El año del alma de Stefan George en versión de Héctor A. Piccoli En algún lugar, Stefan George critica los arrebatos de fuerza en poesía, que no golpean como una verdad sino como un intento de convencerse con los propios gritos de algo que no existe. Malinterpretan, dice, a Nietzsche cuando insta a escribir con sangre para que la visión de las heridas o las convulsiones de placer demuestre que lo propio está en juego. Pero un suspiro bien templado basta para sugerir dolor superlativo. Una sonrisa, una lágrima, un temblor, placer inmenso. El buen poema es hijo de la paz y el regocijo porque “todo poema que aporte negrura sin un rayo de luz” no fue escrito con sangre sino con tinta roja. El año del alma es la sonrisa apenas esbozada que insinúa una gran tristeza, el libro de un año sin primavera, en un mundo cuyas fuerzan parecen haberse agotado. Ahí el yo poeta invita a su interlocutor, íntimo y desconocido a la vez, a identificar y tomar los colores para un sueño: Ven al parque que fue declarado muerto y mira: de lejanas riberas sonrientes el destello • El imprevisto azul de nubes nítidas alumbra los estanques y jaspeados senderos. Allí toma el profundo gualdo • el gris tïerno del boj y el abedul • Templado está el vïento • Aún no se marchitaron las tardías rosas • Escógelas y bésalas • Teje la corona • Estos amelos últimos no olvides tampoco • la púrpura que ciñe el sarmiento en vid silvestre y aun lo que quedó de vida verde entrelázalo leve en la visión de otoño. Así se abre el poemario que tengo el placer de presentar, editado por Serapis en un exquisito volumen que replica la “versión definitiva” que en 1928 estableció George del texto de Das Jahr der Seele publicado por vez primera en 1897, hace 124 años. El año del alma es versión española de Héctor Piccoli, conocedor inigualable de los versos del poeta renano. Los invito a repasar algunos de sus méritos así como a acercarnos a la singular, no siempre comprendida pero cautivadora voz de Stefan George. * Stefan George nació en 1868 en Büdesheim bei Bingen, a orillas del Rin. Una reconstrucción biográfica en clave convencional es difícil porque George practicó a lo largo de su vida una autoestilización radical: según sus estudiosos, cuando terminaba una relación pedía sus cartas y después de releer las que consideraba importantes, las quemaba; destruía la mayor parte de los estadios previos de sus poemas para borrar los trazos de su evolución y en general llevaba una vida al margen de la sociedad, más bien pobre (vivía de sus poemas y mecenas) y en constante itinerancia para no sentirse atado a los mandatos de la burguesía que despreciaba. Esta integración de ética y estética, de vida y obra, la logró gracias a lo que el filósofo Hans Georg Gadamer denominó unas “peculiar reserva y peculiar publicidad”. Junto a Rainer Maria Rilke, más conocido en la tradición latinoamericana, y a Hugo von Hofmannsthal, fue la voz más importante de la lírica alemana finisecular. Como introductor del simbolismo en su país, que había importado desde París (donde conoció a Mallarmé), fue abanderado de un esteticismo que propugnaba la libertad del arte dentro de su propia esfera (pensemos en su exclusiva y excluyente revista Blätter für die Kunst, publicada entre 1892 y 1919) y que también creía en el impacto del arte en la vida, como lo demuestra el hecho de que los seguidores y amigos de George no se integraron espontáneamente en una comunidad anónima, como ocurre con cualquier artista, sino que conformaron un grupo de jóvenes de quienes él era el guía socrático, el maestro, a quien imitaban y obedecían, en quien tenían fe. Este grupo, llamado el “círculo de George” o “Alemania secreta” (en alusión a la leyenda del rey bajo la montaña) se convirtió en una comunidad estético-cultual cuando George sacralizó a un joven discípulo, Maximin, muerto a los 16 años por una meningitis, en el intento de generar, dentro del espacio desacralizado de la sociedad de masas, una vida bella, verdadera y buena a salvo de la tecnificación de la existencia. Sin embargo, tanto su aristocratismo como su montaje como maestro y profeta y la creencia en una sociedad jerárquica lo situaron cerca de algunos aspectos de la ideología del nacionalsocialismo. No obstante, el Círculo estaba conformado por un buen número de intelectuales y artistas judíos y cuando, en 1933 el Ministerio de Cultura del Tercer Reich le ofrece la presidencia de la Academia de Literatura y de las Artes, George la rechaza y se autoexilia en Muralto, Suiza, país donde muere al cabo de unos meses. A su entierro asiste Claus von Stauffenberg, que en 1944 realizará un atentado fallido contra Hitler y en cuyo fusilamiento, dice una tradición, gritará: “Larga vida a la Alemania secreta”. De los discípulos restantes del Círculo algunos serán fusilados o exiliados como traidores y otros confundirán el régimen nazi con ese “nuevo reino” que anuncia un poemario maduro de George y simpatizarán con él. Con el tiempo, tanto estas desafortunadas aunque ambiguas asociaciones como la falta de afinidad con los ideales de ambas repúblicas alemanas y a menudo rabiosos ataques homofóbicos por parte de los críticos sellarán un destino mayormente aciago para un poeta que supo cautivar e incomodar a los más grandes intelectuales y artistas del siglo XX. * El año del alma, como dije, fue publicado en 1897, como sucesor de Los libros de las églogas y loas, de las leyendas y cantos y de los jardines colgantes (1895), un libro de cuño decadente que plasma paraísos artificiales que, si bien vuelven a aparecer ahora, lo harán en diálogo con la vida tal como está dada y su posibilidad de devenir poesía. Para este momento, George ya había publicado su traducción de Las flores del mal de Baudelaire (1891), de gran importancia en el desarrollo de su propio estilo. El título de este conjunto de poemas alude a dos versos de la elegía de Hölderlin Quejas de Menón por Diótima, donde se habla de un espacio arcádico: Wo die Gesänge wahr, und länger die Frühlinge schön sind, Und von neuem ein Jahr unserer Seele beginnt. Donde los cantos son verdaderos y las primaveras permanecen bellas y de nuevo un año de nuestra alma comienza. El libro de divide en tres secciones de aproximadamente 30 poemas cada una, y cada sección contiene subdivisiones: la primera tres (llamadas “Después de la vendimia”, “Peregrino en la nieve” y “El triunfo del verano”), la segunda dos (“Epígrafes y dedicatorias” y “Permitid este juego”) y la tercera, llamada “Danzas tristes”, sin subdivisiones. Lo curioso es que en la sección dedicada a las estaciones esté ausente la primavera, ese momento en que, según Hölderlin, los cantos son verdaderos, y las almas de los amantes se fusionan en una sola, como el proemio de El año del alma declara que ocurre entre el libro y su interlocutor. Entonces hay una pregunta por la soledad y la verdad. La soledad del poeta y la verdad del canto. En los momentos otoñales e invernales de la primera sección, el yo poeta y su interlocutor recorren espacios de naturaleza culturada: parques, jardines, estanques, alamedas… y se turban ante espectros monitorios que vienen a recordarles la caducidad de su embrujo. Este interlocutor es intrínsecamente ambiguo y, aunque los exégetas lo han querido identificar con Ida Coblenz, única relación femenina de George (que lo dejaría por Richard Dehmel –su contrincante naturalista), resulta vidrioso establecer un referente claro. Lo mismo ocurre con el “Triunfo del verano” y la sensual presencia masculina que ahí se esboza, también reconocida tentativamente por algunos como su discípulo Cyril Scott. La segunda sección se dedica mayormente a esbozar esas “sombras fugazmente recortadas” de los miembros de su entorno poético-existencial, en forma de herméticos poemas-homenaje que sólo consignan las iniciales del nombre, nuevamente borroneando la identidad del interlocutor. “Danzas tristes”, por su parte, conforma esa sonrisa esbozada a medias que referíamos al comienzo de este video, sonrisa que con pies ligeros conjura una música leve, serena, alegre, que deja adivinar una gran tristeza. El tono melancólico del libro en general es el de una pregunta por las posibilidades de ese paisaje en dulce apocalipsis de devenir yacimiento de materiales para la visión estética. Y esto me lleva a delimitar el sentido profundo del quehacer de un esteta, quien por una parte es quien crea las condiciones para sí a partir de sí mismo cuando su mundo ha olvidado la consciencia de la forma; pero también es quien pretende, dice Gottfried Benn, ante la decadencia del contenido de una época, vivenciar la forma de su arte como contenido de una vida, en un gesto creativo trascendente. Y vida es aquí lo que hacia 1900 se entendía como “irrupción hacia orillas lejanas y a la vez lo completamente cercano, […] la propia vitalidad, que exige una forma”, en palabras de Rüdiger Safranski. Este filósofo relata que antes de ese momento los jóvenes buscaban parecer viejos pues su edad era un obstáculo para la carrera. Buscaban fórmulas para el crecimiento de la barba, imitaban a su padre en el vestir, se ponían anteojos y adoptaban una gestualidad mesurada. A partir de este giro, la vida era lo juvenil mismo, lo que emprende la marcha y pone en tela de juicio a la vejez como algo que debe justificarse ante el tribunal de la vitalidad, pues corre riesgo de petrificación y muerte. Más que el lugar del desengaño, la vida se convierte en lo que se configura a sí mismo y los grandes movimientos estéticos del momento como el simbolismo, el expresionismo y el Jugendstil se alimentan de este espíritu. En el siguiente poemario de George, El tapiz de la vida, un ángel que cruza el portón se presenta como el heraldo de esta schöne leben, la alternativa a la parálisis técnica de la sociedad materialista. La visión estética que Stefan George buscaba no era una abstracción: poseía corporeidad impresa y sonora. A través de su alianza con el pintor, decorador y encuadernador Melchior Lechter, George publicó casi todos sus poemarios en bellos volúmenes artesanales que contravenían la concepción del libro como objeto de consumo. Si bien introdujo su propia caligrafía en la edición original de El año del alma, ya a partir de la tercera edición de 1904 se comienza a utilizar la St.-G.-Schrift, una tipografía diseñada por Lechter, quien se inspiró en la letra de George, en la escritura griega de la piedra de Rosetta y en la minúscula carolingia o carolina minúscula. A este rasgo se suman la minusculización de los sustantivos, que en alemán es norma escribir en mayúsculas; la omisión de los signos de puntuación canónicos y el invento de otros como el punto medio o volado o los dos puntos suspensivos y ciertas particularidades lingüísticas que obligan a pausar la lectura y abandonar la voz interior para sentir el gran poder rítmico de los versos, que dejan la comprensión en segundo lugar para ejercer un influjo que toma el cuerpo, como si de una fórmula mágica se tratara. Esta palabra exteriorizada, sacra, ajena a las transacciones de sentido, nos impacta como grave, escueta y primitiva, en las antípodas de la ironía. Da la impresión de que ganó enormemente a costa de una también enorme pérdida. * Para Mallarmé la poesía es el oro del lenguaje. Como las reservas de metal precioso respaldaban (hasta la Primera Guerra Mundial) la circulación de dinero con su valor intrínseco, la poesía podía soñar con sonidos que tocaran la materia de un solo golpe, sin pasar por el bochorno de que “luz” se escriba con una vocal oscura. Desde el punto de vista de la poesía pura, las palabras cotidianas son lenguaje emputecido y no precisamente con el matiz positivo que Susana Thénon les adjudicaba cuando era bien colocadas. Las palabras cotidianas se rebajan al sentido y al valor de la poesía no lo da el sentido, dice George, sino aquello hondamente suscitante en medida y sonido. Tres cuartas partes de placer son perdidas si se nombra aquello que es mejor adivinar, pero adivinar es lo único que podemos hacer cuando lo que nombramos es indefinible. A esa región onírica donde Yo y Tú, Aquí y Allí, Una vez y Ahora llegan a ser la misma cosa es a donde la poesía de George intenta llevarnos. No convierte figuras humanas y paisajes tanto como transcribe su conversión ya realizada en la lengua pura. Mucho de esto aparece tipificado en el siguiente poema de la segunda sección: Común a pocos es la palabra del vidente… La penúltima estrofa rechaza el “susurro de preceptos blandos” de la lengua materna y aboga por una propia. George ya de niño jugaba creando lenguas inventadas y ya de adulto escribió cartas a sus amigos y poemas en la llamada lingua romana, que ideó a partir de material claro, románico. * Según Gadamer, George interrumpió con su poesía toda una tradición alemana que desde Goethe y los románticos buscaba la espontaneidad de la canción natural. El poema de George tiene una gran carga volitiva y es conscientemente artificioso y preciosista. Quizás sea por esto, me permito agregar, que frente a la figura del Wanderer, aparezcan lexemas referidos a la peregrinación (por ejemplo en el título de su libro Pilgerfahrten o en el de la sección “Waller im Schnee” del que hoy presento). El peregrino es el caminante con una causa. A esta causa de sacralización de la lengua Gadamer la explica perfectamente cuando dice que la palabra de George es un referir (Hersagen), un decir dirigiéndose a los interlocutores, a diferencia del proferir (Hinsagen), un decir hacia adentro, en trance, de un Hölderlin. Esta última modalidad es propia del giro protestante de la interioridad, que George interrumpe por vez primera con una modalidad que toma como ley “la sugestividad litúrgica de lo armonioso- sensible y de lo ceremonioso”. “Las usanzas de la ofrenda”, como dice uno de los poemas de El año de alma. Entre las características del Hersagen se encuentra, por ejemplo, el uso de arcaísmos. Cuando uno busca expresiones poco corrientes de este libro en el diccionario, muchas veces tienen la indicación “geraltet” (“anticuada”) o “gehoben” (“elevada”) o se refiere su pertenencia al dialecto del sur. Otra característica importante es el uso de palabras simple en lugar de palabras compuestas, e incluso el acortamiento de palabras, ya que esto “margina el carácter relacional de la palabra en favor de su fuerza evocadora de lo presente”. Así, en el poema dedicado a Hugo von Hofmannsthal, George menciona la “placa de mi memoria” (dächtnistafel) donde tiene grabado al viejo contrincante, quitándole “ge” a “gedächtnis”, que forma el participio pasado sobre la raíz del verbo denken. Pero la característica principal del proferir la constituye el enlace áspero (Harte Fügung), un término que usó Norbert von Hellingrath para describir la poesía de Píndaro y Hölderlin y que significa que el poeta no usa coordinación, subordinación ni yuxtaposición gramatical para conectar palabras y oraciones, sino que confía en que ciertos recursos de sonido mantendrán la unidad del disurso. Por ejemplo, el poema de “Danzas tristes” que comienza con el verso: “Esta pena este peso: conjurar” es una sucesión de predicados no verbales trenzados por el ritmo del poema. En su segunda estrofa en particular, cierta sensación de unidad es lograda a partir de la anáfora así como de asonancias internas y aliteraciones, esto es, repeticiones de vocales y consonantes dentro de un grupo reducido de palabras: Dies heilungslose sich betäuben Mit eitlem nein und kein • Dies unbegründete sich sträuben • Dies unabwendbar-sein. Este incurable aturdirse con no y con ninguno petulantes • este infundado resistirse • este ser ineluctable. * Lukács dice algo muy interesante sobre la manera en que George destila la materia real para convertirla en poesía. Nos dice que los poetas del pasado presentaban una experiencia contingente, reconstruían su curso con facilidad y la convertían en un evento de significación universal. Los símbolos de George, en cambio, son creados para decir fluctuaciones milimétricas del ánimo o colores que adquieren cierto matiz por un minuto de la historia de la existencia. Son símbolos en los que la idea y la imagen son uña y carne porque no podrían traducirse ni a un significado universal ni a otra imagen. Difícilmente un poema lírico romántico suscita la sensación de intimidad de un poema de George, que me habla como un mejor amigo, de esos que dan una vez en la vida, a tal punto vibrante en mi misma frecuencia que se ofende ante datos obvios y busca detalles extraños. Pero a la vez es distante y me quedo sin saber a quién ama, por qué se alegra y se entristece. En una de las “Danzas tristes”, el yo poeta invita al interlocutor a entrar a su cálido hogar y cuando éste se despide le da una alhaja como regalo de huésped. En la antigüedad, un símbolo era un objeto partido en dos, del que dos personas conservaban cada uno una mitad. Cuando las partes se unían servían para reconocer el compromiso o deuda de los portadores, por ejemplo una relación de hospitalidad. Que el interlocutor del poema reciba una parte del símbolo es sumamente interesante… Sé que en mi casa entras… * George era tan excluyente, dice Theodor Adorno, que excluyó todo menos el lenguaje. Derramó su yo en él, objetivándose, pero lo subjetivó al darle el sello de su voz. Trató al alemán como una lengua extranjera al apartarse tan violentamente de sus usos convencionales y reificados, pero hizo peligrar su comunicabilidad como poeta al crearse una lengua extranjera cuyo único hablante era él. En este sentido, la noción del vates, que profetiza el destino de estados y comunidades desde Virgilio, se ve severamente cuestionada. Si la palabra del vidente es común a pocos, estamos simplemente ante una Casandra en quien nadie cree. Lo sugiere el miedo del pecho inseguro del yo poeta a que la imagen emblemática no se eleve al sol. Lo sugieren la pena y el peso que ese mismo yo siente por estar solo consigo. También lo sugieren aquellos monitorios espectros que recomiendan no visitar el jardín: Hoy no iremos nosotros al jardín… En una especie de viaje proustiano invertido, un aroma trae la reminiscencia de que hay algo irrecuperable en la raíz del tiempo humano. Gadamer bien recuerda que el mito de Prometeo que nutre la tradición del poeta como pequeño creador contiene un elemento neciamente olvidado: el titán era extraordinario pero compartía el padecer propio de la condición mortal, pese a ser un dios inmortal. De ahí que, al decir George en el proemio a El año del alma que “raramente son tanto como en este libro yo y tú la misma alma”, se refería a todos nosotros y al desgarro de nuestra condición. A través de los poemas que escuchamos sin duda hemos advertido cómo Héctor Piccoli repoetizó el facetado singularísimo de la palabra poética de George. No sólo tradujo los pies binarios de raigambre grecolatina a los acentos fijos de los endecasílabos y los alejandrinos y rimó y aliteró y asonantó, sino que realizó una inmersión en la literalidad de la lengua extranjera. Como dice Regula Rohland en el prólogo, su unidad de traducción no es el poema como totalidad ni la estrofa, ni siquiera el verso, sino la palabra, en genuina fidelidad a la forma. Los versos de Stefan George parecían estar destinados a volver al español por el origen de su inspiración: la sensualidad ceremoniosa de la poética de la Contrarreforma y la claridad de nuestras vocales, pero es el trabajo de Piccoli el que cumplió ese cometido. Leamos con placer a George y, como dice Héctor: “Recuperemos ahora la magia, la función conjural de la palabra: repoeticemos nosotros la poesía.”