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PAPRENDIENDO A APRENDER - HECTOR RUIZ MARTIN

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INTRODUCCIÓN
Aprender a aprender para ser mejor
estudiante
¿Por qué a unas personas se les dan mejor los estudios que a otras? ¿Qué
diferencia a unos estudiantes de otros en lo que respecta a su habilidad para
aprender? En las últimas décadas, la neurociencia y las ciencias cognitivas
han investigado estas preguntas de gran interés, y sus conclusiones son tan
sorprendentes como alentadoras.
En general, la explicación que nos viene a la cabeza, cuando nos
preguntamos por qué unos estudiantes tienen éxito y otros no, suele aludir a
características innatas. En este sentido, solemos apelar a la capacidad
intelectual de la persona o a si es aplicada o no. No hay ninguna duda de
que existen factores innatos que tienen un papel relevante; por ejemplo, el
constructo al que llamamos «cociente intelectual» (CI) es un importante
predictor del éxito académico y tanto los estudios con gemelos como los
análisis genéticos indican que tiene un componente hereditario elevado. Sin
embargo, la investigación científica también ha revelado que, por lo que al
aprendizaje se refiere, existen factores ambientales que pueden ser tan
importantes como los innatos a la hora de predecir el éxito escolar y
académico, o incluso más. Benjamin Bloom, probablemente uno de los
investigadores educativos más destacados del siglo pasado, lo expresaba
así:
Tras cuarenta años de investigación en la escuela, mi mayor conclusión es: lo que
cualquier persona puede aprender, lo pueden aprender todas las demás[1] si se
ofrecen las condiciones adecuadas.
Entre esas condiciones adecuadas, sin duda alguna, destacarían las
estrategias de aprendizaje que los estudiantes aplican cuando afrontan sus
tareas. Estos métodos son uno de los mayores predictores del éxito
académico. Así es: la forma en que los alumnos estudian influye
extraordinariamente en sus resultados.
Todos sabemos que nuestra memoria no funciona a voluntad, no es como
una cámara de vídeo con la que podamos decidir cuándo empezar a grabar y
cuándo parar. Así, aunque algunas personas tengan más facilidad que otras
para recordar, lo cierto es que todos olvidamos cosas que no querríamos
olvidar. Nuestro único recurso para recordarlas es llevar a cabo ciertas
acciones que esperamos que surtan efecto y refuercen la memoria. Por eso,
estudiar es el conjunto de estrategias que utilizamos de manera deliberada
con la esperanza de conseguir recordar o emplear en el futuro unos hechos,
ideas o procedimientos concretos, bajo la incerteza de que nuestra memoria
lo haga posible. En este sentido, la ciencia ha investigado qué acciones son
más efectivas para que lo aprendido perdure y ha concluido que quien las
utiliza obtiene una enorme ventaja en su empeño por aprender.
Por desgracia, nadie nos enseña cómo aprender y mucho menos cómo
hacerlo tomando como referencia los datos que la ciencia arroja sobre cómo
aprende nuestro cerebro. Cuando los niños se enfrentan a las tareas
escolares, desarrollan sus propias estrategias de aprendizaje de manera
espontánea. Algunos tienen la suerte de dar con las que realmente son
efectivas, mientras que otros se quedan atascados con estrategias que no lo
son. Ni los unos ni los otros suelen ser conscientes de que esas estrategias
puedan marcar la diferencia.
Los estudiantes que no desarrollan estrategias efectivas pueden llegar a
tener éxito hasta cierto nivel educativo, sobre todo si su habilidad innata
para aprender es elevada. Sin embargo, salvo contadas excepciones, esta
habilidad no suele ser suficiente cuando las exigencias aumentan en los
últimos años de la educación obligatoria o en los estudios superiores. En
este momento, si no antes, se manifiestan las diferencias entre los que
estudian conforme a cómo aprende el cerebro y los que no.
En mi labor como investigador, he conocido los casos de muchos
estudiantes de primer año de carrera que estaban acostumbrados a obtener
buenas notas en el instituto, pero que se dan el batacazo en sus primeros
exámenes universitarios. Esto es especialmente habitual en carreras como
Medicina, en que la nota de corte selecciona a aquellos alumnos con
expedientes escolares brillantes. Cuando esto sucede, los alumnos no son
conscientes de que buena parte del problema pueda radicar en sus
estrategias de estudio. ¡Al fin y al cabo, siempre les han funcionado! Más
bien acaban culpando a su propia capacidad, asumiendo que no era como
creían, o bien a factores externos. Sin embargo, cuando conseguimos que
acepten que la clave puede estar en su forma de estudiar y logramos que
comiencen a aplicar estrategias más efectivas, algo que no es sencillo, los
resultados hablan por sí solos.
Resulta curioso que los estudiantes tiendan a confundir la forma en que
les gusta estudiar con la que les proporciona mejores resultados. Sin duda,
no es lo mismo comer lo que nos gusta que comer lo que nos conviene; para
lo segundo hay que tener nociones sobre nutrición y hay que hacer un
esfuerzo deliberado para seguir las pautas que estos conocimientos
recomiendan. En el caso de las estrategias de estudio, aún vamos más allá:
no solo confundimos nuestras preferencias con su supuesta efectividad, sino
que además nos autoetiquetamos y nos autoconvencemos de que tal forma
de aprender forma parte de nuestra naturaleza como aprendientes (así se
denomina al sujeto que aprende).
La idea de que existen diferentes estilos de aprendizaje porque el cerebro
de cada uno aprende de una forma distinta por naturaleza es un mito que los
científicos no se cansan de refutar. Si algo han revelado la neurociencia y
las ciencias cognitivas es que los mecanismos por los que el cerebro
aprende son prácticamente iguales en todos nosotros, igual que lo son los
mecanismos por los que el cerebro ve, por ejemplo. Nuestras diferencias
como aprendientes son una cuestión de grado, no son cualitativas. Y, en
realidad, algunas de las más importantes no son innatas. Entre ellas
destacarían los conocimientos que ya tenemos, la motivación y, como
vengo indicando, las estrategias de aprendizaje que hayamos desarrollado.
Todas las habilidades cuentan con técnicas que nos hacen más eficaces en
ellas, independientemente de nuestras diferencias de grado, y aprender no
es una excepción. Por ejemplo, en el salto de altura, la técnica de saltar de
espalda, inaugurada por Dick Fosbury en los Juegos Olímpicos de México
de 1968 (antes los atletas saltaban de frente o de lado), permite a cualquier
persona saltar lo más alto que le resulta posible. De hecho, desde que
Fosbury la mostrara al mundo, todos los atletas la han adoptado. Es
evidente que esta técnica no es intuitiva y requiere entrenamiento, incluso
puede darnos algo de apuro ponerla en práctica, pero ¿se imaginan un atleta
candidato a saltador de altura que dijera «es que a mí se me da mejor saltar
de frente»? Seguramente no: saltar de frente puede ser más cómodo o tal
vez nos guste más, pero hacerlo de espaldas es más efectivo. Y lo es para
todo el mundo en condiciones normales. Desde luego, con ella algunos
conseguirán saltar más alto que otros, pero todos lo harán mejor que si se
colocaran de otra manera.
Pues bien, con el aprendizaje, aunque es una habilidad más compleja que
el salto de altura, sucede lo mismo; sin embargo, nos empeñamos en pensar
que se pueden conseguir los mismos resultados con técnicas muy distintas y
que cada uno tiene la suya en particular. Además, por algún motivo, damos
por hecho que un estudiante descubrirá espontáneamente la estrategia que
mejor resultados le dará a pesar de no haber probado las otras. Con ello,
reducimos la facultad de aprender a una habilidad meramente innata, que se
tiene en menor o mayor grado, pero que no puede mejorarse con buenas
prácticas.
Así, cuando los estudiantes no tienen éxito, solemos achacarlo a una
cuestión de esfuerzo o de capacidad. Si se esfuerzan y, aun así, tampoco lo
consiguen, apuntamos sin dudar a su falta de habilidad innata. Sea como
sea, no nos planteamos que una parte importante de su fracaso se deba a que
no saben qué estrategias son más eficaces para aprender, de manera que se
esfuerzan, pero no lo hacen adecuadamente. Y no hay nada más desolador
que esforzarse y no alcanzar los objetivos.
En realidad, otra de las características del estudiante exitoso es la
motivación, ese estado emocional que lo lleva a destinar tiempo y
dedicación a las tareas de aprendizaje. Pero la motivación, a diferencia de lo
que podríamos pensar, no es solo cuestión de interés, el cual, por cierto, se
puede promover. De hecho, la motivación por aprender algo depende sobre
todo de que confiemos en nuestra capacidad para aprenderlo. Y para asentar
esta confianza, no hay nada más efectivo que el éxito en nuestro empeño.
En efecto, si la motivación es importante para el éxito, este lo es aún más
para la motivación. Pero el éxito que estimula es el que se percibe como tal,
como una victoria que ha requerido cierto esfuerzo. Por ello, para mantener
la motivación de los estudiantes, lo más oportuno sería apoyarlos para que
consiguieran superar sus metas, que deben situarse a un nivel asumible sin
dejar de representar un reto. Una de las mejores maneras es ayudarlos a
desarrollar estrategias de aprendizaje eficaces. En realidad, tratar de
intervenir directamente en la motivación o incluso en la autoestima de los
estudiantes para que perseveren en su empeño no resultará efectivo si no
cuentan con las estrategias necesarias para que su esfuerzo produzca
resultados. Sin ellos, la motivación no perdurará.
Por desgracia, las estrategias más eficaces no son intuitivas y, de entrada,
conllevan un esfuerzo cognitivo mayor, así que su adquisición espontánea
no resulta obvia, igual que sucedía con el salto de altura. De hecho, uno de
los motivos por los que no enseñamos estos métodos a los estudiantes es
que desconocemos que existan métodos mucho más efectivos que otros y
que, además, resulten útiles para todos los estudiantes. En general, no
apreciamos que la habilidad de aprender pueda ser una cuestión de técnica.
Afortunadamente, la neurociencia y la psicología cognitiva llevan
décadas investigando cómo funciona el cerebro cuando aprende y han
identificado las acciones y circunstancias que maximizan el aprendizaje.
Además, la investigación educativa ha analizado empíricamente qué
estrategias de aprendizaje son más eficaces. Estas estrategias se han
revelado válidas para casi cualquier estudiante, con independencia de sus
particularidades. Para algunos estudiantes pueden significar la diferencia
entre el éxito y el fracaso escolar; para otros pueden resultar cruciales en las
etapas superiores. Puede que para unos pocos afortunados no sean
indispensables, pero, en cualquier caso, aun asumiendo que no serán una
solución infalible ni milagrosa para alcanzar el éxito en sus metas de
aprendizaje, podemos afirmar que todos los estudiantes obtendrán
beneficios al ponerlas en práctica.
Por si hubiera alguna duda, quisiera aclarar que este libro no trata sobre
el desarrollo de estrategias mnemotécnicas, que básicamente son útiles para
memorizar datos concretos o listas de objetos, aunque también las
comentaré. Tampoco se centra en técnicas que pueden resultar útiles a corto
plazo, pues al fin y al cabo aprender solo para el corto plazo nos hace
perder una ventaja extraordinaria en el futuro. En realidad, este libro trata
sobre el tipo de acciones y circunstancias que generan aprendizajes
profundos, que permiten obtener conocimientos de todo tipo, en especial,
conceptuales, que perduran más allá de los exámenes y que pueden
transferirse a los diversos contextos que plantea la vida. Para adentrarnos en
las claves del aprendizaje, exploraremos los mecanismos cognitivos que
rigen la forma en que el cerebro aprende y analizaremos los factores que
influyen en la motivación de los estudiantes. En otras palabras,
conoceremos qué factores que dependen en gran medida del ambiente, no
de la genética, caracterizan a los estudiantes que alcanzan sus metas de
aprendizaje.
En fin, este es un libro para aprender a aprender; porque aprender es una
habilidad y, como toda habilidad, se puede aprender y perfeccionar.
1
¿Cómo aprende el cerebro?
Conocer la manera en que el cerebro incorpora, organiza y almacena la
información cuando aprendemos, así como el modo en que la recupera
cuando la necesitamos resulta crucial para comprender por qué algunas
estrategias resultan más efectivas que otras para promover el aprendizaje.
Por eso, en este capítulo exploraremos los modelos básicos que la ciencia
ha desarrollado para explicar cómo se organiza la memoria y cómo se
produce el aprendizaje.
¿Qué es la memoria?
Aunque de manera cotidiana utilicemos las expresiones «aprender de
memoria» o «memorizar» para referirnos a un aprendizaje carente de
comprensión, lo cierto es que todo lo que aprendemos lo aprendemos «con
la memoria».
En efecto, los científicos empleamos el término «memoria» en alusión a
la facultad de nuestro cerebro para modificarse como consecuencia de todas
nuestras experiencias y acciones, y, de este modo, adaptar nuestras
respuestas ante situaciones similares que se produzcan en el futuro. Ya se
trate de aprender hechos, ideas, hábitos o habilidades, la memoria es la
facultad que lo hace posible.
Sin embargo, igual que existen distintos tipos de objetos de aprendizaje,
también existen diferentes tipos de memoria. Por ejemplo, no es lo mismo
aprender las causas de la Primera Guerra Mundial que aprender a ir en
bicicleta; tampoco es lo mismo sostener una información en la mente
durante unos segundos mientras la analizamos que almacenarla de manera
indefinida y recuperarla años después. En consonancia con esto, la
neurociencia y las ciencias cognitivas han revelado que contamos con
distintos tipos de memoria que nos permiten llevar a cabo aprendizajes
diferentes, así como manipular la información de diversas maneras. En
otras palabras, la memoria no es una única destreza, sino un conjunto de
ellas que depende de procesos y estructuras neuronales dispares. No hay
una memoria, sino diversos sistemas de memoria. Los más importantes para
el asunto que nos ocupa en este libro son la memoria de trabajo y la
memoria a largo plazo, por lo que me centraré en ellas a continuación.
La memoria de trabajo
Podemos entender la memoria de trabajo como el «espacio mental» donde
situamos aquella información a la que estamos prestando atención en cada
momento, es decir, de la que somos conscientes en un instante determinado.
Dicha información puede proceder de nuestros sentidos, como el texto que
está usted leyendo ahora, o de su memoria a largo plazo, como sucedería si
le pido que me diga de qué color es un gorila (normalmente). Esa imagen
del gorila que acaba de visualizar se ha activado en su memoria a largo
plazo y así ha aparecido en su memoria de trabajo. En otras palabras,
cuando alguien nos pregunta «¿a qué estás prestando atención?» o «¿en qué
estás pensando?», en realidad nos está preguntando «¿qué información
ocupa ahora tu memoria de trabajo?». Ciertamente, la memoria de trabajo
posee una estrecha relación con lo que denominamos «atención». Al fin y al
cabo, la atención es la capacidad que nos permite seleccionar qué
información entra y se mantiene en la memoria de trabajo en cada
momento.
Sin embargo, la memoria de trabajo no solo nos permite mantener
información temporalmente en el plano consciente, sino que además nos
permite manipularla. Imagine ahora el gorila de antes, pero de color verde.
O bien haga esta operación: 92 × 3. La memoria de trabajo es el espacio
mental en el que imaginamos y razonamos. La vocecita que le habla
mientras lee estas palabras —la misma que le habla cuando piensa—
también forma parte de su memoria de trabajo.
¿Y por qué la memoria de trabajo es importante para el aprendizaje? Pues
ni más ni menos porque representa la antesala de la memoria a largo plazo,
que es la que guarda nuestros recuerdos y conocimientos; todo aquello que
aprendemos de manera consciente debe pasar primero por la memoria de
trabajo.
Para que la información que captamos conscientemente del entorno llegue a la memoria a
largo plazo, donde guardamos los recuerdos y los conocimientos, antes debe pasar por la
memoria de trabajo. Cuando evocamos un recuerdo o conocimiento (la imagen de un
gorila, por ejemplo), la información vuelve de la memoria a largo plazo a la memoria de
trabajo, donde podemos manipularla.
El problema es que la capacidad de la memoria de trabajo es muy
limitada. Mientras que la memoria a largo plazo —de la que hablaré a
continuación— puede almacenar un sinfín de información, en la memoria
de trabajo solo podemos sostener una cantidad de información muy
reducida en cada momento. Además, manipular la información que contiene
también consume parte de sus recursos. Esto hace que la memoria de
trabajo suponga un cuello de botella para el aprendizaje. Lo apreciaremos
mejor en los capítulos siguientes, a la hora de entender la eficacia o
ineficacia de algunas estrategias de aprendizaje.
La memoria a largo plazo
En 1953, el neurocirujano William Scoville le extirpó buena parte de los
lóbulos temporales del cerebro al joven Henry Molaison con la esperanza
de librarlo de los terribles ataques epilépticos que cada vez lo afligían con
más frecuencia, amenazando su vida. A pesar de la aparatosidad de la
intervención, que en efecto consiguió curarle la epilepsia, las funciones
cognitivas de Henry no parecían haber sufrido daño alguno. Su memoria de
trabajo estaba intacta y podía mantener una conversación con cualquier
persona sin ningún problema. Además, conservaba la mayor parte de sus
recuerdos y conocimientos. A primera vista, todo parecía estar bien. Sin
embargo, y por desgracia, la operación sí le produjo secuelas: Henry era
incapaz de crear recuerdos nuevos. Así, en cuanto dejaba de prestar
atención a algo o alguien nuevo, ya no recordaba haberlo visto antes. De
hecho, los científicos que durante décadas estudiaron su caso debían
presentarse cada vez que volvían a verlo, aunque solo hiciera unos instantes
que hubieran abandonado la habitación. En el cerebro de Henry se había
perdido la conexión entre la memoria de trabajo y la memoria a largo plazo.
En efecto, si usted puede recordar una información después de haber
dejado de prestarle atención, es porque dicha información ha accedido a su
memoria a largo plazo. No importa si puede recuperarla solo unos minutos,
unas horas o unos años después: si consigue recordarla una vez que ha
abandonado su memoria de trabajo, es gracias a la memoria a largo plazo.
En este sentido, la memoria a largo plazo es la facultad que nos permite
almacenar información o desarrollar nuevas habilidades que podremos
recuperar o poner en práctica tiempo después de haberlas aprendido, incluso
a lo largo de toda la vida.
Como ya debe de estar imaginándose, contamos con distintos subtipos de
memoria a largo plazo; al fin y al cabo, no es lo mismo obtener nuevos
conocimientos que desarrollar nuevas habilidades. Precisamente, los dos
tipos de memoria a largo plazo que más nos interesarán aquí son la
memoria declarativa y la memoria procedimental.
Es probable que la memoria declarativa o explícita nos resulte más
familiar, pues es la que de manera cotidiana llamamos «memoria». En
efecto, se trata de la facultad de retener y recuperar la información que
obtenemos a través de nuestros sentidos, ya sea relativa a los
acontecimientos
de
nuestra
vida
(memoria
autobiográfica)
o
a
conocimientos acerca de cómo es y cómo funciona el mundo que nos rodea
(memoria semántica). Este es el tipo de memoria al que me referiré a lo
largo de todo el libro cuando hable de «memoria» a secas, en especial, a su
componente relacionado con la adquisición de conocimientos (memoria
semántica).
Por otra parte, la memoria procedimental es la que interviene cuando
aprendemos o perfeccionamos una habilidad. Esta habilidad puede ser
motora (como montar en bicicleta o atarse los cordones de los zapatos) o
cognitiva (como leer o realizar operaciones matemáticas), aunque todas las
habilidades, en menor o mayor medida, suelen combinar aspectos motores y
cognitivos. La particularidad de este tipo de memoria es que, en general,
cuesta más adquirirla que la memoria declarativa, pues acostumbra a
requerir de varios episodios de práctica. No obstante, también se caracteriza
por alcanzar un nivel de automatización que nos permite llevar a cabo las
habilidades aprendidas sin apenas prestarles atención. Esto es muy
interesante, porque cuando una habilidad se ha automatizado, ya no
consume recursos de la memoria de trabajo, es decir, podemos ponerla en
práctica sin pensar en cómo lo hacemos.
Existen diversos tipos de memoria a largo plazo. Para la cuestión que nos ocupa, los más
importantes son la memoria declarativa y la memoria procedimental. La memoria
declarativa, a su vez, se compone de la memoria autobiográfica (o episódica) y la memoria
semántica.
Aunque muchas de las estrategias de aprendizaje de las que hablaré en
este libro son comunes tanto para la memoria declarativa como para la
procedimental, mi intención es centrarme en la primera. En este sentido, el
resto de este capítulo lo dedicaré precisamente a describir la manera en que
se organiza y funciona la memoria declarativa, y, en concreto, el modo en
que obtenemos conocimientos, los almacenamos y los evocamos.
¿Cómo obtenemos nuevos conocimientos?
Cuando pensamos en cómo funciona la memoria declarativa (en adelante,
«memoria» a secas), con frecuencia imaginamos un recipiente que se llena
con la información procedente de nuestras experiencias. Otras analogías la
equiparan a una biblioteca con estanterías vacías esperando a llenarse de
libros o bien al disco duro de un ordenador que registra los recuerdos como
si fueran archivos.
Sin embargo, la memoria humana es muy distinta a lo que proponen estas
analogías. Una de las diferencias fundamentales es que las estanterías de las
bibliotecas o los discos duros de los ordenadores no discriminan la
información en función de su contenido. En cambio, la memoria humana no
puede aprenderlo todo con la misma facilidad: su eficacia para guardar
información nueva depende del contenido de dicha información.
Por ejemplo, imagine que le explico que el año pasado viajé a cinco
capitales del mundo, en concreto, a las de la lista siguiente. Por favor, léalas
una sola vez y, a continuación, cierre los ojos y trate de recordarlas (no
importa en qué orden):
París, Londres, Tokio, Buenos Aires, Nueva York
Supongo que si le pregunto en qué ciudades estuve, podría decírmelo con
relativa facilidad, al menos algunas de ellas.
Sin embargo, imagine que las capitales hubieran sido las siguientes:
Naipyidó, Ngerulmud, Yamusukro, Vientián, Lilongüe
Seguramente ahora le habrá costado mucho más retener las ciudades que
visité, a pesar de que también son otras capitales de países del mundo.
Como habrá apreciado con esta sencilla demostración, nuestra memoria
tiene mayor facilidad para retener información relacionada con aquello que
ya sabemos. Esto es así porque el aprendizaje se produce mediante la
vinculación de la nueva información a los conocimientos que ya tenemos,
con los que apreciamos que existe una relación. En otras palabras: para que
haya aprendizaje es necesario que se establezca una conexión entre algo que
ya conocemos y lo que estamos percibiendo. Por lo tanto, cuando
aprendemos, los conocimientos que tenemos y que están relacionados con
la nueva información pueden actuar como sustrato para fijar los nuevos
conocimientos. Por eso, cuanto más sabemos acerca de algún tema, más
fácilmente podemos aprender nuevos hechos e ideas sobre él o sobre otros
relacionados.
Cientos de estudios científicos han aportado evidencias sobre esta
particularidad de la memoria, por ejemplo, mediante la comparación de los
procesos de aprendizaje de expertos y novatos en todo tipo de disciplinas. A
los expertos les resulta mucho más fácil aprender nuevos hechos e ideas
relacionadas con su disciplina que a los novatos, incluso cuando la nueva
información emplea un vocabulario conocido por ambos.
La importancia de los conocimientos
conocimientos previos
Sin duda, esta propiedad de la memoria resulta muy relevante para entender
una de las diferencias más importantes que existen entre los estudiantes y
que tiene implicaciones en su capacidad para aprender: sus conocimientos
previos. Así, los niños que llegan a clase con una base más amplia sobre lo
que aprenderán no solo empiezan desde una posición aventajada; dado que
cuanto más sabemos sobre algo, más fácil nos resulta aprender sobre ello,
estos niños también aprenden más rápido que sus compañeros.
En relación a esto, debemos tener en cuenta que las diferencias en los
conocimientos previos se producen ya desde las primeras etapas de la
escolaridad. Algunos estudios reflejan que a los 3 años de edad, la
diferencia en la riqueza del vocabulario que dominan los niños en función
del nivel socioeconómico y educativo de sus cuidadores puede ser abismal.
Los niños que desde su primera infancia están expuestos a un vocabulario
rico y estructuras gramaticales más complejas, y en especial aquellos a los
que sus cuidadores les hablan con frecuencia y les motivan a hablar, llegan
a la escuela con mayores habilidades lingüísticas. Esto se traduce en una
enorme ventaja en su habilidad para aprender, que muchas veces pasamos
por alto.
En definitiva, nuestra memoria necesita apoyarse en los conocimientos
que ya alberga para incorporar otros nuevos. Esto la distingue de la
memoria de los ordenadores u otros dispositivos que almacenan
información, los cuales no la discriminan en función de si guarda relación o
no con los datos que ya contienen. Pero esta no es la única diferencia. Otra
particularidad que hace singular la memoria humana es que no guarda toda
la información que recibe al pie de la letra. Ante cualquier experiencia que
genere un recuerdo, la memoria solo conserva algunos elementos y, cuando
necesita recuperar el recuerdo de la experiencia, combina dichos
fragmentos con otros que ya tenía guardados para reconstruir el recuerdo
completo.
En efecto, cualquiera de nuestros recuerdos es una mezcla de datos que
realmente se obtuvieron durante la experiencia que deseamos recordar y de
detalles que proceden de otras experiencias, tanto previas como posteriores.
En definitiva, nuestra memoria no es reproductiva como la de un disco
duro, sino reconstructiva. Cada vez que recordamos, reconstruimos el
recuerdo a partir de fuentes de origen diverso y, de hecho, cada vez que lo
hacemos, lo modificamos. Por ejemplo, piense en todo lo que ha leído en
este capítulo. ¿Podría reproducirlo exactamente igual? No. Pero puede
reconstruir parte de ello combinando lo que recuerda con otros
conocimientos que ya tenía.
De hecho, los conocimientos previos que usamos para reconstruir un
recuerdo son aquellos a los que previamente vinculamos la nueva
información cuando la aprendimos. Aquello a lo que conectamos lo que
aprendemos determinará nuestra habilidad para recuperarlo después.
¿Cómo se organiza la memoria?
Como consecuencia de lo expuesto hasta aquí, salta a la vista que podemos
entender la memoria humana como una red extraordinariamente grande de
datos conectados entre ellos por relaciones inferidas a partir de la
experiencia (o del análisis posterior de la experiencia). Los datos que se
almacenan en la memoria, por lo tanto, se organizan formando grupos que
comparten significado.
En un primer nivel, los datos se vinculan entre ellos para formar los
«conceptos», las representaciones mentales de categorías con significado
que nos permiten agrupar eventos, propiedades u objetos distintos bajo un
mismo término (por ejemplo: «caballo»). De hecho, el lenguaje refleja muy
bien la forma en que construimos conceptos en nuestra memoria para
organizar la información que procede de nuestras experiencias, pues la
mayoría de las palabras corresponden a conceptos.
Los conceptos están integrados por infinidad de datos procedentes de
múltiples experiencias que se vinculan fuertemente entre sí y se activan a la
vez cuando los empleamos, de lo que resulta un solo recuerdo abstracto en
forma de significado. Una de las ventajas de los conceptos es que nos
permiten dar sentido a nuestras nuevas experiencias. Por ejemplo, si veo un
caballo que nunca había visto antes, puedo identificarlo como tal. Fíjese en
la tendencia que tenemos a clasificar los objetos que encontramos: seguro
que cuando vio por primera vez un animal muy raro pensó «es como un X
pero con tal diferencia» o «parece una mezcla entre un X y un Y».
Por su parte, los conceptos también se organizan en la memoria
vinculándose entre ellos por relaciones de significado. De esta manera,
forman estructuras mayores que denominamos «esquemas». Por ejemplo,
piense en los conceptos que relaciona con el concepto «playa». Tómese
unos segundos para hacerlo antes de seguir leyendo, por favor.
Probablemente le hayan venido a la mente conceptos como «mar»,
«arena», «verano», «gaviota», «toalla» o «surf». Sean los que sean, habrá
notado que ha pensado en algunos de forma más inmediata que en otros.
Esto refleja que las conexiones entre ellos son de distinta intensidad:
algunas son más fuertes que otras. En cualquier caso, todos esos elementos
que ha evocado, en mayor o menor medida, están relacionados en su
memoria. En concreto, todos forman parte de un esquema establecido
alrededor del concepto «playa».
Como imaginará, los esquemas también se vinculan a otros esquemas por
relaciones semánticas, sobre todo porque los conceptos que los integran son
compartidos por diferentes esquemas. Así, el esquema establecido alrededor
del concepto «playa» se vincula en mayor o menor medida a los esquemas
construidos alrededor de cualquiera de los conceptos que se incluyen en el
esquema «playa», como por ejemplo «arena».
Activación de conocimientos previos
¿Y qué tiene todo esto que ver con el aprendizaje? Los psicólogos
cognitivos sugieren que nuestras experiencias nos inducen a activar los
esquemas que estimamos que están relacionados con ellas y que estos guían
la forma en que interpretaremos y recordaremos la nueva información. Así,
los esquemas que activamos durante una experiencia constituyen el sustrato
sobre el que conectamos la nueva información obtenida. Por ejemplo, lea el
texto a continuación una sola vez y trate de recordar lo que pueda sobre él.
En primer lugar, la separaremos en dos grupos. Procederemos con uno y después con
el otro para evitar problemas irreversibles. Los productos por emplear variarán según
el grupo. También es importante que la temperatura sea la adecuada. El tiempo que se
emplee marcará los resultados. Al acabar, resulta fundamental extraerla enseguida,
porque si se deja, habrá que volver a empezar.
Es posible que le haya resultado difícil recordar los detalles de este texto,
pero permítame que le ponga un título: «Lavar la ropa». ¿Qué me dice?
¿Verdad que ahora podría recordarlo mejor si vuelve a leerlo? Esto es
porque el título ha activado sus esquemas relativos a la tarea de hacer la
colada y esto le hace mucho más fácil vincular los detalles del texto a su
memoria. De hecho, cuando no conseguimos dar sentido a lo que
aprendemos, es porque no encontramos en nuestra memoria esquemas de
conocimientos previos que parezcan estar relacionados con ello. Y si no
encontramos a qué vincular lo que estamos tratando de aprender, no
podemos aprenderlo.
El hecho es que los conocimientos previos a los que podemos vincular lo
que aprendemos son solo aquellos que se activan durante el episodio de
aprendizaje. Cuanto más extensos sean los esquemas activados, mayor
cantidad de conexiones podremos establecer con la nueva información, y,
por lo tanto, más afianzada quedará esta en nuestra memoria. El problema
es que, para activar muchos conocimientos previos a la vez, es necesario
que estos estén muy bien conectados entre ellos. De lo contrario, no se
activarán conjuntamente. Esta cualidad define los conocimientos que
denominamos pro
profundos
fundos y nos permite apreciar que los expertos no solo se
diferencian de los principiantes por tener muchos más conocimientos, sino
por tenerlos bien organizados y fuertemente vinculados entre ellos. En
consecuencia, el experto puede activar esquemas de conocimientos mucho
más extensos cuando aprende cosas nuevas relacionadas con su disciplina.
Los expertos en un tema tienen más facilidad que los novatos para aprender cosas nuevas
sobre ese tema, no solo porque cuentan con más conocimientos previos a los que vincular
la nueva información, sino también porque son capaces de activar esquemas más grandes
durante el aprendizaje gracias a que sus conocimientos son profundos (están fuertemente
conectados entre ellos).
Aprender es crear pistas para recordar
Para acabar de entender la importancia que tiene vincular lo que
aprendemos a tantos conocimientos previos como sea posible, debemos
apreciar que nuestra capacidad de recordar algo depende sobre todo de que
seamos capaces de encontrarlo en nuestra memoria. Es decir, la causa
principal del olvido no es el hecho de que las cosas que aprendimos en el
pasado se desvanezcan de nuestra memoria, sino más bien que somos
incapaces de encontrarlas en ella para evocarlas. En este sentido, es
importante apreciar que los esquemas a los que hemos vinculado una
información guían la evocación posterior, porque actúan como pistas que
nos permiten localizarla.
Piense por un momento en lo que sucede cuando experimenta la
sensación de «tener algo en la punta de la lengua»; es decir, cuando
sabemos que sabemos algo, pero no podemos encontrarlo en la memoria.
En estas situaciones somos conscientes de la forma en que nuestra memoria
opera cuando busca la información para llevarla al plano consciente (a la
memoria de trabajo): mediante «pistas» que la activen. Estas pistas son
cualquier información relacionada con lo que buscamos. En efecto, nuestra
memoria busca y encuentra recuerdos y conocimientos concretos entre toda
la inmensidad de datos que contiene mediante referencias semánticas
directas.
Cuando una información determinada aparece en el ambiente (una pista
externa), esta activa de inmediato los conceptos o esquemas que la
representan en nuestra memoria. Pero no solo eso: esta activación también
se propaga hacia otros conceptos y esquemas relacionados. Cuanto más
fuerte sea la vinculación entre ellos, más se propagará la activación. Por
ejemplo, si en el entorno aparecen las palabras «capital de Francia», es muy
probable que esto active en su memoria el término «París».
Sin embargo, a veces las conexiones entre los esquemas activados por la
pista presente en el entorno y la información que buscamos en nuestra
memoria no son lo bastante fuertes como para localizarla. Esto es lo que
sucede cuando nos preguntan algo que somos conscientes de que sabemos,
pero no conseguimos evocarlo. En esta situación, la activación producida
por la pista (la pregunta) no alcanza el umbral necesario para que la
información que buscamos (la respuesta) surja en nuestra memoria de
trabajo. En este caso, lo que solemos hacer es rastrear otras pistas en nuestra
memoria (pistas internas) que pensamos que están relacionadas con lo que
buscamos. En efecto, nuestro modelo de la memoria sugiere que la
activación de diversas pistas tendría un efecto aditivo que permitiría
alcanzar el umbral de activación y con ello traernos el esquivo recuerdo o
conocimiento a la mente. Por eso, cuantas más conexiones realicemos entre
lo que aprendemos y lo que ya sabemos, más pistas nos permitirán
recuperarlo (evocarlo) en el futuro. O, dicho de otra manera, si las
experiencias de aprendizaje son diversas y nos permiten vincular el
aprendizaje a esquemas distintos, a partir de contextos distintos, más
probabilidades tendremos de recuperarlo en el futuro.
Así pues, según hemos podido ver en este capítulo, para aprender debemos
conectar lo que aprendemos con nuestros conocimientos previos. Para que
el aprendizaje sea más robusto y más fácil de recuperar, tenemos que crear
conexiones fuertes y establecer tantas como nos resulte posible, de manera
que la nueva información se vincule al máximo número de conceptos y
esquemas en nuestra memoria. En esto, básicamente, consisten las
estrategias de aprendizaje de las que trataré en este libro. Entender este
modelo básico sobre el funcionamiento de la memoria nos ayudará a
comprender la efectividad de dichas estrategias.
Resumen
• La memoria es la facultad de nuestro cerebro para modificarse a partir
de las experiencias y adaptar así sus respuestas. Es decir, la memoria
es la facultad que nos permite aprender.
• Existen distintos tipos de memoria que permiten diferentes tipos de
aprendizaje y diversos modos de manipular la información. Los más
importantes por lo que se refiere al tipo de aprendizaje que realizamos
en clase son la memoria de trabajo y la memoria a largo plazo.
• La memoria de trabajo puede interpretarse como el espacio mental en el
que sostenemos y manipulamos la información a la cual prestamos
atención en cada momento. Es un espacio limitado pero crucial para el
aprendizaje, pues todo lo que aprendemos de manera consciente debe
pasar por ella.
• La memoria declarativa es un tipo de memoria a largo plazo que nos
permite almacenar información durante largos períodos de tiempo, ya
sean recuerdos sobre los eventos de nuestra vida (memoria
autobiográfica o episódica) o conocimientos sobre el mundo que nos
rodea (memoria semántica).
• Podemos describir la memoria declarativa como una enorme red de
datos conectados por relaciones de significado. Los conceptos y los
esquemas son conjuntos de datos que operan como unidades de
significado.
• Para aprender, resulta necesario conectar la información que estamos
aprendiendo a algunos de nuestros conocimientos previos con los que
apreciamos que existe una relación.
• Cuantas más conexiones podamos establecer entre lo que queremos
aprender y nuestros conocimientos previos, y cuanto más robustas sean
estas conexiones, más efectivo será el aprendizaje. Por eso, cuanto más
sabemos sobre un tema, más fácilmente podemos aprender nuevas
cosas sobre él, porque podemos crear más conexiones.
• Una mayor cantidad de conexiones entre los conocimientos que
aprendemos y los que ya tenemos no solo mejora su consolidación en
la memoria, sino que facilita que podamos recuperarlos (evocarlos)
cuando los necesitemos en el futuro.
2
Concentrarse para aprender
En mi empeño por exponer las acciones y circunstancias que contribuyen a
optimizar el tiempo y el esfuerzo dedicados al aprendizaje, empezaré por
las que, a priori, pueden parecer más evidentes. Me refiero a las que tienen
que ver con la necesidad de concentrarse en lo que estamos estudiando para
aprender. ¿Por qué no dejarlas fuera de este libro si resultan obvias? El
motivo es muy sencillo: aun resultando tan aparentes, la realidad es que
muchos estudiantes las ignoran y adoptan hábitos contrarios a ellas. Con
frecuencia lo hacen sin ser conscientes de ello.
La idea que resume este capítulo es que para aprender mejor es
importante evitar las distracciones durante las tareas de aprendizaje. Y esto
tiene muchas más consecuencias de lo que en principio podríamos pensar.
Tengamos en cuenta que toda información sensorial que se encuentre en
nuestro entorno y que resulte superflua para la tarea de aprendizaje debe
considerarse una distracción. Incluso la música.
¿Es oportuno estudiar con música?
Muchos estudiantes han adoptado el hábito de estudiar con música de fondo
y la mayoría de los que lo hacen están convencidos de que «a ellos les va
bien». Desde principios del siglo
XX,
diversos investigadores han estudiado
si la música afecta al aprendizaje y a la comprensión lectora, y lo cierto es
que las conclusiones que en su conjunto han extraído no respaldan las ideas
preestablecidas de estos estudiantes, aunque con matices. Ya adelanté en la
introducción del libro que la mayoría de los estudiantes suelen confundir el
método que les gusta seguir a la hora de estudiar con la forma que les
proporcionará mejores resultados. Pero mejor profundicemos en los
detalles, pues el asunto es más complejo de lo que puede parecer a simple
vista.
Uno de los estudios más recientes sobre los efectos de estudiar con
música es el que publicaron Nick Perham y Harriet Currie en 2014. En su
experimento,
estos investigadores analizaron los efectos sobre la
comprensión lectora que producía el hecho de estudiar un texto en cuatro
situaciones distintas: 1) en silencio; 2) escuchando música instrumental; 3)
música con letra del gusto del estudiante; 4) música con letra no afín al
gusto del estudiante. En los dos últimos casos, la letra era en el idioma
materno de los estudiantes, de forma que podían entenderla. Para cada
situación, los estudiantes leyeron un texto y realizaron un test de
comprensión lectora a continuación.
Los resultados de este experimento no fueron nada nuevo respecto a lo
que otros estudios con un diseño similar ya habían evidenciado antes: el
desempeño de los estudiantes fue mejor en la condición de silencio que en
cualquiera de las tres situaciones con música. Pero las diferencias se
mostraron especialmente relevantes cuando la música incluía letra, con
independencia de si era del agrado o no del estudiante. Esto refleja que,
cuando el sonido ambiental incluye voces que dicen cosas que podemos
entender, las interferencias que se producen en nuestro empeño por
aprender a partir de un texto son mayores.
Desde luego, escuchar la música que nos gusta y emociona puede tener
un efecto positivo en nuestro rendimiento, porque nos activa y nos pone de
buen humor. Sin embargo, este efecto puede conseguirse si la escuchamos
antes de emprender la tarea de aprendizaje o si lo hacemos cuando
realizamos alguna pausa en el estudio. Escuchar música durante la tarea de
estudio, sobre todo si tiene letra en un idioma que entendemos y cambios
armónicos constantes, puede afectar negativamente a nuestro rendimiento.
Por otro lado, no debemos confundir el efecto que la música tiene para
animarnos mientras llevamos a cabo una tarea monótona o que hemos
automatizado con el efecto que tendrá mientras realizamos una tarea que
requiere recursos cognitivos, como
co mo aprender.
Con todo, la música de fondo puede ser una buena opción si el ambiente
de estudio es ruidoso y no se cuenta con unos tapones o unas orejeras para
atenuar el ruido. En ese caso, en efecto, suele resultar mucho mejor
enmascarar el ruido con música relajante, preferiblemente conocida y sin
letra, que no hacerlo. El motivo es que puede resultarnos mucho más fácil
ignorar la música que los sonidos impredecibles del entorno, sobre todo si
estos incluyen gritos o conversaciones inteligibles.
En un sentido parecido, hay estudiantes que han recurrido a la música
para conseguir no distraerse con pensamientos superfluos que los invaden
cuando estudian. De nuevo, se trata de enmascarar un distractor con otro
que les resulta más fácil de ignorar. En otras palabras, si no se consigue
evitar la distracción, se opta por el distractor «menos malo». Poco se puede
objetar ahí. Aun así, como veremos más adelante, no debe perderse de vista
que esto restará recursos cognitivos o los agotará antes.
Por último, hay estudiantes que emplean la música para hacer más
llevadero el tiempo dedicado al estudio, esto es, con la intención de
automotivarse. Es obvio que si la alternativa es no estudiar, hacerlo con
música será mejor. Pero, de nuevo, el tiempo dedicado al estudio será más
eficiente si se hace sin la distracción que produce la música, por lo que en
especial en este caso puede ser más recomendable no ponerla durante el
estudio e ir haciendo pausas para ofrecerse autorrecompensas que incluyan
escuchar música. Hablaré un poco más sobre ello al final del capítulo.
En cualquier caso, es evidente que si un estudiante lleva muchos años
estudiando con música, sea por el motivo que sea, habrá desarrollado este
hábito y es posible que le cueste mucho cambiarlo, pues hay pocas cosas
tan difíciles como modificar un hábito. Así, es probable que ya haya
asociado un tipo de música a la tarea de estudio y le resulte extraño estudiar
sin ella. Si lo intenta, esto puede causarle incluso ansiedad, lo que no lo
ayudará en absoluto a llevar a cabo el cambio. Es más, un estudio de 1982
mostró que los estudiantes universitarios que llevan muchos años
estudiando así pueden obtener mejores resultados cuando estudian con
música que si de repente se les pide que lo hagan en silencio. Sin embargo,
que un estudiante tenga el hábito de estudiar con música no significa que su
cerebro presente esta preferencia de manera innata. El hábito se ha formado
por la experiencia y es muy improbable que le haya proporcionado ventaja
alguna en todo ese tiempo, siempre y cuando hubiera podido optar por el
silencio.
Así las cosas, la mejor recomendación, a la luz de la investigación
científica sobre este asunto en concreto y sobre cómo aprende el cerebro en
general, es evitar crear este hábito a no ser que desde un buen principio el
estudiante aprecie con claridad que se concentra mejor porque es incapaz de
ignorar otros distractores que la música puede enmascarar y, en cambio,
consigue desatender la música con más eficacia. Obviamente, la decisión es
suya. Sea como fuere, siempre será más recomendable utilizar música que
no tenga letra, que resulte conocida y que sea más bien relajante.
Pero ¿por qué motivo la música en el ambiente suele jugar en contra del
aprendizaje? El concepto que responde a esta pregunta es lo que conocemos
como «carga cognitiva» y está relacionado con las limitaciones de la
memoria de trabajo.
La teoría de la carga cognitiva
Presenté la memoria de trabajo en el capítulo anterior. En aras de la
simplicidad, sugerí que podríamos entenderla como el espacio mental en el
que situamos la información de la que somos conscientes en cada momento,
ya proceda esta del entorno o de nuestra memoria a largo plazo. Sería
también el lugar donde podemos manipular esa información, alterarla y
combinarla de manera deliberada. Por ejemplo, podemos sostener en ella
una palabra como «murciélago», pero también podemos jugar con sus letras
y construir otras palabras como «cielo» y «gramo». Del mismo modo, es
posible emplearla para imaginar cómo quedaría nuestra habitación si
cambiáramos los muebles de sitio o bien sostener en ella el enunciado de
una operación matemática como 87 × 5 y proceder a resolverla. En todas
estas situaciones salta a la vista que es factible combinar información
procedente del entorno con información procedente de nuestra memoria a
largo plazo.
En definitiva, la memoria de trabajo sería el espacio mental donde
representamos la información que estamos percibiendo, donde evocamos
nuestros recuerdos y conocimientos,
donde imaginamos y donde
razonamos. Es más, se trata del lugar donde establecemos las conexiones
entre lo que ya sabemos y lo que estamos aprendiendo, por lo que es en ella
donde se produce el aprendizaje de hechos e ideas. Para alcanzar la
memoria a largo plazo, este tipo de conocimientos debe pasar antes por la
memoria de trabajo. Por eso es imposible aprender nada nuevo mientras
dormimos (esa idea de ponerse un audio con la lección mientras dormimos
resulta completamente estéril).
Como seguramente recordará, una de las características de la memoria de
trabajo es que tiene una capacidad muy limitada, esto es, no puede sostener
mucha información al mismo tiempo y aún menos si debe manipularla. Si
no me cree, lea la siguiente lista de números una vez y trate de repetirlos en
orden con los ojos cerrados: 984324147401856. O bien realice esta
operación mentalmente: 916 × 34.
Al tratar de hacerlo, es posible que haya experimentado una especie de
sensación de sobrecarga mental. Precisamente llamamos «carga cognitiva»
al nivel de procesamiento de la información que le exigimos a la memoria
de trabajo. Esta carga se incrementa con la cantidad de información que
tratamos de sostener al mismo tiempo y con la complejidad de las
operaciones que hacemos con ella cuando la manipulamos mentalmente.
Es curioso que cuando se incrementa la carga cognitiva, se nos dilaten las
pupilas. Pero más allá de esta anécdota, lo que de verdad nos interesa es el
hecho de que la memoria de trabajo es un recurso muy escaso, crucial para
el aprendizaje, que se satura con facilidad. Cuando esto sucede, produce
una sensación desagradable que nos lleva a vaciarla de golpe y nos obliga a
empezar de nuevo la tarea mental que estuviéramos tratando de llevar a
cabo, lo cual resulta desmotivador. Además, si la carga cognitiva se
mantiene alta durante un largo rato acabamos agotados enseguida. De
manera análoga a cómo los músculos se fatigan cuando hacemos ejercicio
físico, nuestros recursos cognitivos se agotan si les exigimos mucho, y
necesitan un descanso para reponerse.
En este sentido, la teoría de la carga cognitiva nos alerta de la necesidad
de ser conscientes de estas limitaciones y de no sobrecargar la memoria de
trabajo sin necesidad durante las tareas de aprendizaje. Para ello, propone
distinguir entre los tres tipos de carga cognitiva que pueden producirse
durante una tarea de aprendizaje:
• Carga cognitiva intrínseca: Es la carga que experimentamos al
sostener en la memoria de trabajo la información que forma parte de lo
que deseamos aprender. Esta carga aumenta cuanto más complejo es el
objeto de aprendizaje; es decir, cuantas más cosas que aún no sabíamos
necesitamos considerar a la vez para darle sentido a lo que
aprendemos.
• Carga cognitiva relevante: Es la carga que se produce como
consecuencia de manipular la información que estamos aprendiendo
para dotarla de significado, lo que implica activar conocimientos
previos y establecer conexiones con ellos.
• Carga cognitiva ajena: Es la que genera cualquier información que se
inmiscuya
en nuestra
memoria
de trabajo
y quetipo
resulte
superflua para
lo que estamos
aprendiendo.
Incluye
cualquier
de distracción,
ya
proceda del entorno (ruidos, imágenes decorativas innecesarias, etc.) o
de nuestra memoria a largo plazo (pensamientos no relacionados con la
tarea).
Estos tres tipos de carga pueden producirse a la vez y sus efectos son
aditivos.
Dado que la capacidad de la memoria de trabajo es limitada, resulta
crucial emplearla de manera eficiente. En primer lugar, debemos evitar en
lo posible que se produzca carga cognitiva ajena durante la tarea de
aprendizaje, de ahí que la música pueda resultar inoportuna mientras
estudiamos, sobre todo si incluye letra que podamos entender. Esto también
podría explicar que seamos capaces de recordar mejor algo cuando
cerramos los ojos.
En segundo lugar, esta teoría subraya la conveniencia de dosificar el
aprendizaje para mantener en niveles óptimos las cargas de tipo intrínseco y
relevante. En otras palabras, cualquier aprendizaje que implique la
integración de diversos conceptos o procedimientos que resulten nuevos
para el estudiante debe descomponerse en sus partes, que se trabajarán por
separado e irán integrándose poco a poco a medida que se aprendan. Esto es
así porque, cuando hemos aprendido algo con suficiente fluidez, deja de
ocupar tanto «espacio» en nuestra memoria de trabajo. Los conocimientos
bien consolidados y conectados entre ellos requieren menos recursos de la
memoria de trabajo cuando se activan conjuntamente. En consecuencia,
vale la pena dividir el estudio en varias sesiones, mejor si son separadas en
el tiempo, en las que progresar con los contenidos a medida que vamos
consolidándolos, sobre todo si están relacionados. Hablaré más sobre
espaciar el aprendizaje en capítulos posteriores.
La necesidad de utilizar eficientemente los recursos de la memoria de
trabajo queda aún más patente cuando descubrimos que las pequeñas
diferencias entre las personas por lo que respecta a la capacidad de su
memoria de trabajo presentan una importante correlación con sus resultados
en pruebas de matemáticas y comprensión lectora. En efecto, los
estudiantes difieren en la cantidad de información que pueden sostener y
manipular al mismo tiempo en su memoria de trabajo, y aunque estas
diferencias son habitualmente pequeñas, conceden cierta ventaja a quienes
cuentan con una mayor capacidad en general. Por eso es muy importante
aprovechar el más mínimo retazo de nuestra memoria de trabajo: pequeñas
diferencias en su empleo pueden suponer importantes diferencias de
desempeño.
Cabe decir que las diferencias en la capacidad de la memoria de trabajo
no determinan el éxito académico, pero sí suponen una diferencia de
ventaja de partida, que se difumina cuando los estudiantes obtienen una
buena base de conocimientos respecto a aquello que están aprendiendo. En
realidad, todos tenemos una memoria de trabajo limitada y lo importante es
aprovecharla bien. Cuando la carga cognitiva ajena (información superflua
para la tarea de aprendizaje) ocupa la memoria de trabajo, los recursos para
llevar a cabo la tarea de estudio se ven comprometidos.
En definitiva, la teoría de la carga cognitiva viene a explicarnos por qué
es importante evitar las distracciones durante la tarea de aprendizaje. Esto
nos lleva a considerar otro concepto íntimamente relacionado con la
memoria de trabajo: la atención.
¿Qué es la atención?
Esta pregunta ha llevado de cabeza a los científicos cognitivos durante
décadas y su conclusión puede resumirse en las palabras de uno de los
investigadores más destacados en este ámbito, Harold Pashler: «Nadie sabe
lo que es la atención». En efecto, existen varias maneras de interpretar lo
que es la atención. Por ello, aquí expondré una que resulta especialmente
útil en el contexto de los procesos de aprendizaje.
En este sentido, la atención podría definirse como el proceso que nos
permite seleccionar la información que entra y se mantiene en la memoria
de trabajo. Por eso, cuando decimos que solo podemos prestar atención a
una cantidad de información limitada en un momento concreto, en realidad
estamos apelando a la limitación de capacidad de la memoria de trabajo, en
la cual solo «cabe» una cantidad de información reducida al mismo tiempo.
Visto así, las limitaciones de la atención no se definirían en términos de
capacidad (pues en realidad eso sería consecuencia de la memoria de
trabajo), sino más bien de regulación. Es decir, la atención se mediría como
la habilidad para controlar qué ocupa en cada momento el reducido espacio
de la memoria de trabajo y qué queda fuera de él. Respecto de esto, resulta
crucial apreciar que la atención es un proceso dinámico que va cambiando
su foco continuamente, queramos o no.
En efecto, nuestro sistema atencional ha evolucionado para priorizar
cualquier estímulo sobresaliente del entorno. Es una cuestión de
supervivencia. Así, aunque no seamos conscientes de ello, nuestro cerebro
analiza continuamente tanta información como puede de nuestro entorno en
busca de estímulos sobresalientes que merezcan una respuesta inmediata y
que requieran nuestra atención, por nuestro propio bien. Esto hace posible
que, aunque estemos totalmente inmersos en la lectura de este libro tan
interesante, si de repente alguien gritase «¡Socorro!», nuestro cerebro lo
captaría y nos obligaría a prestar atención a dicho estímulo. Cualquier
estímulo sensorial que sobresalga atraerá nuestra atención.
En realidad, aunque no haya ningún estímulo sobresaliente en el entorno,
la atención tiende a ir y venir de aquí para allá, porque para nuestra
conservación resulta oportuno monitorizar el entorno periódicamente en
búsqueda de estímulos que puedan resultar relevantes. Así, es muy habitual
que en el transcurso de cualquier tarea desviemos nuestra atención varias
veces hacia objetos externos o pensamientos espontáneos. Siempre y
cuando regresemos al objeto que debería ser nuestro foco de atención, esas
breves «distracciones» no serán un problema para el aprendizaje si no son
constantes.
En cualquier caso, es preciso subrayar el papel que juega la atención
inhibiendo los estímulos del entorno o, mejor dicho, actuando como un
filtro que solo permite que una pequeña parte de ellos pueda acceder a la
memoria de trabajo. Esto es fácil de apreciar. Unas líneas más arriba ya he
dicho que el cerebro procesa continuamente muchos más estímulos del
entorno de los que somos conscientes. Por ejemplo, usted no estaba siendo
consciente de la presión que el respaldo de su asiento ejerce sobre su
espalda... hasta ahora. Sus sentidos lo captaban, pero esa información estaba
siendo inhibida y no ha alcanzado su memoria de trabajo hasta que le ha
prestado atención.
¿Podemos hacer varias cosas a la vez?
Otra relación importante que podemos apreciar entre la atención y la
memoria de trabajo es que las limitaciones de esta última implican que no
podemos hacer dos cosas a la vez. Cuando nos parece que lo hacemos, en
realidad estamos alternando nuestro foco de atención entre una y otra de
forma rápida y reiterada. Y esto tiene un precio: acabamos haciendo las dos
cosas peor que si hiciéramos primero una y luego la otra.
Por ejemplo, trate de contar del 1 al 20 y luego del 20 al 1. Ahora trate de
alternar una cosa y otra: 1 - 20 - 2 - 19, etc. ¿De qué manera ha tardado
más? Y ya no voy a pedirle que resuelva una operación como 12 × 15
mientras sigue leyendo. ¡Sin dejar de leer, ¿eh?!
La supuesta capacidad de multitarea que algunos sugieren que tenemos
no es más que un mito y por mucho que ahora nos veamos continuamente
inmersos en situaciones que nos requieran practicarla (debido, en buena
parte, a los smartphones), la habilidad de operar de esta manera no existe
como tal y no se puede mejorar.
Con todo, sí existe una situación en la que podemos hacer más de una
cosa a la vez. Esta situación solo es posible cuando las cosas que hacemos
(menos una) no requieren atención. Y esto es factible cuando alcanzamos la
«automatización» de dichas tareas.
Para apreciar en qué consiste la automatización resulta muy útil recordar
cómo aprendimos a conducir. Al principio teníamos que estar pendientes de
todo: el volante, los pedales, las marchas, los espejos, el tráfico, las señales,
los peatones... A duras penas podíamos atender al instructor. Sin embargo,
con la práctica, todos esos procesos se automatizan hasta el punto de que
podemos conducir sin prestar atención a lo que hacemos y somos capaces
de centrarnos solo en el tráfico, las señales..., que es en lo que deberíamos
centrarnos, claro está.
Leer también es un buen ejemplo de automatización. El lector experto ha
automatizado la decodificación de letras y palabras a su representación
fonológica, que aparece en la memoria de trabajo como una vocecita, de tal
manera que puede centrarse en el significado de lo que lee. En cambio, los
lectores incipientes deben centrar la atención en descifrar los sonidos que
representan las letras y apenas pueden atender al significado de lo que leen.
La automatización se adquiere con mucha práctica y es útil para
determinadas tareas, porque libera espacio en nuestra memoria de trabajo,
que podemos dedicar a otras cosas. El caso de la automatización de la
decodificación lectora es un buen ejemplo. Una curiosidad: una vez que se
adquiere la automatización, resulta muy difícil evitar hacer la tarea
automatizada si en el entorno se dan las condiciones que la activan. Por
ejemplo, mire la palabra siguiente pero, por lo que más quiera, no la lea:
IMPOSIBLE
En efecto, es imposible. Lo mismo sucede cuando sube a unas escaleras
mecánicas o una cinta transportadora que estén paradas y al salir de ellas su
cerebro ajusta los músculos de las piernas como si saliera estando en
marcha, por mucho que usted sepa que están paradas.
En definitiva, la atención es clave para el aprendizaje, porque todo lo que
aprendemos de manera consciente debe pasar por la memoria de trabajo y
permanecer en ella el tiempo preciso como para establecer las asociaciones
necesarias con aquello que ya sabemos. Esto nos lleva a apreciar que la
capacidad de mantener la atención en una tarea específica y no dejarse
distraer por otros estímulos o pensamientos es clave para aprender de
manera más eficaz. Esta capacidad se sustenta sobre otra función cognitiva
esencial: el control inhibitorio.
¿Qué es el control inhibitorio?
El control inhibitorio es la habilidad que nos permite refrenar las respuestas
automáticas que nuestro cerebro activa ante determinadas circunstancias
con la intención de evaluar la situación y ofrecer una respuesta reflexionada
que quizá aporte mayores beneficios. Por ejemplo, empleamos el control
inhibitorio cuando nos mordemos la lengua y respondemos con educación a
alguien que nos ha enojado, pero también cuando tratamos de ignorar los
estímulos sobresalientes del entorno y mantener nuestra atención en la tarea
que estamos llevando a cabo. En este segundo tipo de situaciones, esta
función cognitiva manifiesta su importante relación con la atención.
Así, el control inhibitorio nos permite mantener a raya las distracciones.
Pero esto no sale gratis. Curiosamente, el control inhibitorio se comporta de
manera análoga a un músculo que se fatiga tras ejercitarlo. En otras
palabras, como la intervención del control inhibitorio durante una tarea
requiere esfuerzo cognitivo, no es posible mantenerla sin fin. Además, el
agotamiento de una función cognitiva superior como el control inhibitorio
también afecta al rendimiento de otras funciones cognitivas superiores,
como la memoria de trabajo.
En este sentido, debemos tener en cuenta que el control inhibitorio se
fatigará antes si se le exige más de lo necesario. Esto significa que un
entorno de estudio repleto de estímulos superfluos, incluida la música, lo
agotarán antes y producirá antes una sensación de fatiga mental. Aunque
podamos ignorar la música o los sonidos de nuestro entorno, esto supone un
gasto de recursos cognitivos. Solo hay que apreciar cómo suspiramos
aliviados cuando de repente desaparece un ruido persistente a pesar de que
hubiéramos conseguido ignorarlo.
Dicho esto, es el momento de confesar que existen diversos estudios
científicos que no han obtenido evidencias sobre el supuesto efecto
negativo de escuchar música mientras estudiamos. Sin embargo, si lo
confieso ahora es porque puedo explicar mejor el probable motivo de ello:
en general, se trata de experimentos en que los estudiantes debieron estudiar
por períodos de tiempo muy cortos (apenas unos pocos minutos) y esto
pudo ser determinante para no detectar diferencias entre estudiar con o sin
música. En efecto, puede resultarnos bastante fácil mantener la
concentración a pesar de los estímulos distractores si solo debemos hacerlo
durante unos minutos, pero la cosa se complica si tenemos que seguir
ignorándolos mucho más tiempo. Como ya hemos visto, ignorar los
distractores no es gratis: agota nuestros recursos cognitivos y nos cansamos
antes.
Desconcentrarse para aprender
Con todo, no quisiera terminar este capítulo sin comentar que
desconcentrarse también es beneficioso para aprender, pero no durante la
tarea de estudio, sino a modo de pausa para descansar. Desconectar de vez
en cuando de la tarea que estamos realizando, sobre todo si requiere mucha
concentración, puede ayudarnos a realizarla de manera más efectiva cuando
la retomamos. Esta desconexión puede consistir en hacer algo que nos
relaje o concentrarnos en otra tarea distinta (como pasar de estudiar
matemáticas a estudiar historia, por ejemplo).
Los descansos también son clave para concedernos recompensas. Es
comprensible que muchos estudiantes incorporen distractores como la
música (o el smartphone) en sus ratos de estudio, porque estos les hacen el
esfuerzo más llevadero. El problema es que de este modo también lo hacen
menos eficaz. Ya he comentado que tratar de hacer dos cosas a la vez va en
detrimento de ambas. Por eso, lo recomendable es planificar las sesiones de
estudio con horarios estrictos que incluyan períodos de trabajo en que
evitemos cualquier distracción, incluida la música, y pequeñas pausas en las
que podamos relajarnos y hacer cosas que nos apetezcan más, como
escuchar música o mirar Instagram. El tiempo para las pausas debe ser
estricto, por lo que aquí es donde valdrá la pena emplear a fondo nuestro
control inhibitorio y volver a ponernos a estudiar. Como es lógico, si lo que
estamos estudiando nos motiva de por sí o por lo que conlleva y no vemos
la necesidad de hacer tantas pausas, no hace falta hacerlas. En cualquier
caso, relajar la mente unos minutos de vez en cuando puede resultar
positivo para proseguir con la labor, sobre todo si nos ofuscamos con algo.
En definitiva, una buena manera de conseguir la concentración necesaria
para que la tarea de estudio resulte eficaz y al mismo tiempo mantener la
motivación para continuarla es organizarse las sesiones de estudio en
períodos de trabajo y de descanso con la ayuda de un temporizador. Por
ejemplo, podemos establecer fases de concentración de 25-35 minutos o
más y pausas de 5-10 minutos. Los tiempos los determinará cada uno, pero
es mejor que las pausas sean significativamente más cortas que los períodos
de trabajo. El uso del temporizador nos ayudará a ceñirnos al plan, pero
resultará crucial que nos lo tomemos en serio. Por supuesto, si somos de
esos estudiantes capaces de autorregularse y decidir el momento para hacer
una pausa sobre la marcha o bien ya lo hacemos mediante un plan horario al
que conseguimos ajustarnos, el temporizador no será necesario. En
cualquier caso lo importante es que los períodos de estudio se dediquen
genuinamente al estudio y estén libres de distractores.
Recomendaciones prácticas
El principio fundamental de este capítulo es que para optimizar el tiempo
dedicado al estudio debemos focalizar nuestros recursos cognitivos en el
objeto de aprendizaje y gestionar sus limitaciones.
Elimine los posibles distractores de su entorno de estudio:
• Si es posible, sitúese en un lugar en que no haya movimiento ni ruido.
• No ponga música o, si cree que le ayuda a concentrarse, al menos use
música relajante y sin letra.
• Si hay ruido en su entorno, use tapones u orejeras de atenuación del
sonido. En caso de que no tenga, puede usar música relajante y sin
letra.
• Ponga el teléfono móvil en modo avión y procure no tenerlo a la vista.
• Lo anterior también sirve para el ordenador, la tableta, la televisión o
cualquier aparato que pueda secuestrar su atención.
• Pida a sus familiares o compañeros de piso que no lo molesten mientras
estudia.
Establezca una rutina horaria para sus sesiones de estudio:
• Divida sus sesiones de estudio en períodos de concentración y
descansos.
• Si le resulta de ayuda, use un temporizador para ceñirse al plan. Existen
app que le permiten poner varias alarmas seguidas para marcar cuándo
empiezan y terminan las pausas. Pero si va a usar el móvil, mejor
póngalo en modo avión y fuera de su vista.
• Use los descansos para darse alguna recompensa que le permita relajarse
o pensar en otras cosas, en especial tareas que no consuman muchos
«recursos cognitivos»: escuchar música agradable, comer algo,
ducharse, pasear, bailar,
bailar, jugar con su mascota, etc.
Planifique los objetivos de cada sesión de estudio:
• Cuando lo que debe aprender es complejo o especialmente amplio,
dosifíquelo en diversas sesiones de estudio y avance progresivamente.
• Antes de empezar, revise todo lo que debe aprender y establezca un plan
de trabajo.
• Ajuste su plan si es necesario a medida que avance con él; ningún plan
es perfecto.
• Empiece cada sesión de estudio echando un vistazo a todo lo que tiene
pensado estudiar en ella. Lea títulos y conceptos clave para hacerse
una idea inicial.
3
Pensar para aprender
Hemos visto que, para optimizar el tiempo que dedicamos al aprendizaje,
debemos administrar bien los limitados recursos de nuestra memoria de
trabajo y no abusar de nuestra capacidad de control inhibitorio; es decir,
nuestra capacidad para mantener la atención en lo que deseamos e ignorar
las distracciones. No obstante, estas recomendaciones no nos hablan de qué
acciones consiguen que recordemos mejor aquello a lo que conseguimos
dirigir nuestra atención y logramos mantener un breve tiempo en nuestra
memoria de trabajo. ¿Cómo promovemos que algo que pasa por nuestra
memoria de trabajo alcance la memoria a largo plazo?
En el capítulo inicial sobre cómo aprende el cerebro remarqué que, para
aprender, nuestro cerebro conecta la nueva información con los
conocimientos que ya tiene y que están relacionados con ella. Cuantas más
conexiones podamos establecer entre lo que sabemos y lo que aprendemos,
y cuanto más fuertes sean estas conexiones, más sólido será el aprendizaje y
más fácil nos resultará recuperarlo cuando lo necesitemos. Este será el
principio que guiará este capítulo.
Establecer conexiones
Decir que para aprender debemos conectar lo que sabemos con lo que
aprendemos es muy interesante, pero ¿qué significa esto en la práctica? ¿De
qué manera conseguimos que se establezcan conexiones entre lo que ya
sabemos y lo que aprendemos? La clave la encontraremos en uno de los
experimentos más famosos de la psicología cognitiva: el que llevaron a
cabo Thomas Hyde y James Jenkins en 1973.
Estos investigadores estaban interesados en averiguar si el mero hecho de
querer recordar algo, pero sin poder poner en marcha estrategias de
memorización para hacerlo, tendría algún efecto en la memoria. Por ello,
distribuyeron un conjunto de estudiantes voluntarios en varios grupos (los
psicólogos cognitivos con frecuencia usan a sus estudiantes como conejillos
de Indias). En la parte del experimento que nos interesa, dos grupos de
estudiantes escucharon una lista de palabras a razón de una palabra cada
tres segundos. A un grupo se le informó con antelación de que al final
tendrían que anotar todas las palabras que recordaran y al otro grupo se le
informó por sorpresa, justo después de escuchar la lista de palabras.
Sin embargo, para evitar que el grupo que estaba informado de la prueba
final pudiera emplear estrategias de memorización deliberadas, pidieron a
todos los participantes que a medida que escuchaban las palabras hicieran
diversos ejercicios mentales con ellas. Así, para la mitad de las palabras
tenían que determinar si contenían unas letras concretas, y para la otra
mitad debían evaluar el grado de satisfacción que el significado de dichas
palabras les proporcionaba.
Al comparar la cantidad de palabras que cada grupo había conseguido
recordar de media, no se obtuvieron diferencias significativas; esto es,
recordaron las mismas tanto el grupo que sabía que evaluarían su memoria
como el grupo que no lo sabía. Querer recordar algo no nos hace recordarlo
mejor por sí solo.
Ahora bien, los investigadores también observaron algo muy interesante:
en ambos grupos, los participantes habían recordado muchas más palabras
de las procesadas en términos de significado (aquellas cuyo significado
habían evaluado para atribuirle un grado de satisfacción) que de las que
habían analizado superficialmente sin pensar en su significado (aquellas en
las que se les pidió que buscaran determinadas letras). Es decir, los
participantes en el experimento recordaron mejor las palabras en cuyo
significado habían pensado.
Los niveles de procesamiento
El fenómeno observado en el experimento de Hyde y Jenkins no era algo
excepcional. De hecho, ya lo habían advertido otros investigadores y desde
entonces se ha replicado en incontables experimentos. En realidad, es
bastante fácil reproducirlo en situaciones cotidianas. A raíz de estas
observaciones, Fergus Craik y Robert Lockhart propusieron su teoría sobre
los «niveles de procesamiento», que podría resumirse así:
Cuanto en mayor profundidad procesemos una información en términos de significado,
más sólidamente se arraigará esta a nuestra memoria.
Dicho de otra manera: aprendemos cuando damos sentido a nuestras
experiencias, es decir, cuando pensamos acerca de su significado. Al fin y al
cabo, justo esta es la manera en que establecemos conexiones entre lo que
aprendemos y nuestros conocimientos previos.
En el experimento anterior, los participantes no necesitaron pensar en el
significado de las palabras que pasaban por su memoria de trabajo cuando
solo debían determinar si contenían determinadas letras. En cambio, para
valorarlas respecto a la satisfacción que les producían, necesitaban pensar
en su significado, lo que los conducía a reflexionar sobre qué cosas
relacionaban con ellas para otorgarles una valoración. Por ejemplo, para
valorar el grado de satisfacción que les producía la palabra «naranja»,
pensaban en cosas de color naranja o recordaban el sabor de un buen zumo
de naranja. En efecto, pensar sobre algo en términos de significado implica
asociar la nueva información a nuestros conocimientos previos. Al fin y al
cabo, dar sentido a algo requiere interpretarlo a la luz de nuestros
conocimientos previos. Y el hecho es que, cuando lo hacemos, amarramos
mejor a nuestra memoria lo que tratamos de aprender.
Curiosamente, el procesamiento de la información a nivel de significado
puede «observarse» en nuestro cerebro mediante técnicas de imagen por
resonancia magnética funcional. Estas técnicas nos permiten detectar
aquellas partes del cerebro que se han activado por encima de lo habitual
mientras ponemos en marcha determinadas acciones mentales; hay que
tener en cuenta que el cerebro está siempre activo en su totalidad y lo que
observamos con esta técnica son fluctuaciones que nos permiten identificar
picos de actividad en cada región. En el caso que nos ocupa, los
neurocientíficos han observado que cuando una persona procesa palabras en
términos de significado, como en el experimento de Hyde y Jenkins, se
produce una notable activación en la región frontal del cerebro; en cambio,
cuando las palabras se procesan superficialmente, para determinar, por
ejemplo, cuántas letras contienen, la activación es mucho menor. De hecho,
es posible predecir la probabilidad de que una persona recuerde una palabra
de una lista que se le recita mientras se visualiza su actividad cerebral, en
función del grado de activación observado en la región frontal del cerebro.
Pensar y recordar
¿Por qué pensar sobre algo nos ayuda a recordarlo mejor? Quizá porque
cuando pensamos sobre algo le indicamos al cerebro que se trata de una
cosa importante. Me explico: es habitual señalar el raciocinio como una
habilidad por la que los humanos destacamos por encima del resto de los
animales. No es que los animales —en especial los vertebrados, pero
también algunos invertebrados— no lo hagan, es solo que nuestra capacidad
es, en apariencia, mucho mayor. No obstante, la realidad es que no se nos
da tan bien como pudiera parecernos.
Por ejemplo, le propongo que trate de resolver este sencillo problema
antes de seguir leyendo; la solución está justo a continuación:
El médico me ha recetado dos pastillas del medicamento A y dos pastillas del
medicamento B. Se trata de dos fármacos extraordinariamente caros que he tenido
que pagar de mi bolsillo. Sus instrucciones son que debo tomar una pastilla de cada
tipo a las 8 h y a las 16 h, respectivamente. Pero, para mi desgracia, las pastillas
parecen iguales y las he mezclado. ¿Cómo consigo seguir las indicaciones del médico
ahora?
© availablelightLTD
La solución consiste en partir todas las pastillas por la mitad y tomarse
una mitad de cada una a las 8 h, y la otra mitad a las 16 h.
Si este problema no le ha resultado complicado, pruebe a resolver el
siguiente. Se trata de conseguir que la flecha que forman las monedas
apunte hacia abajo, pero solo puede mover tres monedas para conseguirlo.
En este caso, encontrará la solución al final del capítulo.
No sé cuánto le habrá costado resolver estos problemas, pero puedo
garantizarle que a la mayoría de las personas, incluidas personas muy
inteligentes, la solución no les resulta obvia. Si estos problemas no le han
supuesto un reto, seguro que puede recordar otros que sí lo fueron cuando
se los plantearon. Incluso es posible que recuerde algunos cuya solución,
una vez conocida, no parecía tan compleja.
El hecho es que para resolver unos problemas tan sencillos como estos,
nuestro cerebro es lento. Además, el proceso resulta costoso, pues no nos
viene la solución a la mente de forma espontánea, no siempre damos con la
solución y, si lo hacemos, con frecuencia erramos.
e rramos.
Por supuesto, la capacidad de pensar como lo hacemos los humanos es un
hito evolutivo nada desdeñable de nuestro cerebro. Gracias a él nos hemos
convertido en la especie «dominante» del planeta, para bien o para mal.
Pensar nos permite enfrentarnos a situaciones novedosas y salir más o
menos airosos; no obstante, aunque nuestro cerebro es un órgano increíble,
pensar no es su fuerte. De hecho, las cosas que mejor hace son regular
nuestro organismo, permitirnos ver como vemos y coordinar nuestros
movimientos de la manera en que lo hacemos para relacionarnos con
nuestro entorno. No en vano, buena parte de nuestro cerebro está dedicada
en especial a dichas tareas. Y no es para menos: solo hay que pensar en el
tiempo y esfuerzo que les está llevando a los mejores ingenieros del mundo
construir robots capaces de subir escaleras o moverse por terrenos
accidentados.
Pero por lo que respecta a pensar, aunque podamos creer lo contrario, no
somos precisamente unos portentos. Como ya he anotado, pensar es
costoso, lleva tiempo y con frecuencia nos conduce a conclusiones
erróneas. En otras palabras, pensar no es la mejor respuesta ante una
circunstancia que requiere inmediatez y acierto. ¿Cuántas veces se ha
encontrado usted en una situación nueva e inesperada, por ejemplo, un
encontronazo con otra persona por la calle, y unos minutos después del
episodio se le han ocurrido varias formas mucho mejores de haber resuelto
la tesitura? Es más, en muchas situaciones de este tipo, nuestra capacidad
de razonar se ve nublada por otros sistemas de respuesta que a lo largo de la
evolución se han conservado en teoría por ser más eficaces (desde luego, sí
más rápidos) que ponerse a pensar sobre qué hacer.
Por fortuna, el raciocinio tiene un gran aliado: la memoria. La memoria
humana es otro hito de nuestro cerebro y lo cierto es que, en general, se nos
da mucho mejor que pensar. Recordar es una forma mucho más sencilla,
rápida y efectiva de resolver un problema.
Así, si le pido que resuelva otra vez los problemas anteriores de las
pastillas y las monedas, sin duda ahora le resultará mucho más fácil hacerlo.
Solo tiene que recuperar las soluciones de la memoria, lo cual no es tan
costoso y resulta bastante fiable. De hecho, si usted ya conocía alguno de
los problemas u otros análogos antes de leerlos, seguro que no le habrá
costado demasiado resolverlos desde el principio.
En fin, la forma más eficaz de resolver un problema es haberlo resuelto
ya. Y cuando resolver un problema rápida y oportunamente es una cuestión
de supervivencia, la diferencia es importante. Quizá por eso nuestro cerebro
ha evolucionado de forma que recuerda mejor aquellas cosas sobre las que
pensamos más tiempo. Si pensamos tanto en ellas, es que deben ser
importantes y lo más oportuno será recordar cómo resolverlas con rapidez y
eficacia la próxima vez sin que haga falta pensar de nuevo. Imagínese cómo
sería la vida si cada vez que nos enfrentáramos a un problema, que podría
ser tan tonto como abrir una puerta, tuviéramos que ponernos a pensar sobre
cómo hacerlo. Se nos iría la vida pensando. Por eso, viajar puede resultar
estresante al principio, pues en un nuevo país debemos averiguar cómo
resolver hasta las situaciones más cotidianas, como comprar un billete de
autobús.
Aunque toda esta reflexión solo sea una conjetura razonable con base
evolutiva sobre por qué pensar nos ayuda a recordar mejor, la cuestión es
que trata de explicar un hecho empírico irrefutable, el mismo que llevó a
Fergus Craik y Robert Lockhart a proponer su teoría sobre los niveles de
procesamiento; esto es, la idea de que recordamos mejor aquello en lo que
pensamos en mayor profundidad.
Aprender pensando
La teoría de los niveles de procesamiento nos ofrece un marco de referencia
muy interesante para guiarnos a la hora de determinar qué tipo de acciones
serán efectivas durante el estudio y cuáles no. En pocas palabras, aquellas
que nos obliguen a dar sentido o nos lleven a reflexionar sobre el
significado de lo que estudiamos resultarán más útiles que las que no
conlleven tal elaboración mental. Esto implica a todas luces que el
aprendizaje debe ser activo y no receptivo. Con lo de activo, no obstante,
me refiero sobre todo a una actividad mental, esto es, a aprender pensando.
Por ejemplo, pensamos sobre lo que aprendemos cuando imaginamos las
consecuencias que lo aprendido tiene sobre otros hechos o ideas que
conocemos, cuando sugerimos ejemplos de nuestra propia cosecha o
cuando lo comparamos con otros acontecimientos, procesos o conceptos
analizando sus diferencias y similitudes. También pensamos sobre lo que
aprendemos cuando imaginamos aplicaciones o cuando tratamos de
resolver problemas basándonos en esos nuevos conocimientos. Desde
luego,
también
pensamos
cuando
buscamos
patrones
y
cuando
explícitamente relacionamos lo que aprendemos con otras cosas que ya
sabemos, como cuando creamos analogías.
Esta acción de pensar sobre lo que estamos aprendiendo en términos de
significado es lo que en el ámbito científico se conoce como «elaborar».
Así, el estudio más eficaz es de tipo «elaborativo». De hecho, sin un grado
mínimo de elaboración, el aprendizaje será superficial y efímero.
Elaborar frente a repetir
Muchos estudiantes están convencidos de que una de las mejores maneras
de aprender es exponerse repetidamente a lo que desean aprender: leer un
texto varias veces seguidas, ver un vídeo reiteradamente, repetir un término
una y otra vez tras leerlo, etc. Sin embargo, la repetición no sirve apenas de
nada si no hay elaboración en esas repeticiones.
Un buen ejemplo de que pensar sobre lo que se aprende es mucho más
efectivo que la mera exposición repetida lo proporciona este ejercicio:
dibuje un billete de diez euros (o el billete más habitual de su país).
¿Cuántos de esos billetes ha visto? Imagino que muchos. Aun así, ¿sería
capaz de dibujarlo con detalle?
Me figuro que debe de estar pensando: «Lo he visto centenares de veces,
pero nunca me he fijado como para recordarlo con exactitud».
Precisamente, con lo de «haberse fijado» se refiere a que nunca ha pensado
sobre su aspecto, buscando relaciones entre los elementos que lo conforman
y entre estos y sus conocimientos previos. Como es lógico, no lo ha hecho
porque para usar esos billetes solo necesita ver el diez y, como mucho,
recordar el color o el tamaño aproximado del billete.
Sin embargo, la cuestión es que para recordar bien cómo es un billete no
basta con exponerse a él repetidamente. Es mucho más eficaz analizarlo,
buscar patrones, pensar sobre qué significan las imágenes que aparecen en
él, hacerse preguntas sobre el porqué de su diseño, etc.
Otro buen ejemplo de la superioridad de la elaboración frente a la
repetición sin reflexión es el que se produce cuando tratamos de mantener
un número de teléfono en la memoria. En esta situación, lo que uno hace
con frecuencia es repetírselo a sí mismo una y otra vez hasta que lo anota.
Pero por mucho que lo haya repetido, una vez que ya lo ha anotado, por lo
general lo olvida. La mera repetición no es suficiente. Si lo que deseamos es
que el número perdure en nuestra memoria después de haber dejado de
prestarle atención, debemos elaborar sobre él, es decir, necesitamos buscar
en su secuencia patrones que nos resulten familiares (como fechas u otras
secuencias de números que conocemos), establecer relaciones entre sus
dígitos o asociar los números a objetos conocidos.
Así, podemos deducir que aquellas estrategias de aprendizaje que no
impliquen dar sentido a lo que se estudia resultarán muy poco eficaces. Por
ejemplo, copiar los apuntes, aunque sea para que luzcan más limpios, no
servirá de nada si no reflexionamos sobre lo que estamos copiando.
Obviamente, tampoco servirá de nada leerlos si estamos pensando en otra
cosa mientras lo hacemos. Ya hablé de la importancia de concentrarse en el
capítulo anterior
anterior..
Estrategias de estudio elaborativo
Convengamos que el estudio elaborativo es el que nos obliga a realizar
acciones que implican dar sentido a lo que aprendemos. Soy consciente de
que esta definición, aun resultando sugerente, es poco útil para un
estudiante, pues se muestra demasiado amplia y ambigua. ¿En qué
estrategias precisas se traduce aprender por medio de la elaboración? Por
supuesto, hay diversas formas de hacerlo, pero las cuatro estrategias que
han recibido mayor atención y respaldo por parte de la investigación son:
• Autoexplicaciones: Básicamente, consiste en ir haciendo pausas a
medida que estudiamos para explicarnos a nosotros mismos lo que
acabamos de leer o escuchar, mejor si es con nuestras propias palabras.
Explicar algo en nuestros propios términos nos obliga a darle
significado y estructura, lo que implica conectarlo con nuestros
conocimientos previos. Cuando se trata de aprender un procedimiento,
la autoexplicación consiste en detallarnos a nosotros mismos los pasos
que hemos dado para llevarlo a cabo, como cuando resolvemos un
problema de física o hacemos el análisis sintáctico de una oración.
• Interrogació
Interrogación
n elaborativa: Sería parecida a la técnica anterior, pero las
explicaciones deben responder a preguntas acerca de lo estudiado.
¿Qué implicaciones tiene esto con relación a otras cosas que sé? ¿A
qué otras ideas, procesos, fenómenos o acontecimientos me recuerda?
¿Cómo se relaciona con algo que he estudiado antes? ¿Qué similitudes
y qué diferencias presenta con ello?
• Codificación dual: Nuestro cerebro dedica buena parte de sus recursos
al procesamiento y almacenamiento de estímulos visuales. Como todos
los primates, los humanos jugamos con ventaja cuando se trata de
recordar imágenes de objetos o lugares. Por ello, cuando vinculamos
deliberadamente lo que aprendemos a imágenes mentales (siempre que
resulte posible, claro está) o bien cuando creamos historias visuales de
lo que tratamos de aprender, lo retenemos mejor. De hecho, como
veremos más adelante, en esto se basan algunas de las estrategias
mnemotécnicas más eficaces.
• Ejemplos concretos: El cerebro humano también tiene dificultad para
aprender conceptos abstractos de buenas a primeras. En cambio, es
mucho más eficaz aprendiendo a partir de ejemplos concretos. Eso sí,
para alcanzar la abstracción es importante manejar diversos ejemplos
en contextos distintos. Buscar nuevos ejemplos sobre lo que
aprendemos y crear analogías a partir de objetos o procesos que
conocemos son dos buenas maneras de facilitar el aprendizaje. Como
es lógico, las analogías tienen sus limitaciones, de manera que a
medida que uno sigue aprendiendo debe estar abierto a abandonarlas
por nuevas analogías que encajen mejor con lo que aprendemos. Por
ejemplo, como primera aproximación, puede resultar útil pensar en el
funcionamiento de un circuito eléctrico como un circuito de agua, pero
esta analogía será inadecuada a medida que avancemos en el
entendimiento de los fenómenos eléctricos.
Activar conocimientos previos
La práctica de la elaboración o estudio elaborativo se basa en la idea de que,
para aprender, el cerebro conecta la nueva información derivada de nuestras
experiencias con algunos de los conocimientos que ya posee. Por lo tanto,
una parte importante de la elaboración consiste en activar dichos
conocimientos antes de proceder con el estudio. Esto es algo que podemos
hacer echando un vistazo general a lo que estudiaremos, revisando títulos
de secciones, palabras clave destacadas y otras pistas que nos permitan
hacernos una idea previa. Para hacerlo aún mejor, vale la pena tratar de
deducir sobre qué tratará la lección antes de empezar, así como hacer un
pequeño esfuerzo para repasar mentalmente qué cosas creemos saber sobre
ella.
Es muy importante tener en cuenta que aquellos conocimientos que
activemos durante el aprendizaje, es decir, aquellos a los que vinculemos lo
que aprendamos, serán clave para guiar nuestra capacidad de recuperarlos
más tarde, por ejemplo, durante el examen. En un famoso experimento,
James Pichert y Richard Anderson solicitaron a unas personas que leyeran
una historia que incluía la descripción de una casa. A la mitad de ellas les
sugirieron que se pusieran en la piel de alguien interesado en comprar la
vivienda; a la otra mitad, les propusieron adoptar el papel de un ladrón que
planeaba asaltarla. Cuando a continuación les indicaron que explicaran todo
lo que recordaban sobre la historia, los que tomaron el papel de
compradores recordaban cosas como el número de habitaciones, las
instalaciones, etc., mientras que los que asumieron el rol de ladrones
recordaban sobre todo detalles sobre los objetos valiosos de la casa. Los
esquemas de conocimientos previos activados durante el aprendizaje
guiaron lo que luego fueron capaces de recordar.
Por este motivo, resulta crucial vincular lo que aprendemos al contexto
adecuado o, aún mejor, a tantos ejemplos y contextos como sea posible.
Aprender con comprensión
Cuando conectamos lo que aprendemos a múltiples contextos, lo que
hacemos en realidad es avanzar en su abstracción, lo que hace que resulte
mucho más fácil recuperarlo a posteriori, incluso en un contexto que no nos
resulte familiar. Esto es muy importante cuando en las pruebas evaluativas
los problemas o las preguntas que se plantean exploran nuevas situaciones
que no hemos estudiado antes, pero que se resuelven a partir de los mismos
principios. Si no hemos diversificado los contextos a los que hemos
asociado el aprendizaje, practicando con una variedad de problemas o
ejemplos, es poco probable que seamos capaces de apreciar que tenemos los
conocimientos necesarios para resolver tales actividades. Pensaremos que
«esto no lo hemos dado en clase».
Por eso es tan importante tratar de entender lo que aprendemos, porque,
de no hacerlo, nuestros conocimientos no tendrán la flexibilidad que se nos
puede requerir. Es más, los conocimientos dotados de comprensión, bien
conectados y transferibles a nuevas situaciones, actúan de manera eficaz
como sustrato para obtener nuevos conocimientos, lo que nos proporcionará
una ventaja a largo plazo, pues nos resultará mucho más fácil aprender más
en cursos superiores.
Pero ¿qué sucede cuando lo que deseamos aprender es un dato en
concreto y no una idea que requiera abstracción? En este caso específico,
pueden resultar útiles las estrategias mnemotécnicas.
Estrategias mnemotécnicas
Las estrategias mnemotécnicas resultan útiles para recordar datos concretos,
como nuevo vocabulario, fechas, nombres de personas o lugares, listas de
objetos o categorías, secuencias, relaciones, etc. Por ejemplo, ¿recuerda la
segunda lista de capitales del mundo del primer capítulo? Eran estas:
Naipyidó, Ngerulmud, Yamusukro, Vientián, Lilongüe
Imagino que la mayoría de los nombres de estas ciudades no le resultarán
familiares. ¿Qué haría para tratar de recordarlas? En casos como este, las
reglas mnemotécnicas pueden servirnos de ayuda.
Como puede apreciar, la aplicación de estas técnicas es muy limitada,
puesto que no son demasiado útiles para aprender conceptos o ideas. No
obstante, me parece interesante comentarlas brevemente porque sus
fundamentos consisten en una de las ideas clave del presente capítulo, esto
es, en la conveniencia de buscar relaciones entre algo que ya sabemos y lo
que tratamos de recordar, a lo que difícilmente encontramos sentido.
Además, puesto que en toda disciplina nos encontraremos ante situaciones
en que necesitaremos recordar nuevos términos u otro tipo de
informaciones «factuales», creo que vale la pena exponer aquí las técnicas
más eficaces que nos ayudarán en estos casos concretos. Cabe decir que la
mayoría de los estudiantes desarrollan técnicas de este tipo de manera
espontánea, por lo que existen muchas variantes. A continuación, explico
algunas de las más conocidas y efectivas, cuyos fundamentos pueden
servirnos para crear nuestras propias estrategias en función de nuestras
preferencias.
• Método de
loci:
También conocido como «el palacio de la memoria»,
es un método muy útil para recordar listas de objetos, pero requiere
una preparación importante. Consiste en elegir un lugar que nos resulte
muy familiar, por ejemplo, nuestro hogar, y establecer un recorrido
imaginario por él en un orden determinado, en el que marcaremos
varios sitios que nos servirán de referencia: el sofá, la mesa del
comedor, la cama, etc. Una vez que hayamos aprendido muy bien el
recorrido y los lugares claves, ya podremos emplear la técnica, que
básicamente consiste en visualizar los objetos o personas que
deseamos recordar en dichos lugares, en el orden del recorrido mental.
Por poner un ejemplo sencillo, para recordar las cinco clases de
animales vertebrados podríamos visualizar una pecera con su inquilino
encima de la cómoda del recibidor (peces), una rana saltando sobre
nosotros desde el armario ropero (anfibios), una lagartija subiendo por
la nevera (reptiles), un águila abriendo las alas con majestuosidad
encima de la tostadora (aves) y un león rebuscando en el cubo de
basura (mamíferos).
• Método de la clavija: Igual que el método de loci, este también
requiere una preparación notable. De nuevo, se trata de crear una
estructura mental de elementos bien conocidos y asociar a ellos la lista
de objetos o personas que deseamos recordar. En este caso, debemos
aprendernos con soltura una lista de objetos sencillos asociados a cada
número. Podemos usar el tipo de objeto que queramos y crear las
asociaciones que más nos ayuden a establecer esa relación con los
números. En el cuadro anterior se muestra un ejemplo con animales
donde las relaciones son evidentes. Una vez que tenemos bien
asimiladas esas relaciones (cada número nos hace pensar con rapidez
en el objeto que tiene asociado), podemos usar esa estructura para
recordar listas de objetos, visualizándolos junto con los elementos de
nuestra lista.
• Método de la palabra clave: Este es el más sencillo, flexible y efectivo
para aprender nuevo vocabulario, y no requiere preparación. Consiste
en buscar una palabra conocida dentro del término que se desea
aprender (o una palabra que se parezca gráfica o fonéticamente al
término en cuestión) y asociarla a una imagen que nos permita
recordar su significado. Por ejemplo, en sueco la palabra «mesa» es
bord. Para recordarla, podemos basarnos en la palabra borde e
imaginar que nos damos un golpe con el borde de una mesa (por
supuesto, si sabemos inglés, podemos asociarla a la palabra board, que
significa «tabla»). Cuanto más detallada y original sea la escena que
usemos, mejor la recordaremos.
• Método del acrónimo: Esta es quizá la técnica más intuitiva y que los
estudiantes emplean con más espontaneidad. Cuando necesitamos
recordar una lista de términos, podemos usar sus iniciales para crear
una palabra o frase que nos sirva de guía para recordarlos. En el caso
de construir una palabra, esta puede ser real o inventada, pero debe
resultarnos fácil de recordar. Como alternativa, también pueden usarse
fragmentos de cada palabra para crear una frase. Por ejemplo, para
recordar las fases de la división celular por mitosis (profase, metafase,
anafase y telofase), muchos estudiantes emplean la frase: PROMETo,
ANA, TELefonear.
• Método de la cadena: Consiste en imaginar los objetos o personas que
deseamos recordar interaccionando entre ellos.
• Método de la historia: Básicamente consiste en inventar una historia,
lo más visual posible, en la que se combinen aquellos elementos que
deseamos recordar. Cuanto más elaborada y estrafalaria sea, más fácil
nos resultará recordarla.
Las reglas mnemotécnicas son útiles para casos muy concretos, pero no
constituyen en absoluto una solución para adquirir conocimientos más
complejos, como los que abundan en cualquier disciplina. En cambio,
aplicar
estrategias como las autoexplicaciones o la interrogación
elaborativa, que hemos comentado en este capítulo, nos pueden ayudar
mucho más.
En realidad, existen otras acciones que tienen un efecto mucho más
relevante a la hora de ayudarnos a recordar mejor lo que aprendemos, sea el
tipo de material que sea. Los estudios científicos no dejan duda de que se
trata de las estrategias más efectivas que podemos llevar a cabo para
aprender lo que nos propongamos. Por ello, sin más dilación, las trataré en
los capítulos que siguen.
Recomendaciones prácticas
El principio básico que subyace a este capítulo es que la mejor forma de
amarrar a nuestra memoria lo que estamos estudiando es dándole sentido y
relacionándolo expresamente con otras cosas que ya sabemos.
Explíquese a sí mismo lo que está aprendiendo:
• A medida que lea, cada pocos párrafos, deténgase y explíquese con sus
propias palabras lo que acaba de leer. También puede imaginar que se
lo explica a un compañero.
• Haga resúmenes, esquemas o mapas conceptuales de lo estudiado, como
si con ellos tratara de explicar a otra persona cómo se relacionan entre
sí los conceptos que ha aprendido. Tenga en cuenta que el objetivo de
esta tarea no es el producto resultante, sino el ejercicio mental que
conlleva realizarlo.
Interróguese periódicamente:
• Cree una batería de preguntas generales que pueda aplicar a cualquier
tema que estudie y respóndalas al final de cada lección. Por ejemplo:
¿Qué conceptos he aprendido? ¿Cómo se relacionan con otras ideas
que he estudiado antes? ¿Qué similitudes y qué diferencias presentan?
• Elabore preguntas concretas como si diseñara una prueba evaluativa
sobre lo que acaba de aprender. A continuación, respóndalas con sus
propias palabras.
Establezca conexiones con lo que aprenda:
• Reflexione sobre qué implicaciones tiene lo que aprende en distintos
contextos; en especial, trate de relacionarlo con situaciones de su
propia vida.
• Piense en ejemplos concretos acerca de lo que está aprendiendo; lo
ayudarán después a recordar mejor lo aprendido.
• Utilice analogías para representar conceptos o procesos complejos, pero
tenga en cuenta que las analogías tienen limitaciones y que debe
abandonarlas o reemplazarlas por otras mejores cuando aprecie que no
encajan.
Pruebe diferentes aproximaciones:
• Busque otras explicaciones del mismo concepto o procedimiento en
otros libros o webs, en especial si tiene dificultades para entenderlo.
Aun si lo entiende bien, estas diferentes aproximaciones lo ayudarán a
fortalecer el aprendizaje.
• Practique con múltiples problemas o ejercicios planteados a partir de
contextos distintos.
Emplee recursos visuales:
• Cuando sea posible, relacione lo que aprende con imágenes mentales.
• Cree historietas visuales en su mente acerca de lo que está aprendiendo.
Cuanto más rocambolescas, mejor.
• Haga dibujos, a modo de esquema visual, sobre lo que aprende. No se
entretenga con los detalles: lo importante es lo que los dibujos
representan.
Emplee estrategias mnemotécnicas en los casos oportunos:
• Cuando se trata de recordar nuevo vocabulario, listas de categorías,
fechas, etc., use estrategias mnemotécnicas como las que se describen
al final de este capítulo o cree las suyas basándose en los mismos
principios.
Solución al problema de las monedas
4
Recordar para aprender
En el capítulo anterior vimos que, para conseguir que un aprendizaje
arraigue en nuestra memoria y perdure en ella, lo importante no es cómo lo
obtenemos, sino qué hacemos con él desde un punto de vista cognitivo. Por
ejemplo, pensar sobre lo que aprendemos en términos de significado y
reflexionar acerca de con qué otras cosas se relaciona promueve su
consolidación. Sin embargo, podemos llevar a cabo otras acciones con lo
aprendido que aún fortalecen más nuestra capacidad para recordarlo y
emplearlo a largo plazo. En este capítulo expondré la que probablemente
sea la estrategia más eficaz para lograrlo, como testimonian cientos de
estudios científicos realizados tanto en el laboratorio como en contextos
reales.
En la punta de la lengua
Si una tarde estudiamos acerca de un concepto o un procedimiento y al día
siguiente no conseguimos recordarlo para explicárselo a alguien, ¿ha
desaparecido de nuestra memoria? Es evidente que no, porque si en vez de
tratar de explicarlo, releemos la lección, nos resultará completamente
familiar. «¡Exacto! ¡Eso era!», exclamaremos. De hecho, este es un
fenómeno muy habitual. Por ejemplo, sucede cuando no conseguimos
recordar el nombre de una persona, pero si nos lo dicen, sabemos que es el
correcto.
Situaciones como estas nos hacen apreciar una particularidad muy
importante del aprendizaje: una cosa es que algo esté en nuestra memoria y
otra muy distinta es que podamos encontrarlo. Es más, este fenómeno nos
permite establecer, grosso modo,
modo, distintos niveles de aprendizaje, en
función de cuán fácil nos resulta recuperar lo aprendido y sacarlo a relucir.
A pesar de que no siempre es así, podríamos convenir que es mucho más
fácil recordar la respuesta a una pregunta cuando nos dan pistas que si solo
nos preguntan sobre ella. Por ejemplo, por algún motivo, cada vez que veo
al actor que muestra la imagen de la izquierda, me quedo con la sensación
de tener su nombre en la punta de lengua, pero no consigo recordarlo. Sin
embargo, si me dicen que su nombre empieza igual que el del actor de la
imagen de la derecha (Brad), me viene a la mente la solución: ¡Bradley
Cooper! De hecho, ahora empleo esa pista yo mismo para acordarme
siempre que lo veo.
© Carlos González Santos © Paul Bird
El hecho es que el nombre de dicho actor está en mi memoria, pero sin
pistas me cuesta encontrarlo, cosa que no me sucede con el de Brad Pitt.
Por lo tanto, podríamos decir que tengo mejor aprendido el nombre de Brad
Pitt que el de Bradley Cooper (al menos por ahora).
Pero ¿qué sucedería si esas pistas tampoco me ayudaran? Entonces
¿podríamos decir que el nombre del primer actor no está en mi memoria?
Bueno, depende. Porque quizá sería capaz de reconocerlo si me lo dieran
completo. Sería lo que sucedería si me hicieran una pregunta con varias
opciones de respuesta:
¿Cómo se llama el actor de la foto de la izquierda?
a) Brandon Camper
b) Bred Cooler
c) Bradley Cooper
d) Britney Cupper
Aunque los otros nombres no son de otras personas que conozca y, por lo
tanto, no podría descartarlos por ese hecho, puedo reconocer perfectamente
el nombre del actor en cuestión porque en realidad está en mi memoria,
aunque no consiga sacarlo de ella a no ser que me lo digan. Por
consiguiente, podemos convenir que el «reconocimiento» refleja un
aprendizaje menos profundo que la capacidad de recuperar directamente un
conocimiento sin pistas o por medio de ellas.
Con todo, aún podríamos definir otro nivel de aprendizaje según el
criterio que nos ocupa. ¿Qué sucede cuando algo nos resulta familiar pero
no sabemos por qué? Volviendo a los ejemplos cinematográficos: ¿cuántas
veces ha visto usted un actor o una actriz y ha sabido que la conocía de
otras películas o series, pero no tenía ni idea de cuáles? A este fenómeno lo
llamamos «familiaridad» y es, quizá, el nivel de aprendizaje consciente más
bajo si tomamos como criterio la capacidad de recuperar lo aprendido de
nuestra memoria.
En resumen, no es lo mismo que algo nos resulte familiar, que podamos
reconocerlo, que podamos recordarlo por medio de pistas o que podamos
recordarlo sin más a partir de una única pista. Estas situaciones reflejan una
capacidad distinta para recuperar una información que está en nuestra
memoria. Y nos hacen apreciar una de las claves más importantes sobre el
aprendizaje: que para afirmar que hemos aprendido algo, debemos ser
capaces de sacarlo de nuestra memoria. Aunque esto resulte obvio, a
continuación veremos que es mucho más importante de lo que parece a
simple vista.
Los tres procesos del aprendizaje
Aprender es un fenómeno que requiere que sucedan al menos tres cosas. En
efecto, para aprender, necesitamos obtener una información de nuestro
entorno (codificación), debemos conservarla un tiempo en nuestra memoria
(almacenamiento) y tenemos que ser capaces de recuperarla para emplearla
en el futuro (evocación). De hecho, si no somos capaces de hacer esto
último, ¿acaso podemos afirmar que hemos aprendido? Es evidente que
cualquier profesor opinará que no. Al fin y al cabo, cuando se evalúa el
aprendizaje, lo que se valora es la capacidad de evocación.
Esto nos permite apreciar desde otra perspectiva por qué es tan
importante el estudio elaborativo, del que traté en el capítulo anterior. Como
seguramente recordará, el estudio elaborativo consiste en promover
expresamente la creación de conexiones entre nuestros conocimientos
previos y lo que estamos aprendiendo. Al fin y al cabo, para que se
produzca el aprendizaje, durante la codificación debe establecerse una
relación entre lo que aprendemos y algo que ya sabemos. En realidad,
cuantas más conexiones, más se arraigará el nuevo conocimiento a nuestra
memoria. Pero no solo eso. Las múltiples conexiones no son importantes
solamente porque fijen los nuevos conocimientos mejor y faciliten su
consolidación y almacenamiento. En realidad, lo más importante de estas
conexiones es que, una vez establecidas, constituyen rutas que nos permiten
encontrar la información en la memoria para evocarla.
Como expuse en el primer capítulo, el olvido no es tanto consecuencia de
que algo que un día supimos se haya desvanecido de nuestra memoria sino,
sobre todo, del hecho de que somos incapaces de encontrarlo en ella y
evocarlo. Así, la forma en que el cerebro busca una información en la
memoria entre la inconmensurable cantidad de datos que contiene es clave.
Y a diferencia de los sistemas de almacenaje de información que
conocemos, como los discos duros de los ordenadores, que pueden basarse
en un índice de archivos o lanzar una búsqueda entre todo su contenido,
nuestro cerebro busca en la memoria de una forma muy particular: mediante
referencias semánticas.
Sin ir más lejos, podemos apreciar en qué consiste esta forma de buscar
cuando experimentamos la sensación de «tener algo en la punta de la
lengua». Por ejemplo, volvamos a la situación en que vemos la fotografía
de un actor cuyo nombre conocemos pero somos incapaces de evocarlo. Si
no nos damos por vencidos, lo que hacemos intuitivamente es buscar entre
otros recuerdos o conocimientos que sabemos que están conectados con lo
que buscamos. Así, podemos tratar de recordar películas en que lo hayamos
visto, o los nombres de otros actores y actrices que hayan compartido
reparto con él. Todos los conocimientos que estén relacionados con el
nombre del actor en nuestra memoria actuarán como pistas que nos
permitirán llegar hasta él. Por eso, cuantas más conexiones establezcamos
entre lo que aprendemos y lo que sabemos, mayor será nuestra capacidad
para evocarlo en el futuro.
Practicar la evocación
A partir de lo explicado hasta aquí, podemos concluir que una buena
manera de facilitar la evocación de lo aprendido es prestar atención a cómo
lo codificamos. En resumen, debemos tratar de conectarlo a tantos
conocimientos previos como podamos.
Sin embargo, existe una acción aún más efectiva para facilitar la
evocación: practicarla. Curiosamente, y por sencillo que parezca, esto no es
algo que solamos tener en cuenta. Según indican las encuestas, la mayoría
de los estudiantes creen que la mejor manera de aprender es repetir la
codificación. Por ejemplo, leer y releer la lección.
En el capítulo anterior, ya vimos que repetir la codificación sin que haya
elaboración, sin pensar activamente sobre lo que aprendemos y darle
sentido, apenas sirve de nada. Pero la cuestión es que practicar solo la
codificación, aunque sea de manera elaborativa, es hacer el trabajo a
medias: también hay que practicar la evocación.
En otras palabras, si practicamos la codificación de unos materiales en
concreto, nuestro cerebro será más eficaz volviendo a codificarlos la
próxima vez que los encontremos. Pero si lo que queremos es que sea capaz
de evocarlos con fluidez en el futuro, tenemos que practicar la evocación.
En realidad, si existe una acción que tenga un efecto relevante para el
aprendizaje según la evidencia científica, esa es la práctica de la evocación.
Infinidad de estudios al respecto no dejan ninguna duda de ello: es mucho
más efectivo evocar lo aprendido que volver a estudiarlo.
Dicho de otra manera, es mucho más efectivo leer y evocar que leer y
releer. Cuando nos obligamos a tratar de recordar lo que hemos aprendido,
conseguimos un aprendizaje más sólido o por lo menos hacemos que sea
más probable que podamos volver a evocarlo en el futuro.
Por ejemplo, en uno de los experimentos que publicó Andrew Butler en
2010, se comparó el desempeño de dos grupos de estudiantes que se habían
preparado para una prueba de dos maneras distintas: mientras que un grupo
había estudiado el material una vez y luego había practicado la evocación
de forma repetida, el otro había reestudiado el material repetidamente.
Los resultados en una prueba de preguntas deductivas realizada una
semana después de las sesiones de aprendizaje reflejaron una diferencia del
24 % en beneficio de los que emplearon la evocación durante la sesión de
estudio.
Ilusiones de saber
A pesar de la efectividad que tiene practicar la evocación cuando
estudiamos, las encuestas a estudiantes universitarios manifiestan que la
mayoría de ellos no emplean esta estrategia para aprender, sino que optan
por leer y releer. Cuando repasan, releen. Y es lógico que lo hagan de esta
manera.
En primer lugar, porque no saben que emplear la evocación es mucho
más efectivo; en segundo lugar, porque evocar es más costoso
cognitivamente hablando, es decir, hay que hacer un mayor esfuerzo mental
para tratar de recordar lo aprendido que el que requiere volver a leerlo. Y,
por último, porque repetir la codificación nos engaña.
En efecto, releer la lección nos proporciona una agradable sensación de
saberla. Pero no es más que una ilusión, pues una cosa es que una
información nos resulte familiar, o incluso que podamos reconocerla, y otra
muy distinta que seamos
seamo s capaces de evo
evocarla.
carla. Y
Yaa lo apreciamos antes
an tes con el
ejemplo del actor Bradley Cooper.
Además, releer es un método efectivo a corto plazo, por lo que nos deja
una buena sensación al terminar de estudiar. No obstante, y de nuevo, no es
lo mismo recordar bien una cosa justo después de estudiarla que recordarla
bien al día siguiente o días después, lo que resulta necesario si la prueba
evaluativa es tan amplia que no podemos repasarlo todo en un solo día. Es
más, leer y releer el día antes del examen puede resultar efectivo para esos
estudiantes que tienen buena memoria. Pero esto cambia a medida que
alcanzan cursos superiores y los temarios se hacen más exigentes.
Cuando esto sucede, estrategias poco eficaces como repetir la
codificación dejan de ser suficientes por muy buenas aptitudes que estos
tengan, y sus resultados así lo atestiguan. Por eso resulta tan importante
emplear buenas estrategias.
Por desgracia, practicar la evocación no solo es más costoso a nivel
cognitivo, sino que además no genera ilusiones de saber. Todo lo contrario:
cuando practicamos la evocación, nos percatamos de la cruda realidad, esto
es, de todo lo que aún no sabemos bien, y por eso puede parecernos que
aprendemos menos con ella. Además, la evocación no es más efectiva que
releer a muy corto plazo, pero sí lo es para períodos superiores a 24 horas.
Esto lo reflejan múltiples estudios, como por ejemplo el que publicaron
Henry Roediger y Jeffrey Karpicke en 2006.
En su experimento, tres grupos de estudiantes universitarios estudiaron
un texto durante siete minutos y después lo reestudiaron o bien trataron de
evocarlo mediante un test (la mitad de cada grupo hizo una cosa u otra). A
continuación, cada grupo realizó un examen sobre lo estudiado cinco
minutos, dos días o una semana después de la actividad de aprendizaje,
respectivamente.
Como resultado, los estudiantes que habían reestudiado obtuvieron un
resultado ligeramente superior al evaluarse al cabo de cinco minutos (un 6
% más), pero sus resultados fueron mucho peores cuando el test final tuvo
lugar dos días o una semana después del estudio, en cuyo caso obtuvieron
un resultado medio un 14 % menor que los estudiantes que evocaron tras
estudiar.
Cantidad de ideas recordadas en un test final, tomado 5 minutos, 2 días o 1 semana
después de la sesión de estudio, en función de si los estudiantes reestudiaron o emplearon
la evocación.
En definitiva, leer y releer la lección provoca «ilusiones de saber» que
nos engañan. No resulta extraño, por lo tanto, que la mayoría de los
estudiantes (hasta el 89%, según algunas encuestas) no hayan descubierto
los beneficios de la evocación y no la utilicen para estudiar.
Estudiantes que practican la evocación
Por supuesto, hay un buen número de estudiantes que sí emplean la
evocación sin que nadie les haya enseñado a hacerlo y por ello juegan con
ventaja. No obstante, por lo general no lo hacen sabiendo que esto mejorará
su aprendizaje per se,
se, sino que utilizan esta estrategia para comprobar «si se
lo saben». En realidad, esto les permite sacar partido a otro de los
importantes beneficios que ofrece esta estrategia: la posibilidad de
identificar los puntos débiles de su aprendizaje y reforzarlos con más
estudio.
De hecho, hay una acción muy importante que debe acompañar a la
práctica de la evocación para que esta sea realmente efectiva: el feedback.
Es decir, tras evocar lo aprendido, resulta crucial comprobar que lo hemos
hecho correctamente. Incluso cuando estamos seguros de ello. De lo
contrario, podríamos consolidar conocimientos erróneos. No es nada grave,
pues es posible corregirlos, pero siempre resultará mejor rectificar cuanto
antes.
No olvidemos que la memoria no es reproductiva,
sino
reconstructiva, lo que hace que cada vez que evocamos algo estemos
modificándolo. Por eso, completar la práctica de la evocación mediante la
búsqueda de feedback es clave.
Una forma muy sencilla de tener a mano el feedback que necesitamos
cuando empleamos la evocación para repasar la lección consiste en crear
flashcards.. Estas son, sencillamente, tarjetas que contienen una pregunta o
flashcards
una pista en una de las caras y la respuesta en la otra. De hecho, existen
diversas aplicaciones que nos permiten crear flashcards digitales y que,
además, nos facilitan gestionarlas. La gestión de las flashcards implica
clasificarlas dependiendo de si las hemos respondido correctamente o no, o
incluso de cuántas veces hemos conseguido responderlas de forma correcta
en sesiones consecutivas.
En el fondo, usar flashcards no es ni más ni menos que una forma de
autoevaluarse. Y es que, en realidad, el efecto de la evocación en el
aprendizaje también es conocido entre los científicos como el «efecto del
test» (o el «efecto de evaluarse»). Al fin y al cabo, practicar la evocación
consiste en ponerse a prueba por medio de una autoevaluación. Lo
interesante, como vengo diciendo, es que este efecto es inherente al hecho
de forzarnos a recuperar lo aprendido y no solo a la posibilidad de
identificar nuestros puntos débiles en el aprendizaje para reforzarlos. Por
cierto, evocar lo aprendido es la única manera de comprobar no solo que
algo está en nuestra memoria, sino que somos capaces de recuperarlo si
hace falta.
Evocar es eficaz para todo tipo de aprendizajes
Con todo, puede que esté imaginando que la práctica de la evocación solo
es aplicable a aprendizajes factuales, como recordar el nombre de un actor o
bien aprender datos y hechos como las capitales de Europa, fechas
históricas, nuevo vocabulario, etc. Pero nada más lejos de la realidad. La
práctica de la evocación es una de las estrategias más efectivas para
aprender todo tipo de conocimientos, incluidos conceptos y procedimientos.
Así es, la práctica de la evocación incluye desde acciones meramente
reproductivas, como recitar un poema, a otras mucho más complejas, tales
como emplear un concepto o procedimiento para resolver un problema. Por
ejemplo, la práctica de la evocación en el aprendizaje conceptual puede
consistir en explicar con nuestras propias palabras, y no literalmente, lo que
hemos aprendido, o bien en emplearlo para explicar una nueva situación.
De esta manera nos obligamos a darle sentido y estructura, lo que promueve
una mayor vinculación con nuestros conocimientos previos y mejora su
organización en la memoria. En cada acto de evocación, por lo tanto, se
produce una nueva oportunidad para integrar lo aprendido en nuestros
esquemas de conocimientos previos. En realidad, la investigación científica
evidencia que emplear la evocación con este tipo de conocimientos no solo
provoca su habitual efecto amplificador del aprendizaje, sino que además
mejora nuestra capacidad de transferir los conceptos aprendidos a nuevos
contextos.
Una forma de practicar la evocación con este tipo de conocimientos
consiste en crear resúmenes o mapas conceptuales de lo estudiado sin
consultar la fuente, esto es, a partir de lo que recordamos. Y no
necesariamente para emplearlos después como material de estudio, sino
solo por el beneficio que conlleva crearlos de esta manera. De hecho, salta a
la vista que este tipo de actividades nos obligan a realizar un esfuerzo de
comprensión mucho mayor que releer la lección, lo que redunda en
beneficio del aprendizaje. Lo mismo sucede cuando se trata de aprender un
procedimiento, como lo sería un método para resolver un tipo de problema
matemático, por ejemplo. En este caso, es mucho más efectivo repasar
resolviendo de nuevo los problemas en los que ya hemos trabajado que
revisar el proceso de resolución sobre ejercicios resueltos. Por supuesto,
aún resulta mucho mejor si podemos resolver problemas nuevos.
Ya sea mediante autoexplicaciones, resúmenes, mapas conceptuales,
esquemas o la resolución de problemas, la práctica de la evocación debe
concluirse siempre comprobando que lo hicimos correctamente y que no
nos dejamos ningún aspecto importante. Por lo tanto, la fuente original del
estudio debe consultarse al final, pero no durante la tarea. Es evidente que
esto puede llevarnos a situaciones en que no podamos avanzar porque no
conseguimos recordar algún aspecto de lo que tratamos de evocar. En estos
casos, es importante intentarlo de veras buscando pistas entre nuestros
conocimientos, como cuando tenemos algo en la punta de la lengua, antes
de consultar la fuente.
En realidad, cuanto mayor sea el esfuerzo cognitivo que realicemos con
tal de evocar una información, mayor será el impacto positivo de esta
práctica en nuestra memoria, siempre y cuando podamos comprobar que la
respuesta que dimos es correcta o consultarla si no logramos responder
nada. Es más, cuando nos esforzamos por recuperar algo que sabíamos pero
no lo conseguimos, de algún modo quedamos «sensibilizados» durante unos
instantes para reaprenderlo mejor si consultamos la respuesta a
continuación. Este efecto se conoce como el «efecto de potenciación del
test» y es muy probable que se deba al hecho de que, al tratar de evocar
algo sin éxito, movilizamos conocimientos que están relacionados con ello
y que, de esta forma, quedan activados para vincularse mejor con la
información que al final releemos.
Dificultades deseables
Como ya he comentado, repasar lo estudiado por medio de la evocación
conlleva un mayor esfuerzo cognitivo que releerlo. Pero puede que ese
esfuerzo mental sea precisamente el responsable de que después nos resulte
más fácil recordarlo. Podríamos pensar que dicho esfuerzo actúa como una
señal que le indica al cerebro la importancia de tener a mano esa
información en el futuro. Al fin y al cabo, si nos esforzamos por evocarla,
es que debe resultar necesaria para nuestros propósitos o incluso para
nuestra supervivencia.
Desde un punto de vista evolutivo, es lógico pensar que los procesos de
codificación y evocación comporten mecanismos biológicos distintos. En la
mayoría de los casos, no tiene sentido que seamos capaces de reproducir al
detalle todo lo que nos rodea de nuestro entorno, por mucho que sea algo
que vemos continuamente (como el billete de diez euros del que hablé en el
capítulo anterior). Lo importante es que seamos capaces de reconocerlo con
fluidez y en cualquier situación, sobre todo si se trata de algo que tiene
valor o que puede suponer un peligro. En cambio, la capacidad para
reproducir una información sin tenerla delante, con el gasto energético que
ello conlleva, debe reservarse para aquellas cosas que de verdad valga la
pena recordar. Y es probable que la mejor manera que tenga el cerebro para
identificar esa situación se dé cuando tratamos de hacerlo. Esforzarse para
evocar lo aprendido le indica al cerebro que debe ponérnoslo más fácil la
próxima vez que queramos evocarlo. ¡Podría tratarse de una cuestión de
supervivencia!
Como quizá habrá notado, esta explicación está relacionada con la
hipótesis que sugerí para explicar las causas de la eficacia del estudio
elaborativo o, mejor dicho, el hecho de que recordamos mejor aquello sobre
lo que razonamos. Tener la solución a mano, de manera rápida y sin
esfuerzo aparente, siempre es más efectivo que tardar en conseguirla, sobre
todo si es una cuestión de vida o muerte. En cualquier caso, sea cual sea el
motivo de que el esfuerzo cognitivo produzca recuerdos más sólidos y
accesibles, el hecho es que es así. Precisamente, algunos investigadores han
bautizado este fenómeno como «las dificultades deseables».
Por dificultades deseables nos referimos a aquellas circunstancias y
acciones que conllevan un esfuerzo cognitivo mayor que redunda en un
mejor aprendizaje. Por lo tanto, elaborar sobre lo que aprendemos y
practicar la evocación serían dificultades deseables, porque implican un
esfuerzo mental que tiene una repercusión positiva en el aprendizaje. En
cambio, releer la lección o copiarla no comporta ninguna dificultad.
Pero que haya dificultades deseables significa que también hay
dificultades «no deseables». Por ejemplo, no se consideraría una dificultad
deseable el hecho de estudiar con ruido, puesto que este tipo de
inconveniente no comporta beneficios para el aprendizaje.
Otros beneficios de la evocación
Hasta aquí he expuesto y reiterado que repasar lo estudiado por medio de la
evocación es mucho más efectivo que hacerlo releyendo la lección, en el
sentido de que incrementa la probabilidad de que seamos capaces de
evocarlo en el futuro. También he señalado los beneficios que comporta a la
hora de identificar los aspectos por mejorar de nuestro aprendizaje, para
poder reforzarlos antes de que sea tarde. Aunque descubrir lo que todavía
nos falta por aprender adecuadamente pueda resultar desmotivador, está
claro que es mucho mejor averiguarlo durante el estudio que durante el
examen.
Asimismo, ya he comentado que el esfuerzo para evocar una información
que al final no conseguimos evocar puede facilitar su reaprendizaje cuando
la revisamos, tal como sugiere el llamado «efecto de potenciación del test».
En realidad, parece ser que este efecto también mejora nuestra capacidad
para aprender nueva información relacionada con lo evocado, en caso de
que sigamos estudiando tras haber repasado mediante esta técnica. Esto
implica que autoevaluarse durante el estudio no solo refuerza aquello sobre
lo que nos autoevaluamos, sino que mejora nuestra capacidad para aprender
más sobre ello.
Pero los beneficios de la práctica de la evocación no terminan aquí.
Algunos estudios científicos reflejan que emplear esta estrategia de estudio
fortalece lo aprendido de tal manera que lo protege frente a las
interferencias que puedan producirse cuando lo que estudiamos se parece a
algo que estudiamos con anterioridad, pero que no es lo mismo. Por
ejemplo, es lo que sucedería si estudiáramos vocabulario en un idioma
nuevo después de haberlo estudiado en otro idioma. Las interferencias entre
idiomas que se producen habitualmente en estos casos se reducen cuando se
estudia por medio de la evocación.
Para terminar, emplear esta estrategia también puede proporcionar
beneficios que van más allá de los efectos en nuestra memoria. En concreto,
estudiar por medio de la evocación puede contribuir a reducir la ansiedad
ante los exámenes, pues esta estrategia disminuye la incertidumbre de si nos
lo sabremos o no; al fin y al cabo, nos permite comprobarlo y tener mejores
motivos para confiar en nuestra capacidad. Y no solo eso; el aprendizaje
consolidado por medio de la evocación resulta más inmune ante situaciones
de estrés; en otras palabras, puede mantenerse accesible a pesar de que los
nervios nos traicionen y reducir así la probabilidad de que nos quedemos en
blanco.
Los beneficios de la evocación son muchos, por lo que es lógico que los
estudiantes que espontáneamente han desarrollado esta estrategia cuenten
con ventaja respecto a los que no. En realidad, existe una forma de practicar
la evocación que la hace aun mucho más eficaz, pero eso lo veremos en el
capítulo siguiente.
Recomendaciones prácticas
La idea clave de este capítulo es que, para fortalecer el aprendizaje de la
manera más eficaz, debemos repasar lo aprendido tratando de recuperarlo
de nuestra memoria y no solo volviendo a estudiarlo.
Cuando repase, no relea; evoque:
• El repaso de lo que ha estudiado tiene que consistir siempre en una
evocación, no en volver a leerlo.
• Ajuste la forma de evocar en función del tipo de aprendizaje: si se trata
de hechos, evóquelos literalmente; si se trata de conceptos, explíquelos
con sus propias palabras; si se trata de procedimientos, llévelos a cabo
o explique cada paso con sus términos.
• Puede variar la forma de evocar: explicárselo a sí mismo o bien a otra
persona, escribirlo, hacer un resumen, crear un mapa conceptual, etc.
• En el caso de crear resúmenes, mapas conceptuales o productos
parecidos, no los haga revisando la fuente, sino a partir de lo que
recuerde. No se trata de crearse nuevos materiales para estudiar, sino
de practicar la evocación.
• Revise la fuente solo al terminar el ejercicio de evocar.
Autoevalúese:
• Mientras estudia, cree preguntas sobre lo que aprenda, que luego deberá
responder.
• Elabore flashcards
flashcards,, tarjetas que por un lado contienen una pregunta y
por otro la respuesta, o herramientas similares que le permitan
autoevaluarse y tener a mano el feedback para comprobar su
desempeño.
• Si lo que debe aprender consiste en un procedimiento (por ejemplo,
ejercicios de matemáticas, de física, de sintaxis, etc.), repase volviendo
a hacer las actividades: no se limite a revisar cómo las resolvió con
anterioridad.
Busque feedback después de evocar:
• Compruebe siempre que ha evocado correctamente, incluso cuando crea
que no ha errado.
• Reestudie aquellos aspectos que no haya conseguido evocar o que haya
confundido con otros.
• Repita la evocación hasta que consiga llevarla a cabo fluidamente.
Esfuércese de veras antes de consultar la respuesta:
• No consulte el material de estudio o las respuestas hasta que haya hecho
un esfuerzo por recuperarlo de su memoria. Busque en ella activando
otros conocimientos que estén relacionados con lo que trata de evocar.
• Aunque siempre deba buscar feedback, es especialmente importante que
lo haga después de un intento fallido de evocación o cuando no esté
seguro de haberlo hecho bien.
Enseñe a otros:
• Cuando alcance suficiente dominio, ayude a otros compañeros que
tengan dificultades. No solo los ayudará a ellos, sino que fortalecerá su
propio aprendizaje, incluso cuando no se lo parezca.
5
Olvidar para aprender
Cuando nos emplazamos a estudiar, tratamos de hacer todas aquellas cosas
que creemos que nos permitirán recordar en el futuro lo que estamos
estudiando; al fin y al cabo, no podemos afirmar que hayamos aprendido
algo si no podemos demostrarlo un tiempo después, ya sea exponiendo unos
conocimientos nuevos, luciendo una nueva habilidad o experimentando un
cambio de conducta. Pero una cosa es que seamos capaces de hacer alguna
de estas cosas justo después de estudiar y otra muy distinta que sigamos
pudiendo hacerlo al cabo de un período de tiempo más largo.
Estudiar es una batalla contra el olvido. Sin embargo, quizá le sorprenda
saber que el olvido, más que un enemigo, puede ser un aliado para el
aprendizaje, siempre y cuando se gestione de la forma adecuada. En este
capítulo le revelaré otra de las estrategias más eficaces para aprender,
basada precisamente en esta idea; no en vano, las evidencias científicas que
respaldan su efectividad son incontestables.
Olvidar es lo natural
Todas y cada una de nuestras experiencias generan recuerdos, tanto si lo
deseamos como si no. Por ese motivo, aunque no hayamos tenido ninguna
intención de hacerlo, podemos recordar lo que desayunamos esta mañana o
lo que cenamos anoche. Si no fuera por este hecho, con frecuencia nos
encontraríamos desorientados, sin saber dónde estamos, qué estamos
haciendo y por qué. Nuestra memoria es esencial para dar sentido de
continuidad a nuestra vida.
Sin embargo, es evidente que la inmensa mayoría de los recuerdos que
generamos espontáneamente resultan irrelevantes a largo plazo para nuestra
supervivencia o bienestar. Por ello, desde un punto de vista biológico, no
tiene mucho sentido que invirtamos energía y recursos en conservarlos de
por vida. El olvido es un proceso fundamental y necesario para el buen
funcionamiento de nuestra memoria.
En el contexto académico, acostumbramos a ver el olvido como el
enemigo por batir. Y es lógico, pues no solo actúa sobre las cosas que no
nos importa omitir, sino también sobre aquellas que querríamos conservar,
por lo menos por un tiempo. De hecho, en cuanto hemos aprendido algo, ya
hemos empezado a olvidarlo. No obstante, el ritmo al que olvidamos no es
igual para todo lo que aprendemos.
Pero ¿cómo decide el cerebro qué olvida pronto y qué conserva por más
tiempo, incluso de por vida? En los capítulos anteriores hemos apreciado
que la forma en que aprendemos algo determinará cuán sólido y duradero
será dicho aprendizaje. Por ejemplo, el cerebro da prioridad a las cosas
sobre las que pensamos con más ahínco y a las que tratamos de dar sentido.
También refuerza aquellas que nos esforzamos por evocar. Sin embargo, es
posible que esté pensando en otro factor que influye en la memorabilidad de
nuestros recuerdos: las emociones. A este respecto, creo que es muy
importante que haga una aclaración, pues existe un malentendido acerca de
la relación entre las emociones y el tipo de aprendizajes que nos ocupan en
este libro.
¿Emociones para aprender?
No hay lugar
a dudas:
las emociones intensas hacen que los
acontecimientos de nuestra vida que las provocan resulten más memorables.
Ya lo subrayaba así William James (1842-1910), padre de la psicología
americana, al escribir que los acontecimientos de gran intensidad emocional
parecen dejar, metafóricamente, «una cicatriz en el cerebro». De hecho, hoy
conocemos los mecanismos neurológicos que explican este fenómeno.
Por este motivo, muchas personas concluyen que las clases deberían ser
«emocionantes», con el objetivo de promover aprendizajes más duraderos.
Sin embargo, y aunque pueda parecer paradójico, esta conclusión no es
acertada.
En primer lugar, y para evitar malentendidos, es obvio que no hay nada
más positivo para el aprendizaje que un buen ambiente emocional en clase
y una predisposición positiva en relación a lo que se va a aprender. Pero no
es de esto de lo que estamos hablando. En segundo lugar, tampoco nos
referimos a lo oportuno que resulta estar motivados para aprender. Sin duda,
la motivación es básica para el aprendizaje, pero no porque este estado
emocional provoque que nuestra memoria sea más efectiva recordando lo
que aprendemos, sino porque nos lleva a dedicar más tiempo, esfuerzo y
atención al aprendizaje, lo que obviamente contribuye a que aprendamos
más.
En definitiva, lo que aquí discutimos es la creencia según la cual las
actividades educativas que provoquen emociones intensas, mejor si son
positivas, conllevarán aprendizajes más duraderos porque los eventos
emocionales son más memorables.
Para entender por qué esta conclusión no es correcta resulta crucial
apreciar que lo que cotidianamente llamamos memoria —la memoria
declarativa, para ser exactos—, en realidad puede dividirse en dos tipos de
memoria: la «memoria episódica» y la «memoria semántica».
La primera, también llamada «memoria autobiográfica», es la que
registra los recuerdos de nuestra vida diaria, esto es, información asociada a
nuestras vivencias, ya sean detalles tan rutinarios como qué, dónde y con
quién cenamos ayer, como recuerdos de vivencias más relevantes; por
ejemplo, nuestra primera cita amorosa. Este tipo de memoria incluye
siempre referencias contextuales sobre los lugares y momentos en los que
vivimos tales acontecimientos, que los convierten en hechos únicos.
También incluyen vínculos a las emociones que experimentamos en aquella
situación, entre otros.
En cambio, la memoria semántica guarda nuestros conocimientos. Se
trata de información que no suele incluir referencias contextuales sobre
cuándo o dónde la obtuvimos; de hecho, este tipo de información se genera
a partir de múltiples experiencias que nos permiten abstraer un significado.
Por ejemplo, podemos saber qué es el ADN, pero no recordar
necesariamente cuándo ni dónde lo aprendimos.
Aunque ambos tipos de memoria están íntimamente relacionados, existen
diversas evidencias de que no son exactamente lo mismo desde un punto de
vista funcional. Por ejemplo, las personas que, como consecuencia de
alguna lesión cerebral, padecen «amnesia retrógrada» (es decir, olvidan el
pasado), suelen tener más afectada la memoria episódica que la semántica.
Por otro lado, también se han descrito casos con un cuadro inverso, esto es,
personas con una memoria episódica razonablemente intacta, pero
profundas pérdidas de conocimientos conceptuales, lo que se conoce como
«demencia semántica».
El hecho es que una importante diferencia entre la memoria semántica y
la episódica es que la episódica está íntimamente ligada a un contexto
concreto (la vivencia que la generó), mientras que la semántica es más
abstracta y está libre de esas referencias. En realidad, buena parte de la
información que contiene la memoria semántica está en forma de
significados, que hemos construido a partir de múltiples experiencias. Es
decir, las ideas y los conceptos son territorio de la memoria semántica.
Por todo ello, el efecto intensificador de las emociones sobre la memoria
se limita básicamente a incrementar la memorabilidad de nuestros recuerdos
episódicos, pero no influye tanto en la memoria semántica, que es la que en
realidad nos interesa fortalecer cuando estudiamos. Así, cuando los
estudiantes hacen alguna actividad «emocionante» en clase, al día siguiente
recuerdan principalmente lo que sucedió, pero apenas nada de lo que se
suponía que debían aprender. De hecho, con frecuencia lo que genera la
emoción intensa no es precisamente el concepto que hay que aprender, sino
algún aspecto accesorio de la actividad, el cual se convierte en el foco de
atención del alumno en detrimento del objetivo de aprendizaje. Es decir, las
emociones intensas en el contexto académico suelen provocar distracciones
y dificultades para concentrarse en el que realmente debería ser su foco. De
hecho, como veremos en el último capítulo, las emociones intensas suelen
dificultar el aprendizaje y afectar al rendimiento en las tareas que requieren
recursos cognitivos, como las actividades académicas.
En definitiva, incidir en las emociones de los alumnos para promover el
aprendizaje de conocimientos semánticos debería limitarse sobre todo al
ámbito de la motivación y no a provocar emociones con el objetivo de que
recuerden mejor lo que aprenden. Es mucho más oportuno que las
actividades de aprendizaje resulten interesantes que divertidas. Trataré
sobre la motivación y las emociones en los capítulos 7 y 8.
¿Por qué olvidamos?
En definitiva, para combatir el olvido de lo que aprendemos cuando
estudiamos, no resulta conveniente acudir al supuesto efecto potenciador de
las emociones. En cambio, puede resultarnos mucho más útil entender los
mecanismos del olvido, esto es, comprender por qué olvidamos. En este
sentido, si recuperamos el modelo de los tres procesos indispensables para
que se produzca el aprendizaje (codificación, almacenamiento y evocación)
que expuse en el capítulo anterior, salta a la vista que podemos explicar el
olvido por medio de dos hipótesis.
Así, podríamos pensar que el olvido se produce porque la información
almacenada en nuestra memoria simplemente se desvanece o bien por el
hecho de que no consigamos encontrarla en ella y evocarla; esto es, el
olvido podría ser consecuencia de un «fallo» en el almacenamiento o bien
en la evocación. Por lo tanto, de nuevo resultará importante diferenciar
entre que algo esté o no en nuestra memoria, y que podamos o no
encontrarlo en ella.
Muchos investigadores creen que todas nuestras experiencias dejan trazas
en la memoria que perduran para siempre, pero que la mayoría son tan
débiles que nuestra capacidad para evocarlas de manera espontánea es
insuficiente. Esto significaría que todo lo que una vez aprendimos, aunque
creamos que lo hemos olvidado, sigue en algún lugar (o lugares) de nuestra
memoria. De hecho, Hermann Ebbinghaus (1850-1909), la primera persona
que investigó la memoria y el olvido mediante métodos científicos,
comprobó que, en muchas ocasiones, aquello que parece completamente
olvidado deja algún tipo de huella en la memoria, pues reaprenderlo cuesta
significativamente menos que si nunca antes lo hubiéramos aprendido. Es
decir, algo que nos parece completamente nuevo, porque lo hemos
olvidado, se aprende con mayor rapidez que si en realidad jamás lo
hubiéramos aprendido.
Sin embargo, lo que quizá resulta más curioso acerca de este fenómeno
es que reaprender algo cuando ya ha sido parcial o totalmente olvidado
consolida mucho más el aprendizaje que si lo hacemos poco después de
haberlo aprendido por primera vez. En otras palabras, es mucho más
efectivo repasar lo aprendido cuando lo hemos olvidado parcialmente que
hacerlo cuando todavía lo tenemos fresco.
El efecto de espaciar el estudio
Es evidente que una sola sesión de estudio suele resultar insuficiente para
conseguir aprendizajes sólidos y duraderos. La repetición para el
aprendizaje es crucial, como todos sabemos. Aunque en los dos capítulos
anteriores indiqué que repetir la codificación varias veces no es una
estrategia de aprendizaje muy efectiva, eso no significa que la repetición en
sí no resulte útil. La cuestión es qué acciones son las que repetimos y aún
más importante, como veremos aquí, cuándo nos emplazamos a repetirlas.
En cuanto a lo primero, ya vimos que pensar sobre lo que aprendemos y
evocarlo son las acciones más eficaces. Por lo que respecta a lo segundo, las
evidencias científicas reflejan con claridad que la repetición es más efectiva
cuando se espacia en el tiempo. Dicho de otra manera: es mucho más
efectivo repasar lo estudiado o practicarlo de nuevo un tiempo después de
haberlo aprendido que hacerlo durante la misma sesión de estudio. Esto es
lo que se conoce como «el efecto de espaciar el estudio (o la práctica)» y
constituye uno de los fenómenos más estudiados y con mayor fundamento
científico en el ámbito de la psicología cognitiva del aprendizaje. Además,
ocurre a cualquier edad y con cualquier tipo de aprendizaje, ya consista este
en la adquisición de conocimientos o en el desarrollo de habilidades, tanto
intelectuales como motrices.
En realidad, esperar un tiempo para repasar lo que hemos estudiado
resulta más eficaz que hacerlo justo después de estudiar, con independencia
de la estrategia de reestudio que utilicemos. Es decir, incluso releer (que ya
vimos en el capítulo anterior que es mucho menos eficaz que evocar) se
vuelve más efectivo si lo hacemos espaciando las sesiones de repaso en el
tiempo.
Por ejemplo, en uno de los incontables experimentos que se han realizado
al respecto, Katherine Rawson y sus colaboradores compararon tres
condiciones de estudio en relación a dos condiciones de evaluación. En
concreto, los investigadores contaron con tres grupos de estudiantes a los
que proporcionaron textos científicos para leer. Pero cada grupo lo hizo de
manera distinta: un grupo los leyó una sola vez, el otro los leyó dos veces
seguidas y el último los leyó dos veces, pero separadas por una semana. A
continuación, la mitad de los estudiantes de cada grupo realizó un examen
sobre lo leído justo después de leerlo, y la otra mitad hizo el mismo examen
dos días más tarde de la última sesión de estudio. Los resultados pueden
apreciarse en las gráficas siguientes:
Número de ideas recordadas tras leer un texto una vez, dos veces seguidas o dos veces
espaciadas una semana, en función de si la evaluación se realizó justo después de la
última lectura o dos días después.
Los resultados del experimento anterior reflejan dos aspectos importantes
acerca de los efectos desiguales que conlleva distribuir el repaso de distintas
maneras: en primer lugar, los estudiantes que leyeron dos veces seguidas
fueron los que obtuvieron mejores resultados en el test realizado
inmediatamente después de estudiar. En otras palabras, masificar el estudio,
que es como llamamos al hecho de no dejar apenas tiempo entre el estudio
y el repaso, resulta eficaz si el examen se produce poco tiempo después. En
cambio, cuando la prueba se realiza apenas 48 horas más tarde, el repaso
espaciado se revela como la estrategia más efectiva con diferencia.
Que la práctica masificada ofrezca resultados a muy corto plazo nos
incita de nuevo a caer en la trampa de las «ilusiones de saber», de las que
hablé en el capítulo anterior. En efecto, los estudiantes que emplean esta
estrategia para estudiar pueden tener éxito durante las primeras etapas de la
escolaridad (si gozan de buena memoria), pues el temario de los exámenes
puede cubrirse razonablemente en apenas unas horas de estudio, justo antes
del examen. Esto los convence de que esta estrategia es eficaz y de que no
hace falta ponerse a estudiar antes. El problema se da, por lo tanto, cuando
los exámenes empiezan a requerir el estudio de un temario demasiado
amplio como para cubrirlo (y repasarlo) todo el día antes del examen. En
este sentido, masificar el estudio no solo genera aprendizajes efímeros sobre
los que luego no podremos apoyarnos para aprender con más facilidad otras
cosas, sino que además resulta del todo insuficiente cuando lo que debemos
estudiar es un temario de cierta extensión. No hace falta decir que los
estudiantes a los que el estudio masificado nunca haya proporcionado
buenos resultados se verán muy beneficiados al espaciar la práctica.
Por otro lado, en los resultados del experimento anterior también
podemos apreciar algo muy interesante: cuando la prueba evaluativa no se
lleva a cabo en la inmediatez, estudiar y reestudiar de manera seguida
produce casi el mismo resultado que estudiar una sola vez. Esto nos lleva a
definir el concepto conocido como «sobreestudiar», que básicamente
consiste en seguir repasando o practicando un contenido o procedimiento
durante la misma sesión de estudio, a pesar de haber comprobado ya que
podemos evocarlo o llevarlo a cabo de la forma adecuada. En otras
palabras, la repetición inmediata de lo aprendido apenas nos aporta nada si
ya hemos conseguido dominarlo. Lo eficaz es esperar un tiempo para volver
a practicarlo, tras dejar que el olvido haya intervenido.
De alguna manera, parece como si el cerebro no diera la misma
importancia a las repeticiones que ocurren seguidas que a las que se
producen en distintos momentos. Al fin y al cabo, las primeras podrían
interpretarse como parte de un mismo acontecimiento que se da una sola
vez en nuestra vida, y no tiene sentido darle mucha importancia si solo
ocurre una vez. En cambio, necesitar un conocimiento en varias ocasiones
distintas puede indicarle al cerebro la conveniencia de estar preparado para
otra más que probable nueva ocasión en el futuro.
Evocación espaciada
Aunque repasar repitiendo la codificación (releyendo) pueda resultar más
eficaz si se deja un tiempo entre el estudio y el repaso que si se hace de
inmediato, la combinación ganadora consiste en repasar por medio de la
evocación de manera espaciada. Es decir, cuando la práctica de la evocación
se combina con la práctica espaciada, conseguimos los mejores resultados.
Si además el estudio inicial se lleva a cabo por medio de la elaboración,
mejor imposible.
Como quizá recordará del capítulo anterior, practicar la evocación de lo
que hemos aprendido lo hace más fuerte en nuestra memoria o, por lo
menos, mejora nuestra capacidad de volver a evocarlo en el futuro.
Asimismo, cuanto más esfuerzo mental conlleva esta evocación, más fuerte
es dicho efecto. En consecuencia, salta a la vista la sinergia entre evocación
y práctica espaciada, pues ¿qué mejor manera hay de conseguir que la
evocación nos cueste algo más que dejar que lo aprendido se nos haya
olvidado un poco?
Por eso, una estrategia muy efectiva cuando se trata de aprender temarios
muy extensos es ir espaciando cada vez más aquello que conseguimos
evocar con éxito al repasar. Por ejemplo, si para estudiar empleamos
flashcards (tarjetas en las que hemos dispuesto por un lado una pregunta y
por el otro su respuesta), cada vez que conseguimos responder con éxito
una de ellas, debemos clasificarla de tal manera que el siguiente repaso se
produzca tras un plazo de tiempo más amplio que el anterior. En cambio, si
no conseguimos hacerlo, debemos reestudiarla y situarla en un plazo de
repaso menor. Lo mismo si la evocación consistiera en resolver problemas o
practicar cualquier tipo de habilidad. Cuando conseguimos un nivel de
desempeño oportuno, vale la pena posponer la siguiente sesión de práctica.
¿Cuántas veces debemos repasar de esta manera un mismo objeto de
aprendizaje? Según algunos investigadores, lo ideal, si el tiempo lo permite,
es conseguir evocar con acierto cada objeto de aprendizaje unas tres veces
consecutivas, separadas por períodos de tiempo cada vez mayores, dentro
del plazo de estudio que tengamos antes de las pruebas evaluativas.
Aunque, precisamente, el tiempo intermedio entre los repasos es un aspecto
muy importante a tener en cuenta, ya que no cualquier plazo es igual de
eficaz. Hablaré de ello a continuación. Pero antes permítame recordarlo una
vez más: aunque la práctica espaciada amplifica la efectividad de cualquier
forma de repasar, no hay nada más efectivo que combinarla con el repaso
por medio de la evocación.
Los espacios entre sesiones
Puesto que las bondades de la repetición para el aprendizaje dependen de
cuándo se hace, los científicos han investigado ampliamente este aspecto de
la práctica espaciada. ¿Qué período de tiempo entre estudio y repaso es el
más efectivo? La respuesta a esa pregunta no es sencilla, pero una cosa
tenemos bastante clara: la duración más efectiva depende del tiempo que
transcurra entre la última vez que repasamos y el episodio de evaluación del
aprendizaje. Este período de tiempo entre la última sesión de repaso y la
prueba evaluativa se conoce como «tiempo de retención». Como regla
general, cuanto más lejana es la prueba, es decir, cuanto más largo es el
tiempo de retención, más amplios deben ser los espacios entre repasos.
En los resultados del experimento comentado unos párrafos atrás, hemos
visto que el estudio masificado, sin apenas espacio entre estudio y repaso,
es efectivo cuando el examen es inmediato. En cambio, pierde toda su
eficacia cuando el examen se produce apenas 48 horas después. Del mismo
modo, dejar una semana entre estudio y repaso no es eficaz a muy corto
plazo, pero proporciona mejores resultados tras 48 horas. Con todo, ¿es una
semana el espacio de tiempo ideal cuando el examen tiene lugar dos días
después del último repaso? Por suerte, no. Los intermedios ideales entre
sesiones suelen ser más cortos que el tiempo que perdurará accesible lo
aprendido.
En cualquier caso, la proporción ideal entre los plazos de repaso y el
tiempo de retención (el tiempo hasta la prueba) no es lineal, sino que
depende de cuán largo sea este último. Por ejemplo, según algunos estudios,
cuando el período de retención es de una semana, el plazo de repaso ideal es
de un día, lo que representa un 14 % sobre el primero. En cambio, si el
período de retención es de un año, el plazo ideal entre repasos es de 21 días,
es decir, un 6 %. En definitiva, cuanto más largo es el período de retención,
menor en proporción es el plazo de repaso ideal.
Plazos de repaso ideales en función del tiempo que quede entre el último repaso y la
prueba de evaluación.
La práctica entrelazada
Como hemos visto, dejar un espacio de tiempo entre el estudio y las
sesiones de repaso puede hacerse distribuyendo los repasos en jornadas
distintas, lo que permite establecer plazos de días, semanas o meses. No
obstante, la práctica espaciada también puede aplicarse durante una misma
sesión de estudio, con espacios de minutos u horas. Este sería el caso de la
llamada «práctica entrelazada», que consiste en mezclar el estudio de
diversos objetos de aprendizaje en una misma jornada, de manera que el
tiempo entre repasos lo dedicamos a estudiar otra cosa.
Como variante de la práctica espaciada que es, la práctica entrelazada es
más efectiva que estudiar «en bloque», esto es, primero estudiar y repasar
una cosa, y luego hacerlo con otra. Por ejemplo, si tenemos cuatro horas por
delante y dos asignaturas o temas distintos sobre los que aprender, es más
efectivo el plan de estudio 1 que el 2, según los muestro en la siguiente
tabla:
Dos formas distintas de organizar una sesión de estudio de cuatro horas.
Esto puede extrapolarse a otros períodos de tiempo de estudio y repaso, y
a más de dos objetivos de aprendizaje. Y, evidentemente, es mucho más
efectivo cuando el repaso se realiza mediante la evocación.
No obstante, vale la pena resaltar aquí, otra vez, que nuestra intuición
puede engañarnos con relación a cuál de los planes anteriores es más eficaz.
Y es evidente por qué. Si aplicamos el plan de estudio 2, nos parecerá que
aprendemos más porque durante los repasos, que se llevan a cabo justo
después del estudio, recordaremos mejor lo aprendido. En cambio, en el
plan 1, nos parecerá que aprendemos menos porque nos costará mucho más
recordarlo. Pero de nuevo estaremos siendo víctimas de una «ilusión de
saber». En realidad, el plan 2 nos engaña porque no nos permite apreciar los
efectos del olvido. Además, como ya he comentado unas líneas atrás,
cuando más nos cuesta evocar lo aprendido (pero finalmente lo
conseguimos u obtenemos feedback) es cuando desarrollamos aprendizajes
más fuertes.
Las ventajas de la práctica entrelazada se han hecho evidentes en
múltiples experimentos científicos, con estudiantes de todas las edades.
Todos ellos reflejan que si bien el estudio «en bloque» es más eficaz cuando
la evaluación se realiza de inmediato, la práctica entrelazada lo supera
ampliamente si la prueba tiene lugar apenas unas horas después. Por
ejemplo, en un estudio de 2010, Kelli Taylor y Doug Rohrer enseñaron a
unos estudiantes de 4.º de Primaria a calcular diversas medidas geométricas
de distintos tipos de figuras tridimensionales. Unos alumnos las aprendieron
y practicaron una por una, esto es, en bloque. Otros, en cambio, lo hicieron
entrelazando la práctica, es decir, practicando con unas y otras de manera
combinada. A continuación, se evaluó dos veces a todos los estudiantes,
justo después del aprendizaje y un día más tarde. Los resultados
comparativos entre ambos grupos en las dos condiciones de evaluación
fueron esclarecedores: si bien los que estudiaron en bloque resolvieron el
100 % de los ejercicios de la evaluación inmediata, al día siguiente solo
lograron un desempeño medio del 38 %; en cambio, los estudiantes que los
intercalaron obtuvieron un 81% en la prueba inmediata y un 78 % en la del
día después. Estos resultados aportan evidencias muy contundentes sobre la
superioridad de la práctica entrelazada, que al fin y al cabo es una variante
de la práctica espaciada. Aunque como veremos en el capítulo siguiente,
puede que sus beneficios también beban de otro factor más.
Dormir para aprender
Tanto los espacios largos entre repasos como los espacios cortos tienen
claros efectos beneficiosos en el aprendizaje. Sin embargo, los espacios
largos, de un día o más, cuentan con una ventaja que los cortos no suelen
conllevar: que entre cada episodio de estudio dormimos.
En efecto, dormir (bien) es fundamental para el aprendizaje, porque
mientras dormimos nuestro cerebro trabaja para consolidar lo que hemos
aprendido durante el día anterior
anterior.. En este proceso de consolidación organiza
los conocimientos obtenidos y refuerza sus conexiones con otros
conocimientos previos, determinando así la accesibilidad a los primeros,
esto es, nuestra capacidad de evocarlos en el futuro. Los conocimientos
consolidados, además, constituyen un nuevo sustrato al que amarrar otros
nuevos en la próxima sesión de estudio. De alguna manera, dormir permite
que el cemento de los fundamentos que estamos construyendo se solidifique
para poder construir mejor sobre ellos.
Los cambios que el cerebro experimenta después de la sesión de estudio,
y en especial mientras dormimos, comportan cambios significativos en
nuestro desempeño de un día para otro. Esto quiere decir que aunque
hayamos tenido serias dificultades al estudiar o repasar la lección, al día
siguiente estaremos capacitados para hacerlo mejor, sobre todo si hemos
hecho esfuerzos mentales que hayan enviado las señales correspondientes al
cerebro. Para aprender algo, con frecuencia debemos tener paciencia y
dejarle al cerebro un margen de tiempo para que se reconfigure.
Por otro lado, como quizá recordará del capítulo sobre la memoria de
trabajo, aquello que está bien aprendido requiere menos recursos cognitivos
cuando lo movilizamos para aprender cosas relacionadas con ello, por lo
que dormir entre sesiones de estudio también contribuye a reducir la carga
cognitiva y, en definitiva, nos permite avanzar mejor con aprendizajes
complejos que
procedimientos.
conllevan
la
integración
de
varios
conceptos
o
Para terminar, dormir es esencial para rendir adecuadamente al día
siguiente. Así que por este motivo, y por todo lo expuesto, no cabe duda de
que pasar la noche en vela antes de un examen es quizá una de las peores
cosas que podemos hacer.
hacer.
Recomendaciones prácticas
La clave de este capítulo es que para aprender de manera más efectiva, es
importante repasar lo estudiado y no concentrar estudio y repaso en una
misma sesión, sino espaciarlos en el tiempo. Tampoco resulta oportuno
repetir el repaso muchas veces seguidas, sino que es mejor distribuir las
repeticiones en distintas ocasiones.
Organice el temario que vaya a estudiar y establezca un calendario de
trabajo:
• Divida el temario en unidades que impliquen alrededor de media hora de
estudio cada una. Cree un índice de unidades para tener una visión de
conjunto y organizarse mejor.
• Prepare un plan de trabajo que le permita estudiar cada unidad y
repasarla varias veces en sesiones espaciadas.
• Tenga en cuenta que los intermedios oportunos dependerán de cuándo
esté prevista la prueba evaluativa; así, los de un día serán adecuados
para pruebas a una semana vista, etc.
• Emplee la evocación para hacer los repasos y guíese por su capacidad de
evocar cada unidad de estudio para determinar el plazo del siguiente
repaso. Si tiene éxito en la evocación, amplíe el plazo del siguiente
repaso. Si no, redúzcalo y vuelva a empezar hasta conseguir tres
repasos satisfactorios consecutivos para cada unidad.
Entrelace sus sesiones de estudio:
• Antes de empezar una jornada de estudio, organice la sesión previendo
los tiempos que dedicará al estudio propiamente y al repaso.
• Para cada unidad de aprendizaje, separe el episodio dedicado al repaso
del episodio de estudio inicial, con períodos dedicados a estudiar otra
cosa, ya sea otra unidad de la misma asignatura o unidades de una
asignatura distinta.
• También puede abordar unidades nuevas al principio de cada jornada de
estudio; a continuación, repasar unidades de sesiones anteriores, y, por
último, repasar lo que ha estudiado al principio de la sesión. Esto es
ideal cuando sus sesiones de estudio no son muy largas y apenas puede
abarcar más de una unidad en cada una.
No «sobreestudie»:
• Cuando practique o repase lo estudiado, posponga la siguiente práctica
tan pronto como compruebe que se ha desempeñado adecuadamente.
Puede hacerlo en la misma sesión mediante la práctica entrelazada o
dejarlo para la próxima jornada de estudio.
• Si practica algún procedimiento (ejercicios de matemáticas, de física,
etc.), no repita el mismo tipo de ejercicio una y otra vez: espacie la
práctica entre cada repetición.
Duerma las horas necesarias:
• Aunque lo que tenga que estudiar pueda abordarse en una sola jornada,
planifique su estudio con antelación suficiente como para distribuirlo
en sesiones separadas por al menos un día, de manera que pueda
dormir entre ellas.
• Duerma un mínimo de entre siete y nueve horas cada día, y, sobre todo,
la noche antes de las pruebas de evaluación.
¡No lo deje todo para el último día!:
• Usted decide, pero téngalo presente: la procrastinación es uno de los
mayores enemigos del aprendizaje.
6
Diversificar para aprender
Cuando aprendemos algo, igual que cuando hacemos cualquier otra cosa,
nos situamos en un contexto físico determinado, esto es, en un lugar y
tiempo concretos. Además, cuando aprendemos algo, lo situamos
mentalmente en un contexto señalado, como cuando aprendemos sobre los
virus y los vinculamos, por ejemplo, al ámbito de la salud o la
biotecnología.
Lejos de ser una simple circunstancia, resulta que tanto el contexto en el
que nos situamos físicamente cuando aprendemos como los contextos en
que enmarcamos lo aprendido influyen en nuestra capacidad para recuperar
en el futuro los conocimientos adquiridos. Por ello, en este capítulo
hablaremos sobre la transferencia del aprendizaje, que no es ni más ni
menos que la habilidad para emplear un conocimiento en un contexto
distinto a aquel en que se adquirió.
La transferencia del aprendizaje
En el ámbito académico, todo aprendizaje aspira a la transferencia. En
efecto, el objetivo último de cualquier institución educativa es que sus
estudiantes adquieran y se lleven consigo unos conocimientos y habilidades
concretos, con el deseo implícito de que puedan emplearlos en el futuro
para resolver problemas en las diversas situaciones que les pueda plantear
su vida personal, académica y laboral. Si los estudiantes no pudieran aplicar
lo que han aprendido en nuevos contextos, ya sea fuera del aula o en otro
ámbito académico, entonces ¿de qué serviría que aprendiesen nada?
Sin embargo, la ciencia sobre cómo aprendemos no nos permite ser
excesivamente optimistas con relación a este propósito. En efecto, la
transferencia del aprendizaje no se produce fácilmente. Así lo ha constatado
más de un siglo de investigación científica.
A principios del siglo
XX,
Edward Thorndike inauguró este campo de
estudio al revelar que la transferencia del aprendizaje, incluso entre
actividades relativamente parecidas, es en realidad infrecuente. En su
opinión, la capacidad de transferencia depende de la existencia de
«elementos idénticos» entre la actividad de aprendizaje y la actividad de
aplicación o evaluación de dicho aprendizaje. En otras palabras, la
capacidad de transferir un conocimiento dependería de cuán parecidos
fueran los contextos de aprendizaje y de aplicación. Cuanto menos se
parecieran, más difícil le resultaría al estudiante apreciar la posibilidad de
aplicar su conocimiento en el nuevo contexto.
Cientos de trabajos de investigación han corroborado las conclusiones de
Thorndike desde entonces. Por ejemplo, en 1985, Terezinha NunesCarraher publicó un trabajo que se convirtió en un clásico de la psicología
educativa. En él se describe cómo unos niños brasileños que se ganaban la
vida vendiendo artículos en la calle tenían una gran habilidad para resolver
operaciones matemáticas relacionadas con las transacciones monetarias que
realizaban a diario; sin embargo, les resultaba mucho más difícil solventar
los mismos problemas matemáticos cuando se presentaban en forma
abstracta o mediante problemas en contextos imaginarios, como los
ejercicios de un libro de Matemáticas. Así, un niño podía calcular con
facilidad cuántos cruceiros (la moneda de Brasil por aquel entonces) debía
cobrarle a un comprador que quería 6 kg de sandía, a 50 cruceiros/kg, pero
en cambio tenía dificultades para resolver la operación escrita como «6 ×
50». Del mismo modo, apenas era capaz de hallar la solución a un problema
en otro contexto que requería esa misma operación, por ejemplo: «Un
pescador ha pescado 50 peces. Otro pescador ha pescado seis veces más.
¿Cuántos peces ha pescado el segundo pescador?».
En definitiva, estos estudios, entre muchos otros, constatan que nuestro
cerebro tiene una marcada tendencia a aprender de lo concreto y asociar los
aprendizajes a los contextos específicos en que se obtuvieron. Nuestro
cerebro evolucionó para aprender de las anécdotas.
Thorndike ya lo expresaba así en 1901:
La mente es [...] una máquina para generar reacciones particulares ante situaciones
particulares. Funciona minuciosamente, adaptándose a la información concreta que ha
experimentado [...]. Mejoras en cualquiera de sus funciones raramente conllevan
mejoras equivalentes en sus otras funciones, no importa cuán parecidas sean, pues el
desempeño de cualquier función está condicionado por la naturaleza de la información
de cada caso en particular.
El inconveniente de esta forma de operar de la memoria salta a la vista,
puesto que hace que nos resulte difícil apreciar que unos conocimientos que
adquirimos en un contexto concreto también resultan relevantes en otro
contexto distinto. Incluso cuando dos situaciones son análogas y pueden
resolverse a partir de los mismos conocimientos, percatarnos de ello
sobreviene improbable si su apariencia superficial es muy diferente. Por
ejemplo, si aprendo a utilizar los sistemas de ecuaciones para resolver
problemas relacionados con transacciones comerciales, puede que no
aprecie que puedo usar el mismo tipo de procedimiento en un problema que
consiste en determinar la dosis adecuada de un medicamento, a no ser que
me digan explícitamente que ese es el método para resolverlo.
Evocar es transferir
Para comprender la importancia que tiene para un estudiante tener en cuenta
las singularidades de la transferencia del aprendizaje, debo hacer hincapié
en una de sus implicaciones más relevantes: las diferencias entre el contexto
de aprendizaje y el contexto de aplicación de dicho aprendizaje influyen
directamente en nuestra capacidad para evocar lo aprendido. Es decir, el
acto de evocar lo que aprendimos mientras estudiábamos es un acto de
transferencia del aprendizaje. Por lo tanto, nuestra capacidad para evocar
nuestros conocimientos estará condicionada por las divergencias que
existan entre los contextos en que se produzca el aprendizaje y los
contextos en que necesitemos recuperar lo aprendido.
En los capítulos anteriores vimos que nuestra capacidad para evocar un
conocimiento en un momento determinado depende de si se nos
proporcionan pistas o no para conseguirlo. Así, habitualmente es más fácil
hallar un conocimiento en nuestra memoria si contamos con más de una
pista. Sin embargo, esto no es siempre así. Todo depende de la calidad de
las pistas. Y lo que determina dicha calidad depende de lo que hayamos
hecho durante el aprendizaje; esto es, de la forma en que hayamos pensado
en lo que estábamos aprendiendo y, en definitiva, de los conocimientos
previos a los que lo hayamos conectado.
Como seguramente recordará, aprendemos cuando conectamos una
nueva información con nuestros conocimientos previos. Pero en cada
ocasión lo hacemos con un número limitado de ellos: aquellos que
activamos durante el episodio de aprendizaje porque apreciamos que están
relacionados con lo que aprendemos. Precisamente, los conjuntos de
conocimientos que están vinculados por relaciones de significado se
denominan «esquemas», por lo que podríamos decir que la nueva
información queda ligada a unos esquemas determinados.
Estos esquemas a los que conectamos lo que hemos aprendido
determinan nuestra capacidad de evocarlo después, porque constituyen las
pistas que nos permiten encontrarlo en nuestra memoria a largo plazo. En
efecto, el cerebro busca un conocimiento o recuerdo entre la inmensidad de
información que almacenamos en la memoria por medio de referencias
semánticas: la información a la que estamos prestando atención en un
instante activa los conocimientos que en nuestra memoria se relacionan con
ella y nos permite llegar a otros conocimientos vinculados. Por lo tanto, si
percibimos una información como la palabra «mamífero», podemos evocar
rápidamente conceptos que forman parte del mismo esquema, como
«perro», «león» o «vaca», entre muchos otros.
La cuestión es que aquellos esquemas a los que conectamos lo que
aprendemos determinarán qué pistas de nuestro entorno nos facilitarán
llegar hasta lo aprendido cuando lo necesitemos en el futuro.
Contexto de aprendizaje y contexto de evaluación
La moraleja que resume todo lo anterior es que las diferencias entre el
contexto en que estudiamos un concepto o procedimiento y el contexto en
que se nos pide que lo apliquemos dificultan la transferencia. Y esto sucede
incluso cuando las diferencias solo son superficiales; es decir, a pesar de
que compartan los mismos principios subyacentes.
Por ejemplo, en un experimento clásico en el ámbito de la investigación
en la transferencia del aprendizaje, Mary Gick y Keith Holyoak pidieron a
un grupo de estudiantes que leyeran y recordaran todo lo que pudieran de la
siguiente historia:
Un pequeño país estaba gobernado por un dictador desde una fortaleza que se
situaba en el centro del territorio, rodeada por granjas y aldeas. Muchas carreteras
llegaban hasta la fortaleza a través de campos infranqueables. Un general rebelde juró
capturar la fortaleza. El general sabía que un ataque con el grueso de su ejército le
permitiría hacerlo, así que reunió a todas sus tropas al principio de una de las
carreteras, preparado para lanzar un ataque directo a gran escala. Sin embargo, antes
de empezar a marchar, el general se percató de que el dictador había ordenado poner
minas en todas las carreteras. Las minas estaban dispuestas de tal manera que
pequeños grupos de personas podrían pasar por encima de ellas con seguridad,
puesto que el dictador necesitaba desplazar a sus propios soldados y trabajadores
desde la fortaleza y hacia ella, pero las minas detonarían en el caso de que un gran
grupo de personas pasara por encima y esto no solo destruiría las carreteras, sino
también las aldeas colindantes. Parecía imposible hacerse con la fortaleza. Sin
embargo, el general trazó un plan muy sencillo: dividió su ejército en pequeños grupos
y los distribuyó por las distintas carreteras. Cuando todos estaban listos, dio la orden y
cada grupo marchó por su ruta de forma coordinada, de tal modo que todos
alcanzaron la fortaleza a la vez. De esta manera, el general rindió la fortaleza y
derrocó al dictador.
Después de estudiar este texto, los investigadores pidieron a los
estudiantes que hicieran otra tarea más, que consistía básicamente en
resolver varios problemas. Entre ellos, se encontraba este:
Usted es un médico que debe tratar a un paciente que tiene un tumor maligno en el
estómago. El tumor es inoperable, pero existe un tratamiento mediante la emisión de
un rayo que, si se aplica con suficiente intensidad, puede destruir el tumor. El problema
es que también destruirá todo el tejido sano que atraviese. ¿Qué solución podríamos
dar para tratar el tumor del paciente?
Solo unos pocos estudiantes fueron capaces de resolver este problema, y
eso a pesar de que la solución es análoga a la de la historia del general y la
fortaleza que habían leído apenas unos minutos antes: en ambos casos se
trata de dividir las fuerzas y atacar el problema desde diversos frentes,
concentrando toda la fuerza sobre el objetivo. En el caso del tumor, si se
emiten rayos de baja intensidad desde diversas posiciones y se hacen
converger sobre el tumor, se consigue reducirlo sin afectar —demasiado—
a los tejidos que los rayos deben atravesar hasta llegar a él. De hecho, así
suele aplicarse la radioterapia en determinados casos.
El estudio anterior refleja a la perfección que para evocar lo aprendido en
el futuro, es necesario que algún estímulo active los esquemas a los que se
asoció la nueva información. Si la asociación se realizó atendiendo a las
características superficiales del ejemplo empleado (tácticas militares, por
ejemplo), es difícil que se activen estos conocimientos en una situación que
evoque conocimientos asociados a otros esquemas (tratamientos médicos).
Otro experimento interesante en este mismo sentido es el que realizaron
Richard Barclay y sus colaboradores en 1974. En este caso, pidieron a un
grupo de estudiantes que trataran de recordar 20 palabras que se les
proporcionaron en el contexto de una frase, de manera que esto los incitara
a pensar en una particularidad concreta del concepto al que hacía referencia
cada palabra. Por ejemplo, para presentar la palabra «piano», un estudiante
podía oír la frase «el músico afinó el piano» o bien «aquel hombre levantó
el piano». A continuación, todos los participantes se sometieron a un test en
el que debían tratar de recordar tantas palabras como pudieran, con la ayuda
de pistas. Así, para el caso del ejemplo anterior, la pista podía ser «algo que
produce un sonido agradable» o bien «un objeto pesado». Lo interesante es
que, cuando la pista se alineaba con la propiedad del objeto que se había
destacado en la frase durante el aprendizaje, la probabilidad de recordar la
palabra resultaba tres veces mayor que cuando la pista no era la apropiada.
Por lo tanto, para facilitar la evocación, la forma en que pensamos en el
objeto de aprendizaje durante la codificación debe coincidir con la forma en
que pensamos en él durante la evocación. Lo que determina en qué términos
pensamos en ello mientras lo aprendemos son los conocimientos previos
que activamos, inducidos por las pistas del contexto de aprendizaje. En
cambio, lo que determina cómo pensamos en ello cuando lo buscamos en
nuestra memoria son las pistas que nos ofrece la nueva situación. En
definitiva, los contextos de aprendizaje influyen profundamente en nuestro
desempeño para emplear lo aprendido en nuevos contextos.
La influencia del contexto físico
Una de las cosas más curiosas sobre el hecho de que el contexto en que
enmarcamos el aprendizaje influye en nuestra capacidad posterior de
evocarlo es que el espacio físico en el que nos encontramos cuando
aprendemos también actúa como condicionante contextual. En otras
palabras, los conocimientos a los que vinculamos lo aprendido también
dependen del entorno que nos rodea mientras aprendemos. Así, en cualquier
episodio de aprendizaje, asociamos lo que estamos aprendiendo a
conocimientos relativos al dónde, cuándo, cómo o con quién estamos
aprendiéndolo. Y estas referencias contextuales también juegan cierto papel
a la hora de ayudarnos a recordarlo en el futuro.
Por ejemplo, Alan Baddeley y colaboradores realizaron un experimento
con buceadores a los que les pidieron que aprendieran listas de palabras en
dos contextos físicos bien distintos: bajo el agua o fuera de ella. Unos
minutos más tarde, les pidieron que escribieran tantas palabras como
recordaran (contaban con pizarras especiales para ello), desde el mismo
contexto en que las habían estudiado o bien desde el contexto alternativo.
Así, algunos buceadores estudiaron las palabras bajo el agua y las evocaron
también bajo el agua; otros hicieron ambas cosas fuera del agua; y otros
realizaron el estudio en una de las condiciones y el test de memoria en la
otra. Como ya debe de estar usted imaginándose, los participantes
consiguieron recordar de media más palabras cuando se encontraban en el
mismo contexto en el momento de la codificación y de la evocación, con
independencia de qué contexto fuera este.
Así, parece ser que el entorno donde nos situamos mientras estudiamos
nos proporciona pistas que luego pueden contribuir a facilitarnos la
evocación de lo aprendido si también las encontramos entonces.
En un ámbito más cercano al que nos ocupa, son destacables los diversos
experimentos que se han llevado a cabo comparando el desempeño en un
examen de un grupo de estudiantes en función de si lo realizaban en la
misma aula en que habían aprendido o en una distinta. En la mayoría de
estos experimentos, los estudiantes que hacen el examen en la misma sala
en que estudiaron la lección que se les evalúa obtienen mejores resultados
que los que se examinan en otra distinta. Por lo tanto, estos resultados
respaldan la idea que la transferencia resulta más fácil cuanto más similares
son los contextos de aprendizaje y evaluación, incluso cuando este contexto
lo determina el entorno físico en que estamos.
Los experimentos que analizan la influencia del entorno físico en la
capacidad de transferencia son realmente llamativos, pero lo cierto es que
los efectos de esta variable son muy pequeños, sobre todo en comparación
con los que producen los contextos mentales en que situamos lo que
aprendemos. Aun así, tienen la suficiente relevancia como para permitirnos
apreciar lo que podemos hacer para mejorar nuestra capacidad de
transferencia en cualquier contexto de aplicación o evaluación. Veámoslo a
partir de otro experimento: en este caso, un grupo de alumnos hizo varias
sesiones de estudio sobre un tema concreto, en cada ocasión en un aula
distinta, mientras que otro llevó a cabo todas las sesiones en la misma aula.
A continuación, ambos grupos se sometieron a un examen sobre lo
estudiado en una sala que resultaba nueva para todos. Como resultado, los
estudiantes que habían diversificado el contexto físico de estudio
obtuvieron unas calificaciones ligeramente superiores.
Aunque el efecto de estudiar en múltiples lugares solo produzca una
pequeña ventaja, lo que esto refleja es algo importante: que combinar
diversos contextos de aprendizaje contribuye a desarrollar conocimientos
más flexibles, en este caso, porque ayuda a no asociar lo que aprendemos a
conocimientos irrelevantes de la situación de aprendizaje, como podría ser
el lugar en el que estudiamos. En otras palabras, combinar contextos
permite abstraer los principios significativos de lo que se aprende. Pero esto
es verdaderamente relevante cuando los contextos que diversificamos son
aquellos a los que asociamos lo que aprendemos en nuestra mente.
Los efectos de la práctica entrelazada en la capacidad de
transferencia
En el capítulo anterior hablé sobre los beneficios de la práctica entrelazada,
esto es, la estrategia que consiste en ir alternando diversos temas de estudio
a lo largo de una misma sesión o de varias, en vez de estudiar y repasar
cada tema en bloque. En aquella ocasión, las ventajas que subrayé se
relacionaban con el hecho de que el repaso es mucho más efectivo si
dejamos transcurrir un tiempo después del estudio inicial, en vez de juntar
estudio y repaso, o como alternativa a «sobreestudiar» (seguir practicando
durante la misma sesión a pesar de que ya lo hagamos bien).
Sin embargo, la práctica entrelazada también ofrece beneficios con
relación a la capacidad de transferencia. Y esto está relacionado con la idea
de que variar el contexto de estudio hace más flexibles nuestros
aprendizajes, esto es, los hace menos dependientes del contexto. Por
ejemplo, Doug Rohrer y Kelli Taylor enseñaron a dos grupos de estudiantes
a calcular el volumen de cuatro figuras sólidas. Para cada figura, los
estudiantes veían un tutorial y luego realizaban varios ejercicios prácticos.
Sin embargo, cada grupo distribuyó la actividad de forma distinta: mientras
que unos estudiantes trabajaron cada figura de una en una, primero viendo
el correspondiente tutorial y luego haciendo los ejercicios, los otros vieron
los cuatro tutoriales seguidos y luego realizaron todos los ejercicios
mezclados aleatoriamente.
Distribución de las actividades de aprendizaje en el experimento de Rohrer y Taylor (2007).
El desempeño de los estudiantes en los ejercicios de estudio fue
claramente desigual. Mientras que los que abordaron cada figura
geométrica en bloque hicieron correctamente el 89 % de los ejercicios, los
que entrelazaron la práctica mezclando los ejercicios solo resolvieron bien
el 60 %. No obstante, una semana después, los estudiantes hicieron un
examen que consistía en resolver varios ejercicios del mismo tipo y en esta
ocasión los resultados se invirtieron: los que habían estudiado en bloque
solo consiguieron resolver el 20 % de los ejercicios de media, mientras que
los que los entrelazaron resolvieron el 63 %.
Las conclusiones de este experimento —y de muchos otros similares—
nos alertan de que concentrar la práctica produce buenos resultados en la
inmediatez (durante el aprendizaje y justo después), pero arroja resultados
decepcionantes a largo plazo (tan solo 24 horas después, según algunos
estudios). Por lo tanto, nos encontraríamos de nuevo ante una situación en
que una forma de estudiar parece más efectiva que otra, pero en realidad no
lo es.
En realidad, esto nos muestra otro caso en que aprender algo puede
hacerse de manera más fácil, pero también más volátil, frente a la opción de
estudiar de una forma en que el aprendizaje resulta más dificultoso pero
acaba siendo más duradero. Por lo tanto, diversificar la práctica, junto con
espaciarla y basarla en la evocación, también podría enmarcarse en lo que
denominamos «dificultades deseables».
En el caso de la práctica entrelazada, su efecto beneficioso podría estar
relacionado con el grado de flexibilidad que proporciona al aprendizaje el
hecho de no permitir al estudiante basarse en contextos irrelevantes para
evocar lo aprendido. En efecto, cuando el estudiante practica reiteradamente
unos ejercicios que se hacen de una misma manera, no tiene que plantearse
qué estrategia o conocimientos usar. Lo mismo sucede si sabe de qué parte
del temario o del libro de texto han salido. En cambio, si los ejercicios se
mezclan y no se ofrecen las pistas o las referencias contextuales que revelan
de entrada el tipo de procedimiento requerido o el tema al que pertenecen,
el estudiante debe razonar sobre qué estrategias o conocimientos serán los
oportunos a partir del propio enunciado del ejercicio.
Podemos apreciar la relevancia de este hecho, por ejemplo, en el estudio
de Mary Gick y Keith Holyoak del que hablé antes, en el que los
estudiantes debían resolver un problema sobre un tumor después de haber
leído la historia de un general que ansiaba conquistar una fortaleza. Si bien
el 90 % de los estudiantes consiguió resolverlo cuando les revelaron que
ambos problemas estaban relacionados, apenas unos pocos se dieron cuenta
de ello antes de recibir dicha pista. No cabe decir que en una prueba de
evaluación es muy improbable que nos indiquen qué procedimiento
debemos seguir para resolver un problema, por lo que librarse de la
necesidad de contar con dichas pistas resulta crucial. Y ahí es donde la
práctica entrelazada resulta tan útil.
Diversificar los contextos
contextos de aprendizaje
Con todo, la conclusión más importante que podemos extraer de lo dicho
hasta ahora es que la mejor manera de obtener conocimientos flexibles, que
puedan transferirse a múltiples contextos, distintos al contexto de
aprendizaje, consiste justo en diversificar los contextos en los que
aprendemos. Y no me refiero tanto a variar el contexto físico en el que
estudiamos, sino más bien a tratar los conceptos y procedimientos que
estamos aprendiendo desde diversas perspectivas, es decir, a partir de
múltiples ejemplos o contextos de aplicación.
Los ejemplos son una herramienta fantástica para facilitar la comprensión
de nuevos conceptos y procedimientos. Sin embargo, como hemos visto en
este capítulo, con frecuencia tendemos a asociar lo que aprendemos a los
ejemplos concretos que se nos ofrecen, por lo que podemos fallar a la hora
de identificar los mismos conceptos o procedimientos en otras situaciones
análogas. Para conseguir transferir lo que aprendemos, debemos ser capaces
de abstraer los principios que subyacen a los ejemplos utilizados.
En este sentido, si en cada episodio de aprendizaje lo que aprendemos se
vincula a algunos de nuestros conocimientos previos y estos determinan el
contexto en que se activará el aprendizaje en futuras ocasiones, lo más
beneficioso será vincular lo que aprendemos a tantos contextos como
podamos. En efecto, los nuevos conocimientos se hacen más transferibles si
los vinculamos a más contextos durante el aprendizaje. Por ello, trabajar los
mismos conceptos o procedimientos por medio de ejemplos distintos,
cuantos más, mejor, nos ayuda a mejorar nuestra capacidad de transferencia.
Para ser coherente con lo que digo, permítame al menos poner un
ejemplo: para aprender acerca del concepto de «aprendizaje por
condicionamiento», podríamos empezar, cómo no, leyendo acerca de los
experimentos de Ivan Pavlov. En sus famosos estudios, Pavlov mostró que
si hacemos sonar una campanilla justo antes de dar de comer a un perro y
repetimos este proceder varias veces, el perro acaba identificando la
campanilla con la comida y empieza a salivar tan pronto como la oye,
aunque aún no haya visto ningún alimento. Pero quedarme solo con este
ejemplo sería insuficiente para entender correctamente el condicionamiento.
Así que podría optar por leer el caso práctico de los dispositivos que se
emplean para ayudar a los niños que ya no están en edad de orinarse en la
cama mientras duermen y sin embargo aún lo hacen. Estos dispositivos se
colocan en el pañal o la ropa interior y hacen ruido cuando se humedecen,
despertando al niño cuando ha empezado a miccionar. Al cabo de un
tiempo, el niño asocia inconscientemente el hecho de tener la vejiga llena
con el ruido que lo despertará y así se despierta a tiempo para ir al baño. De
hecho, este ejemplo nos ayuda a entender mejor que el condicionamiento es
un aprendizaje que ocurre al margen de la consciencia. Para terminar,
podríamos leer acerca del condicionamiento emocional, en el cual un
estímulo se asocia a una reacción emocional (como el miedo) porque este
formó parte de una experiencia que generó dichas emociones. Sería el caso
del terror que las personas experimentan al volante después de haber tenido
un accidente de tráfico.
En definitiva, emplear diversos ejemplos para aprender un concepto o un
procedimiento contribuye significativamente a nuestra capacidad de
transferirlo porque incrementa la cantidad de contextos que lo activarán en
nuestra memoria. Por suerte, a partir de un número determinado de
ejemplos, empezamos a ser capaces de transferir lo aprendido a contextos
novedosos, es decir, que no vimos durante el estudio. Esta es la
consecuencia de alcanzar una buena comprensión, un buen nivel de
abstracción de lo que hemos aprendido.
Recomendaciones prácticas
Los consejos que se derivan de este capítulo apuntan a diversificar los
contextos de aprendizaje para conseguir conocimientos más flexibles, que
nos resulten más fáciles de transferir a nuevos contextos.
Estudie a partir de ejemplos variados:
• Busque múltiples ejemplos o explicaciones acerca del concepto o
procedimiento que esté estudiando, ya sea en otros libros o webs.
• Si se trata de un procedimiento, practique con múltiples problemas o
ejercicios planteados a partir de contextos diferentes.
Entrelace los temas y procedimientos objeto de estudio:
• Cuando haya estudiado varios temas, repase mezclando preguntas sin
facilitarse pistas sobre el tema al cual corresponden.
• Cuando haya estudiado diversos procedimientos, repase mezclando
ejercicios sin darse pistas sobre qué proceso de resolución es el más
adecuado aplicar en cada uno.
No rehúya otros entornos para aprender:
• No es necesario que expresamente busque lugares distintos para
estudiar, pues el efecto del entorno físico en la transferencia es muy
pequeño. Más bien no debe preocuparse si por algún motivo no puede
estudiar en su lugar preferido: mientras no sea un entorno lleno de
distractores, estudiar en un entorno distinto al habitual no tiene por qué
suponer ningún perjuicio.
7
Motivarse para aprender
Cuando la ciencia se interesó por averiguar qué factores nos ayudan a
aprender de manera más eficaz, sobre todo se centró en revelar los
mecanismos que rigen la memoria e identificar las acciones y circunstancias
que, en línea con ellos, promueven aprendizajes más sólidos y duraderos.
Sin embargo, pronto se hizo evidente que para aprender de manera eficaz
no solo basta con saber cómo hacerlo, también hay que querer hacerlo. De
esta manera se inauguró una línea de investigación que se interesó por
descubrir qué nos induce a llevar a cabo las acciones que nos permiten
aprender, o, en otras palabras, qué nos motiva a perseguir determinadas
metas de aprendizaje y persistir en ellas hasta alcanzarlas.
La motivación es clave para el aprendizaje. Por eso, el estudiante exitoso
no solo conoce las mejores estrategias para aprender, sino que también
consigue automotivarse para ponerlas en práctica.
La motivación y las metas
Sin duda, todos sabemos lo que es la motivación, y, sin embargo, es un
concepto que puede resultarnos difícil de definir. En términos sencillos,
podríamos caracterizarla como un impulso que nos lleva a emprender y
mantener una conducta determinada con la intención de alcanzar un
objetivo concreto. Es decir, estamos motivados para hacer algo con el
propósito de conseguir algo. Aunque a veces el fin y el medio coincidan,
salta a la vista que una cosa son las acciones que emprendemos y
sostenemos cuando estamos motivados, y otra cosa es aquello que nos
motiva a llevarlas a cabo. Esto último es muy importante: la motivación
solamente existe —o no— en relación a una meta.
En efecto, cuando una persona está motivada para llevar a cabo unas
acciones determinadas significa que hay un motivo que la empuja a hacerlo.
Por definición, la motivación requiere un motivo. En el contexto que nos
ocupa, existen dos tipos de motivos que nos inducen a estudiar y realizar las
tareas de aprendizaje. Así, las metas que un estudiante puede perseguir con
relación a una materia pueden ser metas de aprendizaje, que surgen de su
interés genuino por alcanzar el dominio de la materia así como desarrollar
nuevas habilidades, ya sea por placer o porque aprecia su utilidad para
alcanzar otras metas, o bien pueden ser metas de rendimiento, que se dan
cuando el estudiante centra sus esfuerzos en superar los retos académicos
con la intención de cosechar un buen expediente que le abra puertas en el
futuro, demostrar su valía o proteger su reputación e imagen frente a los
demás, entre otros motivos. Las metas de rendimiento serían, por lo tanto,
las que anteponen las calificaciones académicas a cualquier otra cosa.
Entre las metas de rendimiento, a su vez, podemos diferenciar dos
variantes: las que cuentan con un componente de aproximación al éxito,
propias de los estudiantes que aspiran a mantener sus calificaciones siempre
tan altas como sea posible, y las que priorizan la evitación del fracaso,
inherentes a los estudiantes que prefieren hacer solo lo justo y necesario, o
que creen que no podrían llegar a más, y que solo aspiran a no suspender.
Como veremos en este capítulo, el tipo de metas que los estudiantes
persiguen tiene consecuencias en el tipo de conductas que se verán
incentivadas por su motivación.
En cualquier caso, cabe decir que unas metas y otras no son excluyentes:
en general, todos los estudiantes pueden aspirar a los distintos tipos de
metas, en diferentes proporciones y según la materia de que se trate. Por
supuesto, en la educación obligatoria también hay estudiantes que no
persiguen ninguna de estas metas, porque no atribuyen ningún valor a lo
que la escuela puede ofrecerles. Precisamente, el valor que subjetivamente
atribuimos a las metas es uno de los factores que modula nuestra
motivación para perseguirlas.
El valor de las metas
Si la motivación se define por la existencia de un motivo, es evidente que su
magnitud dependerá de la importancia que demos a dicho motivo. En
efecto, el valor subjetivo que otorgamos a las metas, ya sean de aprendizaje
o de rendimiento, influirá en nuestro empeño por perseguirlas, esto es,
determinará el esfuerzo que estaremos dispuestos a realizar para
alcanzarlas. De hecho, antes de nada, ya condicionará si decidimos ir tras
ellas u optamos por
po r dejarlas correr.
Sea como sea, el valor que damos a una meta de aprendizaje en el
contexto académico puede surgir por tres razones distintas, que nos
permiten a su vez definir tres tipos de motivación diferentes. Así, cuando
nos emplazamos a estudiar acerca de algo por el mero placer de hacerlo,
porque es un tema que nos interesa o porque simplemente nos gusta
estudiar, nos empuja una motivación intrínseca: el objetivo que
perseguimos y lo que hay que hacer para alcanzarlo coinciden. Así, nos
implicamos en las actividades de aprendizaje simplemente porque
disfrutamos de ellas.
Cabe decir que el valor intrínseco no solo depende de nuestras
preferencias personales. Seguro que puede recordar algún docente que le
hizo disfrutar de la materia que impartía, a pesar de que a priori a usted no
le inspirara interés alguno. Esto es así porque nuestro interés por cualquier
materia puede provocarse contextualmente, aunque no siempre resulte fácil.
Eso sí, para que esto ocurra, el estudiante debe darle al menos una
oportunidad y tener un poco de paciencia. Sería lo mismo que sucede con
muchas series de televisión, que pueden requerir varios capítulos para
engancharnos.
Ahora bien, el origen del valor que atribuimos a una meta en beneficio de
nuestra motivación también puede ser extrínseco. La motivación extrínseca
se produce cuando lo que hacemos no es lo que nos motiva en sí, sino que
lo reconocemos como el medio necesario para alcanzar un objetivo al que sí
otorgamos valor. Por lo tanto, nos empuja la motivación extrínseca cuando,
por ejemplo, estudiamos porque deseamos aprender algo que nos resultará
necesario para resolver una necesidad o bien porque nos interesa obtener
buenas calificaciones para poder acceder a una carrera determinada.
Por último, también podemos sentirnos motivados por el denominado
«valor de consecución», que es el que otorgamos al mero hecho de superar
los retos que se nos plantean. Cuanto más compleja sea la tarea a ojos de
quienes nos rodean, mayor valor de consecución se percibirá. Una tarea que
resulte ridículamente sencilla no aportará ningún tipo de incentivo en este
sentido.
Con todo, aunque el valor subjetivo que damos a las metas sea
importante para motivarnos, no es el único factor a tener en cuenta. Esto es:
en el contexto escolar y académico, la motivación no depende solo de la
relevancia que otorgamos a aquello que se nos plantea aprender o a las
consecuencias de hacerlo o no. En realidad, hay otro factor que es aún más
trascendental y que no solo determina que nos emplacemos a afrontar una
tarea con motivación, sino que tiene un papel crucial a la hora de
incentivarnos a persistir en ella hasta alcanzar nuestro objetivo. En efecto,
la motivación para aprender algo también depende de si creemos o no que
seamos capaces de aprenderlo.
La autoeficacia
Piense en cuántos retos de aprendizaje ha abandonado porque le parecían
demasiado difíciles. En mi caso, por ejemplo, desistí de resolver el cubo de
Rubik varias veces, a pesar de que tenía bastante interés (intrínseco) en
conseguirlo y le daba un alto valor de consecución. En efecto, si la
probabilidad de aprender algo nos parece muy escasa, aunque en principio
lo valoremos, acabaremos por desmotivarnos y abandonar (o ni siquiera
intentarlo). Por lo tanto, el interés que tengamos por alcanzar una meta de
aprendizaje no es lo único que determina si estaremos motivados por
perseguirla. Aún resulta más importante la confianza que tengamos en si
podemos o no alcanzarla; de hecho, cuando esta confianza es muy baja,
nuestro interés también declina.
La motivación se nutre de la interacción entre el valor que otorgamos a
las metas de aprendizaje y nuestras expectativas de lograrlas. En otras
palabras, las personas estamos motivadas para perseguir aquellos objetivos
de aprendizaje que creemos que podemos alcanzar con el esfuerzo que
estamos dispuestos a hacer para conseguirlos. Este esfuerzo depende del
valor que demos a la meta en cuestión. La confianza en nuestra propia
capacidad para alcanzarla, por otra parte, se subordina a un constructo
psicológico al que denominamos «autoeficacia».
La autoeficacia es, con toda probabilidad, el concepto relacionado con la
motivación más relevante que podemos tener en cuenta como estudiantes,
pues nos permite entender por qué elegimos determinadas metas de
aprendizaje y por qué persistimos o abandonamos frente a los distintos retos
de aprendizaje que se nos plantean. De hecho, se trata de un factor más
importante que el interés, porque precisamente influye en él: por lo general
nos interesamos más por aquellas materias que creemos que podemos
dominar que por las que se nos antojan demasiado difíciles.
Resulta oportuno no confundir autoeficacia con autoestima. En primer
lugar, porque la autoeficacia es particular para cada reto de aprendizaje:
podemos tener una alta autoeficacia para las lenguas extranjeras y una baja
autoeficacia para las matemáticas, por ejemplo. En cambio, la autoestima es
una percepción general que determina el grado con el que la persona está
satisfecha consigo misma y se acepta tal y como cree que es. No porque
tengamos un nivel bajo de autoeficacia para una materia determinada
significa que tengamos una baja autoestima. Incluso teniendo un bajo
sentido de autoeficacia para todas las tareas académicas en general,
podríamos tener una alta autoestima. En realidad, el conjunto de niveles de
autoeficacia que un estudiante alberga para los tipos de retos de aprendizaje
que le plantea el entorno académico formaría parte del llamado
«autoconcepto». En pocas palabras, el autoconcepto, en el contexto que nos
ocupa, es la percepción que tenemos de nosotros mismos como estudiantes.
Pero quizá la diferencia más importante entre autoeficacia y autoestima
se da en el hecho de que, mientras que las intervenciones destinadas a
mejorar la autoestima no tienen consecuencias en los resultados
académicos, pues las evidencias reflejan que más bien el efecto se da al
revés, mejorar el nivel de autoeficacia de un estudiante frente a un reto de
aprendizaje sí suele conllevar avances en su desempeño. Cuando un
estudiante incrementa su nivel de autoeficacia respecto a una materia, sus
resultados de aprendizaje tienen más probabilidades de verse beneficiados.
No en vano, confiar en que podemos aprender algo nos incentiva a que le
dediquemos mayor atención, más tiempo y mayor esfuerzo, y nos ayuda a
persistir más ante los fracasos, a diferencia de si se da la situación contraria.
Por supuesto, cuando el estudiante consigue buenos resultados, su
autoeficacia se retroalimenta. En realidad, si bien una alta autoeficacia es
importante para lograr los objetivos de aprendizaje, alcanzarlos es aún más
importante para mantener la autoeficacia alta.
El origen de la autoeficacia
El nivel de autoeficacia con el que abordamos un reto de aprendizaje, es
decir, las expectativas que tenemos de superarlo, dependen sobre todo de
nuestras experiencias pasadas con retos de aprendizaje similares (de la
misma asignatura, por ejemplo) o bien de la información que nos haya
llegado al respecto de la dificultad de dicho reto (por ejemplo, si el profesor
o los compañeros nos alertan de que es una asignatura muy difícil, podemos
tener dudas con relación a nuestra autoeficacia).
Los éxitos y fracasos que hayamos experimentado en el pasado en una
asignatura son los que marcan especialmente nuestras expectativas futuras
para dicha asignatura u otras materias afines. Sin embargo, lo que de verdad
influye en nuestra autoeficacia no son las experiencias que hayamos tenido
en sí mismas, sino la manera en que las interpretamos. En otras palabras:
para definir nuestro sentido de autoeficacia en relación a una materia no
resultan tan relevantes los éxitos o fracasos que hayamos vivido como las
causas que les hayamos atribuido.
En efecto, cuando un estudiante recibe feedback (por ejemplo, una
calificación) respecto a una tarea académica, de inmediato lo interpreta bajo
el prisma de su autoconcepto y trata de darle una explicación. Por ejemplo,
si un estudiante que acostumbra a sacar buenas notas obtiene un buen
resultado, como esperaba, lo atribuirá a las mismas causas que sostienen su
autoconcepto, a saber, su habilidad innata para los estudios o sus hábitos de
trabajo. Si, por el contrario, recibe una calificación que no encaja con sus
expectativas, puede que culpe a la dificultad excepcional de la prueba, a la
subjetividad de quien la corrigió o al hecho de que no pudo estudiar. Por lo
general serán explicaciones que no desbarajusten su autoconcepto.
En cualquier caso, lo interesante es que las investigaciones que han
analizado el tipo de causas que los estudiantes atribuyen a sus éxitos o sus
fracasos concluyen que es posible sintetizarlas en unas pocas. Además,
todas pueden clasificarse según tres propiedades que conllevan importantes
implicaciones para la motivación.
Las tres dimensiones que caracterizan las causas que los estudiantes
atribuyen a sus éxitos o fracasos académicos son:
•
Locus:
Hace referencia a si la causa se considera externa al individuo
(la dificultad de la tarea, la subjetividad del evaluador, la suerte, las
contingencias del entorno, las circunstancias del estudiante, etc.) o
bien si se considera interna (el talento innato o habilidad, el esfuerzo
realizado, las estrategias de estudio, etc.).
•
Estabilidad:
Se refiere a cuán estable o voluble es la causa según la
ocasión. Por ejemplo, la habilidad para una materia suele asumirse
como una circunstancia fija, mientras que el esfuerzo se consideraría
variable según cada caso.
• Controlabilidad: Alude a si el estudiante interpreta que la causa está en
sus manos o por el contrario escapa de su control. En este sentido, la
suerte o la dificultad de la tarea se verían como causas incontrolables,
porque el alumno no puede hacer nada para cambiarlas, mientras que
el esfuerzo o las estrategias de estudio se considerarían causas
controlables.
El tipo de causas que los estudiantes atribuyen a sus éxitos y sus fracasos
académicos influyen en su sentido de autoeficacia, y, por lo tanto, en su
motivación. Esto es así porque dicha interpretación de sus experiencias es la
base de las creencias que el estudiante alberga en relación a los factores que
determinarán su éxito en tareas similares.
Por ejemplo, cuando un estudiante cree que sus fracasos anteriores en
una asignatura se deben a circunstancias estables e incontrolables, su
sentido de autoeficacia para afrontar nuevos retos en el mismo ámbito se ve
gravemente perjudicado. Es lo que sucedería si el estudiante creyera que sus
infortunios son consecuencia de una carencia de talento innato («no soy
bueno para las matemáticas» o «no se me da bien el inglés»). Por otro lado,
la motivación también sufriría si la posibilidad de tener éxito ante un nuevo
reto se concibiera ligada a causas simplemente incontrolables. Por ejemplo,
si ante los primeros contratiempos al abordar una materia o un nuevo tema
el estudiante asociara sus experiencias a causas de este tipo («el profesor
me tiene manía» o «los exámenes son demasiado difíciles»), su nivel de
autoeficacia para alcanzar sus objetivos se reduciría.
La atribución a causas fijas e incontrolables también es dañina para el
caso de un estudiante que está acostumbrado a tener éxito y cuenta con un
elevado autoconcepto. Esto es así porque si atribuye dicho éxito a una causa
de este tipo, como un supuesto talento innato, y descarta otras causas como
el esfuerzo o las buenas estrategias de estudio, en caso de fracaso puede
tener serias dificultades para identificar el auténtico problema y ponerle
solución. Por ejemplo, ante un mal resultado, se escudará en factores
externos e incontrolables que le permitan mantener la creencia sobre su
habilidad (por ejemplo, culpará al docente o a la dificultad de la prueba). Si
los fracasos persisten, precisamente por no poder ponerles solución, el
estudiante puede acabar capitulando y modificando a la baja su
autoconcepto. Es lo que observamos en algunos casos de estudiantes que no
necesitaron esforzarse demasiado en los primeros años de escuela y
empiezan a fracasar en cursos superiores, cuando el esfuerzo y las
estrategias de aprendizaje adecuadas comienzan a resultar más necesarios.
Si estos estudiantes no aceptan que parte del motivo de sus fracasos pueda
estar en su dedicación y, sobre todo, en sus estrategias de estudio, resulta
difícil ayudarlos a remontar.
remontar.
En cambio, cuando los estudiantes creen que sus éxitos o fracasos
dependen de variables internas, modificables y controlables, como el
esfuerzo, los hábitos o las estrategias de aprendizaje, entonces su
autoeficacia es más robusta y, en caso de fracaso, se ve menos afectada. De
hecho, la autoeficacia acontece más sólida cuando el estudiante cree contar
con las claves que le permiten controlar la situación. Al fin y al cabo, la
incerteza de no saber si los esfuerzos que uno haga se verán recompensados
hace flaquear el sentido de autoeficacia. Esto nos lleva a reconocer otro tipo
de expectativas que pueden tener un papel muy importante en la
motivación.
Expectativas de resultado
La autoeficacia hace referencia a las expectativas que tenemos de superar
un reto de aprendizaje con relación a las creencias que albergamos sobre
nuestra propia capacidad de superarlo. Pero también existen otro tipo de
expectativas, que pueden tener un papel muy importante, en especial, si
partimos de un bajo sentido de autoeficacia para una materia: las
expectativas de resultado. En este caso, se trata de la confianza que
depositamos en que una determinada estrategia o manera de proceder nos
permita alcanzar una meta de aprendizaje.
Por ejemplo, un estudiante puede partir de una baja confianza en sí
mismo para aprender algo; sin embargo, puede llegar a confiar en que una
nueva manera de abordar el estudio y los retos de aprendizaje le permitirá
alcanzar sus objetivos. Sería el caso de un estudiante que tuviera serias
dudas sobre su talento para los estudios pero confiara en las posibilidades
que pueden ofrecerle las estrategias de aprendizaje de las que he hablado en
este libro. En este sentido, las expectativas de resultado son clave para
poner en marcha la rueda en la que los pequeños éxitos y la autoeficacia se
retroalimentan recíprocamente. Si el estudiante que parte de una baja
autoeficacia confía al menos en que intentándolo de otro modo podría
mejorar y, en efecto, lo hace, sus primeros logros lo ayudarán a mejorar su
autoeficacia y esto lo animará a seguir adelante. En realidad, no sirve de
nada conocer las mejores estrategias de estudio según la ciencia si uno no
confía en que pueden ayudarlo a mejorar, y, por lo tanto, si no las pone en
práctica. La pregunta que en cualquier caso alguien en esa situación podría
hacerse es: ¿qué perdería por intentarlo?
Mentalidades
Tanto las expectativas de eficacia como las de resultado se ven truncadas si
el estudiante atribuye sus éxitos o fracasos a causas estables e
incontrolables. La situación extrema, de hecho, se da cuando el estudiante
adopta una actitud de indefensión aprendida, esto es, cuando cree que no
hay nada que pueda hacer para cambiar su suerte. Esta disposición hace que
rehúya los retos de aprendizaje y que persevere menos, lo que contribuye a
que sus expectativas se hagan realidad. Cuando un nivel de autoeficacia
nulo o muy bajo nos conduce a no esforzarnos para aprender, caemos en
una profecía autocumplida. Desde luego, no hay nada que nos garantice el
éxito, pero el fracaso sí es fácil de asegurar.
Pues bien, si hay una causa que los estudiantes interpreten como fija e
incontrolable y que con frecuencia atribuyan a sus éxitos y fracasos
académicos, esa es, sin duda, el talento. Así es, muchos estudiantes creen
que su habilidad para los estudios o para cada materia en particular viene
condicionada de manera innata, y que no hay nada que puedan hacer para
cambiar tal circunstancia. Ahora bien, también hay estudiantes que albergan
una noción del aprendizaje distinta. Estos últimos consideran que la
habilidad innata es solo un punto de partida y que el desempeño depende
más bien del estudio y la práctica. En este sentido, la psicóloga Carol
Dweck ha propuesto que, ante los retos de aprendizaje, podemos adoptar
dos tipos de mentalidad y que esto puede tener consecuencias relevantes en
nuestra motivación para afrontarlos: la mentalidad fija y la mentalidad de
crecimiento.
Así, los estudiantes que adoptan una mentalidad fija son los que creen
que las habilidades académicas (y, en especial, la inteligencia) están
predeterminadas y no son moldeables. Esto les hace interpretar las
dificultades y los errores como signos de incapacidad, y por ello centran su
atención en proteger su reputación, en vez de enfocarse en aprender. En
consecuencia, tienden a rehuir los retos, sobre todo en público, por el miedo
a fracasar y no buscan ayuda, pues consideran que si lo hacen manifestarían
una supuesta debilidad intelectual. De hecho, consideran que si un
estudiante necesita esforzarse mucho para aprender algo es que no debería
dedicarse a ello.
En cambio, los estudiantes que adoptan una mentalidad de crecimiento
ante los retos de aprendizaje son los que asumen que los errores y las
dificultades son parte del proceso de aprendizaje, y que el esfuerzo y la
dedicación son claves para superarlos y alcanzar niveles de desempeño
superiores. Por supuesto, esto no significa que los errores no les hagan
daño, pero son capaces de abrazarlos y aprender de ellos.
En resumen, podríamos decir que el estudiante que adopta una
mentalidad fija es el que ante la dificultad piensa «esto no se me da bien»,
mientras que el que adopta una mentalidad de crecimiento es el que matiza
«esto no se me da bien... todavía». En la tabla 1 resumo las características
de cada tipo de mentalidad.
Características de cada tipo de mentalidad con relación a un reto de aprendizaje.
Con todo, igual que podemos tener distintos niveles de autoeficacia
según el reto de aprendizaje que afrontemos, es importante matizar que las
mentalidades también dependen de la disciplina en cuestión. Es decir, todos
presentamos los dos tipos de mentalidades, solo que para algunas materias
adoptamos una y para otras, la otra. No obstante, también es cierto que con
frecuencia el conjunto de habilidades académicas se consideran una misma
cosa (o dependientes de una única habilidad general, como la inteligencia),
por lo que es posible encontrar estudiantes con una mentalidad de un tipo u
otro para los estudios en términos generales.
Ahora bien, cabe subrayar que los dos tipos de mentalidades no
distinguen a los estudiantes que obtienen buenas calificaciones de los que
no. Tanto unos como otros pueden exhibir ambas, incluso cuando hablamos
en general de las habilidades académicas. En realidad, buena parte de los
estudiantes acostumbrados a obtener buenos resultados manifiestan una
mentalidad fija, pues creen que sus logros se deben a su talento innato.
Mentalidades y rendimiento académico
Aunque los resultados académicos no predigan el tipo de mentalidad de un
estudiante, salta a la vista que adoptar una mentalidad de crecimiento
parece mucho más beneficioso para un estudiante que una mentalidad fija.
Al fin y al cabo, la mentalidad fija nos limita, pues nos conduce a pensar
que nuestras opciones para aprender algo dependen de factores que no
podemos cambiar ni controlar. En este sentido, los primeros estudios que
indagaron en la relación entre las mentalidades y los resultados académicos
empezaron por evidenciar dicha predicción. Así, se hizo patente que los
estudiantes con una mentalidad de crecimiento ante una materia
determinada, o para los estudios en general, progresaban más respecto a su
punto de partida que los que abrazaban una mentalidad fija. Es más,
algunos experimentos en que se practicaron intervenciones para ayudar a
los estudiantes a adoptar una mentalidad de crecimiento mostraron un
efecto positivo en sus resultados académicos como consecuencia de ello.
Sin embargo, hoy en día la relación entre las mentalidades y los
resultados académicos no está tan clara. Las evidencias aportadas por los
primeros estudios se han resistido a la replicación y no sabemos
exactamente por qué. Carol Dweck sugiere que cambiar el tipo de
mentalidad de un estudiante no es fácil, por lo que los programas que han
tratado de hacerlo a gran escala habrían fracasado por ello. El debate está
abierto en este momento, con tantos defensores como detractores en cada
bando.
Sea como fuere, lo que resulta aparente es que la mentalidad de
crecimiento, siempre en el contexto del aprendizaje, puede resultar más
deseable que la fija por varios motivos. En primer lugar, porque contribuiría
a cimentar la capacidad de resiliencia, es decir, la actitud necesaria para
reponerse y perseverar ante las dificultades. Y esto es importante para todos
los estudiantes, pues el aprendizaje, por naturaleza, es un camino repleto de
errores y fracasos. Por otro lado, tener una mentalidad fija puede minar la
motivación de un estudiante que parta de unos malos resultados y hacer
menos probable que trate de remontar, aun ante la posibilidad de intentarlo
mediante una nueva aproximación. Por si fuera poco, cuando un estudiante
acostumbrado a obtener buenos resultados alberga una mentalidad fija, su
capacidad para gestionar un fracaso y aprender de él es mucho menor que la
del que adopta una mentalidad de crecimiento. Sería el caso que ya comenté
antes con relación a un estudiante brillante que atribuye su éxito al talento
innato, una causa estable y fuera de su control.
Por todo ello, podríamos concluir que tratar de promover la mentalidad
de crecimiento entre los estudiantes con relación a los retos de aprendizaje
no debería considerarse un tiempo perdido en ningún caso, incluso aunque
no conllevara resultados inmediatos. Al fin y al cabo, creer que uno puede
mejorar su desempeño en cualquier disciplina no solo es más deseable para
cualquier estudiante que considerar lo contrario, sino que además resulta
más fiel a la realidad.
La plasticidad cerebral
Una de las diferencias importantes entre los estudiantes con mentalidad fija
y los estudiantes con mentalidad de crecimiento es que las creencias de los
segundos son más acertadas, es decir, coinciden mejor con los
conocimientos científicos con que contamos sobre el aprendizaje. En otras
palabras, la idea de que nuestra habilidad inicial no determina hasta dónde
podemos llevar nuestro desempeño es coherente con lo que sabemos acerca
de la capacidad de aprender de nuestro cerebro. Creer que nuestras
habilidades son fijas, en cambio, no es sostenible, habida cuenta de las
evidencias.
En efecto, el cerebro es un órgano extraordinario que cuenta con la
capacidad de modificarse como resultado de nuestras experiencias y
acciones. Esta propiedad se conoce como «neuroplasticidad» y constituye la
base biológica del aprendizaje. Gracias a ella, podemos adaptar nuestros
hábitos, conductas y habilidades para afrontar mejor las circunstancias que
nos impone el entorno e incrementar así nuestra probabilidad de sobrevivir
y reproducirnos. Del mismo modo, la plasticidad cerebral hace posible que
almacenemos información útil para responder de manera más eficaz a
situaciones iguales o similares a otras que hayamos vivido antes. Aprender
es la facultad más valiosa para conseguir adaptarse al medio.
La neuroplasticidad se produce porque las neuronas, las células del
cerebro que están especializadas en la transmisión y modulación de señales
eléctricas, modifican continuamente las conexiones que establecen entre
ellas, fruto de los estímulos que reciben desde los órganos de los sentidos.
Así, el aprendizaje es posible porque las neuronas crean nuevas conexiones
(llamadas «sinapsis») o modifican la eficacia de las existentes. Esto implica
que el patrón de conexiones que se establece entre las neuronas es la base
física del almacenamiento de datos en el cerebro y el desarrollo de
habilidades. En otras palabras, la forma en que está cableado nuestro
cerebro en un momento concreto determina lo que sabemos y lo que
podemos hacer
hacer..
En este sentido, es importante subrayar que el aprendizaje consiste justo
en la modificación de los circuitos neuronales existentes. Estos cambios
pueden ser tenues y efímeros, como los que producen la mayoría de
nuestras experiencias, que podemos recordar un tiempo pero pronto
olvidamos, o bien pueden consolidarse y verse reforzados, lo que nos
permite conservar recuerdos y conocimientos por mucho más tiempo, y
desarrollar habilidades. Las buenas estrategias de aprendizaje promueven
estos cambios más robustos y duraderos, pero debe tenerse en cuenta que
para que se consoliden hay que darle tiempo al cerebro. Por eso es tan
importante la práctica espaciada, así como poder dormir entre las sesiones
de estudio (es decir, separarlas al menos un día). En definitiva: cuando
aprendemos, modificamos nuestro cerebro.
Por lo tanto, una de las conclusiones más relevantes que podemos extraer
a raíz de la investigación neurocientífica sobre el aprendizaje es que resulta
de lo más normal que aprender algo pueda costarnos al principio y que
cometamos errores, pero esto no significa que no podamos mejorar.
mejorar. Nuestro
desempeño inicial dependerá de cómo estén configurados nuestros circuitos
neuronales en ese momento; pero con estudio, práctica y un poco de
paciencia, nuestro cerebro se reconfigura para hacernos mejores en aquello
que tratamos de aprender. En realidad, en la inmensa mayoría de los casos,
todos podemos llegar a dominar cualquier disciplina. Incluso cuando se
trata de estudiantes con dificultades del aprendizaje, el trabajo sistemático
suele permitirles superarlas. Eso sí, con un significativo esfuerzo adicional
en comparación con quienes no las sufren. Sería el caso, por ejemplo, de los
estudiantes con dislexia, quienes pueden conseguir aprender a leer y escribir
a pesar de que su condición implica dificultades especiales para ello.
Cabe matizar que todo esto no significa que cualquiera pueda llegar a ser
el mejor del mundo en un campo del saber simplemente si estudia mucho,
pero sí implica que todos, salvo casos de trastornos intelectuales graves,
podemos alcanzar un nivel de desempeño entre aceptable y excelente. En
efecto, nuestro cerebro puede aprender cualquier cosa: es cuestión de
dedicación, paciencia, buenas estrategias y, obviamente, recursos didácticos
adecuados. En muchas ocasiones, también se requiere perseverancia.
En definitiva, el tipo de plasticidad que nos confiere la capacidad de
aprender es una facultad universal de todos los seres humanos que, además,
conservamos a lo largo de toda la vida. Si bien nuestras cualidades innatas
pueden proporcionarnos cierta ventaja, por lo que respecta al aprendizaje, la
experiencia es mucho más importante. Es probable que recuerde que uno de
los factores más relevantes para aprender son los conocimientos que ya
tenemos: cuanto más sabemos sobre algo, más fácil nos resulta aprender
nuevas cosas sobre ello. La adquisición de conocimientos cablea nuestro
cerebro de forma que en adelante nos resulta más fácil aprender cosas que
están relacionadas con ellos. Para aquellas otras que de entrada no se nos
den bien, porque nos resultan completamente nuevas, tendremos que
esforzarnos más y tener paciencia hasta que nuestro cerebro se haya
reconfigurado y nos haga diestros en dicha disciplina. Como muy bien
expresaba el neurocientífico Santiago Ramón y Cajal, «todo hombre puede
ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro».
Por lo tanto, por lo que se refiere a aprender, la mentalidad de
crecimiento es la más acertada. Al fin y al cabo, si la atribución de los
éxitos y fracasos de aprendizaje a causas fijas e incontrolables es un
problema para la motivación, también será un problema ver causas fijas e
incontrolables donde no las hay. La mentalidad fija es autolimitante. La
mentalidad de crecimiento, por el contrario, nos ofrece más oportunidades,
aunque nunca podamos garantizar el éxito.
Recomendaciones prácticas
Las ideas más relevantes que podemos extraer de este capítulo giran
alrededor de la necesidad de comprender los factores que modulan la propia
motivación para poder intervenir en ellos deliberadamente, dentro de lo
posible. Desde luego, cuando nos hacemos conscientes de qué puede
incitarnos a perseverar y, sobre todo, a abandonar, estamos mejor
preparados para lidiar con ello.
Reconsidere a qué atribuye sus éxitos o fracasos en el proceso de
aprendizaje:
• Tanto si suele obtener buenas calificaciones como si no, evite atribuirlo
a causas fijas e incontrolables. Incluso aunque estuviera en lo cierto,
ello no contribuirá a mejorar su desempeño. Enfóquese en los aspectos
que estén en sus manos.
• Recuerde que la causa fija e incontrolable con la que coqueteamos más
habitualmente, el talento, ni siquiera es una interpretación acertada:
tengamos o no facilidad desde un buen principio, siempre podemos
mejorar y alcanzar niveles de competencia aceptables en cualquier
área.
• Aunque una mala calificación inesperada pueda resultar incómoda, evite
la tendencia a atribuirla a causas externas e incontrolables (la
subjetividad del evaluador, la dificultad de la prueba, etc.). Enfóquese
en analizar los errores y aprender de ellos.
• Con lo que ha aprendido en este libro, plantéese si hasta ahora ha
empleado buenas estrategias de aprendizaje y si ello podría haber
significado alguna diferencia.
Relativice los errores y fracasos en su proceso de aprendizaje:
• Aunque los errores y fracasos duelan, es importante que consiga
interpretarlos como parte natural del proceso de aprendizaje y no como
un signo de su capacidad.
• Recuérdese siempre que incluso las personas más destacadas en una
disciplina cometen errores continuamente.
• Piense que es lógico que haya cosas que le cueste aprender al principio.
Tenga paciencia y no abandone ante las primeras dificultades. Dele
tiempo a su cerebro para reconfigurarse mientras lo estimula con
buenas estrategias de aprendizaje.
• Recuerde que las estrategias que nos dan buenos resultados a corto plazo
no
tan efectivas
al largo.
En otras palabras:
cuando
estudiamos
de
unason
forma
que reduce
la probabilidad
de que
cometamos
errores
(releyendo, practicando en bloque, etc.), aprendemos menos. Los
errores y las dificultades pueden ser deseables para aprender.
• Tenga presente que las dificultades que pueda tener en un momento
determinado no predicen hasta dónde puede mejorar su desempeño.
Evalúe su sentido de autoeficacia y reflexione acerca de él:
• En especial cuando se enfrente a una materia para la que albergue bajas
expectativas, tenga presente que, precisamente, dichas expectativas
podrían ser uno de sus mayores obstáculos para avanzar.
• Guíese por lo que sabemos sobre la neuroplasticidad cerebral y confíe
en sus opciones.
• De nuevo, recuerde que sus dificultades iniciales no son un buen
predictor de lo que puede llegar a aprender.
Deles una oportunidad a nuevas formas de abordar al aprendizaje:
• Si suele obtener buenos resultados y su autoeficacia es alta, puede optar
por seguir con sus hábitos y estrategias de aprendizaje. Ahora bien, si
en algún momento las cosas se le complican, recuerde que muchas
veces la clave no es simplemente esforzarse más, sino esforzarse mejor
(mediante otras estrategias).
• Si su autoeficacia para una materia o para los estudios en general es baja
y no consigue cambiarla, confíe al menos en las propuestas que lo
inviten a estudiar de otra manera. No puede saber si lo ayudarán hasta
que las pruebe. Y el no ya lo tiene.
• Recuérdese aquello que Einstein nunca dijo pero que muchos le
atribuyen: «Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo
mismo». Aunque él no lo dijera en realidad, sigue siendo una frase
muy acertada.
8
Controlarse para aprender
Como hemos visto a lo largo del libro, el estudiante que saca el máximo
provecho a su capacidad de aprender es el que planifica, monitoriza y
evalúa continuamente sus procesos de aprendizaje, y que rehace sus planes
o cambia sus estrategias cuando los resultados no son los esperados.
Además, el estudiante exitoso en ese sentido también consigue incentivarse
a sí mismo y mantener dicha motivación con el objetivo de alcanzar sus
metas. En otras palabras, el buen estudiante se autorregula y lo hace tanto a
nivel cognitivo como emocional. La autorregulación es, al fin y al cabo, el
medio por el que el estudiante es capaz de reflexionar sobre sus procesos de
aprendizaje e intervenir en ellos de forma deliberada, así que todo lo tratado
en este libro está íntimamente relacionado con esta habilidad.
La función cognitiva que subyace a la habilidad para autorregular el
aprendizaje es el control inhibitorio, también conocido como «autocontrol».
Aunque ya hablé de él cuando traté la necesidad de concentrarse para
aprender, dejé algunos aspectos muy importantes de lado, en especial los
relacionados con la regulación emocional. Por ello, este capítulo lo dedicaré
a hablar sobre esta facultad, que completa el repertorio de habilidades que
es necesario tener en cuenta cuando se trata de aprender a aprender.
Autocontrolarse para aprender
No es fácil precisar lo que es el autocontrol; no obstante, constituye una
habilidad clave para el buen estudiante. Quizá la mejor manera de
comprender en qué consiste sea a partir de algunos ejemplos:
1) José se ha presentado al examen final de una de las asignaturas más
importantes de su carrera. A pesar de la presión que eso conlleva, logra
mantener los nervios a raya y enfocar sus pensamientos en la prueba.
2) Ariadna tiene un examen de filosofía el lunes a primera hora. Puesto
que solo pudo estudiar algunos temas durante la semana, tiene que
terminar de hacerlo durante el fin de semana. Sin embargo, el
pronóstico meteorológico augura dos días de sol radiante y sus amigos
le han enviado un mensaje para ir a la playa. Tras pensarlo unos
segundos, Ariadna declina la invitación y se queda en su casa para
estudiar.
3) Neus y Julia están en clase trabajando en un problema de química.
Neus consiguió resolverlo y ahora se lo está explicando a su
compañera. A pesar de que hay mucho ruido en clase, Julia consigue
ignorarlo y centrarse en la explicación de su amiga.
Si bien estas situaciones tan familiares para cualquier estudiante parecen
distintas, todas ellas tienen un trasfondo común. En efecto, en todas ellas
los estudiantes deben gestionar los impulsos cognitivos o emocionales que
les provocan determinadas circunstancias, para lograr sobreponerse a ellos
y reconducir su conducta o atención hacia las acciones que beneficiarán su
aprendizaje y sus resultados académicos. No en vano, los estudiantes que
manifiestan mayor capacidad para regularse como alguno de los
protagonistas de estos ejemplos también la suelen tener para actuar como
los protagonistas de las otras dos situaciones. Esto es, como diríamos los
científicos,
existe
una
correlación
significativa
entre
todos
estos
comportamientos, lo que nos lleva a pensar que dependen de una misma
habilidad o conjunto de habilidades, que hemos denominado «autocontrol».
De hecho, contamos con evidencias neurofisiológicas que respaldan
dicha conclusión. En efecto, los estudios de neuroimagen, llevados a cabo
mediante técnicas que nos permiten ver en vivo y en directo qué regiones
del cerebro se activan por encima de lo habitual cuando realizamos una
tarea, revelan que la misma región del cerebro, la región más frontal de la
corteza, está implicada en todas las situaciones de los tres ejemplos
anteriores. Por consiguiente, a pesar de que existen diferencias en cada
caso, podemos permitirnos la licencia de emplear el concepto de
autocontrol para hablar de todos ellos.
En definitiva, el autocontrol se definiría como la facultad de inhibir y
reconducir las respuestas automáticas que proporciona nuestro organismo
ante determinadas situaciones con la intención de ofrecer una respuesta más
beneficiosa en el corto o largo plazo.
Autocontrol cognitivo y emocional
A pesar de que el mismo constructo subyazca a las tres situaciones
planteadas, también existen diferencias entre ellas. Las más evidentes tienen
que ver con que el autocontrol puede actuar bien sobre las reacciones
emocionales, bien sobre las respuestas automáticas de tipo cognitivo.
Así, tanto el caso del estudiante que regula su ansiedad ante un examen
como el de la alumna que vence sus impulsos para quedarse en casa a
estudiar serían ejemplos de autorregulación emocional. En ambas
situaciones, el autocontrol se revela como la capacidad de inhibir la
experiencia y la expresión de las emociones para liberar las funciones
cognitivas de su influencia, y así llevar a cabo actividades que requieren
análisis y reflexión, y en especial tareas como la planificación, la toma de
decisiones y la resolución de problemas. Esta faceta del autocontrol es
quizá la más estudiada en el contexto educativo, en el ámbito de la llamada
«autorregulación emocional».
En cambio, el caso de la estudiante que consigue inhibir los distractores
de su entorno, el ruido ambiental, para centrar la atención en la tarea de
aprendizaje sería un ejemplo del denominado «autocontrol cognitivo». Al
fin y al cabo, conseguir mantener la atención en aquello que deseamos sin
dejarnos llevar por estímulos o pensamientos superfluos a la tarea de
aprendizaje es una forma de autocontrolarse. En este sentido, la habilidad
para concentrarse, pero también la de inhibir la activación de una respuesta
aprendida y automatizada, como la que sería necesaria para corregir un
error de vocabulario, atañen a este tipo de autocontrol. De hecho, esta es la
dimensión del autocontrol de la que ya traté con cierto detalle en el capítulo
2, por lo que aquí me enfocaré más en la parte relativa a la gestión de las
emociones, esto es, la autorregulación emocional.
El efecto de las emociones en el aprendizaje
Las emociones son respuestas que nuestro cerebro activa de manera
automática ante determinados estímulos, externos o internos, que percibe
como una amenaza o una oportunidad. Cuando ocurren, sobre todo cuando
son intensas, nos impulsan a actuar en una dirección que debiera resultar
beneficiosa para nuestra integridad y preparan nuestro organismo
fisiológicamente para ello. Aunque las reacciones automáticas que
representan las emociones sean evolutivamente adaptativas, está claro que
en nuestra vida diaria no siempre resultan las respuestas más oportunas.
Con razón, la capacidad de inhibir y regular las emociones constituye una
habilidad fundamental para el ser humano.
En el contexto que nos ocupa, regular las emociones resulta crucial para
el estudiante, sobre todo por dos motivos: porque las emociones alteran los
procesos cognitivos indispensables para el aprendizaje e influyen en el
rendimiento del estudiante, y porque tienen un papel relevante con relación
a la motivación. No en vano, las evidencias reflejan que una buena
capacidad de autorregulación emocional aporta claros beneficios a los
estudiantes con relación a sus resultados académicos.
Por lo que respecta a lo primero, las emociones alteran las funciones
cognitivas, como la memoria de trabajo, porque tratan de imponer
respuestas «instintivas» ante estímulos que el cerebro interpreta como
peligrosos o provechosos, y ante los cuales podría resultar oportuno
responder con inmediatez. Este efecto sobre las funciones cognitivas
depende en buena medida de la intensidad de la emoción, y de hecho puede
terminar siendo beneficioso o perjudicial para el desempeño cognitivo
según la magnitud de la respuesta emocional. Así, ni las emociones intensas
(como la euforia) ni los estados de infraactivación emocional (como la
somnolencia) resultan favorables para el estudiante. En cualquiera de estos
extremos, su capacidad para llevar a cabo tareas que requieren de atención,
reflexión o razonamiento se ve perjudicada. En cambio, cuando la
activación se encuentra en un nivel intermedio, su rendimiento puede verse
potenciado.
Este fenómeno le es familiar a la psicología desde principios del siglo
XX,
en especial con respecto a los estados emocionales relacionados con la
ansiedad. De hecho, Robert M. Yerkes y John D. Dodson lo describieron en
1908 al enunciar la ley que lleva su nombre. En términos simples, esta ley
establece que la relación entre el nivel de estrés experimentado y la eficacia
para llevar a cabo una tarea que requiere recursos cognitivos puede
expresarse mediante una U invertida como la de la gráfica de la figura.
Ley de Yerkes y Dodson: el rendimiento en una tarea que requiere recursos cognitivos se
ve reducido tanto en caso de sobreactivación como de infraactivación emocional. Un nivel
de activación emocional intermedio, en cambio, resulta óptimo.
Con esta ley en mente, es fácil apreciar por qué el estudiante que, en los
ejemplos del principio del capítulo, podía mantener los nervios a raya
durante un examen, se beneficiaría de ello. En cambio, un estudiante que no
consiguiera contener su ansiedad vería su rendimiento perjudicado, porque
sus recursos cognitivos quedarían comprometidos. Así, su memoria de
trabajo se llenaría con pensamientos que resultarían superfluos para la
resolución de las actividades del examen (no dejaría de pensar en las
consecuencias de suspender la prueba, por ejemplo) y tendría dificultades
para evocar sus conocimientos. En casos más extremos, podría incluso
experimentar
reacciones
corporales
inoportunas
que
agravarían
su
situación, como dificultad para respirar, taquicardia, sudoración, etc.
Pero además de alterar las habilidades cognitivas e influir en el
rendimiento del estudiante, las emociones también resultan claves para la
motivación. Para comprender bien el porqué, no obstante, primero vale la
pena identificar cuál es el origen de las emociones en el contexto educativo.
Emociones asociadas al aprendizaje
Es evidente que las emociones que pueden alterar el rendimiento de un
estudiante, ya sea durante las actividades de aprendizaje como en el
transcurso de las pruebas evaluativas, pueden proceder de cualquiera de sus
experiencias vitales. Así, un estudiante que sufra situaciones estresantes en
el marco de su vida personal, sin duda verá su desempeño afectado por
ellas.
Sin embargo, los procesos de aprendizaje y la vida académica también
traen asociadas sus propias emociones y estas afectan a todos los
estudiantes sin excepción. Por un lado, las interacciones sociales en las que
el estudiante se ve envuelto en clase, con sus profesores y sus compañeros,
le generan emociones. Por el otro, los retos que representan las tareas de
aprendizaje y las evaluaciones conllevan una carga emocional significativa.
Desde luego, también hay situaciones en que ambos tipos de emociones se
mezclan, como cuando el estudiante debe hacer una presentación en
público. En cualquier caso, aquí pondremos el foco en las emociones
derivadas de los retos que afronta el estudiante, denominadas «emociones
asociadas al rendimiento», pues han sido las más estudiadas y, de hecho,
son las más relevantes para la cuestión que nos ocupa.
En el capítulo anterior vimos que cuando un estudiante afronta un reto de
aprendizaje, enseguida hace una evaluación de la repercusión que el hecho
de superarlo o no tendrá en sus metas, tanto académicas como sociales y
personales, y aventura una estimación de sus posibilidades de lograrlo. Esta
evaluación lleva asociada unas emociones.
Para simplificar, centrémonos en las expectativas del estudiante frente al
reto. Cuando el estudiante sopesa sus posibilidades, en el fondo pronostica
unas emociones. Si sus expectativas son buenas, preverá las emociones
positivas que conlleva el éxito; si son más bien pesimistas, anticipará las
emociones desagradables asociadas al fracaso. Como todos sabemos, las
emociones son muy poderosas para dirigir nuestra conducta, puesto que
acostumbramos a ansiar las positivas (como la felicidad) y evitar las
negativas (como la tristeza o la vergüenza). Por ello, las emociones
pronosticadas por el estudiante serán claves para determinar su motivación
a la hora de afrontar o rehuir el reto.
En el contexto académico, sin embargo, no siempre es posible eludir un
reto. De hecho, lo más habitual es no poder hacerlo. Por ello, el estudiante
puede encontrarse afrontando una asignatura o un tema que asocia a
emociones negativas. Cabe decir que si bien las emociones adversas hacia
una materia también pueden deberse a una mala experiencia personal con
un profesor o un compañero, lo más habitual es que dichas emociones sean
consecuencia de fracasos anteriores que se atribuyen a causas fijas e
incontrolables; es decir, el estudiante cree que lo que le hizo fracasar en el
pasado no puede cambiarse. Sea como sea, cuando las emociones frente al
reto son negativas y el reto es inevitable, pueden suceder dos cosas: que el
estudiante no dé valor al reto o que sí lo haga.
En el primer caso, optará por no esforzarse o autoboicotearse. De esta
manera, contará con una excusa ante el fracaso menos dolorosa que asumir
una supuesta incapacidad. Al fin y al cabo, el fracaso no se percibe como tal
si no se ha intentado. En el segundo caso, es decir, cuando el estudiante dé
un alto valor al reto pero tenga bajas expectativas (esto es, un bajo sentido
de autoeficacia), experimentará emociones que le dificultarán centrarse en
la tarea de aprendizaje y le estorbarán durante la evaluación. Es esta última
situación la que más se beneficiará de una buena autorregulación
emocional.
Estrategias de autorregulación emocional
La mayoría de nosotros empleamos estrategias de autorregulación
emocional sin saberlo. Cuando respiramos profundamente ante una
provocación o cuando tratamos de desviar nuestros pensamientos hacia otra
cosa tras recordar algo incómodo, estamos tratando de regular nuestras
emociones.
La ciencia ha analizado las distintas estrategias de autorregulación
emocional y en primer lugar las ha clasificado según dos características que
resultan relevantes para comprender su distinta efectividad. Por un lado, las
técnicas de autorregulación emocional se diferencian según el momento en
que se aplican, esto es, antes de que el episodio emocional ocurra
(estrategias preventivas) o una vez que ya se ha producido (estrategias
paliativas). En general, y en especial en el contexto que nos ocupa, las
estrategias que se anticipan a la reacción emocional para tratar de que no
ocurra o que se manifieste con menor intensidad son las más efectivas.
Por otro lado, las estrategias de autorregulación emocional pueden
diferenciarse por la diana a la que apuntan o, mejor dicho, el elemento del
proceso emocional sobre el que actúan. En este sentido, las estrategias
pueden enfocarse en la expresión corporal de las emociones, en la atención
que se presta al estímulo emocional o en la evaluación cognitiva de la
situación que provoca la emoción. Por ejemplo, controlar la respiración
para hacerla más lenta y profunda durante el episodio emocional, lo cual
contribuye a reducir la intensidad de la reacción, sería una estrategia de tipo
corporal. Desviar la atención de los pensamientos o estímulos que nos
provocan la reacción sería una estrategia atencional. Sin embargo, la clase
de estrategia más efectiva, sobre todo en el contexto educativo, consiste en
la reevaluación cognitiva de la situación. De hecho, las otras dos suelen
emplearse una vez que se ha desatado la respuesta emocional, mientras que
esta última puede aplicarse indistintamente tanto antes como después. Pero
¿en qué consiste la reevaluación cognitiva?
En el capítulo anterior apreciamos que la motivación para aprender algo
no dependía exactamente de nuestras experiencias de éxito o fracaso
anteriores, sino de la interpretación que hacíamos de dichas experiencias.
En concreto, de las causas que les atribuíamos. Pues bien, la reevaluación
cognitiva consiste ni más ni menos que en revisar nuestras ideas acerca del
porqué de nuestros éxitos y fracasos anteriores, con el objetivo de mejorar
nuestras expectativas. También incluye sopesar la relevancia que otorgamos
a nuestros éxitos o fracasos futuros en relación a nuestras metas. Por
ejemplo, modificar nuestra percepción de lo que significa cometer un error
para entenderlo como algo inevitable en el proceso de aprendizaje, en vez
de interpretarlo como un estigma irreversible, sería una forma de
reevaluación cognitiva.
De hecho, la reevaluación cognitiva es una estrategia que todos los
estudiantes emplean en algún que otro momento, pero no siempre en la
dirección que mayores beneficios les reportará. Por ejemplo, cuando un
estudiante recibe una calificación por debajo de sus expectativas,
experimenta una disonancia cognitiva: la calificación no encaja en su
sistema de creencias y se siente contrariado. ¿Cuál es el motivo de dicha
calificación si se esforzó mucho? O bien, ¿cómo es posible que no le fuera
mejor si tiene facilidad para los estudios? Esta situación genera emociones
negativas, que desea evitar, y por ello busca una explicación a lo sucedido
que no desbarajuste sus esquemas previos y le permita volver a sentirse
bien. Por ejemplo, culpará a la subjetividad del evaluador o a la dificultad
de la prueba. Sin embargo, es aquí cuando se producirá una atribución de
causas que puede no ser acertada, en cuyo caso no contribuirá a que el
estudiante identifique el auténtico problema y que, por lo tanto, pueda
ponerle solución.
Las valoraciones que los estudiantes hacen sobre las causas y el
significado de sus éxitos y sus fracasos son evaluaciones cognitivas.
Cuando estas interpretaciones no son las más adecuadas para albergar una
autoeficacia positiva ante nuevos retos, conviene trabajar en una
reevaluación que resulte más beneficiosa y, por lo tanto, que contribuya a
reducir su ansiedad ante los retos. En definitiva, cuando el estudiante
reflexiona acerca de sus creencias sobre el aprendizaje con vistas a mejorar
sus expectativas de superar los retos que afronta (su autoeficacia), se ayuda
a sí mismo a mantener las emociones a raya.
Del mismo modo, emplear buenas estrategias de aprendizaje también
puede contribuir al sentido de autoeficacia y, por lo tanto, a regular las
emociones. En especial, la práctica de la evocación, es decir, la técnica que
al fin y al cabo consiste en autoevaluarse, ayuda a reducir la ansiedad ante
los exámenes porque proporciona mayor seguridad al estudiante respecto a
su preparación para afrontar el reto.
La gratificación retardada
Además de ser capaz de regular las emociones para rendir mejor durante las
actividades de aprendizaje o las pruebas de evaluación, en los ejemplos del
principio del capítulo también vimos otra situación cotidiana en que la
capacidad de frenar los impulsos resulta clave para el estudiante. Me refiero
al caso de la estudiante que renunciaba a ir a la playa para quedarse a
estudiar en casa. Esta variante del autocontrol se conoce como
«gratificación aplazada» y es esencial para que el estudiante sea capaz de
planificar su aprendizaje y, sobre todo, adherirse al plan establecido.
En las situaciones que requieren gratificación aplazada, el estudiante
debe inhibir los impulsos inmediatos para poder decidir reflexivamente
entre dos o más opciones excluyentes que se diferencian por su valor e
inmediatez. Para que la opción no inmediata tenga alguna posibilidad de
resultar elegida, el estudiante necesita vencer las emociones que lo
impulsan a optar por el beneficio que ya se encuentra a su alcance. Solo de
esta manera tendrá la oportunidad de comparar los pros y contras de cada
opción y decantarse por la que más le convenga.
La importancia del autocontrol en este contexto se hizo manifiesta en los
famosos experimentos que Walter Mischel realizó entre los años sesenta y
setenta del siglo pasado, conocidos en su conjunto como el «test del
malvavisco». En estos experimentos, Mischel situaba a un niño de entre
cuatro y cinco años de edad en una sala donde solo había una silla y una
mesa. Encima de la mesa, el investigador colocaba un dulce (un
malvavisco, por ejemplo) y entonces le decía al niño que lo esperara allí
quince minutos mientras él salía a resolver unos asuntos. Antes de irse, no
obstante, también le decía que, si lo deseaba, podía comerse el dulce, pero
que si no lo hacía, le daría otro más a su regreso y podría comerse los dos.
El planteamiento era siempre el mismo: el niño debía elegir entre un
beneficio inmediato o una recompensa mayor pero pospuesta. Además,
necesitaba mantenerse firme en su decisión, puesto que mientras esperaba a
la recompensa mayor, debía sobreponerse a la tentación del premio
inmediato, que se situaba siempre a su alcance.
En los primeros experimentos de Mischel participaron casi cien niños.
Algunos de ellos consiguieron superar la tentación empleando diversas
estrategias, como apartar la mirada del dulce, sentarse sobre las manos o
explicarse a sí mismos por qué debían aguantar, mientras que otros no
esperaron ni un instante a zamparse la golosina. Pero el estudio no terminó
aquí. Tras los tests del malvavisco, Mischel siguió en contacto con los
participantes y sus respectivas familias durante años, con el objetivo de
recopilar datos con relación a sus resultados académicos y otras variables.
Cuando comparó estos datos con el resultado del test del malvavisco,
Mischel constató que existía una importante correlación entre ellos. En
otras palabras, los niños que habían conseguido superar el test del
malvavisco sin caer en la tentación tenían más probabilidades de tener éxito
en su vida académica; es decir, la capacidad de autocontrol identificada por
medio del test predecía el éxito académico. Además, también se asociaba a
mejores habilidades sociales y una mayor capacidad para gestionar el estrés
y lidiar con la frustración en la adolescencia.
Para ser rigurosos, es importante matizar que parte de la relación
detectada entre el autocontrol medido según el test del malvavisco y los
resultados académicos se debe al hecho de que tanto lo uno como lo otro
está influido por el entorno socioeconómico del niño. Es decir, los entornos
socioeconómicamente favorecidos no solo suelen ofrecer ventaja en lo
relativo al éxito académico, sino que también acostumbran a proporcionar
mejores oportunidades para el desarrollo del autocontrol desde la primera
infancia. Además, el nivel socioeconómico del que procede el niño, que en
Estados Unidos guarda relación con diferencias étnicas y culturales,
también puede influir en sus prioridades y creencias a la hora de responder
al test del malvavisco. En cualquier caso, no podemos obviar el papel que el
autocontrol desempeña en el éxito académico y en la vida en general. Al fin
y al cabo, resulta lógico que el autocontrol facilite el comportamiento
guiado hacia las metas a largo plazo, reduzca los comportamientos de riesgo
y contribuya al éxito de las relaciones interpersonales.
En el contexto que nos ocupa, cabe subrayar que el autocontrol resulta
indispensable para poner en práctica las estrategias de aprendizaje más
efectivas, de las que he hablado en este libro. En efecto, si hay algo
indispensable para generar aprendizajes sólidos y duraderos es no dejarlo
todo para el día antes del examen. La planificación anticipada y la adhesión
al plan establecido son necesarios para poder repasar por medio de la
evocación y hacerlo de manera espaciada en el tiempo, y para ello es
necesario contar con una buena dosis de autocontrol. La procrastinación, en
lo que se refiere al estudio, es una de las enemigas principales del
aprendizaje.
Los límites de la autorregulación emocional
Como quizá recuerde, en el capítulo 2 comenté que el autocontrol
cognitivo, necesario para mantener la atención, se comporta como si de un
músculo se tratara, en el sentido de que se agota y necesita reponerse si lo
ejercitamos durante un buen rato. Así, tener que inhibir los distractores del
entorno mientras estudiamos consume sus recursos antes de tiempo.
Pues bien, esta peculiaridad también ocurre en el caso del autocontrol
emocional, el cual se debilita si debemos ejercerlo durante un largo tiempo
seguido. Al fin y al cabo, ambos tipos de autocontrol, cognitivo y
emocional, están relacionados, pues los dos dependen de la función
ejecutiva que conocemos como «control inhibitorio». Esto significa que
muchos de los niños que superaron el test del malvavisco quizá no lo
hubieran superado si el investigador hubiese tardado más de quince minutos
en volver.
Por lo tanto, es importante tener esto en cuenta para ser capaces de
gestionar los esfuerzos de inhibición emocional que se requieren para
dedicar muchas horas al estudio. De la misma manera que no debemos
abusar del autocontrol cognitivo y reducir los distractores del entorno en lo
posible, también es importante evitar los distractores emocionales y
ofrecerse autorrecompensas de tanto en tanto. Esto enfatiza la importancia
de organizarse el tiempo de estudio de forma que combine períodos para
enfocarse en la tarea con otros para descansar y hacer cosas que nos puedan
apetecer más, si es el caso.
Recomendaciones prácticas
Cuando planificamos nuestro estudio, cuando seleccionamos las estrategias
de aprendizaje que emplearemos y cuando evaluamos los resultados que
obtenemos para tomar medidas que nos permitan fortalecer nuestros puntos
flacos, estamos autorregulando nuestro aprendizaje. Pero la autorregulación
también debe realizarse a nivel emocional, ya sea para mantener a raya los
nervios ante un examen o para mantener alta nuestra motivación. Por todo
ello, las recomendaciones relativas a este capítulo se solapan parcialmente
con las de los capítulos anteriores. Al fin y al cabo, autorregularse consiste
en llevar a cabo el tipo de acciones de las que hemos hablado a lo largo de
todo el libro.
Utilice estrategias de estudio efectivas:
• Múltiples estudios reflejan que emplear estrategias de estudio efectivas,
como la práctica de la evocación espaciada, proporcionan mayor
seguridad al estudiante, le permiten regular mejor su ansiedad y
reducen la probabilidad de que se quede en blanco durante un examen.
• Recuerde que si consigue evocar un conocimiento cuando se autoevalúa
por medio de la práctica de la evocación espaciada, no tiene por qué
dudar de que volverá a conseguirlo durante la prueba de evaluación.
Emplee la reevaluación cognitiva para mantener fuerte su autoeficacia:
• Piense en la oportunidad que supone el reto de aprendizaje que afronta,
no en las consecuencias de no superarlo.
• Después de estudiar, recuérdese tantas veces como resulte necesario que
sus opciones de superar los retos de aprendizaje dependen en buena
medida de su dedicación y de las estrategias de estudio que emplea.
• Relativice los errores y los fracasos anteriores recordando que son parte
del proceso de aprendizaje.
Evite las distracciones durante el estudio y el examen: • Mientras estudie,
mantenga fuera de su vista aquellas cosas que puedan llevarlo a pensar en
otras cosas que quizá le gustaría estar haciendo, como utilizar el teléfono
móvil.
No deje todo el estudio para el último momento:
• Si acostumbra a procrastinar, el mejor consejo que puedo darle es que
deje la procrastinación para más tarde.
Relájese antes del examen:
• No se quede hasta tarde estudiando la noche antes del examen,
suponiendo que haya cumplido con las recomendaciones anteriores.
• Cuando se vaya a dormir, piense en cosas agradables; pero sobre todo
desvíe la atención del examen, incluso si siente la necesidad de seguir
repasando mentalmente. Mejor relájese y deje a su cerebro trabajar.
Aunque no sea consciente de ello, está consolidando lo aprendido.
• Levántese con tiempo para desayunar sin prisas y llegar a clase con
margen.
• Evite las conversaciones sobre los contenidos del examen antes de la
prueba.
• Regule su respiración para hacerla lenta y profunda antes de empezar la
prueba.
ANEXO
Estrategias de aprendizaje poco efectivas
Los estudios científicos sobre cómo aprendemos en el contexto educativo
no solo nos han permitido averiguar qué estrategias hacen que el tiempo
que dedicamos a aprender resulte más provechoso, sino que también han
revelado qué prácticas son la causa de que muchos estudiantes, tras un
examen, digan aquello de «¡pero en casa me lo sabía!».
Las estrategias poco efectivas pueden funcionar a muy corto plazo, pero
no nos aportan ningún beneficio a medio o largo plazo. No olvidemos que
los aprendizajes sólidos y duraderos mejoran nuestra capacidad de aprender
otras cosas relacionadas con ellos en el futuro. Aprender solo para el plazo
inmediato, cuando dedicando el mismo esfuerzo, de otra manera, podemos
facilitarnos el aprendizaje en el futuro, es una pérdida de tiempo.
Además, la diferencia entre las buenas estrategias y las que no lo son
tanto van haciéndose más evidentes a medida que las exigencias
académicas se incrementan, en especial cuando los temarios que uno debe
dominar resultan inabarcables en pocas horas de estudio. Esto hace que
estudiantes acostumbrados al éxito en las etapas iniciales y medias de la
escolaridad empiecen a quedarse atrás en los cursos superiores o la
universidad. Son estudiantes que, sin saberlo, no emplean buenas
estrategias de estudio. Sus habilidades innatas compensaron este hecho en
los primeros años de escuela. Pero cuando las cosas se ponen más
exigentes, las buenas estrategias son cada vez más necesarias. Por
desgracia, muchos de ellos no saben que lo que uno hace cuando estudia
puede marcar la diferencia y simplemente atribuyen su menor rendimiento a
causas externas o pierden la confianza en su capacidad. En algunos casos,
abandonan.
El problema principal con las estrategias poco eficaces es que nos
engañan. En efecto, intuitivamente parece que sean eficaces, incluso más
que las estrategias que en realidad dan buenos resultados. Esto es así porque
a muy corto plazo, esto es, mientras estudiamos y justo después de terminar,
nos dejan la sensación de haber aprendido mucho. Son estrategias que
hacen que todo «fluya» durante el estudio, que apenas podamos notar
dificultades mientras repasamos o practicamos. Y por ello nos dan a
entender que dominamos la materia. También por ello son menos eficaces,
pues no nos ponen a prueba.
Es importante matizar
aquí
que todas las estrategias generan
aprendizajes. Todas. La diferencia importante se da en la calidad de dicho
aprendizaje: sobre todo, en su durabilidad y su capacidad de transferencia.
En definitiva, igual que es muy importante saber cuáles son las
estrategias que más contribuirán a nuestro aprendizaje, también vale la pena
«conocer al enemigo». De esta manera, podremos identificarlo cuando trate
de embaucarnos. A continuación, resumiré cuáles son esas prácticas que
muchos estudiantes realizan a pesar de que, en realidad, no son las más
efectivas.
Masificar y sobreestudiar
sobreestudiar
Quizá haya pocas cosas tan antagónicas al aprendizaje como masificar el
estudio. En efecto, si deseamos obtener conocimientos que perduren, que
sean transferibles a nuevos contextos y que nos ayuden a aprender con más
facilidad en el futuro, debemos comprender que concentrar el estudio en
una o unas pocas sesiones apenas espaciadas en el tiempo es la peor forma
de conseguirlo. Y,
Y, sin embargo, muchos estudiantes actúan de esta manera.
El hecho de que masificar el estudio el día o las horas previos a un
examen resulte efectivo, sobre todo si el estudiante tiene buena memoria, no
ayuda a desterrar esta práctica. Sin embargo, lo estudiado de esta manera se
olvida pronto después del examen, por lo que no ofrece las ventajas que
conlleva espaciar el estudio y así conservar mejor lo aprendido. Además,
masificar la práctica es posible mientras los exámenes no cubren un temario
demasiado extenso, como sucede en la escuela. Pero en los niveles
educativos superiores, en que los temarios son tan extensos que es
imposible estudiarlos en una sola sesión, se hace cada vez más limitada. En
definitiva, procrastinar y dejarlo todo para el último momento, por lo que se
refiere a estudiar, es el peor enemigo del aprendizaje.
Lo curioso es que espaciar el estudio en el tiempo en vez de masificarlo
no implica más esfuerzo ni más dedicación, solo requiere organizarse el
tiempo de otra manera. La clave es poder hacer repasos un tiempo después
de haber estudiado. De hecho, practicar seguido más de la cuenta no sirve
para apenas nada. Eso es lo que se conoce como «sobreestudiar».
Así es, los estudios científicos reflejan que repetir una acción (releer o
volver a evocar un contenido, hacer más ejercicios de un mismo tipo, etc.)
durante una misma sesión de estudio, después de haber conseguido
realizarla con éxito, no fortalece más la memoria. Por ejemplo, en un
estudio de Doug Rohrer y Kelli Taylor, 216 alumnos aprendieron sobre un
concepto matemático. A continuación, la mitad de ellos realizó tres
ejercicios y la otra mitad, esos tres ejercicios y seis más. En ambos grupos,
el 90 % de los estudiantes demostró un buen dominio de lo aprendido tras el
tercer ejercicio, es decir, supo hacer bien el tercer ejercicio a la primera. Por
tanto, los que hicieron seis ejercicios más en la misma sesión
sobreestudiaron.
Una semana después, los investigadores sometieron a todos los alumnos
a un examen que contenía más ejercicios del mismo tipo. Al comparar los
resultados obtenidos, no se produjeron diferencias significativas entre el
grupo que solo practicó con tres ejercicios y el que hizo nueve (durante la
misma sesión). Cuatro semanas después, volvieron a hacer otro test y
sucedió lo mismo. En definitiva, realizar seis ejercicios adicionales del
mismo tipo durante la misma sesión de estudio e ininterrumpidamente no
sirvió de nada. En otras palabras, la repetición masificada resulta poco
eficaz, sobre todo cuando ya se ha demostrado el aprendizaje.
En cambio, como hemos visto en este libro, la repetición es efectiva
cuando se lleva a cabo de manera espaciada en el tiempo. Si dejamos que lo
aprendido se nos olvide un poco y entonces lo practicamos de nuevo, el
aprendizaje se hace más duradero.
Subrayar
Cuando estudiamos a partir de un texto, ¿sirve de algo subrayar o resaltar el
texto con colores? Es decir, ¿esto contribuirá a que lo aprendamos mejor?
Bien, las evidencias en su conjunto no respaldan que subrayar o resaltar, per
se,, resulte efectivo. Pero veamos los detalles.
se
Múltiples sondeos, así como análisis de cuadernos y libros de texto
usados, realizados por investigadores de distintos países, sugieren que
subrayar o resaltar es una de las estrategias de aprendizaje más comunes
entre los estudiantes universitarios y los de las etapas secundaria y
preuniversitaria. Por ello, no son pocos los estudios que han evaluado la
eficacia de esta técnica, tanto en el contexto del laboratorio como en
situaciones reales del aula, comparándola con la acción de leer sin subrayar
o resaltar (en adelante las trataré como sinónimos).
Un estudio clásico en este ámbito sería el que realizaron Robert Fowler y
Anne Barker en 1974, quienes dieron un texto de unas 10 páginas a sus
alumnos y establecieron tres condiciones de estudio para el mismo tiempo
de dedicación: 1) leer sin subrayar, 2) leer subrayando o 3) leer el texto ya
subrayado. Una semana después, todos los alumnos tuvieron la oportunidad
de repasar lo estudiado durante 10 minutos a partir del mismo documento
que habían usado la primera vez, y a continuación realizaron un test de
conocimientos sobre la totalidad del texto.
Al comparar los resultados del test, los investigadores no hallaron
diferencias estadísticamente significativas entre las distintas condiciones de
estudio. De hecho, salvo no pocas excepciones, la mayoría de los estudios
ha arrojado resultados similares hasta el día de hoy. Ahora bien, si se
analizan en detalle las preguntas de los test empleados en estos estudios, se
puede apreciar que los alumnos que han subrayado o los que han estudiado
un texto ya resaltado obtienen resultados ligeramente mejores en las
preguntas que versan sobre los fragmentos destacados.
Esto podría explicarse por el conocido como «efecto de aislamiento» (o
«efecto Von Restorff»), que se produce cuando una información que
sobresale sensorial o semánticamente tiene más probabilidades de ser
recordada que el resto de la información que la rodea. Por ejemplo, le
propongo que lea las siguientes listas de palabras:
El efecto de aislamiento predice que si ahora le pido que trate de recordar
todas las palabras que pueda de cada una de las listas anteriores, es muy
probable que no olvide mencionar los términos caracol (que destacaba
sensorialmente) y Spiderman (que destacaba semánticamente). Ahora bien,
vale la pena remarcar que este efecto solo se producirá si hay una
información que destaque respecto a mucha otra y que no beneficiará a la
información supuestamente secundaria. Obviamente, si subrayamos todo o
casi todo lo que tenemos que estudiar, ya no destacará ninguna información
y adiós al efecto de aislamiento.
En realidad, en un contexto de estudio más cotidiano, el hecho de que las
partes subrayadas de un texto se recuerden mejor probablemente esté más
relacionado con que les prestamos más atención, en especial al repasar la
lección. Por ello, para que la estrategia de subrayar arroje algún beneficio,
es importante ser capaces de discernir entre las ideas más importantes y las
que no lo son tanto (siempre y cuando el examinador haya enfocado la
prueba evaluativa en esos mismos ítems, por supuesto). Este hecho
condiciona la efectividad de esta estrategia de estudio: en general, solo se
beneficiarán los estudiantes que sepan seleccionar la información oportuna.
Así, cuando los estudiantes no cuentan con una buena base de
conocimientos previos sobre lo que están aprendiendo, su capacidad de
identificar en el texto aquello que en realidad es relevante y central es muy
limitada, de ahí que acaben subrayándolo casi todo. En estos casos,
subrayar claramente no aporta ninguna ventaja e incluso puede resultar
contraproducente. Así lo reflejan múltiples estudios. De hecho, subrayar
mucho requiere menos esfuerzo cognitivo (menos reflexión sobre el
significado del texto) que emplazarse a tratar de discernir entre las ideas
claves y las que resultan menos relevantes, para resaltar solo las primeras.
Precisamente, esta tarea mental (que tendría puntos en común con la de
resumir lo aprendido) podría ser la responsable de los modestos beneficios
que puede proporcionar la técnica de subrayar, cuando los tiene. En otras
palabras, el beneficio de subrayar un texto mientras estudiamos puede que
dependa de cuánto reflexionemos sobre qué vale la pena subrayar y qué no.
Estas decisiones implican dar sentido al texto y comprender cómo se
relacionan sus partes, lo que promueve que lo recordemos mejor.
En realidad, cuando subrayar se combina con otras estrategias de
aprendizaje, puede resultar más útil. Como bien recordará, las evidencias
reflejan que una de las mejores técnicas para aprender es la práctica de la
evocación, sobre todo si se repite de forma espaciada en el tiempo. Pero
esta estrategia requiere feedback, esto es, que comprobemos si hemos
evocado lo aprendido de la forma adecuada. Por ello, cuando la estrategia
de subrayar se realiza oportunamente, seleccionando solo los conceptos e
ideas relevantes, y el repaso de lo estudiado se realiza mediante la
evocación y no volviendo a releer lo subrayado directamente, entonces
haber subrayado puede facilitarnos la tarea de encontrar la información
relevante en el texto en el momento de buscar feedback.
En definitiva, subrayar puede resultar útil si:
• Lo subrayado es lo relevante y es lo que aparecerá en el examen, claro.
• Se lleva a cabo reflexionando sobre el significado del texto, mejor
después de haberlo leído todo.
• Se emplea para apoyar estrategias como la evocación espaciada.
Releer
Releer el libro o los apuntes es quizá la estrategia más habitual que usan los
estudiantes, convencidos de que la clave para aprender consiste en repetir la
codificación. Y es lógico que lo piensen, porque cuando releemos un texto,
sobre todo si lo hacemos poco después de haberlo leído por última vez,
tenemos la sensación de saberlo sin problemas. Sin embargo, esta sensación
se debe solo a un fenómeno de familiaridad: que algo nos resulte familiar
cuando lo vemos o lo leemos no significa que podamos explicarlo si nos
preguntan acerca de ello.
Releer también es muy popular porque es una actividad que apenas nos
exige esfuerzo mental (aparente). Sin duda, es mucho menos pesado volver
a leer que tratar de evocar lo leído y explicarlo con nuestras propias
palabras. De igual forma, es mucho más liviano cognitivamente revisar
cómo resolvimos un problema que volver a hacerlo o resolver otro. Pero
justo por ello también es mucho menos efectivo, en especial a medio y largo
plazo. Los esfuerzos cognitivos que implican la evocación o el
razonamiento promueven los cambios que el cerebro hace en su estructura
para consolidar los aprendizajes. Sin estos esfuerzos, el aprendizaje es
efímero.
Por desgracia, el hecho que leer y releer sea muy efectivo a corto plazo
nos hace creer que funciona. Además, puesto que no nos pone en una
situación que nos permita identificar nuestros puntos flacos, porque
realmente no nos pone a prueba, hace que parezca que no los tenemos. No
es extraño, por lo tanto, que la práctica de la evocación resulte menos
atractiva en comparación. Al fin y al cabo, aunque nos suponga un tiempo
similar, evocar requiere un esfuerzo cognitivo mayor que releer y, encima,
nos revela nuestras debilidades, lo que nos hace creer que estamos menos
preparados que si repasamos releyendo.
Con todo, no olvidemos que releer puede ser necesario muchas veces
para tratar de entender un texto. Es obvio que en estos casos sí resulta
oportuno hacerlo. Al fin y al cabo, una buena manera de obtener un
conocimiento duradero y transferible es mediante la comprensión, lo que
implica la conexión con nuestros conocimientos previos. Sin embargo, para
repasar, siempre es mejor evocar que releer de buenas a primeras.
Copiar
El caso de copiar es muy parecido al de releer. Y aunque parezca que es una
forma de releer más activa porque, al fin y al cabo, debemos reescribir lo
que leemos, en realidad es igual de ineficaz para promover el aprendizaje.
En otras palabras, para el tiempo y esfuerzo extra que representa copiar, es
mejor solo releer. En cualquier caso, copiar no es una buena opción para
estudiar.
Para que una información perdure en nuestra memoria no es suficiente
con que le hayamos prestado atención; es decir, no basta con que las
sostengamos unos instantes en nuestra memoria de trabajo, ni siquiera con
que lo hagamos en repetidas ocasiones. Si ello fuera suficiente, todos
seríamos capaces de dibujar con bastante precisión un billete de diez euros
(o el billete más habitual en su país) de memoria; al fin y al cabo, lo hemos
visto en incontables ocasiones.
Exponerse a una información no sirve de mucho si no pensamos en su
significado. Y copiar un texto, un esquema o un dibujo es algo que no nos
exige pensar acerca de su contenido. Es más, incluso podemos llegar a
hacerlo mientras pensamos en otra cosa. Por eso, pasar los apuntes a limpio
o manuscribir fragmentos del libro de texto no nos aportará mucho si lo
hacemos copiando sin más. En cambio, será mucho más efectivo hacerlo
después de leer, pero sin copiar, es decir, sin tener la fuente original a
nuestro alcance. De hecho, solo deberíamos revisarla después de acabar o
cuando no hayamos sido capaces de recordar algo, por mucho que lo
hayamos intentado.
De la misma manera, copiar el procedimiento de resolución de un
problema tampoco sirve de nada. Vale más la pena estudiarlo sin copiarlo y
a continuación tratar de resolver problemas análogos a partir de lo que
hemos aprendido, sin consultar el proceso de resolución hasta haberlos
terminado o solo tras habernos quedado trabados a medio camino.
Mientras copiamos un texto o el procedimiento de un ejercicio puede
darnos la sensación de que estamos aprendiendo. Pero, de nuevo, se trata de
una mera sensación de familiaridad. Una cosa es que creamos que sabemos
algo y otra que efectivamente podamos explicarla o llevarla a cabo.
NOTA FINAL
No quería poner punto y final a este libro sin dedicarle al lector mis mejores
deseos para sus futuros propósitos de aprendizaje. Con total humildad,
espero que lo que haya aprendido entre estas páginas le sirva para sacar
mayor partido a su habilidad para aprender y haga más productivos los
esfuerzos que invierta en ello. El cerebro humano conserva su capacidad
para aprender durante toda la vida (aunque decline poco a poco a partir de
la treintena), por lo que nunca es tarde para valerse de estas ideas. Espero
sinceramente que le resulten de utilidad. Y si es usted docente, espero que
le inspiren para guiar su empeño por ayudar a sus estudiantes a aprender.
Un manual práctico que sintetiza, de forma sencilla y amena,
cómo aprende el cerebro y qué puedes hacer para desarrollar
todo su potencial.
Por el experto en neurociencia y psicología del aprendizaje Héctor
Ruiz Martín.
¿Por qué a unas personas se les dan mejor los estudios que a
otras? ¿Qué diferencias entre los estudiantes determinan su
habilidad
para
aprender?
¿Cómo
podemos
conseguir
conocimientos más profundos, duraderos y transferibles a
nuevas situaciones? Estas son preguntas de enorme interés
que la neurociencia y las ciencias cognitivas han investigado
en las últimas décadas. Sus conclusiones son tan sorprendentes como
alentadoras: las estrategias de aprendizaje que empleamos pueden marcar la
diferencia en nuestro empeño. Revelar cuáles son esas estrategias según la
evidencia científica es precisamente el propósito de este libro.
Héctor Ruiz Martín
es director de la International Science Teaching
Foundation. Biólogo e investigador en los campos de la psicología
cognitiva de la memoria y el aprendizaje, ha sido profesor tanto en la
educación secundaria como en la universidad. Su carrera científica se ha
desarrollado en centros de investigación de Estados Unidos como la
Universidad de Washington y el Jet Propulsion Laboratory (NASA) de
California. En los últimos quince años, ha trabajado en el desarrollo de
recursos educativos fundamentados en la evidencia científica en torno al
aprendizaje, que han alcanzado a centenares de miles de estudiantes en
Europa y América. Además, ha sido asesor de diversos gobiernos e
instituciones educativas en España, Asia y Latinoamérica. Héctor Ruiz
Martín es también autor de ¿Cómo aprendemos? (Graó) y Conoce tu
cerebro para aprender a aprender (ISTF).
Primera edición: octubre de 2020
© 2020, Héctor Ruiz Martín
© 2020, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
Travessera
Travess
era de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2020, Jordi Barenys Haya, por las ilustraciones del apartado «Estrategias mnemotécnicas»
Diseño de portada: Sophie Guët
Imagen de portada: © Eiko Ojala
Penguin Random
Random House Grupo
Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la
creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre
expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por
respetar las leyes del copyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún
medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe
publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos
Reprográficos, www.cedro.org)
www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-18045-41-7
Composición digital: Newcomlab S.L.L.
www.megustaleer.com
[1]Excepto
Excepto en casos de disfunciones extremas.
[1]
Índice
Aprendiendo
Aprend
iendo a aprender
Introducción: Aprender a aprender para ser mejor estudiante
1. ¿Cómo
¿Cómo aprende
aprende el cerebro?
2. Concentrarse para aprender
3. Pensar para aprender
4. Recordar
Recordar para aprender
5. Olvidar para aprender
6. Diversificar para aprender
7. Motivarse
Motivarse para aprender
8. Controlarse para aprender
Anexo: Estrategias de aprendizaje poco efectivas
Nota final
final
Sobre este libro
Sobre Héctor Ruiz Martín
Créditos
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