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DERECHO PENAL LIBRO

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Libro Penal Autor Berdugo
Derecho Penal (Universidad de Las Palmas de Gran Canaria)
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CURSO DE DERECHO PENAL
PARTE GENERAL
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© 2016, Ediciones Experiencia, S.L.
© 2016, Ignacio Berdugo Gómez de la Torre
Luis Arroyo Zapatero, Juan Carlos Ferré Olivé
Nicolás García Rivas, Juan Terradillos Basoco
María Acale Sánchez, Demelsa Benito Sánchez
Eduardo Demetrio Crespo, Francisco Javier de León Villalba
Rosario de Vicente Martínez, Eduardo Fabián Caparrós
María Soledad Gil Nobajas, Diego Gómez Iniesta
Beatriz López Lorca, Manuel Maroto Calatayud
Nuria Matellanes Rodríguez, Marta Muñoz de Morales Romero
Fernando Navarro Cardoso, Adán Nieto Martín,
Miguel Ángel Núñez Paz, Ana Pérez Cepeda
Cristina Rodríguez Yagüe, Carmen Salinero Alonso
Ágata Sanz Hermida
Edita: Ediciones Experiencia, S.L.
C/ Ametllers, 16-A
08320 El Masnou (Barcelona)
Tel.: 93 241 10 25
ediciones@edicionesexperiencia.com
Primera edición: diciembre 2004
Segunda edición revisada: septiembre 2010
Tercera edición revisada: septiembre 2016
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parcial de esta publicación, ni su tratamiento informático, ni la transmisión
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Depósito legal: B. 9.428-2016
ISBN: 978-84-944979-8-8
Compone e imprime: Gràfiques 92, S.A., Avda. Can Sucarrats, 91 Rubí
(Barcelona)
Impreso en España - Printed in Spain
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Sumario
Prólogo a la edición 2016
Prólogo a la edición 2010
Prólogo a la edición 2004
Abreviaturas utilizadas
Lección 1. El Derecho penal. Ignacio Berdugo Gómez de la Torre.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Salamanca
I. Derecho penal y control social
II. La potestad punitiva del Estado
1. Fundamento de la potestad punitiva
2. Moral y Derecho penal
3. Legitimación de la potestad punitiva
III. Funciones y fines del Derecho penal
1. Introducción
2. Función de tutela de los bienes jurídicos
3. Función de la motivación
IV. Relaciones del Derecho penal con otras ramas del Ordenamiento
jurídico
1. La subsidiariedad funcional del Derecho penal
2. Derecho penal y Derecho administrativo
2.1. Introducción
2.2. El problema del Derecho penal administrativo
2.3. El problema de la potestad sancionadora de la Administración
V. Bibliografía
Lección 2. Las normas penales: estructura y contenido. Ignacio Berdugo
Gómez de la Torre. Catedrático de Derecho penal de la Universidad de
Salamanca
I. La estructura de las normas penales
II. El contenido de los elementos de la norma penal: el delito
III. El contenido de los elementos de la norma penal: la pena
1. Concepto
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2. Los fines de la pena
2.1. Las teorías absolutas. La retribución
2.2. Las teorías relativas
2.2.1. La prevención general
2.2.2. La prevención especial
2.3. Las teorías unitarias
3. La relación entre los fines de la pena
3.1. Amenaza
3.2. Concreción
3.3. Ejecución
4. La pena en el Ordenamiento jurídico español
IV. El contenido de los elementos de la norma penal: las medidas de
seguridad
V. Bibliografía
Lección 3. Historia de la Ciencia del Derecho penal. Ignacio Berdugo
Gómez de la Torre. Catedrático de Derecho penal de la Universidad de
Salamanca, y Juan Terradillos Basoco. Catedrático de Derecho penal de
la Universidad de Cádiz
I. El estudio científico del Derecho penal
II. Historia de la Ciencia del Derecho penal
1. Beccaria y el pensamiento de la Ilustración
2. La Ciencia del Derecho penal bajo el pensamiento liberal. La “Escuela
clásica”
III. El Positivismo en la Ciencia del Derecho penal
1. El Positivismo criminológico
2. El Positivismo jurídico
2.1. El Positivismo jurídico-penal
2.2. El Positivismo jurídico-normativista
2.3. El Positivismo jurídico-sociológico
2.4. Ciencia del Derecho penal y Positivismo
2.5. La “Escuela correccionalista”
IV. La Crisis del Positivismo jurídico
1. El Neokantismo
2. El Finalismo
3. El enfrentamiento entre el Neokantismo y el Finalismo
V. Las tendencias actuales
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VI. Bibliografía
Lección 4. La Ciencia del Derecho penal en la actualidad. Ignacio
Berdugo Gómez de la Torre. Catedrático de Derecho penal de la
Universidad de Salamanca
I. Introducción
1. Consideraciones generales
2. Factores determinantes de la situación actual
2.1. Factores históricos
2.2. Auge de las Ciencias Sociales
2.3. La reforma de las legislaciones penales
II. La Dogmática penal
III. La Política criminal
IV. La Criminología
V. Relación entre Dogmática, Política criminal y Criminología
VI. Bibliografía
Lección 5. La legislación penal española. Ana Pérez Cepeda. Catedrática
de Derecho penal de la Universidad de Salamanca
I. Política y Derecho penal desde la Codificación hasta la Constitución de
1978
II. La legislación penal vigente hasta el Código penal de 1995
III. El Código penal de 1995
IV. Las primeras reformas del Código penal de 1995
V. Las reformas penales de 2003
VI. Las reformas penales de la VIII y IX legislatura (2004-2010)
VII. Las reformas penales de la X legislatura (2010-2015)
VIII. La legislación penal especial
IX. Bibliografía
Lección 6. Derecho penal y Constitución (I). Luis Arroyo Zapatero.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Programa penal de la Constitución y Derecho penal constitucional
1. Consideraciones generales
2. Programa penal de la Constitución y Derecho penal constitucional
II. Los principios del Derecho penal constitucional
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1. Principio de legalidad
1.1. Contenido y fundamento del principio
1.2. El principio de reserva absoluta de Ley y el problema de las
fuentes del Derecho penal
1.3. Principio de determinación, de certeza o taxatividad
1.4. Principio de irretroactividad
1.5. Principio de ne bis in idem
III. Bibliografía
Lección 7. Derecho penal y Constitución (II). Luis Arroyo Zapatero.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Principio de proporcionalidad
1. Principio de necesidad: principio de protección de bienes jurídicos
2. Principio de intervención mínima
3. Principio de proporcionalidad en las penas
II. Principio de culpabilidad
III. Principio de resocialización
IV. Bibliografía
Lección 8. La Ley penal en el espacio y en relación con las personas. Luis
Arroyo Zapatero. Catedrático de Derecho penal de la Universidad de
Castilla-La Mancha
I. Principios que rigen la aplicación de la Ley penal en el espacio
1. Principio de territorialidad
2. Principio de personalidad
3. Principio real o de protección
4. Principio de justicia universal
II. La extradición
III. La aplicación personal de la Ley penal
1. Inviolabilidades
2. Inmunidades
IV. Bibliografía
Lección 9. El concepto de delito. Nicolás García Rivas. Catedrático de
Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Concepto legal del delito
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II. Los sistemas de la teoría del delito: sistema causalista y sistema moderno
III. Bibliografía
Lección 10. El comportamiento humano. Juan Carlos Ferré Olivé.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Huelva
I. El comportamiento humano como base de la teoría del delito
II. Ausencia de comportamiento humano
1. Estados de inconsciencia
2. Movimientos reflejos
3. Fuerza irresistible
III. Bibliografía
Lección 11. El tipo de injusto doloso. Luis Arroyo Zapatero. Catedrático
de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Introducción
II. Concepto de dolo
III. Clases de dolo
1. Dolo directo
2. Dolo eventual
IV. El error de tipo y la ausencia de dolo
V. Los elementos subjetivos del injusto
VI. Bibliografía
Lección 12. La antijuricidad. Nicolás García Rivas. Catedrático de
Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Antijuricidad en sentido formal. Relación entre tipicidad y antijuricidad
II. Antijuricidad en sentido material: desvalor de acción y desvalor de
resultado
III. Bibliografía
Lección 13. Tipicidad. Eduardo Demetrio Crespo. Catedrático de
Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Cuestiones previas
1. El concepto de “tipo penal”
2. Funciones del “tipo penal”
II. Elementos del tipo
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1. La conducta típica
2. Los sujetos
2.1. Sujeto activo del delito
2.2. Sujeto pasivo del delito
3. Objeto material y jurídico del delito
4. Tiempo y lugar
III. Clases de tipos
1. Según los elementos del tipo objetivo
1.1. Por la conducta típica y el resultado
1.1.1. Delitos de mera conducta y delitos de resultado
1.1.2. Delitos de medios determinados y resultativos
1.1.3. Delitos de acción y delitos de omisión
1.1.4. Delitos de propia mano
1.1.5. Delitos de consumación normal y anticipada
1.1.6. Delitos simples, compuestos, mixtos (o alternativos) y de
hábito
1.2. Por el sujeto activo
1.2.1. Delitos unisubjetivos y plurisubjetivos
1.2.2. Delitos comunes y especiales
1.3. Por el sujeto pasivo
1.4. Por el bien jurídico y su modo de afectación
1.4.1. Delitos de lesión y delitos de peligro
1.4.2. Delitos instantáneos, permanentes y de estado
1.4.3. Delitos uniofensivos (simples) y pluriofensivos (compuestos)
2. Según los elementos del tipo subjetivo
IV. Formulación de los tipos penales
V. Bibliografía
Lección 14. La imputación objetiva del resultado. Nuria Matellanes
Rodríguez. Profesora Titular de Derecho penal de la Universidad de
Salamanca
I. Causalidad e imputación objetiva como elementos del tipo objetivo
II. La relación de causalidad como presupuesto de la imputación objetiva del
resultado
1. Cuestiones previas
2. La causalidad como condición
3. Teorías evolucionadas de la causalidad
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3.1. Teoría de la causalidad adecuada
3.2. Teoría de la causalidad relevante
III. La imputación objetiva: el principio del riesgo
1. El principio del riesgo
2. Criterios adicionales al principio del riesgo
2.1. Creación o no creación del riesgo no permitido socialmente
2.2. Realización del riesgo en la producción de un resultado
2.3. La esfera de la protección de la norma
IV. Bibliografía
Lección 15. Las causas de justificación. Nicolás García Rivas. Catedrático
de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Concepto
II. Estructura de las causas de justificación
1. El presupuesto de la causa de justificación
2. Condiciones para la justificación
III. El elemento subjetivo de las causas de justificación
IV. Bibliografía
Lección 16. Las causas de justificación en el Código penal español.
Nicolás García Rivas. Catedrático de Derecho penal de la Universidad de
Castilla-La Mancha
I. La legítima defensa
1. El presupuesto
2. Condiciones para la justificación
2.1. Respuesta necesaria
2.2. Falta de provocación previa
II. El estado de necesidad
1. El presupuesto
2. Condiciones para la justificación
2.1. Que el mal causado no sea mayor que el que se trate de evitar
2.2. Que la situación de necesidad no haya sido provocada
intencionadamente por el sujeto
2.3. Que el necesitado no tenga, por su oficio o cargo, obligación de
sacrificarse
III. Cumplimiento de un deber y ejercicio legítimo de un derecho, oficio o
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cargo
IV. El consentimiento de la víctima
V. Bibliografía
Lección 17. La culpabilidad (I). Nicolás García Rivas. Catedrático de
Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Introducción
II. Evolución del concepto de culpabilidad
III. Bibliografía
Lección 18. La culpabilidad (II). La imputabilidad. Nicolás García Rivas.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Concepto y evolución
II. Inimputabilidad debida a anomalías o alteraciones psíquicas
1. Peritaje psiquiátrico y proceso penal
2. Graduación de la imputabilidad y aplicación de medidas de seguridad
3. La relevancia de las distintas anomalías y alteraciones psíquicas
4. Alteración psíquica transitoria
5. Especial consideración de la drogadicción
III. Las alteraciones en la percepción (art. 20.3ª)
IV. La minoría de edad (art. 19)
V. Bibliografía
Lección 19. La culpabilidad (III). Nicolás García Rivas. Catedrático de
Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. La exigibilidad de una conducta lícita como elemento de la culpabilidad
II. El miedo insuperable (art. 26.2ª)
III. El estado de necesidad exculpante
IV. Bibliografía
Lección 20. El error. Nicolás García Rivas. Catedrático de Derecho penal
de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Introducción
II. Error de tipo
1. Concepto
2. Casos particulares de error de tipo
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III. Error de prohibición
IV. Error sobre el presupuesto y sobre las condiciones para la justificación
V. Bibliografía
Lección 21. La punibilidad. Juan Carlos Ferré Olivé. Catedrático de
Derecho penal de la Universidad de Huelva
I. La punibilidad. Concepto y función
II. Excusas absolutorias
III. Condiciones objetivas de punibilidad
IV. Bibliografía
Lección 22. El delito imprudente. Luis Arroyo Zapatero. Catedrático de
Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Introducción
II. El tipo de injusto del delito imprudente
1. La infracción del deber objetivo de cuidado
2. Causación del resultado e imputación objetiva del mismo
III. El delito imprudente en el Código penal
IV. Bibliografía
Lección 23. El delito omisivo. Eduardo Demetrio Crespo. Catedrático de
Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Introducción
II. Concepto de omisión
1. Perspectivas
2. Concepto ontológico
3. Concepto normativo
III. Clases de tipos omisivos
IV. Delitos propios de omisión o de “omisión pura”
1. Delitos comunes de omisión pura
2. Delitos especiales de omisión pura (o delitos de “omisión pura de
garante”)
V. Los delitos de omisión y resultado
1. Delitos omisivos de resultado expresamente tipificados
2. Delitos “impropios de omisión” o de “comisión por omisión”
2.1. Tipicidad objetiva y subjetiva
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2.2. Regulación legal de los delitos de comisión por omisión
VI. Fuentes y funciones de la posición de garante
1. Fuentes legales de la posición de garante
2. Las funciones que dimanan de la posición de garante
2.1. Funciones protectoras de un bien jurídico
2.1.1. Deberes de garante deducidos de una estrecha relación vital
2.1.2. Deberes que dimanan de la regulación legal de
determinadas profesiones
2.1.3. Deberes de garante deducidos de la asunción voluntaria de
específicas funciones protectoras
2.2. Deber de vigilancia de una fuente de peligro
2.2.1. El deber de control de fuentes de peligro situadas en el
interior de la esfera de dominio del sujeto
2.2.2. El actuar precedente o la injerencia
2.2.3. Responsabilidad por la conducta de terceras personas
VII. Bibliografía
Lección 24. Las formas imperfectas de ejecución. Nicolás García Rivas.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. La consumación como forma “perfecta” de ejecución
II. El iter criminis y sus fases
1. La fase interna
2. La fase externa
III. La tentativa. Concepto. Distinción con los actos preparatorios
IV. La idoneidad de la tentativa
V. Tentativa acabada e inacabada
VI. El desistimiento
VII. Bibliografía
Lección 25. Autoría y participación. Juan Carlos Ferré Olivé.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Huelva
I. Evolución del concepto de autor
II. La teoría del dominio del hecho
III. Autoría directa
IV. Autoría mediata
V. Coautoría
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VI. La participación
VII. Inducción
VIII. La cooperación necesaria
IX. La complicidad (cooperación no necesaria)
X. Formas de coautoría y participación intentadas
XI. La participación en los delitos especiales
XII. La actuación en nombre de otro
XIII. Bibliografía
Lección 26. Unidad y pluralidad de delitos. Concurso de delitos y
concurso de leyes. Nicolás García Rivas. Catedrático de Derecho penal de
la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Introducción
II. Concurso real
III. Concurso ideal
IV. Concurso medial
V. Delito continuado
VI. Concurso de leyes
VII. Bibliografía
Lección 27. Circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal.
Miguel Ángel Núñez Paz. Profesor Titular (Catedrático acreditado) de
Derecho penal de la Universidad de Huelva
I. Teoría general
II. Naturaleza y comunicabilidad de las circunstancias
III. Circunstancias atenuantes
1. Eximente incompleta
2. Grave adicción a sustancias tóxicas
3. Arrebato, obcecación o estado pasional semejante
4. Confesión del delito
5. Reparación del daño causado
6. Dilación indebida del procedimiento
7. Atenuante analógica
IV. Circunstancias agravantes
1. Alevosía
2. Disfraz, abuso de superioridad o aprovechamiento de circunstancias
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que debiliten la defensa o faciliten la impunidad
3. Precio, recompensa o promesa
4. Motivos racistas, xenófobos o similares
5. Ensañamiento
6. Abuso de confianza
7. Prevalerse del carácter público
8. Reincidencia
V. La circunstancia mixta de parentesco
VI. Bibliografía
Lección 28. La pena. Ignacio Berdugo Gómez de la Torre. Catedrático de
Derecho penal de la Universidad de Salamanca
I. Introducción
II. Las características de la pena
1. La pena es un mal
2. La pena es un mal necesario
3. La pena debe estar prevista por la Ley
4. La pena debe ser impuesta por los tribunales de justicia de conformidad
con el procedimiento establecido por la Ley
5. La pena ha de ser ejecutada conforme a la Ley
6. La pena se impone al responsable de un hecho delictivo
7. La pena está dirigida hacia la prevención del delito
III. La pena en el Código penal español
IV. Bibliografía
Lección 29. La pena de muerte y su abolición. Luis Arroyo Zapatero.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Consideraciones generales
II. La pena de muerte hoy
1. Introducción
2. La pena de muerte en España
2.1. La pena de muerte desde el inicio de la codificación hasta la
Constitución de 1978
2.2. El derecho vigente
III. El proceso de la abolición universal
IV. Bibliografía
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Lección 30. Penas privativas de libertad. Juan Terradillos Basoco.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Cádiz
I. Penas privativas de libertad
II. Prisión
1. Evolución histórica. Significado
2. Marco normativo
3. La pena de prisión
3.1. Duración
3.1.1. Límite mínimo
3.1.2. Límite máximo
3.2. Contenidos
4. Prisión permanente revisable
III. Localización permanente
IV. Responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa
V. Bibliografía
Lección 31. Alternativas a la prisión. La libertad condicional. Fernando
Navarro Cardoso. Profesor Titular de Derecho penal de la Universidad de
Las Palmas de Gran Canaria
I. Introducción
II. La suspensión
1. Regulación, finalidad y concepto
2. Concesión, requisitos y excepciones
3. Plazos de la suspensión y cómputo
4. Condiciones de la suspensión
5. Consecuencias y revocación de la suspensión
III. La sustitución
1. Introducción
2. Expulsión del extranjero del territorio nacional
3. Sustitución de penas de prisión inferiores a tres meses
IV. La libertad condicional
1. Introducción
2. Régimen general
3. Regímenes excepcionales
4. Concesión, denegación, revocación y remisión
5. Plazos y efectos de la revocación
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6. Suspensión de la ejecución de la prisión permanente revisable
V. Bibliografía
Lección 32. Penas privativas de otros derechos. Penas accesorias. Pena
de multa. Juan Terradillos Basoco. Catedrático de Derecho Penal de la
Universidad de Cádiz
I. Penas privativas de derechos
1. Consideraciones generales
2. Clases
2.1. Inhabilitación
2.1.1. Inhabilitación absoluta
2.1.2. Inhabilitación especial para empleo o cargo público
2.1.3. Inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo
2.1.4. Inhabilitación especial para profesión, oficio, industria o
comercio...​ o de cualquier otro derecho
2.1.5. Inhabilitación especial para el ejercicio de la patria
potestad
2.1.6. Privación de la patria potestad
2.2. Suspensión de empleo o cargo público
2.3. Privación del derecho a conducir vehículos a motor y
ciclomotores y del derecho a tenencia y porte de armas
2.4. Privación del derecho a residir en determinados lugares o acudir a
ellos y del derecho a aproximarse a determinadas personas o a
comunicarse con ellas
2.5. Trabajos en beneficio de la comunidad
II. Penas accesorias
III. Pena de multa
1. Consideraciones generales
2. La multa en el Código penal español
2.1. El sistema de días-multa
2.2. La multa proporcional
2.3. El impago de la multa
IV. Bibliografía
Lección 33. Determinación de la pena. Juan Terradillos Basoco.
Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Cádiz
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I. Determinación de la pena
1. Consideraciones generales
2. Sistema y fases de determinación de la pena
3. Determinación y fines de la pena
II. Determinación de la pena por delito
1. Determinación del marco de la pena
1.1. El sistema de grados
1.1.1. Determinación de la pena superior en grado
1.1.2. Determinación de la pena inferior en grado
1.2. Supuestos de modificación del marco penal
1.2.1. Pena superior
1.2.2. Pena inferior
2. Concreción de la pena
2.1. Delimitación previa
2.2. Reglas generales
2.3. Supuestos especiales
III. Determinación de la pena y pluralidad de infracciones
IV. Bibliografía
Lección 34. Las medidas de seguridad. María Acale Sánchez. Catedrática
de Derecho penal de la Universidad de Cádiz
I. Introducción
II. Principios garantizadores
1. Principio de legalidad
2. Principio de irretroactividad
3. Principio de jurisdiccionalidad y de ejecución
4. Pronóstico de peligrosidad criminal
5. Principio de proporcionalidad e intervención mínima
III. Presupuestos jurídicos para la aplicación de las medidas de seguridad
IV. Clases
1. Medidas de seguridad privativas de libertad (art. 96.2 CP)
2. Medidas de seguridad no privativas de libertad (art. 96.3 CP)
3. Medidas de seguridad accesorias a las medidas privativas de libertad
V. Supuestos de aplicación: los estados peligrosos
VI. La ejecución de las medidas de seguridad
VII. Quebrantamiento de una medida de seguridad
VIII. Bibliografía
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Lección 35. La responsabilidad penal de las personas jurídicas. Adán
Nieto Martín. Catedrático de Derecho penal de la Universidad de CastillaLa Mancha y Manuel Maroto Calatayud. Profesor Contratado Doctor de
la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Introducción: argumentos favorables y contrarios a la responsabilidad penal
de las personas jurídicas
II. Cuándo son responsables las personas jurídicas: el art. 31 bis 1 del Código
penal
1. Modelo vicarial de heterorresponsabilidad y modelo de culpabilidad
propia de autorresponsabilidad
2. La responsabilidad de las personas jurídicas por hechos cometidos por
sus administradores y altos directivos
3. La responsabilidad de la persona jurídica por hechos cometidos por sus
empleados
4. Eficacia y contenido de los modelos de organización y gestión
(programas de cumplimiento)
5. La relación entre el delito cometido por la persona física y la persona
jurídica
III. Las personas jurídicas responsables y los delitos que pueden cometer
IV. La culpabilidad de empresa y fines de la pena
V. Las sanciones y su determinación
1. Empresas de economía legal no peligrosas: la pena de multa
2. Empresas de economía legal peligrosas y empresas de economía ilegal
(crimen organizado)
3. El comportamiento postdelictivo de la empresa como circunstancia
atenuante
VI. Las consecuencias accesorias (el art. 129 del Código penal)
VII. Bibliografía
Lección 36. Responsabilidad civil y costas procesales. Rosario de Vicente
Martínez. Catedrática de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La
Mancha
I. La responsabilidad civil derivada de los delitos
1. Cuestiones previas
2. La responsabilidad civil en el Derecho español
3. Naturaleza jurídica
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4. La unidad procesal de la acción civil y penal
II. Extensión de la responsabilidad civil
1. La restitución
2. La reparación
3. La indemnización de perjuicios
III. Personas civilmente responsables
1. Responsabilidad civil y penal coincidente en la misma persona
2. Responsabilidad civil, sin responsabilidad criminal
2.1. Responsabilidad civil en los supuestos de exclusión de la
responsabilidad criminal de los artículos 14 y 20 del Código penal
2.1.1. Responsabilidad civil en los supuestos de inimputabilidad
2.1.2. Responsabilidad civil en el caso de estado de necesidad
2.1.3. Responsabilidad civil en el supuesto de miedo insuperable
2.1.4. Responsabilidad civil de quien actúa con error invencible
2.2. Responsabilidad civil subsidiaria
2.2.1. Responsabilidad civil subsidiaria de personas naturales o
jurídicas
2.2.2. Responsabilidad civil subsidiaria de la Administración
Pública
2.3. Responsabilidad civil de las compañías de seguros
2.4. Responsabilidad civil ex delicto por lucro
3. Responsabilidad civil de las personas jurídicas
4. Responsabilidad civil en el Derecho penal de menores
IV. Cumplimiento de la responsabilidad civil y demás responsabilidades
pecuniarias: orden de prelación en el pago
V. Las costas procesales
VI. Bibliografía
Lección 37. El decomiso y otras consecuencias accesorias. Eduardo
Fabián Caparrós. Profesor Titular de Derecho penal de la Universidad de
Salamanca
I. Introducción
II. El decomiso
1. Cuestiones generales
2. Evolución de la normativa e influencia supranacional
3. Objeto del decomiso
4. Modalidades del decomiso
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5. Cuestiones procesales
6. Destino de los bienes decomisados
7. Renuncia total o parcial al decomiso
III. Consecuencias accesorias sobre entidades colectivas carentes de
personalidad jurídica
1. Cuestiones generales
2. Presupuestos exigidos para la aplicación de una medida
3. Consecuencias aplicables
4. Aspectos procesales
IV. Toma de muestras biológicas
1. Cuestiones generales
2. Requisitos y condiciones para acordar la medida
V. Bibliografía
Lección 38. Extinción de la responsabilidad criminal y sus efectos. Diego
Gómez Iniesta. Profesor Titular de Derecho penal de la Universidad de
Castilla-La Mancha
I. Extinción de la responsabilidad criminal
1. Muerte del reo
2. Cumplimiento de la condena
3. Remisión definitiva de la pena
4. Indulto
5. El perdón del ofendido
6. La prescripción del delito
7. La prescripción de las penas
8. La prescripción de las medidas de seguridad
II. Cancelación de antecedentes penales
III. Bibliografía
Lección 39. Introducción al sistema penitenciario español. Cristina
Rodríguez Yagüe. Profesora Contratada Doctora (Profesora Titular
acreditada) de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. La LOGP y el sistema de ejecución de las penas privativas de libertad en
España
II. Los centros penitenciarios y los medios materiales
III. La relación entre la Administración penitenciaria y los internos: derechos
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y deberes
IV. Clasificación penitenciaria y modalidades de cumplimiento
V. Las relaciones con el exterior
VI. El tratamiento penitenciario
VII. El trabajo penitenciario
VIII. Los órganos encargados de la ejecución: la Administración
penitenciaria y su control judicial por parte del Juez de Vigilancia
Penitenciaria
IX. Bibliografía
Lección 40. El sistema de determinación de la responsabilidad penal del
menor: la denominada “justicia de menores”. Ágata Sanz Hermida.
Profesora Titular de Derecho procesal de la Universidad de CastillaLa
Mancha
I. Introducción
1. Breves consideraciones sobre la evolución histórica: de los primeros
tribunales para niños a la LORRPM
2. Fundamento
2.1. El problema político-criminal: educación versus penalización
2.2. El problema dogmático: culpabilidad e inimputabilidad
II. Sistema de fuentes
1. Breve síntesis del marco jurídico internacional
2. El marco jurídico español
III. Ámbito de aplicación de la LORRPM
1. Ámbito subjetivo: la minoría de edad penal
2. Ámbito objetivo de la aplicación
IV. La exacción de la responsabilidad penal del menor: el enjuiciamiento
penal del menor
1. Principios aplicables
2. Los sujetos
2.1. El órgano jurisdiccional: los Juzgados de Menores y Juzgados Centrales
de Menores
2.2. Los equipos técnicos de menores
2.3. El Ministerio Fiscal: el Fiscal de Menores
2.4. La víctima y el perjudicado por el delito
3. Algunas consideraciones sobre el modelo procesal de enjuiciamiento
del menor
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V. Régimen jurídico de las medidas de menores
1. Consideraciones previas
2. Las medidas de menores
3. Determinación legal de las medidas
4. La individualización judicial de la medida
5. La ejecución de las medidas
5.1. Marco general
5.2. Ejecución de medidas privativas de libertad
VI. Los mecanismos desformalizadores y desjudiciadores: especial referencia
a la mediación de menores
VII. La exacción de la responsabilidad civil
VIII. Bibliografía
Lección 41. Derecho penal europeo. Marta Muñoz de Morales Romero.
Profesora Contratada-Doctora (Acreditada a Profesora Titular) de Derecho
penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
I. Introducción
II. Las formas de influencia en los Derechos penales de los Estados Miembro
1. Asimilación
2. Efectos negativos o eficacia neutralizante del Derecho de la UE
3. Interpretación conforme al Derecho de la UE
III. La aproximación directa: la armonización del Derecho penal
1. El Tratado de Lisboa y las nuevas competencias penales de la UE
2. La armonización autónoma (artículo 83.1 TFUE)
3. La armonización accesoria o anexa (artículo 83.2 TFUE)
IV. El principio de reconocimiento mutuo y la cooperación judicial en
materia penal
1. Introducción
2. La orden de detención y entrega europea
2.1. Concepto (artículo 34 Ley 23/2014, de 20 de noviembre)
2.2. Ámbito de aplicación
2.3. Autoridades competentes (artículo 35 Ley 23/2014, de 20 de
noviembre)
2.4. Trámites desde la detención
2.5. Motivos de denegación
2.6. Garantías
2.7. Derechos fundamentales
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V. Bibliografía
Lección 42. Derecho penal internacional. Demelsa Benito Sánchez.
Profesora Ayudante Doctora (Profesora acreditada a Contratada-doctora)
de Derecho penal de la Universidad de Deusto y María Soledad Gil
Nobajas. Profesora contratada-doctora de Derecho penal de la Universidad
de Deusto
I. Definición, función y legitimación
1. Definición
2. Función
3. Legitimación y fines de la pena
II. Origen y evolución
III. La Corte Penal Internacional
1. Competencia ratione materiae
2. Competencia temporal
3. Competencia ratione personae
4. Activación de la competencia de la Corte
5. Situaciones de admisibilidad y no admisibilidad del asunto
6. Derecho aplicable
7. Principios generales consagrados en el ECPI
8. Las penas
9. Cooperación internacional y asistencia judicial en la CPI
IV. La Parte General del Derecho penal internacional. Cuestiones sobre
autoría y participación
1. Formas de autoría
2. Formas de participación
3. La responsabilidad del superior por omisión
V. Los crímenes de Derecho penal Internacional
1. Genocidio
2. Crímenes contra la humanidad
3. Crímenes de guerra
4. Crimen de agresión
VI. Bibliografía
Lección 43. Derecho penal militar. Francisco Javier de León Villalba.
Profesor Titular de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La
Mancha y Beatriz López Lorca. Profesora asociada (Profesora acreditada
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a Ayudante doctora) de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La
Mancha
I. Introducción
II. Marco normativo del Derecho penal militar
III. La especialidad y complementariedad del Derecho penal militar
IV. La jurisdicción militar
V. El concepto de delito militar
VI. La Parte General del Derecho penal militar
1. Ámbito de aplicación
2. Las circunstancias modificativas de la responsabilidad
3. Las definiciones
VII. Las penas
1. Fin de las penas militares
2. Tipos de penas
2.1. Penas principales
2.2. Penas accesorias
2.3. Especial mención a la pena de muerte
3. Efectos de las penas
4. Aplicación de las penas
5. Alternativas a las penas privativas de libertad
VIII. La Parte Especial del Código penal militar
IX. Bibliografía
Lección 44. El Estatuto Jurídico de la Víctima. Carmen Salinero Alonso.
Profesora Titular de Derecho penal de la Universidad de Las Palmas de
Gran Canaria
I. Introducción
II. Evolución y desarrollo de la protección jurídica de la víctima
1. Antecedentes
2. La Decisión Marco 2001/220/JAI de 15 de marzo
3. La Directiva 2004/80/CE del Consejo, de 29 de abril, sobre
Indemnización de las Víctimas de Delitos
4. La Directiva 2012/29/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, por la
que se establecen Normas Mínimas sobre los derechos, el apoyo y la
protección de las víctimas de delitos, y por la que se sustituye la Decisión
Marco 2001/220/JAI del Consejo
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III. La Ley 4/2015, de 29 de abril, del Estatuto Jurídico de las Víctimas del
Delito
1. El título Preliminar. Disposiciones Generales
2. Título I. Derechos básicos
3. Título III. Participación de la víctima en el proceso penal
4. Título IV. Protección de las víctimas
5. Título V. Disposiciones comunes
IV. Bibliografía
Anexo I. Tablas comparativas. José María Palomino Martín. Abogado y
Profesor Asociado de Derecho penal en la Universidad de las Palmas de
Gran Canaria
1. Clases de penas
2. Extensión y gravedad de las penas
3. Reglas generales y especiales para la aplicación de las penas
4. Alternativas a las penas privativas de libertad
5. Medidas de Seguridad
6. Extinción de la responsabilidad criminal
II. Responsabilidad penal de las personas jurídicas
III. Reformas del Código penal de 1995
Anexo II. Obras generales de Derecho penal. Óscar López Rey. Becario
de Investigación de la Universidad de Castilla-La Mancha
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Prólogo
A la edición 2016
Dedicado al Prof. Dr. José Ramón SERRANO-PIEDECASAS FERNÁNDEZ
Como es sabido, en 1764 veía la luz de forma anónima el libro de Cesare
Beccaria “De los delitos y de las penas”, lectura imprescindible para
cualquier estudiante de Derecho que se precie, y en el 2014 celebrábamos el
250 aniversario de su publicación. Todavía hoy “retumban” sus palabras
finales: “Para que cada pena no sea una violencia de uno o de muchos contra
un ciudadano privado, debe ser esencialmente pública, rápida, necesaria, la
menor de las posibles en las circunstancias dadas, proporcionada a los delitos,
dictada por las leyes”.
Este “Curso de Derecho penal. Parte General”, tuvo desde su origen la
vocación de trasmitir a los alumnos de manera pedagógica las bases
conceptuales del Derecho penal del Estado de Derecho a partir de los
principios constitucionales, que cobran aquí especial importancia. El enfoque
sigue siendo el mismo, aunque el Legislador no lo ha puesto fácil. Las
sucesivas y numerosas reformas producidas en nuestro Código penal desde el
año 1995 sugieren más bien un olvido, cuando no desprecio, del pensamiento
humanista que proviene de la Ilustración. Este se ve sustituido en nuestro
Zeitgeist (o “espíritu de la época”) de forma lamentable por premisas
abiertamente punitivistas.
En efecto, mediante LO 1/2015, de 30 de marzo, se introducen cambios muy
importantes en el Código penal, como por ejemplo, el establecimiento de la
cadena perpetua (llamada no sin cierto eufemismo “prisión permanente
revisable”) o la supresión del Libro III relativo a las faltas (con el
consiguiente incremento de penas respecto a la situación anterior), que
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reflejan de modo nítido la evolución a la que nos referimos. Resultaba por
tanto imprescindible una actualización de la obra, a la que en esta tercera
edición se suman nuevos profesores y nuevas lecciones, con la pretensión de
ofrecer una visión lo más completa posible, también de parcelas sectoriales
del Derecho penal. Así, por ejemplo, es posible encontrar ahora una
introducción actualizada a temas tan complejos como el Derecho penal
europeo, el Derecho penal internacional, o el Derecho penal militar, que se
añaden a otros que ya figuraban en la segunda edición, como el Derecho
penal del menor.
Queremos manifestar nuestro sincero agradecimiento a los profesores
Eduardo Demetrio Crespo y Cristina Rodríguez Yagüe por la labor de
coordinación, que por segunda vez han asumido de manera conjunta.
Asimismo, a José Mª Palomino por aportar de manera desinteresada sus
utilísimas tablas penológicas y, last but not least, a Óscar López Rey por la
elaboración del listado de obras generales.
Octubre de 2016
Los Autores
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Prólogo
A la edición 2010
Al cumplirse los diez años de la entrada en vigor del Código penal de 1995,
el Ministro de Justicia Juan Fernando López Aguilar decidió abordar la
revisión del Código para corregir las insuficiencias técnicas que se hubieran
advertido y para incorporar los retos político–criminales propios de la
globalización y del intenso proceso de europeización que han caracterizado el
principio del Milenio, así como los compromisos con la Justicia penal
internacional y con las exigencias de armonización reclamadas por diferentes
Directivas y Decisiones Marco de la Unión Europea. Hacía falta valor para
emprender la revisión y reforma, pues el Gobierno carecía de mayoría
parlamentaria asegurada y la oposición continuaba instalada en la política de
la contrarreforma del 2003, sin que le preocupara en absoluto que la suma de
efectos de la mentada reforma a la dureza del Código del 95 hubiera
convertido a España en el país con la tasa más baja de criminalidad, pero con
la más alta de población reclusa, lo que hacía peligrar un sistema
penitenciario ejemplar en términos comparados, que había sido un gran logro
de la Democracia. El Ministro López Aguilar renovó la Comisión General de
Codificación y creó una Comisión especial al efecto presidida por el eximio
jurista José Jiménez Villarejo e integrada por los profesores Luis Arroyo
Zapatero, Gonzalo Quintero Olivares, Carlos García Valdés, Juan Carlos
Carbonell Mateu, José Luis González Cussac e Isabel Valldecabres Ortiz.
Junto a ellos, Pedro Crespo Barquero, por la Fiscalía General del Estado, Luis
López Guerra, Secretario de Estado de Justicia y Luis Villameriel, Secretario
General Técnico, siendo el Magistrado Rafael Alcalá el Secretario Técnico de
la Comisión.
A los pocos meses la Comisión puso a disposición del Ministro un texto bien
compuesto, bien que quedara desdibujado respecto del original en el resto del
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trámite pre-legislativo hasta convertirse en proyecto de Ley en 2006.
Terminó la legislatura y con ella decayó el Proyecto. Mariano Fernández
Bermejo, nuevo Ministro de Justicia del renovado Gobierno del Presidente
Rodríguez Zapatero presentó un nuevo proyecto a las Cortes que continuaba
con el aparato anterior, aunque dotándolo de algunos puntos de mayor
dureza, muy en Ministerio público, propio por otra parte de quien tenía que
lidiar todos los días con los jabalíes del Congreso, que es tarea cansina y
peligrosa, por mucha competencia que se tenga ejercitada en el campo, como
se demostró más tarde. Francisco Caamaño, el Ministro que le sucedió,
impulsó el trabajo parlamentario y con notable acierto y velocidad logró
mejorar el texto en el proceso de enmiendas con todos los demás grupos
Parlamentarios, salvo los que reclamaban a sangre y fuego la introducción de
la cadena perpetua. Por fortuna nos ha librado de pena tan poco acorde con el
espíritu civilizador del reformismo penal.
La Reforma aprobada por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, incorpora
numerosas novedades en el catálogo de los delitos y, contadas pero muy
relevantes, en la Parte General, que han exigido una muy rápida revisión de
este Curso de Derecho penal. Así se ha incorporado al texto una lección sobre
la más relevante novedad, por introducir la responsabilidad penal de las
personas jurídicas, a cargo de Adán Nieto, que también se ha hecho cargo de
la redacción de las fuentes del nuevo Derecho penal Europeo tras el Tratado
de Lisboa. También se ha incorporado toda la reforma de la libertad vigilada,
a cargo de María Acale; la reformulación de la pena de comiso por parte de
Rosario de Vicente Martínez. Toda la materia de responsabilidad penal de
menores ha sido objeto de una nueva lección autónoma a cargo de Eduardo
Demetrio y Ágata Sanz. Ana Pérez Cepeda ha revisado las últimas reformas
del Código penal; Nuria Matellanes se ha encargado del análisis de la
incidencia de la reforma en las penas privativas de libertad y Cristina
Rodríguez de la nueva configuración del principio de justicia universal. La
revisión se completa con la actualización por José María Palomino de sus
útiles tablas penológicas. Eduardo Demetrio y Cristina Rodríguez han llevado
a cabo la coordinación general del nuevo texto, que por otra parte, incorpora
como coautores a quienes han obtenido las Cátedras de Derecho penal en el
último tiempo o la pertinente acreditación para la misma. A todos ellos
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agradecemos la puesta al día del Manual que sigue sin perder el carácter que
quisimos darle desde el comienzo, proporcionar a los estudiantes un Manual
escrito precisamente para ellos, lo que si ya hace años era muy conveniente,
hoy con la estructura del grado es una imperiosa necesidad.
Julio de 2010
Los Autores
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Prólogo
A la edición 2004
La publicación de este Curso de Derecho penal. Parte General, pretende
facilitar al estudiante el aprendizaje de los fundamentos constitucionales de
nuestra disciplina y de los contenidos propios de la teoría del delito. En la
línea docente y expositiva que caracterizó a su predecesora, Lecciones de
Derecho penal, que fue la de “ayudar con sencillez y rigor al estudiante en
ese primer acercamiento a nuestra disciplina”, hemos considerado oportuno
actualizar esta obra, introduciendo una serie de novedades así como
ampliando los contenidos de los Anexos. De esta forma se incluyen
comentarios de alguna jurisprudencia muy significada del Tribunal
Constitucional y del Tribunal Supremo; o bien, recursos técnicos que
permitan analizar correctamente los contenidos objetivos y subjetivos del
tipo; la reproducción parcial de algunos textos, hoy ya clásicos, de nuestra
literatura penal o la de algunas disposiciones históricas pertenecientes a
nuestra legislación, como la famosa Ley de Vagos y Maleantes de 4 de
agosto de 1933; asimismo, hemos facilitado la inclusión de cuadros
sinópticos que ayuden al alumno a la comprensión de algunos temas
especialmente complejos; por último, hemos revisado y ampliado la
bibliografía asociada a cada Lección, con el fin de que el alumno pueda
ampliar sus conocimientos. Para esta laboriosa tarea ha resultado de
inestimable ayuda la colaboración prestada por un grupo de jóvenes
profesores de Derecho penal cuyos nombres figuran en la página de cré​ditos.
Han pasado cinco años desde la publicación de la última edición de las
antiguas Lecciones de Derecho penal (1995) y en este corto espacio de
tiempo han proliferado numerosas reformas legales afectando profundamente
a la Parte General y Especial de nuestra disciplina. Muestra de ello han sido:
la Ley Orgánica 7/2003, de 30 de junio, de medidas de reforma para el
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cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, la Ley Orgánica 11/2003, de 29
de septiembre, de medidas concretas en materia de seguridad ciudadana,
violencia doméstica e integración social de los extranjeros y, por último, la
Ley Orgánica 15/2003, de 25 de noviembre, por la que se ha modificado, con
demasiada y no siempre justificada amplitud, la ley Orgánica 10/ 1995, de 23
de noviembre, del Código penal. Su revisión y actualización, que hoy
ofrecemos a nuestros estudiantes de Derecho en esta nueva obra, era de
obligado cumplimiento.
Queremos asimismo mostrar nuestro agradecimiento a la Doctora Cristina
Rodríguez Yagüe, Profesora asociada, por hacerse cargo de la tediosa e
ingrata tarea de coordinar y poner a punto esta nueva edición.
15 de noviembre de 2004
Los Autores
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Abreviaturas utilizadas
ACP Antiguo Código penal
ADPCP Anuario de Derecho penal y Ciencias Penales
AP Audiencia Provincial
art. artículo
BOE Boletín Oficial del Estado
CC Código civil
CE Constitución Española
CEDH Convenio Europeo de Derechos Humanos
CGPJ Consejo General del Poder Judicial
CP Código penal
CPI Corte Penal Internacional
DM Decisión Marco
ECPI Estatuto de Roma
EEMM Estados miembros
EM Exposición de Motivos
ETM Equipo Técnico de Menores
F.I. Fundamento Jurídico
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JJCCMM Juzgados Centrales de Menores
JM Juez de Menores
JJMM Juzgados de Menores
LECrim Ley de Enjuiciamiento Criminal
LO Ley Orgánica
LOGP Ley Orgánica General Penitenciaria
LOPJ Ley Orgánica del Poder Judicial
LORRPM Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal de los
Menores
LPRS Ley de Peligrosidad y Rehabilitación social
LSV Ley de Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial
LTTM Ley de Tribunales Tutelares de Menores
LVyM Ley de Vagos y Maleantes
MF Ministerio Fiscal
NU Naciones Unidas
ODE Orden de detención y entrega
PE Parte Especial
PE Parlamento Europeo
PG Parte General
RD Real Decreto
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RCL Repertorio Cronológico de Legislación
RI Repertorio de Jurisprudencia
RPS Reglamento para el ejercicio de la potestad sancionadora
S Sentencia
SAP Sentencia de Audiencia Provincial
STC Sentencia del Tribunal Constitucional
TC Tribunal Constitucional
TUE Tratado de la Unión Europea
TEDH Tribunal Europeo de Derechos Humanos
TJUE Tribunal de Justicia de la Unión Europea
TPIR Tribunal Penal Internacional para Ruanda
TPIY Tribunal Penal Internacional para Yugoslavia
TS Tribunal Supremo
TSJ Tribunal Superior de Justicia
TUE Tratado de la Unión Europea
UE Unión Europea
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Lección 1
IGNACIO BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE
Universidad de Salamanca
EL DERECHO PENAL
I. Derecho penal y control social
El Derecho penal es el conjunto de normas jurídicas que definen
determinadas conductas como delito y disponen la imposición de penas o
medidas de seguridad a quienes lo cometen. Esta descripción sintética de
Derecho penal proporciona la información básica sobre el contenido y el
objeto de esta disciplina. Se trata de un sector homogéneo dentro del conjunto
del Ordenamiento jurídico general especializado, en primer lugar, por el
objeto, constituido por las conductas delictivas, es decir, por las conductas
que el Legislador pretende evitar que se cometan por los ciudadanos y, en
segundo lugar, por el instrumento empleado para advertir a la generalidad y
para sancionar a los que llegan a cometer el delito, las penas, que son la
intervención represiva más grave para la libertad y los derechos del
ciudadano; fundamentalmente, la prisión y la multa. A las penas se añaden
las medidas de seguridad, que son, al igual que las penas, reacciones
privativas o restrictivas de derechos, y que se aplican como consecuencia de
la peligrosidad criminal del autor del delito, bien como complemento de la
pena o bien como sustitutivo de esta, en los supuestos de autores de delito
que son total o parcialmente irresponsables.
El Derecho penal es el instrumento jurídico más enérgico del que dispone el
Estado para evitar las conductas que resultan más indeseadas e insoportables
socialmente. Pero es de gran importancia entender que este instrumento no es
el único del que dispone el Estado para pretender evitar determinados
comportamientos y que, por otra parte, la sociedad tiene además otros medios
para ejercer el control social sobre las conductas de los individuos que en ella
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se integran. En efecto, toda sociedad genera instancias formales e informales
de control social, es decir, de adecuación de los comportamientos sociales a
las pautas de organización de convivencia que cada sociedad o grupo social
quiere o puede marcarse.
Ese control social se ejerce mediante mecanismos no formalizados
jurídicamente, como las normas morales, las ideas religiosas, la educación,
etc., y también, naturalmente, a través de las normas jurídicas, las generales y
las penales, junto con el aparato institucional destinado a aplicarlas y hacerlas
cumplir, como son los jueces, la Policía y el sistema penitenciario. Todas
estas normas establecidas formalmente con disposiciones legales y los
aparatos institucionales son las instancias que realizan el llamado control
social formal.
En lo hasta ahora expuesto deben advertirse dos notas de interés. En primer
lugar, que el Derecho penal es solo uno de los instrumentos de control social
formal, por lo que su contenido y sus reacciones son o deben ser
concordantes con todo el sistema de control social, y esta necesaria
concordancia debe ser tenida en cuenta para organizar y para evaluar la
eficacia del sistema penal y para medir la eficacia de sus reformas. En
segundo lugar, en lo expuesto no se ha mencionado la idea de Justicia, y no
se ha mencionado porque nos hemos limitado a describir el Derecho penal y
el sistema de control social. Ahora bien, tanto el Derecho penal como el
conjunto de sistemas de control social, en tanto que pretenden evitar unas
conductas y estimular otras, responden siempre a un sistema de valores, que a
su vez refleja las relaciones de poder que se dan en una determinada
sociedad. El Estado pretende siempre que sus sistemas de control sean justos
y destinados a hacer justicia, pero lo justo y la Justicia son valores de
significado diferente para unos y otros. Todos hemos de valorarlo desde
algún parámetro y nosotros lo haremos desde la fuente de valores básicos de
nuestro tiempo, que no es otra que aquella que aparece recogida en la
Constitución democrática de los ciudadanos de España. Esta debe inspirar y
regir todo el sistema social y, por tanto, también el sistema de control social,
incluido el Derecho penal.
Conviene ahora distinguir algo a lo que ya se ha aludido: el Derecho penal
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en sentido estricto es el conjunto de las normas jurídicas penales y estas son
solo una parte –la normativa– del sistema penal, compuesto por el conjunto
de normas, instituciones, procedimientos, espacios –como la sede de los
tribunales, las comisarías de policía, los centros penitenciarios– y agentes que
operan en el sistema y lo hacen funcionar –como los jueces, los Fiscales, los
policías, los funcionarios de prisiones e, incluso, los delincuentes y sus
víctimas–. Solo si se tiene en cuenta todo el sistema penal en su conjunto, se
podrá comprender y valorar la realidad del Derecho penal.
Finalmente es preciso tener presente que el orden social y, dentro de él, el
Derecho, es un producto histórico cuyo contenido está por tanto condicionado
por la realidad que se pretende regular. Hoy factores como las distintas
manifestaciones de la internacionalización, el desarrollo tecnológico o el
multiculturalismo vinculado en buena medida a los movimientos migratorios,
tienen consecuencias sobre el contenido del Derecho penal.
El progreso que vivimos en las últimas décadas es rico en consecuencias
positivas en nuestras sociedades pero hace que también vivamos, con
terminología acuñada por Ulrich Beck, en una globalizada “sociedad del
riesgo” en la que el desarrollo tecnológico puede actuar también como
potenciador de efectos negativos de nuestras expectativas sociales.
II. La potestad punitiva del Estado
1. Fundamento de la potestad punitiva
El conjunto de normas que denominamos Derecho penal tiene su razón de
ser en constituir un medio imprescindible para posibilitar la vida en
comunidad. La utilización del Derecho penal no es el único medio, ni
siquiera el más eficaz, que la sociedad emplea para el mantenimiento de las
expectativas de sus miembros; aún así podemos afirmar igual que Mantovani,
desde una perspectiva histórico-realista, que el Derecho penal constituye una
necesidad irrenunciable. Frente al noble deseo de abolir la coerción entre los
hombres y, por lo tanto, el Derecho penal, su pervivencia aparece como una
amarga necesidad para una sociedad necesitada de tutela frente a quienes
atentan contra las condiciones básicas de vida individual y colectiva.
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Por tanto, el fundamento de la existencia y de la utilización del Derecho
penal radica en su necesidad para el mantenimiento de una determinada
sociedad.
2. Moral y Derecho penal
El Derecho penal ha sido considerado históricamente como el instrumento
para la protección de la sociedad y de su orden moral. Así, en el Antiguo
Régimen imperaba la definición del orden moral y penal hasta el punto de ser
identificados los conceptos de delito y pecado. Esta identificación comenzó a
romperse con el pensamiento de la Ilustración al trasladar el origen de la
soberanía de la divinidad al pueblo. Pero su plasmación política y jurídica ha
tenido que sufrir un largo y penoso cambio, con avances y retrocesos, que
llega hasta nuestros días.
En la historia todavía no lejana de nuestro país encontramos ejemplos muy
significativos. Así, la Exposición de Motivos del texto del Código penal de la
era franquista, el de 1944, se permitía proclamar que “el Código de delitos y
penas y la Ley de prisiones, significan el amparo de la autoridad para el vivir
pacífico de los españoles y la eficaz sanción de la Ley para los que se aparten
de las reglas de moralidad y rectitud, que son norma de toda sociedad
iluminada en su marcha a través de los caminos de la Historia, por los
reparadores principios del Cristianismo y el sentido católico de la vida”. El
Estado de lo que se ha denominado Nacional-Catolicismo hacía así verdad
una vez más la tesis de Kantorowicz: la identidad entre Derecho y moral ha
sido y es el dogma de los sistemas autoritarios, y los viejos y renovados
fundamentalismos de hoy nos recuerdan lo que fue nuestro tiempo pasado.
No siempre ha sido tan burda la propuesta de relación entre moral y
Derecho penal. Así, pertenece al pensamiento liberal y moderno la idea de
que el Derecho penal debe limitarse a tutelar el minimum ético de una
sociedad. Pero esta tesis, incluso en la mejor de sus versiones, da lugar a
confusión y vaguedades. En realidad, lo que acontece es que en un sistema
social pluralista como el que reclama nuestra Constitución en el artículo 1, el
problema de definir lo punible no tiene que ver con el orden moral. El
fundamento del poder punitivo del Estado y de la definición de delitos e
imposición de penas debe encontrarse en lo dañoso socialmente de las
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conductas caracterizadas legalmente como delito, en su condición de resultar
lesivas de los intereses básicos de la sociedad y de los individuos.
La renuncia a la instancia del orden moral para fundamentar el poder
punitivo del Estado no quiere decir que el Legislador o los ciudadanos
renuncien a sus principios éticos, sino tan solo que los principios éticos por sí
solos no deben ser impuestos coercitivamente a todos los individuos y grupos
sociales. Así, la despenalización del aborto no quiere decir que el Legislador
lo proclame como algo conforme al orden moral. Lo que ocurre es que
declara a los ciudadanos libres para comportarse en este punto de
conformidad con el orden moral de cada cual, y renuncia a imponer por
medio de la pena un valor como el que proscribe el aborto voluntario a los
que no lo comparten.
El apuntado pluralismo cultural es también fuente de nuevos interrogantes y
conflictos de eventual carácter penal; basten dos ejemplos: las confesiones
religiosas que rechazan un tratamiento médico que requiera una transfusión
de sangre y aunque esto pueda suponer un riesgo de muerte, la cuestión que
no se puede aceptar es que los padres puedan imponer a sus hijos menores
este rechazo. Del mismo modo, no porque un grupo social africano asentado
en España estime que es una exigencia moral la ablación del clítoris de sus
niñas, debe el Derecho penal aceptar tal orden moral y dejar impunes a
quienes lo practiquen. Debe castigarse tal conducta como delito de lesiones,
porque merma la integridad física de la mujer, lo que es una cuestión
objetiva, y sin que el castigo de la ablación tenga significado alguno como
adscripción de la víctima y su grupo social a una moral sexual impuesta por
parte del Estado o del Legislador.
Esta proclamación de independencia respectiva del Derecho y la moral
responde al origen del poder del Estado y al carácter democrático de este. En
este sentido parece decisiva la argumentación de Roxin fundada en la
naturaleza del Estado y en el origen del poder estatal en el pueblo. Los fines a
afrontar por un Estado social y democrático se orientan a posibilitar un
modelo de sociedad libre e igualitaria; solo en función de esta meta ha de ser
considerado el Derecho en general y el Derecho penal en particular. Es decir,
el Derecho penal ha de afrontar como misión el hacer posible la vida de la
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comunidad teniendo presente solo el daño social de las conductas que se
quieren evitar y, de este modo, asegurar el funcionamiento del sistema social.
El que al materializar tal función se coincida con planteamientos que
corresponden a un orden ético ha de ser interpretado como coincidencia, no
como fundamento.
Las relaciones del Derecho penal con la ética en una sociedad pluralista y
democrática consisten, por tanto, no en tutelar las valoraciones éticas
mayoritarias, sino, por el contrario, en mantener las condiciones que
posibiliten la existencia de un marco social dentro del cual tenga cabida una
pluralidad de órdenes éticos; de donde se deriva que las valoraciones morales
existentes en una sociedad pueden llegar a constituir un principio crítico para
la determinación de la validez del Ordenamiento jurídico-penal, pero en
ningún caso pueden ser utilizadas como fundamentación del mismo.
3. Legitimación de la potestad punitiva
Desde otra perspectiva, no hay que olvidar que fundamentar el Derecho
penal en la necesidad de su existencia para mantener el modelo de sociedad
supone haber resuelto previamente el problema de su legitimación. En primer
término, deberá estar legitimado el poder que subyace tras el Ordenamiento
jurídico; si este está legitimado, como es nuestro caso, el siguiente paso
consiste en la demostración de que es necesario tanto el castigo de ese
comportamiento como la intensidad del mismo. Es decir, un determinado
Ordenamiento jurídico-penal estará legitimado, en primer lugar, por la
legitimación del poder al que obedece, y en segundo lugar, por su necesidad
para el mantenimiento de la sociedad.
La necesidad de que una determinada conducta esté castigada con una
determinada pena ha de ser demostrada y la demostración ha de producirse en
todos los momentos por los que pasa el sistema penal. Es decir, ha de
demostrarse: 1) Que es necesario para el mantenimiento del orden social que
una determinada conducta esté tipificada por el Legislador como delictiva y
que su realización esté amenazada con una pena de determinada intensidad.
2) Que es necesario que el comportamiento de un ciudadano, que ha realizado
la conducta prevista por la ley como delictiva, sea castigado con una
determinada intensidad de pena. 3) Que es necesario que el condenado a una
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pena sufra de modo definitivo en sus bienes una privación de esa intensidad.
Como ha afirmado Gimbernat, el reproche más grave que puede hacerse al
Legislador es que una pena que prevea en su Ordenamiento resulte
innecesaria, es decir, que el Estado cause más padecimiento del
absolutamente imprescindible.
No basta, por tanto, con la legitimación del poder que elabora las normas,
sino que se precisa la legitimación del contenido que hemos plasmado en su
necesidad. Esta necesidad jurídicamente se plasma en los principios
constitucionales que se proyectan sobre el Derecho penal y que más adelante
serán objeto de análisis.
La cuestión de la legitimación no es menor en especial en momentos, como
el que vivimos, en los que el Legislador muchas veces tiende a buscar una
legitimación de sus decisiones en la opinión pública, lo que le lleva en
muchos casos a una utilización puramente simbólica del Derecho penal.
III. Funciones y fines del Derecho penal
1. Introducción
La vinculación del contenido del Derecho penal a un sistema social de las
características del configurado en nuestra Constitución queda reflejada en los
dos fines que pretende el Derecho penal:
– El primero se concreta en la pretensión de evitar aquellos
comportamientos que supongan una grave perturbación para el
mantenimiento y evolución del orden social al que constitucionalmente se
aspira a llegar; es decir, las conductas que se consideran delictivas. Por esta
vía se trata de disminuir la violencia extrapenal.
– El segundo se materializa en la finalidad de garantía, que enlaza
directamente con el modelo personalista de sociedad, en el que situamos el
contenido del Derecho penal. Pues, a través de la determinación de los
ámbitos de utilización del Derecho penal, también se están estableciendo las
conductas que quedan fuera del mismo y que, por tanto, en ningún caso,
pueden ser objeto de sanción penal. Por esta vía se disminuye la violencia
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inherente al Derecho penal.
Estos dos fines exteriorizan la tensión dialéctica entre la eficacia y la
garantía, que es consustancial al Derecho penal de un Estado social y
democrático de derecho. En momentos históricos en los que las demandas de
eficacia pretenden poner en segundo plano las exigencias de garantía
conviene no olvidar las palabras de Bobbio cuando sostiene: “Mejor una
libertad siempre en peligro pero expansiva que una libertad protegida pero
incapaz de desarrollarse. Solo una libertad en peligro es capaz de renovarse.
Una libertad incapaz de renovarse se transforma tarde o temprano en una
nueva esclavitud”.
Esta tensión entre eficacia y garantía exterioriza también la existente entre
los dos actores del Derecho penal, el delincuente y la víctima. Las garantías
se vinculan al ciudadano que ha delinquido, la eficacia se demanda desde las
potenciales víctimas. La apuntada búsqueda de legitimación en la opinión
pública exterioriza decisiones del Legislador dirigidas a las potenciales
víctimas. Pues es un hecho que los miembros de una sociedad democrática se
identifican más fácilmente con la víctima y sus demandas que con las que
pueda solicitar el que ha delinquido.
Por otro lado, el criterio ya apuntado como principio de legitimación, de la
necesidad de utilización del Derecho penal, hace pasar a primer plano el
criterio de valoración de esta necesidad para el mantenimiento del sistema
social constitucionalmente diseñado.
Como ya se apuntó, la tutela que el Derecho penal dispensa al sistema
social se lleva a cabo intentando evitar que se produzcan aquellas conductas
que suponen una grave perturbación para la existencia y evolución del
sistema social, asegurándose de este modo las expectativas de los integrantes
de esa comunidad.
Esta función general se articula en dos aspectos concretos que mantienen
una fuerte ligazón entre sí. En primer lugar, han de ser determinadas y
sometidas a tutela aquellas condiciones que son importantes para la existencia
y evolución del sistema, lo que constituye la denominada función de
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protección de bienes jurídicos. En segundo lugar, ha de actuarse sobre los
miembros del grupo social para evitar, a través de la incidencia en los
mecanismos determinantes de su conducta, que realicen comportamientos
dirigidos contra los bienes jurídicos tutelados, lo que se denomina función de
motivación. Ambas funciones, como ha puesto de relieve Muñoz Conde,
están íntimamente unidas, pues la protección presupone la motivación y solo
dentro de los límites en los que la motivación puede evitar determinados
resultados, puede también lograrse la protección de bienes jurídicos.
2. Función de tutela de los bienes jurídicos
El Derecho penal desarrolla su finalidad última de mantenimiento del
sistema social, como afirma Roxin, a través de la tutela de “los presupuestos
imprescindibles para una existencia en común que concretan una serie de
condiciones valiosas, los llamados bienes jurídicos”. Así, a título de ejemplo
entre muchos otros, el Ordenamiento jurídico penal protege la vida, la
libertad, el medio ambiente o la seguridad del Estado.
El concepto de bien jurídico fue introducido en el siglo XIX (1834) por
Birnbaum. Desde entonces, se mantiene como punto central de las
discusiones en nuestra disciplina. La concepción inicial de bien jurídico
pretendía servir de base a la elaboración de una definición de delito
independiente de la contenida en el Derecho positivo. Esta construcción
buscaba la creación de un criterio de limitación que sustituyera a la función
que hasta entonces había desarrollado el Derecho subjetivo que había
elaborado el pensamiento ilustrado. Es importante subrayar, por tanto, que
nace como principio liberal que pretende limitar la potestad punitiva estatal.
Desde entonces, el concepto de bien jurídico se ha desarrollado
fundamentalmente en dos direcciones, que hunden sus raíces en los
planteamientos de Binding y Von Liszt. Para el primero, la determinación de
qué es bien jurídico es inmanente al propio sistema penal y es, por tanto, una
creación del Legislador; sirve como criterio de ordenación pero no de límite a
la actuación del Legislador. Para Von Liszt, por el contrario, el concepto de
bien jurídico determinado socialmente es anterior al Derecho, por lo que
puede desarrollar, en consecuencia, una función crítica y delimitadora, pues
“este contenido material (antisocial) de lo injusto es independiente de su
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correcta valoración por el Legislador, es metajurídico. La norma jurídica lo
encuentra, no lo crea”.
El punto de partida que se ha adoptado –el Derecho penal tiene que
posibilitar la vida en comunidad a través de garantizar el funcionamiento y la
evolución de un determinado sistema social– lleva necesariamente a situar
nuestra postura en el planteamiento inicialmente expuesto por Von Liszt. Es
decir, el concepto de bien jurídico tiene que ir necesariamente referido a la
realidad social, y su contenido, sobre esta base, no es creación del Legislador,
sino que es anterior al mismo y puede limitar su actividad.
Una profundización en el contenido del bien jurídico, que vincula el mismo
a su origen liberal y su procedencia del individuo, hace que no deba olvidarse
la idea de que el recurso a las penas por parte del Estado para proteger
determinados intereses solo se justifica en cuanto haga posible la tutela y la
realización de las personas y sus derechos. Este punto de partida es
incuestionable en un Estado social democrático de Derecho, en cuanto este
necesariamente adopta “la dignidad de la persona y los derechos inviolables
que son inherentes”, como fundamento del orden político y de la paz social,
tal y como dispone el artículo 10.1 de la Constitución.
En el marco de la subrayada vinculación entre sistema social y
Ordenamiento jurídico-penal, parece evidente que sea en el examen de la
realidad social donde se haya de buscar la determinación de los intereses
merecedores de protección penal. En concreto, merecerían la consideración
de bienes jurídicos aquellos intereses necesarios para el mantenimiento de un
determinado sistema social. Pero, además, se requiere un criterio
complementario que garantice la orientación hacia el individuo del contenido
del bien jurídico y evite caer en un desnudo funcionalismo. Por ejemplo, la
penalización del matrimonio interracial es funcional para un sistema social
racista, pero choca frontalmente con la función de límite vinculada a su
origen liberal que pretende garantizar el concepto de bien jurídico.
El criterio defendido por Rudolphi y Bricola, de recurrir al contenido del
texto constitucional para delimitar qué intereses sociales pueden ser tutelados
como bienes jurídicos, constituye una vía válida susceptible de ser
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desarrollada. Varias son las razones que llevan a ello, pues la Constitución
debe ser considerada materialmente como expresión consensuada de la
voluntad de los miembros de una comunidad y como expresión jerarquizada
de aquellos intereses que se estiman esenciales para el funcionamiento del
sistema social. Pero no basta con una mera consideración formal de la
relación bien jurídico-texto constitucional –pues, en último término, siempre
es posible encontrar un punto de apoyo en la Constitución– sino que ha de
efectuarse en base a una consideración material de los principios en ella
contenidos. De esta manera, el conjunto de principios constitucionales, que
más adelante estudiaremos bajo la denominación de Programa penal de la
Constitución, conforma el marco de referencia al cual el Legislador debe
ceñirse para la selección y protección de bienes jurídicos.
Dentro del marco constitucional, las relaciones de poder materializadas en
las diferentes opciones políticas determinarán la concreta selección de bienes
jurídicos protegidos y la intensidad de su protección, lo que es inherente al
pluralismo del sistema social.
Importa subrayar que esta referencia a la Constitución es solo utilizable
cuando, como es nuestro caso, esta supera el carácter de mero instrumento
ordenador de los poderes del Estado y recupera su primer significado de
suprema norma jurídica dotada de valor directamente normativo y asentada
sobre los derechos fundamentales.
Con estas líneas generales, tendentes a la concreción del contenido del bien
jurídico, se establecen las bases para que este pueda llegar a desarrollar una
función de limitación al poder del Legislador. El Legislador ha de moverse
siempre dentro del ámbito delimitado por los bienes jurídicos. El marco es
aún de gran amplitud, pues dentro de él no siempre debe utilizarse el Derecho
penal, sino que puede recurrirse para su garantía a otros medios de control
social y, en concreto, a otras ramas del Ordenamiento jurídico.
Desde otra perspectiva, los titulares de estos intereses pueden ser tanto el
individuo, como la comunidad o el propio Estado. Piénsese en la vida, en la
salud pública y en la seguridad exterior del Estado, respectivamente, como
ejemplos de cada uno de estos supuestos.
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De la propia exposición de esta elemental clasificación se deduce la
posibilidad de que el concepto de bien jurídico desarrolle varias funciones,
además de la ya señalada función de límite a las decisiones del Legislador.
En primer lugar, puede recurrirse al bien jurídico tutelado para la
realización de una función sistemática. El Legislador normalmente acude al
bien jurídico tutelado para efectuar la ordenación sistemática de la Parte
especial del Código penal. En el vigente Código penal –con algunas
excepciones como, por ejemplo, el Título XIX del Libro II “De los delitos
contra la Administración pública”, en el que se acude a la especial naturaleza
del sujeto activo como criterio ordenador– es el criterio que se utiliza. El bien
jurídico cumple también una función docente, pues normalmente es el criterio
seguido por la doctrina para afrontar la exposición y la explicación de la Parte
especial.
El bien jurídico tutelado desempeña también un papel decisivo en el
desarrollo de la labor de interpretación. La precisión de cuál sea el bien
jurídico protegido es fundamental para la determinación del alcance del
precepto, al constituir siempre el necesario punto de partida. Sirve de muestra
el clásico y ya superado ejemplo de los delitos que afectan al ámbito de la
vida sexual de las personas, pues entender que el bien jurídico tutelado es la
honestidad individual o entender, como parece razonable, que se trata de la
libertad sexual, tiene como consecuencia un mayor o menor ámbito de
aplicación de los mismos. También los cambios que puede experimentar el
contenido de un determinado bien jurídico tienen consecuencias sobre las
conductas comprendidas en una determinada figura delictiva sin que se
produzca un cambio en la descripción del Legislador. Por ejemplo, los
cambios que se han producido en la determinación del momento en que
comienza o concluye la vida han tenido consecuencias sobre el ámbito de los
delitos contra la vida sin que necesariamente se hayan producido cambios en
las descripciones legislativas.
En la actualidad en el marco de la expansión que se produce del recurso al
Derecho penal se cuestiona por algunos sectores de la doctrina el valor de
límite del bien jurídico o la importancia que muchos le damos. La situación
guarda relación también con la incorporación de nuevos bienes jurídicos
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colectivos, consecuencia de la evolución del modelo de Estado y tiene
incidencia, como se verá, en cuestiones como las relaciones con el Derecho
administrativo sancionador o el recurso a los delitos de peligro.
3. Función de la motivación
Las normas penales desarrollan una función motivadora que está
indisolublemente unida a la función de tutela de bienes jurídicos, al constituir
el medio para alcanzarla y hacer efectiva, por ende, la tutela del sistema
social. Mediante dichas normas se pretende incidir sobre los miembros de
una comunidad para que se abstengan de realizar comportamientos que
lesionen o pongan en peligro los bienes jurídicos tutelados. La afirmación de
que las normas penales tutelan los bienes jurídicos a través de la pretensión
de incidir en los procesos de motivación de los miembros de una comunidad
tiene su fundamento en la naturaleza coactiva de la norma, que se deriva del
carácter de la sanción que establece. En este último sentido, las normas
penales pueden considerarse normas de determinación. Esta consideración se
acomoda a la naturaleza del Derecho penal como instrumento de control y
dirección social y es coherente con las exigencias preventivas que en el
campo penal impone el Estado social y democrático de Derecho.
La idea básica para analizar la función de motivación reside en el estudio de
la formación de las directrices que rigen la actuación del hombre como
individuo inserto en un determinado marco social. Sobre este concepto inicial
deben hacerse dos precisiones. En primer lugar, es necesario subrayar que el
proceso de actuación de la norma penal consiste en pretender, mediante la
amenaza, que el individuo haga suyas unas determinadas directrices de
comportamiento que le lleven a la interiorización de los bienes jurídicos
tutelados por esa norma, y por esta razón se abstenga de realizar conductas
que lesionen o pongan en peligro dichos bienes jurídicos. En consecuencia, el
proceso comprende un primer momento de amenaza y un segundo momento
de interiorización. Ahora bien, una vez interiorizadas, la transmisión de estas
directrices de comportamiento a otros miembros de la comunidad puede
realizarse a través de otros medios de control social, como, por ejemplo, de la
educación. La segunda precisión consiste en afirmar que el Derecho penal
cumple esta función como consecuencia de su carácter coactivo, derivado del
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hecho de que el contenido de las penas supone siempre algo negativo para el
autor de la conducta que lesione o ponga en peligro un bien jurídico
protegido, pues resultan afectados, por ejemplo, su libertad o su patrimonio.
En otro orden de cosas, las relaciones del individuo ante la norma pueden
ser diversas. Con carácter general, una persona puede abstenerse de delinquir
porque interioriza los bienes jurídicos que tutela la norma, por lo que su
respeto forma parte de su código de conducta, es decir, de las reglas que rigen
su comportamiento como persona. Sirva de ejemplo la común actitud de
respeto de la mayor parte de los miembros de la comunidad a bienes jurídicos
como la vida o la libertad.
Por el contrario, una persona puede abstenerse de delinquir exclusivamente
porque sabe que existe la amenaza real de imposición de una pena, que actúa
como freno respecto a la actuación de otros factores que determinan la
conducta del sujeto.
Por otra parte, la motivación hacia un determinado comportamiento no se
efectúa de modo aislado, sino en el marco de todo un cuadro de valores; sólo
en el supuesto hipotético de que la totalidad de los miembros de la
comunidad hubieran interiorizado la totalidad de los valores, sería pensable la
desaparición de la amenaza penal, en el marco de la hipotética extinción del
Estado, pero no parecen estar los tiempos ni para lo uno ni para lo otro.
El contenido de la función de motivación se adapta plenamente a la
consideración del Derecho penal como medio para realizar el control social y
como elemento que incide sobre la evolución del sistema social, ya que es
evidente que todos los instrumentos de control social, por su propia
naturaleza, implican la pretensión de influir sobre el comportamiento de los
miembros de la comunidad donde actúan. Por otro lado, el cometido que el
artículo 9.2 del texto constitucional impone a los poderes públicos de
búsqueda de un orden social distinto al que en este momento impera en
nuestra sociedad puede ser satisfecho a través de la función de motivación en
cuanto esta supone la incorporación de valores, que aún no han sido
interiorizados, a las directrices de comportamiento de la comunidad.
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Además, todas estas consideraciones, que tienen que ver con la realidad
social y con la psicología de los mecanismos de control social de las normas
penales, así como con su legitimación social, implican consecuencias en
orden a configurar la comprensión y elaboración teórica de la norma penal y
sus elementos, esto es, lo que se denomina “teoría del delito” y a lo que se
dedica la segunda parte de estas Lecciones de Parte General.
IV. Relaciones del Derecho penal con otras ramas del
Ordenamiento jurídico
1. La subsidiariedad funcional del Derecho penal
La discusión sobre el carácter secundario o no del Derecho penal, esto es,
sobre las relaciones que lo unen con las otras ramas del Ordenamiento
jurídico, ha sido siempre una cuestión polémica, con consecuencias sobre los
criterios determinantes de la legitimidad del recurso al Derecho penal y sobre
el contenido concreto que ha de darse a los términos empleados por el
Legislador en las normas penales. La cuestión central consistía en determinar
si el Derecho penal era solamente un derecho sancionador de los preceptos de
otras ramas del Ordenamiento o si, por el contrario, creaba sus propios
preceptos y solo de estos dependía en su aplicación.
Históricamente, el debate se vinculaba a la función que se estimaba que
cumplía el Derecho penal, subrayándose la idea de que el Derecho penal se
utilizaba para defender y proteger las instituciones propias de las demás
ramas del Ordenamiento jurídico. Así lo manifestaba la gráfica expresión de
Alfonso de Castro: “El Derecho penal es la fortaleza y los cañones de los
demás derechos”. La aportación de Binding, con su teoría de las normas,
llevó la discusión a un campo distinto del que en un principio se planteó, pues
desde entonces pronunciarse sobre el carácter sancionador o creador del
Derecho penal aparece vinculado a la postura que se mantenga sobre la
estructura de las normas penales y al carácter primario o secundario de las
mismas.
En esta discusión deben distinguirse, por tanto, dos niveles. En relación a la
función que el Derecho penal desarrolla a través de sus sanciones ha de
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afirmarse su carácter subsidiario o secundario. Este rasgo aparece como
directa consecuencia de la función que cumple la pena en el marco de la
totalidad de la política social del Estado. La unánime afirmación doctrinal de
que el Derecho penal constituye la ultima ratio entre los instrumentos del
Estado para garantizar la pervivencia de la sociedad debería implicar, como
lógica consecuencia, que el Derecho penal esté subordinado a la insuficiencia
de los otros medios menos gravosos para el individuo de que dispone el
Estado, medios que son más complejos y eficaces cuanto mayor es la
intervención del Estado en la sociedad. Por ello, la subsidiariedad es una
exigencia político-criminal que debe ser afrontada por el Legislador. En este
sentido, es difícil pensar en un bien jurídico que solo sea defendible por el
Derecho penal. El encontrar bienes jurídicos cuya protección es afrontada
exclusivamente por el Ordenamiento jurídico-punitivo, no es sino una prueba
de la falta de respeto del Legislador por este principio y de una política
legislativa que responde a la utilización de otros criterios distintos al de
racionalidad. Así, por ejemplo, algunas de las posiciones más radicales en el
debate sobre el aborto se basan en la idea de que el Derecho penal
monopolice la protección de la vida en formación.
Respecto a la estructura formal de las normas penales y su relación con las
normas de las restantes ramas del Ordenamiento jurídico, salvo que se
admitiera la tesis de Binding, no es defendible pronunciarse de forma taxativa
en un sentido o en otro. Resulta más adecuada la adopción de una postura
intermedia, análoga a la defendida por Maurach en Alemania o Muñoz Conde
en España, y que es mayoritaria en el momento actual.
En síntesis, esta posición estima el carácter autónomo y absolutamente
independiente de los medios de sanción del Derecho penal. La pena y la
medida de seguridad son peculiares por la gravedad de sus consecuencias
frente a las sanciones que utilizan otras ramas del Ordenamiento jurídico. La
problemática se plantea sobre el carácter autónomo o secundario del
presupuesto de la sanción, esto es, del delito.
El delito es por una parte autónomo y, por otra, subsidiario. Es subsidiario
en cuanto ha de presuponer la insuficiencia de otros medios para evitar las
conductas por él prohibidas. El problema es si de este hecho hay que deducir
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que el contenido concreto de lo prohibido le venga dado al Derecho penal por
otras ramas del Ordenamiento jurídico, por aquello que es injusto en otros
ámbitos del mismo. La cuestión ha de ser llevada al plano de la técnica
empleada por el Legislador, a las formulaciones a las que se ha recurrido para
delimitar aquellos comportamientos que se desea evitar. En cualquier caso, es
difícil formular una regla general en un sentido o en otro.
La unidad del Ordenamiento jurídico y las múltiples relaciones entre las
distintas ramas del mismo abonan aún más la ausencia de un
pronunciamiento taxativo. La presencia en los preceptos penales de
conceptos, que tienen un significado concreto en otras ramas del
Ordenamiento jurídico, debe presuponer una valoración autónoma por parte
del intérprete sobre su significación en el Código penal, sobre si se mantiene
el significado o, por el contrario, posee un significado autónomo.
Existen casos en los que la dependencia de otras ramas del Ordenamiento es
clara, bien porque hay una referencia expresa al mismo, bien porque la
utilización del Derecho penal aparece expresamente condicionada a la
existencia de una relación jurídica en otras ramas del Ordenamiento. Los
ejemplos son múltiples, como en las relaciones laborales reguladas por el
Derecho del trabajo y tuteladas en el Código penal, en su Título XV: “De los
delitos contra los derechos de los trabajadores”; o en las relaciones reguladas
por el Derecho fiscal que se recogen también en los delitos contra la
Hacienda Pública (arts. 305 y ss.); o en las contenidas en el Derecho civil,
como el matrimonio, que tienen su contrapartida en el Título XII del Código
penal, “De los delitos contra las relaciones familiares”, que dedica su
Capítulo primero a los matrimonios ilegales (arts. 217 y ss.).
Por otro lado, el carácter subsidiario del Derecho penal respecto a otras
ramas del Ordenamiento jurídico se plasma en el art. 20 nº 7 del Código
penal que exime de responsabilidad al “que obre en cumplimiento de un
deber, ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo”, por tanto, lo que es
conforme a Derecho en otra rama del ordenamiento jurídico va a carecer de
relevancia en el ámbito penal.
Junto a este grupo de casos existe un número de supuestos relativamente
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elevado en los que se emplean conceptos que poseen un significado preciso
en otra rama del Ordenamiento jurídico, con lo que el problema se presenta
en los términos de entender si el significado es el mismo o no que en la
correspondiente rama del Ordenamiento jurídico. El ejemplo clásico lo
constituye la definición de hurto, artículo 234, en el que se castiga a quien,
con ánimo de lucro, tome las cosas muebles ajenas sin la voluntad de su
dueño. Los conceptos de cosa, mueble y ajena, tienen un significado concreto
en la Legislación civil y a pesar de ello la doctrina entiende que cosa y
mueble poseen en el Código penal un significado propio. En ambos casos, el
concepto ha de ser funcional: cosa tiene que ser susceptible de ser tomada, de
ser incorporada al patrimonio y de ser valorada en dinero, y mueble tiene que
ser una cosa susceptible de ser movilizada. Por el contrario, lo ajeno o no de
la cosa mueble se determinará en función de la delimitación civil del bien
jurídico propiedad.
En conclusión, el recurso al Derecho penal debe ser subsidiario de la
utilización de los restantes medios de que dispone el Estado, pero, en el
contenido de los preceptos, no puede formularse una regla general de
dependencia o independencia del Derecho penal.
2. Derecho penal y Derecho administrativo
2.1. Introducción
El progresivo aumento de la intervención del Estado en la vida social tiene
lugar ya a lo largo del siglo XIX al abandonar su papel de “Estado policía”,
de exclusiva tutela de los derechos individuales, y pasar a realizar funciones
tendentes a procurar el bienestar social. El paso del originario Estado liberal
al Estado de bienestar repercute a la hora de delimitar el campo de
intervención del Derecho penal, pues trae como consecuencia que el Estado
recurra reforzar en bastantes supuestos la tutela de aspectos de estos nuevos
ámbitos de actividad a través de la incorporación de nuevas sanciones.
En el campo penal, los problemas que se generan a partir de esta situación
histórica son de dos tipos y de carácter opuesto. Por una parte, la utilización
de la sanción penal para asegurar la actividad administrativa del Estado, que
determina un crecimiento del campo de intervención del Derecho penal, y el
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olvido a veces del bien jurídico como principio legitimador, lo que
denominamos problemática del Derecho penal administrativo. Por otra parte,
se produce al mismo tiempo el desarrollo, tanto en extensión como en
gravedad, del poder sancionador de la Administración, que viene favorecido
por circunstancias histórico-políticas. Bajo determinadas circunstancias, ello
ha supuesto que, en términos prácticos, la Administración ejerciera la
potestad penal, pero sin rodearla de todas las garantías que son inherentes a
este tipo de sanciones. Todas estas cuestiones las englobamos dentro de las
relaciones entre el Derecho penal y la potestad sancionadora de la
Administración. El incremento de esta última es la tendencia que ha
prevalecido históricamente en España hasta la entrada en vigor de la
Constitución de 1978 y la exteriorización de sus consecuencias en las
sentencias del Tribunal Constitucional.
2.2. El problema del Derecho penal administrativo
El marco histórico antes señalado, acompañado de la pretensión en algunos
países de mantener en el Poder judicial la exclusividad del ejercicio de la
potestad sancionadora del Estado, trae como consecuencia una hipertrofia de
la Legislación penal, al producirse la incorporación al Código de conductas
que habían sido objeto del denominado derecho de policía como
consecuencia de la ampliación del ámbito de actuación del Estado. Este
hecho dio lugar, fundamentalmente en Alemania, a la discusión doctrinal
sobre la posibilidad de diferenciar cualitativamente las conductas que
pertenecían al Derecho penal criminal de aquellas de nueva aparición que
debían ser objeto de un denominado Derecho penal administrativo, que en
sus consecuencias prácticas, tendrían que motivar la aparición, junto a un
Código penal criminal, de un Código penal de policía.
La línea doctrinal alemana, que pretende encontrar una diferencia
ontológica entre el ilícito penal y el ilícito administrativo, pasa
fundamentalmente por las obras de Goldschmidt, Wolf, y Schmidt, y
prácticamente dura hasta la culminación de los trabajos de reforma penal en
esta materia. Por el contrario, la literatura penal de nuestros días se pronuncia
mayoritariamente en pro de una distinción meramente cuantitativa entre el
ilícito penal y el ilícito administrativo. En nuestro país, ya Dorado Montero y,
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más tarde, Antón Oneca, defendían esta postura. La doctrina española actual
se muestra prácticamente unánime en la negación de una diferencia esencial
entre ilícito penal e ilícito administrativo, y es que solo así puede explicarse
que la diferencia entre ambos ilícitos en relación, por ejemplo, a las
defraudaciones a la Hacienda Pública sea puramente la cuantía defraudada.
El punto de partida adoptado y la reflexión sobre el bien jurídico, como
legitimador de la utilización del Derecho penal, unido a las distintas
finalidades del Derecho penal y del Derecho administrativo, nos lleva a
revisar este criterio puramente cuantitativo.
En el Derecho penal se pretende la protección de bienes jurídicos frente a
comportamientos que les lesionan o les ponen en peligro, incorporando los
criterios de ofensividad y culpabilidad, mientras que en el Derecho
administrativo se trata de organizar y regular determinados sectores de
actividad, reforzando esta regulación por sanciones en las que es prioritario el
criterio de oportunidad. Por eso, para la intervención del Derecho
administrativo no se requiere la presencia de un bien jurídico, lesionado o
puesto en peligro; basta con que se quebrante la ordenación de un
determinado sector de actividad. Este es el caso por ejemplo de muchas de las
sanciones de tráfico. Ahora bien hay casos, como en las infracciones
tributarias, en los que el Derecho administrativo al igual que el Derecho penal
protege también a un bien jurídico; en estos supuestos la diferencia entre el
ilícito penal y el administrativo es puramente cuantitativa, por ejemplo, el art.
305 del Código penal establece 120.000 euros defraudados como límite entre
los mencionados ilícitos.
El problema de las relaciones entre el Derecho penal y el Derecho
administrativo hay que situarlo en el proceso de administrativización que está
presente en bastantes casos de la actual expansión del Derecho penal, al
recurrir el Legislador a las penas en ámbitos donde hubiera bastado con la
sanción administrativa, por tratarse de conductas que infringen una concreta
regulación, pero que no afectan a un bien jurídico.
2.3. El problema de la potestad sancionadora de la Administración
Para el cumplimiento de sus fines, la Administración asume directamente
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una potestad sancionadora que se concreta en dos campos: el disciplinario y
el gubernativo. Cuando se habla de la facultad disciplinaria se hace referencia
a la posibilidad de imponer sanciones a las personas vinculadas a la
Administración, con una especial relación de sujeción permanente o
transitoria, como ocurre, por ejemplo, respecto de los funcionarios públicos.
Mediante el ejercicio de esta facultad, la Administración pretende garantizar
el funcionamiento de su organización interna. Como facultad gubernativa se
dirige a la generalidad de los administrados y tiene como fin garantizar que la
Administración pueda cumplir sus fines, como ocurre por ejemplo, con las
sanciones de tráfico.
El ejercicio de la potestad sancionadora por la Administración supone la
posibilidad de que imponga consecuencias negativas a aquel que es objeto de
la misma. Las sanciones administrativas deben diferenciarse de las penales en
razón de su menor gravedad. La mayor gravedad de la sanción penal está
fundamentalmente determinada por la concurrencia de tres factores: la
importancia de los bienes jurídicos por ellas afectados, la mayor importancia
de la intervención sobre ellos y también por el efecto estigmatizante de la
sanción penal. La sanción penal por excelencia es la privación de libertad,
sanción que le está vetada a la Administración por el artículo 25.3 de la
Constitución. Otra sanción penal como la multa es común a la esfera
administrativa, pero, aunque no haya diferencia en sus cuantías, e incluso en
lo casos en que la multa administrativa pueda llegar a ser superior a la penal,
la multa penal lleva consigo un efecto sociológico que la hace más negativa
que la administrativa, al imponerse en el curso de un proceso penal, con el
efecto socialmente negativo que este tiene para los implicados en el mismo.
Estos rasgos caracterizadores de la sanción penal no deben nunca ser
asumidos por la sanción administrativa, pues supondría quebrantar el
principio de subsidiariedad del Derecho penal: si las sanciones de mayor
gravedad no son impuestas por el Derecho penal, se produce una alteración
total de los mecanismos de control de la sociedad. Además, esta situación
podría implicar el quebrantamiento de las garantías que, derivadas del Estado
de Derecho, tienen mayor intensidad en la reacción penal.
El contenido de la Legislación preconstitucional fue un claro ejemplo del
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poco respeto del Legislador español a este planteamiento. Razones que deben
ser buscadas en la naturaleza del Estado a la que respondía nuestro
Ordenamiento jurídico llevaron a alterar gravemente las relaciones Derecho
penal-Derecho administrativo, al poseer la Administración una potestad
sancionadora cuyas consecuencias, aunque formalmente de acuerdo con el
artículo 26.3 del antiguo Código penal no fueran consideradas penas,
materialmente eran de una gravedad análoga, superior a veces, a la sanción
penal. A la gravedad de la sanción se sumaban las no excesivas garantías del
procedimiento sancionatorio de la Administración; así pueden comprenderse
las dimensiones reales que presentaba el problema. El punto clave consistía
no sólo en que la Administración rebasara los límites cuantitativos que le
imponía el artículo 603 del derogado Código penal, sino en el hecho de que a
partir de una decisión de la autoridad administrativa pudiera llegar a
imponerse una privación de libertad, en todos los sentidos idéntica a la
derivada de una sanción penal. Con todo ello, la situación era tal que no
podía hablarse más que de una diferencia formal entre el Derecho penal y el
Derecho administrativo. Se estaba ante una sanción penal cuando era
impuesta por la jurisdicción penal y ante una administrativa cuando era
aplicada por la autoridad administrativa.
En esta situación jurídica se encuentran las razones del contenido del
artículo 25.3 de la Constitución, el cual establece que: “La Administración
civil no podrá imponer sanciones que directa o subsidiariamente impliquen
privación de libertad”. Ahora bien, pese al contenido del artículo 25.3 de la
Constitución, queda pendiente una reflexión general sobre el Derecho
administrativo sancionador, en especial sobre la entidad de la multa
administrativa en relación con la multa penal proporcional –pues las demás
variantes, configuradas por el Código de 1995 como días-multa, carecen ya
de paralelismo con la multa administrativa–, y sobre la eventual elaboración
de un Código contravencional que incorpore al ámbito administrativo las
garantías del Derecho penal, más allá de la importante depuración de
garantías establecida por sucesivas sentencias del Tribunal Constitucional.
V. Bibliografía
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Lección 2
IGNACIO BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE
Universidad de Salamanca
LAS NORMAS PENALES:
ESTRUCTURA Y CONTENIDO
I. La estructura de las normas penales
Las normas penales participan de la misma estructura que las normas de las
restantes ramas del Ordenamiento jurídico, al unir una “consecuencia
jurídica” a la realización de un “supuesto de hecho”. La diferencia de la
norma penal con las normas de otros ámbitos del Ordenamiento jurídico debe
ser buscada en el contenido material del supuesto de hecho, que en este caso
es el delito, y en el de las consecuencias jurídicas, pena y medida de
seguridad.
Pero no debe caerse en la simplificación de identificar norma jurídico-penal
y artículo del Código penal. La norma penal indica qué conducta está
prohibida u ordenada y amenazada su realización u omisión con una
consecuencia jurídica negativa para el autor. Esto normalmente no puede
conocerse a través de la mera consideración aislada de un único artículo del
Código penal. Esta afirmación no depende de posiciones doctrinales, sino
que, con carácter general, se comprueba que son muchos los supuestos en los
que, para conocer la totalidad de la norma penal, han de ponerse en relación
varios artículos del Código penal. Por ejemplo, para determinar el contenido
del robo con fuerza en las cosas utilizando llaves falsas, tenemos que
considerar los artículos 238 y 239, y ello sin entrar a valorar la incidencia de
los preceptos generales sobre autoría, participación, grado de consumación,
etc.
La admisión de la teoría de los elementos negativos del tipo conduce a
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afirmar que la regla general la constituyen las normas penales incompletas.
Es decir, para la construcción de una norma penal completa han de
considerarse conjuntamente el artículo de que se trate de la Parte Especial y
el conjunto de artículos de la Parte General que hacen referencia a las causas
de exclusión de la antijuricidad. Por tanto, no constituye una norma penal
completa: “el que matare a otro será castigado como reo de homicidio con la
pena de prisión de diez a quince años” (art. 138); para determinar cuál es la
conducta prohibida ha de considerarse, junto a este precepto, el contenido de
la totalidad de las causas de justificación recogidas en el artículo 20. Así, la
norma completa prohíbe “matar a otro salvo en caso de legítima defensa”, de
“estado de necesidad”, etc.
Como se apuntaba –y con independencia de la postura que se mantenga en
la referida cuestión– en muchos casos, en un artículo del Código no puede
verse expresada la totalidad de la norma penal. Por ejemplo, el artículo 237
define únicamente qué es robo, pero no establece ninguna consecuencia
jurídica para el autor de esta conducta. Por el contrario, el artículo 240 prevé
únicamente la consecuencia jurídica, pero no describe el supuesto de hecho.
En realidad, como acertadamente ya ha señalado la doctrina, el calificativo de
norma viene ancho para ser aplicado a estos artículos, pues se trata en
realidad de fragmentos de norma.
La utilización de normas penales incompletas encuentra su razón de ser en
razones de técnica legislativa: la no utilización de este recurso implicaría
reiteraciones y una excesiva amplitud y complejidad de los cuerpos legales.
Un caso especial de normas incompletas lo constituyen las denominadas
“Leyes penales en blanco”. En ellas, el contenido del supuesto de hecho está
determinado, total o parcialmente, en disposiciones de carácter no penal.
Con todo, el origen histórico de las Leyes penales en blanco no conecta con
argumentos de mera técnica legislativa. Fue Binding quien empleó por
primera vez esta expresión, y lo hizo para referirse a aquellos casos en los
que la especificación de las conductas relevantes para el Derecho penal se
dejaba por parte de la Federación a los Estados integrantes de esta. Tras las
Leyes penales en blanco subyacía, por tanto, un problema de competencia
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legislativa.
Conforme al significado actual de las Leyes penales en blanco, el supuesto
de hecho de la norma puede venir determinado por disposiciones de igual
rango a la propia Ley penal; pero cabe la posibilidad de que su contenido
íntegro lo aporten otros preceptos de rango inferior a la Ley, probablemente
de naturaleza reglamentaria –como ocurre, por ejemplo, con los artículos 360,
361 y 363, dentro de los delitos contra la salud pública–. Como se verá en la
Lección 6 el recurso a esta técnica puede llegar a suponer un riesgo para las
garantías derivadas de la admisión del principio de legalidad, constituyendo
una posible vía de expansión del Poder ejecutivo para eludir el control
parlamentario y la división de poderes, consustancial al Estado de Derecho.
II. El contenido de los elementos de la norma penal: el
delito
La consideración del delito como la conducta descrita por la Ley, y a cuya
realización esta une la imposición de una pena o medida de seguridad, nos
introduce en un círculo formal totalmente insatisfactorio para la
determinación de su contenido. El intento de superar una consideración
meramente formal del delito ha de llevar al jurista a plantearse cuál es el
concepto material del mismo y, en último término, en su caso, a adoptar
posiciones críticas. El punto de partida para la formulación de un contenido
material de delito ha de constituirlo la función que pretende el Derecho penal.
El Derecho penal pretende posibilitar la vida en comunidad con la tutela de
bienes jurídicos mediante la motivación de sus miembros. Por tanto, detrás de
cada conducta delictiva debe haber un bien jurídico, y su realización ha de
poder ser evitada como consecuencia de la función de motivación.
A partir del análisis detenido de estos dos elementos, se llega a la
conclusión de que su concurrencia no es un rasgo privativo de las
infracciones del Ordenamiento jurídico penal, sino que pueden presentarse en
otros ámbitos del Derecho. Piénsese en conductas como el impago de las
mensualidades de un alquiler, en la utilización de los transportes públicos sin
el correspondiente billete, en la no prestación de un servicio contratado, etc.
Todas ellas pueden ser acciones que lesionen bienes jurídicos y cuya
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realización quiera evitarse por el Ordenamiento jurídico por perturbar, en
mayor o menos medida, la vida en comunidad. Sin embargo, a pesar de ello,
no son conductas delictivas.
Como se veía en la Lección 1, caracterizándose las sanciones penales por su
gravedad, la utilización de las mismas debe reservarse para aquellas
conductas que produzcan una grave perturbación de la vida social. En
consecuencia, se requiere un uso racional del Derecho penal como
instrumento para la solución de conflictos, exigencia que, lamentablemente,
no siempre se cumple en la práctica. Por tanto, el rasgo que diferencia las
acciones que son consideradas delictivas frente a los comportamientos objeto
de otras ramas del Ordenamiento jurídico radica en su gravedad social.
Si se da por bueno este punto de partida, la determinación del concepto de
delito ha de llevarse a otro ámbito; en concreto, a intentar precisar los
criterios por los que se llega a establecer la concurrencia en un
comportamiento de la gravedad suficiente para que esté justificada su
calificación como hecho delictivo por parte del Legislador.
El primer criterio, parece evidente: ha de consistir en la relevancia del bien
jurídico protegido. Con todo, el examen de la Parte Especial del Código penal
pone de manifiesto que, mientras determinados bienes jurídicos son tutelados
de forma prácticamente absoluta –por ejemplo, la vida– al castigarse
cualquier conducta evitable que suponga un ataque a los mismos, en otros
casos –por ejemplo, el patrimonio– solo las formas de lesión o puesta en
peligro más graves son castigadas por el Derecho penal, encomendando a
otras ramas del Ordenamiento jurídico la tutela de esos mismos bienes ante
otros supuestos de lesión o puesta en peligro fácilmente imaginables. Es
decir, en estos casos el factor determinante de la intervención del Derecho
penal no es solo la importancia del bien jurídico tutelado, sino que entra en
juego también la relevancia del modo de ataque realizado, tanto en sus
aspectos objetivos como subjetivos.
El paso siguiente consiste en plantear cuáles son los factores que
determinan que una conducta sea delictiva. El control social que lleva a cabo
el Derecho penal se concreta a través de un proceso de selección que queda
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reflejado formalmente en una serie de descripciones legales. Esta
formalización del control social en la Legislación es uno de los rasgos
peculiares del control social ejercido por el Derecho penal. Existe, por tanto,
una relación directa entre sociedad y comportamiento delictivo, en el sentido
de que este será la formalización del resultado del referido proceso de
selección. Tal proceso presentará rasgos peculiares en cada momento
histórico y en cada modelo social. En este sentido, puede afirmarse que el
carácter delictivo de una acción no es una propiedad que pueda entenderse
independientemente de las normas sociales que contradice.
Una comparación formal de las conductas calificadas como delictivas en
distintas Legislaciones correspondientes a distintos momentos históricos, o
solo a diferentes sistemas sociales, pone de relieve la existencia de profundas
diferencias de contenido. Piénsese, por ejemplo, en la evolución histórica los
delitos contra la religión y, en el momento actual, en las distintas respuestas
penales frente a la interrupción voluntaria del embarazo.
Una primera aproximación proporciona una clara explicación, por otra parte
ya apuntada: si en las conductas delictivas se concretan los ataques más
graves a las condiciones básicas de existencia de un sistema social
determinado, la comparación de distintos sistemas sociales que responden a
modelos de sociedad distintos –ya sea por razones históricas o de opción
política– pone de relieve que las condiciones fundamentales para su
mantenimiento varían de un modelo a otro, y si varían las condiciones
variarán asimismo las que están necesitadas de tutela penal. Estas
condiciones se plasman, por tanto, en los factores que configuran las
peculiaridades de un determinado modelo social, que responden a la
concurrencia de factores culturales, religiosos, de estructura económica, nivel
de desarrollo, etc. La variación de estos factores pone de manifiesto la
historicidad de los bienes jurídicos objetos de tutela.
III. El contenido de los elementos de la norma penal: la
pena
1. Concepto
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Es el medio tradicional y más importante, dada su gravedad, de los que
utiliza el Derecho penal. Su aparición está unida a la del propio
Ordenamiento punitivo y constituye, por la gravedad de su contenido, el
recurso de mayor severidad que puede utilizar el Estado para asegurar la
convivencia.
La pena se puede definir como una privación de bienes jurídicos prevista en
la Ley que se impone por los órganos jurisdiccionales competentes al
responsable de un hecho delictivo.
El que la pena sea una privación de bienes jurídicos –es decir, algo negativo
para aquel al que se le impone– que aparece vinculada a la realización de un
delito, es independiente de las cuestiones referidas al fundamento y a la
finalidad de las penas: el por qué y el para qué se castiga. No tiene por qué
conducir, por tanto, necesariamente a la admisión de una determinada
finalidad en la pena, sino que tiene también explicación desde los distintos
planteamientos.
El que tenga que estar previsto por la Ley y el que su imposición se efectúe
por la jurisdicción competente no son sino garantías derivadas del Estado de
Derecho en cuyo marco debe ser considerada.
Si la pena es el instrumento que utiliza el Derecho penal para cumplir sus
funciones, su justificación no puede ser distinta de la dada para el Derecho
penal en general, la necesidad de su utilización para el mantenimiento y
evolución de un determinado orden social. Tal justificación queda
acertadamente plasmada en la muy citada frase del Proyecto Alternativo
alemán en la que se considera a la pena como una “amarga necesidad en la
sociedad de seres imperfectos como son los hombres”.
2. Los fines de la pena
La cuestión de para qué castigar ha merecido diferentes respuestas que
pueden sistematizarse en tres grandes grupos.
2.1. Las teorías absolutas. La retribución
Las teorías absolutas rechazan la búsqueda de fines fuera de la propia pena;
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la pena se agota en sí misma en cuanto mal que se impone por la comisión de
un hecho delictivo. Es decir, la pena es retribución del delito cometido. La
imposición de una pena al que ha cometido un delito debe ser entendida
como una exigencia de Justicia. Desde este punto de vista, pretender lograr
fines distintos a la mera retribución del hecho cometido supone una
utilización del hombre que contradice el valor que él tiene en sí mismo al
equipararle a una cosa.
La teoría retributiva tuvo su formulación teórica en el idealismo alemán,
fundamentalmente a través de las muy citadas aportaciones de Kant y Hegel.
Su formulación ha de ser entendida a partir de los condicionamientos propios
del momento histórico en el que se elaboran: el fin del Derecho penal del
Antiguo Régimen. En el caso de Kant, su concepción se concreta en la
necesidad de valorar al hombre por sí mismo frente a los excesos absolutistas
y de los primeros revolucionarios, unida a una gran influencia de la tradición
protestante.
Las teorías absolutas, en cuanto tales, carecen de vigencia en la actualidad y
se estima, con razón, que solo explican el por qué se castiga, el fundamento
de la pena, pero no aclaran el contenido de los fines.
Un sector de la doctrina, encabezado por Roxin, ha aportado razones para
rechazar la consideración de la retribución como fundamento de la pena o
como rasgo esencial de ella. En primer lugar, hay que abordar si la
retribución se acomoda a nuestro actual modelo de Estado y, estrechamente
unido a ello, si es compatible afirmar que la justificación de la pena está en
posibilitar la existencia de la comunidad y mantener que el fundamento de la
pena es la retribución y, a través de ella, la realización de la Justicia.
Para pronunciarse sobre estas dos cuestiones es necesario retomar la
posición expuesta en la Lección 1 respecto a las relaciones entre Ética y
Derecho penal, dado que la idea de retribución aparece impregnada
indiscutiblemente de un fuerte contenido ético. El actual modelo de Estado
parte de situar en el pueblo el origen de todo poder y, siendo este el origen,
difícilmente puede asignarse a la pena otro fundamento y otra finalidad que la
de hacer posible la convivencia a través de la lucha contra el delito. Como
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afirma Mir Puig, “en todo caso queda descartada, en el modelo de Estado que
acoge la Constitución, una concepción de la pena que funde su ejercicio en la
exigencia ético-jurídica de retribución por el mal cometido”.
Por otro lado, la principal aportación de las tesis retribucionistas, establecer
un límite a la gravedad de la pena, pueda alcanzarse a través del principio
constitucional de proporcionalidad.
2.2. Las teorías relativas
Mediante la formulación de las teorías relativas se busca lograr fines que
estén fuera de la propia pena; en concreto, evitar la comisión de nuevos
hechos delictivos. Se pretende imponer la pena para evitar la comisión de
delitos tanto a nivel individual como colectivo. En ambos casos la pena está
orientada hacia el futuro; aspira a prevenir determinadas conductas,
manteniendo de este modo la convivencia social que, a diferencia del carácter
absoluto de la Justicia, es algo históricamente determinado y, por tanto,
relativo.
2.2.1. La prevención general
Según esta finalidad, la pena se dirige a los miembros de una colectividad
para que en el futuro, ante la amenaza de la pena, se abstengan de delinquir.
En su concepción primera fue entendida como la coacción que, a través de la
ejecución de la pena, se realizaba sobre los miembros de una comunidad, lo
que de hecho llevó a cometer excesos en la ejecución de la misma.
La evidencia de la repercusión de la amenaza penal sobre los integrantes de
la comunidad fue utilizada en sus construcciones por los pensadores
ilustrados y liberales, entre otros por Beccaria, Bentham y Feuerbach. Este
último, con su conocida tesis de la “coacción psicológica”, estableció las
bases teóricas del moderno contenido de la prevención general. En época más
reciente debe resaltarse en la doctrina española la importancia de las
aportaciones que autores como Gimbernat, Muñoz Conde, Mir Puig o Luzón
han hecho en el desarrollo de esta concepción y que sirven para poder
explicar, desde la intimidación, las conexiones de la prevención general con
el sistema social.
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La prevención general nunca ha sido cuestionada en cuanto tal; los
problemas pueden derivar de su falta de límites. Esta objeción aparece
reforzada por la abundancia de ejemplos históricos, que nos muestran el
abuso del Derecho penal con fines intimidatorios. Todo ello lleva a la
afirmación de que “la prevención general puede conducir al terror penal”. Por
tanto, el problema básico a afrontar consiste en establecer el criterio para la
limitación de la prevención general: si han de incorporarse limitaciones que
provengan de otros fines de la pena o si, por el contrario, la profundización
del propio contenido satisface ya las exigencias de limitación de la actuación
del Estado y evita una utilización pervertida de la sanción penal, o,
finalmente, si esos límites provienen de la proyección sobre la pena de las
garantías incorporadas al propio núcleo del Derecho penal.
En este último sentido, aunque sea repetir alegaciones ya efectuadas, el
terror penal debe ser entendido en el marco de los Estados en que se produjo.
De igual manera la prevención general tal como aquí se expone hay que
situarla en el marco de la Legislación del Estado social y democrático de
Derecho, donde por definición no sería posible esta desviación en la
utilización de la prevención general, pues el principio de proporcionalidad,
límite esencial en este modelo de Estado (véase Lección 7), impediría este
exceso en la respuesta penal. En cualquier caso, y teniendo presente esta
garantía externa, el desarrollo y profundización en el contenido de la función
de motivación proporciona una respuesta racional y convincente a la objeción
de que la prevención general tiende al terror penal. La argumentación no es
nueva, pues ya los penalistas de la Ilustración, Beccaria, y más próximo en el
tiempo, Antón Oneca, subrayaron la capacidad de autolimitación de la
prevención general, si se quiere realmente lograr mediante ella un fin
preventivo. “Si la tarea que la pena tiene que cumplir”, afirma Gimbernat, “es
la de reforzar el carácter inhibidor de una prohibición, la de crear y mantener
en los ciudadanos unos controles que han de ser más vigorosos cuanto mayor
sea la nocividad social de un comportamiento, sería por ejemplo
absolutamente injustificable que se castigase más severamente un delito
contra la propiedad que uno contra la vida pues se alterarían los mecanismos
inhibidores y se produciría un aumento de los delitos de más gravedad”.
Es decir, el análisis de la intimidación encaminada a lograr el efecto de
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prevenir la comisión de hechos delictivos proporciona, al menos en una
aproximación teórica, un primer criterio de limitación de la intimidación
ejercida: la pena ha de ser proporcional a la gravedad del delito cometido, ha
de guardar esta relación con el desvalor de la acción que quiere ser evitada.
Junto a esta orientación tradicional de la prevención general, la denominada
prevención general negativa, que asigna a la pena, como hemos visto, un fin
intimidatorio, en las últimas décadas se ha desarrollado la conocida como
prevención general positiva, que pretende a través de la pena una afirmación
positiva del Derecho penal: pretende incidir “en la conciencia jurídica”,
buscando una adhesión al Derecho por parte de los miembros de la
comunidad.
La prevención general negativa busca incidir sobre la colectividad, como
potenciales delincuentes, mientras que la positiva va dirigida también hacia la
colectividad pero como potenciales víctimas.
La prevención general positiva ha sido criticada al estimar que realmente se
trata de la actualización de la teoría de la retribución, puesto que pretenden
conseguir con la imposición de la pena no solo una actitud externa de respeto
hacía el Derecho, sino además una adhesión interna del ciudadano a los
valores que se establecen en la norma; en pocas palabras una actitud, no de
mero acatamiento, de fidelidad al Derecho.
En la práctica, esta concepción de la prevención general positiva conecta
con el señalado objetivo del Legislador de pretender utilizar a la opinión
pública como fundamento legitimador de los cambios que endurecen la
Legislación penal. El Preámbulo de la reforma de 2015 es una buena prueba
de ello en especial cuando se exponen las razones que llevan a introducir la
pena de prisión permanente revisable.
“La necesidad de fortalecer la confianza en la Administración de Justicia
hace preciso poner a su disposición un sistema legal que garantice
resoluciones judiciales previsibles que, además, sean percibidas en la
sociedad como justas. Con esta finalidad, siguiendo el modelo de otros países
de nuestro entorno europeo, se introduce la prisión permanente revisable para
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aquellos delitos de extrema gravedad, en los que los ciudadanos demandaban
una pena proporcional al hecho cometido (…)”.
2.2.2. La prevención especial
La prevención especial pretende evitar que aquel que ha delinquido vuelva
a hacerlo. En consecuencia, frente a la prevención general que pretende
incidir sobre la comunidad en su conjunto, la prevención especial busca
hacerlo sobre aquel que ha cometido un hecho delictivo.
El origen moderno de la finalidad está en la aportación del Positivismo
criminológico (véase Lección 3). El estudio de las causas de la criminalidad
llevó a centrar los efectos de la reacción penal sobre el delincuente y, en
concreto, sobre la peligrosidad por él manifestada. Tomando como punto de
arranque las aportaciones del Positivismo, la elaboración definitiva de esta
finalidad aparece vinculada a la obra de Von Liszt, que, en su conocido
programa de Marburgo, distinguía con claridad entre la corrección del
delincuente no ocasional pero corregible, y la inocuización del delincuente
habitual incorregible.
El movimiento de reforma que se desarrolló en Europa en los primero años
del pasado siglo XX giró en torno a la prevención especial y, dentro de ella,
muy especialmente propugnó consecuencias legislativas del pensamiento
resocializador; en particular, a través de instituciones que restringieran la
utilización de las penas cortas privativas de libertad. Con posterioridad, la
elaboración de propuestas de reforma fue protagonizada por el Movimiento
de Defensa Social, vinculando a figuras como Gramática o Marc Ancel.
El auge de la ideología de la resocialización y de su materialización o
intento de materialización en Derecho positivo tiene lugar en la década de los
sesenta, y una de sus exteriorizaciones más elaboradas la constituye la
publicación en Alemania del conocido Proyecto Alternativo.
El posibilitar la vida en sociedad a través de la protección de bienes
jurídicos, realizada mediante una actuación encaminada a que no delincan
aquellos que no son hipotéticos delincuentes, sino los que ya han cometido un
delito, constituye una finalidad necesaria y racional a realizar por el Estado
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social y democrático de Derecho.
Ahora bien, la propia naturaleza de este modelo de Estado impone una serie
de limitaciones a la prevención especial. Mientras en la prevención general
podía establecerse una relación entre la intensidad de la respuesta penal y, por
tanto, de la gravedad y extensión de la pena y el delito cometido,
correspondiendo a los delitos contra los bienes jurídicos más importantes las
penas más graves, en la prevención especial el contenido de la pena y su
duración solo depende del sujeto, de la permanencia o no de su peligrosidad.
De no acogerse las limitaciones derivadas del Estado de Derecho, ello nos
conduciría, por ejemplo, a posibilitar la aplicación de penas de muy larga
duración al delincuente que, de modo casi profesional, realiza delitos contra
la propiedad de escasa gravedad, en tanto se entienda que, aún no siendo
demasiado graves las infracciones, sí existe una importante probabilidad de
que el sujeto vuelva a delinquir. Además, la historia del Derecho penal pone
de relieve la utilización de la finalidad preventivo-especial por parte de los
regímenes dictatoriales frente al disidente político.
En sentido opuesto a esta referencia debe destacarse la insuficiencia de una
pena orientada exclusivamente hacia fines preventivo-especiales para la
protección de la sociedad. La objeción deriva también en que para esta
finalidad no es relevante la gravedad del delito, sino solo la posibilidad de
que el delincuente vuelva a delinquir. Según este planteamiento, autores de
grandes delitos podrían cumplir escasas penas, en tanto se considerara
pequeña la posibilidad de que volvieran a perpetrarlos, quedando con ello
notablemente mermada la efectiva protección de bienes jurídicos.
Es decir, la prevención especial es una finalidad adecuada para la función a
desarrollar por la pena en un Estado social y democrático de Derecho, pero ha
de estar limitada por las exigencias y garantías del propio modelo de Estado y
por la finalidad última de protección de bienes jurídicos que debe desempeñar
el Derecho penal.
La resocialización, socialización, entendida como la pretensión de hacer
partícipe, mejor, de volver a hacer participar de los valores de una sociedad a
aquel a quien se ha impuesto una pena, ha sido cuestionada en las últimas
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décadas.
En primer lugar, tiene razón Muñoz Conde al afirmar que “el optimismo en
la idea de resocialización, de ello no cabe duda ha sido, quizá, excesivo y
hasta tal punto acrítico que nadie se ha ocupado todavía de rellenar esta
hermosa palabra con un contenido concreto y definitivo”. Por ello, en ningún
caso es aceptable plantearse la resocialización sin antes haberse planteado
críticamente el análisis del modelo social en el cual se quiere integrar al reo y
sin haber efectuado el estudio de las causas que han llevado a ese reo a
delinquir. El problema de la marginalidad social en nuestra sociedad, su
relación con la criminalidad y la propia actuación del Derecho penal y las
instituciones penales como factor de marginalización, inciden directamente
sobre las mismas bases de la idea resocializadora.
El punto de partida de cualquier reflexión sobre esta finalidad ha de
consistir en la irrenunciabilidad histórica de la pena de prisión. Si la pena de
prisión subsiste es siempre preferible la idea de una relación personal
tendente a la resocialización que la injerencia que supone una ejecución de
mera custodia y retribución. La renuncia a la resocialización implica un
indudable paso atrás; una deshumanización de la ejecución que dejaría
prácticamente a cero las posibilidades, que deben mantenerse, de que el
recluso retorne a la sociedad. Renunciar a esta meta supone renunciar a cien
años de evolución científica y constituye, en suma, la admisión legal de una
pena cuyo contenido, al quedar cortadas otras posibilidades, sería únicamente
de carácter meramente aflictivo.
Ahora bien, el contenido que debe tener la resocialización en el marco del
Estado social y democrático de Derecho, como se verá en la Lección 7, no
puede ser la asunción coactiva por parte del reo de un determinado orden
moral. La imposición de un orden ético de valores choca frontalmente entre
otros principios contra el pluralismo y con el libre desarrollo de la
personalidad, valor básico en un Estado de Derecho. Esta poderosa razón
lleva a un importante sector de la doctrina a afirmar, tal como hizo Barbero
Santos, que “socializar no significa otra cosa que el sujeto lleve en el futuro
una vida sin cometer delitos, no que haga suyos los valores de una sociedad
que puede repudiar”.
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A la crisis del concepto hay que unir la dificultad práctica de llevar a cabo
tal finalidad a través de la privación de libertad que preside nuestro sistema
punitivo. La razón parece evidente: la prisión del siglo XIX no nació con el
fin de favorecer la reintegración social. Por el contrario, se trata de una pena a
la que se le asignaron originariamente finalidades exclusivamente retributivas
y de expiación.
A pesar de esta primera objeción básica de falta de idoneidad del medio
elegido para obtener el fin, se ha intentado y se intenta, la reforma del
régimen penitenciario con objeto de modificar esencialmente su contenido,
posibilitando que la prisión sirva a tal finalidad. Frente a esta pretensión
señala Muñoz Conde tres objeciones:
– Ineficacia, dadas las condiciones de la actual vida en prisión.
– Peligros para los derechos fundamentales del delincuente.
– Falta de medios adecuados y personal capacitado para llevar a cabo un
tratamiento mínimamente eficaz.
Las tres objeciones se ajustan a la realidad de las prisiones, pero las tres son
superables a medio plazo a través de una vía reformista. El enorme coste
social que representa el hecho delictivo obliga a plantearse la ineludible
necesidad de no renunciar a la realización de las inversiones económicas que
permiten solventar algunos de estos problemas.
Como resumen de todo lo dicho cabe afirmar lo siguiente:
✓ La prevención especial es una finalidad acorde con las exigencias del
Estado democrático de Derecho.
✓ La consideración crítica del optimista concepto de resocialización
conduce a intentar una nueva formulación del mismo sobre la base del
objetivo de vida sin delito y tratamiento libremente aceptado que desarrolle la
personalidad del reo.
✓ La privación de libertad está en relativa contradicción con la idea de
resocialización, pero a pesar de ello no es imaginable, en nuestro momento
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histórico, la renuncia a la prisión como pena. Tal contradicción ha de ser
paliada a través de una utilización más restringida y a través de variaciones
sustanciales en su contenido.
2.3. Las teorías unitarias
La consideración de los inconvenientes que presenta la admisión de la
retribución como fin único de la sanción penal hace que se intente,
fundamentalmente a partir de Merkel y Von Hippel, la elaboración de las que
se han llamado teorías unitarias, en el sentido de que pretenden la unión de
los fines de retribución y prevención.
Entienden los defensores de esta postura que la esencia de la pena está
constituida por la retribución y que, sobre la base de esta, la pena pretende la
consecución de fines preventivos. Con este punto de partida, las
combinaciones son múltiples en función del fin concreto que se asigne a la
pena, ya sea prevención general o prevención especial.
En general, todas estas teorías adolecen de una fragilidad básica derivada
del carácter opuesto de las ideas de retribución y prevención. Más aún, la
primacía que se asigna a la retribución como esencia o fundamento de la pena
hace que realmente estemos ante la puesta al día de esta teoría.
A pesar de ello, estas teorías tienen una importante repercusión doctrinal
debido a las dificultades que encierra el optar solo por una de las finalidades
señaladas y, en particular, por el relativo abandono hasta épocas recientes del
estudio en profundidad de la prevención general. Pese a ello, las objeciones
ya formuladas al estudiar la retribución, ya se la considere fundamento o fin
de la pena, tienen aquí plena validez.
3. La relación entre los fines de la pena
La prevención en sus dos vertientes, general y especial, es la finalidad que
debe afrontar la pena en el marco del Estado social y democrático de
Derecho. Ambas finalidades aparecen como adecuadas a la meta última de
posibilitar la vida en sociedad mediante la tutela de las condiciones básicas
que permiten la subsistencia y evolución de un sistema social.
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La asignación de una doble finalidad plantea el problema de las relaciones
entre ambos fines y, en concreto, la solución a los eventuales conflictos entre
las exigencias de uno y otro signo. Para afrontar este problema seguimos la
diferenciación propuesta por Schmidhauser y Roxin –aceptada entre otros por
Mir Puig, Muñoz Conde y Luzón– que contempla la existencia de tres
momentos distintos en la pena: amenaza, concreción y cumplimiento; y
constata en cada uno de ellos distintas exigencias derivadas de los fines de la
pena.
3.1. Amenaza
En esta fase, que es la del momento legislativo, el fin que persigue la pena
es de prevención general, pues a través de la amenaza de imposición de una
pena concreta se trata de intimidar a los sujetos destinatarios de la norma para
que se abstengan de cometer el hecho delictivo.
Las exigencias preventivo-generales se satisfacen a través del
establecimiento de un marco penal concreto para cada tipo delictivo, fijando
un máximo y un mínimo, a partir de los cuales se concretará la pena a aplicar
en fases posteriores.
Pero la pena prevista por el Legislador no debe imposibilitar la consecución
de efectos preventivos especiales. La necesidad que, de acuerdo con el art. 25
de la Constitución, la privación de libertad no excluya la reinserción social, es
un argumento de peso frente a la incorporación de la prisión permanente
revisable al catálogo de penas del Código penal por la reforma de 2015.
3.2. Concreción
Esta fase tiene lugar en el proceso penal y concluye con la sentencia. En
ella, el Juez concreta la pena en función de las características del caso
concreto. En la pena establecida por el Juez, las exigencias de prevención
general se actualizan en la necesidad de determinación de la misma dentro de
los límites señalados por la Ley. Dentro esos límites, el Juez debe tomar en
consideración exigencias preventivo-especiales para determinar la pena
concreta a aplicar. La prevención general cumplirá su efecto con la aplicación
del precepto penal que corresponda.
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En cierto sentido, el nivel de eficacia preventiva general de un precepto
depende directamente de su aplicación; la intimidación desaparecerá si, por el
contrario, al sujeto culpable de la comisión de un delito no se le aplica ningún
precepto penal sin explicación alguna. Pero, por otra parte, la fase de
aplicación de la pena desarrolla ya por sí misma una función de prevención
general. El hecho de ser acusado en un proceso penal lleva implícito un
efecto intimidante –conocido coloquialmente como “pena de banquillo”,
recibida por el mero hecho de sentarse ante el Juez como posible responsable
de un hecho delictivo– derivado de sus negativas consecuencias sociales.
Pero el que la aplicación de la pena produzca efectos preventivos generales
no quiere decir que Estos sean buscados por el Juez. Como recuerda García
Arán, esta opción supondría desnaturalizar la función del Juez, ya que
mientras la prevención general es una finalidad consustancial a la actuación
del Legislador, por el contrario, la concreción que debe realizar el Juzgador
tiene que estar seguida por exigencias preventivas especiales.
3.3. Ejecución
La prevención especial es la finalidad fundamental a desarrollar por la pena
en la última fase del Derecho penal. La prevención especial ha de tener su
lógica realización en el marco de la ejecución. Las penas que implican la
privación de libertad deben, por tanto, encaminarse hacia la resocialización
del reo, entendida esta como vida sin delitos. Así, el paso de un grado a otro
en nuestro sistema penitenciario se establece en función de exigencias
preventivo-especiales. Estas también explican instituciones que afectan a la
ejecución, como la suspensión condicional de la pena.
A pesar de ello, el hecho del cumplimiento de la pena tiene consecuencias
de prevención general, al actuar como condición última de la consecución del
efecto de prevención general buscado por el Legislador. Si sistemáticamente
no se cumplieran las penas previstas por el Legislador, desaparecería su
potencial efecto intimidante.
4. La pena en el Ordenamiento jurídico español
Varios son los preceptos constitucionales a los que debe recurrirse para
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dilucidar cuál es la finalidad o finalidades de la pena en nuestro
Ordenamiento. Encontramos respuesta, en primer lugar, en los artículos
mencionados en la Lección 1 que se refieren al modelo de Estado: los
artículos 1.1, 10.1 y 9.2, que configuran al español como un Estado social y
democrático de Derecho. En segundo lugar, el artículo 25.2 se refiere más
específicamente a la finalidad de las penas privativas de libertad, al afirmar
que “estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán
consistir en trabajos forzados”, a lo que añade: “el condenado a pena de
prisión que estuviera cumpliendo la misma gozará de los derechos
fundamentales de este capítulo, a excepción de los que se vean expresamente
limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la
ley penitenciaria. En todo caso, tendrá derecho a un trabajo remunerado y a
los beneficios correspondientes de la Seguridad Social, así como el acceso a
la cultura y al desarrollo integral de su personalidad”.
Estos dos grupos de preceptos permiten una interpretación como la que se
ha expuesto hasta ahora. En ninguno de ellos hay una referencia expresa a la
fundamentación de la pena, luego tendrá que deducirse directamente de la
naturaleza del Estado, lo que debe llevarnos, según se ha razonado, a
fundamentar el recurso a la pena exclusivamente en su necesidad para el
funcionamiento y desarrollo del sistema social.
En cuanto a los fines, el artículo 25.2 se limita a señalar cuál debe ser la
orientación de la ejecución de las penas privativas de libertad, con lo que se
está haciendo referencia a un punto muy concreto, que por otra parte no
implica, como ya ha señalado la doctrina, que este tenga que ser el único fin a
cumplir por la pena, ni siquiera que deba ser el único que se persiga mediante
la ejecución de una pena privativa de libertad. Simplemente, cabe deducir que
la ejecución de las penas y medidas de seguridad privativas de libertad han de
estar orientadas hacia las referidas metas. Por otro lado, la ubicación de este
precepto dentro de los derechos y libertades, las limitaciones que en él se
establecen a la privación de libertad, y esencialmente la limitación final al
subrayar que “en todo caso tendrá derecho (...) al desarrollo integral de su
personalidad”, parecen llevar necesariamente a una resocialización en la línea
que se ha propuesto.
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También encuentra fundamentación constitucional el fin de la pena que
conocemos como prevención general, es decir, el propósito de prevenir la
comisión de delitos mediante la conminación con la pena a la realización de
las conductas delictivas, tanto a través de la abstracta conminación que
efectúa la norma penal, como la realizada por la determinación concreta de la
pena a quien ha delinquido. En efecto, más allá de otras fundamentaciones
más genéricas, el mandato que para el Estado dispone el artículo 9.2 de la
Constitución exige su intervención para hacer que “la libertad y la igualdad
del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas”, así
como que remueva “los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud”. Si
proyectamos estos preceptos sobre la materia penal, podemos concluir que el
Estado está obligado a evitar la comisión de delitos incidiendo sobre la
generalidad de los individuos y no solo sobre los que efectivamente llegan a
cometerlos, con lo que queda así legitimado el fin de la prevención general de
las penas.
La integración constitucional expuesta sobre los fines de las penas no solo
encuentra acogida en la Ley General Penitenciaria de 1979, sino también en
el Código penal de 1995.
Aunque algunas de las instituciones del anterior Código penal eran
susceptibles de ser interpretadas desde la prevención especial, su base era
claramente retribucionista. Una vez en vigor la Constitución, la aprobación de
la Ley Orgánica General Penitenciaria supuso un paso decidido hacia
posiciones de prevención especial. En este sentido, el contenido del primer
artículo de este cuerpo legal es claro: “Las instituciones penitenciarias
reguladas en la presente Ley tienen como fin primordial la reeducación y la
reinserción social de los sentenciados a penas y medidas penales privativas de
libertad, así como la retención y custodia de detenidos, presos y penados”. Es
más, el desarrollo teórico de su articulado posibilita una concepción de la
resocialización acorde con la defendida, encaminada a la no comisión de
delitos sobre la base de la aceptación voluntaria del interno de un tratamiento
encaminado al desarrollo de su propia personalidad.
Las reformas operadas en el sistema de penas por el Código de 1995
asientan definitivamente nuestro Derecho penal en esta moderna
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configuración de los fines de las penas, tanto en lo que se refiere a la
supresión de las viejas denominaciones y clases de penas privativas de
libertad, como por la actuación sobre las penas cortas privativas de libertad y
por el sistema de sustitución de estas penas, a los que hay que añadir el
mantenimiento, con un carácter más amplio de la suspensión condicional de
la pena, aunque las últimas reformas del Código responden a planteamientos
que se alejan de las bases de esta política legislativa. Este cambio de
orientación se agudiza con las reformas que en el sistema de penas lleva a
cabo la reforma de 2015. Todo ello se aborda más detenidamente en la
Lección 5.
IV. El contenido de los elementos de la norma penal:
las medidas de seguridad
Las medidas de seguridad, como consecuencia diferenciada de la pena, se
prevén por vez primera en el Proyecto de Código penal noruego de 1902.
Desde entonces, han sido paulatinamente incorporadas a la totalidad de los
Ordenamientos jurídicos penales, lo que hace que se hable de un Derecho
penal dualista en sus consecuencias: pena y medida de seguridad.
La incorporación de las medidas de seguridad al arsenal punitivo del Estado
es una exigencia derivada del cambio de orientación del mismo. El paso del
Estado liberal no intervencionista y absolutamente ineficaz frente a la
criminalidad –para cuyas finalidades bastaba una pena de base retributiva– a
un Estado intervencionista que pretende incidir directamente sobre la cifra de
la delincuencia y adoptar medidas de intervención directa en la vida social,
puso de manifiesto la insuficiencia de la pena. En efecto, no existían medios
para afrontar los casos del no culpable altamente peligroso para la vida
comunitaria y del culpable con anomalía clara que le llevaba a delinquir, pero
cuya peligrosidad no podía ser afrontada con los reducidos medios de la pena.
Pero el nuevo intervencionismo no se limitó a los supuestos de peligrosidad
criminal propiamente dicha, es decir, de peligrosidad de realización de
hechos delictivos manifestada en la comisión de un delito, sino que se
extendió a la peligrosidad predelictual e incluso a la abstracta “peligrosidad
social”, independientemente de la comisión de un delito previo o posterior,
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ligada a unos estados o circunstancias personales o sociales del sujeto que,
por ello, era declarado peligroso, sin más. La medida de seguridad apareció
en la práctica como un instrumento muy apreciado por los Estados de corte
totalitario. La reafirmación del hombre y sus derechos como base de los
actuales modelos de Estado lleva a la necesidad de exigir como base de la
medida de seguridad la peligrosidad criminal exteriorizada en la realización
de un hecho delictivo.
Importa subrayar cómo la medida de seguridad tiene que basarse en una
constatación de la peligrosidad, que de forma análoga a la culpabilidad
respecto a la pena no puede presumirse, sino que tiene que ser resultado de un
juicio de pronóstico que, por otro lado, debe cumplimentar garantías
vinculadas al Estado de Derecho. Además el contenido de las concretas
medidas de seguridad debe respetar la dignidad del sujeto al que se aplican.
Las medidas de seguridad se incorporan al Ordenamiento penal español por
la Ley de Vagos y Maleantes de 1933, vigente hasta su sustitución por la Ley
de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970.
Ya antes de 1977 la doctrina –Barbero Santos, muy destacadamente–
denunció la incompatibilidad entre el sistema de peligrosidad social y los
postulados del Estado de Derecho, no resultando por ello aceptable más que
la intervención frente a la peligrosidad criminal por la comisión de un delito.
Aunque la gran reforma de 1983 no llegó a depurar el sistema de medidas en
el sentido expuesto, sucesivas sentencias del Tribunal Constitucional hicieron
inaplicables las medidas predelictuales de la Ley de 1970, quedando por ello
en vigor efectivo tan solo las medidas posdelictuales previstas en el Código
en su formulación de la reforma de 1983. Esta es la situación que consagra y
mejora el Código de 1995 –que derogó finalmente la Ley de 1970– a cuya
regulación dedica los artículos 95 y siguientes.
Las medidas de seguridad son intervenciones en los derechos del individuo,
privativas de libertad unas, como los internamientos en centros psiquiátricos,
de deshabituación o de educación especial, o privativas de otros derechos,
como prohibiciones de estancia o residencia, libertad vigilada, privación del
derecho a conducir vehículos o a la tenencia de armas, inhabilitación
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profesional, expulsión del territorio nacional o la custodia familiar (vid. arts.
96 y 105 del CP).
La aplicación de estas medidas requiere los siguientes presupuestos: 1) Que
el sujeto haya cometido un hecho previsto como delito. 2) Que exista un
pronóstico fundado de comisión de nuevos delitos. 3) Que el sujeto se halle
declarado total o parcialmente exento de responsabilidad criminal, a
consecuencia de anomalías o alteraciones psíquicas que impidan o dificulten
la comprensión de la realidad, de la ilicitud del hecho o el actuar conforme a
dicha compresión (arts. 101 a 104). Y, en el caso de la medida de seguridad
consistente en inhabilitación profesional, esta se decretará cuando se haya
producido el delito con abuso de la profesión, oficio o cargo (art. 107).
El sistema penal vigente queda configurado así como un sistema dualista,
que mantiene como consecuencias jurídicas del delito la pena y la medida de
seguridad. Pero este sistema dualista, frente al sistema anterior a 1983, no
acumula penas y medidas, sino que aplica alternativamente unas u otras, y
cuando aplica ambas a un mismo sujeto, lo hace combinadamente, conforme
al denominado “sistema vicarial”. Así, en primer lugar, si en el sujeto
infractor no concurren circunstancias que alteran las condiciones normales de
motivación por las normas, se deberán aplicar solo las penas; si, en segundo
lugar, el sujeto adolece de un trastorno que le hace ser declarado totalmente
exento de responsabilidad, se aplican solo las medidas; y, tercero, cuando el
trastorno no excluye del todo la responsabilidad, se aplican ambas
consecuencias jurídicas, pero se impone primero la medida, encaminada
directamente a intervenir sobre las circunstancias que dieron lugar a la
conducta delictiva y, si es privativa de libertad, el tiempo de la medida de
seguridad cumplida se descontará del tiempo al que se extienda la pena de
privación de libertad impuesta. Si cumplida la medida o alzada esta resta
todavía tiempo de ejecución de las penas de prisión, el Juez podrá suspender
el cumplimiento del resto de la pena, cuando la ejecución de esta ponga en
peligro los efectos resocializadores alcanzados por la medida (art. 99).
Todo el sistema se somete a la garantía de la proporcionalidad, pues la
medida de seguridad consistente en internamiento no podrá exceder del
tiempo que hubiese podido durar la pena privativa de libertad que le habría
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correspondido al sujeto de haber sido declarado responsable, o de la que
corresponda a la pena de prisión impuesta, en los casos de exención parcial
de responsabilidad.
No obstante, hay que tener en cuenta, tal y como se estudiará de manera
desarrollada en la Lección 34, que el Legislador español en la reforma del
Código penal operada en 2010 rompió con este sistema dualista, permitiendo
la aplicación conjunta de la pena y la medida de seguridad de la libertad
vigilada en el supuesto de sujetos imputables peligrosos. Si bien esta
posibilidad se limitó inicialmente a condenados por delitos sexuales (art. 192)
y terrorismo (art. 579), la reforma del Código penal de 2015 la ha ampliado
también a los supuestos de homicidio y asesinato (art. 140 bis), lesiones (art.
156 ter) y malos tratos habituales (173.2).
V. Bibliografía
Además de la bibliografía citada en la Lección 1, se recomienda la consulta
de:
ANTÓN ONECA, J.: La prevención general y la prevención especial en la teoría
de la pena. Universidad de Salamanca, Salamanca, 1944.
BARBERO SANTOS, M.: Marginación social y Derecho represivo. Bosch,
Barcelona, 1980.
DEMETRIO CRESPO, E.: Prevención general e individualización judicial de la
pena. Universidad de Salamanca. 1999.
MIR PUIG, S.: Función de la pena en el Estado social y democrático de
Derecho, 2.ª edición. Barcelona, Bosch, 1982.
PÉREZ MANZANO, M.: Culpabilidad y prevención: las teorías de la prevención
general positiva en la fundamentación de la imputación objetiva y de la
pena. Servicio de publicaciones del la UAM, Madrid, 1990.
ROXIN, C.: “Sentido y límites de la pena estatal” en Problemas básicos del
Derecho penal (traducción Luzón). Madrid, Reus, 1976.
TERRADILLOS BASOCO, J.: Peligrosidad social y Estado de Derecho. Akal,
Madrid, 1981.
— “Tratamiento jurídico-penal de la enajenación”, en Comentarios a la
Legislación penal, vol. 1. Edersa, Madrid, 1985.
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Lección 3
IGNACIO BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE
Universidad de Salamanca
JUAN TERRADILLOS BASOCO
Universidad de Cádiz
HISTORIA DE LA CIENCIA DEL DERECHO
PENAL
I. El estudio científico del Derecho penal
Las lecciones precedentes se han ocupado de intentar responder a las
preguntas de qué es el Derecho penal y cuáles son sus contenidos, sus fines y
sus límites. En esta Lección y en la siguiente se pretende exponer el
contenido que tiene la actividad científica, cuyo objeto de conocimiento es el
Derecho penal.
La exposición de las líneas generales que el conocimiento científico del
Derecho penal tiene en el momento actual ha de venir precedida de una
sintética exposición de su evolución histórica. Existe una línea de
pensamiento que arranca de la Ilustración y llega hasta nuestros días y que
condiciona la respuesta a dar a las cuestiones básicas del Derecho penal. Esta
evolución del pensamiento penal no sigue, ni mucho menos, una línea
homogénea, y la mayor parte de las veces el rechazo de las conclusiones a las
que llega el movimiento precedente es utilizado como punto de partida para
la elaboración de las nuevas construcciones.
En la exposición de esta línea de pensamiento hay indudables cortes que
suponen un paso atrás, o que tuvieron una importancia limitada en un
concreto momento histórico. En esta lección se prescindirá de su examen,
centrándose únicamente en la línea de pensamiento que, partiendo de la
Ilustración, llega hasta nuestros días.
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El estudio del pensamiento científico referido al Derecho penal se centra en
las denominadas “Ciencias penales”: dogmática jurídica, política criminal y
criminología. El contenido que tradicionalmente se les asigna es el siguiente:
la Dogmática es una disciplina estrictamente jurídica que tiene como objeto
el estudio exclusivo del Derecho positivo penal. La “Política criminal”, por
su parte, se ocupa de valorar la Legislación penal desde el plano de los fines
que con ella pretendan ser obtenidos y propone, en su caso, regulaciones
alternativas. Finalmente, la Criminología estudia el delito como un hecho de
la vida social o como un hecho de la vida del individuo.
II. Historia de la Ciencia del Derecho penal
1. Beccaria y el pensamiento de la Ilustración
La moderna Ciencia del Derecho penal arranca del pensamiento ilustrado y,
en concreto, de la obra de Beccaria “De los delitos y de las penas”, máxima
representación del pensamiento de la Ilustración en el campo penal. Con
anterioridad había habido ya estudios que tenían por objeto el Derecho penal.
Pero la naturaleza del Derecho penal anterior a este momento histórico, la
radical diferencia entre el Derecho de antes y el de después de la Ilustración,
hace que las obras que con anterioridad trataron temas penales carezcan de
interés directo para la comprensión de la actual Ciencia del Derecho penal.
Cesare Bonesana, marqués de Beccaria, publicó de forma anónima en 1764
Del delitti e delle pene. El contenido de esta obra no surge ex novo sino que
viene precedida de una coyuntura histórica y cultural que favorecía el que
surgieran estudios de este tipo. La Legislación penal entonces vigente hundía
sus raíces en el medioevo y respondía a una concepción teocrática del poder.
Además, la propia crisis política del siglo XVIII había ocasionado un notable
endurecimiento de la justicia penal. Esta situación entraba en contradicción
con las ideas filosóficas imperantes, que defendían un modelo de sociedad
que tomaba al individuo y su libertad como punto de partida. Todos estos
factores llevaban a que importantes sectores de la sociedad adoptaran
posiciones críticas frente al Ordenamiento punitivo. Estas quedan claramente
reflejadas en el libro del Marqués de Beccaria. Por tanto, “De los delitos y de
las penas” es un libro crítico, que sería hoy incluido dentro del apartado de la
Política criminal, pues concreta sistemáticamente todas las objeciones que el
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pensamiento ilustrado formulaba a la Legislación penal del Antiguo
Régimen.
El libro de Beccaria no es una obra aislada, pues, en este marco históricopolítico, autores como, Montesquieu, Marat y en especial Voltaire en su
“Defensa de los oprimidos”, formularon serios reparos al Derecho penal de la
época.
El pensamiento de Beccaria toma como punto de partida el contrato social
como origen de la constitución de la sociedad; al suscribirlo los hombres
hacen dejación de mínimos de libertad, que ponen en manos del Estado, que
crean mediante el pacto, para que se encargue de la conservación de sus
derechos y libertades. Las consecuencias que sobre el contenido de las Leyes
penales tenía este punto de partida y su comparación con el Derecho penal
del Antiguo Régimen le llevan a la formulación de una ardiente crítica de las
Leyes entonces vigentes.
Las críticas de Beccaria reposan sobre dos pilares: el primero es la
interdicción de la arbitrariedad, frente a la que proclama el principio de
legalidad de los delitos y de las penas y el segundo es la oposición a la
tradicional vinculación delito-pecado y al establecimiento de castigos
especialmente crueles, que le lleva a consagrar el principio de humanidad de
las penas. De estos principios extrae una lista de reformas concretas a
desarrollar que constituyen la base del “Derecho penal liberal”: humanización
general de las penas, abolición de la tortura, igualdad ante la ley,
proporcionalidad entre el delito y la pena.
La obra de Beccaria reflejaba las exigencias jurídico-penales de su tiempo,
lo que explica el éxito del libro y la inmediata trascendencia legislativa de su
contenido. Con carácter general, la plasmación de las propuestas de la obra de
Beccaria se produce a lo largo de todo el siglo XIX en la Legislación penal de
corte liberal, de la mano de los penalistas que más tarde quedaron integrados
bajo la denominación de “Escuela clásica”.
La obra de Beccaria fue traducida al castellano en 1774 por De las Casas.
Su publicación y difusión en nuestro país pasó por las dificultades que
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suponía la oposición de la Inquisición. Pese a ello es constatada su influencia,
junto a Filangieri, sobre Lardizábal, la figura más importante de la época.
Manuel de Lardizábal, nacido en México y formado en la Universidad de
Valladolid, recibió por el Consejo de Castilla el encargo de elaborar los
primeros –frustrados– intentos de reformar globalmente la Legislación de la
época, el “Plan y distribución del Código Criminal”. Más tarde, en 1782,
publica su obra clave, “El discurso sobre las penas, contraído a las leyes
criminales de España para facultar su reforma”. La obra de Lardizábal refleja
las peculiaridades y limitaciones de la Ilustración española y supone un
intento de hacer compatible las convicciones religiosas con las ideas
ilustradas, y así fundamenta el derecho de castigar conjuntamente en el
contrato social y en las obligaciones de un gobernante que encuentra en la
divinidad la legitimación de su poder.
En la difusión del pensamiento ilustrado en España fue clave la traducción
y difusión de la obra de Bentham llevada a cabo por Ramón Salas en la
última década del siglo XVIII. Ramón Salas, uno de los heterodoxos
españoles, fue denunciado a la Inquisición y perdió su cátedra de la
Universidad de Salamanca.
2. La Ciencia del Derecho penal bajo el pensamiento liberal.
La “Escuela clásica”
El protagonismo de la Ciencia del Derecho penal va a ser inicialmente
desarrollado por la Ciencia del Derecho penal italiana. La llamada “Escuela
clásica” elabora una Ciencia del Derecho penal acorde con las exigencias del
liberalismo de esta primera época.
El protagonismo italiano en este primer momento, así como las
características de sus propias construcciones, estaba favorecido por la propia
situación política y legislativa italiana. La inexistencia de una Legislación
única en toda Italia hasta finales del XIX, el carácter no liberal de las Leyes
entonces vigentes y la falta de unidad política, exigían a la doctrina, que
respondía a las directrices del pensamiento liberal, mantenerse alejada del
Derecho positivo y preparar construcciones que pudieran servir de base a un
futuro Código penal. El resultado más importante de esta línea de
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pensamiento es el Código italiano de 1889, que Jiménez de Asúa calificó
como “la obra más perfecta de la Escuela clásica, el fruto del brillante
desenvolvimiento alcanzado en el siglo pasado por la Ciencia penal italiana”.
La denominación “Escuela clásica” se debe al positivista Enrico Ferri, que
la utilizó con un sentido despectivo para englobar a todos los autores que, con
anterioridad a la aparición del Positivismo criminológico, se habían ocupado
de problemas jurídico-penales. Esta generalización olvidaba que antes del
Positivismo habían sido ya varias las direcciones doctrinales que,
defendiendo incluso posiciones opuestas, se habían ocupado del delito.
En relación con la Escuela clásica existe acuerdo en utilizar el término para
referirse a los penalistas temporalmente situados entre la Ilustración y el
Positivismo y que, ideológicamente, parten del pensamiento de Beccaria.
La obra de Beccaria tiene continuación en Italia mediante las aportaciones
de autores como, Filangieri, con su “Ciencia de la Legislación”, y
Romagnosi, autor de la “Génesis del Derecho penal”. En este libro aparecen
gérmenes de alguna de las ideas que más tarde desarrollará el Positivismo
criminológico como la teoría psicológica de los “spinta” y “contraspinta”.
Estos dos autores pueden considerarse como antecesores de la Escuela clásica
que aparece esencialmente vinculada a Carmignani, Rossi y Carrara; el
“Programa” de este último es considerada como la obra cumbre de la
Escuela.
Fuera de Italia, Feuerbach y Bentham son autores que representan el
pensamiento penal que se desarrolla bajo el primer Estado liberal. Feuerbach
es el autor del Código bávaro de 1813 y realiza aportaciones decisivas para la
formulación del principio de legalidad y para la elaboración de la prevención
general. Por su parte, Bentham abundó en las consecuencias de una
concepción utilitaria de la pena y lleva a cabo importantes estudios en el
ámbito penitenciario.
Aunque por lo antes dicho, con excepción de su ubicación temporal, es
difícil formular una lista completa de rasgos comunes a esta Escuela, pueden
señalarse los siguientes:
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a) El método empleado por los autores clásicos fue un método racionalista,
abstracto y deductivo. Los integrantes de esta Escuela parten de una serie de
principios generales preexistentes en los que fundamentan en último término
sus construcciones. Su creencia en la existencia de un Derecho natural hace
que sus elaboraciones no estén realizadas en función de un Ordenamiento
concreto y que busquen por tanto la formulación de criterios válidos para
todo tiempo y lugar. Así, Carrara consideraba que el delito es la infracción de
la Ley del Estado, pero esta a su vez ha de adaptarse a la Ley natural. Por
tanto, el objeto de análisis no es el Derecho positivo, sino un Derecho ideal
que debe ser elaborado con ayuda de la razón y del que las Leyes estatales
han de extraer un contenido.
b) Las construcciones de esta Escuela están vinculadas a los pilares del
liberalismo político: la legalidad como medio para defender los derechos
fundamentales y la humanización en la sanción penal.
De la vinculación al principio de legalidad se deriva la consideración del
delito exclusivamente como ente jurídico. Afirma Carrara que “el delito no es
un ente de hecho, sino un ente jurídico”.
La defensa de la humanización de las penas es consecuencia de la
revalorización del hombre frente al poder del Estado, postulado fundamental
del pensamiento liberal.
Finalmente, el principio de igualdad era consagrado formalmente a través
de la admisión de la igualdad de todos los hombres al ser todos ellos
igualmente libres –el hombre es responsable penalmente en cuanto lo es
moralmente y lo es moralmente por gozar del libre albedrío–. Esta afirmación
de la libertad de la persona es elevada por la doctrina clásica a la más alta
categoría constituyendo la base de todo su sistema.
c) La relativa unanimidad existente en los planteamientos señalados
desaparecía en la “finalidad de la pena”. En ella existían dos direcciones
claramente determinadas: de una parte, Rossi mantenía posturas
esencialmente retributivas, propugnando que el fin esencial del Derecho
penal es “el restablecimiento del orden social perturbado por el delito”.
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Frente a esta posición, Carmignani estimaba que el castigo del delito tiene
por fin evitar que se perturbe la seguridad de la convivencia humana, con lo
que aspira a un fin claramente preventivo. Ambas finalidades se adecuaban a
las exigencias del Estado liberal preindustrial.
En su conjunto, las aportaciones de esta Escuela se materializan en el
proceso de codificación que tiene lugar a lo largo del siglo XIX en los
Estados europeos y en las nuevas repúblicas latinoamericanas. Así, estos
primeros Códigos reflejan una humanización general del sistema punitivo
frente a las normas precedentes y cristalizan una serie de garantías firmes
frente al poder del Estado, en especial al consagrar el principio de legalidad.
Frente a estos aspectos positivos, el método lógico abstracto empleado y su
excesiva vinculación iusnaturalista lleva a los autores de esta Escuela a
importantes errores, como el alejamiento de la realidad, que les conduce a no
proponer soluciones válidas frente al crecimiento de la delincuencia, o el total
desconocimiento de la desigualdad material. Ambas no son sino
consecuencias de objeciones que pueden ser formuladas al modelo de Estado
liberal no intervencionista al que la Escuela obedece.
Los penalistas españoles del siglo XIX recibieron en primer término la
influencia de las obras de Filangieri y Bentham como queda plasmado en los
debates y en el contenido del Código de 1822. Con posterioridad, tuvo gran
trascendencia la obra de Rossi, traducida en 1839 por Cayetano Cortés, en
especial a través de la difusión que de sus posiciones llevó a cabo Francisco
Pacheco. Este fue el penalista español más importante de la época y en su
obra recoge las ideas básicas del autor italiano, al rechazar el contrato social
como fundamento del derecho de castigar y al propugnar una concepción
utilitaria de la pena.
Pacheco, además de ser inspirador del Código de 1848, es autor del primer
comentario realizado al mismo. La vigencia de un Código penal en nuestro
país desde esa fecha hace, como subraya Landrove, que la orientación de la
Escuela clásica, por influencia de la Escuela francesa de la exégesis, se dirija
hacia la interpretación de la Legislación penal artículo por artículo, en vez de
a la elaboración de un Derecho penal ideal. Junto a los Comentarios de
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Pacheco se realizan, bajo la influencia de la Escuela clásica, los de Vizmanos,
los de Castro y Orozco y, en especial, los de Groizard, estos ya al Código de
1870.
III. El Positivismo en la Ciencia del Derecho penal
La concurrencia en la segunda mitad del siglo pasado de un nuevo concepto
de Ciencia, unido a la variación del carácter del Estado, produjo un profundo
cambio de orientación en los estudios del Derecho. El gran desarrollo
alcanzado en el XIX por las Ciencias de la naturaleza provocaba un ambiente
científico entendiendo por tal, como expone Latorre, “la actitud mental que
veía en las ciencias el camino para resolver los problemas humanos y sociales
del mundo, de la fe en que la ciencia es no solo un método de conocimiento y
de dominio de la naturaleza y del hombre, sino también un saber de salvación
que redimirá a la humanidad de sus miserias y la conducirá a la felicidad”.
Tal dirección de pensamiento, progresivamente acrecentada por el desarrollo
de la filosofía positivista, llevaba a reservar el carácter de Ciencia a las
Ciencias de la Naturaleza y a las Matemáticas, pues solo en ellas concurrían
los rasgos de exactitud y de posibilidad de percepción por los sentidos, solo
ellas progresaban, y solo ellas utilizaban el método empírico, característico
del concepto positivista de Ciencia.
La Ciencia jurídica difícilmente podía superar tales requisitos. En 1847, en
el Berlín revolucionario, el Fiscal Von Kirschmann negaba en una sonada
conferencia el carácter científico a los estudios jurídicos. Las razones son
conocidas: falta de objeto estable –en cuanto las Leyes cambian de acuerdo
con la voluntad del Legislador–, ausencia de progreso y su no contribución al
desarrollo del progreso general de la humanidad. De ahí su descalificadora
frase de que dos palabras del Legislador bastan para convertir en papel de
viejo bibliotecas jurídicas enteras.
Junto a este nuevo concepto de Ciencia, el Estado liberal, al que respondían
las concepciones científicas y metodológicas anteriores, atravesaba una
profunda crisis. La Revolución industrial, la aparición del proletariado como
elemento de lucha política y las Revoluciones de 1848 reclamaban, con
carácter general, la adopción por los poderes públicos de políticas
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intervencionistas. En el ámbito propio del Derecho penal el aumento de la
tasa de criminalidad hacía aún más acuciante la adopción de una acción
positiva del Estado en la lucha contra la criminalidad. Todo este conjunto de
factores repercutían en el campo de la Ciencia del Derecho, que, en primer
lugar, va a pretender adoptar el método de las Ciencias de la Naturaleza, el
único que recibe el marchamo de “científico”. Aunque, sobre esta unidad
metodológica, las líneas generales que la Ciencia del Derecho había
desarrollado en los distintos países junto a las distintas opciones políticas
determinaron la presencia en la misma de diversas direcciones. Con carácter
general, en el ámbito penal las dos grandes corrientes fueron el Positivismo
criminológico, desarrollado sobre todo en Italia, y el Positivismo jurídico,
inicialmente aparecido en Alemania. La diferencia esencial entre ambas
reside en el objeto de análisis: el Positivismo criminológico estudió al delito
y al delincuente como realidades naturales, mientras que el Positivismo
jurídico centro su análisis sobre las normas jurídicas.
1. El Positivismo criminológico
La irrupción en el panorama jurídico de la Escuela positiva está
indisolublemente unida a la obra de Lombroso, y la culminación y desarrollo
de sus consecuencias a Ferri y Garófalo. César Lombroso era médico de
prisiones, con una formación en el método experimental obtenida en la
Universidad de Viena, sus trabajos constituyen el punto de arranque de esta
Escuela al hacerlos públicos periódicamente en revistas a partir de 1871 y con
posterioridad en 1876 en su conocido libro “L’uomo delinquente”. Por su
parte, Enrico Ferri defiende muy joven una tesis doctoral de gran resonancia
acerca de “La teoría de la imputabilidad y la negación del libre albedrío”, con
lo que cuestionaba la base de la responsabilidad penal que propugnaba la
Escuela clásica. En su amplia obra hay que destacar, por su repercusión
posterior, la “Sociología criminal”. Finalmente, Garófalo, que gozaba de una
más completa formación jurídica y a la vez de ideas más moderadas, fue
autor de “La Criminología”, e hizo accesibles a los cuerpos legales buena
parte de las construcciones del positivismo criminológico, al dotarles de una
fundamentación y consistencia jurídica de la que carecía la obra de los otros
dos autores.
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La característica fundamental de esta Escuela reside en la utilización del
“método experimental”, del “método científico”. Del empleo de este método
emanan las restantes características. La utilización del método inductivoexperimental está justificado, según el propio Ferri, por la idea de que todas
las Ciencias tienen una misma razón de ser y un idéntico objeto: el estudio de
la naturaleza y el descubrimiento de sus leyes para beneficio de la
humanidad. La adopción de este punto de partida les lleva a una variación
sustancial en el objeto, y este no será ya el delito como ente jurídico, sino
como acción humana, buscando la determinación de las causas personales o
sociales que lo han originado.
Tal estudio lleva a los positivistas a rechazar los puntos básicos sobre los
que descansaba la Escuela clásica. En primer lugar, negaron el libre albedrío.
Las investigaciones empíricas de Lombroso, que le conducen a la admisión
de la existencia de un delincuente nato, y el alegato de Ferri en su tesis
doctoral, exigían buscar otra fundamentación a la reacción penal. Esta no
podrá seguir siendo la responsabilidad moral, sino que “los actos del hombre
pueden ser imputados, y es, por tanto, responsable de ellos porque vive en
sociedad”. Con ello, no se niega el derecho a penar, sino que se busca otro
fundamento. Este concepto básico precisaba para ser transportable al Derecho
positivo de un complemento que lo concretizara y sirviera de criterio rector a
la hora de determinar la cantidad de sanción a imponer en cada caso. Su
construcción se inicia con la temibilità de Garófalo, que designa “la
perversidad constante y activa del delincuente y la cantidad de mal previsto
que hay que tener por parte del mismo delincuente”.
El intento de superar el Estado liberal no intervencionista se refleja
especialmente en su concepción de la lucha contra la criminalidad. El análisis
de los factores determinantes del comportamiento delictivo hace que la
conciban de forma mucho más global, como misión del Estado que no se
limita a la aplicación del Ordenamiento jurídico penal cuando ha sido
quebrantado, sino que ha de actuar en unos casos sobre el mismo delincuente,
en otros sobre los factores exógenos a él que le llevan al delito para, de este
modo, poder lograr una reducción de las cifras de criminalidad.
La orientación general hacia el futuro, por cuanto todo su sistema está
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estructurado sobre la base del autor del hecho delictivo y no sobre la base del
acto mismo, provoca el abandono de toda postura retribucionista en relación
a la sanción penal. Se llega, incluso, a evitar la utilización del término
“penal”, por sus reminiscencias retribucionistas. En esta misma línea se busca
la adecuación de la sanción penal a las condiciones particulares de cada
delincuente, de tal modo que posibilita la superación de su temibilità. La
existencia de delincuentes incorregibles llevará a la introducción del criterio
de inocuización a través de la sanción capital o de largas privaciones de
libertad.
El Positivismo criminológico, al estudiar las causas del delito, constituye el
origen de la actividad científica que hoy denominamos Criminología (véase
Lección 4). Respecto al Derecho positivo, su aportación más importante ha
consistido en establecer las bases para el movimiento de reforma europeo.
La aportación más relevante de estos positivistas ha consistido en subrayar
la necesidad de concebir la lucha contra el delito en el marco de la política
general del Estado, y en dar un contenido a la reacción penal distinto al
puramente represivo.
En sentido opuesto, debe valorarse negativamente el olvido por parte de
estos autores de las garantías individuales y que prescindieran del estudio del
Derecho positivo. Políticamente, la vía que abre el Positivismo criminológico
es peligrosa en cuanto que su idea organicista de la sociedad, valorando solo
al hombre en cuanto miembro de ella, coincide con la base de los posteriores
planteamientos totalitarios.
En España, el Positivismo criminológico tiene incidencia sobre todo en
Rafael Salillas, cuya obra se orienta fundamentalmente hacia la Criminología
y la Ciencia Penitenciaria. Sus trabajos tuvieron repercusión en la creación de
la Escuela de Criminología y en la constitución del Consejo Superior
Penitenciario. También pueden apreciarse importantes componentes
positivistas en la obra de autores correccionalistas como Dorado Montero o
en las primeras investigaciones de Jiménez de Asúa.
2. El Positivismo jurídico
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2.1. El Positivismo jurídico-penal
La recepción del Positivismo por parte de la Ciencia alemana del Derecho
penal tuvo consecuencias distintas a las que se produjeron en Italia. Los
penalistas alemanes también pasaron a utilizar el método experimental, pero
el objeto de interpretación será aquí el Derecho positivo. Las razones que
llevaron a este objeto son varias: por un lado, como recuerda Schmidt: “El
camino hacia el positivismo había sido iniciado mediante la aguda
fundamentación por parte de Feuerbach de todo el pensamiento jurídico sobre
la Ley”. Esta vinculación a la Ley tiene que ponerse en relación con la
vigencia del principio de legalidad como principio básico de toda
construcción liberal. Por otra parte, la propia situación legislativa alemana
favorecía aún más esta tendencia al promulgarse en 1871 el primer Código
penal alemán, válido para la totalidad de los Estados alemanes, con lo que ya
se daba el objeto estable que exigía el método científico. La vinculación a la
Ley también aparecía favorecida por la aportación de la Escuela Histórica, en
la que se hunden las raíces del logicismo que domina la argumentación
sistemática positivista.
La confluencia de todas estas razones es la causa que determinó la aparición
del Positivismo jurídico penal, caracterizado por la consideración del
Derecho positivo como la realidad a examinar y a la que debe dirigirse el
método de investigación. Dentro de este marco, la vinculación cultural y
política de los respectivos autores al modelo de Estado liberal no
intervencionista, o por el contrario, a las exigencias del Estado social
intervencionista, determinaron, desde un principio, la existencia de dos
corrientes con profundas divergencias entre sí, plasmadas en sus diferencias
respecto a la finalidad de la pena y al ámbito que se asigna a la Ciencia del
Derecho penal.
2.2. El Positivismo jurídico-normativista
Para los representantes de esta dirección, cuya principal figura es Binding,
el exclusivo objeto de análisis del jurista lo constituye el Derecho positivo.
En él existen principios generales, pero no como algo a priori, sino
deducidos de los textos positivos. Por ello, es principio no cuestionable la
exclusión de toda valoración metajurídica. Cualquier problema que no quede
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dentro del Derecho positivo carece de interés para el penalista. Pero esta
vinculación a la Ley no debe ser entendida como una vinculación a la
voluntad del Legislador. Binding defiende una vinculación al contenido de la
Ley en la interpretación, a lo que atribuye una propia lógica interna e
independiente.
El carácter estrictamente liberal de sus construcciones queda patente en su
teoría de la pena. Binding aboga por una concepción exclusivamente
retribucionista de la pena, como compensación de la violación del orden
jurídico y estima que una postura que incorporara finalidades preventivas
supondría incluir valoraciones metajurídicas. Esa defensa de las teorías
absolutas de la pena se corresponde con la teoría de la pena del Estado de
Derecho más clásico, configurada por Kant y Hegel, que circunscribe la
intervención estatal a la restauración del orden jurídico perturbado. En el
planteamiento de Binding aparece ya la actitud mental típica del Positivismo
de “aislamiento de un sector de la realidad, para estudiarlo al margen de los
otros aspectos de la misma realidad en que se encuentra inmerso”.
2.3. El Positivismo jurídico-sociológico
La segunda tendencia del Positivismo jurídico está representada
fundamentalmente por Von Liszt, que es cabeza de la “Escuela sociológica”,
también denominada Nueva escuela o dirección moderna. El Positivismo
representado por esta tendencia adopta como punto de partida las exigencias
del nuevo modelo de Estado, el Estado social de Derecho, lo que la lleva no
solo a una diferente orientación en cuanto a la finalidad asignada a la pena,
sino también a una distinta concepción de la propia Ciencia del Derecho
penal.
La figura de Franz Von Liszt ocupa toda una época del Derecho penal y
muchas de sus construcciones continúan siendo válidas hoy día. Von Liszt
fue autor del famoso “Programa de Marburgo”, con el que se abría una era en
el campo de la Ciencia penal; además, desarrolló a lo largo de su vida una
intensa actividad científica tanto en el ámbito nacional como internacional.
En 1880 publicó la primera edición de su Tratado; fue fundador con Van
Hamel y Prins, y verdadero motor de la Unión Internacional de Derecho
penal; impulsor de las reformas penales de principio de siglo; asimismo,
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fundó en 1881 la más importante publicación periódica de Derecho penal, la
ZStW, y, finalmente, desarrolló una importante función docente en su
seminario de la Universidad de Berlín, por el que pasó toda una generación
de penalistas europeos.
Independientemente de las variaciones que sus construcciones
experimentaron a lo largo del tiempo, su obra, y en general su concepción de
la Ciencia del Derecho penal, está presidida por un dualismo, reflejo del
dualismo del Estado al que respondía. Entiende que la actividad científica en
el Derecho penal ha de abarcar dos ámbitos, por un lado, el estudio del delito
y la pena en la realidad, por otro, el estudio sistemático de los preceptos
penales; todo ello comprendido dentro del término por él acuñado de
“gesamte Strafrechtswissenschaft”, cuya traducción española no resulta
agraciada: ciencia penal totalizadora o integrada. La dualidad de objetos le
conduce necesariamente a un dualismo metodológico: método empírico, para
el examen del delito y de la pena como hechos que se producen en la
realidad, y método jurídico, para el estudio del Derecho positivo. En esta
construcción concibe a la Política Criminal como actividad científica que
propone soluciones en la lucha contra el delito.
Dentro del método jurídico, la construcción de Von Liszt se caracteriza por
el rechazo a acudir a la filosofía para el estudio científico del Derecho
positivo, estudio que se ha de efectuar mediante la lógica formal y por la
utilización de la realidad empírica metajurídica dentro de la construcción
dogmática. Junto a esta amplitud de la Ciencia del Derecho penal, sus
construcciones, asentadas sobre la ideología de un Estado intervencionista,
propugnan el rechazo de la sanción penal meramente retributiva, al defender
una pena orientada hacia la prevención especial. Esta se estructura sobre un
triple contenido: corrección de los delincuentes susceptibles y necesitados de
mejora, abstención de reacción punitiva en el caso de delincuentes no
necesitados de mejora e inocuización de los delincuentes incorregibles.
2.4. Ciencia del Derecho penal y Positivismo
La aportación del Positivismo jurídico a la Ciencia del Derecho penal es
decisiva, en especial en cuanto supone el punto de arranque de lo que hoy
denominamos Dogmática jurídica. La aplicación del método experimental al
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estudio de la Ley lleva a afirmar la existencia de unos contenidos comunes en
todos los delitos: los elementos del delito. Estos elementos poseen un
contenido claramente diferenciado y guardan entre sí una relación lógica. La
apreciación por el Juez de la concurrencia de todos ellos determinará la
afirmación de la responsabilidad penal. Esta construcción creada por el
Positivismo jurídico ha sido el marco de discusión de la Ciencia del Derecho
penal hasta nuestros días, y su evolución ha supuesto el desarrollo de la
Dogmática jurídica hasta unos niveles no conocidos en otras ramas del
Ordenamiento jurídico.
En España, y en general en los países de nuestro ámbito cultural, ha sido
decisiva la influencia de la obra de Von Liszt, traducida y comentada por
Jiménez de Asúa y Saldaña. Ambos autores, junto a Cuello Calón, fueron
discípulos directos del penalista alemán en la Universidad de Berlín. Ahora
bien, estos autores que, como más adelante se verá, evolucionaron hacia
posiciones encuadradas dentro del Neokantismo, presentan siempre en su
obra otros elementos que indican su formación originaria en la que han
recibido influencia del correccionalismo español y de los penalistas italianos.
Esta formación previa explica, en buena medida, que sus posiciones se sitúen
en la línea del Positivismo que representa Von Liszt. Antón Oneca,
acertadamente, ha agrupado a estos autores españoles bajo la denominación
de “la generación española de la Política criminal”.
2.5. La “Escuela correccionalista”
Sanz del Río defendió en España las ideas correccionalistas de Röder,
discípulo del filósofo alemán Krause. El pensamiento humanista de este
autor, que resultaba excéntrico en el radicalismo germánico de Kant y Hegel,
en cambio encontró en España un terreno abonado por lo mejor del
humanismo cristiano-hispánico. En el ámbito penal, su idea central es la
consideración del delito como una determinación defectuosa de la voluntad
contraria al Derecho, que revela una enfermedad psíquico-moral y que
necesita una corrección que elimine la voluntad injusta. La pena, por tanto, va
dirigida a la corrección de aquél que ha delinquido. Este planteamiento tuvo
amplia difusión en la España de la segunda mitad del siglo XIX, pero
habitualmente incorporando a sus construcciones elementos que provienen de
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otras concepciones del Derecho penal. En esta corriente de pensamiento hay
que situar la obra de autores como Aramburu, Silvela, Concepción Arenal y,
especialmente, Dorado Montero.
Don Pedro Dorado Montero, catedrático de la Universidad de Salamanca y
figura clave, junto con Unamuno, para explicar su resurgimiento, propugna
en su obra posiciones correccionalistas a las que llega desde planteamientos
inicialmente vinculados al Positivismo criminológico. Es obligada la
referencia a su “Derecho protector de los criminales” en el marco de un
concepto revolucionario de la idea de Estado. En su obra sustituye lo
represivo por lo tuitivo y propugna una idea de la pena como un bien para
quien la recibe. Esta utopía, que es el eje central de sus construcciones,
constituye una de las más originales y brillantes aportaciones realizadas por
un penalista español a la reflexión sobre los problemas centrales del Derecho
de castigar.
IV. La crisis del Positivismo jurídico
Desde finales del XIX comenzaron ya a desarrollarse movimientos
doctrinales encaminados a la superación del Positivismo jurídico. En esta
línea hay que situar entre otras a la Escuela del Derecho libre, a la
Jurisprudencia de intereses, a las diversas tendencias de Neokantismo y a la
Teoría fenomenológica del Derecho. Dentro de estas corrientes las dos
citadas en último lugar, el Neokantismo y la Teoría fenomenológica del
Derecho, son las que tienen más trascendencia sobre la Ciencia del Derecho
penal, en gran medida por ser sus impulsores, a la vez, estudiosos del
Derecho punitivo.
1. El Neokantismo
Dentro de las dos grandes direcciones de este movimiento: la Escuela de
Marburgo y la Sudoccidental alemana, es esta la que juega un papel decisivo
en la evolución de la Ciencia penal. Su origen hay que situarlo en la
conferencia pronunciada en Estrasburgo, en 1894, por Windeband, bajo el
título “Historia y Ciencia de la naturaleza”. Su desarrollo teórico, con
carácter general, giraba en torno a la obra de Rickert y su influencia en el
campo penal tuvo lugar, en particular, a través de las aportaciones de Lask,
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Radbruch y Sauer.
La objeción básica que desde esta Escuela se formula al Positivismo es la
insuficiencia de su concepto de Ciencia. Como recuerda Larenz: “Es preciso
plantear la cuestión de si, en efecto, se puede aprehender la totalidad de la
realidad de la que se tiene noticia con los métodos de la ciencia natural
exacta”. Si la respuesta a esta cuestión fuera negativa, se habría probado con
ello la justificación y la necesidad de otra clase de ciencias, las denominadas
“ciencias del espíritu”, y de otra clase de métodos distintos de los científiconaturales. La respuesta dada por los autores encuadrados en esta dirección
fue, efectivamente, negativa, pues las Ciencias Naturales solo permiten un
conocimiento parcial, aquello igual que se repite, pero no posibilitan la
determinación de aquellos rasgos que identifican o hacen relevante a un
objeto en su individualidad. Para poder realizar este tipo de conocimientos, es
necesario referir los datos de la realidad a los valores de una comunidad. Esta
referencia de hechos de la realidad a los valores se realiza a través de las
“ciencias de la cultura” entre las que se encuentra el Derecho. Es importante
subrayar el carácter subjetivista de la construcción neokantiana; la realidad es
la misma que en el enfoque positivista, pero es tomada en consideración
desde los valores del que la interpreta.
Tales reflexiones llevan a efectuar una división tajante: de un lado, las
Ciencias naturales que consideran su objeto como libre de valores y de
sentido y, de otro, las Ciencias Culturales, que refieren su objeto a los valores
y tienen por tanto, sentido. Esta distinción terminante provoca una división
metodológica entre Ciencias del ser, las Ciencias Naturales, y Ciencias del
deber ser, las Ciencias de la Cultura.
La consideración de la Ciencia del Derecho como Ciencia del deber ser ha
estado en la base de los estudios jurídico-penales hasta nuestros días y ha
producido efectos de distinto signo. De una parte ha servido de base para un
gran desarrollo de la Dogmática jurídico-penal, en particular de los estudios
de la teoría del delito, al delimitar con claridad qué era lo que en su opinión
debía constituir el objeto de análisis que pertenecía a la Ciencia del Derecho
penal, frente al que debía ser analizado por las Ciencias de la Naturaleza, en
este caso por la Criminología. Junto a este efecto positivo está el negativo de
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favorecer el vivir de espaldas a la realidad, de prescindir de los resultados de
las Ciencias empíricas; en suma, la objeción a la separación de ambas ramas
del conocimiento es precisamente el no establecer vías de comunicación y
coordinación entre ellas.
El traslado del Neokantismo al estudio del Derecho penal únicamente trajo
consigo una revisión de los resultados a los que se había llegado mediante el
Positivismo jurídico, lo que viene a confirmar, como señalara Welzel, el
carácter complementario de ambas teorías, que se explica si se considera la
identidad del punto de partida, ya que el concepto de lo que es realidad es el
mismo en ambos casos: el Derecho positivo. En este sentido, la aportación
del Neokantismo consiste en la aplicación a ese objeto de las estructuras del
pensamiento del intérprete. Dentro de esta corriente hay que destacar entre
otras muchas las obras de Frank, Radbruch, Mayer, Engisch y, sobre todo,
Mezger.
En España la influencia de esta corriente ha sido muy importante. En su
desarrollo son claves: las aportaciones de Jiménez de Asúa, con su “Discurso
de apertura del curso 1931-1932” en la entonces Universidad Central, que
abre el interés por la Dogmática; la traducción y notas de Rodríguez Muñoz
al “Tratado de Derecho penal” de Mezger y el “Derecho penal, Parte
General” de Antón Oneca. Estas obras son claves para poder comprender la
evolución y contenido de la actual Dogmática penal española.
Ahora bien, el estudio integral del Derecho penal siguió ocupando a buena
parte de la Ciencia del Derecho penal hispana, que junto a estudios
dogmáticos realizó importantes trabajos político-criminales que garantizan su
conexión con la realidad. La obra de Jiménez de Asúa y de Antón Oneca
exterioriza claramente esta dualidad. Marcadas sus vidas y su obra por el
drama de la guerra civil, uno en el forzado exilio de Hispanoamérica y el otro
en el exilio interior de su cátedra de Salamanca, tras haber sido expropiado de
la de Madrid y de su condición de Magistrado del Tribunal Supremo,
profundizaron en el contenido que debía tener un Derecho penal que se
adecuara a las exigencias del trágicamente perdido Estado de Derecho.
2. El Finalismo
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Surge esta teoría en el marco de los planteamientos fenomenológicos de los
años veinte, influida, como reconoce su más destacado representante, Welzel,
por las nuevas direcciones de la psicología del pensamiento y de la teoría
sociológica de Weber.
El punto de partida de sus construcciones es distinto del adoptado por las
anteriores corrientes de pensamiento. Para los finalistas, los resultados de las
Ciencias Culturales no dependen exclusivamente de las valoraciones que el
científico introduzca en su consideración del objeto, sino que el objeto que se
quiere analizar condiciona los resultados del razonamiento científico. Todo
ello provoca un giro básico en el enfoque científico pues, como afirma
Welzel, “el método no determina el objeto de conocimiento, sino que, al
contrario, el método, de forma esencialmente necesaria, tiene que regirse por
el objeto como pieza ontológica del ser que se trata de investigar”.
El Finalismo opone por tanto al subjetivismo Neokantiano, en el que los
resultados dependían de las valoraciones del sujeto, el objetivismo de la
naturaleza de las cosas de las estructuras lógico-objetivas. El Finalismo sigue
admitiendo la distinción entre Ciencias de la Naturaleza y Ciencias del
Espíritu, claramente diferenciadas en función de la parte del ser que una y
otra esperan llegar a conocer. Las Ciencias Naturales pretenden el
conocimiento de la realidad causal, la Ciencia del Derecho estudia la realidad
de las acciones humanas en su finalidad. En este sentido no aspiran a una
Ciencia Penal integradora o total, sino que dan por buena la división
neokantiana.
Welzel traslada este planteamiento de la filosofía del Derecho al ámbito
penal con su “Studien zum System des Strafrechts”, publicado en 1939.
Sobre este punto de partida la realidad debe condicionar las construcciones
del intérprete. En concreto, la naturaleza final de las acciones del hombre y su
libertad no pueden ser desconocidas a la hora de determinar el contenido de
los elementos de la teoría del delito. Welzel y sus seguidores, entre los que se
cuentan autores como Maurach, Kaufmann y Hirsch, elaboran un sistema en
la teoría del delito que se aparta del propugnado por el Positivismo y el
Neokantismo, en el contenido de los distintos elementos y en sus
consecuencias prácticas.
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La doctrina finalista fue dada a conocer en nuestro país por Rodríguez
Muñoz a comienzo de la década de los cincuenta y su influencia es clave en
la obra de Cerezo, Suárez Montes y Córdoba.
3. El enfrentamiento entre el Neokantismo y el Finalismo
El enfrentamiento entre la sistemática neokantiana y la finalista ha ocupado
preferentemente la atención de la doctrina durante un largo período de
tiempo. El estado de la Ciencia del Derecho penal en la actualidad está en
gran medida condicionado por las consecuencias positivas y negativas de esta
auténtica lucha de escuelas que monopoliza durante décadas el debate
doctrinal. La consecuencia negativa más importante ha sido, en la totalidad
de las corrientes doctrinales incluidas en el Positivismo a pesar del intento
inicial del Finalismo, caer en una actitud de aislamiento de la realidad. Por el
contrario, en el aspecto positivo la Dogmática jurídico-penal ha adquirido un
nivel de desarrollo superior al de otras ramas del Ordenamiento jurídico, lo
que resulta muy conveniente pues se trata en definitiva de limitar mediante
criterios seguros la intervención del Estado sobre los derechos más
fundamentales de la persona y proporcionar así la máxima seguridad jurídica.
V. Las tendencias actuales
El panorama dogmático actual que, en general, acepta los modelos
sistemáticos heredados, aborda la construcción teórica de los elementos del
delito a partir de referencias axiológicas y metodológicas extra-penales.
Las propuestas garantistas, cuyo más destacado representante es Ferrajoli,
proponen una reconstrucción de las categorías dogmáticas desde los
principios garantizadores que caracterizan, materialmente, al Estado
democrático.
Esta reivindicación de los criterios limitadores del ejercicio del ius puniendi
–reivindicación que solo puede ser consecuente en marcos constitucionales–
lleva a programas político-criminales de mínimos, que restringen
considerablemente el ámbito de intervención estatal punitiva.
Así, la prevención se yergue en referencia esencial del sistema penal, solo
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justificado en la medida en que confluyan en él, limitándolo, tanto la
necesidad de prevención del delito como la de prevención de reacciones
desproporcionadas frente al delito. Si este es negación de derechos
fundamentales, el Estado democrático no puede hacer dejación de sus
obligaciones de tutela de derechos mediante la prevención, que queda así
legitimada; pero dejaría de ser legítima una política penal preventiva que
recurriera a negación desproporcionada –o no estrictamente necesaria– de
derechos fundamentales. Prevención y garantías no se excluyen; antes bien
son dos caras de la misma moneda que se explican y limitan recíprocamente.
Pero lo esencial de estas propuestas radica en su esfuerzo por no deferir la
aplicación de los criterios limitadores a las fases aplicativas del Derecho ni
por confinarlos exclusivamente al nivel de las estrategias político-criminales
previas a la labor del legislador. Se trata de incorporar el garantismo a la
labor dogmática, con la consiguiente reformulación de los elementos de la
teoría jurídica del delito, que no pueden seguir siendo cómplice alibi del
derecho a castigar, sino, en sentido totalmente contrario, constituyéndose en
sus límites.
El minimalismo, desarrollado por Baratta, fundamentalmente en el ámbito
criminológico, o, en su forma más extrema de abolicionismo, por Hulsman,
acentúa los elementos teóricos de deslegitimación del poder y, en concreto
del poder de castigar, desplazando la cuestión penal a planos y soluciones
alternativas a la respuesta penal.
Por su parte, y con puntos de partida sustancialmente distintos, las
propuestas genéricamente denominadas funcionalistas responden a una
pujante atención a la realidad metajurídica, lo que comporta incluir en la
reflexión dogmática las preocupaciones político-criminales, con los
consiguientes ajustes metodológicos. Aunque sin romper con el pensamiento
sistemático.
Quizá, el más influyente representante de esta tendencia sea Roxin. En una
de sus aportaciones más significadas –“Política criminal y sistema del
Derecho penal”, programática ya en el título–, propone superar la dualidad
política criminal-dogmática que presidió los trabajos de Von Liszt, para
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integrarla en un modelo único.
La construcción dogmática de Roxin se configura como un proyecto
teleológico, en cuanto tendencialmente regido por objetivos preventivos,
pero, también, integrador de los límites formales y materiales –incluso de
base ontológica– propios del Estado democrático.
Su dogmática responde inicialmente, a la conciencia jurídica general, que
descontenta e insegura frente a la infracción, exige que se afirme la vigencia
de la norma mediante el castigo del infractor. Lo que seguramente tendrá un
efecto preventivo, identificado no con el aquietamiento de conciencias por
afirmación de vigencia de la norma, sino con la evitación de delitos futuros,
lográndose con ello la tranquilidad ciudadana, pero más que como objetivo,
como efecto necesario.
El modelo teleológico-político criminal propuesto responde a la
reivindicación elemental de que los fines del sistema penal estén presentes a
la hora de construir teóricamente los presupuestos de la punibilidad. Se trata,
sí, de construir un sistema penal orientado a las consecuencias, pero sin
incurrir en un empobrecedor “consecuencialismo”, sino incorporando
criterios axiológicos que han de ser desarrollados en la materia jurídica.
Con un punto de partida diferente –anclado en Luhmann y en su premisa de
que la norma se legitima, eludiendo cuestionarse la posibilidad de otros
criterios, solo porque es aceptada–, Jakobs propone, a partir de 2003, un
modelo penal de vocación descriptiva –y, por tanto, conservador–, elaborado
sobre un confesado relativismo y orientado a la función preventivo-general
integradora o “positiva”.
Su funcionalismo normativista sustituye las referencias a la realidad
metajurídica por la entronización, como centro del sistema, de la vigencia
real de la norma, y su dogmática parte de un concepto de injusto articulado
desde una perspectiva social: “La acción es expresión de un sentido... y su
imputación a la persona que ha actuado no se producen por la configuración
en sí, sino que se imputa...como ruptura del orden vigente”. La expresión de
sentido jurídico-penalmente relevante de una acción injusta está, para el
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autor, en la toma de postura frente a la validez de la norma que aquella
comporta de modo inseparable.
El resultado no se identificará, en consecuencia, con la lesión, actual o
potencial, de un bien jurídico, sino con la lesión a la vigencia de la norma, en
tanto que definición del papel que cada ciudadano ha de jugar. La lesión a la
vigencia de la norma es, por tanto, lesión a la función.
El objetivo del sistema penal es la prevención, pero no como evitación de
futuros delitos –“la sanción no tiene un fin, sino constituye en sí misma la
obtención de un fin”–, sino como imposición de una determinada visión de la
realidad, para lograr la fidelidad al Ordenamiento jurídico.
En la medida en que esa fidelidad queda debilitada cuando el sujeto puede
actuar conforme a las expectativas que su rol genera en los demás y, sin
embargo, las frustra mediante un comportamiento contrario a la norma, es
necesario fortalecerla. La función de la pena impuesta al sujeto culpable es
restablecer la firmeza de una norma que ha sido violada y que necesita, frente
a la violación, afirmar su vigencia: la pena “existe para caracterizar al delito
como delito, lo que significa lo siguiente: como confirmación de la
configuración normativa concreta de la sociedad”.
Desde una perspectiva político-criminal, las propuestas funcionalnormativistas de Jakobs proponen la práctica disolución del bien jurídico –
que se diluye en la propia norma–, y de la culpabilidad –construida al margen
del sujeto cuya responsabilidad se examina–, así como la renuncia a objetivos
de prevención material, lo que las sitúa en las antípodas del pensamiento
garantista.
Sobre este fondo dogmático, construido al margen de referencias
axiológicas, han ido confluyendo corrientes doctrinales que comparten la
subestimación del sistema de garantías y que alimentan la omnipresente
deriva totalitaria de la política criminal de nuestros días. La doctrina de la
seguridad nacional, difundida en Latinoamérica desde la Escuela Militar de
Panamá desde los años cincuenta, encontró su continuación natural,
especialmente a partir de los atentados terroristas a las Torres Gemelas de
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Nueva York el 11 de septiembre de 2001, en las propuestas políticocriminales de la “Patriot Act USA”, de difusión inmediata no solo por la
relevancia militar y política de la metrópoli, sino también por la pujanza, en
los países del área de influencia de los Estados Unidos, de la ideología de la
emergencia, abocada a afrontar las manifestaciones más graves de
criminalidad mediante la exasperación punitiva y la relativización –propuesta
como coyuntural, pero que siempre termina por integrarse en las estructuras–
de las garantías democráticas.
El precipitado natural de estos aportes, el Derecho penal del enemigo, que
reserva las garantías democráticas para los ciudadanos y que, a pesar de su
nombre, busca la inocuización total –y, por tanto, al margen del Derecho– de
quien se coloca frente al statu quo, ya ha producido cambios normativos que,
inicialmente confinados a la lucha contra terrorismo, narcotráfico, lavado de
activos, o pedofilia, han terminado por laminar todo el entramado garantista
propio del Estado de Derecho.
Al mismo efecto colaboran propuestas de origen muy distinto como puede
ser el llamado Derecho penal del riesgo, orientado a modelos preventivistas
que reducen las áreas de riesgo permitido y pivotan sobre la criminalización
no del resultado lesivo sino del peligro (estadístico, actuarial, presunto en
definitiva) de su producción, con la inevitable expansión punitivista.
La globalización económica, a su vez, brinda el marco desregulador que
explica la inhibición penal frente a las conductas funcionales al mercado –
confiado en exclusiva a la lex mercatoria– y el control penal más rígido de
los sujetos disfuncionales al mismo: los marginales, representados
paradigmáticamente por el inmigrante irregular, y los insurgentes, encarnados
por el terrorista.
VI. Bibliografía
ALAGIA, A., SLOKAR, A., ZAFFARONI, R.E.: Manual de Derecho penal. Parte
General, 2ª ed. Ediar, Buenos Aires, 2006.
FERRAJOLI, L.: Derecho y razón (traducido por Andrés Ibáñez, P., Bayón
Mohino, J.C., Cantarero Bandrés, R., Ruiz Miguel, A., Terradillos Basoco,
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J.), 2ª ed. Trotta, Madrid, 1997.
JAKOBS G.: “Sobre la teoría de la pena”. Poder Judicial, nº 47, 1997.
LLOBET RODRÍGUEZ, J.: Cesare Beccaria y el Derecho penal de hoy, 2ª ed.
Editorial Jurídica Continental, San José de Costa Rica, 2005.
— Nacionalsocialismo y antigarantismo penal (1933-1945). Editorial
Jurídica Continental, San José de Costa Rica, 2015.
PRIETO SANCHÍS, L.: La Filosofía penal de la Ilustración. Instituto Nacional de
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ROXIN, C.: Política criminal y sistema del Derecho penal, (trad. Muñoz
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TERRADILLOS BASOCO, J.M.: “Financiarización económica y política criminal”,
en SERRANO PIEDECASAS, J.R., y DEMETRIO CRESPO, E. (dir.): El Derecho
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ZAFFARONI, R.E.: Derecho penal. Parte General, 2ª ed. Ediar, Buenos Aires,
2002.
ZUGALDÍA ESPINAR, J.M. (dir.): Derecho penal. Parte General. Tirant lo
Blanch, Valencia, 2002.
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Lección 4
IGNACIO BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE
Universidad de Salamanca
LA CIENCIA DEL DERECHO PENAL
EN LA ACTUALIDAD
I. Introducción
1. Consideraciones generales
El rasgo más característico de la actual situación del conocimiento
científico del Derecho penal es la crisis del concepto de Ciencia del Derecho
penal heredado del Neokantismo. La causa directa se encuentra en la
mutación que han sufrido las perspectivas desde las que debe considerarse el
objeto del Derecho penal. No es que el objeto haya dejado de ser el Derecho
penal, sino que se ha evitado la visión parcial a la que necesariamente lleva
considerar únicamente el Derecho penal como conjunto de normas. El
Derecho penal, como se ha visto en la Lección 1, es un instrumento de
control y de incidencia social, que busca no solo el mantenimiento de un
determinado orden social sino también su desarrollo orientado hacia la
vigencia real de los valores constitucionales. En consecuencia, si se considera
que el eje central para la concreción del contenido del Derecho penal lo
constituye la función que desempeña en la sociedad, es ineludible no limitar
la investigación a la letra de la norma.
Por estas razones al jurista no le basta con estudiar qué contenido tienen las
normas penales, sino que también ha de tener en cuenta los intereses que
determinan el contenido de las normas y la aplicación real que tenga el
Derecho positivo. Además, en el estudio del contenido de los preceptos, hay
que entender como criterio decisivo la finalidad que se pretende lograr con el
Derecho, y en último término, pronunciarse sobre dichos fines y sobre si los
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preceptos concretos son adecuados para el alcance de los mismos. El Derecho
penal, por tanto, ha de estudiarse en el marco de todo el proceso de control
social del que el contenido concreto de la norma es sólo una parte.
Se asiste hoy, por tanto, a una vuelta a los planteamientos integradores que
propugnaba Von Liszt, hace ahora un siglo. El problema central continúa
siendo establecer los vínculos de unión entre el análisis jurídico y el análisis
empírico, y profundizar los puntos de posible relación entre el Ordenamiento
penal y la realidad social.
Este rasgo aparece acompañado en las últimas décadas por un proceso de
internacionalización del Derecho y de la Ciencia penal que va más allá de las
relaciones entre penalistas de distintas nacionalidades y que debe situarse en
un mundo cada vez más globalizado.
2. Factores determinantes de la situación actual
La necesidad de estudiar el Derecho penal en todos sus aspectos resulta de
una suma de factores que surgen de tres ámbitos íntimamente
interrelacionados: el histórico, el de la evolución del pensamiento científico y
el de la reforma de los Códigos Penales.
2.1. Factores históricos
Los excesos del nacionalsocialismo, la derrota en la Segunda Guerra
Mundial y la posterior ocupación de Alemania por países de una tradición
jurídica distinta a la germana influyeron decisivamente en la tendencia
general a abandonar el Positivismo que sigue a la finalización del conflicto
bélico.
La crisis que supuso para los juristas el conocimiento de los excesos del
Nacionalsocialismo les llevó a la búsqueda de valores fuera del Derecho
positivo que les permitieran, ante situaciones análogas, rechazar las Leyes al
poner su contenido en relación con valores y principios situados fuera de las
mismas. Este hecho en sí no suponía un abandono del pensamiento
sistemático imperante en la Ciencia penal, sino la búsqueda de criterios de
legitimación, con lo que, por tanto, no se cuestionaba el método de
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conocimiento.
El segundo factor histórico lo constituyó la ocupación angloamericana, que
trajo como consecuencia el contacto con el pensamiento jurídico de países en
los que, frente a la validez de los grandes sistemas, era dominante el estudio
del caso concreto a resolver. Todo ello se tradujo en un giro hacia el
denominado pensamiento problemático. El reflejo más claro de este cambio
de orientación fue la obra publicada en 1953 por Viehweg, bajo el título
“Topik und Jurisprudenz”.
En el campo penal presenta particular dificultad el rechazo del pensamiento
sistemático y su total sustitución por el pensamiento problema, ya que las
particulares exigencias de seguridad jurídica, vinculadas al principio de
legalidad y a la función que cumple la Dogmática, exigen la permanencia del
sistema, lo que no debe ser obstáculo para señalar la necesidad de revisión de
algunos puntos hasta ahora no cuestionados. En desarrollo de esta vía, un
sector doctrinal –Engisch, Jescheck– subraya con acierto cómo el
pensamiento tópico, rechazado como alternativa global al pensamiento
sistemático, debe ser utilizado para afrontar problemas concretos de nuestra
disciplina. Piénsese en aquellos puntos en los que el marco de la Ley concede
una gran capacidad de decisión al Juez, como en las cláusulas abiertas, en los
elementos normativos o en el contenido de las circunstancias eximentes.
Paralelamente, tras el conflicto bélico mundial se inician en todo el mundo,
y especialmente en Europa, procesos de regionalización política. La Unión
Europea es la expresión más paradigmática de estos procesos, y su
construcción está llena de las consecuencias jurídicas que abren los procesos
de convergencia entre las Legislaciones de los Estados miembros, que en
buena medida responden a valores comunes.
La internacionalización tiene además una dimensión más global que se
inicia en 1948 con la aprobación de la Declaración Universal de Derechos
Humanos por las Naciones Unidas, seguida en el mismo marco por la
sucesiva aprobación de tratados internacionales en el marco del proceso de
normativización de los Derechos Humanos, en los que se califica a conductas
particularmente disvaliosas como Crímenes contra la Humanidad. Este
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proceso de internacionalización tiene también consecuencias en un aumento
de la criminalidad transfronteriza, manifestación en muchos casos de la
criminalidad organizada.
Toda esta internacionalización aparece acompañada por la existencia de
Tribunales con competencia supranacional, como el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos con sede en Estrasburgo o la Corte Interamericana de
Derechos Humanos situada en San José de Costa Rica. En esta dirección, el
paso más importante ha sido la creación en 1998 del Tribunal Penal
Internacional, con sede en la Haya, regulado por el Estatuto de Roma y que,
obtenidas las necesarias ratificaciones, entró en funcionamiento en 2002.
Esta situación lleva a una progresiva internacionalización del Derecho
penal, con necesarias repercusiones paralelas en su estudio científico que no
puede limitarse por tanto a los límites normativos de una Legislación
nacional.
2.2. Auge de las Ciencias Sociales
A partir de los años cincuenta del siglo pasado toman carta de naturaleza las
Ciencias Sociales, fundamentalmente la Psicología y la Sociología, dotadas
de un instrumental conceptual metodológico y empírico que les confiere un
estatuto propio en la teoría de la Ciencia. El mejor conocimiento de los
sistemas sociales coincide, a partir de fines de los años sesenta y de la mano
de la crisis política e ideológica representada en la “revolución del 68”, con
un impulso desde dentro de los sistemas políticos por justificarse en la
reforma de los problemas sociales y políticos, dejando de ser el pensamiento
crítico inevitablemente un pensamiento alternativo al sistema social y político
imperante. El pensamiento crítico propio de las ciencias sociales se concentra
en la reforma del sistema. Fuera de él solo quedan utopismos ingenuos que
también darán sus frutos en materia penal a través del programa abolicionista.
Sobre estas bases se sientan las propuestas de integración entre Ciencias
Sociales y Ciencia del Derecho, incluso la consideración de esta como una
Ciencia Social. En esta perspectiva se enmarca la concepción a que
responden estas Lecciones y que tiene como presupuesto la consideración del
Derecho penal como un instrumento del control social que nos lleva a
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pretender la elaboración de las categorías jurídicas y su sistema desde la
preocupación por los presupuestos sociales de las mismas.
La relación de integración entre el pensamiento jurídico y el de las Ciencias
Sociales tiene que considerarse en los tres momentos por los que pasa la vida
de toda norma penal. Hay que establecer los vínculos en la elaboración de la
Legislación, en la determinación de su contenido y finalmente en la
aplicación de la sanción penal. Sólo si se establecen estos vínculos se logrará
no sólo la aspiración de aproximación de la Ciencia del Derecho a la realidad,
sino que se evitará la contradicción, que Muñoz Conde califica de
averroísmo, entre lo que es verdad jurídicamente y lo que es verdad
empíricamente. Esta línea de pensamiento es rica en consecuencias y abre un
camino nuevo a la Ciencia del Derecho penal, que cuenta hoy con un número
importante de seguidores. Ahora bien, el funcionalismo más radical en cuanto
no se plantea el mantenimiento del orden social que se da en una determinada
sociedad, en la práctica puede conducir a una nueva forma de actitud
positivista.
Por otra parte, la influencia de estos planteamientos con fundamentación
sociológica exige incluso un nuevo enfoque en los estudios jurídicos, que
salve la excesiva orientación positivista de la tradicional enseñanza del
Derecho. El complementar la teoría con estudios de ciencias empíricas y el
estudio de la aplicación práctica han de ser los ejes de esta necesaria reforma
en la formación de los juristas.
2.3. La reforma de las legislaciones penales
Las últimas décadas se han caracterizado por un proceso generalizado de
revisión de la Legislación penal en los países de nuestro ámbito de cultura.
La mayor parte de los Códigos respondía al Estado liberal decimonónico, la
superación de este modelo de Estado, unido a la evolución de las relaciones
económicas y sociales y a las nuevas concepciones ético-sociales convertían
en inaplazable la sustitución de las Legislaciones penales. En Europa,
además, el proceso de integración política trae consigo también la necesidad
de abordar nuevas reformas legislativas.
La experiencia pone de relieve que los momentos históricos de reforma de
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la Legislación son especialmente favorables para que el jurista abandone el
estricto campo del estudio de los preceptos y se plantee la validez de los
mismos frente a las nuevas condiciones. Asimismo, en estas situaciones se
toma conciencia de la carga ideológica y política que tiene el Derecho, con lo
que se pone en evidencia la pretendida neutralidad de los planteamientos
estrictamente positivistas.
Las circunstancias políticas a que antes se ha aludido han favorecido este
proceso, del que es resultado directo la nueva codificación penal que se ha
producido en los países europeos en los años noventa, Portugal, Francia,
España, el más temprano de Alemania, y el siempre inconcluso de Italia.
II. La Dogmática penal
La Dogmática penal tiene sus orígenes en el Positivismo jurídico y, como
ya se adelantó, toma como objeto de análisis al Derecho positivo. Este
constituye la única realidad de la que hay que partir; los preceptos penales
son dogmas inamovibles; de ahí su denominación. La Dogmática del Derecho
penal tiene la tarea de conocer el sentido de los preceptos jurídico-penales
positivos y desarrollar su contenido de modo sistemático. Puede decirse, por
tanto, que la tarea de la Dogmática del Derecho penal es la interpretación del
Derecho penal positivo, si el término interpretación es utilizado en su
acepción más amplia que incluye la elaboración del sistema.
Con carácter general, todos aquellos juristas que parten de planteamientos
estrictamente positivistas entienden, como ya lo hizo Binding, que el único
ámbito de la Ciencia del Derecho penal es el del Derecho positivo. Esta
limitación se presta a una aceptación acrítica del contenido del derecho
vigente, y por ello a un alejamiento de la realidad y al mantenimiento de
actitudes que pueden ser calificadas en su más estricto sentido de
conservadoras. Esta situación se da en el desarrollo que el Neokantismo y el
Finalismo hacen de la Dogmática elaborada por el Positivismo.
En la actualidad, y por la incidencia de los tres tipos de factores
anteriormente mencionados, se produce una revisión general del pensamiento
dogmático que, sin abandonar la idea de sistema, refuerza su conexión con la
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realidad, la abre a los fines político-criminales y comienza a hablarse de una
Dogmática penal internacionalmente aceptable, siempre con la meta de la
búsqueda de soluciones viables para la práctica de tribunales.
La trascendencia que el principio de legalidad posee en el Derecho penal
hace irrenunciable la labor dogmática, pues esta favorece la seguridad
jurídica al fijar el contenido de la Ley y los criterios de su aplicación. Es más,
con palabras de Muñoz Conde, la dogmática jurídico-penal se presenta como
“una consecuencia irreversible del pensamiento democrático”. Las propias
limitaciones de la técnica legislativa exigen, para aproximarse al
cumplimiento de los principios de igualdad y de seguridad jurídica, el
complemento de una interpretación uniforme de la norma. Más allá, hay que
ser consciente de que el origen histórico del pensamiento dogmático aparece
unido, lo que no es casualidad, a la existencia del Estado liberal del Derecho.
En este sentido, Welzel afirmaba que la Ciencia del Derecho “como ciencia
sistemática proporciona la base para una tutela jurídica, igualitaria y justa,
porque solo el conocimiento de la relación interna entre el Derecho y su
aplicación impide el acoso y la arbitrariedad”.
La Dogmática cumple asimismo una función de elaboración del Derecho, al
proceder a la creación de instituciones jurídicas y a la construcción de
conceptos en el marco máximo establecido por la Ley. Solo a través de esta
labor creadora se posibilita la obtención de la seguridad jurídica a la que
antes hacíamos referencia. Así, por ejemplo, como se verá en el estudio de la
denominada teoría del delito, mediante criterios dogmáticos se determina la
diferencia entre el comportamiento culposo y el doloso, o se establecen los
límites de la imprudencia, o se determina en qué casos existe una posición de
garante de la que emana una obligación de actuar y en cuáles no, etc. El
penalista ejerce, por ello, un “poder de definición” sobre qué es delito y ha de
tener en cuenta, por tanto, que participa en el sistema de control constituido
por la totalidad del sistema penal.
La Dogmática, en su concepción más clásica, discurre por tres fases:
interpretación, sistema y crítica. Como puso de relieve el Positivismo
jurídico, mediante la interpretación de las leyes se deducen los elementos
comunes, que permiten construir las instituciones y vincularlas a través de un
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sistema. Este, una vez elaborado, posibilitaría una solución fácil y segura
mediante su aplicación a los casos concretos que se presenten al Juzgador.
El planteamiento tradicional configura la interpretación como la
subsunción de un determinado hecho en un determinado precepto jurídico.
Tal subsunción supone la posibilidad de aplicar los mecanismos de la lógica
jurídica y la utilización del conocido recurso del silogismo jurídico, en el que
la premisa mayor la constituye el precepto jurídico, la menor, el hecho de la
realidad y la conclusión, la aplicación de la consecuencia jurídica prevista en
la norma.
Este planteamiento, puramente lógico, se relativiza desde distintos puntos
de vista. Engisch ya subrayaba la no validez de la consideración de manera
disociada de ambas premisas, pues el problema radica, no ya en la utilización
del silogismo, sino en la determinación del contenido de las dos premisas.
Por su parte, Eser pone de manifiesto las limitaciones históricas de la
Dogmática y la existencia de valoraciones previas en el sujeto que
determinan el proceso de conocimiento jurídico, lo que vale tanto como
afirmar que el contenido del razonamiento jurídico está condicionado por las
ideas previas que posea el intérprete.
Junto a estos planteamientos, las modernas tesis hermenéuticas (Habermas)
hacen objeto directo de su crítica al planteamiento tradicional de la
interpretación. Para los defensores de estas posturas, la interpretación
presenta la forma de diálogo entre el intérprete y lo que se quiere interpretar.
La situación histórica del intérprete y la idea que tenga del objeto a
interpretar, sus prejuicios, condiciona decisivamente todo el proceso.
La Dogmática jurídica está inseparablemente vinculada a la idea de sistema.
La importancia de la adopción de un sistema para el estudio del Derecho
penal hay que ponerla en conexión con la propia importancia y necesidad del
pensamiento dogmático. El que la Dogmática pueda proporcionar seguridad y
racionalidad depende en gran medida del nivel de desarrollo que haya sido
alcanzado en el estudio del sistema. Pero, a su vez, no debe perderse de vista
que el sistema es un medio que utiliza la ciencia para lograr sus objetivos de
conocimiento pero que, en ningún caso, es un fin en sí mismo.
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La imposibilidad de prescindir del sistema, por lo que supone de
contribución a la seguridad jurídica, no impide que él mismo se problematice,
buscando esencialmente descender de las categorías sistemáticas al caso
concreto. El objetivo será, en palabras de Muñoz Conde, “crear un sistema
abierto a las necesidades y fines sociales, un sistema que sea susceptible de
modificarse cuando se presenten nuevos problemas que no pueden ser
resueltos con los esquemas tradicionales”. El punto óptimo al que debe
aspirar el penalista es un equilibrio dialéctico entre el pensamiento
problemático y el pensamiento sistemático.
La crisis de la idea positivista del sistema se deja sentir más hondamente en
las construcciones de los que pretendemos incorporar la idea de fin a nuestras
elaboraciones dogmáticas, y que, como veremos en esta misma Lección,
buscamos superar el asilamiento de Dogmática y Política criminal, mediante
la incorporación a la fundamentación de los elementos de la teoría del delito
de principios extraídos de la Política criminal. La obra de Roxin, de honda
repercusión en nuestra doctrina, es el prototipo de esta dirección.
Tradicionalmente, la última fase de la dogmática es la de la crítica. En
nuestra situación histórico-cultural, admitir como postulado que la actitud del
científico ante el objeto de análisis sea crítica aparece como exigencia de la
propia naturaleza de la investigación científica. La actitud acrítica en el
científico le hace perder su condición de tal.
El planteamiento tradicional de la Dogmática entendía que la última tarea
del penalista se concreta en determinar si ese Derecho positivo cuyo
conocimiento ya posee, es como debiera de ser o sí, por el contrario, precisa
ser sustituido por un Derecho con un contenido distinto. Esta labor
tradicionalmente se realizaba en función de valoraciones meramente jurídicas
–en cuyo caso es crítica jurídica– o de valoraciones de orden político social –
en cuyo caso realiza una tarea de Política criminal–. En el marco tradicional
la crítica de la Dogmática se reduce a lo que se denomina crítica jurídica. Por
el contrario, en el planteamiento que aquí se mantiene en estas Lecciones, la
incorporación de principios político-criminales a otras fases de la Dogmática
penal conduce a que, al menos una parte de lo que en la construcción
positivista era “tarea de la Política criminal”, pase a ser también tarea de la
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propia Dogmática.
III. La Política criminal
El primer problema que se presenta al enfrentarse con el término “Política
criminal” es el doble significado con el que el mismo se utiliza: la Política
criminal puede ser entendida como actividad del Estado o como actividad
científica, que tiene por objeto precisamente el estudio de esa actividad del
Estado.
a) Como “actividad del Estado”, la Política criminal forma parte de la
política general del mismo. Comprende el desarrollo de actividades por parte
del Estado para la consecución de los fines que él mismo se haya marcado en
relación al fenómeno delictivo o a los comportamientos desviados, así como
la determinación de estos mismos fines.
En este sentido, forma parte de la política jurídica, en cuanto, entre otros
posibles medios, determina la utilización de una rama del Ordenamiento
jurídico, por lo que engloba la política penal. Pero, la Política criminal
sobrepasa los límites de la política jurídica al comprender también el posible
empleo de medidas de política social que pretenden incidir sobre el fenómeno
delictivo y que sustituyen a la utilización del Derecho penal. Hasta el punto
de que, como con ironía pone de relieve Baratta, “entre todos los
instrumentos de la Política criminal el Derecho penal es en último término el
más inadecuado”.
Por tanto, a través de la Política criminal el Estado establece la orientación
de todo el sistema penal, lo que supone no solo la definición de qué
comportamientos considera delictivos, sino también establecer cuál es la
finalidad de la pena y cuáles los medios que se han de emplear para poder
alcanzarla. Mediante la actividad político-criminal se formaliza el control
social a ejercer sobre los comportamientos desviados que se consideran
delictivos.
b) Como “actividad científica”, la Política criminal forma parte de la
Ciencia del Derecho penal, y tiene como objeto:
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– Estudiar la determinación de los fines que pretenden ser alcanzados
mediante la utilización del Derecho penal, así como de los principios a los
que debe estar sometido el Derecho positivo.
– Sistematizar, en función de los fines y principios preestablecidos, los
medios de los que se dispone para el control del comportamiento desviado,
entre ellos el Derecho penal, así como las líneas generales de su utilización.
– Examinar las distintas fases del sistema penal en función de los criterios
marcados en los momentos anteriores. Respecto al Derecho positivo, se
concretará la posible interpretación del mismo en función de dichos
principios, o en la crítica en el caso de que tal interpretación no sea posible
con la formulación de propuestas alternativas de regulación.
La Política criminal realiza, por tanto, una investigación cuyos resultados
van dirigidos no sólo al Legislador sino también al Juez y a los restantes
protagonistas de las distintas instancias de control, como la policía, el
personal penitenciario, los trabajadores sociales, etc.
En momentos de cambio legislativo, los estudios político-criminales
adquieren una particular relevancia ante la necesidad de determinar cuáles
son los fines y cuáles son los caminos que debe seguir el Legislador para
obtenerlos. Por ello, a veces se echa en falta la existencia de una teoría de la
Política criminal suficientemente elaborada, que racionalice la actividad
legislativa y permita la adopción de un modelo “pragmático” de relación
entre lo político y lo científico. De lo dicho es fácilmente deducible que las
vías de cooperación entre la actividad del científico y la del político en el
ámbito de la Legislación penal desempeñan un papel fundamental en la actual
discusión científica.
La consideración de la actividad político-criminal como actividad científica
aparece unida a la figura de Von Liszt. Este plantea la Política criminal
“como la concepción sistemática de los principios fundamentales en la
investigación científica de las causas del delito y de los efectos de la pena, en
base a los cuales el Estado ha de llevar a cabo la lucha contra el delito
mediante la pena y las otras instituciones utilizadas para ello”. En este
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contenido, reducía la tarea de la Política criminal al planteamiento de las
soluciones más eficaces de acuerdo con los datos proporcionados por el
análisis de la realidad, sobre la base de las Ciencias de la Naturaleza, pero sin
cuestionar en ningún caso los valores acogidos en la Ley.
La Política criminal es una actividad que necesariamente requiere llevar a
cabo valoraciones. Estas valoraciones no deben abarcar solo la efectividad de
unos determinados medios en relación a la consecución de un determinado
fin, sino que también deben incidir sobre el establecimiento de los propios
principios y fines. La tarea crítica y de formulación de alternativas para
conseguir los fines del Estado en este ámbito del Derecho positivo, a la que
tradicionalmente se circunscribía la Política criminal, debe ser completada
con el pronunciamiento sobre los propios fines. Esto permite que la Política
criminal adquiera su verdadera dimensión crítica.
El criterio de valoración a emplear en los análisis político-criminales es
doble: de un lado, uno de carácter neutral o funcional, que ha de considerar la
eficacia de un determinado medio para conseguir el fin, y de otro,
lógicamente previo, la consideración de la utilidad e interés del propio fin que
persigue. Este último criterio tiene estrecha relación con los postulados
políticos de los que parta quien realice la valoración y condiciona todo el
ulterior desarrollo de la actividad político-criminal, en cuanto fija el punto de
referencia en relación al cual se determina la eficacia o no de un medio.
Recordemos que el fin que se establecía para el Derecho penal era
posibilitar la vida en sociedad a través de la prevención de los hechos
delictivos y que las limitaciones a las que estaba sometida la actividad del
Estado se derivaban fundamentalmente de los valores y mandatos recogidos
en la Constitución.
Los estudios político-criminales han de partir, en primer lugar, del
conocimiento exhaustivo del Derecho positivo, de sus posibilidades de
interpretación, de los principios a los que obedecen, del contenido de la
Jurisprudencia, etc. Sobre esta base se pasarán a considerar los datos que
proporcionan las Ciencias de la Naturaleza. Pues es absolutamente
impensable una Política criminal que obre sin apoyarse en los datos
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proporcionados por la Criminología sobre el funcionamiento del sistema,
sobre las consecuencias de la sanción, sobre el comportamiento desviado, etc.
El que en la base de los razonamientos político-criminales estén los
resultados de las Ciencias de la Naturaleza no implica que los resultados
derivados de la constatación empírica de la realidad pasen, sin más, a ser
considerados postulados de Política criminal, pues tienen que ser analizados a
luz de los valores constitucionales. Por ejemplo, si las Ciencias
Experimentales llegaran a demostrar que la castración obligatoria es la
solución más acertada para la consecución de fines preventivos respecto a los
autores de delitos sexuales, la puesta en relación de esta solución con los
principios político-criminales de carácter constitucional, haría que, aunque
fuese eficaz, su incorporación a la Legislación penal no fuera aceptable en el
marco de un Estado social y democrático de Derecho.
Junto a esta primera fuente científico-social, la Política criminal debe
utilizar fuentes jurídicas; en concreto se servirá del Derecho comparado y de
la Historia del Derecho. El Derecho comparado, de gran desarrollo en nuestro
momento histórico, ha pasado a ser un elemento imprescindible en toda
investigación político-criminal. A través de él se puede conocer el
tratamiento que se da a problemas análogos en otras legislaciones y pueden
aprovecharse los datos y estudios que sobre su funcionamiento se posean.
Indudablemente, la utilización de este método debe tener en cuenta las
distintas condiciones sociales, políticas, económicas y culturales de los
diversos Estados. En parecidos términos hay que expresarse sobre el empleo
de los resultados que proporciona la Historia del Derecho. En ella puede
observarse la utilización que se ha hecho del Ordenamiento jurídico en otras
épocas, y de los éxitos y los defectos de las soluciones que en su día se
formularon. Indudablemente, la corrección histórica es absolutamente
indispensable a la hora de valorar dichos datos.
Las decisiones político-criminales que los Estados deben adoptar en el
momento actual son particularmente relevantes, lo que hace particularmente
necesarios los estudios de este contenido. Pues el empleo del Derecho penal
socialmente puede estar sometido a importantes dosis de irracionalidad en
momentos de crisis social o de aumento de la criminalidad. Lo que, a su vez,
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tiene el riesgo de traducirse en políticas generalizadas de limitación de la
libertad. No debe olvidarse lo ya expuesto en la Lección 1 respecto a la
tensión entre eficacia y garantía en el empleo del Derecho penal o las
reacciones entre Derecho penal y moral, y muy especialmente la cita de
Bobbio que allí reproducíamos.
Como ejemplo de una Política criminal errónea, que exterioriza todos los
riesgos apuntados, basta con ver el contenido de muchas de las últimas
reformas de nuestro Código penal, muy especialmente las de 2015, que son
ampliamente analizadas en la Lección 5.
IV. La Criminología
La Criminología –según Kaiser– es el conjunto ordenado de saber empírico
sobre el delito, el delincuente, los comportamientos negativamente relevantes
en la sociedad y el control de dichos comportamientos.
La Criminología es una Ciencia relativamente joven; su aparición, como ya
se apuntó, aparece vinculada al Positivismo criminológico, a la obra de
Lombroso “El hombre delincuente”. Garófalo es quien primero utiliza el
término Criminología para dar título a su obra más importante. En sus
orígenes, dentro del propio Positivismo criminológico, se presentaron las dos
grandes tendencias de la Criminología que llegan hasta nuestros días.
La “Biología Criminal” sitúa las causas del hecho delictivo en causas
personales del delincuente. Dentro de ella habría que incluir la mencionada
obra de Lombroso con su teoría de criminal nato, al que con terminología
decimonónica definía como un “ser atávico de fondo epiléptico e idéntico al
loco moral”.
La “Sociología Criminal” entiende que las causas del delito son externas al
delincuente, y normalmente radican en la sociedad de la que dicho
delincuente forma parte. Tal era el planteamiento de Ferri en su Sociología
Criminal.
Desde sus orígenes y hasta época relativamente reciente, la evolución de la
Criminología siguió una línea relativamente homogénea, al ocuparse
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únicamente de la etiología del comportamiento y reducir, por tanto, su objeto
de estudio a la conducta humana y a su autor.
La situación actual, como ha señalado Bergalli, es consecuencia de dos
cesuras. La primera, producida por los planteamientos que desvían su
atención hacia las instancias que definen una conducta como delictiva y la
segunda, por los análisis que subrayan cómo la Ley penal constituye un
instrumento de preservación de los intereses de las clases dominantes.
Para una consideración exacta de la situación actual, hay que tomar como
punto de partida la gran amplitud que alcanzan en los últimos años los
estudios de Sociología y el influjo de los planteamientos sociológicos
norteamericanos sobre los estudios criminológicos. Tales corrientes
determinan la ampliación del objeto de la Criminología y el predominio
dentro de ella del análisis del delito como fenómeno sociológico.
De acuerdo con el esquema de Kaiser, dentro de la Criminología pueden
distinguirse fundamentalmente las siguientes corrientes:
– La concepción clásica de la Criminología, que reduce su objeto de
análisis al estudio del delito y del delincuente.
– Las corrientes mayoritarias, que aceptan una ampliación lógica del objeto
y estudian, junto al delito y al delincuente, todo el mecanismo de control
social, referido tanto a los procesos de criminalización primaria, es decir, los
procesos de construcción legislativa de la definición de las conductas como
delito, como a los de criminalización secundaria, o de aplicación de las Leyes
a las personas que son condenadas.
– Las corrientes críticas, que ponen en primer lugar el estudio del
mecanismo de control social ejercido por el Derecho penal, lo que lleva a un
primer plano la ideología política del criminólogo. A través del estudio de
dicho proceso de control social se formulan alternativas globales al modelo
social.
La Criminología toma como punto de partida el concepto de delito que da
el Ordenamiento jurídico. El que este sea el punto de partida no implica una
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subordinación total al mismo, sino que sobre esta base ha de plantearse tanto
el estudio del proceso de criminalización, como el de la aplicación que se
hace de las normas penales. Es decir, se analiza la labor de las instancias de
control –policía, Poder judicial– y la aplicación en la práctica, por lo que la
Criminología se ocupa también de los efectos de la pena y, muy en particular,
los de la pena privativa de libertad.
La Criminología cumple una función legitimadora y crítica al cuestionar la
realidad de muchos de los mitos sobre los que descansa el actual Derecho
penal. En este sentido, puede llegar a cumplir una función decisiva en la
evolución del conjunto de la Ciencia del Derecho penal.
Esta concepción de la Criminología asume una buena parte de las
aportaciones del planteamiento conocido como “labelling approach”, que
hizo pasar a primer plano el estudio de los procesos de control social. La
reducción del objeto de estudio de la Criminología al delito y al delincuente,
tal como defiende la corriente clásica, no puede llegar a dar una visión real
del sistema del Derecho penal, tarea última que ha de plantearse la
investigación criminológica. En sentido opuesto, no es defendible la
simplificación que implica reducir el estudio de la Criminología al estudio de
los mecanismos de control social, pues de este modo terminan
desapareciendo del objeto de estudio tanto los delitos, como los delincuentes
y las víctimas.
Así pues, la Criminología se centra en el estudio de tres objetos
fundamentales: el delito, el delincuente y el control social.
En cuanto al método, la Criminología es una Ciencia empírica e
interdisciplinaria. La Criminología parte del estudio de los datos de la
realidad y aplica una pluralidad de métodos de otras disciplinas científicas.
Esta dependencia metodológica ha hecho que en determinados sectores se le
negara el carácter de ciencia y se afirmara que en realidad la Criminología no
pasa de ser un capítulo de distintas disciplinas, aquel que se refiere al estudio
de la personalidad del delincuente, al delito como fenómeno de desviación
social o a la utilización del Derecho penal como procedimiento de control.
Esta dependencia metodológica debe ser relativizada en cuanto existe una
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última fase de integración de los conocimientos proporcionados por las
distintas disciplinas que se realiza en función de planteamientos que le son
propios a la Criminología. La investigación criminológica no es una mera
investigación multidisciplinar, sino que es una investigación integrada,
realizada por investigadores con una formación especializada.
V. Relación entre Dogmática, Política criminal y
Criminología
La evidente unidad funcional que existe entre Política criminal,
Criminología y Dogmática –pues las tres han de afrontar como fin último la
tarea de la lucha contra el comportamiento delictivo– nos lleva a examinar
cuáles son las vías de integración y comunicación entre ellas.
Las relaciones entre Dogmática y Política criminal son un punto
particularmente polémico en la actual situación doctrinal. El notable
desarrollo de los estudios político-criminales y la indudable base ideológica
que subyace en la discusión, contribuyen a la complejidad del mismo.
Para una adecuada comprensión del problema debe retrotraerse la
argumentación a algo que se ha dicho al comienzo de esta Lección. La
Ciencia del Derecho penal no puede limitarse a intentar esclarecer cómo es el
Derecho penal, sino que también tiene que intentar exponer cómo debe ser
este.
Como ya se ha expuesto en esta Lección, a la Política criminal le
corresponde indicar al Estado qué conductas debe tipificar como delictivas y,
asimismo, indicar cómo deben preverse y cumplirse las sanciones penales
para lograr su fin preventivo, general y especial. Mientras que la Dogmática
penal actúa como defensora de las libertades individuales, marcando el límite
máximo de la actuación del Estado. La Política Criminal en cuanto “política”
indica cómo debe actuar el Estado para hacer frente a la criminalidad, y es
por tanto eminentemente utilitarista. Para la indicación de estos medios la
Política criminal valora no únicamente el Derecho penal, que es el punto de
partida, sino que considera también aspectos jurídicos y no jurídicos, y ha de
evaluar a la luz de los fines del Estado los datos que le aporten las Ciencias
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de la Naturaleza.
Un amplio sector de la doctrina se queda aquí, y estima que hay una
separación clara entre Política Criminal y Derecho penal, y que la Política
Criminal es esencialmente una teoría de la Legislación, que va por tanto
dirigida al Legislador, mientras que la Dogmática jurídica, es decir, el estudio
del contenido del Derecho penal vigente, va dirigida al Juez, sin perjuicio de
admitir que tienen una unidad funcional en cuanto ambas pretenden afrontar
la lucha contra la criminalidad.
Antón Oneca, en su “Derecho penal”, afirmaba ya que “dogmática jurídico
penal y política criminal se superponen y complementan siendo no
disciplinas separadas, sino más bien zonas o aspectos de la Ciencia del
Derecho penal”. Esta idea, muy aceptada en nuestra doctrina, requiere ser
aclarada y desarrollada. En concreto, se ha de determinar si es posible una
superposición y complemento entre actividades que parecen obedecer a
principios distintos. La respuesta a este interrogante tiene que ser considerada
en el marco de la crisis del pensamiento sistemático y en el de la necesidad de
construir los razonamientos dogmáticos en función de datos que proporciona
el estudio de la realidad.
A la concurrencia de toda esta serie de circunstancias se debe el que un
sector doctrinal encabezado por Roxin –y en concreto a partir de su “Política
criminal y sistema del Derecho penal”– pretenda una integración de la
Política criminal dentro del sistema del Derecho penal sobre la base de
sistematizar, desarrollar y contemplar las concretas categorías del delito bajo
el prisma de su función político-criminal. Tal tesis puede fundamentarse
sobre la consideración de que “la vinculación al Derecho y la utilidad
político-criminal no pueden contradecirse sino que tienen que compaginarse
en una síntesis, del mismo modo que el Estado de Derecho y el Estado social
no forman en verdad contrastes irreconciliables sino unidad dialéctica”.
En suma, la nueva construcción implica la superación de la posible
oposición entre Dogmática penal y Política criminal mediante la introducción
de valoraciones político-criminales dentro del sistema del Derecho penal.
Esta construcción, indudablemente atractiva, y en principio acertada, supone
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un desarrollo coherente de las ideas expuestas en las Lecciones iniciales.
El desarrollo de la Criminología, su multiplicidad metodológica, y la
diversidad de sus orientaciones políticas, permite afirmar la superación
definitiva de la antigua pregunta de en qué puede serle útil la Criminología al
Derecho penal, e incluso hay que señalar que a veces tal interrogante puede
verse invertido. El análisis empírico que realiza la Criminología sobre el
delincuente, sobre el delito o sobre el control social que desarrolla el Derecho
penal –como subraya Hassemer–tiene que atribuirle a sus resultados una
función de legitimación de las normas penales, en el sentido de que si estas se
promulgan con una pretensión de incidencia sobre la realidad social, su
legitimación ha de venir a través de la constatación del cumplimiento de los
fines a que las normas obedecen.
La Criminología analiza, por tanto, la realidad del Derecho penal en una
sociedad determinada, y sus resultados deben ser tomados en consideración
por el penalista en varios sentidos. En primer lugar, los datos que aporta la
Criminología deben construir la base de una racional actuación legislativa.
Los resultados del estudio empírico de la realidad, para temas de
trascendencia directa sobre el Ordenamiento jurídico-penal, tienen que ser
sometidos a la valoración de la Política criminal, que en este sentido
desarrolla una función de puente entre la Criminología y el Derecho penal.
Aunque la realidad es muchas veces distinta y esta valoración de los datos
criminológicos no se efectúa en función de razonamientos de política jurídica
sino, desgraciadamente, de las exigencias de la política diaria. En segundo
lugar, el análisis criminológico aportará datos sobre la efectividad o no de los
preceptos penales, no solo en cuanto a la problemática de la “cifra negra”
sino también sobre la obtención o no de los fines perseguidos por la
aplicación de la sanción penal, estudios de reincidencia, etc.
En conclusión, es objeto de la Ciencia penal la determinación tanto de cuál
es el contenido actual de los preceptos penales, como de cuál debe ser el
contenido de los mismos. Para llevar a cabo tal cometido es irrenunciable
tener en cuenta los resultados de la investigación criminológica. Solo con
ellos podrá referirse adecuadamente el examen de los preceptos penales a la
realidad social que pretendan regular.
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VI. Bibliografía
ARROYO ZAPATERO, L, HASSEMER, W., HASSEMER, W., NIETO MARTÍN, A.: Crítica
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Lección 5
ANA PÉREZ CEPEDA
Universidad de Salamanca
LA LEGISLACIÓN PENAL ESPAÑOLA
I. Política y Derecho penal desde la Codificación hasta
la Constitución de 1978
Marino Barbero Santos en su “Política y Derecho penal en España” nos
recuerda cómo el influjo de los cambios políticos en el contenido de las
Leyes punitivas es particularmente visible en España. Así, sintetiza “el trienio
liberal de los tiempos fernandinos trae como consecuencia de los principios
de la Constitución de 1812 el primer Código penal de España: el de 1822; las
tormentas revolucionarias de 1848 dan origen al Código de ese año, obra de
un gobierno moderado, consolidador de tímidas conquistas liberales. El
conservadurismo que termina con el bienio moderado impone las reformas de
1850; la Constitución de 1869, de índole progresista, hace necesario el
Código de 1870; la dictadura de 1923, acarrea el Código de 1928; la
República de 1931 tiene su Ley penal con la reforma de 1932. El régimen
totalitario que se instaura primero en parte del país y luego en su totalidad a
partir de 1939, el Código de 1944 y las revisiones posteriores”.
La década de los 70 se inicia con la promulgación el 4 de agosto de 1970 de
la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, que venía a sustituir a la
todavía vigente Ley de Vagos y Maleantes de 1933. La Ley sigue tomando
como punto de partida para la aplicación de las medidas de seguridad, un
presupuesto no penal, la peligrosidad social, que por definición tiene un
contenido más amplio que la peligrosidad criminal. Además, al igual que el
texto al que sustituye, infringe las limitaciones que el Estado de Derecho
impone a la utilización del Derecho penal en este ámbito.
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También el Código de 1944 es objeto de una importante revisión que se
plasma en el Texto Refundido de 1973, que vino precedido de dos reformas
parciales, la de 1966, y la de 1968, de escasa trascendencia. Ahora bien, en
1971 se lleva a cabo una reforma que se cristalizó dos años más tarde en el
mencionado Texto refundido. La reforma debe calificarse como ambivalente.
Por un lado, pretende reflejar la evolución del Régimen hacia una Monarquía,
que trae consigo la derogación de un elevado número de Leyes especiales y
amplía la protección penal de la religión católica a todas las confesiones
legalmente reconocidas. Pero por otro lado, la incorporación de parte de la
legislación penal especial al Código supuso un indudable endurecimiento del
mismo, de lo que es muestra que convirtiese en delito de terrorismo algunas
formas de desórdenes públicos.
La desintegración del Régimen tiene su máximo exponente en el Decretoley sobre prevención del terrorismo de 26 de agosto de 1975. Sirva de
muestra la crítica que formula Barbero Santos: este Decreto “viola
gravemente... principios con trascendencia penal que, desde hace dos siglos,
se consideran patrimonio irrenunciable de la humanidad”. Esta justificada
crítica se basa, entre otras razones, en el olvido del principio de legalidad y de
las garantías en él conexas, en el establecimiento de la pena capital como
pena única, en la admisión de la analogía, de la retroactividad y en la
penalización de las críticas que se dirijan al mismo.
Tras la muerte del dictador, una serie de reformas de la legislación penal
materializan la Política criminal de la primera parte de la transición política,
fundamentalmente, al proceder a despenalizar todas aquellas conductas que
suponían el ejercicio de libertades públicas y al atenuar los excesos punitivos
del último período del régimen anterior. Entre estas reformas pueden
mencionarse la de 19 de julio de 1976 y los Reales Decretos de 4 de enero de
1977, de 4 de marzo de 1977 y de 1 de abril de 1977.
Después de las primeras elecciones democráticas, el conocido Pacto de la
Moncloa generó una serie de reformas del Código penal de distinto
contenido. Un primer grupo de modificaciones afecta a las libertades públicas
y culmina el proceso iniciado por la reforma de 1976 al garantizar la
protección penal del ejercicio de las mismas. El segundo grupo, plasmado en
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las reformas de 26 de mayo y 7 de octubre de 1978, procede a despenalizar
comportamientos cuya relevancia penal solo podía justificarse desde
determinadas valoraciones éticas reaccionarias como el adulterio, el
amancebamiento, o una serie de conductas incluibles en el estupro y en el
rapto o la propaganda anticonceptiva. Junto a estas reformas comenzaron a
darse retoques a la legislación penal que iniciaba de esta manera un largo
camino para homologarse a las exigencias de un Estado social y democrático
de Derecho. Así, en 1978 se incluyó el delito de tortura y se procedió a
modificar, bien es cierto que parcialmente, la Ley de Peligrosidad y
Rehabilitación Social.
II. La legislación penal vigente hasta el Código penal de
1995
La entrada en vigor de la Constitución de 1978 trajo todo un programa
penal que en buena lógica debía plasmarse en un nuevo Código. Pero,
independientemente de este objetivo, la vigencia del nuevo Texto
fundamental generó modificaciones en el contenido de la Legislación
punitiva, pues, por una parte, impuso cambios inmediatos, como la
derogación de la pena de muerte por aplicación del artículo 15, y, por otro,
introdujo la necesidad de interpretar el Código penal conforme a la
Constitución. Junto a ello, es evidente que la Carta Magna ha abierto una
muy amplia serie de reformas de la Legislación vigente que ha hecho que esta
sea homologable a los imperativos propuestos en el programa políticocriminal de la Constitución, proceso que culmina con la entrada en vigor del
Código penal de 1995.
El Código penal fue sometido desde 1978 hasta diciembre de 1995 a una
veintena de modificaciones que responden a la doble finalidad de incorporar
al mismo las garantías propias del Estado de Derecho y de pretender adaptar
el catálogo de figuras delictivas a las exigencias de una sociedad de finales de
siglo. Estas modificaciones generaron desarmonías dentro del Código, que
demandaban una reforma global de todo su texto, y no abordaron la
problemática que generaba un sistema de sanciones anclado aún en el siglo
XIX. De todo este amplio listado de modificaciones, por su trascendencia
tiene que resaltarse la reforma de 1983 (“LO 8/1973, 25 junio”) y en menor
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medida la reforma de 1989 (“LO 3/1989, 21 junio”).
“La reforma de 1983” es sin duda la reforma de mayor importancia de
cuantas sufrió el Código derogado, puesto que afectó a alguno de sus pilares
básicos. En la Parte General es obligada la referencia a la acogida del
principio de culpabilidad, con la modificación del artículo primero y, en
consecuencia, el destierro del fundamento del Derecho penal español en el
versari in re illicita. Junto a ella pueden destacarse, entre otras reformas: a)
La regulación de los efectos del error, con la acogida en el error de la
prohibición de soluciones vinculadas a las teorías de la culpabilidad; b) La
adopción del actuar en nombre de otro, como criterio para resolver los
supuestos de actuación a través de personas jurídicas en los denominados
delitos propios. c) La regulación del delito continuado y del delito masa. d)
La nueva regulación de los delitos relativos al tráfico de estupefacientes,
diferenciando la pena según las drogas generen o no un daño grave en la
salud y excluyendo la penalización del consumo. e) La modificación de los
delitos contra la propiedad, con el abandono de la cantidad como único
criterio para determinar la pena y la introducción de reformas sustanciales en
el robo con violencia y en la estafa.
“La reforma de 1989”, de menor amplitud, se centró sobre todo en la Parte
Especial, con la modificación del delito de lesiones, en el que se destierran
los últimos vestigios de responsabilidad objetiva, y de los delitos contra la
libertad sexual, al recoger esta nueva rúbrica y reformar el delito de
violación. Junto a estos dos importantes cambios, el Legislador procedió a
extraer consecuencias del principio de ultima ratio y afrontó procesos de
descriminalización en las faltas y en la relevancia penal de la imprudencia.
Mediante las restantes y numerosas reformas, se procedió a incorporar al
Código nuevos bienes jurídicos o a modificar la tutela penal que se les
otorgaba. Sirva de muestra la introducción en 1985 de los delitos contra la
Hacienda Pública (“LO 2/1985, 29 abril”), la modificación del delito de
aborto (“LO 9/1985, 5 julio”), la reforma de los delitos relativos a la
actividad de bandas armadas o de elementos terroristas (“LO 3/1988, 25
mayo”), etc.
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III. El Código penal de 1995
Como antecedentes al Código penal de 1995, hoy vigente, debe
mencionarse en primer lugar el Proyecto de 1980. Se trataba de un texto de
nueva planta de todo el Código, que pretendía adecuarlo en su sistemática,
principios, postulados político-criminales, sistema de penas y en el contenido
del catálogo de delitos a las necesidades y valores de una sociedad moderna y
regida por una Constitución que configuraba al Estado como social y
democrático de Derecho. Al Proyecto se presentaron numerosas y
cualificadas enmiendas, entre las que destacaron las de los Grupos
parlamentarios Socialista y Comunista, presentando este último una Parte
General alternativa. Pero la legislatura concluyó sin que su tramitación
hubiera llegado a término, lo que se debió tanto a las dificultades políticas del
Gobierno de aquellos años como al malestar que despertó en poderosos
sectores económicos la previsión en dicho Proyecto de un Título entero
dedicado a los delitos contra el orden socio-económico.
La llegada al Gobierno en octubre de 1982 del Partido Socialista dio lugar a
un nuevo impulso legislativo que se plasmó en un Anteproyecto de Código
penal, que mantenía las líneas esenciales del Proyecto de 1980, si bien
enriquecido con elementos políticos y técnico-jurídicos provenientes de las
enmiendas presentadas a este, y en la Ley Orgánica de Reforma Urgente y
Parcial de 25 de junio de 1983, reforma del Código acorde al texto del
Anteproyecto. Pero el Anteproyecto ni siquiera llegó a Proyecto y hubo que
esperar hasta 1992 para ver en el Boletín Oficial de las Cortes un nuevo
Proyecto. Pero tampoco este Proyecto llegó más allá del debate en Comisión.
La legislatura iniciada en 1993 dio lugar a un nuevo Proyecto, con Belloch
Julbé como Ministro de Justicia e Interior, que se remitió a las Cortes el 27 de
julio de 1994.
Pese a las dificultades políticas, debe afirmarse que esa reforma era
imprescindible, tanto desde el punto de vista político-constitucional como
técnico: sin una nueva Parte General no se podía reformar el sistema de penas
y, sin esto, no cabía modificar sistemáticamente el catálogo de delitos de la
Parte Especial. El camino de las reformas parciales había quedado agotado.
Así lo entendieron todos los grupos parlamentarios, con las salvedades del
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Partido Popular cuyo desacuerdo sobre temas particularmente confusos en su
propuesta, en particular su exigencia de un llamado cumplimiento íntegro de
las penas para terroristas y narcotraficantes, les llevó a autoexcluirse del más
amplio consenso alcanzado tras la Constitución y la Ley General
Penitenciaria. Así, al filo de la disolución de las Cámaras, el Proyecto recibió
apoyo mayoritario definitivo el 23 de noviembre de 1995, como Ley
Orgánica número 10 de dicho año y entró en vigor a los seis meses de su
publicación, el 25 de mayo de 1996.
El Código penal de 1995 se distingue de los anteriores ya en su estructura.
Aunque mantiene la tradicional división en tres libros, antepone al Libro I un
Título preliminar donde se contienen los principios constitucionales de
carácter penal: legalidad de delitos, penas y medidas de seguridad,
judicialidad y culpabilidad. El aspecto externo de la Parte Especial es también
distinto, pues no comienza por los delitos que tienen por objeto la defensa del
Estado, sino por aquellos cuyo bien jurídico es la vida, la integridad física o
la libertad. La nueva fachada del edificio punitivo representa, cuanto menos,
un síntoma de que la estructura del texto se adecúa mejor al modelo de
hombre y de sociedad que recoge la Constitución.
El Código incorpora importantes modificaciones en las consecuencias
jurídicas del delito. Han pasado a engrosar la Historia del Derecho penas
como el confinamiento, el extrañamiento, la reprensión o la pérdida de la
nacionalidad española. La pena privativa de libertad, aunque sigue siendo la
pena reina, ha sido objeto de una notable simplificación con el abandono de
decimonónicas denominaciones. Además, atendiendo a estudios científicos
que habían demostrado sus efectos criminógenos, se suprimieron las penas
inferiores a 6 meses y, por lo que respecta a su límite máximo, este pasa a ser
de 20 años, aunque en casos muy graves puede llegar a 25 o 30. Este límite
tan elevado, unido a la supresión de la redención de penas por el trabajo, que
reducía el tiempo real de cumplimiento de penas impuestas a menos de la
mitad, provoca que el Código pueda ser tildado de severo.
La pena de multa ha experimentado también notables variaciones,
adoptándose con carácter general el sistema de días-multa, recogido por las
Legislaciones europeas más avanzadas, si bien subsisten casos de multa
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proporcional. Se mantiene el arresto sustitutorio en caso de impago de la
multa, aunque cabía la posibilidad de cumplirlo a través de lo que suponía
una de las mayores novedades del Código: las nuevas penas de arresto de fin
de semana y de trabajos en beneficio de la comunidad. Pero, frente a las
amplias expectativas que originaron la inclusión de estas penas alternativas a
la de prisión, no debemos olvidar las dificultades de aplicación, sobre todo
materiales y por su deficiente regulación, que manifestaron ya en sus
primeros años de vida y que han llevado a su escasa imposición por parte de
los jueces.
La nueva orientación político-criminal que se exterioriza en la suspensión
de la pena de prisión se aproximará en ocasiones a un sistema parecido a la
probation, pudiendo imponer el Tribunal sentenciador una serie de
obligaciones o deberes condicionantes de la suspensión (art. 83).
La regulación de las medidas de seguridad se introdujo en el Código penal,
derogándose correlativamente la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social,
a la vez que se reforzaba de modo notable el sistema de garantías que
acompaña su imposición, con la adopción expresa del principio de legalidad,
la erradicación, que ya era un hecho, de las medidas de seguridad
predelictuales, la prohibición de que se imponga una medida de seguridad
privativa de libertad en casos en que el correspondiente delito no tenga
asignada una pena de esa clase, o la limitación, cuando exista privación de
libertad, del límite máximo de la medida de seguridad al de la pena de prisión
que hubiera podido corresponder.
Por lo que respecta a la Parte General, la modificación más significativa es
sin duda la regulación de la imprudencia según el sistema de numerus
clausus, con lo que se abandonaba el crimen culpae mucho menos respetuoso
con el principio de ultima ratio. Pero no acaban aquí las novedades que
deben ser reseñadas: a) En consonancia con lo que ha sido tradicional en los
Códigos democráticos españoles, los actos preparatorios de conspiración,
proposición y provocación dejan de ser punibles con carácter general;
únicamente se castigarán cuando esté previsto expresamente. Además, la
apología solo adquiere relevancia penal como forma de provocación. b) Se
dispone que la mayoría de edad penal será de 18 años. c) Siguiendo el
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modelo alemán se ha introducido una cláusula de equivalencia de la comisión
por omisión. d) También existe alguna que otra novedad significativa en lo
referente a la autoría, pues el nuevo texto recoge expresamente la figura de la
autoría mediata, y mejora la redacción de las actuaciones en nombre de otro,
contemplando las figuras del administrador de hecho y la representación de
personas naturales. e) Por lo que respecta a la regulación del error debe
destacarse que se aclaran los efectos del error sobre las circunstancias que
agravan o cualifican las infracciones. f) El artículo 20 se preocupa de definir
el fundamento de la inimputabilidad (la incapacidad para comprender la
ilicitud o de actuar conforme a dicha comprensión) al lado de las causas que
pueden provocarla (cualquier anomalía o alteración psíquica). Un hecho de
tan alta importancia en la realidad criminal actual como las toxicomanías no
podía dejar de tener reflejo expreso en el nuevo Código penal, y así se
mencionan expresamente como causas de exención de la responsabilidad la
intoxicación plena o el síndrome de abstinencia. Igualmente se prevé
expresamente como atenuante que el culpable actúe a causa de su grave
adicción al alcohol o a las drogas.
La elaboración de una nueva Parte Especial era quizá lo que hacía más
imperiosa la promulgación de un Código penal de nueva planta. Son muchas
las novedades que se han introducido, por lo que resultaría carente de sentido
hacer aquí una referencia exhaustiva de ellas. Más interesante resulta en este
lugar destacar dos notas generales que caracterizan a la Parte Especial. La
primera es que se ha modificado notablemente la técnica legislativa,
abandonándose el casuismo, herencia del Código penal napoleónico, y la
complejidad que presidía la regulación de muchas figuras delictivas del viejo
texto en favor de una técnica legislativa basada más en la generalización. La
segunda nota que merece destacarse de la nueva Parte Especial es su gran
adaptación al tipo de criminalidad propia de finales del siglo XX.
IV. Las primeras reformas del Código penal de 1995
Desde los primeros años de vigencia, el Código penal comenzó a sufrir
modificaciones, con lo que reafirmaba su carácter abierto al cambio, aspecto
este ya resaltado por su propia Exposición de Motivos. Estas reformas
pretendían dar respuesta, por una parte, a una mayor concienciación de la
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sociedad de la necesidad de otorgar una protección más intensa a bienes
jurídicos personalísimos como la libertad sexual y la integridad física y
psíquica, y a un cuestionamiento por parte de aquella del recurso al Derecho
penal para el castigo de las conductas de insumisión (“Ley Orgánica 7/1998,
de 5 de octubre”); en segundo lugar responden a la aparición de nuevas
formas de criminalidad como es el caso del “terrorismo de baja intensidad” o
violencia callejera (la “Ley Orgánica 2/1998, de 15 de junio”).
Los delitos sexuales son los que han sufrido una profunda reforma, la
realizada por la “Ley Orgánica 11/1999, de 30 de abril”, que reintroduce el
término de violación en el Código, aumenta la pena en los abusos sexuales y
amplía la figura del acoso sexual. Pero el aspecto más significativo de esta
reforma es la mayor protección otorgada a los menores. Así, se agravan las
penas del delito de prostitución cuando el culpable pertenece a una
organización que promueve estas conductas en menores e incapaces, se
reintroduce el delito de corrupción de menores y se castiga por vez primera la
producción, difusión y posesión de material pornográfico en el que aparezcan
menores o incapaces, incluso si es material extranjero o de origen
desconocido.
En respuesta a la alarma social que en los últimos años generaban las
conductas de maltrato en el ámbito familiar, se suscribió un Plan de acción
contra este tipo de violencia en abril de 1998 en el que se anunciaba, como
una de las medidas, la reforma del Código penal y de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal, reforma que cristalizó en la “Ley Orgánica
14/1999, de 9 de junio”, y cuyas novedades más importantes en el ámbito
penal fueron la tipificación de la violencia psíquica, la creación de la pena
accesoria consistente en la prohibición de que el sujeto pueda acercarse a la
víctima o a los familiares de esta, y la previsión de que en la “falta” de malos
tratos se pueda ejercitar de oficio la acción penal.
En la “Ley Orgánica 2/2000, de 7 de enero”, añadió al art. 566 un apartado
2, por el que se equiparan a la fabricación, comercialización o depósito de
armas, la acción de desarrollar o emplear armas químicas, o la de iniciar
preparativos militares para su empleo. El art. 567 quedó también reformado,
incorporando una definición auténtica de las diferentes modalidades de
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depósito de armas.
Por su parte, la “LO 3/2000 de 11 de enero” incluyó un nuevo artículo, el
445 bis, que castiga la corrupción en las transacciones comerciales
internacionales.
La problemática suscitada por la intervención en migraciones ilegales fue
abordada por la “LO 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de
los extranjeros en España y su integración social”. En el Código penal,
incrementó las penas del delito de tráfico ilegal de mano de obra (y con ellas,
las de los artículos 312.1 y 313). También introdujo modificaciones en los
delitos de asociación ilícita que tuvieren por objeto promover el tráfico ilegal
de personas. Pero su aportación más novedosa se cifra en la introducción en
el art. 318 bis de los delitos contra los derechos de los ciudadanos
extranjeros.
Igualmente, han de citarse la “LO 3/2002, de 22 de mayo, en materia de
delitos relativos al servicio militar y a la prestación social sustitutoria, y la
LO 9/2002, de 10 de diciembre, de modificación del Código penal y del
Código civil, sobre sustracción de menores”.
La “LO 1/2003, de 10 de marzo”, modificó el art. 505, con el objetivo de
reforzar la garantía de democracia en los Ayuntamientos y de la seguridad de
los Concejales.
V. Las reformas penales de 2003
El año 2003 fue testigo de un buen conjunto de reformas penales carentes
de un sustento de estudios criminológicos que pudieran justificarlas y
ejemplo de vocación de huida al Derecho penal, presididas por el objetivo
proclamado de pasar del “Código penal de la democracia” –el de 1995– al
“Código penal de la seguridad”. Esta política criminal, bajo el imperativo de
que había que “barrer las calles de delincuentes”, responde al ideal de
multiplicación de delitos y endurecimiento de las penas, habida cuenta de la
incapacidad del Estado para alcanzar respuestas menos lesivas y más justas.
Con este proceder el Legislador se aproxima a la criminalidad
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exclusivamente desde los síntomas y propugna un modelo de intervención
penal sin complejos, en su extensión y en su intensidad, que revela una
ideología profundamente autoritaria.
Las reformas del Código penal, que a continuación se exponen, sirven a
este objetivo de seguridad, como efecto e instrumento de una política
criminal expansionista, en concordancia con campañas internacionales de
“Ley y orden” o “tolerancia cero” y Derecho penal del enemigo.
“La LO 7/2003, de 30 de junio, de medidas de reforma para el
cumplimiento íntegro y efectivo de las penas”: Entre las medidas adoptadas
destaca la reintroducción en nuestra legislación penal de la duración de la
pena hasta cuarenta años, unida de la ampliación de las medidas que
pretenden garantizar el cumplimiento efectivo de la condena y la restricción
de forma constitucionalmente dudosa de sustitutivos como el tercer grado –
estableciendo un periodo de seguridad– o la libertad condicional. Así,
garantiza el cumplimiento efectivo de su condena, reformando el art. 78 CP:
cuando los límites del art. 76.1 determinen una pena inferior a la mitad de la
suma total de las impuestas a un sujeto, el Juez o Tribunal podrá acordar que
los beneficios penitenciarios, los permisos de salida, la clasificación en tercer
grado y el cómputo de tiempo para la libertad condicional, se refieran a la
totalidad de las penas impuestas en las sentencias. Esta decisión será
preceptiva cuando las penas impuestas puedan alcanzar, de acuerdo con las
reglas del art. 76, una duración de 25, 30 o 40 años. No se puede pretender
alcanzar el fin constitucional de reinserción cuando se condiciona la
clasificación en tercer grado de tratamiento penitenciario a 32 años en
primero y segundo grado, y la libertad condicional al cumplimiento efectivo
de 35 (tres de los cuales se habrán cumplido en tercer grado).
El periodo de seguridad se estableció en el art. 36.2 CP, en virtud del cual,
cuando la pena de prisión impuesta sea superior cinco años, la clasificación
en tercer grado penitenciario no podrá efectuarse hasta el cumplimiento de la
mitad de la pena impuesta. De esta forma, se asegura un mínimo retributivo
situado en la mitad de la pena, que no podrá ser limitado ni reducido
atendiendo a las posibilidades de reinserción social.
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Por ende, se requiere para la concesión de la libertad condicional la
satisfacción de la responsabilidad civil derivada del delito. Pero, además, en
los delitos de terrorismo o cometidos en el seno de una organización, los
requisitos necesarios se multiplican para el acceso a la libertad condicional, al
exigírseles a estos delincuentes el arrepentimiento para demostrar el requisito
del buen comportamiento y el pronóstico individualizado de reinserción
social, ya que este debe acreditarse a través de “una declaración expresa de
repudio de sus actividades delictivas y de abandono de la violencia y una
petición expresa de perdón a las víctimas de su delito” (art. 90.1 c) CP y art.
72.6 LGP).
También se limitan las posibilidades de acceso a los beneficios
penitenciarios, introducidas, respectivamente, en las “LLOO 11/2003, de 29
de septiembre y 7/2003, de 30 de junio”. Igualmente manifiesta una
desconfianza hacía los jueces de Vigilancia Penitenciaria cuando establece el
carácter suspensivo de los recursos que se interpongan al adoptar la libertad
condicional o el tercer grado (Disposición Adicional quinta de la LOPJ, LO
7/2003, de 30 de junio).
En síntesis, todas las reformas que incorpora esta Ley Orgánica respondían
a una finalidad bien distinta de la reinserción social recogida en el art. 25.2 de
la CE.
Junto a ello, se cambia el art. 66 del CP (“LO 11/2003, de 29 de
septiembre”) y sus reglas de medición de pena concreta, imponiendo un
sistema más complejo, que desnaturaliza las circunstancias y las confunde
con subtipos agravados. La nota más destacable es que se da un tratamiento
específico a la habitualidad y a la reincidencia. Se instauró de nuevo la
agravante de multirreincidencia (“LO 11/2003, de 29 de septiembre”) que
permite al Juez tras la comisión del tercer delito (art. 66.1.5ª) o cuando
concurren varias agravantes y no hay atenuantes (art. 66.4) aplicar la pena
superior en grado, conculcando los principios de proporcionalidad y ne bis in
idem.
Por su parte, la “LO 15/2003, de 25 de noviembre”, por la que se modifica
la Ley Orgánica 10/1995 del Código penal, reforma, en sentido agravatorio,
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el delito continuado. La duración de la prisión mínima pasa a tres meses con
la intención de otorgar una función de prevención general a las sanciones que
corresponden a los delitos de menor gravedad, renunciando así a los objetivos
resocializadores marcados en la Constitución, además desaparece el arresto
de fin de semana, que el Código de 1995 había considerado idóneo para
cierta clase de delitos.
En la Parte Especial, la reforma, en un claro ejemplo de Derecho penal
simbólico añade al art. 149 un segundo párrafo para castigar la mutilación
genital con penas de prisión de seis a doce años (“LO 11/2003, de 29 de
septiembre”). Junto a ello, en los delitos contra la libertad sexual, se tipifican
conductas excesivamente alejadas de cualquier posible lesión al bien jurídico
reconocible, como ocurre con la posesión para el propio uso de material
pornográfico en el que hayan intervenido menores. También se castiga la
producción o difusión de material pornográfico en la que no se hubiera
utilizado de forma directa a menor o incapaz, sino que simplemente se
emplee su voz o imagen alterada o modificada (art. 189.7). Además, se
establecieron penas dudosamente proporcionales al delito en el tráfico de
drogas (“LO 15/2003 de 25 de noviembre”) o en el tráfico de personas (“LO
11/2003, de 29 de septiembre”).
Por último, el Legislador exteriorizó en sus decisiones una fuerte
politización que le llevó a pretender solventar problemas políticos mediante
la criminalización de la convocatoria de un referéndum (Código penal,
artículos 506 bis y 521, introducidos por la “LO 20/2003, de 23 de
diciembre”). Dichos preceptos, afortunadamente, fueron derogados por “Ley
Orgánica 2/2005, de 22 de junio”, lo que significa que estuvieron en vigor
menos de un año y medio.
VI. Las reformas penales de la VIII y IX legislatura
(2004-2010)
En los últimos años han continuado las reformas al Código penal. Al inicio
de la VIII Legislatura, la violencia familiar emanada de la sociedad patriarcal
que ya había sido objeto de recientes modificaciones mediante la LO
11/2003, “de medidas concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia
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doméstica e integración social de los extranjeros”, volvió a ser revisada a
través de la LO 1/2004, de 28 de diciembre, “de medidas de protección
integral contra la violencia de género”, que afecta no solo a los tipos penales
sino que también se ocupa de una revisión de aspectos procesales,
penitenciarios y administrativos. En materia penal endurece todavía más su
respuesta con el fin de combatir y frenar la violencia contra mujer o persona
especialmente vulnerable (arts. 171, 172 y 153). Las dudas acerca de la
constitucionalidad de estos tipos penales que dan un tratamiento punitivo
diferente según la víctima de la violencia sea mujer o no y con ello delimitan
y endurecen el comportamiento delictivo realizado por el hombre sobre la
mujer, se apoyan en la discriminación positiva con la que el Tribunal
Constitucional argumenta para resolver las cuestiones de constitucionalidad
formuladas sobre este particular (SSTC 59/2008, de 14 de mayo, y 45/2009,
de 19 de febrero y 179/2009, de 21 de julio, entre otras). Además la reforma,
en materia de violencia no habitual eleva a la condición de delitos lo que eran
faltas de lesiones o maltratos de obra e impone la pena de prisión en todo
caso de quebrantamiento de condena para los delitos de violencia de género,
estableciendo para estos supuestos reglas especiales en materia de suspensión
y sustitución de las penas.
Un tipo especialmente novedoso y desconocido hasta el momento en el
Código penal es el delito de dopaje en el deporte, del artículo 361 bis,
incluido mediante la “LO 7/2006, de 21 de noviembre, de protección de la
salud y de lucha contra el dopaje en el deporte”. De especial importancia,
sobre todo por su repercusión social, ha sido la reforma operada por “LO
15/2007, de 30 de noviembre, que modifica el Capítulo IV, Título XVII, en
materia de seguridad vial” y manifiesta una clara tendencia a la
objetivización del riesgo, constituyendo uno de los más claros exponentes de
la conversión de infracciones adminsitrativas en delitos. Así mismo, solo
unos días antes se ampliaba el ámbito típico de los arts. 313.1 y 318 bis,
mediante “LO 13/2007, de 19 de noviembre, para la persecución
extraterritorial del tráfico ilegal o la inmigración clandestina de personas”.
Un segundo grupo de reformas, tan solo dos aborda una política criminal
despenalizadora:
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a) La ya mencionada de la “LO 2/2005, de 22 de junio de 2005” que
suprimió los arts. 506 bis, 521 bis y 576 bis, conocida como “la reforma
penal anti-Ibarretxe”.
b) Una nueva regulación del aborto se introduce por “la LO 2/2010 de 3 de
marzo de 2010 de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria
del embarazo”. Esta Ley aborda la protección y garantía de los derechos
relativos a la salud sexual y reproductiva de manera integral, reforzando la
seguridad jurídica en la regulación de la interrupción voluntaria del
embarazo. Para ello, establece:
– Una nueva ley de plazos: las mujeres pueden decidir libremente abortar
hasta las 14 semanas, previa información sobre la interrupción del embarazo,
sus derechos, prestaciones y ayudas públicas a la maternidad y con un
periodo de reflexión de al menos tres días.
– Sistema de indicaciones hasta la semana 22: durante ese periodo la mujer
podrá interrumpir su embarazo en caso de grave riesgo para su vida o salud o
si el feto padece graves anomalías. Después de la semana 22, solo si hay
malformación incompatible con la vida del feto o este padece “una
enfermedad de extrema gravedad e incurable” no existe límite.
El punto más polémico de la ley era el caso de menores entre 16 y 17 años.
Se estableció que la decisión les correspondía exclusivamente a ellas, aunque
al menos uno de los representantes legales (padre, madre, tutor), debía ser
informado de la decisión que hubiera tomado la mujer menor que quería
abortar. No era preciso informar al representante legal cuando la menor que
quiere interrumpir el embarazo alegue fundadamente que esto le ocasionaría
un conflicto grave, manifestado en el peligro cierto de violencia intrafamiliar,
amenazas, coacciones, malos tratos o que se produjera una situación de
desarraigo o desamparo. Este punto ha sido reformado mediante la “Ley
Orgánica 11/2015, de 21 de septiembre que modifica el artículo 9 de la Ley
41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del
paciente”, estableciendo expresamente la obligación del consentimiento
expreso de sus representantes legales para la interrupción voluntaria del
embarazo de menores de edad o personas con capacidad modificada
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judicialmente. Se hace una remisión expresa al Código civil, a fin de
solucionar cualquier tipo de conflicto que surja al prestar el consentimiento
por los representantes legales o cuando la decisión de estos pueda poner en
peligro el interés superior del menor.
Especialmente amplia y ambiciosa fue la modificación del Código penal
que se produce mediante “la LO 5/2010, de 22 de junio”. La reforma aspiró a
una revisión y actualización integral del texto penal, dando cumplimiento a
las obligaciones internacionales que España tenía contraídas, especialmente
en el ámbito de la armonización jurídica europea, que exigía adaptaciones, a
veces de considerable calado, de nuestras normas penales. De otra parte, la
experiencia aplicativa del Código ha ido poniendo en evidencia algunas
carencias o desviaciones que deben tratarse de corregir, aunque las reformas
incorporadas van más allá de las razones alegadas en la Exposición de
Motivos. El carácter global de la reforma, que toca tanto a aspectos de Parte
General y sistema de penas como a figuras delictivas en concreto, se advierte
en la cantidad de aspectos que se modifican y que de manera muy sintética y
sin pretensión de exhaustividad destacamos:
En la Parte General, y con lógicas e importantes repercusiones en la Parte
Especial, el aspecto más sobresaliente de la reforma es el establecimiento de
un régimen de responsabilidad penal para las personas jurídicas, en línea con
la tendencia confesada de abarcar la macro-criminalidad o criminalidad de los
poderosos.
También la inclusión de nuevas penas privativas de derechos, como la
pérdida de la patria potestad. En el ámbito de las consecuencias accesorias se
ha completado la regulación existente del comiso respecto de aquellos
efectos, bienes, instrumentos y ganancias procedentes de actividades
delictivas cometidas en el marco de una organización o grupo criminal, o
bien cuando se trate de delitos de terrorismo e igualmente se ha ampliado su
ámbito de aplicación al de los delitos imprudentes de pena superior a un año.
Se reforma de nuevo el artículo 89 en materia de penas a extranjeros
ilegales, que mantiene la sustitución por la expulsión del territorio nacional
en caso de penas privativas de libertad inferiores a seis años y de cualquier
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pena privativa de libertad cuando se acceda al tercer grado penitenciario, o
una vez que se entiendan cumplidas las tres cuartas partes de la condena,
fijando entre otros puntos un plazo entre cinco o diez años para que el
extranjero pueda regresar a España. Sin embargo, de nuevo se otorga potestad
al Juez o Tribunal, para que de forma motivada, aprecie razones que
justifiquen el cumplimiento de la condena en un centro penitenciario en
España. Por otro lado, se regula con más precisión, en aras de una mayor
seguridad jurídica, el procedimiento para la ejecución de las medidas de
seguridad privativas de libertad.
Mereció una valoración positiva que, para evitar la “desocialización”, se
introdujese la posibilidad de sustituir las penas privativas de libertad de corta
duración, de hasta seis meses de cárcel, por la de localización permanente. En
cambio, se optó por un especial rigor y una prolongación inexplicable de la
ejecución penal, a través de la inclusión en los artículos 105 y 106 de la
medida de libertad vigilada una vez cumplida la condena, que puede llegar a
los 10 años. Así sucede con los delitos de terrorismo y los delincuentes
sexuales. La medida incluye el seguimiento telemático del delincuente, que
estará siempre localizado, y la prohibición de aproximarse a sus víctimas. Se
contempla también la “imprescriptibilidad” de los asesinatos terroristas.
Además de estos, los pederastas y quienes actúen en el seno de una
organización criminal, en caso de ser condenados a más de cinco años de
cárcel, no podrán acceder al tercer grado penitenciario hasta cumplir la mitad
de la condena.
En materia de circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal
se recoge expresamente como circunstancia atenuante las dilaciones
indebidas y, como agravante, la discriminación por razón de la identidad
sexual o discapacidad de la víctima.
Muy numerosas son también las reformas de la Parte Especial. Es imposible
acercarse a todas ellas, pero por ser especialmente significativas conviene
citar las que siguen.
La reforma fue sobre todo sensible con las víctimas vulnerables o en
situación de vulnerabilidad, lo cual explica la dureza con la que se tratan los
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delitos de agresión y abusos sexuales sobre menores de trece años, a los que
se dedica un Capítulo propio, el Capítulo II bis del Título VIII, donde se
endurecieron las penas, que llegan a los quince años de prisión y se introduce
la posibilidad de privar de la patria potestad a los padres para proteger al
menor. También se tipifica como delito el “child grooming” y la captación de
niños para participar en espectáculos pornográficos. Todo ello en base a la
trasposición de la “Decisión Marco 2004/68/JAI del Consejo, de 22 de
diciembre de 2003, relativa a la lucha contra la explotación sexual de los
niños y la pornografía infantil”.
Se observó una clara orientación hacia la criminalización más dura de la
pequeña criminalidad de tal forma que los autores de pequeños hurtos, de
menos de 400 euros pero que fueran reincidentes, podían ser condenados a
penas de cárcel a cumplir durante el fin de semana. Aumentaron el castigo
para las ocupaciones violentas de bienes inmuebles, que pasaron a castigarse
con prisión de uno a dos años, cuando hasta entonces solo tenían multa, y se
penó con localización permanente de dos a seis días o trabajos en beneficio
de la comunidad a quienes hicieran pintadas o grafitis en bienes muebles de
dominio público o privado. Al contrario, para la conducta del top-manta en
aquellos casos de distribución al por menor de escasa trascendencia,
atendidas las características del culpable y la reducida cuantía del beneficio
económico obtenida por este, siempre que no concurriera ninguna de las
circunstancias de agravación previstas por el propio Código penal, se optó
por aliviar las penas que pasaron a ser multa o trabajos en beneficio de la
comunidad. Además, en tales supuestos, cuando el beneficio no alcanzare los
400 euros la conducta se castigó como falta. También en un sentido
atenuatorio, en materia de tráfico de drogas se acogió la previsión contenida
en el Acuerdo del Pleno no Jurisdiccional de la Sala 2ª del Tribunal Supremo,
de 25 de octubre de 2005, en relación con la posibilidad de reducir la pena
respecto de supuestos de escasa entidad, siempre que no concurriese ninguna
de las circunstancias recogidas en los artículos 369 bis, 370 y siguientes.
Pero el endurecimiento punitivo y la ampliación de los supuestos punibles
fue la tónica general. Se hace más que destacable en los delitos de asociación
ilícita y terrorismo, en los que el elemento “organización” es la clave que
reordena y redefine las conductas delictivas, dando lugar a nuevos Capítulos,
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VI y VII, dentro del Título XXII. La dureza y el rigor punitivo son el
distintivo de los delitos contra la Hacienda Pública y contra la Seguridad
Social, el urbanismo y la seguridad vial. Aquí, la tipificación de conductas
como la conducción con exceso de velocidad o de alcohol o drogas se castigó
con penas de prisión de tres a seis meses, con multa de seis a doce meses o
con trabajos en beneficio de la comunidad. No obstante, consciente el
Legislador de que solo con este delito se puede agravar aún más la situación
de superpoblación carcelaria tanto por el aumento en el número de delitos
cometidos como por la prescripción de los mismos, estableció la posibilidad
de elegir entre tres penas distintas.
Atendiendo al surgimiento de nuevas realidades criminales se introdujo un
largo elenco de figuras delictivas, que afectan a los más variados bienes
jurídicos tanto de carácter individual como colectivo, y que hasta ahora eran
inexistentes, como el tráfico ilegal de órganos, derivado del compromiso
adquirido mediante la “Declaración de Estambul” en la Cumbre internacional
sobre turismo de trasplantes y tráfico de órganos celebrada en mayo de 2008;
el acoso laboral e inmobiliario, como formas específicas de ataque a la
integridad moral; la trata de seres humanos; los accesos informáticos no
consentidos (para cumplimentar la “Decisión Marco 2005/222/JAI, de 24 de
febrero de 2005, relativa a los ataques contra los sistemas de información”);
la denominada estafa de inversores y la manipulación del mercado, con base
en la “Directiva 2003/06 del Consejo, de 28 de enero de 2003, sobre las
operaciones con información privilegiada y la manipulación del mercado”);
la corrupción en el sector privado (en cumplimiento de la “Decisión Marco
2003/568/JAI, relativa a la lucha contra la corrupción en el sector privado”);
la corrupción de los funcionaros comunitarios; los sobornos y fraudes en el
deporte; la realización de actividades ilegales de urbanización; el traslado
ilegal de residuos, la explotación de instalaciones en las que se realice una
actividad peligrosa; la destrucción o grave alteración del hábitat por la caza o
la pesca de especies amenazadas; la piratería marítima y aérea, así un largo
etcétera.
VII. Las reformas penales de la X legislatura (20102015)
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La primera reforma de la X legislatura tuvo lugar mediante la “Ley
Orgánica 7/2012, de 27 de diciembre, que modifica la Ley Orgánica 10/1995
de 23 de noviembre de 1995, del Código penal en materia de transparencia y
lucha contra el fraude fiscal y Seguridad Social”. Esta Ley contempla las
siguientes novedades: a) la introducción de responsabilidad penal a partidos
políticos y sindicatos que, hasta la fecha, estaban excluidos en el artículo
31.bis 5 CP; b) la reforma del delito contra la Hacienda Pública estableciendo
nuevas sanciones, cambiando la configuración de la regularización de la
situación tributaria e introduciendo una circunstancia atenuante específica. El
Legislador potencia la figura de la completa regularización tributaria, que
deja de ser una excusa absolutoria, para suponer un “pleno retorno a la
legalidad” por parte del infractor; c) la modificación del delito contra la
Seguridad Social, en el artículo 307 del Código penal, para reducir de
120.000 euros a 50.000 euros la cuantía que establece, se crea un tipo
agravado y se tipifica el nuevo delito de obtención indebida de prestaciones
del Sistema de la Seguridad Social; d) la ampliación del delito contra los
derechos de los trabajadores, tipificando en el segundo apartado del artículo
311 del Código penal la contratación de trabajadores sin haber formalizado su
incorporación al Sistema de Seguridad Social que les corresponda, o sin
haber obtenido la preceptiva autorización para trabajar en el caso de los
extranjeros que lo precisen, siempre y cuando se den determinados requisitos
en cuanto al número total de trabajadores ocupados; e) la modificación del
delito de expedición de certificados falsos (art. 390 CP) que prevé penas más
graves; f) la creación del delito de falsificación de las cuentas públicas
cuando ello pueda causar un perjuicio económico a la entidad pública de la
que dependa (art. 433 bis CP). Igualmente, el nuevo artículo 433 bis 2 del
Código penal castiga la conducta de la autoridad o funcionario público que de
forma idónea para causar un perjuicio a la entidad pública de la que dependa,
facilite a terceros información mendaz relativa a la situación económica de la
misma.
Sin lugar a dudas la reforma más importante del CP, se ha llevado a cabo
mediante la “Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, por la que se modifica la
Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código penal”. Los
principios y fines que justifican la reforma, según la Exposición de motivos,
son:
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a) La confianza en la Administración de Justicia hace necesario poner a su
disposición un sistema legal que garantice resoluciones judiciales previsibles
que, además, sean percibidas en la sociedad como justas. Con esta finalidad,
se lleva a cabo “una profunda revisión del sistema de consecuencias penales
que se articula a través de tres elementos: la incorporación de la prisión
permanente revisable, reservada a delitos de excepcional gravedad; el sistema
de medidas de seguridad, con ampliación del ámbito de aplicación de la
libertad vigilada; y la revisión de la regulación del delito continuado”. Según
ha manifestado el Ministerio de Justicia son las razones de justicia material y
de demanda ciudadana, así como la “especial repulsa social” frente a
determinadas infracciones las que motivan la pena de prisión permanente
revisable, que podrá ser impuesta en supuestos de excepcional gravedad
como los asesinatos terroristas, el homicidio del jefe del Estado o de su
heredero y en los supuestos más graves de genocidio o de crímenes de lesa
humanidad. También en los asesinatos especialmente graves, definidos en el
artículo 140 del Código penal: asesinato de menores de dieciséis años o de
personas especialmente vulnerables; asesinatos subsiguientes a un delito
contra la libertad sexual; asesinatos cometidos en el seno de una organización
criminal y asesinatos reiterados o cometidos en serie. Esta pena contradice la
finalidad resocializadora de las penas y supone una gran inseguridad jurídica,
en la medida en que la pena que se impone a una persona debe estar
perfectamente delimitada en el tiempo; lo contrario supone un trato
inhumano, y, en consecuencia, se trata de una pena inconstitucional.
b) La eficacia de la justicia penal: La reforma del Código penal de 2015,
cae en la tentación de recurrir al Derecho penal para asegurar y apoyar una
política determinada, con el marchamo de eficacia. Así, de una parte, se
modifica la regulación de la suspensión y de la sustitución de las penas
privativas de libertad, introduciendo un nuevo sistema, caracterizado por la
existencia de un único régimen de suspensión que ofrece diversas
alternativas. De otra, se somete a una revisión técnica y reforma la regulación
de los delitos de atentado y desobediencia, alteraciones del orden público,
incendios, detención ilegal, e intrusismo, tipificando también nuevos delitos
de matrimonio forzado, hostigamiento o acecho, divulgación no autorizada de
imágenes o grabaciones íntimas obtenidas con la anuencia de la persona
afectada pero que se divulgan luego en contra de su voluntad, y manipulación
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del funcionamiento de los dispositivos de control utilizados para vigilar el
cumplimiento de penas y medidas cautelares o de seguridad.
En relación a la corrupción y cohecho, relacionados con la delincuencia de
los poderosos, modifica el delito de cohecho en las transacciones comerciales
internacionales. La reforma endurece las consecuencias jurídicas y actualiza
los instrumentos jurídicos a su disposición para evitar que la comisión de
acciones antijurídicas sea provechosa. En esta línea, se modifica el comiso de
bienes, que no solo afectará al terrorismo sino también al blanqueo de
capitales, a la falsificación de moneda, a la corrupción en el sector privado y
a los delitos informáticos. Se regula el comiso ampliado que extenderá a los
bienes, efectos y ganancias respecto de los cuales se resuelva, “a partir de
indicios objetivos fundados”, que provienen de una actividad delictiva y no
se acredite su origen lícito y el comiso sin sentencia condenatoria (art. 127
ter).
Respecto a los delitos socioeconómicos y patrimoniales, además de ampliar
el catálogo de agravantes de la estafa, tipifica una nueva forma de
administración desleal, configurándolo como un delito patrimonial,
castigando los actos de gestión desleal cometidos mediante abuso o
deslealtad por quien administra el patrimonio de un tercero y le causa un
perjuicio, ampliando también el delito a quien adquiera bienes que no son
útiles o no puedan cumplir la función económica de la gestión leal. En el caso
de las insolvencias punibles desarrolla nuevos tipos para “quien oculte,
destruya, cause daños o realice cualquier actuación que no se ajuste al deber
de diligencia de la gestión y se disminuya el valor de elementos
patrimoniales”. También se aplica a quien realice operaciones de venta por
precio inferior a su coste, a quien simule créditos o quien lleve doble
contabilidad.
Uno de los aspectos polémicos que genera el texto de reforma del Código
penal es que en defensa de la propiedad intelectual e industrial se han
introducido penas de hasta seis años de prisión por la difusión de obras sin
consentimiento, afectando a las páginas de enlaces o a quienes manipulan
dispositivos para eludir las medidas de protección antipiratería.
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En el régimen de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, detalla
el procedimiento y el sistema disciplinario, altera su fundamento basándose
en el sistema de criminal compliance o programas de cumplimiento penal que
determina una responsabilidad de la persona jurídica por hecho propio,
optando por un modelo de culpabilidad por organización. Pero, a su vez,
favorece principalmente la impunidad de las grandes empresas, al determinar
como circunstancia eximente la adopción y ejecución de un sistema de
criminal compliance previo a la comisión del delito, no solo en los casos que
el delito hubiese sido cometido por un empleado, sino también cuando haya
sido cometido por los propios administradores, siempre y cuando su delito no
hubiese sido facilitado por la falta de control del mencionado órgano de
vigilancia.
c) Principio de intervención mínima: En aras de cumplir con este principio,
la reforma suprime las faltas, que históricamente se regulaban en el Libro III
del Código penal, si bien aproximadamente dos terceras partes pasan ahora a
ser calificadas como delitos leves aumentado su gravedad y por tanto su
penalidad. En concreto, las antiguas faltas contra las personas, las
patrimoniales, las faltas contra los intereses generales amplían su ámbito de
actuación: a) Introduce un nuevo nivel en la gradación de la imprudencia
(imprudencia grave y menos grave); b) La punición de la tentativa y los actos
preparatorios punibles; c) Las reglas aplicables a la hora de determinar la
pena recortan el ámbito de discrecionalidad judicial; d) La prescripción pasa
de seis meses a un año; e) Generan antecedentes penales; f) Las
consecuencias derivadas del impago de la pena de multa impuesta podrán
llegar hasta un máximo de un mes y quince días que, potestativamente,
podrán ser de localización permanente en lugar de prisión.
d) La adaptación de la legislación penal a la normativa comunitaria: La
reforma se ocupa de la transposición de “la Decisión Marco 2008/675/JAI,
relativa a la consideración de las resoluciones condenatorias entre los Estados
miembros de la Unión Europea con motivo de un nuevo proceso penal”.
También de la “Decisión Marco 2008/913/JAI, relativa a la lucha contra
determinadas formas y manifestaciones de racismo y xenofobia mediante el
Derecho penal”; con este fin se regulan las conductas de incitación al odio y a
la violencia mediante dos grupos de comportamientos: con una penalidad
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mayor, las acciones de incitación al odio o la violencia contra grupos o
individuos por motivos racistas, antisemitas u otros relativos a su ideología,
religión, etnia o pertenencia a otros grupos minoritarios, así como aquellas
que puedan entrañar humillación o menosprecio contra ellos; y con una
menor, la producción o distribución de los materiales que por su contenido
sean idóneos para incitar al odio o a la violencia contra minorías, el
enaltecimiento o justificación de los delitos de que pudieran haber sido
objeto, o la negación, apología o trivialización grave del genocidio, cuando
de ese modo se favoreciera el odio o la violencia contra los grupos
mencionados.
El delito de trata de seres humanos para transponer la “Directiva
2011/36/UE”, ha sido reformado, incluyendo nuevas formas de comisión del
delito, como son la entrega o recepción de pagos para obtener el
consentimiento de la persona que controla a las víctimas, o la explotación con
la finalidad de que las víctimas cometan actos delictivos para los
explotadores. Se incluye expresamente el intercambio o transferencia de
control sobre esas personas. Se agrava la pena para los supuestos de creación
de peligro de causación de lesiones graves. También se delimita el concepto
de “vulnerabilidad”, aunque de forma bastante vaga e imprecisa. Resulta
criticable, la referencia geográfica que contiene el tipo básico del delito (art.
177 bis). Con la tipificación separada del delito de trata de seres humanos, se
revisa la regulación del artículo 318 bis para que defina con claridad las
conductas constitutivas de inmigración ilegal conforme a los criterios de la
normativa de la Unión Europea, y se ajustan las penas a lo dispuesto en la
“Decisión Marco 2002/946/JAI”. Para la transposición de la “Directiva
2009/52/CE”, se establecen las normas mínimas sobre las sanciones y
medidas aplicables a los empleadores de nacionales de terceros países en
situación irregular.
Con el fin de adecuar el Código penal a la “Convención Internacional sobre
los Derechos de las Personas con Discapacidad”, se actualizan los términos
empleados para referirse a las personas con discapacidad y se incorpora una
disposición adicional para que todas las referencias hechas en el Código
penal al término minusvalía deban entenderse sustituidas por el término
discapacidad, y que el término incapaz deba entenderse sustituido por el de
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“persona con discapacidad necesitada de especial protección”. El nuevo
artículo 156 se remite a las leyes procesales civiles, que regularán los
supuestos de esterilización de la forma más adecuada y garantista para los
derechos de las personas con discapacidad.
Los compromisos internacionales suscritos por España en la “Convención
de Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de
discriminación contra la mujer y la Directiva 2011/36/UE”, llevan al
Legislador a tipificar el matrimonio forzado entre las conductas que pueden
dar lugar a una explotación de personas; al tratarse de un comportamiento
coactivo, se recoge como modalidad agravada dentro del delito de
coacciones. También se castiga a quien utilice medios coactivos para forzar a
otro a abandonar el territorio español o a no regresar a él con esa misma
finalidad de obligarle a contraer matrimonio.
En los delitos contra la libertad sexual se lleva a cabo la transposición de la
“Directiva 2011/93/UE”, que obliga a los Estados miembros a endurecer las
sanciones penales en materia de lucha contra los abusos sexuales, la
explotación sexual de menores y la pornografía infantil. Como novedad
importante, se eleva la edad del consentimiento sexual a los dieciséis años,
adecuándose, según la Exposición de Motivos, a las disposiciones de la
“Convención sobre los Derechos de la Infancia”, para mejorar la protección
de los menores, sobre todo en la lucha contra la prostitución infantil, aunque
en dicha normativa solo se menciona la edad para asegurar que los menores
no participen directamente en conflictos armados. Por tanto, el Legislador es
quien ha decido que los menores de dieciséis años no son capaces de
autodeterminarse sexualmente porque, iure et de iure, se presume que
carecen de la formación y madurez suficiente y, en consecuencia, no son
titulares del derecho de libertad sexual, vedándoles o al menos limitando su
ejercicio. Asimismo, se tipifica la conducta consistente en hacer presenciar a
un menor de dieciséis años actos o abusos sexuales sobre otras personas,
aunque esta conducta ya podía castigarse a través del artículo 185 del Código
penal que sanciona al que ejecutare o hiciere ejecutar a otra persona actos de
exhibición obscena. Simultáneamente, con una clara tendencia a agravar las
penas, en los delitos contra la prostitución, se establece una separación más
nítida entre los comportamientos cuya víctima es una persona adulta de
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aquellos otros que afectan a menores de edad o a personas discapacitadas.
Los clientes de los menores ya prostituidos se castigan expresamente.
Especial atención se presta al castigo de la pornografía infantil, con una
definición amplia tomada de la Directiva europea, equiparando el material de
carácter sexual elaborado con menores de edad, con el realizado con adultos
que “parecen ser menores” por lo aniñado de su aspecto. También se castigan
los actos de producción y difusión, así como se endurece el régimen punitivo
del mero uso o adquisición de pornografía infantil, o el acceso a ella por
medio de las tecnologías de la información y la comunicación, facultando a
los jueces y tribunales para ordenar la retirada de las páginas web o bloquear
su acceso, además de sancionar al que a través de medios tecnológicos
contacte con un menor de dieciséis años y realice actos dirigidos a
embaucarle para que le facilite material pornográfico o le muestre imágenes
pornográficas. Estos hechos podrían subsumirse en el tipo de utilización de
menores para producir material pornográfico (art. 189.1 a), castigado,
además, con mayor pena. Por tanto, la previsión expresa de esta nueva
conducta es innecesaria, tratándose de una ley simbólica declarativa.
Constatamos así una vez más que, desde las instancias europeas, se
promueven escasas políticas descriminalizadoras. Se trata más bien de una
política criminal claramente intervencionista y expansiva, que es observada
por nuestros Legisladores, no solo con cierto “papanatismo”, sino que en
numerosas ocasiones sirve para justificar y tratar de legitimar reformas
claramente más represivas que las establecidas en instrumentos
internacionales o europeos.
Una especial mención requiere la reforma de los delitos contra el orden
público. En la reforma se incluye una nueva definición de “alteración del
orden público” a partir de la referencia al sujeto plural y a la realización de
actos de violencia sobre cosas y personas. En el tipo delictivo desaparece el
elemento subjetivo especial relativo a la finalidad común de atentar contra la
paz pública. Para el Legislador basta con que se produzcan actos de violencia
sobre personas o cosas, o la amenaza de llevarlos a cabo, y que ello altere la
paz pública, no siendo necesario que de estos actos se deriven lesiones o
daños. Del mismo modo se suprimen los modos comisivos referidos a la
invasión de los edificios o instalaciones y la obstaculización de vías públicas
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o accesos a las mismas, creando un peligro para los que por ella circulen.
Pero quizás la reforma más relevante es la sanción de quienes, sin participar
directamente en los actos de violencia, incitan a otros, o refuerzan su
disposición a llevarlos a cabo, contradiciendo el régimen general de
responsabilidad penal en función del grado de intervención en el hecho de un
tercero. A ello se suma la revisión de la redacción del actual art. 561 (aviso
falso de bomba), para incluir los supuestos de activación mediante noticias
falsas de los servicios sanitarios o de emergencia, desapareciendo así toda
mención a la alteración del orden público que se derive de la falsa alarma.
Igualmente, se castiga penalmente al que se mantuviere en un domicilio
social o local fuera de las horas de apertura, como subtipo atenuado del art.
203, y el uso de uniforme o la atribución pública de la condición de
profesional, que se tipifica en un nuevo artículo 402 bis en el marco de una
mejora de los tipos penales de usurpación de funciones públicas y de
intrusismo. En la misma línea, en el delito de atentado se incluyen todos los
supuestos de acometimiento, agresión, empleo de violencia o amenazas
graves de violencia sobre el agente excluyendo la resistencia meramente
pasiva, que continúa sancionándose con la pena de desobediencia grave;
además se modifican las penas de los delitos de atentado y se amplía el
ámbito de los sujetos protegidos. Los supuestos de alteraciones leves del
orden público y los casos de faltas leves de respeto a la autoridad se
reconducen a la vía administrativa, prescindiendo así de las garantías penales
y a un proceso penal debido para ser sancionados los infractores. Con todo
este arsenal de medidas penales tendentes a mantener el orden público, no se
respeta el hecho de que la ciudadanía a través de los actos colectivos de
protesta ejerce sus derechos de manifestación, reunión, huelga, expresión,
información y, en general, de participación en los asuntos públicos.
Todo ello sin obviar que la reforma como clara manifestación del verdadero
Derecho penal de la peligrosidad ha afectado principalmente a los delitos
“pequeños y medianos”, cometidos por marginados sociales (prototipo de
inseguridad ciudadana). Desde estos planteamientos, existe un incremento
radical del nivel de represión penal de los delitos patrimoniales más ínfimos
al criminalizar como delito los hurtos o estafas de cualquier cuantía, sin
límite mínimo, dejando de ser delitos leves cuando concurre alguna
agravante. La reforma también fundamenta una acción represiva mayor hacia
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los grupos considerados de riesgo, marcados en su totalidad por la sospecha.
Se enfatiza la represión a través de diversas formas del uso de la fuerza
pública, violencia institucional que se despliega con contundencia sobre los
“colectivos peligrosos”, que lamentablemente son los inmigrantes irregulares,
condición frecuentemente asociada a “sin trabajo”, “sin domicilio legal”, sin
acceso a determinados equipamientos y servicios colectivos, etc. Prueba de
ello, como denuncia Terradillos Basoco, es que la intervención penal frente a
los flujos migratorios, a requerimiento de la economía globalizada y de la
ideología ultraliberal, se traduce en políticas de exclusión del trabajador
foráneo, construyéndose un paradigma de la marginalidad. Por ende, la
reforma del Código penal responde a estos requerimientos con la
criminalización de la delincuencia bagatelar, con la represión de los delitos
menores contra la propiedad intelectual (top manta), la ayuda a la
inmigración ilegal y con la generalización de la expulsión. Respecto a esta
última, no solo se renuncia a la fijación de un límite máximo a la pena
sustituida, lo que entra en contradicción con las necesidades de prevención
general, sino que además se aplica a todos los extranjeros, con independencia
de la valoración jurídica de su situación de residencia en España,
comportando una ampliación indiscriminada de la expulsión judicial,
incompatible con las exigencias constitucionales.
Como señala el comunicado del Grupo de Estudios de Política Criminal:
“No hay Derecho. Por un Código penal de todos”: “A todo lo anterior hay
que añadir los múltiples y variados errores técnicos de que adolece la
reforma, puestos insistentemente de manifiesto no solo por expertos en la
materia, sino también por las más altas instituciones llamadas a pronunciarse
–desde El CGPJ, al Consejo de Estado, pasando por el Consejo Fiscal–, cuyas
opiniones no han sido atendidas en la medida en que merecían serlo. La
precipitación en la reforma y la ausencia de otra justificación que no sea la
mera propaganda determinan que nos veamos en la obligación de calificar el
texto como muy deficiente técnicamente, lo que producirá sin duda
problemas de interpretación y aplicación que derivan en mayor inseguridad
de la ciudadanía sobre el espacio de actuación penal. Además, el Gobierno,
sacando adelante a toda costa su reforma, ha ignorado esas voces y la del
resto de Grupos Parlamentarios, olvidando que el consenso en materia penal
forma parte inescindible de su legitimación intrínseca”.
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Tras el atentado yihadista en Paris al Charlie Hebdo, en menos de quince
días, aunque habían pasado más de diez años desde el 11M en España, el país
que tiene la regulación penal más amplia y severa penal antiterrorista de
Europa occidental, se aprueba un pacto PP-PSOE conocido como “pacto
antiyihadista”, que da lugar a “Ley Orgánica 2/2015, de 30 de marzo, por la
que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código
penal, en materia de delitos de terrorismo”. Se trata de una Ley en la que: a)
se amplían el concepto de terrorismo; b) se criminaliza el
autoadoctrinamiento (art. 575), calificando como delito de terrorismo leer
determinadas páginas y trasladarse o establecerse a un territorio extranjero
ocupado por una organización o grupo terrorista con la intención de
incorporarse a una organización terrorista, o poseer documentos que “sean
idóneos” para reforzar la decisión de otros para cometer delitos terroristas. El
art. 579 abarca los delitos cometidos por quienes difundan “públicamente
mensajes o consignas que tengan como finalidad o que, por su contenido,
sean idóneos para incitar a otros a la comisión de alguno de los delitos de este
capítulo”. También se prevé la destrucción de libros, obras, retirada de
contenidos, etc. (art. 578) a través de los que se cometiera enaltecimiento o
justificación del terrorismo, o bien menosprecio a las víctimas; c) la prisión
permanente revisable figura en la Ley pero sin nombrarla (falacia del PSOE,
presentando después un recurso de inconstitucionalidad contra esta pena); d)
se crea una nueva clase de inhabilitación especial para la profesión u oficios
educativos, que puede suponer la muerte civil; e) la mayoría de las medidas
que restringen derechos y deben ser impuestas por los jueces se formulan con
carácter imperativo, no permitiendo en la mayoría de los casos que el Juez
tenga arbitrio judicial; f) se aumentan de forma desmesurada las penas
previstas para varios delitos. En suma, como se afirma en el comunicado del
Grupo de Política criminal, se trata de una Ley que por un lado, tipifica
conductas que ya eran consideradas delictivas con una clara finalidad
exclusivamente propagandística, y por otro, difumina el concepto de
terrorismo, criminalizando la libertad de pensamiento, creando delitos de
sospecha y conductas indeterminadas inaceptables en un Estado de derecho.
Por ende, en esta legislatura se aprueba la “Ley 4/2015, de 27 de abril, del
Estatuto de la víctima del delito”, en el que además del reconocimiento de los
derechos de la víctima, con un amplio concepto de la misma, se prevé la
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participación de la víctima en la fase de ejecución de la pena. En nuestro
Derecho, la participación de las víctimas de los delitos durante el
cumplimiento de las penas privativas de libertad se ha ido consolidando
progresivamente a través de las reformas legislativas de la última década, de
forma paralela a la aparición y desarrollo de la política criminal del
“cumplimiento íntegro y efectivo” de las penas. El Estatuto de la víctima del
delito culmina este proceso de evolución de la participación de la víctima en
la ejecución penal, previendo una serie de supuestos en que las víctimas de
los delitos podrán recibir información y recurrir activamente algunas
decisiones del Juez de Vigilancia Penitenciaria: el Auto conforme al art. 36.2
CP por el que se autoriza la clasificación del penado en tercer grado antes de
que se extinga la mitad de la condena; el Auto por el que se eliminan las
restricciones penitenciarias del art. 78 CP, también en el caso de delitos
cometidos en el seno de un grupo u organización criminal; por último, el
Auto por el que se concede al penado la libertad condicional, incluyendo
también los delitos recogidos en el art. 36.2 CP, siempre que se hubiera
impuesto una pena de más de cinco años de prisión. Igualmente, se legitima a
las víctimas para solicitar la imposición de medidas o reglas de conducta a los
penados en situación de libertad condicional, “cuando aquel hubiera sido
condenado por hechos de los que pueda derivarse razonablemente una
situación de peligro para la víctima”, y para facilitar al Juez o Tribunal
informaciones relevantes para resolver sobre la ejecución de la pena
impuesta, las responsabilidades civiles derivadas del delito o el comiso
acordado. Se trata de niveles de intervención muy heterogéneos, puesto que,
desde luego, no es lo mismo recibir información que ser oído o recurrir una
resolución.
Por último, se ha aprobado la “Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de
protección de la seguridad ciudadana”, también conocida como “Ley
mordaza”, respecto a la cual el Tribunal Constitucional ha admitido a recurso
la petición de inconstitucionalidad presentada por los partidos de la
oposición. Sus disposiciones más polémicas son: a) prevé que se cree un
Registro Central de Infracciones contra la Seguridad Ciudadana “a efectos
exclusivamente de apreciar la reincidencia” (art. 43.1); b) regula “el valor
probatorio de las declaraciones de los agentes de la autoridad” (art.52); c)
establece que será infracción muy grave –hasta 600.000 euros– “la
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perturbación de la seguridad ciudadana” en el Congreso, el Senado y las
cámaras autonómicas aunque los edificios estén vacíos (art.36.2); d) la policía
podrá pedir la identificación ante indicios o para “prevenir la comisión de una
infracción”. Los agentes podrán llevar a comisaría durante 6 horas al
ciudadano en el caso de que se niegue a dar su DNI (art.16); e) establece
multas por difundir imágenes o datos personales o profesionales de los
agentes de policía si pueden “poner en peligro la seguridad personal o
familiar del agente” (art.36.23). Los principales organismos internacionales
de vigilancia de los derechos humanos han pedido al gobierno español la
retirada de esta Ley por atentar contra las libertades de expresión, reunión y
manifestación, así como por criminalizar la exclusión y a las personas
migrantes con medidas como las “devoluciones en caliente” porque entienden
que vulnera el Derecho internacional.
VIII. La legislación penal especial
El Ordenamiento penal español constituye, en el panorama europeo, un
modelo paradigmático de la opción centrípeta, en cuya virtud se incorpora al
Código penal común un amplísimo catálogo de conductas que se estiman
delictivas, con el consiguiente vaciamiento de la legislación penal especial.
La opción no resulta polémica en lo relativo a la Legislación
complementaria al Libro I. Se viene entendiendo, por ejemplo, que la
incorporación al Código de la disciplina jurídica de la ejecución de penas,
objeto específico de la Ley Orgánica General Penitenciaria, provocaría cierta
elefantiasis, negativa desde el punto de vista técnico. También se acepta
pacíficamente la autonomía, y el coherente tratamiento en leyes penales extra
codicem, de los ámbitos propios de las “Leyes Orgánicas 13/1985, de 9 de
diciembre, de Código penal Militar”, y “5/2000, modificada por la 7/2000,
reguladora de la Responsabilidad Penal del Menor”.
Al margen de estos casos, el Código penal de 1995, de hecho, solo deja
fuera de sus límites, con carácter residual, los ámbitos cubiertos por las
“Leyes 209/1964, de 24 de diciembre Penal y Procesal de la Navegación
Aérea”; “40/1979, de 10 de diciembre, de Régimen Jurídico de Control de
Cambios”; “12/1995, de 12 de diciembre, de Represión del Contrabando”;
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“5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General” o “5/1995, de 22 de
mayo del Tribunal de Jurado”.
Mención especial merece la consideración de la Ley de Responsabilidad
Penal de los Menores, a cuya entrada en vigor quedó supeditada, en el
Código de 1995, la vigencia de su art. 19, que introducía –modificando las
paredes maestras del sistema anterior– la responsabilidad penal del menor, lo
que dota a la minoría de edad de perfiles propios distintos a los de las
genuinas causas de exclusión de la imputabilidad.
Hubo que esperar al año 2000 para el nacimiento de esa Ley –LO 5/2000,
de 12 de enero– que, a tenor de su art. 1, “se aplicará –fundamentalmente–
para exigir la responsabilidad de las personas mayores de catorce años y
menores de dieciocho”, dentro del respeto a las garantías de nuestro
Ordenamiento constitucional, y de las normas de Derecho internacional, con
particular atención a la “Convención de los Derechos del Niño de 20 de
noviembre de 1989”.
El contenido de la “LO 5/2000, de 12 de enero”, sufrió una pronta y radical
modificación por parte de la “LO 7/2000, de 22 de diciembre”, que entró en
vigor en la misma fecha que la Ley reformada, con la pretensión de “reforzar
la aplicación de los principios inspiradores de la citada Ley a los menores
implicados en delitos de terrorismo, así como conciliar tales principios con
otros bienes constitucionalmente protegidos… que aquí se ven
particularmente afectados por la creciente participación de menores, no solo
en las acciones de terrorismo urbano, sino en el resto de las actividades
terroristas” (Exposición de motivos, V).
Una vez más, y antes siquiera de la entrada en vigor de la normativa
anterior, la “LO 7/2000, de 22 de diciembre”, cede ante la tentación de
modificar al alza las Leyes penales cuando hay que hacer frente a demandas
sociales de eficacia frente al delito, y revela la carencia de una política
criminal sólida en la materia.
El punto de partida del nuevo modelo impuesto por las Leyes 5 y 7/2000,
así como por su desarrollo reglamentario (“Real Decreto 1774/2004, de 30 de
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julio”), rechaza la tradicional identificación de minoría de edad e
inimputabilidad, con su secuela penal –consecuencias falsamente tuitivas– y
procesal –ausencia de garantías–. En su lugar, se ha optado por el “modelo de
responsabilidad”, caracterizado por considerar al menor –a partir de cierta
edad que suele situarse en torno a los catorce años– como sujeto responsable,
en términos similares al adulto, y como titular de derechos que se proyectan
sobre todo el Derecho penal y procesal.
Una nueva modificación de la “LO 5/2000, de 5 de enero, reguladora de la
responsabilidad penal de los menores”, se introdujo mediante la disposición
final segunda, apartado tercero, de la “Ley Orgánica 15/2003, de 25 de
noviembre”, de modificación del Código penal. En ella se procedía a la
introducción de una Disposición Adicional sexta que requería que el
Gobierno procediera a impulsar las medidas orientadas a sancionar con más
firmeza y eficacia los hechos delictivos cometidos por personas que, aun
siendo menores, revistan especial gravedad, tales como los previstos en los
artículos 138, 139, 179 y 180 del Código penal. Para ello, contemplaba la
posibilidad de prolongar el tiempo de internamiento, su cumplimiento en
centros en los que se refuercen las medidas de seguridad impuestas y la
posibilidad de que el sujeto ingrese en un centro penitenciario cuando alcance
la mayoría de edad. Estas duras previsiones fueron incorporadas a la Ley de
responsabilidad penal del menor mediante “LO 8/2006, de 4 de diciembre”.
A través de esta misma Ley se procede a la ampliación de los presupuestos
que permiten imponer a los jueces la medida de internamiento en régimen
cerrado, que de estar limitada a los supuestos en que se hubiera empleado
violencia o intimidación en las personas o se hubiera actuado con grave
riesgo para la vida o integridad física de las mismas, como se requería en la
LO 5/2000, de 5 de enero, se amplía a los casos en que el menor cometa un
delito en grupo o perteneciere o actuare al servicio de una banda,
organización o asociación, incluso de carácter transitorio, que se dedicare a la
realización de tales actividades, así como cuando los hechos delictivos
revistan la consideración de graves. Se trata de una cláusula de notable
aplicación práctica, pues suele ser habitual que los actos de delincuencia
juvenil se cometan actuando en grupo o en bandas. En caso de que los hechos
revistan “extrema gravedad”, y esta se entiende en los supuestos de
reincidencia, la medida de internamiento en régimen cerrado es de imperativa
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aplicación. Además, se eleva el marco máximo de duración de la medida de
internamiento en régimen cerrado, que ahora llega a los ocho años, y se
destina a los casos en que el sujeto de dieciséis o diecisiete años cometiese
alguno de los delitos previstos en los artículos 138, 139, 179, 180 y 571 a 580
del Código penal o aquellos que tengan señaladas en el Código penal una
pena de prisión igual o superior a quince años. Incluso más, para estos
menores con edades de dieciséis o diecisiete años, en el caso de que cometan
una pluralidad de infracciones y alguna de ellas sea uno de esos delitos, la
ampliación del marco avanza hasta alcanzar una duración máxima de diez
años. En cuanto al régimen de cumplimiento de la medida de internamiento
en régimen cerrado, para el caso de cumplimiento de la edad de dieciocho
años se faculta al Juez para acordar, previa audiencia del Ministerio Fiscal, la
defensa y entidad pública de protección o reforma de menores, que el menor
pueda terminar de cumplirla en un centro penitenciario, conforme al régimen
General previsto en la Ley Orgánica General Penitenciaria, cuando su
conducta no responda a los objetivos propuestos en la sentencia.
El endurecimiento se sigue palpando en el caso de comisión de una falta
(pues la Ley mantiene por el momento esta denominación al no haber sido
modificada por la LO 1/2015, de 30 de marzo, que ha eliminado las faltas del
Código penal). Así como en la primera redacción del art. 9 la Ley Orgánica
5/2000, de 5 de enero, solo cabía la imposición de las medidas de
amonestación, permanencia de fin de semana hasta un máximo de cuatro
fines de semana, prestaciones en beneficio de la comunidad hasta cincuenta
horas y privación del permiso de conducir o de otras licencias
administrativas, la LO 8/2006, de 4 de diciembre, además de incorporar el
plazo de un año en relación con la privación de licencias administrativas,
introduce la aplicación de la medida de libertad vigilada hasta un máximo de
seis meses, la prohibición de aproximarse o comunicarse con la víctima o con
aquellos familiares u otras personas que determine el Juez hasta seis meses y
la realización de tareas socio-educativas hasta seis meses. Esta última supone
la extensión a los menores de la previsión que contempla el Código penal en
relación con los adultos y con ella se pretende conseguir los mismos
resultados que con estos. En caso de que la ejecución de esta medida
determinase la imposibilidad de que el menor continuase viviendo con sus
padres, tutores o guardadores, el Ministerio Fiscal deberá iniciar el
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procedimiento para la adopción de las medidas de protección oportunas
conforme a lo dispuesto en la Ley Orgánica 15 de enero de 1996, de
Protección Jurídica del Menor.
En materia de medias cautelares se incorpora como causa para su adopción
el riesgo de atentar contra bienes jurídicos de la víctima y se establece una
nueva medida cautelar consistente en el alejamiento de la víctima o su familia
u otra persona que determine el Juez. Al mismo tiempo, se amplía la duración
de la medida cautelar de internamiento, que pasa de tres meses, prorrogable
por otros tres meses, a seis meses prorrogable por otros tres meses.
IX. Bibliografía
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sobre una tensión no resuelta”, en AA.VV., La ciencia del Derecho penal
ante el nuevo siglo. Libro homenaje al profesor doctor Don José Cerezo
Mir. Tecnos, Madrid, 2002.
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Lección 6
LUIS ARROYO ZAPATERO
Universidad de Castilla-La Mancha
DERECHO PENAL Y CONSTITUCIÓN (I)
I. Programa penal de la Constitución y Derecho penal
constitucional
1. Consideraciones generales
Históricamente el Derecho penal en tanto que forma jurídica del poder
punitivo del Estado ha sido visto con razón, sobre todo desde la Ilustración y
el pensamiento emancipador contra el Antiguo Régimen, como un puro poder
material, represivo, expansivo e insaciable, frente al cual la tarea política y
jurídica más noble era ponerle límites, es decir, construir y desarrollar
principios o postulados capaces de limitar el qué y el cómo castigar, para
garantizar así los derechos individuales.
Estos principios, como el de legalidad, el de responsabilidad personal o el
de culpabilidad se extraían de órdenes externos al propio Derecho penal, así,
desde el llamado “Derecho natural”, en sus distintas versiones, desde la
“naturaleza objetiva de las cosas”, o desde programas directamente políticos.
Se construía de este modo un catálogo de “límites” al poder punitivo del
Estado, de carácter externo, con una vinculación más política que jurídica.
Hoy en día, por el contrario, existe amplio consenso en estimar que un
poder del Estado como es el punitivo tiene que tener definidos sus fines y,
por tanto, los postulados o principios de su sistema de argumentación y de
aplicación –tanto en fase legislativa como judicial–, a partir de la definición y
configuración que de ese poder del Estado hace la Constitución. Y esto es así
porque ese poder del Estado se realiza mediante normas y decisiones
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jurídicas, y tanto el Legislador que las elabora, como el Juez que las aplica
están vinculados por las prescripciones de la Constitución. Esta vinculación,
además, está garantizada por la atribución de un control sobre el Legislativo y
los jueces a un órgano supremo que es el Tribunal Constitucional, con poder
para corregir a uno y a otros. El científico, como operador fuera de uno y otro
ámbito, si desea cumplir una función de mediación entre Constitución y Ley
penal, entre ambas y su aplicación al caso concreto, elaborando criterios para
la reforma o creación de las Leyes, así como para su aplicación judicial, está
vinculado también por esa Norma Fundamental. Todo lo cual es
consecuencia del valor directamente normativo de la Constitución. Todo ello
ha sido recientemente expuesto con completo aparato bibliográfico por el
profesor Eduardo Demetrio.
Así pues, los principios rectores del sistema penal no deben considerarse
hoy como menos meros “límites” del ius puniendi, sino como principios
constituyentes del derecho de castigar o, dicho de otro modo, el Derecho
penal debe ser considerado como “Derecho penal constitucional”, pues, como
se adelantaba en la Lección 1, es consustancial al mismo la función de
garantía de los valores y los derechos que en el texto constitucional se
recogen. Fuera de la Constitución solo hay barbarie.
2. Programa penal de la Constitución y Derecho penal constitucional
La Constitución de 1978 comporta una radical innovación del
Ordenamiento jurídico en general y del penal en particular, tanto por su
contenido normativo como por la idea de hombre y de sociedad que la
inspira, y que se plasma necesariamente en el sistema y en el Derecho penal.
La novedad respecto de la idea de hombre y de sociedad –con sus
consecuencias para la filosofía del delito y de la pena– es que rompe con la
concepción abstracta del hombre y de sociedad, como conjunto de sujetos
libres e iguales. Por el contrario, como proclama en el art. 9.2, sustenta una
concepción realista de los hombres, como sujetos sometidos a la desigualdad
y a la falta de libertad material, para, sobre ello, reclamar una acción política
y jurídica destinada a superar esa desigualdad y las carencias de libertad.
Todo lo cual ha de plasmarse también en el Derecho penal.
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La Constitución contiene preceptos que –unos directa, otros
indirectamente– afectan y conforman el sistema punitivo. Se trata en realidad
de un sistema complejo de relaciones. Pero más allá de las concretas
referencias a las cuestiones penales, la Constitución contiene principios
generales que vinculan al Legislador y a los tribunales en la conformación de
todo el Ordenamiento y lógicamente, también, el Ordenamiento penal. Es
más, son estos principios generales los que permiten captar adecuada y
coherentemente el sentido de los preceptos concretos. Una lectura atomística
y fraccionada de los preceptos constitucionales sólo puede servir –como
señaló Bricola respecto a lo acontecido en Italia– a la tendencia siempre
presente a neutralizar la carga innovadora que representa la Constitución y,
por tanto, a traicionar el espíritu constitucional.
Resulta necesario por ello examinar detenidamente la Constitución para
extraer de su tenor literal, de los principios generales que consagra y de su
espíritu, lo que podría denominarse el “programa penal de la Constitución”.
Por programa penal de la Constitución se puede entender el conjunto de
postulados político-jurídicos y político-criminales que constituye el marco
normativo en el seno del cual el Legislador penal puede y debe tomar sus
decisiones, y en el que el Juez ha de inspirarse para interpretar las leyes que
le corresponda aplicar. Necesariamente, ello nos llevará a referirnos de nuevo
a algunos conceptos ya expuestos en la delimitación inicial del contenido del
Derecho penal, aunque aquí nos limitaremos a subrayar su vinculación
constitucional y su acogida por el Tribunal Constitucional.
Importa precisar que con el término –programa– queremos referirnos a un
conjunto de postulados político-criminales genéricos y no a soluciones
concretas para todos y cada uno de los problemas que son propios del sistema
punitivo. Tal concreción de un programa no se contiene en el texto
constitucional ni resulta saludable. El Legislador es y debe ser libre para
resolver a su prudente arbitrio los problemas concretos que se le plantean. La
Constitución representa tan solo ese marco normativo en cuyos principios ha
de inspirar sus decisiones. En la Constitución puede buscarse –y ser
encontrada– una respuesta (por ejemplo, a la alternativa entre Derecho penal
de la retribución y Derecho penal de la resocialización), pero el determinar
soluciones puntuales, como si resulta procedente la pena de arresto de fin de
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semana –eliminada por la LO 15/2003, tras su novedosa introducción en el
Código penal del 95– o la institución de la suspensión del fallo es algo que
corresponde por entero al Legislador ordinario. En todo caso la Constitución
también exige que el Legislador actúe bajo el principio de racionalidad, al
proscribir la arbitrariedad en general en el art. 9.3, último inciso.
Constitucionalidad y racionalidad no son principios excluyentes, como parece
querer entender algún sector (Díez Ripollés) sino complementarios.
Hay que advertir, por otro lado, que la Constitución y, en concreto, su
programa penal, nos protege contra un Derecho penal anticonstitucional pero
no contra una mala política criminal. Un ejemplo de ello es la opción
legislativa seguida por la LO 15/2003, de 25 de noviembre, de introducir las
penas de prisión de corta duración, concretamente, las inferiores a seis meses,
ampliamente desechadas por parte de la doctrina por su efecto totalmente
contrario a la reinserción del sujeto.
Pero más allá de ese programa, los principios generales de la Constitución y
determinados preceptos de la misma configuran un “Derecho penal
constitucional”.
En primer lugar, los principios generales que la Constitución consagra y
que tienen relevancia para el sistema penal son los valores superiores de
libertad, igualdad, pluralismo y justicia que establece el artículo 1 y los
principios generales de racionalidad, proporcionalidad, promoción de la
libertad y de la igualdad y proscripción de la arbitrariedad que proclama el
artículo 9.
En segundo lugar, en el texto constitucional se recogen preceptos sobre
mandatos, prohibiciones y regulaciones que afectan directamente al Derecho
penal, fundamentalmente los artículos 15, 17, 24 y 25. Por el primero se
proscriben la tortura y las penas y tratos inhumanos y degradantes y se abole
la pena capital; el artículo 17 consagra las garantías de la libertad personal
frente a la privación de la libertad, con cláusulas expresas sobre la detención
preventiva y la prisión provisional; el artículo 24 formula el catálogo de
garantías que integra el derecho a la tutela judicial efectiva y a un proceso
con todas las garantías, con expresa consagración de la presunción de
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inocencia; el artículo 25 proclama en su primer párrafo el principio de
legalidad y de irretroactividad en materia sancionatoria; en su párrafo
segundo, el principio de resocialización y en el tercero, la proscripción de la
privación de libertad del poder sancionador de la Administración.
En tercer lugar, constituyen también Derecho penal constitucional aquellos
preceptos que consagran derechos fundamentales y que, por lo tanto,
delimitan el ius puniendi, tanto en lo que al Poder Legislativo se refiere como
al Poder Judicial, en cuanto instancia a la que se confía la ejecución de las
Leyes penales. Ese catálogo de derechos fundamentales constituye el núcleo
específico de fundamentación del Ordenamiento de bienes jurídicos del
sistema penal, con efectos de legitimación y límite de la intervención penal.
A su vez, delimita el ámbito de lo punible en las conductas delictivas típicas
cuya realización puede venir fundamentada en el ejercicio de tales derechos.
Estos derechos son, particularmente, los relativos a la igualdad (art. 14); a la
vida y a la integridad física (art. 15); a la libertad ideológica y religiosa (art.
16); a la libertad personal (art. 17); al honor y a la intimidad (art. 18); a la
libre expresión y a la libertad de prensa (art. 20); a los derechos de reunión
(art. 21) y de asociación (art. 22); a la libertad sindical y al derecho de huelga
(art. 28).
Por último, integran el Derecho penal constitucional aquellos preceptos
que, de modo expreso, regulan conceptos del “sistema penal”, por ejemplo, la
inviolabilidad y la inmunidad parlamentaria (art. 71), el principio de unidad
jurisdiccional (art. 117); la publicidad del proceso penal y la necesaria
motivación de las sentencias (art. 120); la acción popular (art. 125) y la
policía judicial (art. 126).
La cláusula general de cierre del contenido del Derecho penal
constitucional la constituye el principio de interpretación conforme a la
Constitución de todo el Ordenamiento penal vigente, principio que es
expresión del supremo rango normativo de la Ley de leyes y que hoy
proclama de modo singular el artículo 5.1 de la Ley Orgánica del Poder
Judicial: “La Constitución es la norma del ordenamiento jurídico, y vincula a
todos los jueces y tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los
Reglamentos según los “preceptos y principios constitucionales”, conforme a
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la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el
Tribunal Constitucional con todo tipo de procesos. Cuando un órgano judicial
considere, en algún proceso, que una norma con rango de ley, aplicable al
caso, de cuya validez dependa el fallo, pueda ser contraria a la Constitución,
planteará la cuestión ante el Tribunal Constitucional, con arreglo a lo que
establece su Ley Orgánica. Procederá el planteamiento de la cuestión de
inconstitucionalidad cuando por vía interpretativa no sea posible la
acomodación de la norma al ordenamiento constitucional...”.
Tanto desde los valores superiores como desde los principios generales del
Ordenamiento constitucional pueden construirse principios constitucionales
rectores del sistema y del Derecho penal. En algunos supuestos la
Constitución ha convertido a alguno de ellos en derecho fundamental, v. gr.,
el principio de legalidad. Las consecuencias de que un principio sea o no,
además, contenido esencial de un derecho fundamental son diferentes, pues
los principios generales deben inspirar la acción legislativa, pero no acotan
rígidamente sus contenidos y los ciudadanos no tienen un derecho subjetivo a
la aplicación de alguna de sus plurales plasmaciones dogmáticas posibles
frente al Legislador como tal, a no ser que el Tribunal Constitucional como
intérprete supremo de la Constitución llegue a declarar que una determinada
plasmación dogmática es la única legítima. Ahora bien, cuando el principio
constituye un derecho fundamental sí conforma un derecho subjetivo del
ciudadano frente al Legislador y frente a la interpretación judicial de la Ley,
lo que resulta garantizado por la posibilidad de recurrir en amparo al propio
Tribunal Constitucional. Pero por lo común, se produce una tensión entre
principio general y derecho fundamental, ya que este no viene acotado en su
tenor literal y la interpretación constitucional tiende a incluir principios
generales o sus plasmaciones en el “contenido esencial” del derecho
fundamental en cuestión.
II. Los principios del Derecho penal constitucional
1. Principio de legalidad
1.1. Contenido y fundamento del principio
La atribución exclusiva al Legislador de la facultad de establecer delitos y
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disponer la aplicación de penas a la comisión de los mismos constituye desde
la Revolución Francesa la piedra angular del Derecho penal moderno. Así, la
Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789 proclamaba en
su artículo 8 que “la Ley no debe establecer mas que las penas estricta y
manifiestamente necesarias, y nadie puede ser castigado sino en virtud de una
ley dictada y promulgada con anterioridad al delito, y aplicada conforme a la
propia ley”.
La Constitución española dispone en su artículo 25.1 que “nadie puede ser
condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de
producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la
legislación vigente en aquel momento”. La doctrina y el Tribunal
Constitucional consideran que en el precepto transcrito se proclama el
principio de legalidad en materia penal, que Feuerbach, en las primeras
décadas del siglo XIX, había formulado en latín como nullum crimen, nulla
poena sine previa lege penale.
Como contenido de este principio se entienden diversos postulados o
subprincipios: la reserva absoluta de Ley –monopolio del Parlamento– para
definir las conductas constitutivas de delito y disponer la aplicación de penas,
con exclusión de otras disposiciones legales de inferior rango y de la
costumbre; la exigencia de determinación, certeza o taxatividad de las normas
penales; la prohibición de la interpretación extensiva y de la analogía in
malam partem; la irretroactividad de las normas penales desfavorables para el
reo; la prohibición de castigar lo mismo más de una vez (ne bis in idem); la
garantía de que el enjuiciamiento del delito se realice conforme a la Ley de
Enjuiciamiento Criminal y la garantía de que la pena se ejecute y cumpla
conforme a lo dispuesto en las Leyes, en especial en la Ley General
Penitenciaria, garantías hoy contenidas en el artículo 3 del Código penal, a las
que nos referiremos aquí.
El principio de legalidad tiene un triple fundamento, el democráticorepresentativo, el político-criminal o del sentido material de las normas, y el
de garantía de los derechos constitucionales.
a) El primero y principal es el democrático-representativo: repugna a la
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conciencia jurídica que la definición de lo que sea delito y de las penas que le
correspondan sea facultad del monarca, del gobierno o de los jueces.
Pertenece al pensamiento moderno que esa facultad corresponde en exclusiva
a la Ley, en tanto que expresión democrática-representativa de la voluntad
general y de la separación de poderes consustancial al Estado de Derecho; en
el caso de España a la Ley de Cortes, con las precisiones que luego se harán.
Pero este fundamento democrático-representativo, que en términos
sociológicos puede calificarse de “consensual”, no confiere al Legislador una
suerte de atribución en blanco de la facultad de definir lo delictivo por medio
de la Ley. El propio Tribunal Constitucional ha manifestado que del principio
de legalidad se deriva también la necesidad “de que la restricción de la
libertad individual que toda norma penal comporta se realice con la finalidad
de dotar de la necesaria protección a valores, bienes o intereses que sean
constitucionalmente legítimos” (STC 105/1988, de 8 de junio, FJ 2). Esta
dimensión del principio de legalidad, que se denomina “principio de
protección de bienes jurídicos” lo tratamos por razones sistemáticas de modo
independiente más adelante.
b) El segundo fundamento se deriva del sentido material de las normas: solo
puede pretenderse razonablemente que los ciudadanos se abstengan de
realizar determinada conducta o realicen alguna si les es conocido el mandato
o prohibición previamente y con claridad suficiente. Solo el carácter previo y
taxativo de la norma proporciona seguridad y certeza al ciudadano para
orientar sus actos, y esta seguridad y certeza constituye también su derecho
“político”: la seguridad jurídica, reconocida por la Constitución en su art. 9.3.
El Tribunal Constitucional vincula en este mismo sentido la seguridad –
últimamente la “seguridad jurídica”– al principio de legalidad (por ejemplo,
SSTC 133/1987, de 20 de julio o 142/1999, de 22 de julio).
c) Pero el principio de legalidad no es solo expresión de la división de
poderes (fundamento democrático-representativo) y del sentido materialracional de las normas penales (fundamento político-criminal), sino que
también es expresión política de la garantía del ciudadano y de sus derechos
fundamentales frente a la privación o restricción de estos por el Estado, es
decir, es el reconocimiento del principio general –o, mejor, valor superior del
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Ordenamiento en el sentido del art. 1.1. CE– de máxima libertad. Con ello se
busca evitar la arbitrariedad en el ejercicio de la potestad punitiva y la
consecución de la objetividad e imparcialidad en el juicio de los jueces (STC
137/1997, de 21 de julio). Tiene pues un fundamento tutelar del individuo,
por lo que no puede ser invocado para excluir intervenciones legales in
bonam partem, o sea que favorezcan al ciudadano, en principio objeto de
intervención penal. Por eso resulta legítima la analogía en favor del reo y la
aplicación retroactiva de Leyes penales más favorables, así como también por
este fundamento tutelar debe considerarse como integrante del contenido del
principio de legalidad la prohibición del castigo de la misma conducta más de
una vez (bis in idem).
Buena parte de los principios enunciados se recogen en el propio Código
penal de modo tradicional, así el de legalidad de los delitos en el art. 1, el de
las penas en el art. 2, la garantía jurisdiccional y procesal en el art. 3.1 y la
garantía en la ejecución de las penas en el art. 3.2. La limitación de que
adolece esa previsión, y mucho más antes de la Constitución de 1978, es que
en el mejor de los casos vinculaba a los jueces, pero no vinculaba al
Legislador. Esto es precisamente lo que ahora queda resuelto al venir
consagrado en la Constitución. Es más, al contenerse en el artículo 25, que
forma parte de los Derechos fundamentales y libertades públicas (Sección 1.ª
del Capítulo Segundo, arts. 14 a 29) merece una protección jurisdiccional
reforzada, que alcanza a la del Tribunal Constitucional, a través del recurso
de amparo tanto frente a los mismos jueces como frente al propio Legislador
(art. 53.2 CE).
1.2. El principio de reserva absoluta de Ley y el problema de las fuentes
del Derecho penal
Frente a lo que ocurre en otras ramas del Ordenamiento jurídico como, por
ejemplo la civil, donde las fuentes del Derecho son además de las Leyes, las
disposiciones legales en su sentido más amplio, la costumbre o los principios
generales del Derecho, (vid. art. 1 CC), en el ámbito penal para la definición
de delitos y el establecimiento de penas no se admite otra fuente que la Ley
formal de Cortes.
La materia penal está reservada a la Ley. Así se establece en la
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Constitución, pues, aún cuando el art. 25.1 emplea el término más amplio de
“Legislación”, que abarcaría, al menos, a los Decretos-Leyes, los artículos
53.1 y 86 disponen, respectivamente, que el ejercicio de los derechos y
libertades solo podrá regularse por Ley y que los Decretos-Leyes no podrán
afectar a los derechos de los ciudadanos. Se entiende que la creación de tipos
penales y la imposición de penas constituye tanto un modo negativo,
limitador, de regulación del ejercicio de derechos y libertades como de
afectación de los mismos.
Pero, es más, no solo debe decirse que la materia penal es, por lo anterior,
materia reservada a la Ley ordinaria, sino también que las Leyes penales que
prevean la imposición de penas privativas de libertad han de ser Leyes
Orgánicas por ser Leyes “relativas al desarrollo de los derechos
fundamentales” (art. 81.1). Así lo ha declarado el Tribunal Constitucional
(SSTC 140/1986, 11 de noviembre y 160/1986, de 16 de diciembre, sobre la
Ley del Control de Cambios; y con posterioridad en STC 184/1995, de 12 de
diciembre) por entender que la previsión legislativa de la pena de prisión
afecta al desarrollo legislativo de la libertad personal ambulatoria proclamada
en el art. 17 CE. No obstante, hubiera sido más consecuente el Tribunal
Constitucional si hubiera extendido la reserva de Ley Orgánica a toda la
materia penal y no solo a la afectada por la pena privativa de libertad, pues en
primer lugar, la otra pena más común, la de multa, lleva consigo el arresto
sustitutorio en caso de impago; segundo porque toda Ley penal afecta a la
libertad personal en general, pues impone prohibiciones o mandatos de actuar
y, por último, supone el desarrollo del art. 25.1, que también es un derecho
fundamental. Por otra parte, esta tesis más amplia es la que se corresponde
mejor con el fundamento de la Ley Orgánica: la voluntad del constituyente de
evitar que en determinadas materias como la de los derechos fundamentales
puedan imponerse criterios por minorías, que es el efecto que evitan las
Leyes Orgánicas, al requerir la aprobación de estas la mayoría absoluta del
Congreso de los Diputados en una votación final de conjunto sobre la Ley
(art. 81.2 CE).
Aunque formalmente revistiera carácter de Ley Orgánica, se puede afirmar
que se produce una vulneración del principio de legalidad por la LO 20/2003,
de 23 de diciembre que introdujo en el Código los delitos de convocatoria
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ilegal de elecciones o de referéndum y de financiación de los partidos
políticos disueltos o suspendidos, y ello no solo porque, en primer lugar,
acudió al muy cuestionable procedimiento de utilizar una Ley
complementaria a la Ley de Arbitraje, que nada tiene que ver con la materia
penal, para la modificación del Código, sino porque la inclusión de estos
tipos penales en el trámite del Senado, y no en el Proyecto inicial de LO,
sustrajeron esta materia del debate en el Congreso de los Diputados. El TC
anuló la Ley en cuestión, aunque por otros motivos y sin entrar en lo que aquí
se manifiesta. Ello no obsta a que determinadas cuestiones puntuales, por
ejemplo, referidas a la aplicación de una pena en concreto, puedan ser
desarrolladas por norma inferior a rango de Ley una vez que previamente
aquella haya sido prevista por Ley Orgánica. Es el caso del RD 840/2011, de
17 de junio, por el que se regulan las circunstancias de ejecución de las penas
de trabajo en beneficio de la comunidad y de localización permanente en
centro penitenciario, de determinadas medidas de seguridad y de la
suspensión de la ejecución de penas privativas de libertad y sustitución de
penas.
En definitiva, el artículo 25.1 de la Constitución establece un derecho
fundamental a que la incriminación de conductas se realice de modo
exclusivo mediante Ley ordinaria, que si comporta pena de prisión o medida
de seguridad de internamiento habrá de ser Ley Orgánica. Quedan así
excluidas todas otras fuentes de Derecho en materia penal: Leyes de Bases,
Decretos-Leyes y, por supuesto Decretos del Gobierno, cualquier disposición
legislativa de las Comunidades Autónomas, etc. Quedan igualmente
excluidas como fuentes legítimas de normas penales otras disposiciones,
como los Convenios Internacionales, o los Reglamentos y, por supuesto las
Directivas de la Unión Europea, instrumentos jurídico-normativos que
requieren para tener efectos incriminadores ser convertidos en Ley interna.
Nada obsta, por el contrario, a que cualquiera de las disposiciones legales
citadas inferiores o distintas a la Ley ordinaria y a la Ley Orgánica puedan y
deban tener efectos desincriminadores en las llamadas leyes penales en
blanco, y no solo porque la incriminación de una conducta requiera un juicio
de antijuricidad, es decir, de contradición de las mismas con todo el
Ordenamiento jurídico, sino porque el principio de legalidad es un principio
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garantizador de la libertad del ciudadano, y la restricción penal de la libertad
no puede prevalecer sobre la libertad establecida por cualquier otra
disposición legal.
Por los propios fundamentos anteriores, tampoco la costumbre puede ser
fuente de Derecho penal, es decir, instrumento de creación de figura delictiva
o de establecimiento o agravación de penas, a diferencia radical con lo que
acontece en Derecho civil, en donde sirve precisamente a lo que más repugna
al principio de legalidad penal: colmar lagunas. Cosa distinta es que pueda
servir la costumbre para interpretar determinados tipos penales que integren
elementos normativos del Derecho civil, particularmente en supuestos cuyos
efectos puedan ser desincriminadores, v. gr., en relación a la eximente de
responsabilidad del n.º 7 del art. 20 CP: “El que obre en cumplimiento de un
deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo”. Por último,
debe advertirse que los posibles efectos desincriminadores de la costumbre
quedan excluidos cuando son contrarios a la Ley, pues las Leyes solo se
derogan por otras posteriores (art. 2.2 CC), y así no queda enervado el
precepto penal relativo a los malos tratos en el ámbito familiar porque exista
la (mala) costumbre de los malos tratos en la escuela y en la familia.
Tampoco la Jurisprudencia, entendida como la doctrina reiterada y
constante del Tribunal Supremo, tiene valor de fuente de Derecho penal, lo
que nada obsta para que sirva como instancia de interpretación de elementos
de la Ley penal, allí donde la interpretación sea lícita, por ejemplo, para
establecer el concepto general de dolo e imprudencia del artículo 5 del
Código penal, o el de “cantidad de notoria importancia” en el delito de tráfico
de drogas (art. 369.1.5º CP) y de otros muchos conceptos jurídicos presentes
en los preceptos penales (sobre el problema de la creación jurisprudencial de
la norma sobre el delito continuado antes de la Reforma de 1983 vid. STC
89/1983, de 2 de noviembre, FJ 3). En definitiva, lo que es contrario al
principio de legalidad es que la Jurisprudencia convierta en punible una
conducta que no está prevista como tal en un tipo penal, o agrave la penal
legalmente prevista.
1.3. Principio de determinación, de certeza o taxatividad
Decía así Marat en su “Plan de Legislación Criminal” de la Francia
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revolucionaria: “Es muy importante que no haya nada oscuro, incierto,
arbitrario en la idea que se formule de los delitos y de las penas, porque
importa que cada cual entienda perfectamente las leyes y sepa a qué se
expone violándolas –aunque, reconocía– el Código penal no será nunca
suficientemente preciso”. La reivindicación frente al Antiguo Régimen no se
limitaba a reclamar el poder penal para el cuerpo legislativo que encarnase la
voluntad general, reclamaba también, y frente a ese propio Legislador, que
las Leyes penales fuesen claras y precisas, para saber cada cual a qué
atenerse, aunque el propio Marat reconociera las limitaciones de su
aspiración. Hoy en día nuestro Tribunal Constitucional reitera en sus
sentencias que el principio de legalidad incorpora una doble garantía, la
primera de las cuales “de orden material y alcance absoluto supone la
imperativa necesidad de predeterminación normativa de las conductas ilícitas
y de las sanciones correspondientes, mediante preceptos jurídicos que
permitan predecir, con suficiente grado de certeza, las conductas que
constituyen una infracción y las penas o sanciones aplicables” (SSTC
77/1983, de 3 de octubre, 69/1989, de 20 de abril, 111/1993, de 25 de marzo,
142/1999, de 22 de julio).
Lo que repudia el principio de determinación lo expresa también el propio
Tribunal Constitucional: “impide considerar comprendidos dentro del art.
25.1 los tipos formulados en forma tan abierta que su aplicación dependa de
una decisión prácticamente libre y arbitraria, en el sentido estricto de la
palabra, de los jueces y tribunales” (STC 105/1988, de 8 de junio, FJ 2). En
este texto se advierte la doble dirección que tiene el principio de taxatividad:
por una parte, dirigido al Legislador, exigiéndole que formule la Ley penal
con la máxima precisión (lex certa), por otra, dirigido al Juez, exigiendo una
aplicación (lex stricta) a la Ley cierta.
El mandato de certeza o de taxatividad dirigido al Legislador se enfrenta a
una dificultad material: la de encontrar un lenguaje para describir la conducta
punible del modo más completo, lo más objetivo y más comprensible posible.
La dificultad radica en que lo que podríamos denominar lenguaje objetivo no
existe. Así, por ejemplo, un término tan aparentemente objetivo y descriptivo
como “matar” a otro del homicidio (art. 138 CP) presenta el complejo
problema de la definición de la muerte. Es más, el Legislador no puede
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limitarse a emplear términos puramente descriptivos y que se comprendan
por sí mismos, sino que es inevitable que recurra a términos referenciales,
vinculados a normas o a valores o a “conceptos jurídicos indeterminados”. Es
por tanto admisible que el Legislador incorpore al tipo penal elementos
normativos o valorativos (por ejemplo, “dolo” y “culpa” en el art. 1, cosa
“ajena”, en el delito de hurto del art. 234, o “exhibición obscena” del actual
art. 185), pero su legitimidad está limitada por la estricta necesidad
lingüística, y son rechazados si se inspiran en la conveniencia o en la
dejación. Sí ha reconocido el TC la utilización de conceptos jurídicos
indeterminados siempre que sea posible realizar su concreción a partir de
criterios lógicos, técnicos o de la experiencia, permitiendo de esta manera
prever la naturaleza y características principales de la conducta tipificada
(STC 151/1997, de 29 de septiembre).
Prototipo de empleo de términos excesivamente vagos fundamentadores de
la punición era el antiguo delito de escándalo público del art. 431 anterior a la
reforma de 1988, que castigaba como tal al que ofendiese “el pudor o las
buenas costumbres” con hechos de grave escándalo o trascendencia.
La técnica de términos referenciales plantea un problema particular en las
Leyes penales en blanco que remiten a normas de rango inferior a la Ley,
para expresar el supuesto de hecho punible, por ejemplo, a un Reglamento,
como se hace en los delitos contra la salud pública del art. 360 o en el delito
ecológico del art. 325. Esta técnica, además de afectar al mandato de la
reserva de Ley en la definición de lo punible, por delegar en instancias
administrativas parte de la tarea, puede afectar al mandato de determinación.
El Tribunal Constitucional ha abordado la cuestión (STC 127/1990, de 5 de
julio ya reiterada, entre otras, en SSTC 111/1993, de 25 de marzo, 24/1996,
de 13 de febrero o 120/1998, de 15 de junio), en relación con el delito
ecológico, declarando acorde con los principios de reserva de Ley y de
determinación la utilización de normas penales incompletas en las que la
conducta o la consecuencia jurídico-penal no se encuentre agotadoramente
prevista en ellas, debiendo acudirse para su integración a otra norma distinta,
siempre que se den los siguientes requisitos: “que el reenvío normativo sea
expreso y esté justificado en razón del bien jurídico protegido por la norma
penal; que la Ley además de señalar la pena, contenga el núcleo esencial de la
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prohibición y sea satisfecha la exigencia de certeza o (...) se dé la suficiente
concreción, para que la conducta calificada de delictiva quede
suficientemente precisada con el complemento indispensable de la norma a la
que la Ley penal se remite y resulte de esta forma salvaguardada la función
de garantía del tipo con posibilidad de conocimiento de la actuación
penalmente conminada”. En el mismo sentido la STC 101/2012, de 8 de
mayo, sobre una versión previa del actual art. 335 relativo a la caza y pesca
ilegal.
Del principio de la reserva de Ley y del de determinación deriva otro: el de
“vinculación del Juez a la Ley”. En efecto, reservar la definición de la
materia penal al Legislador significa excluir a los jueces de tal función. La
exigencia de determinación de la Ley penal completa la atribución
monopolística del poder incriminador al Legislador, pues si la Ley no está
determinada, es el Juez quien creará o “completará” la norma. La vinculación
se cumple si el Juez realiza una aplicación de la Ley interpretándola en
sentido estricto (lex stricta). Este mandato proscribe fundamentalmente la
interpretación extensiva de la punibilidad y la aplicación de la Ley por
analogía. Así lo manifiesta el Tribunal Constitucional, STC 133/1987, de 21
de julio, FJ 4, al declarar que el principio de legalidad exige que “la Ley
describa un supuesto de hecho estrictamente determinado; lo que significa un
rechazo de la analogía como fuente creadora de delitos y penas, e impide,
como límite a la actividad judicial que el Juez se convierta en Legislador”.
Por ello, los casos planteados tras la aprobación del Código del 95 de
posesión de material pornográfico en cuya elaboración habían sido utilizados
menores no pudieron ser sancionados hasta la entrada en vigor de la reforma
operada por la LO 11/1999, de 30 de abril, que introduce en el art. 189.2 la
sanción de este tipo de comportamiento.
Por interpretación extensiva de un precepto penal debe entenderse toda
aquella interpretación que extiende la incriminación penal a conductas que
están más allá del sentido literal posible del propio precepto. Una forma de
interpretación extensiva es la que se realiza al aplicar un precepto penal a un
supuesto análogo a los que este comprende, pero cuyo tenor literal no lo
alcanza en absoluto o, inclusive, lo excluye; o lo que es lo mismo, la
“aplicación de la Ley penal por analogía”. Ello está expresamente prohibido
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en el art. 4 del Código penal: “las leyes penales no se aplicarán a casos
distintos de los comprendidos expresamente en ellas”. Un buen ejemplo es el
resuelto por el TC en su sentencia 75/1984, de 27 de junio, sobre el aborto en
el extranjero. La Ley penal española castiga el aborto cometido por española
en territorio español, y en virtud del principio de territorialidad de la mayor
parte de los delitos (antes en el art. 339 de la antigua Ley Orgánica del Poder
Judicial, ahora en el art. 23 de la LOPJ vigente) la Ley penal española no
alcanza al aborto cometido por española en país en el que tal conducta no sea
delito. Pues bien, el Tribunal Supremo declaró que al aborto realizado en el
extranjero para eludir la Legislación penal española era un hecho análogo al
aborto cometido en España, y castigó a la mujer en cuestión. El Tribunal
Constitucional anuló esta sentencia condenatoria por entender “expresado en
forma abreviada” que esta aplicación de la Ley penal del aborto al hecho
análogo del aborto en el extranjero era contraria al principio de legalidad.
Otro ejemplo de interpretación extensiva es el que se realizaba del término
“Título” del delito de intrusismo del artículo 321.1 del CP derogado, hasta
que la STC 111/1993, de 25 de marzo, ha declarado que debe interpretarse en
el sentido de título académico-universitario y no de cualquier otro título,
acotándose así sensiblemente las conductas que pueden dar lugar al delito de
intrusismo. El nuevo artículo 403 da cuenta de esta cuestión.
La aplicación de la “analogía en favor del reo”, es decir, para fundamentar
su no punición o su punición atenuada es, por el contrario, del todo legítima,
pues no constituye una interpretación extensiva de la punibilidad, sino al
contrario. En ocasiones, está reconocida expresamente en la Ley; así, la
atenuante por analogía del art. 21.6.
Cuando un Juez o Tribunal se encontrase ante un hecho que, en su opinión,
merezca ser castigado pero no se halla penado por la Ley “se abstendrá de
todo procedimiento sobre él y expondrá al Gobierno las razones que le
asisten para creer que debiera ser objeto de sanción penal”, y lo mismo en el
caso contrario. Así de razonablemente remite el Código en su art. 4.2 a los
jueces ante el Gobierno, como principal titular de la iniciativa legislativa y
del derecho de gracia ante los casos de una Ley penal insatisfactoria por
exceso o por defecto, sin que en ningún caso resulte legítimo que el Juez
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colme lo que él cree una laguna o deje de aplicar una Ley que estime injusta.
En la aplicación de la Ley penal al supuesto concreto que se le plantea, el
Juez puede acudir a diferentes formas de interpretación para dotar de sentido
y alcance a la norma penal. Con carácter general, es aplicable lo establecido
en el artículo 3.1 CC: “las normas se interpretarán según el sentido propio de
sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y
legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas,
atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas”.
Tradicionalmente se ha distinguido en la clasificación de las formas de
interpretación de las normas penales en atención al intérprete, a los medios
utilizados por este y a los resultados obtenidos. Dentro del primer grupo, se
denomina “interpretación auténtica” cuando es el mismo Legislador el que
realiza la interpretación de la norma, aclarando su sentido, ya en el mismo
cuerpo normativo o en una Ley posterior (es el caso, por ejemplo, de la
definición de funcionario público contenida en el art. 24.2 CP). Esta
interpretación vincula a los aplicadores del Derecho en tanto se trata en sí de
norma penal. Si en cambio la interpretación es realizada por los jueces y
tribunales al aplicar la norma al supuesto de hecho concreto estaremos ante la
“interpretación judicial”. La interpretación “científica o doctrinal” es aquella
realizada por los juristas en el estudio del Derecho. Si bien esta interpretación
carece de fuerza obligatoria, es importante en tanto puede servir bien como
guía para la aplicación de las normas penales por parte de los jueces y
tribunales, bien para promover una reforma legislativa en uno u otro sentido,
incriminando o desincriminando una conducta o modificando una
determinada norma penal.
En atención al método empleado, la interpretación puede ser gramatical o
literal, si se atiende al significado semántico del lenguaje utilizado por el
Legislador en la formulación de la norma penal; histórica, cuando tiene en
consideración tanto los antecedentes de la norma como el momento en el que
esta surge y la realidad social que subyace a la finalidad con la que se adopta
en ese preciso momento; “lógico-sistemática”, que atiende al orden lógico de
los preceptos en el texto penal, en atención a la coherencia interna de este; y,
por último, e íntimamente relacionada con la anterior, la teleológica, referida
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a la finalidad que persigue la norma penal en su búsqueda por proteger los
bienes jurídicos.
Por último, y en atención a los resultados, se ha señalado que estaremos
ante una interpretación declarativa cuando la lectura del intérprete coincide
con el contenido literal de la norma penal. Será en cambio restrictiva si lo
que hace el intérprete es limitar el significado de lo establecido en el tenor
literal de la norma penal y extensiva si, por el contrario, el intérprete lo que
hace es exceder el texto del precepto ampliando su alcance en atención al
espíritu de este. Su límite se encuentra en la interpretación analógica,
prohibida en Derecho penal.
No hay que olvidar en todo caso que las normas penales deben ser aplicadas
siempre conforme a lo establecido en la Constitución, y así se deriva de lo
establecido en los artículos 9 y 53.1 CE que determinan la sujeción de los
poderes públicos a la Carta Magna. Tal y como se señaló con anterioridad, y
así lo establece el artículo 5.1 LOPJ, los jueces y tribunales deberán aplicar
las Leyes y Reglamentos conforme a los preceptos y principios
constitucionales, estando vinculados a la interpretación que de estos realice el
TC.
Como garantía final o de cierre de la vinculación del Juez a la Ley y a su
interpretación estricta se encuentra el deber de motivación de las sentencias
establecido por el art. 120.3 CE. “La motivación de las sentencias –dice el TC
en su STC 175/1992, de 2 de noviembre, F.J. 2– es, por consiguiente, una
consecuencia necesaria de la propia función judicial y de su vinculación a la
Ley, y el derecho constitucional del justiciable a exigirla encuentra su
fundamento en el conocimiento de las razones que conducen al órgano
judicial a adoptar sus decisiones constituye instrumento, igualmente
necesario, para contrastar su razonabilidad a los efectos de ejercitar los
recursos judiciales que procedan y, en último término, a oponerse a las
decisiones arbitrarias que resulten lesivas del derecho a la tutela judicial
efectiva que reconoce la Constitución en su artículo 24.1”.
1.4. Principio de irretroactividad
Una conducta no puede castigarse como delito sin que previamente a su
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realización estuviere establecida como tal delito. A su vez, un delito no puede
castigarse más que con la pena que estuviere prevista por la Ley al tiempo de
su comisión. La exigencia de una Ley previa a la conducta que la defina
como delito y para ello prevea una pena es el contenido más asentado
tradicionalmente del principio de legalidad, y su consecuencia jurídica es la
prohibición de dotar a las nuevas Leyes penales de efectos retroactivos. Y así,
de los diversos contenidos del principio de legalidad, el más explícito en el
art. 25.1 es este: “Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones que
en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción
administrativa, según la legislación vigente en aquel momento”. Se contiene
también como principio general del Ordenamiento jurídico en el art. 9.3 de la
Constitución, donde se formula como “irretroactividad de las disposiciones
sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales”. El
Código penal lo ha recogido en el artículo 2.1: “No será castigado ningún
delito ni falta con pena que no se halle prevista por ley anterior a su
perpetración”.
El principio de irretroactividad se asienta en la función garantista de los
derechos fundamentales del principio de legalidad en general. Solo si una
conducta está previamente prohibida puede el ciudadano saber que si la
realiza incurre en responsabilidad; solo así puede acomodarse a la Ley y
disfrutar de seguridad en su posición jurídica. A su vez, solo si el Legislador
se acomoda a este principio podrá estimarse que actúa racionalmente y de
acuerdo con el sentido material de su propio instrumento jurídico: motivar en
el ciudadano un comportamiento determinado de hacer u omitir algo.
Precisamente, porque la prohibición de retroactividad es una prohibición
garantista resulta constitucionalmente legítima la retroactividad de las normas
penales favorables, es decir, las Leyes que despenalizan una conducta o que
reducen la penalidad de la misma. Pero que sea legítimo no quiere decir que
sea siempre obligado; tan solo debe serlo cuando la lex posterior se dicte
como consecuencia de un cambio de valoración social por parte del
Legislador de la conducta hasta entonces delictiva o considerada más grave,
lo que se expresaba con una pena mayor a la que la lex posterior impone. Así,
por ejemplo, debe aplicarse retroactivamente una Ley que despenaliza el
juego o el adulterio, o que reduce la gravedad de las penas de determinados
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delitos, como ocurrió en la reforma de 1983, por estimar que comportaban
una tutela desproporcionada de la propiedad. Así lo proclama en el artículo
2.2 del Código penal: “No obstante tendrán efecto retroactivo aquellas Leyes
penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído
sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena” (vid. también art.
40 LOTC). La determinación de cuál sea la Ley más favorable corresponde al
Juez, oído el afectado, y ha de tener en cuenta toda la pieza legislativa antigua
y la nueva en su aplicación al caso concreto, y no aspectos concretos aislados
de una y otra. Al respecto debe verse la Disposición Transitoria 2.ª del CP de
1995: “para la determinación de cuál sea la Ley más favorable se tendrá en
cuenta la pena que correspondería al hecho enjuiciado con la aplicación de las
normas completas de uno u otro Código. Las disposiciones sobre redención
de penas por el trabajo solo serán de aplicación a todos los condenados
conforme al Código derogado y no podrán gozar de ellas aquellos a quienes
se les apliquen las disposiciones del nuevo Código. En todo caso, será oído el
reo”. Lo que no es posible es la aplicación de los aspectos de cada una de las
leyes en comparación con las que sean de carácter más beneficioso para el
sujeto, puesto que el Juez o Tribunal estaría creando una nueva Ley –lex
tertia– distinta a las dos anteriores.
Diferente a la creación de una tercera norma es la toma de consideración, a
la hora de comparar las penas aplicables –la prevista en la sentencia firme y
la establecida en el nuevo Código penal–, de la redención de penas por el
trabajo. De esta manera, el TS ha señalado en abundante jurisprudencia que
para averiguar la norma penal más favorable deberá compararse la nueva
regulación con la pena anterior prevista en la sentencia condenatoria,
aplicando a esta última el beneficio de la redención de penas por el trabajo
hasta el 25 de mayo de 1996 –fecha de entrada en vigor del CP del 95–. La
comparación deberá hacerse entre las penas de la sentencia firme, teniendo en
cuenta la que le resta por cumplir al sujeto a la entrada en vigor del nuevo
Código penal y tras deducir los beneficios de la redención de penas por el
trabajo, y la aplicable conforme al nuevo Código penal.
Las Leyes que establezcan medidas de seguridad más gravosas son también
irretroactivas por virtud del art. 9.3 CE. Y, ahora, por el art. 2.1., segundo
inciso del Código: “Carecerán, igualmente, de efecto retroactivo las Leyes
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que establezcan medidas de seguridad”.
Discutible es la no proyección del principio de irretroactividad de las
normas penales desfavorables a aquellas cuestiones referidas al derecho de
ejecución o aplicación de las penas. Es lo que ocurre con la LO 7/2003, de 30
de junio, de cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, que señala la
retroactividad de los artículos 90 y 93.2 CP referidos a los requisitos para
acceder a la libertad condicional y de los artículos 72.5 y 6 LOGP sobre la
clasificación y progresión de grado. Como señala su Disposición transitoria
única, estos artículos serán aplicables, una vez entrada en vigor la Ley, a las
decisiones que se adopten tras esta, con independencia del momento de
comisión de los hechos delictivos o de la fecha de la resolución en virtud de
la cual se esté cumpliendo la pena. Pero, en cambio, la LO 7/2003 no hizo
retroactivas las reformas operadas en los artículos 76 –que eleva los límites
máximos de la duración de la pena de prisión en caso de concursos– y 78,
referido al cumplimiento íntegro de las penas –y ello haciendo caso al
informe elaborado por el Consejo General del Poder Judicial puesto que en el
proyecto presentado al Congreso sí se preveía su retroactividad–. Y esto
porque, de ser retroactivos estos artículos, se estaría modificando el título de
ejecución con posterioridad a la sentencia.
Sin embargo, en este contexto se produjo el más espectacular de los casos
de aplicación retroactiva de leyes penales y que se conoce por el “caso
Parot”, que en breve síntesis consiste en el cambio por los tribunales de las
reglas de determinación y cumplimiento de la pena ( establecidas en el
tiempo de los hechos en el art. 70.2 CP 73) en los supuestos de condenas por
más de un asesinato, lo que se produjo cuando los más graves terroristas de
ETA y otros delincuentes también condenados por delitos muy graves
comenzaron a ser puestos en libertad por estimarse que habían llegado a
cumplir la pena máxima que les correspondía. Era esta hasta entonces la de
30 años, de los que había que descontar los que habían alcanzado por
obtención de beneficios penitenciarios, lo que suponía en la práctica que las
condenas de 30 años se reducían a aproximadamente a 20 de cumplimiento
efectivo. La autoridad penitenciaria dependiente del Ministerio del Interior
resolvió que debían permanecer en prisión hasta al cumplimiento total de los
treinta años. El Tribunal Supremo, en el contexto de una brutal manipulación
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de la opinión pública contra el Gobierno y las instituciones, encontró como
solución el reescribir el antiguo artículo 70 del Código y entender que los
beneficios penitenciarios se computarían no sobre los 30 años de la pena
acumulada sino sobre cada una de las penas que inicialmente les
correspondía, por lo que al menos deberían permanecer en prisión hasta el
máximo de 30 años. El TC (STC 40/2012, de 29 de marzo y posteriores)
confirmó la interpretación que aplicaba la regla retroactivamente, pero el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la Sentencia del caso Del Río
Prada contra España de 21 de octubre de 2013 ha declarado este modo de
proceder contrario al segundo inciso del art. 7.1 de la Convención Europea de
Derechos Humanos que dispone que “no podrá ser impuesta una pena más
grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido
cometida”.
Se discute también el asunto respecto de las normas procesales, para las que
rige el principio de tempus regit actum, salvo en las que se refiere a la
regulación de la prisión provisional, cuya irretroactividad se afirma si son
más restrictivas por afectar al derecho de la libertad personal (STC 32/1987,
de 12 de marzo y 117/1987, de 8 de julio). De esta manera, una reforma de la
prisión provisional, como la operada por la LO 13/2003, de 24 de octubre, no
puede aplicarse a situaciones de prisión preventiva formalizadas antes de la
entrada en vigor de esa Ley. En este sentido, ha afirmado el TC que, de lo
contrario, “se desconocerían las garantías constitucionales frente a
limitaciones indebidas del derecho a la libertad personal al aplicarse una Ley
posterior más restrictiva a un inculpado en situación de prisión preventiva
acordada con arreglo a una Ley anterior más benigna, pues ello podría
suponer la prolongación de la situación excepcional de prisión más allá del
límite máximo establecido en la Ley aplicable en el momento en que se
acordó su privación de libertad, plazo máximo que representa para el afectado
la garantía constitucional del derecho fundamental a la libertad, de acuerdo
con lo dispuesto en apartado 4, en relación con el apartado 1 del art. 17 CE”
(STC 34/1987, de 12 de marzo).
Por el contrario, salvo que lo dispongan expresamente, no se admiten
efectos retroactivos de Leyes posteriores a “leyes temporales”, es decir,
posteriores a Leyes penales dictadas por algún motivo extraordinario, como
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se dispone en el art. 2.2, último inciso. Así, por ejemplo, es el caso de Leyes
penales dictadas ante una grave situación económica y para el tiempo en que
esta perviva. En estas circunstancias, la Ley nueva, o la ordinaria anterior a la
temporal que recobrara su vigor, no comportarían una valoración nueva y
más favorable de las conductas castigadas por la Ley temporal en las
circunstancias de su vigencia. Por las mismas razones, no deberán tener
efectos retroactivos las Leyes penales que se limitan a revisar al alza las
cuantías que determinaban el carácter delictivo de la conducta. Así, por
ejemplo, cuando una Ley eleva la cuantía del delito fiscal para acomodar esa
cuantía al valor del dinero, depreciado desde el tiempo en que se fijó por
última vez –otra cosa sería si, por razones diferentes, de orden políticocriminal, se decidiera aumentar la cifra a partir de la cual se considera que la
conducta es delito fiscal y no infracción administrativa. En este último caso,
sí se trataría de una norma penal favorable y, por tanto, retroactiva–.
Igualmente ocurre con la entrada en vigor de la LO 15/2003, de 25 de
noviembre, que acomoda las cuantías previstas en el Código penal al euro: en
los casos en los que únicamente suponga una actualización de las cuantías,
puede afirmarse su no retroactividad; pero no así en aquellos casos en los que
el cambio lo que recoge es una clara agravación o atenuación de la pena. Es
lo que ocurría antes en el establecimiento de la frontera entre el delito y falta
de hurto en 400 euros, cuando antes se establecía en 50.000 pesetas.
Claro ejemplo de retroactividad de norma desfavorable lo supone la Ley de
Represión de la Masonería y el Comunismo, de 1 de marzo de 1940, que
estableció en su art. 7 la obligación de realizar una declaración de
retractación a todos aquellos que, antes de la publicación de la Ley, hubiesen
pertenecido a la masonería o al comunismo. Por el contrario, “si no
presentasen la declaración a que se refiere el artículo séptimo, dentro del
plazo indicado o facilitasen datos falsos u ocultasen aquellos otros que,
conocidos por el interesado, tuviese este obligación de declarar, quedarán
sujetos a las sanciones previstas en el artículo 5, sin que puedan beneficiarse
de las excusas absolutorias a que se refiere el artículo siguiente”, esto es, se
les aplicarían igualmente las penas de hasta reclusión mayor previstas, en un
principio, para los delitos de comunismo y masonería realizados con
posterioridad a la Ley.
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1.5. Principio de ne bis in idem
Este brocado latino significa que se prohíbe castigar más de una vez el
mismo hecho. El principio rechaza que un mismo hecho pueda dar lugar a
más de una pena, o a la aplicación de una agravante ya tomada en
consideración en el delito básico, o a una sanción penal acompañada de
sanción administrativa.
Fue el Tribunal Constitucional quien declaró al ne bis in idem como
integrante del contenido del principio de legalidad, aun cuando no se
manifiesta en el literal del art. 25.1. Dice así el TC en su sentencia 2/1981, de
30 de enero (FJ 4): “Si bien no se encuentra recogido expresamente en los
artículos 14 a 30 de la Constitución, que reconocen los derechos y libertades
susceptibles de amparo (artículo 53, número 2, de la Constitución y 41 de la
LOTC), no por ello cabe silenciar que, como entendieron los parlamentarios
en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del
Congreso al prescindir de él en la redacción del artículo 9.º del Anteproyecto
de Constitución, va íntimamente unido a los principios de legalidad y
tipicidad de las infracciones recogidas principalmente en el artículo 25 de la
Constitución. Por otro lado, es de señalar que la tendencia de la Legislación
española reciente, en contra de la Legislación anterior, es la de recoger
expresamente el principio de referencia”.
Lo que el principio proscribe es la duplicidad de sanciones para un “mismo
sujeto”, por un “mismo hecho” y por sanciones que tengan “un mismo
fundamento” o, dicho de otro modo, que tutelen un mismo bien jurídico. El
fundamento del principio lo ha explicitado en varias sentencias el TC, así, por
ejemplo, la STC 154/1990, de 15 de octubre: “Contradiría el principio de
proporcionalidad entre la infracción y la sanción, que exige mantener una
adecuación entre la gravedad de la sanción y la de la infracción”. Más aún,
parece el principio también expresión de la interdicción de la arbitrariedad en
el actuar de los poderes públicos, pues nada más arbitrario que el terror penal,
ya sea expresión del propósito del Legislador ya de su falta de cuidado
técnico legislativo, variante última a la que suelen obedecer en la actualidad
el nacimiento de supuestos ne bis in idem.
El Tribunal se refirió en este caso al supuesto más necesitado de
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intervención, el de duplicidad de sanciones penales y administrativas, que era
la regla en el régimen anterior a la Constitución, como consecuencia de una
hipertrofia del poder sancionador administrativo. Esta duplicidad de
sanciones solo resulta admisible, en opinión del TC, o cuando a la
responsabilidad penal se acumula la de orden administrativo en los supuestos
de “relación de sujeción especial”, así la de los funcionarios respecto de su
responsabilidad disciplinaria (STC 234/1991, de 10 de diciembre) o los
sometidos al régimen penitenciario (STC 94/1986, de 8 de julio, sobre la
compatibilidad entre la pena por el delito de quebrantamiento de condena y la
sanción de privación de beneficios penitenciarios) o cuando, en segundo
lugar, “el interés jurídicamente protegido por la infracción administrativa sea
distinto del de la infracción penal y que la sanción sea proporcional a esa
protección” (STC 234/1991, de 10 de diciembre, FJ 2).
En los casos en los que un mismo hecho pueda ser constitutivo de
infracción administrativa y de delito, y para evitar el solapamiento ya no solo
de la imposición de sanciones sino también de los procedimientos
administrativo y penal, el órgano sancionador administrativo deberá paralizar
el procedimiento una vez tenga conocimiento de la incoación de un proceso
penal por esos hechos. Y en el caso en el que considere que los hechos son
constitutivos de delito, deberá comunicarlo al Ministerio Fiscal, paralizando
el procedimiento hasta que recaiga resolución judicial. Ello es consecuencia
de la prevalencia del orden penal frente al administrativo, y la necesaria
subordinación de este último frente al primero. La vigencia del principio ne
bis in idem en el ámbito sancionador administrativo viene reconocida en el
art. 133 de la Ley 30/92, de 26 de noviembre, de Régimen jurídico de las
Administraciones Públicas y Procedimiento Administrativo Común.
El problema se plantea en aquellos casos en los que, desoyendo la regla de
la preferencia de la jurisdicción penal, el órgano administrativo sancionador
imponga una sanción administrativa. La cuestión a dilucidar es si el mismo
sujeto podrá ser juzgado y sancionado, en vía penal, por los mismos hechos.
Así, frente a la polémica STC 177/1999, de 11 de octubre que, rompiendo
con la doctrina seguida por el TC desde su sentencia 2/1981, de 30 de enero,
acoge una solución meramente cronológica, haciendo prevalecer la primera
sanción dictada con independencia del órgano que la impusiera –aludiendo
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para ello a razones de justicia material–, la STC 2/2003, de 16 de enero,
supone la vuelta a la prevalencia del orden penal, y a la preferencia de la
vertiente formal del principio ne bis in idem. En esta sentencia, el TC señala
que no se producirá duplicidad sancionadora –y, por tanto, no se vulnerará el
principio ne bis in idem– cuando un órgano judicial impone una pena si al
aplicarla compensa con ella la sanción administrativa que haya recaído en un
proceso sancionador administrativo realizado con anterioridad.
La prohibición de la duplicidad de sanciones penales por el mismo hecho se
contiene tradicionalmente en el Código, en primer lugar, en el artículo 8, en
el que se establece que los hechos susceptibles de ser calificados con arreglo
a dos o más preceptos se castigarán solo por uno de ellos, de conformidad
con las reglas del concurso de leyes que él mismo establece y que se
estudiarán más adelante. También se plasma el principio en otros preceptos,
como el artículo 67 en el que se señala que las reglas de aplicación de las
penas en los casos de circunstancias agravantes o atenuantes no se tendrán en
consideración cuando la Ley haya tenido en cuenta dichas circunstancias al
describir o sancionar una infracción, ni cuando sean de tal manera inherentes
al delito que sin la concurrencia de ellas no podría cometerse. Así, al calificar
un hecho como delito de fraude fiscal o estafa, no se puede aplicar el
agravante del artículo 22.1, de empleo o disfraz, abuso de superioridad o
aprovechamiento de determinadas circunstancias, dentro de la cual el TS
entiende incluida la astucia, pues tal circunstancia de actuar fraudulentamente
ha sido tomada en consideración para estimar realizado el delito mismo de
estafa o de fraude fiscal (art. 248 y 305 CP). De igual modo, en el supuesto
de robo con toma de rehenes, que en el Código derogado constituía un delito
específico y cuya pena incluía en su gravedad el robo y la toma de rehenes,
no se podría calificar este delito y su pena, además, con el delito y la pena por
detención ilegal, pues esta detención ilegal ya había sido captada por el tipo y
la pena del primero. Así resolvió este asunto, que deriva de una técnica
legislativa defectuosa en la redacción de estos delitos, la STC 154/1990, de
15 de octubre. Hoy está bien resuelto en el art. 242.1.
No sería contrario al principio ne bis in idem, en cambio, el incremento de
la pena en los supuestos en los que el hecho típico vulnera varios bienes
jurídicos. Solo la imposición de una mayor penalidad puede cubrir el
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desvalor total de la conducta realizada por el sujeto. Es el caso, por ejemplo,
del artículo 573 bis 1 que contempla la prisión por el tiempo máximo previsto
(prisión permanente revisable) para el terrorista que cause la muerte de una
persona. La penalidad es considerablemente mayor que la del homicidio
previsto en el art. 138 –diez a quince años– porque su conducta no solo es
lesiva del derecho a la vida, sino también porque supone un atentado contra
el orden constitucional y la paz pública.
También declaró el TC contrario al ne bis in idem el que por el mismo
orden jurisdiccional penal se pudiesen seguir dos procedimientos distintos
por el mismo hecho, refiriéndose al proceso penal común y al de peligrosidad
social, como consecuencia de lo cual resulta inviable la aplicación de la Ley
de Peligrosidad y Rehabilitación Social (SSTC 159/1985, de 27 de noviembre
y 107/1989, de 8 de junio), situación hoy superada en tanto el Código de
1995 ha derogado finalmente esta Ley.
Frente a una opinión doctrinal extendida, el TC ha rechazado que el
agravante de reincidencia vulnere el principio de ne bis in idem (SSTC
150/1991, de 4 de julio y 152/1992, de 17 de noviembre), aunque el
Legislador, en sus últimas reformas, ha ido eliminando notablemente el
campo de actuación de dicha agravante.
Como paradigma de norma que violaba el principio de ne bis in idem
encontramos el artículo 155 de la Ordenanza de Seguridad e Higiene en el
trabajo de 1971 que declaraba que “salvo precepto legal en contrario, las
responsabilidades que exijan las autoridades del Ministerio de Trabajo o que
declare la Jurisdicción laboral por incumplimiento de disposiciones que rijan
en materia de seguridad e higiene en el trabajo serán independientes y
compatibles con cualesquiera otras de índole civil, penal o administrativo
cuya determinación corresponda a otras jurisdicciones o a otros órganos de la
Administración”.
Hoy el campo de mayor riesgo para dar lugar a bis in idem, además de los
de concurrencia de infracción penal y administrativa, se da en relación a la
concurrencia de infracciones y sanciones de Derecho europeo y del
internacional.
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III. Bibliografía
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Lección 7
LUIS ARROYO ZAPATERO
Universidad de Castilla-La Mancha
DERECHO PENAL Y CONSTITUCIÓN (II)
I. Principio de proporcionalidad
Ya desde la Ilustración y la Revolución Francesa se ha reclamado que “la
Ley no debe establecer otras penas que las estricta y manifiestamente
necesarias” (art. 8 de la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789). Con anterioridad, Beccaria concluía su “De los delitos y
las penas” con una afortunada síntesis: “Para que la pena no sea violencia de
uno o de muchos contra un particular ciudadano, debe ser la pena pública,
pronta, necesaria, la menor de las posibles en las circunstancias actuales,
proporcionada a los delitos y dictada por las leyes”.
Estas ideas tempranas del pensamiento moderno se han elaborado
técnicamente, de modo especial tras la II Guerra Mundial, a partir de la
doctrina del Tribunal Constitucional alemán, y el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos –artículos 10.2 y 18 del Convenio Europeo de Derechos
Humanos– y el Tribunal Supremo de EE.UU. Y, ya sobre la idea de
“prohibición del exceso” ya sobre la de “razonabilidad” del actuar de los
poderes públicos, se imputan a un principio general del Ordenamiento
jurídico, que podemos denominar “de proporcionalidad”, y que en lo que a la
Constitución española se refiere puede estimarse consagrado como principio
general del Ordenamiento jurídico en el artículo 9.3 con la “interdicción de la
arbitrariedad de los poderes públicos”; interdicción que vale tanto como de
prohibición del exceso o como un mandato de actuar de forma “razonable” o
“proporcionada”. Este principio tiene una triple dimensión que se formula en
subprincipios: la intervención restrictiva de los poderes públicos sobre los
derechos de los ciudadanos debe ser necesaria, adecuada y proporcionada.
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En relación al ejercicio del poder punitivo del Estado estos principios
cobran un significado capital. Así, en primer lugar, el principio de necesidad
reclama que la incriminación de una conducta sea medio imprescindible de
“protección de bienes jurídicos” y que comporte la “intervención mínima”
posible sobre los derechos de la persona para alcanzar tal fin, lo que
conocemos, respectivamente, como principio de protección de bienes
jurídicos y principio de intervención mínima. En segundo lugar, el principio
de adecuación requiere que la incriminación de la conducta y la consecuencia
jurídica de la misma, pena o medida de seguridad, sea apta para alcanzar el
fin que lo fundamentan. En tercer y último lugar, el principio de
“proporcionalidad en sentido estricto” requiere un juicio de ponderación entre
la carga de privación o restricción de derechos que comporta la pena y el fin
perseguido con la incriminación y con las penas previstas.
El principio de proporcionalidad en sentido amplio y los tres subprincipios
enunciados son en sentido técnico un principio general del Ordenamiento
jurídico que debe inspirar la elaboración de las leyes y su interpretación y
aplicación por los tribunales. El Tribunal Constitucional proclama y aplica el
principio de modo sistemático (STC 62/1982, de 15 de octubre, FJ 5, caso del
“escándalo público”), pero no ha llegado a estimar que forme parte del
“contenido esencial” del derecho fundamental de legalidad penal del art. 25.1
CE (así STC 65/1986, de 22 de mayo, aunque aisladamente, imputándolo al
art. 25.1, STC 105/1988, de 8 de junio, FJ 2, así como la 89/1993, de 12 de
marzo, en la que incluye en el art. 25.1 la exigencia de “interdicción de la
arbitrariedad”), por lo que el acceso por vía de recurso de amparo es solo
indirecta, salvo que la disposición desproporcionada sea directamente
imputable a la aplicación de la Ley realizada por el Juez (STC 19/1988, de 16
de febrero, FJ 8).
Como afirma el TC, en su sentencia 55/1996, de 18 de marzo,
posteriormente reiterada por la STC 161/1997, de 2 de octubre, el principio
de proporcionalidad no constituye un canon de constitucionalidad autónomo
que pueda alegarse de manera aislada: “si se aduce la existencia de
desproporción, debe alegarse primero y enjuiciarse después en qué medida
esta afecta al contenido de los preceptos constitucionales invocados: solo
cuando la desproporción suponga vulneración de estos preceptos cabrá
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declarar la inconstitucionalidad”. El ámbito desde el cual normalmente se
evaluará la ponderación requerida por el principio de proporcionalidad es el
de los derechos fundamentales. En este sentido, la STC 136/1999, de 20 de
julio, por el “caso HB”, vincula la proporcionalidad con el principio de
legalidad recogido en el art. 25.1 CE en los siguientes términos: “en esta
materia –penal–, en la que la previsión y aplicación de las normas supone la
prohibición de cierto tipo de conductas a través de la amenaza de la privación
de ciertos bienes –y, singularmente, en lo que es la pena más tradicional y
paradigmática, a través de la amenaza de privación de la libertad personal–, la
desproporción afectará al tratamiento del derecho cuyo ejercicio queda
privado o restringido con la sanción. El contexto sancionador nos va a
conducir con naturalidad del ámbito de la libertad personal (art. 17 CE) –
cuando como es ahora el caso, la pena sea privativa de libertad– al ámbito del
principio de legalidad en materia sancionadora (art. 25.1 CE), sin que, en
conexión también con él, quepa descartar que quede también lesionado el
derecho cuyo ejercicio quedaba implicado en la conducta prohibida”.
1. Principio de necesidad: principio de protección de bienes jurídicos
Más que cualquier otra cosa, lo que justifica el consenso social que legitima
al Estado y a su poder punitivo es, como se adelantaba en la Lección 1, que
su intervención se produzca por la necesidad de protección de intereses
fundamentales de distinto carácter orientados hacia el individuo y que
posibiliten a este la participación en un determinado sistema social. Estos
intereses, como ya veíamos, se denominan bienes jurídicos. A lo largo de la
historia, los Estados han protegido jurídica y penalmente intereses que no
encajaban en este concepto de bien jurídico y que, tanto individual como
socialmente, eran radicalmente opuestos a componentes esenciales de un
sistema social personalista; por ejemplo, criminalizando el ejercicio de
derechos y libertades públicas, así como también protegiendo penalmente
puras concepciones morales, como la punición del adulterio, de los
anticonceptivos, o del aborto en todas sus formas. Por ello, desde los tiempos
de la Ilustración se ha postulado que no se consideren delitos sino las
conductas socialmente dañosas: nullum crimen sine iniuria. La garantía de la
dañosidad social de un comportamiento pretende construirse jurídicamente
sobre la presencia de un bien jurídico afectado. La institución del bien
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jurídico, así entendida, solo es válida en el Derecho penal propio del Estado
de Derecho, al ser este el que articula un sistema social de los rasgos
apuntados.
Desde los debates europeos sobre la reforma penal de los años sesenta,
particularmente con la disputa sobre la despenalización de los delitos de
homosexualidad entre adultos, se formula el postulado de que el Derecho
penal solo debe proteger bienes jurídicos y, por lo tanto, solo criminalizar
conductas socialmente dañosas que atenten contra dichos bienes jurídicos. El
Tribunal Constitucional lo ha formulado del siguiente modo: es necesario que
“la restricción de la libertad individual que toda norma penal comporta se
realice con la finalidad de dotar de la necesaria protección a valores, bienes o
intereses, que sean constitucionalmente legítimos en un Estado social y
democrático de Derecho” (STC 105/1988, de 8 de junio, FJ 2). Hay algún
sector doctrinal de funcionalistas radicales que son contrarios a dar relevancia
a la teoría del bien jurídico como expone muy bien y críticamente Demetrio
Crespo. Pero cuando menos les pasa lo que al Tribunal Constitucional alemán
cuando estimó conforme a su Constitución la subsistencia del delito de
incesto. Aquella sentencia se interpretó por los mencionados antes como la
demostración de la falta de fundamento de la teoría de bien jurídico pues
hasta el alto Tribunal alemán declaraba que podía haber delitos sin bien
jurídico. Pero en realidad lo que ocurrió es que dicho Tribunal no se atrevió a
declarar ilegítimo lo que es ilegítimo en toda Europa: la criminalización de
las relaciones sexuales entre parientes adultos. Además, en el caso concreto la
sentencia no fue solo una renuncia a una construcción de 150 años que había
impulsado la modernización del Derecho penal sexual alemán, que llegaba a
castigar las relaciones homosexuales entre adultos, sino un grave pecado de
falta de compasión.
A partir de este postulado, y como se recordará, se ha desarrollado un
arsenal teórico que permite depurar el catálogo de bienes jurídicos protegidos
por las Leyes penales, tanto desde un plano sociológico como desde uno
valorativo. Así, desde el primero, se reclama que las conductas incriminadas
afecten negativamente a las funciones y estructuras sociales. Desde el punto
de vista valorativo se estima que para que un interés pueda ser objeto de
protección penal debe tener un fundamento en el orden constitucional de
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valores. De este modo, valores constitucionales y criterios sociales sirven
para depurar el catálogo de bienes jurídicos vigente y para proponer nuevas
incorporaciones. Así, por ejemplo, desde 1978 se ha llevado a cabo en
España la despenalización de conductas cuya presencia en el Código
obedecía a principios puramente morales –incompatibles con un Estado de
Derecho que cuenta entre sus valores superiores con la libertad personal y el
pluralismo (art. 1.1 CE)–, como el adulterio y el amancebamiento, la
propaganda de anticonceptivos y el escándalo público. También de este modo
se han incorporado al Código los delitos contra el orden socio-económico, en
tanto que son conductas que objetivamente atentan contra el orden social y
los valores constitucionales.
La determinación del catálogo de bienes jurídicos que constitucionalmente
admiten por su relevancia una protección penal debe completarse con una
jerarquización entre los mismos, dotándolos respectivamente de una
protección penal –de una pena– proporcionada en su gravedad al valor de
dichos bienes. Así, por ejemplo, las reformas de los años ochenta han
reducido la protección de propiedad, que en la Legislación anterior llegaba a
igualar a la de la vida y la salud.
Pero el principio de protección de bienes jurídicos no opera solo en el
momento legislativo, de creación del delito, sino también en el de aplicación
de la Ley penal, exigiendo que tanto la figura típica como la conducta
concreta comporten la lesión o la “puesta en peligro” del bien jurídico
tutelado, lo que convierte a la idea del bien jurídico en un elemento central de
la interpretación del tipo penal y, por tanto, del alcance de su aplicación.
Además, la exigencia de lesión o puesta en peligro de los bienes jurídicos
exige que lo que se incrimine sean “hechos”, y no meros pensamientos,
actitudes o modos de vida, comportando así la exigencia de un “Derecho
penal del hecho”, al que se opone la idea autoritaria de un “Derecho penal de
autor”, cuya formulación más acuñada fue obra del nacionalsocialismo, pero
que revive en los impulsos y políticas punitivistas como la doctrina favorable
a un “derecho penal del enemigo”.
2. Principio de intervención mínima
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A la exigencia de que el Derecho penal intervenga solamente para la
protección de bienes jurídicos fundamentales se une, como consecuencia del
principio de proporcionalidad, el que esa intervención punitiva que restringe
las esferas de la libertad y que mediante la pena priva o condiciona el
ejercicio de derechos fundamentales sea el último de los recursos que el
Estado tiene a su disposición para tutelar los bienes jurídicos (el Derecho
penal como última ratio) y, a su vez, sea lo menos gravoso posible para los
derechos individuales mientras resulte adecuado para alcanzar los fines de
protección que se persiguen. Ambas exigencias constituyen el contenido de lo
que en los últimos años se conoce como “principio de intervención mínima”.
Se plasma el principio, en primer lugar, en la exigencia de que el Derecho
penal intervenga solo cuando para la protección de los bienes jurídicos
merecedores de ella se han puesto en práctica y resultan insuficientes
medidas organizativas propias de otras ramas del Ordenamiento jurídico no
represivas, como pueden ser las laborales, administrativas, mercantiles, etc.
Así, la protección de la seguridad y la higiene de las personas en su puesto de
trabajo, que es un bien jurídico merecedor de protección, requiere una labor
normativa previa a la intervención penal, que proporcione pautas y mandatos
que generen seguridad, un servicio de inspección eficaz, etc. Como colofón
de todas estas medidas, reservada para los comportamientos que más
desprecien el bien jurídico, queda la configuración de infracciones
administrativas y en su caso penales. Sería desproporcionado e inadecuado
para promover una protección eficaz comenzar con el Derecho penal. Lo
mismo resulta aplicable a la seguridad del tráfico, o a los comportamientos
lesivos para el orden económico, etc.
Ultima ratio quiere decir también graduación de la intervención
sancionadora administrativa y penal. En no pocos ámbitos, como los recién
mencionados, cabe una intervención represiva a través de infracciones y
sanciones administrativas, y siempre que sea posible alcanzar la tutela del
bien jurídico mediante el recurso a la potestad sancionadora de la
Administración debe preferirse esta a la penal, por resultar menos gravosa, al
menos para las conductas menos dañosas o peligrosas. En estos supuestos en
los que sobre una conducta se proyectan las esferas de la infracción
administrativa y la penal debe cuidarse técnicamente que no se produzca un
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ne bis in idem, diferenciando los espacios de una y otra mediante elementos
cualitativos o cuantitativos.
Este modo de graduar la intervención penal tras la civil y la administrativa
fundamenta constitucionalmente el ya analizado carácter subsidiario del
Derecho penal respecto de los demás instrumentos jurídicos, cuya eficacia
pretende “subsidiariamente” asegurar. A la vez, configurado el Derecho penal
con esos criterios, su intervención en la protección de los bienes jurídicos
aparece como fragmentaria, es decir, no los tutela frente a todos los ataques,
sino ante los más graves o más peligrosos, por lo que el Derecho penal define
solo una parte de lo antijurídico o, dicho de otro modo, del conjunto de lo
antijurídico el Derecho penal acota sólo un fragmento.
El nivel de gravedad o peligrosidad de los ataques al bien jurídico se
determina por elementos objetivos y subjetivos concurrentes en la conducta
prohibida y sus resultados. Así, hay que distinguir entre la gravedad de los
distintos resultados para el bien jurídico, que comprende desde su puesta en
peligro hasta su lesión efectiva. También se ha de distinguir entre la diferente
gravedad que pueden representar las conductas en sí, diferenciándose
especialmente entre los comportamientos que directamente persiguen la
lesión del bien jurídico, llamadas conductas dolosas, o los que lesionan el
bien jurídico por falta de cuidado, que se denominan imprudentes.
A través de estas distinciones puede el Legislador seleccionar
fragmentariamente la intervención penal, limitando esta a las conductas
dolosas, frente a las imprudentes, o a las de lesión efectiva frente a las de
creación de peligro, quedando lo no imprescindible en la esfera de la
infracción civil o administrativa.
3. Principio de proporcionalidad de las penas
Mientras que el principio de proporcionalidad en sentido amplio –plasmado
en los principios de protección de los bienes jurídicos y de intervención
mínima–despliega sus efectos fundamentalmente en la selección de la zona
penal, es decir, de la clase de conductas que han de configurarse como delito,
el principio de proporcionalidad en sentido estricto opera fundamentalmente
en la puesta en relación de esas conductas con las consecuencias jurídicas de
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las mismas, las penas y las medidas de seguridad. Por ello puede hablarse en
este ámbito de un principio de proporcionalidad de las penas, que a su vez se
proyecta, primero, en la fijación legislativa de estas, o conminación legal
abstracta, y dentro de ella y de cada delito, en su determinación concreta por
el Juez al aplicar la Ley, dos momentos que plantean problemas distintos.
a) En la “previsión legislativa” de la pena correspondiente al delito el
principio de proporcionalidad requiere una relación de adecuación entre
gravedad de la pena y relevancia del bien jurídico que protege la figura
delictiva y, a su vez, entre la misma y las distintas formas de ataque al bien
jurídico que la conducta delictiva puede presentar. Como todo juicio de
proporcionalidad, se resuelve este en valoraciones y comparaciones, es decir,
en una “ponderación”. A modo de orientación puede decirse que las penas
más graves deben reservarse para los delitos que atacan los bienes jurídicos
más fundamentales, por lo que la medida máxima de las penas bien podría
establecerse a partir de los delitos contra la vida y la salud, situándose estos
bienes en la cúspide del ordenamiento jerárquico de bienes jurídicos, como
parece propio de un Estado social y democrático de Derecho.
A su vez, las penas para cada delito o grupo de delitos que sirven a la tutela
del bien jurídico deben graduarse acomodadas a la gravedad del modo de
afectación del bien jurídico y a las propiedades subjetivas de la conducta que
atenta contra él. Esta graduación unas veces se hace en la Parte General de
modo abstracto, por ejemplo, distinguiendo entre consumación de la lesión
del bien jurídico y tentativa, y otras en la Parte Especial, por ejemplo,
atendiendo a las propiedades materiales de la conducta con la distinción
típica y punitiva entre homicidio (art. 138) y asesinato (art. 139), o entre estas
figuras dolosas o intencionales y el homicidio imprudente (arts. 138 y 142).
La exigencia de proporcionalidad no es solamente de orden jurídico, sino
también requisito material de la prevención, pues solo penas proporcionadas
a la gravedad de los delitos y a su valoración social están en condiciones de
motivar a los ciudadanos al respeto a la norma. Por esta razón material
fracasan sistemáticamente los recursos al “terror penal”, es decir, los intentos
de evitar determinadas conductas incriminándolas como delitos –como el
castigo general de la interrupción voluntaria del embarazo– o a través de la
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imposición de penas excesivamente graves a conductas que culturalmente se
consideran delictivas, como ocurría en el derecho histórico cuando se
aplicaba la pena capital hasta a los hurtos menores o cuando, como hasta no
hace mucho, se castigaban las conductas de inhabilitación con penas de cárcel
o de inhabilitación totalmente desproporcionadas. En ambos supuestos, la
prevención fracasa por falta de proporcionalidad del castigo que lleva a que,
o bien los jueces no apliquen la Ley, o bien, si la aplican efectivamente, los
destinatarios de la norma consideren esa imposición de la pena como una
lotería al revés.
El Código penal derogado, que era un texto que había incorporado de modo
asistemático tantas reformas parciales a lo largo de su larga historia estaba
necesitado de sustitución, entre otras razones, por requerir en su conjunto una
reordenación proporcionada de delitos y penas. Dos ejemplos de
desproporción censurable entre bien jurídico y pena legal eran los delitos de
malversación de caudales públicos y el delito de injurias al Jefe del Estado y
a otras autoridades. Los primeros, previstos en el art. 394 y siguientes,
regulaban las penas en atención a las cuantías de lo malversado, de modo
paralelo a como históricamente se regulaban las penas en los delitos contra el
patrimonio, y que fueron reformadas radicalmente en 1983. El resultado era
que la apropiación indebida de caudales particulares por valor de 100.000
pesetas (arts. 535 y 528) se castigase en el peor de los casos con una pena de
prisión de 6 meses a 6 años, mientras que la cometida por funcionario sobre
caudales públicos se castigaba con la de prisión de 6 a 12 años, más la
inhabilitación absoluta, y que podía llegar a la reclusión de 12 a 20 años si
superaba los dos millones y medio de pesetas, poco más de 10 mil euros, lo
que constituía una gravísima desproporción no justificada por la condición de
funcionario público del sujeto. El asunto fue abordado por el Tribunal
Constitucional, sin decidirse a resolverlo por tratarse de un recurso de amparo
y estimar entonces que el art. 25.1 CE no comporta un derecho fundamental a
la proporcionalidad abstracta de la pena con la gravedad del delito, aunque sí
parece admitido respecto de una hipotética desproporción en la aplicación
judicial de la pena legal (STC 65/1986, 22 mayo). El nuevo Código ha
recuperado la proporcionalidad en estos delitos (arts. 432 y ss).
Otro caso de desproporción de la pena con respecto al bien jurídico es el de
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las injurias al Jefe del Estado del art. 147 CP derogado, así como de las
injurias y desacatos a determinadas autoridades, castigadas las primeras si se
realizan con publicidad y fuera de su presencia con la pena de prisión mayor
de 6 a 12 años. También fue abordado el asunto por el Tribunal
Constitucional, quien, ante su propio argumento anterior que le impedía
controlar la proporcionalidad abstracta de la pena con el delito, terminó por
anular la condena por otras razones (STC 20/1990, de 15 de febrero FJ 5),
hecho y circunstancia que pone de manifiesto que las penas
desproporcionadas, además de ser contrarias a un principio general de
Ordenamiento, suelen terminar en algún despropósito.
También puede servir a la discusión la desproporción de penas que el viejo
Código presentaba en los delitos de violación en relación con las del
homicidio (arts. 429 y 407 ACP), hoy sensiblemente corregida en los
artículos 138 y 178 y siguientes del Código penal.
Posteriormente el TC tuvo una nueva oportunidad para pronunciarse sobre
la proporcionalidad de las penas asignadas a un tipo penal, concretamente, al
delito de colaboración con banda armada recogido en el art. 174 bis a) ACP.
Así ha sido en la STC 136/1999, de 20 de julio. En esta ocasión, el TC
considera que el precepto señalado vulnera el principio de proporcionalidad
en tanto que no incorpora ninguna previsión que permita adecuar la sanción
penal a la entidad de los actos de colaboración con banda armada. El texto del
artículo 174 bis a), declarado inconstitucional por esta sentencia, señalaba
que “1. Será castigado con las penas de prisión mayor y multa de 500.000 a
2.500.000 de pesetas el que obtenga, recabe o facilite cualquier acto de
colaboración que favorezca la realización de las actividades o la consecución
de los fines de una banda armada o de elementos terroristas o rebeldes”, y
atribuyendo esta penalidad, tras enumerar una serie de actos de colaboración
en su segundo párrafo, a “‘cualquier otra forma de cooperación’, ayuda o
mediación, económica o de otro género, con las actividades de las citadas
bandas o elementos”. Por el contrario, el artículo 576 del CP del 95 posibilita
la ponderación de la entidad de la colaboración al haber sustituido aquella por
la siguiente expresión “y, en general, ‘cualquier otra forma equivalente’ de
cooperación, ayuda o mediación, económica o de otro género, con las
actividades de las citadas bandas armadas, organizaciones o grupos
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terroristas”.
En lo que se refiere a las medidas de seguridad, el Código ha incluido dos
cláusulas sobre proporcionalidad de las medidas de seguridad. La primera y
general en el artículo 6.2: “las medidas de seguridad no pueden ser ni más
gravosas ni de mayor duración que la pena abstractamente aplicable al hecho
cometido, ni exceder el límite de lo necesario para prevenir la peligrosidad
del autor”. La segunda, en el artículo 101.1, especifica para las medidas
privativas de libertad: “el internamiento no podrá exceder del tiempo que
habría durado la pena privativa de libertad, si hubiera sido declarado
responsable el sujeto”. En definitiva, el Código hace depender la
proporcionalidad de las medidas a la gravedad del hecho delictivo y a la
peligrosidad criminal del autor, como reclamaba la doctrina, representada
sobre todo por Barbero Santos y por el propio TC en su sentencia 24/1993, de
21 de enero (FJ 3 y 5). En el Proyecto de reforma pleno de despropósitos de
2012 se preveían dos medidas y penas terribles, la custodia de seguridad para
mantener encerrados a los imputables considerados como peligrosos que ya
hubieran cumplido su pena íntegra y la prisión perpetua con revisión. La
firme construcción dogmática de los principios constitucionales hizo retirar
del proyecto la medida y solo corrigió parcialmente la prisión perpetua, que
es un compendio de infracción de nuestros principios y tarde o temprano se
terminarán imponiendo en el TC o en la vida (Arroyo Zapatero, Lascurain
Sánchez y Pérez Manzano).
b) El segundo momento responde a la proporcionalidad de las penas en su
“aplicación judicial”. A la arbitrariedad judicial del Antiguo Régimen en la
elección de las penas y de su intensidad o duración respondieron los primeros
Códigos con la previsión de penas fijas, que no admitían arbitrio judicial
alguno, en la ingenua pretensión de que los jueces fueran meramente la boca
por la que hablase la Ley. Pero superado ese primer momento –en el que
también se llegó a prohibir la publicación de los Códigos con apostillas o
comentarios doctrinales– las penas se han fijado estableciendo en ocasiones
diversas alternativas, por ejemplo, prisión o multa y, en todo caso, señalando
un marco mínimo y máximo de duración de las penas privativas de libertad y
de derechos, y de las cuantías en las penas de multa; por ejemplo, en el delito
de homicidio la pena es la de prisión de 10 a 15 años. Dentro de ese marco
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los jueces pueden aplicar la pena que estimen conveniente dentro de unas
reglas que el propio Código establece según concurran o no circunstancias
que determinan una mayor o menor proporción de lesividad para el bien
jurídico o de culpabilidad del sujeto. A su vez, también se preocupa el
Código de establecer otras reglas para supuestos en los que el sujeto no es
autor sino cómplice (art. 63) o en los que el delito no se ha llegado a
consumar, quedando en tentativa (art. 62). Se trata, en suma, de una compleja
técnica, que ha llegado a llamarse “aritmética” penal, que está inspirada en el
principio de proporcionalidad. Pero al Juez, tras seguir todas esas reglas,
siempre le queda un margen de arbitrio que tiene que aplicar
proporcionadamente a las circunstancias objetivas y subjetivas del delito
cometido. Así, en el delito de homicidio sin concurrencia de las
circunstancias agravantes o atenuantes previstas en la Ley, le resta por decidir
la pena concreta entre 10 y 15 años, para lo que el Código le proporciona
como única orientación la de tener en cuenta las circunstancias del
delincuente y la mayor o menor gravedad del hecho, debiendo razonarlo en la
sentencia (art. 66.1.6ª).
La novedad que el Estado social y democrático de Derecho debería
representar para ese complejo sistema de aritmética penal es la de definirse e
interpretarse en el sentido de que la proporcionalidad que se pretende
garantizar es una proporcionalidad de sentido garantista, es decir, que ha de
servir para determinar los grados máximos de penalidad y no para definir
grados mínimos irreductibles. Dicho de otro modo, el juicio de
proporcionalidad con la gravedad del delito y la personalidad del autor debe
servir para impedir penas superiores a dicha proporción, pero debe permitirse
siempre al Juez la posibilidad de reducir la pena por debajo de su mínimo
genérico e incluso sustituir las penas de prisión por otras más leves, o
prescindir de la pena como tal, a través de instituciones como la condena
condicional o la suspensión del fallo. Además, estas operaciones deben
realizarse, en vez de con criterios de proporcionalidad, con criterios de
adecuación a los fines de prevención general y de resocialización, fines que
debe perseguir la pena en su aplicación al caso concreto por parte del Juez. El
Código de 1995, tanto por la configuración de las propias penas como por las
posibilidades de sustituir las de prisión por multas y arrestos de fin de
semana, supuso un importante progreso sobre el sistema anterior (vid. arts. 80
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y 88), progreso seriamente “relativizado” con la contrarreforma operada por
la LO 15/2003, de 25 de noviembre, que suprimió las penas de arresto de fin
de semana, con lo que las posibilidades de sustitución pasaron a operar bien a
través de multa o de trabajos en beneficio de la comunidad. No obstante, la
reciente remodelación de la figura de la suspensión de la pena operada por la
LO 1/2015, de 30 de marzo, flexibiliza las posibilidades del Juez en la
selección de posibles prohibiciones o deberes o el condicionamiento al
cumplimiento de una serie de prestaciones o medidas por parte del penado.
La desproporción puede radicar en la desigualdad de trato, como se planteó
por los críticos de la violencia de género que denunciaban que el incremento
punitivo de las conductas solo de los varones constituía un trato desigual y
por ello desproporcionado. De esclarecer que se trataba de conductas más
graves en sus circunstancias y efectos, generándose un mayor desvalor de la
acción y del resultado que en las demás violencias interpersonales se encargó
de aclarar la constitucionalidad de los diversos elementos de la Ley orgánica
1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la
Violencia de Género, el TC en sentencias (entre otras) 59/2008, de 14 de
mayo, 45/2009, de 19 de febrero, 127/2009, de 26 de mayo y 49/2010, de 29
de septiembre. Nunca ha sido necesario tanto arsenal sentenciador de TC para
demoler un castillo como el de la privilegiada violencia machista que fue una
plaga oculta y desamparada y que hoy es transparente y la mujer agredida se
ve acompañada de una política penal y de protección social.
II. Principio de culpabilidad
Todos los conceptos penales son de formación histórica y el de culpabilidad
también, pero quizá este principio requiera más que ningún otro una
referencia a la historia para su mejor comprensión en el momento actual. En
efecto, la idea de que el castigo penal requiere la culpabilidad del sujeto tiene
su origen en la lucha contra el Derecho penal del Antiguo Régimen, en el que
se hacía responder por el delito de uno a sus parientes, así como por hechos
casuales o fortuitos en los que el sujeto carecía de toda responsabilidad o, en
los que tenía una responsabilidad tan solo indirecta o causal. La forma de
responsabilidad sin culpabilidad u objetiva más refinada y que ha perdurado
hasta tiempo reciente –y en España, de modo especial, hasta la reforma de
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1983– es la que se conoce como versari in re illicita, originada en el Derecho
canónico para corregir versiones más brutales de la responsabilidad. Según
este principio, se hace responder al sujeto por los resultados ulteriores
conectados causalmente a un hecho ilícito o delictivo, y se le hace responder
con igual pena que si este ulterior y casual resultado hubiese sido buscado de
propósito. Un ejemplo característico era el del aborto con resultado de muerte
en el que el médico que practicaba un aborto criminal respondía también de
la muerte de la mujer embarazada, aunque dicha muerte fuese fortuita y nada
tuviese que ver con la práctica abortiva, y respondía de esa muerte con la
misma pena que si hubiese cometido homicidio doloso. Así seguía redactado
en el art. 411 hasta la llegada del Código de 1995 (ahora art. 144), aun
cuando, como consecuencia de la reforma de 1983, en este tipo de casos de
responsabilidad por el resultado se requería al menos imprudencia respecto
de este.
En consecuencia, la idea del principio de culpabilidad viene a responder a
esas dos censuras de la Legislación histórica, y se plasma en el principio de
“personalidad de las penas” y en el principio de “exigencia de dolo o culpa”.
El primero de ellos limita la responsabilidad penal a los autores del hecho
delictivo y a los que participan en él como inductores, coautores, cómplices y
encubridores, y su vigencia no presenta problemas desde hace tiempo.
En segundo lugar, y casi primero y principal, habida cuenta la asimilación
legislativa del principio de personalidad, lo que el principio de culpabilidad
reclama es el rechazo de la responsabilidad objetiva y la exigencia de que el
delito se cometa o dolosamente o, al menos, por imprudencia, es decir, o de
propósito o por una inexcusable falta de cuidado, lo que excluye la
responsabilidad por resultados vinculados causalmente a la conducta del
sujeto pero que ni eran previsibles ni evitables. En esta dimensión del
principio de culpabilidad está hoy día todo el mundo de acuerdo, y así está
consagrado en el artículo 5 CP: “no hay pena sin dolo o imprudencia”,
cláusula que se introduce ya en el ACP en la reforma de 1983.
A su vez, durante largos años se entendió que la culpabilidad entendida
como manifestación del libre albedrío del hombre para elegir entre el bien y
el mal era el fundamento de la responsabilidad penal. Y esto es lo que se
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discute por un sector de la doctrina que estima ilegítimo fundamentar la
imposición de algo tan grave como las penas en el libre albedrío, pues es un
principio indemostrable en abstracto y en concreto en el actuar humano,
reflexión filosófica que, si bien debe respetarse en un Ordenamiento
presidido por el principio del pluralismo, no se acompaña de fundamentación
en las Ciencias Sociales, como la Psicología. Este sector propone un
fundamento distinto de la responsabilidad penal con base en las ciencias
psico-sociales y con carácter material que denominan de “necesidad de pena”
por razones de protección (Gimbernat). Otros autores mantienen la
terminología tradicional de culpabilidad, pero la dotan del mismo contenido
material (como nosotros, en lo que seguimos a Muñoz Conde, Mir Puig) y lo
formulan como atribuibilidad, con lo que se exige que al autor del hecho
pueda atribuírsele este por ser motivable psicológicamente por las normas, es
decir, porque reúna las condiciones psíquicas de madurez social como para
poder captar el sentido de las prohibiciones penales. Esto no sucede en el
caso de los inimputables, que son los menores de edad o los que adolecen de
enfermedad mental, defecto de la inteligencia o percepción o trastorno mental
transitorio (arts. 20.1 a 3 CP). Esta es la tesis que aquí se considera correcta.
Pero subsiste un problema planteado por quienes, sin aferrarse al criterio
ideológico del libre albedrío como fundamento de la responsabilidad penal,
se preocupan de que su abandono conduzca a una carencia de parámetros
para la medición legal y judicial de la pena (Roxin). Esta preocupación carece
de fundamento, porque esos parámetros se encuentran en el principio de
proporcionalidad que es, en definitiva, el que opera cuando la doctrina
argumenta con la idea tradicional de culpabilidad para determinar la
adecuación de la pena abstracta y concreta al delito y a su autor.
Las plasmaciones fundamentales del principio de culpabilidad, es decir, la
responsabilidad personal, la exigencia de dolo o culpa y la atribuibilidad o
imputabilidad del autor, son, como se ha indicado, principios acuñados en la
propia Legislación penal. Con ser esto importante, lo es más que tengan
rango constitucional, para así vincular no solo al Juez sino al propio
Legislador penal.
El Tribunal Constitucional se ha pronunciado incidentalmente en algunas
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ocasiones, así: “La Constitución española consagra sin duda el principio de
culpabilidad como principio estructural básico del Derecho penal” (STC
150/1991, de 4 de julio, FJ 4; igual en 246/1991, de 19 de diciembre, FJ 2),
pero no ha desarrollado suficientemente ni su fundamentación ni sus
plasmaciones. Aún así, en la primera de las citadas se refiere expresamente al
principio de Derecho penal del hecho, contrapuesto al Derecho penal de
autor, aspecto que en esta Lección se ha vinculado al principio de protección
de bienes jurídicos, y en la segunda se dice literalmente que en las
manifestaciones del ius puniendi del Estado “resulta inadmisible en nuestro
Ordenamiento un régimen de responsabilidad objetiva o sin culpa”. En esta
misma sentencia manifiesta como correcto el principio de responsabilidad
penal por hechos propios o principio de la personalidad de la pena o sanción,
para añadir que a ello no se opone la responsabilidad administrativa directa
de las personas jurídicas, con una argumentación que llevaría a no excluirla
tampoco en lo penal.
El principio de culpabilidad es manifestación de varios principios generales
del Ordenamiento, como el de la dignidad humana del art. 10, y de la propia
idea de Estado de Derecho, pero, con independencia de que no encuentra en
el texto constitucional una formulación expresa, sí puede considerarse
implícito en él, pues expresamente ha declarado su plasmación procesal: la
presunción de inocencia del art. 24.2. Con ello basta para atribuir al principio
de culpabilidad y sus plasmaciones rango constitucional como para vincular
al Legislador en la configuración de los tipos penales y en la determinación
de las penas (vid. STC 105/1988, de 8 de junio, sobre la presunción de
culpabilidad en la tenencia de útiles para el robo del art. 509 ACP).
Aunque en la discusión dogmática (como puede verse en Demetrio Crespo)
se mantienen minoritariamente opiniones distintas, en nada afecta al respeto
del principio de culpabilidad la responsabilidad penal de las personas
jurídicas, pues el fundamento de la imputación de estas es un déficit de
organización, en definitiva, una infracción del deber de cuidado de sus
integrantes, como en la imprudencia común (STC 246/1991, de 19 de
diciembre).
III. Principio de resocialización
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La Constitución contiene dos preceptos que fundamentan la formulación de
un principio general del Ordenamiento jurídico-penal que puede denominarse
de resocialización. El primero de los preceptos es de orden general y está
contenido en el artículo 9.2 de la Constitución, en el que además de
establecer como fin de la actuación de los Poderes públicos el hacer real y
efectiva la libertad y la igualdad, contiene el mandato de facilitar la
participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural
y social. Este mandato tiene su plasmación más fuerte en las zonas sociales
sometidas a marginación, una de las cuales es en buena parte la población
penal, marginada institucional y socialmente, y no solo durante y con
posterioridad a la aplicación de la pena de prisión, sino también en un
momento anterior, en el de la selección institucional de los sujetos que serán
objeto de la represión. Bastaría este mandato del art. 9.2 para construir un
principio de actuación de los poderes públicos orientado a reducir o eliminar
en lo posible la marginación, lo que vale tanto como decir la socialización o
resocialización de los destinatarios de la represión penal.
Pero la Constitución ha ido más lejos y en el artículo 25.2, tras la
consagración del principio de legalidad penal, dispone que “las penas
privativas de libertad y las medidas de seguridad están orientadas hacia la
reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”,
a lo que añade que “el condenado a pena privativa de prisión que estuviere
cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales de este capítulo,
a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del
fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaria. En todo caso,
tendrá derecho a un trabajo remunerado y a los beneficios correspondientes
de la Seguridad Social, así como al acceso a la cultura y al desarrollo integral
de su personalidad”. En este precepto se consagra definitivamente el
principio de resocialización como principio que ha de orientar el sistema de
ejecución de penas y medidas privativas de libertad.
La formulación del principio de resocialización en el art. 25.2 dio lugar en
los primeros años tras la Constitución a algunas confusiones. La primera
consistió en reducir los fines de las penas en general a la resocialización,
excluyendo la prevención general. En segundo lugar se redujo la eficacia del
principio a la ejecución de las penas y medidas de seguridad privativas de
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libertad, identificando el tratamiento como el contenido de la ejecución
penitenciaria, producido por el empleo de los términos reeducación y
reinserción, que aparecen más conectados a un sentido transitivo, de
contenido de la ejecución –sobre todo como tratamiento– que a su sentido
como resultado final. Ambas interpretaciones han sido negadas por el
Tribunal Constitucional, particularmente desde la STC 19/1988, de 16 de
febrero, F.J. 9, y así en la sentencia 150/1991, de 4 de julio FJ 4, manifiesta
que “tampoco la Constitución española erige a la prevención especial como
única finalidad de la pena; antes al contrario, el artículo 25.2 no se opone a
que otros objetivos, entre ellos, la prevención general, constituyan asimismo
una finalidad legítima de la pena” (posteriormente SSTC 91/2000, de 30 de
marzo, 109/2000, de 5 de mayo o 120/2000, de 10 de mayo, entre otras).
La cuestión puede plantearse ya en términos correctos, y así, en primer
lugar, la ejecución penal consiste materialmente en la imposición al
delincuente del mal que en todo caso representa la pena. En segundo lugar, el
mero sometimiento al mal es ya un contenido de la ejecución, contenido
coherente con el fin motivador de la imposición concreta de la pena. Para
determinados tipos de delincuentes esa mera imposición de la privación de
bienes jurídicos podrá resultar suficiente acción motivadora de una futura
conducta sin delito.
Ahora bien, lo que el Estado social y democrático de Derecho aporta a los
contenidos de la ejecución es algo más, aunque presupone y parte de lo
anterior. El Estado no puede reducir su misión a la de mero gendarme,
custodio del delincuente y desinteresado de su destino. Lo que comporta el
nuevo orden fundamental es la obligación por parte del Estado de intervenir
en las desigualdades y conflictos sociales, ofreciendo posibilidades de
participación plena en la vida social a los que carecen de ellas, carencia que
puede ser un factor determinante de la conducta desviada de determinadas
clases de delincuentes. Esta obligación del Estado se traduce, por una parte,
en la construcción de un sistema de ejecución de la pena que ofrezca al
condenado medios y oportunidades para su reinserción, y por otra, en la
exigencia de contar con sistemas jurídicos que puedan facilitar la
resocialización sin lesionar los objetivos de prevención general, como es el
sistema vigente de progresión de grados muy fluido que permite –al menos
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teóricamente– llegar cuando conviene a la semilibertad y a la excarcelación –
y ello a pesar de las trabas interpuestas para el acceso al tercer grado y a la
libertad condicional en determinados supuestos por la LO 7/2003, de 30 de
junio, rebajados respecto a la obligatoriedad del período de seguridad en la
reforma de 2010–; también constituye una exigencia la depuración del
sistema de ejecución de todos los factores que son un obstáculo para la
resocialización o que, incluso, incrementan la asocialidad del sujeto: por
ejemplo, la masificación de las prisiones. Y debe hacerse hincapié en este
último aspecto, pues la realidad del sistema penitenciario está todavía, o cada
vez más, alejada del diseño que de él hace la Ley General Penitenciaria.
Nuevamente la reforma del 2015, y en concreto la inclusión en el catálogo de
penas de la prisión permanente revisable, con plazos temporales de
cumplimiento en prisión de gran amplitud y con el establecimiento de
requisitos de difícil cumplimiento y de valoración muy subjetiva para la
revisión de la condena, pone en jaque el respeto a este principio.
Entre esa diversidad de medios y oportunidades de reinserción se encuentra
todo lo que se liga a la idea de tratamiento. Ahora bien, se trata tan solo de
tratamiento como oferta al sujeto, no como imposición. La razón de ello
estriba tanto en que la voluntariedad del tratamiento es un presupuesto básico
de su viabilidad, como, sobre todo, en que los medios de protección social
están sometidos a valores, fundamentalmente aquí el libre desarrollo de la
personalidad. Reiterando lo ya expuesto en la Lección 2, como ha mantenido
Barbero Santos, el Estado secularizado y pluralista no puede imponer
coactivamente al sujeto ni siquiera los valores dominantes, que, además, si
los juzgamos por sus resultados, aparecen sumamente discutibles. El
principio de resocialización se resuelve, pues, en la idea de ejecución de la
pena a través del ofrecimiento de medios para que el sujeto pueda participar
en el futuro en la vida social sin recaer en el delito, con independencia de que
este asuma o no los valores inherentes a esa vida en sociedad.
El principio de resocialización así entendido también permitiría considerar
constitucionalmente ilegítimas penas que conceptualmente excluyen la
resocialización o renuncien a ella ab inicio, como, por ejemplo, la cadena
perpetua, tanto en general como en la llamada con (imposible) revisión, así
como aquellas penas temporales que por su duración extremada tengan
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efectos similares. Así, es discutible la adecuación de las excepciones que
hace el Código a la duración máxima de 20 años establecida en el artículo 36,
por ejemplo, en el art. 70.3.1, que admite hasta 30 años. Y, más aún, la
posibilidad de aumentar hasta los cuarenta años en los supuestos de
acumulación de condenas recogidos en el artículo 76.1 c) y d), introducidos
por la LO 7/2003, de 30 de junio, de reforma para el cumplimiento íntegro y
efectivo de las penas. Especialmente crítica es la incorporación en reforma de
2015 de la prisión permanente revisable en todos los parámetros, pero muy
especialmente en su desprecio a la resocialización, en especial por suprimir el
“derecho a la esperanza”, proclamado tanto por el TEDH como por el Papa
Francisco, como expone De León Villalba en el libro “Contra la cadena
perpetua”.
Por último, el principio de resocialización exige la adopción de medidas
más allá de la ejecución, unas de carácter político-social, como por ejemplo la
protección frente al desempleo. Otras son simples decisiones legislativas, por
ejemplo, dar término definitivo al sistema de antecedentes penales y a sus
efectos estigmatizantes y discriminadores, incluso más allá del importante
paso dado al respecto en la reforma de 1983. En todo caso, la afirmación de
Von Liszt de que la mejor política criminal es una buena política social sigue
siendo plenamente actual en orden tanto a la prevención de la criminalidad
como a la resocialización de los delincuentes.
IV. Bibliografía
AGUADO CORREA, M.T.: El principio de proporcionalidad en Derecho
penal.Madrid, 1999.
ARROYO ZAPATERO, L.: “Legitimidad constitucional y conveniencia políticocriminal de la Ley contra la violencia de género”, en MUÑOZ CONDE, F.
(Coord): Problemas actuales del derecho penal y de la criminología:
estudios penales en memoria de la Profesora Dra. María del Mar Díaz
Pita. Tirant lo Blanch, Valencia, 2008.
ARROYO ZAPATERO, L., PÉREZ MANZANO, M., LASCURAÍN SÁNCHEZ, J.A. (edit.),
RODRIGUEZ YAGÜE (Coord.): Contra la cadena perpetua. Servicio de
Publicación de la Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 2016.
GARCÍA ARÁN, M.: “El llamado principio de culpabilidad: ¿no hay pena sin
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culpabilidad?”. El nuevo Derecho penal español. Libro Homenaje a Valle
Muñiz.Aranzadi, Navarra, 2001.
HASSEMER, W.: Persona, mundo y responsabilidad. Bases para una teoría de
la imputación en Derecho penal. Tirant lo Blanch, Valencia, 1999.
LASCURAIN SÁNCHEZ, J.A.: “La proporcionalidad de la norma penal”,
Cuadernos de Derecho Público, nº 5, Madrid 1998.
— “¿Restrictivo o deferente? El control de la ley penal por parte del Tribunal
Constitucional”, en InDret, nº 39, 2012.
MUÑOZ CONDE, F.: “Culpabilidad y prevención en Derecho penal” en
Cuadernos de Política Criminal, nº 12, 1980.
— “La prisión como problema: resocialización versus desocialización”.
Derecho penal y control social. Fundación Universitaria de Jerez de la
Frontera, 1985.
NIETO MARTÍN, A.: La responsabilidad penal de las personas jurídicas. Un
modelo legislativo. Iustel, Madrid, 2008.
RODRÍGUEZ YAGÜE, C.: El sistema penitenciario español ante el siglo XXI.
Iustel, Madrid, 2013.
ROXIN, C.: Culpabilidad y prevención en Derecho penal. Traducción de F.
Muñoz Conde, Reus, Madrid, 1981.
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Lección 8
LUIS ARROYO ZAPATERO
Universidad de Castilla-La Mancha
LA LEY PENAL EN EL ESPACIO Y EN RELACIÓN
CON LAS PERSONAS
I. Principios que rigen la aplicación de la Ley penal en
el espacio
En la Edad Media y en el Antiguo Régimen el ius puniendi se ejercía sobre
todos los habitantes del territorio del Estado por los delitos cometidos en el
mismo, y sobre todos los súbditos por los delitos que pudieran cometer en el
territorio de cualquier otro Estado, de tal modo que la Ley penal del Estado
seguía a sus ciudadanos a cualquier lugar que fueren, regla que fue
recuperada por el nacionalsocialismo.
La aparición de los Estados liberales modernos limitó la aplicación de su
Ley penal a los hechos cometidos en su territorio y solo excepcionalmente a
algunos delitos cometidos por sus nacionales en el extranjero. La
internacionalización de la vida contemporánea, particularmente en lo que se
refiere a los fenómenos vinculados a la II Guerra Mundial, impulsó el
nacimiento de la idea de que algunos delitos –crímenes de guerra y contra la
Humanidad– deberían ser de persecución universal, con independencia del
lugar en que se hubieran cometido y la nacionalidad de sus autores. Pero en la
actualidad, y salvo las materias anteriores, junto con algunas otras reguladas
por Tratados internacionales, la cuestión del ámbito espacial de la aplicación
de la Ley penal es materia que decide cada Estado de forma soberana. Por lo
común, los Estados suelen regirse como punto de partida por el principio de
territorialidad, que luego excepcionan en algunos casos por la vigencia de
determinados principios, como el de personalidad, que permite aplicar el
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Derecho penal del Estado a nacionales del mismo que cometan determinados
delitos en el extranjero; el principio real o de protección, por el que se aplica
el Derecho penal del Estado a determinados delitos cometidos en el
extranjero por españoles o extranjeros y, por último, el principio de justicia
universal, que fundamenta la aplicación del Derecho penal nacional a ciertos
delitos que afectan a bienes jurídicos declarados supranacionales, con
independencia del lugar de su comisión o de la nacionalidad del delincuente.
En el Derecho penal español la materia está regulada en la Ley Orgánica
del Poder Judicial de 1985, que dispone la eficacia de la jurisdicción de los
tribunales españoles, Ley que ha sido modificada en sucesivas ocasiones en
relación a la Justicia Universal.
1. Principio de territorialidad
El principio básico es el de territorialidad, conforme al cual el Derecho
penal español es aplicable a todos los delitos cometidos dentro del territorio
español por personas de cualquier nacionalidad. También lo dispone así el
Código civil en su artículo 8.1.: “Las leyes penales, las de policía y las de
seguridad pública obligan a todos los que se hallen en territorio español”, y el
artículo 23.1 de la LOPJ que establece que en el orden penal corresponderá a
la jurisdicción española el conocimiento de las causas por delitos y faltas
cometidos en territorio español. El concepto de territorio español necesita de
precisiones que se realizan en Leyes especiales; así, del espacio marítimo,
que se fija en las 12 millas marinas por la Ley de 4 de enero de 1977, o el
espacio aéreo, determinado en la Ley de 21 de julio de 1960. El principio del
pabellón decreta la aplicación de la Ley española a los delitos cometidos a
bordo de buques o aeronaves de bandera española, sin perjuicio de que los
Tratados internacionales en los que España sea parte disponga otra cosa (art.
23.1 LOPJ).
2. Principio de personalidad
El “principio de personalidad” determina la aplicación de la Ley penal
española a españoles –y extranjeros que hayan adquirido la nacionalidad
española con posterioridad a la comisión del hecho– que hayan cometido en
el extranjero un delito castigado en España y se den las siguientes
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circunstancias (art. 23.2 LOPJ): a) que el hecho sea punible en el lugar de
ejecución –salvo que, en virtud de un Tratado internacional o de un acto
normativo de una Organización internacional de la que España sea parte, no
resulte necesario este requisito–; b) que el agraviado o el Ministerio Fiscal
interpongan querella ante los tribunales españoles; y c) que el delincuente no
haya sido absuelto, indultado o penado en el extranjero o, en este último caso,
no haya cumplido la condena. Si solo la hubiere cumplido en parte, se le
tendrá en cuenta para rebajarle proporcionalmente la que le corresponda.
3. Principio real o de protección
El principio real o de protección dispone la aplicación de la Legislación
española a hechos que atentan contra altos intereses nacionales cometidos en
el extranjero por españoles o extranjeros cuando sean susceptibles de
tipificarse según la Ley penal española como alguno de los siguientes delitos
(art. 23.3 LOPJ):
a) De traición y contra la paz o la independencia del Estado.
b) Contra el titular de la Corona, su Consorte, su Sucesor o el Regente.
c) De rebelión y sedición.
d) Falsificación de la firma o estampilla reales, del sello del Estado, de las
firmas de los ministros y de los sellos públicos u oficiales.
e) Falsificación de moneda española y su expedición.
f) Cualquier otra falsificación que perjudique directamente al crédito o
intereses del Estado e introducción o expedición de lo falsificado.
g) Atentado contra autoridades o funcionarios públicos españoles.
h) Los perpetrados en el ejercicio de sus funciones por funcionarios
públicos españoles residentes en el extranjero y los delitos contra la
Administración pública española.
i) Los relativos al control de cambios.
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4. Principio de justicia universal
El principio de justicia universal debería permitir castigar los crímenes
internacionales más graves cometidos fuera del territorio nacional, con
independencia del lugar cometido y de las nacionalidades del autor o de la
víctima.
Esta configuración pura o absoluta del principio de justicia universal fue la
que inicialmente se recogió en su redacción primera por parte de la LOPJ,
que no estableció más restricciones que las derivadas del principio de
legalidad: la exigencia de que se tratara de delitos susceptibles de tipificarse
como tales según la Legislación penal española; que se tratase de alguno de
los delitos expresamente enumerados en el artículo 23.4; y la derivada del
principio de cosa juzgada.
Sin embargo, los problemas no sólo jurídicos sino especialmente de
naturaleza política, como las fricciones diplomáticas que provoca entre los
países implicados el ejercicio de la justicia universal, así como la creación de
la Corte Penal Internacional, que ha sido presentada en ocasiones como la
superación de este principio, han provocado la limitación de la justicia
universal en varios países europeos, como Bélgica o Alemania y por último
en España.
Siguiendo esta estela, y ante la ausencia de límites legales más allá de los
señalados para la aplicación de este principio y para la resolución de posibles
conflictos entre jurisdicciones nacionales, en el caso español los intentos de
restricción del principio de justicia universal provinieron en un primer
momento de los órganos judiciales competentes: la Audiencia Nacional y el
Tribunal Supremo, en particular en el “caso Guatemala”, intentos que fueron
frustrados por la STC 237/2005, de 26 de septiembre, donde el TC afirmó
que el art. 23.4 LOPJ recogía un principio de justicia universal absoluto.
Con posterioridad, la LO 1/2009, de 3 de noviembre, reformó la
configuración del principio de justicia universal, condicionando su aplicación
a la existencia de alguno de los siguientes puntos de conexión del caso con
intereses nacionales: que el presunto responsable se encontrase en España; o
que alguna víctima tuviera la nacionalidad española; o que se constatase
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algún vínculo de conexión relevante con España. Junto a estos criterios, la
reforma consagró legislativamente el principio de subsidiariedad, señalando
la necesidad de que en otro país competente o en el seno de un Tribunal
internacional no se hubiera iniciado procedimiento que supusiera una
investigación y una persecución efectiva de tales hechos punibles. Además, el
proceso penal iniciado ante la jurisdicción española sería sobreseído de
manera provisional en cuanto se tuviera constancia del comienzo de otro
proceso iniciado sobre los hechos denunciados ante un Tribunal internacional
o ante los órganos judiciales de otro país competente. Así fueron
sucesivamente abordados con éxito los casos de los países hispanoamericanos
que ofrecían diversos puntos de conexión: Guatemala, las Juntas Argentinas
con el caso Scilingo y las intervenciones en el caso Pinochet y el asesinato
del diplomático español Carmelo Soria. Pero todo hizo crisis de nuevo con la
persecución intentada de hechos cometidos en China con exigencia de
responsabilidad de dirigentes gubernamentales de dicho país, tenedor de un
porcentaje capital de bonos del Tesoro español, lo que llevó a una nueva y
mucho más restrictiva reforma por Ley Orgánica de 1/2014, de 13 de marzo.
Los delitos que, según estos criterios, podrán ser perseguidos y enjuiciados
en nuestro país conforme al principio de justicia universal son los siguientes
(art. 23.4 LOPJ):
a) Genocidio y lesa humanidad.
b) Tortura y desaparición forzosa.
c) Terrorismo.
d) Piratería y apoderamiento ilícito de aeronaves.
e) Delitos relativos a la prostitución y corrupción de menores e incapaces.
f) Tráfico ilegal de drogas psicotrópicas, tóxicas y estupefacientes.
g) Trata de personas y contra los derechos de los ciudadanos extranjeros.
h) Delitos contra la indemnidad sexual sobre menores.
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i) Trata de seres humanos.
j) Delitos de violencia de género. Los relativos a la mutilación genital
femenina, siempre que los responsables se encuentren en España.
k) Delitos de crimen organizado y de corrupción y de falsificación de
productos médicos o de los que puedan suponer un peligro para la salud.
l) Corrupción entre particulares o en las transacciones económicas.
m) Cualquier otro que, según los tratados y convenios internacionales, en
particular los Convenios de derecho internacional humanitario y de
protección de los derechos humanos, deba ser perseguido en España.
A todos y cada uno de los delitos mencionados se incorporan requisitos
específicos de persecución, principalmente el que contra quien se dirija el
procedimiento sea español o residente en España o si extranjero se encuentre
en el territorio nacional, además de requerir para su perseguibilidad la
querella del agraviado o del Ministerio Fiscal, lo que excluye la acción
popular. Incluso en los casos en los que pudiera ser competente la
jurisdicción española no serán efectivamente perseguidos cuando se siga por
los hechos un procedimiento en un Tribunal Internacional o por un Tribunal
del país donde se hayan cometido los hechos o sean los imputados de la
nacionalidad del mismo. Sin embargo, esta exclusión no se activa cuando el
Estado que ejerza la jurisdicción no esté dispuesto a llevar a cabo la
investigación o no pueda realmente hacerlo y así lo estime el Tribunal
Supremo (art. 23. 5 LOPJ). Naturalmente la regla general es el respeto del ne
bis in idem, con la salvedad de que no son lícitas las amnistías en los delitos
contra la Humanidad y con la de que no impiden el procedimiento en España
los juicios realizados de modo fraudulento para producir impunidad. Así, en
el caso del asesinato de los Jesuitas del Salvador el Tribunal Supremo (Auto
TS de 20 abril 2015) ha estimado que el enjuiciamiento al que se sometió el
caso en dicho país fue fraudulento, orientado a garantizar la impunidad y se
seguirá juicio en España.
II. La extradición
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Para la efectiva aplicación de la Ley penal española a los autores de hechos
cometidos en España o fuera de ella, pero que les sea aplicable aquella por
virtud de los principios anteriores, es presupuesto material el que dichos
autores estén a disposición de los tribunales españoles. De no ser así, por
encontrarse el sujeto en el extranjero, España puede solicitar su extradición
del Estado en el que se encuentre (“extradición activa”), lo que se producirá
si está así previsto en un Tratado de extradición entre los dos países, o en el
Derecho interno del país de que se trate, o si existe reciprocidad entre ambos
países. Su regulación se contiene en los artículos 824 y ss. de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal.
A su vez, España puede recibir la solicitud de extradición por parte de otros
Estados (“extradición pasiva”), lo que se regula de modo especial en la Ley
de Extradición pasiva de 21 de marzo de 1985 y por los Tratados
internacionales, entre los cuales destaca el Convenio Europeo de Extradición
de 1957, ratificado por España en 1982. La regulación de esta materia
contenida en la Ley de Extradición obedece a un catálogo de principios
acuñados en Derecho Internacional Público; en primer lugar, los principios de
legalidad y de doble incriminación, conforme a los cuales el hecho por el que
la extradición se solicita debe constituir delito en la Legislación española y en
la del Estado requirente, y ser castigado además con una pena o una medida
de seguridad de al menos un año de duración (arts. 1 y 2 de la Ley de
Extradición y art. 13.3 CE), con lo que no cabrá la extradición por sanciones
administrativas. “El principio de especialidad” excluye que el extraditado sea
juzgado por delito distinto del que motivó la concesión de extradición (art.
21). Opera también el principio de no entrega por delitos políticos o
puramente militares (art. 4). Pero pese a que la propia Constitución, en su art.
13.3, excluye el terrorismo de la consideración de delito político, estamos
ante una cuestión no solucionada correctamente en otros Ordenamientos y
Tratados y que crea dificultades a las demandas españolas de extradición.
Por último, la materia se rige por el principio de “no entrega de nacionales”,
así como de los extranjeros por delitos cuyo conocimiento corresponda a los
tribunales españoles (art. 3), o por los cometidos por beneficiarios de la
condición de asilados. En estos supuestos, y para evitar la impunidad, la Ley
prevé la posibilidad de que el Gobierno inste al Ministerio Fiscal a proceder
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penalmente contra el reclamado, remitiéndose a España las actuaciones
practicadas.
Los sistemas jurídicos de extradición consideran de diversos modos los
principios de legalidad y de oportunidad, dando lugar a sistemas judiciales,
gubernativos o mixtos. En España, la Ley Orgánica del Poder Judicial (art. 6)
establece que cuando el Tribunal competente deniegue la extradición, el
Gobierno quedará sujeto a esta decisión, mientras que la declaración judicial
de procedencia de la extradición no vincula al Gobierno, que podrá denegarla
en ejercicio de la soberanía nacional, atendiendo al principio de reciprocidad
o a razones de seguridad, orden público o demás intereses esenciales para
España, sin que quepa recurso alguno contra la decisión del Gobierno.
En el espacio de los países miembros de la Unión Europea en virtud del
principio del espacio común de seguridad y libertad y de reconocimiento
mutuo de las resoluciones judiciales y policiales rige el principio de entrega
inmediata sin extradición mediante lo que se denomina Orden europea de
detención y entrega, o euroorden, que se regula en España por la Ley
23/2014, de 20 de noviembre, y que desarrollamos en la Lección 41.
III. La aplicación personal de la Ley penal
En el Antiguo Régimen, la condición de las personas otorgaba privilegios
consistentes en la inmunidad total o parcial de la aplicación de la Ley penal o
la exclusión de determinadas penas para determinados sectores sociales,
como la nobleza. Las condiciones personales también hacían variar la
jurisdicción penal; así, por ejemplo, los delitos cometidos por los estudiantes
eran competencia del Rector de la Universidad, que solía disponer de su
propia cárcel. La consolidación del Estado de Derecho ha suprimido de modo
general esta aplicación privilegiada de la Ley penal en relación con la
condición de las personas.
Así, la Constitución Española consagra la igualdad de todos los ciudadanos
en su artículo 14: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda
prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo,
religión, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social”, igualdad
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que en el ámbito penal “como contenido de lo que hemos denominado
Programa penal de la Constitución” se concreta en dos ámbitos: como
principio configurador del Ordenamiento penal y como bien jurídico digno de
tutela penal.
Una de las manifestaciones del artículo 14, la recogida en su primer párrafo,
es la igualdad ante la Ley que, aplicada al Derecho punitivo, garantiza que la
Ley penal se aplique de manera igual a todas las personas, sin que quepan
excepciones. Pero es en el propio texto constitucional donde encontramos una
serie de privilegios en la aplicación de la Ley penal en función de las
personas; nos referimos a las inviolabilidades y a las inmunidades.
La inviolabilidad excluye la aplicación de la pena, pese a que el hecho
cometido pueda ser calificado como antijurídico y culpable, mientras que la
inmunidad, en cambio, no exime de la responsabilidad penal, sino que supone
un obstáculo de carácter procesal en el enjuiciamiento de determinados
sujetos.
Es doctrina del Tribunal Constitucional que existe una violación del
principio de igualdad cuando se produce un tratamiento desigual de dos
supuestos de hecho similares carente de justificación. Y la justificación de la
diferencia de trato en el caso de las inviolabilidades e inmunidades la ha
basado el TC en su necesidad, en unos casos, para la protección de la figura
de la Monarquía y, en otros, para garantizar el normal funcionamiento de una
serie de instituciones, como el Parlamento, el Defensor del Pueblo, etc.
1. Inviolabilidades
Las inviolabilidades suponen la exención de responsabilidad penal de
determinados sujetos en razón de su cargo. Respecto a su naturaleza, hay que
ubicarlas dentro de la punibilidad, como excusas absolutorias en función de
las cuales, pese a ser el hecho calificable como antijurídico y culpable, se
entiende que, por razones de política criminal, no es necesaria la imposición
de una pena. Es el caso del diputado que, en la defensa de su discurso en una
sesión parlamentaria, realiza una serie de comentarios injuriosos contra su
contrincante político. Pese a que sus afirmaciones pudiesen consistir en un
delito de injurias, razones de interés general de protección del libre
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funcionamiento de la actividad parlamentaria indican que es innecesario
castigar esta conducta con una pena.
El Ordenamiento español establece como sujetos a inviolabilidad el Rey,
los Diputados y Senadores, el Defensor del Pueblo y sus adjuntos, los
Magistrados del Tribunal Constitucional y los Diputados de los Parlamentos
autonómicos (estos últimos en función de lo que establezca el
correspondiente Estatuto de Autonomía).
La inviolabilidad del Rey se recoge en el art. 56.3 de la Constitución: “La
persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos
estarán siempre refrendados en la forma establecida en el art. 64, careciendo
de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el art. 65.2”. Esta
inviolabilidad opera frente a cualquier tipo de delito cuya realización sólo
podrá tener como consecuencia, en su caso, la inhabilitación del Monarca,
siendo responsables las personas que refrendan los actos del Rey.
El resto de inviolabilidades circunscriben sus efectos a un ámbito
determinado: a las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones.
Así, por ejemplo, en el caso de los parlamentarios (art. 71.1 CE), la
inviolabilidad solo cubrirá las opiniones realizadas en el ejercicio de su
función legislativa, garantizándose con ello la división de los poderes y la
libre expresión del Poder Legislativo frente al Ejecutivo y Judicial.
2. Inmunidades
Las inmunidades son una serie de obstáculos de carácter procesal cuya
finalidad responde también a garantizar el funcionamiento de determinadas
instituciones, evitando –en el caso de las inmunidades parlamentarias– que
exista una utilización política del enjuiciamiento de los miembros del Poder
Legislativo con fines y consecuencias extrajudiciales.
La inmunidad de los Diputados y Senadores se recoge en el art. 71.2 de la
Carta Magna y se manifiesta en la creación de dos obstáculos diferentes a la
hora del enjuiciamiento de aquellos: en primer lugar, la imposibilidad de ser
detenidos a no ser que sean descubiertos en flagrante delito y, en segundo, la
necesidad de obtener autorización de la Cámara correspondiente para su
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procesamiento: el denominado suplicatorio (regulado en los arts. 750 a 756
LECrim). Necesitan igualmente autorización del Parlamento europeo los
pertenecientes a este respecto de los delitos cometidos en nuestro país o fuera
de él.
El resto de inmunidades, esto es, la de los Diputados autonómicos (en
función de lo establecido en cada Estatuto de Autonomía), la del Defensor del
Pueblo y sus adjuntos y la de los jueces y Magistrados limitan sus efectos al
primero de los ya anunciados: a la imposibilidad de ser detenidos, salvo en
caso de flagrante delito.
Cuestión diferente, relativa ya no a la aplicación de la Ley penal sino a la
competencia de los órganos jurisdiccionales, es el denominado aforamiento,
según el cual determinados cargos solo podrán ser juzgados por el Tribunal
Supremo o por los tribunales Superiores de Justicia. Es el caso, por ejemplo,
del Presidente del Gobierno, de los Diputados y Senadores y de los
Magistrados del TS y del TC –cuyo enjuiciamiento corresponde a la Sala de
lo Penal del TS (art. 57.1 LOPJ) o de los jueces y Fiscales respecto a los
cuales es competente el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad
Autónoma (art. 73 LOPJ). Las dificultades en la lucha contra la corrupción y
los excesos en el número de aforados –más de 17 mil– y abusos de la figura
por alguno de los implicados han hecho crisis en esta institución, que deberá
ser pronto reformada.
IV. Bibliografía
ARROYO ZAPATERO, L., NIETO MARTÍN, A. (Dirs): Piratas, mercenarios,
soldados, jueces y policías: Nuevos desafíos del Derecho penal europeo e
internacional. Universidad Castilla-La Mancha, Cuenca, 2010.
— Código de Derecho penal Europeo e Internacional. Madrid, Ministerio de
Justicia, 2008.
PÉREZ CEPEDA, A.I. (Dir.): El principio de Justicia Universal: Fundamentos y
límites. Tirant lo Blanch, Valencia, 2012.
RODRÍGUEZ RAMOS, L.: “Inviolabilidad e inmunidad de los parlamentarios”.
Comentarios a la legislación penal I. Edersa, Madrid, 1982.
— “Inviolabilidad del Rey” en Comentarios a la legislación penal I, Edersa,
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Madrid, 1982.
RODRÍGUEZ YAGÜE, C.: “El principio de justicia universal y los conflictos
positivos de concurrencia de jurisdicciones nacionales y supranacionales”.
El Derecho penal frente a la inseguridad global. Bomarzo, Albacete, 2007.
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Lección 9
NICOLÁS GARCÍA RIVAS
Universidad de Castilla-La Mancha
EL CONCEPTO DE DELITO
I. Concepto legal del delito
La vigencia del principio constitucional de legalidad (art. 25.1 CE) permite
castigar penalmente solo aquellas conductas que de acuerdo con la ley penal
aparecen definidas como delito. El propio Código penal, en su art. 10, se
encarga de definir los requisitos que deben acompañar a una conducta para
que pueda recibir dicha calificación: “Son delitos las acciones y omisiones
dolosas o imprudentes penadas por la Ley”. La LO 1/2015, de 30 de marzo,
ha eliminado el Libro dedicado hasta ahora a las faltas y, por tanto, estas han
desaparecido de nuestra Legislación, supuestamente en aras del principio de
intervención mínima, aunque no sin cierta controversia.
El art. 10 CP exige en primer lugar que el hecho pueda calificarse como
“acción u omisión”. En lecciones anteriores se explicó que el Derecho penal
cumple una función de control social de conductas gravemente perjudiciales
para la convivencia. Esa función solo puede desempeñarse, lógicamente,
incidiendo en el comportamiento de las personas, ya sea activo u omisivo.
Por ello, la primera condición requerida para que un hecho sea calificado
como delito es que se trate de la manifestación de un “comportamiento
humano”. Como se explicará en la Lección siguiente, quedarán fuera de este
concepto determinados actos cometidos por el hombre pero sin participación
de su voluntad, ya sea debido a que se realizaron inconscientemente o bajo
una fuerza externa insoslayable.
A continuación, el art. 10 CP exige que ese comportamiento humano sea
doloso o, al menos imprudente, lo cual significa que no existe
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responsabilidad penal cuando el daño provocado haya sido consecuencia de
la fortuita concurrencia de circunstancias ajenas al sujeto. Esta limitación de
la responsabilidad penal viene impuesta por el principio de culpabilidad, tal y
como recoge expresamente el propio Código penal en su art. 5 (“no hay pena
sin dolo o imprudencia”). Así, no responde por homicidio quien golpea
levemente a un extraño si este muere debido a una dolencia cardiaca
desconocida. Por otra parte, nuestro Legislador no castiga la imprudencia en
todos los casos, sino que ha seleccionado un catálogo de comportamientos
cuya gravedad justifica la conminación penal: no solo quedan fuera de ella
todas las imprudencias leves sino que del resto se seleccionan aquellas que
afectan a bienes jurídicos de relevancia contrastada: vida, salud, medio
ambiente, seguridad laboral, etc. Ello deja un espacio considerable a la
intervención del Derecho civil para resarcir al perjudicado por imprudencias
de menor importancia.
Por último, el art. 10 CP requiere que la acción u omisión dolosa o
imprudente aparezca “penada por la ley”, lo que vincula la definición de
delito con el principio de legalidad y la estricta determinación de las
conductas punibles que ese principio conlleva. Aunque a lo largo de la
historia se conocen momentos de conculcación de esta garantía e incluso de
sistemática aplicación arbitraria del Derecho penal por parte de los jueces y
tribunales, ello no es posible hoy en España: el art. 25.1 de la Constitución
incluye la prohibición de la analogía entre las garantías inherentes al
principio de legalidad, tal y como ha declarado reiteradamente el Tribunal
Constitucional (SSTC 29/2014, de 24 de febrero y 45/2013, de 25 de
febrero).
El Código penal se hace eco de ello al declarar en su art. 1 que “no será
castigada ninguna acción ni omisión que no esté prevista como delito por Ley
anterior a su perpetración”, a lo que añade el art. 4 que “las leyes penales no
se aplicarán a casos distintos de los comprendidos expresamente en ellas”. De
este modo, queda remarcada en nuestro Ordenamiento jurídico la necesidad
de comprobar la tipicidad del comportamiento como requisito inexorable
para calificarlo como delito. No se recogen en el art. 10 CP dos
características que se incluyen tradicionalmente en él: que el comportamiento
humano sea antijurídico (es decir, no justificado) y que, además, sea
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culpable. Pese a dicho silencio, otros preceptos del propio Código permiten
extraer sin dificultad ambas exigencias. Por una parte, el art. 20 CP incluye
una serie de circunstancias que convierten una acción típica en una acción
justificada, como la legítima defensa, el estado de necesidad, el cumplimiento
de un deber o el ejercicio legítimo de un derecho.
Por otra parte, también en el art. 20 CP se prevén distintas circunstancias
que impiden considerar al autor del hecho responsable del mismo o, de
acuerdo con la terminología tradicional, culpable. Así ocurre, por ejemplo,
cuando se acredita que dicha persona cometió el hecho bajo los efectos de
una perturbación psíquica que influyó rotundamente en la propia realización
del comportamiento prohibido; sería el caso de un esquizofrénico que, en
pleno delirio, mata al vecino por creer que este –a la vez– trama su asesinato.
Otras circunstancias excluyen la responsabilidad porque el autor sufre en el
momento del hecho alguna perturbación anímica que le induce a vulnerar la
norma penal pese a ser consciente de la maldad de su conducta; sería el caso
de quien entrega sumas de dinero a una banda de mafiosos bajo la amenaza
seria de muerte y colabora de este modo a la ilícita financiación de la banda.
Conviene advertir de que los efectos jurídicos de las causas de justificación
y de las causas de inculpabilidad son muy diferentes. Las primeras, como se
dijo, justifican o autorizan la comisión del hecho, lo que implica que no cabe
sancionar por ella a ninguno de los que intervienen en su realización. Las
segundas, por el contrario, solo entran en juego una vez descartada la
justificación del hecho y, por tanto, no afectan a su antijuricidad sino solo a
la responsabilidad penal del autor concretamente afectado por la causa de
inculpabilidad en particular. Al tratarse de un hecho antijurídico, el Estado
arbitra la aplicación de medidas de seguridad para neutralizar la peligrosidad
del sujeto, ya que esta persiste aun cuando haya sido considerado
irresponsable. Dichas medidas, pese a su contenido eventualmente
terapéutico, tienen la consideración jurídica de sanciones, ya que solo pueden
aplicarse tras la previa comisión de un hecho antijurídico y como tales deben
analizarse. Ello explica que nuestro Ordenamiento punitivo sea considerado
“de doble vía”: pena y medida de seguridad, asignadas respectivamente a
imputables y no imputables. Ahora bien, tras la reforma de 2010, pueden
acumularse penas y medidas de seguridad cuando el sujeto es imputable pero
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peligroso. Así está previsto para delitos de asesinato, violación o abuso
sexual y terrorismo, como se explicará en la Lección 34.
En definitiva, pues, para que una conducta sea castigada con una pena se
requieren las siguientes condiciones: un “comportamiento humano típico,
antijurídico y culpable”. Cuando este último requisito no concurra, solo podrá
sancionarse el hecho mediante una “medida de seguridad”. A lo largo de las
siguientes lecciones irá desplegándose la explicación de este concepto de
delito. Por ahora basta conocer los elementos estructurales de dicha
definición, pero también los dos modelos explicativos desarrollados por la
Ciencia Penal para lograr una aplicación práctica, segura y, en definitiva,
sistemática del Derecho penal, modelos que discrepan en cuanto al lugar en
el que debe resolverse un problema dentro del sistema, pero que comparten
esa misión ineludible de la Ciencia Penal orientada a la salvaguarda de la
seguridad jurídica del ciudadano. Por lo demás, aunque esta obra se guía por
los postulados del moderno sistema de delito conviene aproximarse en esta
Lección introductoria al sistema clásico, conocido como causalista, ya que
está avalado por el pensamiento de grandes penalistas actuales, aunque hay
que reconocer que están en franca minoría.
II. Los sistemas de la teoría del delito: sistema causalista
y sistema moderno
El sistema causalista debe su denominación al paradigma científico
predominante a principios del siglo XX, caracterizado por una visión un tanto
mecanicista de los problemas sociales, acorde con el predominio que tenían
por entonces las ciencias experimentales. La corriente neokantiana que surgió
en el período de entreguerras añadió nuevos ingredientes a ese modelo
explicativo del delito, pero su estructura básica permaneció intacta. De
acuerdo con ella, la confirmación del carácter típico de una conducta requiere
sobre todo un análisis externo del hecho que confirme la concordancia del
suceso con el supuesto previsto en la norma, lo que obliga a comprobar tan
solo la conexión entre la conducta del autor y el resultado producido, cuya
verificación permite hablar de la relevancia típica de esa conducta. Ello
constituye un indicio serio de su carácter antijurídico, indicio que quedará
plenamente confirmado si no concurre alguna “causa de justificación”. Como
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puede comprobarse, en ninguno de los anteriores elementos se aborda el
análisis del carácter doloso o imprudente del hecho, cuestión clave en la
ordenación del sistema y que el causalismo relega al ámbito de la
culpabilidad.
En efecto, esta se concibe como un reproche dirigido al sujeto por haber
obrado antijurídicamente cuando podía y debía comportarse de otro modo, tal
y como lo expresaba la famosa Sentencia del TS alemán de 18.3.1952: “Con
el juicio de desvalor de la culpabilidad se le reprocha al autor que se haya
decidido por el injusto a pesar de haberse podido comportar lícitamente, de
haberse podido decidir por el Derecho (...) La razón profunda del reproche de
culpabilidad radica en que el hombre está en disposición de autodeterminarse
libre, responsable y moralmente y está capacitado, por tanto, para decidirse
por el Derecho y contra el injusto”. Ese reproche presupone en el autor una
capacidad suficiente para hacerle responsable del hecho, capacidad que
desaparecerá en caso de alteración psíquica y podrá graduarse de acuerdo con
el criterio social imperante. Una vez comprobada esa capacidad, caben dos
“formas de culpabilidad”: dolosa y culposa, dependiendo del grado de
intensidad con el que la voluntad del autor se manifieste en el hecho
cometido. Así, cuando el sujeto lo realiza a plena conciencia, con intención
de causar el daño y conociendo el carácter antijurídico de su conducta, el
delito será doloso y el reproche será mayor. Cuando, por el contrario, el
sujeto no quiso causar el daño pero realizó la acción sin el cuidado debido, el
delito será calificado como imprudente y la pena tendrá que ser lógicamente
menor que si ese mismo hecho se hubiera realizado con intención. Hasta aquí
una sucinta descripción del sistema clásico.
El sistema moderno hunde sus raíces en el giro metodológico adoptado por
Welzel a principios de los años treinta (el finalismo), aunque su influencia se
extendió a partir de los años cincuenta, permaneciendo la estructura básica
intacta aunque hayan variado los presupuestos metodológicos. Los penalistas
que asumen este sistema moderno lo hacen hoy bajo postulados normativos y
no porque consideren que todo el edificio del delito deba apoyarse en una
concepción ontológica de la acción humana entendida como acción final
(dirigida a un fin determinado).
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De acuerdo con esos postulados, las normas penales son imperativos
encargados de orientar positivamente las conductas de los ciudadanos. Para
ello, el Legislador se sirve de distintos “tipos de normas” que prohíben u
ordenan realizar determinados comportamientos o bien obligan a realizarlos
con el “debido cuidado”, dando vida así a diferentes “tipos de delito”: doloso
activo, doloso omisivo e imprudente, respectivamente. Por tanto, para
determinar la clase de infracción normativa realizada por el autor es necesario
averiguar, ya en el ámbito de la tipicidad, si realizó el hecho con intención de
lesionar el bien jurídico o solo de manera descuidada, pues en cada caso será
diferente el “tipo de delito” cometido: doloso o imprudente.
Al tratarse de distintos tipos de infracción, su verificación es ajena al
conocimiento que el sujeto tenga sobre el carácter antijurídico de su
comportamiento. Así, por poner un ejemplo, comete homicidio quien dispara
sobre otro con intención de matarle tanto si el autor es un ciudadano
integrado en la sociedad occidental como si el autor pertenece a una
hipotética tribu que no castiga el homicidio: el hecho de la muerte
intencionada se verifica de igual manera en ambos casos. Uno y otro caso se
distinguirían no por la intención sino por la conciencia que el autor tiene
acerca del carácter prohibido de su comportamiento. Por ello, el delito doloso
presenta una neta diferencia en ambos sistemas, ya que, como se recordará, el
reproche de culpabilidad dolosa exige en el sistema causalista una doble
averiguación: la intención del autor (en esto coincide plenamente con el
concepto de dolo del sistema moderno) y el conocimiento de la antijuricidad
del hecho, elemento que no forma parte del dolo en el sistema moderno
aunque sigue ubicándose en el ámbito de la culpabilidad, como se verá
enseguida. Ello explica que el dolo causalista se conozca como “dolo malo” y
el del sistema moderno como “dolo natural”. Por lo que se refiere al delito
imprudente, las transformaciones son de otra índole, pero su carácter
normativo fue asumido ya por autores del sistema clásico, como Mezger.
Tras esta nueva configuración “normativa” de la tipicidad, en el sistema
moderno se conciben las distintas causas de justificación como otras tantas
“normas permisivas” que autorizan, en su caso, la lesión del bien jurídico o,
si se prefiere, la realización de un hecho típico. De la conjugación entre esos
permisos “particulares” y la prohibición “genérica” de una conducta surgen
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diferentes doctrinas que se comentarán en su momento, pero la idea de que la
tipicidad del hecho es un serio indicio de su antijuricidad sigue en pie para la
mayoría de los autores.
En el ámbito de la culpabilidad sí encontramos profundas transformaciones
en el sistema moderno. De la idea ética (o social) del reproche se pasa a una
concepción que se vincula a los fines preventivos que se predican de la pena.
Así, el brocardo “no hay pena sin culpabilidad” evoluciona en ambos
términos y se asienta en un razonamiento funcional, que concibe la
culpabilidad como un concepto dialéctico (Muñoz Conde) y, sobre todo,
vinculado a las necesidades de control social. Por ello, se trata de averiguar si
el mensaje imperativo de la norma le llegó al autor con nitidez (y pese a todo
actuó de manera antijurídica) o si, por el contrario, existieron circunstancias
que impidieron o dificultaron esa recepción.
Bajo estas coordenadas, deberá comprobarse en primer lugar cuál era la
“capacidad de motivación” que el sujeto tenía, lo que obliga a analizar si este
realizó su comportamiento en plenitud de sus facultades psíquicas o si lo hizo
bajo la influencia de una circunstancia endógena o exógena que le impedía
recibir ese mensaje normativo y adecuar a él su comportamiento. Tal cosa
ocurrirá, por ejemplo, cuando el autor cometa el hecho en pleno delirio
esquizofrénico o bajo un severo síndrome de abstinencia.
La segunda comprobación se refiere a la consciencia del sujeto sobre el
carácter antijurídico de la conducta, ya que en caso contrario la recepción del
mensaje normativo sería imposible: nadie puede adecuar su comportamiento
a una pauta establecida por el Legislador cuando la desconoce por completo.
Ello ha ocurrido, por ejemplo, en algún caso de una práctica repugnante,
como lo es la ablación genital femenina, pero cuya comisión se realizó por
una persona acostumbrada por desgracia a ella y antes de vivir en España.
Lógicamente, el Tribunal Supremo tuvo en cuenta ese desconocimiento de la
autora del hecho para eximirla de pena (STS 939/2013, de 16 de diciembre).
El hecho es rechazable, pero las circunstancias del autor disculpan su
conducta.
Esta averiguación se exige en el sistema causalista para calificar el delito
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como doloso, calificación que el sistema moderno realiza ya en el ámbito de
la tipicidad prescindiendo de dicha averiguación, pues basta con la detección
de la intencionalidad del autor respecto al hecho cometido,
independientemente de que conociera o no su carácter antijurídico. Ello
explica los distintos efectos que tiene en cada uno de los sistemas la ausencia
de esta conciencia de antijuricidad, conocida como “error de prohibición”:
mientras que en el sistema causalista elimina el dolo, en el sistema moderno
no afecta en absoluto a este, lo cual explica que bajo sus coordenadas pueda
hablarse de un delito doloso cometido bajo error de prohibición, lo que sería
incoherente en el marco del sistema causalista, pues ese error de prohibición
elimina el dolo.
Finalmente, quedaría por comprobar la concurrencia en el hecho de
circunstancias distintas de las referidas a la capacidad de motivación o al
conocimiento de la antijuricidad, que supongan una interferencia relevante
para que el mensaje normativo (la prohibición) pueda ser cumplido como es
debido. Aunque se trate de una categoría residual, suele denominarse “no
exigibilidad” de otra conducta, haciendo alusión a la tradicional vinculación
entre culpabilidad y exigibilidad. Sea como fuere, sirve esa expresión para
describir situaciones como la del miedo insuperable (cometer el hecho previa
amenaza grave) o el estado de necesidad exculpante.
Como puede observarse, los dos sistemas comparten en última instancia la
misión científica de asegurar una aplicación rigurosa del Derecho penal,
aunque cada uno de ellos siga un camino diferente y, a veces, pueda llegar a
soluciones distintas.
III. Bibliografía
JAKOBS, G.: Sociedad, norma y persona en una teoría de un Derecho penal
funcional. Civitas, Madrid, 1996.
MEZGER, E.: Tratado de Derecho penal, tomos I y II (trad. y notas de
Rodríguez Muñoz), nueva edición. Revista de Derecho privado, Madrid,
1955 y 1957, respectivamente.
ROXIN, C.: Política criminal y sistema del Derecho penal. (trad. Muñoz
Conde). Bosch, Barcelona, 1972.
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VON LISZT, F.: Tratado de Derecho penal, tomo II. (trad. de la 20ª ed. por
Jiménez de Asúa y adicionado por Saldaña), 3ª ed. Reus, Madrid.
WELZEL, H.: El nuevo sistema de Derecho penal. (trad. Cerez). Ariel,
Barcelona, 1964.
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Lección 10
JUAN CARLOS FERRÉ OLIVÉ
Universidad de Huelva
EL COMPORTAMIENTO HUMANO
I. El comportamiento humano como base de la teoría
del delito
El sistema “moderno” del delito se estructura sobre la base del
comportamiento humano. El concepto de comportamiento humano ha sido
uno de los que ha despertado mayores polémicas en la evolución de la
Ciencia del Derecho penal. De él dependen o han dependido, en mayor o
menor medida, las distintas construcciones dogmáticas, esto es, las distintas
teorías del delito. El comportamiento humano, que comprende acciones y
omisiones, es esencialmente un concepto ontológico y por lo tanto,
prejurídico. Los hombres actúan en la realidad, en la que coexisten personas
y cosas con independencia del mundo jurídico que regula todas esas
relaciones.
Los comportamientos humanos se diferencian claramente de los hechos de
los animales y de los fenómenos de la naturaleza, aunque puedan materializar
los mismos resultados. El hecho llevado a cabo por un ser humano posee
ciertas notas distintivas que no se dan en los demás supuestos.
La muerte de una persona puede producirse por herida provocada por asta de toro,
sepultado por una avalancha de nieve o también por un disparo recibido en el
transcurso de un atraco. Solo en este último supuesto existe un comportamiento
humano.
Antes de analizar el contenido de la acción humana y su relevancia para el
Derecho penal debemos adelantar que quedan excluidos todos los
comportamientos que no son humanos, esto es, actos de animales y
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fenómenos naturales. Tampoco interesa al Derecho penal todo aquello que se
mantiene en el ámbito interno del ser humano, esto es, los pensamientos e
ideas de las personas que no llegan a trascender al exterior, pues con el
pensamiento no se delinque (Cogitationis poenam nemo patitur).
Debemos preguntarnos si el concepto prejurídico-ontológico de acción es
útil para la valoración que debe realizar el Derecho penal. No cabe ninguna
duda que al Derecho penal no le interesa la gran mayoría de las conductas
que se dan en la realidad (los sujetos pasean, se saludan, se lanzan en
paracaídas, etc.) sino un número muy limitado de ellas (un sujeto se apodera
de un bolso ajeno, conduce bajo los efectos del alcohol y provoca heridas a
un peatón, permite que una persona que no sabe nadar se ahogue en una
piscina, etc.). Para poder delimitar su ámbito de actuación, el Derecho penal
coloca una serie de filtros, que se relacionan directamente con cada uno de
los elementos de la teoría del delito, y que se analizarán en las lecciones
sucesivas. De nuestra exposición se deduce que el Derecho penal no sanciona
todas las conductas, pero todos los comportamientos que reciben una sanción
penal tienen una base prejurídica común que es el comportamiento humano.
Por el momento no hemos decidido si la exigencia de un comportamiento
humano tiene alguna relevancia para nuestro análisis técnico-jurídico. Todo
dependerá de la importancia que otorguemos al concepto de comportamiento
humano en la teoría del delito. Para determinar esa importancia, analizaremos
brevemente la evolución del concepto de acción en los distintos sistemas del
delito.
a) “Causalismo naturalista”. El modelo creado por Liszt y Beling se basaba
en la acción, entendida como un simple “hecho de la naturaleza”, un
movimiento corporal que produce una modificación en el mundo exterior
perceptible por los sentidos. La acción se constataba sin analizar la voluntad
o intencionalidad del sujeto. A los efectos de la acción, la voluntad humana
era considerada un “simple impulso” que producía el resultado. Los
componentes intelectuales y volitivos (dolo) se analizarían posteriormente, al
llegar a la culpabilidad, que concentraba todo el aspecto subjetivo del delito.
Las críticas a este planteamiento son muy importantes, porque al definir la
acción como un movimiento corporal quedan comprendidas las conductas
que consisten en un hacer positivo, pero el concepto no es aplicable a las
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omisiones. El punto de partida de la omisión es justamente la ausencia de un
movimiento corporal; por ese motivo el concepto causal naturalista de acción
tuvo que ser abandonado.
El socorrista advierte que alguien se está ahogando en la piscina. Al ver que se trata
justamente del que intentó cautivar a su novia, decide no moverse lo más mínimo de su
silla, razón por la cual el bañista pierde la vida. En este ejemplo, el socorrista no ha
realizado ningún movimiento corporal perceptible por los sentidos, ya que se ha
mantenido inerte en la silla. Para el planteamiento del causalismo naturalista no habría
realizado acción alguna y por lo tanto no podríamos siquiera comenzar a plantearnos su
eventual responsabilidad criminal.
b) “Causalismo valorativo o neokantiano”. Fue Mezger el representante
más importante de esta corriente. Sin abandonar el modelo de Liszt y Beling,
los causalistas valorativos formularon importantes correcciones a la teoría del
delito. Ya no se habla de acción sino de “comportamiento humano”, concepto
que comprende tanto a la acción como a la omisión, consideradas como
manifestaciones externas de la voluntad causal. El causalismo, tanto el
naturalista como el valorativo, diferencia la voluntad del contenido de la
voluntad. Para el causalismo valorativo, la acción u omisión humanas tienen
que ser voluntarias, entendiendo la voluntad como un simple impulso o deseo
de causar un resultado en el exterior. Sin embargo, consideran que no forma
parte de la acción el “contenido de la voluntad”, es decir, la finalidad que
persigue el sujeto con ese comportamiento. El contenido de la voluntad se
sigue manteniendo en la culpabilidad (dolo). A partir de las aportaciones
críticas del finalismo, el contenido de la voluntad debe ser tenido en cuenta
desde el primer momento por la teoría del delito. Lo que el sujeto haya
querido no puede ser irrelevante para la acción. La finalidad debe formar
parte del concepto de acción.
c) “El Finalismo”. A partir de la obra de Welzel, el contenido de la voluntad
adquiere un papel relevante en el concepto de acción. Welzel sostuvo que no
se puede hablar de acción humana si no existe una voluntad. Las acciones
humanas persiguen un fin, son “acciones finales”. El sujeto obra guiado por
una finalidad. Quiere hacer algo, alcanzar un objetivo y, antes de comenzar a
actuar, selecciona los medios con los que podrá llevar a cabo dicho objetivo.
El hombre puede prever, dentro de ciertos límites, las consecuencias de su
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acción. Una vez hecho esto, procederá a poner en marcha el plan que se ha
propuesto en el mundo exterior. Este concepto de acción supuso una
reestructuración completa de la teoría del delito que, en su momento, cosechó
muchísimos seguidores.
En cuanto al comportamiento humano, la meta original de Welzel no era
otra que conseguir un concepto unitario de acción, aplicable a todos los
delitos dolosos e imprudentes, activos y omisivos. Sin embargo,
posteriormente comprendió que ese objetivo no era relevante porque la
propia realidad diferencia todos esos supuestos. Todo ello llevó a Welzel a
estructurar diferentes sistemas para los delitos de acción dolosos e
imprudentes, y otro distinto para los delitos omisivos.
d) La evolución del concepto de acción nos lleva a encontrar un concepto
prejurídico de acción, que se encuentra enlazado con los demás elementos de
la teoría del delito. Aunque no se sigan los postulados filosóficos de Welzel,
no se puede desconocer que su metodología ha servido de base para construir
el sistema “moderno”.
Sin embargo, son cada vez más los científicos que afirman que el concepto
de acción no puede ser únicamente un concepto ontológico, pues en alguna
medida depende de valoraciones que dotan de sentido a la acción (Roxin,
Muñoz Conde). Creemos que esta perspectiva es la más adecuada, justamente
porque al Derecho penal no le interesan todos los comportamientos humanos,
y para determinar aquellos que son relevantes se hace necesario valorarlos.
De tal forma, sin renunciar al concepto prejurídico de acción, se le reduce a
una “función negativa”, que no se utiliza para fundamentar un nuevo
elemento del delito sino solamente para excluir algunas situaciones que no
alcanzan la categoría de comportamientos humanos voluntarios (estados de
inconsciencia, fuerza irresistible, movimientos reflejos).
II. Ausencia de comportamiento humano
Existen algunos supuestos en los que se constata la ausencia de un
comportamiento humano. Estos supuestos se caracterizan por cumplir la
función negativa a la que nos referíamos precedentemente, aunque no se
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encuentran regulados en el texto del Código penal, justamente porque el
Código penal no puede dirigirse a esas conductas. Todos ellos tienen en
común que el sujeto no realiza una acción voluntaria.
1. Estados de inconsciencia
Existe una serie de estados de inconsciencia, en los que el sujeto carece de
voluntariedad. Son supuestos de hipnotismo, sueño o embriaguez letárgica.
La peculiaridad que presentan estos estados de inconsciencia radica en la
posible aplicación de la teoría de los actos liberae in causa. Según esta teoría,
es necesario distinguir dos situaciones distintas. En un primer momento el
sujeto es libre y consciente, pero se coloca en un estado de inconsciencia (por
ejemplo, bebe hasta perder el sentido, con la finalidad de cometer un delito
determinado). En el segundo momento, cuando realiza el hecho, su conducta
no será voluntaria por la situación de inconsciencia. Pero ello no puede ser
invocado para favorecer su impunidad. La teoría de la actio liberae in causa
sostiene que en estos supuestos es necesario retrotraerse al momento previo,
que es en el que se debe constatar si ha existido o no un comportamiento
humano voluntario.
2. Movimientos reflejos
Los movimientos reflejos son aquellos que no pasan por los centros
superiores cerebrales, no apreciándose por lo tanto voluntariedad.
Movimientos instintivos o crisis epilépticas pueden ser el origen de ciertos
delitos que suelen ser de muy poca relevancia práctica. Por ejemplo,
instintivamente dejo caer un plato muy caliente que me alcanzan. Al
derramarse el líquido, provoco quemaduras leves a otro.
3. Fuerza irresistible
Para hablar de fuerza irresistible hay que hacer una primera matización.
Existe la fuerza material o física (“vis absoluta”), que es el supuesto que se da
cuando alguien actúa físicamente contra la persona, sin dejarle opción alguna
para que manifieste su voluntad. Por otra parte, nos encontramos con la
fuerza moral o psíquica (“vis compulsiva”), que consiste en la actuación bajo
amenazas, y que queda reservada para el ámbito de la culpabilidad,
concretamente del miedo insuperable. La fuerza irresistible, como supuesto
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de ausencia de comportamiento, solamente comprende la primera hipótesis,
es decir, cuando el sujeto se convierte en un simple instrumento. Por ejemplo,
para provocar un choque de trenes, un sujeto ata fuertemente a una silla al
responsable del control. Este último, encontrándose atado, padece una fuerza
física irresistible que le impide actuar. La omisión de corregir el trazado de
las vías del tren para impedir el accidente no puede atribuirse a su
comportamiento.
La fuerza irresistible debe ser necesariamente externa, provenir de un
tercero que prive al sujeto totalmente de voluntad. Si no se dan esos
requisitos (por ejemplo, se padece internamente el deseo irresistible de hacer
u omitir algo) ya nos encontramos ante un comportamiento humano y, por lo
tanto, la eximente para este sujeto habrá que buscarla en otro momento de la
teoría del delito (por ej. en la culpabilidad).
III. Bibliografía
GIMBERNAT ORDEIG, E.: “Sobre los conceptos de omisión y comportamiento”.
Estudios de Derecho penal, 3ª ed. Tecnos, Madrid, 1990.
SILVA SÁNCHEZ, J.: “Sobre los movimientos impulsivos y el concepto jurídico
penal de acción”, en Anuario de Derecho penal y Ciencias Penales, Fasc.
I., 1991.
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Lección 11
LUIS ARROYO ZAPATERO
Universidad de Castilla-La Mancha
EL TIPO DE INJUSTO DOLOSO
I. Introducción
En el conjunto de conductas lesivas de los bienes jurídicos se pueden
distinguir dos clases distintas según la actitud del sujeto respecto del bien
jurídico y la dirección de su voluntad. En un primer grupo de casos el autor
es plenamente consciente de que con su actuar lesiona el bien jurídico y actúa
así porque lo que quiere es precisamente lesionarlo. Así lo contempla la
figura delictiva, que por ello se denomina delito doloso. En otro grupo de
casos el autor ni busca ni pretende lesionar el bien jurídico, pero su forma de
actuar arriesgada y descuidada produce su lesión; estas conductas se
contemplan en las figuras delictivas que se llaman delitos imprudentes.
Ambas conductas son estructuralmente diferentes, pues las dolosas son
conductas dirigidas por la voluntad contra la propia norma que prohíbe
atentar contra el bien jurídico de que se trate y las conductas imprudentes se
limitan a desconocer la norma de cuidado y, por lo tanto, ambas comportan
una gravedad diferente, un diferente desvalor de acción, del que el Legislador
da cuenta al prever una pena para el delito imprudente sensiblemente inferior
a la que prevé para el delito doloso. Esto último se ha sabido siempre y
siempre la pena del delito imprudente ha sido inferior a la del doloso. Pero lo
que es un fenómeno moderno es la consideración de las conductas dolosas y
de las imprudentes como estructuralmente diferentes y, por lo tanto,
estructuralmente diferentes también los tipos de los delitos dolosos e
imprudentes. Así permite entenderlo el Código penal de 1995.
Se había arrumbado así el sistema tradicional, en el que todos los tipos de la
Parte Especial se consideraban iguales a estos efectos, situando la diferencia
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entre lo doloso y lo imprudente no en el plano de las normas y de los tipos,
sino en el plano de la culpabilidad. Por esta razón, todos los delitos de la
Parte Especial se trataban como delitos con la pena del dolo y en una cláusula
general final –art. 565 ACP– se disponía una pena genérica para todas las
formas imprudentes. De todos modos, el Código permite la lectura
tradicional, que seguirá presente durante algunos años en la Jurisprudencia.
La mayor parte de los delitos de la Parte Especial son delitos dolosos, es
decir, delitos cuyo tipo objetivo constituido por la descripción de sujeto, la
acción y sus características, sus circunstancias, el resultado lesivo, etc., se
complementa con el elemento subjetivo del dolo, o sea, por la conciencia del
autor de que concurren todos esos elementos y circunstancias y tiene la
voluntad de realizar la conducta y producir el resultado. El dolo es así el
elemento subjetivo por excelencia del tipo doloso, si bien por razones de
economía legislativa es un elemento implícito en todos ellos, pues al ser
menos numerosas las figuras de delito imprudente el Legislador califica estas
de modo expreso. Así, el art. 12 dispone que los tipos imprudentes han de
estar expresamente previstos por la Ley; por tanto, todos los tipos no
expresamente previstos como imprudentes son tipos dolosos. De tal modo,
cuando se define el homicidio tan solo como “matar a otro”, va implícito que
es un matar a otro doloso, es decir, “a sabiendas” y queriendo matarlo.
La distinción entre conductas dolosas y las imprudentes, y toda la
dogmática del concepto de dolo, de dolo eventual y de error de tipo que se ve
en lo que sigue tiene su razón de ser en que si no hay dolo la conducta será
impune o sólo punible como imprudente; de ahí la justificación del esfuerzo
en toda esta construcción dogmática. La relevancia de la cuestión se capta,
por ejemplo, en que el homicidio doloso está castigado con una pena de
prisión mínima de diez años, mientras que el homicidio imprudente lo está
con una pena de prisión que no suele pasar de dos años y tiene un máximo de
cuatro.
II. Concepto de dolo
En la actualidad el dolo se concibe como la conciencia y voluntad del sujeto
de realizar el hecho tipificado objetivamente en la figura delictiva. En el caso
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del homicidio quiere decir, por ejemplo, que el sujeto sabe que utilizando un
arma de fuego sobre una parte vital del cuerpo humano causará la muerte de
otro y dispara el arma porque quiere matarlo. Es este un concepto natural de
dolo, que se proyecta exclusivamente sobre los hechos típicos y que no toma
en cuenta si el sujeto conoce la significación jurídica de su actuar, por
ejemplo, si erróneamente cree que tiene derecho a disparar al ladrón que le ha
hurtado la cartera o a no pagar un determinado impuesto.
El concepto tradicional de dolo –que lo calificaba de dolus malus– exigía
además de lo anterior la “conciencia de la antijuricidad” de la conducta. En el
caso anterior, por ejemplo, si lo que quiere es dar muerte al ladrón que huye,
ha de saber que la legítima defensa no ampara este disparo, o en el caso del
descubrimiento y revelación de secretos del art. 197, ha de saber que está
prohibido revelar los secretos del empleador, o si se apropia de una cosa
perdida debe saber que tiene obligación de entregarla. Hoy se considera que
esta conciencia de la antijuricidad no es elemento del dolo, sino de la
culpabilidad, y su ausencia no excluye el dolo y por tanto tampoco el tipo
doloso y su pena, aunque tiene como consecuencia una atenuación de la pena,
proporcionada a la menor culpabilidad que revela el sujeto que así actúa, y
excluye de toda pena en los casos más radicales, en los términos que veremos
al estudiar tanto el error de tipo como el error de prohibición o error sobre la
antijuridicidad (véase la Lección 20).
Se debe distinguir en el dolo la doble dimensión de conocimiento y
voluntad. Solo el que sabe lo que ocurre puede querer que ocurra, es decir,
puede querer aplicar su voluntad a conseguir el resultado que tenga en la
cabeza. El sujeto debe ser consciente de que concurren todos los elementos
del tipo objetivo. Así, en el homicidio el sujeto debe conocer que si dispone
de un instrumento mortífero y lo aplica a otra persona, le producirá la muerte;
en el delito de abuso sexual del art. 183, que la persona con la que tiene
relaciones sexuales es menor de 16 años; en el hurto del art. 234, que el
abrigo que coge del perchero del restaurante no es el propio sino otro, etc. Si
el sujeto no conoció tales circunstancias, no hay dolo.
El conocimiento que se requiere no es un conocimiento exacto o científico,
sino el propio de un profano, v. gr., no requiere conocer el funcionamiento
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técnico-científico de un arma de fuego, sino que la presión sobre el gatillo
produce el disparo, o que la aplicación de los cables de alto voltaje produce la
muerte, sin que tenga que conocer la naturaleza de la energía eléctrica.
Tampoco se requiere en el delito de abuso sexual el que sepa la edad concreta
del menor, sino tan solo que representa una edad inferior a los dieciséis años,
o que sepa que sufre alguna debilidad mental, sin que tenga que llegarse a
exigir el conocimiento de lo que es una oligofrenia. Se trata, en definitiva, de
la exigencia de un conocimiento aproximado de la significación natural,
social o jurídica del hecho. Como veremos más adelante, cuando el sujeto
realiza materialmente uno de los elementos del tipo sin conocimiento del
mismo nos hallamos ante un “error de tipo” que excluye el dolo: creyó
disparar sobre un jabalí pero resultó ser una persona.
Además de conocer las circunstancias del hecho típico se requiere la
voluntad de su realización Si el hecho se realiza, pero el que se produzca no
es fruto de la decisión incondicional de realizarlo, no hay dolo. Así, no hay
dolo de matar si el agente disparó su arma al aire para intimidar al ladrón en
su huida, aunque un rebote de la bala terminara causando su muerte, si bien
puede haberse dado lugar a un delito imprudente de homicidio.
III. Clases de dolo
Los elementos cognoscitivo y volitivo del dolo se pueden dar con distintas
intensidades respectivamente. La combinación de sus variantes nos permiten
diferenciar diversas clases de dolo: dolo directo y dolo eventual.
1. Dolo directo
Nos hallamos ante el “dolo directo” cuando el resultado típico o la acción
típica es el objetivo perseguido por el sujeto: lo que quiere es matar a otro y
lo mata. En ocasiones en la realización de la acción tendente al resultado se
producen otros hechos que aparecen a los ojos del autor y de cualquier
observador como necesaria e inevitablemente unidos al principal; por
ejemplo, quiere matar a su enemigo mediante una bomba lapa y lo hace,
causando además inevitablemente la destrucción del vehículo. Por estas
razones se habla de un dolo directo de “primer grado” y de “segundo grado”,
pero ambos son igualmente dolo y de igual gravedad.
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En 1875 un consignatario de buques inglés llamado Thomas puso una
bomba en su barco para que explotara en plena navegación con el propósito
de cobrar el seguro y librarse de la quiebra. Naturalmente, respondió además
de por daños y estafa, de los homicidios a título de dolo, pues aunque no eran
las muertes lo que pretendía ni le interesaban, era perfectamente consciente
de que con la explosión del barco se producirían.
2. Dolo eventual
En el dolo directo de primer y segundo grado resulta sencillo la
constatación de los elementos cognoscitivo y volitivo del dolo. Existe, sin
embargo, un tercer grupo de casos en los que resulta problemática su
adscripción al dolo. Se trata de supuestos de frontera entre el dolo y la
imprudencia consciente, en los que resulta complicado, cuando no imposible,
constatar el elemento volitivo. Esta forma de dolo se denomina dolo eventual
y tras más de un siglo de enconados debates doctrinales aún no existe acuerdo
en relación a cuál debe ser su conformación. La cuestión es en buena medida
de índole valorativa, pues se trata de decidir si para asignar a un
comportamiento las consecuencias jurídicas más graves que se establecen
para las acciones dolosas es preciso constatar los dos elementos que
caracterizan al dolo, el “querer” y el “conocer”.
Ejemplo: El procesado, Carlos, se hallaba en compañía de otros jóvenes
celebrando una velada, en la que habían consumido todos dosis considerables
de alcohol y, en un momento dado, Héctor, tomando una botella, retó a
Carlos a acertarle a la misma de un disparo, mientras bebía. Carlos aceptó el
reto, apuntó con el arma la botella que sostenía Héctor y disparó sobre ella en
el instante mismo en que aquel efectuaba un movimiento con el cuerpo para
limpiarse algo de vino que le había caído encima. Héctor fue alcanzado por el
disparo en el hemitórax derecho, falleciendo días más tarde.
Para las teorías cognoscitivas, como la teoría de la representación o la
posibilidad, lo que en realidad caracteriza al dolo no es el “querer”, sino que
el sujeto se represente como posible la producción del tipo. Merece ser
sancionado como “doloso” quien se representa que su conducta puede
realizar el tipo penal y no desiste de realizarla. La consecuencia práctica más
importante que implica esta teoría es que el campo de la imprudencia
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consciente se reduce drásticamente. En sus versiones más radicales se afirma
incluso que no existe imprudencia consciente, en cuanto que se trata siempre
de supuestos “dolosos”. Es evidente, por tanto, que se trata de una solución
mucho más punitiva. A estas teorías se les objeta igualmente que desconocen
que la imprudencia se caracteriza en buena medida porque el sujeto “confía”
en que pese a lo peligroso de su conducta el resultado no va a producirse,
razón por la cual resulta desacertada la equiparación de estos casos a los
“dolosos” en los que se “quiere” sin lugar a dudas la lesión del bien jurídico.
Con el fin de resolver estos problemas, se ha formulado la teoría de la
probabilidad, a tenor de la cual no basta con que el sujeto considere “posible”
o se “represente” la realización del tipo, sino que es necesario que lo
considere más probable que su no realización. No obstante, los problemas
probatorios resultan muy complejos en esta variante, siendo además muy
complejo de determinar y más aún de probar con qué grado de probabilidad
nos conformamos para poder hablar de dolo.
Las denominadas teorías volitivas parten de que la pena del dolo solo se
justifica si resulta posible demostrar la existencia de un elemento volitivo. En
un primer momento las teorías volitivas equipararon el “querer” con la
relación que en su fuero interno tenía el autor en relación al resultado. Se
trataba de una solución extremadamente subjetiva que corría el riesgo de
degenerar en un Derecho penal de autor: quien tiene tras sí una amplia carrera
delictiva es más posible que se conforme con el resultado que quien ha sido
hasta ahora un padre de familia ejemplar y ello aunque en ambos sujetos la
representación del peligro que entrañaba el comportamiento haya sido
idéntico. Las modernas teorías volitivas intentan objetivar por ello el
contenido del elemento volitivo en el dolo eventual. Así, modernamente se
exige que el Juez a partir de la representación que el sujeto tenía del peligro
constate si el sujeto “toma en serio”, “se conforma”, “acepta” o “se resigna”
con la realización de los elementos del tipo. Quien es consciente del peligro
de su comportamiento y aún así decide realizarlo, toma una decisión a favor
de la lesión del bien jurídico que es lo que caracteriza al autor doloso. Este
tipo de soluciones reduce ciertamente las diferencias entre las teorías
volitivas y cognoscitivas, pues en realidad basta generalmente con probar que
el sujeto conoce el riesgo que entraña su conducta. La diferencia fundamental
se encontraría en aquellos supuestos en los que el autor confía, pese a
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conocer lo peligroso de su conducta, en la no producción del tipo. Esta
confianza impide hablar de que el sujeto quiera realizar su comportamiento
aún a costa de lesionar el bien jurídico.
El caso del terrorista que hace estallar una bomba en un gran edificio de
oficinas una hora después de haber concluido la jornada laboral no persigue
matar a nadie, sino tan solo causar estragos en el edificio, pero es
perfectamente consciente de que no puede excluir que quede alguna persona
rezagada y que muera en consecuencia, y a pesar de ello actúa. No se puede
afirmar con seguridad que haya querido el resultado de muerte, más aún si ha
tomado alguna precaución añadida, pero sin duda hay que afirmar el dolo
puesto que la altísima probabilidad de que se produjera una víctima no le ha
llevado a abstenerse, sino que ha actuado a pesar de todo, conformándose con
lo que sucediera y aceptando el resultado de muerte. No sería lo mismo si por
las circunstancias del caso ha llegado a excluir la producción de víctimas, por
ejemplo, porque se trata de un concesionario de vehículos en el que ha
comprobado durante días que trabajan solo tres personas y ha esperado hasta
verlas salir para activar la bomba, pero resultó que a partir de ese día el dueño
había contratado una persona más como limpiadora. Aquí no se puede decir
que se haya conformado, ni que haya aceptado el resultado, pues ha esperado
a actuar cuando creía estar seguro de que no habría más que daños materiales.
Hasta fines de los años setenta la Jurisprudencia española, siguiendo a un
sector doctrinal, no consideraba dolo los supuestos de dolo eventual, sino
culpa consciente determinante de responsabilidad por imprudencia. Desde
entonces, sí se admite como dolo (por ejemplo: STS 8 de julio de 1985, 16 de
noviembre de 1987, 27 de marzo de 1994 y 18 de noviembre de 1994). El TS
había utilizado las distintas teorías de dolo eventual, si bien su línea
mayoritaria optaba por las teorías volitivas. A partir de la sentencia “de la
colza” (22 de mayo de 1992) el Tribunal Supremo se ha decantado por una
construcción doctrinal muy reciente denominada “teoría del riesgo” y que se
acerca a las teorías de la probabilidad. Así el Tribunal Supremo consideró
lesiones dolosas graves la transmisión del VIH al mantener relaciones
sexuales con su pareja sin preservativo y ocultándola dicha circunstancia,
sustituyendo la pena impuesta en instancia de dos años por otra de nueve (8
de noviembre de 2011). Para el Alto Tribunal obra con dolo quien haya
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tenido conocimiento de que su conducta supone la realización de un peligro
concreto jurídicamente desaprobado para bienes jurídicos. Esta
fundamentación parte de la idea de que lo que la norma penal prohíbe no es
tanto la producción de resultados lesivos, como la realización consciente y
querida de conductas altamente peligrosas para los bienes jurídicos. Lo
relevante por ello es que el sujeto conozca que está realizando una conducta
típica que genera un riesgo no permitido y quiera realizarla. La consolidación
de esta Jurisprudencia tal como preconizábamos en la edición anterior supone
una extensión de los terrenos del dolo eventual.
En los últimos tiempos se ha asentado la teoría de la “ignorancia
deliberada” para estimar que concurre el dolo frente al desconocimiento que
alega el acusado sobre la circunstancia del tipo. Como señala la sentencia del
TS de 16 de marzo de 2012, (ponente Manuel Marchena) son los casos en los
que el autor, pese a colmar todas las exigencias del tipo objetivo, ha
incorporado a su estrategia criminal, de una u otra forma, rehuir aquellos
conocimientos mínimos indispensables para apreciar, fuera de toda duda, una
actuación dolosa, si quiera por la vía del dolo eventual. De esa manera, se
logra evitar el tratamiento punitivo que el Código penal reserva a los
delincuentes dolosos, para beneficiarse de una pena inferior –prevista para las
infracciones imprudentes– o de la propia impunidad, si no existiera, como
sucede en no pocos casos, una modalidad culposa expresamente tipificada.
Así el TS (22 de marzo de 2013, ponente Juan Ramón Berdugo) estima que la
cónyuge del funcionario que además de cometer malversación de caudales
hace lavado de dinero mediante empresas y compras que efectuaba con
empresas de las que era titular con su marido, había de ser conocedora de la
alta probabilidad, rayana en la evidencia, de que el dinero que se empleaba
procedía de la distracción en su marido hacía de los ingresos por tributos que
recaudaba, lo que permitía imputarla el delito de blanqueo a título de dolo.
IV. El error de tipo y la ausencia de dolo
Cuando el autor desconoce la concurrencia o realización de alguno o de
todos los elementos del tipo de injusto –tanto se trate de elementos
descriptivos como normativos– nos encontramos ante lo que se llama “error
de tipo”. Antiguamente se hablaba de error de hecho o sobre los hechos, ya
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que no se captaba que en los tipos había además de elementos de hecho,
elementos normativos y jurídicos. Error de tipo es el que se da cuando el
cazador apostado en su lugar dispara para matar un jabalí y resulta que se
trataba de otro cazador que indebidamente se había desplazado del puesto que
tenía asignado fuera del campo de tiro de los demás. El autor del disparo
desconoce que este se ha proyectado sobre otra persona, que es elemento
objetivo del tipo de homicidio. Su error impide admitir que haya querido
matar a otro y, por lo tanto, impide apreciar el dolo y en consecuencia, se
excluye la aplicación del tipo de homicidio doloso. Error de tipo sobre un
elemento normativo es el que se da en el delito fiscal cuando el sujeto
desconoce el deber de tributar por la donación de un piso que recibe de su
padre.
Del error de tipo hay que distinguir otra clase de error que se refiere a la
conciencia de la antijuricidad, y que se llama “error de prohibición”, en el
que incurre el sujeto que sabiendo perfectamente lo que hace materialmente,
desconoce que su acción es ilícita. Por ejemplo, en el caso del sujeto que
dispara sobre el ladrón que huye creyendo que tal cosa es lícita, le da muerte
dolosamente, pues quiere matarlo, pero yerra sobre la licitud de la conducta,
lo que afecta no al dolo, sino a lo que se llama “conciencia de la
antijuricidad”, que es un elemento de la culpabilidad, y por lo tanto se
aplicará la pena del delito doloso, aunque con atenuación, como se estudiará
en la lección correspondiente. En el mismo error de prohibición incurre el
que se apropia indebidamente de una cosa perdida –art. 254– y desconoce
que tiene obligación de entregarla a la autoridad, y también el africano que en
Barcelona realiza la ablación del clítoris de su hija adolescente, creyendo que
ejerce un derecho de su grupo nacional o cultural –art. 149.2–.
El art. 14.1 establece que el error invencible sobre un hecho constitutivo de
la infracción penal excluye la responsabilidad criminal y si el error fuere
vencible, atendidas las circunstancias del hecho y las personales del autor,
fuera vencible, la infracción será castigada, en su caso, como imprudente.
Por razones didácticas explicaremos los dos tipos de error de modo
conjunto en la Lección 20.
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V. Los elementos subjetivos del injusto
En ocasiones el Legislador ha querido por alguna razón restringir el ámbito
de punición propia del tipo doloso, y ha incorporado expresamente a la
descripción típica algún elemento subjetivo especial, cuya concurrencia se
exigirá además del dolo. Son estos los llamados “elementos subjetivos del
injusto”, como por ejemplo el “ánimo de lucro” en el hurto del art. 234 o el
ánimo de descubrir los secretos de otro en el delito del art. 197. En algunos
supuestos el elemento subjetivo específico acumulado al dolo está más o
menos implícito, como, por ejemplo, en los abusos sexuales –art. 181–, que
requieren que la acción esté teñida por el “ánimo lúbrico”, y que no existe –y
por ello no llega a realizarse el tipo– en los casos del boca a boca del
socorrista que auxilia a una bañista privada de sentido por la ingestión de
agua. También se considera implícito un “ánimo de injuriar” en los delitos de
calumnias e injurias, sin cuya concurrencia la lesión del honor ajeno no es
punible, en el art. 205 y siguientes. La ausencia del elemento subjetivo del
injusto determina la exclusión de la tipicidad de la conducta, aunque persista
el dolo, salvo que realice un delito distinto, como son los casos del que un
sujeto se apodera de un vehículo de motor para usarlo durante unas horas: no
realiza el tipo del hurto del art. 234, pues no tiene ánimo de apropiarse de él,
sino tan solo de usarlo un tiempo, por lo que realiza el tipo de hurto de uso de
vehículos tipificado en el art. 244; o el funcionario que lesiona a un detenido,
pero no para obtener una confesión, sino por odio personal no realizará el
delito de tortura (art. 174), sino solo el de lesiones.
Los tipos con elementos subjetivos pueden clasificarse en tres grupos. En
primer lugar los llamados “mutilados en dos actos”, en los que el primer acto
sirve para realizar un segundo por el mismo sujeto, cuya realización no exige
el tipo, al cual le basta el primero cuando ha sido llevado a cabo con la
intención de efectuar el segundo; por ejemplo, el delito de falsedad en
documento privado para perjudicar luego a otro (artículo 395), o la posesión
de drogas para traficar con ellas (artículo 268) o la receptación para traficar
(art. 298.2). En segundo lugar se cuentan los delitos de “resultado cortado”,
que son aquellos en los que se tipifica una acción con la que el sujeto
pretende alcanzar un resultado ulterior, que el tipo no requiere que se llegue a
realizar, como es el caso de los delitos de rebelión y sedición (artículos 472 y
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544), o como la tortura para obtener una confesión (art. 174). Por último los
delitos de “tendencia interna transcendente”, en los que hay una finalidad o
motivo que transciende la mera realización dolosa de la acción, como es el
ánimo de lucro con el que ha de apoderarse de la cosa para que se realice el
hurto (art. 234), o el animus iniuriandi en las injurias, o el ánimo lúbrico en
los delitos sexuales.
VI. Bibliografía
DÍAZ PITA, M.M.: El dolo eventual. Tirant lo Blanch, Valencia 1994.
FEIJOÓ SÁNCHEZ, B.: “La teoría de la ignorancia deliberada en Derecho penal:
una peligrosa doctrina jurisprudencial”, en InDret, julio 2015.
GIMBERNAT ORDEIG, E.: “Acerca del dolo eventual”, en Estudios de Derecho
penal, 3ª ed. Tecnos, Madrid, 1990.
HASSEMER, W.: “Los elementos característicos del dolo” (traducción de Díaz
Pita) en Anuario de Derecho penal, Tomo 43, Fasc. 3, 1990.
LAURENZO COPELLO, P.: Dolo y conocimiento. Tirant lo Blanch, Valencia,
1999.
RAGUÉS I VALLÉS, R.: El dolo y su prueba en el proceso penal. Bosch,
Barcelona, 1999.
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Lección 12
NICOLÁS GARCÍA RIVAS
Universidad de Castilla-La Mancha
LA ANTIJURICIDAD
I. Antijuricidad en sentido formal. Relación entre
tipicidad y antijuricidad
El término antijurídico evoca etimológicamente la idea de un
comportamiento que contradice las reglas establecidas por el Derecho. Puesto
que el Ordenamiento se compone de un conjunto de sectores normativos
(civil, administrativo, etc.), un acto puede ser antijurídico y sin embargo
carecer de relevancia penal; así, por ejemplo, es contrario a las normas civiles
el comportamiento del arrendatario que no conserva la vivienda en buen
estado y es contrario a las normas administrativas aparcar en doble fila. Por lo
que al Derecho penal se refiere, una conducta podrá tacharse de antijurídica
cuando sea contraria a las normas que rigen ese sector del Ordenamiento y
que, en general, tienen naturaleza prohibitiva. De ahí que se equipare
habitualmente “comportamiento antijurídico” con “comportamiento
prohibido” o “injusto”.
La norma contra la que se dirige la conducta es la norma primaria (v.gr. “prohibido
matar”) que cabe extraer de la conexión entre los dos elementos de la norma positiva
(secundaria): “el que matare a otro” y “será castigado”.
Al Legislador le compete en exclusiva la tarea de seleccionar el elenco de
conductas penalmente antijurídicas, de acuerdo con el criterio de su gravedad
para la convivencia social. Como es lógico, la valoración del Legislador
cambia a lo largo del tiempo y ello se traduce en la desaparición de conductas
carentes ya de relevancia penal (adulterio) mientras que aparecen otras que
hasta hace poco no se consideraban tan graves (maltrato animal). Esa
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selección del Legislador queda plasmada en el Código mediante la
tipificación de las distintas conductas: desde el homicidio hasta la revelación
de secretos, pasando por la agresión sexual, la piratería, el delito fiscal o la
manipulación genética. Cada tipo de conducta pasa a ser un “tipo de delito”,
cuyo “supuesto de hecho” designa lo que se quiere prohibir. Por tanto,
podremos calificar como típico un comportamiento cuando coincida con ese
supuesto de hecho; si A mata a B, podrá afirmarse que A se comporta como
un típico homicida o, mejor, que realiza una conducta típica de homicidio
(art. 138 CP). Así pues, definiremos la “tipicidad penal” como la
característica de un comportamiento previsto como supuesto de hecho en las
normas de la Parte Especial del Código penal. La exigencia de la tipicidad
cumple una doble función: por una parte, es la plasmación de esa tarea
selectiva del Legislador a la que antes hemos aludido; por otra, representa
para el ciudadano la garantía de no verse sometido a sanción penal alguna si
su conducta no encaja en algún supuesto de hecho típico (principio de
legalidad).
Así pues, la primera condición que debe cumplir una conducta para ser
calificada como antijurídica es que sea una conducta típica. Condición
necesaria, pero no suficiente. En efecto, no todos los comportamientos
coincidentes con el supuesto de hecho típico están prohibidos por el Derecho
penal, porque algunos se realizan en circunstancias que los justifican (como
la legítima defensa) y que, por ello mismo, reciben el nombre de “causas de
justificación”. Ante su presencia, el hecho no está penalmente prohibido, pese
a ser típico, lo que implica que estas circunstancias vienen a “restringir” el
ámbito de lo prohibido penalmente, o lo que es lo mismo, del injusto.
Este modo de explicar la relación entre los tipos de delito y las causas de justificación
no es compartido por un sector de la doctrina, para el que los tipos de delito dan vida a
“normas prohibitivas”, mientras que las causas de justificación tienen naturaleza de
“normas permisivas”. En nuestra opinión, por el contrario, no cabe hablar de esa
“doble naturaleza” de las normas penales. Las causas de justificación aparecen
previstas en el Código separadas de los correspondientes tipos de delito por un
razonable criterio de economía legislativa, para evitar su repetición en cada Capítulo
del Libro II. Pero basta realizar una sencilla operación de “integración normativa” para
obtener la visión completa del ámbito de prohibición. Así, en el caso del homicidio, el
art. 138 CP podría leerse del siguiente modo: “El que matare a otro [sin que concurra
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ninguna causa de justificación] será castigado...”. Es decir, la pena del art. 138 CP solo
se establece para los casos en los que la muerte de otro no está amparada por una causa
de justificación. Dicho con otras palabras: matar a otro en legítima defensa (o en estado
de necesidad, cumplimiento de un deber, etc.) no está prohibido por el Código penal.
Por consiguiente, para certificar la “antijuricidad o prohibición” de un
hecho deben cumplirse dos requisitos: uno de carácter positivo, como lo es la
concordancia de ese hecho con el supuesto de hecho típico (tipicidad), y otro
de signo negativo, consistente en la “ausencia de causas de justificación”. Por
esta razón, algunos autores prefieren denominarlas “elementos negativos del
tipo” (o elementos integrantes del “tipo negativo”), expresión que puede
generar confusión con otros elementos que se califican igual pero que no son
causas de justificación, como la recurrente exigencia de actuar sin la
autorización del autor en los delitos contra la propiedad intelectual –art. 270
CP– para verificar la tipicidad de la conducta. Por eso, es preferible mantener
la antigua denominación aunque se asuman las consecuencias prácticas de
dicha teoría, cifradas sobre todo en la calificación como error de tipo del que
recae sobre los presupuestos de la causa de justificación, calificado por la
mayoría de la doctrina y el Tribunal Supremo como error de prohibición.
II. Antijuricidad en sentido material: desvalor de acción
y desvalor de resultado
Los principios constitucionales de lesividad e intervención mínima
permiten utilizar el Derecho penal solo para castigar aquellas conductas que
atenten gravemente contra la persistencia de algún bien jurídico que se
considere imprescindible para la convivencia social, es decir que lo lesione o
lo ponga en peligro inminente de destrucción o menoscabo. El resto de los
comportamientos, por muy reprochables que parezcan desde un punto de
vista ético, no podrán recibir castigo alguno porque ello vulneraría el
principio de intervención mínima que nuestra Constitución reconoce (STC
111/1993, de 25 de marzo).
Estas consideraciones explican por qué durante mucho tiempo se haya
identificado la antijuricidad material con el resultado de “lesión o puesta en
peligro de bienes jurídicos”, prescindiendo de la valoración sobre la conducta
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que provoca dicho resultado. En efecto, bajo los parámetros del sistema
causalista (véase Lección 9) se entiende que la prohibición penal tiene como
única misión la salvaguarda del bien jurídico y la consiguiente evitación de
ese resultado dañoso o peligroso, sin que le afecte en absoluto el modo
doloso o imprudente en el que se provocó dicho resultado. Estas modalidades
delictivas se conciben en dicho sistema como formas de culpabilidad y no
atañen para nada a la antijuricidad (prohibición) del hecho, que se
circunscribe al “desvalor del resultado”. Por el contrario, bajo las premisas
del moderno sistema y su fundamento normativo ambas modalidades
delictivas tienen como referencia normas de distinta índole: prohibitiva en el
caso del delito doloso y de cuidado en el caso del delito imprudente. Por ello,
junto al tradicional “desvalor de resultado” se añade en el sistema moderno el
denominado “desvalor de acción”, que consiste básicamente en esa infracción
normativa pero que abarca también todo lo concerniente al modo de realizar
el hecho. El propio Legislador tiene en cuenta el “desvalor total del hecho”
(de acción y de resultado) a la hora de diseñar los distintos tipos de injusto.
Así, por ejemplo, el art. 138 CP establece la pena de diez a quince años de
prisión para quien mata a otro dolosamente, sujeto que infringe, por tanto, la
prohibición de matar. Por el contrario, cuando el sujeto actúa sin intención de
vulnerar la prohibición de matar, pero se comporta de modo contrario al
deber de cuidado que le obliga a evitar la muerte de otra persona, el delito
cometido se tipifica en el art. 142 CP, que establece una pena sustancialmente
inferior: uno a cuatro años de prisión.
Debe resaltarse, por último, que la aparición de un injusto penal requiere
que ambos desvalores (de acción y de resultado) se vinculen recíprocamente.
En la Lección relativa a la imputación objetiva se desarrollará en profundidad
este argumento, que expresa en definitiva la necesidad de una correlación
entre la creación de riesgo generada por la acción (desvalor de acción) y la
plasmación del mismo en la lesión o puesta en peligro del interés protegido
(desvalor de resultado).
La explicación que se ha ofrecido puede encuadrarse en lo que se conoce como
“doctrina dualista del injusto”, que es absolutamente mayoritaria en la doctrina
española y alemana. Sin embargo, algunos autores –sobre todo del área germana como
Kaufmann o Zielinski– sostienen que para calificar un hecho como injusto bastaría con
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apreciar en él un “desvalor de acción” (que se identifica de manera predominante con
la voluntad antinormativa del autor), quedando relegado el desvalor de resultado a un
papel secundario, fuera del injusto. Esta “doctrina monista subjetiva” es objeto de
crítica porque expresa una concepción autoritaria del Derecho penal, próxima al
Derecho penal de autor, que deja fuera de valoración la integridad del bien jurídico,
que es un factor clave en un Derecho penal de hecho, propio del Estado democrático.
Al estudiar la tentativa se podrá observar a dónde lleva esa doctrina en el terreno de lo
concreto.
III. Bibliografía
DÍEZ RIPOLLÉS, J.L.: La categoría de la antijuridicidad en Derecho penal.
BdF, Montevideo, 2011.
HUERTA TOCILDO, S.: Sobre el contenido de la antijuridicidad. Tecnos,
Madrid, 1984.
LARRAURI PIJUÁN, E.: Función unitaria y función teleológica de la
antijuricidad. Anuario de Derecho penal y Ciencias Penales. Fasc. III,
1995.
MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ, El contenido de la antijuricidad. Tirant lo Blanch,
Valencia, 2013.
MIR PUIG, S.: “Antijuridicidad objetiva y antinomatividad en Derecho penal”,
en El Derecho penal en el Estado social y democrático de Derecho. Ariel,
Barcelona, 1994.
MOLINA FERNÁNDEZ, F.: Antijuridicidad penal y teoría del delito. Bosch,
Barcelona, 2001.
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Lección 13
EDUARDO DEMETRIO CRESPO1
Universidad de Castilla-La Mancha
TIPICIDAD
I. Cuestiones previas
1. El concepto de “tipo penal”
Como es ya sabido, todo delito incluye tres partes o categorías: la tipicidad,
la antijuridicidad y la culpabilidad. Mientras que la antijuridicidad consiste en
una conducta prohibida por el Derecho penal, la tipicidad es simplemente “la
adecuación previa de ese comportamiento a la descripción que se hace del
mismo en la Parte Especial del Código penal”.
La presencia de la tipicidad no implica necesariamente la antijuridicidad de
la conducta. Excepcionalmente, puede suceder que la concurrencia de una
causa de justificación convierta la conducta típica en permitida por el
Ordenamiento jurídico. En este supuesto, los seguidores de la teoría de los
elementos negativos del tipo dirían que no se dan las condiciones para la
existencia del injusto penal ya que, si bien se cumple con el tipo positivo,
falta el tipo negativo dada la presencia de una causa de justificación.
También, y pese a ser formalmente típica, la conducta puede no ser
antijurídica por su escasa lesividad material. En estos casos se dice que las
mencionadas conductas, al ser socialmente adecuadas, no deben considerarse
antijurídicas.
A su vez, el Legislador selecciona de entre todas las posibles conductas
antijurídicas solamente algunas, haciendo así entrar en juego el principio de
intervención mínima del Derecho penal. Dependiendo de que se trate de un
tipo activo u omisivo, se tratará de una norma prohibitiva o bien de mandato,
en ambos casos en orden a la salvaguardia de bienes jurídicos esenciales. Su
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descripción, realizada por el Legislador en el supuesto de hecho de una
norma penal, se denomina “tipo penal”.
En otros términos, el tipo determinará lo que es o no es relevante para el
Ordenamiento jurídico-penal, esto es, la “materia de prohibición”. Como
explica Luzón Peña (2016), “el “tipo”, traducción del término alemán
Tatbestand (=supuesto de hecho) utilizado en 1906 por primera vez en la
ciencia penal por Beling, consiste en el concepto de su creador en el supuesto
de hecho abstracto previsto y descrito por la ley penal, o, si se quiere, en la
descripción legal de todos los elementos del hecho” (Cap.12/marg.2). Más
ampliamente lo define como “la descripción legal, expresa o tácita, de todos
los elementos objetivos y subjetivos, positivos y negativos, que fundamentan
la prohibición penal de una conducta y la distinguen de otras figuras típicas”
(Cap.12/marg.12).
2. Funciones del “tipo penal”
Siguiendo en este punto a Roxin (1997), este autor asigna al tipo penal una
función sistemática, una función dogmática y una función político-criminal,
consistentes respectivamente en lo siguiente: a) abarcar o compendiar el
conjunto de elementos que arrojan como resultado saber de qué delito se
trata; b) describir los elementos cuyo desconocimiento excluye el dolo; c)
adecuarse con exactitud y precisión al principio nullum crimen sine lege (§10
/marg. 1). Lógicamente, estas tres funciones guardan una estrecha relación
entre sí en el seno de la teoría del delito, bien que cabe destacar la
mencionada en último lugar, esto es, lo que puede entenderse como el
significado político-criminal del tipo, que consiste en cumplir cabalmente con
la “función de garantía” que deriva del principio constitucional de legalidad
penal. De esta forma, la tipicidad refrendada en el texto legal protege al
ciudadano del ejercicio arbitrario del poder por parte del Estado.
La descripción de los tipos penales se hace normalmente de manera
abstracta –el que matare a otro– y no concreta; es decir, de forma que abarque
todas las modalidades de producción de ese resultado. No obstante, el
principio de determinación de la norma penal exige moverse entre ambos
extremos. A los efectos de lograr este deseado equilibrio cobra especial
importancia el análisis de los diferentes elementos que conforman el tipo
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penal, ya que ello permite reducir el contenido abstracto del tipo. En la Parte
General se estudian las características comunes a todos los tipos penales y en
la Parte Especial sus aspectos particulares. Ahora corresponde el estudio de
los aspectos comunes y generales del tipo. En este punto, la doctrina ha
jugado un importante papel al fijar los elementos que conforman su estructura
y diferenciar los tipos en grupos según la presencia o ausencia de
determinadas circunstancias, así como, por último, al señalar las distintas
técnicas que utiliza el Legislador al formularlos. De todo ello nos vamos a
ocupar a continuación.
II. Elementos del tipo
Los elementos que integran estructuralmente cualquier tipo penal son la
conducta típica (o comportamiento activo u omisivo), los sujetos y el objeto
(Mir Puig, 2016, pág. 227 ss.), bien que también cabe añadir el tiempo y el
lugar de la perpetración del delito.
1. La conducta típica
El elemento más importante del tipo lo constituye la conducta típica
entendida como “comportamiento en sentido amplio” y, por lo tanto,
comprensivo de conductas activas y omisivas.
Los “aspectos externos del comportamiento” se analizan en el llamado “tipo
objetivo”, de modo que solo algunos tipos (los llamados “delitos de
resultado”) requieren la aparición de un efecto separado y posterior (por
ejemplo, la muerte del sujeto pasivo en el delito de homicidio consumado).
Por su parte, “el tipo subjetivo” comprende aquellos elementos que dotan
de significación personal a la realización del hecho, en particular, el carácter
voluntario de la conducta llevada a cabo de manera dolosa o imprudente, así
como los llamados “elementos subjetivos especiales de lo injusto” (como, por
ejemplo, el “ánimo de lucro” en el delito de hurto).
2. Los sujetos
El tipo penal supone la presencia de un sujeto activo (aquel que realiza el
tipo) y de un sujeto pasivo (titular del bien jurídico atacado), a lo que cabría
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añadir, como hace Mir Puig (2016), al Estado en tanto que “llamado a
reaccionar con una pena” (pág. 228).
2.1. Sujeto activo del delito
Sujeto activo del delito es la persona que realiza la conducta típica y, por
tanto, debe ponerse en relación con la problemática general relativa a la
autoría y participación en el delito, que será objeto de estudio específico en la
Lección 25. La figura del sujeto activo permite distinguir entre “tipos
comunes” (aquellos que puede realizar cualquier persona) y “tipos
especiales” (aquellos para cuya realización se requiere alguna condición
especial, como por ejemplo ser funcionario o autoridad).
Si bien hasta ahora se había entendido que solo podían cometer delitos las
personas físicas de acuerdo a la conocida máxima societas delinquere non
potest, tras la introducción de la responsabilidad penal de las personas
jurídicas mediante reforma del Código penal operada por LO 5/2010, de 22
de junio, estas últimas también pasan a formar parte del círculo de sujetos
activos al ser posible la imputación de responsabilidad penal a las mismas
aun cuando la concreta persona física responsable no haya sido
individualizada o no haya sido posible dirigir el procedimiento contra ella, de
acuerdo a la regulación contenida en los artículos 31 bis y ss del CP, para
cuyo estudio detallado nos remitimos a la Lección 35.
2.2. Sujeto pasivo del delito
Sujeto pasivo del delito es el titular del bien jurídico protegido. Puede serlo
una persona física –por ejemplo, en delitos contra la vida–, una persona
jurídica –por ejemplo, en delitos contra la propiedad industrial– y el Estado o
la propia sociedad –por ejemplo, en delitos relativos a la defensa nacional o
en delitos relativos al mercado y a los consumidores–.
De acuerdo a esta definición, hay que distinguir entre “sujeto pasivo” como
tal, esto es, el titular del bien jurídico vulnerado, y la “persona sobre la que
recae físicamente la conducta típica”, que en algunos delitos (como por
ejemplo en una estafa en la que el engaño conducente a la disposición
patrimonial recaiga sobre un tercero) pueden no coincidir. A su vez, también
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hay que distinguir entre sujeto pasivo y perjudicado por el delito, ya que este
último comprende un círculo más amplio de personas (todas aquellas que
soportan de un modo directo o indirecto las consecuencias que se derivan del
hecho delictivo, lo que resulta relevante a efectos de responsabilidad civil
derivada del delito) (Mir Puig, 2016, pág. 229). No obstante, jurídicopenalmente y desde una perspectiva global (esto es, sustantiva y procesal) es
preciso manejar, a la vez, el concepto de “víctima” que resulta de la
configuración dada al mismo por el Legislador en la Ley 4/2015, de 27 de
abril, sobre el Estatuto Jurídico de la Víctima, que distingue entre víctima
directa e indirecta (véase, con detalle, Lección 44).
La determinación del sujeto pasivo posee importancia práctica en orden a la
impunidad o no del hecho, ya que en algunos supuestos su consentimiento
puede operar como causa de exclusión de la responsabilidad criminal.
Asimismo, influye a la hora de atenuar o agravar la pena, caso, por ejemplo,
de que concurra la circunstancia 5ª del art. 21 o la 4ª del art. 22 CP. Por
último, juega un papel procesal esencial en aquellos delitos que solo son
perseguibles a instancia de parte. Así, los delitos contra el honor, injurias y
calumnias, solo son perseguibles previa denuncia de la persona agraviada
(art. 215.1 CP).
3. Objeto material y jurídico del delito
El “objeto material del delito” es aquel sobre el que recae físicamente la
acción típica. No hay que confundir, por lo tanto, lo que es el objeto de la
acción con el “objeto jurídico” del delito. En el delito de hurto el objeto
jurídico es la propiedad, mientras que el objeto material de la acción es el
bien mueble –la billetera, el dinero– apropiado contra la voluntad de su dueño
por el sujeto activo. Lo usual es que el objeto jurídico tenga como sustrato
una concreta realidad empírica, como sucedía en el ejemplo anterior. Sin
embargo, en algunos casos esa realidad empírica es de carácter inmaterial,
como sucede en el caso del honor.
El “objeto jurídico” equivale al bien jurídico y constituye la base de la
estructura e interpretación de los tipos penales. Los bienes jurídicos son, por
definición, valores ideales del orden social sobre los que descansa la armonía,
el bienestar y la seguridad de la vida en sociedad. El bien jurídico cumple
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distintas funciones esenciales y se conforma como una guía material de
inestimable valor a la hora de interpretar el tipo, ya que, por un lado, sirve
para ponderar la gravedad del comportamiento y, por otro, permite formar
grupos de tipos en atención al contenido de cada uno de ellos. De hecho, si
observamos el Libro II del CP, este queda estructurado agrupando los delitos
en cada uno de sus Títulos en función del bien jurídico protegido y por orden
de importancia, empezando por los delitos contra la vida.
4. Tiempo y lugar
Normalmente resulta fácil determinar el momento temporal y espacial en
que se realiza el delito. No obstante, surgen problemas con aquellos en los
que la acción se produce en un determinado momento y lugar, y el resultado
en otros distintos (por ejemplo, la carta injuriosa que se envía de una ciudad a
otra, los explosivos que se colocan en los bajos del coche y que se hacen
detonar un día más tarde en otro lugar, etc.).
El tiempo es importante para decidir si una Ley es anterior o posterior al
delito, determinar el momento al que debe referirse la inimputabilidad del
autor o a partir de cuándo deben comenzar a contarse los plazos de
prescripción del delito. A este respecto hay que tener en cuenta lo establecido
en art. 7 CP, en el que se señala que “a los efectos de determinar la ley penal
aplicable en el tiempo, los delitos se consideran cometidos en el momento en
que el sujeto ejecuta la acción u omite el acto que estaba obligado a realizar”.
El lugar importa sobre todo a efectos de establecer la competencia
jurisdiccional oportuna. Respecto a la determinación del lugar, nuestro
Código penal nada dice al tratarse de un aspecto de contenido claramente
procesal. Sobre este particular nos remitimos a lo explicado en la Lección 8.
III. Clases de tipos
La presencia de determinados elementos o circunstancias en el tipo ha
permitido a la doctrina llevar a cabo diferentes clasificaciones sistemáticas. A
continuación se enumeran y estudian las más importantes, ordenando las
clases de tipos “en torno a los elementos del tipo objetivo y tipo subjetivo”
vistos anteriormente.
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1. Según los elementos del tipo objetivo
1.1 Por la conducta típica y el resultado
1.1.1. Delitos de mera conducta y delitos de resultado
Mientras que en “los delitos de mera conducta” el tipo solo requiere, bien
una conducta activa (en los delitos activos) u omisiva (en los delitos
omisivos), “los delitos de resultado” requieren para su consumación que la
acción o la omisión vaya seguida de la aparición de un resultado separable
espacio-temporalmente de la conducta.
En los delitos de resultado activo debe darse una relación de causalidad e
imputación objetiva del resultado a la acción del sujeto. En el caso del delito
omisivo de resultado nos remitimos a lo que se expone sobre el particular en
la Lección 23. Son delitos de resultado, por ejemplo, el homicidio doloso e
imprudente, cuyos tipos exigen la producción de un resultado de muerte
(arts.138 y 142 CP). Por el contrario, serían delitos de mera conducta el delito
de violación (art. 179), la omisión del deber de socorro (art. 195 CP) o el
allanamiento de morada (art. 202 CP).
La distinción entre los delitos de resultado y de mera actividad no resulta
siempre fácil. En efecto, cabe considerar que la acción constituye en sí misma
una clase de “resultado” al aparecer como un efecto del impulso de la
voluntad del sujeto. No obstante, cuando aquí se habla de resultado se alude
al que provoca una modificación (material) del mundo exterior. Por eso,
cuando baste para la consumación del delito con la realización de una
conducta prohibida, nos encontramos con un delito de mera actividad; pero,
si el tipo exige para su consumación, además de la acción, la producción de
un resultado, estaremos ante delitos de resultado. Esta clasificación resulta
muy importante a efectos de determinar, entre otras cosas, el momento
consumativo del delito o establecer las formas imperfectas de su realización.
De hecho, una consecuencia práctica de esta distinción es que no cabe la
tentativa en los delitos de mera conducta, al menos la acabada, mientras que
se discute si cabe o no conceptualmente la inacabada (sobre estas distinciones
véase Lección 24).
1.1.2. Delitos de medios determinados y resultativos
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A su vez, dentro de los delitos de resultado, se distingue entre “delitos de
medios determinados”, cuando el Legislador acota expresamente las
modalidades comisivas, y “delitos puros de resultado o resultativos”, que se
limitan a exigir que el sujeto produzca el resultado sin indicar cómo. Entre los
primeros cabe citar la estafa, puesto que se exige que la acción se concrete en
forma de engaño (art. 248 CP) o el robo con fuerza en las cosas, que requiere
emplear alguna de las formas de fuerza previstas en el art. 238 CP. Por el
contrario, el homicidio, las lesiones o los daños, son “delitos resultativos”
porque el tipo no limita las posibles modalidades de la acción.
1.1.3. Delitos de acción y delitos de omisión
Según las dos formas básicas del comportamiento humano, la actividad y la
pasividad, se distingue entre delitos de comisión (acción en sentido estricto) y
omisión. No obstante, este criterio naturalístico (prejurídico) no es suficiente
para distinguirlos, sino que se requiere de otro jurídico. Este último radica en
esencia en que mientras que los delitos de comisión infringen una norma
prohibitiva, los delitos de omisión infringen una norma preceptiva o de
mandato. A su vez, los delitos de omisión se subdividen en delitos propios e
impropios de omisión (para su estudio se remite al lector a la Lección 23,
adelantando, sin embargo, que los primeros equivalen a delitos de mera
actividad y los segundos a delitos de resultado).
1.1.4. Delitos de propia mano
La especificidad de estos delitos reside en que el tipo exige que la conducta
típica se realice personalmente, esto es, sin intermediarios, lo que excluye la
posibilidad de la autoría mediata. En la mayoría de los casos, esta exigencia
está implícita en la propia descripción de la conducta que debe ser ejecutada
corporalmente, como sucede en el caso del acceso carnal en la violación (art.
179 CP).
1.1.5. Delitos de consumación normal y anticipada
Los primeros son aquellos cuya consumación requiere la obtención de los
fines típicamente relevantes, mientras que en los segundos aquella tiene lugar
excepcionalmente antes (vid. Luzón Peña, 2016, Cap. 12, marg. 34).
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Así, por ejemplo, en algunos casos, como en los llamados “delitos de
emprendimiento”, la fase de tentativa se eleva en cuanto tal a delito
consumado (art. 508.2 CP); en otros, como en los “delitos mutilados de dos
actos” (art. 472 CP) o en los “delitos cortados de resultado” (art. 297 CP),
dicha anticipación es consecuencia del recurso a un elemento subjetivo
especial de lo injusto añadido al dolo referido al ánimo de realizar un
segundo acto o bien de obtener un segundo resultado respectivamente.
1.1.6. Delitos simples, compuestos, mixtos (o alternativos) y de hábito
Se habla de “delitos simples” cuando los tipos describen una sola acción,
como por ejemplo matar, lesionar, hurtar, etc.
Por el contrario, son “delitos compuestos” aquellos tipos que describen una
pluralidad de acciones, bien que dentro de estos la doctrina distingue entre
“delitos complejos”, cuando los tipos quedan conformados por dos o más
acciones que son delictivas por sí mismas cuyo desvalor queda integrado
como en el caso del robo en casa habitada, que absorbe el allanamiento de
morada (art. 241 CP); y “delitos meramente compuestos”, en los que las
distintas acciones no tienen por qué ser delictivas por sí mismas (art. 513.2º
CP).
“Delitos mixtos o alternativos” son aquellos que plantean varias maneras
alternativas de realización de la conducta típica, como por ejemplo el delito
de allanamiento de morada, que prevé dos conductas alternativas, entrar en
morada ajena o mantenerse en ella contra la voluntad de su dueño (art. 202
CP).
Por último, “delitos de hábito” son aquellos cuyo tipo exige habitualidad en
la realización de la conducta, como es el caso del acoso sexual (art. 184.1 CP)
o los malos tratos habituales a parientes (art. 173.2 CP).
1.2. Por el sujeto activo
1.2.1. Delitos unisubjetivos y plurisubjetivos
Los primeros (y más frecuentes) son aquellos que no requieren más de un
autor aunque en el caso concreto intervengan varios, mientras que los
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segundos son los tipos que conceptualmente se caracterizan por la
intervención de más de un autor. Entre estos últimos figuran por ejemplo la
rebelión (art. 472 CP) o la asociación para delinquir (art. 515.1 CP), aunque
también, pero en un sentido distinto, el cohecho activo y pasivo (arts. 424 y
419 CP). De estos deben diferenciarse los llamados “tipos de participación
necesaria”, que son delitos plurisubjetivos aparentes, puesto que en ellos se
fuerza la intervención de otros sujetos por el autor o está viciado su
consentimiento sin que se puedan considerar sujetos activos del delito (Vid.
Luzón Peña, 2016, Cap. 12 / marg. 25, quien pone el ejemplo de los abusos
sexuales estuprosos de los arts. 181 ss. CP).
1.2.2. Delitos comunes y delitos especiales
Normalmente la Ley se abstiene de delimitar el círculo de eventuales
sujetos activos del delito por medio de fórmulas de gran amplitud como
pueden ser “el que”, “quien” u otras análogas. Pero existen delitos en los que
se exige la concurrencia de determinadas cualidades personales en el sujeto
activo; por ejemplo, ser funcionario público, estar en posición de garante, ser
padre, etc. A los primeros se les denomina “delitos comunes”, porque pueden
ser cometidos por cualquier sujeto y a los segundos “delitos especiales”, ya
que solo algunos sujetos los pueden realizar.
A su vez, los delitos especiales admiten una distinción interna: “delitos
especiales propios y delitos especiales impropios”. En los primeros, el tipo
prevé como posibles sujetos activos solo a personas especialmente
cualificadas, de forma que esa conducta realizada por otra persona nunca la
convertirá en autora del delito. Por ejemplo, el delito de prevaricación del art.
446 CP solo puede cometerlo el Juez o Magistrado que dicte una sentencia
injusta, quedando impune esa conducta si es realizada por persona que no
reúna esa condición. Los delitos especiales impropios, a diferencia de los
anteriores, tienen correspondencia con un delito común, pero su realización
por sujetos cualificados hace que este se convierta en un tipo autónomo
distinto. Así, el abogado o procurador que revelare actuaciones procesales
declaradas secretas tiene un régimen penal distinto y más severo, que si la
misma conducta es realizada por un particular (art. 466.1 y 3 CP).
Los delitos especiales presentan importantes problemas en relación con la
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autoría y participación en el delito, sobre todo en lo referido a la participación
de los llamados extranei, esto es, aquellos que no reúnen la cualidad especial
exigida por el tipo, en los delitos especiales. A este respecto tiene especial
relevancia el apartado 3º del art 65 CP introducido por la LO 15/2003, de 25
de noviembre, que permite imponer la pena inferior en grado al inductor y al
cooperador necesario en estos casos. Estos problemas serán examinados con
más detalle en la Lección 25.
1.3. Por el sujeto pasivo
En función del sujeto pasivo del delito se distingue entre delitos contra las
personas, contra la sociedad, contra el Estado y contra la Comunidad
Internacional, entre otras clasificaciones.
1.4. Por el bien jurídico y su modo de afectación
1.4.1. Delitos de lesión y delitos de peligro
En atención a la modalidad del ataque al bien jurídico se distingue entre
“delitos de lesión y delitos de peligro”.
Los “delitos de lesión” son aquellos en los que se menoscaba o lesiona el
bien jurídico protegido en el tipo y no deben confundirse con los delitos de
resultado, puesto que la lesión del bien jurídico se produce tanto en los
delitos de resultado como en los de mera conducta.
Los “delitos de peligro”, en cambio, se consuman sin necesidad de lesión
efectiva del bien jurídico, sino justamente por su puesta en peligro, por lo que
se dice que implican un “adelantamiento de las barreras de la protección
penal”. Como señala Luzón Peña (2016), representan normalmente una
excepción a la regla general de la impunidad de las formas imperfectas de
ejecución (tentativa) en la imprudencia y a veces suponen la tipificación de
una actuación peligrosa con dolo eventual en fase de tentativa (Cap. 12 /
marg. 44).
Aunque es usual la distinción entre “delitos de peligro concreto y delitos de
peligro abstracto”, en realidad solo los primeros son auténticos delitos de
peligro, por cuanto implican la creación de una situación de peligro efectivo,
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concreto y próximo para el bien jurídico. Estos son por ello “delitos de
resultado de peligro”, como en el caso del art. 380 CP (conducción temeraria
poniendo en concreto peligro la vida o la integridad de las personas).
Por el contrario, los segundos son propiamente “delitos de peligrosidad de
la conducta”, puesto que los tipos penales correspondientes tipifican tan solo
conductas de las que, bien de un modo absolutamente genérico, también
llamados por ello de “peligrosidad tácita” (como en el caso de la conducción
bajo la influencia de bebidas alcohólicas del art. 379.1 CP), o bien exigiendo
una relación con el concreto supuesto de hecho, llamados por ello de
“peligrosidad expresa”, se desprende a juicio del Legislador un riesgo para el
bien jurídico. La diferencia básica entre estos dos subgrupos es que mientras
que en los “delitos de peligrosidad tácita” dicho riesgo se presupone, en los
“delitos de peligrosidad expresa” el tipo requiere de modo explícito la
idoneidad de la conducta para vulnerar el bien jurídico (como en el caso del
delito ecológico del art. 325.1 CP, que requiere que las conductas descritas en
el tipo “puedan perjudicar gravemente el equilibrio de los sistemas
naturales”).
La aparición de los delitos de peligro en los Códigos penales es
relativamente reciente. El incremento de actividades sociales peligrosas
aunque imprescindibles –la conducción de automotores, las actividades
industriales– exige adelantar la intervención penal a fases previas y cada vez
más alejadas de la lesión del objeto jurídico protegido en el tipo. La finalidad
perseguida tiene un contenido preventivo: evitar la producción de daños
catastróficos e irreparables. El Legislador no espera para intervenir a que se
produzca el daño o la lesión, sino que la adelanta al momento de la aparición
concreta del peligro o, incluso, a la simple realización de la conducta
considerada normativamente peligrosa. Cuanto mayor es el adelantamiento
respecto a la efectiva lesión de un bien jurídico concreto, mayores problemas
se presentan desde el punto de vista de los principios constitucionales que
informan y configuran el Derecho penal, a la vez que se confronta al Juez con
la difícil situación del eventual solapamiento con un ilícito administrativo, sin
ningún elemento adicional desde el punto de vista de la lesividad de la
conducta que justifique la aplicación del tipo penal.
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1.4.2. Delitos instantáneos, permanentes y de estado
En atención al momento consumativo cabe distinguir entre delitos
instantáneos, permanentes y de estado. Los “delitos instantáneos” son
aquellos que se consuman en el instante en que se realiza el último acto o se
produce el resultado (en el caso del homicidio con la muerte del sujeto
pasivo).
El “delito permanente” supone el mantenimiento de una situación
antijurídica en el tiempo por la voluntad del autor, por ejemplo, en las
detenciones ilegales (art. 163 CP) el delito se sigue consumando hasta que
cesa la detención ilegal.
Por último, en el “delito de estado”, aunque también se crea una situación
antijurídica duradera, su mantenimiento no depende de la voluntad del sujeto
activo, pues el tipo solo describe la producción del estado y no su
mantenimiento (ejemplo, falsificación de documentos –arts. 390 y ss–,
matrimonios ilegales –arts. 217 y ss–).
1.4.3. Delitos uniofensivos (simples) y pluriofensivos (compuestos)
Puede suceder que algunos preceptos penales protejan no uno, sino varios
objetos o bienes jurídicos. Por ejemplo en el delito de extorsión (art. 243 CP)
la conducta típica lesiona dos bienes jurídicos, la libertad y el patrimonio,
mientras que en el homicidio la conducta solo afecta a la vida. Así pues, en
consideración al número de bienes jurídicos protegidos se pueden distinguir
dos clases de delitos: “los simples y los compuestos”.
2. Según los elementos del tipo subjetivo
En función del tipo subjetivo se distingue entre “tipos dolosos y tipos
imprudentes”. Aunque las características generales y particulares propias de
los tipos dolosos e imprudentes serán objeto de estudio en las lecciones 11 y
22 respectivamente, cabe mencionar aquí que muchos tipos solo admiten su
comisión dolosa, a menos que el Legislador haya previsto también su
realización por vía imprudente, mientras que otros van más allá y solo
admiten su realización mediante dolo directo.
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Además, existen tipos penales con especiales elementos subjetivos del
injusto que acompañan al dolo, lo que permite hacer ulteriores distinciones
como las siguientes: “delitos de tendencia, delitos de intención –que se
subdividen en mutilados de dos actos o cortados de resultado– y delitos con
elementos de actitud interna” (Vid. Luzón Peña, 2016, Cap. 12 / marg. 56 y
Cap. 18 / margs. 57 y ss.).
IV. Formulación de los tipos penales
En la formulación del tipo, el Legislador puede utilizar elementos
descriptivos o elementos normativos. También, a partir de un delito base
puede construir una constelación de delitos cualificados o privilegiados, o
bien, de entre conductas similares, dotar a algunas de ellas de autonomía.
Son “elementos descriptivos” todos aquellos que provienen del ámbito del
ser o, en otros términos, que expresan una realidad naturalística aprehensible
por los sentidos. Por ejemplo, en el art. 138, “matar a otro”; en el art. 144,
aborto o mujer. Sin embargo, la mayoría de ellos precisan de una valoración
ulterior. Así, es preciso establecer a efectos penales cuándo ese “otro” ha
fallecido –cese de la actividad cerebral o cardiaca–, o determinar el momento
en que comienza la vida dependiente del feto –la concepción o la anidación–,
todas ellas cuestiones controvertidas.
Son “elementos normativos” todos aquellos que requieren de una
valoración judicial. Los mismos tienen diversos orígenes. Algunos provienen
de la vida social, por ejemplo, “exhibición obscena” (art. 185 CP) o“ solicitar
favores de naturaleza sexual” (art. 184 CP); otros de fuentes jurídicas, “bien
mueble” (art. 234 CP), “alzamiento de bienes” (art. 257.1.1º CP), etc.
Los tipos de la Parte Especial no se hallan desconectados entre sí, sino que
manifiestan ciertas relaciones internas. En primer lugar, existe la relación
entre “delito base” y “delito cualificado o privilegiado”. Delito base es, por
ejemplo, el hurto consistente en tomar con ánimo de lucro cosas muebles
ajenas sin la voluntad de su dueño (art. 234 CP). La segunda variante resulta
de la adición de ciertos elementos al tipo base que cualifican (agravan) o
privilegian (atenúan) la conducta. Así, una forma cualificada del hurto será la
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sustracción con ánimo de lucro de cosas de “valor histórico, artístico, cultural
o científico” (elemento nuevo) sin la voluntad de su dueño (art. 235.1º CP).
En segundo lugar, existen los denominados delitos autónomos, los cuales,
aunque se encuentran en conexión criminológica con otro delito, representan
una variante típica independiente y separada de aquel. Por ejemplo, los
delitos especiales impropios son tipos autónomos. Estas distinciones, como
podrá verse en la Parte Especial, son muy importantes en orden a establecer
la autoría y participación de los sujetos en el delito.
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Comares, Granada, 2001.
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en El nuevo Derecho penal. Estudios penales en memoria del profesor
Valle Muñiz, Aranzadi, Navarra, 2001.
1
Redacción original de la Lección por José Ramón Serrano-Piedecasas Fernández,
revisada y actualizada por Eduardo Demetrio Crespo.
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Lección 14
NURIA MATELLANES RODRÍGUEZ
Universidad de Salamanca
LA IMPUTACIÓN OBJETIVA DEL RESULTADO
I. Causalidad e imputación objetiva como elementos del
tipo objetivo
La parte objetiva del tipo o tipo objetivo se refiere a los elementos externos
de la conducta prohibida penalmente. Por lo tanto, se incluyen en él los
sujetos y sus cualidades, el comportamiento activo u omisivo, el objeto de la
acción y el resultado en caso de tratarse de un delito de resultado material.
Aunque razones pedagógicas requieren un estudio separado del tipo objetivo
y el tipo subjetivo, hay que tener siempre presente que ambos aspectos
constituyen una unidad material y que uno depende del otro: el tipo objetivo
es el objeto sobre el que se proyecta el tipo subjetivo. A su vez, el tipo
subjetivo tiene su ámbito de análisis en los elementos del tipo objetivo.
Cuando leemos los tipos de la Parte Especial del Código penal, vemos que
atienden fundamentalmente a la faceta objetiva del tipo: en esencia, describen
acciones u omisiones, es decir, comportamientos humanos. Pero no podemos
olvidar que al Derecho penal solo le interesan esos aspectos externos en tanto
en cuanto se realizan subjetivamente de forma dolosa o imprudente. Cuando
en el Código penal se castiga en los arts. 147 y ss. al que causare lesiones,
hay que entender que lo que prohíbe no es sin más la causación de un
perjuicio para la salud de una persona, sino que ese perjuicio se haya causado
de modo doloso o negligente, según los casos. Solo excepcionalmente
algunos tipos mencionan expresamente aspectos subjetivos (por ejemplo, art.
404 CP: delito de prevaricación, que exige la actuación a sabiendas).
Así pues, se requieren dos comprobaciones para asegurar la presencia de
una acción típica:
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a) Tipo objetivo: consistente en verificar que entre la acción y el resultado
descritos hay una vinculación.
b) Tipo subjetivo: que requiere constatar que los aspectos objetivos están
realizados con dolo o imprudencia.
La pieza central del tipo objetivo la constituye la acción y la producción de
su resultado. En los delitos de mera actividad la propia acción ya constituye
en sí misma el resultado, por lo que no se plantean problemas de vinculación
entre ambos. Sin embargo, en los delitos de resultado material, que requieren
que la acción genere un resultado diferente a ella misma, es esencial que
exista una relación de imputación entre dicho resultado y la acción del sujeto.
Ambos han de estar necesariamente conectados. Por ejemplo, para poder
sostener la responsabilidad penal de un sujeto “A” por un delito de lesiones
hay que constatar que hay una vinculación directa entre el golpe de ese sujeto
y las contusiones que efectivamente presenta el sujeto pasivo B.
Durante muchos años, la vinculación requerida era una pura vinculación
causal, entendida desde presupuestos netamente empíricos. Es más, esta
conexión naturalística entre acción y resultado era un factor decisivo para
poder imputar responsabilidad penal a un sujeto, dando lugar a un sistema de
teoría del delito que justamente por esto fue denominado sistema causalista.
Constatar la relación empírica entre la acción del sujeto y la producción del
resultado era suficiente para afirmar que se cumplía el tipo objetivo. Así, por
ejemplo, si en una caída por las escaleras, para evitar caer al suelo, el sujeto
“A” se sujeta en una persona “B”, con tan mala fortuna que esa persona se
cae y se rompe un brazo, el tipo objetivo del delito de lesiones del art. 147 del
Código penal quedaría afirmado solo con comprobar la relación de
causalidad entre el hecho de que “A” se sujeta en “B” y la rotura del brazo de
este último. La total depuración de responsabilidad penal y la posible
exclusión de esta se aplazaba a momentos posteriores como la valoración del
dolo/imprudencia o la culpabilidad.
En la actualidad, sin embargo, no es suficiente la pura constatación de esa
relación de causalidad para sostener la realización del tipo objetivo. Son
muchos los casos que deja sin resolver adecuadamente o muchos los
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problemas que genera una solución de corte puramente ontológico,
especialmente en todos aquellos en los que no hay una sucesión temporal
inmediata entre acción y resultado. Por ejemplo, “A” hiere a “B” y este es
trasladado a un hospital donde finalmente fallece a consecuencia de un
tratamiento médico erróneo. O en aquellos casos en los que es muy difícil
determinar cuál es el factor causal que genera los resultados típicos, como por
ejemplo si se constata un resultado de grave contaminación ambiental pero no
se conoce con certeza la causa que lo genera, porque no es conocida la
sustancia nociva. También es insatisfactoria una solución puramente empírica
en los supuestos en los que en la producción de un resultado interviene un
factor que es aceptado sin problemas por la sociedad, como, por ejemplo, si
se regala a un “enemigo” un billete de avión de una compañía con un índice
de siniestralidad superior a las demás y el avión efectivamente sufre un
accidente en el que el sujeto muere.
Todos estos casos dejan entrever que la explicación naturalística no es
suficiente para afirmar la tipicidad objetiva, sino solo un primer requisito que
es necesario completar recurriendo a parámetros normativos o valorativos. Es
lo que hoy se denomina “teoría de la imputación objetiva”. Según esta, para
afirmar la tipicidad objetiva no basta constatar solo la relación acciónresultado o relación causa-efecto, como sostenían los causalistas, sino que
además se requiere introducir juicios valorativos que permitan sostener que
esa vinculación tiene relevancia jurídico-penal. La constatación del tipo
objetivo requiere un doble nivel de análisis: primero, un análisis experimental
o empírico, que asegure la existencia del nexo causal entre el resultado
descrito en el tipo y la acción realizada por el sujeto; segundo, un análisis
normativo, que permita mantener la relevancia penal de esa vinculación. Con
la “imputación objetiva”, el problema de la atribución del resultado ha pasado
de entenderse como un asunto puramente empírico, ceñido a constatar una
relación de causalidad, a ser considerado una cuestión valorativa, en la que lo
empírico es solo un presupuesto. En definitiva, ahora lo esencial para la
atribución objetiva de responsabilidad es establecer esos criterios de
valoración a los que sometemos esos datos empíricos y conforme a los cuales
podemos imputar un resultado determinado a la acción de una persona.
II. La relación de causalidad como presupuesto de la
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imputación objetiva del resultado
1. Cuestiones previas
Es evidente que un resultado siempre tiene un antecedente causal que lo
habrá generado. Todo resultado lo es por causa de una o varias acciones. No
cabe duda de ello, especialmente en los casos en los que entre ese resultado y
la acción hay una inmediata sucesión temporal y espacial. Por ejemplo: si
“A” apuñala a “B” en un órgano vital y “B” muere instantáneamente, no
cabrá duda de que la acción de “A” es causa de la muerte de “B”.
Pero las cosas no siempre son tan sencillas. Pongamos algunos ejemplos:
Un sujeto “A” golpea a otro “B” en la nariz ocasionándole una hemorragia. “B” fallece
a consecuencia de esa hemorragia pues padece hemofilia, cosa que su agresor
desconocía. ¿Cabe afirmar que el golpe que propina “A” es causa de la muerte de “B”?.
La respuesta es claramente afirmativa pero, ¿cabe imputar jurídico-penalmente el
resultado muerte a la acción de “A”?
Unos secuestradores mantienen al sujeto “A” oculto en un zulo. Intentando huir por
una pequeña ventana situada en el techo, el sujeto cae y fallece a consecuencia de un
fuerte golpe en la nuca. ¿Cabe afirmar sin más que el encierro es causa de la muerte de
“A”? En principio la respuesta puede ser afirmativa, pues el intento de huida y la caída
tienen como antecedente el encierro, pero de nuevo nos preguntaremos: ¿la muerte del
secuestrado es jurídicamente atribuible a la acción de secuestrar?
Es evidente que para atribuir objetivamente responsabilidad penal por los
resultados típicos producidos (la muerte, y por tanto delito de homicidio en
los ejemplos propuestos) es imprescindible que la acción (en los casos
anteriores: los golpes y el encierro) se encuentre en conexión causal con el
resultado. Hablamos de que existe una “relación de causalidad” cuando entre
la acción y el resultado existe una “vinculación causa-efecto” explicable
mediante métodos empíricos. Dicha relación de causalidad entre la acción y
el resultado es el presupuesto previo e imprescindible para comenzar a
afirmar la tipicidad objetiva de la conducta. No cabe sostener que se da el
tipo objetivo si no hay una previa constatación de que la acción del sujeto se
encuentra en el camino causal que deriva en la producción del resultado
típico. Comprobar la existencia de esa relación de causalidad es el
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presupuesto de la imputación objetiva. Esta solo se dará completamente
cuando se acompañe de un juicio normativo que permita afirmar que ese
vínculo naturalmente explicable se desvalora por el Derecho penal.
Se han dado diversas respuestas a la pregunta de cuándo una conducta es
causa de un resultado típico o, lo que es lo mismo, cuándo existe una relación
de causalidad entre resultado y conducta. Las que la Jurisprudencia ha
empleado con más frecuencia son: la teoría de la equivalencia de condiciones,
la teoría de la causalidad adecuada y la teoría de la causa relevante.
2. La causalidad como condición
La primera respuesta a la cuestión de cuándo afirmar que existe una
relación de causalidad entre una acción y un resultado se enmarca en los
planteamientos positivistas de Stuart-Mill de finales del siglo XIX y fue
exportada al ámbito jurídico por Glaser y Von Buri. Se denominó teoría de la
condición o “teoría de la equivalencia de condiciones” y fiel a una
explicación naturalística del hecho jurídico mantiene que un resultado es
consecuencia de la concurrencia de muchos factores. Hay una pluralidad de
factores que concurren en la producción de un resultado y todos ellos son
equivalentes en cuanto a su capacidad de producirlo, con independencia de su
mayor o menos proximidad o importancia. De manera muy gráfica esta tesis
es formulada en los siguientes términos: “el que es causa de la causa, es causa
del mal causado”. La selección de solo uno de ellos como el único que se
erige como causa se obtiene mediante una deducción empírica, construida
sobre la fórmula de conditio sine qua non¸ según la cual es causa aquel factor
que mentalmente suprimido determina la supresión del resultado. Por
ejemplo, si alguien por descuido deja un arma de fuego cargada y un niño la
coge y se dispara con ella y fallece, cabe señalar como causa el hecho dejar el
arma al alcance del menor, pues si esto no hubiera sucedido el niño no habría
jugado con ella y no se habría disparado. Esta es la tesis con la que ha
funcionado nuestra Jurisprudencia en asuntos especialmente relevantes como
el “caso del aceite de colza”, en el que se construyó la relación de causalidad
entre la distribución del aceite desnaturalizado con anilina y el síndrome
tóxico detectado en centenares de personas “de manera que esa distribución
es conditio sine qua non de la enfermedad” (Sentencia de la Audiencia
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Nacional de 20 de mayo de 1989 y Sentencia del Tribunal Supremo de 23 de
abril de 1992). No obstante, hay que destacar que en este asunto la aplicación
de la fórmula se hizo de una manera bastante forzada, pues no se conseguía
identificar con certeza la causa concreta que generaba los daños en la salud,
llegándose a aceptar una causalidad general, hipotética o estadística.
La aparente simplicidad y correlativa concisión de la tesis de la conditio
sine qua non hizo que tuviera una gran acogida en el contexto de un
pensamiento positivista estricto. Pero los defectos de esta solución son
muchos:
El principal problema que plantea esta tesis es la enorme “dificultad para
hacer la selección de solo uno de los factores causales”. Realmente si todos
los factores son equivalentes, cualquiera que se suprima mentalmente evitaría
que se produjera el resultado. Por seguir con el ejemplo anterior: ¿por qué no
es causa la propia acción del menor de dispararse con el arma que encuentra?
O utilizando el ejemplo del golpe al hemofílico: si suprimimos el golpe en la
nariz, efectivamente el resultado muerte no se habría producido; pero
tampoco lo habría hecho si lo que se suprime es el hecho de padecer
hemofilia. En fin, que el primer gran obstáculo con el que se topa la tesis de
la equivalencia de las condiciones y conditio sine qua non es que da un
concepto tan amplio de causa que no permite una determinación precisa de la
misma, posibilitando retroceder hasta el infinito en la identificación de todas
las posibles causas a considerar: podríamos decir que es causa el que el niño
hubiera estado allí, que hubiera nacido, que se hubiera fabricado el arma…,
etc.
Presupone que hay que conocer las causas de un resultado para poder
realizar esa supresión mental hipotética. Es decir, al tratarse de un método de
comprobación posterior no arroja ninguna luz sobre el fundamento material
de la relación causal. Solo es válida cuando ya se ha comprobado en
supuestos anteriores la eficacia causal de la condición, pero no en “el caso de
que sea desconocido algún factor causal, pues este no podrá ser incluido en el
experimento de la supresión mental”. Es lo que sucedió en España con el
caso del aceite de Colza: si no se sabe que el aceite mezclado con anilinas
genera efectos nocivos sobre la salud y no se baraja como causa de la muerte
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y lesiones que presentaba la población afectada, difícilmente va a hacer el
Juez la supresión mental de ese factor. Algo similar sucedió en los años 60 en
Alemania con el caso Contergan o de la talidomida: si se desconoce que la
talidomida que se ingería por las embarazadas era la causa de las
malformaciones de muchos fetos y recién nacidos no se puede incluir en la
lista de los factores causales de dichos resultados y, por lo tanto, se anula la
posibilidad de que el Juez realice la operación mental consistente en suprimir
mentalmente ese factor.
Tampoco da una solución satisfactoria a los casos de “causalidad
cumulativa” o pluralidad de causas iguales, cuando todas ellas conducen a un
resultado. Un ejemplo fácilmente comprensible es el de la muerte del
emperador César por 23 puñaladas. ¿Cuál es la puñalada que se erige en
causa? ¿cuál es de todas la que, si se suprime mentalmente, habría evitado la
muerte? Si suprimimos una, habría funcionado la siguiente. Lo mismo cabe
alegar en los denominados “cursos causales hipotéticos”, en los cuales si un
factor no hubiera actuado, otro lo habría hecho simultáneamente y con la
misma eficacia. Por ejemplo, un conductor adelanta incorrectamente a un
ciclista que está ebrio y que en ese mismo momento gira su bicicleta hacia el
coche que finalmente lo arrolla. Si se suprime mentalmente el adelantamiento
incorrecto del conductor del coche, el resultado se habría producido
exactamente igual, porque el ciclista borracho giraba en ese mismo instante
hacia el coche.
Lleva a resultados insatisfactorios en los supuestos de “cursos causales
irregulares” o de “causalidad mediata”, en los que hay un factor de
adecuación social que es clave en la producción de un resultado. Por ejemplo:
cuando se regala a un familiar un billete de avión en una compañía aérea que
tiene un índice de siniestralidad superior a la media con el deseo de que haya
un accidente y así poder heredar una suma de dinero. Si efectivamente el
avión sufre un accidente y el familiar fallece, ¿cabe decir que es causa el
haberle comprado el billete? Realmente la solución afirmativa a la que esta
teoría conduce no es nada aceptable y requiere una corrección de su resultado
lo antes posible, en sede de tipicidad subjetiva.
No cabe duda de que sostener el valor causal de una pluralidad de factores,
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como mantiene la tesis de la condición o equivalencia de condiciones, es algo
incuestionable, pero las objeciones anteriores ponen de manifiesto que el
método de la conditio sine qua non no tiene una verdadera eficacia de
identificación causal, sino que solamente se limita a constatar algo que
cualquier proceso lógico de deducción puede hacer. De manera que decir que
hay muchas causas en la producción de un resultado en poco o nada ayuda al
Derecho penal y a su necesidad de atribuir jurídicamente el resultado a una de
las acciones para poder llegar a decir que esa acción es contraria a Derecho.
Afirmar que una acción es causa de un resultado es “solo un presupuesto”
con el que poder comenzar a investigar si es o no relevante jurídicopenalmente.
3. Teorías evolucionadas de la causalidad
Las deficiencias de la teoría de la equivalencia de condiciones pusieron de
manifiesto la necesidad de buscar soluciones que permitieran una
localización más exacta de la causa que realmente interese al Derecho penal.
Se elaboraron así dos tesis fundamentalmente, la “teoría de la causalidad
adecuada o de la adecuación y la teoría de la causa jurídicamente relevante”
que se presentaban como puras teorías de causalidad, pero que de nuevo
operaban aceptando los postulados de la equivalencia e incorporando
elementos valorativos para corregir sus excesos siendo, de este modo, un
antecedente directo de la tesis de la imputación objetiva.
3.1. Teoría de la causalidad adecuada
La formulación de esta teoría, también a finales del siglo XIX, es obra de
un médico, Von Kries. Partiendo de la afirmación de que todo resultado lo es
de un conjunto de condiciones que lo determinan, sostiene que no todas son
consideradas jurídicamente causas, sino que solo lo son “aquellas que según
la experiencia son adecuadas” para producirlo. Es decir, solo es causa aquella
que según un juicio objetivo de previsibilidad o elevada probabilidad puede
producir el resultado. El baremo de esa probabilidad toma como referencia al
hombre medio, prudente y objetivo que, situado en el momento de la acción
(ex ante), y contando con los conocimientos de la situación que tenía el autor
al actuar o que podía haber tenido, entiende que era muy probable o
previsible objetivamente que tal resultado se produjera. No será causa si ex
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ante se percibiera como muy improbable que se llegase a producir el
resultado y no pudiese contarse con su causación desplegando una prudencia
media. Previsibilidad y diligencia son los criterios selectivos que sirven para
precisar cuándo una acción es adecuada para producir un resultado y, por lo
tanto, es causa del mismo. Con esta tesis, en los años cuarenta, el Tribunal
Supremo resolvió el caso de los “huertanos de Valencia” en el que, con
motivo de una discusión, un sujeto golpea con una pértiga a otro, que cae en
una acequia de riego de la huerta. El que cae al agua fallece a consecuencia
de una neumonía que padecía previamente. Entendió el Tribunal que según la
experiencia no es causa adecuada para producir la muerte el recibir un golpe
con una pértiga y caer a una pequeña acequia. Por lo mismo, por ejemplo, se
descartaría como causa el golpe en la nariz a quien padece hemofilia sin que
esto fuera ni pudiera ser conocido por el agresor, pues tampoco el hombre
medio, normalmente diligente, puede considerar como probable que el
resultado muerte llegue a producirse. Igualmente se podrían resolver los
casos de los cursos causales irregulares; en el ejemplo de quien envía a un
familiar a un viaje en la compañía con mayor siniestralidad, la causa es
inadecuada porque la probabilidad de que efectivamente el avión sufra un
accidente sigue siendo ínfima.
Dos son las críticas que se achacan a esta tesis:
– Por una parte, que sigue resultando excesivamente amplia y ambigua ya
que la “normalidad” de la experiencia no siempre puede precisar lo que es
adecuado para producir un resultado; no siempre el hombre medio y prudente
puede valorar la probabilidad o no, la adecuación o no, de un hecho para
producir un resultado. Puede haber plurales factores adecuados; por ejemplo,
si un sujeto es gravemente herido en una pelea y en su traslado en ambulancia
a un centro hospitalario un conductor negligente choca con la ambulancia
causando la muerte del herido, la experiencia o la probabilidad indican que
son adecuados para producir la muerte tanto las graves heridas producto de la
pelea, como el accidente provocado por el conductor negligente. También
puede ser que según la experiencia no se baraje como probable lo que ex post
resulta decisivo en la producción del resultado; por ejemplo, si no se conoce
la capacidad nociva para la salud de una sustancia empleada en un proceso de
fabricación, pero se constatan graves lesiones en los consumidores del
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producto. O en el supuesto de que un sujeto absolutamente inexperto en el
manejo de armas de fuego dispare sobre otro con intención de matarle, pero
en una posición y con unas condiciones en las que sería dificilísimo acertar el
tiro incluso para alguien muy avezado y, pese a todo, hace blanco en su
víctima y esta muere.
– El otro defecto que se le imputa es de orden sistemático. Pese a que el
problema causal se concibe como un problema valorativamente neutro, sin
embargo la tesis de la adecuación utiliza criterios jurídico-normativos como
el de la probabilidad objetiva o el de la diligencia. Es decir, se confunde el
plano ontológico (qué acción es causa de un resultado) y el normativo (qué
causas deben tener relevancia penal). El que una causa no resulte adecuada
para producir un resultado no excluye su condición de causa.
3.2. Teoría de la causalidad relevante
Complemento de la anterior, mantiene que dentro de las causas que según
la experiencia son adecuadas para producir un resultado, solo algunas son
relevantes para el Derecho penal. Esa relevancia depende de las exigencias
del “sentido del tipo penal correspondiente”. Por ejemplo, si un cirujano
amputa un miembro porque así lo requiere la enfermedad, cabe decir, según
la experiencia y la previsibilidad objetiva, que esa acción de amputar es causa
adecuada del resultado de lesionar que describe el art. 147 del Código penal.
Sin embargo, el sentido del tipo penal impide apreciarlo como causa, ya que
está encaminado a evitar lesiones, es decir, mermas en la salud, y en ningún
caso a sancionar conductas encaminadas a sanar una enfermedad.
De nuevo, la crítica que recae sobre esta solución es de orden sistemático.
Vuelve a dejar en evidencia que la causalidad natural debe ser limitada con
ayuda de criterios jurídicos. El problema causal no es un problema
prejurídico soluble solo empleando métodos propios de las ciencias de la
naturaleza, sino que requiere recurrir a categorías jurídicas y valorativas. Es
un problema de tipicidad, y por tanto de selección normativa de
comportamientos disvaliosos por ser peligrosos para la integridad de los
bienes jurídicos.
La aceptación de que para resolver los problemas causales no es posible
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detenerse en el plano empírico sino que hay que abordarlo como un auténtico
problema jurídico, que se ubica dentro de la concepción jurídica de la
tipicidad, es la premisa metodológica de la que parte la actual teoría de la
imputación objetiva.
III. La imputación objetiva: el principio del riesgo
Hoy día es asumido de modo unánime por doctrina y Jurisprudencia (entre
otras, Sentencias de Tribunal Supremo de 16 de octubre de 2002; 9 de
diciembre de 2004; 26 de noviembre de 2008; 28 de junio de 2010 y de 11 de
febrero de 2015), que la verificación de un nexo causal empírico entre acción
y resultado no es suficiente para imputar un resultado a una acción, sino que
el proceso de depuración del factor o factores causales jurídicamente
relevantes requiere el empleo de criterios normativos, sostenidos y extraídos
de la propia esencia preventiva del Derecho penal. Se abandona la orientación
empírica del problema de la selección de la causa que genera un resultado
descrito en el tipo, en favor de la identificación de criterios normativos
conforme a los cuales poder atribuir o imputar el resultado a la conducta de
un sujeto. Esto es lo que hace la “teoría de la imputación objetiva”, cuyo
principal mentor y artífice es el penalista alemán Claus Roxin. A él se debe la
elaboración de esos criterios de atribución de resultados sobre la base del
denominado “principio del riesgo” que seguidamente veremos.
1. El principio del riesgo
El principio del riesgo impregna en la actualidad buena parte de la
Dogmática penal y se asienta en la idea de que el Derecho penal se inserta en
el contexto de una sociedad definida por el creciente desarrollo de conductas
arriesgadas y la necesidad de definir la tolerancia hacia las mismas, es decir,
los límites dentro de los cuales se acepta que esas actividades se ejerciten y
cuya superación debe generar consecuencias jurídicas y eventualmente
jurídico-penales. Igualmente, se alinea en una concepción del Derecho penal
eminentemente preventivo, encaminado a contener ciertos riesgos y a evitar
que estos se traduzcan en resultados lesivos. La presencia de este principio
del riesgo a lo largo y ancho de todos los elementos del delito se deja ver en
la depuración de elementos tan importantes del delito como puede ser la
fijación de los límites de la tentativa, el contenido y alcance de la
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imprudencia o la justificación de la responsabilidad de los partícipes.
La teoría de la imputación objetiva no niega la necesidad de que exista un
vínculo causal, empírico, entre el resultado y una acción concreta.
Evidentemente, no es posible comenzar a plantear responsabilidad penal por
hechos que no presentan conexión alguna respecto al resultado típico que ha
acaecido. Ahora bien, la constatación de esa causalidad, entendida en sentido
naturalista, constituye, como sostiene la Jurisprudencia, “un límite mínimo,
pero no suficiente para la atribución del resultado”. “En general es posible
afirmar que sin causalidad (en el sentido de una ley natural de causalidad) no
se puede sostener la imputación objetiva, así como que esta no coincide
necesariamente con la causalidad natural” (Sentencia del Tribunal Supremo
de 10 de octubre de 2006). Lo decisivo para proceder a la imputación del
resultado a la conducta de un sujeto es “la constatación de que esa acción
entraña en sí misma un riesgo que no está permitido, riesgo que se verifica en
el resultado descrito en el tipo y que resulta por ello jurídicamente atribuible
a dicha acción”. Tras la causalidad, solo cabe jurídicamente mantener una
imputación entre acción y resultado cuando ese resultado es una concreción
directa del riesgo jurídicamente desaprobado que entraña la acción. La
imputación del resultado requiere, fundamentalmente, que la acción haya
creado un riesgo jurídicamente insostenible que se materializa en ese
resultado.
El juicio de imputación objetiva consta, por lo tanto, de dos momentos:
– Un primer momento de “análisis prejurídico”. Lo primero que debe ser
comprobado, antes de imputar un determinado resultado a una acción, es si
esta es idónea, en virtud de una ley natural científica, para producirlo.
Naturalmente se trata de una cuestión cuya solución, como cualquier otra
cuestión de hecho, queda confiada a la conciencia del Tribunal, pero este no
puede formar juicio al respecto si no es sobre la base de una constatación
pericial garantizada por los conocimientos especializados. Ejemplo: se
verifica que el golpe de “A” en el ojo de “B” con un vaso de cristal es el
antecedente necesario de las lesiones en el globo ocular que determinaron la
pérdida de visión de “B”.
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– En segundo lugar, un “análisis jurídico-normativo”. Ha de constatarse que
la acción manifiesta un desvalor consistente en revelar un riesgo
jurídicamente desaprobado y que el resultado producido es la materialización
de ese concreto riesgo. Dicho de otro modo, que la conducta es disvaliosa
jurídicamente por superar los límites del riesgo que se puede tolerar y porque
además el riesgo implícito a esa acción se confirma en la producción de un
resultado. “Cuando una conducta revela la creación de un riesgo no permitido
y este efectivamente se concreta en el resultado descrito en un tipo penal,
contamos con un criterio decisivo para poder imputar ese resultado a esa
acción”. Siguiendo con el ejemplo anterior: no está dentro de los límites de lo
permitido propinar golpes empleando un vaso de cristal y la pérdida de visión
es la concreta materialización del riesgo que implica golpear utilizando un
medio tan peligroso como es un vaso de cristal. Pero además, en algún caso,
la creación de un riesgo no permitido y su materialización en un resultado
típico no son suficientes para imputarlos objetivamente, sino que hay que
tomar en consideración cuál es la esfera de protección de la norma, cuáles son
los comportamientos que esa norma pretende evitar.
En definitiva: previa constatación de la relación causa-efecto, la creación de
un riesgo no permitido, la verificación de ese peligro en el resultado previsto
en el tipo y la producción de resultados propios del ámbito de protección de
la norma son los tres criterios a aplicar para poder imputar objetivamente un
resultado a la acción del sujeto en el ámbito jurídico-penal. Veamos esos
criterios por separado.
2. Criterios adicionales al principio del riesgo
2.1. Creación o no creación del riesgo no permitido socialmente
Bajo este criterio son dos los puntos a tomar en consideración para llegar a
sostener la imputación de un resultado a una acción: que la acción implique
un riesgo que “no es aceptado” socialmente y que suponga “una creación o
aumento de riesgo” y no una disminución del mismo.
El primer filtro valorativo que impone la tesis de la imputación objetiva
lleva a descartar como relevantes jurídicamente aquellos casos en los que la
aceptación social de ciertas conductas peligrosas, especialmente por razón de
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su “utilidad” (la denominada “adecuación social”), las excluye de la
posibilidad de ser abarcadas por el tipo objetivo. Por mucho que se
encuentren entre las causas directas de la producción de un resultado, la
necesidad social de mantener un cierto índice de tolerancia en conductas que
implican un riesgo, impide que el Derecho penal las desvalore.
“Lo que está aceptado y no desvalorado socialmente, no debe ser objeto de
reacción punitiva”. Así, por ejemplo, si un Juez concede un permiso
penitenciario de salida a un interno cumpliéndose escrupulosamente todos los
requisitos y cautelas legales, es decir, plazos, informes, avales, etc., pero pese
a ello el preso comete un robo durante el permiso, no puede decirse que el
Juez tenga una corresponsabilidad en ese robo. También aquí se incluyen y
pueden resolver los casos de cursos causales irregulares: no se puede decir
que sea una acción socialmente desvalorada el comprar a un familiar un
billete de avión en la compañía aérea de alta siniestralidad, con la esperanza
de que sufra un accidente para así heredar sus bienes, cosa que efectivamente
sucede, sino que tal conducta entra en el terreno de los riesgos aceptados, por
lo que no es posible imputar objetivamente el resultado muerte al heredero.
En segundo lugar, “solo son relevantes de cara a la producción del resultado
las acciones que generan un peligro que no está aceptado”. Lo complicado es
decidir cuál es ese nivel mínimo de riesgo desaprobado cuya creación ya
coloca al sujeto en el camino de la imputación de los resultados que cree con
él. Parece evidente que un levísimo empujón que derriba a una persona a una
pequeña charca y que le genera una grave pulmonía a causa del frío no
debería servir para imputar el resultado de lesiones del art. 147 o 149 CP.
Pero la valoración cambia si actúa contando con el dato que el sujeto padece
de una deficiencia pulmonar que le hace especialmente sensible a la humedad
y al frío y pese a ello le empuja. Es similar al caso de quien hace un corte a
un hemofílico sabiendo que padece esta enfermedad y que, en su caso, el
corte entraña mucha más peligrosidad que en cualquier otro sujeto. Está claro
que aquí la conducta ya no es solo un leve riesgo, sino un riesgo bastante más
elevado. El problema es que hay conductas leves desde el punto de vista de la
peligrosidad en las que, sin embargo, es difícil negar la imputación objetiva
del resultado: caso del que queriendo matar a otro y sin ningún conocimiento
de tiro y en condiciones sumamente difíciles incluso para un experto, dispara
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y efectivamente consigue su propósito.
En todo caso, es importante subrayar que solo han de tener relevancia de
cara a la imputación jurídica de resultados las acciones que crean un peligro o
suponen un aumento del mismo, pero “no las que suponen una reducción del
riesgo” respecto a un riesgo mayor preexistente. Si por ejemplo, en una pelea
con arma blanca un tercero que actúa en defensa del agredido consigue
desviar el golpe y que recaiga sobre un órgano no principal y no sobre el
corazón, que es donde el agresor iba a herir a la víctima, la acción supone una
reducción del peligro respecto a la lesión del bien jurídico y, por ello, no ha
de imputarse objetivamente a la acción del defensor el resultado de lesiones
finalmente producido.
El criterio de la creación o aumento de riesgo proporciona elementos de
valoración para decidir qué hacer en los casos en los que el resultado se
produce por acumulación o concurrencia de varias causas: por ejemplo, si la
contaminación de un río es originada por pequeños vertidos de industrias que
están en su cauce, pero ninguno de ellos tiene individualmente potencialidad
suficiente como para causar la contaminación, es difícil mantener la
imputación del resultado a cada uno ellos, y solo si se demuestra que alguno
en concreto aumentó notablemente las posibilidades de causar el resultado
cabría imputárselo jurídicamente. Otra cosa es que en cada industria se
actuara contando con la pequeña dosis de contaminación de las otras, en cuyo
caso sí podría afirmarse que cada vertido supone un aumento de riesgo de
cara a la producción del resultado y, en consecuencia, que este es imputable a
todos ellos, que realizarían el tipo objetivo del art. 325 CP.
Igualmente, este elemento permite dar respuesta a los complicados
supuestos de “cursos causales hipotéticos”, donde si un factor no actúa, otro
lo haría simultáneamente y con la misma eficacia. Es el ejemplo del
conductor que adelanta incorrectamente a un ciclista que está ebrio y que en
ese mismo momento gira su bicicleta hacia el coche que finalmente lo arrolla;
o del médico que suministra un medicamento que causa la muerte del
paciente debiendo haber suministrado otro, pero que igualmente iba a causar
ese resultado. En ellos no se puede decir que la acción haya creado o
aumentado un riesgo, de modo que solo cabrá la imputación de los resultados
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si se demuestra que con la acción peligrosa aumentaron de manera evidente
las posibilidades de producirse el resultado respecto de las que ya existían
(“juicio de incremento del riesgo”).
2.2. Realización del riesgo en la producción de un resultado
La afirmación de la imputación objetiva del resultado a la acción de un
sujeto y con ello la realización de la parte objetiva del tipo requiere, además,
que el resultado sea una realización del riesgo inherente a esa conducta. Es
necesaria una relación de riesgo entre la acción y el resultado. “Si el resultado
se deriva de otra acción o si aparece desconectado del peligro que contiene la
acción, no cabe imputárselo objetivamente a esta” (Sentencia del Tribunal
Supremo de 4 de julio de 2003). Es lo que sucede en los casos de desviación
del curso causal por la intervención de terceros, en los que el resultado no es
la concreción del riesgo creado por la acción del sujeto, sino que es la
consecuencia de un riesgo distinto que se cuela en el proceso de producción
de un resultado. Si por ejemplo, a consecuencia de la agresión de “A”, un
herido grave y a punto de morir es trasladado en una ambulancia al hospital y
en el traslado la ambulancia colisiona fuertemente con un conductor
imprudente y el herido fallece debido al impacto del golpe, no se puede decir
que la muerte sea un resultado imputable al golpe del sujeto “A”, sino que lo
será a la acción imprudente del conductor, que también entraña un riesgo no
permitido. Al sujeto “A”, como mucho cabrá imputarle el tipo objetivo de
lesiones graves o tentativa de homicidio, que es el resultado en el que se
materializaba su acción en el momento de desviarse el proceso causal e
interferir la nueva acción arriesgada, la del conductor. Similares situaciones
son las del sujeto mortalmente herido pero que es rematado por un tercero, o
las de quien sufre una herida mortal a consecuencia de una agresión y es
intervenido quirúrgicamente para salvarle la vida, pero finalmente fallece
porque en la operación se emplea un bisturí infectado.
De igual forma cabe argumentar en las hipótesis de desviación del curso
causal debida a la intervención de la víctima en la producción del resultado:
un sujeto secuestrado, tratando de huir por un hueco que hay en el techo del
zulo, cae y se golpea en la cabeza provocándose la muerte; ¿cabría sostener
aquí que el resultado muerte es una materialización del riesgo creado por los
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captores e imputárselo objetivamente a estos? O lo mismo en el caso de los
heridos que necesitan una transfusión de sangre, pero que por convicciones
religiosas se niegan a ello, ¿se podría imputar la muerte al autor de sus
lesiones y afirmar el tipo objetivo de homicidio? En ambos la respuesta
debería ser negativa, porque aunque las acciones iniciales (el secuestro, la
agresión) son causa del resultado y suponen un riesgo no tolerado, no tienen
traducción directa en el resultado finalmente producido, sino que este es
directamente derivado del nuevo riesgo que crea la propia víctima.
En esta misma línea cabría tratar también aquí las hipótesis de concurrencia
de factores preexistentes que sean desconocidos por el autor como el caso de
las enfermedades (Sentencia del Tribunal Supremo de 4 de julio de 2003): la
muerte del hemofílico no puede ser imputable a la acción de propinar un
ligero golpe en la nariz si se actúa desconociendo esa enfermedad.
Lo que resulta irrelevante de cara a la imputación son los casos en los que
la desviación del nexo causal no es esencial y obedece a la interposición de
un hecho fortuito que es el que finalmente desencadena el resultado que se
buscaba. Pensemos en quien es brutalmente apuñalado en el corazón, pero
fallece en su caída porque se da un golpe en la nuca. En supuestos como estos
cabe seguir manteniendo que la acción peligrosa inicial se ha materializado
en el resultado muerte finalmente producido.
2.3. La esfera de la protección de la norma
Como criterio de cierre, y mucho más ambiguo e impreciso que los
anteriores, se completa el proceso valorativo de imputación objetiva de
resultados empleando como elemento de juicio el ámbito de protección de la
norma que se trata de aplicar: la esfera de conductas a cuya evitación va
dirigido el tipo. Pese a los filtros anteriores, siguen quedando casos en los que
imputar ciertos resultados a acciones es complicado, ya que integran
conductas que escapan de las que el Legislador por principio querría evitar
con ese tipo.
Podrían resolverse con este último criterio las “puestas en peligro de un
tercero consentidas por este”: en una “ruleta rusa” un sujeto acepta ponerse
frente al posible disparo y efectivamente fallece, o acepta subir como copiloto
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en una competición de coches y se produce un accidente en el que pierde la
vida. Aún afirmándose los factores anteriormente expuestos de tratarse de
conductas arriesgadas y ser el resultado una concreción de esos riesgos, en
situaciones de este tipo el resultado no debe imputarse a esas acciones
arriesgadas, pues no parece que el fin de protección de la norma, en este caso
el delito de homicidio, sea extender su protección a quienes consciente y
voluntariamente se exponen a peligros.
También con esta pauta se puede dar respuesta a los casos de causación de
“resultados ulteriores o daños añadidos a un resultado principal”. Si, por
ejemplo, se produce la muerte de un bombero que estaba apagando un
incendio provocado por un pirómano, ¿debe imputarse a este la muerte del
bombero?; o si un sujeto que recibe la noticia del asesinato de un familiar cae
en una profunda depresión, ¿debe responder el autor del asesinato también
por los daños a la salud del familiar? Lo esencial es determinar si la finalidad
protectora del precepto aplicable pretende impedir esos resultados añadidos o
si solamente aspira a evitar las consecuencias directas lesivas para el bien
jurídico. En principio, la respuesta mayoritaria excluye la imputación objetiva
de estos otros resultados añadidos, que solo indirectamente guardan relación
con el riesgo que implica la acción desencadenante. En los ejemplos
planteados parece que el ámbito protector de los delitos de incendio u
homicidio no se extiende a la tutela de otros bienes jurídicos, que sí
encontrarían atención en el plano de la responsabilidad civil derivada del
delito.
En todo caso, en situaciones normalmente desencadenadas en el contexto
de prácticas negligentes, en las que una serie de circunstancias más o menos
previsibles determinan la producción del resultado, la aplicación de este
criterio no siempre alcanza la seguridad necesaria como para afirmar que el
resultado es imputable jurídicamente a la acción y, por lo tanto, que se integra
el tipo objetivo: por ejemplo, si un sujeto se ahoga tratando de salvar a un
niño mientras el socorrista se ha ausentado negligentemente de su puesto de
vigilancia; o si durante una montería y en un breve descanso para tomar un
café un cazador deja su escopeta, que creía descargada, en una habitación y
un niño entra y se dispara mortalmente. En supuestos así, la flexibilidad en
las valoraciones es absoluta, y por lo tanto las respuestas pueden ser de
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cualquier signo.
Solo resta destacar que el problema de la imputación objetiva y su
ubicación en el plano de las valoraciones jurídicas es un asunto especialmente
flexible, con plurales respuestas, tantas como posiciones se mantengan ante
cuestiones básicas en la actualidad como la intervención penal frente a los
riesgos o la dimensión preventiva del Derecho penal. Así se puede constatar
en un tema que hoy día es clave y cuya solución, empleando los instrumentos
de las teorías de la causalidad y la imputación objetiva, es muy cuestionable.
Se trata del hecho de la imputación de resultados producidos a largo plazo,
aparecidos mucho tiempo después de ser juzgado el hecho, como la muerte
derivada de la transmisión del SIDA; o las enfermedades derivadas de las
radiaciones emitidas en una catástrofe nuclear, como sucedió en el año 1986
en la central de Chernobyl, cuyos efectos sobre la salud de las personas aún
siguen apareciendo, incluso en la generación posterior.
IV. Bibliografía
GIMBERNAT ORDEIG, E.: “Fin de la protección de la norma e imputación
objetiva”. Anuario de Derecho penal y Ciencias Penales. Tomo 61,
fascículo 1, 2008.
— “¿Qué es la imputación objetiva?”. Estudios penales y Criminológicos, nº
10, 1985-1986.
HASSEMER, W., MUÑOZ CONDE, F.: La responsabilidad penal por el producto
en Derecho penal. Tirant lo Blanch, Valencia, 1995.
MARTÍNEZ ESCAMILLA, M.: La imputación objetiva del resultado. Edersa,
Madrid, 1992.
MIR PUIG, S.: “Significado y alcance de la imputación objetiva en Derecho
penal”. Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología nº 5, 2003.
ROXIN, C.: “Finalidad e imputación objetiva”. Cuadernos de Política
Criminal nº 40, 1990.
— “La problemática de la imputación objetiva”. Cuadernos de Política
Criminal nº 39, 1989.
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Lección 15
NICOLÁS GARCÍA RIVAS
Universidad de Castilla-La Mancha
LAS CAUSAS DE JUSTIFICACIÓN
I. Concepto
Al analizar la antijuricidad formal se explicaba que no todas las conductas
coincidentes con el supuesto de hecho típico están prohibidas penalmente, ya
que algunas se realizan bajo condiciones que las autorizan. Esas condiciones
reciben el nombre de “causas de justificación” y ya entonces se explicó que
representan una restricción del área de prohibición penal. En el Ordenamiento
jurídico español, están previstas expresamente las siguientes: legítima
defensa, estado de necesidad y cumplimiento de un deber y ejercicio legítimo
de un derecho, oficio o cargo. Todas ellas están recogidas en el art. 20 (4ª, 5ª
y 7ª, respectivamente), que contiene además otras circunstancias asimismo
eximentes pero que eliminan la culpabilidad del autor sobre el hecho
antijurídico. Al margen de las circunstancias expresamente previstas en el art.
20 CP, es opinión generalizada que el consentimiento de la víctima justifica
el hecho cuando el bien jurídico protegido por el delito tiene carácter
disponible: patrimonio, intimidad, etc. Sin embargo, esta afirmación debe
matizarse, ya que también aparece en ocasiones el consentimiento como
causa de atipicidad, al haberlo previsto el Legislador en la definición de la
conducta típica como elemento negativo de esta y debe recordarse que las
causas de justificación solo entran en juego una vez comprobada la tipicidad.
El carácter sistemático de la teoría del delito impone este análisis ordenado.
La concurrencia de alguna de esas causas de justificación en un hecho
típico convierte a este en un hecho permitido por el Ordenamiento. De ahí se
extraen ulteriores consecuencias prácticas. En primer lugar, y como es lógico,
ese hecho no podrá sancionarse en modo alguno, ni siquiera con medidas de
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seguridad, pues estas se reservan para aquellos casos en los que el autor
comete un hecho prohibido (antijurídico), cuyas circunstancias personales
impiden hacerle responsable (culpable) del mismo. En segundo lugar, la
licitud del comportamiento se extiende a toda persona que intervenga en la
comisión del hecho; así, por ejemplo, la legítima defensa autoriza a repeler
una agresión ilegítima no solo a quien es objeto directamente de ella sino
también a cualquier otra persona (“derechos propios o ajenos”, dice el art.
20.4ª CP). En tercer lugar, el carácter lícito de la acción cubierta por la
legítima defensa impide considerar asimismo legítima la respuesta de quien
se ve sometida a ella. Así, cuando la policía agrede a los manifestantes en
cumplimiento de su deber, estos no podrán responder ya de manera
justificada y deberán soportar la agresión, siempre y cuando esta se adecúe a
los requisitos legalmente establecidos. En cuarto lugar, al tratarse de
circunstancias eximentes, la ausencia de alguno de sus elementos permite
todavía tenerlas en cuenta como eximentes incompletas, de acuerdo con lo
previsto en el art. 21.1º CP. Cuando eso ocurre, el hecho no está permitido y
debe calificarse como antijurídico, aunque el Legislador prevé una importante
atenuación de la pena en uno o dos grados.
II. Estructura de las causas de justificación
Toda causa de justificación consta de una parte objetiva y otra subjetiva. La
parte objetiva se divide, a su vez, en dos aspectos o elementos: el presupuesto
de hecho, cuya concurrencia habilita para realizar la conducta típica, y las
condiciones que debe cumplir esta para que el Legislador la autorice. La parte
subjetiva presenta una contextura similar a la del dolo típico, pues exige que
la acción del autor esté presidida por el conocimiento de la presencia de ese
presupuesto de hecho y por la voluntad de actuar justificadamente. La
relevancia de estos elementos es dispar, pues la ausencia del presupuesto de
hecho impide no solo la exención completa de pena sino también la
aplicación del art. 21.1º CP. Este precepto solo podrá aplicarse cuando se
compruebe la presencia del presupuesto de hecho pero no quede acreditado el
cumplimiento estricto de todos los requisitos que, según el Legislador, deben
acompañar a la acción lesiva del autor.
1. El presupuesto de la causa de justificación
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Para que la comisión de un hecho tipificado como delito no se considere
prohibida es necesario, ante todo, que le hubiera precedido una situación de
amenaza a bienes jurídicos y que fuera esta la que impulsara la acción lesiva
del autor. Se trata, como puede observarse, de una situación que habilita para
la acción justificada y que, por ello, recibe el nombre de presupuesto de
hecho de la causa de justificación; en la legítima defensa será la agresión
ilegítima de un tercero; en el estado de necesidad, la situación misma de
necesidad, etc.
Como se dijo en su momento, la conducta típica solo deja de ser antijurídica
en presencia efectiva de una causa de justificación. Por ello, el presupuesto de
esta deberá existir realmente cuando el hecho se ejecuta, no antes ni después;
de ahí que no pueda invocarse la legítima defensa cuando alguien es agredido
en repetidas ocasiones por otro y decide darle un escarmiento agrediéndole
después mientras este duerme o camina tranquilamente por la calle.
La concurrencia de dicho presupuesto debe constatarse ex ante, mediante
una prognosis que puede incluir tres tipos de conocimientos:
1. Los que el propio sujeto tuviera en su mente cuando sucedió el hecho.
2. Los que tendría un espectador objetivo situado en la posición del autor.
3. Todos los presentes en el momento del hecho, aunque fueran totalmente
desconocidos tanto para el autor como para el espectador objetivo, y solo se
descubrieran con posterioridad.
La primera opción no es suscrita por nadie. El sujeto puede sufrir
eventualmente una intensa paranoia que le haga sentirse perseguido y
amenazado por supuestas agresiones de cualquier persona de su entorno. Sin
perjuicio de que dicha circunstancia pudiera tomarse en consideración para
valorar la culpabilidad de ese sujeto, su opinión no puede convertir en lícito
el comportamiento. La segunda opción, en cambio, es aceptada por la
mayoría de la doctrina, considerando que esa figura imparcial da un carácter
cabal a la prognosis, sin incurrir en los excesos que pueden acompañar la
visión de un autor quizá excesivamente alterado. A nuestro modo de ver, sin
embargo, la composición de lugar que pudiera hacerse el espectador objetivo
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acerca de lo que está ocurriendo no puede transformar en real aquello que no
lo es. El modo en el que se desarrollan los acontecimientos en el plano de la
realidad es independiente de cuál sea la versión que el espectador objetivo
nos ofrezca de ella. El Juez puede descubrir, a lo largo del procedimiento,
datos reales que quizá le pasaron desapercibidos a cualquier persona (es
decir, al espectador objetivo) y no por ello dejarían de ser reales. Será de
acuerdo con estos datos como deba dilucidarse si el presupuesto de la causa
de justificación existía realmente o no en el momento del hecho. Cuando se
concluya negativamente a este respecto, el hecho no puede quedar justificado
en ningún caso, sea cual fuere la opinión del espectador objetivo. Esta deberá
tomarse en consideración para valorar si el (evidente) error en el que incurre
el sujeto es vencible o no, porque el parámetro que debe guiarnos para
determinar si el autor podía y debía superar su errónea visión de la realidad
será el sentido común que caracteriza a ese espectador objetivo.
EJEMPLO: A observa que su vecino V entra con actitud muy agresiva en su jardín
empuñando una pistola. Como con anterioridad ha habido disputas entre ellos, A
reacciona disparando a V, matándolo.
En el entierro, A descubre con consternación que V acudía a él para que le ayudara a
detener a un grupo de gamberros que había envenenado a su perro.
Comentario: Es muy probable que cualquier persona (ese espectador objetivo) hubiera
pensado lo mismo que A, dadas las circunstancias, pero la realidad es que V no
pensaba agredirle, luego no existió el presupuesto de la justificación. Pese a todo, lo
razonable del pensamiento de A permitiría calificar su error como invencible,
quedando su conducta impune. Si las circunstancias hubieran sido otras y el espectador
objetivo no hubiera pensado lo mismo que A, el error de este sería vencible y A
quedaría sujeto a responsabilidad penal, por su irrazonable acción.
Esta forma de proceder, derivando hacia la vía del error los casos en que el
presupuesto no hubiera existido (por mucho que pudiera pensar de otro modo
el espectador objetivo), no es nueva. Sin duda se opera igual cuando se trata
el error de tipo; así, en el conocido caso del cazador (que da muerte a su
compañero de cacería confundiéndolo con una pieza) nadie sostiene que deba
analizarse si el espectador objetivo habría pensado lo mismo que ese cazador
para calificar el hecho como error (de tipo): se afirma que hay error sin más.
Las circunstancias concurrentes y la visión que de ellas tendría el espectador
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objetivo servirán para calificar dicho error como vencible o invencible, pero
no para descartarlo.
Si el presupuesto concurre efectivamente pero el autor se extralimita, el
hecho tampoco quedará justificado, obviamente, pero cabe la posibilidad de
aplicar la eximente incompleta del art. 21.1ª CP, con una importante
reducción de pena. De ahí la importancia extraordinaria que tiene precisar
bajo qué parámetros se determina si el presupuesto se daba o no.
2. Condiciones para la justificación
El efecto restrictivo sobre la prohibición penal que producen las causas de
justificación explica que el Legislador someta a unas “condiciones de
ejercicio” estrictas el modo en que debe obrar el autor una vez detectada la
presencia del presupuesto de la justificación. Autorizar un homicidio, un robo
o una revelación de secretos, con las consecuencias que ello tiene en cuanto a
la eficacia preventiva de la tipificación de esas conductas, obliga a requerir
del sujeto un comportamiento muy estricto. Así, no sería lógico que ante una
mínima agresión se respondiera ipso facto con un disparo a bocajarro, ni
tampoco que una manifestación ilegal de amas de casa fuera disuelta con
balas de fuego. Por el contrario, la acción debe constituir una respuesta
razonable a esa situación a la que antes se aludía. Las distintas causas de
justificación incluyen por ello una serie de requisitos que debe cumplir el
autor para ver autorizada (justificada) su conducta. En el caso de la legítima
defensa, por ejemplo, se requiere la “necesidad racional del medio empleado”
para impedir o repeler la agresión; en el caso del estado de necesidad, que el
mal causado no sea mayor que el que se trata de evitar; en ambas se exige,
por lo demás, que la situación no haya sido provocada por quien después
sufre las consecuencias de la misma, ya que en tal caso el Ordenamiento
jurídico entiende que ese sujeto es responsable de la crisis jurídica provocada
y, por consiguiente, no debe quedar justificada su conducta.
A este respecto, debe advertirse de que esas “condiciones de ejercicio”
presentan una configuración diferente a la del presupuesto de la justificación,
pues mientras este consiste en una situación que adquiere vida al margen de
la voluntad y de la acción del autor y que es, por consiguiente, “ajena” a él
mismo, las condiciones que el Ordenamiento le impone para justificar su
comportamiento constituyen otras tantas órdenes de actuación que pretenden
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dirigirlo por el cauce establecido por el Legislador. Esta diferencia sirve para
explicar el distinto tratamiento jurídico que el Ordenamiento reserva al
presupuesto y a las “condiciones de ejercicio” de la causa de justificación,
respectivamente.
Por una parte, como se dijo anteriormente, la ausencia del presupuesto
conduce a la imposición de la pena íntegra prevista para el hecho típico. El
Tribunal Supremo entiende, acertadamente, que cuando no existe siquiera la
situación prevista para actuar de manera justificada, el hecho cometido está
plenamente prohibido o, si se prefiere, que el autor actúa completamente al
margen de la posible justificación. Por eso considera que no puede aplicarse
la eximente completa (art. 20.4ª), pero tampoco la eximente incompleta (art.
21.1ª).
Por el contrario, cuando esa situación existe pero el autor incumple alguna
de las condiciones establecidas para la plena justificación del hecho, el
Tribunal Supremo considera que la eximente se ha cumplido de manera
incompleta y que resulta aplicable el art. 21.1ª CP (SSTS 749/2014, de 12 de
noviembre y 636/2014, de 14 de octubre). El margen de atenuación
dependerá siempre del grado de extralimitación del autor: si, por ejemplo, la
respuesta a la agresión ilegítima fue absolutamente desproporcionada, será
razonable que el Juez no rebaje la pena casi nada. Cuando, por el contrario, se
aprecie solo una pequeña extralimitación, la pena puede quedar muy atenuada
(rebajada en dos grados) o reducida, quizá, a lo meramente testimonial. Todo
depende de esa valoración judicial sobre el grado de cumplimiento de las
condiciones legalmente establecidas. Por otra parte, esa distinta configuración
del presupuesto y de las condiciones de las causas de justificación explica la
distinta relevancia que debe tener en cada caso el error del autor, tal y como
se explicará posteriormente.
III. El elemento subjetivo de las causas de justificación
Como se decía antes, la justificación del hecho exige comprobar la
concurrencia de un elemento subjetivo cifrado en la voluntad de actuar
justificadamente. En el Código penal dicha exigencia se traduce en la
utilización de expresiones legales tales como obrar “en defensa de” (legítima
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defensa), “para evitar un mal” (estado de necesidad) o “en cumplimiento de
un deber”, expresiones que obligan a indagar si el sujeto actuó movido por la
situación justificante o, por el contrario, su voluntad iba dirigida a lesionar el
bien jurídico sin saber que existía dicha situación. Así, v. gr., quien dispara a
otro sin saber que este, a su vez, lo tenía todo preparado para una agresión
inminente o, también, el policía que actúa por motivos personales contra
quien es objeto de una orden de busca y captura sin que aquel lo sepa. Como
puede observarse, en estos casos el sujeto actúa bajo circunstancias
justificativas, pero sin saberlo.
La valoración que se haga de la falta de este elemento subjetivo dependerá
del peso que esta vertiente de la causa de justificación tenga en cada
concepción de la misma. En la doctrina alemana es muy común la idea de que
el autor que ejecuta el hecho bajo circunstancias de justificación pero no lo
sabe deberá sufrir la pena de la tentativa porque la ausencia de desvalor de
resultado (al fin y al cabo, la situación justificante existía) no evita la
persistencia del desvalor de acción (el sujeto actuó con intención de lesionar
el bien jurídico, no de defenderse de una agresión o de solventar una
situación de necesidad). Pero dicha solución no es asumible desde una
concepción dualista del injusto que exija la concurrencia de ambos
desvalores. Habrá que asumir entonces que, por mucha maldad que exprese
una acción como la descrita, no será merecedora de pena porque se tradujo en
la comisión de un hecho (inopinadamente) justificado. Como es lógico, el
Ordenamiento no puede entrar a valorar los motivos (que no el dolo) del
sujeto, es decir si odiaba o no a la persona que le iba a agredir o si, en el
fondo, le satisface estar inmerso en una situación de necesidad.
Queda por determinar, no obstante, cuál es el efecto jurídico de la ausencia
de este elemento subjetivo. Si el policía obró sin conocer la existencia de la
orden de busca y captura es indudable que falta un elemento de la causa de
justificación, luego su acción no puede justificarse. Según una corriente de
opinión, de raíz germánica, en estos casos debería castigarse con la pena de la
tentativa. Se aduce que en un caso como ese persiste un “desvalor de acción”
(porque no se obró en cumplimiento de un deber) pero no concurre ningún
“desvalor de resultado” (porque, sin saberlo, se cumplió efectivamente un
deber). Para quienes consideran que el injusto de la tentativa se integra solo
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por el primero, esta solución resulta coherente; no tanto para quienes
consideren que el principio constitucional de lesividad solo permite castigar
conductas en las que concurran conjuntamente desvalor de acción y de
resultado. De acuerdo con ese planteamiento, la tentativa solo será punible si
integra ambos desvalores y no solo el primero. Siendo así, la falta de desvalor
de acción en los casos de ausencia del elemento subjetivo de la justificación
solo pueden resolverse de una manera: con la impunidad. Aunque a primera
vista esta solución puede parecer insatisfactoria, habría que recordar que ese
policía, aún sin saberlo, cumplió efectivamente con su deber, y que el
Ordenamiento jurídico no puede castigar a quien lo hace, independientemente
de su maldad o de los motivos que le impulsaran a ello. La catadura moral del
autor no puede convertir en ilícito un acto que el Derecho no desaprueba, tan
solo podrá afectar a la valoración ética de esa persona, asunto distinto y que
debe quedar relegado fuera del Derecho penal. La insatisfacción que ello
pueda producir se ve compensada con creces si se tiene en cuenta que los
principios político-criminales que rigen el sistema no pueden sufrir
distorsiones siempre que obliguen a adoptar soluciones que parezcan
insatisfactorias, ya que su elusión provocaría un mal todavía mayor: la
desfiguración de los cimientos de ese mismo sistema y su consiguiente
transformación en un espacio tópico regido por la intuición o el
sentimentalismo.
IV. Bibliografía
CARBONELL MATEU, J.C. (Dir.), MARTÍNEZ GARAY, L. (Coord.): La justificación
penal: balance y perspectivas. Tirant lo blanch, Valencia, 2008.
GIL GIL, A.: La ausencia de elemento subjetivo de la justificación. Comares,
Granada, 2002.
JIMÉNEZ DÍAZ, M.J.: El exceso intensivo en la legítima defensa. Comares,
Granada, 2008.
LUZÓN PEÑA, D.M., MIR PUIG, S. (coords.): Causas de justificación y
atipicidad en Derecho penal. Aranzadi, Pamplona, 1995.
POMARES CINTAS, E.: La relevancia de las causas de justificación en los
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TOMÁS Y VALIENTE LANUZA, C.: El efecto oclusivo entre causas de
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TRAPERO BARREALES, M.A.: Los elementos subjetivos de las causas de
justificación y de atipicidad penal. Comares, Granada, 2000.
VALLE MUÑIZ, J.M.: El elemento subjetivo de justificación y la graduación del
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Lección 16
NICOLÁS GARCÍA RIVAS
Universidad de Castilla-La Mancha
LAS CAUSAS DE JUSTIFICACIÓN EN
EL CÓDIGO PENAL ESPAÑOL
I. La legítima defensa
Aunque no toda la doctrina comulga con esta idea, tienen razón los que
opinan que la legítima defensa cumple un papel preventivo-general, al lanzar
un mensaje motivador al hipotético agresor diciéndole que, de persistir en su
idea, va a tener enfrente a alguien que podrá responderle legítimamente y
que, dependiendo de cuál sea la intensidad de la agresión, su propia vida
puede correr peligro si finalmente se decide a atacar. Por ello, puede decirse
que la legítima defensa sirve (tout court) para la tutela de bienes jurídicos. En
este sentido, el alcance que el Legislador español le otorga a esta
circunstancia eximente es muy amplio por cuanto abarca no solo los intereses
personales sino también los derechos, expresión indeterminada que confiere a
la legítima defensa un alcance casi ilimitado. Únicamente quedarían fuera del
radio de acción de la legítima defensa los intereses colectivos, cuyo titular no
es una persona sino la comunidad en su conjunto. De ahí que en la Sentencia
del Tribunal Supremo de 22 de abril de 1983, que juzgó a los golpistas del
23-F de 1981, se negara la posibilidad de apreciar esta causa de justificación
a quienes decían actuar para salvar “a la sociedad”.
1. El presupuesto
La situación que da base a la justificación penal consiste aquí en una acción
humana. Es la voluntad antijurídica de otro la que permite actuar lesivamente
al sujeto. El Legislador ha identificado esta situación con una “agresión
ilegítima”. Por agresión se entiende cualquier ataque a bienes jurídicos o
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derechos cuyo titular sea una persona: la vida, la salud, pero también el
honor, la intimidad o la propiedad. Respecto a estos últimos, el art. 20.4ª CP
contiene una precisa definición del presupuesto de la legítima defensa que
luego se explicará. Por lo que se refiere a los restantes bienes o derechos, la
agresión tiene que suponer un peligro serio e inminente de lesión de los
mismos, sin que baste con una lejana percepción del peligro por parte de la
víctima; el peligro debe ser real, serio y grave (en el sentido de que pueda
menoscabar el bien jurídico). Así, por ejemplo, hay agresión cuando la
víctima percibe que el autor coge su escopeta, empuña su navaja, se le acerca
con el hacha, etc. No hay todavía agresión “suficiente” cuando la víctima
sospecha que el otro se dirige a su casa para coger la escopeta, la navaja o el
hacha. En este último caso, el bien jurídico no corre todavía el peligro
necesario para justificar una respuesta del sujeto. Fácilmente se comprenderá
esta limitación si se considera que la sospecha de la agresión permite todavía
eludirla, mientras que su inminente presencia solo permitirá impedirla o
repelerla en la mayoría de los casos.
La agresión debe ser, además, ilegítima, esto es, debe reunir los caracteres
de una conducta prohibida por el Derecho penal, ya que ese desvalor es lo
que justifica su neutralización por la víctima. Por consiguiente, tiene que
tratarse de una conducta prevista por la Ley como delito y ajena a cualquier
causa de justificación. Si la agresión está justificada no cabe defenderse
legítimamente de ella, como por otra parte parece lógico. Si un policía en
acto de servicio y bajo las condiciones requeridas para ejercer violencia
contra un ciudadano, agrede a este, no cabrá responder justificadamente
contra la acción del policía, ya que la misma aparece cubierta por una causa
de justificación: el cumplimiento de un deber.
Por lo que se refiere a la defensa frente a ataques contra la propiedad, el
Legislador reproduce expresamente las características generales ya expuestas:
que constituya delito y que genere un grave e inminente peligro de deterioro
o pérdida de los bienes propios. Se trata de una delimitación plausible, en un
afán de no cubrir con la causa de justificación acciones en las que exista el
peligro, pero no sea grave, o en que falte la inminencia necesaria. No basta,
pues, con observar que alguien ha entrado en la huerta para defenderse; solo
si, además, el intruso se apodera de algún bien con grave riesgo de pérdida o
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deterioro del mismo podrá el propietario iniciar una acción defensiva. En
cuanto a la defensa de la intimidad, el Legislador ha limitado también el
alcance de la agresión “ilegítima”, porque esta no coincide exactamente con
el delito de allanamiento de morada. En efecto, según el art. 202 CP existen
dos modalidades de allanamiento: la entrada indebida y la negativa a salir
contra la voluntad del morador. Pues bien, solo en el primer caso existe una
agresión bastante para actuar por propia iniciativa con ánimo de repeler
semejante ataque a la intimidad; por el contrario, cuando la agresión consiste
en permanecer en la morada, se entiende que existen otros mecanismos para
conseguir que la intrusión finalice. Por eso en casos como este último no se
considera que la agresión revista el grado de peligrosidad suficiente como
para permitir una respuesta a título particular.
2. Condiciones para la justificación
2.1. Respuesta necesaria
La respuesta a la agresión debe ser necesaria, tanto en lo que se refiere a la
actualidad como a la entidad. En primer lugar, se exige que mediante la
acción defensiva realmente se esté protegiendo un valor jurídico de un ataque
inminente o que persista. Si el sujeto ya ha sido agredido, su réplica no va a
lograr nada que el Derecho pueda valorar positivamente, porque el daño ya
está hecho. Se trata de evitar o paliar el daño, no de responder a este
provocando otro al agresor. Cuando esto sucede, la Jurisprudencia entiende
que el sujeto no protege ningún bien jurídico sino que daña otro en venganza
a la previa agresión. Se habla entonces de “exceso extensivo”, que explica del
siguiente modo el Tribunal Supremo: “No existirá, pues, una auténtica
agresión ilegítima que pueda dar paso a una defensa legítima cuando la
agresión ya haya finalizado, ni tampoco cuando ni siquiera se haya anunciado
su inmediato comienzo” (STS 749/2014, de 12 de noviembre).
En segundo lugar, el Ordenamiento obliga al sujeto agredido a responder
razonablemente y no de cualquier manera. Hay quienes hablan aquí de una
exigencia de “proporcionalidad”, lo que puede admitirse pero matizando el
alcance de la expresión, porque no se trata en absoluto –por ejemplo– de
comparar las armas utilizadas por agresor y agredido, sino de valorar hasta
qué punto, dada la situación en que se encontraba este último, existía alguna
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posibilidad de evitar la agresión del primero de un modo menos lesivo. De
ahí que quepa perfectamente responder mediante un arma de fuego a una
agresión realizada con un palo, si el agredido se vio en la obligación de
utilizarla porque podía perder la vida o sufrir un daño grave. Y por esa misma
razón, el Tribunal Supremo (STS 586/2015, de 30 de septiembre) valora la
posibilidad de la víctima de huir en su vehículo sin necesidad de agredir
brutalmente al agresor inicial.
No cabe, pues, responder con una excesiva intensidad, como ocurriría si
ante un ataque a puñetazos el autor saca inmediatamente el arma de fuego, o
si pudiendo evitar el robo del ciclomotor sujetando simplemente al ladrón le
apuñalamos en una pierna. En estos casos se habla, precisamente, de “exceso
intensivo”. El Tribunal Supremo se refiere a este en las SSTS 86/2015, de 25
de febrero y 153/2013, de 6 de marzo: “si lo que falta es la proporcionalidad,
el posible exceso intensivo o propio no impide la aplicación de una eximente
incompleta, teniendo en cuenta tanto las posibilidades reales de una defensa
adecuada a la entidad del ataque y la gravedad del bien jurídico en peligro,
como la propia naturaleza humana”. Es decir, que deben valorarse todas las
circunstancias materiales y personales del momento para apreciar o no la
circunstancia, bien con carácter de causa de justificación (completa) o de
atenuación (incompleta): “La racionalidad del medio reactivo ha de
subordinarse en cada momento a la especial situación del agredido que se
defiende o del tercero que actúa en su defensa, a efectos de concretar los
medios defensivos utilizables más apropiados a partir de cuya perspectiva
(contemplación ex ante) debe valorarse la racionalidad de la reacción
defensiva. En más de una ocasión no cabrá una excogitación (sic) de medios
que, bien por la rapidez y sorpresa del ataque, bien por la limitación de los
instrumentos defensivos disponibles, o bien por la situación anímica del que
se halla inmerso en la defensa, no será posible realizar” (STS 439/2002, de 8
de marzo).
Los efectos jurídicos de ambos excesos son bien diferentes. Mientras que el
extensivo indica que el autor realizó la acción cuando ya no concurría el
presupuesto de la justificación y que, por tanto, se hace acreedor de la pena
íntegra por el delito cometido, en el intensivo sí concurría aquél pero no se
cumplió exactamente la condición prevista en el art. 20.4ª CP, lo cual impide
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la justificación completa del hecho, pero permite aplicar la eximente
incompleta del art. 21.1ª.
2.2. Falta de provocación previa
La justificación requiere que el agredido no haya provocado de manera
suficiente al agresor, es decir “que no hayan existido palabras, acciones o
ademanes, tendentes a excitar, incitar o provocar a la otra persona” (STS
325/2015, de 27 de mayo). No resulta fácil dibujar el perfil de esta condición
de la legítima defensa porque a primera vista parece que cuando se provoca
suficientemente se está dando pie, en realidad, a la defensa legítima del otro,
lo que impediría al provocador responder a este. Ocurre, sin embargo, que
provocación no es lo mismo que agresión: provoca, por ejemplo, quien se
sitúa frente a alguien conociendo su carácter irascible, en una situación límite
y además le impulsa a realizar la agresión (imaginemos una pelea).
Ciertamente, ese sujeto no ha agredido (solo provocado) pero de algún modo
“se ha buscado” la agresión de esa persona irascible; por ello, el Legislador
no le concede la impunidad cuando luego responde a esta. Como máximo,
podrá disfrutar de la atenuación de la pena en aplicación de la eximente
incompleta, beneficio que se basa en que pese a haber provocado él la
agresión del irascible ha modificado la situación, generando un peligro serio
e inminente para el bien jurídico del agredido.
En cualquier caso, es preciso diferenciar entre “provocar” y “dar motivo u
ocasión”; para apreciar la concurrencia de la eximente no basta esto, es
menester la provocación, que, en todo caso, ha de ser adecuada y
proporcionada a la agresión. Si falta esa adecuación –que, como decimos, no
siempre es fácil de apreciar–, se puede producir un exceso en la defensa, que,
en principio, impedirá la estimación de la eximente completa pero no la de la
eximente incompleta (art. 21.1ª CP). La Jurisprudencia, al examinar este
requisito, suele considerar suficiente la provocación que a la mayor parte de
las personas hubiera determinado a una reacción agresiva (STS 2442/2001,
de 18 de diciembre) Si la respuesta del provocado quedase desconectada
temporalmente de la provocación previa, estaríamos ante un supuesto de
“exceso extensivo” y no habría justificación ni atenuación para el agresor
(STS 950/2012, de 28 de noviembre).
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II. El estado de necesidad
A diferencia de lo que ocurre en la legítima defensa, la situación generadora
del estado de necesidad no tiene por qué provenir en todo caso de un tercero,
sino que puede surgir por el propio devenir de la vida, una catástrofe natural,
o incluso del ataque de un animal. Por lo demás, esta causa de justificación se
asemeja a la anterior en cuanto a la posibilidad de actuar no solo ante una
situación de necesidad propia, sino también cuando el necesitado es un
tercero. Se habla entonces de “auxilio necesario”.
1. El presupuesto
La situación sobre la que se apoya toda la estructura de esta causa de
justificación viene descrita en el art. 20.5ª CP como “estado de necesidad”, lo
que significa que se trata de una situación en la que el sujeto se encuentra
ante una auténtica encrucijada: la comisión del hecho típico es el único medio
de evitar un “mal propio o ajeno”. Como afirman las SSTS 265/2015, de 29
de abril y 649/2013, de 11 de junio “la esencia de la eximente de estado de
necesidad, completa o incompleta, radica en la existencia de un conflicto
entre distintos bienes o intereses jurídicos, de modo que sea necesario llevar a
cabo la realización del mal que el delito supone –dañando el bien jurídico
protegido por esa figura delictiva– con la finalidad de librarse del mal que
amenaza al agente, siendo preciso, además, que no exista otro remedio
razonable y asequible para evitar este último, que ha de ser grave, real y
actual”.
El Código exige que el autor se halle en la tesitura de sufrir un mal. Esta
expresión adquiere, en este contexto, un cariz netamente objetivo, sin que
baste con que el autor considere como tal una situación cualquiera que, sin
embargo, sea querida por el Ordenamiento jurídico. Así, el Tribunal Supremo
(STS 21 de julio de 1993) no aplicó esta circunstancia a un sacerdote que
escondió a un militante de ETA aduciendo su deber de conciencia como
amigo y como ministro del clero. En ese caso, el mal evitado consistía en la
aprehensión por parte de la policía, hecho que no puede considerarse tal para
el Ordenamiento jurídico. En la STS 769/2013, de 18 de octubre, se
condensan los requisitos en torno a ese mal del que habla el art. 20.5ª CP: “La
esencia de esta eximente radica en la inevitabilidad del mal, es decir, que el
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necesitado no tenga otro medio de salvaguardar el peligro que le amenaza,
sino infringiendo un mal al bien jurídico ajeno. El mal que amenaza ha de ser
actual, inminente, grave, injusto, ilegítimo, como inevitable es, con la
proporción precisa, el que se causa” (en el mismo sentido, la Sentencia cita
las SSTS 853/2010, de 15 de octubre, 1146/2009, de 18 de noviembre,
186/2005, de 10 de febrero 924/2003, de 23 de junio).
2. Condiciones para la justificación
En el estado de necesidad se percibe mejor que en ninguna otra causa de
justificación el fundamento de la ponderación de intereses, porque obliga a
valorar concretamente cuál es el mal evitado y a compararlo con el mal
ocasionado, debiendo dilucidarse si el Ordenamiento jurídico se contenta por
la acción del sujeto o, por el contrario, considera que el remedio utilizado por
este ha sido peor que el menoscabo que habría sufrido el bien jurídico
salvado si la acción salvadora no hubiera tenido lugar.
2.1. Que el mal causado no sea mayor que el que se trate de evitar
La ponderación del conflicto con el que se identifica la situación de
necesidad se traduce en la obligación de comparar el mal causado y el mal
evitado, teniendo en cuenta que, como antes se decía, el concepto de “mal”
debe relacionarse con el sistema de valores que el Ordenamiento jurídico
asume y no aquel que conciba cada persona. Conviene precisar ahora que la
citada ponderación exige una valoración que no puede circunscribirse tan
solo a la comparación de los bienes jurídicos en juego: el salvado y el
lesionado. En efecto, el “mal” al que se refiere el art. 20.5ª CP debe
concebirse como una expresión que integra no sólo esa desnuda comparación
sino también otros valores que resultan afectados por la situación de
necesidad. Así, carecería absolutamente de justificación que un médico
extrajera el riñón de un paciente sano sin su consentimiento con el fin de
salvar la vida de otro, aquejado de una enfermedad renal que le abocaba a la
muerte. Junto a la ponderación de los bienes jurídicos salvados (vida) y
lesionados (salud), debe intercalarse un valor fundamental de nuestro
Ordenamiento jurídico como la autonomía personal, de la que se infiere la
obligación de recabar el consentimiento del paciente para cualquier
intervención sobre su cuerpo. Otro buen ejemplo de esa complejidad nos lo
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ofrece la negativa de los testigos de Jehová a las transfusiones sanguíneas. En
un Auto de 14 de marzo de 1979, el Tribunal Supremo resolvió este conflicto
autorizando la intervención coactiva sobre el enfermo por considerar que la
vida es un bien jurídico supremo ante el que debe ceder cualquier otro,
incluida la libertad de conciencia. La evolución de nuestro sistema
constitucional explica que la STC 154/2002, de 18 de julio, haya anulado la
condena del Tribunal Supremo a unos padres que no permitieron una
transfusión de sangre a su hijo de trece años, quien se negó también a
recibirla y murió al poco tiempo. El Tribunal Constitucional tiene muy en
cuenta el derecho a la libertad religiosa de ese menor y de los padres, a los
que se pretendía obligar a realizar un acto contrario a sus propias
convicciones, lo cual no es exigido por nuestro Ordenamiento jurídico.
Aunque no se menciona expresamente el estado de necesidad, es claro que el
Alto Tribunal considera que el deber de garante de los padres choca aquí con
un deber de conciencia vinculado a la libertad ideológica, y otorga primacía a
este último.
2.2. Que la situación de necesidad no haya sido provocada
intencionadamente por el sujeto
Quien pone deliberadamente en peligro un bien jurídico está realizando ya
una conducta antijurídica cuya evitación no puede permitirse a costa de
lesionar otro interés positivamente valorado por el Derecho. El Legislador
entiende que la crisis ocasionada es de la exclusiva responsabilidad de quien
la provocó intencionadamente, lo que no permite justificar el hecho. Esa
alusión directa a la intencionalidad parece excluir aquellos casos en los que el
sujeto provoca de manera imprudente la situación de necesidad. Sin embargo,
no parece razonable que el Ordenamiento jurídico pueda aprobar la acción
del conductor imprudente cuya conducta le aboca a decidir si mata a un
peatón que cruza la carretera o intenta sortearlo causando graves lesiones a su
acompañante. Estas lesiones no podrían justificarse por la evitación del mal
mayor que supondría la muerte del peatón, a la vez que su condena debería
fundamentarse en esa acción previa imprudente, de acuerdo con el conocido
mecanismo de imputación de la actio liberae in causa.
El tenor del precepto plantea dudas sobre su aplicación a los casos de
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“auxilio necesario”. Sobra decir que quien va a invocar la justificación será el
tercero y no el necesitado a quien auxilia el autor, que puede encontrarse en
situación de necesidad debido a la previa provocación intencionada de aquel.
A primera vista, podría parecer que esta disposición legal impide la
justificación de una intervención salvadora de ese tercero que provocó la
situación de necesidad. En realidad no ocurre así. La creación del peligro
sitúa al tercero en posición de garante respecto al bien jurídico susceptible de
ser luego lesionado. De esa posición surge un deber legal (art. 11 CP) de
evitar el resultado dañoso. Puede ocurrir que el cumplimiento de este deber
obligue al tercero a ocasionar un mal distinto, incluso de menor entidad que
el evitado. Será en estos casos cuando entre en juego el veto del Legislador
contra la justificación de ese mal, debiendo sufrir el tercero-provocadorauxiliador la pena por ese otro delito. Sería el caso de quien provoca
intencionadamente un incendio que coloca en situación de necesidad a un
tercero. La evitación del daño a este puede obligar al provocador a dañar la
propiedad ajena, un daño que no quedará amparado por el estado de
necesidad.
2.3. Que el necesitado no tenga, por su oficio o cargo, obligación de
sacrificarse
El tercer requisito del estado de necesidad impide aplicarlo a quienes
cumplen funciones sociales que conllevan la posibilidad de enfrentarse a
situaciones de riesgo para su vida, salud, etc., como ocurre con los bomberos,
el personal sanitario, la policía, etc. Si en el cumplimiento de su función
arriesgada pudieran invocar la existencia de un estado de necesidad estarían
poniendo en peligro bienes jurídicos ajenos que la sociedad entiende
preservados por la existencia de esos profesionales. Ahora bien, ese deber de
sacrificio no puede ser absoluto y desde luego cesará cuando el riesgo para la
propia vida o salud supere el ámbito al que se circunscribe aquel, como
ocurriría en situaciones de riesgo inminente de derrumbe de un edificio.
Habría que ponderar en cada caso las posibilidades de salvamento y el
peligro para la propia vida. Lo mismo ocurriría, para la policía, ante un
secuestro colectivo o ante la persecución de un peligroso delincuente. En
definitiva, el deber de sacrificarse no es equivalente a un deber de arriesgar la
propia vida con grandes probabilidades de perderla.
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III. Cumplimiento de un deber y ejercicio legítimo de
un derecho, oficio o cargo
Si cualquier sector del Ordenamiento jurídico instituye deberes de actuar o
de no actuar sobre un sujeto o una categoría de sujetos, el cumplimiento por
su parte de aquellos deberes no puede considerarse nunca antijurídico incluso
si le obligan a lesionar un bien jurídico. Aunque en principio esta
circunstancia es aplicable a cualquier persona, su radio de acción alcanza
sobre todo a los funcionarios públicos y, más en particular, a aquellos que
están legalmente autorizados a ejercer la violencia sobre los particulares, es
decir, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Ocurre, sin embargo,
que el modo de realizar esa labor coactiva violenta no queda al albur de la
conciencia y prudencia del funcionario, sino que se halla estrictamente
reglada en el art. 5º de la LO 2/1986, de 13 de marzo, que solo permite la
utilización de la violencia bajo los principios de congruencia, oportunidad y
proporcionalidad cuando concurra una situación de riesgo racionalmente
grave para la vida o integridad física del sujeto o de terceras personas. Como
afirma la STS 828/2013, de 6 de noviembre, “la jurisprudencia de esta Sala,
ha requerido, además de otros requisitos, que “... el recurso a la fuerza haya
sido racionalmente necesario para la tutela de los intereses públicos y
privados cuya protección tengan legalmente encomendados”, y que “... la
utilización de la fuerza sea proporcionada”, (STS nº 882/2010). El apartado
b) del mismo precepto limita el uso de las armas a aquellos casos en los que
“exista un riesgo racionalmente grave para su vida, su integridad física o la de
terceras personas, en aquellas circunstancias que puedan suponer un grave
riesgo para la seguridad ciudadana y de conformidad con los principios a que
se refiere el apartado anterior”, ya citados.
En la Jurisprudencia del Tribunal Supremo se explica esta cuestión del
siguiente modo: es doctrina reiterada de esta Sala que para que sea aplicable
esta causa de justificación a supuestos de uso de fuerza por miembros de la
Policía en el juicio de sus funciones, son necesarios los siguientes requisitos:
1. Que los agentes actúen en el desempeño de sus funciones propias del
cargo. 2. Que el recurso a la fuerza haya sido racionalmente necesario para la
tutela de los intereses públicos o privados cuya protección les viene
legalmente encomendada. 3. Que la fuerza utilizada sea proporcionada,
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actuando sin extralimitación. 4. Que concurra un cierto grado de resistencia o
de actitud peligrosa por parte del sujeto pasivo que justifique que recaiga
sobre él el acto de fuerza” (STS 828/2013, de 6 de noviembre).
Hasta la promulgación del vigente Código penal, existía una circunstancia
eximente de difícil catalogación: la obediencia debida. Se discutía si debía
considerarse causa de justificación o circunstancia excluyente de la
culpabilidad. La discusión giraba en torno a la interpretación que se diera al
delito de desobediencia de funcionarios, previsto ahora en el art. 410 CP. En
dicho precepto se sanciona la negativa a cumplir órdenes superiores salvo que
constituyan una infracción manifiesta, clara y terminante de un precepto legal
o cualquier otro de carácter general. No siendo la infracción tan evidente, el
funcionario tiene obligación de cumplirla, con lo que posiblemente esté
cometiendo un delito. Es entonces cuando entraría en juego la eximente de
obediencia debida, que operaría como causa de justificación de la conducta
del funcionario. Al desaparecer esta circunstancia en el nuevo Código debe
entenderse que queda subsumida en la de cumplimiento de un deber pues, a
la postre, el funcionario que así actuaba no hacía otra cosa que cumplir con lo
preceptuado en la Ley penal, cuyo art. 410 crea un deber de ejecución de
órdenes superiores en los términos reseñados más arriba.
La circunstancia eximente 7ª del art. 20 justifica la conducta lesiva
cometida por una persona cuando ejerce legítimamente un derecho, oficio o
cargo. En efecto, la práctica de determinadas profesiones puede conllevar en
algún caso la realización de conductas lesivas para bienes jurídicos
penalmente tipificadas. Piénsese en la labor periodística, que en muchos
casos supone un ataque al honor o la fama de personajes públicos. Si no
pudiera invocarse una causa de justificación en tales casos, la profesión
misma dejaría de ejercer una sana tarea de crítica política, como ha dicho el
Tribunal Constitucional en múltiples sentencias. El periodista que ejerce
legítimamente el derecho a la libre información no puede ser castigado si, en
algún caso, ofende al protagonista de la noticia. Pero la expresión “legítimo”
impide también cualquier extralimitación en el ejercicio de este derecho
fundamental, no siendo infrecuente que el afectado gane la querella
presentada contra el periodista porque este infringió su deber de contrastar la
información con fuentes fidedignas. Los propios abogados, en el ejercicio de
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su profesión de defender al cliente pueden ofender eventualmente a acusados,
testigos o compañeros. La extralimitación no puede ser condenada, a
condición de que esté amparada por el Ordenamiento jurídico, o sea que
pueda considerarse legítima. Así, por ejemplo, si el sujeto se dedica a
informar a su cliente de referencias personales de algún policía con el fin de
que aquel proyecte con sus compinches un atentado terrorista es evidente que
si se le acusa de colaboración con banda armada no podría invocar la
eximente de ejercicio legítimo del oficio de abogado, precisamente porque no
tiene nada que ver con su profesión la colaboración con bandas terroristas.
En el caso de los médicos, su actuación debe estar guiada siempre por las
reglas de su ciencia (lex artis), entre las que ha ido introduciéndose hasta
ocupar un lugar central el llamado “consentimiento informado” (regulado con
carácter general por la Ley de autonomía del paciente de 2002), de manera
que si el médico pretende ejercer legítimamente su oficio deberá recabar ese
consentimiento so pena de ser acusado por el paciente de ejercicio abusivo de
la profesión (delito de coacciones), incluso si consigue sanar. A parte de ello,
el ejercicio solo es legítimo si se cumplen, como se decía, las reglas
implantadas por la comunidad médica, que están contrastadas
científicamente. Si un médico sobrepasa ese límite, porque se cree un genio,
luego no podrá alegar que actuaba ejerciendo legítimamente la profesión
médica, porque la legitimidad abandonó su actuación desde el momento en
que decidió desatender la voz de su comunidad científica. En este sentido, la
STS 308/2001, de 26 de febrero, analiza un caso de intervención médica
curativa pero errónea sobre una paciente, a la que debía operarse una pierna y
se le operó de la otra. El Tribunal Supremo condena pese a reconocer que la
intervención médica, aún errónea, fue curativa, pues se descubrió otra
dolencia en el miembro operado. Ello no es óbice para castigar por
imprudencia médica por la falta de examen previo y también por la falta de
consentimiento informado. Esta doble carencia indica que se actuó al margen
de la lex artis, criterio que constituye el núcleo de la justificación en las
intervenciones médicas.
IV. El consentimiento de la víctima
Al margen de los casos de intervención médica, el consentimiento cumple
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un papel general que ahora se aborda. La teoría del bien jurídico distingue
netamente dos clases de intereses: los que quedan a disposición de su titular y
aquellos otros cuya lesión no permite el Derecho, independientemente de lo
que opine quien lo detenta. Como ejemplos claros de los primeros cabe citar
la intimidad, la libertad sexual o el patrimonio. El particular puede autorizar
una invasión en su intimidad sin que el Estado tenga que intervenir salvo
cuando dicha autorización se considera insuficiente, bien porque se logra bajo
coacción, bien porque la otorga un incapaz. Por otra parte, cualquiera puede
revelar los datos relativos a su salud, a su vida sexual, etc., aunque el Código
penal castigue con penas muy duras una invasión no autorizada en esos
ámbitos tan íntimos de la persona. El Ordenamiento jurídico se encarga de
facultar al titular del bien jurídico para que pueda preservarlo si lo desea, pero
no le obliga a ello. Lo mismo ocurre con el patrimonio, aunque en este caso
no se trate de una cuestión de nueva planta sino de un derecho secular. Por lo
que se refiere a la salud personal, el problema se plantea bajo otras
coordenadas. Ya se ha dicho que las intervenciones médicas deben ser
autorizadas por el paciente, titular del bien jurídico. Sin embargo, nuestro
Código penal no contempla un derecho general de disposición sobre la salud.
El art. 155 CP castiga, aunque con pena atenuada, los delitos de lesiones
cuando haya mediado el consentimiento válida, libre, espontánea y
expresamente emitido por el ofendido, aunque el art. 156 CP establece la
exención de responsabilidad criminal en los casos de trasplante de órganos,
esterilización o cirugía transexual cuando media el consentimiento consciente
y libre. Así pues, salvo en estos casos expresamente señalados, el
consentimiento no basta para autorizar la lesión. Habrá que añadir a esta
decisión de la víctima una acción terapéutica legítima para que el hecho esté
justificado.
El art. 20 CP no incluye en ninguno de sus apartados esta circunstancia. Sin
embargo, la propia teoría del bien jurídico y el carácter disponible que
ostentan algunos de ellos permite incluirla sin dificultad al lado de las
restantes causas de justificación, ya que cuando el titular del bien jurídico
(por ejemplo, el dueño de la casa, titular de la intimidad de su residencia)
autoriza su desprotección penal, el Estado no debe intervenir. Esta reflexión,
de alcance general, debe matizarse teniendo en cuenta que en determinados
delitos, el Legislador tiene en cuenta ya el consentimiento a la hora de
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redactar la conducta punible, exigiendo que no exista el mismo para
considerar prohibida la conducta. Tal cosa ocurre, por ejemplo, en los delitos
contra la propiedad intelectual (art. 270.1 CP), en los de abuso sexual (art.
181 CP) o en los de revelación de secretos (art. 197.1 CP). En esos casos, se
considera el consentimiento un elemento del tipo, aunque negativo, pues la
tipicidad del hecho depende, precisamente, de su no concurrencia. Por ello,
cuando se afronte un caso de error respecto al consentimiento prestado por el
titular del bien jurídico, lo lógico es tratar dicho error como error de tipo (art.
14.1 CP). Por el contrario, cuando cumpla el papel de causa de justificación,
es decir cuando el sujeto pasivo disponga del bien jurídico (un caso de
lesiones en el marco de una relación sadomasoquista, por ejemplo), el error
sobre su presupuesto deberá tratarse tal y como se explica en la Lección del
error, donde se refleja la disputa doctrinal entre la teoría pura y la teoría
restringida de la culpabilidad.
VI. Bibliografía
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contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado”, en
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FERNÁNDEZ TERUELO, J.G., GONZÁLEZ TASCÓN, M.M. (coords.): Estudios
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Lección 17
NICOLÁS GARCÍA RIVAS
Universidad de Castilla-La Mancha
LA CULPABILIDAD
I. Introducción
Siguiendo el orden sistemático que caracteriza a la teoría del delito, tras
haber descrito en todos sus términos los atributos que convierten a una
conducta humana en un “hecho antijurídico”, procede ahora analizar las
condiciones que debe reunir el autor de esa conducta para que pueda
atribuírsele el carácter de “culpable de ese hecho”. Debe tenerse en cuenta
que la culpabilidad no es un rasgo intrínseco a la persona, sino una cualidad
que se predica jurídicamente de alguien en relación con el hecho ilícito
realizado, que es el objeto de la responsabilidad penal. Como se sabe, la
adecuación del sistema penal al principio de culpabilidad reclama
precisamente la configuración de un Derecho penal de hecho y el abandono
de un Derecho penal de autor, porque este puede hacer penalmente
responsable a alguien por lo que es y no por lo que ha hecho. Tanto es así que
en aquellos casos en los que el sujeto no reúna las condiciones legalmente
exigidas para atribuirle la categoría de culpable quedará expedita la segunda
vía del Derecho penal, es decir, las medidas de seguridad, cuya imposición
exige también la previa comisión de un hecho antijurídico (art. 6 CP).
En la Lección relativa al concepto de delito se advirtió de que todavía
perviven dos modelos explicativos del mismo, aunque uno (el causalista) es
muy minoritario, dualidad que es fruto de una evolución de las concepciones
sobre sus distintos elementos. Esa evolución se ha producido también en el
concepto de culpabilidad, pero no ha sido exactamente paralela a la citada
mutación sistemática, porque en los albores del moderno sistema (cuando
floreció el finalismo) se mantuvo una noción de culpabilidad sustancialmente
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igual a la defendida hasta entonces por los causalistas. Esta asincronía tiene
bastante que ver con la escasa atención que se prestó entonces a este
elemento del delito, centrándose el debate en el concepto de acción, la
ubicación del dolo y la subsiguiente transformación de la tipicidad y de la
antijuricidad. Pero a partir de los años sesenta se relajó bastante la lucha de
escuelas anterior, abriéndose la discusión a otras cuestiones y, de manera
destacada, a la culpabilidad.
II. Evolución del concepto de culpabilidad
Durante el predominio de la Escuela Clásica (entrado ya el siglo XIX) la
idea de culpabilidad estaba imbuida de connotaciones morales, aludiéndose
con ella a la maldad del autor de un delito que, pudiendo seguir el camino del
bien, se inclinó sin embargo por realizar tan negativo hecho. Se consideraba
que el hombre, independientemente de su origen o condición social, está
naturalmente dotado para distinguir el bien del mal, es decir, está dotado de
“libre albedrío”. Bajo el amparo de esta fundamentación se han ido
sucediendo diversas explicaciones sobre el concepto de culpabilidad, siendo
las más relevantes las siguientes:
a) Concepto psicológico de culpabilidad.
A finales del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo XX
predominaba una concepción de la culpabilidad que seguía fielmente los
designios del causalismo naturalista, entendiendo que su atribución a un
sujeto requería la comprobación de un nexo psíquico con el hecho cometido,
es decir, una relación de causa a efecto que permitiera hacerle penalmente
responsable del mismo –considerarlo suyo–. Se trataba así de trasladar el
esquema explicativo de la teoría de la equivalencia de las condiciones al
ámbito de la culpabilidad. Lo ontológico-naturalista desplazaba por completo
cualquier valoración jurídica.
b) Concepto normativo de culpabilidad.
Cuando esa valoración comienza a colorear el sistema (siendo desplazada,
por ejemplo, la teoría de la condición por la teoría de la adecuación), el
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cambio afecta también a la culpabilidad, aunque sin destronar todavía el
fundamento del libre albedrío. Autores como Mezger o Welzel (con tan
diferentes puntos de partida) adoptan un “concepto normativo” de
culpabilidad que se sustancia en un reproche dirigido al autor por haber
realizado el hecho, reproche que solo tiene sentido si se parte de que ese
sujeto podía haberse abstenido de ejecutarlo y, por tanto, de que era libre de
hacerlo o no. Pero no se trata ya de una reprobación metafísica sino basada en
la idea de que el Ordenamiento jurídico está en condiciones de exigir a los
ciudadanos un determinado comportamiento y de que la persona se hace
acreedora de la sanción penal por no haberse conducido según lo
jurídicamente exigible. Así pues, la exigibilidad de una conducta diferente,
acorde con el Derecho, es el verdadero punto neurálgico de esta concepción
de la culpabilidad.
Decía Mezger en su Manual de Derecho penal (6ª ed.) que: “No estamos en
condiciones de solucionar en forma empírica la cuestión de si el autor hubiera podido
actuar verdaderamente de otra manera en el momento del hecho. Pero la vida práctica y
también las exigencias del Derecho establecen determinadas exigencias normativas a
las personas que pertenecen a la comunidad social; las cuales tienden a establecer qué
es lo que se le puede reclamar corrientemente a una persona en esta situación. El
Derecho, como regla general de la convivencia social humana, debe “generalizar” o sea
referirse a conceptos y costumbres generalmente válidas. Es preciso atenerse, aun
cuando la vida individual experimente con ello ciertas limitaciones, a lo que es
“posible” en determinadas situaciones “típicas”. Por lo tanto, es culpable, en el sentido
del Derecho penal, el que no cumple las exigencias a él dirigidas”.
Por su parte, Welzel afirmaba en su Manual de Derecho penal alemán (11ª ed.): “La
culpabilidad fundamenta el reproche personal contra el autor, en el sentido de que no
omitió la acción antijurídica aun cuando podía omitirla. La conducta del autor no es
como se la exige el Derecho, aunque él habría podido observar las exigencias del deber
ser del Derecho. En este “poder en lugar de ello” del autor respecto de la configuración
de su voluntad antijurídica reside la esencia de la culpabilidad; allí está fundamentado
el reproche personal que se le formula en el juicio de culpabilidad al autor por su
conducta antijurídica”.
Si el autor es un loco, no se le podrá exigir que se comporte de manera
diferente a como lo hizo, por su incapacidad; si el autor desconocía que su
conducta se hallaba penalizada, tampoco se le podrá exigir como a quien sí lo
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supiera, etc. Como colofón a este modo de analizar la cuestión suele citarse
una importante Sentencia del Tribunal Supremo alemán, datada el 18 de
marzo de 1952, en la que declara: “con el juicio de desvalor de la
culpabilidad se le reprocha al autor que se haya decidido por el injusto a
pesar de haberse podido comportar lícitamente, de haberse podido decidir por
el Derecho ... La razón profunda del reproche de culpabilidad radica en que el
hombre está en disposición de autodeterminarse libre, responsable y
moralmente y está capacitado, por tanto, para decidirse por el Derecho y
contra el injusto”.
La década de los años sesenta presenció un arduo debate doctrinal en
Alemania con motivo de la gran reforma de la Parte General. El Proyecto del
Gobierno fue contestado por un grupo importante de profesores, que avalaron
el “Proyecto Alternativo” en cuya raíz se hallaba una concepción de la
culpabilidad muy diferente de la sostenida hasta entonces, empezando por
negar el fundamento del libre albedrío. Su crisis coincidía con la penetración
de una nueva corriente científica que propugnaba la vinculación de la ciencia
jurídica a las ciencias sociales, lo que chocaba frontalmente con una
concepción de la culpabilidad basada en una idea metafísica como la libertad
intrínseca del hombre. Muy ilustrativa resulta al respecto la frase de Roxin –
uno de los adalides de la nueva concepción– : “la justicia penal no es
ejecutora suplente de la magistratura divina”. Se partía, en efecto, de que la
culpabilidad del autor es condición necesaria para la imposición de una pena
sin que ello tenga nada de metafísico sino que se trata exclusivamente –como
dijera también Roxin– de “una institución humana creada con el fin de
proteger a la sociedad”. Por tanto, la culpabilidad –presupuesto de la pena–
habrá de estar ligada a esas necesidades de carácter social que se sintetizan en
la idea de prevención, fin por excelencia de la sanción penal.
Este vínculo esencial entre culpabilidad y prevención obliga a ponerla en
contacto con los intereses, necesidades y directrices que guían el modo de
configurarse una sociedad concreta en un determinado momento histórico.
No estamos, pues, ante una idea abstracta, útil para todo tiempo y lugar, sino
ante un referente caracterizado por su contingencia y flexibilidad, que
discurre en paralelo a la evolución de la sociedad. En otras palabras: no existe
una culpabilidad en sí, sino en función de las coordenadas sociales
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imperantes, las cuales señalarán las condiciones bajo las que se pueda atribuir
el carácter de “culpable” a un sujeto. Muñoz Conde ha denominado a esta
nueva versión de la culpabilidad “concepto dialéctico”, expresión que
identifica semánticamente el diálogo permanente entre la idea de culpabilidad
y las necesidades preventivas del sistema social en que ella se enmarca.
La vinculación entre culpabilidad y prevención expresa de manera plástica
la superior coordinación entre el presupuesto para la imposición de la pena
(culpabilidad) y el fin asignado a la misma. Es cierto que la prevención
general constituye una finalidad primordial, pero no es la única. Nuestra
Constitución ha decidido situar a la prevención especial en un lugar
destacado en el catálogo de los fines de la pena. El Tribunal Constitucional ha
declarado reiteradamente que el mandato recogido en el art. 25.2 CE
representa una guía para el Legislador, en particular, y para todo el sistema
penal, en general, y también que aun cuando esa no es la única finalidad
legítima de nuestro Ordenamiento punitivo, tampoco puede soslayarse. Ello
quiere decir que las demandas reeducativas y resocializadoras deben penetrar
en todo el sistema del delito, pero con especial intensidad en el área de la
responsabilidad, permitiendo la adopción de medidas alternativas a la prisión
cuando ello venga aconsejado para la satisfacción de dichas demandas. De
ahí que pueda considerarse “responsable” a un sujeto infractor sin necesidad
de adoptar frente a él sanciones en forma de penas sino otro tipo de medidas
que permitan cumplir con esa exigencia político-criminal. En consecuencia,
la “responsabilidad penal” por el hecho no puede identificarse sin más con el
sometimiento del sujeto a sanciones que constituyan formalmente penas; la
doble vía que se abre en el sistema no solo permite esta diversificación o
adaptación sino que la aconseja cuando la reeducación y reinserción del
sujeto se logren así con un mayor grado de probabilidad de éxito.
Por lo que se refiere a la “materialización” de ese concepto de culpabilidad,
cabe decir que la finalidad preventiva de las normas penales se sustancia
(como se explicó en las lecciones introductorias) en una “función
motivadora”, orientadora de los procesos sociales y, por tanto, de las
conductas humanas. Para que la prevención pueda tener éxito sobre una
persona concreta es necesario que el mensaje normativo que le dirige el
Legislador penal llegue a su mente en condiciones de ser obedecido. De ahí
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que la nueva concepción de la culpabilidad se identifique con la motivación
del autor por la norma. Ahora bien, si expresáramos esa exigencia en
términos absolutos nos encontraríamos con un concepto de culpabilidad
carente de la flexibilidad necesaria para adaptarse a las exigencias sociales.
Por ello, conviene introducir en él una nueva variable normativa que resulta
particularmente útil para dotarle de la debida elasticidad. Nos referimos al
principio de igualdad, que se propugna en el art. 1.1 CE como uno de los
valores superiores de nuestro Ordenamiento jurídico y que se plasma después
en dos preceptos de la Carta Magna: art. 9.2 y art. 14. A través de ellos, la
Constitución expresa una doble idea de enorme interés para el tema que nos
ocupa: mediante el art. 9.2 se reconoce una situación de real desigualdad
entre los individuos y entre los grupos sociales, exhortando a los poderes
públicos a que palien esa situación; por su parte, el art. 14 reconoce a todos el
derecho a la igualdad, lo que puede ser entendido inversamente como el
derecho de los desiguales a recibir un tratamiento jurídico también desigual.
Esta doble influencia del valor “igualdad” nos permite introducir en el
concepto material de culpabilidad anteriormente reseñado un nuevo elemento
que servirá para flexibilizar su alcance: el carácter suficiente de la motivación
normativa exigida. Lo que deba entenderse por “suficiente” habrá de
recabarse tomando en consideración la finalidad preventiva de la pena
(general y especial), ligada a las exigencias sociales ordenadas bajo el
imperio constitucional. Nos hallamos, por tanto, ante un concepto material de
culpabilidad que enlaza perfectamente con el marco socio-jurídico imperante,
adaptándose a él. Las características individuales del sujeto recibirán una
respuesta adecuada por parte del sistema penal; si el autor es menor de 18
años podrá eludirse la pena porque socialmente se considera mejor arbitrar
otras medidas, entendiendo que los menores quizá puedan motivarse “algo”
por la prohibición, pero no lo suficiente como para castigarles como adultos;
o también se considerará razonable atenuar la pena a quien ha vivido bajo
condiciones sociales especialmente difíciles sin que el Estado (social) haya
sido capaz de evitarlo.
En conclusión, pues, la nueva concepción dialéctica de la culpabilidad se
materializa en la idea de la suficiente motivación normativa del autor del
hecho antijurídico. En torno a ella se pueden distribuir analíticamente los
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distintos elementos de la culpabilidad, que serán estudiados enseguida: por
una parte, la capacidad del sujeto para ser motivado (imputabilidad); por otra,
el conocimiento que el mismo tuviera de la prohibición penal (conciencia de
antijuricidad); finalmente, aunque se den esas condiciones, puede ocurrir que
la motivación normativa quede afectada total o parcialmente por la
concurrencia de circunstancias específicas que suelen etiquetarse bajo la
apelación a la “exigibilidad” de otra conducta, concepto que rememora la
vieja concepción normativa de la culpabilidad, aunque su alcance actual es
mucho más limitado, como aglutinador de circunstancias como el miedo
insuperable, que convierten en “insuficiente” la motivación normativa del
autor.
III. Bibliografía
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pena.Ed. Universidad de Salamanca, 1999.
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tratamiento jurídico-penal de la peligrosidad. BdF, Madrid, 2013.
FEIJÓO SÁNCHEZ, B.: “La culpabilidad jurídico-penal en el Estado democrático
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HIRSCH, H.J.: “Acerca de los errores y extravíos en la teoría contemporánea
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SÁNCHEZ LÁZARO, F.: “Deconstruyendo la culpabilidad”, en Revista Penal, nº
26, 2010.
TORÍO LÓPEZ, A.: “Indicaciones metódicas sobre el concepto material de
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culpabilidad”, en Libro Homenaje al Prof. José Antón Oneca, Salamanca,
1982.
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Lección 18
NICOLÁS GARCÍA RIVAS
Universidad de Castilla-La Mancha
LA CULPABILIDAD (II). LA IMPUTABILIDAD
I. Concepto y evolución
A lo largo del pasado siglo, bajo el influjo del sistema clásico de delito
(causalista), se ha asumido una configuración de la imputabilidad que no se
corresponde con la adoptada por nosotros bajo el influjo de las nuevas
concepciones sistemáticas. Esa descripción antigua de la imputabilidad la
identifica con la “capacidad de entender y querer el hecho” (definición
acogida por el art. 85 del Código penal italiano, que data de 1930). Si además
de poseer dicha capacidad, el autor había “querido” efectivamente el hecho,
entonces se hablaba de culpabilidad dolosa (en otro caso, habría que calificar
la conducta como imprudente o fortuita). Dicha explicación de la
imputabilidad podría tener coherencia en el marco del sistema causalista,
pero no la tiene en el moderno sistema, pues la intención (dolo) del autor fue
analizada ya con carácter previo, al estudiar el tipo de injusto. Ningún sentido
tiene emprender ahora la tarea de evaluar si ese autor quiso o no el resultado;
esa es una cuestión resuelta ya a estas alturas. Por otra parte, la psiquiatría ha
rechazado esa manera clásica de definir la imputabilidad, pues se niega que
los sujetos inimputables no “quieran”, en el sentido intelectual de la
expresión. Un autor tan prestigioso como Castilla del Pino ha afirmado que
“querer, se quiere siempre. Solo no quiere el sujeto que está en coma”;
opinión que pone en entredicho la definición adoptada en el marco del
sistema clásico de delito y devuelve su sentido real al “querer” con el que
hemos identificado el elemento volitivo del dolo: se trata de un “querer”
vinculado asépticamente a la producción de un hecho y no a su significación
social o normativa, cuestión que debe abordarse en sede de culpabilidad.
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Si para atribuir el calificativo de “culpable” al autor de un hecho
antijurídico debemos estar en condiciones de afirmar que ese sujeto actuó de
ese modo pese a estar motivado por una norma (penal) que le impelía a
adoptar un comportamiento distinto, la primera averiguación que deberemos
realizar consistirá en determinar si ese sujeto poseía la “suficiente capacidad
de motivación”, es decir, la capacidad psíquica que se considera necesaria
para atribuirle la categoría de responsable de ese hecho antijurídico. El
carácter histórico y dialéctico de la culpabilidad (Muñoz Conde) explica que
el nivel de exigencia con respecto a esa capacidad haya variado a lo largo de
la historia. Así, por ejemplo, mientras que el Código penal de 1822 situaba el
límite de la responsabilidad penal en los siete años, el actual lo ubica en los
dieciocho. Y también puede ponerse como ejemplo la indiferencia con la que
los tribunales españoles trataban al toxicómano en los años 80 del siglo XX,
para pasar a reconocerse pocos años después una circunstancia atenuante
específica para esos casos (art. 21.2ª CP). Esta enorme diferencia de trato se
explica, en parte, por la apertura del sistema penal hacia una respuesta
distinta de la pena –ligada a la culpabilidad– para neutralizar la peligrosidad
del autor: las medidas de seguridad.
El art. 20.1ª CP contiene la definición de imputabilidad del sistema penal
español. De acuerdo con ese precepto, debe averiguarse si el sujeto podía
comprender la ilicitud del hecho y actuar conforme a esa comprensión
cuando cometió el hecho antijurídico, una fórmula que repite casi
literalmente lo prescrito en el § 20 del Código penal alemán de 1975. Así lo
reconocen las SSTS 686/2010, de 14 de julio, y 175/2008, de 14 de mayo
(entre otras) al advertir de que la definición del art. 20.1ª CP “pone
prudentemente el acento en la mera aptitud del sujeto para ser motivado por
la norma, al mismo nivel que lo es la generalidad de los individuos de la
sociedad en que vive, y, a partir de esa motivación, para conformar su
conducta al mensaje imperativo de la norma con preferencia a los demás
motivos que puedan condicionarla”.
Ahora bien, por evidentes razones prácticas, dicha comprobación –positiva–
no puede verificarse en relación con todos los autores de delitos, debiéndose
presumir la misma en tanto no sea certificada alguna causa que la excluya.
Por ese motivo se prevén en la Ley determinadas circunstancias cuya
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concurrencia deshace dicha presunción y marca al sujeto como inimputable,
no mereciendo, por consiguiente, la imposición de una pena, aunque
probablemente deba verse sometido a una medida de seguridad para
neutralizar su peligrosidad, cuando se acredite esta.
II. Inimputabilidad debida a anomalías o alteraciones
psíquicas
1. Peritaje psiquiátrico y proceso penal
La capacidad para comprender la ilicitud del hecho y de actuar conforme a
esa comprensión, que constituye la definición legal de la imputabilidad en el
art. 20.1ª CP, debe ser analizada en el proceso penal con arreglo a criterios
jurídicos, lo mismo que cualquier otro elemento del delito. Antes de nada,
conviene advertir de que lo relevante a efectos penales no es determinar si el
autor era más o menos esquizofrénico o paranoico (dato que permitiría a lo
sumo afirmar la existencia en dicha persona de una base patológica) sino el
efecto psicológico de esa enfermedad sobre la capacidad de comprensión y
actuación conforme a Derecho de ese sujeto en el preciso momento del
crimen. El informe pericial podrá acreditar la concurrencia de la enfermedad
(o de la alteración psíquica), pero su relevancia sobre la imputabilidad deberá
determinarla el Juez o Tribunal con arreglo a criterios de índole
eminentemente jurídica. Por ello, constituye una práctica irregular la
inclusión en los informes periciales de conclusiones sobre la imputabilidad
del sujeto. No cabe duda de la influencia que tiene la prueba pericial para
acreditar el estado mental del sujeto en el momento de cometer el hecho. Pero
en el proceso penal pueden recabarse varios informes y en ese caso tendrá
que valorar el Juez o Tribunal la consistencia de cada uno para emitir el
veredicto, de acuerdo con el principio de libre valoración de la prueba y de
necesaria motivación de la resolución judicial (STC 55/1987, de 7 de mayo).
Así lo expresa la STS 467/2015, de 20 de julio: “a los médicos les
corresponde señalar las bases patológicas de la anomalía que, en su caso,
perciban pero la valoración ha de hacerla el Tribunal, correspondiendo a este
la decisión sobre la imputabilidad, semiimputabilidad o inimputabilidad, por
tratarse de conceptos eminentemente jurídicos, pues el diagnóstico pericial no
debe equipararse automática o mecánicamente con la insuficiencia de
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capacidad de autodeterminación en el orden penal, siendo el perito un mero
colaborador del Juez y correspondiendo a este determinar si la eventual
deficiencia de las facultades de decidir la comisión de un delito, alcanza el
nivel necesario para afectar o no la imputabilidad del sujeto (STS 670/2005,
de 27 de mayo). La compleja cuestión de la valoración de los informes
periciales que, en buena medida, deriva de las diferentes técnicas con que
operan, de un lado, los peritos (la causa explicativa) y, de otra los tribunales,
que es jurídica (es decir, normativa y valorativa), explica también los no
infrecuentes roces entre unos y otros profesionales, de modo especial en el
campo de la imputabilidad y responsabilidad personal, cuando se pierde de
vista la citada diferencia de perspectiva con que actúan unos y otros (STS
1103/2007, de 21 de noviembre).
2. Graduación de la imputabilidad y aplicación de medidas de seguridad
La capacidad del sujeto para motivarse por la norma puede estar afectada de
un modo más o menos intenso en el momento de cometer el hecho. Se trata,
pues, de un elemento graduable judicialmente. Si a lo largo del proceso se
acredita que la capacidad de motivación fue nula por cualquier motivo, el
Legislador permite la exención de responsabilidad criminal en el art. 20.1ª, 2ª
o 3ª. Cuando se detecte una notable alteración psíquica en el momento de
cometer el hecho, pero se considere que persistía cierta capacidad de
motivación, será aplicable la eximente incompleta del art. 21.1ª. Por último,
cuando dicha alteración hubiera dado lugar a una leve disminución de aquella
capacidad, podrán aplicarse las atenuantes genéricas previstas en los
apartados 2º, 3º y 7º del art. 21 CP.
Una vez que se ha determinado si la imputabilidad del autor obliga a
prescindir de la pena o a atenuarla, el Código penal ofrece a los tribunales la
posibilidad de aplicar, alternativa o conjuntamente, una “medida de
seguridad” que permita reducir o neutralizar la peligrosidad que el acusado
demostró con la comisión del delito. Su régimen jurídico (que será
extensamente analizado en una Lección posterior) aparece regulado en los
arts. 95 y ss. CP, pero ya en el art. 6º CP se proclama, con carácter general,
que “las medidas de seguridad no pueden resultar ni más gravosas ni de
mayor duración que la pena abstractamente aplicable al hecho cometido, ni
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exceder el límite de lo necesario para prevenir la peligrosidad del autor”. Solo
cuando se aprecie esta última podrá aplicarse la oportuna medida de
seguridad –como recuerda la STS 609/2015, de 14 de octubre–, cuya
duración está limitada por la pena prevista para el delito, régimen que
contrasta con el del anterior Código penal –vigente hasta 1996–, que permitía
la imposición de medidas de seguridad de duración indeterminada, con clara
vulneración de los derechos fundamentales del condenado. Ese era también el
modelo del Proyecto de reforma del Código penal de 2013, por fortuna
abandonado durante su tramitación.
La medida de seguridad podrá decretarse alternativamente cuando el
Tribunal estime aplicable cualquiera de las eximentes previstas en los
apartados 1º, 2º o 3º del art. 20 CP. Se habla aquí de aplicación alternativa
porque la exención de pena implica que, en principio, el sujeto no sufrirá
sanción alguna. Pero conviene no confundir “pena” y “sanción”. La
peligrosidad demostrada por la comisión del delito justifica la imposición de
una sanción distinta de la pena, como lo es la medida de seguridad. Esa
medida podrá consistir en el internamiento solo si el delito es castigado con
pena privativa de libertad (arts. 101 y 102 CP) y su duración no podrá superar
la prevista por el Legislador para ese delito (art. 6 CP). Ahora bien, como la
medida se aplica en función de la peligrosidad del sujeto, cuando se considere
que esta ha sido neutralizada, podrá cesar la ejecución de la medida aunque
no haya cumplido la totalidad del tiempo máximo previsto. Así, por ejemplo,
si el delito cometido es un homicidio, cuya pena es de prisión de diez a
quince años, y el Tribunal considera aplicable la eximente 1ª del art. 20 CP
porque el acusado sufría, por ejemplo, una psicosis esquizofrénica, el
internamiento podrá durar, como máximo, quince años. Si transcurridos, por
ejemplo, ocho años los informes acreditan la ausencia de peligrosidad
criminal, podrá cesar el cumplimiento de la medida de seguridad de
internamiento y ser modificada, eventualmente, por un tratamiento
ambulatorio.
Si el Tribunal considera que la imputabilidad del sujeto estaba
notablemente alterada pero no anulada en el momento de cometer el delito,
no aplicará ninguna de las eximentes del art. 20 CP pero sí la eximente
incompleta del art. 21.1ª CP. En estos casos, el Tribunal deberá determinar la
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pena a la que se condena al acusado (con arreglo a lo dispuesto en el art. 68
CP), sin perjuicio de que el Legislador le permita sustituirla por una medida
de seguridad, que se convierte en estos casos en una sanción en cierto modo
sustitutiva de la pena propiamente dicha, conforme al denominado “sistema
vicarial”. Así lo dispone el art. 104 CP cuando afirma que “en los supuestos
de eximente incompleta en relación con los números 1º, 2º y 3º del artículo
20, el Juez o Tribunal podrá imponer, además de la pena correspondiente, las
medidas previstas en los artículos 101, 102 y 103. No obstante, la medida de
internamiento solo será aplicable cuando la pena impuesta sea privativa de
libertad y su duración no podrá exceder de la de la pena prevista por el
Código para el delito. Para su aplicación se observará lo dispuesto en el
artículo 99”. Este precepto declara que “en el caso de concurrencia de penas y
medidas de seguridad privativas de libertad, el Juez o Tribunal ordenará el
cumplimiento de la medida, que se abonará para el de la pena. Una vez alzada
la medida de seguridad, el Juez o Tribunal podrá, si con la ejecución de la
pena se pusieran en peligro los efectos conseguidos a través de aquella,
suspender el cumplimiento del resto de la pena por un plazo no superior a la
duración de la misma, o aplicar alguna de las medidas previstas en el artículo
96.3”. Se trata, pues, de un régimen flexible que tiene en cuenta el mandato
constitucional de la orientación resocializadora de las penas y las medidas de
seguridad, y que relega extramuros de nuestro sistema penal la idea
retributiva del cumplimiento íntegro inexorable.
En relación con esta aplicación “sustitutiva” de la medida de seguridad
persisten dudas sobre el límite temporal de cumplimiento. El art. 104 CP –
antes transcrito– se refiere a la “pena prevista por el Código para el delito” y
no a la pena concreta aplicable al autor tras la oportuna determinación de
acuerdo con las reglas de los arts. 61 y siguientes del CP. Así lo confirma,
por lo demás, la Jurisprudencia del Tribunal Supremo. Esta declara que no es
necesario determinar la pena concreta, ya que el límite de la medida de
seguridad no es esa pena sino la prevista con carácter general para el delito
cometido (STS 43/2014, de 5 de febrero). Según el Acuerdo adoptado por el
Pleno de la Sala Segunda el 31 de marzo de 2009, “la duración máxima de la
medida de internamiento se determinará en relación a la pena señalada en
abstracto para el delito de que se trate”. Sin embargo, este modo de aplicar el
Código penal resulta incoherente con los fundamentos del sistema vicarial, ya
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que este consiste en “cumplir la pena” mediante el “cumplimiento de la
medida de seguridad”, lo que obliga a determinar aquella en la sentencia para
proceder, en su caso, a sustituirla. Además, el propio art. 104 CP prevé la
posibilidad de cumplir el resto de la pena una vez ejecutada la medida de
seguridad, a lo que cabría añadir aquellos casos en los que se incumple la
medida de seguridad y es necesario decretar el cumplimiento de la pena; en
ambas circunstancias, habrá que saber qué pena resta por cumplir y dicha
pena no puede ser igual a la pena abstracta sino a la pena concretamente
determinada.
Por último, la imputabilidad del sujeto puede verse afectada de manera
leve, haciéndose acreedor entonces de la aplicación de alguna de las
atenuantes genéricas previstas en el art. 21 CP: grave adicción a drogas (2ª),
arrebato u obcecación (3ª) y la atenuante analógica (7ª). El Código penal no
prevé para estos casos la “sustitución” de la pena por alguna medida de
seguridad, pero tampoco lo impide expresamente. Gracias a este silencio, la
STS de 13 de junio de 1990 declaró que “el artículo 25 de la Constitución
superpone los criterios de legalidad, reinserción y resocialización a cualquiera
otra finalidad de la pena y sería absurdo renunciar a la consecución de estos
fines cuando no existe un obstáculo legal, expreso y taxativo, que se oponga a
la adopción de medidas accesorias o complementarias de las penas privativas
de libertad”. Y, en consecuencia, que “queda abierta la posibilidad de que en
los casos de la atenuante analógica, los Juzgados y tribunales del orden
jurisdiccional penal apliquen, si lo estiman procedente, las medidas
sustitutorias de internamiento y tratamiento adecuado, previstas para los
supuestos de enajenación mental completa o incompleta”. Esa trascendental
decisión, adoptada cuando estaba vigente aún el viejo Código penal, que no
preveía una atenuante específica de drogadicción, ha sido retomada por el
Alto Tribunal en relación con la atenuante 2ª del art. 21 (y también,
lógicamente, con la atenuante 7ª), declarando en varias ocasiones que la
aplicación de la misma permitirá siempre la sustitución de la pena por el
tratamiento de deshabituación, con independencia de la pena infligida al
condenado. Siguiendo esa doctrina, las SSTS 579/2005, de 5 de mayo,
380/2002, de 27 febrero 201/2001, de 6 marzo 628/2000, de 11 abril, afirman
que “la ausencia de una específica previsión normativa con relación a
estimaciones en las que se encuentran personas cuya culpabilidad aparece
reducida por una grave adicción, respecto a las que hemos declarado tienen
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sus facultades psíquicas deterioradas y a las que el tratamiento rehabilitador
adecuado se presenta, desde los estudios científicos realizados, como la única
alternativa posible para procurar su rehabilitación y reinserción social
conforme postula el art. 25 de la CE nos obliga a interpretar la norma penal
desde las finalidades de la pena y desde las disposiciones del Legislador (...)
Este criterio, debe rellenar la aparente laguna legislativa existente y declarar
que la atenuante de grave adicción del art. 21.2 del Código penal puede
suponer el presupuesto de aplicación de las medidas de seguridad en los
términos del art. 104 del Código penal”. Esta apertura del sistema penal a las
necesidades resocializadoras del sujeto responsable del delito confirma la
recepción en la doctrina del Tribunal Supremo de la moderna doctrina de la
culpabilidad, que desvincula esta de la mera retribución por el hecho
cometido para relacionarla directamente con los fines de la pena, en general,
y con la prevención especial, en particular. Así lo ordena la Constitución y así
lo cumple el Tribunal Supremo.
3. La relevancia de las distintas anomalías y alteraciones psíquicas
El art. 20.1ª CP declara exento de responsabilidad criminal a quien “al
tiempo de cometer la infracción penal, a causa de cualquier anomalía o
alteración psíquica, no pueda comprender la ilicitud del hecho o actuar
conforme a esa comprensión”. El Legislador acaba así con la antigua
distinción entre enajenación y trastorno mental transitorio, que obligaba a
buscar diferencias sustanciales entre ambos, cifradas en ocasiones en la
exigencia de una base patológica en la enajenación, diferencia que no se
sostenía en pie debido a la posibilidad de que el trastorno mental fuera
transitorio pero debido, en última instancia, a una enfermedad subyacente. La
exigencia legal se circunscribe ahora a la detección de una causa que explique
la incapacidad del autor del delito.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo ofrece determinadas pautas para valorar la
incidencia de las distintas enfermedades mentales sobre la imputabilidad del sujeto. Se
trata, en todo caso, de pautas orientadoras que no eliminan en absoluto la obligación de
determinar en cada caso el grado de afectación que han producido. Hecha esa salvedad,
puede decirse que la mayor influencia sobre la imputabilidad procede de las psicosis,
principalmente de la esquizofrenia y la paranoia, cuyo brote agudo puede llevar a la
exención completa de pena, aunque puede atenuar también cuando su incidencia sea
menor (STS 856/2014, de 26 de diciembre). La STS 842/2014, de 10 de diciembre,
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establece las pautas para la disminución o exención de responsabilidad criminal debida
a la concurrencia de la esquizofrenia:
A) Si el hecho se ha producido bajo los efectos del brote esquizofrénico, habrá de
aplicarse la eximente completa del artículo 20.1º del Código penal.
B) Si no se obró bajo dicho brote, pero las concretas circunstancias del hecho nos
revelan un comportamiento anómalo del sujeto que puede atribuirse a dicha
enfermedad, como ocurrió en el caso examinado por esta Sala en su Sentencia de 19 de
abril de 1997, habrá de aplicarse la eximente incompleta del núm. 1º del artículo 21.
C) Si no hubo brote y tampoco ese comportamiento anómalo en el supuesto concreto,
nos encontraremos ante una atenuante analógica del núm. 6º del mismo artículo 21,
como consecuencia del residuo patológico, llamado defecto esquizofrénico, que
conserva quien tal enfermedad padece.
Por lo que respecta a la paranoia, el Tribunal Supremo ha distinguido
nítidamente los brotes agudos de esa enfermedad y lo que se ha denominado
trastorno paranoide de la personalidad, que se vincula a la psicopatía.
Mientras la primera es susceptible de alterar psíquicamente al sujeto en grado
similar al de la esquizofrenia, cuya relevancia se acaba de explicar, la
psicopatía se abre paso con dificultad en el terreno de la inimputabilidad, lo
cual se debe, probablemente, a que el perfil del psicópata se halla en los
autores de crímenes muy graves que, en sí mismos considerados, reclaman
una respuesta preventiva ciertamente dura. En efecto, nuestro Tribunal
Supremo ha venido negando hasta hace bien poco que se trate de
“enajenados”, dando por buena una vieja definición de Schneider según la
cual los psicópatas eran considerados enfermos “del carácter” o
encuadramientos más modernos que sitúan la psicopatía entre los trastornos
de la personalidad, definición tan amplia que se asemeja a un “cajón de sastre
psiquiátrico” (Caparrós). La STS 765/2011, de 19 de julio, advierte de que es
necesario distinguir la paranoia de la simple personalidad paranoide, que no
paranoica. Paranoide no tiene la misma significación y trascendencia que
paranoico. La personalidad paranoide no es una psicosis sino una simple
alteración anormal del carácter o de la personalidad que supone posiblemente
una cierta predisposición a lo paranoico, especialmente si aquella va asociada
a otras alteraciones internas o externas que en manera más o menos
importante gravitan sobre la mente humana. Esa personalidad es, en
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conclusión, un síndrome mental de rasgos acentuados. El paranoico es un
enajenado, pero la personalidad paranoide, como cualquier otro trastorno de
la personalidad, es un patrón característico del pensamiento, de los
sentimientos y de las relaciones interpersonales que puede producir
alteraciones funcionales o sufrimientos subjetivos en las personas y son
susceptibles de tratamiento (psicoterapia o fármacos) e incluso pueden
constituir el primer signo de otras alteraciones más graves (enfermedad
neurológica); pero ello no quiere decir que la capacidad de entender y querer
del sujeto esté disminuida o alterada desde el punto de vista de la
responsabilidad penal, pues junto a la posible base funcional o patológica,
hay que insistir, debe considerarse normativamente la influencia que ello
tiene en la imputabilidad del sujeto, y los trastornos de la personalidad no han
sido considerados en línea de principio por la Jurisprudencia como
enfermedades mentales que afecten a la capacidad de culpabilidad del mismo
(SSTS 1074/2002 de 11 de junio, 1841/2002 de 12 de noviembre, 1363/2003
de 22 de octubre, 879/2005 de 4 de julio, 1109/2005 de 28 de septiembre,
1190/2009 de 3 de diciembre).
Sin embargo, conviene recordar que la culpabilidad debe responder a
criterios distintos de los meramente intimidatorios y que es la sede en la cual
se analiza la responsabilidad del autor. Por grave que sea un crimen, lo cierto
es que si el autor del mismo no fue capaz de recibir en grado suficiente el
mensaje normativo, ello habrá de tenerse en cuenta a la hora de fijar la
sanción merecida. La definición del art. 21.1ª CP permite sin ningún esfuerzo
abarcar cualquier tipo de anomalía y no sólo las enfermedades “mentales”
propiamente dichas, lo que es tanto como abrir la vía para que las psicopatías
obtengan la relevancia jurídica que merecen, pues aunque se trate de
enfermedades del comportamiento o del carácter, que no impiden al sujeto
conocer la maldad de sus acciones, sí obstaculizan su capacidad para
comportarse de acuerdo con esa comprensión, ya que sus estímulos interiores
inhiben el reproche moral, producto de una normal socialización, que la
mayoría de los individuos tienen. Cometen con absoluta frialdad crímenes
horrendos porque carecen de esos factores inhibitorios, lo cual debe
repercutir en la graduación de la responsabilidad. Pero no debe olvidarse en
modo alguno que la acreditación de una anomalía es condición necesaria pero
no suficiente para alterar la imputabilidad del sujeto; esta se cifra en términos
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jurídicos de capacidad de motivación suficiente, capacidad que habrá de
analizarse en el caso concreto. Sin embargo, la negativa tradicional del
Tribunal Supremo a apreciar algo más que una mera atenuante analógica
cuando concurría esta anomalía psíquica ha dejado paso, como advierte la
sentencia referida, a la posibilidad de apreciar la eximente incompleta o
incluso la completa cuando esa capacidad quede notablemente aminorada o
sencillamente excluida.
La neurosis se caracteriza por una respuesta exagerada a la frustración
provocada en el entorno del sujeto. Se asocia habitualmente a la presencia en
la anamnesis del sujeto de traumas infantiles o juveniles resueltos de manera
inadecuada. Por eso se dice que mientras las psicosis se presentan en estado
puro (el sujeto es esquizofrénico o no), la neurosis está presente en gran
número de personas en grado mayor o menor. Ello incide en el tratamiento
judicial de la misma. En efecto, aunque la Organización Mundial de la Salud
incluye la neurosis entre los trastornos mentales, como afirma la STS
1181/2004, es reiteradísima la Jurisprudencia de esta Sala que niega a la mera
concurrencia de rasgos neuróticos aptitud para fundar por sí sola la aplicación
de alguna circunstancia de atenuación. Por ello, para que suponga una
disminución de la responsabilidad penal del autor debe ir acompañada, casi
siempre, de otras circunstancias de carácter exógeno, como el consumo de
sustancias tóxicas o alcohol, lo cual implica, en el fondo, que sea la ingestión
de estas sustancias la que permita dicha atenuación.
Cabe calificar la oligofrenia como una perturbación de la personalidad del
agente de carácter endógeno que supone una desarmonía entre el desarrollo
físico y somático del sujeto y su desarrollo intelectual o psíquico,
constituyendo un estado deficitario de la capacidad intelectiva, que afecta al
grado de imputabilidad. Partiendo de las pautas psicométricas que ofrecen los
resultados de los test de personalidad e inteligencia, se viene considerando
que cuando la carencia intelectiva es severa, de modo que el afectado tenga
un coeficiente inferior al 25% de lo normal, la oligofrenia debe de calificarse
de “profunda” y su consecuencia penal debe ser la apreciación de una
eximente completa; cuando el coeficiente se sitúa entre el 25 y el 50% la
oligofrenia puede calificarse como de mediana intensidad, correspondiéndole
penalmente el tratamiento de una eximente incompleta. Y cuando el
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coeficiente intelectual se encuentra situado entre el 50 y el 70 %, se califica
de oligofrenia ligera o de mera debilidad o retraso mental, debiendo ser
acreedora de una atenuante analógica, siendo por lo general plenamente
imputables los afectados por una mera torpeza mental, con coeficientes
situados por encima del 70%. Así, la STS 438/2014, de 22 de mayo, sitúa el
66% de coeficiente intelectual en el art. 21.7ª CP.
4. Alteración psíquica transitoria
Como se decía anteriormente, el Código penal sólo menciona expresamente
el trastorno mental transitorio para excluir el beneficio de la exención
sancionadora cuando el autor lo hubiera provocado para cometer el hecho
delictivo o “hubiera previsto o debido prever su comisión” (art. 20.1ª, párrafo
2º). Con ello cobra carta de naturaleza el criterio de imputación que se conoce
con el nombre de actio liberae in causa, explicado ya en la Lección 10 al
tratar el problema de la ausencia de comportamiento humano, y que en
síntesis viene a situar la responsabilidad penal en ese momento previo a la
ejecución del delito en que el autor se colocó, dolosa o imprudentemente, en
situación de inimputabilidad. El procedimiento es idéntico cuando se trata de
ingestión de alcohol, drogas o sustancias análogas, a tenor de lo dispuesto en
el art. 20.2ª.
El carácter transitorio del trastorno sugiere la inexistencia de base
patológica alguna asociada a la alteración mental del sujeto, siendo un
estímulo exterior a él lo que perturba su estado psíquico, ya se trate de una
situación o de la ingestión de alguna sustancia (STS 614/2015, de 21 de
octubre). En el primer caso, el trastorno mental transitorio linda con la
atenuante de arrebato u obcecación (art. 21.3ª), respecto de la cual representa
un estadio superior, como afirma la STS 585/2015, de 5 de octubre. En lo que
respecta a la ingestión de sustancias, la circunstancia que nos ocupa se
superpone con frecuencia con las atenuantes referidas a esa causa de
alteración. El Auto de la Sala Segunda del Tribunal Supremo 1491/2001, de 6
de julio, resume la relevancia jurídica del trastorno como sigue: “la
Jurisprudencia de esta Sala 2ª tiene afirmado que el trastorno mental
transitorio afectante de modo hondo y notorio a la imputabilidad, supone una
perturbación de intensidad psíquica idéntica a la enajenación, si bien
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diferenciada por su temporal incidencia. Viene estimándose que dicho
trastorno, con fuerza para fundar la eximente, supone, generalmente sobre
una base constitucional morbosa o patológica, sin perjuicio de que en persona
sin tara alguna sea posible la aparición de indicada perturbación fugaz, una
reacción vivencial anormal, tan enérgica y avasalladora para la mente del
sujeto, que le priva de toda capacidad de raciocinio, eliminando y anulando
su potencia decisoria, sus libres determinaciones volitivas, siempre ante el
choque psíquico originado por un agente exterior, cualquiera que sea su
naturaleza. Fulminación de conciencia tan intensa y profunda que impide al
agente conocer el alcance antijurídico de su conducta despojándole del libre
arbitrio que debe presidir cualquier proceder humano responsable. En el
entendimiento de que la eximente completa requiere la abolición de las
facultades volitivas e intelectivas del sujeto, prevalece la eximente
incompleta cuando el grado de afección psíquica no alcanza tan altas cotas”.
La mención expresa a los trastornos mentales provocados por la ingestión
de drogas en el catálogo de las circunstancias eximentes supone un claro
avance respecto a la situación legislativa anterior, que solo mencionaba la
embriaguez como simple circunstancia atenuante. El art. 20.2ª permite ahora
graduar con mayor flexibilidad los efectos que el alcoholismo o la
intoxicación en general producen en el autor, cuya imputabilidad puede
quedar completamente anulada en determinados casos, siendo plausible que
el Legislador lo reconozca así. La inexistencia de base patológica en los
sujetos a los que se aplican estas disposiciones legales influye naturalmente
en la posibilidad de recurrir a la imposición de medidas de seguridad en estos
casos. El viejo Código lo impedía totalmente al separar con absoluta claridad
la enajenación y el trastorno transitorio, de manera que las medidas solo eran
aplicables cuando concurría la primera. El vigente Código, por el contrario,
adopta una solución más flexible; su art. 102 prevé la posibilidad de someter
a medidas de seguridad a aquellos a quienes se aplique la eximente 2ª del art.
20, aludiendo expresamente a las medidas de deshabituación porque en dicha
eximente conviven las alteraciones psíquicas que ahora nos ocupan y el
síndrome de abstinencia. Es evidente que la deshabituación tiene sentido
sobre todo en relación con este último y no tanto con respecto a quienes han
consumido esporádicamente una sustancia tóxica sin presentar rasgos de
adicción; pero la letra de la Ley no impide que se adopten dichas medidas
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cuando la aplicación de la eximente se deba a la mera ingestión de drogas si
el acusado presenta, además, síntomas de un incipiente cuadro de adicción.
Habrá que valorar, caso por caso, la oportunidad de recurrir a medidas de esa
clase; desde luego, la letra de la Ley no lo impide. Pero las posibilidades que
ofrece el art. 102 no acaban ahí; de su tenor se desprende que incluso cuando
el sujeto no presente síntoma ninguno de adicción puede recurrirse a
cualquiera de las medidas no privativas de libertad previstas en los arts. 96.3º
y 105, entre las que se hallan, por ejemplo, la prohibición de visitar
establecimientos de bebidas alcohólicas por un período de hasta cinco años.
5. Especial consideración de la drogadicción
A diferencia de lo que ocurría hasta hace poco, el Código penal trata
específicamente los problemas de imputabilidad relativos a la ingestión de lo
que genéricamente se denomina “droga”. Ese tratamiento diferenciado abarca
tanto a los casos de ingestión casual como a los que se refieren a la adicción.
Dejando a un lado por ahora los primeros, que se enmarcan en el trastorno
mental transitorio, debe advertirse que la adicción a “drogas tóxicas,
estupefacientes, sustancias psicotrópicas u otras que produzcan efectos
análogos” (art. 20.2ª CP) constituye uno de los principales problemas
político-criminales en nuestro país desde hace más de diez años, debido a la
alta confluencia que existe entre dicha adicción y la comisión de delitos. Esa
es sin duda la razón que ha llevado al Legislador a incluir una atenuante
específica en el art. 21.2ª, donde se subraya la exigencia de que dicha
adicción sea grave, entendiéndose por tal aquella que comporta una
disminución de la imputabilidad del sujeto, sin que baste la condición de
consumidor más o menos habitual (v.gr. el consumidor de fin de semana). En
principio, esta disposición es aplicable cuando la droga consumida es de las
que causan mayor daño a la salud, es decir, sobre todo heroína y cocaína,
incluso siendo una adicción antigua. Ocurre, sin embargo, que con
anterioridad a la promulgación del vigente Código penal, el Tribunal
Supremo había iniciado una orientación jurisprudencial que permitía en estos
casos especialmente graves la aplicación de la eximente incompleta (art.
21.1ª). Al aparecer ahora en el texto legal con el carácter de mera atenuante,
se ha producido una franca colisión con la Jurisprudencia anterior, lo cual ha
generado una titubeante doctrina del Tribunal Supremo al respecto. No
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obstante, cuando la adicción es larga y la sustancia consumida es opiáceo, sí
cabe la aplicación de la eximente incompleta, como corrobora la STS
708/2014, de 6 de noviembre, que resume pormenorizadamente su
Jurisprudencia sobre la drogadicción en general.
Por lo que se refiere al “síndrome de abstinencia”, el art. 20.2ª adopta una
concepción amplia del mismo, ya que permite la exención total de pena
siempre y cuando el autor se encuentre afectado hasta el punto de ser incapaz
de “comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión”.
Como se explicó anteriormente, esta capacidad es graduable y la historia
jurisprudencial demuestra que casi nunca se considera el síndrome tan
relevante como para eximir completamente de pena al autor del hecho. En
este sentido, la STS 708/2014, de 5 de noviembre, recuerda que la eximente
incompleta precisa de una profunda perturbación que, sin anularla, disminuya
sensiblemente aquella capacidad culpabilística aun conservando la
apreciación sobre la antijuricidad del hecho que ejecuta. No cabe duda de que
también en la eximente incompleta, la influencia de la droga, en un plano
técnicamente jurídico, puede manifestarse directamente por la ingestión
inmediata de la misma, o indirectamente porque el hábito generado con su
consumo lleve a la ansiedad, a la irritabilidad o a la vehemencia incontrolada
como manifestaciones de una personalidad conflictiva (art. 21.1ª CP). Esta
afectación profunda podrá apreciarse también cuando la drogodependencia
grave se asocia a otras causas deficitarias del psiquismo del agente, como
pueden ser leves oligofrenias, psicopatías y trastornos de la personalidad, o
bien cuando se constata que en el acto enjuiciado incide una situación
próxima al síndrome de abstinencia, momento en el que la compulsión hacia
los actos destinados a la consecución de la droga se hace más intensa,
disminuyendo profundamente la capacidad del agente para determinar su
voluntad (STS de 31 de marzo de 1997), aunque en estos últimos casos solo
deberá apreciarse en relación con aquellos delitos relacionados con la
obtención de medios orientados a la adquisición de drogas.
Puede, por último, apreciarse como circunstancia atenuante analógica (art.
21.7ª CP), que se producirá cuando no concurra el primero de los requisitos
anteriormente enunciados, por no estar afectado el sujeto de adicción, sino de
mero abuso de la sustancia, que producirá la afectación anteriormente
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expuesta, aunque la Jurisprudencia ha tomado numerosas situaciones para
aplicar tal atenuante por analogía, que irán desapareciendo en la medida en
que el Código contempla la propia atenuante de drogadicción.
III. Las alteraciones en la percepción (art. 20.3ª)
Esta circunstancia, antiguamente vinculada a la ceguera y a la sordomudez,
amplió su espectro desde la reforma de 1983 al no mencionar expresamente
dichas minusvalías. Pese a que su aplicación por los tribunales es escasísima
(lo cual es lógico en el marco de un Estado social), sigue ocupando un lugar
diferenciado respecto a los supuestos de inimputabilidad del art. 20.1ª, porque
en estos últimos la causa es una anomalía psíquica, que no tiene por qué estar
presente en los sujetos a los que va dirigido la circunstancia 3ª, pues en su
caso la inimputabilidad proviene de una ausencia de socialización derivada de
una minusvalía física, no psíquica. De acuerdo con la STS 170/2011, de 24
de marzo, el art. 20.3ª permite asentar esas alteraciones no solo en las
deficiencias sensoriales (sordomudez, ceguera, autismo), siempre que sean
causa de grave incomunicación socio-cultural, sino también en supuestos de
alteraciones perceptivas consecuencia de situaciones trascendentes de dicha
incomunicación por falta de instrucción o educación, de forma que el sujeto
haya sufrido una merma importante e intensa en su acceso al conocimiento de
los valores propios de las normas penales pues, tratándose de una causa de
inimputabilidad, la alteración debe proyectarse en relación con aquellos, lo
que la diferencia del error de prohibición donde se parte de la imputabilidad
del sujeto. En segundo lugar, en el plano normativo-valorativo, la alteración
de la conciencia de la realidad debe ser grave, elemento que puede servir de
referencia para graduar su intensidad, eximente completa o incompleta, e
incluso en supuestos de levedad la atenuante por analogía. Por último, debe
concurrir el ingrediente biológico-temporal que consiste en deferir la
alteración al nacimiento o a la infancia, y teniendo en cuenta la naturaleza del
mismo no parece que pueda prescindirse de él para acoger la versión
incompleta de la eximente.
IV. La minoría de edad (art. 19)
El art. 19 CP dispone que “los menores de dieciocho años no serán
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responsables criminalmente con arreglo a este Código. Cuando un menor de
dicha edad cometa un hecho delictivo podrá ser responsable con arreglo a lo
dispuesto en la ley que regule la responsabilidad penal del menor”. Tras esta
declaración se halla una larga y profunda discusión científica sobre la
necesidad de un tratamiento penal específico para los menores de edad. En
nuestro Ordenamiento, esa decisión político-criminal se ha adoptado
mediante la “LO 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad
penal de los menores” (reformada antes de su entrada en vigor por la LO
7/2000, de 22 de diciembre).
Al tratamiento detallado del derecho penal del menor y sus peculiaridades
hemos dedicado en esta edición del Manual la Lección 40 a la cual nos
remitimos para el estudio de esta materia.
V. Bibliografía
BARATTA, A.: “La vida y el laboratorio del Derecho. A propósito de la
imputación de responsabilidad en el proceso penal”, en DOXA, nº 5, 1988.
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peligrosidad”, en Revista del Poder Judicial, nº 89, 2009.
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SUÁREZ MIRA RODRÍGUEZ, C.: La imputabilidad del consumidor de drogas.
Tirant lo Blanch, Valencia, 2000.
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Lección 19
NICOLÁS GARCÍA RIVAS
Universidad de Castilla-La Mancha
LA CULPABILIDAD III:
EXIGIBILIDAD DE UNA CONDUCTA LÍCITA
I. La exigibilidad de una conducta lícita como elemento
de la culpabilidad
Al definir la culpabilidad se advirtió de que en ella se dirime el conflicto
entre la comisión de una conducta antijurídica (requisito previo al análisis de
la culpabilidad “sobre esa conducta”) y el reproche social hacia la misma,
pero teniendo en cuenta las características personales del sujeto
(imputabilidad) y también las circunstancias de todo tipo que concurren en la
comisión de ese hecho, para valorar si, dadas dichas circunstancias, el Estado
debe irrogar una sanción contra ese sujeto o es aconsejable prescindir de la
misma en aras de un mayor justicia. Con el siguiente ejemplo, se comprende
perfectamente este razonamiento: mientras que colaborar en el secuestro de
una persona supone un acto antijurídico y reprochable porque se coopera en
la privación de un bien jurídico tan relevante como su libertad, el hecho de
que un familiar pague a los secuestradores la cantidad exigida, contra las
recomendaciones de la policía, aunque indirectamente pueda suponer un
acicate para cometer nuevas fechorías, no es valorado por el Derecho penal
como un acto reprochable, en la medida en que debe comprenderse que en
una situación límite “cualquier persona normal en la posición del autor”
habría actuado del mismo modo. Por ello, puede decirse que si el sujeto se ha
comportado “como cualquiera” (el conocido baremo del “hombre medio”) se
comportaría, el Derecho penal relega la sanción y absuelve al sujeto, para no
cometer la injusticia de exigirle más que a una persona normal. Welzel
explica los casos de no exigibilidad como “indulgencia ante la debilidad
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humana”, expresión que puede aceptarse con tal de no dotarla de elementos
moralistas: más que “debilidad” es “falta de heroicidad” de la mayoría.
La exigibilidad de conducta adecuada a la norma y, en suma, la
reprochabilidad propia del juicio de culpabilidad (Quintero Olivares) debe ser
interpretada como la desaprobación normativa (valoración negativa) de la
relación personal del autor con el hecho antijurídico; cuando se asume el
sentido estrictamente normativo del reproche y, en suma, la significación
jurídica de la culpabilidad (y, por tanto, también de la exculpación) no se
hace otra cosa que asumir la “secularización” del juicio individual sobre el
sujeto y de su relación con el hecho antijurídico.
Es cierto que no está definido qué características rodean a esa “persona
normal”, pero como en tantos órdenes del Derecho penal se trata de un
concepto jurídico requerido de especificación judicial a partir de las
circunstancias que concurren en el caso. El patrón está claro: “no se debe
exigir más de lo debido”, aunque deba precisarse en cada caso en qué
consiste ese deber. La reciente Sentencia del Tribunal Supremo 19/2015, de
22 de enero, que absolvió a un joven miembro de la Guardia Civil que
contaba con un mes de antigüedad por no intervenir contra su superior
jerárquico cuando este tuvo una actuación humillante y envilecedora contra
un ciudadano. El Tribunal Supremo valoró la bisoñez del acusado y entendió
que no se le podía exigir un comportamiento más valeroso contra su superior.
Al margen del acuerdo o discrepancia con este fallo, demuestra que los jueces
pueden y deben valorar las circunstancias personales concurrentes en el caso
para decidir si la sociedad puede exigir al acusado un comportamiento (lícito)
distinto del que es objeto de juicio o es más justo decretar la no culpabilidad
del sujeto para no incurrir en un exceso punitivo. Mir Puig advierte, con
razón, que mientras las causas de inimputabilidad eximen de pena porque el
sujeto es distinto de otro normal, la no exigibilidad se aplica, justamente, a
quien se comporta como otra persona normal.
Nuestro Código penal no reconoce expresamente la “no exigibilidad de otra
conducta”, con carácter general, como causa excluyente de la culpabilidad,
aunque dos de las eximentes recogidas en el art. 20 CP se adscriben a dicho
fundamento: el miedo insuperable (art. 20.6ª) y el estado de necesidad cuando
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el mal causado es igual al evitado (art. 20.5ª CP). Ello no impide que, como
acabamos de ver, los tribunales puedan recurrir directamente (extralegalmente, si se prefiere) a dicho fundamento para excluir la pena por
ausencia de culpabilidad. Quintero Olivares opina, por el contrario, que dicha
posibilidad no cabe desde el momento en que el Tribunal Constitucional ha
afirmado que los jueces no pueden resolver un conflicto legal aplicando
directamente los valores y principios del Título Preliminar de la Constitución.
Sin embargo, quizá la evolución de la doctrina del Tribunal sí lo está
permitiendo.
II. El miedo insuperable (art. 20.6ª)
La doctrina mayoritaria sitúa el miedo insuperable –salvo casos extremos
de paralización que excluye la existencia misma de una acción– entre las
causas de exculpación, por no exigibilidad al autor de una conducta diversa,
lo que hace que la observada no merezca reprochársele. El reproche se
excluiría por el intenso temor o situación de angustia en que se sitúa al autor.
No requiere que produzca un trastorno mental, ni siquiera transitorio, con
anulación total de facultades psíquicas, solamente surgido en supuestos de
efectos extremos del miedo, en cuyo caso habría de considerarse la eventual
estimación de la exención prevista en los artículos 20.1 o 21.1 del Código
penal. Mir Puig advierte de que quien actúa bajo miedo, por ejemplo, no
pierde en ningún momento la lucidez mental o, al menos, no se requiere que
ello suceda, lo que distingue nítidamente las causas de inimputabilidad de
estas que ahora nos ocupan.
Por otra parte, como afirma Alonso Álamo, la doctrina penal tradicional ha
diferenciado las situaciones de ausencia de acción, en las que el sujeto no
actúa sino que es actuado (non agitsed agitur), de las situaciones en las que el
sujeto coaccionado, sin embargo quiere (coactus tamen voluit). A estas
últimas se ha venido refiriendo el llamado miedo insuperable previsto en
el artículo 20. 6º del Código penal, en el entendimiento de que bajo un miedo
intenso, insuperable, el sujeto mantiene un residuo de voluntad que le
permitiría optar entre posibilidades diversas de acción. El sujeto, a pesar de la
interferencia del miedo en su proceso de motivación, sin embargo, quiere.
Dado que el miedo es una realidad psicológica graduable, podría haber, sí,
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situaciones de miedo intenso que paraliza, en las que el sujeto quedara
petrificado, aterrorizado, y que podrían llegar a excluir la acción. Pero
cabrían otros supuestos, los captados por la fórmula del artículo 20.6º, en los
que, siendo el miedo insuperable, subsistiera la capacidad de acción.
Finalmente, algún autor (Gimbernat Ordeig) mantiene que se trata de una
causa de justificación, porque no falta la motivación del autor sino la
voluntad del Legislador de castigar a quien se encuentra en una situación
límite. En ese caso, se impediría la posibilidad de defensa frente a quien actúa
de ese modo (con miedo), algo que no parece que se pueda suscribir. Si la
víctima del disparo infligido por quien es amenazado pierde su “derecho” a
defenderse, el conflicto de bienes jurídicos se resuelve a favor de quien
amenaza y no parece que dicha solución concuerde con un Derecho penal que
valore la licitud de las conductas.
Desde la perspectiva de las relaciones entre Estado e individuo en una
sociedad democrática, Martínez Garay y Varona Gómez consideran que la
exención de pena bajo miedo insuperable es una manifestación (relativa) de
la concesión que el Estado realiza hacia las preferencias del individuo que se
encuentra en una situación límite, pues deja a su criterio la irrogación del mal
en que consiste su acción o soportar la amenaza que se cierne sobre él.
En la Jurisprudencia española se ha analizado profusamente esta
circunstancia, si bien con anterioridad al vigente Código penal exigía que el
mal irrogado fuera igual o mayor que el causado, elemento comparativo que
ha desaparecido en la redacción vigente del art. 20.6ª CP. La STS 114/2015,
de 12 de marzo explica sus características del siguiente modo: “El sujeto que
actúa típicamente se halla sometido a una situación derivada de una amenaza
de un mal tenido como insuperable. De esta exigencia resultan las
características que debe reunir la situación, esto es, ha de tratarse de una
amenaza real, seria e inminente, y que su valoración ha de realizarse desde la
perspectiva del hombre medio, el común de los hombres, que se utiliza de
baremo para comprobar la superabilidad del miedo. La supresión de la
ponderación de males busca eliminar el papel excesivamente objetivista que
tenía el miedo insuperable en el Código anterior y se decanta por una
concepción más subjetiva y pormenorizada de la eximente, partiendo del
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hecho incontrovertible de la personal e intransferible situación psicológica de
miedo que cada sujeto sufre de una manera personalísima. Esta influencia
psicológica, que nace de un mal que lesiona o pone en peligro bienes
jurídicos de la persona afectada, debe tener una cierta intensidad y tratarse de
un mal efectivo, real y acreditado. Para evitar subjetivismos exacerbados, la
valoración de la capacidad e intensidad de la afectación del miedo hay que
referirla a parámetros valorativos, tomando como base de referencia el
comportamiento que ante una situación concreta se puede y se debe exigir al
hombre medio (STS 1095/2001, de 16 de julio). La supresión de la
ponderación de males –dice la STS 996/2011, de 4 de octubre– busca
eliminar el papel excesivamente objetivista que tenía el miedo insuperable en
el Código anterior, y que aproximaba esta exención al estado de necesidad, y
se decanta por una concepción más subjetiva de la eximente, partiendo del
hecho incontrovertible de la personal e intransferible situación psicológica de
miedo que cada sujeto sufre de una manera personalísima.
Así pues, los requisitos que debe reunir la acción lesiva del sujeto para
beneficiarse de la exención penal por aplicación del art. 20.6ª CP, son los
siguientes (STS 240/2016, de 29 de marzo; 86/2015, de 25 de febrero;
35/2015, de 29 de enero; 1046/2011, de 6 de octubre):
a. La presencia de un mal que coloque al sujeto en una situación de temor invencible
determinante de la anulación de su libre voluntad.
b. Que dicho miedo esté inspirado en un hecho efectivo, real y acreditado; incluso
inminente.
c. Que el miedo sea insuperable, esto es, invencible, en el sentido de que no sea
controlable o dominable por el común de las personas con pautas generales de los hombres,
huyendo de las situaciones extremas relativas a los casos de sujetos valerosos o temerarios
y de personas miedosas o pusilánimes.
d. Que el miedo ha de ser el único móvil de la acción.
Frente a la definición anterior del miedo insuperable, que exigía la
presencia (real) de un mal igual o mayor, en la actualidad se le da una
interpretación más subjetiva a ese requisito, de manera que también puede
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considerarse cumplido cuando el mal amenazante no sea real sino aparente,
pero a condición de que dicha apariencia hubiera llevado a cualquier persona
normal, en la posición del autor, a incurrir en el mismo error. En definitiva, se
trataría de situaciones de miedo insuperable por error invencible, que
llevarían en cualquier caso a la exculpación del sujeto por esa vía (art. 14.3
CP).
Por lo que se refiere a la apreciación de la eximente como incompleta (art.
21.1 CP), con mucha claridad expone la STS 645/2014, de 6 de octubre con
cita de otras anteriores, que “para evitar subjetivismos exacerbados, la
valoración de la capacidad e intensidad de la afectación del miedo hay que
referirla a parámetros valorativos, tomando como base de referencia el
comportamiento que ante una situación concreta se puede y se debe exigir al
hombre medio, de manera que la aplicación de la eximente exige examinar,
en cada caso concreto, si el sujeto podía actuar de otra forma y se le podría
exigir otra conducta distinta de la desarrollada ante la presión del miedo. Si el
miedo resultó insuperable, se aplicaría la eximente y si, por el contrario,
existen elementos objetivos que permiten establecer la posibilidad de una
conducta o comportamiento distinto, aun reconociendo la presión de las
circunstancias, será cuando pueda apreciarse la eximente incompleta”. O lo
que es lo mismo: el carácter completo o incompleto de la eximente dependerá
de la insuperabilidad del miedo, pero su origen, es decir el mal debe existir
realmente o, al menos, con una apariencia tal que hubiera parecido real a
cualquier persona.
Para finalizar el estudio de esta circunstancia, conviene señalar que con
frecuencia se asocia a los casos de legítima defensa en los que el sujeto
incurre en un error sobre la concurrencia del presupuesto de la causa de
justificación (no había agresión, ni la iba a haber, por mucho que pudiera
parecerlo) o bien se da un exceso en la respuesta a consecuencia del miedo
del sujeto agredido. En el conocido “Caso Tous”, en la que los guardias de
seguridad de la vivienda de lujo que custodiaban, propiedad de un
empresario, actuaron contra los que ellos suponían que pretendían asaltar la
vivienda, la Audiencia Provincial de Barcelona absolvió por una
interpretación “sui generis” de la legítima defensa, según la cual la creencia
errónea de la inminente agresión, provocada por el miedo, daría lugar a la
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exención completa de pena: “disparó el arma determinado por el miedo que
sentía” (SAP Barcelona 20/2011, de 21 de junio). Por el contrario, el Tribunal
Superior de Justicia de Cataluña (Sentencia 8/2012, de 19 de marzo) entendió
que “el TS viene considerando incompatible la eximente de miedo
insuperable con la conducta de quien acude armado al lugar donde están las
personas con las que se prevé el enfrentamiento (SSTS 2ª 1427/1998 de 23
noviembre y 892/2007 de 29 octubre) y la de quien demuestra una capacidad
de acción evidente, incompatible con la parálisis que el miedo provoca
naturalmente, al disparar un arma de fuego contra los componentes del bando
contrario ( STS 2ª 247/2009 de 12 marzo); o la considera poco propicia para
quien actúa como guarda-jurado armado, “a quien debe suponérsele una
preparación más específica y acorde con esa profesión” ( STS 2ª 1450/2001
de 12 julio, FJ 3).” No basta, pues, con aducir un indeterminado “miedo” para
construir la legítima defensa putativa. Esta debe valorarse de acuerdo con los
parámetros explicados al analizar la citada circunstancia, sin perjuicio de que,
en muchos casos, la apariencia intimidante pueda generar una respuesta
lesiva que no nace del ánimo de lesionar o matar al supuesto agresor sino de
defenderse de él. Cuando el autor del hecho va preparado para responder a
una agresión que considera inminente, no cabe hablar de miedo sino quizá de
reacción desproporcionada causada por los nervios propios de la situación, lo
que es bien distinto a efectos jurídico-penales.
III. El estado de necesidad exculpante
De acuerdo con una doctrina mayoritaria, el art. 20.5ª CP recoge en realidad
dos supuestos de estado de necesidad según el conflicto planteado entre el
mal ejecutado (el delito cometido) y el mal evitado (la situación negativa para
algún bien jurídico que estaba en peligro y al que salvó la acción del sujeto).
Cuando el mal causado es menor que el evitado, estaríamos ante una causa de
justificación por el resultado valioso de la concurrencia de ambos males. Por
el contrario, cuando el mal causado es de igual índole, el resultado no es
valioso ni perjudicial, predominando la indiferencia del Estado frente a cuál
de los males es de superior rango, lo que le lleva a disculpar la acción lesiva
realizada por el sujeto. El conocido ejemplo de la “Tabla de Carnéades”,
propuesto por el erudito para reflejar la imposibilidad de que el Estado
reconozca preferencia hacia dos bienes jurídicos de igual valor (la vida de
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sendos náufragos), de manera que no puede justificar la lesión de uno de
ellos para salvaguardar el otro. Si A arroja a B de la tabla para salvarse,
ambas vidas poseen igual valoración jurídica y el hecho no puede
“justificarse”, porque ello sería tanto como decir que la vida de B tiene menos
valor que la vida de A. En consecuencia, habrá que “disculpar” y exonerar de
pena a A, pero no justificar su conducta.
Lógicamente, en la vida diaria se producen situaciones de necesidad muy
distintas de la que refleja el clásico ejemplo y el esfuerzo de ponderación que
debe realizar el juzgador es mucho mayor. En cualquier caso, la apreciación
de la eximente prevista en el art. 20.5ª CP exige como condición previa la
concurrencia de una “situación de necesidad”, es decir una encrucijada vital
que nos coloca en la tesitura de que o bien cometemos un delito o bien
sufrimos un mal de una entidad igual del que representa la comisión de ese
delito. En el caso del estado de necesidad exculpante, habría que aplicar el
apartado 1º del precepto mencionado, en la parte que indica “un mal
igual….que el que se trata de evitar”. En este sentido, es habitual que
nuestros tribunales deban dilucidar si la situación de penuria económica de un
sujeto disculpa su actividad como colaborador en el tráfico de drogas, al
servir de “mula” y viajar hasta nuestro país con cualquier sustancia
estupefaciente en la maleta o dentro de su cuerpo. En general, la valoración
que hacen nuestros tribunales es negativa, por considerar que el mal
amenazante (el hambre) puede evitarse por muchos medios distintos a la
colaboración en un delito que causa grave daño social.
Por otra parte, no se trata aquí de exculpar el sujeto autor del hecho
delictivo a consecuencia de su alteración emocional (que no se exige y, por
tanto, puede existir o no), sino de los parámetros normativos de los que se
sirve el Legislador para exigir determinados comportamientos a los
ciudadanos. Y decide excluir de dicha exigencia los casos en que el mal
cometido es semejante al evitado, siempre que exista la referida “situación de
necesidad”, que es el verdadero nervio de la circunstancia eximente (Cuerda
Arnau).
Así pues, respecto al estado de necesidad justificante, ya analizado en la
Lección 16, este que ahora nos ocupa solo se distingue en la ponderación de
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los males en conflicto, que deben ser iguales (léase “semejantes”) y no
desigualmente favorables para el que evita el sujeto. Quede claro que se trata
de ponderar “males” y no de valorar distintos bienes jurídicos, que quizá en
abstracto ostenten un rango distinto del que tienen en el caso particular. Así,
por ejemplo, el valor de la flora y la fauna (proporcional a las sanciones
previstas en el Código penal para el daño infligido a ellas) quizá no sea
equiparable al daño causado a una persona, por pequeño que sea, si para no
lesionar (mínimamente) a esta se debe dañar severamente a un grupo de
animales. Una cosa es que estos reciban una protección jurídico-penal y otra
que puedan prevalecer frente a la integridad física de una persona, entre otras
cosas porque solo esta es sujeto de derechos fundamentales y de la dignidad
predicada en el art. 10 CE.
Esta dificultad para aplicar la exención de pena en los casos de estado de
necesidad disculpante ha generado una Jurisprudencia rica en apelaciones a la
aplicación de atenuantes por analogía en relación con el art. 20.5ª CP, cuya
invocación es frecuente en casos de usurpación de vivienda (SAP Valencia
3/2015, de 7 de enero; SAP Madrid 424/2013, de 12 de junio), pero también
se observa en relación con otros delitos; así, con el carácter de muy
cualificada se aplicó a un caso de conducción bajo la influencia de bebidas
alcohólicas en el que el autor se dirigía al hospital a ver a su padre, cuya
muerte inminente era de prever (SAP Valladolid 269/2013, de 16 de julio).
Como es bien sabido, la atenuante por analogía cumple una función
moduladora de la pena que permite incluir en ella cualquier circunstancia del
caso que aconseje la disminución punitiva y, por supuesto, también en los
casos de estado de necesidad cuando no se den las condiciones para la
exención de pena ni tampoco para la aplicación de la eximente incompleta
(art. 21.1ª CP).
IV. Bibliografía
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ROSO CAÑADILLAS, R.: “Miedo insuperable”. Enciclopedia penal básica.
Granada, 2002.
TOMÁS-VALIENTE LANUZA, “Art. 20.5º”, en GÓMEZ TOMILLO (dir.), Comentarios
al Código penal, Valladolid, 2010.
VARONA GÓMEZ, El miedo insuperable: una reconstrucción de la eximente
desde una teoría de la justicia. Granada, 1999.
— “El miedo insuperable ¿una eximente necesaria? Reconstrucción de la
eximente desde una teoría de la justicia, en Revista de Derecho penal y
Criminología, núm. 7, 2001.
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Lección 20
NICOLÁS GARCÍA RIVAS
Universidad de Castilla-La Mancha
EL ERROR EN LA TEORÍA DEL DELITO
I. Introducción
Aunque es tradicional un tratamiento del error diversificado en función del
aspecto de la teoría del delito al que afecte (dolo, causas de justificación,
conocimiento de la antijuricidad), desde un punto de vista pedagógico
conviene reunir en una sola Lección todos estos aspectos, para lograr así una
visión de conjunto y facilitar su comprensión. Por ejemplo, la vencibilidad
del error nos traslada a una reflexión sobre las obligaciones que imprime al
ciudadano el Ordenamiento jurídico, es decir, hasta qué punto está obligado a
percatarse de una determinada situación o de la aplicación a la misma de una
determinada norma jurídica. Por lo demás, la discusión doctrinal existente en
torno a la calificación jurídica (como error de tipo o como error de
prohibición) de determinados casos límite o del propio error sobre los
presupuestos de una causa de justificación, pueden abordarse mejor desde un
tratamiento unitario del error en la teoría del delito.
Por lo demás, tampoco faltan razones político-criminales para esta
unificación. A lo largo de la teoría del delito se exige en distintos momentos
un análisis de la relación entre la mente del sujeto y el hecho cometido, tanto
en su dimensión ontológica (la situación) como jurídica (la norma vulnerada),
un ligamen necesario porque así lo reclama, en general, el principio de
culpabilidad, que solo permite la sanción penal cuando se acredita la
responsabilidad personal del sujeto, la cual depende de la demostración de
dicho ligamen. Claro está que el ciudadano no está obligado a ser un
especialista en Derecho, pero hace ya tiempo que se acuñó la expresión
“valoración paralela en la esfera del profano” para explicar la exigencia
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jurídica dirigida al ciudadano, sin cuya acreditación no es posible imponerle
una pena.
Error significa “concepto equivocado o juicio falso” (RAE), es decir, el
sujeto tiene un conocimiento deformado de la realidad o del significado
jurídico de dicha realidad. Una cosa es lo que en su mente aparece como
cierto y otra cosa distinta lo que lo es auténticamente. El Legislador ha
condensado en un solo artículo toda la regulación sobre el error. En general,
se considera que el apartado 1º del art. 14 se refiere al error de tipo y el
apartado 3º al error de prohibición. El apartado 2º regula una modalidad de
error de tipo referido a los subtipos agravados.
Artículo 14.
“1. El error invencible sobre un hecho constitutivo de la infracción penal excluye la
responsabilidad criminal. Si el error, atendidas las circunstancias del hecho y las
personales del autor, fuera vencible, la infracción será castigada, en su caso, como
imprudente.
2. El error sobre un hecho que cualifique la infracción o sobre una circunstancia
agravante, impedirá su apreciación.
3. El error invencible sobre la ilicitud del hecho constitutivo de la infracción penal
excluye la responsabilidad criminal. Si el error fuera vencible, se aplicará la pena
inferior en uno o dos grados”.
II. Error de tipo
1. Concepto
Para la calificación de un hecho como doloso se requiere la comprobación
de que el autor conoció y quiso la realización de la parte objetiva del tipo o, si
se prefiere, de los elementos objetivos del mismo. Dada la configuración
actual del dolo como “dolo natural”, sólo habrá comportamiento doloso
cuando el sujeto actúe a conciencia de los efectos de su acción, queriendo
dichos efectos, aunque solo sea en su modalidad más venial, es decir como
dolo eventual. Todo eso se explicó ya en la Lección correspondiente. Lo que
ahora nos ocupa es el reverso de ese dolo, es decir, aquellos casos en los que
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el sujeto actúa sin conocer los elementos objetivos del tipo y creyendo, por
tanto, que las consecuencias de su acción son muy distintas a las que en
realidad tienen lugar y que suponen, efectivamente, la realización de los
elementos objetivos del tipo. El ejemplo clásico (no por ello menos repetido
en la realidad) es el del cazador que confunde el movimiento en un matorral
cercano con una pieza de caza cuando en realidad se trata de su compañero
cazador, agazapado tras el matorral en espera de disparar sobre alguna pieza.
Las lesiones o la muerte causadas por el primero al segundo no pueden
calificarse nunca como dolosas si se demuestra que aquel actuó con pleno
desconocimiento de que su acción iba dirigida (en la realidad) contra un
cazador y no (como erróneamente creía) contra una pieza de caza.
Ante un error de esa naturaleza no tiene sentido el famoso “brocardo” según
el cual “la ignorancia de la Ley no exime de su cumplimiento”. En primer
lugar, porque en este caso no se desconoce ninguna Ley sino que el error
recae sobre circunstancias del hecho, es decir sobre la situación existente. En
segundo lugar, porque solo podrá calificarse como doloso (querido) aquel
hecho que sea conocido por el autor, ya que no puede ser querida una
consecuencia de los actos cuando ni siquiera se conoce la posibilidad de que
dicha consecuencia tenga lugar. Dicho técnicamente: el error sobre los
elementos objetivos del tipo (error de tipo) elimina por completo el primer
elemento del dolo, que es el conocimiento de los mismos. En coherencia con
ello, el art. 14.1 CP establece la impunidad total de la conducta del autor
errado a condición de que el error en el que incurre sea invencible,
manteniendo la punición como delito imprudente (si ello es posible) cuando
el error sea vencible.
Respecto a la vencibilidad del error conviene realizar algunas matizaciones
que servirán luego en otras modalidades del mismo. El carácter vencible o no
del error depende siempre (ya sea de tipo o de prohibición) de la comparación
entre la perspectiva de ese autor errado y la que habría tenido, en las mismas
circunstancias, un hombre medio, una persona normal y corriente. Si esta
también habría incurrido, casi con toda probabilidad, en el mismo error,
entonces habrá que calificar la conducta de aquel como error invencible. Si,
por el contrario, una persona normal no habría incurrido en dicho error,
entonces el error es vencible o, si se prefiere, el Ordenamiento jurídico exige
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del sujeto una mayor diligencia mental a la hora de valorar ya sea la situación
de hecho o la valoración jurídica de la misma.
En los casos de error de tipo, cuando este es vencible, el art. 14.1 CE
establece como regla general el castigo del hecho como delito imprudente
siempre que dicha modalidad delictiva esté prevista para el delito del que se
trate. Así, podrá castigarse como homicidio o lesiones imprudentes el caso
citado del cazador cuando el error en el que incurre el sujeto es vencible, ya
que tanto el homicidio como las lesiones imprudentes están tipificadas en los
arts. 142 y 152, respectivamente. Por el contrario, un caso de abuso sexual
sobre un menor de 16 años, cuando se demuestre que el sujeto podía haberse
percatado de la edad si hubiera tenido la diligencia de una persona normal y
corriente, no podrá ser castigado porque no está tipificado el “abuso sexual
imprudente”. El hecho quedará impune, por tanto, aunque se demuestre que
el error fue vencible.
En su aspecto objetivo, el tipo cuenta con elementos
descriptivos
y
también con elementos normativos. Estos últimos no requieren solo una
apreciación por parte del sujeto sino a menudo una valoración jurídica para
constatar su existencia (la autorización para edificar, por ejemplo). En este
sentido, pueden equipararse a elementos extrapenales integrados en el tipo
mediante la técnica de la ley penal en blanco. Aunque exista cierta
controversia doctrinal sobre cómo calificar el error sobre esta clase de
elementos del tipo, dado que se encuentran en él como consecuencia de una
selección del Legislador y que, por definición, su conocimiento es
imprescindible para determinar el dolo del autor, es lógico considerar que el
error sobre estos elementos normativos (y sobre las normas remitidas en las
Leyes penales en blanco) es un error de tipo, con todas las consecuencias que
ello comporta, también el de su impunidad cuando el delito correspondiente
carece de modalidad imprudente.
Finalmente, si el error recae sobre circunstancias que dan lugar a la
realización de un subtipo agravado, la regla que establece el art. 14.2 CP lleva
a impedir su apreciación tanto si el error es vencible como si es invencible.
Subsistirá en todo caso el tipo básico, realizado (él sí) a plena consciencia.
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Dado que el Libro II de nuestro Código penal está construido en general de
manera que sobre un tipo básico se superponen varios subtipos agravados,
esta modalidad de error será bastante frecuente. Por ejemplo, el hurto (art.
234 CP) resulta agravado cuando se sustraen bienes de primera necesidad “y
se cause una situación de desabastecimiento” (art. 235.1.2º CP). Pues bien,
para castigar por este subtipo agravado es necesario acreditar que el sujeto
sustractor sabía que su hurto traería como consecuencia el citado
desabastecimiento. Si este tuvo lugar pero el ladrón no lo sabía, habrá que
castigar por el tipo básico de hurto (art. 234 CP) pero no por este subtipo
agravado.
2. Casos particulares de error de tipo
Una vez definido el error de tipo como aquel que recae sobre alguno de los
elementos objetivos del mismo, suelen analizarse en particular dos clases de
error que versan sobre sendos elementos del tipo: el objeto material y la
relación causal entre acción y resultado (aberratio ictus).
a) Error sobre el objeto de la acción
El objeto sobre el que recae la acción puede ser más o menos relevante
(esencial en la terminología del art. 14.1 CP) en función de si la
discrepancia entre la realidad y la mente del autor tiene trascendencia
jurídico-penal. Así, no la tendrá apoderarse del vehículo de B cuando en
realidad el autor quería sustraer el vehículo de C. Dado que para el tipo penal
aplicable (art. 244 CP) lo trascendente es que el objeto de la acción sea “un
vehículo a motor o ciclomotor ajeno”, tanto da que sea el de B o el de C, el
error carece de trascendencia y, por tanto, no será aplicable el art. 14.1 CP.
Distinta es la solución cuando la divergencia entre la realidad y la mente del
sujeto tiene relevancia jurídico-penal porque versa sobre dos tipos penales
distintos. Así, es recurrente el ejemplo de quien se apodera en una iglesia de
un objeto de valor histórico sin saberlo. En este caso el error sí es
trascendente, porque la aplicación del subtipo agravado correspondiente (art.
235.1.2º CP) exige el conocimiento de dicha cualidad del objeto. Si se
desconoce, habrá error de tipo (art. 14.2 CP) y no podrá castigarse por ese
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(sub)tipo agravado, aunque sí, lógicamente por el tipo básico (art. 234 CP).
En ocasiones el objeto de la acción es una persona especialmente protegida.
La reforma penal de 2015 ha creado una modalidad especial de asesinato
agravado sobre menor de 16 años (art. 140.1.1ª CP). Puede ocurrir que el
sicario yerre sobre la persona a la que debe matar y mata a un menor de 16
años en lugar de a la víctima designada, que tiene 18 o 20 años. En ese caso,
la pena de prisión permanente revisable está prevista para quien dolosamente
mata al menor y en este caso no existe ese dolo “agravado” porque el sicario
desconocía que aquel sobre el que realizaba la acción del disparo tenía menos
de 16 años. El hecho es también trascendente, como en el caso anterior de la
sustracción de cosa de valor histórico, y únicamente podrá castigarse por el
delito básico de asesinato, previsto en el art. 139 CP y ser castigado “solo”
con pena de prisión de 15 a 20 años.
El caso contrario plantea dudas. Si el sicario fue pagado para matar a un
menor de 16 años pero erró y mató a un mayor de edad, ¿le damos relevancia
a ese error? ¿Es un error “esencial” como requiere el art. 14.1 CP? Algunos
sostienen que debería castigarse por tentativa del tipo cualificado (art. 140
CP) en concurso ideal con un delito “básico” imprudente. La tentativa puede
parecer clara, dado que el dolo del sicario tenía por objeto de su acción al
menor de 16 años, quien no murió. Sin embargo, indagando un poco más en
el caso nos damos cuenta de que ese menor no estuvo realmente en peligro,
dado que la acción se dirigió siempre contra “otro objeto”. Por tanto, la
ausencia de peligro debería convencernos de que tal tentativa no existió. Por
otra parte, construir un delito imprudente sobre la base del error respecto a la
persona asesinada es todavía más complicado, dado el perfil de este delito,
que solo puede cometerse dolosamente, aunque sea con dolo eventual. Claro
está que siempre queda como tipo básico de delito contra la vida el
homicidio, en este caso imprudente, pero entonces dejan de valorarse
circunstancias tan esenciales del caso que la solución no es de recibo. En
definitiva, sería mejor considerar que el error es irrelevante y condenar por un
delito consumado de asesinato (básico) del art. 139 CP.
b) Error sobre la relación causal (dolus generalis y aberratio ictus)
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En principio, la realización del resultado en uno u otro momento, siempre
que no se desligue de la acción realizada, carece de relevancia: si tras una
puñalada mortal el sujeto muere a consecuencia de la infección de la herida
porque el ataque se produjo en pleno bosque y no pudo ser atendido, el
resultado se imputa igualmente a quien le apuñaló. Es irrelevante. Sin
embargo, en otros casos, la interferencia de sucesos posteriores a la
realización de la acción puede tener relevancia. Si el apuñalado es trasladado
al hospital y este es incendiado por un pirómano, su muerte no podrá
imputarse a quien apuñaló sino a este pirómano, aunque en realidad en este
caso no existe error, ya que se trata de un hecho posterior a la acción del
agresor y que este no puede dominar (véase la Lección 14, sobre la
imputación objetiva).
Distinto es el caso del llamado dolus generalis, referido a una sucesión
de acciones erradas por parte de quien, al fin y al cabo, logra su propósito
aunque no cuándo y cómo él pretendía. Si el homicida estrangula a la víctima
y creyéndola muerta (por ausencia de signos vitales) la arroja al mar y esta
muere ahogada, ¿es relevante el error? Para algunos, habría que desgajar el
suceso en dos etapas, asignándole una calificación jurídica a cada una de
ellas. En primer lugar, el homicida quiere matar estrangulando pero no lo
logra, aunque él piense erróneamente que sí. Lógicamente, si el hecho
quedara ahí, no se calificaría como delito consumado sino como homicidio en
grado de tentativa acabada, siendo irrelevante que el autor creyera que había
consumado el hecho. Pero el suceso siguiente nos plantea ya un problema de
error, porque al arrojar al mar lo que el homicida cree un mero cadáver, está
matando sin saberlo, es decir comete un homicidio creyendo que su acción es
ya inocua. ¿Debe dársele relevancia a este último error? Si lo hiciéramos,
habría que considerar un doble delito: homicidio en grado de tentativa y
homicidio imprudente. Aunque se trate de un concurso real (porque se trata
de dos acciones diferentes), la pena sería inferior a la del homicidio
consumado. Quizá por ello, la solución jurisprudencial en España pasa por la
aplicación del dolus generalis, que nos obliga a analizar el suceso como
un todo y no escindiéndolo en las dos etapas reseñadas. En definitiva, dicen
nuestros tribunales, el homicida quería matar y mató, aunque fuera en otro
momento y con una acción posterior. Por consiguiente –siguen diciendo–,
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debe responder por la “acción total” de un homicidio doloso consumado, o
sea, que el error es irrelevante (STS 133/2013, de 6 de febrero).
Por último, los casos de error en el golpe (aberratio ictus) se
diferencian de los de error en el objeto porque la acción se realiza en
presencia tanto del objeto material sobre el que se pretendía realizar la acción
(un bolso, una persona) como del objeto material sobre el que finalmente se
realiza (otro bolso, otra persona). La solución a adoptar puede llevarnos, de
nuevo, a disgregar el hecho en función de ese error, considerándolo relevante,
o considerar, sencillamente que si el tipo penal (hurto, robo, homicidio) se
refiere al objeto material como una “cosa” o un “otro” cualquiera, lo mismo
da que la acción haya recaído finalmente sobre A o sobre B cuando A y B
son cosas o personas inespecíficas, igualmente protegidas por el Legislador
penal. Si alguno de ellos tiene una protección especial (es decir, es un
elemento que sirve para construir un tipo agravado), la solución a adoptar
será la misma que en el caso del error en el objeto, con la salvedad de que
aquí sí puede existir tentativa del delito que el sujeto pretendía realizar, ya
que la presencia del objeto de la acción en la escena del crimen no permite
afirmar que esta no comportó peligro alguno.
III. Error de prohibición
A diferencia del error de tipo, que versa sobre la apreciación por el autor
del hecho de las circunstancias fácticas en las que este se desenvuelve y que,
por ello, excluye el dolo, porque indica que el sujeto activo no conoció los
elementos objetivos del tipo en su manifestación vivencial, el error de
prohibición se ubica en el ámbito de la culpabilidad, a la que excluye porque
indica que el sujeto no fue consciente de la antijuricidad del hecho realizado,
por los motivos que sean. De ahí que haya renacido en cierto modo la
distinción entre error de hecho (de tipo) y de Derecho (de prohibición),
aunque no pueda establecerse un parangón absoluto entre ambas
clasificaciones.
Como se ha dicho, el error de prohibición elimina un elemento fundamental
de la culpabilidad: la conciencia de antijuricidad. Si el sujeto actuó a plena
conciencia de que su acto no era antijurídico, sino aceptado o asumido por el
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Derecho penal, una vez probada esa circunstancia impide al Estado castigar a
esa persona con una pena, porque la imposición de esta exige la
comprobación de la culpabilidad, aunque sea atenuada. Es claro que hay
infracciones delictivas que no requieren ningún estudio ni ambiente cultural
para saber que lo son: homicidio, robo, detención ilegal, etc. Así lo sostiene
el Tribunal Supremo en su reciente Sentencia 602/2015, de 13 de octubre:
“Cuando el error se proclama respecto de normas fundamentales en el
Derecho penal, no resulta verosímil, y por tanto admisible, la invocación de
dicho error, no siendo posible conjeturar la concurrencia de errores de
prohibición en infracciones de carácter material o elemental, cuya ilicitud es
notoriamente evidente y de comprensión y constancia generalizada”. En esa
Sentencia se niega la aplicación del error de prohibición a una familia
pakistaní que tenía secuestrada a la mujer de uno de los familiares para que
no viviera como una mujer occidental. El dato relevante no es la barbaridad
del hábito sino la plena conciencia del mal que tenían los autores.
Otras veces, costumbres asimismo bárbaras, como la mutilación genital
femenina, pueden dar lugar a la apreciación del error de prohibición. Ello es
todavía más posible cuando el Derecho penal contemporáneo pretende
perseguir hechos cometidos en otros lugares del mundo donde esas
costumbres son habituales, de manera que quizá se quiera condenar a alguien
que en un pasado cercano no había tenido contacto con la civilización
occidental. Por ello, dependiendo de las circunstancias del caso, nuestro
Tribunal Supremo ha apreciado en alguna ocasión un error de prohibición,
con absolución de la autora por falta de culpabilidad (STS 939/2013, de 16 de
diciembre), aunque en otros casos no se ha apreciado tal falta de consciencia
(STS 835/2012, de 31 de octubre). Dependerá, pues, del conocimiento que el
sujeto activo tuviera sobre la antijuridicidad de la conducta realizada. Habrá
que valorar, por ejemplo, cuánto tiempo llevaba en nuestro país el autor o la
autora. Como puede apreciarse, no se trata aquí de valorar la conducta en sí
misma (la mutilación es un delito castigado con hasta 12 años de prisión –art.
149 CP) sino el grado de reproche que puede hacérsele a su autor o autora,
teniendo en cuenta cómo percibía este o esta la prohibición penal.
Al igual que en el error de tipo, también para el error de prohibición
establece el art. 14.3 CP la distinción entre error vencible e invencible. El
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método para determinarlo es similar al explicado allí: si una persona media,
situada en la posición del autor o de la autora del hecho (con sus mismas
circunstancias culturales, vivenciales, etc.), habría incurrido en un error
similar, este será invencible. Por el contrario, cuando esa persona media (o
espectador objetivo) no hubiera incurrido en error similar porque habría
atendido a datos o circunstancias que al autor o autora les pasaron
desapercibidos por falta de atención reprochable, entonces el error será
vencible y conllevará la aplicación de la pena prevista para el delito, pero
rebajada obligatoriamente en uno o dos grados (art. 14.3 CP). Ejemplo de
esto último es la STS 547/2009, de 19 de mayo, en un caso de relación sexual
consentida por una menor de 13 años con otro joven de 18 años, ambos
originarios de un país donde son normales esas relaciones. El dato del tiempo
de residencia en España (muy escaso) permite apreciar el error de prohibición
vencible y la atenuación consiguiente. Y ese mismo dato, pero a la inversa,
sirve para negar cualquier error en la STS 336/2009, de 2 de abril, que trata
un caso similar. También aprecia error de prohibición vencible la STS
484/2015, de 7 de septiembre, en la que un grupo de personas se organiza en
una asociación de consumidores de cannabis para cultivar y consumir dicha
sustancia (consumo compartido, por tanto, lícito según nuestro Tribunal
Supremo). La duda o sospecha que los autores albergaban sobre la ilicitud de
la conducta (efectivamente ilícita para el Alto Tribunal), dio pie para excluir
el error invencible, pero permitió aplicar el vencible. Varios votos
particulares concurrentes consideraron, sin embargo, que sería aplicable el
error invencible, dada la permisividad de nuestros tribunales respecto al
consumo compartido de estas sustancias.
IV. Error sobre el presupuesto y sobre las condiciones
para la justificación
Al explicar las causas de justificación ya se dijo que es condición
imprescindible para la misma que exista una previa situación que habilite
para actuar lesivamente. Esa situación debe ser captada por el sujeto y actuar
siendo consciente de su concurrencia para que el hecho se considere
justificado, es decir para la plenitud jurídica de la causa de justificación. Ante
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esa exigencia, puede ocurrir que exista una discordancia entre la mente del
sujeto y la realidad sobre la concurrencia de dicha situación. Si esta ocurre
pero el sujeto no lo sabe (actuó con dolo de matar, sin saber que la víctima le
esperaba para atacarlo de manera inminente) la doctrina considera que podría
castigarse como tentativa, ya que persiste un desvalor de acción (el sujeto no
sabía que la situación justificante se estaba produciendo) pero no de resultado
(al fin y al cabo, sin saberlo, el sujeto se defendió de una agresión inminente).
Del mismo modo que el sujeto puede actuar sin ser consciente de la
presencia del presupuesto, cabe la posibilidad de que suceda lo contrario, es
decir, que actúe convencido de que se ha presentado la situación que le
permite actuar justificadamente, cuando ello no es cierto. Con cierta
frecuencia, el sujeto inmerso en este tipo de situaciones no puede conservar la
frialdad de ánimo necesaria para valorar con claridad todas las circunstancias
concurrentes y ello le puede llevar a creer que existe el presupuesto que le
autoriza a lesionar un bien jurídico cuando en realidad la situación no
coincide con aquel. Incurre entonces en un “error sobre el presupuesto” de la
justificación. Pensemos, por ejemplo, en una persona que vive en una
urbanización y que ha tenido agrias disputas con su vecino. Un buen día
observa que este se acerca con aspecto colérico a su vivienda. Sin más, agarra
un bate de béisbol que tiene guardado y cuando el vecino se acerca la
emprende a golpes con él, convencido de que le iba a atacar. Luego se
demuestra que en realidad se acercaba a su vivienda para decirle que había
visto al supuesto ladrón de varias viviendas y le iba a pedir que le
acompañara en su busca.
Para explicar el modo de detectar ese error y cuáles son sus consecuencias
conviene recordar el criterio utilizado para determinar la efectiva presencia de
ese presupuesto; recurríamos a una valoración de todos los datos presentes en
el momento, aunque fueran descubiertos después y hubiesen sido
imperceptibles para una persona normal colocada en la posición del autor. En
consecuencia, solo cuando de ello se desprenda que dicho presupuesto no
existió (por mucha apariencia que existiera de lo contrario) podrá hablarse de
error. La opinión de esa persona normal (espectador objetivo) servirá ahora
para dilucidar qué clase de error cometió el autor. Cuando su opinión
coincida con la de este (es decir, una persona cualquiera que tuviera los
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mismos conocimientos que el autor del hecho también habría considerado
que le iba a agredir el vecino), podrá decirse que el autor obró de manera
razonable y que, en consecuencia, el error en el que incurrió puede calificarse
de invencible. Por el contrario, cuando el juicio de esa persona media no
coincida con el del autor porque aquel habría tenido en cuenta ciertos detalles
que el autor no percibió, quizá por precipitación, entonces el error cometido
por este deberá calificarse como vencible, es decir, esa otra persona media, en
su misma situación, habría obrado con mayor cautela y de este modo habría
superado el error. Por último, si al espectador objetivo le parece
absolutamente ridícula o burda la idea de que concurría el presupuesto de la
justificación, el error aducido se considera no ya irrelevante sino inexistente.
En la doctrina y en la Jurisprudencia españolas es muy dominante la “teoría
estricta o pura de la culpabilidad”, según la cual, en opinión de WELZEL
“sea que el autor se equivoque sobre los presupuestos objetivos o sobre los
límites jurídicos de una causa de justificación o crea erróneamente que
concurre una causa de justificación que no está reconocida como tal por el
derecho, en todos estos casos incurre en error sobre la antijuridicidad de su
realización dolosa típica”, lo que conduce a que dicho error sea tratado como
“error de prohibición” (art. 14.3 CP), porque se entiende que la equivocación
del autor tiene por objeto la norma que permite actuar cuando dicho
presupuesto concurre realmente, es decir, que se trata de un error de
prohibición que versa, no sobre la norma prohibitiva sino sobre la “norma
permisiva”, que autoriza actuar bajo determinadas condiciones. El sujeto del
ejemplo habría obrado, según esa opinión, creyendo que su visión de la
situación le permitía responder a una inminente agresión aunque ésta no
fuera a ocurrir en realidad.
Por el contrario, otro sector doctrinal sigue la llamada “teoría restringida de
la culpabilidad” y considera que estamos aquí ante un error semejante o
análogo al “error de tipo”, y que debe ser resuelto, por tanto, conforme a las
reglas previstas para él (art. 14.1 CP). En efecto, el error de tipo consiste en
una falsa representación de la “realidad típica”, es decir de la situación que
aparece prevista en el tipo. Pero el error sobre el presupuesto de la
justificación consiste también en una falsa representación de la situación
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prevista en la Ley como “presupuesto de la causa de justificación”. No existe
aquí un error sobre el ámbito legal de la justificación, es decir, sobre la norma
que justifica el hecho sino más bien sobre la situación que esa norma recoge.
El sujeto del ejemplo capta erróneamente la realidad que está ante sus ojos,
exactamente igual que el cazador yerra sobre la realidad al creer
erróneamente que el matorral se mueve porque hay una pieza, cuando lo
cierto es que se trata de su compañero de cacería. Si aplicamos las reglas del
error de tipo a los casos de error sobre el presupuesto de la justificación, el
art. 14 CP dispone que el error invencible es impune y que el vencible se
castigará, en su caso, como delito imprudente.
Para quienes defienden la tesis del error de prohibición esta consecuencia
jurídica es inaceptable. Las objeciones contra ella son dos. En primer lugar,
consideran que al castigarse sólo las conductas imprudentes previstas
expresamente en el Código penal (debido al sistema de numerus clausus que
rige en él) se abre un espacio excesivo a la impunidad. En segundo lugar,
afirman que la solución resulta incoherente desde un punto de vista
sistemático, ya que la acción del autor (un disparo) es dolosa y sin embargo
se aplica a continuación el error de tipo, siendo contradictorias ambas
afirmaciones. Sin embargo, ambas objeciones pueden ser superadas. La
primera no es en realidad una objeción contra la solución propuesta, sino
contra sus consecuencias punitivas; habría que recordar que la coherencia de
esta debe medirse con arreglo a su identidad con el injusto imprudente, cosa
que parece más que razonable. El hecho de que el Legislador haya decidido
castigar solo algunas conductas imprudentes y no la imprudencia con carácter
general responde a un saludable criterio de intervención mínima, de manera
que la aplicación del art. 14.1º CP lleva justamente a las consecuencias que el
Legislador ha previsto y no puede constituir un argumento sólido contra la
aplicación de las reglas del error de tipo a los casos de error sobre el
presupuesto de una causa de justificación. La segunda objeción puede
superarse por dos vías. En primer lugar, debe tenerse en cuenta que al aplicar
las reglas del error de tipo no se está afirmando que sean lo mismo. Se trata
de errores distintos (uno se refiere al supuesto de hecho típico y otro al
presupuesto de la causa de justificación), pero de similar “estructura
valorativa”, ya que ambos excluyen la prohibición. En segundo lugar, el
desvalor de acción del delito doloso requiere una voluntad del autor dirigida
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contra la norma prohibitiva, pero se ha dicho que el ámbito de la prohibición
no queda integrado sólo por la descripción típica de la conducta sino también
por la ausencia de causas de justificación, pues éstas restringen la prohibición
penal. El sujeto que agrede creyendo que va a ser agredido no dirige su
voluntad contra lo prohibido sino contra lo lícito, pues actúa con ánimo de
defensa, o sea de proteger un bien jurídico propio o ajeno contra una agresión
(que él cree) ilegítima. Esta voluntad es antagonista del dolo y su
concurrencia no permite hablar, en rigor, de un delito doloso; ello sería tanto
como afirmar que el sujeto actúa al mismo tiempo contra la prohibición y a
favor de lo permitido, lo que no parece posible. Sin embargo, sí resulta
compatible su voluntad justificante con una infracción del deber de cuidado
consistente en no haber examinado como es debido la situación que le
impulsa a actuar con esa voluntad, ya que en tal caso no actúa contra la
norma prohibitiva sino contra la norma que establece aquel deber.
Aunque el Tribunal Supremo dice mantener la tesis contraria (es decir, lo
considera un error de prohibición “indirecto”), no es infrecuente que califique
como imprudencia profesional la actuación de la policía que se excede en sus
atribuciones pero argumenta que creía que se daban las condiciones para un
uso contundente de las armas. Pues bien, esa calificación concuerda,
justamente, con la prevista en el art. 14.1 CP para los casos de error de tipo
vencible y resulta extravagante en relación con el error de prohibición (como
ejemplo de calificación de imprudencia: STS 828/2013, de 6 de noviembre y
STS 281/2010, de 22 de marzo).
Por lo que se refiere al error sobre las condiciones requeridas por la Ley
para que la conducta esté justificada, debe recordarse que presentan una
configuración diferente a la del presupuesto de la justificación. Por ello, si el
autor aduce que creyó obrar legítimamente, cumpliendo dichas condiciones,
aun cuando en realidad el Ordenamiento no le permitía una respuesta de esa
índole, su error no podrá tratarse, como el relativo al presupuesto, como un
“error de tipo” sino como un “error de prohibición”, ya que afecta al ámbito
de aplicación de la norma y no a la concurrencia fáctica de la situación
prevista en ella y en la que se fundamenta su propia existencia. Así, el policía
que cree obrar legítimamente cuando se excede en la represión de unos
manifestantes actúa en realidad desconociendo el ámbito de aplicación del
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precepto legal que establece las condiciones para dicha represión. Su error no
se refiere a la realidad (la manifestación) sino al modo en que puede actuar
para evitar el daño que esa situación puede provocar. Lo mismo ocurre
cuando el agredido cree que puede apuñalar a quien le insulta o cuando el
autor se enfrenta a una situación de necesidad que provocó él mismo y cree
que puede actuar justificadamente pese a todo. Esta clase de errores afectan
directamente a la “conciencia de antijuricidad” del hecho, elemento que se
sitúa en la culpabilidad y cuya ausencia da lugar al “error de prohibición”,
previsto en el art. 14.3 CP y que lleva, si es vencible, a una atenuación de
pena en uno o dos grados, atenuación que es similar a la establecida en el art.
68 CP para las eximentes incompletas. Ello quiere decir que en nuestro
Código penal, cuando no se aprecia la concurrencia de alguna de las
condiciones exigidas para la justificación del hecho (pero sí el presupuesto de
la misma), el error sobre ello resulta prácticamente irrelevante, porque en
todo caso se atenúa la pena en uno o dos grados. Esa irrelevancia explica,
seguramente, que nuestro Tribunal Supremo no se detenga demasiado a
analizar esta clase de error, sobre todo si se tiene en cuenta que la práctica
totalidad de los casos serán de error vencible, dado que el autor habrá
incumplido sistemáticamente el deber de examen previo.
Cuando el error no consiste solo en una deficiente captación por parte del
autor de las condiciones requeridas legalmente para la justificación de su
conducta sino que su mente construyó una causa de justificación inexistente,
ello afectará sin duda alguna a la conciencia de antijuricidad del hecho y
deberá tratarse como un error de prohibición. Así ocurriría si el propietario de
un bien cuya posesión mantiene ilegítimamente un tercero se apodera
violentamente de ese bien creyendo que el Derecho le autoriza a hacerlo,
cuando en realidad se trata de una conducta no justificada.
V. Bibliografía
ALONSO ÁLAMO,
M.: “Notas para un tratamiento diferenciador del mal
llamado Dolus generalis”, en JORGE
BARREIRO, A. (dir.): Homenaje
al profesor Dr. Gonzalo Rodríguez Mourullo, Civitas, Madrid,
2005.
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ARIAS EIBE, M.J.: El error en Derecho penal en el Código
de 1995. Dykinson, Madrid, 2007.
CÓRDOBA, F.J.: La inevitabilidad del error de prohibición.
Marcial Pons. Madrid, 2012.
DÍAZ Y GARCÍA CONLLEDO, M.: El error sobre los elementos
normativos del tipo penal. La Ley, Madrid, 2008.
— “¿Error de tipo o error de hecho?”, en MORALES PRATS, F.,
QUINTERO OLIVARES, G. (coords): El nuevo derecho penal
español: estudios penales en memoria del profesor José
Manuel Valle Muñiz, Aranzadi, Pamplona, 2001.
FAKHOURI GÓMEZ, Y.: “Valoración crítica a la determinación del objeto
del dolo conforme a la delimitación entre error de hecho y error de Derecho
penal y extrapenal desde los tiempos del RG hasta la actualidad”, en
InDret 4/2009.
FELIP I SABORIT, D.: Error iuris. El conocimiento de la
antijuridicidad y el art. 14 del Código penal. Atelier,
Barcelona, 2000.
LAURENZO COPELLO,
P.:
Dolo y conocimiento.
Tirant lo Blanch,
Valencia, 1999.
LUZÓN PEÑA, D.M.: “Caso fortuito y creencia razonable: error
objetivamente invencible y consentimiento presunto como causas de
justificación o exclusión de la tipicidad penal”, en Revista General de
Derecho penal, nº 9, 2008.
MUÑOZ CONDE, F.: El error en Derecho penal. Tirant lo Blanch,
Valencia, 1999.
SANZ MULAS, N.: “Diversidad cultural y política criminal. Estrategias para
la lucha contra la mutilación genital femenina en Europa (especial
referencia al caso español)”, en Revista Electrónica de Derecho
penal y Criminología, nº 16, 2014.
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VÖGEL, J.: “Dolo y error”, en Cuadernos de Política Criminal, nº
95, 2008.
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Lección 21
JUAN CARLOS FERRÉ OLIVÉ
Universidad de Huelva
LA PUNIBILIDAD
I. La punibilidad. Concepto y función
En las lecciones precedentes se han ido analizando los diferentes elementos
y requisitos del delito. Al hilo de todos esos planteamientos, cabe afirmar que
una vez constatado el tipo del injusto y la culpabilidad, corresponde imponer
una pena, como lógica consecuencia jurídica. Sin embargo, si bien es esta la
regla general, existen supuestos muy singulares en los que el propio
Legislador ha añadido otros requisitos ajenos al tipo del injusto y a la
culpabilidad, que conforman un nuevo y excepcional escalón sistemático que
se denomina “punibilidad” o “penalidad”.
No es sencillo conceptualizar y dar contenido a la punibilidad. Buena parte
de la doctrina se resiste a considerar necesario este elemento sistemático. A
este rechazo contribuye la dificultad de trazar un paralelo entre la punibilidad
y los demás elementos del delito, ya que estos se caracterizan por ser
indispensables como presupuestos de la pena, mientras que la punibilidad es
contingente o excepcional. Sin embargo, creemos conveniente adoptar esta
categoría, para dar una ubicación sistemática mínimamente fiable a estos
elementos que, si bien no suelen presentarse en la gran mayoría de los delitos,
aparecen como presupuestos de la pena en algunos otros.
La punibilidad es, pues, un nuevo eslabón en la teoría del delito, que se
caracteriza por limitar la intervención penal sobre la base de perseguir
determinados objetivos de política-criminal. La explicación más satisfactoria
de esta categoría se basa en diferenciar el merecimiento de pena de la
necesidad de pena. Al constatar que un comportamiento reúne todas las
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características del delito, se afirma que esa conducta es merecedora de pena,
esto es, que sufre una desaprobación jurídica tan intensa que debe acarrear un
castigo. Sin embargo, la política criminal permite al Legislador establecer un
nuevo tamiz, añadiendo otros requisitos para que ciertas conductas
merecedoras de pena solo se sancionen cuando dicha pena sea, a la vez,
necesaria. De tal forma, cuando un precepto penal incorpora una condición
objetiva de punibilidad o establece una excusa absolutoria nos está indicando
que en esos supuestos y en virtud de la opción político-criminal adoptada una
pena merecida no es necesaria.
Se trata de causas de restricción de la pena, que poseen una naturaleza muy
distinta a la de las causas de justificación y exculpación, pues entran en
funcionamiento cuando ya se han constatado todos los elementos del delito y
de la culpabilidad del autor. La diferencia más evidente entre estos supuestos
de punibilidad y los elementos del tipo reside en su relación con el tipo
subjetivo. Los requisitos de la punibilidad están totalmente desconectados del
dolo del autor. En otras palabras, la pena se aplicará aunque el dolo del sujeto
no se refiera a estos elementos, esto es, en situaciones de error.
Como ya hemos anticipado, dentro de la punibilidad encontramos dos
categorías. Por un lado, los supuestos que se relacionan con los sujetos, esto
es, las causas personales de exención (excusas absolutorias). Por otro lado,
los requisitos o condiciones objetivos, que benefician a todos los
participantes en el hecho delictivo (condiciones objetivas de punibilidad). La
doctrina suele diferenciar estas categorías afirmando que las condiciones
objetivas fundamentan la punibilidad, mientras las excusas absolutorias
esencialmente la excluyen. Sin embargo, esta diferenciación debe tener en
cuenta que las condiciones objetivas de punibilidad también excluyen la
posibilidad de aplicar una pena en todos aquellos supuestos en los que dichas
condiciones no se cumplen.
II. Excusas absolutorias
Las excusas absolutorias son circunstancias o requisitos directamente
relacionados con la persona del autor. El Legislador es consciente de que la
conducta es delictiva, y por ello lo suficientemente grave como para merecer
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una pena. Sin embargo, la propia valoración del Legislador indica que este
hecho, del que ya se ha afirmado su carácter antijurídico y culpable, debe ser
excepcionalmente tolerado. Por ello lo priva de la sanción penal, basándose
en apreciaciones previas de carácter político-criminal. La formulación de
estas excusas absolutorias es normalmente negativa, excluyendo la pena que
correspondería a los intervinientes.
Las excusas absolutorias, por su carácter personal, solo excluyen la pena a
aquellos intervinientes en quienes concurran. En esto se diferencian de las
condiciones objetivas de punibilidad, pues en esos supuestos, si la condición
no se cumple, la impunidad favorece a todos los intervinientes. Aunque se
aprecie una excusa absolutoria, los terceros participantes recibirán la sanción
penal que corresponda. Por otra parte, cabe recordar que dado que el hecho
sigue siendo delictivo, cabe invocar las correspondientes causas de
justificación para impedir esta clase de delitos.
Para mencionar algunas de las excusas absolutorias existentes en nuestro
Ordenamiento, debemos comenzar con las que poseen un rango directamente
constitucional, como las inmunidades del Jefe del Estado (art. 56.3 de la
Constitución) y de los parlamentarios (art. 71 de la Constitución) por las
opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones.
De singular importancia es la excusa absolutoria consagrada para los delitos
patrimoniales cometidos entre ciertos parientes. Este supuesto se encuentra
regulado en el art. 268 del Código penal, que declara exentos de
responsabilidad a los cónyuges no separados o divorciados, ascendientes,
descendientes, hermanos y afines en primer grado si viviesen juntos, por los
delitos patrimoniales que se causaren entre sí, siempre que no concurra
violencia o intimidación, o abuso de la vulnerabilidad de la víctima, ya sea
por razón de edad, o por tratarse de una persona con discapacidad. El art.
268.2 nos indica claramente la naturaleza de esta disposición como excusa
absolutoria, al disponer que no es aplicable a los extraños que participaren en
el delito. En este supuesto prevalece el objetivo político-criminal de limitar la
actuación del Derecho penal, no interviniendo en la resolución de ciertos
conflictos de índole doméstica o familiar, aunque el hecho cometido reúna
todos los elementos de un delito contra el patrimonio.
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A idéntica conclusión llegamos en el supuesto de la revelación de la
rebelión o sedición, prevista como excusa absolutoria en los arts. 480 y 549
del Código penal. Queda exento de pena el que, implicado en un delito de
rebelión o sedición, lo revelare a tiempo de poder evitar sus consecuencias.
Otro ejemplo, tal vez un poco más polémico, lo encontramos en la
regularización tributaria o de la Seguridad Social que contemplan los
artículos 305.4, 307.3 y 308.5 del Código penal. En todos estos casos se
declara la exención de responsabilidad criminal para aquellos que
espontáneamente y tras la comisión del delito regularicen su situación
tributaria o con la Seguridad Social, o reintegren las cantidades
indebidamente recibidas de la Hacienda o las Administraciones Públicas.
Como hemos afirmado, el error sobre la punibilidad es en todo caso
irrelevante. Aquel que sustraiga sin violencia ni intimidación una cosa
mueble ajena, creyendo que pertenece a un tercero cuando en realidad
pertenece a sus padres resultará impune del delito de hurto, pues la excusa
absolutoria del art. 268.1 CP opera aunque exista ese desconocimiento. Por el
contrario, será punible la sustracción de una cosa mueble ajena si el sujeto
supone erróneamente que pertenece a sus padres, cuando en realidad
pertenece a un tercero.
III. Condiciones objetivas de punibilidad
También en el ámbito de la punibilidad, pero no en relación con las
personas sino en relación con el hecho, nos encontramos con las condiciones
objetivas de punibilidad. Son requisitos que el Legislador ha añadido en los
correspondientes preceptos penales, pero que no pertenecen al tipo del injusto
ni a la culpabilidad. Estas condiciones se caracterizan por su formulación
positiva, condicionan directamente la pena o la entidad de la pena, sin que
deban ser abarcados por el dolo del autor. En consecuencia, el error referido a
una de estas condiciones no tiene relevancia alguna. El autor puede
desconocer la producción de la condición objetiva, y el hecho seguirá siendo
punible. Las condiciones objetivas de punibilidad pueden concurrir o no
concurrir, y eso es lo único que debe constatarse. Si la condición no concurre,
el hecho resultará impune para todos los intervinientes, a diferencia de las
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excusas absolutorias que sólo benefician individualmente a cada sujeto.
La doctrina suele distinguir dos clases de condiciones objetivas de
punibilidad: las propias y las impropias. Se consideran “condiciones objetivas
de punibilidad propias” aquellas que restringen la punibilidad, basándose en
razones de política criminal. Estas condiciones se utilizan como un correctivo
legal, pues el Legislador entiende que si no se da la condición no existe una
auténtica necesidad de pena. Para imponer una condición objetiva de
punibilidad propia se recurre a añadir a la descripción típica ciertos
elementos ajenos, que deben constatarse antes de imponer la pena
correspondiente. Por ejemplo, el delito fiscal del art. 305.1 del CP reúne
todos los requisitos típicos de una defraudación, con independencia de la
cuantía que señala dicho artículo. Al incorporarse la cuantía de 120.000 euros
defraudados, se añade un elemento nuevo que restringe la punibilidad,
provocando la impunidad de todos los fraudes que no alcancen la mencionada
cuantía. Adviértase que desde la perspectiva del injusto, el desvalor de un
fraude de 119.999 € es idéntico al de un fraude de 120.001 €. Si
comprobamos que el primero es penalmente irrelevante, y el segundo recibe
una pena, podemos comprender que ese límite cuantitativo no forma parte del
tipo del injusto, esto es, que se ha añadido un elemento ajeno al tipo que
funciona como barrera político-criminal. Este no es el único ejemplo que nos
proporciona el propio Código. Si el fraude tributario afecta a la Hacienda de
las Comunidades (art. 305.3 CP), la cuantía defraudada debe exceder los
50.000 €. Esta técnica se reitera en un importante número de preceptos
penales (arts. 306, 307, 308, 310 CP, etc.), lo que supone que el Legislador la
ha adoptado como un límite entre lo punible y la impunidad o, en algunos
supuestos, como un límite entre el delito y la infracción administrativa.
También dentro de las condiciones objetivas de punibilidad propias
podemos mencionar la exigencia de reciprocidad en los delitos contra el
Derecho de gentes, prevista en el art. 606.2 del Código penal. Aquí la
condición funciona como un límite entre el tipo básico y una modalidad
agravada en cuanto a la pena.
Los concretos motivos por los que se incorporan estos correctivos pueden
ser muy variados. Lo realmente importante es que estas condiciones, en
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cuanto restringen la intervención del Derecho penal, no pueden ser objetadas
desde la perspectiva de los principios fundamentales que rigen el Derecho
penal de un Estado social y democrático de Derecho.
Las “condiciones objetivas de punibilidad impropias” son, a diferencia de
las propias, rechazadas normalmente por la doctrina. No se trata de añadir
nuevos requisitos a los tipos penales, para restringir de esta forma la
intervención del Derecho penal, sino que constituyen auténticos elementos
del tipo del injusto, que se pretenden caracterizar como condiciones objetivas
de punibilidad para evitar que el dolo deba referirse a ellas. No se añade nada
nuevo a la esencia del tipo penal, sino que se consideran objetivamente
elementos típicos, creando presunciones de injusto con la finalidad de aplicar
la pena sin necesidad de probar el dolo, tratándose de delitos que presentan
dificultades de prueba.
Estas condiciones objetivas de punibilidad impropias pertenecen en realidad
al injusto y deben ser por ello abarcadas por el dolo. En definitiva, el
caracterizar un elemento típico como condición objetiva de punibilidad
impropia supone una violación del principio de culpabilidad por lo que debe
ser rechazado. El Código penal no consagra actualmente ninguna condición
objetiva de punibilidad impropia, ya que han desaparecido a partir del texto
aprobado en 1995. Hasta entonces podían apreciarse, por ejemplo, en el art
408 que sancionaba con una pena privativa de libertad exageradamente
incrementada a quienes participaran en una riña tumultuaria con resultado de
muerte, en la que no constara quien había sido el autor de dicha muerte y sin
necesidad de comprobar el dolo de los intervinientes
IV. Bibliografía
HIGUERA GUIMERA, J.F.: “Las condiciones objetivas de puniblidad y las
excusas absolutorias” en El nuevo Código penal. Presupuestos y
fundamentos. Libro homenaje al Dr. Ángel Torío, Comares, Granada, 1999.
LUZÓN PEÑA, D.: “La relación de merecimiento de pena y de la necesidad de
pena con la estructura del delito” en Causas de justificación y de atipicidad
en Derecho penal. Pamplona, Aranzadi, 1995.
MAPELLI CAFFARENA, B.: Estudio jurídico dogmático sobre las llamadas
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condiciones objetivas de punibilidad. Ministerio de Justicia, Madrid, 1990.
MARTÍNEZ PÉREZ, C.: Las condiciones objetivas de punibilidad. Edersa,
Madrid, 1989.
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Lección 22
LUIS ARROYO ZAPATERO
Universidad de Castilla-La Mancha
EL DELITO IMPRUDENTE
I. Introducción
Mientras las conductas delictivas dolosas consisten en que la acción es
emprendida con la finalidad de realizar la lesión del bien jurídico, la conducta
imprudente o culposa es la acción peligrosa emprendida sin ánimo de lesionar
el bien jurídico pero, que por falta de aplicación del cuidado o diligencia
debida, causa su efectiva lesión. No nos encontramos aquí con la actitud
rebelde del sujeto frente a la norma que protege los bienes jurídicos y que
prohíbe matar, lesionar o dañar a otro; no es ahí donde se encuentra el
desvalor de acción en esos delitos, sino en el incumplimiento por parte de
aquel de la exhortación al actuar cuidadoso que es un principio general del
Ordenamiento y que prohíbe poner innecesariamente en peligro los bienes
jurídicos ajenos; desvalor que, por lo demás, es menor que el de las conductas
dolosas. El tipo de injusto doloso del homicidio prohíbe matar a otro a
sabiendas, y el tipo de injusto del delito imprudente de homicidio prohíbe
realizar conductas peligrosas para la vida de los demás que produzcan la
muerte de otro.
Cuando se estudió el tipo de injusto doloso ya se advirtió de que el delito
doloso e imprudente presentan una estructura normativa y de desvalor de
acción diferente, pero también se ha dicho que esta concepción es nueva. En
efecto, tradicionalmente tanto el dolo como la culpa se consideraban la forma
objetiva de realización del tipo de delito, una relación psicológica entre la
acción y el resultado típico, relación que integraban y hacían pertenecer a la
culpabilidad. Esta forma de ver las cosas venía determinada por la herencia
del pensamiento mecanicista del pasado siglo y porque los delitos
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imprudentes eran en el Código y en la vida criminológica una realidad
infrarrepresentada. Realmente, los delitos imprudentes se hicieron
numéricamente más relevantes que los dolosos solo con el impulso de la
industrialización y, en los últimos años, sobre todo, con el fenómeno del
tráfico automovilístico y con el empleo de nuevas sustancias y productos
derivados de los modernos procesos técnicos biológico-químicos. Por esta
razón, la dogmática de los delitos imprudentes se ha desarrollado más lenta y
tardíamente que la de los delitos dolosos.
Así, hasta los años treinta la responsabilidad imprudente se satisfacía con la
producción del resultado a consecuencia de una acción vinculada con él, con
lo que se afirmaba la tipicidad de la conducta, y a lo que había de sumarse,
para estimar la culpabilidad, la existencia de una relación psicológica entre
acción y resultado que se entendía como previsibilidad y falta de diligencia.
A partir de la obra de Engisch en 1930 se comienza a captar que la esencia de
la imprudencia es la inobservancia del cuidado debido, un cuidado que es
objetivo y general y, por lo tanto, normativo, pues, entre otras razones resulta
evidente que aunque haya previsión del peligro, a la persona que actúe
cuidadosamente, con cumplimiento de las normas de cuidado, no le puede ser
exigida responsabilidad penal por el resultado que se pueda producir. Y si la
esencia de la imprudencia es algo normativo, es decir, es contradicción de la
norma de cuidado, lo que procede no es que pertenezca en el esquema teórico
a la culpabilidad, que es el reproche personal, sino al elemento del delito que
se denomina tipicidad y que sirve para enmarcar lo antinormativo, la
contradicción a las normas. Aunque la concepción de la imprudencia como
“forma” de culpabilidad todavía tiene partidarios en la doctrina y una larga
tradición en la Jurisprudencia, la concepción moderna como tipo de injusto
debe considerarse más correcta y consecuente, entre otras razones porque es
la que permite un control más racional y transparente de las decisiones que
llevan a dictar una condena, lo que justifica todo el esfuerzo de elaboración
dogmática.
En el Derecho penal español la concepción tradicional venía facilitada en su
vigencia por la formulación legislativa histórica de la imprudencia contenida
en la cláusula general del artículo 565 ACP, pero también esto ha cambiado,
pues con el Código de 1995 ha desaparecido esta, así como la posibilidad
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teórica de que todos los delitos pudieran ser realizados por imprudencia, ya
que se han tipificado expresamente todos los delitos imprudentes, de todo lo
cual deben extraerse conclusiones para la doctrina ya hoy minoritaria y para
la Jurisprudencia, que viene cambiando paulatinamente en el sentido que aquí
se expone.
El delito imprudente se concibe aquí pues como un tipo estructuralmente
propio y distinto del doloso, cuyo injusto está constituido objetivamente por
la producción del resultado típico como consecuencia de una acción que
infringe el deber normativo de cuidado, y en lo subjetivo por la capacidad
individual de prever efectivamente el peligro de realización del resultado
típico.
La razón y fundamento de la incriminación de los delitos imprudentes se
encuentra en un doble aspecto. En primer lugar, en el “desvalor de la
conducta” que comporta la infracción de la norma de cuidado, por crear o
incrementar el peligro de la vida social. En segundo lugar, en el “desvalor del
resultado” típico, la lesión o puesta en peligro del bien jurídico.
II. El tipo de injusto del delito imprudente
Analizaremos ahora los dos elementos por los que el tipo objetivo
imprudente viene constituido, la infracción del deber objetivo de cuidado y la
causación de un resultado típico objetivamente imputable a aquella.
1. La infracción del deber objetivo de cuidado
La infracción del deber objetivo de cuidado es el núcleo esencial del injusto
del delito imprudente y es el fundamento de la desvaloración de la acción. El
deber de cuidado o de prestar el cuidado debido para evitar la lesión de
bienes jurídicos de otros es un principio general del Ordenamiento
íntimamente ligado al antiguo neminen laedere, a la prohibición de causar
daño a los demás. Este principio encuentra plasmación en numerosas normas
jurídicas que se proyectan sobre múltiples ordenes de la vida como el trabajo,
la industria, el medio ambiente, etc., pero también en normas sin valor de
Ley, como la lex artis de las diferentes profesiones, todas ellas dedicadas
siempre a orientar la acción de los sujetos para que actúen excluyendo la
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creación de riesgos innecesarios, o bien, para cuando resulta socialmente
imprescindible actuar arriesgadamente, adoptando determinadas cautelas para
evitar que la situación de riesgo se convierta en lesión. En todo caso, es
norma general de cuidado la común experiencia, de la que suele ser una
plasmación depurada en cada ámbito de la vida cada norma jurídica o
profesional. A su vez, no toda infracción de deberes de cuidado está castigada
penalmente. El Legislador ha seleccionado solo aquellas que lesionan los
bienes jurídicos más relevantes, que se acotan en cada uno de los tipos de
delito imprudente, y, aún así, no en todos los casos, pues los tipos penales
incriminan únicamente las infracciones más graves de dicho deber de
cuidado.
La elaboración teórica del principio general enunciado y de sus
plasmaciones jurídicas permite distinguir varios aspectos y modulaciones del
deber de cuidado.
En primer lugar, se distingue un “deber de cuidado interno o intelectual”, o
deber de previsión, que requiere a los ciudadanos advertir la presencia o
creación del peligro. La falta de este conocimiento previo da lugar a la
imprudencia o culpa inconsciente, en la que lo que se reprocha al autor es
precisamente haber actuado sin siquiera enterarse del peligro que se ha
afrontado, lo que se enjuicia desde un plano objetivo: lo que hubiera
advertido cualquier persona en la posición del autor y en el ámbito de vida de
que se trate. Lo anterior tiene como presupuesto la “previsibilidad objetiva”
de producción o incremento de los riesgos. Sin previsibilidad objetiva de que
una conducta cree o incremente un riesgo para el bien jurídico, no hay razón
para cuidado especial alguno, ni para fundamentar el deber de cuidado. El
juicio de previsibilidad es un juicio objetivo, el juicio de un observador ex
ante en la posición y conocimientos del autor.
En segundo lugar, destacamos el deber de cuidado externo, es decir, el
deber de comportarse conforme a la norma de cuidado que el peligro
previamente advertido requiere. Este deber tiene tres plasmaciones
fundamentales: a) El deber de “omitir acciones peligrosas”, que ya por sí
mismas estén prohibidas, como es el caso de todas aquellas acciones que
están reservadas a personas que disponen de una cualificación técnica,
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precisamente para evitar los riesgos, o manejarlos sin peligro. Este es el deber
que incumplen no solo aquellos que afrontan una acción peligrosa sin
ninguna preparación, sino aquellos que, teniendo una preparación, no alcanza
esta para afrontar el peligro. b) Deber de “preparación e información previa”,
que exige antes de emprender acciones peligrosas necesarias tomar
precauciones específicas de formación, de reconocimiento del terreno, del
estado del instrumento a utilizar o del objeto sobre el que se va a intervenir.
Así, el deber del médico de efectuar pruebas y reconocimientos del paciente
antes de intervenirle, o de comprobar el estado del vehículo que se va a
utilizar en largos viajes. c) Deber de “actuar prudentemente en situaciones
peligrosas”. Cuando el riesgo creado es socialmente necesario –denominado
“riesgo permitido”– lo que se exige es que se extreme el cuidado para evitar
que el riesgo se convierta en lesión, situación a la que suele corresponder la
existencia de normas jurídicas reguladoras de dichos comportamientos y que
están orientadas precisamente a que se pueda alcanzar el fin perseguido sin
incrementar el peligro o crear otros nuevos.
En todas las plasmaciones del deber de cuidado hay un elemento común
que es el de la medida del cuidado que se debe prestar o, desde el punto de
vista del observador, el “baremo de medir el cuidado” que se debe prestar
para definir su infracción. A este respecto hay que decir que se ha de tratar de
un baremo o medida objetiva, es decir, general, exigible a todos en la
situación en que el autor se encuentre: si se trata de un pastor, desde lo que se
estima que es la experiencia de una persona de este oficio; si se trata de un
médico, la propia de un profesional de la medicina. La frontera del injusto
imprudente y la impunidad se encuentra en esta evaluación de “lo que es
exigible a toda persona diligente en la situación concreta del autor, con sus
conocimientos y experiencias”.
La diligencia o prudencia a la que hasta ahora nos hemos referido, así como
la medida del cuidado es la diligencia o cuidado objetivo y general, que es
distinto del “poder subjetivo individual” que el autor en su situación concreta
tiene para advertir del peligro a adaptar su acción a la norma de cuidado o
para evitar el resultado típico mismo. Aunque dicho poder subjetivo y el
objetivo normalmente coinciden, no debe descartarse que se presente en un
modo diferenciado, tanto porque tenga un poder subjetivo más reducido que
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el general, ya ocasionalmente y de modo permanente, ya porque lo tenga en
grado mayor a la media. La cuestión de los casos de poder individual inferior
a lo general o medio es un problema que la doctrina mayoritaria sitúa en la
culpabilidad –aunque lo correcto sería situarlo en el tipo subjetivo del
injusto–, lo que podrá permitir que el hecho típico merezca una atenuación en
la pena, o, en su caso, la exclusión de la pena, pero que no debería de impedir
que el hecho persista como injusto; así, por ejemplo, el médico que practica
la operación se encuentra ese día obsesionado por la muerte de un amigo que
le han comunicado al entrar en la sala de operaciones. Cuestión distinta,
aunque muy discutida, es la del sujeto que dispone de un poder subjetivo o de
“conocimientos especiales”, por encima de la media de los sujetos que
actúan. Es el caso del miembro del equipo médico que por su experiencia en
un centro de alta investigación sabe que una de las técnicas que van a emplear
sus colegas y que tiene una altísima peligrosidad es sustituible por otra que él
ha aprendido que es mucho más segura pero de más larga ejecución y se calla
porque tiene un compromiso personal programado y no le interesa llegar
tarde. También sería el caso del campeón de rallys que prefiere no esforzarse
por salvar un niño que cruza la carretera, cosa que podría hacer a diferencia
de un conductor ordinario. Pues bien, aparentemente estos casos habrían de
quedar impunes porque el cuidado requerible para evitar el peligro es un
cuidado por encima de la media. Sin embargo, la configuración que se ha
hecho antes del juicio objetivo sí permite –con Mir Puig– contar
objetivamente con los poderes o saberes especiales del autor: lo exigible a
toda persona en la situación concreta del autor, con sus conocimientos y
experiencias.
2. Causación del resultado e imputación objetiva del mismo
Para que el resultado típico producido sea atribuido al autor de la infracción
de la norma de cuidado, el resultado tiene que ser objetivamente imputable a
su acción, y el resultado será imputable si se encuentra en relación de
causalidad con la acción, y la acción contraria a la norma de cuidado ha
creado o incrementado el riesgo de realización del mismo y ese riesgo es de
los que la norma de cuidado infringida quería evitar. Examinaremos los
diversos elementos de la imputación, sin perjuicio de la remisión general a la
Lección 14 relativa a la imputación objetiva:
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a) El resultado ha de estar en “relación de causalidad” con la conducta
contraria a la norma de cuidado. Como se indicó en su momento, la
causalidad ha de entenderse en sentido naturalístico, en donde solo deben
plantearse problemas en aquellos procesos técnicos de base biológicoquímica que no resultan controlables y comprobables en laboratorio, como se
plantearon en los casos de la talidomida, de la colza y otros similares en los
que debe admitirse una comprobación estadística o epidemiológica de la
relación causal.
b) El resultado debe provenir de una conducta que haya creado un riesgo
jurídicamente desaprobado. A diferencia de lo que sucede con las conductas
dolosas, que salvo contadas excepciones (vgr. caso del sobrino que
recomienda a su tío que suba a un avión que sabe que esta averiado y muy
probablemente se estrellará) generan un riesgo desaprobado, en el delito
imprudente este tramo de la imputación objetiva tiene una importancia
decisiva, pues la comprobación de cuándo una conducta ha generado un
peligro jurídicamente desaprobado coincide con el elemento tradicional en la
imprudencia de la infracción del deber objetivo de cuidado. Por esta razón, y
como ha señalado Roxin, la tipicidad del delito imprudente coincide, en
realidad, con la determinación de la imputación objetiva del resultado.
c) Una vez establecida la relación causal y la creación del riesgo, la
imputación objetiva requiere un paso ulterior, que es comprobar que el
resultado constituya la realización del riesgo creado o incrementado por la
acción contraria al deber de cuidado, lo que se comprueba a partir de la
identificación de los riesgos que la norma de cuidado infringida pretendía
evitar, argumento que se conoce también por el “fin de protección de la
norma”. Este tramo de la teoría de la imputación objetiva se utiliza en primer
lugar para resolver supuestos que conforme a las teorías causales clásicas se
solventaban a través de construcciones como la ruptura del nexo causal o la
previsibilidad objetiva. Su desarrollo ulterior ha permitido la resolución de
otras constelaciones de casos distintas, como los daños colaterales, las
autopuestas en peligro, etc.
Cuando el resultado que se produce no es realización estricta del riesgo
creado por el autor con su conducta, dicho resultado no le es objetivamente
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imputable. Se advierte así en el caso del estudiante que aborrece a su profesor
de mercantil y apostado a la salida de la facultad le lanza una piedrecilla o
peladilla de arroyo produciéndole una pequeña herida en el cogote que
constituiría unas lesiones dolosas leves, pero el diligente Decano de la
Facultad estima que procede darle un punto, por lo que le monta en su
vehículo, con tan mala suerte que en el cruce de la salida del campus hacia el
hospital un estudiante pusilánime que conduce el suyo, al ver al Decano, a
cuya clase no ha ido ese día, se despista y choca, produciendo a ambos
ocupantes fracturas de diversa consideración. Mientras que las teorías
clásicas de la causalidad solucionaban este supuesto a través de la “ruptura”
del nexo causal, modernamente hablamos de que el resultado no es expresión
del riesgo desaprobado que entraña el lanzar “piedrecillas” a otro.
Fuera del ámbito de protección de la norma han de situarse también los
resultados imprevisibles. Las normas de cuidado se formulan con el fin de
evitar aquellos resultados lesivos que según la experiencia acompañan a su
infracción. Por esta razón, aquellos eventos que se conectan causalmente con
la conducta típica de un modo sorpresivo quedan fuera del fin de protección
de la norma. En cualquier caso, debe advertirse que el criterio de la
previsibilidad objetiva es extraordinariamente vago. Retomando el supuesto
anterior: la experiencia nos enseña que es previsible y no puede descartarse
que el vehículo que transporta a un herido muy leve sufra un accidente. Por
esta razón, el criterio de previsibilidad no es sino un indicador hermenéutico
más a la hora de determinar los supuestos que caen bajo el ámbito de
protección de la norma.
Por ello, y tal y como muestran los siguientes ejemplos, la realización del
riesgo consiste en interpretar la norma de cuidado, con el fin de averiguar los
resultados lesivos que estaba destinada a evitar. Así, la norma que prohíbe el
adelantamiento en curva sin visibilidad está destinada a evitar la colisión con
un vehículo que circula en dirección contraria. Si efectuado el
adelantamiento, el conductor que viaja en sentido contrario, y sin tener que
hacer ningún viraje, sufre un infarto del susto que se lleva al ver venir otro
coche de frente, ese resultado no es el que la norma pretende evitar, y por ello
es un resultado no objetivamente imputable al autor del adelantamiento
incorrecto, lo que no excluye una multa administrativa. Lo mismo cabe
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indicar en el caso del conductor que aborda la curva sin visibilidad sobre un
acantilado de la costa con una velocidad ligeramente superior a la permitida
en ese tramo y colisiona con una pareja estacionada en el arcén de la mano
contraria que admira la hermosa vista, pero que invade el firme de la
carretera. Igual es la solución en los denominados daños colaterales. Si la
madre del joven que fallece, debido a que un camión adelanta en una curva
sin visibilidad y colisiona con él, sufre una fuerte depresión, esta lesión
psíquica (art. 152.1 CP) no es imputable al conductor imprudente, pues la
norma de cuidado que exige no adelantar sin visibilidad sólo tiene como
finalidad evitar lesiones al resto de conductores. En la construcción, el
encargado está legalmente obligado a exigir de sus trabajadores el uso del
casco para evitar golpes de objetos que puedan desprenderse desde el plano
superior, y si, no haciéndolo, así los trabajadores son víctimas de la explosión
de una caldera, no podrá considerarse que el resultado es el que la norma
pretendía evitar, y por su incumplimiento el encargado solamente podrá
responder por una infracción administrativa.
Hay un grupo de casos caracterizados por el hecho de que aún cuando el
comportamiento contrario a la norma del agente hubiere sido conforme a la
misma se estima que el resultado se hubiera producido igual, y se denominan
casos de “comportamiento alternativo correcto”. Es el caso del conductor que
circula por la noche a una velocidad ligeramente superior a la permitida y
atropella a un ciclista que circula sin luz ni reflectante alguno y subido de
alcohol, caso en el que sabemos que se tiende a conducir hacia la izquierda en
el momento en que un vehículo lo adelanta, y se comprueba que aunque el
conductor hubiera respetado el límite de velocidad el atropello se hubiere
producido igual. Más evidente resulta el caso de la velocidad excesiva si lo
que ocurre es que un suicida ha pretendido precisamente matarse, arrojándose
ante las ruedas del primer vehículo que pase. Tiene también las mismas
características el famoso caso alemán de “los pelos de cabra” chinos, que un
empresario proporcionaba a sus trabajadores para fabricar cepillos y respecto
de los cuales la norma de seguridad exigía su desinfección, lo que no llevó a
efecto y se produjo la muerte por infección de varios trabajadores,
descubriéndose más tarde que el agente infeccioso de que se trataba era de
nuevo tipo y no hubiera podido ser neutralizado por el procedimiento
ordinario de desinfección. Este grupo de casos tienden a resolverse mediante
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el “juicio del incremento del riesgo”, aceptándose la imputación si la
conducta infractora comportó en el caso concreto un riesgo superior al de la
conducta ordenada, pero este criterio debe complementarse siempre con el
del fin de protección de la norma, pues precisamente lo que esta puede
razonablemente pretender es evitar el incremento de los riesgos.
En determinados ámbitos del riesgo permitido, el Legislador y la
experiencia común destilada por la Jurisprudencia han desarrollado principios
específicos para guiar la prudencia o contenido y grado de cuidado que se ha
de prestar. Así por ejemplo, en el tráfico automovilístico rige el “principio de
confianza” en el comportamiento adecuado de los demás conductores. Si no
pudiéramos confiar en que los vehículos que circulan en dirección contraria a
la nuestra lo harán por su respectivo carril derecho, tendríamos que parar
nuestro automóvil y salir al arcén cada vez que apareciera otro en el
horizonte; por ello, no se hace responder por falta de cuidado a quien circula
por una carretera principal, ve otro vehículo que se acerca a velocidad
adecuada al cruce y en el último momento no respeta el “stop”, con lo que
colisiona con este. Pero el principio de confianza no es una patente de corso,
sino que el agente tiene que prescindir de toda confianza y prestar todo el
cuidado desde el momento en que se puede advertir la probabilidad de un
comportamiento inadecuado de los demás, por ejemplo, el conductor que
observa en un paso de peatones a un grupo de niños no debe confiar en que
respeten el semáforo rojo para los peatones; lo mismo cuando alcanza otro
vehículo que lleva el dorsal con la L de principiante. En el primer supuesto
debe reducir la velocidad para, en su caso, poder controlar la frenada; en el
segundo, no debe realizar un adelantamiento apretado y, si no actúa de esta
manera, habrá infringido el deber de cuidado.
A diferencia del ámbito anterior, en el de la actividad laboral rige, para el
deber de vigilancia y seguridad que han de prestar el empresario y sus
encargados respecto de la seguridad de los trabajadores, el “principio de
desconfianza” en que estos utilicen sistemáticamente los medios de
protección exigidos y el empresario no sólo tiene que poner estos medios a su
disposición sino exigir su empleo efectivo, pues es común experiencia, con
expresa previsión legal –Ley 31/1995, de 8 de noviembre, de prevención de
riesgos laborales–, que el trabajador tiende a prescindir de estos medios por
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resultarle engorroso su empleo para realizar el trabajo.
Otro ámbito específico de desarrollo singular de normas de cuidado es el
del trabajo en equipo, al que hoy se presta particular atención en la dogmática
de la imprudencia como, por ejemplo, en el ámbito de la medicina y la
cirugía, en donde se han de aplicar con especial atención los principios
generales y los de confianza y desconfianza a los que se ha aludido.
III. El delito imprudente en el Código penal
La Parte General de Código se limita a hacer cuatro referencias a la
imprudencia. En el art. 5, al proclamar el llamado principio de culpabilidad,
cuando dispone que no hay pena sin dolo o imprudencia, frente a la antigua
responsabilidad objetiva; los arts. 10 y 12 al establecer el principio de
legalidad de los delitos y la exigencia de previsión expresa de los delitos
imprudentes, frente a la cláusula general del art. 565 del viejo Código y en el
art. 14.1, al establecer que en los supuestos de error de tipo vencible la
infracción será castigada como imprudente. Es decir, toda la construcción
dogmática expuesta es patrimonio de la doctrina y de la Jurisprudencia, lo
que acontece igual en la generalidad de los Ordenamientos penales. Y no es
poco, pues con tan parcas palabras el Legislador ha sometido al conjunto del
sistema penal al principio de culpabilidad, suprimiendo todo vestigio de
responsabilidad objetiva histórica y las formas disimuladas de la misma que
se contenían en los delitos cualificados por el resultado y los
preterintencionales, y sometiendo a los delitos imprudentes al principio de
legalidad y no quedando su incriminación al arbitrio del Juez.
En la Parte Especial del Código de 1995, el Legislador optó por incluir en
el catálogo de los delitos imprudentes los siguientes: homicidio, art. 142 y
621.2; aborto, art. 146; lesiones, arts. 152 y 621; lesiones al feto, art. 158;
manipulaciones genéticas, art. 159.2; sustitución de un niño por otro, art.
220.5; daños, arts. 267 y 324; blanqueo de capitales, art. 301.3; delitos contra
la seguridad en el trabajo, art. 317; delitos contra los recursos naturales y el
medio ambiente, art. 331; delitos relativos a la energía nuclear y a las
radiaciones, art. 344; estragos, art. 347; incendio, art. 358; delitos contra la
salud pública, art. 367; falsedad de documento público por funcionario, art.
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391; prevaricación judicial, art. 447; deslealtad profesional, art. 467.2;
detención ilegal por funcionario público, art. 352; revelación de información
clasificada como reservada o secreta, art. 601.
De la lectura de estos artículos en la versión original del Código de 1995
que tenía un Libro III para las faltas podemos deducir que el Código
distinguía dos clases de imprudencia, la grave y la leve, limitando la
consideración de delito a las imprudencias graves, y reservando la
imprudencia leve exclusivamente para dos faltas: las de homicidio y lesiones
imprudentes, quedando fuera del Derecho penal cualquier lesión de bienes
jurídicos por imprudencia leve. Pero la reforma de 2015 ha despenalizado las
faltas y ante la preocupación de provocar un tratamiento de cierta impunidad
en los mencionados casos de homicidio y lesiones, el Legislador ha creado la
categoría intermedia de imprudencia “menos grave”. Interesa por ello definir
lo que haya de entenderse por grave, menos grave y leve en la imprudencia.
Pues bien, sin perjuicio de que sea asunto abierto, parece que la actual
denominación de imprudencia grave tiende a corresponderse con el concepto
tradicional de imprudencia temeraria del viejo Código. Por imprudencia
temeraria –y ahora grave– se han venido entendiendo los supuestos en los
que el sujeto omite todas las precauciones o medidas de cuidado más
elementales, mientras la simple supone una infracción de normas de cuidado
no tan elementales o más complejas. Pero esto es solo un punto de partida de
la valoración, que tiene que tomar en consideración muy diversas variables
fácticas y normativas, como el grado de peligro objetivo y captado por el
sujeto, la importancia del bien jurídico puesto en peligro, el grado de
conocimiento y dominio que el sujeto tiene sobre el proceso peligroso, la
existencia de normas jurídicas de prevención y cuidado que advierten sobre la
probabilidad de los riesgos, etc. El problema de distinguir ahora entre la
imprudencia menos grave y la leve, impune, no es solo teórico sino político,
pues se trata de si las víctimas de los miles de homicidios y lesiones
imprudentes van a tener que defender sus intereses en el privatizado litigioso
mundo de las compañías de seguros o van a contar con el amparo del
Ministerio Público y de la Justicia penal. Como prevención de una acogida
limitada a la imprudencia menos grave en los tribunales de instancia debe
recordarse que el Tribunal Supremo solía censurar la excesiva lenidad de las
condenas de las Audiencias.
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En los delitos de homicidio, aborto, lesiones y lesiones al feto se incorpora
una referencia expresa a la “imprudencia profesional”, que lleva consigo la
imposición como accesoria de la pena de inhabilitación para el ejercicio de la
profesión, oficio o cargo. Por imprudencia profesional debe entenderse la
impericia y la negligencia profesionales. La impericia es la incapacidad o
falta de preparación para efectuar una actividad que requiera una especial
preparación o aptitud, que nunca se ha tenido por el sujeto o que se ha
perdido con el tiempo. Por negligencia profesional se entiende la realización
abandonada y desatenta de prácticas peligrosas pertenecientes al ámbito de la
profesión del sujeto. La Jurisprudencia ha sido especialmente restrictiva a la
hora de calificar como profesional una imprudencia, lo que se ha debido
fundamentalmente a las gravísimas penas con que se castigaba en el anterior
Código penal.
El nuevo Código, y la posterior reforma, ha efectuado una importante
despenalización de conductas que hasta ahora se castigaban como delitos
imprudentes; así, además de todas las que ahora se despenalizaron por ser la
imprudencia meramente leve y las faltas, se despenalizaron las formas
imprudentes del cheque en descubierto, del abandono de menores, la quiebra
y el concurso culposo. Lo más transcendente desde el punto de vista
estadístico fue entonces la despenalización de los daños imprudentes leves y
de los graves inferiores a 80.000 Euros, que representan todos los accidentes
de tráfico sin daños a las personas, y el cheque en descubierto. Veremos
cómo evoluciona el tratamiento de los delitos imprudentes “menos graves”
contra las personas de la regulación de 2015, que en datos de la Memoria de
la Fiscalía General del Estado para 2013 eran en torno a los 120 mil casos.
También se producen incorporaciones al catálogo de delitos imprudentes,
como con en el blanqueo de capitales del art. 301.3.
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Lección 23
EDUARDO DEMETRIO CRESPO1
Universidad de Castilla-La Mancha
EL DELITO OMISIVO
I. Introducción
En la actualidad, sigue sin decaer el interés que suscita la problemática de
los delitos de omisión en el ámbito del Derecho penal. La razón de ello
obedece, por una parte, a la aparición de una delincuencia económica que
utiliza con preferencia esta forma de comportamiento típico y de la cual la
sociedad debe protegerse; por otra, a la función de promoción que asume el
Derecho penal al constituirse en un medio para contribuir a la evolución del
modelo social.
La combinación de estos y otros factores ha llevado al Legislador a
introducir en el Código penal “un principio de solidaridad social” en virtud
del cual se responsabiliza al sujeto que omite realizar una determinada
prestación conducente a la salvaguarda de un bien jurídico o que no impida la
producción de un resultado típico estando obligado a ello.
La conducta humana que sirve de base al tipo penal puede consistir en un
hacer y en un no hacer. La madre comete homicidio, tanto si ahoga con sus
propias manos al hijo recién nacido, como si se abstiene de darle alimento
dejándole morir de hambre. En el lenguaje coloquial el uso del término
“omisión” es múltiple –omitió saludar, pagar la factura o procurar auxilio al
accidentado–. Sin embargo, el concepto de omisión aquí utilizado es mucho
más restringido: solo se refiere a aquellos comportamientos pasivos que
producen consecuencias jurídicas. Por eso, no todo comportamiento pasivo
consistente en un no hacer equivale a una omisión en sentido penal. Para ello
se requiere, como veremos a continuación, algo más: un juicio normativo
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negativo.
II. Concepto de omisión
1. Perspectivas
La cuestión no es fácil. De hecho, la doctrina se ha visto enzarzada en una
histórica polémica que tiene, a su vez, mucho que ver con el concepto de la
acción. No nos olvidemos que el hacer y el no hacer son las dos caras de una
misma moneda llamada comportamiento humano. Al igual que sucedía
cuando se habló de la acción o de la causalidad, el debate doctrinal en torno
al concepto de omisión se ha encarado desde dos perspectivas o metodologías
diferentes: “la natural (ontológica) y la normativa (axiológica)”.
2. Concepto ontológico
Dentro de la primera tendencia se agrupan todas aquellas teorías que
consideran a determinadas propiedades naturales como suficientes para dar
sentido a la omisión. El contenido de esas propiedades puede provenir de
fuentes muy diversas. Por ejemplo, los primeros causalistas identificaban la
omisión con un abstenerse de hacer algo, sin hacer ningún gasto de energía; y
los finalistas, con no realizar la acción final. En ambos casos el concepto de
omisión se hace depender de propiedades del comportamiento del ser
humano: la pasividad y el no hacer la acción finalmente posible.
Los conceptos propuestos adolecen de un alto grado de indeterminación y
valor sistemático. En efecto, si estas son las referencias que debe tener el Juez
para escoger de entre todas las omisiones posibles aquellas que son
penalmente relevantes, poco o nada hemos adelantado. Veámoslo con un
sencillo ejemplo tomado de Gimbernat: cada vez que un alumno en una
biblioteca de 100.000 volúmenes toma un libro –actúa finalmente– está
realizando 999.000 omisiones –potencialmente finales–.
Estas posturas fueron objeto de fuertes críticas. Hacer depender la noción
de la omisión de la pasividad del sujeto resulta irrelevante. Por ejemplo, la
enfermera que permanece absolutamente pasiva dejando morir al enfermo
que sufre una parada respiratoria omite, en sentido penal, de igual forma que
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si lo abandona para irse al cine. De la misma manera, la propuesta finalista,
mucho más elaborada que la causalista, tampoco llega a convencer. En
efecto, según esta corriente, para que una acción u omisión sean finales, el
sujeto debe conocer la situación en la que una u otra deben producir sus
efectos. De acuerdo con esta teoría, difícilmente podría ser penalmente
relevante, como resulta serlo, la conducta de la enfermera que perjudica la
salud del paciente al olvidar la dieta prescrita unos días antes por el médico.
Es decir, el concepto final de acción no explica, o su definición no
comprende, a las omisiones por imprudencia inconsciente.
3. Concepto normativo
Hoy por hoy, la mayor parte de la doctrina se inclina por entender que la
omisión es un concepto jurídico-penal y no meramente naturalístico. Lo
importante es, al igual que sucedía con los cursos causales, fijar el criterio
que nos permita seleccionar de entre todos los comportamientos pasivos o
potencialmente finales aquellos que interesen al Derecho penal.
La omisión no consiste en un comportamiento pasivo, sino en “abstenerse
de hacer algo que debería haberse hecho”. Es decir, la omisión solo puede ser
fundamentada externamente según determinadas pautas sociales, religiosas,
jurídicas, etc. La enfermera no omite por haberse quedado sentada o haberse
ido al cine, sino por no realizar la acción debida de acuerdo con las
obligaciones asumidas al ser contratada por el hospital. Al Derecho penal, sin
embargo, solo le interesa aquella omisión cuyo marco externo de referencia
sea la norma. La acción debida será por tanto la que concretamente exija el
precepto correspondiente. En otros términos, la expectativa de la acción no
realizada debe encontrar su punto de referencia en la tipicidad. Si en el
Código se dice que el funcionario público está obligado a auxiliar a la
Administración o servicio público y no lo hace, omite. Así pues, el concepto
de omisión típica se podría formular de la siguiente manera:
“comportamiento consistente en un no hacer, normativamente desvalorado”.
Como se dijo más arriba, solo serán omisiones aquellas conductas
consistentes en no realizar determinada prestación o en no evitar la
producción del resultado cuando así lo establezca el Legislador. Por eso, el
fundamento del injusto de los delitos comisivos (de acción) da lugar a la
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infracción de “una norma prohibitiva”, mientras que el injusto de un delito
omisivo origina la infracción de “una norma de mandato o preceptiva”. El
injusto de un delito comisivo consiste en hacer algo nocivo que una norma
prohíbe; el injusto de un delito de omisión consiste en no realizar la
prestación obligada por una norma de mandato. Estas dos modalidades de
conducta quedan reflejadas en el artículo 10 CP al establecer que se
considerarán delitos “las acciones y omisiones dolosas o imprudentes
penadas por la Ley”.
III. Clases de tipos omisivos
Son muchas las clasificaciones propuestas por la doctrina y es necesario ser
muy cuidadoso con el uso de las mismas, ya que no todas comprenden o
explican adecuadamente las peculiaridades de los diversos supuestos de
delitos omisivos que aparecen en el Código penal, lo que obedece a la
enorme dificultad dogmática que rodea este tema.
Si bien con carácter general se distingue entre “delitos de omisión pura” y
“delitos de comisión por omisión” (Mir Puig, 2016, 321), luego es preciso
llevar a cabo ulteriores matizaciones. Por este motivo se ha considerado
oportuno exponer aquí un criterio algo más amplio siguiendo a Lacruz (2015,
283 y ss.); según el cual por un lado estarían en efecto los “delitos propios de
omisión o de omisión pura” (que pueden ser comunes o especiales) y, por
otro, los “delitos de omisión y resultado” (que comprenden tanto los “delitos
de comisión por omisión”, esto es, aquellos que resultan de aplicar la cláusula
de equivalencia del art. 11 CP, como los que de manera excepcional están
expresamente previstos por el Legislador). Veámoslo con más detalle:
A) Delitos propios de omisión o de omisión pura
Se pueden mencionar las siguientes “características comunes” a estos
delitos:
a) Son delitos (omisivos) “de mera inactividad”, ya que consisten en un
mero “no hacer” determinado por la ley penal. Equivalen por tanto a los
delitos de mera actividad en la realización activa y su injusto penal queda al
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margen de la producción de un resultado material en el caso de que este tenga
lugar.
b) Están expresamente tipificados.
c) Puede tratarse tanto de “delitos comunes”, como en el caso de la omisión
del deber de socorro del art. 195.1 CP o la omisión del deber de impedir la
comisión de ciertos delitos del art. 450.1 CP, o bien de “delitos especiales”,
como en el caso de la omisión intencionada de promover la persecución de
delitos por parte de la autoridad o funcionario público del art. 408 CP o la
denegación de auxilio por funcionario público del art. 412.1 CP. En el
segundo caso, sin embargo, se habla de “delitos de omisión pura de garante”,
que –por las peculiaridades que presentan– merecen una atención particular.
d) Pueden ser dolosos o imprudentes, bien que solo contemos en la
actualidad con tipos dolosos de esta clase, al no haber sido incriminado
ningún delito de omisión pura imprudente.
B) Delitos de omisión y resultado
Se pueden mencionar las siguientes “características comunes” a estos
delitos:
a) Son delitos omisivos “de resultado”, esto es, su tipo de lo injusto requiere
la producción de un resultado (de lesión material o de peligro). Equivalen,
por tanto, a los delitos de resultado en la realización activa.
b) Puede tratarse de tipos de “omisión causal” (menos frecuentes e
implícitos en la propia descripción causal –Lacruz (2015, 316) entiende que
en estos delitos se sigue sin más el modelo de imputación de los delitos
activos y pone como ejemplos los malos tratos psicológicos (art. 153 CP) o
las estafas (arts. 248 y ss.)– o “no causal”.
c) Aunque excepcionalmente están regulados específicamente como tipos
omisivos, los “delitos de omisión no causal y resultado” no están tipificados
de manera expresa, sino que resultan de la aplicación de la cláusula de
equivalencia del art. 11 CP a tipos penales de resultado formulados de
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manera activa. Estos últimos son conocidos como “delitos impropios de
omisión o de comisión por omisión”.
d) Solo pueden ser cometidos por un círculo determinado de personas por
ser garantes de la evitación del resultado, por lo que se trata de “delitos
especiales”.
IV. Delitos propios de omisión o de “omisión pura”
1. Delitos comunes de omisión pura
Los elementos que conforman el “tipo objetivo” son tres:
a) Situación típica. En ella se establece el presupuesto de hecho que da
origen al deber de actuar y que varía según el tipo específico. El presupuesto
de hecho del art. 195.1, por ejemplo, está integrado por las siguientes
circunstancias objetivas: i/ encontrar a una persona desamparada y en peligro
manifiesto y grave; y ii/ la ausencia de riesgo propio o de tercero.
b) Ausencia de realizar la acción mandada. Es decir, según cada caso:
abstenerse de auxiliar, cooperar con la Justicia, denunciar el delito, etc.
c) Capacidad personal de realizar la acción. Para ello se requiere que
concurran determinadas condiciones externas –cercanía espacial y temporal
entre el sujeto y la situación típica, medios de salvamento, etc.– y personales,
que el sujeto cuente con los suficientes conocimientos y facultades
intelectuales para realizar la acción –un lego no sabe cómo contener una
hemorragia–.
Por su parte, el “tipo subjetivo” admite la versión dolosa y la imprudente,
caso de estar esta última legalmente prevista. La dimensión cognoscitiva del
dolo exige que el sujeto sea consciente de que concurren todos los elementos
del tipo objetivo. La dimensión volitiva del dolo consiste en la expresión de
la voluntad de no realizar la acción exigida, es decir, como volición del tipo
objetivo.
2. Delitos especiales de omisión pura (o delitos de “omisión pura de
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garante”)
Son considerados por algún sector doctrinal como un tertium genus a medio
camino entre los delitos de omisión pura, cuya naturaleza fundamental
comparten, dado que el sujeto activo en ningún caso es garante en el sentido
del art. 11 CP, y los delitos de comisión por omisión, dado que, como en
estos, sujeto activo no puede ser cualquiera, sino solo aquel círculo de
personas expresamente acotado por el tipo penal. Las penas suelen responder
igualmente a esa gravedad “intermedia”.
Se trata en todo caso de “delitos de omisión pura” que carecen de una
equivalencia estructural con la comisión activa y que, por lo tanto, como los
demás delitos de omisión pura, no dan lugar a la imputación de resultados en
el caso de que estos se produzcan. Sin embargo, a diferencia de los delitos de
omisión pura comunes, cuyo sujeto activo puede ser cualquier persona, en
estos delitos sujeto activo son solo un círculo delimitado de personas sobre
las que recae por regla general un “deber de garantía institucional positivo”,
que no alcanza a ser una posición de garante en el sentido exigido por el art.
11 CP. Esta última va más allá y exige responder por las lesiones de bienes
jurídicos en virtud de un “deber negativo” consistente en la evitación de
resultados (Robles Planas, 2013, 13 y ss.).
V. Los delitos de omisión y resultado
1. Delitos omisivos de resultado expresamente tipificados
De manera excepcional determinados tipos de la Parte Especial vinculan
expresamente el resultado a una omisión, o bien aclaran que el
comportamiento se puede cometer tanto por acción como por omisión. Puede
tratarse tanto de un “resultado lesivo” (art. 176 CP), como de la producción
mediante la conducta omisiva de un “resultado de peligro” (Ej.: arts. 196 CP,
316 CP), tanto de carácter doloso, como imprudente (Ej.: art. 317 CP).
Como los delitos de “comisión por omisión”, son “delitos especiales” en los
que el sujeto activo ostenta una posición de garante, pero, a diferencia de
aquellos, la imputación del resultado a la omisión no siempre lleva aparejada
la misma pena que si se hubiera causado activamente, sino que, siendo así en
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algunos casos (Ej.: art. 176 CP), en otros la pena es distinta o bien no existe
una realización activa equiparable (Lacruz, 2015, 298).
2. Delitos “impropios de omisión” o de “comisión por omisión”
2.1 Tipicidad objetiva y subjetiva
Más arriba fueron mencionadas las características generales de estos
delitos, por lo que es preciso en este momento examinar con más detalle la
estructura de la tipicidad objetiva y subjetiva de los mismos.
El “tipo objetivo” de la comisión por omisión se corresponde con las
omisiones propias salvo en el detalle de agregar a cada elemento del tipo
objetivo un nuevo componente. Así:
a) a “la situación típica” debe añadirse “la posición de garante” del sujeto
activo;
b) a “la ausencia de una acción determinada” se añade “la aparición de un
resultado”;
c) y “la capacidad de realizar la acción debida” debe comprender “la
capacidad de evitar la aparición del resultado”.
El “tipo subjetivo”, doloso e imprudente, no ofrece diferencias respecto del
tipo subjetivo de la omisión propia, salvo que se refiere a un tipo objetivo con
ciertos componentes nuevos, tal como hemos visto.
Un paseante camina por la solitaria ribera de un lago y observa a un bañista que está a
punto de morir ahogado; lejos de auxiliarle o demandar auxilio, el paseante se apresura
a abandonar el lugar, pereciendo momentos más tarde la víctima. La conducta descrita
constituye un “delito propio de omisión” al cumplirse todos los requisitos exigidos en
el tipo del art. 195 CP. Veámoslo: existe una “situación típica” (desamparo y peligro
manifiesto de la víctima: se comprueba que pudo auxiliarle sin poner en riesgo su
vida); “ausencia de una acción determinada” (no le auxilia, ni demanda ayuda);
“capacidad de realizar esa acción” (sabía nadar y además había un bote de remos
amarrado en la orilla). Es decir, cumple con todas las circunstancias objetivas, además
de la subjetiva, ya que era consciente de la alta probabilidad de que se produjera el
resultado de muerte. Imaginemos ahora la misma situación con la variante siguiente: el
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paseante no era tal, sino un vigilante contratado por el municipio, quien, entre otras
obligaciones, tenía el deber de prestar su auxilio en accidentes como el descrito. En
este caso, el vigilante es autor de un “delito impropio de omisión” y en virtud del
artículo 11 en relación con el art. 138 comete un homicidio doloso: a la situación típica
se añade “la posición de garante” del vigilante; a la ausencia de una acción
determinada sigue “el resultado” de muerte y, finalmente, la capacidad de acción
comprendía “la capacidad de evitar” ese resultado. Por lo tanto, se cumplen todos los
requisitos exigidos en el tipo objetivo. En conclusión, de mediar dolo, el vigilante
responde como autor de un delito de homicidio (art. 138 CP) en comisión por omisión.
2.2 Regulación legal de los delitos de comisión por omisión
A) La cláusula de equivalencia del art. 11 CP
La comisión por omisión “equivale a la realización activa de un delito de
resultado”. Siendo esto así, se plantea el problema de encontrar el criterio que
permita equiparar la omisión a la causación del resultado.
El Código penal propone una fórmula incorporada en el art. 11 donde se
establecen las condiciones que deben reunir los comportamientos omisivos
para ser equiparados a los delitos comisivos de resultado. Ello se realiza a
través de una cláusula de transformación entre la omisión y la
correspondiente realización típica, y dice así: “Los delitos que consistan en la
producción de un resultado solo se entenderán cometidos por omisión cuando
la no evitación del mismo, al infringir un especial deber jurídico del autor,
equivalga, según el sentido del texto de la Ley, a su causación”.
El viejo Código penal carecía de una cláusula general que permitiera
expresamente efectuar dicha equiparación. A efectos de colmar este vacío
normativo, doctrina y Jurisprudencia elaboraron una fórmula dogmática
supralegal que suscitaba serias dudas acerca de su compatibilidad con el
principio de legalidad. Téngase en cuenta que la aplicación de estos tipos
penales exigía una complementación judicial del tipo necesariamente
efectuada por vía de la analogía.
La solución de estos problemas se ha alcanzado en el Código penal de 1995
con la “cláusula de equivalencia” recogida en el art. 11 CP. En ella, el
Legislador aclara que deberá ser responsable con arreglo al Código penal
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quien no evite, infringiendo un especial deber jurídico, la producción del
resultado. La equiparación entre acción y omisión, por lo tanto, se resuelve
exigiéndose dos condiciones: que la equivalencia se realice “según el sentido
del texto de la Ley” y la existencia “de un especial deber jurídico del autor”.
B) Primera condición: equivalencia efectuada “según el sentido del texto de
la Ley”
El contenido de la primera condición, la equiparación debe realizarse
“según el sentido del texto de la Ley”, incluye la satisfacción de dos
exigencias: que el delito de resultado admita su realización por la vía
omisiva; y, además, que el resultado pueda ser imputado a la conducta
omisiva.
a) Solo algunos delitos de resultado admiten la posibilidad de que se pueda
llegar al mismo por omisión. En general, esto es factible con aquellos tipos de
resultado en los que no se limitan sus modalidades de realización, es decir,
los denominados delitos resultativos. Sin embargo, resulta impensable que el
tipo objetivo de los delitos de robo con fuerza en las cosas realizado con
escalamiento, o de fabricación de moneda falsa, pueda realizarse por omisión.
b) Es necesario, además, que se dé la posibilidad de atribuir a la conducta
omisiva la aparición del resultado. En este punto, el Tribunal Supremo sigue
la opinión de un amplio sector de la doctrina utilizando el criterio de “la
causalidad hipotética”. Es obvio que en el sentido de las ciencias de la
naturaleza no puede surgir de un “no hacer” resultado alguno (ex nihilo nihil
fit). No obstante, es posible imaginar que, en la hipótesis de haber realizado
el autor la acción debida, el resultado no se hubiera producido. Si el Juez
considera que la realización de la conducta hubiera evitado el resultado con
una “probabilidad rayana en la seguridad”, entonces es posible atribuir el
resultado a la omisión (Vid., con más detalle, Demetrio, 2015, 182 y ss.)
Como se habrá podido percibir, el método utilizado no es otro que el de la
conditio sine qua non adaptado a la omisión. Por eso, los partidarios de la
teoría de la imputación en su versión restringida consideran que este juicio de
causalidad hipotética debe ser complementado con los criterios propios de
aquella teoría.
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C) Segunda condición: existencia de “un especial deber jurídico del autor”
La segunda condición impuesta en el art. 11 exige que la no evitación del
resultado suponga la “infracción de un especial deber jurídico” del autor. En
otros términos, que el autor, portador de un deber jurídico, está obligado a
llevar a cabo la acción adecuada que evite la producción del resultado. Esta
situación especial en la que se encuentra el autor se conoce con el nombre de
“posición de garante”. En consecuencia, estos delitos son especiales, puesto
que restringen el círculo de posibles autores a aquellos que reúnen esta
cualificación personal.
La “determinación de las fuentes de garantía” supone uno de los temas más
polémicos y debatidos de la teoría del delito. La razón de ello reside en las
opciones político-criminales que se esconden detrás de las diferentes
corrientes de opinión. En efecto, aquellos que postulan ampliar los deberes de
garantía a efectos de promover la solidaridad social corren el riesgo de
introducir en la sociedad altos componentes de inseguridad jurídica. En estos
casos, un médico, por ejemplo, deberá tener un justificado temor a salir a la
calle, ya que su profesión le coloca inevitablemente en garante de la vida y
salud ajena, de tal forma que una conducta suya poco respetuosa con los
compromisos profesionales le puede convertir en autor de un homicidio o
lesiones imprudentes que, de no mediar tal orientación político-criminal, si
acaso, mereciera la consideración de una simple omisión del deber de
socorro. Por el contrario, una política-criminal liberal, que se traduzca en una
excesiva restricción del círculo del ámbito de la garantía, conduciría a
fomentar el egoísmo y la insolidaridad social.
Así pues, resulta en extremo importante encontrar el punto de equilibrio
legal equidistante entre ambos extremos. Por eso, es atendible la opinión de
algunos autores que estiman que la discusión en torno al origen de la garantía
transciende a la teoría del delito, de suerte que el contenido material
asignable a la misma fluctúa en consonancia con los requerimientos
históricos de una sociedad determinada.
Al menos, el Código penal vigente en el segundo párrafo del art. 11 colma
esta laguna legal. Decimos al menos y no por fortuna, puesto que lo hace con
timidez, atado a concepciones doctrinales poco sensibles con los
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requerimientos sociales que gravitan detrás de los deberes de garantía. En
efecto, se decanta el Legislador por delimitar las fuentes sobre la base de
“consideraciones formales”, cuando exista “una específica obligación legal o
contractual...”, y no materiales.
Sin embargo, deben primar a la hora de interpretar el art. 11 las
consideraciones materiales sobre las formales. Esta recomendada
flexibilización de ese “especial deber jurídico del autor” permitiría además
descartar algunas posiciones de garante legalmente refrendadas, aunque
carentes de contenido material. Consideremos el siguiente ejemplo: un padre
y su amigo observan cómo el hijo del primero sufre un síncope mientras
nadaba en una piscina; ninguno de los dos acude en su auxilio, de tal suerte
que el muchacho muere. El padre en posición legal de garante responderá de
un homicidio doloso por omisión impropia y el amigo de una omisión propia
del deber de socorro. Sin embargo, resultan hechos probados que la víctima
convivía con el amigo desde su primera infancia y el padre residía en otro
país o el padre descubre instantes antes del suceso su paternidad. En
cualquier caso, el Juez que calificara las omisiones de esa manera, lo haría
conforme a las formales exigencias del art. 11, aunque materialmente estaría
cometiendo una grave injusticia.
Pero hay algo más. El examen del contenido material de la posición de
garante no se limita solo a analizar el contenido de esas especiales relaciones
entre el omitente y el bien jurídico (convivencia, compromiso asumido, etc.),
sino que también pondera el “grado de dependencia” del bien jurídico
respecto del omitente. Examinemos el supuesto siguiente: al presentarse
durante la madrugada los primeros síntomas de un parto muy complicado el
marido llama por teléfono al único médico del pueblo solicitando su
asistencia. El médico, que esperaba esa llamada nocturna por haber visitado a
la enferma el día anterior (primera alternativa), se abstiene de contestarla; o la
atiende (segunda alternativa), asegurando acudir allí en una hora, aunque sin
la menor intención de cumplir con lo prometido. El recién nacido muere. Se
demuestra que en el caso de haber sido asistido por el facultativo las
probabilidades del niño de sobrevivir hubieran sido muy altas.
Formalmente, la omisión del médico en las dos alternativas propuestas
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genera posición de garante y responderá por el resultado acaecido. Sin
embargo, desde una perspectiva material el abstenerse de contestar al
teléfono seguido de la ausencia de la acción demandada no convierte en
garante al facultativo, que cometería, en todo caso, un delito de omisión
propia de deber de socorro; sí, en cambio, responde como garante en el
supuesto de la segunda alternativa mencionada. La razón de esta distinción
hay que buscarla, como se dijo, en el grado de dependencia del bien jurídico
respecto del omitente. En efecto, hacer oídos sordos a la llamada de auxilio
esperada no impide al marido de la parturienta recurrir al médico de la
población vecina o llevarla él mismo en un coche al hospital más cercano.
Caso distinto es prometer y no cumplir. La víctima confiada hace dejación de
cualquier otro medio de salvamento, de modo que esa hora de infructuosa
espera consume cualquier otra posibilidad de auxilio.
VI. Fuentes y funciones de la posición de garante
1. Fuentes legales de la posición de garante
En el art. 11 se incluye, junto a la cláusula de equivalencia, otra que
enumera las fuentes que hacen surgir la posición de garante. El Legislador no
se contenta con establecer de forma genérica la fuente que habilita la garantía
del omitente, sino que ese “especial deber jurídico del autor”, al que se hacía
mención en el párrafo primero del precepto, lo desarrolla fijando tres
concretos motivos:
a) Existencia de una “específica obligación legal” de actuar. Por ejemplo,
los padres ostentan posición de garante respecto de sus hijos como
consecuencia de los deberes derivados de la patria potestad que impone el
Código civil.
b) Existencia de una específica obligación contractual de evitar el
resultado. El vigilante nocturno, por ejemplo, que ha suscrito un contrato con
la empresa se compromete por precio a cuidar de las pertenencias de aquella.
c) Por la injerencia o “el actuar precedente” del omitente que “haya creado
una ocasión de riesgo para el bien jurídicamente protegido”. El conductor de
un camión que transporta piedras debe controlar su carga y es garante de los
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accidentes que puedan ocurrir por la caída de ellas a la vía pública.
No obstante, esta enumeración no es interpretada por regla general como un
catálogo de fuentes, sino tan solo una referencia tipológica, de modo que si se
quiere sancionar una comisión por omisión, es necesario que encaje en
alguno de los tres grupos de casos (Dopico 2006, 698). Se alcanza, por tanto,
la conclusión de que “el art. 11 CP opera como una restricción del ámbito de
omisiones típicas”, como interpreta asimismo de modo acertado la
Jurisprudencia del Tribunal Supremo (STS 1538/2000, de 9 de octubre).
2. Las funciones que dimanan de la posición de garante
El garante cumple determinadas funciones necesarias para salvaguardar la
integridad de un bien jurídico incluido en su esfera de competencia. El
contenido de estas funciones se manifiesta doblemente: a) como “función de
protección de un determinado bien jurídico” y b) como “deber de vigilancia
de una fuente de peligro”.
2.1. Funciones protectoras de un bien jurídico
Determinadas personas están obligadas a velar por la integridad de un bien
jurídico debido a que se encuentra dentro de su ámbito de dominio. Ellos han
adquirido el compromiso de evitar que pueda ser puesto en peligro o incluso
lesionado. Si debido a su conducta, “contraria a derecho”, tal resultado se
produce responderán como garantes de un delito en comisión por omisión.
El origen de este compromiso puede obedecer a múltiples circunstancias.
La doctrina suele agruparlas en estas tres: deberes deducidos de una estrecha
relación vital; deberes que surgen por el ejercicio de determinadas
profesiones; y deberes de protección asumidos voluntariamente:
2.1.1. Deberes de garante deducidos de una estrecha relación vital
Se trata de aquellos compromisos deducidos de la convivencia familiar o
simplemente de la convivencia de hecho. Los padres son garantes de la vida,
de la salud, de la libertad de sus hijos; los cónyuges o los miembros de la
pareja de facto son asimismo, y en los mismos términos, garantes uno del
otro; etc.
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Sin embargo, es oportuno señalar que no toda comunidad de vida genera
automáticamente posición de garante. El Juez, para decidir sobre la posición
de garante del omitente, debe comprobar dos extremos: la relación de
dependencia y el contenido real de esa comunidad de vida existentes entre el
omitente y el allegado en el momento de la omisión.
La ponderación del “grado de dependencia” entre el portador del bien
jurídico y el omitente no debe ser entendida en abstracto, sino referida al
“concreto momento en que se produce la omisión”. Una cosa es que el
marido no atienda a su mujer aquejada de un ataque cardíaco en pleno centro
de la ciudad –donde puede ser auxiliada por otros transeúntes– y cosa distinta
que no lo haga sabiendo que se encuentran los dos en una solitaria casa de
campo; es decir, en un lugar donde la víctima depende concreta y
absolutamente del omitente. En principio, solo en el segundo caso surge
posición de garante.
Además, se requiere comprobar “la existencia real de una comunidad de
vida”. De lo contrario, se llegaría a soluciones tan peregrinas como la
siguiente: el marido, separado de hecho, y el amante se abstienen de prestar
auxilio a la mujer malherida en accidente de circulación. En el supuesto de
que la víctima fallezca, al todavía cónyuge se le condena por un delito de
homicidio en comisión por omisión a diez años de privación de libertad, y al
amante, por un delito de omisión del deber de socorro castigado con multa de
tres meses.
2.1.2. Deberes que dimanan de la regulación legal de determinadas
profesiones
Así sucede en aquellas profesiones que incorporan a su actividad el deber
formal de protección de determinados bienes jurídicos. Son, por ejemplo,
garantes: el médico respecto a la vida y salud de sus pacientes, lo mismo el
funcionario de prisiones en relación con los reclusos a él confiados, el
empresario por las instalaciones destinadas a proporcionar seguridad e
higiene a sus trabajadores, etc. El fundamento de la posición de garante del
profesional hay que buscarla en la infracción de un deber extrapenal derivado
del papel social que desempeña el omitente.
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Las cautelas mencionadas más arriba en orden a interpretar materialmente
los criterios formales son aquí especialmente aplicables. La traslación de
deberes jurídicos de otras ramas del Ordenamiento como fundamento de la
posición de garante debe hacerse con carácter limitado y solo referido para
aquellos ataques a bienes jurídicos importantes. De lo contrario, dotar de
efectos penales a cualquier deber jurídico cuestionaría el carácter subsidiario
del Derecho penal haciéndole perder su accesoriedad.
2.1.3. Deberes de garante deducidos de la asunción voluntaria de
específicas funciones protectoras
Dentro de este grupo de supuestos se incluyen, no solo los compromisos
asumidos por vía contractual, sino también los aceptados expresa o
tácitamente de forma voluntaria. Lo importante sigue siendo también que la
aceptación voluntaria de protección coloque al bien jurídico en una clara
situación de dependencia respecto al omitente. Si un grupo de personas acude
a auxiliar al accidentado y una de ellas manifiesta su intención de
transportarla al hospital en su automóvil, pero una vez solo, lo abandona, de
suerte que el accidentado muere a causa de la desatención, el omitente
responderá de un homicidio doloso en comisión por omisión. Tampoco la
asunción contractual del compromiso convierte de manera irremediable en
garante al omitente. Por ejemplo, aunque el contrato de trabajo suscrito entre
la empleada doméstica y los padres sea nulo, aquella responderá como
garante de la vida del niño que “de hecho” se le ha confiado.
En la actualidad, la doctrina más avanzada estima con acierto que es
preferible prescindir del contrato como origen de la posición de garante y sí,
en cambio, fijar la atención en el hecho de si el sujeto ha creado con la
asunción voluntaria del compromiso una “situación de confianza” de tal
índole que el sujeto ha dejado en manos del garante la protección del bien
jurídico.
2.2. Deber de vigilancia de una fuente de peligro
La posición de garante también puede aparecer cuando la indemnidad del
bien jurídico depende del control personal de determinadas fuentes de peligro
ya existentes –el propietario del animal, vehículo o arma de fuego respecto a
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su vigilancia, conducción o uso– o generadas por alguna acción u omisión
precedente contraria a derecho –los que acampan en el bosque respecto a las
consecuencias que pueden derivarse de la no extinción del fuego que
imprudentemente se hizo–.
En todos estos casos, el sujeto queda en posición de garante y, en
consecuencia, obligado a evitar la producción de un resultado típico. Por
ejemplo, el propietario que deja a su perro guardián sin atar y muerde a una
persona, responde por un delito de lesiones imprudentes en comisión por
omisión; de la misma forma, el conductor de un camión que no aparta de la
carretera las piedras que utilizó para calzar el camión mientras cambiaba una
rueda, responde como garante de las posibles lesiones o muertes que se
pudieran producir, etc.
La doctrina distingue también aquí tres grupos de supuestos:
2.2.1. El deber de control de fuentes de peligro situadas en el interior de la
esfera de dominio del sujeto
En correlación con el deber de seguridad en el tráfico del Derecho civil,
existe en el ámbito penal un deber de garantía para el control de las fuentes
de peligro que operan en la propia esfera de dominio del omitente. En este
caso, el fundamento de la posición de garante hay que buscarlo en el
principio de confianza. La sociedad confía en que aquel que ejerce el poder
sobre un espacio delimitado dominará los peligros para terceros que en dicho
ámbito puedan proceder de objetos, animales, instalaciones o maquinaria, etc.
Así, resulta garante el propietario de un vehículo que no lo mantiene en
condiciones de seguridad para el tráfico; o que permite conducirlo a quien no
está capacitado para ello. Sin embargo, no surge posición de garante si el
propietario del hotel no impide el homicidio de un cliente –sin perjuicio de
que pueda ser acusado de un delito de omisión del deber de impedir delitos
(art. 450 CP)–, puesto que el hotel no constituye en sí mismo una fuente de
peligro.
2.2.2. El actuar precedente o la injerencia
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El art. 11 CP y una gran parte de la doctrina admite la posición de garante
por injerencia o por una acción u omisión precedente generadora de un riesgo
para el bien jurídico.
Se trata de un tema controvertido debido a que una admisión de esta fuente
de garantía sin restricciones introduce de forma solapada componentes
propios de la versari in re illicita. En efecto, la doctrina entiende que la sola
conducta precedente de creación del riesgo no es suficiente para fundamentar
la posición de garante. Así sucede con los riesgos ocasionados fortuitamente
y los que provienen por el actuar precedente, contrario a derecho, de la propia
víctima. El conductor prudente no responde como garante de las lesiones que
produce al peatón atropellado, aún cuando después huya sin prestarle auxilio.
Su conducta sería susceptible de ser tipificada como una omisión propia en
accidente del art. 195.3 CP. De la misma forma deben excluirse los casos en
los cuales la víctima ha generado con su actuar precedente “una situación de
justificación” que autorice a enfrentarse a ella de forma típica. El atacado que
repele la agresión lesionando al atacante sin prestarle posteriormente auxilio
no tendría posición de garante.
Sin embargo, dado que el inciso segundo del art. 11 CP no distingue entre
el caso de que la acción u omisión precedente que crea el riesgo para el bien
jurídico sea dolosa o solo imprudente, ni prevé atenuación alguna para el
segundo supuesto, se presenta un problema valorativo importante. Así, por
ejemplo, según una interpretación, quien imprudentemente atropella a un
peatón y después, en lugar de socorrerle, huye del lugar sabiendo que es
probable que la víctima del atropello muera, podría convertirse en autor en
comisión por omisión de un homicidio doloso del art. 138 CP. De esta
opinión se muestra, entre otros, Mir Puig 2016, que considera que ello no es
incompatible con la agravación prevista en el art. 195.3 (segundo inciso) CP,
que no requiere la efectiva producción de un resultado lesivo. Sin embargo,
para (Dopico 2006, 805 y ss.) la agravación del delito de omisión del deber
de socorro tras accidente causado imprudentemente por quien omite auxiliar
regulada en el art. 195.3 CP es un caso de “omiso salvamento” (a diferenciar
de los casos de “omiso aseguramiento de focos de peligro”) llamado a
concurrir con un delito imprudente de homicidio, lesiones, etc., salvo en un
pequeño número de supuestos, en los que, por cualquier motivo, finalmente
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no acaece el resultado. La Jurisprudencia española no ha calificado hasta la
fecha como homicidio doloso por omisión un supuesto de atropello y
posterior huida con omisión de socorro en el que el atropellado fallece, sino
que trata estos casos de omiso salvamento tras accidente como “omisión del
deber de socorro agravada” (SSTS 1304/2004, de 11 de noviembre y
42/2000, de 19 de enero) (Vid. Dopico, 2011, 241).
La doctrina exige, en todo caso, que se den los siguientes “requisitos en el
actuar precedente” para de este modo restringir el alcance de esta fuente del
deber de garantía: a) que haya generado un “peligro cercano” que sea
adecuado para generar el daño; b) que sea antinormativo o contrario a deber
desde un punto de vista objetivo, lo que excluye los casos de creación fortuita
del riesgo, así como aquellos en los que el comportamiento anterior es uno
amparado por una causa de justificación a la que da lugar el comportamiento
de la víctima; c) que la contrariedad a deber consista en la infracción de la
norma que sirve para la protección del bien jurídico afectado (Jescheck /
Weigend, 2002, 674).
2.2.3. Responsabilidad por la conducta de terceras personas
Por último, hay determinados casos prototípicos en los que se habla de la
posición de garante que nace como consecuencia del deber de vigilar a otras
personas respecto a las vulneraciones de bienes jurídicos que se producen por
actos de estas últimas. Este sería el caso de los padres respecto a los hijos
sobre los que detentan la patria potestad, o los profesores por las infracciones
cometidas por menores de edad durante el horario escolar. Fuera de esos
casos, la cuestión es mucho más complicada y requiere analizar muchos
factores, como sucede, por ejemplo, en la discusión actual sobre las
condiciones bajo las cuales se puede generar una posición de garante del
empresario (o de los directivos o superiores jerárquicos de una empresa) por
la no evitación de delitos cometidos por los subordinados.
VII. Bibliografía
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Iustel, Madrid, 2009.
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1
Redacción original de José Ramón Serrano-Piedecasas Fernández, revisada y actualizada
por Eduardo Demetrio Crespo.
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Lección 24
NICOLÁS GARCÍA RIVAS
Universidad de Castilla-La Mancha
LAS FORMAS IMPERFECTAS DE EJECUCIÓN
Al estudiar la configuración de la antijuricidad se explicó que un Derecho
penal vinculado a la protección de bienes jurídicos no puede contentarse con
intervenir cuando el daño ya está hecho: puede y debe hacerlo antes, si el
riesgo es serio e inminente. Por otro lado, se dijo allí también que el injusto
penal exige la confluencia de un doble desvalor: de acción y de resultado, los
cuales deben estar, además, conectados. Se trata de una reflexión de alcance
general que debe traerse a colación también al analizar las formas imperfectas
de ejecución, cuestión que obliga a determinar la frontera entre los actos
antijurídicos y aquellos otros que todavía no acreditan la lesividad exigida.
I. La consumación como forma “perfecta” de ejecución
Cuando hablamos de formas “imperfectas” de ejecución, nos referimos a
casos en los que el autor no llega a realizar “perfectamente” la conducta
descrita en el supuesto de hecho típico, pese a intentarlo. Por el contrario,
cuando la ejecución sí es “perfecta” y la conducta coincide, por tanto, con ese
supuesto de hecho típico, estaremos ante la consumación del delito. En este
sentido, aunque a primera vista puede parecer que “consumar” es lo mismo
que “lograr el propósito perseguido”, no es así. Puede ocurrir que la finalidad
última del autor sobrepase la descripción de la conducta típica (el homicida
pretende heredar a su víctima), lo cual delimitará técnicamente el
agotamiento del delito, pero su consumación se habrá producido antes, justo
en el instante en que la conducta coincide con la descripción típica.
La determinación de ese momento consumativo no es siempre pacífica y es
susceptible de distintas interpretaciones, siguiendo la pauta marcada por el
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art. 3.1 CC, es decir, que “las normas se interpretarán según la realidad social
del tiempo en que han de ser aplicadas”. Así, por ejemplo, la consumación de
la violación exigía la penetración (aún parcial) por vía vaginal o anal, hasta
que la STS de 22 de septiembre de 1992 consideró que el mero contacto de
los órganos genitales era suficiente porque lesionaba ya el bien jurídico
protegido: la libertad e indemnidad sexuales de la víctima. A partir de
entonces, nuestros tribunales consideran consumada la violación cuando se
acredita el contacto, sin necesidad de que exista una penetración parcial.
STS 50/2014, de 27 de enero: “en la sentencia 348/2005, de 17 de marzo, se afirma que
la Jurisprudencia ha ido evolucionando hasta estimar la consumación delictiva en los
supuestos del denominado “coito vestibular”, consistente en la penetración en la esfera
genital externa anterior al himen ( SSTS. de 22 de septiembre de 1992,7 de marzo y 31
de mayo de 1994, 20 de junio de 1995, 14 de mayo de 1999 y de 7 de junio de 2000,
entre otras), declarándose en la primera y en la última de estas resoluciones que el
acceso carnal no depende de circunstancias anatómicas, sino de consideraciones
normativas y que, por tanto, no es necesario para su consumación una penetración
íntegra o que haya traspasado ciertos límites anatómicos; se trata, por el contrario, del
momento en el que ya se ha agredido de una manera decisiva el ámbito de intimidad de
la víctima representado por las cavidades de su propio cuerpo, si bien es menester
valorar las circunstancias de cada caso concreto, con objeto de poder deducir que los
hechos enjuiciados ya han alcanzado un nivel que justifique la represión prevista para
los delitos sexuales con acceso carnal (STS núm. 55/2002, de 23 enero y las que en ella
se citan; y en el mismo sentido la STS núm. 476/1999, de 29 de marzo).
En el caso de los delitos de peligro, el castigo de las formas imperfectas de
ejecución es controvertido justamente porque se trata de delitos de
consumación anticipada, lo que daría lugar, de castigarse la tentativa, a un
adelantamiento punitivo excesivo, posiblemente vulnerador de los principios
de mínima intervención y de proporcionalidad. Piénsese en un delito de
conducción temeraria del art. 380 CP que exige la puesta en peligro de algún
viandante o conductor. Si la policía detiene al temerario antes de que esa
puesta en peligro se haya producido, aunque existieran probabilidades de
ello, ¿debería castigarse el hecho como tentativa del delito previsto en el art.
380 CP? No es así como actúan nuestros tribunales, llevados sin duda por el
buen hacer y el sentido común que aconseja no intervenir (penalmente) más
de lo debido y hacerlo solo en su justa medida.
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II. El iter criminis y sus fases
El recorrido que sigue el autor de un hecho delictivo desde el momento en
que concibe la idea de cometerlo hasta que logra la consumación se
denomina –en expresión latina– iter criminis. Es claro que la imagen de un
delincuente que actúa “paso a paso” es puramente figurada, pues en muchos
casos media solamente un instante entre la concepción de la idea y su
ejecución; a efectos didácticos, sin embargo, conviene mantener esa imagen
de un iter prolongado en el tiempo para jalonar con mayor facilidad sus
momentos esenciales. De acuerdo con un pensamiento ya muy consolidado
cabe distinguir una “fase interna” y otra “fase externa”; y, dentro de esta
última, distinguiremos los “actos preparatorios” (impunes) y la tentativa
(punible).
1. La fase interna
De acuerdo con un viejo brocardo liberal, “el pensamiento no delinque”.
Por muy obvia que pueda parecer esta idea, basta profundizar un poco en su
espíritu para darnos cuenta de que podemos extraer de ella un mensaje
sumamente provechoso, a saber: que el aparato punitivo del Estado, en virtud
del principio de culpabilidad y del dogma del hecho (que repudia el Derecho
penal de autor) no puede castigar a nadie por lo que piensa, sino solo por lo
que hace; se fijará en sus actos y no en su (mala) intención. Esto es algo que
conviene tener presente a lo largo de esta Lección, porque las formas
imperfectas de ejecución se caracterizan, en su aspecto subjetivo, por requerir
siempre la intención de alcanzar la consumación, esto es, el dolo, elemento
subjetivo que se puede apreciar ya en esta fase interna, pues en ella nace, y
que acompaña al autor hasta el final. Si es cierto que “el pensamiento no
delinque” habrá que buscar entonces un criterio distinto del dolo para
fundamentar el castigo de las formas imperfectas. Y habrá que buscarlo en la
actividad exterior del agente, que asume por tanto un papel protagonista.
2. La fase externa
Cuando el iter criminis sale a la luz, realizando el sujeto actos que forman
parte de su proyecto delictivo y que son observables desde el exterior, se
entra en la fase externa del mismo, una fase que puede concluir o no en la
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consumación delictiva. Si alcanza esta, nos hallaremos ante una forma
“perfecta” de ejecución; si no lo hace, la ejecución será “imperfecta”. Nótese
que la perfección viene marcada por la coincidencia del hecho realizado con
la descripción de la conducta en el tipo de la Parte Especial, es decir por la
consumación de este y no por la coincidencia de ese hecho con el proyecto
delictivo del agente, que puede exigir la realización de hechos ulteriores, los
cuales pueden ser o no punibles.
EJEMPLO: A toma un buen día el firme propósito de matar a su “amigo” B, a quien
odia secretamente desde hace tiempo aunque este no albergue la más mínima sospecha.
Para ello, A invita a B a pasar el fin de semana en su finca, con la idea de envenenar la
bebida de B en la cena y enterrarlo después en medio del campo.
La FASE EXTERNA comenzaría aquí cuando A envía un mensaje a B, invitándolo. En
ese instante, el plan de A deja el mundo oculto de su conciencia y sale al exterior,
realizando actos con ánimo homicida. Es seguro que hasta mucho después nadie se
percataría de que A tiene dolo de matar a B, pero lo cierto es que el dolo existe ya en
ese momento. Esta FASE EXTERNA abarcará desde ese momento hasta que A ejecuta
actos tan equívocos como invitar a B hasta que realiza otros de tanta significación
típica como verter el veneno en el vaso de B. Cómo delimitar la frontera entre los actos
significativos (ejecutivos) y los otros (preparatorios) es la gran cuestión a dilucidar en
esta lección.
Al contrario que en la fase interna, cuyo carácter incógnito evita la
intervención penal, en la fase externa nos enfrentamos ya al problema de
dilucidar cuáles de los actos practicados deben considerarse punibles, de
acuerdo con los principios político-criminales que definen el sistema penal.
Así, bajo los auspicios de un Derecho penal autoritario seguramente se
considerará legítimo castigar cualquier atisbo de actividad exterior,
ampliando al máximo el área de punibilidad hasta cubrir prácticamente toda
la fase externa (eso es lo que ha ocurrido, en cierto modo, con el Derecho
penal español de la posguerra). Por el contrario, en el marco de un Derecho
penal democrático, el punto de inflexión de lo punible debe situarse en el
momento en que puede detectarse un peligro objetivo e inmediato de lesión
del bien jurídico, por exigencia del principio de lesividad. Se distinguirá así
una “fase preparatoria” (impune) de otra ejecutiva (punible).
III. La tentativa. Concepto. Distinción con los actos
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preparatorios
De acuerdo con el tenor del art. 15 CP, solo son punibles con carácter
general el delito consumado y la tentativa, que aparece definida en el art. 16.1
CP: “hay tentativa cuando el sujeto da principio a la ejecución del delito
directamente por hechos exteriores, practicando todos o parte de los actos que
objetivamente deberían producir el resultado, y sin embargo este no se
produce por causas independientes de la voluntad del autor”. La primera parte
de la definición legal nos sitúa en la fase externa (“hechos exteriores”) y, más
concretamente, en la fase ejecutiva (“el sujeto da principio a la ejecución del
delito”). Los actos que se sitúan antes de la ejecución, meramente
preparatorios, quedan fuera de la definición legal y, por consiguiente, no
reciben sanción alguna. El art. 15 CP así lo certifica. Sin embargo, nuestro
Legislador ha decidido castigar determinados actos preparatorios, como la
“conspiración, proposición y provocación”, aunque limitando su penalización
a aquellos delitos que expresamente lo dispongan, que suelen ser delitos
graves. De estos especiales actos preparatorios no nos vamos a ocupar aquí,
porque están configurados de tal modo que es aconsejable estudiarlos en la
Lección siguiente, dedicada a la participación, pues se trata en realidad de
modalidades preparatorias de esta. Al margen de esta peculiaridad, sí
podemos proclamar, con carácter general, que nuestro sistema punitivo
rechaza el castigo de la fase preparatoria y circunscribe la punibilidad a la
fase de ejecución, identificada con la tentativa. Existen, sin embargo,
diferentes teorías para determinar cuándo comienza esa fase de ejecución.
Pero antes de entrar en el análisis de cada una de ellas, conviene realizar
una doble precisión. En primer lugar, el principio constitucional de lesividad
limita la intervención penal a aquellos actos que lesionen o pongan en peligro
el bien jurídico protegido. Y cuando se habla aquí de peligro debe entenderse
como un “peligro real y objetivo”, no un peligro aparente o una “sensación
subjetiva” de peligro, que puede existir aunque el atracador apunte a la
víctima con una pistola de juguete, cosa que puede amedrentar a la víctima
pero no le convierte en susceptible de ser disparada. En segundo lugar, no
puede tomarse en consideración la denominada teoría subjetiva, que fue
sostenida por diversos autores y por la Jurisprudencia del período
nacionalsocialista alemán, con el fin de extender la tentativa hasta invadir la
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fase preparatoria, ya que fundamenta su punición en la voluntad contraria a la
norma. Al margen de constituir una muestra de Derecho penal de autor, desde
un punto de vista sistemático la teoría subjetiva elude un dato esencial: que el
dolo del autor (y, por tanto, su voluntad contraria a la norma) surge ya en la
“fase interna” del iter criminis y por ello no puede erigirse en criterio
distintivo dentro de la “fase externa”, o bien entre fase preparatoria y
ejecutiva.
La teoría “objetivo-subjetiva” tiene gran predicamento doctrinal en
Alemania debido a la redacción del § 22 de su Código penal, que considera
autor de tentativa a quien da inicio inmediato a la realización del tipo,
conforme a su propia representación del hecho. Esta definición sitúa el centro
de la noción de tentativa en el “plan del autor”, es decir, qué actos pensaba
realizar y cuándo tenía decidido hacerlo. Si no existiera corrección alguna a
este criterio, la interpretación de ese precepto del Código penal teutón se
aproximaría demasiado a la teoría subjetiva, pues dejaría al margen un
aspecto objetivo fundamental: si el autor ha dado comienzo o no a la
ejecución del tipo, patrón normativo que no está definido por el autor del
hecho. Esa corrección viene dada por la llamada teoría de la impresión, que
subraya cómo la tentativa se castiga solo en la medida en que los actos
realizados provocan en la comunidad una pérdida de confianza en la vigencia
del orden jurídico (Maurach) o, lo que es lo mismo, que esos actos tengan un
significado potencialmente lesivo para un observador objetivo. Con esta
matización, lo que nació como teoría subjetiva logra nutrirse también de
ciertos ingredientes objetivos, pero no despeja completamente esa grave
deficiencia político-criminal.
La teoría objetiva presenta un perfil diferente y ha adquirido mayor
importancia en España a raíz de la definición que contiene el art. 16 CP,
según el cual se considera tentativa la realización de actos “que objetivamente
deberían producir el resultado”. Los antecedentes de esta teoría se remontan a
Feuerbach, quien sostenía que solo las acciones que tuvieran posibilidad de
lesionar el bien jurídico podrían calificarse como tentativa, la cual no podía
depender de la voluntad del autor ya que esta existía también en momentos
anteriores del iter criminis. Desde un punto de vista formal, Beling mantuvo
que un acto es ejecutivo cuando está comprendido en la acción descrita en el
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tipo. Distintos autores han criticado la teoría objetiva porque piensan que no
toma en consideración el dolo del autor, que es un elemento fundamental de
la tentativa y porque, en última instancia, incurre en una extralimitación
similar, aunque de signo distinto, a la que caracteriza a la teoría subjetiva,
pues si esta prescinde del desvalor de resultado, las teorías objetivas, según
afirman sus críticos, prescinden del desvalor de acción. Pese a todo, no puede
olvidarse que existen argumentos político-criminales y legales que confirman
la viabilidad de esta teoría. Desde un punto de vista político-criminal, la
exigencia constitucional de una puesta en peligro del bien jurídico se
proyecta sobre la estructura de cualquier injusto típico (también, por tanto,
sobre la tentativa) insertando en este un desvalor de resultado que es
ineludible.
En realidad, puede mantenerse la teoría objetiva a condición de no olvidar
que el injusto de la tentativa no se nutre solo del elemento objetivo que
representa el peligro provocado por el acto sino también por la dirección que
imprime a este el autor del hecho, que es expresión de la voluntad de este e
integra, pues, el desvalor de acción. Si no se hace mayor hincapié en este
elemento bien puede ser debido a que nadie pone en duda la exigencia de este
elemento en la tentativa. Sin dolo es sencillamente inconcebible. Desde un
punto de vista legal, el argumento favorable a esta teoría es doble. En primer
lugar, el tenor literal del art. 16 CP obliga a constatar la dirección objetiva de
la acción, ya que únicamente cuando se constate que esa acción se dirige
“objetivamente” al resultado puede considerarse cumplida la definición legal
de la tentativa. En segundo lugar, la exigencia de un peligro real y objetivo
puede extraerse de lo dispuesto en el art. 62 CP cuando establece los criterios
para la penalización de la tentativa y, entre ellos, el grado de peligro
inherente al intento. Parece indudable, por ello, que el peligro es condición
necesaria para castigar cualquier clase de tentativa.
En el fondo, esta discusión sobre cómo interpretar la definición del art. 16.1
CP repercute directamente sobre uno de los conceptos clave de la tentativa:
su idoneidad para alcanzar el resultado no logrado. Alrededor de ese
elemento implícito del art. 16.1 CP se articulan sendos discursos, si no
antagónicos, sí radicalmente diferentes.
IV. La idoneidad de la tentativa
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Cuando un individuo planea cometer un crimen, lo lógico es que seleccione
adecuadamente los medios para llevarlo a cabo y el objeto de su acción. Pero
no siempre se seleccionan los medios más adecuados, bien porque el propio
sujeto es un inepto y pretende consumar el delito con instrumentos que a
cualquiera le parecerían ridículos (por ejemplo, matar a alguien echando las
cartas, haciendo pintadas o concentrándose mentalmente), bien porque se
trata de instrumentos inocuos, aunque su futilidad pase inadvertida a
cualquiera y a él mismo (el arma con la que quiere matar está descargada) o,
en fin, porque el objeto sobre el que pretende cometer el crimen es inexistente
(así, intentar un aborto cuando la mujer no está siquiera embarazada –aunque
ella piensa que sí–, o disparar sobre la víctima sin saber que lleva muerto ya
bastantes minutos). En todos estos casos hay algo que se repite: el sujeto
acredita una elevada intención de cometer el delito pero su intento será
infructuoso porque los medios o el objeto seleccionados son inadecuados o
inidóneos.
La penalización de estos hechos depende de la postura que se adopte sobre
la configuración de la tentativa. La teoría subjetiva justifica el castigo de
cualquier conducta, por inocua que sea, siempre que se demuestre la
intención lesiva del autor. Sin embargo, sus seguidores no llegan tan lejos
como para justificar el castigo de los intentos relatados en primer lugar, es
decir, la llamada tentativa irreal o supersticiosa, en la que el sujeto cree, de
manera irracional, que los instrumentos que utiliza son aptos (en abstracto)
para matar: echar las cartas, rezar, etc. A partir de ahí, la teoría subjetiva
justifica el castigo del resto de los casos relatados, incluido el intento de
aborto en mujer no encinta, es decir, el supuesto contemplado en la
Legislación de la postguerra y que se incorporó al Código penal de 1944 en
su art. 411. La deplorable STS de 11 de octubre de 1983 lo justificó así:
“si bien es cierto que no consta la existencia del embarazo (no consta acreditado el
previo embarazo dice el resultando fáctico), también hay que reconocer, que, con igual
certeza, se pone de manifiesto la existencia de manipulaciones abortivas, susceptibles
de practicarse en mujeres, seres idóneos por ser mujeres [sic], e inidóneos por no
constar el embarazo, por lo que “ante el ente social se aparentó el peligro” para una
posible vida intrauterina, bien jurídicamente protegido por el Ordenamiento penal, sin
que esta antijuridicidad pueda eliminarse por la ausencia de tipología, ya que “no se
trata de la inexistencia absoluta de objeto” delictivo para la imposibilidad de producirse
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el resultado del delito, “sino relativa” y también porque se practicó una ejecución que,
aunque no llegó a producir el resultado o efecto del ánimo abortivo, sí “se efectuó la
actividad ejecutiva y sí concurrió el ánimo específico” de delito de aborto”.
Como puede observarse, el fundamento del castigo del delito imposible
residía en la confluencia de dos elementos: el objetivo, representado por la
actividad ejecutiva del autor, y el subjetivo, identificado con el ánimo o dolo
de consumación del hecho. Pero el Tribunal Supremo alude también al
peligro que el intento representaba, incluso reconociendo que la mujer que se
sometió a la práctica abortiva no estaba embarazada. Ahora bien, no se trata
de evaluar el peligro objetivo de la acción respecto al bien jurídico protegido
(que era nulo) sino del peligro advertido por la comunidad (el “ente social”).
Ello sitúa esta Sentencia muy cerca de la teoría de la impresión (objetivosubjetiva).
Esta breve referencia histórica explica quizá por qué la entrada en vigor del
Código penal de 1995 no ha modificado en exceso el pensamiento penal
español respecto a la tentativa inidónea, aunque dicho Código haya
prescindido de castigarla expresamente y, además, exija en el art. 16.1 que
los actos ejecutivos del autor tengan capacidad “objetiva” para alcanzar el
resultado. En efecto, nuestro Tribunal Supremo interpreta la tentativa de un
modo menos “objetivo”. Las SSTS 701/2015, de 6 de noviembre y 764/2014,
de 19 de noviembre sostienen que objetivamente quiere decir que el plan o
actuación del autor, así como los medios utilizados, objetivamente
considerados, son racionalmente aptos para ocasionar el resultado. Es decir
que para una persona media, situada en el lugar del actor y con los
conocimientos especiales que este pudiera tener, el plan y los medios
empleados deberían racionalmente producir el resultado, según la experiencia
común. En realidad, el Alto Tribunal expresa una opinión muy extendida en
nuestra doctrina, que abraza la teoría objetivo-subjetiva, descrita por el
Tribunal Supremo del siguiente modo: “esta nueva redacción no determina
quién es el sujeto que debe hacer el juicio sobre la aptitud objetiva del acto
para producir el resultado, o mejor dicho, la realización del tipo. En efecto, si
dicha aptitud objetiva se establece según el plan del autor, será claro que el
error del mismo sobre la posibilidad de consumar el delito con la acción
proyectada determinará la impunidad solo en el caso en el que el autor haya
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estructurado su plan pretendiendo la consumación mediante los medios que la
doctrina designa como irreales o supersticiosos. El criterio del plan del autor
es, por otra parte, el más adecuado a la Ley vigente [¡], dado que no es
posible justificar político-criminalmente la impunidad del agente que
exterioriza en la acción una voluntad racional claramente delictiva, que no ha
alcanzado la consumación simplemente por el error del autor. La doctrina ha
señalado repetidamente este punto de vista cuando pone de manifiesto que,
en verdad, toda tentativa es inidónea, pues si fuera idónea hubiera alcanzado
la consumación. Dicho con otras palabras toda tentativa en la que la
realización del tipo no sea dependiente de la mera imaginación del autor, sino
de un plan objetivamente racional, es punible en el derecho vigente”. Esta
línea de pensamiento se ve corroborada por el Acuerdo del Pleno de la Sala
Segunda de 25 de abril de 2012, relativo a los casos de utilización de pistola
sin munición, en el que se afirma categóricamente: “El artículo 16 del Código
penal no excluye la punición de la tentativa inidónea cuando los medios
utilizados valorados objetivamente y ex ante son abstracta y racionalmente
aptos para ocasionar el resultado típico”.
La cuestión, en efecto, es cómo se determina la existencia de ese peligro o
aptitud de la acción para alcanzar el resultado. Esa determinación es el fruto
de un juicio sobre la probabilidad de que el resultado se produzca, juicio que
deberá realizarse lógicamente ex ante, es decir situándonos en el momento en
que se realiza el acto de ejecución y valorando –desde ahí– dicha
probabilidad. Al mismo tiempo, debe decidirse si en la base de dicho juicio
se incluyen solo los conocimientos del “espectador objetivo” (más los
especiales del autor, de acuerdo con la teoría de la adecuación) o “todos los
datos” presentes en el caso, aun cuando ni el autor ni el espectador objetivo
tuvieran conocimiento de ellos (por ejemplo, que la pistola está descargada,
cosa que no sabe nadie, lógicamente tampoco el autor, decidido a matar con
ese medio inocuo). Estas dos cuestiones (que están ciertamente relacionadas)
son confundidas –que no es lo mismo– por una parte de la doctrina y por
nuestro Tribunal Supremo al inclinarse por configurar una base de ese juicio
de peligro restringida a los conocimientos del espectador objetivo porque el
análisis debe realizarse ex ante. La confusión procede de la especial
configuración del peligro como resultado en el tipo de la tentativa (salvo que
se considere que basta un peligro abstracto, pero eso hay que mantenerlo).
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En efecto, la acción del autor debe tener como efecto la generación de un
resultado de peligro (concreto, si se quiere) para el bien jurídico protegido, lo
que obliga a determinar su concurrencia igual que se determina respecto a
cualquier resultado, es decir ex post (la constatación de que el cuerpo que
yace es cadáver no depende de lo que piense el espectador objetivo sino de
que se pueda expedir el certificado de defunción; si el medio utilizado es
peligroso –pistola cargada o desacargada– es un dato real y objetivo, con
independencia de lo que piense el autor, el espectador objetivo o la propia
víctima, probablemente asustada ante una pistola descargada, justamente
porque no sabe que lo está). Lo original de ese “resultado de peligro” en la
tentativa es que no se trata de una modificación permanente del mundo
exterior (muerte de una persona) sino de un fenómeno transitorio (la bala sale
o no sale del cañón, en dirección al cuerpo de la víctima o en trayectoria
errática) que casi inmediatamente concluye en lesión o en no lesión del bien
jurídico. Pero esa fugacidad no impide percatarse de que analíticamente se
debe realizar un juicio ex post respecto a la “situación de peligro”, combinado
con un juicio ex ante sobre la probabilidad de que dicha situación derive en
lesión del bien jurídico, cuya verificación dará pie para calificar el intento
como peligroso.
EJEMPLO: A quiere matar a B y para ello coloca veneno en el vaso de leche que ha de
beber B.
VARIABLE 1: B ingiere la leche, pero el veneno no hace el efecto deseado, quizá
porque no era suficiente o por su propia constitución física.
VARIABLE 2: El análisis pericial (lógicamente muy posterior al momento en el que A
vertió el veneno en el vaso, sencillamente porque se realiza en el ulterior juicio)
determina que la sustancia no era venenosa, probablemente por un error de A al coger
el frasco o porque el frasco no contenía ninguna sustancia venenosa.
Para los seguidores de la teoría objetivo-subjetiva (por ejemplo, autores tan relevantes
como Muñoz Conde o Mir Puig), en ambos casos habría que castigar al autor, porque
en la Variable 2, aunque en realidad no hubiera veneno en el vaso, el autor pensaba que
sí y el hipotético espectador objetivo pensaría lo mismo, tras haberle visto coger algo
de un frasco que se supone que contenía veneno.
Desde un plano objetivo, sin embargo, al analizar la Variable 2 se comprueba que la
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acción de A nunca generó un peligro real para la vida de B, siendo el peligro o
probabilidad de daño igual a cero, lo cual se determina mediante un análisis ex post que
valora la realidad presente en el momento en que B ingiere la leche del vaso, con
independencia de lo que el autor o el espectador objetivo pensaran sobre el peligro para
la vida de B.
En la Variable 1 el resultado no se produce, pero realizando el mismo análisis sí puede
afirmarse la existencia de un “resultado de peligro” (que es lo que requiere la
tentativa), porque a partir del acto de la ingestión no podía afirmarse con certeza que el
veneno fuera inocuo. La persistencia de un porcentaje de probabilidad de lesión
(incluso muy bajo) no permite decir que no existió peligro. Y si este fue mayor o
menor, ello deberá tenerse en cuenta a la hora de rebajar la pena según establece el art.
62 CP.
V. Tentativa acabada e inacabada
El art. 16.1 CP define como tentativa la realización de “todos o parte de los
actos” que objetivamente deberían producir el resultado. Ello permite
distinguir dos modalidades de tentativa cuya diferencia estriba en el grado de
progresión en la ejecución del hecho. Cuando se realiza solo parte de los
actos ejecutivos, la consumación exigiría realizar otros actos ulteriores,
mientras que cuando el autor realiza todos los actos necesarios para producir
el resultado, la consumación ya no depende de él sino de circunstancias
ajenas a sus propias acciones. La tentativa es acabada en el primer caso e
inacabada en el segundo. El art. 16.1 CP distingue en su redacción ambas
categorías al decir que “el autor practique todos o parte de los actos que
objetivamente deberían producir el resultado”.
La STS 539/2014, de 2 de julio, explica la distinción legal del siguiente
modo: “se han manejado doctrinalmente dos teorías: una subjetiva, que pone
el acento en el plan del autor, o sea, en el signo interno del propósito del
mismo, conforme a la cual, si lo que el sujeto quería llevar a cabo era la total
consumación del hecho, estaremos en presencia ya de una tentativa acabada;
y otra teoría, de características objetivas, que pone el punto de vista en la
secuencia de actos verificada antes de la interrupción forzada del hecho, de
modo que si se han practicado todos aquellos actos que debieran dar como
resultado el delito, y este no se produce en todas sus consecuencias por
causas ajenas a la voluntad del culpable, estamos en presencia de la tentativa
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acabada. La inacabada, sin embargo, admite aún el desistimiento voluntario
del autor, con los efectos dispuestos en el art. 16.2 del Código penal. En
realidad, lo correcto es seguir una teoría mixta, pues el plan del autor es
necesario para distinguirlo de otros tipos delictivos y conocer las
características internas de lo querido por el agente, y la objetivación de la
actividad desplegada es necesaria para llegar a determinar el “grado de
ejecución alcanzado” por el delito”.
Lógicamente, esta distinción se traduce también en un diferente tratamiento
punitivo, al establecer el art. 62 CP que al calificarse el hecho como tentativa
la pena se rebajará en uno o dos grados con respecto a la del delito
consumado “atendiendo al peligro inherente al intento y al grado de ejecución
alcanzado”. El Tribunal Supremo admite en general que la tentativa acabada
merece la rebaja de la pena en un grado y la inacabada en dos. Pero no se
trata de un criterio matemático, como recuerda la STS 693/2015, de 7 de
noviembre: “lo proporcionado y razonable es que cuanto mayor sea el
número de actos ejecutados sea también mayor el peligro inherente al intento,
de ahí que el Legislador haya atendido al criterio del desarrollo y avance de la
dinámica comisiva para modular la gravedad de la pena. Sin embargo, el
grado de peligro puede ser suficiente para reducir la pena solo en un grado
aunque no se hayan ejecutado por el autor todos los actos que integran la
conducta delictiva, y nos hallemos por tanto ante una tentativa inacabada”.
Esto deja abierta la cuestión a la valoración judicial, en atención siempre a los
criterios establecidos en el art. 62 CP.
VI. El desistimiento
Con la idea de preservar al máximo el bien jurídico amenazado por el sujeto
que comienza la ejecución del delito, el Legislador le ofrece la impunidad a
cambio de que cese en su agresión. El desistimiento es, por consiguiente, una
fórmula político-criminal que se inspira en el conocido aforismo “a
delincuente que huye, puente de plata”. El art. 16.1 CP hace mención
indirecta al desistimiento cuando incluye un elemento negativo en la
definición de la tentativa, según el cual la falta de consumación tiene que
deberse a “causas independientes de la voluntad del autor”, lo que significa,
sensu contrario, que no existe tentativa cuando es el propio autor quien
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impide dicha consumación. Sin embargo, son los apartados 2º y 3º del mismo
artículo los que regulan completamente esta institución. El primero, advierte
de que “quedará exento de responsabilidad penal por el delito intentado quien
evite voluntariamente la consumación del delito, bien desistiendo de la
ejecución ya iniciada, bien impidiendo la producción del resultado”. Si el
sujeto activo solo comenzó la ejecución bastará probablemente con no
persistir en su propósito, ya que la amenaza a la integridad del bien jurídico
todavía requerirá ulteriores actos hasta culminar la ejecución. Por el
contrario, cuando el autor realizó todos los actos necesarios para la
consumación del delito, la integridad del bien jurídico se encuentra
indefectiblemente amenazada, de manera que el autor tendrá que actuar
positivamente para evitar el daño ulterior. Pero si logra salvar en última
instancia el bien jurídico amenazado, el hecho no es punible, aunque
lógicamente se hará acreedor de la pena correspondiente a los daños ya
infligidos en su intento. Así, cuando el agresor dispara sobre la víctima con
ánimo de matar y esta no muere gracias al inmediato arrepentimiento y a la
eficaz respuesta de aquel, no existirá tentativa de homicidio, aunque el
agresor será castigado por las lesiones que ya se han consumado. Si el
agresor hubiera fallado en su intento y necesitara reproducir su energía
criminal para realizar otro posterior, bastará con que se retire para que aquel
comienzo de ejecución se tenga por no hecho, desapareciendo lo que era
propiamente una tentativa inacabada y obteniendo así la impunidad a cambio
de esa retirada.
Al requerirse la voluntariedad en el abandono del proyecto criminal no se
está exigiendo en modo alguno que el sujeto se arrepienta internamente de su
mala acción, sino que exista una decisión libre y no motivada por
circunstancias que entorpezcan la consumación. En efecto, para que el
desistimiento opere como causa de exclusión de la punibilidad se requiere
que la ejecución fuera factible y que, debido a una reflexión de última hora,
sea el propio autor quien abandona su proyecto; si, por el contrario, esa
“buena voluntad” aparece inducida por las circunstancias entorpecedoras que
dificultan seriamente la consecución del objetivo, entonces no se puede decir
que la ausencia de daño se debiera a la propia voluntad del autor, sino
justamente a la aparición de esos inconvenientes. Como ejemplo de actuación
valorada positivamente porque es absolutamente voluntaria y además eficaz,
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porque logra evitar el daño, cabe citar la STS 339/2015, de 9 de junio,
relativa a un intento de asesinato mediante estrangulación, desistiendo el
autor, que llama al servicio de emergencias para que asistan a la víctima,
recuperada sin problemas, lo que da lugar a la aplicación de la excusa
absolutoria y a la impunidad por el delito de asesinato en grado de tentativa.
La STS 86/2015, de 25 de febrero, recuerda que “en la STS 197/2010 de 16
de diciembre, después de examinar los criterios doctrinales para determinar la
voluntariedad del desistimiento, se afirma que “pertenecen al ámbito del
desistimiento voluntario los supuestos en que, siendo posible objetivamente
continuar la acción iniciada, decide el sujeto abandonar el proyecto criminal
bien por motivos autónomos e independientes de las circunstancias
concurrentes –sean o no esos motivos éticamente valiosos– o bien por la
percepción de un riesgo que sería razonablemente asumible o aceptable en
comparación con las ventajas que obtendría de la prosecución de la acción,
desde la perspectiva de la lógica criminal justifica que el orden jurídico
recompense la desviación de las normas de la lógica (la razón) del
delincuente”. Y en STS 1573/2001 de 17 de septiembre, se insiste en que “no
requiere ninguna motivación especial” bastando sea voluntario.
Cuando el desistimiento se debe a causas ajenas a la voluntad del autor o
esta se halla fuertemente tergiversada por la dificultad (de cualquier tipo)
para proseguir en la ejecución o consumar el hecho, se considera que no hay
razón para eximir de pena al sujeto: pervive la tentativa. Así, en la STS
112/2015, de 10 de febrero, el autor finalmente desiste de su propósito
porque su hija se interpone y dificulta la ejecución. “El desistimiento –dice el
TS– no es voluntario, sino forzado, impelido por la defensa ejercitada por un
tercero”. Tampoco aprecia el desistimiento por carecer de voluntariedad la
STS 227/2004, de 27 de febrero, al negar la aplicación del art. 16.2 CP al
agresor sexual que no prosigue la ejecución por la aparición de una persona
en el lugar del hecho. “Se trata de una huida –sostiene el Tribunal Supremo–
y no de una marcha voluntaria”. Para terminar, el Auto de 13 de marzo de
2003 lleva a cabo un pormenorizado análisis del requisito de la voluntariedad
del desistimiento y concluye: “será correcto excluir el privilegio del
desistimiento solamente cuando las desventajas o peligros vinculados a la
continuación del hecho aparecen ante los ojos del autor como
desproporcionadamente graves comparados con las ventajas que procura
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obtener, de tal manera que sería evidentemente irrazonable asumirlas”. En
todo caso, subraya este Auto que no se puede exigir que los motivos que
llevan al autor a cesar en su empeño sean éticamente valiosos.
Cuando el autor ha realizado ya todos los actos de ejecución, el art. 16.2 CP
exige que el desistimiento sea, además de voluntario, eficaz, e impida la
producción del resultado. No exige el Tribunal Supremo, sin embargo, que
sea el propio sujeto quien evite en última instancia el resultado sino que basta
con que despliegue una serie de acciones en ese sentido, aunque sea un
tercero quien neutralice el riesgo creado. Así lo resolvió en el Acuerdo de la
Sala 2ª de 15 de febrero de 2002, cuyo tenor literal es el siguiente: “la
interpretación del artículo 16.2 que establece una excusa absolutoria
incompleta ha de ser sin duda exigente con respecto a la voluntariedad y
eficacia de la conducta que detiene el iter criminis, pero no se debe perder de
vista la razón de política criminal que inspira, de forma que no hay
inconveniente en admitir la existencia de la excusa absolutoria tanto cuando
sea el propio autor el que directamente impide la consumación del delito,
como cuando desencadena o provoca la actuación de terceros que son los que
finalmente lo consiguen”. Esta doctrina ha sido aplicada ya en numerosas
sentencias (últimamente la STS 86/2015, de 25 de febrero) y constituye una
buena prueba de que el fundamento político-criminal de esta medida permite
una interpretación amplia de la misma, siempre con el objeto de favorecer la
integridad del bien jurídico protegido por el Legislador.
Hasta la entrada en vigor del presente Código penal, el desistimiento en la
coautoría se regía por los mismos criterios que para la autoría única. Sin
embargo, el apartado 3º del art. 16 CP ha introducido una importante novedad
a este respecto, al orientar la exclusión de pena en estos casos hacia el criterio
subjetivo de la responsabilidad personal, relegando un tanto la exigencia
objetiva de la evitación del daño. En efecto, dice el Legislador que “cuando
en un hecho intervengan varios sujetos, quedarán exentos de responsabilidad
penal aquel o aquellos que desistan de la ejecución ya iniciada, e impidan o
intenten impedir, seria, firme y decididamente, la consumación”, aunque a la
postre su buena voluntad resulte del todo vana porque la consumación se
produzca. Resulta sorprendente, no obstante, que cuando alguien comparte la
ejecución del hecho con otros pueda beneficiarse de la impunidad incluso sin
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evitar el resultado y que cuando actúa solo, por el contrario, no baste con un
intento serio, firme y decidido de impedir la consumación; una valoración tan
desigual de sendos “arrepentimientos” tan loables como ineficaces carece de
sentido. Quizá hubiese sido más conveniente una regulación similar de ambas
modalidades de desistimiento, aunque sin adoptar unas reglas tan rígidas
como las contenidas en el art. 16 CP, esto es, flexibilizando la respuesta
punitiva para que el Juez valorase la voluntad de neutralizar el riesgo y
pudiera prescindir o no de la pena con cierta discrecionalidad en ambos
casos.
VII. Bibliografía
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Lección 25
JUAN CARLOS FERRÉ OLIVÉ
Universidad de Huelva
AUTORÍA Y PARTICIPACIÓN
I. Evolución del concepto de autor
Los hechos delictivos no son necesariamente obra de una sola persona. Por
el contrario, suelen tomar parte en ellos distintos sujetos. Esta circunstancia
nos plantea importantes problemas, pues es preciso diferenciar los grados de
responsabilidad penal en base a las aportaciones que realice cada uno de
ellos, de tal forma que habrá sujetos que recibirán la totalidad de la pena
amenazada, otros que al realizar contribuciones secundarias estarán más
alejados de los aspectos fundamentales del delito y, por lo tanto, podrían
llegar a recibir una pena menor y, por último, sujetos cuya responsabilidad
penal es totalmente inexistente.
La televisión retransmite en directo la agresión que sufren dos presuntos delincuentes.
Se aprecian sujetos que incitan a otros para que maltraten a los que se encuentran
dentro del vehículo. Otros transportan bates de béisbol. Unos golpean y provocan
daños físicos a los agredidos. Otros, vigilan para informar si llega la policía. Habrá que
estudiar a fondo la solución que da el Código penal para poder delimitar la
responsabilidad de cada uno de ellos. Asimismo, debemos preguntarnos si el cámara
que rueda las escenas es autor de un delito de omisión del deber de socorro, y si
nosotros mismos, que no hacemos nada al ver esas imágenes en directo por la
televisión, podemos estar cometiendo también algún delito de omisión.
La problemática de la autoría y participación no es nada pacífica en la
doctrina penalista. Por ese motivo, expondremos muy brevemente los
aspectos esenciales de la evolución del concepto de autor, para intentar
comprender de esa manera la regulación actual. En nuestro ejemplo vemos
que se llevan a cabo muchas conductas, algunas de ellas caracterizables como
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delictivas (delitos de lesiones, omisión de socorro, etc.). Para alcanzar el
resultado interviene un importante número de personas, pero sus
contribuciones son bastante desiguales, lo que lleva a preguntarse si la
respuesta penal debe señalar en estos casos algunas diferencias.
a) Concepto unitario. La primera respuesta doctrinal al problema de la
pluralidad de sujetos en un hecho delictivo consiste en la no diferenciación
entre autores y partícipes. Al enunciarse el concepto unitario de autor,
prevalecía la teoría de la equivalencia de las condiciones y se consideraba que
las aportaciones de todos los intervinientes en el hecho debían poseer una
relación causal con el resultado. El concepto unitario de autor sostiene que
todos los sujetos que intervienen de una u otra forma en el hecho punible son
autores, dado que el delito es obra de todos ellos. Esta teoría entiende que
todas las aportaciones de los sujetos que contribuyen causalmente a producir
el resultado deben considerarse de la misma importancia y, por lo tanto, no
realiza diferenciación alguna entre autores y partícipes.
Sin embargo, las teorías unitarias han sido objeto de muchas críticas. En
primer lugar, la superación de las teorías que se asientan en el dogma causal
ha supuesto el abandono de estos planteamientos. Pero, por otra parte, no
parece del todo adecuado considerar autores a quienes realizan aportaciones
al hecho que no son relevantes. Se hace necesaria la distinción entre autores y
partícipes, desde un punto de vista conceptual y también de cara a la pena a
imponer. En función a esta necesidad comienzan a aparecer las teorías
diferenciadoras, que en definitiva son las que se han impuesto en nuestro
Ordenamiento jurídico. En el delito hay autores, que son aquellos que violan
directamente la norma y lesionan o ponen en peligro el bien jurídico
protegido, y hay partícipes que colaboran en el delito de otro.
b) Teorías subjetivas. Para superar las concepciones unitarias se han
ensayado distintas teorías subjetivas. Estas teorías siguen considerando, como
las unitarias, que no existen distinciones entre autores y partícipes; pero esta
afirmación choca con la realidad normativa, pues el Código penal trata de
forma desigual a los autores en relación a algunos partícipes. Por ese motivo,
consideran que la diferenciación se da en el plano subjetivo. Un sujeto será
autor si actúa con voluntad de autor (animus auctoris) y será partícipe si obra
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con voluntad de partícipe (animus socii). Esta tesis es sin embargo rechazada
mayoritariamente por la doctrina, pues toda la responsabilidad penal pasa a
depender de la intención del sujeto, esto es, se convierte en algo
exclusivamente subjetivo. La doctrina entiende que las diferencias entre
autores y partícipes no pueden asentarse exclusivamente en la simple
voluntad.
Dentro de las corrientes subjetivas, debemos hacer una breve mención a la
“doctrina del acuerdo previo”, que durante años fue defendida por el Tribunal
Supremo. Para esta doctrina jurisprudencial, será autor todo aquel que realice
actos preparatorios o ejecutivos, en tanto exista acuerdo previo de realizar
este delito. Se basa en la realización conjunta del hecho y en la existencia de
un acuerdo previo, expreso o tácito, o incluso simultáneo o coetáneo, en
virtud del cual habrá un solo delito, naciendo la solidaridad entre todos
quienes lo cometen. Esta doctrina no diferencia si el sujeto ha realizado actos
preparatorios o ejecutivos. Si existe acuerdo previo, todos serán autores del
delito. El Tribunal Supremo ha hecho una interpretación poco respetuosa
incluso de la letra de la Ley, pues se llegó a considerar los distintos supuestos
de autoría y participación consagrados en el artículo 28 CP como
intercambiables, lo que contribuyó en definitiva a generar gran inseguridad
jurídica.
c) Teorías restrictivas. La teoría objetivo-formal. En oposición a las teorías
que caracterizan a todos los intervinientes como autores, aparecen las teorías
restrictivas, que se basan en la diferenciación entre autores y partícipes. Una
de ellas, que en su momento fue la más importante, es la teoría objetivoformal. Esta teoría surge en relación directa con la exigencia de respeto al
principio de legalidad a través de la realización del tipo penal. El
comportamiento del sujeto debe “coincidir con la acción descrita en el tipo”.
Será autor quien realice la conducta subsumible en el tipo de la Parte Especial
y partícipe quien realice alguna aportación en el hecho que no pueda
subsumirse en el tipo. Este planteamiento es, sin duda, muy respetuoso con el
principio de legalidad, pero genera algunos problemas prácticos de difícil
solución, que provocan importantes lagunas de punibilidad.
La teoría objetivo-formal no puede explicar satisfactoriamente la “autoría
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mediata”. En este supuesto, el sujeto no ejecuta por sí mismo el hecho, sino
que se sirve de un instrumento, una persona que por coacción, error o
inimputabilidad no será penalmente responsable. Quien realiza el hecho
descrito en el tipo es el instrumento (penalmente irresponsable). El autor
mediato, también llamado “hombre de atrás”, no realiza el comportamiento
prohibido y debería, por lo tanto, quedar impune. La teoría objetivo-formal
no puede brindar una solución satisfactoria a este problema. Por ese motivo
ha tenido que introducir correcciones o ha sido abandonada por muchos de
sus seguidores.
Otro supuesto que resuelve poco satisfactoriamente la teoría objetivo
formal lo encontramos en la coautoría. Por ejemplo, A alcanza a B un puñal,
que este clava en el pecho de la víctima, que en ese momento es sujetada
fuertemente por C. A raíz de la agresión se produce la muerte de la víctima.
Aplicando la teoría objetivo-formal, no nos encontraríamos ante un supuesto
de tres coautores del delito, sino ante un único autor B, que realiza la acción
ejecutiva de matar, y dos partícipes A y C, que no realizan acciones
ejecutivas pues simplemente entregan un puñal o sujetan a una persona.
II. La teoría del dominio del hecho
La teoría del dominio del hecho es también una teoría restrictiva, y por lo
tanto, se basa en la diferenciación entre autores y partícipes. El criterio
diferenciador será, justamente, el dominio del hecho. Autor de un delito será
aquel sujeto que tenga el dominio del hecho, aquel que pueda decidir los
aspectos esenciales de la ejecución de ese hecho. Se abandona el criterio
objetivo-formal para adoptar un criterio material que explique más
satisfactoriamente los distintos supuestos de autoría y participación. El
control del hecho se realiza a través del dominio de la acción, del dominio de
la voluntad o del dominio funcional, según los casos. La exigencia de esta
clase de dominio es fundamental, ya que sobre él se podrá diferenciar la
responsabilidad de los demás intervinientes que no son autores, sino
partícipes.
La teoría del dominio del hecho distingue tres tipos de autoría, que
responden a distintas situaciones: “autoría directa unipersonal, autoría
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mediata y coautoría”. Parte de la doctrina formuló duras críticas a la teoría
del dominio del hecho cuando se encontraba vigente el antiguo Código penal,
acusándola de construir un concepto de autor distinto del que consagraba el
derecho vigente, tomando como punto de partida una idea no definida
legalmente. Sin embargo, esta crítica pierde todo sustento con el Código
penal actualmente vigente, lo que se va reflejando en la jurisprudencia del
Tribunal Supremo (STS, Sala 2ª, 20-7-2001). La actual regulación da pie a
considerar a esta teoría como plenamente conforme con el Derecho positivo.
El art. 28 del Código penal consagra la autoría directa unipersonal, la autoría
mediata y la coautoría, aunque dicho precepto también contempla supuestos
de participación, tales como la inducción y la cooperación necesaria, en los
que no existe dominio del hecho y, por lo tanto, no suponen casos de autoría.
El art. 61 del CP dispone que las penas establecidas en el Código son las que
se imponen a los autores de la infracción consumada. Y esas penas se aplican
por igual a los autores con dominio del hecho y a los partícipes sin dominio
del hecho que el Código equipara a los autores (inductores y cooperadores
necesarios).
III. Autoría directa
Autor principal o directo es el sujeto que “domina la acción”, realizando
personalmente el comportamiento descrito en el tipo penal. Lo encontramos
regulado en el art. 28 CP, en cuanto establece que son autores “quienes
realizan el hecho por sí solos”. En los delitos comunes, el autor principal será
el anónimo el que o quién, que se menciona en cada precepto del Libro II del
Código penal, en cuanto tenga el domino de la acción. En los delitos
especiales, esto es, aquellos que limitan el número de autores exigiendo
calidades o características especiales en los tipos correspondientes
(profesionales –art. 196 CP–, autoridad o funcionario –art. 404 CP–, etc.)
solo podrá ser autor principal el sujeto que pertenezca al círculo definido por
el tipo penal y que, además, posea el dominio de la acción. El autor directo
unipersonal es el que presenta menores problemas interpretativos. Al no
existir otros sujetos que intervengan, simplemente habrá que comprobar si la
acción que domina es conforme con el tipo penal correspondiente.
IV. Autoría mediata
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Es autor mediato quien no realiza directa y personalmente el hecho, sino
que se sirve de otra persona, que actúa como instrumento y que es en
definitiva la que lo realiza. La autoría mediata se basa en el “dominio de la
voluntad”.
A quiere introducir drogas en España. A tal efecto, disimula un paquete que contiene
quinientos gramos de cocaína en la maleta de su amigo B. Este desconoce por
completo esta circunstancia y por lo tanto, no actúa dolosamente. B se encuentra en
una situación de error de tipo invencible y en consecuencia su comportamiento es
atípico. La responsabilidad penal debería recaer directamente sobre A, quien ha
utilizado a su amigo como instrumento para cometer el delito.
Hasta 1995, la autoría mediata no estaba expresamente regulada en el
Derecho positivo, lo que motivó serias dudas en la doctrina y Jurisprudencia,
dado que la sanción penal al autor mediato podría afectar el principio de
legalidad. Sin embargo, fue paulatinamente aceptada, dado que de lo
contrario se produciría una poco aconsejable laguna de punibilidad. Doctrina
y Jurisprudencia consideran que el autor mediato, también llamado “hombre
de atrás”, realiza el tipo, pero no directamente, sino sirviéndose de un
instrumento. El autor mediato es el verdadero autor, quien realiza el hecho
como propio. El Código penal ha ratificado esta solución, al disponer el art.
28 que también es autor aquel que realiza el hecho “por medio de otro del que
se sirve como instrumento”.
El instrumento (o autor inmediato) realiza la acción ejecutiva, mientras que
el dominio del hecho lo posee quien no actúa, esto es, el autor mediato. La
teoría del dominio del hecho basa la autoría mediata en el “dominio de la
voluntad”. Por eso se exige una relación de subordinación. El instrumento
actúa sin libertad o sin conocimiento, esto es, víctima de un engaño (error),
bajo coacción o padeciendo una situación de inculpabilidad.
Peculiar es la situación cuando se utilizan inimputables (art. 20.1 CP). A
diferencia del ejemplo anterior, los inimputables realizan un hecho
típicamente antijurídico, pero su conducta no es culpable. En estos casos, los
inimputables son autores de un hecho ilícito, aunque por ausencia de
culpabilidad no puede aplicárseles una pena. Adviértase que algunos
inimputables pueden tener perfectamente el domino del hecho. Estos
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supuestos de autoría mediata se conocen como del “autor detrás del autor”.
Aplicando las reglas generales de la participación –que ampliaremos a
continuación– se presenta una peculiaridad en el hombre de atrás, pues puede
ser considerado autor mediato por valerse del instrumento inimputable o bien
puede ser considerado inductor (partícipe) de ese mismo hecho cometido por
el inimputable. En cualquiera de los dos supuestos recibirá la misma pena,
pero es conveniente determinar con precisión el título de su responsabilidad
penal, bien como autor mediato, bien como inductor. Para ello hay que tener
en cuenta quién posee el dominio del hecho. Si ese dominio lo posee el
inimputable, habrá inducción por parte del hombre de atrás. Si el que posee el
dominio del hecho es el hombre de atrás, el supuesto deberá considerarse
como autoría mediata.
No existe autoría mediata cuando el instrumento obra libremente y
conociendo la situación, esto es, lo que se conoce como “instrumento
doloso”. Si el presunto instrumento no se encuentra en los supuestos de falta
de libertad o falta de conocimiento, recaerá en él directamente la condición
de autor del hecho delictivo que está realizando. Toda la responsabilidad
penal se estructurará en base a su comportamiento, y el llamado “hombre de
atrás” no será más que un inductor, esto es, un partícipe en el hecho ajeno.
Adviértase que en este supuesto el que efectivamente posee el dominio del
hecho es el instrumento doloso y no el hombre de atrás, que queda relegado
al papel secundario del partícipe.
Volvemos a nuestro primer ejemplo, con matizaciones. A quiere introducir
drogas en España, pero no engaña sino convence a su amigo B para que las
transporte en su maleta. B es un instrumento doloso, que actúa libremente y
por lo tanto responderá como autor del delito. A sólo podrá ser
responsabilizado penalmente como inductor.
V. Coautoría
El art. 28 del Código penal se refiere a la coautoría cuando dispone que son
autores quienes realizan el hecho conjuntamente. La teoría del dominio del
hecho nos ayuda a concretar los requisitos de la coautoría, desarrollando la
idea del “dominio funcional” del hecho. Este criterio está siendo cada vez
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más utilizado por el Tribunal Supremo (Sala 2ª, STS 1240/2000, de 11 de
septiembre). Para que exista coautoría deben darse distintos requisitos:
a) Debe existir un “elemento subjetivo”, el acuerdo previo y común, una
división de tareas o funciones previamente acordada. Debemos, sin embargo,
tener en cuenta que esta exigencia puede generar dificultades para diferenciar
entre autoría y participación en delitos imprudentes.
b) La contribución del coautor debe ser esencial. Será así cuando el
interviniente individual, retirando su contribución, pueda desbaratar todo el
plan (Roxin).
Para que exista coautoría es necesario que ninguno de los intervinientes
lleve a cabo todos los elementos del tipo. Ninguno de los sujetos debe tener el
dominio del hecho en su totalidad, pues en ese caso habrá autoría directa
unipersonal y los demás intervinientes serán partícipes.
Volvemos a nuestro anterior ejemplo. A alcanza a B el puñal, para que este lo clave en
el pecho de la víctima, que se encuentra fuertemente sujetada por C. A, B y C poseen el
dominio funcional y por lo tanto son coautores de un delito de asesinato.
En materia de coautoría, las mayores dificultades se suelen presentar a la
hora de distinguir la conducta del coautor de la del partícipe. Ello podría
depender de la propia aportación del sujeto. El coautor debe realizar una
aportación esencial para la consecución del resultado. Sin embargo, ese
criterio no es suficiente pues, como veremos, los cooperadores necesarios son
partícipes que también realizan aportaciones de cierta importancia para la
consecución del resultado. En estos casos debemos volver a recurrir al
dominio del hecho. Será coautor aquel que posea el dominio funcional del
hecho, aquel que intervenga codominando el hecho. Si no existe tal dominio,
nos encontraremos ante un supuesto de participación.
VI. La participación
Es partícipe aquel que contribuye a la realización del hecho de otro. En
tanto en cuanto prevalecen las teorías restrictivas, resulta indispensable trazar
un límite claro entre el comportamiento del autor y el comportamiento del
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partícipe. El Código penal marca esa distinción en los artículos 28 y 29, lo
que supone importantes consecuencias dogmáticas, teóricas y prácticas. Por
una parte, se encuentran los autores (autor directo, mediato o coautor), que
son aquellos que ejecutan sus propios comportamientos delictivos, sobre la
base del dominio del hecho. Por otro lado, nos encontramos con sujetos que
no dominan el hecho, pues participan en un hecho ajeno. Son los partícipes
(inductores, cooperadores necesarios y cómplices). Para que exista
participación, debe constatarse previamente el hecho principal de un autor al
que relacionar el hecho accesorio del partícipe.
La naturaleza del comportamiento del partícipe ha sido objeto de una larga
polémica. La discusión radica en decidir si el partícipe realiza una
provocación o favorecimiento del hecho del autor, o bien si existe un tipo que
le afecta directamente, de forma individual y específica (tipo de
participación). La doctrina ha rechazado mayoritariamente esta última
posición, que se basa en afirmar que el delito del partícipe es independiente
(delito de participación). Para esta última teoría el injusto del partícipe sería
autónomo y desligado del injusto del autor principal. Sin embargo, hay
importantes argumentos para considerar que la solución acertada es la
opuesta, en el sentido de afirmar que los tipos penales van dirigidos
directamente a los autores y solamente “por extensión” alcanzan a los
partícipes.
El partícipe no realiza el hecho prohibido –en sentido estricto– ni tiene
dominio del hecho. Por eso mismo, nunca puede lesionar directamente el bien
jurídico tutelado. Sin embargo, su responsabilidad penal se justifica en tanto
en cuanto su conducta contribuye a poner en peligro el bien jurídico que será
lesionado por el autor. Para caracterizar correctamente la participación
debemos analizar brevemente la accesoriedad y la unidad del título de la
imputación.
a) Accesoriedad. El hecho del partícipe está en relación de dependencia con
el delito cometido por el autor. La doctrina considera mayoritariamente que la
participación es accesoria a la autoría. El partícipe no contraviene la
prohibición que establece la norma penal directamente, sino la prohibición
ampliada por las reglas de la participación, en este caso las disposiciones
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específicas de los arts. 28 y 29 del Código penal, que extienden a otros
sujetos –que no son los originales destinatarios de las normas– las
prohibiciones que consagran los distintos tipos penales. Hay una relación de
dependencia o subordinación con el delito principal. La participación se rige
por el principio de “accesoriedad limitada”, esto es, que supone que el autor
debe realizar una acción típicamente antijurídica. Debe quedar claramente
delimitado el hecho principal dolosamente realizado por el autor (que puede
ser consumado o en grado de tentativa). A partir de ese hecho se construirá la
responsabilidad del partícipe. El requisito de la accesoriedad funciona como
un importante límite, pues si no existe el hecho principal con las
características enunciadas, el comportamiento de eventuales partícipes será
totalmente impune. Lo que no exige este principio de accesoriedad limitada
es que el autor del hecho principal sea culpable; por este motivo se habla de
accesoriedad limitada. En consecuencia, el inductor o cooperador necesario
de un delito cometido por un inimputable podrá ser sancionado penalmente
como partícipe, independientemente de la irresponsabilidad penal del autor
principal.
b) Unidad del título de la imputación. Los partícipes responden por el
mismo título de imputación por el que responde el autor. Para la doctrina
mayoritaria debe aplicarse la unidad del título de la imputación o unidad de la
calificación jurídica. No puede romperse este título, haciendo responder a
autores y partícipes cada uno por separado. Ello tiene consecuencias muy
importantes en la participación en delitos especiales, que analizaremos
posteriormente.
En nuestro Derecho existen tres supuestos de participación: la inducción, la
cooperación necesaria y la complicidad. En ninguno de ellos existe el
dominio del hecho. La inducción y cooperación necesaria no son, por lo
tanto, supuestos de autoría, aunque el art. 28 del CP las regule conjuntamente
disponiendo que esos partícipes “se consideran” autores, lo que solo puede
tener efecto de cara a la pena. Por otra parte, el Código penal ha regulado,
como formas de coautoría o participación intentadas, tres supuestos que
históricamente se consideraban actos preparatorios, esto es, la conspiración,
proposición y provocación para delinquir.
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VII. Inducción
Dice el art. 28 del Código penal que “también serán considerados autores:
a) Los que inducen directamente a otro u otros a ejecutarlo” (el hecho). El
inductor es un partícipe, pero un partícipe muy especial porque su conducta
es considerada como muy trascendente por el propio Código, en función al
peligro que supone para el bien jurídico tutelado. La pena del inductor se
equipara a la del propio autor, no advirtiéndose un tratamiento más favorable
por el hecho de tratarse de un partícipe. Sin embargo, esto no nos debe llevar
a confusiones. La inducción es accesoria y, por lo tanto, debe constatarse el
delito principal al que esta conducta debe ir relacionada.
La inducción consiste en hacer surgir en otro la resolución delictiva. El
inductor provoca dolosamente al autor, para que dé comienzo a la ejecución
del delito. Sin embargo, debe destacarse que el inductor no posee el dominio
del hecho, que siempre debe estar en manos del autor. Por otra parte, la
inducción debe ser dolosa. Se habla del “doble dolo” del inductor, pues debe
perseguir dos objetivos. Por una parte, provocar la resolución delictiva en el
futuro autor. Por la otra, que el resultado del delito inducido se materialice, se
lleve finalmente a cabo.
Una peculiar forma de inducción es la que lleva a cabo el llamado “agente
provocador”. Este sujeto no desea la consumación del delito, sino que el
individuo lo lleve a cabo en grado de tentativa, con la finalidad de posibilitar
la sanción penal a determinados sujetos, sobre quienes no existen pruebas
concluyentes de su accionar delictivo. En otros Ordenamientos jurídicos el
agente provocador es frecuentemente utilizado dentro del marco de legalidad.
En España, tanto la doctrina como la propia Legislación se resisten a brindar
impunidad a estos sujetos, cuyo comportamiento sigue siendo penalmente
relevante a título de inducción.
La inducción requiere que se constaten dos requisitos: debe ser directa y
eficaz.
a) Directa. El art. 28 del CP hace especial hincapié en que la inducción
debe ser directa. La inducción debe dirigirse a una persona o personas
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determinadas. No se admite la inducción por personas interpuestas o
“inducción en cadena”. Por otra parte, no cabe una inducción genérica, pues
la inducción debe dirigirse a la realización de un hecho determinado. Nos
preguntamos qué ocurre si se aprecia un exceso en el inducido, por ejemplo,
si se induce a cometer un robo a un comerciante competidor y el inducido
aprovecha para agredir sexualmente a la dependienta. El inductor solo
responderá por los resultados que se corresponden con su dolo (directo o
eventual). Del exceso solo responderá el autor.
b) Eficaz. En primer lugar, en los delitos de resultado la incitación del
inductor debe producir un incremento del riesgo de comisión del delito
(imputación objetiva). Por otra parte, la influencia que ejerce el inductor debe
ser causante de la resolución delictiva del inducido. La inducción debe ser
decisiva en la determinación de cometer el delito. No existirá inducción si la
resolución delictiva estaba ya tomada con anterioridad por el autor del delito.
La eficacia también está condicionada por el hecho de que el inducido debe
dar comienzo a la ejecución del delito. Por ello debe existir, al menos,
tentativa.
VIII. La cooperación necesaria
La cooperación necesaria consiste en una de las formas de favorecimiento
del hecho ajeno que regula el Código penal. Así, dispone el art. 28 CP que
“también serán considerados autores: b) Los que cooperan a su ejecución (del
hecho) con un acto sin el cual no se habría efectuado”. Pese a la referencia a
la autoría, y tal como hemos expuesto al tratar la inducción, el cooperador
necesario no es autor sino partícipe. Pero el CP regula otra forma de
favorecimiento del hecho ajeno, como es la complicidad, que supone
contribuciones menos relevantes al hecho delictivo. Es importante distinguir
ambas figuras, pues la complicidad recibe la pena inferior en grado a la
prevista para los cooperadores necesarios (art. 63 CP).
El cooperador necesario realiza actos relevantes de cooperación en fase
preparatoria o ejecutiva. Los medios con los que se puede colaborar son
ilimitados, no existiendo previsión alguna al respecto en el Código penal. La
doctrina acepta la cooperación intelectual y la cooperación técnica o física. El
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hecho al que se coopera debe haberse materializado, al menos, en grado de
tentativa. Como en la inducción, el cooperador necesario no es responsable
del exceso que pudiera cometer el autor.
La delimitación de la cooperación necesaria de la complicidad no es nada
sencilla, teniendo en cuenta que ninguno de ellos tiene el dominio del hecho.
El Código penal exige que la aportación constituya un acto sin el cual el
hecho no se habría efectuado. Esto supone necesariamente una aportación
esencial al hecho del autor. Sin embargo, no es fácil encontrar un criterio
diferenciador. La doctrina ha elaborado distintas teorías al respecto (criterio
de la necesidad, criterio de la escasez, etc.). Una de ellas, que nos parece
bastante convincente, es la que formula Gimbernat con su teoría de los bienes
escasos. Si lo que aporta el autor es, según las circunstancias, un bien escaso,
el partícipe será cooperador necesario. Si lo aportado es, en esas
circunstancias, un bien abundante, habrá complicidad.
La contribución que brinda un piloto de helicóptero que transporta al condenado que
huye de la cárcel será normalmente considerada como cooperación necesaria, pues
aporta un medio técnico no abundante. Adviértase que para adoptar una solución
correcta es preceptivo valorar todas las circunstancias. Un simple bolígrafo, que es
normalmente un bien abundante, será un bien escaso en medio del desierto si se
proporciona para llevar a cabo un delito de falsedad documental. Quien lo aporta
responderá como cooperador necesario y no como cómplice.
IX. La complicidad (cooperación no necesaria)
La complicidad funciona residualmente, pues el art. 29 CP considera
comprendidos en este supuesto de participación a “los que, no hallándose
comprendidos en el artículo anterior, cooperan a la ejecución del hecho con
actos anteriores o simultáneos”. En consecuencia, su formulación es negativa.
Debe tratarse de sujetos que no posean el dominio del hecho (serían
coautores) y cuyo comportamiento no sea lo suficientemente relevante como
para que al faltar su aportación el acto no se hubiera efectuado (serían
cooperadores necesarios). Reiteramos la aplicación del criterio de los bienes
escasos, que es muy útil para diferenciar estas dos formas de participación.
El Código no limita los medios o formas con los que se puede colaborar en
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el delito. Lo que sí aclara es que la contribución puede realizarse con actos
anteriores o simultáneos. Tratándose de un supuesto de participación y, por lo
tanto, accesorio a un hecho típicamente antijurídico por parte del autor, la
complicidad que se materialice en hechos anteriores sólo tendrá relevancia
penal si el autor ha dado comienzo a la ejecución del delito (al menos, si el
delito se ha intentado). Ello surge claramente del art. 63 CP, dado que la
atenuación prevista solo se aplica respecto a los delitos consumados e
intentados.
X. Formas de coautoría y participación intentadas
Un importante cambio que se advierte en el Libro Iº del nuevo Código
penal es el distinto tratamiento que se brinda a la conspiración, proposición y
provocación. Regulados históricamente como actos preparatorios, fueron
duramente criticados por la doctrina, fundamentalmente por su aplicación
general a toda clase de delitos. Esta aplicación general provocaba una
intervención exagerada del Derecho penal, y por ello fue entendida como un
síntoma del carácter autoritario del Código penal (Jiménez de Asúa). El
Código penal vigente cambia esto por completo. En virtud de la regulación
prevista en los arts. 17 y 18 CP, la conspiración, proposición y provocación
dejan de ser actos preparatorios y se convierten en tres supuestos especiales
de coautoría o participación intentadas. El Código penal prevé que estos tres
supuestos se sancionarán única y exclusivamente cuando esté previsto de
manera expresa por la Ley, por lo que se aplicarán a un número muy limitado
de delitos de la Parte Especial.
a) La conspiración. Dispone el art. 17.1 CP que “la conspiración existe
cuando dos o más personas se conciertan para la ejecución de un delito y
resuelven ejecutarlo”. Se trata de un supuesto de coautoría intentada, y no de
participación. Los conspiradores deben concretar el reparto del domino del
hecho que proyectan realizar.
b) La proposición. Dispone el art. 17.2 CP que “la proposición existe
cuando el que ha resuelto cometer un delito invita a otra u otras personas a
participar en él”. Se tratará de un supuesto de coautoría intentada, si el que
invita proyecta compartir el dominio del hecho con los invitados, o de autoría
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y participación intentadas si él pretende reservarse el dominio del hecho,
otorgando el papel de partícipes a los demás. A diferencia de la provocación,
que supone una invitación pública y general, la proposición se caracteriza por
ser una invitación individual y personalizada.
c) La provocación. Dispone el art. 18.1 CP que “la provocación existe
cuando directamente se incita por medio de la imprenta, la radiodifusión o
cualquier otro medio de eficacia semejante, que facilite la publicidad, ante
una concurrencia de personas, a la perpetración de un delito”. Este es un
supuesto de participación intentada, muy próximo a la inducción. Tal es así
que dispone expresamente el art. 18.2 CP que “si a la provocación hubiese
seguido la perpetración del delito, se castigará como inducción”. El art. 18
CP regula la apología, como forma de provocación, en cuanto constituya una
incitación directa a cometer un delito, definiéndola como “la exposición, ante
una concurrencia de personas o por cualquier medio de difusión, de ideas o
doctrinas que ensalcen el crimen o enaltezcan a su autor”.
XI. La participación en los delitos especiales
Los delitos especiales son aquellos en los que el tipo limita el círculo de
posibles autores a determinados sujetos, al incorporar entre sus requisitos
ciertas características en el autor, que concurren en un número limitado de
personas. En consecuencia, no todo el mundo puede cometer estos delitos,
sino únicamente aquellos que reúnan las características requeridas (por
ejemplo, autoridades o funcionarios –art. 500–, jueces o magistrados –art.
446–, etc). En este sentido, los delitos especiales se contraponen a los
comunes, en los que cualquiera puede acceder a la condición de autor.
La peculiaridad de los delitos especiales consiste en la existencia de sujetos
calificados, también llamados intranei, que son quienes se encuentran dentro
del círculo marcado por la Ley para poder ser autor del delito. Quienes no
reúnen esa característica constituyen los extranei y no pueden ser autores de
delitos especiales. Sin embargo, eso no nos puede llevar a confusión. Los
extranei no pueden ser autores, pero pueden ser partícipes. Las normas
especiales van dirigidas a todos: a intranei y a extranei. En relación a estos
últimos, la norma procura evitar que participen en un delito especial de un
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sujeto cualificado.
Por ejemplo, un particular convence a un amigo, Consejero de Urbanismo del
Ayuntamiento, para que dicte una resolución arbitraria en un asunto administrativo que
debe resolver. En relación al delito de prevaricación de funcionarios públicos del art.
404 CP, el Consejero es la autoridad, posee el papel de intraneus que habilita la
aplicación de este tipo penal. El amigo es un extraneus, que nunca podrá responder
como autor de un delito de prevaricación, porque no reúne la característica exigida (no
es autoridad), pero es sin duda un destinatario de la norma, y responderá penalmente
como inductor (partícipe).
Los delitos especiales presentan peculiaridades respecto a los delitos
comunes, en materia de autoría y participación.
En primer lugar, en ellos plantea graves dificultades la utilización de un
“instrumento doloso no cualificado” en los delitos especiales. Por ejemplo, el
art. 413 CP sanciona a la autoridad o funcionario público que destruye
documentos a él confiados por razón de su cargo. Puede ocurrir que el
funcionario los destruya personalmente, en cuyo caso se aplicará
directamente ese tipo penal. Sin embargo, nos preguntamos qué solución
corresponde adoptar cuando el funcionario público, para evitar su
responsabilidad penal, no destruye personalmente los documentos, sino que
los hace destruir a su secretaria particular. Este funcionario puede engañar a
su secretaria, diciéndole que destruya unos papeles sin valor, en cuyo caso
ella actuará en una situación de error de tipo y el funcionario será autor
mediato, por lo que no podrá evitar la responsabilidad penal correspondiente.
Pero qué ocurre si la secretaria particular no actúa engañada, sino que lo hace
dolosamente. En este caso nos encontramos ante una hipótesis distinta. Quien
destruye no es el funcionario (intraneus) sino su secretaria (extraneus), que
no está cualificada para ser autora del delito. Sin embargo, en este supuesto
no hay posibilidad de apreciar autoría mediata, porque el presunto
instrumento –la secretaria privada– no es tal, pues actúa dolosamente: conoce
y quiere lo que hace, esto es, persigue conscientemente destruir los
documentos confiados a su jefe en razón de su cargo. Aplicando las reglas ya
vistas del dominio del hecho, habrá que llegar a la impunidad de todos los
intervinientes, porque quien realiza los actos de autoría es una persona no
cualificada (la secretaria) que no puede ser autora. Al no existir autor, el
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funcionario que induce no puede responder penalmente, porque la inducción
es accesoria a un hecho principal típicamente antijurídico, que en este caso no
ha existido. Estos supuestos de instrumentos dolosos no cualificados han
provocado intensas discusiones doctrinales. La respuesta a estos problemas es
bastante difícil, y pasa por establecer excepciones a la teoría del dominio del
hecho (Roxin) o bien por proponer la impunidad de todos los intervinientes,
para que una futura reforma legal cubra este vacío.
También presenta problemas la participación en delitos especiales. Por
ejemplo, una apropiación indebida tiene distinto tratamiento penológico si lo
realiza un funcionario respecto al patrimonio público (delito de malversación,
art. 432.2 CP) o un particular respecto a dinero, bienes o valores que ha
recibido legalmente (apropiación indebida, art. 253 CP). Se discute si la
participación de un particular en un delito de malversación cometido por un
funcionario público debe ser sancionado como participación en una
apropiación indebida o como participación en una malversación. Adviértase
que la pena a aplicar en uno u otro caso es muy distinta. Creemos que la
solución más apropiada se basa en la “unidad el título de la imputación”,
siendo el delito principal la malversación, todos los intervinientes
(funcionarios y particulares) deben responder por este delito. Aunque los
particulares no cualificados podrán beneficiarse, en su caso, de la reducción
de pena prevista en el art. 65.3 CP.
XII. La actuación en nombre de otro
Dice el art. 31 del CP que: “El que actúe como administrador de hecho o de
derecho de una persona jurídica, o en nombre o representación legal o
voluntaria de otro, responderá personalmente, aunque no concurran en él las
condiciones, cualidades o relaciones que la correspondiente figura del delito
requiera para poder ser sujeto activo del mismo, si tales circunstancias se dan
en la entidad o persona en cuyo nombre o representación obre”.
La fórmula del actuar en nombre de otro fue introducida en el Código penal
español por la reforma de 1983, teniendo en cuenta los precedentes del
Derecho alemán, pero fundamentalmente para solucionar un problema
concreto: las dificultades de imputación que se presentan en algunos delitos
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(delitos especiales propios) cometidos por una persona jurídica.
La empresa X defrauda el impuesto de sociedades por importe superior a 120.000 €. El
art. 305.1 CP sanciona penalmente el fraude tributario cometido por el obligado por un
deber tributario, es decir, por un número limitado de personas (delito especial). En
nuestro ejemplo, el delito sería cometido por la empresa X (persona jurídica). Si
aplicáramos las reglas que normalmente rigen el principio de legalidad, no se podría
imputar este delito a los administradores que efectivamente defraudaron en nombre de
la empresa. Sin embargo, y con pleno respeto al principio de legalidad, la existencia de
la fórmula del actuar por otro evita la impunidad de estos sujetos.
El art. 31 CP extiende la responsabilidad penal a sujetos no cualificados que
obran en representación de la persona jurídica. Se produce una disociación de
los elementos objetivos del tipo entre la persona jurídica y el administrador,
quien se convierte en destinatario de la norma. No se trata de un supuesto de
responsabilidad objetiva, pues el administrador de hecho o de derecho debe
haber actuado y se requiere la imputación objetiva del resultado y los
elementos de la culpabilidad. La actuación debe ser llevada a cabo siempre en
nombre de la entidad. Salvando la calidad exigida al autor, que recae
exclusivamente en la persona jurídica, el administrador debe realizar
efectivamente la conducta descrita en el precepto penal.
Por otra parte, el art. 31 CP hace responder penalmente al representante de
una “persona física” que actúe en su nombre, siempre que se trate de delitos
especiales.
XIII. Bibliografía
DÍAZ Y GARCÍA CONLLEDO, M.: La autoría en Derecho penal. PPU, Barcelona,
1991.
FERRÉ OLIVÉ, J.C.: “Autoría y delitos especiales”, en Homenaje al Dr. Marino
Barbero Santos. In memoriam, tomo I. Ediciones de la Universidad de
Castilla-La Mancha/Ediciones Universidad Salamanca, Cuenca, 2001.
GIMBERNAT ORDEIG, E.: Autor y cómplice en Derecho penal. Universidad
Complutense, Madrid, 1966.
GÓMEZ RIVERO, C.: La inducción a cometer delito. Tirant lo Blanch, Valencia,
1995.
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GONZÁLEZ RUS, J.: “Autoría única inmediata, Autoría mediata y coautoría”, en
Problemas de Autoría, Consejo General del Poder Judicial. Madrid, 1995.
PEÑARANDA RAMOS, E.: La participación en el delito y el principio de
accesoriedad. Tecnos, Madrid, 1990.
ROXIN, C.: Autoría y dominio del hecho en Derecho penal, (trad. de la 7ª edic.
alemana por J. Cuello Contreras y J.L. Serrano González de Murillo).
Marcial Pons, Madrid, 2000.
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Lección 26
NICOLÁS GARCÍA RIVAS
Universidad de Castilla-La Mancha
UNIDAD Y PLURALIDAD DE DELITOS.
CONCURSO DE DELITOS Y CONCURSO DE
LEYES
I. Introducción
Aunque la teoría del delito analiza éste como figura unitaria, en la realidad
pueden concurrir distintos delitos (robo y detención ilegal; allanamiento de
morada y violación, etc.) o bien pueden surgir dudas sobre cómo calificar un
hecho que aparentemente se castiga en más de una norma, situaciones en las
que el Derecho penal debe tener un criterio para resolver esa concurrencia de
delitos o de normas. Pero con carácter previo debe abordarse la cuestión de
qué entendemos por unidad de hecho o acción, ya que dependerá del sentido
que se le dé a esa “unidad” la posterior calificación de la realidad a enjuiciar
como uno o más hechos y de ello dependerá, a su vez la calificación como
concurso real, ideal o medial de delitos o como concurso de normas.
Siguiendo una concepción estrictamente naturalista (no jurídica), habría que
entender por acción “todo movimiento humano guiado por la voluntad”.
Aparte de la polémica que suscitó el concepto de acción durante décadas, es
claro que a los efectos del Derecho penal esa definición meramente
naturalista no puede acogerse. Veámoslo con un sencillo ejemplo: si un
sujeto, con intención de matar a otro, dispara varias veces sobre él sin lograr
su propósito hasta que efectúa el último disparo, podremos decir seguramente
que ese sujeto ha realizado varias acciones (porque “aprieta el gatillo” otras
tantas veces), pero no parece razonable que desde un punto de vista jurídicopenal valoremos todas y cada una de ellas como si ese sujeto hubiera
cometido varios homicidios intentados y, además, otro consumado. Lo
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mismo ocurriría si el agresor golpea varias veces a la misma persona. Y no es
razonable valorar las cosas de ese modo porque no nos interesa solamente
cuántos movimientos hizo el dedo o el puño del autor sino también cuál era
su intención, su voluntad antijurídica y de qué índole fue el menoscabo del
bien jurídico lesionado; visto así, resulta que las múltiples acciones
“naturales” se unifican en el plano jurídico-penal dando vida a un solo hecho,
desde el punto de vista de su significación jurídica, ajustando su calificación
a un único homicidio consumado o a un delito de lesiones, respectivamente.
Es más, si quisiéramos conducir la solución del problema situándonos de
manera estricta en el plano natural habría que considerar que las acciones
realizadas por nuestro autor no son varias, sino infinitas: tantas como los
movimientos musculares requeridos para dirigir el dedo hacia el gatillo y
apretarlo o para aproximar violentamente el brazo a la mandíbula de la
víctima.
En el plano de la valoración jurídica es necesario, pues, efectuar una lectura
del hecho que trascienda lo meramente naturalístico y tenga en cuenta
elementos de índole jurídica como los señalados: el dolo o el bien jurídico
protegido, elementos esenciales del tipo penal, que es la referencia normativa
a la que en última instancia debe conectarse la acción o acciones del autor. A
esta doble dimensión se refieren las SSTS 970/2011, de 15 de septiembre y
919/2004, de 12 de julio, al afirmar que “los problemas generados por la
pluralidad de acciones en relación con el concurso de infracciones deben
resolverse desde la óptica de la determinación de la unidad de acción; al
respecto es posible distinguir entre lo que se denomina la “unidad natural de
acción” y la “unidad típica (o jurídica) de acción”. (…) [en ocasiones] el
Legislador aglutina diversos actos y los conforma como un objeto único de
valoración.”
A partir de esta consideración preliminar, nuestro sistema penal conoce las
siguientes clases de concurso de delitos: real, ideal y medial. Nuestro
Legislador incluye las reglas relativas a ellos en la parte relativa a las penas,
porque efectivamente se considera que su apreciación tiene como
consecuencia lógica la aplicación de reglas específicas. Pero conviene no
olvidar que la concurrencia de delitos se sitúa en el terreno de la valoración
jurídica de la unidad o pluralidad de acciones y/o delitos, terreno que
comparte con otra institución que nuestro Legislador trata en un lugar alejado
del régimen penológico: el concurso de normas, regulado en el art. 8 CP.
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Aunque en los antiguos Manuales se consideraba un problema interpretativo,
lo es en la misma medida que determinar si una acción doble merece ser
castigada doblemente o no en función de cómo concurran ambas acciones.
II. Concurso real
Cuando concurren en el hecho varias acciones independientes que pueden
ser valoradas y castigadas también separadamente desde un punto de vista
jurídico-penal, estamos ante un concurso real de delitos. Cada uno de ellos se
castiga por separado, de acuerdo con lo previsto en el art. 73 CP; y las penas
se cumplen sucesivamente. Así, cuando el autor apuñala a cuatro personas, la
valoración jurídico-penal tiene en cuenta cuál es el bien jurídico lesionado en
cada caso (la salud de una persona) y castiga la agresión a cada una con
independencia de las demás, por mucho que todas las agresiones se
desarrollen en un solo contexto espacio-temporal. La individualidad del bien
jurídico da pie al castigo individual o independiente de la agresión infligida a
cada persona. La pena de cada uno de los delitos se sumará al resto (art. 73
CP), si bien existen reglas de cumplimiento efectivo de la pena de prisión que
limitan la estancia en ella, excepto en el caso de la prisión permanente
revisable, que lógicamente puede durar toda la vida. El art. 78 CP establece
un régimen de limitaciones a los beneficios penitenciarios cuando la
diferencia entre la pena total impuesta y la que el sujeto debe cumplir
efectivamente supera la mitad de aquella, como se explica en la lección
correspondiente.
Cuando los distintos hechos no se cometen simultáneamente –como en el
caso anterior–, sino a lo largo de un determinado período de tiempo, el
enjuiciamiento conjunto de todos ellos (que será lo que dé lugar al concurso
real) dependerá de la aplicación de una serie de normas procesales previstas
en el art. 17 LECrim y que se conocen como –reglas de conexidad–. Entre
ellas cabe destacar dos: en primer lugar, resulta obligado unificar el
procedimiento si los hechos fueron ejecutados por dos o más personas en
diversos lugares o tiempos, previo concierto entre ellas (art. 17.2-2º LECrim);
en segundo lugar, a falta de otro criterio, será el propio Tribunal –a instancias
del Ministerio Fiscal– el que determine si existe analogía o relación entre las
infracciones con el fin de enjuiciarlas o no en un solo proceso, si la
investigación y la prueba en conjunto de los hechos resultan convenientes
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para su esclarecimiento y para la determinación de las responsabilidades
procedentes (art. 17.3º LECrim).
III. Concurso ideal
Se conoce con el nombre de concurso ideal la comisión de dos o más
delitos mediante una sola acción del sujeto (art. 77.1 CP). Un claro ejemplo
de ello es un múltiple homicidio imprudente (art. 142 CP): aunque sean
varios los resultados de muerte, todos ellos provienen de una sola acción
infractora del deber de cuidado. Lógicamente, también puede establecerse
concurso ideal entre delitos dolosos; por ejemplo: si un sujeto se resiste a la
detención policial ocasionando lesiones al funcionario, aunque la acción
realizada sea única (piénsese, para mayor claridad, en un solo puñetazo), las
infracciones que nacen de la misma son dos, a saber: el delito de lesiones que
nace de la agresión a cualquier persona, porque que se atenta contra su
integridad física y el delito de atentado que se produce por ser el agredido
agente de la autoridad, pues se considera que dicha agresión ataca el orden
público ciudadano. El doble delito nace, pues, a consecuencia de la doble
dimensión antijurídica del hecho realizado. Lo mismo ocurre cuando se
utiliza un documento público, oficial o mercantil para cometer una estafa: el
ataque al patrimonio de la víctima que esta última supone no agota el (total)
desvalor del hecho, porque la falsedad ataca a otro bien jurídico: la confianza
en el tráfico jurídico, bien jurídico con tradición en nuestra Legislación
punitiva.
La regla de determinación de la pena aplicable a los casos de concurso
ideal, prevista en el art. 77.2 CP, expresa una valoración más benévola de los
mismos, que obliga a imponer únicamente la pena de la infracción más grave
en su mitad superior, siempre que ello no lleve a imponer una pena superior a
la que se impondría si se sancionaran las infracciones por separado. Con ello,
el Legislador sugiere que la necesidad de pena queda satisfecha con una
especie de síntesis reductora del castigo, porque la realización de una sola
acción debe tratarse con menor rigor que la realización de dos acciones.
Aunque esta regla permanece en el CP desde 1848, resulta discutible su
aplicación a aquellos casos en los que el sujeto realiza, efectivamente, una
sola acción pero porque con ello basta para lograr su múltiple objetivo, por
ejemplo matar a los cuatro policías ocupantes de un vehículo, que explotará
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al acercarse a un coche bomba. Aunque pueda considerarse una sola acción,
la constancia del dolo múltiple puede servir para valorar el hecho como
cuatro asesinatos independientes.
Así, la Sentencia de la Audiencia Nacional 15/2014, de 20 de marzo, que juzgó un caso
de atentado terrorista con coche bomba, afirma: “Estaríamos ante un concurso real de
delitos que contempla tantas unidades de acción típica como resultados producidos
contra la vida e integridad de las personas”.
El Tribunal Supremo, en Sentencia 848/2004, de 2 de julio, analizó el “Caso Hipercor”,
en el que miembros de ETA colocaron una bomba en ese hipermercado, matando a 21
personas y causando heridas a otras 31 personas. Califica el hecho como concurso real
de otros tantos delitos de asesinato y lesiones, sin aplicar la regla del art. 77. El dolo
eventual sirve aquí para integrar la parte subjetiva del tipo en relación con cada uno de
esos delitos.
En la actualidad, estos casos quedan sometidos al Acuerdo del Pleno de la
Sala Segunda del Tribunal Supremo de 30 de enero de 2015, que dice así:
“Los ataques contra la vida de varias personas, ejecutados con dolo directo o
eventual, se haya o no producido el resultado, realizados a partir de una única
acción, han de ser tratados a efectos de penalidad conforme a las reglas
previstas para el concurso real (arts. 73 y 76 del CP), salvo la existencia de
regla penológica especial (v. gr. 382 del CP)”.
IV. Concurso medial
Cuando un delito es medio necesario para cometer otro, pudiendo
establecerse entre ambos una relación de medio a fin, nos hallamos ante un
concurso medial. Obsérvese que no estamos ante un caso de unidad de
acción, pues la acción es doble, como lo es también la infracción delictiva.
Dicho en otros términos: el concurso medial es una modalidad del concurso
real, con la única peculiaridad de que entre los delitos existe una relación de
medio a fin. Así, por ejemplo, quien tiene intención de matar a otro y para
ello necesita introducirse en la morada de la víctima, habrá cometido dos
delitos: allanamiento de morada (delito-medio) y homicidio (delito-fin).
En relación con esta modalidad concursal se presenta siempre la duda de si
la relación tiene que ser de “necesidad” o de “oportunidad”, es decir, si entre
ambos delitos debe existir una conexión objetiva o basta con que el autor
haya diseñado el plan delictivo de tal modo que para conseguir su propósito
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último debe cometer antes otro delito. La Jurisprudencia se inclina más por
exigir una relación de “necesidad” (abstracta), aunque lo cierto es que no
faltan resoluciones en las que dicha necesidad brilla por su ausencia y sin
embargo se califica el hecho como concurso medial, lo que es señal de una
doctrina ambigua. La Circular de la Fiscalía General del Estado 4/2015, lo
explica así: en el concurso medial no hay un solo hecho sino dos
perfectamente diferenciados, pero interconectados en una relación teleológica
de medio a fin, relación de necesidad que debe ser entendida en un sentido
concreto y taxativo, no bastando el plan subjetivo del autor sino que será
preciso que en el caso concreto un delito no pueda producirse objetivamente
sin otro delito que esté tipificado como tal de forma independiente. En todo
caso el requisito de que el primer delito sea un medio necesario para cometer
otro no significa que deba ser absolutamente imprescindible para la comisión
del segundo.
STS 751/2015, de 3 de diciembre. Cuando la privación de libertad resulta excesiva,
produciéndose una prolongación de la inmovilización o esta aparece como
imprescindible para conseguir el apoderamiento, sin llegar a abusos que supongan
prolongaciones intolerables de la privación de libertad, en tanto medio necesario para
cometer el delito, podría calificarse de detención instrumental y procedería reputar los
hechos en relación (detención ilegal y robo) como concurso medial del art. 77 CP.
STS 733/2015, de 25 de noviembre delito continuado de falsedad y delito continuado
de estafa, siguiendo una larga tradición jurisprudencial: “conforme a una doctrina ya
tradicional de esta Sala ambos delitos (falsedad y estafa) deben sancionarse
conjuntamente, dando lugar, en su caso, a lo que se denomina concurso medial (art.
77), pues la sanción de la estafa no cubre todo el desvalor de la conducta realizada, al
dejar sin sanción la falsificación previa, que conforme al art. 392 no requiere, para su
punición, el perjuicio de tercero ni el ánimo de causárselo” (STS 437/2004, de 7 de
abril)
STS 797/2015, de 24 de noviembre.
Falsedad en documento oficial, prevaricación y malversación.
El fraude, que consiste en un concierto de la Autoridad o funcionario con los
interesados o en el uso de cualquier otro artificio para defraudar a un ente público,
constituye ordinariamente un medio o instrumento para la malversación, por lo que su
relación punitiva es la de concurso medial. Si no se llega a consumar la malversación
de caudales públicos, se sancionará exclusivamente el fraude. Si se consuma la
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malversación a través del fraude, se sancionarán ambos en concurso medial.
Por lo que se refiere al tratamiento punitivo de este concurso, el Legislador
de 2015 ha decidido cambiarlo, rompiendo una larga tradición que lo
equiparaba al concurso ideal. La antigua regla de la exasperación (pena del
delito más grave en su mitad superior) se ve modificada al exigir el art. 77.3
CP una pena superior a esa, con el límite lógico de la suma de las penas
individuales. La expresión pena superior no debe ser entendida (según la
Circular FGE 4/2015, con razón) como sinónima de “pena superior en
grado”, porque cuando el Legislador indica la aplicación de ésta utiliza
literalmente esa expresión, cosa que no hace en el art. 77.3 CP.
La determinación de la pena en este caso requiere fijar un mínimo (regla del
concurso ideal) y un máximo (regla del concurso real), debiendo quedar la
pena del concurso medial entre uno y otro. Para ello, como es lógico, habrá
que individualizar la pena correspondiente a cada delito con sus agravantes,
atenuantes, etc. Así se concretará cuál es la infracción “más grave”.
La Circular de la FGE 4/2015 ofrece el siguiente ejemplo:
Si se trata de una acusación por robo con intimidación (art. 242 CP, pena de dos a
cinco años) en el que concurre la atenuante de reparación del daño, en concurso medial
con una detención ilegal (art. 163 CP, pena de cuatro a seis años), en la que concurre la
agravante de reincidencia, ambos delitos consumados y en concepto de autor, las
operaciones a realizar serían las siguientes:
Determinación de la pena imponible al delito más grave: sería el de detención
ilegal en el que concurre reincidencia: se impondría la mitad superior, y por tanto,
la pena de cinco años y un día, por ejemplo.
Determinación de la pena imponible al delito menos grave: robo con intimidación
concurriendo una atenuante: se impondría, por ejemplo, (partiendo de que en el
caso concreto no concurre ningún factor que justifique una mayor punición) el
mínimo de la mitad inferior: pena de dos años de prisión.
Determinación del tope máximo imponible: suma de las penas concretas
imponibles a los delitos concurrentes: siete años y un día de prisión.
Por tanto, dentro de la horquilla que va desde los cinco años y un día (umbral que ha de
ser excedido) a los siete años y un día de prisión (límite que no podrá ser sobrepasado),
habrá de concretarse la pena finalmente individualizada. Dentro de este marco
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abstracto y para llevar a cabo la individualización final habrían de aplicarse los
criterios del art. 66.1.6º CP, teniendo en cuenta la gravedad de ambos hechos y las
circunstancias del autor y, consecuentemente, podría aplicarse, por ejemplo, la pena de
cinco años y seis meses de prisión.
Pese a lo que parece ser la voluntas legislatoris, es lo cierto que con este
nuevo sistema en ocasiones los hechos pueden ser sancionados con una pena
inferior a la que correspondería conforme a la regla penológica prevista para
el concurso ideal. La Circular citada exhorta a los fiscales para que soliciten
penas no inferiores en ningún caso a la que correspondería por el concurso
ideal.
V. Delito continuado
Cuando un mismo sujeto comete sucesivamente varias infracciones entre
las cuales existe una determinada homogeneidad, el Legislador recurre a la
ficción de considerar que desde un punto de vista jurídico existe una sola,
calificándola de “continuada”. Para aclarar el sentido de esta figura suele
recurrirse al ejemplo del cajero del banco que cada día se apropia de una
cantidad mínima de dinero, repitiendo su acción durante varios años, de tal
manera que lo sustraído al final alcanza una cifra considerable. No cabe duda
de que cada acción cotidiana reviste los caracteres de una infracción punible,
siendo por consiguiente un caso claro de concurso real. Pero el Ordenamiento
jurídico prefiere unificar su tratamiento por diversas razones y, entre ellas,
porque resulta más sencillo demostrar en juicio una actividad continuada que
descender al detalle de cada uno de los hechos.
Para la apreciación del delito continuado, el art. 74 CP establece una serie
de requisitos que sintéticamente se pueden reducir a la exigencia de una doble
homogeneidad: objetiva y subjetiva. Desde un punto de vista negativo, debe
distinguirse de los casos de unidad de acción, que puede darse ante la
realización de varias acciones similares en un mismo contexto espaciotemporal, unidad contextual que sirve para la unificación jurídica del hecho
(por ejemplo, realizar varias penetraciones a la víctima de una violación en el
transcurso de una hora no se considera delito continuado sino un solo delito,
por existir lo que la jurisprudencia denomina “un único acto de voluntad”
(STS 560/2014, 9 de julio). Por el contrario, debe aplicarse el delito
continuado ante una homogeneidad de actos que responden a un único plan
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de su autor presidido por un dolo unitario que se proyecta igualmente en
acciones que inciden sobre un mismo sujeto pasivo en circunstancias
semejantes (STS de 18 de Junio de 2007). La STS 523/2004, de 24 de abril,
resume la doctrina jurisprudencial como sigue: “desde la perspectiva de la
homogeneidad del delito continuado por afectar o no a un mismo modus
operandi, hemos dicho reiteradamente que para que pueda apreciarse delito
continuado es preciso que concurran los siguientes requisitos: a) pluralidad
de hechos diferenciados y no sometidos a enjuiciamiento separado por los
tribunales; b) concurrencia de un dolo unitario que transparenta una unidad
de resolución y propósito que vertebra y da unión a la pluralidad de acciones
comisivas, de suerte que éstas pierden su sustancialidad para aparecer como
una ejecución parcial y fragmentada en una sola y única programación de los
mismos; c) realización de las diversas acciones en unas coordenadas espaciotemporales próximas, indicador de su falta de autonomía; d) unidad del
precepto penal violado, de suerte que el bien jurídico atacado es el mismo en
todas; e) unidad de sujeto activo; f) homogeneidad en el modus operandi por
la idéntica o parecida utilización de métodos, instrumentos o técnicas de
actuación afines”.
a) Homogeneidad objetiva
Para que exista delito continuado, el autor tiene que realizar “una pluralidad
de acciones u omisiones que ofendan a uno o varios sujetos e infrinjan el
mismo precepto penal o preceptos de igual o semejante naturaleza”. Como
puede apreciarse, esta exigencia de homogeneidad de las infracciones es
recogida por el Legislador con bastante flexibilidad. No se requiere que todas
y cada una de las acciones realizadas sean calificables como un mismo delito,
sino que basta con que la naturaleza del precepto infringido sea “semejante”.
Con ello se amplían las posibilidades de recurrir a esta ficción jurídica, sobre
todo en el campo más proclive a su utilización: los delitos contra la propiedad
(hurtos y robos; estafas y apropiaciones indebidas), o en otros donde surge
con frecuencia: delitos contra la libertad sexual (abusos sexuales, con sus
múltiples modalidades). En lo que se refiere a los delitos contra el
patrimonio, el Acuerdo de la Sala Segunda de 30 de octubre de 2007 aclara
que la pena básica se determinará por el perjuicio total causado y no por la
pena del delito más grave. Con ello, deslinda los apartados 1º y 2º del art. 74
CP, siguiendo una línea jurisprudencial adoptada con claridad desde la STS
1640/1998, de 23 de diciembre. Sin embargo, la STS 250/2015, de 30 de
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abril, recuerda que la STS 463/2009, de 7 de mayo, puntualizó lo anterior,
salvando cualquier aplicación del art. 74 CP que no incurriera en vulneración
del non bis in idem, jugando con los subtipos agravados de los delitos
patrimoniales (estafa, apropiación indebida, sobre todo).
Por otra parte, esa homogeneidad objetiva que se reclama de las sucesivas
infracciones no desaparece por el hecho de que alguna o algunas de ellas no
se hubieran perfeccionado, quedando en grado de tentativa. Nuestro Tribunal
Supremo ha declarado reiteradamente que es indiferente el grado de
ejecución alcanzado por los delitos que sirven para formar el continuado,
aunque en los delitos patrimoniales las figuras meramente intentadas no
pueden servir, lógicamente, para engrosar el “perjuicio total causado” que
determina la sanción aplicable (STS 357/2004, de 19 de marzo).
El Legislador impone ciertos límites a la hora de recurrir al delito
continuado. No todas las infracciones son aptas para ello. El apdo. 3º del art.
74 CP impide recurrir a esta figura cuando los hechos hayan afectado a
bienes eminentemente personales, como la vida, la salud, la libertad, la
intimidad, etc. Pero salva de esa excepción los atentados contra el honor y la
libertad sexual, en relación con los cuales sí está permitido, aunque deba
analizarse caso por caso si la “continuidad” es viable. De acuerdo con la
jurisprudencia del Tribunal Supremo, resumida en la STS 585/2014, de 14 de
julio, cabe apreciarla cuando son varios los actos de penetración, pero se
realizan en un mismo contexto espacio temporal. Y si son varios los autores,
cada uno de los cuales realiza sucesivamente la acción típica, habrá tantos
delitos continuados como autores intervengan.
Especial mención merece el llamado “delito masa”, definido en el último
inciso del apartado 2º del art. 74 en relación con las infracciones
patrimoniales, al decir que el Tribunal impondrá motivadamente la pena
superior en uno o dos grados “si el hecho revistiere notoria gravedad y
hubiere perjudicado a una generalidad de personas”. La elevación de la pena
se justifica en estos casos por el alto grado de desvalor que el hecho conlleva
y por afectar a una masa de sujetos pasivos, expresión que abarca los casos
de grandes estafas o apropiaciones indebidas en las promociones
inmobiliarias o en ámbitos semejantes. La STS 358/2015, de 10 de junio,
aplica la figura a un caso de estafa de más de cien cooperativistas, por un
importe conjunto de dos millones de euros. Advierte, no obstante, de que no
se puede aplicar la agravante propia de esta modalidad de delito y, además,
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los subtipos agravados de estafa o apropiación indebida en función de la
cuantía, porque se incurriría en un bis in idem.
b) Homogeneidad subjetiva
A parte del hilo que debe unir las infracciones en su aspecto objetivo, el
Legislador requiere que la comisión de ellas aparezca enlazada, además, por
un elemento subjetivo unificado: un dolo “continuado”. Así lo intenta
expresar el art. 74 CP al requerir que los delitos se hayan cometido “en
ejecución de un plan preconcebido o aprovechando idéntica ocasión”. En la
práctica judicial, sin embargo, no suele analizarse exhaustivamente la
concurrencia de esta homogeneidad subjetiva, contentándose los tribunales
con demostrar el enlace objetivo. Pero ello, no debe extrañar si se tiene en
cuenta que el Legislador ha flexibilizado tanto el elemento subjetivo que
basta con que el autor “aproveche idéntica ocasión”, lo que no es exigir
mucho si se tiene en cuenta que ya antes requiere que los delitos sean
similares; probablemente lo sean también las ocasiones propicias para
cometerlos.
VI. Concurso de leyes
En ocasiones, el hecho enjuiciado presenta rasgos que corresponden a más
de una figura delictiva, lo que obliga al intérprete a deshacer esa apariencia
procediendo a elegir la que más se adecúe al perfil de la conducta realizada.
El art. 8 del CP establece una serie de reglas o criterios al respecto, los cuales
deben aplicarse sucesivamente hasta dar con la norma que mejor se adapta al
caso analizado.
En primer lugar, el Legislador obliga a elegir la norma especial antes que la
general, esto es, aquella que presenta todos los elementos de esta última más
alguno o algunos específicos (art. 8.1ª CP). Así, por ejemplo, el tipo del
asesinato (art. 139 CP) se integra por los elementos básicos del homicidio
(art. 138.1 CP: “matar a otro”) y además por otros específicos, que son los
que sirven para delimitar su autonomía respecto de aquel, como lo son las
agravantes de alevosía, precio, ensañamiento, etc. En consecuencia, si un
sujeto ha matado a otro con alevosía, es cierto que se dan los elementos del
homicidio, pero es más específico en este caso el tipo del asesinato, que
abarca ulteriormente ese elemento ajeno al homicidio como es la alevosía. La
STS 873/2011, de 21 de julio, aplica este criterio para resolver el concurso
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aparente de normas, en un caso de falsificación de cheques de viaje que por
una parte era falsedad documental y por otra, más específicamente,
falsificación de moneda, tarjetas de crédito, etc. (art. 387 CP), calificación
que prevalece sobre la anterior.
La segunda regla que aparece en el art. 8 obliga a elegir la norma preferente
sobre la subsidiaria. En ocasiones, el propio Legislador introduce una
cláusula que indica la preferencia de una norma sobre otra, como por ejemplo
en el art. 556 CP, que comienza diciendo: “los que sin estar comprendidos en
el artículo 550, resistieren o desobedecieren gravemente a la autoridad...”,
obligando con ello al intérprete a indagar primero si el caso encaja en este
último precepto y sólo en caso contrario podría aplicarse el art. 556 CP. La
complicación será mucho mayor, lógicamente, cuando la Ley no establezca
ningún criterio expreso al respecto, como ocurre, por ejemplo, con el delito
de cooperación ejecutiva al suicidio de otro (art. 143 CP), que se considera de
aplicación preferente respecto a los demás delitos contra la vida en virtud de
la concurrencia en él de un elemento propio y característico: el
consentimiento del titular del bien jurídico.
En tercer lugar, el art. 8.3ª CP recoge la llamada regla de la consunción, que
reza así: “el precepto más amplio o complejo absorberá a los que castiguen
las infracciones consumidas en aquel”. Aunque no siempre resulta fácil
determinar si una infracción puede entenderse absorbida por otra, existen
casos en que la más elemental lógica jurídica permite resolver la cuestión sin
dificultad. Así, cuando el autor de un robo con fuerza en las cosas ejecuta el
hecho en una casa habitada, es indudable que se ha cometido un delito de
allanamiento de morada (art. 202), pero al existir un subtipo de robo que tiene
en cuenta esa circunstancia (art. 241.1), bastará con castigar por el delito de
robo en casa habitada, prescindiendo de la pena correspondiente por el delito
de allanamiento de morada o, mejor, entendiéndola incluida en esa figura
específica del robo. Más discutible es el caso de aquellos delitos que
requieren para su comisión violencia o intimidación (violación, robo, etc.),
donde la tendencia jurisprudencial es establecer concurso de delitos incluso
cuando la violencia se manifiesta en lesiones menores, mientras que la
mayoría de la doctrina entiende que esas lesiones deberían quedar absorbidas
(consunción) por la pena del delito principal. Por el contrario, no habrá
concurso de normas y sí de delitos cuando se comete un delito de peligro y
también otro de lesión, siempre que el bien jurídico sea diferente: delito
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contra la seguridad en el trabajo y lesiones del trabajador; delito contra la
seguridad en el tráfico y lesiones imprudentes (dejando a un lado la norma
prevista en el art. 382 CP, que aplica una regla propia del concurso de
delitos). El Acuerdo del Pleno de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de
18 de julio de 2007 advierte de que “la firma del ticket de compra, simulando
la firma del verdadero titular de una tarjeta de crédito, no está absorbida por
el delito de estafa”. Por otra parte, la Jurisprudencia tradicional del Tribunal
Supremo en caso de confluencia del contrabando y el tráfico de drogas
consideraba que existía entre estas figuras un concurso ideal, basado en el
doble desvalor del hecho: contra la salud pública el tráfico de drogas y contra
la Hacienda pública el contrabando. La doctrina criticó mayoritariamente
dicha solución por considerar que el delito de contrabando servía en este caso
para proteger, también, la salud pública, y entendió que existía en realidad un
concurso de leyes, a resolver mediante la regla de la consunción. Ante la
trascendencia del asunto, el Pleno de la Sala Penal acordó el 24 de noviembre
de 1997 que, en efecto, esa debía ser la solución a adoptar, dando un giro a su
línea jurisprudencial. Sin embargo, la argumentación que siguió el Tribunal
Supremo para llegar a esa conclusión fue distinta de la propuesta por la
doctrina científica.
Cuando ninguna de las reglas anteriores sirva para resolver el conflicto
normativo, permaneciendo la duda respecto a cuál de los preceptos
aparentemente aplicables debe serlo definitivamente, el art. 8.4 CP introduce
la regla de la alternatividad, que obliga a elegir el precepto que castigue más
gravemente la conducta. Así, por ejemplo, ante la comisión de un delito de
lesiones en el que se haya utilizado un arma (art. 148), pero que tenga como
resultado la “deformidad” de la víctima (art. 150), habrá que elegir esta
última figura porque la pena prevista en ella es de 3 a 6 años de prisión,
mientras que el art. 148 establece una pena de 2 a 5 años. La STS 1277/2003,
de 10 de octubre, que analiza un caso de esta índole recuerda que esta regla se
aplicará sólo en defecto de las anteriores, esto es, si no es posible hallar una
relación de “especialidad, subsidiariedad o consunción”.
VII. Bibliografía
CASTELLÓ NICAS, N.: El concurso de normas penales. Comares, Granada,
1999.
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CUERDA RIEZU, A.: Concurso de delitos y determinación de la pena: análisis
legal, doctrinal y jurisprudencial. Tecnos, Madrid, 1992.
GARCÍA ALBERO , R.: Non bis in idem: material y concurso de leyes penales.
Cedecs, Barcelona, 1995.
SUÁREZ LÓPEZ, J.M.: El concurso real de delitos. Edersa, Madrid, 2001.
VIVES ANTÓN , T.S.: La estructura de la teoría del concurso de infracciones.
Instituto de Criminología, Valencia, 1981.
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Lección 27
MIGUEL ÁNGEL NÚÑEZ PAZ
Universidad de Huelva
CIRCUNSTANCIAS MODIFICATIVAS DE LA
RESPONSABILIDAD CRIMINAL
I. Teoría general
Corresponde analizar aquí las particularidades que afectan a la apreciación
del delito. Son las llamadas “circunstancias modificativas”, las cuales actúan
agravando o atenuando la responsabilidad criminal. Se trata de un sistema
peculiar, que no coincide con las previsiones legales de otros sistemas
penales europeos, pero que ha sido considerado favorablemente por la
doctrina. Como sabemos, la Ley se caracteriza por su alto grado de
abstracción, lo que supone muchas veces no tener en cuenta elementos no
esenciales pero sí importantes de la conducta de los individuos. El sistema de
circunstancias brinda al Juez una mayor aproximación al sujeto y al hecho,
permitiendo precisar mucho más el grado de responsabilidad penal, tanto del
autor como del partícipe. Ello permite determinar más satisfactoriamente la
pena concreta a imponer. En definitiva, es un sistema que ayuda a conseguir
una pena más proporcional, lo que supone necesariamente mayores garantías
para el condenado.
Para poder comprender la función que cumplen las circunstancias, debemos
tener en cuenta que se trata de elementos accidentales. No es necesario
apreciar una o varias circunstancias de las llamadas genéricas para constatar
el injusto o la culpabilidad. Por el contrario, su nombre se deriva de su
carácter: son por tanto circunstanciales, pueden darse o no darse con
independencia de los elementos del delito que ya hemos analizado en las
lecciones precedentes. Lo que sucede es que la concurrencia de
circunstancias atenuantes o agravantes nos indicará un mayor o menor
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contenido del injusto o de la culpabilidad, o incluso la relevancia atenuante
de un comportamiento postdelictivo. En definitiva, si se aprecian
circunstancias, el Juez deberá tenerlas en cuenta a la hora de graduar la pena.
Tres sujetos, de cabeza rapada y exhibiendo tatuajes con simbología del nazismo,
caminan por la calle en Madrid cuando se cruzan con un vecino musulmán y de color;
sin mediar palabra, le agreden provocándole importantes daños en la salud. Son
condenados como coautores de un delito de lesiones. Una vez constatados todos los
elementos del injusto y de la culpabilidad, pero antes de determinar la pena, el Juez
debe valorar que el art. 22.4 CP considera circunstancia agravante “cometer el delito
por motivos racistas, antisemitas u otra clase de discriminación”, lo que es
perfectamente aplicable a este supuesto.
El sistema de circunstancias permite distintas clasificaciones. En primer
lugar, la circunstancia puede ser “atenuante, agravante o mixta”, según el
efecto que produzca de cara a la pena. El Código las sistematiza con gran
claridad expositiva, agrupando las atenuantes en el art. 21, las agravantes en
el art. 22 y la circunstancia mixta de parentesco –cuyo nombre procede de
que funciona como atenuante o agravante de la pena, según los casos– en el
art. 23.
La segunda clasificación diferencia, por una parte, las “circunstancias
genéricas”, que son aplicables en principio a cualquier delito de la parte
especial. Se trata de las circunstancias a las que nos hemos referido
precedentemente, que se encuentran reguladas en los arts. 21, 22 y 23 del CP.
Por otra parte, se encuentran las “circunstancias específicas”, que sólo se
aplican a un delito o grupo de delitos determinado.
El delito de estafa (art. 248 CP) tiene previsto un incremento de pena si el engaño se
realiza en virtud de alguna de las circunstancias específicas del art. 250 CP, por
ejemplo, si recae sobre cosas de primera necesidad (art. 250.1º).
Las circunstancias también pueden clasificarse en comunicables o no
comunicables, lo que se analizará a continuación.
II. Naturaleza y comunicabilidad de las circunstancias
Como acabamos de afirmar, las circunstancias son elementos accidentales
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del delito, y por tanto, no pueden servir de fundamento al injusto o a la
culpabilidad. Sin embargo, sin ser fundamento, pueden tener directa relación
con la medida del injusto y de la culpabilidad. De la variada gama de
circunstancias genéricas que regula el Código penal, algunas se relacionan
directamente con el injusto y otras con la culpabilidad, existiendo un tercer
grupo que no se corresponde con los anteriores, y que recoge circunstancias
que nacen como comportamientos post-delictuales, tal como ocurre con la
confesión del delito o la reparación del daño causado (art. 21, circunstancias
4ª y 5ª CP respectivamente).
La concurrencia de circunstancias tendrá relevancia a la hora de determinar
la pena. En ese sentido, el art. 66 CP establece para las personas físicas una
serie de reglas de determinación de la pena basadas en la presencia o no de
circunstancias atenuantes y agravantes, haciendo lo propio para las personas
jurídicas en el art. 66 bis CP. Por su parte, dispone el art. 67 CP que no se
aplicarán las circunstancias genéricas, atenuantes o agravantes, cuando la Ley
las haya “tenido en cuenta al describir o sancionar la infracción penal” (la
llamada “inherencia expresa”) o las que “sean de tal manera inherentes al
delito que sin la concurrencia de ellas no podría cometerse” (“inherencia
tácita”).
El art. 187.1 CP sanciona al que determine a persona mayor de edad a ejercer la
prostitución o mantenerse en ella, mediando abuso de superioridad. Es inherente a este
delito de forma expresa la circunstancia agravante de abuso de superioridad del art.
22.2 CP que, por lo tanto, no podrá apreciarse. En cuanto a la inherencia tácita, nos
encontramos con los delitos cometidos por los funcionarios públicos (por ejemplo,
malversación o cohecho, art. 432 CP y art. 419 CP respectivamente), en los que no se
podrá apreciar la circunstancia agravante de prevalerse del cargo público que tenga el
culpable (art. 22.7 CP).
Las circunstancias pueden calificarse en “personales o no comunicables”, y
“materiales o comunicables”. Esta clasificación posee trascendental
importancia en los delitos con pluralidad de sujetos. Si bien en los citados
casos hay un solo injusto, y por lo tanto un único título de imputación para
autores y partícipes, las circunstancias se valoran individualmente para cada
interviniente. De ahí la trascendencia de concretar cuáles pueden comunicarse
a los demás, y cuáles solamente podrán beneficiar o afectar a un sujeto
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determinado, sin traspasarse a los demás.
Las “personales o no comunicables” están previstas en el art. 65.1 CP, que
dispone que las circunstancias “agravantes o atenuantes que consistan en
cualquier causa de naturaleza personal agravarán o atenuarán la
responsabilidad” “sólo de aquellos en quienes concurran”. Estas
circunstancias afectan normalmente a la culpabilidad, pero también al
comportamiento postdelictivo. Entre estas encontramos, por ejemplo, la grave
adicción al alcohol, el obrar con abuso de confianza, la reincidencia, la
confesión del delito, etc. En todas ellas prevalece el factor personal que afecta
o beneficia exclusivamente a aquel en quien concurre la circunstancia.
Las “circunstancias materiales o comunicables” son, según el art. 65.2 CP,
aquellas que consisten en la “ejecución material del hecho o en los medios
empleados para realizarla”. Estas circunstancias “servirán únicamente para
agravar o atenuar la responsabilidad de los que hayan tenido conocimiento de
ellas en el momento de la acción o de su cooperación en el delito”. Estas
circunstancias afectan directamente al hecho, es decir, al injusto; y el criterio
para apreciar su relevancia en el caso de pluralidad de sujetos es únicamente
el conocimiento de las mismas.
Ejemplo: A se entera de que B no tiene intención de devolverle el dinero que le ha
prestado; por ello decide darle un buen susto y contrata a C, luchador profesional, para
que le dé una paliza. A considera que C es suficientemente corpulento y apto para
cumplir con el encargo, realizándolo individualmente. Sin embargo, C se hace
acompañar por otras personas, para debilitar la defensa de B. La circunstancia del art.
22.2 CP, consistente en contar con el auxilio de otras personas que debiliten la defensa
del ofendido es por regla general comunicable. Sin embargo, tal circunstancia no puede
aplicarse al inductor A ya que este la desconocía.
III. Circunstancias atenuantes
1. Eximente incompleta
Establece el art. 21.1 CP que constituyen circunstancias atenuantes “las
causas expresadas en el capítulo anterior, cuando no concurrieren todos los
requisitos necesarios para eximir de responsabilidad en sus respectivos
casos”. La llamada eximente incompleta se diferencia claramente de las
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demás circunstancias atenuantes porque genera una reducción de pena muy
superior (art. 68 CP). Incluso puede pensarse que no se trata de una
circunstancia atenuante en sentido estricto, sino de un peculiar supuesto en el
que se aprecia una gran disminución del injusto o de la culpabilidad, lo que
autorizaría tan importante reducción de pena. La relación de las eximentes
incompletas con el injusto o la culpabilidad excede lo que puede considerarse
como contingente o accidental. Adviértase que en las eximentes incompletas
hay una aproximación muy importante a la eximente completa, ya que es
indispensable la constatación de algunos de los requisitos que convertirían
ese comportamiento en justificado o en la obra de un inimputable (supuestos
de eximentes completas).
Pueden faltar ciertos requisitos en las causas de justificación, aunque la
ausencia de otros no autoriza siquiera la apreciación de una eximente
incompleta. Por ejemplo, en la legítima defensa es imprescindible una
agresión ilegítima. Sin ese requisito no se apreciará eximente completa ni
incompleta. Una vez constatada la agresión ilegítima, puede ocurrir, por
ejemplo, que el agredido reaccione con un medio que no es racionalmente
necesario, y por lo tanto, no pueda apreciarse la eximente completa del art.
20.4 CP. Sin embargo, en este supuesto podrá tenerse en cuenta la eximente
incompleta.
En cuanto a las anomalías o alteraciones psíquicas, deben ser supuestos en
los que si bien el sujeto no alcanza el nivel de no poder comprender la ilicitud
del hecho o actuar conforme a esa comprensión, tal como regula el art. 20.1
CP, padezca una situación muy próxima a la definida en dicho precepto.
2. Grave adicción a sustancias tóxicas
Dispone el art. 21.2 CP que constituye una circunstancia atenuante “la de
actuar el culpable a causa de su grave adicción a las sustancias mencionadas
en el número 2 del artículo anterior”. La remisión hace referencia a bebidas
alcohólicas, drogas tóxicas, estupefacientes, sustancias psicotrópicas u otras
que produzcan efectos análogos.
Esta circunstancia regula un supuesto de menor culpabilidad,
concretamente una disminución de la imputabilidad originada por la adicción
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a las sustancias enumeradas. El Legislador ha dado una solución bastante
coherente para regular la situación de los sujetos que padecen adicción a
sustancias tóxicas de cualquier naturaleza. Este tipo de adicción puede
provocar distintas consecuencias de cara a la responsabilidad penal, pues
puede llevar a una eximente completa del art. 20.2 CP en el caso que no se
comprenda la ilicitud del hecho o no se actúe conforme a esa comprensión.
También, en supuestos de menor gravedad, puede dar lugar a una eximente
incompleta del art. 21.1 CP o a los supuestos más leves de simple atenuación
aquí analizados.
La circunstancia acoge la idea de que “la grave adicción daña y deteriora
las facultades psíquicas del sujeto que la padece... pues esa grave adicción
incorpora en su propia expresión una alteración evidente de la personalidad
merecedora de un menor reproche penal y de la aplicación, si procede, de las
medidas que el Código contempla para potenciar la deshabituación, bien
como sustitutivos penales, bien en ejecución de la penalidad impuesta” (STS
29 de marzo de 2001). En este sentido, la STS de 21 de noviembre de 2003,
después de señalar la dificultad para concretar conceptualmente la aplicación
del art. 21.1 o del art. 21.2 en relación a la grave adicción a las drogas,
sostiene que “si los presupuestos son análogos las consecuencias jurídicas
también deben serlo” y siendo interpretados configurando una unidad... “por
lo tanto, será de aplicación preferente la disposición que permita satisfacer las
necesidades de prevención especial del caso concreto, esto es, que permita
aplicar, si procede, una medida de seguridad”. En su virtud, el Tribunal
acuerda el internamiento de los condenados en un centro de deshabituación,
previendo que el tiempo de ejecución de la medida sea abonado
posteriormente para el cumplimiento de la pena. Ahora bien, el delito
realizado ha de estar claramente relacionado con la necesidad de consumo
(STS 23 de abril de 2004).
3. Arrebato, obcecación o estado pasional semejante
Dispone el art. 21.3 CP la atenuación de aquel que obre “por estímulos tan
poderosos que hayan producido arrebato, obcecación u otro estado pasional
de entidad semejante”. Se trata del llamado “estado pasional”, que afecta
necesariamente a la culpabilidad. Se da la misma situación que en el supuesto
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anterior, pues el estado pasional puede llevar según su intensidad, a una
situación de trastorno mental transitorio (art. 20.1 CP), de eximente
incompleta (art. 21.1 CP) o bien de simple atenuante.
El estado pasional supone una situación de exaltación/excitación
momentánea o persistente, que conduce a la realización de un hecho
delictivo.
4. Confesión del delito
Establece el art. 21.4 CP que es circunstancia atenuante “la de haber
procedido el culpable, antes de conocer que el procedimiento judicial se
dirige contra él, a confesar la infracción a las autoridades”. Se trata de un
comportamiento posdelictivo, y por lo tanto no se aprecia disminución alguna
del injusto ni de la culpabilidad del autor. Simplemente, el Legislador premia
la confesión, pues puede obtener de esta forma grandes ventajas desde una
perspectiva probatoria. En cualquier caso, la atenuante por confesión debe
tener una limitación temporal. El art. 21.4 CP establece claramente ese
momento, al hacer valer la atenuación hasta que el sujeto conozca que el
procedimiento judicial se dirige contra él. Interpretando estrictamente esta
disposición, para limitar la atenuante no será suficiente el conocimiento de la
existencia de actuaciones policiales previas, sino que la posibilidad de
confesar con relevancia a los efectos de la atenuación subsiste “hasta el
momento” en que tome intervención la autoridad judicial y además el sujeto
conozca que el procedimiento se dirige contra él.
5. Reparación del daño causado
Dice el art. 21.5 CP que constituye una circunstancia atenuante “la de haber
procedido el culpable a reparar el daño ocasionado a la víctima, o disminuir
sus efectos, en cualquier momento del procedimiento y con anterioridad a la
celebración del acto del juicio oral”. Este supuesto, al igual que el anterior, se
estructura como comportamiento postdelictivo y por lo tanto no supone una
disminución del injusto ni de la culpabilidad. Se busca alcanzar un objetivo
político-criminal muy importante, como es el resarcimiento a la víctima del
delito, que en muchos casos no se consigue bien por la insolvencia del
condenado, bien por no descubrir a los autores del delito, etc.
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Al Estado le interesa que sea el propio sujeto penalmente responsable quien
indemnice, pues teniendo en cuenta el marco legal actualmente vigente puede
ser incluso el propio Estado quien deba hacerse cargo de la reparación (Cfr.
Ley 35/1995, de 11 de diciembre, de ayudas y asistencia a las víctimas de
delitos violentos y contra la libertad sexual; Ley 29/2011, de 22 de
septiembre, de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del
Terrorismo y Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la víctima del
delito). Dado el especial interés que tiene el Estado en la reparación, el
momento para poder hacer efectiva esta circunstancia es mucho más amplio
que en el supuesto referido a la confesión: cualquier etapa del procedimiento,
siempre que sea anterior al juicio oral.
6. Dilación indebida del procedimiento
En la reforma de 2010 (LO 5/2010, de 22 de junio), el Legislador introdujo
como novedad entre el catálogo de atenuantes del artículo 21 “la dilación
extraordinaria e indebida en la tramitación del procedimiento, siempre que no
sea atribuible al propio inculpado y que no guarde proporción con la
complejidad de la causa”.
Mediante esta circunstancia, se plantea una posible atenuación de la pena
cuando exista un retraso extraordinario en la tramitación del proceso, siempre
que no guarde proporción con la complejidad de la causa y atendiendo a los
medios disponibles (véase STS de 21 de marzo de 2011) y del que,
obviamente, no sea responsable el inculpado. Hasta 2010, esta circunstancia,
tal y como acordó el Pleno de la Sala 2º del TS el 21 de mayo de 1999, era
tenida en cuenta para reducir la pena a través de la aplicación de la atenuante
analógica.
7. Atenuante analógica
El art. 21.6 del CP también considera circunstancia atenuante “cualquier
otra circunstancia de análoga significación que las anteriores”. La analogía,
“favorable al reo” al tratarse de una atenuación, se puede aplicar tanto a las
eximentes incompletas como a las circunstancias atenuantes.
Se trata de una medida muy acertada, pues flexibiliza las posibilidades del
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Juez para poder apreciar atenuantes. La doctrina destaca que no se exige una
similitud completa, sino que la circunstancia posea “análoga significación”,
es decir, debe existir una similitud con el motivo o razón que ha llevado a
regular la atenuante que se toma como punto de referencia (Ej: STS de 14 de
abril de 2008).
Las circunstancias de atenuación del art. 21 responden a una menor
imputabilidad del sujeto; a una disminución del injusto, y por lo tanto, menor
necesidad de pena; o a requerimientos de política-criminal, como la
reparación a la víctima o la colaboración con la Administración de Justicia.
Tal y como señala la STS de 2 de abril de 2003, “se ha sostenido
doctrinalmente y de ello se hace eco la jurisprudencia que (esta circunstancia)
permite acoger en su subsunción situaciones no incluibles en el tenor literal
de otras circunstancias de atenuación pero que aparecen abarcadas por el
fundamento de la atenuación o el objetivo político-criminal de las restantes
circunstancias”. No obstante, la semejanza, no tanto morfológica o formal
como de valoración o sentido, debe llevarse a cabo respecto de alguna de las
circunstancias atenuantes enumeradas específicamente en el art. 21 (STS de
10 de mayo de 2000 y STS 27 de febrero de 2001).
IV. Circunstancias agravantes
El Código penal vigente redujo considerablemente el número de
circunstancias agravantes que consagraba la legislación anterior, mejorando
evidentemente su regulación. La doctrina suele clasificar estas circunstancias
en dos categorías: las objetivas, que se relacionan directamente con los
componentes objetivos del injusto (mayor peligrosidad, mayores facilidades
para alcanzar la impunidad) y las subjetivas, que tienen en cuenta aspectos
del ámbito subjetivo del autor, aunque no puede decirse que necesariamente
incrementan su culpabilidad (por ejemplo, actuar por motivos racistas, o ser
reincidente).
1. Alevosía
Se encuentra regulada en primer lugar en el art. 22.1 CP. El propio precepto
se ocupa de definir la alevosía: “hay alevosía cuando el culpable comete
cualquiera de los delitos contra las personas empleando en la ejecución
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medios, modos o formas que tiendan directa o especialmente a asegurarla, sin
el riesgo que para su persona pudiere proceder de la defensa por parte del
ofendido” (Ej. STS de 12 de diciembre de 2014).
La actuación con alevosía se estructura en base a un aprovechamiento de la
indefensión de la víctima que se da, por ejemplo, cuando se constata un
ataque a traición, o cuando se emplea veneno para asegurar el resultado
deseado. El injusto del sujeto es mayor, justamente porque conoce la
indefensión y quiere aprovecharse de ella.
Según la letra del precepto, la alevosía se limita a los delitos contra las
personas, lo que debe entenderse en el Código penal como comprensivo de
los delitos de homicidio, aborto y lesiones. Pero cabe recordar en relación al
homicidio que la alevosía convertirá el hecho en asesinato (art. 139.1 CP). La
jurisprudencia tradicionalmente ha venido considerando alevosía en todo
caso, cuando el sujeto pasivo del delito es un niño u otro ser indefenso. Sin
embargo, es esencial para apreciar alevosía el hecho de aprovecharse de la
indefensión, buscar una forma de evitar el peligro que supone la defensa del
sujeto pasivo, lo que puede no darse en muchos supuestos de agresiones a
niños o seres indefensos.
2. Disfraz, abuso de superioridad o aprovechamiento de circunstancias
que debiliten la defensa o faciliten la impunidad
El art. 22.2 CP regula una serie de circunstancias que tienen en común el
debilitamiento de la defensa del sujeto pasivo o el facilitar la impunidad del
autor. El disfraz puede servir a cualquiera de esos dos objetivos.
Un sujeto puede disfrazarse de policía para facilitar el acceso a la víctima y, ante la
falta de defensa, practicar un secuestro o llevar a cabo una agresión sexual. También
puede disfrazarse para facilitar su impunidad, impidiendo que los testigos le
reconozcan. (Ej. STS 15 de septiembre de 2000).
El “abuso de superioridad” consiste en una situación que supone
aprovecharse de la correlativa situación de inferioridad que se da en el sujeto
pasivo. Por ejemplo, a través del empleo de fuerza física.
Por su parte, el “aprovechamiento de circunstancias de lugar, tiempo o del
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auxilio de otras personas” comprende distintos supuestos previstos
específicamente en el antiguo Código penal, como la nocturnidad,
despoblado, cuadrilla, etc. Pero a diferencia de la antigua regulación, en el CP
vigente sólo podrán apreciarse en cuanto sirvan para debilitar la defensa o
facilitar la impunidad y no como en el derogado Código, donde el simple
hecho de la nocturnidad o el número de personas era suficiente para apreciar
la agravante. Como señalamos, esta circunstancia supone una ampliación de
las circunstancias de la anterior regulación, si bien “será preciso que tales
características locales o temporales se aprovechen para llevar a efecto el
delito, con disminución del riesgo de defensa de la víctima y del peligro de
descubrimiento del delito y de la captura del delincuente (STS de 4 de febrero
de 2002). Aun así, resulta dudoso que el concepto de nocturnidad y
despoblado sea aplicable a delitos que por sus propias características o
naturaleza necesiten un alejamiento de cualquier tipo de publicidad o
conocimiento directo del resto de los ciudadanos para ser realizados (STS de
20 de julio de 2001).
3. Precio, recompensa o promesa
Considera circunstancia agravante el art. 22.3 CP cuando se procede a
“ejecutar el hecho mediante precio, promesa o recompensa”. El fundamento
de esta agravante radica en el mayor desvalor que se aprecia en el injusto
cometido con una base retributiva o económica. Cabe apuntar sin embargo
que la amplitud de los conceptos empleados (precio, recompensa o promesa)
permite no limitar la agravante a una oferta de dinero, sino que también podrá
estimarse si se ofertan recompensas no dinerarias (por ejemplo, un puesto de
trabajo).
Hay que tener en cuenta que en los delitos contra la vida esta circunstancia
convierte el homicidio en asesinato (art. 139.2 CP). La doctrina discute si la
agravante se aplica únicamente a aquel que delinque mediante precio,
promesa o recompensa, o también a aquel que ofrece pagar o recompensar,
esto es, al inductor. Las dudas se presentan porque este último es partícipe, y
por lo tanto no ejecuta el hecho, tal como exige el art. 22.3 CP. Con la
redacción de este precepto, el Código parece limitar su aplicación al autor o
autores del hecho, siendo inaplicable a los inductores: se aplica a quien cobra,
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no a quien paga. (Ej. STS de 12 de marzo de 2012).
4. Motivos racistas, xenófobos o similares
Regula el art. 22.4 CP la agravante que consiste en “cometer el delito por
motivos racistas, antisemitas u otra clase de discriminación referente a la
ideología, religión o creencias de la víctima, la etnia, raza o nación a la que
pertenezca, su sexo, orientación o identidad sexual, la enfermedad que
padezca o su discapacidad”.
Se viene observando desde hace algún tiempo un resurgir de actitudes
racistas, xenófobas o discriminatorias, prácticas que son intolerables en un
Estado social y democrático de Derecho. Sensible a la aparición de estos
hechos, el Legislador ha incorporado esta circunstancia agravante genérica,
aplicable a cualquier delito motivado por estos objetivos aberrantes y por lo
tanto inadmisibles en nuestra sociedad. Adecuándola a la exigencia de su
evolución, el propio Legislador ha matizado esta circunstancia incorporando
en la reforma de 2010 (LO 5/2010 de 22 de junio) el concepto de “identidad
sexual” como sentimiento de pertenencia a uno u otro sexo y a la percepción
que cada uno tiene en este aspecto de sí mismo (Véase en este sentido la STC
de 22 de diciembre de 2008); sustituyéndose además el término “minusvalía”
por el de “discapacidad” en atención a las recomendaciones de la
Organización Mundial de la Salud.
Por su parte, la reforma de 2015 (LO 1/2015 de 30 de marzo) modificó en
la línea que acabamos de citar el art. 25 CP en donde se describe el concepto
de discapacidad y además introdujo en esta agravante del art. 22.4 el
concepto de género (para matizarlo y diferenciarlo del “sexo”), en el sentido
de abarcar cualquier comportamiento discriminatorio realizado sobre la base
de las características o roles sociales, psicológicos o culturales que la propia
sociedad entiende como propios de mujeres u hombres.
5. Ensañamiento
Dispone el art. 22.5 CP que es circunstancia agravante “aumentar
deliberada e inhumanamente el sufrimiento de la víctima, causando a esta
padecimientos innecesarios para la ejecución del delito”. Este es otro
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supuesto que también tiene trascendencia en los delitos contra la vida,
convirtiendo un homicidio en asesinato (art. 139. 3 CP). Hay que tener en
cuenta que la producción de sufrimientos o padecimientos innecesarios
incrementa el injusto. El sujeto realiza un mal mayor que el necesario para
conseguir el objetivo que se había propuesto (instrumentos de tortura que
suponen especial sadismo, matar lentamente utilizando medios muy crueles,
etc.). (Ej. STS de 26 de diciembre de 2014).
6. Abuso de confianza
Regulado en el art. 22.6 CP, se estructura sobre la base de una relación de
confianza que es violada por el autor del delito. Esa relación no debe ser
circunstancial, sino justamente debe existir un cierto grado de confianza, que
permita exigir un mínimo de lealtad.
Por ejemplo, en la mayor confianza dejo firmado un papel en blanco para que un amigo
redacte una instancia ante la Administración. El amigo, en cambio, redacta un
reconocimiento de deuda por un millón de euros, que pretende hacer valer en juicio
(Ej. STS de 22 de enero de 2014).
7. Prevalerse del carácter público
Esta agravante, regulada por el art. 22.7 CP, se caracteriza por estar
limitada a los delitos comunes cometidos por funcionarios públicos que
actúan con la finalidad de prevalerse de su cargo. No es aplicable a los delitos
especiales cometidos por los funcionarios públicos, es decir, los delitos que
únicamente puede cometer un funcionario como autor, pues la circunstancia
es inherente a ellos (“inherencia tácita”).
8. Reincidencia
Dispone el art. 22.8 CP que es circunstancia agravante ser reincidente. Y
que “hay reincidencia cuando, al delinquir, el culpable haya sido condenado
ejecutoriamente por un delito comprendido en el mismo título de este
Código, siempre que sea de la misma naturaleza”.
La reincidencia es una circunstancia agravante muy polémica. La doctrina
la ha cuestionado extensamente, considerando que no se aprecia ni mayor
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injusto ni mayor culpabilidad en el sujeto, sino simplemente un mayor
desprecio por el Derecho o una rebeldía hacia los valores jurídicos, de tal
forma que el papel fundamental de la agravante se puede basar en la
personalidad defectuosa del autor, sin tomar demasiado en cuenta el hecho
concretamente cometido (Derecho penal de autor).
Según la letra de la norma, se precisa condena ejecutoria por un delito del
mismo Título del CP y “de la misma naturaleza”. Quedan excluidos por ello
los delitos comprendidos en otros títulos e, incluso, los previstos en leyes
especiales. La reforma procurada por la LO 1/2015, de 30 de marzo,
introdujo una cláusula en el inciso segundo por la que, además de excluirse el
cómputo de antecedentes penales cancelados o los que debieran serlo, no se
atenderá a los antecedentes que correspondan “a delitos leves”. En relación a
antecedentes cancelados o que debieran serlo, para apreciar la reincidencia
(STS de 17 de mayo de 2004) “es imprescindible que consten en la sentencia
los siguientes datos: en primer lugar, la fecha de la sentencia condenatoria; en
segundo lugar, el delito por el que se dictó la condena; en tercer lugar, la pena
o penas impuestas y, en cuarto lugar, la fecha en la que el penado las dejó
efectivamente extinguidas ... de no constar estos datos, su ausencia no puede
ser interpretada en contra del reo, por lo que habrá de entenderse que la fecha
de inicio del plazo de rehabilitación del art. 136 es el de la firmeza de la
sentencia anterior” (STS de 20 de octubre de 2003 y STS de 18 de noviembre
de 2003, entre otras muchas).
La misma LO 1/2015, de 30 de marzo, introdujo un nuevo inciso por el cual
las condenas firmes de jueces o tribunales impuestas en otros Estados de la
Unión Europea producirán efectos de reincidencia salvo que el antecedente
penal haya sido cancelado o pudiera serlo con arreglo al Derecho español.
V. La circunstancia mixta de parentesco
Dispone el art. 23 CP que “es circunstancia que puede atenuar o agravar la
responsabilidad, según la naturaleza, los motivos y los efectos del delito, ser
o haber sido el agraviado cónyuge o persona que esté o haya estado ligada de
forma estable por análoga relación de afectividad, o ser ascendiente,
descendiente o hermano por naturaleza o adopción del defensor o de su
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cónyuge o conviviente”.
La regulación legal de la circunstancia mixta de parentesco no presupone
que el parentesco sea utilizado necesariamente como atenuante o como
agravante en relación a determinado grupo de delitos. Por el contrario, el Juez
sólo debe tener en cuenta la naturaleza, los motivos y los efectos del delito
para valorar si la pertenencia al ámbito parental o familiar debe beneficiar o
perjudicar al sujeto penalmente responsable, o no optar por lo uno ni lo otro,
recurriendo a la no aplicación de esta circunstancia mixta. (Ejemplos: como
agravante: STS de 3 de febrero de 2012; como atenuante: STS de 30 de
marzo de 2009).
Si tomamos como ejemplo el homicidio de un cónyuge por el otro, se podrán formular
distintas valoraciones. Antiguamente en nuestra legislación penal se consideraba esta
conducta como constitutiva de un parricidio y por lo tanto, por regla general, la pena se
agravaba en relación al homicidio. La referencia de esa histórica figura no puede
llevarnos a pensar que todo conyugicidio obliga a apreciar la circunstancia de
parentesco como agravante. Piénsese en un caso que se basa en una situación, por
desgracia, bastante frecuente, cual es la de una mujer sometida a constantes violencias
físicas que, en el ámbito familiar, mata a su marido. En tal caso, no sería extraño que el
Juez valore esa desgraciada situación familiar como circunstancia atenuante.
El Código penal contempla, junto a las relaciones parentales y familiares,
ciertas situaciones de hecho homologables o análogas (persona a la que se
halla ligada de forma estable por análoga relación de afectividad, incluso sin
convivencia).
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Lección 28
IGNACIO BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE
Universidad de Salamanca
LA PENA
I. Introducción
Como ya vimos en las primeras lecciones, la diferenciación entre el
Derecho penal y las otras ramas del Ordenamiento jurídico debe realizarse
siempre subrayando la presencia en el Ordenamiento punitivo de la pena
como consecuencia jurídica. La propia denominación, Derecho penal, se
vincula a esta consecuencia jurídica, lo que no ocurre en ninguna otra rama
del Ordenamiento jurídico. Pese a ello, en la actualidad, no es la única
consecuencia jurídica que genera el Ordenamiento punitivo, puesto que
también pueden imponerse medidas de seguridad o generarse responsabilidad
civil, pero, sin ninguna duda, la pena sigue siendo la consecuencia más
característica del Ordenamiento punitivo y la que siempre le ha acompañado.
La pena es el recurso de mayor severidad que puede utilizar el Estado para
asegurar la convivencia; es un mal previsto por la Ley, que se impone por el
Estado al responsable de un hecho delictivo por medio de los órganos
jurisdiccionales competentes. A través de las variaciones en el catálogo de las
penas han quedado reflejados los cambios en el modelo de Estado y en la
justificación del Derecho penal. En el momento actual, la gravedad del
contenido de las penas hace que su utilización se rodee de garantías que
afectan a cuándo se puede recurrir a ella, al procedimiento a través del cual se
llega a imponer y a su propio contenido. Todas estas garantías tienen su razón
de ser en la propia justificación del Derecho penal, que no es otra que su
necesidad para mantener un sistema social personalista.
II. Las características de la pena
Descargado por María Cazorla (mariacazorlasimon@hotmail.com)
lOMoARcPSD|4333688
La profundización en el contenido del concepto de pena nos lleva a señalar
en ella las siguientes características, que se condicionan entre sí.
1. La pena es un mal
La pena es una privación o restricción de bienes jurídicos; es por ello un
mal para aquel a quien se impone. Una reflexión histórica sobre el contenido
de las penas pone de relieve cómo este aparece condicionado por la
justificación que el Derecho penal ha ido recibiendo en la historia de la
humanidad y, por tanto, refleja directamente el modelo de Estado al que
responde. Con carácter general, hasta finales del siglo XVIII las penas eran
predominantemente corporales, con su máxima expresión en la pena capital
pero acompañada de otras como los azotes o diversas mutilaciones. Una pena
con este contenido era coherente con finalidades próximas al sacrificio
religioso en las sociedades más primitivas y en los últimos tiempos con
justificaciones de la potestad punitiva en la divinidad, unidas a una búsqueda
equivocada de efectos intimidantes a través de la exasperación punitiva.
El advenimiento del Estado liberal trajo consigo, a partir del siglo XIX, la
utilización generalizada como pena de la privación de libertad. Las penas
corporales eran incompatibles con sistemas sociales orientados hacia el
individuo y que afirmaban preconizar como elemento nuclear la dignidad de
la persona humana. La prisión, por otra parte, se acomodaba a los
planteamientos retribucionistas y de prevención general propios de 
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