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437487581-Psicologia-Juridica

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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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Psicología Jurídica (aportes psicosociales para la práctica del Derecho)
Francisco J. Ferrer Arroyo - Buenos Aires, 2015.
Obra de tapa de Antonio Seguí
Se permite la generación de obras derivadas de la presente siempre que no se haga con fines
comerciales. Tampoco se puede utilizar la obra original con fines comerciales.
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Licencia Creative Commons
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Sobre el autor:
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Francisco J. Ferrer Arroyo es abogado, egresado de la Universidad de Buenos Aires
(UBA). Especialista en Administración de Justicia (UBA). Egresado de la Carrera docente (UBA).
Maestrando de Sociología y Ciencias Políticas de la Facultad Latinoamericana de Ciencias
Sociales (FLACSO). Doctorando en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad
Nacional de La Plata (UNLP). Profesor Adjunto en la Facultad de Derecho de la Universidad de
Buenos Aires (UBA) de la materia Psicología Social del Derecho y Metodología de la
Investigación Social, cátedra Felipe Fucito; y Jefe de Trabajos Prácticos de la materia Sociología
del Derecho en la misma cátedra y universidad. Profesor titular de la materia Psicología Social
en el Instituto de Formación Terciaria N°6 del GCBA. Pasante de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) en el año 2013. Funcionario judicial en el Ministerio Público Fiscal
de la Ciudad de Buenos Aires. Miembro de la Fundación de Estudios para la Justicia
(FUNDEJUS). ). Profesor invitado en cursos de posgrado en Sociología Organizacional en las
Facultades de Derecho de la UBA y UNLP.
Publicó diversas obras sobre la temática jurídica desde la perspectiva social: Imaginario
jurídico contenido en las cumbias villeras; Manual de Metodología de la Investigación Social del
Derecho, el Cibercomunismo, una mirada no comunista del comunismo de internet; Visión
sociológica en la obra de Lombroso, La Persuasión judicial, Introducción a la Psicología del
Derecho, muchas de estas obras han sido divulgadas gratuitamente por internet.
Obtuvo diversos premios. Entre ellos cabe señalar: 1er. Premio y medalla de oro en el
concurso organizado por el Consejo de la Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires en el año
2005, por su trabajo “Diagnóstico y propuestas para elevar la calidad del servicio de justicia”;
1er. Premio en el concurso organizado por el Ministerio Público Fiscal de la CABA por su
trabajo “El debido proceso desde la perspectiva de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos”; 1er. Premio y medalla de oro en el concurso organizado por el Consejo de la
Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires, en el año 2011/12 por su trabajo “La formación
judicial también es hacer justicia”.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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INDICE
LICENCIA CREATIVE COMMONS
CAPÍTULO 1
PSICOLOGÍA JURÍDICA
11
11
Diferencias entre ciencias psicosociales y derecho
14
La psicología jurídica
Breve historia de la construcción de la psicología jurídica
El campo de estudio de la psicología jurídica: una definición aproximada
Aplicaciones prácticas de la psicología jurídica
18
18
20
22
Diferencia entre la psicología forense y la psicología jurídica
24
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Vínculos necesarios entre las disciplinas psicosociales y el derecho
CAPÍTULO 2 ELEMENTOS BÁSICOS DE PSICOLOGÍA SOCIAL
27
27
29
30
31
34
El pensamiento psicosocial a través de los años
1) Etapa de la filosofía social: especulando sobre el ser humano
2) La etapa del empirismo social: midiendo lo que existe
3) Etapa del análisis social: buscando las causas de lo observado
37
37
41
42
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El campo de estudio
La psicología social y su rigor científico. Conocimientos vs creencias
La ciencia avanza gracias a las hipótesis
Socialización: del animal humano al ser social
Los factores de influencia: sociales, físicos y biológicos
CAPÍTULO 3 EL PROCESO DE PERCEPCIÓN
47
47
Las etapas del proceso de percepción
Las señales no verbales
El proceso de atribución de causas (asignando causas a la conducta de los demás)
Distinguiendo causas internas o externas
Errores frecuentes en el proceso de atribución
Las leyes gestálticas de la percepción y más errores de percepción
49
50
52
53
54
56
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La percepción
CAPÍTULO 4 COGNICIÓN SOCIAL
59
I. La cognición social
59
II. La memoria
Memoria de corto plazo (u operativa)
Memoria a largo plazo
El olvido y los errores de la memoria
60
62
62
64
III. Esquemas mentales para mantener y utilizar la información social
Tipos de esquemas: personas, roles y guiones
Influencia de los esquemas mentales en la cognición
65
65
66
IV. Heurísticas mentales (atajos mentales)
Tres tipos de heurísticas
67
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
V. Características de los procesos cognitivos
Procesamiento racional vs. Procesamiento intuitivo
La información inconsistente: captamos mejor lo inesperado
Vigilancia automática: captar lo negativo como mecanismo de protección
Los riesgos de pensar demasiado
Pensamiento contrafáctico (el remordimiento de lo que pudo haber sido)
I. Introducción
II. Psicología del testimonio
El proceso de recordar
Las variables exactitud-credibilidad
75
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CAPÍTULO 5 PSICOLOGÍA DEL TESTIMONIO
69
70
70
71
71
72
75
76
76
77
77
III.1. Reconocimiento de personas (recordando caras)
78
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III. Factores que influyen sobre la exactitud y credibilidad del testimonio
III.2. Declaraciones testimoniales (reconstruyendo hechos)
83
III.2.c. La entrevista cognitiva
Evaluando la validez del testimonio
Control final de la entrevista
86
87
89
CAPÍTULO 6 PROBLEMAS DE LA MEMORIA Y DETECCIÓN DEL ENGAÑO
91
I. La memoria y sus problemas en el ámbito judicial
Memorias Recobradas y memorias falsas
Un caso judicial
Una explicación de la implantación de memorias falsas
91
92
93
94
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II. Detección del engaño por medio de los canales no-verbales
Algunos indicadores no-verbales del engaño
La técnica aplicada al servicio de justicia
Detección del engaño a través de canales verbales o narrativos
Detección de email con mentiras
CAPÍTULO 7 TESTIMONIO INFANTIL
95
97
98
99
100
101
101
Estereotipo de los niños como testigos o denunciantes
Rompiendo el estereotipo
Los niños no mienten…
102
103
104
VI.2. Otros factores de influencia en el testimonio infantil
El uso de la autoridad
El estrés infantil
Sesgo del investigador (o hipótesis única)
El uso de muñecos
106
106
107
108
108
Errores más comunes en las entrevistas a niños
109
El testimonio infantil
CAPÍTULO 8 ACTITUDES
111
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7
1. Las actitudes
111
La formación de actitudes mediante la socialización
112
Procesos específicos de formación de actitudes
114
La autovigilancia: cómo influyen nuestras actitudes en nuestro comportamiento en público
115
2. Disonancia cognitiva
116
CAPÍTULO 9 PERSUASIÓN E INFLUENCIA
119
119
120
121
122
122
II. La reactancia
123
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I. Persuadiendo e influyendo
Estudiando al emisor (desde las Teorías del aprendizaje)
Estudiando al receptor del mensaje (desde las Teorías cognitivas)
Duración de la persuasión
Sesgos en la persuasión
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III. Complacencia
CAPÍTULO 10 PERSUASIÓN JUDICIAL
124
127
127
II. Persuasión y construcción de la “verdad” jurídica
128
III. Psicología de la persuasión
129
III.1. Persuasión judicial desde las Teorías del Aprendizaje
El abogado preparando su campo de acción
Estudiando al emisor del mensaje persuasivo
130
130
131
III.2. La Persuasión judicial desde la Teoría de Respuesta Cognitiva
1. Estudiando al receptor del mensaje
2. Variables que ingresan por rutas periféricas
2.2. Influencia de la fama y estatus en las declaraciones
2.3. Estilos de comunicación oral y escrita del abogado
2.4. Las palabras y su peso específico
2.5. Buscar claridad y simplicidad en el mensaje
2.6. Percepción de credibilidad del abogado
2.7. Percepción de similitud en el acusado o la víctima
2.8. Conclusión sobre las rutas periféricas
133
133
134
135
136
137
138
139
139
140
IV. Reconociendo el campo y a los actores judiciales
141
V. Estudiando el mensaje, contenido y exposición
Efectividad de argumentos racionales vs emotivos
Las primeras impresiones
En Derecho, el orden de los factores, sí altera el producto
142
142
143
143
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I. Abogacía y persuasión
CAPÍTULO 11 EMOCIONES Y RAZONES
145
I. Qué son las emociones
145
II. Expresar vs reprimir las emociones
Las funciones de las emociones
Controlando emociones
147
148
148
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Expresando emociones
150
150
150
152
IV. Dimensión social de las emociones
El contagio emocional
Comunión social
Sensaciones emocionales
153
153
154
155
CAPÍTULO 12 PSICOPATOLOGÍA FORENSE
I. Introducción
OM
III. Influencias entre las emociones y la cognición
Influencia del estado de ánimo y la cognición
Influencia de la cognición en el estado de ánimo
157
157
II. Anormalidad y trastornos mentales
Trastornos mentales
158
159
162
163
167
169
171
172
III.B. Trastornos de la personalidad
B.1. Trastornos de la personalidad sufrientes
B.2. Trastornos de la personalidad perturbadores
B.3. Trastornos de la personalidad sexuales
Los trastornos de la personalidad en los tribunales
173
174
177
178
181
III.C. Trastornos psicóticos (enfermedades mentales)
Enfermedades mentales y los tribunales
182
188
IV. Trastorno mental transitorio (TMT)
Trastornos mentales e inimputabilidad jurídica
189
190
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III.A. Trastornos emocionales o neurosis
A.1. Trastornos de ansiedad
A.2. Trastornos del estado de ánimo
A.3. Trastornos disociativos
Los Trastornos Emocionales esquemáticamente expuestos
Los trastornos emocionales en los tribunales
CAPÍTULO 13 IDENTIDAD Y GÉNERO
193
193
195
196
197
II. La autoestima
Autoestima y narcisismo
Otras funciones de la autoestima
198
201
202
I. Identidad social, roles y expectativas
La identidad
Efectos de la identidad sobre la cognición y el comportamiento
La identidad a través del tiempo
III. El género como aspecto crucial de la Identidad
204
“Los hombres no lloran”, dice el dicho. Pero eso es un mandato cultural, no algo innato en
los hombres.
El rol de género
206
Algunas teorías que explican la adquisición del género
207
El género en el hogar, la educación y el trabajo
209
Reproducción de la dominación de género
210
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9
Diferencias entre hombres y mujeres en la interacción con Otros
El género y los medios de comunicación
Lo femenino y lo masculino como condena
Travestismo, transexualidad y disforia de género
Recepción legal de la disforia de género en la Argentina
CAPÍTULO 14 PSICOLOGÍA DEL PREJUICIO Y LA DISCRIMINACIÓN
211
213
213
214
217
219
219
221
II. La psicología del prejuicio
Pensando desde el prejuicio
Racionalización del prejuicio
Pensamiento causal ¿quién fue?
La ley del menor esfuerzo
Personalidad prejuiciosa vs tolerante
Prejuicio y pre-juicio
El prejuicio en la sociedad
222
222
223
223
224
225
226
226
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I. El prejuicio
Pensando a partir de categorías sociales
III. Repercusión social del prejuicio
Categorías sociales sobre las que recae el prejuicio
Niveles de prejuicio
228
228
229
IV. Prejuicios y factores sociales
La influencia de los factores económicos
Prejuicio y lenguaje
231
231
232
V.- Casos judiciales vinculados al prejuicio etnico
Caso: Plessy vs Ferguson, 1896 (separate, but equal)
Caso: Brown vs Broad of Education, 1954 (separate, in not equal)
Caso: Rosa Park, 1955
232
232
233
235
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CAPÍTULO 15 AGRESIÓN Y VIOLENCIA
237
237
II.1. Teorías Biologisistas
Psicoanálisis
Teorías etológicas
Darwinismo social
Conclusión
238
238
239
240
240
II.2. Teorías psicosociales
Teoría de la frustración-agresión
Teoría del aprendizaje
241
241
243
Otras variables psicosociales
Conclusión
245
249
II.3. La teoría sociocultural
Conclusión
249
251
III. Diferencias entre Violencia y Agresión
252
IV.- Prevención y control de la agresividad
El castigo como elemento disuasor
252
253
I. Qué se entiende por agresión
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Intervenciones cognitivas: pedir disculpas
254
CAPÍTULO 16 EXPLICAIONES DEL DELITO Y DE LA REACCIÓN SOCIAL
255
255
255
256
258
260
261
263
II. Teorías de la reacción social
La teoría del etiquetamiento de Becker (labelling approach)
La criminalización mediática (Zaffaroni)
264
264
267
En conclusión
268
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I. Evolución de las explicaciones del delito
La Frenología: el estudio de las áreas cerebrales
Positivismo criminológico: Lombroso y características del delincuente nato
Psicoanálisis: Freud y el delito como una cuestión del Superyó
Alfred Adler: el delito como ausencia de sentimiento de comunidad
Asociación diferencial: Sutherland, el delincuente se hace, no se nace
Sykes y Matza: Las técnicas de neutralización de la culpa
CAPÍTULO 17 VIOLENCIA DOMÉSTICA
271
271
272
273
II. Teorías explicativas
274
II.1 Teorías psicológicas
Perfiles psicológicos
Perfiles o trastornos mentales que facilitan la violencia
275
275
276
II.2. Teorías psicosociales o del aprendizaje
279
II.3. Modelo psico-socio-cultural
281
III. Dinámica de la violencia doméstica
Aspectos espaciales, temporales y geográficos de la violencia
Características de la familia disfuncional
Algunas razones que influyen para permanecer en el sometimiento
Síndrome de la persona maltratada
283
285
286
287
287
IV. Salir del dominio
Marcharse o quedarse
288
290
V. Intervención judicial
291
VI. Los mitos sobre la violencia
292
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I. Qué entendemos por violencia doméstica
¿Qué es la violencia doméstica?
Invisibilidad y naturalización
BIBLIOGRAFÍA
295
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Capítulo 1
Psicología jurídica
Temas del capítulo




Vínculos entre el derecho y las disciplinas psicosociales y diferencias.
La evolución de la psicología jurídica y su objeto de estudio
Diferencia entre la psicología jurídica de la psicología Forense
Algunos campos jurídicos de aplicación de los conocimientos de la psicología jurídica
las
FI
Vínculos
necesarios
entre
psicosociales y el derecho
disciplinas
El derecho y la psicología siempre han tenido vínculos cercanos, pues para comprender
la existencia del dolo, por ejemplo, es necesario comprender qué es la voluntad y la intención,
lo que claramente es indagar o inferir procesos mentales en la psiquis del otro; o bien, para
declarar la inimputabilidad de un detenido, un profesional de la salud debe revisar su
facultades mentales; y, para fundamentar racionalmente la pena, ya sea en su función de
prevención general o de resocialización, es evidente que el legislador se ha basado, sépalo o no,
en los postulados psicológicos del conductismo (corriente psicológica que plantea que toda
conducta se aprende o desaprende a partir de premios y castigos, sobre sí, o sobre terceros). Es
así que si bien derecho y psicología son disciplinas distintas –una es normativa y la otra
humanística–, lo cierto es que ambas trabajan sobre la conducta humana, y por ende, desde
siempre han tenido puntos de contactos muy cercanos.
El derecho pretende regular el comportamiento imponiendo o prohibiendo
determinadas conductas, y la psicología intenta comprenderlo a partir del estudio de las causas
individuales que motivan los actos de los individuos, y en última instancia, hacer que el
individuo lo modifique autónomamente, es decir, sin una instancia de coacción externa, como
lo hace el derecho.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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Asimismo, una rama de la psicología que también se ha vinculado en los últimos con el
derecho es la psicología social. Su finalidad es el estudio del comportamiento humano,
explicado a partir de variables individuales y sociales o culturales. Esta perspectiva
complementa a la psicología clásica al aportarle el factor social a la explicación del
comportamiento. Otras disciplinas que también indagan sobre la conducta del ser humano en
sociedad son la sociología, la antropología, etc., razón por la cual incluiremos a todas estas
ramas bajo el rótulo de disciplinas psicosociales, y continuaremos avanzando señalando el
vínculo de estos conocimientos con el derecho.
Si comenzamos nuestro análisis del vínculo entre las disciplinas psicosociales y el
derecho a partir de las leyes, advertiremos que, históricamente, estas siempre han sido creadas
en nombre de alguna instancia superior al mero voluntarismo del monarca o del legislador.
Inicialmente se dictaban en nombre de Dios (judaísmo, medioevo cristiano en Europeo, etc.) o
los dioses (griegos, pueblos originarios, etc.), años más tarde en la Razón (Ilustración europea,
Latinoamérica, etc.), y en los tiempos presentes se funda en la voluntad democrática de la
mayoría. Sin embargo, todas legitimidades pueden ocultar injusticias. Piénsese por ejemplo en
las costumbres de aquellas regiones donde aún se mantiene una denigrante e irracional
segregación hacia la mujer o se conculcan los derechos fundamentales a determinadas
minorías (pueblos originarios, afrodescendientes, etc.). En efecto, estas legitimidades de las
leyes no siempre aseguran la justicia o su racionalidad, sino que pueden plasmar justamente
valores contrarios. Asimismo, tampoco lo garantiza un sabio del derecho iluminado que
determine lo justo o injusto, o cuáles son los derechos fundamentales y cuáles no, y que sobre
la base de ello se perpetúen para todas las generaciones venideras. Imagínese lo que sería si el
derecho de los amos a la esclavitud no hubiera sido cuestionado por la evolución histórica de
las sociedades. Lo dicho nos permite concluir que ni la voluntad popular exacerbada ni el
filósofo del derecho desde su torre de marfil son fuentes confiables de leyes racionales, o al
menos, no son tan racionales como podría serlo el asesoramiento que podría aportar una
ciencia, guiada por principios de objetividad y empirismo.
Aquí es donde el vínculo necesario entre la psicología social y el derecho surge de
manera más clara, pues estas aportan datos objetivos sobre la realidad social, los valores
imperantes, el nivel de aceptación de las normas y el comportamiento humano, y lo hacen
desde la observación sistemática de la sociedad. La psicología social aporta al derecho un
conocimiento fundamental acerca de la realidad social, tanto en lo referido a los valores
imperantes como así también de las representaciones sociales que tienen las personas sobre
diversos aspectos de la vida y cómo actúan en base a ello. Así, brindan un panorama real y no
especulativo sobre el comportamiento humano en sociedad, sus motivaciones, sus deseos, sus
miedos, etc. y a partir de ello es que el legislador debería elaborar sus leyes. Sin embargo, ello
no siempre ocurre, pues muchas veces el legislador suele partir de una concepción de la
naturaleza humana que le es propia (todos creemos que sabemos cómo piensa y siente el ser
humano), y a partir de estas prenociones, que pueden ser erradas o esconder prejuicios aun a
nivel inconsciente, elabora las leyes. Ejemplos de ello son conocidos. Si se advierte un
incremento del delito, quintuplica las penas; si aumenta la pobreza, incrementa los subsidios; si
el Estado necesita recursos, aumenta los impuestos hasta hacerlos confiscatorios, etc. Pero
actuar sin conocimientos científicos del comportamiento humano, hacer que se opere en el
vacío, y por eso, muchas buenas intenciones suelen acarrear resultados inesperados o
ineficientes.
Profundicemos en el ejemplo de las leyes que elevan exponencialmente las sanciones
penales como mecanismo disuasorio del comportamiento delictivo. Si bien la psicología
también comparte el postulado según el cual el castigo disuade, lo cierto es que los avances y
descubrimientos en este campo dan cuenta de que quienes cometen delitos como actividad
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cotidiana no se sienten disuadidos por el aumento de las penas, pues en su psiquis juzgan que a
ellos no los apresarán (Korobkin otros, 2000). De manera que la idea de que el aumento del
castigo asusta al delincuente y lo inhibe, es solo una falsa percepción o una medida
empíricamente demostrada que no es efectiva. En rigor, el castigo severo, si asusta a alguien,
será al ciudadano honrado quien posiblemente nunca delinquirá.
Otro caso que ilustra este punto podría ser el hecho de considerar que el castigo es la
única estrategia de resocialización. Ello también sería pasar por alto innumerables estudios que
indican la mayor eficiencia que poseen los procesos de aprendizaje no violento para modificar
conductas en lugar de la coacción. Sin embargo, como en muchos otros campos, sigue
circulando en el imaginario jurídico de la sociedad y de los legisladores la concepción del
castigo como herramienta básica para la resocialización, y si es brutal, mejor.
Finalmente, otro ejemplo del vínculo necesario entre psicología y derecho lo
encontramos en el establecimiento de la edad de imputabilidad o de capacidad para la vida
civil. La pregunta aquí es cómo puede saber el legislador cuáles son las etapas del desarrollo
moral si no consulta los estudios que sobre la cuestión ha hecho la psicología de los últimos
años. Evidentemente, si no los consulta y a apela a su criterio autónomo, puede plasmar en la
ley su visión del mundo, sus prejuicios o su ideología, sin tomar en cuenta la realidad de la
población cuyas conductas debe ayudar a regular por medio de la ley. Señalábamos que los
estudios deben ser actualizados, pues siendo la sociedad y sus integrantes cuerpos dinámicos,
muy posiblemente no será lo mismo una niña de 15 años de 1920, que una joven de esa misma
edad en el siglo XXI. Pero no hay que suponerlo, sino indagarlo en los estudios de quienes se
dedican a investigar este campo. De manera que no basta con tomar la bibliografía freudiana
para comprender al ciudadano actual, sino que debe agregársele los estudios contemporáneos.
Lo dicho hasta aquí no significa que las disciplinas psicosociales deban legislar, sino que
el dictado de las leyes en las sociedades modernas puede y debe beneficiarse del desarrollo
científico. El legislador debería acudir al saber científico psicosocial para comprender el mundo
social, y legislar en consecuencia. Al hacerlo la psicología, la antropología, la sociología, le
pueden brindar fundamentos racionales y empíricos para elaborar las leyes que pretendan
regular el comportamiento humano en sociedad. Claro que tampoco se propone convertir al
derecho en una ciencia, pues no lo es, sino que se trata de una técnica que ayuda a la
coexistencia pacífica de las personas en sociedad (Supiot, 2007), pero como técnica que es,
debe ser aplicada desde el saber científico en lugar de hacerlo desde los saberes populares o de
sentido común, que si bien estos fuentes importantes de conocimiento, pueden esconder
privilegios o injusticias desapercibidos aun para las personas que los emplean de buena fe.
Otro punto de contacto entre derecho y ciencias psicosociales se debe a que una vez que
la ley es promulgada, la intención legislativa es que se cumpla y que logre su cometido, y aquí
las ciencias psicosociales pueden brindar una importante ayuda, tanto para la difusión o
publicidad real de la nueva ley (no la ficción de que es conocidos por todos por ser publicada en
el Boletín Oficial), como así también, para el relevamiento posterior de su aplicación. Esto
último suele ser llevado a cabo por medio de investigaciones empíricas que arrojen resultados
sobre su efectividad, o bien, que permitan comprender las razones por las cuales las personas
no ajustan su comportamiento a ella. También pueden aportar herramientas de trabajo para su
implementación, y señalarle los errores en que pueden incurrir sus operadores (jueces,
abogados, fiscales, policías, etc.) en su uso y aplicación, por ejemplo, demostrando casos
históricos de detenciones o condenas fundadas en desaciertos judiciales o policiales, ya sea por
declaraciones falsas, o por prejuicios de una determinada época (por ejemplo, sobre jóvenes de
clase baja o el lombrosianismo a principios del siglo XX).
No es novedoso que los operadores jurídicos son seres humanos con diversas
concepciones del mundo, prejuicios, sentimientos de clase, militancia, etc. En consecuencia, la
idea de una Justicia perfecta no es posible, pues quienes aplican el derecho tampoco lo son, son
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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tan solo individuos con sentimientos y nociones propias de cómo debe ser el mundo social en el
que viven y en el que deben actuar aplicando la ley. Es así que la psicología puede explicar
mucho mejor que la dogmática penal porque dos jueces ante hechos idénticos (p.ej. consumo
personal de marihuana) uno aplica una condena y otro absuelve. Lo que los diferencia no es la
ley, sino sus esquemas mentales de interpretación del mundo, y lo mismo puede aplicarse para
comprender por qué dos ciudadanos que viven en un mismo barrio, uno delinque y el otro no; y
es que cada uno tiene una concepción del mundo social que lo hace sentir, pensar y actuar de
maneras diversas.
Asimismo, la psicología aporta al derecho elementos de análisis para las declaraciones
testimoniales de testigo y de víctimas, permitiendo descubrir indicios de errores en la
reconstrucción del recuerdo, implantación de falsas memorias, como así también, comprender
la diferencia entre un recuerdo olvidado y uno reprimido.
En definitiva, advertimos que la psicología y las demás disciplinas psicosociales en
mayor o menor medida complementan al derecho, ya sea brindándole herramientas para dictar
leyes, como así también para aplicar. Asimismo, serán útiles para comprender el móvil de un
crimen y la conducta ajustada a derecho de los ciudadanos, que de algún modo, también ayuda
a comprender qué variables influyen en que algunas personas no las cumplan. Pero en todos
los casos, aportarán a los operadores jurídicos que se interesen por ellas instrumentos de
análisis de la realidad social e individual con la que deben tratar diariamente. Si bien el derecho
durante mucho tiempo juzgó innecesaria la interdisciplinariedad para la creación o aplicación
de las leyes —quizás porque los regímenes autoritarios del siglo XX vedaban toda posibilidad
de crítica a la legislación y en general a los sistemas de control social imperantes—, los actuales
tiempos de apertura democrática y participación de la ciudadanía en la cosa pública permiten
que se asista a una apertura del mundo jurídico a otras disciplinas que posibilitan a sus
operadores (legisladores, jueces, abogados, fiscales, etc.) ejercer su profesión y brindar a la
sociedad un instrumento de prevención y resolución conflictos más eficaz para la vida
armónica en sociedad.
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Diferencias entre ciencias psicosociales y derecho
El derecho y las disciplinas psicosociales se interesan por la conducta humana, pero
cada uno lo hace desde una perspectiva diferente. Así, mientras que a la psicología le interesa
comprender los motivos profundos, racionales o emocionales que la inspiran; al derecho le
basta con comprobar que el sujeto obró con intención para hacerlo responsable de sus actos, o
inimputable en caso contrario. Si se toma cualquier código civil, penal, comercial o laboral, se
advertirá que el derecho considera que el comportamiento humano se basa en el libre albedrío
y, por lo tanto, si existe discernimiento, intención y libertad, habrá responsabilidad o
imputabilidad. En cambio, la psicología pone ciertos reparos acerca de la libertad del obrar de
una persona, pues no tener grilletes de esclavo en los tobillos no siempre es signo de libertad,
ya que metafóricamente hay grilletes internos que pueden limitar el comportamiento aún más
que cualquier instancia de control externa.
Imaginemos un individuo que haya vivido toda su infancia y juventud en una familia
violenta. Llegado a la adultez se casa, y en su vínculo de pareja resuelve sus conflictos del único
modo que aprendió en su casa paterna, es decir, violentamente. Para el derecho, en principio,
no habría dudas acerca de que el sujeto que agrede a su pareja obra voluntariamente y, por lo
tanto, es imputable, pues es libre de obrar de otro modo y no lo hace. En cambio, para la
psicología, el sujeto no posee esa voluntad libre que predica el derecho, pues no puede
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perderse de vista que esta persona ha sido condicionada durante todo el proceso de
socialización familiar en un modelo de interacción violento, y por lo tanto, el margen de
libertad para obrar de otro modo si bien existe, es al menos algo acotado.
Ya Lacan refería a esta situación bajo el concepto de elección forzada, según la cual, las
personas son libres de elegir siempre que elijan correctamente, de modo que lo único que
pueden hacer es creer que eligen libremente aquello que les viene impuesto. En consecuencia,
para la psicología, el libre albedrío que postula el derecho como la piedra fundante de toda la
teoría de la responsabilidad es un hecho que no opera de manera igual en todos los seres
humanos, y por lo tanto, debe ponderarse en cada caso en particular.
Cabe señalar que los tribunales tienen en cuenta esta cuestión cada vez más, a pesar de
las críticas que reciben de la opinión pública. En definitiva, lo que diferencia a estas dos
disciplinas sería la perspectiva de análisis, pues frente a un determinado hecho jurídico, ambas
miran hacia el pasado, solo que el derecho lo hace para imputar responsabilidad sobre la
conducta juzgada, y la psicología para plantearse diversas hipótesis que permitan comprender
por qué la persona obró del modo en que lo hizo, buscando revelar las variables personales y
sociales que intervinieron en ello, y en algunos casos, procurando ayudar a la modificación de
conductas.
Otra diferencia entre psicología y derecho es que el trato que dispensa este último a los
ciudadanos es distinto al que les brinda la psicología, pues mientras que para el derecho todas
las personas son iguales ante la ley, la psicología no puede dejar pasar por alto que cada
persona debe ser tratada de acuerdo a su grupo de pertenencia, su condición sociocultural,
económica, religiosa y sus condiciones particulares. No se trata de discriminar, sino de
entender al otro desde la situación existencial en la que vive y actúa, desde la constitución de su
individualidad. Se parte de la premisa según la cual todo comportamiento debe explicarse a
partir de factores personales y situacionales, lo que conlleva distintos tratamientos a los
distintos sujetos y la comprensión de los motivos de la conducta por más aberrante que sea.
En psicología no tiene ninguna vigencia las ficciones jurídicas del conocimiento de la ley
por todos, o que nadie puede alegar su propia torpeza. Para la psicología claro que puede
hacerlo, pues los errores de la vida cotidiana son manifestaciones del inconsciente, o
mecanismos de defensa que está más allá del sujeto poder controlar. En derecho es sabido que
la costumbre no puede fundar derecho, pero para la psicología, el respeto de una costumbre
puede ser más importante para un sujeto que cumplir con la propia ley positiva. En definitiva,
muchos de los supuestos básicos del derecho, que sirven para sostener el sistema jurídico, no
resultan compatibles con la psicología y las explicaciones que esta puede aportar.
Además de que derecho y la psicología miran hacia el pasado, de que tratan de modo
diferente al sujeto y de que los principios fundantes del derecho no le son aplicables a ambas
disciplinas, otra particularidad del derecho es que arriba a veredictos (del latín, verus dictus,
“verdad dicha”) que se fundan en certezas generadas a partir de las pruebas que se producen
en la causa. Es decir, brinda a las partes y a la sociedad a una “verdad oficial” de lo ocurrido, y
estemos o no de acuerdo con ella, hace cosa juzgada sobre los hechos debatidos. En cambio, la
psicología y las diversas disciplinas psicosociales si bien también buscan comprender los
sucesos y arribar a conclusiones, sus resultados siempre estarán sujetos a revisión por
eventuales investigaciones posteriores que las refuten o las complementen. Hablamos aquí
especialmente de las conclusiones de investigaciones psicosociales que expliquen
comportamientos en un lugar y tiempo determinado (y no de pericias que se produzcan en una
causa, las cuales también pasarán a ser cosa juzgada). Por ejemplo, piénsese en las teorías
psicológicas de principios de siglo XX que explicaban la homosexualidad como una patología, y
cómo el progreso científico fue descartando esas conclusiones, perfeccionando el saber
científico hasta nuestros días.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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A diferencia de la ciencia, en el mundo jurídico, las sentencias explican los hechos con
vocación de perpetuidad, pues solo así se brinda seguridad jurídica a una sociedad. Pero el
instituto de la cosa juzgada no existe en el campo científico. Aquí todos los conocimientos y
descubrimientos están sujetos a ser revisados por nuevas investigaciones que los refuten, pues
la ciencia avanza gracias a esto. De manera que, siguiendo la metodología popperiana, en
ciencia no hay seguridades ni certezas absolutas, sino niveles de probabilidad, que pueden ser
muy altos, como los de toda teoría aceptada por la comunidad científica, pero aun así,
potencialmente refutable en el futuro.
En cuanto al concepto de “justicia”, el derecho y las disciplinas psicosociales también se
diferencian. En efecto, el derecho entendido dogmáticamente se desentiende de una idea
trascendental de Justicia, pues le basta con que las normas se adecuen al ordenamiento y no
colisionen entre ellas para que esta legalidad formal sea la medida de la justicia. Los estudios
de la psicología jurídica, en cambio, analizan el valor justicia, sabiendo que no es inmutable,
sino dependiente de los lugares y de las épocas. Así, a pesar de que una ley promulgada por la
voluntad popular establezca restricciones sobre un grupo o brinde privilegios sobre otros, las
disciplinas psicosociales serán las encargadas de hacer los señalamientos externos al derecho
que denuncien los errores en que pueden incurrir las democracias exaltadas por las pasiones
(mano dura, disminución de la edad de inimputabilidad, deportación de extranjeros,
incremento de impuestos, etc.), o de señalar la incapacidad psicológica de criticar al derecho
que tienen aquellas sociedades que lo han mitificado como algo incuestionable (Bonina-Diana,
2009).
Las sociedades cambian, y lo que se considera justo en un tiempo puede dejar de serlo
en otro. Pero a pesar de esta regularidad histórica, todo cambio social siempre conlleva luchas
y resistencias, pues los cambios pueden ser muy intranquilizadores e implicar grandes
pérdidas. No obstante, es inevitable que ocurran, pues son el motor de la historia, y en cada
época el derecho tratará de reflejar la vocación por ese cambio (períodos revolucionarios) o el
miedo a ese cambio (períodos conservadores). Hacia mediados del siglo XX, gran parte del
derecho latinoamericano civil abandonó el paradigma liberal, y se enroló bajo la corriente de la
solidaridad, en especial, en lo que hacía a la reparación de los daños y la ponderación del daño
moral como una de las fuentes indeminizatorias. Pero no todos estuvieron de acuerdo con este
cambio.
Un claro ejemplo fue el maestro Llambías, formador de generaciones enteras de
abogados y jueces, quien rechazaba la reparación del daño moral producido en los accidentes
en estos términos: “Repugna al sentido moral que los dolores físicos o espirituales puedan ser
remedidos o aplacados por los sucedáneos placenteros que el dinero puede comprar (…). Si
Dios permite que el dolor golpee a nuestra puerta, es para despertarnos del letargo en el que
solemos vivir (…) no hay que desaprovecharlo intentando convertir ese dolor en un título de
enriquecimiento patrimonial. Pues en ese afán hay una especie de prostitución del dolor”
(Llambías, 1967:305).
Los cambios se suscitan continuamente en las sociedades, y las concepciones acerca de
lo que es justo cambia de una época a otra (y de un país a otro también), pero lo que no cambia
es la necesidad de una representación común de la justicia en un país y en una época dada
(Supiot, 2007). La cita de Llambías cumplía esta función, era fuente de interpretación del
derecho del siglo pasado, fundamento de legislación y sentencias. Pero en la actualidad, ha sido
abandonada, y como queda dicho, “algo” debe ocupar su lugar. En este sentido, es misión de las
disciplinas psicosociales aplicadas al derecho es informar al operador la concepción que tiene
la población sobre lo que es justo y lo que no lo es. ¿Son justas las trabas que imponen las obras
sociales para la fecundación asistida?, ¿es legítima la prisión por consumo de marihuana?, ¿es
necesario que la salud pública asista a quienes no pagan impuestos? Todas preguntas cuyas
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respuestas están en la gente, y –en tanto no se investigue–, sus respuestas solo pueden ser
especulación.
Las disciplinas psicosociales no son las únicas en hacer críticas al sistema jurídico, sino
que los juristas también las hacen, solo que en algunos casos, pueden incurrir en errores
metodológicos que afecten la cientificidad de sus conclusiones. En efecto, juristas, jueces y
abogados en ejercicio, por su propia formación, muchas veces no tienen consciencia de las
dificultades que conlleva intentar acercarse a la neutralidad valorativa, pues su tarea cotidiana
suele llevarlos a argumentar hacia determinados fines y, también, a afirmar sus apreciaciones
en valores locales llevados a la categoría de universales, lo cual suele estar muy lejos de la
señalada neutralidad.
Por este motivo, al investigar sin una metodología científica se puede caer presa de los
propios prejuicios y sesgos, percibiendo desde allí el fenómeno jurídico-social que se investiga
y, por lo tanto, influyendo en las conclusiones que arrojan las investigaciones. Un ejemplo de
error metodológico puede ser intentar relevar el imaginario jurídico de los jueces de una
determinada jurisdicción escogiendo discrecionalmente a quiénes entrevistar, en lugar de
realizar la elección por medio del azar u otro método probabilístico que garantice que no se
producirán sesgos en la composición de la muestra de la población bajo estudio (Fucito, 2013).
Otro típico error suele ser estudiar sistemas jurídicos alternativos, como los de los pueblos
originarios analizando sus prácticas y rituales por medio de la comparación, por similitud o
contraste con las de los sistemas coloniales. Obrando así, si bien se hacen familiares las
prácticas que parecen exóticas, se hace al recio de contaminar y corromper la observación de
los objetos analizados. Cuando se opera de este modo, las conclusiones casi siempre suelen
terminar caricaturizando al objeto de estudio como lo expone Moreira en un trabajo de
antropología jurídica sobre la comunidad Guaraní (Moreira, 2009).
No significa que las disciplinas psicosociales, como la psicología jurídica, estén libres de
la ideología de su tiempo, ni de cometer sesgos ni de errores metodológicos. Sin embargo, la
diferencia es que el analista psicosocial sabe que no está libre de prejuicios y que puede sesgar
su propia investigación, por lo tanto, emplea las técnicas de investigación necesarias para
prevenirse de contaminar su trabajo (por ejemplo, intentando reconstruir las normas que se
infieren de las prácticas observadas abandonando las prenociones; tomando muestras
aleatorias de la población a estudiar; discutiendo con los pares las hipótesis a demostrar; y
fundamentalmente, sometiendo a la crítica de la comunidad científica la metodología empleada
y las conclusiones que arroja su investigación). Solo de este modo puede estar seguro de estar
haciendo ciencia y no política (consciente o inconscientemente).
Si las críticas que formula al derecho las hace desde una militancia, es lógico que sus
conclusiones encuentren resistencia en el mundo jurídico, pues históricamente el derecho ha
sido “poder” y el poder juzga sin admitir ser juzgado. Solo que cuando la evidencia científica le
hace notar que está errado, aun el poder debe ceder para no perder legitimidad, y es por esa vía
científica crítica que las disciplinas psicosociales deben realizar su trabajo. Ello no implica
neutralidad cómplice con sistemas jurídicos injustos, pues cuando sus conocimientos son
aplicados por los operadores jurídicos, redunda en mayor eficiencia del servicio de justicia, y
eso también es una forma de hacer del sistema jurídico un sistema más eficiente, y, en
definitiva, un mundo mejor.
En este sentido, no es la militancia lo que debe impulsar el trabajo en ciencia
psicojurídica, sino el deseo de perfeccionar los sistemas de resolución de conflictos de las
personas en sociedad, para lo cual una tarea inicial de la psicología jurídica es ser aceptada y
consultada por el mundo jurídico. Adelantando temas que veremos más adelante, digamos que
–tal como ocurren en una terapia– la psicología jurídica no debería intentar combatir al
derecho, sino ayudarlo a darse cuenta de sus propios defectos, y de las inconsistencias con la
realidad social, para que sea este mismo quien encuentre los caminos para “curarse” y cumplir
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
La psicología jurídica
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más eficientemente su función social de satisfacción de los derechos y garantías de los
ciudadanos. Se trataría de una suerte de “terapia institucional” que solo puede ser útil si el
paciente acepta que tiene dificultades cuya solución está más allá de sus propias capacidades.
En este sentido se ha dicho que la psicología jurídica es una respuesta a la demanda social de
paz social, que trabaja mediante una Mirada que informa lo que ocurre en ella y una Escucha
que lo interpreta (Rubio, 2010).
Breve historia de la construcción de la psicología jurídica
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Desde hace muchos años, la aplicación de los métodos de la sociología al campo jurídico
dieron lugar a la sociología del derecho. Según los distintos autores que acuñaron este saber en
la Argentina, se trata de una disciplina que estudia la interacción humana tomando como
referencia positiva o negativa las normas jurídicas (Fucito, 2003); también se ha dicho que
estudia la conducta social basada en expectativas informales y formales del sistema sociojurídico (Gerlero, 2006, 2008); o bien, que indaga sobre la dinámica de las interacciones
sociales con relación al derecho (Lista, 2000). Estas definiciones, como otras tantas que se
pueden encontrar, dan cuenta de un campo del saber socio-jurídico que estudia la interacción
humana y la influencia que en ella puede tener, o no, las normas jurídicas y las normas
informales (usos, costumbres, ideología, etc.) que rigen los comportamientos de los individuos
en la sociedad y también sobre la conducta de quienes son los encargados de crear, emplear y
aplicar las leyes (legisladores, jueces, fiscales, policías, abogados, etc.).
A diferencia de la teoría pura del derecho, la sociología jurídica brindaba un abordaje
del derecho que no se interesaba por estudiarlo como un sistema cerrado de normas como
postulaba Kelsen, sino que indagaba más allá del deber ser para descubrir qué ocurría en la
realidad con las normas jurídicas. Es decir, se interesaba por estudiar si las normas se
aplicaban o no, y si las personas las acataban o no; y en todos los supuestos el objetivo central
era comprender por qué ocurría.
Contrariamente, para el positivismo jurídico no existe más derecho que el positivo, pues
es una disciplina formal, y no tiene otro propósito que describir conductas a las cuales se les
aplica una sanción. Por eso, no tiene sentido criticarle su metodología y ceguera hacia el campo
de la realidad. Su origen tiene una explicación histórica, ya que fue un método superador de los
sistemas jurídicos anteriores donde los jueces aplicaban la ley desde sus interpretaciones
ideológicas brindando protección corporativa a los miembros de su clase —lo que llevó, entre
otras cosas, a la Revolución Francesa—, más que con un imperativo de Justicia. Por esa razón, la
insistencia de Kelsen con la “puridad”, es decir, la no interpretación personal de las normas
jurídicas, sino su simple aplicación tal cómo fueron válidamente promulgadas.
Para Kelsen el derecho debía entenderse como un conjunto organizado de normas,
cuya expresión en la realidad debía ser la coacción, y nada más. Desde esta perspectiva,
ilustraba su punto señalando que: "Si un individuo se abstiene —contra su impulso instintivo—
del homicidio, el adulterio o el robo, porque cree en Dios y se siente ligado por los Diez
Mandamientos, y no porque tema el castigo que ciertas normas jurídicas enlazan a esos delitos,
las normas jurídicas resultan —por lo que a él toca— completamente superfluas (…) el
comportamiento de tal individuo no sería un fenómeno jurídico, sino religioso” y estudiado por
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la sociología de la religión (Kelsen, 1958: 30). Kelsen señala así que el derecho debe ser
entendido como una técnica de regulación de la conducta humana que lo hace por medio de
una técnica específica que es la coacción estatal, y concluye que si se ignora este elemento
específico del derecho, se pierde la posibilidad de diferenciarlo de otros fenómenos sociales de
control social, como son la religión, la moral, las costumbres, etc.
Como hemos dicho, el punto de vista de las ciencias sociales y psicosociales que
estudian al derecho es distinto que el de la teoría pura, pues parten de la premisa según la cual
ningún juez puede evitar su propia cultura, pues todos somos miembros sociales condicionados
por nuestra socialización, de manera que la pureza que predica el positivismo jurídico es un
ideal prácticamente inalcanzable. De hecho, las investigaciones sobre los jueces que realizara
Fucito dan cuenta de que muchos magistrados expresan su descreimiento sobre el sistema
penal como regulador de conductas por medio del sobreseimiento sistemáticos o por la por
imposición de penas mínimas. De este modo, trasuntan en sus sentencias su ideología con
respecto a la inutilidad de la pena como reguladora de conductas. Asimismo, algunos jueces
revelaron al investigador en las entrevistas su conflicto interno de tener que sancionar a
delincuentes de poca monta, cuando los grandes infractores de cuello blanco no son alcanzados
por el sistema judicial (Fucito, 2003).
La sociología jurídica se opuso de este modo al positivismo señalando por diversas vías
el quiebre de la pureza y del entendimiento del derecho como un sistema de lógica formal. El
derecho es lo que lo jueces y la sociedad hace de él. Así, muchos investigadores se volcaron a
construir una sociología jurídica para comprender mejor el derecho, brindando
importantísimos aportes en áreas vinculadas a perfiles de jueces y abogados, sectores
excluidos, pluralismo jurídico, discriminación, violencia domestica, identidad de género, etc. La
sociología jurídica abarcó la mayoría de las áreas de estudio sociales e, incluso, llegó a abordar
cuestiones propias de la psicología social, como señala Munné (1980). Paulatinamente, cada
vez más investigadores focalizaron sus estudios sobre la interacción humana vinculada al
derecho desde la psicología social y la psicología general, por considerar que la sociología
estudiaba a los grupos humanos y las sociedades, en tanto que la interacción es un fenómeno
que se produce a una escala menor y, por ende, la perspectiva de análisis debía ser otra, no solo
social, sino psicosocial.
El vínculo de psicología y derecho se hizo cada vez más claro, pues es una evidencia
empírica clarísima que todo derecho se vincula con una conducta social, ya se trate del
comportamiento de los contratantes, el de los litigantes, los jueces, los legisladores, los
delincuentes, etc. En todos los supuestos, siempre se está ante una acción en interacción con
otros, estén o no presentes, pues si la conducta no afecta a un tercero, queda dentro del ámbito
de la privacidad y por ende ajena al derecho. En definitiva, visto así, la conducta jurídica es una
conducta cuya plataforma básica es la interacción (Munné, 1980), y a partir de este postulado
es que se fue consolidando una nueva disciplina denominada psicología jurídica, cuyo objeto
sería estudiar esta interacción teniendo en cuenta la influencia que el derecho podría ejercer
sobre ella.
Otros antecedentes tan importantes como la sociología jurídica lo hallamos en los
trabajos de los psicólogos que hacia principios del siglo XX aportaron al derecho conclusiones
de experimentos llevados a cabo en el campo de la percepción y la memoria, en particular, con
testigos. Mckeen Cattell, psicólogo de la Universidad de Columbia, realizó en 1895 uno de los
primeros experimentos sobre psicología del testimonio midiendo los niveles de recuerdo de las
personas. Notó que existen muchos errores en el proceso de recordar, por lo que advirtió a los
jueces que debían tener en cuenta estas fallas naturales de la memoria en la mayoría de las
personas a la hora de ponderar los testimonios. Años más tarde, el psicólogo germanoestadounidense Hugo Münsterberg, de la Universidad de Harvard, en su libro On the witness
stand (1908) (En el banquillo de los testigos) postulaba que los recuerdos están influidos por la
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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inteligencia, las emociones y los afectos, y por errores propios del proceso de percepción (de la
vista, oído, tacto, etc.) que muchas veces detecta lo que el sujeto desea encontrar. Estos
descubrimientos lo llevaron a plantear la necesidad de la psicología en los juicios porque el
sentido común y la sana crítica no son suficientes. Recuérdese que para ese entonces, los
psicólogos no eran reconocidos ni como profesionales ni mucho menos como peritos en los
juicios. Otro autor es el francés Alfred Binet, quien en su libro La Sugestión (1900) señaló la
influencia del medio externo en las personas por medio de la sugestión, y acunó una frase
memorable para nuestro campo de estudio según la cual percibir es mucho más que ver o
sentir, pues incluye la interpretación y la sugestión de terceros. Estos autores sentaron las
bases de un campo de la psicología jurídica que es la psicología del testimonio, cuyos avances
han llegado a nuestros días aportando importantes conocimientos para la detección del
engaño, sesgos y errores perceptuales, falsos reconocimientos en ruedas, etc.
Hacia mediados del siglo XX se inicia una etapa caracterizada por el estudio de los
aspectos concretos de los procesos judiciales y en especial sobre los juicios por jurados. Poco a
poco se va consolidando en Europa y Estados Unidos una suerte de confianza de los operadores
jurídicos para con los aportes de la psicología, y con las ciencias sociales en general. Aunque el
vínculo entre derecho y psicología en Latinoamérica no se hallaba del todo consolidado, los
investigadores de la historia de la psicología jurídica advierten que si existía un gran caudal de
investigaciones en torno a las decisiones judiciales (Del Popolo, 1997; Escaff, 2002),
seguramente de la mano de la sociología jurídica que durante mucho tiempo se interesó por
analizar las cuestiones psicosociales que se producían en el campo del derecho debido a la
inexistencia de una psicología jurídica.
En la actualidad, los temas que investiga la psicología jurídica no se agotan en la
psicología del testimonio, sino que se analizan los imaginarios y representaciones jurídicas
sobre diversos temas, el cumplimiento o no de las normas, la explicación de las conductas
desviadas, los perfiles de los operadores jurídicos, los niños en el ámbito judicial, etc. Un
repaso no exhaustivo de los autores contemporáneos que han contribuido a esta disciplina
encontramos Munné-Bayés-Muñoz (1980); Fernández Dols (1993); Sobral, Arce y Prieto
(1994); Clemente (1997); Oceja y Jimenez (2001); Hoyo Sierra (2004); Garrido, Masip y
Herrero (2006); Sarmiento, Varela, Puhl, Izcurdia (2005); Rubio (2010); Arce y Fariña (2006);
Kapardis (1997); Kassin (2001); Haney (2002); Carson y Bull (2003); Kovera (2004).
La juventud de la psicología jurídica hace que no solo existan diversas líneas de
investigación, sino también diversos nombres y definiciones para esta rama del saber.
Gutiérrez de Piñeres Botero (2010) repasa el catálogo de nombres que se le han dado
destacándose los siguientes: psicología aplicada a los tribunales; psicología legal; psicología
forense; psicología judicial; psicología y ley; psicología del derecho; psicología criminológica;
psicología social del derecho, y psicología jurídica. Es claro que aquí se entremezclan
perspectivas psicológicas de tipo forense, es decir, de peritos dictaminando en un caso en
particular, con perspectivas psicosociales, que posiblemente se deba a que, como señalaba
Kuhn (1982), el comienzo de una ciencia siempre suele ser confuso, y de allí que la definición
del campo de estudio presente los mismos inconvenientes. Sin embargo, de todas estas
definiciones enunciadas, nosotros tomaremos de la psicología jurídica, pretendiendo englobar
en ella el estudio totalizador de las variables internas y externas que operan en el sujeto que
vive en sociedad sometido a normas sociales y jurídicas.
El campo de estudio de la psicología jurídica: una definición
aproximada
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Las primeras conceptualizaciones acerca de lo que estudia la psicología jurídica fueron
muy vagas e imprecisas, tal como la del psicólogo español Emilio Mira y López, un de las
primeros autores en lengua castellana en escribir un Manual de psicología jurídica en el año
1935 (Mira y López, 1954). En su obra se la identificaba como la ciencia que aplica la psicología
al mejor ejercicio del derecho, y la finalidad del autor era darle a conocer a los juristas los datos
y conocimientos que la psicología les podría ofrecer para hacer más efectiva su tarea, finalidad
que compartimos con este libro. Otros investigadores la consideraron como una disciplina que
debía explicar los componentes psicológicos contenidos en las normas jurídicas (p. ej. voluntad,
emoción, simulación, etc.) (Muñoz, 1980).
Con la evolución de la disciplina hacia el campo psicosocial, se amplió el estudio hacia
las relaciones interpersonales respecto de las conductas jurídicas y se comenzó a sostener que
la disciplina estudiaba la influencia que ejerce el derecho sobre las personas y los grupos
sociales, como así también el estudio de la evolución y mutación del derecho (Clemente, 1997;
Munné, 1980). Claramente con estas últimas definiciones ya se había sembrado la semilla de lo
que la disciplina sería en la actualidad. Pero antes, cabe señalar que lo que todas estas
definiciones dejaban en claro es que la psicología jurídica no es sinónimo de psicología forense
(disciplina encargada de realizar pericias en los juicios), sino que extiende sus estudios al
fenómeno jurídico en sentido amplio, sin sujeción a un caso en particular y sin necesidad de ser
psicólogo para desenvolverse en este campo. Es decir, se trata de una rama no colegida ni
regulada que solo exige en quien pretenda desarrollarla respeto y apego al método científico
para la obtención de conclusiones, razón por la cual algunos autores contemporáneos también
la han definido como un saber que aplica métodos y descubrimientos de la psicología social al
campo del derecho (Hoyos, 2004), y otros agregan que lo hace estudiando los supuestos
psicológicos en que se fundamentan las leyes y quienes las aplican (Garrido, Massip y Herrero,
2006).
Si bien todas estas definiciones aportan metas hacia las cuales debe dirigirse la
investigación psicojurídica, no debería caerse en el extremismo de considerar que toda
conducta es regida por el derecho (una charla de pareja no lo es, una salida con amigos
tampoco, etc.), o que todo accionar humano puede pensarse en términos jurídicos, pues tal
exceso sería caer en una perspectiva panjurídica donde toda la vida social se percibe desde el
derecho (Carbonnier, 1974). Lo que debe tenerse como criterio de análisis es que algunos de
los comportamientos humanos en sociedad incumben al derecho, y en esos supuestos, su
análisis debe realizarse desde la norma incumplida (o cumplida) y la influencia de otros
sistemas normativos que podrían ayudar a comprender por qué las personas actúan como lo
hacen (siguiendo costumbres, ideologías, modas, norma religiosa, etc.).
Por nuestra parte, consideraremos a la psicología jurídica como una disciplina
psicosocial que aplica los métodos de las diversas ramas de la psicología, en especial la psicología
social, al estudio de la actividad humana que se vincula con el derecho. En particular, una
disciplina que estudia la influencia del medio físico y sociocultural en el surgimiento,
mantenimiento y cambio de recuerdos, sentimientos, pensamientos y comportamientos que
posean relevancia jurídica.
Veamos un ejemplo para ilustrar nuestra definición. Una charla entre un hijo y un padre
es una interacción humana que podría interesar a la psicología general o social, pero mientras
ello no derive en un fenómeno vinculado con lo legal, para la psicología jurídica no tendría
ninguna importancia. En cambio, si de esa charla surge una discusión que culmina con algún
daño para alguna de las partes y es denunciado, ahí tenemos una situación que por haberse
convertido en jurídica, tiene interés para la psicología jurídica. En este ejemplo, lo que le
interesará analizar serán las variables intervinientes en el suceso, ya sean las personales de los
individuos que lo protagonizaron (celos, stress, inmadurez, etc.) como así también los factores
socioculturales (tolerancia social hacia la violencia doméstica, aprendizaje, recurrencia
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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generacional, asilamiento, etc.). Asimismo, también podrá ponderarse el medio físico donde se
produjo el hecho, tal como lo sería una situación de hacinamiento, lo cual incrementa los
niveles de stress y agresividad. Finalmente, se interesará por las emociones en juego, los
recuerdos que el hecho pudiera producir en el niño, la afectación de su declaración testimonial,
etc.
De este modo, la psicología jurídica se interesa por los conflictos intersubjetivos que se
repiten en la sociedad con relevancia jurídica, y lo hace a partir de investigar las variables
socioculturales en las que se enmarca el fenómeno, pues parte del supuesto de que toda
conducta debe estudiarse con relación a las personas que las desarrollan, pero sin ignorar las
influencias externas, tanto de otros individuos como así también de los factores culturales
dentro de los cuales las normas jurídicas y sociales tienen un peso fundamental. En el ejemplo
del padre y el hijo, la pregunta es por qué no se respeta la norma jurídica que veda el
comportamiento violento, y la hipótesis que la responde es que, posiblemente, porque existe
una norma cultural que tolera o fomenta esta conducta. Solo así puede arribarse a una
comprensión totalizadora del comportamiento que pueda no solo explicarlo, sino también,
predecirlo, y eventualmente desarrollar estrategias para desarticularlo en el futuro.
La psicología jurídica también opera como una disciplina crítica al sistema jurídico, al
señalarle inconsistencias de las leyes con los nuevos valores sociales (matrimonio igualitario,
legalización de la marihuana, vientre subrogado, etc.) y colabora con la interpretación de las
normas jurídicas por parte de los magistrados y abogados que se interesen en aplicar los
conocimientos y metodologías psicosociales en la atención de sus causas, pues siempre será
más convincente argumentos sobre la base de determinadas investigaciones científicas que en
función del “sentido común” que muchas veces sirve para disimular el pensamiento propio de
quien opina o decide.
No está de más señalar que para el estudio de todas estas cuestiones la psicología
jurídica formula sus hipótesis explicativas a partir del marco teórico que le provee la psicología
social y siguiendo el método científico, es decir, recogiendo sus datos por medio diseños
experimentales, observacionales, encuestas, entrevistas, etc., a fin de que sus afirmaciones
carezcan de dogmatismo y resulten teorías de alcance medio, empíricamente comprobables. En
este sentido, sobre metodología de la investigación aplicada al derecho pude consultarse,
Cardinaux-Kunz (2004), Gerlero (2008), Ferrer Arroyo (2012), Fucito (2013), Gastron (2013).
Aplicaciones prácticas de la psicología jurídica
Otra forma de acercarse a la comprensión de qué es la psicología jurídica es
enumerando algunos de los desarrollos que más utilidad han reportado al derecho en los
últimos tiempos. Así, encontraremos las siguientes áreas de investigación:
Estudio de la interacción jurídica: los principios básicos de percepción y cognición al
campo del derecho que permiten estudiar fenómenos tales como los errores en los procesos de
atribución de responsabilidad y la influencia social de los pares y de los medios de
comunicación sobre los imaginarios jurídicos de las personas. Fenómenos de atracción y
hostilidades entre las personas, lo que permite explicar y predecir la intolerancia, la
discriminación y el prejuicio.
Psicología del testimonio: este fue uno de los primeros campos de la psicología aplicada
al campo jurídico donde se desarrollaron diversas investigaciones que dieron cuenta de lo
maleable que puede ser la percepción y la memoria de los testigos y de las víctimas; los sesgos
y errores que se producen en las ruedas de reconocimientos; las dificultades a la hora de
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discernir fantasía de realidad en casos de falsos recuerdos implantados; la evaluación del
testimonio infantil en juicios de tenencia, abuso sexual, maltrato, etc.
Psicología de la conducta delictiva: en este campo, se ha intentado dar explicaciones a la
conducta que se aparta de las normas, tanto legales jurídicas como sociales, acudiendo a
modelos de explicación que van desde lo psicopatológico, hasta las teorías de las subculturas
delictivas y del aprendizaje como un modo de incorporación de actitudes favorables hacia el
delito y destrezas para llevarlo a cabo.
Estudios sobre la norma jurídica: este campo demostró que no basta estudiar a quienes
se desvían de la norma, sino también a quienes la cumplen, pues ellos darán pistas para
comprender por qué se apartan quienes lo hacen. De allí que muchos investigadores se han
preocupado por estudiar al grado de cumplimiento o conducencia de las normas y los motivos
por los que resulten incumplidas.
Persuasión judicial: al ser la profesión jurídica un oficio en el que el abogado debe
convencer que la razón está de su lado –y no de la contraparte–, la psicología jurídica le ha
aportado innumerables técnicas y conocimientos a los letrados para el ejercicio más eficiente
de su profesión. Aquí se encuentran estudios que indican la importancia de las variables
periféricas (irracionales) en la exposición de las defensas, acusaciones e interrogatorios, tales
como los estilos discursivos más persuasivos, la influencia de la apariencia del acusado en el
momento de un juicio por jurados, la importancia de las palabras empleadas a la hora de hacer
los alegatos, la influencia del orden de los temas para que queden más tiempo en la memoria
del jurado o sentenciante, etc.
Proceso de toma de decisiones de los jurados: fundamentalmente en los Estados Unidos
se ha desarrollado una amplia literatura sobre esta cuestión debido al sistema jurídico allí
imperante. Los resultados han dado cuenta de las posibilidades ciertas de manipulación de los
jurados, como así también, de los errores que pueden cometerse a la hora de realizar el trámite
de selección de jurados. La implementación de juicios por jurados en Latinoamérica ha hecho
crecer exponencialmente este campo de investigación en los últimos años.
Psicología de los jueces y del proceso de elaboración de sentencias: se ha dicho alguna
vez que estamos en la extraña posición de poseer una psicología del criminal, pero no del juez
ni del jurado. En este sentido, la psicología jurídica pretende descubrir cuáles son los móviles
internos que motivan las decisiones judiciales y el modo en que se plasman en las sentencias.
Psicología penitenciaria: otro de los primeros campos que el derecho abrió a la
psicología fueron las prisiones, en especial, permitiendo que la evaluación del comportamiento
del detenido y el pronóstico del comportamiento futuro estuviera evaluado por profesionales
en psicología. Luego, investigaciones sobre la vida en las prisiones indagaron en la eficacia o no
de los programas resocializadores, las medidas alternativas al encierro, el aprendizaje de la
conducta debida en lugar del castigo, etc.
Victimología: esta flamante disciplina —desarrollada por Elías Neuman en la
Argentina— ha tenido que luchar mucho para ser aceptada, pues a la par de tratar de ayudar a
la víctima a soportar el dolor por la lesión sufrida por el delito, también arrojó conclusiones en
sus investigaciones que señalaban el papel que cumple la víctima en el delito, siendo en algunas
oportunidades responsable de que los hechos se hayan desencadenado del modo en que
ocurrieron. No se trata de una justificación del victimario, sino de la comprensión del proceso
de interacción social que es todo delito, donde todos los intervinientes son parte, y por ende,
corresponde analizar el papel de cada uno.
Peritajes psicológicos: a nadie escapa esta función tradicional de los psicólogos en las
causas judiciales en las que son llamados para contestar diversas preguntas que hacen las
partes sobre cuestiones atinentes a la capacidad mental de las personas para llevar a cabo actos
de la vida civil o de responsabilidad jurídica.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Métodos alternativos de resolución de conflictos: si bien la psicología jurídica no ha
creado la negociación y la mediación lo cierto es que estos métodos no dejan de ser
interacciones en las cuales un tercero intenta ayudar a las partes a que encuentren
amigablemente una solución a su conflicto. Se trata, así, de la puesta en práctica de un principio
básico de la psicología social según el cual las personas se sienten más comprometidas a
cumplir los acuerdos de los que han podido formar parte que de los que les son impuestos.
psicología
forense
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Diferencia entre la
psicología jurídica
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La psicología forense es una rama de la psicología que se vincula con el derecho, pero lo
hace desde el campo pericial. La palabra “perito” proviene del latín (peritus) y significa “docto,
experimentado”. Es quien posee determinados conocimientos científicos, artísticos o
simplemente prácticos, y que por esa razón, es llamado por la Justicia para dictaminar sobre
hechos cuya apreciación no puede ser llevaba a cabo sino por aquel que, como él, es poseedor
de tales nociones muy especializadas (Varela, Álvarez y Sarmiento, 2011). Es así que, mientras
en psicología forense un psicólogo matriculado es llamado por un juez para expedirse en una
causa judicial particular (p.ej. sobre el estado emocional de una persona que mata a otra; o
sobre el daño psicológico que le produjo a una víctima un accidente; etc.), la psicología jurídica
es una disciplina que no exige ser psicólogo para investigar en su campo, sino que basta con un
serio interés de indagar en esta área de contacto entre el derecho y la interacción humana, y
hacerlo desde una metodología científica, es decir, ajena a especulaciones y sujeta al método
científico de planteo de hipótesis sujetas a contrastación empírica (p.ej. estudiando los
imaginarios jurídicos, los sesgos de percepción típicos de los testigos, el fenómeno de la
violencia domestica, etc.).
La actividad forense de los psicólogos fue regulada por la Ley 17.132 en el año 1967,
para que actuasen como peritos en los diferentes fueros de la justicia. Las participaciones más
habituales son ante la justicia civil, donde se les requerirá dictámenes periciales en juicios de
daños, insania, inhabilitación, protección de persona, divorcios, régimen de visitas, tenencia de
hijos, violencia familiar, adopción, nulidad de matrimonio, testamento, etc. En la justicia laboral
donde dictaminan sobre trastornos o patologías que el empleado argumente haber sufrido
como consecuencia de su trabajo (stress, ataques de pánico, depresión, etc.). En la justicia
penal, el perito psicólogo podrá ser convocado para que realice una evaluación del imputado
aportando elementos de su psiquis que permitan al juez apreciar si ha existido un atenuante
(por ejemplo, una emoción violenta), o un agravante (abuso sexual gravemente ultrajante),
para esto último, el perito deberá evaluar los mecanismos conductuales predominantes del
imputado, como así también el tipo de vínculo que el sujeto entabla con el entorno de acuerdo
con su personalidad (por ejemplo, si posee una personalidad con rasgos psicopáticos).
Asimismo, también debe evaluar la posible existencia de causales de inimputabilidad
(art. 34, inc. 1, Código Penal) para lo cual deberá reunir los elementos necesarios a efectos de
arribar a una conclusión que exponga si la persona pudo comprender la criminalidad del acto y
dirigir las acciones conforme a esa comprensión o no. Otro punto que suele requerirse al
psicólogo forense en sede penal es que se expida acerca de la peligrosidad del imputado, es
decir, sobre la probabilidad de que pueda cometer nuevos delitos en el futuro o reincidir en el
mismo tipo de delito. Finalmente, no debemos olvidar el papel del psicólogo en el
acompañamiento de las víctimas, tanto para contención primaria (por ejemplo en la Oficina de
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Violencia Doméstica de la CSJN), como así también, en las causas judiciales, para responder a
los puntos de pericia que las partes o los magistrados que les soliciten.
En casos de delitos sexuales, se requiere al psicólogo la evaluación de la víctima, y de ser
posible, del posible victimario, si ha sido detenido. Se debe tener en cuenta que muy
frecuentemente las víctimas son menores de edad, y que a partir de la ley 25.852, los únicos
autorizados a tomar entrevistas a menores son los psicólogos especialistas en niños y/o
adolescentes.
En el campo de la justicia penal de menores, donde jóvenes de menos de 18 años son
imputados por delitos, las leyes establecen que el Estado deberá tutelar al joven detenido
cuando se encuentre en situación de abandono material o moral, y/o peligro moral o material.
Frente a estas situaciones, la función del psicólogo será realizar un informe al juez que
interviene en la causa, brindándole una descripción de la personalidad del menor y de sus
vínculos familiares, indicando las estrategias a seguir, priorizando lo más conveniente para que
logre un desarrollo óptimo, dentro de las condiciones posibles, respetando su idiosincrasia y
contexto sociocultural.
Finalmente, en el ámbito penitenciario el psicólogo actuará en dos campos: el
criminológico y en el del tratamiento. El informe criminológico que presentará ante el juez,
deberá dar cuenta de la motivación de la conducta punible, perfil psicológico, tratamiento
psiquiátricos o psicológicos aplicados, sus resultados, y el pronóstico sobre las posibilidades de
reinserción social. En cuanto a la tarea de tratamiento psicológico del interno, es importante
señalar que, debido a que este no se encuentra allí voluntariamente ni desea una terapia –en
parte por no creerla necesaria o por resistencia hacia todo lo institucional–, se plantea el
dilema al profesional de cómo lograr crear una interacción que haga surgir en el recluso la
necesidad del tratamiento para que más tarde surja algún interrogante respecto al delito
cometido.
En definitiva, la psicología forense se ocupa de temas que interesan a la psicología
jurídica, aunque lo hace focalizándose en casos concretos, la víctima, el imputado, el interno, el
niño y demás actores jurídicos sobre los cuales se requiere un informe psicológico en alguna
causa concreta que los tenga como partícipes. En cambio, la psicología jurídica, si bien suele
interesarse sobre estas mismas personas, lo hace de un modo más abstracto, es decir, por
medio de investigaciones que, por ejemplo, evalúen cuál es el comportamiento de victimario
frente a un interrogatorio; cómo pueden detectarse engaños en la declaración de una víctima;
qué tipo de variables psicosociales influyen en que un abogado sea más persuasivo que otro;
cómo influye e hacinamiento y el calor en los motines y las peleas carcelarias; etc. Es decir, es
una disciplina que intenta arribar a conocimientos generales sobre el comportamiento humano
vinculado al mundo jurídico, cuyas conclusiones pueden ser empleadas por los peritos
psicólogos, los abogados y los magistrados para el ejercicio de su profesión.
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CAPÍTULO 2
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Elementos básicos de
Psicología social
Temas del capítulo
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


Objeto de estudio de la psicología social y su utilidad.
Requisitos científicos que deben reunir sus teorías.
Influencia de factores sociales
Evolución del pensamiento social.
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El campo de estudio
Este libro hablará sobre conocimientos de la psicología aplicados al derecho, pero
debido a que este último se interesa por las interacciones entre los humanos, la rama de la
psicología que mejor se nos presenta para este análisis es la de la psicología social, razón por la
cual, comenzaremos exponiendo la perspectiva de esta disciplina. Al hablar de psicología social
(en adelante, PS) debemos comprender que estamos frente a una rama de ciencia que, si bien
ha sido de reciente surgimiento, ha tomado conocimientos de dos ciencias de larga data como
lo son la psicología clásica y la sociología.
De la sociología tomó sus descubrimientos
sobre la influencia de los grupos sociales
en el individuo (por ejemplo: por qué
surgen los prejuicios y cómo se mantienen
en la sociedad; por qué el aislamiento
social puede generar sentimientos de
angustia que lleven al suicido; por qué la
adolescencia se extendió hasta los 25
años; etc.). Por su parte, de la psicología
clásica tomó los conocimientos sobre
sociología
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psicología
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diversos procesos mentales, tales como la memoria, la atención, la motivación, la emoción, el
funcionamiento del cerebro, la inteligencia, la personalidad, las relaciones personales, la
consciencia y el inconsciente freudiano.
La sociología y la psicología estudian al ser humano; la primera pone el acento en los
grupos y sus normas, y la segunda se centra los procesos psíquicos internos del individuo.
En medio de estas dos disciplinas se encuentra la psicología social, la cual se encarga de
analizar la influencia del entorno sobre las personas, y se la define como una ciencia autónoma
que estudia las influencias del entorno físico y social en el surgimiento, mantenimiento y
cambio de los sentimientos, pensamientos y comportamientos de los individuos que viven en
sociedad.
Esta definición pretende dar cuenta de una ciencia que, si bien toma algunos
conocimientos de la sociología y la psicología, no depende de ninguna de estas dos, ni es una
rama de ellas, sino que se trata de una perspectiva independiente, de allí el carácter de
autónoma que refiere la definición. Su meta es indagar cómo influye el medio externo en el
surgimiento de sentimientos (odio, amor, desprecio, ira, miedo, tristeza, etc.) o pensamientos,
como así también en la motivación de los actos y omisiones que se realizan. Pero no solo le
interesa la génesis de estos fenómenos psicológicos, sino que también se encarga de estudiar
los motivos por los cuales estos se mantienen en el tiempo, o bien, cambian, ya sea
profundizándose o desapareciendo.
Tomemos un ejemplo cotidiano para ilustrar esta definición. Imaginemos que una
persona va en colectivo (autobús, metro, etc.) en la hora pico, y que en cada parada sube más y
más gente. Quizás, aunque sea una persona muy tranquila, es posible que al viajar muy
acalorado, ser apretado y empujado por los demás pasajeros (todos estos son los factores físicos
que menta la definición) vaya perdiendo la paciencia y elevando sus niveles de irritabilidad e
intolerancia hacia los demás, aun contra aquellos que lo empujan sin querer. Seguramente lo
mismo le ocurrirá al resto de los que viajan en el autobús, y por eso, es muy común que se
produzcan conflictos verbales y hasta físicos en esos espacios. Pero lo más interesante es que
muchas de las personas que se enojan, posiblemente, también sean tranquilas en otros ámbitos.
Toda esta escena nos permitiría inferir, por hipótesis, que ha sido la situación en la que se
encontraban todos los pasajes la que motivó que surgieran y se mantuvieran sentimientos de
ira, o que estos se manifestara por medio de agresiones verbales, resoplidos, miradas de enojo
o agresiones corporales tales como empujones, codazos (comportamientos). Luego, al bajar del
transporte público, es posible que todos los pasajeros vuelvan a su equilibrio emocional
habitual (aquí operaría el cambio del sentimiento y del comportamiento del que habla la
definición). Pero este análisis ilustrativo sería incompleto si no tomáramos en cuenta también
el factor social, que en este caso estaría representado por la costumbre de la gente de viajar de
este modo, la tolerancia estatal, etc.
En este sentido, la psicología social intentaría explicar en este caso del transporte
público por qué surgen los sentimientos de ira, cómo se han mantenido en los niveles en que lo
han hecho, y cómo se han modificado —o no— luego de bajar del autobús. Podría ser que en
este caso hipotético, el pasajero al descender continuara estresado, y trasladase su ira al ámbito
de su hogar o su trabajo. Todos estos supuestos son fenómenos complejos, y corresponde a la
psicología social estudiarlos, indagando cómo los factores externos (físicos y socio-culturales)
influyen en los individuos, pues la premisa es que nadie es ajeno al contexto en el que vive, y
este ejerce una poderosa influencia sobre los sentimientos, pensamientos y comportamientos.
Pero la influencia del entorno que tan claramente pudo advertirse en el ejemplo del
transporte público colapsado no siempre es evidente a los ojos de un observador, puesto que
muchas veces los recuerdos pueden afectar “invisiblemente” a las personas, sin que su
existencia sea notoria desde el exterior. Por ejemplo, cualquiera sabe que un niño que ha sido
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castigado por su madre por querer cruzar la calle sin darle la mano, pensará dos veces antes de
intentar cruzar solo la próxima esquina. Con el tiempo, tanto habrá internalizado la conducta
deseada e inculcada por su madre, que aun en ausencia de ella, es probable que al llegar a la
esquina le dé la mano a cualquier adulto con el que esté caminando (tío, hermano mayor,
maestra, etc.). En este caso, el recuerdo del castigo habrá operado como un elemento disuasorio
de su comportamiento que con el tiempo quedará incorporado a su personalidad, hasta que
llegada cierta edad, lo cambie, y comience a cruzar solo (aunque siempre recordando tener
cuidado al hacerlo). En un sentido similar suelen operar, en la mayoría de las personas, las
leyes que castigan el delito, y es por eso, que los individuos se ven inhibidos, por ejemplo, de
hurtarse mercaderías en el supermercado. Es que se ha “aprendido” a no hacerlo, a temer al
castigo, a la vergüenza, y demás variables sociales que actúan sobre las personas para realizar o
no determinadas conductas.
En definitiva, la psicología social se interesa por estudiar la influencia de todos los
entornos, tanto físicos como sociales que pudieran operar sobre el individuo a fin de
comprenderlo. Con este conocimiento, su misión es ayudar a las personas para superar los
problemas de la vida en sociedad (depresiones, ansiedad, culpa, stress, etc.) desde una
perspectiva psico-social; como así también a las instituciones (empresas, organismos públicos,
asociaciones, etc.) a fin de lograr trabajar más eficientemente cuando intentan hacerlo con
personas, grupo y comunidades. En este último sentido, la psicología social también aporta al
derecho importantes conocimientos que deben ser tenidos en cuenta cuando se intenta regular
el comportamiento humano por medio de leyes, y es allí donde se constituye la psicología social
del derecho o psicología jurídica. Pero antes de continuar avanzando, veamos qué diferencia los
conocimientos que aporta la ciencia psicológica de aquellos que aporta el sentido común y las
creencias.
La psicología social y su rigor científico. Conocimientos vs creencias
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Cuando las personas dialogan en un bar, pueden conversar de lo que quieran sin
necesidad de fundamentar científicamente cada una de sus afirmaciones. Por eso, se suelen
escucharse frases que son compartidas como verdades absolutas sobre determinadas
cuestiones de la vida, cuestiones que no son problematizadas porque “todo el mundo sabe que
son así”. Por ejemplo, es común escuchar la frase de que “En la Argentina hay siete mujeres por
cada hombre”, y a partir de ello, las personas hablan, discuten y hasta explican su soltería. Sin
embargo, las pruebas empíricas del Censo 2010 de la Argentina, demostraron que la población
se divide en partes iguales entre hombres y mujeres, es decir, hay un hombre por cada mujer
aproximadamente, y no como sostiene el mito urbano (Censo 2010, por cada 100 mujeres hay
95,4 hombres).
Este ejemplo sirve para señalar que en psicología social, al tratarse de una ciencia, no
pueden hacerse afirmaciones infundadas, sino que lo que se afirme debe estar siempre
respaldado por pruebas empíricas que lo corroboren (experimentos, investigaciones, etc.), y
por lo tanto, no se aceptan las especulaciones o creencias infundadas para explicar los
fenómenos que se observan. Por ejemplo, un estudiante de derecho de la Universidad de
Buenos Aires puede sostener que estudian más mujeres que hombres la carrera de derecho.
Esta sería su hipótesis surgida a partir de la observación. Luego, para verificarla –o refutarlapodría requerir los libros de registro de alumnos y contrastarla. Si lo hace, advertiría que su
corazonada tenía razón, pues como hemos podido comprobar al relevar el Censo de
Estudiantes realizado por la Universidad de Buenos Aires, efectivamente, la población
femenina asciende al 63% (Censo Estudiantes, UBA, 2004:69). Por lo tanto, se asiste a un
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conocimiento científico según el cual, en la Facultad de derecho de la UBA asisten más mujeres
que hombres.
La investigación que se emprendió para arribar a este conocimiento se trató de una
investigación cuantitativa, pues verificaron datos estadísticos de la realidad (cantidad de
población, edad, número de hijos, etc.). Este conocimiento nos podría llevar a nuevas preguntas
y nueva hipótesis de respuesta. Por ejemplo ¿por qué ha disminuido la cantidad de varones que
estudian derecho?, o bien ¿por qué ha aumentado la cantidad de mujeres? Seguramente la
respuesta a este interrogante no podrá sacarse de los libros de registro de alumnos, sino que
será necesario una investigación más profunda, llevada a cabo por medio de encuestas o
entrevistas a alumnos, para conocer las razones por las que se inscribieron en la carrera. Pero
no bastaría, sino que también deberá tenerse en cuenta el cambio cultural, económico y social
dentro del cual se incluye el fenómeno bajo estudio (incremento de mujeres en la matrícula de
derecho). Este tipo de investigación será de tipo cualitativo, pues no nos interesa saber
“cuántos” alumnos estudian, ni “cuántos” son mujeres, sino que deseamos obtener una
explicación de “por qué” en el siglo XXI existe un mayor interés del género femenino que el
masculino por estudiar derecho. Es decir, se trata de encontrar las razones que expliquen “por
qué la gente hace lo que hace”, para lo cual, también podrán generarse hipótesis sujetas a
contrastación con la realidad, que darán nuevos conocimientos haciendo avanzar el saber y la
ciencia.
La ciencia avanza gracias a las hipótesis
Un esquema del modo en que una hipótesis se convierte en conocimiento científico
sería el siguiente:
HIPÓTESIS
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SE SOMETE A VERIFICACIÓN EMPÍRICA
SE PRUEBA LA HIPÓTESIS
NUEVO CONOCIMIENTO
nuevas hipótesis
Como vemos, el hecho de tener que probar las hipótesis para sostener válidamente una
afirmación científica en psicología social no debe llevarnos a una parálisis que nos impida
especular sobre las causas y efectos de los diversos fenómenos psico-sociales que vemos. Lo
que se intenta transmitir es que las ideas que surgen como explicación de un fenómeno social,
al principio son siempre especulaciones que brindan una explicación tentativa, y que solo serán
una teoría científica si se las somete a experimentación y quedan confirmadas empíricamente.
Esta característica diferencia a la psicología social de la filosofía, la cual, durante
muchos años, basó sus afirmaciones sobre cómo es el ser humano, en lo dicho por algún
filósofo indiscutido (p. ej. Aristóteles, Santo Tomás, Hegel, etc.). El derecho también tiene
mucho de esta tradición que se conoce como “criterio de autoridad” y que no es otra cosa que
una forma histórica de fundamentar las afirmaciones acudiendo a la autoridad en lugar de a la
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razón o la evidencia empírica. Por ejemplo, Aristóteles afirmaba que existían dos categorías de
seres humanos, los que habían nacido para ser Amos y los que habían venido al mundo para ser
Esclavos. Esta afirmación era una mera especulación intelectual que nunca había sido probada
empíricamente, es decir, nadie determinó qué dato genético o biológico era el que diferenciaba
a una Amo de un Esclavo. Pero nadie cuestionaba la teoría y creían en ella porque así lo había
dicho el Maestro; con lo cual, la situación social en la que unos individuos se consideraban
superiores a otros por Naturaleza se perpetuaba.
Para la psicología social actual, esta afirmación -al carecer de corroboración empíricano es más que una mera creencia, es decir, una opinión infundada, y de ninguna manera un
conocimiento científico. En el pasado mucho del conocimiento popular provenía de la tradición
o de las fuentes autorizadas (Iglesia, filósofos, etc.). Pero con el surgimiento de la Ciencia (hacia
1600-1700d.c.) se abandonó la especulación sobre la vida social y comenzó a estudiársela
científicamente, donde el relevamiento y contrastación de datos empíricos fue la única forma
de probar las hipótesis que se hacían sobre el mundo social. En este sentido, y siguiendo con el
ejemplo de la naturaleza innata del Esclavo y el Amo de Aristóteles, a la psicología social no le
espantaría esta afirmación, sino que tan solo la manejaría como una hipótesis sujeta a
contrastación empírica. Idearía algún experimento para ponerla a prueba y analizaría si se
verifica o no.
Hoy ya sabemos que todos los seres humanos poseemos la misma naturaleza, por lo que
seguramente la psicología social sugeriría algunas otras hipótesis para explicar esta diferencia
que era tan visible para los griegos. Tal vez una que dijera que no se nace con una personalidad
de esclavo o de amo, sino que el desarrollo de la personalidad depende en gran medida de
diversos factores sociales, tales como la posición social de la familia de origen; el afecto
recibido de niño; la educación; las relaciones sociales; etc. Todos estos factores serán los que
determinarán el tipo de personalidad resultante de un individuo, y no una presunta naturaleza
de esclavo o de amo con la que se viene al mundo. Y finalmente, a ello habría que sumar el
factor socio-cultural de la Grecia clásica, donde se toleraba la esclavitud y se la naturalizaba
(cosa que sería impensada en la mayoría de los países actuales).
En definitiva, lo que la ciencia aporta es un conocimiento sobre las cosas de este mundo
que las describa y explique del modo más objetivo posible. La tarea es difícil, pues el
investigador no deja de ser un ser humano que no puede negar su socialización, la cual muchas
veces da una perspectiva del mundo sesgada. Piénsese en un investigador nacido en un país
fundamentalista intentando investigar el papel de la mujer en el matrimonio. Pero en la
modernidad, sabiendo que todos somos producto de la cultura en la que nacimos y crecimos,
pueden tomarse medidas para estar atento a no sesgar las investigaciones, fundamentalmente
sometiéndolas a críticas de la comunidad científica local e internacional.
Socialización: del animal humano al ser social
Una segunda cuestión que debe quedar en claro cuando se estudia psicología social es
que es muy poco lo que el ser humano trae innato en términos sociales. La mayoría de lo que
hacemos, pensamos o sentimos, es aprendido del medio en el que nos criamos a través del
proceso de socialización.
Esta socialización es la introyección de las normas sociales en el individuo, y se explica a
partir del hecho de que cada sociedad posee un conjunto normas sociales que le permiten a sus
miembros coexistir con cierto grado de paz y armonía, y garantizar su subsistencia y la de las
generaciones venideras. Por ejemplo, dar el asiento a una embaraza y respetar a los mayores
son normas sociales; saludar con un beso o dando la mano, también; tener una religión y
respetar sus mandatos es otro ejemplo. Sin embargo, las normas no vienen en los genes, y por
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ende, difícilmente un niño cumpla con estos mandatos si no es educado (socializado, diremos
nosotros) para ello. Pero socializar no siempre es un proceso sencillo, basta recordar lo que
cuesta enseñarle a un niño a saludar con un beso a los parientes o a decir “gracias” para
confirmar este punto; y lo mismo ocurre con los adultos cuando deben incorporar nuevas
normas de los ámbitos de interacción que la vida impone (las normas de un nuevo empleo; no
tirar basura en la calle; usar el cinturón de seguridad; respetar la luz roja; etc.). Además de
aprender las normas porque alguien nos las transmite, las personas también las incorporan por
imitación del entorno, fundamentalmente de personas de referencia positiva, y así van
conformando una personalidad para coexistir con los demás.
Ahora bien, una vez incorporada la norma social, es necesario que existan sanciones
para casos de incumplimiento, pues de lo contrario perderían su obligatoriedad. Piénsese qué
ocurriría si en un trabajo nadie controlara el horario de ingreso/egreso; o si la policía
comenzara a ignorar a los conductores que cruzan un semáforo en rojo por considerarlo una
falta mínima. Seguramente, la norma dejaría de cumplirse y con el tiempo desaparecería, tal
como ocurre con las normas sociales (o jurídicas, desuetudo) que dejan de ser respetadas y a
nadie molesta. De allí la necesidad de sanciones, tanto formales como informales para
mantener su obligatoriedad.
Ahora bien, dicho todo lo anterior, cabe concluir que las normas sociales que se van
incorporando por socialización no son otra cosa que modelos de conducta a seguir que se
imponen a los individuos, cuyo apartamiento ocasiona algún tipo de sanción. El reto de un
padre puede ser un ejemplo de sanción, pero también lo será el despido en el trabajo, la cárcel
o cualquier castigo formal o informal; y aun, las sanciones internas del propio sujeto, tales
como el sentimiento de culpa o de vergüenza. De este modo, las normas dan guías para
comportarse en sociedad, y en cada ámbito social existirán normas a las cuales ajustarse para
ser aceptado. De allí la necesidad de conocerlas para poder interactuar con el otro sin parecer
un extraño. Claro que no serán las mismas normas las que se manejan en la mafia que las que
se utilizan en el trabajo, ni estas serán las mismas que las que se emplea en la familia, pues cada
ámbito tiene sus normas propias, sin perjuicio de que como sociedad todos compartimos un
gran conjunto de normas generales, tales como el uso del lenguaje, circular por la calle con ropa
puesta, reglas de cortesía, no matar, etc. El hecho de que no todas las personas cumplan con
normas como la de “no matar” no significa que la mayoría de las personas se adapten a ella,
puesto que si no fuera así, la vida en comunidad sería imposible, o al menos, extremadamente
violenta.
Si bien todos los grupos sociales y sociedades poseen normas, no todos poseen las
mismas. Es sabido que en las sociedades occidentales eructar después de comer es una señal de
mala educación, pero no ocurre lo mismo en medio-oriente, donde se lo considera una señal de
beneplácito por la comida. Otro ejemplo nos dirá que comer carne vacuna en la Latinoamérica
es una costumbre, pero para alguien de la India, sería un acto de afrenta a los dioses, pues para
los indios las vacas son animales sagrados. Asimismo, aun dentro de la propia sociedad, pueden
existir distintos valores alrededor de los cuales se socializan las personas conformando
subculturas. Por ejemplo, los hippies, las comunidades religiosas, swingers, bandas delictivas,
etc., donde se bien se comparte la mayoría de las normas culturales (lenguaje, circular vestidos,
etc.) tienen algunas particularidades que los diferencian del resto (tipo de vestimenta, conducta
sexual, actividad económica, etc.)
En definitiva, la socialización comprende el aprendizaje de las normas sociales que
convierten al animal humano en ser social, y es la vía por la cual la sociedad incorpora en el
nuevo miembro conocimientos, creencias, normas y valores, es decir, la cultura. Esta
socialización no solo transmite normas, sino también una forma de ver el mundo, una
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perspectiva que por lo general, será similar a la de sus padres y a la de los demás miembros de
la comunidad.
Lo interesante de este proceso es rápidamente se olvida que son imposiciones sociales
que se van incorporando a la personalidad del individuo, y así, todos terminamos por
considerar que la forma de comportarnos en sociedad que nos transmitieron son
absolutamente naturales o innatas. Por ello nos parecen “raros” quienes no las respetan,
comparten o practican, tal como sucede cuando nos burlamos de otras culturas que tienen
otras formas de comportarse, lo que hasta puede ser considerado como incivilizado o
antinatural. Veamos algunos ejemplos de ello. El hecho de comer es natural, pero hacerlo con
palitos como hacen los orientales, no; de hecho, hacerlo con cuchillo y tenedor, tampoco; pero
cada cultura considerará que la forma apropiada de comer es la que practica. Otro ejemplo: Las
relaciones sexuales son naturales, pero las miles de poses del Kama Sutra no, esas son
creaciones sociales. De hecho, durante mucho tiempo fueron vistas por Europa como
perversiones, aunque hoy se han popularizado y aceptado su uso (y agregado unas cuantas
más). Podríamos seguir con más ejemplos que demostrarían que cada civilización o cultura
tiene sus normas que dicen cómo hacer las cosas, y dan una visión de “cómo deben ser las
cosas”, es decir, lo que está bien y lo que está mal.
La psicología social no toma partido por ninguna cultura como mejor o peor, sino que
parte del relativismo cultural lo que le permite comprender que cada sociedad tiene normas
distintas según su proceso histórico y necesidades sociales del grupo; como así también que
dentro de una misma sociedad las personas, si bien comparten la mayoría de las normas,
existirán algunas propias de su grupo de pertenencia (hippies, adolescentes, swingers, etc).
Entender el mundo desde el relativismo cultural nos permitirá advertir que, para comprender a
una persona, es importantísimo conocer las distintas normas en las que se encuentra inmersa,
y para ello, puede resultar muy útil conocer su lugar en la sociedad (clase social a la que
pertenece, su edad, el grado de estudios alcanzados, su estado civil, etc.). Ello se debe a que a
pesar de que cada persona es única e irrepetible, siempre debemos partir del principio general
de que las personas que pertenecen a un mismo grupo, suelen ser influenciadas por normas
similares y, por ende, suelen comportarse de manera parecida.
Si no fuera así, no podría predecirse el comportamiento humano como lo hacen las
ciencias sociales. Por ejemplo, los jóvenes de clase media de la Ciudad de Buenos Aires tienden
a seguir carreras universitarias. Quizás ellos consideran que obedece a su propia vocación y
voluntad—y es probable que en algún caso así lo sea—, sin embargo, lo cierto es que el lugar en
el mundo donde les ha tocado socializarse (familia de clase media, en la mayoría de los casos)
tiene una influencia mucho más importante de lo pensado en su motivación para ser
profesionales y en su capacidad de estudio. Si sus padres son profesionales, ese hecho operará
como poderosa referencia a la hora de proyectar un futuro en el joven. También lo harán los
compañeros del colegio o la pareja al elegir sus carreras y estimular de ese modo a hacer algo
como lo que hacen los demás. Los parientes preguntando en la Navidad “¿qué carrera vas a
seguir?” también operan como acicate para que el joven de clase media se vea compelido a
tener que estudiar. Asimismo, no tener padres profesionales también puede ser una motivación
para ser el primer profesional de la familia. En definitiva, todos estos estímulos que recibe el
joven —y muchos otros más que el lector puede imaginar— le imponen casi sin darse cuenta la
obligación de seguir una carrera (también la de casarse, tener hijos, etc.). De este modo, el
ámbito de libertad que le queda al joven es elegir “cuál carrera elegir”, pero de ninguna manera,
está la opción estudiar o no-estudiar.
Enfoques similares emplea la psicología social para indagar sobre algunos fenómenos
que le interesan al derecho, tal como la violencia familiar, la delincuencia, la corrupción, el
casamiento, etc. En cada caso, se analiza la cuestión desde una perspectiva psico-social, en la
cual se toma en cuenta, no solo lo que la persona siente o hace, sino también los condicionantes
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
externos (familia, amigos, clase social, religión, etc.) que lo llevan a actuar o sentir de una
determinada manera. Los resultados de estas investigaciones, si bien no sirven como eximentes
de responsabilidad por conductas ilícitas, bien pueden permitir al sistema judicial comprender
los móviles individuales y sociales que llevaron a la persona a actuar del modo que lo hizo, es
decir, el escaso margen de libertad real que tuvo en su obrar y la influencia de lo social.
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Los factores de influencia: sociales, físicos y biológicos
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Hemos dicho que la psicología social intenta comprender al ser humano teniendo en
cuenta los diversos factores que pueden influenciarlo en su forma de sentir, pensar y actuar. Si
bien hay infinitos factores que pueden afectarlo, estos han sido clasificados en una tipología
que incluye a los cinco más representativos, pudiéndose encuadrar dentro de ellos la amplia
gama de circunstancias que rodean la vida cotidiana de una persona. Estos cinco factores son:
las acciones y características de los otros, las reacciones del propio individuo, el factor cultural, los
factores biológicos y el entorno físico. Analizados cada uno por separado obtenemos el siguiente
esquema:
a)
Las acciones y las características de los otros: Las personas suelen ser
afectadas por el comportamiento o la presencia de otras personas. Para demostrarlo, basta con
pensar en que una mirada puede inhibirnos de hacer algo, como así también, motivarnos para
hacerlo. Los niños suelen mirar a sus madres cuando están por hacer algo de lo que no están
seguros, y si obtienen su aprobación, lo hacen. A veces también, antes de hacer algo prohibido,
miran a su madre y cuando advierten que están siendo vistos ¡lo hacen! Otros ejemplos pueden
tomar de la presencia policial en una esquina que inhiben a las personas de violar los
semáforos, asaltar un banco, etc. En todos casos, vemos como la mirada del Otro influye sobre
el comportamiento y ello se aplica durante toda la vida y en todos los ámbitos.
Asimismo, las características personales de los individuos con quienes interactuamos
también nos afectan. En este sentido, no es lo mismo hablar con un amigo que con un extraño;
ni nos sentimos igual cuando hablamos con un compañero de trabajo que cuando lo hacemos
con el dueño de la empresa para pedirle un aumento. La sola presencia de algunas personas
hace que nos sintamos cómodos y seguros para hablar, mientras que otras, son tan tóxicas y
nos inhiben de tal manera que hasta pueden llegar a bloquear nuestra forma de pensar.
En el campo del derecho, es sabido que la declaración testimonial ante un juez o fiscal
suele poner nerviosas a las personas; y además, un juez o fiscal al tomar declaración a alguien
se ve influenciado por las características del sujeto a interrogar. La objetividad es difícil en la
interacción humana, aún en la ciega Justicia, y por ende, un magistrado podría tener prejuicios
desfavorables o favorables hacia la categoría social del individuo que está declarando (ya sea
porque es rico, pobre, hombre, mujer, cristiano, judío, gay, político, etc.) lo que operará en sus
procesos mentales haciéndole tener alguna posición tomada al respecto como veremos más
adelante (Fucito, 2002).
b)
Nuestras reacciones: El modo en que reaccionamos ante los estímulos del
entorno también es algo que afecta nuestra forma de estar en el mundo. Una mala noticia, por
ejemplo, puede ser procesada por nosotros de diversas maneras (enojo, tristeza, apatía, etc.) y
ello repercutirá en los demás, pues nuestra forma de reaccionar puede proyectarse sobre el
prójimo (en la ira, por ejemplo) creando situaciones de interacciones hostiles donde no las
había.
Nuestras reacciones también están afectadas por nuestros recuerdos sobre el
comportamiento de las personas con quienes interactuamos en el pasado y también por
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diversos sucesos que hayamos vivimos. Por ejemplo, si sabemos que cierto amigo siempre llega
tarde cuando organizamos una cena, el día que organicemos irnos de vacaciones juntos —u
otro evento importante—, es posible que lo citemos una hora antes para no perder el avión. Es
decir, los recuerdos del pasado, hacen que obremos de una determinada manera en el presente.
También se sabe que muchas fobias que sufren las personas (miedo a volar, miedo a lugares
cerrados, miedo a las palomas, etc.) tienen que ver con traumas sufridos en el pasado, y que si
bien pueden haber sido olvidados, la fobia sigue manifestándose porque el miedo permanece
en la persona a nivel inconsciente y se activa como reacción ante determinados estímulos
exteriores.
Un ejemplo jurídico de la cuestión puede verse en el “juramento de decir verdad” que se
le toma a los testigos antes de que expongan. Si bien podríamos pensar que es un ritualismo
inútil, un práctica tradicional y sin sentido, lo cierto es que se ha estudiado que cuando las
personas efectúan este tipo de juramentos, se sienten más inhibidos para mentir o afirmar
hechos de los que no están seguros, que aquellos que no pasaron por esta formalidad
juramental. Es decir, el juramento afecta nuestras reacciones porque en el pasado hemos
aprendido que cuando se “jura” se debe decir la verdad, y alterar este mandato es posible, pero
exige cierto esfuerzo que no todas las personas son capaces de realizar o superar.
c)
El entorno físico: Como hace mucho tiempo lo supusiera Montesquieu, el
entorno físico influye sobre los sentimientos, pensamientos y comportamientos de los seres
humanos. Las investigaciones actuales confirman estos postulados del escritor de Del espíritu
de la Leyes, y demostraron que el calor, por ejemplo, torna más irascibles a las personas que el
frío; y que en las noches de luna llena la gente tiende a desarrollar comportamientos más
impulsivos que durante las restantes fases de la Luna (Anderson, Deuser, y De Neve, 1995;
Rotten y Kelly, 1985, en Baron-Byrne, 1998).
Los ambientes físicos también pueden afectar el comportamiento. Por ejemplo, las
cárceles suelen ser lugares hacinados de personas, y la psicología social ha descubierto que una
parte importante de la explicación de las peleas que se suceden allí obedecen a este
abarrotamiento de seres humanos que altera la psiquis de los reclusos haciéndolos interpretar
cualquier gesto del otro como un signo de agresión, y respondiendo en consecuencia
(Lawrence y Andrew, 2004, en Hogg-Vaugh, 2010).
d)
El factor cultural: La cultura, entendida como el conjunto de conocimientos,
creencias y valores que un grupo social comparte y transmite por medio del lenguaje, es el
reservorio de donde surgen los valores y las normas sociales que imponen las guías de
conducta a seguir. A estas normas los individuos deben ajustarse para evitar ser sancionados
por la familia, los amigos, los jefes, la policía, etc., y por lo tanto, es claro que la cultura
condiciona los comportamientos. Ejemplos de estas normas serían la costumbre de saludar,
asearse diariamente, no decir malas palabras, respetar la propiedad privada, etc. Si una
persona se presenta a un puesto de trabajo muy mal vestido y mal aseado, y además usa malas
palabras para comunicarse, por muchas capacidades intelectuales que posea para el puesto, la
violación de todas las normas sociales que ha consumado hará que posiblemente no lo llamen.
El sistema político que rige a una sociedad también es un factor cultural determinante
de comportamientos, puesto que no serán las mismas normas las que rijan a los miembros de
una sociedad capitalista que los de una socialista. Ni tampoco se podrá comparar una sociedad
secular con una religiosa. En cada caso, habrá valores distintos por los cuales valdrá la pena
esforzarse, y normas que regulen el comportamiento diario. En algunas será ganar la mayor
cantidad de dinero posible (capitalismo); en otras, será la ayuda mutua de sus miembros
(comunismo o socialismo); y en otras lo importante será agradar a dios o los dioses que allí se
adoren (religiosas).
El derecho también es un producto cultural que puede afectar al individuo, pues es
sabido que las leyes persiguen proteger lo que se considera valioso (la vida, la propiedad, etc.)
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y en este sentido el derecho influye en las conductas de las personas para inhibirlas de
determinados comportamientos (robar, estafar, dañar) o estimulándolas (pagar la cuota
alimentaria o las deudas en general). Claro que con el tiempo las sociedades cambian, y por
ende, el conjunto de valores y creencias que las personas comparten también lo hacen
exigiéndole al derecho que se adapte a las nuevas realidades (por ejemplo, ley de divorcio,
matrimonio igualitario, despenalización del consumo, etc.), y como el derecho es un producto
cultural, es decir, que depende de la comunidad de la que surge, debe adaptarse a las nuevas
realidades para coexistir con ella.
e)
Factores biológicos: Finalmente, los nuevos descubrimientos de la
neurobiología han dado lugar a considerar que muchas de nuestras reacciones emocionales
están afectadas por nuestra biología. Se sostiene que nuestro cerebro está preparado para
obrar solidariamente con los demás y a comunicarnos empáticamente con los otros. A esta
facultad se la denomina inteligencia social y explicaría las razones que nos llevan a interactuar
con los demás, lo que nos ha permitido superar como especie a las restantes (Goleman, 2006).
Se denomina inteligencia social puesto que a mayor capacidad de comunicación eficiente con el
otro, se logra mejor arribar a fines grupales (cazar un mamut, en el principio de los tiempo, y
armar una computadora o una nave espacial en el presente). Se supone que ha sido esta
inteligencia la que permitió a los primeros seres humanos trabajar en grupo para lograr
sobrevivir, y evolucionar como especie hasta el presente. De manera que nuestra biología
estaría influyendo en nuestro comportamiento pro-social para con el entorno, como así
también los demás con nosotros.
Otra corriente de psicología biológica es la psicología social evolutiva, la cual se funda
en las premisas darwinianas, según las cuales el comportamiento está afectado por la teoría de
la selección natural. Esta teoría postula que los individuos mejor adaptados son los que
mayores posibilidades tienen de reproducirse y perpetuar sus genes. De manera que las
conductas de los individuos son explicadas como formas de adaptación a la supervivencia y la
reproducción de la especie. Un ejemplo de ello sería la investigación que demostró que las
mujeres se sienten más atraídas por hombres dominantes y de elevado estatus social debido a
la seguridad que estos podrían reportarles a ellas y su descendencia; en tanto que los hombres
preferirían a las mujeres jóvenes, no tanto por su belleza, sino porque la juventud es señal de
fertilidad (Kenrick, 1994, en Baron-Byrne, 1998).
Debemos recordar que si bien los factores biológicos aquí descriptos afectan al ser
humano, su estudio incumbe a ciencias que en principio son ajenas a la psicología social, y que
solo muy recientemente han comenzado a realizarse trabajos interdisciplinarios que
permitirán en el futuro ampliar el campo de conocimientos de la psicología social; pero por
ahora, continúan siendo materia de la
neurobiología y de la psicología evolutiva.
LOS OTROS
Terminaremos este apartado señalando
que el riesgo de estas teorías biologisistas es que
cuando se las ha llevado al campo del derecho no
han dado buenos resultados en el pasado.
NUESTRAS
FACTORES
PROPIAS
BIOLÓGICOS
Cualquiera recordará las teorías de Lombroso,
REACCIONES
Ferri o Garófalo sobre el delincuente nato y demás
INDIVIDUO
estudios pseudo-científicos que identificaban
ciertos rasgos corporales (orejas grandes,
mandíbula prominente, etc.) con rasgos delictivos.
Estas teorías biologisistas no toman en cuenta
ENTORNO
ENTORNO
otros factores importantes para analizar al
CULTURAL
FÍSICO
“delincuente”, en especial, que el sistema penal es
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selectivo y elige a las personas que la sociedad ya consideró culpables de todos los males (p.ej.
los jóvenes de clase baja de los barrios marginales; lo afrodescendientes del Bronx; los judíos
de los guetos en Alemania de 1930; etc.).
El pensamiento psicosocial a través de los años
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1) Etapa de la filosofía social: especulando sobre el ser humano
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Los primeros pensamientos sobre el hombre en sociedad son tan antiguos como el
pensamiento mismo, pero para poner un punto de partida a este recorrido histórico, podemos
situarnos en la Grecia clásica del siglo III A.C. Lo que caracteriza a este período es que las
conclusiones sobre la naturaleza del hombre son producto de la simple observación y
especulación filosófica, y no de observaciones sistemáticas y objetivas (es decir, científicas),
por lo que muchas de las teorías del pasado se basaban en prejuicios, tal como aquella que
vimos de Aristóteles que sostenía que los hombres nacían para ser amos o esclavos de acuerdo a
su naturaleza. Con ella se justificaba la explotación de unos individuos sobre otros, todo lo cual
era justificado en virtud de la autoridad del filósofo que había “imaginado” o “inventado” esta
teoría. Otros autores, tan importantes como él, sostenían lo contrario. En efecto, Platón
postulaba que cada persona podía aprender a ser amo o esclavo, puesto que todo dependía de
la instrucción que recibiera desde su infancia, y así ideó un sistema político en su libro La
República.
Así vemos que desde tiempos pasados uno de los temas que más ha dividido a los
autores que han estudiado el comportamiento humano fue la importancia que cada autor le ha
dado a lo aprendido en sociedad por sobre lo heredado biológicamente.
Así, mientras que Aristóteles sostenía que la conducta del hombre es el resultado de su
naturaleza instintiva, Platón atribuía mayor importancia a la influencia del aprendizaje que a
los instintos. De hecho, en su famoso libro La República, proponía la creación de una sociedad
en la cual se enseñase a los niños desde el nacimiento las tareas que deberían llevar a cabo en
la comunidad cuando fueran adultos. Algunos serían educados como trabajadores, otros como
guerreros y otros como gobernantes. Todos serían felices con el lugar que les había tocado en la
vida, por lo cual nadie querría cambiar su profesión u oficio, y serían perfectos en su trabajo
pues toda su vida habría sido un camino de perfeccionamiento. La resultante sería una
República perfecta. Esta ingeniería social daba cuenta de que Platón consideraba que la
naturaleza humana era semejante en todas las personas, sin perjuicio de que la educación y el
aprendizaje de distintas tareas serían las que consolidarían las distintas personalidades e
identidades sociales de los individuos. Cabe señalar que esta idea nunca arribó a los resultados
esperados, pues cada vez que un grupo humano quiso convertirse en “perfecto” como
intentaron hacer los espartanos (y muchos siglos después los nazis), los resultados fueron
catastróficos para los demás y para sí mismos, desapareciendo como grupo.
El debate de lo innato vs lo adquirido no quedó anclado en Grecia sino que viajó a
Europa, y así, en el siglo XVII, se alinearon los grandes filósofos de cada lado de los argumentos.
Claro que lo que importaba aquí no era tanto si la gente había nacido para ser amo o esclavo,
sino si en su naturaleza estaba ser malvada o bondadosa. Algunos sostenían que las personas
eran malvadas por naturaleza y otros afirmaban que el individuo es naturalmente bondadoso y
que la sociedad lo corrompía.
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Thomas Hobbes, filósofo inglés del siglo XVI, señalaba que cuando los hombres no viven
en una sociedad regulada por un soberano (una monarquía o un estado), viven una vida
solitaria, con interacciones violentas y breves, ya que las discusiones suelen culminar en peleas
que acarrean la muerte de alguno de los contendientes. Es un mundo donde rige la ley del más
fuerte, donde aún los más fuertes corren el peligro de que los débiles se junten y les den muerte
(mientras duermen, por ejemplo). De allí que para Hobbes surgió la necesidad de crear un
pacto entre todos los ciudadanos de respeto mutuo, y para controlar su cumplimiento, la
necesaria presencia de un soberano que fuera más fuerte que todos los hombres para evitar
que estos incumplan el pacto y se matasen entre sí.
Contrariamente a ello, el filósofo francés Jean Jacques Rousseau consideraba que el
hombre era bueno por naturaleza pero que se corrompía al vivir en sociedad, pues en las
ciudades solo sobrevive el suspicaz; al bueno lo estafan y se aprovechan de su ingenuidad y
altruismo. De ahí que para sobrevivir el hombre bueno debe aprender a ser malvado y
desconfiado, y esa enseñanza se ha ido transmitiendo de generación en generación, hasta
conformar la sociedad corrupta actual, sostenía Rousseau.
Surge, entonces, la pregunta ¿quién tiene razón en esta discusión?, ¿la naturaleza
humana es mala o buena? El punto ha sido muy difícil de resolver; en primer lugar, porque no
es tarea simple acordar qué es la bondad y qué la maldad. Sin embargo, si la bondad es todo
aquello que favorece a la vida, y la maldad lo que la destruye, la historia de la Humanidad ha
dado pruebas de increíble solidaridad como, así también, su cara contraria, de macabra
crueldad. Si miramos la sociedad desde un punto de vista optimista, su propia existencia revela
una naturaleza humana caracterizada por la cooperación y la confianza; de lo contrario, se
hubiera extinguido hace tiempo. Pero desde un punto de vista pesimista, también se nos revela
que la especie humana es la única que realiza esfuerzos organizados para matar y dañar a sus
propios miembros mediante guerras y limpiezas étnicas. Pareciera que la Humanidad es capaz
de obrar en ambas direcciones, y todo dependerá, no tanto de una naturaleza buena o mala del
ser humano, sino de las situaciones que inclinen a las personas a comportarse de una manera o
de otra.
El autor que coronó la discusión entre lo innato vs lo adquirido fue el francés Augusto
Comte al sostener que el ser humano tiene componentes innatos y otros aprendidos. Comte
consideraba que las sociedades se componen de individuos guiados por dos instintos básicos,
el egoísmo y el altruismo, y debido a que el instinto altruista es el más débil, la sociedad debía
construirse de manera tal que su estructura apoyara la solidaridad y reprimiera las tendencias
egoístas. Su propuesta era que la represión estuviera en mano de las instituciones estatales,
tales como el derecho, mientras que la estimulación del altruismo quedaría en cabeza de las
familias, que por medio de la educación de sus miembros permitirían conformar una sociedad
pacífica y ordenada.
De este modo, para Comte, el ser humano viene al mundo con un instinto egoísta, pero
es inmediatamente modelado por la sociedad en la que nace, y cuando crece, puede modelar la
sociedad a la que pertenece. Con esta perspectiva se unificaban las posiciones en debate. Así, lo
innato y lo adquirido quedaba unificado en el ser humano mediante una interacción continua
entre ser humano y la sociedad. Reconoce que existe una base biológica del comportamiento
que tiende a la autopreservación (egoísmo) que no es rígida e inamovible, sino que puede ser
modelada socialmente, ya sea por la familia, como así también por otras instituciones sociales
(la escuela, la religión, la prisión, etc.); y a su vez, estas instituciones sociales que transmiten
normas sociales son creaciones humanas que tampoco son rígidas, sino que pueden variar y
transmitir violencia o solidaridad. En definitiva, el ser humano es modelado por la sociedad en
la que vive, y a su vez, este es capaz de modelarla a ella. Sobre esta base de pensamiento es que
se irá desarrollando la sociología, y también la psicología social, considerando que toda
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explicación que se pretenda dar sobre una conducta humana deberá estudiar los aspectos
individuales del sujeto y el medio en el que actúa.
Al igual que los demás autores de esta etapa de la denominada filosofía social, Comte
hacía sus afirmaciones desde el plano especulativo, es decir, no empleaba métodos científicos
de contrastación para someter a prueba sus afirmaciones, sino que postulaba como esencia del
ser humano lo que él creía que era. Para Comte, un egoísta (pero no en sentido peyorativo), en
tanto que para Rousseau era una buena persona corrompida por la sociedad, y para Hobbes, un
ser maldito, y a partir de allí continuaban elaborando sus teorías.
En similar estilo de pensamiento se inspira la obra de Sigmund Freud, la cual parte del
supuesto de que lo esencial el ser humano son dos instintos el sexual y la agresividad. En su
obra El malestar en la cultura (1930), señalaba el conflicto entre las demandas de los dos
instintos básicos del ser humano (sexuales y agresivos) en colisión con las exigencias de la
civilización (orden y paz). Por ello, desde su perspectiva, el papel de la sociedad era ejercer
control y represión de las pasiones humanas para posibilitar la vida pacífica y ordenada. Para
lograrlo, Freud sostenía que la represión social de los impulsos sexuales se lograba por medio
del establecimiento de la monogamia como pauta aceptada de interacción sexual y con la
prohibición del incesto (prohibición de mantener relaciones sexuales con padres y hermanos).
En tanto que el control de la agresividad, si bien debía garantizarse por medio del control social
de la población (policía), lo fundamental era que este control fuera llevado a cabo
autónomamente por los propios individuos mediante la represión o autocensura.
Lo que Freud pronto advirtió es que estas inhibiciones de los instintos, si bien ayudaban
a lograr una vida armónica en sociedad, lo hacían al costo de que los instintos reprimidos se
convertían en un malestar, en un sentimiento de angustia generalizado que no se sabía su
causa. Este descubrimiento le permitió a Freud afirmar que el sentimiento de angustia y
malestar, que sentían las personas que vivían en las ciudades de la Europa del siglo XIX, se
trataba del precio que debían pagar por su desarrollo cultural de su sociedad y la represión de
sus instintos. Fue por ello que elaboró una forma de ayudar a las personas que sufrían esta
angustia de una manera excesiva, ideando una técnica que consistía en fortalecer su identidad
(su yo) por medio de la indagación —conjuntamente con el paciente—sobre las causas de la
angustia, para que una vez identificada la persona pudiera liberarse de ella. Como es sabido, a
esta técnica la denominó psicoanálisis.
Para comprender este fortalecimiento del yo, primero debemos explicar algunas de las
premisas fundamentales del psicoanálisis. Para esta corriente psicológica, la personalidad de
todo individuos se compone de tres elementos psíquicos básicos: el ello, el yo y el superyó. El
ello representa los impulsos primitivos, es absolutamente inconsciente y almacena la energía
que empleamos para pensar y actuar (alimentarnos, dormir, sexualidad, vicios). El superyó es la
parte que contrarresta al ello, pues representa los mandatos morales, los deberes y las
obligaciones sociales que son inculcados generalmente por los padres y demás autoridades
(respetar al otro, decir gracias, trabajar, abstenerse o postergar la satisfacción de los deseos).
Finalmente, el yo es el que permanece mediando entre los deseos del ello y las prohibiciones
del superyó, es decir, entre nuestras demandas primitivas y nuestras creencias éticas y
morales. Es quien negocia con los acuciantes deseos del ello y las represiones que impone el
superyó, para finalmente ponernos en marcha y actuar (o no hacerlo).
La mayoría de las veces el yo logra acuerdos equilibrados entre el ello y el superyó, por
ejemplo, si tenemos sueño en clase es posible que entornemos los ojos y cabeceemos. Este sería
un comportamiento equilibrado entre un ello que quisiera que nos desparramaremos sobre el
pupitre y un superyó que nos quiere mantener despiertos y mirando la clase tal como nos
enseñaron que debemos hacer. Otras veces, en estas luchas internas que se dan en todos los
individuos, algunas veces el superyó es vencido, y así surgen comportamientos egoístas o
antisociales que procuran obtener la satisfacción del deseo, y en otras vence el deseo. Pero
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cuando vence totalmente el superyó y reprime profundamente los instintos es cuando se
genera la angustia antes mencionada. Aquí es donde el psicoanálisis intenta reducir su impacto
mediante el fortalecimiento del yo, logrando que el sujeto pueda controlar a ese superyó que se
ha convertido en una instancia tiránica y autoritaria sobre el sujeto y que solo existe para
castigarlo.
Resta ahora preguntarnos cómo explica Freud el surgimiento del superyó, es decir, la
instancia moral en el sujeto. Para ello plantea que la introyección de las normas y valores
sociales se alcanza en la infancia por imitación de los padres, y en particular, con la superación
del complejo de Edipo.
El Edipo freudiano es un fenómeno que se produce durante la etapa de enamoramiento
del niño con su madre entre los 3 y los 6 años. En varios aspectos comienza a conducirse como
un amante, desarrollando su sentido de protección hacia la madre y muchos llegan a decir que,
cuando sean grandes, se casarán con ella. Cuando el niño se da cuenta de que su padre es un
obstáculo para realizar sus deseos con la madre, comienza a mostrarse hostil hacia este
(aunque ambivalentemente pues a la par que lo odia, también lo ama). La agresividad que el
niño siente hacia su padre la proyecta sobre este, y la imagen paterna comienza a serle
peligrosa y tan agresiva como es la intensidad de la agresión que el mismo niño siente y
proyecta hacia su padre. Es entonces cuando comienza a temerle. Sin embargo, desea tener su
fuerza y potencia para vencerlo, por lo que generalmente dirige su agresividad hacia los
órganos genitales de su progenitor. Como contrapartida, comienza a temer que su padre le
lesione o le quite sus genitales. Al ocurrir esto, empieza a actuar el complejo de castración, y
cuando, por lo general, se resuelve el Edipo, pues el niño comienza a imaginar que podrá ser
castrado por su padre si persevera en el amor hacia su madre. El pánico que le provoca esta
situación lo hace abandonar su objeto de deseo (la madre) transformando su interés sexual por
la madre en una norma socialmente más aceptable: el cariño. Finalmente, el ciclo se cierra con
un proceso de identificación del niño con la autoridad de la figura paterna a quien se teme y se
respeta. Es el temor el que hace del niño un ser obediente que procurará imitar a ese padre
para congraciarse y no ser castigado. Así, el niño incorpora a su personalidad la idea de límites
(la figura paterna se caracteriza por eso) y la prohibición del incesto. Todo esto conformará el
nódulo del superyó que luego irá incorporando otras reglas sociales que inhiban los deseos del
ello. A las niñas les ocurre algo similar, pero fortaleciendo su identificación con la madre por
medio del complejo de Electra.
El complejo de Electra es la contrapartida femenina al complejo Edipo. La niña se
enamora de su padre y es ambivalente hacia su madre (la quiere y la odia). Ella teme a su
madre porque cree que le cortó el pene como un castigo debido a su masturbación, y que le
hará cosas aún peores debido a la rivalidad por el afecto hacia el padre. Así comienza el temor
hacia la madre, que se resolverá con la represión de los deseos de la niña hacia el padre y la
identificación con su madre.
A partir del concepto de identificación, Freud postuló en su libro Psicología de las masas
que las identificaciones posteriores a la niñez que hacen los adultos con figuras a las que
consideran respetables por alguna razón (líderes políticos, por ejemplo) siguen el mismo
patrón que el mecanismo que en la infancia diera lugar al superyó. Otra conclusión es que a
medida que los miembros de la masa utilizan al líder como padre, comienzan a sentirse
hermanados o iguales a los otros seguidores, y así surge el instinto de la horda, el cual limita la
autonomía de los individuos al imponerles una dependencia hacia la voluntad del líder y el
respeto de las normas del grupo (odio hacia los que no pertenecen al grupo, por ejemplo). Con
estas teorías muchos investigadores, años después, indagaron sobre el comportamiento de las
masas y de las personas incluidas en ellas que pierden su identidad y obran de modos
brutalmente insospechados (barras bravas, por ejemplo).
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Como todos los autores de esta etapa del pensamiento social a Freud también puede
criticársele su falta de empirismo y su vocación por la especulación. Sin embargo, ello no le
quita la grandeza y la agudeza de sus observaciones sobre el inconsciente humano que dieron
el puntapié a una de las escuelas de psicología más importantes de los siglos posteriores como
lo ha sido el psicoanálisis.
2) La etapa del empirismo social: midiendo lo que existe
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Una segunda etapa surge con los estudios estadísticos que comenzaron a ser llevados a
cabo hacia mediados del siglo XIX, en los cuales se relevaban datos empíricos, tales como tasas
de nacimientos, muertes, delitos, etc. y se podía afirmar empíricamente (es decir, con datos
ciertos y concretos) si cierto fenómeno crecía o decrecía de un año a otro (el homicidio, por
ejemplo), como así también, determinar en qué zonas se producían con mayor cantidad, etc.
Un ejemplo de ello lo encontramos en Quetelet, quien se dio cuenta de que había
crímenes que se daban con regularidad y de manera periódica, por lo que analizó las
estadísticas referentes a todos los asesinatos que se cometieron en Francia entre 1826 y 1831 y
concluyó que, más allá de que el delito es un hecho aberrante:
a) El delito es un hecho normal desde un punto de vista estadístico. Es decir, el delito es
un fenómeno social inevitable, necesario y constante de toda sociedad, y ocurre con la misma
naturalidad que los nacimientos y las defunciones. Es parte integrante de toda sociedad.
b) El delito se da en la sociedad de un modo sorprendentemente constante, pues se
repite con una precisión mecánica año tras año la misma cantidad, y por lo tanto, se rige por
leyes sociales que el investigador debe descubrir y analizar.
Con estos estudios estadísticos se asistía a un mayor rigor en el estudio de la sociedad y
el comportamiento de sus individuos. Sin embargo, no se explicaban las causas de dichos
comportamientos. Por ejemplo, se podía saber que de un año a otro había habido la misma
cantidad de riñas callejeras en París, pero no se explicaba por qué, es decir, las causas del
fenómeno. Sin embargo, fue un gran avance el hecho de abandonar la tranquilidad y comodidad
de escribir desde el escritorio sin mirar la realidad.
Hacia 1890, Alfred Binet inició en Francia sus primeras investigaciones para hallar una
media de la inteligencia humana, que le permitiera describir y medir los defectos mentales. Su
investigación se basó en la confección de los primeros test que probaban la inteligencia de las
personas, y que más tarde será conocido como CI (cociente intelectual). Lo que Binet no advirtió
es que en el desarrollo de la inteligencia tiene mucha importancia el entorno social, ya que un
bebé que se lo deja todo el día en la cuna, por ejemplo, se la pasará mirando literalmente el
techo. Ello se diferenciará de otro que sea tenido por su madre en brazos muchas veces al día.
Este último será más inteligente, no tanto por el mayor cariño de su madre, sino porque al
pasearlo por distintos lugares, el cerebro del bebé recibe continuamente nuevos estímulos que
lo ejercitan y desarrolla. Lo opuesto le pasará al bebé que mira el techo todo el día. Sin perjuicio
de ello, los estudios de Binet constituyeron un hito en el empirismo social, atento a las pruebas
experimentales (los test) en las que basaba sus conclusiones.
Otro trabajo interesante es el de los norteamericanos Kelly y Norsworthy, quienes
propusieron tareas sensoriales y motoras a niños débiles mentales y a niños con aptitudes
medias. Descubrieron que a pesar de que los niños débiles mentales poseían un rendimiento
menor, se observaba una transición bastante regular entre los puntajes más bajos y más altos
entre ambos grupos. Es decir, que los débiles mentales no forman una “especie”; ya que no era
posible distinguir claramente a los débiles mentales de mayor inteligencia, de los “normales”
menos inteligentes.
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Estos trabajos empíricos iniciales tuvieron suma importancia tanto para la ciencia,
como para la sociedad, pues revelaron que no existen dos grupos humanos diferentes, unos
superiores y otros inferiores, sino que la especie está compuesta por individuos de distintas
inteligencias. Además, el uso generalizado de los test también permitió comprobar que en
todas las clases sociales o niveles de la escala socioeconómica existen abundantes recursos
intelectuales.
Sin embargo, como explicamos en el caso de Binet —que no detectó la influencia del
entorno en el desarrollo de la inteligencia— todos los estudios de esta etapa eran descriptivos,
es decir, no se avocaban a comprender las causas de por qué ocurrían las cosas, sino que se
limitaban a registrarlas y medirlas, aunque esto es un salto cualitativo frente a la etapa
especulativa anterior, pues recuérdese que antes se consideraba la inteligencia como producto
de cierta raza o determinada clase social. Las mediciones y registros que comenzaron a hacer
los estudios demostraban que eso no era así.
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3) Etapa del análisis social: buscando las causas de lo observado
El conductismo de Watson
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Recién hacia principios del siglo XX, se asiste a un análisis científico de los datos
empíricos que no solo describa fenómenos, sino que también los explique en términos
científicos. Uno de los primeros psicólogos experimentales fue Albert Watson (1878-1958),
quien contrariamente a Freud, juzgó que no existía el inconsciente, ni la consciencia, pues no se
podían ver, tocar, ni medir científicamente. Para Watson lo único que podemos ver es la
conducta del ser humano, y por ende, fundó una que se conoce con el nombre de conductismo,
cuyo interés central está en estudiar la conducta visible (y no los procesos invisibles como los
que se producen a nivel inconsciente). Su tesis central era que, salvo los reflejos involuntarios,
toda conducta humana es aprendida en interacción con otras personas, y la forma de hacerlo
era por medio de premios y castigos. De este modo, los premios y los castigos operan como
estímulos para hacer o no ciertas cosas (agredir, estudiar, reír, ser amable, etc.), y sobre esa
base, se explica todo el comportamiento humano.
Parece pobre, pero permitió comprender a grandes problemas psicológicos. Por
ejemplo, afirmaba que las fobias y los miedos que padecen muchos seres humanos adultos no
son innatos, sino aprendidos involuntariamente en la niñez, momento en el cual quedó asociado
un sentimiento de miedo con determinadas imágenes, lugares, cosas, personas, etc. Para poner
a prueba esta hipótesis, Watson experimentó con un niño de nueve meses –el pequeño Albert– a
quien se le mostraba un pequeño ratón blanco y simultáneamente se hacía sonar detrás de él
un estruendoso ruido que lo hacía llorar del susto. La experiencia se reiteraba varias veces, y
poco a poco, cualquier objeto blanco que se le acercaba al niño lo hacía entrar en pánico; es
más, ya no era necesario el ruido para provocar su llanto, pues se había generado una respuesta
condicionada entre el objeto blanco y el miedo. Por ello, el niño incorporó a su personalidad
una asociación de miedo a cualquier objeto blanco que se le acercara: una paloma, un perro, un
ovillo de lana, un abrigo, etc. Es decir, incorporó una fobia.
El interaccionismo simbólico de Geroge Mead
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Esta corriente de pensamiento norteamericana surgida en la Universidad de Chicago en los
años 40, plantea que toda conducta debe explicarse no sólo en términos de interacción entre la
persona y el ambiente, sino también, tomando en cuenta que las personas interactúan entre sí, y se
influyen entre ellos. Su perspectiva plantear que en la sociedad, la conducta de un individuo será
estímulo que influirá sobre la de otro, la cual a su vez, será estímulo de una posterior, continuando así
en una interacción sin fin. Uno de los autores destacados fue George Mead, quien señaló que la
personalidad se desarrolla a partir de dos importantes etapas. La primera comienza desde el
nacimiento y dura hasta que el individuo logra pensarse a si mismo (self) cumpliendo algún rol
social. La segunda, comienza cuando el individuo se sabe un ser social, y aprende que también está
rodeado de otras personas que cumplen diversos papeles sociales. Así aprende que la maestra enseña,
e impone límites, o que el entrenador del equipo de fútbol asigna puestos en el equipo, castiga y
premia. Fundamentalmente con el juego aprende a desempeñar roles (policía o ladrón; las visitas; la
mamá y el papá; delantero, defensor o arquero, etc. Jugando, fundamentalmente también aprende a
predecir los comportamientos de sus compañeros de acuerdo a su rol o posición en el juego. A este
conjunto organizado de actitudes sociales de los otros, Mead lo llamó el otro generalizado, es decir
el conjunto de roles sociales que existen en un grupo o una sociedad.
La importancia del otro generalizado, es que permite al niño comprender que en el mundo
social deben respetarse diversas normas, por lo que debe adaptarse a ellas, como así también conocer
las normas que guían los comportamientos de los demás para poder predecir y comprender sus
conductas.
Ahora bien, una vez que el niño configura su identidad (self), y conocen los roles sociales (el
otro generalizado), surge el “Mi” que es la fuerza que impulsa a la persona a actuar de acuerdo a las
pautas sociales, a cumplir con los deberes sociales, una suerte de Superyó freudiano. Pero contra esta
coacción, se yergue el “Yo”, representado por los deseos particulares. En consecuencia, el resultado
de esta tensión será lo que constituya la personalidad del individuo.
Mead consideraba que las reacciones de los individuos no siempre se deben a
fenómenos externos reales del momento, sino que también influyen los fenómenos simbólicos
(recuerdos, ideas, pronósticos) y en este sentido se distinguieron del conductismo de Watson.
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Kurt Lewin y la Teoría del campo social
Otro de los autores que incluiremos dentro de esta etapa es el psicólogo germano
estadounidense Kurt Lewin (1890-1947), quien creara una nueva escuela de pensamiento que
da absoluta importancia a los factores sociales en la explicación de la conducta individual: la
psicología social. Es decir, que la conducta de las personas se explica no solo analizando su
psiquis, sino también, ponderando el lugar en el que se encuentran y por las personas que las
rodean presencialmente (o están en su recuerdo). A esta teoría la denominó teoría del campo, y
establece que en todo análisis del comportamiento humano deben tener en cuenta dos factores:
individuales y situacionales. Los primeros se relacionan con la personalidad del individuo
(introvertido, extrovertido, agresivo, solidario, etc.), pero ellos deben ser analizados
conjuntamente con el campo o situación social en la que se encuentra la persona (con los
amigos, en el trabajo, en el tránsito, etc.), pues el campo social influye en los individuos
manifestándose en sus estados psicológicos individuales.
Pero como hemos dicho, la psicología social no basa sus afirmaciones en especulaciones,
sino en corroboración empírica, por lo que Lewin ideó un experimento que utilizó para probar
esta influencia del campo social sobre el individuo. Tomó a un conjunto de niños y los dividió
en tres grupos. A cada grupo se le asignó un docente que ejercería el liderazgo, y organizaría
diversas tareas con los niños. A cada docente se le asignó un modo en que debería comportarse
con los niños. A uno se le dijo que fuera democrático; a otro, autoritario, y el tercero, permisivo.
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Las conclusiones arrojaron que el liderazgo autoritario determinó una adaptación sumisa de
los niños al líder, pero fue acompañada por una considerable carga de agresividad hacia los
otros miembros del grupo, en especial cuando el líder no estaba presente. Una consecuencia
directa de este tipo de liderazgo fue que, para mantener el orden, debió imponerse severos
castigos y frenos a los niños para inhibirlos de cometer bromas y travesuras a sus pares. En el
grupo democrático, el líder guiaba al grupo y lo motivaba a participar en la toma de decisiones,
obteniendo resultados satisfactorios tanto para el líder como para el grupo. Finalmente, el
grupo cuyo líder era permisivo mostró una carencia de objetivos e insatisfacción (lo cual no se
daba en los democráticos).
Lo que la investigación permite inferir es que tanto la conducta individual como la
grupal dependen de la situación que se produce en el campo de interacción, ya que cada estilo de
liderazgo llevó a que niños, relativamente similares, se comportasen de manera distinta.
Este tipo de investigaciones, también, permitieron recrear diversos “sistemas sociales a
escala”, concluyendo empíricamente que el sistema democrático reportaba mayores beneficios
para los individuos que el totalitario y el permisivo. Aunque también el experimento dejó otra
enseñanza, y es que no importa el tipo de individuos que integraban el grupo, su
funcionamiento dependió exclusivamente del comportamiento del líder. Es decir, que se
demostró que la conducta individual puede ser sencillamente manipulada por factores
externos. Ello permitió a Lewin indagar sobre “dinámicas de grupo” y comprender la influencia
que tienen los grupos sobre las personas en sus pensamientos y comportamientos, forjando así
los pilares de lo que luego daría paso a las terapias grupales.
En efecto, Lewin entendía al grupo, no solamente como un conjunto de personas, sino
que lo que realmente constituye a un grupo como tal, son las relaciones de interdependencia de
sus miembros. Es decir, juntar a varias personas en un lugar no conforma per se un grupo, sino
que este se comienza a configurar a partir de las interacción de sus miembros, la asunción de
roles; la construcción y respeto de las normas sociales, la participación en fines comunes, etc.
Por ejemplo, una clase de estudiantes que recién se conocen no son un grupo; para que se
conforme, será necesario que se conozcan, que se junten a estudiar, que vaya cada uno
adoptando su posición en el grupo (ya sea de líder, seguidor, estudioso, vago, etc.).
Finalmente, en un grupo establecido no existe una separación clara entre las metas del
grupo y los propósitos de sus integrantes, puesto que todos comparten los mismos intereses.
En el ejemplo de los alumnos que se juntan a estudiar en la casa de uno de ellos, todos quieren
aprobar la materia, pero también, quieren que todos los integrantes del grupo aprueben. El
fracaso del otro se comparte como un fracaso del grupo. Asimismo, la pertenencia al grupo hará
que cada integrante se esfuerce en estudiar para estar a la par de los demás, y no defraudar las
expectativas del resto o desentonar. Es por esta razón que resulta generalmente más fácil
inducir cambios de hábitos de una persona (educativos, alimenticios, laborales, adictivos, etc.)
por medio de trabajos grupales que a través de terapias individuales, pues a la propia voluntad
se suma el apoyo y la contención del grupo.
Asimismo, cuando lo que se quiere cambiar no es ya la conducta de un individuo, sino
ciertos comportamientos del grupo, será mucho más fácil si los cambios son a partir de
decisiones tomadas por los propios miembros, que si son vistas como imposiciones desde
afuera.
Con Kurt Lewin se sentaban las bases de la psicología social tal como la conocemos en la
actualidad, pues su teoría del campo daba cuenta de la importancia de las circunstancias que
rodean a una persona, para explicar y/o predecir sus conductas, pensamientos y sentimientos.
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Los psicólogos sociales contemporáneos
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Después de la Segunda Guerra Mundial, la psicología social siguió creciendo, y los
investigadores profundizaron los estudios sobre las influencias que el grupo y sus miembros
ejercían sobre la conducta individual. Examinaron el vínculo entre diversos rasgos de la
personalidad y el comportamiento social. El conocido estudio sobre la personalidad autoritaria
demostró que existe una relación directa entre ciertos rasgos de personalidad y la
predisposición a aceptar perspectivas políticas extremas como los fascismos (Adorno, 1950).
Pero uno de los desarrollos más importantes de este período fue la teoría de la disonancia
cognitiva (Festinger, 1957) que explica que los individuos tienden a cambiar sus valores e ideas
para justificar sus comportamientos. Por ejemplo, un militante ambientalista, que aceptara un
importante cargo en una papelera que contamina los ríos, sentirá que traiciona sus ideales y
valores por un jugoso salario. Sin embargo, para luchar contra esa incomodidad interior, su
mente creará algún tipo de justificación, por ejemplo, quizás el sujeto se diga a sí mismo y al
resto: “Si yo no acepto el puesto lo tomará alguien más, y con menos consciencia ambiental que
yo”. De lo que se trata es de encontrar una excusa que permita al sujeto convivir consigo
mismo, luego de actuar de una manera contraria a sus ideas. De este modo, cambiando la forma
de ver el mundo, se solucionan las discordancias entre lo que se piensa y lo que se hace, de
manera que se adaptan la escala de valores a las circunstancias.
Hacia los años 60 la psicología social se consolidó definitivamente como ciencia y el
número de profesionales aumentó significativamente. La disciplina se avocó al estudio de cada
aspecto imaginable de la interacción social. Las líneas de investigación más fértiles fueron: la
atracción interpersonal y el amor romántico; la formación de impresiones que se hacen las
personas sobre los demás; y, otros aspectos de la percepción social. También se investigaron los
efectos del entorno físico/geográfico sobre el comportamiento, y, se profundizó sobre la
influencia social sobre el comportamiento, con estudios sobre la tendencia de la obediencia a la
autoridad, la conformidad con las reglas grupales, etc.
Por citar algunos ejemplos de estas últimas investigaciones, tomemos la Solomon Asch
sobre “la conformidad”. El experimento sobre conformidad consistía en mostrarles a los
participantes una tarjeta con una línea impresa, seguidamente se les mostraba otra tarjeta en la
cual aparecían tres líneas, cada una con una etiqueta diferente (a, b, y c). Se solicitó a cada
participante que indicara cuál de las líneas etiquetadas coincidía con la línea mostrada en la
primera tarjeta. Al principio, el participante se sentía muy confiado, en la medida que daba
respuestas correctas junto a los otros participantes. Pero luego, los otros "participantes",
ubicados en frente del sujeto, empezarían a dar en conjunto una respuesta errónea. Solomon
Asch pensaba que la mayoría de las personas no se conformaría con algo obviamente erróneo,
pero los resultados mostraron que un alto número de participantes dieron la respuesta
incorrecta.
Los resultados de este experimento llevaron a otro psicólogo (Stanley Milgram) a
analizar cuál era influencia, no ya de pares, sino de figuras de “autoridad” en el
comportamiento humano. Su experimento fue llevado a cabo en la Universidad de Yale en
1961, y demostró que las personas —bajo determinadas circunstancias— son capaces de
infringir torturas a otro ciudadano si reciben la orden de hacerlo de parte de alguien a quien
considera con la autoridad para ordenarlo. El resultado del experimento arrojó que 2 de cada 3
individuos podría llegar hasta matar a su prójimo por “obediencia a la autoridad”. El propio
investigador sostuvo en su libro Los peligros de la obediencia: “Monté un simple experimento en
la Universidad de Yale para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra
persona simplemente porque se lo pedían para un experimento científico. La férrea autoridad
se impuso a los fuertes imperativos morales de los sujetos (participantes) de lastimar a otros y,
con los gritos de las víctimas sonando en los oídos de los sujetos (participantes), la autoridad
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subyugaba con mayor frecuencia. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi
cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del
estudio”.
Otros experimentos psicosociales que cabe mencionar de esta época son el de “La cárcel
de Stanford” en la cual el psicólogo Zimbardo pidió a un grupo de estudiantes universitarios
que participaran como guardia cárceles o detenidos en una prisión construida a tal efecto en
los sótanos de la universidad. El experimento demostró que, personas comunes, cuando se les
otorga poder ilimitado y las circunstancias son propicias pueden adoptar conductas
profundamente autoritarias y sádicas.
Hacia los años 70 se aceleró el ritmo de crecimiento de la disciplina, y muchas de las
líneas de investigación iniciadas en los 60 se extendieron hacia el tratamiento de nuevos temas.
Entre ellos el proceso de atribución (proceso por el cual nuestra psiquis intenta comprender las
causas del comportamiento de los otros, atribuyéndole algún sentido o razón); las cuestiones de
género y discriminación sexual; y la psicología ambiental (estudia los efectos del entorno físico –
ruido, calor, aire contaminado– sobre el comportamiento social).
Durante los últimos años se brindó mayor importancia a estudiar los procesos
cognitivos de las personas, estudiando cómo se forjan las actitudes, creencias y valores, y cómo
estas influyen en los comportamientos. Así, la explicación sobre el prejuicio tomó en cuenta que
las personas tienen la tendencia a recordar solo información negativa de los estereotipos de los
grupos sociales y a olvidar los positivos. Este mecanismo psicológico, que actúa de manera
involuntaria, explicaría en parte el prejuicio. Asimismo, los investigadores se han inclinado a
poner mayor énfasis en la aplicación práctica de sus conocimientos, y con ello, muchos
psicólogos sociales han centrado su atención en mejorar la salud de las personas o las
comunidades; la improductividad en los lugares de trabajo y colaborar en los procesos
judiciales.
Esta última línea de investigación es la que permitió el surgimiento de la psicología
jurídica (con sus diversos nombres, tales como psicología social del derecho, psicología del
derecho, etc.), la cual se avocó a estudiar los procesos psicosociales que se producen en los
estrados judiciales, contribuyendo en la detección de mentiras en las declaraciones
testimoniales, problemas de percepción en los testigos, relevamiento de perfiles de jueces
según su personalidad, elección de jurados, estilos efectivos de comunicación del abogado en
las audiencias, estudio de los móviles de los delitos, etc. Se trata de una disciplina reciente, que
cada vez más va logrando ser aceptada por el mundo judicial, gracias a los aportes científicos
que permiten a los operadores jurídicos cumplir más eficientemente su labor.
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Capítulo 3
El proceso de percepción
Temas del capítulo
 Características del proceso de percepción
 La influencia de la cultura y el estado de ánimo en nuestra percepción
 Errores típicos al evaluar el comportamiento del otro y los propios
La percepción
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Tenemos cinco sentidos y todos nos sirven para orientarnos
en el mundo, es decir, para sentir y comprender lo que sucede en
nuestro entorno. Por ejemplo, si sentimos olor a quemado, nuestro
cerebro se pone alerta, y rápidamente nos hará buscar qué se está
quemando para no morir incendiados. Si percibe un rico olor a
comida, activará nuestro deseo de comer (apetito) y actuaremos en
consecuencia. Pero además de estas respuestas básicas del
comportamiento, al vivir en sociedad, nuestro cerebro ha ido
evolucionando en su capacidad para realizar tareas mucho más
complejas y sutiles. Por ejemplo, si vamos caminando por la calle y
vemos un tumulto de gente que mira hacia arriba, el hecho nos
llamará la atención, y como nuestra mente no soporta no
comprender lo que observa, comenzaremos a buscar qué es lo que
tanto atrae a la gente. Miraremos en dirección hacia donde ellos
miran, y veremos que hay una persona parada en la cornisa de un
edificio. Con esta información, y sin preguntarle a nadie, ya
podríamos inferir lo que está ocurriendo y lo que puede llegar a
pasar. Es claro que se trata de una persona que se quiere suicidar.
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“Percibimos
la realidad de
acuerdo a
nuestra
cultura y
nuestros
estados de
ánimo. Nunca
de manera
neutral”
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En este capítulo estudiaremos justamente la percepción social, es decir, el proceso por el
cual conocemos y comprendemos nuestro entorno (personas, situaciones, cosas, fenómenos
naturales, etc.).
En la vida cotidiana, estamos continuamente rodeados de estímulos (gente que nos
habla, luz solar, publicidad, aromas, autos en la calle, música, teléfonos que suenan, niños que
gritan, etc.) y cuando nuestro cerebro los advierte, activa inmediatamente el proceso de
percepción mediante el cual le da una interpretación a todo lo que sentimos. Quizás esta es la
principal diferencia entre la percepción y las sensaciones, pues mientras que estas últimas son
tan solo la toma de consciencia de un estímulo, por ejemplo, oír un ruido, la percepción es la
encargada de interpretarlo. Por ejemplo, si escuchamos una explosión en medio de la noche, es
probable que nos asustemos y tratemos de hallar alguna información que nos explique lo que
está pasando (miraremos por la ventana, encenderemos la televisión para ver si dice algo,
llamaremos por teléfono a alguien, etc.) y no estaremos tranquilos hasta comprender el suceso.
En cambio, si escuchamos la misma explosión en la noche del 31 de diciembre, percibiremos el
suceso como normal, pues en esa fecha se suele festejar fin de año con pirotecnia. Claro que
para que esto ocurra, habrá que conocer algo del medio social o cultural en el que nos
desenvolvemos. En este caso, saber que el año nuevo se festeja con petardos. Este conocimiento
lo hemos incorporado por socialización en nuestro medio cultural y ello nos permite estar
tranquilos porque sabemos qué es lo que ocurrirá. Lo mismo sucede con el caso del ejemplo
introductorio del suicida, donde a nuestra percepción le resultará fácil interpretar lo que
estamos viendo gracias a que alguna vez vimos un suceso similar, ya sea en vivo, por televisión
o en una película y aprendimos de qué se trataba.
Pero puede ocurrir que percibamos algo que
nunca antes habíamos visto, oído, tocado, etc. En estos
•Toma de consciencia de un
Sensación
estímulo
casos, solemos categorizar lo percibido comparándolo
con algo conocido que se le parezca, para hacer
comprensible la experiencia y darnos una respuesta a
•Sensación
nosotros mismos de lo que estamos sintiendo. Por
+
Percepción
interpretación a partir de
ejemplo, cuando los miembros de una tribu primitiva
Experiencia /Cultura
vieron por primera vez un avión en vuelo, lo
categorizaron como un “pájaro”, así hicieron
comprensible lo que veían (Hollander 1968:107). En igual sentido, cuando Colón llegó a
América, los habitantes originarios que veían las carabelas acercarse desde el mar las
percibieron como “montañas flotantes”, pues al ser algo extraño para ellos, su sistema de
percepción necesitaba categorizarlo en algo que conocieran, y lo que más se le asemejaba,
parece ser que eran las montañas.
Como vemos, la tarea básica del proceso de percepción es la de proveernos evaluaciones
rápidas sobre las situaciones que se producen en nuestro entorno, con la finalidad de saber qué
esperar de él, es decir, hacer de nuestro medio algo controlado y previsible. No significa que lo
que percibimos sea lo que realmente existe (tal como las montañas flotantes), pero al menos es
una explicación que nos damos a nosotros mismos, o que se dan las comunidades, para explicar
lo que se percibe y evaluar cursos de acción a seguir.
Una consecuencia directa es que la percepción nos brinda evaluaciones sobre las cosas o
las personas con las que interactuamos o que nos rodean, para inferir si son peligrosas o no,
como primera percepción, y luego, informaciones más sutiles. En el caso de las personas, por
ejemplo, la percepción sirve para inferir sus estados de ánimo, sus sentimientos y sus
intenciones. ¿Quién no ha notado alguna vez que un amigo estaba triste con solo mirar su
rostro?, ¿o que no estaba siendo sincero con solo escuchar su tono de voz? Pero hay que decir
que las inferencias que hacemos, si bien son muy útiles, no suelen ser un proceso infalible en
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sus predicciones, ya que, a veces, las personas que nos rodean —o que nos encontramos
ocasionalmente— pueden querer disimular sus estados de ánimos o sus intenciones, lo que
confunde nuestras percepciones. Sin embargo, contar con este mecanismo perceptivo nos
brinda importante ayuda, pues nos permite advertir y juzgar en un instante si una situación o
una persona pueden representar un peligro para nuestra integridad.
Ahora bien, la percepción no es un mecanismo biológico innato, lo que es innato es la
capacidad de sentir. Como se aprecia en el cuadro, la percepción se construye socialmente
(Percepción= Sensación + Experiencia cultural), pero desarrollemos un poco más este punto.
Cuando un bebé nace, solo siente, no percibe —en los términos sociales que aquí
empleamos—, pues percibir significa darle un sentido a los estímulos externos, y ello se
aprende poco a poco por interacción con el medio (la gente, los animales, las cosas, el medio
ambiente, etc.). En un primer momento será en la familia donde el niño irá incorporando
significados. Allí aprenderá que una cara seria, por ejemplo, se relaciona con algo que no le
reporta consecuencias agradables (no recibe mimos, por ejemplo), mientras que la risa del otro
es pronóstico de bienestar (mimos, atención, juegos, etc.). Así, aprenderá a asociar “seriedad”
con algo negativo y “sonrisa” con algo positivo, de manera que el día de mañana, cuando
perciba ese tipo de caras, sabrá qué esperar del otro. Además, la propia cultura en la que se
nace determina el tipo de percepción que se tiene, por ejemplo, una misma comida puede ser
percibida como un manjar en una sociedad, o una inmundicia en otra (comer chinchulines o
riñones, por ejemplo, puede ser insoportable para comunidades que no tengan predilección por
comer órganos vacunos como la nuestra). Lo mismo ocurre con los gestos y los sonidos, donde
cada pueblo determina su significado y, por lo tanto, un mismo gesto puede ser una señal de
aprobación en una cultura o un insulto en otra (el gesto del “Ok”, haciendo un círculo con el
índice y el pulgar en Italia es un tremendo insulto).
De allí que será fácil comprender que el proceso de la percepción se va adquiriendo por
aprendizaje en el entorno familiar, y luego se perfeccionará y ampliará con la práctica cotidiana
en otros ámbitos. A nuestros familiares y amigos, vamos aprendiendo a conocerlos, y ello
significa que vamos aprendiendo a conocer sus gestos, sus tonos de voz, su mirada, su forma de
andar, y a asociar cada una de estas señales con una emoción determinada. Así, nuestra
percepción de ellos se va haciendo cada día más refinada; tanto que, llegado cierto momento,
será muy difícil para ellos ocultarnos sus emociones de enojo, alegría, tristeza, etc. Este proceso
que vamos practicando inadvertidamente desde el nacimiento, es el que nos ha permitido
después interactuar más allá de los familiares, es decir, con personas desconocidas, y poder
inferir sus sentimientos o intenciones, lo cual resulta imprescindible para la vida en sociedad.
Las etapas del proceso de percepción
Ahora bien, si analizamos con mayor detenimiento el proceso percepción, advertiremos
que este se lleva a cabo en dos etapas. La primera es mediante la percepción e interpretación
de las señales no verbales que nos transmiten los otros (alegría, enojo, etc.) o la situación (paz,
crisis, etc.); e inmediatamente la segunda, atribuyéndole causas a estas señales (p.ej. está alegre
porque aprobó el examen, la gente enloquecida corre porque hay una avalancha, etc.). Estas
dos etapas se dan muchas veces de forma semiautomática, pero nosotros las explicaremos en
detalle a cada una pera una mejor comprensión.
Las señales no verbales que nos transmiten los otros (gestos, posturas corporales,
expresiones faciales y movimientos) debemos entenderlas como mensajes que son
rápidamente percibidos e interpretados por nuestro cerebro, devolviéndonos una evaluación
de la persona que la emite o de una situación. Por ejemplo, si vemos venir caminando a un
amigo con su novia, sonriendo y jugando entre ellos, es claro que están felices, y cuando lo
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saludemos, nos confirmarán nuestra inferencia contándonos lo bien que están y sus proyectos.
Pero también puede ocurrir que la gente no quiera confesarnos sus estados de ánimo. Por
ejemplo, si nos encontramos en la calle con un ex compañero de trabajo y lo vemos ojeroso,
despeinado y con un andar encorvado, seguramente nos haremos una idea de su estado de
ánimo: está mal; y por más que cuente que está bien —pues está en su derecho a pretender
ocultar su mal pasar—, percibiremos que ello no es así. De manera que la percepción no es un
mecanismo bobo de registro del entorno, sino un mecanismo suspicaz que no se deja engañar
tan fácilmente.
Pero las señales no verbales que percibimos no nos explican las causas de los estados de
ánimo que percibimos en los demás o de sus comportamientos. Son tan solo indicadores de la
existencia de cierto estado de ánimo. Para inferir las causas, nuestro cerebro pasa a la segunda
fase, y recurre a lo que denominaremos proceso de atribución de causas. En esta etapa, a
partir de alguna información básica que percibimos del otro, imaginamos las razones de sus
comportamientos, estados de ánimo y sentimientos. En el caso visto del ex compañero de
trabajo, podríamos inferir que sigue sin encontrar un nuevo empleo, y por eso se lo ve
deprimido. Como ya hemos dicho, nuestra mente siempre que ve algo, necesita hacerlo
comprensible, y acude a nuestra experiencia pasada para interpretar lo que observa, y en caso
de que algo no pueda ser explicado por falta de información, no es poco común que la invente
para llenar los huecos y hacer comprensible la realidad (recordar el caso de los indígenas y las
carabelas de Colón).
A) Las señales no verbales
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Habíamos dicho que la percepción nos permite orientarnos
en el mundo, y que se caracteriza por llevarse a cabo mediante dos
etapas, la primera, detectando e interpretandolas señales no verbales
“La percepción
y la segunda, atribuyéndole causas a estas señales.
se realiza en
La importancia de poder inferir el estado de ánimo de las
dos pasos:
otras personas (y en lo posible, también inferir las causas que los
motivan) es muy útil para la vida en sociedad. Es claro que si un día
interpretando
el jefe de la empresa donde trabajamos llega con cara de enojo, no
señales no
será el mejor día para ir a pedirle un aumento de sueldo. Es que las
verbales; y
emociones afectan los comportamientos de las personas, y por ende,
nuestra percepción de las señales no verbales —esos indicadores
atribuyéndole
que indican la emoción que embarga al otro— es de suma
causas a lo que
importancia para la vida social. El cuerpo transmite información
vemos”
continuamente al entorno del estado emocional en el que se
encuentra, y es muy difícil para una persona controlar todos los
canales por los que se expresa. Estas fuentes de información pueden
dividirse en: expresiones faciales, contacto visual, lenguaje corporal (posturas, gestos y
movimientos) y contacto físico. Analicemos cada uno de estos canales información en
particular:
Expresión facial: Lo primero que debemos saber es que existen siete sentimientos
básicos: ira, miedo, alegría, tristeza, sorpresa, asco y desprecio, y cada uno de ellos suele verse
reflejado en el rostro mediante gestos que transmiten al entorno el estado de ánimo de la
persona. Si ello es así, y nos ha acompañado durante toda la evolución, se debe a facilitan la
vida. El gesto de tristeza o miedo está diciendo “ayúdenme”; el de ira “no me molesten”, etc.
Debemos aclarar que cada uno de estos gestos también puede mezclase con otros. Por ejemplo,
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al recibir un regalo, podemos tener cara de sorpresa abriendo grandes los ojos, mezclada con la
sonrisa propia de la alegría.
Los gestos informan a los demás sobre la existencia de una emoción en el interior del
sujeto que emite el mensaje, y si bien cada cultura tiene sus formas de hacer las cosas, las
investigaciones han demostrado que los gestos faciales de las expresiones básicas son
universales. Es decir, todos los seres humanos manifiestan su ira, asco, alegría, etc., de un modo
similar. Así, en todas las culturas la alegría conlleva el gesto de la sonrisa; el asco fruncimiento
de la nariz; la sorpresa la apertura de ojos, etc. (Ekman y Friesen, 1989).
Otros investigadores demostraron empíricamente que las emociones están
directamente conectadas con los gestos faciales, y por lo tanto, poner cara de enojo o de miedo
afectaba emocionalmente al individuo, lo que hacía que este viera afectado su ritmo cardíaco, la
presión y la sudoración. Pero el mejor descubrimiento fue que este fenómeno también opera en
sentido contrario, es decir, al poner cara de alegría disminuían estas reacciones corporales
(Cacioppo y cols, 1988), con lo cual, una forma de hacerle creer al cuerpo de que se está feliz, es
reírse, aunque sea sin ganas, y de hecho existen terapias que apelan a la risas como parte de su
terapéutica, por lo beneficios que ser feliz trae a todo el aparato inmunológico del cuerpo
humano.
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Contacto visual: Se dice que los ojos son la ventana del alma, y algo de razón hay en ello.
Los ojos (los párpados, su brillo, su movimiento, etc.) suelen dejar ver las emociones de las
personas. Es claro que alguien triste tendrá los párpados apesadumbrados y su mirada
transmitirá angustia.
Pero los ojos también cumplen una tarea fundamental para comunicarse y hacer fluir
una interacción, pues por su intermedio, cuando dos personas están charlando pueden notar en
la mirada del otro si son comprendidas sus palabras. Recuérdese la cara de cualquier
extranjero cuando que no entiende lo que se le dice; son sus ojos los que denuncian esa
incomprensión, y de hecho, aunque nos diga que comprendió, a veces podemos darnos cuenta
que no ha sido así, pues sus ojos no nos transmiten esa información.
Otra característica a tener en cuenta sobre la mirada es que, al interpretar una mirada,
debe tenerse en cuenta el contexto donde se produce. En efecto, una mirada a los ojos pude
interpretarse como cariño y simpatía en el caso de una pareja cenando, o enfado y hostilidad en
una discusión de dos personas. Por otro lado, la evitación del contacto visual también puede
interpretarse dependiendo de la situación, ya sea como antipatía en aquellos casos de personas
conocidas que por alguna razón se cruzan por la calle y evitan mirarse, o de timidez, en los
supuestos de individuos que recién se conocen.
Lenguaje corporal: posturas, gestos y movimiento: Las emociones que afectan
nuestros estados de ánimo suelen reflejarse en la postura corporal, los gestos y el movimiento
de nuestro cuerpo.
La postura corporal transmite claramente información. Si entramos a nuestra casa y
vemos que nuestra pareja está sentada en el sillón del living, mirando fijamente el suelo, con las
piernas y los brazos cruzados, su cuerpo estará informándonos que algo no anda bien. No
tomar en cuenta este mensaje puede ser un descuido que complicará la interacción de la pareja.
Por su parte, los gestos son mensajes simbólicos cargados de significado en una cultura
determinada, es decir que no son universales como las expresiones faciales antes vistas, sino
que dependen de cada pueblo. Por ejemplo, estrechar las manos es la forma común de
saludarse en occidente, pero en oriente será mediante la inclinación de la cabeza, y otras
culturas tendrán otras formas de llevar a cabo el saludo. Los gestos varían mucho de una
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cultura a la otra, pero lo que se repite es que en todas ellas, indefectiblemente, existen gestos
para ciertos eventos sociales típicos tales como: el saludo, las despedidas, los insultos, etc.
Finalmente, los movimientos corporales son otra forma de expresión. Pueden tratarse de
movimientos en los que una parte del cuerpo hace algo a otra parte: rascarse, tocarse, rebotar la
pierna, etc. Estos ejemplos revelan intranquilidad en quien los realiza. O bien, aquellos que se
efectúan con todo el cuerpo, como por ejemplo, cuando un jefe se enoja con un empleado y lo
reta, no solo son las palabras las que están en juego, sino que el cuerpo también acompaña esas
palabras.
Parece obvio que los movimientos corporales transmiten información al otro, y que esta
puede afectarlo. Pero para demostrarlo, unos investigadores idearon un experimento en el que
solicitaban a los mozos de un restaurante que cuando tomaran los pedidos de sus clientes,
algunos lo hicieran permaneciendo con la espalda erguida, y a otros, se les requirió que lo
hicieran inclinándose hacia los comensales. Los investigadores predijeron que el inclinarse
sería interpretado como señal de simpatía, pues habría más contacto visual y estarían
físicamente más cerca de ellos. Los resultados de la investigación confirmaron las predicciones,
pues revelaron que los mozos recibían mayores propinas cuando hacían movimientos de
inclinación que cuando no lo hacían (Lynn y Mynier, 1993).
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El contacto físico: Este es tal vez el indicador no verbal más íntimo que existe, y
depende de varios factores externos, puesto que no será lo mismo que nos toque un amigo que
un desconocido; una persona del mismo sexo, que del opuesto; ni tampoco será lo mismo una
palmada que una caricia; ni el lugar del cuerpo donde se la practique. En definitiva, el contacto
puede significar muchas cosas en función de los diversos factores que intervengan (quién,
cómo, dónde y cuándo) Así, un mismo contacto podrá ser una señal de cariño, interés sexual,
dominación, atención o incluso agresión, pero todo dependerá de las circunstancias.
Las investigaciones demostraron la influencia del contacto físico mediante un
experimento en el que se solicitaba a los mozos –de otro restaurante– que, al momento de dar
el vuelto de la cuenta a sus clientes, actuaran de alguno de estos tres modos: a) absteniéndose
de tocar a los clientes; b) tocándoles suavemente la mano; o, c) haciéndolo durante un período
algo más largo y en el hombro. La cantidad de propina que los clientes dejaran fue considerada
la variable que indicaría si los clientes reaccionaban de manera positiva o negativa al contacto.
Los resultados fueron claros: tanto el roce de la mano como el contacto prolongado en el
hombro aumentaron significativamente la propina en comparación a cuando no tocaban a los
clientes, por lo que se concluyó que el contacto inocuo y casual genera reacciones positivas. No
obstante lo dicho, debe tenerse en cuenta el lugar en el que se llevó a cabo la investigación,
pues en otro ambiente –una reunión de trabajo, por ejemplo–, seguramente no conllevaría una
reacción positiva el hecho de tocar el hombro del gerente o del presidente de la compañía, pues
en ese ámbito podría ser interpretado como un juego de status o poder.
B) El proceso de atribución de causas (asignando causas a la
conducta de los demás)
A los seres humanos no nos basta con observar los estados de ánimo y el
comportamiento de nuestros prójimos, sino que, además, también nos interesa inferir qué tipo
de personalidad tienen para saber a qué atenernos. Por ejemplo, si estamos sentados en el
colectivo y el pasajero del asiento de al lado comienza a hablar solo, es posible que, al menos en
un primer momento, pensemos que está loco, y nos pongamos nerviosos porque no sabemos
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cómo puede reaccionar. Pero si prestamos más atención, tal vez notemos que está hablando
por celular, con lo cual, nos tranquilizaremos, porque habremos comprendido lo que pasaba.
Pero la cuestión no suele quedar ahí. Posiblemente no podamos resistir la tentación de
escuchar su conversación y hasta de juzgar en nuestro fuero interno lo que dice, o bien, si está
hablando en tono muy alto, puede ser que lo juzguemos un mal educado o un desconsiderado.
A este doble proceso por el cual buscamos conocer las causas de los comportamientos
de los individuos y el tipo de personalidad que tienen se lo denomina proceso de atribución de
causas.
Esta suerte de radar social para comprender al otro con el que contamos se trata de un
proceso automático que hace la psiquis, y para explicarlo, podemos dividirlo en tres etapas: la
categorización, la caracterización y la corrección. En la primera se encuadra la situación que se
percibe en algún caso ya conocido, es decir, categorizamos lo que observamos (oímos, olemos,
etc.) en alguna experiencia ya conocida. La segunda es la caracterización de los sujetos
intervinientes atribuyéndoles cierta personalidad a partir de lo que hacen (dice, huelen, etc.) y,
finalmente, si prestamos más atención, puede ser que corrijamos (o no) nuestra inferencia a la
luz de los nuevos datos obtenidos tras prestar más atención a la situación (Jones y Davis, 1965).
Por ejemplo: imaginemos que pasamos con el colectivo por una iglesia y vemos que hay
algunas personas paradas en la puerta. Separada de ellos, hay una a una mujer llorando
desconsoladamente. Al ver la situación, lo primero que hacemos es categorizar la conducta que
observamos en alguna de la que ya conocemos. En este caso, con los datos obtenidos sería:
“mujer emocionada por una boda”. Un segundo paso será la caracterización, donde inferiremos
la personalidad de la mujer a partir de lo que vimos. Supondremos que es una persona muy
sensible conmovida por el casamiento. Finalmente viene la tercera etapa, en la cual, a partir de
más información llegamos a una interpretación definitiva de lo visto. En este caso, continuamos
mirando y vemos que, en lugar de salir de la iglesia una novia de blanco, sale un ataúd. Con esta
última información nos damos cuenta de que la mujer estaba llorando por el dolor ante la
pérdida de un ser querido; y con estos datos, corregimos la inferencia, y damos un sentido a lo
que vemos.
En resumen, categorizamos lo que vemos para darle un marco de referencia a lo
observado; luego caracterizamos a las personas que actúan para asignarles determinada
personalidad, y finalmente, con más información podemos hacer algunas correcciones a
nuestras inferencias o confirmarlas. Si en el ejemplo anterior hubiera salido efectivamente una
novia de la iglesia, nos hubiéramos ido con la primera percepción que tuvimos de la mujer
sensible. Pero claro que también puede ocurrir que por falta de tiempo u otras razones, no
lleguemos a percibir alguna información útil (por ejemplo, porque el colectivo arrancó y no
llegamos a ver la salida del ataúd) con lo cual, nos quedaremos con la inferencia de las dos
primeras etapas y nos iremos pensando que la mujer lloraba por la boda. Esto nos permite
concluir que si nos falta información, es probable que no tengamos suficientes recursos para
corregir nuestras apreciaciones iniciales, y en consecuencia, podemos cometer errores en
nuestra percepción, tal como suele ocurrir cuando sacamos conclusiones apresuradas sobre
personas o situaciones, que luego los hechos nos demuestran lo errados que estuvimos en
nuestros juicios.
Distinguiendo causas internas o externas
Al vivir en sociedad nos vamos haciendo expertos en comprender nuestro entorno a
partir de pocos elementos, por ejemplo, si estamos en nuestra casa y escuchamos que en el piso
de arriba hay ruidos de platos rotos y que nuestra vecina grita de dolor, es posible que
acudamos en su ayuda, claro que todo sería distinto si nuestra vecina tuviera por costumbre
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romper platos y gritar como loca. En este caso, posiblemente, lo que haríamos sería llamar al
manicomio.
Como vemos, no respondemos a los estímulos siempre del mismo modo, y ello se debe a
que en nuestros procesos de atribución de causas de lo que percibimos, aprendemos a inferir si
las razones de las conductas que percibimos son producto de la personalidad del sujeto (es
decir, causas internas) o de la situación en la que se encuentra (causas externas). Al distinguir
causas internas de externas, podemos comprender mejor al otro, pues, muchas veces, las
personas son llevadas a decir/hacer cosas debido a las circunstancias, y otras, porque es parte
de su personalidad actuar de ese modo.
Veamos otro ejemplo. Imaginemos que nuestra amiga María ríe mientras ve una
película. Frente a ello tenemos dos elecciones a la hora de decidir qué causó su risa:
(1) podría estar causada por la propia personalidad de María, que tiene un gran sentido
del humor y se ríe por todo
(2) podría estar provocada por la propia situación (la película es tan divertida que
cualquiera que la viera se reiría).
Es decir, podemos dar al menos dos interpretaciones de la conducta de María:
podríamos atribuir su risa a causas internas (su personalidad) o causa externas (la película
cómica), y por lo tanto, la pregunta es ¿cómo hace nuestra mente para dirimir esta cuestión?
Afortunadamente, lo hace sin que tomemos mucha consciencia de ello, y –para decirlo
metafóricamente– se hace preguntas tales como esta: ¿María responde así frente a todas las
comedias o exclusivamente frente a esta? Si la respuesta es que no suele reír mucho en el cine,
concluirá (y nos hará concluir) que la causa es externa, es decir, la película en sí motiva su
conducta. En cambio, si María ríe con cualquier comedia que ve, diremos que la causa es
interna, es decir, su propia personalidad es la causa de sus risas.
Con más información, podríamos afinar más o corregir nuestro conocimiento de la
situación. Por ejemplo, si la mayoría de la gente que ha visto esa comedia reacciona igual que
María, podríamos confirmar que la película ha sido la causa de las risas de María; mientras que
si solo a ella le ha parecido graciosa, podremos confirmar que María tiene un gran sentido del
humor, o ingresar en otra serie de inferencias, y pensar que tiene un “humor particular” (ácido,
negro, naif, etc.). Lo importante es que de una u otra manera, llegamos a una interpretación del
comportamiento nuestra amiga, y nuestra mente puede ahora estar tranquila porque
comprende lo que ve.
Errores frecuentes en el proceso de atribución
Hemos dicho antes que nuestros procesos de atribución de causas pueden llevarnos a
conclusiones apresuradas que nos hagan cometer errores en la interpretación del entorno o de
los otros y que ello se debe a no contar con toda la información necesaria para comprender
acabadamente lo que vemos. Pero también existen algunos errores en los que se incurre debido
a que cada uno percibe el mundo desde su perspectiva y con sesgos particulares. En este
sentido, todos estamos expuestos, en mayor o menor medida, a incurrir en alguno de los
errores de percepción que a continuación veremos:
Error fundamental de atribución: Es el más común, y se refiere a la tendencia de
explicar el comportamiento de los demás en términos de causas internas, ignorando las
externas. Por ejemplo, podría ser considerar que las personas de bajos recursos no prosperan
económicamente porque son haraganes (causa interna del sujeto) es olvidar o ignorar que
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carecen de las mismas oportunidades que las personas de sectores sociales más acomodados,
tales como el acceso a una mejor alimentación, contención familiar y educación en su infancia
(causas externas).
Pero, cuidado, se cae en el mismo error cuando a una persona exitosa se le atribuye
todo el mérito de sus logros a ella misma (causas internas), olvidando todo el contexto que
contribuyó para ello (familia de origen, contactos, oportunidades, etc.).
En la Facultad de Derecho de la UBA se pudo determinar que el perfil individualista del
alumno no obedece a causas internas sino externas. En efecto, es la propia estructura de la
carrera (pocas horas de cursada, escasos trabajos grupales, dificultad para anotarse en las
mismas materias con los mismos compañeros, corte por promedio, etc.) la que influye en la
configuración de su forma de ser en la facultad.
En ambos casos, el error se produce porque tendemos a percibir que los demás actúan
como lo hacen porque “son ese tipo de persona”, y omitimos ponderar muchos otros factores
que pueden influir en su comportamiento. Cuando observamos el comportamiento de una
persona, nos concentramos en su conducta como si fuera un primer plano, mientras que el
contexto se desvanece como un fondo, y por ende, no lo tomamos en cuenta.
En el campo del derecho, cuando una sentencia afirma que el acusado es autor material
y responsable de los hechos que se le imputan, es evidente que la ley está formulada en
términos tales que se entiende que el sujeto es la causa fundamental de sus actos. Pero, por lo
visto hasta aquí, podríamos decir que la ley está sesgada hacia el determinismo intrínseco de la
conducta cometiendo el error fundamental de atribución de causas. Quizás parte de la
explicación se deba que todos hemos sido socializados a percibir y atribuir la causalidad
interna del delito, más que a la causalidad externa proveniente de los factores contextuales. Las
consecuencias de operar a partir de un sesgo cognitivo como este redunda en que se atribuye al
condenado una culpabilidad intrínseca, lo que indefectiblemente va asociado a atribuirle
maldad y anormalidad como esencia de su persona, de manera que en muchos imaginarios, la
mejor medida será la de la vigilancia estrecha, la contención, y en lo posible su eliminación; y
muy en segundo plano se encuentra la idea sincera de la rehabilitación, pues pocos son
quienes lo creen posible, generando así una suerte de profecía de autocumplimiento. Es decir,
si tratamos a la personas como delincuentes incapaces de cambiar, este no cambiará.
En definitiva, lo dicho nos permite apreciar que las leyes están sesgadas hacia este error
de atribución de causas, tanto las penales que intentan regular la conducta, como así también
las asistenciales que crean programas sociales de ayuda económica, por ejemplo. En todas ellas,
se considera al individuo como un ser que actúa en el mundo desde un deseo consciente y
voluntario y, por lo tanto, absoluto y único responsable de lo que hace y lo que le ocurre. Si bien
es cierto, desde una perspectiva psicológica no puede perderse de vista que la conducta
humana está determinada en parte por las circunstancias y el aprendizaje. Es decir, el joven
que se cría en un ambiente delictivo tiene más probabilidades de violar la ley que quien se
socializa en un ámbito de respeto a la ley; del mismo modo que el que se cría en un ambiente de
padres universitarios tiene más probabilidades de hacer una carrera. En ambos casos la
voluntad de actuar es del sujeto, pero sería una mirada acotada no evaluar la influencia del
entorno en la toma de decisiones del comportamiento.
Efecto actor-observador: Es una tendencia bastante común que nos lleva a explicar los
comportamientos de los otros a partir de causas internas, mientras que los propios se explican
a partir de causa externas. Es parecido al anterior solo que cuando nos ocurren las cosas, le
echamos la culpa al otro o al entorno. Por ejemplo, si vemos a alguien tropezar con un pozo en
la vereda, lo atribuimos que es un distraído, mientras que si nos ocurre a nosotros, culparemos
al mal estado de las aceras o al jefe de gobierno; es decir, externalizamos la causa.
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Hipótesis del mundo justo: Solemos pensar que las cosas malas les suceden a las
personas que son malas, justificando de este modo los hechos y atribuyéndole cierto rasgo de
personalidad al otro (su maldad, por ejemplo). Si le ocurrió una calamidad a alguien debe ser
porque es malo, y queda demostrado que es malo, porque le ocurrió dicha calamidad. El mismo
error de atribución puede tener signo contrario, es decir, pensar que las cosas malas no les
sucederán a las personas buenas. Como nuestra mente suele caer en este error sin darse
cuenta, nos cuesta comprender por qué a personas que consideramos buenas les ocurren
tragedias, grandes pérdidas, etc. Lo que pasa es que este error nos impide percibir que, en
realidad, las fatalidades ocurren, con independencia de la ética del individuo (o de la
comunidad) sobre el que recaen. Otros ejemplos de este sesgo, pueden señalar que las personas
que creen en un mundo justo tendrían más probabilidad de creer que las víctimas de abusos
sexuales han debido comportarse de manera seductora, las mujeres maltratadas tuvieron que
merecer los golpes, que las personas enfermas se han causado su enfermedad con sus actos o que
los pobres se han buscado su pobreza, todo porque el mundo es justo y pone a cada uno en su
sitio.
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Efecto amor propio: Otra tendencia muy común es atribuir causas internas a nuestros
resultados positivos, y externas a los negativos. El ejemplo típico será el de aquel estudiante
que al reprobar un examen busca atribuir su fracaso a la dificultad de las preguntas o a la mala
suerte; mientras que si lo aprueba, difícilmente diría que se sacó buena nota porque el examen
era muy fácil o porque tuvo buena suerte; por lo general, se atribuirá todo el mérito. Los
psicólogos sociales han investigado por qué tenemos esta tendencia, y han descubierto que se
debe a que ella cumple una función de protección de nuestra autoestima, y satisface nuestro
deseo de parecer buenos ante los demás y ante nosotros mismos.
Efecto halo: Es la tendencia a considerar que una persona es buena en determinada
actividad es normalmente considerada, que también lo será en otras actividades, incluso si los
dos tópicos no están relacionados. Muchas marcas comerciales y políticos usan personas
famosas para lograr esta transferencia de virtudes de un campo a otro, por medio del efecto
halo.
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Las leyes gestálticas de la percepción y más errores de percepción
Hacia finales del siglo XIX un grupo de psicólogos alemanes
propusieron una nueva teoría sobre la percepción que denominaron
gestáltica. Se trata de una teoría que estudia la forma en que
percibimos y demuestra que la construcción de imágenes en nuestra
mente depende de ciertas leyes que rigen la percepción de las formas.
Estas leyes de la percepción fueron enunciadas por los psicólogos Max
Wertheimer, Wolfgang Köhler y Kurt Koffka, y la idea central de su
teorías es que el cerebro humano organiza las percepciones como
totalidades, es decir, tiende a armar imágenes conocidas a partir de lo
que percibe. En la figura de la derecha, se ve un triángulo, pero en
realidad, eso es la resultante de límites de otras figuras. En rigor, allí
no hay dibujado ningún triángulo, aunque en su mente, sí, y por eso, le hace “ver” un triángulo.
Si miramos la figura que se parece a una copa, podremos notar que si nos concentramos
en el fondo blanco, en vez de hacerlo sobre la figura negra podremos ver otra cosa, este caso,
“dos caras de perfil enfrentadas”. Ello ocurre porque la mente está sujeta a una de las
principales leyes gestálticas denominada “figura y fondo”, la cual sostiene que cuando vemos la
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imagen de un objeto, se debe a que nuestra mente lo ha recortado
del fondo, y lo destaca en primer plano. Lo que no podremos hacer
es ver ambas imágenes a la misma vez, pues nuestra mente no
puede determinar cuál es el fondo y cuál es la figura, así que
nuestro cerebro nos hará ver una cosa y la otra intermitentemente.
Pruebe hacerlo si quiere.
Lo que interesa a estos estudios es la forma en que nuestra
mente ordena lo que vemos, es decir, cómo organizamos y
completamos las imágenes de los objetos que percibimos a partir de
los fragmentos de información que poseemos.
Otro principio gestáltico que se vincula con la percepción es
el de límite. En el mundo real existen límites reales, pero también límites que crea nuestra
mente para completar imágenes que observa. Por ejemplo, en la figura supuestamente
triangular del comienzo podemos apreciar cómo completamos las aristas del triángulo
faltantes en nuestra mente. Se trata de la Ley de cierre, y explica que tendemos a completar las
formas incompletas para hacerlas comprensibles a nuestra percepción.
Finalmente La Ilusión Ponzo de la derecha nos muestra una
imagen que semeja a una vía de tren. Si le preguntaran cuál de las
líneas horizontales es más corta ¿qué diría? La respuesta parece obvia,
la inferior. Sin embargo, las dos miden lo mismo. Lo que ha ocurrido es
que nuestra mente, al ver este dibujo que se parece a una vía de tren,
ha interpretado que: dado que las dos líneas negras horizontales
parecen iguales, y que la de arriba estaría más lejos (por ilusión
óptica), solo puede ocurrir debido a que esta debe ser más grande, y
así nos lo hace ver (o creer).
En definitiva, lo que demuestran todos estos ejemplos es que
percibimos la realidad de manera poco neutral, objetiva o “tal como
es”. En general, construimos imágenes, completamos formas o
consideramos distintas líneas que en realidad son iguales. Lo que enseña esta escuela de
pensamiento es que, así como agrandamos o achicamos líneas en nuestra mente, también
hacemos lo mismo con temores, angustias, remordimientos, y además, así como inventamos
objetos (el triángulo que vimos al principio, la copa, etc.), también solemos inventar
información para que los sucesos se adecuen a nuestra forma de ver el mundo.
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Capítulo 4
Cognición social
Temas del capítulo
 Cómo influyen nuestros esquemas mentales en nuestra percepción del mundo.
 Cómo procesamos, almacenamos y recordamos la información que recibimos.
 Cómo influyen nuestras emociones en el conocimiento del mundo.
I. La cognición social
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El mundo que nos rodea es de una absoluta complejidad; si fuéramos computadoras,
deberíamos procesar una cantidad de información tan grande que colapsaríamos. Sin embargo,
nuestro cerebro lo hace bastante bien y sin sucumbir; de hecho, procesa 400.000 millones de
bites de información por segundo, pero afortunadamente solo somos conscientes de unos 2000,
es decir, percibimos un 0,0000005% de la realidad, y con eso vivimos, interactuamos con los
demás, los comprendemos y nos hacemos entender.
Queda claro, entonces, que el mundo que nos rodea bombardea a nuestros sentidos, y
por ende, algo tan sencillo como que nos presenten a alguien exige que nuestra mente escoja
determinadas partes de información y descarte otras. La presencia del otro suministra mucha
información (la ropa, el aseo, su forma de mirar, de hablar, su oficio, etc.) y nuestro sistema
perceptivo se encarga de filtrar aquella información que resulta más relevante; luego, esta
información es ordenada, introduciendo lo más importante en la memoria y descartando el
resto. Por ejemplo, es posible que si nos presentan a un biólogo marino, recordemos su
nombre, su aspecto y su profesión, pero que olvidemos de qué color eran sus zapatos.
Asimismo, cuando volvamos a ver a esta persona, no necesitaremos que nos digan nuevamente
quién es, sino que lo recordaremos, conjuntamente con otra información que también
habremos asociado durante el primer encuentro (su simpatía, mal carácter, conversación
interesante, etc.), y así podremos predecir sus comportamientos.
Todas estas tareas las hace nuestra mente sin que tengamos mucha consciencia, y lo
logra por medio de diversos procesos mentales que se encargan de procesar, recordar y utilizar
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la información sobre el mundo social. A este tipo de procesos los llamaremos procesos
cognitivos, y en este capítulo nos dedicaremos a estudiar la manera en que la gente procesa
la información social, en particular cómo la almacena en la memoria y la usa para
desenvolverse en diversas situaciones sociales.
Por ejemplo, si nos preguntamos ¿en qué autobús puedo llegar al Obelisco de Buenos
Aires? Y pensamos en la respuesta, se debe a que nuestra mente ha realizado un proceso
cognitivo, el cual vinculó la información que alguna vez incorporamos a nuestra memoria sobre
el recorrido de diversos colectivos, tratando de identificar aquellos que pasan por el Obelisco, y
también, evaluando cuál de estos está más cerca del lugar donde estamos parados haciéndonos
la pregunta.
Claro que también puede ocurrir que nuestra memoria no tenga el recuerdo de los
colectivos que van al Obelisco, y por ende, la respuesta será un interrogante, una duda. Sin
embargo, otro proceso cognitivo interior vinculará información para ayudarnos a resolver
nuestro interrogante o necesidad, y surgirá en nosotros el recuerdo de que en casos como este
se le puede preguntar a la gente cómo llegar a tal lugar. En definitiva, los procesos cognitivos
son todos los procesos que lleva a cabo nuestra mente con la información que vamos
incorporando durante nuestra vida, ya sean números de colectivos, leyes, experiencias,
técnicas, etc. En particular, nos interesará estudiar la cognición social, es decir, la manera en
que la gente procesa la información social, ya sea cómo almacena la información en su
memoria, como así también los diversos mecanismos mentales que tienen la psiquis para que
las personas nos conduzcamos en este mundo de continuas interacciones sociales.
II. La memoria
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La memoria es una función cerebral que nos ayuda a vivir en sociedad. Nos permite
recordar los nombres de personas, sus direcciones, los peligros y las oportunidades, etc. Se
alimenta de lo que vamos viviendo a diario, y resulta un elemento fundamental de todo
aprendizaje, razón por la cual en la educación primaria se insiste tanto con estimularla. Pero,
como hemos dicho, el mundo cotidiano que nos rodea nos bombardea con información y
nuestra mente debe filtrar la realidad permitiendo ser consciente y guardando solo de una
parte. Por ello nuestra atención se focaliza en lo que, de alguna manera, se vincule con nuestros
intereses o que resulten extraños, ya sean temas que nos llamen la atención por su
particularidad o situaciones de peligro, donde el principal interés es la subsistencia. De todo lo
que percibimos, no almacenamos todo en nuestra memoria, sino que aquí se produce un
segundo proceso de selección. Nuestra mente evalúa qué cosas son importantes recordar para
algún uso futuro y cuáles no. Finalmente, cuando queremos recordar la información
almacenada, acudimos a proceso memorísticos para traer a la consciencia los recuerdos
almacenados y utilizarlos.
Vista así, la memoria es una función cerebral que nos permite almacenar y recuperar la
información que nos ha llamado la atención para utilizarla en el futuro. La atención no es una
función de la memoria sino del sistema perceptual, pero es fundamental para la incorporación
de información del entorno. Con ella nos referimos a lo que captamos de la realidad que nos ha
llamado la atención, y lo hacemos por medio de los sentidos, y por lo general, solemos prestar
mayor atención a las cosas de nuestro entorno cercano, como así también a características y
comportamiento de las personas de acuerdo a nuestros intereses. Por ejemplo, suele ocurrir
que cuando en una pareja, la mujer queda embarazada, ambos miembros comienzan a ver por
la calle que hay muchas mujeres embarazadas, y hasta llegan a creer que se ha incrementado la
tasa de natalidad. Pero lo que en realidad ocurrió es que se ha incrementado su nivel de
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atención hacia cuestiones vinculadas con el embarazo, que antes les pasaban desapercibidas
por no ser una cuestión que les suscitase interés. Otro ejemplo podría ser presenciar un hecho
extraño de camino al trabajo, la ruptura de la cotidianeidad hará que ese hecho quede
registrado en la memoria porque habrá captado nuestra atención.
El segundo paso será la codificación de la información percibida. Se refiere a una etapa
en que la información es preparada para almacenarse, y esta preparación consiste en que el
cerebro identifica qué tipo de información es (un sonido, una imagen, un concepto, etc.), y con
ello, la memoria codifica (ordena) a cada estímulo según categorías y luego lo almacena en el
área correspondiente.
Finalmente, la recuperación.
Se trata de los procesos por medio
ATENCIÓN
de los cuales recordamos las cosas.
Lo que ocurre en el entorno
CODIFICACIÓN
Muchas veces una palabra nos
puede llamar —o no—
La información que se capta
nuestra atención.
es organizada según su
puede hacer recordar una canción,
Ello dependerá de varios
fuente (imagenes,
factores, tal como nuestros
o bien algo que vemos durante el
sonidos,hechos, etc)
intereses, lo novedoso de lo
día nos recuerda el sueño que
que vemos, etc.
tuvimos anoche. La recuperación es
la
encargada
de
hacernos
conscientes los recuerdos, y actúa
por medio de estímulos externos y
también por esfuerzos propios que
hace el sujeto por recordar lo
pasado (estímulo interno).
RECUPERACIÓN
ALMACENAMIENTO
Son los procesos
Ahora
bien,
hemos
Se guarda la ifnromación
automáticos o voluntarios por
descripto las fases que tienen el
codificada para su posterior
medio de los cuales se
uso
recupera o recuerda la
proceso
de
memorización.
información almacenada.
Centrémonos ahora en cómo se
procesa
específicamente
la
información en nuestro cerebro.
La memoria no es algo etéreo o fantasmal, sino un complejo sistema de interconexión
de neuronas que trabajan en nuestro cerebro. Las neuronas son las encargadas tanto de
almacenar como de recuperar la información guardada por medio de contactos llamados
sinapsis. Se sabe que trabajan en red, es decir, que todo se encuentra interconectado con todo,
y por lo tanto, lo que entendemos por memoria no se encuentra en un lugar específico del
cerebro, sino que está diseminada por distintas localizaciones especializadas. Así, mientras que
en algunas regiones del córtex temporal están almacenados los recuerdos de la infancia, en el
hemisferio derecho se guardan los significados de las palabras, mientras que los datos del
aprendizaje se almacenan en el córtex pareto-temporal. Por su parte, los lóbulos frontales se
dedican a organizar la percepción y el pensamiento, y finalmente, muchos de nuestros
comportamientos automáticos, como el mantener el equilibrio, caminar, etc., están
almacenados en el cerebelo.
Siguiendo el modelo explicativo de la memoria de Atkinson y Shiffrin (Ruiz Vargas,
1991) suele distinguirse al menos tres tipos de memoria, la sensorial, la de corto plazo y la de
largo plazo.
La memoria sensorial es la que recibe los estímulos del entorno y se almacenan en un
primer momento en el registro sensorial. Se trata de un almacenaje muy breve; es sólo una
impresión o copia muy fiel de lo percibido que inmediatamente se desvanece se no es
almacenada por la memoria de corto plazo. Por ejemplo, si estamos percibiendo este libro y
cerramos los ojos, la imagen no se desvanece inmediatamente sino que podemos reproducirla
un instante y luego, si, se irá disipando. Lo mismo podría ocurrir con un sonido. En definitiva, la
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memoria sensorial es la vía de acceso de la información del entorno que se retiene sin
vincularla con otros elementos otros elementos de la psique (recuerdos, emociones, etc). Se
trata de un proceso fundamentalmente biológico donde la información se diluye rápidamente a
no ser que sea procesada en la memoria a corto plazo.
Las otras dos memorias con que cuenta el aparato psíquico se diferencian por su
capacidad: memoria de corto plazo y de largo plazo. La primera es la que empleamos
cotidianamente para recordar datos, nombres, lecciones, rostros y demás información
necesaria para la interacción cotidiana. Se trata de una memoria de corto plazo, porque como
no es información que se juzga relevante de conservar y solemos emplearla pocas veces, al
poco tiempo de usarla, se la olvida para dejar espacio libre para obtener y utilizar nuevos datos.
¿Recuerda el número de aula en la que cursó su primera materia de la Universidad?
Seguramente en el momento de cursar sí lo recordaba, pero en la actualidad es probable que
no, pues salvo que por alguna circunstancia particular haya quedado plasmado en la memoria
dicho número, en la mayoría de los casos, esa información seguramente desapareció.
Contrariamente a ella, la memoria de largo plazo es mucho más duradera ya que
almacena prácticamente durante toda nuestra vida los recuerdos de experiencias pasadas. La
existencia de estos dos tipos de memoria ha sido fácilmente comprobada con el hecho de
personas ancianas que, si bien pueden recordar nombres, fechas y sucesos de su infancia a la
perfección, tal vez no puedan recordar el apellido del médico que los atendió hace media hora.
Lo que suele fallar en estos casos no es la memoria en sí, sino la memoria de corto plazo, la de
largo plazo funciona prácticamente toda la vida.
Memoria de corto plazo (u operativa)
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Como vemos, la memoria de corto plazo también se la denomina memoria operativa,
pues sirve para operar e interactuar en el mundo inmediato. Tiene una capacidad limitada: solo
puede memorar entre 2 y 7 elementos (palabras, objetos, sonidos, etc.) que se retendrán con
una duración de entre 10 a 20 10 segundos si no se ve reforzados para ser recordados. Si ello
no ocurre, se diluirá el contenido paulatinamente hasta desaparecer por completo. El refuerzo
al que nos referimos puede ser que el sujeto se esfuerce en intentar mantener la información
(p.ej. repetir hacia adentro una dirección o un nombre que no desea). En este caso, el refuerzo
hace que la información de la memoria de corto plazo permanezca por más tiempo, y
eventualmente, que el cerebro interprete que la información es importante, y la guarde en la
memoria de largo plazo, pudiendo ser recuperada en otro momento más lejano en el tiempo.
Pero si no hay refuerzo o voluntad de retener, y la información no parece ser importante o
impactante, indefectiblemente desaparecerá para dejar lugar a nueva información que el sujeto
necesite almacenar más adelante en sus nuevas necesidades sociales.
Memoria a largo plazo
Contrariamente a la memoria de corto plazo que es una suerte de vigía siempre
despierto que nos ayuda a interactuar en el mundo, también necesitamos de un sistema de
memoria que retenga por más tiempo la información. Aquí es donde encontramos la memoria a
largo plazo. Se trata de un almacén de datos en el que se guardan las experiencias vividas, los
conocimientos sobre el mundo, imágenes, conceptos, etc. Es la base de datos personal de cada
individuo que se alimenta de lo que registra y almacena nuestra memoria de corto plazo y que
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envía a la memoria de largo plazo porque se ha juzgado importante –consciente o
inconscientemente– conservar esa información para eventualmente utilizarla posteriormente.
La memoria de largo plazo se divide en dos: la memoria declarativa (explícita) y la
memoria procedimental (implícita). La primera es aquella en la que se conserva la información
sobre hechos, y la segunda almacena información sobre cómo hacer las cosas, y su puesta en
marcha tiene lugar de manera inconsciente o automática.
A su vez, la memoria declarativa se subdivide en la memoria episódica, que es la que
contiene los recuerdos sobre el mundo y sobre las experiencias vividas por cada persona en él,
y la memoria semántica, que es un almacén de conocimientos acerca de los significados de las
palabras y de las relaciones de estos significados, es una suerte de diccionario mental. La
diferencia de estas memorias explica por qué una persona con amnesia puede recordar cómo
hablar, aunque no episodios pasados.
Como es de esperar, la memoria semántica es más objetiva, pues un triángulo es una
figura geométrica que todas las personas saben lo que es, ya que ya que todas almacenan
definiciones similares en su memoria (figura de tres lados, por ejemplo). Sin embargo, no
ocurre lo mismo con un hecho que pudieran haber presenciado varias personas y que se
almacena en la memoria episódica. En efecto, tal como lo sabe la psicología jurídica, dos
personas que vieron un mismo acontecimiento, tal vez, describan lo ocurrido de maneras
distintas, ya sea porque prestaron atención a cosas diversas, y por lo tanto, registraron en su
memoria el suceso de un modo particular, o bien porque en la reconstrucción del recuerdo
agregaron inconscientemente elementos que en la escena original no existían, se vieron
influenciadas por el entorno, cambiaron de lugar objetos o personas, etc. De ahí la subjetividad
de esta memoria episódica, y como veremos, el punto es sumamente importante en el ámbito
judicial donde suele apelarse a estar memoria de víctimas y testigos.
Finalmente, otra diferencia entre memoria episódica y semántica es que los recuerdos
contenidos en la memoria episódica son organizados de acuerdo con parámetros espaciotemporales, es decir, los sucesos que se recuerdan representan los momentos y lugares donde
ocurrieron. En cambio, la memoria semántica organiza y recupera la información de un modo
distinto, dado que el recuerdo semántico se elabora a partir de relaciones entre los conceptos
que se encuentran almacenados en función de su significado. Por ejemplo, si le preguntan ¿una
tenaza es una herramienta o un instrumento musical? Seguramente dirá que una herramienta,
y para ello no debe haberle sido necesario acudir a ningún recuerdo de la experiencia, sino que,
conceptualmente, sabía/recordaba que es una herramienta.
Hasta aquí vimos la memoria declarativa y sus divisiones. Pasemos ahora a analizar la
memoria procedimental (o implícita).
Mientras que la memoria declarativa se encarga de recuerdos y conceptos, la memoria
procedimental es una suerte de sistema de ejecución de prácticas cotidianas que han sido
aprendidas en el pasado y que luego se activan de modo automático ante una situación
determinada (escribir, conducir un auto, hacer un cálculo mental, etc.). El aprendizaje de estas
habilidades depende de la cantidad de tiempo empleado en aprenderlas y practicarlas. Cuando
el individuo las domina por completo, pueden convertirse en automáticas. Pero para que ello
ocurra, se requiere que se haya logrado llevarlas a cabo de un modo tan natural que no
demanden demasiados recursos cognitivos, de manera que la atención pueda emplearse en
otras tareas (p.ej. caminar se lleva a cabo tan naturalmente que nos permite ir mirando
vidrieras o hablando por teléfono; conducir, en algunas personas también; etc.). En definitiva,
solo cuando una tarea se juzga que se desarrolla sin necesidad de mayores atenciones, se
produce un relajamiento en el control de la ejecución lo que permite que surja la automaticidad
casi inconsciente. De allí su nombre de memoria implícita, puesto que cuando dominamos una
tarea, casi no somos conscientes de cómo hacemos para hacerla, nos sale sola, y hasta es difícil
explicarle a otro cómo lo hacemos.
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Cabe señalar que muchos accidentes, circulando a pie o en automóvil, o trabajando con
máquinas peligrosas, se producen por esta confianza que no siempre es bien evaluada por
nuestro aparato cognitivo que abandona la atención juzgando que la habilidad se encuentra
dominada automáticamente.
El olvido y los errores de la memoria
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Si bien olvidar las cosas es algo que a muchas personas les preocupa y les genera
problemas, en realidad, el olvido no es otra cosa que una función más de la memoria. Sin él, el
sistema de la memoria a corto plazo colapsaría, de manera que en algún sentido se trata de una
función de depuración del almacén de memoria, donde se elimina la información que se ha
juzgado que no es relevante mantener como, así también, un sistema de protección de
recuerdos traumáticos almacenados en la memoria de largo plazo.
El olvido suele presentarse en, al menos, tres situaciones:
Caducidad: la información almacenada puede ir diluyéndose con el paso del tiempo,
sobre todo en la de corto plazo, que es la que menor capacidad de retención y acumulación
posee, se satura pronto, y solo sirve para la cotidianeidad. Lo que no es admisible que ocurra es
que se diluyan los recuerdos almacenados en la memoria a largo plazo, debido a que su
capacidad es prácticamente ilimitada. No en vano se afirma que los recuerdos se conservan de
por vida (de hecho los ancianos dan cuenta de ello), y lo que falla es el modo de acceder a ellos.
Problemas de acceso: la dificultad de acceder a los recuerdos o a cualquier tipo de
información almacenada en la memoria puede deberse a trastornos mentales como la amnesia,
pero es mucho más frecuente que os problemas de memoria se produzcan al atravesar alguna
situación de estrés (laboral, doméstico, maternidad, etc.), ya que bajo presión, el cuerpo
produce hormonas (glucocorticoides) que bloquean la función de acceso a la memoria. No debe
olvidarse que la memoria, por más abstracta que parezca, se genera por procesos químicos que
desarrollan las neuronas, de manera que una alteración de la química del cuerpo afecta su
desenvolvimiento.
Eliminación: otra función del olvido es proteger el aparato psíquico de los individuos,
no ya del colapso, sino de los recuerdos de situaciones traumáticas o angustiantes, eliminando
los sucesos dolorosos, ya sea elaborándolos y olvidándolos, o reprimiéndolos a la consciencia.
Pero, además del olvido, también encontramos el error en el recuerdo, no ya por
incapacidad para acceder a él, sino por inexactitud en su reproducción. Dentro de estos
supuestos encontraremos:
Atribuciones erróneas: por ejemplo, confundir a una persona con otra o acusar a un
inocente bajo la firme creencia de que esa persona ha sido quien cometió el delito investigado;
invertir las cosas en el recuerdo, inventar información para completar la escena, etc.
La sugestión: puesto que los recuerdos son reconstrucciones que hace la mente a partir
de los diversos almacenes de memoria, en esa tarea de elaboración del recuerdo, los terceros,
aun sin darse cuenta, pueden influir aportando alguna sugerencia o comentario que la persona
puede incorporar a su recuerdo con la misma seguridad que tienen sobre otras partes de su
relato. El ejemplo típico es cuando un grupo de personas fue víctima de un asalto, y luego del
atraco, cuando las víctimas hablan entre ellas, una afirma que el atacante tenía campera gris
(cuando en realidad era verde, por ejemplo). Es posible que esto, escuchado por los demás,
arme en su recuerdo este color de campera, y que en la declaración policial todos confirmen
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este dato. Lo mismo puede pasar con la etnia o la edad del atacante. Las investigaciones
demuestran que este error es uno de los más comunes en psicología del testimonio.
Los sesgos: se producen cuando el recuerdo se ve influido por el estado de ánimo
actual, la ideología, los prejuicios, etc. que hacen recordar algunas cosas y otras no. De este
modo, las personas fanáticas de un partido político pueden recordar solo lo bueno de la gestión
de su partido, olvidando (sinceramente) los malos momentos. Lo mismo ocurre con algunos
hinchas de un equipo de fútbol. Son sesgos del recuerdo que solo recuerda lo que no afecta a la
autoestima, de manera que cumplen una función de protección.
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III. Esquemas mentales para mantener y utilizar la
información social
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Nuestra memoria es un almacén de recuerdos que nos permiten conducirnos
adaptadamente en el mundo social, y es gracia a ello que en la vida cotidiana, solemos
darnos cuenta de lo que ocurre a nuestro alrededor bastante rápido, y sin necesidad de que
nadie nos lo explique. En la mayoría de las veces comprendemos lo que ocurre y cómo debemos
actuar en cada caso ya que hay algo en nosotros que sabe cómo hacerlo. Por ejemplo, si
estamos viajando en colectivo (autobús) y sube una mujer embarazada, sabemos que debemos
cederle el asiento. También sabemos que los hombres deben “dar el asiento” antes que las
mujeres, y los hombres jóvenes antes que los ancianos. Y aunque algunas personas se hagan las
distraídas, todos sabemos que ese es el comportamiento esperado. Por ello, en la mayoría de
los casos, la decisión de ceder el asiento es algo que se hace de manera automática. Actuar de
este modo se explica porque muchas normas sociales las hemos aprendido en el hogar y la
escuela, como así también, por haber vivido situaciones anteriores en las que se pudo ver como
se comportaba la gente. Estas circunstancias de nuestra biografía son las que han construido en
nuestra psiquis una suerte de esquema mental que nos permite, no solo comprender las
diversas situaciones de la vida diaria, sino también, saber cómo actuar en cada una de ellas.
Todos contamos con diversos esquemas mentales que nos ayudan a interpretar lo que
ocurre en diversas situaciones de la vida cotidiana y nos indican cómo debemos comportarnos
en ellas. Cuando estos esquemas se activan, son los que nos permiten decidir rápidamente y sin
esfuerzo como actuar. En el ejemplo anterior, diríamos que se habría activado en cuanto vimos
subir al colectivo a la mujer embarazada, y el esquema mental fue el encargado de que, sin
pensarlo mucho, hubiéramos tomado la decisión del levantarnos del asiento; con lo cual —y
esto es muy importante— también nos protegió de pasar un mal momento de ser señalados
como unos maleducados o insensibles por el resto de los pasajeros.
Vemos así como los esquemas mentales son procesos cognitivos que vinculan
información obrante en nuestra mente para permitirnos actuar en nuestro medio de la manera
más adecuada de acuerdo a nuestros intereses, ya sea por no pasar papelones en el colectivo,
pero también, para saber cómo comportarnos en una reunión de trabajo, durante un asalto,
una fiesta y demás ámbitos de interacción social.
Tipos de esquemas: personas, roles y guiones
A grandes rasgos, diremos que los seres humanos poseemos tres tipos de esquemas
mentales a los cuales acudimos para guiarnos en el mundo: (a) esquemas de personas, (b)
esquemas de rol y (c) esquemas de situaciones. Veamos en qué circunstancias se suelen activar
cada uno de ellos.
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Hemos dicho en ejemplos anteriores que cuando vemos o interactuamos con una
persona, no solo escuchamos lo que nos dice, sino que también percibimos la información que
transmite su vestimenta, su corte de pelo, su forma de andar y de hablar, etc. Ahora bien, aquí
agregaremos que en función de esta información, la catalogaremos dentro de alguno de
nuestros esquemas mentales de personas, y a partir de ahí, interpretaremos sus palabras y
comportamientos. Por ejemplo, si nos presentan a un individuo que continuamente habla de su
equipo de fútbol, que discute agresivamente cualquier punto que ataque a su club y que
justifica la muerte de hinchas del equipo contrario, es posible que rápidamente comprendamos
que estamos ante un fanático, y al caracterizar su personalidad bajo este rótulo, asociemos a él
muchas conductas que esperamos de los fanáticos. Por eso, no nos sorprenderá cuando nos
diga que se fue un fin de semana a Brasil solo a ver a su equipo, o que el primer regalo que le
hizo a su hijo fue asociarlo al club. Lo que sí nos hubiera sorprendido es que nos dijera que le
parecía mejor dejar que su hijo eligiera libremente el club de sus amores cuando sea grande.
También interpretamos el mundo social a partir de nuestros esquemas de rol. Estos se
forman a partir de incorporar la información correspondiente acerca de cómo las personas
generalmente realizan sus roles sociales. Por ejemplo, el esquema de rol de profesores está
asociado a que esperemos de ellos que sean correctos en sus modales, se paren frente al aula al
dar su clase y que tomen examen. No se espera que pidan dinero a sus alumnos ni que den
discursos políticos en el aula. De igual modo, los docentes tienen expectativas sobre el
comportamiento de los alumnos, las cuales generalmente incumben que estos permanezcan
sentados durante la clase, que no insulten al profesor y que no hablen por teléfono en el salón.
Los esquemas mentales de rol nos simplifican la vida al reducir al otro a un miembro de una
categoría, y asociarle diversas expectativas. Esperaremos que los médicos pediatras sean
simpáticos, que los contadores sean puntillosos y que los abogados quieran siempre tener
razón, etc. Es cierto que las personas no siempre se corresponden con los estereotipos que
pesan sobre ellas, pero nuestros esquemas de roles operan desde esta perspectiva
simplificadora, sin perjuicio de que una profundización de la relación con las personas antes
mencionadas, por ejemplo, podría permitirnos conocer al individuo detrás del rol social que
ejerce. Aunque en este caso, nuestro esquema mental se desactivaría, y surgiría otro esquema
mental para ayudarnos a formar una relación de amistad.
El tercer tipo es el esquema de situaciones o guiones, se refieren a actos o secuencias de
actos e indican lo que se espera que pase en una situación determinada. Por ejemplo, al
ingresar a un comercio, esperamos que la vendedora se acerque y nos atienda; luego, que nos
traiga la prenda que le solicitamos; y si nos gusta cómo nos queda, se espera que lo compremos
pagando por ella. Allí suele ingresar otro personaje en escena: la cajera; quien también
cumplirá su parte del guión, y nos preguntará si lo abonaremos con tarjeta o en efectivo.
Finalmente nos entregarán la compra, indicándonos que guardemos la boleta por cualquier
cambio dentro de los treinta días.
En conclusión, todos los esquemas mentales tienen como finalidad darnos seguridad
sobre mundo donde actuamos, al permitirnos saber —casi de manera intuitiva— qué esperar
de los demás, y saber cómo debemos comportarnos ante diferentes personas o situaciones. De
allí también se explique la incomodidad que sentimos cuando estamos en un lugar el cual no
sabemos cómo actuar, o ante personas antes las cuales no sabemos cómo comportarnos.
Influencia de los esquemas mentales en la cognición
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Al comenzar este apartado, mencionamos que existía una relación entre los esquemas
mentales y los procesos de cognición social. Ahora aclaremos por qué.
Hemos dicho que nuestros intereses hacen que prestemos más atención a unas cosas
más que a otras; pero también, solemos prestar mayor atención a aquellos acontecimientos o
información que resulta inconsistente o chocante con nuestros esquemas existentes. Por
ejemplo, tenemos un esquema sobre los políticos, y si de pronto vemos a uno de ellos viajar en
colectivo, nos resultará inconsistente y atraerá fuertemente nuestra atención. El hecho puede
resultarnos tan raro que posiblemente los recordaremos durante varios años. Es lógico, puesto
que los esquemas nos dicen qué debemos esperar, y los casos que no se adecuan, o son
inesperados, justamente por su inadecuación llamarán poderosamente más nuestra atención, y
luego se fijarán con mayor intensidad en nuestra memoria.
En cuanto a la codificación, se sabe que una vez formado el esquema mental, la
información nueva que se relacione con él será más fácil de almacenar en la memoria que
aquella que no lo es. Esto es fácil de comprender, por ejemplo, cuanto más vaya aprendiendo el
lector de psicología social, mayor será su a facilidad para codificar los nuevos conocimientos, al
poder vincularlos con los anteriores.
Finalmente, en cuanto a la recuperación, es decir, el recuerdo de lo almacenado, las
investigaciones han demostrado que cuando nos hallamos en situaciones en las que nos
regimos por nuestros esquemas mentales, es decir, cuando estos están activados, la
información que nos viene a la mente está determinada por ellos o al menos es relativa a ellos.
Por ello, es probable que en nuestro trabajo, tengamos activados diversos esquemas que nos
ayudan a recordar más fácilmente las cosas atinentes a nuestra labor que si intentamos
recordarlas en una playa del Caribe. En las vacaciones estos esquemas estarán desactivados –
no en vano se dice “me tomé unos días para desenchufarme”–, pero se activan otros,
posiblemente relacionados con situaciones de disfrute y relajación. Con esto es claro que las
personas que quienes no pueden relajarse ni en vacaciones, es porque van a la playa con el
esquema mental incorrecto.
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IV. Heurísticas mentales (atajos mentales)
Existe un principio básico de la cognición social, según el cual los seres humanos
tendemos a gastar la menor cantidad de energía posible para manejarnos en el mundo
(comprender el entorno material y social). No por vagancia ni indiferencia hacia los demás,
sino porque tenemos recursos cognitivos limitados y pretendemos optimizarlos para
manejarnos lo mejor posible en el mundo con el menor consumo de energía. Una forma de
hacerlo es acudiendo a ciertas estrategias mentales que empleamos para tomar decisiones
rápidas, en las cuales tomamos decisiones sobre la base de atajos mentales denominados
heurísticas (Tversky y Kahneman, 1984).
Por ejemplo, si tenemos que comprar un libro sobre derecho ambiental y no sabemos
nada sobre el tema, es probable que compremos aquel libro cuyo autor alguna vez escuchamos
que se dedicaba a esta rama del derecho; y nos inclinaremos por este aunque el anaquel ofrezca
muchos otros. En la elección de este autor conocido, muy probablemente, nos ha ayudado una
heurística, en este caso, sería que habremos considerado “lo conocido es mejor que lo
desconocido”, aunque solo sea el nombre. Sin embargo, las heurísticas son estrategias mentales
de economía de recursos, por lo tanto, si bien en general muchas personas las comparten, no
son iguales en todos los individuos. Por ejemplo, en el mismo caso anterior, alguien puede
inclinarse por escoger otro autor, motivado por el elevado precio del libro; si actúa así, es
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porque se ha dicho para sus adentros “si es más caro debe ser mejor”, y fue mediante este atajo
que decidió su compra.
En ambos ejemplos, vemos que tomamos decisiones rápidas que, sin dejar de ser
racionales, en realidad, se fundan en argumentos secundarios (familiaridad de un nombre,
previo, bella tapa, etc.). Las heurísticas operan casi como corazonadas, pero a diferencia de
estas, tienen algún grado de racionalidad, pues es cierto que las cosas buenas suelen ser caras y
que los autores que al menos escuchamos que se vinculan con el tema que nos interesa no
deben ser novatos en la materia. Pero lo cierto es de ello no tenemos la seguridad, sino que
suponemos que decidimos correctamente en función de las heurísticas empleadas.
Otras heurísticas bastantes conocidas mediante las cuales tomamos decisiones
rápidamente sobre cosas y personas: "si un alimento está en una tienda de comida sana, deber
ser sano", "si A es amigo de B, y A es buena persona, entonces B también debe serlo", etc. Debe
quedar en claro que las heurísticas no son “frases” sino formas económicas de pensamiento.
Las frases que citamos aquí son meros ejemplos de cómo nuestra mente realiza juicios de valor
sobre el entorno sin mayor profundización. En el campo jurídico, también puede notarse el uso
de las heurísticas en los jurados, quienes, cuando deben inclinarse por dirimir si el alegato de
un abogado es convincente o no, pueden incurrir en una heurística que los lleve a pensar que
“si el abogado habla con tanta seguridad, debe ser porque tiene razón y su defendido es
inocente”.
Sin perjuicio de que hemos dicho que cada persona tiene sus propios atajos mentales
(heurísticas), lo cierto es que estas pueden clasificarse tal como veremos a continuación.
Tres tipos de heurísticas
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La psicología social se ha encargado de estudiar qué móviles internos son los que
producen la mayoría de las heurísticas y han hallado que se vinculan con dos variables: a) los
recuerdos que más fácil vienen a la memoria; y b) conclusiones que se toman por analogía o
asociación. Veamos algunas de ellas.
Tomemos un ejemplo. Cuando alguien tiene que tomar una decisión sobre la compra de
un producto y el vendedor le ofrece dos marcas, un consumidor con tiempo y conocimientos
sobre el producto puede evaluar técnicamente ambos. Pero si no tiene mucho tiempo o no tiene
demasiado conocimiento sobre el producto, tomará la decisión basado en aquel cuya marca
más resuene en su memoria. Al obrar así, habría empleado una heurística de la
disponibilidad, la cual señala que cuanto más fácil de recordar sea algo, es decir, cuanto más
presente esté en la consciencia, ya sea por su familiaridad, extrañeza, etc., lo consideraremos
más importante o más verdadero (o mejor en este caso).
En el campo judicial puede presentarse en los casos en los que los testigos de un hecho
deben repetir muchas veces lo que vieron (ante la policía, fiscal, juez, etc.), van haciendo que la
historia quede cada vez más accesible en su memoria, por lo que la próxima declaración que
hagan será profundamente convincente, dado que se asiste a una heurística de la
disponibilidad, ya que se accede a la información de una manera sencilla y por lo tanto, ello
hace que el testigo esté cada vez más convencido de sus dichos, y hable con absoluta seguridad.
Otra heurística que nos facilita la toma de decisiones ocurre cuando se actúa dentro de
un grupo y se debe tomar una decisión. En estos casos, algunas personas suelen tomar la
palabra y creyendo que representan la opinión general del grupo, deciden por el grupo, con la
convicción de que existe un consenso con sus ideas. Pero si bien el creer que se tiene el apoyo
popular es un poderoso motivador, lo cierto es que muchas veces las personas no comparten
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nuestros puntos de vista o decisiones, solo que se callan o simplemente adhieren a lo decidido
porque la decisión ya está tomada. Esta heurística que hace que una persona tome decisiones
sin dar demasiadas vueltas creyendo representar lo que piensan los otros se llama heurística
del falso consenso. Se relaciona fundamentalmente con nuestra tendencia a suponer que las
otras personas comparten nuestros puntos de vista o preferencias en mayor grado de lo que de
hecho ocurre en realidad.
Diversas investigaciones citadas por Hogg y Vaughan (2010) demostraron que los
estudiantes sobrevaloran el porcentaje de estudiantes que comparten sus actitudes sobre las
drogas, el aborto y la política; creen que “todos” los jóvenes piensan lo mismo sobre estas
cuestiones, cuando la realidad es otra. Quienes explican las razones de esta tendencia
argumentan que las personas quieren creer que los otros están de acuerdo con ellos porque
esto intensifica su confianza en sus propios juicios; acciones o estilos de vida. Pero hay que
señalar que este falso consenso no opera sobre características destacadas del sujeto, es decir, la
gente que está orgullosa de alguna característica propia no considera que el resto también la
posea, sino que en ese aspecto se considera única.
La heurística de representatividades otro atajo mental por el cual evaluamos a las
personas y las cosas por su pertenencia a la categoría a la que pertenece, juzgando que posee
las características de esta. Esta heurística es la responsable de que hagamos una evaluación
rápida de una persona o un objeto basándonos en una cantidad de información bastante baja.
Un ejemplo ya sugerido es la relación entre precios y la calidad. Habitualmente asociamos por
costumbre que si un producto tiene un precio muy elevado, es porque su calidad es
excepcionalmente buena y su precio refleja eso. Ello proviene de que, habitualmente, lo bueno
es caro, pero no siempre es así.
Finalmente, trataremos la imprimación, e implica cualquier estímulo que haga
aumentar la disponibilidad de información a la que accede la mente para comprender el
entorno. Por ejemplo, suele ocurrirles a los estudiantes de medicina que cuando comienzan a
cursar su carrera, empiezan a sospechar que ellos, sus amigos o sus parientes están sufriendo
algún tipo de enfermedad de las que estudiaron en la Facultad. Así, es probable que un simple
dolor de cabeza los lleve a suponer que tienen un tumor cerebral o un posible ACV. A esto se lo
conoce como “síndrome del estudiante de medicina”, y se produce porque en sus materias, los
alumnos se encuentran continuamente recibiendo información sobre enfermedades, con lo que
ante la mínima dolencia, ésa es la información que mayor disponibilidad llevan a la mente. Otro
ejemplo de imprimación es el estímulo que provoca en las personas ver películas de terror, ya
que después de verla, la información sobre asesinos y demonios está muy disponible para ser
empleada, por lo que cualquier sombra o ruido que se produzca en la casa –y que antes hubiera
pasado inadvertido– ahora se convierte en una fuente de pánico y terror que lleva a prender
todas las luces.
En conclusión, vemos es que las heurísticas mentales son estrategias prácticas que
emplea nuestra mente para ayudarnos a resolver cuestiones cotidianas de manera veloz, y que
la mayoría de las veces son efectivas. Sin embargo, también son las causantes de sesgos en
nuestra percepción, que nos llevan, como vimos, a considerar que un resfrío es un cáncer de
pulmón; que todas las personas comparten nuestros valores; o que lo que más presente está en
nuestra memoria es lo verdadero, importante o mejor. Existen innumerables ejemplos que
podrían contradecir las conclusiones a las que nos llevan emplear estas heurísticas, pero ello
no refuta su utilidad práctica en la vida cotidiana.
V. Características de los procesos cognitivos
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Procesamiento racional vs. Procesamiento intuitivo
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Pascal decía que el corazón tiene razones que la razón no comprende, y algo de cierto hay
en esa frase. Nuestra forma de entender el mundo social suele llevarse a cabo a partir de dos
formas distintas de pensamiento: el pensamiento intuitivo y el pensamiento racional. El
pensamiento racional es utilizado en situaciones en las cuales debemos resolver problemas
analíticos (por ejemplo, controlar un vuelto, calcular el tiempo de viaje para llegar a un lugar,
etc.), mientras que el pensamiento intuitivo lo utilizamos en muchas otras situaciones, sobre
todo, en las interacciones sociales cotidianas. De hecho, cuando intentamos comprender el
comportamiento de los otros, tendemos a recurrir a lo intuitivo, debido a que es la forma más
cómoda, rápida y familiar de comprenderlos. Por eso, solemos acudir mucho más a esta forma
de pensamiento que a la racional. Las investigaciones al respecto han permitido corroborar que
solemos confiar más en lo que creemos, que en aquello que racionalmente deberíamos saber.
Un estudio que se hizo al respecto consistía en colocar en una bolsa 9 botones blancos y 1
rojo; y en otra bolsa, 90 botones blancos y 10 rojos y se le pidiera al lector que escoja una de
las dos bolsas para intentar capturar con los ojos vendados un botón rojo ¿cuál escogería, la
primera, la segunda o le resultaría indistinto? En la investigación, la mayoría de la gente se
inclinó por la segunda opción (donde había 90 botones blancos y 10 rojos). Sin embargo, por
estadística la probabilidad de meter la mano y sacar un botón rojo es igual en ambas opciones
(si, exactamente igual), por lo que la respuesta más racional hubiera sido elegir la opción
“indistinta”. No obstante, la gente prefería la segunda bolsa, y de hecho, los sujetos bajo estudio
llegaron a decir que estaban dispuestos a pagar dinero por garantizarse esta opción
(Kirkpatrick y Epstein, 1992).
Con ello queda claro que la mayoría de las personas no procesamos la información de
una manera totalmente racional, y por ello, a pesar de que los filósofos del pasado definieron al
hombre como un ser racional, la psicología social da cuenta de que el componente irracional en
nuestras elecciones diarias (el tipo de amigos que elegimos, los lugares a donde vamos, la
forma en que nos vestimos, etc.) distan de ser decisiones tomadas sobre bases racionales, sino
que el componente intuitivo y emocional juega un papel muy importante.
La información inconsistente: captamos mejor lo inesperado
Un factor importante y básico de la cognición social es que, por lo general, tendemos a
prestar más atención a la información que nos resulta extraña o inconsistente con nuestras
expectativas, que la información que es esperada o consistente. Antes habíamos dicho que
recordaríamos por mucho tiempo si vemos a un político viajando en colectivo. Ahora
explicaremos las razones, y diremos que ello se debe a que como nos resulta más difícil de
comprender la situación no es la esperada, ello nos exige prestar una mayor atención, y ese
mayor gasto de energías psíquicas ocasiona que la información tenga mayor probabilidad de
ser incorporada a la memoria, posiblemente porque lo habremos juzgado como un hecho
importante de recordar. Luego, esa información que hemos incorporado a nuestra mente podrá
ser utilizada en el futuro, siguiendo la lógica de los procesos cognitivos que ya vimos. Por
ejemplo, quizás el día de las elecciones o en fecha cercana recordemos la experiencia, y
decidamos votarlo.
Pero si bien la información que nos sorprende se guarda mejor en la memoria, y por eso
es más fácil recuperarla o recordarla luego, ocurre que cuando la información es demasiado
inconsistente con nuestras perspectivas del mundo, solemos restarle importancia o incluso
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descartarla. Por ejemplo, si un diario sensacionalista titulara “OVNI secuestra a toda una
familia” esa información difícilmente pueda influir seriamente en nuestros juicios y, salvo como
chiste, será pronto olvidada por nuestra memoria.
Vigilancia automática: captar lo negativo como mecanismo de
protección
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En general, cuando observamos a los demás, nuestro procesos cognitivos nos hacen que
prestamos más atención a la información negativa que proyectan que a la positiva. Por ejemplo,
si un compañero de trabajo que suele ser simpático con nosotros, un día nos frunce el ceño,
aunque lo haya hecho tan solo una vez y de manera poco perceptible, es muy probable que
inmediatamente captemos ese gesto. También ocurre que si un amigo nos cuenta las
características de otra persona, es muy posible que recordemos mucho más lo negativo que lo
positivo.
¿A qué se debe que captemos siempre lo malo? ¿Es que somos unos pesimistas y solo
vemos el vaso medio vacío? No, para nada; se trata de un mecanismo histórico de defensa que
poseemos desde los tiempos de las cavernas y que la psicología social denomina vigilancia
automática. Se trata de una tendencia cuya finalidad es protegernos, pues la información
negativa proveniente del entorno puede alertarnos de posibles peligros y es crucial que la
reconozcamos y respondamos a ellas lo más rápidamente posible.
La vigilancia automática es una tendencia muy fuerte, tal como lo demuestra el
experimento “efecto del rostro en la multitud”. Tal como habrá ocurrido al lector al mirar la
imagen de los smiles sonriendo, en el estudio se concluyó que somos especialmente sensibles a
las expresiones faciales negativas de los otros, tan sensibles que podemos encontrar muy
rápidamente una cara enfadada entre una multitud de personas con rostros con expresiones
neutrales o felices. Asimismo, también se demostró que somos algo lentos en identificar una
cara feliz entre una multitud de caras enfadadas (Hansen y Hansen, 1988). Este mecanismo es
consistente con los antes dicho, puesto que las personas enfadadas representan una mayor
amenaza a nuestra seguridad o supervivencia que las personas felices, y por eso, nuestro
cerebro está preparado para detectarlas inmediatamente.
Los riesgos de pensar demasiado
Al vivir en sociedad, existirán muchas circunstancias en que adoptaremos una forma de
pensamiento intuitivo para comprender lo que pasa a nuestro alrededor o para interactuar con
el otro. En otros casos, por ejemplo, si vamos a una casa de cambio a comprar dólares,
trataremos de ser lo más racionales posible, para no salir perjudicados con el cambio. Pero
ocurre que si bien el pensamiento racional nos lleva a tomar mejores decisiones —en algunas
circunstancias—, lo cierto es que pensar demasiado, a veces, nos termina confundiendo,
generando dudas y paralizándonos. En nuestro ejemplo de la persona que va a comprar
dólares, tal vez comience a pensar si no debería esperar un día más para que el precio suba, o
bien, si las medidas del gobierno no terminarán por prohibir el uso de dólares en el futuro, o si
le conviene comprar dólares o euros, etc. Es que pensar de más a veces nos paraliza, ya que
jamás se tiene la certidumbre absoluta de cómo ocurrirán los sucesos, y por ende, si nos
manejamos solo racionalmente, nos costará tomar decisiones, pues siempre nos faltará alguna
información. En estos casos, el pensamiento intuitivo es que el finalmente nos termina
haciéndonos arriesgar y salir del estancamiento.
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Esto no quiere decir que el pensamiento racional nos entorpezca, ya que lo cierto es que
ha sido y es necesario para muchos progresos de la humanidad, pero a veces, en la vida diaria o
cotidiana, suele ser demasiado lógico y entorpece nuestros sentidos. Una investigación
demostró este punto proponiéndole a estudiantes universitarios que degustaran y valoraran
distintas mermeladas de frutilla. A unos se les pidió que simplemente dijeran cuál les gustaba
más, y a otros, que analizaran (racionalmente) sus sensaciones y explicaran por qué les gustó
más una mermelada que otra. Los resultados fueron que los participantes que eligieron
espontáneamente las mermeladas fueron los que más de acuerdo estuvieron con las opiniones
de los expertos en mermeladas.
Con estas conclusiones se advierte que en algunas ocasiones, pensar demasiado, nos
puede acarrear confusión y frustración en lugar de en lugar de permitirnos arribar a
conclusiones mejores y más precisas. De manera que en algunos casos lo mejor es actuar; y en
otros, pensar, pero en definitiva la cuestión es qué decisión tomar.
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Pensamiento contrafáctico (el remordimiento de lo que pudo haber
sido)
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Una vez que hemos tomado una decisión, suele ocurrir que nos decimos a nosotros
mismos ¿no habría sido mejor tomar otro tipo de decisión? ¿No habría sido mejor no hacer
nada? A esto se le llama pensamiento contrafáctico y es una tendencia bastante común de las
personas, de evaluar las situaciones presentes, pensando en alternativas a ellas. ¿Cómo sería mi
vida hoy si no me hubiera casado? ¿Cuál sería mi sueldo actual si no hubiera renunciado a la
empresa? ¿Dónde estaría hoy si no me hubieran encarcelado? Se trata un modo de pensar
contrafáctico, mediante el cual, llevamos a cabo una simulación mental de lo que hubiera
pasado si las cosas hubieran sido distintas.
Solemos arrepentirnos tanto de las cosas que no hemos hecho que si se hace una lista de
los mayores remordimientos, es posible que la mayoría de ellos se relacionaran con cosas no
hechas, más que con las hechas. Una investigación en este campo demostró que la mayoría de
los remordimientos obedecieron a: dejar pasar un amor, rechazar un trabajo, dice el dicho: “lo
hecho, hecho está”; pero lo no hecho… ¿hasta dónde nos podría haber llevado…? (Gilovich y
Medve, 1994, citado por Hogg y Vaughan, 2010. Luego, investigaron las razones de estos
remordimientos, y descubrieron que si bien las cosas que efectivamente hemos hecho pueden
generar más pensamientos contrafácticos, lo cierto es que nos solemos lamentar más por las
cosas que no hicimos, pues los escenarios posibles que ello nos deja como incertidumbre es
mucho mayor.
En este fenómeno de lamentarse por lo que pudo haber sido si hubiéramos obrado de
otro modo, también tiene mucha influencia el paso del tiempo. Sucede que habitualmente
solemos dejar pasar oportunidades por miedo o falta de confianza, y después de pasado un
tiempo, al mirar hacia atrás, podemos sentir que estos miedos no fueron justificados y que
deberíamos haber actuado. Un experimento quiso demostrar esta influencia del paso del
tiempo, y solicitó a unos individuos que hicieran una lista de sus mayores remordimientos. Los
resultados —como era de esperar— indicaron que la gran mayoría comunicaba
remordimientos por cosas no hechas (84%); y solo un pequeño grupo puso en la lista
remordimientos sobre acciones pasadas. Sin embargo, cuando les pidieron que indicaran la
acción o inacción de mayor remordimiento de la semana pasada –es decir, hechos cercanos en
el tiempo–, los resultados fueron bastante parejos para ambas categorías. Con lo cual, se
demostró que el paso del tiempo tiende a incrementar la sensación de remordimientos por las
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oportunidades perdidas más que a aplacarlas, seguramente porque se puede acumular más
información para darse cuenta de todo lo que se perdió al dejar pasar aquella oportunidad.
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Capítulo 5
Psicología del testimonio
Temas del capítulo




La importancia y el desarrollo histórico de la psicología del testimonio
Los factores de influencia en las identificaciones y las declaraciones testimoniales
Algunos indicadores del engaño
El testimonio infantil
I. Introducción
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La mayoría de los conflictos que deben resolver los sistemas de justicia se refieren a
hechos que ocurrieron en el pasado, cuya existencia llega a oídos del juez por el relato de los
damnificados y los testigos, y si bien suele creerse que si una persona ha presenciado un suceso
será capaz de relatar tal y cómo sucedió, la experiencia forense demuestra lo contrario. Todo
recuerdo se basa, por una parte, en la capacidad de la memoria que tenga la persona que
declara, y, por otra –mucho más importante aún–, por una serie de factores psicosociales
intervinientes en el momento del hecho y a posteriori, que pueden, tanto ayudar como
perjudicar la recuperación de lo vivido. Es por ello que tanto víctimas como testigos pueden
equivocarse al recordar los hechos, las circunstancias en que se produjeron, los rostros, las
particularidades de los victimarios, etc., y por ende, dejar crímenes impunes como, así también,
acusar a personas inocentes.
Es común que todas las personas cometamos errores al reconstruir el pasado —pues
ningún humano registra el entorno como si fuera una cámara de video—, y por lo tanto,
podemos no recordar a alguien que nos presentaron, la ubicación de un restaurant, o una
situación específica. Pero esto no conlleva demasiados problemas. En cambio, en el ámbito
judicial, cuando un testigo se equivoca, puede acabar con libertad, el patrimonio y la honra de
una persona. Las investigaciones dan cuenta de que el 85% de los casos que absuelven a
personas condenadas por errores judiciales, el error provino de que uno o más testigos habían
identificado erróneamente al individuo (Wells, 1998). En el mismo sentido, veinte años
después, la fundación Proyecto Inocencia ha documentado más de 150 casos en los cuales en el
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75%, el error se produjo por falsas identificaciones que hicieron las víctimas o testigos
(www.innocenceproject.org, 2014). A similares resultados llegaron los estudios del Centro de
Condenas Erróneas (Center on Wrongful Convictions) de la Universidad Northwestern
(www.law.northwestern.edu), que además advierten de los peligros de las confesiones falsas o
forzadas, la inconducta de las agencias policiales, la defensa jurídica insuficiente, el testimonio
incentivado y las identificaciones erróneas por parte de testigos. Pero insistimos en que, aun en
los casos de testigos que acusan a individuos que luego se revelan inocentes, no se lo debe
interpretar como una mala intención del testigo, sino que –como veremos en este capítulo– las
investigaciones de campo demuestran que los reconocimientos o declaraciones testimoniales,
aun errados, son hechos por personas que afirman sinceramente estar muy seguras de que su
decisión es correcta (Garrioch y Brimacombe, 2001). De allí la importancia de que el derecho
tome en cuenta los conocimientos provenientes de la psicología, y en especial, de la psicología
social aplicada al derecho, para dar cuenta de los factores internos que intervienen en el
proceso de recordar, tales como: atención, sensación, emoción, inteligencia, etc.; como así
también, los externos, por ejemplo: las características del hecho y las del otro, los prejuicios y
estereotipos sociales, las preguntas sesgadas que pueden contaminar la declaración, las
condiciones socioambientales en que se efectúa la declaración, etc.
II. Psicología del testimonio
El proceso de recordar
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Como es sabido, el recuerdo es la base sobre la que se cimenta toda declaración de
testigos, y en este sentido, es importante que dediquemos algunos párrafos a lo visto en el
capítulo sobre cognición sobre cómo funciona el proceso de captación, retención y
recuperación de la información. En primer lugar, debemos tener presente que todas las
personas estamos rodeadas de estímulos que nos llegan desde el medio externo (ambiente)
como así también del interno (organismo), y debido a que nuestro sistema de procesamiento
tienen una capacidad limitada, nuestros sistemas atencionales y perceptivos no captan toda la
información existente sino solo aquella que nuestro cerebro juzga importante y que es capaz de
procesar. En particular, esta selección dependerá de diversos factores tales como: las
características del estímulo (color, tamaño, intensidad, movimiento, etc.), de la situación
(violenta, rápida, confusa, etc.), del lugar (luminosidad, distancia, distractores, etc.), como así
también de las características del propio sujeto que percibe (edad, motivación, conocimiento
previo, prejuicios, etc.).
Una vez producida la selección, la cual es llevada a cabo por nuestro cerebro, en gran
parte de modo automático e inconsciente, los estímulos percibidos interactúan con la
información previa del sujeto (con sus conocimientos previos, esquemas mentales, etc.) y son
interpretados, codificados y almacenados hasta que sean requeridos.
Finalmente cuando intentamos recuperar lo presenciado, el recuerdo se reconstruirá
con la información almacenada. Aquí debe tenerse en cuenta que la forma en que la
información puede sufrir alteraciones debido al paso del tiempo o a la incorporación de nuevas
informaciones, como así también, por el modo que intentamos acceder al recuerdo (por
interrogatorio, autónomamente, etc.).
En definitiva, recordar significa haber realizado estas tres etapas correctamente, y por
lo tanto, cuando no se recuerda algo o se lo hace incorrectamente, es porque en alguna de estas
instancias algo ha fallado. La mayoría de los errores del proceso de recordar se deben a malas
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codificaciones (poca luz, velocidad del hecho, etc.) o a dificultades de acceso a la recuperación
(edad, stress post-traumático, etc.), pero también a reconstrucciones o elaboraciones que
modifican la información original haciéndola más compatible con nuestros conocimientos
previos, expectativas o prejuicios, tal como ocurre cuando completamos la información que nos
falta de algo que sucedió a partir de nuestras experiencias anteriores.
Las variables exactitud-credibilidad
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Para ingresar en el estudio de la psicología del testimonio, lo primero que debemos
tener en cuenta es que a la hora de analizar una declaración dada en sede policial o judicial dos
son las variables fundamentales: la exactitud y la credibilidad.
La exactitud vincula con el análisis de los factores que pueden incidir sobre la fidelidad
o exactitud entre lo que realmente ocurrió y lo que el testigo relata, por lo que aquí se
desarrollan estrategias que puedan garantizar o mejorar este proceso. En tanto que la
credibilidad trata de analizar el grado de confianza que se le atribuye a la declaración del
testigo, indagándose las razones por las cuales la declaración de un testigo puede errar, ya sea
por fallas de su memoria, como así también aquellos que lo hacen intencionalmente con el
ánimo de engañar.
Ejemplificando estas premisas, podríamos decir que la declaración de un testigo puede
ser muy exacta, pero poco creíble, tal como sería el caso de una persona que relate los hechos
de un modo tan perfecto, detallista y ordenado que suscite sospecha en quien lo escucha.
Contrariamente, un relato se nos puede presentar como muy creíble, pero ser muy inexacto, tal
como ocurriría si alguien afirmara haber sido víctima de un robo en el colectivo sin poder
identificar con exactitud al delincuente ni el modo en que actuó. Estos son ejemplos extremos,
pero toda declaración se mueve dentro de estos márgenes de exactitud y credibilidad, de
manera que un testigo confiable será aquel en quien este binomio correlacione a niveles altos,
es decir, alguien que recuerde bien los hechos y logre persuadir a quienes lo escuchan que no
son obra de su imaginación o fantasía.
Sin embargo, la cotidianeidad judicial demuestra que muchas veces esta correlación no
suele ser alta. En efecto, la gente recuerda mal, confunde la secuencia de los hechos, el tiempo
que duró el suceso, la violencia de lo ocurrido, tampoco logran convencer a las autoridades
acerca de cómo ocurrieron los hechos o sobre su propia capacidad para recordar lo vivido o
presenciado. Frente a este escenario, las disciplinas psicosociales se interesaron, no solo por
estudiar a los testigos poco confiables, sino en especial, a los testigos muy confiables, de
manera de tratar de identificar cuáles eran las variables que intervenían para que el binomio
exactitud-credibilidad se incrementara. Con los resultados de las diversas investigaciones se
fue componiendo un arsenal de conocimientos empíricos que sirven para que los diversos
actores sociales del fenómeno jurídico (policías, magistrados, abogados, etc.) logren mayor
eficiencia en la obtención de declaraciones testimoniales, incrementando la cantidad y calidad
de recuerdos, como así también, disminuyendo el margen de error.
III. Factores que influyen sobre la exactitud y
credibilidad del testimonio
Las declaraciones testimoniales suelen emplearse tanto en el campo penal, como así
también en el civil, laboral, comercial, etc., solo que en el primero, se emplean en mayor medida
los reconocimientos de personas, en especial, individuos acusados de un delito (p. ej. por medio
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de ruedas de reconocimiento), en cambio, en las otras sedes, se usan con mayor frecuencia los
testimonios que reconstruyen hechos (p.ej. ¿cómo fue un accidente?, ¿cómo fue despedido el
empleado por el dueño?, etc.). En cada una de estas categorías la memoria acude a procesos
cognitivos distintos y, por lo tanto, sería un error analizar todos estos testimonios con las
mismas metodologías. En efecto, cuando se pide a una persona que relate hechos en los que se
vio implicada, esta empleará fundamentalmente en la reconstrucción del pasado el recuerdo
verbal, mientras que cuando se le requiera que identifique a una persona, lo que estará en juego
serán sus procesos visuales de reconocimiento. Para advertir la diferencia entre un supuesto y
otro, basta señalar, por ejemplo, que la curva del olvido de un rostro es distinta a la de un
hecho; en tanto que el recuerdo de un lugar, se reconstruye de modo distinto al de un rostro.
Por estas razones, primero expondremos algunos de los factores que intervienen en la
exactitud y credibilidad de los reconocimientos que pueden hacer víctimas y testigos en las
ruedas de reconocimiento, y luego, estudiaremos los que afectan a las declaraciones
testimoniales que narran hechos.
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III.1. Reconocimiento de personas (recordando
caras)
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Habitualmente, cuando se produce un delito la policía solicita a los testigos presenciales
que proporcionen una descripción del culpable para ayudar a encontrarlo; o bien, cuando la
policía sospecha que el culpable puede ser una persona determinada prepara una rueda de
identificación que puede ser en vivo o bien con una serie de fotos dentro de las cuales aparezca
una del sospechoso mezclada con otras fotos distractoras (sujetos con características físicas
similares al sospechoso) en las cuales los testigos deben reconocer al autor del delito que se
persigue. En todos estos supuestos, la tarea del testigo está lejos de ser sencilla, pues si bien
todos podemos recordar los rostros de las personas con las que interactuamos, no suele ser la
situación cuando se presencia un delito en el cual se ve al autor una única vez, sin estar
preparado, bajo condiciones estresantes y durante escaso tiempo. Todo eso acarrea que, por lo
general, el recuerdo sea escaso, borroso o confuso. De hecho, el reconocimiento de rostros en
una rueda de identificación es un trabajo tan dificultoso para la memoria, que se lo ha
comparado con tratar de identificar un olor y distinguirlo de otro; y es que uno de los errores
más comunes de los seres humanos es confundir los rostros. Young y Ellis (1985) investigaron
922 dificultades de memoria en la vida cotidiana, y hallaron que el 34% de las personas se
equivocaron al reconocer a otra, y el 12%, directamente no fueron reconocidas por otra. Con
estos conocimientos, se advierte la importancia de determinar qué variables influyen para que
la memoria recuerde o se confunda en el reconocimiento de rostros. Quienes han sintetizado
muchos resultados al respecto (Ibabe, 2000a) señalan fundamentalmente la influencia de
factores vinculados al hecho/autor y a la influencia de los otros sobre el testigo, tal como
detallaremos a continuación.
III.1.a. Factores vinculados al autor y las circunstancias
Etnia del autor: uno de los hallazgos más concluyentes fue que el reconocimiento de
personas de otras etnias es peor que el de los rostros de la propia (Meissner y Brigham, 2001).
El fenómeno se lo conoce como efecto cruzado de la etnia, y explica por qué las personas que
pertenecen a una misma etnia ven a los de otras como “todos iguales…”; es decir, no advierten
las diferencias y particularidades de los rostros; pues la mente para economizar recursos
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tiende a generalizar y ver a todos como similares. Así se explica, por ejemplo, que los
occidentales piensen que todos los orientales son iguales entre sí. En consecuencia, cuando el
testigo no pertenece a la misma etnia del autor del delito, decrecen las posibilidades de
exactitud y confianza en su identificación.Las consecuencias de este fenómeno es que los
testigos de la misma etnia del sospechoso tendrán mayor capacidad de reconocimiento, en
tanto que quienes no lo sean, será indefectiblemente más proclives a cometer errores.
Es interesante señalar también que lo niños pueden reconocer mejor a otros niños que a
un adulto. Es claro que aquí no es el factor étnico sino etario (edad, generacional) el que influye
en este mecanismo perceptivo de igualación de lo distinto
Peculiaridad del autor: un rostro que por alguna razón tenga ciertas características
que lo hagan diferente al resto (tatuado, cicatriz, calvicie, etc.) influye en la cantidad de
atención y codificación que utiliza nuestro cerebro al estar en su presencia, y por ende, facilita
la recuperación posterior al momento de intentar el reconocimiento. La regla cognitiva en este
campo es que todo lo atípico se recuerda más fácilmente pues sale de lo rutinario, y al acaparar
más atención, la mente juzga que es importante guardar esa información, por lo que queda más
accesible en la memoria, incrementando la exactitud y confianza del recuerdo (Vokey y Read,
1992).
Estereotipos y prejuicios: aunque nos moleste aceptarlo, las investigaciones
demuestran que tendemos a atribuir la realización de conductas anormales a personas con
fisonomía y vestimenta anormal y a ser más condescendiente con personas físicamente
atractivas y pulcras. De manera que asociamos características morales de potencial bondad o
maldad a las personas según sus cara y su forma de vestir (Ibabe 2000b). Si bien algunas
personas luchan contra este modo de pensar, lo cierto es que este mecanismo prejuicioso
puede contaminar la percepción de los hechos cuando un individuo que tiene preconceptos
muy fuertes sobre determinada categoría social debe declarar. Si alguien juzga que todos los
jóvenes de los sectores populares son delincuentes, es probable que si había alguno de ellos en
la escena del crimen, sobre él caerá la sospecha del testigo. Debe tenerse en cuenta que los
prejuicios no siempre son negativos, tal como ocurre con el caso del atractivo físico que hace
presuponer que quien lo ostenta posee también otros rasgos socialmente deseables, y por lo
tanto, en el imaginario, suele parecer difícil que una persona bella sea capaz de cometer un
delito atroz (Ovejero, 1998), lo cual –como es evidente– puede sesgar la percepción y la
declaración.
Sexo/género: si bien el sexo (masculino/femenino) no afecta a la memoria de los
testigos (Shapiro y Penrod, 1986), si lo hace el género, pues no será la misma perspectiva la que
puede tener un hombre que una mujer al ser testigo de una violación, pelea callejera, etc., lo
que evidentemente influirá en los recuerdos. Del mismo modo, los distintos intereses que
llaman la atención de cada género también redundarán en lo que recuerda una u otra persona
recuerde a tenor de esta variable. Por ejemplo, es más probable que un testigo hombre
recuerde marca y modelo del auto que se dio a la fuga, toda vez que socialmente los hombres
conocen más de autos que las mujeres.
Condiciones de codificación y recuperación: El grado de exactitud de la declaración
se refuerza cuando las condiciones de codificación son buenas –por ejemplo, cuando el testigo
tiene la posibilidad de observar de cerca al autor del hecho, o cuando el tiempo de exposición
de este es prolongado– que cuando son malas (por ejemplo, iluminación insuficiente, existencia
de varios culpables, obstáculos, escasa duración del suceso). Generalmente durante el trascurso
de un delito no suelen presentarse las mejores condiciones para su posterior recuperación, ya
que el tiempo de exposición suele ser corto, la situación con frecuencia es sumamente
estresante para los testigos, y si el hecho ocurrió en la calle a la noche, se sabe que la luz
monocromática de los faroles atenta contra una buena percepción de rostros y detalles. Esto
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redunda en problemas de codificación o almacenamiento de la información que podría servir
para luego identificar al autor.
Duración del hecho: generalmente los sucesos violentos tienen una duración escasa de
minutos, y a veces solo segundos, lo cual dificulta la exactitud del testimonio, pues cuanto
menos tiempo se tenga para percibir y asimilar la información del hecho y los participantes,
más débil será su recuperación. Cabe señalar que los psicólogos de la memoria matizan esta
variable, pues señalan que a pesar de que el tiempo de exposición es un factor determinante,
está modulado por otros aspectos tales como la singularidad del hecho/sujeto observado, la
compatibilidad o conexión con sus propios esquemas mentales, etc. (Sáiz Roca-Bacqués
Cardona-Sáiz Roca, 2006). Es decir, para un mecánico puede bastar una breve mirada para
recordar luego el modelo del auto que se dio a la fuga en un accidente, mientras que para
alguien no interesado en los autos, a pesar de haber estado expuesto el mismo tiempo, la
reconstrucción del modelo del auto puede ser más dificultosa, y aquí es donde pueden
producirse los errores al tratar de reconstruir el recuerdo inventando información.
Otro problema vinculado con el tiempo es que no basta con preguntarle a la víctima o
testigo cuánto duró el suceso para evaluar su temporalidad, pues estas personas suelen
sobrestimar su duración (Loftus y otros, 1992), y por lo tanto, aunque un testigo esté muy
seguro de poder identificar al agresor porque afirma haberlo visto largo rato, su percepción de
la duración del evento no debe llevarnos a pensar que su identificación es correcta por ello
(Manzanero, 2006). Un estudio al respecto llevó a cabo un experimento donde un grupo de
personas presenciaba un robo, luego se les consultaba sobre la duración del hecho, y estos
estimaron que fue de algo más de dos minutos (152 segundos), cuando en realidad, había sido
de 32 segundos (Loftus y otros, 1986). A iguales resultados arriban las declaraciones
testimoniales de las víctimas de crímenes de lesa humanidad que fueron secuestradas por el
terrorismo de estado, y trasladadas a los centros de detención. En efecto, para algunos el viaje
duró una hora mientras que para otros, media hora o algunos minutos.
Las conclusiones son claras y advierten sobre los problemas de percepción del tiempo
en el que pueden incurrir las declaraciones, lo que también redunda al momento de intentar
reconstruir temporalmente los hechos.
Violencia: el sentido común suele indicar que cuanto más violento es un hecho, mayor
será el impacto sobre los testigos y, por lo tanto, mejor lo recordarán. Sin embargo, no es una
regla, y de hecho, pareciera que ocurre al contrario; es decir, los delitos que implican un mayor
grado de violencia se recuerdan peor que los más neutros. La explicación de esta supuesta
paradoja es que ante un hecho atroz, se incrementan los niveles de estrés y ansiedad,
bloqueando los recursos de la memoria (Mira y Diges, 1991). En estudios citados por Juárez
López (2006), se tomaron dos grupos experimentales para que vieran una escena en la cual
aparecía una mujer caminando; luego se introduce una variación para cada grupo; en el
primero, la escena da un giro absolutamente violento, y en el segundo la escena se establece en
una situación pacífica. Los resultados arrojaron que la precisión del testimonio es peor en la
situación violenta que en la situación pacífica. En la pacífica percepción puede ir apreciando el
suceso, sus matices y sus detalles, cosa que se torna extremadamente dificultosa en el primer
caso, cuando la violencia domina la escena y eclipsa a todo el resto.
Estrés y ansiedad: las dificultades que encuentran las personas para relatar hechos
traumáticos se debe a que los niveles altos de ansiedad tienden a reducir nuestros recursos
cognitivos, provocando un estrechamiento del foco de atención en el momento del delito, de
modo que la capacidad para atender a diferentes estímulos se reduce considerablemente
(Ovejero Bernal, 2008). Además, el estrés y la ansiedad también pueden proyectarse después
del hecho por medio de trastornos post-traumáticos, dificultando los procesos de recuperación
de la memoria, incurriendo en descripciones de poca calidad o inexactas.
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Sin perjuicio de lo dicho, debe tenerse en cuenta que el factor que realmente afecta la
capacidad de recuerdo de un testigo o víctima no es el hecho estresante en sí, sino el estrés
experimentado frente a él; es decir, el nivel de alteración emocional realmente vivido. Por este
motivo, cabe concluir que no existirían estresores universales, sino que dependen de la
experiencia individual de cada.
Paso del tiempo: partiendo del hecho de que una persona vista una única vez durante
un corto espacio de tiempo (p.ej. 20 y 40 segundos) suele olvidarse en menos de un año,
Shepherd (1983) demostró que cuando la identificación se realizaba entre una semana y tres
meses después del hecho la tasa de aciertos era de un 50%, en cambio, cuando se dejaban pasar
once meses, disminuía drásticamente a 10%. Por lo tanto, el paso del tiempo, como era de
esperar atenta contra el reconocimiento, y de allí la necesidad de que los reconocimientos se
efectúan con la mayor cercanía temporal al hecho.
Efecto de la focalización en el arma: cuando ocurre un delito en el cual el autor
emplea un arma (cuchillo, revólver, etc.), la atención de los testigos y las víctimas su focalizará
sobre este objeto en lugar de la cara del agresor, por lo que luego, al intentar identificarlo en
una rueda de reconocimiento, las personas pueden darse cuenta que no repararon en su rostro.
En consecuencia, el efecto de la focalización en el arma es un fenómeno bastante común que
señala que la presencia de un arma en la escena del crimen perjudica la habilidad del testigo
para identificar el rostro del sospechoso (Sáiz Roca-Bacqués Cardona-Sáiz Roca, 2006). El
fenómeno se produce porque la atención se focaliza en el arma debido a su peligrosidad real, lo
que hace que la mente considere que lo único realmente importante es no perderla de vista,
quedando en segundo lugar todos los otros detalles de la escena, incluso la identidad del
agresor.
III.1.b. Factores vinculados a la influencia de terceros sobre el testigo
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También existen otras variables que pueden afectar el testimonio, pero que no se
vinculan con el momento de la percepción del hecho, sino con los momentos posteriores y al
tiempo de su recuperación. En particular, veremos cómo el recuerdo puede verse afectado por
las influencias del entorno. En este sentido, las variables más importantes a tener en cuenta
serán:
a) El investigador que “cree saber” quién fue el autor del delito: cuando el
encargado de una rueda de reconocimiento sabe —o creer saber— quién es el culpable, se
incrementan las posibilidades de que muestre involuntariamente indicios a los testigos,
generalmente por medio de mensajes no verbales de asentimiento con identificaciones
compatibles con su juicio, tales como gestos, miradas, actitud corporal, etc. El estudio que
demostró esta tendencia,señaló que los testigos emparejados con encargados que tenían
información sobre el autor del hecho expresaron más confianza en su declaración que quienes
habían sido emparejados con encargados que carecían de dicha información policiales (Wells,
Olson y Charman, 2003). El punto de la confianza es importante, pues la certidumbre del
testigo en su identificación y la rapidez con que reconoce un rostro, redunda en la credibilidad
de su testimonio para las autoridades. El problema es que, en definitiva, el encargado de la
rueda manipula, aun sin intención, la identificación. Por lo tanto, una forma de evitar este sesgo
es que el responsable sea alguien ajeno al caso, es decir, alguien a quien se lo pueda mantener
“ciego” al resultado esperado (Sporer, McQuiston-Surrett e Ibabe, 2006).
b) El otro y sus comentarios: Los comentarios de los otros (testigos, policías, medios
de comunicación, familia, etc.) pueden influir sobre la confianza del testigo en su propia
declaración. Por ejemplo, escuchar que los demás percibieron lo mismo incrementa la
confianza en la propia declaración, pero cuando los demás tienen una historia distinta o
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señalan detalles que el testigo no vio, este puede incorporar esta información, a modo casi
inconsciente, y considerarlo parte de su relato al emitir su declaración. Para demostrarlo Wells
(1998) –referencia obligada en la materia de psicología del testimonio– llevó a cabo un
experimento con testigos. A uno se le dijo que otro testigo había realizado la misma elección; a
otro testigo se le dijo que había identificado a una persona distinta que el resto y a un tercero
no se le dijo nada. Los resultados indicaron que el nivel de confianza que experimentaba el
testigo en su identificación aumentaba cuando los testigos pensaban que su identificación era
consistente con la de otros testigos, y decrecía cuando pensaban que su elección era diferente a
la de los demás. Si bien este descubrimiento parece obvio, nos permite tomar consciencia de la
importancia de evitar que se le informe al testigo sobre los otros reconocimientos, como así
también—en la medida de lo posible—que los testigos hablen entre ellos, pues allí también
puede ocurrir que se construya por consenso tácito quién es el autor del hecho, como veremos
a continuación. En definitiva, debe tenerse presente que el testimonio sobre un suceso,
frecuentemente, refleja no solo lo que se vio, sino también información que se ha añadido
posteriormente, muchas veces de manera imperceptible para el testigo.
c) Información post-suceso: luego de que se produce un hecho delictivo, los testigos
conversan con los otros testigos, hablan con la policía y pueden llegar a ver la noticia por
televisión. Todos los comentarios que provienen de estas diversas fuentes pueden ir alterando
el contenido de sus recuerdos, ya sea por omisiones o distorsiones, ya que la información
nueva que reciben no solo complementa el recuerdo, sino que puede alterarlo, transformarlo o
desplazarlo. Por ejemplo, basta que tras un robo un testigo diga “¡el ladrón tenía tonada de
extranjero!” para que aquellos que no prestaron atención a ese detalle lo incorporen a su
historia, y tal vez lo vinculen con otras informaciones (reales o imaginarias) de la persona,
distorsionándose finalmente la declaración. Debido a que los recuerdos son construcciones
personales que se realizan por procesos automáticos e inconscientes, una vez incorporada la
información de este sutil modo, las personas pueden defender su versión con la absoluta
convicción de que las cosas ocurrieron tal como las relatan sin advertir las influencias del
entorno (Manzanero, 2004). En efecto, muchas veces la propia declaración o la propia
identificación —inconscientemente sesgada— pueden quedar más grabadas en la memoria que
el propio suceso.
Pero lo dicho no debe llevarnos a pensar que todo recuerdo es susceptible de verse
afectado por la información post-suceso, sino que se debe diferenciar entre recuerdos
inferenciales y recuerdos sensoriales. Los primeros proceden de conjeturas o estimaciones que
los testigos realizan basándose en diversos aspectos de lo que perciben (p.ej. la edad del
agresor, altura, peso, estado mental, etc.). Estos son muy susceptibles de verse afectados por la
información post-suceso, pero en cambio, los recuerdos sensoriales, es decir, aquellos que se
relacionan con lo concretamente percibido por los sentidos y que no deja demasiado lugar a
interpretación, son mucho más difíciles de alterar (p.ej. si el agresor usaba arito, si tenía
anteojos, si tenía una cicatriz en el rostro, etc.). Estos son menos susceptibles a la sugestión,
porque estas características no son cuestión de grado o de apreciación, sino que se han visto o
no (Manzanero, 2004).
d) Transferencia inconsciente: se trata de un extraño fenómeno psicológico causante
de graves consecuencias para personas inocentes. Se refiere a la posibilidad de que los testigos
o víctimas identifiquen erradamente como autor del hecho a una persona que han visto en otro
lugar; o en el momento inmediatamente posterior al hecho; o bien, dentro del mismo suceso.
Manzanero (2006) relata la historia del investigador Donald Thomson quien fue invitado a un
programa en vivo de televisión para hablar sobre sus investigaciones. Unos días después la
policía se presentó en su casa para arrestarlo como principal sospechoso de una violación. Lo
que había ocurrido es que la víctima mientras era abusada veía y oía —tangencialmente— a
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Thompson en la televisión. Lo que ocurrió luego fue que su mente, por transferencia
inconsciente, asoció el rostro que recordaba con el abuso. Otro experimento que demostró este
fenómeno se llevó a cabo ante la presencia de 141 estudiantes, ante quienes un profesor sufría
una agresión en la universidad. Siete semanas después, los alumnos fueron interrogados sobre
el incidente y se les pidió que intentaran identificar al agresor en una serie de seis fotografías.
Los resultados arrojaron que solamente el 40% de los alumnos lo identificaron correctamente;
el otro 60% realizó una identificación incorrecta. Lo más relevante del caso fue que muchos de
los alumnos señalaron como culpable a una persona inocente que habían visto en la escena del
crimen y que era tan solo un espectador como ellos, con lo cual, se verificaba una vez más la
transferencia inconsciente (Buckhout, 1974, en Garrido-Masip-Herrero, 2006).
III.2. Declaraciones testimoniales (reconstruyendo
hechos)
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Hasta aquí hemos visto las variables que intervienen en el reconocimiento de personas
que cometen o participan en un delito, señalando aquellas características del individuo y la
situación que facilitan su identificación, como así también, aquellas otras que la dificultan o
llevan al testigo a efectuar identificaciones erradas (también denominados falsos positivos).
En esta segunda parte, nos centraremos en los procesos mentales que llevan a cabo los
testigos al momento de exponer sus testimonios sobre hechos o situaciones que percibieron en
el pasado (p.ej. ¿cómo fue el accidente? ¿cómo ocurrió el robo? etc.), por lo cual, a diferencia de
las ruedas de identificaciones en las que la respuesta del testigo solo puede ser correcta o
incorrecta, aquí las declaraciones son extensas, llenas de detalles, justificaciones y comentarios,
por lo que variarán en cantidad y calidad, y será a partir de la ponderación de estos niveles que
se juzgará su exactitud y credibilidad.
Al igual que en el apartado anterior aquí también partimos del presupuesto de que
recordar es un proceso mental de construcción del pasado, en el cual, la cantidad y calidad de
información que se almacena de un suceso no será siempre la misma, sino que dependerá del
interés y atención prestada por la persona, la distancia a la que el observador presencia el
hecho, el tiempo de observación, si es de día o de noche, etc. Si bien estos son conocimientos
que muchos magistrados y abogados poseen por oficio e intuición, las conclusiones de las
investigaciones psicosociales que veremos a continuación demuestran empíricamente algunas
intuiciones, y revelan algunos aspectos desconocidos del oficio. Comenzaremos por los estudios
que indagan sobre el interrogatorio, ya sea en sede policial o judicial, ya que este ámbito es en
donde el testigo/víctima tiene su primer contacto con el servicio de justicia, y donde también,
puede contaminarse el recuerdo.
III.2.a. Influencia del interrogatorio
El interrogatorio es una interacción social asimétrica en la cual una persona investida
de autoridad procura revisar, por medio de preguntas, la memoria de un individuo que
presenció o protagonizó un hecho. Se emplea tanto para la reconstrucción de hechos pasados,
como así también de rostros de sospechosos (identikits, por ejemplo). El estudio de esta
interacción puede llevarse a cabo desde dos dimensiones: Según los objetivos que se persigan y
según el modo de interrogar. Según sus objetivos, el interrogatorio podrá perseguir confesiones
o declaraciones para cerrar el caso a cualquier precio, u obtener pruebas para descubrir la
verdad real de los hechos; y según el modo de interrogar, puede adoptar un modo cooperativo y
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amistoso, o bien, confrontativo y agresivo (también conocida como “el policía bueno o el policía
malo”).
Con respecto a la primera dimensión, una investigación llevada a cabo sobre la fuerza
policial británica reveló que, si bien muchos buenos agentes llevan a cabo los interrogatorios
para descubrir la verdad material, la mitad de ellos seguían orientados a arrancar confesiones,
lo que puede lograrse por medios coactivos, pero también por formas más sutiles (Willamson,
1993 citado por Baron-Byrne, 1998). En efecto, como la forma violenta de obtener confesiones
origina muchas nulidades procesales —siempre y cuando la defensa lo plantee o el magistrado
lo note—, muchos agentes han adquirido formas más sofisticadas de obtener los mismos
resultados por medio de sutiles preguntas conductoras. Se trata de preguntas formuladas de
una manera tal que sugieren cuál debe ser la respuesta. Tomemos un ejemplo: un modo
imparcial de preguntar en un interrogatorio de un caso de homicidio sería: ¿Podría describir el
aspecto del Sr. Fernández al llegar al salir de su casa en la noche del asesinato de su mujer? En
cambio, una pregunta conductora diría: ¿Cuánta sangre vio en las ropas del Sr. Fernández al salir
de su casa la noche del asesinato de su mujer? Planteada de este último modo, se incrementan
las probabilidades de introducir en la construcción de recuerdos del testigo la existencia de
sangre en la ropa del sospechoso, y de que su memoria “recuerde” esas manchas, aunque tal
vez nunca las haya visto. El fenómeno se produce porque la memoria reconstruye el pasado por
medio de procesos cognitivos complejos, que no dan siempre resultados perfectos, y pueden
tomar elementos del medio externo para completar recuerdos, en este caso, la información de
la existencia de sangre en la ropa del Sr. Fernández contenida implícitamente en la pregunta.
Además de la influencia que tiene el modo de preguntar, no debe perderse de vista la
influencia del ámbito donde se efectúa la declaración: habitualmente una comisaría, una fiscalía
o un tribunal, por parte de personas investidas con autoridad. Toda esta puesta en escena
influye poderosamente sobre la personalidad del testigo en lo que se pueden considerar dos
extremos. Uno, donde la experiencia afecta a sus nervios, lo que redunda en que efectúe
declaraciones defectuosas, incompletas o erróneas; pero, por otro lado, este contexto
judicial/policial también puede generar en el testigo el deseo de agradar a las autoridades y
con ello, a exponer un testimonio que se acerque a lo que el testigo infiere que los
investigadores están esperando oír. La explicación de ello se debe a la presión hacia la
conformidad que padecen muchos seres humanos, mediante la cual, al enfrentarse con
personas investidas de autoridad o grupos solemos dejarnos arrastrar, consciente o
inconscientemente por las opiniones o sugerencias de estos. Además, no debe olvidarse que el
testigo suele ser una persona que no tiene mayor vínculo con el mundo judicial, por lo que
cuando es entrevistado por un representante del gobierno, se refuerza la creencia del
ciudadano corriente de que la persona que formula las preguntas es un experto que posee
conocimiento detallado sobre el caso, y si esa autoridad dice que el sospechoso iba
ensangrentado —como en el ejemplo anterior—, así debe haber sido (aunque el testigo no lo
recuerde exactamente).
En definitiva, lo dicho hasta aquí da cuenta de que el recuerdo de los hechos es algo que
puede manipularse sutilmente desde el interrogatorio, pero no todo interrogado confunde la
versión de sus dichos por las sugerencias o comentarios que le haga el interrogador, sino que
existen determinadas circunstancias en el declarante que son las que propician que ocurra este
fenómeno:
a) padece cierta indecisión sobre cuál es la respuesta correcta
b) tiene cierto grado de confianza en quien formula la pregunta
c) mantiene una expectativa tácita de que este conoce la respuesta
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Bajo estas circunstancias, una persona que es consultada sobre un hecho, y que en su
fuero íntimo no lo recuerda exactamente, se inclinará por aceptar las sugerencias de un
interrogador que parece conocer el caso y le inspira confianza. Es decir, existen altas
posibilidades de que en vez de contestar “no sé”, “no me acuerdo”, “me parece que…”, brindará
cuanto mínimo una respuesta tentativa o provisional. Luego, e independientemente del
carácter provisional con el que la persona haya sentido que emitió la respuesta, se inclinará a
creer lo que acaba de decir, especialmente si el interrogador muestra aprobación (afirma con la
cabeza, por ejemplo). Así, los testigos incorporan rápidamente todo aquello que han declarado
y que el interrogador refuerza, reconstruyendo la historia a la medida de lo que el interrogador,
sutilmente va queriendo. Este interesante fenómeno comunicacional resulta tan convincente
que hasta sujetos sospechosos de un delito que no han cometido, al ser interrogados de este
modo, acaban por creer que son culpables de los cargos en su contra, internalizan la culpa y
hasta confabulan detalles en su memoria consistentes con esa creencia, tal como lo
demostraron con sujetos en condiciones experimentales Kassin y Kiechel (1996).
Asimismo, producido el testimonio en sede policial, luego el testigo deberá repetirlo al
fiscal, a los peritos, y más tarde al juez o jurado, todas estas reiteraciones de la historia irán
consolidándola, y haciendo que el testigo la relate cada vez más convencido. Por lo tanto,
aunque sean recuerdos errados, transmitirá un alto grado de credibilidad que se traducirá en
un mayor poder de convicción sobre las personas que deban evaluar su declaración y juzgar el
caso en el que testimonio interviene. La repetición del relato en diversos ámbitos actúa como
una suerte de heurística de disponibilidad, pues al estar más accesible en su memoria, la
historia se convierte en cada vez más segura y real. Pero debe quedar en claro que si hay
contaminación o errores en el recuerdo, al repasar la historia una y otra vez, esta se consolida
en la memoria incorporando el error o las sugerencias como si fueran parte de lo realmente
ocurridos.
III.2.b. Modo en que se formulan las preguntas
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Paralelamente a los estudios sobre la influencia del contenido de las preguntas que
hacen los interrogadores, otros estudios revelaron que el modo en que se formulan las
preguntas también puede influir en la exactitud del testimonio. Por ejemplo, un conocimiento
ampliamente difundido entre los investigadores de este campo es la diferencia entre
interrogatorios narrativos e interrogativos. En los narrativos se dialoga con el testigo y se deja
en libertad para que cuente los hechos, haciéndole ocasionalmente preguntas. Con esta técnica
que recuerda a una sesión de terapia se obtienen respuestas mucho más exactas que si se
emplea el método de interrogativo por cuestionarios, aunque este último tiene la ventaja de
que la información será más completa (Ovejero Bernal, 2008).
Los interrogatorios narrativos se caracterizan por emplear preguntas abiertas del tipo
“¿qué tipo de ropa usaban los empleados del local?”, lo cual implica un menor riesgo de
respuestas erradas, porque el enunciado de las preguntas proporciona menos información que
las preguntas verdadero-falso o multiple-choice donde hay que elegir una opción. La pregunta
abierta actúa como disparador de la memoria. En el ejemplo dado sobre los tipos de ropa no se
sugiere ningún tipo de prenda en particular y se limita a que la persona relate como era la
vestimenta que usaban los empleados de un local en particular. Como es de esperar, la
confianza de los testigos suele ser mayor cuando se presentan alternativas de respuestas que
cuando las preguntas son abiertas, porque pueden estar seguros de que la respuesta correcta
está allí. En cambio en las preguntas abiertas deben rastrear en la memoria la información, y
por lo tanto, la confianza es menor, aunque tales respuestas sean correctas.
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III.2.c. La entrevista cognitiva
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En cambio en los interrogatorios interrogativos en los que el testigo debe responder a
preguntas del tipo verdadero/falso o si/no, cuando no sabe la respuesta, tiende a contestar
afirmativamente, especialmente los niños, aunque se les informe que pueden responder “no
sé”, por un fenómeno que se conoce como sesgo de asentimiento.
Ahora bien, ¿cuál método a emplear? Si bien muchas veces se emplean ambos métodos
indistintamente, es aconsejable comenzar siempre por el narrativo, porque a pesar de que
brinda menos detalles que el interrogativo, como vimos, es el que presenta menor probabilidad
de comisión de errores y, por consiguiente, ayuda a lograr más exactitud en el testimonio.
Para finalizar, un punto que debemos tener en cuenta es que si bien el estilo narrativo
de interrogatorio brinda más libertad al testigo, no ocurre lo mismo con el entrevistador, pues
la forma de tomar la declaración debe ser llevada a cabo siguiendo los lineamientos de lo que
Geiselman y Fisher definieron como “entrevista cognitiva” y que veremos a continuación.
Las etapas de la entrevista cognitiva
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Debido a que una incorrecta forma de interrogar puede afectar o dificultar la obtención
del testimonio, y que esta variable es posible de manejar para lograr incidir en la exactitud del
testigo, los psicólogos se han centrado en los últimos años en perfeccionar instrumentos para la
toma de declaraciones testimoniales de víctimas y testigos. Fue así que surgió la entrevista
cognitiva (Geiselman y Fisher, 1994). Se trata de un tipo particular de entrevista basado en los
conocimientos de la psicología cognitiva, cuya finalidad es ayudar al testigo o víctima a
incrementar sus recuerdos por medio diversas estrategias en las que se estimula la
reconstrucción mental de la vivencia, tanto en el plano externo (contexto del hecho) como
interno (sentimientos, pensamientos, sensaciones, etc.). Se parte del supuesto de que si el
entrevistado logra recrear mentalmente el hecho mientras relata lo vivenciado, será más
probable que el recuerdo sea más exacto y completo. Su empleo está previsto para casos en los
que la persona tiene voluntad de declarar (habitualmente la mayoría de las víctimas y testigos,
y en una menor medida los sospechosos). En estos casos, la eficiencia de su empleo ha sido
documentada por diversas investigaciones que han demostrado que su uso aumenta la
cantidad de información correcta recordada por el testigo cooperativo sin que, a su vez,
aumente significativamente la cantidad de información incorrecta (Fisher, Milne y Bull, 2011).
La entrevista cognitiva consta de cuatro partes que se articulan de manera secuencia. Se
comienza generando un marco de empatía con el entrevistado, pidiendo a la persona que
intente trasladarse mentalmente hacia el momento de los hechos, y que relate todo lo que viene
a su mente, aun los detalles que juzgue sin importancia. Luego, se le pide que cambie la
perspectiva y mire el hecho desde otro ángulo, y finalmente, que cuente la historia cambiando
el orden de los hechos, de atrás hacia adelante. Veamos cada etapa en particular:
1)Reconstrucción de la vivencia: Luego de las presentaciones de rigor y la
construcción de una relación empática, puede comenzarse pidiéndosele al sujeto que cierre los
ojos y que se sitúe en la escena de los hechos intentando recrear mentalmente lo sucedido,
como así también, su estado psicológico, cognitivo y emocional en aquellos momentos, puesto
que cuanto más se asemeje el contexto en el momento de la entrevista a la situación en la que
realmente se percibió el hecho, más se incrementarán las posibilidades de un recuerdo más
completo y exacto. Para ello, podrían emplearse indicaciones tales como: “intente reconstruir
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mentalmente cómo era el lugar, el clima, los olores, los sonidos y demás circunstancias donde
se produjo el hecho…” y también “trate de recordar qué sentía…”.
2) Tratar de recordarlo todo (o compleción): una vez que la persona logró situase
mentalmente en el pasado, se le pedirá que relate todo lo que recuerda, indicándole la
importancia de que no elimine nada de su testimonio: “Cuénteme todo lo que venga a su
recuerdo, aun esas cosas que le parezcan que son sin importancia o triviales”. La importancia
de que el testigo cuente hasta detalles que no parecen relevantes proviene de que la memoria
trabaja por asociación, por lo que, a veces, recordar un detalle irrelevante puede disparar el
recuerdo de otra información que sí puede ser importante.
3) Cambiar de perspectiva: cuando se logró un relato total de los hechos, se pide a la
persona que “adopte la perspectiva de otra persona que estaba presente durante el incidente”.
Esta técnica permite aumentar la cantidad de información en la declaración, especialmente
información contextual del hecho (p. ej., sobre los lugares donde estaban ubicados otros
testigos).
4) Recordar en diferente orden: finalmente, se pide a la persona que narre la historia
en un orden inverso, con lo cual, no solo se logra descubrir falsas declaraciones intencionales,
sino en especial, que el testigo recuerde algún detalle pasado por alto al contar el suceso en
orden cronológico, mejorando también la exactitud global de la declaración. Puede requerírsele
en estos términos “intentemos contar la historia en un orden diverso…, por ejemplo, empiece
contando lo que lo impresionó del hecho, y luego, a partir de allí cuenta la historia hacia atrás”.
Evaluando la validez del testimonio
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Partiendo del supuesto de que una declaración sobre algo percibido es cualitativamente
diferente de una declaración inventada, una vez que se cuenta con la declaración íntegra del
testigo o víctima, se procede a analizar su contenido por medio de la Evaluación de la Validez
de las Declaraciones, también conocida por sus siglas en inglés SVA (Statement Validity
Assessment). Se trata de una técnica que brinda 19 supuestos que pueden presentarse en el
testimonio, siendo la premisa que, a mayor presencia de supuestos, mayor será la credibilidad
del testigo. Sáiz, Baqués y Sáiz (2006) en su trabajo Psicología del testigo reseñan estos cuatro
puntos:
1. Estructura lógica: este criterio estará presente cuando no se advierta
inconsistencias o contradicciones palmarias en el relato, es decir, que no existan incoherencias
lógicas entre los distintos episodios o segmentos del testimonio.
2. Producción desestructurada: si bien el relato debe guardar coherencia lógica, no
debe llegar al extremo de que la declaración sea una historia perfectamente narrada, por lo que
este criterio estará presente cuando la información se encuentre más bien dispersa que en
forma organizada y perfectamente cronológica. Así, la declaración podría empezar por el final
diciendo: “¡Me entraron en casa y se llevaron todo!”, luego ir hacia el medio, y volver hacia el
principio: “Yo estaba llegando a mi casa y vi que la puerta estaba rota…”.
3. Cantidad de detalles: la narración debe ser rica en detalles, importantes y
superfluos, tal como ocurre cuando alguien narra: “Yo salgo todos los días a eso de las ocho de
la mañana, pero ese día me atrasé porque me quedé dormido, así que salí corriendo de casa, y
olvidé ponerle la llave a la puerta. Era un día lluvioso y me acuerdo de haberme chocado con
una persona que llevaba el paraguas cubriéndole la cara”.
4. Anclaje contextual: este criterio está presente cuando el testimonio sitúa el hecho
en un lugar y tiempo determinado, y cuando las acciones están vinculadas a otras actividades
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diarias de la persona. Podría ser el caso de la persona que describe que “todavía era de día
cuando nos chocó el auto, porque yo salía del trabajo y serían las seis de la tarde; como yo no
camino bien siempre me siento en los primeros asientos del micro, por eso pude ver cómo el
coche se nos vino encima por la contramano y nos chocó”.
5. Descripciones de las interacciones: se cumple este criterio cuando la declaración
contiene información sobre interacciones que involucran al menos al delincuente y al testigo.
Así: “Yo le dije que no me robara la billetera porque que tenía todos mis documentos ahí, pero
el tipo me insultó, me la arrancó de las manos y me dijo que siguiera caminando; entonces yo
seguí caminando mientras me temblaban las piernas”.
6. Reproducción de las conversaciones: este criterio estará presente cuando se
reproduce parte de la conversación que tuvo lugar en su forma original y puede reconocerse en
ella a los distintos interlocutores en los diálogos y reproducirlos. Por ejemplo, “Yo le dije: ‘por
favor, cumplí con el régimen de visitas porque tu hijo te extraña y me pregunta por vos!’ y él me
contestó que no me metiera en su forma de cómo ser padre…”. Este diálogo reproducido
satisface el criterio, mientras que esto no: “entonces hablamos sobre las visitas del nene…”.
7. Sucesos inesperados durante el incidente: este criterio se cumple cuando hay
elementos que son incorporados a la narración del acontecimiento de una manera inesperada,
como cuando el testigo menciona que el autor del robo tuvo problemas para encender su auto.
8. Detalles poco usuales: se encontrará presente este criterio cuando haya detalles de
personas, objetos o acontecimientos que son infrecuentes o únicos, pero que tienen sentido
dentro del contexto del suceso. Por ejemplo, el testigo describe que el asaltante tartamudeaba.
9. Detalles superfluos: este criterio se cumple cuando el testigo enumera detalles en
relación a aspectos que no son esenciales para la acusación. Por ejemplo, que diga que sentía
que estaba empezando a llover mientras que lo asaltaban.
10. Relación precisa de los detalles mal interpretados: este criterio estará presente
cuando el testigo menciona detalles que están más allá de su comprensión. Por ejemplo, el caso
de un niño que describa el comportamiento sexual de un adulto, pero que lo atribuya a que
“respiraba raro porque estaba resfriado”.
11. Asociaciones externas relacionadas: este criterio se cumple cuando el testigo
explica acontecimientos que no forman parte de lo denunciado, pero que podrían estar
relacionados con un mismo tipo de delito, como por ejemplo cuando el entrevistado indica que
los asaltantes hablaban del asalto que habían cometido un momento antes de llevar a cabo ese.
12. Explicación de estados mentales subjetivos: el entrevistado describe
sentimientos o pensamientos acontecidos durante el evento, tales como que estaba muy
asustado o que se sintió muy aliviado cuando al final todo terminó.
13. Atribución del estado mental del delincuente: este criterio se cumple cuando el
entrevistado describe el estado emocional del victimario Por ejemplo: “Él también estaba
nervioso, le temblaba el revólver cuando nos apuntaba”.
14. Correcciones y agregados espontáneos: este criterio estará presente cuando se
producen correcciones espontáneas durante la declaración, como así también, cuando
espontáneamente el declarante añade más información al material que ya se ha dado.
15. Admisiones de falta de memoria: se cumple este criterio cuando el testigo
reconoce espontáneamente su falta de memoria, como cuando dice: “No me acuerdo
exactamente” o “No… de eso no me acuerdo”.
16. Levantar dudas sobre el propio testimonio: estará presente este criterio cuando
el testigo expresa su preocupación por el hecho de que alguna parte de su declaración pueda
parecer incorrecta o difícil de ser creída.
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Control final de la entrevista
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17. Auto-desaprobación: se presentará este criterio cuando el entrevistado se acusa a
sí mismo por lo que le ocurrió, o por no intervenir para ayudar a la víctima.
18. Perdón: este criterio estará presente cuando en el testimonio la persona pareciera
que tiende a favorecer al sospechoso o autor del hecho excusándolo, tal como podía ocurrir en
el caso de una persona maltratada que dijera “yo sé que a veces se le pasa la mano, pero en el
fondo es una buena persona…” .
19. Detalles característicos del delito: este criterio se encuentra presente cuando la
descripción del hecho encuadra en el modo típico en que se desarrolla el delito en cuestión.
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Una vez que se efectuó el análisis de la declaración a partir del relevamiento de la
presencia/ausencia de estos 19 criterios, en función del número de criterios presentes y de la
ponderación de su relevancia en relación con determinadas variables (edad del testigo, tipo de
delito, si se ha declarado en varias ocasiones sobre el mismo acontecimiento, etc.), se puede
determinar el grado de credibilidad de la declaración. Pero para evitar falsas declaraciones –ya
sean malintencionadas o no– es que la técnica aquí descripta culmina con un control final. En
esta última etapa se determinarán aspectos tales como:
a) si el lenguaje y los conocimientos expuestos son inapropiados para el testigo, tal
como ocurriría en el caso de un niño que utilizara un lenguaje y mostrara conocimientos que
están por encima de su capacidad.
b) se ponderará si la emoción que expresa el testigo es adecuada al hecho que relata,
por ejemplo, si después de una ofensa sexual no se evidencian señales de crisis emocional,
dicha ausencia resultará sugestiva.
c) otro elemento a evaluar será la posible existencia de presiones sobre el testigo para
que declare en un sentido determinado, también se intenta determinar aquí la motivación
profunda que en algunos casos lleva a las personas a testificar (deseos de venganza, odios, etc.).
d) las inconsistencias con las leyes naturales y de la lógica también deben ponderarse
aquí, tal como sería el caso de una joven que afirme haber quedado embarazada en la
actualidad por una única situación de abuso producida hace más de un año.
d) finalmente, se evalúa la consistencia de la declaración con otras constancias de la
causa (otras declaraciones, pruebas de ADN, etc.).
Luego de que el testimonio pase todos estos tamices, recién se podrá concluir que
resulta creíble, probablemente creíble, indeterminado, probablemente increíble, o increíble.
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Capítulo 6
Problemas de la memoria
y detección del engaño
Temas del capítulo
 Recuerdos reprimidos, recuperados e implantados
 Casos judiciales de implantación de memorias
 Indicadores verbales y no verbales de potenciales engaños
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I. La memoria y sus problemas en el ámbito judicial
Todos sabemos qué es la memoria y qué función cumple: recordarnos las cosas. Pero la
memoria también cumple una función de protección haciéndonos olvidar algunos sucesos
traumáticos para evitar quedar paralizados por estos recuerdos y poder continuar con nuestras
vidas. Sin embargo, tal como lo descubrió Freud esta solución de los problemas que adopta
nuestra psiquis no es perfecta, pues cuando se reprimen recuerdos, estos dejan de ser
conscientes, pero no por ello desaparecen, sino que permanecen en nosotros, actuando desde
las profundidades del inconsciente, y manifestándose por medio de diversos síntomas
(histerias, fobias, obsesiones, histeria, etc.) afectando la salud psico-social del individuo. Por
ello, para curar estos síntomas, Freud proponía recobrar los recuerdos reprimidos por medio
de técnicas que los hicieran conscientes, entre ellas, la hipnosis, la interpretación de los sueños,
los actos fallidos, la libre asociación. Con ello se buscaba ayudar a que el paciente reconstruyera
sus recuerdos traumáticos del pasado, los hiciera conscientes, los resignificará, y de ese modo,
liberarse del síntoma físico en que se había convertido el recuerdo.
Bajo este marco teórico, muchos psicoanalistas comenzaron a tratar los cuadros
psicológicos de sus pacientes, interpretándolos como resultados de sucesos traumáticos
vividos en el pasado y convenientemente reprimidos. La técnica era útil, pues en muchos casos,
los síntomas desaparecían al recuperar los recuerdos (memorias recobradas) y trabajar sobre
ellos. Pero también existía el peligro de que en la interpretación del pasado que ayudaba a
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hacer el psicoanalista, se deslizaran sus propias ideas sobre el paciente de cómo habían sido los
hechos, y que ello terminara constituyéndose en una verdad para éste. Un caso judicial citado
por Garrido, Masip y Herrero (2006) nos aclarará este punto.
En el año 1986, una mujer, de nombre Nadean Cool, inició una terapia para superar una
situación emocional que afectaba su vida. Durante el tratamiento, su psiquiatra empleó la
hipnosis y otras técnicas sugestivas para buscar recuerdos olvidados, con la finalidad de
hacerlos conscientes, y lograr que la paciente superara su crisis. En este buceo por su pasado, la
mujer llegó a convencerse de que había reprimido en su inconsciente haber participado en
cultos satánicos, comerse un bebé, ser violada, practicar sexo con animales y ser forzada a
presenciar el asesinato de uno de sus amigos. Sin embargo, la verdad es que nada de ello había
ocurrido, sino que estos recuerdos habían sido implantados por su terapeuta por medio de
sugerencias o interpretaciones perversas que éste hacía cuando la señora Cool contaba sus
recuerdos. Cuando Cool se dio cuenta de que estaba siendo víctima de estos manejos, demandó
a su psiquiatra por negligencia obteniendo en marzo de 1997 una sentencia favorable y una
indemnización de 2,4 millones de dólares.
Este caso nos demuestra que el pasado que almacena nuestra memoria no es
inamovible, sino que puede estar sujeta a modificaciones, no tanto por yerros cognitivos (mala
memoria o enfermedades neurodegenerativas como el alzheimer), sino por la injerencia de
terceros, que con buena o mala intención, pueden implantar memorias falsas en nuestras
mentes.
La importancia de la cuestión para la Psicología Social del Derecho, proviene de que
muchas personas afirman ante los tribunales haber recobrado con la ayuda de la terapia,
memorias traumáticas generalmente de índole sexual (abuso infantil, seducción, acoso laboral,
etc.), y muchos jueces han creído estas historias tanto como para condenar a varias personas
inocentes a penas privativas de la libertad.
De hecho hacia principios de los años 1990 se disparó el debate sobre la memoria de los
niños que habían sufrido abuso sexual, y cuyo aparato psíquico se había encargado de olvidar
como mecanismo de defensa. Fue a partir de aquí que se acuñó el concepto de memorias
recobradas, para señalar que cualquier hecho significativo en la vida de un individuo puede ser
olvidado y recuperado más tarde por diversas técnicas psicológicas. Para la época, el 80% de
los artículos que se escribían sobre abuso sexual infantil incluían recuerdos e historias de diván
de las víctimas que no se cuestionaban, es decir, se consideraba que la técnica de recuperación
de memorias era una técnica infalible y que lo que surgía del inconsciente era lo que
indefectiblemente había pasado. La consecuencia de ello que interesa a la Psicología Social del
Derecho fue que el contexto social, judicial y terapéutico se hizo propicio para que se desatara
una epidemia de falsas memorias recobradas. De hecho, pocos años después, hacia la década
del 90, el 80% de los artículos se centraron en falsas acusaciones de abuso (Ovejero, 2008, con
remisión a la investigación de Sivers, Schooler y Freyd sobre estos guarismos).
Fue así que surgió la dicotomía de resolver si las memorias recobradas debían ser
consideradas reales o falsas, concluyéndose que hay auténticas memorias recobradas, pero
también hay memorias falsas creadas por sugestión de un tercero o imaginación del individuo
que afectan la vida del individuo (y de los demás) tanto como los recuerdos reales.
Memorias Recobradas y memorias falsas
Debe quedar claro que cuando hablamos de memorias recobradas nos referimos a
información almacenada en la memoria se convierte en inaccesible por un período de tiempo
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(generalmente por represión), después del cual, se recupera de forma intacta por medio de
terapia y ayudan a superar síntomas y patologías psicológicas. Por ejemplo, el estrés
traumático que provoca vivir una situación altamente estresante (guerra, secuestro, violación,
etc.) hace que la persona olvide lo ocurrido al precio de vivir con fobias, manías, etc. De allí que
recobrar estas memorias puede ser una fuente útil de información, ya sea tanto para curar
patologías psicológicas, como así también, para iniciar procesos judiciales por hechos
olvidados.
Pero como vimos, no siempre la memoria es perfecta en su tarea de reproducción del
pasado. A veces nuestros recuerdos pueden fallar, porque olvidamos o distorsionemos ciertas
partes de lo que vivimos, tal como ocurre cuando incurrimos en fracasos en la recuperación (no
recordar el nombre de una calle), errores de omisión del recuerdo (omitir la presencia de
alguien en un relato) y fracasos de reconocimiento (no reconocer el rostro de una persona que
se vio con anterioridad). Pero otras veces, nuestra memoria falla porque agregamos cosas,
personas o hechos que no han sucedido jamás. Esto último puede ser que lo hagamos sin un
deseo consciente de engañar al otro, sino porque creemos firmemente que las cosas ocurrieron
del modo en que nuestra mente nos dice que ocurrieron. A estos falsos recuerdos los hemos
denominado memorias falsas, e insistamos en que no se trata de mentiras, pues no se emplean
con la intención de engañar al resto, sino que son el resultado de errores en la interpretación
del pasado, surgidas a partir de ideaciones propias o por influencia de terceros.
Una regla para diferenciar entre un error de la memoria y una memoria falsa es que por
lo general, los errores de la memoria obedecen a la omisión (de algo/alguien), en cambio, las
memorias falsas implican la adición de información que nunca aconteció o que no aconteció de
la forma recordada.
Un caso judicial
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Hemos visto que en el marco de una terapia, un psicoanalista perverso puede conducir a
una persona a interpretar de un modo descabellado su pasado. Pero el consultorio no es el
único lugar donde se pueden implantar memorias falsas, sino que cualquier persona con alguna
capacidad de persuasión puede hacerlo sobre alguien que esté en una situación de
vulnerabilidad, y tal situación, suele presentarse con las personas que son sometidas a
interrogatorios judiciales. Tomemos un ejemplo.
En un caso en los Estados Unidos, un hombre fue detenido por hallarlo presunto
responsable de la violación de sus hijas. Durante el interrogatorio policial, confesó haber
realizado el hecho, sin embargo, no fue condenado, pues durante el proceso los investigadores
advirtieron que la confesión se basaba en memorias falsas creadas durante el interrogatorio. En
efecto, señalaron que se había enfrentado al acusado a pruebas falsas (para “hacerlo pisar el
palito” como se dice), por ejemplo, hacerle creer que en la escena del crimen había restos de
semen que le pertenecían). El hecho de hacerle creer a alguien que cometió una conducta,
cuando la fuente de información tiene autoridad, y éste se encuentra en una situación de
vulnerabilidad, pueden inducir a algunas personas a tal confusión mental que pueden aceptar
la culpa por delitos que no cometieron, e incluso, a desarrollar recuerdos inventados por ellos
mismos para respaldar sus dichos. La memoria puede ser traicionera, no solo porque es muy
fácil olvidar, sino porque la mente puede confundir escenas imaginadas con la realidad (para
ampliar ver Loftus, 1997; Kassin y Kiechel, 1996).
Los investigadores Kassin y Gudjonsson en su trabajo sobre “La psicología de las
confesiones” (The Psychology of Confessions) determinaron que algunas de las razones de
confesar un crimen que no se cometió son: el deseo de ser liberado —aunque sea
temporariamente hasta el juicio—; la poca habilidad para afrontar la presión de estar ante la
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policía siendo señalado como culpable; el deseo de notoriedad; el deseo de proteger a alguien;
y una falla para distinguir entre realidad y fantasía, que se produce cuando el entorno afirma
que algo ocurrió de cierto modo y el sujeto terminar por creerlo. Esto fue lo que ocurrió en este
caso, en donde a partir de información engañosa, una persona culminó aceptando el relato que
escuchaba por sobre su recuerdo de lo sucedido (Kassin y Gudjonsson, 2004).
Este fenómeno provocado por medio de información engañosa que brinda una fuente
de autoridad, se conoce como “Efecto de la información engañosa”, y señala que si a una persona
se le brinda información falsa que afirme que ha hecho algo, es posible que, si las condiciones
son las propicias, termine creyéndolo. El fenómeno se genera en tres etapas. Las primera es la
presentación de un hecho, luego, la introducción de información falsa sobre el suceso (lo cual
puede ocurrir en un interrogatorio, pero también, por comentarios de otras personas), y
finalmente, el ciclo concluye cuando se le hace “recordar” al individuo el suceso implantado, por
medio de preguntas, en cuyas respuestas el individuo recordará la memoria falsa implantada, y
también puede idear por sí mismo relaciones entre sucesos pasados para hacer más coherente
el relato.
Pero la implantación de una memoria falsa en el ámbito judicial no solo puede provenir
de la información engañosa con la que se enfrenta al sospechoso de un delito o un testigo, sino
también de modos mucho más sutiles, casi imperceptibles. En efecto, la forma en que se hacen
las preguntas a una persona pueden conducirla a desarrollar memorias falsas. Por ejemplo,
cuando se le pregunta alguien ¿de qué color era la campera que llevaba el hombre atropellado?
(cuando en realidad, no llevaba ninguna campera). Esta pregunta (con información falsa) hace
que las personas —si no tienen un recuerdo muy nítido del pasado—, incorporen la
información que la pregunta sugiere, en este caso que el hombre llevaba campera, y se animen
a contestar (inventando) el color de la misma, la forma, etc.
Este tipo de supuestos es más común de lo pensado, pues la rutina hace que muchos
miembros de las fuerzas de seguridad y la justicia, tengan ideas preconcebidas acerca de cómo
son las cosas (cómo es generalmente cometido el delito pasional, cómo se hacen las estafas, las
violaciones, los abusos, etc.). Ello provoca un sesgo confirmatorio, que hace que busquen, no ya
“la verdad” de lo ocurrido, sino lo que ellos suponen que ha ocurrido. Ello podría llevarlos a
formular preguntas sugestivas, que tiendan a comprobar su hipótesis. El punto es clave, pues
las expectativas del otro, afectan el tipo de preguntas que realiza, y como sabemos, ello podría
influir en los testimonios que se reciben.
Una explicación de la implantación de memorias falsas
La explicación para todos estos casos de alteración de la memoria por medio de
información falsa se basa en que los acontecimientos que percibimos no se almacenan en la
memoria escrupulosamente y de modo exacto, sino que deben ser reconstruidos recuperando
las partes y rearmando la historia. En esta representación mental del suceso, no solo se incluye
la información original, sino que también pueden incluirse las sugerencias engañosas del
entorno, tal como ocurrió en el caso de psicólogo que interpretaba perversamente los
recuerdos de su paciente, y en cómo puede ocurrir en los interrogatorios judiciales.
Pero no solo las memorias falsas pueden ser implantadas por agentes externos al sujeto
que el mismo individuo puede hacer una reinterpretación de su pasado, ideando hechos que
nunca sucedieron y considerándolos bien reales.
El modelo que lo intenta se denomina Control de la Realidad y fue elaborado por
Johnson y Raye (1981). Señala que los errores de la memoria vienen determinados por los
fallos que cometemos en discernir entre los acontecimientos percibidos del medio externo y los
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creados en nuestro interior, es decir, entre los que imaginamos y lo que realmente ocurre.
Tanto la percepción de los estímulos externos, como la de los propios pensamientos, producen
información que se memoriza, y para una persona, los recuerdos generados por estímulos
internos, son tan reales como los recuerdos generados por los estímulos externos. De manera
que aún las fantasías pueden convertirse en hechos considerados absolutamente reales por una
persona.
Para probar este punto, los investigadores examinaron a personas que tenían memorias
traumáticas que muy posiblemente fueran falsas. Se contactaron con personas que afirmaban
“haber sido secuestrados por extraterrestres” (lo que es altamente probable que fuera una
memoria falsa) y les solicitaron que contaran su historia. Los resultados indicaron que estas
personas al recordar la experiencia, presentaban una elevada respuesta fisiológica (sudoración,
angustia, temblores, llantos, etc.) similar a la de las personas expuestas a situaciones de guerra
y otros sucesos traumáticos reales. Es decir, creían realmente lo que su imaginación habría
creado, tanto es así que sus cuerpos reaccionaban ante este recuerdo falso tal como lo harían
con un recuerdo verdadero. Este estudio, si bien no pudo revelar cómo diferenciar recuerdos
falsos de verdaderos, señaló la complejidad de la cuestión.
Lo que sí pudo determinarse es que cuando las personas relatan recuerdos reales
(probados empíricamente por otras fuentes, lo que garantiza la certeza) su discurso emplea
más más información del contexto y mayor detalle sensorial, es decir, relatan con más
detenimiento el ámbito donde sucedieron las cosas, las personas que estaban y las sensaciones
que se tuvo durante el suceso; mientras que las falsas memorias poseen informaciones
idiosincráticas de la persona, señalándose particularidades, y son más subjetivas, apelando a
adjetivación y juicios sobre los individuos.
Para mayor profundización del tema pueden relevarse diversos trabajos en el Journal of
Association for Psycological Science (http://psi.sagepub.com), en la página del profesor del
Williams College, Saúl Kassin (http://web.williams.edu); y en www.innocenceproject.org entre
otros.
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II. Detección del engaño por medio de los canales
no-verbales
La utilidad de conocer los procesos de percepción nos permite ingresar en el estudio de
la detección de mentiras, pues estas no son otra cosa que el intento deliberado de ocultar,
generar y/o manipular información sobre hechos y/o emociones por medios verbales y/o no
verbales, con el fin de crear o mantener en otras personas una creencia que el propio
comunicador considera falsa (Massip, Garrido y Herrero, 2004: 479). En este sentido, nos
abocaremos a exponer los descubrimientos que la psicología social ha hecho sobre la cuestión,
y las aplicaremos al campo del derecho, en especial, en el estudio de declaraciones que hacen
las personas en sede judicial.
Lo que intentaremos llevar a cabo por medio de la ciencia es algo que ha develado la
mente de los juristas y de todo aquel que ha tenido que resolver contiendas entre personas, es
decir, ¿cómo discernir si el sospechoso de un delito miente?, o bien ¿cómo saber si quien acusa
dice la verdad?
Históricamente, podríamos citar la famosa sentencia del rey Salomón en el episodio de
las dos madres. Ocurrió que en sus tierras, había dos mujeres que habían dado a luz el mismo
día, pero uno de los niños había nacido muerto; y en la confusión, las dos se peleaban por la
maternidad del niño vivo. No pudiéndose poner de acuerdo entre ambas, fue así que el caso
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llegó a presencia del rey. Escuchados los argumentos de ambas madres, y no pudiendo
encontrar pruebas que le permitieran dirimir quién era la verdadera madre, el rey ordenó que
partieran al niño al medio y dieran una mitad a cada mujer. Una de ellas estuvo de acuerdo, sin
embargo, cuando se estaba por dar cumplimiento a la orden, una de las mujeres se adelantó y
rogó al rey que si esa era su decisión, prefería que dieran el niño a la otra. Frente a ello,
Salomón supo quién decía la verdad, y dijo: Entregad el niño a esta mujer, y no lo matéis; porque
ella es su madre.
En la Edad Media, se creía que Dios no solo había creado el mundo y se había echado a
descansar, sino que continuaba interviniendo diariamente en los problemas de los hombres, ya
sea para ayudarlos o condenarlos. Por eso, cuando un acusado era llevado ante la justicia, la
forma de comprobar si había cometido el delito que se le imputaba (descubrir la verdad) era
someterlo a peligrosas pruebas denominadas “ordalías”. En ellas, por ejemplo, se hacía caminar
al reo por brasas ardientes, y si salía sin quemaduras, era prueba de que era inocente, pues
había ocurrido una intervención divina (Tomás y Valiente 1979: 135). También la tortura
ocupó un lugar destacado en la historia de la búsqueda de la verdad, ya que se la ha empleado
desde la antigua Grecia (Rinaldi 1986), pasando por la Inquisición de la Edad Media (Lea, 1983)
y aunque en la mayoría de los países de occidente fue abolida formalmente durante el siglo
XVIII, sigue siendo un modo empleado de obtener testimonios y confesiones (Amnesty
International, 2000). Basta con pensar en las dictaduras latinoamericanas de finales del siglo
XX, o las declaraciones testimoniales obtenidas para lograr la captura de Osama Bin Laden a
cargo de los Estados Unidos a comienzos del siglo XXI (ver las películas “La noche más oscura”,
“Guantanamo”).
Este deseo y ansia por conocer la verdad, llevó a que algunas personas buscaran en la
ciencia el descubrimiento de métodos que, sin vulnerar la dignidad humana, pudieran dirimir si
un relato era verdadero o producto de la imaginación. De allí que el campo de estudio se centró
en el estudio de los testimonios falsos, es decir, aquellos que eran producto de una deliberada
voluntad del individuo de engañar y no de problemas de memoria o percepción.
Es por eso que se hizo una primera distinción para evaluar los testimonios de los
individuos, que los diferenciaba a partir de su capacidad y de su credibilidad. Hay personas que
tienen problemas para describir los hechos tal y como sucedieron, ya sea por haber estado en
un estado de shock, falta de memoria, dificultades lingüísticas, miopía, etc. Estos son problemas
cognitivos o de capacidades del individuo, y no mentiras. En cambio, cuando un testimonio se
aparta de verdad porque la persona no quiere describir los hechos tal como sucedieron, aquí ya
estamos en presencia de una estrategia voluntaria para distorsionar lo sucedido, y es lo que nos
interesará. En estos últimos casos, no se trataría de un problema de capacidades como el
supuesto anterior, sino de credibilidad del sujeto.
Ahora bien, por lo general, mentir es ocultar, tergiversar o inventar información, y ello
habitualmente afecta emocionalmente al individuo, es decir, puede ponerlo nervioso, ansioso,
etc. Pero toda persona que miente no quiere demostrar estos estados de ánimo, por lo que hará
lo imposible para reprimirlos y que no se adviertan desde el entorno. Pero el esfuerzo
consciente por reprimir emociones no siempre es sencillo, y por lo tanto, una forma de hallar
señales o indicios de que posiblemente no estemos ante una persona sincera es observar los
mensajes no verbales (postura, rostro, mirada, movimientos, gestos) que emite. Es claro que si
una persona “dice” que está feliz pero su rostro “transmite” la información contraria, haríamos
bien en creer que esa información no verbal es más sincera que la verbal. El ejemplo es básico,
pero es la esencia de la técnica que muchos investigadores han desarrollado como un método
para detectar mentiras. Con mayor especialización, quienes se especializan en este campo
pueden llegar a descubrir que, aun un rostro feliz, puede transmitir tristeza por medio de su
voz, o bien, con una actitud corporal que contradiga la felicidad que predica.
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En efecto, el cuerpo tiene muchos canales por medio de los cuales informa al entorno su
estado emocional y es prácticamente imposible para los individuos controlar todos a la vez (De
Paulo, 1992). Por ello, los investigadores sostienen que, incluso quienes mienten
frecuentemente por profesión o hábito, pueden quedar al descubierto si se sabe prestar la
debida atención a los mensajes no verbales del cuerpo. Por ejemplo, si estos sujetos se
concentran mucho en controlar sus expresiones faciales y el contacto visual (para aumentar su
credibilidad), es probable que desatiendan los movimientos corporales y sus posturas, y si
atienden mucho a estos, es posible que olviden controlar su timbre de voz, y será allí donde se
descubrirá el engaño.
Algunos indicadores no-verbales del engaño
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Hemos dicho que el cuerpo transmite información al entorno para que los demás la
interpreten y obren en consecuencia. Si una persona está triste, su rostro, su voz y su cuerpo
transmitirán este estado emocional. Pero si una persona no está triste, e intenta hacerse pasar
por tal (un acusado que quiere dar la impresión de que está apenado por la muerte de la que se
lo acusa), quizás, pueda imitar conscientemente algunas particularidades de un individuo
triste. Pero el vínculo de las emociones con su expresión corporal es tan compleja, que impide
que no se cometan errores, y se descuiden detalles que delaten el ardid. Asimismo, este proceso
interior conlleva un conflicto, pues ya sea para ocultar información o sentimientos, como para
fingirlos, el cuerpo debe operar de un modo distinto a lo que lo hace cuando simplemente se
deja fluir por los sentimientos que lo embargan o relata hechos de los que ha sido testigo o
parte.
Ahora bien, existen indicadores específicos que delatan a una persona cuando padece un
conflicto interior (que puede ser el indicio de que no está siendo sincera), y los más accesibles
para la detección son los siguientes:
Tal vez el más conocido sea la discrepancia entre canales. Se trata de un supuesto que se
presenta cuando la persona transmite un mensaje con los gestos faciales, pero lo contradice
con el cuerpo, con la mirada o con la voz. Por ejemplo, una persona que afirme estar relajada y
tranquila, pero que a la vez, esté con la mirada huidiza y las piernas en continuo movimiento.
Tales indicadores nos revelarían que la información es contradictoria y que, en realidad, está
intentando ocultar sus nervios.
En segundo lugar, cuando las personas no están siendo sinceras por alguna razón
suelen presentarse afectaciones en la voz y en el discurso. En particular, la voz se les hace más
aguda y tienden a hablar más despacio y con menor fluidez. Además suelen cometer muchas
reparaciones de frases, es decir, casos en los que se comienza una frase, se interrumpe, y vuelve
a empezar.
Un tercer elemento lo ocupa el rostro, pues es una importante fuente de información.
Un investigador que hizo de la detección de mentiras su objeto de investigación fue Paul Ekman
(quien luego inspiró la serie televisiva “Lie-to-me”). Ekman sostiene que cuando hablamos o
escuchamos, los músculos de nuestro rostro hacen pequeños movimientos o microexpresiones
que son prácticamente incontrolables por el sujeto, y que revelan emociones subyacentes tales
como alegría, desprecio, odio, sorpresa, miedo, etc. La detección de estas microexpresiones es
difícil por la velocidad en que se producen, pero con la práctica, se aprenden a percibir, y con
ello, a descubrir los sentimientos, emociones y estados de ánimo de cualquier persona con la
que se interactúa.
Asimismo, cuando las personas están mintiendo o intentando disimular sus estados
internos, a veces presentan expresiones faciales exageradas, como poner caras de tristeza
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La técnica aplicada al servicio de justicia
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exageradas, o reír mucho ante un mal chiste (habitualmente del jefe). También las reacciones
exageradas son indicadores de falta de sinceridad, tal como podría ocurrir si alguien se enoja
mucho por tener que responder algunas preguntas ante un interrogatorio; o da muchas
excusas para explicar por qué no hizo algo (no ayudar a alguien en peligro, por ejemplo, en un
caso de abandono de persona).
Finalmente, el contacto visual nos puede revelar un conflicto entre lo que se expresa y lo
que se siente o piensa. Una señal de este conflicto es que la mirada se torna esquiva y evita
cruzarse con los ojos de su interlocutor. Pero, cuidado, también deberemos tener precaución
ante un contacto visual sorprendentemente fijo, ya que esto revela que se está intentando fingir
sinceridad (Kleinke, 1986). Otro indicador de conflicto interior vinculado a los ojos es el
aumento de la frecuencia de los parpadeos, como así también el dilatamiento de las pupilas.
Estas señales es importante tenerlas en cuenta puesto que al ser reflejos involuntarios, su
control es prácticamente imposible.
Las investigaciones que analizaron concretamente el ámbito judicial dan cuenta acerca
de la actitud y comportamiento que suelen presentar los testigos o sospechosos cuando hacen
sus exposiciones y han determinado que quienes mientan presentan habitualmente estas
características:
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 serán menos comunicativos o más retraídos que quienes digan la verdad (darán
respuestas más cortas, con menos detalles, etc.)
 sus narraciones serán menos perfectas que las de quienes digan la verdad
(menos fluidas)
 se mostrarán menos positivos y agradables que quienes digan la verdad.
(parecerán menos amigables, sonreirán menos, etc.)
 se mostrarán más tensos (parecerán más nerviosos, hablarán con voz más
aguda, jugarán con algún objeto, se les dilatarán las pupilas)
 sus declaraciones presentarán menos imperfecciones naturales y menos
contenidos poco frecuentes que las de quienes digan la verdad (DePaulo y
Morris, 2004, Garrido y otros, 2006).
Debe tenerse muy en cuenta a la hora de interpretar los mensajes no verbales de las
personas que las técnicas que aquí hemos relatado no son un método infalible en la detección
de engaños, pues requieren mucha práctica en el intérprete, como así también, la seguridad de
que no hay otras variables que están afectando al comportamiento. Reconocer mentiras no es
una tarea sencilla, pues no hay signos que sean inexorablemente indicadores de engaño, sino
que los datos que obtendremos son meras presunciones, que si son acompañadas de otras
evidencias más contundentes, pueden ayudar a resolver casos judiciales, pero no sirven como
pruebas definitivas. En efecto, es lógico que una persona que está siendo interrogada esté
nerviosa, y que a pesar de ser inocente, trate de disimular que lo está. De allí la prudencia en la
aplicación de esta técnica.
Algo que también puede conducirnos a cometer errores en la interpretación de los
indicadores conductuales del engaño es lo que Ekman llama error de idiosincrasia. Es decir, las
personas difieren en su forma habitual de comportarse según su lugar de procedencia, clase
social, religión, etc. Para poner un ejemplo extremo, digamos que las personas que viven en las
montañas son más calladas y reservadas que las que viven en las ciudades, y en caso de ser
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acusados, su parquedad no debe llevar a suponer culpabilidad. Por ello, al observar la conducta
de alguien para determinar si está mintiendo, debemos tener en cuenta su conducta en
situaciones similares. Personas poco comunicativas tenderán a hacer declaraciones cortas, o
bien, individuos tímidos apartarán la mirada, pero no por ello, debemos imputar a esta
conducta ser indicador de engaño si no se encuentran otros elementos que acompañen esta
presunción.
Para concluir debemos saber que las personas que no están habituadas a tener que
evaluar declaraciones de testigos o acusados (legos) tienen tendencia a creer lo que escuchan,
salvo que estén advertidos o que adviertan contradicciones claras. A esto se lo conoce como
sesgo de veracidad (truth bias). Pero lo que aquí nos importa es que las personas encargadas de
tomar declaraciones o hacer interrogatorios, poseen un sesgo contrario, llamado “sesgo de
falsedad” que los lleva a considerar que las declaraciones son en su mayoría falsas (Meissner y
Kassin, 2002). Por lo tanto, es importante conocer estas tendencias en los investigadores
judiciales, para obrar con prudencia.
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Detección del engaño a través de canales verbales o narrativos
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Otra forma de distinguir mentiras de verdades fue elaborada, no ya a partir de los
mensajes que transmite el cuerpo, sino de las palabras que emplean los individuos para
construir sus declaraciones. Pero para entender este modelo, antes debemos comprender muy
brevemente cómo se almacenan los recuerdos. Los investigadores Johnson y Raye (1981)
establecieron que los recuerdos que preservamos en nuestra memoria pueden provenir de dos
fuentes: una externa, basado en los procesos perceptivos del sujeto (lo que vio, escuchó, sintió
etc.), y otra interna, basado en su imaginación, razonamientos, pensamientos y/o imaginación.
Ahora bien, podemos recordar cosas que hemos visto y oído, como así también, cosas
que hemos pensado o imaginado, y lo fundamental, diferenciar unas de otras (¿esto sucedió o
solo lo imaginé?). Lograr diferenciar adecuadamente estas dos cosas nos hace sanos
psicológicamente, ya que poder controlar la realidad diferenciando fantasía de realidad nos
permite no estar perdidos en este mundo.
Finalmente, los autores señalan que los recuerdos también pueden clasificarse según el
tipo de información que almacenan. Esta puede estar relacionada con: atributos contextuales
(tiempo y lugar), atributos sensoriales (formas, colores, aromas, sonidos), atributos semánticos
(palabras, frases) y operaciones cognitivas (pensamientos, inferencias, deducciones). De allí
que cuando se intenta recordar algo, nuestra mente compone el recuerdo combinando esta
información (p.ej. a qué hora y en qué lugar pasó tal cosa, si hacía calor, que nos dijo tal
persona, qué hicimos).
Ahora bien, aplicado este marco teórico al análisis de las declaraciones, se plantea que,
dado que la verdad es el recuerdo de algo percibido y la mentira es un recuerdo generado
internamente, es razonable considerar la posibilidad de que la presencia de información
sensorial, contextual, semántica y de procesos cognitivos de alguien permita diferenciar entre
declaraciones falsas y verdaderas (Alonso-Quecuty. 1994, en Garrido y otros, 2006). Quienes lo
investigaron a partir de la reproducción de declaraciones previamente grabadas, descubrieron
que: cuando alguien relata sus recuerdos de origen externo (acontecimientos reales percibidos
por el sujeto) tiende a expresarse con mayor cantidad de atributos contextuales, sensoriales y
semánticos que cuando se relata recuerdos de origen interno (pensamientos o imaginaciones,
lo que incluye las mentiras). En estos últimos casos (en las mentiras), se apreciará en el relato
una mayor cantidad de alusiones a procesos cognitivos (frases, por ejemplo, “entonces pensé
tal cosa…; me dije tal otra…; creía que tal cosa…”).
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Detección de email con mentiras
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Partiendo del supuesto de que las mentiras pueden descubrirse prestando atención a
las palabras que emplean los sujetos para comunicarse, una investigación intentó desarrollar
un método que permitiera identificar las características de los correos electrónicos que ocultan
mentiras en su texto (Zhou, 2004).
La hipótesis de la que se partió es que existen características lingüísticas y de contenido
de los mensajes que al evaluarlas en conjunto, permiten identificar mensajes falsos o
sospechosos de forma fiable.
Para ello analizaron diversos correos, determinando que quienes mienten mostrarán en
sus mensajes mayor cantidad de palabras, sus textos serán más expresivos, con mayor cantidad
de adjetivos y adverbios que de nombres y verbos. Tendrán más emociones positivas, y mayor
cantidad de abreviaturas. Asimismo, acudirán al empleo de referencias grupales, términos
generalizadores y darán escasas referencias de información espacio-temporal y perceptual.
Sin perjuicio de que los investigadores han intentado realizar programas de
computadora que puedan rastrear estas características en los e-mail, lo cierto es que debería
tenerse en cuenta las peculiaridades del lenguaje de cada persona concreta, pues las personas
que suelen escribir habitualmente harán mails más extensos y de mayor complejidad, sin que
por ello pueda afirmarse que esta característica por si sola convierta en fiable el correo.
Además, también debería tenerse presente la influencia de otras variables de las personas
como edad, el contexto donde escriben y el idioma, pues ello puede influir en el estilo de
escritura (Garrido y otros, 2006).
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Capítulo 7
Testimonio infantil
Temas del capítulo
 El niño como testigo: estereotipos y rupturas de estereotipos
 Capacidad cognitiva de los niños para manipular la verdad
 Recaudos a tener en cuenta al entrevistar a un niño
El testimonio infantil
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Un segundo tema vinculado a la psicología del testimonio se relaciona con las
declaraciones que hacen los niños en sede judicial, no tanto en su calidad de testigos, sino
fundamentalmente como víctimas de maltrato, abuso sexual, etc. En el análisis del testimonio
infantil existen dos perspectivas que pueden adoptarse. Una que afirma que los niños tienen
capacidad desde muy pequeños para dar testimonios creíbles, por las investigaciones se
centrarán en por estudiar la potencialidad y los límites de esta capacidad. La otra perspectiva
da por supuesta esta la capacidad, y se interesa por procurar que los peritajes no sean
rechazados por los tribunales, por lo que indaga sobre las prácticas que los peritos deben evitar
para no contaminar las declaraciones infantiles. Debido a que nuestros intereses se vinculan
íntimamente con los aspectos jurídicos de la psicología social nos focalizaremos en esta
segunda perspectiva, puesto que la primera interesa más a los psicopedagogos que trabajan
con el aprendizaje de los niños. Asimismo, debemos tener en claro que el estudio del testimonio
infantil no solo tiende a proteger la integridad psicofísica de las víctimas infantiles, sino
también, la de personas adultas que pudieran ser acusadas falsamente por niños que, merced a
entrevistas sesgadas o fantasías no detectadas, aporten testimonios incriminatorios hacia
individuos inocentes.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Estereotipo de
denunciantes
los
niños
como
testigos
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Si bien en la mayoría de las sociedades los niños son considerados seres adorables, lo
cierto es que cuando nos centramos en cómo se ve a los niños en los procesos judiciales, las
personas suelen tener un preconcepto . En rigor, un individuo que esté en juicio y tenga que
optar entre el testimonio de un adulto y el de un niño, probablemente se inclinará por el
primero, por considerar que el adulto tiene mejor memoria, es menos influenciable y conoce las
responsabilidades de no decir la verdad. De hecho, las legislaciones también dan cuenta de esta
tendencia, pues exigen que el niño demuestre su capacidad para distinguir entre la verdad y la
mentira para que su testimonio sea válido. De allí que sin que esto sea un estigma, se puede
considerar que en comparación con el adulto, el niño es un testigo de segunda categoría, es
decir, alguien sobre el que recaen dudas sobre su capacidad para testimoniar.
En cuanto al ciudadano medio y su concepción del niño como testigo, un experimento
indagó sobre esta tendencia a desconfiar de la calidad del testimonio infantil en comparación
con el del adulto. Inicialmente se mostró a diversas personas fotografías. Estas eran retratos de
individuos tomados durante la infancia, la edad madura y la vejez. Mientras se les exhibían las
fotos al azar se les preguntaba ¿le parece que esta persona suele contar cosas que no son ciertas?
Los resultados arrojaron que quienes observaron el rostro de un niño, con independencia de si
este era facialmente aniñado, intermedio o maduro, estimaron que esa persona contaba más
cosas falsas que quienes observaron una fotografía de la misma persona con más edad (Garrido
y otros, 2004), con lo cual quedaba en evidencia cierta tendencia social a desconfiar de los
niños en cuanto a sus dichos.
Las razones que se esgrimen para creer menos en el testimonio del niño son: su menor
capacidad de atención, su mayor dificultad para retener lo percibido, su mayor facilidad para
ser sugestionado, su dificultad para distinguir realidad de fantasía, el incurrir en mayor número
de contradicciones, una narración menos coherente y una menor capacidad moral para juzgar
las consecuencias de afirmar algo falso bajo juramento. De allí que sea bastante común que las
estrategias que habitualmente utiliza la defensa para desacreditar el testimonio infantil sea
apelar a este imaginario popular sobre la cuestión, y argumentar que la tardanza en denunciar
los hechos; la sugestión; la falta de memoria; la coacción; etc. son indicadores a tomar en cuenta
para ponderar la verosimilitud del relato.
De hecho, Juárez López (2006) en su estudio sobre “El menor como testigo” revela que
las diversas investigaciones que se hicieron sobre la concepción que tienen los actores jurídicos
sobre el testimonio infantil señalan que mientras que los profesionales intervinientes en los
procesos judiciales en su mayoría aceptan la capacidad del niño para declarar, los abogados
defensores en su mayoría no lo hacen. Asimismo, en cuanto a los jueces, estos se dividen entre
aquellos que creen que los niños son cognitivamente competentes y aquellos que no lo son. Los
primeros consideran al niño como sincero, mientras que los segundos, los consideran como un
ser fantasioso, sugestionable y propenso a engañar. Por lo tanto, será tarea del abogado
demostrar cómo ocurrieron los hechos, teniendo en cuenta los posibles sesgos de sus
juzgadores, tratando de desactivar los estereotipos que pesan sobre las declaraciones
testimoniales de los niños.
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Rompiendo el estereotipo
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Si bien el estereotipo sobre las declaraciones del niño nos revela que en un juicio, las
partes y los magistrados se inclinan por la tendencia a preferir la del adulto, lo cierto es que en
algunas circunstancias concretas, el testimonio infantil se convierte en algo más creíble aún
que el de los adultos. Se trata de casos donde los niños declaran como víctimas de abuso sexual.
Las variables que influyen en la convicción que pueden presentar estos relatos se vinculan con:
el factor honradez y el factor capacidad.
Factor honradez: La gente supone que un niño conoce muy poco de las partes del
cuerpo, en especial los genitales, y de las cosas que hacen los adultos para obtener placer con
ellas. De allí que cuando relatan hechos que, por lo general, se supone que solo los adultos
conocen, se considera que el hecho ha sucedido y se incrementa el grado de verosimilitud del
testimonio del niño. Un experimento que lo demuestra, presenta a unos lectores unos hechos
basados en un caso real. El hecho se relata así: “Una niña, finalizado el día de clases espera a
que la vengan a buscar. Durante la espera, un profesor que ha permanecido en el colegio más
de lo habitual la invita a entrar en su despacho y le pide que le practique sexo oral. En el
juzgado, la madre recuerda que al recogerla la encontró acongojada, y tras mucho preguntarle
qué le había pasado, una semana después, la niña le confiesa el abuso que había padecido. En
defensa del profesor, un administrativo refiere que su conducta siempre fue intachable. El
acusado explica que ese día se quedó corrigiendo exámenes, y que yendo para su despacho
habló brevemente con la niña. La defensa argumentó que los hechos que relataba la niña eran
falsos y que se debían a una venganza de esta y a los efectos de la sugestión del interrogatorio
al que la sometiera su madre”.
Ahora bien, estos fueron los hechos. En el experimento se fue modificando la edad de la
víctima para analizar cómo era interpretado el caso. A un grupo de lectores se les dijo que la
niña tenía 6 años, a otros 14 años y al tercero, que se trataba de una joven de 22 años. Los
lectores debían juzgar la credibilidad de la víctima y la culpabilidad del acusado. Los resultados
arrojaron que en cuanto a la edad, se halló que la culpabilidad y credibilidad se redujeron
progresivamente a mayor edad de la víctima. Las diferencias fueron abismales cuando se
compararon los extremos (6 y 22 años), y no tanto al compararlas con la edad de 14 años. En
consecuencia, se advierte que una niña que acusa de abuso sexual a un adulto es más creíble
que una joven de 22 años (Bottoms y Goodman, 1994).
Factor capacidad: Este factor también rompe el estereotipo de niño testigo y se
presenta cuando el niño relata un hecho que vivió con seguridad y coherencia, lo quee destruye
la prenoción de que los niños suelen ser incoherentes y contradictorios.
Las investigaciones demuestran también que ver la declaración de un niño en un video
o leerla, a pesar de guardar coherencia, se revela como menos exacta y más sugestionable que
cuando el niño está presente haciendo su declaración. De allí la utilidad de contar con su
presencia física en el juicio, si se pretende que su testimonio tenga mayor impacto en los
jurados u órganos decisores.
Ahora bien, una conclusión que debe tenerse en cuenta es que si bien la ponderación de
las variables honradez y capacidad pueden incrementar o disminuir la credibilidad de una
declaración testimonial de un niño, lo cierto es que no existe por el momento ningún
instrumento infalible para detectar declaraciones falsas, por lo que, tal como sostienen los
investigadores especializados en procesos judiciales donde intervienen niños (Vrij, 2005), los
peritos psicólogos que intervienen en los juicios para expedirse sobre la veracidad de una
declaración no pueden concluir con el rigor científico y con carácter de prueba indubitable, que
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
un testimonio es verdadero o falso. De modo que sus pericias no pueden ser admitidas como
evidencia científica en casos criminales para condenar o absolver solo en base a ellas, sino que
deben complementarse con otros materiales probatorios. Sin perjuicio de ello, no debe
descartarse la inestimable utilidad que pueden presentar en la investigación policial para
orientar las actuaciones y recabar elementos de prueba contundentes que ayuden a confirmar
las manifestaciones del niño.
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Los niños no mienten…
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Así como existe un preconcepto que lleva a no confiar en la declaración de un niño,
salvo que exista la presencia de los factores capacidad y honradez antes descriptos,
paradójicamente también existe la tendencia a sostener, como una verdad indiscutible, que “los
niños no mienten”.
Villanueva y Clemente (2000) se refieren a la capacidad infantil para engañar,
definiéndola como una manipulación de la conducta de los demás a través de la manipulación
de la información con el objetivo de inducir una creencia falsa sobre la realidad. Esta conducta,
sin perjuicio de su connotación negativa en términos morales, es señalada por los autores como
una acción práctica de la vida real, una habilidad especial que poseen los humanos y que
contribuye a la supervivencia. De este modo, afirman que las capacidades indispensables para
la elaboración de una mentira requiere: a) capacidad mental para darse cuenta de que puede
inventar creencias falsas en la mente de los demás; b) un control de sus actos mentales que le
permita ocultar información que sabe que es verdad al tiempo que expresa algo que es falso, es
decir, vencer la tendencia a proporcionar verdadera.
Ahora bien, advertimos así que la mentira es una práctica social más, por lo que resta
indagar si los niños tienen desarrollada esta capacidad, y a partir de qué edad la mente infantil
está preparada para ocultar la verdad a sabiendas.
Un experimento que procuró averiguar si los niños tienen capacidad para ocultar la
verdad o tergiversarla, colocó a un niño de 3 años en la tentación de no cumplir una promesa
para verificar cómo respondía. El experimento se desarrollaba del siguiente modo: un adulto
miembro del equipo de investigación pedía al niño que se sentara en una silla y le decía que en
la mesa que estaba a su espalda había un juguete sorpresa, pero que no podía mirar hasta que
él se lo enseñara. Luego, jugaba con el niño y, al terminar, le decía que tiene que marcharse y lo
dejaba solo en la habitación. Los niños son observados a través de un espejo unidireccional. El
experimentador retorna luego de que el niño ha mirado el juguete prohibido o han pasado 5
minutos. “¿Miraste?”, le pregunta al niño mirándolo a los ojos, y descubre que de los 33 niños,
solo 4 respetaron la consigna de “no mirar”, es decir el 12%. De los 29 niños que miraron, el
38% reconoció haber mirado, 38% mintió diciendo no haber mirado, y 24% no respondió
omitiendo dar respuesta. En conclusión, los niños saben mentir y lo hacen con bastante
tranquilidad, en tanto que los resultados también arrojaron una diferencia de género, según la
cual, los niños fueron más propensos a admitir la falta que las niñas, en efecto, el 73% de los
que negaron haber mirado, eran niñas (Lewis, Stanger y Sullivan, 1989).
En psicología jurídica, más allá de saber si los niños mienten o no, lo que más interesa
saber es si el niño es capaz de ocultar la verdad cuando un adulto se lo pide o cuando lo
amenaza, ya que es poco frecuente que un niño delinca y quiera ocultar su culpabilidad, y
mucho más común que sea víctima de abusos sexuales de adultos que les prohíben hablar del
tema. Baste señalar que según datos Unicef para América latina, aproximadamente un 20% de
las mujeres y entre un 5 y un 10% de los hombres sufrieron abusos sexuales durante su
infancia; en tanto que solo en el 50% de los casos las víctimas revelan el abuso, y únicamente el
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15% lo denuncia ante las autoridades competentes. Las investigaciones sobre el tema primero
indagaron sobre el comportamiento del niño cuando una persona extraña le solicita que guarde
un secreto, y luego, debido a que los abusos sexuales son llevados a cabo en un 80% de los
casos por familiares cercanos o gente conocida del niño, esa persona sería alguien cercana.
Ahora bien, en el primer caso, el experimento se llevó a cabo en una sala de espera
donde se encuentra casualmente un niño con un adulto desconocido para él (miembro del
grupo de investigación). En ausencia de la secretaria, el adulto toma un jarrón de gran valor y
sin querer se le rompe. Antes de que vuelva la secretaria, esconde los pedazos rotos y le pide al
niño que guarde el secreto. Cuando la secretaria regresa, le pregunta al niño por el jarrón…
Ahora bien, en este escena se incorporan las variables a medir: a) la edad de los niños, de entre
3 a 5 años; b) estrategias del adulto para pedir que se guarde el secreto: ruego, soborno o
amenaza; c) presencia o ausencia del adulto durante el interrogatorio. Luego de llevar cabo
todas las experiencias conforme las diversas variables reseñadas, los resultados arrojaron que
los niños más pequeños guardan menos el secreto y que la presencia del adulto durante el
interrogatorio es el efecto más importante para que el secreto se mantenga. Asimismo, se
determinó que las amenazas y el soborno tenían mayor influencia para que el niño guarde el
secreto, que la mera petición.
Si bien este estudio nos habla sobre la influencia de la edad a la hora de guardar
secretos y la coacción como un factor de importancia, resulta importante en el ámbito judicial
saber la influencia que pueden tener, no ya los adultos desconocidos, sino los familiares o
allegados al niño.
El experimento con un familiar se llevó a cabo con niños de 3 a 5 años y sus madres. El
experimentador comentaba previamente a la madre sobre el experimento y luego se reunía con
esta y el niño en un sitio donde había muchos juguetes. Allí, tras presentarse y charlar un poco,
les decía que podían jugar con cualquier juguete, menos con la Barbie que estaba en una
estantería. Luego se retiraba dejándolos solos. En ese momento, la madre incitaba al niño a
jugar con la muñeca y la tomaba de la estantería, pero justo se le rompía; trataba de arreglarla
como podía y la escondía detrás de otro juguete pidiéndole al niño que “guarde el secreto”
porque la podían castigar si se enteran; y además, le promete que si no dice nada, le compraría
el juguete que más le guste. El experimento se repite con muchos pares de madres y niños de
distintas edades. En cada caso, luego se lleva a los niños a otra habitación donde un
entrevistador les hace las siguientes preguntas: a) ¿sabés dónde está la Barbie?; b) ¿le pasó
algo?; c) ¿la rompió tu mamá? Las conclusiones arrojaron que los niños más pequeños
mantienen menos el secreto, quizás debido a su menor capacidad cognitiva para el manejo y la
administración de la información. Luego, en cuanto a la influencia de la madre para que no diga
nada, se concluyó que los niños mayores guardan el secreto en mayor medida. Luego, se
complementaron estos resultados con otro experimento donde se les consultó a los niños ¿qué
pasó con la muñeca?, ¿la rompiste vos?, ¿la rompió mamá?, ¿vino alguien y la rompió? Durante
la entrevista a veces la madre está presente y otras no, pero en cualquiera de las condiciones, el
niño no guarda el secreto de la madre cuando se le puede echar la culpa a él, de manera que los
investigadores concluyeron que cuando el niño percibe que existe posibilidad de ser culpado,
dice la verdad con mayor frecuencia. Cuando esta posibilidad se eliminó, los niños mintieron
con mayor frecuencia, manteniendo el secreto prometido a sus madres (Talwar, Lee, Bala y
Lindsay, 2004).
En definitiva, el dicho según el cual los locos, los borrachos y los niños siempre dicen la
verdad es tan solo un aforismo popular, que puede tener algún grado de razón, pero no es una
ley científica. Considerarlo así ha hecho que más de una denuncia infundada prosperase. En lo
que aquí respecta, ahora sabemos que los niños a partir de los 3 años ya cuentan con las
capacidades cognitivas necesarias para manejar la información, y por ende, ocultar o
tergiversar la verdad, sobre todo cuando un familiar adulto o un extraño le piden que guarde
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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un secreto, siempre y cuando no existan posibilidades de castigo para sí o sus seres queridos.
Asimismo, Villanueva y Clemente (2000) también comprobaron que la capacidad de engañar a
otros se ve favorecida en los niños que poseen mayor cociente intelectual general y verbal,
mayor autoconcepto de sí mismos, y quienes pertenecen al género femenino.
Finalmente, frente a toda declaración testimonial de un niño, Godoy-Cervera e Higueras
(2005) reseñan cinco hipótesis que pueden explicar por qué este podría pretender ocultar la
verdad, señalando que:
a) La declaración es válida, pero el niño ha remplazado la identidad del agresor por la de
una persona distinta. El supuesto se daría en un caso en que el niño haya sido abusado por un
docente y en su lugar coloque a otro individuo (la pareja de la madre, chofer de bus estudiantil,
etc.)
b) La declaración es válida, pero el niño ha inventado información adicional que no es
verdadera. La incorporación de información adicional que no ocurrió puede provenir de
diversas fuentes —medios de comunicación, comentarios de otros compañeros, hermanos,
etc.— y agregarse al relato por diversas razones.
c) El niño ha sido presionado por una tercera persona para que formule una versión falsa
de los hechos. Estos repudiables casos son aquellos en los cuales los adultos presionan directa
o sutilmente a los niños para que declaren hechos que no sucedieron, o lo hagan de un modo
distinto al acaecido para lograr beneficiarse en algún sentido (divorcios contradictorios,
discusiones por tenencias, etc.).
d) Por intereses personales o para ayudar a terceras personas el niño ha presentado una
declaración falsa. Ya sea para ayudar o dañar al otro, el niño puede hacer falsas acusaciones
como un modo de proteger a seres queridos o vengarse de personas que los hayan herido en su
narcisismo.
e) A consecuencia de problemas psicológicos, el niño ha fantaseado o inventado su
declaración. En estos casos, no existe consciencia del engaño, y su elaboración es producto de
trastornos psicológicos que se encuentran más allá del manejo e intención del niño.
Estas hipótesis son importantes tenerlas en cuenta, pues son la resultante de muchas
investigaciones, y resumen las razones que podrían llevar a un niño a apartarse de su conducta
habitual de decir la verdad, por lo que ante toda declaración, deberían considerarse e intentar
advertir si alguna de ellas se evidencia en el niño que está declarando.
VI.2. Otros factores de influencia en el testimonio
infantil
El uso de la autoridad
El uso del simbolismo de la autoridad en los interrogatorios con adultos puede dar
buenos resultados en algunos casos, pues puede imponer cierto temor a realizar falsos
testimonios. Sin embargo, no es aconsejable emplearla en el ámbito infantil, pues los resultados
que arroja su empleo son pobres, ya que los niños se asustan, se bloquean y dejan de declarar,
como así también, se inhiben o inventan historias. El niño atemorizado puede terminar
reconociendo hechos que no vivió porque alguien con autoridad se lo sugiere, por lo que
cuando desde una posición de autoridad se asusta al niño con preguntas, si bien puede ser que
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El estrés infantil
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se obtengan declaraciones, estas serán menos exactas y con más errores que cuando se
emplean otros métodos en los que el niño se siente cómodo y distendido (Tobey y Goodman,
1992).
Asimismo, cuando los niños son convocados a reconocer al autor de un delito en ruedas
de reconocimiento, suelen interpretar que allí está el culpable porque así se lo dice la policía
(que es “la” autoridad), y por lo tanto, utilizan mucho menos la respuesta “no sé” que los
adultos aunque se les recuerde que pueden responder así.
De manera que es necesario despojarse de toda autoridad real (tono de voz, amenazas,
miradas serias, etc.) y simbólica (uniforme, formalidades, etc.) en la entrevista forense con
niños —pero sin caer en el infantilismo—, para lograr que digan la verdad. En este sentido, se
recomienda que en lugar de caer en los lugares comunes de preguntarle al niño si sabe
diferenciar entre la verdad y la mentira, lo que debe hacerse es hablar con este largamente
sobre las necesidades de ser sincero, pues se ha revelado que ello permite obtener
declaraciones más veraces, que el mero hecho de decirle al niño que esto es un juicio y que, por
lo tanto, no debe mentir (Huffman, 1999).
Otro factor de importancia en toda declaración judicial es el estrés que la propia
situación provoca. Los niños enfrentan su acercamiento a los tribunales bajo un imaginario,
generalmente tenebroso. En efecto, cuando se les preguntaba a los niños qué es un juzgado —
con el fin de conocer sus creencias sobre la Justicia—, respondían que era un lugar al que iban
las personas malas y, además, creían que serían ellos los que irían a la cárcel en el caso de no
decir toda la verdad (Diges y Alonso-Quecuty, 1995). Los autores señalan que los diversos
inductores de estrés de mayor influencia sobre el niño son los siguientes:
Los diversos y exhaustivos interrogatorios a los que se enfrenta el niño
El tiempo que transcurre hasta el juicio
Permanecer solo en el lugar de los testigos durante el juicio
Encontrarse cara a cara con el denunciado de forma casual o repetida
La proximidad del abogado y/o fiscal (quienes pueden acusarlo de mentir)
La posición de autoridad de los actores del proceso (abogados, jueces, etc.)
El público asistente
Las ropas de abogados y jueces
Hablar en voz alta
No comprender el vocabulario legal
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



De allí que cuando un niño deba testificar, un modo de no contribuir con el estrés
propio de la situación debería ser permitir el uso de videos para grabar el testimonio en un
ámbito confortable para el niño, sin público, pudiendo realizar pausas frecuentes, y sin tener
que mirar al acusado a la cara (cámara Gesell). Asimismo, antes de declarar en un juicio oral, el
niño deberá ser preparado para saber exactamente qué ocurrirá y qué se espera de él, y sobre
todo, disipar sus miedos y creencias erróneas sobre lo que significa ir a un tribunal.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Sesgo del investigador (o hipótesis única)
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Bajo este concepto encuadramos aquellos supuestos en los que el investigador, juez,
asistente social, etc. tiene una intuición sobre la existencia de un determinado acontecimiento
(por ejemplo, que un niño fue abusado sexualmente por la pareja de su madre) y amoldan la
entrevista, no para lograr encontrar objetivamente la verdad, sino para hallar el máximo de
declaraciones consistentes con su hipótesis. Si bien la experiencia de las personas que se
dedican a tomar las denuncias sobre abusos infantiles a veces ayuda a proteger a los niños y
encontrar rápidamente a los culpables, lo cierto es que también puede hacer que los niños
terminen emitiendo declaraciones de hechos que realmente no ocurrieron, o relatándolas de
un modo distinto al sucedido. Más grave aún es que cuando los niños pretenden desdecirse de
lo que les han hecho decir o sugerido, siempre existirá un manto de sospecha sobre el niño, a
quien no se le creerá, o se considerará que actúa por culpa o porque quiere proteger al adulto.
En un estudio que se emprendió para demostrar la influencia de este sesgo en las
declaraciones infantiles, se pedía a un grupo de padres que vieran un video mientras sus hijos
verían el mismo film en una habitación contigua. Luego, se pidió a los padres que entrevistasen
a sus hijos para determinar cuánto recordaban del video (pero, en realidad, los hijos habían
visto un video distinto). Las conclusiones permitieron advertir que muchos de los padres se las
ingeniaron para que sus hijos sostuvieran que “recordaban” haber visto cosas que habían
sucedido solamente en el video que ellos habían visto, es decir, lograron influenciar de tal modo
a sus hijos que estos acabaron aceptando la realidad que les ayudaron a construir sus padres
(Ceci y Bruck, 1994).
Esto nos lleva a plantearnos si el entrevistador debe conocer o no los detalles del caso a
investigar, pues, al hacerlo, existe el riesgo de que lleve la declaración del niño hacia su
hipótesis, en lugar de entrevistarlo de un modo neutral para conocer los hechos tal como
efectivamente habrían sucedido. Pero esta cuestión no está resuelta, pues, por un lado, el hecho
de que el entrevistador sepa sobre el caso puede ayudar a que efectúe preguntas que ayuden al
niño a recordar lo hechos, aunque también, como hemos visto, puede influenciar al niño a
asumir hechos que no sucedieron y hasta hacerlo que los crea realmente.
El uso de muñecos
Debido a que los niños que son víctimas de abuso sexual, en algunos casos, no suelen
considerarlo como un hecho aberrante, sino como un juego, puede ocurrir que no consideren el
hecho como algo a denunciar y que exista un pacto de silencio entre víctima y abusador.
Asimismo, en casos donde sí hay acceso carnal, además de este pacto, puede sumarse amenazas
directas por parte del adulto para que el niño guarde el secreto sobre los hechos. Por todo ello,
cuando alguien de su entorno efectúa una denuncia y el niño es interrogado, puede resultar
inútil preguntarle si un adulto abusó de él, pues si está amenazado lo negará, o bien, si lo
consideraba un juego inocente no comprenderá la gravedad de la pregunta. De un modo u otro,
en todos estos casos es donde puede ser de utilidad hacer jugar al niño con muñecos y ver
cómo juega con ellos, en particular, prestando atención al discurso del niño para advertir las
palabras que emplea, como así también, sus comportamientos, en especial, si toca las zonas
genitales de los muñecos, si les pega, si los amenaza, etc. El principio en que se funda esta
técnica es que el niño reproduce en sus juegos lo que vive en su experiencia cotidiana, y por lo
tanto, son reveladores de su vida cotidiana, pública y privada.
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Quienes emplean esta técnica afirman que el uso de muñecos ayuda al investigador y al
niño a romper el hielo y facilita la tarea del entrevistador para indicarle al niño, sutilmente,
sobre qué quiere que hable. Funcionan bien para saber cómo llama el niño a cada una de las
partes del cuerpo y para qué sirven; para demostrar lo que sucedió en lugar de manifestarlo
verbalmente; y como estímulo del recuerdo o como observación de lo que el niño hace o siente
frente a la muñeca anatómica desnuda.
Sin embargo, si bien parece clara la utilidad que reporta esta herramienta, lo cierto es
que la cientificidad de esta técnica no es un tema resuelto. En este sentido, algunas voces
señalan que si bien los muñecos anatómicos son elementos utilizados para lograr que los niños
que carecen de palabras o de coraje se expresen, no tienen valor científico al no ser un test
estandarizado, es decir, que no se puede distinguir fehacientemente a partir de esta prueba
cuando un niño ha sido abusado o no, y por lo tanto solo aporta indicios, no pruebas
fehacientes o indubitables. También se critica que el uso de muñecos anatómicos puede
incurrir en los mismos sesgos que las preguntas conductoras en el interrogatorio, pues
imagínese la situación de examinar a un niño por supuestos abusos sexuales al que se le
presentan muñecos con genitales al aire libre ¿puede crearse mayor situación de estereotipos,
prejuicios, insinuaciones y sugerencias que la situación misma? Difícilmente no, y por ello se
concluye que los muñecos anatómicos no deberían ser utilizados para entrevistas o niños
menores de 5 años (Bruck y Ceci, 2000).
Pero lo dicho no debe llevarnos a considerar que su uso está vedado, sino que teniendo
presente las limitaciones por edad y evitar crear situaciones poderosamente sugerentes,
pueden presentar utilidad para brindar indicios de abuso que luego deberán ser ampliados con
otros medios probatorios.
Errores más comunes en las entrevistas a niños
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El relevamiento de la literatura sobre testimonio infantil da cuenta de que todos los
autores advierten de los peligros de las preguntas sugestivas o directivas en las entrevistas que
puedan introducir elementos que contaminen o dificulten la obtención de un relato de lo que el
niño realmente recuerda. De allí que las preguntas abiertas y un clima de confianza sean los
contextos ideales para la recepción del testimonio infantil. Asimismo, también vimos que los
niños pueden ocultar la verdad, ya sea voluntariamente o por amenazas de adultos, como así
también, construir recuerdos tergiversados a raíz de entrevistas mal conducidas. Es por ello
que en todos los casos surge la necesidad de contar con entrevistadores hábiles, pues será
gracias a ellos que se lograrán los mejores testimonios, estimulando el recuerdo y detectando
las fantasías. No en vano se ha dicho que la mejor defensa para la protección de los derechos
del niño —y de los adultos acusados— sea una buena entrevista, motivo por el cual
terminaremos este capítulo reseñando algunos de los recaudos clave que deberían tenerse al
entrevistar a un niño:
1) Tener en cuenta que los niños de menos de siete años pueden no responder
eficientemente al pedido del entrevistador de contar la historia de atrás hacia adelante o
hacerlo desde distintas perspectiva —tal como establece la técnica de la entrevista cognitiva—
por lo que, en estos casos, se recomienda omitir estas pautas, empleando solo preguntas
abiertas y otros estímulos de los recuerdos menos dificultosos que no afecten el rapport del
niño durante la entrevista.
2) No debe repetírsele insistentemente al niño preguntas que este ya contestó y que no se
adecuan a lo que el investigador desea escuchar, pues en tales supuestos estaremos en
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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presencia de sesgos del investigador (hipótesis única), quien ya se ha forjado una idea de qué le
ha pasado al niño y quien es el culpable, y pretende hacerle decir al niño lo que él juzga que ha
ocurrido.
3) Debe evitarse influir sobre el niño diciéndole cosas tales como “Nos contó tu mamá
que…” pues aunque ello sea cierto, podría hacer que el niño nos diga lo que su mamá interpreta
que ha ocurrido o lo que ella quiere que diga, y no lo que a él le ocurrió realmente. En este
sentido, nunca debe perderse de vista que lo que se persigue en la reconstrucción de los hechos
y no de las interpretaciones que hacen los terceros, sin perjuicio de que en algunos casos ellas
puedan ser de inestimable valor. Pero debe tenerse claro cómo y cuándo emplear la
información que aportan los adultos que rodean al niño.
4) No debe introducirse información engañosa a la largo de la entrevista para que el niño
“pise el palito” o “sacarle de mentira a verdad”, pues puede sugestionarlo a creer que las cosas
ocurrieron tal como el entrevistador le sugiere en su estrategia. Además, este ardid puede
hacer que surjan más mentiras que verdades
5) No es recomendable invitar al niño a que use su imaginación, porque puede dar lugar a
especulaciones que no se correspondan con la realidad, sino con su mundo imaginario.
6) Evitar el uso de premios y castigos, pues si bien los niños tienden a revelar los hechos
que prometieron no contar cuando un castigo puede caer sobre ellos, también es cierto que
pueden mentir para obtener los premios. Téngase en cuenta que para un niño que está
aburrido o incómodo en la entrevista, terminarla también es interpretada como un premio, por
lo que no deberían plantearse cuestiones tales como “…me contestás esta pregunta y te podés
ir…”.
7) El hecho de que un niño sea entrevistado por adultos investidos de autoridad también
afecta el contenido de la declaración, pues inhibe la espontaneidad y suele crear ambientes
incómodos para los niños que procurarán abandonar cuanto antes respondiendo cualquier
cosa con tal de que los dejen marcharse de un lugar tan incómodo.
8) Si bien el empleo de muñecos anatómicamente detallados puede ayudar a que los
niños sin capacidad de habla o tímidos expresen situaciones de abuso, lo cierto es que debe
tenerse en cuenta los límites de esta metodología, en referencia a la edad y los sesgos que
puede provocar hacer jugar a un niño con un muñeco desnudo. Vestirlo ya sería una forma de
ayudar a mejorar la validez de la técnica.
9) La entrevista debería registrarse en video para poder volver a analizarla
posteriormente, evitando también tomar notas durante la charla, lo que podría afectar la
empatía con el niño. Además, el registro digital permitirá el análisis por parte de otros
profesionales y facilitará su impugnación en caso de advertirse errores.
10) Finalmente, para cerrar la entrevista debe evitarse las finalizaciones de compromiso,
donde en apenas un minuto el niño pasa de la sala de entrevista a sus padres. En este sentido,
en una entrevista de una hora, debe contemplarse al menos un período de cinco a siete minutos
de descompresión de la charla, aludiendo a temas no esenciales, haciéndolo dibujar o
realizando algún juego que permitan al niño alcanzar un estado emocional equilibrado para
volver a sus tareas habituales.
No quisiéramos culminar este capítulo sobre psicología del testimonio infantil sin
señalar al existencia de una obra colectiva editada por UNICEF sobre “Buenas prácticas para el
abordaje de niños/as, adolescentes víctimas o testigos de abuso sexual y otros delitos” en la cual
se desarrollan muchos de los temas aquí vistos, procurando la protección de los derechos del
niño, su acceso a la justicia y la obtención de pruebas válidas para el proceso. La misma puede
ser consultada online en www.unicef.org.ar.
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Capítulo 8
Actitudes
Temas del capítulo
 Surgimiento y mantenimiento de las actitudes
 Influencias de las actitudes en la forma de pensar, sentir y actuar
 Resolución de las disonancias cognitivas que provocan
I. Las actitudes
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La mayoría de nuestros comportamientos en la vida cotidiana están basados en
nuestros valores, creencias, opiniones, etc. Por ejemplo, si tenemos inculcado el respeto hacia
los ancianos, es probable que cuando suba una persona mayor al colectivo le demos
inmediatamente el asiento. Pero claro, si en nuestra sociedad rigieran valores que nos indique
que los ancianos no merecen ninguna deferencia especial, no nos levantaríamos, y ni siquiera
surgiría en nuestra mente la idea de cederles el asiento. En este sentido, éste y todo
comportamiento social, por lo general, se origina en nuestros valores y creencias sobre las
cosas y las personas de este mundo, y eso es lo que nos impulsa a actuar de una u otra manera.
Estos comportamientos y reacciones que solemos tener ante cualquier tema de la vida social
son manifestaciones de nuestras actitudes.
A las actitudes las definiremos como evaluaciones duraderas de diversos aspectos del
mundo social que se almacenan en nuestra memoria y guían nuestros pensamientos,
sentimientos y comportamientos. Pueden ser vistas como nuestras creencias u opiniones sobre
temas tan diversos como el aborto, la política, la moda, los ancianos, la magia negra, etc.
Para la Psicología Social la importancia de las actitudes radica en dos razones. La
primera es porque influyen en nuestro pensamiento y en nuestro estado de ánimo
(emociones), pues afectan la forma en que procesamos la información social que captamos o
recordamos. Por ejemplo, frente a un mismo hecho, tal como sería ver a un vagabundo
durmiendo en la calle, algunas personas pensarán que es un vago, otras que es una persona que
le ha ido mal en la vida, y otras que es un loco. Cada una interpretará la realidad de acuerdo a
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una perspectiva que le es propio (o que comparte con miembros de su grupo). Tomemos otro
ejemplo: imaginemos a dos personas, una a favor de la pena de muerte y la otra en contra.
Ambas leen una noticia en el diario que afirma “No hay diferencia significativa en el índice de
delito entre países con o sin pena de muerte”. Ante la noticia, seguramente ambas la
interpretarán de forma diferente. Uno sostendrá que se confirma su idea sobre la inutilidad de
la pena capital, mientras que el otro, sostendrá que la pena de muerte no está pensada para
disuadir, sino, para eliminar a las personas peligrosas, de modo que en nada afecta a su
creencia esta información. Ambas personas perciben un mismo hecho (la investigación
publicada en el diario) pero sus actitudes hacia la cuestión hacen que cada uno tenga una
interpretación distinta, y la defenderá tanto racional como emocionalmente, no en vano
algunas discusiones pueden terminar en una riña. Es que las actitudes definen nuestra
percepción y forma de estar en el mundo, por lo que son parte integrantes de nuestra
identidad, y las defenderemos como a nuestras cosas más preciadas, pues rechazarlas sería
rechazarnos a nosotros mismos, y cuando alguien opina contrariamente a ellas sentimos que
nos están atacando, y por ende, reaccionamos (salvo que contemos con una actitud pacifista
que eluda todo conflicto).
Habíamos dicho que las actitudes son importantes por dos razones; la primera es por su
influencia en nuestra forma de pensar y actuar, y la segunda es porque influyen en el
comportamiento de las personas. En general, lo que la gente piensa sobre diversos temas (el
aborto, la política, la droga, la eutanasia, la familia, la religión, etc.) hará que actúe en
consecuencia, y por ello es que a la psicología social le ha interesado históricamente tanto
estudiar las actitudes, pues permiten predecir el comportamiento humano. Por ejemplo, si un
individuo está a favor de la legalización de la marihuana, es probable que esta actitud se
convierta en acción y que participe en manifestaciones, escriba artículos o discuta
acaloradamente con individuos que tengan actitudes contrarias a las suyas. Del mismo modo, si
un juez se sabe que es conservador, es pronosticable que no esté a favor de valores modernos y
que su actitud se traduzca en fallos adversos en temas como el consumo de marihuana, la
sustitución de vientres, el cambio de nombre y de sexo, etc.
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La formación de actitudes mediante la socialización
Las actitudes no vienen en los genes, es decir, no son innatas, sino que se incorporan, se
mantienen y cambian durante toda la vida mediante el proceso de socialización. Inicialmente el
niño las adquirirá de su familia y la escuela, y no menos importante es la influencia de los
compañeros y los medios de comunicación, pues también enseñan (lo bueno y lo malo). Más
tarde en los diversos ámbitos en los que se desenvuelva (trabajo, universidad, partido político,
club, etc.) también irá adquiriendo otras actitudes de acuerdo a la interacción
Comenzando por el principio, digamos que en la incorporación de actitudes, la
influencia de los padres es muy poderosa ya que los niños creen sin cortapisas todo lo que éstos
les dicen, con lo cual, asumirán sin ningún tipo de crítica las actitudes de sus padres hacia el
mundo social. Por ejemplo, si a la madre no le gustan los animales, hay muchas probabilidades
de que al niño tampoco le gusten. Analizando con mayor detenimiento la influencia de los
padres en la formación de actitudes, diremos que lo hacen fundamentalmente de dos maneras.
En primer lugar, empleando premios y castigos, estimulando aquellos comportamientos o ideas
que consideran apropiados, e inhibiendo los contrarios a los valores que desean inculcar. Por
ejemplo, si el niño quiere tocar un perro y la madre le grita con voz nerviosa ¡vení para acá, o te
reviento! y luego le da alguna reprimenda, el niño asociará la imagen del perro con una
sensación de displacer, producto de los gritos de su madre, o eventualmente un chirlo. En
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segundo lugar, los padres también influyen sobre el tipo de actitudes que sus hijos se pueden
formar sobre el mundo, controlando la información a la que éstos pueden acceder. Un padre
ultra religioso tal vez le prohíba a su hijo tener amigos que no sean de la misma congregación,
secta o colectividad, como un modo de controlar las creencias que intenta inculcarle.
Los compañeros del colegio suelen ser otros importantes agentes socializadores, a veces
más que maestros y padres, pues suministran a los niños nueva información y les presentan
formas diferentes de ver las cosas. Por ejemplo es típico el caso de los que ya saben que Papá
Noel no existe y se lo revelan a los que aún no lo saben, debido a que sus padres les ocultan esa
información. Otra forma de incorporar actitudes en el colegio se produce por el miedo a ser
rechazado. Este es un fenómeno muy común que todo niño/a ha vivido, y se vincula con que los
jóvenes aprenden a comportarse y pensar como el resto para no desentonar. Este mecanismo
de adaptación no se agota en la infancia, sino que —como todos sabemos— dura toda la vida,
por lo que las actitudes de los otros van siendo asumidas como propias, y terminan integrando
nuestra personalidad, aunque es cierto que hacia algunas actitudes seremos reactivos por ser
incompatibles con las nuestras, como así también, que en algunos casos, seremos nosotros
quienes persuadamos o impongamos a otros actitudes, o los demás copien las nuestras.
La experiencia personal también influye en nuestras actitudes, debido a que las actitudes
más duraderas y resistentes al cambio que tenemos son aquellas que surgieron a partir de
experiencias personales. El dicho “El que se quema con leche, ve la vaca y llora”, se refiere a esta
tendencia a incorporar actitudes hacia las personas/cosas por experiencias pasadas (malas o
buenas). La razón es que tendemos a confiar en el conocimiento de nuestra propia experiencia
más que en la experiencia recopilada por otros, quizás por eso se dice que “nadie aprende en
cabeza ajena” y por eso, una vez que hemos tenido una buena o mala experiencia con algo o
alguien, nos cuesta bastante trabajo desactivar nuestra actitud. En el peor de los casos,
podemos caer en pensamientos o comportamientos prejuiciosos, es decir, actitudes hacia algo
o alguien que no admiten pruebas en contrario.
Además de la propia experiencia, la cultura en la que hemos crecido (entendida como el
conjunto de normas, conocimientos y creencias de una sociedad) también modela nuestras
actitudes, ya que éstas habitualmente se corresponden con los valores culturales de donde se
socializó o interactúa el individuo. Por ejemplo, una sociedad que tolere el castigo físico hacia
los niños, estimulará que la educación se lleve a cabo por este medio, de modo que la actitud de
un padre frente a un niño que lleva malas notas, lo impulsará a
darle una reprimenda física (y no solo un discurso). Asimismo,
esa cultura acepta este tipo de comportamientos (pegarle al niño
“a los 12 años de que no estudia) a ningún vecino le parecerá incorrecto lo que
edad, la mayoría hace este padre, y por lo tanto la actitud del padre se reforzará
ya que hace lo que todo el mundo espera que haga.
de los niños han
Finalmente, los medios de comunicación tienen un poder
pasado más asombroso para crear y modificar actitudes, y no ya de niños,
tiempo viendo la sino de todas las personas que se ponen ante una pantalla o una
televisión que radio. Ello se debe a su capacidad de alcanzar a una multitud de
personas, y formar la opinión pública. En países como Argentina
yendo al colegio” el 95% de los hogares al menos un televisor, en tanto que el 47%
de los argentinos asegura que mira entre 3 y 5 horas diarias de
televisión, un 40% lo hace 1 a 2 horas diarias, y un 9,4 lo hacen
de 6 a 8 horas por día (Sinca, 2006). De manera que los mensajes
que por allí se transmiten, llegan en mayor o menor cantidad a toda la población. Pero no ha de
pensarse que los medios socializan a las personas diciéndoles: “Ud. dede pensar así”. En efecto,
el proceso es mucho más sutil. Una novela o serie de televisión en la cual una travesti sea la
protagonista (Flor de la V), enseña a no discriminar; una película en que se muestre como el
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protagonista salva al país de un ataque terrorista de los musulmanes, fomenta la actitud
negativa hacia este último grupo. La lista de ejemplos sería muy larga, pero la conclusión es que
los medios de comunicación transmiten actitudes. Piénsese sobre todo en los adolescentes
quienes para informase eligen la televisión en un 52%; Internet 41%; el 4% la radio, y sólo el
1% los diarios (Unicef, 2011 se redondearon los porcentajes).
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Procesos específicos de formación de actitudes
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Como pudimos ver hasta aquí, la socialización es entre otras cosas, el proceso por el cual
los individuos vamos incorporando actitudes (evaluaciones sobre el mundo social) y con ello
nos manejamos en el mundo, juzgando a las personas, las cosas y los sucesos, a partir de
nuestros puntos de vista. Si bien es cierto que durante la infancia la socialización tiene mayor
influencia en las actitudes que incorporamos, pues existe una gran cantidad de gente
interesada en que incorporemos las normas y los valores comunitarios (padres, maestros, etc.)
la asimilación de actitudes es algo que ocurre durante toda la vida. Siempre habrá un amigo,
una película o un jefe que nos transmita su idea sobre cierta particularidad del mundo social, y
que aceptamos incorporarla a nuestra personalidad. Profundizando más en el análisis acerca
de cómo incorporamos actitudes, ya sea en la infancia o en la adultez, diremos que lo hacemos
por alguno de estos tres modos específicos: (a) condicionamiento (clásico, instrumental e
subliminal), (b) modelado, (c) comparación, y (d) posición del cuerpo del otro.
Condicionamiento clásico: Como se recordará de lo visto en el capítulo I (en especial,
la fobia hacia los muñecos blancos que adquirió el pequeño Albert tras los experimentos de
Watson), lo que se conoce como condicionamiento es una forma de incorporar actitudes hacia
las cosas, situaciones o personas mediante la asociación de un estímulo con una reacción (E-R).
Por ejemplo, si un niño pequeño saluda a un vagabundo que vive en la calle y recibe una
reprimenda de su madre porque ella desprecia a esta categoría social el niño irá aprendiendo a
reaccionar negativamente hacia estos individuos, es decir, irá adquiriendo una actitud hacia los
miembros de este grupo social. Estos individuos que eran estímulos neutros para el niño, pues
como dijimos nadie nace con actitudes, comenzarán a cobrar carácter negativo por asociación a
la sanción que impuso su madre, y por ello, en el futuro, cuando el niño deba interactuar con
miembros de este grupo social reaccionará negativamente (se asustará, por ejemplo, los
considerará prescindibles, etc.).
Condicionamiento subliminal: En un experimento se solicitaba a diversas personas
separadas en dos grupos ver imágenes de un individuo realizando tareas rutinarias (yendo de
compras al supermercado, lavando el auto, etc.). A un grupo se le intercalaban imágenes
subliminales durante la proyección (tan breves que no eran conscientes de su presencia) que
inducían sensaciones positivas (por ejemplo, una pareja de recién casados, gente riendo);
mientras que al otro grupo, las imágenes que le intercalaban eran negativas (una operación a
corazón abierto, un hombre lobo). Más tarde, ambos grupos expresaron sus actitudes hacia el
desconocido de las fotos. Los resultados fueron que quienes habían sido expuestos a fotografías
subliminales positivas refirieron una mayor cantidad de actitudes favorables hacia esa persona
que el otro grupo.
De este modo se determinó que, aunque los participantes no eran conscientes de las
imágenes subliminales, éstas afectaron significativamente sus actitudes, con lo cual se abrió un
gran campo de estudio que interesó de sobremanera a los políticos y los publicistas. Sin
embargo, para prevenir el manejo de las psiquis de los ciudadanos, muchos estados y comités
de ética prohíben el empleo de estas técnicas.
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Condicionamiento instrumental: Cuando escuchamos a un niño de cinco años decir con absoluta convicción- que es Peronista o de River, solemos pensar que es un poco extraño
que a tan corta edad se tengan convicciones tan fuertes. En realidad, lo que ocurre es que estos
niños han sido premiados y recompensados por sus padres o parientes por declarar opiniones
como éstas. Se trata de un condicionamiento instrumental, mediante el cual se recompensa con
sonrisas, aprobaciones o abrazos a los niños por tomar las perspectivas consideradas correctas,
graciosas, etc., por la familia. Es por esta razón que hasta que llegan a la adolescencia, la
mayoría de los niños expresan opiniones políticas, religiosas y sociales muy similares a
aquellas que tiene su familia.
Es importante señalar que este condicionamiento continúa funcionando en cada ámbito
de interacción en el cual el individuo reconozca una instancia de poder, y pretenda adecuarse,
adoptando actitudes que sean agradables a los superiores, y por ende recompensadas.
Modelado: Otra forma en que se adquieren las actitudes es a partir de un proceso que
opera incluso cuando no se desea transmitir actitudes específicas a los otros (padres a hijo,
docentes a alumnos, jefes a empleados, etc.). Este proceso es el modelado, y ocurre cuando se
aprenden nuevas formas de comportamiento, simplemente observando las acciones de los
demás, siguiendo su ejemplo. Muchos aprendizajes se incorporan de este modo; de hecho, los
niños suelen ver y escuchar diversas cosas en su familia, que aunque no van dirigidas hacia
ellos, igualmente las incorporan. Así, una madre puede enseñar a su hijo que “no se debe
mentir”, pero toda la enseñanza se desvanecerá si luego suena el teléfono y le pide que lo
atienda y diga que no está (¡decí que no estoy!). De este modo, el niño incorporará por modelado
una actitud favorable hacia las mentiras, que desplazará la enseñanza que se le intentó
incorporar por medio del discurso. Por lo general, predicar con el ejemplo, siempre tiene
mayor eficacia en la educación, que las lecciones teóricas.
Comparación social: Si bien la mayoría de las actitudes se forman a través de los
diversos mecanismos de aprendizaje que vimos precedentemente, el psicólogo León Festinger
señalaba que también se las puede incorporar por comparación. Es decir, es habitual que
tratemos de comparar nuestras actitudes con las de los otros, para determinar si nuestra visión
de la realidad es correcta o no. En la medida en que nuestras opiniones coincidan con las de los
demás, las sentiremos correctas y ello reforzará nuestro sentimiento hacia ellas. Si no llega a
ser así, es posible que esta discrepancia con el entorno provoque cambios en nuestras
actitudes, puesto que por lo general, tendemos a que nuestras perspectivas se acerquen a las de
los demás.
La comparación social también opera sobre la formación de nuevas actitudes. Es muy
probable que si escuchamos a gente que admiramos hablar bien sobre un determinado
producto o una persona, surja en nosotros una incipiente actitud favorable. Claro que lo mismo
ocurrirá si estas personas hablan mal sobre algún grupo social determinado, solo que en este
caso, nuestras actitudes hacia ese grupo se harán negativas. El punto es importante en
sociedades donde algunas personas significativas, tales como estrellas de rock, políticos,
conductores televisivos, tienen una fuerte influencia sobre las personas. En estos casos, se ha
demostrado que cuando emiten opiniones negativas sobre algún grupo social estigmatizado
(inmigrantes, diversas minorías tales como étnicas, sexuales, religiosas, etc.) logran influir en la
adopción de actitudes similares en las personas; incluso, aun cuando éstas no conozcan a
ningún miembro del grupo sobre el que recayó la opinión negativa (Shaver, 1993).
La autovigilancia: cómo influyen nuestras actitudes en nuestro
comportamiento en público
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Las personas solemos incorporar actitudes y comportarnos en base a ellas, sin embargo,
de acuerdo a los principios básicos de la picología social, no podemos dejar de ponderar que el
entorno también puede influir en su expresión. En efecto, en el vínculo
actitud/comportamiento no todas las personas somos iguales, y por ello, desde el punto de
vista de las actitudes, los individuos se dividen en dos grandes grupos. Aquellos cuyos
comportamientos y opiniones son condicionados por el entorno, y aquellos a quienes nos les
importa el qué dirán. Es decir, algunas personas emplean sus actitudes como guías de sus
comportamientos y miran hacia su interior cuando intentan decidir cómo comportarse en una
situación dada; y otras, en cambio, centran su atención en el exterior, y ven lo que los otros
dicen o hacen, tratando de adaptarse y actuando de una manera que consideran que será
evaluada favorablemente por los demás. A este fenómeno se lo conoce con el nombre de
autovigilancia, y señala que la intensidad del vínculo entre actitud y comportamiento parece
diferir entre las personas, según estén más o menos pendientes del entorno.
De este modo, una persona con baja autovigilancia actuará de acuerdo a sus actitudes
personales (hará y dirá lo que piensa/siente en todos los lugares en los que se encuentre), en
cambio, si su autovigilancia es alta, se adecuará al contexto, y es posible que para no
desentonar deba actuar de manera contraria a sus actitudes (De Bono y Snyder, 1995). El punto
es importante para la psicología jurídica pues los testigos son individuos que al verse
influenciados por el entorno pueden querer satisfacer los deseos que perciben en su
interrogador y afirmar cosas que no ha visto u oído, tal como veremos en el capítulo sobre
psicología del testimonio.
Finalmente, lo que interesa aquí es que si bien las actitudes son importantes fuentes de
predicción de la conducta, ya que por lo general las personas son consistentes entre su forma
de pensar y actuar, salvo aquellas con una muy alta autovigilancia sobre lo que hacen, lo cierto
es que a veces, las personas con una autovigilancia media —la mayoría de todos nosotros—
obran de manera contraria a lo que piensan. Esta traición a las actitudes no es gratuita en
términos psicológicos, sino que suele provocar una sensación displacentera que logra sortearse
por diversas estrategias cognitivas automáticas de nuestra mente como veremos a
continuación.
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II. Disonancia cognitiva
En la vida cotidiana puede ocurrir que por diversas razones obremos de una manera no
coincidente con nuestras actitudes. Por ejemplo, no dar el asiento en el colectivo, no participar
en una manifestación por un tema que nos interesa, permitir que se cometa una injusticia ante
nuestras narices, etc. Pero esta forma de actuar inconsistente conlleva que nos embargue una
sensación de incomodidad con nosotros mismos por actuar en contra de nuestras creencias y
valores. A este fenómeno el psicólogo León Festinger lo bautizó como disonancia cognitiva,
definiéndolo como un estado de incomodidad con nosotros mismos al percibir inconsistencias
entre nuestras actitudes y nuestro comportamiento, o bien, entre dos o más actitudes en
colisión interna (Festinger, 1975). Tomemos un ejemplo: Imaginemos que somos
profundamente ateos y antireligiosos, pero accedemos a casarnos por Iglesia a pedido de
nuestra pareja. Si eso ocurre, es probable que surja en nosotros cierto malestar interior porque
sentimos que no somos coherentes con nosotros mismos, que obramos en contra de nuestros
valores y de nuestra propia forma de ser. Pero la mente no se queda en esta de incomodidad,
sino que genera mecanismos de adaptación. Festinger investigó cómo reaccionan las personas
frente a estas circunstancias, y determinó que para solucionar la disonancia solemos acudir a
alguna de estas tres estrategias:
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Cambiar la actitud o el comportamiento, de modo que sean más coherentes el uno con
el otro. Por ejemplo, dejar de ser ateos y pasar a definirnos como no-practicante o agnósticos,
con lo cual, la distancia entre la actitud personal y el comportamiento se acortaría, y dejaría de
ser sentida como una traición tan grande a nuestros ideales o valores.
Adquirir nueva información que apoye nuestra actitud o nuestro comportamiento.
Tomemos otro ejemplo: las personas que fuman saben que fumar provoca cáncer, y sin
embargo, lo siguen haciendo. Ser consciente de esta información genera incomodidad en el
fumador, y por eso, es probable que busque pruebas que le permitan afirmar que no todos los
fumadores mueren de cáncer, o que hay que gente que lo contrae sin nunca haber fumado. Con
ello, el fumador podrá sentirse en paz consigo mismo, a pesar de que tiene un comportamiento
que es perjudicial para su salud y de que su actitud fundamental es preservar su vida.
Trivializar la inconsistencia para considerar que, en realidad, no es importante la
contradicción entre lo que se piensa y lo que se hace o se tolera. Por ejemplo, una mujer
golpeada que comience a considerar que las escenas de violencia que sufre no son importantes
sino parte de la vida familiar, estaría operando de este modo. En este ejemplo, la Teoría de la
Disonancia Cognitiva permite comprender cómo las personas se adaptan a situaciones que,
desde un observador externo serían intolerables, pero quien las padece, aprende a construir
justificaciones para poder sobrellevar su vida.
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Ahora bien, las personas podemos emplear cualquiera de estos tres mecanismos de
adaptación a la inconsistencia entre lo que pensamos y lo que hacemos o toleramos, pero existe
un criterio que nos permite predecir cuál será el que más se utilizará: el que conlleve el menor
esfuerzo. Nuestra psiquis es muy pragmática y austera en este sentido, por eso, cualquier
camino conduzca a reducir la sensación de incomodidad interna, y que al mismo tiempo
suponga un mínimo esfuerzo, será el escogido. Para ello algo tiene que cambiar y el cambio se
producirá en los elementos cognitivos que sean más fáciles de modificar. De allí que la
trivialización suela ser la estrategia más usada para solucionar los problemas de disonancia
cognitiva, pues es una suerte de “perdón” interno que se da uno mismo. Cualquiera que haya
hecho dieta, y la haya roto con alguna tentación, sabrá que suele justificarse este desvío de
alguna manera: “era un pedacito de torta nomás…”, es decir, trivializando el comportamiento
contradictorio con la actitud pro-dieta que se tiene; del mismo modo que el empleado que se
lleva una birome de la oficina para su casa, no aceptará que cometió un hurto, sino que podría
decir también “pero es una birome nomás…”. Todos estos casos resuelven trivializando el hecho,
la incomodidad de actuar en contra de las actitudes, aunque no debemos olvidar las otras dos
estrategias por las que la mente puede optar, dependiendo las circunstancias y las personas
(buscar más información y modificar la conducta o la actitud).
Finalmente en cuanto a los niveles de incomodidad que puede presentar la disonancia
cognitiva, ellos se corresponden con el caso en concreto, aunque una regla puede ser esta: Si
una persona tiene fuertes razones para comportarse de una manera incoherente con sus
actitudes, la disonancia cognitiva será más débil, y por ende, al ser menor la incomodidad,
también será menor el esfuerzo que conlleve hacer un cambio de la actitud o del
comportamiento. Por ejemplo, poniendo otro caso de una persona atea. Supongamos que una
persona con estas características tiene un hijo con una enfermedad terminal y los médicos no le
dan esperanzas de vida. Podría ser que esta persona, una vez agotadas las posibilidades de la
ciencia pida ayuda divina o que vaya a pie a Luján. En este caso, su comportamiento si bien
sería incoherente con sus actitudes hacia la fe, las razones por las que lo hace son muy fuertes
para él/ella (probar todo para salvar a su hijo), y por ende, no presenta demasiada dificultad el
cambio de actitud (hacerse creyente, aunque sea por un momento). En cambio, cuando las
razones que provocaron la inconsistencia entre comportamiento y actitud son débiles nos
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sentimos más incómodos, porque no encontramos un motivo de peso que nos permita
comprender nuestro comportamiento.
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Capítulo 9
Persuasión e influencia
Temas del capítulo
 Proceso comunicacional de la persuasión
 Modelos que explican el cambio actitudinal por medio de la persuasión
 La reactancia hacia los intentos de persuasión y la complacencia
I. Persuadiendo e influyendo
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Diariamente solemos vernos influenciados por los demás para que cambiemos nuestras
actitudes, y aunque tal vez no nos demos cuenta, ello es así. Quizás cuando el interés del otro es
hacernos cambiar nuestras creencias profundas o existenciales, sí nos demos cuenta (religión,
equipo de fútbol, ideología política, etc), pero en las pequeñas cosas, muchas veces no
advertimos que el otro puede influenciarnos para que cambiemos nuestras actitudes, o
también pueden hacernos surgir actitudes positivas o negativas hacia algo/alguien. Por
ejemplo, la televisión y la radio intentan hacernos adoptar una actitud favorable hacia
determinados productos; los amigos o compañeros de trabajo también pueden influenciarnos
para que pensemos como ellos en gustos musicales o películas. Además, nosotros mismos
también tratamos de persuadir a los demás para que piensen como nosotros, ya que como
vimos, eso confirma nuestras propias actitudes y las refuerza, al fortalecer nuestra autoestima
(que el resto piense como nosotros reconforta, porque se reafirma que las propias actitudes
son las correctas, en términos sociales, claro).
Ahora bien, la cuestión que analizaremos en
este capítulo, indagará hasta qué punto los intentos de
persuasión de los demás pueden tener éxito, y para
Fuente
Mensaje
Receptor
comenzar este estudio, diremos que, como resulta
evidente, la persuasión es un fenómeno social que se
efectúa por medio de la comunicación (verbal y no
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verbal), y por lo tanto, puede describírsela como un proceso en el que interviene una fuente que
emite algún mensaje hacia uno o varios receptores, cuya actitud se pretende cambiar. De allí que
las investigaciones se hayan centrado en analizar cada uno de estos elementos para medir su
influencia en el fenómeno de la persuasión.
En un primer momento se puso el acento en estudiar al emisor (o fuente) del mensaje,
en tanto que en una época posterior se profundizó el estudio del receptor. Veamos ambos.
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Estudiando al emisor (desde las Teorías del aprendizaje)
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Uno de los primeros en estudiar la persuasión fue el psicólogo Hovalnd, para quien
persuadir a alguien tenía un mecanismo similar al que se emplea para enseñar algo a alguien.
De allí que partiendo de este postulado, identificó algunas precondiciones que tiene que tener
todo proceso de persuasión: exposición, atención, comprensión, aceptación y recuerdo.
En efecto, para que alguien cambie su actitud por medio de mensajes persuasivos, es
preciso que esté expuesto a estos mensajes. Por ejemplo, alguien que esté encerrado en su casa,
no reciba visitas, no mire televisión, etc. no será blanco de mensaje alguno, contrariamente,
quienes ven televisión o se encuentran en interacción con otras, están continuamente
influyéndose mutuamente. Pero además de estar expuesto a los mensajes persuasivos, también
es necesario que se les preste atención y se los comprenda, pues de lo contrario, si el mensaje
no logra captar el interés de a quién va dirigido, o si una llamando su atención, la persona no
logra comprenderlo (por su dificulta, el idioma, etc.), la influencia será dificultosa. Asimismo, el
receptor del mensaje debe, en alguna medida, compartir o aceptar la información que se le
proporciona, ya que si choca frontalmente con sus actitudes, es posible que surja en él una
reacción de rechazo inmediata. Finalmente, lo más importante no es que la persona cambie de
actitud en el momento a partir de los mensajes persuasivos, sino también, que los recuerde, de
manera que el cambio logrado perdure en el tiempo.
Un segundo nivel de análisis, se enfoca en la fuente que origina el mensaje persuasivo, y
estudia las características que poseen las personas con enorme capacidad de influencia sobre
los otros, intentando identificar qué características tienen las fuentes de este tipo. Los
resultados de diversas investigaciones llevadas a cabo en la Universidad de Yale, dan cuenta de
los siguientes aspectos de la persuasión:
1.
Los expertos son más persuasivos que los no-expertos para lograr mayores
cambios actitudinales mediante la persuasión. Por eso muchas publicidades emplean a
odontólogos vestidos con bata blanca para recomendar el uso de determinada pasta dental, o
un perito puede ser más persuasivo que un simple testigo ocular en un proceso judicial.
2.
Los mensajes que no parecen estar diseñados para cambiar nuestras actitudes
son a menudo más convincentes, puesto que una de nuestras reacciones cuando sospechamos
que se está tratando de influir sobre nuestras actitudes es negarnos automáticamente a
dejarnos influir.
3.
Los comunicadores atractivos o populares son más efectivos en el cambio
actitudinal, lo que explica la aparición de modelos y personas bellas en la publicidad.
4.
La gente es más susceptible a la persuasión cuando está distraída por algún
acontecimiento extraño que cuando está prestando plena atención a lo que se le está diciendo.
Los publicistas lo saben, y por eso colocan en el zócalo inferior de la pantalla de la televisión
diversas publicidades mientras se ven partidos de fútbol, por ejemplo.
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5.
Cuando ya se sabe que una audiencia no comparte el mensaje que se le
transmitirá sobre un producto o una persona, resultará más efectivo que se presenten
argumentos a favor y en contra, en lugar de una sola perspectiva.
6.
Un mensaje es menos persuasivo cundo se lo transmite con un estilo lingüístico
sin fuerza (rodeos frecuentes, vacilaciones, etc.), por lo que un argumento poderoso puede
debilitarse si no es bien expuest.o
7.
La persuasión puede incrementarse por medio de mensajes que evocan
emociones fuertes, especialmente, el miedo. Por ejemplo, cuando se le recomienda a la gente
que deje de fumar porque contraerá cáncer, se está apelando al miedo para lograr el cambio de
actitud hacia el cigarrillo. Pero hay que señalar también que algunas personas son más
influenciables a los mensajes que informan sobre consecuencias positivas que arrojará el
cambio de actitudes. Así, una campaña antitabaco debería tener en cuenta que también podría
informarse sobre las ventajas de no fumar, tales como el mayor rendimiento sexual, el
rejuvenecimiento de la piel, la mejora de la autoestima, como estímulos para lograr persuadir a
los fumadores.
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Lo visto se conoce como Enfoque de Yale, y nos permite advertir que las personas son
proclives a ser influenciada por los demás, y que esto se ve facilitado o impedido de acuerdo a
las variables reseñadas. Sin embargo, este enfoque restaba importancia al papel del receptor,
pues lo postulaba como un individuo que solo recibía información, y que dependiendo de la
fuente, el tono de voz y el estilo del mensaje lograría modificar sus actitudes. El modelo
explicaba parte del proceso de persuasión, pero debía complementarse con otros estudios que
analizaran qué ocurría en la mente del receptor de un modo más detallado.
Estudiando al receptor del mensaje (desde las Teorías cognitivas)
FI
Los investigadores que centraron sus miras sobre la audiencia, elaboraron un enfoque
de análisis que denominaron “Modelo de la Probabilidad de Elaboración” (Petty & Cacioppo,
1986b). Según este modelo, cuando una persona recibe un mensaje puede analizarlo de dos
maneras distintas: racionalmente, evaluando lo que escucha, o bien, proceder de forma casi
automática, aceptando o rechazándolo sin mayor análisis de la información que recibe. Ahora
bien, el tipo de reacción ante el mensaje dependerá, fundamentalmente, de dos factores: la
motivación de la persona para involucrarse con el tema, ya que una mayor elaboración exigirá
más tiempo y consumo de recursos cognitivos; y la capacidad del individuo para comprender el
mensaje, puesto que si no lo comprende, es posible que abandone todo esfuerzo racional por
entenderlo y se deje llevar por sus impresiones.
Estas dos vías por las cuales los mensajes son recibidos, han recibido el nombre de ruta
central y ruta periférica. La ruta central, opera cuando el receptor intenta realizar una
evaluación crítica del mensaje, para lo cual, analiza detenidamente los argumentos
presentados, evalúa las posibles consecuencias que de ellos se derivan y los relaciona con sus
conocimientos previos sobre el tema. En estos casos, el mensaje activa procesos cognitivos que
elaboran diversos pensamientos en torno al mensaje (recuerdos, ideas, etc) y permiten arribar
a conclusiones razonadas sobre si se acepta o no la información del mensaje, y si ella tiene la
entidad suficiente para hacer que la persona cambie su forma de pensar o sentir sobre algo, es
decir, que cambie su actitud.
En cambio, la ruta periférica, se activa cuando el individuo no está motivado (no le
interesa el tema) o carece la capacidad suficiente para llevar a cabo un procesamiento del
mensaje. El procesamiento periférico describe el cambio de actitud que ocurre sin necesidad de
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
demasiado pensamiento en torno al contenido del mensaje. En este caso, las actitudes se ven
más afectadas por elementos externos al propio mensaje, tal como los que señalaba el Enfoque
de Yale (la belleza del emisor, su autoridad, etc).
Duración de la persuasión
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Si bien ambas rutas hacia la persuasión pueden producir niveles similares de cambio de
actitud, lo cierto es que los cambios producidos a través de la ruta periférica tienden a
desaparecer en el corto plazo en comparación a los conseguidos por vía de las rutas centrales
(Petty & Cacioppo, 1986b). Pero además, los cambios producidos mediante la ruta central son
más resistentes a posteriores intentos de persuasión que los cambios producidos a través de la
ruta periférica (Petty et al., 1994). Finalmente, las actitudes cambiadas a través de la ruta
central están más íntimamente relacionadas con el comportamiento que los cambios vía ruta
periférica, es decir que operan sobre los comportamientos de un modo más intenso que los
cambios de actitud que sólo se quedan en un cambio de evaluaciones sobre el mundo social sin
operar en él. Tomemos un ejemplo: alguien puede cambiar su actitud sobre el aborto por haber
escuchado a un médico famoso defender el derecho de las personas a interrumpir un embarazo
no deseado. Pero otra persona que haya escuchado el mismo mensaje, pero que haya reparado
en la cantidad de víctimas mortales que conllevan los abortos clandestinos, evaluado las
consecuencias de embarazos no deseados, tanto para la madre como el futuro hijo y demás
razones, podrá asumir una actitud pro-aborto, que no solo la lleve a estar a favor, sino también
a actuar (ir a marchas, por ejemplo) y hasta a abortar en caso de quedar embarazada.
Asimismo, es posible que resista mejor la influencia de mensajes persuasivos en contra del
aborto, debido a que tiene buenas razones para hacerlo, y por ende, al ser un tema que le ha
reportado tanto interés y atención, perdurará más tiempo en su memoria.
Sesgos en la persuasión
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Un factor importante que dificulta el proceso de persuasión son las creencias u opiniones
previas de las personas. En efecto, existe un sesgo hacia la disconformidad en la evaluación de
los mensajes que son incompatibles con las creencias previas, por lo que en tales supuestos, se
analizará más el argumento, se lo someterá a mayores análisis y se lo considerará más débiles
que los argumentos compatibles con las creencias previas. Esta resistencia es mayor si estas
creencias van acompañadas por una convicción emocional. Por ejemplo, alguien tuvo un hijo
con problemas de adicciones, resistirá la idea de la legalización de las drogas por muchos
argumentos racionales que le ofrezcan.
En otro orden, solemos creer que somos menos influenciables por la publicidad u otros
agentes persuasivos que los demás, y a este sesgo de amor propio, aquí se lo conoce como
efecto tercera persona, y sostiene que solemos decirnos para nuestros adentros: “yo no soy
alguien influenciable, en cambio el resto de la gente si”. Parte del supuesto de que nos
consideramos más inteligentes que el resto como para dejarnos atrapar por los trucos de la
industria publicitaria, pero en realidad somos iguales de susceptibles. Aun la gente con elevado
concepto de sí mismo. En efecto, solemos creer que las personas con elevada autoestima son
menos influenciables a los mensajes persuasivos que les puede transmitir un prójimo. Pero lo
cierto es que la persuasión es igual de fácil con gente alta autoestima que con los de baja, sólo
que los primeros no quieren admitirlo, y por ello, no se hace tan evidente el cambio de
actitudes. Es más, cuando de hecho hay persuasión, mucha gente incluso puede negarla, o bien
dejar de recordar convenientemente su opinión original (Hogg y Vaughan, 2010).
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II. La reactancia
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Dada la frecuencia con la que estamos expuestos a los mensajes persuasivos del entorno
(amigos, televisión, compañeros, radio, parientes) está claro que si cambiáramos de actitudes
en respuesta a los mensajes que provienen de todas estas fuentes, nuestra personalidad
quedaría en un estado lamentable y esclavizada a todo mensaje persuasivo que recibiéramos. Si
fuéramos tan maleables por el resto, seríamos ateos y vegetarianos a la mañana; creyentes y
carnívoros a la tarde; y suicidas inapetentes por la noche. Sin embargo, a la mayoría esto no nos
ocurre, ya que nuestras actitudes se mantienen notablemente estables gracias a un mecanismo
de defensa denominado reactancia a la persuasión.
Es posible que alguna vez nos hayan tratado de convencer de algo que iba en contra de
nuestras ideas, y en general, no sólo nos hemos resistido a cambiar nuestro parecer, sino que al
contrario, experimentamos un incremento en nuestros niveles de enojo y resentimiento contra
quien nos quiere convencer de lo contrario de lo que pensamos. De hecho, no es poco común
que además de resistirnos, adoptemos una postura radicalmente contraria a la que pretende el
persuasor.
Este comportamiento aquí descripto refleja la reactancia que suele protegernos de la
influencia de los otros, y por lo tanto, podemos definirla como una reacción negativa a los
esfuerzos de los otros en limitar nuestra libertad personal, y someternos a compartir sus
opiniones. Las investigaciones demostraron que a menudo, cambiamos realmente nuestras
actitudes en una dirección exactamente opuesta a la que se nos había indicado. De ahí se
comprende por qué, muchas veces en una discusión sobre temas sensibles, como política,
religión, sexualidad, etc., adoptamos posiciones absolutamente contrarias a las de nuestro
interlocutor, las cuales, seguramente no asumiríamos de una manera tan radical en otra
situación.
De este modo la existencia de la reactancia es la razón principal por la que a menudo
fallan los intentos de persuasión de los malos vendedores, ya que cuando percibimos sus
intenciones, automáticamente se activa el sistema de resistencia a la persuasión. Quienes
estudiaron en profundidad esta defensa, distinguieron al menos dos situaciones típicas de
reactancia a la persuación: a) el estar prevenido; y, b) la evitación selectiva:
Cuando hablamos de estar prevenidos nos referimos a aquellos casos en los que
sabemos que se intentará persuadirnos de algo. Tales supuestos se dan cuando miramos
televisión y sabemos que las propagandas que aparecen en los cortes publicitarios están hechas
para cambiar nuestra visión y hacernos comprar un producto determinado, votar a un político
o tomar consciencia de algo. El hecho de que sepamos con antelación el propósito de los
mensajes que recibimos, hace que estemos menos dispuestos a que nos afecten que si no
tuviéramos ese conocimiento previo.
En segundo lugar, la exposición selectiva, es una estrategia que empleamos para no
ser influenciados, y se refiere a la tendencia a apartar nuestra atención de toda información que
constituya un desafío a nuestras actitudes. Por ejemplo, cuando la gente mira televisión, no se
sienta pasivamente a absorber todo lo que por allí se transmite, sino que durante los
comerciales, puede ser que apaguen el sonido, hagan zapping, vayan al baño.
En definitiva gracias a la reactancia, ya sea por selectividad de la información que se
desea percibir o por estar prevenidos, somos resistentes a los mensajes persuasivos que
intentan hacernos cambiar nuestras actitudes hacia las cosas y las personas, es decir, si bien no
somos inmunes a la persuasión, tampoco somos sus esclavos.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
III. Complacencia
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La complacencia se vincula íntimamente con la persuasión pues a diferencia de la
reactancia, ésta es una reacción favorable del otro ante una petición. Por ejemplo, cuando un
amigo nos invita a cenar y aceptamos, es un ejemplo de complacencia. Ahora bien, cuáles son
las situaciones que nos tornan más complacientes y por qué somos más influenciados en
algunas ocasiones que en otras. Algunas técnicas que suele emplear la gente para mejorar la
complacencia son las siguientes:
Principio de reciprocidad: este principio parte del supuesto de que se obtiene mayor
complacencia de la gente de la que ha recibido un favor previo. Por ejemplo, si alguien nos
obsequia una caja de bombones y luego nos pide un favor, se incrementan las posibilidades de
obtener una respuesta favorable o una compatibilidad con nuestras ideas.
Culpa: muchas personas suelen utilizar estratégicamente la culpa en el otro, ya que
intuyen que al inducirle estos sentimientos éstas suelen ser más complacientes; y de hecho, en
la mayoría de los casos es así, ya que una de los modos de expulsar la culpa es haciendo algo
por el otro. De allí que sea más probable que los individuos hagan donaciones después de ir a
misa que en un día cualquiera, o que una madre lleve a su hijo al cine después de un castigo del
que se siente arrepentida. En todos los casos, el sentimiento de culpa es un poderoso motivador
de conductas complacientes con el otro.
Peticiones múltiples: Existen una serie de estrategias muy empleadas en la actividad
comercial (por intuición) que incrementan la complacencia. Se basan en peticiones múltiples,
generalmente, en pedidos que se hacen en dos etapas. En la primera se hace una petición que
funciona para preparar o suavizar la segunda, que es la real. La técnica encuentra tres
variaciones denominadas: a) pie en la puerta; b) portazo en la cara; c) bola baja.
Pie en la puerta: parte del supuesto de que si alguien acepta una petición
pequeña estará más dispuesto a aceptar una petición posterior más importante. Por ejemplo,
las personas que suelen aceptar responder una pequeña encuesta telefónica, estarán más
dispuestas el día de mañana a responder una encuesta de mayor tamaño. Pero esta técnica
tiene el peligro de que no siempre funciona tan previsiblemente, sobre todo cuando la primera
petición es demasiado pequeña o la segunda demasiado grande. En estos casos se rompe el
eslabón entre las peticiones múltiples y por ende deja de funcionar la estrategia.
La explicación psicosocial de esta técnica, indica que al aceptar una petición pequeña, la
gente se compromete con su conducta y crea un cuadro mental de ella misma, se evalúa de
cierto modo. Por ejemplo, si dona un peso, se considerara “generosa”, por lo que una petición
mayor posterior la obligará a ser consistente con la forma en que se ve a ella misma.
Portazo en la cara: aquí se pide a una persona un gran favor y después uno pequeño.
Por ejemplo, el Gobierno dice que aumentará el porcentaje del IVA a un 40% este enojará a
toda la población. Pero si luego se anuncia oficialmente que el aumento será sólo de un 10%. Es
posible que los ciudadanos se sientan aliviados con el nuevo mensaje, y piensen que no es tan
malo. Que algo ganaron. Es decir, algo que en un primer momento se rechazó con todo el ser,
luego, fue aceptado, al menos en parte.
Una investigación preguntaba a un grupo de alumnos de derecho ¿Servirías de asesor
voluntario en un centro correccional juvenil 2 horas por semana durante los próximos dos
años? Casi ningún alumno aceptó. Sin embargo, luego, cuando los investigadores formularon
una petición menor que decía ¿cuidarías de un grupo de estos delincuentes juveniles durante
un viaje de 2 horas al zoológico? El 50% aceptó. Cuando se presentó a otro grupo de alumnos la
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segunda petición sola (como primera opción), sólo el 17% aceptó. De manera que se demostró
que el efecto portazo en la cara fue el que actuó en el experimento inicial.
La explicación de este fenómeno se debe a que los participantes perciben la petición
menor como una concesión del que ejerce la influencia y, en consecuencia, se sienten
presionados a corresponderlo, por lo que si otra persona hiciera la petición no surgiría la
reciprocidad, que es la base en la que se funda la complacencia (tal como se demostró con el
segundo grupo).
La bola baja, es otra técnica de peticiones múltiples. Aquí se induce a la persona
a aceptar una petición antes de revelar ciertos costos ocultos. Se basa en el principio de que
una vez que la gente se compromete en un curso de acción tiene más probabilidades de aceptar
un ligero aumento del costo. El ejemplo típico es el del vendedor que toma nuestro auto usado
a muy buen precio y nos brinda una reducción sobre el precio final del 0km que nos
llevaremos. Nos motiva con el proyecto de cambiar el auto. Pero cuando va a buscar los
papeles, lo vemos venir con gesto triste y nos comenta que su jefe no autoriza el descuento que
nos ofreció, por lo que tendríamos que pagar el precio de lista. Pero la buena noticia es que nos
mantiene la muy buena oferta por nuestro auto viejo; y por eso, muchos clientes siguen
adelante con la transacción.
La explicación de esto es que una vez que estamos decididos o entusiasmados con algo
nos volvemos reticentes a volver sobre nuestros pasos, y tratamos de alcanzar nuestros
objetivos aunque los costos se eleven un poco. Claro que abandonaremos la transacción si los
costos se tornan exorbitantes. Otro ejemplo bastante común es el de aquellas personas —los
niños en general— que emplean intuitivamente esta técnica con sus padres y les dicen ¿me
harías hacer un favor…? con lo cual, al aceptar, el adulto queda comprometido a llevar a cabo lo
que le pidan. Sin embargo, al igual que en el caso anterior, siempre y cuando los costos —
patrimoniales o no— no sean excesivos.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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Capítulo 10
Persuasión judicial
Temas del capítulo
 Vínculo entre el ejercicio de la abogacía y la persuasión
 Vías centrales y periféricas mediante las cuales se procesa la información
 Estilos abogados y estrategias de exposición de argumentos
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I. Abogacía y persuasión
Si tuviéramos que describir cuál es la función del abogado en el ejercicio de su profesión
podríamos encontrar una ayuda para esta tarea en los Códigos de Ética que intentan definirla.
Así leeríamos que “la intervención profesional del abogado, es una función indispensable para la
realización del derecho” y que “es misión esencial de la abogacía el afianzar la justicia” (art. 6
Código de Ética del CPACF). Sin embargo, estos deberes son demasiado genéricos como para
comprender acabadamente “cuál es la función profesional del abogado”. Por eso, unos artículos
más abajo el mismo código nos brinda lo que buscamos al señalar que su función será “Utilizar
las reglas del derecho para la solución de todo conflicto” (art. 10). Ahora bien, estas son las
normas fundamentales que nos dicen “qué” tiene que hacer el abogado, pero nada dicen sobre
“cómo” tiene que hacerlo, es decir, no nos explican cómo debe solucionar los conflictos —más
allá de los deberes de lealtad y probidad que debe respetar— ni con qué herramientas. Es
lógico que no lo hagan, ya que las diversas normas que regulan los procesos judiciales, ya sean
los códigos de ética, como los códigos procesales, no explican cómo salir vencedor en una
contienda judicial, ni cómo evitar perder más de lo debido; solo brindan las reglas que deben
respetar las partes para que la victoria sea convalidada por el magistrado que arbitra entre la
defensa y la acusación. Algo similar ocurre en los deportes, donde los reglamentos indicar
cuáles son las reglas de juego, pero no explican cuál es la mejor estrategia para convertir un
tanto o para ganar la competencia.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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En este capítulo no diremos cómo ganar juicios, sino que señalaremos que una forma de
lograrlo es persuadiendo a quienes tienen el poder de decidir de qué lado está la razón y la
justicia. Por eso, ante la pregunta inicial acerca de cuál es la función del abogado, en particular
el litigante, claro está que será la de convencer al otro (fundamentalmente al juez) acerca de
dónde se encuentra la verdad. En este sentido, Clemente (1995) señala que los abogados son
psicólogos sociales aplicados que manipulan variables claves en la influencia social, controlan
información, atribuciones y se implican en procesos de negociación. Pero debido a que todo
ello lo hacen desde la intuición y la experiencia, este capítulo pretende dar fundamentos
teóricos que explique algunas de las herramientas básicas de los procesos de persuasión que
emplean los abogados en los juicios a partir del entrecruzamiento de los aportes de la
Psicología Social aplicada al Derecho.
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II. Persuasión y construcción de la “verdad”
jurídica
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Para introducirnos en el tema comenzaremos diciendo que la persuasión es la capacidad
que poseen la mayoría de los seres humanos para que los demás adopten puntos de vista
similares a los suyos, es decir, para modificar las actitudes (creencias, opiniones) y
sentimientos de los otros de manera tal que éstos lleven al individuo a valorar las cosas y/o a
las personas de acuerdo a los intereses del sujeto persuasor (Hogg-Vaughan, 2010). Esta
facultad común a todos los seres humanos la ejercitamos imperceptiblemente todos, todo el
tiempo (p. ej. las madres con los hijos para que se bañen; los médicos con sus pacientes para
que cumplan el tratamiento; los vendedores con los compradores para que se decidan; etc.) y el
abogado la emplea fundamentalmente en sus escritos y en las audiencias, con la finalidad de
convencer al otro (en este caso, al juez o los jurados en casos de juicios orales) de que su
explicación acerca de cómo han sucedido los hechos es más convincente que la de la
contraparte. En este sentido, no olvidemos que en un juicio contradictorio siempre se
enfrentarán al menos dos versiones distintas de la realidad, y con ellas, el juez deberá intentar
reconstruir lo ocurrido. En los casos civiles, los sucedido quedará construida a partir de lo que
las partes se han interesado en probar, y las sentencias pueden hallar culpas concurrentes,
esfuerzos compartidos, etc.; mientras que en los casos penales, los hechos que se le relatan al
juez no solo suelen ser opuestos, sino que la sentencia debe dar un veredicto excluyente, es
decir, no existen medias tintas, las cosas ocurrieron o no, la persona es culpable o inocente, por
lo que prevalecerá una versión o su contraria (Sobral y Fraguela, 2006).
Asimismo, el relato argumental que puede llegar a hacer un abogado no es un mero
discurso declamatorio sino que debe ir acompañado de prueba respaldatoria, ya que si ella no
existe, de poco valdrán las palabras, las metáforas y las analogías que emplee. De hecho se
recomienda que cada hecho que se alegue tenga una prueba “física” que lo sustente (Estalella
del Pino, 2012). Pero también es cierto que sería ingenuo ignorar la gravitación que tendrá el
modo en que el abogado (o el fiscal en la acusación) presente la prueba de la que intente
valerse, la forma en que interrogue a los testigos y el estilo con el que efectúe sus alegatos. Es
que un juicio es algo más que unos derechos en pugna, sino que se trata de una contienda
intelectual donde ganará –muy probablemente- aquella parte que además de contar con las
pruebas necesarias, haya logrado que su relato sea más convincente, y en especial,
“compatible” con las ideas que tiene sobre Derecho –y la vida en general- quien debe resolver el
caso (es decir, con su ideología, perjuicios, factores religiosos, morales, etc). Muchos juicios con
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pruebas favorables son perdidos por no saber cómo presentarla de un modo tal que torne
convincente el relato que con ella se sustenta.
Ahora bien, la tarea del abogado culmina cuando logra una sentencia definitiva que
confirma su versión de los hechos, es decir, cuando logra un veredicto (del latín, vere dictus, la
verdad dicha). El veredicto señala cuál de las “verdades” en pugna (en el sentido de discursos
con pretensión de verdad) que se debatieron en el litigio es la que prevalecerá sobre las otras, y
con ello, la versión del abogado vencedor se convertirá en la historia oficial de lo ocurrido, lo
cual será certificado por el Estado y su Poder Judicial, de allí la función creadora de realidades
que le atribuye Bourdieu (1985) al Derecho.
La decisión a la que se arriba, una vez firme la sentencia, se consolida como un hecho no
sujeto a revisión. El punto es importante en términos epistémicos, toda vez que tal
circunstancia diferencia al Derecho de las demás ciencias. En efecto, una premisa fundamental
de la Ciencia es que nada puede ser definitivo, sino que por regla, todo conocimiento tenido por
válido puede ser superado o refutado por nuevos descubrimientos que tornen obsoleto el
antiguo saber. En cambio, las “verdades” a las que arriba la Justicia por medio de sus
“veredictos” son oficialmente definitivas, y se alcanzan, no ya por un método científico, sino por
medio de la decisión que efectúa un juez a partir de la ponderación de las pruebas y de las
argumentaciones que hacen los abogados durante el juicio, razón por la cual, la persuasión
juega un papel más que importante en este proceso consensual de reconstrucción de los hechos,
la verdad y la justicia.
III. Psicología de la persuasión
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Analizada esquemáticamente, la persuasión es un proceso comunicacional en el cual un
individuo interactúa con otro con el fin de que éste adopte sus puntos de vista a partir de
afectar sus actitudes y sus sentimientos sobre algo o alguien. Es decir, persuadir significa lograr
que el otro modifique sus puntos de vista, de modo tal que actúe, sienta y piense de la manera
pretendida por el persuasor. Como en todo proceso de comunicación existirá una fuente
emisora de un mensaje, un canal por el que se envía el mensaje, un receptor y el circuito se
cierra con la respuesta que este devuelve. Trasladando este esquema al ámbito judicial, diremos
que la fuente emisora serán los abogados, fiscales, testigos, peritos, partes, etc.; el mensaje
serán las peticiones que cada uno de ellos formule —teniendo en cuenta aquí los gestos y la
actitud corporal con que lo hagan, pues no debería pasarse por alto que por medio de estas vías
también se emiten mensajes al entorno—; el canal será la vía que se emplee —escritos,
exposiciones orales formales e informales, etc.—; los receptores serán los jueces o jurados que
deban decidir sobre el caso; y la respuesta será la sentencia (un modelo aplicado a la mediación
puede verse en Martínez Iñigo, 2004).
Para explicar cómo se produce específicamente el proceso de persuasión, existen dos
grandes marcos teóricos. Uno parte que de las Teorías del Aprendizaje, y se enfoca en la fuente
emisora y en el mensaje. Indaga qué características tienen las personas que suelen ser más
persuasivas y cómo deben ser los mensajes para incrementar su influencia sobre los demás
(Baron y Byrne, 1998). El otro enfoque es el de la Respuesta Cognitiva. Se interesa por el
receptor del mensaje, e indaga cómo son procesados los mensajes en su mente y cómo influyen
posteriormente en sus comportamientos, sentimientos y pensamientos (Petty y Cacioppo,
1986). Estos dos modelos de explicación no los consideraremos excluyentes sino
complementarios, ya que en conjunto permiten tener una acabada comprensión del proceso de
persuasión, siendo en la actualidad enfoques vigentes tanto en el campo de la Psicología Social
como en el de la Psicología Social del Derecho y sus disciplinas afines (Hogg y Vaughan, 2010;
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Carson y Bull, 2003). Veamos con mayor detenimiento cada uno de ellos y su aplicación
judicial.
III.1. Persuasión judicial desde las Teorías del
Aprendizaje
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El abogado preparando su campo de acción
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Los principios de la Teoría del Aprendizaje nos dirán que para lograr persuadir a
alguien se le deberá enseñar cómo queremos que piense/sienta sobre determinado tema —y
ello se aplica aún sobre individuos con poder de decisión como lo son los jueces—. Por ello, al
ser un proceso de enseñanza, deberemos lograr que se cumplan los cinco requisitos básicos de
todo proceso de aprendizaje: exposición, atención, comprensión, aceptación y recuerdo.
Analizado cada uno de estos pasos en particular, y aplicándolos a un proceso judicial,
tendremos que:
a) el receptor deben ser expuesto al mensaje: esto no se satisface solo con
presentaciones judiciales o solicitando audiencias, sino logrando que quien tiene la facultad de
decidir sobre la causa sea quien efectivamente lea el escrito o esté presente en la audiencia. El
punto no siempre es fácil de conseguir, debido a que la delegación de tareas que se emplea en
el servicio de justicia —como un modo de responder a la sobrecarga de trabajo (Fucito,
1989)— hace que muchas veces los jueces no puedan estar presentes en las audiencias o
deleguen el seguimiento de las causas en personas del juzgado de su confianza;
b) el receptor debe atender al mensaje: el abogado deberá procurar que el mensaje
capte la atención de su destinatario mediante el uso de diversas estrategias, las cuales no se
agotan en lo jurídico, sino que también comprenden las inflexiones de voz, sus gestos, su
actitud corporal y la forma de exponer los argumentos (oralmente o por escrito). En este
sentido, los abogados que saben manejar su oratoria captarán más la atención que quien se
limite a describir los hechos como una computadora, ya que no debe olvidarse que muchas
veces las formas en que nos expresamos son tan importantes –y a veces más- que el contenido
de lo que decimos; lo mismo se aplica a los escritos, los cuales, en la medida de lo posible
deberían ser breves y claros para que sobresalga lo importante y no aletarguen al lector mal
predisponiéndolo hacia la pretensión que se requiere;
c) comprender el mensaje: para facilitar la comprensión de lo que se pide será
importante que la relación entre los argumentos y las conclusiones sea lo más clara posible, es
decir, que no exijan en el receptor un esfuerzo considerable. Téngase en cuenta que por lo
general, la gente suele dedicar poca energía cognitiva para interpretar las peticiones del otro o
carecen de los recursos intelectuales para hacerlo. Por ello, algunas veces —y aunque no
resulte óptimo— se deberá simplificar la pretensión o el relato de los hechos para ayudar al
otro (funcionario o empleado que lleva la causa) a que capte mejor lo que sucedió y lo que se
pide en el juicio;
d) el receptor debe aceptar el mensaje (es decir, no ser refractario): para eso es
fundamental que el contenido del mensaje sea lo más coincidente o compatible posible con sus
actitudes —es decir, sus puntos de vista sobre las cosas y las personas— o bien, brindarle
elementos que le permitan llegar al auto-convencimiento de que existen buenas razones para
cambiar su forma de pensar/sentir sobre el caso. Por ejemplo, puede ocurrir que un juez
considere que la violencia de género no existe, sino que es un invento del periodismo. Pero si
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un buen abogado logra demostrarle por medio de estadísticas y buenos argumentos que la
violencia sobre las mujeres ha sido invisibilizada y naturalizada durante años por la cultura
patriarcal en la que vivimos, es posible que esta nueva información, junto con otros elementos
de convicción (investigaciones, pericias, etc.) le permitan modificar, el menos unos grados, su
actitud sobre la cuestión, y falle en consecuencia;
e) se debe procurar que el receptor recuerde el mensaje: la finalidad del mensaje
persuasivo del abogado no es solo hacer que el otro adopte una actitud favorable a los intereses
de su cliente, sino también que este cambio permanezca lo suficiente en la mente de quien
decidirá el caso para que produzca sus efectos al momento de la toma de decisión, es decir, que
el mensaje persuasivo se convierta en acción concreta al momento de dictar sentencia (u otro
acto procesal del juicio), y por ello, la necesidad de replicar, en la medida de lo posible, los
puntos fuertes del argumento en cada oportunidad en que se pueda efectuar, y en especial en el
alegato final, puesto que esta es una pieza fundamental de todo pleito donde deben
condensarse todos los elementos que deberían ser tenidos en cuenta por el juzgador al dictar
sentencia. No en vano Couture decía que “Todo buen alegato debe ser un proyecto de
sentencia”.
Lo visto hasta aquí son las cinco pre-condiciones que permiten establecer un campo de
acción que permita que los mensajes que se transmiten logren su finalidad persuasoria, pues si
las condiciones descriptas no se presentan, es decir, si no se logra que el decisor sea expuesto
ante el mensaje, que le preste atención, que lo comprenda, acepte y lo recuerde, lo más probable
es que el mensaje naufrague y no provoque el cambio de actitud buscado, y en el peor de los
casos, puede ser que hasta motive reactancia, es decir, adoptar una posición contraria a la
pretendida por el persuasor. La reactancia es una forma de defensa/ataque contra los intentos
del otro de hacernos modificar nuestras formas de pensar y sentir, es decir, es lo contrario de la
persuasión, y es el riesgo que se corre cuando se la intenta.
Estudiando al emisor del mensaje persuasivo
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Cuando un abogado prepara un juicio, no sólo debe tener en cuenta la estrategia
procesal y los cinco requisitos antes señalados, sino también considerar que en toda persuasión
existen factores que provienen de su propia participación en el juicio, como así también de las
personas que haga participar (p.ej. peritos, testigos, víctima, etc.). En este sentido, las
investigaciones llevadas a cabo por la Universidad de Yale en el marco del Programa de
Comunicación y Cambio de Actitudes arrojaron conclusiones —que son conocidas como Enfoque
de Yale (Baron y Byrne, 1998)—, y cuya aplicación al ejercicio de la profesión jurídica, nos
reporta las siguientes herramientas a tener en cuenta:
a) Los expertos, son más persuasivos que los no-expertos para lograr mayores
cambios actitudinales. De allí la importancia de que el abogado transmita seguridad y
conocimiento de su profesión, como así también de las normas en debate. Por la misma razón,
también resultará útil contar con peritos que tengan amplio reconocimiento público de ser
expertos en la materia. Lo dicho hasta aquí parece ser una obviedad, pero lo que da cuenta el
enfoque de Yale es que en el campo de la comunicación simbólica en la que se maneja la
persuasión, la mera apariencia de ser experto en algo también puede operar positivamente. El
fenómeno lo conocen bien publicistas quienes emplean a personas con delantales blancos para
dar la impresión de científicos que opinan sobre pastas dentales;
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b) Los mensajes que no parecen estar diseñados para cambiar las actitudes del otro son
a menudo más convincentes que aquellos en los que persona percibe que son dirigidos hacia
ella. Esto se explica porque que una de nuestras reacciones cuando sospechamos que alguien
está intentando influir sobre nuestras actitudes es negarnos automáticamente a dejarnos
persuadir (reactancia). Por ello, una buena estrategia leguleya puede ser aportar los elementos
de la historia que lleven al caso hacia la conclusión que el abogado espera, pero sin hacerla
explícita, es decir, no diciendo lo que el receptor debe concluir, sino dejando que sea el propio
juez quién llegue a esa conclusión. Con esta estrategia se procura que quien decide considerare
que la conclusión sobre el caso ha surgido de su fuero interno, y no de las intenciones del
letrado. No debe olvidarse que cuando se logra persuadir a alguien, rara vez el otro acepte que
hubo persuasión, o incluso muchas veces las personas olvidan convenientemente su opinión
original y creen que han cambiado de idea solos, ignorando la influencia del otro;
c) Los comunicadores atractivos son más efectivos en el cambio actitudinal, lo cual
no significa solamente tener una cara bonita, sino que cierta elegancia del vestuario también es
necesaria para favorecer la persuasión. Es cierto que saber de Leyes no obliga a saber vestirse,
sin embargo, saber Derecho, parece que sí, toda vez que como hemos venido viendo, un juicio
no se gana solo haciendo jugar las leyes y la jurisprudencia, sino con un conjunto de variables
que exceden lo jurídico y se vinculan con normas de interacción social, dentro de las cuales, los
ornamentos simbólicos como la vestimenta y el aspecto físico juegan un papel importante;
d) Cuando ya se sabe que el juez/jurado no compartirá los argumentos de la defensa o
la querella, resultará más efectivo que se presenten argumentos a favor y en contra, en lugar de
una sola perspectiva. Es bastante frecuente escuchar alegatos finales en los cuales los abogados
afirman que, “si bien comparto con el tribunal que lo que el acusado ha realizado es
absolutamente reprochable… no debe olvidarse las circunstancias que rodearon al caso…” y
aquí hacen el relato que más conviene a su defensa, tratando de contextualizarlo en una
historia donde se justifique, en alguna medida, el comportamiento juzgado;
e) La persuasión puede incrementarse por medio de mensajes que evocan
emociones fuertes, especialmente, el miedo. Parte del ejercicio de la abogacía se vincula con
el manejo de las emociones, las propias y las ajenas. En cuanto al miedo, esta emoción que ha
sido explotada desde siempre, tanto por las madres sobres sus hijos para que se comporten
bien, como también por los Estados totalitarios, políticos y medios de comunicación para
controlar a las masas y persuadirlas para que actúen de acuerdo a sus intereses (odiar a
minorías, culpar a ciertos políticos de la inseguridad para que se vote a otros, ir a golpear las
puertas de los cuarteles para pedir derrocamientos de presidentes constitucionales, captar
audiencia por medio de discursos de inseguridad, etc.). En una sala de audiencias también se
puede acudir al miedo, pero para lograr fines como lo es hacer Justicia. Por ejemplo, si un Fiscal
pretende lograr una condena ejemplar, es posible que magnifique las consecuencias sociales
que podrían acarrearse si el caso no es sancionado severamente; o al contrario, un abogado
podría plantear que su caso (un reclamo de daños y perjuicios de un hijo hacia su padre por
haberse divorciado de su madre, por ejemplo) podría convertir a la sociedad en una ámbito de
conflictos jurídicos de padres contra hijos, que terminaría dañando todo el tejido social. De
manera que las emociones también pueden asociarse a las consecuencias que tendrán los fallos
que se dicten, y construir en el juzgador el escenario futuro que se augura de no resolverse de
acuerdo a lo peticionado.
Lo visto hasta aquí son tan solo algunas recomendaciones para aplicar durante la
tramitación de un pleito contradictorio creadas al calor de los descubrimientos que sobre
persuasión aporta el Enfoque de Yale y la Teoría del Aprendizaje. Si bien su lectura puede
hacernos creer que en el proceso de comunicación el receptor es un ser pasivo que se
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encuentra en manos de un manipulador que hará con él lo que quiera, lo cierto es que esto
sería una visión parcial del fenómeno. En efecto, lo que estas teorías olvidan es que las cosas no
son como son, sino como las interpretamos, y en ese sentido, quien recibe un mensaje puede ser
que lo interprete en los términos que desea el emisor, pero puede ocurrir que no. De allí la
importancia de estudiar también el proceso de recepción del mensaje persuasivo, es decir, de
complementar los enfoques de las Teorías del Aprendizajes y de la Escuela de Yale con el
segundo enfoque que explica la persuasión, nos referimos al de la Respuesta cognitiva.
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III.2. La Persuasión judicial desde la Teoría de
Respuesta Cognitiva
1. Estudiando al receptor del mensaje
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Bajo este presupuesto se construyó el Modelo de Probabilidades de Elaboración (Petty y
Cacioppo, 1986), cuya idea central es que las personas quieren tener opiniones y creencias
“correctas” acerca del mundo, es decir, no pensar/sentir/actuar muy distinto a las demás
personas de su grupo de pertenencia. Por lo tanto, existe un deseo en la mayoría de las
personas de adecuarse al entorno, de estar de conformidad con éste, y es quien las impulsa a
dejarse persuadir para opinar como el resto. Ejemplos de ellos son las personas que pasaron de
la intolerancia hacia el aborto u homosexualidad a asumir posiciones de respecto o tolerancia
hacia estas cuestiones.
En el campo de la justicia, los cambios actitudinales no siempre se producen por
motivos racionales, es decir, no se dan por el convencimiento que provoca una comprensión
acabada del tema, tal como parecería postular la Teoría de la Argumentación (Perelman,
Atienza, etc.), sino también, por la influencia de factores tan irracionales, como la ideología
jurídica de moda, el atractivo físico del acusado, el estatus social de las partes o su letrado, la
pertenencia social del juez y las partes, la simpatía por un equipo deportivo, y demás factores
que exceden lo puramente racional y discursivo. Por lo tanto, a este modelo le interesa analizar
la influencia de todos los factores que no suelen no ser advertidos, pero que gravitan en la
percepción del caso por parte de quien debe juzgarlo.
Desde esta perspectiva, el Modelo de Probabilidad de Elaboración postula que existen
dos vías por medio de las cuales los mensajes ingresan en el receptor para formar, cambiar o
reforzar sus ideas o actitudes. Una de ellas es la ruta central hacia la persuasión, y la otra, la
ruta periférica. La ruta central implica que el destinatario ha examinado y elaborado de modo
atento, deliberado y cuidadoso aquellos aspectos relevantes (centrales) del mensaje
persuasivo. Se trata de un proceso muy activo del receptor que sólo podrá conseguirse si se
logra que éste preste atención al mensaje y relacione su contenido con sus conocimientos
previos (experiencias pasadas, datos concretos, prejuicios, ideologías, religión, jurisprudencia,
etc.). Esta ruta central exige que quien recibe la información esté dispuesto a colaborar
pensando sobre ella, y que demás, tenga la capacidad de hacerlo (hay determinada información
que por mucha voluntad que se ponga, puede exceder la capacidad del receptor del mensaje,
por ejemplo, un juez intentando comprender fórmulas físico químicas).
La otra ruta hacia la persuasión es la periférica, y no supone colaboración en el otro,
sino que considera que el receptor no dedicará demasiados esfuerzos a prestar atención, a
pensar y razonar sobre el mensaje que recibe. Sin embargo, debido a que todos nos vemos
impulsados por el deseo de poseer opiniones “correctas” sobre el mundo, el mensaje será
elaborado —aunque muy superficialmente— y el vacío que deje esta pobreza de
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procesamiento será completado con indicadores de enorme sencillez tales como: la apariencia
de sinceridad del abogado, la sencillez del caso, la simpatía o antipatía con el acusado, el grado
de conocimiento que se supone en quien habla, su apariencia de seguridad, la cantidad de
argumentos que emplee. Todos ellos son elementos irracionales o emocionales con los que el
abogado puede instalar en el otro una idea o cambiar alguna creencia existente a partir de vías
periféricas, sabiendo que, tal como advierte Sobral en su artículo El abogado como psicólogo
intuitivo “las personas tienden a coincidir con aquellos que les agradan al margen de lo que éstos
digan”, de manera que se puede lograr que el otro “piense” que algo es real haciendo que
“sienta” que es real (Sobral, 1991).
Todos estos son elementos periféricos del discurso, de ahí el nombre de esta ruta, y si
bien ya habían sido tenidos en cuenta por los modelos teóricos anteriores, ahora los veremos
desde la perspectiva del receptor del mensaje, aplicado especialmente al ámbito judicial a
partir de los aportes de diversos autores (ver Garrido, Masip y Herrero, 2006; Prieto y Sobral,
2003, Carson y Bull, 2003, entre otros).
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2. Variables que ingresan por rutas periféricas
2.1. El atractivo físico y la simpatía
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Al principio de este trabajo hemos visto que para el Enfoque de Yale una fuente experta
es más persuasiva que una lega, pero aun aquella persona que consideramos “la autoridad” en
un tema, puede verse desplazada por una persona simpática o atractiva. Racionalmente ello no
tiene explicación, por lo que la misma debe buscarse en lo irracional. Para investigarlo, un
estudio comparó la capacidad de persuasión entre una “fuente experta” con la de una “fuente
atractiva físicamente”, y descubrió que mientras que el experto tuvo que dar seis argumentos
sólidos y convincentes para lograr el máximo acuerdo del auditorio, la fuente atractiva obtuvo
el mismo resultado con un esfuerzo incomparablemente menor (Norman, 1976 en Sobral y
Gómez-Fraguela, 2006). La explicación del fenómeno se produce porque las fuentes atractivas
activan un estado de ánimo positivo en el receptor que lo hace proclive a dejarse persuadir en
lugar de colocarse en una posición defensiva o de combate.
En el campo jurídico, este fenómeno ocurre de un modo similar, aunque en sentido más
acotado, púes las sentencias se motivan —en parte— en la subsunción de hechos en normas
jurídicas, lo que limita la discrecionalidad del juez, aunque no impide que éste seleccione
algunas partes y omita otras del relato de hechos o de las pruebas para construir los hechos, y
que todo eso lo haga en base a factores extrajurídicos periféricos como la apariencia física,
tanto del abogado como del propio acusado. Una investigación que demostró la cuestión,
titulada irónicamente ¿Es realmente ciega la Justicia?, relevó a 91 hombres detenidos por
diversos delitos leves (robo, hurto). Se ponderó su atractivo físico antes de que se iniciase su
proceso, y luego se revisaron las sentencias. Se descubrió que ante un mismo hecho, los
hombres que habían sido evaluados como más atractivos recibieron condenas
significativamente menos severas. Otras investigaciones del mismo equipo de investigación
demostraron que en casos de juicios de daños y perjuicios cuando el acusado tenía mejor
apariencia que su víctima, la cantidad que debía pagar como compensación era
significativamente menor (poco más de la mitad) que en el supuesto contrario, es decir, cuando
la víctima era más atractiva que el acusado. No obstante lo dicho, cabe señalar también que las
rutas periféricas tienen sus límites, ya que en casos de juzgamiento de delitos graves, el
atractivo no presentó ninguna influencia en la decisión de las sentencias (Kulka y Kessler,
1978). Seguramente debido a que los delitos graves despiertan la consciencia del juzgador,
quien no se deja llevar por las vías periféricas y acude, en mayor medida, a las centrales, lo que
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desplaza las variables irracionales y hace centrar la tarea concienzudamente en las pruebas y el
derecho en juego.
Pero además de las características estéticas del acusado, su comportamiento también
influye en la sentencia. Por ejemplo, el hecho de que sea una persona simpática, puede hacer la
diferencia en el juzgamiento de casos de infracciones leves. Para demostrarlo se efectúo un
experimento en el que se tomaron dos grupos de estudiantes y a cada uno, por separado, se les
pidió que simularan ser un Consejo Académico de la Facultad y consideran el siguiente caso:
una alumna había sido sorprendida copiándose en un examen. A cada grupo se le entregó
información relevante del caso, pero a un grupo se le dio una foto de la alumna con gesto serio,
y al otro, se le entregó una foto de la alumna sonriendo. Luego, se pidió a cada grupo que
determinaran si era pasible de sanción y qué tipo le correspondía. Los resultados fueron que
tanto los hombres como las mujeres que vieron la foto de la alumna sonriente, aconsejaron una
sanción más leve que los que vieron la foto del gesto serio. La pregunta que inmediatamente
surgió es ¿por qué? Los análisis determinaron que la clemencia está relacionada con la creencia
de que la persona acusada era honrada y digna de confianza, y fue la sonrisa la que influyó en
este juicio de honradez (La France & Hetch, 1995).
Hemos hablado hasta ahora de la simpatía y del atractivo del acusado, pero el de la
víctima también tiene importancia. En un caso simulado de acoso sexual de un jefe joven sobre
su secretaria, se determinó que los juicios de culpabilidad fueron más frecuentes cuando la
denunciante era una mujer atractiva y el acusado un hombre no actractivo (83% votaron en
este sentido), y menos frecuentes cuando la denunciante era no atractiva y el acusado si lo era
(41%).Estos resultados dan lugar a hacer una interpretación más profunda que excede las
meras apariencias, pues parecería que lo que aquí está en juego es la vieja idea de que “lo bello
es bueno”. Para verificar si ésta era la razón de las absoluciones, se realizó nuevamente el
experimento del acoso (con otras personas), pero está vez, a los jurados no les repartieron
fotos, sino una lista de características positivas y negativas de la personalidad del jefe y de la
secretaria. Se encontró que las decisiones de culpabilidad eran más frecuentes cuando se
definía de manera negativa al acusado (poco compasivo, soberbio, deshonesto) y de manera
positiva a la denunciante (respetable, honesta, practicante de alguna religión).
Este descubrimiento, que parece una obviedad, permitió concluir que el atractivo físico
si bien posee el efecto que vimos, ello se debe a que la belleza se asocia a inferencias favorables
de la personalidad, es decir, a la gente bella se la suele ver como buena, y por eso es que se
produce un sesgo en la percepción que dificulta un juicio equilibrado sobre estos individuos
(Baron y Byrne, 1998). Se trataría de una heurística mental (la del mundo-justo), que asocia
belleza con bondad, virtud, verdad y demás características positivas, en tanto que la fealdad, se
asocia con atributos negativos. Por repugnante que sea este manejo de nuestra psiquis, las
investigaciones han demostrado que en muchos casos opera de este modo, salvo frente a casos
graves, en los cuales la racionalidad toma la rienda del proceso de percepción e interpretación
desplazando las rutas periféricas.
2.2. Influencia de la fama y estatus en las declaraciones
Es importante que los abogados conozcan cómo proteger la credibilidad de sus testigos,
mientras ponen en cuestión la credibilidad de los de la parte contraria, pero de por sí, algunos
testigos son más creíbles que otros por razones periféricas. Si bien la credibilidad de todo
testigo viene determinada, genéricamente, por su habilidad para declarar y la confianza que
produzca, algunas condiciones particulares como su estatus social (profesional, presidente de
una compañía, etc) y la fama actúan sobre la percepción de credibilidad.
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En efecto, el testimonio de una persona famosa puede operar sobre algunos individuos
llevándolos a asociar inmediatamente la fama de la fuente con su credibilidad. Lo curioso es
que el mismo principio se aplica a los abogados famosos, quienes pueden llegar a tener una
mejor performance en su intento de convencer a los decisores, y mucho más si estos se
manejan por rutas periféricas (análisis superficial del caso, con fuerte injerencia de lo
emocional), aunque claro que si la fama es “mala fama”, también operará en un sentido
contrario a lo dicho, pues activará un esquema mental me teñirá de signo negativo todo lo que
el letrado realice.
Asimismo, similar efecto al de la fama lo produce el estatus de las personas, es decir, su
posición en la estructura social (rico, pobre, profesional, habitante de la villa, maestros, etc.).
Las investigaciones han demostrado que resulta más persuasivo el testimonio de un “Cirujano
Jefe” de un importante servicio de cardiología que el del “Enfermero”, debido a que aunque los
dos hayan visto lo mismo, se considerará que la versión del primero es más fidedigna que la del
segundo; y de hecho, si a esto se le añade el atractivo físico y un ligero entrenamiento en
algunas estrategias para-verbales de su discurso, tales como pausas, intensidades, ritmo,
entonación, la diferencia persuasiva será realmente llamativa (Sobral y Prieto, 1994).
2.3. Estilos de comunicación oral y escrita del abogado
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Hemos visto que persuadir es utilizar la comunicación para que el otro adopte nuestros
puntos de vista, y que para ello, podemos valernos tanto de elementos racionales como de
periféricos/emocionales. En este sentido, no es tanto lo que se dice, sino cómo y quién lo dice lo
que hace la diferencia.
Ahora bien, cada abogado tiene su forma particular de actuar ante los estrados, sin
embargo, investigadores de la Universidad de Duke (Conley-O'barr- Lind, 1978), indagaron
sobre los estilos de comunicación que los letrados exhiben en sus juicios, determinando que
existen dos tipos bastantes diferenciados. El primero fue denominado powerful (poderoso,
potente) y se caracteriza por el empleo de un lenguaje directo, franco y racional. El otro estilo,
es el powerless (débil) y se caracteriza porque su lenguaje acude formas dubitativas (…bueno….,
seguramente…., tal vez…., creo que…..), formas híper corteses, las cuales parecen buscar la
conformidad de los demás (no le parece que…?, sabía usted que…?) e híper valorativas
(aquellas que adjetivan en exceso: ¡estamos ante un crimen horrible!, ¡este es un escandaloso
caso de corrupción!, ¡mi cliente siempre ha sido una maravillosa esposa y madre ejemplar!).
Las conclusiones también arrojaron que los abogados que empleaban el estilo powerful
fueron más convincentes que aquellos que empleaban el powerless; posiblemtente a que quien
habla dudando, transmite sus dudas a quien escucha, como así también, quienes exageran con
exasperante dramatismo los hechos del caso terminan por generar reactancia en el receptor;
asimismo, cuando se estudió la credibilidad de testigos, aquellos que utilizaron el estilo
powerfull también fueron extraordinariamente más creíble y convincentes que los de los otros,
con independencia de los contenidos de sus relatos (Conley, O´barr y Lind, 1978).
En cuanto al estilo escrito de los abogados, Benson y Kessler (1987) diferencian a los
letrados que escriben en “legalés” —ese lenguaje tan proclive del mundo burocrático que
pretende dejar agotadas todas las responsabilidades sobre eventos futuros abusando de frases
tales como “tuvo y/o tuviera”, de los tiempos compuestos del tipo “El Sr. Pérez había sabido
tener en aquella oportunidad un vehículo automotor” en lugar de “El Sr. Pérez tenía un rodado”;
lenguaje en desuso tal como “procrastinar emolumentos” en lugar de decir “abonar los
honorarios”, y demás minucias perogrullescas que entorpecen la comunicación. El otro estilo es
el “llano”, el cual es simple, claro, pero sin perder su precisión jurídica. La investigación de
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Benson y Kessler, como era de esperar, demostraron que los mayores índices de persuasión lo
consiguen los escritos redactados en el segundo estilo. Es importante que la cuestión haya
quedado demostrado empíricamente para desalentar a quienes en la actualidad continúan
abusando del legalés, cuestión que no se limita a los abogados de la matrícula, sino también a
los tribunales como bien lo demostrara Fucito (2004) en el estudio de una sentencia redactada
con estilo decimonónico.
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2.4. Las palabras y su peso específico
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No solo el estilo de comunicación es importante, sino también las palabras que se usen
para expresarse, pues estas herramientas básicas de la interacción humana tienen algo más que
su significado básico: tienen contenido emocional, y por lo tanto, deberá evaluarse cuáles se
adecuan mejor al tono del discurso que se exponga. Hay algunas palabras que conectan más
fácilmente con las emociones que otras, por ejemplo, la palabra “Descubrimiento” propone al
otro a embarcarse en una aventura (casi infantil de descubrir secretos, tesoros, etc.) y contagia
la emoción de hacerlo. Señalar en un juicio que se persigue “Descubrir la red de contrabando en
la que está involucrado el acusado”, o “dejar al descubierto las maniobras fraudulentas de los
imputados” es una forma de emplear esta palabra para llamar la atención sobre el caso. Otro
ejemplo podría ser la palabra “Fácil”, ya que las personas somos mezquinas cognitivas, y por lo
tanto, dedicamos poco esfuerzo para comprender al otro, por lo que es útil, no sólo que el
discurso sea fácil de comprender, sino que también lo diga expresamente ya que ello
predispone favorablemente a quien lo recibirá. Así, por ejemplo, se podría escuchar que el
alegato empezara señalando "El caso es extremadamente fácil de resolver: el padre de los niños
no paga la cuota alimentaria desde hace siete meses”; “la simplicidad de esta causa no conllevará
mayor análisis por parte del Tribunal”. Finalmente, otra palabra que se vincula con la economía
de recursos que destinará el receptor del mensaje está la palabra “Ahorro”, debido a que
generalmente despertará afectos positivos un argumento que nos diga que nos hará ahorrar
algo, ya sea tiempo, esfuerzos, etc. Otras palabras podrían ser: garantizar, saludable, probado,
resultados, seguridad, Usted/Ustedes, etc.).
Asimismo, también se deberá poner atención en las palabras y metáforas que se
empleen para exponer el mensaje, toda vez que ellas puden ejercer efectos sutiles sobre su
significado, y por lo tanto sobre su aceptación. Por ejemplo, los investigadores han demostrado
que si una acción judicial tendiente a que una persona con discapacidad obtenga un trabajo que
le ha sido negado históricamente por prejuicios, se presenta ante el juzgado solicitando la
“igualdad de oportunidades” en lugar de “discriminación positiva” o “ley de cupo”, es posible que
el caso tenga un acogimiento más favorable entre quienes deben resolverlo (Hogg-Vaughan,
2010:200). Lo mismo puede decirse de otras formas alegóricas para referirse a cuestiones
judiciales sensibles. Por ejemplo, en lugar de interponer una acción para la práctica de una
“aborto” un abogado puede entablar su demanda apelando a una frase menos conflictiva como
lo sería solicitar autorización para la “interrupción del embarazo”; o bien, otro ejemplo podría
ser que en lugar de solicitar el derecho a la “eutanasia” se peticione el derecho a una “muerte
digna”, pues quién podría estar en contra de la dignidad de las personas. Una estrategia
discursiva similar discursiva pudo verse en los abogados que cambiaron la frase “matrimonio
gay” por “matrimonio igualitario”, con lo cual, se garantizaron que no se pueda estar en contra
de él, porque hacerlo implica estar en contra de la igualdad.
Otras investigaciones midieron concretamente el impacto de las palabras en los casos
judiciales, diseñando un experimento en el que se mostraba un video a un grupo de personas.
Luego, a algunos se les preguntó luego que estimaran a qué velocidad iban los vehículos cuando
chocaron, y a otros se les preguntó lo mismo pero en lugar de emplear la palabra "choque" se
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usaron otras palabras tales como colisión, impacto y encontronazo. Los resultados arrojaron
que a quienes se les preguntó por el “choque” respondieron que los autos iban 30km más
rápido que aquellos a los que se le dijo la palabra encontronazo. Una semana más tarde, se les
pregunto a los participantes acerca del vidrio roto en el accidente, y aquellos que habían sido
preguntados por el “choque” recordaron vidrio roto en el accidente, cuando en realidad ¡no
había habido ninguno registrado en el video! Es bastante claro que las palabras no son solo
letras, sino que tienen peso, y que pueden influir en cómo recordamos y juzgamos los
acontecimientos pasados (Loftus y Palmer. 1974).
Finalmente, la riqueza del lenguaje también nos permite escoger las palabras más
adecuadas para esgrimir la pretensión judicial. Es importante tener en cuenta que las palabras
son conceptos que engloban en sí definiciones del mundo que las personas comparten sin
necesidad de mayores explicaciones. No en vano Poincaré decía que una palabra bien elegida
puede economizar no sólo cien palabras sino cien pensamientos, y eso es algo que en un
proceso judicial es importante tener en cuenta.
2.5. Buscar claridad y simplicidad en el mensaje
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Un punto fundamental de todo discurso o escrito judicial, es que sea claro, y en lo
posible simple, con lo cual no sólo se favorecerá la posición del abogado, sino que se facilitará
su tratamiento por parte de la organización judicial (Ferrer Arroyo, 2006). De allí que un buen
abogado no será aquél que más habla sino el que lo hace mejor, de modo más claro y en el
menor tiempo posible. En casos de juicios por jurado, una exposición con estas características
disminuirá la ansiedad e inseguridad que pesa sobre los jurados, quienes son ciudadanos
comunes que deben resolver la responsabilidad de un par suyo en base a unos saberes que les
resultan semidesconocidos como lo es el Derecho. Este principio de “claridad, simpleza y
concreción” del discurso, también se aplica para los casos en los que el juez no sea un
especialista en la materia sobre la que versará el caso, debido a que seguramente estará más de
acuerdo con los argumentos que logra comprender, que con aquellos otros que, a pesar de ser
más exactos, le resultan ininteligibles. Además, jueces especialistas también se verán
reconfortados por una exposición del caso clara. Pero expresarse con sencillez, no es tarea
sencilla, ya que para exponer en pocas líneas y claramente los elementos relevantes del caso, se
requiere comprenderlo tan acabadamente que se logre resumir en pocos párrafos el núcleo
central de la pretensión que se presenta al tribunal.
También debe procurarse luchar contra la inercia de muchas facultades de Derecho
Latinoamericanas que enseñan a los estudiantes que “cuánto más, es mejor”, pues esta creencia
choca con las expectativas de los jueces, para quienes por el cúmulo de tareas, su lema será
“cuanto menos, mejor.” De allí que si se desea obtener la atención de un funcionario colapsado
por el trabajo, deben seleccionarse las cinco ideas clave del caso y en torno a ellas trazar la
demanda o contestación. Este número de cinco ideas centrales no debería superarse aunque el
pleito fuera complejo. Para la selección de estos puntos clave, se aconseja determinar primero
los objetivos que se persiguen con el juicio; luego, buscar las pruebas que podrán alcanzarlos; y
a partir de ese conjunto de objetivos y hechos, extraer las ideas esenciales, rechazándose las
demás, y sólo centrándose en ese grupo (Estalella, 2012).
Asimismo, el abogado no sólo debe preocuparse por ser claro y conciso, sino que las
personas que lleva a testimoniar en el juicio (testigos o peritos) también deben serlo. Muchas
veces la suerte de un pleito depende de cómo son presentados estos participantes, y en
especial, de cómo estos exponen sus saberes. Hay grandes genios de las ciencias que cuando
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son llamados como peritos adormecen al auditorio, y por ende, sus declaraciones pueden
terminar siendo contraproducentes en comparación a otro que sabe exponer las conclusiones
de sus pericias de una manera comprensible, aunque con menor calidad pericial.
Un último punto que debe recordarse en la exposición del discurso es la importancia de
reiterar el mensaje, ya que todo lo que se repite, facilita su comprensión y su recuerdo, ya que
al aumentar la familiaridad con el argumento, se incrementa la posibilidad de que surjan
afectos positivos en el receptor. Por ende, la simple replica de una afirmación en distintas
partes del argumento o del discurso, y con diversas imágenes o metáforas, la puede hacer
aparecer como más verdadera. Asimismo, según Estalella del Pino (2012), un juez —como
cualquier persona— sólo puede recordar en promedio sólo un 20% de la información a la que
está expuesto en una audiencia, por lo que recomienda resumir cada una de las cinco ideas
claves del juicio en frases que serán más fácil para recordar por parte del juez o los jurados
(p.el “quien paga mal paga dos veces” “no puede alegarse el desconocimiento del derecho”, “el
derecho no ampara el abuso del derecho”, etc.
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2.6. Percepción de credibilidad del abogado
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Se dice que para ser un buen abogado no basta con serlo, sino que también hay que
parecerlo. En efecto, en el campo de la persuasión judicial no basta con que la fuente sea
percibida por el otro (juez) como experto en su materia, sino que además, también será
importante que parezca una persona sincera, honesta, capaz de argumentar incluso contra sus
propios intereses. No basta con que sea sincero, sino que además también ser percibido como
creíble. Algunos casos son especialmente favorables para incrementar la credibilidad del
abogado, en especial aquellos en los que una parte de la historia no favorece los intereses del
cliente. En estos supuestos, el abogado no debería intentar ocultar esta información, sino al
contrario, como sostenía el Enfoque de Yale, debería exponer ambas caras del caso, pero
aprovechando la exposición para cuestionar aquellos puntos que le sean desfavorables al
asunto. Se trata de lo que se conoce como “Efecto inoculación” elaborado McGuire (HoggVaughan, 2010). Su planteo es que cuando cierta información puede ser contraria a las
actitudes del receptor, lo mejor es administrarla en una pequeña dosis (como una vacuna) de
manera que el otro puede elaborar contraargumentos que le permitan mantener sus actitudes
sin modificarlas. Aplicada al campo judicial, se nos presenta como la necesidad de exponer los
puntos negativos del propio caso para quitarle la posibilidad que lo haga la contraparte, y
además, para permitir que los receptores puedan aceptarlos sin que ello los lleve a cambiar sus
actitudes favorables para nuestros intereses. Asimismo, el reconocimiento de los aspectos
dudosos del caso, también reportará beneficios para el letrado, quien al hacerlo, posiblemente
ganará credibilidad en su receptor.
2.7. Percepción de similitud en el acusado o la víctima
Hemos dicho que el atractivo de una persona puede ayudar a persuadir a alguien,
debido a que toma la ruta periférica de la persuasión, a diferencia de los motivos racionales que
toman la ruta central. Pero el atractivo no es solo la belleza o elegancia solamente, sino que el
agrado que una persona pueda producir, va más allá de su apariencia. Hay otros elementos
periféricos que pueden despertar afectos positivos, entre los decisores, como por ejemplo, si
advierten que el acusado, la víctima o sus abogados son parecidos a ellos —ya sea por su clase
social, aficiones deportivas, orientación sexual, confesión religiosa, etc.— Este interesante
fenómeno se debe a que los individuos somos proclives a percibir en los otros lo similar que
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hay en ellos de nosotros mismos y a considerarlos como pares, por lo que nuestros juicios de
valor sobre su persona o sobre lo que nos digan, tenderán a ser positivos. A este fenómeno se lo
denomina percepción de similitud, y señala que tendemos a aceptar con mayor facilidad las
historias de aquellos con quienes compartimos valores, gustos, actitudes y estilos de vida, que
aquellos a quienes consideramos extraños. Para comprender por qué la similitud produce
afectos positivos, debe tenerse en cuenta el sentimiento comunitario del ser humano, a partir
del cual, cuando percibimos que el otro se nos parece, aunque sea en sus opiniones y creencias,
lo consideramos uno de los nuestros; en cambio, cuando difiere, lo consideramos un extraño.
Este mecanismo de aceptación o rechazo del otro a partir de nuestra percepción acompaña a la
humanidad desde los primeros tiempos, y por ende, despierta nuestras emociones y
cogniciones asociadas a los sentimientos grupales (unos de los más primarios), y nos hace
pensar, sentir y actuar en consecuencia (Sobral y Gómez-Fraguela, 2006).
En los casos judiciales, los abogados conocen la importancia de presentar el caso de una
manera tal, que el juez o los miembros del jurado sientan que la víctima es una persona como
ellos, es decir, de su misma clase social, religión, ideología, etc., o bien, que lo que se juzga es
importante para la comunidad pues se han vulnerado los mismos valores que ellos sustentan.
Con estas estrategias, lo que se pretende es que el o los decisores sientan que es ellos a quienes
se ha afectado, y actúen en consecuencia.
Otra forma de llegar a este resultado es apelar a analogías para asimilar al defendido
(víctima o acusado) a los decisores. Por ejemplo, en un caso de maltrato infantil, el abogado del
niño podría decir: “Muchos somos padres y madres y sabemos la importancia de los límites; pero
una cosa es poner límites, y otra disfrazar el sadismo bajo el manto de la educación del niño”. En
otros ámbitos, no son pocos los que acuden a discursos llenos de referencias a la inseguridad u
otras emociones vinculadas con el miedo como un modo de acercar el caso a la vida del
receptor del mensaje (inseguridad económica, delictiva, sanitaria, etc.). No nos olvidemos que
la sentencia no es un producto exclusivamente racional, sino que hasta su etimología latina
(sentire) denota que se compone de un proceso emotivo/racional, es decir, donde se conjuga el
sentir y el pensar para arribar a una decisión fundada.
FI
2.8. Conclusión sobre las rutas periféricas
Ahora bien, hemos visto hasta aquí muchos elementos periféricos de la persuasión, tales
como la simpatía, belleza, la similitud o el estilo de un abogado y su claridad expositiva oral y
escrita. Así, se diría que se aplica al ámbito judicial el lema comunicacional “el medio es el
mensaje” o “la forma es el mensaje”. Pero es justo aclarar que ellos no garantizan el éxito del
juicio, sino que ayudan a predisponer al otro a aceptar el relato que se intenta hacer valer como
verdad de lo ocurrido, teniendo, en algunos casos, mayor injerencia que en otros. Por ejemplo,
en los casos en que el decisor no conozca mucho sobre la materia en debate, es posible que el
empleo de estas rutas periféricas reporte un importante beneficio a la estrategia legal. Sin
embargo, en aquellos casos en los que el juicio verse sobre cuestiones técnicas (por ejemplo, si
hubo impericia en los cálculos que llevó a cabo el ingeniero que diseñó un puente que se
derrumbó) el atractivo o la simpatía por similitud del acusado —si bien no se descartarán—
tendrán menor influencia en la persuasión que la de un experto en la materia que emita su
pericia. El uso estratégico de las rutas centrales y periféricas no es excluyentes, sino
complementario, y será el arte de la persuasión que anida en cada letrado, advertir cuánto de
cada una necesita para salir victorioso.
Asimismo, deberá tenerse en cuenta que, independientemente de la vía que se emplee
(central o periférica) si la reacción al mensaje implica la aparición de emociones positivas, la
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persuasión será más probable, y en ello no importará lo mucha o poca elaboración que haga el
receptor; y asimismo, cuando el mensaje provoca una notable elaboración, es decir, que ha
llamado la atención y se han dedicado importantes recursos para su procesamiento (cualquiera
sea la razón) el resultado de la persuasión será más duradero y resistente a posteriores
intentos de otras influencias, lo cual no solo tiene importancia en los casos de juicios con
jurados, donde es importante que el alegato perdure en la memoria de los jurados mucho más
que el de la contraparte, sino también en los casos de juicios escritos.
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IV. Reconociendo el campo y a los actores
judiciales
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Hemos visto hasta aquí que los receptores de los mensajes del abogado no son seres
pasivos, sino individuos que procesan la información que reciben a partir de su experiencia y el
marco jurídico que deben aplicar. Sin embargo, como lo ha demostrado la investigación
empírica en la Argentina, éste último resulta tan sólo un marco genérico de acción para los
jueces, dentro del cual se mueven con mucha mayor libertad que la imaginada (Fucito, 2002).
En este sentido, para la Psicología del Derecho, es claro que los jueces poseen, como todas las
personas, esquemas mentales que estructuran su forma de percibir lo que ocurre en el mundo
social. Dentro de estos esquemas podríamos incluir su ideología, prejuicios, dogmatismo,
religión y demás actitudes, lo cual claramente influirá en la interpretación que hagan de los
hechos y en la aplicación del Derecho. De hecho, si los jueces no fueran todos distintos, las
sentencias sobre un mismo tema (consumo de estupefacientes, por ejemplo) deberían ser todas
iguales, y sin embargo, en este tema, como en todos los demás del derecho, prácticamente no
hay dos sentencias iguales.
En el libro Fundamentos de la Psicología Jurídica, Miguel Clemente analiza este
fenómeno y señala que las sentencias dependen más de quién escucha y debe resolver el caso
que de los hechos en sí mismo, y si bien no hay muchos estudios sobre esta perspectiva debido
a la reticencia de los jueces a someterse al escrutinio psicológico, al revisar los estudios sobre
las variables extralegales que afectan a la decisión judicial, se advierte que el único factor que
parece explicar la disparidad es la ideología jurídica o finalidad que el juez quiere alcanzar con
su sentencia. Así, algunos jueces pretenden sentencias utilitarias que protejan a la sociedad de
conductas como las juzgadas, mientras que otros, persiguen la retribución por medio de la
sanción o castigo del condenado (Clemente, 1995). Es lo que en nuestro ámbito se denomina
como prevención especial o general de la pena (Zaffaroni, Slokar, Alagia, 2005).
De allí que cuando el abogado presenta su caso de un modo tal que los acontecimientos
guardan cierta coherencia entre sí y son compatibles con todo este background del decisor
(ideología, religión, prejuicios, garantismo, etc.), la persuasión se hará más sencilla, pues no
será necesario tratar de cambiar las opiniones o puntos de vista del sentenciante, debido a que
éste ya estará convencido de antemano (sesgo de conformidad). Por ejemplo, si un Fiscal quiere
demostrar que cierto dirigente de fútbol está relacionado con la barra brava del club, un
mínimo de pruebas que lo vinculen serán suficientes si el receptor de este mensaje considera
que entre dirigentes y barras siempre hay connivencia. El problema aquí será del abogado
defensor, quien deberá desvirtuar esta presunción, que sin estar prevista en la ley, opera muy
poderosamente a partir de los esquemas mentales de quienes deben juzgar el caso,
generándoles un sesgo de disconformidad, que acarrea que el caso sea sometido a análisis de
refutación más extensos y que se consideren más débiles los argumentos que lo avalan. Por lo
tanto la tarea de persuasión del abogado debe empezar aun antes de la promoción de la
demanda o de cualquier audiencia, procurando identificar los esquemas mentales y
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actitudinales del juez o jueces que intervendrán en el asunto, a fin de poder solicitar la
recusación sin causa del juez, cuando de antemano advierta que la pretensión va en contra de
sus actitudes (por ejemplo, una causa para que se consagre el derecho a la vivienda que hubiera
sido asignada por sorteo a un juez ultra-conservador que no considere este derecho como
exigible por un particular ante un estrado judicial).
Ahora bien, una vez conocido el juez que va a conocer, pero en los términos
psicosociales indicados, la tarea del abogado deberá encaminarse a persuadirlo mediante una
estrategia probatoria y discursiva, que logre presentar la causa de un modo que no colisione
con sus actitudes —o lo haga lo menos posible— y exponga el punto de vista de su defendido
bajo la mejor luz. En este sentido, el abogado se comportaría como un director de cine cuyo fin
sería rodar una película creíble, pero fundamentalmente, más creíble que la de su contraparte,
y para ello, además de contar los elementos jurídicos deberá saber manejar todos los
elementos extrajurídicos que hemos señalado precedentemente, y elegir adecuadamente la
forma de exposición y contenido de su mensaje.
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V. Estudiando el mensaje, contenido y exposición
Hasta aquí hemos profundizado en las características de la fuente y los receptores en el
proceso de persuasión, y las variables periféricas que pueden influir en el resultado de la
comunicación persuasiva, pero aun nos resta prestar atención al mensaje en sí. En efecto, al
momento de confeccionar una demanda o de elaborar una defensa surgen en el abogado dudas
acerca de cómo presentar el caso, y en este sentido, nada mejor que seguir los lineamientos
sobre que se imparten en los estudios sobre “Teoría del caso” (Binder-Holman, 2012) donde se
enseña cómo organizar la exposición del asunto. Pero lo que nos interesa aquí es analizar la
influencia del tono, el modo y el orden en que éste será presentado. Por ejemplo ¿se debe
adoptar un discurso que apele a lo racional o lo emocional? o bien ¿el orden de la exposición
afecta el modo en que el caso es percibido?, etc.
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Efectividad de argumentos racionales vs emotivos
Ahora bien, algunas respuestas a estos interrogantes, revelan que cuando el receptor es
de elevada formación y está habituado a un procesamiento analítico y racional de la
información (como suelen ser los jueces) el impacto será mayor si se emplean mensajes que
demuestren racionalmente que las afirmaciones que se efectúan son ciertas o que las
acusaciones son falsas; y tendrá un impacto menor el caso contrario, es decir, aquél que sólo
apele a la emoción. En este último supuesto, una demanda con un claro tinte amarillista en su
escrito de inicio, no suele ser vista con buenos ojos por los magistrados (o en quienes ellos
deleguen el seguimiento de la causa), sino que es posible que se la considere redactada por un
mal abogado que, desconociendo el derecho apela a la lástima.
Los jueces, por su propia actividad, suelen ser receptores predispuestos a elaborar los
mensajes, y por ende, suelen ser más receptivos a los argumentos razonados, empleando rutas
centrales. Sin embargo, ello no descarta el hecho de que un magistrado poco interesado por el
asunto o poco analítico estará más inclinado a tomar decisiones a partir de percepciones acerca
del comunicador, tales como su presencia, simpatía o demás variables extra-jurídicas que se
procesan por las rutas periféricas. Es que como dijimos, muchas veces nos formamos opiniones
sobre algo o de alguien sin tener demasiada consciencia de los procesos que intervienen, por
medio de heurísticas, sensaciones, sensación de similitud, experiencias y hasta intuiciones
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propias. De allí que alguien puede parecer dotado de credibilidad o digno de confianza sin que
existan razones explícitas para ello.
Las primeras impresiones
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La sabiduría popular nos habla de la importancia de las primeras impresiones, y la
Psicología Social ha demostrado lo acertado de este saber. En efecto, las impresiones iniciales
construyen en las personas una suerte de esquema mental a partir del cual se interpretará lo
que hace, dice o siente el otro que recién se conoce, y además, son muy resistentes al cambio.
De allí que es clara la importancia que en un proceso judicial tendrán los alegatos apertura —
sobre todo en juicios con jurados— pues con ellos se proporcionará a los receptores un
esquema general que les servirá de marco para prestar atención a determinadas partes de la
historia, organizar sus fragmentos, interpretar partes oscuras y finalmente evaluar las
responsabilidades de los actores judiciales en la cuestión a juzgar.
La importancia de que el abogado brinde este marco interpretativo del caso, se debe a
que de todos modos los receptores lo construirán para comprender el asunto e ir armando la
historia en su mente, por lo que será importante intervenir en este proceso por medio de una
exposición inicial muy bien organizada, que no colapse al receptor, sino que cuente con dos o
tres temas centrales, que se repitan con otras palabras y metáforas, etc.
En Derecho, el orden de los factores, sí altera el producto
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Uno de los últimos temas que abordaremos es la importancia del orden en la exposición
de los temas que hace un abogado en sus alegatos finales. La pregunta que intenta responder
aquí la PSD es ¿cómo debemos exponer el caso para que quede en la memoria del sentenciante?
¿debemos exponer lo más importante al principio para que impacte o debemos reservarlo para el
final para que perdure en la memoria?.
Un experimento ya clásico sobre la cuestión quizás nos de la respuesta (Miller y
Campbell, 1959, replicado innumerables veces). Se proporcionó a un grupo de personas una
versión resumida de un juicio por daños y perjuicios iniciado por un grupo de consumidores
contra una empresa fabricante de un producto con defectos de fabricación. El grupo
experimental fue dividido en dos (grupo A y B). Al grupo A se le leyeron los argumentos
favorables a los consumidores en primer lugar, y después de un largo rato, se les leyeron los
argumentos en contra, solicitándoles que a continuación emitieran su veredicto. Al grupo B se
les leyeron los mismos argumentos favorables a los consumidores en primer lugar pero
inmediatamente después, los argumentos contrarios, y luego, se les brindó un largo período de
tiempo para que emitiesen su veredicto.
Ahora bien, los resultados demostraron que bajo la primera condición (tiempo largo
entre argumentos, y veredicto inmediato) los sujetos se inclinaron a favor la empresa, y la
absolvieron, es decir, su decisión fue sensible al efecto de la última argumentación que
recibieron, lo que se conoce como efecto de recencia (tendencia a recordar mejor la información
recibida en último lugar o más reciente).
Por el contrario, los sujetos de la segunda condición (tiempo corto entre argumentos, y
largo plazo para meditar) se volcaron hacia la culpabilidad de la compañía, lo cual se conoce
como efecto de primacía (tendencia a recordar mejor la información presentada en primer
lugar).
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Es interesante advertir que la
experimentación dio cuenta de que ante un
mismo hecho y pruebas, el orden de la
Argumentos (+)
Sentencia
exposición también influye en la toma de
favorables a
(+)
consumidores
decisiones. Una explicación de este fenómeno
señala
que,
cuando
dos
argumentos
contrapuestos son seguidos uno atrás del otro,
Argumentos (-)
el primero tenderá a prevalecer, ya que al ser
desfavorables a
recibido en primer lugar conforma un esquema
consumidores
mental (tal como los vistos en el apartado sobre
EFECTO PRIMACÍA
cognición social) que afectará el procesamiento
de las argumentaciones posteriores que haga la
contraparte. En cambio, si el tiempo entre
ambos argumentos es largo (ya sea por pausas,
nuevas argumentaciones, etc.) ello tenderá a
Argumentos (+)
Sentencia
favorables a
hacer desplazar el incipiente esquema mental,
(-)
consumidores
en beneficio de uno nuevo conformado por
aquel mensaje más reciente.
Un último dato. En aquellos casos en los
Argumentos (-)
que los receptores conocen mucho sobre la
desfavorables a
consumidores
temática en virtud de la cual deben decidir (p.ej.
jueces especialistas en la materia) o bien
EFECTO RECENCIA
cuando se logra motivarlos en grado suficiente a
pensar sobre el tema, suele predominar el
efecto primacía, es decir, la información inicial tiene mayor gravitación que la final y permanece
más presente en la memoria. En la situación opuesta (receptor con poco conocimiento o baja
motivación) los efectos persuasivos suelen estar más ligados al efecto de recencia, tendencia a
recordar mejor la información presentada en último lugar (Haughtvedt y Wegener, 1994).
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Capítulo 11
Emociones y Razones
En este capítulo veremos
 Qué son las emociones y qué pasa cuando no se expresan
 Cómo afectan las emociones al pensamiento y viceversa
 Cómo se contagian las emociones creando diversos climas
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I. Qué son las emociones
Cuando estamos felices por algo, solemos tener pensamientos positivos y nos
comunicamos mucho más fluidamente con los demás que cuando estamos tristes o enojados.
La gente que nos rodea suele darse cuenta bastante rápido de las emociones que nos embargan,
y por lo general, estarán más dispuestos a mantener una charla cuando estamos de bueno
humor que cuando tienen que soportar nuestro veneno verbal o convertirse en víctimas de
nuestro malestar. Para detectar nuestro estado emocional, hemos visto en el capítulo referido a
la Percepción, que los seres humanos solemos confiar mucho más en los mensajes no verbales
(gestos, posturas, movimientos, etc.) que transmiten las personas con las que interactuamos
que en lo que nos dicen con sus palabras. Es más, cuando encontramos algunas contradicciones
entre lo que se nos dice y lo que el cuerpo del otro expresa, nos inclinamos mucho más aun a
confiar en lo que nos transmite su lenguaje no verbal que su discurso. En definitiva, lo que
percibimos son las emociones que embargan al otro, y a partir de ello sabemos cómo debemos
interactuar. Pero ¿qué son exactamente las emociones? En rigor, todos sabemos lo que son,
pues las vivimos a diario, de manera que será fácil comprender que las definamos como
estados de ánimo intensos, que se manifiestan interna y/o externamente por medio de
reacciones psicológicas, estados cognitivos y comportamientos expresivos.
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Ahora bien, por estado de ánimo debe entenderse aquellos sentimientos generalmente
difusos de larga duración y baja intensidad que caracterizan a un individuo. Así, alguien puede
tener un estado de ánimo melancólico, jovial, irritable, alegre, etc. En cambio, las emociones si
bien son estados de ánimo, son intensos, es decir que se potencian sus efectos, arrancándonos
de la tibieza cotidiana del estado de ánimo habitual, haciéndonos sentir intensamente un
estado en particular. Por ejemplo, la pérdida de un ser querido desata emociones vinculadas
con la tristeza y la melancolía, el amor libera las emociones de la alegría, y así con cada hecho
que nos toque vivir. Pero la definición de las emociones también señalaba que éstas se
expresaban por diversos canales de nuestro cuerpo, y por lo tanto, la tristeza se manifestará en
nuestro rosto, nuestra forma de caminar, del mismo modo que el amor y otras emociones.
Además, nuestras emociones también pueden afectar nuestros estados cognitivos, es decir,
nuestra forma de pensar, y por ello, si estamos dominados por alguna emoción negativa,
tenderemos a tener pensamientos en sintonía con ella sobre las cosas o las personas sobre las
que pensemos. De allí, por ejemplo, que suele resultarnos más más difícil perdonar cuando aún
en estamos enojados, que cuando ya nos hemos tranquilizados. Finalmente, dijimos que las
emociones también pueden manifestarse por medio de comportamientos expresivos, y ello no es
otra cosa que llorar, reír, sonrojarse, etc. En definitiva, las emociones incrementan nuestros
niveles sentimentales afectándonos a nosotros mismos, y también, a nuestra relación con el
entorno.
Ahora bien, ya sabemos qué son y cómo se manifiestan las emociones, pero resta saber
¿cómo se activan las emociones y cómo las percibimos? Si bien parece fácil de contestar esta
pregunta, en realidad no lo es tanto, y diversas teorías han intentado responderla (Revista
Española de Neuropsicología 6, 1-2: 53-73, 2004). Veamos los tres más conocidas:
La Teoría de Cannon: Parte del sentido común y nos dice que cuando un suceso o una
noticia nos afecta, rápidamente experimentamos estados psicológicos internos que calificamos
de algún modo (miedo, ira, alegría, etcétera). Por ejemplo, si atendemos el teléfono y nos
informan que hemos ganado la lotería, se nos dispararán internamente sentimientos intensos
de alegría y euforia; y hasta puede ser que lloremos. Si hipotéticamente alguien nos preguntara
en esa situación por qué lloramos, no tendríamos dudas de contestar que es de alegría. Esta
teoría, postula que nos damos cuenta que experimentamos “algo” en nuestro interior, y a eso le
ponemos un nombre de acuerdo a lo que socialmente hemos aprendido a nombrar (si me río, es
que estoy alegre; si siento algo en mi interior que me lleva a llorar, es que estoy triste; si estoy
nervioso y reboto insistentemente la pierna, estoy impaciente, etc).
La Teoría fisiológica de James, sostiene que lo que llamamos emociones son el
resultado de nuestras reacciones fisiológicas automáticas ante diversas situaciones. Según esta
perspectiva, cuando experimentamos una emoción —miedo, por ejemplo— lo que ha ocurrido
es que nuestro cuerpo estimulado por algo a lo que tememos reaccionó fisiológicamente
(aumento de latidos, de la presión, etc.), e inmediatamente —en un microsegundo— nuestra
mente percibe este cambio fisiológico, le busca una explicación, y tomamos consciencia de lo
que estamos sintiendo. James sostiene, si vemos un oso agresivo, lo que nuestro cuerpo hará es
entrar en pánico, se acelerarán los latidos del corazón y queremos salir corriendo de allí,
además, y casi en simultáneo, nuestra mente comprenderá que tenemos miedo.
La teoría de James recibió duras críticas, en especial por parte de Worcester quien
escribió que ni correr ni ninguno de los síntomas de miedo que James enumera es el resultado
necesario tras ver un oso. Un oso encadenado o enjaulado puede incitar sólo sentimientos de
curiosidad... No es entonces, la percepción del oso que incita los movimientos de miedo. No
corremos del oso a no ser que pensemos que es capaz de hacernos daño físico. ¿Por qué debería
la expectación de ser comido, por ejemplo, poner en movimiento los músculos de nuestras
piernas? El sentido-común probablemente diría que es porque no nos gusta ser comidos, pero
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de acuerdo con James la razón por la que no nos gusta ser comidos es porque salimos
corriendo.
La tercera perspectiva es la Teoría cognitiva de Schachter y Singer. Estos autores
desarrollan un enfoque cognitivo para explicar las emociones, que señala que lo que distingue a
las distintas experiencias emocionales concretas no se debe a diferentes patrones de cambios
fisiológicos o viscerales, como contemplaba la Teoría de James, sino al resultado de los
procesos cognitivos que evalúan el significado del estímulo. Por medio de un experimento
demostraron cómo una misma sensación visceral —inducido artificialmente— puede producir
un sentimiento subjetivo u otro distinto dependiendo del significado atribuido por el individuo.
Así se explica por qué alguien que está atascado en el tránsito puede catalogar lo que siente
como enfado, y al atribuirle ese significado a lo que siente, comportarse del modo que se
comporta la gente en esas situaciones (resoplamos, hacemos gestos bruscos, nos tiramos el
cabello hacia atrás, etc.). Claro que otra persona, puede experimentar la misma sensación
fisiológica e interpretándolo de otro modo, asumir una actitud pasiva o contemplativa.
Así, la cognición —es decir el pensamiento— ejerce una función de guía de las
emociones. De manera que lo que pensamos sobre una situación inmediata e interpretada por
experiencias pasadas, suministra la estructura con la cual uno comprende y etiqueta sus
sentimientos. De hecho los autores brindan un ejemplo que explica claramente esta influencia
de la cognición social sobre lo emocional. Por ejemplo, imaginemos un hombre caminando solo
por un callejón oscuro, y una figura con un revolver aparece de repente. La percepción-cognición
“alguien con revolver” de alguna manera inicia un estado de activación fisiológica. Este estado de
activación es interpretado en términos de conocimiento sobre callejones oscuros y revólveres, y el
estado de activación es etiquetado como “miedo”.
II. Expresar vs reprimir las emociones
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Durante los últimos siglos, Occidente ha insistido en colocar a la Razón por sobre las
emociones, de manera de hacer del ciudadano un ser conducido racionalmente. Bajo el lema
“pienso, luego existo” se quitó importancia al “siento, luego existo” o “me expreso, luego existo”
y si bien ello permitió el progreso de la ciencia, la moderación en las conductas urbanas, la
perfección en las técnicas del arte, etc., lo cierto es que ello se logró gracias a la inhibición de las
emociones (tales como las pasiones, el odio, la tristeza, el dolor, la alegría, el miedo). Estas
emociones han sido reprimidas por medio diversas estrategias de socialización. Por ejemplo,
durante cientos de años a los hombres se les ha dicho que “los hombres no lloran”, en tanto que
las mujeres se les ha dicho “las niñas bien, no se ríen tan fuerte”. Con este tipo de asociaciones
de las emociones con diversos aspectos de lo que se espera del hombre “hecho y derecho” y de
la mujer “decente” se fue introduciendo en la cultura en la cual nos socializamos la tendencia a
negarlas, reprimirlas, camuflarlas o apaciguarlas, haciendo que las personas fueran amoldando,
generación tras generación, su expresión emocional a los patrones establecidos socialmente. En
consecuencia, gran parte de nuestra relación con las emociones, depende en gran medida de los
estereotipos culturales que cada comunidad va estableciendo para sus miembros. En occidente,
es claro que durante mucho tiempo ha sido que el hombre piensa, la mujer siente, los hombres
no lloran, las mujeres no pueden hacer fuerza, como así también, la cultura establece juicios de
valor sobre las emociones en particular, al establecerse que la tristeza es mala, el miedo es de
cobardes, etc.
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Las funciones de las emociones
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Pero por mucho esfuerzo que haga la cultura para que los seres humanos reprimamos
nuestras emociones, lo cierto es que no podemos desconectarlas o eliminarlas de nuestras
reacciones y comportamientos, pues son reacciones naturales que el propio cuerpo fabrica
para actuar ante diversas situaciones y circunstancias.
En efecto, no son solo sentimientos, sino que nos brindan información acerca de lo que
nos sucede internamente en un momento determinado, y también nos indican —casi
visceralmente— cómo actuar. Por ejemplo, cuando nos enojamos con alguien, esta emoción nos
informa que ese individuo ha traspasado nuestros límites, y la emoción que nos embarga nos
facilita enormemente el proceso de toma de decisiones (terminar una charla, cortar un vínculo,
etc). Otros ejemplos: la angustia que nos provoca una pérdida, nos hace tomar consciencia de lo
importante que son los otros; el miedo nos comunica nuestra necesidad de seguridad y muchas
veces nos salva de situaciones peligrosas; el placer nos ayuda a tomar conciencia de que
nuestras necesidades están satisfechas; la frustración nos indica que no hemos logrado un
objetivo; la impotencia nos habla de la falta de potencial para el cambio; la confusión nos
expresa que estamos procesando información contradictoria; etc. En definitiva, cada emoción
tiene su propio mensaje e intensidad, de allí su utilidad como guías de nuestra vida. Aunque
claro está, sin que éstas tomen el timón de la personalidad.
Una función más que cumplen las emociones, además de informarnos qué sentimos, es
la de proveerle al organismo de la energía necesaria para actuar. Por ejemplo, el miedo nos
asusta a nivel consciente, pero a nivel corporal provoca que la sangre se acumule en las piernas
para brindar energía si es necesario huir (no en vano después de un suceso traumático quedan
temblando las extremidades inferiores), la alegría genera endorfinas que son poderosos
anticuerpos para seguir viviendo felices; la tristeza nos quita las ganas de actuar, y cuando se
patologiza puede convertirse depresión preparando el cuerpo y la mente para la muerte; la ira
que nos lleva a agredir al otro también lleva la sangre hacia nuestras extremidades para actuar
(de allí que cuando alguien está enojado y su cara está colorada, no es peligroso, más si su cara
empalidece, téngase por seguro que actuará violentamente, pues el flujo sanguíneo ha sido
activado para la lucha).
Controlando emociones
Cuando las emociones nos embargan, una de las estrategias más comunes a la que todos
echamos mano es tratar de controlarlas (y controlarnos). Cuando el odio, la angustia, el miedo,
la impotencia nos invaden buscamos calmar la emoción buscando que desaparezcan, pero
obrando así, suele ocurrir que sólo conseguimos que se intensifique.
Hay muchas maneras de controlar las emociones. Podemos racionalizarlas, reprimirlas,
negarlas o simplemente tratar de desconectarlas, en el caso de que nos resulten demasiado
amenazantes. Pero el resultado de este esfuerzo suele ser la enfermedad emocional, la pérdida
del contacto con el sí mismo, la pérdida de espontaneidad y la capacidad para vincularse
auténticamente con el otro, pues quien no siente, no puede comunicarse sentimentalmente, y
gran parte de la comunicación humana se canaliza por este medio.
La represión de emociones puede hacernos creer que hemos ganado la batalla contra
las emociones tildada socialmente como indeseadas, tales como el miedo, la tristeza o el enojo,
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pero lo cierto es que como ya lo vimos con Freud, las emociones no desaparecen de nuestro
organismo, sino que deambularán buscando formas de expresarse y liberarse, por medio de
insomnio, rigidez corporal, adicciones, compulsividad, degradación funcional de la secuencia
vital de nuestra comunicación (percepción – sentimiento – expresión).
En este sentido, no debemos olvidarnos que la emoción produce energía (o, “es”
energía) y por lo tanto, recordando el viejo principio de que la energía no se destruye, sino que
se transforma, vemos cuan inútil puede ser nuestros esfuerzos por reprimirlas y pensar que allí
acabó el problema. Cuando no expresamos la emoción por sus canales habituales tales como el
llanto, la palabra, el baile, la risa, etc., suelen convertirse en úlceras, problemas digestivos,
problemas cardiovasculares, cáncer, entre otras enfermedades; o bien, en trastornos
psicológicos como depresiones, sentimientos de culpa, ansiedad, obsesiones, etc.
Cuando la energía de la emoción es reprimida y no se le permite liberarse hacia el
entorno, se encauza hacia adentro. Así por ejemplo, cuando reprimimos el enojo o el miedo, la
tensión muscular que debería experimentarse en los músculos orientados hacia el exterior, que
intervienen en la respuesta típica de huida o ataque, se direcciona hacia adentro, transfiriendo
esa carga a los músculos internos y vísceras. En el largo plazo esa tensión que acompaña a las
emociones y que fue inhibida, termina expresándose a través de otras formas como
contracciones y rigidez muscular, dolores del cuello y espalda, enfermedades gástricas, dolores
de cabeza, entre otros.
En definitiva, las emociones reprimidas, como así también, aquellas que no se quieren
enfrentar (no querer enamorarse para no sufrir) o no se quieren resolver (hablar con un
hermano distanciado) terminan por manifestarse en alguna parte del cuerpo, y cuando más
fuerte sea la represión de una emoción, más fuerte puede ser la explosión emocional
Es posible que nuestra tendencia a querer controlar las emociones se deba a que parece
sencillo, pero ello es una ilusión, pues detrás del personaje que cada persona se arma para
lidiar con las emociones y el entorno (p. ej. gente muy seria que teme al ridículo si se ríe; gente
muy agresiva, que teme a ser dañada si se abre, etc), se mantiene un equilibrio muy precario,
que sólo logra una transformación transitoria de su conducta externa, pues tarde o temprano
las emociones reprimidas salen a la superficie como el agua que siempre encuentra una grieta
por dónde escapar.
Si se mira bien, en cada una de las personas que controlan sus emociones, gracias a lo
cual transmiten una imagen de serenidad y aplomo —por ejemplo— podrá apreciarse la
precariedad de esta caparazón, en la rigidez de sus miembros, manías, compulsividad, mal
humor, hasta que por alguna circunstancia en alguna situación imprevista se desate
inesperadamente el sujeto real, el emocional, pues la gente aprende a controlar sus emociones
para situaciones ya conocidas, pero cuando el entorno cambia, suele ganar la emoción por
sobre la cognición.
En definitiva, las emociones se pueden sepultar conscientemente, pero suelen encontrar
su camino de la salida, y cuando lo hacen, se expresan de un modo que va más allá de la
respuesta normal (p. ej. llantos desmedidos, enojos exorbitantes, etc). Quizás por ello, mejor
que reprimirlas o negarlas, sea advertir que son fenómenos naturales, y por ende, siguen el
patrón de todo lo natural, que es, nacer, crecer, madurar y extinguirse. De allí que más que
pelear con la emoción, una mejor estrategia es ayudarla a madurar.
Reprimir emociones es dejarlas atrapadas en el interior del individuo, cortar su proceso
natural. Ellas buscan sentirse y expresarse, para luego madurar y morir. Si nos negamos a dejar
que salgan a la luz se esforzarán por hacerlo de mil modos, y la nuestra mente deberá trabajar
incansablemente para poder mantenerlas en la inconsciencia, y esto último, suele quitar una
importantísima cantidad de energía psíquica, haciendo que el individuo se encuentre cansado,
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desganado, desmotivado, etc. Liberar emociones puede hacernos pasar algunos tragos
amargos, pero reprimirlas, puede amargarnos la vida.
Expresando emociones
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Al igual que se hace con los diques, los cuales no son para impedir el paso del agua, sino
para regular su paso y usar su energía, con las emociones ocurre algo similar. El secreto no está
en negarlas, sino permitir que fluyan, pero controlando este fluir. Es decir, si nos embarga el
enojo hacia nuestro hermano porque se le manchó una camisa que le prestamos, no se trata de
dar rienda libre a la emoción, sino más bien, dejar que la emoción informe que nos está
pasando (¿mi bronca es por la prenda o hay algo más ¿celos, enojos pasados no resueltos, etc?)
Debemos preguntarnos ¿Es tan grave lo que ocurrió? Y evaluar desde
gravísimo/grave/normal/leve/levísimo. Si nos respondemos que es “gravísimo”, debemos estar
seguros de que no puede haber nada peor , por ejemplo quedar tetraplégicos, matar a nuestro
hijo sin querer, etc. Estos últimos son casos extremos, pero nos ayudan a colocar lo sucedido en
contexto, y no calificar de gravísimo todo lo que nos ocurre (hay gente con esta tendencia muy
marcada). De allí que aprender a medir correctamente lo que nos sucede, ayuda a que las
emociones no se disparen y tomen el control de nuestras vidas, o exijan grandes cantidades de
energía para controlarlas.
Luego, una vez que hemos ponderado adecuadamente el hecho que origina nuestra
emoción, debemos decidir cómo atender la emoción de la manera más segura y productiva.
Para hacerlo, es ilustrativo imaginársela como una fuerza que busca expresar una necesidad del
organismo, y a partir de allí, fluir con lo que se está sintiendo. Además, en vez de bloquearla,
debemos ayudarla para que complete su movimiento (madurez y extinción). Por otra parte,
liberar la energía que generalmente usamos para reprimir las emociones producirá un enorme
flujo de vitalidad que se manifestará en forma de relajamiento, creatividad, satisfacción y poder
personal.
Hay tres imágenes que ayudan a comprender lo que se intenta decir cuando se habla de
manejar las emociones. Una es la del pozo de agua: Comparemos la emoción con el agua que allí
está contenida, encerrada, sin movimiento. Esto equivale a la represión. La otra imagen es la del
tsunami: Aquí la emoción es una fuerza que destruye todo a su paso dañando a todo y a todos
los que toca. Esto equivale a dar rienda libre a las emociones sin medir las consecuencias (lo
que además, no hace sus siervos, llenándonos de conflictos interpersonales). Finalmente, la
tercera imagen es una que ya vimos; la del dique o represa, que permite que el agua fluya, y a la
vez, puede ser utilizada para fines productivos. Nadie dice conocer y controlar las emociones
sea fácil. Pero es importante saber lo que hemos visto aquí para no caer en manos de las
emociones (habitualmente regidas por el Ello) ni en las de la represión (regida por el Superyó),
pues las consecuencias de ambas impiden una vida plena y llena de energía.
III. Influencias entre las emociones y la cognición
Influencia del estado de ánimo y la cognición
Si bien hemos venido hablando de emociones, una forma de englobar el efecto general
que éstas pueden provocar en una persona se denominada afecto (algo similar a lo que se
conoce como estado de ánimo), el cual puede ser positivo o negativo. El nacimiento de un hijo,
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por ejemplo, puede generar una intensa emoción de alegría que irá decreciendo con los días,
dando lugar a un estado de ánimo cotidiano de bienestar (o lo
contrario). Por ejemplo, una persona que antes de ser
madre/padre vivía con estado de ánimo de tristeza, puede ser
que se modifique hacia lo positivo tras el nacimiento. O bien, una
Estado de
Cognición
persona con un estado de ánimo positivo que pierde a su hijo,
ánimo
puede ser que vea afectada y se transforme en un ser taciturno y
triste. En ambos los casos, el estado de ánimo se nos presenta
como un sentimiento difuso de larga duración y baja intensidad
(eso lo diferencia de las emociones que son intensas y súbitas)
que afecta la forma de pensar, actuar y sentir de las personas (en
esto se les parece).
Ahora bien, como sugerimos, existe un vínculo entre el estado de ánimo y la cognición
(es decir, las formas en las que procesamos, almacenamos, recordamos y utilizamos la
información social). Este vínculo es de doble sentido, los sentimientos y estados de ánimo
influyen sobre algunos aspectos de la cognición y la cognición lo hace sobre éstos. Ello se
advierte fácilmente cuando estamos enamorados pues en esos casos, todo nos parece que está
bien a nuestro alrededor, damos buenas propinas, comprendemos mejor a los prójimos, etc.
Pero dijimos que nuestros pensamiento también pueden afectar a nuestras emociones, y por lo
tanto, también nuestros procesos cognitivos pueden ejercer interferencias en nuestras
emociones. Por ejemplo, pueden ser los causantes de que no nos podamos enamorar de
alguien, debido a que nuestros esquemas mentales han determinado, por ejemplo que no
podemos enamorarnos y casarnos con alguien que conocimos en un boliche; o bien, puede
ocurrir que nuestras actitudes nos hagan sentir que cierta persona tampoco es un candidato
ideal para nosotros por no adaptarse a la idea de pareja que tenemos en nuestros juicios de
valor sobre el tema.
La influencia del estado de ánimo sobre la cognición fue estudiada empíricamente
determinándose que cuando las personas se sienten felices tienden a tener pensamientos
positivos, e ideas y recuerdos gratos; mientras que cuando se sienten con un estado de ánimo
negativo, tienden a mantener pensamientos tristes y a recuperar información negativa de la
memoria (Mayer y Hanson, 1995). Por ejemplo, cuando se nos pide dar una opinión sobre
cualquier cosa del mundo (una película, una persona, un objeto, etc.) nuestra mente no opera
mirando el objeto neutralmente y luego opinando, sino que actúa al revés: mira el objeto desde
nuestro estado de ánimo y luego opina. Es decir, de manera automática, nuestra mente primero
examina nuestros sentimientos y luego nos hace ver el mundo de acuerdo a éstos. Así si
estamos de buen humor, concluiremos -en general- que las cosas “nos gustan” o que “estamos a
favor de esto o de aquello”, no en vano todo empleado sabe que el mejor momento para pedir un
aumento de sueldo o alguna licencia es cuando el jefe está contento por algo. En cambio, si
estamos de mal humor, concluiremos que estamos “en contra de” o que “no nos gusta” lo que
nos han pedido juzgar, considerar o evaluar. Es decir, nos preguntamos internamente –de
modo casi imperceptible para nosotros- ¿qué siento hacia ello? y casi independientemente del
objeto, persona o situación, utilizamos nuestros estados afectivos (positivos o negativos) para
auto-respondernos y luego emitir nuestro juicio al respecto.
Otras investigaciones sobre las emociones sobre la cognición han descubierto que el
buen humor también aumenta la creatividad, y por ende, permite mejorar el rendimiento
profesional. Un estudio solicitó a un grupo de médicos que participaran de una investigación.
Se los dividió en dos grupos, y a cada miembro se le entregó material para que evaluara un
caso; también se le pedía que completaran un test de creatividad. A uno de los grupos, se le
agregó a cada uno de los sobres que contenían el material para trabajar, un dulce (es decir, un
pequeño e inesperado obsequio o incentivo). A los miembros del otro grupo, no. El test de
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creatividad implicaba completar con una palabra, una lista de palabras que estuvieran
relacionada (por ejemplo: club, traje, luna, _____; (podría ser noche la palabra adecuada). Los
investigadores predijeron que el obsequio (dulce) incrementaría la creatividad de los médicos,
pues el regalo estimularía su estado de ánimo positivo; y de hecho así fue. Aquellos que
recibieron el obsequio, contestaron más preguntas correctamente que aquellos que no lo
recibieron, con lo cual, se demostró que estas personas estarían en mejores condiciones de
brindar diagnósticos creativos sobre las enfermedades de sus futuros pacientes, gracias a que
su estado de ánimo había sido estimulado para que estuvieran contentos.
Esta investigación nos llevaría a pensar que los médicos (y las personas en general) que
no tienen buen humor son malos haciendo su trabajo, pero la realidad es otra, pues el estado de
ánimo no funciona de manera tan lineal sobre los procesos cognitivos —piénsese en el
personaje de Dr. House, si no—.
Los investigadores Isen y Baron (1991) demostraron que los individuos mal
humorados, lejos de hacer con menor calidad su tarea, la hacían mejor que el resto, y la
explicación de ello se debía a que eran más difícil de distraer que las personas de buen humor.
Los investigadores consideraron que ello era así porque estar de mal humor puede indicar que
los individuos se sienten que están en un ambiente hostil o que consideran peligroso, y por lo
tanto, están alerta y vigilantes a todo lo que hacen, y a lo que hacen los demás, también.
Contrariamente, los que están de buen humor en el trabajo, por ejemplo, pueden sentir que
están en un lugar seguro y confortable, y por ende, al relajarse, la concentración y la atención
podría menor.
Influencia de la cognición en el estado de ánimo
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Como hemos dicho, el vínculo estado de ánimo-cognición es de doble sentido: lo que
sentimos afecta cómo pensamos, y viceversa. Estudiemos ahora la influencia de la razón sobre
el sentimiento.
Una manera por la cual nuestros procesos cognitivos pueden afectar nuestras
emociones es a través de nuestras actitudes y esquemas mentales. Suponemos que para sentir
rechazo por alguien, primero debemos conocerlo y ser defraudados por lo que hace o dice. Sin
embargo, ya sabemos que cuando conocemos a una persona, solemos clasificarla por sus
características externas en un determinado grupo social (étnico, sociocultural, religioso, edad,
etc). El otro, por su sola presencia puede activar nuestros esquemas mentales de personas, por
ejemplo, y el esquema, a su vez puede estar vinculado a un prejuicio o actitud, activando de este
modo nuestras emociones positivas o negativas hacia la persona por su sola pertenencia a
dicho grupo. No en vano el prejuicio muchas veces puede ser explicado por esta forma de
influencia de nuestros marcos mentales en combinación con nuestras actitudes y emociones.
En definitiva, terminamos teniendo sentimientos de odio o simpatía hacia alguien, no por lo
que hace o dice, sino porque nuestro esquema mental o nuestras actitudes hacia esa categoría
de personas nos predispone emocionalmente en ese sentido.
Otra forma en la que nuestros pensamientos pueden influir en nuestras reacciones
emocionales se advierte cuando tras un enfado, alguien nos pide disculpas y con ello disminuye
nuestro enojo. En este caso, racionalizamos las disculpas, lo cual opera como un calmante sobre
nuestras emociones.
Asimismo, también podemos controlar voluntariamente los estados de ánimo cuando se
sabe que están por surgir. Se puede prevenir enojarse y hasta evitarlo pensando en otras
situaciones que no sean las que generan enfado. Por ejemplo, si se está enojado con la pareja y
se sabe que se le hablará en malos términos, (lo que terminará en un pelea indeseada) es bueno
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recordar, antes de ir a hablar, algún momento en que se haya sido muy feliz con él o ella. Eso
servirá para aplacar la emoción negativa, y evitar que el enojo se evidencie no solo en el
discurso sino también en el lenguaje no verbal. No basta con decirse estoy tranquilo, sino que el
cuerpo emocional debe estarlo, y para ello esta técnica puede ser útil, porque revive la
memoria emocional, y esta actúa sobre el organismo. Lo mismo se puede aplicar en sentido
contrario. Los entrenadores deportivos lo saben bien, pues suelen darles a sus jugadores una
charla antes de los encuentros, que no sólo es técnica, sino que busca revivir en ellos,
momentos de gloria o futuros auspiciosos, para despertar sus emociones y hacerlos tener un
mejor rendimiento. Se diría que los procesos cognitivos, la mente, pueden ayudar a encender
una emoción o ponerle paños fríos y aplacarla.
Finalmente, otra vía por la cual la cognición influye en el estado de ánimo se refiere a
nuestras expectativas sobre como reaccionaremos ante las cosas o las personas. Por ejemplo,
cuando la gente espera que no le guste una nueva comida, generalmente muestran signos
visibles de desagrado, incluso antes de probarla. En los niños es bastante fácil de advertir sus
caras de asco o desconfianza ante el plato novedoso, lo que los predispone a que no les guste el
sabor, pero más por cuestiones cognitivas que degustativas. Contrariamente, cuando la gente
espera disfrutar de una comida, una película, o de un artista cómico, es muy probable que lo
haga, pues está predispuesta a hacerlo. Los grandes humoristas saben esto último, pues su sola
presencia hace reír a la gente con tan solo hacer una mueca, y ello se debe, justamente, a que el
público que lo ha ido a ver está predispuesto a reírse.
IV. Dimensión social de las emociones
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El concepto de emoción ha sido tradicionalmente objeto de estudio de los psicólogos,
sin embargo, durante los últimos años se ha comenzado a investigar la dimensión social de la
emoción. Es decir, cómo influye el medio externo en nuestras emociones y cómo las emociones
pueden contaminar o enriquecer el ambiente. Tal es el caso, por ejemplo, de los estudios sobre
“contagio emocional”; “comunión social”; y la “sensación emocional”. Su estudio nos permite
comprender mejor cómo se contagian las emociones entre las personas cuando viven en
sociedad.
El contagio emocional
El primero de estos estudios se refiere a contagio emocional, y es de los tres fenómenos
mencionados el más primitivo, pues no implica elaboración simbólica alguna, sino que se
produce a nivel no verbal por contagio de las emociones que los demás parecen transmitir a
través de su comportamiento no verbal. El miembro de una pareja, por ejemplo puede sentirse
triste y enfadado sin saber por qué, sin darse cuenta que es, sencillamente, porque su
compañero/a le transmite tristeza por medio de su rostro, voz o postura. Las personas solemos
compartir los sentimientos del otro pues somos seres profundamente empáticos, es decir, con
tendencia a compartir la emoción del otro. Nos alegramos, nos entristecemos, nos
preocupamos, nos enojamos por asociación con nuestro prójimo que nos cuenta algo que le
pasó, y ello explica este contagio de las emociones.
Se suele decir que las emociones se contagian como la gripe, y la metáfora es muy cierta,
pues así como un resfrío pone en un mismo estado de salud a dos personas que interactúan
cerca, el contagio emocional opera del mismo modo, pero con las emociones, y por ende, debe
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tenerse en cuenta que éste es uno de los procesos más importantes que influyen en la empatía
entre las personas.
Este contagio emocional se produce siguiendo algunas pautas de interacción. En efecto,
cuando interactuamos con las personas tendemos a sincronizarnos e imitar automática y
constantemente los movimientos, expresiones, posturas o la voz del otro. Por ejemplo, es
común que si alguien nos habla en voz baja, le respondemos en voz baja; si lo hace con una
actitud melancólica, es posible que le respondamos en similares términos; y si nos grita —salvo
que nos auto-controlemos o que sea nuestro jefe— también le responderemos a los gritos.
Esta sincronía con el otro se debe a que regulamos
nuestro comportamiento en base al entorno, y mostramos
sorprendentes pautas de coordinación con los demás, tanto
sea para charlar, bailar, jugar a un deporte, etc.
sioncronia
El segundo paso en el contagio emocional se produce
por medio del feed-back no verbal de señales no verbales que
feedback
se produce entre los interactuante, en especial a partir los
no verbal
gestos, tonos de voz o mirada. Algo dijimos ya de lo incómodo
que es hablar con alguien que tiene anteojos de sol puestos,
pues ello nos impide ver sus ojos y sus gestos, e inferir si entra
contagio
emocional
en sintonía con lo que le estamos contando.
A partir de estos dos mecanismos (sincronía del
comportamiento y feed-back no verbal) es fácil entender cómo
funciona el contagio emocional: en primer lugar imitamos o nos sincronizamos noconscientemente el comportamiento del otro (su tono de voz, su expresión facial, su postura), y
ello se va retroalimentando de señales no verbales que empleamos conscientemente, y que van
alterando nuestro estado de ánimo hasta equipararnos a nuestro interlocutor, contagiándonos
con su alegría, su tristeza, su odio, su esperanza, etc.
El contagio emocional tiene interesantes aplicaciones en la influencia o persuasión
emocional. De hecho, los personajes públicos más populares son aquellos que poseen mejor
capacidad para sintonizar con los demás, y convencerlos de actuar de una manera u otra. Por
su parte, algunas personas son extremadamente vulnerables a ser contagiadas de síntomas
emocionales, se diría que se pescan cualquier emoción que circule cerca de ellas; y también hay
quienes tienden a interpretar su propio estado de ánimo en función de las emociones del
entorno, es decir, personas que copian o imitan el sentimiento ajeno y lo hacen propio.
Comunión social
Otro concepto que revela el carácter social de la emoción es el de comunión social de la
emoción. Con ello se alude a nuestra capacidad para experimentar las emociones de los demás a
través de sus relatos orales, tal como nos ocurre cuando vamos al cine o el teatro y nos
emocionamos con la representación, o cuando un pariente nos cuenta en la cena algo que le
ocurrió durante el día La comunión social también se refiere a nuestra capacidad para
experimentar nuestra propia emoción cuando la relatamos a los demás.
Gracias a este recurso simbólico, la vida emocional de los seres humanos es mucho más
rica, pues no se limita a las experiencias privadas e inmediatas de cada individuo, sino que lo
que le ocurre a uno se puede compartir con el resto y viceversa.
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Sensaciones emocionales
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Finalmente el la sensación emocional es el fenómeno más complejo de los tres; el
concepto se refiere al conjunto de emociones compartidas por un grupo social o la sociedad
durante un suceso o con posterioridad. Por ejemplo, cuando sucede una catástrofe natural
como un terremoto, surgen en las comunidades diversos sentimientos, al principio pueden ser
de solidaridad para los damnificados y todo el mundo quiere hacer algo para ayudar; los
medios de comunicación nos hablan de lo solidario que es el pueblo, y la gente así también lo
cree, lo que potencia los comportamientos prosociales. Claro que el suceso puede hacer
también que resurjan los sentimientos clásicos de odio hacia los políticos que no previeron el
desastre, no invirtieron lo necesario o desviaron fondos. Y finalmente, como la comunidad
tienen una cultura de tolerancia hacia la corrupción, lo más probable es que regrese la apatía y
todo se olvide hasta la próxima catástrofe.
Como vemos, la sensación emocional puede distinguirse en diversos niveles, por lo que
adaptando las teorías del psicólogo Josep de Rivera (1992) diremos que existirá una atmósfera
emocional, un clima emocional y una cultura emocional. Veamos cada uno de ellos.
La atmósfera es una forma de conducta colectiva en la que la mayor parte de un grupo
social o de la sociedad siente determinada emoción provocada por el mismo acontecimiento,
que desaparece en el corto plazo. Por ejemplo, la catástrofe natural, o bien, la euforia de los
hinchas de fútbol tras una victoria; la tristeza de la población ante el funeral de un personaje
popular; etc. Todo ello da cuenta da cuenta de una atmósfera emocional.
La atmósfera se diferencia del clima porque mientras la primera es producida por una
mera casualidad, el clima emocional es parte de la estructura social del grupo o de la sociedad.
En efecto, cuando hablamos de un clima emocional nos referimos a estados emocionales más
estables que una sensación pasajera. Por ejemplo, la reacción habitual de odio hacia los
políticos que tienen algunas comunidades está latente y resurje de tanto en tanto, o bien, los
sentimientos de xenofobia y prejuicio que las comunidades abrigan hacia determinadas
personas que a veces se desahogan bajo determinadas circunstancias, por ejemplo, contra los
inmigrantes, tras una derrota de fútbol.
Por último la cultura emocional se
diferencia del clima y de la atmósfera
atmósfera emocional
emocional porque su estabilidad es aún más
duradera. Una misma generación puede
cambiar el clima emocional, pero no su cultura
emocional, puesto que ella la constituye como
clima emocional
parte de su identidad histórica. Por ejemplo,
haciendo una generalización no científica se
suele decir que la mayoría de los argentinos
somos apasionados en las discusiones y
cultura emocional
muchos lo atribuyen a “la tanada” que
llevamos dentro. Esto que llamamos “tanada”
no es otra cosa que una forma de reacción
espontánea y acalorada frente a cualquier situación problemática de la vida cotidiana, que
hemos venido heredando de generación tras generación, y por ende, al constituir parte de
nuestra la cultura emocional se hace muy difícil de modificar. En igual sentido, nuestra
tolerancia hacia la corrupción que vimos en el ejemplo inicial.
Giardinelli (1998) señala que la Argentina es una sociedad con una extraña relación
cultural con la muerte, pues a ésta se recurre discursivamente en la mayoría de las
interacciones. Por ejemplo, la frase “Hay que matarlos a todos”, la dice amenazante cualquier
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autoritario como método rápido y definitivo de resolver los conflictos sociales. “Si no venís te
mato” le dice cualquier novio o novia a su pareja. “Te voy a matar por lo que hiciste” le grita
una madre a su hijo. “Me quiero morir” dice el argentino cuando algo le sale mal. “¡Matate!” le
grita un conductor furioso al peatón que le dice algo. “¡Son unos muertos!” gritan los hinchas de
fútbol. “¡Matalo, matalo!” exigen los espectadores de un combate de box. “Este lugar está
muerto” dicen las chicas cuando la disco está vacía. ¡Ay, me muero de amor! dice la tía cuando
descubre el primer dientito de su sobrino.
Ahora bien, si el lenguaje es un elemento cultural que estructura el inconsciente de los
individuos, que permite su socialización y la reproducción de la cultura, es claro que la
recurrencia de la muerte en el discurso cotidiano no puede ser casual o antojadiza. Giardinelli
sostiene que esta suerte de tanatofilia (amor a la muerte) que tiene el pueblo argentino, no
parte del temor a la parca, sino justamente de una profunda falta de respeto hacia ella (y por
ende hacia la vida también). Hemos incorporado culturalmente un discurso según el cual,
cualquier cosa puede conllevar el deseo de “querer matar al otro” o de “quererse matar”, y esta
liviandad con la que se invoca o promete la muerte, son síntomas de una sociedad que atravesó
años de dictaduras, represión y atropellos a la democracia. Resabios del autoritarismo que tiñó
la cultura en todos sus planos, político, familiar, laboral, deportivo, etc., estableciendo como
patrón recurrente de comportamiento el deseo, confesado o no, de someter al otro. En este
sentido, el autoritarismo podría ser un factor cultural de la sociedad argentina (y de muchas
otras Latinoamericanas) que debe ser tenido en cuenta para la compresión de los sentimientos,
pensamientos y comportamientos de los miembros de esta comunidad.
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Capítulo 12
Psicopatología forense
En este capítulo veremos
 Qué son los trastornos mentales
 A qué quiénes se llama neuróticos, psicópatas y psicóticos
 Cómo impactan las perturbaciones mentales en la capacidad y la responsabilidad en el
ámbito judicial
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I. Introducción
En el ámbito judicial suelen llegar numerosos casos donde algunas de las partes sufre
algún tipo de padecimiento mental, ya sea porque el acusado actuó bajo los efectos de un
cuadro psicótico (demencia), un anciano con Alzheimer donó toda su fortuna a una ONG
olvidando a sus herederos, un trabajador sufrió un accidente que lo incapacitó
psicológicamente, etc. En todos estos casos, y en muchos más, los tribunales deben determinar
la existencia y los alcances de un trastorno mental. Para ello, las ciencias médicas y psicológicas
prestan su saber por medio de pericias que se glosan a las causas, y permiten a los jueces
resolver cuestiones de imputabilidad, insania, capacidad, etc. fundando sus pronunciamientos
en estos saberes clínicos.
En este capítulo veremos los casos típicos que llegan a los tribunales, como así también
los diferentes trastornos mentales que pueden presentarse en la vida cotidiana de las personas,
sus diversas clasificaciones de acuerdo a su gravedad, y finalmente, su influencia en el campo
del derecho.
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II. Anormalidad y trastornos mentales
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Para acercarnos al tema de los trastornos mentales, podemos señalar que un clásico
ejemplo caricaturesco de trastorno mental como lo es ver a alguien que compruebe cincuenta
veces que la manija de la puerta de su casa está bien cerrada antes de salir; en esta caso,
estaríamos en presencia de uno de los trastornos más conocidos, denominado T.O.C., es decir,
Trastorno Obsesivo Compulsivo. Pero la pregunta que nos surge es: ¿Si esta persona sólo
hubiera comprobado quince veces que la puerta estaba cerrada, o diez veces, ya no estaríamos
en presencia de un trastorno mental? Es decir ¿cuál es el límite a partir del cual un
comportamiento deja de ser normal e ingresamos en el campo de los trastornos? La respuesta
no es sencilla, y se vincula con una pregunta muy difícil de responder ¿qué es normal?
Un primer intento de respuesta lo podemos buscar en el diccionario. Allí encontraremos
que lo anormal queda definido como lo atípico, lo proco frecuente. Es decir, una definición
estadística que describe como normal lo que hace la mayoría de las personas y como anormal
cualquier desviación de lo estandarizado. Pero el problema con esta definición es que nos lleva
a considerar anormal (o con trastornos mentales diremos nosotros) a personas que luego son
elevadas a la categoría de genios, héroes, etc. Por ejemplo, piénsese que con este esquema
clasificatorio, a Cristóbal Colón, la reina Isabel debió haberlo encerrado en un manicomio más
que subvencionarle el viaje a las Indias, pues Colón afirmaba que la Tierra era redonda, cuando
“todo el mundo sabía” que era plana. Por ello, tal vez sea mejor indagar otros criterios. Una
segunda perspectiva se focaliza en lo cultural, y tiene en cuenta que cada cultura define lo que
considera aceptable, deseable y tolerable. A partir de allí se define lo normal. Por lo tanto, lo
que no se adecue a las pautas culturales, será lo definido como anormal. Con este criterio
accedemos a una forma de catalogar comportamientos, pensamientos y sentimientos que nos
permite identificar cuáles son tolerables por una sociedad determinada, pero no nos brinda
una sólida definición acerca de qué es la normalidad en sí, ya que mientras que para una
cultura será normal algo, por ejemplo, comer carne de vaca, no lo será en otra, como ocurre en
la India donde las vacas son considerados animales sagrados y por lo tanto sería una afrenta
violenta a las normas sociales consumir su carne. De allí que haya surgido otra perspectiva que
conjuga las dos anteriores y agrega un
criterio más. En efecto, señala que la
CULTURAL
ESTADÍSTICA
conducta anormal es aquella que se
¿LA CONDUCTA ES
¿LA CONDUCTA SE APARTA
aparta de lo culturalmente establecido,
DEFINIDA COMO RARA O
DEL MODO EN QUE
pero debido a una dificultad del individuo
INACEPTABLE POR LOS
ACTÚAN LA MAYORÍA DE
para controlar las conductas o
DEMÁS?
LAS PERSONAS?
sentimientos. Esta definición podría ser
CONDUCTA
útil para delimitar lo anormal, sin
ANORMAL
embargo, se acerca demasiado a lo que es
una enfermedad mental que priva a la
persona de su voluntad (como el
ADAPTACIÓN
CONTROL
Alzheimer o la esquizofrenia) y además,
¿LA
CONDUCTA
DIFICULTA
¿PUEDE
LA
PERSONA
lo cierto es que algunos trastornos de la
EL AJUSTE DE LA PERSONA
CONTROLAR EL
personalidad hacen que las personas
A SU MEDIO?
COMPORTAMIENTO?
obren con plena consciencia (p.ej. alguien
con un cuadro psicopático que mata a
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sangre fría, obra con plena voluntad). Finalmente, una cuarta forma de definir lo anormal, es
aquella que propone examinar las acciones o pensamientos del individuo concreto, y ponderar
si ellos le permiten adaptarse satisfactoriamente a diversas situaciones de la vida cotidiana.
Con este criterio, lo anormal ya no se refiere a una cualidad intrínseca del individuo, lo que
resulta altamente estigmatizante, sino a sus dificultades para adecuarse a los diversos grupos
humanos de interacción (familia, trabajo, amigos, socios, banda delictiva, etc.). Así cuando el
individuo logra una adaptación que le permite vivir una vida sin mayores padecimientos para
sí, y para el resto, diremos que presenta un patrón conductual normal, mientras que cuando
presenta algunos trastornos que lo hacen sufrir o dañar a terceros (padres, hijos, ciudadanos,
etc.) ingresaremos en el campo de la anormalidad.
Ahora bien, estas clasificaciones que hacemos sobre la conducta de las personas son al
solo efecto de permitir una clasificación didáctica, y tal como sugerimos al principio, en el
campo de la psiquiatría no existe una línea divisoria tajante que separe lo normal de lo anormal
tal como ocurre en el de la Medicina clínica donde sí se separa más claramente la salud de la
enfermedad. En efecto, en el campo de los trastornos mentales psiquiátricos, si bien comparten
con la medicina el criterio de salud/enfermedad, en rigor existe un estado más. En efecto, aquí
hablamos de tres estados: la salud, la enfermedad, y la anormalidad; y dentro de este último se
incluyen todos los casos con algún tipo de padecimiento mental que impidan o dificulten al
sujeto una adecuación a su entorno.
Trastornos mentales
FI
Luego haber discurrido sobre el concepto de anormalidad, diremos que por él
entenderemos a toda conducta, sentimiento o pensamiento que impida una adaptación
armoniosa al entorno, cualquiera sea éste. Sin embargo, una vez comprendido este concepto
que tanto emplea la psiquiatría forense y los tribunales, de ahora en más, evitaremos en este
manual emplear dicho término por la connotación estigmatizante que porta, y mucho menos
definir a las personas como anormales. En sustitución, utilizaremos el término trastorno
mental, acuñado por la psiquiatría norteamericana en el conocido Manual de Desórdenes
Mentales o DSM-V (Diagnostic and Statistical Manual of Mentals Disorders) sin desconocer las
críticas que desde la antipsiquiátria se le formulan a esta tipología de padecimientos
(Braunstein, 2013). Pero debemos aclarar que tampoco definiremos a las personas como
trastornadas, pues incurriríamos en el mismo etiquetamiento que queríamos evitar
precedentemente, sino que diremos, “tal persona padece un trastorno de…”, por ejemplo. Lo
leído hasta aquí sobre la anormalidad nos servirá para comprender más fácilmente qué se
entiende por trastorno mental, sin perder de vista, como enseñaba Foucault que toda definición
acerca de lo adaptado es relativa, es decir, depende de relaciones de poder/saber en un tiempo
y lugar determinado.
Ahora bien, teniendo en cuenta estos reparos, diremos que un trastorno mental es toda
disfunción en el campo comportamental, psicológico o biológico que afecta los procesos
cognitivos y/o afectivos del individuo, dificultando su adaptación social.
Desmenuzada esta definición diremos que una dis-función es la alteración del algo que
funcionaba adecuadamente. Si por función entendemos el aporte que hace una parte del cuerpo
para el mantenimiento del equilibrio (psíquico y físico), una dis-función, se trataría del aporte
que hace una parte para su desequilibrio. Por ejemplo, una persona que se vea conmovida por
situaciones de tristeza o de euforia, asistiría a un desequilibrio, que de perpetuarse en el
tiempo sin desaparecer podría afectar su vida generándole trastornos tales como depresión
aguda en el primer caso, o excitación maníaca en el segundo. Ambos supuestos afectan la
interacción del individuo con su entorno y consigo mismo.
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La definición también señala que estas disfunciones pueden presentarse en el campo
del comportamiento, la psiquis y el cuerpo biológico. En el primer caso tendremos, por
ejemplo, casos de actos compulsivos, trato irasible, tics, etc; en el segundo, se presentarán
cuadros psicológicos tales como la angustia, fobias, stress, demencia; y finalmente, el campo
biológico puede obedecer a malformaciones congénitas o daños físicos que alteren el
rendimiento cognitivo o emocional del individuo, por ejemplo, un accidente que dañe el
cerebro y provoque amnesia, etc.
Los trastornos mentales pueden dañar las capacidades cognitivas, es decir el intelecto
y raciocinio del individuo (p.ej. retardos mentales), como así también las emocionales (ej.
trastornos de ansiedad) o ambas a la vez como puede ocurrir en la esquizofrenia donde la
persona vive en un mundo propio desconectado del entorno.
Finalmente, el tercer elemento que caracteriza a los trastornos mentales es que quien
los padece ve dificultada su adaptación social, lo que incumbe tanto a los problemas de
interacción social (p.ej. una persona con rasgos autistas o alguien con una sociopatía que lo
lleve compulsivamente a dañar psicológica y físicamente a otras), como así también, los
propios padecimientos que el sujeto vive a raíz de su trastorno, tal como les ocurre a quienes
padecen fobias, ataques de pánico, trastornos de ansiedad, que sufren por obra de su propia
psiquis.
Así se comprende que todo lo dicho cuando tratamos el tema de la anormalidad como
un signo de falta de adaptación social es aplicable a este supuesto. Y finalmente, cerraremos
este apartado señalando que los infinitos comportamientos anómalos que se presencia en
sociedad (p.ej. alguien que viva muy extravagantemente) mientras ello no afecte su vida, ni la
de los terceros, en principio, quedan fuera de la definición de trastornos mentales.
Tipos de trastornos
TRASTORNOS
MENTALES
FI
Hemos dicho que los trastornos mentales pueden manifestarse en diversos aspectos de
la personalidad, ya sea en las capacidades intelectuales del individuo como en sus emociones o
en ambas. De allí que una primera clasificación es la que los divide
en: trastornos emocionales, trastornos de la personalidad, y
trastornos psicóticos.
EMOCIONALES
En líneas generales diremos que en las personas que
padecen trastornos emocionales (también denominados neurosis
DE LA
por el psicoanálisis) se encuentra afectada su reacción emocional
PERSONALIDAD
ante los sucesos que presenta la vida cotidiana (p.ej. personas que
PSICÓTICOS
padecen de ataques de pánico debido a las presiones laborales o
alguien que no pueda volar en avión debido a una fobia, son casos
de trastornos vinculados a las emociones que invaden al individuo
y le dificultan llevar a cabo su proyecto de vida).
En los casos de trastornos de la personalidad encontraremos los supuestos de individuos
que por su tipo de personalidad sufren o hace sufrir al resto (p.ej. un individuo que
constantemente cree estar siendo perseguido es una persona que presenta delirios paranoicos
y por ello sufre; y también encontramos aquí a personas que hacen sufrir a los demás, ya sea
por medio de la violencia física y/o psicológica, hasta los homicidas que matan a sangre fría
(son los habitualmente denominados psicópatas o sociópatas).
Finalmente, los trastornos psicóticos se diferencian de los anteriores, por cuanto el
individuo que los padece, más que un problema de adaptación al entorno, tiene una total
desconexión con éste, lo cual le impide desarrollar una vida autónoma sin riesgos para sí o para
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terceros (p.ej. una persona con alucinaciones y delirios que esté convencida de que puede
cruzar una avenida con los ojos cerrados con el convencimiento de que la Divinidad impedirá
que la pisen los autos, puede provocarse la muerte, como así también, producir diversos
accidentes de tránsito que ocasionen otras muertes).
Trastornos cuantitativos y cualitativos
(según su gravedad)
TRASTORNOS MENTALES
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Para comprender mejor y más esquemáticamente la diversidad de trastornos mentales,
y para tener en cuenta cuando se analice su influencia en los casos de inimputabilidad penal o
incapacidad civil, es aquella que los diferencia de acuerdo a su naturaleza, a partir de
considerarlos cualitativos o cuantitativos.
Los trastornos cuantitativos son aquellos en los que existe una intensidad excesiva en
las emociones, sentimientos, sensaciones, etc., que dificultan la vida de la persona. Por ejemplo,
cualquiera de nosotros puede sentir miedo a salir a la calle por temor a los robos, los
accidentes, la polución, etc. Pero algunas personas hacen de este simple temor una fobia que los
recluye en sus hogares, perdiendo poco a poco contacto sus vínculos sociales y familiares,
recluyéndolos sin salir ni para comprar alimentos; otro caso podría ser la pérdida de un ser
querido cuyo duelo incapacite de tal manera a la persona que la lleve a caer en algún cuadro
depresivo quitándole interés por su propia vida y su entorno socio-familiar, laboral, etc. En
estos casos, estamos en presencia de trastornos cuantitativos ya que la emoción es la misma
que la que embarga a la generalidad de las personas sólo que la intensidad es tal que impide a
la persona seguir con su vida. También se encontrarán aquí aquellos individuos cuya
personalidad los lleva a vincularse de un modo muy particular con los demás. Por ejemplo,
todos somos un poco egocéntricos pues nos gusta que los demás hablen bien de nosotros o
contar historias donde somos los protagonistas, pero quienes padecen un trastorno de la
personalidad narcisista llevan al extremo este comportamiento, y sólo se interesarán por su
persona y usarán a los demás como medio para sentirse admirados, sufriendo cuando eso no
ocurre o haciendo sufrir al otro porque no brinda la suficiente y constante atención que su
narcisista reclama. En términos psquiátricos clásicos diríamos que en esta categoría
incluiríamos a los neuróticos y a los psicópatas.
En cambio, dentro de la categoría destinadas a los trastornos cualitativos
encontraremos aquellas alteraciones mentales que se caracterizan por la existencia de una
desconexión total con la realidad
(p.ej. alguien con Alzheimer que
CUANTITATIVOS
no reconozca a sus familiares), y
por lo tanto, estamos en el
(TRASTORNOS EMOCIONALES Y DE LA
campo
de
los
trastornos
PERSONALIDAD)
psicóticos
(o
también
Neurosis y Psicopatías. Se mantiene la
conceptualizados
como
responsabilidad por los actos
enfermedades mentales).
Como vemos, mientras
que
en
los
disturbios
cuantitativos nos encontramos
CUALITATIVOS
con personas que responden de
(TRASTORNOS PSICÓTICOS)
manera
cuantitativamente
desproporcionada en su vida y
Psicosis. Hay pérdida de la realidad y se
exime de responsabilidad.
con el entorno, lo que les
dificulta su adaptación, en los
cualitativos las personas han
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cortado su vínculo con el mundo real, y por lo tanto, su trastorno no es producto de una
intensificación de las emociones o de la personalidad, sino de una naturaleza diferente a los de
la media de la población, de allí el término de cualitativo.
En resumen, diremos que los trastornos emocionales y de la personalidad suelen ser
disturbios cuantitativos, mientras que los trastornos psicóticos como las enfermedades
mentales son de orden cualitativo. La distinción nos será muy útil en esta manual, ya que desde
el punto de vista jurídico, mientras que los trastornos cualitativos que presentan cuadros de
psicosis suelen acarrear la falta de responsabilidad del sujeto, los trastornos cuantitativos de
origen emocional y de la personalidad no suelen conllevar una ruptura con la realidad que
exima de responsabilidad, y a lo sumo podrían llegar a ser atenuantes pero no eximentes (tal
como ocurre en la emoción violenta, típico caso donde las emociones intensas provocan o
facilitan respuestas homicidas). Es decir que en el obrar de las personas con un trastorno
mental cuantitativo (ya sea emocional o de la personalidad), en principio, siempre
hay responsabilidad jurídica, pues el trastorno que presentan se caracteriza por ser
desmesura, discordia, molestia, conflicto, desadaptación, pero no falta de capacidad como
ocurre en la enfermedad mental.
Aclarado estos puntos, pasemos a continuación a analizar en profundidad los trastornos
y enfermedades mentales que más incumben al ámbito del derecho, ya sea en su faz penal, civil,
laboral, etc..
III.A. Trastornos emocionales o neurosis
FI
Durante mucho tiempo se ha dicho que el ser humano es un ser que se conduce
racionalmente, pero lo cierto es que, tal como hemos visto al principio de este libro, las
emociones —o lo irracional, como las corazonadas, sensaciones, etc.— suelen jugar un papel
muy importante en nuestra toma de decisiones y comportamientos, y de hecho, nos rigen más
allá de lo pensado. Las emociones son parte sustancial del ser humano y dan vitalidad y riqueza
a nuestras vidas. Sin embargo, algunas personas pueden experimentarlas con tanta intensidad
que sus sentimientos pueden convertirse en problemáticos, generándoles trastornos de
ansiedad, angustia, depresión, euforia, etc. Por ejemplo, frente a un acontecimiento adverso
como la ruptura de una relación de pareja, existen al menos dos posibles reacciones: una será
dentro de los límites idealmente aceptados, como por ejemplo, llorar, estar enojado, luego
melancólico y triste, perder algo de peso, aislarse, etc.); o bien, mediante una respuesta
emocional desmesurada, puede ocurrir que alguien intente quitarse la vida, asumir
comportamientos obsesivos, desvincularse de todo contacto social, vivir triste por el resto de
su vida, etc.).
Pero un Trastorno Emocional no es sólo ser más sensible a las emociones que el resto,
sino una carencia de mecanismos internos idóneos que elaboren la emoción haciéndola
desaparecer paulatinamente. En estos casos, el trastorno emocional se manifiesta por medio de
una serie de conductas cuya finalidad es disminuir los niveles de estrés que provoca el
incremento desmesurado de las emociones. Son denominadas conductas inadaptativas y entre
ellas podemos encontrar aislarse socialmente, tener alguna fobias, etc.; o bien, conductas
compulsivas o repetitivas, tales como probar cinco veces la cerradura de la puerta antes de salir,
comerse obsesivamente las uñas, lavarse las manos más de cien veces por día, no pisar las
rayas de las sendas peatonales, orden obsesivo, etc.. Todas estos comportamientos tienen por
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finalidad intentar compensar la angustia —consciente o inconsciente— que genera la emoción
interna no elaborada.
La mayoría de los trastornos emocionales tienen un inicio más o menos claro, pues por
lo general son desencadenados por algún hecho adverso fácilmente identificable (p.ej. presión
laboral, una ruptura amorosa, un asalto, un accidente, un fallecimiento, un despido, etc.).
Aunque también pueden presentarse casos —en menor medida— donde surgen sentimientos
de angustia o culpa cuya causa se desconoce y la persona vive apesadumbrada sin saber
exactamente por qué. Pero en todos los casos, el sentimiento que embarga al sujeto pasa a ser
el centro de toda su atención, por lo que sus intereses sólo girarán en torno a éste,
provocándole diversos inconvenientes, tanto en el plano personal como social a quien padece
el trastorno. No en vano se ha definido alguna vez a las neurosis como un trastorno que
distorsiona el pensamiento racional y el funcionamiento a nivel social, familiar y laboral
adecuado de las personas.
Finalmente, debemos dejar en claro que si bien la neurosis o trastorno emocional es un
trastorno mental que altera la psiquis y las relaciones sociales del individuo, ello no significa
que la persona padezca una demencia donde exista pérdida de contacto con la realidad, pues se
trata de un trastorno cuantitativo, es decir que la emoción que vive el individuo (p.ej. una
preocupación, enojo, ansiedad, tristeza, etc) no será diferente a la que puede sentir cualquier
otra persona, sólo que será a una escala de muchísima mayor intensidad, duración o ambas.
Ahora bien, a continuación veremos los tres tipos de Trastornos Emocionales más
comunes.
A.1. Trastornos de ansiedad
FI
En mayor o menor medida todos sabemos lo que es la ansiedad, aunque muchos la
confunden con la impaciencia, lo cual no es del todo correcto. La ansiedad se manifiesta como
una sensación difusa de miedo frente a ciertas situaciones actuales o futuras (p.ej. antes de rendir
un examen, a volar el avión, a hablar en público, a caminar solo por la calle, etc). La ansiedad es
uno de los trastornos más frecuente en nuestras sociedades occidentales, y se suele presentar
como una alteración emocional que la mayoría de las personas podemos controlar
eficientemente, es decir, por más que tengamos miedo antes de un examen, no dejamos que el
pánico nos invada y nos presentamos a rendir. Sin embargo, algunos individuos sufren unos
niveles de ansiedad tan desproporcionados e incontrolables ante diversas situaciones, lo cual
les ocasiona dificultades en su vida cotidiana. En el caso anterior, sería el supuesto de alguien
que no pueda presentarse a rendir exámenes por su trastorno y deba abandonar la carrera. De
allí que cuando la ansiedad alcanza niveles que interfieren con la vida social del individuo
(laboral, familiar, educativa, etc.) o su propia estabilidad psicológica, diremos que estamos ante
un trastorno mental de ansiedad. Pero como veremos a continuación, hay diversas formas en
las que la ansiedad se puede manifestar.
Trastorno de ansiedad generalizado (TAG)
Las personas que padecen un trastorno de ansiedad generalizado suelen verse como
personas extremadamente nerviosas y preocupadas en demasía por todo lo que les ocurre a
ellos y a las personas y cosas de su entorno. Por ejemplo, un viaje de vacaciones es algo
divertido e interesante de organizar, pero para quien padezca este trastorno será un
sufrimiento indescriptible las innumerables preocupaciones que le acarreará, lo que afectará su
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vida cotidiana. Otras veces, el motivo del estado permanente de ansiedad no se conoce, por lo
que en algunos casos la persona reconoce su estado de alteración continua y en otros no, pero a
pesar de ello es incapaz de poder tranquilizarse.
El trastorno no se caracteriza por ser un miedo real y concreto, sino que se trata de un
estado emocional constante en el cual todo genera temor o inquietud por lo que podría pasar
en el futuro (p.ej. el caso del que prepara las vacacione y no puede dejar de pensar qué pasará
si llueve, si le roban la plata y el equipaje en el viaje; o bien, el caso de un profesional que viva
continuamente preocupado a perder el empleo sin ninguna causa que justifique este temor,
etc.). Pero como vemos, el temor no es sólo por lo que podría pasarle a la persona sino también
por lo que podría pasarle a sus seres queridos (hijos, padres, mascotas, etc.) o a sus
pertenencias (la casa, las valijas, el trabajo, etc).
El trastorno invade poco a poco la personalidad y el individuo comienza a sentir
preocupación prácticamente por todo lo que sucede o pudiera suceder. Son los casos de
personas para quienes todo es un problema. Su mente no para de hacer hipótesis de escenarios
futuros desastrosos lo que le genera un profundo estrés y consumo de energía psíquica,
agotándolos psicológicamente al final del día. Como es de esperar, el trastorno repercute en el
cuerpo, ocasionando problemas para dormir, pérdida del el apetito, tensión, sensación de
bloqueo, y por lo tanto, disminución de la capacidad de concentración en el trabajo y el estudio.
Por tal motivo, muchas veces los miedos de la persona (p.ej. el temor a ser despido, tener un
mal rendimiento académico, etc.), se terminan cumpliendo, pero no porque el temor estuviera
justificado, sino debido al trastorno que provocó tal agotamiento psicológico que, como una
suerte de profecía de autocumplimiento, generó un descenso de su rendimiento que terminó
perjudicando al individuo en sus actividades.
Ataque de pánico
FI
Contrariamente al trastorno de ansiedad generalizada que va creciendo gradualmente
en el individuo, encontramos al ataque de pánico, el cual tiene una aparición repentina que
ataca a la persona provocándole una sensación de que está a punto de morir o volverse loca. El
trastorno altera muy rápidamente al organismo —en no más de diez minutos—haciendo que el
individuo comience a sudar, marearse, le falta el aliento, sufra dolores en el pecho y sienta que
no puede hacer nada para salvarse. Los individuos que solicitan ayuda terapéutica por estas
crisis inesperadas acostumbran describir el miedo que sienten como intenso, y relatan que
durante el ataque creían estar a punto de morir, perder el control, tener un infarto o un
accidente vascular cerebral o volverse locos. Describen asimismo un urgente deseo de huir del
lugar donde ha aparecido la crisis. La falta de aire constituye uno de los síntomas más frecuente
en estas crisis. Una vez que regresa el equilibrio psicológico el individuo puede desarrollar
fobia a los lugares o situaciones donde se desató la crisis, intentando evitarlos, pero no por el
lugar o situación en sí, sino por temor a que se produzca nuevamente el ataque.
En lo que se parece el ataque de pánico con el trastorno ansiedad generalizada es que
en ambos, la persona no sabe qué hacer para calmarse, y como en un círculo vicioso, ello genera
aún más temor y ansiedad. En tanto lo que los diferencia, es que los ataques de pánico son
intermitentes, es decir, no se vive bajo este estado, pero cuando ocurren las crisis son de una
intensidad muchísimo mayor.
Estrés postraumático
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Fobias
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Otro trastorno de origen emocional que repercute en cuadros de neurosis es el estrés
pos-traumático. Se trata de un trastorno bastante conocido en los tribunales, que se presenta
luego de que la persona ha sufrido o presenciado algún suceso traumático, reviviendo las
tensiones asociadas a éste. Por ejemplo, suele ocurrirle a personas que vivieron una guerra,
una violación, un asalto, acoso laboral, un secuestro, etc, que tras superar el suceso, días, meses
o años más tarde aparece un acontecimiento o estímulo en sus vidas que les recuerda el suceso
(p. ej. pasar por ciertos lugares, una explosión, ver a cierta persona, percibir algún olor, el
clima, determinadas palabras, gritos, etc.) y se disparan las sensaciones desagradables
asociadas al hecho, afectando la vida de la persona. El acontecimiento traumático también
puede ser reexperimentado por medio de recuerdos o pesadillas, por lo que la persona,
intentará evitar no sólo situaciones, personas, lugares, sino también que su mente piense en el
hecho y comenzará a temer dormir por la aparición de pesadillas.
Los síntomas más comunes que suelen presentarse aquí son sensación de temor,
desorientación y dificultad para concentrarse; y sus consecuencias visibles es que entorpecen
el desempeño del individuo en campos tales como el laboral, educativo, social, etc. Asimismo,
como en todo trastorno cuya base es la ansiedad, el individuo puede describir una sensación de
futuro desolador (p. ej., no creer en la posibilidad de obtener un trabajo, casarse, formar una
familia, etc.), evidenciando un trastorno de ansiedad que no existían antes del trauma, por lo
que habitualmente este suele ser uno de los trastornos que suelen motivar indemnizaciones a
las víctimas de hechos traumáticos.
FI
En nuestras sociedades occidentales también es bastante común personas que
padezcan fobias. Las fobias son otro tipo de trastorno emocional vinculado con la ansiedad que
se presenta cuando las personas tienen un nivel irracional de temor ante un objeto o
acontecimiento (p.ej. palomas, espacios abiertos, ratas, hablar en público, etc.) o bien cuando
anticipan su aparición (p.ej. el individuo puede temer viajar en avión debido al miedo a
estrellarse, puede temer a los perros por miedo a ser mordido o puede temer conducir un
coche por miedo a tener un accidente).
El nivel de ansiedad o temor suele variar en función de dos factores, el grado de
proximidad al estímulo fóbico (p. ej. el miedo se intensifica a medida que una araña se acerca a
la persona y disminuye a medida que se aleja) y el grado en que la huida se ve limitada (p. ej. el
miedo se intensifica si se está encerrado en un cuarto cerrado con arañas, y disminuye si se
está en el lugar abierto del cual se puede escapar).
A diferencia de los ataques de ansiedad o de pánico, los cuales en ciertas ocasiones
pueden dispararse sin que la persona sepa exactamente qué fue lo que los desató, los
individuos que padecen fobias saben con toda precisión qué provoca su temor, ya que ésta se
asocia con objetos específicos e identificables, de manera que el individuo con una fobia
determinada puede controlarla evitando el objeto o la situación temida, lo que en algunos
casos, puede interferir significativamente con las actividades cotidianas del individuo, con sus
relaciones laborales o provocarle un profundo malestar.
Los individuos que presentan alguna fobia reconocen la irracionalidad de su temor,
pero se sienten completamente indefensos para hacerle frente. Esta circunstancia repercute
haciendo que la fobia les resulte aún más perturbadora, pues se encuentran presos de un
miedo que saben que es irracional pero que les resulta imposible controlar. Es importante no
confundir la fobia con otros trastornos. Por ejemplo, un individuo que evite entrar en un
ascensor porque está convencido de que ha sido saboteado y no reconozca que este temor es
excesivo e irracional, no se trata de un caso de fobia sino de un trastorno delirante. Asimismo,
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
tampoco será una fobia si el temor se considera coherente teniendo en cuenta el contexto en
que se produce (p. ej. miedo a recibir un disparo en un coto de caza o en un barrio peligroso).
Trastorno obsesivo compulsivo (TOC),
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El trastorno obsesivo compulsivo, como su nombre lo indica, se vincula con las
obsesiones, es decir, con ideas irracionales y recurrentes que surgen en la mente de la persona
y que no pueden controlarse o quitarse. Todos conocemos lo que son las obsesiones. Por
ejemplo, una canción pegadiza que no podemos dejar de tararear es un caso de ello; y de hecho
solemos enojarnos con nosotros mismos cada vez que nos sorprendemos cantando una y otra
vez la misma canción, hasta que sin saber muy bien cómo, los mecanismos compensadores de
nuestra psiquis hacen que la obsesión se diluya sin que nos demos cuenta. Pero las obsesiones
de las personas diagnosticadas con TOC son mucho más intensas, más perturbadoras y duran
más que estas simples obsesiones. De hecho, las obsesiones se definen como ideas,
pensamientos, impulsos o imágenes de carácter persistente que el individuo considera intrusas
e inapropiadas y que provocan una ansiedad o malestar significativos. Lo interesante es que la
persona es capaz de reconocer que estas obsesiones son el producto de su mente y que no
vienen impuestas desde fuera, pero es incapaz de controlar su surgimiento y permanencia.
Las investigaciones revelan que las obsesiones más comunes de los adultos son:
contaminación (p. ej. contraer una enfermedad al estrechar la mano de los demás o tocar
objetos callejeros), dudas repetitivas o comprobaciones (p. ej. preguntarse a uno mismo si se ha
realizado un acto en concreto, como cerrar la puerta con llave o el gas), necesidad de disponer
las cosas según un orden determinado (p. ej. intenso malestar ante objetos desordenados o
asimétricos), impulsos de carácter agresivo u horroroso (p. ej. herir a un niño o gritar
obscenidades en una iglesia) y fantasías sexuales (p. ej. una imagen pornográfica recurrente).
Por su parte, los niños con tendencias TOC tienen obsesiones en cuanto a contagio de
enfermedades, junto con otras que se refieren a la muerte o al peligro para ellos mismos o un
miembro de la familia.
El trastorno se llama obsesivo-compulsivo debido a que junto a la obsesión, la persona
también suele desarrollar actos compulsivos que no puede dejar de realizar. Se trata de
comportamientos rituales hacia los que siente un impulso irrefrenable para realizarlos,
generalmente como un modo de compensar o suprimir las ideas obsesivas que lo trastornan.
Las compulsiones se definen como comportamientos o pensamientos de carácter recurrente,
cuyo propósito es prevenir o aliviar la ansiedad o el malestar, pero no proporcionar placer o
gratificación. Por ejemplo, hay gente que prueba diez veces si la manija de la puerta quedó
cerrada antes de salir de su casa, no por placer, sino para controlar la ansiedad que la embarga;
otros que no se atreven a pisar la unión de las baldosas de la calle, porque de hacerlo, vaticinan
que indefectiblemente un mal caerá sobre ellos o seres queridos; otras, cuyas conductas
compulsivas se refieren al orden y la limpieza, son capaces de emplear un día entero en
ordenar su habitación, casa o cosas, o lavarse las manos hasta cien veces por día,
produciéndose severas lesiones en la piel. Todos estos comportamientos son ritos que
pretenden, de alguna manera, permitirle al sujeto convivir con su trastorno obsesivo
compulsivo.
Finalmente, en cuanto los pensamiento compulsivos, encontramos casos de individuos
que repiten ciertas palabras en voz alta, susurro o en silencio, cuentan números, y en algunos
casos rezan compulsivamente. En todos estos casos, lo importante no es lo que se hace, sino el
hecho de que la persona no se puede controlarse y no hacerlo.
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A.2. Trastornos del estado de ánimo
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Muchas personas tienen pequeñas obsesiones compulsivas controladas, pero cuando
producen un malestar significativo, conllevan una pérdida de tiempo notable (ocupan más de 1
hora al día) e interfieren acusadamente con la rutina diaria del individuo, suelen repercutir en
el rendimiento laboral y actividades sociales, pues dado el potencial perturbador que las
caracteriza, las obsesiones suelen ocasionar una disminución del rendimiento personal en las
actividades o tareas cognoscitivas que requieren concentración, como son la lectura o el cálculo
mental, por lo que cuando se padecen, pueden llegar a dar lugar a indemnizaciones por
discapacidad parcial o jubilaciones anticipadas.
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Mientras que los trastornos de ansiedad se vinculan generalmente con miedos
irracionales construidos por la psiquis y cuadros de angustia, los trastornos que veremos a
continuación se vinculan con el estado de ánimo de la persona, fundamentalmente, con la
tristeza. En estos casos, el estado de ánimo se apodera del control de la personalidad, y el
individuo comienza a no responder al entorno sino a su estado anímico. Los casos más
comunes son los de depresión y suicidio por lo que nos dedicaremos a indagar sobre ellos.
Depresión y suicidio
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La depresión, conjuntamente con los trastornos de ansiedad, es otro de las
perturbaciones mentales más comunes en las sociedades desarrolladas tanto occidentales
como orientales. Los síntomas se reflejan en las ideas, motivación, percepciones y aspecto físico
del individuo. Las personas que atraviesan una depresión no es que solamente “estén tristes”,
sino que están encerradas en un trastorno mental que dificulta sus vidas y sus relaciones.
Tienen una autopercepción que las hace sentir como seres inútiles, incompetentes e inferiores,
y no ven la manera de poder cambiar la situación. Al estar encerradas en estas emociones y
pensamientos negativos sienten muy poca motivación para hacer algo, inclusive para pedir
ayuda o ayudarse a sí mismos, pues se juzgan como un caso sin solución o no merecedoras de
ayuda. Estas ideas que boicotean la propia personalidad, se deben en parte al sesgo perceptivo
que impone el estado de ánimo, que tiñe todo con un velo de tristeza o negatividad. Por
ejemplo, en caso de conocer a alguien, se interpretará toda conducta amistosa —que pudiera
ayudar a salir del pozo— como manipuladora o falsa; un hermoso día de sol, en lugar de
provocar alegría, generará temor a las quemaduras; etc.
Tal como pasa con el resto de las neurosis vistas hasta aquí, a pesar de que con la
depresión la voluntad del sujeto se halla profundamente disminuida, ello no significa que
estemos en presencia de una enfermedad mental, sino que la depresión se trata de un disturbio
cuantitativo. Es decir, sus síntomas son similares a los que siente cualquier persona ante
sucesos tristes, como al pérdida de un ser querido, el despido o la ruptura de la pareja, con la
diferencia que aquí, la tristeza se instala sin posibilidad de superarla sin ayuda externa,
interfiriendo en la capacidad para funcionar del individuo en su trabajo, familia, etc.
Así como en los trastornos de ansiedad lo que se ve afectado son las emociones
vinculadas al miedo, en la depresión, lo que se ve afectado es el estado de ánimo. Debemos
señalar que estado de ánimo y emociones se diferencian en su intensidad. Las emociones son
reaccione intensas (una alegría exultante por haber recibido una buena noticia; un llanto
desconsolado al recibir una mala noticia; etc.), en cambio, el estado de ánimo se refiere a un
estado emocional continuo de la persona que no requiere ser activado por un estímulo o evento
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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externo, es de menor intensidad y menos específico que las emociones y permanece durante un
período relativamente largo. El estado de ánimo repercute en varios campos tales como: falta
de apetito en algunos casos y pérdida de peso, como así también, aumento de peso en los casos
en los que la persona se inclina por un consumo excesivo de dulces e hidratos de carbono;
también se manifiesta por medio de trastornos del sueño y de la actividad psicomotora; falta de
deseo sexual; falta de energía; sentimientos de infravaloración o culpa; dificultad para pensar,
concentrarse o tomar decisiones, y pensamientos recurrentes de muerte, como así también,
ideación, planes o intentos suicidas.
Las personas que atraviesan un cuadro depresivo, en muchos casos, no suelen ser
conscientes del trastorno que padecen, sino que se enteran al concurrir al psicólogo para tratar,
por ejemplo, problemas vinculados con una disminución de su capacidad para concentrarse,
tomar decisiones, distraerse con facilidad, sentir pérdida de memoria, etc.. Es aquí donde se les
suele diagnosticar la depresión. Otras personas puede ser que acudan directamente a terapia
por consejos de amigos o parientes que perciben el trastorno. También se sabe que los
trastornos del sueño suelen ser otras causas que llevan a las personas a la consulta psicológica,
y en algunos casos, luego del trabajo clínico, se les diagnostica su depresión. El trastorno del
sueño más común asociado a la depresión es el insomnio. Es característico el insomnio medio
(p. ej despertarse durante la noche y tener problemas para volver a dormirse) o el insomnio
tardío (p. ej. despertarse demasiado pronto y ser incapaz de volver a dormirse). También se
puede presentar un insomnio inicial (problemas para conciliar el sueño). Menos
frecuentemente, las personas se quejan de casos de exceso de sueño (hipersomnia).
La depresión también suele manifestarse por medio de una alta irritabilidad (p. ej. ira
persistente, tendencia a responder a los acontecimientos con arranques de ira o insultando a
los demás, o sentimiento exagerado de frustración por cosas sin importancia). Es decir, no debe
pensarse que una persona que todo el día está enojada con el mundo —en lugar de cabizbajo—
no pueda estar padeciendo una depresión.
Otros síntomas de la depresión son la agitación (p. ej. incapacidad para permanecer
sentado, paseos, frotarse las manos y pellizcar o arrugar la piel, la ropa o algún objeto), como
así también el enlentecimiento de los movimientos y las acciones de la persona se aletargan, su
tono de voz baja, y las respuestas a las preguntas se hacen lentas. En ambos casos, es habitual la
falta de energía, el cansancio y la fatiga, por lo que una persona puede referir una fatiga
persistente sin hacer ejercicio físico. Incluso el menor trabajo parece requerir un gran esfuerzo,
y la persona puede quejarse de que lavarse y vestirse por la mañana es agotador y de que tarda
el doble de lo normal. Asimismo, también ocurre que las personas bajo depresión suelen perder
el interés o dejan de disfrutar con las actividades que antes consideraban placenteras.
Queda claro que la depresión no es sencillamente estar triste, sino un trastorno
incapacitante que menoscaba la voluntad del individuo para hacer cualquier cosa, incluido salir
de esa situación.
En cuadros graves, el sujeto puede perder su capacidad para trabajar, lo que suele ser
evaluado por Juntas médicas para otorgar jubilaciones anticipadas o incapacidades laborales;
también pueden ser la causa de un despido por inasistencias injustificadas, lo cual podría ser
revertido en un juicio laboral acreditando el trastorno como vicio de la voluntad. En casos
extremos, el sujeto puede ser incapaz de cuidar de sí mismo (p. ej. comer o vestirse) o de
mantener una mínima higiene personal.
En cuanto al suicidio, éste es el fin más traumático de la depresión, ya que ésta aparece
en un 80 por ciento de los casos de intento de suicidio; en tanto que un 15 por ciento de las
personas clínicamente deprimidas terminan suicidándose (Murphy, 1983). En términos de
género, las mujeres tiene una tasa de intentos de suicidio que triplica a la de los hombres, pero
los hombres tienen tres veces más probabilidades de tener éxito en sus intentos debido a que
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emplean medios más letales (armas de fuego en vez de pastillas, por ejemplo). En cuanto a la
edad de los suicidas, históricamente el porcentaje de suicidios tendía a aumentar con la edad,
contándose los más elevados en personas de edad avanzada, pero en los últimos años, las OMS
advirtió un preocupante aumento en los índices de suicidios de adolescentes, siendo en la
actualidad un grupo de riesgo en un tercio de los países, tanto en el mundo desarrollado como
en el mundo en desarrollo.
Las dos motivaciones básicas para el suicidio son a grandes rasgos el deseo de poner fin
a la vida (el 56% de los suicidios) y los intentos de la persona para manipular su entorno (Beck
y otros, 1978). En el primero de los casos, suele tratarse de individuos solitarios que se sienten
inútiles o que padecen enfermedades dolorosas que consideran interminables, por lo que
juzgan al suicidio como un medio para terminar con sus problemas y dejar de sufrir. La
segunda motivación es la manipulación de los demás; donde no siempre hay depresión previa,
y con el acto se intenta darle una lección a los otros, haciéndoles que se sientan culpables,
quedándose con la última palabra en una discusión, o para llamar su atención. Debemos
señalar que en muchos suicidios manipulativos la persona desea permanecer viva, por lo que
intenta el suicidio empleando medios menos letales que aquellas personas que utilizan el
suicidio para poner fin a sus problemas, sin perjuicio de que también puede producirse la
muerte.
Finalmente, uno de los temas más preocupantes ha sido intentar poder predecir la
conducta suicida para ayudar al individuo. Pero lo cierto es que es difícil determinarla. Algunos
indicadores a tener en cuenta, como ya se anticipó puede ser la depresión, a lo que cabe
agregar cualquier suceso que le quite apoyo social o emocional al sujeto, tal como un divorcio o
la pérdida de un ser querido. Pero los mejores predictores son los intentos anteriores y la
amenaza de suicidarse, que muchas veces son ignoradas para evitar la manipulación. En este
sentido, debe tenerse en cuenta que la mayoría de los suicidas —tanto los manipuladores como
los otros—, suelen amenazar o hablar del suicidio antes de llevarlo a cabo, por lo que una
escucha atenta y una mirada perceptiva siempre serán útiles herramientas de predicción.
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A.3. Trastornos disociativos
Mientras que en los trastornos vistos hasta aquí la respuesta emocional que dan los
individuos frente a las situaciones de stress, ansiedad, tristeza se manifiestan por medio de
disturbios en su organismo (sensación de ahogo, palpitaciones, sudoración, dolor en el pecho,
etc.), en los trastornos que veremos ahora se produce una alteración de la mente, en especial,
de sus funciones integradoras, es decir aquellas que le permiten al individuo recordar quién es,
donde vive, etc. En estos casos, la respuesta emocional desbordante del individuo provoca una
pérdida selectiva de ciertas funciones psicológicas tales como la memoria, la identidad o la
consciencia. Los síntomas más comunes de los trastornos que veremos a continuación afectan
los recuerdos de la persona o su identidad personal, haciendo que el sujeto pierda o vea
seriamente afectada su capacidad para asociar ideas, recuerdos, o lisa y llanamente los diversos
aspectos de su identidad. De allí que el nombre que se les da sea el de trastornos disociativos,
incluyendo dentro de ellos, la amnesia, el trastorno de personalidad múltiple, la fuga, etc..
Amnesia
La amnesia es uno de los trastornos más conocidos gracias a las novelas televisivas,
donde alguno de sus protagonistas tras un accidente o presenciar una escena traumática pierde
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la memoria. Claro que no toda la memoria, sino no sabría ni siquiera hablar, sino partes de su
pasado y de su identidad. Según sea la causa que provoca la amnesia la dividiremos en amnesia
psicogénica o amnesia biogénica. La biogénica, como su nombre lo indica es de origen orgánico,
y tiene una aparición gradual, en la cual la persona va olvidando acontecimientos de una
manera paulatina como si se tratara de una máquina que comenzara a fallar (p.ej. tal como
suele ocurrir con la edad). En cambio, la psicogénica es de origen psicológico, y suele aparecer
luego de algún acontecimiento traumático o impresionable que afecta a la psiquis (p.ej. un
accidente, una guerra, un desastre natural, un delito violento). En estos casos, la persona no
pierde lentamente la memoria, sino que se olvida completamente y de repente alguna
información muy específica del acontecimiento vivido. Además, quienes sufren este tipo de
amnesia psicogénica parecen poco preocupados por el hecho de haber olvidado episodios
importantes de sus vidas. Ello sugeriría que esta amnesia trabaja como una forma de
protección contra algún tipo de dolor emocional que la psiquis prefiere olvidar como
mecanismo de defensa (Sackeim y Devanand, 1991). Contrariamente a ello, las personas cuya
amnesia es biogénica suelen preocuparse y alterarse profundamente al percibir que están
perdiendo su capacidad para recordar.
En cuanto a las posibilidades de recuperación de este trastorno, con la ayuda de la
terapia los amnésicos psicogénicos pueden eventualmente recordar acontecimientos
traumáticos que llevaron a su trastorno —lo que se conoce como la recuperación de memorias,
y suele emplearse para reconstruir situaciones de abuso sexual de niños, por ejemplo—, en
cambio la terapia no tendrá buenos resultados en casos de amnesia biogénica donde el daño es
orgánico.
La fuga
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La fuga es otro trastorno disociativo en el cual la persona realiza viajes repentinos e
inesperados lejos del hogar o del puesto de trabajo. Durante la fuga, el individuo toma
colectivos, hace cosas, pero en un estado donde no existe una clara conexión con su
consciencia, sino que se trata de una suerte de sonambulismo pero mucho más lúcido, que no
evidencia para los que no lo conocen que se encuentra atravesando un trastorno mental. El
suceso puede durar muy poco tiempo (p. ej., horas o días), o, por el contrario, consistir en
largos períodos de vagabundeo sin rumbo (p. ej., semanas o meses). En algunos casos los
sujetos llegan a recorrer muchos países y viajar miles de kilómetros. En todos los casos, la
persona no presenta evidencias de trastorno para las personas que no las conocen, ua que se
mantiene la lucidez, aunque hay una disociación con la consciencia que le hace olvidar su
propia identidad, por lo que en el diálogo con estas personas sí puede advertirse el trastorno
Cuando la persona regresa en sí, y toma consciencia de su estado de fuga, suele ocurrir
que lo ocurrido durante su viaje se eclipse bajo un cuadro de amnesia que le impida recordar lo
ocurrido durante su fuga.
La magnitud y la duración de la fuga pueden hacer que el individuo pierda su empleo
por ausencias injustificadas, o tenga problemas personales o familiares, sin perjuicio de que la
existencia de este trastorno, debería operar como justificación de incumplimientos civiles o
laborales, y en alguna medida, atenuante penal.
Trastorno de personalidad múltiple
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Uno de los trastornos más llamativos es el trastorno de personalidad múltiple. Quizás
quien mejor lo describió fue el escritor Conan Doyle con su novela “Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, en la
cual dos personalidades convivían en una misma persona (o la película “El Club de la Pelea”
donde se advierte el mismo trastorno). En este trastorno la persona desarrolla dos o más
personalidades que conviven en su psiquis, aunque aparecen en diferentes momentos, es decir,
no al mismo tiempo, por lo tanto cada una es autónoma e independiente de la otra u otras. Para
que el trastorno se produzca es claro que suele estar presente un cierto grado de amnesia, de
manera que una personalidad olvida lo que hacen las demás. Pero cuando ello no ocurre, es
decir, cuando las distintas personalidades son conscientes de la existencia de las demás, se ha
comprobado que pueden llegar a comunicarse entre ellas por medio de cartas y notas (Taylor y
Martin, 1994).
En cuanto a la personalidad de cada una de las personalidades, generalmente hay una
identidad primaria con el nombre del individuo. Esta suele ser pasiva, sumisa, dependiente,
culpable y depresiva, mientras que las identidades alternantes que invaden al sujeto poseen
habitualmente diferentes nombres y rasgos que contrastan con la identidad primaria. Cada una
suele mostrar diferencias radicales en cuanto a la actitud, la moral, la capacidad de aprendizaje
y las pautas de expresión oral (p. ej. si una personalidad es callada la otra será expresiva, si una
es conservadora la otra será transgresora, si una es intelectual y racional la otra será alocada y
hedonista, tal como ocurre en la novela Dr. Jekyll y Mr. Hyde). El individuo no suele ser
consciente de la existencia de las personalidades múltiples, debido a que operan procesos de
amnesia que le impiden advertirlo, y suele notar el trastorno que padece por la explicación
dada de sus familiares y amigos a los comportamientos observados o por los propios
descubrimientos del individuo (p. ej. encontrar ropa que él no recuerda haber comprado, ser
acusado de un delito que no recuerda haber cometido, firmar un contrato que no se recuerda
haber suscripto, etc).
El tiempo que se requiere para pasar de una identidad a otra es normalmente de unos
segundos, pero algunas veces esta transición se realiza gradualmente, en tanto que el número
de identidades que se han podido registrar oscila entre dos y no más de diez identidades.
El hecho de que cada identidad tenga una personalidad propia es una disociación de tal
profundidad en la psiquis que se extiende a aun al campo físico, teniendo cada personalidad
diferentes ritmos cardíacos, presión arterial y ondas cerebrales (Kaplan y Sadock, 1991) y se
han dado casos en mujeres que sufren este trastorno que su período menstrual dura gran parte
del mes, debido a cada personalidad tiene un ciclo diferente (Jen y Evans, 1983).
El surgimiento y desarrollo de los trastornos de personalidad múltiple suele vincularse
con traumas graves y prolongados en individuos que padecieron durante su niñez situaciones
de abusos sexuales, malos tratos físicos y demás sucesos traumáticos. Durante estos episodios
traumáticos, la psiquis del niño organizó una defensa para superar la situación creando
imaginariamente otra personalidad que le permitió evadirse imaginariamente de lo que estaba
viviendo. Es a partir de la construcción de esta ficción psicológica que la mente se desdobla o
disocia, permitiéndole no percibir lo que ocurre, o mejor dicho, creando una nueva
personalidad, que no es él/ella, a la que le ocurre las cosas.
Los Trastornos Emocionales esquemáticamente expuestos
En resumen, hemos visto que los Trastornos Emocionales se dividen en tres grandes
categorías con subdivisiones, lo que esquemáticamente resulta así:
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
a) Trastornos de ansiedad (dentro de lo cual veremos trastorno de ansiedad
generalizado, ataques de pánico, stress post-traumático, fobias, trastorno obsesivo compulsivo,
compulsiones y obsesiones);
b) Trastornos disociativos (amnesia, fugas, trastorno de personalidad múltiple); y,
c) Trastornos del estado de ánimo (depresión, trastornos bipolares, suicidio).
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Los trastornos emocionales en los tribunales
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Todos los trastornos emocionales vistos hasta aquí, habitualmente generan un conflicto
en la relación del individuo consigo mismo y con su entorno. Por ejemplo, no es poco común
que la persona con depresión sea despedida de su trabajo por faltar injustificadamente, o que
las personas muy presionadas en el ámbito familiar o laboral tengan ataques de pánico que los
incapacite laboralmente; o que aquellos que padecen una amnesia celebren contratos que luego
no reconozcan o que no sean testigos presenciales de hecho que luego no puedan reproducir
confiablemente. En muchos de estos casos, e innumerables más, suele intervenir la justicia
ponderando los niveles de capacidad y responsabilidad de las personas que atraviesan algún
trastorno mental.
Un caso habitual que llega a los tribunales es el juzgamiento de delitos llevados a cabo
bajo estados emocionales intensos, que se conoce como emoción violenta, donde la persona
actúa bajo un estado de un obnubilamiento emocional. El episodio siempre suele producirse en
un modo secuencial: primero ocurre algo altamente impactante para el individuo (p.ej.
encuentra a su pareja con otra persona), lo que suscita la reacción emocional intensa. Luego,
sobre la conciencia enturbiada por el estado afectivo desagradable que embarga al sujeto, surge
una conducta violenta que termina, generalmente, en homicidio. En estos casos, la emoción
afecta el comportamiento, siendo “las circunstancias que hacen excusable el acto” a las que se
refiere el art. 81, inc.1 del Código Penal.
Habitualmente, los trastornos emocionales como éste y otros, suelen jugar un papel
importante en diversos delitos por lo que se considera que los estados de confusión mental que
aportan estos trastornos (y que actúan como facilitadores de acciones agresivas) suelen operar
como atenuantes.
Pero los trastornos emocionales o neurosis no solo incumben a quienes se ven llevados
por ellas a dañar a otros, sino que también se presentan en las víctimas de delitos y accidentes,
quienes pueden padecer alteraciones emocionales variadas tras diversos sucesos traumáticos
(p.ej. accidentes, mala praxis, etc.). En el fuero civil es donde más abundan los cuadros
neuróticos postraumáticos con manifestaciones como tristeza, angustia, miedos, depresión,
etc., como secuelas psicológicas de diversos daños. Una de las secuelas más comunes son los
cuadros de depresión y ansiedad que se presentan cuando la víctima ha sufrido lesiones
corporales (amputación de una pierna, fracturas mal soldadas, cicatrices en el rostro o en
partes visibles del cuerpo, etc.). Otros supuestos se dan en los casos de divorcio, malos tratos,
quita de la tenencia de los hijos, o pérdida de seres queridos en accidentes, todo lo cual también
puede repercutir en secuelas emocionales que por afectar la vida de las personas suelen ser
indemnizadas.
En el fuero laboral, situaciones como la sobrecarga de tareas y el acoso laboral o
mobbing pueden desencadenar depresiones y ataques de pánico. En estos casos será
importante determinar si la casusa del trastorno es total o predominantemente la situación de
trabajo, ya que los trastornos emocionales suelen tener más de un motivo proveniente de
diferentes contextos de interacción (laboral, familiar, etc) no siendo siempre el laboral el
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causante. Asimismo, el trabajo también genera en algunas personas fobias hacia el puesto de
trabajo, lo que en tribunales se conoce como fobias laboral específica.
En definitiva, los diversos trastornos emocionales aquí vistos, afectan a las personas en
su fuero íntimo y en su vínculo con el entorno, de manera que, cuando en los conflictos que
llegan a sede judicial se evidencia que alguna de las partes adolece alguno de estos trastornos,
deberá juzgarse su capacidad para dirigir sus actos (casos penales), como así también, el nivel
de padecimiento o incapacidad que puede provocar el trastorno en el individuo a fin de
graduar el porcentaje de incapacidad o el monto de la indemnización correspondiente.
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III.B. Trastornos de la personalidad
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Cuando nos preguntan cómo es la personalidad de un individuo, en general, solemos
responder haciendo referencia a sus modos de reaccionar (p.ej. tranquilo, irasible, inestable), a
su nivel emocional (p. ej. frío, sentimental), a su conducta moral (p.ej. intachable, corrupto), etc.
Es decir, tratamos de caracterizar a la persona describiendo cómo es su relación consigo
misma, y en especial, con los otros. Esta metodología que solemos emplear no es errada, ya que
la personalidad es la organización interna de la identidad mediante la cual el sujeto se conoce y
se vincula con el entorno. Por ende, es lógico que describamos a las personas a partir de sus
rasgos de personalidad. El mismo método, aunque con mayor rigor científico, emplea la
psiquiatría, y así ha construido un listado con diversos perfiles de personalidad que por alguna
razón no logran adecuarse bien a la vida en sociedad. En efecto, por lo general, la mayoría de
las personas que viven en comunidad suelen adaptar su personalidad al medio en el que se
desenvuelven para lograr resultados eficientes, ya sea en el trabajo, la familia, la pareja, las
competencias, y también consigo mismo. Por ejemplo, quien busca un ascenso se esfuerza por
demostrar su capacidad; quien se ve atraído por una persona intenta conquistarla; quien
pretende estar contento consigo mismo aprende a valorarse, etc. Cuando lo logran, estamos
ante personas que han encontrado un equilibrio en su mundo interior y en el compartido con
los otros. Pero existen otros casos, donde la personalidad de los individuos los lleva a sufrir o
hacer sufrir a otras personas. Es aquí donde nos encontraremos con algunos de los trastornos de
la personalidad (también denominadas psicopatías) que veremos en este capítulo. Por ejemplo,
una persona que se sienta perseguida en todo lugar por agentes encubiertos de la CIA o la SIDE
es alguien con una paranoia que vivirá en estado de alerta, desconfiando de todos, y no es poco
probable que entre en conflicto con las personas a quien juzga irracionalmente de ser sus
perseguidores y finalmente con la ley (por lesiones contra estos individuos, por ejemplo). Este
es tan solo un ejemplo de uno de los tantos trastornos de personalidad que pueden existir.
Estos trastornos no se caracterizan por una conducta específica sino que incumben
diversos cuadros de falta de adaptación al ambiente social en el que se desarrolla el individuo
que pueden repercutir tanto en sus vínculos con los demás como en la relación consigo mismo.
Cuando estas personas afectan a terceros se las denomina habitualmente psicópatas, pero este
término, como el de anormal, resulta profundamente negativo, debido a que en este caso nos
lleva a relacionarlo con los asesinos seriales de las películas de Hollywood, y lo cierto es que no
siempre se vinculan tan directamente con el delito aunque es cierto que pueden hacer sufrir
perversamente a otros sin que ello conlleve una conducta delictiva alguna como en el caso de
un jefe perverso narcisista que emplee su poder para hacer sufrir a sus empleados. Pero
también pueden acarrear el propio sufrimiento, como ocurre en aquellas personas con una
necesidad ilimitada de recibir afecto, a quienes les agrada casi patológicamente ser centro de
atención y consideran que todo el mundo debe interesarse por ellas, por lo que cuando no lo
logran, caen en cuadros de angustia y tristeza profunda. En definitiva, los trastornos de
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personalidad son trastornos que se caracterizan porque acarrean sufrimiento a la persona, o
hacen que ésta haga sufrir al resto.
Ahora bien, para reconocer trastornos de la personalidad en un individuo debemos
identificar dos elementos fundamentales: a) una personalidad atípica; y b) que a raíz de esta
atipicidad la persona sufra o haga sufrir a otros. Es decir, una personalidad psicopática es
aquella que se aparta radicalmente de las
expectativas de la cultura, lo cual provoca malestar
o perjuicios para el sujeto o la sociedad. A partir de
SUFRIENTE
esta definición podemos distinguir dos categorías
TRASTORNOS DE
de trastornos de la personalidad: la perturbadora LA PERSONALIDAD
y la sufriente. Quienes se encuentran en la
PERTURBADOR
primera, se trata de individuos cuya personalidad
afecta a los demás por medio de fricciones en la
interacción (manipuladores perversos, fanáticos
violentos, violadores, pederastas, etc). A este grupo también se lo conoce bajo los rótulos de
sociópatas, psicópatas o sexópatas, dependiente el ámbito en el cual desarrollan su psicopatía
que perturba al otro. Los individuos de la segunda categoría, serán aquellos que padezcan
cuadros psicopáticos de inestabilidad, inseguridad, hipersensibilidad emocional, que los haga
sufrir.
B.1. Trastornos de la personalidad sufrientes
Dentro de este tipo de trastornos de personalidad encontramos los siguientes cuadros
con sus correspondientes síntomas:
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Trastorno paranoide: las personas que padecen este trastorno suelen interpretar la
actuación de los demás siempre como maliciosa o con segundas intenciones aunque no tengan
ninguna prueba al respecto. Desconfían injustificadamente de la lealtad o fidelidad de sus
amigos, parejas y socios, cuyos actos son analizados minuciosamente en busca de pruebas que
demuestren sus sospechas. Cuando alguien se muestra leal, el hecho les resulta tan extraño que
indefectiblemente les provoca desconfianza. En caso de percibir que se las ataca (aunque no
sea evidente para los demás y solo sea su percepción), responden con rapidez y con ira;
asimismo, guardan rencores y son incapaces de olvidar insultos, injurias o desprecios.
Este tipo de personalidad también puede dar lugar a celos patológicos, intentando
mantener un control total del otro por medio de constantes preguntas y cuestionamiento de los
movimientos, los actos, las intenciones y la fidelidad de la pareja. Se trata de una personalidad
que no encuentra paz debido a la proyección de sus miedos, ni personas en quien confiar, todo
lo cual, hace sufrir.
Trastorno histriónico o de necesidad de afecto: las personas que padecen este
trastorno se distinguen por su inagotable necesidad de recibir muestras de afecto,
consideración, reconocimiento, cariño. Desean llamar continuamente la atención y ser el centro
de las miradas, pero al sentir la imposibilidad de recibir la ilimitada cantidad de afecto que
reclaman y necesitan, se sienten frustradas y sufren. Suelen ser inapropiadamente
provocadoras y seductoras desde el punto de vista sexual, pero este comportamiento no está
dirigido a las personas por las que la persona tiene un interés sexual o romántico, sino que se
da en una gran variedad de relaciones sociales, laborales y profesionales como un modo de
obtener la atención. Para ello utilizan permanentemente el aspecto físico, por lo que dedican
mucho tiempo, dinero y esfuerzo para vestirse y arreglarse. Consecuencia de estas
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características suelen tener relaciones deterioradas con los amigos/as de su mismo sexo,
debido a que su estilo interpersonal sexualmente provocativo puede ser visto como una
amenaza para las relaciones de aquéllos/as. Asimismo, su necesidad de atención y muestras de
afecto exclusiva pueden hacer que induzca a sus amigos/as a que se aparten de sus respectivas
parejas, reclamando todo el cariño para sí.
Asimismo, son personas sugestionables por los demás y por los medios de
comunicación, lo que les hace tener y defender frenéticamente opiniones de moda, aunque sin
demasiadas bases sólidas. También son superficiales al describir a las personas que apenas
conocen al describirlas como “mi querido amigo”, “es una excelente persona”. Finalmente,
debido a que sólo se sienten felices y cómodas cuando tienen espectadores, les cuesta mucho la
intimidad sentimental, pues allí se debe ser uno mismo, y estas personas siempre suelen estar
interpretando un papel (p.ej. víctima o princesa).
Trastorno de dependencia o falta de seguridad en sí mismo: las personas que
padecen este trastorno se caracterizan por un permanente sentimiento de inferioridad; de muy
baja autoestima; de dudas para tomar decisiones, timidez y proclividad hacia fobias y
obsesiones. Eso las lleva a tener una vida torturada y sufriente. Tienen grandes dificultades
para tomar decisiones cotidianas, y sólo se deciden cuando logran una reafirmación de lo que
deben hacer por parte de los demás (pareja, padres, etc). Son personas pasivas y permiten que
los demás (frecuentemente una única persona) tomen las iniciativas y asuman la
responsabilidad en las principales áreas de su vida. Suelen tener dificultades para expresar el
desacuerdo con el otro, sobre todo con aquellos de quienes dependen, porque tienen miedo de
perder su apoyo o su aprobación, y en definitiva, su afecto.
Como delegan todo en los demás para solucionar sus problemas, frecuentemente no
aprenden las habilidades necesarias para la vida independiente, lo que perpetúa su
dependencia, aun en casos donde deben someterse a demandas irracionales, tal como ocurren
en los casos de mujeres que padecen este trastorno y son víctimas de violencia doméstica
(psicológica, físicas y/o sexual). También pueden temer hacerse o parecer más competentes
que el otro, ya que piensan que esto va a dar lugar a que les abandonen. Cuando terminan una
relación importante (p. ej. ruptura de pareja o muerte de quien se ocupaba de ellas), buscan
urgentemente otra relación a la cual someterse, que tome nuevamente las riendas de sus vidas.
En todos los casos viven sufriendo y padeciendo el temor a que les abandonen y tengan que
cuidar y decidir por sí mismos, lo que imaginan como una vida torturante.
Trastorno límite (o borderline): las personas que padecen este trastorno se
caracterizan por una profunda inestabilidad emocional acerca de cómo se ven y de sus
relaciones con el otro. En cuanto a lo primero, presentan cambios bruscos y dramáticos de su
propia autoimagen, lo que habitualmente se traduce en cambios súbitos de objetivos, valores,
aspiraciones profesionales. Una persona que abandona la carrera de un día para otro o alguien
que de pronto se va a vivir a la calle serían ejemplos. Otros ejemplos seríancambios radicales
de las opiniones, la identidad sexual, la escala de valores, las amistades, etc.
En cuanto a sus relaciones con el otro, experimentan intensos temores a ser
abandonadas, incluso ante separaciones que no deberían provocarles estos sentimientos (p. ej.,
reacción violenta cuando el psicólogo les anuncia el final de la sesión; angustia o
enfurecimiento cuando alguien se retrasa aunque sea sólo unos minutos; o cuando alguien
tiene que cancelar un encuentro; etc). En estos ejemplos, todo se interpreta como desinterés y
explican algunos casos de violencia doméstica de hombres sobre mujeres, pero también
viceversa.
El padecimiento de este trastorno es propio del individuo, pero también puede afectar
al otro, debido a que las relaciones que estas personas encaran suelen ser muy intensas pero
también muy inestables, por lo que un día el otro será endiosado y al otro detestado,
acompañado en algunos casos con sucesos violentos. El control de la ira es otro problema que
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suele desencadenárseles cuando perciben que su pareja o la persona que se ocupa de ella busca
terminar la relación o tomar cierta distancia. Estas expresiones de ira suelen ir seguidas de
pena y culpabilidad y contribuyen al sentimiento que tienen de ser malas personas, y por lo
tanto sufren.
Trastorno evitador: las personas que padecen este trastorno sienten incomodidad
cuando deben interactuar con otros debido a tienen un gran temor las críticas, la
desaprobación o el rechazo. Pueden declinar ascensos laborales debido a que las nuevas
responsabilidades ocasionarían críticas de los compañeros. Los hiere fácilmente el comentario
negativo del otro, temen quedar en ridículo, acalorarse o llorar en público. Mientras puedan
evitará las actividades sociales o laborales que exijan contactos interpersonales. Tienden a ser
tímidos, callados, inhibidos e invisibles por temor a que la atención traiga consigo humillación
o rechazo. Piensan que todo lo que digan los demás lo van a encontrar errado o criticable, por
lo que preferirán mantenerse en silencio en toda reunión. Se juzgan a sí mismos socialmente
ineptos, y como personas poco interesantes o inferiores a los demás. Sus temores y su
comportamiento tenso en las charlas grupales pueden provocar la ridiculización y la burla de
los demás, lo que a su vez confirma sus dudas sobre sí mismos, y por lo tanto sufren.
Trastorno agresivo-pasivo: la persona que padece este trastorno se resiste
continuamente a todo pedido por parte del entorno. Es el caso del individuo que responde con
malhumor o irritabilidad cuando se le pide que haga algo en la familia, el trabajo, o cualquier
ámbito social. Cuando se ve forzado a hacer lo que se le pide, suele trabajar deliberadamente
con lentitud o realiza mal su trabajo. Evita cumplir sus obligaciones afirmando haberlo
olvidado, y suele criticar irrazonablemente a las personas que ocupan cargos de autoridad.
Sufre debido a las consecuencias de su comportamiento, pero también hace sufrir al entorno,
aunque no llega a ser un sociópata, simplemente está siempre en contra de todo lo que se le
pide o dice.
Trastorno narcisista: las personas que padecen este trastorno se caracterizan por
sobrevalorar sus capacidades y exagerar sus conocimientos y cualidades, por lo que
generalmente dan la impresión de ser pedantes. Es frecuente que al relatar alguno de sus
logros, menosprecien los de los demás que también aportan los suyos. Se consideran
superiores, especiales o únicos y esperan que los demás les reconozcan como tales. Asimismo,
se preocupan por mantener relaciones cercanas con personas de alto status, bajo el pretexto de
que sólo éstas les pueden comprender; y atribuyen a aquellos con quienes tienen relación las
cualidades de ser “excelentes”, “perfectos” o de tener “talento”.
Pero bajo el cascarón narcisista que los cubre se esconde una autoestima casi siempre
muy frágil, por lo que suelen estar preocupados por si están haciendo las cosas suficientemente
bien y por cómo son vistos por los demás. Esto suele manifestarse por una necesidad constante
de atención y admiración, de manera que suelen esperar que su llegada sea recibida con un
toque de fanfarrias y se sorprenden si los demás no envidian lo que ellos poseen. Esperan ser
atendidos y están confundidos o furiosos si esto no sucede. Por ejemplo, pueden asumir que
ellos no tienen por qué hacer cola del banco y que sus prioridades son tan importantes que los
demás deberían ser condescendientes con ellos. De allí es que irritan muy fácilmente si los
otros no les ayudan en su trabajo, al que consideran más importante que el de los demás.
Esta pretenciosidad, combinada con la falta de sensibilidad para los deseos y
necesidades de los demás, puede acarrear la explotación consciente o inconsciente del prójimo
en el campo laboral, familiar, romántico, etc. Esperan que el otro les dé todo lo que desean o
crean necesitar, sin importarles lo que pueda representar para los demás (p.ej. tienden a hacer
amistades o a tener relaciones románticas sólo si la otra persona parece dispuesta a plegarse a
sus designios o a hacerle mejorar de alguna forma su autoestima). Finalmente, cuando
reconocen las necesidades, los deseos o los sentimientos de los demás, lejos de aceptarlos y
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respetarlos, tienden a menospreciarlos, o verlos como signos de debilidad o vulnerabilidad. No
obstante se trata de personalidades que no buscan el sufrimiento del otro, aunque a veces lo
producen cuando se ven afectadas por perversiones que las llevan a querer destruir al otro por
juzgarlo una competencia o alguien que no se somete a reconocer su “superioridad”. Sin
embargo, cuando el narcisismo no es perverso, suele hacer sufrir a la persona cuando no se
siente lo suficientemente reconocida. Por lo tanto, parece ser un perfil intermedio entre los
trastornos sufrientes y los perturbadores que veremos a continuación.
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B.2. Trastornos de la personalidad perturbadores
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Al principio distinguimos dentro de los trastornos de la personalidad aquellos que
hacían sufrir al propio individuo, de aquellos que hacían sufrir a los otros; a los primeros los
denominamos “sufrientes” y a los segundos “perturbadores” porque hacen sufrir a los demás
miembros de la sociedad. También se los conoce popularmente como “sociópatas” o
“psicópatas”, pero en lo posible pretendemos no designar de este modo a las personas, sino tan
sólo referirnos con estos términos al trastorno en sí.
Ahora bien, profundizando más en la cuestión, digamos que los trastornos
perturbadores se caracterizan por que quienes los padecen realizan conductas que
frecuentemente bordean el delito (asesinos profesionales, fanáticos que provocan masacres,
violadores, pederastas, etc.). Estos trastornos perturbadores de la personalidad —o
sociopatías—, por muy perversos que sean no son genéticos ni innatos sino que se van
conformando conjuntamente con la personalidad por medio de la influencia del ambiente (la
familia, la educación, la cultura en la que se nace, etc.). En este sentido, para que resulte una
personalidad sociopática, el medio social en el que se socializó el individuo deberá haberle
inculcando valores sociales negativos, los que se manifestarán por medio de comportamientos
lesivos o dañosos hacia el otro. En toda sociopatía, el carácter del individuo está dominado por
el egoísmo, el desapego, la falta de solidaridad, el individualismo y la inescrupulosidad, lo que
suele repercutir en comportamientos que utilizan al otro como medio para satisfacer los
propios deseos.
En cuanto a la responsabilidad penal por los actos que realizan las personas con rasgos
sociopáticos, diremos que son plenamente responsables, ya que no obran en un estado de
obnubilación emocional ni desconexión de la consciencia, sino que saben que transgreden las
normas sociales o jurídicas, pero no les importa, pues prefieren satisfacer su deseo por sobre
cualquier pauta moral o legal que se lo impida. De este modo, se deja llevar por sus impulsos
exaltados o enfriados sin hacer nada por contenerse y por lo tanto cabe juzgarlos responsables
por su obrar, sin perjuicio de los eventuales atenuantes a que pudiera dar lugar el trastorno
que padecen.
Dentro de los trastornos de la personalidad perturbadora o sociopática que mayor
repercusión presentan en el ámbito jurídico señalaremos:
Trastorno de fanatismo: el individuo que lo presenta evidencia un trastorno
cuantitativo permanente de la vida afectiva. En su personalidad hay un tono exaltado y una
hiperactividad sobre algún apasionamiento en particular (religioso, político, deportivo, etc), lo
que torna muy difícil la convivencia con el/ella. Un caso podría ser el de una persona
predicadora religiosa que se instala en una plaza y levanta su voz amenazante, y que en su casa
acosa a los miembros de su familia con dogmas y restricciones religiosas. Este trastorno suele
hacer que quien lo padece se sienta iluminado, abrace una causa o una pasión y la defienda
infatigablemente, pudiendo llegar a cometer u organizar actos de violencia contra los que no
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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piensan como el/ella, o individuos pertenecientes a religiones, equipos o partidos rivales.
También es el caso del fundamentalista y del revolucionario, del dictador y del racista que se
considera iluminados con una idea y nada lo detiene para llevarla a cabo su plan (Hitler, Stalin,
Pol Pot). Son sociópatas, toda vez que hacen sufrir.
Trastorno antisocial o perverso: las personas que presentan este trastorno tienen
una marcada carencia afectiva. Sobre esta frialdad emocional, se incorporan desde el exterior
valores sociales negativos, tales como el egoísmo, falta de solidaridad, etc. como pautas de
interacción, lo que los convierte en individuos antisociales. Pero ello no significa aislados, sino
que se mueven con comodidad entre la gente, y si bien conocen los frenos éticos del
comportamiento y las leyes que penan conductas lesivas de los derechos del prójimo, estos
condicionantes sociales no inhiben su conducta violenta hacia los demás, la destrucción de la
propiedad del otro, fraudes o hurtos, o violaciones grave de las normas sociales y jurídicas.
Otra característica típica de estas personalidades es que lejos de parecer seres
ermitaños o distantes suelen ser carismáticos y emplear el engaño y la manipulación para
conseguir provecho o placer (p. ej., para obtener dinero, sexo o poder).
Actúan motivados sólo por sus intereses personales y sienten pocos remordimientos
por las consecuencias de sus actos, por lo que pueden ser indiferentes o dar justificaciones
superficiales por haber ofendido, maltratado o estafado económica o emocionalmente a alguien
(p. ej., “la vida es dura”, “el que es perdedor es porque lo merece” o “de todas formas le hubiese
ocurrido”). Estas personas pueden culpar a las víctimas por ser tontas, débiles o por merecer su
mala suerte, con lo que tratan de minimizar las consecuencias desagradables de sus actos, pero
con ello se advierte la completa indiferencia por el otro que acarrea este trastorno. Ejemplos de
este trastorno pueden ser los asesinos profesionales y sicarios quienes al no sentir empatía por
el dolor físico y emocional del otro pueden operar con absoluta frialdad y destreza.
Pero el medio en que se socializa una persona puede haberle incorporado valores
positivos sobre esa constitución de la personalidad de sangre fría, y por lo tanto, este trastorno
de base es campo propicio para el desarrollo de oficios como el de los desarmadores de
bombas y rescatistas, cuya sangre fría les permite hacer cosas que otras personas no podrían
hacer.
B.3. Trastornos de la personalidad sexuales
En cuanto a los trastornos vinculados con el sexo, la psiquiatría los engloba bajo el
concepto de parafilias. Bajo este concepto se enrolarán comportamientos como el sadismo y
masoquismo, donde el dolor y el sometimiento consentido actúa como estimulante del deseo y
la excitación, el voyerismo, que refiere a las personas que se excitan sexualmente espiando a
otras, el fetichismo, que implica la excitación sexual y el fantaseo con el uso de objetos tales
como prendas de vestir, partes del cuerpo, etc; el onanismo o masturbación como único medio
de canalización del placer sexual; exhibicionismo de órganos sexuales, y el froteurismo, que
implica frotarse contra otra persona en lugares públicos como trenes, subtes, colectivos. Todos
estos comportamientos, en tanto no afecten a terceros ni a la propia persona, son meras
prácticas sexuales alternativas.
Sin embargo, existen otras parafilias que claramente implican afectación de derecho de
terceros como la violación y la pedofilia (abuso sexual de niños), donde claramente se provoca
sufrimiento al otro, y por lo tanto, estamos ante casos de comportamiento sociopáticos.
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Agresión sexual infantil o pedofilia
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Los casos de pedofilia o agresión sexual infantil se caracterizan por ser llevados a cabo,
generalmente, por hombres de entre 35 y 40 años que conocen al niño o niña (sólo un 15% son
desconocidos). Las conductas más frecuentes son las caricias, tocamientos, masturbación, etc.
siendo muy poco frecuente la violación con penetración. Se presentan en todas las clases
sociales, sólo que las más acomodadas al poseer mayores recursos económicos pueden acceder
a redes de prostitución infantil o turismo sexual. Por lo general, los casos de pedofilia son
cometidos por individuos bien adaptados, es decir, personas que no parecen “seres extraños” o
“degenerados”; muchos están casados o tienen algún tipo de pareja, no siendo infrecuente que
se casen con una mujer que tenga hijos para acceder a ellos. Raramente dañan o hieren
físicamente a los niños, sino que en la mayoría de los casos usan la seducción y el juego como
estrategia de aproximación y convencimiento. Según las investigaciones, la mayoría de estas
personas tuvieron una educación muy rígida durante su infancia, donde la sexualidad era
vivida de forma represiva, y un 57% admite haber vivido episodios sexuales con un adulto en
esta etapa, como así también, experiencias sexuales infantiles con compañeros de su misma
edad (Soria Verde-Sáiz Roca, 2005).
Cuando el abuso sexual se da en el ámbito familiar, suele obedecer a una serie de
características sociales o familiares y psicológicas del sujeto. Dentro de las primeras
encontramos una relación marital deteriorada, familia numerosa, aislamiento social, excesiva
cohesión familiar, comunicación familiar disfuncional, etc; y dentro de las psicológicas,
hallaremos tendencia a hacia la conducta violenta, autoconcepto disminuido, autoritarismo, etc.
La combinación de las variables contextuales e indicciduales son las que propician ámbitos
proclives a la aparición de escenas de abuso sexual.
En cuanto a la motivación psicológica que provoca al sujeto cometer actos de abuso
sexual sobre niños, no es la misma en todos los casos, sino que pueden encontrarse al menos
tres tipos de perfiles pederastas: Inmaduros, Regresivos y Agresivos.
Inmaduros: se presentan como individuos pasivos, dependientes y con poca actividad
social con personas de su edad. Prefieren interactuar con niños y niñas, debido a que estos son
menos exigentes y críticos que las personas adultas, como así también más sumisas. Solo que
toda esta situación de desigualdad luego se trasladará al campo sexual, donde los niños
tampoco cuestionarán las peticiones y juegos sexuales que estos adultos les propongan. Los
pederastas inmaduros sienten un verdadero cariño por los niños por lo que no es su intención
dañarlos, de manera que el abuso se produce sin violencia, y resulta como una suerte de juego
secreto entre el hombre y el niño.
Regresivos: la motivación de estos individuos es lograr una elevación de su autoestima
y de su percepción de masculinidad. Su perfil es, generalmente de un hombre casada o en
pareja estable, con una historia biográfica sin fantasías pedófilas ni incestuosas recurrentes. Es
decir que no tiene fantasías sexuales con niñas, sino que encontrándose en una situación donde
hay una niña o adolescente se produce la seducción y el consiguiente abuso. En rigor no se trata
de un pedófilo propiamente dicho, sino que el abuso se produce en circunstancias particulares,
por lo que puede no reincidir.
Agresivos: la motivación básica en estas personas, no es el sexo en sí, sino el
sentimiento de poder y el placer derivado del acto violento al que somete a la otra persona.
Este perfil, desea herir físicamente a una víctima vulnerable y sentirse poderoso, por lo que las
víctimas suelen ser niños varones desconocidos. El abuso es premeditado, y busca satisfacer
fantasías sexuales de tipo sádico, por lo que es habitual el asesinato posterior del niño.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Agresión sexual adulta o violación
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La violación es la práctica del acto sexual sin el consentimiento de una de las partes.
Para comprender a quien la realiza, debe tenerse en cuenta su proceso de socialización sexual,
toda vez que resulta un comportamiento aprendido y no innato, consecuencia de una
concepción particular de la relación sexual y de la división de roles. En particular, la mayoría de
estos individuos —no todos— tienen una visión negativa de las mujeres y atribuyen al rol
masculino las características de dominio y agresividad. Este odio hacia el género femenino,
puede explicarse debido a que muchos violadores relatan haber padecido en su infancia
castigos físicos severos por parte de sus madres, mientras que el padre, debido a su
personalidad pasiva, no los apoyó cuando lo necesitaron. De esta manera el incipiente odio
hacia la madre es trasladado luego hacia todo el género femenino, buscando en la violación no
sólo una satisfacción sexual, sino también, un ejercicio de poder o masculinidad.
De allí se entiende que las motivaciones psicológicas del agresor sexual o violador
provienen de dos elementos: el deseo de poder y el odio.
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El agresor sexual deseoso de poder: buscar ejercer poder y control sobre su víctima a
través de actos intimidatorios tales como la utilización de un arma, la fuerza física o la amenaza
de daños corporales. La finalidad del amedrentamiento es lograr dominar y someter a la
víctima, por lo que suelen raptarla, atarla o dejada indefensa, pero sin ejercer una violencia
física desproporcionada sobre su víctima —p.ej. no la desfiguran a golpes— pues no los mueve
el odio, sino el deseo de sometimiento del otro.
Es el deseo de poder lo que lleva a este tipo de agresores a considerar la relación sexual
como una conquista en términos de sometimiento, y en sus fantaseos, creen que su víctima
estará tan impresionada con sus habilidades sexuales que responderá entregándose a la
pasión. Sin embargo, como suelen presentar impotencia o eyaculación precoz, la agresión
sexual es siempre, en mayor o menor medida, desilusionante para ellos, por lo que al tiempo
saldrá a la búsqueda de otra víctima para intentar consumar nuevamente sus fantasías y tratar
de alcanzarlas.
El agresor sexual por odio: su motivación nace de la ira, el desprecio y el odio hacia las
mujeres, por lo que canaliza su sexualidad asaltando sexualmente a su víctima, golpeándola y
obligándola a realizar actos de tipo denigrante. En el marco de este trastorno, el acto sexual es
tan sólo una parte de los actos de violencia física que ejerce, y ni siquiera la más importante. La
meta es descargar su odio sobre la víctima, desquitándose por los rechazos experimentados,
reales o no, por parte de otras mujeres, tanto por su madre en la infancia como por el resto de
las mujeres durante otras etapas de su vida.
El odio que los motiva a violar, se puede manifestar como un deseo de castigar al otro o
como excitación sexual. Los sujetos que se ven llevados a violar por desprecio hacia las mujeres,
buscan castigarlas. Su misoginia los lleva a considerarlas como objetos desagradables, y sienten
el acto sexual en sí, como algo bajo y degradante, por lo que generalmente, tienen problemas de
erección, provocándoles el sexo poca o ninguna satisfacción. La relación sexual es vivida para él
como un castigo que quiere imponer a la mujer por su odio hacia el género. En cambio, el
violador cuyo odio moviliza su excitación sexual, se trata de un individuo sádico cuyo placer es
hacer sufrir al otro, y encuentra su estimulación en el miedo y sufrimiento de su víctima,
consumando la violación motivado por estas escenas de temor que se reflejan en los gestos
faciales, llantos y movimientos de su víctima.
Finalmente, si bien las motivaciones de odio y fantasías de poder sexual son las que
explican los perfiles de agresores sexuales aquí señalados, no podemos dejar de explicar otro
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tipo de motivación provocada no ya por factores internos del sujeto, sino fundamentalmente
por el contexto. En estos casos, hablaremos de agresor sexual oportunista.
Agresor sexual oportunista: Este individuo no se ve impulsado a su acto predatorio
impulsivo por fantasías u odio, sino por la situación en la que se encuentra. La violación es uno
entre varios comportamientos antisociales y predatorios en su vida (roba, mata, viola, etc). No
es agresor sexual habitual, sino que encuentra satisfacción con relaciones sexuales consentidas,
pero puede emplear un comportamiento sexual predatorio sobre el otro en ciertas
circunstancias: en la cárcel, en la guerra, etc. Su agresión sexual se describe como una mezcla
de deseo sexual, acto de dominación sobre el otro, y estimulación por esta humillación. Aquí el
acto sexual no sólo puede tener finalidades placenteras sino también establecer
simbólicamente ciertas jerarquías, tal como ocurre en la cárcel o la guerra, donde la violación
puede ser de hombres sobre hombres, y se practica tanto como una forma de placer sexual
como así también como un modo de exhibición de poder y dominio absoluto sobre el otro.
También encontramos al violador oportunista provocado por situaciones de desenfreno y
sentimientos de omnipotencia (fiestas privadas, carnavales, etc) donde el consumo de
sustancias puede provocar su desinhibición para la consumación de su deseo.
Los trastornos de la personalidad en los tribunales
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Mientras que los trastornos de la personalidad sufrientes suelen encontrarse en el
consultorio de los psicólogos por los problemas que le ocasionan al individuo en su interacción
con el entorno y en su relación consigo mismo, quienes padecen trastornos perturbadores o
sociopáticos, son personas que carecen de sentimientos de culpa por su actuar y están
plenamente conformes con su personalidad (mal que le pese al resto), por lo que no consideran
necesario ningún tratamiento psicológico, y por lo tanto, difícilmente hagan algo para cambiar.
Sin embargo, debido a que dan rienda libre a sus deseos, tal circunstancia muchas veces “daña”
al otro (acoso moral en el trabajo, asesinos, violadores, pederastas, etc), y puede conllevar su
persecución por parte de la justicia.
Pero ninguno de los trastornos de la personalidad aquí vistos (ni aun las sociopatías),
son patologías, es decir, no son enfermedades mentales, sino trastornos de la personalidad que
permiten explicar comportamientos históricamente considerados como llevados a cabo por
sujetos calificados de bestias, in-humanos o enfermos. Estudiarlos psicológicamente permite
comprender los móviles de este obrar humano y en algunos casos, predecir sus conductas
futuras. Aunque comprender no es dispensar, y por elo tanto, estos trastornos no son
eximentes de responsabilidad en el campo jurídico, salvo que exista algún otro disturbio
mental agregado.
Ahora bien, ingresando en el campo del delito cometido por personas con trastornos
perturbadores o sociopáticos, diremos que no todos los delincuentes son sociópatas ni todos
los sociópatas son delincuentes (algunos sólo maquinan toda su vida matanzas, por ejemplo),
pero entre sociopatía y delito hay siempre existe una relación.
En el fuero penal, frente a un sospechoso lo primero que se discutirá es su
responsabilidad criminal, es decir, si pudo comprender lo que hacía y si obró con consciencia de
sus actos. Lo segundo que se plantea como interrogante será acerca de su peligrosidad, y en
este sentido, deberá tenerse en cuenta que las personas con trastornos de personalidad
conocen y comprenden los valores sociales, sólo que se dejan llevar por sus deseos egoístas sin
pretender reprimirlos, por lo que en principio, casos diagnosticados con trastornos de la
personalidad antisocial, por ejemplo, presentan individuos que cabe calificar como peligrosos.
Finalmente, el tipo de trastorno sociopático que presente el sujeto permitirá comprender los
móviles del hecho, como así también el tipo de personalidad de que se trata (p.ej. el trastorno
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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antisocial permite comprender la falta de sentimiento de culpa del autor, y por lo tanto, la
eventual tranquilidad que puede presentar durante el interrogatorio).
En los fueros civiles y laborales también habrá toda clase de conflictos tengan como
protagonista a personas con trastornos de la personalidad perturbadores o sociopatías, toda
vez que no hay ámbito de la realidad social que no pueda ser escenario de su interacción
conflictiva. En efecto, serán fuente de conflicto cuando participan como socios en sociedades
comerciales, en la pareja, en la relación con los hijos o en el trabajo, ya sea como jefe o
empleado. En definitiva, estos trastornos que hacen sufrir al entorno, provocan que la persona
sea habitualmente fuente de conflictos y de litigios de toda clase que procuran la reparación
económica de los daños físico, emocionales y patrimoniales que causan.
En cuanto a los trastorno de la personalidad sufrientes, también suelen generar algunos
conflictos, pero por lo general no alcanzan los estrados judiciales. Por ejemplo, tendremos el
caso de un empleado con personalidad agresivo-pasiva a quien hay que pedirle las cosas una y
otra vez; el jefe narcisista necesitado de afecto que no hay halago que colmen su egocentrismo,
y cuando lo combina con rasgos perversos puede generar situaciones de mobbing o acoso
moral en sus trabajadores quienes terminarán colapsados psicológicamente. Aquellos
individuos que padecen un trastorno paranoico suelen acercarse habitualmente a las
comisarias o a los tribunales a presentar denuncias contra las personas que consideran que lo
persiguen, como así también, el trastorno de fanatismo puede hacer que una persona tome
algún tema como su cruzada personal e interponga acciones judiciales y denuncias para que
alguien controle a las personas que no se adecuan a su forma de ver el mundo.
III.C.
Trastornos
mentales)
psicóticos
(enfermedades
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Los trastornos de la personalidad y los trastornos emocionales vistos hasta aquí
incluyen siempre algún tipo de falta de ajuste de la persona al mundo social, y en la mayoría de
los casos, las personas que los padecen se dan cuenta de que están actuando o sintiendo de
forma distinta al resto, por lo que suelen preocuparse o sufrir por ello —aunque no todos,
claro, como en el caso de los trastornos antisociales de la personalidad—. En cambio, los casos
que veremos a continuación, son trastornos mentales que impiden o dificultan a quienes los
padecen de darse cuenta de su propia patología y de la realidad que los rodea. Se trata de los
trastornos psicóticos.
Cuando empleemos el término “psicosis” no estaremos haciendo referencia a una
enfermedad en sí, sino a la pérdida de contacto con la realidad, que suele presentarse en la
mayoría de los casos de patologías mentales agudas tales como la demencia, la esquizofrenia, el
Alzheimer, etc. Esta desconexión que provoca la psicosis suele manifestarse por medio
alteraciones bruscas y profundas de la conducta, encierro en sí mismo sin contacto con los
demás, surgimiento de ideas delirantes tales como de ser perseguido u observado
continuamente, dificultades para expresar emociones y sentimientos, o incluso falta de ellos,
tener alucinaciones auditivas y visuales, perder la memoria, experimentar profundísimos
sentimientos de culpa, frustración, etc. Asimismo, estos síntomas pueden ir acompañados por
un comportamiento inusual o extraño (el estereotipado caso del que se viste de Napoleón o que
se cree Jesús), como así también por problemas para la interacción social e incapacidad para
llevar a cabo actividades de la vida diaria. Cuando una persona presenta estos síntomas,
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diremos que atraviesa un cuadro psicótico. Luego deberá analizar qué tipo de enfermedad
mental la está produciendo.
Antes de continuar, también debemos aclarar que si bien las enfermedades mentales se
caracterizan por presentar cuadros psicóticos, éstos también pueden aparecer en personas
sanas por efectos del consumo alguna droga, situaciones de stress, y en casos de trastornos
emocionales o de la personalidad, agudos. La diferencia es que en estos casos, la psicosis se
presenta como un “brote” que desaparece en un plazo breve, a diferencia de la que aparece en
la enfermedad, donde no retrocede sino que se hace crónica o se agrava.
La construcción de los mundos imaginarios en los que suelen vivir las personas con
alguna psicosis, solo pueden explicarse si se tiene en cuenta la existencia de las alucinaciones y
los delirios sobre los que se sustenta esta realidad (ficcional).
Ahora bien, para comprender qué son las alucinaciones debemos tener en cuenta que el
ser humano percibe el entorno y se pone en contacto con él por medio de la vista, el oído, el
gusto, el olfato y el tacto, y la mayoría de las personas, en esta conexión no suelen existir
problemas, más allá de alguna disminución de alguno de sus sentidos como podría ser el caso
de una miopía o una incipiente sordera ya sea por traumatismos o propias del envejecimiento.
Es decir, la norma es que la realidad es percibida y tal como la comparte la mayoría de las
personas. En cambio, en las alucinaciones, ocurre que el individuo percibe un mundo
sustancialmente distinto al de los demás, y eso ocurre como producto de las manifestaciones de
su mente trastornada que puede expresarse en el ámbito de sus cinco sentidos. Así, puede ver
elefantes por la calle, escuchar voces, sentir que su cuerpo se quema, creer que es Jesús y que
Dios le habla, etc. Las alucinaciones suelen aparecer en la esquizofrenia, en algunas epilepsias,
el alcoholismo, las intoxicaciones por drogas y deterioros cerebrales por ateroesclerosis entre
otros trastornos mentales.
Un punto a tener en cuenta es que las alucinaciones son una creación de la mente, no
una confusión o error en la percepción. Por ejemplo, cualquier persona sana que vaya
caminando por un callejón oscuro de una barrio peligroso y crea ver entra las sombras la figura
de un hombre que se le acerca con un arma en la mano, lógicamente se asustará, y sólo se
tranquilizará cuando, con un poco más de luz, vea que en realidad, se trataba de un individuo
que llevaba una linterna apagada, por ejemplo. En este caso, lo que sucedió no es una
alucinación, sino una ilusión, es decir, una visión deformada de la realidad que ocurre
frecuentemente cuando la persona está en un estado emocional especial, en este caso, era el
temor. En rigor, es posible que cuando se camina con miedo por una calle oscura, cualquier
bulto que se perciba en la penumbra parecerá un asaltante o un violador al acecho.
En la ilusión, la percepción se sustenta en un objeto, es decir, en algo que existe, ya sea
un bulto, una rama, un buzón, etc. que con el miedo y la escasa luz parecen otra cosa. La
cuestión suele tener importancia en casos de juicios donde las personas actúan creyendo ser
inminentemente atacadas. En cambio, en la alucinación hay percepción sin objeto, la persona
que alucina ve cosas y personas que no están allí, escucha sonidos que nada ni nadie emite, y lo
hace con el pleno convencimiento de que lo que percibe es real, de que su vivencia es
completamente cierta, y también actúa en consecuencia.
En cuanto a los distintos tipos de alucinaciones que se existen, ellas dependerán del
órgano sensorial que estimulen. Así tendremos, auditivas, en las que se escuchan ruidos, voces,
diálogos, aullidos; visuales, en las que se ven fogonazos, objetos, animales, bichos; olfativas,
donde se captan olores desagradables o raros; gustativas, en las cuales se perciben sabores
extraños, desagradables; y táctiles en las que se experimentan sensaciones extrañas en la piel,
como si algo se contactara con el sujeto, cosquilleos, pinchazos.
Una segunda manifestación de la mente perturbada por la psicosis es el delirio. Se trata
de un trastorno del juicio que atribuye características erróneas a los objetos, las personas y las
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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situaciones. Por ejemplo, quienes padecen delirios suelen expresar ideas y pensamientos que
evidencian cierto desequilibrio (p.ej. asegurar que las antenas satelitales de las casas son para
contactarse con los ovnis; o que están seguros que les introdujeron un chip en el cuerpo para
controlarlos o robarles sus pensamientos). El delirante no duda de lo que piensa, está
absolutamente convencido de sus ideas, y por eso, mientras que cualquier individuo sin este
trastorno puede corregirlas al charlarlas con alguien que le señale los defectos o
inconsistencias, el pensamiento delirante es prácticamente inmodificable por argumentos en
contrario, y cuando cambia, lo hace por alguna otra idea tan delirante como la anterior.
Los delirios más habituales que se pueden identificar son los delirios de grandeza donde
la persona se considera a sí misma como la mejor y piensa que los demás no quieren
reconocerlo por envidia, competencia u otras razones; los celos enfermizos que llevan a
pensamientos obsesivos en cuanto a la infidelidad de la pareja interpretando todo hecho,
palabra o mirada como una señal de engaño; el delirio místico que provoca sentimiento de ser
el elegido y de hablar con la divinidad. Pero el delirio que más afecta a las personas, es el
delirio paranoico, es decir, el delirio de sentirse perseguido y vigilado, generalmente por
servicios de inteligencia, mafias o extraterrestres, aunque también por el jefe de la oficina, los
empleados, los de limpieza etc. Se trata de un delirio en el que se cree que hay gente que
controla todos y cada uno de sus movimientos, roban sus pensamientos y planean secuestrarlo
o matarlo.
Así como las alucinaciones, los delirios también pueden presentarse en casos de
consumo de drogas o situaciones estresantes, y cesan conforme disminuyen los efectos de la
sustancia o del estrés. En cambio, en los casos de enfermedades mentales (esquizofrenia,
Alzheimer, etc) se mantienen provocando la desconexión del sujeto con el entorno.
El campo jurídico, conocer el contenido del delirio como el de las alucinaciones es muy
importante para comprender los mecanismos que llevaron a una persona a actuar del modo en
que lo hizo, a fin de dar un sentido a los móviles de su actuar, y eventualmente, ponderar su
imputabilidad penal o capacidad civil. En este sentido, habrá que diferenciar a una persona que
actúa llevada por una alucinación que por una ilusión (p.ej. alguien que afirme “le disparé
porque con la oscuridad pensé que llevaba un arma”), o que actúa porque una voz en su
interior le dice que lo haga (alucinación auditiva) o para protegerse de su vecino a quien
considera un extraterrestre encubierto (delirio paranoico), etc. Veamos a continuación los
trastornos mentales psicóticos o enfermedades mentales más comunes.
Esquizofrenia
La esquizofrenia es una de las enfermedades mentales más devastadoras de la psiquis
humana y casi la mitad de los hospitales psiquiátricos están ocupados con pacientes que la
padecen. Generalmente aparece entre los 20 y 35 años, y si bien se da en similares
proporciones entre hombres y mujeres, los hombres se encuentran en mayor riesgo antes de
los 25 y las mujeres después de los 35. Etimológicamente, la palabra esquizofrenia significa
“mente dividida”, y se corresponde acertadamente con sus síntomas, pues quien la padece
parece que tuviera su mente dividida, pero no como en el caso de las personalidades múltiples
donde cada personalidad es perfectamente coherente en su forma de ser, sino que aquí, hay
una sola personalidad, pero la mente del individuo no lograr coordinar armónicamente los
sentimientos, comportamientos y pensamientos, puesto que mientras que los pensamientos
van por un lado, las emociones van por otro y el comportamiento por otro. Es decir que la
enfermedad podría caracterizarse por la desorganización de los pensamientos, las
percepciones, la comunicación, las emociones y la actividad motriz. Por ejemplo, el
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esquizofrénico puede reírse desaforadamente mientras habla de algo que le apena mucho (la
muerte de un ser querido) o llorar desconsoladamente por un hecho banal, lo que evidencia
una discordancia entre emoción y comportamiento.
La esquizofrenia no es una patología con la que los individuos nazcan, sino que puede
aparecer luego de la adolescencia evolucionando por medio de brotes psicóticos, es decir, crisis
que suelen iniciarse suavemente con algunos síntomas tales como un vago sentimiento de
rareza y pérdida del sentimiento de familiaridad con el entorno, donde el individuo siente que
algo está por suceder consigo mismo. Poco después, generalmente aparece el delirio, que puede
ir acompañado de alucinaciones auditivas, y luego viene la desconexión con el mundo real. De
este modo, la esquizofrenia va apoderándose del individuo haciendo cada vez más profunda su
desconexión con la realidad, hasta que poco a poco va perdiendo toda capacidad para
desenvolverse autónomamente sin riesgo para sí o para terceros.
Ahora bien, los síntomas más comunes que presenta cualquier cuadro de esquizofrenia
son los siguientes:
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Delirios y alucinaciones: Los delirios típicos que suelen presentarse en esta
enfermedad son los delirios paranoicos de persecución, donde la persona cree que hay gente que
la acecha, que controlan sus pensamientos, que quiere ridiculizarla ante los demás. También se
presentan delirios autoreferenciales en los que la persona cree que ciertos gestos, comentarios,
pasaje de libros, periódicos, canciones u otros elementos del entorno están especialmente
dirigidos hacia ella. También son habituales los delirios de grandeza, donde la persona tiene el
convencimiento de que es especial o diferente a los demás, por ejemplo, puede creer que es
Jesús o Napoleón.
En cuanto a las alucinaciones, las más habituales y características son las auditivas,
donde la persona escucha voces que la denigran o amenazan. También son características las
alucinaciones auditivas donde dos o más voces conversan entre ellas, o mantienen comentarios
continuos sobre los pensamientos o el comportamiento del individuo. En cuanto a las
alucinaciones visuales pueden representar a personas, incluso a las que han muerto muchos
años atrás, o ser monstruos que pretenden castigar al sujeto.
Perturbaciones en el pensamiento y la comunicación: los problemas en el
pensamiento presentan la dificultad de poder medirlos científicamente, por ello se suelen
estudiar estos problemas analizando la comunicación del sujeto, puesto que ella es un reflejo
de los pensamientos y sus eventuales disturbios. Así, encontraremos alteraciones tales como
como la pérdida del hilo de la conversación o saltar de un tema al otro que dan cuenta del
trastorno mental que se padece. El tono del habla también indica el grado de función mental
alterada, en particular, la persona esquizoide suele ser monocorde. En cuanto al contenido del
discurso, las respuestas a las preguntas que dan estas personas pueden tener una relación
tangencial o no tener relación alguna con lo requerido. Pueden aparecer respuestas
completamente fuera de tono a ciertas preguntas o lanzarse a una respuesta altamente
elaborada y compleja, ante una pregunta simple.
Emociones inadecuadas: quien padece esquizofrenia puede bromear y reírse cuando
habla de la muerte de un amigo íntimo o un familiar; y por el contario, puede llegar a llorar de
forma incontrolable cuando habla de temas que carecen de la más mínima importancia. En
general, es difícil predecir las emociones que mostrarán porque sus sentimientos no se
vinculan con las situaciones ni el sentido común. Otra pauta emocional muy característica es la
apatía evidenciada por la inmovilidad y falta de respuesta en la expresión facial, contacto visual
pobre y reducción del lenguaje corporal.
Comportamiento gravemente desorganizado: El sujeto puede realizar conductas
infantiles hasta agitaciones impredecibles; así, puede presentarse despeinado, vestir de una
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muy forma poco corriente (p.ej. llevando abrigos, bufanda y guantes en un día caluroso) o
presentar un comportamiento sexual claramente inapropiado (p. ej. masturbarse en público) o
una agitación impredecibles e inmotivada (p.ej. gritar o insultar desaforadamente).
Actividades motrices no habituales: La esquizofrenia va asociada a una gran variedad
de actividades motrices propias de la patología. Por ejemplo, en algunos casos, los individuos se
mueven lentamente, como si cada movimiento sólo pudiera conseguirse con gran esfuerzo.
También suele apreciarse que los sujetos mueven lentamente la cabeza y observan la
habitación con una mirada prácticamente vacía. En los casos más extremos, pueden pasarse
horas sin moverse, y resistir rígidamente el intento de hacerlos cambiar de posición. También
pueden realizar conductas repetitivas durante horas (p.ej. pasarse cuatro horas tocando con la
punta del dedo una rodilla y luego la otra).
Sea cual fuere la actividad motriz concreta, su principal característica es que no tiene
sentido, ni relación alguna con la realidad física de la situación, pues la conexión con la realidad
está rota. El esquizofrénico vive en mayor o menor medida en un mundo aislado de la realidad,
lo que le impide una vida autónoma que no implique riesgos para sí, como para las demás
personas.
Psicosis maníaco depresiva o bipolaridad
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Otra enfermedad mental muy conocida es la psicosis maníaco depresiva, también
denominada bipolaridad. Se trata de un trastorno mental que es mucho más que el cierto
cambio de ánimo repentino de un apersona que se le suele asignar al término bipolar. Es una
patología cuya evolución es por fases, es decir, episodios afectivos de alegría o tristeza que se
desatan en el sujeto sin motivo alguno y que luego de un tiempo desaparecen totalmente, para
reaparecer posteriormente del mismo modo repentino. El desarrollo de la enfermedad hace
que las fases sean cada vez más frecuentes, pasando de la alegría a la tristeza diluyéndose los
momentos de equilibrio emocional y de conexión con la realidad, haciendo que el sujeto viva
una montaña rusa emocional que lo agotan psíquicamente. Las fases de alegría y euforia se
denominan excitación maníaca y las de tristeza depresión melancólica.
En la fase de excitación maníaca hay un incremento de la actividad motora y psíquica
que lleva al individuo a vivir con euforia, optimismo y alegría intensa, pero —y he aquí lo
enfermizo-— el sentimiento que embarga al sujeto es “sin sentido”, es decir, no es por algo que
haya ocurrido, sino producido por la propia patología que estimula sin ninguna razón real al
individuo. Hay una aceleración del pensamiento; un aumento de la iniciativa en la generación
de proyectos y mucho optimismo (p.ej. idear una empresa, crear proyectos, etc). Pero todo ello
es “en el aire”, es decir, sin contacto con la realidad, ya que como en toda enfermedad mental,
esta conexión está rota (p.ej. pretender fundar una empresa multinacional de la noche a la
mañana). Durante la excitación maníaca la persona duerme poco, dos o tres horas por día, y
vuelve a la actividad en la que está obsesionada desenfrenadamente. La excitación se
intensifica hasta llegar al furor, que torna al sujeto agresivo ante cualquier obstáculo que lo
frustre (p.ej. falta de dinero para armar la empresa multinacional que pretende). Pasado un
tiempo, la fase maníaca se va atenuando en sus manifestaciones hasta desaparecer.
La otra fase es la de la depresión melancólica. Aquí hay una notable disminución de las
manifestaciones motoras y psíquicas. Hay tristeza, falta de deseos, poca voluntad, desinterés,
pesimismo. La sensación que invade al individuo es la de un profundo abatimiento que puede
llevarlo a pensar en el suicidio. Pero al igual que en el caso de la alegría de la excitación
maníaca, esta tristeza no tiene relación con ningún suceso negativo o traumático que se haya
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vivido el sujeto, sino que es sin motivo, propia de la enfermedad, por lo que luego de alcanzar
su máxima profundidad, comienza a perder su intensidad y desaparece.
En cualquiera de sus fases, ya sean las depresivas o de excitación, el enfermo pierde
contacto con la realidad, y por lo tanto, sufre o se alegra, pero sin motivo real —no en vano es
una enfermedad mental— confundiendo a los miembros de su entorno que no saben cómo
reaccionar ante las alegrías y penurias, y agotándose psíquicamente en cada fase, debido a que
el hecho de que las emociones que despiertan las fases no tengan vínculo con la realidad no
significa que el sujeto no las viva tan intensamente como cualquier éxtasis o angustia,
extenuando sus energías psicofísicas.
La evolución de las psicosis maníaco-depresivas o bipolaridad suelen iniciarse después
de los 20 años, comenzando con una o varias fases melancólicas separadas por meses o años de
estado psíquico normal. Otras veces se intercalan fases melancólicas con fases de excitación
maníaca, con períodos intermedios de normalidad mental. El desgaste psicológico del individuo
se va produciendo porque las fases se hacen más seguidas, pasando de la depresión a la
excitación sin descanso, hasta que se van perdiendo los momentos de lucidez inter fases y se
ingresa en un cuadro agudo de bipolaridad crónica.
Oligofrénicas o retardos mentales
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Etimológicamente la palabra oligofrenia significa “poca inteligencia”, y se presenta como
una patología provocada por traumatismos o enfermedades orgánicas que afectan al individuo
antes o durante el nacimiento, o en los primeros meses de vida, provocándole daños en su
capacidad mental. Por ejemplo, las enfermedades virósicas durante el embarazo,
complicaciones durante el parto (falta de oxígeno, ahorcamiento con el cordón umbilical, daños
por el uso de fórceps, etc), meningitis y demás afecciones que dañan la mente son causantes de
la mayoría de las oligofrenias que se conocen.
Las oligofrenias abarcan diversos grados de afectación de la inteligencia que van de
moderadas a graves, pero todas se distinguen por la ausencia de juicio crítico abstracto y
concreto, es decir, por la incapacidad de comprender racionalmente el mundo, tanto en el
sentido práctico (p.ej. cocinar) como en el de las relaciones sociales. En este sentido, existe una
desconexión, en mayor o menor medida con el mundo cultural, y sólo se está relacionado
fuertemente con el mundo natural o el medio ambiente (sensaciones de frío, calor, necesidades
fisiológicas, etc).
En cuanto a las disminuciones leves de la inteligencia, éstas no son enfermedades
mentales o alienaciones oligofrénicas que resulten eximentes jurídicos, sino trastornos de la
personalidad o psicopatías frenasténicas, por lo que quienes las padecen, gozan de juicio
crítico, y por lo tanto, de capacidad y responsabilidad por sus actos u omisiones.
Demencias
La demencia, del latín, “de” alejado y “mens” mente, es la pérdida progresiva de
las funciones cognitivas —recordar, por ejemplo—, debido a daños o desórdenes cerebrales. Se
trata de debilitamientos psíquicos irreversibles y generalmente progresivos que se manifiestan
después de alcanzado el desarrollo, caracterizadas por ser un descenso del nivel intelectual, en
especial, por la pérdida de la memoria, producto de agentes externos como golpes en la cabeza,
uso prolongado de alcohol o drogas, o agentes internos como en el caso del Alzheimer, donde el
agente patógeno ataca la mente desde adentro.
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La demencia suele vincularse íntimamente con la memoria. Generalmente las personas
que padecen demencia comienzan no recordando lo que comieron anoche, después no
recuerdan su propia edad, comienzan a incurrir en errores tales como llamar mamá a su hija,
hasta que en casos más avanzados, comienzan los olvidos de la identidad de sus seres queridos
como esposa, hijos, nietos, y hasta la propia identidad. Es importante señalar que no es una
pérdida de la memoria como la de quien va perdiendo poco a poco la visión, sino que es la
pérdida de recuerdos completos. Es decir, no es que los recuerdos sean borrosos, lo cual sería
un trastorno cuantitativo, sino que los recuerdos sencillamente no están: por ejemplo, una
persona que ve a su nieto y no se sabe, ni se tiene la más remota idea de quién es. Tal
circunstancia va alienando o alejando al sujeto del mundo en el que vive, el cual cada vez le
resultará más extraño, perdiéndose y desconectándose de la realidad circundante, y actuando
muchas veces sin comprender lo que hace. Las demencias no son simples amnesias
psicogénicas, las cuales pueden revertirse por terapia o tratamiento médico, sino
enfermedades irreversibles, es decir, que no son mejorables ni curables, y generalmente son
progresivas, por lo que los disturbios mentales van acentuándose hasta la total desconexión del
sujeto con el mundo.
Enfermedades mentales y los tribunales
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Si bien hemos usado hasta aquí el término “enfermedades mentales” para referirnos a
los trastornos mentales psicóticos, es hora que aclaremos que lo hemos hecho pensado en el
futuro ejercicio profesional del lector. En efecto, en el campo de la salud mental, los términos
“enfermedad mental”, “enfermo mental”, “loco” se encuentran cuestionados, por las
connotaciones estigmatizantes que poseen. Por ello, las nuevas corrientes psiquiátricas
emplean el concepto de trastorno mental para referirse a cualquier alteración de la mente,
desde las más leves hasta las más severas.
Nosotros hemos decidido hacer una suerte de división entre los trastornos mentales,
agrupando los vinculados a las emociones y la personalidad por un lado, y los psicóticos por el
otro, tomando a estos últimos como sinónimos de “enfermedades mentales”. La razón de no
haber abandonado este concepto estigmatizante se debe a que los tribunales locales y la
psiquiatría forense siguen haciendo una gran distinción entre la “enfermedad mental” y los
“otros trastornos mentales”. Es a partir de ello que cuando en un caso judicial se prueba la
existencia de una “enfermedad mental”, generalmente tal circunstancia conlleva la
inimputabilidad del acusado pues quien la padece está desconectado de la realidad y por lo
tanto no puede ser responsable de sus actos; mientras que los “otros trastornos” ya sean
emocionales o de la personaldiad (más conocidos como neurosis y psicopatías en el ámbito
tribunalicio), pueden llegar a ser considerados, eventualmente, como atenuantes, ya que se
presume que hay control de los actos u omisiones.
Ahora bien, aclarado este punto, pasaremos ahora a considerar cómo repercuten las
“enfermedades mentales” vistas aquí en la justicia.
En los casos de personas con esquizofrenia que son llevadas a tribunales para juzgar
actos jurídicos que realizaron (firma de contratos de compra-venta, donaciones, etc) o delitos
que cometieron (homicidio, lesiones, robos, etc), lo que debe analizarse son tres cuestiones:
a) si el acto fue llevado a cabo durante un brote, en cuyo caso será considerado que fue
realizado por un alienado o demente;
b) si fue realizado luego de algunos brotes que provocaron un estado de deterioro
mental notorio tal, por lo que también será considerado un alienado; y,
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c) si el acto fue realizado luego de un brote que haya dejado un leve deterioro y que el
examen psicopatológico no detectó un menoscabo en la aptitud para discernir. En este caso
particular, si bien el individuo puede ser considerado un enfermo, no será un alienado, pues no
evidencia trastornos mentales cualitativos, y por lo tanto, en principio sería imputable.
En los casos de psicosis maníaco depresivas existen varias posibilidades según el estadio
en que se encuentre de la enfermedad. En este sentido, por los hechos y actos realizados en
plena fase de excitación maníaca, el sujeto deberá considerarse una alienado; en tanto que en
las fases de excitación atenuada, no se alcanza la alienación, y por lo tanto, habrá que
ponderarse en cada caso los niveles de capacidad y responsabilidad, y lo eventuales intervalos
lúcidos. En las fases depresivas es más difícil encontrar síntomas de alienación, pero
generalmente están. En las fases melancólicas leves, puede estar conservada la facultad de
discernir y por ende se mantiene su responsabilidad por sus actos.
En los casos de demencia, cuando los tribunales deben valorar la capacidad para
delinquir, testimoniar, administrar bienes, y todo acto con implicaciones jurídicas, puede haber
dudas en los estados demenciales incipientes, considerándose que en estos casos aún hay
capacidad para entender la naturaleza de un valor jurídico. Pero cuando ya hay fallas notorias,
tal aptitud se ha perdido.
Existen también casos en los que se producen trastornos psicóticos, pero no debido a
causa de enfermedades mentales, sino al consumo de alcohol o drogas que provocan
alucinaciones y delirios; y también pueden aparecen episodios de excitación o furor. Estos
casos en los que sin la existencia de una “enfermedad mental” existe una pérdida de control de
la realidad, son considerados por los tribunales como trastornos mentales transitorios, y como
veremos en el próximo apartado, deberá merituarse en cada caso el grado de discernimiento,
intención y libertad con la que obraba el individuo al realizar el acto jurídico o el delito, para
concluir algo acerca de su imputabilidad y responsabilidad civil.
IV. Trastorno mental transitorio (TMT)
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Muchas de las conductas que los tribunales deben juzgar son llevadas a cabo por
personas que, sin padecer una enfermedad como la esquizofrenia o la demencia, pueden llegar
a atravesar cuadros pasajeros de mayor o menos desconexión con la realidad, ya sea por el
consumo de alguna droga, exceso de alcohol, presión laboral, estrés familiar, etc. y que luego de
padecerlos vuelven a su equilibrio psíquico. Se trata de perturbaciones psicológicas que las
pericias que se dan en los procesos judiciales denominan como trastornos mentales transitorios,
los cuales, de acuerdo a su intensidad, se dividirán en completos o incompletos.
En el trastorno mental transitorio incompleto la conciencia no está del todo clara debido
al consumo de alguna sustancia (alcohol, drogas, etc) o por una reacción emocional intensa que
la nubla (despido laboral, infidelidad, muerte de un hijo, etc). En estos casos, los peritos
forenses señalan que la persona se encuentra en un estado brumoso entre la consciencia y la
falta de consciencia. Es por ejemplo el caso del automovilista alcoholizado que por la falsa
sensación de seguridad que aporta el consumo de alcohol se torna cada vez más audaz y realiza
maniobras imprudentes que provocan accidentes. Este sujeto es poco precavido, y lo sabe, pero
esta toma de conciencia es defectuosa. Claro que no es un caso de pérdida de consciencia de la
realidad ni de los valores, sino un estado intermedio, donde la conexión con el mundo puede
estar distorsionada, aunque no perdida. Es un cuadro en que la claridad mental está
disminuida, aunque no abolida, y por lo tanto, no hay alienación ni psicosis. Es decir, se
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mantiene la aptitud para comprender la criminalidad de los actos y existe capacidad para
manejar autónomamente la propia conducta.
En cambio, en el trastorno mental transitorio completo, existe un estado de perturbación
grave en el que la conciencia se encuentra, no ya en un estado brumoso como en el anterior
supuesto, sino anulada o suspendida. Por lo tanto, aquí no hay discernimiento ni libertad en el
obrar que conlleve responsabilidad o que permita comprender la criminalidad de los actos u
omisiones. Los casos que se encuadran aquí habitualmente son supuestos de crisis convulsiva
epiléptica, el estado de coma y la ebriedad complicada, en los que la persona puede dañar a
otros sin que su voluntad entre en juego. En los dos primeros casos hay anulación total del
discernimiento y de la capacidad para reaccionar, ya que los movimientos son involuntarios, lo
que constituye alienación o demencia. En la ebriedad complicada, se originan estados
crepusculares de semiconsciencia o psicóticos acompañados de intensa agitación psicomotriz;
también es el caso del estado puerperal donde la madre abandona el cuidado de su hijo
dejándolo morir, no porque quiere que muera, sino porque no se da cuenta de sus necesidades.
De hecho no hacen nada para ocultar la muerte del niño, señal de la desconexión con la
realidad. En todos los casos, en mayor o menor medida, la conciencia está anulada, y por lo
tanto el TMT es completo, dando lugar a potenciales casos de inimputabilidad o incapacidad.
Otros supuestos de trastorno mental transitorio completo se presentan en aquellos
casos en los que la mente de una persona desarrolla actividad psicótica tal como alucinaciones,
delirios, confusión del pensamiento, ideas absurdas, y cualquier otra expresión mental
alterada. Dentro de los casos más comunes, encontramos el delirium tremens de los
alcohólicos, las consecuencias del consumo de alucinógenos, algunos cuadros tóxicos, etc.
Como queda dicho, el comportamiento del individuo bajo un trastorno mental
transitorio completo se encuentra condicionado o anulado por el estado de su consciencia, y
por lo tanto, su responsabilidad jurídica dependerá de su grado de capacidad para controlar
sus actos. En este sentido, en cada caso judicial, la tarea de los peritos será determinar el tipo
de trastorno mental transitorio en que se encontraba la persona al momento de realizar el acto
jurídico o el ilícito (completo o incompleto) con lo cual, el tribunal dirimirá en el plano jurídico
su responsabilidad penal y/o capacidad civil (lo que se extiende al campo laboral, comercial,
contencioso administrativo, etc).
Trastornos mentales e inimputabilidad jurídica
La inimputabilidad es un término jurídico íntimamente vinculado a muchas de las
enfermedades mentales (trastornos psicóticos) que aquí hemos visto. Ser imputable, significa
tener capacidad legal para delinquir, es decir, comprender lo que se hace y querer hacerlo. Es
por ello que en las causas penales, los peritos psiquiatras indagarán, por pedido del juez, si el
individuo acusado presentaba algún disturbio mental mientras cometía el acto que se le
imputa.
Ahora bien, del relevamiento de diversas pericias psiquiátricas puede advertirse que
existen dos criterios para evaluar la psiquis de las personas en relación a su comportamiento
delictivo: uno restrictivo y otro amplio. El criterio restrictivo señala que solo serán eximentes
penales aquellos trastornos mentales cualitativos (es decir, las enfermedades mentales o
trastornos psicóticos) que anulen el entendimiento y la capacidad de obrar voluntariamente
del individuo; por ello, se excluirá a los trastornos emocionales y de la personalidad (también
conocidos como neurosis y psicopatías) las que sólo darán lugar a atenuantes o incapacidades
relativas. Por su parte, el criterio amplio considera que estos trastornos mentales cuantitativos,
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cuando son tan severos, que sin ser una enfermedad mental, privan al sujeto de los elementos
de la voluntad, también pueden conllevar la inimputabilidad del sujeto.
La razón que explica la existencia de estos dos criterios es que, mientras que para el
restrictivo las personas se dividen en sanas, enfermas y anormales, siendo inimputables sólo
las enfermas, para el criterio amplio, los trastornos mentales incluyen todo desequilibrio
mental, desde el más leve hasta el más agudo, y por lo tanto, la imputabilidad no depende tanto
del nombre del trastorno en el que se encuadra al individuo, sino, de la evaluación acerca de si
en el caso concreto la persona pudo o no comprender el acto y dirigir su acción.
Ahora bien, la norma penal que contempla la inimputabilidad se encuentra en el inciso 1
del art. 34 del Código Penal el cual prevé que serán inimputables las personas que no hayan
podido “comprender la criminalidad del acto”, o bien, quienes hayan perdido su capacidad para
“dirigir sus acciones”. De allí que al perito forense, el tribunal le requerirá que estudia al sujeto y
responda si éste persona pudo comprender y dirigir sus acciones.
Sobre el primer tema, es decir, “comprender acerca de la criminalidad del acto” el perito
deberá analizar si el individuo fue capaz de entender lo que hacía, es decir, se le pide que
indague acerca de la comprensión intelectual del individuo, para determinar si no estamos en
presencia de una persona con oligofrenia, esquizofrenia, demencia aterosclerótica, Alzheimer,
un retardo mental moderado, grave o profundo, etc., a lo que podría agregarse —según el
criterio amplio ya visto—, los cuadros extremadamente agudos de trastornos emocionales o de
la personalidad. En cambio, la segunda cuestión a resolver por el perito se vincula con la
aptitud del sujeto para “dirigir la acción”, es decir sobre su capacidad o voluntad del individuo
para controlar su comportamiento. Un supuesto que implique esta suspensión o ausencia de la
voluntad ocurre en las psicosis, las ebriedades patológicas, las demencias clínicas, los retardos
mentales moderados, graves y profundos, algunas intoxicaciones por drogas, hipnosis y
sonambulismo, donde la persona actúa u omite, pero el nivel de consciencia con lo que lo hace
está muy limitado.
En cualquiera de ambos casos, es decir, cuando un individuo no tiene ninguna
posibilidad de comprender lo que hace o de dirigir su comportamiento, para la psiquiatría se
trata de un alienado, y por lo tanto, para el sistema judicial resulta inimputable. Pero la
consecuencia de ello no es la libertad del detenido, sino su internación en una institución
neuropsiquiátrica como medida de seguridad para evitar que cometa daños a terceros y sí
mismo.
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CAPÍTULO 13
Identidad y Género
Temas del capítulo
 Formación de la identidad personal y social
 Como influye la autoestima en los pensamientos, sentimientos y comportamientos
 Construcción de la identidad de género. Disforia y solución legal.
I. Identidad social, roles y expectativas
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Durante los primeros tiempos de vida un recién nacido no tiene consciencia de que es
un individuo, y es comprensible, ya que durante la mayor parte de su existencia fue una parte
de otro ser en el que habitó nueve meses. El sólo hecho de nacer no hace que automáticamente
los niños cobren consciencia de su individualidad sino que eso es un largo proceso de
socialización Al nacer, un bebé ni se da cuenta de donde comienza y acaba su cuerpo; no en
vano suelen meterse las manos o los pies en la boca, pues aún no han aprendido que esas
partes del cuerpo les pertenecen. Para demostrar este punto, el psicólogo infantil William
Preyer ideó un interesante experimento en el cual le solicitaba a un niño que se quitara su
zapato y se lo entregara. El niño, obedeció y se lo entregó. Luego, el psicólogo le requirió que
ahora le diera el pie, y el niño hizo varios esfuerzos por intentar entregárselo (Newcomb
1981:370). El experimento funciona bien hasta aproximadamente los tres años de edad, época
en que el niño ya ha adquirido autoconsciencia de su integridad física, y como veremos psíquica
también. Pero la toma de consciencia no es un hecho instantáneo, sino que sigue las leyes del
crecimiento, es decir, opera por etapas. Durante cada etapa los seres humanos vamos
aprendiendo a darnos cuenta y saber “quién somos”. Cuando los niños empiezan a hablar, puede
advertirse fácilmente algunos indicadores de que esta individuación que se está produciendo.
Por ejemplo, cuando los niños dejan de referirse a sí mismos en tercera persona y adoptan el
posesivo de la primera persona (es decir, cuando dejan de decir “el nene tiene hambre” o “el
juguete es de Juancito”, y dicen “quiero comer” o “¡el juguete es mío!”). Cuando eso pasa, estamos
ante una clara señal de que el niño comprendió que él no es un espectador del mundo, sino que
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cuando las cosas le atañen, no es “al nene” o a “Juancito” al que le suceden sino a él, y así va
constituyendo su identidad (yo soy Juancito, yo quiero tal cosa; no me importa tal otra; esto es
mío; etc.). No es que el niño se convierta en un egocéntrico, pues de hecho desde el nacimiento
lo es, todo su interés está en satisfacer sus deseos, y así actuará hasta que comprenda que a
veces, para satisfacerlos deberá compatibilizarlos con los demás. Así como la necesidad es la
motivación más importante para el desarrollo humano, el niño aprende a hablar,
fundamentalmente para expresar sus deseos. Es decir, no aprende a hablar para decir “gracias,
por favor u hola” sino para expresar lo que desea (juguetes, comidas, enojos, etc). Con el habla,
lo que aprendió es a convertir en palabra sus deseos. Pero además, poco a poco irá
aprendiendo que no todos sus deseos pueden ser satisfechos en el momento, sino que debe
aprender a postergarlos (querer que los Reyes Magos vengan antes de tiempo, por ejemplo), y
que muchas veces habrá que compatibilizarlos con los de los demás (hermanos, compañeritos,
padres, etc.).
Una de las figuras más destacadas en el estudio de la psicología infantil fue el psicólogo
suizo Jean Piaget (1896-1980), quien además de ser uno de los primeros que estudió el
desarrollo de la inteligencia en los niños, también investigó sobre la construcción de la
identidad, señalando que la misma atraviesa tres grandes etapas que van desde el
egocentrismo absoluto hasta la comprensión del mundo social como un lugar donde existe
reglas a respetar (Piaget, 1934).
La primera es de anomia (del lat. sin normas), y transcurre desde el nacimiento hasta
que empieza a balbucear sus primeras palabras (entre los 16 y los 18 meses). En esta etapa los
deseos del bebé se vinculan exclusivamente con la satisfacción inmediata de sus necesidades,
sin tener en cuenta ninguna norma social, ni la posibilidad de lograr una satisfacción mayor a
través de la postergación del deseo o el empleo de medios indirectos para hacerlo. El niño se
vinculará con los prójimos, pero su relación será semejante a la que entabla con los objetos, es
decir que las personas serán percibidas como oportunidades u obstáculos para sus intereses.
Durante esta etapa, el egocentrismo es extremo pues el niño no ha adquirido ningún tipo de rol
social que le imponga a él cumplir algún deber —pedir “por favor”, decir “gracias”, etc— y su
vida sólo es exigir mediante llantos que se satisfagan sus necesidades a cualquier hora y en
cualquier lugar.
Pero este período no dura toda la vida. Pronto aprenderá que vive en un mundo donde
las otras personas, a veces, contrariarán sus deseos, y en consecuencia, se da cuenta de que hay
que hacer algo: salir de su egocentrismo para satisfacerlos. Aquí comienza la segunda etapa,
denominada de heteronomía (del lat. que depende de normas de otros). El niño sigue siendo el
rey o la reina de la casa, pero comienza a aprender que para obtener lo que desea, debe
comenzar a realizar ciertas acciones; por ejemplo, decir “por favor…, me das una galletita”, en
lugar de estirar la mano hacia el paquete y hacer ruidos o llorar; agradecer cuando se la dan;
etc. Estas reglas de urbanidad que se le imponen, no le proporcionan ninguna satisfacción, pero
pronto aprende que es necesario emplearlas para conseguir lo que desea. Hasta ahora, el niño
había ignorado la dependencia de condiciones ambientales para la satisfacción de sus deseos.
Ahora irá incorporando el conocimiento de que debe llevar a cabo una participación activa en
el mundo para obtener lo que quiere, tanto sea para alimentarse, como así también para jugar o
que su madre se quede más tiempo con él. De este modo irá comprendiendo que cada actividad
que realice, conllevará hacer algo más que llorar, gritar o reírse, deberá respetar las normas
sociales.
Es por ese camino que comienza a interiorizar el sentido de las reglas instrumentales, es
decir, que a veces hay que hacer ciertas “cosas” para conseguir los fines. Entiende que existen
normas, aunque tiene muy poco sentido de reciprocidad entre él y los demás, es decir,
considera que las otras personas son como son y hacen lo que hacen, pero no tiene consciencia
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de que los otros también cumplen reglas. Este descubrimiento surge cuando el niño comienza a
jugar y a asumir roles, es decir, cuando juega a ser otro (jugar a ser cajero de supermercado,
almacenero, a la mamá y el papá, etc.). De allí la importancia del juego en el niño, no solo para
que se divierta, sino para el desarrollo de su identidad social. Lúdicamente aprende que todas
las personas actúan de acuerdo a ciertos roles, y que también él tiene un rol que cumplir.
Cuando juega a policías y ladrones, según el papel, deberá huir o perseguir, y los demás
actuarán en consecuencia; cuando juega al fútbol, si es arquero deberá atajar y eso será lo que
los demás esperen de él, y así con cada juego en el que participen. Es a partir de aquí, que ya
está en condiciones de ingresar a la próxima etapa.
Cuando el niño comprende que existen diferentes perspectivas del mundo más allá de la
propia se inicia la etapa de la autonomía, en la cual, al tener ya afirmada su identidad, ya está en
condiciones de asumir que los demás tendrán la suya, y aprenderá a respetarla, comprenderla
y predecirla. Por ejemplo, si sabe que mamá no quiere ver la casa sucia cuando llegue del
trabajo, tratará de no hacer enchastres, de manera que la motivación de su comportamiento, no
estará solamente impulsada por sus deseos, sino que estos estarán acotados por la existencia
de otros sujetos externos; y es más, puede que sus deseos sean hacer feliz al otro. De este modo,
el individuo ha creado las bases de su identidad personal, que le hará saber quién es, como así
también, su identidad social, que le hace saber quién es para los demás, y que son los demás
para él. Estos dos conceptos componen la su identidad.
La identidad
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Diariamente las personas suelen emplear mucho tiempo y esfuerzo pensando en sí
mismas; en cómo se comportan con el resto; y, como han actuado en relación a sus creencias. A
este “sí mismo” lo denominaremos identidad, y lo consideraremos el centro de nuestro universo
social, pues desde allí evaluaremos todo nuestro entorno y a nosotros mismos. Nuestra
identidad (o self) se trata de la colección organizada de sentimientos y creencias sobre uno
mismo, y mediante la cual hacemos nuestras evaluaciones. Al poseer esta característica,
funciona como un esquema mental que influirá en cómo procesaremos la información
proveniente del mundo que nos rodea acerca de las personas, situaciones o cosas que nos
rodean, y también, será la encargada de llevar a cabo las autoevaluaciones que hacemos sobre
nuestras conductas, pensamientos o sentimientos.
Como vimos, la identidad no viene en los genes, sino que se va construyendo luego de
que el niño comienza a reconocerse como un individuo, es decir, luego de atravesar las tres
etapas de Piaget, y se va consolidando a través de interacciones sociales con los demás;
comienza con los miembros de la familia y continúa desarrollándose con toda la gente que irá
conociendo a la largo de su vida. Una forma de conocer nuestra identidad actual, es por medio
de un sencillo test que implica preguntarnos ¿quién soy? y en base a las respuestas se puede
conocer cómo nos auto-consideramos. En una investigación se requirió a más de doscientos
estudiantes universitarios que dieran veinte respuestas diferentes a dicha pregunta, los
resultados arrojaron muchas respuestas, pero que podrían categorizarse en dos grandes
dimensiones de la identidad: la de los atributos sociales (soy estudiante, católico, hombre, etc.);
y, la de los atributos personales (soy buena persona, soy haragán, soy medio conservador, soy
triste, etc.) (investigación de Rentsch y Heffner, en Baron-Byrne, 2005). Es decir que las
personas nos juzgamos a partir de dos campos, uno que se vincula con nuestro lugar social en
el mundo, y otro con relación a nuestros valores. La importancia de estas evaluaciones de
autoreconocimiento es que las personas actuarán, pensarán o sentirán de maneras
consistentes a su forma de ser, es decir, a su identidad, pues de no hacerlo una sensación de
incomodidad los invadiría por actuar en disonancia con su identidad.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Efectos de la identidad sobre la cognición y el comportamiento
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Al pensar sobre sí misma, la persona no sólo puede definirse a partir de sus roles
sociales y sus valores, sino que también puede proyectarse sobre el futuro y pensar lo que
potencialmente podría llegar a ser (por ejemplo: soy estudiante, y seré un/a futuro/a
profesional; soy mujer/hombre, y en el futuro quisiera ser madre/padre; estoy en pareja, y en
el futuro quisiera formar una familia; etc; soy mala persona y el futuro quisiera ser mejor etc.).
Al realizar estas actividades mentales de evaluación sobre uno mismo y de proyecciones
futuras, ello muy probablemente llevará a construir un esquema mental (modo de ver el mundo
y de vernos en el mundo) que influirá en el proceso de adquisición y organización de la
información proveniente del medio, ya que a partir de lo que se es se persiguen ciertas metas
para alcanzar lo que se quiere llegar a ser. Así, si un hombre quiere ser padre, pondrá empeño
en buscar una pareja, y fundamentalmente en forjar con ella una relación duradera; en cambio,
un hombre que haya apostado a crecer en su carrera sin interesarle formar una familia, se
vinculará posiblemente en relaciones ocasionales y estará más atento a los encuentros con el
sexo opuesto que quien tiene otras finalidades. Cada uno de estos casos, tendrá una meta
distinta, y por ende, sus esquemas mentales los harán pensar, sentir y actuar de modos
diversos. Su identidad es la que los lleva a ser personas diferentes en términos sociales.
Asimismo, la identidad es también la que hace que cada individuo se interese por cosas
particulares. Por ejemplo, si vemos un choque en la calle, los estudiantes de derecho —pasadas
las primeras impresiones— podrán ver y recordar las manchas de neumáticos en el suelo y
hasta suponer quién tiene la responsabilidad del accidente; el estudiante de medicina, prestará
más atención a las fracturas de la víctima, sus comentarios sobre el dolor, etc.; y el de psicología
prestará atención a cómo se comportan los curiosos, el conductor, la víctima, etc. Es decir, el
mundo está ahí, y todos lo percibimos distintos porque somos seres con identidades distintas.
En definitiva, nuestra identidad no sólo nos dice quiénes somos (para nosotros y para el
resto), sino que también actúa como un filtro de la realidad, y por lo tanto, todo lo que se
relacione con ella será más fácilmente percibido, y mejor recordado. En un sencillo
experimento que lo demuestra, se le leía a un grupo de personas una lista de palabras (p. ej.
calefón, aceite, aduana, paramecio, escarpines, estudiante, hocico, metal, gordo, marea,
servilleta, alumno, café) y luego se les pedía que las recordara y trataran de reproducirlas. La
conclusión fue que los individuos recordaron mejor aquellas palabas que se relacionan con sus
vidas, y a ello se lo denominó efecto de autorreferencia, el cual señala que memorizamos mejor
la información que se vincula con nuestra identidad, pues lo que percibimos siempre busca
conectarse con otra información ya existente en la mente, y cuando lo logra, ello permite
ordenarla de una manera que resulta más sencilla de recordar (recuperar). Asimismo, en virtud
del mismo mecanismo, también estaremos más atentos (atención) a los estímulos del entorno
que se vinculen con nuestra identidad, por lo que también será más fácil percibirlos en la
compleja realidad. Estas circunstancias explican por qué las parejas que están esperando bebés
comienzan a notar que hay muchísimas mujeres embarazadas por la calle. En rigor, el número
de embarazados no varió radicalmente como ellos suponen, sino que sus identidades han
cambiado, ahora son futuros padres, y ven el mundo desde esta nueva perspectiva.
Hemos visto hasta aquí como la identidad influye sobre nuestros procesos cognitivos.
Pero también afecta a nuestros comportamientos. Para demostrarlo, unos investigadores
preguntaron a un grupo de mujeres heterosexuales cómo se consideraban sexualmente. Con las
respuestas, lograron armar tres patrones de comportamiento, lo que reveló tres grandes tipos
de identidades sexuales en las que se podían encuadrar todas las encuestadas: a) románticopasional; b) directas-abiertas; c) conservadora-vergonzosa. Mientras que las dos primeras
identidades influyen en el comportamiento sexual brindado a la mujer mayor deseo,
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La identidad a través del tiempo
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excitabilidad y placer, la última, favorece la aparición de sentimientos de culpabilidad y menor
excitación. Es decir que la experiencia demostró que son nuestros juicios sobre cómo debemos
ser (sentir, pensar y actuar), los que influyen en nuestros comportamientos, afectando nuestra
sensibilidad, ya sean para inhibirla o estimularla. Dicho esto, piénsese cómo occidente limitó la
sexualidad femenina durante los últimos siglos, pero no por métodos primitivos como la
ablación del clítoris para impedir el placer que practican los Somalíes en África, Malayos e
Indonesios, y la mayoría de los países árabes, sino por medio de una socialización que hacía
que en la construcción de la identidad femenina se considerase el acto sexual como denigrante
y al placer como algo prostibulario. De este modo, occidente por medio del discurso y mediooriente por la ablación, lograron el mismo resultado sobre el cuerpo de la mujer.
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A pesar de que la palabra identidad parece vincularse con la palabra “idéntico”, es decir,
algo que es igual a sí mismo y que se mantiene estable durante el tiempo, lo cierto es la
identidad no es una entidad estable e invariable, sino que desde nuestra infancia hasta el
presente hemos venido cambiándola, ya sea para cumplir nuestras metas, adaptarnos al
entorno, luchar contra él, etc. Claro que los cambios han sabido guardar consistencia con los
valores acuñados en nuestra identidad. Así puede hablarse de cierta estabilidad de nuestra
identidad, en el sentido de que el individuo recuerda lo que aceptaba, lo que acepta y lo que
posiblemente aceptará en el futuro, gracias a que se conoce, y por lo tanto, puede
autocomprenderse y proyectarse hacia el futuro. De este modo, existe una consistencia en
nuestra identidad a pesar del paso tiempo, aunque es cierto que en la modernidad reflexiva del
presente donde las personas cuestionan las formas heredadas de sentir y pensar el mundo, la
identidad se ha hecho cada vez más fluctuante resultando una importante fuente angustia e
incertidumbre, pues, como señalaba Bauman (2008). Es que en la modernidad líquida se han
disuelto todas las seguridades que en el pasado se habían logrado por medio de un orden rígido
del mundo social. En el pasado siglo XX se evidenció un modelo de individuos, por ejemplo,
cuya ideología política se mantenía por toda la vía, su deseo sexual se anclaba en la
heterosexualidad, la constitución de una familia era la meta social de la mayoría, y la actividad
laboral o doméstica perduraba siendo la misma hasta la jubilación. Se trataba de una sociedad
del orden, donde la identidad se anclaba en modelos tradicionales y estereotípicos con escaso
margen de corrimiento (la masculina: hombre, padre, trabajador, heterosexual; y, la femenina:
mujer, madre, ama da casa, heterosexual). En ese mundo, los jóvenes configuraban su identidad
sabiendo hacia donde debía dirigir sus vidas, la sociedad establecía las metas individuales
(recibirse, casarse, tener hijos, etc) y la mayoría delas personas se empeñaba en intentar
alcanzarlas, lo que indirectamente constituía su identidad.
En la modernidad actual, lo que ha cambiado no es la concepción de la identidad, sino su
contenido, pues mientras que en el pasado el individuo podía proyectar su futuro enmarcado
en los modelos tradicionales, en la actualidad también proyecta su futuro, pero bajo un marco
de incertidumbres. No hay un modelo a seguir, sino innumerables, y cuando son tantos, es
como si no hubiera ninguno pues no se sabe cuál es el correcto. El hombre y la mujer de 1900
se pensaban a futuro como individuos casados y con hijos, los modernos pueden dudar si tener
o no hijos, la soltería o la pareja, la convivencia o el matrimonio, la heterosexualidad, la
bisexualidad, la homosexualidad; plantearse una pareja para toda la vida o divorciarse; ser fiel,
infiel, swingers, etc. Insistimos, en la modernidad líquida (en contraposición a la solidez del
pasado) no hay una dilución de la identidad, la cual seguirá siendo una instancia psicosocial
mediante la cual la persona se reconoce a sí misma y permite que los demás también pueden
hacerlo, sino que la identidad se ha hecho mucho más fluctuante, sigue definiendo al sujeto,
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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pero desde una matriz de posibilidades mucho más rica que en el pasado, es decir, permitiendo
varias opciones, sin anclarse a casi nada.
En definitiva, tenemos una identidad porque la hemos construido. En esta tarea la
influencia del medio social es importante. Pero además, también podemos proyectar la
posibilidad de identidad(es) futuras por medio de la imaginación y hacer cosas para que
nuestra identidad las alcance.
Es así que la identidad influye en la motivación. Muchos estudiantes de la carrera de
Derecho se imaginan el día de mañana recibidos y ejerciendo su profesión, trabajando en un
estudio jurídico o en tribunales. Esta posibilidad de proyectarse en el tiempo, ocasiona que se
afecte la motivación de sus comportamientos actuales, tal como sucede cuando deciden invertir
tiempo en estudiar para recibirse con título de honor. Lo mismo ocurre cuando alguien
advierte que no le agrada algo de su personalidad e invierte tiempo y dinero en una terapia
para cambiar. Cualquiera de todas esas actividades las realizamos porque hemos hecho alguna
autoevaluación (o el entorno nos la ha hecho llegar) y decidimos modificar algo de nosotros
mismos que no nos satisface, de manera que los juicios que hacemos sobre nuestra identidad
son los que explican parte de nuestros comportamientos cotidianos, que los demás tal vez no
puedan comprender.
Otra característica que posee nuestra identidad es que puede diversificarse en su
proyección hacia el futuro. Dice un viejo dicho que “no es bueno tener todos los huevos en la
misma canasta”, y esto que tan bien se aplica en economía, también sirve en psicología. En
efecto, como hemos visto, el ser humano puede proyectar diversas identidades futuras, y para
ello realiza cambios en sus actitudes y rutinas hasta alcanzar alguna de ellas. Ahora bien, si
vinculamos esto con el dicho popular antes citado veremos que es mejor tener varias
proyecciones de uno mismo hacia el futuro que una sola, ya que las personas que lo hacen, son
menos vulnerables emocionalmente que los que tienen pocas imágenes futuras de sí mismas,
pues cuando deben enfrentar las frustraciones del destino cuentan con mayores elementos u
alternativas (investigación de Nienddenthal, Setterlund y Wherry, en Baron-Byrne, 2005). Por
ejemplo, quien tenga una muy fuerte vocación para una profesión (ser piloto de avión, por
ejemplo) y se haya pasado toda la escuela secundaria soñando con ingresar a la Fuerza Aérea,
se desmoronará emocionalmente si rechazan su inscripción en la academia aérea por
problemas de visión. En cambio, si hubiera tenido otros intereses paralelos no se devastaría si
lo rechazan en alguno de ellos, ya que le quedarían otras opciones. De allí que tener una visión
diversificada sobre el futuro resultará más beneficioso que tener una visión única, pues se
superan mejor los malos momentos de la vida, pudiendo proyectar otros futuros alternativos y
no sufriendo daños profundos en la autoestima. Pero ¿qué es la autoestima? ¿quererse mucho?
Sí, pero también puede ser odiarse mucho, de manera que será mejor dedicar un apartado a
esta cuestión.
II. La autoestima
La palabra autoestima parece indicar cuánto nos estimamos a nosotros mismos, y en
efecto, se la define como el conjunto de pensamientos, sentimientos y comportamiento
dirigidas hacia uno mismo, es decir, hacia nuestra manera de ser y de comportarnos, hacia los
rasgos de nuestro cuerpo y hacia nuestro carácter. Su importancia radica en que afecta a todo
lo que hace a nuestra identidad, y por lo tanto, puede afectar nuestra manera ser y de actuar
con los demás. Se trata de una entidad global que abarca la totalidad de nuestras
autoevaluaciones, pero debido a que solemos actuar en diversos campos de la vida social
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(somos hijos, empleados, estudiantes, amigos, etc) y en cada uno de ellos varía nuestro
desempeño, cuando nos autoevaluamos, solemos subdividir el juicio sobre diversos aspectos de
nuestra identidad. Por ejemplo, una persona podría sentir que le cuesta relacionarse con los
demás, pero que las matemáticas le resultan fáciles (o viceversa); otra persona puede
considerar que es un buen padre, aunque un pésimo comerciante; etc. Estos ejemplos nos
demuestran que valoramos aspectos parciales de nuestra identidad, dando evaluaciones
positivas respecto de algunos aspectos, y negativas a otras según las circunstancias. La
sumatoria de todas estas evaluaciones nos reportará una conclusión sobre nosotros mismos
que denominaremos autoestima global, y que se manifestará como nuestro estado de ánimo
habitual, lo que redundará en que las personas satisfechas consigo mismas tendrán mejor
estado de ánimo que aquellas que no lo están.
Ahora bien, cabe preguntarse con respecto a qué valúa de sí mismo el individuo para
estar satisfecho o no consigo. La forma básica de autoevaluación es por medio de la
comparación de la identidad actual con la identidad ideal que el individuo tiene en mente (buen
empleado, buena madre, buen hijo, buena amiga, buena pareja, etc.). Cuanto mayor sea la
discrepancia entre ellas, menor será la autoestima, puesto que se percibirá que no se es lo que
se debería ser; mientras que si el resultado es favorable es porque el sujeto evalúa que su
identidad se asemeja a la imagen ideal construida en su proceso de socialización y construcción
de su identidad. En este caso, la autoestima se elevará, y como plus, nos ayudará a mejorar en
las áreas donde no salimos tan bien posicionados, como así también a perfeccionarnos en lo
que hemos considerado que nos sale bien.
Además de comparar la identidad actual con la ideal, también solemos hacer
autoevaluaciones por medio de comparaciones entre nosotros y los demás.
Cuando nos comparamos con otras personas y advertimos en el otro algo que juzgamos
inadecuado, disvalioso, desagradable, etc. nuestra autoestima aumenta debido a que frente al
otro nuestra mente nos juzga como mejores (a esto se lo llama efecto contraste). Por lo mismo,
cuando nos comparamos con otras personas y salimos desfavorecidos experimentamos una
baja en nuestra autoestima. En estos casos, seremos menos tolerantes con nosotros mismos si
la comparación la hacemos con miembros del grupo al que pertenecemos (o al que nos gustaría
pertenecer). Por ejemplo, si vamos a una reunión y al llegar nos damos cuenta que no hemos
dado con el tipo de vestimenta adecuada para la ocasión, sentiremos que nuestra autoestima
baja, pues percibiremos que no damos con el perfil de los miembros del grupo al que
pertenecemos o queremos pertenecer, y ello repercutirá sobre nuestros pensamientos,
sentimientos y comportamientos.
También es importante destacar la influencia de los grupos sobre la autoestima debido a
que con la identificación y participación en ellos, el individuo puede lograr por medio de la
identidad social (ser alguien para otros) o pensar algunos problemas de su identidad personal
que redunden en su autoestima. El ejemplo más común es el de las personas que son blancos de
prejuicios, ya sea por su orientación sexual, etnia, país de origen, lugar de residencia,
discapacidad, etc. En estos casos, es probable que estas personas se identifiquen más con
individuos de similares características y se sientan más cómodas interactuando dentro de ese
tipo de grupos, puesto que las autoevaluaciones por comparación serán con miembros de sus
mismas características, logrando que la distancia percibida no sea abismal, y recibiendo
además el beneficio del sentimiento de pertenencia y contención que brinda todo grupo para
sus miembros. El aporte del grupo al individuo es algo que la psicología social lo sabe muy bien,
y la película Patch Adams es un buen ejemplo de cómo una persona puede resignificar su vida al
ayudar y ser útil para el prójimo. El protagonista (Robin Williams) era una persona que intentó
suicidarse pero se salva, y descubre que ayudando al prójimo puede darle un nuevo sentido su
vida, disolviendo toda la tendencia hacia la autodestrucción en función de un objetivo solidario.
Ayuda al otro, y a su vez, eso lo ayuda a él.
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Otro aspecto significativo de la autoestima es que influye de manera poderosamente en
nuestras interacciones con los otros, ya que solemos creer que el otro nos ve del modo en que
nosotros nos vemos en nuestro fuero interno. Los narcisistas son especialistas en amarse, y por
lo tanto, considerar que el resto también lo hace. En sentido opuesto, quien se odia, también
puede sentir que todo el mundo lo odia. En ambos casos el individuo hace cosas para que el
entorno se adapte a su autopercepción, por lo que no es extraño que el narcisista se haga
estimar y el huraño se gane la distancia pública. Ahora bien, profundizando este mecanismo de
proyección, diremos que cuando hablamos con alguien, en los primeros encuentros sobre todo,
solemos imaginarnos o inferir la idea que se hace el otro sobre nuestra apariencia, nuestros
modales, nuestros actos, nuestra inteligencia, etc., y ello nos condiciona para interactuar, pues
si en nuestro fuero interno juzgamos que el otro nos considera idiotas (o geniales) ello
redundará en nuestra forma de comportarnos con él/ella. Esquemáticamente diremos que
frente al otro acudimos a realizar los siguientes procesos mentales:
a) imaginamos cuál es nuestra apariencia a los ojos del otro (como nos percibe);
b) imaginamos su juicio sobre esa apariencia (como nos juzga); y,
c) consecuencia de lo anterior, surge en nosotros algún sentimiento sobre nosotros
mismo (vergüenza, orgullo, miedo, etc) mientras interactuamos.
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Lo que acabamos de describir es un proceso básico de proyección que hacen las
personas al vincularse con otras. Siempre imaginamos juicios en la mente del otro, y al
imaginarlos, los compartimos, y ello nos afecta, para bien o para mal, en nuestras interacciones.
De allí que preferimos charlar con personas que nos imaginamos que nos evalúan
positivamente, ya que a su vez, esto hace que experimentemos simpatía hacia ellas y que el
vínculo sea emocionalmente rico. De hecho no es nada raro que nos gusten a quienes les
gustamos, pues al sentir nuestra autoestima elevada nos sentimos mejores con nosotros
mismos y ello repercute en el entorno.
Finalmente, contar con una autoestima elevada es importante no solo porque hace
sentir bien a las personas sino también porque con ello se mejora la calidad de vida. En efecto,
las investigaciones en este sentido han demostrado que una baja autoestima es perjudicial, ya
que repercute en la sociabilidad de las personas, aislándolas, pudiéndoles causar depresiones
como así también inseguridad (laboral, amorosa, etc.); también hallaron que favorece la
aparición de enfermedades, pues una baja autoestima conduce a un debilitamiento del sistema
inmunológico (las defensas del cuerpo) lo que torna a la persona más susceptible de contraer
enfermedades que aquellas personas que están contentas consigo mismas(investigación de
Strauman, Lemieux y Coe, 1993, citados en Baron-Byrne, 2005).
Debido a las consecuencias de la autoestima sobre la persona, es importante tener en
cuenta algunos indicadores que revelan una baja o alta autoestima. No es una lista exhaustiva,
pero ofrece algunas líneas generales:
Indicadores negativos de autoestima
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Autocrítica rigorista: provoca un estado habitual de insatisfacción consigo uno mismo.
Hipersensibilidad a la crítica: hace sentirse fácilmente atacado y a experimentar
resentimientos contra sus críticos.
Indecisión crónica: miedo exagerado a equivocarse.
Deseo excesivo de complacer: no se atreve a decir “no” por temor a desagradar y
perder la benevolencia del otro.
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Perfeccionismo: hacer las cosas sin un solo fallo; lo cual puede ser desastroso cuando
las cosas no salen con la perfección exigida.
Culpabilidad neurótica: se condena por conductas que no siempre son objetivamente
malas, exagera la magnitud de sus errores y/o los lamenta indefinidamente sin llegar a
perdonarse por completo
Hostilidad flotante: irritabilidad a flor de piel, siempre a punto de estallar aun por
cosas de poca importancia; propia del supercrítico a quien todo le sienta mal, todo le
disgusta, todo le decepciona, nada le satisface.
Tendencias defensivas: se trata de una predisposición negativa generalizada (todo lo
ve negativamente: su vida, su futuro y, sobre todo, a sí mismo) y una falta de deseo
sobre la alegría de vivir la vida.
Indicios positivos de autoestima
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Sentimiento de igualdad: se considera igual a cualquier otro; ni inferior, ni superior;
sencillamente igual; y reconoce diferencias en talentos específicos, prestigio profesional
o posición económica.
Independencia: No se deja manipular, aunque está dispuesto a colaborar si le parece
apropiado y conveniente.
Seguridad: Es capaz de obrar confiando en su propio criterio, y sin sentirse culpable
cuando a otros no les parezca bien su proceder.
Vive el hoy: No pierde el tiempo preocupándose en exceso por lo que le haya ocurrido
en el pasado ni por lo que le pueda ocurrir en el futuro. Aprende del pasado y proyecta
para el futuro, pero vive con intensidad el presente.
Valores: Cree con firmeza en ciertos valores y principios, y está dispuesto a defenderlos
incluso aunque encuentre oposición. Pero tiene la capacidad y seguridad sobre sí mismo
para cambiarlos si la experiencia le demuestra que estaba equivocado.
Confianza: capacidad para resolver los problemas propios sin dejarse acobardar
fácilmente por fracasos y dificultades. Pero cuando realmente necesita ayuda está
dispuesto pedir y aceptar la ayuda de otros.
Valoración: Da por sentado que es interesante y valioso para otras personas, al menos
para aquellos con los que mantiene amistad.
Disfrute: Es capaz de disfrutar con una gran variedad de actividades.
Empatía: Es sensible a los sentimientos y necesidades de los demás; respeta las normas
sensatas de convivencia generalmente aceptadas, y entiende que no tiene derecho —ni
lo desea— a divertirse a costa de otros.
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Autoestima y narcisismo
A veces se confunde el amor hacia uno mismo con el narcisismo y no hay nada más
errado. Es cierto que el trastorno narcisista se manifiesta por medio de la vanagloria que el
sujeto hace de sí mismo, pero en realidad, el narcisismo es un síntoma de baja autoestima. Es
un comportamiento propio de individuos con falta de amor para consigo mismo que por ello,
necesitan que el otro los ame o admire con frenesí. Las personas con una autoestima saludable
se aceptan y se aman a sí mismas incondicionalmente, sin necesidad de hacérselo saber al
resto, ni estando pendiente de que el resto se lo confirme recurrentemente; conocen sus
virtudes, pero también sus defectos, y pueden vivir aceptándose tal como son. Contrariamente
a ellas, una persona narcisista no es capaz de conocer y/o aceptar sus defectos, los cuales
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Otras funciones de la autoestima
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siempre tratará de ocultar, al tiempo que tratará de amplificar sus virtudes ante los demás para
tratar no solo de convencerlos, sino también de convencerse de que es una persona de gran
valor, sin fallas. Esta estrategia, se emplea como un mecanismo de defensa contra los
sentimientos de culpabilidad que la embargan por los defectos que juzga que posee.
En definitiva, narcisismo no es signo de elevada autoestima. Pero lo dicho no debe
llevarnos a entender que es sano no quererse demasiado, sino que como decía Fromm, el amor
a los demás y el amor a uno mismo no son alternativas opuestas. Son caras de la misma
moneda. De hecho, una actitud de amor hacia uno mismo se encuentra en todos aquellos que
son capaces de amar a los demás. Digamos que quien no sabe quererse, tampoco sabe querer a
los demás.
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Si bien uno de los temas de mayor investigación sobre la identidad ha sido el vinculado
a la autoestima no son menos importantes otros aspectos de su funcionamiento tales como la
autofocalización, autovigilancia y autoeficacia, pues, son otras formas en las que nuestra
identidad, (ese conjunto de autopercepciones y evaluaciones que tenemos sobre nosotros
mismos) ayuda o entorpece nuestra forma de estar en el mundo, es decir, lograr metas,
interactuar con los demás, etc.
Autofocalización
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Se denomina de este modo al acto de dirigir la atención hacia uno mismo, más que al
entorno. Se trata de una mirada hacia una parte específica de nuestra identidad que surge
cuando nos preguntamos algo sobre nuestra forma de ser, como por ejemplo ¿cómo soy como
amigo/a? Al pensar en ello, indagamos sobre muchas variables en juego, y finalmente llegamos
a una conclusión sobre nosotros mismos.
Como es de suponer, si la autofocalización se practica sobre aspectos que terminan
siendo evaluados negativamente, afectará el estado de ánimo. Pero también puede ocurrir lo
contrario, es decir, el estado de ánimo puede afectarla, puesto que si estamos alegres es más
probable que veamos aspectos positivos de nuestra identidad que si estamos tristes o enojados.
Ello se debe a la relación entre afecto y cognición, y la influencia del entorno sobre nuestra
percepción de las cosas. Es por ello que resulta importante tener presente los aspectos que
consideramos muy positivos de nuestra identidad, para acudir a ellos como una forma de
protección frente a las depresiones que pudiera causar el stress de la vida cotidiana u otras
circunstancias adversas que nos hacen ver sólo lo negativo de nuestra persona.
Autovigilancia
Todos sabemos que algunas personas se comportan muy cortésmente con desconocidos
mientras que son bastante maleducados de puertas para adentro o con los parientes. Es decir
que parecen comportarse de manera diferente según el lugar y la gente con la que interactúan,
mientras que otras, parecen ser siempre iguales, estén donde estén. Ello se debe a una
tendencia de algunos individuos a regular su comportamiento basándose en acontecimientos
exteriores tales como las reacciones de los demás. Se dice que estas personas tienen una alta
autovigilancia. Mientras que los que se basan en factores internos, tales como las propias
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creencias y actitudes, son personas con baja autovigilancia. En ambos casos, la persona busca
sentirse cómoda con su comportamiento, ya sea quedando bien con el resto, o consigo misma
(Byrne-Baron, 2005).
Se han identificado muchas diferencias entre los individuos con elevado y bajo nivel de
autovigilancia. Por ejemplo, cuando las personas con autovigilancia elevada hablan, usan más la
tercera persona (él, ella, su, sus), es lógico puesto que para captar la atención de la audiencia es
común que se empleen estos giros. En cambio los individuos de baja autovigilancia emplean la
primera persona (yo, mi, mío), y la explicación se encuentra en que el interés recae sobre la
propia personalidad, y recién en segundo lugar el entorno. Otras investigaciones encontraron
que las personas con alta autovigilancia, se guiaban más por las apariencias, y en consecuencia,
respondían mejor a las publicidades que basadas en la imagen, mientras que los de baja
respondían mejor a las publicidades que promocionaban la calidad del producto.
Otro rasgo de la personalidad a partir de la autovigilancia es que los individuos de
elevada autovigilancia eligen a las personas en base a sus cualidades externas, por lo que
elegirán de pareja de tenis a quien juegue bien, mientras que los de baja autovigilancia,
preferirán a aquellos con quienes mejor se lleven, aunque no sean muy buenos jugando. Incluso
en las relaciones de pareja la autovigilancia nos explica los comportamientos de las personas.
Las que poseen nivel bajo se comprometen más con la otra persona, logrando relaciones más
duraderas, mientras que los de alta autovigilancia, tienden a vincularse con una mayor
variedad de parejas.
Lo dicho hasta aquí nos lleva a una conclusión, que nos haría pensar que las personas
con bajo nivel de autovigilancia son consistentes, honestos al expresar sus verdaderos
sentimientos y comprometidos con sus parejas, mientras que las de elevada autovigilancia
serían inconsistentes, ávidos en complacer a los demás y deseosos de tener un gran número de
relaciones. Pero desde otra perspectiva también se podría decir que los individuos con baja
autovigilancia son egocéntricos, de mentalidad cerrada, insensibles a las opiniones de los
demás, sin habilidades sociales, mientras que los de elevada autovigilancia son sensibles a los
sentimientos de los demás, de mentalidad abierta y con capacidad social. Como vemos, todo
depende de cómo interpretemos la realidad.
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Autoeficacia
La autoeficacia se refiere a la evaluación que efectúa una persona sobre su capacidad
para llevar a cabo una tarea, cumplir una meta o superar un obstáculo. La teoría fue
desarrollada por el psicólogo Albert Bandura, y plantea que cuando un individuo se propone
hacer algo, autoevalúa su capacidad para realizarlo, y el resultado de esta autoevaluación, será
fundamental, debido a que redundará en gran medida si la persona puede cumplir o no con su
objetivo. Es decir, si se juzga apto, es probable que cumpa su meta, mientras que si se juzga
inepto o carece de confianza, esta carencia conspirará contra sí mismo impidiéndole llegar al
objetivo, cumplir la tarea o superar los obstáculos.
La cuestión ha sido ampliamente estudiada en el deporte. Allí se pudo determinar que
un sentimiento favorable de autoeficacia puede mejorar el desempeño de tareas tanto físicas
como psíquicas. Por ejemplo, Bandura demostró que un sentimiento de elevada autoeficacia en
una competencia atlética, es decir, creer que se puede llegar a la meta en un tiempo menor que
el mes pasado, pueden ayudar a prolongar el esfuerzo físico de una persona aun cuando esté
cansada, al estimular al cuerpo para que produzca opiáceos endógenos que actúan como
analgésico natural haciendo que la persona continúe con el esfuerzo físico (Bandura, 1999).
Además de en el deporte, la autoeficacia también ayuda en los esfuerzos intelectuales, tal como
se demostró cuando se pidió a un grupo de alumnos que ellos formularan preguntas para un
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test. Los individuos con una elevada autoeficacia hicieron mejores preguntas que aquellos con
una baja autoeficacia; y cuando se les solicitó que estimaran cómo harían su tarea, los de
elevada autoeficacia lo hicieron mejor de lo que esperaban y los individuos con baja
autoeficiencia no lograron alcanzar sus expectativas (Tuckman y Sexton, 1990, en Baron-Byrne,
2005). En definitiva, la conclusión es que tener confianza en uno mismo, efectivamente, mejora
los resultados; y además, cuando las personas perciben que tienen capacidad para hacer algo,
ello también redunda en su motivación, debido a que estarán más predispuestas a obrar.
Pero por mucha confianza que se tenga, no siempre todo sale como lo planeado, y aquí
es donde las personas también se diferencian por cómo interpretan el fracaso. Los individuos
de elevada autoeficacia lo percibirán como provocado por causas externas y ajenas a ellos,
mientras que los individuos con una baja autoeficacia, harán atribuciones internas, acusándose
a ellos mismos.
Además de ayudar al rendimiento físico e intelectual, la autoeficacia también puede
estar vinculada a ayudarnos a mejorar situaciones sociales. En efecto, una de las razones por
las cuales las personas pueden tener una baja autoestima social es porque sienten que carecen
de una debida competencia para manejarse en público, charlar en reuniones con desconocidos,
estar cara a cara con alguien en una mesa de café, etc. Por lo tanto, la ansiedad que les provocan
estas situaciones hace que las eviten, y en consecuencia, de ese modo se retroalimenta el
complejo y la fobia, ya que nunca se animan a equivocarse y aprender a manejarse con el
otro/s. Se trataría de una suerte de falta de gimnasia social. En una investigación llevada a cabo
por Bandura, éste postuló que una fobia como el miedo a las serpientes (que puede compararse
con el miedo a hablar en público y demás fobias sociales) puede interpretarse como una
reacción que tiene su base en una baja autoeficacia para la capacidad de uno mismo para
enfrentarse con una serpiente. Fue así que ideó un programa de terapia para estas personas a
fin de que aprendieran a relajarse ante los reptiles. La metodología empleada fue ir haciéndoles
ver fotografías, jugar con serpientes de juguete, y hasta con una culebra metida en un frasco de
vidrio. Algunos participantes, en algunos casos pudieron estar con una serpiente grande y en
un espacio abierto. Luego de esta terapia se comprobó que a medida que disminuía el miedo
fóbico hacia los reptiles, disminuía también el estímulo fisiológico (transpiración, temblequeo,
etc) y aumentaba la sensación de autoeficacia de las personas. En definitiva, lo que se demostró
es que este tipo de terapias de acercamiento al objeto fóbico, aumentan el sentimiento de
autoeficacia de las personas sobre su capacidad para enfrentarse con esos miedos, y así logran
controlarse.
Otra conclusión es que el sentimiento de autoeficacia de las personas sobre su
capacidad no es inmutable, sino que varía a lo largo del tiempo y también depende de las
circunstancias que nos rodean, por lo que cuando una persona recibe un feedback positivo
sobre sus habilidades —aunque sea falso— es probable que aumente su sentimiento de
seguridad sobre sus capacidades y mejore sus rendimientos en el campo en el que se
desarrolla. No en vano cuando a los niños se les estimula algo que hacen, comienzan a hacerlo
cada vez mejor (cantar, pintar, bailar, etc).
III. El género como aspecto crucial de la Identidad
Quizás el elemento más importante de la identidad personal sea aquella porción de la
identidad social en la que se nos encasilla en una de las dos categorías genéricas: hombre o
mujer. Habitualmente sexo y género se emplean para decir lo mismo, sin embargo debe tenerse
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presente que el sexo se refiere a aspectos biológicos, tales como los cromosomas, los genitales,
el componente hormonal, tamaño de caderas, pechos, barba, etc), mientras que el género se
refiere a todos los aspectos sociales que se vinculan a cada uno de los sexos; esto incluye roles,
comportamientos, preferencias y otros atributos que definen lo que significa ser hombre o
mujer en un entorno cultural determinado. Por ejemplo, en occidente moderno se ha
establecido como pauta cultural que “los hombres no lloran”; “las mujeres no dicen malas
palabras”; o bien, que los hombres usan corbatas y las mujeres polleras. Pero nada de esto
viene en los genes, es decir, los hombres no usan traje porque esté en su naturaleza hacerlo, ni
las mujeres escogen faltas por una inclinación natural hacia ello, sino que se eligen esas
prendas porque se les ha enseñado que son las cosas que tienen que elegir de acuerdo a su
sexo, y a casi nadie se le ocurre cuestionarlo.
Es decir, obedecemos —casi sin darnos cuenta— a determinados condicionantes socioculturales que establecen cómo debemos vestirnos de acuerdo a nuestro sexo, pero mucho más
importante es que estos condicionantes que incorporamos por socialización también nos
inculcan cómo debemos pensar, sentir y actuar de acuerdo a nuestra condición de hombre o de
mujer. Es decir, se considera que existen formas naturales de ser que deben ser respetadas. Así,
por ejemplo, durante mucho tiempo fue natural que el hombre trabajara y que la mujer
atendiera los quehaceres de la casa.
Quienes advirtieron que nada de natural había en ello, y mucho de construcción social,
elaboraron la Teoría del Esquema del Género para señalar que aunque todas las diferencias
observadas entre hombres y mujeres siempre se han asumido como hechos biológicos
indiscutibles (los hombres trabajan porque son más fuertes y las mujeres cuidan la casa y los
niños porque está en su naturaleza maternal hacerlo, por ejemplo), lo cierto es que muchas de
las “típicas” características masculinas o femeninas son adquiridas por aprendizaje social.
Esta Teoría del Esquema del Género elaborada por Sandra Bem (Jayme y Sau, 2004),
afirma que la identidad se organiza sobre definiciones culturales del comportamiento
apropiado para cada sexo, por lo que, una vez que el individuo aprende a etiquetarse como
“niño” o “niña”, el escenario está preparado para que aprenda los roles que impone la cultura
para cada etiqueta y actúe en consecuencia. Es decir, incorpora el esquema mental de rol
asociado al género. Recordemos que un esquema mental es una estructura cognitiva, una red
de asociaciones que organiza y guía la percepción del individuo. Un esquema funciona como
una estructura anticipatoria para comprender el mundo circundante y los sujetos. En este
sentido, una Teoría del Esquema de Género como la de Sandra Bem nos está dando cuenta de
que los esquemas mentales sobre los géneros son los que nos hacen ver como normal y natural
comportamientos asociados a cada uno de los sexos (rosa para las mujeres, celeste para los
varones, por ejemplo).
Pero la identificación con el género no es un proceso inmediato, sino que se produce
como un desarrollo y aprendizaje paulatino. Comienza en la infancia, y aun antes del
nacimiento, con el etiquetamiento, pues una de las preguntas más recurrentes que se le suele
hacer a toda futura mamá es ¿qué va a ser…, nena o nene?, y luego vendrá la pregunta sobre el
nombre. Tras el nacimiento, serán los padres quienes asignarán rápidamente un nombre de
niño o niña al recién nacido —para aportar señales del género—, como así también, lo vestirán
de rosa o celeste, le pondrán aritos, etc. Además, decorarán su habitación según su género y le
comprarán los juguetes “apropiados” para su género (pelotas o muñecas, por caer en un
ejemplo clásico, aunque pasado de moda).
Baron y Byrne (2005), repasan la constitución de la identidad de género señalando que
durante los primeros años de vida el recién nacido no toma ninguna consciencia de todas estas
cosas ni siquiera de su sexo. Será recién luego de los 2 años cuando comenzará a identificarse a
sí mismo como niño o niña, aunque sin una idea muy precisa de lo que ello significa. Saberse y
sentirse hombre o mujer, es haber adquirido identidad del género, lo que ocurrirá cuando el
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género se haya convertido en parte integrante de la identidad permitiendo que el individuo se
autoevalúe como hombre o mujer.
Entre los 4 y 7 años, los niños van incorporando el concepto de consistencia de género,
y comienzan a aceptar el principio de que el género es un atributo básico para cada persona,
con lo cual, al irse afirmando estos conocimientos en la personalidad, las percepciones del
mundo social comenzarán a verse influenciadas por las cuestiones de género. Si la cultura
establece que las mujeres son sensibles, tiernas y delicadas, los niños comenzarán a verlas en
estos términos, y a tratarlas en consecuencia, con lo cual, como en una profecía de
autocumplimiento hará que las niñas se adapten al modo en que las tratan y se comporten
sensiblemente.
Un estudio demostró que cuando a unos niños y adolescentes se les mostraron películas
de bebés, ambos coincidieron en que los bebés que se identificaban como niñas, parecían más
pequeños, bonitos, encantadores y dulces que los que se identifican como niños. Es decir, los
estereotipos de género determinaron como percibieron a los bebés. De allí se puede afirmar
que muchas otras cosas de la vida social se interpretan desde la óptica del género.
Otro experimento que da cuenta como condiciona la percepción del mundo el género,
mostraba a un grupo de mujeres un bebé vestido como un niño o una niña, y observó que la
señoras trataban a la supuesta niña con ternura, abrazándola y acariciándola con frecuencia,
mientras que cuando estaba vestido de niño, lo trataban de forma más agresiva, haciéndolo
volar y andar a caballito. La conclusión es clara: el mundo femenino gira en torno a la pasividad
(recibir caricias) y la emoción, mientras que el masculino da mayor valor a la independencia y
la acción. Pero insistamos, no quiere decir que esto obedezca a razones biológicas, sino sociales,
por lo que podría ser de otro modo si la sociedad cambiase los estereotipos que se asocian a
cada sexo.
El rol de género
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Una vez que las personas adquieren su identidad de género tienden a comportarse de
forma consistente con lo que es apropiado para lo que se espera de ellos de acuerdo a éste; es
decir, se comportan del modo en que han aprendido a asociar a lo masculino o a lo femenino.
Los modelos de cómo hacerlo los tomarán de la cultura a la que pertenecen; por ejemplo, un
varón en Arabia Saudita tendrá tendencia a ejercer un rol dominante sobre las mujeres,
mientras que una mujer en Noruega se comportará con mayor independencia ante los
hombres. En este sentido, cada cultura tendrá diversos contenidos para el rol del género el cual
establecerá qué conductas, sentimientos y pensamientos son femeninos, y por ende, propio de
mujeres, y cuáles son masculinos y acordes para los hombres; es decir, el rol de género es el
ejercicio concreto del estereotipo asociado al sexo.
El contenido concreto de cada comportamiento puede variar enormemente en las
distintas culturas, o incluso dentro de la misma cultura, por eso puede ocurrir que un individuo
tenga una identidad de género que lo haga sentirse hombre, pero desempeñe un rol de género
que lo contradiga, tal como sería si usase tacos y pollera (travestismo).
Hasta aquí podríamos pensar que los géneros son solo dos, el masculino y el femenino y
que las personas han de decidirse por alguno de ellos dos, pero lo cierto es que también existe
un estereotipo intermedio denominado andrógino. Es aquel que se asocia con individuos que,
manteniendo una clara identidad de género (se saben hombre o mujer) extienden los alcances
del rol de género hacia competencia sobre cuestiones que históricamente se asociaron con su
contrario. El ejemplo más claro, sería el hombre lavar los platos y la mujer manejar el auto.
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Algunas investigaciones citadas por Baron-Byrne (2005) han llevado a cabo una
comparación entre el comportamiento andrógino y el comportamiento tipificado por el género,
concluyendo que probablemente, sea mejor un rol andrógino que uno tipificado del género
masculino o femenino. Los resultados arrojaron que las personas andróginas (hombres y
mujeres) gustaban más, eran más adaptables a las circunstancias, estaban más cómodos con su
sexualidad, más satisfechos interpersonalmente, y más satisfechos con sus vidas en general.
Asimismo, también dieron cuenta de que el matrimonio es mucho más feliz cuando ambos
componentes son andróginos; y, obtienen mayor placer sexual las parejas con uno o ambos
componentes andróginos que las parejas con ambos componentes de sexo tipificado.
Pareciera que como en todo, el secreto no está en los extremos, pues una adhesión muy
fuerte a los roles de género tradicionales (p.ej. el hombre maneja y la mujer cocina),
normalmente va asociada con muchos problemas. Por ejemplo, los hombres que se identifican
con el rol masculino extremo, se comportan con mayor violencia y agresividad que los que se
perciben así mismos con alguna característica femenina (Finn, 1986, en Baron-Byrne, 2005);
otros hombres consideran que deben tener muchas relaciones sexuales con distintas mujeres, y
hay quien sostiene que hombres y mujeres son adversarios. Finalmente, el estereotipo de
género también es causante de que algunos hombres se nieguen a usar preservativo y de que
consideren que dejar embarazada a una mujer es un buen indicio de su masculinidad (Pleck,
Sonenstein y Ku, 1993, en Baron-Byrne, 2005).
La mayoría de las investigaciones que se citarán en este capítulo pueden ser
consultadas en internet pues han sido ampliamente divulgadas en su idioma original, la
remisión que hacemos de ella a la obra de Baron-Byrne es a los efectos de obtener rápidamente
sus conclusiones en idioma español.
Algunas teorías que explican la adquisición del género
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La psicología ha intentado explicar por qué los hombres y las mujeres obedecen a
patrones de comportamiento distintos, y ha demostrado que ello no se debe a la existencia de
una tendencia natural en la mujer a comportarse cariñosa y sensiblemente, y en el hombre a
hacerlo de maneras distantes y agresivas, sino que tales comportamientos son producto de
diversas influencias en la interacción social con el medio (la familia, la escuela, la influencia de
los medios de comunicación, etc.). Dentro de las corrientes psicológicas que analizaron la
cuestión encontramos:
La teoría del aprendizaje social: Esta corriente afirma que las diferencias en el
comportamiento de género se aprenden del mismo modo que el resto de los aprendizajes, es
decir, por medio de premios y castigos. Así, cuando el niño cumple con las expectativas de
género asociadas a su sexo es premiado ya sea con la sonrisa de los padres, un tono de voz
dulce u otra forma, en tanto que si se comporta como una niña es sancionado, o al menos no
recibirá premio (la sonrisa de sus padres, por ejemplo). De este modo, se va incorporando a la
identidad del niño su lugar en este mundo sexualmente organizado, donde algunas cosas las
realizan los hombres y otras las mujeres por razones históricas y culturales que veremos más
adelante, y que las personas no discuten ni problematizan. Lo hacen de ese modo, porque
siempre se ha hecho así, y hacerlo de otra forma sería inaceptable.
Aquí podría tener cabida la teoría de Judith Butler, quien no sólo señala que los
estereotipos de género son una construcción social, sino que también el sexo y la sexualidad
lejos de ser algo natural, son también una construcción social. Claro que no se refiere al
comportamiento biológico sexual, sino al comportamental. Por ello, basándose en las teorías
de Foucault, Freud, y sobre todo de Lacan, sostiene que existen posiciones sexuales que
suponen un trauma el ocuparlas, y ante el miedo a ocupar alguna de ellas (castigo interno que
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el sujeto experimenta), el individuo se posiciona en una heterosexualidad falocéntrica que le
brinda seguridad. En este sentido es que las prácticas tradicionales de la sexualidad (hombre
dominante sobre mujer dominada) son una construcción cultural que a su vez sirve para la
reproducción del sistema de dominación simbólica falocéntrico que rige en la sociedad (Butler,
2007).
Las teorías cognitivas: Postulan que las diferencias de género surgen porque los niños
y las niñas se sitúan a sí mismos en la categoría masculina o femenina, y ordenan sus
experiencias de acuerdo con esto, por ejemplo, “Soy nena, por lo tanto quiero hacer cosas de
nenas”. De esta manera cada niño comienza a guardar en su memoria lo que resulta consistente
con su sexo, descartando lo que corresponde al otro. Así al adquirir su identidad de género y
comportarse de acuerdo a ella, el niño o la niña va incorporando una forma de pensar, sentir y
actuar que es la socialmente correcta, pero fundamentalmente, es correcta para ellos mismos,
quienes perciben que obran consistentemente con su identidad de género. Aquí el ejemplo
típico es que el niño jugará a futbol y a cualquier otro deporte que le propongan, en tanto que
la niña no jugará al fútbol, ni a ningún deporte que le ofrezcan, porque hacerlo resultaría
contrario a lo que entiende debe ser el comportamiento de niña. Como vemos, las teorías
cognitivas nos plantean que el género es una suerte de esquema mental que se incorpora al
sujeto, y como tal, le sirve para percibir el mundo, posicionarse en él, evaluar a los otros,
considerar los trabajos que puede realizar y los que no, las carreras profesionales que puede
seguir y las que no, la pareja que puede escoger y la que no, etc. Así, este esquema mental dirige
la psiquis y el cuerpo (formas de sentarse, de caminar, de mover la mano, forma de hablar, etc)
imponiendo un modo de ser y estar en el mundo que autolimita las opciones a partir de la
identidad de género asumida/impuesta.
Un autor que, sin enrolarse en la corriente cognitivista compartiría esta tesis puede ser
Bourdieu, quien plantea la asunción del género como un habitus, es decir, un esquema a partir
de del cual los sujetos perciben el mundo y actúan en él. Estos esquemas generativos (habitus)
están socialmente estructurados, pues han sido conformados a lo largo de la historia de cada
sujeto y suponen la interiorización de la estructura social (la organización por géneros en este
caso); y al mismo tiempo son estructurantes, ya que producen pensamientos, percepciones y
acciones del agente (Bourdieu, 2012).
La teoría freudiana: Si bien Freud no conoció el concepto de género, si percibió la
distinta forma de comportamiento entre hombres y mujeres, y permitió que las nuevas
corrientes psicoanalíticas tomaran sus ideas para explicar este fenómeno. Freud sostenía que
las diferencias de género surgen durante la infancia temprana como consecuencia de la lucha
emocional entre el niño y sus padres para superar el Complejo de Edipo. En este período se
forja la estructura emocional del niño como resultado del conflicto entre el amor por su madre
y el temor a su padre que, en caso de resolverse con éxito, llevará al niño a identificarse con su
padre y por lo tanto con lo masculino (superación del Edipo). Pero mientras que para superar
el Edipo el niño se ve obligado a romper lazos con la madre —es decir, abandonar el objeto que
más ama por la protección que le brinda— las niñas pueden mantenerlo por mucho más
tiempo. Ello redundará en que el niño aprenderá a digerir la angustia que esta separación le
provoca aprendiendo a ser más distante emocionalmente e independiente, mientras que las
niñas, al no sufrir una separación tan dramática de su madre, mantendrán su relación de
dependencia lo que en parte forjará su personalidad, y les permitirá durante el resto de su vida
conectarse más fácilmente con las necesidades del otro e inclinarse, en una fase posterior, hacia
la maternidad.
Pero la teoría freudiana debería complementarse examinando otras influencias que el
niño/a recibe en su pasaje a la adultez, tales como sus compañeros de juegos, de colegio, el
lugar de trabajo, es decir, las transformaciones que ocurren en su identidad a lo largo de su
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ciclo vital. En este sentido, muchas investigaciones sugieren que durante la infancia los niños
sufren una intensa segregación cuando no se adecúan a las expectativas de género asociadas a
su sexo, y que ello contribuye a formar su identidad. Por otra parte, otras investigaciones sobre
el ciclo vital también dan cuenta de que cuando los hombres envejecen se abren
emocionalmente y pierden parcialmente la autonomía que los caracterizaba en su infancia y
juventud. Por tanto, lo sostenido por Freud puede darnos una explicación parcial del fenómeno,
que debe complementarse con estas otras influencias sociales provenientes de la vida social y
el desarrollo psicosocial de todo ser humano.
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El género en el hogar, la educación y el trabajo
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Los roles de género también hacen notar sus efectos en los comportamientos de las
personas en el ámbito familiar. Por ejemplo, se ha comprobado que en el hogar, aunque ambos
miembros de la pareja trabajen en cargos con buenos sueldos, el trabajo doméstico se continúa
dividiendo según los roles tradicionales: los hombres hacen pequeñas reparaciones y cargan
pesos; mientras que las mujeres limpian la casa, cocinan y se encargan del cuidado de los niños;
y cuando toca limpiar el baño o pintar un cuarto, los roles de género prescriptos culturalmente
parecen seguir aún con bastante fuerza. Sin embargo, lo que demuestra la investigación es que
a pesar de que existe un desequilibrio en esta división de tareas en el cual la mujer desarrolla
más tareas, estas inequidad no es percibida como una injusticia por las mujeres, pues su
perspectiva estaría sesgada desde el esquema de género en que interpretan la realidad (Major,
1993).
Es cierto que en la actualidad existe una tendencia que señala que cada vez las tareas
son más compartidas entre hombres y mujeres (hombre cocinando y cambiando pañales,
mujeres fumando destapando caños y pintando paredes).
En el campo de la educación, las investigaciones revelan que las mujeres estudian más
que los hombres, y eso, aun desde la primaria. En la Argentina hay casi un 13% más alumnas
que alumnos en el nivel medio; en tanto que en el campo universitario, las mujeres también son
más cantidad que los hombres en carreras humanísticas y sociales, mientras que los hombres
son mayoría en las carreras técnicas (ingeniería, y ciencias físico-químicas). La resultante de
esta situación debería ser que en el mercado laboral deberían existir mayor cantidad de
profesionales mujeres. Sin embargo, las últimas investigaciones informan que sólo una de cada
cuatro egresadas universitarias trabaja como profesional en lo que estudió (Observatorio de la
Maternidad, 2015). Es decir, no significa que no trabajen, sino que no lo hacen en lo que fue su
vocación. Una hipótesis explicativa puede ser que los trabajos vinculados a lo humanístico
tienen sueldos bajos, y además, muchas veces la maternidad y crianza de los hijos interrumpe
el desarrollo de una carrera laboral, a diferencia de lo que ocurre con los hombres, sobre
quienes la paternidad no tiene el mismo impacto.
Ahora bien, el género también repercute en el modo en que se desempeñan en sus
trabajos las mujeres, por ejemplo, en sus estilos de comunicación. Quienes analizaron la
cuestión, advirtieron que las mujeres no son tan propensas como los hombres a hacer alarde de
sus logros, y si bien esto podría ser algo virtuoso en términos éticos, lo cierto es que la
consecuencia es que no reciben el reconocimiento apropiado cuando su trabajo es
excepcionalmente bueno (Tannen, 1995, citado por Baron-Byrne, 2005). Este comportamiento
quizás se deba a que socialmente se espera que las mujeres se expresen emotivamente los
éxitos de los demás, pero no con los propios. También se ha detectado que el ascenso de las
mujeres en cargos directivos se ve obstaculizado porque los hombres encargados de darlos
malinterpretan los estilos de comunicación de las mujeres como si su modos suaves
transmitieran indecisión, incapacidad para asumir la autoridad e incluso incompetencia, cuando
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en realidad son modos de comunicación y lógicas de poder distintas a las masculinas, que
muchas veces brindan mejores resultados que las formas tradicionales. De hecho, la
verticalidad jerárquica en muchos campos ha sido desplazada en el siglo XXI por la
horizontalidad, en parte por el ingreso de la mujer en el campo laboral, quien aportó más
diálogo y consenso en la toma de decisiones.
Continuando con la influencia de la cuestión de género en el trabajo, otras
investigaciones han demostrado que cuando las mujeres logran un alto cargo en una
organización (gerenta, presidenta, etc), pueden diferir de los hombres en el estilo de liderazgo
que asuman. Es que el estilo de liderazgo de las mujeres se caracteriza por ser más consensual,
y por lo tanto, para la conducción de grupos prefieren colaborar, consultar y negociar. En
cambio, el estilo de liderazgo de los hombres, por lo general, tiende a dar importancia a la
competencia, la exigencia y la recompensa de éxitos individuales, donde habrá ganadores y
perdedores (Rosener, 1990, citado por Baron-Byrne, 2005). Estos tipos de liderazgos
diferenciales, se conectan con la autoestima, puesto que para los hombres la autoestima está
vinculada a los logros personales, y por lo tanto, los líderes hombres intentan que “alguien” sea
a quien se puede felicitar porque tuvo la mejor idea o desarrolló el mejor trabajo, mientras que
para las mujeres se vincula con los afectos positivos interpersonales, y por lo tanto, lo
importante es que “todos” se sientan conformes en mayor o menor medida (Josephs, Markus y
Tafarodi, 1992, citado por Baron-Byrne, 2005); de hecho, incluso en la infancia, las niñas están
mucho más interesadas en lograr y mantener exitosamente relaciones sociales que los niños
(Manolis y Milich, 1993, citado por Baron-Byrne, 2005).
Reproducción de la dominación de género
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Lo visto hasta aquí nos permite advertir cómo se forjan y cuánto influyen los roles
tradicionales de género en la vida de las personas, y cómo muchas veces lo hacen en contra de
sus propios intereses, cabe preguntarse por qué permanecen tan poderosamente vigentes en la
sociedad. Las diferencias entre hombres y mujeres tiene una larga historia, y puede remontarse
a los orígenes de la religión judeo-cristiana donde el Talmud enseñaba a los hombres que eran
los propietarios de la familia, la cual incluía dentro de sus bienes, el ganado, las mujeres y los
esclavos (Wolf, 1992). El Nuevo Testamento no cambió mucho la situación, pues se instruye a
las mujeres cristianas del siguiente modo: “Esposas, someteos a vuestros maridos como lo estáis
al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia” (Efesios
5:22/23). De manera que las bases espirituales de la cultura occidental, dan cuenta de una
situación de sometimiento del género femenino, que fue agudizándose en unas épocas y
atemperándose en otras, hasta llegar al presente, donde se asiste a una paulatina equiparación
entre hombres y mujeres, o al menos, una tendencia hacia ello. Sin embargo, esa tendencia no
impide que aun sigan existiendo resabios del pasado; y es que no puede cambiarse de la noche
a la mañana milenios de socialización de género, pues aun sin darnos cuenta, reproducimos los
estereotipos y esquemas de género por medios tan ingenuos como los cuentos y las películas
infantiles que miran nuestros niños antes de dormir todas las noches.
En efecto, hasta muy hace poco, en las películas para niños los hombres y los chicos
tendían a interpretar roles de acción y de iniciativa mientras las mujeres y niñas eran
etiquetadas como acompañantes o bien, eran presentados como seres débiles que por lo
general debían ser protegidos o rescatados. En cuentos como Caperucita Roja -la niña cuya
desobediencia le acarreó ser devorada por un lobo- fue salvada gracias a la acción de “un
hombre” que con su hacha abrió la panza del lobo y logró salvar su vida. Ni que decir de todas
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las historias del Príncipes Azules o Héroes que rescatan a la damisela en apuros. Los personajes
como Blancanieves, La Bella Durmiente, Cenicienta, La Sirenita, suelen ser mujeres que quedan
atrapadas en serios problemas y su única esperanza es el amor de un apuesto príncipe que las
besará y luchará contra los malvados para poder vivir felices. En la mayoría de los casos el sexo
masculino es el héroe (El Rey León, El libro de la Selva, La Era del Hielo) mientras que el rol
tradicional para el sexo femenino queda relegado, o aparece dando a luz al héroe.
Asimismo, la diferenciación entre géneros se incorporó al mundo de los juegos de
computadoras, Playstation y Wii, donde la mayoría se basa en estereotipos masculinos, como
los juegos y deportes de acción; en tanto que para lo femenino hay pocas excepciones, como
por ejemplo, el diseño de modas de Barbie (Rabasca, 2000). Si bien es cierto que en el siglo XXI
este modelo estereotípico está cambiando en las películas infantiles (el film “Brave” o
“Valiente”, puede ser un ejemplo de ello), pero será un cambio lento, pues aun sigue
funcionado bastante bien el modelo clásico de “chica en problemas, chico al rescate”.
Tamar Pitch, en su libro “Un derecho para dos. La construcción jurídica de género, sexo y
sexualidad” (con prólogo de Luigi Ferrajoli) señala que el derecho también ha colaborado
mucho reproduciendo la dominación de género y en la construcción de los conceptos de
sexualidad, de sexo y de género, privando a la mujer de su derecho a su cuerpo (interrupción
del embarazo, por ejemplo) o imponiéndole trabas a sus deseos de concebir por medio de las
nuevas tecnologías médicas que les permiten no requerir la participación de un hombre. Señala
que el derecho penal es el derecho más patriarcal de los derechos, y que por ende, toda
punición en protección de la mujer (contra la violencia doméstica, por ejemplo), en realidad,
parte de la concepción de la mujer como un sujeto débil, indefenso, eternamente víctima, que
requiere el auxilio de este derecho macho que corra a su rescate. Señala así que el derecho
penal contribuye con la reproducción de los estereotipos de género y de dominación, lo cual
sólo podrá modificarse con un cambio en las bases culturales de la sociedad, con un
reconocimiento real del “otro” como un igual, que en el caso de las culturas machistas como en
las que vivimos, ese otro es la mujer. Pero Pitch no cree que el cambio provenga por medio de
un feminismo punitivo que pida y aplique la represión penal sobre los hombres que insisten en
ignorar la igualdad de derechos que ostentan las mujeres, pues el mundo jurídico sigue
impregnado de un discurso machista que, bajo pretexto de “protección” hacia la mujer,
mantiene y reproduce la dominación de género. De lo que se trata es de lograr construir un
entramado sociocultural en el que se respete la autonomía y libertad de la mujer en el plano
fáctico y cotidiano, y que el derecho sea la última ratio de intervención, y no la primera. En
similar sentido dice Slavoj Žižek en su obra “En defensa de la intolerancia” (2009) que el
momento parece propicio para esta exigencia, pues las energías sociales no parecen ya
destinadas a luchar contra el sistema capitalismo, el cual se juzga que ha venido para quedarse,
y por lo tanto, las luchas se entablan en el plano del reconocimiento de las nuevas identidades,
minorías étnicas, cuestiones ecológicas y las reivindicaciones feministas. Žižek sostiene que si
bien estas luchas acotadas a reclamos concretos, distraen de la lucha real contra el capitalismo,
no obstante, en lo que aquí nos interesa, señala la oportunidad histórica que el capitalismo da a
las mujeres para lograr su reconocimiento en paridad con los hombres en la sociedad.
Diferencias entre hombres y mujeres en la interacción con Otros
Los estudios sobre la identidad del género muestran claramente que los factores
sociales determinan cómo son definidas la masculinidad y la feminidad en cada tiempo y en
cada lugar, y cómo estas definiciones culturales se imponen a hombres y mujeres, obligándolos
a actuar, sentir, pensar y vincularse de modos determinados según su género. Por ejemplo, a
muchos hombres no les gusta preguntar cómo llegar a determinado sitio cuando están
conduciendo su automóvil. La explicación quizás se encuentre en que en los intercambios
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personales se establecen jerarquías, y pedir ayuda viene a ser lo mismo que aceptar un lugar
subordinado con respecto al otro, papel que el hombre ha aprendido a rechazar —en la medida
de lo posible— por la socialización de género a la que ha sido sometido. En cambio, para las
mujeres, que extraen fuerzas de su relación con los demás, también por su socialización de
género pedir ayuda para hallar una dirección es práctico y sensato. Por lo tanto, el género
puede explicar la diferente percepción que hombres y mujeres pueden tener sobre un mismo
hecho, el modo en cómo se comportan y los resultados que obtienen.
Otros estudios revelan que en la interacción con otras personas, las mujeres tienden a
compartir ganancias más que los hombres y tienden a privarse de cosas para ayudar a los
demás mientras que los hombres tendrían mayor tendencia a la competencia y la agresividad.
Para muchos investigadores ello se explica porque en virtud de las expectativas asociadas a los
roles de cada género, las mujeres –como categoría histórica- han pasado por experiencias de
gran presión social para aceptar segundos puestos en situaciones agresivas, y por ello, han
aprendido a tratar a las personas de un modo distinto que los hombres. En particular, se les ha
inculcado un rol servicial hacia el hombre o el poder. Por su parte, otros investigadores dieron
mucha importancia a las diferencias bioquímicas, y señalaron que la hormona masculina —la
testosterona— afecta a la tendencia a dominar y controlar a los demás. Tales rasgos biológicos
explicarían el comportamiento más agresivo de los hombres con su pares, en comparación con
las mujeres, que si bien tienen testosterona las poseen en una cantidad muy inferior (Major y
Deaux, 1982; Leventhal y Anderson, 1970; (Nadkarni, Lundgren y Burleew, 1991,
investigaciones citadas en Baron-Byrne, 2005).
Vinculado al contacto entre hombres y mujeres, la realidad ofrece imágenes típicas
donde suelen ser los hombres los que inician propuestas sexuales a las mujeres, ya sea en
relaciones casuales (bares, boliches, etc) o en parejas establecidas. La pregunta es si ello
obedece a que las necesidades sexuales del hombre son más intensas que las de las mujeres. La
respuesta está dada porque este comportamiento de los hombres se debe a la tendencia a
comportarse con dominancia en los diversos ámbitos sociales en los que se desenvuelven, lo
que lleva a que en las relaciones interpersonales con las mujeres pretendan su abordaje antes
que dejarse abordar por ellas.
Las diferencias de género en la autopercepción es muy común. Comparado con los
hombres, las mujeres tienden a dar más importancia a su imagen corporal; a desarrollar
disfunciones alimentarias; y, a deprimirse. Un tema de trascendencia se vincula con la imagen
corporal, y en especial con la gordura. La pregunta es ¿por qué la imagen es tan importante para
las mujeres? Probablemente porque desde su niñez los demás les imponen una imagen de
género hacia el cual las presionan para que se parezcan. Mujeres universitarias describieron un
elevado número de experiencias de la infancia en las que sus compañeros y hermanos las
molestaban a causa del peso o la apariencia física. Otros investigadores demostraron que
incluso los padres discriminan a sus hijas con sobrepeso, pero no a sus hijos. De hecho, es muy
fuerte la presión social sobre la imagen corporal que se impone a las mujeres –en especial
desde los medios de comunicación-, y por ello, son más vulnerables y se decepcionan más
fácilmente cuando su apariencia se convierte en un problema. Por ejemplo, un estudio reveló
que un grupo de mujeres sin estudio, después de hojear varias revistas de modelos ultradelgadas, respondieron con sentimientos de depresión, estrés, culpa, vergüenza, inseguridad e
insatisfacción con sus propios cuerpos (Cash, 1995; Mori y Morey, 199; Strice y Shaw, 1994,
citados por Baron-Byrne, 2005).
Otra característica del género y la imagen corporal, señala que, a medida que la edad
avanza, se percibe a las mujeres como menos femeninas, aunque no se ve a los hombres como
menos masculinos con el paso de los años. Finalmente, un grupo de investigadores advirtieron
que cuando una mujer obesa es rechazada por un hombre en una primera cita, en vez de
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enfardarse con él y atribuir el problema a su prejuicio, es más fácil que se culpe a si misma. Sin
embargo, si una mujer obesa es rechazada por su imagen en un puesto de un trabajo, lo
considerará como un prejuicio injusto; de manera que cabría concluir que mientras el rechazo
amoroso está justificado, no ocurre lo mismo con lo laboral (Deutsch, Zalenski y Clark, 1986;
Crocker, Cornwell y Major, 1993; Crocjer y Major, 1993, citados por Baron-Byrne, 2005).
El género y los medios de comunicación
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En cuanto a la influencia de los medios de comunicación en la reproducción de los
estereotipos de género, las mujeres fueron durante mucho tiempo elementos bellos de
decoración o que ayudaban a un protagonista masculino quién solía ser el héroe.
Un estudio clásico llevado a cabo por Goffman (1979) sobre el género en la publicidad
encontró sesgos más sutiles, advirtiéndose que en las publicidades gráficas se fotografiaba a los
hombres para que parezcan más altos que las mujeres, queriendo transmitir así la impresión de
una superioridad masculina. Las mujeres aparecían con más frecuencia tumbadas (en sofás o
camas), o como los niños, sentadas en el suelo, con el dedo en la boca y con rostro incierto.
Mientras que las expresiones y gestos de los hombres denotaban competencia y autoridad, los
de las mujeres aparecían habitualmente imitando gestos o posturas infantiles. Además,
mientras la atención de los hombres tendía a centrarse en el producto que se está publicitando,
la de las mujeres se dirigía hacia los hombres, en un papel subordinado, de mero apoyo.
Goffman también dedica varias páginas a analizar el papel de las “manos” en la
publicidad, y da cuenta de que las manos de las mujeres siempre son vistas en posiciones
delicadas, sosteniendo el producto que se publicita, mientras que las de los hombres aparecen
apretando o sujetando el objeto. Cuando lo que se vende no es un objeto, sino una prenda, las
manos de las mujeres suelen aparecer tocando otras partes de su propio cuerpo, como si la
pose siempre requiriese transmitir debilidad, mientras que su rostro refleja sensación de
cansancio, abatimiento o temor ante la hostilidad del mundo. En contraposición a ello, el
hombre suele aparecer como enfrentando al mundo desde su actitud corporal, la posición de
sus manos y la mirada desafiante o esperanzada. De esta manera es que el autor concluye que
se ha forjado una suerte de ritualización de la sumisión en torno a la imagen de la mujer en la
publicidad, que también se pone en evidencia por la abrumadora cantidad de publicidades
donde las mujeres aparecen tumbadas en el suelo, ya sea la cubierta de un barco, una alfombra
o un sillón. En todos los supuestos la imagen que se transmite es la de indefensión. En
contraposición a ello, los hombres suelen estar activos, alerta y preparados para la acción o
responder al entorno.
En definitiva, el trabajo de Goffman es tratar de hacer visible lo invisible, es decir, aquello
que vemos con absoluta naturalidad pero que esconde el ejercicio de lo que Bourdieu (2010)
describiría como una violencia simbólica, es decir, una forma de ejercicio del sometimiento de
un grupo social sobre otro que en este caso en particular, convierte a las mujeres en objetos
simbólicos cuyo ser es un ser percibido por el otro.
Lo femenino y lo masculino como condena
En el libro “El mito de la belleza”, la escritora Naomi Wolf (1991) señala que en
Occidente se ha implantado un mandato cultural que impone a las mujeres medir el logro de
sus vidas, la satisfacción y la importancia personal en términos de apariencia física. A esto lo
llama el mito de la belleza. Este mito fija cánones estéticos inalcanzables (delgadez extrema,
estar siempre impecable a cualquier hora del día, tener el cabello perfecto, etc), por lo que lleva
a las mujeres vivir en un estado de continua ansiedad, ya sea por no poder dar con la imagen
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ideal, o bien, por una vez conseguida, mantenerla. El mito de la belleza también enseña a las
mujeres a valorar especialmente sus relaciones con los hombres, como los sujetos a quienes
deben atender en sus necesidades y evitando toda confrontación. Por su parte, los hombres
también son influenciados por este mito, aprendiendo a desear a las mujeres que encarnen esta
belleza estética y actitudinal, que las convierte en objetos bellos y obedientes.
Bourdieu en su libro La dominación masculina, señala que la mujer, al construir su
identidad a partir de la mirada del otro, vive en un estado de permanente inseguridad,
corporal, o mejor dicho, de dependencia simbólica, pues en las sociedades sexistas –como
fueron la mayoría durante los siglos pasados-, se imprime en la psiquis femenina que existen
fundamentalmente por y para la mirada de los demás, es decir, en cuanto objetos acogedores,
atractivos, disponibles. Se espera de ellas que sean “femeninas”, es decir, sonrientes,
simpáticas, atentas, sumisas, discretas, contenidas, por no decir difuminadas.
Consecuentemente, la relación de dependencia respecto a los demás (y no únicamente respecto
a los hombres, sino en general hacia todo autoridad o poder) tiende a convertirse en
constitutiva de su identidad (Bourdieu, 2010).
Pero todo lo dicho no significa que los hombres sean los amos del mundo, sino que
Bourdieu se encarga de desmentir este supuesto al señalar que, en realidad, los hombres están
prisioneros de la dominación que ejercen sobre el género femenino, pues así como la sumisión
no está inscripta en la naturaleza humana sino que debe ser impuesta por medio de un trabajo
continuo –aunque invisible- , la dominación tampoco lo está y por lo tanto se impone
socialmente como una carga que los hombres no advierten, quizás porque se perciben que
existen privilegios que las mujeres no poseen. Pero se trata de una trampa que lleva a muchos
al absurdo de tener que estar afirmando en cualquier circunstancia su virilidad, por miedo a ser
asimilados con lo femenino, es decir, con lo que socialmente se considera débil y vulnerable.
Llevado al extremo, el estereotipo del hombre es ser duro y valiente, es decir, lo opuesto a lo
femenino que es débil y temeroso. De ahí que el hombre deba siempre actuar “valientemente” o
de manera “arriesgada”, pero no porque esté en su naturaleza esta forma de ser, sino por el
miedo a no estar a la altura de las circunstancias socialmente esperadas de él, a ser señalado
como cobarde; y lo mismo ocurrirá con lo emocional, donde tampoco podrá demostrar
sentimientos, no podrá llorar con las películas, deberá ser distante emocionalmente con sus
hijos, amigos, etc.
En definitiva, lo que Bourdieu presenta es una lectura del fenómeno de las cuestiones de
género que revela que la supuesta dominación masculina tiene un aspecto a tener en cuenta, y
es que convierte al dominante en esclavo de su dominación, privándole de un serie de
comportamientos como llorar, sentir, expresar, etc. lo cual, tal vez, le permitirían vivir una vida
más plena.
Travestismo, transexualidad y disforia de género
Cuando hablamos de rol de género dijimos que se trataba del ejercicio concreto de los
comportamientos, pensamiento y sentimientos que la comunidad asocia a cada género (los
hombres no lloran; las mujeres no son promiscuas; etc). Pero puede darse el caso en que
alguien un hombre satisfecho con su género, decida ejercer el rol de género de un modo
contradictorio a las expectativas asociadas, por ejemplo, que se vista con prendas y accesorios
femeninos. Tal es el caso del travestismo, es decir, hombres que disfrutan vestirse con prendas
femeninas. La característica esencial del travestismo consiste en vestirse con ropas del otro
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sexo, donde, por lo general, el individuo guarda una colección de ropa femenina que utiliza
intermitentemente para travestirse; cuando lo ha hecho, habitualmente se masturba y se
imagina que es al mismo tiempo el sujeto masculino y el objeto femenino de su fantasía sexual.
Es importante tener en cuenta que el placer erótico que aquí está en el juego parte del verse
con ropas de mujer, por lo que no debe asociarse ineludiblemente esta conducta con la
orientación sexual del sujeto (p.ej. sostener que todo travesti es homosexual). De hecho la
psiquiatría especializada señala que el este comportamiento sólo ha sido descrito sólo en
varones heterosexuales (DSM-IV, 1995).
Asimismo, tampoco debe confundirse travestismo con transexualidad, pues mientras
que el primero se refiere a personas que están conformes con su sexo, pero disfrutan y se
excitan vistiéndose con ropas del sexo opuesto, la transexualidad se vincula con individuos que
nacen atrapados dentro de un cuerpo que no se corresponde con su identidad sexual (p.ej, una
persona que sienta su identidad de género como femenina en un cuerpo de varón, o viceversa).
Siguiendo a Dave King en su artículo sobre las Concepciones psicológicas y psiquiátricas
sobre el travestismo y la transexualidad podemos saber que el término transexual comenzó a
utilizarse hacia en 1950 para designar a individuos que físicamente pertenecen a un sexo, pero
psicológicamente se pertenecen al sexo contrario y que desean que la cirugía altere sus
características físicas para que se asemejen a aquellos del sexo opuesto. Posteriormente, en
1953 el endocrinólogo Harry Benjamin adoptó el término transexual para integrarlo en la
literatura científica —a través de su obra más conocida, The transexual phenomenon—
refiriéndose a aquellas personas motivadas por una permanente disconformidad de género.
Finalmente, en la década del setenta se propone el término disforia de género para definir la
insatisfacción resultante del conflicto entre la identidad de género y el sexo legalmente
asignado al nacer (King, 1998). Esta disforia de género se produce por una autopercepción del
propio género como distinta al cuerpo que se tiene, y esta discrepancia provoca en el individuo
un padecimiento psicológico (angustia, ansiedad, etc) y problemas sociales (escuela, trabajo,
familia, etc).
En la actualidad, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales,
publicado por la American Psychiatric Association (mundialmente conocido como DSM)
describe la disforia de género como una marcada incongruencia entre el género asignado al
individuo al nacer (género natal) y su propia experiencia. Inicialmente se sostenía que se
trataba de una identificación intensa con el “otro sexo”, pero en las últimas ediciones del
Manual (DSM IV, 2013), la definición ya no se limita a ello, sino que la identificación puede ser
con otros géneros alternativos. Sin perjuicio de ello, el análisis de la cuestión continúa
haciéndose en torno a las características tradicionales de la disforia de género en varones y
mujeres.
Si bien como ya señalamos oportunamente no compartimos cierto etiquetamiento en el
que suele incurrir este Manual de Diagnóstico, lo cierto es que es uno de los más usados en la
práctica pericial de los tribunales, y por lo tanto, es útil que el abogado se familiarice con él
para el ejercicio de su profesión. No obstante ello, cabe destacar que para un análisis crítico de
temas como la identidad de género y la sexualidad resultan de consulta obligada las obras de
Mario Gerlero, Los silencios del derecho: instituciones y problemáticas de la Sociología JurídicoPolítica (2008) con la colaboración de Emiliano Litardo y Diego Rao entre otros; y, Derecho a la
sexualidad (2009).
Ahora bien, la disforia de género no es un fenómeno que se produzca sólo en la adultez,
sino que también se presenta en niños y niñas. Siguiendo los lineamientos del DSM-IV, los
indicadores de disforia de género en las niñas son que éstas muestran reacciones negativas
intensas hacia los intentos de los padres de ponerles ropa femenina o cualquier otra prenda de
mujer. Algunas llegan a negarse a ir a la escuela o a reuniones sociales donde sea necesario
llevar este tipo de prendas. Prefieren la ropa de niño y el pelo corto; a menudo la gente
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desconocida las confunde con niños, y piden que se les llame por un nombre de niño. Sus
héroes de fantasía son muy a menudo personajes masculinos fuertes. Prefieren tener a niños
como compañeros, con los que practican deporte, juegos violentos y juegos típicos de niños.
Muestran poco interés por las muñecas o por cualquier tipo de vestido femenino o actividad
relacionada con el papel de la mujer. Se rehúsan en ocasiones a orinar sentadas en el inodoro, y
pueden explicar que poseen o que se dejarán crecer un pene y rechazan los pechos o la
menstruación. Pueden también asegurar que crecerán para ser un varón.
Por su parte, en los niños que atraviesan cuadros de disforia de género, manifiestan un
marcado interés por las actividades femeninas estereotipadas o tradicionales como coser,
bordar, etc.; pueden preferir vestirse con ropa de niña o mujer o pueden confeccionarla ellos
mismos a partir de material disponible, cuando no poseen ropa femenina. A menudo usan
toallas, delantales, pañuelos de cuello para representar polleras o pelo largo. Existe una
atracción fuerte hacia los juegos y los pasatiempos típicos de las niñas. Les satisface
especialmente jugar a la mamá y el papá, dibujar chicas y princesas, y mirar la televisión o los
vídeos de sus ídolos femeninos favoritos. A menudo, juegan con muñecas, y prefieren a las
niñas como compañeras de juego. Cuando juegan a papá y mamá, estos niños realizan el papel
femenino y muestran fantasías que tienen que ver con mujeres. Evitan los juegos violentos, los
deportes competitivos y muestran escaso interés por los coches, camiones u otros juguetes no
violentos, pero típicos de los niños. Pueden asimismo expresar el deseo de ser una niña y
asegurar que crecerán para ser una mujer. A la hora de orinar se sientan en el inodoro y hacen
como si no tuvieran pene, escondiéndoselo entre las piernas. Pero rara vez afirman que
encuentran su pene o testículos horribles; que quieren operárselos o que tienen o desearían
tener vagina.
Finalmente, los adultos con disforia de género muestran el deseo de vivir como
miembros del género opuesto al que por sus órganos sexuales les ha sido asignado. Esto se
manifiesta por un intenso deseo de adoptar el papel social del otro sexo o de adquirir su
aspecto físico, ya sea mediante tratamiento hormonal o quirúrgico. Se sienten incómodos si se
les considera como miembros de su propio sexo o si su función en la sociedad no es la
correspondiente al otro sexo. La adopción del comportamiento, la ropa y los movimientos del
otro sexo se efectúa en diferentes grados. En privado, estos individuos pueden pasar mucho
tiempo vestidos como el otro sexo y esforzándose para conseguir la apariencia adecuada.
Muchos intentan pasar en público por personas del sexo opuesto. Vistiendo como el otro sexo y
con tratamiento hormonal, muchos pasan inadvertidamente como personas del otro sexo. La
actividad sexual de estos individuos con personas del mismo sexo se encuentra generalmente
restringida, porque no desean que sus parejas vean o toquen sus genitales. En algunos varones
con disforia de género en etapas más avanzadas de la vida (a menudo después del matrimonio)
la actividad sexual con una mujer se acompaña de la fantasía de ser amantes lesbianas o de que
la pareja es un varón y él, una mujer.
En los adolescentes las características clínicas pueden parecerse tanto a las de los niños
como a las de los adultos (según el nivel de desarrollo del individuo); así pues, los criterios
tendrían que aplicarse de acuerdo con el nivel de desarrollo.
El sufrimiento de las personas con disforia comienza a manifestarse en los ámbitos
escolares o laborales y acaban socialmente aislados. El aislamiento y el ostracismo conducen a
una baja autoestima y pueden contribuir a sentir aversión por la escuela y a abandonarla.
Especialmente en las ciudades, algunos individuos se dedican a la prostitución, lo que les
expone muy fácilmente a contraer infecciones de transmisión sexual y violencia urbana —civil
y policial—. Finalmente, la disforia de género puede provocar intentos de suicidio y trastornos
relacionados con sustancias adictivas, como un modo de superar la angustia que provoca, por
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lo que en aquellos casos en los que el diagnóstico clínico lo indique, están recomendadas las
intervenciones quirúrgicas de adecuación de sexo a la identidad autopercibida.
Recepción legal de la disforia de género en la Argentina
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A nivel legal, la lucha por el reconocimiento de la identidad de género autopercibida,
como así también, la posibilidad de someterse a intervenciones quirúrgicas para adecuar el
cuerpo a la identidad no tuvo un camino sencillo. El profesor de Historia del Derecho
Rabinovich-Berkman analizó las barreras ideológicas que durante mucho tiempo lo
prohibieron, rastreando sus orígenes sobre la cultura judeo-cristiana en la Biblia, donde en
diversos pasajes se plantea que el sexo es inmutable, y que sólo existen dos. Siempre fue así,
porque es cosa de la naturaleza. Nada va a poder hacer el hombre a ese respecto. En este
sentido, reseña diversas admoniciones bíblicas al respecto, como la condena al travestismo en
Deuteronomio 22,5, la dirigida hacia los hombres castrados (Deut. 23,1) y las que atañen
directamente a la homosexualidad (Deut. 23, 17, y especialmente Timoteo 1,10, o Corintios 6,9
donde se lee: “¿No saben que los injustos no heredarán el reino de Dios? No se extravíen. Ni
fornicadores, ni idólatras, ni adúlteros, ni hombres que se tienen para propósitos contranaturales,
ni hombres que se acuestan con hombres”. Otra fuente cultural para vedar el cambio de sexo se
origina en el Derecho, o mejor dicho, en el discurso de los juristas que sostienen que desde los
tiempos romanos se sabe que el sexo es uno de los estados inmutables de las personas. Pero el
punto es refutado señalándose que todos los “estados” del Derecho Romano eran, por
definición, mudables. El esclavo podía tornarse libre, y viceversa; el extranjero obtener la
ciudadanía, y el ciudadano perderla; el filius familias volverse pater familias y éste convertirse
en alieni iuris (con la arrogación), de manera que el cambio de estado sexual también es posible
en términos legales clásicos. Finalmente Rabinovich-Berkman demuestra que los argumentos
que se oponen a las operaciones de cambio de sexo por atentar contras las buenas costumbres,
no son más que un recurso ideológico para mantener el statu quo, pues el eufemismo de
“buenas costumbres” muchas veces ha sido empleado para justificar desigualdades y
privilegios (de hombres sobre mujeres; de blancos sobre afrodescendientes; etc). De manera
que las “buenas costumbres” son un concepto profundamente ideológico, transido de un
fortísimo conservadorismo, reaccionario contra cualquier mudanza o innovación.
La lucha por lograr una ley que reconociera la disforia de género y el derecho a la
readecuación de sexo sin necesidad de autorización judicial -ni certificado médico de
anormalidad psiquiátrico-, culminó con el dictado de la Ley 26.743 (promulgada en el año
2012) que autorizó la intervención médica sin otro requisito que el consentimiento informado
del paciente. En particular su art. 11 establece: “Derecho al libre desarrollo personal. Todas las
personas mayores de dieciocho (18) años de edad podrán, conforme al artículo 1° de la presente
ley y a fin de garantizar el goce de su salud integral, acceder a intervenciones quirúrgicas totales
y parciales y/o tratamientos integrales hormonales para adecuar su cuerpo, incluida su
genitalidad, a su identidad de género autopercibida, sin necesidad de requerir autorización
judicial o administrativa”.
Con esta ley, se vino a dar reconocimiento a la diversidad y al derecho humano a elegir
un proyecto de vida autónomo sin injerencias de terceros o del Estado. También ayuda a
configurar un mundo futuro en el que la socialización de las nuevas generaciones asumirán la
diversidad y complejidad del comportamiento/sentimiento humano como una parte sustantiva
de la sociedad, sin acudir a esquemas mentales clasificatorios que identifiquen a las personas
por su condición sexual ni acudan a conceptos como “desviado” o “anormal” para encasillar al
otro. El sexo y la sexualidad deben dejar de ser la vara para medir y diferenciar a las personas.
Es así que en este siglo XXI el derecho cumplió con su papel de acompañar el cambio social con
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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nuevos conceptos y categorías de interpretación para pensar la temática de la sexualidad y el
género, abandonando un paradigma normativo formal opresivo (homogéneo, asimilacionista y
simplificador) por otro pluralista en pro de la diversidad (Gerlero, 2006).
Ni con la disforia de género ni con el reconocimiento de la identidad travesti la lucha ha
sido fácil. Sobre este último colectivo, que no debe ser confundido con las personas
transgenero, Rao y Litardo (2006) recuperan un fallo judicial de la Cámara Civil del año 2004
en el que se confirmaba el rechazo de la Inspección General de Justicia a otorgar personería
jurídica a la Asociación Lucha por la Identidad Travesti Transexual. Los argumentos son claros
indicadores de una época, una ideología y un lugar, y sostienen que “…luchar para que el
Estado no discrimine al travestismo como una identidad propia… son objetivos que no tienden
al bien común sino sólo persiguen beneficios personales para los integrantes del grupo
conformado por las personas que detentan esa condición…”, pero esto “no obsta a que se
asocien en procura de tales fines, sin necesidad de una protección especial del Estado, sin que
sea menester por ello hacer participar a este último de un emprendimiento que considera
disvalioso para la totalidad de los convivientes” (Rao-Litardo, 2006, fallo de la Sala K de la
CNCiv, del 19/08/04, en autos “ALITT Asociación Lucha por la Identidad Travesti Transexual c/
IGJ s/ Recurso contencioso administrativo”).
En sintonía y a consideración del fallo de primera instancia, la revista jurídica El
Derecho ya había publicado cierto sentir jurídico sobre la cuestión al señalar “¿cómo hemos
llegado al punto tal, que deba demostrarse, con profusión de sólidos e impecables
fundamentos, que la sociedad en general no tiene ningún interés en que los travestis y los
transexuales sean reconocidos por el Estado… Porque ninguna proyección de “bien común”….
tiene ni puede tener el objeto consistente en la aceptación de estos sujetos por parte de la
sociedad, tal como si fueran hombres y mujeres normales”. Y sigue “… pero a no dudarlo, los
cultores de prácticas sexuales contrarias al orden que en la naturaleza, o en su caso, a las
buenas costumbres que nuestra sociedad tiene incorporadas a su misma esencia, sean cual
fueren sus expresiones cada vez más diversas, gays, lesbianas, swingers, y ahora travestis y
transexuales, no pueden aspirar a que como tales sean aceptados socialmente… siendo que
justamente estas actividades trasuntan una falta de identidad por parte de quienes se disfrazan
bajo la apariencia de otro sexo o directamente, intentan mudarlo convirtiéndolo”. El
comentario del fallo se ajusta a una concepción binaria del mundo fundada en la
heteronormativa, donde no hay más lugar que lo masculino y lo femenino, y todo lo que no
encuadre en estos moldes debe adaptarse o sencillamente ignorarse, pero jamás reconocerse, y
mucho menos a nivel del discurso estatal. Este orden se justifica en la necesidad de organizar,
administrar, sistematiza y controlar la producción de cuerpos y mentes de un modo binario,
cuyos deseos sexuales se ajusten al mandamiento heterosexual imperante, asignando una
identidad genérica y sexual que va a marcar la biografía del individuo imponiéndole una
identidad sexual de la que no debe intentar salirse, y también se lo abordará desde lo colectivo,
de modo tal que el sistema de representación de su “yo” sea correspondido con el de otros
similares (Gerlero, 2008), es decir, condicionar al sujeto para evitar la diferencia.
Años más tarde, en 2006, la Corte Suprema de Justicia de la Nación revocó el fallo de
Cámara, considerando que dentro del concepto de “bien
común” se encuentra el
reconocimiento de la diversidad, y en tal sentido negar la personería jurídica a travestis y
transexuales es una iniciativa discriminatoria en un país que no permite la discriminación por
ideas, identidades, tendencias u orientación sexual.
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Capítulo 14
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Psicología del Prejuicio
y la Discriminación
Temas del capítulo
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


Definición, tipología y consecuencias psicosociales del prejuicio
Bases psicológicas individuales del prejuicio
Influencia de los factores sociales en los prejuicios
Prejuicio y casos judiciales
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I. El prejuicio
El prejuicio es básicamente un sentimiento favorable o desfavorable con respecto a una
persona o cosa, que se experimenta, ya sea, con anterioridad a una experiencia, sin tenerla en
cuenta o generalizando sobre sus resultados (Fucito, 1999). Es decir, se trata de un fenómeno
emotivo que muchas veces está más allá de la racionalidad y que condiciona la forma de pensar
y actuar de las personas, pues las hace percibir a los otros, no por lo que son, sino por la
categoría social a la que pertenecen (color de piel, clase social, religión, género, orientación
sexual, etc.) sin admitir pruebas en contrario que contradigan su prejuicio. En este sentido, los
prejuicios negativos llevan a las personas que los portan a tratar a otros individuos con miedo,
desprecio o hostilidad a partir de fundamentos generalizadores y superficiales, y sin referencia
a sus condiciones personales; basta con su carácter de integrantes de ciertos grupos para
considerarlos que poseen las características adscriptas a esa categoría social.
Tal supuesto pudo evidenciarse claramente en gran parte de Latinoamérica hacia
principios de siglo XIX, cuando se consideraba que los habitantes de los pueblos originarios
(llamados indios, indígenas, cholos, etc.) eran todos salvajes, y piénsese las consecuencias que
ello acarreó sobre sus miembros, tales como la exclusión de la sociedad, la imposibilidad de
verlos como iguales, la facilidad para matarlos como a animales, etc. En la Argentina, Domingo
F. Sarmiento, como tantos otros hombres de su tiempo, transmitía claramente la ideología
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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sobre los habitantes originarios al señalar “…por los salvajes de América siento una invencible
repugnancia sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a
quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos,
porque así son todos. Incapaces de progreso. Su exterminio es providencial y útil, sublime y
grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio
instintivo al hombre civilizado". Solo en un contexto social donde estos discursos circulaban
aceptadamente puedo años más el presidente Julio A. Roca llevar a cabo su campaña al Desierto
aniquilando a las poblaciones originarias del sur argentino, puesto que “el indio” ya había sido
convertido en subhumano por la ideología dominante. En este sentido, las palabras del propio
Roca no dejan lugar a dudas: “Estamos como nación empeñados en una contienda de razas en
que el indígena lleva sobre sí el tremendo anatema de su desaparición, escrito en nombre de la
civilización. Destruyamos, pues, moralmente esa raza, aniquilemos sus resortes y organización
política, desaparezca su orden de tribus y si es necesario divídase la familia. Esta raza quebrada
y dispersa, acabará por abrazar la causa de la civilización (Academia Nacional de Historia
Argentina, 2009).
Pero hacia comienzos del siglo XX también pueden rastrearse otras evidencias
discriminatorias que se exponían, con total naturalidad, ideas que hoy nos resultarían
escandalosas. Así, José Ingenieros, más allá de su grandes aportes en campos del saber
científico, sociológico y filosófico (fue uno de los primeros en criticar duramente las teorías de
Lombroso) no pudo escapar a su tiempo y difundió sus ideas “raciales” cargadas de prejuicios,
al sostener que “Los hombres de raza de color no deberán ser política y jurídicamente nuestros
iguales; son ineptos para el ejercicio de la capacidad civil y no deberían considerarse personas
en el concepto jurídico (…) cuanto se haga en pro de las razas inferiores es anticientífico; a los
sumo se las podría proteger para que se extingan agradablemente...” (citado por Zaffaroni,
1988).
Pero el concepto que estamos estudiando también incluye los casos contrarios, es decir,
los prejuicios positivos, aquellos por los cuales solemos pensar favorablemente acerca de otras
personas con la misma indiferencia por la (des)información que tenemos acerca de ellas, es
decir, por su sola pertenencia a determinado grupo los consideramos honorables, superiores,
buenos, etc. Por ejemplo, cuando se afirma que todos los brasileros son alegres, o que todos los
alemanes son inteligentes o que todos los europeos son civilizados se está incurriendo también
en un modo de pensar prejuicioso.
Sobre este último punto, es interesante advertir cómo se ha inculcado a los pueblos
latinoamericanos la ilusión de que la civilización, la razón y el progreso estaban en otra parte; o
que los habitantes latinoamericanos eran la barbarie, sobre todo, en comparación con un
europeo o un norteamericano. De este modo, se imprimió un prejuicio positivo hacia todo lo
que se consideraba Primer Mundo, y sesgados por la admiración y el preconcepto, ha pasado
desapercibido que las dos Guerras Mundiales que mataron a millones de personas no
empezaron ni se desarrollaron entre latinoamericanos o africanos. Que Hitler no era
nicaragüense ni Stalin uruguayo, ni Franco kenyano. Que Peal Harbour no fue atacada por
chileno o egipcios. Y que Auschwitz o Dachau no estaban en la Amazonia o en el Congo. Fue la
patria de Hegel, Kant y Goethe la que luchó contra la de Voltarie y la de Darwin; fue la hoy
admirada patria de los Toyota y los Panasonic la que luchó a muerte contra la patria de
Jefferson y Whitman (Giardinelli, 1998). En definitiva, lo que estos ejemplos nos pemiten
advertir cuán profundo es el prejuicio positivo que ni algunas de las aberraciones más grandes
de la historia de la Humanidad pusieron en duda dónde se hallaba la cuna de la Civilización y el
Progreso.
Como vemos, tanto desde un punto negativo o positivo, lo que lo caracteriza al prejuicio
es el sesgo que impone a la percepción. En un caso será a partir de un sentimiento de rechazo y
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hostilidad, y en otro de aceptación incondicional. Pero aquí sólo profundizaremos en su aspecto
negativo, por ser el que mayores problemas ha acarreado, tanto a nivel individual, sobre las
personas que lo sufren, como por sus consecuencias sociales, en los casos de masacres y
exterminio de poblaciones enteras.
Pensando a partir de categorías sociales
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Para profundizar en la psicología del prejuicio debemos comprender que solemos
pensar en los demás a partir de su pertenencia a categorías. Cuando nos presentan a alguien,
una primera categorización es identificar si es hombre/mujer; niño/joven/adulto/anciano; etc,
y a partir de allí interactuamos. Como se advierte, las categorías son conjuntos de personas que
comparten algún atributo en común (género, edad, color de piel, religión, clase social, etc.) y
cuando se introducen en nuestro sistema psíquico se incluyen en ellas las diversas experiencias
pasadas y presentes. Por ejemplo, la primera vez que vimos a alguien con una túnica blanca y
un turbante seguramente nos llamó la atención y habremos preguntado a nuestros padres qué
era eso. Posiblemente se nos explicó sobre el Islam y sus costumbres (buenas o malas, según
quien nos lo haya explicado) y con esos elementos habremos construido una categoría en
nuestra mente sobre “los musulmanes”. Luego, cuando vimos a otra persona vestida de manera
similar, nuestra mente reaccionó de manera automática incluyéndola en la categoría construida
y percibiéndola desde allí.
Con este mecanismo cognitivo y perceptual
podemos identificar rápidamente a cualquier
individuo
perteneciente
a
una
categoría
determinada, generando además una reacción
emocional (aprecio, desprecio, temor, etc). En la
imagen que se acompaña en este apartado,
encontramos diversos estereotipos de individuos
pertenecientes a diversas categorías. Si se los mira,
rápidamente se podrá decir a qué categoría
pertenece cada uno, y aún más, hasta se podrá decir
cómo es la personalidad y costumbres de los
miembros de esta categoría. Si quiere, pruebe hacer
el ejercicio.
Vemos así que, una cosa son las diferencias
que pueden existir entre diferentes grupos sociales,
como por ejemplo, entre los ricos y los pobres; los profesionales y los comerciantes; los
porteños y los provincianos; etc., y otra, la forma en que las percibimos y lo que pensamos
acerca de ellas, ya que como sabemos, nada de lo que percibimos por nuestros sentidos lo
hacemos en forma neutral. Siempre seleccionamos e interpretamos favorable o
desfavorablemente el mundo social a la luz de nuestra cultura. Así, cuando vemos caminar por
las calles de nuestra ciudad a una persona con pantalones bermudas, una cámara fotográfica
colgada en su pecho y una gorrita, rápidamente sabremos que se trata de un turista, y si se nos
acerca con cara de hacernos una pregunta, muy posiblemente nos predispongamos a
responderle. Seguramente nuestra reacción sería distinta si quien se nos acerca es un policía.
De este modo lo que percibimos y lo que pensamos se funde en un solo acto que nos hace
actuar o predisponernos de diversas maneras. En los ejemplos anteriores percibo al otro desde
la categoría a la que juzgamos que pertenece y le atribuyo las características que he aprendido
que tienen las personas que integran ese grupo. Pero debe quedar en claro que todo ello son
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
II. La psicología del prejuicio
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Pensando desde el prejuicio
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elementos añadidos por mí a partir de mi educación, la cultura a la que pertenezco o mis
experiencias pasadas. Con todo este bagaje de elementos anteriores al contacto, completo la
percepción del otro y actúo/pienso/siento en consecuencia. Pero esto no es ser prejuicioso,
sino que es el modelo al que recurre nuestro aparato psíquico para comenzar a interactuar con
un otro que nos resulta desconocido. Categorizar, nos ayuda a reducir la incertidumbre, nos
orienta. La persona prejuiciosa aplica también la categorización, pero negándose a reconfigurar
sus creencias sobre el otro a pesar de que éste brinde pruebas concretas que refuten sus
preconceptos acerca de cómo son las personas de la categoría en la que éste fue encasillado.
Por ello, a continuación ingresaremos en el análisis de los procesos psicológicos en los que se
sostiene el prejuicio.
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Para comprender por qué la gente puede tener actitudes prejuiciosas, debemos agregar
a lo dicho sobre la categorización, un mínimo repaso sobre cómo funciona nuestro
pensamiento. La actividad psíquica de pensar puede ser definida como un intento de anticipar
la realidad para prever las consecuencias de los propios actos y los del entorno (físico y
humano), y también, para planificar acciones que permitan conseguir diversos objetivos. Por lo
tanto, se trata de una función muy activa de nuestro cerebro en la cual se emplea información
almacenada en la memoria para interpretar lo que se percibe, evaluar y planificar acciones
propias y ajenas.
Cuando el pensamiento es empleado de manera eficiente para actuar, por ejemplo,
cuando evaluamos que para retirar una torta del horno conviene hacerlo con un trapo,
hablamos de razonamiento, ya que evaluamos los medios y fines que nos parecen los más
razonables para lograr un objetivo del modo más idóneo; y cuando empleamos el razonamiento
para avanzar en proyectos y objetivos, es decir, cuando actuamos de acuerdo a lo que hemos
pensado, diremos que estamos haciendo uso de nuestro pensamiento dirigido hacia ciertos
fines.
En contraposición con esta forma de pensar dirigida encontramos el pensamiento
fantasioso en el cual nuestra mente divaga sin hacer ningún progreso concreto en dirección a
un objetivo. Se trata de ensoñaciones diurnas o proyectos imaginarios que no se concretan en
la realidad, tal como el individuo que planea armar una fábrica, pero no tiene los conocimientos
ni el capital necesario para hacerlo. Es decir, son pensamientos que no hacen avanzar hacia
ninguna meta real. A esta forma de pensar se la denomina pensamiento autorreferencial por no
tomar en cuenta la realidad del entorno.
Comprender la estructura de este tipo pensamientos, en los que todos algunas veces
incurrimos, nos ayudará a entender a las personas prejuiciosas, pues cuando estos individuos
sostienen sus afirmaciones sobre otras personas (p.ej. cuando dicen que los Chinos son unos
salvajes que comen perros), lo hacen partiendo de premisas que tal vez no se correspondan con
la realidad sino con sus propias fantasías o lo que alguna vez han escuchado y considerado
como una verdad absoluta. De hecho, si bien es cierto que en China algunas personas comen
esos animales, no todas lo hacen, y ni siquiera la mayoría. Sostener que “todos” los chinos
comen perros y ratas sin haber ido jamás a China, e ignorando a los chinos que no tienen esa
práctica alimentaria es un caso de prejuicio. Pero debe quedar en claro que el prejuicio no
significa hablar mal de los miembros de pueblos lejanos, esa es su manifestación, el prejuicio es
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hacerlo sin pruebas que confirmen estas afirmaciones o ignorando aquellas que las refuten. Es
esta rigidez de pensamiento lo que lo caracteriza y dificulta su deconstrucción, pues al no
aceptarse ideas contrarias es muy difícil que la persona cambie su manera de pensar sobre una
categoría social determinada.
Racionalización del prejuicio
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Asimismo, el pensamiento autorreferencial —que es la base estructural sobre la que se
asienta el prejuicio— suele ir acompañado de una racionalización, ya que a la gente no le gusta
admitir que su pensamiento es prejuicioso, y por lo tanto, acuden a algún tipo de justificación
de su forma de pensar sobre los demás que les permite sostener juicios de valor sobre los
demás que parecen de sentido común. Es claro que durante mucho tiempo China estuvo
asociada en el imaginario popular con prácticas culturales distintas a las occidentales, de
manera que el prejuicio sobre los ciudadanos de esta nacionalidad encuentra un sustento
fáctico que lo torna “razonable”, aunque como vimos, que sea razonable no significa que ello se
compadezca con la realidad. Quien señaló esta característica de la racionalización del prejuicio
fue Gordon Allport (1963:191) y brindó algunos ejemplos para comprender mejor este punto:
Un hombre blanco con prejuicios no admitiría que su negativa a beber en la misma taza en que
bebe un hombre de color se debe al desagrado que le inspiran los miembros de esta categoría; por
lo que sostendrá que no lo hace porque éstos individuos tienen enfermedades propias de su “raza”
que son contagiosas para los blancos. Es una razón posible, aun cuando esa persona no dudaría
en beber de la misma taza en que beben otros blancos (quienes también pueden tener
enfermedades). Otro ejemplo que brinda Allport señala que en 1928 mucha gente no votó al
candidato a la presidencia norteamericana Al Smith porque era católico. Sin embargo, como esa
razón era claramente prejuiciosa (recuérdese que en EEUU la mayoría es Protestante), la razón
que dieron fue la de que era un hombre “torpe”. Esta también es una razón plausible, pero no la
verdadera razón.
No siempre es sencillo distinguir entre razonamiento y racionalización, debido a que las
racionalizaciones generalmente siguen dos reglas: (a) tienden a adecuarse a algunas pautas
socialmente aceptadas; por ejemplo, está bien rechazar a un candidato presidencial por “torpe”
pues llevaría a la bancarrota al país, o evitar el contacto con individuos que portan
enfermedades contagiosas; y, (b) tienden a aproximarse lo más posible a las pautas de la lógica
aceptada; por lo que, aunque las razones que esgriman no sean reales, son al menos buenas
razones para actuar del modo en que se lo hace. En este sentido, parecería sensato no querer
beber de una taza si existe riesgo de “contagiarse” una enfermedad.
No obstante, en ambos casos, estamos ante justificaciones del prejuicio por medio de
racionalizaciones que permiten encubrir el acto discriminatorio, para convertirlo en un hecho
que cualquier persona razonable compartiría. De esta manera se lo invisibiliza, manteniéndose
y reproduciéndose de una generación a la otra por medio de la socialización.
Pensamiento causal ¿quién fue?
Pero no sólo el pensamiento autorreferencial es suficiente para comprender la
estructura psicológica sobre la que se puede asentar el prejuicio, sino que también nuestra
tendencia a encontrar las causas de todo lo que percibimos es la que nos lleva a querer hallar
responsables de todo lo que de alguna manera se relaciona con nuestra vida y de la nuestra
comunidad. Hemos visto en capítulos anteriores que la realidad es demasiado compleja o
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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caótica para que nuestra mente procese todos los estímulos que nos rodean, y por lo tanto,
seleccionamos y simplificamos sus contenidos, y buscamos atribuir causas a los hechos sobre
los que ha recaído nuestra atención para comprenderlos. Este es un comportamiento básico
que se va a aprendiendo en la niñez —no en vano los niños suelen pasársela preguntando los
¿por qué? de las cosas—, y nos acompaña toda la vida, aunque de modos más sutiles. Es por ello
que todas las culturas del mundo siempre tendrán una contestación para cualquier pregunta
que pueda formularse, ya que ninguna se lava las manos diciendo “A esa pregunta, nunca
tendremos la respuesta”, sino que elucubran mitos, leyendas, conocimiento científico y
religiones para dar explicaciones a cada una de las dudas del ser humano.
Ahora bien, esta necesidad básica de conocer las causas y orígenes de todo, tiene una
importante conexión con las interacciones grupales y el prejuicio, ya que al considerar la
causalidad como la ley fundamental de todo lo que sucede en nuestro entorno o en nuestra
propia vida, siempre será “alguien” concreto el responsable de todos nuestros males, ya sean
individuales (que nos despidan del trabajo) o sociales (la hiperinflación que licúa nuestros
ahorros). A diferencia de las cosas positivas que nos ocurren, que por un sesgo perceptual
solemos considerar que nos suceden porque nosotros mismos las conseguimos (Efecto amor
propio), para lo negativo casi siempre tenderemos a buscar una explicación exterior. En este
sentido, tendemos a buscar culpables en los otros, sin advertir que muchas veces, lo que nos
ocurre puede obedecer a grandes variables económicas, históricas o sociales sin que un grupo
en particular o una persona sea su responsable. Esta tendencia, conjuntamente con el
pensamiento autorreferencial, es la que nos predispone al prejuicio hacia los demás.
La ley del menor esfuerzo
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Finalmente, otra tendencia habitual de los seres humanos que acompaña las actitudes
prejuiciosas se trata de la “ley del menor esfuerzo”, según la cual, gastaremos la menor
cantidad de recursos cognitivos para interpretar el mundo, y ello a pesar de que hemos
aprendido a ser críticos y a tener una cierta amplitud de criterio para hacer nuestra
evaluaciones. Claro que según la historia de vida de cada individuo la tendencia a cumplir con
esta ley será diversa, pero su existencia será ineludible. Por ejemplo, un médico no se dejará
llevar por las generalizaciones populares sobre el HIV, pero podrá aceptar generalizaciones
excesivas acerca de diversa categorías sociales (la juventud, los inmigrantes de países
limítrofes, etc.) Ello se debe a que la vida es demasiado corta y compleja como para pretender
ser un especialista en cada tema y hablar con fundamento en cada uno de ellos, y por ende, una
vez que formamos un concepto sobre las cosas, y en especial, sobre las categorías de personas
(los musulmanes, los gitanos, los villeros, los abogados, las mujeres, los jóvenes, etc.)
descartamos la posibilidad de analizar cada caso en particular, y juzgamos a las personas que
parecen pertenecer a cada categoría como si estuvieran dotados de las mismas características
que le atribuimos a sus miembros. Así se habla de que los latinos son pasionales, los ingleses
fríos, los alemanes rígidos, los franceses refinados, etc. La consecuencia de esta ley del menor
esfuerzo es nos hace creer que existiría cierta esencia de las personas que pertenecen a cada
categoría.
La manifestación extrema del principio de la ley del menor esfuerzo lo hallamos en los
juicios dicotómicos, es decir, aquellos que solo asumen dos valores: bueno/malo;
amigo/enemigo; lindo/feo que nos suele llevar este mecanismo psíquico. En estos casos, por
economía de pensamiento las personas dividen el mundo en cosas buenas o malas, amigas o
enemigas, y con esta lógica simplista interactúan ignorando todas las riquezas y los matices de
la vida social. Este recurso básico de interpretación del entorno la aprendemos en la infancia,
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tal como lo demuestra el ejemplo de un niño que miraba las noticias con su padre, y después de
cada nota periodística le preguntaba “¿Papá, esto es bueno o es malo?”. Ante la falta de
conocimientos para evaluar lo que percibía, el niño requería a su padre que le simplificara este
confuso y complejo mundo, colocando cada acontecimiento en una de las dos categorías: bueno
o malo. Generalmente esta tendencia se abandona en la adultez, aunque algunas personas
perseveran en ella, quedan fijadas o no maduran, ya que resulta tentadora la posibilidad de
acomodar y simplificar el mundo en categorías dicotómicas, donde las cosas son buenas o
malas, amigas o enemigas, morales o inmorales. Es comprensible que ello ocurra, pues este
recurso economiza energía psíquica, pero al precio de perder todos los matices y la
individualidad del otro. Al hacer de este recurso un patrón común de comportamiento se va
forjando una personalidad cada vez más prejuiciosa.
Personalidad prejuiciosa vs tolerante
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En definitiva, los individuos que desarrollan una personalidad prejuiciosa se
caracterizan por tener procesos cognitivos que son generalmente diferentes de los procesos
cognitivos de las personas tolerantes, por lo que el prejuicio no se limitaría a ser un
sentimiento positivo o negativo con respecto a un grupo específico, sino que también
intervendría en su configuración una manera habitual de pensar. Una recurrencia a juzgar a los
individuos por su pertenencia a categorías sociales, interpretándolas a estas a partir de valores
dicotómicos y aplicando la ley del menor esfuerzo para arribar a sus conclusiones. Sumado a
ello la racionalización de sus puntos de vista, que no toman en cuenta la realidad del entorno,
sino las ideas preconcebidas tornan a los individuos que portan este tipo de personalidades en
personas autoritarias e intolerantes. Además, estos hábitos de pensamiento se van tornando
cada vez más rígidos, por lo que no cambian su configuración fácilmente, sino que persisten en
razonar de maneras inadaptadas a su entorno (p.ej. seguir considerando a la homosexualidad
como una enfermedad, a las madres solteras como vergüenzas de la familia, a los que viven en
la villa como todos delincuentes, etc.).
Otra consecuencia de personalidad prejuiciosa es que su sencillez de pensamiento hace
que las soluciones que proponen a los problemas sociales sean de la misma ingenuidad infantil.
Así, suelen ser los referentes de discursos que consideran que la delincuencia se arregla
metiendo más bala; la educación volviendo a los castigos y azotes; y la política, echándolos a
todos. Difícilmente comprendan que fenómenos como éstos tienen raíces culturales muy
profundas y que la solución no puede depender de alterar una sola variable, como ellos suelen
resolver los problemas de su vida diaria.
Contrariamente a ello, la personalidad tolerante, se caracteriza porque sus procesos
cognitivos tienen en cuenta una mayor diferenciación de las categorías, es decir, están abiertos
a percibir que un individuo, más allá de pertenecer a determinada categoría social, tiene
particularidades que lo distinguen en algunos aspectos e igualan en otros. Suelen presentar
personalidades reacias a juzgar al otro hasta conocerlo como persona, es decir, a partir de sus
actos y pensamientos, más que sobre la base del prejuicio que pesa sobre el grupo social al que
pertenece.
Claro que esto no significa que sólo existen dos tipos de personas: las tolerantes y las
prejuiciosas, sino que estas son tipologías que nos presentan los puntos extremos dentro de los
cuales encontramos a personas con diversos grados de tolerancia o prejuicio.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Prejuicio y pre-juicio
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Uno de los problemas del prejuicio es que las personas que lo expresan no pueden o no
están dispuestas a cambiar sus ideas y su forma de pensar a pesar de que exista información
que colisione con éstas. Es decir, si alguien piensa que los alemanes son todos nazis, y tiene la
experiencia de conocer a uno que parece muy liberal y progresista, seguramente tratará de
adecuar esta vivencia a su prejuicio por medio de alguna racionalización, y es posible que diga
que este alemán no es un exponente típico o que seguramente está haciéndose pasar por
tolerante porque está en un país extraño, pero que el resto, allá en Alemania, son todos como
él/ella.
Sin embargo, como hemos visto, algunas personas no son tan cerradas, y si bien pueden
creer que los alemanes son propensos al autoritarismo, pueden llegar a cambiar su concepción
cuando advierten pruebas que le permiten apreciar su error. En este caso, no estaríamos ante
un prejuicio tal como nosotros lo hemos definido, sino ante un pre-juicio, es decir, un
preconcepto sobre el otro o los otros, que acepta prueba en contrario. Contrariamente a éste
individuo, el que abriga prejuicios, no está dispuesto a otorgarle a la conducta del prejuiciado
ningún valor, salvo para reafirmar su propio prejuicio, y todos los elementos que se oponen a
esa idea serán ignorados o rechazados emotivamente. De hecho, muchas veces ocurrirá que
quien afirme lo contrario o defienda al discriminado, será considerado tan peligroso como el
señalado. Un ejemplo puede verse en la película “Matar a un ruiseñor”, en la cual, un abogado
blanco del sur de los Estados Unidos, decide tomar la defensa de una persona afrodescendiente
acusada falsamente de violación, y se convierte en tan enemigo del pueblo como el propio
acusado, aunque deja una enseñanza moral a sus hijos que todo abogado debería aprender.
El prejuicio en la sociedad
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La causa de que el prejuicio acompañe a la humanidad hace tanto tiempo, es que alguna
función social debe cumplir, y la explicación, en parte se debe a que al vivir en un mundo
extremadamente complejo, si nuestra intención fuera hablar y opinar de los otros con todos los
fundamentos y conocimientos necesarios para hacerlo, deberíamos quedarnos callados. Sin
embargo, ni antes ni ahora, hemos podido permitir que la ignorancia nos detenga en nuestros
asuntos cotidianos, y por ende, las exigencias de decidir rápido sobre los otros nos ha llevado a
decidir si los objetos o las personas son buenos o malos a partir de categorías superficialmente
consideradas. Resistirse a este modo de operar de nuestra mente es patrimonio de quien, por
un condicionamiento específico de socialización o de educación, se niega a emitir opiniones sin
mayores fundamentos o conocimientos. Sin embargo, la mayoría hablamos en base a categorías
tales como “los taxistas, los políticos, los abogados, lo alumnos, los hombres, etc”, y no cabe
duda de que pocos podrían asegurar que no incurren en discursos prejuiciosos a partir de
categorías presuntamente homogéneas que definen patrones de conducta de sus miembros
(Fucito, 1999).
Otra razón que explica la subsistencia del prejuicio es la distancia que ha separado a las
comunidades en el pasado (antes de internet y los vuelos de avión, por ejemplo), ya que cuanto
más lejanos a la experiencia personal sean los miembros del grupo sobre el que recae el
prejuicio, mayor facilidad existirá para incurrir en afirmaciones infundadas sobre ellos. Tal
circunstancia se explica porque los seres humanos tendemos a juzgar continuamente, y el
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hecho de no contar con bases sólidas para hacerlo no nos impide inferir cómo es el/los otros.
Se diría que la ignorancia y la falta de interacción suelen ser algunas de las razones que
explican las generalizaciones que se hacen sobre los otros, a quienes no se los conoce bien, pero
que por alguna razón se aprendió a odiar o temer (o a amar), por lo que también, la idea de una
aldea global, debería ser un factor tendiente a disminuir los niveles de prejuicio entre las
naciones.
Asimismo, dentro de una misma sociedad también pueden darse supuestos en los que
dos grupos humanos vivan juntos pero se desconozcan, y completen esta ignorancia con
prejuicios, tal como ocurre entre los miembros de la clase alta y los de la baja.
Allport (1968) señalaba que prejuicio no recae sobre cualquiera ni sobre cualquier
grupo social, sino que existen grupos de riesgo, es decir, categorías sociales que son más
propensas a ser más estigmatizadas que otras en razón de las siguientes características: etnia,
sexo, edad, agrupamientos regionales, religión, ideología, clase social, nivel educativo,
ocupación, nacionalidad, personas con padecimientos de salud, procesados, condenados y
excarcelados. Todas las personas que conforman estas categorías tienen en común que se
desvían de la norma que marca la conducta debida y que el prejuicio, de un modo expreso o
tácito define. Por ejemplo si se discrimina al católico o al judío por su religión, será porque ser
protestante o musulmán es la regla de excelencia; si se ataca al extranjero, es porque se valora
positivamente al nacional; si se estigmatiza a la mujer, será porque nos hallamos ante una
sociedad machista que reserva todos los privilegios para los hombres, y si así sucesivamente. El
prejuicio protege el status quo y sirve para señalar a los culpables de los males sociales.
El prejuicio suele recaer sobre el “distinto”, ya sea porque sea porque se aparta de la
media, es un desconocido y pretende reivindicar su posición en la sociedad. En este sentido, es
útil recordar la clasificación que hace Merton (1987) al estudiar el comportamiento grupal,
quien advirtió la existencia de una tendencia a menospreciar a las personas que no forman
parte del grupo al que se pertenece.
Merton señala que somos seres gregarios y tendemos a estar en grupo, pues tal
circunstancia fortalece nuestra identidad. Pero cuando se exacerba el sentimiento de
pertenencia puede ocurrir que el sujeto se fanatice con su identidad grupal y considere que
todos los que no pertenecen a él son inferiores, despreciables y demás adjetivos negativos.
Cuando ello ocurre, estamos en presencia de una lógica grupal que hace que sus individuos sólo
miren hacia adentro, despreciando todo lo externo. A un grupo con estas características lo
llamaremos endogrupo (hinchas de fútbol que juzga negativamente a los de los otros equipos;
fanáticos políticos que juzgan como imbéciles a quienes no les interesa la política; etc.). Los
miembros de los endogrupos suelen tener un sentimiento desmedido del “nosotros” que hace
que se sientan distintos a “los otros”, es decir, a todos aquellos que no forman parte de su
grupo. La solidaridad y lealtad entre ellos es una poderosa defensa contra cualquier crítica
externa, que permite continuar suponiendo que allí las cosas son perfectas al igual que sus
pares. En definitiva, el endogrupo se caracteriza por una solidaridad, lealtad, amistad y
cooperación exacerbada entre sus miembros, y un desprecio hacia quienes no lo son, es decir,
hacia el exogrupo.
El exogrupo no está formado por un grupo externo determinado, sino por el modo de
considerar a los extraños por parte de los miembros de un endogrupo, quienes consideran a los
que no forman parte de su grupo como distintos, inferiores, y prescindibles. Sin perjuicio de
ello, también puede ocurrir que un grupo en particular se convierta en blanco de ataque del
endogrupo (River-Boca; Flogger-Cumbieros; Derecha-Izquierda; creyentes-ateos). Cuando ello
ocurre a nivel social, las sociedades se polarizan, se dividen construyendo un “nosotros” frente
a un “ellos”, y los comportamientos violentos no tardan en aparecer que pueden ir desde las
pequeñas agresiones verbales hasta procesos de exterminar (inquisición, nazismo, dictaduras
latinoamericanas, etc).
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
III. Repercusión social del prejuicio
Categorías sociales sobre las que recae el prejuicio
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La experiencia histórica ha demostrado que el prejuicio negativo puede clasificarse
según tres grandes categorías sobre las que puede recaer: a) comunidades enteras, b)
categorías definidas por status adscriptos; y c) categorías definidas por status adquiridos.
Veamos cada una de ella con mayor detenimiento:
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a) Rechazo de comunidades enteras (étnicas, religiosas, nacionales): Un ejemplo de
cada uno de estos tres supuestos nos dirá que el rechazo étnico se ilustra con el prejuicio sobre
los pueblos originarios durante la conquista española, a quienes —como ya vimos—se los
consideraba vagos, con poco intelecto e incivilizados. Algo similar ocurrió en los Estado Unidos
con la población esclava afro-descendiente, con el agregado de que allí también se los
consideraba como seres sin alma, y por ende, al no ser humanos eran cosas cuya venta estaba
permitida. En cuanto a los prejuicios religiosos pueden encontrarse ejemplos entre los
ciudadanos occidentales que consideran a todo practicante de la fe musulmán, por el solo
hecho de vestir un turbante, un terrorista. Finalmente, prejuicios por cuestiones de
nacionalidad, puede ejemplificarse con la eterna enemistad que suele enfrentar a algunos
países vecinos, cuyos habitantes se odian, sin tener demasiado contactos. El caso argentinachile, ilustra el punto, donde la enemistad prejuiciosa se funda más en el desconocimiento del
otro que en contactos reales. Alguien dijo alguna vez que el prejuicio es una enfermedad que se
cura viajando.
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b) Rechazo a categorías de personas definidas por status adscriptos: Los status
adscriptos son las diversas posiciones sociales que las personas tenemos en la sociedad por
nuestras características propias. Ejemplos de ello serían: ser mujer, hombre, anciano, niño,
discapacitado, enfermo mental, etc. La persona no hace nada por ser lo que es, y el prejuicio
puede recaer sobre estas categorías. Eso ocurre cuando se juzga sin admitir prueba en
contrario que “las mujeres no saben manejar”, “los viejos no sirven para nada”, “los jóvenes son
todos unos irresponsables”.
Muchos status adscriptos han pasado a conformar el reservóreo de insultos sociales, lo
que evidencia el prejuicio sobre ellos. Así, palabras agraviantes que se emplean hoy se emplean
para insultar fueron originalmente utilizadas para designar discapacidades (p.ej. ciego,
paralítico, deforme, idiota). También advertimos que no es raro escuchar a los niños imputarse
“vos sos una mujercita”, o jóvenes acusarse de tener “alma de viejo”. Todos estos ejemplos
demuestran el prejuicio existente sobre cada una de estas categorías mediante la asociación
discriminante que realizan.
c) Rechazo a categorías definidas por status adquiridos: Los status adquiridos, a
diferencia de los adscriptos, son aquellos en los cuales la persona ha hecho un algo para
asumirlos (p.ej. delincuente, mal alumno, burócrata) y sobre los que existe un prejuicio. Claro
que también existirán status prestigiosos, como el del médico, famoso, sacerdote, o mixtos, es
decir, favorables o desfavorables según la ideología y el nivel sociocultural del que categoriza
(homosexuales, bohemio, consumidor de drogas). En muchos casos, los términos que se
emplean para definir a estas personas son peyorativos: un delincuente o un criminal son más
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que “condenados a pena privativa de la libertad por un tribunal competente”; y un “drogadicto”
o un “sidoso” es más que una persona que padece una enfermedad, pues las palabras que
describen a estas personas están cargadas de un componente negativo que exceden la mera
descripción.
Niveles de prejuicio
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El prejuicio surge en las comunidades debido a que sus miembros están de acuerdo con
las creencias predominantes. La discriminación circula naturalizada, justificada por
racionalizaciones que la hacen ver como algo de sentido común, y se perpetúa por su
transmisión de generación en generación, con lo cual, queda claro que nadie nace prejuicioso,
sino esta actitud hacia el otro se aprende. Ahora bien, lo que cambia puede ser el nivel de
reacción social contra las categorías sociales sobre las que recae el prejuicio dependiendo del
contexto histórico. Así, siguiendo a Allport (1968), encontraremos que los grados de violencia
que puede alcanzar el prejuicio, de mayor a menor, son los siguientes:
Rechazo verbal: se trata del nivel más bajo de la hostilidad nacida del prejuicio, y se
refiere a tratar peyorativamente al grupo víctima del prejuicio, empleando recursos
comunicacionales tales como los apodos estigmatizantes (sudacas, bolitas, paraguas,
cagatintas, conchetos, etc.). También el chiste esconde formas sutiles de agresión verbal. En
este sentido, el cuento machista o el xenofóbico son formas comunicacionales de agredir al otro
y reproducir el prejuicio. Finalmente, también en la charla cotidiana se presenta el rechazo
verbal al hablar despectivamente del otro, ya sea en las charlas cotidianas entre pares o bien en
la interacción con los miembros que soportan el prejuicio.
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Evitación del contacto personal o familiar: se trata de impedir que los miembros de
la familia (cónyuges, hijos, etc.) se vinculen con los miembros del grupo estigmatizado. Por
ejemplo, impedir que los niños inviten a jugar a la casa a los compañeritos que pertenecen al
grupo sobre el que recae el prejuicio.
Discriminación: la exclusión de algunas personas de diversos ámbitos públicos de la
vida social por su pertenencia a un grupo determinado ha conocido diversos ejemplos
dependiendo del tiempo y el lugar. Estas exclusiones pueden clasificarse del siguiente modo:
Exclusión de zonas de residencia: se trata de acciones tendientes a impedir que
miembros identificados como pertenecientes a ciertos grupos habiten determinadas zonas
territoriales.Tal fenómeno puede verse en los casos de algunos countries exclusivos, que
impiden el ingreso a algunos individuos, a pesar de que éstos cuenten con el dinero suficiente
para comprar una propiedad allí adentro.
Exclusión de lugares públicos: durante el Apartheid en Sudáfrica, diversas zonas de
playas, asientos en medios de transportes, baños públicos, etc. se encontraban vedadas por ley
para la población de color, con carteles indicadores de tal prohibición en la entrada (ver
gráfico). Otro ejemplo eran los medios de transporte público de los Estados Unidos hacia 1950,
que impedían a los ciudadanos de color viajar en la parte delantera, como así también,
imponían a éstos ceder el asiento a las personas blancas.
Exclusión de lugares de recreación: no es poco común que los encargados de
seleccionar las personas que ingresan en una discoteca sean los encargados de poner en
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práctica el prejuicio que las personas que concurren a esa discoteca ostentan, impidiéndole el
ingreso a ciertas personas de maneras directa (o indirecta, cobrando una suma exorbitante
para entrar) por su aspecto, el cual se asocia con una categoría social sobre la que recae un
prejuicio (vestimental, color de piel, etc).
Exclusión de empleos: durante el nazismo en Alemania, se privó de empleo a los judíos
ordenándose su expulsión de los puestos de trabajo; pero también puede verse casos de
prejuicio cuando no se contrata a mujeres para cargos gerenciales por considerar que son
cargos “para hombres”. Otro ámbito ajeno a las mujeres fue, por muchos años el universitario.
Hacia fines del siglo XIX, en Argentina, Cecilia Grierson, decidió estudiar medicina para curar a
su amiga Amalia Koenig que padecía una enfermedad que por entonces era incurable,
transformándose en la primera mujer que pudo graduarse como médica en 1889 superando los
prejuicios existencia y abriendo un campo de posibilidades para su género.
Exclusión de derechos civiles: en este punto, destaca el nombre de Rosa Parks (1913–
2005) figura importante del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, quien en
1955 se negó a ceder su asiento a un hombre blanco y moverse a la parte de atrás del autobús,
la cual era donde debían viajar por ley los afrodescendientes. Por su acción —libertaria desde
la perspectiva actual, pero delictiva en su momento— acabó en la cárcel, siendo este hecho una
de las chispas del movimiento por el reconocimiento de los derechos civiles de la población
afrodescendiente en los Estados Unidos de la mano de Martin Luther King. Años más, en el
mismo país, se abolieron las leyes que impedían a los niños afrodescendientes estudiar en los
mismos establecimientos que los niños blancos. En 1954 la Corte Suprema de Estados Unidos
declaró inconstitucional este sistema educativo en el famoso caso Brown vs. Board of Education
obligando a integrar a la población en todos los Estados que mantuvieran ese sistema de
segregación.
Exclusión de derechos políticos: durante muchos años, la política estuvo en mano de
los hombres “blancos”, excluyéndose del derecho a votar, no solo a los afrodescendientes y
pueblos originarios, sino también a las mujeres. En la Argentina, la Ley del Voto Femenino fue
promulgada en 1947, sin perjuicio de señalar que el primer país en hacerlo en Sudamérica fue
la República Oriental del Uruguay, en 1917.
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Agresión física: Cuando el prejuicio se convierte en acción violenta, suele producir
ataques a los individuos de la población sobre la que éste recae. Ejemplos de ello puede verse
en las peleas entre hinchas de fútbol, ataques a inmigrantes, bullyng, etc. Asimismo, la agresión
también puede dirigirse contra elementos simbólicos del exogrupo, tal como la destrucción de
las lápidas de sus cementerios, el robo de banderas deportivas, etc.
Exterminio: se trata de la destrucción programada o sin programar de una colectividad
odiada. El siglo XX ha dado numerosas muestras de este horror al que pueden ser llevadas las
comunidades cuando consideraran que algunos miembros son los responsables de todos sus
males. Ejemplos históricos los encontramos en el genocidio de los armenios a manos de los
turcos en 1914, el aniquilamiento de judíos en la Alemania nazi entre 1939/1945, las masacres
de los serbios bosnios contra los musulmanes entre 1922/1993, etc. El exterminio también
opera por inactividad del Estado para intervenir en poblaciones que se encuentran en vías de
extinción, por falta de tecnología y alimentación, tal como ocurrió con algunas poblaciones
descendientes de los pueblos originarios en América o los; se trata del ejercicio pasivo del
prejuicio, caracterizado no por matar, sino por dejar morir sin hacer nada.
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IV. Prejuicios y factores sociales
La influencia de los factores económicos
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Inicialmente explicamos la psicología del prejuicio y señalamos que es cierto modo de
pensar lo que lleva a algunas personas a juzgar al prójimo de un modo terminante. Ahora
agreguemos que existen factores sociales, completamente externos a las personas que también
influyen o preparan el campo social para la aparición, mantenimiento o desaparición del
prejuicio. En particular, los factores económicos han demostrado guardar una importante
injerencia sobre la cuestión. En efecto, durante las crisis económicas, la gente teme que la
competencia de la mano de obra extranjera (los inmigrantes, por ejemplo) puedan limitar el
acceso a los puestos de trabajo a los nacionales, y las investigaciones han comprobado que en
casos de alta desocupación, el prejuicio puede recaer también sobre las mujeres. Por el
contrario, cuando la mano de obra disminuye, la tolerancia aumenta. Durante las dos Guerras
Mundiales, por ejemplo, puedo verse como en Europa las mujeres comenzaron a ser
contratadas por fábricas que antes sólo aceptaban hombres, aunque finalizada la guerra, y con
la vuelta de los hombres del frente de batalla, se recuperó el prejuicio que dificultaba a las
mujeres desempeñarse en el campo laboral (Sullerot, 1971; Fucito, 1999:206).
Esto permite advertir que existe una relación entre prejuicio e intereses económicos, a
los cuales el prejuicio muchas veces encubre y representa, y por lo tanto, aquí se evidencia otra
de las razones por las cuales es tan difícil erradicarlo. Nadie quiere perder sus privilegios.
Asimismo, muchas veces los dictadores han sabido emplear las emociones que el prejuicio
provoca, imputando a algunas minorías la responsabilidad de los problemas sociales o
económicos de la población (un país, una provincia o un barrio), toda vez que como vimos, el
prejuicio asienta una de sus patas en la tendencia psicológica del ser humano de buscar causas
—y culpables— a todos sus males en fuentes externas. Con lo cual, encontrar a alguien a quien
responsabilizar por las crisis, es una forma simple y sencilla de externalizar las causas de los
padecimientos: la causa del desempleo son los inmigrantes; la crisis económica es culpa de los
banqueros o de los Estado Unidos; el problema de este país son los políticos; etc. Pero para que
estos discursos prendan en la población se requieren dos condiciones por parte de los
destinatarios: a) un bajo nivel de conocimiento de los problemas políticos que los aqueja; y, b)
la necesidad psicológica de encontrar rápidamente culpables. Dado que las personas
habitualmente no se encargan de comprender en términos macroeconómicos las razones de su
desempleo, y que culpabilizar a un tercero permite que la autoestima no se vea dañada, es que
el prejuicio cumple una función de justificación de los propios fracasos que lo hace tan tentador
para muchas personas.
Quizás por ello una forma de combatir el prejuicio ha sido la educación. Pero no en el
sentido de saber matemática y lengua, sino comprendiendo que las diferencias que distancian a
los grupos sociales son culturales y no naturales. Sin embargo, debido a que el prejuicio es
también un fenómeno cultural que se vincula con variables tan diversas como los intereses
económicos, la religión, la estructura de nuestro pensamiento causal y hasta la autoestima, su
erradicación siempre ha sido dificultosa, ya que no depende de una educación lineal y
sistemática, pues aunque un niño reciba una educación escolar que le inculque valores
tendientes hacia la integración cultural, seguramente se perderá gran parte de esta influencia si
en su casa o por los medios de comunicación recibe discursos afines a la intolerancia, la
discriminación, la objetivación del cuerpo de la mujer, etc.
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Prejuicio y lenguaje
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Finalmente, si bien es cierto que las leyes antidiscriminatorias y el reconocimiento de
las minorías históricamente segregadas en muchos países democráticos de occidente permiten
advertir una clara retirada de los prejuicios por cuestiones raciales o sexistas, lo cierto es que
existen formas más sutiles de la discriminación que aun conviven con nosotros. Un ejemplo
puede advertirse en el lenguaje cotidiano, en el cual, ingenuamente y sin advertirlo
continuamos denigrando a las personas por su color de piel. En efecto, cada vez que empleamos
la palabra “negro” para calificar algo negativo, como por ejemplo, magia negra, día negro, listas
negras, me la veo negra, involuntariamente estamos haciéndole sentir a las personas
afrodescendientes que su color es negativo. En sentido contrario, el lenguaje establece que lo
blanco siempre estará asociado a lo bueno y positivo; desde la bandera de la paz, la magia
blanca, hasta el blanco como el símbolo y color de la pureza.
En cuanto a la discriminación en razón del sexo, el lenguaje también ayuda a reproducir
el prejuicio. Adviértase que las palabra como perro o zorro, describen a diversos mamíferos,
mientras que perra o zorra, cargan una connotación negativa por el sólo hecho de atribuírselo
al género femenino. Si de un hombre se dice que es un zorro, se estará haciendo mención a un
adjetivo positivo. El ex Presidente Julio Argentino Roca, era apodado “el zorro” por su astucia,
por no citar el paradigmático héroe del antifaz y la capa.
V.- Casos judiciales vinculados al prejuicio étnico
Caso: Plessy vs Ferguson, 1896 (separate, but equal)
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El 7 de junio de 1892, un zapatero de 30 años de edad, llamado Homer Plessy que
viajaba en tren a su trabajo, fue increpado por el guarda a trasladarse hacia los vagones para
“gente de color”. Plessy se negó, sosteniendo que no era “negro, sino mulato”; pero las
autoridades del tren sostuvieron que bajo la ley de Louisiana era considerado “negro”, y que
por lo tanto, no podía viajar en los vagones reservados para gente “blanca” (white pleople),
Plessy se negó, y acabó detenido.
Luego de salir de prisión, Plessy inició una causa contra el Estado de Louisiana,
sosteniendo que la Ley de vagones separados segregaba a los afrodescendientes, al
estigmatizarlos con un símbolo de inferioridad. Con ello violaba la Enmienda XIII y XIV de la
Constitución, vinculadas a la prohibición de la esclavitud y la igualdad ante la ley.
La sentencia resolvió que los estados locales podían regular las normas relativas el
servicio de trenes que operan dentro de su territorio, en especial, lo vinculado a la custodia de
los usos y costumbres locales (poder de policía local). De modo que se encontró al Sr. Plessy
culpable de los cargos que se le formularon. Plessy apeló la sentencia ante la Corte de Luisiana,
quien confirmó la decisión condenatoria.
Recurrida la decisión por Plessy, en 1896, el caso llego a la Corte Suprema de los
Estados Unidos, quien también lo condenó por violar la ley de vagones separados. De los
considerandos de la mayoría surge que "La Ley de vagones separados [Separate Car Act] no
vulnera la 13ª Enmienda que abole la esclavitud es algo tan evidente que no precisa discusión.
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Una norma que se limita a fijar una distinción legal entre la raza blanca y la de color –distinción
basada en el color de una y otra raza y que debe seguir existiendo mientras el color de la piel siga
diferenciando a los blancos de otra raza distinta— no supone en ningún caso quebranto de la
igualdad jurídica entre las dos razas. La 14ª Enmienda tenía por finalidad hacer valer la absoluta
igualdad de las dos razas ante la ley, pero va implícito en la propia naturaleza de las cosas que no
podía pretender abolir diferencias basadas en el color de la piel, ni imponer una igualdad de tipo
social, distinguiéndola de la igualdad política, ni una equiparación de las dos razas en términos
poco convenientes para ambas.”
En definitiva, lo que el fallo hace es reconocer que la segregación no choca con la
constitución pues parte del sentido común y la realidad cotidiana al señalar que existe una
diferencia social entre “blancos” y “negros” (respetaremos estos adjetivos que se empleaban en
la época para esta exposición). Es más, la separación de vagones, no se presenta como un acto
de discriminación, sino como el reconocimiento de la coexistencia de dos “razas” en un mismo
territorio, que han encontrado una forma de convivir juntos pero separados, es decir, que los
servicios públicos deben darse a todos los ciudadanos, y aunque se debía diferenciarse por el
color de piel del usuario, pero debía mantenerse igual calidad para ambos. Por lo tanto, la
creación de baños públicos, transportes, vagones y escuelas para gente de afrodescendiente, no
repugnaba a la constitución siempre que sean iguales que las de los blancos. Esto es lo que se
conoció como la doctrina “separados, pero iguales” (separate, but equal).
Si bien el fallo contó con la abrumadora mayoría de los miembros de la Corte, no debe
perderse en el olvido la disidencia del juez Harlan, quien con una visión que adelantaba los
valores futuros que imperarían en la sociedad norteamericana, formuló su rechazo al voto de la
mayoría en protección de los Derechos Civiles de las minorías. Su disidencia sostenía: “Nuestra
Constitución no distingue colores, ni tampoco entiende ni tolera distinciones de clase entre los
ciudadanos. En lo que respecta a los derechos civiles, todos los individuos son iguales ante la ley.
En mi opinión, el tiempo demostrará que el fallo emitido en el día de hoy es igual de pernicioso
que la decisión adoptada por este mismo tribunal en el caso Dred Scott. Esta decisión, tengámoslo
bien presente, no sólo alentará las agresiones, más o menos brutales e injustas, a los derechos que
se reconocen a los ciudadanos de color, sino que además alimentará la creencia de que es posible
burlar, por medio de leyes parlamentarias, las enmiendas recientemente introducidas en la
Constitución”.
El voto de la mayoría cimentó la doctrina separados, pero iguales, siempre que las
instalaciones separadas para los afrodescendientes fueran iguales que las de los “blancos”.
Luego, esta doctrina se extendió rápidamente hacia muchas áreas de la vida pública, como
restaurantes, teatros, baños, y las escuelas públicas, y sólo comenzó a ser revertida cuando la
población afrodescendiente inició otras acciones judiciales, como las que veremos a
continuación.
Caso: Brown vs Broad of Education, 1954 (separate, in not equal)
Hacia principios de 1950, la segregación racial era la norma común en todas las escuelas
públicas de los Estados Unidos. Había escuelas públicas para “blancos” y escuelas para “negros”
(tal como el lenguaje de esos tiempos lo establecía sin ningún reparo), y a pesar de que todas
eran iguales, la mayoría de las escuelas para afrodescendientes eran muy inferiores en
términos educativos que las de los blancos.
En Topeka, un pueblo del Estado de Kansas, una niña de tercer grado llamada Linda
Brown, debía caminar diariamente con su hermanita por medio de playón de maniobras del
tren, cruzar una calle muy transitada y tomar un colectivo para llegar a su escuela. Es cierto que
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existían escuelas más cerca de su casa; de hecho había una a siete cuadras. Sólo que esa escuela
era para blancos, y Linda Brown, era “negra”.
Por pedido de la niña, el padre trató de inscribirla en la escuela de blancos de su barrio,
pero sabía que era un pedido inútil, puesto que las leyes educativas eran claras, y establecían
un sistema de escuelas segregadas que separaban blancos de negros, para evitar que las razas
se mezclaran en el aula. Así las cosas, la petición del Sr. Brown encontró una negativa por parte
de las autoridades educativas. Pero el caso no quedó allí. El Sr. Brown recibió asesoramiento
legal, y solicitó a la justicia una medida cautelar que prohibiera la segregación de las escuelas
públicas en la ciudad de Topeka. Argumentaba que el sistema de escuelas segregadas enviaba un
mensaje a los niños negros de que eran inferiores a los blancos, y por lo tanto, las escuelas eran
esencialmente desiguales. Es decir, más que centros educativos, eran lugares de reproducción
de la discriminación.
Uno de los peritos que intervino en el caso, el Dr. Hugh Speer, declaró a favor de Brown
que: "Si se les niega a los niños de color la posibilidad de vincularse en la escuela con niños
blancos —quienes representan el 90 por ciento de la sociedad en la que estos niños tienen que
vivir— entonces el plan de estudios del niño de color es limitante. En definitiva, no puede haber
igualdad en los planes de estudios si hay segregación".
Por su parte, la defensa del Consejo de Educación (Broad of Education) sostuvo que la
segregación que se practicaba en el distrito escolar de Topeka era la misma que impregnaba
muchos otros aspectos de la vida cotidiana de negros y blancos (recuérdese que había baños,
restaurantes, transporte público, etc., diferenciales según el color del piel). En este contexto,
sostenía el Consejo, las escuelas según el color de piel simplemente preparaban a los niños
negros para la segregación que enfrentarían en la edad adulta. En este sentido, también sostuvo
que estas escuelas no eran necesariamente perjudiciales para los niños negros, toda vez que la
historia demostraba que grandes afroamericanos habían asistido a escuelas segregadas sin que
ello les impidiera lograr lo que lograron (cita los casos de Frederick Douglass; Booker T.
Washington y George Washington Carver).
La medida cautelar requerida debía resolver si permitía la mezcla de la población
blanca con la negra históricamente dividida no sólo por la cultura, sino, por los propios
precedentes de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Para resolverla los jueces del Tribunal
de Distrito de Kansas, estuvieron de acuerdo con los peritos y sostuvieron que “La segregación
de los niños blancos y de color en las escuelas públicas tiene un efecto perjudicial sobre los niños
de color (...) Un sentimiento de inferioridad afecta la motivación de un niño para aprender”. Pero
por otra parte, también señalaron que no podían apartarse del precedente de Corte Plessy vs.
Ferguson el cual sostenía la constitucionalidad de los sistemas escolares segregados bajo la
doctrina “separados, pero iguales”, por lo que el Tribunal se sintió obligado a pronunciarse a
favor de la Junta de Educación, rechazando la petición del Sr. Brown.
Disconforme con esta decisión, el Sr. Brown recurrió ante la Corte Suprema, quien el 17
de mayo de 1954, con la presidencia del juez Earl Warren, resolvió el caso partiendo de una
pregunta ¿La segregación en las escuelas públicas, priva a los niños del grupo minoritario de
igualdad de oportunidades educativas? La respuesta fue contundente “Creemos que lo hace (...)
Llegamos a la conclusión de que en el campo de la educación pública la doctrina de ‘separados
pero iguales’ no tiene lugar, pues instalaciones educativas separadas son inherentemente
desiguales. Por lo tanto, sostenemos que los demandantes y otros en situación similar (…) han sido
privados de su derecho a la igualdad, garantizado por la Decimocuarta Enmienda”.
Con este pronunciamiento favorable hacia la eliminación de la segregación en las
escuelas de todos los Estados, la Corte Suprema no sólo resolvía el caso, sino que también
limitaba la fuerza del precedente de "separados pero iguales" (separate but equal) surgida en el
caso Plessy. Si bien es cierto que la decisión no abolió la segregación en otras zonas públicas,
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tales como restaurantes, baños, transporte público, fue un paso decisivo en el sentido correcto,
que sensibilizó a la población acerca de la igualdad entre las personas, con independencia de su
color de piel.
Caso: Rosa Park, 1955
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A un año del caso “Brown”, el 1 de diciembre de 1955, en el pueblo de Montgomery,
Alabama, una costurera afrodescendiente de 42 años llamada Rosa Parks tomó el colectivo
hacia su casa después de una cansadora jornada de trabajo. Se sentó en el primer asiento, y el
chofer le pidió que se sentara en el fondo, debido a que ella no podía permanecer en la sección
reservada para la gente “blanca”. Pasó un momento, y cuando el chofer alzó la vista vio que la
mujer seguía allí sentada sin moverse. Le dijo que se levantara y fuera para su sector, y ella le
dijo: “No”. Entonces el conductor la amenazó: “La voy a hacer arrestar”; y detuvo el ómnibus. Y
ella contestó: “Hágalo”. Y entonces, la arrestaron.
Las leyes del estado de Alabama establecían que los diez primeros asientos del autobús
estaban reservados para blancos, y debían permanecer vacíos aunque no viajara ninguno, y
aunque el sector “de negros” (tal como se lo definía) estuviera lleno. Las personas
afrodescendientes ni siquiera podían pisar el sector de los blancos, por eso, para viajar, debían
abonar el pasaje al chofer en la parte delantera, luego descender del bus, y reingresar por la
puerta de atrás.
En virtud de estas leyes, y la negativa de Rosa Parks a cumplirlas, se la encarceló y
condenó a pagar una multa de 14 dólares. Pero fue la mecha que faltaba para que por todo el
país comenzaran a proclamarse manifestaciones a favor de la igualdad de derechos de los
afrodescendientes. Años más tarde, algunos reaccionarios a estos movimientos señalaron que
la actitud de Parks no fue heroica, sino que sólo se hallaba cansada y por eso no cumplió la
orden de ceder el asiento. En su biografía Rosa parece responder a este comentario al señalar
No es verdad que estuviera cansada físicamente, sino que ya estaba “cansada de ceder".
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Capítulo 15
Agresión y Violencia
Temas del capítulo
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Principales teorías que intentan explicar la agresividad humana
Influencia de factores personales, situacionales y culturales
Diferencia entre agresividad y violencia
Formas de prevenir los comportamientos agresivos y violentos
I. Qué se entiende por agresión
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De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud la violencia es una de las principales
causas de muerte en la población entre los 15 y los 44 años (OMS, 2003). Es la responsable del
14% de las defunciones entre la población masculina y del 7% entre la femenina, lo que la
convierte en la cuarta causa mundial de muerte, siendo las tres primeras, las enfermedades
cardíacas, el cáncer y los accidentes en sentido amplio. A raíz de la violencia, en un día
cualquiera, mueren 1424 personas por homicidios, es decir, casi una persona por minuto. Unas
35 personas mueren cada hora como consecuencia directa de un conflicto armado, y se calcula
que en el siglo XX, perdieron la vida 191 millones de personas como consecuencia directa o
indirecta de un conflicto.
Asimismo, en el propio seno familiar la violencia y la agresión también se produce ya
que casi el 50% de las mujeres que mueren por homicidio son asesinadas por sus maridos o
parejas actuales o anteriores, y el porcentaje se eleva al 70% en algunos países.
Otro dato alarmante es que la violencia contra uno mismo (suicidio), lejos de ser un
hecho aislado de algunas personas con “problemas” es más común de lo que parece;
aproximadamente una persona se suicida cada 40 segundos, siendo población de riesgo las
personas entre los 15 y los 44 años de edad.
Finalmente el maltrato hacia los ancianos es uno de los rostros más ocultos de la
agresividad humana, que además tiene muchas probabilidades de aumentar porque en muchos
países la población está envejeciendo rápidamente, y hasta un 6% de los ancianos, a nivel
mundial, declaran haber sufrido maltrato.
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En definitiva, como se ve, la agresividad violenta es una forma de comportamiento
social excesivamente corriente en todo el mundo, y por ende, es importante emprender su
estudio. En este capítulo indagaremos acerca de las raíces de los comportamientos que
conllevan el uso de la agresión como un modo de relacionarnos con el entorno. Sin embargo, la
tarea no es sencilla, pues existen diversos tipos de agresión, por lo que no habrá una definición
que los comprenda a todos. Por ejemplo, algunos autores distinguen la agresión maternal para
la protección de la cría, la agresión como respuesta al miedo, la tendiente a defender el
territorio y la propiedad, la agresión predatoria para alimentarse u obtener algo del otro, la
agresión física para someter al otro, la agresividad verbal y psicológica, etc. De este modo,
vemos que la agresión puede tener varias dimensiones, de manera que los comportamientos
agresivos pueden ser definidos a partir de parámetros físicos (tales como golpes y empujones
contra un tercero) aspectos psicológicos (tales como palabras agraviantes, insultos
descalificantes, miradas hostiles, gestos intimidatorios), y finalmente, también pueden
agregarse la autoagresión (masoquismo, suicidio) como otra forma del fenómeno que estamos
estudiando.
No obstante esta dificultad del objeto de estudio, las diversas teorías que han intentado
explicarla han partido de distintos modelos. Algunas, lo han hecho desde la perspectiva
biológica brindando explicaciones basadas en los supuestos instintos agresivos del ser humano;
otras tomaron la perspectiva psicosocial, y tuvieron en cuenta la influencia de las otras
personas en el surgimiento de la conducta agresiva; y finalmente, están aquellas que analizaron
el fenómeno desde una perspectiva psico-socio-cultural donde no solo se toma en cuenta la
influencia de los aspectos individuales y del otro, sino también el marco cultural en el que se
produce la agresión, ya que éste puede, tanto fomentar como inhibir este tipo de
comportamiento.
II.1. Teorías Biologisistas
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Las diversas teorías biologisistas que veremos parten del supuesto de que la
agresividad es un componente instintivo de nuestra especie que provoca en el individuo una
reacción automática cuando advierte peligrar su supervivencia. De este modo, la agresividad
exhibiría los rasgos típicos de todo instinto: tiene un propósito (protección y ataque); es
beneficioso para el individuo y la especie (favorece la supervivencia); es compartido por la
mayoría de la especie (sin perjuicio de variaciones individuales); y fundamentalmente, no es
aprendido por la experiencia individual, sino que viene en los genes.
Psicoanálisis
Partiendo de estos presupuestos, la teoría psicoanalítica (Freud) explicó la agresividad
humana señalando que los individuos están regidos por dos grandes instintos. Uno es el
“instinto de vida” —también llamado Eros— que procura la reproducción de la especie, y el
otro es el “instinto de muerte” —o Thánatos— que busca la destrucción del individuo. Ambos se
complementan y son necesarios, ya que todo en este mundo nace, crece y luego muere. De
manera que Thánatos, a pesar de su mala imagen, es tan útil como Eros para la evolución y
perpetuación, no ya del individuo en particular, sino de la especie. Recuérdese que i bien los
instintos actúan a nivel individual lo hacen con una finalidad que repercute en la especie en su
conjunto. Por ello, así como el instinto de vida (Eros) está dirigido a que los genes del individuo
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Teorías etológicas
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pasen a la generación siguiente, el instinto de muerte (Thanatos) está dirigido,
fundamentalmente hacia la autodestrucción del individuo; de lo contrario seríamos inmortales,
superpoblando la Tierra y haciendo que la especie se extinguiera por destrucción o
vaciamiento de los recursos naturales del planeta.
Para Freud, la explicación de la agresividad se da porque con el desarrollo de la
personalidad este instinto de muerte se reorienta hacia el exterior, hacia las demás personas,
convirtiéndose en agresividad o violencia. De este modo, así como el deseo sexual proveniente
del instinto sexual de Eros, lleva a los individuos a buscar ser liberado por medio del coito, el
deseo de destrucción de Thánatos también eleva las tensiones corporales y necesita expresarse
haciéndolo por medio de la agresividad o violencia hacia los otros; o bien, contra uno mismo
(masoquismo, suicidio, culpa, etc).
La teoría es simple, y está compuesta por un solo factor: la agresión sería la resultante
de una energía que aumenta naturalmente en los seres humanos y que debe ser liberada para
equilibrar el sistema.
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Hacia los años 60, otros investigadores de la agresividad humana, profundizaron la
explicación instintiva/biológica por medio del estudio del comportamiento animal. Estas
teorías zoo-biológicas (o etológicas) consideraron que el ser humano no es más que un animal
socializado (un mono desnudo, sostenía Desmond Morris), de modo que para comprender la
esencia natural de su comportamiento debía observarse el comportamiento de otras especies
similares no socializadas culturalmente. Fue así que se comenzaron a hacerse estudios y
observaciones sobre comunidades de monos babuinos, por ser los más inteligentes y más
comunitarios dentro de los simios. Es decir, los que se consideraron más parecidos a los
humanos. Los resultados de las investigaciones revelaron que la agresión, lejos de ser el
producto de una suerte de usina de odio que habita en cada miembro y que debe ser liberada
de tanto en tanto como planteaba Freud, en realidad, posee una función de organización social.
En efecto, la observación de los monos permitió advertir que la agresión no se emplea para
matar o destruir al otro arbitrariamente, sino fundamentalmente para establecer límites,
jerarquías y protección, por lo que es valiosa para la supervivencia de la especie. De hecho,
permite que los individuos o los grupos usen eficientemente los recursos disponibles, en
especial, el alimento, el territorio y la sexualidad. Es decir, en términos evolutivos, ayuda a que
los miembros más sanos de la especie, los cuales suelen ser dominantes y agresivos, puedan
comer los mejores alimentos, aparearse con otros miembros fuertes y sanos, y garantizar así
que los mejores genes se transfieran a la generación siguiente, redundando en beneficio de la
especie.
También advirtieron que, similarmente a los humanos, los animales prefieren no pelear,
debido a que aún al más fuerte de la manada, nada le asegura no recibir una herida que pueda
infectársele y acarrearle su muerte o debilitarlo. Pero aun cuando se dan las peleas dentro de
una misma especie difícilmente conlleven la muerte del otro, pues cuando una lucha comienza,
el animal que advierte la superioridad física de su contrincante (o que va perdiendo) suele
desplegar gestos instintivos de apaciguamiento para que el vencedor no lo mate: por ejemplo,
algunos animales se echan panza arriba mostrando el vientre o meten la cola entre las patas,
con lo cual, el agresor acepta la sumisión y lo deja marcharse sin darle muerte. En cambio, los
seres humanos son capaces de matar por el placer de la venganza u otras variables (tal como
los casos de las masacres del siglo XX, los procesos de colonización, etc.), cuestión que estas
teorías no logran explicar del todo.
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Darwinismo social
Conclusión
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Una variante de estas teorías evolutivas trasladadas al campo urbano es la teoría social
evolutiva que parte de las teorías darwinianas sobre la supervivencia del más apto, y sostiene
que todo lo que hace el ser humano tiene como finalidad su supervivencia y la reproducción de
sus genes; y por ello, la agresividad es interpretada como un recurso favorable que permite
llevar a cabo estas metas. Lo novedoso de este enfoque es que aplica estos postulados
evolutivos a los ámbitos urbanos, y concluyen que en las ciudades, la agresividad se manifiesta
mediante personalidades aguerridas en los negocios, que les permiten lograr el éxito
económico y por ende, una posición social elevada. Es claro que para estas teorías, triunfar
económicamente es un indicador de una buena adaptación al entorno, por lo que permitirá
tener una buena cantidad de hijos y solventar su crianza. De este modo, se asocia agresividad
con éxito social, y se la considera como la estrategia de adaptación al medio más apta para
garantizar que los genes pasen a la próxima generación. Quienes no triunfan en la sociedad,
serían explicados por una carencia o insuficiencia de este instinto.
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Este conjunto de teorías biologisistas que hemos reseñado han tenido gran poder de
convicción durante muchos años, pues concordaban con el sentido común y el machismo
reinante, y de hecho aún lo hacen en muchos casos. La gente sigue pensando que los seres
humanos son agresivos por naturaleza, que el hombre dominante tiene éxito social, y que ello
se logra por medio de una personalidad agresiva. Pero un análisis más pormenorizado de la
agresividad, ha revelado que existen grupos humanos que viven en paz, sin discordias entre sus
miembros, tal como los Hutterites y Amish de los Estados Unidos, los esquimales del Ártico o
los Ladakhis del Tibet (Hogg-Vaughan, 2010) y otros pueblos aislados como los Kung del África
(Sanmartin, 2000). Es cierto que todos ellos se trata de grupos pequeños y reirados (lo que
podría ser una precondición social necesaria para la convivencia pacífica) pero su existencia
nos demuestra que la agresividad no es un comportamiento imposible de controlar como sí lo
son los latidos del corazón, ni que sea el único medio de adaptación de la especie. De hecho, un
relectura atenta de Darwin demuestra que él sostenía que la cooperación había sido más
importante que la competencia agresiva entre los seres humanos para el avance evolutivo de la
especie.
Las teorías biologisistas o instintivas son útiles para explicar la agresión en algunos
animales, pero deberían limitarse a eso, ya que es un error metodológicos aplicarlas
linealmente a los humanos, debido a que el tipo y cantidad de agresiones de nuestra especie
varían de una cultura a otra, y no se da como un fenómeno estable y similar en todas las
sociedades (tal como ocurre con los instintos en los animales). Tomemos un ejemplo que
clarificará este punto: Relevando datos en Wikipedia podemos advertir que mientras que en
Tokio, una ciudad con 13 millones de habitantes, se producen 154 homicidios por año, en
Caracas, una ciudad con tan solo 3.2 millones de personas se producen 4360 homicidios en el
mismo plazo. Es decir, que si la agresividad fuera solamente reacción instintiva o conducta
biológicamente determinada debería ser mayor en Tokio, por haber mayor cantidad de seres
humanos. Sin embargo, como eso no ocurre, es claro que otros factores influyen en su
surgimiento, mantenimiento y cambio, y a continuación nos dedicaremos a rastrearlos.
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II.2. Teorías psicosociales
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Es un hecho que ni los animales ni los seres humanos son constantemente agresivos,
por lo que si se identifica un instinto agresivo, un gen violento o un área del cerebro
predispuesta a la hostilidad, siempre deberá identificarse bajo qué condiciones externas se
produce la agresividad, es decir, qué variables del entorno estimulan es comportamiento. Por
ello es que, generalmente, la Psicología Social no está de acuerdo con las teorías que se limitan
a explicar la conducta humana a partir de factores biológicos o instintivos, pues al vivir en
sociedad, todo instinto está condicionado por las normas sociales y legales del entorno. De este
modo, algunas teorías modernas parten de este principio y lo conjugan con los postulados
biológicos/psicológicos creando una perspectiva psico-social, a partir de la cual se explica la
agresión como una reacción psicológica o biológica hacia el medio externo, que se manifiesta
condicionada por el contexto en el que ocurre. Es decir, no se trata de una estimulación
espontánea de los individuos hacia la lucha, pues no hay pruebas fisiológicas que demuestren
esta tendencia, y en cuanto a las guerras, que Freud consideraba que eran externalizaciones del
instinto de muerte, lo cierto es que la naturaleza humana las hace posible, pero no son su causa,
sino que ésta es cultural.
Teoría de la frustración-agresión
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El antropólogo John Dollars (1939) investigó los comportamientos agresivos de las
personas advirtiendo que generalmente éstos iban precedidos por alguna frustración, de
manera que la ira era una suerte de canalización del sentimiento de frustración que algo o
alguien había provocado en el sujeto. Por ejemplo, cuando un niño en el zoológico le pide a su
madre que le compre un globo y la madre le dice que no, ello produce una frustración en el niño
que suele manifestarse por medio de actos agresivos (patear algo, pegarle a su madre, insultar,
etc). Otro ejemplo: un conductor que está llegando tarde a su trabajo y advierte que han
cortado la calle unos manifestantes la avenida, furioso, baja la ventanilla y les grita de todo, o
bien, avanza a pesar del corte sin importarle si atropella a alguien. Casos como éstos, de todos
los días en las ciudades, le permitieron a Dollars sugerir que la sensación de frustración
conduce a la agresión como una forma de externalizar el sentimiento displacentero que se
provoca en el individuo el hecho de que las cosas no salgan de acuerdo a lo planificado.
Explicada con más detenimiento la teoría sostiene que cuando una persona se plantea
un objetivo que desea cumplir (alcanzar el colectivo, comprar algo, aprobar un examen, etc) se
produce un aumento de la energía psíquica para su logro, y al conseguir la meta, se produce un
efecto catártico, es decir, se libera la energía excedente y se relajan las tensiones. Sin embargo,
cuando el logro del objetivo se ve obstaculizado por alguna razón, la energía psíquica queda
bloqueada y no puede ser liberada, por lo que se mantiene activada en el organismo, tomando
la forma de sentimiento de frustración, el cual es liberado por medio de la agresión hacia el
obstáculo (persona o cosa) para restablecer el equilibrio psíquico.
El blanco de la agresión suele ser el individuo que es percibido como responsable de la
frustración, pero en muchos casos el agente de la frustración no es un individuo (puede ser la
burocracia, por ejemplo), es indeterminado (la economía de un país), demasiado poderoso
(alguien grande y fuerte, o con mayor poder), no accesible (el dueño del comercio que no está
presente para atender un reclamo) o es alguien que se ama (la pareja o un pariente). Éstas, y
muchas otras circunstancias impiden o inhiben la agresión directa contra la fuente de
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
frustración. Pero la energía, como el agua, encuentra su camino para salir. En estos casos, lo
que suele ocurrir es que la agresión provocada por la frustración será desplazada hacia algo o
alguien más accesible o de menor poder que la fuente originaria, satisfaciendo así la necesidad
de catarsis.
El cuadro que sigue expone la estructura básica del comportamiento agresivo directo y
su posible desplazamiento, tal como lo explica esta teoría.
AGRESIÓN
CATÁRSIS
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FRUSTRACIÓN
por bloqueo
de un objetivo
(liberación
de la ira)
EQUILIBRIO
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BLOQUEO Y
DESPLAZAMIENTO
redirección de agresión
hacia débiles
(persona/cosa/animal)
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La teoría de la frustración-agresión, es atractiva ya que se aparata de las teorías
biologisistas al otorgar al individuo la capacidad para controlar la ira —por lo que no sería un
instinto animal incontrolable—, y nos ayuda a comprender muchas de las conductas agresivas
que se producen en la vida cotidiana. Sin embargo, tiene una falla, pues no define
concretamente el término frustración, y en consecuencia, no podría saberse, con la precisión
que toda ley científica requiere, qué circunstancias podrían conducir a la agresión, puesto que
lo que es frustrante para una persona puede no serlo para otra —p.ej. una persona materialista
tendrá frustraciones distintas que una persona sentimental—, y asimismo, no todas las
personas canalizan su frustración por medio de la agresividad, algunos se enojan a los gritos,
otros a los golpes, algunos enmudecen, y algunos hacen deportes para quitarse el enojo. En
definitiva, la teoría explica psicológicamente que la frustración se convierte en agresión, y si
bien toma en cuenta algunos factores sociales que indican que ante fuentes de frustración más
poderosas el individuo desplazará su agresión hacia sujetos más débiles u objetos inanimados
(pegarle a cosas), le falta tomar en cuenta otros factores sociales que influyen en la
determinación de lo que es frustrante o no, como así también, la influencia de la cultura en la
forma de manifestación de la agresividad.
A pesar de ello, la teoría fue ampliamente utilizada para explicar fenómenos como por
ejemplo, el impacto que tiene la pérdida de trabajo en períodos de desempleo sobre los
incrementos de la agresividad urbana (Catalano, Novaco y McConnel, 1997); y, el papel de la
privación social y económica en la limpieza étnica de los kurdos en Irak o de los Serbios en
Bosnia (Dutton, Boyanowsky y Bond, 2005, Staub, 1996), es decir, sirvió para analizar como las
crisis macrosociales impactan en el comportamiento de las personas haciéndolas más proclives
a los comportamientos agresivos y antisociales, como así también, para analizar cómo el
sentimiento de frustración es utilizado por los líderes políticas para dirigir la violencia contra
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determinados grupos sociales a quienes se responsabiliza de todos los males o se los juzga que
poseen indebidos privilegios, como demuestran las investigaciones citadas.
Teoría del aprendizaje
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Esta teoría advierte que si bien la agresividad tendría alguna base biológica, el grado de
intensidad y el tipo de conducta por la cual se manifiesta no es igual en todos los individuos, y
por lo tanto, ello debe tener alguna explicación más allá de lo intrapsíquico, y la respuesta debe
estar en lo social.
En la búsqueda de los factores sociales que afectan el comportamiento, el psicólogo
norteamericano Albert Bandura se embarcó en el estudio acerca de cómo se generan las
conductas agresivas en los niños, es decir, cómo surgen y evolucionan. Partió de la premisa de
que la mayoría de los comportamientos de interacción de los humanos en sociedad no son
innatos, sino aprendidos, y por lo tanto, la agresividad no escapaba a esta regla. Su hipótesis fue
que los niños —futuros adultos— copiaban de los adultos las formas de canalizar la
agresividad por medio del modelado (imitación de padres, adultos y otras figuras significativas)
y esa era la vía por la cual los humanos incorporaban la forma de comportamiento agresiva.
Para poner a prueba su hipótesis, llevó a cabo un famoso experimento con niños y niñas
de entre 4 y 5 años (nos referiremos a “los niños”, incluyendo en este concepto a ambos
géneros). A un grupo se lo hizo ver a un adulto en una habitación que golpeaba e insultaba a un
muñeco inflable (de esos que tienen arena en la base y nunca se caen); a otro grupo de niños, se
les mostró un adulto que estaba con el mismo muñeco, pero jugando sin violencia; y, al tercer
grupo, no se le mostró ninguna de estas dos escenas; serían el grupo de control. Luego, cada
grupo ingresaba al cuarto donde había estado el adulto y el muñeco (el cual estaba en el cuarto
junto a otros juguetes), y se los dejaba ahí para verificar qué hacían. Los resultados arrojaron
que los que habían visto al adulto hostil, imitaron su conducta pegándole al muñeco, mientras
que los que lo habían visto simplemente jugar, como así también el grupo de control que no vio
a ningún adulto, no evidenciaron señales de violencia hacia el muñeco. Asimismo se comprobó
que los niños eran más agresivos que las niñas, aunque se equiparaban ambos en el nivel de
agresividad verbal que empleaban ambos. El experimento puede verse por Youtube.
De este modo, se concluyó que el comportamiento violento se aprende por modelado,
por lo que la exposición a modelos agresivos hará que los niños los imiten, y por lo tanto, es
clara la importancia de la educación/aprendizaje, tanto en el aprendizaje de conductas
violentas y agresivas, como también, pacíficas y moderadas. De allí que las técnicas de
liberación de la agresividad por medio de pegarle a muñecos, fotografías del jefe o descargar la
ira apaleando algo, sólo liberan momentáneamente las energías agresivas, y son pésimas
estrategias para aprender a controlar la ira, pues en lugar de ejercitar su control, provocan su
descontrol y la desinhibición de los impulsos.
Ahora bien, la importancia de estudiar niños, se debe a que con frecuencia los niños
agresivos crecen convirtiéndose en adultos agresivos que los lleva a prácticas antisociales
(Gottfredson y Hirschi, 1993). En este sentido, un estudio reveló que los niños que nunca
recibieron castigos físicos de sus padres, y por lo tanto, que no tuvieron modelos agresivos o
violentos que imitar en su socialización primaria, fueron los que menos conductas antisociales
presentaron en el futuro (Strauss, 1997). Por ello, cuando los padres castigan a sus hijos
físicamente, les están aportando —sin darse cuenta— modelos agresivos a imitar en el futuro.
De manera que una forma de evitarlos sería idear otros métodos sancionatorios. Por ejemplo,
en lugar de castigar, una alternativa que se ha revelado mucho más eficiente es retirar
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recompensas, con lo cual, se enseña o educa desde un paradigma que no acude a la agresión
física como técnica pedagógica. Sin embargo, los modelos tradicionales son difíciles de cambiar,
debido a que lo nuevo siempre es arduo de implementar, y ante los primeros fracasos que suele
conllevar toda novedad, se vuelve a los viejos métodos ya probados (y que además, muchas
veces permiten liberar la agresividad por la frustración a padres, educadores, etc.).
Pero el aprendizaje de la agresividad no se agota en el modelado, sino que también
existe el aprendizaje adquirido por experiencia directa y por experiencia indirecta.
El aprendizaje por experiencia directa se basa en los principios del condicionamiento
clásico (estímulo/respuesta), según el cual, el comportamiento se incorpora y mantiene en el
sujeto por medio de premios y castigos. Por ejemplo, si Juancito le quita un juguete a Josefina y
nadie hace nada, entonces Juancito siente un refuerzo porque después de todo él tiene el
juguete que quería. Pero además, en el contexto de un aula, puede ocurrir otro aprendizaje para
terceros. En efecto, si Pedrito ve la escena, también puede aprender que el comportamiento
agresivo reporta beneficios (este sería el aprendizaje por experiencia indirecta) y por ende, lo
incorporará a su repertorio de conductas permitidas a la cuál acudir para satisfacer sus deseos.
Para explicar la agresividad, la teoría del aprendizaje también tiene en cuenta nuestros
procesos cognitivos, es decir, cómo pensamos sobre las cosas del mundo. De allí que también
sostenga que los niños no solo aprenden conductas agresivas por imitación o modelado, sino
que también lo hacen por un aprendizaje mucho más sutil, y que se refiere a aprender a
interpretar los comportamientos de los otros en términos de agresividad. Por ejemplo, si un
niño es empujado por un compañerito, el hecho lo puede interpretar como un simple accidente
o un ataque. Si el niño ha sido socializado en una familia en la que se le ha inculcado ver el
mundo como un lugar hostil en el cual siempre hay que estar en guardia porque todos son
enemigos, tenderá a interpretarlo todo en términos agresivos, y muy probablemente,
responderá agresivamente también, generando fricciones con el entorno, peleas y discusiones.
En este sentido, al proceso de aprendizaje del comportamiento y reacción agresiva, se suma el
esquema mental transferido de interpretación hostil del entorno (Graham, Hudley y Williams,
1992). Contrariamente a ellos, quienes juzgan al mundo como un lugar tranquilo lleno de gente
buena, interpretarán todo comportamiento del otro como bien intencionado (por lo que
muchas veces serán víctimas de estafas como lo ilustra Voltaire con su novela Cándido). Estos
supuestos son ejemplos extremos, pero sirven para comprender el punto.
Asimismo, corolario de lo dicho es que la percepción que tenemos del mundo social
tiene una poderosa influencia sobre el comportamiento, y en este sentido, las atribuciones que
hacemos acerca de las conductas de los demás (es decir, nuestras interpretaciones de por qué
los demás hacen lo que hacen) juegan un papel muy importante en el desarrollo de la
agresividad. Por ejemplo, si vamos caminando por una calle transitada y alguien que viene de
frente nos choca con el hombro, será determinante de nuestra reacción la intención que le
atribuyamos al otro. Si consideramos que fue un simple accidente, producto de la desatención,
seguramente seguiremos caminando, o a lo sumo, nos daremos vuelta esperando una disculpa,
y que de obtenerla nos dejará reconfortados. Pero si consideramos que el choque ha sido
intencional, nos daremos vuelta exigiendo una explicación o preparándonos para atacar, y allí
comenzará una escalada de agresiones que no se sabe nunca cómo puede terminar.
No siempre es sencillo interpretar si los demás obraron con mala intención o sin ella,
porque su comportamiento a veces es ambiguo (en el caso del que nos chocó con el hombro
¿iba distraído mirando vidrieras o lo hizo a propósito?). En estos casos de incertidumbre
mientras que algunas personas prefieren olvidar el asunto y seguir en lo suyo, otras,
desarrollan la tendencia a interpretar las acciones de los demás siempre como hostiles, y por
ende, a responder agresivamente. A esta tendencia conductual se la conoce como sesgo
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atribucional de hostilidad (Dodge y otros, 1986), y suele estar presente en los individuos que se
caracterizan por tener niveles de agresividad elevados.
Otras variables psicosociales
El sexo y la agresividad
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Si nos preguntamos sobre la relación existente entre el sexo y la agresividad, el sentido
común y la creencia popular nos dirán que los hombres son más agresivos que las mujeres; y
tal apreciación suele ser correcta, puesto que con algunas excepciones los hombres suelen
desarrollar mayor cantidad de acciones violentas que las mujeres (Harris, 1994). Pero la
explicación de esta diferencia no es todo lo biológica que nos ha hecho creer. Una mirada
psicosocial del fenómeno, no permitirá advertir que la raíz de la cuestión es que hombres y
mujeres son socializados de manera distinta desde la infancia imponiéndoseles estereotipos de
género, es decir, formas de comportamiento impuestas socialmente de acuerdo a su sexo: se
dice que jugar al fútbol es bueno para los niños para que aprendan a jugar y a competir; y jugar
con muñecas a las niñas les enseña a aprender a cuidar a sus futuros hijos. Además, a los niños
se los suele estimular para que se defiendan en el colegio y peleen con quienes los agreden,
mientras que a las niñas se las educa para que no jueguen de manos ni usen la violencia física
para reclamar lo que les corresponde, sino que utilicen otras alternativas, tales como decirle a
la Señorita o aislar a la compañerita que las agredió. De este modo, por medio de una
socialización diferenciada, cada género aprende cosas distintas y también, estrategias distintas
de interacción, entre ellas la agresividad. Así, los varones aprenden a canalizar la agresividad
hacia lo físico, mientras que las mujeres lo harán hacia lo verbal y otras estrategias indirectas
dentro de las cuales se incluyen formas de agresividad que hacen que la víctima encuentre
difícil identificar al agresor, e incluso no se dé cuenta de que es víctima de ese comportamiento
agresivo (p.ej. hacer correr rumores, exclusión social, castigo del silencia, etc.) (Coyne y otros,
2008).
Ahora bien, hemos dicho que los hombres son más agresivos físicamente que las
mujeres, pero estudios más pormenorizados sobre la cuestión pueden revelarnos algunos
datos pasados por alto en una primera aproximación. Por ejemplo, es cierto que los hombres
tienen una mayor tendencia a agredir “sin provocación previa” que las mujeres, sin embargo,
ambos sexos reaccionan con similares dosis de agresividad si “son provocados”. En estos casos,
la única diferencia marcada que se encuentra, es el tipo de agresividad que desarrollarán como
respuesta, por lo que como vimos antes, los hombres se inclinarán en mayor medida, hacia la
agresión física, mientras que las mujeres lo harán hacia la verbal o agresión indirecta. Lo dicho
resulta consistente con el experimento de Albert Bandura con los niños y el muñeco Bubu,
donde pudo advertirse que si bien los niños eran más agresivos físicamente que las niñas, no
había diferencia significativa en cuanto a agresión verbal
La excitación sexual y la agresividad
La excitación sexual también puede influir en el comportamiento agresivo de las
personas pero no un modo lineal donde se la asocie con agresión, ya que lo cierto es que una
persona excitada levemente, es aún menos agresiva que quien no lo está en grado alguno. Es
decir, la excitación sexual no es un disparador automático de la agresión, y muchas veces hasta
la inhibe. Para demostrarlo, un experimento expuso a un grupo de personas ante imágenes
eróticas leves, y a otro grupo, ante imágenes neutrales (paisajes). Luego, los miembros de
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ambos grupos fueron molestados por una persona extraña para incitar su agresividad. Los
resultados arrojaron que los que habían sido expuestos a las imágenes de desnudos (estímulos
de excitación leve) mostraban menores niveles de agresividad que los expuestos a estímulos
neutrales. El punto desconcertó a los investigadores, quienes a partir del sentido común
esperaban que la excitación sexual, por poca que fuera, provocaría mayores escenas de
agresividad, y no lo contrario. Por ello decidieron hacer nuevamente el experimento, pero
agregar otro grupo. A este tercer grupo se le mostró imágenes de sexo explícito (pornografía)
para ver si respondían con menor agresividad aun. Sin embargo los resultados fueron
paradójicos, pues con las escenas de sexo explícito, la agresividad, en vez de disminuir más,
aquí aumentó.
Para comprender por qué ocurrió esto debemos tener en cuenta que la exposición a
cualquier estímulo sexual genera dos efectos: incrementa la excitación, pero también, influye
en afecto o estado de ánimo de la persona (positiva o negativamente). El material erótico leve,
genera poca excitación sexual, pero eleva los niveles de afecto positivo, con lo cual, la persona
se siente cómoda y alegre, y en consecuencia, la agresividad se reduce. En cambio, el material
pornográfico, si bien generó mayores niveles de excitación sexual, también provocó afectos
negativos en muchas personas (malestar interno) porque percibieron las imágenes como
perturbadoras o asquerosas, generándoles bastante incomodidad, e incrementó su tensión
interna, la cual fue canalizada hacia la agresividad cuando fueron molestadas por un tercero
(Zillmann, 1984).
Los celos y la agresividad
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Todos sabemos lo que son los celos ya que desde la infancia pueden ser una poderosa
causa de agresividad. No en vano uno de los libros más antiguos de nuestra civilización, la
Biblia, comienza con un homicidio ocasionado por celos entre Caín y Abel. Los celos entre
hermanos pueden ser peligrosos, pero en raras oportunidades llegan a la muerte. Los que
realmente ocasionan problemas sociales por su cantidad y cotidianeidad son los celos sexuales,
y por ello, a estos nos dedicaremos.
A los celos sexuales se los suele definir como una percepción de amenaza sobre una
relación romántica por la aparición de un rival. De allí que las personas que sienten que sus
parejas coquetean con otras o las engañan suelen sentirse muy enojadas y generalmente
piensan —o llevan a la práctica— acciones encaminadas a castigar a su pareja, a sus rivales o a
ambos. Aquí nuevamente la experimentación nos brinda datos empíricos que señalan que ante
una infidelidad, las personas reaccionan descargando su enojo sobre su pareja más que en el
rival; y en cuanto al nivel de agresividad provocado por estos episodios, las mujeres se enfadan
más que los hombres, tanto con sus parejas como con la rival, y tienen más probabilidades de
reaccionar agresivamente ante las infidelidades (Paul y otros, 1993; Weerth, 1993). Para
demostrarlo, un estudio le preguntaba a un grupo de hombres y mujeres ¿qué harías si te
enterases que tu pareja te fue infiel? las mujeres se inclinaron, en su mayoría, por insultar y
agredir físicamente a su pareja, o bien pedirle explicaciones; mientras que los hombres, en su
mayoría, indicaron que probablemente tratarían de superar la mala noticia evadiéndose del
tema (alcoholizándose, por ejemplo).
Los partidarios de teorías evolucionistas, sostienen que esta reacción agresiva de los
celos debe a que nuestro comportamiento está biológicamente determinado y todo procura la
subsistencia del individuo y la especie. Partiendo de ello, consideran que en los celos sexuales
masculinos y femeninos encontramos diferentes fuerzas biológicas que los sostienen desde los
tiempos en que los seres humanos vivíamos en las cavernas. En el caso de las mujeres, los celos
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se centrarían, fundamentalmente en la pérdida de recursos necesarios para la crianza y
protección de la familia. El hecho de que las mujeres hoy sean independientes, y no requieran
del sostén masculino para solventar una casa, no quiere decir que la reacción que durante
cientos de miles de años se ha ido forjando en sus cerebros desaparezca súbitamente. En
cuanto a los hombres, los celos sexuales se centran básicamente en una preocupación acerca de
la paternidad, pues si su pareja tiene encuentros sexuales con un tercero, posiblemente
deberán criar el hijo de otro. Tal como ocurre en el caso de las mujeres, en el pasado este era un
importante motivo de celos, sin embargo, con las píldoras anticonceptivas, el aborto y el ADN,
ahora los hombres tienen menos razones para reaccionar agresivamente a los celos. No
obstante, como se dijo, las teorías evolutivas toman poco en cuenta los factores sociales y los
cambios que se han dado en las sociedades, y sólo estudian el comportamiento humano, como
si de animales se tratara. Por ello, a esta explicación de las diferentes reacciones entre
hombres y mujeres ante la infidelidad, debería agregarse algunos factores culturales que las
teorías evolutivas omiten. Por ejemplo, las normas sociales que se inculcan a los hombres
desde el jardín de infantes son “a las nenas no se les pega”, “con las nenas se juega despacio”, “a
una mujer no se la insulta”, etc. Este marco cultural de socialización opera inhibiendo el
comportamiento agresivo hacia la mujer, y redireccionándolo, eventualmente, hacia otras
fuentes, o hacia sí mismo. En cambio, estas normas no rigen con igual fuerza para las mujeres,
es decir, a las niñas no se les enseña “a los hombres no se les pega”, y por ende, al crecer sin
esta inhibición, cuando un hecho cometido por su pareja exalta su ira, cuentan con menos
condicionantes sociales que inhiban su comportamiento agresivo, y si han aprendido a
canalizar la emoción del enojo por medio de la agresión física o verbal es muy probable que el
hecho violento se produzca.
Seguramente se pensará que muchos hombres al enterarse de la infidelidad de su pareja
reaccionarían pegándole, pues ésa es la imagen que gira en el imaginario popular debido a
resonantes casos ve violencia de género donde los sujetos violentos atacan a su pareja ante
hechos de esta naturaleza. Sin embargo, no debe perderse de vista que el sujeto que actúa
violentamente ante los celos, es porque no respeta las normas antes señaladas (p.ej. “a las
mujeres no se les pega”), o quizás se haya socializado en un medio donde la regla era pegarle a
la mujer. De allí que su agresividad no será una respuesta inesperada ante la infidelidad
descubierta, sino un acto violento dentro de una serie de violencia cotidianas que se da en toda
relación donde anide la violencia doméstica.
Desinhibición (alcohólica y social)
A nadie escapa que existe un vínculo entre agresión y alcohol, y aunque si bien hay
alcohólicos que no son agresivos, lo cierto es que la bebida provoca un efecto desinhibitorio en
quien la consume al disminuir el control cortical que maneja la racionalidad, y aumentar la
actividad de las áreas cerebrales más primitivas, generalmente territoriales y defensivas. Hogg
y Vaughan (2010) reseñan diversas investigaciones que han demostrado que existe una
relación causal entre consumo de alcohol y conducta agresiva según la cual las personas que
beben más, son más agresivas y que las que normalmente no beben, pueden volverse agresivas
cuando lo hacen (La Place, Chermark, 1994; y, Bailey y Taylor, 1991). De allí que cuando las
personas están en lugares cerrados donde se consume alcohol, como discotecas o bares, suelen
ser frecuentes las peleas, ya que las normas sociales que inhiben los comportamientos
agresivos se relajan como consecuencia de la ingesta alcohólica.
Asimismo, la desinhibición en la personalidad que produce el alcohol también puede
lograrse por la influencia de factores sociales. En efecto, la desinhibición es una disminución de
las presiones sociales habituales que operan para las personas no realicen actos antisociales,
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ilegales o inmorales, y puede producirse no sólo por el alcohol y otras drogas sino por
cualquier medio que logre desatar las barreras de la vergüenza. Algunas situaciones en las que
las personas se desinhiben suceden cuando están desindividualizadas, es decir, cuando sienten
que pueden pasar desapercibidas en una multitud, o bien, cuando saben que es imposible que
se las reconozca (estar encapuchado, por ejemplo). En estos casos, actuarán con mayor
desinhibición, y los comportamientos agresivos o violentos no tendrán la contención
inhibitoria que los reprima, ya que el individuo actuará más allá de las normas sociales al sentir
que nadie juzga su comportamiento. Un experimento que demostró el efecto
desindividualizante relevó el comportamiento de las personas frente a los suicidas que se
paran en las ventanas de los edificios y amenazan saltar. Lejos de una conducta solidaria, lo que
se advirtió es que muchas veces la gente suele agolparse en la acera, mirar hacia arriba y
algunos comienzan a gritar ¡que salte! ¡que salte! (Mann, 1981, en Hogg y Vaughan, 2010).
Mann describe un caso dramático en Nueva York, donde miles de personas esperaron el
suicidio de un ciudadano, algunas por más de 11 horas, hasta que el hombre se tiró desde la
cornisa del piso 17 de un hotel. El mismo investigador advierte que al menos en un 50% de este
tipo de suicidios los observadores instigan a que la persona se mate, aunque también da cuenta
de ciertas circunstancias que se replicaban en los casos: el grupo debe ser grande, de al menos
más de 300 personas, ser de noche, y que el potencial suicida esté a una distancia que impida el
contacto visual cercano. Bajo estas circunstancias se favorece el proceso de
desindividualización que lleva a los individuos a actuar de maneras que no lo harían en otras
condiciones, aún a instigar la muerte de otro.
Finalmente, otra forma de desinhibirse es deshumanizando a la víctima de la agresión,
tratándola como un ser menos que humano que puede ser maltratado sin mayor
remordimiento, o bien asesinado, tal como lo demuestran todas las guerras, exterminios y
masacres del siglo XX (Zaffaroni, 2012), aunque esto último ya nos coloca en el campo de la
violencia, como veremos más adelante.
El ambiente y la agresividad
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Como vimos al inicio de este libro los factores ambientales naturales o físicos pueden
influir en el comportamiento, y en este sentido, hay dos características del entorno que
aumentan los niveles de agresión de las personas. Ellas son el calor y el hacinamiento.
El vínculo entre el calor y la ira es tan claro que hasta nuestro propio lenguaje lo asocia
cuando emplea frases tales como “estoy re-caliente con tal…”, “hay que ponerle paños fríos al
asunto…”, “está caldeado el ambiente…” etc. La investigación al respecto ha demostrado que
cuanto más elevada es la temperatura ambiental hay más violencia doméstica (Cohen, 1993),
más suicidios violentos se producen (Maes, 1994) y se asiste a mayor cantidad de violencia
colectiva (Carlsmith y Anderson, 1979). Otros estudios que refieren Hogg y Vaughan (2010)
describen que un grupo de investigación colocó un auto detenido frente a un semáforo en
verde en un día de calor, y midieron la cantidad de bocina que recibía. Notaron que de acuerdo
a lo esperado, a medida que la temperatura se elevaba aumentaban los bocinazos (Kenrick y
MacFarlane, 1986). Pero lo interesante es que cuando el calor supera ciertos límites, la agresión
se debilita, por lo que el calor extremo quitaría la energía hasta enojarse, o bien, el propio
organismo sabe que no es conveniente alterarse o “calentarse” cuando ya hace demasiado calor
en el entorno.
El otro factor del entorno que afecta el comportamiento es el hacinamiento. Si bien en
muchas especies el hacinamiento es causa de peleas, entre los humanos hemos aprendido a
sobrellevarlo al vivir en grandes ciudades. De hecho se lo considera una sensación subjetiva,
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debido a que cada cultura determina cuán cerca puede estar una persona de la otra sin que se
considere una invasión de su privacidad. En este sentido, es claro que no es lo mismo vivir en
Tokio que en Buenos Aires, ni tampoco la forma en que se vive en una amplia casa que en la
celda de una cárcel.
Los estudios que analizan la influencia del hacinamiento en la agresividad, dieron
cuenta de que cuando los internos de las cárceles se sienten hacinados, suelen incrementarse
los índices de peleas violentas. La explicación es que ello ocurre, no sólo por la percepción de
una invasión del espacio privado, sino también, porque cualquier comportamiento del otro se
percibe como una señal de hostilidad (recuérdese lo visto acerca de la percepción del mundo
como un lugar hostil y las reacciones), lo cual convierte a toda interacción en una potencial
pelea (Lawrence y Andrew, 2004, en Hogg y Vaughan 2010). Un fenómeno similar ocurre en las
clínicas psiquiátricas donde también se descubrió que el hacinamiento incrementaba los
incidentes de violencia y aparecía una mayor agresividad verbal (Ng, Kumar, 2001, en Hogg y
Vaughan 2010).
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Conclusión
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Las teorías psicosociales vistas hasta aquí y el análisis de los diversos factores sociales
que influyen en el comportamiento agresivo son modelos de explicación que superan la
ceguera hacia lo social que tienen las teorías biologisistas, para las cuales se trata de un instinto
incontrolable. Tomar en cuenta el aprendizaje y la influencia de las normas es útil para
comprender cómo se producen y reproducen los modelos de comportamiento agresivo, y
también cuáles son los móviles psicológicos que pueden desatarlo, tal como la frustración, la
excitación sexual, el consumo de alcohol, y aun factores físicos como el clima y el hacinamiento.
Ahora bien, un nivel más amplio de análisis, nos llevará a revisar una perspectiva psicosocio-cultural, que toma tomará en cuenta los factores macrosociales externos al sujeto (la
cultura en que se desenvuelve, los medios de comunicación, etc.) para arribar a una
comprensión integral del fenómeno.
II.3. La teoría sociocultural
Si se le pregunta a una persona que recuerde alguna situación que le haya hecho enojar
mucho, posiblemente relatará alguna situación donde alguien le hizo o le dijo algo que motivó
su ira. Es poco probable que mencione hechos físicos como el cansancio, el mal tiempo, el
hambre o el stress como causas de sus arranques de ira; y mucho menos que señale patrones
culturales que lo predisponen a comportarse de ese modo. Es lógico que responda así, pues
desde el sentido común la agresividad suele ser explicada como respuesta a una provocación
física o verbal por parte de otra persona, y si bien ello es parte de la verdad, como hemos
venido viendo hasta aquí, ello es solo una parte de la explicación.
La corriente explicativas psicosocial nos han permitido comprender que la agresividad
humana no está determinada de modo absoluto por la biología, es decir, no es una respuesta
instintiva automática que se manifieste en todos los miembros de la especie de la misma
manera, sino condicionada por diversos factores, dentro de los que se destacan la socialización
del individuo y el contexto social en el que actúa. Ellas son variables que hacen que una persona
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
sea más agresiva que otra (su socialización y la sociedad en la vive) y por lo tanto, siguiendo
con esta línea de pensamiento, nos interesaremos por terminar nuestro estudio sobre la
agresividad profundizando más en estos factores culturales.
La cultura y las normas sociales
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Las sociedades no son todas iguales, sino que los patrones culturales que las rigen son
las que les dan cierta identidad que diferencia unas de otras, y en este sentido, algunas tendrán
valores que impulsen a sus miembros hacia la violencia y la agresión, y otras hacia la tolerancia
y la paz. Por ejemplo, hacia el siglo X, las sociedades vikingas del norte de Europa estimulaban a
sus habitantes a salir a conquistar otras tierras. La propia religión aseguraba que el guerrero
que moría en combate iba al Valhalla —el paraíso de los nórdicos y se pronuncia Valjala— a
morar eternamente feliz. En esa sociedad guerrera tanta era la pasión por el combate que se
enseñaba a sus miembros que el Valhalla, lejos de ser un lugar pacífico como el cielo cristiano,
era imaginado como un gran campo de batalla en el que cada día se organizaban combates y al
anochecer las heridas eran mágicamente curadas para poder combatir nuevamente el día
siguiente con todas sus fuerzas recobradas. Es evidente que una religión con estas
características estimulaba la agresividad y el combate en el ser humano.
Otro supuesto de cultura agresiva se da en las sociedades machistas actuales en las que
se establece el sometimiento de la mujer a la figura masculina. En estas culturas se admite la
violencia física como una forma legítima de control de la familia y de resolución de los
conflictos internos. De este modo, las mujeres se socializan en un mundo donde se considera
normal y natural que el hombre ejerza su poder familiar por medio de la fuerza, y por ende, los
comportamientos agresivos y violentos, al no ser sancionados socialmente, se perciben como el
comportamiento debido que los hombres deben practicar y las mujeres aceptar. Una película
que retrata este mundo “La fuente de las mujeres” (2011) del director franco-rumano Radu
Mihaileanu, donde también se ve que toda dominación nunca es para siempre y que puede
cambiar.
Asimismo, las sociedades democráticas modernas, han visto a las mujeres ir
deshaciéndose de este tipo de mandatos culturales, y comenzado a conquistar lugares que las
equiparan a los hombres en cuanto a derechos y obligaciones, tanto en las actividades lícitas
(campo profesional, la arena política, el arte, etc), como en la ilícita o desviada (incremento en
uso de la violencia, mayor participación en la delincuencia, consumo de alcohol y drogas) (Hogg
y Vaughan, 2010).
Otro ejemplo que demuestra cómo la cultura y sus normas influyen en el surgimiento de
conductas agresivas podrían ser algunos países poco organizados a nivel institucional
(corruptos, anárquicos o caóticos) donde habrá mayor tendencia y tolerancia hacia la aparición
de comportamientos agresivos entre sus miembros que en aquellos en los que se respetan los
derechos del otro. Ello se debe a que cuando el derecho no logra regular adecuadamente las
conductas y hacer que la gente se automotive en respetar los derechos de los demás, la
agresividad es la defensa primitiva a la que puede acudir el individuo para proteger sus
intereses de la voracidad ajena (o del propio Estado). En casos extremos, esta situación
conduce a la justicia por mano propia o puebladas.
Otro factor cultural que afecta el comportamiento de las personas tornándolo agresivo,
es su participación en determinadas subculturas violentas (mafia, skinheads, barras bravas,
banditas, etc.) en las cuales las normas y los valores que rigen las interacciones se vinculan
estrechamente con la agresividad y con el desprecio por toda idea de paz. En estos grupos o
subculturas, la agresión y la violencia está legitimada como un estilo de vida, lo que potencia su
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aparición. Las reglas del grupo reflejan la aprobación de la agresividad y habrá premios por la
violencia —y sanciones por no adherir a ella, tales como burlas, expulsión del grupo, etc. En los
sectores urbanos, estos grupos pueden ser grupos de jóvenes cuyo entretenimiento sea romper
bienes públicos, atacar a vagabundos, torturar animales, y también cometer delitos. La película
“La Ciudad de Dios” (2002) de Fernando Meirelles retrata la vida en una favela y las normas
subculturales de algunos grupos que legitiman la violencia como forma de vida, como así
también “La Naranja Mecánica” (1971) de Stanley Kubrick, muestra que la violencia urbana
también es propia de clases acomodadas.
Finalmente, los medios de comunicación también influyen en la configuración de los
valores de una sociedad. En lo atinente a la agresividad, algunas personas imitan los actos
violentos que ven en la pantalla, y hasta ponen en práctica actos de agresión interpersonal,
violaciones y asesinatos. No en vano tras los primeros casos de femicidio por medio de
incineración comenzaron a sucederse otros casos similares. Los medios educan, para bien y
para mal. Asimismo, ser espectador de altas dosis de violencia por televisión, como las que
estamos acostumbrados a ver, también produce un efecto adormecedor de los sentidos,
insensibilizando y desinhibiendo a las personas, generando una disminución de su capacidad
de respuesta ante un material que debería provocar como mínimo una reacción emocional
intensa. Sin embargo, muchos individuos pueden cenar, mientras ven cómo ISIS decapita
soldados enemigos; se asesina a una población en Ruanda; un niño se muere de hambre en el
Chaco; o, unos delincuentes disparan a una mujer embarazada a quemarropa.
Asimismo, muchas películas de acción suelen presentar la violencia como algo que no
produce daño, pues sólo así el protagonista violento puede ser exhibido como un “buen tipo”
que sale impune de sus actos de violencia, y en este sentido, la teoría del aprendizaje social ya
nos señalaba que los niños —y los no tanto— imitarán el comportamiento de un modelo de
referencia que perciben que recibe recompensas por agredir, o que al menos, sale sin castigo.
Un estudio longitudinal, es decir, realizado durante varios años a las mismas personas,
demostró que de un grupo de niños, quienes más televisión veían, presentaban mayores
índices de agresividad. Diez después, se volvió a estudiar a los mismos participantes (ya
adolescentes) y se confirmó que: cuanta más violencia habían visto de niños, mayores eran sus
niveles de agresividad de adolescentes. Finalmente, volvieron a ser estudiados cuando tenían
alrededor de treinta años, y la cantidad de violencia que habían visto de niños permitía
predecir sus niveles de agresividad. Con estos estudios se confirmaron dos hipótesis: la
primera es que la televisión exhibe violencia y agresión, y la segunda es que las personas que
están más expuestas a ella, reproducen ese tipo de comportamientos en su interacción
(Huesmann y Eron, 1984, en Hogg y Vaughan, 2010).
Conclusión
Lo visto hasta aquí nos permite advertir que la agresividad es un comportamiento más
del ser humano y que su manifestación se encuentra condicionada por diversos factores, tanto
individuales, sociales y hasta físicos. Por ende, en el análisis de todo comportamiento agresivo,
no bastará con indagar la psiquis del sujeto para comprender sus actos o la biología de su
cerebro, sino que también deberán tenerse en cuenta las normas sociales que rigen el contexto
en el que se produce el acto, es decir, el marco cultural, como así también los factores
ambientales, todo lo cual influye en el comportamiento. Sólo así podrá tenerse una
comprensión acabada del fenómeno bajo estudio, sin caer en juicios sesgados ni ingenuos.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
III. Diferencias entre Violencia y Agresión
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Si bien durante este capítulo parece que hemos hablado de la agresividad y la violencia
como si fueran sinónimos, lo cierto es que no lo son (Garvía de Keltai, 2006). Al hacer mención
al comportamiento agresivo, nos hemos estado refiriendo a conductas que hacen uso de la
fuerza o la agresión verbal al servicio de la supervivencia y, que en principio, no conllevan la
destrucción del objeto hacia el cual se dirige. Entre los individuos, la agresividad sirve para que
cada uno se proteja física y psicológicamente, cuide sus pertenencias y las de los suyos, procure
su alimento, y haga valer sus derechos. Por ejemplo, un niño que se defiende a mordiscones
para que otro no le quite su juguete está teniendo comportamientos agresivos; una persona
que reacciona a los gritos cuando alguien intenta estafarlo hace lo mismo; y quien se defiende a
las trompadas de un robo en la vía pública, opera en igual sentido. En todos estos casos, la
respuesta ha sido agresiva, pero no violenta, pues la violencia, es una subespecie de la
agresividad que se aparta de esta idea de protección y supervivencia, y se vincula con el uso
abusivo del poder físico, psicológico, económico, político, etc. para lograr someter o destruir al
otro. Por ello podemos decir que si bien todas las personas, en mayor o en menor medida, son
agresivas, no todas son violentas.
Con los animales ocurre lo mismo, son agresivos, pero no son violentos. La violencia y
sus diversas modalidades e intensidades es propia de nuestra especie. No se corresponde con
instinto o gen alguno, sino que es aprendida y utilizada como un modo de resolver conflictos y
controlar a las personas. Es decir, es una creación cultural. Dentro de las diferencias más
significativas entre la violencia y la agresividad podemos destacar que la violencia:
No es natural: Se aprende a ser violento en la familia, la escuela, la calle, y también por
los medios de comunicación, como la televisión, el cine, la radio, juegos de pc, etc.
Es intencional: Cada golpe, insulto, mirada o palabra que se emplea con la libre
intención de dañar a otra persona es violencia.
Es dirigida: Habitualmente no se ataca a cualquier persona, sino que se elige al
individuo que se considera más débil, vulnerable o dependiente.
Va en aumento: A los insultos y amenazas le siguen los golpes e incluso la muerte.
Se abusa del poder: se busca deliberadamente someter, controlar y manipular al otro a
partir de una superioridad real o ficticia en el campo de fuerza física, posición jerárquica,
capacidad de palabra, inteligencia, etc.
En definitiva, la violencia no es un comportamiento innato que surge de manera
incontrolable y espontánea en el ser humano, sino una conducta más racional de lo que se cree.
Se dirige hacia individuos menos poderosos para lograr intencionalmente su sometimiento, e
irá en aumento ante señales de resistencia del otro, abusando siempre del poder (físico,
intelectual, psicológico, económico, etc) para su dominación.
IV.- Prevención y control de la agresividad
La agresividad es un comportamiento más de los seres humanos, pero se convierte en
problemático cuando las interacciones agresivas comienzan a escalar en una intensidad que
nadie sabe cómo pueden terminar, o se convierte en violencia (uso del poder para el
sometimiento del otro), con las consabidas causas nocivas paras las víctimas del abuso. Pero el
hecho de que la agresividad no sea una forma de conducta innata ni inevitable, sino una
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consecuencia de la multicausalidad de variables personales, procesos cognitivos y factores
externos, nos permite suponer que así como se la puede estimular (tal como se hace cuando un
país entra en guerra) también se la puede reducir y prevenir. En este sentido, algunas técnicas
que la psicología social ha estudiado son las que expondremos a continuación.
El castigo como elemento disuasor
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Desde tiempos históricos una de las formas de prevenir conductas ha sido por medio
del uso del castigo, es decir, acciones que infringieran una consecuencia adversa sobre un
individuo con la finalidad de desmotivar su comportamiento, como así también, la de los demás
que percibieran su aplicación; prevención especial o general, en lengua penal. El castigo se trata
de un elemento disuasor, y a pesar de que está siendo desplazados por otras alternativas para
desmotivar conductas disvaliosas, éste puede resultar efectivo para inhibir conductas agresivas
si es aplicado de acuerdo a los siguientes principios básicos que reseñana Baron y Byrne
(1998):




Inmediatez, debe ser aplicado a las acciones agresivas tan rápido como sea
posible;
Certeza, quien efectivamente cometió una acción agresiva debe tener la
seguridad de que será castigado sin que pueda hacer nada para evitarlo;
Adecuación, el castigo debe ser de una magnitud tal que resulte desagradable
para los posibles destinatarios;
Justificado, quien obró incorrectamente debe asumir, aunque sea en su fuero
interno, que merece el castigo aplicado
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A nivel social, la institución encargada de los castigos suele ser la Justicia. Sin embargo,
no es novedad que el sistema penal raramente cumple con estas precondiciones fundamentales
para que el castigo opere como herramienta de disuasión social de conductas sancionadas. En
efecto, la aplicación de los castigos por acciones agresivas (lesiones, maltrato y violencia
familiar, etc.) raramente es inmediata, sino que la condena suele dictarse después de meses o
años de proceso; muchos agresores eluden la condena por medio de argucias procesales de sus
abogados, corrupción policial, fuga de país, etc.; en cuanto a la adecuación o magnitud del
castigo, ella no será previsible, sino que dependerá del tribunal que juzgue la causa, y si es
económica del patrimonio del autor del hecho pues no gravita lo mismo una multa en un rico
que en una persona de clase media. Finalmente, tal como lo afirman la mayoría de los reclusos
de las penitenciarías, el castigo es casi siempre percibido como injusto, fundamentalmente
porque se señala la impunidad de los grandes delitos de cuello blanco que quedan impunes.
En definitiva, no es que el sistema penal no sirva, sino que la imposición de las penas
que aplica, sin ingresar en la discusión de si el hecho de la que la Constitución Nacional
sostenga que no son castigo, pues lo cierto es que la realidad lo desmiente, está lejos de cumplir
los principios en los que se funda la eficacia de toda sanción o castigo. Así, las penas se
convierten en crueldades que se practican sobre la humanidad de las personas sin otra
finalidad que hacer sufrir. De allí las dificultades del sistema, no solo para justificarlas
moralmente, sino también, de las penas mismas para resocializar y prevenir conductas
agresivas y violentas.
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
Intervenciones cognitivas: pedir disculpas
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Quizás una mejor alternativa que el sistema penal sea un sistema preventivo basado en
el sistema educativo, familiar y escolar, puesto que otra forma de evitar conductas agresivas se
vincula con procesos cognitivos y relaciones humanas. En efecto, la vida diaria lleva a las
personas a interactuar con muchas otras, y así, suelen darse casos en los que
involuntariamente se suscitan conflictos (alguien que sin querer ocupa el lugar de otro en la
fila del banco, un choque de autos, un pisotón en el tren o autobus, etc.). En estos casos, es muy
importante el modo en que quien inició la acción reaccione tras el suceso, pues un pedido de
disculpas, muy probablemente logre detener el desbarranco emocional y agresivo.
A nadie escapa que tendemos a enojarnos menos cuando las disculpas parecen sinceras
que cuando parecen una tentativa de encubrir una intención maliciosa. Sin embargo, todo
pedido de perdón es un paño frío que se pone a la interacción agresiva, por lo que es
importante continuar enseñándoles a los niños cosas básicas como “asumir la responsabilidad
por los actos” y “pedir perdón”, ya que son formas muy valiosas de contribuir a la construcción
de una sociedad pacífica. Recuérdese lo visto con respecto a la cultura emocional de los grupos
sociales.
También es sabido que cuando estamos muy enfadados la emoción invade nuestra
capacidad de pensar, y se produce en nuestra mente un déficit cognitivo, es decir, una
incapacidad momentánea de pensar críticamente. Por lo tanto, perdemos la capacidad de
evaluar las consecuencias negativas de nuestras propias conductas, y se incrementan las
probabilidades de que realicemos actos agresivos o violentos de los cuales después nos
arrepintamos. “Conócete a ti mismo”, decía Sócrates. Saber que la ira nos puede dominar y
hacernos perder los estribos es la primera arma de defensa contra el déficit cognitivo del que
hablábamos, puesto que nos permite tener preparado en nuestra memoria algún truco mental
que sirva para superar este déficit y evitar o reducir la agresividad (Zillmann, 1993, citado por
Baron y Byrne, 1998). Por ejemplo, una estrategia habitualmente empleada por las personas
agresivas que pretenden no dejarse dominar por sus emociones indica que, cuando sabemos
que iremos al encuentro de alguien que también tiene una tendencia agresiva, debemos
predisponernos para atribuir todo lo que él/ella nos dice como si careciera de mala intención,
atribuyéndolo sólo a su desafortunada manera de ser. De esta manera, se des-dramatiza la
interacción, y solo se atiende a lo que el otro dice, y no tanto como lo dice. Recordemos que
muchas veces la agresión es consecuencia de un problema de comunicación, donde se
interpreta negativamente todo lo que hace/dice el otro.
Otra técnica de base cognitiva para prevenir o desactivar la agresión se vincula con el
humor. Supongamos que estamos en el trabajo muy enfadados por algo que nos han hecho, y de
repente alguien cuenta un chiste que nos hace reír. El lector lo debe haber experimentado
alguna vez, y recordará que en esos casos, nuestra cara de enojo, si bien lucha por no dejarse
invadir por la risa, generalmente pierde la batalla, y muchas veces terminamos por reírnos,
cambiando por instante nuestro estado de ánimo. Este pasaje de un estado a otro, se debe a que
es imposible que nuestro cerebro procese dos estados de ánimo incompatibles al mismo
tiempo, y por ende, uno de los dos prevalecerá.
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Capítulo 16
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Explicaciones psicosociales
del delito y de la reacción social
Temas del capítulo
 Evolución histórica de la explicación psicosocial del delito
 Teorías biológicas, psicológicas y psicosociales
 La reacción social y la criminología mediática como variable integrante del fenómeno
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I. Evolución de las explicaciones del delito
La Frenología: el estudio de las áreas cerebrales
La frenología es una antigua teoría, fundada por el médico alemán Franz Joseph Gall
(1728-1828) quien afirmaba que era posible determinar el carácter y los rasgos de la
personalidad así como las tendencias criminales de las personas, basándose en la forma del
cráneo, su cabeza y sus facciones. La tesis central era que todas las funciones psicológicas se
encuentran localizadas en diversas áreas del cerebro, y que se puede conocer y diagnosticar su
grado de desarrollo a través del examen de sus partes.
El atractivo que tuvo esta perspectiva para el derecho fue que señalaba que existían una
serie de cualidades psicológicas, empíricamente detectables, que causaban las conductas
delictivas y violentas, por lo que, al conocerlas, podían preverse fácilmente los delitos y lograr
la ansiada paz social.
Para la frenología, por ejemplo, dentro del área rectora de comportamientos egoístas,
podría encontrar una subárea dedicada a la “destructividad”, la cual puede orientarse a la
eliminación de dificultades para la obtención de objetivos (robar para conseguir lo deseado en
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
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lugar de trabajar, por ejemplo), también hacia formas perversas como el asesinato o la
crueldad. La “impulsividad” también se encuentra en esta área y puede mostrarse como la
tendencia hacia las riñas. Asimismo, otras áreas que rigen la moral y los sentimientos son las
receptoras de los órganos cerebrales destinados a la “benevolencia”, por ejemplo, la cual tiende
a inclinar al sujeto a mantener buenas relaciones con el prójimo.
Esta escuela establecía que, en función del tamaño de cada una de estas áreas, la
persona era propensa a un tipo de carácter (pacífico, belicoso, etc.), y a diferentes facultades
mentales (inteligente, retrasado, etc.), las cuales podían estudiarse midiendo la forma del
cráneo. En un estudio que el propio Joseph Gall llevó a cabo para comparar el cráneo de un
hindú con el de un europeo, afirmó que los hindúes (sí, todos los hindúes) son gente pacífica y
poco cruel en comparación con los europeos, ya que sus áreas de combatividad y destrucción
son más pequeñas que las del hombre blanco, añadiendo que intelectualmente son poco
proclives para el razonamiento lógico.
Estas conclusiones podrían ser ciertas para el caso concreto de la comparación de los
cráneos de estos dos individuos, pero bajo ningún concepto pueden hacerse generalizaciones
como las que llevó a cabo Gall a toda la nación hindú o comunidad europea, pues le quita
cientificidad a sus resultados.
Pero lo cierto es que la frenología, en realidad, distaba mucho de ser una práctica
científica, antes que todo era una pseudociencia o en el mejor de los casos una doctrina. Los
estudios de Gall no tenían ningún respaldo científico que permitieran hacer predicciones
acertadas, como exige toda ciencia. De hecho, cuentan que lo que desmoronó a esta corriente
de pensamiento fue cierto experimento que los detractores de la frenología invitaron a llevar a
cabo al frenólogo Joahnn Spurzheim. Se le propuso el examen del cráneo de Laplace, físico y
matemático francés de renombrada fama (como un Einstein). Pero antes de ello, cambiaron el
cráneo de Laplace por el de un individuo que había padecido una deficiencia mental, de modo
que cuando el Spurzheim iba resaltando las cualidades intelectuales del genio científico, en
realidad estaba analizando el cráneo de una persona con fuertes déficits mentales. Con ello, la
teoría frenológica fue derribada del pedestal de la academia al que pretendía ascender y sus
seguidores fueron abandonando sus estudios.
Positivismo criminológico:
delincuente nato
Lombroso
y
características
del
El padre de esta escuela fue el médico italiano Cesare Lombroso (1835-1909) quien,
inspirado en las ideas de la frenología, analizó el cráneo de un individuo de nombre Villela que
había sido fusilado por el personal penitenciario donde estaba cumpliendo su condena. Cuando
estudió su cráneo, advirtió la existencia de una foseta occipital mediana totalmente distinta a la
del resto de los humanos que había revisado. Entonces, indagó sobre el pasado de este sujeto, y
descubrió que había cometido innumerables delitos, y que a aun a los setenta años, había
intentado escaparse de la cárcel. Conectando estos datos biográficos con la anormalidad del
cráneo, Lombroso elaboró su teoría del delincuente nato que profundizaría en su libro El
hombre delincuente (1876). En esta obra brindaba una explicación biológica de la conducta
criminal, sosteniendo que el delincuente era un individuo atávico, es decir, una persona que
había nacido con una regresión evolutiva, y por lo tanto se comportaba como la violencia y
crueldad de los humanos de tiempos remotos (Fucito, 2003; García-Pablos de Molina, 1988).
De acuerdo a sus ideas, atavismo y enfermedad se unían para generar tales individuos,
cuya característica era su enorme peligrosidad social nacida de causas puramente biológicas.
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Para identificar a estos delincuentes natos, Lombroso señalaba que debía prestarse atención a
ciertos rasgos particulares, tales como: frente huidiza y baja, asimetrías craneales, altura
anormal del cráneo, gran desarrollo de los pómulos, orejas en asa, gran pilosidad. Debido a que
toda teoría para ser científica debe ser probada empíricamente, Lombroso concluyó que el
mejor lugar para verificar sus postulados era la prisión, pues allí estaban encerrados los
delincuentes y podrían medirse con facilidad los rasgos faciales y físicos con de cientos de miles
de casos. Concurrió a diversas cárceles de Italia midiendo las partes del cuerpo de los
detenidos, y los resultados fueron arrolladoramente contundentes. La mayoría de los detenidos
tenían las características que su teoría suponía. Así la ciencia daba un método para identificar
delincuentes, lo cual sería usado por la política y la justicia para prevención, como así también,
para juzgar a un sospechoso, pues si tenía características atávicas, las probabilidades de que
hubiese cometido el delito del cual se sospecha, se incrementarían exponencialmente.
Luego de los primeros éxitos de su teoría y del reconocimiento internacional de sus
postulados, Lombroso profundizó más sus estudios, y señaló que otras características del
delincuente nato son: tatuajes, insensibilidad al dolor, zurdos, carencia afectiva, intentos de
suicidio, inestables, vanidosos, vengativos, uso de lunfardo, tendencia al alcoholismo, juego,
sexo y orgías.
En su obra, Lombroso compara al delincuente nato con un salvaje al cual le gusta
tatuarse, es supersticioso, le gustan los amuletos y prefiere los colores primarios. Su segunda
comparación es con los niños, los cuales están en una etapa anterior de maduración que el
adulto normal, reaccionan de forma infantil, no tienen control adecuado sobre sus emociones y
coinciden principalmente en cólera, venganza, celos, mentira, falta de sentido moral, escasa
afectividad, ocio y flojera, vanidad, juego e imitación que el hombre delincuente.
Otros seguidores de sus teorías fueron Enrico Ferri y Rafael Garófalo. Ferri incluyó otras
tipologías además de las del delincuente nato, tales como el delincuente ocasional, quien es
empujado al acto por el medio que lo rodea, pero no vuelve a delinquir si tales condiciones
desaparecen. Aunque también señala que existe una base biológica que explica por qué dos
personas en un mismo social, una delinque y la otra no. Por su parte, Garófalo acuñó la idea de
delito natural, señalando que si bien puede ser que los delitos sean relativos a cada tipo de
sociedad, todo acto que afecte la piedad (rechazo a hacer sufrir a los otros) y probidad
(respecto de la propiedad ajena) es un acto llevado a cabo contra sentimientos humanos
fundamentales y quien los perpetra es una "variedad" involucionada de la especie humana,
incapaz de asimilar estos valores (Fucito, 2003).
Las críticas que recibió la teoría lombrosiana del delincuente nato es que la forma de
demostrar el postulado de que las características físicas del sujeto revelan su tendencia al
delito fue probada por Lombroso yendo a las cárceles a verificar si se cumplía su teoría. Al
actuar de este modo, no advirtió que en realidad lo que planteaba su teoría era un modo de dar
cientificidad al prejuicio que existía en las ciudades europeas del siglo XIX contra las personas
que no tenían rasgos finos y delicados. Es decir, la pretensión de querer demostrar que los
delitos podían verse en el rostro o el cuerpo de las personas pasaba por algo que dichas
características eran justamente las de las clases bajas, las cuales el sistema penal ha
seleccionado históricamente. La teoría científica ahora parecía darle una justificación racional
al prejuicio. Pero solo era porque se habían cometido errores metodológicos al momento de
probar la teoría.
Otra crítica es que la existencia de tatuajes no parece ser un signo confiable de la
existencia de una tendencia criminógena, pues muchas personas los poseen sin que signifique
que cometan delito alguno (como los marinos, por ejemplo). En otro orden, en cuanto al uso del
lunfardo que señala como otra característica del delincuente, tampoco parece ser una nota
distintiva del criminal, sino de cualquier persona que comparta un oficio con otras. Por
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ejemplo, los abogados tienen su jerga al igual que los médicos la suya, lo que les otorga un
sentido de pertenencia, sin que de ello pueda predicarse el surgimiento de un ánimo delictivo.
En definitiva, la teoría del delincuente nato que pretendió dar la explicación del delito
hacia el año 1900 en la sociedad europea y hacia 1930 se trasladó a la Argentina recibiendo una
fuerte acogida, fue una pseudo teoría que daba aires científicos al prejuicio existente de una
clase social sobre otra. Hoy ya nadie sostiene esta teoría en la comunidad académica y
científica, aunque sus postulados siguen en el imaginario colectivo de parte de la sociedad,
quien continúa asociando rasgos faciales con conducta criminal (Zaffaroni, 2012).
Psicoanálisis: Freud y el delito como una cuestión del Superyó
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En su libro Totem y Tabú de 1913, Freud extiende sus explicaciones de la psiquis
humana hacia lo social e intenta explicar de dónde han surgido las normas sociales que
prohíben el asesinato y el incesto, pues conociendo el nacimiento de estas grandes
prohibiciones sociales, podía inferirse luego el surgimiento de las restantes normas y leyes.
Partiendo de su teoría del complejo Edipo (aplicada ahora a nivel social), imaginó que en la
prehistoria de los tiempos, cuando el ser humano vivía en hordas, se produjo el asesinato del
jefe de la tribu a manos de sus hijos debido a que querían mantener relaciones sexuales con sus
madres. Tras el asesinato, surgió inmediatamente en los miembros del grupo un profundo
remordimiento por lo hecho, lo que generó en su psiquis el surgimiento de un enorme
sentimiento de culpa y miedo por lo hecho, y por ende, una repugnancia por el asesinato y el
incesto creando de este modo la primera idea de Ley, es decir, un mandato que señala lo que
está prohibido, y por ende, que no se debe hacer.
De este modo, Freud brindaba una explicación psicosocial que exponía las razones por
las cuales las personas de su época sentían repugnancia hacia el homicidio y el incesto, y luego,
hacia otros comportamientos que el devenir de las sociedades ha ido considerando indeseables
(robo, violación, estafas, etc.). De este modo, la tendencia sexual y la agresividad innata eran
controladas por medio de la incorporación de los mandatos sociales al superyó de los miembros
de la sociedad.
Ahora bien, ¿cómo explica el delito la teoría de Freud? En rigor no hay una explicación
demasiado extensa sobre el tema, pues sus intereses estaban en otras cuestiones. Sin embargo,
escribió un ensayo titulado “Los que delinquen por sentimiento de culpa” de 1916, en el cual
define al delito como una acción que se opone a las leyes establecidas por la sociedad, y al
delincuente como aquel que expresa sus tendencias inconscientes sin el límite de los padres, la
moral o el derecho. De este modo, la explicación psicoanalítica del crimen será a partir de una
falla en la superación del Edipo producida por una falta de identificación con la figura paterna y
los mandatos sociales que estos transmiten. Esto genera un superyó debilitado, y por lo tanto,
incapaz de frenar los deseos del Ello. Por lo tanto, el delincuente no sería ni un enfermo ni un
loco, sino sencillamente alguien que no tiene capacidad autónoma de controlar sus impulsos y,
por lo tanto, la satisfacción de sus deseos lo llevan a violar la ley para obtener los beneficios
que desea, sin mayor sentimiento de culpa.
Paralelamente a esta explicación, Freud también señala que muchos de sus pacientes
eran personas honradas de elevada moral, es decir, con un superyó fuerte, que en su juventud
habían cometido algún delito (hurtos, fraudes o incendios). Pero estas acciones no las
realizaban por un deseo de obtener beneficios, sino porque “estaba prohibido”, y tras realizar
el acto, sentían un enorme alivio. Se trataba de personas que, antes de llevar a cabo su delito,
referían experimentar una suerte de angustia o sentimiento de culpa de origen desconocido, y
que una vez cometida la falta, sentían mitigada esta presión interior. Freud concluyó que en
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estos casos, el sentimiento de culpa no era posterior al hecho, sino anterior. Es decir, no es su
consecuencia, sino su causa. De allí que a las personas que operan de este modo, las denominó
delincuentes por sentimiento de culpa.
Ahora bien, ¿cómo surge este sentimiento de culpa? La respuesta se vincula con la
superación del complejo de Edipo. Recordemos que se supera cuando el individuo introyecta
en su psiquis la figura paterna/materna que le impone adaptarse a los mandatos sociales
(superyó). Pero, a veces, ese superyó es más exigente de lo necesario, y nada de lo que hace o
logra el individuo logra satisfacerlo. Un del niño que se saca un 9 en el colegio, y cuando le
cuenta a sus padres, estos se enojan porque no se sacó un 10, es el campo propicio para que se
construya un superyó tirano de estas características. No cabe duda que la persona —ya
grande— continuará considerando como un fracaso cada uno de sus logros porque no alcanzan
la perfección ideal. Estas personas son individuos con un superyó muy exigente que nunca
estará satisfecho, y por ende, la persona experimentará un estado de angustia general. Freud
explica que esta angustia —que a veces puede tomar la forma de sentimiento de culpa por algo
que se ignora— es la forma que encuentra el superyó de castigar al individuo cuando ya no hay
una autoridad paterna que lo haga.
Ahora bien, ¿cómo influye este malestar, angustia o sentimiento de culpa en la comisión
de delitos? Hemos visto que el sentimiento de culpa, en niveles moderados, ayuda a mantener
unida a la sociedad, pues impide el crimen, ya que la gente respeta al prójimo por los mandatos
sociales que le impone su superyó. Pero cuando se posee un superyó sobredimensionado (por
haber recibido una educación extremadamente rígida, por ejemplo), el sentimiento de culpa se
convierte en una sensación constante, que no solo enferma, sino que hasta empuja al crimen,
pero no por los beneficios del delito, sino para recibir el castigo de las autoridades. En estos
casos, es el superyó, que a nivel inconsciente, lleva al individuo a hacer algo para que reciba el
castigo externo que el superyó no puede aplicarle.
Freud equipara al neurótico con el delincuente por sentimiento de culpa. El neurótico es
aquel que posee un conflicto interior entre tendencias sociales y antisociales, y el delincuente
por sentimiento de culpa, también, solo que el segundo comete el delito porque necesita de una
instancia de autoridad que lo castigue, mientras que el neurótico solo se siente enfermo o
angustiado, y ése es su castigo.
Finalmente, Freud señala la existencia de una tercera tipología de delincuentes:
aquellos que obran “sin ningún” sentimiento de culpa (no como el delincuente común, que
algún remordimiento, aunque sea pequeño, puede sentir). Dentro de esta categoría distingue
dos supuestos: los que no han desarrollado inhibiciones morales y los que creen justificada su
conducta. En los primeros, el comportamiento delictual no es considerado algo inmoral, pues
así han sido educados, y por ende, su psiquis no presenta neurosis alguna. Obran tan
sanamente como un buen ciudadano, solo que realizando conductas prohibidas. Es decir, así
como el individuo honrado no siente culpa por trabajar, e incluso tendrá orgullo si llega a ser el
mejor en algo, el delincuente, que no ha desarrollado inhibiciones morales, delinquirá
empleando la misma lógica.
Por otro lado, aquellos que delinquen creyendo justificada su conducta no son personas
que carecen de moral, sino que esta es distinta al de la media de la sociedad. Por ejemplo, un
activista político que cometa un atentado creerá justificada la matanza en aras de un bien
superior.
Desde la criminología crítica (Bartatta 1998) a Freud se le suele cuestionar que, si bien
brindó un formidable avance para el conocimiento de la psiquis humana, sus afirmaciones se
basan solo en las observaciones de una sola sociedad (la vienesa del silgo XIX), de modo que no
eran generalizables a distintas culturas. Asimismo, también se le cuestiona que aceptó con
demasiada facilidad la idea de una agresividad innata en el ser humano, cuando, en realidad,
era más probable explicar la agresividad como consecuencia de ciertas pautas sociales, que por
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razones instintivas. Es decir, que tomó al “delincuente” como un organismo predispuesto al
delito, sin tener en cuenta los factores socio-culturales en los cuales este se desenvolvía. En
cuanto a su explicación del delincuente por sentimiento de culpabilidad, nuevamente es una
explicación acotada al período victoriano, con todas sus represiones y tabúes, pero lejos está de
ser un prototipo del delincuente urbano actual.
Pero lo dicho, no debe llevarnos a pasar por alto que, a pesar de que sus teorías
carecieron de cientificidad –al no someterlas a contrastación empírica, ni a discusión alguna
por parte de Freud con quienes intentaban cuestionar sus ideas–, su obra permitió un
importante avance al conocimiento sobre la mente del ser humano.
Alfred Adler: el delito como ausencia de sentimiento de comunidad
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Mientras que para Freud el sexo es la fuerza motora que impulsa todos los
comportamientos, para su seguidor, el psicólogo vienés Alfred Adler (1870-1937), lo que lleva
al ser humano a actuar es su voluntad de poder, es decir, su tendencia innata a buscar
acrecentar su poder. Por ejemplo, Adler acepta el Edipo freudiano, pero lo explica en términos
de poder, y plantea que el niño ve en el padre un ser poderoso que lo hace sentir inferior, y ve a
la madre como una fuente de gratificación que es deseada en exclusiva, por lo tanto, la lucha
padre-hijo no se da en términos de competencia sexual, sino por el poder de conquista sobre la
madre.
Para Adler (2004), si bien todo comportamiento humano tiene como intención última
acaparar poder, no todas las personas pueden tener todo el poder que quieren, y por ende,
surgen en ellas sentimientos inferioridad. Este sentimiento es inherente al ser humano, pues
muchos nos sentimos inferiores con relación a algo o a alguien. La inferioridad puede provenir
de los aspectos físicos y psicológicos de la persona ante los demás, lo que habitualmente ocurre
durante los primeros años e impone al individuo enfrentar las burlas y comentarios de
compañeros y amigos, y a veces de los propios adultos. Pero además de estas causas físicas y
psíquicas también existen causas nacidas por diversos aspectos sociales y económicos de los
individuos que los llevan a sentirse inferiores al resto, tal como el lugar de residencia, el nivel
económico familiar, el color de piel, la religión, etc.
Ante el surgimiento del sentimiento de inferioridad, el individuo puede reaccionar de
dos formas: a) se enferma, y entonces atrae la atención de los demás, con lo que los manipula y
ejerce poder sobre ellos; o b) compensa sus carencias entrando en una franca lucha por el
poder como un modo de eclipsarlas, por ejemplo, es habitual conocer personas que se jacten de
haber surgido del barro y llegado a la cima, luchando contra impedimentos (físicos,
psicológicos, sociales o económicos).
De este modo, vemos que el sentimiento de inferioridad no es algo negativo en sí, pues
es una suerte de motivación que hace que la mayoría de las personas se esfuerce por superarse.
Solo es negativo en aquellos casos en los que se convierte en un complejo de inferioridad, es
decir, cuando la inferioridad percibida se siente como una pesada carga imposible de superar y
entorpece el desarrollo del individuo.
Pero además de este sentimiento que impulsa al ser humano a actuar, también existe un
sentimiento de comunidad que lo limita a respetar al prójimo. Se trata de un sentimiento que
hace sentir que se pertenece a una comunidad de pares, con normas a respetar, y que por lo
tanto, limita su avidez para conseguir sus fines por cualquier medio (robar, matar, violar, etc.).
Cuando Adler tiene que explicar la personalidad del delincuente, señala que este es un
enemigo de la comunidad, pues solo puede delinquir quien no tiene suficiente dosis de
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sentimiento de comunidad en su aparato psíquico, lo que le permite llevar a cabo su crimen sin
mayores inhibiciones ni remordimientos. Es claro que el sentimiento de comunidad se parece
bastante al superyó freudiano que es el encargado de limitar los deseos primarios del sujeto.
Al analizar la personalidad del delincuente, señala que estos individuos buscan —como
cualquier persona— superar su sentimiento de inferioridad, pero al no tener inculcado un
sentimiento de comunidad por su familia, se desata en ellos un complejo de superioridad, que
los hace tener la convicción de que son superiores a sus víctimas, como así también, los hace
despreciar el sistema jurídico y sus autoridades, a quienes juzgan menos suspicaces que él.
Este complejo de superioridad lleva al individuo a realizar su delito con la seguridad de
que no será descubierto si calcula bien las cosas, por lo que, si es atrapado infraganti, jamás
asumirá su error, sino que considerará que lo que le hizo ser descubierto fue la omisión de
algún detalle insignificante.
Adler también menciona que el delincuente es una persona que no ha logrado superar
satisfactoriamente las cuestiones básicas de la vida en sociedad. En este sentido, señala que
para tener una vida ordenada y saludable deben resolverse tres cuestiones: la vida social, el
trabajo y el amor. La forma en que el individuo resuelve estos problemas es lo que termina por
configurar su estilo de vida. Idealmente, una persona que tenga amigos y relaciones sociales, un
trabajo estable y el amor de su pareja e hijos sería el “modelo ideal” de ciudadano, el cual
habría resuelto satisfactoriamente los tres problemas existenciales. Mientras que el
delincuente, para Adler, es generalmente alguien que no tiene demasiados vínculos sociales
estables de amistad, ha tenido problemas para hallar trabajos, por lo que suele estar
desocupado, y en cuanto al amor, la alta tasa de enfermedades venéreas en los criminales
señalaría su fracaso en este campo. Todo ello hace que sea un individuo que no ha logrado
amalgamarse adecuadamente a la comunidad, y por ende, también se dificulta el
fortalecimiento de su sentimiento de comunidad que inhibiría sus conductas delictivas.
En definitiva, el delito para Adler se explica por una conjunción de factores que incluyen
lo individual y lo social, por lo que descarta las ideas del delincuente nato de Lombroso o del
delito por sentimiento de culpa de Freud. Su explicación se basa en tener en cuenta el
sentimiento de inferioridad despertado en la infancia —que impulsa a actuar—, el sentimiento
de comunidad insuficientemente desarrollado —que impide lograr los fines por cualquier
medio— y por el complejo de superioridad, que convierte al otro en un mero estorbo en la
consecución de las metas personales.
No obstante apartarse de los postulados de Freud, Adler es pasible de las mismas
críticas que su mentor, pues aquí solo se cambia la variable sexual por la del poder, aunque
teniendo en cuenta en mayor medida las varias contextuales que rodean a la persona que
delinque (Adler, 2014).
Asociación diferencial: Sutherland, el delincuente se hace, no se nace
Hasta ahora hemos visto autores que señalan que son las tendencias antisociales que
habitan en el ser humano lo que los lleva a delinquir (agresividad innata, sexualidad, poder,
atavismo del delincuente nato, etc.). Sin embargo, poco ha sido lo que los autores han dedicado
al estudio del delito como un hecho normal de todas las sociedades que se aprende según la
clase social de pertenencia, p. ej. los delincuentes de clase alta aprenden a hacer estafas
bancarias (delitos de cuello blanco) y los de clase baja salideras bancarias.
Edwin Stuherland (1883-1950) fue un sociólogo estadounidense que planteó que la
conducta criminal es aprendida por interacción con personas proclives a violar la ley, y no una
conducta innata, porque la persona que no ha sido entrenada criminalmente no inventa
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conductas criminales, al igual que una persona que carece de entrenamiento en mecánica no
realiza invenciones de ese tipo. Tampoco es el reflejo espontáneo de un neurótico que necesita
expresar su culpa por medio del delito para obtener un castigo. La conducta criminal es
aprendida en interacción con otras personas, en un proceso de comunicación verbal y noverbal (recuérdese que también se enseña con el ejemplo).
El factor más importante en el aprendizaje de
la conducta delictiva es que la interacción sea
PRIORIDAD
estrecha e íntima dentro del grupo primario del cual
el sujeto se siente parte y del cual depende
emocionalmente, tal como podría ser un grupo de
amigos, la familia, la barra, etc.
ASOCIACIÓN
INTENSIDAD
El aprendizaje de la conducta criminal no
FRECUENCIA
DIFERENCIAL
solo comprende las técnicas delictivas (salideras,
robo de autos, estafas bancarias), sino también un
conjunto de actitudes (valoraciones) sobre el crimen
que parecen justificarlo. Para Sutherland, el ámbito
DURACIÓN
donde se forja el delincuente sería una subcultura
con valores propios, que se oponen a los del resto de
la sociedad en algunos aspectos (por ejemplo, aceptar el robo como un medio de obtener
beneficios en lugar del trabajo). El grupo imprime en el sujeto, actitudes favorables hacia el
delito y desfavorables hacia el respeto de la ley, el esfuerzo y el trabajo; con lo cual, deviene
delincuente si en su entorno hay un exceso de definiciones favorables hacia la violación de le
ley, en comparación con las definiciones favorables respecto de su acatamiento.
A este proceso de aprendizaje Sutherland lo llama asociación diferencial, y puede variar
en frecuencia, duración, prioridad e intensidad.
1. Frecuencia y duración.
2. Prioridad se refiere a que la conducta contraria a la ley debe ser aprendida con
anterioridad a la ajustada a derecho.
3. Intensidad se vincula con la emoción que siente el individuo de participar en el
aprendizaje de una conducta que juzga prestigiosa.
Otros punto interesante que señala el autor es que los grupos en los cuales los
delincuentes interactúan, lejos de ser anárquicos están tan bien organizados como cualquier
grupo de trabajo de la sociedad —piénsese en la mafia si no—, salvo que con fines diferentes,
razón por lo cual a esta organización particular la denomina organización diferencial.
Finalmente, como señala Virgolini (2004), lo que Sutherland también pone en evidencia
es que además de ser personas organizadas, los delincuentes también están en las clases
medias y altas. Claro que no llevando a cabo delitos violentos o de sangre, sino de “cuello
blanco” es decir, económicos o de alta escuela, los cuales pueden acarrear consecuencias más
disvaliosas para el tejido social que un delito individual (p.ej. el vaciamiento de una empresa
por parte de empresarios inescrupulosos o de un país por políticos de similar talante).
Sin perjuicio de los aciertos y avances de Sutherland sobre el delito como aprendizaje y
el delito de cuello blanco, una crítica que se le puede hacer a esta teoría es que existe cierto
determinismo encubierto por parte del autor, pues considera que cualquier individuo que se
vincule con un grupo con tendencial al delito no tiene posibilidad de no llevar a cabo conductas
criminales, se diría que no podría “no aprenderlas”. Sin embargo, como señala Fucito (2003) se
sabe por lo nuevos conocimientos de la teoría del aprendizaje, aprender no es un proceso
unidireccional donde uno enseña y el otro aprende como un autómata, sino un proceso en el
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que las personas se influyen mutuamente, y por lo tanto, como en el colegio, algunos aprenden
—a delinquir—y otros no.
Sykes y Matza: Las técnicas de neutralización de la culpa
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La tesis de Sykes y Matza (2004) es que el delincuente no es un individuo “raro” o
socializado en una subcultura delictiva cuyos valores son contrarios a los del resto de la
sociedad. En efecto, estos autores consideran que los valores fundamentales, tales como el
derecho a la vida, la propiedad privada, la integridad sexual, etc., rigen para todas las personas,
por lo que no es cierto que el delincuente sea una persona que desconoce los valores honrados
y solo conoce los delictivos, en virtud de los cuales se socializa y actúa.
Para justificar esta afirmación, señalan que el delincuente no suele jactarse en público
de sus actividades ilícitas, porque sienten vergüenza, es decir, comparten las normas sociales
que indican que delinquir “está mal” y por ende, violar este mandato les genera sentimientos
ambivalentes. Pero los investigadores necesitaban un modo de probar la existencia de este
sentimiento y lo encontraron al advertir que los delincuentes suelen acudir a excusas que
justifican su comportamiento, y las emplean para neutralizar la connotación negativa de sus
actos y apaciguar los sentimientos de culpa que les generan. Por ejemplo, no es lo mismo que
una persona diga “salgo a chorear y vuelvo” que diga “salgo a hacer un trabajito y vuelvo”. A
estas formas de convertir el hecho delictivo en algo casi inocuo, los autores las denominan
técnicas de neutralización, y la definen como una serie de argumentaciones que permiten
poner en suspenso la evaluación moral negativa de las acciones ilegales que pueden cometerse.
Dentro de las técnicas más recurrentes a las que acuden quien se desvían de las normas
señalan:
Negar la responsabilidad por el hecho. Una forma de no sentirse culpable por robarle
al otro es externalizar la causa del hecho, y por ende la responsabilidad. Ello se logra si se
pueden encontrar excusas tales como: “Soy pobre y lo hago para mantener a mi familia”, “nadie
me da trabajo porque estuve preso, por eso choreo”. Esta técnica es una suerte justificación
ante el fracaso social, y busca impedir que recaiga la culpa y la sanción social por la conducta.
Negar el daño. Otra forma de justificar moralmente un delito es señalar que no se ha
hecho daño físico a la víctima o se le han quitado cosas de poca relevancia para esta. Por
ejemplo “Los ricos tienen plata, no les hace nada que les saquemos unos pesos”. También,
pueden decir lisa y llanamente “los ricos tienen mucho”. Este último ejemplo estaría señalando
que la riqueza es una injusticia per se, por lo cual puede atacarse a sus tenedores, siendo el
delito casi como un acto de reivindicación social o redistribución de la riqueza.
Negar la víctima. “No matamos a nadie”. Es una forma de justificar que el “trabajo” fue
bien hecho, y por ende, nada se les puede reprochar.
Condenar a quienes condenan. “¿Que me dicen a mí?, si acá todos roban”, “todos
toman merca”. Es una estrategia similar a la decir “el que esté libre de pecado que tire la
primera piedra”, con lo cual se logra convertir el acto desviado en una suerte de acto normal y
habitual de la mayoría de la gente en la sociedad.
Lealtad a un superior o a una causa. “Cumplí órdenes”, “lo hice por el
país/familia/equipo”. Se trata de externalizar la responsabilidad por el hecho, señalando una
causa o una lealtad que lo justifique. Los torturadores de las dictaduras, como así también, los
barrabravas, los golpeadores etc. suelen apelar a esta técnica de neutralización para justificar
sus actos.
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A pesar de estas técnicas, también señalan que algunos delincuentes se encuentran tan
aislados que ni siquiera necesitan acudir a estas técnicas, pero no son la regla, sino la
excepción.
A partir de la existencia de técnicas de neutralización, Sykes y Matza concluyen que no
existen culturas y subculturas delictivas, sino que todas las personas de la sociedad comparten
los mismos puntos de vista sobre los valores (todos saben que robar está mal), aunque algunos
traducen sus creencias en acciones y otros no. Asimismo, señalan que el delincuente no es un
ser extraño a la sociedad, sino que es una suerte de caricatura perturbadora de ella, pues si
bien el vocabulario que emplea es diferente, le gusta –como a cualquiera– gastar mucho,
comprarse autos, vestirse bien. Solo que lo hace de modo exacerbado, como un nuevo rico.
El individuo que ingresa en el delito es habitualmente aquel que se encuentra en una
situación intermedia entre el comportamiento desviado y el honesto, situación que Matza
considera como un “estar a la deriva” (drift), y se termina inclinando por el delito por ser la vía
más rápida para acceder a los bienes que el sistema social estimula a conseguir tales como
dinero, autos, casas, mujeres, etc. (Matza, 2014).
Tomando y reformulando algunas de las críticas que ensaya Fucito (2003) hacia esta
teoría, digamos que aquí se dice que todos somos potenciales delincuentes, pero que solo
algunos actúan porque tienen un sistema de técnicas de neutralización de la culpa que les
permite delinquir sin mayor cargo de consciencia. Pareciera una generalización excesiva, pues
habrá quien no sienta la necesidad de robar, matar o violar, ni comparta en absoluto normas
con quienes prefieren hacerlo, o bien que considere que el esfuerzo es el camino para alcanzar
las metas en la vida. Asimismo, no es verdad que todas las personas necesiten justificar sus
conductas delictivas, pues algunas hasta se jactan de ellas; desde aquellos que justifican sus
crímenes con fundamentos políticos o religiosos, hasta los que cuentan la cantidad de policías
muertos que tienen en su haber.
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II. Teorías de la reacción social
La teoría del etiquetamiento de Becker (labelling approach)
Si bien hasta aquí hemos señalado las variables psicológicas que intervienen en la
consumación de un delito, ya sea para explicar su motivación, como así también aquellas que
procuran refrenar el sentimiento de culpa que puede generar en su autor, no deberíamos
perder de vista que lo que llamamos “delito” es un fenómeno social, y por lo tanto, además de
las explicaciones que nos describen la psiquis de la persona que lo comete, un delito no es otra
cosa que una conducta social. Una conducta que la comunidad considera reprochable puede ser
el robo, el homicidio, la estafa, etc. Pero también, conductas que hoy no son delito lo fueron en
el pasado. Por ejemplo, el adulterio, la homosexualidad, la usura etc. Es decir que el delito es un
fenómeno social relativo a una cultura, lugar y época determinad. Lo que es delito para unos
puede no serlo para otros, y viceversa. De allí que es importante estudiar las condiciones
sociales en las que una conducta se convierte en delito (o deja de serlo), y para ello, una buena
perspectiva puede ser analizar la reacción social que provoca la conducta que se juzga desviada
(o delictiva).
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En este sentido cobran relevancia los estudios realizados por Becker en en su obra Los
extraños: una sociología de la desviación (1971). Allí se interesa por estudiar quiénes son los
que establecen en la comunidad lo que está bien y lo que está mal, lo normal y lo desviado, etc.
Él lo estudia con respecto al consumo de marihuana y la homosexualidad en los Estados Unidos
de los años 60, pero sus conclusiones pueden extenderse a la comprensión del delito, pues en
definitiva, esta no es otra cosa que una desviación a un conjunto de normas establecidas.
Rápidamente nos advierte que establecer lo que se “debe hacer” y “lo que no” en una
sociedad es una cuestión de poder. Históricamente los hombres han impuesto a las mujeres
formas de conductas, los blancos a los afrodescendientes y a los pueblos originarios; los adultos
a los niños; los que tienen propiedad privada a quienes no la tienen, etc. Es decir, quienes
ostentan ciertos privilegios sociales (económicos, status, etc.) imponen su voluntad y estilo de
vida como normalidad, señalando como desviado a todo comportamiento que no se adapte a
este, y así se va construyendo en la sociedad un sistema de normas que establecen lo que los
demás pueden o no pueden hacer, y luego ello se plasma en leyes que sanciones penalmente su
incumplimiento.
La reacción social es la respuesta que el delito provoca en la comunidad, y que revela los
niveles de reproche que produce y tiene diversos niveles. No es igual en todos los casos ya que
las personas no actúan igual con un alcohólico que con un fumador de marihuana, con el
político corrupto que con el ladrón de celulares que atrapan en la calle, con el golpeador que
con el violador.
Asimismo, los individuos que realizan la conducta desviada no todos tienen la misma
idea sobre la norma que han violado. Por ejemplo, el fumador de marihuana no se considera un
drogadicto enfermo sino alguien que ejerce su libertad y el golpeador considera que las normas
jurídicas no entienden como se debe “manejar” una familia, etc. Es decir, algunos se consideran
justificados, y otros juzgan absurda la norma que les prohíbe actuar como desean.
Becker denuncia así la ficción de considerar que existe un modelo único de
comportamiento correcto, y por lo tanto, ante una conducta señalada como desviada por la
sociedad, una mirada científica debería preguntarse ¿desviada para quién?, y ¿desviada
respecto de qué?
De ahí que Becker plantea el axioma de su teoría según el cual la conducta desviada es
creada por la sociedad (por los grupos sociales que crean reglas de lo que se debe hacer y
prohíben lo que no) y, por lo tanto, la desviación no es una cualidad del acto en sí (una
patología), sino una consecuencia de la percepción de los otros.
A partir de ello creó la distinción entre conducta transgresora, que es aquella
constituida por la infracción a la regla (aunque nadie lo perciba), y conducta desviada, que es la
que, además de ser transgresora, es percibida por los demás y señalada. Este señalamiento o
etiquetamiento es la piedra fundamental en su teoría, pues indica que en ese momento la
persona transgresora se convierte en desviada para el grupo, acarreando severas
consecuencias en su identidad.
En efecto, el etiquetamiento que impone el señalamiento modifica la interacción del
individuo, y pone en marcha mecanismos psicosociales que la hacen que se ajuste y asuma la
imagen y expectativas que los otros tienen de él o ella. Se genera una suerte de profecía de
autocumplimiento por la cual termina comportándose como los demás esperan que lo haga. Por
ejemplo, si en un colegio un alumno es descubierto fumando marihuana o teniendo relaciones
homosexuales (conductas que, en particular, estudia Becker), el suceso producirá su
señalamiento por parte de los demás compañeros y la imposición del rótulo: drogón, marica, y
otros calificativos empleados en el pasado. Del mismo modo, si un ciudadano comete un delito
y es arrestado, se movilizarán las mismas variables, la reacción social, las asunción del rótulo y
la modificación de la personalidad. En todos los casos, el individuo pasa a tener un rótulo
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público para el grupo, pero también para sí mismo, lo cual va limitando sus interacciones e
imponiéndole psicológicamente la asunción de la etiqueta. Se sabe que si una situación es
definida como real (por más que no lo sea), serán reales sus consecuencias. De manera que si
tratamos como criminal a una persona, es probable que se convierta en tal, o que nunca pueda
dejar de serlo(Baratta, 1998).
Con esta descripción Becker no pretende generar un abolicionismo, sino dar cuenta de
cómo la sociedad encasilla a las personas a partir de sus desviaciones, expulsándolas de la
normalidad. La primera consecuencia es que libera de represiones; ya no será necesario
disimular el deseo sexual o el vicio, y comenzarán a forjarse vínculos con personas que
compartan estos gustos, con lo cual se consolidará la desviación como comportamiento
habitual del sujeto. La segunda es que se impide el regreso a la normalidad (socialmente
construida), es decir a la interacción franca sin prejuzgamientos, al respeto, etc. Cuando la
sociedad impone un rótulo a la persona, la expulsa de lo “normal” y cierra la puerta, de manera
que la persona siempre será vista a partir de esa etiqueta, y un en caso de haber dado muestras
claras de haberse re-adaptado a las normas del grupo, siempre será considerado como un “ex”
(un ex drogadicto, un ex convicto, un ex violador, etc.). Ello revela una crítica mortal al sistema
penal, pues aun en el caso de que cumpliera eficientemente su función resocializadora, la
sociedad no perdona, y nunca considerará como un par a quien haya pasado por la institución
carcelaria (o cualquier otra desviación señalada).
Ahora bien, Becker se pregunta ¿cómo llega una persona a desviarse? Las razones
pueden ser múltiples y no es su intención indagar sobre cada conducta desviada en sí, sino que
lo que le interesa es advierte la existencia de cierto patrón. Se opone a una explicación de la
desviación como producto de la influencia de factores ecológicos, hogar destruido, falta de
inteligencia, etc., y prefiere explicarla como un proceso secuencial, donde hay un primer acto no
conformista, es decir, la puesta en práctica de aquella conducta que la persona ha reprimido por
mucho tiempo (robar, drogarse, prácticas sexuales alternativas, etc.). Se trata de un primer acto
no conformista que suele ser pequeño, discreto, secreto, y –si persevera– sobrevienen nuevas
conductas deliberadamente inconformistas más importantes, que siguen manteniéndose en
secreto perfeccionándose cada vez más y llevando a cabo desviaciones más osadas. Se trata de
una carrera hacia la desviación, donde se van perfeccionando las conductas desviadas hasta
que la conducta se hace pública, y a la persona se la rotula afectando de ahí en más todas sus
interacciones y su lugar en la sociedad.
Pero ¿por qué algunas personas se desvían y otras no?, se pregunta Becker, y su
respuesta es que las personas conformistas (quien se adapta a la normas) también pueden
llegar a estar tentados con desviarse (robos, estafas, infidelidad, etc.), pero evalúan las
múltiples consecuencias que ello podría acarrearles si fueran descubiertos, y por lo tanto,
prefieren no apartarse de la norma, pues, en definitiva, han invertido mucho en su normalidad
(sexual, laboral, familiar, económica) como para perderlo todo por una transgresión. Corolario
de ello es que el desviado llega a la transgresión porque no habría logrado establecer un status
que defender o elementos valiosos que preservar.
Un último punto de análisis de Becker es advertir que no todas las reglas llegan a
imponerse, pues lo fundamental para la imposición de normas es el poder y acceso a los medios
de comunicación. Becker denomina a los grupos que logran imponer sus normas “Cruzados de
la moral”, y se caracterizan en todo tiempo y lugar por pretender corregir los excesos de la
comunidad (fundamentalmente en cuestiones de sexualidad, vicios, placeres, y también
delitos). Cuando tienen éxito logran imponer su “regla” y crean así un nuevo grupo de
marginados (los drogadictos, los degenerados, los invertidos, etc.). Cuando no, los marginados
pasan a ser ellos (estigmatizados como dinosaurios, carcamanes, etc.).
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En definitiva, la Teoría del etiquetamiento de Becker —también conocida como
labbelling approach— propone que para comprender el fenómeno llamado delito (o
desviación) se requiere estudiar a todos los actores de la interacción que lo configuran, tanto al
desviado como a los que crean las normas de las que este se desvía, y a aquellos que aplican las
reglas (la policía y jueces), pues ellos también puede elegir qué desviaciones tolerar y cuáles
no.
Dentro de las críticas que ha recibido esta teoría podemos señalar que si bien es cierto
que las reglas (leyes, normas, etc.) son creadas por grupos de poder para proteger sus
intereses, existen muchas reglas que son heredadas (leyes que reprimen el homicidio, la
violación, el robo, etc.). Asimismo, es posible que el etiquetamiento provoque en la persona la
asunción de rol y que ello redunde en dificultades para su resocialización. Sin embargo, como
señalaba Durkheim, no existe sociedad en la cual se carezca de un sistema de normas que
regulen la vida social, imponiendo sanciones a quienes se desvían. De modo que, si bien es
cierto que la desviación es una construcción social, en el sentido de que los comportamientos
no son ni buenos ni malos, si no que dependen de lo que la sociedad de su tiempo decida, sería
impensado una sociedad humana donde no se establecieran pautas de conductas, desviaciones
y sanciones. De hecho, las sociedades avanzan gracias a las desviaciones (piénsese en la
medicina que avanzó cuando se cometió el sacrilegio de abrir el cuerpo, transfundir sangre,
etc.), pero sin un grupo de normas básicas de convivencia que la mayoría respeta, no solo no
avanzan sino que no podrían existir como cuerpo social. De hecho, tal como lo entendía
Durkheim, las normas son el cemento de las sociedades, sin ellas un grupo humano no podría
coordinar su subsistencia.
No obstante estas críticas, lo que Becker aporta es una mirada sobre el fenómeno de la
conducta desviada (ya sea delictiva o contra las normas morales) que tiene en cuenta no tanto
los motivos que llevan a la persona a desviarse, sino a quienes crean esas normas y las
reacciones que tiene la sociedad contra los que se desvían. Plantea la expulsión de sujeto
etiquetado y la dificultad que la propia sociedad pone a cualquier intento serio de
resocialización, pues por mucho trabajo que haga el Estado en este campo, es la propia
sociedad la que no perdona, expulsa e impide el regreso a su seno.
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La criminalización mediática (Zaffaroni)
Finalmente, no podemos dejar el estudio del delito, crimen, desviación o como en el
futuro se denomine a la conducta que causa aversión a la mayoría sin hacer un señalamiento
del papel que juegan los medios de comunicación en la reacción social, pues a nadie escapa que
si bien en el pasado la educación escolar y la familia eran quienes introducían los valores en las
nuevas generaciones, ese papel hoy lo ocupan en gran medida en los medios de comunicación.
Zaffaroni (2011, 2012) analiza la función de los medios en la construcción de la reacción
social y advierte la existencia de una criminología mediática que actúa como una Facultad de
criminología paralela que construye una realidad a partir de información, subinformación y
desinformación mediática estimulando los prejuicios y creencias de la población sobre quiénes
son los culpables de los delitos (habitualmente, el prejuicio cae sobre los jóvenes de los barrios
marginales). Esta tendencia mediática tiene su origen en el neopunitivismo norteamericano
que se expande por el mundo globalizado fundamentalmente por medio de la televisión y los
diarios construyendo una suerte de relato donde existe un mundo de personas decentes (como
el espectador o lector) y, del otro lado, una masa de criminales identificada a través de
estereotipos que conforman un “ellos” separado del resto de la sociedad. En el imaginario social
son presentados como un conjunto de seres “diferentes y malvados” que viven en las villas o
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más allá de los lindes de la ciudad en condiciones de incivilidad. Por lo general, este discurso
fomenta la represión indiscriminada sobre las personas que habitan los barrios marginales de
las grandes ciudades, concentrando allí todo el poder punitivo del estado, ignorando los
grandes problemas reales que dañan a gran escala a la sociedad (narcotráfico, corrupción
política y empresarial, redistribución de la riqueza, etc.).
De este modo, en un mundo donde los grandes temas criminales no se resuelven, la
construcción mediática de un enemigo público como pudieran ser los “pibes chorros” sirve de
chivo expiatorio para infundir miedo, lo que hace olvidar los macroprobleamas delictivos
(corrupción y narcotráfico) y permite responsabilizar a este grupo de los fracasos sistema
social en el que vive la gente que no puede llegar a fin de mes con su sueldo, y para colmo la
asaltan en la parada del colectivo (jóvenes que tampoco pueden llegar a fin de mes). Se focaliza
sobre este grupo desventajado todos los valores negativos que circulan en la sociedad, de
manera que el único peligro que acecha al buen ciudadano son los delincuentes de los barrios
marginales (olvidando que un político corrupto, un empresario inescrupuloso, un terrorista o
un narcotraficante internacional producen mayor daño social).
Así, la criminología mediática construye un concepto de seguridad que solo abarca la
prevención de la violencia del robo, y cada tanto incluyen temas morbosos homicidas,
ocultando convenientemente todos los demás delitos, a pesar de su mayor gravedad sistémica.
Su discurso es populista y demagógico. Busca llamar la atención y dirigir las frustraciones y las
angustias de los ciudadanos hacia un grupo social determinado. Para ello, recrea las horas de la
tarde de la televisión y el horario central del noticiero pasando una y otra vez una salidera
bancaria, o un tiroteo. Todo debe ser en titulares catástrofe, y cuanto más sangriento mejor,
para que conmueva la consciencia colectiva provocando el deseo de venganza. En esto, radio,
prensa y televisión están en el mismo negocio, pues han construido un consumidor de
catástrofes y diariamente deben proveerle su dosis.
La descripción que nos brinda Zaffaroni nos retrotrae hacia las escuelas de la Ecología
social de la Universidad de Chicago que planteaban que el delito era producto de la anomia y
desorganización que vivían las personas en los barrios periféricos, mientas que quienes vivían
en las ciudades no delinquían por tener normas a las que sujetaban su comportamiento. Años
más tarde Sutherland demostró los errores de la teoría al señalar la existencia de normas en las
zonas marginales, solo que estas eran diferentes a las de las ciudades, y también denunció la
existencia del delito de alta escuela que se producía aun en los barrios más encumbrados de las
grandes urbes. Sin embargo, el análisis de Zaffaroni nos hace ver que por más que las teorías
criminológicas avancen, la sociedad tiene otros tiempos, y que si bien ya no se comparten las
teorías lombrosianas de 1920, aún siguen vigentes, en muchos aspectos, los imaginarios
jurídicos que la población tenía hacia 1950. Es que la construcción de un grupo social
responsable de todos los males individuales y colectivos, siempre ha sido una gran tentación, y
solo conocer nuestra tendencia nos puede prevenir de no caer siempre en la construcción de
chivos expiatorios.
En conclusión
Hemos trazado hasta aquí un recorrido histórico por algunos autores destacados en la
historia de la explicación del delito desde las perspectivas psicológicas y psicosociales.
Partimos de conceptualizaciones de la conducta delictiva como un hecho producido por
patologías propias de sujetos perturbados (frenología de Gall y positivismo criminológico de
Lombroso) o con problemas de introyección de normas acerca del respeto a la autoridad o al
otro (Freud y Adler). Luego asistimos a explicaciones que introducían la incorporación de
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valores contrarios al respecto de la ley como así también el entrenamiento de las prácticas
delictivas, y la existencia de delitos de cuello blanco (Sutherland), advirtiendo luego que
quienes delinquen no son “monstruos inhumanos” sino que muchos de ellos sienten culpa
pues comparten los mismos valores que la mayoría de las personas en la sociedad, por lo que
no es poco común que acudan a estrategias para neutralizarla (Sykes y Matza).
Finalmente, comentamos que además de las diversas explicaciones que se han ensayado
sobre el delito, este fenómeno psicosocial no puede ser analizado solo desde quien lo comete,
sino que también debemos tener en cuenta que todo delito es la violación de una norma
impuesta por alguien, y que para la sociedad solo tiene importancia aquella conducta que
provoca la reacción social de la comunidad. De allí que Becker se haya dedicado a estudiar los
procesos por los cuales las sociedades rotulan el comportamiento desviado y sus
consecuencias.
Por su parte, Zaffaroni estudió los procesos por los cuales en la posmodernidad la
criminología mediática construye una realidad en la cual el mundo se divide entre la gente
buena y los delincuentes que están ahí afuera acechando al espectador para asaltarlo en cuanto
salga de su casa, violarlo y eventualmente darle muerte.
La conclusión es que el delito es un fenómeno complejo que debe ser explicado a partir
de variables individuales, psicosociales y culturales. Es decir, influyen en él las características
de la personalidad del individuo, la educación formal e informal que construyó su identidad y el
marco cultural en la sociedad en que se desenvuelve. Una sociedad como la sueca que ha
cerrado varias prisiones en 2013 porque no había detenidos no se forma de un día para el otro,
sino que requiere la construcción social del respeto por el otro, y un alto nivel de distribución
de la riqueza, donde todos puedan tener lo necesario para vivir. Metafóricamente diremos que
cuando las personas están hambrientas son capaces de matar para comer, pero cuando están
satisfechas, pueden llegar a compartir lo que tienen. Esto es tan solo una metáfora, pero una
sociedad donde las personas tengan su casa, su auto, sus ropas de preferencia, su trabajo y su
dinero para darse los gustos, difícilmente tendrá altos niveles de delito violento, pues cuando
todos tienen las necesidades básicas satisfechas no hay necesidad de arriesgarse a la
interacción violenta y culpógena que propone toda conducta delictual.
Esto es un proyecto a largo plazo que se logra cambiando valores socioculturales y
condiciones económicas, y para ello, se necesita una decisión política de muy largo plazo, y
recursos económicos estatales, los cuales no siempre se destinan para estos proyectos, ya sea
por la corrupción que acorta los fondos o los proyectos cortoplacistas que proponen soluciones
mágicas como la mano dura para solucionar violentamente el delito, como si este no fuera
producto de la propia sociedad y su sistema social.
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Capítulo 17
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Violencia doméstica
En este capítulo veremos
 Qué es la violencia doméstica y qué teorías han intentado explicarla
 Influencia de los factores culturales en su surgimiento y mantenimiento
 Mitos sobre la violencia doméstica
I. Qué entendemos por violencia doméstica
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Cuando estudiamos las interacciones violentas que se dan en los ámbitos familiares,
debemos diferenciar, en primer lugar, los comportamientos agresivos de los violentos, pues
mientras que los primeros suelen darse en todas las relaciones humanas, los segundos se dan
tan solo en algunas. Es que agresividad y violencia, aunque parezcan sinónimos no lo son. La
agresividad es la aplicación de la fuerza física o psicológica al servicio de la supervivencia y, en
principio, no conlleva la destrucción del objeto hacia el cual está destinada, sino que los
individuos la utilizan para defenderse, cuidar sus pertenencias, el territorio, proteger a los
suyos, hacer valer sus derechos, etc. En cambio, la violencia se vincula con el uso abusivo fuerza
física, la intimidación o la amenaza, y su finalidad es someter o destruir al otro. Por ello, se
podría decir que todas las personas, en mayor o menor medida, somos agresivas, pero sólo
algunas son violentas.
Una segunda cuestión a definir será qué entendemos por violencia doméstica, ya que
cuando se investiga sobre este tema solemos encontrarnos con términos como violencia de
género, violencia familiar, disturbios intrafamiliar, maltrato, abuso, etc., y por ello, es
importante que aclaremos algunos de estos conceptos tan utilizados en el estudio de este
fenómeno.
Violencia de género: se refiere a todas las formas de coacción empleadas por los
hombres hacia las mujeres con la finalidad de perpetuar el sistema de jerarquías impuesto por
una cultura patriarcal o machista. Se trata de una violencia estructural, y por ende es casi
invisible, que se dirige hacia las mujeres con el objeto de mantener o incrementar su
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subordinación al género masculino. Esta violencia se expresa por medio de conductas y
actitudes que tienden a acentuar los estereotipos de género, tales como la discriminación de la
mujer de diversos ámbitos (político, educativo, laboral), el acoso laboral o sexual, la violación,
la trata de personas, la discriminación hacia el género femenino basada en ideas religiosas, y
todas las violencias simbólicas, es decir, violencia no física, que colocan a la mujer en papeles
inferiores, como por ejemplo, el uso del cuerpo femenino en la publicidad como objeto de
consumo, los chistes machistas, etc.
Violencia familiar: se refiere a las formas de abuso de poder que se desarrollan dentro
de un contexto de relaciones familiares estereotípicas (familia tipo). Los grupos vulnerables
suelen ser las mujeres, pero también se dirige hacia otros miembros considerados débiles
como los niños, las personas ancianas, personas con capacidades diferentes y hombres.
Violencia doméstica: con este término se incluyen todos los anteriores, pues abarca a
la mayoría de las formas de violencia que se dan en contextos domésticos, aunque sin aludir
exclusivamente al espacio físico del hogar (doméstico proviene de domus, que en griego
significa casa), sino también a todas las interacciones que se producen en los ámbitos privados.
De este modo, quedan incluida la violencia familiar (que se produce en una familia constituida
en términos clásicos) y la violencia de género, como así también la violencia de pareja con
independencia del género, parejas no convivientes, ex parejas vengativas, violencia hacia niños,
ancianos, hombres y cualquier otro individuo que por su debilidad sea víctima de violencia. Las
manifestaciones de la violencia doméstica incluyen casos de maltrato físico y verbal,
hostigamiento psicológico, abuso sexual y abuso económico. Si bien en la mayoría de los casos
suele ser perpetrada por hombres hacia mujeres con la finalidad de mantener situaciones de
dominación, lo cierto es que incluirá todos los supuestos antes mencionados contra el
individuo débil de la relación o del grupo. Por lo que en este trabajo emplearemos este
concepto por ser el más abarcador.
Finalmente, un concepto que suele recorrer estos temas y que provoca algunas
confusiones es el de “familia”, el cual se vincula en el imaginario social con la imagen de un
padre, una madre y uno o más hijos (familia nuclear). Sin embargo, lo cierto es que ello deja
afuera las modernas configuraciones que ha ido tomando la institución familiar, tales como as
familias monoparentales (donde un solo padre está a cargo del grupo); las familiar de parejas
homosexuales con hijos; las familias ensambladas con hijos provenientes de matrimonios
anteriores; etc. Por lo tanto, cuando aquí nos refiramos a la familia estaremos haciendo
referencia a todo grupo primario donde las relaciones sean íntimas, cara a cara, estables en el
tiempo, y donde el vínculo de parentesco esté definido por la función ejercida, más allá de la
rotulación legal.
¿Qué es la violencia doméstica?
De lo dicho anteriormente queda claro que lo que estudiaremos será la violencia -no la
agresión- que se suscita en individuos unidos por un vínculo emocional o que conviven bajo un
mismo ámbito doméstico. Sin embargo, esto que parece tan claro para investigar, durante
mucho tiempo fue invisible a los ojos. En efecto, la violencia no era un tema que pudiera
vincularse con lo familiar o con las relaciones de pareja, sino con las guerras y las masacres. De
allí que se la considerase como algo propio de los ámbitos públicos, que se ejercía contra los
enemigos, pero jamás como algo que podría ocurrir en el seno familiar o en una relación donde
dos personas se amaban. Sin embargo, hacia los años setenta algunos estudios psicosociales
fueron poniendo a la luz la existencia de situaciones en las que un miembro de la pareja o de la
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Invisibilidad y naturalización
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familia emplea diversas estrategias para someter al otro o sus hijos, y en caso de resistencia,
apela a la violencia -en sus diversas formas- para quebrar la resistencia del miembro insumiso
(Leonore Walker analizó el Síndrome de la mujer golpeada (1984), y años antes, Henry Kempe
(1962) ya había señalado el Síndrome del niño maltratado. Poco a poco, se fue comprendiendo
que el ser humano también podía ser violento con aquellas personas a las que se suponía debía
amar y cuidar; y así, lentamente el fenómeno de la violencia doméstica comenzó a ser
percibido, aunque para muchos continuó siendo invisible por muchos años más, debido a que el
hecho de que un hombre golpeara a su mujer o a sus hijos, no podía ser percibido como
violencia, sino como una forma de “educar”, poner “límites”, “llevar los pantalones de la casa”, y
demás eufemismos con los que se naturalizaba el comportamiento violento.
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Como sugerimos recién, una de las principales dificultades para reconocer la existencia
del problema de la violencia, y emprender acciones en su contra, fue el de la invisibilidad y
naturalización del fenómeno. Sabemos que la visibilidad de un fenómeno depende de una serie
de factores que determinan su percepción social. La primera es que sea posible observarlo, y la
segunda, es que el observador disponga de las herramientas o instrumentos (cognitivos o
tecnológicos) necesarios para hacerlo. Esto que parece bastante obvio, no lo es, pues hay cosas
que para verlas es necesario que nos digan cómo mirarlas, ya que de lo contrario, nos pasarán
desapercibidas. La idea de que lo real es todo aquello que existe porque se puede ver, oír o
tocar, es un realismo ingenuo, muchas cosas que no alcanzamos a percibir nos afectan sin
darnos cuenta. Sin ir más lejos, los transgénicos que consumimos, las ondas de los celulares que
nos surcan y el smog de los autos, siempre nos ha afectado, y sólo hemos tomamos consciencia
cuando desde algún campo del saber se nos lo dice, y a pesar de ello, algunas personas insisten
en no verlo. Con la violencia doméstica ocurría lo mismo, estaba allí, pero no se la percibía
como un problema, sino como una “forma de ser” de algunos padres, de algunos novios, etc. Su
percepción fue difícil, fundamentalmente, porque ocurría en ámbitos privados, por lo que sólo
podía tenerse algún atisbo de su existencia cuando se manifestaba mediante daños físicos,
quedando eclipsados también los daños psíquicos que la humillación y el desprecio cotidiano
diario provocaban en lo en las víctimas.
Esta falta de percepción de la violencia durante tanto tiempo se relaciona con la
ausencia de herramientas conceptuales que permitieran identificarla y recortarla como objeto
de estudio de la infinita cantidad de sucesos e interacciones diarias. Se podría decir que, así
como con los microorganismos, que “no existían” antes de la invención del microscopio, lo
mismo ocurría con la violencia doméstica, ya que al no contar con herramientas conceptuales
que la diferenciaran de otras prácticas habituales (castigos escolares, correctivos, etc) no podía
ser identificada como un comportamiento disvalioso, sino que iba disimulada justamente como
valioso para quien la sufría. Asimismo, un factor relevante para esta invisibilidad era la visión
sesgada e idealizada que se tenía de la familia. Se la consideraba como un ámbito de protección,
afecto y contención, lo que impedía ver su costado potencialmente oscuro o patógeno. El aura
sagrada de la familia imposibilitaba pensarla como un ámbito que también podía ser propicio
para la práctica de abusos sexuales, maltratos físicos, humillaciones psicológicas, y demás
degradaciones humanas.
Además de la invisibilidad de la violencia doméstica, también debemos tener en cuenta
su naturalización, es decir, la consideración de la violencia como un comportamiento normal
por parte de quien la padece y de quienes la perciben. Por ende, se apoyaba en los esquemas
mentales que se utilizaban para percibir la realidad. Si el esquema de familia que muchas
personas compartían -y algunos comparten aún hoy- en una comunidad incluye la posibilidad
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de que en las relaciones familiares o de pareja se puedan suscitar cada tanto escenas de
violencia, ésta no será percibida como un hecho extraño, anormal o nocivo, sino parte
integrante de los comportamientos propios de la vida doméstica. De hecho durante muchos
años, la propia cultura brindaba justificaciones para el uso de la violencia, con expresiones
populares que recogen esta pauta cultural legitimadora (p. ej. “la letra con sangre entra”, “una
paliza a tiempo evita muchos dolores de cabeza”, “a las mujeres hay que tenerlas cortitas”, etc.).
De este modo, las víctimas solían (y suelen) quedar atrapadas en medio de un consenso social
que les impedía ser conscientes de sus derechos y del modo en cómo estaban siendo
vulnerados.
Hoy en día todos sabemos a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de violencia
doméstica. Sin embargo, no está demás afinar los conceptos, y definirla como toda acción u
omisión que intencionalmente menoscabe la vida o la integridad física o psicológica, o incluso la
libertad de algún miembros de la familia o pareja”. Esta definición nos permitirá separar lo que
es violencia de lo que no lo es, pues una lesión sin intención no lo será, un reto a un niño para
que no meta los dedos en el enchufe, tampoco. En ella se incluirán los casos en los que un
miembro de la familia (en el sentido amplio antes expuesto) o la pareja, hace sufrir a otro u
otros por medio de insultos denigrantes, vejaciones, amenazas y/o golpes que pueden
conllevar incluso la muerte. Así las cosas, cabe preguntarnos antes de seguir ¿cómo puede ser
que esto ocurra en personas que supuestamente se quieren o que quieren a sus hijos? Diversas
teorías intentaron explicarlo; veamos algunas de ellas.
II. Teorías explicativas
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Las primeras teorías que intentaron brindar una explicación a los hechos que ahora
comenzaban a ser cuestionados por la sociedad, tal como golpear con la mano cerrada a un
niño, dejarle un ojo morado a una esposa y comportamientos por el estilo, provinieron del
campo de la psicología clínica. Fiel a su método de tratamiento individual se avocaron por
estudiar la personalidad del individuo violento, intentando descubrir allí las causas
psicológicas en las que se originaba el comportamiento. Las conclusiones a las que inicialmente
arribaron fue que estos individuos actuaban de ese modo motivados por impulsos primitivos,
que los hacían hallar en el uso de la fuerza el único modo de solucionar los conflictos que se
suscitan en su vida familiar o de pareja, o al menos, el recurrentemente empleado.
Sin embargo, esta predisposición a la violencia no es innata, y por lo tanto, las teorías
psico-sociales que surgieron posteriormente se preocuparon por demostrar que habitualmente
las personas violentas se habían criado en familias donde las interacciones eran violentas, por
lo cual, habían “aprendido a cómo ser padre”, “como ser madre”, “como deben ser los hijos”, etc.
por ver a sus padres ejercer estos roles. De este modo, el individuo reproducía el modelo
sociocultural que había aprendido en su familia, muchas veces de dominación el hombre, y de
sumisión la mujer.
Finalmente, estas explicaciones se mejoraron aun más al sumárseles la influencia de los
factores culturales, los cuales daban cuenta de que la violencia doméstica se producía y
perpetuaba porque la sociedad la toleraba y la estimulaba como conducta aprobada
socialmente por los ciudadanos y el Estado para la conducción del hogar, tanto del hombre
sobre la mujer, como de ambos sobre los niños.
Ahora bien, hecha esta breve introducción, veamos a continuación y con mayor
detenimiento cada una de las corrientes mencionadas para tomar de cada una de ellas
elementos que nos permitan emprender un análisis a nivel integral del fenómeno bajo estudio.
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II.1 Teorías psicológicas
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Las primeras teorías que explicaron la violencia familiar (como le llamaron) son las
psicológicas, y postulaban que este tipo de comportamiento tiene su origen en algunos
trastornos en la psiquis del agresor, a quien se describía como un individuo con dificultades
para tolerar el estrés de la vida cotidiana, incapaz para asumir el rol de padre/madre,
inmaduro, egocéntrico, impulsivo, y antisocial. Además, se lo solía asociar con sectores bajos y
marginales, por lo que se lo describe como un individuo con bajo nivel intelectual, con
problemas de alcohol o drogas.
Si bien desnaturalizar y visibilizar la violencia fue un paso importante, lo cierto es que
estas teorías, brindaban un perfil de persona violenta que no hacía otra cosa que reproducir el
estereotipo que existía en el imaginario popular sobre el “hombre golpeador”, con lo cual, estas
teorías eran ampliamente aceptadas por la clase media –gran formadora de opinión–, la cual,
quedaba tranquila al advertir que ese individuo jamás podría corresponderse con alguno de
sus miembros, y por lo tanto, la violencia que allí se producía no era “violencia” sino
correctivos para “educar” a los niños o para “tranquilizar a las mujeres”. Es así que el síndrome
del “hombre golpeador”, era presentado y visto como una patología propia de miembros
alcohólicos/drogadictos de los sectores bajos de la sociedad.
Las críticas a estas teorías también señalaban que no estaba demostrado que la
violencia fuera producto de una patología psicológica, ya que no se ha comprobado que los
enfermos mentales como grupo sean más violentos que otros individuos; y en cuanto al alcohol
y las drogas, más que causas de la violencia, son factores desencadenantes que favorecen la
liberación del impulso. Pero no todos los alcohólicos o adictos son violentos, sino que estas
sustancias desinhiben a las personas con violencia latente o reprimida. En este sentido, se ha
dicho que “el superyó es soluble en alcohol”, señalando este papel desinhibitorio de la bebida.
Finalmente, en cuanto a la variable de la clase social como explicación de la violencia, hoy en
día es claro que si la violencia se percibe más en estos sectores es por la mayor visibilidad que
tienen sus viviendas, como así también, debido a que los traumatismos que allí se sufren suelen
ser atendido en hospitales públicos, en lugar de clínicas privadas donde se preserva el silencio
sobre el suceso.
Donde las explicaciones psicológicas aportaron interesantes elementos de análisis fue
en señalar el carácter egocéntrico e inmaduro del agresor. En efecto, un individuo que no logró
un desarrollo o madurez es altamente probable que carezca de estrategias para la resolución
de conflictos familiares o de pareja y que acuda a la violencia como un modo de imponer su
voluntad o deseo.
Actualmente, los psicólogos que continúan estudiando el fenómeno a partir de perfiles
psicológicos, señalando las diversas variantes que pueden presentar los individuos que se
dejan llevar por la violencia en sus interacciones, ya sea para mantener el control de la familia,
la pareja, por miedo al abandono o la infidelidad, etc. A continuación, veremos los más
representativos.
Perfiles psicológicos
Para delinear los diversos perfiles de los individuos que ejercen violencia doméstica
tomaremos una tipología realizada por la psicóloga Mari France Hirigoyen en su libro Mujeres
maltratadas (2008). Al reseñar perfiles de personas con tendencia a la violencia, debemos
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[PSICOLOGÍA JURÍDICA]
aclarar previamente que la personalidad de los individuos no está fijada para siempre, por lo
que las personas pueden experimentar cambios, dentro de los cuales, aprender a no usar la
violencia puede ser uno de ellos. Asimismo, debemos recordar que los perfiles que se
describirán son tipologías ideales, por lo que en las personas reales no se presentan de un
modo tan estereotipados, sin perjuicio de lo cual, como todo modelo, nos ayudará a mostrar e
identificar conductas que evidencian la existencia de un trastorno en la conducta.
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Perfiles o trastornos mentales que facilitan la violencia
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La personalidad narcisista: Por narcisismo debemos entender el amor por uno
mismo, y mientras que el narcisismo normal constituye la base de nuestra identidad,
motivándonos para tener ideales y aspiraciones, el narcisismo exacerbado es un gran
proveedor de violencia, induciendo al sujeto a volverse depredador, invadiendo el territorio
psicológico del otro y utilizando sus debilidades o vulnerabilidades para engrandecerse mejor.
Las personas con trastornos en su narcisismo (los habitualmente llamados “narcisistas”)
necesitan ser continuamente admiradas, no soportan las críticas, carecen de empatía para
preocuparse realmente por el otro y son capaces de explotarlos sin mayor sentimiento de
culpa. No es raro que se presenten como moralizadores e intenten dar lecciones de probidad a
los demás, señalando lo que está bien y lo que está mal, y justificando el uso de la violencia
como correctiva de desviaciones. En pareja, son personalidades dominantes y seductoras, e
intentan someter y aislar al otro.
Las personalidades narcisistas tienen una imagen ideal de sí mismas demasiado
elevada, por lo que siempre se sienten insatisfechas, ya sea por cómo se comporta su pareja,
sus hijos, etc, y eso las lleva a reaccionar violentamente ante la frustración. No solicitan amor a
los demás sino admiración, atención, y por eso utilizan a su pareja mientras las valore,
desechándola cuando deja de resultarles útil. La autoestima del individuo narcisista se alimenta
de la mirada del otro, ya que sin el otro no son nada, y por ello buscan la fusión, pero sin quedar
a su merced, invadiendo sin ser invadidos.
La personalidad antisocial: Este trastorno de la personalidad es el que incluye el
peyorativo término de “psicópata” o “sociópata”. El individuo que lo porta no desea adaptarse a
las normas sociales ni jurídicas, las cuales le parecen un estorbo para satisfacer sus deseos. Los
caracteriza su falta de respuesta emocional, no suelen perder el control ni la serenidad en
ningún momento, puesto que prácticamente no sienten. Ello explica su incapacidad para
imaginar el dolor o el miedo en su pareja, debido a que tampoco pueden tener empatía, es
decir, sentir lo que siente el otro. Aunque esto no les impide ser muy hábiles para detectar
vulnerabilidades, miedos y complejos en el otro, y explotarlos a su antojo.
Su comportamiento violento se produce sin mayor sentimiento de culpa posterior, y por
lo tanto, prácticamente no hay posibilidad de que aprendan de sus errores ni de que se
produzca una instancia de remordimiento en el cual quieran cambiar su forma de ser. Tampoco
suelen acudir a terapia, ya que consideran que son fuertes y que no necesitan ayudan, y si
acuden a una consulta, generalmente suele ser por orden judicial o por presiones del entorno
porque se han metido en problemas con la ley. Finalmente, digamos que el origen de la
personalidad antisocial sería una forma de desapego extrema que experimenta el niño en la
infancia. Es común que estos individuos carezcan de figura paterna o que sean hijos de un
padre abusador, donde el aprendizaje de la personalidad antisocial se produce en el círculo del
grupo primario, lo que descarta explicaciones genéticas o lombrosianas.
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La personalidad perverso-narcisista: Este tipo de personalidad, resultaría una
conjunción de las dos anteriores (la narcisista y la antisocial) puesto que implica un correcto
manejo de las emociones -lo que permite una buena adaptación a los medios socialesconjuntamente con una gran capacidad para la manipulación de las personas, todo ello con la
finalidad de lograr la satisfacción de los propios deseos a cualquier costo.
Como les gusta ejercer poder, suelen ser grandes estrategas y logran posicionarse en
puestos claves para ejercerlo. Cuando lo han alcanzado son especialistas en dar sermones,
aunque no dudan en transgredir normas sociales (traicionar, mentir, etc) o jurídicas para
lograr sus fines. En la vida cotidiana, estas personalidades suelen ser inmaduras, egocéntricas,
tienen un comportamiento manipulador de forma casi instintiva y juegan deliberadamente con
las emociones de los demás para obtener algo de ellos, y para explotarlos mejor. Considerarán
cualquier error o torpeza del otro como procedente de una intención maligna; para ellos el otro
siempre será peligroso, pues proyecta su maldad en los demás. Su violencia es disimulada y
continua; juega con las emociones utilizando ataques verbales con pequeños toques de ironía,
sarcasmo y bromas. Cuentan con una particular intuición para detectar el punto débil del otro.
Son muy cerrados, por lo que resulta imposible mantener una conversación sobre la relación, e
insensibles, lo que hace que no se dan cuenta de la violencia psicológica que ejercen sobre su
pareja. Si ésta insiste en reclamar que está sufriendo, pronto verá aparecer la irritación. El
rechazo a satisfacer las necesidades afectivas del otro, no se debe en ellos a una falta de amor o
ternura, sino a un absoluto desinterés por el otro, salvo cuando resulta útil para algo que
desean.
La violencia de los perversos-narcisistas no es impulsiva en absoluto, sino que es
instrumental, es decir que se realiza con objetivos concretos, es calculada. Tampoco es cíclica,
sino permanente, por lo que no hay que esperar de ellos pedidos de perdón ni excusas. Son
tranquilos y fríos, y parece que siempre controlan la situación, acusando al otro de provocar los
comportamientos de los que se le acusa.
Para estas personalidades, generalmente, la elección de la pareja es un asunto
estratégico. Dado que se nutren de la energía que poseen quienes caen bajo su encanto, suelen
escoger sus compañeros/as entre las personas llenas de vida, como si intentaran apropiarse un
poco de su fuerza, de su energía positiva, a la par de que descargan su energía negativa sobre
el/ella. También pueden escoger una pareja por conveniencia y por las ventajas materiales que
pudiera reportarle.
El éxito de los demás los hace sentir que fracasan, en consecuencia no están satisfechos
ni con los demás (amigos, pareja, etc) ni consigo mismos. Tampoco suelen soportar la alegría
en el otro. Se quejan permanentemente, ya que nunca nada está bien ni cubre sus expectativas.
Imponen a sus allegados su visión negativa del mundo y su insatisfacción crónica. A pesar de
que parecen seguros de sí mismos, en realidad no lo son, y por lo tanto, suelen buscar
confrontaciones permanentes con personas vulnerables al solo efecto de sentirse superiores y
tratar de demostrar que son los “mejores”. Su mundo se divide en buenos y malos, los buenos
son aquellos dominables, en tanto que los malos, son los que no se dejan dominar en los hechos
o en las discusiones, y por lo tanto, se los juzga peligrosos.
La violencia la suelen expresar de un modo solapado y disimulado, intentando destruir
la autoestima y la capacidad de pensar del otro, ya que para afirmarse deben desplegar su
destructividad para sojuzgar al otro, quien jamás es juzgado como un par o un compañero, sino
un rival.
No es fácil separarse de un individuo con una personalidad perverso narcisista. En
primer lugar, porque hay que escapar del dominio en el que la persona está atrapada,
recuérdese que suelen ser muy seductores y logran controlar a sus víctimas; luego, es difícil
desenmascarar la violencia, debido a que el/la perverso narcisista nunca ataca de frente, sino
que procede por alusiones y sobreentendidos (violencia psicológica), con lo cual, la víctima
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muchas veces ni sabe que lo es; además, desde el medio externo, la víctima que sí sabe que lo es
y lo comenta, mucha veces es considerada como fabuladora o exagerada, ya que como el
narcisista sabe hacerse querer socialmente, y no es poco común que durante las separaciones
se erija como víctimas abandonadas.
La personalidad borderline: Son personas con trastornos emocionales o neurosis y se
presentan habitualmente como individuos dominados por un permanente vacío interior,
irritabilidad y rabia fría fluctuante. Sus reacciones emocionales son excesivamente intensas e
inestables, con cambios de humor imprevisibles y una gran impulsividad que puede propiciar
comportamientos agresivos o violentos. En sus relaciones, cualquier experiencia que les
provoque insatisfacción despertará un deseo de destruir al otro y los vínculos que les unen. Son
muy sensibles ante las reacciones negativas de su entorno, y enseguida detectan desprecio o
desaprobación en una observación de su compañera/o, y como temen el rechazo, toman la
delantera y rechazan antes de ser rechazados.
Tienen una inmensa demanda afectiva, pero si el compañero se acerca demasiado,
temen verse absorbidos por la relación, y cuando sienten una pérdida de independencia suelen
reaccionar con violencia. Por eso, muchas veces prefieren el grupo de compañeros y los amigos,
antes que la relación cara-a-cara o íntima con la pareja. Su percepción de los demás adopta
posturas extremas, se ama apasionadamente al otro idealizándolo, o bien, si percibe que el otro
se ha distanciado un poco o se muestra crítico, lo minusvalora brutalmente y termina
rechazándolo. Es claro que presentan una clara ambivalencia hacia aquellos de los que
dependen. En este tipo de personalidad es donde vamos a encontrar los ciclos de violencia de
acumulación de tensiones, golpe, remordimiento y vuelta a empezar el círculo de la violencia.
Estos individuos poseen una imagen muy devaluada de sí mismos y son extremista en
sus relaciones con el otro, si no lo son todo, no son nada. Si no tienen todo el amor y la atención
de otro, se sienten abandonados. Necesitan permanentemente que se les tranquilice, que se le
confirme que no serán dejados. Este tipo de personalidad se desarrolla en la infancia por
experiencias traumáticas, ya sea de maltrato físico, emocional o abuso sexual. Así se explica su
irritabilidad permanente. Son personalidades accesibles a la terapia, pero se debaten entre la
cruel necesidad de recibir ayuda y el temor a ser rechazados o volverse dependientes. A la
menor frustración, interrumpen las sesiones, y suelen intentar permanentemente transgredir
las reglas para poner a prueba al terapeuta. A menudo las mujeres violentas presentan este tipo
de personalidad borderline.
La personalidad obsesiva: Los trastornos obsesivos compulsivos pueden manifestarse
en algunos casos como un afán perfeccionista o de que todo esté perfectamente ordenado. En el
plano de los vínculos sociales, son individuos conformistas y respetuosos de las convenciones
sociales y las leyes. Pero en las relaciones íntimas, son individuos con los que resulta difícil la
convivencia, ya que son exigentes, dominantes, egoístas y avaros/as. Temen los excesos
emocionales. Son muy poco confiados del trabajo de prójimo, por lo que lo comprueban todo y
lo critican todo, debido a que piensan que su manera de hacer las cosas es la mejor. Es por tal
motivo que no soportan ninguna singularidad del otro. Tienen necesidad de controlar,
argumentar y frenar cualquier iniciativa que no surja de ellos. Su violencia se ejerce
fundamentalmente por medio de la coacción y el uso del poder, pero solo después de haber
estado pensando en su odio o venganza una y otra vez; y cuando finalmente desatan su
violencia, lo hacen de forma no controlada. Son raros los casos en los que desatan su ira
imprevistamente, ya que temen demasiado los problemas que podría acarrearles su
desbordamiento emocional. Su destructividad en la pareja no se presenta como una violencia
física clara y manifiesta, sino más bien, como un acoso psicológico cotidiano y un control
incesante que agotan al otro. Se someten de buena gana a la terapia, y aunque es difícil que se
transforme un carácter obsesivo, pueden aprender a controlarse a sí mismos.
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La personalidad paranoica: La paranoia se presenta en diversos trastornos mentales,
y en el caso de la violencia doméstica, quienes la padecen, se caracterizan por ser
personalidades rígidas que temen la excesiva cercanía afectiva. Cuando mantienen una
relación, suelen acusar al otro de ser el responsable de todo lo que no funciona. Son individuos
meticulosos, perfeccionistas, dominantes que se permiten poco contacto emocional y
mantienen relaciones fuertes y tiránicas con sus allegados. Poseen una visión muy rígida del rol
estereotípico del hombre y de la mujer, lo que les hace considerar que la mujer debe ser
sumisa, para lo cual, la aíslan materialmente impidiéndole trabajar, administrar el dinero
familiar, ver a sus amigos y a su familia; mientras que la mujer considera que el hombre debe
ser viril o macho, por lo que cuando no da evidencias de hombría se apela a la humillación y la
denigración. Nunca mantienen una conversación de igual a igual, ya que siempre se sitúan en
una posición dominante. Lidiar con una personalidad paranoica es muy complejo, puesto que
no hay razones que despejen sus miedos y toda explicación termina en discusión. Por ejemplo,
frente a un reclamo de celos, si la pareja reacciona perdiendo los nervios, se la acusa de
violenta o loca; si intenta distanciarse, se la acusa de intereses ocultos, y si no dice nada para
evitar más problemas, se toma el silencio como prueba de la infidelidad. Alguien con trastornos
paranoicos jamás reconocerá que se ha equivocado, porque no desea que se debilite su
autoridad. Suelen ser tiranos domésticos, pero mientras la parte débil de la pareja acepte su
posición inferior, no habrá problemas. Si se resiste e intenta expresarse, se desencadena la
violencia física o psicologíca.
Una característica típica de este trastorno es que suelen poner en tela de juicio,
continuamente y sin justificación, la fidelidad del otro. Estos celos mórbidos se han calificado
de paranoia conyugal, lo que los lleva a controlar los tiempo y lugares del otro ¿Dónde
estuviste? ¿Por qué volvés a esta hora? ¿quiénes estaban en la reunión? En su paranoia, el
hombre suele tomar a su mujer como una provocadora que solo piensa en tener relacione
sexuales, y por lo tanto, le suele reprochar su forma de vestirse y comportarse en la vida social.
El paranoico no confía en absoluto en su compañera y por consiguiente esta debe estar
justificándose continuamente. De allí que en la pareja todo se comprueba de forma
permanente: el dinero, el tiempo, incluso los pensamientos ¿en qué pensás?. Siente tal temor a
ser abandonado o engañado que todo lo interpreta en este sentido. Estos celos paranoicos
también se dan en las personalidades borderline y en los casos de narcisistas, pero es en los
paranoicos donde los celos pueden conducir al homicidio, y el riesgo de pasar a la acción es
máximo cuando la mujer trata de marcharse. En casos extremos, tras matar a su pareja, pueden
continuar con sus hijos y luego se suicidan.
II.2. Teorías psicosociales o del aprendizaje
Este enfoque toma en cuenta las interacciones del individuo con su medio;
particularmente con su familia de origen donde se socializó. Las investigaciones en este campo
señalan que gran parte de las personas que maltratan a sus hijos y a sus parejas (como así
también, las personas que soportaban el maltrato), eran individuos que habían sufrido en su
familia de origen privación afectiva y malos tratos, y que habían aprendido por observación e
imitación que las relaciones en la familia son jerárquicas, por lo que cualquier desobediencia,
debía resolverse, en mayor o menor medida con violencia. Así, se diría que cuando se conoció la
violencia durante la infancia, está será como una lengua materna que nunca se olvida. Así se
comprende que muchas de estas personas cuando formaban una pareja aspiraban a que la
relación con el otro fuera como la vivida en su familia de origen, por lo que cualquier discusión
de una orden, sería sancionada, antes o después, con el recurso de la violencia. Del mismo
modo, al tener hijos, la pretensión es que éstos cumplieran sus expectativas sobre cómo debe el
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buen niño/a, y la violencia se imponía como forma única y principal de resolver las
divergencias y desobediencias.
Ahora bien, lo que la familia de origen transmite no es sólo el uso de la violencia como
herramienta para regir las conductas de los demás miembros de la familia, sino también los
esquemas mentales sobre cómo debe ser una familia, una buena mujer o marido, un buen hijo,
etc. Los hombres y mujeres aprenden desde niños, a percibir e interpretar la realidad, de
manera que un hombre que considere que su mujer debe ser sumisa y obediente, considerará
“poco mujer” a alguien que sea contestaria e independiente; en igual sentido, una mujer que
considere que el hombre debe llevar las riendas de la relación, considerará “poco hombre” a
aquel que plantee un plano de igualdad en el vínculo donde las decisiones se tomen de común
acuerdo.
Las personas aprendemos a ver el mundo a partir de los esquemas mentales y actitudes
que nos dicen cómo deben ser las cosas, las personas, la familia, los hijos, etc., y el hecho de que
a veces la realidad no se adecue a los esquemas, no hace que los abandonemos, debido a que
hacerlo sería negar la propia identidad, y acarrea esfuerzos energéticos y emotivos que no
siempre estamos dispuestos a realizar. En las personas emocionalmente maduras y tolerantes,
pueden producirse acomodamientos estratégicos que modifican el esquema haciéndolo
evolucionar. Por ejemplo, alguien puede tener un esquema de rol de padre (severo e inflexible)
pero las nuevas realidades lo pueden hacer aprender que para acercarse a sus hijos es mejor
modificar dicho rol, y hacerse más empático y cariñoso. Pero esta evolución del esquema
mental no siempre ocurre, ya que solemos estar en desacuerdo con lo que no se adecua a
nuestras formas de ver el mundo y solemos intentar cambiar al otro antes que aceptarlo como
es. En los casos en los que la reestructuración del esquema no se lleva a cabo, ya sea por
negación, incapacidad o por no lograrlo exitosamente, se plantea una inminente situación de
crisis en la identidad del sujeto, frente a lo cual, el acto violento se presenta como una de las
tantas estrategias que permiten que el mundo se adecue nuevamente a los esquemas mentales
que se poseen. Lo maquiavélico de la situación es que si la violencia no lograra tan
eficientemente su cometido, tal vez, se intentarían otras variantes, pero por lo general, la
violencia logra acomodar el mundo externo a las expectativas que se tienen sobre él de manera
casi inmediata, y por ende, puede convertirse en la vía recurrente para la resolución de
conflictos en la familia o la pareja.
Por eso quien emplea la violencia, lejos de ser una persona segura de sí misma, en
realidad, es inmadura, toda vez que algunas de las características de la madurez es aceptar la
singularidad del otro, reconociendo su forma de ser; como así también, ver el mundo sin
pretender reducir las diferencias de los otros a los esquemas mentales propios de “cómo deben
ser”. Los individuos que acuden a la fuerza o la extorción psicológica para adecuar al otro a sus
expectativas son personas que poseen un tipo de personalidad similar a la del “prejuicioso”,
pues viven encerrados en pensamientos auto-referenciales que sólo les hacen ver lo que
quieren ver, y en relación a sus vínculos cercanos, la inadecuación del otro a su modelo ideal, es
percibido como intolerable, por lo que no pueden aceptar la diferencia e intervienen sobre la
identidad de su compañero/a para regularla y acercarla a su esquema mental.
Dicho esto, se hace más fácil comprender que quienes ejercen actos violentos suelen
interpretar las diferencias como amenazas (a su autoridad, a la estructura familiar, a la imagen
que debe transmitir el otro, etc.). Por eso, por ejemplo, cuando una mujer hace, dice o siente
algo que no se adecua al esquema mental que su pareja tiene sobre “como debe ser como
madre, esposa, ama de casa, etc.”, éste siente peligrar la imagen que del mundo ha construido, y
la incomodidad que ello genera, intenta ser expulsada por medio del cambio de la realidad, que
en este caso, es modificar al otro. Por lo tanto, cuando la realidad no se adecua a estos moldes,
ya sea porque el otro pretende salirse de ellos o no logra alcanzar la imagen idealizada, los
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individuos que emplean la violencia como forma de solucionar sus crisis, la harán ingresar a
escena para imponer al otro algunas conductas y desmotivar otras.
Pero además del aprendizaje de la violencia como un modo de resolver las cuestiones
familiares y de pareja, aún nos falta ponderar la gravitación del medio cultural sobre el
fenómeno.
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II.3. Modelo psico-socio-cultural
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Desde esta perspectiva se busca integrar todos los niveles de análisis: el individual, el
doméstico y el cultural. Aquí se toma en cuenta la historia individual de las personas que
componen la familia (de todos), el tipo de relaciones domésticas o íntimas, y, las normas socio
culturales en las cuales se inserta la familia o la pareja se inserta (Grosman y otros, 1992).
Cuando dos personas se encuentran y conforman una pareja, complementan sus
necesidades. Una mujer con gran necesidad de ayudar, de reparar, puede escoger un
compañero que necesite que se ocupen de él todo el día, que le cuiden. Del mismo modo, un
hombre con necesidad de dominar, escogerá a una mujer inmadura que le parezca sumisa y
dependiente. Se trata de una elección que mantiene el equilibrio interno de cada uno, luchando
contra sus angustias y satisfaciendo las necesidades psicológicas de ambos. Por lo general, las
mujeres que han sido víctimas o testigos de violencia en su familia de origen, tienen mermada
su autoestima, y por lo tanto, al haber sido objeto de rechazo o malos tratos en la infancia,
piensan que solo podrán amar a hombres difíciles. Otras, como no han recibido seguridad
afectiva por parte de sus padres, no se consideran dignas de ser amadas y estarán dispuestas a
todas las renuncias para tener derecho a un poco de felicidad. Finalmente, otras, al haber
tenido una madre poco afectuosa o infantil, han aprendido muy pronto, que debía mostrarse
protectoras para merecer el amor de alguien que se ama. Es por estas razones que algunas
mujeres se muestran demasiado tolerantes y no saben cómo establecer límites del
comportamiento abusivo de sus compañeros. De hecho algunas personas forjan vínculos con su
pareja, donde sólo se valoran a partir de la mirada del otro por lo que solo existen si los demás
las necesitan, y hacen una cuestión de honor no pedir nunca nada, comprenderlo todo y
perdonar siempre. Digamos que todo ello se vincula con instancias de aprendizaje, ya que a ser
violento se aprende y a ser víctima de la violencia también.
Pero además de la complementariedad de personalidades y del aprendizaje
generacional de la violencia, es decir, de las variables psicológicas y psicosociales, las parejas,
para funcionar deben compatibilizar los bagajes culturales que aprendieron en sus familias de
origen. Esto se refiere al conjunto de normas, valores y creencias acerca de “cómo debe ser” la
pareja, la familia y los hijos. Es aquí donde aparece la variable cultural como tercera instancia
de análisis.
Dentro de las familias actuales, algunos de los valores que rigen la interacción de sus
miembros se corresponden con concepciones modernas del mundo y de las relaciones humanas
y son expuestas en cualquiera charla cotidiana sin mayor inconveniente. Algunos ejemplos
estereotípicos de estos valores podrían ser:
 Casarse o convivir en pareja es una elección libre motivada por el amor;
 Los hijos son producto del amor de la pareja;
 La relación entre los miembros de la pareja es de igualdad;
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 Lo que ocurre en la pareja o la familia debe ser preservado de injerencias
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Estos son valores explícitos que la mayoría de las personas “dice” compartir. Pero si
rigieran realmente a todas las parejas no podría haber violencia, pues el amor, el cuidado y el
cariño, parecen incompatibles con las humillaciones y los golpes. Sin embargo, la violencia
existe en algunas parejas, aun en aquellas que afirman amarse y en público sostienen los
valores antes mencionados. Lo que ocurre en estos casos es que junto a estos valores
modernos, los integrantes de la pareja comparten otros valores, que se vincularán con
conceptualizaciones arcaicas sobre la familia, la pareja y los hijos, que no son explicitados en
público, sino que permanecen silenciados, aunque no por ello dejarán de regir las conductas,
sentimientos y comportamientos. Entre ellos podemos mencionar los siguientes:
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 La familia tiene una estructura jerárquica donde el hombre manda y la mujer
obedece;
 Esta desigualdad es de origen biológico, que otorgó mayor inteligencia a los
hombres para resolver cuestiones prácticas, y fuerza para proteger al grupo;
 En cambio, la Naturaleza hizo a las mujeres más sensibles, débiles y pasivas, por
lo que su tarea estará dada en cuidar la casa y los niños, como así también, las
necesidades de su pareja;
 Es por causa de la Naturaleza que las mujeres están destinadas a las funciones
maternales (nacimiento y cuidado).
 La privacidad del hogar debe ser defendida de miradas y regulaciones externas.
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Cuando un hombre y una mujer se conocen, se van descubriendo poco a poco, a partir
de lo que se dicen, pero también a partir de lo que no dicen, pero hacen. Es decir, van
advirtiendo poco a poco cuáles son los valores explícitos e implícitos que rigen al otro. Si la
pareja prospera es porque ambos piensan de manera similar sobre diversos aspectos de la vida
familiar y de la pareja; si no, es porque no hay compatibilidad. Por ejemplo, si en las primeras
citas, el hombre le plantea a la mujer que no le gustan las mujeres que estudian o trabajan, y a
ella la parece bien, estaremos en presencia de personas que piensan de modo similar con
respecto al lugar de la mujer en el mundo, y la pareja puede ser que se vaya consolidando bajo
esas normas. También podría ocurrir que un hombre plantee a su pareja mujer que le parece
que ella debe ser libre para elegir lo que quiera de su vida, y que la mujer interprete que ello es
no cuidarla, y la pareja no prospere por esta causa. Lo que intentamos decir es que las parejas
se forman por personas que piensan de manera similar sobre el mundo; y en todos los casos,
cuando las parejas funcionan, se va conformando un acuerdo implícito que irá estableciendo las
conductas permitidas y prohibidas para cada uno de los miembros, y posteriormente las de sus
hijos.
Veámoslo con un ejemplo: Si en las primeras salidas, la mujer percibe que su novio es
muy celoso, ella puede interpretar esta actitud posesiva como algo potencialmente peligroso o
incómodo para el futuro de la relación, o bien, puede interpretarlo como una señal de interés y
cuidado. Si se inclina por lo primero, es porque sus valores no son del todo compatibles con los
de este hombre, y tal vez la relación no continúe; si opta por lo segundo, es porque hay un
principio de acuerdo implícito en que los celos son bienvenidos, y el vínculo seguirá,
profundizándose; luego, los celos se transformarán en otra injerencias en su libertad, y si en el
futuro pretende preservar algún grado de autonomía, surgirán discusiones que podrían
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terminar en escenas de violencia. Es cierto que difícilmente las cosas sean tan evidentes como
en el ejemplo que aquí expusimos. De hecho, si se hace una encuesta a diversas parejas o
matrimonios –aun aquellas con problemas de violencia- seguramente la mayoría afirmará
regirse por los valores modernos vinculados a la igualdad en la pareja, puesto que las personas
no están dispuestas a asumir públicamente los valores implícitos que los rigen en sus
comportamientos diarios. Y esa es la explicación por la cual, lo que se dice en los ámbitos
públicos, a veces, puertas a adentro no se practica. Por ejemplo, cuando la mujer reclama esa
igualdad con pedidos tales como “quisiera estudiar tal carrera…”, “¿me ayudarías a lavar?”,
“¿podrías vestir a los nenes?”, etc. la respuesta es negativa, y ante la reiteración del pedido o
una recriminación, el acto puede ser considerado como un cuestionamiento de la autoridad o
un corrimiento del estereotipo, y el castigo físico o psicológico aparecerá como un medio de
dirimir la discusión.
Lo que Grosman explica es que toda pareja es la resultante de cierto acuerdo implícito
sobre los valores que la rigen, y que aquellas uniones en las que exista mayor cantidad de
valores arcaicos que modernos, las posibilidades de que la violencia se produzca se incrementa.
En efecto, cuando una pareja predica y practica la igualdad y el respeto la violencia no puede
existir, mientras que quienes consideran que la relación familiar debe ser ponderada como un
sistema jerárquico, sin libertad, la violencia será parte del arsenal de herramientas para
resolver los conflictos que se produzcan en la interacción.
Pero la visión totalizadora del fenómeno de la violencia doméstica también debe tener
en cuenta que su producción y reproducción de una generación a la otra también está dada por
la tolerancia que tenga la sociedad sobre esta conducta, y la ausencia de sistemas de apoyo para
las víctimas.
III. Dinámica de la violencia doméstica
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La violencia doméstica no es algo que estalle en una pareja o en una familia de un día
para el otro sino que requiere que la pareja vaya aceptando o tolerando pequeños actos
violentos. Se trata de comportamientos o comentarios que hasta pudieran ser considerados
románticos, tal como que el hombre cele a la mujer; se pelee con alguien que la mira; o bien, la
mujer que critique continuamente al hombre; que lo trate como un niño, etc. Muchas veces
estos comportamientos y actitudes son disimulados con chistes o risas, que se emplean para ir
destruyendo defensas y preparar el terreno para construir un dominio sobre el otro, y son
indicadores de potenciales relaciones violentas, ya sea física o psicológicamente, que con el
tiempo irán incrementándose por medio de una lógica circular.
Lenore Walker (1984) estudió el comportamiento regular de la violencia advirtiendo
que ésta se presenta con una estructura circular que siempre vuelva a recomenzar, y distinguió
tres fases: 1) acumulación de tensión; 2) fase aguda de golpes; 3) calma amante o luna de miel.
En particular, cada fase se caracterizará por:
La fase 1 se caracteriza por la acumulación de tensión en las interacciones. Es un
período de agresiones psíquicas, miradas inquisitivas, apretones de brazos, tirones del cabello
y golpes menores. Durante esta etapa, las víctimas niegan la realidad por medio de diversas
estrategias (perceptivas o cognitivas) y los agresores incrementan la opresión, los celos y la
posesión, creyendo que su conducta no puede ser reprochable. Cuando la presión alcanza su
punto máximo, determinados hechos desencadenan la fase 2, y emerge el acto violento.
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En la fase 2, surgen golpes, gritos, insultos humillantes, amenazas, que provocan en
quien recibe la violencia un colapso emocional (miedo, angustia, inseguridad) que paraliza
cualquier intento de decidirse a buscar ayuda. En algunos casos es su misma pareja quien le
cura las lesiones o la lleva al hospital reportando ambos la causa de las lesiones como un
“accidente doméstico”. Luego, superada la etapa de la violencia extrema de los golpes y/o
agresiones psicológicas se ingresa en la fase 3.
En la fase 3, surge en el agresor una arrepentimiento muchas veces genuino y un
pedido de disculpas, y por el lado de la víctima, la aceptación. Vuelve a predominar en ambos
una imagen idealizada de la relación, se renuevan en la víctima esperanzas de cambio
motivadas en promesas que hace el victimario tales “voy a cambiar…, te juro que voy a
cambiar”). Pero luego, tarde o temprano, las tensiones vuelven a acumularse, con lo que se
vuelve a la fase 1, y el ciclo vuelve a empezar. Con el tiempo, el círculo se convierte en una
espiral de violencia, que no solo incrementa la intensidad de los golpes o humillaciones, sino
también la frecuencia.
FASE 1
ACUMULACIÓN DE TENSIÓN PRODUCIDA POR:
FASE 2
Corrimiento del estereotipo de género o del papel sumiso en
la relación.
AGRESIONES VIOLENTAS
Peligra estabilidad del sistema jerárquico.
Necesidad de equilibrar sistema y
confirmar las identidades: pasivo/fuerte.
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Percepción de ataque a la identidad.
FASE 3
CALMA AMANTE
Idealización
Confirmación de
identidades mutas
(dominancia/sumisión)
Debemos aclarar antes de cerrar este apartado que si bien la violencia presenta esta
estructura cíclica, también existen supuestos de violencia perversa, la cual es mucho más
insidiosa, sutil y permanente. No tiene crisis de odio y violencia con instancias de reconciliación
y amor. Se trata de una hostilidad constante, que difícilmente sea percibida desde el exterior,
debido a que se caracterizada por pequeños ataques verbales, miradas de desprecio, y sobre
todo, una fría distancia entre los miembros de la pareja. Parece como si el individuo dominante
de la relación le reprochara silenciosamente algo al otro, pero sin decirle qué, y de ese modo,
ostenta poder sobre el/ella. Con el tiempo los ataques psicológicos se multiplican con frases
mordaces, críticas malevas sobre todo lo que hace o dice, destruyendo su autoestima de la
víctima. Se trata de una violencia de carácter mucho más lineal, con menor violencia física, pero
consecuencias devastadoras a nivel psicológico para quienes la padecen.
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Aspectos espaciales, temporales y geográficos de la violencia
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Así como la violencia doméstica sigue un patrón de fases que pasan por la acumulación
de tensiones, el golpe, la calma, la reconciliación, y todo vuelve a empezar, el acto violento en sí,
también tiene sus reglas (Perrone-Nanini, 2007). En efecto, aunque cueste creerlo, la violencia
física o verbal no se desata en cualquier ámbito ni horario, ni tampoco por cualquier tema. Al
principio sostuvimos que en toda familia o pareja existe un acuerdo implícito sobre lo que cada
uno puede y no puede hacer/decir, y que también habilita al uso de la violencia cuando se
violan estas normas. Ahora agreguemos que este acuerdo también limita —rígida, e
implícitamente— dónde y por qué la violencia será aceptada por su destinatario. Se trata de un
consenso que, paradójicamente, admite el maltrato, pero sólo si se ejerce en respuesta a la
violación de determinadas normas, y no por cualquier cosa.
Debido a que las interacciones violentas tienen estas características, los investigadores
han encontrado tres ámbitos de tolerancia/intolerancia a la violencia: el espacial, el temporal y
el temático.
El aspecto espacial: Se refiere al lugar físico donde es admitida la violencia. Este sitio
suele estar bien designado y delimitado; puede tratarse de lugares individuales o familiares,
íntimos o públicos, con presencia o con exclusión de terceros (familia, vecinos, niños) pero
ambos acuerda implícitamente donde sí y donde no se puede ejercer la violencia. Por ejemplo,
una mujer podría aceptar que le peguen dentro de su casa, pero no en público; por eso, una
mujer, cuando su marido le dio una cachetada ante los vecinos, se sintió autorizada a hacer la
denuncia, ya que su pareja había transgredido el aspecto espacial del acuerdo implícito, y por
ende, ella podía sustraerse de su compromiso. Otro caso podría ser el de un hombre que tolera
que su mujer lo humille en privado, pero no que lo haga delante de sus hijos.
El aspecto temporal: la violencia tampoco es aceptada en cualquier momento del día,
sino que también se ajusta a determinados días y horarios en cada familia, y de hecho, los
miembros de la familia suelen estar esperándola. Estos momentos, por ejemplo, podrían ser los
domingos por la tarde; cualquier día después de comer; al realizar los deberes; durante las
comidas; al irse a acostar; al volver del trabajo; al volver de una fiesta en el auto, etc. Cada
familia tendrá su momento especial de la violencia, lo que permite preverla, asumirla como
característica de la familia, y por ende, ir aceptándola como hecho normal y natural, en tanto
sucede en los momentos y lugares a los que ya los miembros de la familia se han acostumbrado.
El aspecto temático: Hay acontecimientos, circunstancias o determinados temas que
permiten que se desencadene la violencia (p.ej. mencionar a ex parejas, hablar mal de los
parientes, el dinero, etc.). En los temas que sean detonantes, la víctima del maltrato aceptará la
violencia, y hasta asumirá la “culpa” del suceso, pues sabe y acepta que sobre ello “no se podía
hablar”. Sin embargo, si es castigada por hablar sobre un tema sobre el cual no había consenso
que debía guardarse silencio, es posible que se surja algún grado de resistencia contra el
castigo, ya sea defendiéndose en el momento, o bien, dilatando o dificultando la reconciliación y
el pedido de disculpas.
Esta serie de ámbitos o aspectos de la violencia, permiten advertir que aunque muchas
veces el consenso implícito que se establece en las relaciones de dominación y sumisión parece
ser inflexible —donde uno manda y el otro obedece ciegamente— lo cierto es que un simple
cambio en los aspectos espaciales, temporales o temáticos lo puede modificar. Cuando tal
situación se presenta, es decir, cuando quien emplea la violencia excede los límites, el otro,
luego del acto violento (en la etapa de calma y reconciliación) puede romper su contrato y
sustraerse de sus obligaciones impuestas por el vínculo pidiendo ayuda externa o separándose.
Tal como señalan Perrone y Nanini (2007) el consenso implícito de la pareja, se trataría de un
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acuerdo en el cual cada actor define para sí, y para el otro, qué es lo mínimo que debe ser
protegido (p.ej. “podés pegarme dentro de la casa, pero no afuera”, “podés pegarme a mí, pero no
a los chicos”, “podés insultarme, pero no pegarme”). Este piso o acuerdo mínimo, constituye el
último bastión de dignidad y autoestima de la víctima del maltrato, por lo que cuando es
atacada esa última defensa de la personalidad, se rompe el vínculo de la pareja o se produce
una grave escalada de violencia, seguida en algunos casos, de una separación. Cuando ello no
ocurre, es porque la víctima ha quedado completamente sometida al dominio.
Conocer es mecanismo interactivo de la relación violenta, también nos permite
comprender la aparición de súbitas denuncias de situaciones ocultas durante mucho tiempo.
Por ejemplo, una mujer quizás pueda tolerar que su pareja la maltrate, debido a que el agresor
ha logrado hacerle creer que es culpable del trato que recibe, pero si la violencia se traslada a
sus hijos, eso puede exceder los límites del acuerdo implícito, y la habilitan —y dan fuerza—
para efectuar una denuncia, la búsqueda de ayuda externa o tomar los bolsos e irse de la casa
con sus hijos. Asimismo, lo dicho también nos permite comprender por qué algunas personas
soportan estoicamente tanta violencia, lo cual se debe a que sus acuerdos implícitos pueden ir
más allá de lo que pensado, y además, irse ampliando con los años y los abusos cotidianos. De
hecho existen personas cuyo nivel de sometimiento desciende a tales niveles que
prácticamente no existe conducta del agresor que los haga reaccionar, pero además de esta
suerte de indefensión aprendida, también existen otras causas que condenan a una persona a
soportar una vida de maltratos.
Características de la familia disfuncional
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A lo largo de este libro hemos dicho que las familias se forman a partir de dos personas
que acuerdan implícitamente las normas que regirán la relación doméstica, y que tal
circunstancia puede dar lugar a parejas/familias con mayor o menor tendencia hacia la
violencia. También dijimos que la violencia no es producto de la “locura” ni de los “ataques de
ira o histeria” que pueda tener una persona, sino de un conjunto de variables, tanto
individuales como sociales, que permiten que la violencia surja, y fundamentalmente que se
mantenga en el tiempo. Ahora bien, más allá de la legitimación cultural que pueda tener el
maltrato, lo cierto es que no toda familia o relación sentimental es propicia para que la
violencia se instale, sino que ésta requiere de determinadas condiciones, que suelen estar
presentes en los vínculos humanos que se rigen a partir de lo que hemos considerado valores
implícitos o arcaicos y que se consolidan en formas familiares que tienen las siguientes
características:
 Una organización jerárquica fija, basada en estereotipos de género que
asignan al hombre un papel dominante y a la mujer uno sumiso
 Un sistema autoritario de interacción donde el hombre manda y los demás
obedecen sin posibilidad de cuestionamiento alguno
 Falta de autonomía de los miembros quienes no pueden recortar su identidad,
porque el grupo familiar se lo impide y los obliga a estar siempre a su servicio
 Fuerte adhesión a los estereotipos de género dominantes y de autoridad en la
familia
 Bajo nivel de tolerancia a situaciones de stress o cambio de roles
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 Miembros con recurrencia generacional, es decir, que hayan vivido en sus
familias de origen la violencia como forma habitual y normal de resolver
conflictos
 Un contexto social que tolere y legitime la violencia en la familia
 Una comunicación que invisibilice o naturalice la violencia, empleando
términos eufemísticos que la justifican para: “educar”, “disciplinar”, “hacer
entrar en razones”, “poner límites”, etc.
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Las familias o parejas con estas características imponen implícitamente a uno de los
miembros —generalmente al hombre— que conduzca el grupo desde un ejercicio autocrático
del poder, y ello redundará en que desde esa posición impedirá la autonomía del otro,
considerará cualquier corrimiento de los estereotipos como un atentado hacia la autoridad, y
empleará la violencia psicológica primero y luego la física, como un medio legítimo para
impedirle al otro “ser” (estudiar, casarse, irse de la casa, etc.). Sólo se le permitirá al otro “ser”
algo, en tanto sirva y se comporte como lo desea quien ejerce la posición dominante en la
relación o la familia.
Algunas razones que influyen para permanecer en el sometimiento
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Hemos visto que las personas que soportan el maltrato han crecido en familias donde la
violencia se encontraba legitimada como forma de interacción entre sus miembros, por lo que
este es un factor determinante a la hora de comprender que sus acuerdos implícitos con sus
parejas, suelan ser bastante amplios y permitan grandes cercenamientos de la identidad,
privacidad y autonomía. Otro factor importante es el nivel educacional/cultural de los
miembros de la pareja, toda vez que, así como la carencia de educación permite la explotación
laboral de personas que desconocen sus derechos, también permite su humillación en el
ámbito familiar cuando no se sabe que otro tipo de existencia es posible. La escuela muchas
veces puede mostrar estas alternativas. El número de hijos y sus edades también son
determinantes para quedarse en la casa violenta, debido a que la ruptura de la relación hace
que sea un solo miembro el que deba afrontar todos los gastos del hogar. Por ello, muchas
personas soportan estoicamente la violencia.
Finalmente, otra serie de razones que contribuyen a dificultar romper una relación
violenta son: tener un concepto muy negativo de sí mismo; creer que el otro va a cambiar;
considerar que si el otro está enfermo de los nervios debe ayudárselo (muchas veces porque
han jurado ante Dios estar con el otro en la salud y en la enfermedad); falta de confianza de
poder salir adelante sin el otro; miedo a la estigmatización del divorcio (sobre todo en personas
religiosas); amor hacia el/la agresor/a; sentimiento de imposibilidad de vivir sin él/ella; miedo
a las represalias sobre su persona o sus hijos; falta de apoyo de familiares o amigos, etc.
Síndrome de la persona maltratada
Si bien históricamente se ha estudiado el “síndrome de la mujer maltratada”, lo cierto es
que resulta aplicable a cualquier individuo sometido por violencia. Se trata de un síndrome que
puede ser considerado una subcategoría del trastorno por stress postraumático el cual surge
luego de padecer sucesos estresantes (violaciones, torturas, accidentes, etc.) y consiste en
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pensamientos, sentimientos y acciones que se disparan automáticamente en el individuo
después de padecido, por temor a que el hecho se pueda volver a repetir. En el caso de la
persona que ha sido víctima de violencia doméstica, los síntomas que se presentarán serán: 1)
recuerdos invasivos de las experiencias violentas; 2) altos niveles de ansiedad e
hipersensibilidad, generalmente canalizaos como miedos sobrestimulados; 3) anulación y
entumecimiento emocional generalmente expresado como depresión, disociación,
minimización, represión y negación; 4) relaciones interpersonales de poder y control; 5)
distorsión de la imagen de cuerpo y/o quejas somáticas o físicas, y; 6) expresiones de la
intimidad sexual o sometimiento sexual (Walker, 1984).
Asimismo, la persona desarrolla mecanismos de adaptación a la violencia que le hacen
percibir el entorno y al agresor desde una perspectiva particular, es decir, distinta de la que
podría tener un observador externo. Por lo tanto, allí donde alguien podría decir “si me hace
esto a mí lo mato…!” debe entenderse que la convivencia diaria con una persona violenta lleva a
las víctimas a crear formas de interpretar su realidad de un modo que les permita subsistir con
su carga diaria. Así suelen encontrarse los siguientes rasgos:
a) Indefensión aprendida, la persona acaba asumiendo su propia incapacidad para
eliminar la conducta violenta del agresor, lo que en el contexto de una autoestima baja acaba
siendo transformado en la idea de merecer las agresiones de éste/a, por lo que se destierra
toda idea o sentimiento de defenderse del ataque;
b) Baja respuesta conductual, inicialmente la persona maltratada pone en marcha
diversas estrategias que cree efectivas para evitar o disminuir la conducta violenta de su
agresor, y tras comprobar que ninguna es útil, termina aceptando pasivamente la conducta
violenta. Esta actitud también le sirve para aminorar la sensación de culpa y sufrimiento que
experimenta;
c) Identificación del agresor, en algunos casos, en fases avanzadas, los mecanismos de
adaptación y supervivencia hacen que la persona agredida no sólo crea que es merecedora de
la agresión, sino que incluso justifique a su agresor, lo que dificulta enormemente la
intervención externa (un fenómeno psíquico similar se ve en el síndrome de Estocolmo, donde
las víctimas se identifican/enamoran de sus secuestradores).
Habitualmente, en los primeros sucesos de violencia doméstica puede producirse
alguna respuesta por parte de la víctima, pero rápidamente es abandonada cuando advierte
que con ella no hace más agravar las conductas violentas del agresor. Aprende que siempre sale
perdiendo, de manera que va surgiendo poco a poco la idea de que no hay forma de impedir o
detener la amenaza, y la resignación se apodera de la personalidad.
Como se advierte, la víctima de violencia tiene una percepción de la realidad bastante
distinta de quien no la padece De allí que no pueda exigírsele el mismo estándar de
racionalidad. Es decir, no se le puede criticar livianamente que no abandone el hogar violento,
que no denuncie al agresor o que levante las denuncias luego de formularlas. Es que salir del
dominio nunca suele una tarea sencilla.
IV. Salir del dominio
La psicóloga Hirigoyen (2008) señal que en las víctimas de violencia son frecuentes las
manifestaciones ansiosas o depresivas, y para ocultarlo o sobrellevarlo algunas de víctimas
pueden recurrir al alcohol, las drogas u otros medicamentos psicotrópicos, y aun después de
haber superado la situación de violencia pueden padecer síntomas de estrés postraumático,
por lo que cualquier acontecimiento violento que presencien (escuchar que los vecinos pelean,
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por ejemplo) pueden provocar reminiscencias ansiosas. Asimismo, debido a la descalificación
permanente la persona suele perder su confianza en sí misma, y construye una imagen negativa
de su persona para conducirse en los diversos ámbitos de la vida (doméstica, laboral, sexual,
etc) a lo que se agregan cuadros de depresión con pérdida del deseo y de la motivación.
Desde un punto de vista netamente psicológico, la persona que se encuentra bajo
dominio de otra deja de ser dueña de sus pensamientos, se encuentra literalmente invadida por
el psiquismo de su pareja, y suele justificar lo que vive. Suele estar paralizada, por lo que es
necesario una ayuda exterior para recuperar su existencia propia, que desplace las palabras del
agresor de su mente y permitan su liberación. Por eso, lo primero que debe hacerse es ayudar a
la víctima a verbalizar su experiencia y conducirla luego a criticar la situación que vivió o que
vive. El punto no es sencillo ya que existirá la tendencia a justificar y comprender al agresor,
puesto que durante muchos años este mecanismo de defensa (disonancia cognitiva) le ha
permitido sobrellevar su vida con algún grado de dignidad. De allí que la paciencia sea una
herramienta fundamental para todo abogado o profesional de la salud que pretenda ayudar a
estas personas. Hay que dar tiempo a la persona a que cambie sus esquemas mentales de
percepción de la vida y de su pasado, para que lo que antes era banal o aceptable, se vuelva
inadmisible. Durante este proceso se asistirá a muchos retrocesos, y es probable que la víctima,
tras una tentativa de separación regrese al domicilio y reanude la relación, o que no continúe
los procesos judiciales que inició. Por lo tanto es importante detectar ciertas etapas:
Detectar la violencia: En esta primera etapa es importante hacerle tomar consciencia a
la víctima de la violencia que padece, ya que muchas veces ni ellas mismas lo saben; les parece
natural el (mal)trato que reciben, por lo que, para movilizarlas será fundamental esta toma de
conciencia. La metodología suele ser analizar con la víctima cómo ha sido el proceso de
seducción y de violencia perversa en el que se ha visto envuelta. Se explicará el círculo de
violencia, comprendiendo que el arrepentimiento tras el golpe sólo escondía una forma de
perpetuar la dominación. A las víctimas les cuesta aceptar que un golpe o una humillación sea
algo muy grave, por lo que cabe formulársele una sencilla pregunta ¿Te parecía normal una
vida así? y luego añadirse ¿Si le hicieras lo mismo a tu pareja, cómo crees que reaccionaría? En
definitiva, explicarla la trampa psicológica en la que fue colocada.
Nombrar la violencia: Se debe tomar partido y definir claramente que las conductas
violentas y las maniobras de sometimiento a las que estuvo expuesta la víctima no son
normales. Si bien desde un punto de vista teórico es necesario comprender el fenómeno de la
violencia doméstica desde una neutralidad valorativa, ello no es útil para ayudar a la víctima. Se
debe permitirle reconocer sus emociones hasta entonces censuradas, como la ira, el deseo de
venganza y también la vergüenza, y para a partir de ellas, lograr una reconstrucción de su
autoestima.
Liberar de la culpa: Es preciso explicar a la víctima que si no reaccionaba es porque
estaba bajo un estado de influencia del otro; en especial, deben comprender que su impotencia
para imponerle límites al otro no es patológica sino el resultado de una estrategia de
dominación de la que fue víctima, y que ello puede cambiar. Luego de ello, se debe trasladar
hacia el agresor la responsabilidad por sus actos, de manera que la víctima comprenda que no
han sido sus actos los que motivaron la violencia de su pareja, sino de la otra persona que no
supo controlarse.
Reforzar el narcisismo: Cuando cualquier pareja se separa suele producirse un estado
de ansiedad y depresión vinculado a la pérdida de ilusiones, generalmente descripto como un
sentimiento de vacío interior e inutilidad. De allí la necesidad de que la persona recupere su
autoestima y su capacidad de autonomía en la vida, debido a que para salir de la posición de
víctima es preciso recuperar una buena imagen de uno mismo, sin dependencias patológicas de
personas tóxicas.
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Aprender a establecer límites: Deberá enseñársele a la persona a rechazar
situaciones que no le convienen, enojarse, decir “no”, “basta”. Todo ello permite recuperar
poder, el cual generalmente se ha ido perdiendo concesión tras concesión, perdón tras perdón.
Recuperar la capacidad crítica: la víctima suele tener una imagen magnificada del
otro, y por lo tanto le suele guardar temor reverencial. De allí que es útil que comprenda que
los comportamientos violentos de su pareja no son demostraciones de fuerza, sino que están
allí para ocultar sus debilidades, que los usa como forma de disimular sus incapacidades. Así, se
procura que se recupere la simetría, pues el dominio suele cesar cuando la víctima se da cuenta
de que si ella no cede el otro no tiene ningún poder.
Analizar la historia individual: Cuando la persona cobra conciencia del maltrato y
comienza a establecer límites es posible abordar con ella diversos puntos de su biografía que la
han hecho vulnerable (historia familiar, por ejemplo), sacando a la luz la fisura donde el otro ha
penetrado y sujetados sus estrategias de dominación.
Luchar contra la dependencia: El dominio instaurando en una relación de
dependencia es parecido a la adicción a una droga, por lo que si no se tiene cuidado, se puede
volver a caer en ella.
La terapia de pareja no es para nada recomendada: esta intervención clínica parte
del principio de responsabilidades compartidas, y así, permite a quien ejerce la violencia física
y/o psicológica encontrar justificaciones para sus actos, con lo que se corre el riesgo de
intensificar la culpabilidad de la víctima. Además, también puede ocurrir que lo que se dice en
la terapia sea usado por quien ejerce la violencia para intensificarla más aun, ya sea como
venganza o por haber descubierto nuevos puntos débiles.
El perdón: En una relación igualitaria, quien causa un perjuicio puede disculparse
pidiendo perdón por su error. Pero en los casos de violencia doméstica no siempre el agresor
reconocerá sus errores sino que algunas veces hasta le parecerán actos justificados (casos de
sujetos con trastornos de la personalidad o psicopatías). En estos casos, la víctima nunca
termina teniendo la confirmación de que el obrar del otro estaba mal, y por lo tanto, la
liberación de la culpa es una labor que la víctima debe realizar sola. Yrigoyen señala que en
estos casos es muy beneficioso para las víctimas llegar hasta el final del proceso jurídico donde
juez diga quién es el “culpable”. Tal circunstancia ayuda a la recuperación de la autoestima y
dignidad. Contrariamente a ello, cuando los casos no se judicializan (p.ej. por carencia de
pruebas, desistimiento, falta de voluntad, etc) el trabajo de recuperación de la víctima suele ser
más largo, sobre todo porque cuando la víctima reconoce su odio hacia quien la ha sojuzgado,
no deja de darle vuelta a su rencor e intenta evacuar el sufrimiento por medio de exigencias de
reparación exorbitantes.
Marcharse o quedarse
A las mujeres que son víctimas de violencia se les reprocha ser demasiado sumisas y no
hacer nada para cambiar su situación. Pero en esta acusación no se advierte que han sido
mantenidas en un estado de violencia psicológica y víctimas de actos violentos, que les han
hecho creer que sin el otro no podrían continuar con sus vidas. Por eso, la perspectiva de
encontrarse desvalida y sin ternura es para estas personas más temible que la propia violencia,
y ello dificulta sobremanera la posibilidad de salir del dominio.
En los casos de violencia las víctimas suelen reaccionar de distintas maneras: llaman a
la policía, se marchan, se ponen a cubierto momentáneamente, amenazan con separarse o
muestran su miedo. Pero si estas reacciones no van seguidas de efectos concretos, no se
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tomarán en serio la vez siguiente. Por ello, es muy importante que sea la víctima, y no un agente
externo quien decida si debe abandonar o no a su compañero. Pero no todas las víctimas
quieren cortar su relación de pareja, aunque sí el maltrato. En estos casos, la decisión es de
quedarse. Para ello, no hay otro camino que desengancharse psicológicamente de la relación
patológica que une con el otro, pues cuando se logra esta distancia y se atreve a reaccionar, la
persona suele sorprenderse de que quien la agredía y atemorizaba era, en realidad, débil. Al
tener una nueva perspectiva de la relación que la ahogaba, logra establecer, al menos
imaginariamente, una cierta igualdad que resulta fundamental para trabajar sobre la pareja y
rehacer el vínculo.
En cambio, quienes optan por marcharse del hogar porque lo hacen porque han
comprendido y reconocido la incapacidad del otro para cambiar. Pero llevar a cabo esta meta
no es fácil, ya que una situación de violencia no puede interrumpirse de un día para el otro.
Liberarse del dominio del cónyuge violento es un proceso lento, y a menudo las víctimas dan la
impresión de no saber lo que quieren. Pero siempre debe tenerse en cuenta que los retornos al
domicilio conyugal no son fracasos, sino etapas que permiten a las víctimas poner a prueba su
capacidad para vivir solas.
También debe tenerse en cuenta que cuando una víctima de violencia decide marcharse
definitivamente puede suceder que el otro trate de recuperarla minimizando la gravedad de su
violencia, suplicando o prometiendo que no se repetirá o amenazándola con el suicidio. Cuando
la persona se marcha del domicilio, pueden comenzar los casos de (p.ej. esperarla en la puerta
del trabajo, el gimnasio, etc), y en algunos casos, pueden producirse lesiones físicas y hasta la
muerte. Finalmente, téngase en cuenta que la mayor parte de los homicidios de mujeres
cometidos por el cónyuge violento se producen cuando se han marchado o están planearlo
hacerlo, puesto que frente a la sensación de abandono el cónyuge puede tener una reacción
paranoica que puede conducirlo al asesinato.
Es por ello que existe lo que se llama la preparación de la partida en la cual la víctima
deberá tener en cuenta: a) identificar personas que podrían acudir a ayudarla en caso de
urgencia, b) aprender de memoria teléfonos importantes, tales como el de la policía, la Oficina
de Violencia Doméstica etc; c) preparar un bolso con una copia de las llaves, dinero, utensilios
de higiene personal y algo de ropa limpia; d) tener a mano documentación importante y
elementos de prueba (certificados médicos, copias de denuncias, etc.).
En definitiva, salir de situaciones de violencia doméstica no es fácil, puesto que se
abandona la familia, el hogar, la persona que se amó o que se ama, por lo que siempre se
requiere previamente un proceso de deconstrucción de las imágenes ideales que la víctima
posee, y hacerla percibir su realidad, cruda y tal como es. A partir de allí el camino será largo,
lleno de marchas y contramarchas, pero afortunadamente, los tiempos que corren auguran una
mayor intolerancia social contra la violencia doméstica, existen mayor cantidad de centros de
atención a la víctima y mayor conocimiento terapéutico, por lo que salir del círculo de la
violencia hoy es más posible que en el pasado.
V. Intervención judicial
La violencia doméstica es un problema psico-socio-cultural y la justicia debe entenderla
en ese sentido, es decir, que las leyes represivas no bastan para solucionar los conflictos de esta
índole, sino que se requiere una atención mucho más compleja. Ello va siendo comprendido
cada día más por los Ministerios Públicos, quienes tienen a su cargo la acción penal por medio
de sus fiscalías , y también la protección de las víctimas. En esta línea en el ámbito de la Ciudad
de Buenos Aires, su Ministerio Público Fiscal ha puesto en práctica procedimientos especiales
de atención de denuncias de violencia doméstica, señalando a su personal que no basta con
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recibir las denuncias de violencia de género, doméstica, maltratos o acosos, sino que debe
dárseles una debida diligencia. Es decir, el receptor de la denuncia no debe limitarse a tomar la
denuncia o escuchar apáticamente, sino que debe contextualizar el relato del testimonio
indagando con la víctima que se presenta la existencia de antecedentes de hechos violentos
similares, datos sobre la salud mental del agresor, como toda referencia al consumo de
psicofármacos, alcohol o estupefacientes. Asimismo, la declaración de la víctima debe ser
recibida en un lugar cómodo y seguro, manteniendo cierta privacidad, y el/la receptor/a debe
estar entrenado para haber dejado de lado prejuicios y estereotipos de género que permitan
justificarla (MPF-CEJIL, 2013).
Al tratarse de un problema multifactorial, la violencia doméstica exige un enfoque que
vaya más allá del tratamiento que le puede brindar el Poder Judicial, y en este sentido, requiere
una asistencia integral. Por ello deberá proporcionarse desde las Fiscalías que receptan las
denuncias una atención primaria de la salud, la asistencia social (fortaleciendo los vínculos de
la persona con sus redes sociales, es decir, otros familiares, amigos, ámbito escolar y laboral),
asistencia económica, psicológica y jurídica. Se trata de un trabajo integral para lograr
acrecentar autoestima de la víctima, su capacidad de organización y de reforzar sus propios
recursos de protección.
Otro punto de tanta importancia como lo anterior es la evaluación del riesgo que debe
hacerse desde las fiscalías cuando se presenta una denuncia. Se trata de un procedimiento que
a partir de una serie de preguntas a la posible víctima permiten pronosticar potenciales
sucesos violentos y a partir de allí, tomar medidas judiciales de tutela, como lo son las medidas
cautelares de prohibición de acercamiento, por ejemplo.
Finalmente, el seguimiento del caso es fundamental, tanto para evaluar si el nivel de
riesgo se ha visto modificado, como así también, para contener a la víctima en el altamente
probable abandono de la acción. No debe olvidarse aquí el círculo de la violencia, y en
particular el período de calma posterior a los golpes, momento en el cual, motivada por la
esperanza de cambio, la víctima suele abandonar sus denuncias bajo las promesas de que ello
no ocurrirá más. Pero sabemos que ello es tan sólo una vana esperanza. Por lo tanto, el
seguimiento del caso que se predica es fundamentalmente un acto de servicio del poder estatal,
de paciencia y de comprensión de la víctima.
VI. Los mitos sobre la violencia
Después de haber hecho un repaso sobre el fenómeno de la violencia doméstica,
analizado los aspectos culturales, tales como los estereotipos de género que la sostienen e
invisibilizan y los factores personales, tales como la incapacidad de las personas violentas para
aceptar la autonomía del otro y las dificultades para abandonar las relaciones de pareja
violentas, pasaremos revista rápidamente a una serie de mitos sobre la violencia (GCBA, 2004).
Cabe recordar que los mitos son ideas, creencias o historias que una comunidad tiene
como parte de su cultura, y como carecen de fundamento empírico (histórico o científico), son
muy resistentes al cambio por ser invulnerable a las pruebas racionales. Las sociedades creen
en sus mitos y punto, no se suelen discutir. Es claro que en el caso de los mitos sobre la
violencia doméstica, ello hace que el problema se perpetúe, por lo que es importante conocer
los mitos más comunes sobre la cuestión, y refutarlos:
1. La violencia familiar no es un problema social, sino de algunas familias.
Lamentablemente, la violencia es más común de lo que parece, en Latinoamérica una de
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cada tres mujeres la sufren, lo que da cuenta de la magnitud del problema. Pero también
la violencia tiene repercusiones sociales, pues conlleva una elevación del gasto público
destinado a políticas asistenciales. Además, las víctimas de violencia tienen un marcado
deterioro en su salud, lo que implica mayor gasto público en salud, y alto nivel de
ausentismo a sus puestos de trabajo, reduciendo el factor productivo, ya sea público o
privado. Asimismo, los niños que presencian o sufren escenas violentas, desarrollan
trastornos en el aprendizaje, y algunos, problemas de conducta.
La violencia familiar es generada por algún problema psicológico. Esta es una de las
ideas con mayor arraigo popular, ya que como el comportamiento violento hacia la
pareja o los niños resulta incomprensible, se suele explicar a partir de la enfermedad
mental del “hombre golpeador”. Sin embargo, menos de un 10% de estos casos son
producidos por patologías psicológicas. Lo que las investigaciones demuestran es que la
violencia hacia los demás miembros de la familia, se aprende por haber sido socializado
en un medio familiar con estas características.
La violencia solo se da en las clases bajas. Es verdad que la pobreza y la ausencia de
una educación que informe sobre los nuevos valores de igualdad entre hombres y
mujeres, como así también del respeto por los derechos del niño, son factores que
favorecen la perpetuación de conductas violentas en la familia. Tal circunstancia no es
patrimonio exclusivo de una clase social determinada. El problema se presenta en todas
las clases, sólo que a medida que se asciende en la pirámide, hay mayor posibilidad de
ocultarlo. Las casas y los departamentos son más grandes y permiten mayor privacidad;
las paredes y ventanas dejan ver y oír menos lo que allí ocurre; los médicos que
atienden los traumatismos en clínicas privadas pueden disimular el hecho y no efectuar
la correspondiente denuncia, como ocurre en los hospitales públicos; etc.
La droga y el alcohol es el generador de las conductas violentas. El consumo de estas
sustancias puede favorecer su aparición al desinhibir la personalidad de individuos que
ya son violentas por aprendizaje, pero por si mismos no lo generan. Muchos alcohólicos
no son violentos, y muchos violentos, pueden ser abstemios.
Si hay violencia, no puede amor en la familia. Una característica de la violencia
doméstica es que se produce circularmente. Comienza con acumulación de tensiones,
deviene el golpe, y luego aparece un período de arrepentimiento, en el cual la pareja
vuelve a relacionarse afectuosamente. Esto no podría darse si no coexistiera el amor
con la violencia. Aunque es cierto que en estos casos, se trata de un amor de tipo
adictivo, dependiente, posesivo, basado en la inseguridad.
A las mujeres maltratadas les gusta, si no, se irían. El sadomasoquismo no puede
encuadrarse en la definición de violencia doméstica, ya que en la mayoría de los casos
las víctimas de maltrato no gozan con estas situaciones, sino que no pueden salir de
ellas por diversas situaciones de índole emocional, económica, cultural, etc. Además, la
cronicidad del maltrato hace que la autoestima quede tan rebajada, que muchas veces
carecen de las fuerzas necesarias hasta para pedir ayuda, sin olvidar que la violencia
logra que en la víctima surjan sentimientos de culpa y vergüenza, a la par de miedo,
impotencia y debilidad, lo que complica más la confianza para ir a hacer una denuncia.
Las mujeres buscan a veces que le peguen, hacen algo para provocarlo. Es posible
que algunas personas provoquen enojo, pero la respuesta violenta es absoluta
responsabilidad de quien la ejerce. La gran mayoría de las personas violentas suelen
justificarse permanentemente en las provocaciones que sienten que han sufrido.
El maltrato emocional no es tan grave como el físico. Afortunadamente esto es un
error cada vez menos aceptado. El abuso emocional continuado, provoca consecuencias
tan graves o más que el daño físico, puesto que daña la autoestima de la persona,
impidiéndole llevar a cabo cualquier proyecto, condenándola a una vida que puede
llevar a severas depresiones.
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9. “…Bueno, pero fue solo una vez”. Rara vez la situación de maltrato es un hecho aislado,
generalmente se produce regular y circularmente por medio de una escalada de
violencia tanto física como emocional, con pausas de re-enamoramiento. Esto va
debilitando las defensas físicas y psíquicas de la víctima, lo cual le impide buscar ayuda,
pues comienza a justificar las agresiones y asumir la culpa por la violencia recibida.
10. Si me embarazo se detendrá la violencia. Este es otro gran error de las mujeres que
están de novias con personas violentas. Contrariamente a este mito, en muchas
ocasiones el primer episodio de maltrato surge durante el embarazo, cuando la pareja
siente que la atención de la madre se direcciona hacia un tercero (el hijo), que se
convierte en una suerte de rival por el amor de la mujer. Además, el niño en camino,
también conlleva asumir nuevas responsabilidades que no siempre son deseadas por el
futuro padre. Todo ello, redunda en violencia hacia la madre y su hijo.
11. Los niños no se dan cuenta del maltrato que sufre la madre. Aunque los niños no
presencien escenas de violencia entre los adultos, sí perciben la disfuncionalidad en el
hogar y se dan cuenta del maltrato emocional. Leen los gestos, los silencios, las miradas,
los tonos de voz, y todo esto les produce angustia, miedo y confusión, que muchas veces
se manifiesta como retrocesos en su maduración (haciéndose pis en la cama, problemas
de aprendizaje en el colegio, etc).
12. Las personas violentas no cambian. Si bien las personas tienen creencias y esquemas
mentales desde el que interpretan el mundo, ello no significa que no puedan cambiar. Ni
que toda persona que haya crecido en una familia violenta será violento. En los tiempos
que corren, donde la sociedad tolera cada vez menos el maltrato hacia los demás, a las
personas violentas se les hace más fácil poder acudir a una ayuda terapéutica para
aprender a controlar sus impulsos e incorporar modos no violentos para comunicarse o
actuar. Se trata de desaprender un modelo de intolerancia, erradicar desigualdades
entre hombres y mujeres, estimular la generación de espacios de desarrollo personal
respetando las diferencias del otro y ser protagonistas en la construcción de una familia
basada en el cuidado y respeto.
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BIBLIOGRAFÍA
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