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Belloch I(2)

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VOLUMEN I
VOLUMEN I
VOLUMEN I
Amparo Belloch | Bonifacio Sandín | Francisco Ramos
TERCERA EDICIÓN
Todos los temas han sido redactados a la luz de las nuevas entidades descritas, de las más recientes
agrupaciones de criterios (DSM-5 y CIE-11) y de las últimas discusiones científicas en todos los ámbitos de
la salud mental. En ellos, el lector —ya sea estudiante, investigador o profesional en el área de la psicología
clínica y la psicopatología— encontrará conocimientos sólidos sobre los procesos y funciones mentales y
comportamentales, incluyendo las emociones, que constituyen la vida psíquica y cuya alteración da lugar
a los denominados trastornos mentales y del comportamiento, así como una descripción profunda de
dichos trastornos.
Más allá de la organización temática seguida en el manual, los autores destacan la noción de la
dimensionalidad y, estrechamente vinculada con ella, la del transdiagnóstico: no es posible comprender
la psicopatología prescindiendo del hecho de la continuidad entre lo neurotípico y lo psicopatológico.
La noción de dimensionalidad se revela frente al estigma que tan injustamente ha recaído desde hace
siglos sobre las personas que, en algún momento de sus vidas, experimentan algún problema mental,
estigma que agrava todavía más su sufrimiento. Esas personas, y su sufrimiento, no son tan diferentes de
quienes no tienen esos problemas, porque comparten con ellas la mayor parte de las características que
configuran la vida mental humana.
MANUAL DE PSICOPATOLOGÍA
Desde su primera edición, en 1995, los autores afrontan el reto de recoger las muchas aportaciones que
la psicología científica ha ido proporcionando a la comprensión de las alteraciones psicopatológicas. Se
concibe aquí la psicopatología como una disciplina, un conjunto de saberes, cuya finalidad última es la de
servir de puente entre la psicología y la clínica psicológica. Es gracias a este enfoque que la psicopatología
descrita a lo largo de las páginas de este manual permite establecer las bases para diseñar nuevos y
mejores modos para evaluar y diagnosticar y, como consecuencia, para intervenir eficazmente y mejorar
la vida de las personas.
Amparo Belloch
Bonifacio Sandín
Francisco Ramos
MANUAL DE PSICOPATOLOGÍA
TERCERA
EDICIÓN
www.mheducation.es
MANUAL DE
PSICOPATOLOGÍA
Amparo Belloch | Bonifacio Sandín | Francisco Ramos
TERCERA EDICIÓN
MANUAL DE
PSICOPATOLOGÍA
VOLUMEN I
TERCERA EDICIÓN
Índice abreviado de la obra completa
Volumen I
Parte 1. Aspectos históricos, conceptuales y diagnósticos de la psicopatología
Parte 2. Psicopatología de los procesos y las funciones psicológicas
Parte 3. Trastornos asociados a necesidades básicas y adicciones
Volumen II
Parte 1. Trastornos emocionales
Parte 2. Trastornos psicóticos, de personalidad y antisociales
Parte 3. Trastornos asociados al neurodesarrollo y ciclo vital
MANUAL DE
PSICOPATOLOGÍA
VOLUMEN I
TERCERA EDICIÓN
Amparo Belloch
Universidad de Valencia
Bonifacio Sandín
Universidad Nacional de Educación a Distancia
Francisco Ramos
Universidad de Salamanca
MADRID • LONDRES • MÉXICO • NUEVA YORK • MILÁN • TORONTO
LISBOA • NUEVA DELHI • SAN FRANCISCO • SIDNEY •
SAN JUAN • SINGAPUR • CHICAGO • SEÚL
MANUAL DE PSICOPATOLOGÍA VOLUMEN I
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio,
ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.
Derechos reservados © 2020, respecto a la tercera edición en español, por:
McGraw-Hill/Interamericana de España, S.L.
Edificio Valrealty, 1.a planta
Basauri, 17
28023 Aravaca (Madrid)
ISBN: 978-84-486-1762-2
Editora: Cristina Sánchez Sainz-Trápaga
Director General Sur de Europa: Álvaro García Tejeda
Equipo de preimpresión: ESTUDIO C.B.
Diseño de cubierta: CIANNETWORK
Contenido general
RELACIÓN DE COLABORADORES (VOLUMEN I)
ix
Prefacio
xi
PARTE I. Aspectos históricos, conceptuales y diagnósticos de la psicopatología
1
Capítulo 1. Historia de la psicopatología
Amparo Belloch, M.ª José Galdón y Belén Pascual-Vera
3
Capítulo 2. Conceptos y modelos en psicopatología
Amparo Belloch, Bonifacio Sandín y Francisco Ramos
35
Capítulo 3. Clasificación y diagnóstico en psicopatología
Paloma Chorot, Rosa M. Valiente y Bonifacio Sandín
69
Capítulo 4. La entrevista diagnóstica
María Roncero, Gemma García-Soriano y Conxa Perpiñá
97
PARTE II. Psicopatología de los procesos y las funciones psicológicas
119
Capítulo 5. Psicopatología de la atención y de la conciencia
Marta Miragall, Rosa María Baños y María José Galdón
121
Capítulo 6. Psicopatología de la percepción y la imaginación
Belén Pascual-Vera, Elvira Martínez-Besteiro y Amparo Belloch
147
Capítulo 7. Psicopatología de la memoria
Margarita Diges Junco y Conxa Perpiñá Tordera
195
Capítulo 8. Psicopatología del pensamiento
Gemma García-Soriano y Amparo Belloch
231
Capítulo 9. Psicopatología del lenguaje
Francisco Ramos Campos, Israel Contador Castillo y José A. Adrián Torres
281
Capítulo 10. Psicopatología del comportamiento y la conducta motora
Gemma García-Soriano, Sandra Arnáez y María Roncero
321
Capítulo 11. Regulación emocional
Rosa María Baños, María José Galdón y Azucena García-Palacios
349
Capítulo 12. El estrés
Bonifacio Sandín
371
PARTE III. Trastornos asociados a necesidades básicas y adicciones
413
Capítulo 13. Trastornos alimentarios y de la ingestión de alimentos
María Roncero y Conxa Perpiñá
415
Capítulo 14. Disfunciones sexuales, trastornos parafílicos y disforia de género
Rafael Ballester-Arnal
441
v
Manual de psicopatología. Volumen 1
vi
Capítulo 15. Adicciones a sustancias
Elisardo Becoña Iglesias
485
Capítulo 16. Adicciones comportamentales
Mariano Chóliz y Paulina Herdoiza-Arroyo
513
Capítulo 17. Trastornos del sueño
Gualberto Buela-Casal y Alejandro Guillén-Riquelme
541
Respuestas a la autoevaluación
557
Índice analítico
559
Relación de colaboradores (Volumen I)
José Antonio Adrián Torres
Catedrático de Psicopatología del Lenguaje.
Facultad de Psicología.
Universidad de Málaga.
Margarita Diges Junco
Catedrática de Psicología de la Memoria.
Facultad de Psicología.
Universidad Autónoma de Madrid.
Sandra Arnáez Sampedro
Técnico superior de investigación.
Facultad de Psicología.
Universidad de Valencia.
María José Galdón Garrido
Catedrática de Psicopatología.
Facultad de Psicología.
Universidad de Valencia.
Rafael Ballester-Arnal
Catedrático de Psicología.
Facultad de Ciencias de la Salud.
Universidad Jaume I, Castellón.
Azucena García-Palacios
Catedrática de Universidad.
Facultad de Ciencias de la Salud.
Universitat Jaume I, Castellón.
Rosa María Baños Rivera
Catedrática de Psicopatología.
Facultad de Psicología.
Universidad de Valencia.
Gemma García-Soriano
Profesora Titular de Psicopatología.
Facultad de Psicología.
Universidad de Valencia.
Elisardo Becoña Iglesias
Catedrático de Psicología Clínica.
Facultad de Psicología.
Universidad de Santiago de Compostela.
Amparo Belloch Fuster
Catedrática de Psicopatología.
Facultad de Psicología.
Universidad de Valencia.
Alejandro Guillén-Riquelme
Doctor en Psicología.
Centro de Investigación Mente, Cerebro
y Comportamiento (CIMCYC).
Universidad de Granada.
Paulina Herdoiza-Arroyo
Profesora Titular de Universidad.
Universidad Internacional del Ecuador.
Gualberto Buela-Casal
Catedrático de Psicología Clínica.
Centro de Investigación Mente, Cerebro
y Comportamiento (CIMCYC).
Universidad de Granada.
Elvira Martínez-Besteiro
Profesora Contratada Doctora.
Facultad de Psicología.
Universidad de Valencia.
Mariano Chóliz Montañés
Catedrático de Universidad.
Facultad de Psicología.
Universidad de Valencia.
Marta Miragall Montilla
Investigadora post-doctoral Juan
de la Cierva.
Facultad de Ciencias de la Salud.
Universitat Jaume I, Castellón.
Paloma Chorot Raso
Catedrática de Psicopatología.
Facultad de Psicología.
Universidad Nacional de Educación
a Distancia (UNED), Madrid.
Israel Contador Castillo
Profesor Titular de Psicobiología.
Facultad de Psicología.
Universidad de Salamanca.
Belén Pascual-Vera
Profesora Asociada.
Facultad de Ciencias Sociales y Humanas.
Universidad de Zaragoza.
Conxa Perpiñá Tordera
Catedrática de Psicopatología.
Facultad de Psicología.
Universidad de Valencia.
vii
Manual de psicopatología. Volumen 1
Francisco Ramos Campos
Catedrático de Psicopatología.
Facultad de Psicología.
Universidad de Salamanca.
Bonifacio Sandín Ferrero
Catedrático de Psicopatología.
Facultad de Psicología.
Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), Madrid.
María Roncero Sanchis
Profesora Contratada Doctora.
Facultad de Psicología.
Universidad de Valencia.
Rosa María Valiente García
Profesora Titular de Psicopatología.
Facultad de Psicología.
Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), Madrid.
viii
Prefacio
A principios de los años noventa del siglo pasado quienes coordinamos este manual, tres psicólogos profesores
de psicopatología, coincidimos en la creciente insatisfacción que sentíamos cuando nuestros estudiantes y nuestros colegas interesados en la clínica nos pedían recomendaciones y sugerencias sobre manuales que fueran no
solo comprehensivos, sino también actuales y acordes con los conocimientos disponibles sobre la psicopatología,
materia que impartíamos en nuestras respectivas universidades y sobre la que versaban tanto nuestros intereses
de investigación como nuestra práctica clínica. No quiere esto decir que no hubiera entonces textos de psicopatología, algunos de ellos sin duda magníficos, aunque la denominación Manual de Psicopatología era inusual o
anecdótica. Pensábamos que todos adolecían de un problema que, para nosotros, era fundamental afrontar: no
recogían, o lo hacían muy de pasada, las muchas aportaciones que la psicología científica estaba proporcionando
a la comprensión de las alteraciones psicopatológicas. Esa, y no otra, fue la principal motivación que nos llevó a
plantear un manual de psicopatología firmemente anclado en la psicología. En el prólogo de la primera edición
del manual de 1995, hace ahora 25 años, decíamos: «Se están realizando importantes avances en áreas como las
neurociencias, la psicopatología experimental, la medicina conductual, la psicofisiología, etc., que involucran
tanto a los aspectos estrictamente teóricos o conceptuales como a los metodológicos. Así mismo, se está
produciendo un importante y necesario acercamiento, cada vez más visible, entre las ciencias biológicas, las
psicológicas y las sociales en todo lo que concierne a la salud y la enfermedad humanas. La psicopatología es,
probablemente, una de las áreas de conocimiento científico donde más se han hecho notar estos cambios y
avances. Nuestros métodos de investigación son más potentes y eficaces, lo que nos permite disponer de más y
mejores datos para comprender la naturaleza de las diversas alteraciones psicopatológicas; se están formulando
nuevas teorías, capaces de proporcionar mejores respuestas a los viejos problemas que tiene planteados nuestra
disciplina, a la vez que se han reformulado y adaptado muchas de las que ya existían». Hoy seguimos suscribiendo
esas palabras y, en coherencia con ellas, decidimos que había llegado el momento de renovar en profundidad este
manual para incluir las nuevas aportaciones que la psicología ha hecho durante estos años a la comprensión de las
psicopatologías e integrarlas, siempre que fuera posible, con las más consolidadas.
Así pues, desde el primer momento planteamos una decidida apuesta por la ciencia psicológica como marco de
referencia imprescindible para el desarrollo de la psicopatología que, desde siempre, hemos concebido como una
disciplina básica de la psicología científica, entendiendo por «básica» aquella que trata de encontrar respuestas
a los problemas e interrogantes que plantea la realidad que, en nuestro caso, es la relacionada con los trastornos
mentales y del comportamiento humano. Dicho en otros términos, lo que verdaderamente nos motiva e impulsa
es, antes que nada, tratar de entender qué le sucede a una persona cuando dice que le pasan pensamientos
«raros» por la cabeza, o que escucha voces, o que no consigue afrontar con eficacia los inevitables y necesarios
cambios en su entorno vital, o que se pregunta por qué, a pesar de que se supone que debiera ser una persona
«sana y feliz», no consigue encontrar sentido a su existencia, o que tiene miedo de perder la razón y volverse
«loco». Estamos convencidos de que si no somos capaces de entender y encontrar respuestas convincentes a esos
dilemas, difícilmente la psicopatología podría resultar de ayuda. Por eso pensamos también que la psicopatología
es la ciencia base que, partiendo de los conocimientos que aporta la psicología científica, permite establecer las
bases para diseñar nuevos y mejores modos para evaluar y diagnosticar y, como consecuencia, para intervenir
eficazmente y mejorar la vida de las personas. En este sentido, concebimos la psicopatología como una disciplina,
un conjunto de saberes, cuya finalidad última es la de servir de puente entre la psicología y la clínica psicológica;
y los puentes tienen por definición una doble dirección. En definitiva, esta y no otra ha sido desde el principio la
finalidad de este manual.
La primera parte del Volumen I está dedicada a analizar los referentes históricos fundamentales de la psicopatología y los cambios conceptuales que ha experimentado a lo largo de los siglos, con el fin de llegar a entender
dónde se ubica actualmente y cómo todo ello se refleja en los modos de clasificar primero, y diagnosticar después,
los distintos trastornos y anomalías que pueden calificarse como psicopatológicos. Hemos intentado no caer en el
presentismo a la hora de exponer la evolución histórica y conceptual de nuestra disciplina, conscientes de que analizar el pasado desde contextos del presente no solo no contribuye a entender la realidad, sino que la distorsiona
y perturba de manera, por qué no decirlo, irresponsable y dañina. Esta parte se cierra con un capítulo dedicado a
la entrevista diagnóstica, el procedimiento ineludible que cualquier interesado en el funcionamiento humano debe
conocer y ser capaz de utilizar.
ix
Manual de psicopatología. Volumen 1
La segunda parte, psicopatología de los procesos y las funciones psicológicas, está dedicada a presentar las
anomalías y disfunciones que se producen en los procesos mentales, desde los aparentemente más simples, hasta
los más complejos, sin olvidar el hecho cierto de que todos ellos están íntima e ineludiblemente interconectados y
que, por lo tanto, las anomalías o disfunciones en uno de ellos tiene repercusiones en los demás. El estudio de los
procesos y las funciones mentales es, sin duda, uno de los fundamentos básicos de la psicología desde sus mismos
orígenes como disciplina científica. A ellos recurrimos y de ellos partimos para intentar entender cuándo esos
procesos y funciones se «desvían» de su trayectoria esperable y predecible y, sobre todo, cómo lo hacen y qué consecuencias tiene todo ello en la salud mental. Pero estaríamos equivocando nuestro propósito si olvidáramos incluir
aquí también las anomalías y disfunciones que se producen en otros ámbitos, tradicionalmente entendidos como
«no cognitivos», como son los comportamientos y las emociones que, como no podía ser de otro modo, actúan a
modo de bumerán sobre los procesos cognitivos, modificándolos, regulándolos, mediando en sus efectos y consecuencias: produciendo, en suma, un efecto dominó de alta complejidad y de consecuencias a veces imprevisibles.
Todo ello, las relaciones de interdependencia entre funciones mentales, comportamientos, y emociones, se evidencia de un modo palmario en el gran tema del estrés, que además remite a otras connotaciones de orden fisiológico.
Esta parte del manual no trata, por tanto, de un mero «regreso al síntoma», objetivo postulado y reivindicado
desde algunos enfoques de la psicopatología, sino de re-situar el objeto de la psicopatología en el lugar que nunca
debió abandonar, esto es, la investigación de los procesos y funciones mentales y comportamentales, incluyendo
las emociones, que atraviesan todos los denominados trastornos mentales y del comportamiento. En consecuencia,
se trata de procesos, funciones y comportamientos cuya naturaleza primigenia es de índole transdiagnóstica.
La tercera parte del primer volumen está dedicada a los trastornos asociados a necesidades básicas y adicciones. Con ello se aborda el estudio de un grupo heterogéneo de alteraciones comportamentales y emocionales
relacionadas, en muchos casos, con necesidades y/o impulsos de naturaleza biológica, si bien es evidente que,
aunque necesaria, la perspectiva biológica dista mucho de ser suficiente para comprender la génesis y el mantenimiento de esos trastornos. El componente social de los mismos es imprescindible para abordarlos de un modo
cabal, especialmente en el caso de algunos de esta sección, que tienen en común, además, el carácter adictivo y
de control del propio comportamiento por parte del individuo.
El segundo volumen está dedicado íntegramente a presentar los diferentes trastornos mentales y del comportamiento siguiendo, en parte, la agrupación que de ellos se realiza actualmente en los sistemas oficiales de clasificación y diagnóstico psiquiátricos. La primera parte, dedicada a los trastornos emocionales, agrupa un conjunto
diverso de entidades que, de un modo genérico, aunque con algunas excepciones (p. ej., los trastornos bipolares y
algunas manifestaciones depresivas), se agrupaban históricamente bajo el rótulo general de «neurosis», término
denostado desde los años ochenta por sus referentes psicoanalíticos, pero también por su incoherencia tanto etimológica como conceptual —recuérdese que, en su origen, hacía referencia a «inflamación de los nervios»—. La
ansiedad es, sin duda, un componente esencial que impregna todos los trastornos que se incluyen en esta parte:
desde los estrictamente denominados como trastornos de ansiedad hasta los disociativos, pasando por los vinculados con las respuestas al estrés, los obsesivo-compulsivos, o los somatoformes. Pero ese componente no es el único
ni, en algunos casos, el más importante. Entre otras razones, es la acumulación de evidencias que ponen en cuestión
el rol predominante de la ansiedad lo que ha dado lugar a la disgregación de los trastornos de ansiedad en grupos
diferenciados que, además, se configuran como «espectros» de trastornos. Esos espectros, que se postulan sobre
la base de elementos comunes (comorbilidad, edad de inicio, referentes neurobiológicos, respuesta al tratamiento,
entre otros), no siempre están justificados por evidencias sólidas. Sea como fuere, más allá de los debates sobre
la configuración concreta de cada espectro o conjunto de trastornos (es decir, sobre los trastornos concretos que
se incluyen en cada agrupación o espectro), lo cierto es que, como decíamos, la ansiedad no es el único ni el más
importante elemento aglutinador de todos ellos. Tampoco los cambios en el estado de ánimo y la modulación de los
afectos y las emociones son exclusivos de los trastornos depresivos ni responden únicamente (ni en algunos casos,
mayoritariamente) a causas psicológicas. Pero al mismo tiempo configuran el núcleo fundamental de lo que hoy
sabemos sobre los trastornos depresivos y sobre los bipolares, dos conjuntos de trastornos que hoy se consideran
diferentes y por tanto se presentan aquí en capítulos separados.
El segundo bloque del volumen está dedicado a exponer los trastornos psicóticos y de la personalidad, dos
conjuntos de problemas que, ya en la primera edición de este manual, calificábamos como los más complejos a
los que se enfrenta la psicopatología. No debemos olvidar que, de hecho, la historia misma de esta disciplina está
unida inextricablemente a la historia de las psicosis, consideradas como sinónimo de locura o, al menos, como su
más genuina expresión; y la locura era el objeto primigenio del estudio de la psicopatología. Su carácter a menudo
devastador, considerado irreversible, y su indudable impronta biológica, dejaban poco margen tanto a la investigación como a la práctica clínica de los psicólogos. Afortunadamente, también aquí la psicología ha demostrado,
una vez más, que precisamente por su complejidad no pueden ser entendidos ni abordados desde una óptica
exclusivamente biológica. Por lo que se refiere a los trastornos de la personalidad, siguen siendo uno de los retos
más complicados que tiene hoy planteados la psicopatología y todas las disciplinas de ella derivadas y/o con ella
asociadas, desde la evaluación y el diagnóstico hasta las diversas orientaciones psicoterapéuticas. Una muestra de
x
Prefacio
esa complejidad es el enconado debate que han suscitado y siguen provocando entre los expertos, cuyo resultado
más evidente es la falta de acuerdo, tal y como se pone de manifiesto tanto en la actual edición del manual de
diagnóstico y estadística de los trastornos mentales propuesto por la Asociación Americana de Psiquiatría, el DSM,
como en el capítulo dedicado a los trastornos mentales de la clasificación internacional de enfermedades, la CIE,
propuesta por la OMS. Es muy probable que este conjunto de trastornos experimente cambios sustantivos en los
próximos años, aspecto en el que insisten los dos capítulos dedicados a ellos.
La tercera y última parte del Volumen 2 está dedicada a los trastornos del neurodesarrollo y a los neurocognitivos, íntimamente vinculados con el ciclo vital. De nuevo nos hallamos frente a un conjunto de problemas y
trastornos altamente complejos, que están experimentado una remodelación profunda en la última década debido,
en parte, al descubrimiento de nuevos datos y hechos, pero también al elevado impacto que tienen sobre la salud
mental de las personas y al notable incremento que están experimentando en nuestras sociedades actuales.
Más allá de la organización temática seguida en el manual, queremos hacer notar algo que nos parece de la
máxima importancia y que hemos intentado poner en valor a lo largo de todo el libro. Se trata de la noción de
la dimensionalidad y, estrechamente vinculada con ella, la del transdiagnóstico, ambas subrayadas e integradas
desde los primeros capítulos del primer volumen. La dimensionalidad de las psicopatologías significa entenderlas
y abordarlas no como algo diferente de la «normalidad mental», sino como claramente vinculado con ella, hasta
el punto de que no es posible comprender las psicopatologías prescindiendo del hecho ampliamente contrastado
de la continuidad entre lo «normal» y lo psicopatológico. La psicología científica siempre reivindicó esa idea y el
tiempo, la investigación, y la realidad, le han dado la razón. Baste como ejemplo la propuesta que hace el DSM-5
de dimensiones y síntomas transversales que «atraviesan», y por tanto trascienden, los diferentes trastornos mentales (ansiedad, depresión, ira, ideación suicida, conductas repetitivas, etc.), o la apuesta de la CIE-11 por caracterizar los distintos trastornos no como conjuntos más o menos estables y definidos de síntomas (o no solo así), sino
como problemas crecientes en gravedad partiendo de lo que denominan «trastornos subumbrales». Pero, además,
la noción de dimensionalidad permite, nos parece, abordar de un modo eficaz el peligro del estigma que tan
injustamente ha recaído desde hace siglos sobre las personas que, en algún momento de sus vidas, experimentan
algún problema mental, estigma que agrava todavía más su sufrimiento. El viejo aforismo hipocrático, no existen
enfermedades sino enfermos, ocupa también un lugar de honor en el ámbito de la salud mental: no hay depresivos,
o esquizofrénicos, o hipocondríacos, sino personas con depresión, con esquizofrenia o con hipocondría. Y esas
personas, y su sufrimiento, no son tan diferentes de quienes no tienen esos problemas, porque comparten con ellas
la mayor parte de las características que configuran la vida mental humana.
Para concluir, es obligado poner de manifiesto nuestro más profundo y sincero reconocimiento y gratitud a
todas las personas que han contribuido tan generosamente a hacer realidad este nuevo proyecto. Sin su concurso y
su trabajo, hubiera sido imposible haber llegado hasta aquí, a esta tercera edición del manual. Tampoco queremos
dejar pasar la oportunidad de agradecer el apoyo y el impulso incondicional que, desde el principio, hemos recibido de la editorial McGraw-Hill Interamericana de España, representado de manera notable por nuestra editora
Cristina Sánchez. Por último, no queremos dejar de mostrar nuestro agradecimiento a todas las personas que se
disponen a dedicar una parte de su tiempo a la lectura y estudio de los diferentes capítulos que conforman el
manual. A todos, muchas gracias.
En Valencia, Madrid y Salamanca, en junio de 2020.
Amparo Belloch, Bonifacio Sandín y Francisco Ramos.
xi
PARTE I
Aspectos históricos, conceptuales
y diagnósticos de la psicopatología
CAPÍTULO 1
HISTORIA DE LA PSICOPATOLOGÍA
Amparo Belloch, M.ª José Galdón y Belén Pascual-Vera
I. Introducción 3
II. Antecedentes conceptuales 4
A. Las civilizaciones griega y romana 4
B.La Edad Media: el mundo árabe y la cristiandad 7
C.El Renacimiento 8
III. De la locura a la enfermedad: los siglos xvii y xviii 9
A. Psicopatología y medicina 10
B. El descubrimiento de la mente no consciente 11
C. La primera gran revolución de la psiquiatría:
el tratamiento moral 12
IV. La enfermedad mental en el siglo xix 13
A. Los enfoques organicistas 13
B.Las nuevas ciencias: el nacimiento de la psicología
científica 15
C. La psicología dinámica 17
D. El nacimiento de la psicología clínica
17
V.Enfermedades y trastornos mentales
y del comportamiento: el siglo xx 18
A.Clasificación y diagnóstico de los trastornos
y enfermedades mentales y del comportamiento:
de Kraepelin, Bleuler y Jaspers a los DSM 18
B.Diversificación de las escuelas psicológicas
y su impacto en psicopatología 21
C.Hacia la integración de escuelas y su traslación
a la práctica 28
VI. Resumen de aspectos fundamentales
TÉRMINOS CLAVE
30
LECTURAS RECOMENDADAS
REFERENCIAS
28
30
31
AUTOEVALUACIÓN
33
I. Introducción
La psicopatología sigue siendo hoy una ciencia relativamente
joven. A pesar de ello, un análisis histórico permite constatar cómo
muchas teorías, modelos y procedimientos técnicos hoy vigentes,
tienen una larga historia que conectan el pensamiento actual con
creencias y sistemas de pensamiento preexistentes, muchos de los
cuales tienen sus raíces en acontecimientos fortuitos, ideologías
culturales y descubrimientos accidentales, pero también en innovaciones brillantes y creativas (Millon y Simonsen, 2010). El interés
en nosotros mismos, en nuestras debilidades y en nuestros logros,
siempre ha sido inherente a la curiosidad humana. Incluso antes
de que cualquier registro del pensamiento humano se redactara en
forma escrita, es muy probable que los humanos se hicieran preguntas fundamentales sobre ellos mismos, sus sentimientos, sus pensamientos, sus conductas, o sus relaciones con los demás, del mismo
modo que se las hicieron sobre el funcionamiento de los astros y de
su mundo inmediato. No es por tanto de extrañar que, ya desde sus
mismos orígenes, el interés por el funcionamiento de la mente y el
comportamiento humanos —y sus alteraciones— se hallaran bajo la
influencia de dos formas diferentes de abordar la realidad que, aun
a riesgo de simplificar, podemos catalogar como la espiritual (que
incluye la moralista y la religiosa) y la natural, en la que se incluyen
las que hoy denominaríamos perspectivas filosóficas y científicas.
Esa dualidad de abordajes entre la visión espiritual y la naturalista de las psicopatologías ha estado presente desde el inicio mismo de las especulaciones sobre ellas y ha marcado el desarrollo
de los conocimientos, hasta el punto de que aun hoy encontramos
señales claras de ello: el estigma que, desafortunadamente, sigue
marcando a las personas con trastornos mentales, a pesar de los
avances científicos, es seguramente un ejemplo palmario de lo que
queremos decir. Las ideas de posesión demoníaca (o divina, según
los casos), la locura como privación de la razón, entendida esta
como la esencia misma del ser humano, han convivido durante siglos
3
Manual de psicopatología. Volumen 1
con la búsqueda de explicaciones filosófico-científico-naturales, lo
que complica sobremanera la tarea de llevar a cabo una síntesis
histórica de la psicopatología. Durante siglos ambas visiones fueron
complementarias, en parte porque resultaba muy difícil diferenciarlas. Pero a medida que avanzaba el conocimiento científico, el
enfrentamiento entre ambas se hizo inevitable. Y, paralelamente, las
aproximaciones filosófica y científica se irán distanciando cada vez
más, con un predominio progresivo de la segunda, que alcanzará
su máxima expresión con el surgimiento de las «nuevas ciencias»,
la psicología entre ellas, a finales del siglo xix (Reisman, 1976). No
obstante, es preciso destacar que el desarrollo histórico de los conocimientos sobre las psicopatologías corre paralelo al desarrollo de la
medicina, y solo confluirá con el desarrollo de la psicología a finales
del xix y, sobre todo, en el primer tercio del siglo xx.
En definitiva, el camino hacia el presente es cualquier cosa
menos una línea simple y recta; más bien, es el producto de líneas
en parte desconocidas del desarrollo histórico, movimientos a menudo sujetos a confusiones y malentendidos de nuestro pasado remoto
y a la implicación con valores y costumbres de los que solo podemos
ser parcialmente conscientes. En este sentido, debemos reconocer
que la historia de cualquier disciplina está siempre sujeta a sesgos
de interpretación y la historia de la Psicopatología no podía ser
menos. Como señalan Maher y Maher (2014), los historiadores de la
psicopatología se plantean responder, básicamente, a tres interrogantes: ¿cuándo definían las sociedades del pasado un comportamiento como patológico?, ¿cuáles eran sus creencias sobre los orígenes o las causas de esos comportamientos?, y ¿cómo se trataba
a las personas que los presentaban? Los intentos por responder a
estas preguntas están sujetos a sesgos debido, en parte, a la escasez
o falta de precisión de las fuentes documentales. Un ejemplo de ello
es lo que se ha dado en llamar el enfoque whig de la historia, es
decir, la creencia de que a lo largo de la historia hemos ido adquiriendo un conocimiento cada vez mayor de los problemas mentales
y de su tratamiento más adecuado. Estas falsas expectativas generan percepciones que, a su vez, dan lugar a mitos que se documentan en ocasiones como hechos (Maher y Maher, 2014).
Otro de los peligros que conlleva la elaboración de la historia
de una ciencia como la psicopatología es el presentismo, es decir,
estudiar el pasado en atención al presente (Coto et al., 2008). Las
consecuencias de este enfoque son «anacronismo, distorsión, falsa
interpretación, analogías engañosas, pérdida del contexto, simplificación del proceso» (Stocking, 1965, p. 215). El mayor peligro del
presentismo es que deja de lado los contextos social, cultural, político y económico en los que se enmarcan los conceptos sobre lo
psicopatológico de las diferentes épocas históricas. Sin embargo,
las psicopatologías dependen, en gran medida, de lo que el grupo
social de referencia considera adecuado y adaptativo según los condicionantes del contexto. Por tanto, es una empresa poco fructífera
intentar comprender los conceptos implicados en el ámbito de la
psicopatología atendiendo solo a los que, en apariencia, son exclusivos de su objeto de estudio (Baños, 2007).
En suma, si queremos abordar la historia de la psicopatología
debemos entender el contexto cultural de cada época histórica y
ser conscientes de las limitaciones que tenemos para ello que, entre
otras, hacen referencia tanto a la escasez de fuentes documentales
de determinados momentos históricos como a los sesgos de interpretación a los que ha estado sujeto el estudio de la historia de la
psicopatología. El recorrido histórico que a continuación presentamos es deudor del reconocimiento de estas limitaciones.
4
Presentismo. Estudiar el pasado en atención al presente
en términos del análisis histórico. La mayor limitación es
dejar de lado los contextos social, cultural, político y económico en el que se enmarcan los conceptos de las diferentes
épocas históricas.
II. Antecedentes conceptuales
Como hemos dicho, los conceptos sobre la locura no surgen, como
ningún concepto sobre la naturaleza humana, al margen de una
determinada visión del mundo. Y esto significa que los conceptos
no son neutros. No es lo mismo decir que la causa de la locura
es la posesión demoníaca (o, simplemente, que la locura es una
forma de posesión), o que es una enfermedad, o que es un comportamiento anormal, o una actividad cognitiva desviada y anómala. Detrás de cada uno de esos términos se oculta un complejo
entramado de propósitos que, casi siempre, tienen como finalidad última establecer algún tipo de puente entre las creencias
(pre-juicios) dominantes en un momento dado y algunos pocos
hechos. El cambio de unos a otros prejuicios se produce, algunas
veces, merced a la comprensión o incluso al descubrimiento de
hechos nuevos y diferentes. Pero esto no es lo habitual: lo más
común es que el cambio se produzca más bien por la concurrencia de (o la construcción de) explicaciones más compatibles con
el momento social y cultural (Magaro, 1976). Si la sociedad idealiza o valora positivamente un modo determinado de ser, de sentir,
de pensar o de comportarse, la ausencia de los valores implícitos
en esos modos e, incluso, su puesta en entredicho será probablemente considerada como impropia e inadecuada para la imagen
dominante de persona. La consecuencia de ello es obvia: las imágenes que una sociedad, o un grupo humano dominante, posean
acerca de lo que es verdaderamente humano y, por extensión, de
lo normal y ajustado a derecho serán imperativos inescapables a
la hora de construir las imágenes de lo psicopatológico (Belloch,
1993; Coto et al., 2008).
A. Las civilizaciones griega y romana
Aunque la mayor parte de los textos sobre historia de la psicopatología sitúan en la civilización griega los orígenes de nuestras concepciones actuales sobre los trastornos mentales, como señala Mora
(1982), lo que denominamos civilización occidental tuvo su comienzo
en diversas áreas de las regiones que hoy conocemos como Oriente
Medio (p. ej., Babilonia) y Extremo Oriente (p. ej., India, China), culturas entre las que se produjeron constantes relaciones e influencias
mutuas. La civilización griega, por tanto, contaba con un amplio
legado cultural procedente de otras culturas con las que estuvo en
contacto. Millon y Simonsen (2010) recuerdan que el antiguo Imperio babilónico constituye el fundamento del pensamiento filosófico
para la mayoría de las naciones mediterráneas; de hecho, muchas
de las tradiciones de pensamiento presentes en las culturas griega y
romana se pueden remontar a ideas generadas inicialmente en esa
civilización. No obstante, la contribución de la civilización griega a
la síntesis y desarrollo de las aportaciones de estas distintas culturas
justifican, en cierta medida, el calificativo de «cuna de la civilización» (Coto, et al., 2008).
Capítulo 1.
En los primeros períodos de la civilización griega, la locura se
consideraba un castigo divino, un signo de culpa por transgresiones mayores o menores. La cólera de los dioses enviaba a espíritus
malignos personificados en las diosas Lisa y Manía que poseían al
enfermo. El tratamiento buscaba combatir la locura mediante diversos ritos expiatorios que eliminaran las impurezas. Los sacerdotes
mediaban en las oraciones de una persona enferma para asegurar su
curación en los templos dedicados al dios de la medicina, Asclepios
(Esculapio para los romanos). Ubicados en entornos pacíficos y atractivos, estos templos se establecieron para alentar a los pacientes a
creer que había buenas razones para querer recuperarse. Entre los
procedimientos de lo que pudiera considerarse como tratamientos,
se incluían una dieta equilibrada, masaje diario, sueño tranquilo,
sugerencias sacerdotales y baños tibios. A medida que el culto a
Asclepios se extendió por todo el imperio griego, se erigieron numerosos templos en las principales ciudades de la cuenca del Mediterráneo, incluida Roma en el 300 a. C. (Millon y Simonsen, 2010).
No obstante, también es en esa época cuando, muy lentamente,
comienza a gestarse lo que más tarde dará lugar a un cambio fundamental en la forma de abordar el estudio de las psicopatologías.
Para algunos pensadores griegos los agentes externos e invisibles
ya no podían servir como base lógica para una comprensión genuina de los fenómenos mentalmente problemáticos. Para abordarlos,
comenzaron a plantear la necesidad de comprender cómo y por
qué estos fenómenos se expresaban en el mundo natural, alejándose así de lo sobrenatural y místico. Esta transición fue liderada
por una serie de pensadores en los siglos vi y v a. C., entre los que
destacan Tales de Mileto (652-588 a. C.), Pitágoras (582-510 a. C.),
Alcmeón de Crotona (557-491 a. C.) y Empédocles (495-435 a. C).
Tales de Mileto alejó del foco del misticismo las psicopatologías
al reconocer que eran eventos naturales y que, en consecuencia,
debían abordarse desde una perspectiva científica. Por su parte,
Pitágoras reafirmó la importancia de identificar los principios científicos subyacentes que pudieran explicar todas las formas de comportamiento humano. Fue uno de los primeros filósofos en afirmar
que el cerebro era el órgano del intelecto humano, pero también
la fuente de las perturbaciones mentales. Adoptó la noción de los
humores biológicos (i. e., líquidos corporales naturales) y postuló el
concepto de temperamento emocional para ayudar a decodificar
los orígenes de pasiones y comportamientos aberrantes. Los principios matemáticos de equilibrio y relación le sirvieron para explicar
las variaciones en los estilos caracterológicos humanos (p. ej., grados
de humedad o sequedad, la proporción de frío o calor, etc.), de tal
manera que los equilibrios y desequilibrios entre los fundamentos
humorales explicarían si la salud o la enfermedad estaban presentes
(Millon y Simonsen, 2010). Alcmeón de Crotona, discípulo aventajado de Pitágoras, centró su interés en el estudio de la naturaleza
humana y, especialmente, en las funciones de los sentidos. Anticipó
la idea de que los conductos (nervios) de los sentidos confluyen en
el cerebro, situando también en este órgano el centro de la razón
y el alma. Como sus antecesores, también anticipó el trabajo de
Empédocles e Hipócrates, pues pensaba que la salud requería un
equilibrio entre los componentes esenciales de la vida: frialdad vs.
calor, humedad vs. sequedad, y así sucesivamente. De hecho, la
noción de elementos fundamentales en equilibrio se convirtió en un
tema central en el trabajo de los filósofos pitagóricos. Empédocles
también adoptó el modelo homeostático de Pitágoras y Alcmeón,
si bien lo más significativo fue su propuesta de que los elementos
básicos de la vida (fuego, tierra, aire y agua) interactuaban con
Historia de la psicopatología
otros dos principios: amor vs. conflicto. Empédocles hizo hincapié
en que el equilibrio entre los cuatro elementos podría complicarse
si se combinaban de forma complementaria o contraria. El amor y
el conflicto representaban expresiones humanas de procesos magnéticos más elementales, como la atracción y la repulsión. Todos los
elementos/humores se podían combinar, pero Empédocles postuló
que la fuerza de atracción (amor) probablemente produciría una
unidad armónica, mientras que la repulsión (conflicto) prepararía el
escenario para el colapso personal o social.
Estas y otras influencias llegaron a Hipócrates (460-377 a. C.),
cuyas ideas y concepciones inauguran lo que se ha denominado «la
medicina occidental». Nacido en la isla de Cos —el centro de una
antigua escuela de medicina—, era hijo de un sacerdote de Esculapio de quien adquirió las primeras lecciones de medicina y cuya
filosofía seguiría en sus propios esfuerzos terapéuticos futuros. Heredero de la tradición de su padre y de los conceptos humorales de
Pitágoras y Empédocles, con Hipócrates los trastornos mentales progresaron desde el ámbito mítico y mágico —y los enfoques terapéuticos demonológicos de una época anterior— a uno de observación
clínica cuidadosa y teorización inductiva. Sintetizó los elementos
prácticos y compasivos del culto a Esculapio con las propuestas más
biologicistas de Pitágoras, combinando estos elementos para elevar los procesos mentales y sus desequilibrios a una ciencia clínica
(Millon y Simonsen, 2010). El trabajo de Hipócrates puso de relieve
una visión naturalista en la que la fuente de todos los trastornos,
tanto mentales como físicos, debía buscarse dentro del paciente y
no en los fenómenos espirituales.
Asumiendo las propuestas de sus antecesores, Hipócrates enfatizó que el cerebro era el centro primario del pensamiento, la inteligencia y las emociones: «Es solo del cerebro de donde surgen
los placeres, las alegrías y risas, así como los dolores, las penas,
y las lágrimas (…) es esta misma fuente la que nos vuelve locos o
delirantes, nos inspira terror, y trae insomnio, errores inoportunos,
ansiedades sin sentido, distracción y otros actos contrarios a las
formas habituales de la persona. Todos estos fenómenos provienen
del cerebro cuando no es saludable» (es decir, cuando existe un
desequilibrio entre calor y frío, o entre humedad y sequedad). En
consecuencia con este planteamiento, sugirió que lo que hoy denominamos trastornos y enfermedades mentales se debían a causas
y procesos naturales, al igual que las enfermedades físicas. Con
ello, la idea de locura iba a experimentar un cambio radical, pues
pasaba de ser considerada como una maldición o imposición divina a conceptualizarse como una enfermedad. Como dijo Marshall
(1982), los dioses griegos no eran para Hipócrates ni menos sagrados
ni menos verdaderos o reales que para sus antecesores y coetáneos; la diferencia estaba en que para Hipócrates los dioses de la
enfermedad estaban sujetos a las leyes naturales y era misión del
médico descubrirlas. Así, Hipócrates consideraba, por ejemplo, que
la epilepsia no era más divina ni más sagrada que otras enfermedades, sino que, como el resto de ellas, tenía una causa natural.
Además, las leyes naturales que postulaba se centraban en la teoría
de los cuatro humores (sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla)
y el necesario equilibrio entre ellos para el mantenimiento de la
salud. Cuando se producía un desequilibrio en estos fluidos, ya fuera por influencias externas, como la alimentación o los problemas
familiares, ya por factores internos, como la herencia, se producía la
enfermedad. Hipócrates también identificó cuatro temperamentos
básicos: el «colérico», el «melancólico», el «sanguíneo» y el «fle-
5
Manual de psicopatología. Volumen 1
mático», que correspondían, respectivamente, a excesos en bilis
amarilla, bilis negra, sangre y flema.
El enfoque de Hipócrates fue esencialmente empírico, a pesar
de la predominancia del pensamiento filosófico característico de la
época. Era lo que hoy consideraríamos un biólogo práctico que hacía
hincapié en el papel de los humores corporales y se centraba en el
uso de tratamientos físicos (en particular dieta, masajes, música y
remedios que promovían el sueño y el descanso) en lugar de los espirituales y/o moralistas. Contrariamente al trabajo de Platón, que se
basó en hipótesis abstractas y en las llamadas «verdades evidentes
por sí mismas», Hipócrates centró su atención en lo observable (i. e.,
los síntomas), sus tratamientos y sus resultados. Así, centrales para las
prácticas médicas de Hipócrates y sus seguidores, fueron la observación y la recopilación cuidadosa de datos, lo que comportaba el
registro cuidadoso de la historia personal de cada caso, detallando
el curso y el resultado de los trastornos y anomalías que observaba.
Esas historias proporcionan descripciones a menudo muy precisas de
trastornos que hoy conocemos como manía, melancolía, paranoia,
epilepsia, o histeria —término este último que él mismo acuñó—. Asimismo, Hipócrates y sus seguidores de Cos fueron pioneros en enfatizar la necesidad de una relación entre el diagnóstico y el tratamiento. La mera descripción de una alteración clínica no era suficiente, a
menos que proporcionara una indicación clara del curso que debería
seguir el tratamiento posterior. Por ello, prescribieron una serie de
regímenes terapéuticos que incluían prácticas tan variadas como el
ejercicio, la tranquilidad, la dieta, o las sangrías, entre otras, que
creían útiles para restablecer el equilibrio humoral que, según sus
planteamientos, subyacía a la mayoría de las enfermedades.
Los planteamientos hipocráticos sobre la enfermedad y los trastornos mentales, anclados en un enfoque naturalista y (pre)científico, convivían con los filosóficos de Platón (427-347 a. C.) que, según
Zilboorg y Henry (1941), debilitaron considerablemente los supuestos
hipocráticos. Platón defendió el elemento místico en la explicación
del comportamiento y el modo de ser de las personas. La consideración de la existencia de dos principios (el espíritu y la materia) le
llevó al planteamiento de la dualidad psicofísica en su concepción
de la naturaleza del hombre, en la que concebía dos almas: la racional y la irracional. El trastorno mental tenía lugar cuando el alma
irracional rompía su débil conexión con la racional. Platón distinguía
dos clases de locura: una resultaba de la enfermedad, mientras que
la otra era de inspiración divina y dotaba a su poseedor de cualidades proféticas. De este modo, el misticismo platónico diluía el
punto de vista más naturalista de Hipócrates y su planteamiento
ejerció una notable influencia durante varios siglos debido, en parte,
a sus muchos discípulos eminentes entre los que destaca, sin duda,
Aristóteles (384-322 a. C.). No obstante, Aristóteles se distanció de
su maestro pues, aunque admiraba el racionalismo abstracto de
Platón, estaba mucho más dispuesto a tratar con el mundo tangible
que con abstracciones de orden superior o principios generales. Al
igual que su maestro distinguió dos facetas del alma humana: la
racional y la irracional, pero, a diferencia de él, defendió que no era
posible separarlas pues obraban como una unidad. Defendía además que el alma irracional no podía ser atacada por enfermedad
alguna a causa de su naturaleza inmaterial e inmortal. Este planteamiento le llevaría a negar la existencia misma de enfermedades
puramente psicológicas y a insistir en que toda enfermedad tiene
sus raíces en la estructura física. Además, Aristóteles fue el primero
en sugerir que los trastornos nerviosos se debían a los vapores, idea
que resurgiría una y otra vez hasta el siglo xvii.
6
El alcance de la obra de Aristóteles fue excepcionalmente
amplio. Describió los fundamentos de la percepción humana y el
pensamiento racional, enfatizando la importancia y la validez de
las impresiones sensoriales como la fuente de una forma objetiva de estudio. Además, articuló una serie de propuestas sobre la
naturaleza del aprendizaje, basado en los principios de la asociación, enfatizó la importancia de la experiencia temprana y educación en la adquisición de habilidades y el papel del hábito y la
práctica en la formación de actitudes psicológicas, de modo que
los procesos de desarrollo eran fundamentales para comprender el
comportamiento humano.
El sistema aristotélico había surgido en una época en que la
grandeza de Atenas había logrado su culminación. Las victorias
macedonias crearon un imperio que unió Grecia con lo que hoy
conocemos como el Oriente. Después de la muerte de Alejandro
y el desplazamiento del centro del saber a Alejandría, el contacto
con el Oriente aumentó. A partir de entonces el misticismo de estas
culturas comenzó a dejar sentir su influencia y en los siglos siguientes, Roma adquiriría una importancia política creciente (Zilboorg y
Henry, 1941).
Aunque el comienzo y el final de la época romana no se pueden
demarcar claramente, la República Romana, como organización formal, suele datarse entre los siglos v a. C. y iii d. C. En el terreno de
la filosofía y de la ciencia, el pueblo romano permaneció siempre
bajo la influencia de la cultura griega. No obstante, cabe destacar
las aportaciones de pensadores como Cicerón (106-43 d. C.), quien
consideraba los trastornos mentales como enfermedades del espíritu cuyo tratamiento y curación correspondía a la filosofía. Propuso
dos categorías, relativamente cercanas a los futuros conceptos de
neurosis y psicosis, la insania, ausencia de calma y equilibrio, y el
furor, trastorno completo de la capacidad intelectual que hacía al
afligido irresponsable de sus actos. De este modo, Cicerón fue uno
de los primeros en cuestionar la responsabilidad legal del enfermo
mental. Esta idea cristalizará en las leyes del derecho romano —el
Corpus Iuris Civilis—, que se considera una de las aportaciones más
importantes de la civilización romana a la psicopatología: la consideración de la enfermedad mental como atenuante en los actos
delictivos. No obstante, la consideración «legal» de la locura no iba
acompañada de un reconocimiento paralelo de la figura del médico,
puesto que era el juez quien dictaminaba sobre el estado mental de
los reos (Coto et al., 2008).
Entre las aportaciones naturalistas de este período a la comprensión de los trastornos mentales cabe destacar, entre otros, las de
Areteo de Capadocia (30-90 d. C.), Aulo Cornelio Celso (25 a. C-50 d.
C.) y, muy especialmente, las de Galeno de Pérgamo (130-200 d. C.).
Las observaciones de Areteo, de origen turco-griego, sobre las condiciones premórbidas de los pacientes que consideraba como formas de vulnerabilidad o susceptibilidad a varios síndromes clínicos,
fomentaron la consideración de los trastornos mentales como procesos normales exagerados. En este sentido, afirmó que existía una
conexión directa entre las características normales de personalidad
de un individuo y la expresión de los síntomas que mostraba cuando
estaba afligido. Así mismo, fue uno de los primeros en reconocer
el hecho de que los estados maníacos y depresivos se daban en un
mismo individuo. Introdujo también estudios de seguimiento a largo plazo de los pacientes, realizando cuidadosas descripciones del
curso, las manifestaciones periódicas de la enfermedad y su retorno
a un patrón de comportamiento más normal, anticipando en cierto
modo los planteamientos que, ya entrado el siglo xix, realizará Emil
Capítulo 1.
Kraepelin al reconocer el curso de la enfermedad como un factor
clave para diferenciar entre trastornos. Por su parte, Celso, conocido
como el Hipócrates latino, redactó una enciclopedia De Artibus en
la que recopilaba los conocimientos sobre distintos saberes acumulados hasta entonces. Dedicó un capítulo especial a los conocimientos
médicos —De Medicina—, en el que describió los distintos tipos de
locura, diferenció la locura del delirium y las ilusiones de las alucinaciones. Asimismo, propuso tratamientos como el uso de drogas, la
alimentación, el descanso, las actividades de ocio y la terapia por la
palabra (Maher y Maher, 2014).
Pero la culminación de la importancia del Imperio romano para la
psicopatología recae en Galeno (131-201 d. C.), que reunió y coordinó
todo el conocimiento médico acumulado por sus predecesores, añadió
sus propias observaciones y creó un sistema médico que ejercería una
profunda influencia en los siglos posteriores. Siguiendo las ideas de
Hipócrates y Aristóteles, hizo hincapié en la importancia de la observación y la evaluación sistemática de los procedimientos médicos,
argumentando en contra de las hipótesis lógicas que carecían de
evidencia objetiva. Desde su planteamiento, los síntomas mentales
se originaban a partir de la acción patogénica de un factor tóxico,
humoral, vaporoso, febril o emocional que afectaba físicamente al
cerebro y alteraba algunas de sus funciones psíquicas. En consonancia con las creencias de su época, Galeno creía que las actividades
de la mente eran impulsadas por espíritus animales que llevaban
a cabo acciones voluntarias e involuntarias y que Galeno dividió
en dos grupos: por un lado, los que controlaban las percepciones
sensoriales y la motilidad, cuyos efectos dañinos causarían síntomas
neurológicos, y, por otro, los que tenían funciones más directivas,
como coordinar y organizar la imaginación, la razón y la memoria.
Para Galeno, la mayoría de las enfermedades mentales provenían
de alteraciones del segundo grupo de funciones (Millon y Simonsen,
2010). Quizás su contribución más conocida fue la teoría de los temperamentos —ya iniciada por Hipócrates—, o modos de ser de las personas, origen remoto de los planteamientos biotipológicos sobre las
diferencias individuales y la personalidad. Distinguió nueve combinaciones básicas o tipos temperamentales, que después se reducirían a
cuatro fundamentales (sanguíneo, colérico, flemático y melancólico),
cuya buena mezcla daba lugar al equilibrio temperamental.
Los siete siglos que median entre Hipócrates y Galeno fueron
testigos de una serie de cambios radicales en la cultura del mundo grecorromano. La corriente de misticismo oriental se afirmaba
cada vez con más fuerza, de manera que, en la época de Galeno,
el derrumbamiento de la cultura clásica estaba considerablemente avanzado. Aunque la invasión de Roma por los bárbaros no
tuvo lugar hasta la segunda mitad del siglo v, se puede decir que
la edad del oscurantismo en la historia de la medicina comienza
con la muerte de Galeno en el 200 d. C. (Zilboorg y Henry,1941).
B. La Edad Media: el mundo árabe
y la cristiandad
En la Europa occidental, este período de la humanidad, que abarca
desde la caída del Imperio romano por los pueblos bárbaros en el
año 476 hasta la caída del Imperio bizantino (la parte oriental del
Imperio romano) en el año 1453, está marcada por grandes convulsiones: guerras, epidemias, y represión religiosa. Aunque se ha
asumido históricamente que fue una época oscura para la evolución
científica, hay también quienes intentan reivindicar las aportaciones
científicas que esta época produjo, entre las que se encuentra el
Historia de la psicopatología
interés por estudiar las psicopatologías. En todo caso, es en este
período en donde se hace más evidente la dualidad de planteamientos sobre los trastornos mentales a los que nos referíamos al
principio, el naturalista frente al místico-religioso, si bien con un
claro predominio del segundo en donde adquiere una inusitada fuerza la interpretación demonológica de la enfermedad mental bajo el
auspicio de la ideología cristiana dominante. La institución religiosa
se convirtió en la fuerza unificadora de los diferentes pueblos europeos. El éxito de esa misión se debió, en gran medida, a las férreas
normas de fe que instauró la Iglesia. En esa época, conseguir que
distintos pueblos con culturas y tradiciones diferentes se unieran
solo era posible por la fuerza, tanto de las armas como de las ideas.
Y esas ideas no estaban sujetas a dudas o discusión porque provenían de Dios, una fuerza superior: eran dogmas de fe. La fe estaba
reñida con la razón, por lo que tanto los saberes filosóficos como los
científicos acabaron por ser relegados por la fe, que se convirtió en
la guía todopoderosa.
En este clima, la enfermedad mental fue considerada producto
de la posesión del demonio. La posesión podía ser voluntaria, cuando la persona hacía un pacto con el diablo a cambio de poderes
sobrenaturales, o involuntaria, debido a que Dios abandonaba a la
persona y permitía que el demonio la poseyera por haber cometido algún pecado. La locura era, pues, causada por el maligno y
debía ser tratada por los eclesiásticos en los monasterios religiosos.
Durante la Alta Edad Media, las prescripciones para tratar a estas
personas en esos centros consistían básicamente en la oración, el
conjuro, el agua bendita, el contacto con alguna reliquia y algunas formas relativamente «suaves» de exorcismo. Posteriormente,
durante las epidemias de peste y las hambrunas, miles de personas
vagaron sin rumbo fijo hasta que su aspecto demacrado y su confusión justificaron el temor a que estuvieran maldecidos. La agitación
prevaleciente, el miedo a la propia contaminación y el frenético
deseo de demostrar la pureza espiritual llevó a amplios sectores de
la población a utilizar a estos indigentes como chivos expiatorios
(Millon y Simonsen, 2010). A medida que persistían las aterradoras
incertidumbres de la vida medieval, el miedo llevaba a una mística
salvaje y a una patología masiva. Una de las manifestaciones más
conocidas es lo que se denominó el tarantismo en Italia o el baile de
san Vito en el resto de Europa. Consistía en un peregrinaje a la deriva de numerosas personas que desvariaban, saltaban, o bailaban.
Uno de los temas centrales en la historia de la Psicopatología
es el de la brujería. En el año 1233, el papa Gregorio establece la
Inquisición. Esta institución tenía como misión la protección de los
dogmas cristianos y una de sus funciones fue la persecución de
la herejía y la brujería. No obstante, la caza de brujas alcanzaría
su máxima expresión en el siglo xv, en los inicios del Renacimiento.
Sin embargo, también en esta época, grandes pensadores
escolásticos, como Alberto el Grande (1193-1280) y Tomás de Aquino (1225-1274), mantenían una posición marcadamente naturalista
(organicista) acerca de los trastornos mentales que, paradójicamente, era deudora de la místico-religiosa pues afirmaba que el alma
no podía enfermar dado su origen cuasi divino, razón por la cual la
locura era una enfermedad primariamente somática, atribuida a un
uso deficiente de la razón —o bien las pasiones eran tan intensas que
interferían con un razonamiento correcto, o bien la razón no podía
prevalecer debido al funcionamiento peculiar del aparato físico en
estado de intoxicación o sueño— (Mora, 1982). En cuanto a las descripciones de cuadros clínicos, ambos prestaron cierta atención a síntomas de tipo cognitivo y, en especial, a las alucinaciones. Tomás de
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Manual de psicopatología. Volumen 1
Aquino describió la manía («ira patológica»), las psicosis orgánicas
(«pérdida de memoria») y la epilepsia. Propugnaban tratamientos
relajantes (baños, sesiones de sueño, etc.), aunque no descartaban
otros más violentos y agresivos ya que, pese a todo, no rechazaban
la posesión demoníaca como agente causal o desencadenante de
las enfermedades mentales (Zilboorg y Henry, 1941). Esta época de
contrastes, en la que cohabitaban la tradición demonológica con
el espíritu de investigación y pensamiento científico, se ejemplifica también en los escritos de Arnau de Vilanova (1240-1311) donde
armonizaba la teoría de los humores de Galeno con la demología,
señalando que cuando ciertos humores calientes se desarrollaban en
el cuerpo, el diablo —al que «le gustaba el calor»— podía apoderarse de la víctima (o sea, el enfermo mental). También relacionaba la
teoría galénica con la astrología y, así, consideraba al planeta Marte
como responsable de la melancolía, debido a la supuesta relación
que guardaban el color y el calor de este planeta con la bilis. O sostenía que la lectura de determinados versículos del Evangelio de san
Juan tenía efectos beneficiosos sobre el insomnio (Coto et al., 2008).
En claro contraste con todo lo anterior, el mundo árabe se convierte en el depositario y transmisor de los saberes científicos acumulados durante el predominio grego-romano. Su rápida expansión
geográfica y política estuvo acompañada por una adquisición del
conocimiento científico heredado de los pueblos conquistados. La
traducción al sirio de las obras de Hipócrates, Aristóteles y Galeno
permitió a los árabes continuar la tradición de la medicina griega
y romana y transmitirla al resto de Occidente; así, en pocos siglos,
esta disciplina alcanzó un desarrollo que no había tenido desde los
tiempos helénicos. Entre los escritores médicos del mundo árabe
medieval cabe destacar a Rhazes (865-925), Avenzoar (1090-1162),
Averroes (1126-1198) y Maimónides (1131-1204). Pero quizá sea Avicena
(980-1037) la figura más importante de este período, destacando, en
lo que a nuestra disciplina se refiere, la dedicación de un capítulo
entero de su famoso Canon a la descripción de fenómenos mentales
anormales. El Canon se convirtió en el libro de texto médico elegido
en todas las universidades europeas entre los siglos x y xv. Siguiendo
a Galeno, Avicena subrayó la conexión entre las emociones intensas
y varios estados fisiológicos y asumió las explicaciones humorales de
Hipócrates sobre el temperamento y el trastorno mental.
Por su parte, el pensamiento filosófico del mundo árabe se basaba
en el Corán, considerado como fuente y autoridad de todo conocimiento. En este texto, según el profeta Mahoma, Dios escoge a los
hombres que han perdido la razón para decir la verdad y, como consecuencia, eran frecuentes los casos de adoración a los enfermos
mentales. Estas creencias dieron lugar, generalmente, a la presencia
de una actitud humanitaria hacia estas personas y a la creación de
los primeros hospitales o centros dedicados a la atención y cuidado
de aquellos considerados como locos, tanto en Bagdad (año 792)
como en otras ciudades importantes, donde el tratamiento consistía
en baños, dieta, música y descanso (Coto et al., 2008). Con el tiempo, la civilización árabe acabaría por influir en el mundo cristiano
europeo, radicando en esta influencia su principal aportación al
progreso del conocimiento (Geymonat, 1985).
C. El Renacimiento
Esta época histórica se extiende desde mediados del siglo xv a
comienzos del xvii y se caracteriza, de ahí su nombre, por el resurgir
del interés por la antigüedad clásica grecorromana. Los artífices de
este cambio fueron los humanistas, que quisieron recuperar y poner
8
en el centro de sus intereses al ser humano, en contrapartida con el
interés por la divinidad que había sido el tema de estudio predominante durante la Edad Media. El Renacimiento supone el tránsito a
la ciencia moderna. El interés por el hombre influye en un cambio
en las concepciones sobre la enfermedad mental. Se consolidan las
teorías biológicas, aunque rompiendo con la tradición hipocrática,
y renace el interés por el estudio de los procesos psicológicos y las
pasiones (Baños, 2007).
No obstante, no hay que olvidar que, como antes dijimos, la
caza de brujas y la demonología se recrudecieron en los inicios de
esta época. En 1484 el papa Inocencio VIII proclama la bula Summis
Desiderantes Affectibus con la que se exhorta a los eclesiásticos a
la persecución de la brujería. A finales del siglo xv, dos inquisidores
dominicos, Sprenger y Kraemer, publican el Malleus Maleficarum,
un manual con las directrices para la identificación y condena de
las brujas. En numerosos escritos sobre historia de la psicopatología
(p. ej., Alexander y Selesnik, 1970; Millon y Simonsen, 2010; Zilboorg
y Henry, 1941) se dice que los enfermos mentales fueron considerados brujos, y muchos de ellos sufrieron torturas y ajusticiamientos
por el hecho de presentar comportamientos anormales. Si bien hay
razones para pensar que algunas personas catalogadas como brujas
podían presentar trastornos mentales (p. ej., las creencias sobre sus
dotes para comunicarse con seres sobrenaturales), no hay evidencias inequívocas de que todos los ajusticiados por brujería fueran,
en realidad, enfermos mentales (Spanos, 1978). Es posible que el
comportamiento atribuido a las brujas fuera más un producto de la
imaginación de los inquisidores, que lograban poner en boca de los
acusados todo aquello que esperaban escuchar después de prolongadas torturas. Teniendo en cuenta el contexto social de la época,
en la que el poder de la Iglesia estaba amenazado por el desorden
social provocado por las guerras, las epidemias y las hambrunas, es
lógico pensar que era «conveniente» encontrar culpables de esos
males. Así, la caza de brujas pudo constituir un intento de la Iglesia
por mantener su poder, con el fin de eliminar a las personas que
amenazaran su estatus económico, político y social. Como señaló
Vázquez (1990), es posible que todo ello se debiera a un intento desesperado por parte de la Iglesia ante su pérdida de poder debido a
la imparable y progresiva secularización de la sociedad.
Demonológico. La posesión del espíritu o del alma humana por parte del demonio es el origen de las llamadas enfermedades mentales.
La figura de Joan Lluis Vives (1492-1540) es, por el contrario, un
claro ejemplo del ideal del saber universal del Renacimiento, y en
especial, del Humanismo. En su obra El alivio de los pobres defiende
que no hay nada más excelente en el mundo que el hombre, y nada
más importante en el hombre que su espíritu. Señala la necesidad
de atender al bienestar del espíritu manteniéndolo sano y racional, y defendiendo el trato humanitario que debía dispensarse a los
enfermos mentales (Coto et al., 2008). En el ámbito de la medicina,
Paracelso (1493-1541) es considerado por distintos historiadores como
una figura extraña, mezcla de la mística del pasado y del enfoque
pragmático de su época. Médico, astrólogo y alquimista, sus principales contribuciones al campo de la psicopatología fueron, por un
lado, su denuncia de las crueldades de la Inquisición, afirmando que
Capítulo 1.
«hay más supersticiones en la Iglesia romana que en todas estas
mujeres pobres y presuntas brujas» (Paracelso, 1567, citado en Millon
y Simonsen, 2010); y, por otro, su defensa del enfermo mental al que
no consideraba ni un pecador ni un criminal, sino solo una persona
enferma necesitada de la ayuda del médico. Propuso que existía
una fuerza universal que provenía de los astros y estaba relacionada
con la enfermedad, incluida la mental. Más adelante, esta idea del
«fluido universal» influirá en Mesmer, uno de los precursores del
psicoanálisis. También el médico holandés Johan Weyer (1515-1576),
considerado por algunos como el padre de la psiquiatría moderna,
fue uno de los luchadores acérrimos contra el Malleus Maleficarum.
Su obra De Praestigiis Daemonium es un alegato contra la demonología que le costó la persecución de la Inquisición. Su interés por la
observación y las descripciones clínicas detalladas constituyen una
valiosa aportación a nuestro ámbito de estudio.
Los humanistas, que combinaban explicaciones médicas y filosófico-psicológicas para la comprensión de la enfermedad mental,
contribuyeron, pues, a que se tratara a los enfermos mentales como
tales, proporcionándoles tratamientos humanitarios. Este planteamiento dio lugar a centros dedicados a los enfermos mentales. La
apertura de la Casa de Orates en Valencia por el padre Jofré en
1409, primer centro psiquiátrico de la Europa occidental, inaugura
la asistencia especializada para el enfermo mental. A este centro
siguieron otros en distintas ciudades de España, en el resto de Europa y, ya después, en el Nuevo Mundo, como el hospital de Bethlem
en Londres en 1547, el de San Hipólito en México en 1565 y el Hospital General de París en 1656. En principio, los tratamientos consistían
en descanso, dietas y paseos. Sin embargo, hacia el siglo xvii, el
trato se fue deshumanizando cada vez más hasta que estos centros,
salvo honrosas excepciones como el santuario de Gheel en Bélgica,
se convirtieron más en centros de custodia y reclusión forzada que
de curación (Baños, 2007).
También en esta época es posible encontrar concepciones que
buscaban en el mundo de las pasiones y la moral las causas de la
enfermedad mental (Coto et al., 2008). Un claro exponente de ello
es la obra de Burton (1576-1640), La Anatomía de la Melancolía
(1621), considerado como el primer tratado sobre la depresión, en
el que no es la bilis, sino el desbordamiento de pasiones lo que
determinan el estado melancólico. Descrito por Millon y Simonsen
(2010), como un clérigo depresivo y erudito solitario, sus informes
introspectivos sobre sus propios estados de ánimo contenían una
gran cantidad de cuidadosas descripciones clínicas. También buscó
registrar el comportamiento y las emociones de los demás, reconociendo patrones similares a su propio estado de ánimo. Todo ello,
le llevó a identificar las causas de la melancolía, entre las que destacó la culpa, el deterioro corporal y la vejez, las dietas inadecuadas, la ociosidad, la soledad, los miedos, la vergüenza y la malicia.
Burton afirmaba que la melancolía podía ser engendrada por una
amplia gama de debilidades humanas y circunstancias de la vida.
También recomendaba la alteración del curso de la vida, la música,
y la compañía alegre, como modos de escapar de la melancolía.
Además, en cierto modo anticipó también lo que siglos después
será el núcleo de la psicoterapia moderna: implicar a un paciente
en un diálogo con una persona extraña que le muestra confianza y
comprensión (Millon y Simonsen, 2010). En suma, junto a las formas
de tratamiento que incluían sobre todo la reclusión de los enfermos
en centros específicos, encontramos otro tipo de prácticas en las
que se proponía modificar y mejorar el ambiente y las relaciones
(Coto et al., 2008).
Historia de la psicopatología
En definitiva, la idea medieval y renacentista del «loco» fue
paulatinamente desapareciendo. La Reforma, las nuevas tendencias
religiosas, una visión más crítica de los planteamientos filosóficos, el
avance de la técnica y los nuevos postulados sobre la investigación
científica fueron desencadenantes fundamentales para la nueva
visión de la enfermedad mental y su investigación (Belloch, 1987),
que cristalizaría en los dos siglos posteriores, xvii y xviii, el Siglo de
las Luces y la Edad de la Razón, cuyas aportaciones a la psicopatología resumimos a continuación.
III. De la locura a la enfermedad:
los siglos xvii y xviii
El siglo xvii fue un período de crisis de todo tipo: demográfica,
económica, social y política que, si bien no se produjeron de la
misma forma ni en los mismos momentos en todas las regiones
europeas, configuran un contexto generalizado de conflictos y de
tensión (Palop, 1998). Se produce un estancamiento demográfico,
un retroceso económico y revueltas sociales debido todo ello a la
crisis agraria y la presión que sobre la población ejercen las clases
poderosas y el absolutismo monárquico. A partir de estas crisis
surgirán cambios profundos en la política, la sociedad y la economía, cambios que van a influir en las concepciones filosóficas
y científicas de la época. De hecho, es en este siglo llamado de
las luces, donde asientan las bases del pensamiento filosófico y
científico moderno.
En el campo de la filosofía dos concepciones marcarán el desarrollo de la ciencia tal y como la entendemos actualmente. Por
un lado, el racionalismo —inaugurado por Descartes (1596-1650) en
Francia— pretende prescindir de los sistemas filosóficos anteriores
con el fin de encontrar un criterio metodológico nuevo más seguro que guíe el pensamiento (Palop, 1998). Las reglas del método
deductivo cartesiano, reflejadas en su Discurso del Método, tendrán
un amplio eco en la filosofía y la ciencia posteriores, así como en
la concepción del hombre y del mundo. La otra concepción filosófica del siglo es el empirismo, fundado por el británico Locke
(1632-1704) que, con los mismos objetivos que Descartes, llega a
la conclusión de que el conocimiento proviene de la experiencia,
proponiendo un sistema inductivo y abierto en el que la experiencia
sirve como demostración de la naturaleza. El empirismo, junto a la
ciencia newtoniana, que propugnaba un método empírico-matemático, será la guía del pensamiento del siglo xviii y se convertirá
en la base del método científico actual. Estos cambios dieron como
resultado el movimiento ideológico de la Ilustración, que tuvo por
bandera a la razón, y que, en el ámbito científico, se guiará por
la observación, la experiencia y la demostración. Amparados en
la razón, los ilustrados llevan a cabo un ataque contra el orden
establecido en todos los ámbitos, desde la política a la ciencia
(Baños, 2007).
En el ámbito de la Psicopatología se van abandonando las concepciones demonológicas, tan contrarias a la razón. Las «cazas de
brujas» disminuyen de manera significativa, aunque todavía se producen algunas hasta finales del siglo, como el juicio de Salem en
1692, en Nueva Inglaterra, en el que se ajustició a diecinueve mujeres acusadas de brujería. Pese a que se ha apuntado como razón al
auge de las ideas humanistas y racionalistas (Zilboorg y Henry, 1941)
como determinante de la desaparición de las concepciones demonológicas sobre la enfermedad mental, lo cierto es que también
9
Manual de psicopatología. Volumen 1
había una serie de factores económicos y sociales que explican el
cambio de orientación (Vázquez, 1990). Entre ellos cabe mencionar
la prohibición de confiscar los bienes a los acusados, de manera que
ya no era lícito despojar a los ajusticiados de sus posesiones (Spanos, 1978). Diversos autores señalan que otras figuras sociales, como
el pobre y el loco, van sustituyendo a las brujas como «culpables»
de los males sociales y, por tanto, como las víctimas preferentes
de persecución (Foucault, 1964). Esta nueva visión desmitifica, aún
más si cabe, la idea de que las brujas eran enfermas mentales. Los
nuevos análisis de la historia apuntan a personas que eran «inconvenientes», social o económicamente, como foco y motivo para su
persecución.
Sea como fuere, lo cierto es que en estos siglos se producen
avances fundamentales en diversos ámbitos científicos y aplicados,
como la astronomía, la biología, o la medicina, que tendrán una
influencia capital en el cambio conceptual sobre la enfermedad
y los trastornos mentales, además de servir de caldo de cultivo
imprescindible para el surgimiento de nuevas ciencias y modos de
abordar la naturaleza humana y sus trastornos en los siglos posteriores. En este punto vamos a referirnos al desarrollo de la psicopatología en el contexto médico, pero también al «descubrimiento» del
inconsciente, un nuevo y hasta entonces desconocido aspecto del
funcionamiento mental, y a los primeros movimientos médico-sociales que constituyen la denominada primera revolución psiquiátrica
y buscaban modificar las condiciones en las que vivían y eran tratadas las personas con enfermedades mentales.
A. Psicopatología y medicina
Como dijimos en la introducción, el devenir histórico de la psicopatología corre paralelo al de las ciencias médicas hasta prácticamente finales del siglo xix. Hasta entonces, la relación entre la medicina
y la psicopatología ha sido tortuosa, especialmente por el escaso
interés que los trastornos y enfermedades mentales suscitaba entre
los médicos, tal y como se revela en los tratados médicos. Para
Zilboorg y Henry, resulta frustrante constatar cómo en los tratados
médicos de los siglos xvii y xviii
(…) la enfermedad mental solo ocupa un lugar secundario en
sus sistemas de medicina (…). Parecía que la medicina se alejaba
deliberadamente de la enfermedad mental (…). Evidentemente la
tradición demonológica era aún fuerte en el espíritu de siglo xvii
(…). El médico del siglo xvii no era un erudito empírico: era un
estudioso de libros. Conocía bien la atmósfera que rodeaba a las
camas y la digna quietud de su biblioteca o gabinete de estudio o
la estremecedora aspereza de la sala de disección. Pero no sabía
nada de los calabozos y prisiones donde se mantenía a la mayoría
de los enfermos mentales con esposas y cadenas (…)» (Zilboorg y
Henry, 1941, pp. 249-250).
Estos autores se refieren al hecho de que, a pesar de los intentos
del siglo anterior ejemplificados en Weyer por «desteologizar» la
enfermedad mental, esa concepción siguió siendo una forma usual
de entenderla, incluso para médicos prestigiosos como Willis (16211675), precursor de los enfoques anatomo- y fisio-patológicos de
la locura, que hacían de ella una enfermedad.
Willis introdujo en medicina el estudio de los procesos nerviosos
bajo la denominación de Psycheology. Estaba interesado sobre todo
por el movimiento muscular y sus patologías, como la rigidez tetá-
10
nica, la contracción histérica, o la agitación coreica, y encuadrarlas en su teoría sobre los espíritus de los nervios y su relación con
los músculos. En cambio, la melancolía, menos interesante desde el
punto de vista muscular, la enmarcaba en las teorías «químicas»
tradicionales, atribuyéndola tanto a los espíritus nerviosos como al
corazón. La manía, en cambio, era considerada por él como más
periférica y consecuencia de otras formas. Su sistema explicativo
neuropsicológico barrió las interpretaciones químico-humorales tradicionales, heredadas del pensamiento hipocrático y galénico, de
forma que a partir de él las enfermedades se entenderán como
producidas por sacudidas mecánicas procedentes de objetos externos. La locura, en aquellos casos en los que no era posible detectar
daño material (físico) procedía, según Willis, de que los espíritus
nerviosos, solo reconocibles por sus efectos, habían sido afectados.
Pero, según Zilboorg y Henry (1941, p. 258), sus aportaciones al estudio de la neurología, su propuesta teórica y su práctica divergían
notablemente, ya que creía en los demonios y se inclinaba más a
golpear a los enfermos mentales, o a considerarlos poseídos por el
diablo, que a tratarlos como a enfermos.
Sydenham (1624-1689), amigo del filósofo Locke, sostuvo que
las hipótesis y teorías especulativas debían dejarse de lado en favor
de la observación cuidadosa de todas las formas de fenómenos
naturales, como las distintas enfermedades médicas. Especialmente
importantes fueron sus contribuciones a la descripción de la histeria.
Planteó que este trastorno era una de las enfermedades crónicas
más comunes y observó que los hombres exhibían el complejo sintomático tanto como las mujeres. Afirmó que los síntomas histéricos
podrían simular casi todas las formas de enfermedades verdaderamente orgánicas, señalando que las emociones podían generar y
simular trastornos físicos. También hizo hincapié en la importancia
de identificar los factores emocionales antecedentes que pueden
conducir al desarrollo de los trastornos mentales y, de forma perspicaz, observó la interacción entre las emociones personales y las
presiones sociales (Millon y Simonsen, 2010).
Cullen (1710-1790) realizó un importante esfuerzo por categorizar todas las enfermedades conocidas, tanto mentales como físicas, en línea con los síntomas que mostraban, los métodos por los
que se podía llegar a los diagnósticos y el tipo de tratamiento que
mejor se podría aplicar. Elaboró una de las primeras nosologías
siguiendo la estela de la exitosa clasificación de las plantas del
naturalista y botánico Linneo, en la que aparece por vez primera
el término neurosis. Cullen creía que la mayoría de las afecciones
patológicas de la mente debían atribuirse a enfermedades del
cerebro. A pesar de ello, reconoció que las experiencias de vida
a menudo influían en el carácter en el que se expresaban estas
enfermedades, biológicamente fundadas. Calificó de enfermedades nerviosas o neurosis
…a todas las afecciones (…) del sentido y del movimiento,
(…) y a todas las que no dependen de una afección local de los
órganos, sino de una afección más general del sistema nervioso y
de las potencias de donde dependen más especialmente el sentido
y el movimiento…» (citado en López Piñero y Morales Meseguer,
1970, p. 25-26).
Por su parte, Whytt (1714-1766) se centró las condiciones mentales menos graves categorizándolas en tres amplios síndromes: histeria, hipocondría y agotamiento nervioso. La teoría básica de Whytt
Capítulo 1.
era similar a la de Cullen: postuló que la motilidad perturbada dentro del sistema nervioso producía trastornos nerviosos.
Los planteamientos de médicos como los mencionados, que se
ocupaban de las enfermedades mentales, proporcionaban una idea
vaga de la enfermedad mental que, sobre todo, contrastaba con los
hallazgos anatómicos y fisiopatológicos que se estaban descubriendo para explicar otras enfermedades. En este contexto, la frenología
de Gall (1758-1828) constituye quizá el intento más significativo en la
búsqueda de alteraciones en el cerebro que expliquen la enfermedad mental. Sus dos supuestos básicos eran inusuales para su época:
primero, que las diferentes funciones mentales estaban ubicadas
en diferentes regiones del cerebro; y, segundo, que la topografía
externa del cráneo reflejaba la magnitud de estas funciones. Según
Millon y Simonsen (2010), este fue el primer esfuerzo «científico»
realizado para analizar la estructura cerebral subyacente a partir de
la cual podría derivarse el carácter y la personalidad. Respecto a la
enfermedad mental, pensaba que esta se debía a un problema en
el desarrollo, por defecto o por exceso, de determinados órganos
cerebrales. Aunque la frenología fue desacreditada, descubrimientos posteriores en el campo de la neurofisiología apoyaron la tesis
de que las funciones psicológicas se encontraban localizadas en
el cerebro. Si esto era así, la consecuencia era que las distintas
manifestaciones de la psicopatología podrían estar causadas por
lesiones cerebrales. Esta creencia se vio respaldada por el hallazgo
de amplias destrucciones en el tejido cerebral en las autopsias de
pacientes afectados por la paresia general (Maher y Maher, 2014).
Sus ideas sufrieron el castigo de la jerarquía eclesiástica: el papa
Pío VII lo excomulgó e incluyó sus obras en el famoso Índice. Pese
a ello (o puede que por ello), sus ideas alcanzaron cierto prestigio
popular y se desató una especie de manía colectiva por la medida
del cráneo.
En suma, los planteamientos anatomo-patológicos de la locura
se caracterizaban, ante todo, por una extremada pobreza de criterios, tanto para definirla como para establecer posibles procesos
etiológicos. Sus postulados centrales de localización y reducción de
la enfermedad a lo anatómico chocan con las primeras concepciones sobre la neurosis y, en general, de las enfermedades nerviosas. La investigación de las bases anatómicas de las enfermedades
se basaban en trabajos provenientes sobre todo de autopsias. La
caracterización de las enfermedades nerviosas como producidas por
algún tipo de lesión anatómica conllevaba la idea de que, a medida
que se fueran descubriendo las lesiones específicas que estaban
en el origen de las neurosis, estas acabarían por desaparecer. Pero
tanto los planteamientos anatómicos de la escuela francesa (Pinel,
entre ellos), partidaria inicialmente de un planteamiento lesional
negativo, como los pertenecientes a la alemana (Schönlein, por
ejemplo), defensores de un enfoque lesional positivo, acabaron por
ser incompatibles con la idea de «enfermedad nerviosa» o neurosis,
ya que, a pesar de los muchos esfuerzos vertidos en el empeño, no
se consiguió encontrar la ansiada alteración anatómica responsable
de esta especie morbosa. En otro orden de cosas, y para complicar
aún más el panorama de las relaciones entre psicopatología y medicina, a finales del xviii se produjo una división entre los médicos
especialistas de los nervios (los neurólogos) y los médicos especialistas de los pacientes nerviosos (los psiquiatras). Los primeros se
orientarán definitivamente hacia el organicismo, mientras que los
segundos se verán obligados a reorientar sus planteamientos sobre
las enfermedades mentales.
Historia de la psicopatología
Anatomopatológico. Las causas de la enfermedad mental residen en lesiones físicas producidas en alguna de las
estructuras del sistema nervioso.
Fisiopatológico. La alteración de las relaciones entre las
estructuras anatómicas, o de su funcionamiento, es el origen de las enfermedades.
B. El descubrimiento de la mente
no consciente
Cuando Franz Anton Mesmer (1734-1815) irrumpió en la escena de la
medicina, aportó un método que no guardaba relación alguna con
los planteamientos místicos o religiosos y que satisfacía los requisitos de la era ilustrada. Como ha dicho Ellenberger (1970), Mesmer
dio el paso del exorcismo a la psicoterapia y, al igual que Colón,
descubrió un nuevo mundo, el del inconsciente; pero permaneció el
resto de su vida en el error acerca de la naturaleza real de su descubrimiento y, también como Colón, murió cruelmente decepcionado.
Su descubrimiento se produjo merced a la introducción de un
nuevo «elemento terapéutico» durante el tratamiento de una joven
que presentaba crisis resistentes y recurrentes, que Mesmer había
intentado eliminar durante más de un año. Sabía que ciertos médicos ingleses trataban algunas enfermedades mediante imanes y
pensó provocar una «corriente artificial» en su paciente. Le hizo
tomar un preparado con hierro y le adhirió tres imanes: la muchacha
comenzó a sentir extrañas corrientes que le recorrían el cuerpo
hacia abajo y paulatinamente sus síntomas fueron desapareciendo durante varias horas. Lo más importante de esta historia es la
interpretación que Mesmer dio al hecho: supuso que tales efectos
beneficiosos no podían ser producidos solamente por los imanes,
pues habían intervenido también otros elementos; es decir, que las
«corrientes magnéticas» de su paciente estaban producidas por un
fluido que ella había acumulado y al que llamó «magnetismo animal». El imán era, pensó, tan solo un instrumento que reforzaba ese
magnetismo y le daba una dirección. Más adelante, ya en París, descubriría que podía provocar los mismos efectos sin utilizar imanes.
En 1779 describió en 27 puntos lo fundamental de este nuevo
sistema curativo. Sucintamente, según Ellenberger (1970), pueden
resumirse en estos cuatro:
1.
Hay un fluido físico que llena el universo y constituye el medio
de unión entre el hombre, la tierra y los cuerpos celestiales, así
como entre hombre y hombre.
2. La enfermedad es la consecuencia de la distribución desigual
de este fluido en el cuerpo humano; la recuperación se logra
cuando se restaura el equilibrio original.
3. Con la ayuda de ciertas técnicas, ese fluido puede ser canalizado, adecuado y transmitido a otras personas.
4. De este modo se pueden provocar crisis en los pacientes y curar
sus enfermedades.
Sus doctrinas alcanzaron una notable popularidad tanto en Viena como, posteriormente, en París. No obstante, nunca fueron aceptadas por la medicina académica que, tras investigar la actividad
de Mesmer, llegó a la conclusión de que no existía ningún fluido o
11
Manual de psicopatología. Volumen 1
fuerza y que los resultados obtenidos eran debidos a la sugestión
que era inducida en los pacientes. De todos modos, la importancia
de los planteamientos mesmerianos reside precisamente en anticipar la idea de salud como equilibrio y en la posibilidad de «transferencia» de capacidades entre dos personas.
No obstante, el marqués de Puységur (1751-1825) es reconocido
como el verdadero fundador del magnetismo y el precursor más evidente de lo que después se denominará el movimiento psicodinámico de la psicopatología. Como en el caso de Mesmer, Puységur basó
todos sus descubrimientos en el estudio inicial de un caso: Victor
Race, un joven campesino que padecía una leve enfermedad respiratoria y al que le fue extraordinariamente sencillo «magnetizar».
Lo peculiar de Victor fue que no mostró convulsiones ni movimientos
espasmódicos, sino que cayó en un estado similar al sueño, aunque
al mismo tiempo permanecía en vigilia, ya que podía responder a
las preguntas con normalidad e incluso con mayor claridad y brillantez que en un estado «normal». Una vez superada la crisis, no
recordaba nada de lo sucedido.
Como bien pudo detectar Puységur, todos los pacientes que trató
después atravesaban dos momentos bien diferenciados: el primero
se caracterizaba por un estado de aparente vigilia en el que se producía una relación especial con el «magnetizador» que concluía
con ausencia de recuerdo. Relacionó esta especie de sueño con el
sonambulismo y de ahí que lo denominara «sonambulismo artificial». Tiempo después, el neurólogo británico James Braid lo llamaría hipnosis. El segundo momento se caracterizaba por la lucidez que
mostraban algunos pacientes, en especial al hablar de su enfermedad. Aquí Puységur aprendió algo más: por un lado, la capacidad
del «magnetizador» para influir sobre el curso de la enfermedad
de su paciente, aconsejándole sobre el camino a seguir; y por otro,
la facilidad con la que el paciente podía hablar de sus problemas.
En definitiva, se había abierto el camino hacia el descubrimiento del
inconsciente. El descubrimiento de este nuevo fenómeno se atribuirá
a la acción de fuerzas psicológicas aún desconocidas, que además
de introducir una visión particular sobre el funcionamiento de la
mente humana y sus capacidades, dará pie a las potencialidades del
inconsciente en la curación de ciertas formas de trastornos mentales.
C. La primera gran revolución de la
psiquiatría: el tratamiento moral
Uno de los hitos incontestables del siglo xviii para la psicopatología
proviene de una perspectiva más moral y social que física o naturalista sobre la enfermedad mental: el movimiento alienista, también
llamado tratamiento moral, que buscaba modificar radicalmente
la actitud de la sociedad (y de los médicos) hacia los enfermos
mentales, razón por la que este movimiento es considerado como la
primera gran revolución de la psiquiatría. Como antes dijimos, pese
a las buenas intenciones de los humanistas durante el Renacimiento,
los asilos para enfermos mentales se habían convertido en centros
de custodia y reclusión, más que de tratamiento. El mérito de esta
revolución se debe a psiquiatras como Philippe Pinel (1745-1826),
Vincenzo Chiarugi (1759-1820) y William Tuke (1732-1819), que en sus
respectivos países —Francia, Italia e Inglaterra— lideraron el cambio
de enfoque sobre el tratamiento que debían recibir las personas con
enfermedades mentales.
Aunque en Francia el trato dispensado a los enfermos mentales ya había sido abiertamente criticado por eminentes psiquiatras
como Cabanis o La Rochefoucauld, el advenimiento de la Revolución
12
francesa suprimió cualquier intento de iniciar las mejoras en las instituciones existentes. En contraposición, la Ilustración italiana, bajo
el gobierno del Gran Duque Pedro Leopoldo (1747-1792), promulgó
la Ley de los Locos en 1774 y construyó el Hospital de San Bonifacio
en Florencia, bajo la dirección de Chiarugi. En las regulaciones de
ese hospital se especificaba: «…es un deber moral supremo y una
obligación médica respetar al individuo loco en su característica
de persona» (citado en Mora, 1982). En el programa de reforma de
Chiarugi se enfatizaba la importancia de tratar a los pacientes con
tacto y comprensión y con un enfoque autoritario y firme que, al
mismo tiempo, fuera agradable e individualizado. Al mismo tiempo
en Inglaterra, bajo el liderazgo de Tuke, se fundó en York el hospital
The Retreat, en el año 1796. Aquí también intervinieron las instituciones políticas. De hecho, el parlamento inglés creó una comisión
para investigar el trato que recibían los enfermos en los manicomios
ingleses, entre los que se encontraba el Hospital de St. Mary of
Bethlem, donde los pacientes llegaban a ser exhibidos como animales de feria. La información sobre el trato deshumanizado y cruel
que recibían estos enfermos sirvió para reformar las leyes respecto
a las instituciones mentales.
Mientras tanto, en París, Phillipe Pinel es nombrado en 1793
superintendente del hospital de la Bicêtre y más tarde del de la
Salpêtrière, donde se recluía indistinta e indiscriminadamente a criminales junto a personas con retraso mental y con enfermedades
mentales. Aunque se atribuye a Pinel el mérito de la liberación de
las cadenas de los locos en la Salpêtrière, tal y como se representa
en el conocido cuadro de Robert Fleury, en realidad, parece que el
mérito fue de un trabajador de la Bicêtre, Jean Baptiste Pussin, que
había estado internado previamente en un hospital mental, quien
asumió esa liberación. En todo caso, el movimiento alienista llevó a
cabo una reforma importante de los centros de internamiento psiquiátrico de aquel entonces. Pinel, en su Tratado médico filosófico
de la enfermedad mental o la manía demostró ser un gran observador clínico de las enfermedades mentales y propuso un tratamiento
diferenciado para cada una de ellas. Clasificó las enfermedades
mentales en cuatro tipos: manía, melancolía, idiocia y demencia, y
explicó su origen por la herencia y las influencias ambientales. Propugnó un tratamiento basado en principios morales y humanitarios
como el respeto, la firmeza y la realización de actividades al aire
libre que fomentaran relaciones interpersonales adecuadas, para lo
que era necesario la atención y cuidado del personal del centro.
Además, propuso la creación de un cuerpo especial de médicos que,
convenientemente capacitados, se encargaran del cuidado de los
alienados. Esta es una de las razones por las que se considera a
Pinel el padre de la psiquiatría moderna. El continuador de la obra
de Pinel en Francia fue Esquirol (1772-1840), una figura simbólica en
psiquiatría por ser el primer médico que enseñó esta disciplina desde 1817 (Vázquez, 1990). En Estados Unidos también se produjo una
reforma asilar. La figura más influyente fue Benjamin Rush (17451813), considerado el padre de la psiquiatría en Estados Unidos,
que practicó el tratamiento moral en el Hospital de Pensilvania.
Dorothea Dix (1802-1887) también participó en esta reforma, liderando una campaña de recaudación de fondos y de presión sobre
los gobernantes para la creación de hospitales mentales adecuados
(Baños, 2007).
El tratamiento moral constituyó un avance en la consideración
del enfermo mental como un individuo con derechos, que merece
respeto y recibir un tratamiento adecuado para su enfermedad. El
tratamiento moral y la reforma de los asilos en Europa ejemplifica
Capítulo 1.
Movimiento alienista (también llamado tratamiento
moral). Se considera como la primera gran revolución de
la psiquiatría. Buscaba modificar radicalmente la actitud de
la sociedad hacia los enfermos mentales por medio de un
trato humanitario y mejoras en el tratamiento.
también la visión unitaria que, en la práctica clínica, se produjo
entre las perspectivas biológica y psicológica. Las figuras de este
movimiento son médicos que creen que la enfermedad mental tiene
una base orgánica. Sin embargo, el tratamiento que proponen es
psicoterapéutico, centrándose en conseguir el bienestar psicológico
de los pacientes. En los años posteriores, los efectos de esta reforma
se fueron disipando, en parte debido a que constituyeron obras unipersonales y, al ir desapareciendo sus creadores, fue debilitándose
la fuerza de este movimiento. Relacionado con ello, está el hecho de
que esta reforma no se apoyaba en unos principios teóricos sistematizados (Vázquez, 1990). Otra razón fue la necesidad de la sociedad
de aislar a sujetos «indeseables», categoría en la que entraban
tanto delincuentes como indigentes y locos, que produjo una masificación de los hospitales mentales y, por tanto, un tratamiento cada
vez más deficitario y alejado de los principios éticos (y científicos)
del movimiento por el tratamiento moral.
En definitiva, los enfoques organicistas de la locura conviven,
durante estos siglos, con planteamientos moralistas. Así, mientras
se defiende que las causas inmediatas o próximas de la locura eran
de tipo orgánico, las causas lejanas incluían tanto los antecedentes
biográficos (p. ej., las pasiones del alma), como los sociales (p. ej.,
vicios, malas compañías, lecturas perniciosas, obcecación religiosa,
miseria, etc.) y los ambientales (humedad, frío, calor, etc.) (Foucault,
1964). Y son precisamente estas «causas morales remotas» las que
se encuentran en la base del tratamiento moral y, consecuentemente, de las primeras reformas del tratamiento manicomial llevadas a
cabo en distintos momentos y lugares.
Organicista. Término genérico que se aplica a todas las
teorías que subrayan el origen físico (orgánico) de las enfermedades, incluyendo las mentales.
Moralista. Las causas de la locura hay que buscarlas en
las condiciones sociales y/o biográficas personales de cada
individuo.
IV. La enfermedad mental
en el siglo xix
El siglo xix se caracteriza por la dualidad de perspectivas sobre
las enfermedades y trastornos mentales: por un lado, se afianzan los enfoques organicistas vinculados a los avances sobre el
conocimiento del cerebro y los desarrollos en fisiopatología y, por
otro, especialmente a partir del último tercio del siglo, surgen los
primeros movimientos que reclaman la necesidad de fundamentar
las nociones sobre la enfermedad mental en la observación cuidadosa de los pacientes —lo que Coto et al. (2008) denominan «el
Historia de la psicopatología
regreso a la clínica»— y en la búsqueda de causas psicológicas
que expliquen el desarrollo y curso de las enfermedades. En este
contexto surgen y se consolidan nuevos enfoques, como el psicodinámico, y nuevas ciencias, como la Psicología que ejercerá
una influencia considerable en el cambio de orientación sobre las
psicopatologías.
También en este siglo se producen los primeros grandes movimientos sociales vinculados a los profundos cambios que conlleva la
instauración de la industrialización como forma primigenia de organización social, en contraste con las épocas anteriores. A mediados de ese siglo, toda Europa estaba envuelta en una atmósfera de
cambio, consecuente a la introducción de esos procesos de industrialización, que afectaban especialmente a las normas de convivencia social hasta entonces imperantes. Además, el respeto hacia
los otros, la libertad del individuo, la igualdad entre las personas, la
solidaridad y, en definitiva, los nuevos valores sociales que a finales
del siglo anterior habían inspirado la Revolución francesa, habían
calado hondo y se habían extendido como un reguero de pólvora
por prácticamente todo el continente (Belloch, 1997).
En esa atmósfera, la ciencia experimenta también cambios
notables que Reisman (1976) sintetizó en dos aspectos: primero, la
adopción de un cambio de mentalidad según el cual la observación
natural (al modo hipocrático) y el pensamiento reflexivo (al modo
filosófico) dejan paso a la observación controlada y a la necesidad
de predecir de un modo fiable el curso de los acontecimientos. El
escepticismo, el relativismo y el mecanicismo son las características
dominantes de la «nueva ciencia». La posibilidad de experimentar
con la realidad, o sea, de intervenir activamente en ella y no solo de
observarla pasivamente, se convierte en la marca de contraste de la
autentica actividad científica, contrapuesta a la reflexión filosófica.
El segundo cambio tiene que ver con la implicación de los nuevos
científicos en el mundo social en que viven: el científico adquiere
conciencia de su poder para influir en los cambios sociales. Pinel,
Tuke, Todd, Itard, o Dix, ya habían dado las claves para ello a finales del siglo precedente y comienzos del presente. Pues bien: es esta
atmósfera la que hace posible el surgimiento de nuevas ciencias:
en Alemania, la psicología con Wilhelm Wundt, en Inglaterra, la
antropología con James Prichard, y en Francia la sociología, con
Auguste Comte.
Como es natural, muchos de los cambios y avances del siglo tendrán su máximo desarrollo en el siguiente. En este sentido, la separación entre estos dos siglos para relatar la historia de la psicopatología resulta bastante arbitraria. No obstante, hemos decidido
mantenerla con el fin de diferenciar lo que significa el germen del
surgimiento de la ciencia psicopatológica, que tiene su origen en
el siglo xix, con su desarrollo y consolidación que se producirán
en el siglo xx.
A. Los enfoques organicistas
Griesinger (1817-1868), que ejemplifica la perspectiva organicista
durante el siglo xix, reivindicó el concepto mismo de enfermedad
aplicado a «lo mental» en su texto Mental Pathology and Therapeutics, publicado en 1845. Su declaración «Las enfermedades
mentales son enfermedades cerebrales» no solo determinó el curso
de la psiquiatría alemana —y, por ende, del resto de la psiquiatría
europea— durante los siguientes 40 años, sino que además sigue
siendo determinante en los planteamientos actuales de una parte importante de la psicopatología de orientación psiquiátrica.
13
Manual de psicopatología. Volumen 1
La afirmación de Griesinger se vio posteriormente apoyada por
importantes hallazgos, como la localización de la afasia sensorial
por Wernicke, los correlatos fisiológicos del síndrome de Korsakoff
encontrados en 1889 y la degeneración neuronal y las placas cerebrales encontradas en un paciente con demencia por Alzheimer en
1906. Pero el hito más repetido en las historias de la psicopatología
es el descubrimiento de que la paresia general era consecuencia de
la sífilis, que, a su vez, era causada por un agente biológico, una
bacteria. Estos hallazgos daban esperanzas a la psiquiatría para ser,
por fin, reconocida como una especialidad médica con los mismos
derechos que el resto de especialidades que habían adquirido respetabilidad gracias a sus avances y su enfoque estrictamente biologicista. El mismo Griesinger señalaba:
La psiquiatría ha sufrido una transformación en su relación
con el resto de las disciplinas médicas… Esta transformación se
basa principalmente en la constatación de que los pacientes con
las llamadas enfermedades mentales son en realidad individuos
con enfermedades de los nervios y el cerebro… La psiquiatría…
debe convertirse en una parte integral de la medicina general y
comprensible en todos los círculos médicos». (Griesinger, 1868,
p. 12; citado por Millon y Simonsen, 2010).
a. El hereditarismo
Junto a la influencia de Griesinger es preciso incluir también aquí
al hereditarismo. Una de las vías para tratar de superar las dificultades en la concepción de la locura desde el campo médico en el
siglo xix fue otorgar un papel predominante a la herencia. Es decir,
al no encontrar causas orgánicas claras para muchos trastornos
mentales, se adoptó la idea de que la herencia podía explicar la
enfermedad mental. La propuesta de autores como Morel y Foville,
entre otros, consistió en considerar la enfermedad mental como una
manifestación mórbida de la inteligencia, caracterizada por una
lesión funcional difusa del sistema nervioso. Es en ese marco en el
que se vuelve crucial el papel de la herencia patológica:
Es necesario buscar el elemento patológico, en un gran número de circunstancias, en otro orden de lesiones cerebrales funcionales. Este elemento es nada menos que la degeneración con la cual
los individuos señalados hereditariamente están heridos invariablemente en el desarrollo normal del sistema nervioso… Es importante
prescindir por un instante de la noción de sentido común atribuida
a la palabra lesión, y entrar en el significado real de la palabra
herencia en una manera particular» (Morel, 1866; citado en Dowbiggin, 1985, p. 206).
En palabras de Dowbiggin (1985, p. 207), «…la herencia llegó
a ser el nuevo punto de referencia y la base conceptual para la
interpretación modificada de la lesión psiquiátrica». Enfrentados
con el creciente fracaso para descubrir daño cerebral estructural,
y reticentes a librarse del somaticismo que les unía a la medicina y
aseguraba su credibilidad como médicos científicos, los psiquiatras
se remitieron a los «hechos» hereditarios, lo que les permitía obviar
el problema de las lesiones orgánicas inverificables como explicación de la enfermedad mental (Coto et al., 2008).
Así, en Francia, entre 1868 y 1886, la teoría de la herencia patológica recibió el apoyo profesional de la Société Médico-Psychologique. En este contexto, Charles Féré presentó su teoría de la «familia
14
neuropática» en 1884, que reunía los trastornos mentales, sensoriales y motores del sistema nervioso. Estas enfermedades, afirmaba
Féré, constituían una familia indisolublemente unida por las leyes de
la herencia (Dowbiggin, 1985). La «familia neuropática» justificaba
la maleabilidad de los síntomas en las enfermedades del sistema
nervioso. Cada alteración era capaz de manifestarse en la progenie
como un trastorno completamente distinto, o incluso transformarse
en el mismo individuo con el paso del tiempo. Se pensaba que la
herencia tenía que ser acumulada antes de poder manifestarse en
una forma característica. Esto significó que, por ejemplo, en el caso
de un alcohólico, incluso si se podía comprobar que los padres y
antecesores nunca habían estado afectados por neurosis, psicosis o
disfunciones motoras, la causa principal de la enfermedad seguía
siendo la herencia patológica, ya que era suficiente que sus antecesores hubieran sido muy «excitables», «inventivos» o «entusiastas»
para que se pudiese deducir una causa hereditaria.
Se puede decir que la herencia patológica fue, en gran medida,
el prisma a través del cual se reflejaban las imágenes de la psicopatología para los psiquiatras y neurólogos franceses de finales del
siglo xix. Que la evidencia de la herencia pareciera adecuada a sus
ojos tenía más que ver con una propensión profundamente arraigada para aceptar las explicaciones hereditarias que con la evidencia
misma. Y no faltaron voces para proclamarlo. Incluso una figura
de la predisposición hereditaria como Wilhelm Griesinger tuvo que
reconocer sus endebles bases epistemológicas. Aunque el hereditarismo constituía una posición teórica respetable para los psiquiatras
franceses, se caracterizaba por sus inconsistencias, incongruencias,
pobre definición y escasa contribución al tratamiento de la locura y
a la práctica médico-psicológica.
En suma, la teoría de la degeneración también surgió, en parte,
por la necesidad de dar una entidad médica a la enfermedad mental. Desde la psicopatología francesa, autores como Foville o Morel
propugnaron la idea de que la locura era causada por una predisposición heredada a la progresión degenerativa del sistema nervioso.
Desde la escuela inglesa, Maudsley, influenciado por el darwinismo, afirmaba que la locura podía interpretarse como una inversión
en la evolución o degeneración que se transmitía por medio de la
herencia. Las implicaciones sociales de esta teoría fueron una idea
determinista sobre la locura, que contribuyó al empeoramiento de
las condiciones de los enfermos mentales y, en algunos casos, al
racismo y la eugenesia (Maher y Maher, 2014).
Hereditarismo. La enfermedad mental (o la predisposición
a padecerla) se hereda: los miembros de una misma familia
presentan un desarrollo anormal del sistema nervioso.
b. Fisiología y psicopatología
En este siglo se producen los primeros contactos fructíferos entre el
asociacionismo, como base de las funciones y procesos mentales,
y la fisiología. Estos contactos habían sido ya iniciados por autores del último tercio del siglo anterior, como Brown (1778-1820),
Hall (1790-1857), Gall (1758-1828) y Spurzheim (1776-1834), entre
otros. El estudio empírico de la localización cerebral y el intento
de determinar un conjunto de funciones que pudieran explicar el
pensamiento y la conducta del hombre y los animales en su entorno natural había comenzado, según Young (1970), con el trabajo
Capítulo 1.
de Gall, cuando convenció a la comunidad científica de que «el
cerebro es el órgano de la mente»; defendió que su estructura y
funciones podían ser analizadas por observación mejor que por
especulación, rechazó el sensismo de sus contemporáneos por
resultar irreconciliable con el hecho de las diferencias individuales
y especificas y puso el acento en los innumerables parecidos entre
los hombres y los animales.
Desde el primer cuarto de siglo xix en adelante, ese enfoque
fue aplicado progresivamente. Flourens (1794-1867), Magendie (17831855) y Mueller (1801-1858) fueron los principales exponentes de la
aplicación sistemática del método experimental a la investigación
del sistema nervioso. Destacan también los trabajos de J. Hughlings
Jackson (1834-1911) sobre la jerarquización de las funciones cerebrales, junto a los de Broca (1824-1880) y Wernicke (1848-1905) sobre el
funcionamiento psicológico y neurofisiológico y la identificación de
lesiones cerebrales que explicaban ciertas modalidades de afasia,
proporcionando así las primeras evidencias convincentes sobre la
localización cerebral de las funciones mentales, o los de Korsakov
(1844-1908) sobre las alteraciones mnésicas debidas a la destrucción de zonas subcorticales específicas. Todos ellos aportaron datos
relacionados con alteraciones del funcionamiento psicológico, que
abrirán paso al conocimiento de las estructuras básicas sobre las
que se asienta una parte importantísima del funcionamiento de la
mente humana.
Al mismo tiempo los asociacionistas desarrollan un interés por
el movimiento —y por tanto por la conducta—, con una mirada más
atenta al sistema nervioso. Estos desarrollos se evidencian especialmente en el trabajo de Bain (1818-1903), quien, según Brett (1921),
hizo más que ningún otro por liberar a la psicología de su contexto
filosófico y convertirla en una ciencia natural por derecho propio.
El énfasis en el aprendizaje como consecuencia del hacer (el movimiento) que desarrolló puso los cimientos para el interés por la conducta que se iba a producir en el cambio de siglo.
Si Bain enriqueció la psicología de la asociación con este nuevo
interés por el movimiento, a la vez que proporcionó una importante
alianza con la neurofisiología experimental, Herbert Spencer (18201903) suministró una nueva base para el estudio de los procesos
psicológicos con la biología evolucionista. Ambos compartieron un
interés inicial por la frenología. Bain se alejó de ella, pero Spencer
siguió utilizándola para subrayar la relación entre los fenómenos
mentales y las necesidades del organismo con el ambiente. El aprendizaje llega a entenderse como un continuo ajuste o adaptación de
las relaciones internas a las externas. Con Spencer, la psicología va
moviéndose hacia la presunción de que toda conducta sirve para
las funciones de ajuste, adaptación y supervivencia (Young, 1970).
Las concepciones de Bain y Spencer se unen y aplican en el trabajo
clínico-neurológico de J. Hughlings Jackson sobre el córtex cerebral.
En opinión de Young (1970), el estudio del cerebro y sus funciones se convirtió en una ciencia experimental basada en la teoría de
la evolución. La mente dejó de ser vista como una sustancia aislada
dedicada a la representación de la realidad (objeto de estudio de
una rama de la metafísica) y empezó a investigarse su papel en la
adaptación al entorno.
Localizacionista. Énfasis en la búsqueda de un lugar
concreto en el cuerpo humano en el que ubicar (localizar)
la causa de las enfermedades.
Historia de la psicopatología
c. Evolucionismo
Es en este contexto en el que resulta necesario apelar al desarrollo
de la biología evolucionista, cuyo artífice fundamental fue Charles
Darwin (1809-1882). La obra de Darwin hizo que se impusiera una
idea que antes solo había sido apuntada: la de que las especies de
los organismos no son constantes, sino variables, y todos los seres
vivos actuales pueden ser deducidos de formas anteriores, distintas.
Estos planteamientos han pasado a ser parte integrante de los manuales de Biología, hasta el punto de que para el biólogo la teoría
de la evolución es el andamiaje que sostiene su ciencia. Darwin
posibilitó, además, salvar el abismo entre el «animal» y el «ser
humano», al relacionar el comportamiento humano con la propia
evolución de los organismos.
Las influencias de Darwin en la psicología y psicopatología son
muchas y muy variadas: desde las primeras formulaciones funcionalistas, heredadas en parte por los conductistas, hasta las ideas
sobre la enfermedad mental como regresión a estados evolutivos
anteriores, pasando por la psicología evolutiva, la motivacional o la
de las diferencias individuales. Wiggins (1973) sostiene que las cuatro perspectivas más importantes de la psicología de la personalidad
(biológica, experimental, social y psicométrica) se sustentan en los
postulados darwinistas de selección natural, relevancia del ambiente, supervivencia del más adaptado y variaciones intra-especies,
respectivamente. Además, la obra de Darwin llega a la psicología
de la mano de su primo Francis Galton, verdadero artífice de la
medida de las diferencias individuales entre las personas y, desde
aquí, impulsor de una de las disciplinas básicas para la psicopatología: el psicodiagnóstico. Desde una perspectiva más general,
el evolucionismo y sus posteriores desarrollos se hacen evidentes,
asimismo, en la diferenciación entre causas distales o mediatas y
causas próximas para explicar la génesis y el mantenimiento de las
psicopatologías, es decir, en los modelos de vulnerabilidad y diátesis-estrés que impregnan hoy la explicación de la inmensa mayoría
de los trastornos mentales y del comportamiento.
Todo estaba dispuesto para que la psicología diera sus primeros
pasos como disciplina independiente. Una disciplina que necesitaba
(¡cómo no!) los conocimientos proporcionados por la fisiología y por
la biología evolucionista, pero que, a su vez, resultaba imprescindible para el desarrollo de las investigaciones que se estaban poniendo en marcha sobre las funciones mentales y su flexibilidad para
adaptarse y sobrevivir en diferentes nichos ecológicos.
B. Las nuevas ciencias: el nacimiento
de la psicología científica
La psicología como campo de reflexión filosófica tenía una larga
tradición, de la que podemos encontrar claros ejemplos en muchos
de los grandes pensadores de todas las épocas y lugares: desde
Avicena y Maimónides, pasando por Vives, Huarte de San Juan, Feijoó, Descartes, Spinoza, hasta llegar a Leibniz y Kant. Sin embargo,
el interés de Wilhelm Wundt (1832-1920), que poseía una sólida
formación filosófica y al mismo tiempo era médico, era el de estudiar los contenidos conscientes de la mente humana y escogió las
sensaciones como elementos o unidades básicas de la experiencia
inmediata. El título mismo de su primer libro Principios de psicología
fisiológica de 1874 responde a ese interés. Este libro, considerado
por muchos como el primer texto de psicología científica-experimental, se constituyó en el vehículo de difusión de la nueva ciencia
15
Manual de psicopatología. Volumen 1
psicológica, con una decidida apuesta por vincularla al ámbito de
la nueva orientación experimental de la ciencia, lo que la alejaría
definitivamente de su anciana matriz filosófica.
Pero Wundt no es el único nombre al que debemos recurrir para
reconstruir adecuadamente la historia de la psicología y, menos
todavía, si queremos rastrear los orígenes de la psicopatología.
Franz Brentano, Francis Galton, William James, J. McKeen Cattell,
Külpe, Pavlov, y la amplia tradición psicodinámica resultan seguramente mucho más importantes en este aspecto, como han señalado prácticamente todos los historiadores. Si bien es cierto que una
parte sustancial de las contribuciones de varios de estos autores se
produce en la zona fronteriza entre el siglo xix y el siguiente, merece
la pena mencionarlas aquí pues constituyen ejemplos paradigmáticos del rápido desarrollo que tuvo la ciencia psicológica a partir
de Wundt.
Al mismo tiempo que Wundt publicaba sus Principios, Brentano
(1838-1917) publicó su Psicología desde el punto de vista empírico.
Proponía que los actos mentales debían ser netamente diferenciados de los fenómenos físicos, teniendo en cuenta cuál era su objeto
básico de conocimiento: así como los objetos físicos eran susceptibles de experimentación, los psicológicos tenían intencionalidad
y la única forma de abordarlos era mediante la intuición. Con su
tesis acerca de la «intencionalidad de los actos de experiencia»,
Brentano buscaba situar al «sujeto psicológico» en el centro de la
teorización psicológica. Por eso no es de extrañar que se convirtiera
en el auténtico inspirador de dos de los modelos más influyentes
en la historia del desarrollo de la psicopatología europea: por un
lado, la psicología de la Gestalt, inspiradora de diversos tipos de
psicoterapia y antecesora de algunos de los postulados actuales del
modelo cognitivo; por otro, el movimiento fenomenológico liderado
por Husserl, al que se vinculará posteriormente Karl Jaspers, considerado el fundador de la moderna psicopatología.
Los planteamientos de Francis Galton (1822-1911) estaban mucho
más cercanos a la práctica aplicada de la actividad científica y
sus repercusiones en la psicopatología van a estar ligadas a esta
perspectiva. Con su interés en la medición de las características
físicas y mentales de las personas y su reconocimiento del valor
adaptativo de las diferencias individuales, participó decisivamente
en el desarrollo de las técnicas de diagnóstico de las capacidades
mentales, que es, como sabemos, la primera de las actividades que
comenzaron a desempeñar los psicólogos clínicos. Las razones de
este interés hay que buscarlas en la fascinación que produjeron en
Galton las nuevas ideas evolucionistas de su primo Charles Darwin.
Uno de sus discípulos, James McKeen Cattell (1860-1944), que había
realizado su doctorado en Leipzig con Wundt, acuñó el término
«test mental» en uno de sus trabajos («Mental tests and measurements») que publicó en 1890. Pero su contribución más importante a
la psicopatología fue, seguramente, su énfasis en «las aplicaciones
prácticas que tenían los test para la selección de personas y como
indicadores de enfermedad» (Reisman, 1976, p. 29).
El trabajo de Wundt llegó a los Estados Unidos en la versión
introspeccionista de Titchener. Frente a ella reacciona el llamado
«funcionalismo americano» iniciado por James y Dewey. Como
Buxton señaló (1985) los Principios de psicología de William James
(1842-1910) publicados en 1890 fueron el trabajo académico más
influyente en la psicología americana durante décadas.
La psicología es la ciencia de la vida mental, tanto de sus
fenómenos como de sus condiciones. Los fenómenos son cosas del
16
tipo de aquellas a las que llamamos sentimientos, deseos, cogniciones, razonamientos, decisiones y cosas por el estilo» (James,
1890; citado en Rivière, 1990, p. 116).
James identificó la mente con la conciencia e hizo corresponder
la finalidad de la conducta con su utilidad adaptativa, siguiendo así
la estela del evolucionismo darwinista. Tanto sus intereses como la
formación médica recibida le facilitan ver el reflejo como componente de la acción, y las ideas darwinistas hacen que sitúe al instinto en un lugar central tanto para el desarrollo del hombre como
para el de los animales (Buxton, 1985). Aceptar ese papel le llevó a
incluir en la psicología no solo el estudio de las acciones conscientes, sino también de aquellas que parecen ser inconscientemente
seleccionadas o dirigidas; y convencido de la unidad de los procesos
mentales y conductuales argumentó en contra de una visión de la
conciencia puramente cognitiva, en favor de otra en la que está
siempre rodeada de componentes afectivos y propositivos. Al igual
que Bain o Spencer, James extendió su pensamiento motivacional
al estudiar el placer y el dolor y atribuyó al afecto un papel causal en la conducta adaptativa. Según Buxton (1985), el interés que
desarrollaron posteriormente los psicólogos americanos por el tema
de la motivación tiene más relación con esta posición de James que
con el influjo de las teorías de Freud. Los funcionalistas enfatizaron
el interés por las observaciones objetivas y la utilidad del estudio de
grupos para la psicología (enfermos mentales, personas de distintas
edades, etc.). Con ello lograron establecer un importante puente
hacia el desarrollo de la psicología aplicada. Tradicionalmente son
vistos como los antecesores del conductismo watsoniano y de la
psicología cognitiva: del conductismo, a través de la psicología
comparada de influencia darwiniana y las teorías sobre el aprendizaje, y del cognitivismo a través de los estudios sobre memoria,
pensamiento y resolución de problemas.
Külpe (1862-1918), discípulo de Wundt y máximo representante
de la escuela de Wurzburgo, se propuso estudiar procesos complejos como la memoria o el pensamiento utilizando la introspección.
Los resultados de los estudios tuvieron como consecuencia poner
en entredicho al estructuralismo de Wundt por su enfoque excesivamente asociacionista, estático y reduccionista. De estas investigaciones surgieron resultados contrarios a las tesis estructuralistas
como la evidencia sobre el pensamiento sin imágenes, o de la disposición mental, un proceso no consciente que dirige la formación de
asociaciones. Para los wurzburgueses, el asociacionismo fracasaba
a la hora de explicar los resultados de las tareas experimentales
en torno al pensamiento, ya que algo debía dirigir al pensamiento
a través de los hilos adecuados de la red asociativa. Propusieron
que era la tarea misma la que dirigía, en el sentido de que la tarea
establecía una «disposición mental» que dirigía adecuadamente la
utilización que hacía el individuo de su red asociativa. La acogida
que tuvo en Estados Unidos la idea de disposición mental fue mucho
mayor que la prestada al pensamiento sin imágenes. El concepto de
disposición tenía sentido para los psicólogos funcionalistas americanos, interesados en las operaciones mentales; y los conductistas
se dieron cuenta de que podían reinterpretar la «disposición», de
modo que esta estableciera tendencias determinantes en la conducta, en vez de en la mente. Sus investigaciones sobre los procesos del
pensamiento les encaminaron hacia una psicología de la función,
en lugar de hacia una del contenido. Descubrieron que el trabajo
de laboratorio podía revelar cosas sobre cómo funciona la mente,
además de sobre lo que contiene, razón por la que sus trabajos han
sido recuperados como un precedente importante de la psicología
Capítulo 1.
cognitiva actual (Coto et al., 2008). Aunque los trabajos inspirados
en esta escuela continuaron con posterioridad a 1909, en particular
por parte de Otto Selz, la escuela prácticamente se disolvió cuando
Külpe la abandonó para trasladarse a Bonn.
Una alternativa sólida al estudio de la mente y la conciencia fue
el protagonizado por la denominada escuela reflexológica soviética,
con una base fundamentalmente fisiológica. Las aportaciones de
Pavlov (18949-1936) constituyeron las bases de una psicología fuertemente determinista en la explicación del comportamiento, que
rechazaba la experiencia mental subjetiva como base aceptable
de investigación empírica. A diferencia de las otras escuelas psicológicas, que se preocuparon exclusivamente del comportamiento
normal, Pavlov aplicó sus principios a la inducción experimental de
trastornos mentales. En un estudio de aprendizaje por discriminación realizado con perros, en los que el objetivo era entrenar a
los animales a diferenciar entre un círculo y una elipse, uno de los
animales presentó una conducta desorganizada al no poder realizar
la tarea cuando las diferencias entre los dos estímulos se reducían.
Pavlov denominó a este y otros resultados no esperados «neurosis
experimentales» y lo incluyó como parte de sus investigaciones.
Pavlov formuló una teoría psicopatológica en la que afirmaba que
los trastornos aparecían cuando se daba un conflicto entre procesos
neuronales opuestos de excitación, que es la respuesta normal al
estímulo positivo (recompensado), e inhibición, que es la respuesta
al estímulo neutro (no recompensado) (Maher y Maher, 2014). La
aportación de Pavlov a la psicopatología ha sido fundamental, pues
proporcionó un marco neuropsicológico que situaba a las neurosis
en el campo de la psicobiología que, además, era accesible a la
experimentación rigurosa (Maher y Maher, 2014).
C. La psicología dinámica
Otra influencia fundamental para la psicopatología proviene del surgimiento, a finales del siglo, del movimiento psicodinámico heredero
del magnetismo animal y del hipnotismo descubiertos por Mesmer
el siglo anterior. Esta orientación de la psicología —apartada tanto
de las otras psicologías como de las orientaciones biologicistas— se
caracterizó, entre otras cosas, por:
1.
2.
3.
4.
5.
Adoptar el hipnotismo como vía principal de aproximación a la
mente inconsciente.
Dedicar una especial atención a ciertos cuadros clínicos (sonambulismo espontáneo, letargia, catalepsia y, ya a finales del siglo,
a la histeria).
Adoptar sin reservas un modelo de mente humana basado en la
dualidad consciente/inconsciente.
Elaborar teorías de la enfermedad mental (nerviosa) basadas en
la idea de un fluido desconocido primero, y de la energía mental
después.
Permitir el desarrollo de técnicas terapéuticas basadas en el
poder de la palabra y en las relaciones entre paciente-terapeuta
(i. e., las psicoterapias) (Ellenberger, 1970).
Hacia 1880, la psicología dinámica conseguiría despegarse del
lastre populista que le proporcionó Mesmer (lastre que, en parte,
era el responsable del rechazo que suscitaba en los círculos oficiales de la medicina). Tanto Charcot (1825-1893) y sus seguidores en
La Salpetrière como sus oponentes Bernheim (1835-1919) y Lièbault
(1823-1904) en Nancy impulsaron de forma definitiva el surgimiento
Historia de la psicopatología
de un nuevo enfoque para acercarse al conocimiento de la mente
humana, que seria magistralmente desarrollado más adelante por
Sigmund Freud y Pierre Janet.
El neurólogo francés, Charcot (1825-1893) que trabajaba en la
Salpêtriere parisina, se interesó por los llamados fenómenos histéricos, a los que se suponía una causalidad orgánica. Charcot utilizó
la hipnosis para estudiar estas alteraciones, llegando a la conclusión de que solo los histéricos podían ser hipnotizados, por lo que
la hipnosis era un signo de anormalidad. El hecho de que Charcot
considerara la alteración neurológica como causa de la histeria hizo
que sus teorías fueran aceptadas por la comunidad médica francesa, fomentando el estudio de estas alteraciones, que habían sido
muchas veces relegadas. Sin embargo, la denominada «Escuela de
Nancy», representada por Liébault y Bernheim, plantearon importantes objeciones al planteamiento de Charcot, señalando una interpretación alternativa sobre el papel de la sugestión en la técnica
hipnótica. Defendieron que la hipnosis podría emplearse con una
variedad de dolencias, que sus efectos provenían del poder de la
sugestión, y que todas las personas eran susceptibles a la sugestión
en diferentes grados. Bernheim avanzó la idea de que la histeria era
esencialmente un trastorno psicógeno y aplicó el término «psiconeurosis» a este y otros síndromes similares de síntomas desconcertantes. Al desarrollar el concepto de psiconeurosis, Bernheim trató
de proporcionar, paralelamente a la tradición médica de buscar
causas biológicas subyacentes para el trastorno, una noción comparable de causas psicológicas subyacentes. Por tanto, como señalan
Millon y Simonsen (2010) el papel de Charcot en el fomento de una
psiquiatría orientada psicoanalíticamente proviene menos de la
intención o la originalidad de su trabajo que de la parte incidental
que jugó para estimular las ideas de otros, especialmente en uno de
sus discípulos, Sigmund Freud.
La psicología dinámica enfatizó el potencial de las experiencias no conscientes en el desarrollo de las personas y proporcionó
a la psicopatología no solo una nueva concepción de la enfermedad mental, según la cual esta podía tener, al menos en parte, una
naturaleza psicológica, sino además un nuevo modo de tratamiento
basado en dos grandes pilares: la fuerza de la palabra y la implicación del propio sujeto en su proceso de curación. El nuevo modelo
abrirá las puertas a la posibilidad de desarrollar tratamientos psicológicos, opuestos a los tratamientos orgánicos que eran los únicos
disponibles hasta entonces.
Pero a pesar de su decidida apuesta por la mente como objeto
primigenio de estudio, la psicología dinámica fue, al menos en sus
inicios, asumida por la orientación psiquiátrica de la psicopatología y, por ello mismo no entró a formar parte de las «escuelas» o
corrientes fundadoras de la psicología, o al menos no al mismo nivel
que lo hicieron otras, como la reflexología, el funcionalismo americano, o la escuela de Wurzburgo. Solo con la posterior división de
la psicología en especialidades, la orientación dinámica logrará un
estatus disciplinar acorde con su importancia, especialmente en disciplinas como el psicodiagnóstico, la psicología de la personalidad,
la psicoterapia y, naturalmente, la psicopatología.
D. El nacimiento de la psicología clínica
Como dijimos al inicio, todos estos acontecimientos estaban sucediendo en un lugar y un tiempo específicos: la Europa del siglo xix. Sin embargo, el nacimiento «oficial» de la psicología
clínica como disciplina aplicada de la psicopatología, se produjo
17
Manual de psicopatología. Volumen 1
en Estados Unidos. Las razones de este traslado geográfico son
muchas, pero todas guardan relación con un aspecto muy característico de la cultura norteamericana: su concepción eminentemente práctica, aplicada, de la cultura y la actividad científicas,
es decir, la necesidad de poner la ciencia al servicio de la sociedad y no al contrario, como tantas veces había sucedido en
Europa. Como dijo Korchin (1983, p. 5)
El enfoque funcionalista y pragmático de la psicología americana proporcionaba un terreno especialmente receptivo a la
clínica y a otras psicologías aplicadas. El americano tenía poca
paciencia para una psicología que diseccionaba hasta en sus más
mínimos detalles las estructuras de la mente (…) así como para una
psicología que especulaba en exceso sobre la naturaleza final de
la mente humana».
La psicología clínica surge como una disciplina aplicada de la
psicopatología de base psicológica y lo hace de la mano de un
norteamericano, Lightner Witmer (1867-1956), que había estudiado
con J. M. Cattell y que, siguiendo sus pasos, acudió también al laboratorio de Wundt en Leipzig. Según Joseph Collins (1931), Witmer
describió la PC en su conferencia ante la American Psychological
Association (APA) de 1896 en los siguientes términos:
La Psicología Clínica se deriva de los resultados obtenidos en
el examen individualizado de muchos seres humanos (…) la clínica
psicológica es una institución pública, abierta al servicio de la
sociedad, a la investigación propia y a la formación de los estudiantes» (Collins, 1931, p. 5)
A Witmer le debemos, pues, la creación de una profesión,
su denominación y algunas de sus características distintivas. Sin
embargo, como han dicho Bernstein y Nietzel (1980, p. 44), «Witmer puso en marcha la Psicología Clínica, pero tuvo muy poco
que ver con su desarrollo». Las causas de la escasa relevancia
de Witmer en el desarrollo y la consolidación de la psicología
clínica, hasta el punto de ser considerado por algunos como una
mera anécdota histórica (Watson, 1953), son variadas. Entre ellas
podemos destacar las siguientes: a) porque hizo poco o ningún
caso de los desarrollos que se estaban produciendo en la psicología, especialmente en el ámbito del diagnóstico y de la terapia
—en especial del psicoanálisis—; b) porque quizá sus colegas no
estaban todavía preparados para concebir y aceptar una profesionalización de la psicología, a la que seguían considerando más
como una actividad científica «pura» (Reisman, 1976); c) porque
el casi exclusivo énfasis e interés de la clínica de Witmer estaba
centrado en los problemas infantiles, mientras que el gran despegue de la psicopatología y la psicología clínica se producen, sobre
todo, en el ámbito de la evaluación psicológica de adultos, y d)
porque es difícil admitir que un solo individuo sea el responsable
de la creación de una profesión y/o de una ciencia. La historia nos
demuestra que eso solo es posible en algunos casos de personas
excepcionales; pero Witmer estaba seguramente bastante lejos de
serlo (Belloch, 1997).
Al principio de este apartado decíamos que este fue un siglo
decisivo para el desarrollo de la psicopatología de base psicológica,
en la medida en que la mayoría de los desarrollos científicos que se
producen, si no todos, configuran el germen de nuestra disciplina,
que florecerá en el siguiente siglo.
18
V. Enfermedades y trastornos
mentales y del
comportamiento: el siglo xx
El siglo xx está unido a avances extraordinariamente importantes
en todos los campos científicos. Muchas disciplinas alcanzan su
madurez epistemológica y empiezan a producir avances a una velocidad hasta entonces inimaginable. La psicopatología, tanto desde
su orientación psiquiátrica como desde la psicológica, desarrolla
las primeras clasificaciones de los trastornos mentales. Las perspectivas organicistas adquieren importancia e impulso crecientes
con el desarrollo de las teorías bioquímicas y los primeros datos
sobre la eficacia de los psicofármacos. Pero también en este siglo
se producen críticas acérrimas al concepto mismo de «enfermedad mental», los excesos de la medicalización y el fracaso de las
instituciones manicomiales para el tratamiento de las personas con
enfermedades mentales.
En palabras de Vásquez Rocca (2006, p. 9), «la “enfermedad mental” se transforma (…) en el mecanismo social, regulado y
determinado por la psiquiatría, para patologizar la heterogeneidad
humana, su carácter antinómico y su singularidad».
Por su parte, la psicología como ciencia independiente se desarrolla con rapidez, dando lugar a distintas escuelas que influirán en
los conceptos psicopatológicos y los distintos modos de aproximarse
a los trastornos mentales. Por último, aunque no por ello menos
importante, se suceden los conflictos y las guerras que impactan,
como no podía ser de otro modo, en el desarrollo de los conocimientos y conceptos sobre las psicopatologías y su abordaje. Sobre
todo ello intentaremos hacer una síntesis en este apartado.
A. Clasificación y diagnóstico de los
trastornos y enfermedades mentales
y del comportamiento: de Kraepelin,
Bleuler y Jaspers a los DSM
Dentro de la tradición médica de finales del siglo xix y principios
del xx, se produce un retorno a la clínica que enfatiza el criterio
de utilidad práctica a la hora de decidir sobre la adecuación de
esta o aquella teoría etiopatogénica (Coto et al., 2008). La figura
más representativa de este nuevo enfoque fue Emil Kraepelin (18551926), otro eminente discípulo de Wundt, que se propuso trasladar
y aplicar los métodos y principios wundtianos a la psicopatología,
inaugurando así la psicopatología experimental. Tras pasar nueve
años colaborando en el laboratorio de Leipzig, Kraepelin volvió a
Heidelberg, donde fundó su propio laboratorio en 1889. Kraepelin
partía de la idea de que los procesos mentales normales eran medibles y que se podían encontrar diferencias cuantificables entre el
funcionamiento normal y el patológico (Coto et al., 2008). En sus
experimentos estudiaba el efecto de la fatiga, las drogas, el alcohol y la privación de sueño en la capacidad mental, sobre todo,
en la eficacia atencional, tanto en individuos sin patologías como
en enfermos mentales que sufrían paresia o demencia precoz. Su
objetivo era la identificación y medición de déficits psicológicos en
distintos problemas mentales.
Como discípulo de Wundt, tal vez fue la influencia de su mentor —en la importancia otorgada a la aguda observación y análisis
del comportamiento de los sujetos que incluyó en sus investigacio-
Capítulo 1.
nes— lo que le motivó a proporcionar descripciones cuidadosamente
detalladas de los pacientes. Kraepelin se centró en las manifestaciones psicológicas manifiestas de los trastornos mentales, en contraste con sus contemporáneos más orientados hacia la búsqueda
de causas orgánicas, haciendo hincapié en la evolución de esos
trastornos para realizar el diagnóstico (Millon y Simonsen, 2010). Su
mayor aportación a la psicopatología es la elaboración de un sistema de clasificación psiquiátrica cuyos principios, como veremos,
han influido hasta nuestros días en los sistemas de clasificación de
la Asociación Psiquiátrica Americana (APA). En su «Compendio de
Psiquiatría» describe distintas especies morbosas, es decir, cuadros
sintomatológicos específicos que corresponderían a causas orgánicas determinadas. En su clasificación, Kraepelin distinguió entre la
psicosis maníaco-depresiva y la demencia precoz, que dividió a su
vez en tres tipos, hebefrenia, catatonia y paranoia. Su descripción
de la demencia precoz por su curso crónico y degenerativo caracteriza la importancia que se da a la evolución del trastorno en el
sistema clasificatorio de Kraepelin. Así, el curso evolutivo, y no la
sintomatología o la etiología, debía ser el principal criterio. Pese a
que defendía una etiología orgánica, abogaba también por el análisis cuidadoso del comportamiento de los pacientes y daba prioridad
a la investigación sistemática para comprender mejor la conducta
anormal (Belloch y Baños, 1986).
Siguiendo la estela de Kraepelin se fueron delineando las bases
de los sistemas de clasificación diagnóstica posteriores. Bleuler
(1857-1939), en su obra Demencia precoz o el grupo de las esquizofrenias, se desprende del curso evolutivo como característica
esencial de la esquizofrenia y enfatiza una característica psicopatológica, la escisión mental, como criterio diagnóstico (Coto et al.,
2008). Los principales síntomas de la esquizofrenia, en opinión de
Bleuler, eran alteraciones en el vínculo asociativo entre pensamientos, una brecha entre afecto e intelecto, la ambivalencia hacia los
mismos objetos y un desapego autista de la realidad. Las diversas
variedades de pacientes que mostraban estos pensamientos, sentimientos y acciones fragmentadas llevaron a Bleuler a denominar
a sus trastornos «el grupo de las esquizofrenias». Pese a su crítica
hacia el modelo clasificatorio de Kraepelin, mantuvo como él la
opinión de que el deterioro básico en estos trastornos derivaba de
un proceso de enfermedad unitaria que era atribuible a una patología fisiológica básica (Millon y Simonsen, 2010).
Por su parte, Adolf Meyer (1866-1950), que simpatizó inicialmente con las teorías de Freud, asumió la opinión cada vez más compartida por los psicoanalistas descartando el modelo de la enfermedad y viendo los trastornos psiquiátricos no como condiciones
fundamentalmente orgánicas, sino más bien como consecuencias de
factores ambientales y acontecimientos de la vida. Aunque Meyer
fue el psiquiatra más prominente que introdujo el sistema kraepeliniano en Estados Unidos, creía que estos trastornos no eran entidades de enfermedad, sino «reacciones psicobiológicas» al estrés
ambiental (Millon y Simonsen, 2010), hasta el punto de defender que
el concepto mismo de enfermedad mental debía sustituirse por el
de «tipos de reacción». Con el cambio de denominación intentaba
dar relevancia a la historia individual y personal de las reacciones
psicobiológicas a los múltiples problemas con los que se hubiera
enfrentado el individuo. Los tipos de reacción eran conjuntos de
signos y síntomas que tenían una ocurrencia simultánea y eran
característicos de una determinada alteración. En la línea pragmática norteamericana, Meyer recalcaba la importancia de hacer uso
de los conocimientos procedentes de muy diversas áreas (biología,
Historia de la psicopatología
fisiología, psicología y sociología) para poder llegar a comprender
el comportamiento humano (Belloch y Baños, 1986). Los desórdenes
mentales no eran sino formaciones de hábitos establecidos de un
modo progresivo; en consecuencia, el tratamiento debía consistir
en enseñar hábitos nuevos y eliminar los anteriores: una idea semejante a la que subyace en autores del tratamiento moral francés e
inglés y en la filosofía que subyace a muchos de los procedimientos
técnicos de la modificación de conducta. En su libro Psicobiología
de 1957, repite en varias ocasiones que diagnosticar implica una etiqueta, y no hay etiqueta que pueda representar la complejidad de
un ser humano y su entorno. Lo importante es comprender el cómo
y el porqué y no el nombre de la enfermedad; lo importante es el
paciente y no lo que padece (Belloch y Baños, 1986). La influencia
de Meyer fue decisiva en la primera edición del Manual diagnóstico
y estadístico de los trastornos mentales (DSM-I), publicado por la
APA en 1952, que adoptó el concepto de «tipo de reacción» como
criterio de organización diagnóstica.
En la línea fenomenológica proveniente de la psicología del
acto de Brentano, el autor que desarrolló el método fenomenológico
siguiendo más la dirección filosófica de Husserl que la experimental de Stumpf, fue el psiquiatra alemán Karl Jaspers (1883-1969). La
impronta de las influencias provenientes de la corriente filosófica
fenomenológica (Husserl, Stumpf), pero también de Kant, se evidencian en su idea de que la psicopatología solo puede estudiar el fenómeno de la enfermedad mental, su fenomenología. Jaspers hizo una
fuerte apuesta por la fundamentación psicológica de la psicopatología. En la introducción de su Psicopatología general publicada por
primera vez en 1913, se puede constatar la tensión existente entre el
anhelo de una psicología distinta a la oficial, que se ocupaba «…solo
de procesos tan elementales que en las verdaderas enfermedades
mentales pocas veces son perturbados, fuera de los casos de lesiones
neurológicas, orgánicas, del cerebro…» (Jaspers 1946, p. 18), y sus
conocimientos de medicina que, aunque necesarios, no le proporcionaban respuestas a las preguntas clave en psicopatología.
Nuestra tarea científica única no es una construcción sistemática imitada de la neurología con la permanente visión del cerebro,
sino un desarrollo de los puntos de vista para la investigación de
las cuestiones y problemas, de los conceptos y relaciones, desde
los fenómenos psicopatológicos mismos» (Jaspers, 1946, p. 19).
Para Jaspers, el objeto de la psicopatología era
(…) el acontecer psíquico realmente consciente. Queremos
saber qué y cómo experimentan los seres humanos, queremos
conocer la dimensión de las realidades anímicas. Y no solo el
vivenciar de los hombres, sino que también queremos investigar
las condiciones y las causas de las que depende, las relaciones
en que está y las maneras cómo se expresa objetivamente. Sin
embargo, no es nuestro objeto todo acontecimiento psíquico, sino
solo el psicopatológico» (Jaspers, 1946, p. 17).
Naturalmente, este planteamiento le alejaba del determinismo
psicológico propugnado por el Psicoanálisis. Y para el estudio de
ese objeto, la psicopatología necesitaba de la psicología:
La psicología estudia la llamada vida psíquica normal. Un
estudio de la psicología es para el psicopatólogo tan necesario en
principio como un estudio de fisiología para el anatomopatólogo»
(Jaspers, 1946, p. 17).
19
Manual de psicopatología. Volumen 1
Admitió sin reservas además que la diferenciación entre lo normal y lo patológico era difícil en muchos casos, pues el concepto
mismo de psicopatología (como el de enfermedad) es escurridizo.
Su decidida apuesta por la psicología como ciencia básica de la
psicopatología le permite trabajar con los mismos conceptos fundamentales en ambas ciencias, psicología y psicopatología.
El conocimiento del hombre enfermo lo obtenía Jaspers de tres
formas distintas y complementarias: la psicopatología general, que
estudia los hechos individuales de la vida psíquica; la psicopatología
comprensiva, que estudia el espíritu; y la psicopatología explicativa,
que estudia la conciencia en general. Anteponer la psicopatología
comprensiva a la explicativa le lleva a primar la comprensión como
método idóneo para estudiar la vida psíquica, relegando la explicación al mundo de lo físico. La psicopatología es capaz de comprender ciertos fenómenos psicopatológicos desde la estructura psíquica
completa de la personalidad, es decir, desde su desarrollo unitario,
pero otros se le presentan como absolutamente refractarios a este
método y deben ser considerados incomprensibles. A los primeros,
Jaspers los denomina «desarrollos», a los segundos, «procesos».
Los procesos son solo explicables, de ahí que sea inútil buscar sus
motivos biográficos: solo podemos conocer sus causas somáticas o
psíquicas (González de Pablo, 1987; Gracia y Espino, 1989).
Su visión de la enfermedad mental le llevó a acercarse a la clasificación de las psicopatologías de un modo diferente al de Kraepelin o Bleuler: buscaba describir la verdadera experiencia subjetiva
de cada paciente y cómo se enfrentaba a la enfermedad mental, en
lugar de simplemente describir los síndromes psicológicos manifiestos observados por el terapeuta. Jaspers afirmó que la profundidad
infinita e inagotable y la naturaleza única de cualquier individuo,
ya esté mentalmente enfermo o funcione de manera saludable, no
podía ser completamente entendida y objetivada, sino que el médico/psicólogo debía esforzarse por lograr una comprensión lo más
cercana posible. Esta visión existencial de la humanidad fue lo que
distinguió a este enfoque de los medios tradicionales de diagnóstico
y tratamiento. En contraste con los psicoanalistas, que intentaron
investigar la superficie de los informes verbales de los pacientes
para descubrir sus raíces inconscientes, Jaspers se centró en la
autodescripción consciente de los sentimientos y experiencias de
los pacientes, creyendo que sus informes eran las mejores vías para
lograr la verdadera comprensión de su mundo (Millon y Simonsen,
2010).
Jaspers, su obra y la escuela de Heildelberg no pervivieron en la
psicopatología, inmersa en avances tan poderosos como el psicoanálisis, el funcionalismo americano, el conductismo y el movimiento
gestáltico. Solo se recuperarán sus aportaciones, si bien con escasas
referencias a sus trabajos, con el auge del estudio de los procesos
mentales de la orientación cognitiva de la psicología en el último
tercio del siglo xx.
El máximo continuador de la obra de Jaspers fue Kurt Schneider
(1887-1967). Otorgó un papel central al diagnóstico, que concebía
como atender al cómo (la forma) y no al qué (el tema o contenido).
Además, son dignos de destacar sus trabajos sobre las personalidades psicopáticas, sobre los delirios y sobre las psicosis endógenas.
Son precisamente sus planteamientos con respecto a estas últimas
los que adquirieron con el tiempo una gran popularidad junto con
la distinción que estableció, en el campo de la esquizofrenia, de los
«síntomas de primer orden».
20
Los esfuerzos de Kraepelin, Bleuler, Meyer, y Jaspers —entre
otros— por sistematizar las diferentes formas que adquieren las
psicopatologías tienen un impacto desigual en el desarrollo de los
sistemas oficiales de clasificación y diagnóstico impulsados tanto
por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como por la APA.
En el caso de la OMS, no se introduce un capítulo específico para
los trastornos y enfermedades mentales hasta la 6.ª edición de la
Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) de 1946. En esa
edición se establecen tres grupos de trastornos: psicosis, desórdenes
psiconeuróticos, y trastornos del carácter, del comportamiento y de
la inteligencia. No obstante, más allá de la mera clasificación, no
se ofrecían definiciones concretas de los trastornos incluidos ni se
especificaban las razones para su ordenación y categorización. Algo
similar sucedió con la siguiente edición del sistema de la APA, el
DSM-II de 1968, que abandona el concepto de «tipos de reacción»
y se publica bajo la enorme influencia de la corriente psicodinámica en la psiquiatría norteamericana. Sin embargo, en la década
de los setenta se produjo un renovado interés por los planteamientos de Kraepelin, que no era ajeno al aluvión de críticas sobre el
movimiento psicodinámico, pero también a los movimientos de la
antipsiquiatría y su crítica hacia los diagnósticos psiquiátricos por
su inutilidad e ineficacia.
Bajo ese clima crítico, varios psiquiatras norteamericanos
(Robins, Winokur, Guze, Klein, Spitzer, Feighner, Endicott y Fleiss,
entre otros) acuerdan publicar lo que se conocerá como los Criterios Feighner (Feighner et al., 1972), un primer prototipo de sistema
de clasificación y diagnóstico que proporcionaba definiciones concretas de las enfermedades mentales consideradas más frecuentes
(esquizofrenia, depresión, manía, trastornos afectivos secundarios,
neurosis de ansiedad, neurosis obsesivo-compulsiva, neurosis fóbica, histeria, trastorno de la personalidad antisocial, alcoholismo,
dependencia de drogas, retraso mental, síndrome orgánico cerebral,
homosexualidad, transexualismo y anorexia nerviosa). Poco tiempo
después, Spitzer, Endicott y Robins (1975, 1978) publican los Criterios Diagnósticos de Investigación (Research Diagnostic Criteria,
RDC), con la definición operativo-descriptiva de 25 categorías o
trastornos, sin aludir a supuestos etiológicos y centrados en la sintomatología, junto con criterios de exclusión para cada una de las
entidades diagnósticas que se describen. Se hace referencia tanto a
los síntomas como a su duración, curso y nivel de gravedad. Desde
una perspectiva conceptual, los RDC suponen una ruptura con la
terminología tradicional al prescindir de los conceptos de neurosis o
psicosis e introduciendo el término «trastornos» como sustituto del
de «enfermedades».
Criterios Feighner. Primer prototipo de sistema de clasificación y diagnóstico que proporcionaba definiciones
concretas de las enfermedades mentales consideradas
más frecuentes.
Criterios Diagnósticos de Investigación (Research
Diagnostic Criteria, RDC). Definición operativo-descriptiva de 25 categorías o trastornos. Se centran en la sintomatología y no aluden a supuestos etiológicos. Incluyen la
descripción de los síntomas, su duración, curso y gravedad
y los criterios de exclusión de otras entidades. Introducen
el término «trastornos» como sustituto de «enfermedades».
Capítulo 1.
Con todos estos elementos se publica en 1980 la tercera edición
del DSM, avalado por un buen número de investigaciones financiadas por el Instituto Nacional de Salud Mental norteamericano
(National Institute of Mental Health, NIMH). La publicación de este
manual, que pretende ser no solo de clasificación sino también de
psicopatología, supuso una auténtica revolución en nuestro ámbito
por muchas y diversas razones. Por vez primera, no solo se tenía
en cuenta la sintomatología presente en un momento dado, sino
también la historia previa del individuo, su nivel de adaptación, la
gravedad y la presencia de un determinado patrón de características personales y de enfermedades físicas concomitantes con el
trastorno psiquiátrico; es decir, que a la «etiqueta» diagnóstica le
acompañaban otros cuatro ejes: el sistema multiaxial, con lo que se
pretendía eludir las críticas a la mera etiquetación de los trastornos mentales. A su vez, se especificaban los elementos claves de la
sintomatología y su grado de relevancia para el diagnóstico final.
La psicopatología, y la psicología clínica, acogieron sin reservas la
buena nueva y los libros de texto se apresuraron a reestructurarse
sobre la base de los nuevos criterios clínico-diagnósticos. Por fin
parecía que la psicopatología, tanto la de base médico-psiquiátrica
como la psicológica, disponía de un lenguaje propio y, sobre todo,
común. Desde entonces hasta ahora se han publicado tres ediciones más (DSM-IV, DSM-IV-TR, y DSM-5), la última en 2013. En el
capítulo de este manual dedicado al diagnóstico y la clasificación
se detallan las novedades, cambios, aportaciones e inconvenientes
de las sucesivas ediciones del DSM, por lo que no nos detendremos aquí en ello. No obstante, nos parece importante mencionar,
siguiendo a Sandín (2013), uno de los aspectos que nos parece más
problemático por lo que se refiere a la historia de la psicopatología
psicológica: la ausencia casi total de psicólogos expertos en nuestra
disciplina, o en su vertiente aplicada, la psicología clínica. Además,
a pesar de los intentos por establecer dimensiones transversales de
síntomas, el sistema sigue siendo en gran medida categorial, con lo
que las aportaciones de la investigación psicopatológica de los últimos 50 años, basada en una perspectiva dimensional de la normalidad-patología, no se han tenido en cuenta de manera adecuada. El
diagnóstico psicopatológico supone una consideración dimensional,
es decir, de continuidad entre lo normal y lo patológico y esto es, en
principio, incompatible con la caracterización categorial excluyente,
a more botánica, de los trastornos mentales que, pese a todo, sigue
vigente.
En definitiva, el modelo de la psiquiatría norteamericana sigue
manteniendo los principios kraepelinianos, al igual que lo hace la
OMS con las sucesivas ediciones de la CIE (la última, número 11, pendiente aún de hacerse efectiva). La utilidad para la psicopatología
de estos sistemas psiquiátricos reside en su valor heurístico para la
investigación, además de propiciar la comunicación interprofesional, pero no debería caerse en la tentación de considerarlos como
la síntesis perfecta de dos de las funciones que la psicología clínica
ha ido asumiendo, no sin esfuerzo, a lo largo de los años: el diagnóstico de los trastornos mentales y la comprensión y explicación
de su naturaleza, es decir, de su psicopatología. Y naturalmente, la
tercera de las funciones, la psicoterapia, se vería ineludiblemente
afectada si renunciáramos a una fundamentación prioritariamente
psicológica de las otras dos. Esta fundamentación psicológica ha
experimentado notables avances a lo largo del siglo xx, y la psicopatología ha sido probablemente una de las áreas de investigación
y teorización psicológicas que más ha progresado, generando un
número importante de modelos explicativos de trastornos mentales
Historia de la psicopatología
complejos tales como las esquizofrenias, obsesiones y compulsiones, depresión, ansiedad, hipocondría, o los trastornos alimentarios,
como se verá a lo largo de este manual. Una de las características
más significativas de tales modelos es la de su profunda vinculación
con la investigación psicológica experimental, incluida la neurológica, sobre procesos mentales complejos (atención, percepción,
memoria, pensamiento, lenguaje, etc.), adoptando una perspectiva
dimensional, lo que, en nuestra opinión, supone una garantía para
la viabilidad de esos modelos, además de poner en valor el proyecto
jasperiano acerca de la necesidad de fundamentar la teorización
psicopatológica en la psicología (Belloch, 1997).
En suma, la duda es si realmente estos sistemas de diagnóstico nos ayudan a comprender, desde una perspectiva psicológica,
los trastornos mentales y del comportamiento, y si son útiles para
avanzar en la integración entre la investigación psicológica básica
y la práctica clínica que es, al fin y al cabo, el objetivo de la psicopatología. Conocer otros modos de enfocar la realidad es, sin
duda, un ejercicio saludable; pero puede que no lo sea el asumir
acríticamente esos otros modos, especialmente si convierten en un
puro espejismo los conocimientos que hemos ido adquiriendo con
tanto esfuerzo a lo largo de la historia.
B. Diversificación de las escuelas psicológicas
y su impacto en psicopatología
El siglo xx es, sin duda, determinante para la psicopatología, especialmente, aunque no solo, por dos motivos: primero, porque se
desarrollan y consolidan diferentes escuelas, enfoques o perspectivas de la nueva ciencia psicológica que, en la mayoría de los casos,
se muestran como opciones enfrentadas e incluso incompatibles
tanto por lo que hace a su objeto de estudio como a los métodos
para su abordaje. Segundo, porque durante este siglo la psicopatología se nutre de, y crece con, los desarrollos en diferentes ámbitos
de la psicología, tanto de los más «aplicados» (p. ej., el diagnóstico, las psicoterapias, la psicología evolutiva, etc.) como de los más
«básicos» (p. ej., psicología experimental, psicometría, personalidad, etc.). Todos estos desarrollos se imbrican, inexorablemente, con
un conjunto de acontecimientos sociales, entre los que cabe destacar las grandes guerras que asolaron Europa hasta prácticamente
la mitad del siglo.
El florecimiento de la diversidad de escuelas psicológicas, de
las que destacan en especial la psicodinámica, la gestaltista y la
conductista, se produce en las tres primeras décadas del siglo, y de
manera especial en el período que va desde el final de la Primera
Guerra Mundial (1918) hasta el comienzo de la Segunda (1939). No en
vano, Koch (1964) denominó este período como «la época de la teoría» y Watson (1953) afirmaba que en esas décadas la psicopatología y la psicología clínica habían dejado atrás la infancia y entrado
en una adolescencia, «más bien desnutrida pero también rápida
y tempestuosa». Se trata de un momento de catalización de las
diversas aportaciones provenientes de ámbitos tan diversos como
los estudios de Pavlov sobre las neurosis experimentales, junto a las
de los constitucionalistas (Krestchmer, Sheldon), o los estudios de los
gestaltistas sobre la percepción, sin olvidar la creciente influencia
psicodinámica en todos los ámbitos de la psicopatología, incluyendo la infantil. Además, aunque inicialmente el conductismo había
arraigado sobre todo en EE. UU., mientras que la psicología de la
Gestalt y la psicodinámica lo habían hecho sobre todo en Europa,
con la Segunda Guerra Mundial se produce, como es bien sabido,
21
Manual de psicopatología. Volumen 1
una emigración masiva de científicos europeos a Estados Unidos,
con lo que este país se convierte en el centro nuclear del desarrollo
de la psicología científica y, por ende, de la psicopatología.
El impacto de las escuelas psicológicas en la psicopatología,
alternativas al modelo biomédico, es extraordinariamente importante. Una de las razones de esta importancia hay que buscarla
en lo que algunos autores (p. ej., Pilgrim y Treacher, 1992; Stone,
1985) han relacionado con las consecuencias que tuvo la Primera
Guerra Mundial (1914-1918) en la salud mental de muchos combatientes. La aparición de muchos casos de «neurosis de guerra» —que
actualmente se calificarían como trastornos por estrés postraumático— puso al descubierto las limitaciones de una psiquiatría marcadamente biologicista y favoreció la búsqueda de otros marcos de
referencia alternativos, de los que el psicodinámico era, sin duda, el
más importante y conocido. Téngase en cuenta que este trastorno
afectaba, además, a hombres jóvenes bien nutridos y anteriormente
sanos, que en muchos casos habían prestado sus servicios como
voluntarios, y que nada tenían que ver con la legión de enfermos
mentales que eran atendidos en los manicomios, que en su mayor
parte pertenecían a las clases sociales más bajas (y desprotegidas).
En consecuencia, no solo había que buscar nuevos modelos para
explicar adecuadamente la ruptura que se había producido en las
mentes de estos grupos de gente «normal», sino que además se
ponía seriamente en cuestión la utilidad de los recursos asistenciales disponibles para atenderlos adecuadamente. En todo caso, las
diversas escuelas psicológicas, con sus diferentes planteamientos
sobre lo que debía ser el objeto de la psicología (y sobre lo que no
debía serlo), son el origen de los actuales modelos de la psicopatología que se describen con detalle en el Capítulo 2 de este libro.
a. La escuela psicodinámica
El psicodinámico puede considerarse como el primer modelo explicativo de los trastornos mentales que, frente al biologicismo imperante en su surgimiento a finales del siglo xix, hace una apuesta
decidida por la etiología psicológica de las enfermedades y trastornos mentales. Su máximo exponente es, como ya avanzamos en un
apartado anterior, Sigmund Freud (1856-1939), médico y neurólogo
judío nacido en lo que actualmente es la República Checa, aunque
la familia se trasladó a Viena cuando Freud contaba tres años. Pero
además de Freud, hay otros autores especialmente relevantes para
la psicopatología dentro de este modelo, que contribuyeron decisivamente a difundir en Europa los planteamientos freudianos: en
Francia, Pierre Janet (1859-1947), en Austria, Alfred Adler (1870-1937)
y en Suiza, Carl Gustav Jung (1875-1961). Los dos últimos acabaron
desarrollando enfoques propios, críticos con los de Freud, mientras
que Janet fue en realidad contemporáneo de Freud y desarrolló una
obra propia a menudo contrapuesta a la freudiana.
Bajo la influencia de las ideas de Bernheim sobre el papel que
la autosugestión inconsciente podía tener en la base de los síntomas de muchos trastornos mentales, Freud observó que cuando
los pacientes hablaban de sus problemas y conflictos durante los
trances hipnóticos, se producía una reacción emocional intensa y al
salir de la hipnosis se sentían aliviados y mejoraban, aunque no eran
conscientes de los conflictos de los que habían hablado durante la
sesión hipnótica. Interpretó estas observaciones clínicas como que
la mente estaba dividida en consciente e inconsciente, atribuyéndole a este último un papel importante en el desarrollo de los trastornos mentales. Postuló la idea de que el material conflictivo se hacía
inconsciente gracias a un mecanismo de defensa que denominó
22
represión. Este material podía recuperarse provocando una reacción
emocional intensa (catarsis), ya mediante la hipnosis, ya a través de
otros métodos como la asociación libre o la interpretación de los
sueños. Recuperar el material inconsciente y relacionarlo con los
problemas que presentaba el paciente le llevaría, suponía Freud, a
la curación. El «descubrimiento» del inconsciente y la etiología psicológica que se atribuye a los trastornos mentales serán la base de
la escuela psicoanalítica que tendrá una influencia muy importante
en la psicopatología posterior (Baños, 2007). Además de «rescatar» las neurosis (las psicopatologías «menores», por oposición a
las psicosis o «mayores») del campo de la neurología, introdujo el
estudio de las «psicopatologías de la vida cotidiana» como tema
propio de investigación y análisis para una nueva psicopatología
que, desde este enfoque, no solo se aleja de la perspectiva netamente organicista, sino que además permite acercar lo psicopatológico a la normalidad: es decir, que deslegitima el carácter mórbido de muchas experiencias humanas que, aun siendo anómalas,
no por ello resultan ser necesariamente indicadoras de trastorno o
enfermedad mental alguna. El impacto de la obra de Freud ha sido
indudable no solo en psicopatología, sino también en muchos otros
ámbitos dedicados a comprender la naturaleza humana, incluyendo
los no científicos o legos (Ferrándiz, 1989). Y ello a pesar de que,
como dijo Pinillos (1976, pp. 25-26).
La contextura científica del psicoanálisis es endeble, y su eficacia terapéutica, escasa. Queda, sin embargo, la vía de la hermeneusis, por donde sí parece que el método psicoanalítico discurre
con paso firme y mirada sagaz».
El segundo gran autor de mención obligada es sin duda Pierre Janet. Profundizó en el estudio de la histeria, considerándola
como una manifestación y un resultado inevitable de la herencia y
la «degeneración». A través de un cuidadoso examen de las historias clínicas de sus pacientes descubrió que un gran número de
ellos había sufrido un shock emocional antes de la aparición de la
enfermedad. Estos acontecimientos parecían haber sido olvidados y,
en su opinión, este olvido representaba una debilidad anormal y distintiva de la personalidad del histérico, ya que las experiencias de
las personas normales estaban totalmente integradas y accesibles
a la conciencia. En su trabajo L’état mental des hystériques postuló
que la disociación o desdoblamiento de la conciencia era uno de
los mecanismos fundamentales de los estados histéricos, a los que
por esta razón llamó psicasténicos. La psicastenia se definía como
una disociación parcial de la capacidad para mantener las ideas en
su plena conciencia debido a la debilidad de las actividades integradoras superiores. Realizó brillantes descripciones clínicas de la
histeria, las fugas y las amnesias, entre otros síntomas y síndromes,
pero sus trabajos se vieron pronto relegados a un segundo plano, al
contrario de lo que sucedió con Freud e incluso con el maestro de
ambos, el propio Charcot. Según Pichot (1983), mientras que Janet
tenía auditores, lectores y admiradores, Freud tenía una escuela y
discípulos. No obstante, lo cierto es que actualmente las ideas de
Janet sobre la disociación están siendo retomadas en las investigaciones sobre los trastornos disociativos o, más genéricamente, en
las recientes formulaciones sobre procesamiento no consciente de la
información —véanse, por ejemplo, los textos de Dixon (1981), Bowers
y Meichenbaum (1984), o Hilgard (1986)—.
Adler, médico formado en psiquiatría, estaba interesado especialmente en los aspectos psicológicos de la infancia lo que le llevó
Capítulo 1.
Psicastenia. Se definía como una disociación parcial de
la capacidad para mantener las ideas en su plena conciencia debido a la debilidad de las actividades integradoras superiores. Las ideas de Janet sobre la disociación
están siendo retomadas en las investigaciones sobre los
trastornos disociativos y en las formulaciones sobre procesamiento no consciente de la información.
a contactar a principios del siglo con Freud del que, sin embargo,
se separó muy pronto para formar su propio grupo, la Sociedad de
Psicología Individual, que rechazaba la etiología sexual de las neurosis, formulada por Freud. El impacto de su obra en psicopatología
cabe centrarlo especialmente en sus indagaciones sobre las causas
de la neurosis y la psicoterapia. Para Adler, toda forma de neurosis
deriva del modo de vivir desde las etapas más tempranas de la vida.
La predisposición a las neurosis deriva, por tanto, de las experiencias infantiles: ya sea las de abandono, las de sobreprotección, o de
la mezcla confusa de ambas. Estas experiencias dan claves erróneas al niño, de tal manera que impiden o dificultan su desarrollo
social. En consecuencia, el objetivo de la psicoterapia es ayudar a
conseguir una reorganización del estilo de vida, que disminuya los
sentimientos de inseguridad y mejore las relaciones con los demás
(Ferrándiz, 1989).
Jung es considerado por muchos autores psicodinámicos la personalidad más importante de las denominadas «escuelas de psicología profunda». Médico y psiquiatra formado en la Universidad de
Basilea, fue ayudante de Eugen Bleuler. Bajo la influencia de este,
Jung propuso que la demencia precoz podría explicarse a partir de
la explicación freudiana sobre las neurosis. En parte por ello, y por
el gran prestigio que tenía la obra de Bleuler sobre la esquizofrenia,
Jung es considerado uno de los mayores difusores de la obra de
Freud en todo el mundo, y especialmente en Estados Unidos. Aunque
participaba de manera entusiasta de los planteamientos freudianos,
nunca fue un ciego seguidor de su obra (Selesnick, 1968), en especial de su teoría sexual y su interpretación de la libido. La teoría de
Jung es compleja, pues incluye nociones de naturaleza muy diversa:
desde cuestiones religiosas y filosóficas hasta otras antropológicas
y mitológicas. Sus contribuciones a la psicopatología abarcan desde
el desarrollo de las pruebas de asociación de palabras, hasta su
propuesta de una psicoterapia analítica, individualizada, en la que
resulta imprescindible atender a las reacciones de transferencia y
contra-transferencia, pasando por la consideración de la estructura
dinámica y cambiante de la psique, en oposición a la rigidez estática de la propuesta de Freud, o las distinciones entre el inconsciente
personal —que incluye recuerdos olvidados, percepciones subliminales y experiencias reprimidas— y el inconsciente colectivo —que
contiene todas las experiencias acumuladas por la humanidad de un
modo simbólico («arquetipos»)—.
Además de las aportaciones de estos grandes autores psicodinámicos, hay que mencionar otras que se producen también desde
este modelo en el ámbito de la evaluación y el psicodiagnóstico,
como las pruebas proyectivas de Rorschach, de 1921, y el test de
apercepción temática de Murray, de 1943, junto con la irrupción del
modelo en el ámbito de las enfermedades y trastornos no mentales, a través de la denominada medicina psicosomática, que había
iniciado su andadura en Alemania y en Reino Unido al final de la
Historia de la psicopatología
Primera Guerra Mundial, y que Alexander, Funkestein y Masserman
se encargarían de desarrollar en Estados Unidos.
b. La psicología de la Gestalt
En la primera década del siglo, las insuficiencias del enfoque introspeccionista de la conciencia, iniciado por Wundt para estudiar las
funciones mentales superiores, se habían hecho evidentes. En palabras de Caparrós et al. (1989, p. 237),
La estructura misma de la conciencia estaba en cuestión,
tanto empírica como teóricamente. Y todo ello en unos términos
artificiosos y farragosos que además de no resolver científicamente los problemas conferían a la psicología experimental una
imagen cuasi-metafísica cada vez más alejada de sus objetivos
fundacionales».
Es en este contexto en el que surgen la psicología de la Gestalt
en Europa y el conductismo en Norteamérica. Pero, a diferencia
de los conductistas, que atribuían el problema a considerar que el
objeto de estudio de la psicología fuera la conciencia, los gestaltistas criticaban el enfoque metodológico (la introspección) y teórico
de los wundtianos. Su propuesta, claramente vinculada con la psicología de Brentano, fue el análisis fenomenológico, es decir, una
observación «ingenua», libre de concepciones teóricas previas. No
rechazaban la cuantificación de los fenómenos ni la búsqueda de
explicaciones sobre lo observado, pero pensaban que la psicología era todavía demasiado joven como ciencia para plantearse, y
encontrar, explicaciones de tipo causal y/o cuantitativo que fueran relevantes: había que centrarse primero en la observación y la
descripción cuidadosa de los fenómenos, antes de plantear teorías
explicativas sin el suficiente fundamento. En este sentido, su propuesta es prácticamente superponible a lo que planteó Jaspers
para la psicopatología: antes de explicar, había que observar y
describir.
En este contexto, Wertheimer (1880-1943) publica en 1912 el
artículo «Estudios experimentales sobre la visión de movimientos»
sobre el que asientan las bases de este modelo, especialmente interesado por el fenómeno perceptivo. En este y otros trabajos experimentales, Wertheimer se centró en los problemas que presentaba
la percepción del movimiento aparente (que denominó «fenómeno
phi»), y estudió multitud de situaciones estimulares que provocaban
la ilusión de movimiento, es decir, la percepción de un movimiento
que físicamente no existe, como sucedía en el recién inaugurado
cinematógrafo (Caparrós et al., 1989). Entre los autores más representativos de este modelo, destacan sin duda Köhler (1887-1967) y
Koffka (1886-1941), que ampliaron y difundieron las propuestas de
Wertheimer con el objetivo de redefinir todos los procesos mentales
superiores, desde el aprendizaje y la memoria hasta el pensamiento y la motivación, en términos gestaltistas. Introdujeron conceptos
importantes para la psicopatología y la psicología en general como
el insight o aprendizaje «rápido, inteligente y de una sola vez», un
modo de aprendizaje radicalmente opuesto al lento y acumulativo
que planteaban los conductistas (Caparrós et al., 1989). Partiendo
de sus estudios sobre la percepción, llegan a la conclusión de que
las experiencias tienen una cualidad de globalidad que no puede
encontrarse en las partes, lo que se resume en su conocido postulado «el todo es más que la suma de las partes», con la que se quiere
significar el hecho de que en el todo se incluyen no solo los elementos que lo componen, sino también sus relaciones y las propiedades
23
Manual de psicopatología. Volumen 1
que emergen de todo el conjunto. Otros autores importantes del
modelo fueron Kurt Lewin (1890-1947), con sus aportaciones a la
comprensión de la personalidad y la motivación en los contextos
sociales, y Kurt Goldstein (1878-1965) con su enfoque organísmico y
holista de la personalidad. En suma, las aportaciones de este modelo
al desarrollo de la psicología son múltiples y van más allá del estudio del proceso perceptivo. En muchos sentidos, la moderna psicología cognitiva es deudora y seguidora de este modelo.
c. El conductismo
A pesar de las indudables aportaciones de la escuela psicodinámica
a la psicopatología, su influencia experimenta un declive casi imparable a partir de los años cincuenta. De hecho, es prácticamente eliminada de la escena psicológica oficial-académica y sustituida por
el conductismo como marco de referencia para explicar las psicopatologías. A su vez, el predominio del psicoanálisis en el contexto de
la psicoterapia va siendo también sustituido por la cada vez mayor
aceptación de la orientación psicoterapéutica de Rogers (1951), a
la que posteriormente se unirá la terapia racional-emotiva de Ellis
(1958). Si indagamos un poco en las razones que dan cuenta de esa
paulatina sustitución del enfoque psicodinámico por el conductista
en psicopatología, encontramos, entre otras, las siguientes.
En primer lugar, la orientación dinámica había sido asumida
también por los psiquiatras, especialmente ingleses y norteamericanos, como modelo alternativo al biomédico en psicoterapia. Como
señalan Pilgrim y Treacher (1992, p. 14):
En 1954 la Asociación Médica Americana declaró que la psicoterapia era un procedimiento médico (…). La lógica consecuencia de esta toma de postura era que el psicólogo que practicara
psicoterapia, lo haría de forma ilegal».
La «guerra» entre dos profesiones afines, la psiquiatría y la
psicología clínica, estaba servida y, de momento, la primera batalla
parecía ganada por los psiquiatras. En segundo término, la psicología había comenzado a avanzar en el desarrollo de sus propios
modelos explicativos, diferentes de los biologicistas, además de ser
coherentes con el programa wundtiano, que ofrecían las suficientes
garantías metodológicas como para ser catalogados de «científicos». En suma, se ajustaban al programa positivista imperante en
la ciencia. El más coherente con ese programa era el conductismo
que, además, era fácilmente transportable al contexto clínico: permitía explicar, diagnosticar y tratar cualquier trastorno mental, sin
exclusión, fuera cual fuese la edad en que este se presentara, de
forma individualizada o en grupo, dependiendo de la naturaleza del
problema y de los objetivos del tratamiento. Y, sobre todo, permitía
hacer todo eso desde dentro de la psicología. En palabras de Barlow
y Durand (2001, p. 25) «El modelo conductual (…) llevó el desarrollo
sistemático del método científico a los aspectos psicológicos de la
psicopatología». Además, desde el enfoque conductista los psicólogos se «permitieron» atacar a los psiquiatras a través de la crítica
al modelo que estos sustentaban, el psicodinámico. Y lo atacaban
por «acientífico» o, en el mejor de los casos, por pseudocientífico
y, sobre todo, por ineficaz frente al conductista, que consideraban
el propio de la «verdadera» y moderna psicopatología. En este contexto hay que situar las demoledoras críticas a los postulados psicodinámicos de H. J. Eysenck (1952, 1960, 1964), que ayudaron a consolidar el predominio del conductismo en Europa, o los trabajos de
Astin (1961) y Yates (1958), que hicieron lo propio en Norteamérica.
24
Los orígenes de la escuela conductista hay que situarlos en
la reflexología soviética, especialmente en los descubrimientos
de Pavlov sobre una modalidad de respuesta que se produce bajo
ciertas condiciones específicas y que constituye un modo especial
de aprendizaje que posteriormente se conocerá como aprendizaje
por condicionamiento clásico. John B. Watson (1878-1958), reconocido como fundador del conductismo, propuso bajo la influencia de
Pavlov que la psicología debía alejarse del método introspeccionista
wundtiano y otras metodologías no susceptibles de cuantificación y
convertirse en una ciencia puramente experimental similar al resto
de las ciencias naturales, cuyos objetivos fueran el control y la predicción del comportamiento. Su apuesta para la psicología gira en
torno a dos conceptos fundamentales: uno de tipo metodológico, el
objetivismo, otro teórico, el condicionamiento, como eje central de
la conducta. Watson rechazó el estructuralismo y el funcionalismo
(ambas teorías empleaban la introspección como método de investigación) y situó el conductismo como única alternativa psicológica; al igual que la reflexología soviética, las unidades de análisis
del conductismo son variables objetivas (observables). Así mismo,
el condicionamiento (de forma similar que en la reflexología) se
convirtió, más que en un método de estudio, en un concepto central para explicar los mecanismos de la conducta compleja (Kazdin,
1983). En cierto modo, pues, Watson es el máximo responsable de
que se consolidase en Occidente un nuevo marco teórico, centrado
en la objetividad y el condicionamiento.
Su interés por la psicopatología era, en realidad, marginal, pero
el impacto de sus planteamientos fue enorme especialmente a través de dos de sus estudiantes, Rosalie Rayner (esposa de Watson) y
Mary Cover Jones, que demostraron los efectos del condicionamiento del miedo en personas: los famosos y conocidos casos de Albert
y Peter, dos niños de once meses y casi tres años, respectivamente,
fueron paradigmáticos de sus hallazgos. Demostraron que el miedo
podía no solo aprenderse («condicionarse»), sino además generalizarse a otros estímulos diferentes al que inicialmente se había condicionado (Rayner) y que podría «desaprenderse» («descondicionarse») y extinguirse mediante aproximaciones sucesivas al estímulo
temido (Jones). Estos hallazgos constituyen, en muchos sentidos, los
cimientos del futuro modelo conductual del comportamiento anormal, en especial de la conducta neurótica.
Estos y otros hallazgos llevaron a Joseph Wolpe (1915-1997),
psiquiatra sudafricano, a desarrollar una serie de procedimientos y técnicas para tratar las fobias de sus pacientes, como la
desensibilización sistemática, que además de las aproximaciones
sucesivas, introducía un elemento adicional: el entrenamiento en
conductas incompatibles con el miedo. De mención obligada por
su impacto en la psicopatología es B. F. Skinner (1904-1990). Bajo
la influencia de Watson, pero también de Thorndike y su ley del
efecto, amplió y desarrolló las fronteras teóricas y metodológicas
del conductismo. Su obra más conocida, La conducta de los organismos, publicada en 1938, proponía otra modalidad de aprendizaje que denominó «condicionamiento operante», según el cual
la conducta sufre una serie de modificaciones en función de los
resultados que se produzcan de ella, o lo que es igual, que la conducta «opera» en un contexto o situación concretos que, a su vez,
provocan cambios en la conducta posterior. Introdujo términos y
conceptos de importancia notable en psicopatología como los de
reforzamiento y moldeamiento, que actualmente están en la base
de la explicación de las psicopatologías en las que la ansiedad
tiene un papel central.
Capítulo 1.
En definitiva, el conductismo psicológico, basado sobre todo en
los procesos del aprendizaje e inaugurado por Watson y desarrollado, entre otros, por Thorndike (acuñó el término de «conductas
instrumentales» y formuló la ley del efecto), Hull (enfatizó la importancia de las variables intermedias motivacionales; p. ej., relevancia
del impulso o drive), Tolman (con su interés por las conductas intermedias intencionadas; p. ej., cogniciones), Mowrer (con su propuesta para integrar las dos modalidades básicas de aprendizaje por
condicionamiento, el clásico y el operante) o Skinner, a lo largo del
siglo se constituye en el referente conceptual y metodológico de la
«auténtica» psicología científica desde prácticamente el final de
la Segunda Guerra Mundial hasta bien entrada la década de los
ochenta. Su ámbito de teorización se restringe, al menos al principio, a la conducta observable. A partir de aquí, la adscripción
de normalidad depende de que el observador decida si el comportamiento observado se ajusta o no a la norma social. Por lo tanto,
el criterio de validación es externo (social) y la información que
sobre sí mismo proporcione el paciente (vía introspección) es poco
relevante.
Las críticas a la eficacia de la psicoterapia-psiquiátrica (el psicoanálisis) se extendieron también a los modelos de diagnóstico
y clasificación de las enfermedades mentales, frente a los que el
conductismo ofrecía su propia alternativa (el análisis funcional de
la conducta) y su propio objeto conceptual (la conducta anormal).
Con este modelo, parecía que el proyecto wundtiano se había cumplido o estaba en vías de cumplirse. Además, quizá no es exagerado afirmar que nunca hasta entonces habían estado tan próximas
la psicología experimental (paradigma de la psicología científica)
y la psicopatología. Frutos de esa cercanía, hubo muchos: desde
nuevos modos de diagnosticar y conceptualizar los trastornos mentales hasta la proliferación de programas de tratamiento para muy
diversos trastornos, pasando por la ampliación de las fronteras de
la psicopatología hacia los aspectos de la salud-enfermedad física,
con un enfoque radicalmente distinto al de la antigua psicosomática
de corte psicodinámico. Este último aspecto fue desarrollado por la
inclusión de las técnicas de biofeedback en el marco más general
de la modificación de conducta que favorecieron la creación de
la «medicina conductual» concebida como «un campo interdisciplinar dedicado al desarrollo y la integración del conocimiento
científico biomédico y comportamental con las técnicas relevantes
para la salud y la enfermedad» (Schwartz y Weiss, 1978, p. 250).
Casi paralelamente, surgió la «salud comportamental», inicialmente
entendida como una subespecialidad de la anterior, cuyo objetivo
era el «mantenimiento de la salud y la prevención de la enfermedad
y las disfunciones de las personas actualmente sanas» (Matarazzo,
1980, p. 807). Todos estos desarrollos serían asumidos por una nueva
rama de la investigación psicopatológica y sus aplicaciones clínicas:
la psicología de la salud.
En suma, el modelo de la psicología académica oficial era el
conductista —especialmente en Norteamérica—, y es esa opción y
no otra la que se erige como máximo exponente de garantía científica para la psicopatología. La década de los sesenta representa
la consolidación y extensión de la anterior, con una reafirmación
del concepto de «conducta anormal» como objeto de estudio de
la psicopatología, ligado al de la «conducta normal». De hecho,
la mayor parte de los textos que se publican sobre psicopatología durante todo el predominio del conductismo llevan el título
de «psicología anormal». El de H. J. Eysenck de 1960, Manual de
psicología anormal, es solo un ejemplo de ello. La psicopatología
Historia de la psicopatología
se hace, pues, análoga a la «psicología anormal». Según Pelechano (1979), a partir de 1960 se constituye la «modificación de
conducta», con una cierta coincidencia temporal en torno a esta
constitución en tres puntos geográficamente distantes: Norteamérica, Inglaterra y Sudáfrica. Ciertamente, como Bernstein y Nietzel
(1980) señalan, en Norteamérica había ya muchos «modificadores
de conducta» antes de esa fecha, pero también es cierto que es
a partir de los sesenta cuando se configura como un movimiento
organizado y unitario en muchos lugares diferentes. Por otro lado,
hechos tan diversos como las demoledoras críticas de Szasz (1960,
1961) al modelo biomédico de enfermedad aplicado a los trastornos mentales, o la aparición del famoso texto de Khun (1962), se
retomaron por los modificadores de conducta como «pruebas»
complementarias de sus argumentos que, de este modo, obtenían
un «refuerzo» extraordinario, en este caso, desde fuera incluso de
la propia psicología.
La influencia del conductismo en la psicopatología actual queda puesta de manifiesto a través de todo este libro, especialmente
en los capítulos dedicados a los trastornos emocionales (i. e., de
ansiedad y depresivos). Por esta razón, y también por la falta
de perspectiva histórica que es necesaria para construir un relato
acertado sobre la historia de la psicopatología, dejamos aquí la
revisión que ha tenido la influencia de la escuela conductista en
nuestra disciplina. Por otro lado, en el siguiente capítulo se presenta
de manera más detallada esta escuela psicológica.
Además de lo mencionado, el positivismo lógico y el operacionalismo, respaldos epistemológicos del conductismo, estaban en
declive. En su lugar, comenzaba a abrirse paso el racionalismo, que
sustituía al empirismo radical. La noción de «hecho psicológico»
va siendo reemplazada por la de «suceso», es decir, por una concepción no estática de la realidad psicológica con un fuerte componente de intencionalidad, que complica enormemente el problema
de la objetividad en psicología. La aparición de una epistemología
sociocultural (Khun, 1962), propiciaba la crítica del modelo naturalista urbi et orbe del conductismo (Pinillos, 1980). La investigación
demostraba que era posible aprender mediante la pura y simple
observación, sin necesidad de apelar al contexto del refuerzo y el
condicionamiento. Las críticas de Mischel (1968, 1973) a las teorías
de los rasgos de la personalidad, que asumían la idea de que los
rasgos estables y altamente consistentes de la personalidad influían
en la conducta de las personas en muchas situaciones diferentes,
tuvieron un enorme impacto en la psicología, puesto que, entre
otras cosas, ponían seriamente en duda la capacidad de los rasgos
(evaluados mediante test altamente fiables y válidos) para predecir
la conducta por sí solos, sin tener en cuenta el contexto en el que se
desarrollaba el comportamiento.
El conductista entusiasta de antaño se queda perplejo ante
todos estos acontecimientos, que suponen un rudo golpe a su seguridad. Todos estos elementos contribuyen a la crisis del corpus teórico
conductista que constituía entonces el corpus básico de la psicología científica. En definitiva, entra en crisis la psicología misma
y, con ella, la psicopatología, si bien, como dijo Pinillos (1980), la
psicología ha tenido desde su mismo nacimiento una cierta propensión a la crisis —recordemos que, recién estrenada como disciplina
con Wundt, Brentano presentó una psicología alternativa. Hemos
dicho que la crisis del conductismo radical como sustento de la
psicopatología se hace clara y patente a partir de la década de
los ochenta. Pero hay que decir también que la crisis afecta no
solo a la psicología, sino a la práctica totalidad de los contextos
25
Manual de psicopatología. Volumen 1
científicos y profesionales que tratan con la salud y la enfermedad
humanas. Por ejemplo, se publican las primeras críticas sistemáticas al modelo biomédico tradicional, excesivamente determinista,
mecanicista y reduccionista, incapaz ya de explicar por sí solo la
complejidad de los procesos de la enfermedad humana. Se propone
un cambio radical de enfoque, que tenga en consideración no solo
los aspectos biológicos, sino también los psicológicos y sociales
para la adecuada comprensión y tratamiento de la enfermedad: el
modelo biopsicosocial (Engel, 1977).
d. El cognitivismo
Pese a la indudable influencia que ha tenido el conductismo en
la psicopatología actual, su excesiva restricción al concepto de
conducta anormal empieza a ser considerada a partir de los años
ochenta como insuficiente por muchos psicopatólogos, que hasta
entonces habían sido defensores entusiastas del conductismo. Dicho
en otros términos, la excesiva restricción del conductismo a dos de
los modos posibles de aprendizaje, el clásico y el instrumental u
operante, como procesos explicativos fundamentales de todo comportamiento humano, estaba provocando que esta psicología se alejara cada vez más de lo que la psicología científica, en su conjunto,
estaba haciendo.
La psicología había avanzado mucho en la comprensión de procesos mentales tan diversos como la memoria, el pensamiento, la
imaginación, o el lenguaje, a la vez que disciplinas como la psicología social o la de la personalidad (ignorada por el conductismo
radical) estaban aportando elementos de indudable utilidad para
la psicopatología. Pero la escuela conductista no se ocupó nunca
de otros procesos y funciones mentales diferentes a los propios del
aprendizaje o, en el mejor de los casos, los redujo a ese proceso. Y,
lo más importante, todos estos avances se estaban produciendo sin
menoscabo de la pureza y el rigor metodológicos, exigibles a toda
actividad científica.
Estaba entrando en escena un nuevo enfoque para el estudio
psicológico de los procesos y funciones mentales y del comportamiento, el cognitivo, que había comenzado a desarrollarse en los
años cincuenta con la cibernética, la teoría de la información y la
teoría general de sistemas, y tendría su máximo desarrollo a partir
de la década de los ochenta. Como bien recordaba Delclaux (1982),
esta orientación ha existido desde siempre en la psicología, pues
el estudio de la actividad mental y de la conciencia, temas centrales en la psicología cognitiva actual, fueron para Wundt y James
los objetos constitutivos de la investigación psicológica. Del mismo
modo, científicos eminentes de esa misma época, como Ebbinghaus
(1850-1909), con sus investigaciones pioneras sobre la memoria, Donders (1818-1898), con sus estudios sobre la cronometría mental, o
Bartlett (1886-1951), considerado como el precursor de la psicología
cognitiva actual, manifestaron un interés preferente por la cognición
y sus procesos, es decir, por los fenómenos psicológicos relacionados
con percibir, atender, memorizar, recordar y pensar. En definitiva,
se preocuparon por los procesos mentales superiores del individuo;
y de ellos se ocupa hoy, en mayor medida que otras perspectivas,
modelos o paradigmas psicológicos, la psicología cognitiva.
Durante al menos tres décadas, desde los años veinte hasta
los cincuenta, la psicología científica marginó el estudio de estos
temas, debido, entre otras cosas, a la pobreza y escasez de resultados obtenidos, a las dificultades para su repetición o verificación, a
la imprecisión de sus métodos de investigación y a las dificultades
26
para encontrar referentes empíricos y aplicaciones prácticas que,
al cabo, permitieran considerar sus planteamientos como algo más
que meras piruetas mentalistas. A todo ello contribuyó además el
auge de la psicología conductista, que siempre se caracterizó por
sus anclajes empíricos y su incansable búsqueda de soluciones útiles
y practicables para los problemas que planteaba la psicopatología.
Pero en la década de los cincuenta estaba listo el escenario para
que la psicología retomase sus antiguas antorchas. Con el abandono
relativo del positivismo, hasta entonces considerado como la única
vía posible para la ciencia, el énfasis en un contexto más relativo del
descubrimiento científico y la puesta en duda de la prepotencia del
contexto de la justificación, muchos psicólogos comenzaron a considerar seriamente la posibilidad de que sus observaciones no fueran
tan «objetivas» como se podía pensar, sino que estaban bajo la
influencia de aspectos tan imprecisos como sus propias intenciones,
motivaciones, deseos e, incluso, teorías implícitas sobre qué era
digno de ser observado y qué no lo era (Seoane, 1981, 1982). Como
dijo Pinillos (1985), entre la realidad y la forma en que esta se nos
hace presente en la observación, hay una mediación subjetiva, que
se convierte ya en difícilmente eludible. En 1980, George A. Miller
escribía:
Creo que la conciencia es el problema constitutivo de la psicología. Es decir, me deja insatisfecho un psicólogo que ignora la
conciencia, igual que me sucedería con un biólogo que ignorase
la vida o un físico que ignorase la materia o la energía» (Miller,
1980, p. 34).
Si hacemos un pequeño recuento histórico, hay que referirse a
un conjunto de hitos importantes: la publicación en 1937 del famoso
artículo de Turing sobre los «números computables» y su propuesta
de una máquina computadora universal; el artículo de McCulloch y
Pitts de 1943, sobre la aplicación del cálculo lógico al estudio de la
actividad nerviosa superior; la publicación, también en 1943, del trabajo de Wiener, Rosenblueth y Bigelow, en el que se aplican y/o se
extienden las ideas de servomecanismo al sistema nervioso central;
las contribuciones de Shannon y Weber a la teoría de la comunicación y la información; el desarrollo de la teoría general de sistemas
de Von Bertalanffy; la invención de los primeros ordenadores por
Polya, Von Neumann, Aiken, o Minsky, entre otros. En palabras de
Delclaux (1982, p. 25)
(…) a lo largo de los años treinta y principios de los cuarenta,
se va produciendo un cambio de perspectiva desde la visión analítica de la ciencia, hacia una visión más sistémica e integradora
de los distintos componentes de cualquier proceso. Tal cambio se
puede señalar en base a algunos aspectos tales como el desarrollo
de la teoría de la información, la idea de la retroalimentación
negativa, la posibilidad de manejar algoritmos, así como la teoría
general de sistemas como contraposición a la idea heredada del
positivismo del análisis por la síntesis».
Como este mismo autor señala, en 1956 se reúnen en Dartmouth
un grupo de científicos para tratar sobre la posibilidad del comportamiento inteligente en máquinas. Allen Newell y Herbert Simon, dos
desconocidos por aquel entonces para la psicología, acudieron a
esa reunión con un programa de ordenador que simulaba operaciones similares a las que podía realizar una persona cuando pensaba.
Este hecho iba a cambiar radicalmente el panorama de la investigación en psicología, porque consiguió demostrar que era posible
Capítulo 1.
estudiar los procesos mentales (internos) a través de su simulación
exterior. Frente a la analogía del comportamiento animal, defendida
por el conductismo, se desarrollaba aquí la analogía funcional del
computador, que iba a ser esgrimida como garantía de cientificidad
por el procesamiento de información (PI), el cual, a su vez, iba a
erigirse como el movimiento o paradigma más visible de la nueva
psicología cognitiva (De Vega, 1984).
Junto al desarrollo de las ciencias de la computación, De Vega
(1984) señala además como antecedente importante el desarrollo de la moderna psicolingüística, cuyo nacimiento oficial puede
fecharse en 1951 en la Universidad de Cornell, en donde se desarrolló un seminario interdisciplinar sobre lenguaje con la participación de psicólogos y lingüistas. Pero sería un poco más tarde,
con la publicación en 1957 de Syntactic structures, de Chomsky,
cuando se produjo la verdadera revolución en este campo. La propuesta de una gramática transformacional, radicalmente opuesta
a la hasta entonces dominante gramática asociativa y lineal de los
conductistas, implicaba que el lenguaje se podía estudiar «como
un dispositivo de competencia, que incluye un conjunto de reglas
de reescritura de símbolos, capaz de generar todas las frases gramaticales del lenguaje natural» (De Vega, 1984, p. 29). La teoría
de Chomsky fue inmediatamente aceptada por la naciente psicología cognitiva y, actualmente, los lingüistas post-chomskyanos
mantienen estrechas relaciones disciplinares con los psicólogos
cognitivos interesados en el estudio del lenguaje y en la inteligencia artificial.
Un hito especialmente significativo fue la publicación, en 1960,
de Plans and the Structure of Behavior, de Miller, Galanter y Pribram, un texto que se considera como el manifiesto fundacional de
la psicología cognitiva y, muy especialmente, del PI. En este libro,
los autores desarrollaban la analogía mente-computador, incluyendo conceptos mentalistas como «imágenes mentales», «planes»,
«metas», «estructuras», «estrategias», etc. La analogía permitía
plantear que el cerebro, en tanto que sustrato físico de la mente, es
ante todo un dispositivo capaz de tratar con información y no una
estructura que sirve, únicamente, para responder a ciertos tipos de
estímulos. El reconocimiento de esta posibilidad abría el camino
para que los psicólogos pudieran investigar sobre las representaciones internas, sin necesidad de recurrir a marcos de referencia neurológicos o bioquímicos, ya que «independientemente de su naturaleza física, esas representaciones internas podían comenzar a ser
explicadas en términos del tipo y la cantidad de información que
contenían» (Williams et al., 1988, p. 15). Con todo, la analogía, aun
siendo solamente funcional, no dejaba de ser también formalista,
por lo que se iba a enfrentar con no pocas dificultades para traducir
o trasladar los hallazgos e hipótesis generadas en el contexto del
laboratorio y del análisis formal a la vida real. Y estas dificultades
son especialmente relevantes en ámbitos como el de la psicopatología, en donde las variables motivacionales y las diferencias individuales no pueden ser explicadas recurriendo exclusivamente a la
analogía mente-ordenador, tal y como esta se planteaba desde la
perspectiva ingenua del PI inicial.
La actual psicología cognitiva ha ido ampliando sus marcos de
referencia más allá de su casi exclusiva fijación inicial en el PI. Por
poner un ejemplo significativo: la denominada «cognición social»
(o psicología social cognitiva) resulta un marco de trabajo imprescindible para la psicopatología, pues si pretende comprender cómo
y por qué se producen los problemas y anomalías que presentan las
personas, no puede obviar que estas son, ante todo, seres sociales.
Historia de la psicopatología
Por tanto, investigar cómo se registra, elabora y recupera la información social, además del tipo y cantidad de información social a
la que se accede, incluyendo la información acerca de uno mismo
y de los demás, constituye, sin duda, un objetivo fundamental para
explicar el origen y el mantenimiento de las psicopatologías.
Por otro lado, la idea de que los procesos mentales intervienen
entre los estímulos y las respuestas tiene un claro referente histórico
en la psicología de la Gestalt, como ya mencionamos antes (Brewin,
1990). Los planteamientos de este movimiento europeo de los años
veinte influyeron decisivamente no solo en el ámbito de la percepción de los objetos en el mundo físico, sino que alcanza también a
la percepción de los objetos sociales. A partir de aquí, es posible
entender cómo, a pesar del dominio conductista, psicólogos sociales
como Lewin, Heider o Festinger, enfatizaban en sus investigaciones y sus modelos teóricos la importancia de la percepción consciente y de su evaluación a la hora de explicar el comportamiento
humano. Estos teóricos aludían a conceptos tan «mentalistas» y,
desde luego, tan alejados del conductismo de su época, como los
de «expectativa», «nivel de aspiración», «balance», «consistencia», «atribución causal», o «disonancia cognitiva». Ninguno de
estos conceptos posee una correspondencia unívoca y directa con el
comportamiento observable, pero son procesos mentales complejos
que permiten explicar ese comportamiento. Es decir, no podemos
observar directamente las expectativas que tiene una persona ante
un determinado problema social, o qué atribuciones causales está
realizando sobre la contestación que alguien proporciona a una pregunta, y, desde luego, no podemos observar estos aspectos del mismo modo que observamos si una persona tiembla o cierra los ojos
al enfrentarse a un problema o al mirar un cuadro. Actualmente,
planteamientos clínicos tan importantes como los del aprendizaje
social de Bandura, o las teorías sobre la indefensión de Abramson
y sus colegas, o las de Beck y su grupo sobre los trastornos emocionales, tienen importantes deudas con todos aquellos psicólogos
sociales que introdujeron ideas y conceptos tan nucleares como los
de expectativas, atribuciones, valores y creencias, sin los cuales
sería muy difícil explicar muchos cuadros psicopatológicos, como se
verá en posteriores capítulos de este libro.
Otra disciplina no menos importante para la psicología y la psicopatología cognitivas es, sin duda, la psicología de la personalidad,
especialmente la que deriva de los planteamientos que, en los años
cincuenta, defendió George A. Kelly sobre los sistemas de constructos personales con los que las personas categorizamos el mundo,
interpretamos los eventos que en él suceden, y elaboramos predicciones. A partir de aquí, y no tanto de los planteamientos derivados
del PI, es posible entender la consideración actual de los rasgos de
personalidad como categorías cognitivas, o los estudios sobre los
estilos y dimensiones cognitivas, los planteamientos sobre la construcción social de la personalidad (ligados, como se puede suponer,
a los desarrollos de la psicología social cognitiva), o la revitalización
de las investigaciones sobre el sí mismo y los procesos cognitivos
involucrados en su adquisición y desarrollo (Miró y Belloch, 1990).
El replanteamiento de estos temas desde la perspectiva cognitiva,
tanto la derivada del PI como la heredera de Kelly, o la deudora de
los primeros psicólogos sociales, ha supuesto una verdadera revolución en el ámbito de la personalidad que ha tenido su reflejo en la
psicopatología en temas tales como la psicopatología del sí mismo,
los delirios, o en modelos y teorías tan influyentes como las de Beck
(1967, 1976) y Ellis (1962) sobre la ansiedad y la depresión, tal y como
se verá en posteriores capítulos.
27
Manual de psicopatología. Volumen 1
El tratamiento que desde la psicología cognitiva se ha dado al
amplio y complejo campo de las emociones y los afectos, especialmente por autores como Schachter, Weiner y, sobre todo, Lazarus,
es asimismo importante para la psicopatología. Las teorías cognitivas sobre la emoción parten del supuesto de que todo estímulo o
situación debe ser primero identificado, reconocido y clasificado
antes de que pueda ser evaluado y de que suscite o active una respuesta emocional. En consecuencia, la cognición es una condición
previa a la aparición de una emoción. Ahora bien: la realización
que una persona haga de una tarea que no evoca ninguna emoción
particular (como por ejemplo, detectar la aparición de un estímulo
luminoso en una pantalla) será cualitativamente diferente de la que
esa misma persona haría si la naturaleza de los estímulos involucrados en la tarea conlleva o provoca algún significado emocional,
previamente almacenado en la memoria (p. ej., cuando los estímulos
son rasgos de personalidad y la persona debe decidir si le describen
o no). Este tipo de planteamientos ha recibido muchas críticas, no
tanto porque convierte las emociones y los afectos en un proceso
más de conocimiento, sino más bien porque lo relega a un lugar
secundario o consecuente a otros, tales como la atención, la percepción, o la memoria. Sobre todo ello se tratará más extensamente
en capítulos posteriores.
Con todo lo dicho hasta aquí, es evidente que el ámbito de lo
que se entiende hoy por psicología cognitiva no se restringe al paradigma del PI, y menos aún a la analogía simplista mente-computador, aunque es evidente que ese sigue siendo uno de sus «pilares
fundacionales» fundamentales. En las personas, el resultado final
del proceso tiene un efecto retroactivo sobre todo el sistema, de
manera que el output opera tanto como regulador de las diferentes
vías y canales por las que inicialmente entra la información en el
sistema (la mente) como mecanismo de ajuste de todos los tramos
intermedios de la secuencia del flujo informacional (Fernández-Álvarez, 1992). En todo caso, las consecuencias de esta orientación
para la psicopatología son difíciles de analizar, pues todavía carecemos de la adecuada perspectiva histórica, habida cuenta de que
la psicopatología actual está imbuida de conceptos procedentes del
enfoque cognitivo.
C. Hacia la integración de escuelas
y su traslación a la práctica
La búsqueda de puntos comunes de anclaje entre las diferentes
propuestas psicológicas para la explicación y la comprensión de las
psicopatologías es, actualmente, uno de los temas recurrentes de
nuestra disciplina y de sus derivaciones y aplicaciones necesarias
(i. e., las psicoterapias, la evaluación, y el diagnóstico) (Fernández-Álvarez, 1992). No obstante, la búsqueda de integración no es nueva: el
texto de Dollard y Miller Personalidad y psicoterapia: un análisis en
términos de aprendizaje, pensamiento y cultura, publicado en 1950,
es quizá el mejor ejemplo de ello. La pretensión de estos autores era,
según puede leerse en el prólogo, aunar tres escuelas o corrientes
psicológicas: el psicoanálisis freudiano, los principios reflexológicos y
conductistas, y las aportaciones de la psicología social.
La propuesta de Dollard y Miller tuvo un escaso impacto en su
momento. Pero su idea sobre la necesidad de aunar conceptos y
hallazgos en un corpus teórico unitario que diera sentido a las diversas formas que adquieren las psicopatologías ha tenido seguidores.
En el ámbito de la psicoterapia, por ejemplo, los modelos integrativos o integradores son un buen ejemplo de ello. La denominación de
28
«cognitivo-conductual» a una parte muy significativa de modelos
explicativos actuales de diversas psicopatologías es otro ejemplo
revelador. Integrar no significa aunar de manera acrítica diferentes
técnicas, procedimientos o hallazgos procedentes de metodologías
y orientaciones teóricas dispares, sino buscar todos aquellos elementos que explican mejor el padecimiento humano en sus múltiples formas para presentarlos de manera conjunta, de manera que
sea teórica y metodológicamente coherente y ajustado a la realidad
clínica. La nueva explicación que surja de esa integración debe
tener valor diagnóstico y utilidad clínica: es decir, debe ser útil para
establecer un pronóstico, ajustarse a los datos contrastados sobre
sus posibles causas y también facilitar la predicción de la respuesta
a los tratamientos disponibles.
Como han señalado Millon y Simonsen (2010), parece probable
que los futuros desarrollos en el ámbito de la psicopatología reflejarán los esfuerzos recientes por abarcar e integrar los enfoques biológicos, psicológicos y socioculturales. Si esto es así, cabe esperar
que ya no será prominente ningún punto de vista único y restringido,
pues cada enfoque enriquecerá a todos los demás como un componente de un todo sinérgico. Integrar las partes dispares de una
ciencia clínica —teoría, nosología, diagnóstico y tratamiento— es la
última fase de la gran cadena de la historia que exhibe una evolución en las profesiones de la ciencia mental desde la antigüedad
hasta el nuevo milenio. El desafío de saber quiénes somos y las razones por las que enfermamos es, seguramente, interminable, debido
a la complejidad del funcionamiento humano y a nuestras propias e
intrínsecas limitaciones técnicas y conceptuales. Pese a ello, en el
escenario de la psicopatología surgen constantemente conceptos e
hipótesis nuevas que nos hacen replantearnos las viejas preguntas y
buscar nuevas respuestas que desafíen los principios establecidos. Y,
afortunadamente, en esto la ciencia de la psicopatología no difiere
del resto de los saberes científicos.
VI. Resumen de aspectos
fundamentales
En este capítulo se presentan los principales hitos históricos que,
desde nuestro punto de vista, permiten comprender el origen y el
devenir histórico de la diversidad de conceptos que, a lo largo del
tiempo, se han incluido bajo el rótulo común de psicopatología.
Como hemos venido comentando, ese camino no ha sido lineal, ni
ha estado exento de dificultades e interpretaciones, ya que estas
dependen tanto del contexto sociocultural en el que surgen los
diversos conceptos como de los conocimientos disponibles para
abordarlos y de la propia perspectiva de quien los recoge y narra.
Siendo conscientes de ello, hemos intentado evitar caer en el
presentismo, es decir, estudiar el pasado basándonos en lo que hoy
sabemos y pensamos. El mayor peligro del presentismo es que deja
de lado los contextos social, cultural, científico, político y económico en los que se enmarcan los conceptos sobre lo psicopatológico
de las diferentes épocas históricas. Sin embargo, las psicopatologías dependen, en gran medida, de lo que el grupo social de referencia considera adecuado y adaptativo según los condicionantes
del contexto. Por tanto, es una empresa poco fructífera intentar
comprender los conceptos implicados en el ámbito de la psicopatología atendiendo solo a los que, en apariencia, son exclusivos de su
objeto de estudio por una razón obvia: porque ese objeto cambia
a través del tiempo.
Capítulo 1.
Teniendo, pues, en cuenta que los conceptos sobre las psicopatologías no surgen, como ningún concepto sobre la naturaleza
humana, al margen de una determinada visión del mundo, comenzamos el relato presentando los antecedentes conceptuales de lo
que constituye el pilar de nuestra disciplina: las ideas dominantes
sobre la enfermedad mental, la locura, o las psicopatologías en las
sucesivas épocas en que habitualmente se distribuye el devenir del
pensamiento filosófico-científico de la humanidad.
Las primitivas explicaciones sobrenaturales de las psicopatologías, que van desde las distintas formas de posesión y alienación
del ser humano por espíritus de diversa índole hasta el pago por
los «pecados» cometidos, van siendo paulatinamente sustituidas
por los primeros planteamientos naturalistas y organicistas de
Alcmeón y Pitágoras, entre otros, en los albores de la civilización
greco-romana. Bajo la influencia de estos pensadores, empieza a
gestarse lo que se ha calificado como el nacimiento de la medicina
occidental, cuyo máximo exponente será Hipócrates. Con ello, las
ideas sobre la locura experimentan un cambio radical, pues dejan
de ser consideradas como una maldición o imposición divina para
conceptualizarse como una enfermedad. No obstante, estas ideas
conviven con los planteamientos místicos y filosóficos que siguen
otorgando un papel irracional y sobrenatural a la locura. Ya en la
época de dominio del Imperio romano, será Galeno quien reunirá y
coordinará todo el conocimiento médico acumulado por sus predecesores, añadiendo sus propias observaciones y creando un sistema
médico que ejercería una profunda influencia en los siglos posteriores. Las explicaciones organicistas de la enfermedad mental se
van consolidando y su influencia se deja notar en buena parte de
las reflexiones sobre la salud y la enfermedad de la Edad Media.
A pesar de todo, siguen estando también presentes las nociones
sobrenaturalistas sobre la enfermedad mental, especialmente bajo
el dominio omnímodo de la Iglesia católica, de tal modo que las
ideas demoníacas sobre la enfermedad mental prevalecen hasta
bien entrado el Renacimiento.
A pesar de todo, la idea medieval y renacentista del «loco» irá
desapareciendo paulatinamente. La Reforma, las nuevas tendencias
religiosas, una visión más crítica de los planteamientos filosóficos, el
avance de la técnica y los nuevos postulados sobre la investigación
científica serán los desencadenantes fundamentales para la nueva
visión de la enfermedad mental y su investigación, que cristalizará
en los dos siglos posteriores, xvii y xviii, el Siglo de las Luces y la
Edad de la Razón, cuyas aportaciones a la psicopatología resumimos
a continuación.
En los siglos xvii y xviii destacan los avances en los conocimientos anatómicos y fisiológicos del cuerpo humano. Los primeros caracterizaban las enfermedades mentales como producidas
por algún tipo de lesión anatómica, mientras que los segundos las
ubicaban en el sistema nervioso. De aquí deviene la división posterior entre los médicos especialistas de los nervios y los médicos
especialistas de los pacientes nerviosos, que, en términos simplistas,
representa la diferenciación entre las especialidades de neurología y
psiquiatría. En este escenario, surge también el magnetismo animal,
con Mesmer y Puységur que, si bien no destacó precisamente por
los métodos utilizados, sí lo hizo por plantear por primera vez la
idea de salud como equilibrio (i. e., homeostasis del individuo) y por
sentar las bases de principios psicodinámicos, como el inconsciente
o la transferencia. Otro de los hitos de este período, conocido como
la primera revolución de la psiquiatría, es sin duda el tratamiento
moral o movimiento alienista, que pretendía modificar la actitud
Historia de la psicopatología
de la sociedad y de los profesionales hacia los enfermos mentales, considerándolos como individuos con derechos, dignos no solo
de respeto, sino también de recibir un tratamiento adecuado para
su enfermedad. Apostaba por la defensa de un trato humanitario
y reivindicaba un cambio de enfoque en la intervención, lo que
sirvió para reformar las leyes respecto a las instituciones mentales
en muchos países de Europa. Pero, al mismo tiempo, estos hechos
nos indican que, una vez más, los enfoques organicistas conviven,
también a lo largo de estos siglos, con planteamientos moralistas o
sociales.
El siglo xix significa el inicio de una orientación verdaderamente
científica para el estudio de las psicopatologías gracias a las aportaciones sobre la herencia, la fisiología y el evolucionismo. Surgen,
además, los primeros movimientos que reclaman la búsqueda de
causas psicológicas que expliquen el desarrollo y curso de las enfermedades mentales. En este contexto se consolidan y originan nuevos
enfoques en la psicología que ejercerán una influencia considerable
en el cambio de orientación sobre las psicopatologías. El nacimiento de la psicología científica y su influencia en la psicopatología
se lo debemos tanto a Wilhelm Wundt como a otros como Franz
Brentano, Francis Galton, William James, J. McKeen Cattell, Külpe, o Pavlov, quienes, en sus respectivas orientaciones, destacaron
por sentar las bases de la psicología como ciencia epistemológica.
Apostaban por un método de investigación objetivo y observable y
con un ámbito de actuación claro: el sujeto y su mente (i. e., experiencia, conducta, procesos mentales superiores, etc.). Otra de las
influencias fundamentales fue el desarrollo del movimiento psicodinámico que, además de proporcionar a la psicopatología una nueva concepción de la enfermedad mental según la cual esta podía
tener, al menos en parte, una naturaleza psicológica, propone un
nuevo modo de tratamiento basado en dos grandes pilares: la fuerza de la palabra y la implicación del propio sujeto en su proceso
de curación. Por todo ello, no es de extrañar que también en este
siglo se produzcan los primeros intentos de aplicación de los conocimientos propios de la psicopatología psicológica a la mejora de los
procedimientos de diagnóstico y tratamiento para las personas con
enfermedades y trastornos mentales, intentos que cristalizarán en la
creación de una nueva profesión: la psicología clínica.
En el siglo xx, la psicología alcanza una madurez epistemológica notable que, en el ámbito de la psicopatología, se pone de
manifiesto en una diversidad de hechos entre los que destacan dos:
por un lado, el surgimiento de los primeros intentos sistemáticos por
organizar, clasificar y describir los trastornos mentales tal y como
los conocemos hoy en día y, por otro, el auge de nuevas teorías
psicológicas que apuestan decididamente por los modos de hacer
de la ciencia (i. e., conductismo, cognitivismo, teorías gestálticas)
para, desde ahí, abordar la explicación y la comprensión de la etiopatogenia de los trastornos mentales. Desde estos mismos enfoques
surgen también, como no podía ser de otro modo, las críticas a la
conceptualización en extremo biologicista del enfermo (y la enfermedad) mental, cuyas consecuencias son los excesos asociados a la
patologización: estigma, aislamiento y medicalización.
Fruto de todas estas influencias y de los cambios cíclicos que
suceden en toda disciplina, llegamos al punto en el que nos encontramos hoy en día. Como veremos en los capítulos que contiene este
manual, actualmente nos ubicamos en una época de integración,
en la que predominan la búsqueda de elementos comunes para la
mejor explicación y comprensión de las psicopatologías. Los modelos teóricos integrativos, los paradigmas dimensionales y los enfo-
29
Manual de psicopatología. Volumen 1
ques transdiagnósticos son algunas de estas propuestas, tanto en lo
que se refiere a la psicopatología como al tratamiento. Estos modelos evidencian la necesidad de un cambio de paradigma para el
abordaje de las psicopatologías motivado, entre otras cosas, por las
limitaciones e insuficiencias manifiestas de los sistemas psiquiátricos
de clasificación para explicar las psicopatologías (p. ej., comorbilidad, dificultades para establecer puntos de corte entre lo normal
y lo psicopatológico, etc.), a pesar de lo cual a menudo dominan y
guían la práctica y la investigación.
En definitiva, como dijimos al principio, el camino hacia el presente es cualquier cosa menos una línea simple y recta; más bien, es
el producto de líneas en parte desconocidas del desarrollo histórico,
movimientos a menudo sujetos a confusiones y malentendidos de
nuestro pasado remoto y a la implicación con valores y costumbres
de los que solo podemos ser parcialmente conscientes. En este sentido, debemos reconocer que la historia de cualquier disciplina está
siempre sujeta a sesgos de interpretación, y la historia de la psicopatología, tal y como aquí la hemos relatado, no podía ser menos.
Términos clave
Anatomopatológico 11
Fisiopatológico 11
Moralista 13
Criterios Feighner 20
Hereditarismo 14
Organicista 13
Criterios Diagnósticos
de Investigación (Research
Diagnostic Criteria, RDC) 20
Localizacionista 15
Presentismo 4
Movimiento alienista
(también llamado
tratamiento moral) 13
Psicastenia 23
Demonológico 8
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Capítulo 1.
Historia de la psicopatología
Autoevaluación
Para Hipócrates la enfermedad mental se debía a:
a) Un castigo o maldición divina.
b) Causas y procesos naturales, al igual que las enfermedades físicas.
c) La ruptura entre el alma irracional y la racional.
d) La pobreza y clase social.
6. Señala cuál de las siguientes afirmaciones es un hito de la
historia de la psicopatología del siglo xx:
2. ¿Cuál de las siguientes afirmaciones NO fue una de las
aportaciones principales del magnetismo?:
a) Probar la eficacia del uso de imanes para el tratamiento
de los enfermos mentales.
b) Plantear la idea de salud como equilibrio.
c) Proponer la existencia de la mente no consciente.
d) Sentar las bases de algunos principios psicodinámicos,
como la transferencia.
d) El surgimiento de los primeros sistemas de clasificación de
los trastornos mentales.
1.
3. Señala la afirmación correcta. El tratamiento moral:
a) Se basaba en las leyes del derecho romano, que consideraban la enfermedad mental como un atenuante en los
actos delictivos.
b) Se basaba en los principios del darwinismo, para explicar
el aislamiento social de los enfermos mentales.
c) Buscaba modificar la actitud de la sociedad hacia los enfermos mentales y sirvió para reformar las leyes respecto a
las instituciones mentales.
d) Tenía como misión la protección de los dogmas cristianos
y una de sus funciones fue la persecución de la brujería.
a) Las aportaciones sobre la herencia, la fisiología y el evolucionismo.
b) El surgimiento de la primera reforma psiquiátrica.
c) El origen de la frenología de Gall.
7. Según diversos autores, el fundador de la psicopatología
moderna fue:
a) W. Wundt.
b) K. Jaspers.
c) J. M. Cattell.
d) E. Kraepelin.
8. La distinción entre psicosis maníaco-depresiva y demencia precoz se la debemos a:
a) Kraepelin.
b) Bleuler.
c) Schneider.
d) Jaspers.
9. Los Criterios Feighner eran:
a) Un primer prototipo de sistema de clasificación y diagnóstico que proporcionaba definiciones de las enfermedades
mentales más frecuentes.
4. Los modelos de vulnerabilidad y diátesis-estrés tienes sus
raíces principales en las teorías:
a) Evolucionistas.
c) Hereditarias.
b) Fisiológicas.
d) Anatómicas.
5. La contribución más importante de James McKeen Cattell
(1860-1944) a la psicopatología fue:
a) Formular una teoría psicopatológica sobre las neurosis experimentales.
b) El énfasis en las aplicaciones prácticas de los test (i. e.,
selección de personas, indicadores de enfermedad).
c) Desarrollar técnicas terapéuticas basadas en el poder de
la palabra y en las relaciones entre paciente-terapeuta.
d) Escribir el primer texto de Psicología científica-experimental (i. e., «Principios de Psicología Fisiológica»)
b) Los criterios diagnósticos de investigación (Research Diagnostic Criteria, RDC).
c) Uno de los ejes diagnósticos del DSM-III.
d) Los criterios que hacían referencia a los «síntomas de primer orden».
10.
El concepto de «tipo de reacción» como criterio de
organización diagnóstica en el primer DSM se debe a la
influencia de:
a) S. Freud.
b) K. Jaspers.
c) A. Meyer.
d) E. Kraepelin.
33
CAPÍTULO 2
CONCEPTOS Y MODELOS EN PSICOPATOLOGÍA
Amparo Belloch, Bonifacio Sandín y Francisco Ramos
I. Introducción: precisiones conceptuales 35
II. Conceptos y criterios de psicopatología 38
A. El criterio estadístico 38
B. Los criterios sociales e interpersonales 39
IV. Modelos y realidad clínica 59
V. Resumen de aspectos fundamentales 61
TÉRMINOS CLAVE 63
C.Los criterios subjetivos o intrapsíquicos 40
LECTURAS RECOMENDADAS 63
D. Los criterios biológicos 41
REFERENCIAS 63
E.Criterios de psicopatología: conclusiones 41
III. Los modelos de la psicopatología 42
AUTOEVALUACIÓN 67
A. El modelo biomédico 43
B. El modelo conductual 49
C. El modelo cognitivo 53
I. Introducción: precisiones
conceptuales
Este libro trata sobre la psicopatología, esto es, sobre una modalidad particular de actividades, elaboraciones mentales, emociones, sensaciones, experiencias y comportamientos que, en ciertas
ocasiones, tenemos y/o hacemos las personas. Pero sucede que, en
la delimitación precisa de esa particularidad, reside la mayor dificultad de la disciplina: la proliferación de modelos, conceptos y
criterios para definir lo psicopatológico a lo largo de la historia es
un ejemplo de ello, como quedó de manifiesto en el capítulo anterior. El objetivo de este capítulo es examinar las concepciones más
influyentes que actualmente podemos encontrar sobre la naturaleza
de las psicopatologías. Pero antes, es necesario precisar a qué nos
referimos cuando hablamos de «criterios» y «modelos», cuáles son
sus elementos fundamentales y qué utilidad poseen para el avance
del conocimiento científico.
Desde una perspectiva hegeliana del conocimiento y las praxis
científicas se pueden establecer tres niveles de trabajo y análisis
(Mussó, 1970): el teórico, el experimental y el técnico. La interacción
entre esos tres niveles es lo que caracteriza la actividad científica.
Las representaciones simbólicas y el manejo de símbolos son los
elementos característicos del nivel teórico, cuyos medios de trabajo básicos son, por un lado, los estrictamente conceptuales, es
decir, el razonamiento, la imaginación, la memoria, y sus productos
o elaboraciones, esto es, las definiciones estipulativas, los sistemas
de clasificación, los modelos teóricos disponibles, etc., y, por otro,
los medios materiales y/o tecnológicos de los que disponemos para
aumentar la eficacia de toda esa actividad intelectual —desde el
lápiz y el papel, hasta los libros, los archivos, o las computadoras,
además de los cuestionarios, los instrumentos de estimulación, de
registro de datos, o de control de variables. El tipo de trabajo científico que puede esperarse desde este nivel, sigue diciendo Mussó,
es básicamente crear conceptos, proyectar actividades y elaborar
críticas, o sea, valoraciones acerca de la oportunidad e idoneidad
de los conceptos disponibles en un momento dado.
Los criterios y modelos de la psicopatología son ejemplos
característicos de las herramientas conceptuales del nivel teórico.
En términos generales, un criterio es una norma, regla o propiedad,
35
Manual de psicopatología. Volumen 1
que guía el conocimiento sobre algo (Hempel, 1973). La expresión
«guiar el conocimiento» conlleva, primero, delimitar con precisión
los hechos que constituyen datos para la comprensión y explicación del objeto, es decir, cuáles de entre la multitud de sucesos
que ocurren en la realidad poseen algún valor explicativo o nos
permiten entender una parcela de nuestro objeto de conocimiento;
y segundo, la ordenación de esos datos, según su mayor o menor
importancia respecto a la capacidad y utilidad que tienen para la
comprensión del objeto. Así pues, un criterio es una categoría, más
o menos genérica, una norma o conjunto de normas que designa la
propiedad o propiedades sobre cuya base se clasifican y ordenan los
datos que parecen relevantes para un objeto y un área concreta de
conocimiento. En consecuencia, la utilidad y la funcionalidad de los
criterios que se han venido esgrimiendo a lo largo de la historia de
la psicopatología residen, primordialmente, en su capacidad para
delimitar el objeto y guiar su explicación y su comprensión. Esto
implica, además, que la elección de un criterio suele significar casi
siempre la exclusión de otros, de lo que se deduce que todo aquello
que no entre a formar parte de dicho criterio, no será susceptible
de explicación, ni será tampoco considerado como relevante para la
investigación del objeto. Tener esto en cuenta es importante porque
nos permite entender, por ejemplo, la coexistencia de diversos criterios a través del tiempo, así como la utilidad y el alcance explicativo
de cada uno de ellos, es decir, el tipo de preguntas que permiten
formular y las respuestas que de ellos se pueden esperar.
Criterio de anormalidad. Conjunto de normas que designan las propiedades sobre cuya base una persona puede
conceptuarse o categorizarse como psicopatológica.
Junto al de los criterios para definir lo psicopatológico, el
segundo objetivo de este capítulo hace referencia a los modelos que
han servido, y siguen sirviendo, de marco de referencia para la psicopatología. Kazdin señalaba que un modelo de psicopatología es
(…) una forma global de ordenar o conceptualizar el área
de estudio. Representa una orientación para explicar la conducta
anormal, llevar a cabo la investigación e interpretar los hallazgos
experimentales (…). Una teoría tiende a ser una explicación más
específica de un fenómeno particular. Propone un conjunto particular de proposiciones o afirmaciones que pueden ser probadas.
Un modelo, por el contrario, es una orientación mucho más amplia
que refleja una posición básica para conceptualizar problemas»
(Kazdin, 1983, p. 20).
Desde este planteamiento de Kazdin, podemos hallar las huellas de los diversos significados que el término «modelo» contiene;
muchas veces se utilizan de modo intercambiable y, en general, no
son incompatibles. Una primera acepción refiere a un modo concreto de concebir el propio statu quo de la psicopatología, como
ciencia diferente y diferenciada, incluyendo tanto la definición del
objeto mismo (el espíritu endemoniado, la enfermedad mental, los
conflictos no conscientes, la conducta anormal, la actividad mental
anómala…), como de los procederes técnicos y metodológicos más
adecuados para abordarlo: en términos generales, esto es lo que
solemos entender cuando hablamos de las «escuelas de la psicopatología», herederas en gran parte de una cierta manera de entender
36
el objeto de la psicología. Por eso mismo, en todos los modelos psicológicos y psicopatológicos podemos encontrar aún las influencias
de varias escuelas de pensamiento, más o menos recientes, que en
un cierto momento histórico se fueron constituyendo alrededor de
algunas personas (Wundt, Freud, Janet, James, Kraepelin, Jaspers,
Pavlov, Watson, Galton…), y en ciertos lugares (Leipzig, Viena, París,
Harvard, Heidelberg, San Petersburgo, Baltimore, Cambridge…), para
acabar por extenderse, ya sin delimitación geográfica, a unas doctrinas y sus seguidores. Su pervivencia es, en algunos casos, escasa
mientras que en otros adquiere tintes casi doctrinarios y dogmáticos. Finalmente, en la mayoría de los casos, se mantiene bajo la
apariencia de un énfasis especial en unas determinadas ideas, áreas
de trabajo y métodos de análisis (Ardila, 1990).
Otra acepción de modelo que resulta especialmente importante
para la psicopatología es la de analogía: se toman ciertos conceptos de otros campos que después se aplicarán, con mayor o menor
fortuna, al de la psicopatología (Davison y Neale, 1978). Ejemplos
de este tipo son los modelos animales, los de condicionamiento o
los de provocación experimental de experiencias anormales, tales
como las alucinaciones, los delirios, o las alteraciones de conciencia
(McKinney, 1988). En estos casos, además de considerar el modelo
como una herramienta conceptual, se trata de instrumentos útiles
para el nivel de trabajo experimental. Los modelos constituyen pues
un modo de representación de la realidad que se quiere conocer,
que ayuda a seleccionar ciertos hechos como relevantes y organizar
sus relaciones y permite reproducir algunas de las propiedades del
sistema original, pero no todas. En consecuencia, es preciso tener en
cuenta que todo modelo es parcial y selectivo, pues en su elaboración se adoptan exclusivamente los aspectos que son significativos
para el uso que se pretenda hacer del mismo. Por tanto, un modelo
será útil en la medida en que permita responder a las preguntas que
interesan a quien lo utiliza.
La tercera acepción de modelo que queremos resaltar es la que
lo hace análogo a la noción de paradigma para indicar un modo
concreto de abordar el objeto de estudio, así como el tipo de problemas que se plantean y las clases de información y metodología
que se pueden utilizar. Este planteamiento ha permitido hablar de
«paradigmas» para cubrir contenidos idénticos a los que se incluyen bajo el término «modelo»: se habla del modelo de aprendizaje,
del sistémico, del social, o del cognitivo, del mismo modo que se
habla del paradigma del aprendizaje, del sistémico, del social, o
del cognitivo. El término paradigma posee, a su vez, diferentes usos
y acepciones de los que mencionaremos tres. Primero, el paradigma como metáfora de la realidad enfatiza el aspecto metafórico
que tienen la mayoría de las teorías científicas. Los modelos no
son descripciones isomórficas de la realidad, pues contienen ciertos
supuestos que no son susceptibles de verificación empírica directa,
pese a lo cual sirven —o se utilizan— para definir la parcela de realidad que pretenden estudiar (Ribes, 1990). Segundo, el paradigma
como ejemplar metodológico o, en otros términos, el consenso que
existe en una comunidad científica sobre cuáles son los problemas
relevantes de los que debe ocuparse y cómo resolverlos. El tercer
significado es el de asiento institucional de la comunidad científica,
esto es, los hábitos y reglas tácitas de su actuación. Es interesante
subrayar estos tres aspectos, ya que los modelos psicológicos de las
psicopatologías recogen al menos alguno de ellos.
Un problema diferente es el de por qué conviven actualmente
en la psicopatología tantas perspectivas y modelos distintos. Por qué
han surgido y por qué se mantienen. Una primera respuesta tiene
Capítulo 2.
que ver con la indeterminación conceptual que ha presidido históricamente la evolución de la propia psicopatología (y puede que,
también, de sus «ciencias-madre»: la psicología y la medicina).
Como ya se ha dicho en otros lugares (Belloch, 1987, 1993; Belloch e
Ibáñez, 1992) a las preguntas de ¿qué es la psicopatología? y ¿por
qué catalogamos ciertos modos de actividad, experiencia, comportamiento, e incluso a ciertas personas, como psicopatológicas?,
podemos encontrar multitud de respuestas: casi tantas como estudiosos de la psicopatología. Semejante diversidad e incluso disparidad es probablemente el resultado bien de la ausencia de criterios
ampliamente compartidos sobre el significado de «lo psicopatológico», esto es, del objeto mismo de la psicopatología como actividad
científica propiamente dicha, bien de la relatividad de los criterios
que lo definen, o bien de un grado de complejidad tan elevado
del objeto que hace inviable su abordaje desde un único modelo o
criterio, dado el nivel de conocimientos y tecnologías disponibles.
De ser cierto este planteamiento, puede que la única solución para
considerar la psicopatología como una ciencia sea concebir su larga
historia de modelos, escuelas y paradigmas no como una sucesión
de problemas y soluciones aisladas, sino más bien como ramificaciones y prolongaciones de problemas antiguos, extraordinariamente complejos, y como aspectos o dimensiones de una solución que
todavía no se ha logrado. La respuesta a la pregunta sobre el origen
y la pervivencia de distintos modelos tendría que basarse seguramente en una de estas dos ideas, o en ambas a la vez: primero, que
las diversas opciones encarnadas en las diferentes escuelas representan intentos de solución a los problemas constitutivos de la misma psicología; segundo, que tales opciones representan intentos de
solución de problemas nuevos, esto es, aspectos del funcionamiento
psicológico normal o psicopatológico que, hasta entonces, no se
habían planteado o no se habían considerado como relevantes. Es
decir, que si en la definición misma del objeto de la psicopatología cabe la consideración de que un determinado comportamiento
(por ejemplo, creer que uno es el enviado de los dioses y actuar en
consonancia) es normal, sano o adaptado, tal comportamiento no
será considerado susceptible de investigación, diagnóstico o tratamiento; pero si, por el contrario, se considerara como patológico,
entonces entraría sin duda alguna a formar parte del estudio de
nuestra disciplina.
Una segunda respuesta posible a la cuestión de la diversidad
de modelos y criterios tiene que ver con la relatividad sociocultural
de su objeto mismo de conocimiento: si una sociedad o un grupo
cultural, valoran positivamente (o sea, como saludable y deseable)
unos ciertos modos de comportarse, de ser, de pensar, de experimentar la realidad, de sentir, o de expresarse, cualquier atisbo de
rechazo, crítica, minusvaloración o, por supuesto, de contradicción
manifiesta con tales modos, corre el riesgo de ser calificado como
psicopatológico, enfermizo, absurdo, disfuncional, o anómalo. Este
planteamiento significa, además, que en muchas ocasiones la cualificación de algo como «psicopatológico» no responde a criterios
científicos, sino más bien a otros de naturaleza ética o moral, de
tal manera que todo aquello que contraviene la ética dominante,
puede ser caracterizado «legítimamente» como psicopatológico.
En definitiva, las ideas sobre la salud mental que mantiene una
sociedad, resultan determinantes para la construcción de las ideas
sobre su carencia o ausencia. Por lo tanto, esas ideas impactan de
manera crucial en los modelos y criterios de la psicopatología. Las
«imágenes del hombre» que una sociedad o un grupo posean van
a ser determinantes a la hora de construir las «imágenes de lo psi-
Conceptos y modelos en psicopatología
copatológico». Esas imágenes cristalizan en lo que se suele llamar
«modelos» y «criterios» de psicopatología.
Como dijo Magaro (1976), la mayor parte del contenido de los
criterios y modelos que manejamos intentan crear un puente entre
nuestras creencias (valores, prejuicios) sobre la psicopatología y
algunos pocos hechos. El cambio de unos criterios a otros se produce, en ocasiones, a causa del «descubrimiento» o la «comprensión» de nuevos hechos. Pero esto no es lo habitual. Lo normal es
que el cambio se produzca por la construcción de explicaciones
más compatibles con el contexto y el momento político, económico,
cultural y de desarrollo técnico-metodológico. De modo que cuanto
más extraña, inusual o desviada resulten una persona, una experiencia mental, un sentimiento, o un modo de comportarse y expresarse,
más necesidad tendrá la sociedad de hacer explícitos sus conceptos
sobre lo normal. De este modo, las creencias que enfatizan aspectos
tales como la racionalidad, el deseo de control o el de poder como
elementos definitorios de lo humano, tenderán a suponer que la
ausencia de, o el desprecio a, esos elementos es la esencia de lo
psicopatológico. Pero si nuestras creencias sobre lo esencial de la
naturaleza humana enfatizan la irracionalidad y la ausencia del control de los instintos, el concepto de psicopatología será diferente del
anterior. La alternancia de estos modos de concebir la naturaleza
humana ha sido una de las constantes en la historia de las ideas
sobre la psicopatología y la normalidad y, en cierto modo, explica
la vigencia de algunos de los modelos y criterios actuales.
Pero aún habría que señalar otro problema más: sean cuales
sean las creencias sobre la naturaleza humana patológica y sobre
la normal, no se suelen aplicar por igual, ni del mismo modo, a
todos los miembros de una misma sociedad. Los grupos dominantes (intelectuales, políticos, económicos o científicos) asignan a
sus contrarios o adversarios una «naturaleza» diferente de la suya
propia. Y esto es aún más evidente, si cabe, cuando examinamos
los conceptos sobre la psicopatología: vamos a encontrarnos con
diferencias, a veces nada sutiles, según la clase o el grupo social
al que pertenezca una persona, según su historia anterior, según su
nivel de instrucción cultural, y un largo etcétera. Y, naturalmente,
ello va a repercutir en aspectos tan cruciales como el pronóstico y el
tratamiento (Hollingshead y Redlich,1958).
En definitiva, la diversidad de modelos y criterios de la psicopatología responde al hecho de que su objeto no se corresponde con
una «verdad objetiva», en el sentido de que no puede ser explicado recurriendo exclusivamente a hechos y leyes científicas, como
han argumentado Szasz (1972) o Braginsky y Braginsky (1974), entre
otros. Y, por su parte, las escuelas y modelos, encarnados en instituciones y comunidades científicas, pueden ser concebidos como
el puente que une las creencias implícitas o tácitas de la sociedad,
con el comportamiento concreto de sus actores y agentes. En cierto
sentido, su nacimiento responde a la necesidad de implementar un
sistema de creencias. Y a medida que el sistema cambia, cambian
también los criterios, las escuelas, los modelos y, por supuesto, las
instituciones (Magaro, 1976).
Con estas ideas en mente, vamos a abordar ahora el tipo de
«creencias» que dominan hoy las diferentes concepciones sobre
la psicopatología, y cómo estas se han organizado en sistemas más
o menos coherentes y compactos. Comenzaremos por delimitar los
tipos de criterios que se han venido manejando para pasar después
a examinar cómo esos criterios formales han ido derivando hacia la
construcción de modelos o sistemas de creencias sobre la salud y el
equilibrio mentales y sobre sus alteraciones.
37
Manual de psicopatología. Volumen 1
II. Conceptos y criterios
de psicopatología
Luisa ingresó en el hospital con una parálisis parcial del lado
izquierdo de su cuerpo. Dice que no tiene idea sobre cuál puede ser la causa. Su madre cree que puede tener alguna relación
con el pánico que le produjo ver cómo su novio era atacado por
un perro. Sin embargo, el síntoma se había presentado ya en
otras ocasiones, antes de este suceso, de forma intermitente.
Manuel está terriblemente angustiado y sin atreverse a salir de
casa porque últimamente tiene lo que él llama «ataques», que
consisten en sensación de pánico, palpitaciones muy intensas, visión
borrosa y como a través de un túnel, mareos, náuseas y una especie de peso en el pecho que le impide respirar con normalidad. Le
suelen suceder cuando está en el cine, o en el autobús e incluso,
últimamente, en su propio coche. Su reacción inmediata es salir
corriendo y en varias ocasiones ha tenido que ir a urgencias porque
pensaba que iba a morir.
Sonia, de 18 años, ha perdido más de 20 kilos en los dos últimos
años. Solamente come algunas verduras y, de vez en cuando, un
poco de jamón de pavo y algún vaso de leche desnatada. Solo bebe
un vasito de agua al día, y todos los días hace al menos una hora de
gimnasia. Es cumplidora, autoexigente y, salvo por sus manías con la
comida, sus padres la consideran una hija modelo. Dice que empezó
a hacer dietas porque se veía «como una vaca», a pesar de que
todos le decían que tenía un tipo estupendo.
Felipe describe así sus experiencias: «Al principio era como
si una parte de mi cerebro, que hasta entonces estaba dormido,
empezara a despertarse… Empecé a comprender muchas cosas…,
me acordé de que, cuando tenía siete años, violé a mi hermana que
entonces tenía seis… Entendí por qué el portero de la oficina me
daba todos los días el correo cogido con una cinta ancha de goma
de color verde… Comprendí por qué mis padres habían puesto mi
nombre en el buzón… Las luces de los semáforos me enviaban mensajes… Todo empezó a cobrar un significado que hasta entonces no
había sido capaz de captar….»
Andrés, de 35 años, ha abandonado su trabajo en una empresa
multinacional porque «no podía librarme de la sensación de que
todo estaba sucio… cuando llegaba a casa tenía que lavar todo
muchas veces, lavarme yo también, perdía mucho tiempo con todo
eso… prefiero quedarme en casa y buscar algún tipo de teletrabajo…, así evito encontrarme con otras personas, darles la mano,
tocar las cosas que otros han tocado… soy consciente de que lo
mío es exagerado…, pero no consigo librarme de esta sensación
de suciedad, todo me da asco, yo mismo me doy asco…. el asco se
apodera de mi y no puedo hacer nada hasta que me libro de él por
completo…»
Todas estas personas presentan o relatan problemas muy diferentes. Todos ellos serán estudiados con detalle en este libro. Pero
también nos sirven como ejemplo de la diversidad de temas y problemas humanos que son objeto de estudio para la psicopatología.
Y, al mismo tiempo, nos sirven para explicar y comprender las razones de la diversidad de criterios y modelos a los que hemos aludido
en el apartado anterior. En este vamos a examinar algunos de los
criterios más influyentes que se manejan para catalogar, comprender y explicar la multiplicidad de psicopatologías que podemos presentar las personas.
38
A. El criterio estadístico
Como sugirió Ibáñez (1980), cuando la psicología y, con ella, la
psicopatología decidieron optar por homologarse a las ciencias
naturales ya bien entrado el siglo xix y postular leyes que fueran
susceptibles de formalización, se recurrió a la cuantificación de los
datos psicológicos. Esa cuantificación se produjo fundamentalmente
a través de la estadística, ciencia auxiliar de una buena parte de las
ciencias naturales. En psicopatología, la estadística dejó de ser un
recurso auxiliar formal para convertirse en algo más: se transmutó
en criterio definitorio del objeto y adquirió rango de concepto, cuya
máxima ejemplificación se encuentra en el denominado criterio
estadístico de la psicopatología.
La buena acogida que tuvo en nuestro contexto se debe, en
parte, a que ya había sido profusamente utilizado en ámbitos psicológicos tan relevantes como el de las teorías constitucionalistas
sobre la personalidad o el de las investigaciones pioneras sobre la
inteligencia, que dieron paso a toda una tecnología que permitiría
más adelante «medir» hechos psicológicos complejos (p. ej., la personalidad, los valores, las normas, los motivos, o las creencias). El
postulado central del criterio estadístico es el de que las variables
que definen psicológicamente a una persona poseen una distribución normal en la población general de referencia de esa persona.
Consecuentemente, psicopatológico es todo aquello que se desvía
de la normalidad, es decir, «algo» (un rasgo de personalidad, una
capacidad intelectual, una actividad mental, un comportamiento,
una emoción, un afecto, etc.) que resulta poco frecuente, que no
entra en los límites de la distribución normal de la población que
nos sirve de referencia. Según este criterio, hablamos, de hiper- o
hipoactividad para catalogar un determinado comportamiento
motor alterado, o de baja versus alta inteligencia para designar la
capacidad mental y cognitiva de las personas, o de hiper- versus
hipoestesia para calificar la capacidad y sensibilidad sensoriales, o
de baja versus alta estabilidad emocional (neuroticismo vs. estabilidad), por poner algunos ejemplos conocidos.
Sin embargo, la restricción al ámbito de lo infrecuente no siempre conlleva psicopatología (Martin, 1976). El genio creador es desde
luego poco frecuente, pero no es patológico. Creer en la existencia
de una vida después de la muerte puede ser muy frecuente, pero
el no creer en ello no significa patología. Problemas de este estilo requieren adoptar un supuesto adicional al de frecuencia para
la definición de las psicopatologías: el supuesto de la continuidad
y dimensionalidad, según el cual los elementos constitutivos de las
psicopatologías se hallan también presentes en la normalidad, si
bien constituyen una exacerbación, por exceso o por defecto, de
esa normalidad. De modo que las diferencias entre lo normal y lo
psicopatológico son de naturaleza cuantitativa, de grado. De aquí
que, además de los prefijos «hiper» o «hipo», se utilice el defectivo
«a-» y se hable de conductas, actividades, o experiencias anormales, que se caracterizan no solo por ser poco frecuentes, sino además
por contener los mismos elementos de la normalidad, pero en un
grado ya sea excesivo, ya escaso. Así que, cuando la psicopatología se rige por un criterio estadístico, se suele emplear el término
anormalidad como análogo o sinónimo al de psicopatología, lo que
significa que una conducta, rasgo, actividad, o característica, es muy
poco frecuente y, por tanto, poco representativa del grupo social
normativo de referencia, además de ser cuantitativamente distinta
de lo que se considera normal (véase por ejemplo, Eysenck, 1970).
Este salto conceptual desde la idea de infrecuencia estadística a la
Capítulo 2.
de anormalidad, ha permitido, además, que el criterio estadístico
pase de ser considerado únicamente como parte del «contexto del
descubrimiento» (por utilizar la terminología de Reichenbach, 1964),
a ser utilizado también como parte del contexto de la explicación y
la justificación.
La adopción del criterio estadístico en psicopatología ha
resultado ser enormemente fructífero tanto desde una perspectiva de investigación como desde la aplicada o clínica. Por ejemplo, conceptos nucleares en la explicación de un buen número de
síntomas psicopatológicos, como la sensibilidad a la ansiedad, el
asco, los pensamientos desagradables e intrusivos, o características
y rasgos de personalidad como el perfeccionismo, la búsqueda de
sensaciones, la impulsividad, o la extroversión, son conceptuados
como dimensiones que fluctúan a lo largo de continuos de intensidad y que están presentes, en mayor o menor medida, en todas las
personas. Este planteamiento justifica y avala el uso de análogos
«normales», es decir, de población general sin psicopatologías,
para la investigación de psicopatologías presentes en personas con
una amplia variedad de trastornos y enfermedades mentales (Abramowitz et al., 2014). Además, la noción de dimensionalidad implícita
en el criterio estadístico impregna hoy los modelos más avanzados
de diagnóstico y clasificación de las psicopatologías, como se verá
a lo largo de este libro.
Criterio estadístico. Determina la anormalidad en base
a una desviación de la norma estadística (distribución
normal).
B. Los criterios sociales e interpersonales
De una naturaleza diferente son los criterios que podríamos denominar, genéricamente, como sociales. Uno de ellos es el que H. S.
Sullivan denominó consensual para señalar que la definición de las
psicopatologías es una cuestión de normativa social, es decir, del
consenso social que se alcance al respecto en un momento y lugar
determinados. De aquí a afirmar que lo psicopatológico no es más
que una «construcción social» y una «convención» que la comunidad adopta en un momento, de un modo por lo general poco
explícito, no hay más que un paso. Y solo otro más para afirmar
que lo psicopatológico solo existe en las mentes (en las creencias)
de quienes lo postulan.
Cierto es que en muchas ocasiones la investigación transcultural
ha demostrado que este modo de argumentar no es, en absoluto,
una estupidez, pues lo que, en un contexto cultural, social, o histórico, es normal, se torna patológico en otros; y, a la inversa, no lo es
menos que en todas las culturas y épocas es posible detectar ciertas
normas que definen lo que es psicológicamente normal. Otra cuestión diferente es la de que nuestra cultura occidental sea una de las
que, históricamente, más se ha ocupado en establecer normas de
ese estilo que, en muchos casos, implican juicios de valor peyorativos que tanto han criticado, y con razón, los teóricos del rotulado
social, cuando afirmaban que diagnosticar implicaba poner una
etiqueta a lo que simplemente era un problema o un modo de vivir,
pero que marcaba «a hierro y fuego», y para siempre, a su destinatario añadiendo con ello un problema más al del sufrimiento o el
malestar que la persona pudiera estar experimentando: el problema
Conceptos y modelos en psicopatología
del estigma social asociado a la etiqueta de «enfermo mental».
De hecho, la lucha contra el estigma asociado a las enfermedades
y trastornos mentales es una de las prioridades de la Organización
Mundial de la Salud.
Así pues, y con todas las precauciones que haya que adoptar,
no queda más remedio que admitir honestamente que esas normas
sobre cuyas bases catalogamos a una persona como normal o psicopatológica, existen en nuestras mentes. La solución no está, creemos,
en negar su existencia, en ignorarlas, o en proclamar, ingenuamente,
que no existen psicopatologías ni personas que las padezcan. Muy
al contrario, cualquier solución pasa necesariamente por estudiar
y definir del modo más preciso posible esas normas y los supuestos
en que se fundamentan con el fin de evitar al máximo que nuestra
actividad clínica se deje llevar por los prejuicios y la falsa moral, que
tan malos compañeros de viaje resultan siempre. Y, sobre todo, con
el de ayudar a la persona que presenta la psicopatología en cuestión
a incorporarse, en las mejores condiciones, en el contexto social al
que tiene derecho a pertenecer.
De hecho, la adaptación a los modos de comportamiento esperables, habituales y sancionados como correctos por el grupo social
al que una persona pertenece, se ha esgrimido también como un
criterio para la presencia o ausencia de psicopatologías y por ello
se encuentra en la base del criterio «legal» de normalidad mental
versus psicopatología. En la medida que una persona se comporte,
piense o sienta como lo hacen sus congéneres, o como estos esperan
que lo haga, será catalogada como normal. Así, la adecuación al rol
social y personal que se nos adscribe, o que buscamos y deseamos,
constituye muchas veces el marco de referencia imprescindible para
la catalogación de normalidad. Si, por ejemplo, ante la muerte de
un ser querido, tenemos una reacción emocional de euforia y alegría incontenibles, seremos catalogados como de anormales o patológicos… ¡como mínimo! Del mismo modo, esperamos que unos progenitores responsables y adaptados se comporten de acuerdo con su
rol y, por lo tanto, dediquen buena parte de su tiempo y esfuerzos
a procurar para su familia estabilidad económica y emocional. Y, a
decir verdad, conseguir restaurar la capacidad de adaptación social
suele ser objetivo fundamental de muchas estrategias y técnicas de
tratamiento e intervención psicológicas.
Criterio social. Es establecido por la normativa social que
determina lo esperable (normal) y lo inadecuado (anormal)
de la conducta. Se han referido varios tipos, tales como el
consensual y el legal.
Pero no siempre es fácil determinar en qué consiste la adaptación social. Y, lo que es más importante: suponer que adaptación
es sinónimo de salud mental puede llevarnos a cometer graves
errores. Por ejemplo, para un joven que vive en un barrio marginal
o desestructurado de una gran ciudad, puede ser muy adaptativo
socialmente asumir la violencia y la agresión como forma de comportamiento habitual, ya que ello le permite no solo integrarse en
un grupo social importante en su contexto, sino también hace que
se comporte de acuerdo con el estereotipo que se asigna a su rol
y estatus («joven-marginal-urbano»). En el mismo sentido, no hay
más que recordar algunos ejemplos recientes de nuestra historia.
Probablemente fuera más adaptativo —en el sentido de útil para la
supervivencia personal inmediata— para la población alemana de la
39
Manual de psicopatología. Volumen 1
década de los cuarenta del siglo pasado asumir como algo normal la
reclusión en zonas específicas y apartadas de la comunidad a judíos,
negros, gitanos, o políticamente «desafectos» con el régimen político dominante. Además, se esperaba de las personas bien adaptadas (i. e., «normales») que actuaran como agentes de socialización
detectando y denunciando la presencia de personas pertenecientes
a alguno de esos grupos humanos: es decir, se esperaba que cumplieran con las leyes. Difícilmente podemos admitir que, en casos
como estos, la adaptación social entendida como el cumplimiento
acrítico de las leyes y normas explícitas constituya un criterio de
salud mental, o sea, de ausencia de psicopatología. En definitiva, la
definición de qué significa adaptación social, presenta casi tantos
problemas como la de psicopatología y, lo que es más importante,
no puede erigirse en el criterio por excelencia para la delimitación
de lo psicopatológico ni de lo normal.
Un modo de solucionar los problemas derivados de la indeterminación de criterios de este tipo pasa por postular la existencia
de condicionantes situacionales, que serían los responsables de la
aparición de psicopatologías. El individuo se convierte así en un
mero actor, en una especie de marioneta sometida a contingencias
ambientales que representa el papel que la sociedad le adjudicó; y
si ese papel no es bueno, la responsabilidad recae en la sociedad,
no en el actor. Probablemente esto es bastante cierto en muchos
casos. Pero tiene un riesgo importante: al sustraer de la naturaleza
humana aquello que más y mejor la define, la autodeterminación y
la racionalidad, convierte a la persona que presenta una psicopatología en un alienado, un ser sin razón ni capacidad para decidir
por sí mismo. Por lo tanto, lo mejor es que los demás decidan y
piensen por él. Esto no significa que los condicionantes situacionales no puedan explicar muchas veces la aparición de psicopatologías, ni que deban excluirse de la investigación. Muy al contrario,
es preciso examinar muy a fondo el contexto social, así como el tipo
de contingencias ambientales que modulan el comportamiento y la
actividad mentales si queremos llegar a comprender la génesis y/o
el mantenimiento de muchos comportamientos y experiencias mentales perturbadas. Pero no hay que perder de vista que un énfasis
exclusivo en esos condicionantes puede llevarnos hacia atrás en el
túnel del tiempo, cuando al alienado se le robaba la condición de
ser humano.
C. Los criterios subjetivos o intrapsíquicos
De un orden diferente son los criterios subjetivos, intrapsíquicos, o
personales, según los cuales es el propio individuo el que dictamina sobre su estado o situación, lo que se suele traducir en quejas
y manifestaciones verbales o comportamentales: quejas sobre la
propia infelicidad o disgusto, sobre la incapacidad para afrontar
un problema o buscar una solución razonable, retraimiento social,
comportamientos poco eficaces y/o incapacitantes, contacto deficiente con la realidad, malestar físico e, incluso, búsqueda de ayuda especializada (Maher, 1976). Una variante de este criterio es el
denominado alguedónico, propuesto por Schneider (1959), que hace
referencia al sufrimiento personal, propio o ajeno, como elemento
definitorio de la presencia de una psicopatología.
En términos generales los criterios subjetivos aluden a dos
aspectos nucleares de la clínica: la conciencia de enfermedad y la
egodistonía. La primera fluctúa desde su práctica ausencia hasta
un grado máximo, constituyendo así uno de los aspectos cruciales para establecer un diagnóstico y su gravedad: en el caso del
40
diagnóstico, porque si la persona no expresa de algún modo su
malestar, el proceso diagnóstico puede llegar a ser imposible a
no ser que se detecten consecuencias observables del trastorno
en diversos ámbitos de su vida; en cuanto a la gravedad, su nivel
dependerá de cuáles sean las consecuencias (i. e., interferencia) del
problema, incluyendo tanto las que pueda detectar un observador
externo como las que manifiesta el propio afectado. Algo similar
sucede con la egodistonía, es decir, la disonancia o el conflicto
que se produce entre la autoimagen (incluyendo las propias necesidades, deseos, valores, etc.) y los síntomas, su significado, o la
interferencia que provocan. Cuanto más egodistónico es un trastorno, es muy probable que mayor sea la consciencia de este. Por
el contrario, una menor egodistonía (o una mayor egosintonía) se
asocia con una menor consciencia de trastorno, lo que repercute no
solo en los procesos de evaluación y diagnóstico, sino también en el
tratamiento y la respuesta al mismo (Belloch et al., 2012; Roncero et
al., 2013). En suma, resulta obvio que, tanto en la práctica clínica
como en la investigación, es imprescindible tener en cuenta las
múltiples facetas de los criterios subjetivos puesto que, en muchos
casos, son el elemento central a través del cual se hace evidente
una psicopatología.
Pero como sucede con todos los criterios, tienen limitaciones.
La principal reside, precisamente, en su carácter dimensional y fluctuante. Las personas con psicopatologías no siempre son conscientes
de sus problemas e incapacidades y, a lo largo de la evolución de un
trastorno, su consciencia del problema y la egodistonía con respecto
al mismo varían: por ejemplo, en muchos cuadros demenciales, o en
determinadas fases de un trastorno psicótico, o en algunos estados
disociativos, en algunos trastornos de la conducta alimentaria, o en
buena parte de los trastornos de la personalidad, entre otros muchos
casos, la persona está lejos de ser consciente de su problema e,
incluso, de que tiene un problema. Lo mismo cabe decir de la egodistonía, ya que no siempre los síntomas ni sus consecuencias resultan disonantes con lo que la persona desea y valora para sí misma
(p. ej., en la anorexia nerviosa, en el trastorno dismórfico corporal,
en el trastorno de la personalidad obsesivo-compulsivo, o en las fases
maníacas agudas de un trastorno bipolar). Y cuando esto sucede, es
improbable que decida por sí misma buscar ayuda especializada y
acepte involucrarse en un programa de tratamiento (Belloch et al.,
2009; Del Valle et al., 2017, 2018).
Un problema adicional es el de que no todas las personas que
manifiestan quejas de infelicidad o angustia personal, que tienen problemas para entablar y/o mantener relaciones sociales, que se comportan de un modo poco eficaz o que son poco realistas, presentan
una psicopatología diagnosticable, aun cuando recurran a un especialista en salud mental. Lo mismo sucede con las personas que acuden
al médico: el hecho de ir al médico no significa necesariamente que
se tenga una enfermedad o que se requiera tratamiento. El criterio
subjetivo o personal no tiene tampoco en cuenta los efectos que un
comportamiento anormal produce en el contexto social inmediato de
la persona que lo exhibe (mientras que sí lo haría el alguedónico). Y
ninguno de los dos permite distinguir entre, por ejemplo, psicopatologías y reacciones normales de adaptación al estrés.
En síntesis, este tipo de criterios resulta insuficiente tanto al
nivel explicativo —aunque en realidad, ni siquiera se plantean la
génesis de las psicopatologías— como a la hora de analizar sus consecuencias. De todos modos, como hemos dicho, no hay que olvidar
que en la práctica constituyen criterios muy a tener en cuenta, pues
es cierto que en muchos casos es el propio individuo quien detecta
Capítulo 2.
una anomalía que supera sus recursos normales de afrontamiento
y, sobre todo, es capaz de comunicarla e incluso de determinar su
origen o su causa. Y, en todo caso, tanto si se da un auto-reconocimiento del problema como si no, la información que una persona
nos proporciona sobre sí misma y sobre su estado es una fuente de
datos irrenunciable e imprescindible para la psicopatología.
Criterio subjetivo. Es un criterio propuesto por el propio
individuo. Se basa en la conciencia que tiene el sujeto de
su situación psicopatológica (sufrimiento, conducta indeseable, etc.).
D. Los criterios biológicos
Por último, es preciso hacer referencia a un conjunto de criterios
de naturaleza no psicológica que enfatizan, sobre todo, la naturaleza biológica, física, de las personas. La variedad de este grupo de
criterios es muy amplia, puesto que son muchas y muy diferentes
las disciplinas que se encuadran en las perspectivas biologistas o
fisicalistas de la psicopatología: genética, neurología, bioquímica,
inmunología, fisiología, etc. Todas estas disciplinas mantienen un
mismo supuesto básico: el de que las diferentes psicopatologías son,
fundamentalmente, la expresión de alteraciones y/o disfunciones en
el modo normal de funcionamiento, bien de las estructuras, bien de
los procesos biológicos, en los que se sustentan. Esas alteraciones
pueden estar causadas a su vez por la acción de agentes patógenos
externos (y entonces se califican con el prefijo dis-), o por carencia
de determinados elementos constituyentes (y entonces se aplica el
prefijo a-), o por una ruptura en el equilibrio normal de los diferentes procesos, elementos, o estructuras involucradas (en este caso, se
suelen aplicar los prefijos hiper- o hipo-) (Canguilhem, 1971).
Asumir una etiología orgánica como explicación última y exclusiva de la aparición de las psicopatologías conlleva adoptar el término genérico de «enfermedad mental» para caracterizar estos
trastornos. Evidentemente, la irrupción de esta clase de criterios
en psicopatología supuso tanto una ruptura radical con las hasta
entonces dominantes perspectivas mágico-míticas y religiosas, como
la adopción de planteamientos científicos para la explicación y el
tratamiento de las psicopatologías, como se vio en el capítulo precedente. El avance ha sido desde entonces incuestionable. Nadie
puede dudar pues de su importancia ni debería permitirse la arbitrariedad de ignorar su existencia o de despreciarla. Lo que ya no
está tan claro es que el hecho de que se descubra una etiología
orgánica signifique descartar sin más la intervención de factores
estrictamente psicológicos y sociales, o sea, de naturaleza no primariamente biológica, bien sea en la etiología misma, bien en su
mantenimiento, bien en las consecuencias que una causa orgánica
tenga en el funcionamiento psicológico del individuo afectado.
Las personas somos, además de organismos biológicamente determinados, individuos sociales, con una historia personal de
aprendizajes, de memorias y de modos de conocimiento del mundo,
que no son meros epifenómenos de nuestra condición de organismo,
ni son tampoco explicables recurriendo única y exclusivamente a
esa condición. Un delirio o una alucinación pueden estar ocasionados por factores biológicos (desde una intoxicación alcohólica, hasta un deterioro cerebral, pasando por otras muchas posibilidades),
Conceptos y modelos en psicopatología
pero no todas las personas que tienen esos síntomas los padecen
con la misma intensidad ni manifiestan el mismo grado de deterioro
en su funcionamiento social y personal. Y desde el punto de vista de
la intervención terapéutica, resulta evidente la necesidad de tener
en cuenta todos estos aspectos. En definitiva, los planos psicológico y biológico están lejos de ser incompatibles; antes bien, son
complementarios e igualmente necesarios para la comprensión de
las psicopatologías. De hecho, el modelo bio-psico-social, que es el
adoptado por la mayoría de los científicos de la salud para la explicación de la naturaleza humana y sus alteraciones y enfermedades,
mentales o médicas, significa el reconocimiento de esa complementariedad necesaria e inevitable (Belloch y Olabarría, 1993). En esta
misma línea se sitúa la moderna biología de sistemas que asume los
denominados modelos de redes y constituye un reto muy importante
para los criterios biológicos reduccionistas no solo en el ámbito de
la salud mental, sino también en el de la salud «física». Un aspecto
nuclear de esos modelos es la idea de que los síntomas de cualquier
trastorno o enfermedad están conectados entre sí de forma causal
a través de una amplia variedad de mecanismos biológicos, psicológicos y sociales. Si esas relaciones causales son lo suficientemente
potentes y estables, los síntomas pueden provocar a su vez un alto
grado de retroalimentación que los hace autónomos (Borsboom,
2017; Borsboom y Cramer, 2013).
Criterio biológico. Mantiene que la «enfermedad mental» se produce por una alteración del sistema nervioso.
E. Criterios de psicopatología: conclusiones
Después de todo lo expuesto, podría pensarse que ninguno de los
criterios mencionados es útil para explicar y describir las psicopatologías. Nada más lejos de la realidad. Todos y cada uno de ellos son
necesarios, pero ninguno es suficiente, por sí mismo, para la psicopatología. Uno de los objetivos de nuestra disciplina consiste, entre
otras cosas, en delimitar el peso relativo de cada uno de los criterios
aquí comentados a la hora de clasificar, explicar, y/o predecir la
aparición de comportamientos y experiencias anormales, actividades mentales anómalas, o enfermedades mentales. Y, en otro plano
diferente, no debemos olvidar que la elección en exclusiva de un
criterio significa optar por una teoría y un modelo concretos en
detrimento de otros.
A modo de conclusión, y antes de examinar cómo estos criterios
toman cuerpo en los modelos o escuelas actuales de la psicopatología, será útil establecer algunos postulados o principios generales
sobre los que podemos basarnos para caracterizar y catalogar un
determinado modo de pensar, actuar o sentir como anormal o psicopatológico:
Primero: no hay ningún criterio que, por sí mismo o aisladamente, sea suficiente para definir un comportamiento, un sentimiento
o una actividad mentales como desviada, anormal y/o psicopatológica.
Segundo: ningún comportamiento, sentimiento, experiencia o
actividad mental son por sí mismos psicopatológicos. Para calificarlos como tales, es necesario apelar a una relativamente amplia
gama de condicionantes contextuales, (Mahoney, 1980), así como
examinar su posible utilidad adaptativa y estratégica. Y aquí se
41
Manual de psicopatología. Volumen 1
incluyen las «ganancias secundarias», tácitas o explícitas, que la
persona que los exhibe, o sus allegados, o la sociedad obtienen
con ellos.
Tercero: la presencia de psicopatologías representa un obstáculo importante para el desarrollo individual de la persona que
las mantiene, o para su grupo social más cercano, es decir, no tienen utilidad estratégica, o esta es menor que la conducta contraria
(Martin, 1976).
Cuarto: las dificultades que tienen las personas con psicopatologías les impiden lograr sus niveles óptimos de desarrollo social,
afectivo, intelectual y/o físico. Y esas dificultades no son exclusivamente el resultado de condicionantes socioculturales insuperables
para un individuo particular, puesto que en ellas intervienen anomalías y disfunciones en sus actividades, procesos, funciones y/o
estructuras, ya sean cognitivas, afectivo/emocionales, sociales, biológicas y/o comportamentales.
Quinto: los elementos que definen un comportamiento o una actividad mental como psicopatológica no difieren de los que definen la
normalidad más que en términos de grado, extensión y repercusiones,
lo que significa que es más correcto adoptar criterios dimensionales
que categoriales o discontinuos para caracterizar a las diversas psicopatologías (Cattell, 1970; Eysenck, 1970; Mahoney, 1980).
Sexto: la presencia de psicopatologías no conlleva necesariamente ausencia de salud mental. En psicopatología nos encontramos a menudo con anomalías de la actividad mental, tales como los
lapsus linguae, o despertarnos antes de que suene el despertador
creyendo que ya ha sonado (imagen hipnagógica), o, incluso, con
experiencias alucinatorias relacionadas con la ingestión (voluntaria
o no) de ciertas sustancias, por no hablar de hechos tan cotidianos
como que, en un examen, olvidemos cómo se llamaba ese autor tan
importante que desarrolló el concepto de neuroticismo, o no consigamos recordar el nombre de nuestra mejor amiga de la infancia o
de qué color estaba pintada la clase del colegio al que fuimos durante años. Sigmund Freud ya habló de esto en su Psicopatología de la
vida cotidiana. Así pues, todas estas anomalías son tremendamente
corrientes en la vida y todos alguna vez las hemos experimentado
en pleno estado de salud. Y también son objeto de estudio para la
psicopatología, precisamente porque representan anomalías que se
producen en el curso de una actividad mental normal y porque en
muchos casos, como sucede sobre todo con el estudio del olvido,
sirven de ayuda para entender el funcionamiento de otros procesos y
actividades mentales anómalos, como la amnesia. Existen, pues, grados de anomalía o alteración mental, y no todos implican ausencia
de salud mental, tal y como ya argumentamos en el punto anterior.
Séptimo: del mismo modo sucede que salud no implica simplemente ausencia de enfermedad. Como señalaba la OMS ya en 1946,
salud no es solo ausencia de enfermedad sino también presencia
de bienestar. En el ámbito de la salud mental, la Federación Mundial para la Salud Mental la definió en 1962 como «un estado que
permite el desarrollo óptimo físico, intelectual y afectivo del sujeto
en la medida en que no perturbe el desarrollo de sus semejantes».
En definitiva, tampoco la salud mental es un concepto monolítico, definible simplemente en función de, o sobre la base de un solo
criterio. Parámetros tales como autonomía funcional, percepción
correcta de la realidad., adaptación eficaz y respuesta competente
a las demandas del entorno, relaciones interpersonales adecuadas,
percepción de auto-eficacia, buen auto-concepto, estrategias adecuadas para afrontar el estrés y para desarrollarse intelectual, social
42
y emocionalmente, etc., constituyen parámetros en los que debemos
fijarnos cuando de lo que se trata es de diagnosticar o calificar el
grado de salud mental de una persona (Belloch e Ibáñez, 1992).
La dimensión positiva de la salud mental es enfatizada también
por la OMS en su documento constitutivo y en todos los documentos
posteriores (p. ej., OMS, 2013): «La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de
afecciones o enfermedades». El estado de bienestar se define a
su vez como la capacidad que permite a las personas reconocer
sus habilidades y capacidades para hacer frente a los estresores
normales de la vida, trabajar de forma productiva y contribuir a
sus comunidades. Salud mental hace pues referencia también a la
posibilidad de acrecentar la competencia de los individuos y comunidades y permitirles alcanzar sus propios objetivos. Paralelamente
se afirma que la salud mental es materia de interés para todos, y no
solo para quienes se hallen afectados por un trastorno mental. En
efecto, los problemas de la salud mental afectan a la sociedad en
su totalidad, y no solo a un segmento limitado o aislado de la misma
y, por lo tanto, constituyen un desafío importante para el desarrollo
general de la sociedad misma. Los estudios epidemiológicos muestran que no hay grupo o colectividad inmune a padecer trastornos
mentales, pero también revelan que hay ciertos grupos humanos en
donde el riesgo se incrementa de manera notable: personas pobres,
sin techo, desempleadas, con bajo nivel de escolarización, victimas
de violencia, migrantes, refugiados, poblaciones indígenas, mujeres
maltratadas y ancianos abandonados son especialmente vulnerables
a experimentar todo tipo de psicopatologías (y enfermedades médicas). Por último, se recalca que los tres dominios o ámbitos básicos
en los que se manifiesta la salud, i. e., el mental, el físico y el social,
están íntimamente imbricados, en mutua interdependencia. Como
consecuencia de ello, resulta evidente que la salud mental es uno
de los pilares fundamentales en los que asienta el bienestar de los
individuos y las sociedades, a pesar de lo cual suele recibir mucha
menor atención de la que se presta a la salud física en nuestras
sociedades.
III. Los modelos de la
psicopatología
Hemos visto en los apartados precedentes la diversidad de criterios
o «creencias» acerca de lo que se considera anormal o psicopatológico. Si bien los criterios no deben identificarse con los grandes sistemas o modelos sobre la psicopatología, lo cierto es que
las diferentes perspectivas teóricas se basan en tales criterios y,
en principio, se diferencian entre sí según el mayor o menor énfasis que pongan en cada uno de ellos. No debe extrañarnos, por
tanto, que las perspectivas o modelos en psicopatología sean también múltiples. Así, en el cuerpo de literatura sobre esta cuestión
se han referido modelos como el biomédico, el psicodinámico, el
socio-biológico, el conductual, el cultural, el humanista, el cognitivo,
el existencial, el social (de «etiquetación social»), el evolucionista,
o el constitucional, entre otros, cuyas principales características se
resumen en la Tabla 2.1.
Esta proliferación de modelos o perspectivas refleja una realidad
más ficticia que real, ya que algunos de ellos, más que constituir
un sistema teórico original y propio sobre la concepción de lo normal y lo psicopatológico, se limitan a destacar algunos aspectos de
los fenómenos psicopatológicos. Por ejemplo, los enfoques sociales,
Capítulo 2.
humanistas y existenciales, más que aportar paradigmas innovadores sobre la psicopatología, se limitan a criticar ciertos aspectos de
los modelos más influyentes en un momento dado (básicamente el
biomédico, el conductual y el psicodinámico), o en enfatizar ciertos
aspectos que no se contemplan en tales modelos (p. ej., conceptos
como el sí-mismo, la autorrealización, el relativismo cultural, etc.).
Además de la propia debilidad teórica y técnica (metodológica)
asociada a estos enfoques, se han argumentado problemas relativos
a la eficacia de las técnicas terapéuticas derivadas de ellos, ya que,
o no se ha estudiado, o cuando se ha investigado, ha resultado
ser muy baja (p. ej., Rosenhan y Seligman, 1984). A nuestro juicio,
muchos de estos enfoques teóricos —que dicho sea de paso, tuvieron
su mayor apogeo en momentos de menor desarrollo científico de la
psicopatología y mayor auge de cambios sociales (i. e., movimiento
anti-psiquiátrico)—, tienen el valor de haber denunciado aspectos
críticos de los modelos dominantes (en especial, el modelo biomédico) y de haber enfatizado cuestiones de indudable relevancia para
la psicopatología, como los factores psicosociales, el estigma asociado a las enfermedades mentales, las características individuales,
o las de los grupos de referencia para una persona particular.
Partiendo por tanto de este punto de vista, no vamos a detenernos en la descripción de toda esta variedad de modelos sobre la
psicopatología. Nos centraremos únicamente en tres grandes orientaciones teóricas que cubren adecuadamente el panorama de la
psicopatología científica actual, es decir, las perspectivas biomédica, conductual y cognitiva. No obstante, al tratar sobre los procesos y trastornos psicopatológicos en los diferentes capítulos de este
manual, se hace referencia explícita a cualquiera de los modelos
disponibles cuando su aportación al conocimiento psicopatológico
es, o ha sido, suficientemente relevante.
Conductual. Se utiliza en este capítulo para designar
que el objeto de estudio se centra en la conducta, no en
la mente o el cerebro. Aunque con este término se asume que el aprendizaje es el principal componente de la
conducta, incluye también otros principios derivados del
estudio científico del comportamiento (p. ej., asociados a
componentes psicobiológicos o cognitivos) y no se reduce,
como el conductismo radical (o en general conductismo) a
lo directamente observable.
A. El modelo biomédico
La perspectiva biomédica, denominada también biológica, fisiológica o neurofisiológica, asume como principio fundamental que el
trastorno mental es una enfermedad de igual naturaleza que cualquier enfermedad física. En consecuencia, las psicopatologías se
producen porque existen anormalidades biológicas subyacentes
(genéticas, bioquímicas, neurológicas, etc.). Por tanto, según este
modelo el tratamiento deberá centrarse en corregir tales anormalidades orgánicas.
Los orígenes del modelo médico hunden sus raíces en la propia
historia de la humanidad, fiel reflejo de la lucha del hombre por
su supervivencia a través de los obstáculos más variados, entre los
cuales las enfermedades ocupan un lugar predominante. Y, como
Conceptos y modelos en psicopatología
se vio en el capítulo anterior, el inicio mismo de la psicopatología y sus primeros desarrollos estuvieron íntimamente vinculados
con los desarrollos propios de la medicina y los saberes científicos
con ella asociados (biología, bioquímica, genética, etc.). La enorme
influencia e impacto que ha seguido teniendo el modelo médico en
la psicopatología hasta bien entrado el siglo xx, y particularmente
a partir de los años cincuenta, guarda una estrecha relación con el
desarrollo de diferentes clases de drogas psicotrópicas que mostraron una eficacia hasta entonces desconocida para tratar diversos trastornos mentales: ansiolíticos, antidepresivos, antipsicóticos
y otros psicofármacos que cambiaron la imagen que se tenía del
tratamiento de la enfermedad mental (Comer, 1992), aunque el
cambio no siempre se ha producido, como veremos después, en una
dirección positiva.
a. Bases biológicas de la psicopatología
Los defensores del modelo entienden las psicopatologías como
enfermedades producidas por el funcionamiento patológico de
alguna parte o función del organismo. Se presupone que la alteración del cerebro (estructural o funcional) es la causa primaria
de las psicopatologías (Rosen, 1991; Rosenzweig y Leiman, 1989) o
enfermedades mentales. Así como desde este modelo se postula
que los trastornos cardiovasculares están causados por alteraciones celulares en esos órganos, también las enfermedades mentales
estarían relacionadas con alteraciones del cerebro y/o del sistema
nervioso. Las alteraciones pueden ser anatómicas (p. ej., el tamaño
o la forma de ciertas regiones cerebrales) o bioquímicas (i. e., los
elementos bioquímicos que contribuyen al funcionamiento neuronal
pueden tener alterada su función, por exceso o por defecto). Dichas
alteraciones pueden ser adquiridas o «innatas», vinculadas con
variables genéticas, trastornos metabólicos, infecciones, alergias,
tumores, trastornos cardiovasculares, traumas físicos, estrés, y un
largo etcétera (Haroutunian, 1991; Murphy y Deutsch, 1991).
Según Buss (1962), pueden distinguirse hasta tres tipos diferentes
de enfermedad atendiendo a sus mecanismos causales primarios:
las infecciosas, las sistémicas y las traumáticas. La gripe, la pulmonía y la hepatitis, son ejemplos del primer tipo en el que un
microorganismo (virus) ataca a un órgano o a un sistema orgánico.
La diabetes, causada por un mal funcionamiento de las células pancreáticas encargadas de secretar insulina, es un ejemplo de enfermedad sistémica. La fractura de un brazo, o la condición producida
por la ingestión de una sustancia tóxica, son ejemplos de trastornos
traumáticos.
A partir de los años cincuenta, se intensificó el interés por aplicar el modelo sistémico de enfermedad a la psicopatología. La
concepción sistémica se vio reforzada por el descubrimiento de sustancias neurotransmisoras (noradrenalina, serotonina, etc.) y de una
amplia gama de fármacos psicoactivos, como mencionamos antes.
Las psicopatologías se concibieron como el resultado de problemas
neuro-bio-químicos y se explicaban, por tanto, a través de las denominadas «teorías del desequilibrio bioquímico». Estas teorías se
erigieron como el enfoque más prometedor del modelo biomédico
de enfermedad mental, considerándose desde entonces que algunas
formas de psicopatología podían deberse a desequilibrios en la bioquímica del sistema nervioso. Actualmente, existe abundante evidencia empírica de que un buen número de sustancias bioquímicas
intervienen en muchos trastornos mentales y del comportamiento,
si bien no son los únicos factores causantes de ellos (ni, en muchos
casos, los más importantes).
43
44
Somáticas
(localizadas
o sistémicas);
los síntomas
mentales son
epifenómenos.
Somáticoorganísmico
(la totalidad de
la constitución
biológica).
Conflictos
psicológicos
inconscientes.
Detención del
proceso de
maduración o
regresión a una
etapa temprana
más primitiva.
Constitucional
(discrasia)
Psicodinámico
Evolucionista
(ontogénico)
Causas
(etiología)
Enfermedad
MODELOS
Diagnóstico del
nivel de evolución
ontogenética.
Diagnóstico
de fuerzas
psicodinámicas
inconscientes
(biográficas).
Diagnóstico de
somatotipo y
temperamento.
Importancia de
la clasificación
en categorías
nosológicas
(enfermedades).
Diagnóstico
La evolución se para
en una determinada
etapa o hay una
regresión hacia una
anterior primitiva.
Experiencias
tempranas
causan conflictos
inconscientes.
Innato: intrínseco
a la evolución de la
personalidad.
En cualquier
momento de la vida.
Extrínseco a la
evolución de
la personalidad.
Inicio
Tabla 2.1. Características de los principales modelos teóricos de psicopatología*
Continuidad de
salud y enfermedad
mental, aunque
puede haber
discontinuidad
entre las etapas
de desarrollo
o evolución.
Continuidad:
alteraciones
emocionales leves
son continuos
neurosis-psicosis.
Continuidad de la
salud y enfermedad
mental (aunque se
pueden establecer
puntos de corte).
Discontinuidad de
enfermedad y salud
mental.
Continuidaddiscontinuidad
DIMENSIONES
Construcciones
ontogénicas tales
como diferenciación,
integración...
Aparatos y
mecanismos
psicológicos: yo,
ello, superyó, etc.
Temperamento
y biotipos
Enfermedad
(morbus).
Proceso de
enfermedad.
Constructos
teóricos
Educación
reparadora.
Psicoanálisis.
Custodial y
sintomático.
Somático:
principalmente
drogas, pero
también TC
y neurocirugía.
Tratamiento
(Continúa)
El hombre es un
organismo en
desarrollo, pasando
de un nivel elemental
a uno complejo.
El hombre está
motivado por fuerzas
irracionales en
conflictos con otros
y con las normas
sociales.
El hombre es
un organismo
biopsicológico en el
que las funciones son
un todo.
El hombre es una
compleja máquina
fisicoquímica en
la que algunos
componentes pueden
tornarse defectuosos
(«estropearse»).
Concepto
del hombre
Manual de psicopatología. Volumen 1
Relaciones
interpersonales
y comunicaciones
alteradas en los
grupos pequeños.
Micro-social
*Modificado de Weckowicz (1984).
Desintegración
o conflicto sociales.
Esquemas de
conocimiento
disfuncionales.
Estrategias de
afrontamiento
ineficaces.
Cognitivo
Macro-social
Condicionamiento.
Aprendizaje
de hábitos
inadecuados.
Causas
(etiología)
Conductista
MODELOS
Tabla 2.1. (Continuación)
Diagnóstico de
los procesos
de interacción en
grupos pequeños
en los que
participan los
individuos.
Diagnóstico de
los procesos
de interacción en
grupos pequeños
en los que participan
los individuos.
Anomalías en
estructuras y
procesos mentales
(y sus funciones).
Interacciones
defectuosas entre
procesos, funciones,
y comportamientos.
Análisis funcional.
Diagnóstico preciso
de los hábitos
inadecuados.
Análisis funcional de
la conducta.
Diagnóstico
En cualquier
momento, pero las
relaciones familiares
tempranas son
importantes.
En cualquier
momento, pero
se da mucha
importancia a los
procesos tempranos
de socialización.
Modelos diátesis/
estrés.
Causas distales
y próximas.
En cualquier
momento
del desarrollo.
En cualquier
momento de la vida.
Lo que hace
el sujeto es lo
importante, y no su
historia.
Inicio
Continuidad de
salud y enfermedad
mental. Los
pequeños grupos
anómalos son
continuos con los
normales.
Continuidad de
salud y enfermedad
mental. Enfermedad
mental continua con
desviación social.
Continuidad.
Las estructuras y
procesos mentales
anómalos fluctúan
en dimensiones
de normalidadpatología.
Continuidad de
salud y enfermedad
mental. No
hay diferencia
intrínseca entre
hábitos correctos
e incorrectos.
Continuidaddiscontinuidad
DIMENSIONES
Construcciones
tales como roles,
diadas y canales de
comunicación.
Construcciones
tales como
estructura social,
rol, institución,
alienación.
Sesgos, esquemas,
creencias,
expectativas,
estrategias
de control,
procesamiento
(consciente y no
consciente).
Modelado.
Condicionamiento
clásico.
Condicionamiento
operante.
Constructos
teóricos
Psicoterapia
de grupo.
Ingeniería social.
Terapias cognitivas
(incluyendo
psico-educación).
Individual o grupal.
Terapia de conducta.
Tratamiento
El hombre es un
eslabón en procesos
dinámicos de grupo,
tales como las
relaciones familiares.
El hombre es un
eslabón de lo
social y refleja
relaciones sociales,
estructuras, valores
e instituciones.
La mente humana es
un sistema físico que
procesa información.
El hombre es una
unidad de hábitos
y reflejos
Concepto
del hombre
Capítulo 2.
Conceptos y modelos en psicopatología
45
Manual de psicopatología. Volumen 1
Ejemplos relevantes de las teorías del desequilibrio bioquímico,
en especial de ciertos neurotransmisores, son la actividad insuficiente del ácido gamma aminobutírico (GABA) en el caso de los trastornos de ansiedad (Braestrup et al., 1982; Costa, 1983), o el exceso
de actividad dopaminérgica en la esquizofrenia (Angrist et al., 1974;
Sandín, 1984; Snyder, 1981), los déficit en la actividad de las catecolaminas y serotonina en la depresión (Sandín, 1986; Siever et al., 1991;
Schildkraut, 1965), y los desequilibrios del sistema serotoninérgico en
el trastorno obsesivo-compulsivo (Zohar et al., 2004). Junto a estos
enfoques, la investigación biomédica ha avanzado también en la
comprensión de las alteraciones estructurales que subyacen a enfermedades como la corea de Huntington, un trastorno degenerativo
marcado por profundas crisis emocionales, delirios, ideas de suicidio
y movimientos motores involuntarios, cuyo factor responsable es la
pérdida de neuronas en los ganglios basales. Las causas biológicas,
como factor causal necesario, son asimismo evidentes en las demencias, las denominadas «amnesias puras», las afasias, o las enfermedades mentales adquiridas como consecuencia de la ingestión
de tóxicos, traumatismos craneoencefálicos, y un amplio etcétera.
Así, en términos generales, los trastornos y enfermedades mentales cuyas causas físicas son evidentes se denominan «trastornos
mentales orgánicos», para diferenciarlos de los «trastornos mentales funcionales» en los que, o bien no hay evidencias de alteraciones orgánicas estructurales ni funcionales (incluyendo desequilibrios
bioquímicos), o bien los datos no son lo bastante relevantes como
para permitir una explicación estrictamente (exclusivamente) biológica del trastorno o enfermedad.
Otro de los enfoques en los que se sustenta el modelo biomédico
actual refiere a la genética, a partir de los estudios que constatan
un aumento significativo de la frecuencia con que ocurren ciertos
trastornos mentales entre parientes biológicos de primera generación. Desde este enfoque se plantea que si un determinado trastorno
(o algunos de sus síntomas nucleares) ocurre con una relativa mayor
frecuencia en una familia en comparación con su ocurrencia en la
población general, quizás sea porque alguno/s de los miembros de
esa familia ha heredado una «predisposición genética» a padecerlo. Se habla así de las bases genéticas de la esquizofrenia, de la
depresión, de la manía, de la enfermedad de Alzheimer, intentando
averiguar si se debe a un gen dominante o recesivo. También desde
este modelo se ha enfatizado la importancia de la investigación epidemiológica sobre los denominados «grupos de riesgo», observando
casos de parientes biológicos de un paciente diagnosticado de una
psicopatología específica que presenten el mismo trastorno u otro
que se considere similar por sus características sintomatológicas.
Una extensión reciente del enfoque genetista a la comprensión
de las psicopatologías proviene de los descubrimientos derivados de
la demostración de la estructura en doble hélice del ADN: el código
y secuenciación genética del ADN que culmina en el Proyecto sobre
el Genoma Humano (International Human Genome Sequencing Consortium, 2001). En palabras de Plomin y McGuffin (2003), los avances en este proyecto van a permitir identificar con éxito las influencias que determinados genes (y secuencias genéticas) tienen sobre
el desarrollo de ciertas psicopatologías. No obstante, los mismos
autores reconocen que el progreso en esta dirección está siendo
menor y más lento de lo que cabía esperar, en gran medida porque,
en contra de lo que inicialmente pensaron ingenuamente los entusiastas de este campo, hay muchos genes involucrados en cada uno
de los posibles fenotipos o manifestaciones psicopatológicas, lo que
implica que los efectos aislados de los genes sobre la aparición de
46
una psicopatología son escasos y, además, no se conocen todavía
las mutuas influencias entre el ambiente y la estructura genética a
la hora de explicar la aparición (o no) de una psicopatología. Por
esta razón Plomin y McGuffin argumentan que el futuro de este
ámbito de investigación para la psicopatología reside en averiguar
cómo trabajan los genes y cómo se produce su interacción con el
medio, es decir, la «genómica funcional». Su propuesta pasa, por
tanto, por analizar las trayectorias y conexiones entre los genes y
el comportamiento tanto al nivel de análisis psicológico «de arriba
a abajo» (genómica conductual) como al nivel molecular biológico
celular que va de lo general a lo particular («bottom-up»).
En suma, los seguidores del modelo biomédico estricto buscan
ciertos tipos de indicios cuando evalúan las causas de una psicopatología específica. ¿Existen antecedentes familiares de ella y, por
tanto, una probable predisposición genética? ¿El trastorno está causado por alguna enfermedad anterior o accidente, o sigue su propio
curso con independencia de los cambios situacionales? ¿Se ha exacerbado por eventos, que pueden interpretarse como productores
de efectos fisiológicos? Cuando se presupone una vulnerabilidad
orgánica, asociada al efecto de agentes externos patógenos, se ha
explicado en términos de una interacción denominada «predisposición-estrés» (también entendida como modelos de «diatesis-estrés»). Siguiendo pues el planteamiento del modelo biomédico, una
vez que se han precisado las áreas concretas afectadas de una probable disfunción orgánica, el clínico estará en una mejor posición
para prescribir el tratamiento biológico a seguir.
b. Postulados del modelo biomédico
Asumiendo que el modelo médico de las psicopatologías se ha
desarrollado básicamente en el campo de la medicina (psiquiatría),
este se fundamenta en una serie de conceptos centrales que contribuyen a configurar los componentes básicos de su estructura. Estos
conceptos son los siguientes:
1.
2.
3.
4.
5.
Signo. Indicador objetivo de un proceso orgánico anómalo
(p. ej., la fiebre puede ser un signo de un proceso inflamatorio).
Síntoma. Indicador subjetivo de un proceso orgánico y/o funcional (p. ej., sensación de tener fiebre). De hecho, el síntoma
aislado, considerado en sí mismo, no resulta anormal o morboso.
Se considera que el síntoma es la unidad mínima descriptible
en psicopatología. Por otra parte, se diferencia entre síntomas
primarios (rectores, nucleares o patognomónicos), es decir, que
orientan hacia un diagnóstico determinado, y síntomas secundarios cuando no cumplen los criterios etiológicos o descriptivos de la entidad nosológica en la que se han identificado.
Síndrome. Conjunto de signos y síntomas que aparecen en forma de cuadro clínico. O, dicho en otros términos, un agrupamiento o patrón recurrente de signos y síntomas.
Enfermedad mental (entidad nosológica). Estructura totalizante
en la que adquieren sentido los fenómenos particulares y, por
tanto, dota de recursos explicativos al médico para comprender desde los factores etiológicos del trastorno hasta la validez
del pronóstico, aumentando, por supuesto, la eficacia del tratamiento. Sin embargo, de por sí, este constructo no agota en
ningún caso el nivel explicativo de los trastornos mentales.
Discontinuidad entre lo normal y lo anormal. El trastorno mental, al ser considerado como una enfermedad («enfermedad
mental»), se clasifica y diagnostica sobre la base de criterios
categoriales (en contraste con las orientaciones dimensionales).
Capítulo 2.
Cada enfermedad mental constituye una entidad clínica (nosológica) discreta, con características clínicas (sintomatología),
etiología, curso, pronóstico y tratamiento específicos. Según el
modelo biomédico, por tanto, cada categoría clínica se diferencia cualitativamente de las demás enfermedades mentales, así
como también de lo «no clínico». Contrasta con la concepción
dimensional de la psicopatología, punto de vista más enraizado
en la tradición psicológica, donde la diferencia entre lo normal
y lo patológico es, sobre todo, una cuestión de grado (no discontinuidad). Son reflejo de esta orientación médica los sistemas de
clasificación categorial establecidos en los sistemas de diagnóstico de la American Psychiatric Association (APA) y de la Organización Mundial de la Salud (OMS) (véase el Capítulo 3). No
obstante, en estos mismos sistemas se plantea la posibilidad de
adoptar una perspectiva dimensional, en especial con respecto
a ciertos grupos de trastornos, como los de personalidad (ver
el capítulo correspondiente a estos trastornos en este manual),
que no se ajustan a planteamientos categoriales dicotómicos
(i. e., presencia vs. ausencia de un trastorno).
modelo biopsicosocial, para conducir al científico hacia una aproximación a la forma de interpretar los actos del comportamiento
humano en función del hombre como totalidad y aprehender y estudiar sus mecanismos conductuales como integración de elementos
y determinantes biológicos, psicológicos y sociales (Belloch y Olabarría, 1993).
Enfermedad mental. Trasvase del concepto de enfermedad física a los fenómenos mentales.
Signo. Indicador objetivo de un proceso orgánico (como,
por ejemplo, la fiebre).
Síndrome. Conjunto de signos y síntomas que aparecen
en forma de cuadro clínico. O dicho en otros términos, es
un agrupamiento o patrón recurrente de signos y síntomas.
Síntoma. Indicador subjetivo de un proceso orgánico
y/o funcional (vivencia de la fiebre). De hecho, el síntoma,
aislado, considerado en sí mismo, no resulta anormal o
morboso. Se considera que el síntoma es la unidad mínima
descriptible en Psicopatología. Por otra parte, se pueden
clasificar los síntomas como primarios (rectores, nucleares o patognomónicos) es decir, que nos orientan hacia un
diagnóstico determinado, y síntomas secundarios cuando
no cumplen los criterios etiológicos o descriptivos de la
entidad nosológica en la que se han identificado.
c. Evaluación del modelo biomédico
El modelo biomédico goza de un considerable prestigio en amplios
sectores de la psicología clínica y la psicopatología, y las investigaciones sobre las bases biológicas de las psicopatologías son cada
vez más numerosas. Los nuevos fármacos son, además de elementos
terapéuticos por sí mismos, instrumentos relevantes de investigación
sobre las posibles causas biológicas de las psicopatologías.
Se ha sugerido que el modelo biomédico tiene bastantes virtudes. Primero, sirve para recordarnos que los problemas psicológicos,
aunque complejos y específicos, pueden tener causas o concomitantes biológicos dignos de evaluación y estudio. Segundo, gracias
al desarrollo de sofisticadas técnicas biomédicas, la investigación
sobre los aspectos neurofisiológicos de las psicopatologías a menudo progresa con rapidez, produciendo nueva y valiosa información
en períodos de tiempo relativamente cortos. Tercero, los tratamientos biológicos (en especial, los psicofarmacológicos) han proporcionado aportaciones significativas para la terapia de las enfermedades mentales, ya sea cuando otras estrategias de intervención se
han mostrado ineficaces, ya como tratamientos complementarios a
las estrategias de intervención psicológicas.
El modelo biológico, no obstante, adolece de problemas y limitaciones. En su ambición explicativa más extrema parece hipotetizar
que toda la conducta humana puede explicarse en términos biológicos y, por tanto, que todo problema psicológico puede ser tratado
mediante técnicas biológicas. Este reduccionismo puede limitar más
que potenciar nuestro conocimiento de las psicopatologías. Aunque
es cierto que los procesos biológicos afectan a nuestros pensamientos y emociones, también lo es que ellos mismos están influenciados
por variables psicológicas (intrapsíquicas), sociales, y ambientales.
Cuando percibimos un evento negativo que está fuera de nuestro
control, la actividad de la noradrenalina o la serotonina de nuestro
cerebro desciende, propiciando la aparición de un trastorno depresivo. Nuestra vida mental es una interacción de factores biológicos y
no biológicos (psicológicos, sociales, culturales, ambientales, etc.),
por lo que es más importante poder explicar esa interacción que
centrarse exclusivamente en un tipo de variables (en este caso, las
biológicas). Una consecuencia obvia de los hallazgos y datos que
viene proporcionando el modelo biomédico es la comprensión más
integrada y holista de los trastornos mentales bajo el paradigma del
Conceptos y modelos en psicopatología
Un segundo problema con el que se encuentra el modelo biológico es la validez explicativa de sus teorías que a menudo son
incompletas y poco concluyentes. Muchos estudios bioquímicos y
neurológicos, por ejemplo, se realizan con animales que aparentemente presentan síntomas de depresión, ansiedad, o algún otro
comportamiento anormal inducido mediante drogas, cirugía o
manipulación conductual. Los investigadores tienen a menudo
muchas dificultades para generalizar la validez de sus conclusiones
al comportamiento humano y sus alteraciones. Igualmente, los estudios genealógicos y genéticos, citados a menudo para apoyar los
argumentos biológicos, están abiertos a sucesivas interpretaciones
y reinterpretaciones en función de los avances en las neurociencias.
Por otra parte, la aceptación rígida de los postulados anteriormente descritos acarrea diversos problemas que reflejamos a continuación:
1.
Tiende a considerar al individuo («enfermo mental») como algo
pasivo. Si aceptamos el concepto de enfermedad, hemos de
considerar al sujeto enfermo con todas sus implicaciones, positivas y negativas, que conlleva. Haciéndonos eco de las palabras
de Kraepelin (1913), el sujeto enfermo, se acepta y es aceptado
como tal, lo que conlleva asumir un papel pasivo al no ser el
agente responsable del inicio y posterior curación del trastorno
o enfermedad: es decir, el enfermo es un mero intermediario
entre el médico y la enfermedad. Por contra, el papel del médico es activo ya que cuenta con la capacidad y medios adecuados para solucionar el problema. Este planteamiento tiene
efectos claramente nocivos, pues limita y reduce la capacidad
de decidir y asumir un rol activo en el proceso de recuperación
47
Manual de psicopatología. Volumen 1
de cualquier persona sobre la que recaiga un diagnóstico de
enfermedad (mental o no), con los consiguientes riesgos que
ello conlleva tanto a nivel individual como social y colectivo.
2. El trastorno mental es una enfermedad y como tal tiene una
etiología (causa) de tipo orgánico (defecto genético, alteración
metabólica, desregulación endocrina, etc.). Sin embargo, existe
amplia evidencia de que muchos trastornos psicológicos no obedecen a causas orgánicas, así como que en la inmensa mayoría de los procesos psicopatológicos se produce un intercambio
constante de causas biológicas, psicológicas y sociales, tanto en
su génesis como en su mantenimiento.
3. Como indicamos atrás, el diagnóstico se establece sobre la base
de la existencia de una serie de síntomas («criterios de diagnóstico»). Sin embargo, resulta cuanto menos problemático reducir
el diagnóstico a un mero etiquetado, ya que en muchas ocasiones
este procedimiento ha resultado ser contraproducente además de
inadecuado desde una perspectiva científica. Si bien el diagnóstico se ha basado con frecuencia, siguiendo este modelo, en criterios etiológicos, actualmente se tiende a evitar la implicación de
asunciones teóricas empleándose con preferencia criterios puramente descriptivos (sintomáticos), tal y como ha ocurrido en los
sistemas de diagnóstico categorial psiquiátrico más influyentes de
los últimos cuarenta años (i. e., los DSM de la APA).
Además de estos problemas, Deacon (2013) ha señalado otros
que merece la pena comentar. En primer lugar, alude al fracaso
del modelo en ofrecer causas biológicas inequívocas y, sobre todo,
únicas de las enfermedades mentales, a pesar de los indudables
avances de las neurociencias, de la genómica y de las nuevas tecnologías (p. ej., técnicas de neuroimagen, génetica molecular, entre
otras). Como prueba de ello, remite a la falta de pruebas biológicas
(marcadores) como criterios diagnósticos en el DSM-5 y, citando
a Insel (2010, 2011), hace referencia a la ausencia de innovaciones
importantes en la farmacoterapia de los trastornos mentales como
consecuencia de la ausencia de biomarcadores, la escasa validez de
las categorías diagnósticas y el (todavía) muy limitado conocimiento
sobre las causas biológicas de las enfermedades mentales.
En segundo término, Deacon hace referencia a la popularidad
de ciertas teorías estrictamente biologistas supuestamente explicativas de trastornos mentales, con las consiguientes implicaciones
terapéuticas: buscar (y utilizar) fármacos u otros procedimientos
«físicos» (cirugía, implantación de electrodos, etc.) para el tratamiento. El ejemplo más notorio remite a la popularidad de la teoría
del desequilibrio bioquímico que antes mencionamos para explicar
la depresión, uno de los trastornos mentales más prevalentes, con la
consiguiente implicación de tratar tal desequilibrio con fármacos dirigidos a restaurarlo. Sin embargo, esa teoría no está sustentada en
datos lo suficientemente importantes y definitorios; y, lo que es más
importante, los psicofármacos desarrollados a su amparo no han
demostrado su eficacia con la suficiente solidez como para avalarla.
Un tercer problema es el relativo a la incapacidad del modelo para
reducir el estigma asociado a las enfermedades mentales. Pescosolido et al. (2010) concluyeron que promocionar una visión biológica
de las enfermedades mentales para reducir el estigma asociado a
ellas no solo es ineficaz, sino que, además, supone aumentar su
importancia entre la población general. El estigma tiene muchas
facetas y el intento por reducirlo apelando a anormalidades biogenéticas puede, de hecho, aumentar los deseos de distanciarse
socialmente de los enfermos, a la vez que reforzar las dudas y preo-
48
cupaciones sobre la naturaleza crónica e «intratable» de las enfermedades mentales (Lam y Salkovskis, 2006) y/o sobre la peligrosidad y lo impredecible del comportamiento de los enfermos (Read
et al., 2006). La falta de innovación en farmacoterapia (asociada
con una escasa rentabilidad coste-beneficio) y los pobres resultados
asociados con la medicación (en especial los antipsicóticos atípicos,
los estabilizadores del ánimo y los inhibidores de la recaptación de
serotonina o ISRS), son otras de las razones que argumenta Deacon
para criticar la prevalencia del modelo biomédico en psicopatología. Junto a todo ello, o como consecuencia, menciona la tasa
imparablemente ascendente de personas con trastornos mentales y
la tendencia a la cronificación de los problemas debido a la prevalencia e ineficacia de los tratamientos psiquiátricos basados en un
enfoque exclusivamente biologista (i. e., farmacoterapia).
A estas insuficiencias añadiremos una más: según el modelo
médico, la presencia de dos o más enfermedades —i. e., trastornos
coexistentes o comórbidos— en una persona no resulta conceptualmente problemática. En muchos casos se considera que tales
co-ocurrencias son aleatorias (p. ej., una persona con una hernia
discal también puede tener apendicitis). En otros casos, las enfermedades comórbidas pueden estar vinculadas sin dejar de ser entidades diagnósticas claramente distintas: en estos casos se asume
que estos fenómenos son «complicaciones de» o «secundarios a» el
trastorno primario (p. ej., la enfermedad renal, como una complicación común de la diabetes), pero cada una representa una condición
de salud distinta que requiere un tratamiento distinto. Sin embargo,
estos planteamientos no son fácilmente trasladables al ámbito de las
psicopatologías. En primer lugar, porque la comorbilidad en los trastornos mentales es la regla y no la excepción; segundo, porque las
presentaciones de trastornos «puros» y sin complicaciones «secundarias» son relativamente raras; de hecho, diversas investigaciones
han demostrado que algunos trastornos presumiblemente distintos
se describen (y se entienden) mejor como diferentes aspectos de un
único trastorno (p. ej., Maj, 2005; Mineka et al., 1998). Por otro lado,
tanto la heterogeneidad dentro de un mismo diagnóstico como la
homogeneidad entre diagnósticos diferentes impiden la validez de
constructo (o validez de la teoría), debido a la ausencia de validez
discriminante (o capacidad para diferenciar constructos diferentes)
y de validez convergente (o capacidad para relacionar constructos
semejantes) (Galdón, 2018).
Las investigaciones también revelan que gran parte de la
comorbilidad entre los trastornos mentales no se debe a co-ocurrencias aleatorias, sino que hay patrones sistemáticos de comorbilidad.
Por ejemplo, un análisis de casi una docena de conjuntos de datos
distintos con un tamaño muestral combinado de casi 100.000 individuos de edades comprendidas entre seis y 65 años muestra que
los diagnósticos del DSM y la CIE pueden organizarse jerárquicamente (Kotov et al., 2017). Esta estructura tiene en su vértice un
factor general de psicopatología, seguido al menos de tres amplias
dimensiones de trastornos en el siguiente nivel, que se corresponden
con tres de las cuatro dimensiones de síntomas identificadas por
Markon (2010): trastornos interiorizados, en los que la experiencia
subjetiva de distrés o malestar emocional es un componente principal (p. ej., trastornos depresivos, ansiedad generalizada); trastornos
exteriorizados, en los que las manifestaciones primarias son típicamente comportamientos observables (p. ej., dependencia del alcohol
y drogas, trastornos de la conducta), y trastornos del pensamiento
o cognitivos (p. ej., trastornos del espectro de la esquizofrenia, trastornos del estado de ánimo con síntomas psicóticos). A su vez, cada
Capítulo 2.
dimensión de nivel superior se divide en dimensiones más concretas
que se basan en subconjuntos de trastornos que ocurren con mayor
frecuencia, lo que conduce a niveles más bajos de la jerarquía. La
investigación genética también ha mostrado que la comorbilidad
entre determinados trastornos, como la depresión mayor y el trastorno de ansiedad generalizada, puede explicarse por los genes
compartidos y que las diferencias entre estos trastornos pueden
deberse a las experiencias de vida de los individuos, así como a
diversos factores socioculturales. La evidencia de estas dimensiones jerárquicas puede tener importantes implicaciones para la
comprensión, clasificación, tratamiento e incluso prevención de los
trastornos mentales. Por lo tanto, puede ser más fructífero buscar
causas comunes de los principales grupos de trastornos mentales
que utilizar los principios de Robins y Guze (1970) para establecer
la validez de distintos síndromes clínicos. Este planteamiento constituye la base de los enfoques transdiagnósticos que se comentan
en los diferentes capítulos de este texto, que constituyen, junto con
los modelos de redes, una alternativa útil y prometedora al modelo
biomédico tradicional aplicado a las psicopatologías.
Por último, autores relevantes en el ámbito de la psiquiatría actual
(p. ej., Stein et al., 2010), muestran descontento con el concepto mismo de enfermedad mental, tal y como se plantea en los sistemas de
diagnóstico psiquiátrico y, especialmente, en el DSM. Proponen un
cambio conceptual y una redefinición del término, de manera que
se ajuste mejor a la realidad clínica y permita el avance del conocimiento en este ámbito. Su propuesta se reproduce en la Tabla 2.2.
B. El modelo conductual
Como se vio en el capítulo anterior, a principios de la década
de los sesenta el modelo conductual se perfila en Estados Unidos y en Europa como el nuevo paradigma de la psicopatología,
alternativo a las insuficiencias de los modelos médico y psico-
Conceptos y modelos en psicopatología
dinámico y, en principio, más explicativo y útil. El auge experimentado por la psicología del aprendizaje y su adhesión a las
normas científicas imperantes jugaron un papel decisivo en el
cambio de paradigma. Los dos factores primarios que determinaron el surgimiento del modelo conductual en psicopatología
fueron la madurez alcanzada por la psicología del aprendizaje
(aplicación de principios del condicionamiento clásico y operante al control de la conducta anormal) y la insatisfacción con
el estatus científico y modus operandi de los modelos médico y
psicodinámico respecto a la conducta anormal, término que se
postula desde este enfoque para identificar las psicopatologías
y/o las enfermedades y trastornos mentales. El modelo conductual, si bien se perfiló como una alternativa teórica fascinante en
psicopatología, pronto comenzó a sufrir críticas internas, sobre
todo procedentes de autores insatisfechos con la extrema rigidez
del esquema estímulo-respuesta propuesto inicialmente. La propia
evolución histórica de la perspectiva conductual ha dado lugar a
diferentes orientaciones o submodelos que se asumen y aplican
alternativamente en la actualidad, tanto desde la concepción de
la propia conducta anormal como en el campo aplicado de la
modificación de conducta.
Condicionamiento clásico. Proceso de aprendizaje
mediante el cual un organismo establece una asociación
entre un estímulo condicionado (EC) y un estímulo incondicionado (EI), siendo el EC capaz de elicitar una respuesta condicionada (RC). Experimentalmente se obtiene esta
forma de condicionamiento exponiendo el organismo a un
EC y un EI en repetidas ocasiones. También se denomina
condicionamiento pavloviano.
Tabla 2.2. Propuestas para re-definir el trastorno mental o psiquiátrico (Stein et al., 2010)
CRITERIOS
A. Síndrome o patrón, conductual o psicológico, que se produce en un individuo particular.
B. Las consecuencias del síndrome son malestar clínicamente significativo (p. ej., dolor) o discapacidad (p. ej., deterioro en una o más áreas
importantes de funcionamiento).
C. No debe constituir una respuesta esperable a estresores y pérdidas normales (p. ej., la pérdida de un ser querido), o una respuesta
culturalmente aceptada ante un hecho concreto (p. ej., estados de trance en rituales religiosos).
D. El síndrome es el resultado de una disfunción psico-biológica subyacente.
E. No es el resultado de una desviación social o de conflictos con la sociedad.
Otras consideraciones
F. El síndrome tiene validez diagnóstica, sobre la base de diferentes factores de validación (p. ej., significado pronóstico, alteración psicobiológica, respuesta al tratamiento).
G. Tiene utilidad clínica (contribuye a conceptuar mejor el diagnóstico, la evaluación y el tratamiento).
H. Ninguna definición especifica a la perfección los límites precisos para el concepto de «trastorno médico» o «trastorno mental/psiquiátrico».
I. Los factores de validación del diagnóstico y la utilidad clínica deben ser útiles para distinguir un trastorno del diagnóstico de sus «vecinos
más cercanos».
J. Cuando se plantee ya sea añadir ya sea eliminar de la nomenclatura una condición mental/psiquiátrica, los beneficios potenciales de
hacerlo (p. ej., proporcionar una mejor atención a los pacientes, estimular nueva investigación) deben ser superiores a los potenciales daños
o inconvenientes (p. ej., resultar dañino para individuos concretos, ser susceptible de un mal uso).
49
Manual de psicopatología. Volumen 1
La insatisfacción que se experimentó a finales de los cincuenta
y principios de los sesenta en la psicología europea y norteamericana con respecto al modelo médico (incluyendo el modelo psicodinámico) se debía tanto a factores teóricos (epistemológicos y metodológicos) como prácticos (rol del psicólogo clínico, diagnóstico y
tratamiento). Frente a estos enfoques, se desarrolla la perspectiva
conductual de un modo casi simultáneo en tres lugares: Sudáfrica, Inglaterra y Estados Unidos. No obstante, pronto se ponen de
manifiesto importantes diferencias entre el más puro enfoque norteamericano (análisis experimental de la conducta) y el enfoque
europeo (asume la participación de variables intermedias introducidas por Hull o Mowrer, tales como el concepto de «impulso»). El
modelo europeo se centró más en la conducta neurótica, mientras
que el enfoque del análisis experimental de la conducta abordó
también la conducta psicótica. Aparte de las notables diferencias
que existen entre estos enfoques, se perfilan algunas características propias de la perspectiva conductual que son comunes a
ambos. De entre estas características merecen citarse las siguientes:
1.
Objetividad. El modelo conductual se basa en la objetividad y la
experimentación. Contrasta con el modelo médico (fisiológico y
psicodinámico) porque este último se ha centrado en gran medida en la introspección, la intuición y la especulación. El modelo
conductual, en lugar de centrarse en especulaciones sobre posibles «complejos» o anormalidades de la mente no consciente (o
del cerebro), se centra en los fenómenos objetivos, buscando relaciones causales entre los fenómenos ambientales y la conducta.
2. Los principios del aprendizaje como base teórica. La conducta anormal es, como hemos dicho, el criterio adoptado por el
modelo conductista como constructo para definir las psicopatologías. Consiste básicamente en hábitos desadaptativos que
han llegado a condicionarse a ciertos tipos de estímulos (bien
por condicionamiento clásico, instrumental, o por ambos). Tales
hábitos constituyen los síntomas clínicos y la propia conducta
anormal (i. e., no existen causas subyacentes responsables de los
síntomas), y son generados de acuerdo con las leyes y principios
del aprendizaje. El tratamiento de la conducta anormal, según
este modelo, debe basarse en la aplicación de los propios principios del aprendizaje (terapia o modificación de conducta) tanto para extinguir las conductas indeseables como para instaurar
(mediante el aprendizaje) conductas adaptativas, normales y
deseables.
3. Rechazo del concepto de enfermedad. Puesto que el modelo
conductual no asume la existencia de causas subyacentes a los
síntomas, rechaza igualmente el concepto de enfermedad. La
teoría conductual entiende que el concepto médico de enfermedad no es aplicable a los trastornos del comportamiento.
La enuresis funcional, por ejemplo, es entendida por el modelo
médico como un síntoma producido por otros problemas psicológicos (enfermedad) que tiene el niño (p. ej., algún complejo
reprimido); el modelo conductual entiende, en cambio, que la
enuresis es en sí misma el problema, producida por un deficiente condicionamiento del control de esfínteres.
4. Aproximación dimensional. Al rechazar el concepto de enfermedad el modelo conductual rechaza igualmente la conceptuación categorial de los trastornos psicológicos propia del modelo
médico. Partiendo de la inexistencia de «personas enfermas
mentalmente», no cabe establecer categorías para etiquetar
la conducta anormal. Como alternativa al diagnóstico médico
50
tradicional se propone el «diagnóstico o análisis funcional de la
conducta» (Chorot, 1986; Fernández Ballesteros y Staats, 1992).
Además, la perspectiva conductual entiende que la clasificación de la conducta anormal debe hacerse según dimensiones
(p. ej., neuroticismo, psicoticismo, etc.; o bien, afecto, motivación, emoción, inteligencia, etc.) en las que se sitúan los diferentes individuos. La conducta anormal, por tanto, se diferencia
cuantitativamente de la normal, pero no cualitativamente (no es
factible, pues, la etiquetación). La anormalidad, dice Eysenck
(1983), no connota a personas que sufren de enfermedades
mentales producidas por «causas» definidas; connota más bien
el funcionamiento defectuoso de ciertos sistemas psicológicos
(dimensiones).
5. Relevancia de los factores ambientales. Así como el modelo
biológico insiste en la causación orgánica (anomalías en el funcionamiento del sistema nervioso), y el modelo psicodinámico
en la existencia de factores causales psicológicos subyacentes
(traumas infantiles inconscientes, etc.), la perspectiva conductual considera que la causa de los trastornos comportamentales
obedece a factores ambientales que se han ido condicionando a
través de toda la experiencia del individuo (no únicamente por
traumas durante la infancia). Esta orientación ambientalista es
extrema en el enfoque skinneriano y constituye, a su vez, una de
las fuentes de debilidad del modelo.
6. Teoría científica. La teoría conductual se propuso como una
«auténtica» teoría científica. Ofrecía una explicación parsimoniosa sobre las causas y el tratamiento de la conducta anormal,
sus variables eran definidas de forma objetiva y operacional, y
las hipótesis podían (y debían) ser contrastadas empíricamente, es decir, eran susceptibles de verificación o de rechazo. En
consecuencia, las relaciones e hipótesis teóricas que se establecieran debían haber sido suficientemente probadas de forma
experimental, lo que incluye demostrar la superioridad de la
eficacia de las estrategias terapéuticas basadas en el modelo
teórico en comparación con otros tipos de terapia existentes
hasta su aparición (p. ej., farmacoterapia, psicoanálisis, etc.).
a. Críticas al modelo conductual de la psicopatología
Aun cuando parece tratarse de una teoría sobre el comportamiento
anormal aparentemente perfecta, lo cierto es que pronto se evidenciaron deficiencias, sobre todo en relación con los sectores más
radicales. Por ejemplo, la asunción de que únicamente los factores ambientales son responsables de la psicopatología se oponía a
abundantes datos empíricos indicativos de que ciertos trastornos
(p. ej., la esquizofrenia) presentaban cierto grado de transmisión
genética. Esta crítica, no obstante, no afectaba a todos los enfoques
conductuales (recordemos que H. J. Eysenck, por ejemplo, siempre
otorgó una gran importancia a los factores genéticos).
Un tipo de crítica más determinante es el que se ha centrado
en el papel de las variables intermedias. Una focalización estricta
en las consecuencias objetivamente verificables de los estímulos
externos dejaría fuera del campo de estudio de la psicopatología aspectos tan relevantes como el pensamiento o la experiencia
subjetiva en general. En principio, parece lógico asumir que los
sucesos externos poseen efectos diferenciales para los individuos en
función de cómo estos los perciben y evalúan (Lazarus y Folkman,
1984), los procesan y los recuerdan (ver más adelante la perspectiva cognitiva). El ser humano no es simplemente un conjunto de
Capítulo 2.
reflejos condicionados; también es capaz de pensar. Gran parte de
lo que observamos, dice Beach (1974), en la conducta de los pacientes y mucho de lo que ellos dicen, parece abogar por un énfasis
mayor sobre «cogniciones» que sobre su conducta manifiesta. Por
otra parte, si bien los cambios conductuales pueden originar cambios cognitivos, también parece ser cierto que hay muchos cambios
conductuales inducidos por cambios en los procesos cognitivos. La
conducta humana (tanto la normal como la anormal) resulta ser
demasiado compleja como para poder ser explicada únicamente
sobre la base de estímulos y respuestas.
Un problema adicional hace referencia a aspectos más prácticos
o aplicados: muy a menudo la práctica de la modificación de conducta no suele aplicar, en sentido estricto, lo que la teoría predica;
por ejemplo, mientras que los defensores de la modificación de conducta tendían a rechazar los factores internos, a la hora de la práctica muchos hacían alusión a cusas subyacentes (p. ej., la ansiedad
como factor inductor de síntomas motores). Cuando el modelo conductual apenas llevaba poco más de media década de existencia,
surgió la primera gran crítica dentro de la propia perspectiva conductual por medio de la publicación de Breger y McGaugh (1965). En
el fondo, la crítica de estos autores vino a reflejar las discrepancias
teóricas existentes dentro de la entonces nueva teoría.
Aparte de otras críticas vertidas sobre la modificación de conducta, el artículo de Breger y McGaugh enfatizaba la necesidad de
una teoría que explicara la conducta compleja que implica factores internos («cognitivos», en un sentido amplio) no reductibles a
relaciones de estímulo-respuesta (E-R). Los autores sugerían que la
teoría E-R aportaba una base irreal para la terapia de conducta,
ya que los terapeutas debían hacer uso de constructos no claramente definidos por la teoría como la imaginación, el pensamiento,
o la memoria, entre otros. Llamar respuestas a estos constructos,
decían los autores, supone forzar la realidad para que concuerde
con una teoría del aprendizaje y propusieron como alternativa una
«teoría de estrategia central». En ella afirman que en la neurosis
se aprenden una serie de estrategias centrales que guían la adaptación del individuo a su medio. Tal formulación, que fue duramente
rechazada por algunos autores (p. ej., Rachman y Eysenck, 1966), fue
aceptada parcialmente por otros (p. ej., Beach, 1974). A juicio de
este último autor, la orientación cognitiva de Breger y McGaugh, sin
que supusiera un enfoque alternativo dentro de la teoría conductual
de las neurosis, sí poseía interés por enfatizar las deficiencias de
los modelos más convencionales de la teoría del aprendizaje como
explicaciones completas de la psicopatología, obligándonos a buscar explicaciones que se sustentaran en procesos más complejos,
como el pensamiento.
Lo cierto es que ya desde sus comienzos se observa que el
modelo conductual no es un fenómeno uniforme. Algo semejante,
diría Kazdin (1991), ocurre con la modificación de conducta. Más
bien parece tratarse de diversos enfoques conceptuales y metodológicos que valoran de forma diferente los conceptos mediacionales
y las variables intervinientes. Sin embargo, la necesidad de incluir
variables mediacionales o encubiertas parece insalvable (Pelechano, 1979). Aun asumiendo la existencia de planteamientos distantes, como el mediacional de autores como Mowrer o Eysenck y el
análisis experimental de la conducta de Skinner, la principal fuente
de desestabilización del modelo conductual como algo monolítico
ya fue apuntada por Breger y McGaugh: es la necesidad de incluir
los procesos cognitivos como elementos esenciales del modelo. Los
propios representantes del sector mediacional (p. ej., Eysenck, 1979)
Conceptos y modelos en psicopatología
son reacios a identificar los factores cognitivos como componentes
centrales del modelo conductual del comportamiento anormal. Sin
embargo, no pocos autores han invocado la necesidad de incluir tal
tipo de factores ya que muchos trastornos psicológicos consisten, en
sí mismos, en problemas cognitivos, tales como las obsesiones, las
interpretaciones inapropiadas de la realidad, los pensamientos ilógicos, o los trastornos de la percepción y la imaginación (p. ej., alucinaciones).
Pese a sus inconvenientes y limitaciones, la irrupción del modelo conductual en psicopatología supuso un avance importantísimo
en muchos sentidos: desde la consideración de la evaluación y el
diagnóstico como la búsqueda de relaciones funcionales entre los
síntomas (conductas anormales) y las experiencias de aprendizaje,
que permite comprender qué es lo que realmente le sucede a un
individuo particular (misión casi imposible desde una concepción
de los trastornos mentales como categorías diagnósticas aisladas
o discretas), hasta la planificación de una estrategia de tratamiento adaptada a los problemas y necesidades de ese individuo y su
valoración en términos de eficacia y efectividad. A lo largo de
este libro podrán valorarse con mayor profundidad las muchas e
importantes aportaciones del modelo conductual a la comprensión
de las psicopatologías.
Variables encubiertas. Variables mediacionales, no
observables directamente. Se refieren a variables de tipo
cognitivo, tales como la imaginación o los procesos de pensamiento. Se supone, desde la teoría conductual, que están
sometidas a leyes de aprendizaje semejantes a las que rigen
para las variables directamente observables.
b. Apertura del modelo conductual a la cognición:
el enfoque cognitivo-conductual
Tal vez nos gustaría contar con un único enfoque conductual que
fuese capaz de articular las bases psicopatológicas de los diferentes
trastornos psicológicos. La realidad, no obstante, es algo diferente.
Actualmente conviven varias orientaciones conductuales. Tres de
ellas ocupan un lugar prominente:
1. Enfoque mediacional (clásico o clásico/operante).
2. Enfoque operante o análisis experimental de la conducta.
3. Enfoque cognitivo.
Las dos primeras se centran prioritariamente en facetas observables de la conducta, por ejemplo, las relaciones entre estímulos
y respuestas, mientras que la tercera lo hace explícitamente en los
procesos cognitivos como por ejemplo, la percepción e interpretación de los eventos externos e internos. A veces, la teoría del aprendizaje social (Bandura, 1977) ha sido conceptuada como intermedia
e integradora de las posiciones mediacional/operante y de la cognitiva (véase Franks, 1991), ya que considera como elementos centrales
tanto las respuestas observables como los procesos cognitivos.
La explicación de la conducta anormal en términos del aprendizaje no puede considerarse como algo estático ya que con el paso
del tiempo ha experimentado actualizaciones y reformulaciones. La
teoría de la preparación (Öhman, 1986; Seligman, 1971), la inclusión
51
Manual de psicopatología. Volumen 1
de la ley de incubación (Eysenck, 1985; Sandín, Chorot y Fernández-Trespalacios, 1989), la teoría pavloviana de expectativas del
miedo (Reiss, 1980), la implicación psicopatológica del denominado
«condicionamiento evaluativo» (p. ej., Levey y Martin, 1987), la reevaluación cognitiva del estímulo incondicionado (Davey, 1989), o
la consideración específica de las diferencias individuales de vulnerabilidad (Eysenck, 1979), son ejemplos de mejoras o actualizaciones
del modelo que, en algunos casos, conllevan además procesos de
re-conceptuación del mismo. En términos generales, el marco teórico
y metodológico actual del modelo conductual, al menos en la vertiente que implica de algún modo al condicionamiento pavloviano, es
entendido en términos más complejos y de menor rigidez, tal y como
se desprende del moderno neo-condicionamiento (Rachman, 1991).
Estímulo condicionado (EC). Estímulo neutro que, tras
su asociación con un estímulo no neutro o incondicionado (provoca de forma natural una respuesta incondicionada), elicita una respuesta particular (respuesta condicionada, RC).
Estímulo incondicionado (EI). Estímulo que provoca una
respuesta natural o incondicionada (respuesta incondicionada, RI) sin necesidad de condicionamiento previo. Por
ejemplo, un ruido muy fuerte provoca una respuesta de
susto.
La tendencia actual dominante en la perspectiva conductual es
un reconocimiento creciente de la relevancia de los procesos cognitivos, relevancia que ya fue significada previamente por los propios
teóricos del aprendizaje (p. ej., Mackintosh, 1983; Rescorla, 1988). El
camino recorrido por el condicionamiento pavloviano es largo, y su
rango y flexibilidad es muy superior al que se supuso en principio. El
condicionamiento puede ocurrir incluso cuando los estímulos están
separados en el espacio y en el tiempo; se puede producir condicionamiento no solo a estímulos discretos, sino también a relaciones
abstractas entre dos o más estímulos. El condicionamiento es un
proceso altamente flexible y funcional (Rachman, 1991). Progresivamente se ha ido modificando en direcciones que le unen cada vez
de forma más estrecha con la psicología cognitiva. Más que centrarse en asociaciones de contigüidad entre estímulos, enfatiza relaciones de información (p. ej., aprendizaje de relaciones entre eventos).
La asunción de que el condicionamiento pavloviano implica la
presencia de factores cognitivos no es nueva en absoluto (también
en el condicionamiento operante se han reconocido los fenómenos cognitivos, tal como ocurre, por ejemplo, en el concepto
de «autocontrol»). Recordemos que ya E. C. Tolman reconoció la
importancia de la cognición en el aprendizaje al sugerir que lo que
se aprende son estrategias cognitivas; también Pavlov postuló el
denominado segundo sistema de señales para referirse al condicionamiento semántico, i. e., al condicionamiento sin contacto directo
con el estímulo incondicionado, o a lo que actualmente se entiende
en términos de paradigmas E-E (asociaciones estímulo-estímulo)
en lugar del clásico E-R (asociaciones estímulo-respuesta) (véase
Rescorla y Wagner, 1972). Tampoco son nuevas las orientaciones
teóricas conductuales sobre el comportamiento anormal que incluyen conceptos cognitivos diversos como elementos centrales de la
52
misma (p. ej., Abramson, Seligman y Teasdale, 1978; Bandura, 1969;
Breger y McGaugh, 1965; Reiss, 1980; Seligman y Johnston, 1973). No
obstante, en el momento presente el modelo conductual atraviesa
un estado de expansión cognitivista. Esto no significa un cambio de
paradigma radical, ya que la base en la que se apoya, el neo-condicionamiento, sirve como marco teórico apropiado para dar cuenta de las nuevas exigencias cognitivistas (inclusión de conceptos
mediacionales cognitivos y privados; p. ej., expectativas, memoria,
atención, imaginación, pensamientos, percepción, evaluación, etc.)
(Rachman, 1991; Rescorla, 1988; Rescorla y Wagner, 1972). Como
sugiere Rachman (1991), la nueva orientación del condicionamiento
(el neo-condicionamiento) no consiste en un mero ejercicio de descrédito de las explicaciones clásicas, sino que se trata de integrar
nuevos fenómenos que han sido descubiertos y que permiten, a su
vez, nuevas predicciones y explicaciones que no son posibles desde el mero aprendizaje asociativo. La simple contigüidad es insuficiente; la información es esencial (el condicionamiento implica
aprender relaciones de información entre estímulos). Como diría
Rescorla (1988), el condicionamiento pavloviano no es un proceso
estúpido mediante el cual el organismo establece asociaciones «a
la fuerza» entre estímulos que tienden a concurrir en el espacio y
el tiempo, sino que más bien es un buscador de información, que
usa relaciones lógicas y perceptivas entre los eventos para formar
una representación sofisticada del mundo.
La evolución del modelo hacia una integración de los elementos más cognitivos de la mente y el comportamiento humanos con
los más estrictamente conductuales da lugar a lo que actualmente
conocemos como modelo o enfoque «cognitivo-conductual». Dos
ejemplos de lo que significa esa integración para el avance de la
psicopatología y otras disciplinas con ella relacionadas (diagnóstico,
evaluación, psicología clínica, psicoterapias) lo constituyen, primero, el papel del aprendizaje inhibitorio en el proceso de extinción
de la ansiedad y el miedo. El enfoque basado en el aprendizaje
inhibitorio, en contraste con el clásico enfoque basado en la habituación, establece que durante la extinción del miedo no se produce un borrado de la asociación entre el EC y el EI, sino un nuevo
aprendizaje, i. e., una nueva asociación en la que el EI no ocurre
tras la presentación del EC; es decir, se produce un nuevo aprendizaje que se sobrepone a la asociación excitatoria original EC-EI.
En términos de implicaciones para la terapia cognitivo-conductual,
según este nuevo enfoque es más importante la desconfirmación
de la expectativa señalada por el EI (constructo cognitivo) que la
reducción de la ansiedad (habituación) durante el proceso de exposición del estímulo fóbico (para una exposición detallada de esta
nueva teoría, véase Torrents-Rodas et al., 2015). El segundo ejemplo
al que queremos referirnos es la inclusión de constructos estrictamente cognitivos, tales como las valoraciones, las expectativas y las
creencias, especialmente para comprender y explicar los trastornos
emocionales (véase McNally, 2001; Rachman, 2015). Los avances
en la investigación del papel etiopatogénico nuclear que juegan
variables como las mencionadas fueron iniciados en la década de
los setenta del siglo pasado por Beck (1976), autor de referencia
indiscutible de la reorientación cognitiva del modelo conductual y,
por tanto, del moderno modelo cognitivo-conductual de la psicopatología. Un ejemplo de este nuevo enfoque puede apreciarse en el
reciente modelo cognitivo trifactorial sobre el trastorno de pánico
desarrollado por Sandín et al. (2015), según el cual los constructos
cognitivos de sensibilidad a la ansiedad, autoeficacia hacia el páni-
Capítulo 2.
co, e interpretaciones catastrofistas de las sensaciones corporales
desempeñan un papel clave en la gravedad del trastorno de pánico.
En definitiva, el rechazo de los fenómenos cognitivos al más
puro estilo watsoniano o skinneriano conduciría a un modelo
obsoleto incapaz de explicar los problemas psicológicos complejos. El hecho de que el modelo conductual incorpore elementos
cognitivos en sus formulaciones sobre el aprendizaje, no significa
otra cosa que seguir la tradición de la psicología científica. Es en
este marco en el que cabe considerar la denominada perspectiva
cognitivo-conductual de la psicopatología, que, a partir de los
avances en la comprensión de los fenómenos psicopatológicos
que han proporcionado los desarrollos de la psicología conductual, permite conectar los procesos de aprendizaje con otros no
menos importantes (i. e., atención, imaginación, memoria, pensamiento).
Pero, además de esta integración, cuyo resultado más visible es,
como hemos dicho, el enfoque cognitivo-conductual, la tradición
cognitiva (en sentido estricto) de la psicología científica aporta sus
propias hipótesis y marcos teóricos y metodológicos a la comprensión de las psicopatologías. Desde esta perspectiva, la investigación
sobre los procesos mentales, incluyendo su estructura, contenidos,
y productos, se configura como un paradigma diferente, aunque
complementario, del conductual (y de su extensión cognitivista),
tanto desde el punto de vista teórico como desde el metodológico.
Es necesario, por tanto, que veamos los aspectos más relevantes de
la perspectiva cognitiva.
Condicionamiento operante. Proceso a través del cual
un organismo aprende a asociar ciertos actos con determinadas consecuencias. El organismo aprende a efectuar
ciertas respuestas instrumentales para obtener un refuerzo
o escapar de un castigo. También se denomina condicionamiento instrumental.
C. El modelo cognitivo
El actual modelo cognitivo de la psicología no es, desde luego, nuevo en la historia psicológica, como ya se vio en el capítulo anterior. En las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado se
desarrollaron dos modelos que utilizaban dos analogías diferentes
para explicar y entender el comportamiento humano: la del comportamiento animal, defendida por el conductismo, y la analogía
funcional del computador con la consiguiente visión de la mente
humana como un dispositivo que procesa o elabora información.
Es precisamente esta analogía, sustentada por el enfoque del procesamiento de información (PI), la que inicialmente se erige como
paradigma visible de la nueva psicología cognitiva (De Vega, 1984).
En un sentido genérico, el término psicología cognitiva implica
un conjunto de contenidos y procedimientos técnicos que son los
que guían la investigación. Esos contenidos hacen referencia, como
es lógico, a la cognición, es decir, la actividad mental humana y sus
productos, o sea, al conocimiento. Implica la consideración del hombre como ser autoconsciente, activo, y responsable que no se haya
inexorablemente ligado a los condicionantes ambientales ni a la
lucha por la mera adaptación pasiva al medio, por la supervivencia.
Conceptos y modelos en psicopatología
Un ser que busca activamente conocimiento y que, por lo tanto, se
halla en un proceso constante de autoconstrucción, que hace planes, tiene objetivos, tiene recuerdos, y no puede librarse de ciertos
sesgos y prejuicios a la hora de realizar su propia elaboración de la
realidad. Implica, por tanto, también la aceptación del supuesto de
que los procesos de búsqueda y transformación de la información,
operan sobre representaciones internas de la realidad. Conlleva la
idea de que es posible elaborar modelos que expliquen la organización estructural y funcional de las diferentes fases y momentos
implicados en el procesamiento y su vinculación con las estructuras
neurológicas en las que se sustentan.
Desde el punto de vista técnico, la psicología cognitiva recurre
a la utilización preferente de la metodología propia de la denominada psicología experimental como base para establecer inferencias
sobre los procesos de conocimiento, partiendo de datos comportamentales, informes introspectivos, registros psicofisiológicos y,
en fin, todo el arsenal de datos de que se puede hoy disponer en
psicología (véanse, p. ej., De Vega, 1984; Eysenck, 1988; Eysenck y
Keane, 1990, para una exposición más detallada). No obstante, por
lo que respecta a la psicopatología, ello no implica renunciar al uso
de metodologías más «blandas», tales como las que proporciona la
psicología social o la psicología de la personalidad.
a. Procesamiento de la información (PI)
A continuación, examinaremos algunos conceptos de frecuente utilización en psicología cognitiva, vinculados sobre todo al PI, que
resultan de especial interés para la investigación psicopatológica.
Seguiremos para ello el esquema propuesto por Williams et al. (1988).
1. Limitaciones en la capacidad de procesamiento
El cerebro humano es un sistema de capacidad limitada. Las limitaciones de capacidad han sido a su vez, definidas según diferentes
conceptos, entre los cuales destaca la opción de que los procesos
cognitivos necesitan disponer de ciertos recursos para funcionar o,
si se prefiere, requieren «esfuerzo» (Kahneman, 1973; Kahneman y
Treisman, 1984; Shiffrin, 1976). Tanto las características de la persona, como las de la tarea a realizar, o la situación a resolver, determinan la cantidad de esfuerzo o los recursos que serán necesarios
para una adecuada ejecución. Así pues, normalmente consumimos
menos recursos cognitivos, necesitamos menos capacidad, para
contar las x que aparecen en una hoja escrita, que para resolver
un problema de estadística. Algunos investigadores han definido
las limitaciones de capacidad como una consecuencia o resultado
de nuestras dificultades para coordinar, o para ejecutar al mismo
tiempo, procesos cognitivos diferentes (Hirst y Kalmar, 1987; Spelke,
et al., 1976). En el ámbito psicopatológico, se ha apelado a este
supuesto para explicar la deficiente actuación de algunos pacientes
en la realización de tareas sencillas, tales como la tarea de detección de señales simples del ejemplo anterior (contar x). Para realizar
esta tarea es preciso prestar atención (consciente) y concentrarse,
lo que implica, entre otras cosas, desatender a otras fuentes de
Esquema cognitivo. Representación mental estereotipada (típica) más o menos estable asociada a ciertas situaciones o actividades.
53
Manual de psicopatología. Volumen 1
estimulación diferentes, que actuarían como distractores; asimismo,
la presencia de ciertos síntomas (p. ej., las dificultades para concentrarse en algo concreto, o para seguir el curso del propio pensamiento), se explicarían aludiendo a la existencia de una limitación
básica en la capacidad disponible para procesar información. Esa
limitación tendría, a su vez, origen en muy diversas fuentes, entre
las cuales caben desde las alteraciones neurológicas hasta la existencia de una especie de «saturación» de la capacidad cognitiva,
relacionada con conflictos emocionales, problemas personales, etc.
2. Procesamiento selectivo
Ligado al hecho de que nuestra mente tiene una capacidad limitada, sabemos que selecciona ciertos estímulos, situaciones, o tareas
y, a la vez, elimina o ignora otras que, de ser tenidas en cuenta, podrían perturbar la correcta realización de las «elegidas», al
entrar en competición unas con otras. Por ejemplo, el tipo y cantidad de información que seleccionamos para resolver un problema
complejo de estadística es diferente al que seleccionamos cuando
estamos manteniendo una conversación intranscendente en una
cafetería. Este estilo de procesamiento se ha rotulado con el término de «atención selectiva», y se han propuesto bastantes modelos
experimentales que proporcionan explicaciones de cómo se produce
la selección. Las razones por las cuales una persona selecciona ciertas informaciones y, al mismo tiempo, no selecciona otras, al menos
de modo consciente, son de muy diversa índole y constituyen una
fuente importante de datos para la psicopatología, como se verá
en los capítulos dedicados a los trastornos afectivos y emocionales
y a las esquizofrenias. Otra cosa diferente, como veremos también
más adelante, es que la ausencia de selección consciente implique
siempre que no se registre información: la existencia de un estilo de
procesamiento no consciente de información, que en muchos casos
actúa paralelamente al procesamiento y/o selección consciente,
indica que nuestra mente es capaz de registrar y elaborar mucha
más información de la que, aparentemente, cabría esperar.
3. Etapas de procesamiento
De lo dicho hasta aquí se deduce que la mente humana es un sistema de capacidad limitada, diseñada para procesar únicamente (o
fundamentalmente) los aspectos más relevantes de la información
que le es accesible. Pero nada se ha dicho de cómo se produce ese
procesamiento. Es decir, hemos hablado de aspectos estructurales
(i. e., la mente como un sistema de capacidad limitada que se ve
«obligada» a seleccionar), pero no de los procesuales (i. e., cómo y
qué se selecciona). Desde el PI se han propuesto distintos modelos
procesuales para explicar los muy diversos tipos de actividad cognitiva. A pesar de sus diferencias, todos comparten algunas características como las que vamos a comentar.
Todos los modelos intentan identificar cuales son los subprocesos más simples en los que se puede descomponer un proceso complejo: por ejemplo, cuáles son los pasos o actividades cognitivas que
se producen para que podamos recordar algún suceso, o para construir la imagen mental de un centauro. El paso siguiente suele consistir en elaborar hipótesis plausibles y verificables acerca de cómo
están organizados esos subprocesos. Y es aquí donde casi siempre
aparecen las mayores diferencias entre los diversos modelos: los más
sencillos postulan que los mencionados subprocesos son en realidad
etapas o fases de procesamiento, independientes entre sí, lineales y secuenciales, es decir, que una vez acabada una, comienza
la siguiente. Según estos modelos, cada una de las etapas recibirá
54
información de la anterior, realizará ciertas transformaciones sobre
ella, y dará lugar a un output, que será recogido por la subsiguiente etapa, que a su vez reobrará sobre la información recogida, y
así sucesivamente. Uno de los atractivos más importantes de estos
modelos es el de que permiten averiguar cuáles son los subprocesos básicos, y cuáles sus invariantes, de los procesos más complejos
que componen o forman la actividad mental. Se supone que, si se
pudieran identificar exhaustivamente todos y cada uno de los subcomponentes de cada proceso, resultaría factible elaborar modelos
más complejos cuya misión sería, en el fondo, la de «montar» o unir
unos elementos con otros, del mismo modo que se construye un circuito eléctrico complejo partiendo de elementos eléctricos simples.
Como explican Williams et al. (1988) a partir de los años setenta, una gran parte de la investigación se dedicó a identificar las
etapas que componen el procesamiento, y que se suponía estaban
por debajo de las operaciones y procesos cognitivos más complejos.
Surgieron así dos tipos de modelos complementarios: los modelos
que postulaban preferentemente una metodología aditiva, y los
que utilizaban otra basada en la sustracción. Más tarde, Sternberg
(1977) incluyó, además de la metodología sustractiva, mediciones
sobre las diferencias individuales que se producen en el tiempo que
cada persona consume para realizar una tarea. Este tipo de modelos
ha recibido multitud de críticas, centradas, sobre todo, en su excesiva simplicidad a la hora de caracterizar al «procesador humano».
Actualmente, los teóricos que siguen investigando sobre los supuestos de las etapas de procesamiento, plantean el sistema cognitivo
como un conjunto de módulos de procesamiento, cada uno de los
cuales está dedicado, sobre todo, a realizar un tipo especial de
transformaciones. Algunos módulos reciben información directamente del entorno, del ambiente, mientras que otros la reciben de otros
módulos. Algunos de ellos son «cognitivamente impenetrables»,
es decir, están de algún modo involucrados con la estructura del
sí-mismo, mientras que otros podrían estar bajo control voluntario
y/o intencional. Además, el modo en que esos módulos se organizan
a la hora de realizar una tarea específica es bastante más complejo
que el que se postulaba en los primeros modelos lineales. De todos
modos, y a pesar de que siguen siendo modelos útiles a la hora de
explorar los diferentes componentes y subprocesos involucrados en
una actividad mental determinada, plantean serias limitaciones a la
hora de explicar la complejidad de la organización mental humana.
En parte, estas limitaciones son las que dieron pie a la aparición de
otro tipo de supuestos como el que vemos a continuación.
4. Procesamiento en paralelo
Es indudable que la mente humana es capaz de realizar varias
tareas a la vez y, además, hacerlas correctamente. En los modelos
anteriores se partía del supuesto de la serialidad, es decir, que la
realización de algo depende de lo que antes se hizo, y no es posible
«saltarse» pasos (algo similar a lo que se postulaba en algunas teorías conductistas sobre el aprendizaje). Este modo de funcionamiento
puede ser cierto para muchas tareas, tales como contar letras, hacer
cálculos matemáticos, e incluso, solucionar un problema. Pero no es
menos cierto que, en muchos otros casos, la solución de un problema,
o el afrontamiento adecuado de una situación, no exige su descomposición en pasos más pequeños, y sobre todo, no exige que todos
y cada uno de los componentes se hayan realizado correctamente
para alcanzar una solución final adecuada. En realidad, la solución se
alcanza de un modo más globalizado, en el sentido de que se analizan
varios aspectos a la vez, o sea, simultáneamente o en paralelo. Esta es
Capítulo 2.
la visión más aceptada actualmente acerca de cómo funciona habitualmente la mente humana, excepto en aquellos casos en los que
la propia naturaleza de la tarea exija un procesamiento secuencial.
En consecuencia, quizá la pregunta importante aquí es: ¿y cómo se
produce ese procesamiento en paralelo? La respuesta implica tener
en cuenta al menos tres características básicas del procesamiento
humano de la información: (a) la presencia de un procesamiento
paralelo contingente; (b) la existencia de jerarquías y estructuras de
control, y (c) la puesta en marcha de procesos y estrategias automáticas versus controladas. Vamos a examinar estos conceptos.
Procesamiento en paralelo. Forma de procesamiento de
la información en la que dos o más actividades se procesan
de forma simultánea.
5. Procesamiento paralelo contingente, modelos bottom-up
y top-down, y el papel de los esquemas en la organización
del conocimiento
Desde una perspectiva de etapas de procesamiento, la eficacia en
la realización de las tareas de las últimas fases depende, como ya
hemos comentado, de que se hayan completado con éxito las tareas
de las fases anteriores. Es decir, que las fases o etapas son contingentes unas con otras. Sin embargo, varios teóricos cuestionaron
que la realización completa de una fase fuera condición necesaria
para que se iniciara otra. Plantearon como posibilidad alternativa la
de que los resultados —el output— de un proceso concreto, de una
etapa, eran continuamente accesibles para los demás (Norman y
Bobrow, 1975; Posner y McLeod, 1982). Si esto fuera así, significaría que una etapa de procesamiento comenzaría antes de que la
anterior hubiera finalizado y, lo que es más importante, utilizando
o teniendo en cuenta el output que, hasta ese momento, hubiera
producido la anterior. Esto implicaría, además, que todas las etapas
serían operativas, estarían funcionando, simultáneamente.
En definitiva, las operaciones que se realizan en diferentes etapas de procesamiento están bajo la influencia cualitativa —y no solo
cuantitativa, como proponían la metodología sustractiva y la de
factores aditivos— de los resultados que se están produciendo en
otras etapas anteriores o previas. Pero, además, esto nos lleva a otra
consideración: puesto que la actividad cognitiva no consiste en una
respuesta simplemente pasiva a un input, parece más oportuno pensar que también se producirá un efecto de retroalimentación entre
las etapas últimas y las primeras. Es decir, que la actividad cognitiva
tiene unas metas que alcanzar, está guiada por esas metas u objetivos y, tanto si el resultado final de todo un proceso es satisfactorio
como si no lo es, podemos suponer que se producirá un retorno
de la información (algo así como: «objetivo conseguido satisfactoriamente» versus «objetivo no conseguido») hacia las primeras
etapas, con lo que en el segundo caso (i. e., fracaso), será necesario
reiniciar el proceso bajo otros parámetros. Dicho con otras palabras:
el feedback procedente de las últimas etapas de procesamiento,
puede modificar a las primeras o, incluso, provocar una reorganización total de las mismas.
Así pues, la mente y el cerebro humanos, funcionan con ciertos
bucles y circuitos, gracias a los cuales la información sigue un flujo
continuo entre todas las etapas y en ambas direcciones: los modelos que intentan desvelar cómo se produce el flujo de información
Conceptos y modelos en psicopatología
desde los niveles inferiores hasta los superiores suelen denominarse
«modelos de abajo-arriba» o «de lo particular a lo general» (bottom-up), mientras que los dedicados a analizar el flujo de información desde los niveles superiores hasta los inferiores reciben el
nombre de «modelos de arriba-abajo» (top-down) (Sanford, 1985).
Un elemento importante relacionado con el funcionamiento de
los modelos top-down es que se ven en cierto modo obligados a
postular la existencia de representaciones mentales de orden superior, sin las cuales sería difícil o imposible entender tales modelos.
Estas representaciones reciben diversos nombres, entre los que destaca el de esquemas, originalmente propuesto por Bartlett (1932) y
que alude a la existencia de representaciones estereotipadas, típicas, de situaciones o actividades. Los esquemas contienen información que, por lo general, es válida para una situación o momento
específicos, pero que es modificable por los nuevos inputs. El proceso de comprensión requiere, inicialmente, identificar cuál es el
módulo más apropiado para alojar la información, probablemente
mediante un análisis inicial del tipo bottom-up. Posteriormente, ese
módulo ejercerá una influencia del tipo top-down puesto que decidirá cómo debe organizarse e interpretarse la información, a fin
de que sea incorporada del modo más eficaz posible. Por lo tanto,
la comprensión e integración final del input está en gran medida
pre-determinada por estructuras de conocimiento ya existentes, y
estas estructuras suplirán la información adicional que permite la
realización de inferencias.
Entre los aspectos más importantes relacionados con el papel de
los esquemas está el siguiente: el modo en que una situación compleja va a ser interpretada y/o recordada depende en gran medida
del abanico de esquemas prototípicos que se encuentren almacenados en la memoria a largo plazo, ya que son esos esquemas los
que facilitarán la incorporación de los detalles. Estas representaciones se adquieren, probablemente, a través del aprendizaje (vicario
o directo). Por lo tanto, es más que probable que existan amplias
diferencias individuales en cuanto a la naturaleza de los esquemas
que se encuentran en la memoria así como en cuanto a su relativa
accesibilidad. Una parte importante de las investigaciones sobre
la organización de los contenidos de memoria en personas deprimidas y en ansiosas muestra la utilidad de estos planteamientos,
especialmente porque parece que la tendencia de estas personas
a interpretar la información de un modo amenazador, en el caso
de los ansiosos, o negativo en el caso de los deprimidos, tendría
que ver con una mayor accesibilidad a los esquemas de amenaza/
tristeza, lo que a su vez intensificaría el estado de ánimo ansioso o
el deprimido (Beck, 1976; Beck, et al., 1986).
Procesamiento en serie. Procesamiento de la información de forma lineal, donde al procesamiento de una etapa
le sigue el procesamiento de otra de forma secuencial.
6. Jerarquías de control
Parece poco realista concebir el cerebro y la mente humanas como
una especie de «colección de sistemas de procesamiento» poco
o nada relacionados entre sí. Por lo que acabamos de comentar,
más bien parece que los distintos tipos de actividad cognitiva están
continuamente interactuando unos con otros. El aprendizaje de
habilidades y destrezas motoras está íntimamente relacionado con
55
Manual de psicopatología. Volumen 1
el procesamiento perceptivo; solucionar un problema requiere casi
siempre la recuperación de datos desde la memoria. Uno de los
recursos teóricos más utilizados para explicar este modo de actuar
de la mente humana es el de apelar a estructuras de control. Esta
hipótesis supone que las actividades cognitivas están organizadas
de un modo jerárquico, y en el vértice de la jerarquía estaría situada la estructura que controlaría todo el proceso de organización. A
su vez, las estructuras situadas inmediatamente debajo controlarían
otras inferiores y así sucesivamente. Es importante no confundir este
planteamiento de niveles con el de etapas que antes mencionamos.
Aquí no se habla de secuencialidad ni de linealidad, sino de control
jerárquico.
Uno de los ejemplos más utilizados para explicar, metafóricamente, este modo de operar del sistema cognitivo es el de la conducción de vehículos. Los procesos y estructuras de nivel superior
son los encargados de determinar el rumbo y el destino al que queremos dirigirnos cuando conducimos un automóvil. Las estructuras
inferiores son las encargadas de ejecutar las maniobras precisas
para lograr el objetivo deseado y cualquier error será, en principio,
detectado por las estructuras inmediatamente superiores y, en última instancia, por la superior a todas ellas. Ahora bien: ¿cuál es esa
estructura superior? Para muchos autores sería la conciencia (p. ej.,
Frith, 1979; Hilgard, 1980; Kihlstrom, 1984; Meichenbaum y Gilmore,
1984; Rozin, 1976), que, de este modo, retornaría a la psicología
después de muchos años de ausencia. En el capítulo dedicado a
los trastornos disociativos se comentan más a fondo estos aspectos.
siguiente: una misma tarea o actividad cognitiva puede realizarse
de un modo cualitativamente distinto por distintas personas, o por
la misma persona en diferentes situaciones. Los datos a favor de
este planteamiento son muy numerosos (para una revisión pueden
consultarse Eysenck y Keane, 1990; Williams et al., 1988) y la consecuencia inmediata de todas estas diferencias inter- e intra-individuales, es la de que el sistema cognitivo es extremadamente flexible, o
mejor, estratégicamente flexible, en el sentido de que es capaz de
adaptarse a las modificaciones ambientales, así como de lograr un
mismo objetivo siguiendo diferentes rutas o empleando mecanismos
distintos (Broadbent, 1984; Dillon, 1985).
En este contexto surge la distinción entre procesos automáticos
o rígidos, y procesos controlados o flexibles (Schneider y Shiffrin,
1977; Shiffrin y Schneider, 1977). Los procesos automáticos implican
secuencias de operaciones mentales, que se activan como respuesta a una configuración especial o concreta de inputs externos o
internos, que no requieren atención o esfuerzo consciente (y, por
lo tanto, no consumen capacidad atencional), que una vez han sido
activados, funcionan de manera independiente de los procesos de
control, que pueden actuar en paralelo unos con otros (y con otros
controlados), y que son posibles gracias a la existencia de un conjunto relativamente permanente de redes y conexiones asociativas,
que, a su vez, pueden ser el resultado de un entrenamiento intensivo
previo o, incluso, estar genéticamente determinadas.
Por su parte, los procesos controlados consisten en secuencias
temporales o momentáneas de operaciones cognitivas que una
persona activa de manera consciente y/o intencional. Consumen
recursos atencionales y, por lo tanto, están limitados por las propias
limitaciones de la capacidad y el esfuerzo atencional. Difícilmente
pueden darse en el mismo momento dos procesos de este tipo, a no
ser que su ejecución sea tan lenta (o sus características tan fáciles)
que permita la actuación en paralelo. Su gran ventaja reside en su
extrema flexibilidad para adaptarse a situaciones nuevas, al contrario de lo que sucede con los procesos automáticos. En la Tabla 2.3
se resumen las diferencias entre estos dos tipos de procesos. La
distinción entre procesos automáticos y controlados está siendo
muy útil para explicar la presencia de ciertos déficits básicos de
la psicopatología de la atención, especialmente en el ámbito de la
psicopatología atencional en las esquizofrenias (p. ej., Frith, 1979,
1981). Por otro lado, actualmente se plantea también la existencia
de déficits de procesamiento automático en los trastornos afectivos
y por ansiedad, que se analizan en los capítulos correspondientes.
Procesamiento jerárquico. Denota la existencia de interacción entre el procesamiento de unas tareas y otras, produciéndose entre ellas diferentes niveles de control jerárquico (el procesamiento de unas actividades depende del
procesamiento de otras de orden jerárquico superior).
7. Procesos automáticos vs. estratégicos o controlados
El planteamiento de que el sistema cognitivo puede ser concebido
como una organización compleja y jerárquica de procedimientos de
control da lugar a la introducción de otra posibilidad alternativa,
aunque no excluyente con respecto a la anterior. Nos referimos a lo
Tabla 2.3. Procesos automáticos versus procesos controlados o estratégicos
AUTOMÁTICOS
• Son rígidos.
• Implican secuencias fijas de operaciones mentales.
• Se activan ante una configuración específica del mundo estimular.
• No requieren atención consciente (no consumen recursos
atencionales).
• Una vez activados, funcionan por sí solos.
• Pueden actuar simultáneamente a otros procesos (en paralelo).
• Se producen gracias a la existencia de redes asociativas ya
establecidas (aprendidas o determinadas genéticamente).
56
CONTROLADOS
•
•
•
•
•
Son flexibles.
Implican secuencias momentáneas de operaciones mentales.
Se activan de forma consciente y/o intencionada.
Requieren (consumen) atención consciente.
Su funcionamiento, una vez puestos en marcha, requiere del control
del individuo.
• No pueden actuar varios a la vez (a no ser que uno de ellos sea
muy sencillo o que su ejecución sea muy lenta).
• No dependen de redes asociativas previas, por lo que facilitan
la adaptación a nuevos ambientes.
Capítulo 2.
8. Del procesamiento de información a la psicología cognitiva
En definitiva, conceptos como los que acabamos de comentar, derivados en su mayor parte de las investigaciones sobre PI, constituyen
una fuente importantísima para la explicación de muchas psicopatologías, tal y como se verá a lo largo de diversos capítulos de este
libro. En la Tabla 2.4 se resumen las principales ideas comentadas
hasta aquí. Es evidente que la actividad humana y las experiencias
subjetivas están mediatizadas por el tipo de información a la que
se tenga acceso, así como por la capacidad para elaborarla y los
modos en que se utiliza. También parece claro que están moduladas por la naturaleza y la eficacia de las diferentes etapas de
procesamiento encargadas de analizar la información, y bajo las
restricciones que imponen los distintos tipos de esquemas que se
encuentran accesibles. Estos esquemas ejercen, a su vez, un control
de arriba-abajo sobre la percepción, la comprensión, la memoria
y el resto de operaciones y procesos cognitivos. La organización
que imponen las estructuras de control, y las metas u objetivos que
se plantean en cada nivel, serán más o menos idiosincrásicas, en
la medida en que algunas de las secuencias de procesamiento se
vuelvan automáticas (Williams, et al., 1988).
Conceptos y modelos en psicopatología
Tabla 2.4. Procesamiento de información: conceptos
básicos
1. La mente y el cerebro humanos tienen una capacidad limitada
para procesar información.
2. Procesar información requiere:
a) Esfuerzo (consume recursos o capacidad).
b) Seleccionar.
c) Secuenciar los pasos a seguir (establecer etapas).
d) Especializarse (distintos módulos, distintas funciones,
distintos modos de procesar).
e) Poder procesar varias cosas a la vez (en paralelo):
procesar algunas de forma «automática» y otras de forma
controlada (secuencialmente).
3. Los procesos y operaciones mentales (cognitivas) están
organizados de forma jerárquica.
4. El sistema cognitivo es extremadamente flexible.
b. Otros desarrollos y aportaciones del modelo
cognitivo a la psicopatología
La importancia de los conceptos que acabamos de comentar es sin
duda crucial en la actual psicología cognitiva. Sin embargo, todos
estos conceptos nos dicen muy poco acerca de qué es lo que se
elabora en la mente humana, es decir, cuáles son en definitiva los
contenidos sobre los que operan todos los procesos comentados. Por
poner un ejemplo: si el PI se interesa por conocer cómo funciona
la atención, la psicopatología se interesa, además, por saber a qué
se atiende y por qué. En psicopatología nos interesa saber no solo
cómo funciona la mente, sino también cuáles son los contenidos
mentales sobre los que trabaja o, dicho de otro modo, en qué trabaja y si se produce alguna relación entre el cómo y el qué. Por
ejemplo, si cuando recordamos algo desagradable nuestra mente
funciona igual (se activan los mismos procesos y operaciones) que
cuando lo que recordamos es agradable.
Como decíamos antes, la psicología cognitiva actual y, consecuentemente, la psicopatología tienen también importantes
raíces en los ámbitos de la psicología social y la psicología de
la personalidad. Así, mientras que el PI se ha ocupado tradicionalmente de estudiar tanto los procesos mentales (i. e., atención,
memoria, etc.) como sus estructuras y operaciones (i. e., esquemas, redes asociativas, reglas de inferencia, etc.), la psicología
social cognitiva se ha ocupado de investigar lo que en un sentido
genérico podríamos denominar «contenidos mentales» (Brewin,
1990), es decir, atribuciones, actitudes, expectativas, creencias,
valores, etc., que pueden ser o no accesibles a la conciencia,
y cómo todo ello modula y da sentido al comportamiento y la
actividad humanas. Por su parte, la psicología de la personalidad,
con su énfasis en el estudio de cuestiones tan centrales como la
identidad personal, la autoconciencia o el sí-mismo, resulta de
especial e ineludible interés para la psicopatología. Como hemos
dicho en ocasiones, se puede dudar de la utilidad científica de
constructos tales como el sí-mismo o la identidad personal; pero
no queda más remedio que reconocer que ciertas psicopatologías, tales como la pérdida de la identidad personal, la difusión
del sí-mismo, o la pérdida de atribución personal, no se podrían
comprender, investigar, ni explicar sin recurrir a los constructos
psicológicos que las sustentan y que no son otros que los mencionados.
En consecuencia, contenidos psicológicos tan diversos como las
atribuciones y explicaciones, las metas y valores, las creencias, las
predicciones, las emociones y los sentimientos, y un largo etcétera
de temas centrales para la psicología social cognitiva y la re-conceptuación cognitiva de la personalidad, son aspectos de la vida
mental cuya investigación resulta obligada para la psicopatología.
A partir de aquí es posible alejarse de la metáfora hombre-computador y dibujar un cuadro del ser humano mucho menos racional y
más realista o cercano a la realidad. Un ser humano que muchas
veces explica, describe, predice, juzga y decide modos de comportamiento mediante reglas de inferencia intuitivas, utilizando
sobre todo modos de razonamiento inductivo, dejándose guiar por
intuiciones a veces nada razonables (o racionales), que no tiene
en cuenta las evidencias en contra, o simplemente no las considera
como evidencias, sometido pues a múltiples sesgos de interpretación
que, inevitablemente, producen errores y disfunciones de comprensión y de explicación. Son muchas las aportaciones que esta «otra»
psicología cognitiva ha hecho a la investigación psicopatológica
actual, la mayoría de las cuales se irán viendo a lo largo del libro.
A modo de resumen, expondremos a continuación los elementos
centrales que, desde el punto de vista conceptual, definen lo que
podría catalogarse como el modelo cognitivo de la psicopatología.
c. Concepto de psicopatología desde el modelo
cognitivo
La influencia que han tenido los planteamientos cognitivos, como los
que acabamos de comentar, sobre la psicopatología ha sido enorme
y ha permitido que los psicólogos-psicopatólogos recuperen un conjunto nuclear de temas, tales como alucinaciones, delirios, conciencia o amnesias, dándoles un tratamiento metodológico diferente del
que hasta entonces se les había dado, que opera desde, y se fundamenta en los supuestos experimentales de la psicología cognitiva
57
Manual de psicopatología. Volumen 1
que le sirve de base. En un primer momento, puede afirmarse, pues,
que el objetivo básico de la psicopatología cognitiva es el análisis
de las estructuras y los procesos de conocimiento que controlan
la aparición de los comportamientos y las experiencias extrañas,
anómalas, y no tanto las conductas anormales en y por sí mismas
(Ibáñez, 1982). Paralelamente a ese objetivo, el énfasis se sitúa en el
concepto de experiencia anómala, que se hace equivalente a los de
disfunción y psicopatología, y no tanto en el de conducta anormal,
en la medida en que este último parece restringirse excesivamente
a un solo ámbito: la conducta.
Como explicamos en otro lugar (Belloch, 1987), esta perspectiva critica las concepciones reflejas, automáticas y predeterminadas que subyacen en otros modelos o perspectivas, tales como el
conductista radical (skinneriano), el biomédico, o el psicodinámico,
sobre la base de argumentos de este tipo (Giora, 1975): el sistema
nervioso central es, fundamentalmente, un sistema que procesa
información, esto es, que la recibe, la selecciona, la transforma, la
almacena y la recupera. Incluso los reflejos incondicionados más
sencillos, como la respuesta de orientación (RO) —una respuesta
inespecífica a un cambio producido en el medio, que se extingue
cuando el cambio que inicialmente la produjo se repite y, por tanto, deja de ser un cambio, algo nuevo— implican cognición. ¿Qué
significa aquí cognición? La respuesta es sencilla: la RO es la consecuencia de una reacción al cambio o a la novedad que conlleva
la activación de procesos complejos de juicio y comparación, no
siempre conscientes, que son los que en última instancia conducen
a una toma de decisión, que finalmente se traducirá en una conducta o modo de comportamiento específico (huida, acercamiento,
exploración, etc.), dependiendo de las características del estímulo, la situación del organismo, la elaboración que este realiza de
aquel, etc.
Por lo que se refiere a postulados como el psicodinámico de
la transmisión de la energía, se argumenta aquí que lo que se
transfiere no es energía, sino más propiamente señales o indicios —o sea, información—, que son los que activan los procesos
de conocimiento (selección, categorización, memoria, etc.). Y son
estos procesos los que, en definitiva, proporcionarán un sentido, un
significado, a la señal. Solo cuando este proceso se ha completado,
se producirá lo que llamamos respuesta o comportamiento observable (Belloch, 1987).
A nivel metodológico, ya hemos dicho que propugna la utilización preferente de las técnicas y modos propios de la psicología
cognitiva (tanto de la experimental como de la social y la personalidad), cuyos hallazgos, teorías, y conclusiones se van a tomar como
punto de partida y como referente último de las anomalías. En este
sentido, la psicopatología se configura como un área de investigación básica cuyo objetivo es estudiar, primero, cómo funcionan los
procesos cognitivos anómalos o, si se prefiere, las anomalías que
se producen en los procesos de conocimiento de las personas. Y,
segundo, cuáles son los contenidos de esos procesos anómalos, qué
información manejan.
Hemos dicho que, desde el modelo cognitivo, la psicopatología
se puede caracterizar como una disciplina de investigación básica y es preciso aclarar qué entendemos por ello: significa que su
objetivo no es, primordialmente, la aplicación inmediata o práctica
de sus resultados (p. ej., diseñar una técnica concreta de terapia, o
elaborar un método específico de evaluación o diagnóstico de tal
o cual trastorno). De ello se ocupan otras áreas o especialidades de
la psicología. Pero es evidente que, al igual que sucede con esas
58
otras disciplinas, la psicopatología se mueve también en el ámbito
de los problemas humanos y, por ello mismo, su principal objetivo
es buscar las mejores respuestas a esos problemas teniendo como
marco de referencia la investigación rigurosa, sistemática, y ética.
La aplicación en la práctica de los modelos y técnicas procedentes
de la investigación debe servir, a su vez, para replantear, ajustar,
modificar y explorar la viabilidad y utilidad de las respuestas iniciales. En suma, cualquier disociación entre investigación y aplicación,
está condenada al fracaso de ambas. Pero cada una de ellas debe,
a la vez, restringir su ámbito de interés y sus expectativas a sus
posibilidades y objetivos en aras de la eficacia y la utilidad.
Para resumir, los principales postulados del modelo cognitivo en
el contexto de la psicopatología son los siguientes (Belloch, 1987):
1.
2.
3.
4.
5.
El objeto de estudio propio de la psicopatología son las experiencias, sentimientos y/o actividades mentales o comportamentales, que resultan: (a) inusuales o anómalas (Reed, 1988), (b)
disfuncionales y dañinas (Wakefield, 1992, 1997), (c) inadaptadas y fuera del control (o la voluntad) personal (Widiger y Trull,
1991; Widiger y Sankis, 2000) y (d) que provocan interferencias
o deterioro en el desarrollo personal, en el comportamiento y en
las relaciones sociales.
Las experiencias, sentimientos y actividades mentales o comportamentales psicopatológicas se conceptúan en términos
dimensionales, lo que implica que: (a) es necesario considerar
en qué grado se presentan en un momento dado y a lo largo del
tiempo (estabilidad), (b) qué variables median en su incremento
y en su atenuación y (c) en qué grado difieren de la normalidad.
Las diferencias entre la normalidad (i. e., salud mental) y la
psicopatología son cuantitativas (de grado). No obstante, las
diferencias de grado conllevan diferencias cualitativas en el
procesamiento de la información y, como es natural, en la forma de experimentar la realidad. Por ejemplo, cuando se dice
que bajo estados de ansiedad se produce un procesamiento
preferente de estímulos amenazantes, se está indicando a la
vez que la persona que se halla en ese estado está experimentando la realidad de un modo cualitativamente distinto a como
lo haría si su estilo de procesamiento fuera diferente (v. gr., no
ansioso). Desde esta perspectiva, las experiencias, sentimientos o actividades anómalas o inusuales no deben considerarse
necesariamente mórbidas (i. e., indicadoras de trastorno mental
o del comportamiento).
El objetivo preferente de la investigación psicopatológica es el
funcionamiento de los procesos de conocimiento anómalos. Los
procesos de conocimiento incluyen no solo los típicamente considerados como procesos cognitivos (i. e., atención, percepción,
pensamiento, memoria), sino también las emociones, motivos,
afectos, y sentimientos, ya que unos y otros forman parte del
«aparato» del conocimiento y, por tanto, inciden por igual en
el cómo experimentamos la realidad.
La investigación de las psicopatologías puede llevarse a cabo
tanto en situaciones naturales como en condiciones artificiales
(i. e, de laboratorio o experimentales). En el segundo caso, es
necesario que se reproduzcan con la máxima fidelidad posible
los contextos en los que se produce de forma natural el fenómeno a estudiar. Se consideran como fuentes de datos útiles
tanto los procedentes de la información subjetiva (por ejemplo,
informes introspectivos, incluyendo cuestionarios estandarizados), como los directamente observables por parte del experi-
Capítulo 2.
mentador (por ejemplo, latencias de respuesta, comportamiento
motor, rendimiento en una tarea, verbalizaciones, etc.), y sus
concomitantes neurológicos. Desde esta perspectiva, interesa
tanto el cómo se elabora la información (forma), como el tipo
de esta (contenido) y las mutuas interacciones entre forma y
contenido.
6. La salud mental se define sobre la base de tres parámetros
interrelacionados e inseparables: (a) habilidad para adaptarse a
los cambios y demandas externas y/o internas; (b) esfuerzos de
auto-actualización, es decir, búsqueda de novedades y cambios
que supongan retos; y (c) sentimientos de autonomía funcional
y capacidad de autodeterminación (Giora, 1975).
Pese a lo expuesto, sería erróneo pensar que existe un planteamiento unitario sobre los postulados que acabamos de enunciar. Entre
otras cosas porque, como antes dijimos, tampoco existen planteamientos unitarios sobre la psicología cognitiva. Esta perspectiva ha ido
ampliando progresivamente sus marcos de referencia hasta tal punto
que bajo el apellido «cognitivo» es posible hoy encontrar modelos y
explicaciones tan diferentes como los derivados de la inteligencia artificial y el PI, los neuropsicológicos, los conductuales-cognitivos, o los
sociales-constructivistas. De lo que se deduce que es realmente difícil,
y puede que hasta equívoco, hablar de la existencia de un modelo cognitivo de la psicopatología (Ibáñez, 1980, 1982). Lo que hasta
ahora tenemos son modelos cognitivos sobre determinados trastornos
o grupos de trastornos (depresión, ansiedad, esquizofrenia), sobre
experiencias anómalas específicas (alucinaciones, delirios) o sobre
anomalías en algunos de los procesos de conocimiento (atención,
percepción, memoria) o en sus contenidos (atribuciones, categorías),
y/o en las estructuras superiores de control (conciencia, sí-mismo).
Esos modelos se basan en datos, obtenidos mediante procedimientos
experimentales y de observación de muy variada naturaleza y validez.
Quizá sea pronto para hablar pues de «un» modelo cognitivo de la
psicopatología. Quizá sea, además, poco útil. Pero probablemente no
lo sea para hablar con razonable seguridad de una psicopatología
cognitiva, tal y como queda patente en muchos capítulos de este
libro.
IV. Modelos y realidad clínica
Como hemos señalado anteriormente, las perspectivas teóricas sobre
la psicopatología son múltiples. Modelos y más modelos han sido la
tónica teórica dominante en psicopatología. Modelos médicos, de
estrés-afrontamiento, humanistas, existenciales, sociales, culturales,
cognitivos, conductuales, etc. Da la impresión de que cada variante
de la psicología se ha permitido el lujo de formular «su propia psicopatología». Esta multiplicad de enfoques en general ha servido
más para crear confusión dentro de la propia psicopatología que
para formar una idea coherente sobre el concepto de esta disciplina. En nuestro análisis hemos pretendido huir de esta tradición
centrándonos únicamente en las tres perspectivas más relevantes en
el momento presente, esto es, la conductual, la cognitiva y la fisiológica (médica). Algunos autores, no obstante, opinan no sin razón
que las psicopatologías son tan complejas que difícilmente pueden
ser explicadas con un solo modelo, sea este cual sea.
Un primer problema que surge ante cualquier planteamiento
teórico es que la realidad clínica no parece ajustarse muy bien a
los modelos que le respaldan. Un claro ejemplo, por no poner otros
Conceptos y modelos en psicopatología
más dramáticos, es lo que ocurre con la aplicación de la terapia de
conducta. Como sabemos, en teoría este tipo de tratamiento debe
basarse en la aplicación de los principios del modelo conductual. Sin
embargo, la realidad es muy diferente; los terapeutas de conducta,
como cualquier otro terapeuta, utilizan todos aquellos elementos que
consideran de utilidad en un momento o caso particular, es decir,
tienden a ajustar la teoría a la práctica clínica en lugar de hacerlo al
revés. Tal vez el enorme distanciamiento entre la teoría y la práctica
se debe a lo que Lazarus (1981) definía como eclecticismo técnico
(citado por Franks, 1991); en línea con lo defendido por Lazarus, si bien
un científico no debe ser un ecléctico, un clínico no debe permitirse
el lujo de no ser ecléctico. Bien es cierto que la terapia de conducta
no procede de un cuerpo homogéneo de doctrina, sino más bien de
múltiples escuelas del pensamiento, de sistemas filosóficos y teóricos
diversos e, incluso, de metodologías contrapuestas (Franks, 1991). No
obstante, esto no justifica la extravagante proliferación de métodos
diferentes, a veces contradictorios, de terapia de conducta que se
practican en la actualidad, muchas veces sin base teórica alguna.
Tal vez por esta razón, algunos autores como Franks (1991) reconocen
cosas como las siguientes:
Parecería que hubiéramos entrado en un dique seco en lo
que a la innovación teórica se refiere, incluso aunque sigan ocurriendo avances tecnológicos. El comienzo de la cuarta década
de la terapia de conducta trae consigo desarrollos alentadores.
En primer lugar se encuentra el progresivo interés en una vuelta
a nuestras bases teóricas y conceptuales. Hasta ahora, quizás
porque los reforzadores del éxito profesional son más potentes
que los que conlleva el progreso del conocimiento, la mayoría
de los terapeutas de conducta se encuentran intelectual y emocionalmente comprometidos con el aspecto profesional» (p. 23).
En la actualidad se habla de orientaciones conductuales (más
o menos radicales) y cognitivas como paradigmas diferenciales.
Muchos autores, no obstante, asumen que todas las técnicas de
terapia de conducta utilizan en mayor o menor medida los fenómenos cognitivos; o, dicho en otros términos, que toda terapia
de conducta es simultáneamente conductual y cognitiva. Muchos
autores que se definen a sí mismos como cognitivistas emplean en
mayor o menor grado procedimientos comportamentales. Vemos,
por tanto, que la realidad con que se aplica la psicopatología, esto
es, la psicología clínica, no se ajusta a un modelo teórico concreto,
diferenciado y más o menos coherente.
Terapia de conducta. Tipo de tratamiento psicológico
que, mediante la aplicación de los principios de la teoría del
aprendizaje, pretende reemplazar la conducta desadaptada
o indeseable por formas adaptativas y modos constructivos
de afrontamiento.
Un primer acercamiento crítico a esta problemática podría
basarse en la necesidad de una aproximación multidisciplinar en lo
que concierne a los problemas psicopatológicos. A este respecto, tal
vez tengan razón autores como Willerman y Cohen (1990) cuando
afirman que cada modelo teórico de la psicopatología en realidad
es un conjunto de enunciados que explican algunos pero no todos
los aspectos de la anormalidad. Usar un solo modelo para explicar
59
Manual de psicopatología. Volumen 1
la psicopatología, dicen estos autores, es como tratar de explicar
un cilindro basándose únicamente en una de las sombras que puede
proyectar. Cuando la luz se envía desde un extremo del cilindro, la
sombra que este proyecta es circular. Cuando la luz se arroja desde
un lado del cilindro, este proyecta una sombra rectangular. Cualquier inferencia sobre la naturaleza del cilindro basada en un tipo
de sombra proyectada es solo parcialmente correcta. Claramente, la
naturaleza cilíndrica del objeto es algo más que su aspecto circular
o rectangular, e incluso más que la suma de los dos. En conclusión,
si damos por válido el símil del cilindro, cabría decir que ningún
modelo particular de psicopatología captura todas las formas de
psicopatología.
Tal vez la necesidad de una aproximación multidisciplinar es
más metodológica que epistemológica. Prácticamente todos los
manuales de psicopatología describen una serie de modelos o perspectivas teóricas más o menos irreconciliables. Cuando se aboga,
cosa que es frecuente, por la necesidad de un enfoque multidisciplinario para abordar los problemas psicopatológicos, no suele quedar
claro qué se pretende con ello, lo cual tiende a incrementar la propia confusión del lector. Puede significar que cualquier modelo de
psicopatología debe incluir variables de análisis menos propias, es
decir, más características de otros modelos. Por ejemplo, el modelo
conductual debe considerar, aparte de estímulos y respuestas, variables cognitivas (p. ej., atención, memoria, imaginación, etc.) y fisiológicas (herencia, actividad neuroendocrina, etc.); esto es, variables
propias del modelo cognitivo y del modelo biomédico, respectivamente. En la actualidad tanto los psicopatólogos conductuales como
los cognitivos emplean frecuentemente y sin sonrojo en investigación
el sistema categorial vigente de clasificación y diagnóstico de la
American Psychiatric Association. Bien es cierto que este sistema
dista mucho de sus primeras ediciones. Pero también lo es que este
sistema es fruto del modelo médico. Esto no plantearía problemas
graves al modelo teórico, ni implicaría consideraciones adicionales aparte de las propiamente metodológicas. Los cognitivistas, por
ejemplo, conceden gran importancia a los factores neurológicos y a
la simulación por ordenador. Los conductistas, salvo algunos sectores, siempre han reconocido y asimilado la relevancia de los factores
fisiológicos (véase, por ejemplo, la historia del aprendizaje pavloviano). El problema surge cuando se trata de hacer una aproximación
multidisciplinaria epistemológica de sistemas teóricos irreconciliables. En este caso, tal vez no sería aceptable afirmar que todos los
modelos son igualmente válidos.
Esta última cuestión, al aplicarla a la psicopatología, presenta
un problema particularmente delicado a la luz del desarrollo científico actual. Desde el punto de vista psicológico, la cuestión se
centra en la aparente incompatibilidad entre los dos principales
modelos de la psicopatología, i. e., el conductual y el cognitivo. Si
bien desde ciertos sectores se aboga por dos paradigmas diferenciales, lo cierto es que, al menos en psicopatología, esto no parece ser
tan claro. A nuestro juicio, tal separación parece reflejar más bien
equipos de trabajo metodológicamente diferentes, en lugar de dos
sistemas científicos diferentes con objeto, explicación, descripción
y predicciones psicopatológicas independientes.
La historia reciente parece decirnos que en estos últimos años
hemos pasado de un extremo al otro; de posiciones E-R más o
menos radicales a enfoques cognitivos (analogía con el computador) más o menos radicales. Un error que se ha estado cometiendo
es que las críticas dirigidas al conductismo radical se han tomado como críticas al modelo conductual como un todo (incluido el
60
conductismo metodológico). Si la «revolución cognitiva» consistiera solo en introducir el uso de las variables intervinientes, tales
como el pensamiento, más que en un cambio de paradigma, en
realidad sería un retorno al conductismo metodológico (si quien
hace el cambio es un psicólogo conductual), un retorno a Tolman
(Matzman, 1987). Como afirma este autor, un psicólogo cognitivista
puede ser conductista o mentalista, todo depende del estatus de
los términos «intencionales»1 dentro de su psicología, que sean
trasladados en términos conductuales o no. En el primer caso se
trata de un conductismo de corte cognitivo; en el segundo caso es
una psicología cognitiva centrada en la conciencia. Lo característico del modelo conductual es explicar la conducta en cuestión;
para ello se vale tanto de eventos observables como de conceptos
teóricos no observables directamente (cogniciones, atención, genética, neurotransmisores, etc.). La revolución de Watson consistió
en trasladar el objeto de la psicología de la mente a la conducta.
La revolución cognitiva hace lo contrario, volver a los contenidos
de la mente como finalidad (p. ej., cómo trabaja la mente). Sin
embargo, un problema referido por Maltzman (1987) es que, mientras que un psicólogo mentalista tiende a inferir procesos mentales
a partir de la conducta del individuo, un psicólogo conductual define tales procesos en términos conductuales (p. ej., conducta propositiva, conducta de expectativa, etc.; lo que interesa es explicar la
conducta definida con estos términos).
Como hemos indicado en el apartado anterior, existe actualmente un importante cuerpo de evidencia científica en psicopatología que en principio podría englobarse en lo que hemos denominado modelo cognitivo. Sin embargo, una de las principales
dificultades con que nos encontramos en el momento presente para
asumir que este modelo de psicopatología tiene un estatus científico claramente diferente del conductual es el gran solapamiento
conceptual que existe entre ambos; en concreto entre los conceptos de cognición y condicionamiento. Asimismo, el socorrido recurso a la etiquetación «conductual-cognitivo» contiene información
redundante (Zinbarg, 1993). Muchas de las teorías psicopatológicas
que se han propuesto como cognitivas son igualmente conductuales, o al menos incluyen conceptos conductuales fundamentales
(p. ej., Bandura, 1969, 1977; Lang, 1985). Existe, igualmente, una
inextricable interrelación entre los procesos conductuales y los
denominados cognitivos. Por ejemplo, la evidencia demuestra que
la exposición, uno de los principales procedimientos empleados en
terapia de conducta (y desde luego el más eficaz para eliminar la
ansiedad), induce cambios conductuales mediados por mecanismos
del procesamiento de la información (Lang, 1985). Otro ejemplo
diferente: tan cierto como que las cogniciones y la evaluación cognitiva afectan al condicionamiento, lo es que el condicionamiento
genera cogniciones que, a su vez, afectan al curso del condicionamiento (Davey, 1987). Los avances recientes en la teoría del con-
1 Asumimos, siguiendo la idea de Brentano (1874-1973), que un concepto mental es intencional, siempre se refiere a un objeto y consiste en
actos (p. ej., «espero el EI»). La presencia de términos intencionales
en una teoría psicológica caracteriza la teoría como cognitiva. Estos términos, no obstante, no suelen ser definidos o explicados; son
empleados de forma que el autor asume que todos conocemos su
significado. Usar los términos intencionales de esta forma es nocivo y
perjudicial para el avance del conocimiento científico, independientemente de su estatus en filosofía (Maltzman, 1987).
Capítulo 2.
dicionamiento, particularmente el condicionamiento pavloviano,
podría aportar una estructura teórica coherente para integrar los
enfoques conductual y cognitivo.
Como venimos resaltando, el condicionamiento pavloviano
(neo-condicionamiento) se entiende actualmente en términos de
procesamiento de la información (Rescorla, 1988; Rescorla y Wagner, 1972; Wagner, 1981; Zinbarg, 1993). Por ejemplo, el modelo
SOP (standard operating procedures) de Wagner (1981) enfatiza los
mecanismos estándar de operación de la memoria a corto plazo, y la representación cognitiva de los estímulos como unidades
de información (EC y EI). Esta idea de que el estímulo conlleva
información que es procesada, está en línea con el desarrollo de
los recientes modelos de condicionamiento definidos en términos E-E en lugar de E-R (p. ej., Rescorla, 1988); una aplicación de
estos modelos en psicopatología es, por ejemplo, el concepto de
«expectativa de ansiedad». Tales reconceptuaciones también han
sido aplicadas al condicionamiento operante (conductas dirigidas
a metas).
A veces se han separado los procesos del condicionamiento
y los cognitivos sobre la base de conceptos como no consciente y
consciente, automático y controlado, involuntario y voluntario, etc.
Sin embargo, este tipo de diferencias no solo han resultado inútiles
en este sentido, sino, sobre todo, irreales (Rapee, 1991). Ni el condicionamiento se limita a lo involuntario, inconsciente y automático,
ni lo cognitivo a lo consciente, controlado y voluntario. Este autor
concluye que los términos cognición y condicionamiento no están
bien definidos y generalmente se refieren a fenómenos altamente
solapados que incluyen tanto los procesos automáticos como los
que implican esfuerzo. Tal vez, como sugiere Rapee, no sea muy productivo ni científicamente válido, establecer tal dicotomía. Por usar
erróneamente tales conceptos, actualmente se está produciendo un
enorme e innecesario debate donde muchas veces se confunden los
procesos con los procedimientos. Sabemos desde hace bastantes
años, por ejemplo, que las fobias pueden adquirirse, aparte de por
condicionamiento directo, por aprendizaje vicario. La adquisición
de una fobia por este procedimiento ¿es condicionada (no requiere
la verbalización) o es cognitiva (no requiere la experiencia directa)? Las señales interoceptivas de miedo en los ataques de pánico ¿son condicionadas o son cognitivas? (ambos aspectos han sido
señalados). Nos gustaría terminar este apartado con las siguientes
palabras de Rapee (pp. 200-201): «Los términos cognitivo y condicionado han sido utilizados durante muchos años con un sentido
eminentemente político. Mientras que las connotaciones políticas
pueden tener un papel en algunas esferas, presumiblemente este
no es el caso en la escena científica. La investigación conductual
(tal como la naturaleza de la formación de asociaciones) tiene
mucho que ofrecer al conocimiento futuro de la psicopatología.
Ciertamente, si abandonamos las inclinaciones políticas respecto al
condicionamiento versus cognición y utilizamos orientaciones (E-E)
más contemporáneas, entonces ciertos fenómenos psicopatológicos
pueden comenzar a ser comprendidos desde la perspectiva del condicionamiento. Es probable que la futura investigación conductual
pueda avanzar nuestro conocimiento sobre la psicopatología una
vez que sea adoptado un marco de referencia menos emocional».
Esperemos (y esto lo decimos nosotros), que en los próximos años
se perfile con mayor precisión el estatus y alcance científico que
corresponde a cada una de estas perspectivas de la psicopatología,
así como también sus legítimas propiedades, incompatibilidades, y
convergencias.
Conceptos y modelos en psicopatología
Aprendizaje vicario. Aprendizaje obtenido por medio de
la imitación de la conducta de otros. También denominado aprendizaje observacional, modelado, o aprendizaje
social.
V. Resumen de aspectos
fundamentales
El primer problema que se plantea en la psicopatología como ciencia es la definición de su propio campo de estudio. En la actualidad,
como ha sucedió en épocas anteriores, siguen coexistiendo diversos
criterios para delimitar lo que se entiende por psicopatológico y,
por tanto, para definir el objeto y el campo de estudio propios de la
disciplina. Entre los principales criterios que se manejan actualmente los más importantes son el estadístico (que postula el concepto
de conducta anormal), los sociales e interpersonales (que hacen
referencia a los determinantes y consensos sociales para delimitar lo
normal y lo patológico), los intrapsíquicos o subjetivos (que aluden
al sufrimiento personal propio o ajeno) y los biológicos (que remiten
al concepto de enfermedad mental). Entre las razones que justifican
tal diversidad de criterios, se encuentran la propia indeterminación
histórico-conceptual de la psicopatología, la relatividad de los
propios criterios (según el momento histórico y el contexto sociocultural) y la propia complejidad de las psicopatologías. Teniendo
en cuenta este último aspecto, lo cierto es que ningún criterio es
suficiente, por sí mismo, para definir el objeto de la psicopatología.
Un aspecto adicional de suma relevancia futura en psicopatología
es la necesidad de considerar no solo lo negativo, i. e., la anormalidad o enfermedad, sino también la faceta positiva, la salud, la cual
no es únicamente ausencia de trastorno, sino también presencia de
bienestar.
Los diversos criterios de anormalidad se han venido plasmando de forma más o menos consistente en modelos generales que
tratan de dar cuenta sobre los diferentes problemas que plantea
la psicopatología. No todos los modelos revisten el mismo grado de
cientificidad, coherencia y poder predictivo y explicativo sobre la
psicopatología. Hemos hecho hincapié en tres de estos modelos por
su particular relevancia actual: el biomédico (biológico), el conductual y el cognitivo.
Los defensores del modelo biológico entienden el comportamiento anormal como una enfermedad producida por el funcionamiento patológico de alguna parte del organismo. Se presupone
que la alteración del cerebro (orgánica o funcional) o, en última
instancia, del SNC es la causa primaria de la enfermedad mental. Los clínicos han distinguido tradicionalmente los trastornos
mentales orgánicos de los trastornos mentales funcionales, que
son patrones de psicopatología sin claros indicios de alteraciones
orgánicas cerebrales. Se ha puesto de relieve la frecuencia con que
ocurren los trastornos mentales entre parientes biológicos. Desde
este modelo se plantea que si un determinado trastorno ocurre con
una relativa frecuencia en una familia en relación a la población
general, quizás sea porque alguno de los miembros de esa familia
ha heredado una predisposición genética a padecerlo.
No obstante, el modelo biológico adolece de diversos problemas y limitaciones. En su ambición explicativa más extrema, parece
61
Manual de psicopatología. Volumen 1
hipotetizar que toda la conducta humana se explique en términos
biológicos y, por tanto, sea tratada con técnicas biológicas. Este
reduccionismo puede limitar más que potenciar nuestro conocimiento del comportamiento anormal. Aunque es cierto que los procesos
biológicos afectan a nuestros pensamientos y emociones, también
lo es que ellos mismos están influenciados por variables psicológicas
y sociales. Nuestra vida mental es una interacción de factores biológicos y no biológicos (psicológicos, sociales, culturales, ambientales, etc.), por lo que es más relevante explicar esa interacción que
centrarse exclusivamente en las variables biológicas.
Entre los modelos psicológicos más importantes y relevantes
para la psicopatología destaca, en primer lugar, el modelo conductual que surgió a comienzos de la década de los sesenta como
una reacción a las inadecuaciones del modelo médico y a los planteamientos especulativos, subjetivos e intuitivos de la época, como
un intento de aplicar los principios de la psicología experimental al
campo del comportamiento anormal. El modelo conductual se formula de forma prioritaria en relación con los trastornos neuróticos,
y sus principios fundamentales son la objetividad y el aprendizaje
de los trastornos del comportamiento (principios del condicionamiento clásico y operante). Entiende los problemas psicopatológicos
como conductas desadaptativas aprendidas a través de la historia
del individuo (importancia del ambiente). Rechaza el concepto de
enfermedad por considerar que, aunque puede ser apropiado para
las enfermedades físicas, no se ajusta a los problemas de conducta.
El modelo ha sido criticado por ser excesivamente reduccionista
(limitarse a relaciones entre estímulos y respuestas) y ser excesivamente ambientalista. Estas críticas, no obstante, son válidas en
relación con las versiones radicales del modelo (p. ej., orientación
skinneriana), ya que el conductismo metodológico asume diversas
formas de variables subjetivas y no observables directamente (cogniciones, atención, imaginación, imitación, etc.). En particular, los
enfoques modernos, tales como los basados en el neo-condicionamiento pavloviano, permiten un acercamiento más complejo y
realista sobre la conducta anormal ya que entienden el aprendizaje
en términos del procesamiento de la información, y no únicamente
en términos de relaciones de contigüidad entre los estímulos y las
respuestas. Asimismo, las asociaciones según esta forma de aprendizaje son asociaciones del tipo E-E, y no únicamente del tipo E-R. Se
incluyen, por tanto, las variables cognitivas como elementos metodológicos y conceptuales del aprendizaje implicado en el desarrollo
de la conducta anormal.
El modelo conductual cumple los requisitos de una teoría científica. Sus hipótesis han sido probadas experimentalmente, y como
tal el modelo ha servido para explicar y predecir eficazmente la
conducta desadaptada. La aplicación de los principios del modelo conductual, mediante la denominada terapia de conducta, ha
resultado ser superior a otros procedimientos de intervención terapéutica conocidos. En la actualidad, el modelo evoluciona hacia una
mayor consideración de los componentes cognitivos relacionados
con la psicopatología (modelo cognitivo-conductual).
El segundo gran modelo psicológico de interés para la psicopatología, cuyos desarrollos y aportaciones para la disciplina se han
producido en épocas más recientes que las de los dos anteriores, es
el modelo cognitivo. La perspectiva cognitiva de la psicopatología
se basa en el desarrollo de la propia psicología cognitiva, basada
a su vez en los desarrollos del procesamiento de información, las
62
neurociencias, pero también en las aportaciones de otras disciplinas
psicológicas como la social, la experimental, o la personalidad. En
consecuencia, sus fuentes son más heterogéneas que las de la psicología conductual. Por lo tanto, deben tenerse en cuenta al menos los
siguientes antecedentes recientes de la psicología cognitiva: (1) Teoría del procesamiento de la información; desde esta línea ha influido
de forma decisiva el desarrollo de las ciencias de la computación
y, a su vez, la simulación del procesamiento de la información del
cerebro humano a partir de su analogía con el funcionamiento del
ordenador (se trata de estudiar los fenómenos mentales a partir de
procedimientos externos de simulación). (2) psicología social cognitiva, con aportaciones esenciales como las de expectativa, atribución, valores, creencias, etc. (3) Psicología de la personalidad: con
aportaciones como la teoría de los constructos personales de Kelly.
Todas estas fuentes, cada una a su modo, han influido y están influyendo de forma fundamental en la psicopatología cognitiva. Así,
mientras que la teoría del procesamiento de la información se ha
aplicado más a los procesos y estructuras mentales, la influencia
de la psicología social ha sido en general más patente sobre los
contenidos mentales.
La psicología cognitiva ha delimitado algunos conceptos básicos relacionados principalmente con el procesamiento de la información. La consideración teórica de muchos de estos principios, así
como su operativización experimental, han resultado ser de enorme
interés en la investigación de los problemas psicopatológicos. Así
por ejemplo, es precisa y útil la delimitación del procesamiento
automático en contraposición a controlado o estratégico, o la separación entre procesamiento secuencial y procesamiento en paralelo,
amén de la consideración de otros conceptos como las jerarquías de
control o las contingencias en el procesamiento.
La psicopatología cognitiva, o perspectiva cognitiva de la psicopatología, al igual que la propia psicología cognitiva, se caracteriza
por una multiplicidad de contenidos y opciones, que hace difícil su
consideración como un paradigma o modelo unitario. No obstante,
el enfoque cognitivo de la psicopatología maneja ciertos conceptos
que lo identifican. Su objeto de estudio no se centra únicamente en el comportamiento observable, sino también en los procesos
y estrategias (manifiestos y encubiertos) que las personas utilizan
para comportarse del modo en que lo hacen, así como en sus emociones y experiencias subjetivas.
A partir del análisis de los diferentes modelos de la psicopatología se podría concluir la importancia que reviste un acercamiento
metodológico multidisciplinar. Cada uno de los tres modelos (biológico, conductual y cognitivo) tiende a enfatizar un aspecto de la
problemática psicopatológica (mecanismos fisiológicos, conducta
y procesos mentales, respectivamente). A veces se ha sugerido la
necesidad de contemplar las aportaciones de los diferentes enfoques teóricos, en lugar de encerrarse en una sola orientación, en
orden a poder abordar las distintas facetas que implica la psicopatología. Por otra parte, se ha indicado también la posibilidad de que
ciertos modelos sean más apropiados para determinados trastornos; por ejemplo, el modelo conductual para la conducta neurótica,
el modelo cognitivo para los fenómenos mentales (alucinaciones,
obsesiones, etc.) y el biológico para los trastornos neuropsicológicos (demencias, esquizofrenia, etc.). El futuro decidirá, no obstante,
sobre la validez y utilidad de estas u otras formas de eclecticismo,
así como de su coherencia epistemológica.
Capítulo 2.
Conceptos y modelos en psicopatología
Términos clave
Aprendizaje vicario 61
Criterio social 39
Procesamiento en serie 55
Condicionamiento clásico 49
Criterio subjetivo 41
Procesamiento jerárquico 56
Condicionamiento operante 53
Enfermedad mental 47
Signo 47
Conductual 43
Esquema cognitivo 53
Síndrome 47
Criterio de anormalidad 36
Estímulo condicionado (EC) 52
Síntoma 47
Criterio biológico 41
Estímulo incondicionado (EI) 52
Terapia de conducta 59
Criterio estadístico 39
Procesamiento en paralelo 55
Variables encubiertas 51
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Capítulo 2.
Conceptos y modelos en psicopatología
Autoevaluación
1.
¿Cuál de los principios que se enumeran es característico
de la psicopatología basada en modelos de condicionamiento?
a) El origen de las psicopatologías radica en conflictos que
permanecen en el inconsciente.
b) Las conductas anormales se producen como consecuencia
del aprendizaje de, y la exposición a, estímulos y situaciones específicas.
c) La investigación de procesos internos, incluyendo la experiencia subjetiva, es clave para entender las psicopatologías.
d) La familia y/o el grupo social de referencia son los principales productores de psicopatologías.
2. ¿Cuál de los criterios que se enumeran es más necesario
para entender y abordar las psicopatologías?
a) El biológico.
b) El estadístico.
c) El interpersonal o social.
d) Todos los anteriores de forma conjunta.
3. Indique cuál de los principios que se enumeran es característico de la psicopatología de orientación cognitiva:
a) El origen de las psicopatologías radica en conflictos que
permanecen en el inconsciente.
b) Las conductas anormales se producen como consecuencia
de estímulos específicos.
c) La investigación de procesos internos, incluyendo la experiencia subjetiva, es clave para entender las psicopatologías.
d) La familia y/o el grupo social de referencia son los principales productores de psicopatologías.
4. «Psicopatológico es todo comportamiento o experiencia
mental que se desvía de la normalidad». Esta afirmación
se corresponde bien con el criterio:
a) Médico o biológico.
b) Psicodinámico.
c) Conductual.
d) Estadístico.
5. En Psicopatología, el énfasis en el estudio de los procesos y funciones mentales anómalos es característico del
modelo:
a) Biomédico.
b) Conductual.
c) Psicodinámico.
d) Cognitivo.
6. Cuando un paciente afirma que ha perdido el apetito, está
haciendo referencia a:
a) Un signo.
b) Un síntoma.
c) Una experiencia subjetiva.
d) Un estresor.
7. Observamos que un paciente ha perdido peso desde la
última vez que lo vimos, hace un mes. Cuando indagamos
sobre ello nos dice que no está haciendo dieta alguna. La
pérdida de peso en este caso es:
a) Un signo.
b) Un síntoma.
c) Una experiencia subjetiva.
d) Un estresor.
8. La egodistonía con respecto a un síntoma o un trastorno
hace referencia a:
a) El malestar inter-subjetivo que provocan los síntomas.
b) La interferencia que provocan los síntomas en la vida cotidiana.
c) Un estado de disonancia o conflicto entre la autoimagen y
lo que representa el síntoma para el individuo.
d) Una escasa o nula consciencia del problema que puede
representar el síntoma o el trastorno.
9. Una «variable encubierta» es:
a) Una variable mediacional, no observable directamente.
b) Una variable mediacional que se manifiesta y, por tanto,
se observa directamente cuando el individuo interactúa
con otras personas o realiza una tarea experimental controlada.
c) Un estado del organismo que solo es cuantificable a través
de la introspección.
a) Una variable que no es cuantificable.
10. En las personas, los procesos de condicionamiento se circunscriben o limitan a:
a) Los aspectos más involuntarios y automáticos del comportamiento.
b) Los contenidos conscientes y controlados del procesamiento.
c) Los elementos voluntarios, aunque no conscientes, del
comportamiento.
d) Ninguna de las respuestas anteriores describe correctamente los procesos de condicionamiento.
67
CAPÍTULO 3
CLASIFICACIÓN Y DIAGNÓSTICO
EN PSICOPATOLOGÍA
Paloma Chorot, Rosa M. Valiente y Bonifacio Sandín
I. Introducción: delimitaciones conceptuales 69
II.
elevancia de la clasificación y diagnóstico
R
en psicopatología 71
III. Modelos de clasificación 72
IV. Hitos en la clasificación de la conducta anormal 73
V. Enfoques de clasificación categorial:
sistemas DSM y CIE 76
A. Primeros intentos de clasificación de la conducta
anormal 76
B.DSM-III: revolución en la clasificación de
los trastornos mentales 77
C.DSM-IV y CIE-10: refinamiento del enfoque
basado en síntomas 78
D.El DSM-5: hacia un nuevo paradigma 78
E. LA CIE-11: ¿acercamiento al DSM-5? 82
VI.Enfoques de clasificación dimensional:
HiTOP y RDoC 84
A.Enfoques psicológicos dimensionales: el HiTOP 84
B.Un enfoque dimensional desde el modelo médico:
los RDoC 86
VII. El transdiagnóstico: un nuevo enfoque desde
la psicología 89
VIII. Resumen de aspectos fundamentales y tendencias
futuras 92
TÉRMINOS CLAVE 93
LECTURAS RECOMENDADAS 93
REFERENCIAS 94
AUTOEVALUACIÓN 96
I. Introducción: delimitaciones
conceptuales
Un sistema de clasificación de la conducta anormal basado en criterios empíricos es algo absolutamente necesario para el progreso
de la psicopatología, la psiquiatría y en general la psicología clínica, entendidas estas como disciplinas científicas (Sandín, 2013).
La clasificación es un procedimiento dirigido a construir grupos o
categorías homogéneas, mediante la asignación de «entidades»
(trastornos, personas, etc.) a tales categorías en base a sus relaciones o a los atributos compartidos; el proceso de clasificación
se basa en organizar de forma sistemática las entidades en función de sus semejanzas y diferencias (Millon, 1987; Schmidt et al.,
2004). El producto de este procedimiento consiste en un conjunto
no arbitrario de categorías denominado sistema de clasificación. En
el contexto clínico cuando las entidades comprenden patrones de
atributos clínicos (p. ej., un síndrome), o bien pacientes que mani-
fiestan dichos patrones, la identificación se denomina diagnóstico.
La clasificación, por tanto, concierne a la formación de clases o
entidades; determinar, por ejemplo, si algo es un trastorno mental
o si un trastorno mental puede ser dividido en subcategorías, tales
como los distintos tipos de trastornos de ansiedad, constituye un
acto de clasificación.
Un aspecto relacionado con los conceptos de clasificación y
diagnóstico es la asignación de diagnósticos. Por ejemplo, referido
a un individuo concreto, un diagnóstico psicopatológico (o diagnóstico psiquiátrico) consiste en situar correctamente al individuo
en un sistema de diagnóstico (o sistema de clasificación). Este proceso de asignación de diagnósticos a individuos se conoce como
«identificación». En este capítulo nos referiremos a los procesos de
clasificación y diagnóstico de los trastornos como aspecto central
69
Manual de psicopatología. Volumen 1
de la psicopatología, y no tanto a los procesos de identificación de
los diagnósticos, aspecto este último más propio de las disciplinas
aplicadas de la psicología clínica.
El concepto de nosología hace referencia a la clasificación de
las enfermedades. Aunque se ha producido mucho debate en torno a la posibilidad de conceptualizar los trastornos mentales como
enfermedades (i. e., como «enfermedades mentales»), en el ámbito
de la psiquiatría las distintas condiciones psiquiátricas suelen ser
consideradas como enfermedades mentales. Por tanto, si se asume este supuesto de la psiquiatría, los conceptos de clasificación y
nosología podrían utilizarse de forma equivalente.
La taxonomía es una forma particular de clasificación, y se refiere a la ordenación de las entidades en «categorías naturales» en
base a sus características similares. Dicho término hace referencia al
ordenamiento de entidades de interés científico o clínico en categorías «naturales» sobre la base de las características clave que ellos
comparten. Incluye estudiar la lógica, los principios y los métodos
de construcción de sistemas categóricos, así como también los procedimientos y reglas mediante los cuales se llevan a cabo las identificaciones y la adscripción a las diferentes categorías. El término de
taxonomía suele aplicarse a los sistemas científicos de clasificación,
habiéndose utilizado tanto para referirse al proceso de clasificación como, de forma más genérica, al estudio de la clasificación.
Algunos autores han subrayado la distinción entre taxonomía y
clasificación sobre la base de que las categorías formadas sean o
no entidades naturales, respectivamente (Schmidt et al., 2004). Este
es un aspecto fundamental que es necesario considerar en relación con las clasificaciones psicopatológicas. En esencia consiste
en asumir que la clasificación de los trastornos mentales sea algo
arbitrario o bien que sea un reflejo de algo natural que subyace a
las entidades. Por ejemplo, podemos clasificar a las personas en
altas y bajas según que su estatura sea superior o inferior a 170 cm.
Esta clasificación sería arbitraria ya que no partimos (de hecho lo
desconocemos) de que «alto» y «bajo» reflejen de forma precisa categorías reales que ocurren en la naturaleza. Los sistemas de
diagnóstico psiquiátrico (p. ej., el sistema DSM) suelen asumir que
las entidades diagnósticas reflejan categorías naturales, y por tanto
no consisten en categorías arbitrarias.
Nosología. Se refiere a la clasificación de las enfermedades y asume el conocimiento etiológico de las mismas.
Cuando se aplica a los trastornos mentales, se entiende
que estos son enfermedades médicas (i. e., causados orgánicamente).
Taxonomía. Es una forma de clasificación consistente en
ordenar las entidades en categorías en base a sus características naturales. Implica el estudio de la lógica, los principios
y los métodos de construcción de sistemas categóricos, y la
aplicación de las reglas pertinentes.
Más recientemente ha adquirido especial relevancia en el ámbito de la clasificación y diagnóstico de los trastornos mentales el
concepto de taxón (véase Schmidt et al., 2004; Waller y Meehl,
1998). El término de taxón generalmente se utiliza para referirse a
las categorías que son naturales (no a las categorías arbitrarias).
Waller y Meehl (1998) diferenciaron dos significados comunes de
70
este término: (a) Un significado que se refiere a términos familiares
que se utilizan en el ámbito científico, tales como «especies», «síndrome», «enfermedad», «tipo», «categoría», y «clase latente»;
en todos estos casos el término se refiere a clases no arbitrarias, es
decir, a tipos naturales. (b) Una segunda acepción hace referencia
al origen causal del tipo natural o clase no arbitraria; algunas disputas en la taxonomía de plantas y animales se han abordado a partir
del origen filético del árbol evolutivo. Por ejemplo, aplicado a la
psicopatología, se ha sugerido que el trastorno de identidad disociativo es un verdadero taxón, es decir, es un «tipo» de condición
mental con una etiología específica que consiste en haber sufrido
abuso sexual durante la infancia.
Los taxones pueden ser descritos en términos de conjuntos de
objetos, como las especies biológicas (perros, lagartijas, etc.) o
como las enfermedades orgánicas (enfermedad arterial coronaria,
viruela, etc.). Representan, por tanto, elementos significativos de
la naturaleza que pueden ser discriminados; son algo que existen
con independencia de que seamos capaces o no de identificarlos.
Cuando se trata de una categoría arbitraria no sería un taxón sino
algo dimensional. Por ejemplo, el afecto negativo o neuroticismo
es un rasgo dimensional de la personalidad. Por tanto, el hecho de
clasificar a alguien como «neurótico» o «no neurótico» es algo
arbitrario ya que no existe una categoría «real» (natural) subyacente al neuroticismo. Dicho en otros términos, no se trata de que
una persona sea neurótica o no neurótica, sino de que una persona
pueda tener un mayor o menor nivel de neuroticismo a lo largo
de este rasgo (es decir, puede ser más o menos neurótica). En psicopatología resulta de gran interés poder determinar cuándo los
fenómenos psicopatológicos son de naturaleza taxónica (i. e., categorial) y cuándo son de naturaleza dimensional (i. e., no taxónica o
arbitraria), lo cual puede llevarse a cabo a través de la taxometría 1.
Existen diversos tipos de métodos para llevar a cabo la clasificación psicopatológica. Los dos principales enfoques son el categorial
y el dimensional. El enfoque categorial es el método dominante en
la psiquiatría, y las clasificaciones de la conducta anormal se han
realizado básicamente desde la psiquiatría. Este enfoque se basa en
la presencia de signos y síntomas, los cuales caracterizan la enfermedad mental. Esta se define a partir de sus características esenciales (signos y/o síntomas) que se toman como referencia para establecer el diagnóstico. Implica un proceso dicotómico, pues se tiene
o no la enfermedad (según se reúnan o no los criterios). Por tanto, se
asume implícita o explícitamente que se clasifican taxones (categorías naturales). En contraste, el enfoque dimensional asume que no
existen dicotomías o tipos de conductas a clasificar cualitativamente diferentes. Las conductas se entienden como dimensiones o con-
1 La taxometría es un enfoque metodológico que posibilita poder
identificar la naturaleza de las entidades diagnósticas, pudiendo
diferenciar la existencia de taxones (clases naturales) de los fenómenos continuos (dimensiones, rasgos latentes, factores). Dicho en
otros términos, la metodología taxométrica nos permite diferenciar
empíricamente las variables categóricas de las variables dimensionales. Como tal es mucho más que un conjunto de procedimientos
estadísticos, pues se trata de un enfoque complejo para la investigación de estructuras de la realidad objetiva. Desde el punto de
vista metodológico, cualquier procedimiento de análisis que pueda
identificar taxones puede ser considerado como taxométrico. Para
obtener información detallada sobre los procedimientos de análisis
taxométricos, véase Schmidt et al. (2004) y Waller y Meehl (1998).
Capítulo 3.
tinuos que reflejan desviaciones cuantitativas respecto a los niveles
considerados normales. Por ejemplo, una puntuación patológica en
ansiedad indica únicamente una manifestación elevada de este síntoma de acuerdo con la curva de distribución normal en la población. Cualquier punto de corte que se establezca al respecto (algo
muy común en psicología) es por definición un proceso arbitrario.
Categoría. El término «categoría» se identifica con términos como especie, clase, tipo y síndrome. Implica que las
entidades que forman la categoría son homogéneas entre sí
y que la categoría posee unos límites claros. Se aplica ordinariamente a categorías naturales (no a las categorías arbitrarias), y coinciden con el término de «taxón» (la especie
de gatos, por ejemplo, es una categoría natural). Implica un
proceso dicotómico (i. e., se pertenece o no a la categoría).
Taxón. Un taxón es una categoría natural (no arbitraria).
Categorías como perros, gatos, delfines, etc., son ejemplos
de taxones.
En los sistemas de clasificación categorial pueden aplicarse
métodos monotéticos y politéticos. El enfoque monotético, o enfoque categorial clásico, requiere que deben cumplirse todos los criterios de la categoría para que un individuo pueda ser diagnosticado en ella. Por ejemplo, el trastorno de la Tourette es definido por
cuatro criterios (DSM-5) que deben cumplirse en su totalidad: (1)
presencia de tics motores múltiples; (2) persistencia durante más de
un año desde la aparición del primer tic; (3) comienzo antes de los
18 años, y (4) no deberse a los efectos fisiológicos de una sustancia
o una condición médica. El resultado de este enfoque es que no
mucha gente reúne los criterios para un trastorno dado, y que estas
personas parecerán muy similares.
El enfoque politético se basa en conjuntos de características y
variantes para definir los criterios, de tal forma que únicamente se
requiere que se cumplan algunas para ser incluido en la categoría.
Por tanto, sistema politético puede definir la categoría del trastorno sobre la base de un subconjunto de síntomas perteneciente
a un conjunto más amplio de síntomas y posibilidades. Por ejemplo, el DSM-5 especifica que para el tercer criterio del trastorno
de ansiedad generalizada deben cumplirse al menos tres síntomas
entre un conjunto de seis síntomas. Por tanto, pueden darse grandes
variaciones entre unos y otros individuos con el mismo diagnóstico.
Los sistemas de diagnóstico categorial actuales suelen aplicar un
enfoque mixto, integrando los enfoques nomotético y categorial.
II. Relevancia de la clasificación
y el diagnóstico en
psicopatología
Uno de los aspectos más relevantes del nivel descriptivo de la psicopatología está asociado al fenómeno de la clasificación y el
diagnóstico. Sin embargo, la psicología de las décadas de los años
cincuenta y sesenta se significó por una actitud general antidiagnóstica. De hecho, no pocos psicólogos y psiquiatras influidos bien
por el psicoanálisis o bien por la corriente antipsiquiátrica, adopta-
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
ron una actitud negativa frente a la tarea diagnóstica, considerando inadecuada la función de etiquetar a los sujetos en base a los
principios de los sistemas de clasificación. De hecho, en la primera
versión del Diagnostic and statistical manual of mental disorders
(DSM-I; APA, 1952) se llevó a cabo una agrupación muy simplista de
los trastornos mentales, estableciéndose únicamente tres grandes
grupos de trastornos, incluyendo las psicosis orgánicas (p. ej., reacciones esquizofrénicas), las neurosis psicógenas (p. ej., ansiedad y
depresión), y los trastornos del carácter (trastornos de la personalidad y adicciones). Cabe subrayar que tanto el DSM-I (APA, 1952)
como el DSM-II (APA, 1968) carecían de una descripción de criterios
formales y únicamente proporcionaron descripciones globales de los
trastornos mentales. Basándonos en ambos manuales, era prácticamente imposible determinar la fiabilidad de los diagnósticos, lo cual
no planteaba ningún inconveniente a los psiquiatras de la época
(generalmente de orientación psicoanalítica), ya que no consideraban tan relevante la delimitación de los síntomas como la dinámica
de los conflictos subyacentes que generalmente no se expresaban de
forma directa. De hecho, la mayoría de los psiquiatras de corte psicoanalítico apenas utilizaban el DSM-II con fines diagnósticos.
Desde el ámbito de la psicología, la noción del diagnóstico
psiquiátrico también fue rechazada por autores que defendían
una aproximación conductual de los trastornos psicológicos. Por
ejemplo, en esta línea Mischel (1968) denunció que los sistemas de
diagnóstico psiquiátrico en curso, particularmente el DSM-I y el
DSM-II, adolecían de serias dificultades metodológicas en cuanto a su validez y fiabilidad. Así mismo, la orientación conductual
inicial se oponía al diagnóstico psiquiátrico básicamente porque
este se basaba en el modelo médico de enfermedad y asumía la
existencia de causas subyacentes a las categorías sindrómicas. Una
aplicación relevante del enfoque conductual fue el desarrollo del
análisis funcional de la conducta, el cual enfatizó la falta de utilidad
del diagnóstico psiquiátrico al evidenciar ciertas carencias, como
no aportar información sobre el sujeto individual, no permitir llevar
a cabo un análisis operativo de la conducta problema, y no prestar
atención a los elementos funcionales de dicha conducta (situaciones
antecedentes y consecuentes).
Una consecuencia razonable que podría derivarse de las múltiples críticas a los sistemas de clasificación tradicionales (de corte
médico) sería el rechazo al uso de los mismos, tanto en el ámbito
clínico como de investigación. Sin embargo, como señalaron Carson et al. (1988), cualquier ciencia necesita disponer de un sistema
comprensivo de clasificación, ya que los sistemas de clasificación
constituyen un elemento necesario para la descripción de la psicopatología. Dado que los sistemas de clasificación ayudan a ordenar
y organizar los conocimientos de una disciplina, aplicándolos a la
psicopatología cabría afirmar que favorecen la construcción de un
marco de referencia conceptual sistemático para esta disciplina.
Se ha señalado que la clasificación y diagnóstico cumplen
numerosas funciones relacionadas tanto con la teoría como con
la práctica de la disciplina de que se trate. En lo que concierne
a la psicopatología, algunos autores (Blashfield, 1984; Millon et al.,
2011; Sandín, 2013; Santed y Olmedo, 2003; Schmidt et al., 2004;
Vázquez et al., 2017) han enfatizado diversas ventajas que puede
proporcionar la clasificación de la conducta anormal, entre las cuales podrían citarse las siguientes:
1.
Facilitar la comunicación entre profesionales, posibilitando el
uso de un lenguaje común entre los investigadores y los terapeu-
71
Manual de psicopatología. Volumen 1
2.
3.
4.
5.
6.
tas para describir la psicopatología, facilitando la replicación
de trabajos de investigación, las acciones interdisciplinares, la
homologación de los tratamientos, los estudios epidemiológicos,
y el análisis de la efectividad de las terapias basadas en la evidencia. Un sistema de clasificación representa el desarrollo de
un lenguaje común que permite una comunicación consistente y
progresiva entre los clínicos e investigadores.
Los sistemas de clasificación facilitan la recuperación de la
información. Posibilitan que la información fragmentada sea
recuperada más fácilmente por la memoria. La sintomatología
de los pacientes puede ser recordada con más facilidad desde
el contexto sistemático y organizado que proporcionan los sistemas de clasificación y diagnóstico, haciendo que los diagnósticos sean más ágiles y fáciles de recordar por los clínicos. Esta es
una de las características responsables del éxito de los sistemas
categoriales.
Una de las funciones más relevantes de la clasificación es que
contribuye de forma relevante en la construcción de la teoría,
siendo en cierto modo la base de dicha teoría. Algunos autores han sugerido que la teoría y la clasificación se encuentran
inextricablemente unidas (Schmidt et al., 2004). De acuerdo con
estos autores, la validación de un constructo asume que la clasificación es un fenómeno central e indispensable en la teoría;
la clasificación de un trastorno forma una representación del
constructo teórico necesario para establecer la base con la que
se elabora y prueba la teoría. Por ejemplo, el DSM proporciona un medio para interpretar y operativizar las ideas teóricas
abstractas en definiciones más concretas (generalmente comportamientos). Una integración fundamental entre la teoría y la
clasificación puede apreciarse en el enfoque transdiagnóstico
(véase el epígrafe VI).
Una implicación importante de la relación entre la clasificación
y la teoría es que los sistemas de clasificación definen e impulsan la investigación. Una prueba de esto es el enorme impulso
que generó el DSM-III promoviendo y estimulando la investigación de los diferentes trastornos mentales (muchos descritos por
primera vez en este manual), tanto en el ámbito psiquiátrico
como en el psicológico.
Algunas ventajas específicas de la clasificación incluyen:
(a) acumular información y documentación sobre cada categoría clínica; (b) permitir hacer predicciones desde una perspectiva longitudinal; (c) clarificar la etiología de los trastornos, pues
la posibilidad de seleccionar grupos de individuos homogéneos
con el mismo trastorno posibilita incrementar la eficacia de la
investigación sobre los factores etiopatogénicos.
Entre las ventajas de la clasificación aplicadas al campo de la
psicología clínica podrían mencionarse las siguientes: (a) poder
realizar un diagnóstico más preciso, válido y fiable; (b) determinar el tratamiento más adecuado aplicable a cada categoría
clínica; (c) predecir el curso clínico del paciente y la respuesta
al tratamiento; (d) determinar el estatus legal del paciente en
base a su funcionamiento y competencia; (e) proporcionar información fiable para la elaboración de la historia clínica y, en su
caso, de los informes preceptivos.
Algunos autores (p. ej., Mezzich, 1984) han señalado que un
aspecto importante a considerar es que los sistemas de clasificación
y diagnóstico maximizan sus ventajas cuando integran los aspectos
categoriales y los dimensionales. Como ha indicado este autor, un
72
ejemplo de ello fue la inclusión del sistema multiaxial a partir del
DSM-III. Mediante este sistema podían establecerse las categorías
de los trastornos (primeros tres ejes) y la descripción de las características psicosociales y funcionales del paciente (dos últimos ejes),
pudiendo llevarse a cabo, por tanto, un diagnóstico dual (categórico
y dimensional). Una integración más reciente de ambos enfoques
se ha plasmado en la psicopatología a través del nuevo enfoque
conocido como transdiagnóstico (Belloch, 2012; Sandín et al., 2012).
Transdiagnóstico. Enfoque consistente en formalizar la
psicopatología desde un conjunto de procesos cognitivos y
conductuales etiopatogénicos causales y/o de mantenimiento, los cuales constituyen la base sobre la que se pueden
organizar los trastornos mentales en grupos o espectros.
III. Modelos de clasificación
Clásicamente se ha venido señalando (p. ej., Skinner, 1981; Blashfield, 1984) que el desarrollo de los enfoques de clasificación podría
configurarse a partir de cinco modelos estructurales básicos que
corresponden específicamente a: (1) modelos jerárquicos; (2) modelos categoriales; (3) modelos dimensionales; (4) modelos circumplejos, y (5) modelos híbridos. Estos tipos diferentes de modelos no son
necesariamente excluyentes entre sí. Por ejemplo, existe una clara
relación entre los modelos categoriales y los jerárquicos, por una
parte, y entre los modelos dimensionales y circumplejos, por otra; de
hecho, los modelos circumplejos no son otra cosa que una variante
de los modelos dimensionales clásicos (Belloch y Baños, 1986). Como
indican estas autoras, el modelo circumplejo parte del supuesto
según el cual una determinada dimensión adopta una ordenación
circular, constituyendo la mitad del círculo la parte opuesta de la
otra mitad. A su vez, el modelo híbrido representa una combinación de los modelos categorial y dimensional, siendo descrito por
Degerman (1972; citado por Blashfield, 1984) como un «radex». Una
ilustración de este modelo podría entenderse al combinar un tipo
específico de trastorno (enfoque categorial) con su correspondiente
nivel de gravedad (componente dimensional).
Un sistema categorial agrupa los trastornos mentales en diversos tipos o categorías en base a una serie de criterios como rasgos
definitorios. A nivel teórico, emplear un sistema de tipo categorial
exige el cumplimiento de una serie de requisitos a destacar: (1) la
existencia de límites claros entre las distintas categorías; (2) las
diferentes categorías son mutuamente excluyentes, y (3) debe darse
la homogeneidad entre los miembros de una categoría. Ahora bien,
desde la psicopatología es difícil apoyar dichos supuestos, fundamentalmente como consecuencia de la presencia de altas tasas de
comorbilidad entre diferentes trastornos (Lilienfeld et al., 2013), tal
y como se ha puesto de manifiesto a través de los estudios epidemiológicos a gran escala donde se comprueba que la coexistencia
de dos o más categorías diagnósticas del DSM en la misma persona
es la regla y no la excepción (Kessler et al., 2012), o la evidencia
de heterogeneidad dentro de un mismo trastorno en términos de
gravedad y sintomatología (First y Tasman, 2004; citado por García-Soriano, 2016), por lo que ambos fenómenos podrían reflejar
ciertas limitaciones del modelo categorial. Según esta última autora, la dificultad de emplear sistemas de clasificación categoriales
Capítulo 3.
se hace patente en el caso de la ansiedad y la depresión, donde
es complejo determinar dónde está el umbral para decidir si un
paciente manifiesta o no el trastorno.
En contraposición, un sistema dimensional clasifica los casos
clínicos basándose en la cuantificación de atributos más que en la
asignación de categorías. Se centra, por tanto, en el grado en el que
se puede clasificar a un individuo en función de la gravedad con la
que se presentan determinadas dimensiones y, por tanto, proporciona una descripción de fenómenos que se distribuyen de forma
continua y que no poseen límites definidos, lo cual resulta más congruente con el enfoque de la psicopatología, al menos desde una
perspectiva psicológica (Belloch, 1987). A pesar de que mayoritariamente los enfoques categoriales han dominado y dominan los principales sistemas de clasificación (Sandín et al., 2012), se ha planteado
que la distinción entre los sistemas categoriales (cualitativos) y los
dimensionales (cuantitativos) a la hora de elaborar las clasificaciones psicopatológicas no tienen por qué ser excluyentes, de tal modo
que se puede utilizar un sistema o el otro, o bien un modelo híbrido
dependiendo de la alteración que se desee estudiar. Tanto algunos
aspectos del DSM-5 como el enfoque multiaxial del DSM-III [Ejes I y
II como representativos de tipos específicos de trastornos (enfoque
categorial) y el Eje V como escala de evaluación de la gravedad del
trastorno (enfoque dimensional)] podrían corresponder a ejemplos
de modelo híbrido tal y como expondremos más adelante.
Desde la psicología conductual se han sugerido algunas opciones
de clasificación como alternativas a los sistemas de diagnóstico clásicos, ofreciendo criterios de conducta operativos. En este contexto
se presentó hace ya algunas décadas el sistema psicológico de clasificación Psychological Response Classification System (PRCS), elaborado por Adams et al. (1977). En él se clasifican las conductas, no los
individuos, en base a seis sistemas de respuesta (motor, perceptivo,
biológico, cognitivo, emocional y social) definidos operativamente
a través de categorías de respuesta. En cierto sentido, este sistema
de clasificación supuso un avance con respecto a las clasificaciones
psiquiátricas al uso existentes hasta ese momento ya que: (1) clasifica
conductas, no individuos; (2) las conductas están definidas operativamente, y (3) está basado en datos objetivos más que en inferencias
(Chorot, 1990). Este sistema, a pesar de su potencial interés, ha tenido
escasa aceptación en el campo de la psicopatología, tal vez debido
al enorme impacto que supuso el DSM-III (APA, 1980).
En el reverso de los modelos dimensionales se sitúan los modelos
categoriales, típicos de la tradición clínico-médica. En este marco
se ubican los principales sistemas de clasificación oficiales en la
actualidad (CIE y DSM), a pesar de que en la construcción de las
últimas versiones del DSM se pueden encontrar matices dimensionales, referentes al peso de las investigaciones psicométricas en su
elaboración, a la inclusión de un sistema de diagnóstico multiaxial,
a la irrupción de los espectros clínicamente relevantes (p. ej., en la
clasificación del autismo y la esquizofrenia), así como a la inclusión
de medidas de síntomas transversales y de gravedad, cuya valoración es dimensional.
CIE. Clasificación Internacional de las Enfermedades. Es el
sistema de clasificación y diagnóstico de las enfermedades
oficial de la Organización Mundial de la Salud. A partir de la
publicación en 1948 de su sexta edición (CIE-6), incluye un
capítulo dedicado a la clasificación de los trastornos mentales.
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
DSM. Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders. Es el sistema de clasificación y diagnóstico oficial de
la American Psychiatric Association. En 1952 se publica la
primera edición de este manual (DSM-I); la última edición se
publicó en 2013 (DSM-5). Desde la publicación de la tercera
edición (DSM-III) en 1980 se ha convertido en el manual de
referencia a nivel mundial.
IV. Hitos en la clasificación
de la conducta anormal
La historia de la clasificación de la conducta anormal es relativamente nueva y su desarrollo es aún limitado. Básicamente ha estado
siempre liderada desde la psiquiatría y desde el modelo médico
categorial, aunque actualmente se está produciendo un interés
renovado hacia enfoque dimensional. En la Tabla 3.1 hacemos una
breve presentación sobre algunas de las principales contribuciones
al desarrollo de la clasificación en psicopatología. Las contribuciones de Pinel, Cullen, Kraepelin, OMS, y DSM-III fueron previamente
señaladas por García-Soriano (2016).
Los antecedentes de las clasificaciones psiquiátricas actuales
habría que buscarlos fundamentalmente en Alemania (Kalhbaum,
Kraepelin, etc.). El primer autor representa la vertiente clínica y es
un antecesor directo de Kraepelin. Este último encarna un proceso
de evolución hacia un modelo en el que se distingue entre alteraciones constitucionales y adquiridas, y en el que particularmente se
sientan las bases de los grandes síndromes psicóticos funcionales,
base de los que se manejan actualmente. Además, Kraepelin define
las alteraciones en términos de complejos sintomáticos en lugar de
enfermedades. Así mismo, también parece constatarse que, hasta el
momento actual sigue imperando un enfoque de clasificación categorial, que asume un modelo médico (actualmente representado
por el DSM-5). Se evidencia, no obstante, la incursión de modelos
dimensionales desde el ámbito de la psicología, como el propuesto
inicialmente por Eysenck basado en las dimensiones de la personalidad. También se aprecia en la tabla cómo en los principios de la
psicopatología, la enfermedad mental se basaba en la existencia
de alteraciones orgánicas, y que hasta Kraepelin, e incluso posteriormente, se ha dado relevancia al estudio de las psicosis frente a
las neurosis.
Síndrome. Conjunto de signos y síntomas que configuran
un cuadro clínico.
Sin embargo, a partir de la teoría de Freud sobre las neurosis
parece que el panorama cambia en cierta forma. Este autor conceptualiza definitivamente las neurosis como trastornos de origen
no orgánico (psicológico) en contra de los supuestos originales de
Cullen, y establece dos grandes tipos de neurosis (psiconeurosis)
según que la ansiedad fuera experimentada o inferida. En el primer
tipo (ansiedad sentida) incluyó las neurosis fóbicas y las neurosis
de ansiedad, y en el segundo tipo (ansiedad inferida) las neurosis
obsesivo-compulsivas y la histeria. Una diferencia fundamental entre
73
Manual de psicopatología. Volumen 1
Tabla 3.1. Principales hitos en el desarrollo de la clasificación de la conducta anormal
AUTOR
CONTRIBUCIÓN
Philippe Pinel
(1745-1826)
En 1789 publica su libro Nosographie philosophique, donde lleva a cabo una clasificación de las
enfermedades mentales.
William Cullen
(1710-1790)
Clasifica los trastornos mentales usando un enfoque basado en los sistemas biológicos utilizados para
clasificar a las plantas y animales.
Karl L. Kahlbaum
(1828-1899)
Incorporó a la nosología la evaluación del curso de la enfermedad.
Henry Maudsley
(1835-1918)
Sugirió clasificar los trastornos mentales sobre la base de síntomas identificables.
Emil Kraepelin
(1856-1926)
En 1883 publica el Compendio de psiquiatría, en el cual clasifica los trastornos mentales como complejos
sintomáticos, no como enfermedades.
Diferencia las entidades nosológicas asociadas a la demencia precoz (hebefrenia, catatonía, y demencia
paranoide) de la psicosis maníaco-depresiva (trastorno afectivo).
En su obra introduce ciertos conceptos dimensionales comunes a las psicosis (demencia precoz), al referirse
a trastornos del pensamiento, la atención, las emociones, y el negativismo.
Sigmund Freud
(1856-1939)
Clasifica los trastornos mentales en neurosis, psicosis y perversiones.
Organización Mundial
de la Salud (OMS)
(1948)
Publica la sexta edición de la Clasificación internacional de las enfermedades, traumatismos y causas
de defunción (CIE-6), incluyendo un capítulo dedicado a la clasificación de los trastornos mentales.
American Psychiatric
Association (APA)
(1952)
Publica la primera edición del DSM (Diagnostic and statistical manual of mental disorders). Incluye tres
grandes grupos de trastornos (psicosis orgánicas, neurosis psicógenas, y trastornos del carácter).
Hans Eysenck
(1916-1997)
Delimita las dimensiones de neuroticismo, extraversión y psicoticismo, y clasifica los trastornos mentales
sobre la base de dichas dimensiones.
American Psychiatric
Association
(1980)
Con la publicación de la tercera edición del DSM (DSM-III) se produce la primera gran revolución en la
clasificación de los trastornos mentales.
Lee A. Clark y David Watson
(1991)
Publican el modelo tripartito sobre el afecto, la ansiedad y la depresión.
Christopher G. Fairburn, Zafra
Cooper y Roz Shafran
(2003)
Establecen la primera clasificación transdiagnóstica de los trastornos mentales (aplicada a los trastornos
alimentarios).
American Psychiatric
Association
(2013)
Publica el primer enfoque híbrido para la clasificación de los trastornos mentales (aplicado a los trastornos
de la personalidad).
Consorcio HiTOP (Roman
Kotov et al., 2017)
Primera clasificación dimensional de la psicopatología, como alternativa a las nosologías categóricas
tradicionales.
Clasifica las neurosis en neurosis experimentadas (neurosis fóbicas y neurosis de ansiedad) y neurosis
inferidas (neurosis obsesivo-compulsiva e histeria).
Incluye (a) criterios específicos para el diagnóstico de los trastornos mentales (basados en elementos
externos de validación), y (b) el sistema multiaxial.
Integra parcialmente aspectos del enfoque dimensional en estructuras de base categorial.
Nota: HiTOP = Hierarchical Taxonomy of Psychopathology.
74
Capítulo 3.
la descripción de las neurosis que hacen Eysenck y Freud (ambos
comparten modelos dimensionales), aparte de las notables diferencias en cuanto a los supuestos etiológicos, se refiere a que mientras
que el primero entiende las neurosis y las psicosis según dimensiones independientes (asociadas a las dimensiones de personalidad, neuroticismo y psicoticismo respectivamente), Freud considera
que las categorías de neurosis y psicosis se sitúan sobre una única
dimensión de «funcionamiento del yo». Este último autor separa
las neurosis de las psicosis en base a que las psicosis poseen mayor
grado de regresión del yo que las neurosis, y estas mayor que la
normalidad (i. e., las personas no clínicas). La influencia de la clasificación de Freud desde un modelo psicoanalítico, durante el último
tramo del siglo xIx y principios del xx, ha marcado las clasificaciones contemporáneas en la psicopatología. Con pequeños retoques,
esta clasificación es seguida por algunos autores recientes (p. ej.,
Rosenhan y Seligman, 1984) que categorizan, de forma similar a los
postulados de Freud, las fobias, pánico, ansiedad generalizada y
trastorno de estrés postraumático (TEPT) en el grupo de la ansiedad
observada, y la histeria (trastornos somatomorfos) y la disociación
(trastornos disociativos) en el grupo de la ansiedad inferida. Se asume, por tanto, que estos trastornos poseen como elemento central
común la ansiedad, si bien esta puede entenderse de dos formas
diferentes (observada vs. no observada).
Dimensión. Una dimensión psicológica es un continuo a
lo largo del cual pueden distribuirse las puntuaciones. Por
ejemplo, el neuroticismo es un continuo, pues un individuo
puede puntuar más o menos en el mismo. La clasificación
de un individuo como «neurótico» o «no neurótico» es algo
arbitrario, ya que no existe una categoría real (natural) de
neurótico.
Finalmente, en la tabla subrayamos nuevos intentos de clasificar la conducta anormal desde los avances de la propia psicología,
entre los que incluyen las aportaciones del modelo tripartito sobre
el afecto positivo, la ansiedad y la depresión (Clark y Watson, 1991),
la emergencia de los nuevos sistemas de clasificación transdiagnósticos (Fairburn et al., 2003), y la reciente propuesta de clasificación
dimensional de la conducta anormal llevada a cabo por el Consorcio
HiTOP (Hierarchical Taxonomy of Psychopathology; Kotov et al., 2017).
Un tema de gran controversia en la historia de la clasificación
de la conducta anormal concierne a la disputa en la preponderancia
entre los enfoques categorial y dimensional, y su aplicación en el
diagnóstico. El primero es un enfoque práctico, intuitivo, y fácil de
aplicar. El enfoque dimensional es más complejo, más laborioso y
menos familiar. Sin embargo, ambos poseen ventajas e inconvenientes y ambos son necesarios. Aunque históricamente se han presentado como dos alternativas irreconciliables, debiendo optar por uno u
otro en función de la orientación teórica (desde la psicología se ha
presentado siempre como más apropiado el enfoque dimensional),
lo cierto es que ambos enfoques parecen necesarios (véase Sandín
et al., 2012). Por otra parte, no tiene mucho sentido actualmente
plantear el tema como una cuestión de mera elección, optando por
uno u otro enfoque en función de las preferencias teóricas pues,
como indicamos atrás, disponemos de una herramienta metodológica (la taxometría) que posibilita conocer la naturaleza de los
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
trastornos; es decir, nos permite saber si un trastorno es categorial,
dimensional o mixto.
Taxometría. Enfoque metodológico dirigido a identificar
la naturaleza de las entidades objeto de clasificación (o
entidades diagnósticas). Permite detectar la existencia de
taxones (clases naturales), y diferenciarlo de los fenómenos
continuos (dimensiones).
Algunos estudios han puesto de relieve de forma consistente
la naturaleza taxónica de algunos dominios psicopatológicos, entre
los que se incluyen la esquizotipia, la disociación, el consumo de
sustancias (alcohol y nicotina), el autismo, el juego patológico, el
riesgo de suicidio, la paidofilia y la psicopatía (Haslam et al., 2012,
2020; Schmidt et al., 2004; Waller y Meehl, 1998). La esquizotipia
se solapa con síntomas de la esquizofrenia y del trastorno de personalidad esquizotípico, y se caracteriza por el «deslizamiento cognitivo» (percepciones inusuales, creencias mágicas; se ha asociado a
pérdida de asociaciones y pensamiento tangencial) y la anhedonia
(no disfrutar de las interacciones sociales, etc.); se han constatado
ambos taxones, i. e., de deslizamiento cognitivo y de anhedonia,
asociados a la esquizotipia. También se ha demostrado un taxón
de la disociación, aspecto nuclear de los trastornos disociativos,
especialmente del trastorno de identidad disociativo (la disociación
implica una falta de integración de las funciones de la conciencia, la
memoria, la identidad, o de la percepción del medio). La evidencia
sobre la naturaleza taxónica de la psicopatía es menos consistente, aunque existen datos que la avalan (la psicopatía se relaciona
estrechamente con el trastorno de personalidad antisocial, el cual
se asocia a la conducta criminal). Más recientemente se ha sugerido
que otros trastornos como el autismo, la paidofilia, el juego patológico, y el riesgo de suicidio parecen tener también una naturaleza
taxónica (i. e., categorial, no arbitraria) (Haslam et al., 2020).
Respecto a otros trastornos (trastornos alimentarios, depresión,
trastornos de ansiedad, trastornos de la personalidad, etc.) existe
evidencia preliminar sobre su naturaleza no taxónica (i. e., dimensional). Por ejemplo, aunque es posible que existan taxones relacionados con subtipos específicos de depresión (p. ej., la depresión
melancólica), no se ha demostrado que exista un taxón general de
depresión, siendo esta más bien de naturaleza dimensional (p. ej.,
Liu, 2016). Tampoco parece que el trastorno de ansiedad generalizada, el trastorno de estrés postraumático u otros trastornos de
ansiedad sean de naturaleza taxónica (Haslam et al., 2012, 2020).
No obstante, un aspecto relevante sugerido por algunos autores
(p. ej., Schmidt et al., 2004) consiste en que un trastorno general
puede ser de naturaleza dimensional, pero ciertas facetas o subtipos
pueden ser taxones (p. ej., ciertos subtipos del trastorno depresivo
mayor como la depresión melancólica, o un taxón de vulnerabilidad cognitiva al trastorno de pánico —similar a la sensibilidad a
la ansiedad)—. Parece claro, por tanto, que las diferentes variantes
psicopatológicas pueden ser de naturaleza taxónica, dimensional o
de ambas. Los sistemas de clasificación y diagnóstico deberían contemplar e integrar dichas condiciones. Resulta cuanto menos chocante que los psicólogos clínicos defiendan a toda costa el modelo
dimensional obviando esta evidencia. Y lo que es más llamativo,
muchos de los psicólogos que defienden el enfoque dimensional no
se ruborizan aplicando indiscriminadamente puntos de corte sobre
75
Manual de psicopatología. Volumen 1
los resultados de escalas dimensionales, con objeto de establecer
categorías diagnósticas sobre constructos no taxónicos.
V. Enfoques de clasificación
categorial: sistemas
DSM y CIE
A partir del siglo xx, el influjo del psicoanálisis en la psiquiatría y la
psicología clínica fomentó una atmósfera de rechazo hacia la actividad clasificatoria. Desde esta perspectiva, el diagnóstico tradicional
no resultaba esencial para la práctica terapéutica; ocurriendo además que diversos síntomas pueden deberse a la misma causa, y un
mismo tipo de síntoma puede estar producido por causas múltiples.
Por otro lado, los psicólogos con tendencias conductuales criticaban el diagnóstico tradicional por su escasa consideración de la
variación individual y por hacer énfasis en el concepto de «enfermedad». A su vez, los psicólogos con tendencias humanistas mostraban
cierto rechazo al diagnóstico por su carácter «deshumanizador»,
por los efectos sociales negativos de la «etiquetación social» y por
su escaso valor en el desarrollo del tratamiento. Por otra parte, este
panorama estaba también en cierto modo justificado por la escasa
fiabilidad que mostraban los sistemas diagnósticos existentes en la
época. Sin embargo, en las últimas décadas, la actividad clasificatoria en psicopatología ha tenido un franco crecimiento. Entre los factores que han potenciado este renovado interés por la clasificación
cabe destacar el desarrollo de nuevos procedimientos terapéuticos
de terapia cognitivo-conductual diseñados para trastornos específicos, así como también de los tratamientos psicofarmacológicos, al
igual que el desarrollo y utilización de nuevos instrumentos psicométricos para la evaluación de síntomas, conductas y características
de personalidad.
Los sistemas de clasificación imperantes son los establecidos
por la American Psychiatric Association (APA) y la Organización
Mundial de la Salud (OMS). El primero corresponde a las diversas
versiones del DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental
Disorders), y el segundo a las respectivas versiones de la CIE (Clasificación Internacional de las Enfermedades). En general se trata
de dos sistemas paralelos con categorías diagnósticas equiparables
(existe una correspondencia entre los códigos de diagnóstico de la
CIE y las categorías del DSM). De este modo, existe una gran compatibilidad y equivalencia entre los diagnósticos de ambos sistemas.
No obstante, hasta el momento actual las principales pautas en la
clasificación de los trastornos mentales han estado marcadas por
la psiquiatría norteamericana a través del sistema DSM, especialmente desde la publicación del DSM-III.
A. Primeros intentos de clasificación
de la conducta anormal
En 1934, en colaboración con la New York Academy of Medicine,
la American Psychiatric Association (APA) desarrolló una nomenclatura conocida como Standard Classified Nomenclature of Disease,
creada principalmente para pacientes crónicos internos, la cual no
resultó útil para el elevado número de veteranos que, al final de
la Segunda Guerra Mundial, necesitaban ayuda psicológica al no
estar representados en dicha clasificación los trastornos agudos,
los trastornos psicofisiológicos o los trastornos de la personalidad
76
(Widiger et al., 1991). Durante la Segunda Guerra Mundial, el 10 % de
las exclusiones del ejército de Estados Unidos se debieron a causas
psicopatológicas y, por entonces, no se disponía de un sistema de
clasificación consensuado.
En 1948, se dio un importante paso cuando la OMS, en su sexta
edición de la CIE (la CIE-6), dedicó por primera vez un capítulo a
la clasificación de los trastornos psiquiátricos (Capítulo V), como
parte de la clasificación de las enfermedades, con el objetivo de
proporcionar criterios consensuados que permitieran establecer
índices de morbilidad y mortalidad comparables internacionalmente. Las enfermedades mentales se organizaron en tres grupos de
trastornos: (1) psicosis, (2) trastornos psiconeuróticos, y (3) trastornos
del carácter, del comportamiento y de la inteligencia. Aunque este
capítulo fue mejorando con las sucesivas ediciones de la CIE, hasta
su novena edición (CIE-9; WHO, 1979) las clasificaciones eran poco
descriptivas y nada operativas, ya que se limitaban básicamente a
meros listados de trastornos, glosarios y rótulos. La CIE-9 (WHO,
1979) mantiene en el Capítulo V (Trastornos mentales, del comportamiento y del desarrollo neurológico) los tres grupos generales de
clasificación de las enfermedades mentales presentes en la versión
previa [i. e., (a) psicosis, (b) trastornos neuróticos, trastornos de la
personalidad y otros trastornos mentales no psicóticos, y (c) retraso
mental].
La APA publicó en 1952 el primer manual de diagnóstico de los
trastornos mentales (DSM-I), muy influido por la doctrina de Meyer
(1866-1959). Este autor rechazó el reduccionismo biológico de Griesinger y Kraepelin y se inclinó por identificar los trastornos mentales
como patrones de reacciones psicobiológicas de la personalidad,
y no como enfermedades, lo cual le sitúa en una posición próxima
al psicoanálisis desde el momento en que este acentúa el carácter
individual de los problemas mentales y su determinación por factores situacionales o por estresores psicológicos, sociales o físicos.
La influencia de Freud en el DSM-I fue particularmente importante,
poniéndose de manifiesto a través del uso frecuente de conceptos psicoanalíticos como «mecanismos de defensa», «neurosis» o
«conflicto neurótico». No obstante, en el manual predominó la idea
de Meyer de que los trastornos mentales son reacciones de la personalidad a los factores sociales, y se organizaron los trastornos en tres
grupos generales, que fueron denominados como psicosis orgánicas,
neurosis psicógenas, y trastornos del carácter.
La segunda edición del DSM-II (APA, 1968) fue homologada con
el CIE-8, elevando a diez los grupos de trastornos. El DSM-II abandona el concepto de «reacción» y su orientación gravita en gran
medida sobre el concepto de neurosis, asumiendo en este sentido la
idea psicoanalítica de que las neurosis son defensas contra la ansiedad; al asumir este concepto, el DSM-II acepta también el supuesto
de que en todos estos trastornos existe un mecanismo subyacente
supuestamente patológico (ya que se entendía que este mecanismo
estaba directamente relacionado con la ansiedad, y básicamente se
asume que todas las neurosis son trastornos de ansiedad).
Estas dos primeras ediciones del DSM carecían de una descripción de criterios formales que sirvieran para determinar los límites
de cada trastorno, incluyendo la ausencia de (a) una definición de
los síntomas y síndromes, (b) una lista de los síntomas requeridos
para efectuar el diagnóstico y (c) unos criterios objetivos para evaluar los síntomas. Estos manuales únicamente proporcionaban descripciones globales de los trastornos mentales, tal y como se ha
hecho en la CIE, por lo que era prácticamente imposible determinar
la fiabilidad de los diagnósticos. Algunos estudios sobre la fiabilidad
Capítulo 3.
de estas versiones del DSM realizados entre los años 1950 y 1970
indicaron que esta era inferior a 0,50 (Spitzer y Wilson, 1975). De
hecho, la mayoría de los psiquiatras, generalmente de corte psicoanalítico, apenas utilizaban estos sistemas con fines diagnósticos, ya
que no necesitaban hacer diagnósticos por no ser relevantes en su
enfoque clínico; para ellos no era tan relevante la delimitación de
los síntomas que pudieran configurar un diagnóstico cuanto la dinámica de los conflictos subyacentes que generalmente no se expresaban de forma directa.
B. DSM-III: revolución en la clasificación
de los trastornos mentales
De acuerdo con Sandín (2013), la publicación del DSM-III en 1980
por la APA supuso la primera gran revolución en la clasificación de
los trastornos mentales. Como señalaron Mayes y Horoitz (2005),
«En 1980, de un solo golpe, el sistema de diagnóstico basado en el
DSM-III transformó radicalmente la naturaleza de la enfermedad
mental». En poco tiempo, la psiquiatría se deshizo de un paradigma
intelectual y adoptó un sistema de clasificación totalmente nuevo. El
DSM-III importó un modelo de diagnóstico de la medicina donde el
diagnóstico es «la piedra angular de la práctica médica y la investigación clínica». La psiquiatría se reorganizó a sí misma pasando
de una disciplina donde el diagnóstico desempeñaba un papel marginal a otra en la que se convertía en la base de la especialidad.
El DSM-III enfatizó las categorías de enfermedad en lugar de los
límites imprecisos entre la conducta normal y anormal, dicotomías
en lugar de dimensiones, y síntomas manifiestos en lugar de mecanismos etiológicos subyacentes» (p. 250, citado por Sandín, 2013).
El efecto revolucionario producido por el DSM-III se ha explicado por el uso de un nuevo paradigma (categorial) basado en síntomas para definir los trastornos mentales. Este nuevo paradigma
no se basó en un nuevo conocimiento científico ya que, aunque
incrementó el número de trastornos, no incrementó el número de
conductas tratadas en psiquiatría. Tampoco supuso un incremento
de la medicalización, pues la psiquiatría ya se había encargado de
hacerlo mucho antes. Otras explicaciones que se han sugerido son el
triunfo de la ciencia sobre la ideología, y la capacidad del DSM-III
para clasificar un elevado número de problemas médicos y legitimar
a la psiquiatría como profesión que debe tratar tales problemas. El
DSM-III significó el triunfo de Kraepelin sobre Freud (Sandín, 2013),
es decir, un cambio de un paradigma psicosocial (dimensional) a
un paradigma basado en los síntomas (categorial). Robert Spitzer,
máximo responsable de este manual, aplicó el enfoque de Kraepelin, según el cual debían especificarse de forma rigurosa y bien
definida los criterios para el diagnóstico de cada trastorno mental.
Esta orientación, basada en el innovador trabajo de Robins y Guze
(1970) sobre criterios externos de validación diagnóstica, ya había
sido utilizada con éxito a través de los Feighner criteria (Feighner et
al., 1972) y los Research Diagnostic Criteria (Spitzer et al., 1975). Este
nuevo modelo de clasificación de los trastornos mentales fue aprobado por las principales instituciones sanitarias norteamericanas, y
se utilizó para la construcción del DSM-III.
Una innovación importante del DSM-III fue la introducción del
sistema de diagnóstico multiaxial. Mediante cinco ejes, el sistema
multiaxial puede mejorar la claridad conceptual en la descripción
de los casos y facilitar la organización de la información clínica, permitiendo elaborar un plan comprensivo más útil para el manejo de
cada caso. Los tres primeros ejes se refieren a los síndromes clínicos
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
(Eje I), los trastornos de personalidad y trastornos específicos del
desarrollo (Eje II), y los trastornos somáticos o físicos (Eje III). Los
ejes cuarto y quinto, introducidos en parte con fines de investigación, determinan la gravedad de los estresores psicológicos (Eje IV)
y el nivel de funcionamiento adaptativo del sujeto (Eje V). Con la
utilización del enfoque multiaxial, el DSM-III refleja que se pueden
integrar las aproximaciones categorial y dimensional en un mismo
sistema clasificatorio. De esta forma, mientras los Ejes I, II y III son
de naturaleza categorial, los Ejes IV y V forman una escala dimensional donde se valora cuantitativamente el papel de los estresores
psicosociales y el funcionamiento adaptativo. La decisión de incluir
estos últimos ejes supone una concepción más adecuada y global
de los trastornos mentales, además de dotar a la clasificación de un
enfoque más bio-psico-social.
El notable incremento del número de trastornos que se produjo
en el DSM-III con respecto al DSM-II se ha interpretado como evidencia de la superior capacidad del DSM-III para definir y clasificar
un elevado número de problemas psicológicos. La descripción precisa de muchos «nuevos» trastornos mentales supuso dar un nuevo
impulso a nuevos desarrollos de investigación y tratamiento en la
psicopatología y la psicología clínica. No pocos trastornos fueron
descritos y/o establecidos por primera vez en este manual, incluyendo trastornos tan relevantes actualmente como el trastorno de
estrés postraumático, el trastorno de pánico, el autismo infantil, el
trastorno de déficit de atención/hiperactividad, el trastorno de personalidad múltiple, la fuga y la amnesia psicógenas, el trastorno de
ansiedad de separación, y la fobia social. Sin duda cabría afirmar
que hay un antes y un después del DSM-III en la clasificación categorial de los trastornos mentales.
Trastorno mental. Síndrome caracterizado por una
perturbación clínicamente significativa en la cognición, la
regulación emocional, o la conducta del individuo que refleja una disfunción en los procesos psicológicos, biológicos
o del desarrollo que subyacen al funcionamiento mental
(DSM-5).
El éxito del DSM-III no se debe únicamente al cambio revolucionario que produjo sobre la psiquiatría en sí misma, sino también por
las características del manual y sus repercusiones sobre otros campos afines a la psiquiatría. Una propiedad importante del DSM-III
es su carácter ateórico (neutral en cuanto a posibles causas o teorías etiológicas), lo cual ha facilitado su utilización por los clínicos
de cualquier orientación y formación (p. ej., médica o psicológica).
Este manual ha sido utilizado con frecuencia en contextos clínicos
y de investigación (especialmente por psiquiatras y psicólogos), en
medicina y psicología forense, en tribunales de justicia, en las compañías de seguros, y en general en organizaciones e instituciones
relacionadas con la salud. Aunque en su concepción y desarrollo
subyace el modelo biomédico, la precisión y estandarización de los
criterios diagnósticos referidos a los diferentes trastornos mentales
enriqueció enormemente las descripciones de la psicopatología clínica, fomentando, así mismo, la creación de nuevos instrumentos
para la evaluación psicológica de los trastornos mentales, favoreciendo con ello la investigación y la práctica de la psicología clínica. La revolución del DSM-III no solo afectó a la psiquiatría sino
también, y especialmente, a la psicología clínica.
77
Manual de psicopatología. Volumen 1
C. DSM-IV y CIE-10: refinamiento del
enfoque basado en síntomas
Al igual que ocurrió con los sistemas DSM-III y CIE-9, las nuevas
ediciones de estos dos grandes sistemas de diagnóstico, i. e., el
DSM-IV y la CIE-10, caminarán paralelas con evidencia de importantes correspondencias entre ambas. Aunque las clasificaciones de
la CIE nunca han alcanzado los niveles de precisión en las descripciones clínicas que reflejan las versiones del DSM, lo cierto es que
ambos sistemas han tenido que convivir desde hace años, y aún lo
hacen ahora, debido fundamentalmente al carácter oficial que se
ha dado a la primera a nivel internacional (en algunos países es
obligatorio aplicar los criterios de la CIE en muchos centros de las
redes sanitarias públicas, incluida España).
Esto ha llevado a que el DSM adopte los códigos de diagnóstico establecidos por la CIE, homogeneizando de este modo los
diagnósticos. Así, mientras que el DSM-III incluye los códigos de la
CIE-9, el DSM-IV (APA, 1994) incluye los códigos de la CIE-9 y CIE-10
(OMS, 1993) debido a que esta última incluye nuevos códigos para
la identificación de los diagnósticos). Los responsables de la CIE-10,
conscientes de las deficiencias de este sistema en la clasificación de
los trastornos mentales, mejoraron significativamente esta versión
dotándola de mejores descripciones de los trastornos; pero aun así,
están muy lejos de las descripciones, tanto en precisión como en
extensión, que aparecen en el DSM-IV. De este modo, la clasificación de la CIE se acerca al modelo clasificatorio del DSM puesto en
práctica a partir de su tercera edición.
El DSM-IV, aparte de incrementar el número de trastornos mentales, mejoró significativamente los criterios y la descripción de las
diferentes categorías diagnósticas. De hecho, los criterios diagnósticos son mucho más precisos, claros y descriptivos que en el DSM-III.
Otra aportación importante del DSM-IV consistió en incluir de forma
explícita y específica los criterios de significación clínica, i. e., el
requerimiento de que estuviera presente un deterioro o malestar
clínicamente significativo. Este criterio debía darse para poder efectuar el diagnóstico respectivo, en adición a los criterios que definen
las características propias del síndrome específico. El DSM-IV no
modificó sustancialmente la esencia del modelo que subyacía al
DSM-III, sino que significó el éxito y el esplendor del modelo categorial, limitándose a perfeccionar dicho manual mejorando la descripción y caracterización de los trastornos mentales. Así mismo, y al
igual que su antecesor, los responsables del desarrollo del DSM-IV
se esforzaron por minimizar las inconsistencias lingüísticas con la
CIE-10, así como también por potenciar la colaboración y maximizar
las correspondencias diagnósticas. El DSM-IV ha tenido una amplia
aceptación por parte de la comunidad científica, y ha ejercido una
enorme influencia sobre el desarrollo reciente de la psiquiatría, la
psicopatología y la psicología clínica.
D. El DSM-5: hacia un nuevo paradigma
Tras una larga espera por la comunidad científica, en 2013 se produce la publicación del DSM-5 (APA, 2013), la cual ocurrió rodeada de
una expectación y críticas sin precedentes. A pesar de las múltiples
críticas que envolvieron su publicación, consideramos que el DSM-5
ha proporcionado importantes aportaciones; en este apartado nos
referiremos brevemente a algunos de los cambios y aportaciones
más relevantes (para una presentación más detallada, véase Sandín,
2013; Sandín et al., 2016; Echeburúa et al., 2014).
78
El DSM-5 incluyó aspectos como la incorporación de los avances neurocientíficos en psicopatología y psiquiatría, la posibilidad
de añadir criterios dimensionales a los trastornos, y la necesidad de delimitar los trastornos según el ciclo vital, el género y las
características culturales. El proceso de elaboración, desde 1999, fue
complejo y minucioso mediante la participación de múltiples grupos
de trabajo que revisaron (a) la evidencia de la literatura validada
empíricamente (desde la publicación del DSM-IV); (b) la realización
de ensayos de campo; (c) la apertura de la información a la opinión
pública de profesionales, y (d) la revisión de los criterios de diagnóstico. El DSM-5 incluye 22 grupos generales de trastornos (en la
Tabla 3.2 se presenta una comparativa de los grupos del DSM-5 con
los del DSM-IV y CIE-10).
Este nuevo sistema de clasificación no consistió simplemente en
un intento de mejora del modelo anterior (como ocurrió con el DSMIV respecto a la versión anterior), sino que inicialmente pretendió
llevar a cabo un cambio de paradigma, i. e., un cambio desde un
sistema categorial clásico basado en la coherencia de conjuntos de
síntomas hacia un sistema dimensional basado en circuitos cerebrales y evidencia neuroquímica. Lógicamente, una pretensión de
este tipo estaba, hoy por hoy, condenada al fracaso (véase Sandín,
2013). Finalmente, el DSM-5 optó por una posición intermedia, esto
es, no renunciar al enfoque categorial de base, si bien introduciendo conceptos psicológicos dimensionales. El resultado ha sido un
manual que refleja cambios generales y conceptuales importantes,
modificaciones sustantivas en las definiciones categoriales de algunos trastornos, y una tímida incursión en las clasificaciones mixtas categoriales-dimensionales. Los principales cambios afectan a
múltiples aspectos de la clasificación de los trastornos mentales, e
incluyen (1) cambios en la estructura organizativa de los trastornos
mentales; (2) cambios en los grupos de trastornos mentales, y (3)
cambios en categorías específicas de trastornos mentales.
ambios en la estructura organizativa de los trastornos
1. C
mentales (dimensiones y espectros)
Tal vez uno de los cambios más significativos que introduce el
DSM-5 en relación con su antecesor el DSM-IV se refiere a cambios conceptuales y organizativos generales, plasmados fundamentalmente a través de la inclusión de dimensiones y espectros, así
como también mediante la incorporación de medidas de síntomas transversales y de gravedad clínica. Sin duda, la inclusión de
dimensiones/espectros ha sido una de las principales aportaciones
del DSM-5, aun cuando no pudiera plasmarse en la extensión y/o
términos previstos inicialmente. Según los propios responsables, la
principal diferencia entre el DSM-5 y el DSM-IV debía ser el uso
más prominente de parámetros dimensionales en el primero, aunque finalmente el DSM-5 debió conformarse con establecer un marco estructural abierto que posibilite una nueva conceptualización y
reorganización de los síndromes y las categorías diagnósticas sobre
la base de dimensiones psicopatológicas relevantes (Sandín, 2013).
Esta idea de integrar dimensiones psicológicas con categorías y
síndromes diagnósticos es consistente con los nuevos avances de la
psicología clínica en el campo del transdiagnóstico (Sandín et al.,
2012). Aunque, de hecho, el único ejemplo de clasificación dimensional propiamente dicha se intentó con los trastornos de personalidad, cuyo fruto finalmente quedó relegado a la Sección III del
manual, como modelo emergente que debe investigarse en el futuro, en lugar de aparecer en la Sección II (Criterios diagnósticos y
códigos).
Capítulo 3.
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
Tabla 3.2. Grupos (clases) de trastornos mentales descritos en el DSM-5, y sus correspondencias con los grupos
del DSM-IV y la CIE-10
CIE-10
DSM-5
DSM-IV
• Retraso mental.
• Trastornos del desarrollo psicológico.
• Trastornos del comportamiento y de las
emociones de comienzo en la infancia
y la adolescencia.
• Trastornos del neurodesarrollo.
• Trastornos de inicio en la infancia, la niñez
o la adolescencia.
• Esquizofrenia, trastorno esquizotípico
y trastornos de ideas delirantes.
• Espectro de la esquizofrenia y otros
trastornos psicóticos.
• Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos.
• Trastornos del humor.
• Trastornos bipolares y trastornos
relacionados.
• Trastornos depresivos.
• Trastornos del estado de ánimo.
• Trastornos neuróticos, secundarios
a situaciones estresantes y somatomorfos.
• Trastornos de ansiedad.
• Trastorno obsesivo-compulsivo y trastornos
relacionados.
• Trastornos relacionados con traumas
y estresores.
• Trastornos de ansiedad.
• Trastornos disociativos.
• Trastornos disociativos.
• Trastorno de síntomas somáticos
y trastornos relacionados.
• Trastornos somatomorfos.
• Trastornos de la conducta alimentaria
y de la ingestión de alimentos.
• Trastornos de la conducta alimentaria.
• Trastornos del comportamiento asociados
a disfunciones fisiológicas y factores
somáticos.
• Trastornos de la eliminación.
• Trastornos del sueño-vigilia.
• Trastornos del sueño.
• Disfunciones sexuales.
• Disforia de género.
• Trastornos parafílicos.
• Trastornos sexuales y de la identidad
sexual.
• Trastornos disruptivos, del control de
impulsos y de la conducta.
• Trastornos del control de impulsos no
clasificados en otros apartados.
• Trastornos mentales y del comportamiento
debidos al consumo de sustancias
psicoactivas.
• Trastornos relacionados con sustancias
y trastornos adictivos.
• Trastornos relacionados con sustancias.
• Trastornos mentales orgánicos, incluidos los
sintomáticos.
• Trastornos neurocognitivos.
• Delirium, demencia, trastornos amnésicos
y otros trastornos cognoscitivos.
• Trastornos de la personalidad y del
comportamiento del adulto.
• Trastornos de la personalidad.
• Trastornos de la personalidad.
• Trastornos facticios.
• Trastornos adaptativos.
• Otros trastornos mentales.
• Trastornos mentales debidos a enfermedad.
• Trastornos motores inducidos por
medicamentos y otros efectos adversos
de la medicación.
• Otros problemas que pueden ser objeto
de atención clínica.
• Otros problemas que pueden ser objeto
de atención clínica.
79
Manual de psicopatología. Volumen 1
Por otra parte, el intento de incorporar parámetros dimensionales
para agrupar los trastornos mentales se tradujo básicamente en agregar especificadores de gravedad acompañados de las correspondientes dimensiones subyacentes. La delimitación de las dimensiones clínicamente relevantes para las diferentes agrupaciones de trastornos
se estableció partiendo de once elementos externos de validación
(véase la Tabla 3.3). Algunos de estos elementos, tales como la
similitud de síntomas, los factores genéticos y neurofisiológicos, la
evolución de la enfermedad y la respuesta al tratamiento, ya fueron
utilizados por Robins y Guze (1970), aunque con una finalidad muy
diferente, i. e., definir trastornos categoriales en lugar de agrupar
trastornos sobre la base de un espectro común (Sandín, 2013).
Tabla 3.3. Criterios externos de validación compartidos,
sugeridos para la agrupación de trastornos en
dimensiones/espectros propuestos por el grupo de trabajo
de Diagnóstico de Espectros del DSM-5
CRITERIOS EXTERNOS DE VALIDACIÓN
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
Sustratos neurológicos (p. ej., circuitos de temor o recompensa).
Biomarcadores.
Antecedentes comportamentales.
Procesos cognitivos y emocionales.
Factores de riesgo genético.
Familiaridad (p. ej., factores relacionados con interacciones
familiares).
Factores de riesgo ambientales causales.
Similitud de síntomas.
Altas tasas de comorbilidad entre trastornos según definiciones
actuales.
Evolución de la enfermedad.
Respuesta al tratamiento.
Nota: Adaptado de Hyman (2012, p. 12).
Desafortunadamente, los conceptos de clasificación dimensional
han quedado tímidamente plasmados en el nuevo DSM-5, afectando principalmente a los criterios de diagnóstico de la discapacidad
intelectual (trastorno del desarrollo intelectual; dimensiones conceptual, social y práctica), el trastorno del espectro del autismo
(dimensiones de comunicación social y conductas restrictivas/repetitivas), el espectro de la esquizofrenia y otros trastornos psicóticos
(dimensiones de delirios, alucinaciones, pensamiento/lenguaje desorganizado, conducta psicomotora anormal, y síntomas negativos),
y los trastornos neurocognitivos (dimensiones de atención compleja,
función ejecutiva, aprendizaje y memoria, lenguajes, perceptivo-motora, y cognición social).
El pretendido enfoque dimensional del DSM-5 se reflejó también en la inclusión de medidas transversales (cross-cutting) y de
gravedad clínica. Las primeras se encuentran en su mayoría fuera
del propio manual, y consisten en instrumentos dirigidos a efectuar
evaluaciones diversas sobre síntomas transversales, para identificar
áreas adicionales de estudio que puedan favorecer el diagnóstico
y tratamiento del trastorno. La segundas consisten en instrumentos
varios de evaluación de la gravedad del trastorno (medidas espe-
80
cíficas para cada trastorno mental). Como ocurre con el resto de
escalas de evaluación, la mayor parte de ellas se encuentran fuera
del manual (ambos tipos pueden obtenerse a través del siguiente
enlace: www.psychiatry.org/dsm5).
Otros cambios generales asociados al DSM-5 incluyen modificaciones referidas a descripciones de los trastornos según las etapas
del ciclo vital, y a la supresión del sistema multiaxial. El primero se
refiere a modificaciones que afectan a algunas de las descripciones
clínicas de los criterios para un mejor ajuste al ciclo vital, especialmente a las etapas más tempranas (p. ej., se incluyen criterios
del TEPT específicos para los niños que no superan los seis años de
edad). En una línea similar, el DSM-5 establece un nuevo grupo
de trastornos asociados al proceso del desarrollo del ciclo vital (i. e.,
grupo de «Trastornos del neurodesarrollo»). Como colofón de este
posicionamiento de integración de variantes del proceso evolutivo,
se refleja un cambio formal en la organización de la presentación
de los trastornos en el manual (el orden de los trastornos con que
aparecen en el manual se relaciona con el ciclo vital, es decir, con
la edad en que suele manifestarse de forma más típica; en las anteriores ediciones del manual no parecía existir ningún criterio al
respecto). Un cambio aparentemente negativo es la supresión del
sistema multiaxial. Los responsables del DSM-5 no ha aportado ninguna justificación sobre ello, más allá de insinuar que la naturaleza
biológica de todos los trastornos mentales justifica la no inclusión
de este sistema (a pesar de haber demostrado sobradamente su
utilidad clínica).
2. Cambios en los grupos de trastornos
Un segundo tipo de cambios que pueden observarse en el nuevo
manual tiene que ver con la reorganización general de los trastornos mentales, con el consiguiente efecto sobre los grupos (clases)
de trastornos. Como puede apreciarse en la Tabla 3.2, el DSM-5
clasifica los trastornos mentales sobre la base de 22 grupos o clases
generales de trastornos. Contrasta con los 17 grupos del DSM-IV y,
más aun, con los 10 grupos de la CIE-10 (en dicha tabla se establecen, de forma aproximada, las correspondencias entre los grupos
correspondientes a estos tres sistemas de clasificación).
Un cambio importante con respecto al DSM-IV es la sustitución
del grupo clásico dedicado a la infancia y a adolescencia por el
actual grupo de «Trastornos del neurodesarrollo». Llama la atención la creación de este grupo con pretensiones de estar fundamentado etiológicamente, lo que en consecuencia obliga a dejar fuera
de él a diversos trastornos descritos anteriormente en el grupo de
trastornos de la infancia/adolescencia. Con este nuevo grupo se evidencia el énfasis que hace DSM-5 en el modelo biomédico, al igual
que ocurre con la nueva denominación de grupo de «Trastornos
neurocognitivos» (estos trastornos se definen en el DSM-IV como
«trastornos cognoscitivos»). Otros cambios relevantes incluyen:
(a) la fragmentación del grupo de los trastornos de ansiedad en
tres grupos («Trastornos de ansiedad», «Trastorno obsesivo-compulsivo y trastornos relacionados» y «Trastornos relacionados con
traumas y estresores»); (b) la división del grupo de trastornos del
estado de ánimo en dos grupos («Trastornos bipolares y trastornos
relacionados» y «Trastornos depresivos»), y (c) la creación de tres
grupos («Disfunciones sexuales», «Disforia de género», y «Trastornos parafílicos») a partir del grupo genérico anterior de trastornos
sexuales y de la identidad sexual. Aparte de la desagrupación de los
trastornos sexuales, justificada por la diferente naturaleza de cada
uno de los tres nuevos grupos, el resto de desagrupaciones podría
Capítulo 3.
justificarse por el intento de asumir dimensiones (o espectros) diferenciales para cada uno de estos grupos, que de por sí podrían
resultar excesivamente heterogéneos.
3. Cambios en categorías específicas de trastornos mentales
Este tipo de cambios afecta a múltiples categorías y subtipos de
trastornos mentales. Los cambios pueden referirse a la descripción
de nuevos tipos de trastornos mentales, a cambios en la denominación de trastornos mentales recogidos en el DSM-IV, o a la supresión
de algunos trastornos. Entre los nuevos tipos de trastornos mentales
sugeridos por el DSM-5 caben destacarse el trastorno de síntomas
somáticos (sustituye principalmente a los trastornos de somatización y de dolor), el trastorno neurocognitivo leve, el trastorno de
desregulación del ánimo disruptivo, el trastorno de atracones, y el
trastorno de ansiedad hacia la enfermedad. Salvo los dos primeros
(el trastorno de atracones ya estaba predefinido en el DSM-IV, y el
trastorno de ansiedad a la enfermedad es una mera «renovación»
de la hipocondría), los demás trastornos han sido duramente criticados. Los tres primeros implican una inflación innecesaria del número de diagnósticos, ya que, de acuerdo con los criterios de estos
nuevos trastornos, (a) es factible diagnosticar un trastorno mental
(trastorno de síntomas somáticos) en cualquier paciente médico por
el mero hecho de tener una enfermedad con elevada sintomatología somática (un porcentaje muy elevado de pacientes con cáncer
tendrían también este trastorno mental, especialmente al haberse
excluido el criterio de la no explicación médica de los síntomas);
(b) un porcentaje elevado de niños exhiben síntomas de cambios
en el estado de ánimo (desregulación) disruptivos por «comportarse como niños», sin que necesariamente presuponga que se trata
de un trastorno mental, y (c) el declive cognitivo natural (p. ej.,
pérdida de memoria) que se produce durante la vejez puede ser
erróneamente diagnosticado como trastorno mental (i. e., trastorno
neurocognitivo leve).
Los cambios referidos a las nuevas denominaciones de los
trastornos mentales son menos relevantes, aunque pueden suponer implicaciones importantes si afectan a la conceptualización
del trastorno. Por ejemplo, algunas nuevas denominaciones como
las del trastorno del desarrollo intelectual (antes retraso mental),
trastorno depresivo persistente (antes distimia), o disforia de género
(antes trastorno de la identidad sexual), no suelen implicar cambios sustantivos relevantes en la definición y/o caracterización del
trastorno. Otras modificaciones, en cambio, sí tienen implicaciones
clínico-diagnósticas, tales como las relacionadas con la separación
entre los diagnósticos de trastorno de pánico y agorafobia o, en los
trastornos disociativos, la integración de la fuga disociativa en la
amnesia disociativa.
Una consideración especial merecen los trastornos que, estando
presentes en el DSM-IV, han sido suprimidos en el DSM-5. No obstante, tal vez ocurra algo similar a lo indicado para los cambios de
denominación evidenciados en algunos trastornos; es decir, mientras que en algunos casos es asumible y posiblemente apropiado
el hecho de suprimir entidades obsoletas, en otros puede resultar
al menos polémico. Por ejemplo, en lo que concierne a los largamente consolidados trastornos somatoformes, la supresión de los
trastornos de somatización y de dolor puede ser razonable, dada
la ambigüedad diagnóstica que les caracterizaba; sin embargo, no
resulta tan clara la supresión de la hipocondría. Por otra parte, ha
llamado la atención la supresión de los tipos clásicos de esquizofrenia (paranoide, desorganizada y catatónica), aunque el DSM-5 lo ha
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
justificado por la escasa validez de estos tipos. Finalmente, merece
la pena subrayar la oposición de gran parte del colectivo científico
a la supresión de algunos tipos de trastornos que en el DSM-5 han
quedado englobados en la categoría de «Trastorno del espectro
del autismo», tales como el trastorno de Asperger, o el síndrome
de Rett. La inclusión de estos trastornos en el espectro del autismo
implica incrementar de facto el número de autistas diagnosticados
(al incluirse como tal el síndrome de Asperger), así como la pérdida
de un diagnóstico válido aplicado previamente al síndrome de Rett
(Rutter, 2013).
4. Comentario sobre las aportaciones, limitaciones y críticas
relacionadas con el DSM-5
A modo de comentario final desearíamos hacer alusión a algunas
de las principales limitaciones o críticas que se han vertido en relación con el DSM-5. Estas han procedido desde múltiples y diferentes
ámbitos de la psicología y la psiquiatría, incluyendo sociedades o
instituciones de prestigio como la SHP (Society for Humanistic Psychology, División 32 de la American Psychological Association), el
National Institute of Mental Health (NIMH), a través de su director
Thomas Insel, la British Psychological Society (BPS), o incluso desde
el coordinador del DSM-IV (Allen Frances). Los puntos más críticos
del nuevo sistema han sido la expansión del sistema diagnóstico
(creación de nuevos trastornos) y la reducción de los umbrales en
algunas categorías diagnósticas existentes, que podrían dar lugar a
una inflación de diagnósticos creando falsas epidemias de trastornos
mentales.
El NIMH, a través de su director Thomas Insel, manifiesta que
este sistema de diagnóstico no es válido por basarse en síntomas
clínicos en lugar de hacerlo en la biología como el resto de la medicina. Este autor, como sustitución del DSM-5 apuesta por una clasificación dimensional, el sistema Research Domains Criteria (RDoC),
que pretende mejorar el diagnóstico psiquiátrico por una «medicina de precisión». Desde otra perspectiva, la Asociación Británica de
Psicología (British Psychological Society, BPS) defiende dar menos
importancia al diagnóstico psiquiátrico y más a otro tipo de análisis
más biopsicosocial. También ha sido criticada la desaparición de la
evaluación multiaxial introducida en el DSM-III. En el DSM-5 los tres
primeros ejes se funden en uno ya que se asume que no hay diferencias entre los conceptos asociados a cada eje (trastorno mental,
trastorno de personalidad, y enfermedad médica). La desaparición
del Eje IV ha sido criticada desde diversos campos de la psicología
(especialmente desde los tratamientos de corte sistémico y familiar)
y la psiquiatría. Por otra parte, la ausencia del Eje V supone perder
una evaluación dimensional del caso integrada en el diagnóstico
clínico.
La mayor frustración de Kupfer (coordinador del DSM-5) no fue
tanto el no haber podido implementar un cambio de paradigma
cuanto que el anhelado cambio no pudiera plasmarse y sustentarse
en la biología y la neurociencia (genética, biomarcadores, circuitos
cerebrales, neuroquímica, etc.), es decir, en lo que Bracken et al.
(2012) han enfatizado como paradigma tecnológico de la psiquiatría. No obstante, ya desde la propia psiquiatría científica algunos
autores han alertado de este peligro, subrayando que una definición de la psiquiatría como neurociencia aplicada revaloriza el
cerebro pero la conduce a una disciplina sin mente, sin sociedad
y sin cultura (Bracken et al., 2012). Aparte de los problemas que
puede suponer el diagnóstico de nuevos trastornos, como el trastorno neurocognitivo leve o el trastorno de síntomas somáticos, y
81
Manual de psicopatología. Volumen 1
aunque se reafirme su carácter ateórico, no pocos autores consideran que el DSM-5 sigue impregnado del modelo médico, o bien
es un intento artificial de explicar los trastornos desde la biología
(Sandín, 2013). De hecho, desde ambos contextos (el psicológico y
el médico) podría afirmarse que el DSM-5 supone una evolución,
pero no una revolución.
A nuestro juicio, los puntos fuertes del DSM-5 parecen estar
determinados por la integración, aunque tímida, de conceptos
dimensionales en la clasificación psicopatológica. Aunque inicialmente solo haya conseguido introducir algunos espectros o
dimensiones en el marco general clasificatorio (autismo, esquizofrenia, etc.), además de un nuevo enfoque híbrido (categorial/
dimensional) para clasificar los trastornos de personalidad (en la
sección III del DSM-5), así como también un esquema de evaluación dimensional (evaluaciones transversales y sobre gravedad),
todo ello supone un avance importante hacia una clasificación más
válida de la psicopatología. En suma, entre las aportaciones del
DSM-5 se encuentra, sin duda, el hecho de llevar a cabo un cierto
acercamiento entre los modelos categorial y dimensional, combinando síndromes clínicos (categorial) con dimensiones psicopatológicas psicológicas clínicamente relevantes (dimensional).
E. La CIE-11: ¿acercamiento al DSM-5?
Aunque la 11.ª edición de la CIE aún no se ha publicado; desde hace
más de dos años circulan borradores sobre sus posibles características (su publicación estaba prevista para 2018). Lo que refleja
este periodo de borradores no solo no presupone ningún cambio de
paradigma, pues ni siquiera parece implicar mejoras especialmente
relevantes con respecto al DSM-5. El salto a un nuevo paradigma
desde el marco categorial parece inviable en estos momentos, y lo
más que puede hacer la CIE-11 es continuar con el enfoque categorial y la adición de un pequeño «lavado de cara» con ingredientes
dimensionales (i. e., adición de algunos espectros o dimensiones).
La CIE-11 clasifica los trastornos mentales en el grupo de Trastornos
mentales, del comportamiento o del neurodesarrollo. Estos trastornos son definidos como síndromes caracterizados por perturbaciones significativas cognitivas, de la regulación emocional o conductuales en el individuo, que reflejan una disfunción en los procesos
psicológicos, biológicos o del desarrollo que subyacen al funcionamiento mental o conductual. La CIE-11 clasifica 21 grupos generales
de trastornos mentales en el Capítulo 6 (Tabla 3.4).
Un primer aspecto que llama la atención en esta nueva clasificación es su semejanza con la categorización establecida recientemente por el DSM-5, existiendo una correspondencia casi perfecta con este en los grupos de trastornos establecidos (véase la
Tabla 3.4). Este acercamiento al sistema DSM ha supuesto que
la CIE haya incrementado significativamente el número de grupos
de trastornos (ha duplicado el número de grupos de la CIE-10).
Aunque aún no se ha publicado la versión definitiva, comentamos
a continuación algunos de los cambios generales que supone esta
nueva edición de la CIE.
En primer lugar parece que los principales grupos de trastornos
vigentes actualmente en el DSM-5 se reproducen bastante fielmente en el sistema de la CIE-11. No obstante, se aprecian algunos
cambios importantes que merece la pena comentar, aunque solo
sea brevemente. Una primera diferencia que apreciamos en relación
con la clasificación del DSM-5 es la presencia de un nuevo grupo
no presente en este último, el cual ha sido denominado como Tras-
82
tornos mentales o del comportamiento asociados al embarazo, el
parto o el puerperio. Este grupo se refiere a síndromes en la mujer
asociados a los periodos de gestación, parto y puerperio (durante las
seis semanas tras el parto), los cuales implican aspectos mentales y
comportamentales significativos. En el caso de que también se cumplieran los criterios para el diagnóstico de algún trastorno mental
específico, también debería asignarse este último trastorno.
En segundo lugar, se propone la independencia de algunos
grupos (catatonia, trastornos del control de impulsos, y trastornos
facticios) que en el DSM-5 son subsumidos por grupos más amplios;
i. e., la catatonía se integra en el grupo del espectro de la esquizofrenia y otros trastornos psicóticos; los trastornos del control de
impulsos se integran en el grupo de trastornos disruptivos, del control de impulsos y de la conducta; y los trastornos facticios son integrados por DSM-5 en el grupo de trastorno de síntomas somáticos y
trastornos relacionados.
Por otra parte, el borrador actual de la CIE-11 refleja algunos
cambios que podrían ser de gran relevancia, ya que implican cambios de ubicación en algunos trastornos y su salida del grupo de los
trastornos mentales. En concreto, según esta nueva versión de la OMS,
los trastornos del sueño, el trastorno de estrés agudo, y los trastornos sexuales dejan de ser considerados como trastornos mentales.
Más específicamente, los trastornos del sueño-vigilia, que siempre
han sido considerados como trastornos mentales, se codifican ahora
en un nuevo capítulo (Capítulo 7) de la CIE-11 relacionado únicamente con este tipo de trastornos (incluye los clásicos trastornos
del sueño: insomnio, hipersomnolencia, parasomnias, relacionados
con la respiración, etc.). Llama la atención que la CIE-11 dedique
un capítulo entero a los trastornos del sueño-vigilia (pues un único
capítulo se dedica, así mismo, a todos los trastornos mentales).
De modo similar, dejan de ser considerados como trastornos
mentales las reacciones de estrés agudo (conocido en el DSM-5
como «Trastorno de estrés agudo»). Estos trastornos se clasifican
en el Capítulo 24 («Factores que afectan el estado de salud o el
contacto con los servicios de salud») de la CIE-11 como reacción
de estrés aguda, en el subgrupo de «Factores que afectan el estado
de salud, Problemas asociados con sucesos de daño o traumáticos».
El TEPT, no obstante, se mantiene en el grupo de «Trastornos asociados específicamente con el estrés». En este grupo de trastornos
mentales, la CIE-11 incluye como novedad, además de otros trastornos, el trastorno de estrés postraumático complejo y el trastorno de
duelo prolongado. El TEPT-complejo, además de cumplir los criterios
para el diagnóstico del TEPT, se caracteriza por: (1) problemas graves y generalizados en la regulación del afecto; (2) creencias persistentes sobre uno mismo como disminuido, abatido o inútil, acompañado de sentimientos profundos y generalizados de vergüenza,
culpa o fracaso relacionados con el suceso traumático, y (3) dificultades persistentes para mantener relaciones y sentirse cerca de
otras personas. Estas perturbaciones deben causar un deterioro
significativo en las diferentes áreas de funcionamiento (personales,
sociales, etc.). El diagnóstico de este trastorno excluye el diagnóstico
de TEPT. El TEPT-complejo suele asociarse a personas que han vivido
múltiples sucesos traumáticos, un trauma prolongado, o un trauma
especialmente grave (p. ej., personas que han estado expuestas a
condiciones estresantes muy graves durante gran parte de su vida,
tales como las que se dan en veteranos de guerra, niños menores
expuestos a abuso físico o sexual, etc.).
En lo que concierne a la inclusión de la categoría de «Trastorno de duelo prolongado», podría ser entendido como un avance
Capítulo 3.
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
Tabla 3.4. Grupos (clases) de trastornos mentales descritos en la CIE-11, y sus correspondencias con los grupos del DSM-5
DSM-5
CIE-11
• Trastornos del neurodesarrollo.
• Trastornos del neurodesarrollo.
• Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos primarios.
• Espectro de la esquizofrenia y otros trastornos psicóticos.
• Catatonia.
• Trastornos del estado de ánimo.
• Trastornos bipolares y trastornos relacionados.
• Trastornos depresivos.
• Trastornos de ansiedad o relacionados con el miedo.
• Trastornos de ansiedad.
• Trastorno obsesivo-compulsivo o trastornos relacionados.
• Trastorno obsesivo-compulsivo y trastornos relacionados.
• Trastornos asociados específicamente con el estrés.
• Trastornos relacionados con traumas y estresores.
• Trastornos disociativos.
• Trastornos disociativos.
• Trastornos de la conducta alimentaria y de la ingestión de alimentos.
• Trastornos de la conducta alimentaria y de la ingestión de alimentos.
• Trastornos de la eliminación.
• Trastornos de la eliminación.
• Trastornos de distrés corporal o experiencia corporal.
• Trastornos de síntomas somáticos y trastornos relacionados.
• Trastornos por consumo de sustancias o conductas adictivas.
• Trastornos relacionados con sustancias y trastornos adictivos.
• Trastornos de control de impulsos.
• Conducta disruptiva o trastornos disociales.
• Trastornos disruptivos, del control de impulsos y de la conducta.
• Trastornos de la personalidad y rasgos relacionados.
• Trastornos de la personalidad.
• Trastornos parafílicos.
• Trastornos parafílicos.
• Trastornos facticios.
• Trastornos neurocognitivos.
• Trastornos neurocognitivos.
• Trastornos mentales o del comportamiento asociados
al embarazo, el parto y el puerperio.
• 6E40 Factores psicológicos o comportamentales que afectan
a trastornos o enfermedades clasificados en otro lugar.
• Síndromes mentales o comportamentales secundarios asociados
a trastornos o enfermedades clasificados en otro lugar.
• Trastornos del sueño-vigilia.
• Disfunciones sexuales.
• Disforia de género.
• Otros trastornos mentales.
• Trastornos motores inducidos por medicamentos y otros efectos
adversos de la medicación.
• Otros problemas que pueden ser objeto de atención clínica.
Nota. Los grupos CIE-11 se basan en el borrador de esta edición recuperado el 18 de mayo de 2020 de: https://icd.who.int/en.
En negrita se indican los grupos de la CIE-11 no recogidos como tales en el DSM-5 (excluyendo los dos grupos residuales).
clarificador de los trastornos asociados a pérdidas afectivas que
se mantienen durante un tiempo prolongado (más de seis meses).
Así mismo, podría servir para esclarecer la controversia suscitada
a partir del DSM-5 sobre la conveniencia o no de la inclusión de
las reacciones depresivas como un trastorno depresivo mayor o
como un trastorno de duelo. Sorprende, no obstante, que el «due-
lo no complicado» se codifique fuera del subgrupo de trastornos
asociados específicamente con el estrés, y fuera del Capítulo 6.
El duelo no complicado es categorizado por la CIE-11 en el Capítulo 24, en el subgrupo de «Factores que afectan el estado de
salud, Problemas asociados con la ausencia, pérdida o muerte de
otras personas.
83
Manual de psicopatología. Volumen 1
Merece la pena subrayar la exclusión de los trastornos sexuales
(disfunciones sexuales y disforia de género) como trastornos mentales. Las disfunciones sexuales son codificadas por la CIE-11 en
el Capítulo 17 («Condiciones relacionadas con la salud sexual»),
por tanto, fuera del capítulo dedicado a los trastornos mentales.
Así mismo, se vuelve a la tradicional separación entre disfunción y
dolor sexuales, superada en el DSM-5, al diferenciar los trastornos
de dolor sexual de las disfunciones sexuales. También sale del Capítulo 6 la denominada aquí como incongruencia de género, conocida tradicionalmente como trastorno de la identidad sexual, y en el
DSM-5 como disforia de género, ubicándose ahora en el Capítulo 17.
Esta nueva denominación va en línea con las actuales reivindicaciones de los grupos LGTB (lesbianas-gais-transexuales-bisexuales).
Merece la pena resaltar también la consideración como trastorno mental del trastorno de adicción a los juegos (juegos digitales o
videojuegos) (gaming disorder), bien a través de internet (online) o
de forma offline. Este trastorno no debe confundirse con el trastorno de juego (o juego patológico; gambling disorder), el cual hace
alusión a jugar dinero (apuestas, etc.). Este último trastorno ya fue
incluido como conducta adictiva en el DSM-5. La adicción a los
juegos también fue propuesta inicialmente por el DSM-5, pero fue
eliminada posteriormente debido a las críticas sufridas desde distintos ámbitos de la comunidad científica y no científica.
Un cambio llamativo es la ubicación de la hipocondría en el grupo de «Trastorno obsesivo-compulsivo o trastornos relacionados»,
separándola del grupo de los trastornos somatomorfos o trastornos
relacionados con la sintomatología somática. Esto supone mantener
en el sistema nosológico este clásico trastorno (parcialmente equivalente al «trastorno de ansiedad a la enfermedad del DSM-5»),
nombre más que arraigado en la psiquiatría y psicología clínica
occidentales (aunque eliminado en el DSM-5), y organizar este trastorno, por primera vez, como un trastorno emparentado con el trastorno obsesivo-compulsivo.
En suma, aunque solo nos hemos referido a algunos aspectos
generales del borrador de la CIE-11, no parece que esta nueva clasificación vaya a suponer grandes cambios respecto al DSM-5. A grandes rasgos, el principal cambio parece suponer un alejamiento de la
antigua filosofía de la CIE hacia el estilo de las actuales versiones
del DSM, especialmente del DSM-5. No se vislumbra que se intente
un posible cambio de paradigma en la clasificación de los trastornos mentales, ni siquiera un intento de integración transdiagnóstica.
La congruencia y adecuación respecto a la no consideración de
los trastornos del sueño-vigilia, el trastorno de estrés agudo y los
trastornos sexuales como trastornos mentales es algo que deberá
ser valorado en los próximos años. También habrá que valorar la
validez y utilidad clínica de los nuevos trastornos mentales, incluidos
el TEPT-complejo y el duelo prolongado.
VI. Enfoques de clasificación
dimensional: HiTOP y RDoC
Un aspecto importante que merece ser resaltado fue el reconocimiento manifiesto desde el propio DSM-IV de la insuficiencia del
enfoque categorial y la necesidad de una aproximación más dimensional para la clasificación de los trastornos mentales. Por otra
parte, es cierto que el DSM-IV incluye explícitamente un concepto
dimensional a través del Eje V, pero esto es únicamente algo adicional y secundario a la propia clasificación. No obstante, su no ali-
84
neamiento con un sistema dimensional se justificó por considerar a
este con serias limitaciones y menos útil para la práctica clínica y la
investigación, ya que (a) las descripciones dimensionales numéricas
resultan menos familiares y claras que los nombres de las categorías
de los trastornos mentales, y (b) aún no existe acuerdo para la elección de las dimensiones óptimas que deben usarse para clasificar
(APA, 2002). Y concluye diciendo que «es posible que el aumento
de la investigación y la familiaridad con los sistemas dimensionales
conduzca a una mayor aceptación tanto como método de transmisión de la información como herramienta de investigación» (p. xxx).
Bien es cierto que el DSM-5 abordó directamente este problema, aunque desde un enfoque tal vez errado desde el comienzo
al pretender delimitar dimensiones psicopatológicas fundamentadas biológicamente (marcadores biológicos, circuitos cerebrales, etc.).
Recientemente se han producido diversos intentos de clasificación de la conducta anormal basados en enfoques dimensionales. La
mayor parte de estos intentos se basan en la psicología, destacando
entre ellos el Hierarchical Taxonomy of Psychopathology (HiTOP).
Desde la medicina, así mismo, se está desarrollando otro sistema
dimensional conocido como Research Domain Criteria (RDoC), aunque principalmente fundamentado en conceptos biológicos y médicos. En este apartado nos centraremos fundamentalmente en estas
dos propuestas, aunque haremos un breve recorrido por algunas
sugerencias de clasificación dimensional procedentes de la psicología que en cierto modo son antecedentes del sistema HiTOP.
HiTOP. Hierarchical Taxonomy of Psychopathology. Clasificación dimensional de la psicopatología desde un enfoque
psicológico empírico. Se basa en una estructura jerárquica con diversos niveles de generalización, entre los que
se incluyen espectros, subfactores, síndromes/trastornos,
componentes y síntomas.
RDoC. Research Domain Criteria. Sistema de clasificación psiquiátrica basado en dimensiones sustentadas biológicamente. Incluye sistemas psicológicos (procesos cognitivos, motivación, etc.) y unidades de análisis biológicas
(genes, moléculas, etc.).
A. Enfoques psicológicos dimensionales:
el HiTOP
1. Enfoques dimensionales iniciales
El interés por la organización dimensional de la conducta anormal sobre la base de métodos cuantitativos (p. ej., análisis factorial) siempre ha estado presente de algún modo en la psicología.
Eysenck (1967), basándose en las dimensiones de personalidad de
neuroticismo y extraversión, diferencia entre diversos grupos de
trastornos mentales, incluidos los grupos de neuróticos, distímicos,
histéricos, psicosomáticos, y psicópatas. Posteriormente, diferenció
entre pacientes neuróticos y psicóticos a partir de las dimensiones
de neuroticismo y psicoticismo (Eysenck y Eysenck, 1976). Este modelo de los «Tres Grandes» (neuroticismo, extraversión y psicoticismo)
fue seguido por el modelo de los «Cinco Grandes», el cual incluye
Capítulo 3.
las dimensiones de neuroticismo, extraversión, apertura, afabilidad
y tesón (escrupulosidad) (Wiggins, 1996).
El modelo de los Cinco Grandes ha tenido una gran influencia
en el intento de clasificación dimensional de los trastornos de la
personalidad llevado a cabo por el DSM-5. Aunque finalmente no
fue aceptada esta clasificación (quedó relegada a la Sección III
del manual, como modelo alternativo del DSM-5 para los trastornos de la personalidad), ha supuesto el primer esfuerzo serio por
clasificar y diagnosticar los trastornos mentales desde una óptica
dimensional. Este nuevo modelo parte de que los trastornos de la
personalidad se caracterizan por dificultades en el funcionamiento
de la personalidad y por rasgos de personalidad patológicos. Los
trastornos de la personalidad específicos que parecen derivarse de
este modelo son los seis trastornos siguientes: antisocial, evitativo,
límite, narcisista, obsesivo-compulsivo, y esquizotípico (quedan fuera de la clasificación las categorías clásicas de trastorno paranoide,
esquizoide, histriónico y dependiente).
Así pues, en contraste con el modelo clásico que se basa en
criterios politéticos referidos a conjuntos de síntomas, este nuevo
modelo se fundamenta en la existencia de deterioro moderado o
grave en cuatro áreas del funcionamiento de la personalidad (identidad, autodirección, empatía e intimidad), y en la presencia de cinco
rasgos de personalidad desadaptativos: afectividad negativa (frente
a estabilidad emocional), desapego (frente a extraversión), antagonismo (frente a la afabilidad), la desinhibición (frente a escrupulosidad) y psicoticismo (frente a lucidez o apertura). Estos rasgos de
personalidad constituyen una extensión del modelo de personalidad
de cinco factores (Widiger y Costa, 2002; Widiger et al., 2002) referido a las variantes de personalidad más extremas y desadaptativas,
y comprenden 25 facetas específicas de rasgos de la personalidad.
Por ejemplo, son facetas específicas la hostilidad (de la afectividad
negativa), la evitación (del desapego), la manipulación (del antagonismo), la impulsividad (de la desinhibición), y la excentricidad
(del psicoticismo).
Un modelo dimensional basado en métodos cuantitativos que
ha tenido cierta repercusión en el ámbito de la infancia y la adolescencia ha clasificado la psicopatología en síndromes interiorizados
(p. ej., síntomas de ansiedad) y síndromes exteriorizados (p. ej., conductas perturbadoras) (Achenbach, 1966). Este enfoque establece
dos grandes dimensiones «de banda ancha» que este autor denomina como interiorizada y exteriorizada. Cada una de estas bandas
incluye síndromes más específicos que denomina «de banda estrecha». La banda o agrupación de tipo interiorizado está constituida por problemas o síndromes (banda estrecha) etiquetados como
ansioso/depresivo, sintomatología somática, y retraimiento. La agrupación de tipo exteriorizado consta de problemas (banda estrecha)
que implican conflicto con otras personas y con las normas sociales,
como se describe en los síndromes de conducta agresiva, síndromes
de problemas sociales y conducta de ruptura de reglas. No obstante,
las conductas correspondientes a los problemas de banda ancha
interiorizados y exteriorizados no son mutuamente excluyentes y la
comorbilidad entre las conductas que caracterizan ambas dimensiones es elevada (Liu, 2004). Por otra parte, cabe afirmar que los
síndromes de problemas atencionales y de pensamiento en principio
no se vinculan con ninguna de las dos grandes dimensiones (interiorización vs. exteriorización).
Un avance importante en la conceptualización dimensional de
los trastornos de ansiedad y la depresión se inició a partir del modelo tripartito sobre el afecto negativo y positivo, la ansiedad y la
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
depresión formulado por Clark y Watson (1991). Estos autores establecieron que los síntomas de ansiedad y depresión tenían aspectos
comunes (i. e., la elevada afectividad negativa) y aspectos específicos (el bajo afecto positivo es característico de la depresión,
mientras que la elevada activación fisiológica es una característica
de los síntomas de ansiedad).
Aunque Clark y Watson únicamente pretendían diferenciar
entre los síntomas de ansiedad y depresión sobre la base de la combinación de afectividad (positiva y negativa) y activación fisiológica,
establecieron las bases para clasificar los trastornos emocionales.
Clasificaron la ansiedad y la depresión en tres subtipos básicos:
(1) un síndrome de ansiedad, caracterizado por presentar alto afecto
negativo y elevada activación fisiológica; (2) un síndrome depresivo,
caracterizado por presentar alto afecto negativo y bajo afecto positivo, y (3) un tipo mixto ansioso-depresivo caracterizado por presentar las tres características (alto afecto negativo, bajo afecto positivo
y elevada activación fisiológica). Aparte de la diferenciación entre
los síntomas de ansiedad y depresivos, este modelo sirvió también
para explicar el controvertido síndrome ansioso-depresivo.
Brown et al. (1998) ampliaron este modelo extendiéndolo a los
trastornos de ansiedad y depresivos descritos en el DSM-IV, no
únicamente a los síntomas de ansiedad y depresión. Estos autores
enfatizaron que los trastornos de ansiedad y del estado del ánimo son fundamentalmente trastornos de la emoción, y, por tanto,
relacionaron estos trastornos con procesos asociados a estas tres
emociones básicas (i. e., ansiedad, miedo y depresión). Sugirieron
una correspondencia con el modelo tripartito de Clark y Watson
(1991), de tal modo que la combinación de alto afecto negativo y
elevada activación autónoma se asociaba a los diferentes trastornos
de ansiedad, mientras que la combinación de alto afecto negativo
y bajo afecto positivo se vinculaba con los trastornos depresivos. Así
mismo, propusieron que la fobia social, a semejanza de la depresión,
se asociaba también con el bajo afecto positivo.
Posteriormente Watson et al. (2008) extendieron el modelo
enfatizando la estructura jerárquica y la necesidad de establecer
una superclase de trastornos emocionales. Los autores partieron
de la elevada comorbilidad que suele darse entre los síntomas
depresivos (tristeza, depresión) y los síntomas de ansiedad y miedo
entre los pacientes diagnosticados de algún trastorno de ansiedad
o depresivo. Por tanto, concluyeron que se trataba de una separación artificial entre los trastornos del estado de ánimo y los trastornos de ansiedad, que deberían categorizarse conjuntamente en
una superclase de trastornos emocionales. Basándose en evidencia
empírica, sugieren que esta superclase debería estar constituida por
las tres subclases siguientes de trastornos: (a) La primera subclase
incluiría los trastornos que definen el factor de ansiedad-sufrimiento (anxious-misery), que denominan como «trastornos de distrés»,
los cuales son la depresión mayor, la distimia, y el trastorno de
ansiedad generalizada; todos ellos se caracterizan por implicar la
experiencia de malestar subjetivo generalizado, y contienen en gran
medida el componente no específico de afectividad negativa. (b) La
segunda subclase consiste en los trastornos que definen el factor
de miedo en los análisis estructurales; incluye el trastorno de pánico, la agorafobia, la fobia social, y la fobia específica. Finalmente,
sugieren un tercer grupo (tercera subclase) más especulativo que
incluiría los trastornos bipolares (bipolar I, bipolar II, y ciclotimia).
En lo que concierne al trastorno obsesivo-compulsivo, estos autores
sugieren que comparte características con un abanico de síndromes
que se sitúan fuera de los trastornos de ansiedad y del estado del
85
Manual de psicopatología. Volumen 1
ánimo desde diferentes puntos de vista (sintomatológico, etiológico,
farmacológico, etc.), los cuales podrían denominarse como «síndromes del espectro obsesivo-compulsivo»; por lo cual, tal vez este
trastorno o conjunto de síndromes debería clasificarse fuera de la
clase de los trastornos de ansiedad (Sandín et al., 2012).
2. La clasificación HiTOP
Una nueva clasificación dimensional de la psicopatología ha sido
propuesta por el Consorcio HiTOP (40 psicólogos coordinados por R.
Kotov, entre los que se encuentran autores conocidos en el campo
de la clasificación de la conducta anormal como T. M. Achenbach,
R. F. Krueger, L. A. Clark, D. Watson y T. A. Widiger, entre otros
(Kotov et al., 2017). En este trabajo los autores introducen una nueva clasificación de los trastornos mentales basada empíricamente,
que denominan como Hierarchical Taxonomy of Psychopathology
(HiTOP). Con ella se pretende solucionar algunos de los problemas
básicos que aquejan a las clasificaciones tradicionales (categoriales), incluida la discontinuidad en lo normal y lo anormal, la heterogeneidad dentro de cada trastorno, la comorbilidad entre trastornos, y la baja estabilidad de los trastornos. La HiTOP parte de
la construcción de síndromes psicopatológicos y sus componentes/
subtipos sobre la base de la covariación empírica de los síntomas,
reduciendo de este modo la heterogeneidad. Combina los trastornos (síndromes) en espectros partiendo de la covariación entre ellos
(síndromes que se dan conjuntamente), controlando así la comorbilidad. Al caracterizar estos fenómenos de forma dimensional, reduce
los problemas de separación entre los síndromes y la inestabilidad
de los diagnósticos.
La clasificación es de tipo jerárquico, y está constituida por
dimensiones de orden superior (super espectros; estas no identifican, aunque se sugiere un factor general de psicopatología), y
seis espectros, denominados interiorizado (o afectividad negativa),
trastorno del pensamiento (o psicoticismo), desinhibido/exteriorizado, antagonista/exteriorizado, desapego, y somatomorfo (véase
la Figura 3.1). El espectro de afectividad negativa es relevante para
los subfactores de distrés, miedo, manía, patología de conducta alimentaria, y problemas sexuales. Tanto el afecto negativo como el
psicoticismo contribuyen en el subfactor de manía, el cual se asocia a los trastornos bipolares. La desinhibición es particularmente
prominente en los trastornos relacionados con sustancias. El antagonismo es especialmente significativo en los trastornos de personalidad narcisista, histriónico, paranoide y límite. La desinhibición
y el antagonismo contribuyen ambos en el trastorno de déficit de
atención/hiperactividad, la conducta antisocial, la agresión, y otros
trastornos del comportamiento perturbador. (Para una descripción
más detallada, véase la figura).
Los autores aportan pruebas sobre la existencia de evidencia de
validez externa de los diferentes espectros y subespectros, incluyendo diferentes criterios de validación como la existencia de vulnerabilidad genética compartida (p. ej., estudios genéticos moleculares), los factores de riesgo ambientales comunes (p. ej., estudios de
gemelos), las anormalidades neurobiológicas (p. ej., diferenciando
entre los subfactores de distress y miedo), el curso de la enfermedad
(p. ej., fenómenos de recuperación), el deterioro funcional (p. ej., la
dimensión de afecto negativo explica el deterioro asociado a los
síntomas de ansiedad y depresión), y la eficacia del tratamiento
para muchas formas de psicopatología (p. ej., la terapia cognitivo-conductual transdiagnóstica podría implementarse para espectros o subfactores).
86
Aunque Kotov et al. sugieren que el sistema de clasificación
HiTOP proporciona una guía más útil para la investigación y la práctica clínica que los sistemas taxonómicos tradicionales, aún no existe evidencia en este sentido. No obstante, la HiTOP constituye sin
duda un planteamiento actual ambicioso sobre clasificación dimensional de la psicopatología. Tiene el mérito de haber integrado diferentes enfoques empíricos que se han sugerido recientemente, tales
como los derivados del modelo tripartito del afecto la ansiedad
y la depresión, las propuestas sobre los síndromes interiorizados y
exteriorizados, y el moderno enfoque de clasificación de las dimensiones y trastornos de la personalidad. Se aprecia, así mismo, una
clara consistencia con clasificaciones tradicionales, como la separación entre los trastornos neuróticos, los trastornos psicóticos, y los
trastornos de conducta y de la personalidad. Aunque se aprecian
algunos aspectos novedosos, por ejemplo, la ubicación de los trastornos relacionados con el consumo de sustancias y la integración
y diversificación del espectro de conducta exteriorizada con las
dimensiones de personalidad patológica, el nuevo sistema refleja
mucho de los viejos sistemas de clasificación, lo cual no tiene por
qué ser necesariamente negativo.
B. Un enfoque dimensional desde el modelo
médico: los RDoC
Los Research Domain Criteria (RDoC) constituyen un proyecto
ambicioso dirigido a transformar la actual estructura de clasificación psiquiátrica de los trastornos mentales en un sistema de base
explícitamente biológica (Cuthbert, 2014; Cuthbert e Insel, 2013;
Insel, 2014). El proyecto está patrocinado por el NIMH (Estados
Unidos) con el propósito de desarrollar un sistema de clasificación
dimensional de la psicopatología fundamentado biológicamente, y
con fines dirigidos fundamentalmente a la investigación (para un
análisis crítico sobre los RDoC, véase Lilienfeld, 2014; Lilienfeld y
Treadway, 2016). El objetivo primordial en que se basan los RDoC
se fundamenta en promover investigaciones que puedan validar
dimensiones definidas mediante medidas neuro-biológicas y conductuales en relación con las categorías diagnósticas vigentes y
permitan posiblemente el desarrollo de revisiones de los sistemas
de diagnóstico en el futuro.
Como puede apreciarse en la Figura 3.2, el modelo clasificatorio propone una matriz de dos dimensiones (unidades de análisis y dominios/constructos). La dimensión horizontal incluye siete
unidades de análisis que se organizan desde el nivel más básico
hasta el menos básico e incluye, por este orden, genes, moléculas, células, circuitos (cerebrales), fisiología, conducta, y auto-informes. También se incluye una columna para los paradigmas,
posibilitando a los investigadores indicar las tareas útiles para el
problema de investigación de que se trate. En el eje vertical hay
cinco dominios/constructos amplios que corresponden a circuitos
cerebrales que han sido estimados relevantes para la psicopatología: sistemas de valencia negativa (pérdida, amenaza, etc.),
sistemas de valencia positiva (respuesta sostenida al refuerzo,
motivación de aproximación, etc.), sistemas cognitivos (control
cognitivo, atención, etc.), sistemas de procesos sociales (dominancia social, imitación, etc.) y sistemas de activación/regulación
(activación, descanso).
Los RDoC se apoyan en varios supuestos que configuran su filosofía y metodología; estos podrían resumirse del siguiente modo:
(1) Los RDoC enfatizan la aplicación de la ciencia básica de los siste-
Superespectros
Trastorno del
pensamiento
Interiorizado
Somatomorfo
Subfactores
Espectros
DIMENSIONES DE ORDEN SUPERIOR
Problemas
sexuales
Patología
alimentaria
Miedo
Trastorno
de síntomas
somáticos
Bajo deseo,
Problemas de
activación
Trastorno
de ansiedad
a la
enfermedad
Función
orgásmica
Dolor sexual
Bulimia
nerviosa
Anorexia
nerviosa
Trastorno
de atracón
Agorafobia
Fobia
específica
TAS
Trastorno de
pánico
Distimia
TEPT
TP límite
Bipolar I
y II
Conducta
antisocial
TP narcisista
Trastorno
de conducta
TP histriónica
TND
TP paranoide
TP esquizotípica
TDAH
TP límite
TP esquizoide
TEI
Trastornos
del estado de
ánimo con
psicosis
Desapego
TP antisocial
Trastornos
por
consumo de
sustancias
COMPONENTES DE SÍNTOMAS Y RASGOS DESADAPTATIVOS
SIGNOS Y SÍNTOMAS
Figura 3.1. Espectros correspondientes a la HiTOP. Las líneas discontinuas indican elementos del modelo que fueron incluidos provisionalmente
y que requieren mayor estudio. El signo menos denota una relación negativa entre la personalidad histriónica y el espectro de desapego (detachment).
TDAH = trastorno de déficit de atención/hiperactividad; TAG = trastorno de ansiedad generalizada; TEI = trastorno explosivo intermitente;
TDM = trastorno depresivo mayor; TOC = trastorno obsesivo compulsivo; TND = trastorno negativista desafiante; TP = trastorno de personalidad;
TEPT = trastorno de estrés postraumático; TAS = trastorno de ansiedad de separación. Adaptado de Kotov et al., 2017, Journal of Abnormal
Psychology, 126, p. 462 (reproducido con permiso).
TP esquizoide
TP evitativa
TP histriónica
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
Componentes
TP paranoide
Síntomas
TOC
Trastornos del
espectro de la
esquizofrenia
TDM
TAG
Abuso de
sustancias
Manía
Exteriorizado
Antagonista
Capítulo 3.
Síndromes/Trastornos
Fobia social
Distrés
Exteriorizado
Desinhibido
87
Manual de psicopatología. Volumen 1
UNIDADES DE ANÁLISIS
Dominios/constructos
Genes
Moléculas
Células
Circuitos Fisiología Conducta
Autoinformes
Paradigmas
Sistemas de valencia negativa
Amenaza aguda (miedo)
Miedo potencial (ansiedad)
Miedo mantenido
Pérdida
Frustración por no reforzamiento
Sistemas de valencia positiva
Motivación de aproximación
Responsividad inicial al reforzamiento
Responsividad mantenida al reforzamiento
Aprendizaje por reforzamiento
Hábito
Sistemas cognitivos
Atención
Percepción
Memoria operativa
Memoria declarativa
Lenguaje
Control cognitivo (esfuerzo)
Sistemas para los procesos sociales
Imitación; teoría de la mente
Dominancia social
Identificación de la expresión social
Miedo de apego/separación
Áreas de autorepresentación
Sistemas de arousal/regulatorios
Arousal y regulación (múltiple)
Actividad de estado de reposo
F
igura 3.2. Matriz de los Research Domain Criteria (RDoC). Adaptado de Cuthbert, 2014, World Psychiatr y, 13,
p. 30 (reproducido con permiso).
mas cerebrales y la conducta para entender los trastornos mentales.
(2) Adoptan una estructura claramente dimensional, en línea con la
evidencia de que la mayor parte de los circuitos cerebrales se distribuyen de forma continua (p. ej., los implicados en el refuerzo y la
amenaza). (3) Los RDoC intentan otorgar de partida un peso similar
a las diferentes unidades de análisis.
Los RDoC poseen muchos aspectos positivos, por suponer una
alternativa seria a los sistemas clásicos de clasificación (DSM/CIE),
por adoptar una enfoque dimensional de la psicopatología, por ser
consistentes con los principios del transdiagnóstico, y por pretender
incorporar los avances de la neurociencia cognitiva. No obstante,
como han subrayado algunos autores (De León, 2014; Lilienfeld,
2014; Lilienfeld y Treadway 2016; Sandín, 2013), aun considerando el
estado de desarrollo todavía provisional de este nuevo sistema, los
RDoC presentan algunos problemas importantes. Aparte de problemas metodológicos básicos, como, por ejemplo, la limitada validez
y fiabilidad de los actuales métodos de neuroimagen (Bennett y
Miller, 2010), un problema principal de este nuevo sistema de clasi-
88
ficación de la psicopatología es el excesivo énfasis que se atribuye
a los factores biológicos.
Aunque el modelo incluye unidades de análisis de tipo psicológico, de las siete unidades propuestas cinco son de tipo biológico. Pero
tal vez el mayor problema, previamente señalado por Sandín (2013),
es el intento de hacer una clasificación de «medicina de precisión»
centrada esencialmente en un modelo puramente médico, así como
también en la asunción básica de que los trastornos mentales son
trastornos del cerebro (De León, 2014). Supone en cierto modo una
vuelta a épocas pasadas de la psiquiatría biológica disfrazada de
una nueva tecnología. A no ser que se modifique sustancialmente la
estructura básica de este modelo de clasificación, suponemos que los
RDoC a lo sumo nos proporcionarán una visión muy completa sobre el
papel del cerebro en las dimensiones de la conducta humana, pero no
mucho para la clasificación y diagnóstico de la psicopatología. Si
no se produce alguna corrección sobre este aspecto, es posible que
el pretendido cambio de paradigma fracase de forma similar a como
ocurrió el «cambio de paradigma» en la elaboración del DSM-5.
Capítulo 3.
VII. El transdiagnóstico:
un nuevo enfoque desde
la psicología
Los clásicos enfrentamientos entre los enfoques categoriales y los
dimensionales no parecen tener mucho sentido en estos momentos.
La polémica categorial vs. dimensional tal vez resulte estéril, no
solo porque parece más lógica una integración que una separación
entre ambos enfoques, sino porque, de acuerdo con los modernos
conceptos y métodos de análisis taxométricos, parece demostrarse
que ni todos los trastornos son dimensionales, ni tampoco muchos
dejan de ser categoriales (véanse, por ejemplo, Haslam et al., 2012,
2020; Schmidt et al., 2004). Por otra parte, la cuestión parecer ser
más compleja si asumimos que algunos constructos psicopatológicos
pueden ser categoriales y dimensionales a la vez, ya que podrían
compartir características categoriales y dimensionales.
El transdiagnóstico constituye un nuevo enfoque de la psicopatología y la psicología clínica (para una presentación comprensiva
y detallada de esta nueva perspectiva, véase Sandín et al. (2012).
Desde el punto de vista psicopatológico, el transdiagnóstico consiste
en entender los trastornos mentales sobre la base de un rango de
procesos cognitivos y conductuales etiopatogénicos causales y/o de
mantenimiento de la mayor parte de los trastornos mentales o
de grupos de trastornos mentales (Sandín et al., 2012). En este sentido, aunque el transdiagnóstico se basa en una conceptualización
dimensional de la psicopatología, consiste más en una integración
entre ambos enfoques (dimensional y categorial) que en un rechazo
de la clasificación categorial. Un enfoque transdiagnóstico de la psicopatología debe proporcionar una base para entender, clasificar
e integrar los diferentes síntomas y diagnósticos desde procesos y
factores (dimensiones) comunes más o menos generales. Dicho en
otros términos, un objetivo del transdiagnóstico consiste en determinar hasta qué punto un conjunto dimensional (procesos y/o factores
o dimensiones) apoya o refuta un conjunto de trastornos comunes;
por ello el transdiagnóstico representa una aproximación científica convergente e integradora pues, aunque se basa en un enfoque
dimensional de base, supone asumir la existencia de algún sistema
de diagnóstico (Sandín et al., 2012). Aunque aquí únicamente vamos
a referirnos a las implicaciones del transdiagnóstico sobre la clasificación de la psicopatología, sus implicaciones afectan a múltiples
áreas de la psicopatología, incluidos los procesos psicopatológicos
etiopatogénicos y el tratamiento (terapia cognitivo-conductual
transdiagnóstica) (véanse, p. ej., Belloch, 2012; García-Escalera et
al., 2016; Sandín et al., 2012). La Revista de Psicopatología y Psicología Clínica dedicó en 2012 un número monográfico al análisis
del transdiagnóstico como nuevo enfoque emergente en psicología
clínica, en el cual colaboraron algunos de los principales especialistas internacionales (vol. 18, n.º 3; http://revistas.uned.es/index.php/
RPPC/issue/view/769).
Si bien los conceptos transdiagnósticos se inician desde los
primeros desarrollos relevantes de la psicología científica a través de las aportaciones sobre los procesos de condicionamiento
y la personalidad, su formalización no se inicia hasta el presente
siglo con la publicación del trabajo de Fairburn et al. (2003). Estos
autores partieron de que los pacientes con trastornos alimentarios,
con independencia del tipo de trastorno de que se trate, suelen
compartir ciertos síntomas nucleares (p. ej., sobrevaloración de la
silueta y peso corporales, y preocupación excesiva por el peso, las
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
dietas y otras conductas relacionadas con el control del peso) y
ciertos procesos psicopatológicos genéricos (perfeccionismo, baja
autoestima, intolerancia emocional, y dificultades interpersonales).
El aspecto central que confiere la característica transdiagnóstica
consiste en que los distintos síndromes de la conducta alimentaria
están mantenidos por procesos psicopatológicos comunes al espectro de los trastornos alimentarios sugiriendo, igualmente, una TCC
común para todos estos trastornos (i. e., una TCC transdiagnóstica;
TCC-T) (véanse las Tablas 3.5 y 3.6).
Posteriormente, Barlow et al. (2004) desarrollaron este nuevo
enfoque aplicándolo a la clasificación de los trastornos emocionales
(trastornos de ansiedad y depresión). Para ello elaboraron un modelo psicopatológico transdiagnóstico de los trastornos emocionales y
un programa de TCC-T unificado para abordar conjuntamente estos
trastornos (Barlow et al., 2018), el cual ha sido aplicado con ciertas
variantes en formato online (p. ej., Botella et al., 2015). Así mismo,
este programa se ha adaptado a población infantojuvenil (Ehrenreich-May et al., 2018), y ha sido adaptado recientemente para su
aplicación online (Sandín et al., 2019). Actualmente existe evidencia
sobre la eficacia de los protocolos de TCC-T en el ámbito de los
trastornos emocionales, tanto en población adulta como en niños y
adolescentes (véase García-Escalera et al., 2016).
Barlow et al. (2004, 2018) parten de la existencia de un espectro amplio basado en el neuroticismo (o afecto negativo), el cual
es propuesto como dimensión latente de vulnerabilidad general
hacia los trastornos emocionales. Estos autores han sugerido que
este factor general también podría ser aplicado a otros trastornos
donde el afecto negativo juegue un papel funcional, tales como
los trastornos alimentarios, los trastornos bipolares, y los trastornos
somatomorfos y disociativos. Los autores se apoyan también en los
desarrollos dimensionales derivados del modelo tripartito sobre el
afecto, la ansiedad y la depresión (comentados atrás), enfatizando
la elevada comunalidad fenomenológica que se da entre la ansiedad y la depresión.
Así mismo, subrayan cuatro constructos psicopatológicos transdiagnósticos nucleares en los trastornos emocionales, los cuales
consisten en (1) atención autofocalizada (auto-preocupación neurótica); (2) percepción de incontrolabilidad e impredecibilidad;
(3) tendencias a la acción y conductas impulsadas por la emoción, y
(4) evitación emocional (situacional, interoceptiva y cognitiva). Los
dos primeros procesos (atención autofocalizada e incontrolabilidad/
impredecibilidad ) están implicados en las evaluaciones negativas
antecedentes que suelen ser características en los pacientes con
trastornos de ansiedad y/o depresión, tales como las relacionadas con las señales de peligro internas (p. ej., sensaciones físicas)
o externas, y suelen expresarse como evaluaciones erróneas de
sobre-estimación o catastrofismo (p. ej., interpretaciones catastrofistas en el trastorno de pánico). Tales procesos pueden llevar a la
adopción de diversas formas de evitación emocional comunes a los
pacientes con ansiedad o depresión, como la distracción, la racionalización, los rituales cognitivos, la supresión emocional, la preocupación/rumiación, y la búsqueda de señales de seguridad. Otras
formas de evitación más específicas (p. ej., rituales comportamentales, evitación de una situación específica, etc.) pueden ser características de ciertos trastornos más que constructos transdiagnósticos.
Las conductas impulsadas por la emoción (CIE) son respuestas que
reducen la intensidad de las sensaciones que tenemos cuando estamos experimentando emociones demasiado intensas. Pueden ser
adaptativas (p. ej., si nos protegen de un peligro real inminente) o
89
Manual de psicopatología. Volumen 1
Tabla 3.5. Aportaciones de la psicopatología antecedentes al desarrollo del transdiagnóstico
AUTOR(ES)
CONCEPTO TRANSDIAGNÓSTICO
PROCESOS TRANSDIAGNÓSTICOS
Mowrer (1939)
Skinner (1957)
Wolpe (1969)
Principios de condicionamiento.
Reforzamiento.
Extinción.
Trastornos mentales.
Eysenck (1967)
Eysenck y Eysenck (1976)
Neuroticismo.
Extraversión.
Psicoticismo.
Hiperactivación autónoma.
Activación cortical.
Impulsividad.
Trastornos neuróticos.
Trastornos psicóticos .
Conducta antisocial.
Ellis (1962)
Pensamiento irracional.
Exigencia (demandingness).
Catastrofismo.
Baja tolerancia a la frustración.
Trastornos emocionales.
Beck (1967)
Beck y Emery (1985)
Esquemas cognitivos
Actitudes disfuncionales.
Creencias disfuncionales.
Sesgos cognitivos (procesamiento
de la información).
Trastornos depresivos.
Trastornos de ansiedad.
Reiss y McNally (1985)
Sensibilidad a la ansiedad.
Physical concerns.
Cognitive concerns.
Social concerns.
Trastornos de ansiedad.
Trastornos depresivos.
Adicciones.
Atención autofocalizada.
Incontrolabilidad/impredecibilidad.
Tendencias a la acción.
Trastornos de ansiedad.
Barlow (1988)
TRASTORNOS IMPLICADOS
Achenbach (1966)
Interiorizado.
Exteriorizado.
Trastornos emocionales.
Trastornos de conducta.
Tyrer (1989)
Síndrome neurótico general.
Trastornos neuróticos.
Ingram (1990)
Atención autofocalizada.
Auto-absorción.
Trastornos mentales.
Wulfert et al. (1996)
Principios de condicionamiento.
Reforzamiento.
Alcoholismo.
Paidofilia.
Supresión del pensamiento.
Depresión.
TEPT, TOC, TAG.
Purdon (1999)
Clark y Watson (1991)
Afecto negativo.
Afecto positivo.
Hiperactivación autónoma.
Trastornos depresivos.
Trastornos de ansiedad.
Widiger y Clark (2000)
Anhedonia.
Depresión.
Esquizofrenia.
Fobia social.
Barlow (2002)
Vulnerabilidad biológica general.
Vulnerabilidad psicológica general.
Afecto negativo.
Neuroticismo.
Inhibición conductual.
Incontrolabilidad.
Trastornos emocionales.
Nota. TEPT = trastorno de estrés postraumático, TOC = trastorno obsesivo-compulsivo, TAG = trastorno de ansiedad generalizada.
Adaptado de Sandín, Chorot y Valiente (2012, p. 190).
desadaptativas (p. ej., la tendencia a aislarse ante la emoción de
depresión elevada).
Paralelamente al trabajo original de Barlow et al. (2004), Harvey et al. (2004) llevaron a cabo una sistematización de los procesos
psicológicos básicos que podrían etiquetarse como transdiagnósticos (i. e., que estuvieran implicados etiológicamente en más de
un trastorno). Categorizaron cinco dominios psicológicos amplios
90
que denominaron como (1) atención, (2) memoria, (3) razonamiento, (4) pensamiento y (5) conducta. Para determinar los procesos
correspondientes a cada dominio (p. ej., sesgos interpretativos en
el dominio de razonamiento), Harvey et al. (2004) aislaron 14 procesos transdiagnósticos. Los autores asumen que algunos procesos
podrían solaparse en cierto modo. Por ejemplo, la evitación atencional (p. ej., evitar el contacto con la mirada) puede ser considerada también como una conducta de seguridad (i. e., evitar el
Capítulo 3.
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
Tabla 3.6. Conceptos y procesos psicopatológicos transdiagnósticos
AUTOR(ES)
CONCEPTO TRANSDIAGNÓSTICO
PROCESOS TRANSDIAGNÓSTICOS
TRASTORNOS IMPLICADOS
Fairburn et al. (2003)
Perfeccionismo clínico.
Baja autoestima.
Intolerancia emocional.
Dificultades interpersonales.
Barlow et al. (2004)
Afectividad negativa.
Afectividad positiva.
Hiperactivación fisiológica.
Atención autofocalizada.
Incontrolabilidad/impredecibilidad.
Tendencias a la acción.
Evitación
Distracción.
Racionalización.
Rituales cognitivos.
Supresión emocional.
Señales de seguridad.
Preocupación/rumiación.
Trastornos emocionales
(trastornos de ansiedad
y trastornos depresivos).
Harvey et al. (2004)
Atención.
Atención selectiva.
Evitación atencional.
Cualquier trastorno.
Memoria.
Memoria selectiva.
Memorias recurrentes.
Memoria sobregeneralizada.
Razonamiento.
Sesgos interpretativos.
Sesgos de expectativa.
Razonamiento emocional.
Pensamiento.
Pensamiento negativo repetitivo.
Creencias metacognitivas.
Supresión del pensamiento.
Conducta.
Evitación.
Conductas de seguridad.
Aldao et al. (2010)
Estrategias de regulación
emocional.
Reevaluación.
Solución de problemas.
Aceptación.
Supresión.
Evitación emocional.
Rumiación.
Trastornos de ansiedad.
Trastornos depresivos.
Trastornos alimentarios.
Adicciones.
Egan et al. (2011)
Perfeccionismo.
Comprobación del rendimiento.
Evitación.
Dilación («procrastinación»).
Conductas contraproducentes.
Trastornos de ansiedad.
Trastornos depresivos.
Trastornos alimentarios.
Naragon-Gainey (2010)
Wheaton et al., (2012)
Sensibilidad a la ansiedad.
Expectativas físicas.
Expectativas cognitivas.
Expectativas sociales.
Trastornos emocionales.
Trastornos depresivos.
Carleton et al. (2012)
Pineda (2018)
Intolerancia a la incertidumbre.
Prospectiva.
Inhibitoria.
Trastornos de ansiedad.
Trastornos depresivos.
Trastornos alimentarios.
Trastornos alimentarios.
Nota. Adaptado de Sandín, Chorot y Valiente (2012, p. 193).
rechazo social). De los 14 procesos aislados, dos de ellos (memoria
sobregeneralizada y supresión del pensamiento) no cumplían todos
los criterios requeridos pues, aunque eran compartidos por muchos
trastornos, no resultaron ser tan universales como el resto de procesos indicados arriba.
Se han sugerido otros constructos y/o procesos transdiagnósticos que podrían ser relevantes en los trastornos emocionales, así
como en otros grupos de trastornos mentales, entre los que se incluyen las estrategias de regulación emocional (reevaluación, evitación
emocional, resolución de problemas, supresión, aceptación, etc.),
91
Manual de psicopatología. Volumen 1
la sensibilidad a la ansiedad, la intolerancia a la incertidumbre y el
perfeccionismo (véase la Tabla 3.6). Una característica importante
del transdiagnóstico es que no presupone la ausencia de diagnóstico, lo cual significa que una contribución importante de este nuevo
enfoque es la integración de facetas categoriales en un esquema de
base dimensional. Tal aspecto es consistente con la evidencia de la
literatura, basada en estudios de taxometría (Schmidt et al., 2004;
Haslam et al., 2012, 2020), la cual sugiere que los conceptos psicopatológicos no son únicamente dimensionales, pudiendo algunos ser
categoriales o poseer características de tipo categorial.
El transdiagnóstico posibilita una nueva orientación en la clasificación de los trastornos mentales, en la cual las diferentes superclases de trastornos (p. ej., los trastornos emocionales) y las clases
de trastornos (p. ej., los trastornos de ansiedad) pueden articularse
con dimensiones transdiagnósticas genéricas (p. ej., el neuroticismo)
o más circunscritas (p. ej., la sensibilidad a la ansiedad), respectivamente (p. ej., Pineda, 2018), que sirva de base para integrar los
diferentes trastornos en grupos o espectros basados etiológicamente. No se trata, por tanto, de que el transdiagnóstico, al centrarse
en un enfoque dimensional, rechace la clasificación categorial. El
transdiagnóstico debe posibilitar una clasificación de los trastornos mentales basada en criterios teóricos y empíricos, y no tanto
basada en criterios de consenso o de política científica. En dicha
clasificación deben establecerse las relaciones funcionales entre
los procesos transdiagnósticos más genéricos y los procesos intermedios o más específicos (p. ej., la evitación interoceptiva, etc.),
que expliquen tanto las manifestaciones psicopatológicas generales
(p. ej., los síntomas comunes a los trastornos emocionales) como los
relativos a cada trastorno o subgrupos de trastornos. También sería
necesario determinar las bases etiológicas de los diversos conceptos
transdiagnósticos, su papel en el desarrollo y/o mantenimiento de
los trastornos (p. ej., su papel mediador en la conducta anormal), y
su naturaleza taxónica o dimensional.
VIII. Resumen de aspectos
fundamentales
y tendencias futuras
La clasificación es un fenómeno imprescindible en la construcción
científica de cualquier disciplina del conocimiento. Aparte del valor
intrínseco que posee para toda ciencia, el disponer de una clasificación de la conducta anormal posibilita el uso de un lenguaje
común entre los investigadores y terapeutas para describir la psicopatología, siendo múltiples sus ventajas. En este capítulo se describen algunos de los aspectos más relevantes relacionados con la
clasificación de la conducta anormal, incluyendo algunas de las
primeras aproximaciones y una descripción pormenorizada de
la evolución conceptual de los dos grandes sistemas de clasificación, i. e., el DSM y la CIE. Se hace más énfasis en las aportaciones
del sistema DSM ya que hasta estos momentos ha ofrecido unas
descripciones más rigurosas de los trastornos mentales, así como
también de los criterios de diagnóstico, que su homóloga la CIE.
El sistema DSM ha venido clasificando las diferentes conductas psicopatológicas desde un enfoque claramente categorial, y ha proporcionado un marco de referencia útil para el diagnóstico de los
trastornos mentales, especialmente desde la publicación en 1980 de
su tercera edición (DSM-III). Este marco de referencia ha sido muy
92
productivo para la construcción de la psicopatología descriptiva, así
como también para la investigación y tratamiento de los trastornos
mentales.
Tras la publicación del DSM-5 se produce un cierto cambio en la
perspectiva categorial que se había venido consolidando durante las
décadas precedentes. Por primera vez, el sistema categorial incluye,
aunque muy tenuemente, conceptos y contenidos de tipo dimensional, tales como las ideas de espectros o grupos de trastornos basados dimensionalmente, o mediante la incorporación explícita de
medidas de evaluación clínica a través de pruebas de autoinforme o
estimaciones clínicas. Aunque fracasó la pretensión inicial de construir un manual de clasificación de los trastornos mentales basado
en dimensiones sustentadas biológicamente (circuitos cerebrales,
información neuroquímica, etc.), al menos se inició una nueva ruta
de reconocimiento del papel relevante de las dimensiones psicopatológicas y de integración de estas con las categorías de trastornos
mentales, sirviendo de guía integrativa para organizar grupos consistentes de síndromes clínicos. Aunque no se llega a producir un
cambio de paradigma, al menos teóricamente este nuevo manual
asimila algunos de los avances de constructos psicopatológicos de
naturaleza dimensional. A nivel práctico el manual sigue siendo un
sistema de diagnóstico categorial, diferenciándose poco a este respecto de sus antecesores. Uno de los mayores errores del DSM-5 ha
sido el exceso con que transpira a lo largo del mismo la idea de que
los trastornos mentales son enfermedades médicas, es decir, trastornos de naturaleza biológica. Esto crea a veces confusión cuando se
describen los criterios de diagnóstico, y posiblemente es una de las
causas principales de la supresión del sistema multiaxial.
Tanto desde la psicología como desde la medicina, se han producido recientemente algunos intentos dirigidos a establecer clasificaciones basadas dimensionalmente. Dese la psicología científica
se ha propuesto el sistema de clasificación HiTOP, el cual ha sido
elaborado por un grupo amplio de psicólogos con la finalidad de
proporcionar una taxonomía de la psicopatología alternativa a los
clásicos sistemas categoriales. Para su construcción se parte de la
covariación empírica de los síntomas, llegando a la construcción
de los diferentes síndromes psicopatológicos. De este modo, se pretende reducir al máximo la heterogeneidad entre los síndromes,
pudiendo construirse grupos de síndromes o trastornos en espectros
(dimensiones), controlando de este modo la comorbilidad que suele
darse entre los trastornos mentales en las clasificaciones categóricas clásicas. Al organizarse de forma dimensional, se minimizan
los problemas de separación entre los síndromes y la inestabilidad
de los diagnósticos. Se trata, por tanto, de una estructura jerárquica que incluye niveles de mayor a menor grado de generalización,
entre los que se incluyen los espectros (p. ej., el afecto negativo),
los subfactores (p. ej., el miedo), los síndromes o trastornos (p. ej., la
fobia social), los componentes (p. ej., los grupos de síntomas), y los
síntomas (i. e., signos y síntomas). Desde el marco de la medicina se
ha propuesto un nuevo sistema de clasificación (los RDoC) basado
fundamentalmente en la medicina de precisión (y parcialmente en
la psicología). Incluye ocho tipos de unidades de análisis (cinco de
ellas son de tipo biológico) y cinco sistemas o constructos generales
(sistemas de valencia positiva y negativa, sistemas cognitivos, sistemas sobre procesos sociales, y sistemas de activación y regulación).
El sistema se ha propuesto con fines de investigación más que de
diagnóstico clínico y, aunque la idea de base es aceptable, refleja
el riesgo de biologización de la psicopatología.
Capítulo 3.
Finalmente, en los últimos años hemos visto emerger un nuevo
enfoque de naturaleza dimensional, aunque con cualidades integrativas: el transdiagnóstico. Este nuevo enfoque tiene el potencial
de poder acabar con las clásicas polémicas entre las perspectivas categorial y dimensional. Aunque se trata de una concepción
dimensional de la psicopatología, consiste más en una integración
entre los enfoques categorial y dimensional que en un rechazo de
la clasificación categorial. Este enfoque posibilita la determinación
de conjuntos dimensionales (basados en procesos y/factores) para
entender, clasificar e integrar los diferentes síndromes y trastornos.
Por ello, el transdiagnóstico representa una aproximación científica
convergente e integradora. Un aspecto esencial es la consideración
de que los procesos o factores que constituyen la base de los grupos o espectros de trastornos deben tener una relación etiológica
común con los síndromes que conforman el espectro. Al aplicarlo en
terapia, para que esta sea de tipo transdiagnóstico, el protocolo de
Clasificación y diagnóstico en psicopatología
tratamiento debe basarse en este principio fundamental, pues de lo
contrario se trataría de un mero tratamiento de tipo genérico.
Entre las principales líneas futuras de investigación se encuentran las relacionadas con el desarrollo de estos nuevos frentes abiertos en los últimos años, incluyendo la necesidad de examinar la
validez y el papel de las nuevas propuestas de clasificación dimensional (tanto de la HiTOP como de los RDoC). Otra nueva frontera
es la integración de los modelos de clasificación dimensional con
los modelos categoriales, constituyendo los primeros una base para
la ordenación de las diferentes categorías. Este enfoque, que se ha
iniciado tímidamente con el DSM-5 y la CIE-11, constituye la esencia del transdiagnóstico. Finalmente, un reto ineludible es la delimitación de la naturaleza taxónica, no taxónica (dimensional) o
mixta de los diferentes conceptos y trastornos mentales, mejorando
y ampliando la información de la que se dispone al respecto en
estos momentos.
Términos clave
Categoría 71
CIE 73
Dimensión 75
DSM 73
HiTOP 84
Nosología 70
RDoC 84
Síndrome 73
Taxometría 75
Taxón 71
Taxonomía 70
Transdiagnóstico 72
Trastorno mental 77
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95
Manual de psicopatología. Volumen 1
Autoevaluación
1.
El sistema de diagnóstico multiaxial fue eliminado del sistema de diagnóstico y estadística de los trastornos mentales (sistema DSM) por:
a) El DSM-III.
b) El DSM-IV.
c) El DSM-5.
d) No ha sido eliminado.
6. Indique cuál de los siguientes sistemas de clasificación y
diagnóstico posee una mayor fundamentación en procesos
neurofisiológicos:
2. En el sistema jerárquico de clasificación psicopatológica
propuesto por la taxonomía HiTOP ¿cuál de los siguientes
conceptos ocupa una posición más general?
a) El subfactor de miedo.
b) El espectro somatomorfo.
c) Los componentes de síntomas y rasgos desadaptativos.
d) El subfactor de distrés.
7. Por favor indique cuál de los siguientes grupos generales
(clases) de trastornos mentales está incluido en la CIE-11
pero no en el DSM-5:
3. El DSM-5 aplica criterios de clasificación y diagnóstico
fundamentalmente de tipo:
a) Circumplejo.
b) Multidimensional.
c) Jerárquico.
d) Politético.
4. Una de las grandes aportaciones en 1948 de la 6.ª edición
(CIE-6) de Clasificación Internacional de las Enfermedades (CIE) a la clasificación de la conducta anormal fue:
a) Introducir el sistema multiaxial.
b) Constituir los códigos de diagnóstico internacionales.
c) Establecer la correspondencia diagnóstica con el sistema
DSM.
d) Incluir un capítulo para la clasificación de los trastornos
mentales.
5. En relación con el enfoque del transdiagnóstico cabría
afirmar lo siguiente:
a) Los constructos transdiagnósticos deben relacionarse etiológicamente con los trastornos.
b) Un constructo que se relacione con múltiples trastornos es
por definición un constructo transdiagnóstico.
c) El transdiagnóstico es un enfoque dimensional incompatible con las clasificaciones categoriales.
d) Una terapia es transdiagnóstica por el hecho de abordar
simultáneamente múltiples trastornos.
96
a)
b)
c)
d)
a)
b)
c)
d)
El sistema dimensional RDoC.
El sistema categorial DSM-III.
El sistema dimensional HiTOP.
La última edición del DSM (i. e., el DSM-5).
Trastornos parafílicos.
Trastornos facticios.
Trastornos del neurodesarrollo.
Trastornos asociados al estrés o estresores.
8. Para la construcción de los espectros del DSM-5 se utilizaron varios criterios externos de validación. Por favor,
señale cuál de los que se indican a continuación no
corresponde a tales criterios:
a)
b)
c)
d)
Nivel de gravedad de la enfermedad.
Similitud de síntomas.
Factores de riesgo genético.
Respuesta al tratamiento.
9. Uno de los siguientes tipos de trastornos no es contemplado como tipo de trastornos mentales en la CIE-11, a pesar
de ser considerado como tal en la tradición de la clasificación psiquiátrica, incluido el DSM-5. ¿De qué trastornos
se trata?
a)
b)
c)
d)
Trastornos disociativos.
Trastornos neurocognitivos.
Trastornos del sueño-vigilia.
Trastornos de estrés postraumático.
10. Un nuevo tipo de trastorno descrito en la CIE-11 pero no
en el DSM-5 es:
a)
b)
c)
d)
El trastorno de disforia de género.
El trastorno de estrés postraumático complejo.
La catatonía.
Los trastornos del control de impulsos.
CAPÍTULO 4
LA ENTREVISTA DIAGNÓSTICA
María Roncero, Gemma García-Soriano y Conxa Perpiñá
I. Introducción 97
B. El examen del estado mental o psicopatograma 111
II. Medios y estrategias de recogida de información
e interaccción 98
A. Habilidades de comunicación e interacción. 98
B. Proceso de la entrevista. Fases
de la entrevista 104
C. Diagnóstico clínico 114
IV.Resumen de aspectos fundamentales
y tendencias futuras 116
TÉRMINOS CLAVE 116
III.Información a explorar en las entrevistas
diagnósticas 106
A. La historia del problema y anamnesis 107
LECTURAS RECOMENDADAS 117
REFERENCIAS 117
AUTOEVALUACIÓN 1168
I. Introducción
Los pacientes son los mejores profesores, pero es necesario saber
lo que se busca, los aspectos prácticos y clínicos por los que el
paciente se describe a sí mismo, a sus sentimientos y a su mundo.
A. Sims (2008, p. 19).
La entrevista diagnóstica es el paso previo a cualquier tipo de
intervención terapéutica. Es el proceso a través del cual el clínico conoce las dificultades del paciente y establece las bases de la
relación terapéutica. Tiene una función evaluadora y diagnóstica, y
podría ubicarse en la primera y segunda fase descritas por la Asociación Europea de Evaluación Psicológica (European Association of
Psychological Assessment) en la Guía para orientar el Proceso de
Evaluación Psicológica en general (GAP). Por tanto, los objetivos de
la entrevista se relacionan con el análisis del caso y organización
(e información) de los resultados, concretamente con: (1) el análisis
descriptivo detallado y preciso de la queja o demanda de la persona; (2) el desarrollo de hipótesis de evaluación contrastables y evaluables, y la recogida de la información necesaria para contrastar
las hipótesis; (3) así como en el análisis de los datos recogidos y la
formulación de las conclusiones en base a las hipótesis planteadas, es decir, en qué medida el problema del paciente se ajusta a
los criterios diagnósticos planteados por los manuales diagnósticos
oficiales. Estos tres niveles de análisis se alternarán continuamente
durante el proceso de la entrevista (Muñoz, 2003), y en el análisis de los mismos intervendrán datos recogidos a través de otros
procedimientos o técnicas de evaluación como la observación, las
medidas psicofisiológicas, los autoinformes estandarizados (p. ej.,
cuestionarios psicométricos) o personalizados (p. ej., autorregistros),
o datos facilitados por otros especialistas. Toda esta información
permitirá contrastar y completar lo recogido durante de la entrevista. Pero además de la función evaluadora y diagnóstica, la entrevista
diagnóstica tiene otro objetivo que resulta igualmente relevante,
el de establecer los cimientos de la relación con el paciente —o
rapport—, fomentando la empatía y comprensión, de forma que la
persona se sienta cómoda, algo que, por un lado, facilitará la exploración de la información requerida, y por otro, la implicación en el
proceso terapéutico (García-Soriano y Roncero, 2012).
97
Manual de psicopatología. Volumen 1
El proceso de evaluación puede llevar varias sesiones, pero será
necesario para poder proponer un tratamiento que se ajuste a la
realidad de los problemas del paciente. Algunos entrevistadores
sienten el impulso de «hacer algo» para demostrar al paciente su
competencia y ayudarlo en la primera sesión, de hecho esta suele
ser en parte la demanda del paciente que puede considerar irrelevantes gran parte de las preguntas del entrevistador sintiéndose
impaciente por recibir una ayuda inmediata. Sin embargo, es conveniente resistir el impulso y esforzarse por realizar una evaluación
cuidadosa. Un diagnóstico precipitado e incorrecto, como mínimo
retrasaría el tratamiento más indicado (Morrison, 2014). Además,
conviene recordar que la escucha activa y empática por sí sola es
beneficiosa y ayuda a una comprensión del problema y establecimiento del diagnóstico adecuado (García-Soriano y Roncero, 2012).
La información recogida a lo largo del proceso de evaluación,
elaborada y analizada por el clínico, se recogerá en un documento
o archivo al que se suele denominar historia clínica. Este documento,
además de recoger aquellos datos de relevancia para e/los problema/s a tratar, fruto de la entrevista diagnóstica, y de otros procedimientos de evaluación, incluye información sobre la formulación del
caso, pautas de tratamiento y la evolución del problema. Por tanto,
recoge información tanto a nivel longitudinal, por ejemplo, aquella
referida a la evolución del problema a lo largo de la vida del paciente, como trasversal, por ejemplo, la que proviene del examen del
estado mental en el momento actual de evaluación; y además está
en continuo cambio, al recoger información relativa a la respuesta
al tratamiento, o a los seguimientos una vez se haya dado el alta.
Es importante tener en cuenta que la historia no incluye únicamente
información recogida del usuario (o familiares), sino que es fruto de
un proceso de interpretación y evaluación de la situación por parte
del clínico, al incluir la información relativa a las hipótesis diagnósticas, diagnóstico, y plan terapéutico. En la Tabla 4.1 se listan los
elementos que puede reunir la historia clínica.
Tabla 4.1. Elementos que recoge la historia clínica
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
Historia del problema y anamnesis.
Examen del estado mental.
Otros estudios adicionales.
Formulación clínica del caso.
Informes psicológicos (en su caso).
Notas del progreso.
Notas de los seguimientos tras el alta.
En general, aunque la información que se considera relevante
diferirá en función de la orientación del evaluador, la información
recogida en la historia clínica debería ser suficiente para poder
establecer hipótesis desde cualquier modelo, y poder justificar la
recomendación terapéutica, así como la intervención realizada (o
propuesta); y para que a través de ella los pacientes estén ubicados
en su momento preciso del proceso terapéutico (Pérez et al., 2006;
Sommers-Flanagan y Sommers-Flanagan, 2017). Por todo lo dicho
hasta aquí, podemos concluir que la historia clínica cumple diversas
funciones, entre ellas permite describir y comprender el problema,
valorar la gravedad del mismo, formular el caso y tomar decisiones clínicas. También facilita la comunicación entre profesionales y
98
resulta imprescindible en las sesiones clínicas, al contener la información necesaria, suficiente e imprescindible para comprender el
problema del paciente en su contexto.
En los siguientes apartados nos centraremos en los medios y
estrategias que nos servirán para realizar una entrevista diagnóstica, así como en aquellas variables en las que debemos focalizar
nuestra atención a la hora de realizar la evaluación, y que con posterioridad incluiremos en la historia clínica.
Entrevista diagnóstica. Proceso a través del cual el clínico conoce las dificultades del paciente y establece las
bases de la relación terapéutica. Tiene una función evaluadora, diagnóstica, así como de establecimiento de los
cimientos de la relación con el paciente.
Historia clínica. Documento o archivo donde se recoge
la información relacionada con la evaluación y seguimiento
de un paciente: información relativa al problema, a la historia de su problema, historia personal, examen del estado
mental, diagnóstico, formulación clínica del caso, resultados de estudios adicionales, informes psicológicos, propuesta de tratamiento, notas del progreso y de seguimiento.
II. Medios y estrategias de
recogida de información
e interaccción
Realizar una entrevista no es una tarea sencilla, requiere que el
entrevistador posea una serie de habilidades de comunicación para
lograr el objetivo de la entrevista, i. e., obtener la información precisa
para ser capaces de hacer un diagnóstico, así como de adquirir una
visión global de la persona que permita entenderla mejor en su conjunto, lo cual facilitará su posterior abordaje terapéutico, si fuera el
caso. Es por ello que, en primer lugar, en este apartado se describen
los aspectos básicos a tener en cuenta respecto a la comunicación e
interacción entre clínico y paciente, definiendo técnicas concretas y
aportando algunas claves esenciales que resultarán de gran utilidad.
A continuación, se definen las fases en las que se puede descomponer la entrevista, puesto que su conocimiento y manejo eficaz serán
cruciales para obtener la cantidad justa de información, que esta sea
válida y fiable, y llevarlo a cabo en el menor tiempo posible.
A. Habilidades de comunicación
e interacción
En este apartado se describen las habilidades esenciales que debe
poseer el entrevistador para llevar a cabo de manera exitosa la
entrevista diagnóstica, saber escuchar y saber preguntar, y junto a
ellas, las principales técnicas y estrategias de comunicación directivas y no directivas.
a. Saber escuchar
El entrevistador deberá disponer de una buena capacidad para la
escucha que le permita plantear preguntas adecuadas, estable-
Capítulo 4. La entrevista diagnóstica
ciendo un buen hilo conductor, facilitando la expresión de ideas,
haciendo que la persona se sienta escuchada, y no se sienta abrumada con las preguntas. Esta habilidad es conocida como escucha
activa, y se puede —y debe— aprender y trabajar. La escucha activa
implica realizar un esfuerzo mental y físico por parte del entrevistador no solo para percibir los mensajes verbales y no verbales
de la persona, sino también para transmitir que la escuchamos,
atendemos y comprendemos (Perpiñá, 2012). Gracias a la escucha
activa se logrará una mejor exploración y comprensión del paciente, haciendo que la persona se sienta respetada y valorada desde
su marco de referencia, lo cual favorecerá el establecimiento del
rapport, y a su vez el deseo del paciente a expresar y aceptar sus
emociones y pensamientos. El proceso de la escucha activa implica,
en primer lugar, recibir los mensajes verbales y no verbales de la
persona con actitud de respeto, colaboración y empatía para, a
continuación, procesarlos y comprenderlos desde la perspectiva de
la persona, y, finalmente, emitir un mensaje para hacerle ver que
ha sido escuchada y entendida. Para ello serán necesarias una serie
de estrategias verbales (p. ej., paráfrasis, reflejo, clarificación, y
resumen) y no verbales (p. ej., manteniendo el contacto visual y una
postura abierta, asentir con la cabeza, con interjecciones de interés del tipo «mm», «ajá», entre otros) que exponemos a continuación (Perpiñá, 2012).
Durante la entrevista, el clínico puede encontrarse algunas
barreras o dificultades que interfieren en la escucha activa, como
estar pendiente excesivamente de su propio turno para hablar, o
centrarse en exceso en el contenido del mensaje para llegar al diagnóstico, pasando por alto mensajes no verbales o matices verbales
que pueden ser muy relevantes para comprender a la persona. Otro
aspecto a evitar es «leer la mente» del paciente, o dar por supuesto lo que está pensando o lo que nos contestará a una pregunta. Así
mismo, se ha de evitar la distracción con factores externos o con
los propios pensamientos. Por el contrario, estrategias positivas que
favorecen la escucha activa son preparar previamente la entrevista,
respetar y no confundir a la persona con sus problemas, y ser consciente de las propias emociones.
A continuación, se exponen una serie de técnicas verbales de
escucha activa, que animan al paciente a expresarse y con las que
se le demuestra que está siendo escuchado y comprendido. Estas
técnicas también son llamadas no directivas, porque se realizan desde el marco de referencia del entrevistado (Rojí, 1994), o también
facilitadoras de la narrativa del paciente, porque invitan a que sea
el cliente quien explore en su propio discurso (Fernández-Liria y
Rodríguez-Vega, 2008). Describiremos las características y principales usos de las técnicas de paráfrasis, reflejo, resumen, y clarificación. También haremos referencia aquí a la autorrevelación y la
inmediatez, aunque algunos autores consideran estas últimas como
técnicas directivas o mixtas. En la Tabla 4.2 se exponen de manera resumida los objetivos que persiguen cada una de las técnicas
descritas.
1. Paráfrasis
La técnica de la paráfrasis, o reflejo del contenido, trata de repetir
el contenido cognitivo que acaba de transmitir el cliente, pero en
palabras del entrevistador, sin alterar el contenido. Ayuda a que la
persona se sienta entendida y escuchada, por lo que resulta una
herramienta muy útil para establecer o fortalecer la alianza terapéutica. Puede utilizarse para poner el foco en el aspecto cognitivo,
«retirando» o reduciendo el lado emocional, sobre todo cuando el
paciente está desbordado emocionalmente o se centra excesivamente en sus emociones, ignorando los hechos.
Paciente: Cuando tuve a mis dos hijas solicité una reducción de
jornada en mi trabajo y mis jefes me cambiaron a otro departamento donde las condiciones eran mucho peores que las que
yo tenía. Creo que lo hicieron como castigo. Me sentó muy
mal. ¡Yo que siempre había dado todo por la empresa! y cuando pedí algo, mira cómo me trataron.
Clínico (paráfrasis): Entonces, parece que el hecho de reducir tu jornada laboral hizo que te empeoraran las condiciones en el trabajo.
2. Reflejo
En la técnica del reflejo, el entrevistador se centra en el contenido
emocional del mensaje. Se trata de enfatizar la parte emocional que
transmite el paciente, sin interpretar ni especular (Sommers-Flanagan y Sommers-Flanagan, 2017). De esta manera la persona siente
que sus sentimientos se han comprendido.
Entiendo que eso hizo que te sintieras defraudada con tus jefes.
3. Resumen
Cuando se emplea el resumen o recapitulación se realiza una síntesis
de los aspectos más relevantes que se han tratado durante la entrevista o en una parte de ella, atendiendo tanto a la parte cognitiva
como a la emocional del mensaje. Como se recoge en la Tabla 4.2, el
resumen puede servir para cubrir diferentes objetivos, desde demostrarle al paciente que está siendo escuchado, hasta para hacer un
descanso con la idea de dar un respiro emocional a la persona. En
función del objetivo, podremos emplear el resumen en un momento
u otro de la entrevista: al inicio, para recordar lo que se vio en la
sesión anterior, a mitad, para facilitar la transición de un tema a
otro, o al final, como cierre. Algunos ejemplos de colaboración en el
resumen serían los siguientes (García-Soriano y Roncero, 2012):
1.
Pedir que el paciente resuma él mismo lo comentado: «¿Cómo
resumirías los aspectos más relevantes de los que has hablado?».
2. Emplear pausas durante el resumen para que el paciente corrija
si es necesario «(….)».
3. Emplear expresiones informales para introducir el resumen: «A
ver si he comprendido los aspectos principales de los que has
hablado,…»; «Si no he entendido mal,…»; «A ver si te he entendido correctamente,…».
4. Clarificación
Cuando el clínico está confuso en un momento dado de la entrevista, y trata de comprobar de manera explícita que ha comprendido
correctamente el mensaje del paciente, está empleando la técnica
de clarificación. Más vale evidenciar la confusión a tiempo, y no
quedar en evidencia más adelante cuando el paciente se dé cuenta de que no ha sido entendido/escuchado adecuadamente. Esto
puede tener consecuencias negativas en la relación, por lo que se
empleará esta técnica si se valora que la información en cuestión es
importante. A continuación se presentan los tres tipos de clarificaciones que pueden emplearse:
1.
Se pide una aclaración o repetición de lo dicho: «Lo siento, no
te he escuchado bien, ¿puedes repetirlo?».
99
Manual de psicopatología. Volumen 1
Tabla 4.2 Objetivos de las técnicas de escucha activa (no directivas)
TÉCNICA
OBJETIVOS
Paráfrasis
— Transmitir que se ha entendido el significado central del mensaje.
— Facilitar la ordenación y expresión del pensamiento de la persona.
— Centrar la atención sobre el contenido cognitivo del mensaje.
— Ayudar a comprender el mensaje y comprobar si se le ha entendido bien.
Reflejo
— Comunicar que se ha captado la parte emocional del mensaje verbal.
— Facilitar el conocimiento y expresión emocional por parte de la persona.
Resumen
— Demostrar que la persona está siendo escuchada.
— Enlazar y ordenar los diferentes aspectos tratados a lo largo de la entrevista.
— Realzar los temas centrales de la entrevista poniendo el foco en los mismos.
— Identificar comunalidades entre mensajes o entre diferentes sesiones.
— Facilitar una transición suave entre diferentes temas.
— Disminuir la intensidad emocional del entrevistado dando un «respiro» psicológico.
Clarificación
— Aclarar el mensaje cuando existe una confusión por parte del clínico.
Autorrevelación
— Hacer que se considere al entrevistador como un ser humano más para equilibrar en cierta medida los niveles
de «poder» y así facilitar la colaboración por parte del paciente.
— Hacer que la persona se sienta comprendida.
— Facilitar la apertura y autorrevelación de la persona.
— Compartir información que puede resultarle útil a la persona.
— Modelar nuevas conductas.
— Puede emplearse como estrategia directiva, como un modo de hacer sugerencias.
Inmediatez
— Discutir algo que el entrevistador siente sobre sí mismo, sobre el entrevistado o sobre la relación, y que no se ha
expresado de forma directa.
— Proporcionar retroalimentación sobre un momento concreto de la entrevista.
— Ayudar a la autoexploración del entrevistado dado que es frecuente que se relacione con el clínico del mismo modo
que lo hace con otras personas significativas.
Basado en Cormier et al., (2017) y Roncero y García-Soriano (2012).
2. Planteamos un resumen seguido de una pregunta: «Lo que te
molestó de la actitud de tus jefes fue que te cambiaran a otro
departamento, ¿me equivoco?».
3. Presentamos alternativas de respuesta esperando la aclaración:
«Entonces, ¿lo que te molestó fue que te cambiaran de departamento, o que te enteraras por tus compañeras?».
5. Autorrevelación
La autorrevelación es una técnica en la que el clínico expresa
alguna información personal, demográfica o experiencia propia. Su
empleo puede servir para lograr distintos objetivos, desde nivelar
la posición del entrevistador con la del paciente, hasta tratar de
hacer sugerencias (véase Tabla 4.2). En función de la influencia que
se pretenda lograr, esta técnica será más o menos directiva. Antes
de emplearla, el clínico tendrá que estar seguro de que su uso ayudará a la relación y que no se emplea como respuesta a las propias
necesidades (Cormier et al., 2017). Un ejemplo de autorrevelación
podría ser el siguiente:
Clínico: Entiendo perfectamente lo que dices, yo odio toda esa
burocracia. Yo también tuve que hacer todo ese papeleo hace
100
unos meses; la documentación hay que entregarla en la Subdelegación del Gobierno.
6. Inmediatez
Finalmente, la técnica de inmediatez consiste en hacer explícito en
un determinado momento lo que está ocurriendo respecto a sí mismo (el clínico), la situación, o la relación entre clínico y paciente, en
ese preciso instante. La inmediatez puede cubrir diversos objetivos
(véase la Tabla 4.2), pero en general se trata de poner el foco en
lo que el clínico está sintiendo aquí y ahora para poder trabajarlo
en ese mismo instante y así evitar que el rapport se vea afectado
negativamente. A la hora de su empleo, es aconsejable tener en
cuenta algunas consideraciones (Cormier et al., 2017):
1.
Emplear la inmediatez en el momento preciso en el que ocurre el problema: «me siento incómoda» en lugar de «me sentí
incómoda», o «me he sentido incómoda».
2. Proporcionar una descripción no evaluativa de la situación:
«he notado que las últimas sesiones has llegado tarde a las
citas».
Capítulo 4.
La entrevista diagnóstica
Tabla 4.3 Objetivos de las técnicas de escucha activa (directivas)
Técnica
Objetivos
Indagación o sondeo
— Conocer a la persona en su conjunto, aspectos de su problema, gravedad de la sintomatología, frecuencia, duración,
así como su contexto.
Interpretación
— Contribuir al desarrollo de una relación positiva reforzando la autorrevelación del entrevistado y la credibilidad
del clínico.
— Identificar patrones entre mensajes y conductas.
— Explicitar los mensajes del paciente.
— Contribuir a que el paciente comprenda mejor su problema desde un marco de referencia distinto al suyo.
— Promover el autoconocimiento del paciente.
Encuadre
— Ayudar a comprender los objetivos del tratamiento.
— Cambiar el modo de interpretar la conducta de otra persona o situación para que responda de modo diferente.
Confrontación
— Animar a explorar maneras alternativas de percibir algún suceso o situación.
— Hacer consciente al paciente de discrepancias o incongruencias en sus pensamientos, sentimientos o conductas.
Afirmación de la
capacidad
— Ayudar a la toma de conciencia de su propia capacidad.
— Motivar al paciente a realizar una determinada actividad.
— Enfatizar los beneficios que tendría implicarse en la actividad.
Información
— Explicar la estructura y objetivos que tendrá la propia entrevista.
— Mostrar al paciente información de cualquier tipo.
— Plantear las consecuencias o implicaciones de las alternativas de acción que tiene el paciente.
— Corregir información no exacta o disipar mitos.
— Motivar al paciente a considerar conductas o decisiones que puede haber estado evitando.
Instrucciones
— Proporcionar la información necesaria para que el paciente sea capaz de realizar —o dejar de realizar— una
determinada tarea o conducta.
Basado en Cormier et al., (2017), Roncero y García-Soriano (2012), y Sommers-Flanagan y Sommers-Flanagan, 2017.
3. Elaborar el mensaje en voz activa, en primera persona: «yo me
siento incómoda por esta situación», en lugar de en voz pasiva
«me estás haciendo sentir incómoda por esta situación».
Técnicas verbales no directivas. Aquellas que animan al
paciente a expresarse y con las que se le demuestra que
está siendo escuchado y comprendido. Se realizan desde
el marco de referencia del entrevistado. También llamadas
facilitadoras de la narrativa del paciente, porque invitan a
que sea el cliente quien explore en su propio discurso. Destaca la importancia de la escucha activa en la entrevista
diagnóstica.
b. Saber preguntar
Para poder lograr el objetivo de la entrevista, además de saber
escuchar, se requiere la habilidad de saber preguntar, esto es, la
capacidad de formular la pregunta exacta en el momento adecuado, ya que en función del tipo de pregunta que hagamos obtendremos un tipo y cantidad de información u otro. Para ayudarnos
en esta tarea, existen una serie de técnicas de intervención verbal directivas que se exponen a continuación (i. e., indagación,
interpretación, encuadre, confrontación, validación de capacidad,
información e instrucciones). Se les llama técnicas directivas porque el entrevistador ejerce una influencia directa sobre el cliente
y, a diferencia de las técnicas no directivas, estas parten del marco
de referencia del entrevistador. Es por ello que la recomendación
será no comenzar a emplear estas técnicas hasta asegurarnos que
hemos establecido el rapport con el cliente en los primeros minutos de la entrevista. Excepto la técnica de indagación, el resto son
más empleadas en entrevistas terapéuticas o motivacionales, pero
es interesante conocerlas porque en momentos puntuales pueden
ser de utilidad también en la entrevista diagnóstica. En la Tabla 4.3
se presentan los objetivos de las técnicas directivas que exponemos
a continuación.
1. Indagación o sondeo
Al empleo de preguntas para obtener información se conoce como
técnica de indagación o sondeo. Los aspectos clave a manejar son
qué, cómo y cuándo preguntar. Por otra parte, es necesario saber
combinar la indagación con técnicas no directivas para lograr la
información justa sin que la persona tenga la sensación de que está
siendo sometido a un interrogatorio.
101
Manual de psicopatología. Volumen 1
Antes de comenzar con las preguntas, es interesante hacer
explícito al paciente que se le va a hacer varias preguntas, con
algún mensaje de tipo: «Para poder conocerte mejor y hacerme
una idea de lo que te ocurre, voy a hacerte varias preguntas, ¿te
parece bien?» Tras esto, habitualmente se comenzará a recabar
datos con una pregunta abierta. Las preguntas abiertas son aquellas
que empiezan por los adverbios interrogativos qué, cómo y por qué.
La ventaja de formular este tipo de preguntas es que anima a la
persona a responder libremente favoreciendo respuestas elaboradas.
Como decíamos, aportan información general útil al inicio de la
sesión, y también cuando empezamos un tema nuevo en la entrevista. Algunos ejemplos de preguntas abiertas al inicio de la entrevista
para valorar el motivo de consulta serían los siguientes:
Si te parece, cuéntame, qué te traído hasta aquí.
¿Qué te ha motivado a pedir ayuda?
Una vez el paciente haya comenzado su relato, se emplearán las
técnicas no directivas oportunas expuestas en el punto anterior para
favorecer el rapport, haciendo que la persona se sienta escuchada y comprendida. A continuación, se puede seguir con la técnica
del embudo, que trata de ir acotando las respuestas del paciente por medio de preguntas cada vez más cerradas para averiguar
exactamente qué le ocurre y cuáles son los síntomas. Para ello se
emplearán las preguntas cerradas, que son aquellas que ayudan a
obtener información concreta y breve, evitando que la persona se
extienda en su discurso. Son preguntas que empiezan por ¿cuándo?,
¿dónde?, ¿cuánto?, ¿con qué?, entre otras, o también pueden ser
preguntas disyuntivas. Estas preguntas son muy necesarias en las
entrevistas diagnósticas porque ayudan a concretar sobre síntomas
que presenta el paciente y que puede resultarle difícil especificar, y
pueden ser importantes para poder establecer si se cumplen ciertos
criterios diagnósticos o no. En este sentido, es frecuente que los
pacientes se expresen en términos psicológicos, con un significado
lego o que no se ajuste a la descripción científica del término, por
ejemplo, describiéndose como una persona «obsesiva» o «depresiva», o que ha tenido un «ataque de nervios». Será labor del clínico
determinar la exactitud de estas afirmaciones para ver a qué se
refiere exactamente y si se ajusta su descripción a la alteración que
presenta. Con preguntas del tipo:
¿Qué quieres decir cuando indicas que has tenido… (p. ej., un ataque
de ansiedad, o un atracón, o que se siente mal, o que no duerme, o que no come nada, o que se obsesiona)? ¿Podrías ponerme un ejemplo? ¿podrías describirme la última vez que te pasó?
O preguntas más específicas dirigidas a clarificar la forma, frecuencia y características de la sintomatología descrita para determinar si se ajusta a la descripción psicopatológica del concepto.
Por ejemplo:
Paciente: No pego ojo en toda la noche.
Clínico: Veo que pasas malas noches, ¿cuántas horas has dormido
esta noche?, ¿suele ser así todas las noches?, ¿cuántas veces
sueles despertarte por las noches?, ¿tardas en conciliar el sueño?, ¿te despiertas antes de tiempo?
Paciente: Después de aquella discusión llegué a casa muy angustiada y perdí el control, tuve un atracón, luego me sentí fatal,
fui corriendo al baño y vomité.
Clínico: ¿Podrías decirme cuánto tiempo duró el atracón?, ¿qué
ingeriste exactamente?
102
El empleo de las preguntas cerradas es también aconsejable
cuando se acerca el final de la entrevista, con objeto de ir limitando
el discurso y favorecer la transición a la fase final. Algunos ejemplos
de preguntas cerradas serían los siguientes:
En esos momentos, ¿también sientes que se te acelera el pulso o
que pierdes el control?, ¿sueles pedir ayuda a alguien cuando
tienes esos ataques de nervios que describes?
Como norma general, a lo largo de la entrevista se organizarán
las preguntas por áreas temáticas, para asegurarse de no hacer
una transición a otro tema hasta haber conseguido la información
necesaria sobre el anterior. En la Tabla 4.4 se presentan algunas
indicaciones o directrices adicionales a la hora de saber cómo preguntar en la entrevista diagnóstica.
2. Interpretación
Esta técnica consiste en proporcionar explicaciones alternativas a
los problemas del paciente desde el marco de referencia del clínico,
por tanto, dependerá de su perspectiva teórica. Para ello el clínico
interpreta los mensajes implícitos del paciente, en los que expresa
conductas, patrones, objetivos, deseos y sentimientos no conscientes. La aplicación de esta técnica es compleja, y se recomienda su
uso de manera muy respetuosa y tentativa, y solo cuando la relación
con el paciente está bien establecida. Se recomienda emplearla
cuando estemos seguros de que el paciente podría llegar por sí
mismo a esa misma interpretación, está en condiciones de asumir
el nuevo significado, y solo si se cuenta con suficiente tiempo en la
entrevista para manejar la ansiedad o resistencia que puede ocasionar en el paciente.
Puede que me equivoque, pero escuchando lo que me cuentas me
parece que… ¿estoy en lo cierto?
3. Encuadre
El encuadre es una técnica similar a la interpretación, puesto que
su objetivo principal es que el paciente vea el mundo desde una
perspectiva más adaptativa. La diferencia es que esta técnica trata
de ofrecer significados alternativos a determinadas situaciones que
el paciente interpreta de manera negativa, abriendo así un posible
camino al cambio. Aunque esta técnica es fundamental en la entrevista terapéutica, también puede ser de utilidad en la entrevista
diagnóstica para motivarlo a que continúe con la entrevista o para
que acepte recibir tratamiento. Un ejemplo de encuadre sería el
siguiente:
Paciente: Mi hijo pequeño es insoportable, cuando llego a casa
y me siento en el sofá comienza a gritar, a hacer el bestia,
tirarse por los sofás... Busca ponerme al límite, ¡y lo consigue!
Clínico: Quizá tu hijo, después de todo el día sin verte, quiere tu
atención, y la única manera que encuentra de conseguir que
le hagas caso es comportándose de esa manera.
4. Confrontación
Se trata de hacer explícita una contradicción que observamos a
nivel de discurso y/o conducta del paciente. El objetivo final es promover el cambio de manera constructiva, poniendo de manifiesto
una incongruencia que percibimos. Para que la confrontación no
se transmita en tono de crítica, es necesario que nos limitemos a
exponer la contradicción de manera descriptiva, evitando el tono
Capítulo 4.
La entrevista diagnóstica
Tabla 4.4. Directrices sobre cómo formular las preguntas
— Empleando un lenguaje adecuado al paciente.
— En sentido positivo, evitando preguntas del tipo «no fumas mucho, ¿no?».
— En tono agradable para animar a contestar de manera honesta y abierta.
— Sobre conocimientos que la persona sea capaz de contestar.
— Sin abusar de términos técnicos, y, en caso de ser necesario, se definirán.
— Sobre temas menos íntimos al inicio de la sesión. Se irá cambiando progresivamente cuando se perciba que la persona está
preparada y cómoda para contestar.
— Personalizando la pregunta de manera que la persona se sienta más identificada.
— Secuenciando las preguntas de una en una para evitar la sensación de interrogatorio o bombardeo, y dejando tiempo
para pensar.
— Realizar solo preguntas justificadas de cara al objetivo de la entrevista.
— Permitir —o no evitar— los silencios, ya que son útiles para que la persona ponga en orden sus pensamientos y da la
oportunidad de hablar con libertad al entrevistado.
— No deben sugerir nunca una respuesta.
— Evitar, en la medida que se pueda, preguntas disyuntivas.
— Explicar al paciente por qué las preguntas que formulamos son importantes para conocer su caso.
Basado en García-Soriano y Roncero (2012).
recriminatorio y el juicio de valor. Solo se recomienda su uso cuando
esté asegurada la relación de confianza con el paciente, y cuando
se perciba que está preparado para recibir el mensaje positivamente, y nunca cuando se encuentre en un momento de elevada
carga emocional. Tampoco será conveniente emplearla al finalizar
la sesión, pues se debe disponer de tiempo para trabajar con posibles resistencias. Una buena manera de plantear la confrontación es
añadiendo una clarificación al final para suavizar el tono, como se
muestra en el siguiente ejemplo:
Por un lado, me dices que te cuesta concentrarte y no puedes
estudiar, pero por otro parece que tu media en lo que llevas
de curso es de sobresaliente, ¿es así?
5. Afirmación de capacidad
Al emplear esta técnica se hace explícita una capacidad que tiene
el paciente para realizar alguna actividad y así animarle a que la
realice. Solo se usará si se tiene la certeza de que efectivamente
el paciente es capaz de realizarla, y siempre que no presente una
imagen muy negativa de sí mismo en ese ámbito. A continuación, se
presenta un ejemplo de afirmación de capacidad:
Paciente: (…) no sé si seré capaz de manejarme bien con el ordenador.
Clínico: Usas el ordenador casi a diario, editas tus fotos, buscas y
lees información por internet, hablas por Skype con tus hijas
que viven fuera de España… Seguro que eres capaz de manejarte bien en un curso on-line.
6. Información
Esta técnica trata de proporcionar alguna información útil para el
paciente, como, por ejemplo, dar información psicoeducativa sobre
el funcionamiento de la ansiedad. A continuación, se presentan
algunas recomendaciones a la hora de emplear esta estrategia
(Cornier et al., 2009; Rojí, 1994):
1.
Dar la información de forma objetiva, sin incluir opiniones ni
ocultar parte de la información.
2. Ajustar la cantidad para no sobrecargar al paciente.
3. Proporcionar únicamente información de la que se esté seguro.
4. Elegir el momento adecuado, cuando el entrevistado la necesite
y pueda aceptarla.
7. Instrucciones
El objetivo principal de esta técnica es mostrar las pautas para realizar una determinada tarea o conducta. En la entrevista diagnóstica habitualmente se utilizará para mostrar al paciente cómo ha
de completar registros o cuestionarios que ha de rellenar para la
siguiente sesión. Deberán estar formuladas con un lenguaje sencillo y adaptado a las habilidades del paciente. Será recomendable
asegurarse de manera sutil que ha comprendido la instrucción. Se le
puede pedir directamente que exprese «qué dudas tiene», en lugar
de preguntar «si tiene dudas». Además, la instrucción siempre será
mejor recibida si la exponemos a modo de deseo y no de orden. Un
ejemplo de instrucción puede ser el siguiente:
Clínico: Me gustaría que esta semana pensaras qué actividades
te gustaba hacer antes, y que las escribieras en orden de preferencia.
Técnicas verbales directivas. Aquellas en las que el
entrevistador ejerce una influencia directa sobre el cliente
y, a diferencia de las técnicas no directivas, parten del marco de referencia del entrevistador.
103
Manual de psicopatología. Volumen 1
B. Proceso de la entrevista. Fases
de la entrevista
Atendiendo al dinamismo propio de la entrevista, esta puede ser
definida como un proceso comunicativo entre dos personas, en el
que —como en cualquier proceso— pueden diferenciarse una serie
de fases. Y a pesar de que las fases de la entrevista que se plantean son extrapolables a cualquier ámbito, aquí enfatizaremos las
peculiaridades de la entrevista en el ámbito clínico. Así mismo, cabe
recalcar que, a pesar del empeño por homogeneizar las entrevistas
con unas fases comunes estableciendo tiempos aproximados para
cada una de ellas, el ritmo de la entrevista dependerá de las personas que estén involucradas, por lo que no existirán dos entrevistas
iguales. Estableciendo un símil con el baile, el entrevistador deberá
marcar el paso de manera sutil, pero clara, atendiendo en todo
momento el paso de la otra persona, pues el objetivo es que ambos
vayan al unísono y a un ritmo adecuado, ni muy rápido, ni muy lento.
Por ello, una de las habilidades básicas del entrevistador será tener
la flexibilidad y a la vez el dominio necesario para amoldarse a las
circunstancias de cada persona sin dejar de tratar los puntos que
desea en el momento oportuno.
Por lo que respecta a la diferenciación de fases en la entrevista
psicológica, existen diversas propuestas de autores que establecen
desde tres hasta cinco fases (Roncero y García-Soriano, 2012; Shea,
2002; Sommers-Flanagan y Sommers-Flanagan, 2017). En este apartado se definirán las tres fases fundamentales: inicial, intermedia y
final. Cada una de estas fases tendrá unos objetivos y herramientas
o medios específicos para lograrlos, así como una duración aproximada. Y a pesar de que deben seguirse en un orden secuenciado,
esto no implica que en caso de ser necesario se pueda retroceder y
retomar alguna tarea o aspecto de una fase anterior, aunque esto
será un buen indicador.
a. Fase inicial
La fase inicial tiene una duración muy breve, transcurre durante los
primeros ocho o diez minutos de la entrevista, aunque como acabamos de exponer, lo principal será la flexibilidad, pues algunas personas necesitarán cinco minutos, mientras que otras requerirán diez.
En estos primeros minutos la persona formará una primera impresión
sobre el entrevistador y sobre lo que va a ocurrir en la entrevista,
por lo que el clínico tratará de transmitir una impresión lo más acertada y positiva posible (Shea, 2002). Como se puede observar en
la síntesis presentada en la Tabla 4.5, el objetivo principal en esta
primera fase es el establecimiento del rapport. Forjar una buena
relación personal positiva entre entrevistador y paciente, contribuirá
en gran medida al éxito de la entrevista —y el tratamiento posterior
si fuera el caso—. Hay que tener presente que en la siguiente fase
se le pedirá a la persona que hable de cuestiones personales y con
una alta carga emocional, por lo que será esencial lograr la comodidad y confianza. Este objetivo se puede lograr comenzando con
alguna pregunta intrascendente o comentario social que no suponga
ninguna dificultad a la persona y ayude a reducir la tensión, pudiendo continuar con recogida de datos de identificación de paciente.
Hablar sobre situaciones de la vida cotidiana relaja al cliente y facilita que explique mejor sus experiencias (Poole y Higgo, 2017). Se
puede comenzar el primer contacto con frases como las siguientes:
¿Ha llegado bien a la consulta? Hay obras en todo el barrio y es
un poco lioso; Hace bastante frío fuera, ¿verdad? He puesto la
calefacción, si tiene calor puedo apagarla.
104
Otro elemento relevante a la hora de establecer el rapport es
averiguar de qué manera quiere la persona que nos refiramos a ella,
saber si le podemos tutear, y qué nombre prefiere que utilicemos
para llamarle. De esta manera, según Shea (2002), logramos que
la persona sienta que la respetamos, mostramos que tiene control
sobre algo importante para él/ella y, además, nos aporta información sobre el trato que quiere recibir, más cercano o más formal.
El segundo objetivo de la primera fase será reducir la incertidumbre, especialmente importante en la primera entrevista, cuando
la persona trae una serie de ideas preconcebidas, inquietudes y
miedos que se tendrán que averiguar. Estas dudas pueden ir desde
cuestiones como ¿cuánto tiempo durará la entrevista? hasta inseguridades acerca del profesional y su relación con él, ¿cómo será el
clínico?, ¿será buen profesional?, ¿qué pensará de mí?, ¿me obligará a hablar de cosas de las que no quiero hablar? Responder
estas cuestiones ayudará a que se reduzca la ansiedad y la persona se sentirá más cómoda (Shea, 2002). Igualmente relevante
será conocer las expectativas que trae la persona sobre esa sesión
—y el tratamiento en su conjunto, si fuera el caso—. Para ello, por
medio de la técnica de encuadre, se nivelarán expectativas con
la explicación del principal objetivo de la entrevista, especificando
qué se hará y durante cuánto tiempo. Se le explicará que durante
la siguiente hora se recogerá información sobre su problema, para
lo cual se le irán haciendo algunas preguntas, más o menos específicas sobre diferentes aspectos relacionados con el tema. Así se
logra reducir la incertidumbre y la ansiedad de la persona a la vez
que se establecen unas expectativas realistas que pueden coincidir
—o no— con las que la persona contaba previamente. Además, permite que el entrevistador se haga una idea inicial de la persona
a la que entrevista. También en esta fase es necesario explicitar
la confidencialidad de los asuntos tratados durante la entrevista,
firmando un consentimiento informado en caso de ser necesario
(Sommers-Flanagan y Sommers-Flanagan, 2017).
También en los primeros minutos, el clínico comenzará a valorar
el estado mental de la persona, observando atentamente aspectos
desde la apariencia física, nivel de conciencia, orientación, atención y lenguaje, elementos incluidos dentro del examen del estado
mental que veremos más adelante. De esta manera se comienzan a
establecer hipótesis que dan información para orientar el resto de
la entrevista, y que en determinadas ocasiones nos permitirán tomar
la decisión de posponer la entrevista si la gravedad del trastorno lo
requiere. Por ejemplo, en situaciones en las que la persona no es
capaz de mantener su atención, requiere atención clínica inmediata, o en pacientes con déficits permanentes con los que desaconsejan su uso (p. ej., retraso mental grave o demencia grave).
b. Fase intermedia
Esta fase representa el grueso de la entrevista, con una duración
aproximadamente de 45 minutos. Por ello es especialmente importante calibrar el tiempo para recabar toda la información necesaria para la evaluación, sin tener que terminar la entrevista de
manera precipitada o dejar aspectos sin abordar. El principal objetivo de la entrevista —y de esta fase en particular— es recoger la
información imprescindible para identificar el problema, elaborar
hipótesis diagnósticas que sirvan como guía a la hora de preguntar
acerca de los síntomas que nos interesa rastrear, y finalmente, realizar una primera toma de decisiones en cuanto a la conveniencia
de ofrecer tratamiento o derivación a otro profesional (véase la
Tabla 4.5). La información que recojamos deberá ir encaminada
Capítulo 4.
La entrevista diagnóstica
Tabla 4.5. Descripción de los objetivos propios de las fases de la entrevista diagnóstica
OBJETIVO
DESCRIPCIÓN
FASE INCIAL
Establecer la base del rapport.
Aspecto central de la fase inicial. Primeros minutos en los que se forja la base de la relación personal.
Reducir la incertidumbre.
Definir la situación, explicar el objetivo y el desarrollo de la entrevista, para modificar ideas preconcebidas
y reducir resistencias.
Sondear y establecer
expectativas.
Saber qué espera la persona de la entrevista para establecer una expectativa realista y así evitar
malentendidos.
Obtener los primeros datos del
estado mental.
Se recabarán datos iniciales sobre aspectos como la orientación, la atención, el lenguaje, la apariencia
física, y nivel de conciencia.
FASE INTERMEDIA
Obtener información relevante
y precisa.
El principal objetivo de la entrevista es que la persona transmita la cantidad justa y necesaria
de información.
Identificar el problema.
Identificar y definir el problema de la manera más exacta posible.
Elaborar hipótesis.
Durante la entrevista es importante ir elaborando hipótesis que guíen las preguntas posteriores de
la entrevista.
Decisión de derivación
o tratamiento.
Tomar una decisión sobre la conveniencia de que la persona reciba tratamiento psicológico o sea derivada
a otro profesional. Y si fuera necesario, profundizar en el caso para diseñar la intervención.
FASE FINAL
Resumir lo que se ha visto en la
entrevista.
Recapitular lo que se ha tratado para obtener una visión global. Permite aclarar informaciones erróneas
o malentendidos.
Planificar citas, acciones y/o
tareas futuras.
En este punto se pautarán posibles tareas que sean interesantes que la persona realice de cara a la
siguiente cita, se explicará cómo y cuándo tiene que llevarlas a cabo. Además, en caso de ser necesario
se pactará la siguiente visita con la persona.
Aclarar dudas o comentarios.
Asegurarse de que la persona no se queda con ninguna pregunta o duda por formular.
Cierre o despedida.
En función de la situación, en la despedida se hará referencia a la próxima cita o se le deseará que todo
le vaya bien.
Basado en Roncero y García-Soriano (2012).
a obtener no solo una descripción «topográfica» de las conductas
problemáticas, sino también lograr apresar una perspectiva general
de la persona y sus circunstancias vitales, que nos permitan comprender mejor a la persona. Realizar estas entrevistas requiere un
buen conocimiento psicopatológico y diagnóstico, sobre todo en
entrevistas no estructuradas, pero también en el caso de emplear
entrevistas estructuradas se requerirá formación y entrenamiento
específico sobre su empleo.
Durante esta fase se requiere por parte del entrevistador principalmente las habilidades de saber preguntar y saber escuchar
expuestas en el punto anterior. Esta fase se comenzará formulando
una pregunta abierta para que la persona se sienta libre para expresarse. En esta fase es el entrevistado quien pasará la mayor parte
del tiempo hablando en respuesta a las preguntas del entrevistador
de una manera más o menos dirigida. Durante toda la entrevista
deberá predominar la fluidez, para lo que será importante saber
realizar transiciones sutiles entre temas y evitar así transmitir una
sensación de interrogatorio. Este es el momento donde cobra mayor
importancia que el clínico marque «el ritmo del baile» que mencionábamos anteriormente. En este sentido, existen algunas actitudes
y gestos sutiles que pueden ser de utilidad (Sommers-Flanagan y
Sommers-Flanagan, 2017): (1) mostrar una actitud relajada con una
postura «abierta» que animan a la persona a hablar; (2) mantener
el contacto visual y no tomar notas muestra que el entrevistador
está atento a lo que la persona cuenta; (3) realizar gestos como
recolocarse en la silla, apartar la mirada o coger el block de notas,
muestra que debe terminar de hablar o cambiar de tema.
En general, se debería apreciar a lo largo de la entrevista que la
persona se va sintiendo más relajada y cómoda, pudiéndolo comprobar a través de su lenguaje verbal y no verbal. A la hora de escoger
el rumbo de las preguntas, se debe tener en cuenta que las personas
pueden presentar ciertas barreras o resistencias, siendo conscientes
105
Manual de psicopatología. Volumen 1
de que puede haber sesgos en la información que obtengamos, y
que resultará necesario consultar con familiares y/o allegados para
poder contrastar los datos. Las barreras pueden provenir de (García-Soriano y Roncero, 2012):
Entiendo que no ha sido fácil hablar de ciertos temas, pero gracias
al esfuerzo que has hecho, ahora tengo información muy valiosa para que podamos abordar entre ambos tu problema de la
mejor manera posible.
1.
Seguramente no tendrás muchas ganas de rellenar los cuestionarios que te he pedido que completes esta semana, pero me
darán información necesaria para poder entender mejor cómo
te sientes.
El propio contenido. Hay que tener presente que la persona tendrá que hablar de aspectos personales que resulten difíciles de
verbalizar, o que incluso nunca haya compartido con nadie.
2. La motivación para realizar la entrevista. Uno de los aspectos
que hay que valorar desde el inicio es si la decisión de acudir a
consulta ha sido tomada por la propia persona o por otro profesional (p. ej., un juez o un médico) o persona (p. ej., su pareja o
sus padres). También es posible que la persona haya acudido por
propia voluntad pero que su motivación sea trabajar únicamente
algunos aspectos del trastorno, como pueda ser una paciente
con bulimia que quiera librarse de los atracones y vómitos con
idea de poder adelgazar para sentirse mejor consigo misma.
3. La conciencia del problema. Son especialmente complejos los
casos en los que no existe conciencia del problema, y el paciente ha acudido a la consulta obligado por otra persona, como
puede ocurrir en pacientes con episodios de manía, con delirios,
anorexia nerviosa grave, o trastornos de personalidad.
4. La incongruencia entre la queja del paciente y el problema principal. Es necesario tener en cuenta que la demanda de algunos
pacientes no está relacionada con el problema que el clínico
valora como principal. Por ejemplo, en el caso de un paciente
con problemas en sus relaciones sociales donde se detecta que
existe un trastorno de personalidad a la base. Aquí, el clínico tendrá que indagar sobre aspectos que el paciente puede
considerar irrelevantes para su queja, a la vez que atiende a la
demanda del paciente.
Pero, además, el propio entrevistador puede experimentar
barreras que le impidan actuar con la objetividad necesaria para
realizar una correcta evaluación. En este sentido, Rojí y Cabestrero
(2008) señalan la importancia de la auto-observación para tratar
de evitar conductas o actitudes de aprobación y especialmente de
desaprobación, que puedan ser percibidas por el paciente.
La decisión de cerrar esta parte de la entrevista para pasar a la
fase final está determinada por el límite de tiempo, pero también
puede precipitarse cuando se observe que el paciente se encuentra
cansado, o existe alguna dificultad que no permita proseguir con
la entrevista en buenas condiciones, por ejemplo, por un ruido que
dificulta el diálogo, o cualquier circunstancia que ponga en riesgo
la intimidad y confidencialidad de la persona.
c. Fase final
Esta fase tendrá una duración aproximada de entre diez y doce
minutos, y al igual que en las fases anteriores, será flexible en función de las circunstancias de cada paciente. Será en este momento
cuando resumamos lo visto, planifiquemos y expliquemos tareas,
resolvamos dudas, y nos despidamos (véase la Tabla 4.5). El objetivo principal de esta fase será reforzar al paciente para animarle a
volver y hacer las tareas —si es el caso—, o a acudir al profesional
que le derivemos (Shea, 2002). Podemos reforzar al paciente con
frases del siguiente tipo:
Sé que no ha sido sencillo para ti pedir ayuda y haber venido
hoy aquí. Es un paso muy importante para poder solucionar
tu problema.
106
En esta fase será de mucha utilidad realizar un resumen de los
aspectos que se han tratado durante la entrevista para dar una
visión global, así como descubrir y aclarar malentendidos si los
hubiere. Si la persona saca en ese último momento algún tema, se
valorará si lo hace por una resistencia a terminar con la entrevista,
o para evitar que se profundice en el tema.
En este punto se planificarán posibles citas, pautas o tareas que
la persona ha de realizar para la próxima sesión, explicando cómo
y cuándo debe hacerlas. Nos aseguraremos de que efectivamente lo
ha comprendido, incluso pidiéndole de manera sutil que nos explique qué es lo que ha entendido, para evitar que la falta de comprensión sea motivo de no hacer la tarea propuesta. Si fuera el caso,
se hablará sobre la necesidad de una próxima sesión y se cerrará la
cita. Antes de dar por finalizada la entrevista, daremos una nueva
oportunidad para que la persona plantee cualquier cuestión, duda
o inquietud que le haya quedado pendiente. Se recomienda que se
formule la pregunta afirmando que hay algo que preguntar, con
alguna frase del tipo ¿qué preguntas tienes sobre lo que hemos
hablado hasta ahora?, en lugar de ¿hay alguna pregunta que te
gustaría hacerme? De esta forma se anima a la persona a preguntar
y se reducen posibles reticencias (Morrison, 2014).
Al terminar, hay que tener en cuenta que en ningún caso se
podrá cerrar una entrevista si el paciente se encuentra con un estado de ánimo bajo —o peor de lo que empezó—, tratando siempre
de cerrar la sesión con un estado de ánimo positivo. Finalmente, se
mencionará la próxima cita que se haya acordado, acabando con
un mensaje en tono positivo y esperanzador.
III. Información a explorar en
las entrevistas diagnósticas
En este apartado se describirá aquella información que a lo largo
del proceso de evaluación y diagnóstico es recomendable recoger, y
que se recogerá y organizará en los primeros apartados de la historia clínica. Abarca, por tanto, toda aquella información a evaluar y
recoger desde el primer contacto con el paciente hasta el momento
en que se realiza un diagnóstico.
La información a recoger aborda las siguientes áreas: (1) historia
del problema y anamnesis; (2) el examen del estado mental o psicopatograma, y (3) toda aquella información necesaria para realizar el
diagnóstico clínico. Es por ello que incluye datos proporcionados por
el paciente tanto a nivel trasversal como longitudinal. Cabe tener
en cuenta que, aunque esta información se presente por separado
con un objetivo didáctico y comprensivo, y porque así se organiza
en la historia clínica, dichos elementos no son independientes sino
que están interrelacionados, por lo que su evaluación a menudo se
realizará a la par.
Como se ha indicado con anterioridad, la evaluación se realizará principalmente a través de la entrevista, empleando tanto la
Capítulo 4.
observación, la conversación informal, como preguntas abiertas y
otras específicas (Muñoz, 2003). Es importante recordar que, en
la entrevista, a través de la observación y de preguntas informales,
se puede obtener mucha información, y «aligera» el proceso de
evaluación, reduciendo el número de preguntas a realizar. Para esta
exploración, el clínico partirá de información recogida de forma
previa a la primera entrevista (p. ej., contacto telefónico) o proporcionada por el especialista que remite al paciente.
A. La historia del problema y anamnesis
Para poder definir y comprender adecuadamente cómo se ha desarrollado el problema, se requerirá obtener información variada que
además de valorar la sintomatología en profundidad, incluirá el
estilo de vida, preocupaciones, debilidades y fortalezas de la persona, entre otras cuestiones. En la Tabla 4.6 se recoge un guion de
las áreas de evaluación que se pueden incluir. A continuación se
describe cada una de estas áreas, junto con pautas sobre cuándo
y cómo valorarlas, y se proponen preguntas que pueden guiar esta
exploración en una primera entrevista de evaluación. Sin embargo,
como hemos comentado con anterioridad, es importante tener presente que cualquier entrevista es un proceso fluido, entre paciente
y entrevistador, por lo que a menudo no seguirá en orden estricto
la obtención de esta información, y la valoración de estos apartados
podrá requerir más de una sesión de evaluación.
1. Datos de identificación del paciente. Recoge información
relativa al nombre, sexo, edad, nacionalidad, estado civil, personas
con quien convive en la actualidad, nivel de estudios, profesión, y
situación laboral actual, principalmente.
Estos datos pueden recogerse al principio de la entrevista, o
por medio de alguna ficha que puede completar el paciente, por
ejemplo, mientras espera a ser atendido. Parte de esta información
se habrá recogido en un primer contacto telefónico cuando la persona (o algún familiar) solicita ayuda, o cuando es derivado.
Tabla 4.6. Áreas para valorar para la realización de la
historia del problema y anamnesis
— Datos de identificación del paciente.
— Datos del referente y motivo de referencia o derivación.
— Queja o motivo de consulta.
— Descripción del problema actual.
— Interferencia o consecuencias del problema actual en la vida
diaria.
— Historia y evolución del problema actual.
— Tratamientos para el problema actual.
— Problemas mentales anteriores y tratamientos.
— Historial médico.
— Información biográfica relevante.
— Antecedentes familiares.
— Personalidad premórbida.
— Otra información relevante.
La entrevista diagnóstica
2. Datos del referente y motivo de referencia o derivación.
En ese apartado se valora quién remite al paciente, qué especialista
le ha derivado o recomendado que solicite ayuda, o qué institución
(p. ej., judicial, sanitaria) y el motivo de tal solicitud. También puede que sea el propio paciente el que ha decidido solicitar ayuda,
o algún familiar o amigo se lo haya recomendado sin pasar por
una evaluación previa de otro profesional sanitario. De nuevo esta
información puede que se haya recogido con carácter previo a la
entrevista inicial con el cliente, por ejemplo, en un primer contacto
telefónico.
3. Queja o motivo de consulta. Recoge la descripción de la
queja según el propio paciente. Es decir, qué razones le han llevado
a solicitar ayuda en caso de que haya sido la persona quien la ha
solicitado (y no un familiar, por ejemplo), o por qué ha sido derivado, en los casos en los que le deriva otro profesional. Es importante
tener presente que el motivo o queja por el que alguien se decide
a solicitar ayuda puede no coincidir con el problema principal que
el clínico define, y que describiremos en el siguiente apartado. A lo
largo de la entrevista habrá que definir cuál es el problema principal sobre el que se deberá seguir trabajando o valorando.
Es importante también prestar atención a la correspondencia
entre el motivo verbalizado por el paciente y el que le trae a consulta. Puede que el paciente indique que la solicitud de ayuda ha
sido por voluntad propia y su deseo de superar una determinada
situación o problema, pero al profundizar, aflore que sus motivos
son económicos, familiares, o judiciales.
En algunos casos el paciente puede no clarificar el motivo, en
otros, con frecuencia, es vago en sus definiciones.
A lo largo del relato del paciente, es importante prestar una
atención especial a aquellas áreas de interés clínico que se describirán en los siguientes capítulos (p. ej., alteraciones a nivel cognitivo,
de los afectos y emociones, conductas de seguridad, sintomatología
física, problemas de personalidad, uso de sustancias), identificar los
síntomas que describa el paciente, cómo los experimenta, y qué
interferencias tienen en su vida cotidiana (Perpiñá y Baños, 2019).
Aspectos sobre los que se explorará a lo largo de la entrevista y que
exponemos en los siguientes apartados.
Puede que se haya obtenido información relacionada con la
queja cuando el paciente llama para solicitar una cita. En este caso,
suele ser breve la explicación por parte del paciente, por lo que
será necesario ampliarla en la primera entrevista con el paciente.
De modo que se puede empezar resumiendo la información que se
tiene («Solicitaste esta cita porque…») para pasar a pedirle más
información («¿cómo puedo ayudarte?»). En caso de que no se
tenga información previa se puede solicitar con preguntas del tipo:
¿Qué te ha traído a la consulta?
¿Cuál es el problema o los problemas que te han llevado a buscar
ayuda?
Se tratará de recoger la queja del paciente con sus propias
palabras, algo que puede resultar de utilidad para comprender
mejor su estado mental y la visión que tiene de sus síntomas (Sims,
2008), así mismo se procurará que la queja sea concreta, pues hay
pacientes que describen motivos como «ser más feliz» o «dejar
de sufrir» que resultan poco operativos. Una vez el paciente responde de forma más o menos extensa, por ejemplo, «Pues es que
no puedo concentrarme en nada», se deberán combinar preguntas
abiertas y cerradas junto con la escucha activa para delimitar el
107
Manual de psicopatología. Volumen 1
problema y facilitar que el paciente nos describa cuáles son sus
preocupaciones y sintomatología. Como ya se ha descrito, se tendrá
que prestar atención al empleo de la terminología «psicológica»
que emplean los pacientes.
Antes de pasar a explorar otros aspectos, es importante que
hagamos un resumen del motivo de consulta según lo hemos entendido para tratar de llegar a un acuerdo con el paciente sobre qué le
ha llevado a solicitar ayuda.
Entrevistador: Por tanto, si te he entendido bien, tu motivo de consulta…
Valoraremos también si, además del problema principal, hay
otras razones por las que ha solicitado ayuda.
Y aparte de ese problema/preocupación ¿tienes algún otro?, ¿te
preocupa algo más?
Una vez se han identificado todos los problemas, se tratará de
obtener información que permita jerarquizarlos y determinar cuál
de ellos es más grave o relevante para el paciente. Esto nos dará
información sobre el modo en que el paciente conceptualiza sus
problemas, y sugiere un objetivo preliminar para el tratamiento
(Sims, 2008).
Por tanto, podríamos decir que tus preocupaciones principales son
tu estado de ánimo triste, todas esas comprobaciones que tienes que hacer en relación a las dudas sobre si has hecho daño
a alguien, y tu timidez. De estos aspectos ¿cuál dirías que te
molesta/interfiere más en estos momentos?
4. Descripción del problema actual. En este apartado se describe el problema actual, tratando de comprender con toda su magnitud las características de las dificultades del paciente. Se describirán tanto los signos y síntomas que está experimentando el paciente
como su secuencia de aparición (antecedentes y consecuencias), su
frecuencia, intensidad, duración, se delimitará en qué situaciones se
da, y en qué situaciones o circunstancias no se presentan síntomas.
Esta descripción será fruto de la evaluación durante la fase intermedia de la entrevista. Una vez el paciente ha delimitado el/los
motivo/s de consulta, el entrevistador dirigirá la atención a aquellas
áreas de interés clínico, tratando de delimitar los síntomas y signos
que está experimentando el paciente. Esta exploración del problema realizada en la entrevista se puede completar con autoregistros
que el paciente realice entre sesiones, por ejemplo, para recoger
en qué situaciones le viene un pensamiento a la cabeza, con qué
intensidad, qué hace cuando le viene, o cómo se siente.
Como indicábamos al describir la fase intermedia de la entrevista, se puede comenzar con preguntas abiertas:
Describa un día típico y reciente en el que se manifieste el problema.
Cuénteme como en una película la última vez que le apareció el
problema.
E ir haciéndolas más concretas para delimitar las características
del problema. Por ejemplo, para evaluar los antecedentes, contexto
donde se da, frecuencia, gravedad, signos y síntomas, o secuencia
de aparición del problema se pueden hacer preguntas del tipo:
¿En qué situaciones aparece el problema? (i. e., en qué lugares,
con qué personas, a qué horas y qué días).
¿Qué sientes antes de que ocurra el problema? ¿Qué piensas?
108
¿Con qué frecuencia surge el problema en la actualidad?
Si tuvieras que indicar de 1 a 100 la intensidad de tu problema,
¿qué número le darías?
¿Qué haces/piensas/sientes cuando surge el problema? ¿Qué
hacen los demás? (valorar posibles ganancias secundarias).
¿Qué ocurre tras el problema? (sucesos, pensamientos, sensaciones).
5. Interferencia o consecuencias del problema actual en
la vida diaria. Recoge aquella información relativa a las consecuencias que el problema tiene en la vida de la persona, en su
día a día. Se valorará el nivel de funcionamiento de la persona y
el impacto que el problema tiene a nivel social, familiar, laboral/
educativo, económico, así como posibles complicaciones asociadas
al día a día del paciente. Por ejemplo, un paciente con síntomas
depresivos describe que hace tiempo que no tiene ganas de llamar
a sus amigos ni de cogerles el teléfono o responder sus WhatsApp,
de un tiempo a esta parte ya no le llaman, ni apenas le escriben,
además tampoco acude a trabajar y su jefe le ha dado varios avisos
de que podría perder el trabajo. Parece que sus síntomas están
teniendo consecuencias a nivel social (aislamiento social, deterioro
de las relaciones sociales, deterioro de las actividades de ocio) y a
nivel laboral, que pudieran desembocar en problemas económicos si
finalmente pierde el trabajo. También se valorará si el paciente, de
algún modo, obtiene algún tipo de beneficio o ganancia secundaria.
Siguiendo con el ejemplo anterior, el paciente relata que su expareja está continuamente llamándole y enviándole mensajes de ánimo.
Valorando si la persona presenta problemas a nivel económico, legal
o familiar (trámites de divorcio, custodia, deudas…) en la actualidad,
estos pudieran ser originados, o al menos influidos por la problemática a tratar. Es importante no confundir la interferencia, que son
las consecuencias del problema (p. ej., problemas de rendimiento
en el trabajo o en los estudios) con la sintomatología que presenta
el paciente (p. ej., dificultades de concentración, dificultades para
conciliar el sueño, o imposibilidad de salir de casa).
Podemos valorar la interferencia con preguntas del tipo:
¿Cómo dirías que este problema afecta en tu vida/en tu trabajo/
en tu casa/en tus relaciones con otras personas?
¿Cómo afecta el problema a tu familia/a tus amigos?
El análisis de la interferencia del problema ofrece mucha información sobre su significación clínica y sobre su gravedad. Cabe
recordar que la definición misma de trastorno mental hace referencia a que se tiene que dar un malestar clínicamente significativo, o
un «estrés o discapacidad, ya sea social, laboral o de otras actividades importantes» (APA, 2013, pp., 20).
6. Historia y evolución del problema actual. Recoge una descripción a nivel cronológico del problema del paciente. Es decir, se
incluirá información relativa: (a) al inicio del problema, es decir,
al momento en que los síntomas aparecieron, el momento en que
empezaron a ser un problema, si fue un inicio insidioso o brusco;
(b) las causas que se atribuye al origen del problema, si coincidió
con algún acontecimiento vital o estresante; (c) los factores asociados al inicio del problema (pasado), y (d) la evolución o curso
del problema y los factores asociados a la evolución: momentos en
que ha habido mejoras, remisiones, recaídas o empeoramientos. Se
recomienda anotar también aspectos relevantes que se descarten en
la evaluación. Es muy importante valorar si ha tenido otros episodios
o problemas de salud mental a lo largo de su vida, y establecer si
Capítulo 4. La entrevista diagnóstica
forman parte de la historia del problema actual o si, por el contrario, se trata de otros problemas experimentados en el pasado. Por
ejemplo, en un paciente con síntomas de depresión que en el pasado experimentó síntomas de manía, estos síntomas se podrían conceptualizar como parte de la evolución de su problema actual; o ese
mismo paciente que en la adolescencia tuvo un trastorno alimentario, o experimentó ansiedad social (problemas mentales anteriores).
¿Cuándo esto que le sucede empezó a ser un problema para usted?
¿Desde cuándo le está molestando este problema?
Durante ese periodo ¿recuerda si hubo algún cambio o acontecimiento en su vida?
¿El problema ha permanecido igual desde entonces, ha mejorado,
ha empeorado? (En caso de que responda que ha habido cambios, preguntar cuándo ocurrieron, en qué circunstancias y qué
acontecimientos los acompañaron).
¿A qué atribuye usted su problema?
7. Tratamientos para el problema actual. En este apartado
se describirán tanto los tratamientos actuales como pasados para
el problema actual. Se recogerá información relativa a cualquier
tipo de tratamiento, realizado por un profesional sanitario (p. ej.,
psiquiatra, psicólogo clínico) o no (p. ej., curandero); valorando el
tipo de tratamiento recibido, la adherencia y eficacia o resultado
de los mismos. Así mismo, se valorarán también otros intentos de
solución implementados por la persona, aquellas estrategias que ha
empleado para resolver el problema.
9. Historial médico. En este apartado se registrarán enfermedades, traumatismos u operaciones que hayan sido relevantes o que
tengan alguna relación con el problema actual o su tratamiento, así
como los fármacos prescritos.
¿Cómo describirías tu salud?
¿Has tenido algún problema médico, operación o accidente serio?
¿Padeces alguna enfermedad o problema físico (aparato cardiovascular, respiratorio...)?
¿Qué medicación tomas?
También resulta necesario explorar el uso de sustancias tanto legales como ilegales, y de fármacos que pueda estar consumiendo sin prescripción. Estas cuestiones son un área que puede
resultar complicada de tratar. Puede integrarse su evaluación al
preguntar las cuestiones anteriores relacionadas con la salud, o
al hablar de la historia biográfica (véase el apartado siguiente), y
si durante la entrevista sale el tema, será el momento apropiado
para valorarlo.
¿Cuánto alcohol consumes?, ¿tomas bebidas alcohólicas en las
comidas?, ¿y fuera de ellas? ¿Durante el fin de semana?
Se valorará la frecuencia y cantidad. Si describe un patrón de
uso «normal», se puede valorar si en el pasado ha habido abuso:
¿Ha habido algún momento en el que hayas bebido más que ahora?
¿Qué has hecho hasta ahora para solucionar tu problema? ¿Cómo
has tratado de resolver este problema? (por ti mismo, tratamientos recibidos, medicación actual).
¿Consumes (has consumido) otras sustancias como tabaco, estimulantes, tranquilizantes, hipnóticos, cocaína, heroína, éxtasis,
«pastillas», etc.? (Se valorará la frecuencia del consumo, así
como la cantidad), ¿cuándo comenzaste el consumo?, ¿en qué
momento has consumido más?
¿Has tratado de solucionar o eliminar el problema?
¿Cuánto café, te, o bebidas con cafeína consumes?
De las cosas que has intentado, ¿cuál ha funcionado mejor?, ¿qué
otras cosas han sido útiles?
¿Qué te ayuda a que no aparezca el problema?, ¿qué haces para
que no ocurra?, ¿qué ha tenido más éxito?
8. Problemas mentales anteriores y tratamientos. Descripción de cualquier contacto previo con salud mental (psiquiátrico,
psicológico, de otro tipo), analizando problemas mentales anteriores
y tratamientos que ha recibido, así como la eficacia y adherencia
a los mismos, y los resultados obtenidos. Si ha sido así, explorar la
sintomatología experimentada anteriormente y valorar si esas alteraciones forman parte de la historia del problema actual, o si se
refieren a otros problemas ya superados, o no. Se recogerá también
sintomatología pasada por la que el paciente pudo no haber pedido
ayuda. En este apartado se valorarán otros problemas de salud mental diferentes al actual, y exploraremos, al igual que para el problema actual, su curso, interferencia, duración, así como el diagnóstico
recibido. Así mismo, se recogerá información relativa a los tratamientos seguidos y a su eficacia. Es importante anotar también si nunca
recibió asistencia y si tuvo actos autolesivos o intentos de suicidio.
¿Ha sido tratado anteriormente por un psicólogo o por un psiquiatra?/¿Ha tenido usted algún problema psicológico antes de la
aparición del problema actual?
¿Por qué motivo?/¿Qué problema?
¿Recibió algún tipo de tratamiento? ¿Durante cuánto tiempo?
(Especificar).
10. Información biográfica relevante. Este apartado, que también se puede denominar historia personal, anamnesis, psicobiografía o línea de vida, recoge información que permite conocer a la
persona y sus circunstancias más allá del problema que presenta,
y destacar los acontecimientos vitales importantes en su desarrollo.
Hasta el momento se habrá valorado el problema, pero para comprenderlo es importante conocer a la persona. Se trata de indagar
aquellas áreas y aspectos de la persona que puedan ayudar a clarificar problemas presentes, a plantear hipótesis sobre los mismos.
Por tanto, las preguntas irán dirigidas a recoger información útil y
estrictamente necesaria.
Es aconsejable realizar la exploración de la información biográfica relevante tras la evaluación del problema que le ha traído
a consulta, de este modo se evita que la persona se sienta incomprendida o duda de la pertinencia de la información que se está
recogiendo. En todo caso, si al describir su/s problema/s menciona
alguna de estas áreas, puede ser el momento adecuado para valorarla. Así mismo, es conveniente explicar al paciente que se va a
cambiar el foco de atención de la entrevista desde el problema
hacia él mismo, hacia aspectos de su vida personal que puedan servir para comprender mejor el problema y planificar el tratamiento.
Tampoco está de más recordar al paciente que la información es
confidencial.
A continuación te realizaré unas preguntas para obtener un panorama amplio de tu vida, tus respuestas me ayudarán a entenderte mejor y facilitarán el tratamiento.
109
Manual de psicopatología. Volumen 1
Es comprensible que te preocupe lo que ocurra con la información
personal que vamos a relatar. Puedes estar seguro de que toda
la información que me facilites es estrictamente confidencial.
Algunos pacientes responden de forma muy extensa a los aspectos relacionados con su vida, por ello puede ser de utilidad emplear
preguntas del tipo:
Tu historia personal es relevante para mí, pero dado que no podemos explorarla en profundidad, ¿podrías indicarme qué tres
elementos consideras que debería conocer?
Dependiendo de la naturaleza del problema, y de la edad de
la persona, se explorarán unas áreas u otras, pero en general se
pueden abarcar las siguientes áreas:
a. Información sobre embarazo, parto, desarrollo evolutivo (psicomotor, lenguaje, control de esfínteres, psicosocial, psicosexual,
menstrual, relacional), se explorará con mayor profundidad en
menores.
b. Información sobre etapas vitales anteriores: qué recuerdos tiene, qué experiencias diría que fueron más relevantes.
c. Historia familiar: se puede realizar un genograma para valorar la
composición de la familia, se valorarán también las relaciones, la
comunicación, los vínculos emocionales y los conflictos interpersonales entre los miembros de la familia (con los padres, hermanos, pareja, hijos), los apoyos del paciente, qué familiares serían
más proclives al apoyo e implicación de cara al tratamiento.
d. Historia académica: información relativa a problemas escolares,
relaciones con sus pares, con sus profesores, rendimiento académico, adaptación escolar, nivel de estudios completados.
e. Historia laboral: primer trabajo, relaciones con compañeros,
experiencias laborales, si actualmente está en activo, satisfacción con el empleo actual.
f. Relaciones sociales: descripción de su red de apoyo social, cómo
se relaciona con sus amigos, posibles conflictos.
g. Economía: repercusiones del problema a nivel económico y
laboral.
h. Área sexual: primeras citas, primeras experiencias sexuales, historia de relaciones románticas, desarrollo sexual, valorar también si ha experimentado experiencias sexuales traumáticas.
Esta área puede ser complicada de explorar, se puede valorar
en este momento de la entrevista como un área más dentro de
la batería de preguntas relacionadas con la historia biográfica,
empleando preguntas que de algún modo normalicen su valoración; por ejemplo, la siguiente pregunta asume que la mayor
parte de las personas tienen relaciones sexuales, que es aceptable y normal (Morrison, 2017):
Ahora me gustaría que me hablaras de tu funcionamiento sexual.
Si el paciente no acaba de entender la pregunta, se puede aclarar que es relevante explorar el funcionamiento sexual habitual, y si
este está afectado por el problema o queja del paciente.
Es especialmente relevante valorar posibles abusos dada su asociación con diferentes problemas mentales en la vida adulta, para
ello se pueden formular preguntas que eviten emplear el término
«abuso» como (Morrison, 2017):
Cuando eras pequeño, ¿alguna vez se te acercó algún adulto o
niño con intención de tener relaciones sexuales?
110
Si la respuesta es positiva, o da lugar a dudas («No recuerdo
mucho sobre mi niñez»), se explorará con detalle.
i. Intereses y aficiones: qué le gusta hacer en su tiempo libre, qué
solía hacer/qué hace y con qué frecuencia, con quién realiza/
realizaba estas actividades, qué le impide ahora realizarlas (si
es el caso).
j. Área legal: si ha tenido problemas legales en algún momento,
si ha sido arrestado, si ha sido sancionado (conducción bajo
los efectos del alcohol, retirada del permiso de conducir), si ha
cometido infracciones gubernativas (tenencia y/o consumo en la
vía pública), o violencia intrafamiliar.
k. Intentos de suicidio y violencia hacia otras personas: se valorará
si ha tenido pensamientos, deseos de muerte/agresión, con planificación o tentativas. En este caso se valorarán los métodos,
consecuencias, implicaciones físicas y psicológicas. Esta es otra
de las áreas sobre las que puede ser complicado preguntar,
pero que será imprescindible abordar de forma directa:
¿Has pensado alguna vez en hacerte daño, o has deseado estar
muerto?, ¿has hecho planes para quitarte la vida?, ¿alguna
vez lo has intentado?
¿Alguna vez has tenido ira incontrolable?, ¿has pensado en hacer
daño a otros?, ¿o te has involucrado en peleas?
l.
Por último, se recogerá también información sobre las condiciones de vida actuales, por ejemplo, sobre cuál es la situación
familiar actual de la persona, con quién convive, y sobre su
estado civil, así como las características de su red de apoyo. Se
puede finalizar la valoración de este apartado, el de información biográfica relevante, con estas cuestiones, de modo que se
haga una transición desde la historia biográfica a la actualidad
del paciente y se finalice la primera entrevista hablando del
presente (Sommers-Flanagan y Sommers-Flanagan, 2017).
La información de este apartado se puede completar con información obtenida de entrevistas posteriores que se realicen con familiares. También se pueden emplear autorregistros para recoger esta
información, de modo que en la sesión de evaluación se parta de
un esquema, y se analice o profundice únicamente sobre aquellas
áreas que parecen de mayor interés en función de la información
recogida, es decir, más asociadas al/los problema/s actual/es. Por
ejemplo, respecto a las relaciones con su pareja se puede dar un
documento que incluya preguntas del tipo:
¿Cómo te llevas con tu pareja?
¿Cómo dirías que es vuestra comunicación siendo un 0 muy mala
y un 100 muy buena?
¿Tenéis hijos? (recoger datos de los hijos).
Por favor, indica dos conductas de tu pareja que te gusten y otras
dos que no te gusten.
11. Antecedentes familiares. Se explorará y recogerá información relativa a antecedentes familiares de trastornos mentales,
tratamientos recibidos e intentos de suicidio, pero también de hospitalizaciones, enfermedades orgánicas que puedan tener alguna
relación o influencia en el problema actual. De nuevo, estas preguntas se pueden integrar en la entrevista, o emplear algún tipo de
autoinforme que puede completar el paciente en su casa o mientras
espera a ser atendido, y que podría incluir preguntas del tipo:
Capítulo 4. La entrevista diagnóstica
¿Algún miembro de su familia padeció o padece alguna enfermedad grave? Indique qué persona, qué enfermedad, y la duración de la misma.
¿Algún miembro de su familia ha estado sometido a tratamiento psiquiátrico o psicológico? Indique qué persona, por qué
motivo, y la duración del mismo.
12. Personalidad premórbida. Recoge información sobre la personalidad premórbida, es decir, cómo era su personalidad antes de
tener el problema, si ha habido algún cambio. Durante la entrevista,
se puede extraer información sobre la personalidad del paciente a
partir de tres áreas: (1) las reacciones durante la entrevista al entrevistador; (2) la propia descripción del paciente sobre cómo se ve a sí
mismo, y cómo se veía antes de que tuviera el problema; (3) la valoración de sus actitudes, valores, humor predominante (p. ej., si fluctúa o es estable, si es reactivo a precipitantes externos), de cómo
reacciona ante el estrés, de cuáles son sus actitudes hacia los demás
en sus relaciones, de cómo se implica en las actividades de ocio
(p. ej., si se muestra involucrado, participativo), de cómo considera
a las personas de su entorno, o del tipo de relaciones que establece
(Sims, 2008). Así mismo, se valorará si se da una discrepancia entre
cómo se describe el paciente, y cómo lo describen los demás. Para
ello, se puede preguntar al paciente, pero será importante obtener
información de familiares a quienes se podrá entrevistar en algún
momento con el consentimiento previo del paciente.
13. Otra información relevante a evaluar sería aquella relacionada con las expectativas del paciente respecto al tratamiento.
De hecho, la evaluación de expectativas asociadas al tratamiento
puede ser una buena forma de finalizar la primera sesión de evaluación, de modo que estas se puedan ajustar (Sommers-Flanagan
y Sommers-Flanagan, 2017). Es importante valorar también qué
implicaciones (positivas y negativas) tendría en su vida una terapia exitosa, e igualmente explorar posibles ganancias secundarias
que pueda estar obteniendo con el problema de forma consciente
o inconsciente.
Imagina que la terapia es exitosa y notas grandes cambios en tu
vida ¿qué cosas habrán cambiado? ¿Cómo te ves dentro de
cinco años?
¿Qué resultados esperas de la terapia?
¿A qué nuevas situaciones tendrías que enfrentarte si tuviera éxito
la terapia?
¿Qué consecuencias (positivas y negativas) tendría para ti la desaparición del problema?
¿Qué consecuencias (positivas y negativas) tendría para tus familiares/amigos más cercanos la desaparición del problema?
En caso de que la terapia fracasara, ¿a qué crees que se podría
deber?, ¿qué harías?
También puede ser relevante valorar por qué el paciente ha
solicitado ayuda en el momento en que lo hace.
¿Cuáles son las razones más importantes por las que solicitas ayuda en este momento?
Igualmente, hay que explorar los recursos personales o elementos de que dispone el paciente para ayudarse a sí mismo (p. ej.,
estrategias de afrontamiento, actitud hacia el proceso), las debilidades o elementos de los que no dispone (p. ej., falta de recursos
sociales, múltiples obligaciones, falta de recursos económicos para
afrontar la terapia), así como otros recursos con los que cuenta
(p. ej., apoyo social). Como se verá más abajo, esta información será
de interés de cara a la formulación del caso, especialmente para la
planificación del tratamiento y las estimaciones sobre el pronóstico
de la misma. Se pueden introducir preguntas del tipo:
Me has estado hablando de tus problemas, puntos débiles, ahora
me gustaría que me contaras cuáles son tus fortalezas.
B. El examen del estado mental
o psicopatograma
El examen del estado mental (EEM) o psicopatograma se describe
como el análisis del estado mental de la persona en el momento en
que se está realizando la exploración. Se trata, por tanto, de una
evaluación transversal, una descripción de cómo funcionan todos los
procesos psicológicos y actividades mentales, identificando aquellas
alteraciones que se presentan en el momento actual.
Este rastreo se realizará a través de diferentes vías, en primer
lugar, las observaciones del clínico durante la entrevista, pero también a través de preguntas explícitas que permitan confirmar o
descartar si se dan alteraciones en cada uno de los procesos psicológicos. Aunque se tengan sospechas de que un proceso no está
alterado, es importante evaluarlo, especialmente en las primeras
sesiones de evaluación, de otro modo se podría ignorar información relevante (Sommers-Flanagan y Sommers-Flanagan, 2017). Es
importante tener en cuenta que la exploración ha de estar basada
en los hallazgos obtenidos de la evaluación del momento actual,
evitando que pueda contaminarse con la exploración de la historia
del problema.
El nombre EEM surge como un paralelo de la valoración física
que se realiza en la exploración en la medicina general. Este término se emplea tanto para referirse a la exploración de los procesos
psicológicos como al documento que sirve para organizar y presentar la información recogida sobre el estado mental actual del
paciente, y que ayudará a la comprensión del problema, facilitando
el proceso diagnóstico y elaboración de hipótesis sobre el mismo.
El objetivo de la exploración psicopatológica es la comprensión
de la sintomatología del paciente, ofrecer el marco en el que realizar un diagnóstico fiable. Además, permitirá valorar la presencia
de síntomas que, aunque no constituyan un criterio diagnóstico, sí
son relevantes para el paciente y para su funcionamiento, por lo
que deberán abordarse a nivel terapéutico. Dado que se trata de
la valoración en un momento dado, si hay cambios en la condición
del paciente, se deberá volver a realizar, o reformular (Daniel y
Gurczynski, 2010).
Tradicionalmente se ha descrito la información recogida sobre
la historia del problema y anamnesis como «subjetiva» porque es
la informada por el propio paciente, mientras que la información
que recoge el EEM se ha descrito como «objetiva» al ser fruto de la
exploración clínica. Sin embargo, esta distinción se puede considerar algo simplista dado que el EEM se hace sobre los comportamientos, experiencias, emociones actuales, que no siempre se darán en
el momento de la exploración, y que se obtendrán en gran medida a
partir de la información dada por el paciente (Perpiñá y Baños, 2019).
Realizar la exploración psicopatológica requiere la comprensión
del paciente, de lo que le ocurre, y un gran conocimiento de psicopatología descriptiva que ayude al clínico a decidir si las preocupa-
111
Manual de psicopatología. Volumen 1
ciones que el paciente describe son preocupaciones en el contexto de un trastorno de ansiedad generalizada, son preocupaciones
relacionadas con un miedo, como en el caso de las fobias, o son
una obsesión, como en el caso del trastorno obsesivo-compulsivo, o
están asociadas a una creencia delirante.
En la Tabla 4.7 se presenta un listado de las áreas que suelen
valorarse en un psicopatograma (p. ej., Daniel y Gurczynski, 2010;
García-Soriano y Roncero, 2012; Morrison, 2017; Perpiñá y Baños,
2019; Sommers-Flanagan y Sommers-Flanagan, 2017; Taylor y
Vaidya, 2009). A continuación se describe muy brevemente cada
una de estas áreas dado que son objeto de análisis a lo largo de
los Capítulos 6 al 13, en los que se proporcionarán también ideas
generales sobre cómo explorarlas.
Exploración del estado mental o psicopatograma. Análisis del estado mental de la persona en el momento de
evaluación. Se emplea también para referirse al documento
que sirve para organizar y presentar la información recogida sobre el estado mental actual del paciente.
1. La apariencia, el comportamiento durante el proceso de
evaluación y la conciencia de enfermedad. Se recogerá en este
apartado la primera impresión que causa el paciente al evaluador.
Se ha de registrar la edad, y valorar si aparenta más o menos edad
de la que tiene, si viste de forma inadecuada o inusual en función
del contexto o época del año, si mantiene el aseo e higiene personales, características y marcas físicas que llamen la atención (p. ej.,
cicatrices o tatuajes), la postura, si parece enfermo, si mantiene el
contacto ocular, así como el grado de congruencia entre la conducta verbal y no verbal. Todos estos elementos aportarán información
relevante de cara al diagnóstico, como se irá describiendo a lo largo
de los siguientes capítulos.
Se valorará también la disposición que tiene el paciente hacia
la entrevista y el evaluador. Morrison (2017) plantea que la actitud
hacia el entrevistador se puede describir a lo largo de al menos
cuatro continuos: colaboración-obstrucción, amigable-hostil, abierta-reticente a responder, e involucrado-apático.
Gran parte de esta información se recogerá a través de la
observación y conversación informal durante los primeros minutos,
en la fase inicial de la entrevista.
Por último, es muy importante valorar el grado en que la persona evaluada reconoce la existencia, naturaleza y alcance de sus
problemas, es decir, la conciencia sobre su estado de salud (insight).
Es importante tener en cuenta que el nivel de conciencia de tener
un problema es dimensional y variará a lo largo de la evolución
del problema. Puede ser menor en momentos de crisis o cuando la
persona presenta un síntoma (p. ej., mientras tiene una obsesión en
casa, estando solo), y aumentar cuando los síntomas remiten o no se
están manifestando (p. ej., cuando no está experimentando la obsesión). Se trata de una variable que ayudará a delimitar la cualidad
de las alteraciones que presenta la persona, como se verá a lo largo
de los diferentes capítulos.
2. Nivel de conciencia, alerta, orientación y atención. En
este apartado se recogerá información relativa al grado de lucidez
y nivel de conciencia, al estado general de alerta, la orientación
112
temporal, espacial y personal, así como la habilidad para centrarse y mantener la atención en el estímulo adecuado. Parte de la
información se extraerá a partir de la observación y las preguntas
informales del inicio de la entrevista, que darán mucha información
sobre si la persona está atenta, orientada, o totalmente consciente.
Por ejemplo, simplemente preguntando por su nombre, qué día es,
y en qué ciudad estamos, se podrá valorar la orientación personal,
temporal y espacial.
3. Memoria. Se explorará la capacidad para recuperar experiencias pasadas, así como para almacenar y recuperar nueva información. Se explorará si existe algún deterioro de la memoria para
sucesos o momentos específicos, así como si existen confabulaciones. Se puede explorar si la persona suele olvidar cosas, y su actitud
ante tales «olvidos». Se valorará si se trata de una alteración orgánica o funcional, especificando en el primer caso, si se trata de una
amnesia anterógrada o retrógrada.
4. Percepción e imágenes mentales. Se valorará la experiencia senso-perceptiva del paciente y la interpretación de los sucesos externos. Además, se examinará si se presentan distorsiones de
la percepción o engaños, así como si presenta alteraciones de la
imaginación (p. ej., alucinaciones). Se valorarán las características
de las mismas, si existen circunstancias concretas que provoquen
estas alteraciones (en qué condiciones/circunstancias se dan, por
ejemplo, bajo el efecto de sustancias), así como el modo en que la
persona responde a las mismas (p. ej., con sorpresa, con miedo, con
convencimiento de que son percepciones reales).
¿Has tenido experiencias poco comunes?, ¿cuál crees que es la
explicación?
¿Ves/escuchas cosas/voces que otras personas no pueden ver?,
¿son reales?, ¿o es una forma de hablar?
5. Lenguaje y habla. Se examinará el discurso de la persona
atendiendo a su fluidez, velocidad, ritmo, vocabulario, empleo de
las normas de la gramática y sintaxis, cualidad del habla (p. ej.,
Tabla 4.7. Áreas para valorar a través del examen del
estado mental o psicopatograma
— Apariencia, comportamiento durante el proceso de
evaluación y conciencia de enfermedad.
— Nivel de conciencia, alerta, orientación, y atención
— Memoria
— Percepción e imágenes mentales
— Lenguaje y habla
— Forma del pensamiento
— Contenido del pensamiento
— Conciencia de sí mismo, identidad
— Afectos y emociones
— Actividad motora y conducta intencional
— Funciones fisiológicas
— Capacidad intelectual
— Área social y relaciones interpersonales
— Reacción del examinador
Capítulo 4. La entrevista diagnóstica
cantidad, volumen, articulación), o si existen dificultades en la comprensión del lenguaje. El examinador puede tratar de responder a
preguntas como ¿el paciente habla con expresividad y facilidad, o
con monosílabos?, ¿responde solo a las preguntas o habla espontáneamente?, ¿su conversación es coherente y apropiada al contexto?,
¿se distrae fácilmente al responder?
6. Forma del pensamiento. Se valorará cómo piensa el cliente
(su forma, estructura y organización), así como el modo en que
transcurre el pensamiento, su curso. Se explorará el discurso del
paciente, si es lógico, coherente, o si, por el contrario, hay bloqueos, o pérdida de asociaciones entre ideas, entre otros.
Escuchar y estudiar las expresiones del paciente, es una de las
partes más importantes de la evaluación del estado mental dado
que nos dará información sobre las alteraciones del pensamiento.
Puesto que la valoración de las alteraciones de la forma del
pensamiento se realiza a través del análisis del discurso hablado
del paciente, en muchas ocasiones estos dos apartados (lenguaje y
forma del pensamiento) se valoran de forma conjunta.
7. Contenido del pensamiento. Se explorará qué piensa el
cliente, qué creencias mantiene, qué valores, qué le preocupa, o
qué pensamientos se le introducen en la mente. Se valorará la frecuencia, forma de aparición y el contenido de estas cogniciones, si
resultan ilógicas, extravagantes, si son compartidas por otras personas, el grado de convicción, de implicación personal, o cómo interfieren con su vida cotidiana (Perpiñá y Baños, 2019). Se analizará
si estos pensamientos constituyen preocupaciones, pensamientos
automáticos negativos, obsesiones, ideas sobrevaloradas, o delirios.
Como se ha comentado con anterioridad, al describir la anamnesis, habrá que preguntar de forma explícita, en todos los casos, si
hay ideación suicida, si ha habido planes o intentos previos, por
ejemplo:
¿Alguna vez has pensado en hacerte daño?
Para valorar la presencia de las alteraciones del contenido del
pensamiento se pueden realizar preguntas de cribado. Por ejemplo,
en el caso de los delirios:
¿Alguna vez has tenido la sensación o has pensado que los demás
te espiaban?
¿Alguna vez has tenido pensamientos o ideas que los demás
podrían considerar extrañas?
Una vez se ha detectado una alteración del contenido del pensamiento, se examinará en profundidad, para valorar su frecuencia,
inicio, qué hace cuando la tiene, reacciones del paciente, etc.
8. Conciencia de sí mismo, identidad. Se valorará si la persona diferencia entre sí misma y el mundo exterior, si reconoce que
sus pensamientos/acciones los produce ella misma, si tiene sentimiento de separación del yo o del ambiente, si presenta una falta
de integración o disociación de diferentes procesos mentales, o si
experimenta una falta de convicción de la realidad de su propio yo
y/o del entorno. Así mismo, se valorará el autoconcepto, la autoestima y la imagen corporal.
9. Afectos y emociones. Se evaluará el tono emocional predominante en la persona (p. ej., ansioso), si resulta apropiado al contexto y circunstancias, su intensidad, su variabilidad (p. ej., si cambia
de forma apropiada a lo largo de la entrevista), o si es capaz de
responder emocionalmente a los cambios ambientales. Se observará
a lo largo de la entrevista si el estado de ánimo es constante, si es
apropiado a la situación, así como el modo en que se manifiestan
los afectos, y regulan las emociones.
10. Actividad motora y conducta intencional. La actividad
motora se explorará tanto a nivel cuantitativo —rango de actividad
desde la inmovilidad hasta el movimiento excesivo e incontrolado—
como cualitativo. Entre las alteraciones cualitativas, se valorarán
tanto las inducidas, solicitando al paciente que realice determinados movimientos para poder valorarlas (p. ej., «Dame la mano»)
como involuntarias. Muchas de estas alteraciones se valorarán a través de la observación durante la entrevista (¿el paciente permanece
sentado y quieto?, ¿a veces parece inmóvil?, ¿se mueve de un lado a
otro?), en la que además se puede solicitar a la persona que realice
determinadas conductas o movimientos para valorarlos.
Así mismo, se pueden recoger en este apartado aquellas conductas y estrategias intencionales que realiza la persona para manejar su malestar emocional, o prevenir algún suceso temido. También se pueden recoger elementos relacionados con la motivación
como la falta de capacidad para iniciar actividades (abulia), o la
impulsividad. Para valorar todos estos elementos, se preguntará al
paciente directamente sobre las estrategias que emplea, cosas que
evita, o conductas en las que se implica. Finalmente, se explorarán
también los movimientos que tienen que ver con la expresividad
(mímica), siendo la observación la estrategia que más información
puede ofrecer.
11. Funciones fisiológicas. Se explorará también el funcionamiento del sueño, apetito y hábitos de ingesta, actividad sexual,
y posibles molestias corporales. A lo largo de la evaluación del
problema e historia biográfica, probablemente se habrá obtenido
información sobre estas áreas, si no es así, deberán abordarse específicamente.
12. Capacidad intelectual. Se valorarán al menos los conocimientos generales de la persona, atendiendo al vocabulario que
emplea, y en qué medida responde de forma adecuada, y comprende las instrucciones a lo largo de la entrevista. Para la valoración
habrá que tener en cuenta cuál es el nivel educativo de la persona,
así como su lengua principal. En caso de sospecha de deterioro
intelectual, se emplearán pruebas específicas.
13. Área social y relaciones interpersonales. Se valorará la
adaptación de la persona a diferentes situaciones sociales.
14. Reacción del examinador. En este apartado se describirá
cómo el entrevistador se ha sentido en la entrevista (p. ej., puede
sentir que el paciente está tratando de seducirle, o de ocultarle
información, o no poder evitar sentirse aburrido, o abrumado), qué
ha provocado en él/ella (p. ej., puede haberse sentido incómodo, o
haberle generado frustración, o haber estado a gusto), y si se considera que la información extraída es fiable.
Algunos elementos del estado cognitivo del paciente pueden
valorarse también con el «Examen del estado mental» o «Minimental» (Foldstein et al., 1975; adaptación al español: Lobo et al.,
2002). Esta prueba puede emplearse cuando el entrevistador valora
que existe un posible problema cognoscitivo. Se trata de una prueba
estandarizada que a través de 30 preguntas valora, en aproximadamente 5 minutos, la orientación espacio-temporal, memoria, lenguaje, comprensión, seguimiento de instrucciones y funcionamiento
cognitivo general del cliente.
113
Manual de psicopatología. Volumen 1
C. Diagnóstico clínico
Realizar el diagnóstico clínico implica un proceso complejo de toma
de decisiones sobre el estado mental y la situación clínica actual
de la persona. Este proceso de formulación diagnóstica se puede
plantear como el propio del método científico, mediante el cual el
clínico ejerce de científico (observa, establece hipótesis, y las pone
a prueba) para finalmente tomar una decisión sobre el diagnóstico de la persona. Este proceso, a su vez, se lleva a cabo durante
el proceso de evaluación a través de la entrevista diagnóstica. La
información recogida a lo largo de la entrevista, organizada como
hemos visto en el documento de la historia clínica, nos aportará
la información necesaria para realizar el diagnóstico clínico, o lo
que es lo mismo, valorar si el problema del paciente se ajusta a los
criterios propuestos para un determinado trastorno mental, según
el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales de la
Asociación Americana de Psiquiatría (APA), en su vigente quinta
edición (DSM-5; APA, 2013), o los criterios de la Clasificación Internacional de Enfermedades, propuestos por la Organización Mundial
de la Salud (OMS), específicamente en la sección sexta de su undécima edición (CIE-11, OMS 2019). Además, habrá que valorar con la
información de la que se dispone, si presenta algún otro diagnóstico
comórbido y en ese caso, cuál es el principal. Como se ha descrito
anteriormente, el diagnóstico es una parte de la historia clínica que,
como se verá más abajo, se ubica en la formulación clínica del caso.
Para llevar a cabo este proceso diagnóstico con garantías de
fiabilidad y validez, uno de los requisitos básicos es que el clínico
tenga un buen manejo y conocimiento de los sistemas de clasificación y habilidad para diferenciar entre lo que son indicios (información) de lo que son hipótesis (inferencia), contrastando las hipótesis
de partida con los indicios y valorando tanto las evidencias positivas
como las negativas. Es importante también que posea una elevada
tolerancia a la incertidumbre que le permita considerar todas las
alternativas posibles para no precipitarse en la toma de una decisión
diagnóstica. Otro aspecto a tener en cuenta es que, a pesar de que
el proceso diagnóstico se lleva a cabo durante la entrevista diagnóstica —que en la mayoría de ocasiones puede alargarse más de una
sesión—, hay que tener en cuenta que el clínico ha de permanecer
atento durante todo el proceso terapéutico posterior a posibles nuevas evidencias que puedan sugerir la necesidad de modificación en
el diagnóstico (Rhoads, 2011).
Realizar un diagnóstico es un proceso en el que se pueden distinguir las siguientes fases (Perpiñá y Baños, 2019):
1.
Generación de hipótesis diagnósticas. En función del relato del
paciente, el clínico va organizando y siguiendo un razonamiento en el que va generando hipótesis, descartando y aceptando
premisas que le van marcando el camino a seguir, acotando y
refinando las hipótesis con cada paso y cada pregunta.
2. Verificación del diagnóstico. Teniendo en cuenta toda la información recabada en la historia del problema, anamnesis y EEM,
el clínico ha de confirmar un diagnóstico, apoyado también por
el diagnóstico diferencial, según el cual el clínico descarta justificadamente cualquier trastorno con el que presente síntomas
en común y pueda inducir a error.
3. Asignación de una etiqueta nosológica. En este punto el clínico
ha de establecer y justificar por qué se ha adscrito un diagnóstico concreto. En el caso de haber comorbilidad y efectuar más
de un diagnóstico, se deberá explicitar cuál se considera que
114
es el problema principal. En casos de ingreso hospitalario, el
diagnóstico principal será aquel por el que se ha requerido
el ingreso, y en los casos de atención ambulatoria, por lo general, el diagnóstico principal será aquel por el que se ha solicitado asistencia psicológica.
Para llegar al diagnóstico se puede —y se debe— emplear
diversas herramientas (p. ej., entrevista, autoinformes) y fuentes de
información (p. ej., entrevistas a familiares). Por lo que respecta a
la evaluación del paciente a través de la entrevista, a la hora de
explorar la información para realizar el diagnóstico, se puede optar
por completar la información recogida con anterioridad empleando una entrevista con mayor o menor grado de estructuración. En
las entrevistas no estructuradas, el clínico irá realizando a lo largo
de la exploración preguntas específicas que ayuden a valorar si la
sintomatología descrita cumple o no con los criterios diagnósticos
propuestos por el DSM o la CIE (p. ej., «¿desde cuándo presenta
estos síntomas?»), así como preguntas que permitan valorar la posibilidad de diagnósticos comórbidos («¿Has tenido miedo de estar en
lugares o situaciones en las que sería difícil o embarazoso escapar
o conseguir ayuda si te ocurriera algo?»). Decidir entre una y otra
metodología dependerá de variables como la situación, necesidades, y la pericia del clínico. En los siguientes apartados revisamos
cada una de estas propuestas, y contextualizamos la decisión diagnóstica en el marco del proceso de formulación del caso.
a. La exploración del diagnóstico: entrevistas
estructuradas y no estructuradas
Las entrevistas no estructuradas son las más empleadas en el ámbito clínico puesto que permiten una mayor flexibilidad a la hora de
formular las preguntas teniendo en cuenta el examen del estado
mental del propio paciente, ajustándose en cada momento a las
circunstancias y sus necesidades, lo cual jugará a favor de la relación entre el clínico y el paciente. En este tipo de entrevistas serán
determinantes variables del clínico como su formación, orientación,
juicio clínico y la pericia adquirida con la experiencia (Miller, 2010).
El aspecto negativo de este tipo de entrevistas es que presentan
peores datos de fiabilidad y validez, con una baja correspondencia
interjueces. Además, existe el riesgo de dejarse algún diagnóstico
comórbido por detectar, ya que el rango de diagnósticos explorados
es menor si lo comparamos con entrevistas con un mayor grado
de estructuración. Este tipo de entrevistas requiere un nivel muy
elevado de conocimiento psicopatológico y clínico por parte del
entrevistador, que será quien tenga que tomar la decisión en cada
momento sobre la dirección que debe tomar con sus preguntas.
Las entrevistas estructuradas son más sencillas de aplicar —a
priori— porque no requieren la toma de decisiones constante por
parte del entrevistador. Además, cubren todas las categorías diagnósticas siguiendo criterios DSM o CIE, y presentando una elevada validez de contenido y mayor fiabilidad interjueces, por lo que
resultan de gran utilidad en el ámbito de la investigación, donde se
requiere niveles elevados de control y estandarización. El aspecto
negativo es que son muy extensas y tediosas, y no permiten flexibilizar su administración en función de la persona. Además requerirá un
entrenamiento extenso y preparación previa del entrevistador para
evitar convertir la entrevista en un interrogatorio. Para esto se aconseja tratar de aportar calidez en la medida de lo posible, por ejemplo, empleando estrategias como tratar de no leer las preguntas,
hacer comentarios empáticos, y resumiendo las respuestas mirando
Capítulo 4. La entrevista diagnóstica
al cliente antes de anotarlas. Se aconseja, antes de comenzar la
entrevista, explicar aspectos clave como el objetivo de la misma,
cuántos apartados tiene o la duración.
A continuación, se describen brevemente las principales entrevistas estructuradas.
— La SCID-5 (Entrevista Clínica Estructurada-5; First et al., 2016) es
la entrevista semiestructurada diseñada por la APA para servir
de guía en el diagnóstico de los trastornos mentales siguiendo los criterios del DSM-5. Existen cinco versiones diferentes,
tres para evaluar los diagnósticos generales agrupados en diez
módulos, y dos versiones para evaluar los trastornos de personalidad. Por el momento, solo existe traducción al español para
la versión de investigación en formato on-line (NetSCID-5-RV;
disponible en https://telesage.com/netscid-5/). Sí que están
disponibles y validadas en español las versiones de la SCID del
DSM-IV y DSM-IV-TR: SCID-I para los trastornos del eje I
del DSM-IV-TR (First et al., 1996; First et al., 2002; traducción
First et al., 1999), y la SCID-II para evaluar los trastornos de
personalidad.
— La SADS (Schedule for Affective Disorders and Schizophrenia;
Endicott y Spitzer, 1978) es una entrevista semiestructurada que
evalúa los trastornos afectivos y la esquizofrenia, y está basada
en los Criterios Diagnósticos de Investigación. Se divide en módulos que evalúan la presencia, gravedad y duración de síntomas
necesarios para realizar un diagnóstico, además de otros adicionales para evaluar el historial médico, social y de tratamiento.
— La KSADS-5 (Kiddie Schedule for Affective Disorders and Schizophrenia; Kaufman et al., 2017; traducción: de la Pena et al.,
2018) es una entrevista semiestructurada para evaluar a niños
y adolescentes de entre 6 y 18 años siguiendo criterios DSM-5.
Consta de una primera exploración inicial general y seis suplementos para administrar posteriormente si se registran síntomas
de algún grupo de trastornos: (1) trastornos depresivos y bipolares; (2) trastornos psicóticos; (3) ansiedad, estrés, trastorno
obsesivo-compulsivo; (4) conducta disruptiva y control de impulsos, (5) sustancias, trastornos de la alimentación y de la ingesta
alimentaria, y (6) trastornos del neurodesarrollo.
— La CIDI versión 3.0 (Composite International Diagnostic Interview; Kessler y Ustun, 2004) es una entrevista estructurada diseñada por la OMS como herramienta de ayuda diagnóstica de
las principales categorías incluidas en las clasificaciones CIE-10
y DSM-IV. Se compone de 41 secciones que evalúan trastornos
mentales, comorbilidad física, riesgo de suicidio, funcionamiento general, malestar e información sociodemográfica. Tiene una
duración aproximada de dos horas.
— La MINI (Entrevista Neuropsiquiátrica Internacional; Sheehan
et al., 1997; traducción: Ferrando et al., 2000) es una entrevista estructurada breve para niños, adolescentes y adultos, que
consta de 16 bloques correspondientes a diferentes categorías
diagnósticas del DSM-IV y CIE-10. Se completa en aproximadamente en 15 minutos.
b. La formulación del caso
Una vez se ha recopilado toda la información sobre el paciente,
llega el momento de realizar la formulación del diagnóstico incluida
dentro de la formulación del caso. Será entonces cuanto el clínico
dará el salto desde la descripción de los datos a la interpretación de
los mismos empleando para ello tanto la información recogida como
sus conocimientos teóricos sobre el problema y evidencias empíricas
y experiencia clínica. La formulación del caso puede definirse como
una metodología cuyo objetivo final es comprender a la persona
y su problema en conjunto, plantear el tratamiento y realizar una
predicción de su evolución. Para ello relacionará la totalidad de la
información recabada sobre la persona y su problema para dar una
explicación en cuanto al diagnóstico y diagnóstico diferencial, factores predisponentes, precipitantes y mantenedores del problema,
que además servirá para diseñar el tratamiento y prever la evolución del mismo, teniendo en cuenta posibles barreras en el proceso
(Perpiñá y Baños, 2019). En la formulación del caso se tendrán en
cuenta una amplia variedad de factores, desde su historia personal, creencias, atribuciones, manera de interactuar con el mundo,
expectativas, pero también aspectos socioculturales, socioeconómicos, y laborales, entre otros. La formulación del caso ha de estar
permanentemente abierta a revisiones a medida que se dispone de
nuevos datos que puedan ir surgiendo a lo largo del proceso terapéutico, y que ayuden a comprender a la persona, a su problema,
y al desarrollo del tratamiento. Como hemos comentado con anterioridad, la formulación del caso se recogerá en la historia clínica.
Realizar la formulación implica un gran esfuerzo que debe llevar
a cabo el clínico en solitario. En este sentido, Eells (2015) señala
cuatro razones por las cuales conviene que el clínico se esfuerce e
invierta tiempo en realizar una buena formulación del caso:
1. Sirve como una guía durante el tratamiento, como un mapa
de por dónde seguir sesión tras sesión, permitiendo valorar el
progreso, y darse cuenta de si en algún momento se ha desviado
del plan de tratamiento trazado.
2. Aumenta no solo la eficacia, sino también la eficiencia del tratamiento, gracias a la planificación del mismo.
3. Promueve la realización de un diseño del tratamiento centrado
en la persona y en sus circunstancias, favoreciendo el abordaje de distintas problemáticas que puede presentar la persona
teniendo en cuenta el contexto.
4. Favorece la empatía del clínico al permitirle lograr una mayor y
más profunda comprensión de la persona, lo cual redundará en
la eficacia del tratamiento.
La formulación del caso se puede organizar en los siguientes
cuatro pasos (Eells, 2015):
— Paso 1: crear un listado de posibles problemas del paciente
organizados en función de su relevancia.
— Paso 2: proponer el diagnóstico categorial y diferencial en base
a los problemas descritos, considerar posibles diagnósticos, y
discutir el diagnóstico del paciente junto con el diagnóstico
diferencial, es decir, aquellas posibilidades razonables de diagnóstico que finalmente son descartadas en base a la información analizada.
— Paso 3: desarrollar hipótesis que expliquen el problema, es
decir, tratar de responder a la cuestión de por qué la persona
tiene el/los problema/s identificado/s. Este es el punto central
de la formulación del caso, dado que ayuda a la planificación
del tratamiento. Incluirá información sobre el origen del problema (variables predisponentes y precipitantes), las variables que
lo mantienen (p. ej., valoraciones disfuncionales), obstáculos o
variables que pueden interferir en el tratamiento, así como los
recursos con los que cuenta la persona para afrontar la situa-
115
Manual de psicopatología. Volumen 1
ción. Se pueden seguir diferentes guías para elaborar esta información, y dependerá en gran parte de la orientación del clínico
y de las evidencias empíricas sobre los modelos explicativos del
problema en cuestión. Por ejemplo, desde las propuestas conductuales se empleará la herramienta del análisis funcional para
analizar las hipótesis explicativas, y desde una conceptualización cognitivo-conductual, el clínico tratará de explicar el problema del paciente en base a la propuesta teórica identificando
valoraciones/creencias disfuncionales así como comportamientos de búsqueda de seguridad.
— Paso 4. Desarrollar el plan de tratamiento de modo que se
asocien los problemas identificados en el paso 1 con las hipótesis diagnósticas (paso 3), teniendo en cuenta el diagnóstico
(paso 2). Implica elegir aquellas estrategias que permitirán
abordar el problema o problemas que se tratarán a lo largo de
la terapia. Esta planificación del tratamiento orientará al clínico
de cara a la terapia.
Se incluirá también información relativa al pronóstico, es decir,
el curso probable o esperable según el tratamiento propuesto y las
variables que lo pueden dificultar o favorecer, como, por ejemplo,
el apoyo social o la presencia de coterapeutas.
Formulación del caso. Metodología en la cual se pone
en relación la información recabada sobre la persona y su
problema, con el objetivo de justificar el diagnóstico, analizar factores predisponentes, precipitantes y mantenedores
del problema, lo cual servirá para diseñar el tratamiento y
prever la evolución del mismo, teniendo en cuenta posibles
barreras en el proceso.
IV. Resumen de aspectos
fundamentales y tendencias
futuras
A lo largo del proceso de la entrevista diagnóstica, el clínico llevará
a cabo una recogida de información lo más exhaustiva posible acerca de la persona, su problema y las circunstancias que la rodean,
con el objetivo de realizar un análisis descriptivo detallado de la
queja o motivo de consulta, y la formulación de las conclusiones
diagnósticas en base a hipótesis, es decir, en qué medida el problema del paciente se ajusta a los criterios diagnósticos planteados
por los manuales diagnósticos oficiales. Además, en la entrevista
diagnóstica, el clínico ha de alcanzar un objetivo no menos relevan-
te, formar una base sólida sobre la cual construir una relación de
confianza que favorezca el proceso de recogida de información y la
posterior implicación en la terapia, si fuera el caso.
Realizar una buena entrevista de evaluación y diagnóstica
requiere, por parte del entrevistador, una serie de habilidades de
comunicación, así como conocimientos psicopatológicos y diagnósticos. Aludimos específicamente a la habilidad de saber escuchar,
con especial referencia a la técnica de la escucha activa, y saber
preguntar.
La entrevista, conceptualizada como un proceso, puede dividirse en tres fases, cada una con objetivos y herramientas específicas.
En la fase inicial, el objetivo principal será establecer el rapport. A
lo largo de la fase intermedia se obtendrá la información relevante
y precisa para identificar el problema y elaborar hipótesis. Mientras
que, en la fase final, se resumirá lo visto, se planificará el futuro, y
se concluirá con algún cierre o despedida.
Respecto a las áreas a evaluar en la entrevista diagnóstica, que
incluirá información a nivel transversal y longitudinal, las hemos
organizado en tres grandes bloques: (1) historia del problema y
anamnesis (identificación del paciente; referente; queja; descripción, interferencia, historia y tratamientos del problema actual,
problemas mentales anteriores y tratamientos, historial médico,
información biográfica, antecedentes familiares, personalidad premórbida); (2) el examen del estado mental o psicopatograma, donde se describe cómo funcionan los procesos psicológicos y actividades mentales, identificando las alteraciones en el momento actual;
y, finalmente, (3) toda aquella información necesaria para realizar
el diagnóstico clínico. Para llegar a la decisión diagnóstica, la cual
enmarcamos dentro del proceso de formulación del caso, el clínico
ha de contar con diversas herramientas, siendo la principal la entrevista con diferentes grados de estructuración. Toda la información
recogida a través de la entrevista diagnóstica, así como otros aspectos, como la formulación del caso, se recogerán en la historia clínica.
Finalmente, y para concluir con el presente capítulo fijando la
vista hacia el futuro de la entrevista diagnóstica, cabe destacar el
uso cada vez mayor de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) en el ámbito de la salud mental. Desde que C. Rogers,
padre de la terapia centrada en el cliente, empleó la grabadora en
sus sesiones, hasta hoy, el avance en las TIC ha sido vertiginoso.
Actualmente no se cuestiona la utilidad del empleo de la tecnología en las entrevistas diagnósticas, pudiendo recoger información
en mayor cantidad y no de peor calidad, sobre todo respecto a
áreas sensibles como la sexualidad o ideación suicida (Miro, 2007).
Además, los estudios indican que el empleo de la tecnología no
interfiere en la relación terapéutica y, en concreto, la evaluación
psicológica realizada por videoconferencia es bien aceptada por los
evaluados (Herrera et al., 2018), lo cual se ve reflejado en el hecho
de que la tecnología está pasando a formar parte, cada vez más,
del día a día del ámbito terapéutico.
Términos clave
Entrevista diagnóstica 98
Exploración del estado mental
o psicopatograma 112
116
Formulación
del caso 116
Historia clínica 98
Técnicas verbales directivas 103
Técnicas verbales no
directivas 101
Capítulo 4.
La entrevista diagnóstica
Lecturas recomendadas
Cormier, S., Nurius, P. S. y Osborn, C. J. (2017). Interviewing and Change
Strategies for Helpers (8.a edición). Belmont: Brooks/Cole.
Manual que presenta habilidades de entrevista y estrategias de
cambio basadas en la evidencia desde un enfoque multidisciplinar.
Morrison, J. (2014). The first interview: A guide for clinicians (4.ª edición). New York: Guilford Press.
Manual didáctico y sencillo centrado en la entrevista clínica en el
ámbito de la salud mental.
Perpiñá, C. (2012). Manual de entrevista psicológica. Madrid: Pirámide.
Manual didáctico que presenta aspectos sobre el qué, el cómo y
el dónde de las entrevistas psicológicas, describiendo los aspectos
fundamentales, y las habilidades y competencias necesarias para
realizar una entrevista en distintos ámbitos de la psicología.
Segal, D. L. (2019). Diagnostic Interviewing (5.ª edición). Hillsboro:
Springer.
Manual que se centra en la entrevista diagnóstica, con capítulos
centrados en la evaluación de trastornos mentales específicos.
Sommers-Flanagan, J. y Sommers-Flanagan, R. (2017). Clinical interviewing (6.ª edición). Hoboken: John Wiley & Sons.
Manual sobre la entrevista clínica con una parte dedicada a poblaciones especiales como poblaciones jóvenes o altamente demandantes.
Referencias
American Psychiatric Association. (2013). Diagnostic and Statistical
Manual of Mental Disorders (5.ª edición). Arlington, VA: Arlington,
VA, American Psychiatric Association (edición en español en Editorial Médica Panamericana, 2014).
Cormier, S., Nurius, P. S. y Osborn, C. J. (2017). Interviewing and Change
Strategies for Helpers (8.a edición). Belmont: Brooks/Cole.
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Autoevaluación
1.
Cuando repetimos el mensaje del paciente con distintas
palabras destacando la parte cognitiva del mensaje estamos empleando la técnica:
a) Encuadre.
c) Paráfrasis.
b) Reflejo.
d) Clarificación.
2. ¿Cuál de las siguientes técnicas se considera una técnica
de intervención verbal directiva?
a) Interpretación.
c) Resumen.
b) Paráfrasis.
d) Reflejo.
3. Uno de los objetivos principales de la fase inicial de la
entrevista es:
a) Conocer el motivo principal de consulta.
b) Realizar el análisis funcional del problema.
c) Analizar la interferencia del problema.
d) Establecer el rapport.
4. El psicopatograma es una exploración sobre:
a) La historia biográfica de un paciente.
b) El estado mental de un paciente a lo largo de su historia
evolutiva.
c) El estado mental de un paciente en el momento de evaluación.
d) La evolución de las alteraciones psicopatológicas del paciente.
5. La entrevista diagnóstica tiene como funciones:
a) La evaluación, diagnóstico del problema y establecimiento
del rapport.
b) La valoración del funcionamiento de los procesos psicológicos del paciente de forma longitudinal, pero no el diagnóstico.
c) La recogida de información que permita conocer al paciente (no al problema) en un momento determinado.
d) La recogida de información que permita conocer el problema (no al paciente) en un momento determinado.
6. La historia clínica se puede conceptualizar como:
a) Un documento o archivo que incluye información sobre el
estado mental actual del paciente.
118
b) Un documento o archivo que incluye información sobre el
problema, la historia del problema, historia biográfica, estado mental del paciente, información de otros estudios
adicionales, formulación clínica del caso, respuesta al tratamiento, notas de evolución y seguimientos.
c) Una entrevista de evaluación estructurada.
d) Una entrevista de evaluación no estructurada.
7. En el apartado de la historia denominado Motivo de consulta, recogeremos información relativa a:
a) Quien deriva al paciente y el motivo de derivación.
b) El problema según la descripción y conceptualización del
evaluador.
c) El problema según la descripción y perspectiva del propio
paciente.
d) La historia del problema.
8. En el apartado de la historia denominado Consecuencias
del problema, recogeremos información relativa a:
a) La gravedad de la sintomatología del paciente y el malestar que le genera.
b) La repercusión de la sintomatología del paciente en su día
a día, por ejemplo, a nivel laboral, económico o social.
c) La repercusión de la sintomatología del paciente en otros
síntomas como dificultades para conciliar el sueño o para
concentrarse.
d) Los motivos por los que el paciente solicita ayuda.
9. Una de las ventajas de las entrevistas estructuradas es:
a) Que permite flexibilizar las preguntas en función de las
necesidades.
b) Que se la puede auto-aplicar el propio paciente.
c) Su brevedad.
d) Sus buenas propiedades psicométricas (fiabilidad y validez).
10. Señala cuál de las siguientes entrevistas estructuradas
sigue criterios DSM:
a) SCID.
c) SADS.
b) CIDI.
d) BDI.
PARTE II
Psicopatología de los procesos
y las funciones psicológicas
CAPÍTULO 5
PSICOPATOLOGÍA DE LA ATENCIÓN
Y DE LA CONCIENCIA
Marta Miragall, Rosa María Baños y María José Galdón
I. Introducción 121
II. Atención 122
A. Precisiones conceptuales 122
B. Atención y psicopatología: la perspectiva clásica 124
C. Alteraciones de la atención 125
B. Alteraciones de la conciencia 132
C. Conciencia y trastornos mentales 138
D. Evaluación de las alteraciones
de la conciencia 139
IV Resumen de los aspectos fundamentales 139
D. Las alteraciones atencionales en los trastornos
mentales 128
TÉRMINOS CLAVE 141
E. Evaluación de la atención y sus alteraciones 130
LECTURAS RECOMENDADAS 142
III. Conciencia 131
A. Precisiones conceptuales 131
REFERENCIAS 142
AUTOEVALUACIÓN 145
I. Introducción
En este capítulo se abordan dos constructos psicológicos fundamentales y muy ligados entre sí. De hecho, la mayoría de los
manuales clásicos de psicopatología descriptiva los incluyen normalmente en un mismo apartado, como se hace en este manual,
e incluso suelen aparecer juntos cuando se ordena la exploración
psicopatológica en el examen del estado mental o psicopatograma
(Perpiñá y Baños, 2019).
Ambos constructos son tremendamente complicados de definir en psicología. Si empezamos por la conciencia, ha originado
debates interminables filosóficos, psicológicos y neurológicos. Como
muy bien decía Pinillos (1983), la conciencia suele jugar al escondite
epistemológico con los psicólogos: cuando queremos encontrarla,
no hay manera de hallarla, y cuando ya por fin dejamos de buscarla, aparece por todos los lados. Se trata de un concepto elusivo y
escurridizo, sobre el que actualmente disponemos de muchas miradas (p. ej., fenomenológica, experimental, neurológica, subjetiva),
que han originado diferentes teorías que, en ocasiones, parecen
irreconciliables, o al menos bastante distintas. En psicopatología
normalmente se ha resuelto haciéndola sinónimo de consciencia, y
entendiendo sus alteraciones fundamentalmente como alteraciones
de la conciencia consciente, como veremos más adelante.
La atención ha sido un tema intensamente investigado en las
últimas décadas en psicología, especialmente con el surgimiento de
la psicología cognitiva. Pero todos esos años de estudio no han sido
suficientes como para que contemos con una definición en la que
todos los autores e investigadores estén de acuerdo. Su dificultad
proviene también de la propia complejidad de este concepto, como
veremos en las secciones posteriores.
Desde la Psicopatología descriptiva, se suele decir que la conciencia es la «escena», mientras que la atención es el «foco» de
luz que ilumina la escena. Desde esa perspectiva, se ha entendido
que ambos conceptos están íntimamente relacionados. De hecho,
121
Manual de psicopatología. Volumen 1
y como veremos, la conciencia es el prerrequisito para que ocurran el resto de los procesos y mecanismos y, por tanto, cuando
se altera surgen disfunciones y problemas en prácticamente todas
las funciones y procesos mentales (atención, percepción, memoria,
pensamiento, etc.). Por su parte, la atención también ejerce una
enorme influencia en el resto de procesos, y muchas veces inferimos
sus alteraciones precisamente por su efecto en el resto del procesamiento de la información.
Las relaciones entre estos dos conceptos también han sido origen de intensa investigación y discusión. Por un lado, algunos autores mantienen que mientras la atención es necesaria para la conciencia, sin embargo, la conciencia no es necesaria para la atención.
Pero por otro, existe evidencia que indicaría que somos conscientes
de aquello a lo que prestamos atención, pero no prestamos atención a todas las cosas de las que somos conscientes. Se trata, como
vemos, de relaciones complejas, controvertidas, y muy debatidas.
A estos dos conceptos, tan importantes y complejos, se dedica
este capítulo. Hablaremos en primer lugar de la atención, intentado
hacer algunas precisiones conceptuales y definiendo los términos
más importantes para la psicopatología. Posteriormente hablaremos de sus alteraciones, resumiendo una «semiología» básica que
suele ser la descrita por la psicopatología psiquiátrica, para pasar
luego a describir sus alteraciones más importantes según la función
de la atención que consideremos. Por último, veremos el papel tan
importante que tiene este proceso en la vulnerabilidad, etiología,
mantenimiento, e incluso tratamiento de diversos trastornos mentales. Precisamente esta relevancia es la que está originando que
actualmente se considere un mecanismo «transdiagnóstico», es
decir, que sus alteraciones están en la base de multitud de trastornos mentales. La segunda parte de este capítulo lo dedicaremos a
la revisión de las principales alteraciones de la conciencia. Comenzaremos exponiendo brevemente las distintas acepciones de este
concepto multifacético que son relevantes en el ámbito de nuestra
disciplina para pasar, posteriormente, a revisar las principales alteraciones de la conciencia. Para ello, nos centraremos, en un primer
momento, en el criterio tradicional de la psicopatología descriptiva
que distingue entre alteraciones cuantitativas y cualitativas de la
conciencia. Posteriormente, revisaremos las alteraciones asociadas a
la conciencia entendida como conciencia de sí mismo y, por último,
dedicaremos un apartado a las alteraciones en la capacidad de
orientación. A continuación, revisaremos algunos de los acercamientos existentes sobre la relevancia de la conciencia y sus alteraciones
en el conjunto de cuadros psicopatológicos, para finalizar con una
breve mención a las directrices generales que deben guiar al clínico
en la exploración de estas alteraciones.
II. Atención
Definir cualquier concepto en psicología suele ser una tarea muy
complicada y, a veces, casi imposible, Esto es precisamente lo que
ocurre cuando abordamos el tema de la atención. Aunque a pesar
de que hace más de un siglo, William James (1890) afirmaba: «Todo
el mundo sabe lo que es la atención», esta visión tan optimista no
se mantiene actualmente y la gran mayoría de manuales de psicología sobre el tema comienzan reconociendo que «nadie sabe
qué es la atención» o, al menos, que no hay acuerdo entre los
investigadores a la hora de definirla (Styles, 2010). De hecho, James
decía que la atención «consiste en que la mente toma posesión, de
122
manera clara y lúcida (…). Implica dejar a un lado algunas cosas con
el fin de abordar otras eficazmente», pero hoy sabemos que esa
solo es una de las funciones de la atención. Y ahí es donde radica
fundamentalmente el problema, que la «atención» no es un único
concepto, sino que engloba diversos fenómenos psicológicos (Styles
2010), y este término se usa para referirse a distintos fenómenos y
procesos. De hecho, hoy en día sabemos que la atención no es de
un solo tipo, sino que puede tener distintas variedades. Este concepto ha sido asociado a términos como capacidad, esfuerzo, alerta,
orientación y control. Y para todos estos problemas no existe una
explicación unitaria, a pesar de que todos están englobados bajo el
término «atención». De hecho, a la hora de entenderla y estudiarla, se han utilizado muy diferentes metáforas, y se ha representado
como si fuera un filtro (Broadbent, 1958), esfuerzo (Kahneman, 1973),
recursos (Shaw y Shaw, 1977), como un proceso de control de la
memoria operativa (Shiffrin y Schneider, 1977), orientación (Posner,
1980), como conexión entre diversas características de los estímulos
(Treisman y Gelade, 1980), como un foco (Eriksen y James, 1986; Tsal,
1983), o como un proceso de selección más una actividad preparatoria (LaBerge y Brown, 1989).
Como punto de partida, se podría afirmar que la atención se
caracteriza por la capacidad limitada de procesar información. Es
decir, tal y como James enfatizaba, no podemos atender a todo,
debemos «seleccionar» qué se atiende. Pero, aunque esta característica «selectiva» de la atención es fundamental (nos permite
filtrar la información relevante de un medio que está repleto de
información), esa función de selección no agota lo que significa la
atención. De hecho, para poder seleccionar qué atender y qué no,
debemos tener información sobre lo que vamos a atender (para
poder decidir sobre su relevancia), y qué vamos a inhibir (suprimiendo la información distractora o irrelevante para nuestra tarea). Es
decir, se requiere supervisión y control (consciente e inconsciente).
Pero la atención también es importante cuando repartirnos nuestros recursos (limitados) entre dos tareas (atención dividida), porque muchas veces tenemos que atender simultáneamente a diversas fuentes de información. Y también tiene un papel fundamental
cuando intentamos «mantenerla» y «focalizarla» durante tiempo
en una información particular. Es decir, la atención tiene que ver
con la capacidad de generar, seleccionar, dirigir y mantener un
nivel de activación adecuado para procesar la información (relevante).
Más allá de los problemas a la hora de definir y acotar qué es la
atención, lo cierto es que es tremendamente importante en nuestro
funcionamiento mental, está presente en todas nuestras actividades,
y ejerce una enorme influencia sobre otros procesos y mecanismos
cognitivos y emocionales, como la percepción, la memoria, pero
también el afecto e incluso la conducta, permitiendo o facilitando que realicemos las diversas tareas a las que nos enfrentamos
en nuestra vida cotidiana. Tal es su importancia, que un déficit en
el mecanismo atencional ocasiona graves perturbaciones y alteraciones adaptativas de índole cognitivo, emocional y/o motor en la
persona que las padece.
A. Precisiones conceptuales
Como acabamos de decir, el campo del estudio de la atención es
muy amplio y complejo, por lo que queda totalmente fuera del
alcance de este apartado hacer un resumen de los conceptos y
modelos teóricos provenientes de la psicología y neuropsicología
Capítulo 5.
sobre este proceso psicológico. Como apuntábamos, existen diferentes tipos de atención, o de funciones que lleva a cabo, y aquí vamos
solamente a recordar algunos de ellos, ofreciendo algunos términos
que son de relevancia para poder comprender los apartados posteriores, y dando un breve apunte de su definición. Un resumen de los
diferentes tipos se puede encontrar en la Tabla 5.1.
En primer lugar, la atención selectiva se refiere a la capacidad
para atender a un estímulo o una fuente de información, sin confundirse con los otros estímulos «distractores» o competidores. Este
tipo de atención es la que nos permite centrar nuestra atención en
una fuente de información y seguirla, a pesar de la enorme cantidad
de información que recibimos al mismo tiempo. Por ejemplo, somos
capaces de leer un libro mientras la televisión está encendida y
los demás hablan a nuestro alrededor. Como señalábamos, nuestra
atención es un mecanismo de atención limitada, por lo que hemos
de asegurar que procesamos adecuadamente el flujo sensorial de la
información. Por supuesto, el origen de esa información puede ser
tanto interno (p. ej., pensamientos, recuerdos), como externo (p. ej.,
la televisión), aunque la mayoría de los estudios sobre atención se
han centrado tradicionalmente en la información proveniente del
ambiente exterior.
A veces, se ha mantenido como sinónimo el término atención
selectiva y atención focalizada, pero muchos autores indican que
existen diferencias entre ellas, matizando que la selectiva se refiere
sobre todo a muestra capacidad para obviar los distractores, mientras que la focalizada tendría que ver con la habilidad para atender
a esos estímulos que hemos seleccionado.
Otro término fundamental es el de atención dividida, que se
refiere a nuestra capacidad para realizar al menos dos tareas a la
vez. En este caso, el énfasis no está en qué nos dejamos fuera, sino
en cómo repartimos y distribuimos nuestros recursos limitados para
hacer tareas simultáneas de manera eficaz, de forma que al menos
una de las tareas requerirá un procesamiento más automático. Por
ejemplo, podemos conducir, al mismo tiempo que mantenemos una
conversación, o podemos hablar por teléfono mientras estamos buscando nuestra ropa y vistiéndonos.
Por otro lado, está la atención sostenida, que se refiere a nuestra capacidad para mantener la atención y persistir en una tarea.
Psicopatología de la atención y de la conciencia
Por ejemplo, cuando mantenemos nuestra atención en la clase que
imparte el profesor durante dos horas. Este tipo de atención está
relacionada, por un lado, con la concentración, es decir con ser
capaces de mantener todo nuestro foco atencional en una tarea,
pero también con la vigilancia, ya que nos permite permanecer en
un estado de alerta durante un período de tiempo. Por ejemplo,
cuando esperamos que algo suceda en el ambiente y estamos atentos a un cambio o a la presencia de un estímulo que es relevante
para nosotros.
Otro término relacionado que también nos podemos encontrar,
es el de atención alternante, que se suele referir a la capacidad
de la persona para cambiar el foco atencional y modificarlo de una
forma flexible y voluntaria de unas tareas a otras que requieren distintas demandas cognitivas. Este tipo de atención implica controlar
qué información será procesada en cada momento. Por ejemplo, se
estaría refiriendo a la capacidad de un estudiante de estar en clase
y tener la habilidad para escuchar al profesor, tomar apuntes, y
contestar a un mensaje urgente que ha recibido en el móvil.
Por último, la atención también se ha calificado en función de
si es voluntaria o involuntaria. En la atención voluntaria la persona
realiza un esfuerzo consciente para movilizarse, para procesar la
información entrante y mantener la atención el tiempo necesario.
Por el contrario, se suele usar el término atención involuntaria
cuando son los estímulos los que atraen nuestros recursos atencionales sin requerir ningún esfuerzo por nuestra parte.
Si tenemos en cuenta todos estos tipos y variedades, vemos que
el funcionamiento de la atención dependerá del funcionamiento
concreto de cada una de estas áreas, y que nos podemos encontrar diferentes disfunciones en cada una de ellas. Pero, además de
tener en cuenta los distintos tipos y funciones de la atención, cuando nos centramos en sus alteraciones, hemos de precisar que estas
pueden estar presentes en todas las personas. La atención puede
verse disminuida o alterada en personas «sanas», en determinadas
situaciones, como fatiga, sueño, estados hipnóticos, aburrimiento, o
cuando estamos muy activados, entre otros. En el campo específico
de la psicopatología, hay también que tener en cuenta que la atención puede estar alterada en una amplísima variedad de trastornos
psicopatológicos y neurológicos (depresión, manía, esquizofrenia,
Tabla 5.1. Tipos de atención
CRITERIO
TIPOS DE ATENCIÓN
Mecanismos implicados
Selectiva-dividida-sostenida
Objeto al que va dirigida la atención
Externa-interna
Modalidad sensorial implicada
Visual-auditiva
Amplitud e intensidad con la que se atiende
Global-selectiva
Amplitud y control que se ejerce
Controlada-automática
Manifestaciones de los procesos
Manifiesta-encubierta
Grado de control voluntario
Voluntaria-involuntaria
Grado de procesamiento de la información no atendida
Consciente-inconsciente
*Ríos-Lago y Muñoz-Céspedes, 2004.
123
Manual de psicopatología. Volumen 1
ansiedad, trastornos orgánicos, etc.), por no decir prácticamente
en todos, por lo que estas anomalías generalmente no suelen tener
valor diagnóstico.
En cuanto a las condiciones o enfermedades neurológicas,
muchas veces denominadas como estados orgánicos, dado que
muchos de ellos generalmente cursan con disminución de la conciencia (como veremos más adelante), esto suele suponer alteraciones atencionales. Así nos vamos a encontrar problemas en este
proceso en daños o deterioros neurológicos (p. ej., lesión cerebral,
epilepsia, etc.), pero también en estados de confusión tóxica aguda
como las condiciones inducidas por las drogas y el alcohol, aumento
de la presión intracraneal, etc. En cuanto a los trastornos mentales,
a pesar de la ocurrencia de alteraciones atencionales en la mayoría de ellos, su disfunción no suele ser tan «llamativa» como otros
síntomas psicopatológicos como, por ejemplo, las alteraciones de la
percepción, del pensamiento o de la memoria y, de hecho, no suelen
ser consideradas como uno de los signos o síntomas principales en
el diagnóstico de las patologías mentales. Pero eso no quiere decir
en absoluto que su exploración no sea muy relevante, ya que su funcionamiento afecta a la capacidad de la persona para dar o recibir
información, para trabajar, para realizar actividades cotidianas, es
decir, afecta de manera significativa a la vida de la persona.
En los apartados siguientes vamos a describir cuáles son los problemas más frecuentes que nos podemos encontrar en el proceso
atencional. En primer lugar, ofreceremos un listado semiológico de
los problemas que se suelen listar desde la psicopatología descriptiva, para luego enumerar las dificultades que puede haber en las
distintas funciones y tipos de atención.
que la persona no atienda a su entorno, o en algunos pacientes
con depresión, que pueden estar excesivamente focalizados en
sus pensamientos negativos, dejando de prestar atención a lo
que ocurre a su alrededor.
— Hipoprosexia: en este caso, estaríamos ante una disminución
de la capacidad atencional. Es decir, aquí la persona presenta
una capacidad disminuida para enfocar, concentrarse y orientarse hacia un objeto. Se trata de un trastorno de la capacidad
de prestar atención persistentemente a una determinada actividad, objeto o vivencia.
— Hiperprosexia. A veces también se denomina hiperconcentración o estrechamiento de la atención. Hacen referencia a
alteraciones que se caracterizan por una focalización excesiva
y transitoria de la atención sobre un estímulo, aspecto, tema,
o vivencia. Es decir, se trataría de una concentración excesiva, tenaz y constante sobre un estímulo o grupo de estímulos,
con exclusión de otros que suceden alrededor de la persona.
Por tanto, llevaría a una desatención del resto de información.
Como la mayoría de las alteraciones atencionales, este tipo de
anomalías se producen en personas sin psicopatología, aunque
también puede estar presente en pacientes que presentan trastornos depresivos, trastornos obsesivos o trastornos psicóticos,
entre otros.
B. Atención y psicopatología:
la perspectiva clásica
Además de estas alteraciones, se distinguen otras en las que el
foco, la amplitud, o la estabilidad atencional están alteradas. Aquí
destacan las siguientes alteraciones:
Desde la psicopatología descriptiva más clásica de corte psiquiátrico, generalmente se ha entendido la atención como un proceso de
focalización perceptiva que incrementa la conciencia «clara y distinta» de los estímulos. La atención se ha considerado como inseparable de la conciencia, o más concretamente de la consciencia o de
la representación consciente, planteando que para que la atención
se ponga en marcha y/o funcione correctamente, es necesario como
prerrequisito la vigilancia y la claridad de la conciencia. En este
sentido, se plantea incluso que términos como estar atento o estar
consciente se pueden considerar casi sinónimos (Gascó y Navarro,
2011). Desde esta perspectiva, las alteraciones atencionales se han
ubicado en un continuo, normalmente cuantitativo, donde han ido
identificándose las siguientes categorías:
— Distraibilidad: que podría definirse como inestabilidad atencional y se manifiesta cuando la persona tiene dificultades para
prestar atención a un estímulo, aspecto, tema, o vivencia.
— Labilidad atentiva emocional: que estaría más relacionada
con inconstancia y oscilación en el rendimiento atencional ante
niveles elevados de estrés o ansiedad (aunque es un término
difícilmente diferenciable del de distraibilidad).
— Inhibición atencional: que sería un término utilizado para referirse a la incapacidad para movilizar la atención.
— Negligencia atencional: en este caso, se refiere a un síndrome,
en el que además de inatención, se darían otras manifestaciones como acinesia (pérdida o falta de movimiento) y negligencia
hemiespacial (tendencia a ignorar la mitad del espacio que nos
rodea).
— Fatigabilidad de la atención: se referiría a la modificación
causada por el efecto de mantener la atención, que se acompaña de escasos rendimientos y abundancia de errores. Consistiría
en un agotamiento de la atención. Puede ser consecuencia de
factores cerebrales, es decir, por causas como traumatismos,
tumores, procesos demenciales, etc.
— Apatía atencional: a veces también se denomina indiferencia
atencional, o incluso inatención apática, y hace referencia
a una considerable falta de atención para interesarse por los
acontecimientos, siendo ineficaces los estímulos que despiertan
interés en situaciones normales. Es decir, la persona no presta
— Aprosexia: denominada también a veces inatención, ya que
implicaría una reducción máxima de la disposición atencional,
es decir, una ausencia total de atención. A veces, el término
aprosexia se restringe a la falta de atención total, como ocurriría, por ejemplo, en el coma, mientras que la inatención se
utiliza para un tipo específico de alteración que se produce
por exceso de fijación de la atención, ya que la persona parece prestar atención únicamente a sus contenidos mentales, se
muestra ensimismada, y manifiesta una incapacidad de cambiar
el foco de la atención. Esta alteración puede observarse tanto en
estados orgánicos agudos, como en trastornos mentales, como
podría ocurrir, por ejemplo, en el estupor melancólico, o la fascinación atencional que provocan las alucinaciones, que hacen
124
Aprosexia. Término utilizado para designar la ausencia
completa de atención.
Capítulo 5.
atención a acontecimientos del medio ambiente que normalmente interesarían a cualquier otro. Se puede encontrar en
síndromes orgánico-cerebrales, en algún subtipo de esquizofrenia, etc. A veces, estas dificultades para mantener la atención
pueden ser debidas a condiciones como la fatiga extrema, la
desnutrición, el sueño, etc.
— Perplejidad atencional: esta es considerada como una alteración cualitativa de la atención, y hace referencia a la incapacidad por parte de la persona para lograr la síntesis del contenido
de su atención, es decir, no es capaz de atrapar la significación
de los fenómenos que están ocurriendo. Esto genera que la persona no termine de comprender sus actos y las circunstancias
que le rodean, y le produce extrañeza.
— Pseudoaprosexias: este término suele referirse a la falta de
atención hacia el entorno, a pesar de mantener conservada la
capacidad atencional.
— Paraprosexias: esta alteración indicaría solo una dirección anómala de la atención.
Como vemos, las diferencias entre estos términos son a veces
bastante complicadas y excesivamente sutiles, y dependen en
muchas ocasiones del manual de psicopatología que los define, o
del cuadro psicopatológico en el que se producen, y que tradicionalmente los ha denominado con un término específico. Además,
también se puede observar que desde este enfoque existe una cierta confusión entre las distintas funciones, tipos y características de
la atención (concentración, vigilancia, selección, etc.). De hecho,
parece que los problemas de este tipo de clasificaciones surgen de
la ausencia de una definición clara de atención, concibiéndola casi
exclusivamente como foco de la conciencia. Por otro lado, parte
de esa confusión surge también de la escasa consideración que se
hace de los conocimientos que la psicología experimental ha proporcionado sobre la atención. Tal vez porque, como Gascó y Navarro
(2011) plantean, los conceptos de atención desarrollados desde la
psicología experimental, la psicofisiología y la psiconeurología son
de difícil traducción a la clínica ordinaria. Ello ha originado que
los avances logrados en estos ámbitos y los conceptos que han ido
desarrollándose no se hayan trasladado al lenguaje de la Psicopatología Descriptiva de corte psiquiátrico.
C. Alteraciones de la atención
A continuación, se enumeran las alteraciones atencionales que más
frecuentemente se encuentran en la clínica, intentando clasificarlos
en función del tipo de atención que está predominante alterado.
Así, veremos las alteraciones relacionadas con la atención selectiva,
con la vigilancia, y con la concentración.
a. Alteraciones relacionadas con la atención selectiva
Como comentamos anteriormente, dado que nuestra capacidad de
procesamiento de información es limitada, es necesario que seleccionemos la señal (o la secuencia de señales) que es relevante para
la tarea y excluyamos el resto. Es decir, necesitamos «filtrar» la
información. Sin embargo, algunos individuos presentan problemas
para separar los estímulos relevantes de los irrelevantes. En general,
a este problema se le denomina distraibilidad, y se caracteriza
por presentar una atención «inestable» (i. e., atender a muchos
estímulos durante poco tiempo e ir cambiando el foco atencional
frecuentemente). Además, suele ir acompañada de inquietud y
Psicopatología de la atención y de la conciencia
mayor número de movimientos. Se ha planteado que la distraibilidad podría ser un rasgo presente en algunas personas que las haría
más vulnerables a distraerse ante estímulos externos o internos irrelevantes (Forster y Lavie, 2016). Sin entrar a debatir de si se trata de
un rasgo o no, lo cierto es que esta alteración en la atención selectiva es un síntoma que se presenta en muchos y diversos trastornos,
y muy especialmente es una característica típica de los episodios
maníacos (Malhi et al., 2016), los trastornos de ansiedad (Spada et
al., 2010), los trastornos psicóticos (Luck y Gold, 2008), y el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) (Slobodin et
al., 2018).
En el caso de los trastornos psicóticos, y más específicamente
en la esquizofrenia, los déficits en atención selectiva y la tendencia
a la distraibilidad constituyen un síntoma presente indiscutiblemente
en dichos pacientes. En los años sesenta, McGhie y Chapman (1961)
describían que las quejas más típicas de los pacientes esquizofrénicos eran del tipo: «Las cosas entran demasiado deprisa. No consigo
atraparlas y me pierdo», «Atiendo a todo al mismo tiempo y como
resultado no atiendo a nada». No obstante, la evidencia actual
apunta a que los problemas atencionales serían más prominentes
en el control de la selección (la capacidad para identificar y atender a los estímulos relevantes) que en la implementación de la
selección (el proceso que permite procesar los estímulos relevantes
y suprimir los estímulos irrelevantes) (Luck y Gold, 2008).
En el caso de los episodios maníacos, la distraibilidad también
es un síntoma muy característico, que se suele acompañar de otras
manifestaciones, como la fuga de ideas o el habla distraída. En
general, cuesta mucho centrar la atención de estos pacientes, que
cambian de conversación continuamente, saltando de un tema a
otro, y son «captados» por cualquier estímulo irrelevante que aparezca en el ambiente.
En el caso del TDAH, los problemas atencionales, junto a la hiperactividad e impulsividad, constituyen la sintomatología nuclear del
trastorno. De hecho, la distraibilidad es uno de los criterios diagnósticos en el DSM-5 (i. e., «ser fácilmente distraído por estímulos
irrelevantes») (American Psychiatric Association, 2013), que puede
presentarse en solitario o en combinación con otros problemas en la
atención sostenida (p. ej., «a menudo evita, le disgusta o es reticente en la dedicación a tareas que requieren un esfuerzo mental sostenido»). En este caso, los niños muestran dificultad para focalizar
su atención en una misma tarea sin distraerse con otros estímulos,
ya que no pueden resistirse a focalizar su atención en otras fuentes
de información que pueden resultar más atractivas. Los problemas
en distraibilidad suelen persistir en adolescentes diagnosticados con
TDAH (Slobodin et al., 2018), así como en los adultos, ya que en este
trastorno los problemas en la atención son más frecuentes que los
problemas en hiperactividad o impulsividad (Wilens et al., 2009),
teniendo importantes interferencias en el ámbito académico, social
y profesional (Wilens y Dodson, 2004), así como mayor probabilidad
de sufrir accidentes (p. ej., accidentes de tráfico) (Vaa, 2014).
Distraibilidad. Experiencia de presentar inestabilidad
en la atención que se halla dirigida superficialmente a los
estímulos de cada momento (i. e., atención a muchos estímulos y durante poco tiempo), siendo difícil concentrarla y
mantenerla en un objeto.
125
Manual de psicopatología. Volumen 1
Otro aspecto relacionado con las alteraciones en la atención
selectiva que está siendo muy estudiado en los últimos años son
los sesgos atencionales, que hacen referencia a la tendencia sistemática a dirigir la atención de manera selectiva, preferencial, y
generalmente no consciente, hacia estímulos determinados, relacionados con las preocupaciones de la persona. Estos estímulos hacia
los que dirigimos la atención suelen ser congruentes con nuestros
miedos y preocupaciones y también con nuestro estado de ánimo.
Así, por ejemplo, en el caso de los episodios de pánico, la atención tiende a dirigirse de manera sesgada y preferencial hacia las
señales interoceptivas de ansiedad (p. ej., palpitaciones, mareos,
sensaciones de hormigueo), en el caso de los trastornos alimentarios
hacia la información relacionada con el cuerpo y la comida, o en la
hipocondría hacia la información relacionada con la enfermedad.
Los sesgos atencionales se consideran un proceso transdiagnóstico
con un papel causal en el desarrollo y mantenimiento de diversos
trastornos mentales (p. ej., trastornos de ansiedad y depresión, trastornos psicóticos, trastornos alimentarios, etc.) (Harvey et al., 2004;
Mansell et al., 2008), por lo que, dada su relevancia, les dedicaremos un apartado específico más adelante.
Sesgos atencionales. Tendencia a dirigir la atención,
selectiva y prioritariamente, hacia el procesamiento de la
información material que es relevante para la persona, porque por ejemplo es congruente con sus miedos, preocupaciones, o su el estado de ánimo.
b. Alteraciones relacionadas con la vigilancia
Como hemos comentado, la vigilancia se ha relacionado con la
alerta, definiéndose como la habilidad para mantener la atención
consciente durante largos períodos de tiempo. Desde los enfoques
de la psicología experimental, los déficits en la capacidad de vigilancia se ponen de manifiesto en tareas que requieren mantener
la atención durante un período de tiempo prolongado, como las
basadas en el paradigma de detección visual. Una tarea ampliamente utilizada para evaluar la vigilancia, aunque no exenta de
limitaciones, es la tarea de ejecución continua (CPT o Continuous
Performance Test) que consiste en detectar estímulos específicos
(visuales o auditivos) que aparecen en una pantalla de ordenador,
e implica mantenerse en un estado de cierta alerta. Los déficits
en la vigilancia se pueden mostrar por la dificultad para detectar
determinados estímulos «objetivo» (lo que se denomina «errores
por omisión»), o porque la persona se confunde y detecta estímulos
de manera errónea (lo que se denomina «errores por comisión»).
Este tipo de déficits se puede encontrar tanto en personas «sanas»
en condiciones especiales, como por ejemplo tras una deprivación
del sueño (Hudson et al., 2020) como en personas con trastornos
mentales (fundamentalmente esquizofrenia y TDAH).
Respecto a la esquizofrenia, se ha comparado la ejecución en el
test CPT en pacientes con esquizofrenia con otros trastornos (depresión y bipolares —con y sin síntomas psicóticos—). Por ejemplo, Liu
et al. (2002) encontraron que los esquizofrénicos (seguidos de los
bipolares con síntomas psicóticos) eran los que presentaban mayores dificultades para discriminar entre estímulos «objetivo» de los
que no lo eran; además, esta alteración se mantenía incluso cuando
los pacientes estaban en fase de remisión. No obstante, algunos
126
estudios longitudinales han mostrado que existe heterogeneidad en
estos en cuanto al déficit de atención sostenida, y sería en aquellas
pacientes que presentan mayor gravedad en los que el déficit en la
alteración sostenida se mantendría, constituyendo un marcador de
vulnerabilidad estable a sufrir esquizofrenia (Liu et al., 2006).
Por su parte, las personas que sufren TDAH también presentan
déficits para mantener la atención, por lo que habitualmente tienen
problemas para rendir con normalidad en las tareas académicas
(p. ej., por dificultades para leer —no para comprender— los enunciados adecuadamente), laborales o en otras actividades, mostrando múltiples olvidos y despistes por su falta de atención. También
pueden mostrar dificultades para mantener su atención en actividades lúdicas. No obstante, es posible que estas personas aumenten
el tiempo de mantenimiento de la atención cuando muestran una
elevada motivación por la tarea que están realizando (p. ej., jugar a
videojuegos) (Jodar et al., 2013).
En el otro extremo del continuo de la vigilancia, nos encontramos
la vigilancia excesiva o hipervigilancia, que se utiliza para designar
un estado de alta receptividad o hipersensibilidad, en el que la persona trata de buscar o rastrear información (p. ej., amenazante)
externa (p. ej., en el ambiente) o interna (p. ej., en el propio cuerpo)
para asegurar su rápida detección y estar preparado para dar una
respuesta, o la ocurrencia de un posible peligro (Richards, et al.,
2014). Esta hipervigilancia excesiva puede llegar a ser desadaptativa, e interferir en el funcionamiento de la persona, pudiéndose
encontrar en diversos trastornos.
Por ejemplo, en el caso de los trastornos de ansiedad, las teorías cognitivas subrayan el papel central de la hipervigilancia en la
vulnerabilidad de estos trastornos, especialmente en el trastorno de
ansiedad generalizada, que se podría manifestar de distintos modos
(p. ej., Eysenck, 1992): una hipervigilancia general (es decir, una
tendencia a atender a cualquier estímulo irrelevante para la tarea
que se presenta), una tasa elevada de escudriñamiento ambiental
(que se caracteriza por numerosos movimientos oculares rápidos en
el campo visual, que suponen rastreo), un ensanchamiento de la
atención justo antes de la detección de un estímulo sobresaliente; y
un posterior estrechamiento de la atención cuando se detecta y se
procesa el estímulo sobresaliente. Existe evidencia que muestra que
esta tendencia a la hipervigilancia no solo se encuentra en pacientes
ansiosos, sino también en personas vulnerables, como aquellas que
tienen una alta ansiedad-rasgo, y especialmente en condiciones de
estrés y/o alta ansiedad-estado. La hipervigilancia, a su vez, puede
generar un círculo vicioso, que incrementa aún más la ansiedad o
el arousal (p. ej., a través de la malinterpretación de las situaciones
ambiguas y exageración de las pequeñas amenazas) (Beck et al.,
2005; Kimble et al., 2014).
Autores como Eysenck et al. (2007) han desarrollado la teoría
del control atencional, en la que se sugiere que los individuos ansiosos presentan alteraciones en el control atencional. La hipervigilancia (es decir, la tendencia a atender cualquier estímulo) cuando
ocurre en situaciones en las que hay una ausencia de amenazas,
conlleva una mayor distraibilidad hacia los estímulos irrelevantes y
una reducida atención focalizada hacia la tarea que se está llevando a cabo, produciendo una interferencia en su rendimiento. Los
estudios que utilizan la metodología de movimientos oculares (o
eye tracker) confirman que los individuos ansiosos muestran una
hipervigilancia hacia las amenazas manteniendo un ensanchamiento
del foco atencional (i. e., menor número de movimientos oculares al
usar la visión periférica) o un rastreo pormenorizado del ambiente
Capítulo 5.
(i. e., mayor número de movimientos oculares), que facilita la detección de estímulos amenazantes, pero que, a su vez, conlleva otras
alteraciones atencionales como el incremento de la distraibilidad
(Richards, et al., 2014).
Hipervigilancia. Escudriñamiento continuo en búsqueda
de determinadas señales o indicios, externas (p. ej., en el
ambiente) o internas (p. ej., en el propio cuerpo).
Psicopatología de la atención y de la conciencia
escape, que promueven un aumento del dolor crónico y, a su vez,
una intensificación de la intensidad del dolor (Leeuw, et al., 2007;
Vlaeyen y Linton, 2000). Se plantea que el incremento o «amplificación» de la sensibilidad al dolor en estos trastornos se produce por
la incapacidad de llevar a cabo la distracción de una manera eficaz
(dadas las dificultades para controlar la hipervigilancia), o por la
generación de una reacción defensiva más intensa o de miedo ante
el dolor en los individuos con mayor hipervigilancia (Crombez, et
al., 2005).
c. Alteraciones relacionadas con la concentración
Como comentábamos, la hipervigilancia puede estar presente
en distintos trastornos de ansiedad, y no solo en el trastorno de
ansiedad generalizada, sino también en la fobia social (p. ej., búsqueda de signos de rechazo en otras personas), en el trastorno de
pánico (p. ej., rastreo atencional de cambios corporales interoceptivos) o en las fobias específicas (p. ej., búsqueda del estímulo fóbico).
Además, puede estar presente en personas con problemas de ansiedad sobre la salud. Así, los pacientes con hipocondría, al igual que
otros pacientes ansiosos como los que sufren trastorno de pánico,
también se muestran hipervigilantes hacia los síntomas físicos (Olatunji et al., 2009). El papel de la hipervigilancia en la hipocondría
queda patente en el concepto del «estilo amplificador somatosensorial» descrito por Barsky (1992, 2001). Según esta hipótesis, los
pacientes con ansiedad por la salud se mostrarían hipervigilantes
hacia las sensaciones corporales (i. e., aumento del auto-rastreo y
atención hacia síntomas somáticos incómodos), informarían de una
mayor tendencia a seleccionar y focalizarse en sensaciones físicas
débiles o infrecuentes, y de una tendencia a interpretar erróneamente dichas sensaciones como signos de enfermedad. Köteles y
Witthöft (2017) han renovado el enfoque de este constructo llamándole «amplificación de la amenaza somática», hipotetizando que
estos pacientes no serían sensibles a las señales internas (p. ej., viscerales o propioceptivas), sino que serían sensibles a cualquier señal
(externas e internas) que supusiera una amenaza para la integridad
del cuerpo.
En el caso del trastorno de estrés postraumático (TEPT), la
hipervigilancia constituye uno de síntomas clave (Kimble et al.,
2013). De hecho, es uno de los criterios diagnósticos en el DSM-5
dentro de la sintomatología referente a la alteración en la alerta y
la reactividad, que puede ir acompañada de un intenso estado de
ansiedad en términos de un arousal elevado, una reactividad exagerada hacia determinados estímulos (p. ej., sonidos, olores, etc.), y
un continuo rastreo del ambiente que puede llevar a la extenuación
(APA, 2013).
En cuanto a los pacientes que sufren dolor crónico (p. ej., dolor
lumbar, fibromialgia, artritis reumatoide), la existencia de un proceso atencional alterado a la base también ha adquirido cierto protagonismo (van Damme, et al., 2010). Los individuos que presentan un
dolor persistente y molesto, que es experimentado con gran preocupación y que no puede ser fácilmente explicable por criterios médicos, podrían presentar una hipervigilancia hacia el dolor, que surge
de una forma no intencional al considerar que el dolor es altamente
amenazante y es necesario escapar de él o evitarlo (Crombez, et al.,
2005). Algunos autores identifican la hipervigilancia como un factor
de riesgo para el desarrollo del dolor crónico (Rollman, 2009). Por
ejemplo, el modelo miedo-evitación propone que los individuos que
realizan una evaluación negativa o «catastrófica» del dolor presentan una mayor hipervigilancia y comportamientos de evitación y
En este apartado se incluyen todas las alteraciones que están de
algún modo relacionadas con la concentración o fijación de la atención sobre estímulos, objetos o situaciones en las que puede haber
tanto un exceso como una carencia de esta.
La falta de concentración o dificultad para sostener la atención está presente en muchas condiciones no patológicas (p. ej.,
fatiga extrema, necesidad de dormir, estados de desnutrición) y
en condiciones orgánicas (p. ej., daño cerebral adquirido). También está presente en una gran variedad de trastornos emocionales
(especialmente en la depresión o distimia, y el trastorno de ansiedad generalizada) y el TEPT. Así pues, en el caso de la depresión o
distimia y el trastorno de ansiedad generalizada, las quejas de los
pacientes respecto a los problemas para mantener la concentración
son muy habituales (p. ej., problemas para leer o mirar la televisión),
siendo un criterio diagnóstico en el DSM-5 en todos ellos. En el caso
de la depresión, se plantea incluso que los problemas de memoria
que también presentan estos pacientes son secundarios a su dificultad para concentrarse (Marazziti et al., 2010). Respecto al trastorno
de ansiedad generalizada, se ha planteado que los problemas de
concentración serían el mecanismo por el cual la dificultad para
dejar de preocuparse o «dejar la mente en blanco» típica de este
trastorno provoca un malestar e interferencia clínicamente significativo en el funcionamiento diario (Hallion et al., 2018). Por su parte,
en el TEPT, las dificultades de concentración se manifiestan en las
dificultades para mantener la atención en tareas de la vida cotidiana como, por ejemplo, cuando se intenta seguir una conversación.
Los problemas de concentración son un criterio diagnóstico en el
DSM-5 que —como la hipervigilancia— forman parte de la sintomatología referente a la alteración en la alerta y la reactividad
(APA, 2013).
Además de esta sintomatología inespecífica, nos encontramos
con otras dos alteraciones de la concentración descritas por Reed
(1988) que, aunque se consideran anómalas, extravagantes e inusuales, por lo general no son patológicas. Estas son la ausencia mental y la laguna temporal. Por una parte, la ausencia mental alude
a una experiencia en la que se presenta una gran concentración
sobre alguna cuestión concreta, que a su vez lleva a «desatender»
al resto de los estímulos. En la ausencia mental el individuo está
tan preocupado por sus propios pensamientos que deja fuera gran
cantidad de información externa que le es habitualmente accesible.
El individuo realiza las acciones de manera mecánica y no ajusta
su conducta a las demandas ambientales, aunque sí es capaz de
atender correctamente a cualquier actividad externa relacionada
con los pensamientos a los que está tan atento. Se podría considerar que la ausencia mental es un fenómeno de umbral, ya que
el nivel de atención es bajo para aquellos estímulos que resultan
distractores (i. e., todos aquellos que no se relacionan con sus pensamientos), pero ante un incremento súbito de los estímulos se elimina
127
Manual de psicopatología. Volumen 1
la ausencia. Para explicar esta alteración, Reed (1988) utilizaba el
símil del «profesor despistado». Se trataría de un profesor demasiado ensimismado en sus propios pensamientos y disquisiciones, que
cuando sale de clase es capaz de ponerse la papelera por sombrero.
Además de no darse por enterado, es capaz de pasearse por toda la
facultad sin ni siquiera darse cuenta de los murmullos y miradas que
genera. Solo es capaz de salir de su «ausencia mental» cuando al
salir del edificio un coche está a punto de atropellarle por saltarse
el semáforo en rojo. De este modo, el profesor no responde al cambio ambiental de la papelera, pero sí podría darse cuenta de algún
otro estímulo que tenga conexión con el problema en el que está
pensando (es decir, en el que está centrando toda su capacidad
atencional). Así, el profesor es capaz en el último momento de saltar
a la acera ante el claxon del enfurecido conductor.
Ausencia mental. Experiencia que implica una gran concentración sobre alguna cuestión concreta (generalmente
preocupaciones sobre algún tipo de pensamiento), lo que
a su vez lleva a «desatender» al resto de los estímulos,
dejando fuera gran cantidad de información externa que
usualmente es accesible, y no respondiendo, por tanto, al
feedback respecto a cambios en las rutinas.
Por otra parte, la laguna temporal es una experiencia en la
que el individuo presenta una «laguna en el tiempo» de la que no
puede recordar nada; aunque, en realidad, estaba realizando una
tarea o actividad automática para la que no se requería esfuerzo cognitivo (p. ej., conducir). Este tipo de experiencia suele ser
descrita por quien la padece como un «espacio en blanco» en la
consciencia temporal. Sin embargo, aunque el individuo nos diga
que «no recuerda», no es un problema de amnesia estrictamente
hablando. A diferencia de la amnesia, aquí no se presenta desorientación persistente espaciotemporal, ni tampoco se presentan otras
características típicas de la amnesia. En cierto modo se podría
decir que el individuo no recuerda porque no ha estado atendiendo conscientemente a los estímulos del entorno y, además, no ha
ocurrido nada «importante» o relevante, sino que estaba haciendo la tarea de manera «automática». En este caso, el símil más
claro sería el del experto conductor que yendo por la autopista de
Valencia a Barcelona, de repente «se da cuenta» de que desde el
último peaje situado a más de 100 kilómetros no recuerda nada de
lo ocurrido, y, sin embargo, era él quien conducía. No es que no
haya ocurrido ningún acontecimiento (p. ej., seguramente el conductor ha tenido que adelantar a otros coches en la autopista, el
paisaje iba variando, etc.), sino que no han ocurrido acontecimientos que sugieran cambios importantes en la situación; es decir,
sería más correcto hablar de una ausencia de acontecimientos
de importancia. Además, y como se sabe, nuestra experiencia del
paso del tiempo está determinada por acontecimientos (externos
o internos) que funcionan como marcadores de tiempo. Por tanto,
en la laguna temporal el individuo no registra sucesos que podrían
haber funcionado como tales marcadores (Reed, 1988). Este tipo
de fenómenos se explica apelando al procesamiento automático
(versus el controlado), y a cómo la realización de algunas tareas
no requieren atención consciente o esfuerzo cognitivo. Es como si
pudiéramos poner el «piloto automático» para conducir el avión,
porque las circunstancias permiten que no se tenga que atender
128
con esfuerzo, y el verdadero piloto pudiera repartir su esfuerzo
consciente a otras tareas.
Laguna temporal. Ausencia de registro de acontecimientos mientras se está realizando una tarea controlada
por el procesamiento automático. El sujeto se queja de un
«espacio en blanco» en la consciencia temporal, es decir, no
recuerda los acontecimientos ocurridos durante un período
de tiempo durante el cual, sin embargo, estuvo realizando
una tarea automática.
D. Las alteraciones atencionales
en los trastornos mentales
Como ya hemos comentado, las alteraciones atencionales no se han
considerado como signo o síntoma de importancia a la hora del
diagnóstico de los trastornos mentales, especialmente si comparamos el impacto «diagnosticador» de estas alteraciones con el que
pueden tener otras, como las de la percepción (p. ej., alucinaciones), las del pensamiento (p. ej., delirios y trastornos formales), o las
de la identidad (p. ej., la ruptura de los límites del yo). De hecho,
incluso en el estudio de la esquizofrenia, y a pesar de lo que podría
parecer teniendo en cuenta lo expuesto en los apartados anteriores,
la atención no fue considerada como una característica relevante
de esta enfermedad hasta los años cincuenta-sesenta, ya que las
anomalías atencionales se consideraban «manifestaciones tolerables» de este conjunto de trastornos. Sin embargo, lo cierto es que
cada vez se está teniendo más en cuenta este constructo a la hora
de describir y explicar desde un punto de vista psicológico ciertos
trastornos mentales, y, en las últimas décadas, la atención, sus alteraciones, sus sesgos y sus disfunciones se han utilizado para intentar
comprender mejor la vulnerabilidad, la ocurrencia, el mantenimiento
y la recaída de diversos trastornos mentales. Es más, incluso se han
propuesto estrategias terapéuticas concretas para intervenir sobre
estos problemas. Sin intentar en absoluto desarrollar todos estos
puntos, algo que excedería el alcance de este apartado, y solo con
el objetivo de que el/la lector/a adquiera una visión integrada de
las alteraciones de atención, resumimos en esta sección los problemas que nos encontramos con este proceso en la esquizofrenia, la
depresión y los trastornos de ansiedad.
a. Las alteraciones de la atención en esquizofrenia,
depresión y ansiedad
En el caso de la esquizofrenia, determinar qué aspectos de la atención se encuentra alterados entraña una gran dificultad, dado que
las tareas utilizadas para evaluar atención implican el uso de otras
funciones cognitivas (p. ej., memoria de trabajo) que también se
encuentran perturbadas (Oyebode, 2013). No obstante, se considera
que los trastornos de atención, junto con las alteraciones en las funciones ejecutivas, tienen un papel central en la esquizofrenia, y que
podrían estar a la base tanto de los síntomas negativos (Donohoe
y Robertson, 2003; Jang et al., 2016) como positivos (Morris et al.,
2013). Así pues, los pacientes con esquizofrenia pueden presentar
déficits en la atención selectiva (i. e., dificultades para identificar
y dirigir la atención hacia los estímulos relevantes), en la vigilancia
Capítulo 5.
(p. ej., en tareas como el CPT que implican mantenerse vigilante
para detectar estímulos específicos) y en la concentración. Por último, cabe resaltar también la presencia de sesgos atencionales en la
esquizofrenia. Por ejemplo, en un estudio experimental se observó
que los pacientes con esquizofrenia (paranoide y no paranoide) presentaban un sesgo hacia los estímulos relacionados con sus delirios
(p. ej., pistola), frente a estímulos neutrales (p. ej., taza) o ansiógenos (p. ej., tiburón). Esto tiene grandes implicaciones, ya que los
sesgos atencionales podrían propiciar el desarrollo y mantenimiento
de los delirios (Moritz y Laudan, 2007).
En el caso de la depresión, la vigilancia y la concentración
están altamente afectadas, ya que la atención (voluntaria o involuntaria) hacia las preocupaciones y pensamientos negativos que
acompañan al estado depresivo alteran la atención hacia otros estímulos (Oyebode, 2013). Así pues, los pacientes con depresión limitan
su atención a un número reducido de tópicos, que son en su mayoría
de valencia afectiva negativa, y presentan también problemas para
retener la atención en una determinada tarea. Además, la investigación sobre la presencia de sesgos atencionales ha recibido una gran
atención en los últimos años, ya que distintas revisiones sistemáticas
y meta-análisis han encontrado que existe un sesgo (tanto en la
orientación inicial como en el mantenimiento de la atención) hacia
la información negativa auto-relevante (no necesariamente amenazante, algo que sería específico de la ansiedad) (Armstrong y Olatunji, 2012; Peckham et al., 2010) y un sesgo atenuado hacia la información positiva (Armstrong y Olatunji, 2012; Winer y Salem, 2016).
Por último, la relación entre la ansiedad y la atención es bastante clara y se ha encontrado de manera consistente, ya que una
de las funciones adaptativas de la ansiedad es facilitar la detección de un peligro o amenaza. En consecuencia, la consideración
de los procesos alterados de la atención en ansiedad patológica
resulta crucial para entender la psicopatología de estos trastornos.
Como vimos en el apartado anterior, tanto la atención selectiva
como sostenida se encuentra alterada en los individuos que sufren
trastornos de ansiedad debido a que presentan una hipervigilancia
hacia el medio en busca de amenazas que repercute, a su vez, en un
aumento de la distraibilidad y una disminución de la concentración.
Por último, cabe resaltar la presencia de sesgos atencionales que
se han detectado en la ansiedad, consistentes en un procesamiento
automático inicial que conlleva una facilitación de la atención hacia
estímulos que suponen una amenaza, una dificultad para «desenganchar» la atención de dicha amenaza (que implicaría una combinación del procesamiento automático y controlado) y una evitación
atencional en los últimos estadios del procesamiento, que supondría
que este fuera más controlado (Armstrong y Olatunji, 2012; Cisler y
Koster, 2010). Así pues, mientras las personas con ansiedad patológica muestran una «sensibilidad» hacia la información amenazante,
las personas con depresión muestran una disminución en la «sensibilidad» hacia la información positiva.
Dada la centralidad de los sesgos atencionales en la psicopatología de la ansiedad y depresión, conviene explicar brevemente los
procedimientos para realizar «reentrenamientos» en sesgos atencionales que se han desarrollado en los últimos años. Estos entrenamientos consisten en tareas computarizadas en las que se presentan estímulos (imágenes o palabras) que pueden ser amenazantes
(p. ej., expresiones faciales de enfado), positivos (p. ej., expresiones
faciales sonrientes) o neutrales (p. ej., expresiones faciales neutras),
y sin dar instrucciones explícitas, se intenta entrenar a las personas a redirigir su atención hacia los estímulos positivos o neutrales.
Psicopatología de la atención y de la conciencia
Los meta-análisis derivados que investigan la posibilidad de realizar
estos re-entrenamientos muestran que los efectos sobre la disminución de la sintomatología ansiosa y depresiva son aún pequeños y
temporales (Cristea et al., 2015; Fodor et al., 2020; Hallion y Ruscio,
2011). Por ello, autores como Everaert et al. (2020) están planteando
la necesidad de realizar re-entrenamiento en sesgos atencionales,
junto con otras estrategias terapéuticas como el re-entrenamiento
de otros procesos cognitivos (p. ej., interpretación, memoria), ya que
los sesgos atencionales no se dan de forma aislada, sino que están
interrelacionadas con otros procesos (p. ej., sesgos en el «almacenaje» de información negativa en la memoria de trabajo, sesgos de
recuerdo hacia la información negativa almacenada en la memoria
—episódica o semántica— a largo plazo).
b. Las alteraciones atencionales como proceso
transdiagnóstico
El enfoque transdiagnóstico en Psicopatología ha surgido con fuerza
en los últimos años, y su objetivo es centrarse fundamentalmente en
lo que tienen en común los trastornos mentales, en lugar de centrarse en lo específico y diferencial (Sandín, 2012). Desde este enfoque,
se intenta superar algunos de los problemas que en las últimas décadas se han puesto de manifiesto sobre las limitaciones de los actuales
sistemas de clasificación (p. ej., DSM, o CIE). Aunque el desarrollo de
estos sistemas ha supuesto grandes avances en el campo de la psicopatología y la salud mental en general, lo cierto es que también adolecen de muchas debilidades. Unas muy importantes tienen que ver
con la elevada comorbilidad entre los distintos trastornos, así como
el claro solapamiento de síntomas que hay en muchos de ellos. Todo
esto, junto con el no tener en cuenta enfoques más dimensionales
a la hora de entender los trastornos mentales, ha hecho que en los
últimos años hayan surgido críticas muy relevantes a estos sistemas
de clasificación, a la vez que se están promoviendo y desarrollando
enfoques alternativos, en algunos casos complementarios. Uno de
los enfoques que más investigación está generando en los últimos
años es el denominado transdiagnóstico. En psicopatología, su interés se centra en buscar mecanismos y procesos que sean comunes
a diferentes trastornos y que estén a la base de su vulnerabilidad y
sintomatología. En esta búsqueda, las alteraciones atencionales se
han erigido como un proceso transdiagnóstico presente en el desarrollo y mantenimiento de muy distintos trastornos mentales (Harvey
et al., 2004; Mansell et al., 2008). En concreto, se han identificado
tres tipos de alteraciones atencionales transdiagnósticos:
1.
Atención hacia los estímulos externos que constituyen preocupaciones relevantes para el individuo. Este sesgo se ha
observado en trastornos de ansiedad (i. e., trastorno de pánico
con y sin agorafobia, fobia específica, fobia social, trastorno de
ansiedad generalizada), trastorno obsesivo-compulsivo, trastorno de síntomas somáticos, trastornos dismórfico corporal,
trastornos alimentarios, insomnio, depresión unipolar, depresión
bipolar, trastornos psicóticos y trastornos por abuso de sustancias. También existe una evidencia sólida de que, en el caso
del trastorno de ansiedad generalizada, fobia específica y fobia
social, se trataría de un proceso atencional automático hacia
estímulos amenazantes. También se ha encontrado una evidencia preliminar para este proceso en el caso del trastorno de
pánico, trastorno de estrés postraumático, trastornos psicóticos
y trastorno de síntomas somáticos. Este sesgo automático tiene
implicaciones en la forma en que se procesa el mundo ya que,
ante situaciones de peligro o amenaza, la atención se dirige
129
Manual de psicopatología. Volumen 1
selectiva y preferentemente hacia las señales de peligro que
están relacionadas con esa amenaza, interfiriendo en la recepción y el procesamiento de otros estímulos no relacionados con
ese peligro.
2. Atención hacia los estímulos internos que constituyen preocupaciones relevantes para el individuo. Normalmente, esto
ha recibido en nombre de «atención autofocalizada», ya que
implica una atención excesiva, sostenida en el tiempo y rígida
hacia los propios pensamientos, emociones, recuerdos o estado
físico (Ingram, 1990). Esta atención autofocalizada se ha relacionado con un mayor afecto negativo (Mor y Winquist, 2002).
Existe evidencia sólida para afirmar que dicho sesgo se encuentra en los trastornos de ansiedad (i. e., trastorno de pánico, fobia
específica y fobia social) y en la ansiedad por la salud, y evidencia moderada para otros trastornos como trastorno de síntomas
somáticos, trastorno dismórfico corporal, trastorno de ansiedad
generalizada, insomnio o depresión unipolar.
3. Evitación atencional hacia ciertos estímulos y atención
hacia fuentes de seguridad. Este sesgo se ha encontrado de
manera sólida en las fobias específicas y en la fobia social. Aunque también se ha encontrado una reducción de la atención
hacia expresiones faciales en otros trastornos además de la
fobia social, como en depresión o esquizofrenia, que se interpreta como una evitación para la interacción social. El trastorno
en el que la mayoría de estudios no han encontrado evitación
atencional es el de ansiedad generalizada, que algunos autores
han intentado explicar de distintas maneras (p. ej., presencia
de un déficit en la atención controlada, uso de la atención a
estímulos amenazantes como estrategia de distracción, o incapacidad de encontrar adecuadas fuentes de seguridad).
También existe otro sesgo que hace referencia a un sesgo
auto-protector disminuido que está presente en depresión. Se trataría de un sesgo en el que el individuo con depresión tiene más dificultades para desatender o «desengancharse» de la información
negativa y atender a la información positiva. Sin embargo, todavía
no existe suficiente evidencia para afirmar que es un proceso transdiagnóstico a todos los trastornos.
Por último, las investigaciones recientes resaltan que la interacción entre los sesgos cognitivos (p. ej., sesgos atencionales, sesgos
de memoria de trabajo y memoria a largo plazo) podría constituir
un proceso transdiagnóstico que está a la base de diversos trastornos emocionales. Así, por ejemplo, las interacciones que se producen entre la información en la memoria de trabajo, los sesgos de
interpretación, los sesgos de atención y los sesgos en la memoria a
largo plazo podrían estar presentes en diversos trastornos (Everaert
et al., 2020).
La investigación realizada hasta el momento pone de manifiesto
la relevancia que tienen los problemas atencionales como mecanismo transdiagnóstico que está involucrado en la vulnerabilidad y la
ocurrencia de muchos trastornos mentales. No es por tanto extraño
que también se esté investigando en cómo «tratar» estos problemas, lo que redundaría en el desarrollo de estrategias terapéuticas
que pudieran ser eficaces y a la vez transversales en su uso para
diferentes diagnósticos. Esta línea de investigación es muy prometedora, y, muy probablemente, en los próximos años presenciaremos
desarrollos muy relevantes que nos permitirán comprender mejor
diferentes condiciones psicopatológicas, y a la vez generar estrategias que puedan ayudar a reducirlas o prevenirlas.
130
E. Evaluación de la atención
y sus alteraciones
Como hemos visto en los apartados anteriores, la atención es un
concepto complejo, cuyo estudio ha ido evolucionando en estas
últimas décadas. Además, también hemos visto que la atención no
es unitaria, sino que tiene diversas funciones, y podemos describir
distintos tipos. En la atención se integran componentes perceptivos,
motores y límbicos o motivacionales, y esa complejidad conceptual,
neuroanatómica y neurofuncional hace que no esté ligada a una
única estructura anatómica, y que tampoco pueda ser explorada
solo con un simple test o prueba. Por tanto, y como nos recuerdan
Ríos-Lago y Muñoz-Céspedes (2004), es lógico que haya muchas
pruebas de evaluación de la atención, y que además esas pruebas
no midan lo mismo. Algunas están diseñadas para evaluar componentes atencionales específicos, mientras que otras intentan hacer
una evaluación global y heterogénea. Por otro lado, algunas de
estas pruebas están basadas en una teoría cognitiva concreta, mientras que otras surgen de la práctica clínica, otras de la búsqueda de
diferencias individuales, y otras de la investigación básica en psicología experimental. Por todo ello, las diferencias y variaciones entre
ellas son importantes, existiendo pruebas de papel y lápiz, baterías
computarizadas y pruebas basadas en tiempo de reacción. Unas
son adecuadas para medir diferencias individuales y otras son más
adecuadas para medir las diferencias entre grupos de pacientes.
En el ámbito de la salud mental, en muchas ocasiones la atención se evalúa mediante la observación directa durante la entrevista
o la exploración psicopatológica. En este contexto, el clínico suele
valorar la presencia de comportamientos que indiquen la presencia
de problemas atencionales tales como la distraibilidad, dificultades
en la atención sostenida, problemas de concentración, etc. En este
ámbito, uno de los métodos más utilizados para evaluar problemas
atencionales, y cognitivos en general, de manera rápida y sencilla
es el conocido como Mini-Mental (Mini Mental State Examination,
MMSE). Se trata de una prueba de «screening» o cribado que, como
su nombre indica, permite valorar de forma rápida el estado mental
de un paciente. No es una prueba exclusivamente atencional, sino
de funciones cognitivas en general. Consta de una serie de preguntas que miden cinco apartados: orientación, fijación, concentración
y cálculo, memoria y lenguaje, y construcción. Otras pruebas rápidas
que se suele utilizar son el «test de resta serial» de Stuss y Benson,
o el subtest de Control Mental (WMS-R) de Wechsler, en los que se
pide a la persona tareas como contar hacia atrás desde el 20, o restar 7 desde el 100 en una serie descendente al menos cinco veces,
o recitar el abecedario. En general, estas pruebas sencillas suelen
dar una valoración rápida del deterioro atencional de la persona.
Además de estas pruebas, que se pueden aplicar fácilmente en
el contexto de la consulta, o incluso en los servicios hospitalarios o de
urgencias, existen otras pruebas más sofisticadas y estandarizadas,
que suelen incluirse en evaluaciones neuropsicológicas más amplias,
como el test de Wisconsin, test de Símbolos y Dígitos, el subtest
Clave de Números de las escalas Wechsler, por citar solo algunos.
Desde la psicología experimental se han desarrollado una serie
de tareas y pruebas para evaluar distintas funciones y tipos de atención, basadas fundamentalmente en la medición de tiempo de
reacción y tiempo de respuesta. Una de las tareas más utilizadas,
que también se suele incluir en las evaluaciones neuropsicológicas,
es el test de Stroop, en el que las personas deben nombrar el color
en el que están escritas una serie de palabras (que son nombres de
Capítulo 5.
colores) tan deprisa como puedan. En general, esta tarea es más
complicada cuando el nombre del color y la tinta en el que está
escrito no coinciden (lo que se conoce como «interferencia»). Una
variante de esta prueba es la conocida como «Stroop emocional»
(p. ej., Mathews y MacLeod, 1994), en la que se pide que se nombre
el color en el que están escritas palabras que se refieren a preocupaciones, miedos, etc. Aquí, en general, la persona tarda más
tiempo en nombrar el color de aquellas palabras que están directamente relacionadas con sus preocupaciones (p. ej., «muerte» o
«sangre» frente a «mesa» o «sartén» en el caso del trastorno de
estrés postraumático). Existen muchas otras tareas que evalúan la
atención, midiendo el tiempo en que las personas tardan en responder a distintos estímulos, como la prueba de detección de puntos,
la tarea de flancos, las tareas de búsqueda visual, etc. Actualmente,
además, existen métodos muy sofisticados para evaluar la atención
visual, utilizando aparatos como el eye tracker que permite medir
dónde fija la atención visual la persona y durante cuánto tiempo.
Como vemos, el campo de la evaluación atencional es tan
amplio y complejo como el propio ámbito de la atención. Como
decíamos al principio, la atención ejerce un papel fundamental en
el funcionamiento cognitivo y emocional, pero no es en absoluto un
constructo unitario, y para abordarlo es necesario tener en cuenta
esa complejidad. Además, está en estrecha relación con otro constructo también complicado, la conciencia, y a ella dedicamos la
siguiente sección de este capítulo.
III. Conciencia
Para William James (1890), la conciencia podía ser descrita como
un río de pensamientos encadenados, pero tan imposible de atrapar
como una gota de nieve que al cogerla se derrite. Hacer introspección, mirar dentro de nosotros, sería como encender luz para ver la
oscuridad. Según James, toda conciencia es personal, es decir, el
pensamiento siempre pertenece a alguien, se encuentra en cambio
continuo y fluye sin interrupción. Pero estas precisiones solo abarcan
algunas de las funciones atribuidas a este concepto tan polifacético.
Efectivamente, como señala Zeman (2006) en su revisión sobre la
naturaleza de la conciencia, al igual que ocurre con otros constructos psicológicos, la investigación sobre la conciencia exige distintos
acercamientos biológicos, psicológicos, sociales, culturales y filosóficos, todos ellos interconectados, para poder abordar su análisis.
Pero esta exigencia parece ser particularmente relevante en el caso
de la conciencia ya que este concepto, por encima de todos los
demás, centra nuestra atención en dilemas tan clásicos y arraigados
en los intentos por comprender la naturaleza humana como son: la
distinción entre mente y cuerpo, la tensión entre la naturaleza de
lo objetivo vs. subjetivo, el análisis por parte de la ciencia vs. la síntesis a través de la experiencia. Esto es lo que hace que el estudio
de la conciencia sea tan atractivo y difícil. Este autor ilustra estos
dilemas comparando este concepto con las dos caras del dios de la
mitología romana Jano: así la conciencia mira, por un lado, hacia
las ciencias del cuerpo y el comportamiento humano y, por otro,
hacia nuestra subjetividad y un antiguo conjunto de creencias sobre
lo que constituye el yo, la voluntad y la identidad personal. Así pues,
el concepto de conciencia está estrechamente intrincado en nuestra
historia cultural y tradición intelectual, influencias que subyacen en
todos nosotros a la hora de abordar su estudio.
Queda fuera del objetivo de este capítulo un análisis exhaustivo
de las distintas tradiciones asociadas al estudio de la conciencia y
Psicopatología de la atención y de la conciencia
de sus alteraciones por lo que, en el siguiente apartado, nos centraremos exclusivamente en aquellos atributos o funciones asignadas
a la conciencia más relevantes en el ámbito de la psicopatología.
A. Precisiones conceptuales
Una distinción clásica y relevante en el estudio de las alteraciones
de la conciencia hace referencia a dos de las acepciones que el
significado de este término tiene en el lenguaje coloquial, nos referimos a los términos vigilia y conciencia. La vigilia es un estado de
consciencia, que se distingue de otros estados como el sueño y el
coma. Entre estos estados existen grados, por ejemplo, podemos
estar muy despiertos o medio despiertos, así como podemos estar
ligera o profundamente anestesiados. Normalmente confiamos en
nuestra capacidad como científicos para juzgar el estado de consciencia de un individuo —en este primer sentido—, con la ayuda de
criterios objetivos. Por ejemplo, tener los ojos abiertos o conservar
la capacidad para mantener una conversación son considerados una
indicación del estado de vigilia.
Por otro lado, generalmente asumimos que cualquiera que esté
despierto también será consciente, es decir, no solo está consciente, sino que es consciente de algo. Los criterios objetivos siguen
siendo útiles para determinar la presencia de la conciencia en este
segundo sentido, por ejemplo, cualquiera que pueda obedecer las
instrucciones que se le dan, o decir la fecha del día en que está,
presumiblemente está consciente. Pero esta segunda acepción tiene
una connotación mucho más subjetiva que el primer sentido ya que,
como todos sabemos, a menudo es difícil estar seguro de lo que
pasa por la mente de otro en base a su comportamiento. Así pues,
aquí se estaría haciendo referencia a los contenidos de la conciencia. Estos contenidos han sido objeto de numerosos debates (Zeman,
2001, 2003). Actualmente, existe un consenso sobre las siguientes
propiedades: los contenidos de la conciencia son relativamente estables durante períodos muy breves de tiempo (unos escasos cientos
de milisegundos), pero cambiantes a lo largo de períodos de tiempo
más extensos; se focalizan en determinados aspectos en un momento dado, pero a través del tiempo nuestra conciencia puede abarcar
todo el espectro de nuestras capacidades psicológicas, permitiéndonos ser conscientes de las sensaciones, percepciones, pensamientos,
memorias, emociones, deseos e intenciones (de hecho nuestra conciencia combina a menudo elementos de varios de estos dominios
psicológicos); nuestra conciencia es personal, permitiéndonos una
perspectiva distintiva y limitada del mundo y es fundamental para el
valor que damos a nuestras vidas, puesto que mantener a las personas vivas una vez que su capacidad de conciencia se ha extinguido
permanentemente, se considera un esfuerzo estéril (Jennett, 2005).
No obstante, las relaciones entre vigilia, conciencia y sus indicios
comportamentales son más complejas de lo que parece a primera
vista. Por regla general, mientras estamos despiertos somos conscientes. Pero los fenómenos de la vigilia y la conciencia no siempre
van en paralelo. Por ejemplo, el estado vegetativo, que es el resultado de un profundo daño en los hemisferios cerebrales y en el tálamo
con una relativa preservación del tronco cerebral, es un estado de
vigilia sin conciencia. Por el contrario, cuando soñamos, estamos
dormidos pero conscientes.
Otro aspecto fundamental de la conciencia que resulta extremadamente relevante en el estudio de sus alteraciones es el que hace
referencia a los conceptos de conciencia de sí mismo o autoconciencia. Estos conceptos son peculiarmente complejos, ya que com-
131
Manual de psicopatología. Volumen 1
binan otros tres: «yo», «consciencia» y «conciencia», siendo cada
uno de los cuales multifacético (Berrios y Markova, 2003). Siguiendo
el planteamiento de Zeman (2006), intentaremos deslindar las principales características que engloban la conciencia de sí mismo (o
autoconciencia).
Por un lado, es obvio que la capacidad para distinguir entre
el «yo» y lo que está fuera de nosotros es biológicamente crucial.
Como señala este autor, hay muchas actividades que necesitamos
dirigir hacia otros objetos en el mundo como, por ejemplo, comerlos, lo que dirigido hacia nosotros mismos, en este caso concreto,
sería desastroso. Pero la «autoconciencia» implica más que la
capacidad de comportarse de manera diferente hacia uno mismo
y hacia los demás: requiere una representación de uno mismo y
del otro.
Por otro lado, la autoconciencia hace referencia a la capacidad de «auto-detectarse». Esta característica incluye la conciencia
de los estímulos que inciden directamente en el cuerpo (p. ej., el
calor del sol en mi cara); de la información propioceptiva sobre la
posición corporal que contribuye sustancialmente a nuestra imagen
corporal; de la información sobre las acciones que estamos a punto
de realizar o que estamos realizando, dando lugar a un sentido de
agencia o cualidad personal de nuestros actos; de información sobre
el estado corporal (hambre, sed, etc.), y de emociones, como el
miedo o el cariño, que señalan el estado de nuestra relación con los
objetos y con las personas que nos rodean, y sin las cuales podemos
perder el sentido de nuestra propia realidad o la del mundo, como
sucede en la despersonalización y en la desrealización. Una tercera característica hace referencia a la conciencia de sí mismo como
proceso de control de orden superior que abarca más claramente
las capacidades cognitivas. Incluye, entre otras, la capacidad de
recordar las acciones que hemos realizado recientemente y nuestra capacidad de poder predecir nuestras posibilidades de éxito en
tareas que desafían nuestra percepción o memoria.
Además, la conciencia de sí mismo implica autoreconocimiento
que alude a nuestra capacidad para reconocer nuestros cuerpos
como propios, por ejemplo, en los espejos. Los niños desarrollan esta
habilidad alrededor de los 18 meses. Entre los 18 meses y alrededor
de los cinco años, los niños dan otro gran paso intelectual: llegan a
apreciar que, además de ser objetos que pueden ser inspeccionados en los espejos, también son sujetos de experiencia (poseen, en
otras palabras, no solo cuerpos, sino también mentes). La conciencia
de nosotros mismos como sujetos de la experiencia abre un mundo
de nuevas posibilidades para comprender nuestro propio comportamiento y el de los demás en términos de deseos y creencias (Frith
y Frith, 1999). Esta habilidad se ha descrito como la adquisición de
una «teoría de la mente» y constituye otra de las características
fundamentales de la autoconciencia.
Por último, el concepto de autoconciencia hace referencia a
nuestro autoconocimiento en su sentido más amplio: el conocimiento de uno mismo como el protagonista de una narrativa personal,
profundamente condicionado por las propias circunstancias y nuestro trasfondo cultural. La capacidad de revivir nuestro pasado en
una forma de «viaje mental en el tiempo» constituye la «conciencia
autonoética» que Tulving (1985) identificó como un logro intelectual
distintivamente humano.
En los apartados que siguen, intentaremos revisar algunas de
las alteraciones de la conciencia que implican un deterioro en algunas de las características o funciones de la conciencia que hemos
comentado.
132
B. Alteraciones de la conciencia
Como señalan Gastó y Penadés (2015) el concepto de conciencia y
la clasificación de sus alteraciones han estado sujetos a una modificación creciente en los últimos años debido, fundamentalmente, a
los hallazgos provenientes del ámbito de investigación de las neurociencias. Dichos hallazgos han permitido describir con bastante
precisión los correlatos neuronales asociados a la conciencia del yo
(autoconciencia o conciencia representacional) y de la conciencia
del propio cuerpo y de su relación con otros agentes (conciencia
hetero-representacional).
Este hecho ha conllevado que la terminología clásica utilizada
en la psicopatología descriptiva para delimitar las alteraciones de la
conciencia haya desaparecido casi por completo de los tratados de
psiquiatría actuales omitiéndose, de hecho, en muchos de ellos un
capítulo dedicado a la psicopatología de la conciencia.
Si bien es cierto que, como ocurre en las alteraciones en otros
procesos psicológicos, la terminología tradicionalmente utilizada
para describir las alteraciones de la conciencia se ha caracterizado
por una falta de precisión conceptual e, incluso, por la utilización
de un mismo término para describir alteraciones diferentes (véanse, p. ej., las distintas acepciones del término «obnubilación»), en
nuestra opinión, sigue proporcionando información clínicamente
relevante para los profesionales de la salud mental, por lo que la
revisaremos en este apartado añadiendo, en algunos casos, la clasificación alternativa planteada desde la investigación neuropsicológica.
Como hemos visto, la conciencia puede considerarse como un
proceso psicológico de orden superior incluyéndose, entre sus funciones, las de control ejecutivo del pensamiento y la acción. Por ello,
las alteraciones de la conciencia van a conllevar, en menor o mayor
medida dependiendo de su gravedad, una alteración del resto de
procesos psicológicos como la atención, la percepción, la memoria,
el pensamiento, el área motora, el área afectiva, etc. Hay que tener
en cuenta, además, que cuando una persona presenta un estado
alterado de conciencia va a resultarle difícil describirlo ya que es
necesario un nivel determinado de conciencia para poder describir
o expresar lo que le está ocurriendo. Todo ello va a dificultar, como
veremos en un apartado posterior, su exploración.
a. Alteraciones cuantitativas vs. cualitativas
de la conciencia
Tradicionalmente las alteraciones de la conciencia se han clasificado en alteraciones cuantitativas y alteraciones cualitativas (p. ej.,
Palao, 2008; Perpiñá y Baños, 2019). Las primeras se centran en la
descripción de los estados alterados de consciencia en función del
grado de disminución del nivel de conciencia normal o estado de
vigilia. En las segundas, aunque también se van a caracterizar por
un descenso en los niveles de consciencia o vigilia, este se acompaña de una alteración global de las funciones cognitivas (pudiendo
estar presentes, delirios, alucinaciones, etc.), y/o de una restricción
del campo de la conciencia.
• Alteraciones cuantitativas de la conciencia
Como hemos señalado, estas alteraciones hacen referencia a diversas patologías derivadas de un descenso en el nivel de vigilia. Antes
de pasar a ellas, es importante tener en cuenta que no hay un consenso generalizado sobre la terminología más apropiada para des-
Capítulo 5.
cribir los distintos niveles de estados disminuidos de la consciencia.
Por lo que el/la lector/a debe tener presente que, en los manuales
al uso, puede encontrarse con clasificaciones diferentes de estos
estados donde, a veces, se utiliza un mismo término para describir
alteraciones del nivel de consciencia diferentes. Hecha esta aclaración, nosotras seguiremos el esquema de clasificación propuesto por
algunos de ellos (Palao, 2008; Perpiñá y Baños, 2019) para revisar
los estados alterados que se deben a una disminución del nivel de
consciencia, en un orden de menor a mayor intensidad:
Obnubilación: describe el primer estadio de disminución del
nivel de consciencia, caracterizándose por una dificultad para mantener el estado de alerta necesario para responder adecuadamente
a los estímulos del contexto, de tal manera que se requieren estímulos externos de cierta intensidad para hacerse conscientes. Esta
alteración se acompaña de un cierto nivel de deterioro de otros procesos psicológicos como la atención, la percepción, el pensamiento
y la memoria, además de la conciencia limitada al entorno, si bien
no se pierde por completo la capacidad de reconocimiento. De este
modo, el paciente puede entender y ejecutar lentamente órdenes
sencillas (p. ej., sacar la lengua o dar la mano). Puede estar asociada a somnolencia y a respuestas de irritación o agitación generalmente en respuesta a los intentos de estimulación llevados a cabo
con el objetivo de que la persona recupere el nivel de vigilia normal (Palao, 2008). Esta alteración puede estar presente en muchas
enfermedades degenerativas y traumáticas, así como en una amplia
variedad de condiciones orgánicas, como intoxicación por drogas y
alcohol, meningitis, etc. También puede ocurrir en diversos trastornos mentales, como la esquizofrenia, la depresión, etc.1
Somnolencia, letargia o sopor: estos términos suelen utilizarse para describir un estado de disminución de la consciencia más
persistente, en donde el paciente se queda dormido en cuanto se
reduce la estimulación sensorial. Se caracteriza por una disminución
de la actividad psicomotora y de la capacidad para reaccionar a
los estímulos externos, que deben ser más intensos para provocar
una reacción en el paciente. Los reflejos están conservados, aunque disminuidos, al igual que el tono muscular, mostrando escasos
movimientos espontáneos. Si es capaz de hablar, sus respuestas
suelen mostrar deficiencias articulatorias. Por estas razones, entrevistar al paciente en este estadio resulta difícil. Es importante,
señalar que debe diferenciarse entre la somnolencia normal que
se produce antes de iniciar el sueño y aquella originada por factores patológicos.
Estos estados disminuidos de consciencia pueden ser el resultado
de una amplia variedad de causas: infecciones, trastornos metabólicos, estados tóxicos, epilepsia, trastornos cerebrovasculares, daño
cerebral, etc.
1 Es importante señalar que no todos los autores consideran que la
obnubilación sea el primer estadio de disminución del estado de conciencia. Por ejemplo, Gastó y Penadés, (2015) utilizan este término
para describir una alteración más grave de la conciencia, donde es
difícil extraer al paciente de su estado. Esto solo se consigue a través
de estimulación repetida e intensa mostrándose el paciente, en estos
casos, confuso y desorientado tanto a nivel espacial como temporal. Así mismo, presentan una distraibilidad permanente, distorsiones
tanto auditivas como visuales, y todas las funciones cognitivas se encuentran seriamente alteradas, aunque la persona mantenga cierta
cooperación durante la exploración psicopatológica).
Psicopatología de la atención y de la conciencia
Estupor: en neurología este término se ha utilizado tradicionalmente para describir un estado más intenso y profundo de la
alteración del nivel de consciencia en el que el paciente permanece inmóvil, dormido y donde solo es capaz de alcanzar un ligero y transitorio estado de vigilia mediante estímulos muy potentes
(p. ej., ante estímulos dolorosos de gran intensidad). Por tanto, no
son capaces de emitir ninguna conducta intencional y las ocasionales respuestas verbales son incoherentes o ininteligibles. En este
estado, es imposible explorar el contenido del pensamiento. Puede
haber actividad motora estereotipada, movimientos temblorosos
y reflejos positivos de presión y succión. Se suele considerar este
estado el antecedente inmediato del estado de coma (precoma o
semicoma).
Tradicionalmente, se ha distinguido entre el estupor de origen
neurológico y el estupor de origen psiquiátrico (Gastó y Penadés,
2015; Palao, 2008) refiriéndose este último, en su acepción más
amplia, a todos aquellos estados caracterizados por mutismo,
reducción de la actividad motora y fluctuación de la conciencia
(Berrios, 1983). Los diferentes tipos y características del estupor psiquiátrico serán revisados en el apartado dedicado a las alteraciones
cualitativas de la conciencia.
Coma: describe una forma prolongada de suspensión global
de la conciencia en la que resulta imposible despertar al paciente
a pesar de una estimulación intensa. Se trata, por tanto, de una
alteración que se caracteriza por la pérdida de consciencia, de
sensibilidad y de motilidad voluntaria, desapareciendo incluso el
funcionamiento reflejo, y en el que se conservan solo las funciones
vegetativas. Se suelen describir cuatro estadios de coma que se
diferencian por signos neurológicos y cambios en el electroencefalograma. Las causas que pueden provocarlo son múltiples y el
tratamiento, lógicamente, está en función de ellas. Los tipos de
coma más frecuentemente descritos son: los tóxicos (i. e., producidos por intoxicaciones etílicas, barbitúricos y otras drogas); los
metabólicos (hipoglucémico, hepático, urémico, etc.); y los cerebrales (resultado de accidentes cerebrovasculares, traumatismos,
tumores, etc.)
Alteraciones cuantitativas de la conciencia. Patologías derivadas de un descenso en el nivel de vigilia o
consciencia.
Antes de finalizar este apartado, dedicado a las alteraciones
cuantitativas de la conciencia, nos gustaría revisar muy brevemente
la clasificación utilizada para estas alteraciones en los estudios
provenientes del ámbito de las neurociencias. Si bien es cierto que
este no es un manual de neuropsicología, nos parece conveniente
que el lector esté al menos familiarizado con esta perspectiva. En
este ámbito de investigación, y en función del grado de conectividad cerebral y de variables biológicas, se suelen distinguir los
siguientes niveles de alteraciones de la consciencia: (i) estado de
consciencia mínima que se caracteriza por la presencia de cierta
evidencia de consciencia de sí mismo o del entorno, conservando fragmentos de interacción significativa con el medio ambiente.
Por ejemplo, en este estado la persona puede establecer contacto
visual, agarrar objetos con un propósito, o responder a las órdenes
o instrucciones de manera estereotipada; (ii) estado vegetativo que
implica la ausencia de reactividad y consciencia de sí mismos y del
133
Manual de psicopatología. Volumen 1
entorno, por lo que no pueden interactuar con otras personas. Las
respuestas intencionales a los estímulos externos están ausentes,
al igual que la comprensión y la expresión del lenguaje. Pueden
tener reflejos complejos, que incluyen movimientos oculares erráticos, bostezos y movimientos involuntarios a los estímulos nocivos;
(iii) coma: también denominado en ocasiones estado vegetativo
persistente, constituye un estado de inconsciencia profunda donde
el paciente pierde las funciones cerebrales superiores, mientras que
otras funciones vitales clave como la respiración y la circulación
sanguínea siguen relativamente intactas; (iv) muerte cerebral: que
implica la pérdida de la función de la totalidad del cerebro y del
tronco encefálico que conduce a coma, ausencia de respiraciones
espontáneas y pérdida de todos los reflejos del tronco encefálico.
Pueden permanecer los reflejos medulares, que incluyen los osteotendinosos, de flexión plantar y de retirada. No hay recuperación
de este estado.
• Alteraciones cualitativas de la conciencia
Como señalamos anteriormente, en este apartado revisaremos
aquellas alteraciones de conciencia que conllevan, además de un
nivel disminuido de consciencia, una alteración global de las funciones cognitivas y/o de una restricción del campo de la conciencia.
Dentro de ellas, nos centraremos fundamentalmente en el delirium,
dada su prevalencia en diferentes condiciones médicas o asociadas
a abuso y/o abstinencia de sustancias, y por la variedad de síntomas
psicopatológicos que conlleva.
Delirium: tal y como se describe en el DSM-5 (APA, 2013)
la característica esencial de este trastorno es una alteración de la
atención y de la conciencia que se acompaña de un cambio en el
funcionamiento de los procesos cognitivos y que difiere, significativamente, del estado basal de la persona. Las alteraciones de la
atención se ponen de manifiesto por una disminución marcada de
la capacidad para dirigir, centrar, mantener o desviar la atención.
El paciente se distrae fácilmente por estímulos irrelevantes por lo
que, a la hora de realizar la exploración, las preguntas deben ser
breves y orientarles con frases sencillas. En ocasiones las respuestas
del paciente tienden a la perseveración, i. e., a responder una y otra
vez a una pregunta que se le ha solicitado anteriormente, en lugar
de responder a la última pregunta. Por otro lado, la alteración de la
conciencia se manifiesta por una disminución de la capacidad de
orientación en relación con el entorno e incluso, en ocasiones, presentan una desorientación respecto a sí mismos. Junto a estas alteraciones también deben estar presentes deterioros, al menos, en una
función cognitiva adicional: (i) la percepción, donde predominan
las distorsiones o alucinaciones visuales, aunque también pueden
darse en otras modalidades sensoriales y oscilar, entre experiencias
simples a altamente complejas; (ii) la memoria, especialmente la
memoria reciente; (iii) el lenguaje y pensamiento, como pensamiento desorganizado, lenguaje irrelevante o incoherente; o una alteración en el área psicomotora (p. ej., agitación). Así mismo, el delirium
frecuentemente se asocia a alteraciones del ciclo vigilia-sueño que
pueden incluir: excesiva somnolencia diurna, vigilia y agitación nocturna, dificultades para conciliar el sueño, etc. Por último, también
son frecuentes las alteraciones emocionales, como temor, ansiedad,
depresión, irritabilidad, enfado, euforia o apatía, y suele haber
cambios rápidos e impredecibles de un estado emocional a otro.
El delirium tiene un comienzo agudo, habitualmente en unas horas
o pocos días, y tiende a fluctuar a lo largo del día ya que, como
hemos señalado, suele empeorar por las tardes y noches, cuando
134
se reducen los estímulos externos que sirven para orientarse. Este
síndrome puede tener su origen en diversas condiciones orgánicas,
p. ej., intoxicaciones y/o abstinencia de sustancias (p. ej., alcohol,
opiáceos, anfetaminas, etc.), traumatismos cerebrales, enfermedades metabólicas, síndromes orgánicos cerebrales, etc.
Antes de finalizar la revisión de este cuadro clínico nos gustaría
mencionar que, aunque en algunos manuales de referencia se suele denominar también a este síndrome como síndrome confusional
agudo, sociedades como la Academia Americana de Neurología
no recomiendan la utilización de este término como sinónimo de
delirium.
Estupor: como hemos comentado en el apartado anterior, hay
trastornos mentales donde puede aparecer el estado de estupor
como un síntoma que se caracteriza, en estos casos, por el mutismo,
la inmovilidad, falta de reacción a los estímulos ambientales y las
fluctuaciones en el nivel de conciencia. En esta alteración, y a diferencia del estupor neurológico, la reactividad sensorial y los reflejos
están conservados y los EEG son normales (Berrios, 1983). El estupor
es uno de los síntomas incluidos dentro de la catatonía, considerada
actualmente como un especificador que puede aparecer, fundamentalmente, en los trastornos del espectro de la esquizofrenia y en
los trastornos emocionales, en concreto, en el trastorno depresivo
mayor y en el trastorno bipolar I. El estupor que puede presentarse
en los trastornos psicóticos se suele caracterizar por la presencia de
variaciones bruscas del tono muscular, movimientos bizarros (p. ej.,
mueca de hocico, movimientos estereotipados en las muñecas),
adopción de posturas extrañas (p. ej., catalepsia, flexibilidad cérea)
y ausencia de expresión facial. Estos síntomas no suelen aparecer
en el estupor depresivo en el que la persona presenta una expresión
facial de tristeza. Por último, el estupor también puede darse en el
trastorno de conversión, tradicionalmente conocido como estupor
histérico, aunque algunos autores (p. ej., Gastó y Penadés, 2015)
lo consideran más como un estado de mutismo asociado a obnubilación.
Estados crepusculares: este término se reserva para las alteraciones de conciencia que pueden aparecer como consecuencia
de la epilepsia, generalmente, en aquellos ataques epilépticos
producidos por crisis en el lóbulo temporal. Como señalan distintos
autores (p. ej., Palao, 2008; Perpiñá y Baños, 2019), suele ser un
estado transitorio, de duración variable (desde pocas horas hasta
días) que tiene un comienzo y un final súbito, derivando en muchas
ocasiones en el sueño. Durante estos estados se produciría una
ruptura de la continuidad de la conciencia y una restricción del
contenido de esta, focalizándose exclusivamente en determinadas
vivencias internas —en ocasiones acompañadas de alucinaciones o
delirios—. La persona, durante este estado, presenta una importante
obnubilación de conciencia, asociada a una disminución o ausencia
de la atención prestada al entorno, desorientación y confusión en
el curso del pensamiento. Los automatismos, es decir, las acciones
motoras involuntarias que poseen cierto grado de coordinación, y
las conductas impulsivas carentes también de carácter voluntario
son característicos de esta alteración. En algunas ocasiones, esto
puede dar lugar a actos violentos o explosiones emocionales impredecibles, aunque en otras ocasiones el comportamiento que la
persona muestra puede ser considerado por un observador externo
como normal. De este modo, la persona puede, por ejemplo, deambular sin rumbo fijo durante horas. Este tipo de comportamientos
se conocen con distintos nombres como fuga epiléptica, poriomanía, dromomanía o dromofilia y es importante diferenciarlos de la
Capítulo 5.
fuga disociativa que puede acompañar al trastorno de amnesia
disociativa.
Estados oniroides: son estados alterados de conciencia donde
el sujeto experimenta con una elevada claridad y vividez ilusiones
o alucinaciones —generalmente de naturaleza escénica y multimodal— que, dependiendo de su contenido, pueden provocar reacciones emocionales de intenso terror o, por el contrario, de alegría o
diversión, así como respuestas motoras consistentes con el contenido
emocional (p. ej., agitación o estados de acinesia). La persona se
encuentra sumido en estas experiencias, aunque mediante estímulos
muy intensos (p. ej., hablándoles enérgicamente) se le puede sacar
transitoriamente de ese estado, presentando entonces perplejidad y
desorientación, pero no amnesia respecto a lo vivenciado (Perpiñá
y Baños, 2019). Estos estados pueden aparecer en distintas condiciones como las fases agudas de la esquizofrenia, en la epilepsia,
en cuadros de intoxicación por sustancias y/o medicamentos, en
algunos trastornos del sueño, pero también en situaciones de fatiga
extrema.
Alteraciones cualitativas de la conciencia. Alteraciones
en las que, además de un descenso en los niveles de consciencia o vigilia, este se acompaña de una alteración global
de las funciones cognitivas (pudiendo estar presentes, delirios, alucinaciones, etc.) y/o de una restricción del campo
de la conciencia.
b. Alteraciones de la conciencia del sí mismo
Como ya nos recordaba William James (1890), no existe el pensamiento sin más, sino «mi pensamiento» o «mi emoción». Es decir,
la conciencia se caracteriza por la representación del yo, esto es,
por proporcionar una visión del mundo, por generar percepciones, pensamientos, emociones, acciones, etc., desde un lugar y un
momento, ubicado en un marco de referencia egocéntrico. Es el yo
quien siente, recuerda, ve y planifica. Dicho de otro modo, es el
yo quien determina a qué atendemos, es el producto de nuestras
experiencias almacenadas, y el que origina nuestras reacciones
emocionales. Por tanto, no se puede entender la conciencia sin la
representación del yo. En este sentido, Reed (1988) señala que la
experiencia del propio yo subyace, determina e impregna todas las
demás experiencias, estando involucrado en la totalidad de actividades y procesos cognitivos actuando como selector, integrador y
sintetizador. Así pues, la conciencia de sí mismo es una experiencia
fundamental para comprender la totalidad del funcionamiento psicológico de la persona y, por este motivo, las alteraciones en esta
experiencia pueden implicar serias alteraciones en otras funciones
psicológicas.
En las últimas décadas, se ha reavivado el interés por el estudio
la conciencia o la experiencia del sí mismo y sus distintas alteraciones, especialmente en el contexto de trastornos mentales graves,
como la esquizofrenia. Jaspers (1913) ya señaló que, en el ámbito de
la psicopatología, hay cuatro aspectos relevantes de la experiencia
del sí mismo: la conciencia de los límites del yo; la conciencia del
sí mismo y de su propia actividad; la conciencia de la unidad del sí
mismo, y la continuidad de la propia identidad a lo largo del tiempo.
Partiendo de esta clasificación, Reed (1988) agrupa las experiencias
Psicopatología de la atención y de la conciencia
anómalas del sí mismo en cuatro niveles de alteración, en un orden
descendente de gravedad o niveles de desintegración:
1. Anomalías en la experiencia del sí mismo como distinto del
mundo exterior o confusión de los límites del yo: implicaría una
anomalía en el nivel más básico o primario de la experiencia
del yo, esto es, la capacidad para experimentarse a uno mismo
como una entidad diferenciada o distinta del entorno.
2. Anomalías de la experiencia del sí mismo como agente de sus
propias acciones o pérdida de atribución personal: en este
caso la persona pierde la capacidad de reconocer el origen personal de sus ideas y/o actividades. En este tipo de experiencias,
la persona puede atribuir algunos de sus pensamientos, sentimientos, acciones, etc., a agentes externos a sí mismo.
3. Anomalías en la experiencia de la unidad del sí mismo o deterioro en la unidad del yo: en estos casos la persona puede
experimentar una sensación de separación o escisión de su
propio yo.
4. Anomalías en la forma de experimentar la realidad del sí
mismo y/o del entorno: en las que la persona puede experimentar una sensación subjetiva de cambio y/o extrañeza respecto a sí mismo y/o al entorno que le rodea.
Alteraciones de la conciencia del sí mismo. Experiencias
anómalas en cuanto al self o al uno mismo, que pueden
variar a lo largo de cuatro dimensiones: la conciencia de los
límites del yo; la conciencia de uno mismo como agente
de sus propias acciones; la conciencia de la unidad del sí
mismo; y la conciencia de la realidad del sí mismo y del
entorno.
A continuación, pasaremos a revisar brevemente las características fundamentales de estas experiencias anómalas y describiremos
las diferentes situaciones o condiciones donde pueden observarse.
Es importante recordar aquí que son experiencias anómalas y, por
tanto, no siempre constituyen experiencias patológicas. Como en el
resto de alteraciones recogidas en este volumen, serán las variables
relacionadas con el contexto y con la vivencia e interpretación que
el sujeto haga de las mismas las que determinen su naturaleza psicopatológica o no.
1. La confusión de los límites del yo
Como hemos visto, una de las experiencias más fundamentales en el
desarrollo de la conciencia de sí mismo es la capacidad para establecer límites claros entre el propio cuerpo y lo que está fuera de él.
Este conocimiento se basa en el vínculo entre la información de
los exteroceptores y los propioceptores, un vínculo que se aprende
en las primeras etapas de la vida y que debe mantenerse a lo largo
de ella (Casey y Kelly, 2008). Efectivamente, figuras tan representativas de la psicología evolutiva como Piaget (1926) ya señalaron
que, en los inicios del desarrollo, el niño es incapaz de diferenciarse a sí mismo como una unidad, describiendo este fenómeno
como indiferenciación. El niño debe aprender a distinguir entre sus
propias sensaciones y los correlatos externos de las mismas, entre
sus acontecimientos internos y los externos (proceso conocido en el
psicoanálisis como identificación primaria).
135
Manual de psicopatología. Volumen 1
Sin embargo, en algunos trastornos mentales, los pacientes describen experiencias que hacen pensar que han perdido esa capacidad para identificarse a sí mismos como una entidad distinta del
entorno. Así, algunos pacientes con esquizofrenia pueden experimentar sucesos que ocurren a su alrededor como si estuvieran sucediéndole a él (p. ej., cuando ve cómo están sacudiendo las sábanas
de una cama, se queja de por qué le están sacudiendo a él), o que
los objetos y personas que se encuentran a su alrededor están dentro de él (p. ej., cuando ve otras personas moviéndose en la misma
sala donde se encuentra, manifiesta que todo se precipita dentro
de su cabeza), o incluso experimentar que él mismo ha dejado de
existir y sentirse como algo abstracto fusionado con su entorno. En
estos casos, también suele darse una utilización inadecuada de los
pronombres personales y de los adjetivos posesivos, describiéndose
el paciente a sí mismo en tercera persona (p. ej., cuando al preguntarle a un paciente cómo se siente, nos responde: «él está flotando,
existiendo dentro de todas las cosas»).
Como señala Reed (1988) las experiencias descritas sugieren
que, en todas ellas, se produce un deterioro en el auto-concepto, un fracaso a la hora de mantener la diferenciación entre el sí
mismo y lo que está fuera de él, de tal manera que la persona ya
no puede ser consciente de que es una entidad individual separada del entorno. Esta experiencia se conoce como confusión de los
límites del yo.
Estas alteraciones pueden encontrarse en trastornos con base
orgánica que impliquen estados alterados de conciencia, en intoxicaciones por alcohol y drogas (fundamentalmente las denominadas
psicodélicas) y en cuadros esquizofrénicos. No obstante, en estos
últimos, la confusión de los límites del yo no cursa con niveles alterados de consciencia, i. e., el paciente se encuentra en un estado
de vigilia normal, considerando algunos clínicos que juega un papel
relevante la esquizofrenia (Reed, 1988). No obstante, y como este
mismo autor señala, la confusión de los límites del yo no constituye una experiencia patológica per se, ya que podemos encontrar
experiencias fenomenológicamente similares en contextos religiosos
propios de diferentes culturas, como por ejemplo, el estado de nirvana, las experiencias místicas, o en los niveles elevados de meditación contemplativa. En todos ellos, la persona se esfuerza y busca
activamente esta experiencia que es considerada en esos contextos
culturales como signo o testimonio de espiritualidad, virtud, o autodisciplina. Por el contrario, cuando se experimenta de forma espontánea e involuntaria en condiciones como trastornos psicóticos, epilepsia o estados tóxicos, la persona generalmente lo percibe como
algo extraño y amenazador y reacciona a la misma con confusión
y temor. Por tanto, la experiencia subjetiva de este fenómeno viene
determinada, como en la mayoría de las experiencias anómalas, por
el contexto y el significado que le otorgue la persona.
2. La pérdida de atribución personal
Las experiencias incluidas en este apartado presuponen que la
persona mantiene intacta su capacidad para diferenciar entre ella
misma y el entorno. No obstante, presenta una alteración de la conciencia del sí mismo al no poder reconocer como propios sus pensamientos, impulsos, sentimientos o acciones. Por ejemplo, algunos
pacientes psicóticos pueden creer que sus pensamientos o sus actos
no son realmente suyos, sino que están bajo el control de un agente
externo a ellos. En otros casos, pueden creer que sus pensamientos o
sentimientos son captados, o incluso, robados por otros. Todas estas
experiencias tienen en común la pérdida de atribución personal, es
136
decir, la falta de conciencia acerca de la cualidad personal de los
propios pensamientos, sentimientos o acciones.
Cuando esta alteración de la conciencia de sí mismo se circunscribe a la ausencia de reconocimiento de los pensamientos como
propios, asociada a la convicción de que estos están bajo la influencia de algún ente o agente ajeno al sujeto, nos hallamos ante un
grupo específico de contenidos delirantes: los delirios de control
o de pasividad, que fueron considerados por Kurt Schneider (1941)
como síntomas de primer rango de esquizofrenia. Se trata de los
siguientes: lectura o irradiación del pensamiento, inserción o alienación del pensamiento, difusión o transmisión del pensamiento, y
robo o privación del pensamiento (véase Capítulo 8, Psicopatología
del pensamiento, para una descripción detallada).
No hay que olvidar que la pérdida de atribución personal no
solo engloba la ausencia de consciencia de la cualidad personal
de los pensamientos, sino también de los sentimientos, impulsos y
acciones de la persona. En todos estos casos, Reed (1988) distingue
entre experiencias de pasividad cuando el paciente atribuye todas
estas experiencias a una fuente externa sin saber especificar su
origen concreto, y delirios de pasividad cuando el paciente da explicaciones delirantes detalladas sobre el agente externo responsable
de estas experiencias. No obstante, cabe señalar que los sistemas
de clasificación al uso de los trastornos mentales (p. ej., DSM-5)
engloban todas estas experiencias dentro de la denominación de
delirios de control.
Por otro lado, y al igual que en las experiencias de confusión
de los límites del yo, Reed (1988) destaca cómo la experiencia fenomenológica de la pérdida de atribución personal puede darse en
contextos donde, lejos de ser considerada como algo patológico,
es vivenciada como algo normal e incluso deseable. Sirvan, como
ejemplos, las experiencias de revelación divina presente en distintas
religiones o las creencias, más minoritarias, en la telepatía o los
médiums.
Si bien las alteraciones de la conciencia de sí mismo que hemos
descrito hasta ahora se dan, en sus formas más extremas, en pacientes con cuadros clínicos graves; las experiencias que vamos a revisar
en los dos apartados siguientes son bastantes frecuentes tanto en
personas con problemas mentales como en la población general
—en este último caso, bajo determinadas condiciones—. También es
necesario señalar que, como señala Reed (1988), aunque los fenómenos que vamos a describir a continuación se pueden diferenciar
en función de su fenomenología, están estrechamente relacionados
entre sí, presentándose con frecuencia conjuntamente dado que
constituyen manifestaciones distintas de un mismo tipo de experiencia anómala, es decir todas serían ejemplos de experiencias disociativas. Brevemente, el concepto de disociación haría referencia a
la separación estructurada de los contenidos o procesos mentales
que normalmente se experimentan como integrados, o serían procesados conjuntamente (como los pensamientos, percepciones, emociones, conación, memoria e identidad) (Spiegel y Cardeña, 1991).
Las reacciones disociativas no son necesariamente patológicas sino
que, por el contrario, cumplen una importante función adaptativa ya
que, ante situaciones de peligro inminente, constituyen uno de los
procesos esenciales para la supervivencia del organismo, junto con
las reacciones de ataque y/o huida. Como todas las experiencias
anómalas solo se considerarán patológicas cuando se experimentan
de forma crónica, y generan sufrimiento y/o deterioro significativo
en el funcionamiento de la persona. A continuación, describiremos
brevemente algunas de ellas.
Capítulo 5.
3. Deterioro en la unidad el yo
Dentro de este apartado se incluyen dos ejemplos de experiencias
disociativas: la disociación de afecto y la escisión del yo.
Disociación de afecto: en muchas ocasiones cuando la persona se enfrenta a una situación de peligro que percibe como una
amenaza a su integridad física o psicológica, es frecuente que
experimente una sensación de desapego emocional, es decir, una
sensación de calma embotada, antinatural (en el sentido de que lo
habitual sería verse desbordado por emociones intensas dadas las
implicaciones amenazantes de la situación). Tal y como expresa muy
gráficamente Reed (1988), es como si la persona levantara un muro
para separarse de sus reacciones emocionales, de tal manera que
no es consciente de ellas. Esta reacción es un mecanismo de defensa biológica ya que permite a la persona hacer frente a la situación, sin verse sobrepasado por reacciones emocionales intensas
que posiblemente le impedirían actuar de forma coordinada. Tras
la finalización de la situación de peligro, normalmente la persona
suele experimentar una reacción emocional, inundándole de lleno la
consciencia emocional de la situación que ha vivido con las secuelas
psicológicas que, en ocasiones, eso puede conllevar. Esta experiencia, además de estar presente como síntoma en numerosos cuadros
clínicos (p. ej., trastornos de ansiedad, depresión, trastorno de estrés
agudo y postraumático, etc.) también puede estar presente en una
amplia variedad de contextos situacionales, por ejemplo, en miembros del ejército cuando se enfrentan a situaciones de combate, o
en otros profesionales cuando tienen que hacer frente a situaciones
que implican un grave riesgo; también son frecuentes en personas
que se enfrentan a la muerte de un ser querido; o incluso en situaciones más cotidianas, como aquellas que implican una evaluación
social relevante para la persona (p. ej., ante un examen oral), o la
ejecución de comportamientos que tiene una elevada importancia
para la persona (p. ej., una prueba de competición en atletas de
élite), por citar solo algunas de ellas.
Escisión de la unidad del yo: en este tipo de reacción disociativa, la persona, ante una situación percibida como amenazante,
experimenta una forma más explícita de desapego ya que se siente
como si estuviera fuera de sí mismo, observando su forma de actuar
como si estuviera observando a otra persona. Es importante recalcar
que en este tipo de experiencias la persona conserva intacto el sentido de la realidad, es decir, sabe que esa experiencia es subjetiva,
aunque le resulte extraña y perturbadora. Al igual que en la disociación de afecto, la escisión del yo puede presentarse como síntoma
en una amplia variedad de trastornos mentales y en la población
general bajo situaciones de amenaza.
4. La pérdida de la experiencia de la realidad
En este apartado revisaremos otros dos ejemplos de reacciones disociativas que, con frecuencia suelen darse conjuntamente: la despersonalización y la desrealización.
Despersonalización: Aunque diferentes autores han enfatizado
diferentes aspectos de esta experiencia; hay un acuerdo generalizado sobre las características básicas que la definen (Oyebode,
2013; Reed, 1988). Así, la despersonalización se describe como una
experiencia en la que la persona, aunque mantiene intacta la conciencia de su propia identidad, experimenta una sensación subjetiva
de cambio, extrañeza o irrealidad respecto a sí misma. Es importante recalcar el carácter subjetivo de esta experiencia ya que implica
que la persona es consciente de que su sensación de cambio o
Psicopatología de la atención y de la conciencia
irrealidad no representa ningún cambio real. Por ello, las personas
suelen describirlo utilizando expresiones como: «es como si ya no
fuera el mismo de siempre, como si yo no fuera real». La despersonalización es uno de los síntomas más frecuentes en la población
psicopatológica (Steward, 1964) y, de hecho, puede llegar a constituir un cuadro clínico cuando las experiencias de despersonalización y desrealización son crónicas y generan malestar clínicamente
significativo y/o deterioro significativo en alguna de las áreas de
funcionamiento del sujeto. No obstante, y al igual que ocurría con
otras experiencias disociativas, la despersonalización también suele
presentarse frecuentemente en personas de la población general. En
efecto, esta experiencia puede manifestarse, de forma transitoria,
tanto espontáneamente, como en situaciones de amenaza percibida
e, incluso, como respuesta a acontecimientos positivos (p. ej., cuando a una persona consigue algo muy anhelado).
Desrealización: este término describe una experiencia muy
similar a la despersonalización. De hecho, como ya hemos señalado,
suelen darse conjuntamente. En este caso, la persona experimenta
una sensación subjetiva de cambio, extrañeza o irrealidad con respecto al entorno, al mundo que le rodea. Es importante tener en
cuenta que esta experiencia no conlleva ninguna distorsión a nivel
perceptivo, es decir, no es que la persona perciba las cosas que le
rodean con menos vividez, intensidad o detalle, sino que tiene una
sensación subjetiva de extrañeza o irrealidad respecto al entorno.
Descripciones típicas de esta experiencia serían, por ejemplo, «todo
parecía confuso, como si no estuviera allí» o «todo era igual que
siempre, pero al mismo tiempo ya nada parecía real». La desrealización puede aparecer en los mismos trastornos mentales que la
despersonalización, así como en las mismas situaciones dentro de
la población general.
Por último, hay que recordar que las experiencias disociativas
descritas en estos dos últimos apartados, aunque fenomenológicamente pueden ser diferenciadas entre sí, suelen darse conjuntamente de tal manera que, en los manuales de diagnóstico actuales,
suelen ser englobadas todas ellas dentro de los conceptos de despersonalización y desrealización.
c. Alteraciones de la orientación
La orientación es una función de la conciencia que nos permite
situarnos a nosotros mismos en relación con determinadas referencias del contexto y personales. Consiste, por tanto, en la capacidad
de la persona para saber quién es y quiénes son los demás, dónde
está y en qué momento (Perpiñá y Baños, 2019). Esta capacidad
implica la integridad funcional de los sistemas neuroanatómicos
básicos involucrados en la capacidad de aprendizaje, memoria
reciente, y de los sistemas que están a la base de la atención
(Palao, 2008).
La orientación se describe generalmente en términos de tiempo,
lugar y persona. Cuando la conciencia está alterada tiende a afectar a estos tres aspectos en ese orden (siendo también frecuente
que remitan en orden inverso) (Casey y Kelly, 2008). La orientación
en el tiempo requiere que un individuo mantenga una conciencia
continua de lo que sucede a su alrededor y sea capaz de reconocer
el significado de aquellos acontecimientos que marcan el paso del
tiempo. La orientación espacial se guía por las señales del contexto
que proporcionan información relevante. Por último, la orientación
personal, hace referencia a la capacidad de la persona para orientarse en función de referencias internas y biográficas, de identificarse a sí mismo.
137
Manual de psicopatología. Volumen 1
Las alteraciones de la orientación son frecuentes en síndromes
amnésicos, neurocognitivos, intoxicaciones por sustancias y/o medicamentos, y otras condiciones médicas que impliquen alteraciones
graves del nivel de consciencia, aunque también pueden presentarse
en trastornos mentales como los trastornos psicóticos, disociativos,
depresivos, etc.
Desorientación temporal: se explora preguntando a la persona
en qué momento del día nos encontramos, qué día de la semana
es, el mes, el año o la estación. Como hemos señalado, es la más
susceptible de verse alterada y puede darse como consecuencia de
una amplia variedad de condiciones médicas y psicopatológicas.
Cuando se evalúa el grado de orientación espacial en pacientes que
están hospitalizados, hay que tener en cuenta que el mismo entorno
(la hospitalización) puede llevar a los pacientes a cometer errores
en la apreciación del transcurso temporal.
Desorientación espacial: se explora a través de preguntas
acerca de la ubicación física de la persona, por ejemplo, el nombre
del hospital o la clínica en la que se encuentra, el trayecto realizado
para llegar a su ubicación actual, la ciudad donde reside, la provincia, etc. Suele ser más estable que la orientación en el tiempo,
sobre todo si la persona se encuentra en su entorno habitual ya que
la información que este le proporciona es familiar para la persona.
Desorientación personal: se explora a través de preguntas
sobre los datos de identidad de la persona, como nombre y apellidos, edad, dedicación profesional, miembros de su familia, etc.
Generalmente, es más difícil que se vea afectada por procesos patológicos; por ejemplo, la pérdida del conocimiento del propio nombre
o identidad está presente en estadios avanzados de deterioro cognitivo, en algunos trastornos disociativos y puede, a veces, presentarse
en las fases agudas de los trastornos psicóticos.
Alteraciones de la orientación. Alteraciones en la función de la conciencia que nos permite situarnos a nosotros
mismos en relación con determinadas referencias del contexto y personales (tiempo, lugar, y persona).
C. Conciencia y trastornos mentales
Cuando analizamos la presencia de alteraciones de la conciencia
en los diversos trastornos mentales, Bentall (2017) nos recuerda que,
aunque solo sea en un sentido muy trivial, la mayoría, si no todas las
formas de psicopatología conocidas, es decir, todos los trastornos
mentales, implican algún tipo de alteración de la experiencia consciente. Para explicarlo, pone como ejemplo a los deprimidos, quienes suelen ser excesivamente conscientes de los aspectos negativos
del entorno y de sus propios pensamientos, o en una línea parecida
las personas ansiosas, atentas preferentemente a las posibles amenazas en su entorno. Y ni que decir tiene, los trastornos psicóticos, donde la experiencia consciente es claramente disfuncional.
Sin embargo, aunque este autor reconoce que podríamos escribir
una larguísima lista describiendo las diferentes alteraciones de la
experiencia consciente en cada trastorno mental, esto no supondría
una gran contribución para la psicopatología, ya que no nos debería bastar con decir qué experiencia anómala de la conciencia se
encuentra en cada trastorno, sino que deberíamos además saber
138
por qué la experiencia es anormal en cada una de esas condiciones
psiquiátricas, y esto supone, por lo menos, entender los procesos
psicológicos y los factores etiológicos relevantes de cada trastorno.
Si nos centramos específicamente en la conciencia del sí mismo, observamos que también ocurre lo mismo, y la alteración y/o
división del self está presente prácticamente en todos los trastornos mentales y experiencias psicopatológicas, implicando distintos
niveles de alteración. Así, por ejemplo, en el caso de los trastornos
psicóticos, algunos autores plantean que las alucinaciones pueden
entenderse como «pérdida de los límites del ego», en la medida
que significan una «confusión interno/externo». Algo similar ocurre
con algunos delirios, como los delirios de control, en los cuales la
persona llega a ser consciente de sus propios pensamientos o acciones, pero niega que sean suyos, o que les falta alguna cualidad. Por
supuesto podemos encontrar problemas relativos a la unidad del
self en los trastornos disociativos, para los que supone el mecanismo
central de su psicopatología, pero también nos encontramos problemas con todos los demás trastornos psicológicos, ya que en todos
ellos el funcionamiento del self está más o menos afectado.
Por último, si nos centramos no ya en la conciencia, sino en
el nivel de consciencia y alerta de la persona, y sobre todo en los
estados alterados de consciencia, como hemos visto en las secciones
anteriores, nos podemos encontrar situaciones alteradas en personas normales bajo circunstancias especiales, por ejemplo, bajo el
efecto de sustancias psicoactivas o determinadas drogas, en situaciones de excesiva fatiga, en estado hipnótico, en una situación
altamente peligrosa, etc. En el ámbito de la salud mental, estas
alteraciones están presentes en los que anteriormente se denominaban «trastornos mentales orgánicos», que agrupaban el delirium,
las demencias, las amnesias y otros trastornos cognitivos.
Este grupo de trastornos estaba clasificado conjuntamente
hasta la cuarta edición del DSM. Este manual eliminó el término
«orgánico» porque, según sus autores, esto podría implicar que el
resto de los trastornos mentales, es decir, los «no orgánicos», no
tuvieran una base biológica (DSM-IV, American Psychiatric Association, 1994). Esta razón puede resultar un tanto simple, dado que
de algún modo presupone que en las versiones anteriores se daba
pie a esta confusión, cosa que parece poco probable (Stephens y
Graham, 2009). En cualquier caso, y en alguna medida, en la base
de querer eliminar esta distinción, algunos autores presuponen que
está el entender que todos los trastornos mentales se pueden considerar «trastornos cerebrales», aunque no haya daños o deterioros
neurológicos evidentes, como ocurría en los trastornos mentales
orgánicos. Así, hay en estos momentos neurocientíficos de reconocido prestigio como, por ejemplo, T. Insel (psiquiatra) o B. Cuthbert
(psicólogo) que defienden que los trastornos mentales son alteraciones comportamentales asociadas con disfunciones del cerebro o
trastornos de los circuitos cerebrales. Se trata de un tema polémico
y controvertido, cuya discusión excede mucho el alcance de este
capítulo.
Actualmente, autores e investigadores muy influyentes en el
ámbito de la salud mental (p. ej., Insel et al., 2010; Morris y Cuthbert, 2012) defienden este enfoque. Sin embargo, otros eminentes
representantes de la psiquiatría y de la psicología, como K. Kendler
(2005) o S. Lilienfeld (Lilienfeld y Treadway, 2016), por citar solo
algunos, consideran que estas afirmaciones son, en cierto sentido,
banales dado que todos los trastornos psicológicos y, en definitiva,
todos los fenómenos psicológicos están mediados por el cerebro y el
resto del sistema nervioso central. En este sentido, no se puede con-
Capítulo 5.
fundir la mediación biológica con la etiología biológica. Tal y como
nos recuerda Graham (2013), podemos decir que todos los trastornos
mentales se encuentran en el cerebro, pero no son necesariamente
del cerebro. La omisión de la influencia que pueden tener otros factores en la etiología y/o mantenimiento de los trastornos mentales
puede tener implicaciones fundamentales, dado que la expresión
fenotípica de las vulnerabilidades biológicas a menudo puede verse limitadas por factores socioculturales. Por ejemplo, las creencias
religiosas, así como las diferencias geográficas en la fijación de precios y la disponibilidad de alcohol se asocian con, y probablemente
se relacionan causalmente con el riesgo de trastorno por consumo
de alcohol (Kendler, 2012). Por lo tanto, incluso las personas con
una potente propensión genética hacia el trastorno por consumo de
alcohol pueden mostrar tasas bajas de prevalencia de esta condición si se educan y conviven en un entorno socialmente tradicional.
Muchos investigadores nos recuerdan que, aunque la neurociencia puede tener un papel prometedor para mejorar nuestra comprensión de la psicopatología, no debe minimizarse el arraigo de los
procesos cerebrales en los contextos socioculturales (Gallagher et
al., 2013). La salud y la enfermedad mental son fenómenos inherentemente multicausales y multinivel que requieren marcos integrados
que vinculen diferentes niveles de investigación (Paris y Kirmayer,
2016). A través de mecanismos epigenéticos y de otro tipo, la función cerebral se remodela para adaptarse a circunstancias sociales
particulares; las propiedades emergentes de las estructuras neurobiológicas pueden conducir a una adaptación saludable o a una
patología en función de entornos diferentes; y la introspección, la
interpretación narrativa de la experiencia y los patrones de interacción social pueden afectar a la forma, el inicio y el curso del trastorno (Berrios y Marková, 2015; Kirmayer y Crafa, 2014; Lilienfeld,
2014; Meloni, 2014).
Apelando a la importancia de factores como la introspección
y/o la interpretación narrativa de la experiencia, Stephens y Graham (2009) plantean que los trastornos mentales podrían entenderse mejor como alteraciones de la conciencia. Defienden que los
trastornos mentales constituyen un subgrupo del conjunto amplio de
trastornos médicos o enfermedades de la salud, y lo que les hace
distintivos es que en ellos la actividad o experiencia consciente juega un papel único y multidimensional, que no desempeña en otros
trastornos médicos. Y ese papel lo juega al menos a tres niveles:
caracterizando la naturaleza del trastorno (la amenaza que supone
para el bienestar de la persona), en su etiología, y en su tratamiento, ya que en estos trastornos los cambios en la experiencia consciente suponen beneficios terapéuticos importantes. Estos autores
señalan que para poder comprender y tratar los trastornos mentales, se tiene que considerar la actividad consciente. Esto no significa que la conciencia no tenga su base en el cerebro, según estos
autores, sino que las enfermedades mentales son enfermedades en
y de una mente consciente. Como antes comentábamos, estas tesis
son polémicas y controvertidas, pero seguramente marcarán muchos
de los cambios en nuestra concepción de los trastornos mentales y de
la propia visión de la enfermedad mental en las próximas décadas.
D. Evaluación de las alteraciones
de la conciencia
Si la conciencia es muy difícil de definir, también lo es de evaluar,
y con frecuencia su valoración se circunscribe el estado de consciencia en el que se encuentra la persona. Para ello, en general, se
Psicopatología de la atención y de la conciencia
suelen considerar dos dimensiones (Fernández-Espejo, 2016): el nivel
de conciencia o estado de alerta, y el contenido de la conciencia,
que a veces se denomina «estado de conciencia» per se, y que se
refiere a la capacidad de tener experiencias subjetivas y abarca
tanto la autoconciencia como la conciencia del entorno.
Más allá de una exploración neurológica, aspecto que excede
este capítulo, y centrándonos en la exploración que se puede hacer
del paciente en contextos hospitalarios o de consulta, en general la
evaluación que hace el clínico se basa en la observación del repertorio de comportamientos que es capaz de mostrar la persona tanto
de manera espontánea como en respuesta a la estimulación externa
proporcionada por el evaluador (Royal College of Physicians, 2003).
Esta exploración a veces es complicada, porque el paciente puede
tener diversos déficits cognitivos y motores que puedan dificultarla.
A partir de la información recogida, el clínico valora si esos comportamientos pueden o no indicar que la persona es capaz de interactuar con su entorno de manera intencional (Fernández-Espejo, 2016).
En muchas ocasiones, y para evaluar de manera rápida el estado
mental (sobre todo las funciones cognitivas) de la persona, se suelen
hacer preguntas relacionadas con estos tres tópicos: (a) orientación
temporal, personal y espacial (fecha en que se encuentra, dónde está
físicamente, quién es —nombre y apellidos—); (b) valoración de la
atención y la memoria (repetir dígitos, vigilancia, memoria inmediata —p. ej., recordar tres palabras a los tres minutos—, memoria próxima —p. ej., ¿qué ha comido?—, memoria remota —p. ej., hechos históricos, información personal—, etc.), y (c) valoración de la capacidad
perceptiva (reconocimiento visual, táctil, auditivo de ciertos objetos).
Además de esta exploración, existen diversas pruebas estandarizadas que se pueden utilizar. El grupo Brain Injury-Interdisciplinary
Special Interest Group, Disorders of Consciousness Task Force, (2010)
ha realizado una serie de recomendaciones en cuanto a utilidad y
validez de diferentes escalas, que se encuentran resumidos en la
Tabla 5.2.
Destacaremos aquí la escala Glasgow, que permite una valoración del nivel de conciencia consistente en la evaluación de tres
criterios de observación clínica: la respuesta ocular (si abre o no los
ojos, y a qué intensidad estimular hay respuesta ocular); la respuesta
verbal (si ofrece o no respuestas verbales, y hasta qué punto son o
no confusas), y la respuesta motora (si hay o no movimientos inducidos o espontáneos). Cada uno de estos criterios se evalúa mediante
una subescala, puntuando cada respuesta, y ofreciendo una puntuación total del estado de conciencia sumando todas las respuestas.
Para finalizar, queremos resaltar que si se pretende hacer un
diagnóstico preciso de alteraciones de la conciencia, y tal y como
recomienda Fernández-Espejo (2016), sería conveniente administrar de manera repetida escalas estandarizadas y, por supuesto, en
caso de sospecha de algún daño, sería necesario realizar técnicas
de resonancia y/o de neuroimagen, que permitan identificar alteraciones concretas.
IV. Resumen de los aspectos
fundamentales
Este capítulo recoge las alteraciones en dos constructos psicológicos
fundamentales, muy complejos. Desde la Psicopatología descriptiva,
se suele decir que la conciencia es la «escena», mientras que la
atención es el «foco» de luz que ilumina la escena. Desde esa pers-
139
Manual de psicopatología. Volumen 1
Tabla 5.2. Recomendaciones de la Disorders of Consciousness Task Force sobre escalas para el diagnóstico de las alteraciones
de conciencia (American Congress of Rehabilitation Medicine, Brain Injur y-Interdisciplinar y Special Interest Group,
Disorders of Consciousness Task Force, 2010)
ESCALA
NOMBRE COMPLETO
REFERENCIA
RECOMENDACIÓN
CRS-R
Coma Recovery Scale-Revised
Giacino, et al. (2004) (Versión en castellano:
Noé et al., 2012)
Sí
CNC
Coma/Near-Coma Scale
Rappaport (2005)
Con reservas
CLOCS
Comprehensive Levels of Consciousness Scale
Stanczak et al. (1984)
No
GCS
Glasgow-Liege Coma Scale
Born (1988)
No
INNS
Innsbruck Coma Scale (INNS)
Benzer et al. (1991)
No
LCS
Loewenstein Communication Scale
Borer-Alafi, et al. (2002)
No
MATADOC
Music Therapy Assessment Tool for Awareness
in Disorders of Consciousness
Magee, et al. (2013)
No estudiada
SMART
Sensory Modality Assessment Technique
Gill-Thwaites (1997)
Sí
SSAM
Sensory Stimulation Assessment Meassure
Rader y Ellis (1994)
Sí
RLS85
Swedish Reaction Level Scale-1985
Johnstone et al. (1993)
No
FOUR
The Full Outline of UnResponsiveness Score
Wijdicks, et al. (2005)
No
WHIM
Wessex Head Injury Matrix
Shiel et al. (2000)
Sí
WNSSP
Western Neuro Sensory Stimulation Profile
Ansell y Keenan (1989)
Sí
pectiva, se ha entendido que ambos conceptos están íntimamente
relacionados y, de hecho, muchas veces se abordan de manera conjunta en la exploración psicopatológica.
En cuanto a la atención, hemos realizado en primer lugar algunas precisiones conceptuales, definiendo algunos términos usados en la psicopatología (atención selectiva, atención focalizada,
atención dividida, atención sostenida, concentración, vigilancia,
atención alternante, atención voluntaria, atención involuntaria). Si
tenemos en cuenta estos tipos de atención, entendemos que el funcionamiento de la atención dependerá del funcionamiento concreto
de cada una de estas áreas, y que nos podemos encontrar diferentes
disfunciones en cada una de ellas. Antes de analizar las alteraciones
atencionales, hemos enfatizado que estas pueden estar presentes
en todas las personas, tanto en personas «sanas» en determinadas
situaciones (p. ej., fatiga, sueño, estados hipnóticos, aburrimiento, o
cuando estamos muy activados, entre otros) como en una amplísima
variedad de trastornos psicopatológicos y neurológicos (depresión,
manía, esquizofrenia, ansiedad, trastornos orgánicos, etc.), por no
decir prácticamente en todos. Por lo que se refiere al análisis de
140
sus alteraciones, primero hemos recogido la «semiología» básica
que suele ser la descrita por la psicopatología psiquiátrica. En este
apartado hemos visto términos como aprosexia, hipoprosexia, hiperprosexia, y también alteraciones como distraibilidad, labilidad atentiva emocional, inhibición atencional, negligencia atencional, fatigabilidad de la atención, apatía atencional, perplejidad atencional,
pseudoaprosexias, o paraprosexias. La diferencia entre todos estos
términos es a veces bastante complicada y excesivamente sutil. Posteriormente, hemos descrito las alteraciones más importantes en
función del tipo de atención. Así, hemos visto las alteraciones como
selección (p. ej., problemas de distraibilidad y sesgos atencionales),
como vigilancia (p. ej., hipervigilancia) y como concentración (p. ej.,
baja concentración, ausencia mental, laguna temporal). En último
lugar, hemos analizado el importante papel que tiene el proceso
atencional en la vulnerabilidad, etiología, mantenimiento, e incluso tratamiento de diversos trastornos mentales. Nos hemos centrado fundamentalmente en tres grupos de trastornos: esquizofrenia,
depresión y trastornos de ansiedad. La investigación en los últimos
años considera que la atención se puede considerar un mecanismo
Capítulo 5.
«transdiagnóstico», y que sus alteraciones están a la base de multitud de trastornos mentales.
En cuanto a la conciencia, tanto su estudio como el de sus
alteraciones han estado sujetos a una modificación creciente en
los últimos años debido, fundamentalmente, a los hallazgos provenientes de las neurociencias. Dado que la conciencia puede considerarse como un proceso psicológico de orden superior y que
entre sus funciones se encuentran las de control ejecutivo del pensamiento y la acción, no es extraño que sus alteraciones conlleven
una alteración del resto de procesos psicológicos. Tradicionalmente
las alteraciones de la conciencia se han clasificado en alteraciones
cuantitativas y cualitativas. Las primeras se centran en la descripción de los estados alterados de consciencia en función del grado
de disminución del nivel de conciencia normal o estado de vigilia,
y aquí se pueden inscribir alteraciones que van desde la obnubilación, la somnolencia, letargia o sopor, el estupor y, por último,
el coma. Desde el ámbito de las neurociencias, y en función del
grado de conectividad cerebral y de variables biológicas, se suelen
distinguir los siguientes niveles de alteraciones de la consciencia:
estado de consciencia mínima, estado vegetativo, coma y muerte
cerebral. En cuanto a las alteraciones cualitativas de la conciencia,
aunque también se caracterizan por un descenso en los niveles de
consciencia o vigilia, este se acompaña de una alteración global
de las funciones cognitivas (pudiendo estar presentes, delirios, alucinaciones, etc.), y/o de una restricción del campo de la concien-
Psicopatología de la atención y de la conciencia
cia. Dentro de ellas, nos encontramos con el delirium, el estupor,
los estados crepusculares y los estados oniroides. Posteriormente,
hemos revisado las alteraciones de la conciencia del sí mismo. Para
analizar sus alteraciones, hemos partido de la división clásica de
Jaspers, recogida por Reed, y agrupado las experiencias anómalas
del sí mismo en cuatro niveles de alteración, en un orden descendente de gravedad: (1) anomalías en la experiencia del sí mismo
como distinto del mundo exterior (confusión de los límites del yo),
(2) anomalías de la experiencia del sí mismo como agente de sus
propias acciones (pérdida de atribución personal), (3) anomalías
en la experiencia de la unidad del sí mismo (deterioro en la unidad
del yo) y (4) anomalías en la forma de experimentar la realidad
del sí mismo y/o del entorno. Por último, hemos descrito las alteraciones de la orientación, una función de la conciencia que nos
permite situarnos a nosotros mismos en relación con determinadas
referencias del contexto y personales. Aquí nos encontramos con
los siguientes problemas: (1) desorientación temporal, (2) desorientación espacial y (3) desorientación personal. Este capítulo finaliza
con la revisión de las alteraciones de la conciencia en los trastornos
mentales, señalando cómo algunos autores plantean que, aunque
solo sea en un sentido muy trivial, la mayoría, si no todas las formas
de psicopatología conocidas, implican algún tipo de alteración de
la experiencia consciente, y hemos señalado las polémicas actuales
sobre si los trastornos mentales pueden considerarse o no como
trastornos del cerebro, o, en su caso, de la conciencia.
Términos clave
Alteraciones cualitativas
de la conciencia 135
Alteraciones cuantitativas
de la conciencia 133
Alteraciones de la conciencia
del sí mismo 135
Alteraciones de la orientación 138
Aprosexia 124
Ausencia mental 128
Distraibilidad 125
Hipervigilancia 127
Laguna temporal 128
Sesgos atencionales 126
141
Manual de psicopatología. Volumen 1
Lecturas recomendadas
Bentall, R. P. (2017). Clinical Pathologies and Unusual Experiences. (pp.
157-170). En S. Schneider y M. Velmans (eds), The Blackwell Companion to Consciousness (2.º ed). John Wiley & Sons Ltd.
Este capítulo se encuentra en un manual fundamental para entender los avances más importantes en el campo de la conciencia. En
este capítulo en concreto se revisan las distintas expresiones de
alteraciones de la conciencia que se encuentran en algunos trastornos mentales,
Casey, P. y Kelly, B. (2008). Fish’s clinical psychopathology. Signs and
symptoms in psychiatry (3.ª ed.). Bain Limited.
Se trata de un manual clásico en la formación de psicopatología
para los profesionales en salud mental. Esta tercera edición es una
versión totalmente revisada, que incluye nuevas secciones. Para este
capítulo en concreto se recomiendan los Capítulos 6 y 7 que se
titulan respectivamente «Trastornos de la experiencia del self» y
«Trastornos de la conciencia».
Harvey, A. G., Watkins, E. R., Mansell, W. y Shafran, R. (2004). Cognitive behavioral processes across psychological disorders: A transdiagnostic approach to research and treatment. Oxford, UK: Oxford
University Press.
Se trata de un libro fundamental que reúne la investigación más
relevante realizada desde el enfoque transdiagnóstico en psicopatología. Toma cada proceso cognitivo y conductual (atención, memo-
ria, razonamiento, pensamiento, comportamiento), y examina si se
trata de un proceso transdiagnóstico. Se recomienda especialmente
el Capítulo 2 «Attention».
Oyebode, F. (2013) Sims: síntomas mentales (6.ª ed. Traducción al castellano, 2020. Barcelona: Elsevier.
Se trata de un libro que desde su primera edición, en 1988, ha sido
muy utilizado como introducción a la psicopatología clínica. En esta
edición se han incluido los avances más recientes en neuropsicología y neurociencia cognitiva. Para este capítulo recomendamos
los Capítulos 3 y 4 que se titulan, respectivamente, «Consciencia y
alteraciones de la consciencia» y «Atención, concentración, orientación y sueño».
Reed, G. (1988). La psicopatología de la experiencia anómala: un enfoque cognitivo (2.ª ed). Traducción al castellano, 1999. Valencia:
Promolibro.
Constituye un libro básico de lectura recomendada para todos
aquellos profesionales de la salud mental ya que supuso uno de los
primeros acercamientos al estudio de los síntomas mentales desde una perspectiva cognitiva y contextual. Para este capítulo se
recomiendan específicamente los Capítulos 1, 6 y 8 en los que se
abordan las anomalías de la atención, la experiencia de sí mismo y
la conciencia, respectivamente.
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Autoevaluación
1.
La hiperprosexia se caracteriza por:
a) La persona presenta una capacidad disminuida para enfocar, concentrarse orientarse hacia un objeto.
b) Una focalización excesiva y transitoria de la atención sobre
un estímulo, aspecto, tema, o vivencia.
c) Reducción máxima de la disposición atencional.
d) Falta de atención hacia el entorno a pesar de mantener
conservada la capacidad atencional.
2. La tarea Stroop emocional sirve para evaluar:
a) El mantenimiento de la atención mientras se está en un
estado emocional.
b) La presencia de sesgos atencionales hacia información
emocional.
c) Dónde fija la atención visual la persona y durante cuánto
tiempo en una tarea emocional.
d) La atención voluntaria e involuntaria ante información
multisensorial.
3. La hipervigilancia presente en los trastornos de ansiedad,
ansiedad por la salud, trastornos de estrés post-traumático o dolor crónico, hace referencia a:
a) Un estado de alta receptividad o hipersensibilidad, en el
que la persona trata de buscar o rastrear señales amenazantes (internas o externas).
b) Una atención inestable y superficial, en la que se atiende
a muchos estímulos y durante poco tiempo.
c) Una gran concentración sobre alguna cuestión concreta
(generalmente preocupaciones sobre algún tipo de pensa-
miento), que a su vez lleva a «desatender» al resto de los
estímulos y a no responder a las demandas ambientales.
d) Una incapacidad para distinguir unos estímulos de otros,
que se acompaña de un escaso rendimiento y abundancia
de errores en el test de ejecución continua (o CPT).
4. ¿En qué trastorno se suele presentar la totalidad de las
siguientes alteraciones atencionales: dificultades para
identificar y dirigir la atención hacia los estímulos relevantes (i. e., déficits en atención selectiva), elevada distraibilidad, dificultad para mantenerse vigilante para detectar
estímulos específicos (i. e., déficits en la vigilancia), y dificultad para mantener la concentración?
a) Depresión.
b) Esquizofrenia.
c) Dolor crónico.
d) Ansiedad generalizada.
5. ¿Qué alteración atencional se considera un proceso transdiagnóstico presente en diversos trastornos mentales?
a) La distraibilidad o inestabilidad de la atención hacia diferentes estímulos.
b) El sesgo hacia los estímulos (externos o internos) que constituyen preocupaciones relevantes.
c) El sesgo relacionado con la dificultad para desatender o
«desengancharse» de la información negativa y atender
a la información positiva.
d) La incapacidad para concentrarse o fijar la atención sobre
estímulos, objetos o situaciones.
(Continúa)
(Continúa)
145
Manual de psicopatología. Volumen 1
6. En el estupor de origen neurológico, la persona (señale la
alternativa incorrecta):
a) Conserva solo las funciones vegetativas.
b) Solo es capaz de alcanzar un estado transitorio de vigilia
mediante la estimulación muy intensa.
c) Puede presentar actividad motora estereotipada.
d) No es capaz de realizar ningún tipo de conducta intencional.
7. El delirium describe:
a) La presencia de un conjunto de delirios sistematizados en
torno a un tema coherente.
b) Una alteración cuantitativa de la conciencia en donde la
conciencia de la persona está exclusivamente focalizada
en los estímulos que la rodean, asociado a una falta de
capacidad para cambiar el foco de la atención.
c) Un síndrome cuya característica esencial es una alteración
de la atención y la conciencia que se acompaña de un
deterioro en el funcionamiento de los procesos cognitivos.
d) Un estado alterado de conciencia que aparece como consecuencia de la epilepsia, generalmente, en los ataques
epilépticos del lóbulo temporal.
8. En la confusión de los límites del yo, la persona:
a) Presenta la convicción delirante acerca de que sus propios
pensamientos son captados por un agente externo a él.
146
b) Experimenta una sensación subjetiva de irrealidad respecto al mundo que le rodea.
c) Presenta la convicción delirante de que sus acciones están
manipuladas y dirigidas por un ente superior.
d) Es incapaz de experimentarse a sí mismo como una entidad diferenciada del entorno.
9. Las experiencias disociativas:
a) Tienen un valor adaptativo.
b) Son experiencias patológicas puesto que implican la pérdida de conciencia de la cualidad personal de las propias
acciones del sujeto.
c) Se dan solo en contextos de cuadros psicopatológicos que
conllevan la pérdida de la identidad personal.
d) Solo se dan en los trastornos disociativos.
10. En la despersonalización, la persona:
a) Pierde la conciencia de su identidad personal.
b) Experimenta una sensación subjetiva de extrañeza e irrealidad respecto a sí mismo.
c) Presenta amnesia para lo ocurrido durante el episodio.
d) Es incapaz de reconocer la cualidad personal de sus pensamientos sentimientos y acciones.
CAPÍTULO 6
PSICOPATOLOGÍA DE LA PERCEPCIÓN Y LA IMAGINACIÓN
Belén Pascual-Vera, Elvira Martínez-Besteiro y Amparo Belloch
I. Introducción 147
II. Concepto y clasificación de los trastornos
de la percepción y la imaginación 149
III. Trastornos perceptivos: distorsiones sensoriales
e ilusiones 150
A.Anomalías en la percepción de la intensidad
de los estímulos 150
B.Anomalías en la percepción de la cualidad
de los estímulos 151
C.Metamorfopsias: anomalías en la percepción
del tamaño y/o la forma 151
D. Anomalías en la integración perceptiva 152
E.Anomalías en la estructuración de estímulos
ambiguos: las ilusiones 152
IV. T rastornos de la imaginación: engaños
perceptivos 154
A. Pseudopercepciones e imágenes anómalas 154
B. Alucinaciones 156
C.Aportaciones psicológicas a la comprensión
de las alucinaciones 171
V. Recomendaciones para la evaluación
y el tratamiento 185
VI. Resumen de aspectos fundamentales 187
TÉRMINOS CLAVE 188
LECTURAS RECOMENDADAS 188
REFERENCIAS 189
AUTOEVALUACIÓN 193
I. Introducción
La mente humana funciona como una totalidad y no
son los sentidos, sino el sujeto, quien percibe.
J. L. Pinillos, 1969, p. 93.
Las psicopatologías que se examinan en este capítulo constituyen,
históricamente, temas de estudio nucleares de la investigación y la
práctica clínicas. Las razones de ello son varias: primero, porque
los fenómenos que abarcan (distorsiones senso-perceptivas, alucinaciones, pseudo-percepciones, ilusiones) se toman en muchas ocasiones como signos evidentes de trastorno mental, aunque, como
veremos, esta asunción no siempre es cierta; segundo, porque en
muchos casos se trata de experiencias mentales que quedan fuera
del rango ordinario de experiencias humanas y resultan por tanto
llamativas y extrañas, para quien las experimenta y para quien
las observa; en tercer lugar, porque involucran un proceso mental
complejo, la imaginación, cuyo estudio científico ha sido siempre
objeto de interés para los psicólogos, pero también de importantes
debates y desacuerdos por su naturaleza a menudo elusiva y difícil
de ajustar a los parámetros habituales de la investigación científica; en cuarto lugar, porque además de la imaginación, estas
psicopatologías surgen de, y se imbrican con otro de los procesos
o funciones mentales más complejos y con mayor tradición en la
investigación psicológica, la percepción; y, por último, porque también involucran procesos sensoriales, cuyo correcto funcionamiento
resulta a menudo crucial para la supervivencia y la adaptación de
los seres vivos.
Las investigaciones psicológicas han dado lugar a un buen
número de teorías explicativas sobre la percepción y sobre la imaginación que difieren en muchos aspectos. Las palabras de Pinillos
con las que hemos iniciado este capítulo son lo bastante elocuentes como para orientar al lector sobre cuál va a ser el tipo de
planteamiento que adoptaremos a lo largo de nuestra exposición.
147
Manual de psicopatología. Volumen 1
Asumimos la idea de que la percepción no implica una mera copia
de la realidad, sino un proceso constructivo, mediante el que se
interpretan los datos sensoriales. Por tanto, la percepción es un
proceso fundamentalmente psicológico, entendiendo por tal la
interpretación activa que hace el individuo de aquello que están
captando sus sentidos; y esa interpretación se fundamenta a su vez
en las experiencias previas, los aprendizajes, las expectativas y las
predisposiciones personales. Recordando de nuevo a Pinillos (1975),
la percepción es:
realidad que en ocasiones realizamos sobre lo que son, sencillamente, imágenes mentales. Lo que ya no resulta tan sencillo es
explicar por qué se producen esos errores y cómo y cuándo se realizan esos juicios. Y menos sencillo es, si cabe, explicar cómo y por
qué se producen las imágenes mentales, e incluso si existen como
productos mentales diferentes y sometidos a reglas particulares
e idiosincrásicas. En definitiva, este capítulo versa también sobre
un conjunto de experiencias mentales relacionadas con una de
las modalidades más interesantes y polémicas de representación
mental: las imágenes.
Una aprehensión de la realidad a través de los sentidos (…),
un proceso sensocognitivo en el que las cosas se hacen manifiestas
como tales en un acto de experiencia. Tal experiencia no es, por
otra parte, un reflejo pasivo de la acción estimular ni una captación
puramente figural de los objetos: percibir entraña un cierto saber
acerca de las cosas percibidas y sus relaciones» (p. 153).
El interés de la investigación psicológica sobre las imágenes ha
atravesado fases históricamente desiguales. Frente al rechazo del
tema por parte de psicometristas como Galton, o de los conductistas
radicales de corte skinneriano, se alzaron voces tan significativas
como la de Tolman, quien en plena vigencia del neoconductismo
afirmó que los mapas cognitivos (representaciones mentales analógicas) constituían una guía fundamental del comportamiento que
los organismos desarrollaban en su medio. Con ello se enfrentaba
abiertamente a las interpretaciones conexionistas sobre el aprendizaje (Mayor y Moñivas, 1992). Desde entonces, y en un más que
breve resumen, puede decirse que existen dos grandes opciones
teóricas marcadamente antagónicas sobre el modo de abordar las
imágenes mentales: una, de naturaleza dualista, representada por
A. Paivio y S. Kosslyn, defiende la existencia de un código representacional específico para el procesamiento de imágenes mentales y
otro para el procesamiento proposicional. Frente a ellos, otros autores, como Z. Pylyshyn, abogan por un planteamiento reduccionista
o uniforme, según el cual solamente es científicamente admisible
la existencia de un único formato para las representaciones mentales, que subyace tanto a «las palabras» como a «las imágenes»,
cuya naturaleza es fundamentalmente proposicional y abstracta
(i. e., elaboramos representaciones mentales de significados y no
de palabras concretas). Este planteamiento es opuesto a la utilidad
explicativa del constructo de imagen para la moderna psicología
cognitiva puesto que, según se argumenta, las llamadas imágenes
mentales se pueden tratar simplemente como proposiciones (véase
De Vega,1984)
Por lo que se refiere a las ilusiones, estas han sido objeto de
estudio e interés desde los inicios mismos de la psicología científica,
especialmente por la escuela gestaltista en las primeras décadas del
siglo xx. Las ilusiones son un ejemplo palmario de que la percepción
no depende únicamente de las características físicas, sensoriales, de
los estímulos y, por tanto, no puede entenderse sin apelar a procesos internos, mentales, de construcción y elaboración. Es decir, en
el proceso perceptivo reaccionamos a los estímulos que se hallan al
alcance de nuestros sentidos sobre la base de (o condicionados por)
nuestras predisposiciones, expectativas y experiencias de aprendizaje previas, lo que, entre otras cosas, conlleva la intervención de otros
procesos complejos como la memoria. En suma, no cabe hablar de
ninguna percepción en la que no intervengan elementos subjetivos
y de experiencia, además de los puramente sensoriales. El contexto
proporciona las reglas en las que se basan nuestras percepciones,
a la vez que, junto con la memoria, guía nuestras interpretaciones.
En cierto sentido, somos capaces de adelantarnos a la información
que nos ofrece el contexto. Todo esto significa que nuestro procesamiento perceptivo no está guiado solo por los datos, sino también
por nuestras ideas, (pre)juicios y conceptos.
Preguntas del estilo de ¿cómo sabemos que los objetos percibidos están realmente ahí fuera?, ¿cómo sabemos que ciertos
acontecimientos están ocurriendo realmente? no son simples de
responder. Como Helmohltz señaló hace ya más de un siglo, no
debería ser tan obvio por qué los objetos nos parecen rojos, verdes,
fríos, calientes, amargos o con buen o mal olor: estas sensaciones
pertenecen a nuestro sistema nervioso y no al objeto en sí. Por
eso, lo extraño es que percibamos los objetos «fuera», cuando
el procesamiento, que es nuestra experiencia inmediata, ocurre
«dentro». Sin embargo, otras clases de experiencias, tales como
los sueños, la imaginación o el pensamiento, las experimentamos
«dentro». Por todo ello, tan importante como averiguar por qué
decimos que ciertas experiencias tienen su fuente de actividad
«fuera de nosotros» es saber por qué en otros casos, como cuando
soñamos, imaginamos, o pensamos, decimos que su fuente somos
«nosotros mismos».
Así pues, asumimos que en el proceso perceptivo intervienen
el juicio y la interpretación. Y esto implica también que las inexactitudes perceptivas y los engaños o errores sensoriales son tan normales como lo contrario, al menos en términos de probabilidad
(Slade y Bentall, 1988). Este capítulo trata precisamente de los
errores perceptivos, los engaños sensoriales y los falsos juicios de
148
Queda lejos del alcance y naturaleza de este texto polemizar y
abundar sobre este complejo e intrincado problema. No obstante,
lo cierto es que existen algunas experiencias mentales anómalas,
que son las que aquí vamos a abordar, que no serían explicables
sin aludir a la existencia de las imágenes mentales y su equivalencia funcional y estructural con la percepción. Su construcción no
depende solamente de la información sensorial previa, pues también recurre a la información semántica o descriptiva, en el sentido
de que podemos elaborar combinaciones nuevas de imágenes a
partir de descripciones verbales, o podemos ampliar una imagen,
añadirle detalles, etc., a partir de información verbal (Kosslyn,
1980). Veamos, pues, qué tipo de experiencias mentales, más o
menos anómalas y no necesariamente mórbidas o reveladoras de
un trastorno mental diagnosticable, son explicables recurriendo al
constructo psicológico de imagen mental. Comenzaremos por realizar una clasificación de los fenómenos mentales anómalos que son
explicables desde el proceso perceptivo y/o desde el imaginativo,
para pasar después a describir con más detalle las características
psicológicas y psicopatológicas de esos fenómenos, incluyendo allí
donde sea posible información relevante sobre las explicaciones o
teorías psicológicas de que disponemos actualmente para intentar
comprenderlos.
Capítulo 6.
II. Concepto y clasificación
de los trastornos de la
percepción y la imaginación
Los trastornos de la percepción y la imaginación se pueden clasificar en dos grupos: distorsiones y engaños (Hamilton, 1985; Sims,
1988). Las primeras solamente son posibles mediante el concurso de
los órganos de los sentidos (de ahí que muchas veces se califiquen
como sensoriales), es decir, que se producen cuando un estímulo que existe fuera de nosotros, y que además es accesible a los
órganos sensoriales, es percibido de un modo distinto al que cabría
esperar dadas las características formales del propio estímulo. La
anomalía reside, por lo tanto, en el receptor, que percibe las características físicas del mundo estimular (forma, tamaño, proximidad,
cualidad, etc.) de una manera distorsionada. Por distorsión cabe
entender cualquiera de estas dos posibilidades:
1.
Una percepción distinta a la habitual y/o más probable, teniendo en cuenta las experiencias previas, las características contextuales, el modo en que otras personas perciben ese estímulo,
como sucede en las distorsiones relativas a la percepción del
tamaño, la forma, la intensidad, la distancia, etc.
2. Una percepción diferente de la que se produciría en el caso
de tener solamente en consideración la configuración física o
formal del estímulo, como sucede en las ilusiones. En cualquier
caso, la anomalía no reside en los órganos de los sentidos estrictamente, sino más bien en la percepción que la persona elabora
a partir de un determinado estímulo, es decir, la construcción
psicológica que realiza acerca del mismo: recordemos que la
percepción se inicia con el concurso de la sensación, pero no se
halla completamente determinada por esta, pues en el ciclo o
proceso perceptivo se produce una interacción entre los procesos sensoriales y los conceptuales.
En la mayor parte de las ocasiones las distorsiones tienen su
origen en trastornos de naturaleza orgánica, que pueden ser transitorios o más permanentes, y afectar tanto a la recepción sensorial
propiamente dicha como a su interpretación al nivel del sistema
nervioso central. Pese a ello, es más correcto calificarlas como perceptivas que como sensoriales, porque con ello se alude, precisamente, al núcleo de la alteración: esto es, al hecho de que es la
construcción que el individuo hace del estímulo, la percepción que
experimenta, la que está primariamente alterada. En consecuencia,
si admitimos que en el proceso perceptivo se produce una interacción compleja entre las características del estímulo, las del contexto
en que este se produce o manifiesta, y las del receptor, las distorsiones serían el resultado final de una interacción defectuosa entre
esos tres elementos. Por último, hay que señalar que, a excepción
de las ilusiones, las distorsiones perceptivas suelen afectar a una o
más modalidades sensoriales y pueden involucrar todos los estímulos
u objetos del mundo sensorial que se halle afectado: por ejemplo, si
una persona presenta distorsiones en la percepción visual del tamaño de los objetos, estas no se refieren a un solo estímulo-objeto,
sino a la práctica totalidad de sus perceptos visuales relativos al
tamaño (i. e., verá distorsionadas sus manos y sus pies, pero también
la mesa ante la cual está sentado, las restantes figuras humanas que
se hallen a su alrededor, los objetos de la estancia, etc.).
Sin embargo, en el caso de los engaños perceptivos se produce
una experiencia perceptiva nueva que:
Psicopatología de la percepción y la imaginación
1.
Suele convivir con el resto de las percepciones «normales» o
esperables (i. e., las que tienen el resto de las personas en esa
misma situación estimular).
2. No se fundamenta en, o no se activa a partir de, o no se relaciona
con estímulos que existen realmente fuera del individuo (como
sucede en las alucinaciones y algunas pseudopercepciones).
3. Se mantiene y/o se activa a pesar de que el estímulo que produjo la percepción inicial ya no está «aquí y ahora» físicamente
presente (como es el caso de las imágenes eidéticas, las parásitas o las consecutivas). Por lo tanto, la experiencia perceptiva
que tiene el individuo puede estar fundamentada (como sucede
en algunas pseudopercepciones) o no (como en las alucinaciones) en estímulos «reales» y accesibles a los sentidos; pero en
ambos casos, esa experiencia persiste independientemente de
que se halle presente el estímulo que la produjo.
Este grupo de trastornos se ha denominado también como «percepciones falsas», «aberraciones perceptivas» o «errores perceptivos». Nosotras preferimos el término engaño —siguiendo a autores
como Hamilton (1985), Reed (1988) o Slade y Bentall (1988)— porque
apresa mejor la experiencia fenomenológica que se produce en esas
circunstancias. De hecho, el calificativo de «falso» aplicado a los
procesos perceptivos e imaginativos no es adecuado porque alude
al criterio de «verdad» como elemento definitorio de la experiencia
perceptiva, cuando en realidad se trata de una experiencia mental
que puede ser calificada como probable, posible, e incluso consensuable en términos socioculturales, pero difícilmente como «verdadera» o «falsa» en términos absolutos. Y esa dificultad es todavía
mayor si admitimos los postulados a los que antes aludimos sobre la
percepción como un proceso cognitivo (i. e., mental) de construcción
y reconstrucción de la realidad, que tiene lugar a través del concurso de la interacción entre estímulo a percibir, contexto en el que
se presenta el estímulo y características del receptor (i. e., el individuo). Algo similar sucede con los otros dos términos, «aberración»
y «error», que parecen remitir además a un aspecto difícilmente
aplicable a muchos de estos trastornos: aluden a que la persona
podía haber hecho algo para «no equivocarse» en su percepción,
para no errar. De hecho, la mayor parte de las personas que experimentan alucinaciones y distorsiones perceptivas no pueden «hacer
algo» por controlar, evitar o suprimir esas experiencias una vez se
activan, del mismo modo que no las «activan» de manera voluntaria y consciente; o que cualquiera de nosotros, por poner un ejemplo
más común, sea capaz de evitar experimentar una post-imagen, una
imagen consecutiva, después de mirar directamente al sol durante
unos instantes.
En definitiva, en los engaños perceptivos el estímulo es, en la
mayor parte de los casos, solo un supuesto: el ejemplo más obvio
de ello es, sin duda, la alucinación. Sin embargo, en las distorsiones perceptivas los estímulos son un punto de partida necesario,
aunque, como en toda percepción, no suficiente. Además, en estos
casos los estímulos activadores tienen una influencia desigual, no
siempre predecible, sobre el output o el resultado final (es decir,
sobre el percepto), como sucede en las ilusiones que clásicamente
ha estudiado la psicología experimental. Lo que, sin embargo, es
común a los engaños y las distorsiones es que la persona tiene una
experiencia perceptiva, es decir percibe algo, tanto si esa experiencia se fundamenta o no en una «percepción auténtica»: de ahí
que hayamos optado por incluir ambos tipos de experiencia en un
mismo capítulo.
149
Manual de psicopatología. Volumen 1
De todos modos, sabemos que toda clasificación es problemática y la que proponemos no es una excepción. Pese a ello, y
por las razones antes expuestas, nos parece un punto de partida
viable para abordar este importante capitulo de la psicopatología.
Así pues, sobre la base de la distinción entre distorsión y engaño
expondremos la clasificación de los trastornos perceptivos, incluyendo los fenómenos más representativos de cada categoría. La
clasificación completa se recoge en la Tabla 6.1. En las páginas que
siguen comentaremos las principales distorsiones perceptivas, para
continuar después con el desarrollo de los engaños, errores o aberraciones perceptivas que, clásicamente, constituyen el tema central
de este grupo de psicopatologías.
Tabla 6.1. Clasificación de las psicopatologías
de la percepción y la imaginación
I. DISTORSIONES PERCEPTIVAS
1. De la intensidad de los estímulos.
• Hiperestesias versus hipoestesias.
• Hiperalgesias versus hipoalgesias (percepción del dolor).
• Analgesia: ausencia de percepción de dolor.
• Anestesia: ausencia general de percepción de intensidad
de los estímulos.
2. De la cualidad.
III. Trastornos perceptivos:
distorsiones sensoriales
e ilusiones
A. Anomalías en la percepción
de la intensidad de los estímulos
(…) veo las flores, los árboles, las plantas… las veo como nuevas… los árboles, es como un verde, verde, fluorescente… no hay
nada marchito… las flores lo mismo, super-nuevas, super-limpias,
con el color más intenso… el cielo lo mismo…y el agua del mar
igual, azul, azul, muy intenso todo… los colores muy brillantes…
tengo más capacidad visual y sensorial… noto como la bombilla
de mi habitación se triplica la potencia… también se aumentan los
sonidos… por ejemplo, se cae una hoja al suelo en otra habitación
y la oigo… que normalmente no lo habría oído…»
(…) como si estuviera solo en el mundo… todos los ruidos
apagados, como en sordina… la voz de mi madre casi no la
oigo… la tele… todo como apagado… sí, la vista también, como
si todo estuviera marchito, feo, sucio… sin colores, sin brillo,
sin luz…»
En este grupo se incluyen las anomalías que se producen en la
intensidad con la que se perciben los estímulos. Pueden producirse
tanto por exceso como por defecto a lo largo de un continuo: en el
primer caso se califican como hiperestesias (i. e., percibir los estímulos con mayor intensidad de la esperable, como en el primer relato)
y en el segundo como hipoestesias (i. e., percibir los estímulos con
una intensidad menor de la esperable, como relata el paciente del
segundo relato). La ausencia absoluta de percepción de la intensidad estimular se denomina anestesia.
Una modalidad especial la constituye la percepción de la intensidad de los estímulos que causan dolor: en este caso se habla de hiperalgesias (percepción exagerada de la intensidad del dolor: «cualquier golpecito, por pequeño que sea… es como si me dieran con un
martillo, me retumba y me duele por todo el cuerpo») versus hipoalgesias (percepción muy escasa de estímulos que causan dolor: «nada
me afecta, nada me impresiona, me golpeo con la cabeza en la pared
para ver si noto algo, pero apenas nada… como si fuera un colchón
la pared…»), reservando el término analgesia para la ausencia total
de percepción de dolor: de ahí que ciertos fármacos destinados a
disminuir el dolor físico se denominen, genéricamente, «analgésicos»
(«otras veces aun es peor… me golpeo, veo la sangre, me tendría que
estar retorciendo de dolor, pero nada, no noto nada…»).
150
3. Del tamaño y/o la forma: metamorfopsias.
• Dismegalopsias: anomalías en la percepción del tamaño:
— Micropsias.
— Macropsias.
• Dismorfopsias: anomalías en la percepción de la forma.
• Autometamorfopsias: distorsiones en la percepción del
tamaño o forma del propio cuerpo.
4. De la integración perceptiva.
• Aglutinación versus escisión.
• Sinestesia.
5. Ilusiones.
• Pareidolias.
• Sensación de presencia.
II. ENGAÑOS PERCEPTIVOS
1. Pseudopercepciones o imágenes anómalas.
• Hipnagógicas e hipnopómpicas.
• Alucinoides.
• Mnésicas.
— Eidéticas.
• Consecutivas (post-imágenes).
• Parásitas.
2. Alucinaciones.
3. Pseudoalucinaciones.
Sabemos que la intensidad con la que percibimos los estímulos, como por ejemplo, la luz, depende no solo de su intensidad,
sino también de otros muchos factores, tales como el cansancio,
la habituación, el nivel o la intensidad estimular a la que estuvimos expuestos inmediatamente antes, o las propias características
y estado de nuestros órganos sensoriales, entre otros. Por lo tanto,
la intensidad con la que podemos percibir un determinado estímulo
en un momento dado no es simplemente una cuestión de todo o
nada, sino que depende de una multiplicidad de factores externos
al individuo (características del estimulo), pero también internos a
él (las referidas al estado del propio organismo). En este sentido,
puede hablarse de un continuo o dimensión de percepción de la
intensidad de los estímulos, que varía como consecuencia de: (1) las
características del estímulo a percibir; (2) el contexto y el momento
Capítulo 6.
en que se produce la percepción, y (3) las características y el estado
del receptor (i. e., de la persona).
Según lo anterior, puede parecer un sinsentido hablar de anomalías en este ámbito, ya que admitimos la existencia de un continuo de intensidad de la percepción. Sin embargo, existen ciertas
situaciones en las que podemos hablar de anomalías, especialmente
cuando una persona percibe como exagerada o mínima la intensidad de un estimulo que está al alcance de sus sentidos, a pesar de
que otras personas que se hallan en la misma situación o momento
dicen percibirlo con una intensidad normal, o al menos con la que
habitualmente se suele percibir ese estímulo concreto, tal y como
relatan los ejemplos de pacientes anteriores. Por lo tanto, son las
características del receptor, y no las del contexto o las del estímulo,
las que probablemente se hallan aquí alteradas. La anomalía puede tener origen neurológico, o guardar relación con una alteración
transitoria de los órganos sensoriales —como sucede en ciertos estados tóxicos—, o bien puede ser de origen funcional —como ocurre
en ciertos trastornos mentales—. En este último caso, la alteración
es claramente de naturaleza perceptiva, ya que tanto los receptores
neurales como los sensoriales funcionan correctamente o dentro de
los limites de la normalidad.
La intensidad de las percepciones puede verse alterada en
trastornos mentales complejos, como los estados depresivos. En
estos casos se manifiesta, por ejemplo, mediante quejas sobre
la incapacidad para «sentir» o «notar» los sabores, los olores,
los sonidos, etc. («Todo me sabe igual… no noto el sabor de la
comida… es como si tuviera atrofiados los sentidos…»). Otros
pacientes pueden presentar hiperacusia, es decir, quejarse de que
los sonidos que escuchan son exageradamente altos; incluso una
conversación en voz baja puede resultar intolerablemente ruidosa
(«…oigo todo como en un home-cinema… con diez altavoces y
un sonido en cada altavoz, rodeándome… el sonido es como más
claro, mas diáfano, más evidente… no es que sea más agudo, mantiene la tonalidad»). Esta alteración es frecuente no solo en los
trastornos del estado de ánimo, especialmente en fases de manía,
pues también puede aparecer en trastornos de ansiedad, asociados a migrañas, o como consecuencia de estados tóxicos debidos
a muchas causas: alcohol, drogas, o efectos secundarios de ciertos fármacos. Asimismo, en algunas esquizofrenias, en los estados
maníacos y en los de éxtasis producidos como consecuencia de la
ingestión de ciertas drogas pueden producirse hiperestesias visuales, en las que los colores parecen mucho más intensos y vívidos de
lo normal, como relataba la paciente con la que comenzamos este
apartado. Otro ejemplo, especialmente para el caso de las algesias, lo constituyen los trastornos de conversión (las antiguas «histerias») o los disociativos, en donde la persona no da muestras de
sentir dolor a pesar de que se le aplique algún estimulo que lo
produzca. Pero también pueden presentar los síntomas opuestos,
como por ejemplo, hiperalgesias, o hiperestesias referidas al dolor,
cuyo carácter suele ser discontinuo y cambiante, lo que suele servir para distinguirlas de otras hiperalgesias de origen orgánico.
En suma, estas personas pueden presentar una amplia variedad
de síntomas relacionados con anomalías en la percepción de la
intensidad estimular: desde anestesias hasta hiperalgesias y dolor
psicógeno, sin que existan causas orgánicas que lo justifiquen. En
todo caso, es importante tener en cuenta que muchas enfermedades de origen neurológico, y, por lo tanto, con una etiología
claramente orgánica, cursan con alteraciones de este tipo, por lo
que debemos ser cautos a la hora de aplicar un diagnóstico de
Psicopatología de la percepción y la imaginación
«trastorno funcional» (p. ej., dolor psicógeno, trastorno somatoforme, o trastorno de conversión) ante la aparición de distorsiones
como las comentadas.
B. Anomalías en la percepción de la cualidad
de los estímulos
Van asociadas en muchas ocasiones a las anteriores y hacen referencia sobre todo a las visiones coloreadas, a la mayor o menor nitidez y detalle de las imágenes, aunque también pueden producirse
en relación con otros sentidos como el gusto, el olfato, o el tacto.
Por lo general, están provocadas por el uso (voluntario o inducido)
de ciertas drogas, como la mescalina, y/o de medicamentos, como
la digital, además de por lesiones de naturaleza neurológica. También pueden aparecer en trastornos mentales, como las esquizofrenias o las depresiones: por ejemplo, un paciente esquizofrénico
puede quejarse de que todos los dulces que come están amargos,
o de que las flores huelen a excrementos; y uno depresivo puede
decir que todo «lo ve» (en el sentido de que lo experimenta o
lo vive) negro, opaco o sin color. Sin embargo, si le pedimos que
enumere los colores de un cuadro, los identificará correctamente.
De nuevo, en este tipo de casos nos hallamos frente a un correcto
funcionamiento de los órganos sensoriales: es la percepción del
mundo la que está alterada en estos pacientes (Gelder et al., 1989;
Sims, 1988).
C. Metamorfopsias: anomalías en la
percepción del tamaño y/o la forma
(…) de pronto todo se hacía pequeñito, pequeñito, el perro
casi desaparecido… encogido de golpe… menos yo, que seguía
igual pero, claro, en comparación con lo de alrededor, parecía
enorme, me sentía como agrandado todo el cuerpo… con mucho
miedo de pisar a alguien, de pisar al perro… como en la película
esa de uno que encoge a sus hijos…»
(…) me asusté muchísimo… mis manos y mis pies enormes,
como en primer plano… como si mis propias manos fueran a atacarme o algo así, de lo grandes que eran…»
Con el término general de metamorfopsia se alude a distorsiones en la percepción visual de la forma (dismorfopsias) y/o del
tamaño (dismegalopsias) de los objetos. Dentro de estas últimas se
distingue entre micropsias y macropsias (o megalopsias), en las que
los objetos reales se perciben, respectivamente, a escala reducida
(o muy lejanos) o a escala aumentada (o muy cercanos). Cuando
estas distorsiones se refieren a la percepción de partes del propio
cuerpo reciben el nombre de auto-metamorfopsias. La persona suele ser consciente de las anomalías que está experimentando en la
percepción de los objetos (o de su cuerpo). Sus reacciones emocionales ante la experiencia varían enormemente, oscilando desde el
agrado hasta el terror o la ira. En la mayor parte de las ocasiones,
las metamorfopsias se asocian a distorsiones en la percepción de
la distancia; por ejemplo, un paciente puede ver sus propios pies
mucho más grandes de lo que en realidad son y a una distancia
mayor o menor de la normal. Todas estas anomalías se presentan en
una amplia gama de situaciones: desde los trastornos neurológicos,
como la epilepsia o los producidos por lesiones en el lóbulo parietal,
151
Manual de psicopatología. Volumen 1
o en estados orgánicos agudos, hasta como consecuencia de los
efectos de determinadas drogas (p. ej., la mescalina). Sin embargo,
son muy poco frecuentes en los episodios agudos de esquizofrenia y
en los trastornos emocionales (Sims, 1988).
Metamorfopsia. Distorsiones perceptivas consistentes
en alteraciones en la percepción del tamaño (dismegalopsias) o de la forma (dismorfopsias) de los objetos, o en una
combinación de ambos (tamaño y forma).
D. Anomalías en la integración perceptiva
(…) iba por la calle y notaba como si los ruidos de los coches
no tuvieran nada que ver con los coches, no se cómo explicarlo…
era como si lo que veía y lo que escuchaba vinieran de mundos
distintos, no se juntaban, eran separados…»
Se trata de anomalías poco frecuentes, que a veces aparecen
en los estados orgánicos y en la esquizofrenia. La persona parece
incapaz de establecer los nexos que habitualmente existen entre
dos o más percepciones procedentes de modalidades sensoriales
diferentes: por ejemplo, cuando está viendo la televisión experimenta la sensación de que existe una especie de «competición»,
e incluso conflicto, entre lo que oye y lo que ve, como si ambas
sensaciones no tuvieran nada que ver entre sí, o como si procedieran de fuentes de estimulación diferentes y «lucharan» entre sí
por atraer su atención. Las conexiones entre ambas modalidades
sensoriales (auditiva y visual) han fracasado, o no se han establecido correctamente, y, por ello, la persona tiene la sensación de que
proceden de fuentes diferentes y de que atraen al mismo tiempo
sus recursos atencionales (Sims, 1988). En estos casos estamos ante
un ejemplo de lo que se denomina escisión perceptiva, en la que
el objeto percibido se desintegra en fragmentos o elementos, como
ejemplifica el relato anterior.
Escisión perceptiva. Percepción desintegrada de los
diversos elementos de un mismo estímulo. Puede ceñirse
a las formas (morfolisis) o a la disociación entre color y
forma (metacromía).
Además de ejemplos como el que acabamos de comentar, las
escisiones pueden ceñirse solo a las formas (morfolisis), o a la disociación entre el color y la forma (metacromía). Una representación
pictórica de morfolisis se encuentra en el cuadro La persistencia
de la memoria (más conocida como los relojes blandos o los relojes
derretidos) del pintor Salvador Dalí.
El fenómeno opuesto a la escisión se denomina aglutinación
perceptiva, y consiste en que las distintas cualidades sensoriales
se funden en una única experiencia perceptiva. En este caso, la
persona tiene dificultades, o es incapaz, de distinguir entre diferentes sensaciones. Una forma especial de integración perceptiva
anómala es la sinestesia, también conocida (no muy acertadamente) como fusión o confusión de los sentidos. Consiste en la
152
activación de una vía sensorial diferente a la que se activa ante
un estímulo específico, por lo que la persona experimenta una
sensación (p. ej., visual), al percibir un estímulo en otra modalidad sensorial (p. ej., auditiva). Se perciben correctamente tanto
el sonido como los colores (Callejas y Lupiáñez, 2012). No se trata
pues de una fusión o confusión de sensaciones y no siempre tiene
connotaciones psicopatológicas: de hecho, hasta transcurridos cuatro meses de edad, los bebés presentan un cerebro sinestésico porque todavía no se ha producido la especialización de las diferentes
áreas cerebrales y pueden responder del mismo modo ante estímulos diferentes (sonidos, luces, etc.). No se conoce con exactitud su
prevalencia entre la población general, aunque algunos estudios
indican tasas de hasta el 1 % (Simner et al., 2006). Se han descrito
casos de personajes famosos con gran capacidad sinestésica, en su
mayoría grandes creadores, como el poeta Baudelaire, el músico
Rimski-Kórsakov, o el pintor Kandinsky. En el caso de los trastornos
mentales y/o enfermedades neurológicas, parece ocurrir con más
frecuencia en personas con trastornos del desarrollo neurológico
(p. ej., autismo) y en quienes padecen algunas formas de epilepsia. En todo caso, se trata de una experiencia involuntaria que se
produce de forma automática, normalmente asociada a estados
emocionales placenteros, que no debe confundirse con las estrategias normales que a veces utilizamos para, por ejemplo, memorizar
un texto asociándolo a una canción. Finalmente, aunque se han
descrito muchas formas de sinestesia, las más comunes son las de
música-color (la persona «ve» diferentes colores según sean las
características de timbre, frecuencia, etc., de la música que está
escuchando), grafema-color (se «ven» colores concretos asociados
a letras o números concretos), y léxico-gustativa (una palabra escuchada o pronunciada activa un sabor concreto).
Aglutinación perceptiva (fenómeno opuesto a la escisión perceptiva). Percepción unitaria de sensaciones que en
la realidad se producen de forma diferenciada.
E. Anomalías en la estructuración
de estímulos ambiguos: las ilusiones
La ilusión puede conceptuarse como una distorsión perceptiva en
la medida en que se defina como una «percepción equivocada de
un objeto concreto» (Arnold et al.,1979, vol. 2, p. 172). Esto equivale
a admitir que las ilusiones son perceptos que no se corresponden
con las características físicas «objetivas» de un estímulo concreto. Desde una perspectiva psicológica clásica, las ilusiones son el
resultado de la tendencia de las personas a organizar, en un todo
significativo, elementos más o menos aislados entre sí o con respecto a un fondo. La ilusión de Müller-Lyer, las ilusiones por contraste,
o las figuras reversibles son ejemplos típicos de ilusión, ampliamente
estudiados por la psicología experimental gestaltista. Por su parte,
la vida cotidiana nos ofrece abundantes ejemplos de experiencias
ilusorias: cuántas veces hemos creído ver a un amigo al que estamos esperando en la puerta del cine y, al acercarnos o al darle un
golpecito en la espalda nos damos cuenta del error. O quién no
ha escuchado alguna vez pasos detrás de sí al caminar por una
solitaria y oscura callejuela. Y quién de nosotros es capaz de «no
ver» la paloma que «sale» de la bocamanga del prestidigitador.
Como señala Reed (1988), en todos estos casos podemos encontrar
Capítulo 6.
ciertos elementos comunes: por un lado, una cierta predisposición
personal a interpretar la estimulación en un sentido concreto, y no
en cualquiera de los otros posibles; y, por otro, la ambigüedad o
falta de definición clara de esa estimulación que estamos recibiendo y/o de la situación en la que se produce. Así pues, lo que en
realidad parece suceder en estas experiencias que calificamos como
ilusiones es que los estímulos que estamos realmente percibiendo se
combinan con una imagen mental concreta que no se corresponde,
necesariamente, con lo que representa el estímulo.
El DSM-5 (APA, 2013) define las ilusiones como «percepción
equivocada, o interpretación errónea, de un estímulo externo
real», una definición confusa si bien asume que es la interpretación del estímulo lo que origina la experiencia ilusoria. Desde
el punto de vista de la psicopatología, las ilusiones son un ejemplo claro de lo que constituye una experiencia mental anómala e
inusual, pero no necesariamente patológica o mórbida, es decir,
que no posee por sí misma un significado clínico. A continuación,
describimos las dos modalidades más importantes de ilusiones
para nuestra disciplina.
Distorsión perceptiva. Se produce cuando un estímulo
externo y accesible a los órganos sensoriales se percibe de
un modo distinto al que cabría esperar dadas las características formales del propio estímulo. La anomalía no reside
en los órganos de los sentidos, sino en la percepción que la
persona elabora a partir de un determinado estímulo.
Ilusión. Distorsión perceptiva causada por la combinación
de predisposición personal, ambigüedad o falta de definición clara del o los estímulos, y de la situación en la que
se produce.
a. Pareidolias
(…) en la playa, tumbado en la arena, me distraigo buscando
caras en las nubes… o sentado frente al fuego, en la chimenea,
me entretengo buscando formas de animalitos en las pequeñas
llamitas que van saliendo…»
Se trata de una modalidad especial de ilusión en la cual el
individuo proporciona una organización o estructura física y, en
consecuencia, otorga un significado específico a un estimulo ambiguo, poco estructurado, sin una forma ni significado concretos y,
por tanto, sujeto al juego libre de interpretación y búsqueda de
significado. Ejemplos cotidianos de pareidolia son las «caras»
que vemos dibujadas en el perfil de una montaña, en las nubes
que observamos, o en las llamas que surgen de una chimenea.
Naturalmente, no son en absoluto patológicas (quizá lo sería la
incapacidad para formarlas) y, como dijimos antes, ejemplifican
lo que denominamos una experiencia mental anómala no patológica. No obstante, bajo determinadas circunstancias en las que
el estado de ánimo se halla alterado —p. ej., cansancio físico
extremo, disminución de la claridad de la consciencia por ingestión de sustancias o enfermedad médica, aislamiento o soledad
prolongados, oscuridad ambiental—, una pareidolia puede agravar el estado de ánimo inicial y provocar una crisis emocional o
de ansiedad. En estos casos el problema no está en la pareidolia
Psicopatología de la percepción y la imaginación
en sí (que es un proceso normal de construcción de un estímulo
ambiguo), sino en la interpretación secundaria que hace la persona del proceso de construcción de significados que, paradójicamente, ella misma hizo previamente.
Pareidolia. Modalidad de ilusión que consiste en la
reconstrucción voluntaria y activa de un estímulo ambiguo
o poco estructurado con el fin de proporcionarle un significado o forma específicos.
b. Sensaciones de presencia
Era el primer domingo de agosto. Me fumé un cigarrillo en
el balcón... la calle estaba desierta... estaba solo en la finca. El
día había sido agotador. Me fui a dormir, pensando cómo iba a
solucionar al día siguiente un problema del trabajo. No se escuchaba nada, ni el más leve ruido... El sueño me fue venciendo ...
Me desperté sobresaltado: ¿un golpe en la habitación de al lado?
Agucé el oído: ahora me parecía escuchar susurros y, al mirar por
la puerta entreabierta de mi habitación, vi que alguien cruzaba el
pasillo en dirección al salón… me sentía aterrorizado, el corazón
me iba a mil por hora... no sabía qué hacer... y vi que alguien parecía observarme a través de la cristalera del balcón… Me dije a mí
mismo: calma, levántate y enciende las luces. Así lo hice y, en ese
mismo momento, me di cuenta de que mi gata no estaba donde
siempre, en el sillón, estaba tumbada en el balcón...»
Este ejemplo de ilusión, denominada por Reed (1988) sensación de presencia, hace referencia a una especie de «sexto sentido», que conlleva una experiencia senso-perceptiva más compleja que la que se produce en el caso de las pareidolias, entre
otras cosas porque incluye un buen número de ellas y porque
la voluntariedad para buscarlas o formarlas no es tan evidente
como en el caso de las pareidolias aisladas, ya que la persona no
es plenamente consciente de ello. En este caso la persona tiene
la sensación de que no está sola, aunque no haya nadie a su
alrededor, ni sea capaz de identificar claramente un estímulo que
apoye esa sensación, tal como una voz, una música o cualquier
otro signo similar.
Estas «sensaciones de presencia» son extraordinariamente frecuentes en ciertas situaciones vitales, tales como el cansancio físico,
las preocupaciones, o la soledad acompañada de disminución drástica de estimulación ambiental, como parece haberle sucedido a la
persona del ejemplo. Pero también pueden aparecer asociadas a
estados de ansiedad y miedo patológicos, a esquizofrenia, a histeria,
a trastornos mentales de origen orgánico y/o secundarios a la ingestión de sustancias tóxicas (incluyendo ciertos fármacos). Téngase en
cuenta que los estados emocionales intensos constituyen una causa
fundamental para la aparición de ilusiones. Así, por ejemplo, en
un estado delirante agudo, el umbral perceptivo es más bajo de lo
normal y el paciente se encuentra aturdido, ansioso, activado, etc.,
todo lo cual le predispone a experimentar ilusiones.
Según Hamilton (1985), las ilusiones de este tipo tienen cierta
importancia diagnóstica al menos por tres motivos: (1) por su probable asociación con otros signos y síntomas; (2) porque indican
un estado emocional elevado, y (3) porque pueden alertar al clíni-
153
Manual de psicopatología. Volumen 1
co acerca de la existencia de una base etiológica para la falta de
claridad perceptiva, si es que no están presentes causas obvias de
oscuridad ambiental, por ejemplo, o de adormecimiento.
En todo caso, es importante recalcar que las ilusiones son el
producto de una combinación entre predisposiciones internas o subjetivas (deseos, motivos, expectativas, emociones, cansancio, etc.)
y externas (características físicas del estímulo, contexto o fondo
en que se produce, etc.). Y en gran medida se pueden concebir
como identificaciones y/o interpretaciones nuevas —como reconstrucciones— de estímulos que se hallan presentes y al alcance de los
sentidos (Reed, 1988).
IV. Trastornos de la imaginación:
engaños perceptivos
Este apartado está dedicado a lo que hemos denominado como
«engaños perceptivos», en un intento por enfatizar el hecho diferencial de las psicopatologías que se incluyen aquí y que se pueden
resumir en que la persona las experimenta como el resto de sus
perceptos normales, aunque se trata de imágenes y, por lo tanto, de
productos cognitivos que elabora y construye su propia mente. Por
tanto, lo que explica la experiencia es la interpretación engañosa
de una imagen mental en términos senso-perceptivos. La interpretación está provocada, en parte, por el hecho de que imaginación
y percepción comparten reglas de funcionamiento mental, y no porque los órganos de los sentidos estén alterados o sean disfuncionales, lo que diferencia estas experiencias de las distorsiones perceptivas que se explicaron antes. No obstante, en algunos casos estos
engaños pueden estar provocados, inicialmente, por alteraciones y
disfunciones de los órganos de los sentidos como consecuencia, por
ejemplo, de la ingestión accidental o voluntaria de tóxicos o por
disfunciones cerebrales que, a su vez, provocan alteraciones y disfunciones senso-perceptivas.
A. Pseudopercepciones e imágenes
anómalas
En este grupo se incluye un conjunto de imágenes mentales anómalas
cuyo procesamiento es similar al de un percepto, lo que puede llevar
a confundirlas con percepciones «auténticas». Estas imágenes se
producen bajo una de estas dos circunstancias: o bien en ausencia
de los estímulos concretos y apropiados para activarlas o desencadenarlas, o bien se mantienen y/o se activan a pesar de que el estímulo que las produjo ya no se encuentra activamente presente. En el
primer caso se incluyen las imágenes hipnagógicas, hipnopómpicas y
alucinoides, que se producen en torno a las fases del sueño o en otras
circunstancias en las que, como en el sueño, hay una disminución
de la claridad de la consciencia o del nivel de vigilancia atencional
consciente. En el segundo grupo se pueden incluir las imágenes mnésicas, las parásitas y las consecutivas o post-imágenes, que no se
asocian a disminución de la claridad de la consciencia.
a. Imágenes hipnopómpicas e hipnagógicas
En algunos textos clásicos se las denomina alucinaciones fisiológicas, dadas las circunstancias en las que se producen, pues se trata
de imágenes que aparecen en estados de semi-consciencia, entre la
vigilia y el sueño. En sentido estricto, el término imagen hipnagógica
154
se reserva para los fenómenos que acompañan al adormecimiento
y, por tanto, se producen en los momentos que preceden al sueño,
mientras que el de imagen hipnopómpica designa a las imágenes
que se experimentan en el período breve de tiempo (segundos o
unos pocos minutos) que va desde el sueño hasta el despertar. Tanto
las unas como las otras se caracterizan por su autonomía y espontaneidad, es decir, que aparecen y se transforman sin control alguno
por parte del individuo. Suelen ser vívidas y realistas, aunque su
contenido puede carecer de significado para el sujeto. Se pueden
dar en todas las modalidades sensoriales, aunque las más frecuentes
son las auditivas y las visuales.
Estas experiencias son extraordinariamente comunes en la
población general no clínica. Algunos estudios informan de que
cerca del 70 % de la población las ha experimentado con cierta
frecuencia (Ohayon, et al., 1996) y, en muchos casos, son olvidadas
cuando la persona se despierta (Waters et al., 2016), especialmente en el caso de las hipnopómpicas porque la persona las «integra» como formando parte de sus sueños. Las más habituales se
producen en las modalidades visual, auditiva y somática. Entre las
hipnagógicas, las más frecuentes son las visuales (hasta el 86 % de
los casos) y consisten en visiones de tipo caleidoscópico, patrones
geométricos, sombras, o luces y flases, aunque también pueden tratarse de escenas más complejas y con cierto significado. Las auditivas las experimenta entre el 8 y el 34 % de las personas y consisten
en escuchar voces (p. ej., nuestro nombre, el llanto de un bebé),
timbres (p. ej., el despertador, la puerta), ruidos (p. ej., pasos, puertas que cierran, golpeteos) o sonidos musicales, pero también otras
más complejas como conversaciones o ruido ambiental. En cuanto
a las somáticas, son experimentadas por entre el 25 y el 44 % de
los casos, y consisten en sensaciones de ingravidez, de caerse,
de volar, etc. (Waters et al., 2016). Además de ser muy comunes en
cualquier situación, también se experimentan en circunstancias en
las que se produce una disminución de la claridad de la consciencia,
como, por ejemplo, en situaciones de hipertermia, estados tóxicos
(ya sea por la ingestión de drogas, ya sea por efectos secundarios
de, o intolerancias a, tratamientos farmacológicos), pero también en
episodios depresivos graves.
Se diferencian de las alucinaciones en varios aspectos que se
presentan resumidos en la Tabla 6.2. y que van desde el juicio de
realidad posterior a la experiencia, pasando por el nivel de vigilancia
en el que se encuentra la persona cuando se experimentan, hasta
la falta de atribución a fuerzas externas, o la nula interferencia en
la vida cotidiana y el escaso o nulo impacto emocional que tienen
estas pseudopercepciones frente al que poseen las alucinaciones.
Además, a diferencia también de las alucinaciones, son difíciles de
detectar porque la persona las olvida, ya sea porque se duerme (en
el caso de las hipnagógicas), ya sea porque atribuye su aparición al
sueño que estaba teniendo antes de despertarse en el caso de las
hipnopómpicas («he soñado que sonaba el despertador y entonces
me he despertado»). Sin embargo, como veremos más adelante, la
persona que tiene alucinaciones suele mantener un recuerdo muy
vívido de ellas, a pesar de que haya transcurrido tiempo desde la
experiencia. Por último, es importante resaltar dos características en
las que, no obstante, coinciden ambos tipos de engaños perceptivos:
por un lado, su carácter involuntario y, por otro, el hecho de que
su aparición en el flujo de experiencia de la persona no se produce
como consecuencia de la exposición a, o la presencia de, ninguna
fuente estimular que se corresponda con la experiencia perceptiva
que se está teniendo.
Capítulo 6.
Psicopatología de la percepción y la imaginación
Tabla 6.2. Diferencias entre pseudopercepciones hipnagógicas e hipnopómpicas y alucinaciones
CARACTERÍSTICAS
PSEUDOPERCEPCIONES
ALUCINACIONES
No
Si
Bajo, escaso
Normal
No
No
Elementos aislados en una escena
Elementos inmersos en una escena
Nulo o escaso
Si
Escasa
Muy alta
No
Si
Ninguna
Muy alta
No
Muy frecuentes
Juicio de realidad (posterior)
Nivel de vigilia
Control voluntario
Amplitud de contenidos
Impacto y/o contenido emocional
Capacidad de recuerdo
Atribución a fuerzas exteriores
Interferencia cotidiana
Valoraciones y creencias disfuncionales asociadas
Pseudopercepción. Imágenes mentales anómalas cuyo
procesamiento es similar al de un percepto, lo que puede
llevar a confundirlas con percepciones «auténticas». Pueden producirse en ausencia de los estímulos concretos
y apropiados para activarlas o desencadenarlas (p. ej.,
imágenes hipnagógicas, hipnopómpicas y alucinoides)
o bien, se mantienen y/o se activan a pesar de que el
estímulo que las produjo ya no se encuentra presente
(p. ej., imágenes mnésicas, parásitas y las consecutivas o
post-imágenes).
b. Imágenes alucinoides
Como en el caso anterior se producen en ausencia de estímulos concretos que las activen. Se caracterizan porque son subjetivas y autónomas, a la vez que poseen un claro carácter de imagen y plasticidad. Se producen como consecuencia de situaciones que afectan al
funcionamiento normal del sistema nervioso central, como sucede en
las situaciones de hipertermia provocada por enfermedades médicas,
o en contextos de intoxicación (por tóxicos, fármacos, alimentos,
infecciones, etc.). Normalmente se trata de imágenes visuales muy
simples y sin significado emocional (fantasiopsias). Una modalidad,
característica de los estados febriles, son las denominadas «imágenes de la fiebre» o fenómeno de Müller (destellos, luces, figuras simples, etc.) que se producen en el «espacio negro de los ojos cerrados». También se pueden producir en la modalidad auditiva (sonidos
aislados, ruidos simples, etc.). El individuo no les otorga juicio de
realidad, es decir, sabe que son producto de su mente y, en este
sentido, se diferencian claramente de las experiencias alucinatorias.
c. Imágenes mnésicas y eidéticas
Se trata de imágenes de nuestros recuerdos que pueden presentarse
de un modo transformado. De hecho, a veces la persona las puede
recombinar o variar en función de sus deseos, lo que una vez más
muestra la plasticidad de las imágenes mentales. Si no se mantienen
voluntariamente, comienzan a desvanecerse hasta su desaparición.
Su naturaleza es eminentemente subjetiva y son experimentadas con
poca nitidez y viveza.
Las imágenes eidéticas constituyen un tipo especial de imagen
mnésica y pueden considerarse como una especie de «recordar sensorial». Consisten en representaciones exactas (o casi) de impresiones sensoriales (normalmente visuales y auditivas) que quedan como
«fijadas» en la mente de la persona. Pueden evocarse voluntariamente, o bien irrumpir en la consciencia de un modo involuntario.
Según los criterios de Jaspers, estas imágenes son imaginadas (no
corpóreas) y tienen determinación espacial (son «objetivas»), pero
el juicio de realidad permanece intacto, es decir, el sujeto no las
vivencia como reales. Son más habituales en la infancia y en las culturas primitivas o poco desarrolladas, pero también se han descrito
en personas con habilidades y aptitudes artísticas.
d. Imágenes consecutivas o post-imágenes
Se producen como consecuencia de un exceso de estimulación
sensorial inmediatamente anterior a la experiencia, y por tanto se
diferencian del eidetismo en que, en este, la representación puede
ser evocada al cabo del tiempo, mientras que las post-imágenes se
mantienen solamente unos pocos segundos. Además, la imagen que
se produce tiene propiedades opuestas a las de la imagen original,
hecho por el cual a veces se las denomina «imágenes negativas»:
por ejemplo, después de mirar un intenso color oscuro, se ve un
color claro, o el movimiento descendente de una cascada se experimenta posteriormente con un movimiento ascendente. A pesar de su
objetividad, fijeza y autonomía, el individuo no las considera reales
y raras veces revisten características patológicas.
e. Imágenes parásitas
Se diferencian de las mnésicas porque son autónomas e involuntarias y de las consecutivas por su subjetividad (i. e., la persona
sabe que son un producto de su mente). Pero al igual que ellas, se
producen como consecuencia de un estímulo concreto que ya no se
155
Manual de psicopatología. Volumen 1
halla presente cuando se produce la imagen, lo que las distingue
de las ilusiones. Estas imágenes tienen un carácter intrusivo y se
denominan parásitas porque aparecen cuando el individuo no centra su atención en ellas y, por el contrario, desaparecen cuando se
concentra en la experiencia, lo que las diferencia de las obsesiones
que se producen en forma de imagen, ya que en estos casos, centrar
la atención consciente en ellas no hace que desaparezca la imagen, sino, a menudo, todo lo contrario. Suelen darse en estados de
cansancio, fatiga, o después de haber experimentado un acontecimiento traumático, pero también en circunstancias más cotidianas,
como cuando, de pronto, nos asalta la imagen de algo que teníamos
que hacer o decir, o la de un sabor concreto y, cuando intentamos
fijarnos en ello, se desvanece.
B. Alucinaciones
Las alucinaciones constituyen, como hemos dicho, los trastornos
más característicos de las psicopatologías de la percepción y la
imaginación. Además, son uno de los síntomas de trastorno mental por excelencia: el prototipo del enfermo mental es el de una
persona que dice ver, o escuchar, o sentir, cosas que nadie más a
su alrededor experimenta. Sin embargo, pese a su indudable valor
diagnóstico, no siempre indican la presencia de un trastorno mental o, dicho en otros términos, su aparición no está reservada «en
exclusiva» a personas con trastornos mentales: algunas personas
sanas mentalmente pueden experimentarlas en ciertas situaciones,
pueden ser provocadas bajo condiciones estimulares especiales, sin
olvidar que, históricamente, han constituido incluso objeto de deseo
para personas de muy diferentes ámbitos culturales.
a. Concepto de alucinación
Una de las características más evidentes de la alucinación es, al
mismo tiempo, una de las más difíciles de entender y explicar: lo
que el clínico llama «alucinación» es una experiencia sensorial normal para el paciente, es decir, un percepto como cualquier otro
(Sims, 1988). Entender esta paradoja es, en cierto sentido, comenzar
a entender qué significa la experiencia alucinatoria. Sin embargo,
la historia nos enseña que el camino hacia esa comprensión no ha
sido lineal. La primera definición sobre este trastorno se atribuye a
Esquirol (1832), quien habló de las alucinaciones en los siguientes
términos:
En las alucinaciones todo sucede en el cerebro (en la mente).
(...) La actividad del cerebro es tan intensa que el visionario, la
persona que alucina, otorga cuerpo y realidad a las imágenes que
la memoria recuerda sin la intervención de los sentidos» (citado en
Slade y Bentall, 1988, p. 8).
Unos años más tarde, en 1890, Ball, psiquiatra de la escuela
francesa, ofrecería una definición mucho más concreta de los
fenómenos alucinatorios, ya que simplemente los conceptualizó
como «percepciones sin objeto». Esta definición estaba destinada a hacerse extraordinariamente popular y sigue manteniéndose
aún hoy en muchos textos prestigiosos. A su amparo surgieron
multitud de modelos y teorías explicativas que, pese a sus diferencias, tienen en común la insistencia en los aspectos perceptivos
de la alucinación, o si se prefiere, de «falsa percepción». Este
tipo de definiciones se ha englobado tradicionalmente bajo el
rótulo de «postura perceptualista», dentro de la cual se desarrollaron a su vez tres acercamientos:
156
1.
Las alucinaciones son imágenes intensas y, por tanto, serían
más bien un trastorno de la imaginación, ya que lo que sucede es que el sujeto percibe la imagen con tanta intensidad,
que cree que ha adquirido un carácter perceptivo. En otras
palabras, la alucinación se considera como una representación
exteriorizada. Psiquiatras de la escuela francesa, como Falret,
serían representantes de esta tendencia.
2. Las alucinaciones son un fenómeno más sensorial que perceptivo. Aquí el matiz se sitúa en las estimulaciones externas, tan
intensas que harían que el sujeto tuviera un recuerdo de dicha
estimulación y, por ello, las experimentara como si la estimulación estuviera realmente presente. Baillarger y Goldstein apoyaron este planteamiento.
3. Las características fundamentales de las alucinaciones son corporeidad (tienen cualidades objetivas) y espacialidad (aparecen
en el espacio objetivo exterior y no en el espacio subjetivo),
y, por lo tanto, se pueden concebir como percepciones corpóreas vivenciadas en el espacio externo (Jaspers, 1975). A partir
de esta consideración, Jaspers definió las alucinaciones como
«percepciones corpóreas engañosas que no han surgido de percepciones reales por transformación, sino que son enteramente
nuevas, y que se presentan junto y simultáneamente a las percepciones reales» (Jaspers, 1975, pp. 87-88).
Los planteamientos perceptualistas han recibido muchas críticas
desde diferentes posiciones, fundamentalmente porque el paciente que alucina distingue perfectamente entre su imaginación y sus
experiencias alucinatorias, las cuales, además, conviven con el resto
de sus percepciones normales o correctas. Otras críticas aluden al
hecho de que se trata de una conceptualización incompleta, inexacta y hasta contradictoria, además de partir de una interpretación
incorrecta de la definición original de Esquirol. Es incompleta porque, entre otras cosas, no hace referencia al trastorno de la conciencia que casi siempre acompaña a las alucinaciones, que altera
el juicio de realidad y hace que la persona que alucina acepte esas
imágenes como reales. Esta última consideración es de suma importancia, puesto que hay autores como Reed (1988) que consideran
que el atributo esencial de la alucinación es la convicción de realidad de la experiencia que mantiene el individuo. Por otra parte,
la definición de Ball es inexacta y contradictoria en los términos en
que se expresa, puesto que las condiciones necesarias de la percepción son la presencia de un objeto, además de una estimulación
adecuada de los órganos sensoriales. Las alucinaciones, al no reunir
estas dos condiciones, no pueden ser clasificadas como percepciones, ni en el fondo se debería utilizar siquiera este término a la hora
de definirlas.
Pese a estas consideraciones, es obvio que la definición de Ball
ha tenido mucho más éxito del que cabría suponer. Como mues-
Alucinación. Representación mental que: a) comparte
características con la percepción y con la imaginación;
b) se produce en ausencia de un estímulo apropiado a la
experiencia que la persona tiene; c) tiene toda la fuerza e
impacto de la correspondiente percepción real, y d) no es
susceptible de ser dirigida ni controlada voluntariamente
por quien la experimenta (tiene carácter intrusivo).
Capítulo 6.
tra, repase los diversos tratados sobre psicopatología (incluyendo el
presente) y compruebe el capítulo en el que se incluyen las alucinaciones: invariablemente se explican dentro del apartado dedicado
a psicopatología de la percepción. Y, como es lógico, algo similar
sucede si se estudian los textos de los grandes autores de la psicopatología, tales como Henri Ey (1963), para quien la alucinación es
un trastorno psicosensorial diferente de la ilusión y de la interpretación delirante que, en su forma más característica, consiste en una
«percepción sin objeto».
Más recientemente, pero también dentro de esta misma línea
perceptualista, encontramos la definición que propone el Oxford
Textbook of Psychiatry, uno de los más prestigiosos textos de psiquiatría:
Una alucinación es un percepto que se experimenta en ausencia de un estímulo externo a los órganos sensoriales, y con una
cualidad similar a la de un percepto verdadero» (Gelder y cols.,
1989, p. 6).
El manual de diagnóstico psiquiátrico de la APA (2013), el DSM-5,
es también deudor de la definición de Ball:
Experiencia similar a la de una percepción, que tiene la claridad y el impacto de una percepción verdadera, pero en ausencia
de la estimulación externa del órgano sensorial relevante» (APA,
2013, p. 822).
Frente a este tipo de planteamientos, sin duda los más extendidos en la historia de la psicopatología, se encuentra un segundo
grupo de definiciones que subraya, en cambio, la importancia ya
señalada por Esquirol de la «convicción íntima» frente a los componentes sensoriales. En este contexto, la alucinación sería fundamentalmente un fenómeno de creencia, de juicio y, por tanto, debería
ser considerada como un problema de naturaleza intelectual, más
vinculado a los procesos de pensamiento que a los perceptivos, lo
que la acerca o sitúa en la misma órbita que los delirios y otros trastornos asociados al pensamiento. Por esta razón, este tipo de definiciones se engloban bajo la etiqueta de «posturas intelectualistas».
Además, se enfatizan dos aspectos de la creencia alucinatoria: por
un lado, la de que se percibe algo (juicio psicológico) y, por otro, la
creencia de que lo que se percibe es real (juicio de realidad). En la
alucinación se dan ambos tipos de juicio y/o creencia. Admitir este
principio permitiría distinguir entre alucinación psicopatológica y
alucinación experimental (p. ej., la inducida por drogas o mediante
procedimientos eléctricos), ya que en esta última la persona tiene
alterado el juicio psicológico (perceptivo), pero no el juicio de realidad, es decir, no está convencida de que lo que está percibiendo
sea real, objetivo y perteneciente al mundo exterior. Este enfoque
choca con la constatación clínica de que la persona, cuando recuerda su alucinación, lo hace con un carácter perceptivo (p. ej., «yo
escuchaba», «yo veía») y, por lo tanto, la desaparición de esta psicopatología no se ve influida por la propia autocrítica del paciente,
como sin embargo sí que puede ocurrir en el delirio. De hecho, se
considera que el delirio ha remitido cuando el paciente es capaz
de dudar, de poner en cuestión, la veracidad o plausibilidad de su
creencia delirante.
En tercer y último lugar, se encuentra un grupo de autores que,
en cierto sentido, siguen la línea enunciada por Esquirol, ya que
consideran que la alucinación sería una alteración tanto de pensa-
Psicopatología de la percepción y la imaginación
miento como de percepción, lo que se ha venido a denominar como
«postura mixta», y que tendría en cuenta las dos notas definitorias
de este fenómeno patológico. Uno de sus representantes es Marchais
(1970), que conceptualizaba las alucinaciones como percepciones
sin objeto que implican la convicción del paciente.
Todos estos planteamientos se enmarcan dentro de la psicopatología de corte psiquiátrico tradicional y, como es lógico, quedan
relativamente alejados de la investigación psicológica y sus diferentes modelos o perspectivas, las cuales, dicho sea de paso, se han
interesado muy poco por las alucinaciones, como afirmaron Slade y
Bentall (1988). Con todo, hay excepciones: Horowitz (1975) fue de los
primeros en ofrecer una visión diferente a la tradicional psiquiátrica al plantear una definición de alucinaciones que, desde el enfoque del procesamiento de información, estructuraba los diversos
aspectos involucrados en el fenómeno alucinatorio sobre la base de
anomalías en tres procesos de conocimiento: codificación, evaluación y transformación de la información. Desde este planteamiento
Horowitz afirmaba que:
(…) las alucinaciones son imágenes mentales que: (1) se producen en forma de imágenes; (2) proceden de fuentes internas
de información; (3) son evaluadas, incorrectamente, como procedentes de fuentes externas de información, y (4) habitualmente
se producen como una intrusión. Cada uno de estos cuatro constructos hace referencia a un grupo diferente de procesos psicológicos, aunque en su conjunto configuran una única experiencia»
(Horowitz, 1975, p. 790).
También desde una perspectiva cognitiva, Slade y Bentall (1988)
han propuesto una conceptualización comprehensiva de las alucinaciones, que ellos mismos calificaron como una «definición de trabajo», según la cual una alucinación se puede definir como:
Una experiencia similar a la percepción que: (1) ocurre en
ausencia de un estímulo apropiado; (2) tiene toda la fuerza e
impacto de la correspondiente percepción real, y (3) no es susceptible de ser dirigida ni controlada voluntariamente por quien la
experimenta» (Slade y Bentall, 1988, p. 23).
Estos tres criterios permiten, según sus autores, establecer diferencias entre las alucinaciones y otras experiencias similares (Slade,
1976a,b; Slade, 1984; Slade y Bentall, 1988; Bentall, 1990a,b). El primer criterio, utilizado ya por Esquirol, es útil para diferenciar entre
ilusión y alucinación, tal y como veremos más adelante. Este criterio
incide en un aspecto muy importante que en ocasiones se olvida:
la ausencia del estímulo apropiado, es decir, relacionado directamente con la experiencia perceptiva. Hay que tener en cuenta este
matiz, ya que con la excepción de los fenómenos alucinatorios que
se dan en situaciones de privación sensorial, lo normal es que existan diversas fuentes de estimulación sensorial que están afectando
al individuo, puesto que se encuentra, como todo ser vivo, en un
mundo rico en estimulación que es captada por sus órganos sensoriales. En este sentido, la persona que experimenta alucinaciones
se halla, como el resto de las personas, en un contexto pleno de
sensorialidad. Sin embargo, entre esos estímulos no se encuentra
aquel que da origen al engaño perceptivo que experimenta, esto
es, a la alucinación. Esta apreciación hace posible, además, que las
alucinaciones funcionales sean consideradas como verdaderas alucinaciones y no como otro tipo diferente de engaños perceptivos (este
157
Manual de psicopatología. Volumen 1
Engaño perceptivo (términos relacionados: error perceptivo, percepción falsa, aberración perceptiva). Experiencia
perceptiva nueva que: a) suele convivir con el resto de las
percepciones «normales»; y que b) o bien no se fundamenta en estímulos realmente existentes, fuera del individuo
(como las alucinaciones y algunas pseudopercepciones);
c) o bien se mantiene y/o se activa a pesar de que el estímulo que produjo la percepción inicial ya no se halla físicamente presente (como las imágenes eidéticas, las parásitas
y las consecutivas).
tipo de alucinaciones se producen simultáneamente a la percepción
correcta de un estímulo concreto y desaparecen cuando lo hace el
estímulo en cuestión).
El segundo criterio —fuerza e impacto de la experiencia— suele
ser tenido en cuenta para diferenciar entre alucinación y pseudoalucinación. Se trata de un criterio bastante complejo, ya que indica que la persona que experimenta una alucinación otorga a esta
todas las características de una percepción real (objetividad, existencia, concomitantes comportamentales, etc.) y, en ese sentido, es
el elemento que sustenta el sine qua non de toda experiencia alucinatoria: la convicción de que lo que se experimenta tiene su origen
fuera de la persona, esto es, se produce en el mundo real, objetivo.
Bentall (1990a) ha catalogado esta convicción como «ilusión de realidad» para enfatizar, precisamente, que la sensación de realidad
u objetividad que experimenta el individuo con su alucinación es
ilusoria, y por ello pertenece al ámbito privado de su imaginación.
El tercer criterio —ausencia de control o voluntariedad por parte
del individuo— intenta distinguir entre alucinación y otras clases de
imágenes mentales vívidas (incluidos los recuerdos), pues remite a la
imposibilidad, o cuanto menos a la dificultad, de alterar o disminuir
la experiencia por el simple deseo o voluntad de la persona. Esta
incapacidad para invocar, modificar, o terminar con la experiencia, es una de las características que hace que las alucinaciones se
vivan casi siempre con miedo y angustia: téngase en cuenta que si
se pudieran controlar a voluntad, el impacto emocional negativo se
vería notablemente reducido. De todos modos, se trata de un criterio no exclusivo de las alucinaciones ya que la ausencia de control
voluntario por parte de la persona se produce también en otros productos cognitivos, desde las ideas obsesivas a los delirios, pasando
por las imágenes parásitas, las eidéticas o las hipnagógicas.
En conclusión, el planteamiento del que parten estos autores es
especialmente útil como punto de partida para la investigación y la
delimitación de qué debemos entender —y qué no— por alucinación.
Es evidente que la consideración de los tres criterios enunciados
(y no de cada uno de ellos por separado) debe ser tomada como
una condición necesaria, pero tal vez no suficiente, para definir una
experiencia mental como alucinatoria. Sobre este planteamiento
volveremos más adelante, en el apartado dedicado a las teorías
explicativas. Antes examinaremos los diversos aspectos clínicos de
las alucinaciones.
b. Modalidades y clasificación de las alucinaciones
Las alucinaciones suelen clasificarse atendiendo básicamente a tres
criterios o categorías:
158
1. Complejidad con la que se presentan.
2. Temas o contenidos sobre los que versan y su congruencia con
el estado de ánimo.
3. Modalidad sensorial en la que aparecen.
Aquí hemos añadido una cuarta categoría que denominamos
«variantes de la experiencia alucinatoria», en la que incluimos
algunos tipos especiales de alucinación que, desde el punto de vista
de la forma fenomenológica que adoptan, no serían clasificables
exclusivamente según los criterios anteriores. Por otro lado, téngase
en cuenta que el criterio rector de esta clasificación no es excluyente, esto es, que cualquier experiencia alucinatoria debe evaluarse,
en la práctica, atendiendo a las cuatro categorías mencionadas. En
la Tabla 6.3 se resumen los distintos tipos de alucinaciones clasificados según tales categorías.
Tabla 6.3. Clasificación de las alucinaciones
1. SEGÚN SU COMPLEJIDAD
• Elementales.
• Complejas.
2. SEGÚN SUS CONTENIDOS
•
•
•
•
Miedos, deseos, recuerdos, experiencias anteriores, etc.
Contenidos culturales y/o religiosos.
Situaciones vitales especiales: reclusión, conflictos graves, etc.
Relacionadas con los contenidos de los delirios o de otras
psicopatologías.
3. SEGÚN LA MODALIDAD SENSORIAL
•
•
•
•
•
•
•
•
Auditivas.
Visuales.
Táctiles o hápticas.
Olfativas (fantosmias).
Gustativas.
Corporales: somáticas, viscerales, o cenestésicas.
Cinestésicas (o de movimiento).
Multimodales o mixtas.
4. VARIANTES FENOMENOLÓGICAS DE LA EXPERIENCIA
ALUCINATORIA
•
•
•
•
•
•
Pseudoalucinaciones.
Alucinaciones funcionales.
Alucinaciones reflejas.
Alucinaciones negativas.
Autoscopia.
Alucinaciones extracampinas.
c. Complejidad versus simplicidad
Se trata de un criterio dimensional según el cual la complejidad
que adquieren las alucinaciones recorre un camino que va desde
las denominadas «alucinaciones elementales», esto es, impresiones difusas, sencillas e indiferenciadas, tales como ruidos, luces,
Capítulo 6.
Psicopatología de la percepción y la imaginación
relámpagos, resplandores, zumbidos, sonidos aislados, etc., hasta la
percepción de objetos o cosas concretas (voces, personas, animales,
música, escenas, conversaciones, etc.), calificándose entonces como
alucinaciones «complejas» o «formadas». A diferencia de lo que se
suele creer, la mayoría de las alucinaciones se situarían en el extremo menos complejo del continuo, esto es, se trata de experiencias
poco formadas o acabadas, más bien elementales. De todos modos,
hay que tener en cuenta un criterio adicional: cuanto menos formadas están las alucinaciones, más probable es que se deban a causas
bioquímicas, neurofisiológicas o neurológicas, y menos a trastornos
mentales como la esquizofrenia. Por lo tanto, dado que la incidencia
de esquizofrenia es significativamente menor que la de los muchos
trastornos causados por anomalías bioquímicas, neurológicas o neurofisiológicas, no es de extrañar que las alucinaciones elementales
sean más frecuentes que las complejas.
Epilepsia (lóbulo
temporal)
*
**
*
***
***
Delirium
**
***
**
—
—
Alucinosis
alcohólica
***
*
*
—
—
Tumor cerebral
**
***
—
—
*
d. Temas o contenidos
Trastorno
delirante
**
*
*
**
*
Esquizofrenia
***
**
*
**
*
Episodio
maníaco
**
*
*
—
—
Depresión
mayor
**
*
—
*
*
Consumo de
sustancias
*
***
**
—
—
Trastorno
esquizotípico
**
*
*
—
—
Trastorno de
personalidad
límite
*
—
—
—
—
Trastorno
disociativo (de
conversión)
*
*
*
—
—
Trastorno
por estrés
postraumático†
*
*
*
*
*
Los temas sobre los que pueden versar las alucinaciones son prácticamente inacabables, si bien suelen hacer referencia a cualquier
temor, emoción, expectativa, deseo, sensación, recuerdo o experiencia vivenciadas anteriormente por el individuo. Como regla general,
se puede decir que los contenidos concretos sobre los que versan
las alucinaciones de una persona están relacionados con sus necesidades, conflictos, temores y preocupaciones particulares. Pero, además, al igual que sucede en otros muchos fenómenos mentales, los
contenidos de las alucinaciones recogen y reflejan características
culturales propias del medio en que la persona se ha desarrollado
(Al-Issa, 1977). Las experiencias religiosas representan un excelente
ejemplo de expresión social de muchos conflictos personales: culpa,
vergüenza, inseguridad, soledad y sentirse insignificante son temas
sobre los que frecuentemente versan las alucinaciones en contextos
culturales como el nuestro. Por otro lado, hay ciertas situaciones o
condiciones vitales extremas que, en cierta forma, predisponen a
alucinar sobre contenidos específicos: por ejemplo, la persona que
permanece encerrada en una celda en contra de su voluntad puede
tener alucinaciones relacionadas con sus verdugos (oír que hablan
de él, escuchar planes sobre cómo torturarlo, e incluso oler cómo
el gas va lentamente invadiendo su celda, o detectar sabores venenosos en la comida). Además, los contenidos alucinatorios pueden
ser congruentes o no con el estado de ánimo en el que se halla la
persona.
En muchas ocasiones el tema alucinatorio está ligado al contenido del delirio, pues no hay que olvidar que en muchos casos
ambos síntomas, delirios y alucinaciones, aparecen conjuntamente.
Así, el paciente delirante que se siente perseguido, probablemente
experimentará alucinaciones auditivas en forma de «voces» que
le amenazan o que le previenen de los peligros que le acechan; o
el que manifiesta un delirio místico escuchará la voz de Dios o de
la Virgen, posiblemente revelándole algún misterio o indicándole
«cómo puede salvar a la humanidad».
e. Modalidad sensorial en la que se presentan
Este es el criterio que más se utiliza en la clínica. Las dos modalidades sensoriales en las que con más frecuencia se experimentan
fenómenos alucinatorios son la auditiva y la visual. Pero también se
pueden dar en las restantes modalidades y, en este aspecto, podemos encontrarnos con alucinaciones táctiles o hápticas, somáticas,
de movimiento o cinestésicas, gustativas y olfativas. Además, las
alucinaciones pueden presentarse en una sola modalidad sensorial
Tabla 6.4. Modalidades sensoriales de alucinación que
aparecen más frecuentemente en diferentes trastornos
TRASTORNO
MODALIDAD SENSORIAL
Auditiva Visual Táctil Gustativa Olfativa
*infrecuente; **ocasional; ***frecuente. †Las modalidades se
relacionan con el tipo de acontecimiento traumático.
o en más de una: en este caso se califican como alucinaciones multimodales o mixtas. Y, a excepción de las que se producen como
consecuencia de la ingestión de ciertas drogas en donde la percepción está alterada casi en su totalidad, lo más habitual es que las
percepciones normales convivan con las alucinadas. Por último, no
hay ninguna modalidad que sea exclusiva de ningún trastorno en
concreto, pero pueden servir de guía algunas indicaciones: las alucinaciones visuales suelen alertar de un síndrome orgánico cerebral,
mientras que las auditivas son más comunes en la esquizofrenia y
otras psicosis (Gelder et al., 1989). En la Tabla 6.4 se resumen las
distintas modalidades de alucinación que, con más o menos probabilidad, aparecen en distintos trastornos. Pasemos a analizar estas
159
Manual de psicopatología. Volumen 1
modalidades con un poco más de detalle. En la Tabla 6.5. se presentan algunos ejemplos de alucinaciones según la modalidad sensorial
afectada (aunque hay que recordar que pueden producirse en más
de una modalidad sensorial).
1.
Alucinaciones auditivas.
Son probablemente las alucinaciones más frecuentes; y dentro de
ellas, las más comunes son las verbales o voces, lo que quizá es una
prueba de la importancia que tiene el habla para los seres humanos
como medio de adaptación al ambiente (Ludwig, 1986). El rango de
experiencias alucinatorias en la modalidad auditiva es muy amplio.
Pueden ir desde las más elementales como los sonidos de ruidos,
pitidos, cuchicheos, murmullos, campanas, pasos, etc., que reciben
el nombre de «acoasmas», hasta alucinaciones más estructuradas
y formadas en las que la persona puede escuchar claramente palabras con significado. Estas voces alucinatorias fueron denominadas
«fonemas» por Wernicke a comienzos del siglo xx. El individuo
puede asociarlas a voces familiares o desconocidas; pueden tener
un tono imperativo que el paciente se ve obligado a cumplir, o simplemente pueden consistir en voces que comentan las acciones del
paciente; pueden hablar en tercera persona o adquirir el carácter
de diálogo o conversación entre dos o más personas; pueden tener
una duración breve o estar produciéndose de manera continua o
casi continua; y, finalmente, su contenido puede ser terriblemente
amenazador o, por el contrario, amigable.
A diferencia de lo que sucede en situaciones normales en las
que una persona escucha hablar a terceros, el paciente que experimenta una alucinación auditiva puede que no manifieste preocupación alguna acerca de su incapacidad para describir de qué
sexo son las voces que oye o el lugar de donde provienen. En otras
ocasiones, sobre todo en la esquizofrenia, el paciente explica el
origen de las voces de diversas maneras: fruto de la telepatía, de
los rayos cósmicos, de la televisión… Otras veces aseguran que provienen del interior de su cuerpo: de sus piernas, de su estómago, de
su pecho… Y, finalmente, otros pacientes son capaces de describir
claramente la procedencia, el sexo y el idioma de las voces. Una
forma especial de alucinación auditiva es el eco del pensamiento,
en el que el paciente oye sus propios pensamientos expresados en
voz alta a medida que los piensa. Similar a este fenómeno es el
eco de la lectura, descrito por Baillarger como una variedad de
alucinación verbal, en la que el sujeto escucha la repetición de lo
que está leyendo.
En determinadas circunstancias, en especial cuando el paciente
presenta además delirios, las voces pueden dar órdenes y se habla
entonces de alucinaciones imperativas. Estas órdenes alucinatorias
tienen una gran fuerza sobre la persona que las experimenta, que
se siente impelida a ejecutar lo que le ordena la voz. Esta submodalidad de alucinación auditiva suele aparecer en la depresión mayor,
en psicosis exógenas y en estados orgánicos.
Para la mayoría de los expertos (p. ej., Gelder et al., 1989; Sims,
1988), las alucinaciones auditivas son las que mayor significado
diagnóstico tienen, especialmente cuando el paciente oye voces
que le hablan (alucinaciones en segunda persona: «vas a morir»,
«eres un cobarde»), o que hablan de él (alucinaciones en tercera persona: «es homosexual», «quiere llevársela a la cama», «no
sabe hablar», «va a morir», «es un cobarde»). Las primeras suelen
ser más típicas de estados depresivos, en especial cuando hacen
comentarios desdeñosos o despectivos sobre el paciente, mientras
que las alucinaciones en tercera persona son más características de
160
la esquizofrenia. En este trastorno se pueden producir también el
eco del pensamiento y alucinaciones referidas a voces que anticipan
los pensamientos y/o las acciones del paciente. Esas voces pueden
manifestarse tan definidas y nítidas que el paciente puede llegar
a asumirlas como un percepto normal o, por el contrario, pueden
resultarle desconcertantes e incomprensibles. En ocasiones, la persona con esquizofrenia, a diferencia de la que tiene una depresión,
protesta o se rebela contra las voces, especialmente si estas hacen
comentarios despectivos sobre su persona o sus comportamientos
(Sims, 1988). También se han descrito alucinaciones auditivas en
personas con trastorno de personalidad límite (p. ej., Slotema et
al., 2019).
No obstante, las alucinaciones auditivas también pueden aparecer en algunos estados orgánicos agudos como la alucinosis alcohólica. Lo que habitualmente describen las personas en estos casos
son sonidos pobremente estructurados e incluso inconexos, es decir,
alucinaciones elementales que muy frecuentemente se vivencian
como desagradables o amenazantes. También pueden aparecer
fonemas o frases breves que suelen hablar al paciente en segunda
persona, dándole órdenes. Sin embargo, estas alucinaciones imperativas son habitualmente menos elaboradas o complejas que las que
se producen en la esquizofrenia o en la depresión mayor.
Dada la importancia que tiene esta modalidad alucinatoria
en psicopatología, las retomaremos más adelante para profundizar en los modelos explicativos actuales y su repercusión en la
comprensión actual de las experiencias alucinatorias, tanto en la
población clínica como en la no clínica.
2. Alucinaciones visuales.
Al igual que sucede en la modalidad auditiva, los fenómenos alucinatorios que se presentan en la modalidad visual son también muy
variados. Unas veces se trata de imágenes puramente elementales,
denominadas fotopsias o fotomas, que consisten en destellos, llamas, círculos luminosos, etc., bien inmóviles, bien en continuo movimiento. Pueden presentarse también con caracteres geométricos o
ser de tipo caleidoscópico y estar integradas, a veces, con colores
muy vivos y luminosos o, por el contrario, ser incoloras. En otras ocasiones, las alucinaciones visuales son complejas (figuras humanas,
escenas de animales conocidos o fabulosos, etc.), y pueden tener
un tamaño natural o presentar un tamaño reducido (alucinaciones
liliputienses, que suelen ser experimentadas con agrado) o gigantesco (gulliverianas). No hay que confundir estas experiencias con la
micropsia ni con la macropsia, es decir, con distorsiones perceptivas,
ya que en estas últimas el campo perceptivo real se ve a escala
reducida o aumentada, respectivamente, y no se trata, como en el
caso de las alucinaciones anteriores, de «alucinar» objetos, personas o animales (enanos o gigantes) dentro del marco perceptivo
normal.
Las alucinaciones visuales, en general, poseen cierta perspectiva, lo que lleva a la persona a experimentarlas con un mayor realismo, aunque pueden aparecer superpuestas a objetos, paredes,
muros, etc. En algunas ocasiones, cuando las alucinaciones están
intensamente coloreadas, se acompañan de un tono afectivo de
exaltación o euforia, como ocurre en las visiones de los delirantes místicos en estado de éxtasis, o pueden tener un tono afectivo
«pasional», como sucede en los delirios de contenido erótico o
amoroso. Estas alucinaciones visuales complejas aparecen en forma
de visiones escénicas, similares a las imágenes de los sueños, como
en las manifestaciones alucinatorias que se dan en los estados
Capítulo 6.
Psicopatología de la percepción y la imaginación
Tabla 6.5. Ejemplos de alucinaciones según la modalidad sensorial
AUDITIVAS
— Oigo la radio aunque esté apagada.
— En cuanto me meto en la cama, oigo voces que susurran mi nombre y no puedo dormir.
— Oigo voces enfadadas y amenazantes que me dicen cosas como «vas a morir» «estás loco» «eres un peligro».
— Las voces me dicen que no valgo para nada, me insultan.
— Escucho a veces una voz que me dice que el psicólogo me vigila.
— Cuando salgo a la calle, oigo voces que dicen que el psiquiatra me quiere envenenar.
— Continuamente oigo voces sugerentes que me avergüenzan. Me dicen «guapo…» «ven conmigo y verás…».
— Estoy en la cama y oigo los pasos de alguien paseando por el parque. Me asomo a la ventana y no hay nadie.
— Oigo ruidos raros, como si la lavadora estuviera funcionando y yo sé que está rota.
— Si quiero irme a dormir, la voz me dice «sal fuera, vete a la calle».
— No sé qué dicen, son murmullos, no se les entiende, pero me molestan todo el día.
— Tuve que irme corriendo porque todos mis pensamientos se oían como en un altavoz.
VISUALES
— Estoy en casa y de pronto veo personas o animales por las paredes.
— En la cama, veo la habitación llena de ratones.
— Aunque esté despierta, veo a mi alrededor colores, luces, estrellitas que se mueven…
— Si miro a la pared, veo imágenes raras que se mueven todo el rato.
— Enfrente de mi cama había algo como si fuera el mostrador de una tienda lleno de jamones, chorizos, lomo…
OLFATIVAS (O FANTOSMIAS)
— Todo me huele a podrido.
— Cuando le pongo la ropa limpia a mi niña, se la tengo que quitar porque huele a orines.
— Todo lo que me pongo huele a heces.
— Mi casa, las tiendas, el hospital…, todo huele a gas…, otras veces a gasolina.
— Es como si hubiera perdido el olfato, no huelo nada.
GUSTATIVAS
— Las comidas me saben a podrido, dan asco.
— El agua, o cualquier líquido que intento beber, sabe a gasolina.
— Las medicinas que me noto saben a veneno, a cianuro.
— No noto los sabores, me da igual si es dulce o salado, no me entero.
TACTILES O HÁPTICAS
— Noto que alguien me toca. Me giro y no hay nadie.
— Noto como si tuviera bichos que se arrastran por la piel.
— Noté una quemazón, como si alguien me estuviera quemando con algo.
— A veces noto que alguien me manosea. Otras veces noto cosquillas.
— Era como si estuviera tocando todo el rato bichos asquerosos.
— De repente siento que alguien me pincha.
CORPORALES (SOMÁTICAS, VISCERALES O CENESTÉSICAS)
— Mi cuerpo está lleno de insectos, me recorren todo el cuerpo.
— Me dolía mucho el dedo gordo del pie que me habían amputado después del accidente.
— No tengo sangre, solo agua, estoy lleno de agua.
— Noto que mis testículos están haciéndose cada vez más pequeños, como si encogieran.
— Noto que mis vísceras, el corazón, las tripas, se retuercen, se dan vuelta…, es un dolor horrible.
DE MOVIMIENTO (CINESTESICAS)
— Mi pierna izquierda se está girando.
— Mi brazo derecho se levanta.
— La pierna derecha me tiembla.
— Los músculos de la cara se me contraen.
161
Manual de psicopatología. Volumen 1
confusionales y en los delirios tóxicos, en los que su contenido y
tono afectivo suele ser sobrecogedor y terrorífico. Ejemplos muy típicos de alucinaciones escenográficas son las visiones religiosas del
infierno o las de la crucifixión de Cristo.
Una variedad de experiencia alucinatoria visual poco usual es
el fenómeno de la autoscopia, que consiste en verse a sí mismo
como un doble reflejado en un cristal, a menudo con una consistencia gelatinosa y transparente, con el conocimiento de que la figura
humana que se está viendo es uno mismo, por lo que a veces se
le conoce también con el nombre de «la imagen del espejo fantasma». En la autoscopia negativa sucede lo contrario: el paciente no se ve a sí mismo cuando se refleja su imagen en un espejo.
Este tipo de alucinaciones pueden darse en los estados orgánicos,
como la epilepsia del lóbulo temporal, o en la esquizofrenia, si bien
en esta última suelen tomar la forma de pseudoalucinaciones. En
personas vulnerables a esquizofrenia, las experiencias autoscópicas
pueden ser activadas por una sensación propioceptiva táctil intensa
(Thakkar et al., 2011)
En nuestra cultura, las alucinaciones visuales son más características de los estados orgánicos agudos con pérdida de conciencia,
como en el delirium tremens, en el que la alucinación más frecuente
es la de ver toda clase de animales repugnantes, vivenciándolo con
verdadero terror, y, por supuesto, en los estados producidos por alucinógenos, con todo el despliegue visual que provocan estas drogas.
También son relativamente frecuentes en las demencias (El Haj et
al., 2019; Ropacki y Jeste, 2005). En cambio, son menos comunes en
la esquizofrenia, aunque puede suceder que las alucinaciones auditivas que presentan estos pacientes se acompañen de pseudoalucinaciones visuales (Sims, 1988).
3. Alucinaciones olfativas.
Estas alucinaciones no son muy frecuentes, y lo serían aún menos si
tuviésemos en cuenta que, a veces, se toman como alucinaciones
lo que en realidad son ilusiones interpretadas de un modo delirante
por el sujeto. De ahí que para estar completamente seguros de su
presencia sea importante observar al paciente en el preciso momento en que está experimentando la alucinación, prestando especial
atención tanto a su actitud como a los movimientos que realiza.
Las alucinaciones olfativas pueden darse en la depresión, en la
esquizofrenia, en la epilepsia (aparecen en el aura, justo antes de
tener el ataque) y en otros estados orgánicos, como las lesiones en
el uncus del lóbulo temporal. Por lo general, los sujetos que la sufren
dicen «oler» algo extraño, casi siempre desagradable, por lo que
le atribuyen un significado congruente como, por ejemplo, estar
siendo envenenados con gas, anestesiados, etc., y, en consecuencia,
juzgan esos olores como una agresión o persecución proveniente del
exterior. Otros pacientes, por el contrario, pueden expresar que son
ellos mismos los que producen y emiten los olores, lamentándose de
que se extenderán por toda la casa o incluso por la ciudad. Lo más
común, con todo, es que estas experiencias aparezcan juntamente
con las siguientes, es decir, con las alucinaciones gustativas, imitando en gran medida lo que sucede en condiciones normales: el olor
y el gusto son dos sentidos que, en muchos casos, se activan ante el
mismo tipo de situaciones y/o estímulos, como la comida.
4. Alucinaciones gustativas.
Las personas que experimentan este tipo de alucinaciones perciben
gustos desagradables (a podrido, a excrementos, a sustancias tóxicas, etc.), y las pueden atribuir tanto a una fuente exterior como
162
a su propio cuerpo (p. ej., por hallarse podrido interiormente, por
padecer un proceso destructivo de sus órganos internos, etc.). Aunque son poco frecuentes, pueden darse en trastornos muy diferentes
(histeria, alcoholismo crónico, epilepsia del lóbulo temporal, episodios maníacos, etc.), si bien son más típicas de la esquizofrenia, las
depresiones graves y los estados delirantes crónicos. Pero también
pueden sugerir epilepsia del lóbulo temporal, irritabilidad del bulbo
olfatorio e incluso un tumor cerebral. Si ocurren en la esquizofrenia,
es habitual que se acompañen del delirio de ser envenenado.
También puede darse el caso de que el paciente se queje de que
lo que come no tiene gusto a nada o de que sabe desagradable (lo
que también puede ocurrir en la depresión, o como consecuencia
de ciertos tratamientos médicos para procesos oncológicos).
La reacción del paciente ante este tipo de alucinaciones es la
misma que mostraría cualquiera que experimentara las sensaciones
correspondientes, y, por tanto, se comportará de acuerdo con el
contenido alucinatorio y la interpretación que haga del mismo. Así,
si se trata de un paciente que se siente perseguido, seguramente
se negará a ingerir ciertos alimentos por considerarlos envenenados o contaminados por sus perseguidores, a causa de los sabores
extraños que nota en la comida. Además, dada la naturaleza de
la «sensación», suelen ir acompañadas de alucinaciones olfativas.
5. Alucinaciones táctiles o hápticas.
Este tipo de alucinaciones puede manifestarse en cualquier parte
del cuerpo. Los pacientes se sienten tocados, pellizcados, manoseados, etc.; o pueden sentir calambres por supuestas corrientes
eléctricas, o que se les está quemando alguna parte del cuerpo.
Clásicamente, estas alucinaciones se dividen en activas y pasivas. En
las primeras, el sujeto cree, por ejemplo, que ha tocado un objeto
inexistente; suelen ser muy poco frecuentes, observándose especialmente en los delirios tóxicos, como sucede en el delirium tremens,
en el que el enfermo experimenta la sensación de que toca insectos,
hilos, etc. En las de forma pasiva, el paciente cree que alguien o algo
le agarra, le toca, le quema, le sopla, le pincha, le estrangula, le
corta, etc., y tales sensaciones pueden acompañarse o no de dolor.
Se han descrito diversas submodalidades o formatos de alucinaciones hápticas: las térmicas, en las que hay una percepción
anormal y extrema de calor o frío; las hídricas, o percepción de
fluidos («toda la sangre me está cayendo por las piernas», «tengo
el pecho lleno de agua»); las parestésicas, o sensaciones de hormigueo, que por supuesto pueden tener un claro origen orgánico, pero
que el paciente explica de un modo delirante; y aquellas en las que
el paciente tiene la falsa sensación de haber sido tocado por algo,
incluida la estimulación genital. Así, un paciente decía: «Voy por
la calle y si alguien me mira entonces pellizca mis testículos… no
lo puedo evitar». Se dan con más frecuencia en la esquizofrenia.
Una forma específica de alucinación háptica es la formicación, la
sensación de que pequeños animales o insectos reptan por debajo o
encima de la piel. Este tipo de alucinación es especialmente característico de estados orgánicos, como la abstinencia del alcohol o
la psicosis cocaínica. En muchos casos son indistinguibles de las
alucinaciones corporales que examinamos a continuación.
6. Alucinaciones sobre sensaciones procedentes del propio cuerpo
(somáticas, corporales, cenestésicas, o viscerales).
Se incluyen aquí alucinaciones que remiten a sensaciones peculiares que el paciente considera como procedentes casi siempre del
interior de su propio cuerpo, o que afectan a sus órganos internos y
Capítulo 6.
externos (p. ej., los genitales), o a sus miembros más distales (extremidades y cabeza). Así, por ejemplo, un paciente puede decir que
las venas se le salen, se le enrollan y se le hacen una burbuja, o
manifestar sensaciones de estar petrificado, disecado, vacío, hueco, de sentir que por dentro es de oro, de piedra, que su cuerpo o
partes de él se están deformando o desfigurando, o cambiando de
forma o de tamaño, que sus genitales se han reducido, etc. Suelen
estar presentes en la esquizofrenia y dan lugar a «explicaciones»
o atribuciones de tipo delirante de contenido extraño o imposible:
por ejemplo, un paciente está convencido de que algún animal se
arrastra por su cuerpo, o que está dentro de él y, aunque no lo puede ver, es capaz de describir la sensación con detalle.
Diversos autores están de acuerdo en señalar que, sea cual sea
la causa de estas alucinaciones, están relacionadas con una alteración de la conciencia del Yo en su vertiente somática o «Yo corporal». Esta alteración de la conciencia del Yo corporal lleva a que el
propio cuerpo se perciba de una manera especial. No obstante, para
poder hablar de verdaderas alucinaciones no basta con esta especie
de despersonalización en la esfera somática, sino que es necesario
que el sujeto tome esas falsas sensaciones como reales, debido a la
pérdida del juicio de la realidad. De no ser así, no se podría hablar
de auténticas alucinaciones, sino de falsas sensaciones o de extrañamiento en el ámbito corporal, tal y como manifiestan algunas
personas con trastornos emocionales.
Psicopatología de la percepción y la imaginación
7. Alucinaciones de movimiento o cinestésicas.
Hacen referencia a percepciones de movimiento de ciertas partes
del cuerpo que realmente no se están moviendo. Los sujetos que
experimentan este tipo de alucinación tienen una vívida sensación
de que su cuerpo, o partes de él, se mueven, que sus músculos se
contraen, que sus brazos se levantan, que sus piernas giran o se
retuercen, que su cuerpo vibra o tiembla, etc., sin que el observador
pueda constatar que se produce el más ligero movimiento. Aunque
estas alucinaciones se pueden presentar en la esquizofrenia, se dan
con mayor frecuencia en pacientes con trastornos neurológicos. Este
es el caso, por ejemplo, de la enfermedad de Parkinson, en la que
antes de que se manifieste el temblor característico estos enfermos
experimentan con frecuencia la sensación de que están temblando
interiormente. También se han descrito alucinaciones de este tipo
ante la retirada de ciertos psicofármacos, como las benzodiacepinas.
f. Variantes de la experiencia alucinatoria
Se incluyen en este grupo ciertas modalidades de experiencia alucinatoria que presentan peculiaridades específicas además de las ya
comentadas: es decir, se pueden producir en cualquier modalidad
sensorial y versar sobre cualquier temática. En la Tabla 6.6 se ofrecen algunos ejemplos de estas alucinaciones. Una primera modalidad
la constituyen las alucinaciones funcionales en las que un estímulo,
Tabla 6.6. Ejemplos de variantes de la experiencia alucinatoria
FUNCIONALES: percepción simultánea de un estímulo y una imagen alucinada en la misma modalidad sensorial
— Por la mañana, cuando me encuentro con mi vecina, veo a la vez la imagen de la Virgen María.
— Cuando como salmón y lo miro fijamente, veo a mi alrededor peces saltando.
— Cada vez que enciendo la lavadora, escucho voces que me insultan.
— Cuando en verano pongo el ventilador, veo moscas girando junto a sus aspas.
REFLEJAS: la percepción de un estímulo en una modalidad sensorial desencadena (o se asocia a) una alucinación en otra modalidad
sensorial
— Al mirar la imagen de Cristo en la cruz, noto cómo el olor a incienso se esparce por toda la iglesia hasta hacerme estornudar.
— Cuando oigo el lavavajillas funcionar, noto pinchazos en la cara y me tengo que ir corriendo a lavarme.
— Cada vez que hago paella, mientras frío el pollo, me dan dolores terribles en las pantorrillas. No me pasa cuando frío las verduras.
NEGATIVAS: no se percibe un estímulo que está al alcance de los sentidos
— Mi abuela se puso a gritar desesperada cuando entró en el cuarto de baño porque no se veía en el espejo a pesar de que la luz estaba
encendida. Cuando entré y apagué sin querer la luz, volvió a verse y se tranquilizó.
AUTOSCOPIA: la persona se ve a sí misma como un doble. Incluye sensaciones corporales y cinestésicas
— El viernes pasado al salir de clase, me crucé conmigo mismo, pero solo con la mitad de mi cuerpo.
— A veces, cuando estoy muy estresado, me veo a mí mismo enfrente de mí pero con los brazos en alto.
EXTRACAMPINA: alucinación completamente fuera del campo sensorial posible
— Cuando pasan los aviones por encima de mi casa, escucho cómo hablan los pilotos con las azafatas.
— Yo no necesito Skype para oír los cantos en la fiesta de cumpleaños de mi primo que está de Erasmus en Italia.
— No puedo sentarme en el sofá del comedor porque en cuanto lo hago, el demonio se me pone detrás, me chilla y echa bocanadas de fuego
por la boca. Lo veo con toda claridad, como si estuviera delante de mi.
163
Manual de psicopatología. Volumen 1
que existe fuera del individuo y es accesible a sus órganos sensoriales, desencadena la alucinación. Tanto el estímulo «real» (i. e., existente fuera y accesible a los órganos sensoriales) como la alucinación
se perciben de modo simultáneo y en la misma modalidad sensorial:
por ejemplo, un paciente puede oír la voz de Dios al mismo tiempo
que oye las campanadas del reloj; cuando las campanadas cesan
deja de oír la voz. No se trata de una interpretación errónea de un
estímulo externo (las campanadas en el ejemplo), como suele ocurrir
en algunas ilusiones ya que ese estímulo se percibe correctamente.
Lo que ocurre aquí es que la percepción correcta del estímulo se
superpone a la alucinación. Es por eso mismo por lo que se denomina
funcional, ya que la aparición de la alucinación está en función de
estímulos externos, apareciendo y desapareciendo con ellos. Es frecuente en la esquizofrenia, sobre todo en pacientes crónicos.
Rajkumar (2012) informa de un paciente de 30 años que trabajaba con maquinaria. Cada vez que funcionaban las máquinas escuchaba voces que lo insultaban y criticaban; como era una situación
muy estresante para él, se iba sin terminar sus tareas o simplemente
no acudía al trabajo. No escuchaba voces en ninguna otra situación.
Ameen y Praharaj (2013) presentan el caso de un paciente que presentaba alucinaciones funcionales como consecuencia del tratamiento con serotonina: escuchaba música cuando se encendía el ventilador y cuando abría el grifo del agua. Según estos autores, es posible
que en este tipo de alucinaciones se produzca una interpretación
incorrecta de la codificación neural del sonido (natural o real) de un
objeto y de la ubicación de sus características, lo que provocaría una
«falsa percepción» que retiene ciertos aspectos de la señal original.
Otra modalidad especial la constituyen las alucinaciones reflejas. Según Hamilton (1985), se trata de una variedad mórbida de la
sinestesia en la cual una imagen, basada en una modalidad sensorial
específica (p. ej., la imagen de un rostro humano), se asocia con una
imagen alucinatoria basada en otra modalidad sensorial diferente
(p. ej., sentir una punzada en el corazón). Es decir, un estímulo perteneciente a un campo sensorial determinado activa la aparición de
una alucinación en otra modalidad sensorial diferente: un paciente
puede sentir dolor cuando otra persona estornuda y estar convencida de que es el estornudo el que causa su dolor. Otra paciente sentía en el estómago las punzadas que daban sobre el papel las notas
que estaba tomando su médico durante la entrevista. Narang et al.
(2014) también recalcan, como Hamilton, lo complejo que resulta en
ocasiones diferenciar entre una sinestesia y una alucinación refleja.
Para facilitarlo, aluden el concepto de Mitempfindung, término que
hace referencia a lo que sucede cuando un estímulo aplicado en
una parte del cuerpo se siente como una sensación táctil en otra.
Relatan como una mujer con trastorno esquizoafectivo se quejaba
de que notaba una vibración continua en sus genitales cuando su
madre abría y cerraba las puertas o cuando hacía ruidos con sus
uñas, es decir, una alucinación refleja. Proponen que la sinestesia,
las alucinaciones reflejas y Mitempfindung comparten una misma
base fisiopatológica y se incluyen dentro del mismo marco dimensional, en el que la sinestesia sería fenotipo no mórbido, como ya
comentamos al describir este fenómeno.
Alucinación refleja. Alucinación en una determinada
modalidad sensorial que es desencadenada por la percepción (correcta) de un estímulo perteneciente a un campo
sensorial diferente.
164
Las alucinaciones negativas representan, en cierto modo, el
polo opuesto a una alucinación: si en esta el sujeto percibe algo
que no existe, en las alucinaciones negativas el sujeto no percibe
algo que sí existe y está al alcance de sus sentidos. Como señala
Reed (1988), la experiencia que más se le parece es probablemente
la contrasugestión hipnótica, en la que al sujeto se le dice, por
ejemplo, que no lleva ropa encima, o que no hay nadie más en la
habitación y se comporta como si tales afirmaciones fueran ciertas. Sin embargo, hay un hecho diferencial importante que se debe
tener en cuenta. Mientras que el paciente que experimenta las alucinaciones «ordinarias» actúa en consonancia con su experiencia
alucinada, el que experimenta alucinaciones negativas no percibe
el objeto, pero tampoco se comporta como si su ausencia fuera real:
si dice que «no ve» a una persona (o un objeto determinado) que
se encuentra ante él en la misma sala, no intenta caminar a través
de ella, sino que, de hecho, hace ademán de esquivarla. Esto ha
originado que algunos autores apunten la posibilidad de que tal
vez esta experiencia tenga más en común con la sugestión que con
las verdaderas alucinaciones (Reed, 1988). Más recientemente otros
autores (p. ej., Naguy, 2019) sugieren que la alucinación negativa puede ocurrir cuando una experiencia alucinatoria (verdadera)
la bloquea: por ejemplo, al tener una alucinación de una casa, se
podría oscurecer el paisaje real detrás de ella. Estas experiencias se
han descrito también en pacientes con demencias, si bien en esos
casos lo más probable es que se deba a un problema de memoria (i.
e., ausencia de reconocimiento).
Alucinación negativa. Representa el polo opuesto a una
alucinación: la persona no percibe algo que sí existe y está
al alcance de sus sentidos.
Por otro lado, estos fenómenos conllevan una paradoja importante, como señalan Kihlstrom y Hoyt (1988), ya que el estímulo ha
de ser registrado y procesado hasta algún punto antes de que la
persona pueda «construir» una alucinación negativa. Es decir, es
como si el cerebro «debiera conocer» aquello que no se va a permitir que tenga representación consciente. En este tema se abundará algo más en el apartado dedicado a los estudios experimentales
sobre los fenómenos alucinatorios.
En la autoscopia, también denominada el fenómeno del doble,
el paciente se ve a sí mismo y sabe que es él, por lo que se denomina también la «imagen fantasma en el espejo». No se trata solo
de una alucinación visual, pues suele estar acompañada de sensaciones cinestésicas y somáticas que, en cierto modo, le confirman
al paciente que la persona que está viendo es él mismo. También
puede darse el fenómeno contrario, es decir, la autoscopia negativa (no ver la propia imagen cuando se refleja en un espejo). No
nos referimos aquí a otro fenómeno estrechamente relacionado, el
llamado signo del espejo (le signe du miroir) (Naguy, 2019) que describe la incapacidad para reconocerse uno mismo en una superficie
reflectante, mientras que el reconocimiento de los demás no está
alterado. Este fenómeno se puede encontrar en pacientes con estados delirantes, en algunos esquizofrénicos, en estados histéricos,
en enfermos con lesiones cerebrales, en estados tóxicos, etc. Pero
también se puede dar en sujetos normales cuando se encuentran
muy alterados emocionalmente, exhaustos o muy deprimidos. Arias
et al. (2007) informan los casos de dos pacientes con autoscopia
Capítulo 6.
con diferentes tipos de trastornos. El primer caso, una mujer de
19 años con historia previa de esclerosis múltiple presentó varios
episodios que duraban unos diez minutos en los que se veía a ella
misma, con la misma ropa; esta doble le hablaba desde enfrente o
desde arriba, en distintas situaciones, incluso cuando estaba en una
sala para someterse a una exploración radiológica: en esa situación
su «doble» la tranquilizó. El otro caso era un varón de 56 años
con historia previa de hepatopatía crónica alcohólica y repentina
pérdida de visión en su lado izquierdo. Durante breves episodios, no
más de 30 segundos, vio una imagen reflejada de la mitad superior
de su cuerpo. Remitimos al lector a las descripciones que de esta
experiencia relatan protagonistas de excepción como Franz Kafka,
Edgard Allan Poe o Jorge L. Borges.
Por último, las alucinaciones extracampinas refieren a alucinaciones que se experimentan fuera del campo visual o auditivo:
por ejemplo, el paciente puede ver a alguien sentado detrás de él
cuando está mirando de frente, o escuchar voces en Madrid cuando
él está residiendo en Valencia. Este tipo de alucinación hay que distinguirla de las experiencias ilusorias como las descritas en la sensación de presencia, ya que en estas últimas el sujeto tiene la sensación de que hay alguien presente, aunque no lo pueda oír ni ver.
g. Pseudoalucinaciones
El concepto de pseudoalucinación ha originado una enorme discusión en psicopatología desde que estas experiencias fueron descritas por Griesinger en 1845 bajo el nombre de alucinaciones pálidas. Posteriormente, en 1866 Kahlbaum las denominó alucinaciones
aperceptivas y Hagen, en 1868, les dio el nombre que actualmente
mantienen: pseudoalucinaciones. La complejidad de estas experiencias perceptivas radica en que se encuentran a medio camino entre
las imágenes normales y las alucinaciones, puesto que comparten
características fenomenológicas de ambos tipos de experiencia
mental: la persona reconoce que son subjetivas (ocurren en el espacio subjetivo interno, como las imágenes), pero las experimenta con
toda claridad y con los mismos elementos sensoriales de las alucinaciones (viveza, frescura sensorial, etc.). Además, no dependen de
la voluntad de la persona al igual que sucede con las alucinaciones
(Jaspers, 1975).
Las pseudoalucinaciones se producen normalmente en las
modalidades auditiva y visual, y se suelen asociar a estados hipnagógicos e hipnopómpicos, trance, fatiga, privación sensorial y al uso
de drogas (fundamentalmente alucinógenos): es decir, suelen aparecer ligadas a situaciones en las que se produce una disminución de
la claridad de la consciencia o una disminución del estado normal
de vigilia. La nota más característica de estas experiencias es la
ausencia de la convicción de realidad por parte de la persona, lo
que la lleva a describirlas como visiones, imaginaciones, ensimismamientos, etc. Pueden experimentarlas personas sanas en momentos
de crisis: por ejemplo, una persona que ha enviudado puede «oír»
la voz de su pareja ya fallecida, o sus pasos, o «verle» sentado en
su sillón preferido, o paseando por la calle. Estas experiencias han
sido descritas como alucinaciones de viudedad, pero en realidad se
trata de pseudoalucinaciones (Sims, 1988), ya que la persona que las
sufre no las considera «reales».
La mayoría de las definiciones sobre estos fenómenos han surgido a partir de los escritos de Jaspers, quien a su vez se basó en
los trabajos de Kandinsky. Según Jaspers (1975), las pseudoalucinaciones son una clase de imágenes mentales que, aunque claras y
Psicopatología de la percepción y la imaginación
vívidas, no poseen la sustancialidad de las percepciones auténticas;
se pueden producir en estados normales de consciencia y se localizan en el espacio subjetivo interno, esto es, son descritas como
percibidas con el ojo (u oído) «interior». En suma, para Jaspers las
pseudoalucinaciones debieran ser consideradas como un tipo especial de imagen mental, más que como una verdadera alucinación.
Esta definición ha hecho que algunos autores utilicen el término
«pseudoalucinación» cuando un paciente sufre de alucinaciones,
pero no las considera reales. De hecho, como señala Reed (1988),
las personas que experimentan pseudoalucinaciones no describen
sus perceptos como escenas reales, sino que se refieren a ellas
como «visiones».
Uno de los autores que más ha trabajado sobre este tópico
es Sedman (1966), quien revisó la literatura al respecto y ofreció
un informe de su propia investigación con 72 pacientes. Sedman
confirmó la existencia de pseudoalucinaciones al modo jasperiano,
aunque también encontró pacientes que sufrían alucinaciones que
luego describían como experiencias subjetivas y no como «percepciones auténticas». Informes de este tipo han suscitado la cuestión
de si esta clase de experiencia se ha de considerar como pseudoalucinación o como una verdadera alucinación. Según Sedman,
la cuestión estribaría en la cualidad de realidad de la experiencia,
idea que suscribe Sanati (2012). Por su parte, Kräupl-Taylor (1981)
señalaba que el término «pseudoalucinación» se ha utilizado de
dos modos: por un lado, para hacer referencia a alucinaciones que
un individuo reconoce como percepciones no reales (pseudoalucinaciones percibidas), y por otro, para referirse a imágenes introspectivas de gran viveza y nitidez (pseudoalucinaciones imaginadas). El
problema surge cuando el paciente intenta explicar su experiencia,
ya que puede atribuir equivocadamente una experiencia interna a
una realidad externa, debido a la claridad o la viveza con que la ha
experimentado.
Un planteamiento diferente y probablemente más cercano a lo
que en realidad sucede es el de Hare (1973). En su revisión sobre el
tema señalaba que la diferencia entre alucinación y pseudoalucinación depende, en gran parte, de la ausencia o presencia de insight.
Y si tenemos en cuenta que el insight es, la mayoría de las veces,
un fenómeno fluctuante y parcial, no debería ser considerado como
una cuestión de todo o nada, sino de grado. A este respecto hay que
recordar que ya el mismo Jaspers señalaba que se podían dar transiciones graduales entre verdaderas alucinaciones y pseudoalucinaciones, lo que en términos actuales se podría explicar apelando a
la existencia de un continuo o dimensión de convicción de realidad
de la experiencia alucinatoria, aplicable por lo demás a la práctica
totalidad de las experiencias mentales que se acompañan de juicios
de realidad (i. e., las convicciones que poseemos sobre algo no son
clasificables casi nunca en términos de todo o nada). Del mismo
modo, cuando nos imaginamos una escena o una posible situación
no siempre lo hacemos con la misma rapidez, ni con la misma claridad, ni con el mismo número de detalles. Además, imágenes muy
vívidas y realistas conviven en nuestra mente con otras más difusas o
poco estructuradas. Por lo tanto, es razonable pensar que algo similar sucede con las alucinaciones que son, en definitiva, imágenes
mentales. Desde este punto de vista es posible que Hare tenga razón
cuando afirma que el concepto de pseudoalucinación es superfluo.
Puede que más que hablar de pseudoalucinaciones fuera más útil,
en la práctica, calificar las experiencias alucinatorias según criterios
dimensionales como los de claridad perceptiva, convicción, juicio de
realidad, y duración, entre otros.
165
Manual de psicopatología. Volumen 1
Tabla 6.7. Modalidades de pseudoalucinación*
DENOMINACIÓN
CARACTERÍSTICAS
Alucinación no psicótica
Experiencias aisladas de voces, como en las pseudopercepciones hipnagógicas e hipnopómpicas,
en el duelo, la privación sensorial extrema, etc.
Alucinaciones parciales
Voces muy vívidas de origen interno, o voces que aun siendo de origen externo se experimentan como
irreales.
Alucinaciones transitorias
Experiencias psicóticas breves como respuesta al estrés (p. ej., en trastorno de la personalidad límite).
Alucinaciones intrusivas
relacionadas con traumas
Voces externas persistentes con ausencia de insight, asociadas al TEPT con síntomas disociativos. No hay
asociación con delirios ni otros indicadores de esquizofrenia. El contenido negativo suele ser coherente con
el abuso traumático sufrido.
Para-alucinación
Alucinaciones consecuentes a lesiones del sistema nervioso periférico como las que suceden en el miembro
fantasma
*Con modificaciones de Van der Zwaad y Polak (2001).
Abundando en esta línea de razonamiento, Slade y Bentall
(1988) han señalado el problema que se presenta en aquellos casos
en que el paciente ha experimentado repetidamente alucinaciones
en el pasado y, aunque la alucinación actual tenga toda la fuerza e
impacto de una percepción real, ha aprendido de sus experiencias
previas que lo que está experimentando es una alucinación y, a
partir de ahí, dude de su naturaleza perceptiva «verdadera». No
olvidemos que la experiencia alucinatoria se comunica verbalmente
y requiere de la introspección por parte del que la experimenta. Si
una persona ha sufrido alucinaciones en repetidas ocasiones, es probable que el comunicarlas haya tenido como consecuencia desde el
ingreso en un hospital y/o la prescripción de psicofármacos u otros
tipos más o menos agresivos de intervención terapéutica, hasta la
re-etiquetación por parte del clínico de esa experiencia como imaginada. En consecuencia, no es descartable que el paciente haya
«aprendido» de su experiencia y acompañe el informe de sus alucinaciones actuales con una cierta dosis de incredulidad. Por tanto,
Slade y Bentall (1988) señalan que para que una experiencia sea
calificada como alucinación en estos casos, solo se requiere que se
parezca en todos los aspectos a la percepción real correspondiente,
pero sin exigir necesariamente que el sujeto crea que pertenece al
mundo exterior.
Siguiendo un planteamiento similar, Van der Zwaard y Polak
(2001) proponen abandonar el término de pseudoalucinación y sustituirlo por otros atendiendo a la fenomenología y características de
la experiencia, pues «la simple dicotomía alucinaciones versus pseudoalucinaciones da como resultado una simplificación injustificada de
realidad, dejando demasiados tonos de gris desapercibidos» (p. 49). En
la Tabla 6.7 se resume la propuesta de estos autores. Otros expertos (p. ej., Wearne y Genetti, 2015) inciden en aspectos similares, y
Mustafa (2020) propone denominar estas experiencias como trastornos perceptivos funcionales con el fin de diluir las connotaciones
potencialmente peyorativas y engañosas del término pseudoalucinación, tanto para el público como para los especialistas, porque
pueden dar lugar a considerar que se trata de síntomas fingidos con
la consiguiente estigmatización de los pacientes que, en realidad,
viven estas experiencias con gran malestar en muchos casos. En un
apartado posterior nos referiremos más extensamente a las recien-
166
tes investigaciones sobre voces, cuya naturaleza y características
guardan relación con el fenómeno pseudoalucinatorio.
Pseudoalucinación. Modalidad de alucinación que se
produce preferentemente en las modalidades visual y/o
auditiva, en la que la convicción de realidad «exterior» de
la imagen alucinada es escasa o nula.
h. Guía para el diagnóstico de las experiencias
alucinatorias
Uno de los principales problemas con que el clínico se tropieza en la
práctica es el de poder asegurar que está ante un caso de alucinación o de otro engaño perceptivo. Como es lógico, cometer un error
de este tipo puede llevar a un diagnóstico equivocado del paciente,
con las consiguientes implicaciones terapéuticas y de pronóstico.
Sin embargo, como ya habrá sospechado el lector por todo lo hasta
aquí dicho, es difícil establecer concomitantes conductuales fiables
que indiquen la presencia de alucinaciones, por lo que la mayoría
de las veces el clínico se ha de basar en gran medida en los autoinformes del paciente. Según Ludwig (1986), para asegurar en parte la
fiabilidad del informe verbal es necesario tener en cuenta aspectos
tan diversos del mismo como: la consistencia de dicho informe, el
grado en que la conducta se ve afectada por la experiencia alucinatoria, el grado de convicción de esta y su concordancia con otros
signos y síntomas. Este autor también señala una serie de indicios y
«consejos» más concretos que el clínico puede seguir a la hora de
dilucidar si se encuentra ante un caso de alucinación. De entre ellos
destacaremos los siguientes:
1. La claridad del informe verbal del paciente. Por lo general, cuanto más vaga es la experiencia, su naturaleza es menos convincente y su informe más borroso. Sin embargo, no debemos olvidar
que, a veces, es difícil determinar si lo que resulta poco claro es
la experiencia en sí o su descripción. A este respecto, hay menos
dudas en las alucinaciones visuales y auditivas en comparación
Capítulo 6.
con el resto de las modalidades. Esto se debe en parte al hecho
de que el lenguaje cotidiano suele ser más rico para describir
estas experiencias.
2. No se debe presuponer que un paciente que presenta delirios
también presentará alucinaciones, ya que si bien se suele encontrar que el 90 % de los que sufren alucinaciones sufre de delirios,
sin embargo, solo un 35 % de pacientes con delirios sufre de
alucinaciones. Este tipo de datos revela que cuando una persona experimenta una alucinación, que difícilmente calificará
como experiencia perceptiva normal, intenta buscar algún tipo
de explicación que es, en definitiva, en lo que consisten los delirios que se producen como consecuencia de una alucinación.
Es decir, si un paciente «oye» comentarios desagradables o
despectivos sobre su aspecto o sobre su modo de ser, pero no
consigue ver a las personas que hacen tales comentarios, intentará buscar una explicación, averiguar quién o quiénes hablan
mal de él y, en ese proceso de búsqueda, es muy posible que la
explicación que encuentre sea tan extraña e improbable como
la misma experiencia que dio lugar a ella.
3. Aproximadamente en el 20 % de pacientes, las alucinaciones
son mezcla de distintas modalidades sensoriales (alucinaciones multimodales); por lo tanto, siempre deberemos preguntar
por posibles «sensaciones» en otras modalidades diferentes a
la que el paciente enuncie en primer lugar.
4. Hay que tener en cuenta la cronicidad de la enfermedad, ya
que cuanto más crónica es esta, menos perturbadoras suelen
ser las alucinaciones para el paciente (e incluso puede darse
el caso de que comience a considerarlas como «amistosas» o
poco perturbadoras, como se verá más adelante), y por tanto
es más probable que no informe sobre ellas espontáneamente.
En este aspecto, precisamente, se basan Bentall (1990a) y Slade
y Bentall (1988) para afirmar que las pseudoalucinaciones son
verdaderas alucinaciones que aparecen en personas con una
larga historia de experiencias alucinatorias, esto es, en pacientes crónicos, como antes comentamos.
5. Cuanto menos formadas estén las alucinaciones, más probable
es que se deban a causas físicas de distinta naturaleza (bioquímicas, neurofisiológicas, neurológicas, etc.). Y, al contrario:
cuanto más complejas y formadas, más probable es que se trate
de síntomas nucleares de trastornos como la esquizofrenia.
6. Aunque no existe una correspondencia total entre un tipo de
alucinación y una psicopatología determinada, hay que tener en
cuenta que los distintos trastornos tienen diferentes probabilidades de presentar uno o más de los diversos tipos de alucinaciones, tal y como hemos ido exponiendo al comentar las diversas
modalidades de alucinación y resumimos en la Tabla 6.4.
Por otro lado, puesto que las alucinaciones constituyen una
experiencia mental inusual de carácter intrusivo, es lógico suponer que su aparición se acompañe de aspectos comportamentales,
emocionales y, por supuesto, fisiológicos que se deben tener en
cuenta. Es decir: dado lo anómalo de la experiencia, lo más probable es que la persona no permanezca indiferente ni siga con sus rutinas habituales, como si no pasara nada o como si esos insultos que
escucha, o esos bichos repugnantes que le recorren el cuerpo fueran
algo tan normal como oír la radio o ver una película en la televisión.
Según Soreff (1987), la gama de respuestas emocionales que un
paciente puede desarrollar ante sus experiencias alucinatorias es
Psicopatología de la percepción y la imaginación
relativamente amplia, si bien la mayor parte de las veces se producen una o más de las siguientes:
1.
Terror. Muchas personas reaccionan con pánico, ya que las
voces, imágenes, etc., pueden presentarse de un modo amenazador, terrorífico o agresivo, lo cual es típico especialmente de
los estados orgánicos (mentales o no) y de los episodios agudos
de esquizofrenia. En muchos casos se acompaña además de agitación motora.
2. Desagrado. Ciertos pacientes describen sus alucinaciones como
algo desagradable e incómodo. Las voces que discuten les
molestan, el olor es insoportable, etc. Se sienten inquietos por
la sensación, pero no necesariamente alarmados. Esto puede
ocurrir en los pacientes deprimidos que consideran sus voces
como un castigo merecido, o cuyo contenido reafirma lo que
piensan de ellos mismos.
3. Agrado. Algunas personas, especialmente bajo los efectos de
drogas, fármacos, o en episodios psicóticos de naturaleza exógena (i. e., inducida), pueden experimentar un sentimiento de
alegría, bienestar o satisfacción.
4. Indiferencia. Otros las vivencian con total apatía, como es el
caso de los pacientes crónicos; las han sentido antes, quizás
durante mucho tiempo, y las reconocen como su síntoma, su
problema o su conflicto. De hecho, algunos pacientes con psicosis crónicas, que saben que sus experiencias alucinatorias no
son normales, es decir, que significan una reagudización de su
trastorno, pueden negar que las experimentan por miedo al tratamiento, a ser ingresados en el hospital, al rechazo familiar o
social, etc.
5. Curiosidad. Son las personas que quieren saber la causa, el
significado y el curso de la sensación. Están intrigadas por su
percepción y quieren comprenderla.
Las alucinaciones pueden provocar diversas respuestas conductuales tanto por el contexto afectivo en que se producen como por
las propias reacciones ante el contenido alucinatorio. Soreff (1987)
señala las siguientes:
1.
Retirada. El paciente se encierra en su propio mundo, en sus
pensamientos, visiones y creaciones. Prefiere la realidad interna
a la experiencia externa, se recrea en sus imágenes y aventuras mentales. Esto puede deberse tanto a que las alucinaciones
les producen placer y alegría como a que les provocan dolor
y molestia y por ello eligen, en este último caso, aislarse para
intentar protegerse de la experiencia.
2. Huida. El paciente escapa de las voces acusadoras, de las imágenes amenazantes, de los olores desagradables, etc. Están en
un estado de gran agitación motora: corren, se tapan los oídos,
pueden incluso llegar a lesionarse (p. ej., saltando por la ventana, arrojándose a la calzada, etc.).
3. Agresividad. El paciente puede luchar con enemigos imaginarios, atacar a otros siguiendo, por ejemplo, las indicaciones de
una orden (alucinaciones imperativas). Es decir, que su conducta
violenta o agresiva es, en ocasiones, producto de la obediencia
a los mensajes que están recibiendo.
4. Búsqueda de seguridad. Las personas con alucinaciones visuales
angustiosas, las consideran una amenaza para su bienestar y
utilizan comportamientos de búsqueda de seguridad (Dudley et
al., 2012)
167
Manual de psicopatología. Volumen 1
Por último, y por lo que se refiere a las respuestas fisiológicas,
pueden ser asimismo muy variadas dependiendo en gran parte del
tipo de trastorno que presenta el paciente. Así, por ejemplo, en
los síndromes por abstinencia alcohólica las alucinaciones suelen ir
acompañadas de taquicardia e incremento de la temperatura; sin
embargo, otras drogas pueden llevar a descensos de la temperatura
y la presión arterial. En otros muchos casos se hallan presentes los
componentes físicos típicos de la ansiedad, tales como pulso acelerado, incremento de la presión arterial, sudoración palmar excesiva,
taquicardia, midriasis, etc., lo que es, desde luego, coherente con
el tipo y contenido de experiencia que está teniendo la persona.
De hecho, la sintomatología ansiosa es uno de los concomitantes
habituales de las alucinaciones, especialmente en estados agudos
de la enfermedad o trastorno en el que se producen.
i. Enfermedades y trastornos que pueden cursar
con alucinaciones
En términos generales la presencia de alucinaciones debe hacernos
sospechar, al menos en nuestra cultura, que nos hallamos frente a una
condición psicopatológica, que puede ser transitoria y/o no tener un
significado clínico evidente (como lo demuestran los planteamientos
recientes sobre la escucha de voces en población general que comentaremos más adelante), pero que también puede ser indicativa de
un proceso psicopatológico complejo que es preciso valorar. Como
sucede con cualquier síntoma aislado, es necesaria la presencia concurrente de otros síntomas para poder determinar su importancia o
valor diagnóstico y el trastorno, enfermedad, o problema del que es
más probable que sea manifestación. Teniendo estas ideas en mente,
resumimos a continuación los principales trastornos y enfermedades
en los que pueden presentarse las experiencias alucinatorias.
1. Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos.
Las personas con trastornos de este grupo presentan una amplia
variedad de alteraciones perceptivas: ilusiones, alteraciones en la
intensidad y calidad de la percepción (desde la viveza a la atenuación), pseudoalucinaciones y alucinaciones parcial o totalmente
formadas, siendo estas últimas las que adquieren mayor preponderancia y valor diagnóstico. Ludwig (1986) estima que cerca del
75 % de los pacientes hospitalizados en primer ingreso informan de
alucinaciones en más de una modalidad. Las auditivas son las más
frecuentes, siguiéndoles en orden decreciente las visuales, somáticas, olfativas, táctiles y gustativas, frecuencia que suele replicarse
en diversas investigaciones. Bauer et al. (2011) llevaron a cabo un
análisis epidemiológico analizando diversos estudios publicados
de 1931 a 1990 sobre las alucinaciones en la esquizofrenia (salvo
un estudio en trastorno esquizoafectivo). En todos los estudios la
mayoría de las alucinaciones eran auditivas, con tasas de entre el
21 % y el 88 %, seguidas de las visuales (del 7 % al 62 %), cenestésicas (del 3 % al 30 %, salvo en una muestra alemana con cifras de
hasta el 73 %), táctiles (del 1 % al 42 %), olfativas (del 2 % al 39 %) y
gustativas (del 0,3 % al 31 %). Estos autores, interesados en analizar
tanto la frecuencia de las alucinaciones en la esquizofrenia como
las posibles diferencias culturales, llevaron a cabo una investigación
en siete países: Austria, Polonia, Lituania, Georgia, Pakistán, Nigeria y Ghana (N=1080). Las alucinaciones más prevalentes fueron las
auditivas, encontrando las tasas más elevadas en Ghana (90,8 %) y
Nigeria (85,4 %) y las menores en Austria (66,9 %). Las alucinaciones visuales también fueron más prevalentes en Ghana (53,9 %) y
en Nigeria (50,8 %) y las menores tasas se encontraron en Pakistán
168
(3,9 %). Las alucinaciones cenestésicas fueron más frecuentes en los
países europeos (en torno al 30 %) y en Pakistán (23,3 %). No se
encontraron diferencias significativas para las alucinaciones táctiles.
Las alucinaciones olfativas y gustativas también fueron más frecuentes en los países europeos y, con excepción de Nigeria, muy raras en
sociedades no europeas.
La naturaleza de las alucinaciones puede cambiar a lo largo del
trastorno. Durante los episodios agudos, las alucinaciones auditivas
suelen ser acusadoras, demandantes o imperativas. Cuando el trastorno está en remisión puede que las alucinaciones no desaparezcan,
aunque pueden adoptar un contenido más positivo, incluso sugerente.
Kurt Schneider (1959) propuso una «guía diagnóstica práctica
para la esquizofrenia» que está estrechamente relacionada con las
alucinaciones, según la cual hay tres formas de presentación de las
alucinaciones auditivas que tienen un valor diagnóstico de primer
rango para la esquizofrenia: (a) escuchar comentarios continuos
sobre las propias acciones; (b) escuchar voces que hablan sobre el
paciente (alucinaciones en tercera persona), y (c) escuchar los propios pensamientos en voz alta («eco del pensamiento»). En los sistemas oficiales actuales de diagnóstico psiquiátrico (DSM-5 y CIE-11),
la presencia de alucinaciones en cualquier modalidad constituye un
criterio diagnóstico que, en la práctica, orienta el diagnóstico hacia
cualquiera de los trastornos que se incluyen en el espectro psicótico
y, de manera muy significativa, a esquizofrenia.
Las voces que escuchan los pacientes pueden ser la suya propia
(«la voz de la conciencia») o la de alguien conocido, pero también las
de santos o divinidades, o de seres especiales (extraterrestres, personajes famosos, etc.), y pueden estar susurrando, hablándole, riñéndole
o cantando. El paciente puede que no sepa si las voces provienen de
ellos o de objetos tales como televisores, radios, ventiladores, etc., en
el caso de que además presente experiencias delirantes de pasividad
(una modalidad de delirio que afecta a la propia identidad y consiste
en que la persona no atribuye a sí misma, o a su propia voluntad y
deseo, las cosas que hace, dice, piensa o experimenta).
Si las alucinaciones son visuales se suelen diferenciar de las que
se presentan en los trastornos con síntomas psicóticos inducidos por
sustancias (p. ej., alucinógenos, opiáceos, estimulantes), o en algunas enfermedades de origen neurológico porque en los trastornos
psicóticos suelen ir acompañadas por alucinaciones en otras modalidades, suelen ser más complejas, con temáticas emocionalmente
significativas para el paciente y porque suelen ser recurrentes o
estar presentes de manera casi continuada, excepto durante el sueño, no circunscribiéndose a ningún momento del día en particular,
como sucede en las psicosis de origen orgánico cuya frecuencia es
mayor durante la noche (Ludwig, 1986). Respecto al contenido de
otras experiencias alucinatorias, normalmente están en consonancia
con sus delirios (p. ej., notar sabor a veneno en la comida) y experiencias delirantes de pasividad (dolores, corrientes eléctricas, excitación sexual, olores y otras sensaciones corporales que el paciente
atribuye a fuentes externas o inespecíficas).
2. Trastornos del estado de ánimo: depresión mayor y trastorno
bipolar I.
En estos trastornos la modalidad de experiencia alucinatoria más
frecuente es la auditiva, que suele ser congruente con el estado de
ánimo (Soreff, 1987). Además, es importante tener en cuenta que
la presencia de alucinaciones, tanto en la depresión mayor (DM)
como en el trastorno bipolar, es un especificador necesario para
calificar el episodio como más grave (gravedad moderada o grave
Capítulo 6.
en el caso de la CIE-11) además de para añadirle la etiqueta de
«episodio con características psicóticas» tanto en la CIE-11 como
en el DSM-5.
En el caso de la DM, los pacientes pueden experimentar diversas alteraciones perceptivas, tales como ilusiones, cambios en la
imagen corporal, además de alucinaciones. No obstante, estas no
suelen ser muy frecuentes ya que solo el 25 % de los pacientes las
informa. La modalidad más habitual es la auditiva con contenidos
o temática congruente con el estado de ánimo (p. ej., voces que le
acusan, que le culpabilizan, que le ordenan suicidarse…). Además,
Bornheimer et al. (2019) enfatizan el alto riesgo de ideación suicida
entre las personas deprimidas que presentan alucinaciones o delirios
y el efecto de riesgo acumulativo de experimentar ambos (incremento del 12 % de probabilidad si se presenta dicha ideación). En el
caso de que las alucinaciones se presenten en formato visual (lo que
es muy poco frecuente), el paciente «ve» escenas de cementerios,
infiernos, torturas, desastres y desgracias de todo tipo, tanto sobre
él/ella como sobre familiares y seres queridos. También pueden aparecer alucinaciones olfativas en las que el paciente huele (o se huele
a sí mismo) a cadáver, a cementerio, o cualquier otro olor desagradable que sugiere putrefacción. Pero también puede manifestar
que ha perdido el sentido del olfato (a menudo unido al del gusto),
o de que todo huele o sabe igual, o que no diferencia unos olores o
sabores de otros. En estos casos, es posible que se trate más de una
distorsión perceptiva que de una verdadera alucinación, sobre todo
si las quejas hacen referencia a todo el espectro perceptivo olfativo
y gustativo (p. ej., desde las comidas y las bebidas hasta los olores
de colonias, cremas, desinfectantes, etc.), en lugar de a algunos
estímulos concretos (p. ej., solo las comidas).
En el trastorno bipolar I pueden producirse alucinaciones tanto
en los episodios maníacos como en los depresivos. Según la revisión
de Smith et al. (2017), los síntomas psicóticos son comunes en las
fases maníaca y depresiva, aunque parecen ser más prevalentes en
la manía. Como en el caso de la DM, se estima que solo un 25 %
de pacientes experimenta alucinaciones. Un 42,6 % de los pacientes con trastorno bipolar presentan alucinaciones, según un estudio
multicéntrico de Alemania y Estados Unidos (California) con 1.342
pacientes con trastorno bipolar tipo I (van Bergen et al., 2019). Los
pacientes con historia de alucinaciones eran con mayor frecuencia
mujeres y habían sufrido significativamente más episodios maníacos y maltrato infantil. Las alucinaciones auditivas se asociaban con
mayor grado de maltrato infantil, en contraste con las alucinaciones
visuales.
Normalmente se presentan en las modalidades auditiva (las
voces le comunican alguna misión o un estatus especial) o visual
(visiones inspiradoras o panorámicas). Al contrario que en las alucinaciones de la esquizofrenia, las alucinaciones del paciente en
estado maníaco suelen ser más breves en su duración y normalmente no son de naturaleza imperativa (Ludwig, 1986). Una vez que
el episodio ha remitido, es frecuente que el propio paciente critique sus alucinaciones y ya no las considere como reales, sino como
«visiones». Además, pueden acompañarse de delirios persecutorios,
grandiosos y de referencia (Smith et al., 2017).
Por último, en algunos casos en que los trastornos del estado
de ánimo tienen causa orgánica clara, también pueden producirse alucinaciones, con formas de presentación y contenidos similares a los de los trastornos del estado de ánimo que acabamos de
comentar. Entre las causas que pueden provocar estos síndromes
se encuentran la intoxicación por sustancias como la reserpina, la
Psicopatología de la percepción y la imaginación
metildopa y algunos alucinógenos, pero también pueden deberse a
enfermedades de tipo autoinmune u otras que afectan al sistema
neuroendocrino, como el hiper- o el hipotiroidismo y el hiper- o el
hipoadrenocorticalismo, así como a algunas enfermedades de tipo
neurológico.
3. Deficiencias sensoriales.
Las alucinaciones pueden estar presentes en una amplia gama y
variedad de problemas relacionados con el funcionamiento de los
sistemas sensoriales, sobre todo en lo que se refiere a las reducciones en la agudeza visual o auditiva, especialmente en la vejez. Por
lo que respecta a la sordera, se han relatado casos de alucinaciones
después de varios años de haber padecido una sordera progresiva;
incluye componentes no formados (sensaciones simples) o, por el
contrario, formados (es decir, vívidos y detallados como canciones,
voces familiares actuales o del pasado). Estas experiencias se producen sobre todo en situaciones y/o períodos de bajo ruido ambiental
y pueden llegar a controlarse con entrenamiento en concentración o
en subvocalización. Ninguno de los sujetos en los que se han descrito
estas experiencias era completamente sordo. Los intentos de reducirlas con fármacos antipsicóticos suelen ser poco eficaces; es más,
una vez que la alucinación ha sido experimentada es muy probable
que los pacientes la sigan experimentando en el futuro.
Ali (2002) relata el caso de un hombre de 39 años con síntomas
de ataques intermitentes y cambios de humor durante los últimos
años. En su historial médico constaba una lesión en el lóbulo frontal
derecho causada por un martillo cuando tenía cuatro años y sordera
desde la primera infancia, habiendo perdido el 80 % de la capacidad auditiva a los 20 años. En el momento de la exploración usaba
audífonos. Tras un tratamiento de seis meses con carbamazepina,
empezó a presentar comportamientos repetitivos como lavarse las
manos con frecuencia y escuchar notas musicales repetidamente.
Una exploración adicional reveló una historia de zumbidos en los
oídos durante años y, gradualmente empezó a oír música, que era
más intensa cuando había silencio. A veces, escuchaba repetidamente la misma canción después de escucharla en la radio o la
televisión, pero si apagaba la TV o la radio el sonido no se detenía. En otras ocasiones, se despertaba escuchando una canción sin
tener ninguna fuente sonora a su alrededor. Intentó reemplazar esa
música por cualquier otro sonido, pero no pudo. La mayoría de las
veces escuchaba canciones y melodías de su infancia y era música
agradable, pero a medida que avanzaba el día, la música se volvía
más irritante. Además, estas experiencias fueron anteriores al uso
de carbamazepina y no se vieron afectadas por el uso de audífonos.
Aziz y Asaad (2011) comentan tres casos en donde la aparición de
alucinaciones musicales coincidió con una alteración en la capacidad auditiva debido a: (a) proximidad a una granada explosiva; (b)
eliminación de cera del oído, y (c) un implante coclear. Las alucinaciones musicales consistían generalmente en villancicos, canciones
religiosas, música coral para hombres, melodías o piezas no vocales
operísticas y música orquestal. Todas los sonidos encajaban con
situaciones cotidianas. Una mujer incluso describió una escena donde oía a «esas chicas cantando en las escaleras». Hay que resaltar,
como ya hemos señalado, que algunas personas sordas poseen algo
de audición residual, por lo que a veces es difícil determinar en qué
medida se trata de una audición real de música o de una alucinación. Además, las personas sordas profundas tienen un concepto de
la música por su capacidad para sentir vibraciones, lo que complica
su estudio.
169
Manual de psicopatología. Volumen 1
También se han descrito alucinaciones en la ceguera progresiva
y en la pérdida visual por daño del quiasma óptico. Dentro de este
tipo de alteraciones hay que destacar el síndrome de Charles Bonnet, un trastorno alucinatorio que se da en ancianos con patología
orgánica central o periférica, cuya característica definitoria es la
experimentación de alucinaciones liliputienses. Estos pacientes ven
pequeñas figuras de animales u otras criaturas, frecuentemente al
anochecer, con ausencia tanto de delirios como de otra modalidad
de alucinación. No hay que confundirlo con las micropsias, que es la
visión de objetos que están presentes, pero en una escala reducida
(es decir, una distorsión perceptiva).
Según Jacob et al. (2004) la prevalencia de alucinaciones en
personas con discapacidad visual oscila entre el 10 % y el 15 %. También se han descrito alucinaciones visuales en pacientes geriátricos
con una prevalencia relativamente alta (entre el 1,8 % y el 3,5 %). La
duración de las imágenes puede variar entre unos pocos días hasta
incluso años, cambiando en frecuencia y complejidad. No suelen
tener significado personal y muchos pueden modificarlas voluntariamente o hacerlas desaparecer al cerrar los ojos, lo que plantea
dudas razonables sobre la verdadera naturaleza alucinatoria de esas
imágenes.
Se ha intentado dar una explicación a este tipo de experiencias
a partir de los resultados obtenidos en los estudios de privación
sensorial. Los bajos niveles de estimulación causan la desinhibición
de los circuitos relacionados con la percepción, lo cual tiene como
resultado que los trazos perceptivos de acontecimientos previamente experimentados sean «liberados» hacia la consciencia (West,
1975) Por eso, las alucinaciones que se asocian a déficits sensoriales
se conocen también como alucinaciones «liberadas o emitidas».
Aziz y Asaad (2011), basándose en este planteamiento, indican que
el oído debe mantener una cantidad mínima de estimulación para
suprimir las percepciones espontáneas. No obstante, los datos no
son concluyentes solo con esta explicación, ya que en condiciones
de alto nivel de estimulación también se pueden producir alucinaciones de este tipo (Slade y Bentall, 1988).
4. Variaciones o alteraciones en el estado fisiológico normal.
Algunas variaciones del estado fisiológico normal o habitual pueden asociarse con experiencias alucinatorias, si bien suelen ser muy
simples, sin contenido emocional, y transitorias, pues desaparecen
en cuanto se restaura el equilibrio fisiológico. Ejemplos de situaciones de este tipo son las variaciones extremas de temperatura
corporal, o los estados carenciales extremos de alimento y líquidos,
o por el contrario, una especie de estado de intoxicación por el
consumo excesivo durante un período breve de tiempo de líquidos
o alimentos ricos en grasas y azúcares. También la hiperventilación,
característica de estados agudos de ansiedad y pánico, puede provocar alucinaciones visuales y auditivas. En definitiva, las variaciones
fisiológicas extremas, tanto por exceso como por defecto, al igual
que las variaciones en la estimulación externa (alta o baja) pueden
provocar alucinaciones.
5. Enfermedades del sistema nervioso central (SNC).
Hay una amplia variedad de condiciones que afectan al SNC y que
producen alucinaciones, tales como el síndrome post-contusional,
las migrañas, los meningiomas, o la encefalitis vírica, entre otras.
La prevalencia suele ser baja: Miller et al. (2015) informan de la
existencia de alucinaciones acompañando a migrañas en torno al
0,17 %, fundamentalmente en mujeres.
170
Las experiencias alucinatorias variarán enormemente en naturaleza y calidad, duración y modalidad, contenido e intensidad en
función de la localización del tumor o del daño.
Ciertas áreas del cerebro están más implicadas que otras en la
formación de alucinaciones. Tras una serie de experimentos con animales, Baldwin et al. (1959) demostraron que para que se produzcan
alucinaciones, el córtex temporal debe estar intacto. Las alucinaciones que se producen como consecuencia de un tumor cerebral
suelen ser de una gran viveza. Normalmente no son atemorizantes
y surgen súbitamente sin que se pueda predecir su aparición. La
modalidad variará en función de la localización del área cerebral
que esté dañada. Las lesiones en el lóbulo temporal pueden producir el fenómeno del doble y alucinaciones negativas además de
olfativas, auditivas o visuales (Ludwig, 1986). Lesiones en los lóbulos
occipitales pueden dar lugar a la aparición de alucinaciones visuales, tales como flases de luz, ruidos repentinos, etc. Las lesiones
en el hipocampo provocan distorsiones liliputienses, cambios en la
imagen corporal y olores desagradables (Soreff, 1987). En algunas
personas con epilepsia del lóbulo temporal, los episodios pueden
comenzar con experiencias alucinatorias elementales, casi siempre
de tipo olfativo y gustativo, aunque también pueden ser auditivas
y visuales (p. ej., sonidos musicales, destellos, luces, olores). Bell et
al. (2010) informan de experiencias alucinatorias simples (patrones
geométricos, cuadrículas y líneas) asociadas a condiciones muy
diversas: migrañas, epilepsia del lóbulo occipital, ciertos medicamentos, alucinógenos y el parpadeo visual en el rango de 8-13 Hz.
6. Complicaciones asociadas a intervenciones quirúrgicas.
Ciertos anestésicos de uso relativamente frecuente en intervenciones quirúrgicas, como la quetamina, producen alucinaciones, normalmente visuales, e incluso delirium. Normalmente desaparecen
una vez el organismo ha eliminado la sustancia, aunque se han
descrito algunos casos de analepsis (escenas retrospectivas o flashback) después de transcurridas varias semanas desde su utilización
(Soreff, 1987). El miembro fantasma es una experiencia que aparece
inmediatamente después de una amputación. Se han descrito alucinaciones cinestésicas y cenestésicas en las que el paciente percibía
cambios, sensaciones, movimientos, paresias, etc., en el miembro ya
inexistente. Normalmente suelen producirse en los miembros más
distales (p. ej., los dedos de las manos o de los pies). El dolor fantasma consiste en sentir dolor en el miembro que ha sido extirpado. No
ocurre en todos los casos de amputación: de hecho, solo se produce
en personas que ya tenían alguna psicopatología previa, pero no
es, sin embargo, frecuente en amputaciones debidas a accidentes.
Además, pueden aparecer alucinaciones y otros trastornos perceptivos en una amplia serie de alteraciones causadas bien por la
ingesta de determinadas sustancias (drogas y/o fármacos), bien por
los síndromes de abstinencia originados como consecuencia de la
retirada o el abandono de estas. También se han descrito casos de
personas, en especial mayores de 70 años, que han experimentado
alucinaciones visuales tras la ingesta de un hipnótico análogo a las
benzodiacepinas (Zolpidem) de uso relativamente frecuente (p. ej.,
García et al., 2018; Mian, 2019).
7. Trastornos de la personalidad.
Las experiencias alucinatorias forman parte de los criterios diagnósticos del trastorno de la personalidad esquizotípico en el DSM-5,
trastorno que en la CIE-11 forma parte del espectro de las psicosis
(ver el capítulo sobre trastornos de la personalidad). Pero además
Capítulo 6.
de en este trastorno, se han descrito experiencias alucinatorias (o
pseudoalucinatorias) en personas con trastorno de la personalidad
límite (TPL). Slotema et al. (2017) analizaron la presencia de alucinaciones en un grupo de 324 pacientes holandeses con TPL y
encontraron tasas tan elevadas como las siguientes: 27 % para las
auditivas (incluidas verbales y no verbales), 11 % para las visuales,
17 % para las olfativas, 15 % para las táctiles y 8 % para las gustativas. En un estudio posterior (Slotema et al., 2019) observan que las
investigaciones realizadas durante la última década revelan que las
alucinaciones están lejos de ser raras en pacientes con TPL, con
tasas de prevalencia que van del 26 % al 54 %. Analizando la sintomatología de 60 mujeres con TPL (37 con alucinaciones y 23 sin
alucinaciones), concluyeron que las características de las alucinaciones auditivas verbales (voces) en estas pacientes eran análogas
a las que experimentaban las personas con esquizofrenia. En las
pacientes con TPL, las alucinaciones aparecían con una frecuencia
media que oscilaba entre al menos una vez a la semana y una vez al
día y una duración media de entre uno y varios minutos. El contenido
era negativo en el 50 % de los casos, y entre el 23 % y el 47 % de las
pacientes relacionaron sus alucinaciones con eventos traumáticos
previos. Además, la presencia de alucinaciones se asoció con puntuaciones más altas en depresión y ansiedad, aumento del riesgo de
intentos autolíticos y hospitalizaciones, y esquizotipia, lo que sugiere
una relación estrecha entre los trastornos de la personalidad límite
y esquizotípico, al menos por lo que se refiere a los procesos involucrados en la percepción y la imaginación.
En suma, las alucinaciones no son tan infrecuentes como podría
pensarse ni son tampoco exclusivas de los trastornos del espectro de
la psicosis. En las secciones que siguen, detallamos algunas situaciones en las que personas sin psicopatologías ni enfermedades
médicas pueden experimentar también experiencias alucinatorias.
El valor diagnóstico o clínico de estas experiencias suele ser, en esos
casos, mínimo o inexistente, lo que indica, una vez más, que los
límites entre la normalidad y la psicopatología son a menudo difusos
y, entre otras cosas, justifica y avala los planteamientos dimensionales, continuos, entre la normalidad y la psicopatología. Todo ello sin
obviar el hecho de que, como se insiste a lo largo de este manual,
no hay ningún síntoma que por sí mismo, o aisladamente, pueda
considerarse como patognomónico de un estado psicopatológico
específico.
C. Aportaciones psicológicas a la
comprensión de las alucinaciones
Tratar de comprender lo que inicialmente parecía inexplicable» (Fowler et al., 2004, p. 171)
a. Dimensionalidad de la experiencia alucinatoria
Tradicionalmente, la experiencia de alucinaciones verbales auditivas, o voces, se ha descrito como una experiencia rara, inusual
y extraordinaria. Sin embargo, estudios recientes parecen indicar
que se trata de una experiencia relativamente común, que no siempre se vincula con la presencia de psicopatología ni con la necesidad de atención especializada.
Aunque las alucinaciones en la población general fueron descritas hace más de un siglo, el interés por el estudio de estos fenómenos se ha incrementado en la última década por varios motivos,
entre los que mencionaremos los dos siguientes: en primer lugar, los
Psicopatología de la percepción y la imaginación
que surgen de las necesidades y actuaciones sociales en el campo
de la salud mental, entre los que destacan el movimiento Hearing
Voices (i. e., red de escuchadores de voces) y los trabajos de investigación de Marius Romme y Sandra Escher; en segundo lugar, los
derivados del desarrollo de paradigmas y modelos que postulan
una visión dimensionalista de los síntomas y, por extensión, de los
trastornos mentales, que se contraponen a la visión categorial y
en extremo biologicista de la psiquiatría tradicional. En el tema
que nos ocupa, muchos profesionales e investigadores comienzan
a promover lo que se ha denominado la «vuelta al síntoma». En
el ámbito de las psicosis, este enfoque supone tomar en consideración las aportaciones que, desde hace años, viene haciendo la
investigación psicológica. En este contexto, el estudio psicológico
de las voces se debe al trabajo de autores como Bentall, Garety,
Hemsley, Jackson, o Pilgrim, que defienden la necesidad de estudiar
los síntomas y conductas psicóticas como fenómenos psicológicos
de pleno derecho, frente a los tradicionales síndromes psiquiátricos
(Perona-Garcelán, 2006).
El movimiento Hearing Voices es una propuesta alternativa a los
sistemas institucionales de atención en salud mental y nace, precisamente, de mano de los principales implicados, los/las «escuchadores de voces». De hecho, surge cuando una paciente, Patsy Hague,
le propuso a su psiquiatra, Marius Romme, profundizar en su experiencia de la escucha de voces. Esta propuesta se fundamentaba en
que, aunque escuchar voces no fuese una experiencia habitual, sí
podría llegar a considerarse como una experiencia normal. El planteamiento de Hearing Voices se basa en la validación de la experiencia de la escucha de voces de manera no estigmatizante, de
modo que promueva la mejora y gestión de la propia salud mental
(Romme y Escher, 2012). A raíz de ello y del trabajo de investigación
y difusión de Romme y Escher, el modelo Hearing Voices se empieza
a desarrollar en diferentes ciudades de Europa; se realizan congresos anuales internacionales y se crea la red internacional Intervoice1.
Una de sus aportaciones es la creación de grupos de apoyo mutuo
(GAM) para escuchadores de voces, con la finalidad de compartir
y expresar vivencias y estrategias vinculadas con la escucha. Entre
las investigaciones de Romme y Escher, vale la pena mencionar el
libro Dando sentido a las voces: guía para los profesionales de la
salud mental que trabajan con personas que escuchan voces. En su
texto (Romme y Escher, 2005) recogen las experiencias de personas
que escuchan voces y proponen un nuevo modo de enfocar estas
experiencias.
A continuación, presentaremos el estado actual de la investigación psicológica sobre las voces en población general, sus similitudes y diferencias con la población clínica y algunos de los modelos
que se han propuesto para la escucha de voces.
• Prevalencia de las alucinaciones verbales auditivas (voces)
en la población general
Desde hace algunos años se vienen aportando evidencias de que
tener ciertas experiencias psicóticas, incluidas las voces, no es tan
infrecuente como podía pensarse. En uno de los primeros estudios publicados (Posey y Losch, 1983) se informaba que el 71 % de
375 estudiantes de psicología había experimentado, al menos, una
vez en su vida «breves alucinaciones en forma de voces en un estado de vigilia». Diez años después, este trabajo fue replicado por
1 Más información en http://www.intervoiceonline.org/
171
Manual de psicopatología. Volumen 1
Barret y Etheridge (1992), aunque la tasa de prevalencia fue considerablemente menor: solo el 45 % de los participantes informó haber
tenido experiencias alucinatorias auditivas de forma regular. Bentall
y Slade (1985) encontraron cifras aún más bajas en estudiantes de
psicología: un 15,4 % de los 150 participantes informó haber «oído
la voz de una persona y, entonces, darme cuenta de que no había
nadie». Estos estudios fueron replicados en una muestra de 204
estudiantes que no cursaban los estudios de psicología, obteniendo unas tasas del 13,2 % (Young et al., 1986). En otro estudio con
personas mayores que habían perdido recientemente a sus parejas,
el 82 % informaron haber experimentado alucinaciones en las que
«sentían» la presencia de su cónyuge fallecido; el 30 % informó
haber escuchado la voz de su ser querido en el primer mes de su
muerte y el 6 % todavía la escuchaba doce meses después (Grimby,
1993). Dos décadas antes, Rees (1971) había informado sobre la presencia de alucinaciones entre viudas y viudos, aunque en este caso
se incluyeron participantes que habían perdido a sus cónyuges en
un período de tiempo mucho mayor, de entre 30 a 40 años. En
general, el 46,7 % de su muestra tenía alucinaciones posteriores al
duelo y el 13,3 % seguía escuchando la voz de su cónyuge fallecido.
Como reflejaba el trabajo de Grimby, los datos parecen indicar que
en esta población la tasa de alucinaciones disminuía con el paso del
tiempo: de entre las personas que habían enviudado hacía menos
de diez años, el 52,6 % experimentaban alucinaciones; en cambio,
la cifra era menor —el 31,8 %— ente quienes habían enviudado hacía
30 y 40 años. Otros estudios realizados en pacientes atendidos en
atención primaria sin diagnóstico de psicopatología y entre personal
de enfermería revelan tasas del 16 % y del 84 %, para cada grupo
respectivamente, utilizando un cuestionario de autoinforme que
incluía una sección sobre la escucha de voces (Millham y Easton,
1998; Verdoux et al., 1998).
En un trabajo de revisión, Beav
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