de que ni
siquiera tiene pañuelo para enjugarse los ojos chorreantes y eso la hace reír aún
más.
—Será mejor que se controle si no quiere que la azafata la expulse del avión
—dice él, solemne.
Ella se limita a sacudir la cabeza, riendo; ya le duelen las costillas y el
estómago.
Él le tiende un pañuelo blanco, limpio y ella lo usa. De algún modo, eso la
ayuda a controlarse. No cesa enseguida, por cierto, pero su risa va menguando
a pequeñas sacudidas y jadeos. De vez en cuando piensa en el gran pato sobre
el flanco del avión y eructa otro torrente de risitas.
Al cabo de un momento, le devuelve el pañuelo.
—Gracias.
—Por Dios, señora, ¿qué le ha pasado en la mano? —El se la suelta por un
momento, preocupado.
Beverly baja la vista y ve sus uñas desgarradas, las que se rompió hasta la
cutícula al tumbar el tocador contra Tom. Ese recuerdo duele más que las uñas y
acaba definitivamente con la risa. Retira la mano, pero con suavidad.
—Me la cogí con la puerta del coche, en el aeropuerto —dice, pensando en
todas las mentiras que ha dicho para ocultar lo que Tom le hacía, en todas las
mentiras que decía para disimular los moretones que le hacia su padre. ¿Es ésa
la última vez, la última mentira? Qué maravilloso seria… casi demasiado como
para creerlo. Piensa en un médico que acudiera a ver un caso de cáncer
terminal y dijera: «Las radiografías muestran que el tumor se está reduciendo.
No tenemos idea de por qué, pero así es».
—Ha de doler muchísimo —dice él.
—Tomé unas aspirinas. —Ella vuelve a abrir la revista proporcionada por la
compañía, aunque él sabe, sin duda, que ya la ha hojeado dos veces.
—¿Adónde va?
Beverly cierra la revista, lo mira, sonríe.
—Usted es muy simpático, pero no quiero conversar. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dice él, devolviéndole la sonrisa—. Pero si quiere brindar
por el pato del avión, cuando lleguemos a Boston, cuente conmigo.
—Gracias, pero debo tomar otro avión.
—Vaya, que mal me salió el horóscopo esta mañana —comenta él, mientras
vuelve a abrir su novela—. Pero su risa es maravillosa. Podría enamorar a
cualquiera.
Ella abre otra vez su revista, pero se descubre observando sus uñas rotas en
vez de leer el artículo sobre los placeres de Nueva Orleáns. Bajo dos de ellas
tiene ampollas de sangre purpúrea en su mente oye los gritos de Tom: «¡Te voy a
matar, hija de puta!». Se estremece, helada. Hija de puta para Tom, hija de puta
para las costureras que se afanaban antes de los desfiles importantes y recibían,
a cambio, las iras de Beverly Rogan; hija de puta para su padre, mucho antes de
que Tom o las indefensas costureras fueran parte de su vida.
Hija de puta.
Pedazo de puta.
Grandísima puta.
Cierra momentáneamente los ojos.
El pie, cortado por un fragmento de frasco de perfume, al huir de la
habitación, le palpita más que los dedos. Kay le dio una tirita, un par de zapatos
y un cheque por mil dólares que Beverly se apresuró a cobrar, a las nueve de la
mañana, en el First Bank of Chicago.
Contra las protestas de Kay, Beverly libró un cheque suyo por mil dólares,
en una simple hoja de papel para máquina.
—Cierta vez leí que tienen que pagar un cheque sin fijarse en qué papel está
escrito —dijo a Kay. Su voz parecía surgir de otro sitio. Como de una radio en
otra habitación—. Alguien cobró, una vez, un cheque firmado en una cápsula de
descompresión. Lo leí en El libro de los récords, me parece. —Hizo una pausa y
rió, intranquila. Kay la miraba con sobriedad, casi solemne—. Pero en tu lugar
lo cobraría muy pronto, antes de que a Tom se le ocurra cancelar las cuentas.
Aunque no se siente cansada (sabe, sin embargo, que a esas alturas ha de
estar funcionando a base de pura energía nerviosa y café negro) la noche
anterior le parece algo soñado.
Recuerda haber sido seguida por tres adolescentes que la llamaban y
silbaban, pero sin atreverse a abordarla. Recuerda su alivio al ver el blanco
resplandor fluorescente de una tienda nocturna, volcado sobre las aceras, en
una esquina. Recuerda que entró y dejó que el encargado, lleno de granos en la
cara, le mirara la pechera de la blusa vieja, mientras lo convencía de que le
prestara cuarenta centavos para el teléfono público. No fue difícil, considerando
el espectáculo que estaba ofreciendo.
Llamó primero a Kay McCall marcando de memoria. El teléfono sonó diez o
doce veces; empezaba a temer que Kay estuviera fuera de casa cuando su voz
soñolienta murmuró:
—Que la excusa sea buena, quienquiera que sea —en el momento en Beverly
iba a cortar.
—Soy Bev, Kay —dijo, vacilando. Luego se lanzó de lleno—. Necesito ayuda.
Hubo un silencio momentáneo. Por fin Kay volvió a hablar. Ahora parecía
totalmente despierta.
—¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?
—Estoy en una tienda nocturna, en la esquina de Streyland Avenue y no sé
qué otra calle. Yo… acabo de abandonar a Tom, Kay.
Su amiga, rápida, enfática y excitada:
—¡Bien! ¡Por fin! ¡Albricias! Iré a buscarte. ¡Ese hijo de puta! ¡Ese mierda!
Iré a buscarte en el Mercedes, ¡qué joder! ¡Con bombos y platillos!
—Voy a tomar un taxi —dijo Bev, sosteniendo los otros veinte centavos en la
mano sudorosa. En el espejo redondo de la pared posterior veía que el empleado
le miraba el trasero con profunda y soñadora concentración—. Pero tendrás que
pagarme el taxi cuando llegue. No tengo dinero. Ni un centavo.
—Le daré cinco dólares de propina —exclamó Kay—. ¡Me has dado la
mejor noticia desde que Nixon presentó la renuncia! Ven corriendo, mujer, y…
—Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz seria, tan llena de
bondad y amor que Beverly se sintió a punto de llorar—. Gracias a Dios que te
decidiste, Bev. Lo digo en serio. Gracias a Dios.
Kay McCall, una ex diseñadora que se casó rica, se divorció más rica aún y
descubrió el feminismo en 1972, unos tres años antes de que Beverly la
conociera. En el momento culminante de su controvertida popularidad, se la
acusó de haber abrazado el feminismo después de usar leyes arcaicas y
machistas para sacar a su esposo, un industrial, hasta el último centavo de lo
que la ley permitía.
—¡Tonterías! —había asegurado Kay a Beverly, cierta vez—. Los que dicen
eso nunca se acostaron con Sam Chacowicz. Unas cosquillas, dos sacudidas y a
otra cosa: ése era el lema de Sammy. La única vez que aguantó más de setenta
segundos fue haciéndose una paja en la bañera. Yo no lo estafé; me limité a
cobrar mi sueldo de soldado con retroactividad.
Escribió tres libros: uno sobre el feminismo y la mujer trabajadora, otro
sobre feminismo y familia y el tercero sobre feminismo y espiritualidad. Los dos
primeros fueron bastante celebres. En los tres años transcurridos desde el
último, sin embargo, había pasado un poco de moda y Beverly pensaba que,
para ella, era una especie de alivio. Sus inversiones habían dado buenos frutos
(«El feminismo y el capitalismo no se excluyen mutuamente, gracias a Dios»,
había dicho a Beverly, cierta vez), por lo que ahora era una mujer adinerada,
con casa en la ciudad, casa en el campo y dos o tres amantes, lo bastante viriles
como para seguirle el tren en la cama, pero no tanto como para ganarle jugando
al tenis. «Cuando llegan a eso, los dejo de inmediato», decía ella, como si
hablara en broma, aunque Beverly se preguntaba si era realmente así.
Beverly llamó un taxi y se acurrucó en el asiento trasero con su maleta, feliz
de escapar a la mirada del empleado. Dio al conductor la dirección de Kay.
Su amiga la estaba esperando en el extremo del sendero de entrada, con un
abrigo de visón sobre el camisón de franela. Calzaba pantuflas rosadas peludas,
con grandes pompones. Por suerte, los pompones no eran anaranjados; eso
habría podido hacer que Beverly huyera otra vez en la noche, gritando. El
trayecto hasta la casa de Kay había sido extraño; a ella iban volviendo cosas,
recuerdos, con tanta celeridad y nitidez que se sentía asustada. Era como si
alguien hubiera entrado en su cabeza con una excavadora, para excavar un
cementerio mental cuya existencia ella ignorara hasta entonces. Sólo que eran
nombres y no cadáveres los que estaban apareciendo, nombres que ella no había
recordado en años: Ben Hanscom, Richie Tozier, Greta Bowie, Henry Bowers,
Eddie Kaspbrak… Bill Denbrough. Especialmente, Bill; lo apodaban Bill el
Tartaja, con esa franqueza de los chicos que a veces se toma por candor y otras
veces por crueldad. Él le había parecido muy alto, perfecto, hasta que abrió la
boca y comenzó a hablar, claro.
Nombres…, lugares…, cosas que habían pasado.
Con frío y calor alternativamente, había recordado las voces del desagüe…
y la sangre. Su padre le había dado una buena tunda por gritar. Su padre…
Tom…
La amenazó el llanto… y en ese momento Kay pagó al conductor y le dio
una propina tal que el hombre, asombrado, exclamó:
—¡Gracias, señora! ¡Qué te parece!
Kay la llevó a la casa, la metió bajo la ducha, le dio una bata cuando salió,
preparó café y revisó sus heridas. Le puso tintura de yodo en el pie y una tirita
sobre el corte. Vertió una generosa medida de coñac en su segunda taza de café
y le ordenó que la bebiera hasta la última gota. Después preparó dos raciones
de jugoso bistec con champiñones frescos salteados.
—Muy bien —dijo—, ¿qué pasó? ¿Hay que llamar a la policía o sólo
enviarte a Reno para que trámites el divorcio lo más rápido posible?
—No puedo decirte mucho —dijo Beverly—. Te parecería demasiado
demencial. Pero en realidad la culpa fue mía…
Kay plantó la mano sobre la mesa. Hizo contra la caoba lustrada el ruido de
un pistoletazo de bajo calibre. Bev dio un salto en la silla.
—No quiero oírte decir eso —exclamó Kay, con las mejillas muy encendidas
y los ojos pardos echando chispas—. ¿Cuánto tiempo hace que somos amigas?
¿Nueve años, diez? Si llego a oírte decir una vez más que fue culpa tuya,
vomitaré. ¿Me oyes? Voy a vomitar, joder. No fue culpa tuya, ni esta vez ni la vez
anterior ni nunca. ¿No sabes el miedo que teníamos, casi todos tus amigos, de
que ese hombre te rompiera algo, tarde o temprano, o acabara por matarte?
Beverly la miraba con ojos como platos.
—Y eso sí habría sido culpa tuya, al menos hasta cierto punto, por seguir
con él y dejar que pasara. Pero ahora lo has dejado. Gracias a Dios, porque ya
era hora. Pero no vengas, con las uñas rotas, el pie herido y marcas de cinturón
en los hombros, a decirme que fue culpa tuya.
—No me pegó con el cinturón —dijo Bev. La mentira fue automática… tanto
como la intensa vergüenza que hizo subir un miserable rubor a su cara.
—Si has terminado con Tom, también deberías terminar con las mentiras —
observó Kay, serenamente. La miró con tanto amor, tan largamente, que Bev se
vio obligada a bajar la vista. Sentía regusto a sal de lágrimas en el fondo de la
garganta—. ¿A quién creías engañar? —preguntó Kay, siempre sin levantar la
voz. Alargó la mano sobre la mesa para tomar las de Bev—. Las gafas
ahumadas, las blusas de manga larga y cuello alto… Tal vez hayas engañado a
uno o dos clientes, pero no a tus amigos, Bev. A la gente que te estima, no.
Y entonces sí, Beverly se echó a llorar y lloró mucho rato, con desolación,
mientras Kay la abrazaba. Más tarde, antes de acostarse, contó a su amiga lo
que pudo: que la había llamado un viejo amigo de Derry, Maine, donde se había
criado, para recordarle una promesa hecha mucho tiempo antes. Había llegado
el momento de cumplir con esa promesa, dijo, y Kay le preguntó si iría. Ella dijo
que si y así había comenzado el problema con Tom.
—¿Qué promesa hiciste? —preguntó Kay.
Beverly sacudió la cabeza.
—No puedo decírtelo, Kay, por mucho que me gustaría.
Kay masticó esa respuesta y acabó por asentir.
—De acuerdo. Es justo. ¿Qué vas a hacer con Tom cuando vuelvas de
Maine?
Y Bev, que empezaba a tener la seguridad de que jamás volvería de Derry, se
limitó a responder:
—Primero vendré a verte y lo decidiremos juntas. ¿Te parece bien?
—Muy bien —dijo Kay—. ¿Eso también es una promesa?
—En cuanto vuelva —dijo Bev, con firmeza—. Puedes contar con eso.
Y abrazó a Kay con fuerza.
Con el importe del cheque en el bolsillo y los zapatos de Kay en los pies,
decidió coger un autobús rumbo al norte, hasta Milwaukee, temiendo que Tom
hubiera ido a buscarla al aeropuerto O’Hare. Kay, que la acompañó al banco y
a la estación trató de disuadirla.
—O’Hare está lleno de guardias de seguridad, querida —le dijo—. No tienes
por qué preocuparte. Si él se acerca, bastará con que grites a todo pulmón.
Beverly sacudió la cabeza.
—Quiero mantenerme muy lejos de él. Es el único modo de hacer las cosas.
Kay la miró con astucia.
—Tienes miedo de que él te disuada, ¿verdad?
Beverly recordó al grupo de siete chicos de pie en el arroyo; pensó en
Stanley y en su trocito de botella de Coca-Cola, refulgente al sol; pensó en el
dolor fino al cortarle él la palma con un tajo en diagonal; pensó en las manos
cogidas en circulo y en la promesa de volver si aquello volvía a empezar…, de
volver para matarlo definitivamente.
—No —dijo—. No podría disuadirme de esto. Pero podría hacerme daño,
con guardias o sin ellos. No sabes cómo se puso anoche, Kay.
—Sé cómo se ha puesto en otras ocasiones —dijo Kay, frunciendo el ceño—,
ese idiota que se cree tan hombre.
—Estaba como enloquecido —dijo Bev—. Los guardias de seguridad tal vez
no podrían detenerlo. Así es mejor, créeme.
—Está bien —aceptó Kay, a desgana.
Y Bev pensó, algo sorprendida, que a Kay la desilusionaba la falta de una
confrontación, de una gran ruptura.
—Cobra ese cheque cuanto antes —le indicó Bev, una vez más— , porque él
no dejará de cancelar las cuentas. Ya verás.
—Claro —dijo Kay—. Si lo hace, iré a verlo con un látigo y me cobraré en
especies.
—No te acerques a él —prohibió Beverly, áspera—. Es peligroso. Kay.
Créeme. Anoche estaba… —Estaba como mi padre, era lo que temblaba en los
labios. Pero en cambio dijo—. Estaba como loco.
—Está bien —prometió Kay—. Quédate tranquila, querida. Ve a cumplir con
tu promesa. Y piensa un poco en lo que vendrá después.
—Si —aseguró Bev.
Pero era mentira. Tenía demasiado en que pensar: en lo que había pasado
aquel verano, cuando ella tenía once años, por ejemplo. En Richie Tozier, a
quien había enseñado a hacer el dormilón, por ejemplo. En las voces del
desagüe, por ejemplo. Y en algo que había visto, algo tan horrible que aun
entonces, mientras abrazaba a Kay por última vez, junto al largo flanco
plateado del ronroneante autobús, su mente no le permitía ver.
Ahora, mientras el avión del pato en el flanco inicia su largo descenso hacia
la zona de Boston, su mente retorna a eso otra vez… y a Stan Uris… y al poema
sin firma que llegó en una postal… y a las voces… y a esos pocos segundos en
los que estuvo cara a cara con algo que era, tal vez, infinito.
Mira por la ventanilla, mira hacia abajo y piensa que la malignidad de Tom
es algo insignificante comparada con la malignidad que la está esperando en
Derry. Si existe alguna compensación, es que allá estará Bill Denbrough… y
hubo un tiempo en que una niña de once años llamada Beverly Marsh, amó a
Bill Denbrough. Recuerda la postal con el hermoso poema escrito en el dorso, y
recuerda haber sabido, en otros tiempos, quién lo escribió. Ya no lo recuerda,
como tampoco recuerda exactamente qué decía el poema…, pero piensa que
pudo haber sido de Bill. Si, bien pudo haber sido obra de Bill Denbrough, el
Tartaja.
De pronto piensa en el momento de irse a la cama, la noche después de
haber visto aquellas dos películas de terror, con Richie y Ben. Después de su
primera cita. Se había hecho la chistosa con Richie, al decir eso; en aquellos
tiempos ésa era su defensa en la calle; pero una parte de ella se había sentido
conmovida, entusiasmada y algo asustada. En realidad, había sido su primera
cita aunque hubiera dos chicos en vez de uno. Richie le había pagado la entrada
y todo, como en una verdadera cita. Más tarde, tras la persecución de aquellos
matones, pasaron el resto de la tarde en Los Barrens. Y Bill Denbrough apareció
con otro niño. No recuerda quién era, pero si recuerda el modo en que los ojos
de Bill se posaron en ella por un momento y la sacudida eléctrica que eso le
provocó…, una sacudida y un rubor que pareció calentarle todo el cuerpo.
Recuerda haber pensado todo eso mientras se ponía el camisón e iba al baño
para lavarse la cara y los dientes. Recuerda haber pensado que le llevaría
mucho tiempo conciliar el sueño, esa noche, porque había mucho en que
pensar… y sería bonito pensar en todo eso, porque ellos parecían chicos buenos,
chicos con los que uno podía trabar amistad, tal vez compartir un poco de
confianza. Eso sería bonito. Eso sería…, bueno, como el paraíso.
Y pensando en todo eso, tomó la esponja y se inclinó sobre el lavabo para
mojarla. Y entonces la voz
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salió del sumidero, susurrando:
—Ayúdame…
Beverly retrocedió, sobresaltada; la esponja seca cayó al suelo. Sacudió un
poco la cabeza, como para despejarse, y volvió a inclinarse sobre el lavabo,
mirando el sumidero con curiosidad. El baño estaba en la parte trasera de un
apartamento de cuatro habitaciones. Se oía, débilmente, algo en la televisión,
una película que parecía ambientada en el Oeste. Cuando terminara,
probablemente su padre sintonizara un partido de béisbol o una pelea, y después
se quedaría dormido en la poltrona.
El empapelado del baño tenía un detestable dibujo de ranas sobre lirios de
agua. Hacía bultos y ondulaba sobre el yeso desparejo de la pared. En algunos
lugares tenía humedad; en otros se estaba desprendiendo. La bañera tenía
manchas de óxido y el asiento del inodoro estaba rajado. Por encima del lavabo
asomaba una bombilla completamente descubierta. Beverly creía recordar que,
en otros tiempos, habían tenido allí un aplique, pero se había roto hacía algunos
años, sin ser reemplazado jamás. El suelo estaba cubierto de un linóleo que había
perdido ya el dibujo, salvo un pequeño sector bajo el lavabo.
No era una habitación muy alegre, pero Beverly estaba tan habituada a ella
que ya no reparaba en su aspecto.
También el lavabo tenía manchas de agua. El desagüe era, simplemente, un
círculo de unos cinco centímetros de diámetro con un tope en cruz de donde el
cromado había desaparecido tiempo atrás. Había también una tapa de goma que
colgaba de una cadena arrojada de cualquier manera sobre el grifo marcado «F».
El agujero de desagüe estaba muy oscuro; al inclinarse hacia él, Beverly notó,
por primera vez, un olor desagradable, como a pescado, que surgía del agujero.
Arrugó la nariz, asqueada.
—Ayúdame…
Ahogó una exclamación. Había, sí, una voz. Beverly había pensado que
podía ser un estremecimiento de las tuberías… o tal vez sólo su imaginación: un
resto de esas películas.
—Ayúdame, Beverly.
La invadieron oleadas alternadas de frío y calor. Se había quitado la banda de
goma del pelo que caía sobre sus hombros en una cascada luminosa. Sintió que
sus raíces trataban de erizarse.
Sin darse cuenta de lo que hacía, se inclinó otra vez hacia el lavabo,
susurrando a medias:
—¿Sí? ¿Hay alguien ahí?
La voz del desagüe parecía la de un niño muy pequeño que apenas sabía
hablar. Y a pesar de la carne de gallina, su mente buscó una explicación racional.
Aquélla era una casa de apartamentos. Los Marsh vivían en la parte posterior de
la planta baja. Había otras cuatro unidades. Tal vez hubiera en el edificio una
criatura que se entretenía hablando dentro de la tubería. Y algún efecto
acústico…
—¿Hay alguien ahí? —preguntó al desagüe del baño, ahora en voz más alta.
De pronto se le ocurrió que, si su padre entraba en ese momento, la creería
loca.
No hubo respuesta del desagüe, pero ese olor desagradable pareció
acentuarse. Le hizo pensar en las cañas de bambú de Los Barrens y en el
vertedero, más allá; convocaba imágenes de fuegos lentos, amargos, y de barro
negro que trataba de quitarle a una los zapatos a fuerza de chupar.
En realidad, no había niños pequeños en el edificio, eso era lo curioso. Los
Tremont tenían un niño de cinco y dos niñas menores, pero el señor Tremont
había perdido su empleo en la zapatería de la avenida Tracker y, después de
atrasarse en el pago del alquiler, un buen día desapareció poco antes de que
terminaran las clases, en el destartalado camión del padre. En el primer
apartamento del primer piso vivía Skipper Bolton, pero tenía catorce años.
—Todos queremos conocerte, Beverly…
Se llevó la mano a la boca, con ojos dilatados de horror. Por un momento…,
sólo por un momento, creyó haber visto que algo se movía allá abajo. Tuvo
súbita conciencia de que el pelo le caía sobre los hombros en dos gruesos
mechones, cerca, muy cerca del desagüe. Algún claro instinto la obligó a erguir
la espalda para apartar de ahí su pelo.
Miró alrededor. La puerta del baño estaba firmemente cerrada. Se oía
débilmente la televisión; Cheyenne Bodie estaba advirtiendo al malo que dejara
el revólver antes de que alguien saliera herido. Ella estaba sola. Exceptuando,
claro está, aquella voz.
—¿Quién eres? —preguntó al lavabo, en un susurro.
—Matthew Clements —murmuró la voz—. El payaso me trajo aquí abajo, a
los caños, y me morí y muy pronto va a ir a buscarte, Beverly. Y a Ben
Hanscom, y a Bill Denbrough y a Eddie…
Ella se llevó las manos a las mejillas y se las apretó con fuerza. Sus ojos se
ensanchaban… se ensanchaban. Sintió que el cuerpo se le ponía frío. De pronto,
la voz sonaba ahogada y viejísima… pero aun así reptaba en ella una corrupta
alegría.
—Flotarás aquí abajo con tus amigos, Beverly, todos flotamos aquí abajo.
Di a Bill que Georgie le envía saludos, di a Bill que Georgie lo echa de menos,
pero que lo verá pronto, dile que Georgie estará en el armario una noche de
éstas, quizá con un trozo de alambre para hundírselo en el ojo, dile…
La voz se quebró en una serie de hipos ahogados; de pronto, una brillante
burbuja roja se infló en el agujero y estalló, enviando gotas de sangre a la
porcelana descolorida.
En ese momento, la voz ahogada hablaba con celeridad y al hablar iba
cambiando: ya era la voz del niño que se había oído primero, ya la de una chica
adolescente, ya (horriblemente) se convertía en la de una niña a quien Beverly
conocía: Veronica Grogan. Pero Veronica había muerto. La habían encontrado en
una boca de alcantarilla, muerta.
—Soy Matthew…, soy Betty…, soy Veronica…, estamos aquí abajo…, aquí
abajo, con el payaso…, y la bestia… y la momia… y el hombre lobo… y contigo,
Beverly, estamos aquí abajo contigo y flotamos, cambiamos…
Una bocanada de sangre brotó súbitamente del sumidero salpicando el
lavabo, el espejo y el empapelado con su diseño de lirios y ranas. Beverly lanzó
un alarido, súbito y penetrante. Retrocedió, apartándose del lavabo, chocó contra
la puerta, rebotó en ella, la abrió a zarpazos y corrió hacia la sala, donde su padre
estaba levantándose.
—¿Qué demonios te pasa? —preguntó él con las cejas muy unidas.
Aquella noche estaban solos en la casa; la madre de Bev trabajaba en el turno
de tres a once en Green’s, el mejor restaurante de Derry.
—¡El baño! —gritó, histérica—. ¡El baño, papá, en el baño…!
—¿Alguien estaba espiándote, Beverly? ¿Eh?
La mano del padre salió disparada para sujetarla por el brazo, con fuerza,
clavándosele en la carne. En su cara había preocupación, pero una preocupación
codiciosa, algo más atemorizante que consolador.
—No… el lavabo… en el lavabo… el… la —rompió en sollozos histéricos
antes de poder decir nada más. El corazón le tronaba con tanta fuerza que temió
ahogarse.
Al Marsh la arrojó a un lado con una expresión que decía: «Oh, Dios, y
ahora qué», y entró en el baño. Estuvo allí tanto tiempo que Beverly volvió a
asustarse. Por fin bramó:
—¡Beverly! ¡Ven inmediatamente aquí!
No era cuestión de desobedecer. Si los dos hubieran estado de pie al borde de
un acantilado y él hubiera ordenado dar un paso hacia el frente (ahora mismo,
niña), su obediencia instintiva la habría hecho franquear el borde, casi con
certeza, antes de que su mente racional pudiera intervenir.
La puerta del baño estaba abierta. Allí estaba su padre: un hombre grandote
que ya estaba perdiendo el pelo castaño rojizo, heredado por Beverly. No bebía,
no fumaba, no iba con mujeres. En casa tengo todas las mujeres que me hacen
falta, decía, a veces, y en esas ocasiones le cruzaba la cara una sonrisa peculiar,
cargada de secretos; en vez de iluminarle el rostro, tenía el efecto contrario. Ver
esa sonrisa era como observar la sombra de una nube viajando rápidamente por
un terreno rocoso. Ellas se ocupan de mí y, cuando hace falta, yo me ocupo de
ellas.
—Ahora dime de qué tontería se trata —preguntó al verla entrar.
Beverly sintió la garganta reseca. El corazón le volaba en el pecho y sintió
ganas de vomitar. Había sangre en el espejo corriendo en largas chorreaduras.
Había manchas de sangre en la bombilla; podía oler ese olor mientras se
cocinaba en sus 40 vatios. La sangre corría también por los lados de porcelana
cayendo en gordas gotas al piso de linóleo.
—Papá… —susurró ella, ronca.
Él se volvió, disgustado con ella (como ocurría con tanta frecuencia) y
comenzó tranquilamente a lavarse las manos en la pileta ensangrentada.
—Habla, mujer, por Dios. No sabes el susto que me has dado. A ver si te
explicas.
Se estaba lavando las manos en el lavabo. Beverly vio manchas de sangre en
la tela gris de los pantalones, allí donde rozaban los bordes, si su frente tocaba el
espejo (estaba muy cerca), tendría sangre también sobre la piel. La chica ahogó
un grito en la garganta.
Él cerró el grifo. Tomó una toalla con dos abanicos de salpicaduras rojas y
comenzó a secarse las manos. Beverly, casi desmayada, le vio llenarse de sangre
los grandes nudillos y las líneas de la palma. Vio sangre bajo sus uñas como
marcas de culpabilidad.
—¿Y bien? Estoy esperando —dijo al arrojar la toalla ensangrentada hacia el
toallero.
Había sangre… sangre por todas partes… y su padre no la veía.
—Papá…
No tenía idea de lo que ocurriría a continuación, pero su padre la
interrumpió:
—Me preocupas, Beverly —dijo—. Me parece que no vas a crecer nunca,
Beverly. Te pasas correteando por ahí, no haces nada en la casa, no sabes
cocinar, no sabes coser. Te pasas la mitad del día en las nubes, con la nariz
metida en un libro y la otra mitad con ataques y caprichitos. Me preocupas.
Su mano salió disparada y le dio una dolorosa palmada en la nalga. Ella soltó
un grito sin dejar de mirarlo fijamente. Él tenía una pequeña salpicadura en la
poblada ceja derecha. Si la miro fijamente, fijamente, terminaré por volverme
loca y ya nada de esto importará, pensó, turbiamente.
—Me preocupas mucho —agregó él y la golpeó otra vez, con más fuerza,
por encima del codo.
Ese brazo lanzó un grito y pareció quedarse dormido. Al día siguiente,
Beverly tendría un gran moretón entre amarillento y purpúreo.
—Muchísimo —dijo él, aplicándole un derechazo al estómago.
Contuvo el puño en el último instante, por lo que Beverly perdió sólo la
mitad del aliento. Se dobló en dos, jadeando, con los ojos llenos de lágrimas. El
padre la miraba, impasible. Se metió las manos ensangrentadas en los bolsillos
del pantalón.
—Tienes que crecer, Beverly —dijo, y su voz era amable y condescendiente.
¿No te parece?
Ella asintió. Le palpitaba la cabeza. Lloró, pero en silencio. Si sollozaba,
iniciando lo que su padre llamaba «gimoteos de bebé», no haría sino enfurecerlo.
Al Marsh había pasado toda su vida en Derry; a quien quisiera saberlo (y a veces
a quien no tenía interés) decía que allí pensaba ser enterrado, con un poco de
suerte, a la edad de ciento diez años. «No hay motivo para que no viva
eternamente —solía decir a Roger Aurlette, quien le cortaba el pelo una vez al
mes—. No tengo vicios».
—Y ahora explícate —ordenó—, y que sea rápido.
—Había… —Beverly tragó saliva. Dolió, porque no tenía nada de humedad
en la garganta—. Había una araña. Una araña grande, gorda, negra. Salió…,
salió arrastrándose del desagüe y… creo que volvió a meterse.
—¡Ah! —El padre sonrió un poquito, como si esa explicación lo complaciera
—. ¿Era eso? ¡Pero…! Si me lo hubieras dicho, Beverly, no te habría pegado.
Todas las niñas tienen miedo a las arañas. ¡Maldición! ¿Por qué no me lo dijiste?
Él se inclinó hacia el agujero; Beverly tuvo que morderse los labios para no
gritar una advertencia…, pero otra vez hablaba, muy dentro de ella, una voz
horrible, que no podía ser parte de su persona, sino, sin duda, la voz del mismo
diablo: Deja que se lo lleve, si lo quiere. Deja que lo arrastre hacia abajo. Mira
lo que te sacarás de encima.
Volvió la espalda a aquella voz, horrorizada. Permitir que ese pensamiento se
quedara en su cabeza, siquiera por un instante, la condenaría al infierno, sin duda
alguna.
Él miraba hacia el ojo del desagüe. Sus manos chapoteaban en la sangre que
manchaba el lavabo y Beverly tuvo que luchar sombríamente con sus náuseas.
Le dolía el estómago allí donde el padre la había golpeado.
—No veo nada —dijo él—. Estos edificios son viejos, Bev. Los desagües
parecen autopistas, ¿sabes? Cuando yo trabajaba de portero allá, en la escuela
secundaria vieja, de vez en cuando salían ratas ahogadas a los inodoros. Las
chicas se volvían locas. —Rió amablemente al pensar en esos ataques y
caprichitos femeninos—. Casi siempre cuando el Kenduskeag estaba alto. Hay
menos bichos en las cañerías desde que instalaron el sistema nuevo, eso sí. —La
rodeó con un brazo para estrecharla—. Mira, vete a la cama y no pienses más en
el asunto, ¿de acuerdo?
Ella sintió su amor por él. Nunca te pego si no lo mereces, Beverly, le había
dicho él, una vez, al protestar ella por un castigo injusto. Y tenía que ser cierto,
claro, porque él era capaz de amar. A veces pasaba todo el día con ella,
enseñándole a hacer cosas, charlando con ella o paseando por la ciudad, y en
esas ocasiones Beverly pensaba que su corazón se iba a hinchar de felicidad
hasta matarla. Lo amaba; trataba de aceptar que él debía corregirla con
frecuencia porque, según decía, era el trabajo que le había dado Dios. A las hijas
—decía Al Marsh—, hay que corregirlas más que a los chicos. Él no tenía hijos
varones y Beverly sentía, vagamente, que eso también podría ser culpa de ella.
—Está bien, papá —dijo.
Fueron juntos hasta el pequeño dormitorio de la niña. El brazo derecho ya le
dolía ferozmente por el golpe recibido. Ella miró por encima del hombro y vio la
pileta ensangrentada, el espejo ensangrentado, la pared ensangrentada, el suelo
ensangrentado y pensó: ¿Cómo voy a hacer para entrar aquí a lavarme? Por
favor, Dios, Dios querido, perdóname por haber tenido malos pensamientos
sobre papá. Puedes castigarme todo lo que quieras, porque me lo merezco. Haz
que me caiga y me lastime o que tenga la gripe, como el año pasado, cuando
tosía tanto que una vez vomité, pero por favor, Dios, haz que mañana la sangre
no esté más, por favor, Diosito, ¿sí?
El padre la arropó, como todas las noches, y le dio un beso en la frente.
Después se mantuvo un momento allí, de pie, en la postura que ella recordaría
siempre como «su» modo de tenerse de pie, tal vez de ser: algo inclinado hacia
adelante, con las manos profundamente hundidas en los bolsillos; los ojos azules
la miraban desde arriba, desde una cara de perro salchicha luctuoso. En años
posteriores, cuando hacía años que ya no pensaba en Derry, a veces veía a un
hombre sentado en el autobús, o tal vez de pie en un rincón, con la comida en las
manos, formas, oh, formas de hombres, a veces atisbadas cuando cerraba el día,
a veces vistas al otro lado de una plaza, a la luz del mediodía, en un claro y
ventoso día otoñal, formas de hombres, reglas de hombres, deseos de hombres: o
Tom, tan parecido a su padre cuando se quitaba la camisa y se encorvaba
ligeramente delante del espejo para afeitarse. Formas de hombres.
—A veces me preocupas, Bev —dijo, pero ya no había enfado ni turbación
en su voz. Le tocó el pelo con suavidad, apartándoselo de la frente.
Entonces ella estuvo a punto de gritar. ¡El baño está lleno de sangre, papá!
¿No la has visto? ¡Hay sangre por todas partes! ¿No la has VISTO? Pero guardó
silencio, mientras él salía y cerraba la puerta tras de sí, llenando su cuarto de
oscuridad.
Aún estaba despierta, con la vista perdida en las sombras, cuando llegó su
madre, a las once y media, y cuando se apagó el televisor. Oyó que sus padres
entraban en el cuarto matrimonial; oyó también el ruido del somier cuando
hicieron su acto sexual. Beverly había oído una conversación entre Greta Bowie
y Sally Muller, comentando que ese acto sexual dolía como fuego y que ninguna
chica decente quería hacerlo: «Al final, el hombre te mea todo ahí abajo», dijo
Greta, y Sally había exclamado: «¡Oh, puaj, yo jamás dejaría que un muchacho
me hiciera eso!». Si dolía tanto como Greta decía, la madre de Bev se lo
guardaba muy bien; Bev la había oído gritar una o dos veces, con voz contenida,
pero no parecía en absoluto un grito de dolor.
El lento crujir de los elásticos se aceleró hasta un ritmo tan rápido que llegó
casi a lo frenético; luego se interrumpió. Hubo un período de silencio; después,
algo de charla en voz baja; por fin, los pasos de su madre que iba al baño.
Beverly contuvo el aliento. Esperando a que su madre gritara o no.
No hubo grito alguno, sólo el ruido del agua corriendo en el lavabo seguido
por un chapoteo. Luego el agua resbaló por el sumidero con su familiar
gorgoteo, la madre estaba lavándose los dientes. Momentos después, el somier
de la cama grande volvió a crujir, cuando su madre volvió a acostarse.
Más o menos cinco minutos después, el padre comenzó a roncar.
Un miedo negro le envolvió el corazón cerrándole la garganta. Descubrió
que tenía miedo de volverse sobre el lado derecho (su posición favorita para
dormir) porque podía haber algo mirándola por la ventana. Por eso se limitó a
permanecer de espaldas, tiesa como un atizador, contemplando el cielo raso.
Algo después (minutos u horas después, no había modo de saberlo), cayó en un
sueño inquieto y frágil.
3
Beverly siempre despertaba cuando sonaba el despertador de sus padres. Tenía
que ser rápida, porque apenas sonaba el timbre su padre lo apagaba de un
manotazo. Se vistió deprisa mientras el padre usaba el baño y se detuvo por un
instante frente al espejo (como casi todos los días) para mirarse el pecho,
tratando de detectar si sus senos habían crecido algo durante la noche. Habían
comenzado a aparecer a fines del año anterior. En un principio había dolido un
poco, pero ya no. Eran muy pequeños, apenas manzanitas de primavera, pero allí
estaban. Era cierto: terminaría la niñez, ella sería mujer.
Sonrió a su imagen y puso una mano tras la cabeza levantándose la cabellera
y sacando pecho. Rió con la risa natural de una chiquilla… y de pronto se acordó
de la sangre que había brotado del desagüe, en el baño, la noche anterior. Las
risitas terminaron abruptamente.
Se miró el brazo y descubrió el moretón que se había formado allí durante la
noche, una mancha amoratada entre el hombro y el codo, una mancha con
muchos dedos marcados.
El inodoro se cerró de un manotazo y sonó el flujo del depósito.
Moviéndose con rapidez para que su padre no se enfadase con ella esa
mañana (esa mañana era mejor que no reparara en ella siquiera), Beverly se puso
unos vaqueros y la sudadera de la secundaria de Derry. Y entonces, porque ya no
podía seguir postergándolo, abandonó su habitación para ir al baño. Se cruzó en
la sala con el padre que volvía a su habitación para vestirse. El pijama azul batía
por su amplitud. Gruñó algo que ella no pudo entender. De cualquier modo,
respondió:
—Está bien, papá.
Se detuvo por un momento frente a la puerta cerrada del baño tratando de
prepararse para lo que podía encontrar dentro. Al menos, es de día, pensó, y eso
la consoló un poco. No mucho, pero al menos un poco. Aferró el pomo de la
puerta, lo hizo girar y entró.
4
Para Beverly fue una mañana muy atareada. Preparó el desayuno para su padre:
zumo de naranja, huevos revueltos y tostadas, en la versión de Al Marsh (con el
pan caliente, pero nada tostado, en realidad). Él se sentó a la mesa, parapetado
tras el News, y lo comió todo.
—¿Dónde está el beicon?
—No hay más, papá. Lo terminamos ayer.
—Prepárame una hamburguesa.
—Queda sólo un poquito de c…
El papel crujió y descendió un poco. Aquella mirada azul cayó sobre ella
como si tuviera peso.
—¿Qué has dicho? —preguntó él, con suavidad.
—Dije que en seguida, papá.
Él la miró sólo por un instante más. Luego el periódico volvió a subir y
Beverly corrió a la nevera para sacar la carne. Preparó una hamburguesa
aplastando el puñadito de carne picada que quedaba en la nevera para que
pareciese más grande. Él la comió leyendo la página de deportes mientras
Beverly le preparaba el almuerzo: un par de bocadillos de mermelada y
mantequilla de cacahuetes, un gran trozo de tarta que su madre había traído la
noche anterior del restaurante y un termo de café caliente, bien endulzado con
azúcar.
—Dile a tu madre que quiero ver esta casa limpia hoy mismo —dijo,
cogiendo la comida—. Parece una cuadra. Me paso todo el día limpiando
porquerías en el hospital. No me gusta nada encontrar una porqueriza en mi
propia casa. No lo olvides, Beverly.
—No, papá. Se lo diré.
Él le dio un beso en la mejilla, la abrazó torpemente y se fue. Como de
costumbre, Beverly fue a la ventana de su habitación para seguirlo con la vista
mientras se alejaba por la calle. Como de costumbre, experimentó un subrepticio
alivio al verle girar en la esquina… y se odió por eso.
Lavó los platos y luego salió un rato a la escalera de atrás con el libro que
estaba leyendo. Lars Theramenius, con su largo pelo rubio reluciendo con su
serena luz interior, vino con sus pasitos inseguros desde el edificio vecino para
mostrar a Beverly su nuevo camión y sus nuevas costras en las rodillas. Beverly
miró ambas cosas y propinó grandes exclamaciones. Un momento después la
llamó su madre.
Cambiaron las sábanas de ambas camas, lavaron los suelos y enceraron el
linóleo de la cocina. Su madre se encargó del suelo del baño, por lo que Beverly
se sintió profundamente agradecida. Elfrida Marsh era una mujer menuda de
pelo canoso y aspecto ceñudo. Su rostro arrugado decía al mundo entero que
llevaba bastante tiempo en esta tierra y que pensaba permanecer aquí un poco
más… También decía al mundo que nada de todo eso había sido fácil y que no
esperaba cambios inmediatos en el estado de cosas.
—¿Quieres limpiar los cristales de la sala, Bewie? —preguntó, volviendo a
la cocina. Ya llevaba puesto su uniforme de camarera—. Tengo que ir al San
José, en Bangor, para visitar a Cheryl Tarrent. Anoche se rompió una pierna.
—Sí, yo me encargo —prometió Beverly—. ¿Qué le pasó a la señora
Tarrent? ¿Se cayó?
Cheryl Tarrent era una compañera de trabajo de su madre.
—Tuvo un accidente de coche con ese inútil con el que se ha casado —
respondió la madre, ceñuda—. El marido había estado bebiendo. Debes dar
gracias a Dios todas las noches de que tu padre no beba, Bewie.
—Lo hago —respondió Beverly. Era cierto.
—Creo que ella va a perder el empleo, y él no dura en ninguno. —Un tono
de lúgubre horror se filtró en la voz de Elfrida—. Tendrán que vivir del
gobierno, supongo.
Era lo peor que se le podía ocurrir a Elfrida Marsh. No se comparaba
siquiera con perder un hijo o descubrir que una tenía cáncer. Se podía ser pobre;
una podía pasarse toda la vida rascando el fondo de la olla, como ella decía. Pero
por debajo de todo, aun por debajo de las alcantarillas, estaba el momento en que
uno tuviera que vivir del gobierno y comer con el sudor de los otros como
limosna. Y ésa era la perspectiva a la que se enfrentaba Cheryl Tarrent.
—Cuando hayas limpiado los cristales y sacado la basura, puedes ir a jugar
un rato, si quieres. Tu padre va a la bolera esta noche, así que no tienes que
prepararle la cena. Pero quiero que estés en casa antes del oscurecer. Ya sabes
por qué.
—Está bien, mamá.
—Dios mío, cómo creces —dijo Elfrida. Miró, por un momento, los bultitos
en la sudadera. Su mirada reflejaba amor, pero ninguna compasión—. No sé qué
voy a hacer aquí cuando estés casada y tengas tu propio hogar.
—Creo que me quedaré aquí toda la vida —dijo Beverly, sonriendo.
La madre la abrazó brevemente y le besó la comisura de la boca con sus
labios secos y calientes.
—No me engaño —replicó—. Pero te quiero, Bewie.
—Yo también te quiero, mamá.
—Cuando termines con esas ventanas, revisa para estar segura de que no
queden marcas —recomendó mientras recogía su cartera y se acercaba a la
puerta—. De lo contrario, te las verás negras con tu padre.
—Ya las revisaré. —En el momento en que la madre abría la puerta para
salir, Beverly preguntó, tratando de fingir indiferencia—. ¿No has visto nada
raro en el baño, mamá?
Elfrida la miró, con el entrecejo algo fruncido.
—¿Raro?
—Bueno…, anoche vi una araña. Salió del desagüe. ¿No te lo dijo papá?
—¿Anoche hiciste enfadar a tu padre, Bewie?
—¡No! No, no. Le dije que había salido una araña del desagüe y que me
había asustado. Él me contó que en la escuela vieja, a veces encontraban ratas
ahogadas en los inodoros. Por los desagües. ¿No te contó lo de la araña?
—No.
—Oh, bueno, no importa. Sólo quería saber si la habías visto.
—No vi ninguna araña. Ojalá pudiéramos comprar un linóleo nuevo para ese
baño. —Miró al cielo azul y sin nubes—. Dicen que cuando una mata a una
araña, viene lluvia. No la mataste, ¿verdad?
—No —aseguró Bev—, no la maté.
La madre volvió a mirarla, con los labios tan apretados que casi
desaparecían.
—¿Segura que no hiciste enfadar a tu padre anoche?
—¡Segura!
—Bewie…, ¿alguna vez te toca?
—¿Qué? —Beverly miró a su madre, totalmente perpleja. Dios, su padre la
tocaba todos los días—. No entiendo qué…
—No importa —cortó Elfrida—. No te olvides de sacar la basura. Y si esos
cristales quedan manchados, no solo con tu padre te las verás negras.
—No me
(¿alguna vez te toca?)
olvidaré.
—Y vuelve antes de que oscurezca.
—Sí.
(él)
(se preocupa mucho)
Elfrida se fue. Beverly volvió a su cuarto para seguirla con la vista hasta la
esquina, como a su padre. Cuando estuvo segura de que su madre iba,
definitivamente, en camino hacia la parada del autobús, sacó el balde, el
limpiacristales y algunos trapos de bajo el fregadero. Volvió a la sala y empezó
con las ventanas. El apartamento parecía demasiado silencioso. Cada vez que
crujía el suelo o se golpeaba una puerta, daba un respingo. Cuando alguien hizo
correr el agua en el inodoro de los Bolton, en el piso contiguo, Beverly soltó una
exclamación que era casi un grito.
Y no podía dejar de vigilar la puerta cerrada del baño.
Por fin se acercó, la abrió otra vez y miró adentro. Su madre lo había
limpiado esa mañana y la mayor parte de la sangre acumulada bajo el lavabo
había desaparecido, al igual que las marcas del borde. Pero aún quedaban vetas
marrones secándose en la pileta misma, manchas y salpicaduras en el espejo,
chorreaduras en el empapelado.
Mientras contemplaba su pálida imagen se dio cuenta, con súbito y
supersticioso miedo, de que la sangre del espejo causaba el efecto de que era su
propia cara la que sangraba. Volvió a pensar: ¿Qué voy a hacer con esto? ¿Me
he vuelto loca? ¿Me lo estoy imaginando?
De pronto, el sumidero emitió una risa gorjeante.
Beverly lanzó un alarido y salió dando un portazo. Cinco minutos después,
las manos aún le temblaban tanto que estuvo a punto de dejar caer la botella de
limpiacristales mientras limpiaba las ventanas de la sala.
5
Eran cerca de las tres de la tarde cuando Beverly Marsh, con el apartamento
cerrado y la llave bien guardada en el bolsillo de sus vaqueros, cogió Richard
Street, un paso estrecho que conectaba las calles Main y Center. Allí tropezó con
Ben Hanscom, Eddie Kaspbrak y un niño llamado Bradley, que estaban jugando
a arrimar monedas…
—¡Hola, Bev! —saludó Eddie—. ¿Tuviste pesadillas, después de ver esas
películas?
—No —dijo Beverly, sentándose en cuclillas para observar el juego—.
¿Cómo estás tan enterado?
—Me lo contó Parva —replicó Eddie, señalándolo con el pulgar a Ben, que
estaba furiosamente ruborizado sin motivo aparente.
—¿Qué películas? —preguntó Bradley.
Y entonces Beverly lo reconoció: había ido a Los Barrens con Bill
Denbrough. Iban juntos a la terapeuta de Bangor. Beverly casi lo descartó de su
mente. Si se le hubiera preguntado, tal vez habría dicho que, por algún motivo, le
parecía menos importante que Ben y Eddie, como si estuviera menos allí.
—Un par de cosas de monstruos —le dijo y se acercó hasta ponerse entre
Ben y Eddie—. ¿Tiras tú?
—Sí —dijo Ben; la miró rápidamente y desvió los ojos.
—¿Quién va ganando?
—Eddie —informó Ben—. Tiene buena mano.
Bev miró a Eddie que se frotaba solemnemente las uñas en la pechera de la
camisa y soltó una risita.
—¿Me dejáis jugar?
—Por mí, sí —dijo Eddie—. ¿Tienes monedas?
Bev buscó en el bolsillo y sacó tres monedas de un centavo.
—Por Dios, ¿cómo te animas a salir de tu casa con semejante fortuna? —
preguntó Eddie—. Yo me moriría de miedo.
Ben y Bradley Donovan se echaron a reír.
—Oh, las chicas también solemos ser valientes —respondió Beverly muy
seria.
Un momento después, todos reían.
Bradley tiró el primero; luego, Ben; después, Beverly. Eddie, que iba
ganando, tenía el último turno. Arrojaba las monedas hacia la pared posterior de
la farmacia. A veces, se quedaban cortos; a veces la moneda rebotaba contra la
pared. Al final de cada ronda, el que había tirado la moneda más cercana a la
pared recogía los cuatro centavos. Cinco minutos después, Beverly tenía
veinticuatro centavos. Había perdido una sola ronda.
—¡Eza chica haze trampa! —protestó Bradley, disgustado, y se levantó para
irse. Había perdido el buen humor. Miró a Beverly con enfado y humillación a
un tiempo—. No habría que dejar que laz chicaz…
Ben se levantó de un salto. Era sobrecogedor ver a Ben Hanscom levantarse
de un salto.
—¡Retira eso!
Bradley miró a Ben boquiabierto.
—¿Qué?
—¡Que retires lo que has dicho! ¡Ella no hizo trampa!
Bradley miró a Ben, a Eddie, a Beverly que aún estaba de rodillas. Después,
otra vez a Ben.
—¿Quierez un labio gordo para que haga juego con el rezto de tu perzona,
eztúpido?
—Seguro —dijo Ben.
Súbitamente, una sonrisa le cruzó la cara. Algo en la cualidad de esa sonrisa
hizo que Bradley diera un paso atrás, sorprendido e inquieto. Tal vez lo que vio
en ella fue, simplemente, que después de haberse enredado con Henry Bowers y
salir indemne, no una, sino dos veces, Ben Hanscom no iba a dejarse aterrorizar
por el escuálido de Bradley Donovan, que tenía las manos llenas de verrugas,
además de ese catastrófico ceceo.
—Claro, y después se me echarán todos encima —dijo Bradley, dando otro
paso atrás. Su voz había tomado una ondulación incierta y había lágrimas en sus
ojos—. ¡Zon todoz unoz trampozoz!
—Retira lo que has dicho de ella —repitió Ben.
—No importa, Ben —dijo Beverly. Tendió a Bradley el puñado de monedas
—. Toma las tuyas. De cualquier modo, yo no jugaba por el dinero.
Desde las pestañas inferiores de Bradley resbalaron lágrimas de humillación.
Dio un golpe en la palma de Beverly tirándole las monedas al suelo, y corrió
hacia Center. Los otros se quedaron mirándolo, boquiabiertos. Cuando estuvo a
distancia segura, Bradley giró en redondo para gritar:
—¡Lo que paza ez que erez una perra! ¡Trampoza, trampoza! ¡Tu madre ez
una puta!
Beverly ahogó una exclamación. Ben corrió hacia Bradley, pero sólo
consiguió tropezar con un cajón vacío e irse de bruces. Bradley había
desaparecido y el gordo se dio cuenta de que no se dejaría alcanzar. Entonces
volvió junto a Beverly para ver si estaba bien. Esa palabra lo había espantado
tanto como a ella.
Beverly vio preocupación en su rostro. Abrió la boca para decir que estaba
bien, que no se afligiera, que los palos y las piedras rompen los huesos pero que
los insultos no hacen daño…, y de pronto aquella extraña pregunta que su madre
le había hecho
(¿alguna vez te toca?)
volvió a ella. Extraña pregunta, sí; simple pero sin sentido, llena de matices
ominosos, turbia como café frío. En vez de decir que los insultos jamás le harían
daño, rompió en llanto.
Eddie la miró, incómodo, y sacó el inhalador del bolsillo para tomar una
bocanada. Después se agachó y empezó a recoger los centavos desparramados.
En su cara había una expresión concentrada y cuidadosa.
Ben se acercó a ella por instinto para abrazarla y consolarla, pero se detuvo.
Era demasiado bonita. Ante una cara tan bonita, se sentía inerme.
—Anímate —le dijo, sabiendo que debía sonar idiota, pero sin que se le
ocurriera nada más útil. Le tocó ligeramente los hombros (ella se había cubierto
la cara con las manos para ocultar sus ojos mojados y sus mejillas abotagadas),
pero apartó los dedos como si ella quemara al tacto. Estaba tan enrojecido que
parecía al borde de una apoplejía—. Anímate, Beverly.
La chica bajó las manos y exclamó, con voz aguda, furiosa:
—¡Mi madre no es una puta! Es…, ¡es camarera!
Eso fue recibido con un silencio absoluto. Ben la miraba con la boca abierta.
Eddie levantó la vista desde los adoquines con las manos llenas de monedas. Y
de pronto los tres rompieron a reír histéricamente.
—¡Camarera! —cloqueó Eddie. Sólo tenía una vaga idea de lo que
significaba puta, pero esa comparación le parecía deliciosa, de cualquier modo
—. ¡Eso es tu madre!
—¡Sí, sí, eso! —exclamó Beverly, riendo y llorando al mismo tiempo.
Ben reía tanto que no pudo mantenerse en pie y se sentó, pesadamente, en un
cubo de la basura. Su mole hundió la tapa en el recipiente y lo hizo caer de lado.
Eddie lo señaló, aullando de risa, mientras Beverly lo ayudaba a levantarse.
Una ventana se abrió encima de ellos.
—¡Marchaos de aquí, chicos! —chilló una mujer—. ¡Hay gente que trabaja
de noche, recordadlo! ¡Esfumaos!
Sin pensar, los tres se cogieron de la mano, con Beverly en el medio, y
corrieron hacia Center Street. Todavía estaban riendo.
6
Unieron sus recursos y descubrieron que tenían cuarenta centavos; lo suficiente
para dos batidos. Como el señor Keene era un ogro y no quería que los chicos
menores de doce años se quedaran en el mostrador de refrescos (aseguraba que
los juegos mecánicos de la trastienda podían corromperlos), se llevaron los
batidos en dos enormes envases de cartón encerado hasta el parque Bassey y se
sentaron en la hierba para beberlos. Ben tenía uno de café y Eddie había pedido
frambuesa. Beverly se sentó entre los dos con una pajita para probar de los dos
envases, por turnos, como una abeja en las flores. Se sentía otra vez bien, por
primera vez desde que el desagüe había vomitado su borbotón de sangre la
noche anterior. Deshecha y emotivamente exhausta, pero bien, en paz consigo
misma. Por el momento, al menos.
—No sé qué le pasó a Bradley —dijo Eddie, por fin, con tono de azorada
apología—. Nunca se había puesto así.
—Tú me defendiste —dijo Beverly y repentinamente besó a Ben en la
mejilla—. Gracias.
Ben volvió a ponerse escarlata.
—No hiciste trampas —murmuró, tragándose luego abruptamente la mitad
de su batido de café en tres sorbos monstruosos. A eso siguió un eructo tan fuerte
como un disparo de rifle.
—¿Te queda algo dentro, papito? —preguntó Eddie.
Beverly rió inerme, sujetándose el vientre.
—Basta —rogó—. Me duele el estómago. Basta, por favor.
Ben sonreía. Esa noche, antes de dormir, reviviría una y otra vez el momento
en que ella lo había besado.
—¿Estás bien, de veras? —preguntó.
Ella asintió.
—No fue por él. En realidad, no me importó lo que dijo de mi madre. Fue
por algo que me pasó anoche. —Vaciló, mirando a Ben, a Eddie, a Ben otra vez
—. Tengo…, tengo que contárselo a alguien o enseñarlo o algo así. Creo que me
eché a llorar porque tengo miedo de estarme volviendo majareta.
—¿De qué estáis hablando, chiflados? —preguntó una voz nueva.
Era Stanley Uris; como siempre, menudo, delgado y preternaturalmente
limpio para sus once años escasos. Con su camisa blanca, pulcramente remetida
en los vaqueros bien lavados, el pelo peinado y las punteras de sus zapatillas
impecables parecía el adulto más pequeño del mundo. En ese momento sonrió,
rompiendo la ilusión.
Ella se callará lo que iba a decir —pensó Eddie—, porque Stan no estaba
aquí cuando Bradley insultó a su madre.
Pero Beverly, después de una momentánea vacilación, lo hizo. Porque
Stanley, de algún modo, era distinto a Bradley. Él estaba allí.
Stanley es uno de nosotros —pensó Beverly y se preguntó por qué eso le
erizaba la piel—. No les hago ningún favor si lo cuento, ni a ellos ni a mí
tampoco. Pero ya era demasiado tarde. Ya estaba hablando.
Stan se sentó con ellos, sereno y grave. Eddie le ofreció los restos del batido
de frambuesa, pero él meneó la cabeza sin apartar los ojos de Beverly. Ninguno
de los otros hablaba.
Beverly les contó aquel episodio de las voces, entre las que había reconocido
la de Ronnie Grogan. Sabía que Ronnie había muerto, pero era su voz, de todos
modos. Les habló de la sangre que su padre no había visto ni sentido, ni tampoco
su madre, por la mañana.
Cuando terminó, miró todas las caras temerosa de lo que podría ver en
ellas…, pero no halló señales de incredulidad. De terror sí, pero de incredulidad,
ninguna.
Por fin, Ben dijo:
—Vayamos a ver.
7
Entraron por la puerta trasera, no sólo porque a esa cerradura correspondía la
llave de Bev, sino también porque su padre la mataría si la señora Bolton la veía
entrar en el apartamento con tres chicos en ausencia de sus padres.
—¿Por qué? —preguntó Eddie.
—No lo entenderías, tonto —dijo Stan—. Tú cállate.
Eddie iba a contestar, pero echó otra mirada a la cara blanca y tensa de Stan
y decidió mantener el pico cerrado.
La puerta daba a la cocina, llena del sol de la tarde y de silencio estival. Los
platos del desayuno relucían en el escurridor. Los cuatro niños se detuvieron
junto a la mesa, agrupados; cuando arriba golpeó una puerta, todos dieron un
salto; después rieron, nerviosos.
—¿Dónde está? —preguntó Ben. Susurraba.
Beverly, con el corazón palpitándole en las sienes, los condujo por el
pasillito que tenía el dormitorio de sus padres a un lado y la puerta cerrada del
baño en el extremo. Después de abrirla, entró rápidamente y tapó el sumidero del
lavabo. Luego dio un paso atrás para ponerse entre Ben y Eddie. La sangre se
había secado dejando manchas marrones en el espejo, el lavabo y el empapelado.
Beverly las miró; resultaba más fácil mirar las manchas que a sus amigos.
En voz tan aniñada que apenas pudo reconocerla como propia, preguntó:
—¿La veis? ¿Alguno de vosotros la ve? ¿Está allí?
Ben se adelantó un paso y Beverly volvió a sorprenderse de lo delicado de
sus movimientos a pesar de su gordura. Tocó una de las manchas de sangre,
después otra; por fin, una larga chorreadura en el espejo.
—Aquí. Aquí. Aquí. —Su voz sonó inexpresiva y autoritaria.
—¡Jolín! Es como si hubieran matado un cerdo aquí dentro —exclamó Stan,
suavemente sobrecogido.
—¿Y todo eso salió del sumidero? —preguntó Eddie, a quien el espectáculo
estaba poniendo enfermo. Como su respiración se tornaba dificultosa, sujetó su
inhalador.
Beverly tuvo que contenerse para no romper otra vez a llorar. No quería
hacerlo; temía que ellos la descartaran como a cualquier otra chica. Pero tuvo
que aferrar el pomo de la puerta mientras una ola de confianza la inundaba de
atemorizante vigor. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo segura que
estaba de estar volviéndose loca, teniendo alucinaciones, o algo así.
—Y tus padres no la vieron —se maravilló Ben. Tocó una salpicadura de
sangre que se había secado en el lavabo, apartó la mano de inmediato y se la
limpió en el faldón de la camisa—. Jo, macho…
—No sé cómo voy a hacer para volver a entrar aquí —dijo Beverly—, a
lavarme, a limpiarme los dientes o… ya me entendéis.
—Bueno, ¿por qué no limpiamos esto? —preguntó Stanley, de pronto.
Beverly lo miró.
—¿Limpiar?
—Claro. Tal vez no podamos dejar muy limpio el empapelado; está en las
últimas, como quien dice. Pero sí podríamos sacar el resto. ¿Tienes trapos?
—Bajo el fregadero de la cocina —dijo Beverly—. Pero si los usamos, mi
madre va a preguntar por ellos.
—Tengo cincuenta centavos —dijo Stan, serenamente. Sus ojos no se
apartaban de la sangre que había salpicado el suelo, alrededor del lavabo—.
Limpiaremos lo mejor posible y llevaremos los trapos a la lavandería automática
por la que pasamos al venir. Los lavaremos y secaremos; estarán otra vez bajo el
fregadero antes de que tus padres vuelvan.
—Dice mi madre que no se puede sacar la sangre de la tela —objetó Eddie
—. Parece que se fija o algo así.
Ben soltó una risita histérica.
—No importa que salga o no —dijo—: Ellos no la ven.
Nadie necesitó preguntar a quiénes se refería.
—De acuerdo —aceptó Beverly—. Probemos.
8
Durante la media hora siguiente, los cuatro limpiaron como duendes sombríos. A
medida que la sangre desaparecía de las paredes, el espejo y la porcelana del
lavabo, Beverly sentía que su corazón se aliviaba más y más. Ben y Eddie se
encargaron del lavabo y el espejo, mientras ella fregaba el suelo. Stan trabajaba
en el empapelado con estudiada minuciosidad utilizando un trapo casi seco. Al
final sacaron la sangre casi por completo, Ben terminó desenroscando la
bombilla y reemplazándola con otra cogida de una caja que había en la despensa.
Las tenía en abundancia: Elfrida Marsh había comprado una provisión para dos
años en la liquidación anual de Los Leones de Derry.
Usaron un balde, un líquido limpiador y abundante agua caliente. Cambiaban
el agua con frecuencia porque a ninguno le gustaba meter las manos allí una vez
que el agua se ponía rosa.
Por fin Stanley retrocedió, contemplando el baño con el aire crítico del chico
en quien la pulcritud y el orden no son, simplemente, algo inculcado, sino innato
y dijo:
—Creo que no se puede hacer más.
Aún quedaban leves rastros de sangre en una parte del empapelado, a la
izquierda, donde el papel estaba tan desgastado que Stanley no se había atrevido
sino a tocarlo con suavidad Sin embargo, aun allí la sangre había perdido su
anterior fuerza ominosa; era poco más que una mancha en tono pastel, sin
significado.
—Gracias —dijo Beverly a todos. No recordaba haber dicho nunca esa
palabra con tanta sinceridad—. Gracias a los tres.
—De nada —murmuró Ben. Por supuesto, se había ruborizado otra vez.
—No tiene importancia —repuso Eddie.
—Vamos a ocuparnos de estos trapos —apuntó Stanley.
Su rostro era decidido, casi severo. Más adelante, Beverly pensaría que, tal
vez, sólo Stanley comprendió que acababan de dar otro paso hacia alguna
confrontación inconcebible.
9
Midieron una taza de jabón en polvo y la vertieron en un frasco de mayonesa
vacío. Bev buscó una bolsa de papel para poner los trapos ensangrentados y los
cuatro bajaron a la lavandería automática, en la esquina de Main y Cony Street.
Dos manzanas más allá se veía el canal centelleando en el sol de la tarde.
La lavandería estaba desierta, descontando a una mujer con blanco uniforme
de enfermera que esperaba junto a una secadora en funcionamiento. Miró con
desconfianza a los cuatro niños, pero enseguida volvió a su edición de bolsillo de
La caldera del diablo.
—Agua fría —dijo Ben, en voz baja—. Dice mi madre que la sangre se lava
con agua fría.
Echaron los trapos a la lavadora, mientras Stan cambiaba sus dos monedas
de veinticinco. Volvió y se quedó observando a Bev, que echaba el jabón en
polvo sobre los trapos y cerraba la puerta del aparato. Luego puso dos monedas
de diez en la ranura e hizo girar la llave para ponerlo en funcionamiento.
Beverly había colaborado con casi todas sus monedas ganadas en el juego
para comprar los batidos, pero aún encontró cuatro supervivientes en el fondo
del bolsillo izquierdo. Las sacó para ofrecérselas a Stan, que puso cara de
ofendido.
—Jo, invito a una chica a la lavandería y quiere pagar su parte.
Beverly rió un poquito.
—¿Estás seguro de que no quieres?
—Seguro —afirmó Stan, con su voz seca—. La verdad, Beverly, me duele
gastar esos cuarenta centavos, pero estoy seguro.
Los cuatro fueron a la hilera de sillas de plástico y allí se sentaron, sin hablar.
La lavadora chapoteaba y bufaba con los trapos en el interior. Abanicos de
burbujas resbalaban contra el grueso vidrio del ojo de buey. Al principio, las
burbujas eran rojizas y Bev se sintió algo descompuesta al verlas, pero descubrió
que le costaba apartar la vista. La espuma sanguinolenta poseía una horrible
fascinación. La enfermera los miraba cada vez con más frecuencia por encima
del libro. Tal vez había temido que se mostraran demasiado bulliciosos, pero de
pronto su mismo silencio la ponía nerviosa. Cuando su secadora acabó, sacó sus
prendas, las dobló, las puso en una bolsa de plástico y se fue, dedicándoles una
última mirada de desconcierto.
En cuanto se hubo marchado, Ben dijo, abrupta, casi ásperamente:
—No eres la única.
—¿Qué? —inquirió Beverly.
—Que no eres la única —repitió Ben—. Mira…
Se interrumpió para mirar a Eddie, que hizo un gesto de asentimiento. Miró
también a Stan y el chico puso cara de desdicha, pero acabó por encogerse de
hombros y asintió también.
—¿De qué me estáis hablando? —preguntó Beverly. Estaba cansada de que
todo el mundo le dijera cosas inexplicables ese día; apretó con fuerza el brazo de
Ben—. Si sabéis algo de esto, decídmelo.
—¿Quieres contarle tú? —preguntó Ben a Eddie.
Kaspbrak sacudió la cabeza. Sacó el inhalador del bolsillo y tomó una
bocanada monstruosa.
Ben, hablando con lentitud y eligiendo sus palabras, contó a Beverly cómo
había conocido a Bill Denbrough y a Eddie Kaspbrak en Los Barrens, al
terminar las clases, hacía casi una semana, por mucho que costara creerlo. Le
habló del dique que había construido allí, al día siguiente y repitió la historia de
Bill sobre la fotografía de su hermano muerto que había vuelto la cabeza para
guiñarle un ojo. Contó su propia aventura con la momia que caminaba sobre el
hielo del canal, en pleno invierno, con globos que flotaban contra el viento.
Beverly lo escuchaba todo con creciente horror, sintiendo que se le agrandaban
los ojos, que sus manos y sus pies se enfriaban.
Ben quedó en silencio, mirando a Eddie. Eddie, después de aplicarse otra
sibilante bocanada de su inhalador, narró nuevamente la historia del leproso,
hablando con tanta celeridad como Ben lo había hecho con lentitud; sus palabras
tropezaban entre sí en su urgencia por escapar de una vez. Terminó con un
pequeño sollozo aspirado, pero esa vez no lloró.
—¿Y tú? —preguntó ella, mirando a Stan Uris.
—Yo…
Hubo un súbito silencio que los sobresaltó a todos, tal como había podido
hacerlo una súbita explosión.
—Los trapos están lavados —dijo Stan.
Lo vieron levantarse (pequeño, económico, gracioso) y abrir el lavarropas.
Sacó los estropajos que estaban apelotonados en un manojo y los examinó.
—Queda una manchita —dijo—, pero no se nota demasiado. Podría pasar
por zumo de uva.
Se la mostró y todos asintieron gravemente, como ante documentos
importantes. Beverly sintió un alivio similar al que había experimentado al ver el
baño otra vez limpio. Así como podría soportar la mancha desteñida en el raído
empapelado, también podría soportar la leve mancha rojiza en los trapos de su
madre. Había hecho algo para solucionarlo y eso parecía ser lo más importante.
Aunque no hubiera resultado del todo, bastaba para ponerle el corazón en paz. Y
eso era suficiente para la hija de Al Marsh.
Stan los arrojó a una secadora y puso otros diez centavos. La máquina
empezó a girar mientras Stan volvía a su asiento entre Eddie y Ben.
Por un momento, los cuatro guardaron silencio, observando girar y caer los
trapos en la máquina. El zumbido de la secadora era tranquilizante, casi
soporífero. Una mujer pasó junto a la puerta con un carrito lleno de provisiones;
les echó un vistazo y siguió caminando.
—Sí, vi algo —dijo Stan, súbitamente—. No quería hablar de eso porque
prefería pensar que era un sueño o algo así. Tal vez un ataque, como los que
tiene ese chico Stavier. ¿Alguno de ustedes lo conoce?
Ben y Bev sacudieron la cabeza. Eddie dijo:
—¿Ese que tiene epilepsia?
—Ese, sí. Ya podéis imaginaros si fue grave. Yo habría preferido pensar que
era algo así y no que había visto algo… real, de verdad.
—¿Qué fue? —preguntó Bev.
Pero no estaba segura de querer saberlo. Aquello no era como escuchar
relatos de fantasmas junto a la hoguera de un campamento mientras uno comía
salchichas y carne asadas. Allí, en esa lavandería automática de ambiente
sofocante, se veían grandes rollos de pelusa bajo las máquinas de lavar
(cagarrutas de fantasma, los llamaba su padre) y motas de polvo bailando en los
cálidos rayos de sol que entraban por la sucia ventana, y revistas viejas con las
cubiertas rotas. Eran todas cosas normales. Bonitas, normales y aburridas. Pero
tenía miedo. Tenía muchísimo miedo. Porque sentía que esos relatos no eran
invenciones, que esos monstruos no eran inventados: la momia de Ben, el
leproso de Eddie… Cualquiera de ellos o ambos podían salir por la noche, tras la
puesta del sol. O el hermano de Bill Denbrough, manco e implacable, navegando
por las negras cloacas de la ciudad con monedas de plata en vez de ojos.
Sin embargo, como Stan no respondía inmediatamente, volvió a preguntar:
—¿Qué fue?
Stan comenzó con cuidado:
—Estaba en ese pequeño parque, donde está la torre depósito…
—Oh, Dios, no me gusta ese lugar —dijo Eddie lúgubremente—. Si hay en
Derry un lugar maldito, es ése.
—¿Qué? —exclamó Stan, ásperamente—. ¿Qué dijiste?
—¿No sabes lo que pasaba allí? —se extrañó Eddie—. Mi madre no me
dejaba acercar aun antes de que empezaran los asesinatos de chicos. Ella… me
cuida mucho. —Les ofreció una sonrisa intranquila y apretó el inhalador que
tenía en el regazo—. Es que allí se ahogaron algunos chicos. Tres o cuatro. Se…
¿Stan? Stan, ¿te sientes bien?
La cara de Stan Uris había tomado el gris del plomo. Su boca se movía sin
sonidos. Sus ojos se volvieron hacia arriba, hasta mostrar sólo el borde inferior
de los iris. Una mano trató débilmente de asir el aire y luego cayó contra el
muslo.
Eddie hizo lo único que se le ocurrió: se inclinó hacia él, rodeó con su flaco
brazo los hombros caídos de Stan y le puso el inhalador en la boca disparando un
buen chorro.
Stan comenzó a toser y a hacer arcadas. Se irguió, sentado sobre la silla, con
los ojos otra vez enfocados y tosió contra el hueco de las manos. Por fin, aspiró
profundamente y volvió a reclinarse contra la silla.
—¿Qué me has dado? —preguntó, por fin.
—Es mi remedio contra el asma —se disculpó Eddie.
—Por Dios, sabe a cagarro de perro muerto.
Todos rieron ante eso, pero fue una risa nerviosa. Todos miraban a Stan,
inquietos. Ahora ardía un poco de color a sus mejillas.
—Es bastante malo, sí —reconoció Eddie, con cierto orgullo.
—Sí, pero ¿es kosher? —preguntó Stan.
Y todos volvieron a reír, aunque ninguno de ellos (incluido Stan) sabía
exactamente qué significaba kosher.
Stan fue el primero en dejar de reír y miró a Eddie con intensidad.
—Cuéntame todo lo que sepas de la torre depósito —dijo.
Eddie comenzó, pero también Ben y Beverly contribuyeron con algunos
datos.
La torre-depósito de Derry estaba situada en Kansas Street, a unos dos
kilómetros y medio del centro, por el lado oeste, cerca de Los Barrens. En cierta
época, hacia fines del siglo pasado, había suministrado toda el agua consumida
por Derry, ya que contenía cuatro millones y medio de litros de agua. Gracias a
una galería circular al aire libre, situada justo bajo el tejado, ofrecía una vista
espectacular de la ciudad y la campiña circundante, por lo que había sido un sitio
concurrido hasta 1930. Muchas familias iban al diminuto parque en sábado o en
domingo, cuando hacía buen tiempo; subían los ciento sesenta peldaños de la
escalera interior, hasta la galería, y disfrutaban del panorama. Con frecuencia
llevaban también el almuerzo para hacer un picnic.
Las escaleras discurrían entre la parte exterior de la torre, de tablas delgadas,
pintadas de blanco deslumbrante, y su depósito interior, un gran cilindro de acero
inoxidable que se elevaba a treinta y un metros con ochenta centímetros. Esas
escaleras subían hasta la cima en una estrecha espiral.
Justo por debajo de la galería, una gruesa puerta de madera, abierta sobre la
parte interior de la torre-depósito, daba a una plataforma sobre el agua, un
pequeño lago de montaña, negro, suavemente chapoteante, iluminado por
bombillas de magnesio atornilladas a pantallas de lata. El agua tenía exactamente
treinta metros de profundidad cuando el cilindro estaba lleno.
—¿De dónde venía el agua? —preguntó Ben.
Bev, Eddie y Stan se miraron mutuamente. Ninguno lo sabía.
—Bueno, ¿y qué pasó con esos chicos que se ahogaron?
Sobre eso había escasa información. Al parecer, en aquellos días («tiempos
de antes», los llamó Ben, solemne, al participar en el relato), la puerta que daba a
la plataforma sobre el agua quedaba siempre sin llave. Una noche, dos niños…,
o tal vez fuera uno solo… o quizás hasta tres… habían encontrado también
franca la puerta de abajo. Subieron como desafío, pero salieron, por error, no a la
galería, sino a la plataforma. En la oscuridad, cayeron desde el borde sin saber
dónde estaban.
—A mí me lo contó Vic Crumly, que dijo saberlo por su padre —comentó
Beverly—, así que puede ser cierto. El padre de Vic dijo que, una vez en el agua
no tenían salvación, porque no había de dónde sujetarse. La plataforma quedaba
fuera de su alcance. Dijo que debieron de nadar en círculos, pidiendo ayuda,
probablemente toda la noche. Y como nadie los oyó, se cansaron más y más
hasta que…
Dejó morir la voz, sintiendo que el horror penetraba en ella. Con los ojos de
la mente veía a aquellos chicos patalear como cachorrillos empapados. Se
sumergían y volvían a salir, escupiendo. Manoteaban más y nadaban menos,
según el pánico se iba imponiendo. Las zapatillas se cargaban de agua. Los
dedos arañaban inútilmente las paredes de acero pulido, buscando asidero. Oyó
los ecos inexpresivos de sus gritos. ¿Por cuánto tiempo? ¿Quince minutos, media
hora? ¿Por cuánto tiempo, hasta que los gritos cesaron y ellos quedaron flotando,
simplemente, boca abajo, como extraños peces que el encargado encontraría a la
mañana siguiente?
—Dios mío —dijo Stan, secamente.
—Oí decir que una mujer perdió también a su bebé —agregó Eddie,
súbitamente—. Fue entonces cuando cerraron la torre para siempre. Al menos,
eso me dijeron. Sé que antes la gente podía subir. Pero una vez subió esa señora
con su bebé; no sé qué tiempo tenía el bebé. Pero esa plataforma sale
directamente al agua. Y la señora fue hasta la barandilla con el bebé en brazos.
No se sabe si lo dejó caer o si se le escapó. Me contaron que un hombre quiso
salvarlo, haciéndose el héroe, ya me entendéis. Se arrojó de cabeza, pero el bebé
ya no estaba. A lo mejor tenía un abrigo o algo así. Cuando la ropa se moja, tira
hacia abajo.
Abruptamente, Eddie metió la mano en el bolsillo para sacar un fresquito
pardo. Lo abrió, extrajo dos píldoras blancas y se las tragó en seco.
—¿Qué es eso? —preguntó Beverly.
—Aspirinas. Me duele la cabeza.
La miró con expresión defensiva, pero Beverly no dijo nada más.
Ben terminó el relato. Después del incidente del bebé (él, por su parte, había
oído que se trataba de una niña de tres años, más o menos), el Concejo municipal
había resuelto cerrar la torre-depósito, tanto abajo como arriba, y prohibir las
excursiones a la galería. Desde entonces permanecía clausurada. El encargado
iba y venía; de vez en cuando la visitaban los empleados de mantenimiento y,
una vez por temporada, se organizaban visitas con guía. Los ciudadanos
interesados podían seguir a una señora de la Sociedad Histórica por la escalera
de caracol hasta la galería de la cima, donde podían llenarse de exclamaciones
ante el panorama y sacar fotografías para mostrar a los amigos. Pero la puerta de
la plataforma estaba siempre con candado.
—¿Todavía está llena de agua? —preguntó Stan.
—Creo que sí —dijo Ben—. He visto que las autobombas cargan allí durante
la temporada de incendios. Conectan una manguera a la tubería del fondo.
Stanley estaba mirando otra vez la secadora, donde los trapos giraban y
giraban. El manojo se había separado; algunos trapos flotaban como paracaídas.
—¿Qué viste tú allí? —preguntó Bev, suavemente.
Por un momento él no pareció dispuesto a responder. Luego aspiró
profundamente, estremecido, y dijo algo que, en un principio, les pareció muy
alejado del tema.
—Le pusieron Memorial Park por el 23º regimiento de Maine, en la guerra
civil. Los llamaban los Azules de Derry. Antes había una estatua, pero se vino
abajo por una tormenta, en el cuarenta y pico. Como no había dinero para reparar
la estatua, la reemplazaron por el baño para pájaros. Un gran baño para pájaros.
Todos lo estaban mirando. Stan tragó saliva. Su garganta emitió un
chasquido audible.
—Yo soy observador de aves, ¿sabéis? Tengo un álbum, un par de
binoculares y todo. —Miró a Eddie—. ¿Te queda alguna aspirina?
Eddie le entregó el frasquito. Stan tomó dos y tras una breve vacilación, sacó
otra. Devolvió el frasquito y tragó las píldoras, una tras otra, haciendo muecas.
Luego prosiguió con su historia.
10
El encuentro de Stan se había producido en una lluviosa tarde de principios de
primavera, dos meses antes. Con el impermeable puesto, el libro de aves y los
binoculares guardados en una bolsa impermeable, cerrada por un cordel, se había
puesto en marcha hacia el Memorial Park. Él y su padre solían ir juntos, pero su
padre tenía que «quedarse trabajando» esa noche y a la hora de la cena había
llamado especialmente para hablar con Stan.
Un cliente de la agencia, también observador de aves, había distinguido un
ejemplar que parecía un cardenal macho, Fingillidae richmondena, bebiendo en
el baño de pájaros del Memorial Park. A esas aves les gustaba comer, beber y
bañarse hacia el crepúsculo. Era muy raro encontrar un cardenal tan al norte de
Massachusetts. ¿Iría Stan a ver si podía divisarlo? El tiempo no acompañaba,
pero…
Stan dijo que sí. Su madre le hizo prometer que no se bajaría la capucha del
impermeable, pero Stan no necesitaba la recomendación; era muy pulcro. Nunca
había problemas para hacerle usar las botas de goma o los pantalones para la
nieve.
Caminó los dos kilómetros y medio hasta el Memorial Park bajo una llovizna
tan fina y vacilante que ni siquiera era llovizna; parecía, más bien, una niebla
constante. El aire estaba opaco, pero excitante. A pesar de los últimos montones
de nieve que desaparecían bajo la hierba y los bosquecillos (Stan los vio como
montones de fundas sucias) había olor a brotes nuevos. Mientras miraba las
ramas de olmos, arces y robles bajo el cielo de plomo, Stan pensó que sus
siluetas lucían misteriosamente engrosadas. Estallarían en una o dos semanas
desplegando hojas de un verde delicado, casi transparente.
«Esta tarde el aire huele a verde», pensó, sonriendo un poco.
Caminaba deprisa, porque sólo quedaba una hora de luz. Era tan meticuloso
con respecto a sus avistamientos como en cuanto a su vestimenta y a sus hábitos
de estudio; si no disponía de luz suficiente para estar del todo seguro, no anotaría
al cardenal, aunque supiera, en el fondo, que realmente lo había visto.
Cruzó el Memorial Park en diagonal. La torre-depósito era una gran silueta
blanca a la izquierda, pero Stan apenas le echó una mirada. No tenía el menor
interés en ella.
Memorial Park era un rectángulo que se inclinaba colina abajo. El césped,
blanco y muerto a esa altura del año, se mantenía bien cortado durante el verano
y con canteros circulares llenos de flores. Pero no había juegos infantiles. Se lo
consideraba plaza para adultos.
En el otro extremo, la pendiente se suavizaba antes de caer abruptamente
hasta Kansas Street y Los Barrens. En ese sector nivelado estaba el baño de
pájaros que su padre le había mencionado. Se trataba de un cuenco de piedra de
poca profundidad, fijado a un pedestal de mampostería, demasiado grande para
las humildes funciones que cumplía. Según el padre de Stan, antes de que se
acabara el dinero pensaban volver a instalar allí la estatua del soldado.
—Prefiero el baño para pájaros, papá —había dicho Stan.
El señor Uris le revolvió el pelo.
—También yo, hijo. Más baños para pájaros y menos balas; ese es mi lema.
En la parte alta de ese pedestal había una frase tallada en la piedra. Stanley
no le encontró sentido; las únicas palabras latinas que entendía eran las
clasificaciones de géneros de su libro sobre aves.
Apparebat eidolon senex
Plinio
rezaba la inscripción.
Stan se sentó en un banco, sacó su álbum de aves y volvió las páginas hasta
encontrar, una vez más, la fotografía de esa variedad de cardenales; la repasó
hasta familiarizarse con los detalles distintivos. Era difícil confundir al macho
con otro pájaro, pues era rojo como un coche de bomberos, aunque no tan
grande. Pero Stan era persona de hábitos y convenciones; esas cosas lo
reconfortaban y fortalecían su sensación de pertenecer al mundo. Por eso estudió
la fotografía durante tres minutos largos antes de cerrar el libro (la humedad del
aire estaba enroscando las esquinas de las hojas) y ponerlo otra vez en la bolsa.
Sacó los binoculares del estuche y se los llevó a los ojos. No había necesidad de
ajustarlos, ya que los había usado por última vez en ese mismo sitio.
Niño pulcro, niño paciente. No se movió. No se levantó para pasearse ni
anduvo apuntando los binoculares de un lado al otro para ver qué otra cosa
descubría. Permaneció quieto, con los binoculares enfocando el baño de pájaros
mientras la llovizna se juntaba en gordas gotas sobre su impermeable amarillo.
No se aburría. Miraba hacia abajo, hacia aquel equivalente de una
convención avícola. Cuatro gorriones pardos estuvieron allí un rato hundiendo el
pico en el agua, arrojándose tranquilamente gotas sobre sus lomos. Después vino
un azulejo, como un policía que disolviera un grupo de alborotadores. El azulejo
era tan grande como una casa en las lentes de Stan y sus gorjeos provocadores
sonaban absurdamente débiles en comparación. Los gorriones se alejaron. El
azulejo, ya en dominio de todo, se pavoneó en el sitio, bañándose; acabó por
aburrirse y alzó el vuelo. Volvieron los gorriones, pero se alejaron otra vez al
llegar un par de petirrojos para bañarse y (tal vez) discutir asuntos importantes
para el pueblo de los huesos huecos.
El padre de Stan se había reído ante la vacilante sugerencia de Stan en cuanto
a que, tal vez, los pájaros hablaban. Seguramente el padre tenía razón al decir
que los pájaros no poseían inteligencia suficiente para hablar, que sus cerebros
eran demasiado pequeños. Pero, por Dios, parecían estar conversando.
Se les unió un pájaro nuevo. Era rojo. Stan se apresuró a ajustar los
binoculares. ¿Era…? No. Era una tanagra escarlata; buen pájaro, pero no el
cardenal que él estaba buscando. Se le unió un carpintero que visitaba con
frecuencia el Memorial Park. Stan lo reconoció por el ala derecha desgarrada.
Como siempre, se preguntó qué podía haberle pasado; una escapada por un pelo
de las garras de un gato parecía la explicación más probable. Iban y venían otros
pájaros. Stan vio un grajo, torpe y feo como un camión volador, un mirlo, otro
carpintero. Por fin, como recompensa, detectó a un pájaro nuevo. No era el
cardenal sino un molobro, que parecía vasto y estúpido en la lente de los
binoculares. Dejó caer los binoculares contra el pecho y volvió a sacar el álbum
de la bolsa rogando por que el molobro no alzara vuelo antes de que él pudiera
confirmar el avistamiento. Al menos, tendría algo que llevar a su padre. Y ya era
hora de irse. La luz se estaba apagando rápidamente. Sentía frío y estaba mojado.
Verificó los datos en el libro y volvió a mirar por los binoculares. Aún estaba
allí; no se bañaba; no hacía más que mirar con cara de tonto. Era un molobro,
casi con toda seguridad. Sin señales distintivas (al menos, ninguna que se
pudiera individualizar a esa distancia) y con tan poca luz resultaba difícil
confirmarlo en un ciento por ciento. Pero tal vez le quedaran tiempo y luz para
otra comprobación. Miró la ilustración del libro, estudiándola con fiera
concentración, y volvió a tomar los binoculares. Apenas los había fijado en el
baño de pájaros cuando un sonoro ¡bum! hizo que el probable molobro agitara
las alas. Stan trató de seguirlo con los binoculares, sabiendo que tenía muy pocas
posibilidades de divisarlo otra vez, pero lo perdió. Emitió un siseo de disgusto.
Bueno, si había venido una vez, tal vez volvería. Y después de todo, sólo era un
molobro
(probablemente un molobro)
no un águila dorada o un pingüino emperador.
Stan guardó sus binoculares en el estuche y apartó su álbum. Después se
levantó y miró en derredor tratando de individualizar la causa de aquel brusco
ruido. No había sonado como un disparo ni como el estallido de un tubo de
escape. Antes bien, como una puerta abierta de golpe en una película de terror,
llena de castillos y mazmorras, hasta con efectos sonoros.
No vio nada.
Se levantó y echó a andar hacia la cuesta, rumbo a Kansas Street. En ese
momento tenía la torre-depósito a su derecha. Era un cilindro blanco, fantasmal
entre la llovizna y la penumbra. Era como si… flotara.
¿Flotara? Qué pensamiento extraño. Seguramente había venido de su propia
cabeza (¿de qué otra parte podía venir un pensamiento?) pero no le parecía suyo,
en absoluto.
Miró la torre-depósito con más atención; luego giró en esa dirección sin
siquiera pensarlo. El edificio estaba circundado por ventanas que lo envolvían en
una espiral. Stan pensó en el distintivo de peluquería que tenía el señor Aurlette
en su fachada. Las tablas blancas sobresalían sobre cada una de esas ventanas
oscuras como si fueran cejas sobre un ojo. ¿Cómo habrán hecho eso?, se
preguntó Stan, con menos interés del que habría sentido Ben Hanscom. Y fue
entonces cuando vio que, al pie de la torre, había un rectángulo oscuro mucho
mayor.
Se detuvo, con el ceño fruncido, pensando que era un lugar muy extraño para
poner una ventana, tan asimétrica con respecto a las otras. Por fin se dio cuenta
de que no era una ventana, sino una puerta.
El ruido que oí —pensó—. Fue esa puerta al abrirse de golpe.
Miró alrededor. Un crepúsculo temprano, sombrío. El cielo blanco se
disolvía en un púrpura opaco; la niebla se espesaba un poco más tomando el
aspecto de la lluvia franca que caería durante toda la noche. Crepúsculo, neblina;
viento no, nada.
Pero… si no se había abierto por el viento, ¿la habría abierto alguien, de un
empujón? ¿Por qué? Parecía demasiado pesada para que alguien pudiera
empujarla haciendo semejante estruendo. Tal vez una persona muy corpulenta…
Stan, curioso, se acercó para mirar mejor.
La puerta era más grande de lo que él había supuesto en un principio: un
metro ochenta de alto, sesenta centímetros de espesor; las tablas que la
componían estaban sujetas por bandas de bronce. Stan la empujó hasta cerrarla a
medias. Giraba suavemente sobre sus goznes, a pesar del tamaño, y sin hacer el
menor ruido. Stan la había movido para ver si las tablas se habían estropeado
con el golpe, pero no había siquiera una marca. Villa Rara, habría dicho Richie.
Bueno, entonces no fue la puerta lo que oíste —pensó—. Tal vez un avión de
propulsión a chorro. Probablemente la puerta estaba abierta desde un prin…
Su pie golpeó algo. Stan bajó la vista y vio que era un candado. Mejor dicho:
los restos de un candado. Alguien lo había reventado. En realidad, parecía que
alguien lo había llenado de pólvora para aplicarle un fósforo. De su cuerpo
asomaban flores de metal, mortíferamente afiladas.
Stan, con el entrecejo fruncido, volvió a abrir la puerta y miró hacia dentro.
Una escalera estrecha llevaba hacia arriba describiendo una espiral hasta
perderse de vista. La barandilla de la escalera estaba hecha de madera desnuda,
apoyaba en gigantescas vigas que parecían unidas por cuñas y no por clavos.
Algunas de esas cuñas parecían más gruesas que el brazo de Stan. La pared
interior era de acero, con gigantescas soldaduras que parecían ampollas.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó Stan.
No hubo respuesta.
Tras una breve vacilación avanzó un paso para ver mejor la angosta garganta
de la escalera. Nada. Y aquello era ciudad Escalofrío, como también habría
dicho Richie. Se volvió para salir… y entonces oyó música.
Era débil, pero la reconoció inmediatamente.
Música de organillo.
Inclinó la cabeza para escuchar; la arruga de su frente comenzaba a
disolverse un poquito. Música de organillo, claro, la música de los carnavales y
las ferias. Conjuraba recuerdos tan deliciosos como efímeros: palomitas de maíz,
algodón de azúcar, buñuelos fritos, repiquetear de cadenas en atracciones como
el Gusano Loco, el Látigo, las Tazas.
El ceño fruncido cedió paso a una sonrisa dubitativa. Stan subió un paso,
luego dos, con la cabeza inclinada. Hizo otra pausa. Como si pensando en las
ferias se pudiera crear una, hasta podía oler el maíz tostado, el algodón de
azúcar, los buñuelos… ¡Y más aún! Pimientos, salchichas, humo de cigarrillos,
aserrín. Y también el olor del vinagre blanco, de ese que se echa a las patatas
fritas. Se olía a mostaza, amarilla y muy caliente, como la que se pone a las
salchichas con una cuchara de madera.
Aquello era asombroso…, increíble…, irresistible.
Subió otro peldaño. Fue entonces cuando oyó pasos ansiosos y susurrantes
que descendían. Inclinó la cabeza otra vez. La música de feria había cobrado
súbito volumen, como para disimular los pasos. Llegó a reconocer la melodía:
era Camptown Races.
Pasos, sí, pero no exactamente pasos susurrantes, ¿verdad? En realidad
sonaban… acuosos, ¿no? Como si alguien caminara con botas de goma llenas de
agua.
Camptown ladies sing dis song, doodah doodah
(Cuish-cuish)
Camptown Racetrack nine miles Long, doodah doodah
(Scuish-slosh… ya más cerca)
Ride around all night
Ride around all day…
Ahora había sombras bamboleándose en la pared, sobre él.
El terror atenazó la garganta de Stan, de pronto. Era como tragarse algo
caliente y horrible, un repulsivo medicamento que, de súbito, lo galvanizaba a
uno como la electricidad. Fueron las sombras las que lo provocaron.
Los vio sólo por un momento. Tuvo apenas ese breve tiempo para observar
que eran dos, que iban encorvados, con aspecto, por algún motivo, antinatural.
Tuvo sólo ese momento porque la luz se estaba yendo, demasiado rápidamente.
Y en el momento en que giraba, la pesada puerta de la torre se cerró
poderosamente a su espalda.
Stanley corrió escaleras abajo (de algún modo había subido más de doce
escalones, aunque sólo recordaba dos o tres), ya muy asustado. Había demasiada
oscuridad allí; no se veía nada. Oyó su propia respiración, oyó la música de feria
que seguía sonando, más arriba.
(¿Qué hace un organillo aquí, en la oscuridad? ¿Quién lo toca?)
Y oyó esos pasos mojados. Se le acercaban. Se estaban acercando.
Golpeó la puerta con las manos extendidas adelante. La golpeó con tanta
fuerza que volaron chispas de dolor hasta sus codos. Antes había girado con
tanta facilidad… y ahora no se movía.
No…, eso no era cierto. Al principio se movió apenas un poquito, lo
suficiente como para permitirle ver una burlona franja de luz gris que corría
verticalmente por el lado izquierdo. Después desapareció. Como si alguien
estuviera al otro lado, sosteniendo la puerta cerrada.
Jadeante, aterrorizado, Stan empujó la puerta con todas sus fuerzas. Sintió
que las bandas de bronce se le clavaban en las manos. Nada.
Giró en redondo apretando la espalda con las manos abiertas contra la puerta.
El sudor, oleoso y caliente, le corría desde las raíces del pelo. La música de
organillo se había vuelto más audible. Despertaba ecos en la escalera de caracol.
Pero ya no tenía nada de alegre. Se había convertido en una endecha fúnebre.
Aullaba como viento y agua. Con los ojos de la mente, Stan vio una feria rural
de fin de otoño, viento y lluvia batiendo un camino desierto, estandartes
flameando, carpas henchidas cayéndose, alzando vuelo como murciélagos de
lona. Vio juegos desiertos erguidos contra el cielo, como patíbulos. El viento
tamborileaba en los extraños ángulos de sus soportes. De pronto comprendió que
la muerte estaba allí con él, que la muerte venía a por él y que huir era
imposible.
Por la escalera cayó un súbito torrente de agua. Ya no se olía a maíz tostado,
ni a buñuelos, ni a algodón de azúcar, sino a podredumbre mojada. Era el hedor
de un cerdo muerto que ha estallado en una furia de gusanos en un sitio apartado
del sol.
—¿Quién está allí? —aulló, con voz aguda y temblorosa.
Le respondió una voz grave, burbujeante, que parecía ahogada de barro y
agua vieja.
—Los muertos, Stanley. Somos los muertos. Nos hundimos, pero ahora
flotamos… y tú también flotarás.
Sintió que el agua le mojaba los pies y se apretó contra la puerta en un
tormento de miedo. Ya estaban muy cerca. Se sentía su proximidad. Se les podía
oler. Algo se le clavó en la cadera al golpear la puerta, una y otra vez, en un
enloquecido esfuerzo por escapar.
—Estamos muertos, pero a veces payaseamos un poquito por ahí, Stanley. A
veces…
Era su libro de pájaros.
Sin pensarlo, Stan lo cogió. Tenía la bolsa en el bolsillo del impermeable y
no podía sacarla. Uno de ellos había llegado abajo. Se oían sus pasos arrastrados
en el pequeño empedrado de la entrada. En un momento estiraría la mano
haciéndole sentir su carne fría.
Dio un tirón terrible y el álbum quedó en sus manos. Lo sostuvo ante sí como
si fuera un endeble escudo sin pensar en lo que hacía, pero seguro de que era lo
correcto.
—¡Petirrojos! —vociferó en la oscuridad.
Y por un momento, la cosa que se aproximaba (estaba a menos de cinco
pasos, sin duda) vaciló. Stan estaba casi seguro. Y por un momento ¿no había
sentido que cedía la puerta contra la cual se estaba apretando?
Pero ya no se estaba apretando contra ella. Se irguió en toda su estatura, en la
oscuridad. ¿Desde cuándo? No hubo tiempo para extrañarse. Stan se humedeció
los labios secos y comenzó a entonar:
—¡Petirrojos! ¡Grullas! ¡Alondras! ¡Tanagras escarlatas! ¡Grajos!
¡Carpinteros! ¡Paros! ¡Ruiseñores! ¡Pelí…!
La puerta se abrió con un chirrido de protesta y Stan dio un gigantesco paso
hacia atrás, hacia el aire neblinoso. Cayo despatarrado en la hierba seca. Había
doblado el álbum casi por la mitad, y más tarde, aquella misma noche,
descubriría las nítidas huellas de sus dedos, hundidos en la cubierta, como si
estuviera encuadernado con algún material esponjoso y no en cartón duro.
No trató de levantarse sino que clavó los talones en el suelo arrastrando el
trasero por el césped resbaladizo. Tenía los labios apretados. Dentro de ese
rectángulo oscuro veía aún dos pares de piernas por debajo de la sombra
diagonal arrojada por la puerta, ahora entornada. Veía vaqueros que, al pudrirse,
habían tomado un color negro purpúreo. Hilos color naranja se adherían a las
costuras y el agua chorreaba desde los bajos doblados, encharcando los zapatos,
casi completamente podridos, que dejaban al descubierto dedos purpúreos e
hinchados.
Las manos pendían a los costados, laxas, demasiado largas, demasiado
cerúleas. De cada dedo colgaba, balanceándose, un pequeño pompón naranja.
Stan, sosteniendo su álbum doblado frente a sí, como un escudo, con la cara
mojada por la llovizna, el sudor y las lágrimas, susurraba en un ronco sonsonete:
—Gorriones…, papagayos…, picaflores…, albatros…, kiwis…
Una de aquellas manos se movió hacia arriba, mostrando una palma de la
que el agua interminable había borrado todas las líneas, dejando algo tan
idiotamente suave como la mano de un maniquí.
Un dedo se desenroscó… y volvió a enroscarse. El pompón se balanceaba,
saltando.
Lo llamaba por señas.
Stan Uris, que moriría en una bañera veintisiete años después, con cruces
abiertas en los antebrazos, se irguió sobre las rodillas; después, sobre los pies;
por fin echó a correr. Cruzó corriendo Kansas Street sin mirar a los lados y se
detuvo en la otra acera, jadeando, para echar un vistazo atrás.
Desde donde estaba no veía la puerta de la torre-depósito. Sólo la torre en sí,
gruesa pero grácil, erguida en la oscuridad.
—Estaban muertos —susurró Stan para sus adentros, espantado.
Se volvió bruscamente y echó a correr hacia su casa.
11
La secadora se había detenido. También Stan.
Los otros tres se limitaron a mirarlo por un largo momento. Su piel estaba
casi tan gris como el anochecer de abril que acababa de narrarles.
—Jolín —dijo Ben, por fin. El aliento le salió en un susurro desigual.
—Es cierto —dijo Stan, en voz baja—. Lo juro por Dios.
—Yo te creo —aseguró Beverly—. Después de lo que pasó en casa, podría
creer cualquier cosa.
Se levantó súbitamente, casi tirando la silla, y fue a la secadora. Empezó a
sacar los trapos uno a uno para plegarlos. Estaba de espaldas al grupo, pero Ben
supo que lloraba. Habría querido acercarse, pero le faltó valor.
—Tenemos que hablar con Bill sobre esto —dijo Eddie—. Bill sabrá qué
hacer.
—¿Hacer? —repitió Stan, volviéndose a mirarlo—. ¿Qué cabe hacer?
Eddie lo miró, incómodo.
—Bueno…
—Yo no quiero hacer nada —siguió Stan. Lo miraba con tanta dureza que
Eddie se retorció en la silla—. Quiero olvidarme de todo. Eso es todo lo que
quiero hacer.
—No es tan fácil —observó Beverly, serenamente, volviéndose. Bev había
acertado: el sol caliente que entraba en diagonal por las ventanas sucias se
reflejó en líneas brillantes en sus mejillas—. No se trata sólo de nosotros. Oí
hablar a Ronnie Grogan. Y el niño que habló primero… tal vez era ese pequeño
de los Clements, el que desapareció de su triciclo.
—¿Y qué? —la desafió Stan.
—¿Y si sigue matando? —preguntó ella—. ¿Y si se lleva a otros chicos?
Los ojos del niño, de un color pardo caliente, se cruzaron con los de ella,
azules, respondiendo a la pregunta sin hablar: ¿Y a mí qué?
Pero Beverly no apartó la vista. Al fin fue Stan quien se vio obligado a
hacerlo… tal vez sólo porque ella todavía lloraba, pero tal vez porque ella, en su
preocupación por los demás, se volvía más fuerte.
—Eddie tiene razón —dijo Bev—. Tendríamos que hablar con Bill. Después,
quizá con el comisario…
—Muy bien —dijo Stan. Si trataba de mostrarse despectivo, no le salió. Su
voz sonaba sólo a cansancio—. Niños muertos en la torre-depósito. Sangre que
sólo los niños pueden ver y los adultos no. Payasos que merodean por el canal.
Globos que flotan contra el viento. Momias. Leprosos bajo los porches. El
comisario Borton se reiría hasta que le doliera la barriga… y después nos
mandaría al manicomio.
—Si fuéramos todos —propuso Ben, afligido—. Si fuéramos juntos…
—Seguro —exclamó Stan—. Claro. Sigue, fardo de heno. ¿Por qué no
escribes una novela? —Se levantó para ir a la ventana con las manos en los
bolsillos, furioso, inquieto, asustado. Miró afuera por un momento con los
hombros rígidos rechazándolo todo bajo la camisa limpia. Sin mirarles, repitió
—: ¿Por qué no me escribes una jodida novela?
—No —dijo Ben serenamente—. Será Bill quien escriba las novelas.
Stan se volvió, sorprendido y los otros lo miraron. Ben Hanscom tenía una
expresión horrorizada, como si, súbita e inesperadamente, se hubiera dado una
bofetada a sí mismo.
Bev plegó los últimos trapos.
—Pájaros —dijo Eddie.
—¿Qué? —preguntaron Bev y Ben al unísono.
Eddie miraba a Stan.
—¿Escapaste gritándoles nombres de pájaros?
—Puede ser —reconoció Stan, reacio—. O tal vez la puerta estaba sólo
atascada y de pronto se soltó.
—¿Sin que tú te apoyaras? —señaló Bev.
Stan se encogió de hombros. No fue un gesto hosco, sino de ignorancia.
—Creo que fueron los nombres de pájaros que les gritaste —insistió Eddie
—. Pero ¿por qué? En las películas uno les muestra una cruz…
—O reza un Padrenuestro… —agregó Ben.
—… o el salmo veintitrés —concluyó Beverly.
—Conozco el salmo veintitrés —respondió Stan, enojado—, pero lo del
crucifijo no me saldría tan bien. Recordad que soy judío.
Todos apartaron la vista azorados, ya porque él hubiera nacido así o por
haberlo olvidado.
—Pájaros —repitió Eddie—. ¡Jesús bendito!
Dirigió a Stan otra mirada culpable, pero su amigo miraba la calle,
malhumorado.
—Bill sabrá qué hacer —dijo Ben, de pronto, concordando finalmente con
Bev y Eddie—. Apuesto cualquier cosa. Lo que me pidáis.
—Oíd —adujo Stan, mirándolos severamente—, está bien. Podemos hablar
con Bill, si queréis. Pero para mí, eso será todo. Podéis tratarme de gallina, de
marica, de lo que queráis. No soy un gallina; no lo creo. Pero lo que vi en la
torre…
—Si no te asustara algo como eso estarías loco, Stan —señaló Beverly,
suavemente.
—Sí, me asustó, pero ése no es el problema —observó Stan, acalorado—. No
es siquiera lo que estoy diciendo. ¿No comprendéis…?
Lo miraban expectantes, con ojos afligidos y levemente esperanzados, pero
Stan no pudo explicar lo que sentía. Se le habían acabado las palabras. Había un
ladrillo de sensaciones dentro de él y no podía sacar las palabras adecuadas.
Podía ser muy meticuloso, muy seguro de sí, pero tenía sólo once años y apenas
había terminado el cuarto curso.
Quería decirles que había cosas peores que tener miedo. Podías tenerle
miedo al coche que está a punto de atropellarlo cuando va en bicicleta. Podía
tenerle miedo a la polio, antes de la vacuna. Podía tener miedo a ese loco de
Kruschev. Uno podía tener miedo de ahogarse si nadaba donde no tocaba fondo.
Podía tener miedo de muchas cosas y seguir funcionando.
Pero esas cosas de la torre-depósito…
Quería decirles que esos niños muertos, los que habían bajado por la escalera
de caracol en la oscuridad, habían hecho algo peor que asustarlo: lo habían
ofendido.
Ofendido, sí. Era la única palabra que se le ocurría, pero si la pronunciaba se
reirían de él. Le tenían cariño, sin duda, y lo habían aceptado como a un igual,
pero aun así se reirían de él. Sin embargo, había cosas que no debían ser.
Ofendían el sentido del orden de cualquier persona cuerda, ofendían la idea
esencial de que Dios había dado a la tierra una inclinación sobre el eje para que
el crepúsculo durara sólo veinte minutos en el ecuador y más de una hora en la
tierra de los esquimales; que, después de hacer eso, había dicho, en resumen:
«Bueno, si pueden calcular la inclinación, podrán calcular todo lo que quieran.
Porque hasta la luz tiene peso y cuando la nota de un silbato desciende
bruscamente es por el efecto Doppler y cuando un avión rompe la barrera del
sonido el estruendo no es el aplauso de los ángeles ni la flatulencia de los
diablos, sino el aire que cae de nuevo en su lugar. Yo les di la inclinación y me
senté en mitad de la platea para presenciar el espectáculo. No tengo otra cosa
que decir salvo que dos más dos son cuatro, que las luces del cielo son estrellas,
que si hay sangre los adultos la ven tanto como los niños, y que los niños
muertos, muertos están».
Se puede vivir con el miedo, creo, habría dicho Stan, si hubiera podido. Tal
vez no eternamente, pero sí mucho, mucho tiempo. En cambio, con la ofensa no
se puede vivir, porque abre una grieta en tu pensamiento y si miras dentro de ella
ves que allí hay cosas vivas, cosas con ojos amarillos que no parpadean y que
huele muy mal en esa oscuridad. Y al cabo de un rato acabas por pensar que tal
vez haya todo un universo distinto allá abajo, un universo donde hay una luna
cuadrada en el cielo, donde las estrellas ríen con voces frías; un universo donde
algunos triángulos tienen cuatro lados y otros cinco, y otros cinco a la quinta
potencia. En ese universo puede haber rosas que canten. Todo lleva al todo, les
habría dicho, si hubiera podido. Id a vuestra iglesia y escuchad esas historias de
que Jesús caminó sobre las aguas, pero si yo viera a un tipo haciendo eso gritaría
hasta quedarme ronco. Porque a mí no me parecería un milagro, me parecería
una ofensa.
Como no podía decir nada de eso, se limitó a reiterar:
—Asustarse no es problema. Pero no quiero meterme en algo que me haga
terminar en el manicomio.
—Por lo menos ¿vendrás con nosotros a hablar con él? —preguntó Bev—.
¿Escucharás lo que nos diga?
—Por supuesto —dijo Stan y se echó a reír—. Tal vez convenga llevar mi
álbum de pájaros.
Todos rieron. Y de esa manera resultó más fácil.
12
Beverly se despidió de ellos en la puerta de la lavandería y volvió sola a su casa,
llevando los trapos. El apartamento aún estaba desierto. Guardó los trapos bajo
el fregadero de la cocina y cerró el armario. Después levantó la vista y miró
hacia el baño.
No voy a entrar allí —pensó—. Voy a encender el televisor para ver Bandas
de América. Tal vez pueda aprender ese paso de baile.
Fue a la sala, encendió el televisor y, cinco minutos después, lo apagó,
mientras Dick Clark mostraba la cantidad de grasa que sale de la cara de la
adolescente común con sólo una toallita desinfectante Stri-Dex. «Si crees que
puedes limpiarte la cara sólo con agua y jabón —decía Dick, mostrando la
toallita sucia a la cámara para que todas las adolescentes de Norteamérica le
echaran un buen vistazo—, echa una mirada a esto».
Beverly fue al armario de la cocina donde estaban las herramientas de su
padre. Entre ellas había una cinta métrica de bolsillo, de esas que proyectan una
larga lengua de centímetros. La encerró en su mano fría y fue al baño.
Estaba reluciente, silencioso. En algún lugar, muy lejos, se oían los chillidos
de la señora Doyon ordenando a su hijo Jim que saliera inmediatamente de la
calle.
Se acercó al lavabo y miró dentro del oscuro ojo del sumidero.
Así estuvo por un rato, con las piernas frías como mármol dentro de los
vaqueros. Sentía los pezones tan puntiagudos que habrían podido cortar papel;
los labios, secos y muertos. Aguardó las voces.
No hubo voz alguna.
De ella escapó un pequeño suspiro estremecido y comenzó a introducir la
cinta de acero en el desagüe. Descendió con facilidad, como una espada por la
garganta de un faquir tragasables. Veinte centímetros, veinticinco, treinta. Y se
detuvo al chocar contra el codo del caño, tal vez. Beverly la sacudió un poquito,
sin dejar de empujar, y al fin la cinta volvió a deslizarse por la tubería. Cuarenta
centímetros. Después, sesenta, noventa.
Mientras observaba la cinta amarilla que brotaba de su estuche cromado,
ennegrecido por las grandes manos de su padre, los ojos de su mente la vieron
deslizarse por la oscuridad de los tubos, ensuciándose un poco, desprendiendo
escamas de herrumbre. «Allá abajo, donde el sol nunca brilla y la noche nunca
cesa», pensó.
Imaginó el extremo de la cinta, con su pequeño tope de acero, no más grande
que una uña, deslizándose más y más en la oscuridad. Una parte de su mente
gritaba: ¿Qué estás haciendo? No ignoró su voz… pero parecía imposible
hacerle caso. El extremo de la cinta bajaba ahora en línea recta hacia el sótano.
Lo imaginó golpear contra las tuberías de la cloaca… y en ese momento la cinta
volvió a detenerse.
Beverly la sacudió otra vez. Hubo un sonido espectral, algo parecido al de un
serrucho doblado entre las piernas. Vio mentalmente el extremo metálico
revolviéndose contra el fondo de esa tubería más ancha que debía tener un
revestimiento de cerámica. Lo vio curvarse… y luego pudo empujar un poco
más.
Sacó un metro ochenta, dos. Dos setenta.
Y de pronto, la cinta comenzó a correr entre sus manos por sí misma, como
si algo estuviera tirando del otro extremo. No sólo tirando: corriendo con ella.
Beverly miró fijamente la cinta que se desenroscaba, los ojos como platos y la
boca convertida en un círculo de miedo. Miedo sí, pero no sorpresa. ¿Acaso no
lo había sabido desde un principio? ¿No había sabido que ocurriría algo así?
La cinta llegó a su fin. Seis metros justos.
Una risa suave brotó del desagüe, seguida por un susurro que era casi un
reproche:
Beverly, Beverly…, no puedes luchar contra nosotros… Si lo intentas
morirás… Si lo intentas morirás… Beverly… Beverly… ly… ly-ly…
Algo chasqueó dentro del estuche metálico y, de pronto, la cinta comenzó a
enroscarse allí dentro con celeridad. Los números y las marcas pasaban como un
borrón. En los últimos dos metros, el amarillo se trocó en un rojo oscuro,
chorreante. Beverly soltó un grito y la dejó caer al suelo, como si se hubiera
convertido en una serpiente viva.
Otra vez había sangre fresca goteando en la porcelana blanca del lavabo y
escurriéndose por el sumidero. La niña se inclinó, sollozando; el miedo era un
peso congelado en el estómago. Levantó la cinta apretándola entre el pulgar y el
índice de la derecha. Sosteniéndola así, bien lejos de su cuerpo, la llevó a la
cocina. Mientras caminaba, la sangre chorreó desde la cinta al linóleo desteñido
del pasillo y la cocina.
Se tranquilizó pensando en qué diría su padre, en qué le haría su padre, si
descubría que le había ensangrentado toda la cinta. Claro que él no podría ver
esa sangre, pero pensarlo ayudaba.
Cogió uno de los trapos limpios (todavía calientes como pan recién
horneado) y volvió al baño. Antes de empezar a limpiar ajustó el tapón de goma
en el sumidero para cerrar aquel ojo. La sangre estaba fresca y fue fácil
limpiarla. Siguió sus propias huellas limpiando las grandes gotas en el linóleo.
Después enjuagó el paño, lo estrujó y lo puso a un lado.
Usó un segundo trapo para limpiar la cinta métrica de su padre. La sangre
estaba espesa, viscosa. En dos sitios había formado coágulos negros y
esponjosos.
Aunque la sangre sólo cubría los últimos dos metros, o menos, ella limpió la
cinta en toda su longitud, para retirar cualquier rastro de su paso por las tuberías.
La guardó después en el armario y llevó los dos trapos sucios a la parte trasera
del apartamento.
La señora Doyon seguía gritándole a Jim. Su voz sonaba clara, casi como
una campana, en la tarde silenciosa, caliente.
En el patio trasero, que era, en su mayor parte tierra desnuda, hierbas y
tendederos, había un incinerador herrumbrado. Beverly arrojó los trapos dentro y
se sentó en los peldaños traseros. Las lágrimas surgieron bruscamente con
asombrosa violencia y en esa oportunidad no hizo esfuerzo alguno por
contenerlas.
Apoyó los brazos en las rodillas, la cabeza en los brazos y lloró. Lloró
mientras la señora Doyon ordenaba a Jim que no se quedara en medio de la calle,
¿o quería que lo atropellara un coche?
DERRY:
EL SEGUNDO INTERLUDIO
Quaeque ipsa miserrima vidi,
Et quorum pars magna fui.
VIRGILIO
Con el infinito no se jode
MEAN STREETS
14 de febrero de 1985
Día de San Valentín
Otras dos desapariciones la semana pasada; ambos, niños. Justo cuando
empezaba a relajarme. Uno de ellos es un chico de dieciséis años llamado
Dennis Torrio; la otra, una pequeña de sólo cinco que estaba jugando en el patio
de su casa, en Broadway Oeste. La madre histérica encontró su trineo, uno de
esos platillos voladores de plástico azul, pero nada más. La noche anterior había
caído otra nevada; unos diez centímetros de nieve. No había más huellas que las
de ella, me dijo el comisario Rademacher cuando lo llamé. Creo que lo fastidió
muchísimo. Eso no va a quitarme el sueño, por cierto; tengo cosas peores que
hacer, ¿verdad?
Le pregunté si podía ver las fotos policiales. Se negó.
Le pregunté si las huellas se alejaban hacia alguna especie de alcantarilla o
reja de cloaca. A eso siguió un largo período de silencio. Luego Rademacher
dijo:
—Empiezo a preguntarme si no le convendría consultar a un médico,
Hanlon. De los que atienden la cabeza. La criatura fue secuestrada por su padre.
¿No lee los diarios?
—El chico de Torrio, ¿también fue secuestrado por su padre? —pregunté.
Otra larga pausa.
—Deje el asunto en paz, Hanlon —dijo él—. Déjeme a mí en paz.
Y cortó.
Claro que leo los diarios. ¿Acaso no los despliego todas las mañanas,
personalmente, en la sala de lectura de la biblioteca pública? La niña, Laurie
Ann Winterbarger, estaba bajo la custodia de su madre desde la primavera de
1982 tras un agrio juicio de divorcio. La policía trabaja con la hipótesis de que
Horst Winterbarger, quien supuestamente trabaja como empleado de
mantenimiento de maquinarias en alguna parte de Florida, viajó en automóvil a
Maine para secuestrar a su hija. Suponen que estacionó su coche junto a la casa y
que llamó a la niña; por eso no había más huellas que las de ella. Sobre el hecho
de que la niña no había visto a su padre desde los dos años, tienen menos que
decir. Parte de la profunda acritud que acompañó al divorcio de los Winterbarger
se originó en las declaraciones de la mujer, según las cuales Horst Winterbarger
habría abusado sexualmente de la pequeña en, al menos, dos ocasiones. Pidió al
tribunal que negara a su marido todo derecho de visita, lo cual fue concedido
pese a las encendidas negativas de Winterbarger. Rademacher asegura que la
sentencia del tribunal, al separar completamente a Winterbarger de su hija única,
pudo haberlo impulsado a apoderarse de la niña. Eso, al menos, tiene una vaga
posibilidad de ser cierto, pero preguntémonos: ¿reconocería la pequeña Laurie
Ann a su padre, después de tres años, al punto de correr a su encuentro si él la
llamara? Rademacher dice que sí, aunque ella no lo veía desde los dos años. Yo
no lo creo. Y la madre dice que le había enseñado bien a no hablar con
desconocidos ni acercarse a ellos, lección que casi todos los niños de Derry
aprenden temprano y con efectividad. Rademacher dice que la policía estatal de
Florida tiene una orden de busca y captura contra Winterbarger y que allí
termina su responsabilidad.
«Los asuntos de custodia están más en el campo de los abogados que en el de
la policía», dijo este idiota gordo y pomposo, según el Derry News del viernes
pasado.
Pero el chico Torrio… Eso es otra cosa. Una estupenda vida familiar. Jugaba
al fútbol con los Tigres de Derry. Estaba en el cuadro de honor de su escuela. En
el verano de 1984 había seguido un curso de supervivencia en terreno salvaje
con excelentes calificaciones. No tenía antecedentes de drogadicción. Estaba de
novio con una chica que, al parecer, lo quería con locura. Tenía todo tipo de
motivos para vivir y para quedarse en Derry al menos por dos o tres años.
De cualquier modo, ha desaparecido.
¿Qué le atacó? ¿Una brusca crisis de identidad? ¿Un automovilista ebrio que
quizá lo atropelló y sepultó su cadáver? ¿O está todavía en Derry, tal vez en el
lado oscuro de Derry, haciendo compañía a gente como Betty Ripsom, Patrick
Hockstetter, Eddie Corcoran y los otros? ¿Está…?
(más tarde)
Ya estoy otra vez en lo mismo, recorriendo una y otra vez el mismo terreno
sin hacer nada constructivo; no hago sino darme cuerda hasta sentir ganas de
aullar. Doy un respingo cada vez que cruje la escalerilla de hierro que lleva a las
estanterías. Las sombras me sobresaltan. Me descubro preguntándome cómo
reaccionaría si, mientras estuviese ordenando los libros en los estantes,
empujando mi carrito de ruedas de goma, una mano saliera de entre dos hileras
de volúmenes, una mano que buscara a tientas…
Esta tarde tuve otra vez un deseo irresistible de empezar a llamarlos. Hasta
llegué a marcar el 404, código de Atlanta, donde vive Stanley Uris, con su
número delante de mí. Pero me limité a sostener el auricular contra la oreja
preguntándome si quería llamarlos porque estaba realmente seguro, ciento por
ciento seguro, o sólo porque estoy tan nervioso que no soportaba estar solo;
necesito hablar con alguien que sepa (o pueda llegar a saber) a qué se deben
estos nervios.
Por un momento oí a Richie diciendo «¿Insignias? ¿INSIGNIAS?
¿EQUIPOS? ¡No necesitamos ninguna apestosa insignia, señorrr!», con su voz
de Pancho Villa, tan claramente como si lo tuviera a mi lado… y colgué. Porque
cuando uno quiere ver a alguien tanto como yo deseaba ver a Richie (o a
cualquiera de ellos) en ese momento, no se puede confiar en las propias
motivaciones. Nunca mentimos mejor que cuando nos mentimos a nosotros
mismos. El hecho es que todavía no estoy al ciento por ciento seguro. Si
apareciera otro cadáver, llamaría…, pero por ahora debo suponer que ese idiota
pomposo de Rademacher puede tener razón. Es posible que la pequeña recordara
a su padre; podría tener fotografías de él. Y supongo que un adulto realmente
persuasivo podría convencer a una criatura de que se acercara al coche, por
mucho que se hubiera aconsejado al niño.
Hay otro miedo que me persigue. Rademacher sugirió que puedo estar
enloqueciendo. No lo creo, pero si los llamo ahora, ellos podrían pensar que
estoy loco. Peor aún, ¿y si siquiera me recordaran siquiera? ¿Mike Hanlon?
¿Quién? No recuerdo a ningún Mike Hanlon. No, no me acuerdo de usted en
absoluto. ¿Qué promesa?
Presiento que llegará el momento debido para llamarlos… y cuando llegue
ese momento, yo sabré que es el debido. Los circuitos de mis amigos pueden
abrirse al mismo tiempo. Es como si hubiera dos grandes ruedas dentadas que
estuvieran entrando en una especie de poderosa convergencia: yo y el resto de
Derry por un lado, todos mis amigos de la infancia por el otro.
Cuando llegue el momento, ellos oirán la voz de la Tortuga.
Por eso esperaré y tarde o temprano me daré cuenta. No creo que sea ya
cuestión de llamar o no llamar.
Sólo de cuándo llamarlos.
20 de febrero de 1985
El incendio del Black Spot.
—Un ejemplo perfecto de cómo intentará la Cámara de Comercio reescribir
la historia, Mike —me habría dicho el viejo Albert Carson, probablemente
cloqueando de risa al decirlo—. Lo intentan y a veces llegan a rozar el éxito…,
pero los viejos recuerdan las cosas como realmente fueron. Siempre recuerdan y
a veces te lo dicen, si sabes preguntar.
Hay gente que lleva veinte años viviendo en Derry y no sabe que, en otros
tiempos, hubo una barraca «especial» para soldados rasos en la vieja base aérea
de Derry, una barraca situada casi a un kilómetro del resto de la base y que, en
mitad del invierno, cuando la temperatura rondaba los veinte grados bajo cero y
con un viento de sesenta kilómetros por hora aullando por esas pistas y bajando
la sensación térmica a algo increíble, ese kilómetro de más se convertía en algo
capaz de provocar congelamiento y hasta la muerte.
Las otras siete barracas tenían calefacción a petróleo, ventanas reforzadas y
aislamiento térmico. Eran abrigadas y cómodas. La barraca «especial», que
albergaba a los veintisiete hombres de la compañía E, era calentada por una
antigua caldera de leña. El único aislamiento térmico era la alta montaña de
ramas de pino y abeto que los hombres ponían alrededor. Uno de los hombres
consiguió, cierta vez, todo un juego de ventanas reforzadas, pero los veintisiete
ocupantes de la barraca «especial» fueron enviados a Bangor, ese mismo día,
para prestar ayuda en un trabajo que se estaba realizando en la base de allá, y
cuando volvieron, por la noche, cansados y con frío, todas esas ventanas estaban
rotas. Todas.
Eso ocurrió en 1930, cuando la mitad de la fuerza aérea norteamericana aún
se componía de biplanos. En Washington, Billy Mitchell había sido juzgado por
un tribunal militar y degradado a pilotar un escritorio debido a la acicateante
insistencia en tratar de formar una flota más moderna que había acabado por
fastidiar a sus mayores. No mucho después, renunciaría.
Se volaba, por lo tanto, bastante poco en la base de Derry, a pesar de sus tres
pistas, una de las cuales estaba pavimentada y todo. Las operaciones militares
consistían, en su mayor parte, en trabajos inventados.
Uno de los soldados de la compañía E que volvieron a Derry después de esa
gira de servicio, terminada en 1937, fue mi padre. Él me contó esto:
»Un día, en la primavera de 1930 (eso fue unos seis meses antes del incendio
del Black Spot), yo volvía con cuatro de mis compañeros de Boston, donde
habíamos pasado un permiso de tres días.
»Cuando entramos por el portón encontramos, justo después del puesto de
control, a un tipo grandote apoyado en una pala, que estaba sacándose el fundillo
de los pantalones del trasero. Un sargento, de alguna ciudad sureña, de pelo
color zanahoria, dientes picados, granos… Parecido a un mono sin pelo en el
cuerpo, no sé si me explico. Había muchos de ésos en el ejército, durante la
depresión.
»La cosa es que entramos, los cuatro, recién llegados del permiso y
sintiéndonos de maravilla, y le vemos en los ojos que estaba buscando pelea para
jodernos. Enseguida le hicimos el saludo, como si fuera un general condecorado.
A lo mejor habríamos podido pasar, pero era un hermoso día de primavera,
brillaba el sol y a mí se me fue la lengua.
»—Buenos días tenga usted, sargento Wilson —le dije.
»Y él me cayó encima con todo.
»—¿Le he dado permiso para hablarme? —preguntó.
»—No, señor —dije.
ȃl mira al resto de nosotros: Trevor Dawson, Carl Roone y Henry Whitsun,
que murió en el incendio, ese otoño, y les dice:
»—Este negrito avispado corre de mi cuenta. Si no queréis pasar una tarde de
mierda trabajando, largaos a la oficina de oficiales. ¿Entendido?
»Bueno, ellos se fueron. Y Wilson brama:
»—¡Volando, imbéciles! ¡Quiero veros la suela de los zapatos!
»Así que fueron volando. Y Wilson me llevó a uno de los cobertizos donde
se guardaban los equipos y me dio una pala. Me acompañó al gran campo que
estaba donde ahora se levanta la terminal de autobuses de la Northeast Airlines.
Y me mira, medio sonriendo, y señala la tierra, y me dice:
»—¿Ves ese agujero, negro?
»No había ningún agujero, pero me pareció mejor darle la razón en todo. Así
que miré el lugar que él señalaba y dije que lo veía, claro. Entonces él me encajó
un puñetazo en la nariz y me tiró al suelo. Me dejó planchado, con la sangre
chorreándome sobre la única camisa limpia que me quedaba.
»—¡No lo ves, porque algún estúpido lo rellenó! —me grita, con dos grandes
manchas de color en la cara. Pero sonreía, y uno se daba cuenta de que lo estaba
disfrutando—. Y lo que vas a hacer, señorito Buenastardes Tengausted, lo que va
a hacer es sacar toda la tierra de mi agujero. ¡Volando!
»Así que me puse a cavar, por más de dos horas, y muy pronto estaba metido
en ese agujero hasta la barbilla. El último medio metro era arcilla; cuando
terminé estaba metido en el agua hasta los tobillos y tenía los zapatos empapados
por completo.
»—Salga de ahí, Hanlon —me dice el sargento Wilson. Estaba sentado en la
hierba, fumando un cigarrillo. No me ofreció ninguna ayuda. Yo estaba lleno de
tierra y porquerías de pies a cabeza, por no mencionar la sangre que estaba
secándose sobre mi camisa. Se levantó y vino. Señaló el agujero.
»—¿Qué ves allí, negro? —me preguntó.
»—Su agujero, sargento Wilson —le digo.
»—Sí. Bueno, he decidido que no lo quiero. No quiero ningún agujero hecho
por un negro. Vuelva a echar la tierra, soldado Hanlon.
»Así que volví a rellenarlo. Cuando terminé estaba poniéndose el sol y
empezaba a hacer frío. Él se acercó a mirar en cuanto di los últimos golpes de
pala a la tierra para asentarla.
»—¿Y ahora qué ves, negro? —preguntó.
»—Un montón de tierra, señor —dije.
»Y él me pegó otra vez. Por Dios, Mikey, esa vez estuve a punto de dar un
salto y abrirle la cabeza con el filo de la pala. Pero si hubiera hecho eso no
habría vuelto a ver el cielo, como no fuera por entre las rejas. Aun así, a veces
pienso que habría valido la pena. El caso es que conseguí mantener la calma.
»—¡Eso no es un montón de tierra, estúpido piojoso! —me vocifera,
escupiendo saliva—. ¡Eso es MI AGUJERO, y será mejor que saques esa tierra
de ahí ahora mismo! ¡Volando!
»Así que saqué la tierra de su agujero y después lo volví a rellenar, y después
él viene a preguntarme por qué le había llenado el agujero justo cuando se está
preparando para cagar dentro. Así que vuelvo a sacar la tierra. Y él se baja los
pantalones y apunta su trasero rojo y flaco hacia el agujero y me sonríe con toda
la cara, mientras hace lo suyo, y me dice:
»—¿Qué tal va, Hanlon?
»—Perfectamente, señor —le contesto enseguida, porque había decidido no
ceder hasta caer desmayado o muerto. Estaba muy enojado.
»—Bueno, ya me encargaré de eso —dice él—. Para empezar, le conviene
llenar ese agujero, soldado Hanlon. Mueva ese culo negro. Está perdiendo el
ritmo.
»Así que lo rellené otra vez; por el modo en que sonreía, me di cuenta de que
apenas iba entrando en calor. Pero justo entonces vino un compinche suyo con
una lámpara de gas, a decirle que había caído una inspección por sorpresa y que
Wilson estaba en infracción por haber estado ausente. Mis amigos dieron el
presente por mí, así que yo no tuve problemas, pero los de Wilson, si es que se
los puede llamar amigos, no se iban a molestar.
»Entonces me dejó ir. Al día siguiente yo esperaba ver su nombre en la lista
de sancionados, pero no apareció. Seguramente dijo al teniente que se había
perdido la inspección por estar enseñando a un negro bocazas quién era el dueño
de todos los agujeros de la base: los que ya estaban cavados y los que no lo
estaban. Probablemente le dieron una medalla en vez de mandarlo a pelar
patatas. Y así eran las cosas en la compañía E, en Derry».
Corría 1958 cuando mi padre me contó esta historia. Calculo que se acercaba
a los cincuenta años, aunque mi madre sólo tenía unos cuarenta. Le pregunté por
qué había vuelto a Derry.
»Bueno, yo sólo tenía dieciséis años cuando me enrolé —dijo—. Tuve que
agregarme edad para que me aceptaran. Y tampoco fue idea mía. Me lo ordenó
mi madre. Yo era grande, y supongo que por eso pasó la mentira. Nací y me crié
en Burgaw, Carolina del Norte, y allá sólo veíamos carne después de la cosecha
de tabaco o en el invierno, a veces, si mi padre cazaba un mapache o una
zarigüeya. El único buen recuerdo que conservo de Burgaw es el pastel de
zarigüeya con tortas de maíz; una belleza.
»Cuando murió mi padre, en un accidente con máquinas de labranza, mi
madre dijo que llevaría a Pichón Philly a Corith, donde tenía familia. Pichón
Philly era el benjamín de la familia».
—¿Te refieres a mi tío Phil? —pregunté, sonriendo al pensar que alguien
pudiera haberlo llamado Pichón Philly. Vivía en Tucson, Arizona; era abogado y
estaba en el ayuntamiento de la ciudad desde hacía seis años. Cuando yo era
chico lo consideraba rico. Supongo que lo era, considerando la posición de los
negros en 1958. Ganaba veinte mil dólares al año.
—A él me refiero —confirmó mi padre—. Pero en aquellos tiempos era sólo
un mocoso de doce años, que usaba un sombrero de papel y un mono
remendado; no tenía zapatos. Era el menor, después de mí. Los mayores ya no
estaban en casa: dos habían muerto, dos estaban casados y el otro en la cárcel.
Ese era Howard, que nunca fue trigo limpio.
»“Vas a ir al ejército —me dijo tu abuela Shirley—. No sé si empiezan a
pagar enseguida o no, pero en cuanto te paguen me envías un giro todos los
meses. No me gusta que te vayas, hijo, pero si no nos mantienes, a mí y a Philly,
no sé qué será de nosotros.”
»Me dio mi certificado de nacimiento para que lo presentara a la oficina de
reclutamiento y entonces vi que había arreglado la fecha, no sé cómo, para
darme dieciocho años.
»Bueno, fui a los tribunales, donde estaba el encargado de reclutar, y pedí
alistarme. Él me dio los formularios y señaló la línea donde tenía que poner mi
marca.
»—Sé escribir mi nombre —le dije. Y él rió como si no me creyera.
»—Bueno, ve, escribe, negrito —me dice.
»—Un momento —replico—. Quiero hacerle un par de preguntas.
»—Venga. Yo respondo a todo lo que puedas preguntar.
»—¿Es cierto que en el ejército se come carne dos veces por semana? —
pregunté—. Eso dice mi mamá, pero quiero convencerme para que me enrole.
»—No, no se come carne dos veces por semana —dice.
»—Sí, ya lo imaginaba —dije, pensando que ese hombre parece un mal
bicho, pero que al menos es un mal bicho sincero. Y entonces él me dice:
»—Se come carne todas las noches. —Y yo me pregunto cómo pude haberlo
creído sincero.
»—Ya veo que me toma por idiota —dije.
»—En eso tienes razón, negro.
»—Bueno, pero si me enrolo quiero mandar mi paga a mi madre y a Pichón
Philly.
»—Rellena esto —me explica, señalando un formulario para asignaciones—.
¿Qué otra cosa tienes en la cabeza?
»—Bueno, ¿se puede estudiar para oficial?
»Cuando dije eso, él echó la cabeza para atrás y se rió tanto que parecía a
punto de ahogarse con su propia saliva. Después dijo:
»—Mira, hijo, el día en que haya oficiales negros en este ejército será
cuando veas a Jesucristo bailando el charlestón por los teatros. Ahora, ¿firmas o
no firmas? Se me está acabando la paciencia. Además, me estás apestando la
oficina.
»Firmé, y vi que él adjuntaba el formulario de asignación a mi solicitud;
después me tomó el juramento y yo ya fui soldado. Creí que me enviarían a
Nueva Jersey, donde el ejército estaba construyendo puentes, ya que no había
guerra en ninguna parte. Pero fui a parar a Derry, Maine, y a la compañía E».
Suspiró y se movió en la silla; era un hombre corpulento, cuyo pelo blanco
se rizaba hasta pegarse al cráneo. En ese momento teníamos una de las mejores
fincas de Derry y, probablemente, el mejor puesto caminero de productos al sur
de Bangor. Los tres trabajábamos mucho y mi padre tenía que contratar mano de
obra adicional durante la cosecha. Nos iba bien.
—Volví porque había visto el Sur y había visto el Norte —dijo él—, y en
todas partes existía el mismo odio. No fue el sargento Wilson el que me
convenció de eso. Él no era más que un sureño bruto, que llevaba el Sur
dondequiera que fuese. No necesitaba vivir en el Sur para odiar a los negros. Los
odiaba, simplemente. No; lo que me convenció fue el incendio del Black Spot.
Mira, Mikey, en cierto sentido…
Echó un vistazo a mi madre, que estaba tejiendo. Ella no había levantado la
mirada, pero comprendí que escuchaba con atención. Creo que mi padre también
lo sabía.
—En cierto sentido —prosiguió—, fue el incendio lo que me hizo hombre.
En ese incendio murieron sesenta personas, dieciocho de la compañía E. En
realidad, cuando terminó el incendio ya no quedaba compañía. Henry
Whitsun…, Stork Anson…, Alan Snopes…, Everett McCaslin…, Horton
Sartoris… Todos mis amigos, todos murieron en ese incendio. Y no fue obra del
viejo sargento Wilson ni de sus amigos, todos campesinos brutos. Fue obra de la
Liga de la Decencia Blanca, sección Derry. Algunos de los chicos que van a la
escuela contigo, hijo, fueron sus padres los que encendieron cerillas para
incendiar el Black Spot. Y no estoy hablando de los chicos pobres, no.
—¿Por qué, papá? ¿Por qué hicieron eso?
—Era sólo Derry —dijo mi padre, frunciendo el entrecejo. Encendió
lentamente su pipa y sacudió el fósforo para apagarlo—. No sé por qué pasó
aquí. No puedo explicarlo, pero al mismo tiempo no me sorprende.
»La Liga de la Decencia Blanca era la versión norteña del Ku Klux Klan,
¿entiendes? Marchaban con las mismas sábanas blancas, quemaban las mismas
cruces, enviaban las mismas notas de amenazas a los negros que, en opinión de
ellos, estaban progresando más de lo que les correspondía u ocupando puestos
destinados a los blancos. En las iglesias donde los predicadores hablaban de la
igualdad de los negros, a veces ponían cargas de dinamita. Casi todos los libros
de historia hablan más del KKK que de la Liga de la Decencia Blanca; mucha
gente ni siquiera sabe que existió, tal vez porque casi todos los libros de historia
han sido escritos por norteños, que tienen vergüenza.
»Era popular, sobre todo, en las grandes ciudades y en las zonas industriales.
Nueva York, Nueva Jersey, Detroit, Baltimore, Boston, Portsmouth: todas tenían
sus ramas. En Maine trataron de organizarse, pero sólo tuvieron éxito en Derry.
Oh, por un tiempo hubo en Lewiston una rama bastante benevolente; pero a ellos
no les preocupaba que los negros fueran violando mujeres blancas o robando
trabajo a los blancos, porque allá no había negros. En Lewiston se ocupaban de
los vagabundos, de los desocupados y del ejército comunista, como llamaban a
los que se habían quedado sin trabajo. La Liga de la Decencia solía expulsar a
esa gente de la ciudad en cuanto entraban. A veces les ponían ortiga en el
fondillo de los pantalones. A veces prendían fuego a sus camisas.
»Bueno, aquí la Liga quedó bastante desarticulada después del incendio del
Black Spot. Las cosas se les fueron de las manos, ¿comprendes? Como parece
suceder en esta ciudad, de vez en cuando».
Hizo una pausa, chupando su pipa.
—Es como si la Liga de la Decencia Blanca fuera una semilla más, Mikey —
prosiguió—, y hubiera encontrado aquí tierra que le convenía. Era un club para
ricos, como otro cualquiera. Y después del incendio, todos se limitaron a
esconder sus sábanas, a cubrirse mutuamente, y todo se escondió bajo el
papeleo. —Su voz había tomado una especie de cruel desprecio que hizo
levantar la vista a mi madre, con cara de preocupación—. Después de todo,
¿quién había muerto? Dieciocho negros del ejército, catorce o quince negros de
la ciudad, cuatro miembros de una orquesta le negros… y unos cuantos
negrófilos. ¿Qué importaba?
—Will —dijo mi madre, suavemente—, basta ya.
—No —dije yo—. ¡Quiero que me lo cuente!
—Va siendo hora de que te acuestes, Mikey —dijo él, revolviéndome el pelo
con su manaza dura—. Sólo quiero contarte algo más, y no creo que lo
entiendas, por ahora; ni siquiera estoy seguro de entenderlo yo mismo. Lo que
pasó aquella noche en el Black Spot, por horrible que fuera…, no creo que haya
pasado por ser nosotros negros. Ni siquiera porque el Black Spot estaba muy
cerca de Broadway Oeste, donde vivían los ricos de Derry, como ahora. No creo
que esa Liga de la Decencia Blanca haya funcionado tan bien aquí sólo porque
odiaba a los negros y los vagabundos más que la gente de Portland, Lewiston o
Brunswick. Es por la tierra. Parece que las cosas malas, las cosas que dañan, se
dan bien en la tierra de esta ciudad. Lo he pensado mucho, de año en año. No sé
por qué, pero así es.
»Pero también hay aquí gente buena, y en aquel entonces también había
gente buena. Más adelante, cuando se hicieron los funerales, asistieron miles de
personas, tanto negros como blancos. Los negocios cerraron casi por una
semana. Llegaron cestos de comida y cartas de pésame que se enviaban con
sinceridad. Y muchos echaron una mano. En esa época conocí a mi amigo
Dewey Conroy, y ya sabes que es blanco como la nieve, pero para mí es un
hermano. Moriría por Dewey, si él me lo pidiera. Y nadie conoce el corazón
ajeno, pero creo que él también moriría por mí, si a eso se llegara.
»La cosa es que el ejército envió a otra parte a los que quedábamos después
del incendio, como si tuviera vergüenza. Y creo que así era. Yo acabé en Fort
Hood, y allí pasé seis años. Allí conocí a tu madre y nos casamos en Galveston,
en la casa de su familia. Pero en todos esos años no me quité Derry de la cabeza.
Y después de la guerra traje a tu madre aquí. Y aquí naciste. Y aquí estamos, a
menos de cinco kilómetros del sitio donde estaba el Black Spot, en 1930. Bueno,
creo que es hora de que te acuestes, jovencito».
—¡Quiero que me cuentes lo del incendio! —chillé—. ¡Cuéntame, papá!
Y él me miró con ese gesto ceñudo que siempre me hacía callar…, tal vez
porque no lo empleaba con frecuencia. Casi siempre sonreía.
—No es cuento para niños —dijo—. Otra vez será, Mikey. Cuando los dos
hayamos recorrido unos cuantos años más.
Pasaron otros cuatro años antes de que me enterara de lo ocurrido en el Black
Spot, aquella noche; por entonces, las recorridas de mi padre habían llegado a su
fin. Me lo contó todo desde la cama del hospital en donde yacía, atiborrado de
sedantes, entrando a la realidad o saliendo de ella, según dormitara o no,
mientras el cáncer se abría paso dentro de sus intestinos, comiéndoselo…
26 de febrero de 1985
Estuve leyendo lo que escribí en la última parte de esta libreta y me di la
sorpresa de romper en lágrimas por mi padre, que murió hace ya veintitrés años.
Recuerdo mi dolor cuando él se fue; duró casi dos años. Después, cuando
terminé la secundaria, en 1965, y mi madre me miró, diciendo: «¡Qué orgulloso
habría estado tu padre!», lloramos abrazados; yo pensé que ése era el fin, que
con esas lágrimas tardías habíamos acabado de enterrarlo. Pero ¿quién sabe por
cuánto tiempo puede durar el luto? ¿No es posible que, hasta treinta o cuarenta
años tras la muerte de un hijo, un hermano, uno despierte a medias, pensando en
esa persona con la misma sensación de vacío, de sitios que tal vez no se llenen
nunca…, quizá ni siquiera en la muerte?
Abandonó el ejército en 1937, con una pensión por incapacidad. Por
entonces, el ejército de mi padre se había vuelto más guerrero; según me dijo
una vez, cualquiera que tuviera dos dedos de frente se daba cuenta de que, muy
pronto, los cañones volverían a dejarse oír. En el ínterin, él había ascendido a
sargento; perdió la mayor parte del pie izquierdo cuando un nuevo recluta, tan
asustado que casi cagaba huesos de melocotón, retiró el seguro a una granada de
mano y la dejó caer, en vez de arrojarla. El artefacto rodó hasta mi padre y
estalló con un ruido que, según él, sonó como una tos en medio de la noche.
Gran parte de los armamentos con que debían entrenarse los soldados, en
aquellos tiempos eran defectuosos, cuando no habían pasado tanto tiempo en
depósitos casi olvidados que estaban casi inutilizables. Las balas no se
disparaban y los fusiles solían estallarte en las manos cuando las balas no se
disparaban. La armada tenía torpedos que, habitualmente, no iban a donde se los
apuntaba y, cuando lo hacían, no estallaban. La fuerza aérea volaba en aviones
cuyas alas se desprendían si aterrizaban con demasiada rudeza; he leído que en
1939, en Pensacola, un oficial de aprovisionamiento descubrió toda una flota de
camiones del gobierno que no funcionaba porque las cucarachas les habían
comido los manguitos de goma y las correas del ventilador.
Por lo tanto, mi padre salvó la vida (incluyendo, naturalmente, esa parte de
su cuerpo que se convertiría en su seguro servidor, Michael Hanlon) gracias a
una combinación de burocracia sobreinflada y equipos defectuosos. La granada
explotó sólo a medias y él perdió sólo parte de un pie, en vez de quedar hecho
papilla de la clavícula para abajo.
Gracias a la pensión por incapacidad, pudo casarse con mi madre un año
antes de lo que había planeado. No vinieron enseguida a Derry; primero se
mudaron a Houston, donde trabajaron en la industria de guerra. Mi padre era
capataz de una fábrica de detonadores para bombas. Mi madre era remachadora.
Sin embargo, tal como me contó aquella noche en que yo tenía once años, nunca
dejó de pensar en Derry. Y ahora me pregunto si ese algo ciego no pudo estar
actuando ya entonces, atrayéndolo hacia aquí para que yo pudiera tomar mi sitio
en el círculo que se formó en Los Barrens aquella tarde de agosto. Si el
engranaje del universo funciona bien, el bien siempre compensa el mal…, pero
el bien puede ser igualmente espantoso.
Mi padre estaba suscrito al Derry News y no dejaba de vigilar los avisos
donde se ofrecían lotes en venta. Habían ahorrado bastante. Por fin, él vio que se
vendía una granja con buenas perspectivas, al menos sobre el papel. Los dos
viajaron desde Texas en autobús para echarle un vistazo y la compraron el
mismo día. El First Merchants Bank, del condado de Penobscot, le otorgó una
hipoteca a diez años, y aquí se instalaron.
—Al principio tuvimos problemas —dijo mi padre, otra vez—. Había gente
que no quería negros en el vecindario. Ya sabíamos que pasaría eso, pues yo no
había olvidado lo del Black Spot, pero esperamos a que pasara. Los chicos nos
arrojaban piedras o latas de cerveza. Creo que, ese primer año, cambié más de
veinte vidrios. Y algunos no eran tan chicos. Un día, al levantarnos, encontramos
una cruz esvástica pintada en el costado del gallinero; todos los pollos estaban
muertos, alguien les había envenenado la comida. Fueron los últimos pollos que
traté de criar.
»Pero el alguacil del condado (en aquellos días no había comisario porque
Derry era muy poca cosa para tenerlo) se interesó en el caso y trabajó con ganas.
A eso me refiero, Mikey, cuando te digo que aquí hay tanto bien como mal. Para
ese Sullivan importaba muy poco que yo tuviera piel negra y pelo rizado. Salió
cinco o seis veces, habló con la gente y por fin descubrió al que lo había hecho.
¿Y quién crees que había sido? Tienes tres posibilidades, y las dos primeras no
cuentan».
—No sé —dije.
Mi padre rió hasta que le salieron lágrimas de los ojos. Sacó del bolsillo un
gran pañuelo blanco y se los limpió.
—¡Pues era Butch Bowers, nada menos! —dijo—. El padre del chico que,
según dices, es el peor matón de tu escuela. El padre es una caca; el hijo un
pedo.
—En la escuela, algunos chicos dicen que el padre de Henry está loco —le
dije. Creo que, por entonces, yo estaba en el cuarto grado, lo bastante avanzado
como para que Henry Bowers me hubiera pateado justicieramente el trasero más
de una vez; y ahora que lo pienso, casi todos los sinónimos peyorativos de negro
que conozco los oí, por primera vez, de labios de Henry Bowers, entre primero y
cuarto grado.
—Bueno, te diré —dijo mi padre—: la idea de que Butch Bowers esté loco
puede no estar muy errada. Dicen que nunca estuvo bien desde que volvió de la
guerra; peleó con los marines en el Pacífico. La cuestión es que el alguacil se lo
llevó detenido. Butch aullaba que era una trampa, que todo el mundo era un
montón de negrófilos y que él iba a demandarlos a todos. Creo que su lista iba
desde aquí a Witcham Street. No creo que tuviera un par de calzoncillos sanos en
los cajones, pero hablaba de iniciar juicio contra mí, contra el alguacil Sullivan,
el municipio de Derry, el condado de Penobscot y sabe Dios contra quién más.
»En cuanto a lo que pasó después… Bueno, no puedo jurar que sea cierto,
pero así lo supe por Dewey Conroy. Dewey dice que el alguacil fue a ver a Butch
a la cárcel de Bangor. Y le dijo: “Es hora de que cierres el pico y escuches un
poco, Butch. Ese negro no quiere presentar acusación. No quiere que vayas a la
penitenciaría; sólo pide el valor de sus pollos. Calcula que, con doscientos
dólares, estaría en paz.”
»Y Butch le dice que puede meterse los doscientos dólares allí donde nunca
toca el sol. Y el alguacil Sullivan le dijo: “En la penitenciaría de Shawshank
tienen una calera, Butch, y dicen que, después de trabajar allí dos años, la lengua
se te pone verde como un helado de lima. Anda, elige: ¿dos años juntando cal o
doscientos dólares? ¿Qué te parece?”
»—No habrá jurado en Maine que me condene —le dijo Butch—. ¿Por
matarle los pollos a un negro? ¡No!
»—Eso ya lo sé —dice Sullivan.
»—Entonces, ¿de qué Cristo me está hablando?
»—Espabílate un poco, Butch. Por los pollos no te van a encerrar, pero sí por
la esvástica que pintaste en la puerta después de matarlos.
»Bueno, dice Dewey que Butch quedó boquiabierto y Sullivan se fue para
que lo pensara. Unos tres días después, Butch dijo a su hermano (el que murió
congelado dos años después, mientras cazaba borracho) que vendiera su nuevo
Mercury, el que Butch había comprado con la paga del ejército y del que tanto se
pavoneaba. Así que cobré mis doscientos dólares y Butch juró incendiar mi casa.
Se lo dijo a todos sus amigos. Así que una tarde lo alcancé. Él había comprado
un viejo Ford, de antes de la guerra, para reemplazar al Mercury, y yo tenía un
pick-up. Lo paré en Witcham Street, junto a los patios de maniobra, y bajé con
mi Winchester.
»—Si llega a haber un incendio en mi casa, habrá un negro muy malo
corriéndote con una pistola, viejo —le dije.
»—A mí no me hables de esa manera, negro piojoso —me dice, y
tartamudeaba, entre el enojo y el susto—. Un mierda como tú no puede hablar
así a un blanco.
»Bueno, yo ya estaba harto de todo eso, Mikey. Y sabía que, si no lo asustaba
en ese momento para siempre, jamás me lo sacaría de encima. No había nadie
por ahí. Metí una mano en el Ford y lo agarré del pelo. Le puse la boca del rifle
bajo el mentón y apoyé la culata contra la hebilla de mi cinturón. Y le dije: “La
próxima vez que me trates de negro piojoso o de porquería, vas a ver cómo
chorrean tus sesos en esa lámpara que tiene el techo de este coche. Y te lo digo
en serio, Butch: si llega a haber un incendio en mi casa, te la voy a dar. A lo
mejor se lo doy también a tu mujer, a tu mocoso y a ese inútil de hermano que
tienes. Ya me cansé.”
»Entonces se echó a llorar. Nunca había visto algo tan patético.
»—Cómo anda el mundo —decía—, para que un mier…, un neg…, un tipo
pueda ponerle una pistola en la cabeza a un trabajador decente, a plena luz del
día, al lado de la carretera.
»—Sí, el mundo ha de estar hecho un picnic para diablos para que pase algo
así —reconocí—, pero eso no me importa. Lo único que me importa es saber si
quedamos de acuerdo o si quieres aprender a respirar por la nuca.
»Dijo que quedábamos de acuerdo. Y nunca más volví a tener problemas con
Butch Bowers. Salvo, tal vez, cuando murió tu perro, Mr. Chips. Y no tengo
pruebas de que Bowers haya metido la mano en eso. A lo mejor Chippy comió
un cebo envenenado, o algo así.
»Desde ese día nos han dejado bastante tranquilos. Cuando pienso en todo lo
que viví, no me arrepiento. Aquí hemos vivido bien. Si a veces sueño con el
incendio, bueno, nadie puede vivir una vida natural sin tener pesadillas de vez en
cuando».
28 de febrero de 1985
Hace varios días que me senté a escribir la historia del incendio del Black
Spot, tal como me la contó mi padre, y todavía no he llegado a ella. Creo que es
en El señor de los anillos donde uno de los personajes dice: «Los caminos llevan
a otros caminos», que no se puede iniciar camino más fantástico que el que parte
del propio umbral y lleva a la acera, pues desde ahí se puede ir… bueno, a
cualquier parte. Lo mismo ocurre con los relatos. Uno lleva al siguiente, y a otro,
y a otro; tal vez van en la dirección que uno deseaba, pero tal vez no. Quizá, a
fin de cuentas, lo que importa es la voz que narra y no la narración en sí.
Es su voz lo que recuerdo, la voz de mi padre, baja y lenta, sus risas entre
dientes, a veces, sus carcajadas francas. Hace una pausa para encender la pipa o
sonarse la nariz; a veces va en busca de una lata de cerveza a la nevera. Esa voz,
que es de algún modo, para mí, la voz de todas las voces, la voz de todos los
años, la voz última de este lugar: la que no está en las entrevistas de Ives ni en
ninguna de las pobres historias de este lugar…, ni en mis propias cintas
grabadas.
La voz de mi padre.
Ahora son las diez; la biblioteca cerró hace una hora; afuera se está iniciando
una ventisca de las buenas. Oigo que diminutos espéculos de aguanieve golpean
las ventanas y el corredor acristalado que lleva a la biblioteca infantil. También
oigo otros ruidos: crujidos y suaves choques sigilosos fuera del círculo luminoso
donde me he sentado, escribiendo en las hojas amarillas de un bloc. Sólo ruidos
de un viejo edificio que se asienta, me digo… pero no sé. No sé si fuera, en
algún lugar de esta tormenta, hay un payaso vendiendo globos en la noche.
Bueno… no importa. Creo que, por fin, me he abierto paso hasta el relato
final de mi padre. Se lo escuché, en el hospital, no más de seis semanas antes de
que muriera.
Yo iba a visitarlo con mi madre todas las tardes, al salir de la escuela, y otra
vez al anochecer, solo. Mi madre tenía que quedarse en casa con sus labores, a
esa hora, pero insistía en que yo fuera. Iba en mi bicicleta, porque ella no me
dejaba hacer autostop, ni siquiera cuatro años después de que terminaron los
asesinatos.
Fueron seis semanas difíciles para un chico de sólo quince años. Yo amaba a
mi madre, pero llegué a detestar esas visitas nocturnas; lo veía arrugarse y
empequeñecerse, veía extenderse y adentrarse en su cara los pliegues del dolor.
A veces lloraba, aunque trataba de dominarse. Y cuando llegaba el momento de
volver a casa estaba ya oscureciendo, y yo pensaba otra vez en el verano de
1958, y temía mirar hacia atrás, porque allí podría estar el payaso…, o el
hombre-lobo…, o la momia de Ben… o mi pájaro. Pero temía, sobre todo, que la
forma asumida por Eso, cualquiera fuese, fuera la cara de mi padre, asolada por
el cáncer. Entonces pedaleaba tan rápido como me era posible, por mucho que el
corazón me tronara en el pecho; entraba tan acalorado y sudoroso que mi madre
decía:
—¿Por qué te das tanta prisa, Mikey? Te vas a enfermar.
Y yo decía:
—Quería llegar a tiempo para ayudarte con las tareas.
Entonces ella me daba un beso y un abrazo, diciéndome que era un buen
chico.
Con el correr del tiempo, llegó a resultarme difícil encontrar tema de
conversación con él. Mientras iba hacia el centro me devanaba los sesos en
busca de algo que contarle, temiendo el momento en que ambos nos quedáramos
sin nada que decir. Su agonía me asustaba y me ponía furioso, pero también me
avergonzaba; entonces y ahora, me parecía que la muerte, para un hombre o una
mujer, debería ser algo rápido. El cáncer estaba haciendo más que matarlo: lo
degradaba, lo envilecía.
Nunca hablábamos del cáncer, y en algunos de esos silencios yo pensaba que
debíamos tocar el tema, que no había nada más; entonces quedábamos
desconcertados, como los chicos que se encuentran sin asiento al callar el piano,
en el juego de las sillas. Yo entraba en una especie de frenesí, tratando de decir
algo, ¡cualquier cosa!, con tal de no reconocer eso que estaba aniquilando a mi
padre, el que una vez había aferrado a Butch Bowers por el pelo para clavarle el
rifle en el cuello, exigiéndole que lo dejara en paz. Nos veríamos forzados a
hablar de eso pero, si lo hacíamos, yo acabaría llorando. No podría contenerme.
Y a los quince años creo que nada me asustaba tanto como la idea de llorar
delante de mi padre.
Fue durante una de esas pausas interminables, amedrentadoras, cuando volví
a preguntarle por el incendio del Black Spot. Esa tarde lo habían llenado de
drogas porque el dolor era muy fuerte; él perdía la conciencia y volvía a
recuperarla; a veces hablaba con claridad; a veces, en ese idioma exótico que
llamo «onirocieno». En ocasiones yo estaba seguro de que se dirigía a mí, pero a
ratos me daba la impresión de haberme confundido con su hermano Phil. Si le
pregunté por lo del Black Spot no fue por un motivo especial; simplemente, me
vino a la cabeza y lo aproveché.
Sus ojos se aclararon y sonrió levemente.
—No te has olvidado de eso, ¿eh, Mikey?
—No, señor —dije, aunque llevaba tres años o más sin acordarme del asunto
—. No me lo quito de la cabeza.
—Bueno, te lo contaré. Creo que ya tienes edad, con tus quince años, y tu
madre no está aquí para impedírmelo. Además, debes estar enterado. Creo que
sólo en Derry podría ocurrir una cosa así, y también debes saber eso. Para que
estés prevenido. Para ese tipo de cosas, este lugar parece haber tenido siempre
las condiciones adecuadas. Te vas con cuidado, Mikey, ¿verdad?
—Sí —le dije.
—Bueno. —Su cabeza se apoyó otra vez en la almohada—. Así me gusta. —
Creí que se adormecería, pues había cerrado los ojos, pero en cambio comenzó a
hablar.
»Cuando yo estaba en la base militar aquí, en 1929 y 1930 había un Club de
Oficiales, en la colina donde está ahora la escuela municipal de Derry. Estaba
justo detrás del PX, donde antes podías comprar un paquete de Lucky Strike por
siete centavos. El Club de Oficiales era sólo un gran cobertizo de chapa
corrugada, pero por dentro lo habían arreglado muy bien: alfombras, cabinas a lo
largo de las paredes, un jukebox. En los fines de semana se podían tomar bebidas
suaves… siempre que uno fuera blanco, claro. Casi todos los sábados por la
noche llevaban bandas de jazz y era un lugar muy bonito. En el bar no se servían
más que gaseosas, porque reinaba la Prohibición, ya sabes, pero decían que, si
uno quería, se podían conseguir cosas más fuertes… siempre que uno tuviera
estrellita verde en la tarjeta militar. Era como una señal secreta que tenían. Casi
siempre era cerveza casera, pero los fines de semana servían cosas más fuertes, a
veces. Si uno era blanco, claro.
»Nosotros, los de la Compañía E, no teníamos autorización para acercarnos,
por supuesto. Así que cuando teníamos pase para salir por la noche, íbamos a la
ciudad. En aquellos tiempos Derry era todavía una ciudad maderera; había ocho
o diez bares, casi todos en una zona que llamaban la Manzana del Infierno. Los
llamaban “puercos ciegos”, y estaba bien, porque casi todos los clientes actuaban
como cerdos mientras estaban dentro y, cuando los echaban, salían casi ciegos.
El alguacil y la policía estaban informados, pero esos bares seguían abiertos toda
la noche, como en los buenos tiempos de 1890. Supongo que había algunas
manos untadas, pero tal vez no tantas como puedes pensar, ni con tanto dinero:
en Derry la gente acostumbra hacer la vista gorda. Algunos servían cosas fuertes,
además de cerveza; por lo que me han contado, lo que se conseguía en la ciudad
era tan bueno como el whisky ilegal y la ginebra casera que servían en el Club
de Oficiales para blancos los viernes y sábados por la noche. Esa bebida llegaba
desde Canadá, en camiones de pulpa; en su mayor parte, las botellas contenían lo
que la etiqueta decía. Las buenas eran caras, pero también había mucho alcohol
de quemar, como le llamábamos, que te dejaba una terrible resaca pero no una
ceguera; y si quedabas ciego, al menos duraba poco. Por las noches tenías que
agachar la cabeza, porque volaban las botellas. Estaban el Nan’s, el Paraíso, el
Rincón de Wally, el Dólar de Plata y un bar llamado Cuerno de Pólvora donde a
veces se conseguía una prostituta. Oh, en cualquiera de esos bares podías
conseguir prostitutas; eso no era nada difícil, pues había muchas interesadas en
averiguar si el pan de centeno tenía otro gusto. Pero la gente como yo, Trevor
Dawson y Carl Roone, mis amigos de aquellos tiempos, lo pensábamos muy
bien antes de buscarnos una prostituta blanca».
Como ya he dicho, esa noche estaba muy drogado. No creo que, de lo
contrario, hubiera dicho esas cosas a su hijo de quince años.
—Bueno, no pasó mucho tiempo sin que se presentara un representante del
Consejo Municipal pidiendo hablar con el mayor Fuller. Dijo que se trataba de
«algunos problemas entre los vecinos y los soldados» y de «preocupaciones del
electorado» y de «cuestiones de decencia pública», pero en realidad lo que venía
a decir estaba claro como el agua: no quería ver a los negros del ejército en sus
pocilgas, molestando a las mujeres blancas y bebiendo alcohol ilegal en un bar
donde se suponía que sólo podían entrar los blancos.
»Todo lo cual era ridículo, por cierto. La flor y nata de la femineidad blanca
que tanto lo preocupaba era, en su mayoría, un montón de callejeras viejas; en
cuanto a molestar a los hombres… Bueno, sólo puedo decir que nunca vi a un
miembro del Concejo Municipal en el Dólar de Plata ni en el Cuerno de Pólvora.
Los hombres que iban a beber en esas cuevas eran leñadores, hombres con
gruesas chaquetas de cuadros, con las manos llenas de cicatrices; a algunos les
faltaba un ojo o varios dedos; a casi todos, la mayor parte de los dientes. Y todos
olían a leña fresca, aserrín y savia. Llevaban pantalones de franela verde y botas
de goma; llenaban el suelo de nieve hasta dejarlo negro. Olían a lo grande,
Mikey, y caminaban a lo grande y hablaban a lo grande. Es que eran grandes.
Una noche, en el Rincón de Wally, vi que un sujeto desgarraba la manga de su
camisa de punta a punta, haciendo pulsos con otro tipo. Pero no fue un
desgarrón, simplemente. La manga de esa camisa casi estalló, joder; salió
volando de su brazo hecha jirones. Todo el mundo gritaba y aplaudía. Alguien
me dio una palmada en la espalda, diciendo: “Eso sí que es un pedo de
pulseador, negro.”
»Lo que quiero decir es que, si esos hombres hubieran querido sacarnos de
allí, no vernos en sus bares cuando salían de los bosques para beber whisky y
gozar de mujeres, de carne y hueso, en vez de sacarse las ganas en agujeros de
madera llenos de grasa, nos habrían puesto el culo en la calle. Pero el hecho es,
Mikey, que a ellos les daba lo mismo.
»Una noche, uno de ellos me llevó aparte. Medía como un metro ochenta, lo
cual era mucho decir en aquellos tiempos y estaba como una cuba; olía como un
cesto de melocotones olvidados durante un mes entero. Creo que la ropa ya
caminaba sola. Me mira fijo y me dice:
»—Oiga, señor, voy a preguntarle algo, yo. ¿Usted es un negro?
»—En efecto —le respondí.
»—Commen ça va? —dice él en ese francés del valle Saint John que parece
casi el que hablan los mestizos del Mississippi. Y sonríe tanto que se le ven los
cuatro dientes—. ¡Ya sabía yo! ¡Es que vi uno en un libro! También tenía esos…
esos…
»Y como no sabe expresar lo que está pensando, estira la mano y me da una
palmada en la boca.
»—Los labios gordos —dije yo.
»—¡Sí, sí! —Y reía como un chico—. ¡Labios gogdos! Épais lévres! ¡Labios
gogdos! ¡Te pago una cerveza, yo!
»—Como guste —dije, por no malquistarme con él.
»Eso también lo hizo reír. Me dio en la espalda unas palmadas que casi me
arrojan de bruces y se abrió paso hasta el mostrador, donde había setenta
hombres y quince mujeres, más o menos.
»—¡Dos cervezas antes de que rompa todo esto! —le chilló al tabernero, que
era un grandullón de nariz rota, Romeo Duprée por nombre—. ¡Una para mí y
otra pour l’homme avec les épais lévres! —Y todos se rieron como locos, pero
sin maldad, Mikey.
»La cuestión es que toma las cervezas, me da la mía y dice:
»—¿Cómo te llamas? No quiero llamarte Labios Gogdos, yo. No queda bien.
»—William Hanlon —le dije.
»—Bueno, a tu salud, William Anlon —me dice.
»—No, a la suya. Usted es el primer blanco que me paga una copa. —Y era
cierto.
»Nos bebimos esas cervezas y después otras dos más. Y él me dice:
»—¿Estás seguro de que eres negro? Porque, aparte de esos labios gogdos,
yo te veo igual a cualquier blanco, pero con piel parda».
Ante eso mi padre empezó a reír y yo hice otro tanto. Él rió tanto que
empezó a dolerle el vientre. Tuvo que sujetárselo, haciendo una mueca, con los
ojos en blanco y mordiéndose el labio inferior.
—¿Quieres que llame a la enfermera, papá? —le pregunté, alarmado.
—No, no, ya pasará. Lo peor de esto, Mikey, es que no puedes reírte cuando
tienes ganas. Cosa que ocurre muy pocas veces.
Guardó silencio por unos momentos. Ahora comprendo que sólo esa vez
estuvimos cerca de mencionar lo que estaba matándolo. Tal vez habría sido
mejor, mejor para ambos, que hubiéramos hablado más.
Él tomó un sorbo de agua y prosiguió:
—De cualquier modo, los que no nos querían allí no eran las pocas mujeres
que recorrían esas pocilgas ni los leñadores que iban a buscarlas. Eran esos cinco
viejos del Concejo Municipal los verdaderos ofendidos, ellos y los diez o doce
que los apoyaban: la vieja guardia de Derry, ¿comprendes? Ninguno de ellos
había pisado nunca el Paraíso ni el Rincón de Wally; ellos se emborrachaban en
el club campestre que por entonces estaba en las Lomas de Derry, pero querían
asegurarse de que ninguno de esos leñadores ni de esas zorras viejas se
contaminara con la compañía de los negros de la compañía E.
»Así que el mayor Fuller le dijo:
»—Yo nunca los quise aquí. Sigo pensando que es un error. Deberían
enviarlos de nuevo al Sur, o tal vez a Nueva Jersey.
»—Ése no es problema mío —le dijo ese viejo del diablo. Mueller, creo que
se llamaba».
—¿El padre de Sally Mueller? —le interrumpí, sobresaltado. Sally Mueller
estaba en la secundaria conmigo.
Mi padre esbozó una sonrisita agria y torcida.
—No, debió de ser el tío. El padre de Sally Mueller estaba en la universidad,
por aquel entonces, estudiando en otra parte. Pero si hubiera estado en Derry,
creo que habría apoyado al hermano. Y por si estás preguntándote hasta qué
punto es verdad esta parte de la historia, sólo puedo decirte que fue Trevor
Dawson quien me repitió esta conversación; ese día estaba fregando el suelo, en
el Club de Oficiales y lo oyó todo.
»—Donde mande el gobierno a estos negros es cosa suya, no mía —dice
Mueller al mayor Fuller—. A mí me preocupa dónde vayan los viernes y los
sábados por la noche. Si andan de juerga por la ciudad, habrá disturbios. Como
sabe, en esta ciudad tenemos una Liga.
»—Bueno, pero me veo en un aprieto, señor Mueller —le dice el mayor—.
No puedo permitir que vayan al Club de Oficiales, no sólo porque los
reglamentos no permiten que los negros alternen con los blancos, sino porque
esto es para oficiales, justamente, y todos esos negros son simples soldados
rasos.
»—Ése tampoco es problema mío. Simplemente, confío en que usted se haga
cargo del asunto. El rango conlleva responsabilidades. —Y se marchó.
»Bueno, Fuller solucionó el problema. La base de Derry era, por esos
tiempos, muy extensa, aunque en el terreno no había casi nada. En total, creo que
eran unas cincuenta hectáreas. Hacia el norte terminaba justo detrás de
Broadway Oeste, donde había una especie de cinturón verde. Donde está ahora
el Memorial Park, allí instalaron el Black Spot.
»Era sólo un cobertizo viejo, expropiado a principios de 1930, cuando
ocurrió todo esto, pero el mayor Fuller reunió a la compañía E y nos dijo que
sería nuestro propio club. Oyéndolo, cualquiera habría dicho que era Papá Noel
o algo así. Y tal vez eso pensaba él, puesto que estaba dando un sitio especial a
un grupo de soldados negros, aunque sólo fuera un cobertizo. Después agregó,
como si tal cosa, que en adelante las pocilgas de la ciudad nos estaban
prohibidas.
»Hubo mucha amargura a causa del asunto, pero ¿qué íbamos a hacer? No
teníamos nada que decir. Fue este muchacho, un tal Dick Hallorann que estaba
de cocinero, quien sugirió que podríamos arreglarnos bien si nos esmerábamos.
»Y lo hicimos. Nos esmeramos de verdad. Y nos quedó bastante bonito, al
fin de cuentas. La primera vez que algunos de nosotros entramos a echarle un
vistazo, quedamos bastante deprimidos. Era oscuro y maloliente; estaba lleno de
herramientas viejas, cajas y desechos mohosos. Sólo tenía dos ventanucos y no
había electricidad. El suelo era de tierra. Carl Roone se rió, medio con amargura,
recuerdo, y dijo: “Este mayor es todo un príncipe, ¿no? Mirad qué club nos ha
regalado. ¡Ja!”
»Y George Brannoch, quien también murió ese otoño en el incendio, dijo:
“Sí, parece un esputo negro en el infierno, de acuerdo”. Así quedó el nombre de
Black Spot.[19]
»Pero Hallorann nos puso en marcha… Hallorann, Carl y yo. Creo que Dios
nos perdonará por lo que hicimos. Él sabe que no teníamos idea de cómo iba a
terminar aquello.
»Después de un tiempo, los otros nos siguieron. Como la mayor parte de
Derry estaba fuera de nuestro alcance, no había otra cosa que hacer.
Martilleamos, clavamos, limpiamos… Trev Dawson, que era bastante buen
carpintero, nos enseñó a abrir más ventanas por el costado. Y el bribón de Alan
Snopes apareció con vidrios de distintos colores para que los pusiéramos; algo
así como un cruce entre vidrios de carnaval y los que se ven en las ventanas de
las iglesias.
»—¿De dónde has sacado esto? —le pregunté.
»Alan era el mayor del grupo; tenía unos cuarenta y dos años, así que casi
todos le llamábamos Papá Snopes. Se puso un Camel en la boca y me hizo un
guiño.
»—Confiscaciones de medianoche —me dijo. Y así dejó las cosas.
»La cuestión es que el club quedó bastante bonito y hacia mediados del
verano ya lo estábamos usando. Trev Dawson y algunos otros habían separado
con una mampara la cuarta parte de atrás, para instalar una pequeña cocina; era
apenas una parrilla y un par de sartenes hondas, para poder preparar una
hamburguesa con patatas fritas para quien quisiera. A un lado había un bar, pero
sólo para gaseosas y zumos; joder, sabíamos guardar nuestro lugar. ¿Acaso no
nos lo habían enseñado? Si queríamos beber cosas fuertes, lo hacíamos a
escondidas.
»El suelo seguía siendo de tierra, pero lo teníamos bien mojado para que no
levantara polvo. Trev y Papá Snopes tendieron una línea eléctrica; más
confiscaciones de medianoche, supongo. En julio ya podíamos ir allí, cualquier
sábado por la noche, y sentarnos a tomar una cola y una hamburguesa o una
salchicha. Era bonito. Nunca llegamos a terminarlo, porque todavía estábamos
trabajando en las mejoras cuando el incendio lo consumió. Pasó a ser una
especie de entretenimiento… o un modo de desafiar a Fuller, Mueller y el
Concejo Municipal. Pero creo que lo reconocimos como propio cuando Ev
McCaslin y yo, un viernes por la noche, pusimos un cartel que anunciaba: BLACK
SPOT y abajo: COMPAÑÍA E. RESERVADO EL DERECHO DE ADMISIÓN ¡Como si fuera
un club exclusivo! ¿Te das cuenta?
»Quedó tan bien que los chicos blancos empezaron a cabrearse. Cuando
quisimos coscarnos, el Club de Oficiales estaba como nunca. Le agregaron un
salón especial y una pequeña cafetería. Era como si quisieran competir con
nosotros. Pero nosotros no teníamos ningún interés en competir con ellos».
Mi padre me sonrió desde su cama de hospital.
—Éramos todos jóvenes, aparte de Snopes, pero no del todo tontos.
Sabíamos que los blancos te dejan competir con ellos, pero si empieza a parecer
que vas a sacarles ventaja, alguien te rompe las piernas para que no corras tanto.
Teníamos lo que necesitábamos y con eso bastaba, pero entonces… algo ocurrió.
Hizo silencio, con el entrecejo fruncido.
—¿Qué ocurrió, papá?
—Descubrimos que, entre nosotros, podíamos formar una banda de jazz
bastante decente —dijo, con lentitud—. Martin Devereaux, que era cabo, tocaba
la batería. Ace Stevenson, la trompeta. Papá Snopes se defendía bastante bien
con el piano; tocaba de oído, pero era pasable. Había otro que tocaba el clarinete
y George Brannock, el saxofón. De vez en cuando participaba algún otro con la
guitarra, la armónica, la mandolina o hasta un peine envuelto en papel encerado.
»Eso no pasó de la noche a la mañana, como comprenderás, pero hacia
finales de agosto ya teníamos un conjunto de Dixieland que tocaba en el Black
Spot, viernes y sábados por la noche. Fueron mejorando al acercarse el otoño;
nunca llegaron a ser grandes (no quiero darte una idea equivocada), pero tocaban
de un modo diferente…, con más fuerza…, como…».
Agitó su mano flaca por encima de las sábanas.
—Tocaban con todo —sugerí, sonriente.
—¡Eso! —exclamó él, devolviéndome la sonrisa—. ¡Lo has captado!
Tocaban el Dixieland con todo. Y cuando quisimos darnos cuenta, la gente de la
ciudad empezó a aparecer por nuestro club. Hasta venían algunos soldados
blancos de la base. El local incluso llegó a llenarse todos los fines de semana.
Eso tampoco ocurrió de la noche a la mañana. Al principio, las caras blancas
parecían granos de sal en un pimentero, pero fueron acudiendo más y más con el
correr del tiempo.
»Cuando aparecieron esos blancos, fue entonces cuando nos olvidamos de
andar con prudencia. Ellos traían sus propias botellas en bolsas de papel; casi
siempre eran bebidas blancas, pero de la mejor calidad; por comparación, lo que
se podía conseguir en las pocilgas de la ciudad era basura. Te estoy hablando de
tragos de clubes elegantes, Mikey; cosa de ricos. Chivas Regal, Glenfiddich, ese
tipo de champán que sirven a los pasajeros de primera clase en los grandes
transatlánticos… Tendríamos que haber buscado el modo de pasar aquello, pero
no sabíamos cómo. ¡Ellos eran de la ciudad! ¡Joder, eran blancos!
»Y como te digo, éramos jóvenes y estábamos orgullosos de nuestro club. No
previmos que las cosas pudieran ponerse tan mal. Todos sabíamos que Mueller y
sus amigos estaban enterados de lo que pasaba, pero no nos dimos cuenta de que
podían volverse locos. Y lo digo en serio: volverse locos. Estaban en sus grandes
mansiones victorianas, en Broadway Oeste, a medio kilómetro de nosotros, que
escuchábamos blues. Eso no les gustaba. Pero mucho menos les gustaba saber
que sus chicos también estaban ahí, bailando mejilla con mejilla junto a los
negros. Porque no eran sólo los leñadores y las viejas zorras los que estaban
viniendo a nuestro club, a medida que septiembre se convertía en octubre. Se
puso de moda en la ciudad que los jóvenes vinieran a bailar al compás de esa
orquesta sin nombre, hasta que se hacía la una de la madrugada y cerrábamos. Y
no venían sólo de Derry: también de Bangor, Newport, Haven, Cleaves Mills,
Old Town y las pequeñas ciudades de la zona. Había muchachos de la
Universidad de Maine bailando con sus novias. Y cuando la banda aprendió a
tocar una versión en ragtime de The Maine Stein Song, la gente estuvo a punto
de hacer volar el techo. Técnicamente, por supuesto, el club era para soldados y
estaba prohibido para los civiles que no tuvieran invitación. Pero de hecho,
Mikey, abríamos la puerta a las siete y la dejábamos abierta hasta la una. Hacia
mediados de octubre, en la pista de baile tenías que estar cadera con cadera con
otras seis personas. No había lugar para bailar, así que uno se quedaba en un
mismo sitio y se retorcía…, pero si alguien le molestó, nunca oí que se quejara.
A medianoche, aquello era como un vagón de carga vacío que se sacudía en
medio del tren expreso».
Hizo una pausa para tomar otro sorbo de agua. Cuando prosiguió, le
brillaban los ojos.
—Bueno, bueno. Fuller habría terminado con eso, tarde o temprano. Si
hubiera sido temprano, habría muerto mucha menos gente. Bastaba con que
mandara a la policía militar para que confiscara todos los licores traídos por los
parroquianos. Eso habría estado bien; era lo que él quería, en el fondo. Así
podría encerrarnos sin problemas, hacernos juzgar por un tribunal militar;
algunos hubiéramos terminado en la cárcel militar; otros, transferidos a otro
destino. Pero Fuller era lento. Creo que temía lo mismo que nosotros: enfadar a
algunas personas de la ciudad. Mueller no había vuelto a visitarlo, y creo que al
mayor Fuller le daba miedo ir a la ciudad para hablar con él. Se hacía el
poderoso, ese Fuller, pero tenía las agallas de un conejo.
»Por eso, en vez de tendernos una trampa, con lo cual muchos de los que
murieron aquella noche todavía estarían con vida, dejó que la Liga de la
Decencia Blanca se hiciera cargo del asunto. Vinieron con sus sábanas blancas, a
principios de noviembre, y se prepararon una parrillada».
Volvió a guardar silencio, pero esa vez no bebió agua; se limitó a mirar
malhumoradamente el rincón más alejado de su habitación, mientras un timbre
sonaba suavemente fuera y una enfermera pasaba frente a la puerta abierta,
haciendo chirriar levemente el linóleo con las suelas de sus zapatos. Se oía un
televisor por alguna parte, una radio por otro lado. Recuerdo haber oído el viento
que soplaba fuera, castigando ese lado del edificio. Y aunque era pleno verano,
el viento hacía un ruido frío. No sabía nada de Los cien de Caín, que pasaban por
televisión, ni de los Four Seasons, que cantaban Camina como hombre por la
radio.
—Algunos vinieron por ese cinturón verde, entre la base y Broadway oeste
—prosiguió, por fin—. Probablemente se reunieron en la casa de alguien, tal vez
en el sótano, para ponerse las sábanas y preparar las antorchas que usaban.
»Me han dicho que otros entraron directamente en la base por Ridgeline
Road, que era la entrada principal. No voy a decir quién, pero me contaron que
llegaron en un Packard flamante, con sus sábanas blancas y sus bonetes blancos
en el regazo, y las antorchas en el suelo. Había un puesto de control allí donde
Ridgeline Road se desviaba de Witcham Road para entrar en la base, y el oficial
de guardia los dejó pasar sin problemas.
»Era sábado por la noche y el local estaba atestado de gente que bailaba.
Había, tal vez, doscientas o trescientas personas. Y llegaron esos blancos, seis,
siete u ocho, en su Packard verde botella; otros venían por entre los árboles que
separaban la base de las casas elegantes de Broadway Oeste. No eran jóvenes, en
su mayoría; a veces me pregunto cuántos casos de angina y úlceras sangrantes
habrá habido al día siguiente. Espero que muchos. ¡Esos malditos asesinos!
»El Packard estacionó en la colina y encendió dos veces los faros. Tres o
cuatro hombres bajaron y se reunieron con el resto. Algunos tenían esas latas de
cuatro litros que se compraban en las estaciones de servicio, en aquellos tiempos,
llenas de gasolina. Todos iban con antorchas. Uno de ellos se quedó al volante de
ese Packard. Mueller tenía un Packard, ¿sabes? Ya lo creo que sí. Y era verde.
»Se reunieron detrás del Black Spot y empaparon sus antorchas con gasolina.
Tal vez no querían sino asustarnos. He oído otra cosa, pero también oí eso.
Preferiría creer que sus intenciones eran ésas, porque no tengo maldad suficiente
para creer lo peor.
»Pudo ser que la gasolina chorreara hasta los mangos de esas antorchas y
que, al encenderlas, los que las sostenían se asustaran y las arrojaran de
cualquier modo para librarse de ellas. Como sea: aquella negra noche de otoño
se encendió de pronto con luz de antorchas. Algunos las sostenían en alto y las
agitaban; algunos trozos de estropajo cayeron sobre ellos. Otros reían. Pero
como te digo: hubo algunos que las arrojaron por las ventanas traseras, a nuestra
cocina. En un minuto y medio el club ardía como un infierno.
»Los hombres de fuera ya tenían puestas sus puntiagudas capuchas blancas.
Algunos entonaban: «¡Salid, negros! ¡Salid, negros! ¡Salid, negros!». A lo mejor
algunos lo hacían para asustarnos, pero creo que casi todos trataban de
advertirnos, así como prefiero creer que esas antorchas cayeron en nuestra
cocina por casualidad.
»De cualquier modo, no importaba mucho. La banda estaba tocando más
fuerte que un silbato de fábrica. Todo el mundo lanzaba exclamaciones, aplaudía
y disfrutaba. Dentro, nadie se dio cuenta de que algo iba mal hasta que Gerry
McGrew, que esa noche era ayudante de cocina, abrió la puerta de la cocina y
estuvo a punto de morir quemado como por un soldador. Las llamas saltaron tres
metros y le achicharraron la chaquetilla de camarero en un momento. También le
quemaron casi todo el pelo.
»Yo estaba sentado hacia la mitad, por el lado del oeste, con Trev Dawson y
Dick Hallorann, cuando eso pasó. Al principio pensé que había estallado la
cocina de gas. No había hecho más que levantarme a medias cuando me derribó
la gente que iba hacia la puerta. Veinticuatro o veinticinco personas me pasaron
bien por la espalda, y creo que fue la única vez, durante todo ese horror, que
sentí miedo de verdad. La gente aullaba que quería salir, que el club se estaba
incendiando. Pero cada vez que yo trataba de levantarme, alguien me pisoteaba
otra vez. Un pie enorme se me plantó en la cabeza y me hizo ver las estrellas. Se
me aplastó la nariz contra aquel suelo aceitado; aspiré tierra y comencé a
estornudar y toser, todo al mismo tiempo. Otra persona me pisó la espalda, a la
altura de la cintura. Sentí que un tacón alto de señora se me hincaba entre las
nalgas, y te juro, hijo, que no quisiera recibir otro enema como ése. Si se hubiera
roto el fondillo de mis pantalones creo que hasta el día de hoy seguiría
sangrando.
»Ahora parece divertido, pero estuve a punto de morir en esa estampida. Me
pisotearon, me patearon y me aplastaron en tantas partes que, al día siguiente, no
podía tenerme en pie. Aullaba, pero todos seguían pasándome por encima sin
prestarme atención.
»Fue Trev el que me salvó. Vi su manaza parda tendida hacia mí y me aferré
a ella como un náufrago a un salvavidas. Me prendí de él, y él tiró y me sacó.
Alguien me plantó un pie aquí, en el cuello…».
Se masajeó la zona donde la mandíbula se curva hacia la oreja. Yo asentí.
—… y me dolió tanto que por un momento me desmayé por un momento,
creo. Pero no solté la mano de Trev y él tampoco me soltó. Por fin pude ponerme
en pie, justo cuando la mampara de la cocina se derrumbaba. Hizo un ruido, algo
así como ¡flump!, el ruido que hacen los charcos de gasolina cuando les prendes
fuego. Vi que caía entre un gran chisporroteo y que la gente corría para
apartarse. Algunos lo consiguieron. Otros no. Uno de nuestros compañeros (creo
que Hort Sartoris) quedó sepultado abajo, y por un segundo vi su mano abrirse y
cerrarse bajo todas esas brasas. Había una muchacha blanca, que no podía tener
más de veinte años; se le encendió la espalda del vestido. Estaba con un
muchacho de la universidad y le rogó a gritos que la ayudara. Él se limitó a darle
dos barridas con la mano y después corrió con los otros. Ella quedó allí,
gritando, mientras el vestido ardía sobre su cuerpo.
»La cocina era un infierno. Las llamas eran tan brillantes que no se las
podías mirar. El calor era de horno, Mikey, una parrilla. Uno sentía que la piel se
le ponía lustrosa, que los pelos de la nariz se le chamuscaban.
»—¡Larguémonos de aquí! —chilló Trev, y comenzó a arrastrarme a lo largo
de la pared—. ¡Vamos!
Entonces Dick Hallorann lo sujetó. No tenía más de diecinueve años y
miraba con ojos que parecían bolas de billar, pero no perdió la cabeza. Y él nos
salvó la vida.
»—¡Por allí no! —grita—. ¡Por aquí! —Y señala el estrado de la orquesta…
justo donde estaba el fuego.
»—¡Estás loco! —gritó Trevor. Tenía un verdadero vozarrón, pero entre el
ruido del fuego y los gritos de la gente apenas se le oía—. ¡Ásate tú, si quieres!
¡Willy y yo nos largamos fuera!
»Todavía me tenía cogido por la mano y empezó a arrastrarme hacia la
puerta, aunque por entonces había tanta gente arremolinada contra ella que no se
la veía. Yo iba a seguirlo. Estaba tan aturdido que no sabía dónde estaba el techo
y dónde el suelo. Sólo sabía que no quería asarme cómo un pavo humano.
»Dick sujetó a Trev por el pelo, con todas sus fuerzas. Cuando Trev se volvió
hacia él, le dio una bofetada. Recuerdo que la cabeza de Trev rebotó contra la
pared y yo creí que Dick se había vuelto loco. Y entonces Dick aulló:
»—¡Si vas por ahí morirás! ¡Han atascado esa puerta, negro estúpido!
»—¡Qué sabes tú! —le bramó Trev.
»Y entonces se oyó un fuerte ¡bang!, como el de un cohete, pero era el
tambor de Marty Devereaux, que había estallado por el calor. El fuego ya corría
por las vigas y se estaba encendiendo el aceite del suelo.
»—¡Claro que sé! —gritó Dick—. ¡Claro que sé!
»Dick me tomó de la otra mano y, por un momento, quedé en medio del tiray-afloja. Por fin Trev echó un buen vistazo a la puerta y siguió a Dick. Dick nos
llevó hasta una ventana y levantó una silla para romperla, pero el calor la hizo
estallar antes que él. Entonces tomó a Trev Dawson por el fondillo de los
pantalones y lo impulsó hacia arriba.
»—¡Trepa! —le grita—. ¡Trepa, hijo de puta!
»Y Trev subió, pasando de cabeza por el agujero.
»Después me levantó a mí. Yo me cogí del marco de la ventana para tirar. Al
otro día tenía las manos llenas de ampollas, porque esa madera ya estaba
humeando. Caí de cabeza. Si Trev no me hubiera sujetado, tal vez me habría roto
el cuello.
»Cuando nos volvimos, aquello era la peor pesadilla que puedas imaginar,
Mikey. Esa ventana era sólo un cuadrado de luz amarilla y quemante. Las llamas
salían por varios lugares, en el techo de lata. Se oían los aullidos de la gente que
estaba dentro.
»Vi que dos manos pardas se agitaban delante del fuego: las manos de Dick.
Trev Dawson me hizo un estribo con las de él y así llegué hasta la ventana para
ayudar a Dick. Cuando cargué con su peso, la panza se me apoyó contra el
costado del edificio, y fue como apoyarla contra un horno que se ha calentado
bien. Apareció la cara de Dick; por unos segundos creí que no podríamos
sacarlo. Había respirado un montón de humo y estaba a punto de desmayarse.
Tenía los labios partidos y le ardía la espalda de la camisa.
»Y entonces estuve a punto de soltarlo, porque me llegó el olor de la gente
que se quemaba dentro. Algunos dicen que el olor de carne humana chamuscada
es como el de costillas de cerdo asadas, pero no, no es así. Es parecido a lo que
se huele cuando terminan de castrar potros. Encienden un buen fuego y arrojan
todo eso allí, y cuando el fuego se aviva bien se oye que las pelotas de caballo
revientan como castañas, y así huele la gente cuando empieza a cocinarse dentro
de la ropa. Olí eso y comprendí que no iba a soportar mucho tiempo, así que tiré
una vez más, con fuerza, y Dick salió. Había perdido un zapato.
»Perdí apoyo en las manos de Trev y caí. Dick cayó encima de mí, y te
puedo asegurar que ese negro piojoso tenía la cabeza dura, dura. Quedé casi sin
aliento, rodando en el polvo por algunos segundos, rodando y apretándome la
barriga.
»Al fin pude ponerme de rodillas y luego de pie. Y entonces vi esas figuras
que corrían hacia la arboleda. Al principio creí que eran fantasmas; después les
vi los zapatos. Por entonces había tanta luz alrededor del Black Spot que parecía
de día. Vi los zapatos y comprendí que eran hombres enfundados en sábanas.
Uno de ellos había quedado algo rezagado. Y vi que…».
Dejó la frase inconclusa, humedeciéndose los labios.
—¿Qué viste, papá? —pregunté.
—No importa —dijo—. Dame agua, Mikey.
Se la di. El bebió la mayor parte y tuvo un acceso de tos. Una enfermera que
pasaba asomó la cabeza y dijo:
—¿Necesita algo, señor Hanlon?
—Un juego de intestinos nuevos —dijo mi papá—. ¿Tiene alguno a mano,
Rhoda?
Ella le dedicó una sonrisa nerviosa y vacilante, antes de seguir de largo. Mi
papá me entregó el vaso y yo lo puse sobre la mesa.
—Lleva más tiempo contar que recordar. ¿Vas a llenarme otra vez el vaso
antes de irte?
—Claro, papá.
—¿Esta historia va a darte pesadillas, Mikey?
Abrí la boca para mentir, pero lo pensé mejor. Y ahora pienso que, si hubiera
mentido, él se habría interrumpido allí mismo. Por entonces estaba muy perdido,
pero quizá no tanto.
—Creo que sí —dije.
—Eso no es tan malo. En las pesadillas podemos pensar lo peor. Supongo
que para eso son.
Alargó la mano y yo se la tomé. Así estuvimos mientras él terminaba.
—Me volví a tiempo para ver a Trev y Dick, que iban hacia el frente del
edificio; corrí tras ellos, aún tratando de recobrar el aliento. Había, quizá,
cuarenta o cincuenta personas, allí fuera; algunas lloraban, otras vomitaban, las
había gritando y haciendo las tres cosas al mismo tiempo, al parecer. Algunos
yacían en el pasto, desmayados por el humo. La puerta estaba cerrada y se oían
alaridos al otro lado; la gente aullaba pidiendo que se la dejara salir, por el amor
de Dios, que estaban quemándose.
»Era la única puerta, aparte de la que comunicaba la cocina con el lugar
donde teníamos los cubos de basura y esas cosas. Para entrar había que empujar
la puerta. Para salir, se tiraba de ella. Algunas personas habían salido; después, la
misma gente empezó a apelotonarse y a empujar contra la puerta, que se cerró.
Los que estaban atrás seguían empujando para alejarse del fuego y todo el
mundo quedó atascado. Los de delante quedaron aplastados. No había modo de
abrir esa puerta contra el peso de todos los que empujaban. Allí estaban,
atrapados, mientras el incendio rugía.
»Fue Trev Dawson quien hizo que murieran sólo unos ochenta, en vez de
cien o doscientos, y por su esfuerzo no le dieron una medalla sino dos años en la
prisión militar de Rye. Porque en ese momento se acercó un camión grande y
viejo. ¿Y quién venía al volante? Nada menos que mi viejo amigo el sargento
Wilson, el dueño de todos los agujeros de la base.
»Baja y empieza a vociferar órdenes que no tenían mucho sentido y que, de
cualquier modo, la gente no podía oír. Trev me tomó del brazo y corrimos hacia
él. Yo había perdido el rastro a Dick Hallorann, por entonces; ni siquiera lo vi
hasta el día siguiente.
»—¡Necesito este camión, sargento! —le chilla Trevor, en la cara.
»—No me estorbes, negro piojoso —dice Wilson, y lo empuja. Y sigue
gritando todas esas tonterías confusas. Nadie le estaba prestando atención, pero
de cualquier modo no le duró mucho, porque Trevor Dawson saltó como un
muñeco de caja de sorpresa y lo dejó tendido de un puñetazo.
»Trev podía pegar muy fuerte; cualquier otro hombre habría quedado en el
suelo, pero ese idiota tenía la cabeza dura. Se levantó, chorreando sangre por la
nariz y la boca, y dijo:
»—Te voy a matar por esto, negro cabrón.
»Bueno, Trev le atizó en la barriga con todas las ganas y, mientras él estaba
doblado en dos, yo junté las manos y lo golpeé en la nuca con tanta fuerza como
pude. Era cosa de cobardes, golpear a un hombre por la espalda, pero los
momentos desesperados exigen medidas desesperadas. Y mentiría, Mikey, si no
te dijera que fue un placer hacerlo.
»Cayó, como un venado bajo el hacha. Trev corrió al camión, lo puso en
marcha y lo hizo girar hasta quedar frente al Black Spot, pero a la izquierda de la
puerta. Puso la primera, pisó el acelerador y ¡adelante!
»—¡Apartaos! —grité a la multitud que estaba alrededor—. ¡Cuidado con el
camión!
»Salieron desperdigados como codornices, y por puro milagro Trev no
atropelló a nadie. Chocó contra el costado del edificio a cuarenta o cuarenta y
cinco kilómetros por hora y se estrelló de cara contra el volante del camión. Vi
que despedía sangre por la nariz cuando sacudió la cabeza para despojarse. Puso
marcha atrás, retrocedió cincuenta metros y se lanzó otra vez. ¡Wam!
»El Black Spot era sólo lata arrugada, y bastó con esa segunda embestida. Se
derrumbó todo el costado de aquel horno y las llamas salieron bramando. No me
explico cómo alguien pudo sobrevivir en ese infierno, pero sí, así fue. La gente
es mucho más dura de lo que parece, Mikey, y si no me crees fíjate en mí, que
estoy cogido al mundo sólo con las uñas. Ese lugar era un horno de fundición, un
mar de llamas y humo, pero la gente salía corriendo en un torrente. Eran tantos
que Trev ni siquiera se atrevió a retroceder con el camión, por miedo a atropellar
a algunos. Así que bajó y se me acercó corriendo, dejando el vehículo en donde
estaba.
»Nos quedamos allí, viendo el final de todo. En total, no habían pasado ni
cinco minutos, pero pareció una eternidad. Los últimos diez o doce salieron en
llamas. La gente los sujetaba y los hacía rodar por tierra, tratando de apagarlos
Al mirar hacia dentro, vimos que otros trataban de salir y comprendimos que no
podrían.
»Trev me cogió de la mano y yo se la apreté con el doble de fuerza. Y así nos
quedamos, de la mano, como tú y yo en este momento, Mikey, él con la nariz
quebrada y la sangre corriéndole por la cara, los ojos tan hinchados que se le
estaban cerrando. Mirábamos a la gente. Ellos fueron los verdaderos fantasmas,
aquella noche, sólo brasas con forma de hombres y mujeres caminando hacia la
abertura que Trev había abierto con el camión del sargento Wilson. Algunos
estiraban las manos, como si esperaran que alguien los rescatara. Otros
caminaban, nada más, pero parecían no llegar a ninguna parte. Tenían la ropa en
llamas y la cara empapada. Uno tras otro, fueron cayendo y no se los vio más.
»La última fue una mujer. Se le había quemado el vestido encima y sólo
tenía la braga. Ardía como una vela. En el último segundo pareció mirarme a los
ojos; entonces vi que tenía los párpados en llamas.
»Cuando ella cayó, terminó todo. El edificio se convirtió en una columna de
fuego. Cuando llegaron los coches de bomberos de la base y otros dos del cuartel
de Main Street, ya estaba casi consumido. Y ése fue el incendio del Black Spot,
Mikey».
Bebió el resto del agua y me dio el vaso para que lo llenara en el surtidor del
pasillo.
—Creo que esta noche vamos a mojar la cama, Mikey.
Lo besé en la mejilla y fui al pasillo para llenarle el vaso. Cuando volví,
estaba otra vez medio perdido, con los ojos vidriosos y contemplativos. Dejé el
vaso en la mesilla de noche y él murmuró un «gracias» casi incomprensible. El
reloj de su mesilla marcaba casi las ocho. Hora de volver a casa.
Me incliné para darle un beso de despedida…, pero en cambio me oí
susurrar:
—¿Qué viste?
Sus ojos, que se estaban cerrando, se levantaron apenas ante el sonido de mi
voz. Tal vez sabía que era yo; tal vez creía estar oyendo la voz de sus propios
pensamientos.
—¿Humm?
—Lo que viste —susurré. No quería oír, pero tenía que oír. Tenía calor y frío
al mismo tiempo, me ardían los ojos, las manos se me congelaban. Pero tenía
que oír. Tal como supongo que la mujer de Lot tuvo que volverse a mirar la
destrucción de Sodoma.
—Era un ave —dijo él—. Arriba, sobre los últimos hombres que corrían. Un
halcón, tal vez. Pero grande. Nunca se lo conté a nadie. Me habrían encerrado.
Ese pájaro tenía unos dieciocho metros de ala a ala. El tamaño de un Zero
japonés. Pero vi…, vi sus ojos…, y creo… que me vio.
Se le deslizó la cabeza hacia la ventana, desde donde venía la oscuridad.
—Se lanzó en picado y agarró al último hombre. Lo agarró por la sábana… y
oí sus alas cuando se lo llevaba… Era un ruido como de fuego… y se quedó
suspendido en el aire, como los helicópteros… Y yo pensé: «Los pájaros no
pueden hacer eso». Pero ése podía, porque… porque…
Quedó en silencio.
—¿Por qué, papá? —susurré—. ¿Por qué podía quedarse suspendido en el
aire?
—No estaba suspendido en el aire —musitó él.
Guardé silencio, pensando que esa vez, con toda seguridad, se había
dormido. Nunca en mi vida había sentido tanto miedo… porque, cuatro años
antes, yo había visto a ese pájaro. De algún modo, de una manera inimaginable,
tenía esa pesadilla casi olvidada. Fue mi padre el que la volvió a mí.
—No estaba suspendido en el aire —dijo mi padre medio entre sueños—.
Flotaba… Flotaba. Tenía grandes manojos de globos atados en cada ala y
flotaba…
Mi padre se quedó dormido.
1 de marzo de 1985
Ha vuelto otra vez. Ahora lo sé. Esperaré, pero en el fondo estoy seguro. No
sé si podré soportarlo. Siendo niño pude defenderme, pero los niños son
diferentes. Son diferentes de un modo fundamental.
Anoche escribí todo eso en una especie de frenesí; de cualquier modo, no
habría podido volver a mi casa. Derry se ha cubierto con una gruesa capa de
hielo y, aunque esta mañana ha salido el sol, nada se mueve.
Escribí hasta bien pasadas las tres de la mañana, tratando de sacármelo todo.
Había olvidado ese gigantesco pájaro visto a los once años. Fue la historia de mi
padre lo que me hizo recordar… y ya nunca volví a olvidarlo. En ningún detalle.
En cierto modo, creo que fue el último regalo que me hizo. Un regalo espantoso,
podría decirse, pero también maravilloso, a su modo.
Dormí allí donde estaba con la cabeza apoyada en los brazos, el bolígrafo y
el cuaderno en la mesa, frente a mí. Esta mañana desperté con el trasero
entumecido y dolor de espalda, pero sintiéndome libre, de algún modo, purgado
de esa vieja historia.
Y entonces vi que por la noche, mientras dormía, había tenido visitas.
Las huellas, al secarse, habían dejado leves impresiones lodosas; iban desde
la puerta de la calle (que cerré con llave; siempre la cierro con llave) hasta el
escritorio en el que dormí.
No había huellas que salieran.
Sea lo que fuere, vino a mí en la noche, dejó su talismán… y después,
simplemente, desapareció.
Atado a mi lámpara de lectura había un solo globo, lleno de helio, que
flotaba en un rayo de sol matinal inclinado diagonalmente desde una de las altas
ventanas.
En su superficie tenía un retrato mío, sin ojos, con sangre que corría desde
las cuencas destrozadas y un grito distorsionando la boca sobre la piel de goma.
Al mirarlo grité. El grito levantó ecos en toda la biblioteca respondiendo,
vibrando en la escalera de caracol metálica que lleva a las estanterías.
El globo se reventó con una fuerte explosión.
Tercera parte
ADULTOS
El descenso
hecho de desesperaciones
y sin logros
realiza un nuevo despertar:
que es un reverso
de la desesperación.
Por lo que no podemos lograr, lo que
se niega al amor
lo que hemos perdido en la anticipación…
sigue un descenso,
infinito e indestructible.
WILLIAM CARLOS WILLIAMS, Paterson
¿No te dan ganas de ir a casa, ahora?
¿No te dan ganas de ir a casa?
Todos los hijos de Dios se cansan de vagabundear,
¿No te dan ganas de ir a casa?
¿No te dan ganas de ir a casa?
JOE SOUTH
X. LA REUNIÓN
1
Bill Denbrough coge un taxi
Estaba sonando el teléfono que lo arrancaba de un sueño demasiado profundo
para soñar. Lo buscó a tientas, sin abrir los ojos, sin despertar sino a medias. Si
hubiera dejado de sonar en ese momento, él habría podido volver a dormir sin
pausa, tan fácil y simplemente como antes se deslizaba por las colinas nevadas
del parque McCarron, en su Flexible Flyer. Uno corría con el trineo, se arrojaba
en él y volaba hacia abajo como si fuera a la velocidad del sonido. De mayor ya
no se puede hacer eso, podrías romperte las pelotas.
Sus dedos caminaron por el disco del teléfono, resbalaron y volvieron a
trepar. Tuvo la vaga premonición de que sería Mike Hanlon; Mike Hanlon, que
lo llamaba desde Derry diciéndole que debía volver, diciéndole que debía
recordar, diciéndole que habían hecho una promesa, que Stan Uris les había
cortado las palmas con un fragmento de botella y que todos habían hecho una
promesa…
Pero todo eso ya había ocurrido.
Bill había llegado el día anterior, ya avanzada la tarde, muy poco antes de las
seis, en realidad. Era de suponer que, si Mike lo había llamado el último, todos
ellos habrían estado llegando a diversas horas; hasta era probable que alguno
hubiera pasado allí la mayor parte del día. Por su parte, no había visto a ninguno,
no sentía ninguna prisa por verlos. Después de registrarse en el hotel subió a su
habitación y pidió que le subieran la comida allí; una vez que la tuvo ante sí,
descubrió que no podía comer. Luego se había dejado caer en la cama para
dormir sin sueños hasta ese momento.
Abrió un ojo y buscó torpemente el teléfono. Su mano cayó en la mesilla y él
siguió tanteando mientras abría el otro ojo. Sentía la cabeza totalmente en
blanco, totalmente desconectada, como si estuviera funcionando a pilas.
Por fin logró levantar el auricular. Se incorporó sobre un codo y se lo puso
contra el oído.
—¿Sí?
—¿Bill?
Era la voz de Mike Hanlon; al menos, en eso había acertado. Una semana
atrás no recordaba a Mike en absoluto, pero ahora bastaba una palabra para
identificarlo. Era maravilloso…, pero de un modo aciago.
—Sí, Mike.
—Te he despertado, ¿no?
—Sí, pero no importa. —En la pared, sobre el televisor, había una pintura
abismal de pescadores de langostas con impermeables amarillos y sombreros de
lluvia tendiendo trampas. Al mirarlo, Bill recordó dónde estaba, en el «Town
House» de Derry, el hotel de Main Street. Unos ochocientos metros más allá,
cruzando la calle, estaba el parque Bassey, el puente de los Besos, el canal—.
¿Qué hora es, Mike?
—Diez menos cuarto.
—¿De qué día?
—Del treinta. —Mike parecía algo divertido.
—Sí. Claro.
—He organizado una pequeña reunión —dijo Mike. Sonaba tímido.
—¿Sí? —Bill sacó las piernas de la cama—. ¿Han llegado todos?
—Todos, menos Stan Uris —dijo Mike. De pronto había en su voz algo que
no pudo interpretar—. La última fue Bev. Llegó anoche, ya tarde.
—¿Por qué dices que es la última, Mike? Stan podría aparecer hoy.
—Stan ha muerto, Bill.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Acaso el avión…?
—Nada de eso —dijo Mike—. Mira, si no te importa, creo que deberíamos
esperar a estar juntos. Sería mejor contarlo a todos al mismo tiempo.
—¿Tiene algo que ver con esto?
—Sí, eso creo. —Mike hizo una breve pausa—. Estoy seguro.
Bill sintió el peso familiar del miedo que se instalaba otra vez en torno a su
corazón. Entonces, ¿uno se acostumbraba tan pronto a eso? ¿O lo había llevado
siempre consigo, sin sentirlo, sin pensar, como el hecho inevitable de su propia
muerte?
Buscó sus cigarrillos, encendió uno y apagó la cerilla con la primera
bocanada.
—¿Ayer no se reunió nadie?
—No…, no lo creo.
—Y tú aún no has visto a ninguno de nosotros.
—No, sólo os he hablado por teléfono.
—De acuerdo —dijo Bill—. ¿Dónde se hace la reunión?
—¿Recuerdas dónde estaba la vieja fundición?
—Por supuesto. En Pasture Road.
—Estás atrasado, viejo. Ahora se llama Mail Road. Tenemos la tercera
galería comercial de este estado. «Cuarenta y ocho tiendas diferentes bajo un
mismo techo, para su comodidad al comprar».
—Suena muy n-n-norteamericano, sí.
—¿Bill?
—¿Qué?
—¿Estás bien?
—Sí.
Pero su corazón palpitaba demasiado rápido y la punta del cigarrillo le
temblaba un poquito. Había tartamudeado. Mike lo sabía. Hubo un momento de
silencio. Luego Mike dijo:
—Pasando la galería hay un restaurante llamado Jade Oriental. Tienen salas
privadas para grupos. Ayer reservé una. Podemos ocuparla toda la tarde, si
queremos.
—¿Crees que podemos tardar tanto?
—No sé, en realidad.
—Si cojo un taxi, ¿sabrá dónde llevarme?
—Por supuesto.
—Bueno —dijo Bill y anotó el nombre del restaurante en el bloc que había
junto al teléfono—. ¿Por qué allí?
—Porque es nuevo, supongo —dijo Mike, lentamente—. Me pareció…, no
sé…
—¿Terreno neutral? —sugirió Bill.
—Sí, supongo que eso es.
—¿La comida es buena?
—No lo sé. ¿Cómo está tu apetito?
Bill soltó una bocanada de humo y algo que era a medias una risa, a medias
una tos.
—No muy bien, viejo.
—Sí, ya te oigo —dijo Mike.
—¿A mediodía?
—Alrededor de la una, mejor. Dejemos que Beverly ronque un poco más.
Bill apagó el cigarrillo.
—¿Se casó?
Mike volvió a vacilar.
—Ya nos pondremos al día con todo —dijo.
—Como cuando uno vuelve a la reunión de la secundaria, diez años después,
¿no? —comentó Bill—. Hay que ver quién engordó, quién está calvo, quién
tiene hij-j-jos.
—Ojalá fuera eso —dijo Mike.
—Sí, ojalá, Mikey, ojalá.
Colgó el teléfono. Se dio una larga ducha y pidió un desayuno que no
deseaba. Apenas lo probó. No, su apetito no andaba nada bien, en verdad.
Bill llamó a la Compañía de Taxis Big Yellow y pidió que pasaran a
recogerlo a la una menos cuarto pensando que quince minutos sería tiempo más
que suficiente como para llegar a Pastare Road (le era totalmente imposible
llamarlo Mail Road, aún después de ver, con sus propios ojos, la galería
comercial). Pero había subestimado el embotellamiento de tráfico a la hora de
comer… y lo mucho que Derry había crecido.
En 1958, Derry era sólo una pequeña ciudad con unos treinta mil habitantes
entre los límites del municipio y otros siete mil, quizás, en los suburbios.
Ahora se había convertido en una ciudad importante, muy pequeña todavía,
comparada con Londres o Nueva York, pero próspera, considerando el nivel de
Maine, donde Portland, la ciudad más grande del estado, apenas podía jactarse
de contar con trescientas mil almas.
Mientras el taxi avanzaba lentamente por Main Street («Ahora vamos sobre
el canal —pensó Bill—; no se lo ve, pero está allí abajo, corriendo en la
oscuridad») y luego tomaba Center, su primer pensamiento fue bastante
predecible: cuánto había cambiado todo. Pero el pensamiento predecible vino
acompañado de un profundo horror que nunca habría esperado. Recordaba su
niñez como un tiempo nervioso, lleno de temores, no sólo por el verano de 1958,
en que siete de ellos se habían enfrentado al terror, sino por la muerte de George,
el profundo sueño en que sus padres parecían haber caído después de esa muerte,
las burlas constantes por su tartamudez, Bowers, Huggins y Criss, que los
perseguían continuamente tras la pelea a pedradas en Los Barrens
(Bowers, Huggins y Criss, oh, cielos. Bowers, Huggins y Criss, oh cielos)
y la simple sensación de que Derry era fría, de que Derry era dura, de que a
Derry le importaba un cuerno si ellos vivían o morían y, mucho menos, si
triunfaban o no sobre el Payaso Pennywise. Los habitantes de Derry llevaban
mucho tiempo viviendo con Pennywise, con todos sus disfraces… y tal vez, de
algún modo descabellado, habían llegado a comprenderlo. A tenerle simpatía, a
necesitarlo. ¿A amarlo? Tal vez. Sí, tal vez eso también.
Entonces, ¿por qué ese horror?
Tal vez porque el cambio, de algún modo, parecía muy opaco. O porque
Derry parecía haber perdido, para él, su rostro esencial.
El Teatro Bijou había desaparecido reemplazado por un aparcamiento (SÓLO
PARA PERSONAS AUTORIZADAS, anunciaba el cartel sobre la rampa. LOS INTRUSOS
SERÁN RETIRADOS POR LA GRÚA). El Shoboat y el comedor de Bailley, los locales
vecinos, también habían desaparecido dejando lugar a una sucursal del Northern
National Bank. De la endeble estructura de hormigón en bloque sobresalía un
indicador digital que marcaba la hora y la temperatura en grados Fahrenheit y
Celsius. La farmacia Center, cubil del señor Keene, el sitio donde Bill había
comprado el medicamento para el asma de Eddie, tampoco estaba. El callejón de
Richard se había convertido en un extraño híbrido llamado «minigalería».
Cuando el taxi se detuvo ante un semáforo en rojo, Bill miró dentro y pudo ver
una tienda de discos, una casa de productos dietéticos y un local de juguetes y
juegos electrónicos que anunciaba una liquidación de piezas de Scalectrix.
El taxi reanudó la marcha con una sacudida.
—Vamos a tardar un rato —dijo el conductor—. Me gustaría que todos estos
malditos bancos se perdieran a la hora del almuerzo. Perdone mi lengua, si usted
es religioso.
—Está bien —dijo Bill. Fuera estaba muy nublado. En ese momento, unas
cuantas gotas de lluvia golpearon el parabrisas. La radio murmuraba algo sobre
un paciente fugado de un asilo para enfermos mentales, en alguna parte, que
parecía ser muy peligroso, después siguió murmurando sobre los Red Sox que de
peligrosos no tenían nada. Chaparrones aislados, después aclarando. Cuando
Barry Manilow empezó a gemir por Mandy, que venía y daba sin tomar nada, el
taxista apagó la radio de un manotazo.
—¿Cuándo los construyeron?
—¿Los bancos?
—Sí.
—A finales de los años sesenta o principios de los setenta, casi todos —dijo
el taxista. Era un hombre grande de cuello enrojecido. Llevaba una cazadora a
cuadros rojos y negros con una gorra de color naranja fosforescente plantada en
la cabeza; tenía manchas de aceite de motor—. Consiguieron ese dinero para
renovación y lo usaron para tirar todo abajo. Vinieron los bancos. Creo que eran
los únicos que podían venir. Menuda porquería, ¿no? Renovación urbana, lo
llaman. Renovación, una mierda, digo yo. Y perdone mi lengua, si usted es
religioso. Se habló mucho de que iban a revitalizar el centro de la ciudad. ¡Ja,
bonita revitalización! Tiraron casi todos los negocios de antes y pusieron un
montón de bancos y aparcamientos. Y nadie encuentra un mísero sitio para
aparcar. Habría que colgar a todo el Concejo Municipal de los cojones, eso es lo
que habría que hacer. Menos a esa mujer, la Polock, que también es concejal. A
ella habría que colgarla de las tetas. Pensándolo bien, creo que no tiene. Es más
lisa que una tabla, la hija puta. Y perdone mi lengua, si usted es religioso.
—En realidad, soy religioso —dijo Bill, sonriente.
—Entonces le conviene bajarse de mi taxi y meterse en la iglesia, que joder
—dijo el taxista.
Y los dos estallaron en una carcajada.
—¿Hace mucho que vive aquí? —preguntó Bill.
—Toda la vida. Nací en el Hospital Municipal y me echarán a pudrir en el
cementerio de Monte Esperanza.
—Qué bien —comentó Bill.
—Psé, qué bien —dijo el taxista. Carraspeó, bajó la ventanilla y escupió al
aire lluvioso un larguísimo gargajo verdoso. Su actitud, contradictoria, pero
atractiva, casi picante, era de sombrío buen humor—. El que agarre eso no
tendrá que comprar chicles por toda una semana, joder. Y perdone mi lengua si
usted es religioso.
—No todo ha cambiado —dijo Bill. El deprimente desfile de bancos y
parkings se iba deslizando hacia atrás a medida que ascendían por Center. Más
allá de la colina y pasando por el First National Bank, empezaron a tomar cierta
velocidad—. El Aladdin todavía está.
—Psé —reconoció el taxista—. Pero se salvó, por un pelo, se salvó. Los muy
hijos de puta querían tirarlo abajo, también.
—¿Para hacer otro banco? —preguntó Bill.
Una parte de él descubría, divertida, que la otra parte se horrorizaba ante la
idea. No podía creer que nadie en su sano juicio quisiera derribar esa majestuosa
cúpula de placer, con su centelleante araña de cristal, sus curvas escalinatas y su
elefantiásico telón que no se limitaba a abrirse cuando empezaba el espectáculo,
sino que se elevaba en mágicos pliegues, pinzas y drapeados, todo iluminado
desde abajo en fabulosos tonos de rojo, azul, amarillo y verde, mientras las
poleas, arriba, gruñían y repiqueteaban. El Aladdin no —exclamaba esa
horrorizada parte de él—. ¿Cómo pudieron siquiera pensar en derribar el
Aladdin para hacer un BANCO?
—Claro, un banco —dijo el taxista—. Ha acertado, señor. Era el Mercantil
de Penobscot el que le había echado el ojo, los muy bastardos (perdóneme la
lengua, si es religioso) querían tirarlo abajo y hacer una «galería bancaria
completa», como decían ellos. Ya tenían todos los papeles tramitados y el
Aladdin estaba clausurado. Entonces un grupo de gente formó un comité, toda
gente que vivía aquí desde hacía mucho, y presentaron peticiones, hicieron
manifestaciones y gritaron hasta que hubo una asamblea pública. Y Hanlon les
dio una buena patada en el culo a los degenerados esos del Mercantil.
El taxista parecía sumamente satisfecho.
—¿Hanlon? —preguntó Bill, sobresaltado—. ¿Mike Hanlon?
—Ayuh —afirmó el taxista. Se retorció por un momento para mirar a Bill,
descubriendo una cara redonda y mofletuda, con gafas de carey que tenían viejas
motas de pintura blanca en las patillas—. El bibliotecario. Un negro. ¿Lo
conoce?
—Lo conocía —dijo Bill, recordando cómo había conocido a Mike, en julio
de 1958.
Había sido por Bowers, Huggins y Criss, otra vez, por supuesto. Bowers,
Huggins y Criss
(oh, cielos)
por todas partes, desempeñando su propio papel, como inconscientes grapas
que los habían unido a los siete, más, más, mucho más.
—Jugábamos juntos, siendo niños —agregó—. Antes de que yo me fuese.
—Vaya, mire por dónde —dijo el taxista—. Qué pequeño es este mundo de
mierda, perdone…
—… mi lengua si usted es religioso —terminó Bill, al unísono.
—Mire por dónde —repitió el taxista, cómodamente. Viajaron en silencio un
rato, antes de que él dijera—: Ha cambiado mucho, Derry. Pero sí, muchas cosas
siguen como antes. El «Town House», donde lo recogí. La torre-depósito en el
Memorial Park. ¿Se acuerda de ese lugar, señor? Cuando éramos pequeños
decíamos que ese lugar estaba hechizado.
—Lo recuerdo.
—Mire, allí está el hospital. ¿Lo reconoce?
A la derecha pasaba ahora el hospital Municipal de Derry. Detrás de él corría
el Penobscot, hacia su encuentro con el Kenduskeag. Bajo el lluvioso cielo de
primavera, el río tenía el color opaco del peltre. El hospital que Bill recordaba
(un edificio de madera blanca, con dos alas y tres plantas) aún estaba allí, pero
rodeado y empequeñecido por un complejo de edificios que sumaban quizás una
docena. A la izquierda había un aparcamiento con más de quinientos coches
según su cálculo.
—¡Por Dios, eso no es un hospital! ¡Parece el recinto de una universidad,
coño! —exclamó Bill.
El conductor rió entre dientes.
—Como no soy religioso, le perdono su lengua. Sí, ya es casi tan grande
como el de Bangor. Tienen laboratorio de radiología, centro de terapia,
seiscientas habitaciones, lavandería propia y sabe Dios qué más. El viejo
hospital sigue allí, pero ahora sólo como administración.
Bill sintió una extraña sensación de desdoblamiento, la misma que recordaba
haber sentido al ver la primera película tridimensional: tratar de unir dos
imágenes que no coincidían. Uno podía engañar la vista y el cerebro para que lo
hicieran, pero podía terminar con un magnífico dolor de cabeza… y en ese
momento sintió que le venía uno. La nueva Derry, sí. Pero la vieja Derry aún
estaba allí, como el edificio de madera del hospital. La vieja Derry estaba casi
toda sepultada bajo las construcciones nuevas… pero la vista se sentía
irremediablemente atraída hacia ella…, la buscaba.
—Las vías del ferrocarril deben de haber desaparecido, ¿no? —preguntó
Bill.
El taxista volvió a reír, encantado.
—Considerando que se marchó cuando era niño, señor, tiene buena memoria.
—Bill pensó: «Si me hubieras visto la semana pasada, amigo mío…»—. Todavía
están pero no quedan más que ruinas y vías herrumbradas. Ni siquiera los
mercancías se detienen aquí. Un tío quería comprar el terreno para poner una
especie de parque de diversiones, con tiro al blanco, canchas de minigolf,
frontones para pelota, kartings y un local con juegos de video y qué sé yo qué
más. Pero hubo no sé qué lío con los que tienen la tierra a su nombre. Supongo
que si insiste va a ganar, pero por el momento está todo en los tribunales.
—Y el canal —murmuró Bill, cuando giraban hacia Pasture Road que, tal
como Mike había dicho, estaba señalizado con un letrero verde que rezaba:
MALL ROAD—. El canal todavía está aquí.
—Ayuh —dijo el taxista—. Creo que ése va a estar siempre.
Ahora Bill tenía a su izquierda la galería de Derry. Al pasar junto a ella
volvió a sentir esa extraña sensación de desdoblamiento. En su infancia, todo eso
había sido un largo campo lleno de pastos duros y gigantescos girasoles
bamboleantes que marcaba el extremo nordeste de Los Barrens. Por atrás, hacia
el oeste, estaban los bloques de Old Cape para gente de bajos recursos.
Reco
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