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8 Archipielago Gulag

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Allá por el año 1949, unos cuantos amigos encontramos una curiosa noticia
en la revista Priroda (La Naturaleza), publicada por la Academia de
Ciencias. Decía —en letra menuda— que en unas excavaciones realizadas
en el río Kolyma, se descubrió un filón de hielo subterráneo (una
prehistórica corriente congelada), y en él, también congelados, ejemplares
de fauna fósil (de varias decenas de miles de años de antigüedad). Estos
peces o tritones se habían conservado tan frescos —atestiguaba el docto
corresponsal—, que los allí presentes rompieron el hielo y se los comieron
CON FRUICIÓN.
Probablemente los escasos lectores de la revista quedaron asombrados
de que la carne de pescado pudiera conservarse tanto tiempo en el hielo.
Pero fueron, sin duda, muy pocos los que captaron el extraordinario sentido
del imprudente despacho.
Nosotros lo comprendimos en seguida. Vimos la escena en todos sus
detalles: cómo los presentes, con nerviosismo y rapidez, rompían el hielo;
cómo, perjudicando los altos intereses de la Ictiología y propinándose
codazos, arrancaban a pedazos la carne milenaria, la arrastraban hasta la
hoguera, la descongelaban y saciaban su hambre.
Y lo comprendimos porque figurábamos entre los PRESENTES,
pertenecíamos a la poderosa raza de los zekos[a], única en la tierra capaz de
comerse CON FRUICIÓN unos tritones.
Kolyma era la mayor y más famosa de las islas, el polo de la crueldad
del asombroso país de GULAG[b], fraccionado en archipiélago por la
geografía, pero fundido, por la psicología, en un continente, un país casi
invisible, casi impalpable, poblado precisamente por los zekos.
Este archipiélago —país que moteó otro país, en cuyo interior se halla
—, penetró en las ciudades, llegó hasta sus calles… Sin embargo, unos ni
siquiera sospechaban su existencia; muchísimos, tenían de él una vaga
noción, y sólo los que allí estuvieron lo sabían todo.
Pero guardaban silencio, como si en las islas del Archipiélago se
hubieran privado de la palabra.
Gracias a un giro inesperado en nuestra historia, salió a la luz algo —
poquísimo— sobre este Archipiélago. Pero las mismas manos que nos
habían puesto las esposas, mostraban ahora las palmas en ademán
conciliador: «No conviene… No conviene remover el pasado… Al que
recuerde lo viejo, que le saquen un ojo». Pero el proverbio acaba así: «Y al
que lo olvide, que le saquen los dos».
Pasan los decenios, que indefectiblemente cicatrizan las heridas y las
llagas del pasado. Entretanto, algunas islas se estremecieron y se
desintegraron, cubiertas por el mar polar del olvido. Y, así, un día de una
época futura, este Archipiélago, su atmósfera y los huesos de sus habitantes,
incrustados en un filón de hielo, se les antojarán a nuestros descendientes
quiméricos tritones.
No me atrevo a escribir la historia del Archipiélago: no tuve ocasión de
leer sus documentos. Pero ¿tendrá alguien esa ocasión…? Aquéllos, los que
no desean RECORDAR, han tenido y tendrán tiempo suficiente para
destruir hasta el último documento.
Tras haber pasado allí once años; después de haber vivido aquel mundo
deforme, pero no como una ignominia, no como una pesadilla maldita, sino
casi con cariño, ahora, convertido, por un giro feliz, en depositario de
muchos relatos y cartas posteriores, ¿podré revitalizarlo, convertirlo en algo
de carne y hueso, de carne viva? (Carne de un tritón que, por así decirlo,
aún sigue vivo).
LO DEDICO
a todos aquellos a los que no les alcanzó la vida para contar
esto.
Perdonadme porque no lo vi todo,
no lo recordé todo,
no lo intuí todo.
Este libro habría sido una empresa imposible para uno solo. Aparte lo que
yo mismo extraje del Archipiélago en mi cuerpo, en mi memoria, en mis
oídos y en mis ojos, me proporcionó datos para este libro, en forma de
relatos, memorias y cartas
una lista de 227 nombres.
No les expreso aquí mi reconocimiento personal, ya que es el
monumento que, juntos, levantamos a todos los torturados y asesinados.
Quisiera destacar en esta lista a los que tanto se esforzaron por
ayudarme, para que la obra tuviese puntos de apoyo bibliográficos tomados
de las bibliotecas de hoy, o hace tiempo retirados y destruidos, ya que para
hallar un ejemplar íntegro se requería mucho tesón; y aún más a los que me
ayudaron a esconder este manuscrito en unos momentos difíciles y,
posteriormente, a multicopiarlo.
Pero aún no ha llegado la hora en que pueda revelar sus nombres.
Este libro tenía que haber sido redactado por Dmitri Petrovich
Vitkovski, viejo recluso de las islas Solovki. Pero media vida pasada allí
(así se titulan sus Memorias del campo: Media vida) fue causa de una
parálisis prematura. Privado ya del habla, logró leer sólo algunos capítulos
acabados y comprobar que TODO SERÍA CONTADO.
Y aunque la libertad tarde en brillar en mi país y la circulación de este
libro constituya un grave riesgo, saludaré también agradecido a los futuros
lectores, en nombre de aquéllos, de los que murieron.
Cuando empecé este libro, en 1958, no conocía Memorias ni obras
literarias dedicadas a los campos de concentración. En los años que pasé
trabajando en él, hasta 1967, fui conociendo poco a poco los Relatos de
Kolyma, de Varlam Shalamov, y las Memorias de D. Vitkovski,
E. Guinzburg y O. Adamova-Sliozberg, a los que me refiero como si se
tratara de obras literarias de todos conocidas (y así será, al fin y al cabo).
Pese a sus deseos, y contra su voluntad, aportaron datos inestimables a
este libro y conservaron muchos hechos importantes, cifras y hasta el aire
que respiraban, M. J. Sudrab-Lacis, N. V. Krylenko —Fiscal General
durante muchos años—, su heredero, A. J. Vichinski, y sus juristascómplices, entre los cuales hay que destacar a I. L. Averbaj.
También proporcionaron material TREINTA Y SEIS escritores
soviéticos, con MÁXIMO GORKI a la cabeza, autores de un ignominioso
libro sobre el BELOMORKANAL[c] que, por vez primera en la literatura
rusa, ensalza el trabajo de los esclavos.
Primera parte
La industria carcelaria
En una época de dictadura,
de enemigos por todas partes,
a veces dimos muestra de una delicadeza
y compasión innecesarias.
KRYLENKO, discurso en el proceso contra el Partido
Industrial
I
El arresto
¿Cómo se llega a este misterioso Archipiélago? Continuamente vuelan
hacia él aviones, navegan barcos, se arrastran ruidosamente los trenes, pero
no llevan ningún letrero que indique el lugar de destino. Los empleados de
las taquillas y los agentes del «Sovturist» o del «Inturist» quedarían
asombrados si se les pidiera un billete para el Archipiélago. No han oído
hablar de él ni de ninguno de sus muchos islotes.
Los que van al Archipiélago a gobernar, llegan a través de las escuelas
del MVD[d].
Los que van a vigilar, son reclutados por los comisariados militares.
Y para los que van allí a morir, como usted y yo, querido lector, hay una
sola y obligatoria forma de llegar: a través del arresto.
¡¡El arresto!! ¿Será necesario decir que da un vuelco a toda nuestra
vida? ¿Que es un rayo que descarga sobre uno? ¿Que es una sacudida moral
tan terrible, que no todos la encajan y que, a menudo, lleva a la locura?
El Universo tiene tantos centros como seres vivientes. Cada uno de
nosotros es el centro de un mundo, y el Universo se resquebraja cuando le
mascullan a uno: «Queda usted detenido».
Y cuando queda usted detenido, ¿podrá verdaderamente permanecer
algo en pie ante este terremoto?
Con el cerebro embotado, incapaces de comprender estas deformaciones
tectónicas del Universo, en ese momento, tanto los más agudos como los
más lerdos sólo son capaces de extraer, de toda su experiencia, un:
¿¿Yo?? ¿¡¿Por qué?!?
Pregunta que antes de nosotros se ha repetido millones y millones de
veces y que jamás obtuvo respuesta.
El arresto es una manera fulminante y sorprendente de arrojar,
precipitar, trasplantar de un estado a otro.
Corriendo felices o arrastrándose desdichados por la larga y tortuosa
calle de nuestra vida, pasamos junto a vallas, vallas y más vallas de madera
podrida, tapias de arcilla, cercas de ladrillo, de hormigón, de hierro. No nos
paramos a pensar qué podía haber detrás de ellas. No intentamos elevar la
mirada ni el pensamiento por encima de las mismas, pese a que,
precisamente allí, empezaba el país de GULAG, tan cerquita, a dos metros
de nosotros. Y tampoco nos percatamos del sinfín de puertas y portezuelas,
bien ajustadas y disimuladas, que había en aquellas vallas. Todas aquellas
puertas estaban preparadas para nosotros, y he aquí que, de pronto, se abrió
rápidamente una, la fatal, y cuatro blancas manos masculinas, que no sabían
de trabajo físico, pero llenas de energía, nos agarraron por las piernas, por
las manos, por el cuello, por la gorra, por las orejas…, nos arrastraron como
un fardo y se cerró para siempre, detrás de nosotros, la puerta, la puerta de
nuestra vida anterior.
Y nada más. Queda usted detenido.
Y, por toda respuesta, só… ó… ó… lo se le ocurrirá balar como un
borrego:
—¿¿Yo… o?? ¿¿Por qué…??
Esto es el arresto: un fogonazo cegador y un golpe que relegan el
presente al pasado, mientras lo imposible se hace totalmente presente.
Y eso es todo. Y no logrará usted entender nada más ni en la primera
hora ni en el primer día.
Y en su desesperación, incluso verá resplandecer una luna parecida a un
juguete de niño, a un decorado de circo: «¡Es un error! ¡Se aclarará!».
Todo lo demás, lo que constituye la imagen tradicional y hasta literaria
del arresto, se acumulará y ordenará no en su memoria turbada, sino en la
memoria de su familia y sus vecinos.
Es un estridente timbrazo nocturno o un violento repicar en la puerta. Es
la arrogante entrada de los agentes[e], que penetran en su casa sin limpiarse
las botas. Es el testigo ocular, que, asustado, permanece tras ellos.
(¿Para qué se necesita el testigo? La víctima no se atreve a plantear
preguntas, y los agentes no recuerdan para lo que sirve, pero su presencia
está prevista en las instrucciones; y él permanecerá en vela toda la noche,
para firmar a la madrugada. El testigo, arrancado de la cama, también sufre:
una noche sí y otra también, ha de colaborar en la detención de sus vecinos
y conocidos).
El arresto tradicional es, además, las temblorosas manos que preparan
las cosas del detenido: una muda de ropa, una pastilla de jabón, algo de
comer; pero nadie sabe qué debe ni qué puede llevarse; y mientras, los
agentes dan prisas y cortan los preparativos: «No hace falta nada. Allí le
darán de comer. Allí hace calor». (Todo es mentira. Dan prisa para meter
miedo).
El arresto tradicional es también, cuando se han llevado al pobre
hombre, la brutalidad, durante muchas horas, en la casa, de una fuerza
intrusa, ruda y aplastante. Es arrancar, tirar y apartar violentamente de las
paredes los armarios, abrir cajones, desparramar su contenido, apilarlo,
pisotearlo. Durante el registro no hay nada sagrado. Cuando detuvieron a
Inoshin, maquinista de tren, había en la habitación un ataúd con un
pequeñín, que había acabado de morir. Era su hijo. Los juristas volcaron el
féretro, apartaron el cadáver y buscaron también en el interior de la caja.
Sacan a los enfermos de las camas y les quitan las vendas de las heridas[1].
Durante el registro, nada puede considerarse absurdo. A Chetverujin,
coleccionista de antigüedades, le confiscaron «muchos papeles de edictos
imperiales», a saber: los ucases sobre el final de la guerra contra Napoleón,
sobre la formación de la Santa Alianza y el texto de las rogativas
celebradas, en 1830, con motivo de la epidemia de cólera. A Vostrikov,
nuestro mejor conocedor del Tibet, le requisaron valiosos códices tibetanos,
y, con muchas dificultades, los discípulos del fallecido lograron arrancarlos
de manos de la KGB treinta años después. Cuando detuvieron al orientalista
Nevski, se llevaron manuscritos tangutos (por haberlos descifrado, a este
sabio le fue concedido, veinticinco años después, el premio Lenin a título
póstumo). De casa de Karguer se llevaron los archivos de los ostiacos del
Yeniséi, prohibieron el alfabeto creado por Karguer, y el pueblo en cuestión
se quedó sin idioma escrito. Llevaría mucho tiempo describir todo esto en
lenguaje intelectual. El pueblo, refiriéndose al registro, dice simplemente:
«buscan lo que no existe».
Se llevan lo requisado, y a veces obligan al detenido a cargar con ello:
Nina Alexandrovna Palchinskaya llevó a cuestas un saco con los papeles y
cartas de su laborioso marido —un gran ingeniero ruso—, hasta las fauces
de ELLOS, para siempre, sin retorno.
Y para aquellos que deja el arrestado, empieza una larga vida desolada y
deshecha. Tratan de que les lleguen paquetes, pero en todas las ventanillas
les ladran: «Ese no está en la lista», «No se encuentra aquí». En los días
malos de Leningrado había que estar hasta cinco días en cola ante esta
ventanilla. Y es posible que al cabo de medio año o de un año, el detenido
dé señales de vida o eructen en los oídos de quien pregunta por él: «Sin
derecho a correspondencia», lo cual significa, casi con toda seguridad, que
ha sido jubilado[2].
Es así como nos imaginamos el arresto.
Efectivamente, las detenciones nocturnas semejantes a la descrita, son
las preferidas en nuestro país, porque ofrecen importantes ventajas. Todos
los que viven en el apartamento se estremecen de temor al oír el primer
golpe en la puerta. Sacan al arrestado del calor del lecho; éste se muestra
torpe a causa de la modorra, está entontecido. En la detención nocturna, los
agentes cuentan con superioridad de fuerzas: son varios hombres armados
contra uno con el pantalón a medio abrochar; mientras se viste y hacen el
registro no se apiñará en el portal una multitud de eventuales partidarios de
la víctima. La visita calmosa y espaciada a un apartamento, después a otro,
mañana al tercero, y pasado al cuarto, permite utilizar de manera racional la
plantilla de agentes y encarcelar a una cantidad de personas muchas veces
superior al número de agentes.
Los arrestos nocturnos ofrecen también la ventaja de que ni los
habitantes de las casas vecinas ni de las calles de la ciudad saben a cuántos
se han llevado en una noche. Alborotan a los vecinos próximos, pero los
lejanos ni se enteran, como si no hubieran estado. Sobre el mismo asfalto
por el que, de noche, circularon los furgones celulares, durante el día
marcha la nueva generación con banderas y flores, entonando cantos
venturosos.
Pero los agentes que sólo se dedican a detener. Para quienes el horror de
los arrestados resulta desagradable y embarazoso, tienen un concepto
mucho más amplio de su misión. Poseen una gran teoría; no seamos
ingenuos pensando que no la tienen. La «arrestonomía» es parte importante
del curso de «carcelología» y se asienta en una sólida teoría social. Según
distintos conceptos, los arrestos se clasifican en: nocturnos y diurnos, en su
domicilio, en el trabajo y en viaje; por primera y segunda vez; por separado
y en grupo. Los arrestos se distinguen según el grado de sorpresa requerido
para llevarlos a cabo, según el grado de eventual resistencia (pero, en
decenas de millones de casos, la resistencia no se esperaba y no la hubo).
Las detenciones se diferencian por la seriedad del registro[3]; según se
requiera o no hacer una lista de lo confiscado, sellar las habitaciones,
detener después del marido a la mujer y meter a los niños en una guardería,
deportar al resto de la familia, o mandar a los viejos también a un campo de
concentración.
No se crea, los arrestos son muy variados en sus formas. La húngara
Irma Mendel, en una ocasión consiguió en la Komintern (en 1926), dos
entradas para el «Teatro Bolshoi». La cortejaba el juez de instrucción
Kleguel y ella lo invitó. Disfrutaron muy cariñosamente del espectáculo y,
al final, él la llevó… derechito a la Lubianka. Y si un soleado día de junio
de 1927, en la calle Kuznetski Most, la bella Ana Skripnikova, de rostro
carnoso y rubia trenza, cuando acababa de comprar tela azul para un
vestido, un joven petimetre la subió a un coche (el chófer ya sabía de lo que
iba y se enfurruñó: estos Órganos no pagan), sepan que no es una cita
amorosa, sino un arresto: sólo les queda torcer hacia la Lubianka y entrar en
las negras fauces del portón. Y si (veintidós primaveras después) el capitán
de fragata Boris Burkovski, de punta en blanco, oliendo a colonia cara,
compra una tarta para su novia, no juren que la tarta llegará a poder de la
novia y que no será rajada por las navajas de los que registran y que el
capitán de fragata no se la llevará a su primera celda. No, en nuestro país
jamás fue desdeñado ningún tipo de arresto: el diurno, en viaje, y en un
hervidero humano. Pero, eso sí, se hace con limpieza; lo más asombroso es
que las víctimas, de común acuerdo con los agentes, se portan con
extremada nobleza, para que nadie se percate de la desaparición del
«predestinado».
No a todos conviene arrestarlos en casa, llamando previamente a la
puerta (el que llama es el administrador de la finca o el cartero), ni tampoco
conviene detenerlos a todos en su lugar de trabajo. Si el que se va a arrestar
es malévolo, conviene agarrarlo fuera de su ambiente cotidiano: de su
familia, de los compañeros de trabajo, de sus correligionarios, de sus
escondrijos: no hay que darle tiempo a que destruya, oculte o transmita
algo. A algunos altos cargos, militares o políticos, a veces les asignaban un
nuevo destino, les destinaban un coche especial y, en el camino, los
arrestaban. Pero un simple mortal, acoquinado por los arrestos al por mayor,
que lleva una semana entera abatido ante las miradas ceñudas de su jefe, es
invitado de pronto al comité sindical, donde le entregan risueños una plaza
para un sanatorio de Sochi. El conejo se enternece; entonces considera que
su miedo era infundado. Él lo agradece y, jubiloso, corre a casa a hacer la
maleta. Faltan dos horas para el tren, regaña a su desmañada esposa. Por fin
llega a la estación. Aún le queda tiempo. En la sala de espera, o en el bar, un
joven simpatiquísimo lo llama: «¿Se acuerda de mí, Piotr Ivanich?». Piotr
Ivanich siente embarazo: «Me parece que no, aunque»… El joven se
muestra amistoso en grado sumo: «Hombre, hombre, permítame que le
haga recordar»…, y saluda muy respetuosamente a la esposa de Piotr
Ivanich: «Perdón, debo hablar con su esposo, es un minuto»… La esposa se
lo permite y el desconocido se lleva a Piotr Ivanich, con confianza, del
brazo, para siempre o para diez años.
Alrededor bulle la masa de viajeros que, sin percatarse de nada,
aguardan en la estación… Ciudadano aficionado a los viajes: no olvides que
en cada estación hay una sección de la GPU y varias celdas.
Estos presuntos conocidos son tan pegajosos, que si un hombre no se ha
curtido en un campo de concentración no logra deshacerse de ellos. No se
crea que si usted es funcionario de la Embajada americana, y su nombre,
por ejemplo, es Al-r D., no se atreverán a arrestarlo en pleno día en la calle
Gorki, junto a la Central de Telégrafos. Un amigo desconocido se abrirá
paso entre la muchedumbre para llegar hasta usted y, extendiendo sus
manazas: «Sa… cha! —no se oculta, sino grita—: ¡Golfo! ¡Dichosos los
ojos que te ven…! Pasa a este lado, para no molestar». Y a este lado,
rozando el bordillo de la acera, llegará en ese preciso instante un coche
«Poveda»… (Días después la agencia «TASS» manifestará indignada que
las esferas competentes no saben nada sobre la desaparición de Al-r D).
Pero eso no entraña ninguna dificultad. Nuestros mozarrones arrestaban
hasta en Bruselas (así cogieron a Zhora Blednov), que es más difícil que en
Moscú.
Demos a los Órganos su merecido: en este siglo, cuando los discursos,
las piezas teatrales y las modas femeninas parecen fabricadas en cadena, los
arrestos son variados. Al entrar en la fábrica después de enseñar el pase, te
apartan y te llevan; con 39 grados de fiebre te sacan de un hospital militar
(Hans Bernstein) y el médico no se opone (¡y que no se le ocurra!); te
levantan de la mesa de operaciones, después de operarte una úlcera de
estómago (N. M. Vorobiov, inspector regional de escuelas, 1936) y entre la
vida y la muerte, sangrando, te trasladan a la celda (recuérdese a
Karpunich); pides (Nadia Levitskaya) visitar a tu madre presa, y lo logras,
pero resulta que se trataba de un careo y te arrestan. En una tienda de
ultramarinos te invitan al departamento de encargos y allí te arrestan; te
detiene un vagabundo al que, por amor de Dios, le diste cama en tu casa; te
arresta el electricista, que viene a tomar los datos del contador eléctrico; te
detiene un ciclista que te arrolló en la calle, el maquinista de un tren, un
taxista, el empleado de una caja de ahorros y el administrador de un cine…
todos ellos te detienen y, cuando ya es demasiado tarde, ves el carnet de
pastas rojas que llevaban muy escondido.
A veces los arrestos se efectúan con un lujo tal de inventiva, con un
despliegue de energías tan excesivo, que el arresto parece un juego, porque,
de todas formas, la víctima no habría ofrecido resistencia. ¿No será porque,
así, los agentes quieren justificar su labor y su abundancia? Probablemente
bastaría con enviar una citación a todos los «conejos» señalados y ellos
mismos, a la hora y minuto indicados, acudirían con su hatillo a las negras
puertas de hierro de la Seguridad del Estado para ocupar en el calabozo el
trozo de suelo que les indiquen. (A los koljosianos los detienen así; estaría
bueno que hubiese que ir a por ellos a su casa, de noche y cruzando los
campos. Lo citan al soviet rural y allí lo agarran. Al peón lo llaman a la
oficina).
Claro, cada máquina tiene su capacidad, más de la cual no puede tragar.
En los abundantes años de 1945-1946, cuando de Europa llegaban convoyes
que había que tragar de un golpe y mandarlos a GULAG, el juego ya no era
tan excesivo, la propia teoría quedó bastante desdibujada, las plumas
rituales se desprendieron y el arresto de decenas de miles tenía más bien
aspecto de un mezquino pase de lista: venían con las listas, llamaban a los
de un tren, los montaban en otro y en eso consistía el arresto.
En nuestro país, los arrestos políticos de varios decenios tenían la
particularidad de que los detenidos eran unos inocentes no preparados para
la resistencia. Se creó un ambiente general de perdición irremediable, la
idea de que (con nuestro sistema de pasaportes, bastante justa por cierto) era
imposible escapar de la GPU-NKVD. Y aún en plena epidemia de arrestos,
cuando la gente al salir para el trabajo todos los días se despedía de los
familiares porque no sabía si regresaría por la noche, apenas se escapaban
(los casos de suicidio eran muy raros). Era lo que se necesitaba. De la oveja
mansa se aprovecha el lobo.
Ello también se debía a que la gente desconocía el mecanismo de las
epidemias de arrestos. Los Órganos casi nunca tenían sólidas razones para
preferir el arresto de alguien en concreto; lo que les importaba era alcanzar
las cifras establecidas. Estas cifras podían lograrse mediante un proceso
lógico, pero también fortuito. En 1937, en la NKVD de Novocherkassk se
presentó una mujer para preguntar qué hacer con un niño de pecho
hambriento, que su madre, al ser arrestada, había dejado abandonado.
«Espere —le dijeron—; ahora lo aclararemos». Estuvo esperando unas dos
horas y, de la sala de recepción, la llevaron a la celda: había que alcanzar
rápidamente una cifra y no había agentes disponibles para enviar a la
ciudad, mientras que la mujer ya estaba allí. Por el contrario, al letón
Andrei Pavel, de Orsha, fue a detenerlo la NKVD; Pavel no les abrió la
puerta, saltó por la ventana y se marchó directamente a Siberia. Allí vivió
con su nombre y con los documentos que decían que era de Orsha, pero
JAMAS fue detenido, ni llamado por los Órganos, ni objeto de sospechas.
Es que hay tres tipos de búsqueda: a escala nacional, a escala republicana y
a escala regional, y una buena mitad de los detenidos en aquellas epidemias
no habrían sido buscados fuera de su región. Alguien a punto de ser
arrestado por circunstancias casuales, como es la denuncia de un vecino,
podía muy bien ser sustituido por otro vecino. Los que como A. Pavel
cayeron por casualidad en una redada, o fueron buscados en su casa y
tuvieron el valor para escapar en esas primeras horas, antes del primer
interrogatorio, nunca más fueron buscados ni llamados a juicio, pero los que
se quedaban a la espera de que se les hiciera justicia, ésos fueron
condenados. Y casi todos, la inmensa mayoría, se comportaban como
cobardes, impotentes, desorientados.
También es cierto que la NKVD, si no encontraba la persona que
buscaba, obligaba a sus familiares a no ausentarse de la localidad; aunque
tampoco les costaba mucho arreglar los papeles y llevarse a los demás en
sustitución del escapado.
La inculpabilidad general determina la inacción general. A lo mejor no
me cogen a mí. A lo mejor me salvo. A. I. Ladyzhenski era profesor en una
escuela del remoto Kologriv. En 1937 se le acercó un campesino en el
mercado y le dijo, de parte de alguien: «Alexandr Ivanich, márchate; estás
en las listas». Pero él se quedó: «Soy el que llevo toda la escuela y doy
clase a sus hijos; ¿cómo van a detenerme…?». (Días después, le
detuvieron). No todos son como Vania Levitski, que a los catorce años ya lo
entendía: «Todas las personas honradas tienen que ir a la cárcel. Ahora está
preso mi padre y cuando yo crezca, también me detendrán a mí». (En
efecto, fue detenida a los veintitrés años). La mayoría se agazapa en una
ingenua esperanza. Soy inocente, ¿por qué me van a detener? ¡ES UN
ERROR! Te llevan por el cuello y aún sigues diciéndote: «¡Es un error! ¡Lo
averiguarán y me soltarán!». Cuando encarcelan a mansalva en torno a
uno, también es absurdo, pero en cada uno de esos casos no todo anda muy
claro: «¿Quién sabe si ése es…?». Pero tú, tú eres inocente, seguro. Sigues
aún creyendo que los Órganos tienen una lógica humana: lo averiguarán y
me soltarán.
Entonces, ¿qué necesidad tienes de escapar…? Entonces, ¿para qué vas
a ofrecer resistencia…? Sólo lograrás empeorar tu situación, entorpecer la
aclaración de error. Y nada de resistir: bajas la escalera de puntillas, como
está mandado, para que los vecinos no lo oigan[4].
Y, además, ¿resistirte a qué? ¿A que te despojen del cinturón? ¿A la
orden de que te retires a aquel rincón o de que cruces el umbral? El arresto
se compone de diminutos circunloquios, de incontables minucias, cada una
de las cuales, por separado, no parece digna de discusión (cuando la mente
del arrestado se mueve en torno a la gran pregunta de «¿¡Por qué!?»), y
todos estos circunloquios son los que, a fin de cuentas, componen el arresto.
El recién detenido lleva tantas cosas en el alma, que bien valdrían un
libro. Se cobijan en ella sentimientos que ni siquiera sospechamos. Cuando,
en 1921, detuvieron a Eugenia Doyarenko, de diecinueve años, y tres
jóvenes chequistas hurgaban en su lecho y en la cómoda de la ropa, se
mantuvo tranquila: no tenía nada, y nada hallarían. Pero de pronto tocaron
su Diario íntimo, que no podía enseñar ni a su madre, y la lectura de sus
páginas por aquellos muchachos extraños y hostiles, la impresionó más que
toda la Lubianka con sus rejas y sótanos. En muchas personas, estos
sentimientos y apegos personales, dañados por el arresto, pueden ser mucho
más fuertes que el miedo a la cárcel o las razones políticas. El que
interiormente no está preparado para la violencia, siempre es más débil que
el que violenta. Son pocos los inteligentes y valerosos que calculan al
instante. Grigoriev, director del Instituto Geológico de la Academia de
Ciencias, cuando fueron a detenerlo, en 1948, se parapetó, y durante dos
horas estuvo quemando papeles.
A veces el sentimiento predominante en el detenido es de alivio y hasta
de… ALEGRÍA; pero esto ocurría sólo en las epidemias de arrestos: a tu
alrededor se llevaban a gente como tú, y no iban por ti, tardaban, y la
extenuación, el sufrimiento, era peor que el arresto, y no sólo en los pobres
de espíritu. Vasili Vlasov, un comunista sin miedo —al que recordaremos
en otras ocasiones—, se negó a escapar, como le proponían sus ayudantes
no comunistas, y se sentía desfallecer porque toda la administración del
distrito de Kady había sido detenida (año 1937), y ¡no iban por él, no iban!
Era de los que ponen el pecho a los golpes: recibió el golpe, y en los días
posteriores al arresto, se sintió estupendamente. En 1934, el reverendo
padre Iraklii fue a Alma-Ata a visitar a unos creyentes desterrados;
mientras, en su casa de Moscú se presentaron tres veces a arrestarle.
Cuando regresó, los feligreses le esperaban en la estación y no le dejaron
marchar a casa. Ocho años le ocultaron, trasladándole de una casa a otra.
Aquella vida de acoso lo extenuó de tal manera, que en 1942, cuando, por
fin, lo arrestaron, el sacerdote entonó un cántico de alegría a Dios.
En este capítulo hemos hablado sólo de la masa, de los conejos, de los
encarcelados sin saber por qué. Pero a lo largo del libro hablaremos de los
que también en la nueva época siguieron siendo políticos de verdad. Vera
Rybakova, una estudiante socialdemócrata, cuando estaba en libertad
soñaba con la cárcel de Suzdal, en la que confiaba en reunirse con sus
compañeros mayores (ya no quedaba ninguno en la calle) para formarse allí
ideológicamente. En 1924, la social-revolucionaria Ekaterina Olitskaya se
consideraba indigna de la cárcel: por la cárcel habían pasado los mejores
hombres de Rusia; ella aún era joven y no había hecho nada en favor de
Rusia. Pero la calle la expulsaba ya de sí. Y, de esta forma, fueron a la
cárcel las dos, orgullosas y alegres.
«¡Resistencia! ¿Qué fue de vuestra resistencia?», increpan ahora a las
víctimas aquellos que se libraron del arresto.
Sí, la resistencia tenía que haber empezado aquí, en el momento del
arresto.
Y no empezó.
Así, pues, se lo llevan a uno. En el arresto diurno se da siempre ese
breve instante irrepetible en que, de forma imprecisa, según un acuerdo
cobarde, o totalmente al descubierto, con las pistolas desenfundadas, se lo
llevan a uno en medio de centenares de personas tan inocentes y
sentenciadas como uno. Y nadie nos tapa la boca, ¡y se puede, se debe
GRITAR! ¡Gritar que te han detenido, que criminales disfrazados andan a la
caza de la gente, que arrestan por denuncias falsas, que se está realizando
una sorda matanza de millones de seres! ¿Y no habrían llegado a indignarse
nuestros ciudadanos si hubiesen oído tales gritos muchas veces al día y en
todas partes de la ciudad? ¿¡Habrían sido tan fáciles los arrestos!?
En 1927, cuando la sumisión no había reblandecido aún a tal punto
nuestro cerebro, en la plaza Serpujovskaya, en pleno día, dos chequistas
trataron de arrestar a una mujer. Ella se abrazó a una farola, gritó y ofreció
resistencia. Se reunió el gentío. (Claro, se requería una mujer así, pero
también una multitud así. No todos los transeúntes bajaron la vista, no todos
escurrieron el bulto). Aquellos apresurados mozarrones quedaron cortados.
No podían trabajar a la luz del día. Subieron a un coche y escaparon. Lo
mejor que podría haber hecho aquella mujer habría sido ir inmediatamente a
la estación y largarse. Pero se fue a dormir a casa. Y de noche se la llevaron
a la Lubianka[f].
Pero de nuestros labios resecos no escapa ni un sonido, y la
muchedumbre que pasa nos toma, despreocupadamente, a nosotros y a
nuestros verdugos, por unos amigos que pasean.
Yo mismo tuve muchas ocasiones de gritar.
A los diez días de mi arresto, tres parásitos del SMERSH, más
agobiados por las cuatro maletas de trofeos que por mi persona —en mí,
después de un largo camino, ya tenían confianza—, me llevaron a la
estación Belorusskaya, de Moscú. Se llamaban escolta especial, y, en
realidad, las metralletas les molestaban más que otra cosa, ya que les
impedían llevar bien las cuatro pesadísimas maletas: las riquezas robadas en
Alemania por ellos y por sus jefes del contraespionaje SMERSH, del
Segundo Frente de Bielorrusia y que ahora, con el pretexto de escoltarme,
se las llevaban a sus familias, a su patria. Yo llevaba, sin placer alguno, la
quinta maleta, en la cual iban mis Diarios y mis creaciones, las pruebas
contra mí.
Ninguno de los tres sabía el camino, por lo cual yo tenía que elegir la
ruta más corta hasta mi cárcel, yo mismo tenía que conducirles a la
Lubianka, en la que nunca había estado (y que confundí con el Ministerio
de Asuntos Exteriores).
Después de un día en la Sección de Contraespionaje del Ejército y de
tres días en el Contraespionaje del Frente —donde mis compañeros de celda
ya me instruyeron acerca de las trampas, amenazas y palizas que daban los
jueces de instrucción, y me dijeron también que, una vez arrestado, jamás te
sueltan, y que una decena de años no te la quitaba nadie—, logré escapar de
milagro, y llevaba ya cuatro días como un hombre libre entre libres, aunque
mis costados habían yacido ya sobre la podrida paja junto al barril donde se
depositaban las materias fecales, y mis ojos ya habían visto a seres
apaleados e insomnes, y mis oídos habían escuchado la verdad, y mi boca
había probado el rancho carcelario… Entonces, ¿por qué callaba?, ¿por qué,
en mi última oportunidad de hablar, no ilustraba a la multitud engañada?
Callé en la ciudad polaca de Brodnitsy, aunque probablemente allí no
entendían el ruso. No grité una sola palabra en las calles de Bialystok, pero
quizás a los polacos eso les tuviera sin cuidado. Tampoco dije nada en la
estación de Volkovysk, aunque en ella había poca gente. Como si tal cosa,
marchaba con aquellos bandidos por el andén de Minsk, pero la estación
estaba aún en ruinas. Y ahora llevaba conmigo a los del SMERSH hacia la
cúpula blanca y redonda del vestíbulo superior de la estación del Metro de
Belorusskaya Radial, inundado de luz artificial; de abajo arriba parecía
subir a nuestro encuentro —en dos escaleras mecánicas paralelas a la
nuestra— una multitud de moscovitas. ¡Parecía que me miraban! En una
interminable cinta salían de allí, de la profundidad del desconocimiento
hacia la radiante cúpula, hacia mí, en busca de una palabra de verdad;
entonces, ¡¿¿por qué callaba…??!
Cada uno tiene siempre una docena de buenos motivos para demostrar
que no debe inmolarse.
Los unos aún confían en un desenlace feliz y temen, si gritan,
comprometer su suerte (hasta nosotros no llegan las noticias del otro
mundo; por eso no sabemos que desde el primer instante de la detención,
nuestro destino casi nos ha reservado lo peor, y que empeorarlo es
imposible). Otros han madurado aún hasta los conceptos que se expresan en
un grito a la muchedumbre. Sólo los revolucionarios tienen las consignas a
flor de labios, tanto, que pugnan por salir; pero ¿de dónde puede sacarlas el
pequeñoburgués dócil, no implicado en nada?; simplemente, NO SABE
QUÉ GRITAR. En fin, hay otro tipo de personas cuyo pecho está ya
demasiado lleno, cuyos ojos han visto excesivas cosas para poder agotar en
unos cuantos gritos incongruentes todo el lazo que llevan.
Yo callo, además, por otra razón: porque aquellos moscovitas que suben
elevados por las dos escaleras mecánicas, son pocos para mí, pocos. Aquí
oirían mi grito sólo doscientas o trescientas personas; pero ¿y los doscientos
millones de mis compatriotas…? Presiento vagamente que alguna vez podré
gritar ante esos doscientos millones reunidos…
Mas, por ahora, no abro la boca, y la escalera me arrastra,
irresistiblemente, hacia el infierno.
Y también callaré en el Ojotny Riad.
Tampoco gritaré ante el «Hotel Metropol».
No agitaré los brazos en el Gólgota de la plaza de la Lubianka.
Probablemente mi arresto fue del tipo más suave que imaginarse pueda. No
me arrancaron de los brazos de los familiares, ni de nuestra vida doméstica,
tan entrañable para nosotros. Un lánguido día de febrero europeo me
arrancaron de un estrecho cabo que se adentra en el mar Báltico; donde
habíamos rodeado a los alemanes o los alemanes a nosotros —no lo sé bien
—, lo cual me privó del familiar grupo de artillería y del espectáculo de los
últimos tres meses de la guerra.
El jefe de la brigada me llamó al Puesto de Mando y, sin saber para qué,
me pidió mi pistola; se la entregué, sin sospechar nada malo, y, de pronto,
del grupo de oficiales que en una tensa inmovilidad, se hallaban en un
rincón, se adelantaron dos oficiales del contraespionaje, en pocos saltos
cruzaron la habitación, me arrancaron la estrella de la gorra, los galones, la
correa, la bolsa de campaña… y gritaron con dramática voz:
—¡¡Queda usted detenido!!
Abrasado y traspasado de los pies a la cabeza, no se me ocurrió frase
más genial que:
—¿Yo? ¡¿Por qué…?!
Es una pregunta sin respuesta, pero yo, asombrosamente, la recibí. Debo
mencionarlo, pues supuso algo extraño en nuestras costumbres. Cuando los
del SMERSH acabaron de cachearme, junto con la bolsa, me quitaron mis
reflexiones políticas escritas. Atormentados por el temblor que en los
cristales producían las explosiones alemanas, apresuradamente me
empujaron hacia la salida. De pronto sonó una voz firme que se dirigía a mí
¡sí! a través de aquel tajo sordo que me separaba de los que quedaban, el
tajo que produjo, al caer pesadamente, la palabra «arrestado», sobre este
límite pestífero, que ya no rebasaría ni el sonido, pasaron las palabras
inconcebibles, mágicas del jefe de la Brigada.
—Solzhenitsin, vuélvase.
Con un movimiento brusco me deshice de los del SMERSH y di un
paso atrás, hacia el jefe de la Brigada. Yo apenas lo conocía. Él jamás había
condescendido a hablar conmigo. Para mí, la expresión de su cara siempre
era una orden, una disposición, un reproche. Pero ahora en su rostro brillaba
la reflexión, no sé si era la vergüenza por su forzada participación en un
asunto sucio, o el afán de sacudirse la deplorable subordinación de toda su
vida. Hacía diez días, en una bolsa, había caído uno de sus grupos de
Artillería: doce piezas pesadas; logré rescatar mi batería de exploración casi
completa. Ahora, ¿tenía que renunciar aquel hombre a mí por un trozo de
papel sellado?
—¿Usted… —preguntó con firmeza— tiene un amigo en el Primer
Frente Ucraniano?
—Eso no está permitido… ¡No tiene derecho! —gritaron al coronel el
capitán y el comandante del contraespionaje.
En la esquina se acurrucó asustado el cortejo de oficiales de la jefatura,
como si temieran hacerse cómplices del inusitado desvarío del jefe de la
Brigada (los de la Sección política ya se preparaban para proporcionar
material contra él). A mí me bastaba: en seguida comprendí que había sido
arrestado por cartearme con un amigo de la escuela y comprendí de qué
lado debía esperar el peligro.
Zajar Georgievich Travkin podía no decir más. ¡Pero no! Siguió
dignificándose e irguiéndose ante sí mismo, se levantó de la mesa (antes
jamás se había levantado para acudir a mi encuentro) y a través del límite
pestífero me tendió la mano (cuando yo era libre nunca me la había tendido)
y al estrechármela en medio del mudo horror del séquito, con un poco de
calor en su cara siempre severa, dijo sin miedo y con claridad:
—¡Que tenga suerte, capitán!
Yo no sólo había dejado de ser capitán, sino que ya había pasado a ser
enemigo desenmascarado del pueblo (porque aquí todo el que es detenido
queda desenmascarado totalmente desde el momento del arresto). ¿Deseaba
suerte a un enemigo…?
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