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Libro Trillas Corral

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PSICOLOGIA DE LA
SUSTENTABILIDAD
UN ANÁLISIS DE LO QUE NOS HACE PROECOLÓGICOS Y PRO-SOCIALES
Victor Corral Verdugo
UNIVERSIDAD DE SONORA
EDITORIAL TRILLAS
1
Psicología de la Sustentabilidad.
Un análisis de lo que nos hace pro-ecológicos y pro-sociales.
Víctor Corral Verdugo
Revisión técnica
Bernardo Hernández Ruiz
Revisión de estilo
Leticia M. Hernández Martín del Campo
2
A Gaia y cuanto contiene.
3
INDICE
Prólogo……………………………………………………………………………………
Introducción………………………………………………………………………………
SECCIÓN I: SUSTENTABILIDAD Y PSICOLOGÍA
CAPITULO 1. Sustentabilidad y conducta
El dilema ambiental……………………………………………………………….
Desarrollo sustentable…………………………………………………………….
Sustentabilidad y psicología………………………………………………………
Conducta sustentable……………………………………………………………..
Dimensiones psicológicas de la sustentabilidad………………………………….
Recuento del capítulo……………………………………………………………...
CAPÍTULO 2. Teorías explicativas de la conducta sustentable
Teorías psicológicas de la sustentabilidad………………………………………...
Psicología ambiental.……………………………………………………………...
Análisis experimental de la conducta sustentable…..…………………………….
Psicología evolucionista…………………………………………………………..
La hipótesis de la biofilia……………………………..…………………………...
El dilema de los comunes…………………………….…………………………...
Teorías actitudinales………………………………………………………………
Teoría de activación de normas altruistas………………………………………
Recuento del capítulo……………………………………………………………..
SECCIÓN II. CONDUCTAS SUSTENTABLES
CAPÍTULO 3. Conducta pro-ecológica
Acciones de conservación del entorno…………………………………………….
Tipos de conductas pro-ecológicas………………………………………………..
La dimensionalidad de la conducta pro-ecológica……….………………………..
Correlatos psicológicos de la conducta pro-ecológica….…………………………
Conducta pro-ecológica y estilos de vida sustentables..………………………….
Cuidado del ambiente y bienestar subjetivo………………………………………
Recuento del capítulo……………………………………………………………..
CAPITULO 4. Austeridad
El consumismo y la (aparente) felicidad………………………………………….
Indicadores de progreso humano………………………………………………….
Orígenes de la conducta consumista………………………………………………
Austeridad, eficiencia y simplicidad………………………………………………
Austeridad y sustentabilidad……………………………………………………...
Las conveniencias de la Austeridad……………………………………………….
Recuento del capítulo……………………………………………………………...
CAPÍTULO 5. Altruismo
Dos añejas estrategias de supervivencia…………………………………………..
Egoísmo…………………………………………………………………………...
Conducta antisocial y antiambiental………………………………………………
Cooperación……………………………………………………………………….
Altruismo………………………………………………………………………….
Altruismo y felicidad….…………………………………………………………..
CAPÍTULO 6. Equidad
Inequidad y problemas ambientales……………………………………………….
4
Inequidad social…………………………………………………………………..
Distribución inequitativa de recursos……………………………………………..
Inequidad de género……………………………………………………………….
Injusticia ambiental……………………………………………………………......
Orígenes de la inequidad………………………………………………………….
Lados luminosos y oscuros de la equidad…...……………………………………
Equidad y otras dimensiones psicológicas de la Sustentabilidad…………………
Equidad y bienestar subjetivo……………………………………………………..
Recuento del capítulo……………………………………………………………...
SECCIÓN III. Predisposiciones psicológicas a la sustentabilidad
CAPÍTULO 7. Visiones de interdependencia
Visiones del mundo……………………………………………………………….
La percepción de la interdependencia….………………………………………….
Evolución de las visiones del mundo……………………………………………...
Antropocentrismo y el Paradigma Social Dominante……………………………..
Ecocentrismo y el Nuevo Paradigma Ambiental………………………………….
El Nuevo Paradigma de la Interdependencia Humana……………………………
La medición de las creencias de interdependencia………………………………..
Recuento del capítulo……………………………………………………………...
CAPÍTULO 8. Orientación al futuro
El Tiempo en psicología…………………………………………………………..
Perspectiva temporal……………………………………………………………..
Consideración de futuras consecuencias…………………………………………..
Perspectiva temporal y sustentabilidad…………………………………………...
Recuento del capítulo……………………………………………………………...
CAPÍTULO 9. Deliberación
Voluntad…………………………………………………………………………...
Deliberación y la Teoría de la Acción Planeada…………………………………..
Indicadores de la deliberación pro-ambiental…………………………………….
Predictores de la intención de actuar de manera pro-ambiental…………………..
Hábitos y conducta deliberada…………………………………………………….
Recuento del capítulo……………………………………………………………...
CAPÍTULO 10. Aprecio por la diversidad
En la variedad está el gusto………………………………………………………..
Biodiversidad……………………………………………………………………...
Sociodiversidad……………………………………………………………………
Complejidad, variedad en los escenarios y preferencia por ambientes…………...
Aprecio por la diversidad: el concepto…………………………………………...
Actitudes y afinidad hacia la diversidad: pruebas empíricas……………………...
Trabas a la afinidad por la diversidad……………………………………………
Recuento del capítulo……………………………………………………………...
CAPÍTULO 11. Emociones
Motivos para actuar de manera sustentable……………………………………….
¿Qué son las emociones?.........................................................................................
Preferenda y discriminanda en la toma de decisiones...…………………………
Emociones ambientales……………………………………………………………
Emociones y conducta prosocial…………………………………………………..
Recuento del capítulo……………………………………………………………..
CAPÍTULO 12. Efectividad
5
El reto de los dilemas ambientales………………………………………………...
Conocimiento ambiental…………………………………………………………..
Habilidades pro-ambientales………………………………………………………
Competencia pro-ambiental……………………………………………………….
Competencias conscientes e inconscientes………………………………………..
Efectividad y orientación pro-sustentable…………………………………………
Recuento del capítulo……………………………………………………………...
SECCIÓN IV. FACTORES SITUCIONALES
CAPÍTULO 13. Factores situacionales
Las situaciones y el comportamiento……………………………………………...
Factores físicos pro-sustentables………………………………………………….
Situaciones normativas……………………………………………………………
Barreras y restricciones al comportamiento……………………………………….
Variables demográficas…………………………………………………………...
Estrategias de intervención……………………………………………………......
Recuento del capítulo……………………………………………………………..
SECCIÓN V. BENEFICIOS PSICOLÓGICOS DE LA SUSTENTABILIDAD
CAPÍTULO 14. Felicidad y restauración
Las repercusiones psicológicas de la sustentabilidad…………………………….
Psicología positiva.………………………………..……………………………...
La felicidad y sus determinantes…………………………………………………
Felicidad y acciones sustentables..……………………………………………….
Restauración psicológica………………..………………………………………...
Efectos reparadores de la conducta sustentable…………………………………..
Recuento del capítulo……………………………………………………………...
CAPÍTULO 15. Integración y perspectivas
Un modelo psicológico de orientación a la Sustentabilidad………………………
Fuentes de información……………………………………………………………
El futuro de la investigación y de la práctica en psicología de la
Sustentabilidad……………………………………………………………………
Psicología positiva de la sustentabilidad………………………………………….
Bibliografía………………………………………………………………………………..
6
PRÓLOGO
Hace casi una década, publiqué el libro Comportamiento Proambiental
(Editorial Resma, 2001); en él se hace un recuento y análisis de las características
personales y de las situaciones que incitan el cuidado del ambiente. Para mi personal
complacencia, esta obra ha sido utilizada en numerosos cursos de psicología y
educación ambiental en la Península Ibérica y en Latinoamérica; además sirve como
referencia para una buena cantidad de investigaciones, lo que agradezco, especialmente
a mis colegas -los psicólogos ambientales- pero también a estudiantes, educadores
ambientales y demás lectora(e)s.
A pesar de que ese libro continúa siendo vigente, la obra que ahora pongo a su
consideración difiere en muchos aspectos. Desde el inicio del nuevo siglo, la psicología
ambiental se ha visto más influida por las propuestas del desarrollo sustentable y un
poco menos por las posturas preservacionistas ambientales. La diferencia entre ambas
posiciones es significativa: la segunda se preocupa más por la dimensión física del
ambiente (cuidado de ecosistemas y recursos naturales) mientras que la primera suma a
esa preocupación la dimensión humana y cultural del ambiente. El libro de 2001 era
más preservacionista –lo reconozco abiertamente- mientras que éste se encuentra más a
tono con la idea de la sustentabilidad, tal y como se refleja desde el mismo título.
La estructura de los capítulos de esta obra se basa en la idea de dimensiones
psicológicas que son relevantes para el desarrollo de estilos de vida sustentables. De ese
interés surgieron los temas con títulos como “Deliberación” o “Efectividad”.
Agregamos algunas dimensiones que raramente se analizan en libros de esta naturaleza,
como las visiones de interdependencia, la propensión al futuro y la afinidad por la
diversidad. En el texto anterior, por su parte, utilizamos un enfoque psicológico más
clásico, basado en la caracterización de variables disposicionales como creencias,
actitudes, motivos, conocimientos y competencias, como inductores de la conducta
proambiental.
La conducta de interés para el libro de 2001, era por supuesto, la pro-ecológica
(es decir, las acciones de cuidado del ambiente físico). En la presente obra, nos interesa
analizar otros tipos de comportamientos –aparte del pro-ecológico- que pueden
catalogarse también como “sustentables”. Por eso, en este libro dedicamos capítulos
especiales para el altruismo, la equidad y la frugalidad, además de la conducta proecológica, concebidos todos como estilos de vida sustentables. Entre estos cuatro
aspectos pretendimos cubrir una buena parte de las acciones pro-ecológicas y prosociales que caracterizan a la conducta sustentable.
Otra diferencia con el texto anterior es la inclusión de un capítulo dedicado a las
repercusiones psicológicas de la sustentabilidad, un tema novedoso también y de gran
interés, no sólo para psicólogos sino además para especialistas en muchas otras áreas,
incluidas la economía, la ciencia política, la sociología y las ciencias de la salud, por
sólo mencionar algunas. Parte de la novedad surge del hecho de que, hasta hace muy
poco tiempo, los psicólogos ambientales estaban sólo –o casi sólo- interesados en los
factores psicológicos antecedentes a la conducta sustentable y prestaban prácticamente
un nulo interés a las repercusiones que esa conducta tiene en el bienestar psicológico de
las personas.
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Una diferencia más entre este texto y su precursor es, por supuesto, la “frescura”
de la información. Aunque existe una superposición necesaria de temas en algunas áreas
revisadas, se procuró no repetir, a menos que fuera indispensable, datos y citas. Como
consecuencia, el libro procura ser un estado del arte en el conocimiento de los estilos de
vida sustentables, sus determinantes y sus beneficios psicológicos. La mayor parte de
los estudios que fundamentan la revisión emprendida corresponden a trabajos
publicados en el siglo XXI.
Debo ser sincero: la obra previa contiene algunos temas desarrollados con
mucha más amplitud y profundidad que en el presente texto: por ejemplo, aquella
incluye todo un capítulo para aspectos metodológicos en la investigación de la conducta
proambiental, uno más que discute los efectos de las variables demográficas en la
conducta pro-ecológica, así como otro dedicado por entero a la educación ambiental, lo
que no hacemos en esta obra. En fin: no se puede abarcar todo un universo de
conocimientos y la gracia de todo esto, por supuesto, es que los lectores pueden
consultar ambos libros sin temor a encontrar repeticiones o situaciones comunes.
Una obra con este enfoque y extensión es difícilmente mérito de un solo
individuo. Es tal la cantidad de personas e instituciones a las que debo la posibilidad de
escribir el texto que muy probablemente incurriré en la injusticia de no mencionarlas a
todas. Debo, aun así, arriesgarme a nombrar a algunas de ellas, pues gracias a sus ideas,
discusiones, críticas y el aliento que me brindaron, este libro fue posible:
A mis maestros Bob Bechtel, Bill Ittelson, Terry Daniel, Dennis Doxtater, A.J.
Figueredo y Lee Sechrest; formadores de las disposiciones psicológicas que me
caracterizan. A mis colegas latinoamericanos José Pinheiro, Esther Wiesenfeld,
Euclides Sánchez, Daniel González, César Varela, Pablo Páramo, Bernardo Jiménez,
Rosa López, Serafín Mercado, Claudia Gutiérrez, Harmut Günther, Claudia Pato,
Valdiney Gouveia, Linda Sada, Maritza Landázuri, María Montero, Ana Verzini,
Emilio Moyano, Javier Urbina, Patricia Ortega, Javier Guevara, Gachi Tonella, Marlisse
Basani y Oscar Navarro, entre muchas otras, con quienes comparto afecto, cultura y
aspiraciones por un mundo mejor, especialmente para nuestros pueblos. A los más
jóvenes de ellos: Blanca Fraijo, César Tapia, Gabriela Luna, Taciano Milfont, José
Mireles y Alejandra Tauro, así como a mis estudiantes en los cursos de psicología
ambiental en la Universidad de Sonora les debo el ejemplo de su empeño y parte de las
ganas por mantenerme en la investigación. En este selecto grupo latinoamericano se
encuentran algunos de mis más frecuentes compañeros de investigación y difusión de
ideas psico-ambientales.
A mis amigos y colegas españoles y portugueses, cercanos en muchos sentidos,
no sólo el intelectual: Juan Ignacio Aragonés, José Antonio Corraliza, Enric Pol, María
Amérigo, Ernesto Suárez, Stephany Hess, Ana Martín, Jaime Berenguer, Cristina Ruiz,
Juan Martínez-Torvisco, Ricardo de Castro, Carmen Hidalgo, Rocío Martín
(recientemente finada), Carmen Tabernero, Ricardo García-Mira, César San Juan, Sergi
Valera, José Manuel Palma, Rui Carvalho y María Luisa Lima. En esta lista deben
ingresar los otros latinos, por derecho de origen: Mirilia Bonnes, Giuseppe Carrus,
Paola Pasafaro y Marino Bonaiuto. También Gabriel Moser, que no es latino de
nacimiento, pero sí de corazón.
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Las discusiones más fuertes de varios contenidos de este libro se suscitaron por
la reacción de colegas europeos del norte. Entre ellos agradezco las críticas, pero
también el compañerismo y la cooperación de Florian Kaiser, Lenelis Kruse, HeinzMartin Süs, Sebastian Bamberg, Terry Hartig (sueco de adopción), David Uzzell, Linda
Steg, Charles Vlek, Hans-Joachim Mosler, Patrick Devine-Wright, Sarah Payne, Nina
Roczen, Franz Bogner y Wokje Abrahamse. Al final, pero no por eso los últimos, debo
mencionar a los norteamericanos Wesley Schultz, Gary Evans, Raymond de Young,
Phillip Zimbardo, Jake Jacobs, Dawn Hill, e Illanit Tal, y también a los asiáticos Osamu
Iwata, Satoshi Fujii y Jai Sinha.
Martha Frías Armenta, mi compañera, y la mejor colega que he tenido, fue una
constante fuente de inspiración y el modelo de investigadora y de persona (tenaz,
creativa, persistente) que siempre he querido seguir. Ella, aparte de compartir tiempo,
energía y sueños, colaboró en el desarrollo de mis proyectos y discutió conmigo ideas
que cristalizaron en varios de los contenidos de este libro. Mis hijos Nadia Saraí, Víctor
Omar y Martha Paola, y el resto de mi familia (padres, hermanos, sobrinos, cuñados),
así como mis amigos de Hermosillo y de Monterrey y mis compañeros de trabajo, me
alentaron constantemente, recordándome que esta asignatura –producir el libro- se
encontraba pendiente y, llegado el momento, reforzaron con su afecto el esfuerzo que
implica sentarse a escribir.
Mención especial merecen Leticia M. Hernández y Bernardo Hernández. Los
dos me honran con su amistad y afecto verdadero desde hace varios años, pero, además,
trabajaron de manera particularmente afanosa para que este libro naciera. La primera
revisó la estructura gramatical y el estilo del texto, mientras que el segundo llevó a cabo
la revisión técnica. La meticulosidad de su trabajo no exenta a la presente obra de
imperfecciones, difíciles de corregir aún para ellos y que son absoluta responsabilidad
del autor. A los dos ofrezco mi gratitud y reconocimiento.
El libro fue escrito en su totalidad en la ciudad de Monterrey, México, en donde
gocé del año sabático, en todos los sentidos posibles y permisibles. La Universidad
Autónoma de Nuevo León y su Facultad de Psicología me acogieron durante ese
período y me brindaron todas las facilidades para esta empresa. Arnoldo Téllez, Víctor
Padilla, José Armando Peña, Cirilo García y Pablo Valdez, además de un gran número
de colaboradores y estudiantes generaron las condiciones para que el tiempo fuera
aplicado a la escritura del texto. Mi institución, la Universidad de Sonora, a través de la
División de Ciencias Sociales y del Departamento de Psicología y Ciencias de la
Comunicación, fue generosa al otorgarme el año sabático y autorizar que este libro fuera
una de las actividades centrales del mismo. El Consejo Nacional de Ciencia y
Tecnología no sólo financió un proyecto del que se desprendieron muchas ideas para el
texto, sino que además apoyó económicamente los gastos de estancia en Monterrey. Sin
esas instituciones, el proyecto de publicación no hubiera podido materializarse. Espero
que la suma de todos estos esfuerzos, ideas, apoyo material y afectivo se haya
cristalizado en una obra que sea útil para todos.
Víctor Corral Verdugo
Monterrey, Nuevo León, México, abril de 2009.
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INTRODUCCION
Uno de los temas más difundidos en los medios de comunicación actuales es el
de la crisis ambiental, que se ve reflejada en situaciones evidentes para todas las
personas, como la creciente escasez de recursos (agua, energéticos, especies animales y
vegetales), el calentamiento global y sus consecuencias directas (sequías y disturbios
atmosféricos), la contaminación en las ciudades y el campo, la acumulación de basura,
el desempleo, la crisis financiera global, los conflictos sociales regionales e
internacionales, el encarecimiento de productos de consumo y un sinfín de casos más.
Suárez y Hernández (2008) aseguran, basados en la investigación relevante, que si se le
pide a una persona que describa lo que es el “medio ambiente” lo más probable es que
se refiera a él en términos de conservación de la naturaleza, o bien al deterioro o
degradación de la misma. El nivel de acuerdo en estas descripciones es muy alto. Pero,
además, la gama de problemas percibidos y enunciados por las personas es muy diversa
(Aragonés, Sevillano, Cortés & Amérigo, 2006).
En conjunción, la alerta inducida por los medios de comunicación y por la
vivencia cotidiana de las personas, han generado una conciencia ecológica y social sin
precedentes en la historia. Dunlap (2008) ha mostrado que dos tercios de los ciudadanos
estadounidenses creen que los efectos del calentamiento global ya empezaron a ocurrir.
Los niveles de preocupación por los problemas ambientales son altos en prácticamente
todo el planeta, y tienden a crecer en un gran número de países conforme pasan los años
(Pew Global Attitudes Project, 2007). Lo extraño es que a esa preocupación debiera
corresponder una respuesta en el comportamiento de la gente, la cual permitiera lidiar
eficazmente con la crisis generada; sin embargo, a pesar de que las personas manifiestan
altos niveles de preocupación por los problemas del entorno, ellas no siempre actúan
para resolverlos (Castro, Garrido, Reis & Menezes, 2009; Olli, Grendstad & Wollebaek,
2001; Costarelli & Colloca, 2004; Whitmarsh, 2009). La “conciencia ecológica”,
entonces, no es suficiente para solucionar esos problemas generados por la conducta de
hombres y mujeres. Es claro que la crisis ecológica tiene una base humana: las personas
somos responsables del desbalance que la biosfera terrestre experimenta al abusar del
consumo de recursos, al no reintegrar de manera “natural” al planeta los desechos de
esos recursos utilizados y al constituirnos en la especie con mayor impacto en los
ecosistemas por la sobrepoblación que ahora nos caracteriza (Oskamp, 2000).
Desde hace más de tres décadas se reconoció –al menos por un puñado de
científicos- que la causa primordial de los trastornos ecológicos era el comportamiento
humano y que la solución en buena medida tendría que venir de un cambio en ese
comportamiento. Cone y Hayes (1980) resumieron en cuatro palabras esta situación al
dibujar el panorama de la crisis ecológica y una manera esencial de enfrentarla:
“Problemas ambientales, soluciones conductuales”, implicando con esto la
responsabilidad de hombres y mujeres en el remedio a esa crisis que ya desde los años
setenta del siglo pasado se veía venir de una manera preocupante. Esas cuatro palabras
implicaban particularmente a los especialistas en el comportamiento humano, dado que
–en teoría- ellas y ellos cuentan con las herramientas para discernir las causas de ese
comportamiento así como para promover el cambio de conductas “inapropiadas” a otras
esperadas, en este caso, las conductas de protección medioambiental. Esto es
especialmente importante al observar la discrepancia entre el grado de preocupación o
conciencia acerca de los problemas ambientales y la escasa respuesta proambiental de la
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población ante esos problemas. Las y los especialistas conductuales, con la información
apropiada, serían capaces de encontrar las razones de esa discrepancia y sugerir,
basado(a)s en la investigación que desarrollan, de qué manera las personas podrían
pasar de un estilo de vida anti-ecológico a otro más orientado al cuidado de los recursos
naturales y culturales.
Una situación que complica el entendimiento y la solución de los problemas
ambientales es que los trastornos ecológicos (cambio climático, escasez de recursos,
contaminación) se encuentran intrincadamente mezclados con muchos de los problemas
sociales más acuciantes como las hambrunas, la guerra, el terrorismo, el racismo
ambiental, el desempleo, las inequidades sociales y de género, la falta de acceso a la
educación a sectores amplios de la humanidad, entre muchos otros (Renner, 2005).
Hablar, entonces, de “problemas ambientales” implica considerar la combinación de las
alteraciones en los ecosistemas biofísicos y en los sociales. Dada la interdependencia
que existe entre la satisfacción de las necesidades humanas y el mantenimiento de
condiciones propicias para el desarrollo de la vida animal, vegetal y de los demás
reinos, no es posible resolver los conflictos sociales sin atender al balance ecológico y
viceversa (Bonnes y Bonaiuto, 2002). La solución a este complejo problema debe, por
lo tanto, implicar la promoción de estilos de vida que respondan a problemas
característicamente humanos, además de los generados por los cambios físicos en la
biósfera.
Una pregunta clave a responder ante la necesidad de promover los estilos proambientales de comportamiento sería “¿Cuál esquema de vida corresponde con la
solución de los problemas ambientales?” En otras palabras, ¿Qué acciones debieran
emprender las personas para evitar el deterioro ecológico y sobrevivir, sin grandes
dificultades, en este planeta? ¿Cuáles son las conductas “apropiadas” a desarrollar ante
la crisis ambiental y qué variables propician que esas conductas se presenten?
No hay una respuesta única a esta pregunta general y a sus derivadas particulares
e, incidentalmente, quizá, ésta no sea tampoco la única pregunta clave que inicie el
proceso de solución a los problemas ambientales. Sin embargo, muchos expertos están,
por lo menos, de acuerdo en que ésta es una pregunta importante y sus respuestas lo son
también, en correspondencia. Una de dichas respuestas parece darlas el concepto de
sustentabilidad.
Definida, de manera sencilla, como “El estilo de vida que satisface las
necesidades de las generaciones actuales, sin comprometer la satisfacción de las
necesidades de las generaciones futuras” (WCED, 1987) la sustentabilidad clama por un
equilibrio entre lo que es bueno para las personas y sus comunidades -la satisfacción de
sus necesidades, con todo lo que esto implica- y lo que es necesario para conservar los
recursos naturales y sociales que, como consecuencia, permitirán que los seres humanos
del presente y del futuro sobrevivan. Con esta sencilla definición se pretende una
aproximación satisfactoria a la crisis ambiental que combina los problemas ecológicos
(alteraciones en los ecosistemas biológicos) con los problemas de naturaleza humana
(crisis sociales, económicas e institucionales).
La sustentabilidad es concebida como un paradigma, es decir, como una visión
global o plataforma de principios generales que puede permitir entender al mundo y sus
problemas y también intentar dar solución a los mismos. En tanto paradigma, la
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sustentabilidad es utilizada por una gran variedad de disciplinas profesionales y otras
actividades humanas como la política, la ciencia y las artes, que vienen a ser, a la vez
recipiente y soporte de ese paradigma. Como recipiente, cada una de las actividades o
disciplinas es influida o guiada por el concepto general pero, como soporte, las mismas
contribuyen a entender las dimensiones particulares que constituyen la idea global de la
Sustentabilidad. La economía, por ejemplo, determina cuáles factores de la producción
y el consumo, entre muchos otros, hacen posible el estilo de vida sustentable; la
sociología estudia de qué manera las relaciones de poder, las instituciones sociales y los
procesos de socialización afectan a la sustentabilidad; la psicología debe determinar,
entonces, qué aspectos de la conducta, cogniciones y emociones humanas constituyen
y/o influencian ese mismo estilo de vida (Corral, 2008; Pol, 2007).
Cuatro décadas de investigación en Psicología Ambiental permiten perfilar
algunas de las dimensiones psicológicas de la sustentabilidad. Estas dimensiones nos
indican cómo son las personas que hacen un uso “juicioso” de los recursos naturales –es
decir, un uso que permite la conservación y/o recuperación de esos recursos- y por qué,
además, su comportamiento prosocial, posibilita que también los recursos socioculturales se preserven.
El objetivo de este libro es de presentar un recorrido general por esas
dimensiones psicológicas (cogniciones, emociones, conductas) que acercan a los
individuos al ideal de la sustentabilidad y analizar además el rol que juegan algunos
aspectos situacionales, como los factores físicos ambientales, las convenciones sociales,
la educación y otros programas de intervención en el desarrollo de propensiones
conductuales hacia la sustentabilidad.
Para darle coherencia a la exposición, la obra se dividió en cinco secciones, cada
una de las cuales presenta capítulos interrelacionados por la temática que abordan. En la
primera se presentan aspectos introductorios de la relación entre sustentabilidad y
psicología, incluyendo definiciones y teorías al respecto; la segunda sección se centra en
las conductas sustentables, es decir, las acciones pro-ecológicas, austeras, altruistas y
equitativas con las que se busca conservar los recursos biológicos y sociales del planeta.
El tercer conjunto de capítulos comprende los aspectos disposicionales psicológicos de
la sustentabilidad, incluyendo las visiones (creencias) de interdependencia, la
propensión al futuro, la afinidad por la diversidad, las emociones por el ambiente, la
deliberación y la efectividad proambiental. La cuarta sección aborda los aspectos
situacionales que inducen la conducta sustentable, mientras que la quinta trata acerca de
los beneficios psicológicos de la sustentabilidad y discute futuras líneas de acción en el
campo de la psicología ambiental.
El recorrido de este viaje inicia –en la primera sección y el capítulo 1- con una
breve presentación del concepto de Sustentabilidad y la manera en que la psicología –
con su área especializada, la psicología ambiental- contribuye al desarrollo de ese
concepto. Posteriormente, en el capítulo 2 se exponen algunas aproximaciones teóricas
de la psicología que han lidiado con el tema de la conducta sustentable, definida en este
mismo apartado. Estas aproximaciones incluyen marcos teóricos generados al interior
de la psicología ambiental, al conductismo, a la psicología evolucionista, a las teorías de
los dilemas sociales, a los modelos actitudinales de la conducta proambiental, y a las
teorías de la activación de normas, entre otras.
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Ya en la segunda sección, se hace una revisión de las conductas sustentables. En
el capítulo 3 se introduce el concepto de conducta pro-ecológica, es decir, el
comportamiento dirigido a la conservación del medio ambiente físico, el que constituye
una pieza clave dentro de los estilos de vida sustentables; aquí mismo se introduce y
define este conjunto de comportamientos. Otro tipo de conductas ligadas a los estilos de
vida sustentables se revisa en el capítulo 4, y centra la atención en los comportamientos
austeros o frugales; esto significa el consumo mesurado de productos, de manera que la
huella ecológica se reduzca y sea más acorde con la idea de restitución natural de
recursos al medio, después de ser consumidos. En el capítulo 5 se desarrolla la noción
de Altruismo, un conjunto de acciones prosociales, cooperativas y solidarias, con las
que las personas manifiestan abiertamente su preocupación por el medio social,
complementando con ellas a las acciones de cuidado del entorno físico. La revisión de
este bloque de conductas culmina en el capítulo 6 con los comportamientos de equidad:
acciones que muestran un trato justo y no sesgado hacia otros, independientemente del
género, clase social, raza, credo religioso y orientación política, entre otras diferencias
demográficas.
El capítulo 7 da inicio a la tercera sección del libro, planteando la discusión de
las dimensiones psicológicas de la sustentabilidad que identifican propensiones a actuar,
más que comportamientos o acciones en sí. Estas disposiciones psicológicas, como las
catalogan algunos autores (Corral, 1996; Wu & Schimelle, 2006, por ejemplo) inclinan
a las personas hacia la adopción de estilos de vida sustentables, por lo que pueden
considerarse como antecedentes de la conducta pro-ecológica y prosocial. Se hace
referencia, en primer término al rol que juegan las visiones sustentables del mundo, es
decir, a las creencias ambientales relacionadas con el balance entre las necesidades
humanas y las de los ecosistemas. Se hace una revisión de los sistemas de creencias
antropocéntricas y ecocéntricas, las que se integran en el llamado “Nuevo Paradigma de
la Interdependencia Humana”, que, a juicio de algunos autores (Corral, Bonnes, Tapia,
Fraijo, Frías & Carrus, 2009; Gärling, Biel, A. & Gustafsson, 2002) representaría una
visión del mundo o sistema de creencias ambientales cercano al ideal de la
Sustentabilidad.
El capítulo 8 estudia lo relacionado con el manejo que las personas hacen del
tiempo y cómo una propensión al futuro podría ayudar a los individuos a ser más
cuidadosos con sus recursos personales, los recursos naturales y el bienestar presente y
futuro de otras personas (además de su propio bienestar). Dado que la dimensión
temporal juega un papel fundamental en la definición del concepto de Sustentabilidad,
se revisa la literatura existente que sugiere que la dimensión Propensión al Futuro
estimula la conducta sustentable y ayuda, además, a la configuración de otras
dimensiones psicológicas de la sustentabilidad.
El capítulo 9 trata acerca de la deliberación pro-ambiental, una variable
disposicional psicológica que dirige la conducta hacia el cuidado ecológico y social,
manifestándose como intención a actuar. Un número muy grande de estudios muestra
que esta intención es un determinante directo y de primer orden en el despliegue de
comportamientos hacia el cuidado del ambiente, por lo que el propósito de este capítulo
es el de discutir el rol que juega esta variable en la protección del entorno, pero además,
la manera en la que esta deliberación se relaciona con otras dimensiones psicológicas de
la sustentabilidad.
13
Un aspecto fundamental de cualquier sistema ecológico es la diversidad. El
capítulo 10 cuestiona si existe en las personas una atracción por la variedad de
elementos en los escenarios físicos y sociales (bio y socio-diversidad) en los que ellas se
desenvuelven. Esta pregunta, que al parecer tiene una respuesta afirmativa, indica que
mientras más disfruta una persona la diversidad biológica, física y social, mayor es su
preocupación por preservarla y por cuidar el ambiente.
De manera relacionada con el apartado anterior, el capítulo 11 revisa el rol que
juegan las emociones en la protección del ambiente bio-social. La literatura señala que
los individuos despliegan emociones, tanto positivas como negativas, ante el contacto
con el entorno y que ambos tipos de respuesta emocional pueden ayudar a la adopción
de estilos de vida acordes con la sustentabilidad. Este capítulo discute la manera en la
que se dan las relaciones entre diferentes estados afectivos como la afinidad por el
contacto con lo natural y los sentimientos de indignación por el daño ecológico, entre
otros, con el resto de las dimensiones psicológicas de la Sustentabilidad.
El capítulo 12 hace referencia al tema de la efectividad en el actuar
proambiental. Esta dimensión puede desembocar en un constructo al que los psicólogos
ambientales denominan Competencia Proambiental. La idea básica es que la conducta
sustentable es acción efectiva, es decir, conducta que resuelve problemas planteados
como requerimientos, tanto sociales como personales. Dado que la crisis ecológica
postula retos y problemas en numerosos ámbitos de la vida humana, una dimensión
relevante de la psicología de la sustentabilidad es la efectividad o competencia con la
que los individuos enfrentan esos retos y problemas, y la manera en la que los
resuelven.
El capítulo 13 es el único que constituye la cuarta sección del libro. Aquí se
revisan los factores situacionales que interactúan con las dimensiones psicológicas de la
sustentabilidad. Toda conducta ocurre en un escenario y las predisposiciones que se
generan a través de la historia individual también se desarrollan en contextos físicos y
sociales específicos por lo que la investigación de estos contextos y las variables
situacionales correspondientes, es de gran importancia para la psicología ambiental.
Entre estos factores situacionales se hace mención al papel de las condiciones físicas,
las normas sociales, las restricciones y barreras al comportamiento y los sistemas de
intervención para promover el cambio conductual.
Los apartados mencionados anteriormente se centraron en las causas de la
conducta sustentable, enfatizando en los factores psicológicos que la promueven. Los
teóricos de la sustentabilidad, sin embargo, hablan también sus consecuencias positivas,
como son los estados psicológicos de la felicidad y del bienestar. Pero, además, la
literatura menciona que los contextos sustentables proporcionan la posibilidad de
restauración de la salud física y psicológica. Estos aspectos se tratan en el capítulo 14 de
la presente obra, en la que inicia la quinta y última sección del texto y también en el
capítulo 15, en el que se realiza una integración de las dimensiones psicológicas y los
factores situacionales relacionados que fueron revisados. Mediante un esquema se
ilustran las formas en las que conductas, variables disposicionales y factores
contextuales se interrelacionan y posibilitan que las acciones sustentables aparezcan y
generen estados de bienestar psicológico. Este último capítulo, además, especula acerca
del futuro de la investigación en la psicología de la sustentabilidad, señalando algunos
tópicos que podrían –o deberían- abordarse, en la búsqueda de soluciones a la
14
problemática ambiental y proporciona guías para informarse, de manera adicional,
acerca de temas relacionados con los aspectos psicológicos de la sustentabilidad.
Un propósito adicional del libro es el de servir de apoyo al desarrollo de
proyectos de investigación, especialmente para estudiantes e investigadores jóvenes que
se inician dentro del campo de la psicología de la sustentabilidad. Por lo anterior,
además de brindar una revisión de la literatura relevante, los capítulos incluyen
instrumentos de medición de las dimensiones psicológicas y extra-psicológicas
abordadas, ilustrando su aplicación, en el capítulo final, con ejemplos de estudios
desprendidos de los proyectos del autor y de otros investigadores. Con esto se pretende
dar al lector interesado en la investigación psico-ambiental algo más que un recuento de
hallazgos en el tema abordado.
Un comentario final de este apartado, que al autor de este texto le parece
relevante, tiene que ver con el término de “psicología de la sustentabilidad” que hemos
empleado para titular el libro que la(el) lector(a) tiene en sus manos. Al utilizar este
término procuramos enfatizar la idea de que los objetivos del desarrollo sustentable
pueden perseguirse a través de la psicología. El área pertinente para emprender este
cometido es la psicología ambiental y en ese afán laboran una parte importantísima de
sus profesionales e investigadores. Dado que la psicología ambiental es algo más que el
entendimiento de la conducta sustentable, sus determinantes y sus consecuencias,
buscamos un término que realzara este cometido particular. “Psicología de la
sustentabilidad” no es un reemplazo de “psicología ambiental”, ni pregona una nueva
área de las ciencias de la conducta. Este término sólo busca calificar un empeño en el
que la psicología (ambiental) se une a otras disciplinas para definir, perseguir y alcanzar
los ideales de la sustentabilidad. También es una manera de enfatizar una forma
especial, dentro de la psicología ambiental, de entender los fenómenos psicológicos
involucrados en la conservación del ambiente socio-físico. De manera que, cuando
el(la) lector(a) lea “psicología de la sustentabilidad” me hará el favor de imaginar que
hablamos de la misma psicología ambiental que nuestros maestros concibieron a
mediados del siglo pasado.
Con la confianza de que la presente obra sea de utilidad para la(o)s
implicada(o)s en el campo de la psicología ambiental y que ofrezca guías que puedan
servir a cualquier lector/a interesado/a en la solución de los problemas ambientales –sea
especialista o no-, damos inicio al recorrido por este atrayente, relativamente novedoso
y cada vez más importante campo de la psicología ambiental.
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CAPÍTULO 1
SUSTENTABILIDAD Y CONDUCTA
El dilema ambiental
La gravedad de los problemas ambientales dejó de ser un mal augurio
transformándose en cruda realidad. Los tres niveles de la biósfera –atmósfera, agua y
suelo- se encuentran en estados de degradación preocupantes que, de continuar su ritmo
ascendente, afectarán significativamente la vida en este planeta tal y como la
conocemos. El informe anual sobre el estado del mundo (Starke, 2008) indica que en los
ecosistemas marinos el número de “zonas muertas” por el bajo contenido de oxígeno ha
aumentado de 149 a 200; que el agujero en la capa de ozono ha crecido a un récord de
28 millones de kilómetros cuadrados; que las dos selvas tropicales más grandes del
planeta (Amazonas y Congo) podrían desaparecer antes de 50 años y que las emisiones
de bióxido de carbono se han duplicado desde 1990. La contaminación del aire en las
áreas urbanas causa dos millones de muertes prematuras al año, primordialmente en los
países en vías de desarrollo (Organización Mundial de la Salud, 2008). Los sistemas
naturales se deterioran y día a día desaparecen especies animales y vegetales dado que
sus habitats han sido destruidos, de acuerdo con la World Wildlife Foundation (WWF,
2008). Esta misma organización advierte que las aves están en riesgo de extinción por el
cambio climático. El ecosistema mundial ha empeorado más rápidamente en los últimos
cincuenta años que en el resto del registro histórico (Millennium Ecosystem
Assessment, 2005).
Las condiciones en los escenarios humanos tampoco son favorecedoras. Aunque
no se ha presentado un conflicto global en casi sesenta años, las guerras regionales
abundan, especialmente en las zonas más pobres del planeta (Renner, 2005); las
epidemias como el SIDA se expanden (2005). La crisis financiera internacional que
inició en 2008 revela la globalización de los problemas económicos y la ausencia de un
sistema confiable alternativo al de la economía de mercados, que considere el valor del
“capital” natural, desestimule la especulación y procure la satisfacción de las
necesidades de todos. La inequidad en el disfrute de recursos naturales y el trato
discriminatorio a mujeres, niños, pobres y miembros de minorías étnicas prevalece en
amplios sectores de las sociedades a nivel internacional (Talbert, 2008); el fantasma del
terrorismo amenaza a comunidades en países desarrollados y en desarrollo (Mastny &
Cincotta, 2005). De acuerdo con Renner (2005) dichos actos de terror y las peligrosas
reacciones ante él son exclamaciones en un caldo tóxico de profundas presiones
socioeconómicas, ambientales y políticas. El autor cita, entre esas presiones, a la
pobreza endémica, y a las transiciones económicas convulsivas que generan inequidad y
desempleo, crimen internacional, migraciones a larga escala, ruptura de los ecosistemas,
enfermedades transmisibles nuevas y resurgentes, y a una competencia creciente por la
tierra y otros recursos naturales como el petróleo y el agua. En este esquema, las
integridades de los ecosistemas biológicos y humanos están irrebatiblemente ligadas.
El llamado “dilema ambiental” enfrenta dos situaciones aparentemente
contradictorias: por un lado, las necesidades humanas se expanden al ritmo que crece la
población, los deseos por alcanzar niveles de vida dignos y el anhelo de contar con
acceso equitativo a agua, casa, comida, empleo y otros satisfactores básicos. Por el otro,
existen límites a los recursos naturales que sirven para satisfacer dichas necesidades:
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esos recursos, son cada vez más escasos, se concentran en sectores minoritarios de la
población y muchos de ellos se han degradado (contaminado) por su utilización no
cuidadosa. Por lo tanto, el dilema se manifiesta como un conflicto entre el deseo
humano de obtener y consumir más recursos naturales y la necesidad de conservar
esos recursos (Tanimoto, 2004).
En la búsqueda de soluciones al dilema ambiental podemos ubicar posiciones
encontradas entre sí, a pesar de que se refieran a la misma problemática. Por ejemplo, la
posición preservacionista establece que el cuidado de los recursos naturales debe
prevalecer sobre las necesidades de uso de los mismos por parte de las personas,
especialmente cuando la integridad de esos recursos pueda verse amenazada (Siurua,
2006). Es decir, ante el peligro de deterioro ecológico primero deben atenderse las
condiciones del ambiente y posteriormente, las necesidades humanas. Alternativamente,
existen posturas que asumen la satisfacción de las necesidades humanas
coincidentemente con la solución de los problemas ambientales. Si bien, esas posturas
reconocen que la conservación de los recursos naturales es una pieza clave en la
solución del dilema ambiental, también establecen que los seres humanos tienen el
derecho a disfrutar de dichos recursos para sobrevivir y alcanzar niveles de vida dignos
(Bonnes & Bonaiuto, 2002). La postura del desarrollo sustentable es una de las
posiciones que contradice a la prédica preservacionista, al considerar que el dilema
arriba planteado es perfectamente manejable si se hacen compatibles las necesidades
humanas con las de los ecosistemas.
Aunque el desarrollo sustentable enfatiza que los recursos naturales pueden y
deben ser empleados para satisfacer cabalmente los requerimientos humanos, reconoce
que la integridad del ambiente es una condición fundamental para alcanzar la
satisfacción de las necesidades de las personas y sus comunidades. Por lo mismo, dicha
aproximación busca ser coherente con las reglas o principios ecológicos, procurando,
por lo tanto, respetar las reglas básicas de funcionamiento de los ecosistemas. Dos de
estas reglas son la interdependencia y la diversidad.
El principio de la interdependencia establece que, en un ecosistema dado, todos
los elementos dependen entre sí, de manera que la pérdida de un componente, o su daño,
genera un desbalance en el sistema total y, por lo tanto, el resto de los elementos se ve
afectado (Capra & Pauli, 1995). Esto explica la importancia de evitar la extinción
masiva de especies, dado que su desaparición genera un desequilibrio global en el
ecosistema, como lo observamos en miles de lugares del planeta. El principio, por lo
tanto, resalta las ideas de equilibrio y dependencia recíproca entre los componentes de
un sistema. Si un elemento falla, el resto se ve afectado. El otro principio básico es el de
diversidad: La integridad de un ecosistema depende de la variedad de componentes que
lo constituyen, dado que la pérdida de alguno de ellos puede ser compensada por
algunos de los elementos restantes. Un ecosistema de mayor diversidad es más
resiliente, es decir, está menos expuesto a la degradación –o a su desaparición- que uno
con menor variedad de especies (Pradhan, 2006). De acuerdo con los expertos, estos dos
principios aplican tanto a los sistemas ecológicos biofísicos, como a la ecología humana
(Capra & Pauli, 1995; Pradhan, 2006).
La sustentabilidad, como ideal de desarrollo humano, incluye estos principios,
estableciendo la necesaria interdependencia espacial entre los ecosistemas biológicos y
los humanos, pero además, como veremos, introduce la idea de una interdependencia
17
temporal entre los sistemas biológicos y humanos del presente y los del futuro, como
garantía de conservación de los recursos naturales y culturales. En lo referente al
principio de la diversidad, la visión de la sustentabilidad reconoce la importancia y la
necesidad de variedad en los componentes de los sistemas humanos y la de los físicobiológicos. Incluye, además, la consideración de los elementos sociales y culturales y su
diversidad en el empeño de conservación de los recursos; es decir, es necesario cuidar
no sólo los recursos naturales y su diversidad, sino también los socio-culturales (Corral
y Pinheiro, 2004).
Otras reglas de la ecología incluyen la flexibilidad: los sistemas ecológicos se
mantienen en un estado que se caracteriza por fluctuaciones interdependientes de sus
variables, permitiendo ajustes ante los cambios; la ciclicidad: las interdependencias de
los miembros de un ecosistema involucran el intercambio de energía y recursos en
ciclos continuos; la asociación: los componentes del ecosistema participan en un juego
de competencia y de cooperación entre sí. La sustentabilidad, de hecho, se considera un
principio particular que surge del resto de las reglas que rigen la existencia de todos los
ecosistemas (Capra & Pauli, 1995). La sustentabilidad, en este contexto, implica que la
supervivencia a largo plazo de cada especie en un ecosistema depende de una base de
recursos limitados.
Todos estos principios encuentran una dimensión psicológica correspondiente.
Por ejemplo, la diversidad puede generar en los individuos un estado de preferencia por
la variedad en los escenarios físicos y sociales en los que se desenvuelven las personas y
esa preferencia incita el cuidado ambiental (Corral, Bonnes, Tapia, Fraijo, Frías &
Carrus, 2009); la flexibilidad es un componente de la competencia proambiental, la que
se requiere para resolver problemas del entorno (Geller, 2002); la asociación incluye a
la cooperación, un elemento del altruismo (Schultz, 2001) que, como veremos,
constituye una parte de los estilos de vida sustentables; una visión de interdependencia
en las relaciones ser humano-naturaleza acerca a las personas al ideal de la
sustentabilidad (Corral, Carrus, Bonnes, Moser, & Sinha, 2008). Estas adecuaciones
nos permiten ir perfilando las dimensiones psicológicas de la sustentabilidad, que
desarrollaremos a lo largo de este libro.
Desarrollo Sustentable
En concordancia con los principios de la ecología, la Comisión Mundial del
Ambiente y del Desarrollo (WCED, por sus siglas en inglés) definió al Desarrollo
Sustentable (DS) como aquel “…que satisface las necesidades del presente sin
comprometer la capacidad de la futuras generaciones para satisfacer sus necesidades”
(WCED, 1987, p. 43). De acuerdo con sus proponentes e impulsores, un pilar
fundamental del concepto de DS es la visión dinámica e interdependiente del desarrollo
humano y del cuidado del ambiente. Dicha visión es dinámica porque concibe a los
procesos ambientales y a los sociales en constante cambio, no de manera estática como
los visualizan algunas posturas preservacionistas para las cuales el ambiente es algo que
debe ser mantenido sin cambio, sin la intervención del ser humano en sus evolución
natural y por lo tanto, que requiere ser “preservado” (Schmidtz, 1997; Siurua, 2006).
Por lo anterior, el DS refiere la necesidad de conciliar una variedad de necesidades
aparentemente contrapuestas entre el mundo natural y el humano. Esta conciliación
cubre una interdependencia dinámica entre el desarrollo humano y el uso y restauración
de los recursos naturales, por un lado; pero, por el otro, refiere una interdependencia
18
temporal entre el bienestar de las generaciones presentes y las futuras (ver Corral,
Carrus, Bonnes, Moser & Sinha, 2008).
De manera general, el paradigma de la sustentabilidad propone reemplazar la
concepción de la preservación ambiental, que para algunos es simple y estática (Siurua,
2006) y que es propuesta por el ala radical de los movimientos ambientalistas, por una
visión más dinámica de las relaciones entre las necesidades humanas y la integridad del
ambiente. La visión preservacionista radical se preocupa más por la protección de los
aspectos físicos y biológicos del ambiente en el tiempo presente. Su énfasis se dirige a
la preservación de los ecosistemas, los límites al crecimiento económico, la no
intervención humana en áreas naturales, etcétera, lo que a menudo genera un descuido
de las necesidades humanas básicas en escenarios a largo plazo (Pearce & Warford,
1993). Para el DS el aspecto humano es tan relevante como el bio-ecológico y el futuro
es tan importante como el presente.
Otro aspecto fundamental que diferencia al concepto de Sustentabilidad de la
postura preservacionista tradicional es la visión de un rol pro-activo y estratégico que se
le asigna a los seres humanos en la consecución de un balance entre las necesidades
humanas y las de los ecosistemas naturales, tanto en la perspectiva del presente como la
del futuro. sus El concepto de DS enfatiza la idea de que los seres humanos son
responsables de utilizar los recursos naturales y de promover activamente la renovación
y recuperación de los mismos, asegurando la resiliencia de los ecosistemas, con el fin de
garantizar su vida sustentable y uso a través del tiempo (Pradhan, 2006). Esto implica
que mujeres y hombres pueden y deben procurar, con sus acciones, cambios en las
condiciones ambientales, buscando satisfacer necesidades; pero ese cambio no debe
comprometer la integridad de los recursos naturales. Por lo tanto, la noción de
sustentabilidad aparece, de acuerdo con algunos autores (Bonnes & Bonaiuto, 2002),
más comprehensiva y abierta al continuo cambio ambiental y social, comparada con la
concepción preservacionista que sólo se enfoca en la conservación del ambiente físico.
El grado de sustentabilidad de una sociedad se mide no sólo por el esfuerzo de
sus ciudadanos para moderar su consumo de los recursos naturales, para lograr un
balance entre sus necesidades y la de los ecosistemas, para actuar de manera equitativa,
y para ser solidarios con sus congéneres del presente y los del futuro (Flavin, 2002;
Gardner, 2002). También se estima el grado de sustentabilidad logrado en una
comunidad observando las consecuencias de esas actuaciones. Se han propuesto
diferentes indicadores del desarrollo sustentable, pero la mayor parte de los expertos
concuerdan en que una sociedad sustentable presenta niveles satisfactorios en las áreas
ambiental física (acceso a agua potable, manejo de desechos, control de gases de
invernadero, etcétera), social (justicia social, condiciones de vida, acceso a educación),
político/institucional (infraestructura, participación en ciencia, niveles bajos de
corrupción, etcétera), y económica (tasa de actividad económica, distribución del
ingreso, tasa de empleo, entre otros) (Gouveia, 2002). Muchos de estos indicadores
constituyen el llamado nivel de desarrollo humano (PNUD, 2005), aunque no se limitan
a él. Una sociedad sustentable, por lo tanto, es aquella que da a sus integrantes
condiciones de acceso a satisfactores de índole física y social, que es equitativa en la
distribución de sus recursos naturales y sociales, que promueve el progreso en la
adquisición de conocimientos, y que mantiene intacta la integridad de los recursos
naturales.
19
En fechas recientes se ha propuesto un indicador adicional, no tan tangible como los
propuestos previamente, pero de gran importancia para las personas: el bienestar subjetivo, el
cual se relaciona con la felicidad que reporta un individuo y, en general, con su nivel de
satisfacción con la vida (Talbert, 2008). Una sociedad sustentable debe ser, de acuerdo
con este criterio, una sociedad feliz, o por lo menos, una que la coloque en el camino a
lograr ese estado. Es un hecho que, tras alcanzar un cierto nivel económico, la gente ya
no reporta incrementos en sus niveles de felicidad acompañando a nuevos aumentos en
su ingreso económico (Gardner y Prugh, 2008; Riechman, 2008). Con el resto de los
indicadores sociales, ecológicos y político-institucionales de la sustentabilidad debe
ocurrir lo mismo. Por lo tanto, el bienestar subjetivo es claramente una consecuencia
separada de la sustentabilidad, que debe considerarse. Aunque pueda parecer extraño, a
nivel oficial esto empieza a tomarse en cuenta: Australia, Canadá y el Reino Unido han
establecido como objetivo de política nacional lograr el bienestar subjetivo de sus
habitantes y, en un paso más decidido aun, el reino de Bután (en el Himalaya), ha
declarado que su meta oficial no es ya el crecimiento económico per se, medido como
“producto nacional bruto” sino la “felicidad nacional bruta” (Gardner & Prugh, 2008).
Con esto pretenden elevar los niveles educativos y combatir la pobreza extrema,
preservando, a la vez, el ambiente físico y las tradiciones culturales de la nación. Por
primera vez en la historia, al menos de manera oficial, se reconoce que la felicidad de
las personas es un objetivo de planes y programas gubernamentales y este objetivo se
liga de manera explícita a la sustentabilidad.
Lo anterior tiene un gran significado para las ciencias de la conducta ya que
implica que los niveles de impacto de la sustentabilidad contienen indicadores
psicológicos. Al estimar qué tan sustentable es una sociedad deben recogerse
mediciones de componentes subjetivos psicológicos como la felicidad y el bienestar
subjetivo, los cuales debieran ser establecidos como metas en las estrategias de
desarrollo sustentable nacionales (Talbert, 2008). La sustentabilidad no sólo está
determinada por factores psicológicos –como veremos a continuación- sino que ésta
también genera cambios en los estados y en los procesos psicológicos de las personas.
Sustentabilidad y psicología.
Todas las áreas de la ciencia contribuyen al desarrollo del ideal planteado por el
desarrollo sustentable. La psicología, al encargarse del estudio del comportamiento tiene
la encomienda de determinar qué características de éste predisponen a las personas
hacia estilos de vida más sustentables. En otras palabras, dicha disciplina investiga las
percepciones, actitudes, motivaciones, creencias, normas, valores personales,
conocimientos y habilidades que llevan a las personas a actuar de manera prosocial y
proambiental. Este conjunto de factores se reconoce como variables disposicionales
psicológicas, dado que las mismas predisponen a las personas a actuar (Corral, 2001).
Por supuesto, dicha actuación, manifestada como conducta proambiental abierta es uno
de los focos centrales de la investigación en psicología de la sustentabilidad. Los
comportamientos de interés comprenden a la conducta proecológica general, las
acciones altruistas, los comportamientos de reducción del consumo de productos y las
conductas de equidad, entre otros. Este conjunto de acciones constituye los llamados
estilos de vida sustentables (Centre for Sustainable Development, 2004), que serán
abordados y definidos posteriormente en el presente libro.
Dado que la conducta ocurre siempre en un contexto determinado, a la
psicología de la sustentabilidad le interesa investigar de qué manera diversos factores
20
situacionales afectan a los estilos de vida sustentables, a sus variables disposicionales
relacionadas y al bienestar que experimentan las personas. Para el ser humano las
situaciones en que se desenvuelve son de carácter material como social. Por lo tanto, los
factores situacionales pueden ser de naturaleza física, como la temperatura, los
aditamentos tecnológicos, la distancia, o la presencia o ausencia de un recurso natural.
También pueden ser de carácter normativo, como las normas sociales, las leyes, los
valores colectivos y otros aspectos culturales como la religión y las costumbres (Corral,
2001). Los psicólogos ambientales esperan identificar qué aspectos de lo físico y lo
normativo en las situaciones, inducen la conducta sustentable.
Conducta sustentable.
Debido a que el interés central de la psicología de la sustentabilidad es el
desarrollo de comportamientos sustentables, es necesario primero definir este concepto.
Hasta finales del siglo pasado, los psicólogos ambientales estudiaban la conducta proecológica, que definían como “el conjunto de acciones efectivas y deliberadas que
resultan en la protección de los recursos naturales o, por lo menos, en la reducción del
deterioro ambiental” (Grob, 1990; Corral, 2001). Quedaba claro, en este concepto, que
el ambiente al que se referían las definiciones de conducta pro-ecológica era el medio
físico, el cual incluye los recursos naturales. El medio social se consideraba de manera
separada y aunque explícitamente se reconocía la importancia de las normas y valores
sociales como inductores de comportamientos pro-ambientales, lo que importaba cuidar,
como lo manifiesta la definición arriba señalada, era el ambiente físico, mientras que el
cuidado del ambiente social no se consideraba dentro del alcance de la psicología de la
conservación ambiental.
Por otro lado, como lo señalan Corral y Pinheiro (2004), el enfoque de los
estudios que seguían la definición de la conducta proecológica era de tipo correctivo,
como el que Gouveia (2002) plantea para el concepto de Política Ambiental, enfocado
en acciones a corto plazo que tienen que ver con la limpieza y la reparación de la
contaminación y la destrucción ambiental. Sin embargo, la gravedad de los problemas
ambientales requiere, a largo plazo, de transformaciones estructurales en los patrones de
producción, consumo y relaciones sociales que garanticen la supervivencia ecológica; es
decir, que debe pasarse de una visión de conducta proecológica, de tipo correctivo, a
una de conducta sustentable proactiva, conservacionista que considere los cambios
requeridos para garantizar la supervivencia de la especie humana y de todas las que lo
acompañan en el planeta. Corral y Pinheiro (2004, p. 7) también resaltan el hecho de
que en las definiciones tradicionales de conducta proecológica no queda claro si “por
conservación se entiende al producto de acciones que garanticen el equilibrio ecológico
presente o si el futuro también se incluye”. De manera que el nuevo concepto de
conducta sustentable debe considerar la dimensión temporal como uno de sus elementos
claves.
Debido a las limitaciones encontradas en las definiciones de conducta
proecológica, esos autores proponen el concepto de Conducta Sustentable, como
término más inclusivo, al que definen como un conjunto de acciones efectivas y
deliberadas que tienen como finalidad el cuidado de los recursos naturales y socioculturales necesarios para garantizar el bienestar presente y futuro de la humanidad
(Corral y Pinheiro, 2004). En esta definición se determina que el objetivo del
comportamiento es el cuidado de los escenarios físicos pero también los sociales; ese
comportamiento es deliberado –es decir, dirigido intencionalmente a la conservación del
21
entorno-; también es efectivo dado que resuelve problemas y se proyecta, además, hacia
el futuro, actuando en el presente para anticipar las necesidades del mañana. Los autores
reconocen que otros aspectos no señalados de manera explícita en la definición, pero
implícitamente contemplados, constituyen las dimensiones psicológicas de la
sustentablidad. A ellas nos referiremos a continuación.
Dimensiones psicológicas de la sustentabilidad
¿Qué aspectos de la vida psicológica debiera contemplar una conducta orientada
hacia la sustentabilidad? En otras palabras ¿qué conductas y qué variables
disposicionales identifican a una persona pro-sustentable? La tabla 1.1 es un recuento de
las dimensiones psicológicas de la sustentabilidad, que trata de responder a estas
preguntas.
Si nos guiamos por la definición de desarrollo sustentable previamente expuesta,
algunas de esas dimensiones aparecen claramente identificadas en esa definición, pero
otras deben ser inferidas. De acuerdo con la conceptuación de DS, a diferencia del
comportamiento proecológico, centrado en la protección del ambiente físico, la
conducta sustentable debe incluir acciones de cuidado hacia otras personas y grupos,
especialmente los más vulnerables. En esas acciones de cuidado, el comportamiento se
dirige a generar condiciones que permitan un acceso equitativo de todos al disfrute de
recursos naturales; el consumo de esos recursos debe ser mesurado, de manera que
posibilite que todos puedan acceder a su parte; la cooperación y la ayuda a personas en
necesidad debe enfatizarse, y también las acciones que produzcan la conservación de los
recursos naturales.
Entramos, entonces, en el ámbito de las conductas sustentables, las cuales, al
conjugarse hacen posible lo que algunos autores llaman estilos de vida sustentables.
Dentro de esas conductas encontraríamos a la conducta pro-ecológica, que incluye
acciones encaminadas a la conservación de los ecosistemas como el cuidado del agua, el
ahorro de energía, el reuso y reciclaje de productos, la práctica de conductas
anticontaminantes, la lectura de temas ambientales y otras acciones relacionadas
(Corral, 2001; Kaiser, 1998). La conducta de consumo austera, es decir, el uso de
productos sin afán consumista que caracteriza a las personas frugales, es un tipo
particular de comportamiento sustentable. Siendo el consumismo desmedido uno de los
factores responsables de la crisis ecológica, la reducción en el uso de recursos naturales
se hace necesaria para lograr un estilo de vida sustentable (Iwata, 2002). Los
comportamientos altruistas, que reflejan la solidaridad de los individuos para con otras
personas, especialmente los más necesitados, constituye otro tipo de conducta
sustentable (Schultz, 2001). Los actos de cooperación que se oponen al egoísmo
característico de la conducta antisocial y antiambiental, forman parte de esta dimensión
conductual de la solidaridad (Pol, 2002a). Finalmente, pero no por ello menos
importante, las acciones que manifiestan la equidad con la que los individuos
interactúan con otras personas, independientemente de su género, raza, edad,
orientación sexual, política y religiosa, constituyen una clase de conductas sustentables
de primer orden (Winter, 2002). Esta equidad, de cumplirse, posibilitaría que todos los
seres humanos gozaran del consumo necesario de recursos naturales, tuvieran
oportunidades de educación, empleo digno, vivienda y libertad para el ejercicio de sus
derechos humanos (Talbert, 2008).
22
Tabla 1.1. Dimensiones psicológicas de la sustentabilidad y algunos investigadores
relacionados.
______________________________________________________________________
CONDUCTAS
ï‚— Conducta pro-ecológica general (Kaiser, 1998)
ï‚— Frugalidad-Austeridad (De Young, 1991; Iwata, 2001)
ï‚— Altruismo-Solidaridad (Schultz, 2001; Pol, 2002a)
ï‚— Equidad (Winter, 2002)
ï‚—
ï‚—
ï‚—
ï‚—
ï‚—
ï‚—
ï‚—
VARIABLES DISPOSICIONALES
Orientación al Futuro (Joreiman et al, 2004)
Deliberación pro-ambiental (Ohtomo & Hirose, 2007),
Visiones del mundo en interdependencia (Corral et al, 2008)
Apego a normas pro-ambientales (Schultz & Tyra, 2000)
Afinidad hacia la diversidad (Corral et al, 2009)
Emociones ambientales (Kals et al, 1999)
Competencia-eficacia (Geller, 2002)
REPERCUSIONES PSICOLÓGICAS
ï‚— Felicidad (Brown & Kasser, 2005)
ï‚— Restauración psicológica (Van den Berg, Hartig & Staats, 2007)
______________________________________________________________________
Otras dimensiones psicológicas de la sustentabilidad se presentan como
variables disposicionales. La orientación al futuro es una de ellas. El cuidado del
ambiente físico y social requiere que las personas anticipen las consecuencias de su
conducta y se preocupen por el bienestar de las generaciones venideras, incluyendo a
seres humanos no nacidos aun (Pinheiro, 2002a). Esta capacidad de orientación
temporal es característica de individuos maduros, educados y responsables y constituye
una pieza clave en el concepto mismo de Desarrollo Sustentable (Corral, Fraijo &
Pinheiro, 2006). Una dimensión relacionada con el aspecto temporal es la deliberación
proambiental, otro determinante disposicional de la conducta sustentable, el cual
implica dirigir el comportamiento hacia la consecución de logros proecológicos y
prosociales (Corral, 2008). La intención de actuar a favor del cuidado del ambiente, así
como la voluntad a participar en acciones conservacionistas son formas particulares en
las que se manifiesta dicha dimensión (Ohtomo & Hirose, 2007). De acuerdo con
algunos autores, la conducta proambiental debe ser deliberada para caer en la categoría
de sustentable (Emmons, 1997).
Las visiones del mundo en interdependencia suponen la existencia de creencias
ambientales sustentables. Estas creencias parten de la convicción de cuidar el ambiente
para poder utilizar sus recursos y garantizar el bienestar de las futuras generaciones. Las
creencias del llamado Nuevo Paradigma de la Interdependencia Humana ilustran este
tipo de visiones del mundo. En dicho paradigma se manifiesta la idea de que la
estabilidad del entorno físico es interdependiente con la satisfacción de las necesidades
humanas y que el futuro interdepende con el presente ya que lo que hagamos hoy
afectará al futuro y la anticipación de ese futuro influye en las acciones del ahora
(Corral et al, 2008). La conducta sustentable responde también a la percepción y al
seguimiento de normas ambientales; esto quiere decir que las personas que son capaces
23
de identificar y seguir prescripciones sociales relacionadas con la protección del
ambiente tienden a ser más conservacionistas y prosociales. La dimensión normativa,
entonces, es una importante área de investigación e intervención para los psicólogos
ambientales, los educadores y los formuladores de políticas públicas ambientales
(Schultz & Tyra, 2000; Martin, Hernández & Ruiz, 2007).
En el ámbito de los estados afectivos que resultan de la interacción con el
ambiente, las emociones por el contacto con la naturaleza y los sentimientos de
indignación que se producen ante el daño ecológico constituyen parte de las emociones
por el ambiente, una de las dimensiones psicológicas que son fundamentales para la
acción sustentable (Kals, Schumacher & Montada, 1999). Numerosos autores
concuerdan con la idea de que la puerta de entrada para la educación ambiental son las
emociones y que las personas actúan no sólo guiadas por predisposiciones racionales,
sino también por el afecto que les produce el contacto con la naturaleza (Carrus,
Pasafaro & Bonnes, 2008; Pooley & O’Connor, 2000). De ese contacto se origina una
afinidad por la diversidad, otra dimensión importante de la psicología de la
sustentabilidad. Esta tendencia consiste en un sentimiento de “gusto” o preferencia por
la variedad en los componentes del ambiente físico y social. La diversidad como regla
ecológica, aparentemente encuentra una correspondencia psicológica que ha
evolucionado en los sistemas motivacionales humanos. Lo más importante es que, de
acuerdo con algunos estudios, la afinidad por la diversidad biológica y social caracteriza
a las personas que se preocupan y actúan a favor del cuidado de recursos naturales y de
otras personas (Corral et al, 2009).
Todas las dimensiones previas parecen encajar con la idea de competencia proambiental. Esta dimensión agrupa las capacidades que posibilitan que una persona actúe
de manera efectiva para resolver problemas en su entorno (Geller, 2002). No basta que
una persona sea conciente, esté motivada, se emocione y disponga de creencias
favorables al medio ambiente, sino que debe, además, disponer de habilidades y
destrezas para cuidar su medio ecológico y social. Por otro lado, la persona debe
responder a requerimientos pro-ambientales (solicitudes, retos, oportunidades de
actuación) que se pueden manifestar como normas, reglas, actitudes, valores y otras
exigencias de carácter personal y social que le sean impuestas al individuo para
responder –de manera efectiva- ante la problemática ambiental (Corral, 2002). La
competencia proambiental liga esos requerimientos con las habilidades necesarias para
encararlos.
De acuerdo con Corral et al (2009), la integración de las dimensiones
psicológicas que involucran conductas y propensiones genera un constructo de orden
superior al que denominan “Orientación a la Sustentabilidad”, el cual, en última
instancia incluye todos los factores que caracterizan a una persona que despliega estilos
de vida sustentable. El desarrollo de estos estilos de vida, que expondremos en un
capítulo posterior, es el fin último de la psicología de la sustentabilidad y de la
educación ambiental.
El último tipo de dimensiones psicológicas de la sustentabilidad involucra a las
repercusiones que acarrea el actuar pro-ambiental. Se han estudiado por lo menos dos
de estas repercusiones: el bienestar subjetivo y la restauración psicológica. La primera
se relaciona con los niveles de felicidad que una persona experimenta ya que, según lo
indica una serie de estudios, la cooperación y el altruismo se ligan al bienestar personal
24
que los individuos prosociales reportan (Kasser & Ryan, 1996; Williams & Shiaw,
1999); de la misma manera, parece que la conducta pro-ecológica induce estados de
felicidad en la gente que la practica (Brown & Kasser, 2005). Algo parecido ocurre en
el caso de la restauración psicológica –definida como un estado de renovación de los
recursos psicológicos agotados (Hartig, Kaiser & Bowler (2001). Aunque existe
información muy limitada al respecto, los indicios señalan que las acciones sustentables
tienen una repercusión restauradora en las personas, esepcialmente en aquellas
sometidas a estrés (Van den Berg, Hartig & Staats, 2007).
A partir del capítulo tercero abordaremos cada una de las dimensiones
psicológicas, enfatizando en el rol que cada una de ellas juega en la conformación de
estilos de vida sustentables, sus determinantes y sus consecuencias. La relación entre
estos tres tipos de dimensiones se integrará en el último capítulo, a manera de un
modelo explicativo de la conducta sustentable. Previamente realizaremos una breve
descripción de las teorías psicológicas que han intentado explicar, en términos
generales, la conducta sustentable. Esta descripción servirá como base para abordar las
dimensiones particulares a detallar en los capítulos subsecuentes.
Recuento del capítulo
En este capítulo expusimos la crisis de la creciente degradación y escasez de los
recursos naturales y la manera en la que ésta interactúa con problemas humanos como la
pobreza, las enfermedades, las inequidades sociales, los fenómenos migratorios y la
violencia (guerra, terrorismo). El dilema ambiental resultante de esta interacción es el
conflicto que se presenta entre la satisfacción de las necesidades humanas y la
conservación de los recursos naturales que se requieren para satisfacer las urgencias
humanas: a mayor deseo y necesidad humana, más consumo de recursos y, por ende,
menos recursos disponibles. La postura preservacionista mantiene que, para resolver el
dilema, es necesario primero asegurar la integridad de los recursos naturales, colocando
a las necesidades humanas en segundo término. La postura del desarrollo sustentable
(DS), contrariamente, establece que los dos aspectos pueden ser compatibles, cuidando
la integridad de los ecosistemas para proveer satisfactores a las poblaciones humanas. El
DS se define como un estilo de vida que satisface las necesidades del presente para
todas las personas, sin comprometer la satisfacción de las necesidades de las futuras
generaciones. Los indicadores de una sociedad sustentable incluyen aspectos de
bienestar ecológico, económico, social y político, pero también psicológico manifestados en la felicidad y el bienestar subjetivo reportados por las personas- y así lo
están reconociendo gobiernos en distintos lugares del mundo. En el afán de lograr los
ideales del DS todas las disciplinas científicas y profesionales participan, en primer
término, contribuyendo con la identificación de las distintas dimensiones que
caracterizan a la sustentabilidad. La psicología ambiental es el área de la ciencia
conductual encargada de estudiar y promover la conducta sustentable. Esta conducta se
define como el conjunto de acciones efectivas y deliberadas que se encaminan al
cuidado de los recursos naturales y sociales en el presente y para el futuro. Las
dimensiones psicológicas de la sustentabilidad incluyen comportamientos y variables
disposicionales. Entre los primeros se ubican la conducta pro-ecológica, la austeridad, la
solidaridad y la equidad, mientras que las segundas incluyen a la orientación al futuro,
la deliberación pro-ambiental, las visiones del mundo en interdependencia, el apego a
las normas ambientales, la afinidad hacia la diversidad, las emociones ambientales y la
competencia pro-ambiental. En conjunto, estas dimensiones generan una orientación
25
hacia la sustentabilidad, cuyo objetivo final es el desarrollo de estilos de vida
sustentables.
26
CAPÍTULO 2
TEORIAS EXPLICATIVAS DE LA CONDUCTA SUSTENTABLE
Teorías psicológicas de la sustentabilidad
Se ha empleado un buen número de marcos teóricos para tratar de entender por
qué algunas personas se involucran en conductas de cuidado del medio ambiente físico
y social, mientras que otras son anti-ambientales y/o antisociales. En tanto teorías,
integran conceptos que se relacionan entre sí, y proporcionan explicaciones tentativas
que los investigadores someten a la prueba empírica (Breakwell & Rose, 2006).
Algunas de esas teorías se enfocan más hacia variables individuales (actitudes, rasgos
de personalidad, percepciones, capacidades, etcétera) que presumiblemente llevan a los
individuos a la actuación sustentable; otros marcos explicativos se interesan más por
factores contextuales (como el clima, los aditamentos tecnológicos, las normas y los
modelos sociales, etcétera) y algunos más tratan de combinar ambos tipos de factores,
concibiendo a la conducta sustentable en interacción con variables situacionales y
personales, en modelos holísticos y ecológicos de relaciones. El presente capítulo es un
recuento de algunos de los marcos explicativos más utilizados en el estudio de la
conducta sustentable.--------------------------***************-------Psicología Ambiental.
El área de la ciencia más relacionada con las dimensiones psicológicas de la
sustentabilidad es la psicología ambiental (PA). Aunque existen muchas definiciones de
PA, la mayoría de los autores concuerda con la idea de que esta área estudia las
relaciones recíprocas que se dan entre la conducta humana y el medio social y físico en
el que viven las personas (Aragonés y Amérigo, 2000). De acuerdo con esta definición,
el interés de la PA está puesto en los efectos que tiene la conducta humana en el
ambiente y viceversa, de manera que siempre que ocurre una interacción entre la
persona y su entorno, la primera y el segundo se afectan mutuamente. A pesar de ello,
se identifican dos vertientes de la PA que históricamente han dividido –de manera un
tanto artificial- este campo de trabajo: la psicología arquitectónica, más interesada en
los efectos que tiene el ambiente en la conducta y en los estudios sobre diseño y
ambientes construidos (Canter, 2002), y la psicología de la conservación ambiental,
más enfocada al impacto del comportamiento en el entorno natural y las repercusiones
en el cuidado del ambiente (Saunders, 2003). Por otro lado, algunas definiciones de
psicología ambiental establecen que ésta estudia el bienestar humano en relación con la
conducta (Stokols & Altman, 1987). El hecho de que los objetos de estudio de la PA
sean las interacciones de la conducta con los ambientes físicos y sociales, conlleva el
interés de la sustentabilidad por el cuidado de los recursos naturales y el bienestar de las
sociedades humanas.
La PA no es una teoría o corriente psicológica, sino un área de trabajo de las
ciencias de la conducta cuyo propósito es la aplicación de principios y resultados de
investigación a la solución de problemas que se presentan en las interacciones ambientecomportamiento (Sommer, 2000). A pesar de eso, la PA genera conceptos, principios y
modelos explicativos que enriquecen el cuerpo teórico de la psicología y áreas
relacionadas, permitiéndoles comprender los procesos involucrados en las interacciones
arriba referidas.
27
Dentro de los conceptos y marcos explicativos psico-ambientales destacan por
su relevancia para el estudio de las dimensiones psicológicas de la sustentabilidad las
teorías acerca de las accedencias (affordances), la competencia ambiental, los
escenarios conductuales, y el transaccionalismo. Aun así, estas teorías no agotan el
potencial de la PA para abordar el estudio de la conducta sustentable.
La teoría de las accedencias fue desarrollada inicialmente por J.J. Gibson
(1979). Según este autor, los organismos, entre ellos los humanos, perciben propiedades
en los estímulos de su medio que les inducen a actuar de manera efectiva. En otras
palabras, los humanos y una gran variedad de animales son capaces de detectar
oportunidades para sacar provecho de ellas en una buena parte de las situaciones en las
que se encuentran. Las accedencias les permiten adaptarse al ambiente y extraer sus
recursos. Por ejemplo, la dureza y consistencia del suelo acceden los comportamientos
de caminar, correr o huir (si es necesario). El color, los olores, los sabores, y la textura
de las frutas le acceden a un individuo las conductas de recolección e ingestión de las
mismas. Todos los recursos naturales posibilitan accedencias que incitan su explotación
y consumo. Como Kurz (2002) lo plantea, una accedencia le comunica a un individuo lo
que puede hacer con un objeto o lo que ese objeto le permite hacer en diversos sentidos.
Las accedencias son una base de la competencia ambiental: las capacidad de responder
efectivamente ante las oportunidades que brindan los entornos en los que transcurre la
vida (Steele, 1980).
La teoría de las accedencias permite entender que el ser humano, con su enorme
capacidad para detectar oportunidades y riesgos en el entorno, ha evolucionado como un
organismo con un significativo potencial de explotación de recursos naturales. Estos
recursos contienen propiedades estimulantes que incitan las maneras efectivas de
extraerlos y de utilizarlos. Lo anterior resulta obvio dadas las evidencias del poder
depredador que ha mostrado la humanidad a lo largo de la historia y de lo efectivo que
ha sido para detectar y obtener satisfactores en sus ambientes de desarrollo.
Lo que no queda del todo claro y es, por lo tanto, menos evidente, es si así como
existen accedencias para la explotación de la naturaleza –y su subsecuente degradacióntambién es posible encontrar accedencias que estimulen la conducta efectiva de
conservación ambiental, dado que ésta debe ser también un comportamiento adaptativo.
Kurz (2002) tiene una respuesta positiva a ese cuestionamiento. Este autor sugiere que
un recurso o un objeto pueden acceder no sólo los aspectos benéficos para la persona
sino también los lados negativos de su uso –para ella o para otros-. Por ejemplo, un
automóvil accede el beneficio de la transportación pero también los perjuicios de gasto
energético y económico, así como el de la contaminación. Dado que las accedencias
pueden utilizarse a través de las decisiones y actos de las personas, una vez que el
individuo percibe una accedencia y se sintoniza con ella, puede decidir entre utilizarla si
las consecuencias de su acción no son nocivas para el ambiente, o emplear una
accedencia alternativa, por ejemplo la que genera un medio de transporte no
contaminante. La efectividad de esta última elección conduciría entonces a una
competencia pro-ambiental (Corral, 2002), de la que hablaremos en el capítulo 12.
El problema del uso de accedencias, como lo señala Hormuth (1999) es que las
personas tienden a estar más sintonizadas con los aspectos utilitaristas (los beneficios
personales) que acceden los recursos naturales y sociales. Habría que cambiar este
enfoque de manera que los aspectos del uso de recursos que comunican accedencias
28
proambientales tengan prevalencia y balanceen la situación. Para esto, Kurz (2002) y
Corral (2002) aseguran que el ambiente normativo juega un papel fundamental, por el
hecho de transmitir a los ciudadanos las accedencias proambientales, sintonizándolas
con ellas y bajando el nivel de las accedencias utilitaristas que ahora predominan.
Como veremos en un capítulo posterior, la teoría de las accedencias y la de la
competencia ambiental tienen un papel relevante en la postulación de una de las
dimensiones psicológicas de la sustentabilidad más importantes: la efectividad.
El transaccionalismo es otro enfoque teórico en PA y surge de la idea de que, a
diferencia de otras áreas de estudio del comportamiento, la psicología ambiental se
enfoca en las relaciones entre las personas y su medio sociofísico total, más que entre
estímulos y respuestas discretas o entre características aisladas del ambiente y la
conducta. El enfoque de la PA, al ser ecológico, se dirige al estudio del ambiente y su
constitución multidimensional y molar (Bonnes, Lee & Bonaiuto, 2003). Al plantear el
modelo transaccional-contextual de la psicología ambiental, Stokols y Altman (1987)
señalan que “las teorías psicológicas tradicionales han descuidado el ambiente físico
molar, enfocándose más en las ligas que hay entre estímulos en el micro-nivel y
procesos intrapersonales como la percepción, las cogniciones, el aprendizaje y el
desarrollo. Hacen falta guías prácticas y metodológicas para el contexto ecológico de la
conducta”. La cita de Stokols y Altman hace referencia a un problema largamente
experimentado por la psicología: la visión molecular centrada en relaciones discretas
entre estímulos y respuestas puntuales, que deja por fuera un entendimiento cabal de la
ecología de las relaciones ambiente-conducta (Bonnes et al, 2003).
A partir de la aproximación transaccionalista, la conducta sustentable debería
entenderse como la interacción entre un organismo y su entorno total en donde el
resultado es la conservación de los recursos naturales y sociales. Siguiendo este
esquema, Tudor, Barr & Gilg (2008) plantean que los estudios de conducta sustentable
en organizaciones deben considerar factores explicativos individuales y contextuales,
así como las intra-relaciones (al interior de cada conjunto) y las interrelaciones (entre
los conjuntos) de factores. De esa manera se logra, en palabras de los autores, una
orientación “holística” de causas y efectos, según demuestran en un estudio empírico
desarrollado por ellos. Por desgracia, la gran mayoría de estudios abocados a la
conducta sustentable no asumen la postura transaccionalista, a pesar de que pocos
argumentan en contra de ella. Quizá las dificultades inherentes (tiempo, esfuerzo,
innovación en metodología) a este esquema conceptual expliquen su poca utilización.
Otro marco teórico de gran importancia en psicología ambiental es el
desarrollado por Roger Barker (1968): la psicología ecológica. Para Barker, la
psicología más que centrarse en el comportamiento debería estudiar los escenarios
conductuales (EC), la suma de las conductas y los contextos en donde ésta aparece.
Barker parte de la idea de que ninguna conducta puede darse sin un contexto de
ocurrencia: todos los comportamientos están encuadrados en un escenario específico.
Esto quiere decir que cada escenario limita los repertorios conductuales que pueden
ocurrir en él: la cantidad de actos que una persona puede ejecutar en un salón de clases,
un oficio religioso o un parque de juegos no es ilimitada (Wicker, 2002). Uno no puede
bailar en un salón de clases (a menos que asista a una escuela de danza) o proferir
palabras altisonantes en un templo. Esto representa una gran ventaja para los
investigadores pues si se conocen los escenarios de conducta se sabe cuáles son las
29
actividades que una persona puede realizar en ellos, lo cual les otorga un enorme poder
predictivo acerca del comportamiento.
Además, los programas de conducta al establecer restricciones y obligaciones,
pueden estimular actividades que la sociedad juzga como positivas, entre ellas, las
sustentables (ver Ostermann & Timpf, 2006). Sin embargo, otros escenarios
conductuales pueden promover actos antisociales y anti-ambientales; por ejemplo,
algunos escenarios conductuales (los contenidos en los shopping malls) alojan
conductas consumistas, otros, como los centros de reunión de pandillas programan actos
de incivilidad y de violencia.
El transaccionalismo comparte con la psicología ecológica la visión molar de las
interacciones ambiente-conducta (o escenarios-conducta) pero en el caso de la teoría de
Barker, conducta y escenario son un todo indivisible. Según el autor, no es posible
separar el comportamiento de los entornos en los que ocurre y un escenario sin
comportamiento es irrelevante para la psicología. Empleando esta aproximación NorrisBaker (1999) analiza la manera como los residentes ancianos en pequeñas comunidades
del medio oeste norteamericano organizan sus escenarios de conducta para generar
sustentabilidad física y social en sus diarias interacciones con el entorno. Ostermann y
Timpf (2007) utilizaron el diseño de ambientes en un parque para promover
sustentabilidad social. Dicho diseño se enfocó en la generación de escenarios
conductuales que promovieran la integración y participación de los visitantes.
Un atractivo de los programas de conducta es su gran poder explicativo. Bechtel
(1996) plantea que dichos programas pueden dar cuenta de hasta un noventa por ciento
del comportamiento de las personas, por lo que su aplicación en el estudio de la
conducta sustentable sería de gran utilidad. No obstante, las dificultades que implica la
organización y desarrollo de una investigación de escenarios conductuales (el catálogo
de todos los escenarios de conducta en una comunidad) no la hacen figurar entre los
marcos conceptuales preferidos para los estudios de las conductas pro-ecológicas y
prosociales.
Corto plazo
Estímulo
Discriminativo
Respuesta
Consecuenc +
Largo plazo
Corto plazo
Consecuenc Largo plazo
Figura 1.1. Esquema del modelo de la triple relación de contingencias (Skinner, 1953).
Análisis experimental de la conducta sustentable.
El conductismo fue la primera aproximación teórica psicológica que abordó, en
la práctica, el problema de los dilemas ambientales. Para Skinner (1953), su proponente
principal, el comportamiento podía ser explicado observando sus antecedentes y sus
consecuencias. En el ya clásico modelo de la triple relación de contingencias, Skinner
30
identifica estímulos discriminativos que señalan la ocasión para que una respuesta se
produzca y a esta respuesta conductual le siguen consecuencias que pueden ser
reforzantes –si aumentan la probabilidad de que esa respuesta aparezca de nuevo en el
futuro- o punitivas –si decrementan la probabilidad de que la respuesta vuelva a
aparecer. En pocas palabras, una conducta (respuesta) que se da al aparecer la
oportunidad u ocasión (estímulo discriminativo), muy probablemente volverá a emitirse
si es reforzada positivamente o premiada, pero si es castigada difícilmente lo hará.
A finales de la década de los setenta, Cone y Hayes (1980) hacen una adaptación
del modelo de la triple relación de contingencias a los problemas ambientales. De
acuerdo con ellos, los comportamientos anti-ambientales se presentan porque existen
reforzadores positivos que los mantienen y estímulos discriminativos (análogos a las
accedencias ambientales) que incitan las respuestas de depredación ambiental. Los
reforzadores positivos –las consecuencias de utilizar recursos naturales- proveen
satisfacción a necesidades humanas y dan placer, status y prominencia a quienes los
experimentan (Geller, 2002). Los seres humanos desperdician agua, contaminan aire y
suelos y sobre-consumen productos porque estas prácticas inciden en poderosos
mecanismos de recompensa evolucionados en la estructura psicológica humana.
Cone y Hayes (1980), basándose en Skinner, reconocen que existen
consecuencias a largo plazo de las conductas antiambientales y, de acuerdo con la
teoría, esas consecuencias afectan negativamente (castigando al sujeto). El desperdicio
de agua a largo plazo, por ejemplo, genera carestía del producto y esto es malo para el
usuario. Por desgracia, las consecuencias a corto plazo del consumo de agua –placer,
status, satisfacción de necesidades- tienen un efecto mayor sobre la conducta, por lo que
su control determina que sea más probable el comportamiento antiambiental que el de
cuidado. Los riesgos ambientales también se perciben como contingencias a largo plazo,
por lo que la gente no responde de inmediato a las señales que alertan su posible
ocurrencia (Gattig & Hendrickx, 2007). El lapso que existe entre las acciones humanas
y su efecto notorio en el ambiente –calentamiento global, contaminación, escasez de
recursos- se mide frecuentemente en años o en décadas, mientras que el aprendizaje o la
modificación de la conducta que lo promueve, ocurre en intervalos de horas (Uzzell,
2000); esto hace la diferencia al querer aplicar programas de intervención psicoambientales basados en la administración de contingencias a la conducta (ver figura
1.1).
Por supuesto, esta explicación de la conducta de cuidado, o descuido, del medio
físico, se aplica también a los comportamientos anti y pro-sociales. Como veremos con
detalle en el capítulo dedicado al altruismo, la cooperación, la reciprocidad y el
altruismo requieren de consideraciones al efecto de esas conductas a largo plazo (Sober
& Wilson, 2000). El inmediatismo del control sobre las consecuencias a corto plazo de
la conducta lleva a las personas a ser egoístas (Gifford, 2007a; Vlek, 2000). Es
necesario que un individuo permita que las contingencias del futuro mediato y a largo
plazo funcionen para que su comportamiento de cuidado de otras personas se presente.
Este razonamiento también aplica al cuidado de los recursos naturales y así lo
entendieron los psicólogos ambientales conductistas.
Basados en estos principio, dichos psicólogos emplean eventos antecedentes
(estímulos discriminativos) como carteles, recordatorios o modelamiento de conducta
para incitar acciones proambientales (Daamen, Staats, Wilke & Engele, 2001;
31
McMakin, Malone & Lundgren, 2002). También utilizan eventos consecuentes como
reforzadores positivos (Geller, 2002) o como castigos a la conducta antiambiental (Van
Houten, Nau & Merrigan, 1981), obteniendo cambios comportamentales en la dirección
deseada. La orientación hacia el cambio conductual (Saunders, 2003), la objetividad, la
orientación contextual (los estímulos discriminativos y las consecuencias se ubican en el
entorno) y los resultados de la investigación de la postura conductista representan sus
principales ventajas (Lehman y Geller, 2004).
Sin embargo, esta postura también tiene inconvenientes: uno de ellos es que los
sistemas de contingencias deben ser administrados por alguien externo al sujeto (es
decir, la personas o personas que dispensan los reforzadores o castigos), lo que
representa inversiones significativas en tiempo y en esfuerzo. Además, en ocasiones,
resulta más oneroso el costo de la contingencia que la utilidad de la conducta a cambiar
(Lehman y Geller, 2004). Debido a esto, algunos autores recomiendan el desarrollo de
programas de intervención que se basen en el reforzamiento intrínseco, es decir en
consecuencias positivas para el individuo, que surjan de la misma conducta y que no
dependan de circunstancias externas o reforzadores extrínsecos. De Young (1991;
1996) ha identificado algunas fuentes de reforzamiento intrínseco en la conducta proambiental, que revisaremos en el capítulo cuarto.
Psicología evolucionista.
La psicología evolucionista se enfoca a los problemas y a los estreses que los
ancestros homínidos y primates encararon hace decenas y centenares de miles de años,
los mecanismos psicológicos que la selección natural configuró para afrontar esos
estreses y la forma en la que dichos mecanismos antiguos funcionan hoy (Crawford &
Anderson, 1989). Los procesos psicológicos (preferencias, aptitudes, motivaciones,
percepciones) que evolucionaron para resolver problemas encontrados por los humanos
en el ambiente primigenio siguen involucrados en la producción de las conductas e
instituciones del presente (Crawford, 2004). Las condiciones ambientales y el tipo de
problemas que los humanos experimentan pudieron haber cambiado en 100,000 años
pero no las respuestas evolucionadas para enfrentarlos y la psicología evolucionista trata
de explicar esas respuestas. Como lo plantean Zimbardo & Boyd (2008, p.30):
“El cuerpo humano –incluso aquel que se encuentra en óptimas condiciones- está
diseñado para triunfar en el pasado. Es una máquina biológica antigua que evolucionó en
respuesta a un mundo que ya no existe”.
Por lo tanto, la psicología evolucionista supone que la psique humana se
encuentra biológicamente condicionada y que el comportamiento actual de las personas
está fuertemente afectado por su herencia evolucionada. Esta herencia nos conduce a la
búsqueda, acaparamiento y uso de recursos naturales, incluso si podemos prescindir de
ellos en las condiciones presentes o si no son tan necesarios para nuestra supervivencia
en tiempos actuales. El consumismo tiene bases evolucionistas que llevaron a la
selección de patrones conductuales de acumulación de recursos debido a que
posibilitaban la supervivencia y la obtención de pareja (Wright, 1994; ver capítulo
4). La sobrepoblación es una consecuencia del significativo apetito sexual que
caracteriza a los humanos (aunado a los sistemas de creencias que ven en las familias
numerosas un bien a buscar y a preservar), otro rasgo también seleccionado en la
evolución de la especie. Incluso prácticas nocivas para el ambiente como mantener
sistemas de calefacción a base de leña se señalan como consecuencias de un gusto
ancestral por las fogatas y el olor a madera qu
emada (Rolland, 2004; Hine, Marks,
32
Nachreiner, Guifford & Heat, 2007). El egoísmo, que puede llevar a buscar el beneficio
propio, incluso a expensas del bienestar de los d emás es una tendencia evolucionada
(Dawkins, 1989) que se contrapone al altruismo buscado en los ideales de la
sustentabilidad (Pol, 2002).
Las causas humanas de los problemas ambientales deben por lo tanto
encontrarse en la deseabilidad de los beneficios individuales, económicos y sociales de
la explotación ambiental y de otras personas (Vlek, 2000) y esa deseabilidad, que se
manifiesta como un egoísmo genético y psicológico, contiene profundas tendencias
evolucionadas. Dawkins, de hecho, concluye que la sustentabilidad “no se da de
manera natural” en la humanidad.
Si las condiciones del ambiente han cambiado radicalmente –en especial en los
últimos cincuenta años- y si nuestro repertorio de tendencias psicológicas y
comportamientos está condicionado a contextos que ya no existen ¿de qué manera
podemos encarar con éxito el dilema ambiental presente?
Quizá la respuesta se encuentra en ese mismo repertorio. De acuerdo con los
psicólogos evolucionistas, no podemos buscar en otro lado, ya que sería imposible
recurrir a mecanismos adaptativos psicológicos inexistentes en la estructura humana. A
pesar del pesimismo de Dawkins, las evidencias muestran que la evolución también ha
operado en el desarrollo de conductas morales, sociales y altruistas, como lo señalan
autores psico-evolucionistas de la talla de Crawford y Salmon (2004), Trivers (1985) y
Wright (1994), entre otros. Estas conductas existen porque representaron una ventaja
adaptativa a la supervivencia de los grupos humanos –y lo siguen siendo en el presente.
La moralidad, la prosocialidad y el altruismo son componentes de un estilo de vida
sustentable y hacia ellos se dirigen importantes esfuerzos de investigación psicoambientales (Snelgar, 2006; Stern, 2000; Pol, 2002) que revisaremos en secciones
posteriores de este libro.
En pocas palabras, el psico-evolucionismo dice tener la explicación al por qué
los seres humanos se comportan de manera antiambiental, pero en sus marcos
conceptuales ofrece también guías para la comprensión y el desarrollo de conductas
sustentables.
La hipótesis de la Biofilia
Este marco conceptual, con raíces evolucionistas, fue propuesto por Edward
Wilson (1984, p. 1), quien define Biofilia como “la tendencia innata a enfocarse en la
vida y en los procesos vitales”. El autor supone la existencia de una afiliación
emocional innata por la naturaleza y por otros seres vivientes, equiparando a la biofilia
con un complejo conjunto de reglas de aprendizaje que pueden ser analizadas
individualmente (Wilson, 1995). De acuerdo con él, la tendencia al contacto con la
naturaleza, el gusto por la contemplación de las plantas y las visitas a zoológicos son
manifestaciones de la biofilia. Ésta sería un producto evolucionado de la existencia
humana en contacto directo con el medio natural por más de un 99% de su vida en el
planeta. Van den Born, Lenders, de Groot & Huijsman (2001) argumentan que entre el
70 al 90% de europeos y norteamericanos reconocen el derecho de la naturaleza a
existir, incluso si la misma no provee una utilidad directa a los seres humanos y que esto
se debe a su tendencia a la biofilia. Serpel (2004) plantea a la biofilia como posible
explicación de la preocupación humana por el bienestar de los animales. En la biofilia
33
se encontraría, entonces, una predisposición conservacionista y la ausencia de ésta se
relacionaría con las conductas destructoras del ambiente.
Kellert (1995), quien continúa junto con Wilson este trabajo de elaboración
teórica, plantea que la hipótesis de la biofilia establece una dependencia humana de la
naturaleza, más allá de los aspectos de necesidad física y material, ya que cubre,
además, los deseos humanos de satisfacción estética, intelectual, cognitiva y espiritual.
Por lo tanto, la búsqueda humana de una vida plena y coherente depende íntimamente
de la relación con la naturaleza y su destrucción implica efectos negativos a la
existencia humana. La separación del ser humano de los procesos y eventos del mundo
natural podría estar induciendo su conducta a la degradación ambiental, por lo que una
forma de estimular o realzar la biofilia sería el contacto con la naturaleza (Van den Born
et al, 2001).
En términos de implicaciones psicológicas, Gullone (2000) asegura que la
biofilia conduce al contacto con lo natural porque proporciona bienestar emocional. Sin
embargo, el ritmo moderno de vida y su alejamiento de la naturaleza podrían estar
iniciando un cambio significativo y adverso a la psique humana. Kellert (1997) también
asegura que la biofilia incluye una predisposición hacia la diversidad: la variedad en el
medio ambiente nos atrae por las ventajas que ésta supone para la existencia humana.
En otras palabras, no sólo somos afines a la vida sino a la diversidad con la que ésta se
presenta. Los resultados de Corral et al (2009) parecen apoyar esta presunción, al
mostrar la presencia de un factor psicológico de Afinidad por la Diversidad (AT ver
capítulo 9), el cual no sólo cubre aspectos del ambiente biológico sino también del
físico. Esta AT, de acuerdo con los autores, induce al cuidado del medio ambiente.
Aunque el apoyo empírico a la teoría de la biofilia es aun limitado, sus
conceptos han estimulado algunas áreas de investigación, especialmente en lo referente
a conductas de cuidado de plantas y animales (Serpel, 2004), así como a los efectos
benéficos de la exposición a ambientes naturales (Gullone, 2000) y a la elaboración de
conceptos relacionados con la afinidad por la diversidad y su conservación (Corral et al,
2009).
El dilema de los comunes.
Los problemas ambientales y sus causas conductuales también han sido
caracterizados como dilemas sociales o “dilemas de los comunes (DC)”. Un “común” es
un recurso o conjunto de recursos que, en teoría, pertenece a una comunidad –o a toda la
humanidad, en la más amplia de las acepciones. El aire, el agua y otros recursos, como
el suelo, entran en esta categoría. Un DC ocurre cuando se genera un costo o riesgo
colectivo –por ejemplo, el daño a un bien común- debido a que los intereses particulares
prevalecen, afectando a los comunes (Hardin, 1968). Los intereses egoístas generan las
“externalidades”, es decir los efectos negativos en los comunes y aunque los individuos
aislados ganan en un principio al aprovecharse de manera abusiva de los recursos
teóricamente compartidos, al final el colectivo resulta perjudicado. Hardin plantea que
una “tragedia de los comunes”, como él cataloga a estos dilemas sociales, inicia cuando
alguien toma más recursos de los que le corresponden, a expensas de los bienes
comunes que comparte con los demás. Sin embargo, el común será perjudicado por el
detrimento que sufrirá el recurso total disponible.
34
Muchos investigadores piensan que la crisis ambiental no es otra cosa más que
una tragedia de los comunes de enormes proporciones. El bien común (el planeta) es
aprovechado por muchos individuos en beneficio propio, quienes explotan recursos y
contaminan el medio, a expensas de un mal para los demás, y, de hecho, en última
instancia para ellos mismos. El problema inicial de la tragedia de los comunes es que
unos cuantos individuos se aprovechan de los bienes que en teoría deberían ser
compartidos. El explotador parece no darse cuenta que los demás racionalizarán la
situación, de manera que responderán de forma similar (Beardsley, 1993). En otras
palabras, ante la percepción de que otros se benefician de manera abusiva con los
recursos comunes, el resto de las personas tratará de actuar de la misma manera.
Conforme esta apropiación egoísta se convierte en la norma, los comunes se destruyen,
dado que se consumen más rápido de lo que pueden remplazarse (Mundt, 1993).
Vlek y Steg (2007) dan ejemplos bastante ilustrativos del dilema de los
comunes: la explotación de pesquerías por numerosos propietarios de barcos, la
contaminación en áreas metropolitanas debida al transporte motorizado, y el daño a gran
escala a los ecosistemas naturales ocasionado por el turismo y otras actividades
recreativas. Estos autores aseguran que los dilemas de los comunes son difíciles de
apreciar y gestionar debido a que mientras más individuos participan como beneficiarios
inmediatos de la explotación o daño de los recursos, menor será el efecto externo o daño
que perciban.
Una parte importante de la investigación psico-ambiental ha tomado como base
teórica al dilema de los comunes. De Oliver (1999), en los Estados Unidos, encontró
que cuando las personas se convencen que el resto de los miembros de su comunidad no
queda exento de sus obligaciones sobre el cuidado del agua, incrementan su disposición
a actuar ahorrando ese recurso; en otras palabras, si la gente no percibe externalidades,
se comprometen pro-ambientalmente. Corral, Frías, Pérez, Orduño & Espinoza (2002),
en México, de manera similar, reportan que las personas que no perciben externalidades
en el consumo de agua se ven más motivadas para cuidar el líquido y, como
consecuencia, lo ahorran. En Europa, Gärling, Biel & Gustaffson (2002) y Ostrom,
Dietz, Dolsak, Stern, Stonich & Weber (2002) han sugerido factores que inhiben la
producción de externalidades, como la cooperación social para salvaguardar los
recursos comunes.
Teorías actitudinales.
En psicología social las actitudes son consideradas como determinantes
esenciales de la conducta. Sin embargo, de manera consistente, la investigación ha
demostrado que la liga entre actitudes y conducta no es directa, sino que las primeras
ejercen su efecto en la segunda a través de terceras variables. El modelo actitudinal más
aplicado a la investigación de la conducta sustentable es la Teoría de la Acción
Planeada (TAP, Ajzen, 1991) la cual se ilustra en la figura 1.2.
En esencia, la TAP propone que la intención conductual predice de manera
directa al comportamiento y que dicha intención es, a su vez, predicha 1) por la
evaluación global que la persona hace de una conducta (es decir, la actitud hacia esa
conducta), 2) por la presión social percibida alrededor del comportamiento en cuestión
(o norma subjetiva) y 3) por el control percibido sobre los factores que pueden facilitar
o inhibir la ejecución (control conductual percibido). En otras palabras, una persona
actuará –por ejemplo, a favor del ambiente- en última instancia porque tiene la intención
35
de hacerlo. Pero, para desarrollar esa intención, el individuo debe tener una actitud
positiva hacia el acto que emprenderá, como podría ser una actitud favorable al cuidado
ecológico. Ese individuo también debe estar rodeado de personas importantes para él,
que consideren necesaria la protección del entorno, generando una norma subjetiva o
percepción de presión social y, por último, tendrá que percibir que tiene control sobre
aquellas cosas que pueden ayudarlo –o obstaculizarlo- a llevar a cabo la conducta
proambiental esperada (Wall, Devine-Wright & Mill, 2007).
Actitud hacia
la conducta
Norma
Subjetiva
Intención
Conductual
Conducta
Control
Conductual
Percibido
Figura 1.2 Ilustración gráfica de la Teoría de la Acción Planeada (Ajzen, 1991).
La figura muestra que los antecedentes de la intención (actitudes, norma
subjetiva y percepción de control) se influyen mutuamente y que el control conductual
percibido puede afectar directamente a la conducta o moderar el efecto de la intención
en la conducta –es decir, este efecto debe ser más fuerte en personas con un alto control
conductual percibido- (Ajzen, 1991). Se han llevado a cabo numerosas aplicaciones de
la TAP, o variantes de la misma, tratando de predecir conductas sustentables como el
reciclaje (Chu & Chiu, 2003), el reuso y la elaboración de composta (Mosler, Tamas,
Tobias, Caballero & Guzmán, 2008), así como la intención de no utilizar automóvil
como medio de transporte (Wall, Devine-Wright & Mill, 2007), entre muchas otras.
La ventaja de la TAP es su sencillez, pues considera sólo un determinante
directo del comportamiento o, en algunas aplicaciones con variantes del modelo, a unos
cuantos predictores adicionales. La intención conductual, por otra parte, ha mostrado un
significativo poder explicativo y, para ser un solo determinantes, ese poder es superior
al de la mayor parte de otros predictores simples que se incluyen en modelos
competitivos. No obstante, en la sencillez se encuentra también la principal desventaja
del modelo; su poder predictivo sobre la conducta, rara vez rebasa la tercera parte de la
varianza explicada. En el meta-análisis (síntesis de investigaciones) de Bamberg y
Möser (2007), la intención predice el 27% de la conducta proambiental. Los
investigadores, los instrumentadores de políticas públicas y los educadores ambientales
esperan marcos explicativos más poderosos. En el capítulo 9 ampliaremos la discusión
acerca de la TAP y su aplicación al estudio de la conduycta sustentable.
36
Teoría de activación de normas altruistas
Schwartz (1977) desarrolló la Teoría de la Activación de Normas con el fin de
explicar la conducta altruista, es decir, el comportamiento que se efectúa para beneficiar
a otros. El autor plantea que el altruismo responde al interés de terceros, más que “los
reforzadores sociales y materiales” que explican el comportamiento egoísta. En su
modelo, las expectativas de las normas se experimentan como sentimientos de
obligación (normas personales, NP), los cuales son los antecedentes inmediatos de los
actos altruistas. Las normas personales, a su vez, son activadas por la consideración de
las consecuencias de la conducta (CC) y por las creencias acerca de la responsabilidad
personal (RP). Dicho de otra manera, una persona actuará de manera altruista si posee
normas personales –o sentimientos de obligación- los cuales, a su vez, se manifestarán
si la persona asume tanto su responsabilidad por actuar como las consecuencias de esa
actuación. Schwartz también considera que la CC y la RP moderan la influencia de las
normas personales en la conducta, como se observa en la figura 1.3.
Consideración de
Consecuencias
Norma Personal
Conducta
Creencias de
Responsabilidad
Figura 1.3. Representación de la Teoría de Activación de Normas de Schwartz (1977).
La Teoría de la Acción Planeada y la Teoría de la Activación de Normas han
sido llamadas “los dos modelos psicológicos clásicos” en la investigación del
comportamiento proambiental (Matthies, 2004, p. 104). Su aplicación ha sido extensiva,
al grado de cubrir, entre las dos, la mayor parte de los estudios en psicología de la
sustentabilidad.
Recuento del capítulo.
Con el fin de entender porqué algunas personas son pro-ambientales y
prosociales, mientras que otras se oponen, con su conducta, a la sustentabilidad, se han
empleado diversos marcos teóricos explicativos. Entre ellos destacan explicaciones
derivadas del trabajo en psicología ambiental como la teoría de las accedencias, la
competencia ambiental, el transaccionalismo y los escenarios conductuales. Las dos
primeras comparten la noción de que el ambiente contiene información que puede ser
empleada para obtener beneficio de las oportunidades y recursos ambientales y que los
seres humanos pueden utilizarla para depredar la naturaleza o, contrariamente, para
conservarla. El transaccionalismo y la teoría de los escenarios conductuales, por su
parte, establecen un análisis molar de las relaciones ambiente-conducta en donde se
sitúan los comportamientos sustentables, vistos de manera holística e interrelacionada
con los elementos del contexto general en donde ocurren dichas relaciones.
El conductismo es una corriente psicológica que analiza la conducta con impacto
ambiental, estableciendo que los seres humanos se comportan (pro o antiambientalmente) en función de los estímulos discriminativos y las consecuencias de la
37
conducta, que pueden ser a corto o a largo plazo. Los estímulos discriminativos señalan
la oportunidad para involucrarse en una conducta pro o anti-sustentable, y las
consecuencias positivas refuerzan esa conducta, mientras que el castigo las inhibe. Las
consecuencias a corto plazo son más efectivas que las que se presentan con un retraso.
La psicología evolucionista establece que la mente humana se desarrolló en un
ambiente de hace cientos de miles de años pero que responde, a pesar de esa distancia
temporal, de manera idéntica a como lo establecían las contingencias de la vida pasada.
Habiendo evolucionado para obtener y acumular recursos con el fin de sobrevivir y
reproducirse, el ser humano mantiene esa tendencia que se refleja en el consumismo y
otras conductas egoístas, que explican su conducta antiambiental. Sin embargo, otras
tendencias también evolucionadas, se contraponen al egoísmo, como lo son la
solidaridad y la equidad, las cuales se consideran fundamentos del comportamiento
sustentable. La hipótesis de la biofilia, con bases evolucionistas, también mantiene que
al poseer una afinidad por la vida, los seres humanos buscamos la preservación de
plantas, animales y personas en el planeta.
El dilema de los comunes es una explicación social a la degradación del
ambiente, en la cual los bienes compartidos como el aire, el agua y el suelo, son
explotados de manera alevosa y egoísta por un grupo de explotadores. El resto, al
percibir la trampa, reacciona involucrándose en conductas de destrucción que
multiplican el problema y lo transforma en uno de naturaleza global.
Las teorías actitudinales enfatizan el peso que tiene la intención de actuar de
manera sustentable y el hecho de que esta intención sea mantenida por la presión social,
las actitudes favorables al cuidado del ambiente y la sensación de control personal. Por
su lado, la teoría de la activación de normas enfatiza la importancia de la conducta
altruista como determinante de la acción sustentable. Dicha conducta es promovida por
la norma personal, la consideración de las consecuencias de la conducta y las creencias
en la responsabilidad personal. Estos dos últimos tipos de teorías son las más utilizadas
en la investigación psico-ambiental del comportamiento sustentable.
38
CAPÍTULO 3
CONDUCTA PROECOLÓGICA
Acciones de conservación del entorno.
La conducta pro-ecológica (CPE) constituye uno de los tipos de acción clave
para lograr los ideales del desarrollo sustentable. No es posible satisfacer las
necesidades de los seres humanos sin contar con un “capital natural” (i.e., los recursos
de la naturaleza) que posibilite el acceso a alimentos, refugio, medicamentos, entornos
para la restauración psicológica, vestido y otros elementos que hacen posible una vida
digna o, por lo menos, la supervivencia (European Communities, 2008). Se requiere,
por lo tanto, una gestión ambiental que evite o minimice los efectos de la acción
humana en el entorno cuando dicho capital natural sea extraído y manejado (Pol, 2002b;
Valera, 2002). Los propósitos de la CPE son, precisamente, la conservación de esos
recursos y evitar su deterioro (Grob, 1990; Saunders, 2003).
Los recuentos anuales del estado del mundo revelan una preocupante pérdida de
recursos naturales, muchos de los cuales no son renovables: Gardner y Prugh (2008),
por ejemplo, señalan que:
• Las concentraciones de bióxido de carbono atmosférico se encuentran en sus
niveles más altos en los últimos 650,000 años; la temperatura de la Tierra se encamina a
niveles no experimentados en millones de años y el océano Ártico podría estar libre de
hielo para el año 2020.
• Una en seis especies de mamíferos se encuentra en peligro de extinción en
Europa y todas las especies de las pesquerías marítimas podrían colapsar para el 2050.
• El número de zonas muertas por la desaparición del oxígeno en los océanos se
ha incrementado de 149 a 200 sólo en los últimos dos años, amenazando las poblaciones
de peces que se asientan en sus vecindades.
• La contaminación del aire está ocasionando millones de muertes prematuras,
especialmente en los países pobres.
• En Norteamérica, la disminución en el número de abejas, murciélagos y otros
polinizadores esenciales, amenaza los cultivos y los ecosistemas.
• La idea de que se aproxima un pico en la producción mundial de petróleo, para
experimentar posteriormente una abrupta caída, ha pasado a ser un conocimiento
convencional, después de haberse considerado una especulación alarmante.
A estas señales se suman las malas noticias acumuladas durante décadas: una
producción exagerada de desechos sólidos no degradables en todos los rincones del
planeta (O’Meara, 1999); la desaparición de especies en los ecosistemas aéreos, marinos
y terrestres (Millennium Ecosystem Assesment, 2005); la pérdida de fertilidad en el
suelo apto para agricultura (Brown & Flavin, 1999); una escasez creciente de agua,
insuficiente para dotar de manera satisfactoria a toda la población mundial (Bridgeman,
2004), entre muchas más instancias que muestran que la crisis ambiental es una
desagradable realidad provocada por la acción humana.
Es claro el componente conductual de estas señales: La degradación de los
recursos naturales es producto del comportamiento depredador, egoísta y cortoplacista
de los seres humanos (Gifford, 2007a) por lo que se requiere instaurar un patrón de
39
comportamientos alternativos –la conducta pro-ecológica-, que contrarreste a la que
provoca los daños al entorno físico.
La conducta pro-ecológica puede definirse como “el conjunto de acciones
deliberadas y efectivas que responden a requerimientos sociales e individuales y que
resultan en la protección del medio” (Corral, 2001, p.36). La deliberación es un
componente esencial de la conducta de protección del entorno físico de acuerdo con esta
definición y con los planteamientos de Emmons (1997), para quien sólo el
comportamiento que tiene el propósito de cuidado del entorno puede ser calificado
como pro-ambiental. Lo anterior dota a la CPE de un componente temporal: la
propensión al futuro de los actos proambientales, dado que la persona, al actuar
propositivamente, anticipa las consecuencias de esos actos (Joreiman et al, 2001; 2004).
Otro componente importante de la CPE es su efectividad, ya que resuelve problemas
ambientales ante requerimientos establecidos por la sociedad o por el individuo mismo
que despliega ese comportamiento (Corral, 2002). De esta manera, la CPE se mide en
función de los resultados que produce: el cuidado de los recursos naturales (Corral,
2001).
También, de acuerdo con la definición dada, la conducta pro-ecológica se da
ante exigencias del entorno social de los individuos. Esto significa que esa conducta,
como la mayor parte de la que despliegan los seres humanos, se encuentra regida por
normas sociales. Si las personas son requeridas por su cultura particular a desarrollar
acciones de cuidado del medio ambiente, es más probable que las lleven a cabo que
cuando esas normas no están presentes (Hunecke, Blöbaum, Matthies, & Höger, 2001).
Por lo anterior, es importante estudiar los contextos sociales en los que viven las
personas y las normas ecológicas presentes en ellos, como inductoras de CPE.
Tipos de conductas pro-ecológicas
Los investigadores en el campo de la psicología ambiental han estudiado una
buena variedad de conductas pro-ecológicas, así como sus determinantes. Aunque al
inicio de la investigación en el área se mostraba un sesgo por comportamientos como el
reciclaje, el ahorro de energía y las acciones de estética ambiental (Corral, 2001), la
complejidad y el agravamiento de los problemas ecológicos ha obligado el estudio de un
gran número de conductas con impactos ambientales. Las siguientes son algunas de
ellas:
Reducción en el consumo de productos. La disminución en la compra y uso de
productos constituye una acción contrapuesta a las prácticas consumistas que agobian el
capital natural del entorno. Las personas de naturaleza frugal (ver capítulo 4) deciden
voluntariamente vivir de manera más simple, evitando lujos, ostentación y derroche y
consumiendo sólo lo necesario para evitar el despilfarro de recursos (De Young, 1991;
Iwata, 2002). Lo anterior, evita además, la acumulación de basura y la inequidad en la
utilización de bienes (Chokor, 2004). Un rubro en el que la disminución es importante
se refiere al consumo de carne, especialmente a la de ganado vacuno, por la carga que
representa su engorda a los ecosistemas (FAO, 2006). Esto aplica también al consumo
de especies marinas de gran tamaño (Worm, Barbier, Beaumont et al, 2006).
Reuso de desechos. El reuso implica la reutilización de un objeto, en lugar de
desecharlo a la basura (Corral, 1995). Esta práctica es más pro-ecológica que el reciclaje
pues no requiere energía para re-convertir el producto a conservar. Antes de la difusión
de los ideales del consumismo y de la cultura de los contenedores no retornables las
personas reusaban objetos como empaques de comida, envases de vidrio y de metal,
40
ropa, papel, bolsas. Además, no recibían bolsas de plástico para empacar las compras en
los abarrotes; la leche, los refrescos, la cerveza y otros líquidos eran vendidos en
envases retornables. Aun en algunos lugares de cultura más tradicional y en zonas de
pobre ingreso económico se acostumbra la reutilización de productos.
Reciclaje. Esta acción implica la práctica más difundida de control de desechos
sólidos en las sociedades industrializadas. Consiste, inicialmente, en separar la basura
en conjuntos (orgánica, inorgánica) y sub-conjuntos (madera, residuos de comida,
papel), de productos desechados. Posteriormente, los desechos son tratados en fábricas
especializadas para generar nuevos productos. El reciclaje genera un menor impacto
ecológico positivo que el reuso o la reducción del consumo (ya que produce un cierto
nivel de contaminación en el reprocesamiento de los productos). Sin embargo, desde el
punto de vista social tiene una repercusión positiva pues es generador de empleos
(Corral & Pinheiro, 2004).
Acciones de estética ambiental. Comprenden conductas de limpieza y
mantenimiento de escenarios urbanos –barrios, parques, sitios públicos- o contextos
naturales (Oskamp & Schultz, 2006). Aunque relacionadas con las acciones de control
de desechos sólidos, este tipo de comportamientos tiene como propósito central
conservar limpios los sitios en los que se desarrollan las actividades humanas, más que
la disminución del consumo o la generación de desechos (Corral, 2001). La colocación
y el uso de recipientes para la basura, que sean visibles y accesibles a las personas y el
involucramiento en campañas de limpieza son instancias de este tipo de
comportamiento.
Compra de productos amigables para el ambiente. La adquisición de productos
no contaminantes como detergentes biológicos, sistemas de control de plagas no
tóxicos, objetos reusados o reciclados, productos certificados como ambientalmente no
dañinos, rociadores que evitan la destrucción a la capa de ozono, gasolinas libres de
plomo, pilas o baterías eléctricas recargables, productos desprovistos de empaque, y
otros similares, representan un respiro al ambiente (Gatersleben, Steg & Vlek, 2002;
Thøgersen, 2005). La suma de los esfuerzos individuales en este sentido genera un
cambio significativo en la carga de contaminantes que día a día se deposita en la Tierra.
Elaboración de composta. Esta práctica inicia con la separación de los residuos
orgánicos de la basura para someterlos posteriormente a un tratamiento de
descomposición (Taylor & Todd, 1997), usualmente enterrando los residuos en el patio
de la casa, o mezclándolos en una licuadora. La mezcla es utilizada como abono o
fertilizante para huertos y jardines. La elaboración de composta implica una forma de
conservación de objetos de desecho, en este caso orgánicos, que de otra manera
llegarían a la basura, propiciando contaminación.
Ahorro de agua. La crisis de la escasez de agua apta para consumo se encuentra
entre los primeros lugares de los problemas ambientales a nivel mundial (Brown &
Flavin, 1999). Su solución implica reducir significativamente el consumo en escenarios
residenciales, públicos y de trabajo, así como optimizar su uso y evitar el desperdicio en
la agricultura (Moser, Ratiu & de Vanssay, 2004; Carlos, 2004). Esto implica, entre
otras cosas, dotar a la población de habilidades y competencias para el cuidado del
líquido en todos los usos, especialmente en aquellos en los que el desperdicio es mayor
(Corral, 2002).
Ahorro de energía eléctrica. Este conjunto de acciones involucra conductas
como fijar el termostato de sistemas de calefacción y aire acondicionado a niveles de
bajo consumo, emplear muebles y dispositivos ahorradores de energía en el hogar,
utilizar escaleras en lugar de ascensores y elevadores eléctricos, instalar celdas solares o
sistemas de energía de fuentes renovables, apagar y/o desconectar aparatos eléctricos y
41
electrónicos cuando no se encuentran en uso, y otras similares que produzcan una
disminución en el uso y gasto de energía (Gatersleben et al, 2002; Stern, 2000).
Disminución del uso de automóviles. El uso del automóvil representa una de las
fuentes principales de emisión de gases de invernadero y otros contaminantes, por lo
que evitar o disminuir ese uso implicaría una mejoría en la calidad del aire (Joreiman,
Van Lange & Van Vugt, 2004). Alrededor del mundo un número creciente de personas
utilizan transportación alternativa al uso de automóviles, como bicicletas, tranvías,
metro, autobús o, simplemente, caminan.
Ahorro de combustible. Una acción que, de manera indirecta, disminuye el gasto
de combustible en autos, barcos o aviones es la compra de productos alimenticios
locales y de temporada, ya que, al hacerlo, no es necesario el transporte de esos
productos desde los lugares de origen, algunos de los cuales pueden estar a miles de
kilómetros (Kaiser, 1998). Disminuir los viajes a lugares lejanos, especialmente por la
vía aérea, también afecta negativamente al gasto de combustible e, incidentalmente, a
los niveles de contaminación.
Lectura de tópicos ambientales. Dado que el conocimiento de los problemas
ambientales y sus soluciones se constituye en un pre-requisito para el cuidado efectivo
del ambiente, la búsqueda y adquisición de información a este respecto conforman un
tipo importante de conducta pro-ecológica (Hsu, 2004). Los medios masivos de
comunicación, aparte de los libros y revistas especializadas y numerosos sitios de la
internet contienen esta información.
Persuasión pro-ecológica. Las personas con orientación pro-ambiental
persuaden a otros de la necesidad de cuidar el entorno. Pueden lograr esto a través del
convencimiento, la instrucción, la discusión o enseñanza de procedimientos con los
cuales se puede proteger el medio; el modelamiento de la CPE o, incluso, llamando la
atención a aquellos que contaminan o desperdician recursos (Corral, Hess, Hernández &
Suárez, 2002).
Cabildeo pro-ambiental. Una forma eficiente de protección del entorno se
produce en el contexto político, presionando o convenciendo a legisladores de la
necesidad de aprobar leyes a favor de la protección de especies, ecosistemas o recursos
naturales. Dado que los políticos son muy sensibles a estas presiones –especialmente en
tiempos electorales- se requiere de la suma de un buen número de individuos o grupos,
para lograr que dicha presión produzca resultados (Suárez, 2000).
Diseño y construcción pro-ecológicos. La planeación y construcción de
residencias, espacios laborales, áreas de convivencia y otros escenarios, respetando al
máximo el entorno natural circundante, y economizando el uso de energía, forman parte
del diseño pro-ecológico (Kellert, Heerwagen & Mador, 2008). Al combinarse la
construcción de ambientes pro-ecológicos con la convivencia que conlleva habitar esos
escenarios, se promueven estilos de vida sustentables (Kirby, 2003).
Cuidado de ecosistemas. Comprende el involucramiento de las personas en
problemas locales como la degradación de ecosistemas y su restauración. Syme, Beven
& Sumner (1993) describen las motivaciones y situaciones que promueven el
involucramiento de personas en actividades de protección de un pantano en Australia.
Otra experiencia es la de Baasell-Tillis y Tucker-Carver (1998), quienes describen las
prácticas de cuidado y de degradación de los ecosistemas marinos en los E.E.U.U., por
los dueños de embarcaciones de recreo.
Planificación familiar. Para asegurar la calidad de vida de las presentes y las
futuras generaciones se requiere una suficiente provisión de tierra, agua y energía. Más
de tres mil trescientos millones de personas se encuentran desnutridas y existe un
desbalance entre el creciente número de seres humanos y los recursos necesarios para
42
sustentarlos. Es necesario hacer entender a las personas, independientemente de su
origen cultural, que el crecimiento poblacional desmedido daña los recursos de la Tierra
y disminuye el bienestar humano (Pimentel & Pimentel, 2006). La decisión conciente
de las personas –y la acción correspondiente- de limitar el número de nacimientos en su
familia, con el propósito de paliar el impacto humano en la biosfera es un tipo de
conducta pro-ecológica a desarrollar en las presentes y futuras generaciones (Bandura,
2002).
Los comportamientos arriba enunciados se estudian empleando una buena
variedad de instrumentos. La Tabla 3.1 ejemplifica el uso de instrumentos de medición
del comportamiento pro-ecológico, en este caso a través de la escala de Conducta
Ecológica General de Kaiser (1998), en una versión reducida.
Tabla 3.1. Versión corta de la Escala de Conducta Ecológica General de Kaiser
(1998).
______________________________________________________________________
De las siguientes conductas, por favor indique qué tan frecuentemente las lleva a cabo.
0=Nunca
1=Casi nunca
2=Casi siempre
3=Siempre
__________________________________________________________________________________________________________
1. Espero tener una carga completa de ropa antes de meterla a la lavadora
____
2. Manejo en las vías rápidas a velocidades menores a 100 kmph
____
3. Guardo y reciclo el papel usado
____
4. Separo botellas vacías para reciclar
____
5. Le he hecho saber a alguien que se ha comportado de manera que daña
el ambiente
____
6. Compro comidas preparadas
____
7. Compro productos en empaques que pueden volver a utilizarse
____
8. Compro productos (frutas y verduras) de temporada
____
9. Utilizo la secadora de ropa
____
10. Leo acerca de temas ambientales
____
11. Platico con amigos acerca de problemas relacionados con el ambiente
____
12. Mato insectos con un insecticida químico
____
13. En el verano apago el aire acondicionado cuando dejo mi casa
por más de cuatro horas
____
14. Busco manera de reusar cosas
____
15. Animo a mis amigos y familiares para que reciclen
____
16. Ahorro gasolina, caminando o viajando en bicicleta
____
______________________________________________________________________
Este es un ejemplo de instrumentos que utilizan el auto-reporte del
comportamiento, es decir el informe que dan las personas acerca de lo que han hecho en
un determinado tiempo. Otros investigadores prefieren la observación directa del
comportamiento, ya sea registrada por otros o por la misma persona que lleva a cabo
una conducta con impacto ecológico. En la Tabla 3.2 se expone un ejemplo de registro
observacional de consumo de agua, elaborado por Corral (2002). Las personas se autoregistran y observan el consumo de otros dos participantes, medido en el tiempo total
que emplean en utilizar el agua en sus domicilios. El registro puede adecuarse a la
medición de la cantidad de agua consumida y a otras instancias de la CPE.
43
Tabla 3.2. Registro observacional del consumo residencial de agua (Tomado de
Corral, 2002).
USOS DEL AGUA
USTED
OTRO ADULTO
UN JOVEN
Minutos lavando los
trastos sin cerrar llave
Minutos bajo la
regadera sin cerrarla
Minutos regando las
plantas
Minutos lavándose los
dientes sin cerrar la
llave
Minutos regando la
acera
La dimensionalidad de la conducta pro-ecológica
La literatura relevante discute la probabilidad de que la conducta proecológica
sea unidimensional, es decir, que todas las acciones que la componen (reciclar, ahorrar
energía, cabildear a favor del ambiente, etcétera) formen parte de un tipo único y
especial de comportamiento. Por lo tanto, se esperaría que si una persona tiene una
orientación a favor del medio ambiente, ésta realizaría todo tipo de conductas
conservacionistas, dependiendo de que se presentara la oportunidad para llevarlas a
cabo, y no sólo unas cuantas de ellas. Florian Kaiser (1998) es un psicólogo ambiental
que argumenta a favor de esta idea de la CPE como comportamiento unitario. El
razonamiento que guía a esta postura refiere el hecho de que, dado el carácter
deliberado de la CPE, lo que interesa es la finalidad de la conducta, es decir, el cuidado
del entorno físico, sin importar las diferencias en los medios que se empleen para
lograrlo (Suárez y Hernández, 2008). Esto tiene sentido, ya que se esperaría que una
persona con orientación pro-ecológica desplegara todo tipo de acciones de conservación
del ambiente, con la salvedad de aquellas conductas que le fueran imposibilitadas por
restricciones de su entorno (Corraliza & Berenguer, 2000).
Desafortunadamente, este último argumento es uno de los utilizados por los
psicólogos ambientales que no creen que el comportamiento pro-ecológico sea de
naturaleza unitaria. Al existir más restricciones para unos comportamientos (por
44
ejemplo, apagar la calefacción en el invierno) que para otros (por ejemplo, reciclar en
un vecindario que provee facilidades para esa acción), la misma persona puede
involucrarse en el segundo tipo de comportamientos, pero no en el primero. Otra
situación que puede presentarse es el grado de dificultad diferencial de los
comportamientos. Por ejemplo, el cuidado de un ecosistema implica un grado muy
elevado de complejidad para la solución de la tarea, mientras que otros que son
visiblemente más fáciles de ejecutar –por ejemplo, reusar un objeto-. Este hecho es
reconocido por Kaiser y Wilson (2000) quienes utilizan sistemas de análisis de datos
que considera las diferencias en la dificultad de las tareas proecológicas. Al controlar
esas diferencias, ellos parecen demostrar que las correlaciones entre diferentes
conductas pro-ambientales generan un factor único de conducta pro-ecológica. Una
explicación adicional al porqué la CPE parece multidimensional sería que las
diferencias en el grado de involucramiento en distintas conductas se debería a que las
motivaciones para llevarlas a cabo fueran también diferentes (Thøgersen, 2004). No es
lo mismo cuidar el ambiente por convicción –es decir, deliberadamente- que hacerlo por
evitar un castigo; además, uno puede estar más motivado por involucrarse en ciertas
conductas y menos por hacerlo en otras.
Lo anterior da como resultado que, cuando se contrastan los registros (ya sea
observacionales o de auto-reporte) de diferentes clases de CPE no es poco común
encontrar bajas interrelaciones entre ellos. Por ejemplo, disminuir el uso del automóvil
no se relaciona significativamente con ahorrar energía en el hogar (Bratt, 1999). Incluso
al interior del mismo tipo de conducta proecológica pueden resultar acciones
inesperadas: el reciclaje de aluminio no se relaciona con el reciclaje de papel (Corral,
1996). Barr, Gilg & Ford (2001, p. 72), a partir de sus resultados, concluyen que “el
reciclaje es una conducta fundamentalmente diferente del reuso y de la reducción del
consumo”.
Partiendo de estas divergencias, se han tratado de clasificar conductas proecológicas en subconjuntos. Por ejemplo, Tracy y Oskamp (1984) dividieron un
conjunto de prácticas pro-ambientales estudiadas por ellos en cuatro categorías:
mantenimiento del hogar, transporte, reciclaje de objetos, consumo y protección
ambiental. Esos grupos de variables no mostraron relaciones significativas entre sí.
Corral, Hess, Hernández & Suárez (2002), por su parte, obtuvieron conglomerados de
conductas protectoras del ambiente que implicaban el reciclaje de productos, el ahorro
de energía, el cuidado de agua, entre otras, las cuales eran predichas por otro grupo de
acciones de seguimiento de reglas ambientales. Aunque era posible diferenciar estas
conductas, también se podían encontrar relaciones entre ellas, dadas por los
antecedentes conductuales (el seguimiento de reglas).
No obstante lo anterior, algunos autores consideran que un comportamiento
proecológico general, constituido por diversos tipos de acciones, es alcanzable y que
muchas personas –por ejemplo los activistas ambientales- lo logran, lo cual significa
que la CPE puede llegar a ser unitaria. La clave estribaría en generar un nivel
motivacional que sea balanceado para todas las conductas; instaurar deliberación
proecológica también para todos los comportamientos; minimizar las barreras para todas
las instancias de conducta proambiental, y lograr que el grado de efectividad para
resolver problemas ambientales sea lo suficientemente elevado, de manera que las
dificultades diferenciales que implican las tareas no disminuyan la ejecución en las más
difíciles (Corral, 2002; Emmons, 1997; Kaiser, 1998; Thøgersen, 2004). Dado que el
45
interés central de la educación ambiental es el de producir una tendencia
comportamental unificada, que lleve a las personas a comportarse de manera
proecológica de todas las maneras posibles, los programas formativos deberían atacar
las variables que obstaculizan la consolidación del CPE como un factor unitario del
comportamiento.
Correlatos psicológicos de la conducta pro-ecológica.
La investigación en psicología de la conservación le ha dedicado un esfuerzo
sustancial a estudiar las características psicológicas de la gente que cuida su ambiente
físico. La gama de predictores propuesta es muy amplia e incluye tendencias así como
capacidades conductuales. En correspondencia con la gran cantidad de predictores
propuestos para la CPE se ha elaborado y probado una gran variedad de modelos,
algunos de los cuales fueron mencionados en el capítulo 2.
Entre los determinantes disposicionales de la CPE se mencionan las actitudes
proambientales: poseer una inclinación o un gusto hacia el cuidado ambiental lleva a las
personas a cuidar su entorno (Leiserowitz, Kates & Parris, 2005). Las emociones a favor
de la naturaleza y su conservación, así como la afinidad hacia lo natural y el aprecio por
la diversidad biológica y social son otros predictores significativos (Montada et al,
1999; Corral, Bonnes, Tapia, Fraijo, Frías & Carrus, 2009). En rubros relacionados, se
ha encontrado que los motivos pro-ecológicos constituyen una influencia directa y
significativa en la conducta pro-ambiental. Estos motivos pueden ser egoístas –cuidar el
ambiente para disfrutar de sus recursos-, altruistas –ser pro-ecológicos procurando el
bienestar de otros- o biosféricos -cuidar a la naturaleza por su valor intrínseco- (Schultz,
2001). Otro determinante directo mencionado es la deliberación o intención a actuar de
manera proambiental (Wall et al, 2007), confirmando lo establecido en la definición de
la CPE (Grob, 1990).
Las creencias ambientales o visiones del mundo son instigadoras de la acción
pro-ecológica, especialmente si son de carácter ecocéntrico (i.e., creer que la naturaleza
debe ser preservada por su valor intrínseco), aunque también las creencias
antropocéntricas, que colocan al ser humano como entidad dominante en la Tierra,
pueden predecir algo del cuidado ambiental físico (Thompson & Barton, 1994). La
percepción de normas sociales en los entornos culturales de las personas pueden
inducirles el desarrollo de normas personales, que se convierten en guías de la conducta
pro-ecológica (Hunecke et al, 2001).
Las habilidades de resolución de problemas ambientales (Bustos, Flores &
Andrade, 2004) y la conjunción de éstas en sistemas de competencias pro-ecológicas se
encuentran entre los correlatos importantes de la CPE. No basta con poseer actitudes,
normas, valores o motivos pro-ambientales; es necesario, además, manejar destrezas
para atacar problemas ecológicos y estar en la posibilidad de responder a los
requerimientos que la sociedad establece para el cuidado del entorno (Geller, 2002;
Corral, 2002).
Esta breve revisión muestra la gran cantidad de predictores disposicionales que
existe para la conducta pro-ecológica. La revisión de la literatura indica que, además de
la presencia de estas tendencias, se encuentran comportamientos –es decir, acciones
abiertas- que se correlacionan con la CPE. Esta correlación podría indicar algunas
46
situaciones de interés para los investigadores y los educadores ambientales, como
veremos a continuación.
Conducta proecológica y estilos de vida sustentables.
En fechas relativamente recientes, el concepto de estilos de vida sustentables
(EVS) empieza a aparecer como un mote que engloba a una serie de acciones a favor
del ambiente. Dado que el ideal de la sustentabilidad comprende las conductas de
cuidado del entorno físico, tanto como del social, se requiere de constructos que enlacen
ambos tipos de comportamientos. El de EVS parece cumplir con esas características.
Inicialmente, se consideraba que los EVS referían conductas de consumo
responsable, y no mucho más, dado que el concepto general de estilos de vida describía
patrones de conducta, uso de recursos y consumo con los que las personas se
diferencian de otros y para afiliarse a grupos (Chaney, 1996; Corraliza & Martín, 2000).
Posteriormente, se incorporaron otras dimensiones que tienen que ver con formas de
vivir, la satisfacción de necesidades, el cumplimiento de deseos, tanto sociales como
individuales, y las maneras de relacionarse con otras personas (Center for Sustainable
Development [CSD], 2004).
El concepto de EVS, pues, debía ampliarse; aunque las soluciones a los deseos y
necesidades de las personas en buena medida se satisfacen con el consumo,
especialmente en las sociedades occidentales, queda claro que un estilo de vida abarca
algo más que el consumo. Las necesidades de afiliación, por ejemplo, si bien pueden ser
satisfechas a través del uso o intercambio de bienes materiales (siendo obsequiosos o
exhibiendo status para atraer personas con las cuales relacionarse), se satisfacen también
a través de otras pautas de conducta no necesariamente consumistas, las que incluyen la
pro-socialidad, el altruismo y la reciprocidad, entre otras (Corral, Tapia, Fraijo, Mireles
& Márquez, 2008). Kirby (2003), de manera específica, plantea que existe una
dimensión de sentido comunitario, en donde las relaciones prosociales y de reciprocidad
juegan un rol fundamental en el establecimiento de estilos de vida sustentables. Es
necesario, por lo tanto, incorporar todas estas dimensiones adicionales al consumo
dentro del concepto de EVS.
El CSD (2004) establece que los Estilos de Vida Sustentables son patrones de
acción y consumo, utilizados por las personas para afiliarse y diferenciarse de otra
gente. Los EVS se caracterizan porque: a) satisfacen necesidades básicas, b) proveen
una mejor cualidad de vida, c) minimizan el uso de recursos naturales y la emisión de
desechos y contaminantes en el ciclo vital y d) no amenazan las necesidades de las
futuras generaciones. Al ser patrones de acción, los EVS deben identificarse en tanto
conductas, es decir, acciones instrumentales que pueden registrarse en las personas que
las practican. Pero, además, esas acciones deben dirigirse hacia el cuidado de los
componentes físicos y sociales del entorno (Corral, Tapia, Fraijo, Mireles & Márquez,
2008). En este sentido, los EVS son un conjunto de conductas sustentables y como tales
deben estudiarse.
Debido a que la reducción en los niveles de consumo es una condición
indispensable para la adopción de un estilo de vida sustentable, la austeridad y el
consumo responsable se consideran como candidatos a formar parte de las dimensiones
de los EVS (Iwata, 2002; Thøgersen, 2005). El altruismo, es decir, el comportamiento
de cuidado dirigido hacia otras personas sería otra de las dimensiones. El altruismo es una
condición necesaria para la sustentabilidad (Pol, 2002a) y si los patrones altruistas de conducta
47
pueden satisfacer necesidades de afiliación e identificación, entonces éstos deben formar parte
de los EVS. Las conductas igualitarias, englobadas bajo el concepto de equidad (Winter,
2002) se consideran el tercer candidato para formar parte de los EVS. Finalmente, la
conducta pro-ecológica se propone como el cuarto tipo de componentes de los EVS, ya
que no es posible alcanzar los ideales de la sustentabilidad sin un medio físico
conservado (por la CPE) que permita el acceso a sus recursos (Kaiser, 1998). Si bien
estas conductas se entremezclan con los comportamientos de consumo austero, se
requiere de muchos tipos de comportamientos de cuidado del medio (aparte de las
conductas de consumo frugal) para cuidar el entorno físico.
Con el fin de probar la pertinencia de un concepto de EVS que englobe a las
cuatro dimensiones conductuales propuestas, se han desarrollado estudios que parecen
apoyar dicha idea. Para demostrar que la austeridad, el altruismo, la equidad y la CPE
forman parte de los EVS es necesario demostrar que los cuatro diferentes tipos de
acciones se interrelacionan de manera significativa. La literatura, de hecho, muestra que
se dan relaciones entre la CPE y el altruismo (Schultz, 2001) y entre la austeridad, el
altruismo y la CPE (De Young, 1996; Iwata, 2002); también, la equidad se relaciona
con la preocupación por otros –evidencia de altruismo- (Veenhoven, 2006). Sin
embargo, no existen muchos estudios que hayan interrelacionado los cuatro factores
candidatos a formar parte de los EVS.
Corral et al (2008) desarrollaron un estudio en el que recogieron el auto-reporte
de conductas pro-ecológicas, acciones altruistas y comportamientos austeros. Al
interrelacionar los tres factores formaron un constructo de segundo orden al que
denominaron “estilos de vida sustentables”. Para reforzar la estimación de la validez de
dicha medida los autores correlacionaron el factor de EVS con otro factor, formado por
tendencias psicológicas pro-sustentables como la deliberación pro-ecológica, la
percepción de normas pro-ambientales, el aprecio por la diversidad, la afinidad por la
naturaleza y la auto-presentación proecológica. La correlación entre ambos factores fue
positiva, alta y significativa, como se esperaba.
Un estudio posterior, desarrollado por Osuna, Corral, Ortiz, Castro, García,
Bojórquez, Rojas & Méndez, (2008) corroboró estos resultados y, en esta ocasión,
incluyó a la dimensión de equidad, como parte de los EVS. De nueva cuenta, este factor
surgió coherentemente a partir de las interrelaciones entre sus dimensiones de primer
orden (CPE, altruismo, austeridad, equidad). La idea de que la conducta proecológica
forma parte de un factor más general y jerárquicamente superior (los estilos de vida
sustentable) parece reforzarse y esto pudiera encaminar el estudio de las conductas
conservacionistas en la dirección de los ideales de la sustentabilidad.
Cuidado del ambiente y bienestar subjetivo.
Uno de los fines de la instauración de los estilos de vida sustentables es el logro
de bienestar para la población, incluido el bienestar subjetivo. Esto quiere decir que el
cuidado del ambiente debiera traducirse, entre otras cosas, en una sensación de bienestar
o felicidad. La cuestión, entonces, es saber si existe una relación entre ser pro-ecológico
y ser feliz. Para algunos autores esta liga no es evidente. Por ejemplo, Lindenberg y
Steg (2007) sugieren que los objetivos hedónicos (la búsqueda del placer) se
contraponen a menudo a la actuación pro-ambiental: las personas que buscan sentirse
bien no deberían mantener entre sus objetivos el cuidado del entorno físico, porque esto
implica el sacrificio personal, la disminución del consumo y otros factores que se
48
contraponen, aparentemente, con el placer. Estos autores proponen que los objetivos
hedonistas se hagan incompatibles con las metas normativas pro-ambientales que
enfatizan la responsabilidad por el cuidado ecológico.
No obstante, Lindenberg y Steg también reconocen que la búsqueda de confort
podría guiar a la conducta proambiental; es decir, algunas personas buscarían la
protección del entorno para sentir placer o bienestar. Existen evidencias en la literatura
que muestran que éste es un caso plausible. Pelletier, Tuson, Green-Demers, Noels &
Beaton (1998), por ejemplo, encontraron que es más probable que las personas
desplieguen conductas pro-ecológicas cuando éstas derivan placer y satisfacción. De
Young (2000) establece que las personas consideran que vale la pena involucrarse en
ciertas acciones proambientales por la satisfacción y placer que les proporcionan. En el
capítulo 11 veremos que la afinidad emocional por el ambiente es un predictor del
cuidado ecológico. Las personas obtienen bienestar psicológico de la exposición a la
naturaleza, así es que se podría esperar que dicho bienestar fuera un motivo para cuidar
el entorno (ver Kals, Schumacher & Montada, 1999).
En un estudio que investigó de manera directa la relación entre bienestar
subjetivo (o felicidad) y la conducta pro-ecológica, Brown y Kasser (2005) encontraron,
tanto en adolescentes como en adultos, que los individuos con más altos niveles de
bienestar subjetivo reportaban un mayor involucramiento en conductas de cuidado del
entorno físico. Por desgracia, hasta donde sabemos, ésta es la única investigación que ha
abordado de manera específica la relación entre felicidad y la CPE.
Estas reflexiones y experiencias de investigación parecen mostrar, entonces, que,
en algunos casos, el cuidado del entorno físico genera incomodidad o displacer,
mientras que en otros, produce sensaciones de bienestar. El reto de la investigación
subsecuente consistiría en discernir qué condiciones o instancias del actuar
proambiental llevan a cada estado (displacer, bienestar). Los resultados podrían ayudar
a inducir en las personas estados de sensación positiva por actuar pro-ecológicamente.
De ser así, se facilitarían en gran medida las condiciones que mantienen el
comportamiento de cuidado del entorno físico.
Recuento del capítulo.
La gravedad de los problemas ambientales exige la adopción de
comportamientos que eviten la continuación del deterioro ecológico, el cual se
manifiesta en daños a los tres niveles de la biósfera: la atmósfera, el suelo y el agua. No
es posible cumplir con los objetivos del desarrollo sustentable sin conservar los recursos
ambientales, concebidos como un “capital natural”. La única manera de lograrlo es
instaurando una conducta pro-ecológica (CPE) en los individuos y los grupos que éstos
conforman.
La conducta pro-ecológica se define como un conjunto de acciones intencionales
y efectivas que resultan en la conservación del ambiente, constituyendo uno de los
componentes claves en la conformación de la conducta sustentable. Entre las instancias
de esta conducta se ubican el consumo de productos que no deterioran el ambiente; el
reuso de objetos; el reciclaje; la elaboración de composta; las acciones de estética
ambiental; la reducción en el consumo de electricidad, agua y combustibles; el cuidado
de ecosistemas; el cabildeo pro-ambiental; la adquisición de información acerca de
49
problemas ambientales y sus soluciones; la persuasión pro-ambiental y la planificación
familiar; entre otras.
La discusión acerca de la dimensionalidad de la CPE no concluye. Algunos
autores catalogan a este comportamiento como unitario, mientras que otros lo conciben
como la suma de acciones no necesariamente relacionadas entre sí. Dado que se
requiere que los ciudadanos practiquen todos los tipos de comportamiento ambiental
responsable y no sólo algunos de ellos, dicha discusión continuará, buscando la manera
de lograr la unidimensionalidad de la CPE.
Las variables disposicionales que predicen la conducta pro-ecológica son
numerosas, yendo desde las actitudes hasta las competencias, pasando por los motivos,
las emociones, las creencias, las normas ambientales, la intención de actuar, y las
habilidades, entre otras. Junto con las acciones altruistas, la conducta frugal voluntaria y
los comportamientos igualitarios, la PCE conforma los estilos de vida sustentables, un
conjunto de comportamientos abiertos cuyo objetivo es el cuidado ecológico tanto en el
nivel físico como en el humano.
Como uno de los objetivos del desarrollo sustentable es la procuración de
bienestar para las personas, surge la interrogante acerca de si, así como un ambiente
sustentable puede logra producir felicidad, las personas felices son propensas a cuidar el
ambiente. Los resultados de la investigación son, en cierto sentido, contradictorios.
Algunos datos muestran que las personas buscan el placer en el despilfarro de recursos y
en la inacción a favor del ambiente. Sin embargo, otras, encuentran satisfacción y
bienestar conservando los recursos naturales. Esta línea de investigación proseguirá,
seguramente, y arrojará información que permita elucidar de qué manera se puede
obtener felicidad cuidando la integridad de los recursos de la naturaleza.
50
CAPÍTULO 4
AUSTERIDAD
El consumismo y la (aparente) felicidad
Es una idea ampliamente compartida que la receta para el bienestar es muy
simple: “consume más y serás feliz”. Entre las principales motivaciones de los
consumidores se encuentran la familia, los amigos, la salud, la aprobación social, la
comunidad, un propósito en la vida, las cuales, se sabe, tienen una fuerte correlación
con la felicidad (Elliwell, 2003). En otras palabras, la gente consume con la creencia de
que esto les traerá amigos, salud, estabilidad familiar, sentido de comunidad y
propósito. Pero hay una paradoja aquí, a la que hace alusión Jackson (2008): Las
personas saben bien cuáles son las cosas que las hacen felices, pero captan mal cómo
lograr esas cosas. El consumismo es un buen ejemplo de lo anterior.
El crecimiento económico, en el esquema de las economías de mercado, es una
manifestación de los niveles de consumo. Ese crecimiento depende necesariamente del
consumo, lo que explica el interés desmedido de las naciones que cifran su progreso en
el crecimiento económico a través de la motivación consumista de sus ciudadanos. Para
probar la idea de que la felicidad (o el bienestar subjetivo) va ligada al crecimiento
económico se han realizado diversos estudios en una buena cantidad de países. El
bienestar depende en buena medida de la satisfacción de las necesidades personales; en
principio a una mejoría en el ingreso económico corresponde un incremento en los
niveles de bienestar personal reportados. Pero eso tiene un límite. Pasado un cierto
umbral de progreso económico, la correlación positiva con la felicidad desaparece. Tras
resolver las necesidades elementales, el dinero y el consumo que posibilita éste, ya no
procuran ninguna felicidad agregada (Inglehart & Klingemann, 2000). Un hallazgo
importante es que por encima de un ingreso de diez mil dólares por persona, la
correlación entre felicidad e ingreso desaparece (McKibben, 2007). Más riqueza
después de ese nivel no contribuye a más felicidad (por supuesto, ¡miles de millones de
personas ya quisieran tener ese nivel económico limítrofe!).
Tenemos, de hecho, información más sorprendente: los altos niveles de consumo
pueden no tener nada que ver con una calidad de vida más alta si ese consumo va en
detrimento de la salud para uno, para otros o para el ambiente (Talbert, 2008). En el
campo de la llamada Psicología Hedonista se ha confirmado también que más allá de
cierto umbral, un incremento en la riqueza material es un pobre sustituto de la cohesión
comunitaria, de las relaciones saludables, de un sentido de propósito en la vida, de la
conexión con la naturaleza y de otras dimensiones de la felicidad humana (Kahneman,
Diener & Schwartz, 2003). El dinero y el consumo, rebasados ciertos límites, no aportan
nada a lo que es esencial para las personas. El consumismo, como lo menciona Oskamp
(2000), es una de los dos causas esenciales de los problemas ambientales que hoy
vivimos (la otra es la sobrepoblación) y uno de los acicates del consumo desmedido es
el ingreso económico. Sus efectos son tan diversos como el incremento de la huella
ecológica (ver más delante) hasta decisiones como la compra de productos desechables
que se “re-integran” a la naturaleza como desperdicio. A más dinero logrado, mayor es
la probabilidad de que las personas generen ese desperdicio (McCollough, 2007).
51
De la paradoja entre saber lo que nos hace felices y no saber cómo obtener la
felicidad se desprenden dos tragedias. Muchas personas, creyendo que al consumir más
pueden lograr la felicidad, contribuyen a la desdicha de otras personas y de la sociedad
en general. Por un lado, el consumismo centrado en el individuo priva a otros de las
oportunidades de hacer uso de recursos para satisfacer sus necesidades elementales:
mientras más grande es el consumo de unos, menos acceso tienen otros al uso de
satisfactores. Más aún: De Botton (2005), en su reciente libro, muestra que una sociedad
inequitativa, en la que unos tienen mucho y otros tienen muy poco, conduce a sus
ciudadanos a una “ansiedad de status” debida al miedo a no ser exitoso y a que en esas
sociedades hay muchas cosas que envidiar. Por el otro lado, la propia persona
consumista se ve encerrada en un ciclo vicioso en el que niveles más altos de consumo,
al no producir la felicidad incrementada, acarrean más consumo y, por ende, más
frustración y desdicha para quienes no tienen acceso a esos niveles de uso de recursos
(Jackson, 2008). A este respecto, Kasser (2002) ha encontrado que la gente con más
actitudes materialistas – individuos que definen su valor a través de su dinero y sus
posesiones materiales- reporta bajos niveles de felicidad; mientras más acumula y
consume, más infeliz es. Por lo anterior, Brown y Cameron (2000) establecen que los
programas pro-ambientales que sólo se centran en la modificación de las actitudes y las
conductas consumistas tendrán un éxito limitado: se requiere un cambio desde los
valores de consumo orientados al interés personal hacia valores más prosociales y
altruistas, en donde se considere el interés de toda la comunidad.
Pero hay otras consecuencias del consumismo: la huella ecológica es una de
ellas. Este término lo popularizaron Mathis Wackernagel y sus colaboradores en
Veracruz, México, en un estudio para el Consejo de la Tierra (ver Wackernagel, Schulz,
Deumling, Callejas, Jenkins et al (2002). Los autores calcularon la porción de terreno
que se necesitaría para suministrar los recursos naturales consumidos y absorber sus
residuos. Con ese cálculo, la World Wide Fund for Nature (2002) estimó la huella
ecológica de más de ciento cincuenta países, encontrando que, desde finales de la
década de 1980 los seres humanos han consumido anualmente más recursos que los que
han podido regenerarse en ese período. Para Meadows, Randers & Meadows (2004, p.
44), las consecuencias de esta extralimitación son “sumamente peligrosas” ya que la
situación que enfrentamos al rebasar el umbral de regeneración de recursos es inédita
pues confronta a la humanidad con “una serie de cuestiones que nunca antes ha
experimentado nuestra especie a escala mundial”. Los autores subrayan la gravedad de
la problemática estableciendo que “carecemos de la perspectiva, las normas culturales,
los hábitos y las instituciones necesarias para afrontarla”.
El/la lector/a puede hacer el interesante ejercicio de estimar su huella ecológica
personal. Si ingresa en la página de internet: http://www.miliarium.com/Formularios/
HuellaEcologicaA.asp el resultado del ejercicio le indicará la cantidad de planetas
Tierra que se requerirían si todos los habitantes del mundo mantuvieran su nivel de
consumo personal. Tras hacer ese ejercicio es recomendable leer lo que sigue en este
capítulo.
Indicadores de progreso humano
Como lo describimos en el capítulo 1, algunos organismos internacionales y
gobiernos buscan incluir indicadores de bienestar poblacional entre sus objetivos de
desarrollo. El Producto Interno Bruto (PIB), como manifestación de crecimiento
económico poco a poco pierde terreno entre los indicadores de progreso humano, al no
52
considerar factores de impacto ambiental, ni –mucho menos- variables relacionadas con
el bienestar personal (Talbert, 2008). Entre los ejemplos de indicadores alternativos se
encuentran el Indicador de Progreso Genuino (IPG), el cual mide bienestar material
sustentable, considerando los beneficios de actividades extra-mercado como el
voluntariado social y las actividades de crianza de los hijos y descontando los costos
asociados a los niveles de inequidad económica, degradación ambiental y deuda
internacional (Lawn, 2006). Talbert (2008) muestra que en un país como los Estados
Unidos más de la mitad de su PIB no es sustentable, de acuerdo con los parámetros del
IPG y que la brecha entre el PIB y el IPG crece año con año en ese país y en muchos
otros.
Un indicador adicional llamado el Índice de Planeta Feliz (IPF) mide la
eficiencia ecológica con la cual, en diferentes países, la gente logra vidas duraderas y
felices. El IPF se calcula multiplicando un índice de satisfacción con la vida por el
promedio de la expectativa de vida y dividiendo este producto por la huella ecológica.
Los países clasificados por las Naciones Unidas como de “desarrollo medio” (por
ejemplo, buena parte de Latinoamérica) presentan niveles más altos de IPF, en contraste
con las naciones más ricas y las más pobres (Marks, 2006). Esto indica que en los
extremos del consumo –exceso y deficiencia- se encuentran las bases económicas de la
insostenibilidad. En uno de ellos, por exceder los límites y por la consiguiente huella
ecológica que resulta de la inmoderación en el uso de recursos. En el otro, por no
alcanzar los niveles mínimos de consumo que les permitan a las personas satisfacer sus
necesidades y, de ahí, lograr una vida relativamente feliz.
Un indicador más –que ya habíamos mencionado brevemente en el capítulo 1- es
el que mide la Felicidad Nacional Bruta (FNB), establecida en Bután desde 1972 como
marco de desarrollo sustentable. De acuerdo con el primer ministro de ese país, la FNB
“se basa en la premisa de que el verdadero desarrollo de la sociedad humana se lleva a
cabo cuando el desarrollo material y el espiritual ocurren lado a lado, se complementan
y refuerzan el uno al otro” (citado por Talbert, 2008, p. 25). Los cuatro pilares del FNB
son la equidad, la preservación de valores culturales, la conservación del ambiente
natural y el establecimiento de buen gobierno. En esta base, aunque se da por
descontado que el recurso material es importante, no se menciona como objetivo a
lograr ni el crecimiento económico, ni la elevación de los niveles de consumo para la
población.
Sin embargo, en la mayor parte de los países industrializados el PIB continúa
siendo el principal –si no el único- indicador de progreso. Por desgracia, muchos países
más pobres que aspiran a lograr el status de naciones “desarrolladas” fijan sus metas
considerando los indicadores de esta medida de crecimiento.
Tanto el consumismo como la huella ecológica deficitaria que éste genera se han
convertido en dos de las fuentes principales de la crisis ambiental actual, por lo que es
fundamental estudiar las razones que generan el ímpetu consumista de personas, grupos
y naciones. Además, es necesario averiguar si existe alguna dimensión psicológica que
contrarreste el afán consumista de la humanidad. Existen guías para ambos objetos de
estudio y a ellas nos dedicaremos en este capítulo. Primero pasemos a tratar de
responder la pregunta: ¿De dónde surge el impulso consumista en las personas? para
después abordar la posible existencia de una propensión psicológica que inhiba ese
impulso.
53
Orígenes de la conducta consumista
La psicología evolucionista argumenta que los deseos humanos, incluidos los
deseos consumistas tienen sus raíces en orígenes ancestrales. Siguiendo el impulso
grabado por los genes en cada organismo, los individuos se comportan para lograr dos
tareas esenciales: vivir lo suficiente para alcanzar la edad reproductiva y encontrar una
pareja (Crawford & Salmon, 2004). Debido a esto, la naturaleza humana se encuentra
condicionada a obtener los recursos materiales, sociales y sexuales que se requieren
para lograr esas tareas. La gente está predispuesta –por sus genes- a posicionarse
constantemente en relación con el sexo opuesto y en contra de sus competidores
sexuales y la mejor manera de conseguir esto es a través de la acumulación de recursos,
del logro de alianzas y de la obtención de status (Saad, 2007). Hay una liga clara entre
el consumismo y el sexo y ésta se muestra nítidamente en la propaganda con la que
somos bombardeados constantemente. Los publicistas son altamente creativos al utilizar
imágenes sexuales con las cuales nos venden sus productos. El estudio de Belk, Ger &
Askegaard (2003) ofrece una corroboración académica a esta idea de sentido común, al
mostrar que las motivaciones de los consumidores, en tres culturas completamente
diferentes, se encontraban profundamente imbuidas en el lenguaje y en las imágenes del
deseo sexual.
El problema de los orígenes –y el mantenimiento- del consumismo es que la
competencia sexual nunca termina y, como consecuencia, las personas se adaptan a los
niveles de satisfacción obtenidos, aspirando sucesivamente a más y más recursos
materiales. De acuerdo con Jackson (2008) esta respuesta puede estar condicionada por
el hecho de que el resto de los individuos están involucrados en la misma lucha por
sobrevivir y conseguir el acceso sexual requerido. El autor concluye que existe, por lo
tanto, una ventaja evolucionada en el hecho de no estar nunca satisfechos pues, de esa
manera, el individuo “se mantiene en la pelea”. El egoísmo consumista es moldeado y
mantenido por presiones evolucionistas.
El problema es que a la par de la ventaja que representa esa motivación
evolucionada para la adaptación de los individuos, genera también perjuicios. Uno de
ellos es que la lucha por los recursos y el status divide a la población en grupos de ricos
y de pobres: los primeros tienen grandes ventajas sobre los segundos en términos de
satisfacción con la vida (Office for National Statistics, 2007), excepto en las áreas de
relaciones humanas y satisfacción con la comunidad, en donde predominan los pobres.
Otra desventaja es que la inequidad que resulta de la repartición de recursos genera
ansiedad en las sociedades que experimentan una distribución desigual de satisfactores
(De Botton, 2005), como ya lo mencionamos. Por último, el hecho de vivir en un
mundo limitado de recursos, la lucha por la extracción desmedida y la insatisfacción
nunca cumplida que posibilita nos ha conducido al presente dilema ambiental.
Queremos cada vez más recursos para mantenernos en el afán genético de la
supervivencia y la reproducción, pero esos recursos son finitos y, ahora, cada vez más
escasos.
Low y Heinen (1993) proponen una solución a este dilema, basada en la
aproximación conductista. De acuerdo con estos autores, si los seres humanos
evolucionaron como consumistas egoístas, entonces las estrategias de conservación más
exitosas serán aquellas que beneficien a los individuos a través de un sistema de
reforzadores económicos o sociales que les confieran a ellos, a sus familias y a amigos
54
cercanos, beneficios inmediatos o a muy corto plazo. Los gobiernos y las instituciones
sociales deberían generar, de acuerdo con esos autores, sistemas de incentivos para
quienes sean conservacionistas, es decir, austeros en su consumo. El problema de las
aproximaciones al cambio conductual basado en reforzadores extrínsecos ya fue
revisado en el capítulo 2: Dicho sistema de contingencias debe ser administrado por
alguien externo al sujeto y en ocasiones resulta más oneroso el refuerzo que la conducta
(en este caso, de consumo) que se requiere cambiar. Otros psicólogos proponen fuentes
alternativas de cambio conductual y una de ellas, como veremos, se basa en el
reforzamiento intrínseco (De Young, 1996). Otras estrategias se basan en la promoción
de la moralidad y el altruismo que, como sabemos, se oponen al egoísmo y, si éste
último se encuentra presente en las presiones consumistas, entonces la preocupación por
otros debiera contrarrestar los afanes de acumulación, gasto y desperdicio de recursos.
También comentaremos esta relación entre altruismo y consumismo pero, antes,
revisaremos una serie de estudios que ligan a las conductas austeras con la orientación a
la sustentabilidad.
Austeridad, eficiencia y simplicidad.
De la misma manera que existen bases evolucionistas para el egoísmo
consumista, existen fundamentos para una conducta austera, igualmente evolucionados
en función de las exigencias ambientales del pasado. Veamos en dónde se encuentran
estos fundamentos.
Las bases conductuales de la austeridad se hallan en el concepto técnico de
eficiencia: la idea de generar el mismo producto o resultado, pero produciendo menos
desperdicio y/o consumiendo menos recursos (Hardin, 1993). La austeridad –o
frugalidad, como también se le llama- implica evitar, de manera deliberada el consumo
personal de recursos. La eficiencia fue importante en el pasado remoto de la humanidad
–y lo sigue siendo hoy- pues impedía pérdidas de recursos fundamentales para la
supervivencia.
En términos de una economía de mercado y de sus componentes de consumo, la
eficiencia es relevante tanto para el productor como para el consumidor pues reduce
gastos y desperdicio, mientras que la austeridad se limita a la conducta del consumidor.
La eficiencia se define objetivamente en términos técnicos, como lo plasmamos arriba,
mientras que la frugalidad, una dimensión psicológica, depende de la satisfacción
personal, de aspectos motivacionales y de normas culturales (Duncan, 1999). De Young
(1991) asegura que la conducta prudente y conservadora –que se manifiesta en la
frugalidad y en otras acciones relacionadas- es una característica exitosa de los
organismos que viven en un mundo incierto, esto es, un mundo en donde no existe la
seguridad de acceso ilimitado a estos recursos. La eficiencia, manifestada en las
conductas conservadoras de consumo, evolucionó en el comportamiento humano por las
ventajas competitivas que ofrecía el salvaguardar recursos para tiempos difíciles: la
frugalidad es una característica comportamental de individuos y de grupos que les
permite adaptarse a condiciones variantes del entorno. Por lo anterior, a la actitud
depredadora que evolucionó en respuesta a la necesidad de acaparar y utilizar recursos
del medio, le corresponde una antítesis, también evolucionada, en la conducta eficiente
que se manifiesta en la frugalidad. En ella se encuentra una de las respuestas al dilema
ambiental que ahora enfrentamos.
55
La eficiencia y la frugalidad se manifiestan en un estilo de vida de simplicidad
voluntaria, predicado desde el remoto pasado por corrientes espirituales y religiosas,
pero también por movimientos cívicos. Mahatma Gandhi, era uno de los más
prominentes impulsores y practicantes de este estilo de vida. La simplicidad se basa en
la idea de vivir –voluntariamente- sin lujos, con lo justamente necesario; en contacto
con la naturaleza; sin preocupaciones que no sean las que se derivan de la
supervivencia, el bienestar propio y el de otros.
Hay más personas que practican la simplicidad voluntaria que las que
comúnmente se cree. Etzioni (1998) cataloga a estos individuos en tres tipos: Los
“reductores”, aquellos que después de lograr un cierto nivel de riqueza eligen
conscientemente reducir su ingreso, moderan su estilo de vida para estar más tiempo
con la familia y para participar en actividades comunitarias o personales; los
“fuertemente simplificadores”, quienes renuncian a empleos altamente pagados y de
status elevados y aceptan estilos de vida muy simples; y los “simplificadores dedicados
y holísticos”, que son los más radicales, ajustan sus vidas a una visión ética de la
simplicidad. Jackson (2008) provee ejemplos de comunidades que han asumido alguna
de estas formas alternativas de vida, practicando la simplicidad, entre ellas la
comunidad de Findhorn, en Escocia. Esta pequeña población centra su atención en la
dimensión contemplativa y religiosa de la vida, y el respeto por la naturaleza,
manifestado en su diseño ecológico de construcción. Otro caso es el de la Villa Plum, en
Dordogne, Francia, que aloja dos mil personas viviendo bajo el principio de
“despreocupación” (por las comodidades modernas). También existen asociaciones
como el Foro de la Simplicidad, en Norteamérica y “Downshifting Dowunder”, que
promueve la reducción del consumo en Australia. El autor también refiere datos que
muestran una aceptación significativa (aunque lejos de ser total) de los estilos de vida
reductores del consumo: Un 23% de australianos ha practicado alguna forma de
reducción, y el 83% piensa que sus conciudadanos son demasiado materialistas. Incluso
en los Estados Unidos, más de la cuarta parte de una muestra investigada reportan
haberse visto involucrada en acciones de simplificación de su vida, y lo mismo sucede
en Europa.
El autor de este libro y su familia conocen de cerca a los miembros de Los
Horcones, una comunidad tipo Walden 2 (la novela clásica de Skinner), basada en los
principios del Análisis Experimental de la Conducta, quienes practican
comportamientos de frugalidad, eficiencia y respeto por el ambiente en las cercanías de
la ciudad de Hermosillo, Sonora, México. Las gratas experiencias de una de las hijas de
quien esto escribe -que ha pasado temporadas en Los Horcones- confirman que la
frugalidad y el respeto por la ecología pueden ser vivencias agradables y gozosas.
Todos estos datos y experiencias muestran que, a pesar de encontrarnos en un
mundo en el que predominan los ideales de consumo, existen personas que optan por
vivir de manera frugal y con respeto por la naturaleza y sus semejantes. Deben existir
ventajas de asumir un estilo de vida que se contrapone a la prédica –hasta hoydominante del consumismo. De no ser así, no existirían tantos simplificadores y las
consecuencias de sus actos no serían juzgadas como convenientes.
Austeridad y sustentabilidad
De acuerdo con Bandura (2002), dar sustento a la población nos exige limitar el
consumo y llevar una vida de mayor austeridad, moderación y contacto directo con el
56
ecosistema. Las primeras acciones se refieren a la frugalidad y la última, incide en una
dimensión emocional, de la que trataremos en un capítulo posterior. Para Bandura las
dimensiones psicológicas de la sustentabilidad no trabajan en direcciones
independientes, pero esto debe demostrarse; es decir, es necesario probar que la
austeridad es un componente de los estilos de vida sustentables y de una orientación
más general -en tanto tendencia comportamental- hacia la sustentabilidad.
Una serie de estudios psico-ambientales parece mostrar que éste es el caso. De
Young (1991, 1996) relacionó un conjunto de actividades de reducción voluntaria del
consumo (frugalidad) con la satisfacción que las personas experimentaban por
involucrarse en ellas. El autor definió a la “frugalidad” como el uso prudente de
recursos y el interés por evitar el desperdicio. Las acciones frugales involucraban
conductas cotidianas como el tipo de artículos que las personas compraban, las
actividades que emprendían, y lo que hacían con los desperdicios de su consumo. Sus
datos le sugirieron al autor que la frugalidad era percibida por los participantes en su
estudio como un concepto coherente y que ellos le daban valor a las oportunidades de
actuar de manera austera. Un aspecto de gran interés en los estudios de De Young es
que, de manera relacionada con la satisfacción por ser frugales, las personas
manifestaban sentirse altruistas y participativas por hacer un uso prudente de sus
recursos naturales. En otras palabras, la austeridad y el altruismo parecían ir de la mano.
Como ocurre con otras instancias de la conducta sustentable (Schultz, 2001; Stern et al,
1995; Joreiman et al, 2001; Gärling et al, 2003), las personas efectuaban un consumo
mesurado de productos que además pudieran ser de beneficio para otros.
Otro autor comprometido con este tema es Osamu Iwata, un psicólogo ambiental
japonés. En sus estudios, Iwata (1997; 2001, 2002a) investigó los estilos de vida de
simplicidad voluntaria (EVSV), los cuales corresponden con las prácticas de austeridad
estudiadas por De Young. Iwata (1997) define EVSV como “un estilo de vida de bajo
consumo que incluye actitudes orientadas hacia la auto-suficiencia”. El autor identifica
cuatro dimensiones de los EVSV: Un factor general de Simplicidad Voluntaria, otro de
Actitudes Cautelosas en las Compras, un tercero de Aceptación de la Auto-Suficiencia,
y un último de Rechazo a las Funciones Altamente Desarrolladas de los Productos.
Iwata (1999) encuentra que las tres primeras dimensiones se relacionan
significativamente con la conducta consciente de cuidado del ambiente, mientras que las
dos primeras afectan negativamente la conducta activa de compras. Como contraparte al
EVSV el autor identifica al hedonismo y lo define como una “tendencia de búsqueda de
placer y orientación hacia un alto consumo…” Iwata también investiga el antimaterialismo, al que identifica como “una actitud negativa ante la búsqueda de riqueza
material, la cual desestimula el consumo y facilita la conducta ambiental responsable”
Su estudio (Iwata, 2002a) acerca de la relación entre estas tres dimensiones y una
medida de conducta pro-ecológica (CPE) reveló que un EVSV predice a la CPE pero la
relación entre hedonismo, anti-materialismo y la conducta pro-ecológica no se presentó.
También en Japón, Fujii (2006) encontró que las actitudes positivas hacia la
frugalidad se correlacionan con la intención conductual de ahorro en el consumo de gas
y de electricidad domésticos. Este estudio, aunque no investigó conductas propiamente
dichas y su relación con la austeridad, demostró que existe una liga significativa entre
ésta y la deliberación para actuar de manera proambiental, otra dimensión psicológica
de la sustentabilidad.
57
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Tabla 4.1. Escala de Austeridad. Los reactivos 4, 6 y 10 deben revertirse para
calificarse (los números mayores deben convertirse en los menores y viceversa).
(Tomado de Corral et al, 2008).
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Instrucciones: Por favor, en la línea de la derecha coloque el número de respuesta que
considere más apropiado, para cada una de las siguientes afirmaciones:
0=Totalmente en desacuerdo
1=Parcialmente en desacuerdo
2=Ni de acuerdo ni en desacuerdo
3=Parcialmente de acuerdo
4=Totalmente de acuerdo
1. Si mi coche funciona bien, prefiero no comprar uno más nuevo.
2. Utilizo la misma ropa que la temporada pasada, aunque esté fuera de moda.
3. Si tuviera dinero no lo emplearía para comprar joyas.
4. Me compro muchos zapatos para que combinen con toda mi ropa.
5. Siempre como en mi casa, en lugar de ir a restaurantes o taquerías.
6. Compro más comida de la que nos hace falta a mí y a mi familia.
7. Si voy a un lugar que no está lejos, prefiero caminar que mover mi auto.
8. Reuso los cuadernos y las hojas de papel que sobran al terminar cada ciclo escolar
9. Me gusta vivir sin lujos.
10. Una gran parte de mi dinero lo empleo para comprar ropa.
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En Latinoamérica, Corral y otros (Pinheiro, 2004; Corral et al, 2008) han
investigado ligas entre la práctica de acciones austeras y otros indicadores psicológicos
de la sustentabilidad. En un estudio inicial, Obregón y Corral (1997) hallaron relaciones
significativas entre el auto-reporte del reuso de productos y las creencias en la
austeridad manifestadas por los participantes. Otro estudio de Corral y Pinheiro (2004)
encontró que las actitudes positivas hacia la austeridad en el consumo de agua
(consumir lo estrictamente necesario, evitar tener piscinas, satisfacción por ahorrar
agua) se relacionaron positivamente con el ahorro del líquido, lo mismo que con los
motivos altruistas, la propensión al futuro, la deliberación pro-ambiental y las
habilidades para el consumo cuidadoso del agua. En estudios posteriores el primer autor
y sus colaboradores emplearon el instrumento señalado en la Tabla 4.1.
En una de esas investigaciones (Corral, Tapia, Frías, Fraijo & González, en
prensa) se encontró que la austeridad predecía a la conducta ecológica general, medida
con el instrumento de Kaiser (1998), pero además, que la frugalidad covariaba con otros
indicadores de la orientación a la sustentabilidad como la afinidad por la diversidad, la
equidad, el altruismo, la deliberación, y las emociones ambientales. En la investigación
de Corral, Tapia, Fraijo, Mireles y Márquez (2008), las interrelaciones significativas
que mostraron la austeridad, la conducta proecológica, las acciones de equidad y la
conducta altruista les permitieron conformar un factor de segundo orden al que
denominaron “Estilos de vida sustentables” (ver capítulo 2). Todas estas evidencias
parecen mostrar que la austeridad es un elemento importante de una orientación general
hacia la sustentabilidad, como factor psicológico integrador.
Dos investigadores norteamericanos (Brown & Kasser 2005) han estudiado la
relación entre la frugalidad, manifestada en un estilo de vida de simplicidad, y el
bienestar subjetivo. Su estudio mostró que los simplificadores (personas austeras)
58
presentan menos valores materialistas y más respeto por la naturaleza y por otras
personas. La simplicidad predice la conducta sustentable en sus dimensiones física y
social, lo cual respalda los hallazgos previos que parecen indicar que la austeridad es un
componente esencial psicológico de la sustentabilidad.
Las conveniencias de la austeridad
Al igual que ocurre en el caso de las conductas altruistas, la austeridad se
plantea, en el ideario social, como una práctica que implica sacrificios y ningún
beneficio. Esto se refleja en los niveles culturales y políticos: la mayoría de los
programas gubernamentales encaminados a reducir gasto y desperdicio de recursos
evitan mencionar los términos “frugalidad” y “austeridad” en su discurso. En su lugar,
llaman a la población a generar una “mejoría en la eficiencia” de sus patrones de
producción y de consumo (Duncan, 1999).
El consumir menos, sin embargo, no significa privarse de lo esencial, ni siquiera
de lo necesario en términos de la búsqueda de satisfactores secundarios (es decir, más
allá del alimento, el refugio y el vestido). Austeridad no es sinónimo de privación, ni de
vivir mal. Además, debe recordarse que se requiere una base económica y de consumo
para lograr el bienestar (Inglehart & Klingemann, 2000) por lo que un estilo de vida
sustentable basado en el abandono de las comodidades y la supresión del consumo no
tendría ningún sentido. No obstante, podría haber algo de malo en la renuncia a los lujos
y a la acumulación de bienes, que haría que las personas se resistieran a privarse de
ellos (Sober & Wilson, 2000). En pocas palabras, la austeridad podría brindar más
molestias que beneficios.
Pero, de manera sorprendente, tal y como sucede en el caso del altruismo, que
aparentemente proporciona felicidad a quienes lo practican, la frugalidad genera estados
emocionales positivos también y así parece demostrarlo la investigación científica. De
Young (1991, 1996), en sus estudios, encontró que la práctica de acciones de cuidado
del entorno se asocia a estados internos de satisfacción. El practicar conductas
proambientales generaba sensaciones de reforzamiento intrínseco en las personas: ellas
se sentían bien por el hecho de involucrarse en esas conductas, sin necesidad de que
nadie o nada externo a su conducta les brindara el reforzamiento (extrínseco) que
mantuviera su conducta. El autor identifica tres tipos de satisfacción intrínseca que son
relevantes para la sustentabilidad: 1) La motivación de competencia, que surge por
saberse hábil para resolver un problema ambiental, 2) la satisfacción por participar en el
mantenimiento de una comunidad y 3) la satisfacción por practicar un consumo frugal y
mesurado. Esto implica que la práctica de un estilo austero se ve auto-reforzada y que el
consumo reducido produce una recompensa en una forma intangible pero poderosa. Tan
poderosa que no requiere de nadie externo a la persona para producir efecto (De Young,
2000).
Hay más aún al respecto de las ventajas que tiene para el individuo practicar
conductas austeras. Líneas arriba referíamos el estudio de Brown & Kasser (2005), el
cual encontró una relación entre frugalidad y conducta sustentable. Algo muy
importante de este estudio, y que dejamos para el final, es que, de acuerdo con sus
resultados, los simplificadores desarrollan un pequeño pero significativo incremento en
el bienestar subjetivo –una forma alternativa de llamarle a la felicidad. Consumir
menos, de manera voluntaria, produce bienestar psicológico (contrario a lo que se
piensa, promueve y practica).
59
Las personas también se sienten satisfechas si encuentran congruencia entre lo
que su cultura establece y el comportamiento que ellas desarrollan, en conformidad con
las reglas, la deseabilidad social y la tradición (Fujii, 2006). El Premio Nobel de la Paz
2004, Wangari Maathai indica que, en japonés, existe un término de difícil traducción a
las lenguas europeas: “mottainai”, que las personas utilizan cuando sienten culpa o pena
debidas al desperdicio de recursos. De acuerdo con Maathai (2005) “mottainai” implica
un sentimiento de respeto por el uso de recursos, un estado emocional que fomenta el
Budismo y que fomenta prácticas responsables con el medio físico y el social. En
palabras de Maathai: “Aquellos que tienen (mottainai) no nos dejan desperdiciar, nos
hacen reciclar y nos dejan compartir”. Numerosas culturas, especialmente en sociedades
no occidentales, muestran tradiciones semejantes. En los pueblos precolombinos de
América, por ejemplo, los recursos naturales se veían con veneración y aun en el
presente algunas sociedades piden permiso a la tierra para extraer sus recursos (Faust,
2001). Pero, esto no siempre fue privativo de las sociedades no occidentales. De Young
(1996) establece que hasta los años de 1960 en los Estados Unidos la frugalidad se veía
como una práctica socialmente deseable, en correspondencia con el conservadurismo
norteamericano imperante hasta entonces.
Esto cambió con el advenimiento del consumismo como práctica cultural que
ahora amenaza al planeta entero. Pero todas estas experiencias nos muestran que un
nuevo cambio puede ocurrir en respuesta a la degradación de recursos naturales que
ahora experimentamos y que la simplicidad voluntaria o –más simplemente- la
austeridad puede reinstaurarse como estilo de vida predominante. En nuestra estructura
psicológica están presentes las bases para ese cambio: somos organismos altamente
adaptables, podemos lidiar con los tiempos difíciles siendo más conservadores en el uso
de recursos de lo que somos ahora, contamos con estructuras motivacionales que nos
empujan a ello: el afán de supervivencia, la preocupación por otros, la esperanza en
tiempos futuros mejores, el apego a las tradiciones y la búsqueda del bienestar personal.
Recuento del capítulo
La austeridad refiere una tendencia a asumir, de manera voluntaria, un estilo de
vida en el que el consumo de recursos se vea reducido, evitando el consumismo. Esta
tendencia está íntimamente relacionada con la simplicidad voluntaria, un estilo en el que
las personas, de manera deliberada renuncian a los lujos y al derroche de recursos y
buscan un contacto más íntimo con la naturaleza y la satisfacción de las necesidades de
otras personas. La austeridad y la simplicidad voluntaria son, por lo tanto, candidatas
idóneas a formar parte de las dimensiones psicológicas de la sustentabilidad.
La contraparte de la austeridad es el consumismo, el cual promueve el uso
desmedido de recursos y el desperdicio de los mismos llevando al establecimiento de
sociedades desiguales, ansiosas, infelices y promotoras de una huella ecológica
destructora. El sistema de economía de mercado imperante en la actualidad estimula el
consumismo aprovechando una tendencia evolucionada de las personas hacia la
adquisición, acaparamiento y uso de recursos. Esta tendencia se instauró en la
humanidad por las ventajas adaptativas que representaba para la supervivencia y la
reproducción de los individuos, dado que ambas dependen del consumo. La
competencia que se establece por el acceso a satisfactores y a parejas sexuales
determinó que aquellos con mayores afanes –y éxito- de acumulación de recursos
obtuvieron un mayor éxito reproductivo y esa tendencia viajó en el tiempo hasta
nosotros.
60
A la pregunta de si la austeridad, como contraparte del consumismo, forma parte
también de una naturaleza humana evolucionada parece haber una respuesta positiva.
Algunos autores hablan de que la base de la austeridad y la simplicidad es la eficienciala generación de resultados, consumiendo y desperdiciando menos- y que esta última es
una característica adaptativa de los organismos que viven en ambientes inciertos, como
es el caso de los seres humanos en la mayor parte de su historia evolutiva. Un gran
número de personas decide renunciar al status, empleos altamente remunerados y al
consumismo, volviéndose practicantes de una vida de simplicidad voluntaria, lo cual les
retribuye una mejor calidad de vida.
La investigación muestra que la austeridad se correlaciona con el cuidado del
ambiente físico, pero también con la preocupación por otras personas. Existen ligas
significativas entre las prácticas frugales y la conducta proecológica, el altruismo, la
equidad, la afinidad por la diversidad bio-sociocultural y la propensión al futuro, lo cual
indicaría que la austeridad es un componente de la orientación hacia la sustentabilidad.
Aunque la adquisición de recursos materiales es una base del bienestar físico y
psicológico, el consumismo no acarrea felicidad y uno de sus correlatos, el
materialismo, inhibe ese estado de bienestar psicológico. Un estilo de vida austero, por
lo contrario, promueve no sólo la compatibilidad con prácticas culturales de
responsabilidad social, el cuidado del ambiente, el bienestar de otras personas e, incluso,
el bienestar subjetivo propio.
61
CAPÍTULO 5
ALTRUISMO
Dos añejas estrategias de supervivencia
Los impulsos más básicos del ser humano lo llevan, por un lado, a emprender
acciones que le posibilitan sobrevivir y trascender: alimentarse, beber, buscar refugio,
evitar el peligro, reproducirse y criar a la descendencia. Por otro lado, las personas
despliegan conductas de cuidado de otros individuos, estén o no relacionados
genéticamente con ellos; a través de estas conductas es posible preservar la integridad
del grupo social o de otros conjuntos más amplios de individuos. Los patrones
conductuales que resultan de ambos tipos de impulsos se reconocen como adaptativos,
los cuales responden a las situaciones y a los eventos ambientales que representan retos
y oportunidades para las personas (Crawford & Salmon, 2004).
El Altruismo es uno de esos patrones conductuales. Las personas manifiestan su
preocupación por el bienestar de los demás, desprendiéndose de bienes materiales,
sacrificando tiempo y esfuerzo personal para ayudar a otros sin tener que,
necesariamente, esperar retribución alguna. Este tipo de comportamientos es esencial
para alcanzar los fines del desarrollo sustentable dado que, sin la solidaridad interindividual, es difícil que puedan cuidarse los recursos que constituyen el ambiente
social.
Siguiendo una guía ancestral para la adaptación al ambiente, hombres y mujeres
recurren, entonces, a dos formas de comportamiento, aparentemente encontradas entre
sí. En una de ellas, los motivos que dirigen a la conducta se centran en la satisfacción de
las necesidades propias. Ocasionalmente esto resulta en un perjuicio para el interés de
otras personas (Harvey & Miceli, 1999) y la calificación que recibe este tipo de
comportamiento es “egoísta” (Dawkins, 1989). Es claro que los actos egoístas tienen un
rol adaptativo dado que, gracias a ellos, al buscar satisfacer sus necesidades individuales
más básicas los humanos logran mantenerse vivos y dejar descendencia. Sin embargo,
aunque de principio pueda resultar extraño, los actos opuestos al egoísmo –que
catalogamos como “altruistas”- también juegan un importante papel adaptativo y gracias
a ellos también sobrevivimos. En la combinación entre egoísmo y altruismo los seres
humanos han encontrado un juego doble que les ha permitido prosperar como la especie
predominante en este planeta (Crawford & Salmon, 2004).
Por el rol fundamental que estas dos estrategias juegan en la supervivencia de la
especie, y en vista de que un estilo de vida sustentable se considera como una de las
pocas alternativas con las que disponemos para encarar eficazmente la crisis ecológica,
la pregunta central en este capítulo es si el altruismo y el egoísmo se relacionan con la
orientación a la sustentabilidad. De ser así, una pregunta adicional sería: ¿de qué manera
el egoísmo y el altruismo participan en la configuración de los estilos de vida
sustentables?
Empecemos por revisar las implicaciones que tiene el egoísmo en la vida
humana y en la búsqueda de un mundo que posibilite un adecuado balance ecológico y
el bienestar social. Posteriormente podremos discutir las implicaciones que el egoísmo
tiene en la conducta social y ambiental, para luego tratar de determinar cómo algunos
62
correlatos del altruismo como la cooperación, la reciprocidad y la solidaridad
configuran patrones de vida sustentables.
Egoísmo
En todas las sociedades humanas los actos que se centran en buscar –
exclusivamente- la satisfacción de las necesidades propias se consideran inadecuados y
desviados de la norma grupal. La lista de los Siete Pecados Capitales en el Cristianismo
incluye actos de auto-complacencia extrema como la Gula, la Lujuria, la Soberbia o la
Avaricia. Cafaro (2005) selecciona a la Gula, a la Soberbia, a la Avaricia y a la Apatía
como los “vicios ambientales” más importantes del dilema ecológico, dejando espacio
también para el Egoísmo, la Injusticia y la Ignorancia. En las sociedades orientales, la
modestia, la moderación en el actuar y hasta una baja autoestima son vistas como
virtudes (Kim & Park, 2006). Es verdad que en las sociedades occidentales se refuerza
el individualismo, la autoeficacia y la autoestima (Schmuk & Schultz, 2002); sin
embargo, se imponen límites para esas tendencias, manifestados en normas sociales de
convivencia, en la idealización del altruismo, la cooperación y la filantropía; en la
penalización de actos egoístas que afectan a terceros, y –como mencionamos líneas
arriba- en las prédicas religiosas que consideran pecaminoso al egoísmo (Savater,
2005). Pareciera, entonces, que en las sociedades orientales el individualismo se reprime
porque se identifica con el egoísmo, mientras que en las occidentales el individualismo
se alienta y sólo se considera egoísta cuando alcanza niveles extremos.
¿Es, entonces, “nocivo” o “inmoral” el egoísmo? Todos los seres humanos –y,
para acabar pronto, todos los animales- nacemos con un impulso egoísta grabado en lo
más profundo de nuestra naturaleza: en los genes. De acuerdo con la Teoría del Gen
Egoísta (Dawkins, 1989) las tendencias comportamentales de los individuos son
guiadas por sus genes, los cuales en última instancia sólo “buscan” mantener el cuerpo
que los aloja durante un tiempo determinado, para lograr replicarse en otros individuos
(la descendencia). Estos genes programan poderosos impulsos de supervivencia y de
reproducción, lo que explica la búsqueda incesante de satisfactores materiales y medios
para conseguir pareja y para criar a la descendencia, que todos los organismos vivos
poseen (Crawford & Salmon, 2004). Por lo anterior, poco interesa el bienestar de
terceros –a menos que éstos se encuentren relacionados genéticamente con el individuoy el organismo se centra en apropiarse de bienes, acumularlos, consumirlos y lograr
reproducirse. En un extremo, los proponentes de las teorías del egoísmo psicológico
plantean que el objetivo final de todo individuo es su propio bien (Wilson, 1975) y que
cuando una persona ayuda a otra lo hace pensando en un beneficio, en último instancia,
para sí misma. Como lo plantean Sober y Wilson (2000, p. 5):
“Incluso los santos pueden considerarse egoístas, si pensaron que su vida sacrificada les
concedía la entrada al Paraíso Celestial”.
Una repercusión del egoísmo es la búsqueda del placer. El hedonismo, que
caracteriza a las personas que persiguen el disfrute de la sensualidad, el vivir el presente
y el consumo de recursos que les posibilita lo anterior, es un tipo de egoísmo, mas no el
único (Sober & Wilson, 2000): Existe también un egoísmo que se caracteriza por la
acumulación de recursos, sin su disfrute, como lo manifiestan los avariciosos. El
hedonista, con sus medios, al buscar el placer persigue la felicidad. Considerando que el
altruismo parece ser lo opuesto al egoísmo, parecería entonces que ni siquiera en esta
circunstancia (búsqueda de felicidad) conviene ser altruista. El altruismo, como
63
estrategia para la sustentabilidad, también representa -aparentemente- algunas molestias
e inconvenientes (Stern, 2000). Pero, en una sección posterior, entenderemos que éste
no es necesariamente el caso. No hay un solo camino para la felicidad y en las
dimensiones aparentemente aburridas, monótonas y poco excitantes que según algunos
autores caracterizan a la sustentabilidad, podemos encontrar una vía para el bienestar
psicológico y esos otros estados de la felicidad.
Frente a este esquema explicativo se pueden desprender algunas consecuencias
del egoísmo para la posible adopción de estilos de vida sustentables. En su forma más
“pura”, el egoísmo psicológico sólo ve por el interés propio. ¿Habría alguna manera en
la que esta manifestación centrada en uno mismo posibilitara alguna acción a favor del
ambiente físico y/o social? Desde un punto de vista estricto sería difícil, pues, por
definición, la conducta sustentable busca la satisfacción de las necesidades de otros, así
como deliberadamente se encamina hacia el cuidado ecológico, y anticipa las
consecuencias de la conducta altruista (Corral & Pinheiro, 2004) mientras que el
egoísmo no mira en ninguna de esas direcciones. Sin embargo, la literatura relevante
muestra que, al menos, en lo que concierne a la conservación del ambiente físico, esta
tendencia pudiera generar un efecto positivo parcial.
Es verdad que los motivos egoístas se oponen a veces al cuidado del ambiente.
Si las acciones conservacionistas afectan el interés individual (empleo, tiempo,
comodidad), muchos estarán en contra de involucrarse –o tolerar- actos de cuidado
ambiental (Snelgar, 2006); sin embargo, una persona también puede actuar a favor de
ese cuidado si le beneficia individualmente. Las personas individualistas y las
materialistas, por ejemplo, a pesar de no preocuparse demasiado por los problemas
ambientales globales, sí manifiestan un interés por los locales (Goksen, Adaman &
Zenginobus, 2002; Lima & Castro, 2005). Stern, Dietz, Kalof & Guagnano (1995)
encontraron motivos egoístas en personas que anticipan las consecuencias de la
degradación ecológica y de la protección del medio. Es decir, si el egoísta ve que el
cuidado ambiental y evitar la degradación ecológica le benefician, desarrollará una
preocupación que lo llevará a actuar proambientalmente. Joireman, Lasane, Bennett,
Richards & Solaimani (2001) y Gärling, Fujii., Gärling, & Jakobsson, (2003)
encuentran resultados similares a los de Stern et al (op cit), ratificando que el egoísmo
por lo menos puede relacionarse con el deseo de conservación del medio.
Por desgracia, no se puede esperar mucho de los motivos egoístas en lo que a
conducta sustentable se refiere: aparte de la oposición a involucrarse en acciones
conservacionistas, que surge cuando afectan la comodidad o el interés propio (Snelgar,
2006), el egoísta tiende a menospreciar el sentido de conexión humana con la naturaleza
(Mayer & Frantz, 2004; Schultz, Shriver, Tabanico & Khazian, 2004) y a no desarrollar
valores de interés por el bienestar de otros (Schultz, Gouveia, Cameron, Tankhur,
Schumuck & Franek, 2005). De la misma manera, el egoísta no exhibe una deliberación
proambiental (es decir, actúa por su beneficio, no por cuidar el ambiente) y su
propensión temporal se centra en las consecuencias del comportamiento propio que
afectan sólo su interés (Schultz et al, 2004; Snelgar, 2006). Sin deliberación
proambiental, propensión al futuro, solidaridad y sentido de conexión con lo natural es
difícil ser catalogado como pro-sustentable.
Conducta Antisocial y antiambiental
64
Hay una implicación adicional, y más grave aún, que se puede desprender del
egoísmo puro. Ocasionalmente, los actos que miran sólo por el interés propio afectan
sustantivamente a terceros. La acumulación de recursos en algún punto menoscaba la
posibilidad de que otros puedan utilizarlos para satisfacer sus necesidades. Algunos
individuos llevan su egoísmo al punto de privar a otros de esos recursos, robándolos,
contaminándolos o destruyéndolos (Harvey y Micceli, 1999). Entramos al campo de las
conductas antisociales.
Por definición, para los psicólogos evolucionistas, un acto es antisocial cuando
afecta el potencial reproductivo y de supervivencia de otros (Rowe, 2002). Las
instituciones sociales surgen, en teoría, para evitar que la conducta abusiva de unos
cuantos impida que la mayoría pueda lograr satisfacer sus necesidades y prosperar
(Jackson, 2008). La pregunta es si la anti-socialidad se relaciona con la antiambientalidad, es decir, si las personas con propensión a delinquir tienden también a
dañar el ambiente. De entrada, un delincuente afecta el funcionamiento de la estructura
social, por lo que, en lo que respecta al componente humano de la sustentabilidad, esa
pregunta tiene una respuesta positiva: la delincuencia afecta negativamente la integridad
del ambiente social y, en este sentido, conducta antisocial y comportamiento
antiambiental son lo mismo. Pero ¿qué hay del ambiente físico?
Harvey y Micceli (1999), en un estudio en el que investigaron actitudes hacia la
antisocialidad y hacia el medio ambiente, encontraron que las personas con más
actitudes antisociales eran también aquellas que justificaban la degradación del
ambiente natural con fines de “progreso” (contaminar el medio para extraer recursos y
generar ese progreso). En esa misma línea de investigación, Corral, Frías & González
(2003) reportaron que la conducta antisocial auto-reportada se correlacionaba
significativa y positivamente con acciones de derroche de agua, las cuales eran moral y
legalmente sancionadas por una comunidad en una zona desértica de México. En un
seguimiento de ese proyecto, Corral y Frías (2006) encontraron una relación negativa
entre los auto-informes de conducta antisocial y los de ahorro de agua.
Otras evidencias apuntan en el sentido de ligar a la conducta antisocial con la
anti-ambiental. Una de ellas indica que las acciones anti-sociales y las anti-ambientales
se dirigen a menoscabar el acceso de recursos naturales y las capacidades de autorealización de otros (Rowe, 2002; Sober & Wilson, 2000). Los actos antisociales tienen
frecuentemente efectos negativos en la sustentabilidad.
Una evidencia adicional señala que algunos rasgos de personalidad de los
delincuentes lo son también de los individuos con tendencias anti-ambientales. Entre los
rasgos señalados como característicos de los individuos antisociales se mencionan la
tendencia al riesgo, la falta de auto-control, la búsqueda de sensaciones y la incapacidad
para retardar la gratificación (Siegel, 2005). El estudio de Corral, Frías, Tapia & Fraijo
(2006) parece señalar que algunos de esos rasgos se encuentran presentes también en
individuos anti-ambientales, al aplicar a 150 personas un cuestionario que investigaba
tendencia al riesgo, falta de autocontrol, conducta antisocial (golpear a otros, discutir,
engañar, etcétera) y comportamiento anti-ambiental (dañar a plantas y a animales,
ensuciar calles, etcétera). Los resultados señalaron que esas cuatro variables se
interrelacionaban de manera significativa; es decir, los rasgos de personalidad antisocial
y las conductas antisociales caracterizaban a las personas antiambientales.
65
Los autores de este último estudio, sin embargo, dudan que las acciones
antisociales y las antiambientales sean exactamente lo mismo. Para respaldar esta duda
exponen que mientras que algunas conductas antiambientales pueden ser juzgadas como
antisociales (por ejemplo, contaminar el agua o el aire), otras pudieran percibirse como
acciones socialmente deseables. Un buen ejemplo de estas últimas son los
comportamientos de consumo de agua. La posesión de piscinas –altamente
derrochadoras del líquido- revela status social. Tal, Hill, Figueredo, Corral & Frías
(2006) así lo interpretan en un estudio en el que muestran que los individuos que
exhibían más rasgos de responsabilidad personal eran también aquellos que reportaban
mayor consumo de agua. Eso implica que un individuo puede ser responsable, en
términos generales, con sus semejantes y a la vez no percibir un daño ambiental
específico, generado por su propia conducta, mientras que las convenciones sociales no
se lo señalen (Tal et al, op cit; Salazar, Hernández, Martín & Hess, 2006). Por lo
anterior, Corral et al (2006) recomiendan que en las campañas de educación ambiental
se enfatice la información acerca de lo que es nocivo para el ambiente y de la liga que
existe entre el daño que se ocasiona al entorno físico y el que recibe la sociedad.
Cooperación.
Si el egoísmo representa ventajas adaptativas para la supervivencia del individuo
¿por qué existen personas altruistas? La pregunta cobra especial relevancia si se toma en
cuenta que el número de individuos altruistas supera al de los puramente egoístas
(Dawkins, 1989). Esto tiene que ser así, dado que un grupo en el que predominan los
segundos no podría sobrevivir indefinidamente pues el trabajo cooperativo es el que
permite la supervivencia de la asociación. Adicionalmente, si hay más altruistas que
egoístas, debe haber también ventajas en el altruismo, pues, de acuerdo con algunos
psicólogos evolucionistas éste se originó por selección natural, tanto como el egoísmo
(Sober & Wilson, 2000).
El altruismo nace de la conducta cooperativa, evolucionada en grupos pequeños
(Boyd, Gintis, Boyles & Richerson, 2003). En los animales sociales, trabajar para el
interés común representa un beneficio no sólo para el grupo, sino también para el
individuo. Las ventajas que da al ser humano la cooperación y el vivir en grupo, sobre
las que puede generar el aislamiento, son muchas: los miembros de la asociación tienen
más segura su alimentación, logran acceso a recursos que no están disponibles para los
individuos solitarios, cuentan con una protección mayor contra depredadores y contra
miembros de otros grupos antagonistas, y también pueden escapar de condiciones
ambientales severas (Wilson, 1975). Hay desventajas también: en todos los grupos
existen los estafadores y quienes viven a expensas de otros. No obstante, la mayoría
cooperadora puede lidiar, hasta ciertos límites, con la conducta egoísta de esos cuantos
(Avilés, 2002). Un dato interesante es que la especie humana es la única que muestra
patrones de cooperación en grupos grandes (Boyd et al, 2003), lo que representa un
acertijo evolucionista, pero, a la vez, una esperanza para resolver los problemas
ambientales que ahora enfrenta.
Las implicaciones que tiene la conducta cooperativa en el desarrollo sustentable
son evidentes. La participación grupal en tareas de conservación del ambiente ha
mostrado ser fructífera, quizá más que la suma aislada de los esfuerzos individuales
encaminados a ese fin. Weisenfeld (1996) muestra la importancia de la participación
colectiva en la resolución de problemas del entorno físico y social, especialmente en
comunidades pobres. Ella y otros autores latinoamericanos (Giuliani & Wiesenfeld,
66
2002; Hernández & Reimel de Carrasquel, 2004; Jiménez-Domínguez & López-Aguilar,
2002) demuestran que la cooperación en comunidad empodera a los participantes,
incrementa su autonomía y auto-confianza, los apega a su lugar de residencia y a las
personas que los rodean y, de manera importante: les permite resolver problemas de
adaptación, incluyendo los problemas ambientales.
El éxito de las campañas de conservación ambiental y de auxilio a personas en
necesidad, requiere del involucramiento de grupos y para eso es necesario que las
personas confíen en que el resto del grupo cooperará. De Oliver (1999), en un estudio
acerca de una campaña de ahorro de agua desarrollada en la ciudad de San Antonio,
Texas, encontró que la cooperación se daba si las personas detectaban que el esfuerzo
era compartido y que pocos tenían la oportunidad de engañar al resto minimizando su
participación o eximiéndose de ella.
Pero no todos los motivos que encaminan a la cooperación se basan en la
suspicacia o en el interés puramente personal. En la conducta cooperativa para resolver
dilemas sociales también es importante que los participantes crean que su contribución
hará una diferencia; que sientan responsabilidad personal por contribuir a resolver esos
dilemas (Cremer & Dijk, 2002) y que muestren un sentido de interdependencia con
respecto a los demás (Arnocky, Stroink & DeCicco, 2007). Otros autores también
argumentan que debe enfatizarse el beneficio social de una campaña para facilitar la
conducta cooperativa y que el gobierno debe asegurar una discusión suficiente y el
conocimiento de la opinión de la ciudadanía (Ohnuma, Hirose, Karasawa, Yorifuji &
Sugiura, 2005). Todas estas características han demostrado promover la conducta
cooperativa y, de acuerdo con Cremer y Dijk (op cit) ninguna tiene que ver con el
interés propio o con razones egoístas para participar en la solución de dilemas
ambientales.
Si bien Darwin reconoció la importancia de la cooperación para la supervivencia
de los grupos y de los individuos, fue Trivers (1985) quien desarrolló la moderna teoría
de la reciprocidad, como base para la conducta altruista. En esencia, la reciprocidad
establece una cadena de favores mutuos entre dos partes, las cuales dependen de la
expectativa, de cada una, de verse retribuida en el futuro por la ayuda que se presta al
otro en el presente. La reciprocidad requiere, aparte de una propensión temporal y de la
esperanza de recibir favores a cambio de los otorgados, del desarrollo de una serie de
complejos y sutiles mecanismos psicológicos. Según Trivers, estos rasgos incluyen la
culpa, el sentido de justicia, la agresión moralista, la gratitud y la simpatía. Una buena
parte de esos rasgos se ha considerado en algunos estudios de la conducta sustentable.
Por ejemplo, Allen & Ferrand (1999) reportan que la simpatía media la relación entre
control personal y la conducta proambiental; Kaiser & Shimoda (1999) muestran una
relación entre el sentimiento de culpa y el reciclaje de productos; y Ohnuma et al (2005)
determinan que debe existir un beneficio social para que los individuos se involucren en
conductas cooperativas pro-ambientales.
Para los psicólogos evolucionistas, la reciprocidad es el fundamento del
altruismo; dado que sería difícil esperar que la preocupación por otros individuos, no
relacionados genéticamente con la persona, se estableciera sin una base utilitarista. Aun
los proponentes de la teoría del altruismo, como entidad independiente, aceptan que este
mecanismo evolucionó a partir del egoísmo (Sober & Wilson, 2000). Aunque el
egoísmo puede generar conducta pro-ambiental, es claro que la reciprocidad y la
67
cooperación son más potentes instigadores de la acción sustentable. Falta el eslabón
final en la cadena: el altruismo no recíproco o, simplemente, altruismo.
Altruismo
Del egoísmo a la cooperación y a la reciprocidad se establece un paso gradual
pero no por eso poco impresionante. En la cooperación y la reciprocidad permanece un
remanente de egoísmo, pues el cooperador y el reciprocador siempre esperan algo a
cambio de lo que dan. De ahí al altruismo, el cambio en las relaciones humanas
significa un cambio radical en los patrones de convivencia humana, al grado de que
pudiera esperarse que el altruista no anticipe beneficios de su conducta y, por lo
contrario, genere sólo perjuicio para sí mismo (Wilson, 1975).
El altruismo ha sido definido de diversas maneras por diferentes autores. Batson
(1991, p. 6), por ejemplo, establece que éste es un “estado motivacional cuyo objetivo
final es incrementar el bienestar de otros”, mientras que Myers (1993, p. 50) lo concibe
como “una preocupación por y la ayuda a otros que no exige nada a cambio”. Van
Lange (2000, p. 297) considera que el altruismo es “la tendencia a maximizar los
beneficios de otros, con muy poco o ningún interés en los beneficios para uno mismo”.
Wilson (1975, p. 578), quien mantiene una posición radical con respecto a las
motivaciones egoístas, llega a definirlo como “conducta auto-destructiva que se lleva a
cabo para el beneficio de otros” En una reciente definición, Van de Vliert, Huang &
Parker (2007, p. 19), señalan que el altruismo es una “búsqueda para mejorar la
felicidad de otros”.
Tabla 5.1. Escala de acciones altruistas (tomada de Corral & Pinheiro, 2004)
_____________________________________________________________________________
Instrucciones: Por favor indique qué tan seguido lleva usted a cabo las siguientes acciones,
cuando se presenta la ocasión de hacerlo.
0=Nunca
1=Casi nunca
2=Casi siempre
3=Siempre
1. Regalar ropa usada que ya no utiliza pero que está en buen estado.
2. Brindar atención a alguna persona que tropieza, o que se cae,
se lastima en la calle.
3. Contribuir económicamente con la Cruz Roja.
4. Visitar a enfermos en hospitales.
5. Ayudar a personas mayores o incapacitados a cruzar la calle.
6. Guiar a personas para localizar alguna dirección.
7. Regalar una moneda a indigentes (pobres en la calle).
8. Participar en eventos para recolectar fondos para organizaciones civiles
como los bomberos, la Cruz Roja, etc.
9. Donar sangre cuando escucha en la radio o televisión que alguna persona
necesita del mismo tipo de sangre que usted tiene.
10. Colaborar con sus compañeros de escuela o del trabajo a explicarles y
ayudarles en tareas que no entienden.
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Todas estas definiciones concuerdan en la idea de que el altruismo se dirige a
maximizar el bienestar de otros, lo cual implica la práctica de conductas cooperativas o
de ayuda. Algunas de estas definiciones enfatizan un aspecto no-recíproco del
altruismo, mientras que otras no consideran, ni explícita ni implícitamente, la idea de
68
que los altruistas no busquen una retribución –directa o indirecta- por su ayuda a los
demás. Para Wilson (op cit) el altruismo es autodestructivo.
La Tabla 5.1 presenta la escala de acciones altruistas desarrollada por Corral y
Pinheiro (2004) y utilizada en una serie de estudios relacionados con la sustentabilidad.
El origen de la conducta altruista es más difícil de explicar que el de la egoísta
dado que a corto plazo, la selección natural parece un proceso que fomenta el egoísmo y
elimina el altruismo (Sober & Wilson, 2000). Para explicar cómo aparece la conducta
de ayuda a otros, los psicólogos evolucionistas se apoyan en Darwin (1871) quien
afirmaba que la selección natural a veces actúa sobre los grupos, lo mismo que lo hace
sobre los individuos. De la misma manera en que un individuo apto –por selección
natural- puede tener más descendencia, un grupo apto logra más descendientes. La
aptitud del grupo se lograría por la existencia de individuos altruistas en él. Como lo
establece Darwin (op. Cit: p. 166):
“No hay duda de que una tribu en la que muchos de sus miembros poseen un alto
espíritu de patriotismo, fidelidad, obediencia, valentía y compasión, y por lo tanto, están
dispuestos a socorrerse y a sacrificarse por el bien común, saldrá victoriosa frente a la mayoría
de las otras tribus; esto es selección natural”.
Aunque la teoría de la selección natural de grupos fue ferozmente atacada al
interior del evolucionismo durante las décadas finales del siglo XX, hoy día goza de
aceptación y se considera como una explicación plausible del origen de la conducta
altruista. Otras teorías, no obstante, siguen manteniendo que el altruismo puro no existe
y que, de una u otra forma, el altruista consigue beneficios y, por lo tanto, es un egoísta
en última instancia (Sober & Wilson, 2000).
Al igual que en el caso del egoísmo, los expertos distinguen entre altruismo
genético (o evolucionista) y altruismo psicológico, a pesar de que los dos están
entrelazados. En el primer caso, los conceptos evolucionistas se relacionan con los
efectos que tiene el comportamiento altruista en la supervivencia y en la reproducción
de otros. Es decir, la ayuda de un individuo a otro repercute en la posibilidad que tiene
el segundo de acumular recursos que le permitan sobrevivir y/o conseguir una pareja
con la cual generar progenie. Por su lado, el altruismo psicológico hace que los actos de
ayuda se vean acompañados por la motivación: Esos actos serán altruistas sólo si el
actor piensa en el bienestar de los demás como objetivos remotos (Sober & Wilson,
2000). Es interesante que, desde la filosofía y la teoría evolucionista, se matice al
altruismo como rasgo psicológico con componentes –o covariantes- de deliberación y
propensión al futuro. El altruista, según esta acepción no sólo ayuda, sino que además,
tiene la intención de hacerlo y de lograr que esa ayuda genere beneficios a largo plazo.
Esto concuerda con otras de las dimensiones psicológicas de la sustentabilidad, lo cual
apoyaría la noción de que el altruismo es una tendencia hacia el desarrollo de estilos de
vida sustentables (Corral et al, 2008).
Existen muchas evidencias de que éste es el caso. De entrada, la mayoría de los
autores concuerdan con la idea de que debido a que la calidad del ambiente es un bien
público se requieren motivos altruistas para que un individuo contribuya a mantener esa
calidad, evitando su deterioro (Stern, 2000). Los motivos altruistas se relacionan
negativamente con los valores de auto-realce y positivamente con los valores de autotrascendencia (Arnocky et al, 2007), es decir, un individuo altruista está interesado en lo
69
que le hace bien a los demás y no se enfoca en las necesidades egoístas. Este interés se
refleja en lo que se reconoce como Orientación de Valor Social (OVS), una variable que
refleja las diferencias con las que los individuos asumen intereses personales y
colectivos en las relaciones interpersonales y las que se establecen entre el individuo y
su grupo. Las personas pueden ser altruistas o prosociales, (es decir, altas en OVS) por
un lado, o individualistas, por el otro (Kopleman, Weber & Messik, 2002). En
situaciones de dilemas ambientales los prosociales son más cooperativos que los
individualistas (Kopelman et al, op cit) y la OVS se asocia con decisiones sustentables
en situaciones cotidianas (Bonaiuto, Bilotta, Bonnes, Carrus, Ceccareli, & Martorella,
2008).
El altruismo se puede considerar un componente psicológico de la orientación
pro-sustentable, dado que éste implica actuar con el propósito de producir impactos
positivos en las necesidades de otras personas. Estos impactos conducen a una
solidaridad inter e intrageneracional, la cual, de acuerdo con Pol (2002a) es una
condición necesaria para la sustentabilidad. Schultz (2001), por su parte, sugiere que el
altruismo es un componente fundamental de la motivación que origina y mantiene la
protección del ambiente y otros autores consideran a las acciones sustentables como
conducta altruista (Ebreo, Hershey & Vinning, 1999; Hooper & Nielsen, 1991). Un
componente central del Modelo de Activación de Normas (Schwartz, 1973) es la
conducta altruista, que resulta de la adscripción a normas personales y sociales, la
consideración de futuras consecuencias y la adscripción de responsabilidad. Empleando
este modelo, o variantes del mismo, diferentes autores han encontrado una relación
significativa entre el altruismo y la conducta sustentable (Stern et al, 1995; Joreiman et
al, 2001; Gärling et al, 2003). Todas estas evidencias señalan que los estilos de vida
sustentables tienen un claro componente altruista.
El altruismo genera algo más que valores, actitudes, conductas y cogniciones
pro-sustentables de estos tipos. Esta dimensión también afecta positivamente la esfera
emocional de las personas. Párrafos arriba, al describir el desarrollo paralelo de la
reciprocidad y una serie de procesos mentales complejos, mencionábamos que el origen
del altruismo se dio junto con la gratitud, la culpa, la simpatía por otros y el sentido de
justicia (Trivers, 1985). También apareció con ellos la empatía, un estado psicológico
que implica respuestas emocionales que son congruentes con el bienestar que uno
percibe en otra persona. Batson, Chang, Orr & Rowland (2002) plantean que los
sentimientos de empatía (simpatía, compasión, ternura) surgen cuando la otra persona
está siendo oprimida o si se encuentra en necesidad. La empatía también puede sentirse
por otros seres vivos, además de los humanos. Los investigadores pueden manipular los
niveles de empatía pidiendo a los participantes que se pongan en el lugar de una persona
(o de un animal) que se encuentre en peligro o sufriendo. Schultz (2002) y Sevillano,
Aragonés y Schultz (2007), haciendo esto, encontraron que los niveles altos de empatía
hacia animales lesionados se relacionaban con las actitudes proambientales de los
participantes. Berenguer (2007) da un paso adelante y demuestra que la empatía
también afecta positivamente a la conducta pro-ecológica. Otros autores previamente
comprobaron que la manipulación de este estado es buena para mejorar las actitudes
hacia minorías raciales y étnicas, enfermos de SIDA y vagabundos (ver, por ejemplo,
Finlay & Stephan, 2000).
Una limitación que los expertos ven a la aproximación pro-sustentabilidad
centrada en el altruismo es que presenta alguna consecuencias no esperadas, como el
70
hecho de que contribuye a una sensación de desesperanza, y a un sentido de sacrificio,
más que a soluciones que promueven una calidad de vida para el individuo que lo
practica (De Young, 2000; Kaplan, 2000). En el mismo sentido en el que la austeridad
obliga a la privación de algunos satisfactores, el altruismo –tal y como se concibe
tradicionalmente- conlleva una carga que no resulta atractiva si de lo que se trata es de
ayudar sin esperar retribución alguna. Kaplan (op cit) plantea, como alternativa a este
dilema, un modelo de intervención en problemas ambientales en el que los beneficios de
la conducta se dirijan al interés de otros y al cuidado del ambiente, pero sin que esto
afecte el bienestar personal. El altruismo no tiene por qué representar un sacrificio para
quienes lo practican.
Altruismo y felicidad
Hay otra consideración importante que se desprende de las prácticas altruistas y
que podría contrarrestar las consecuencias no anticipadas de las que alertan Kaplan
(2000) y De Young (2000). Ésta se refiere al tema de la felicidad.
La definición que dan Van de Vliert et al (2007) al altruismo es muy específica
al considerar que el producto a lograr es ni más ni menos que la felicidad de los
beneficiarios del comportamiento altruista. Los autores, al abundar en su definición,
establecen que mientras que la felicidad es un estado evaluativo que se dirige a uno
mismo, el altruismo es un estado motivacional dirigido a otros. También sugieren que la
felicidad y el altruismo son “gemelos científicos” que comparten la noción subyacente
de “calidad de vida”. Este aspecto es muy interesante pues liga al altruismo, un
componente de los estilos de vida sustentables, con una de las consecuencias de esos
estilos que empiezan a mencionarse en los discursos sobre sustentabilidad: la felicidad.
Como lo revisamos en el capítulo primero, de acuerdo con esos discursos, un impacto
de la sustentabilidad a considerar en el bienestar de los individuos y las naciones es la
elevación del nivel de felicidad de todos (Talbert, 2008).
Si el altruismo se dirige a procurar la felicidad de terceros ¿generará también el
altruismo un estado de felicidad para uno mismo? De ser así, el beneficio de la conducta
cooperativa y solidaria sería doble: por un lado, procuraría el bienestar deseado por el
desarrollo sustentable; por otro, retroalimentaría a esa conducta debido a que todas las
personas desean sentirse bien y si los altruistas lo consiguen, entonces procurarían
seguir siéndolo.
Existen razones para suponer que los individuos que experimentan estados de
felicidad son más sensibles a las necesidades de otros, reportan pensamientos prosociales y ayudan de manera espontánea a extraños (Schroeder, Penner, Dovidio &
Piliavin, 1995). Además, esos estados de felicidad se relacionan negativamente con la
competitividad, y esto parece manifestarse no sólo en el nivel individual (Baron, 1990)
sino también en el de naciones enteras (Van de Vliert & Janssen, 2002). El altruismo
hace sentir bien a las personas en el largo plazo (Schroeder et al, 1995) y los lleva a
experimentar felicidad en sus relaciones cercanas con personas importantes para ellos
(Buunk & Schaufeli, 1999).
Lo anterior significa que, si bien es cierto que el hedonismo –una forma de
egoísmo- implica una búsqueda a veces exitosa del bienestar, existe un camino
alternativo en el altruismo. Éste es un hallazgo inesperado, ya que el egoísmo se
considera la antítesis del altruismo. Se puede ser feliz combinando vías hedonistas
71
(egoístas) y de solidaridad (altruistas) con otros. La promoción del altruismo, por lo
tanto, implica la procuración de sensaciones de bienestar para el practicante de actos
solidarios. Esta es una razón adicional para estimular entre los ciudadanos la práctica de
actos de ayuda a sus semejantes.
Recuento del capítulo.
Existe un acuerdo en considerar al altruismo como un componente esencial de
los estilos de vida sustentables. Esta tendencia se define como un estado motivacional
cuyo objetivo es incrementar el bienestar de otros y forma parte de una doble estrategia
adaptativa de los seres humanos cuya contraparte es el egoísmo. Mientras que este
último posibilita la obtención de recursos para uno mismo con el subsecuente beneficio
personal, el primero coloca esos recursos al servicio de otras personas, aun en
detrimento del bienestar personal.
El egoísmo se ha considerado entre los obstáculos para la acción sustentable,
cuando la persona encuentra inconveniente la protección ambiental o de otras personas
o cuando la sustentabilidad afecta intereses personales. Sin embargo, si el individuo
encuentra beneficios en la protección ambiental, puede involucrarse en el cuidado del
entorno. En un extremo, el egoísmo puede convertirse en conducta antisocial y
antiambiental, dañando el interés de terceros e incluso poniendo en peligro la salud e
integridad general de otros.
El altruismo se originó aparentemente de la cooperación y la reciprocidad, las
cuales representan ventajas para el individuo, dado que el trabajo grupal y la recepción
de apoyo de otros en cadenas de ayuda mutua garantizan la seguridad y el acceso a
recursos que permite la pertenencia a un grupo. Una serie de estudios muestra que la
participación comunitaria representa una alternativa para el desarrollo de acciones
sustentables, así como el involucramiento de grupos de personas en campañas de
conservación del medio social y físico.
A pesar de que algunos autores consideran que el altruismo puro (dar sin esperar
recibir nada a cambio) es una falacia y que quienes ayudan a sus semejantes siempre
esperan retribución, otros establecen que el altruismo no recíproco puede existir, aunque
sus repercusiones sean indirectas. De la manera que sea, los estudios registrados
muestran que las personas altruistas no solamente se involucran en acciones de ayuda a
otras personas, sino que también están más orientadas hacia la protección del ambiente
natural. De hecho, una buena cantidad de investigadores y teóricos de la psicología de la
sustentabilidad identifican al comportamiento sustentable como conducta altruista.
Con base en la consideración de que el altruismo implica conceder beneficios
propios a otros, con la subsecuente pérdida que esto representa para la persona, se ha
llegado a plantear que las molestias derivadas de los actos altruistas podrían hacer
parecer inconveniente la generación de estos actos a muchas personas y por lo tanto, la
adopción de estilos de vida sustentables basados en el altruismo. No obstante, la
realidad muestra que un buen número de personas son altruistas a pesar de estas
aparentes molestias, lo cual implica que dicho estado motivacional es mantenido por
consecuencias no del todo aparentes. La investigación reciente parece sugerir al menos
una de esas consecuencias: las personas altruistas no sólo hacen felices a sus
beneficiarios, sino ellas mismas obtienen bienestar psicológico derivado de sus actos de
ayuda. Ser altruista hace feliz a la gente solidaria. Promover, entonces, esta tendencia
72
implica promover la calidad de vida en las personas altruistas, en sus beneficiarios, así
como en las condiciones del ambiente físico.
73
CAPÍTULO 6
EQUIDAD
Inequidad y problemas ambientales
Una de las manifestaciones más nocivas de la ausencia de sustentabilidad es la
inequidad, es decir, la injusta distribución de recursos y beneficios de manera que unos
tengan mucho y otros tengan casi nada, y que los riesgos y daños ambientales recaigan
en unos más que en otros. Prácticamente cualquier mal social que podamos imaginarnos
puede ser explicado, por lo menos parcialmente, por la inequidad: la pobreza, la
injusticia, la delincuencia, el terrorismo, la guerra, la discriminación social en todas sus
facetas, los dilemas de los comunes y, sin dudarlo, una buena parte de los problemas
ambientales físicos tienen una parte de sus raíces en la distribución inequitativa de
recursos y de riesgos entre distintos grupos sociales y demográficos (Lee, 1998; Shiva,
2000; Talbert, 2008; Vlek, 2000).
Hasta hace poco se aceptaba que las dos grandes causas humanas de la
degradación ambiental eran la sobrepoblación y el consumismo (Oskamp, 2000).
Ehrilch & Ehrilch (2004) ofrecen evidencias de que existe una tercera, que compite de
forma pareja con las anteriores: la inequidad. De acuerdo con estos autores, una minoría
de la población mundial es responsable de la mayor parte de la contaminación, del
cambio climático, del agotamiento de recursos y de la pérdida de biodiversidad que
experimenta el planeta. Si el mayor potencial de explotación de los recursos naturales se
ubica en las sociedades ricas del planeta, para los Ehrlich resulta claro que la inequidad
en la concentración del poder económico y tecnológico ha jugado un rol preeminente en
la actual crisis ambiental. Pero no sólo la vertiente económica de la inequidad funciona
como catalizadora del dilema ambiental. La inequidad de género, de edad, y otras
manifestaciones de desigualdad social como la discriminación étnica y racial son
también potentes inhibidoras de un desarrollo sustentable, como veremos en este
capítulo.
La definición de desarrollo sustentable hace una alusión implícita a la idea de la
equidad tanto intra como intergeneracional. Al repartir la satisfacción de las necesidades
entre las generaciones presentes y futuras, la noción de DS busca un balance entre los
beneficios que obtendrán las personas ahora vivas y las que tomarán el relevo en
tiempos venideros (WCED, 1987). Pero, además, clama porque todos los que forman
parte de las generaciones actuales tengan acceso a la satisfacción de sus necesidades.
La equidad también incide en el balance entre el bienestar humano y la integridad de los
ecosistemas, por lo que se le relaciona con el principio ecológico de la interdependencia
(ver capítulo 1): en un sistema ecológico, ya sea biológico o humano, el funcionamiento
global de ese sistema depende de los equilibrios alcanzados entre todos los elementos
que lo constituyen (Capra & Pauli, 1995) y si existe un desbalance entre el acceso a
satisfactores o entre las condiciones que posibiliten la supervivencia de todos los
integrantes, el resto de los constituyentes y el sistema total se ven en riesgo.
La equidad puede entenderse como “la justicia que corresponde con los derechos
o las leyes naturales; más específicamente como el hecho de liberarse de los sesgos o
del favoritismo”. Equitatividad, por otro lado, se concibe como “tratar justa e
igualmente a todos”, mientras que la igualdad se define como “la cualidad o el estado de
74
ser igual a otras cosas” (Merriam-Webster Online dictionary, 2008). Aunque
relacionados, estos conceptos no son sinónimos. Tanto la equidad como la equitatividad
incorporan la noción de justicia, pero igualdad y equidad son más discrepantes (si bien,
parecidas) entre sí. La igualdad contiene un componente descriptivo –dos cosas son
iguales y así se reconocen y describen- mientras que la equidad es un concepto más
convencional que se refiere a lo que se concibe como justo o correcto (Le Grand, 1991).
La igualdad no implica necesariamente equidad, ni viceversa. Por ejemplo, un pago de
mil dólares a un trabajador, comparado con otro de cinco mil otorgado a otro,
claramente refleja una distribución desigual de beneficios. Pero si ese pago se fijó en
función de la productividad del trabajador (pagándole más al que se esforzó y rindió
más), la situación parece basarse ahora en la equidad (y en la justicia). Por supuesto,
existen otras razones aparte del esfuerzo para definir la equidad. Como la definición del
diccionario arriba citado lo sugiere al apelar a la “ley natural”, el simple hecho de ser
humano es suficiente mérito para invocar una equitativa distribución de beneficios. Es
en este último sentido en donde equidad e igualdad se vuelven más parecidas.
En el ámbito humano la equidad también tiene que ver con la repartición del
poder y del bienestar: en las sociedades inequitativas los ricos los tienen frente a los
pobres, los hombres frente a las mujeres, los adultos frente a los niños y los ancianos,
las mayorías étnicas, raciales y de orientación sexual y religiosa frente a las minorías.
Los países y las regiones afluentes tienen y utilizan su poder frente a sus contrapartes
menos privilegiadas económicamente (Ehrlich & Ehrlich, 2004). Las personas en las
naciones ricas son también más felices que las de países pobres pues las segundas no
tienen satisfechas sus necesidades básicas (Veenhoven, 2006). Dicho desbalance se
complementa con la orientación egoísta de los elementos que ostentan el poder en las
sociedades inequitativas. Esto genera un caldo de cultivo propicio para violencia,
ansiedad, injusticia, daño ambiental; en fin: para la insustentabilidad (De Botton, 2005;
Renner, 2005; Talbert, 2008).
Si la equidad se constituye en una pieza clave para alcanzar los ideales de la
sustentabilidad entonces la propensión a ser equitativos en el trato hacia otras personas
debiera promoverse. Esto parecería ser muy difícil de lograr ya que nuestra generación –
y muchas otras que nos antecedieron- han vivido en medios sociales altamente
inequitativos; tanto, que pareciera que la tendencia a ser equitativos no forma parte del
repertorio psicológico humano. ¿Será verdad esto? ¿Nacemos con una tendencia a la
inequidad? ¿Existe en la naturaleza humana una tendencia a la equidad? de ser así ¿Por
qué la humanidad se comporta en sentido opuesto? ¿Cómo lograr desarrollar tendencias
equitativas en las personas?
Inequidad social
La equidad social es un objetivo del desarrollo sustentable (Edwards, 2005). Ésta
tiene dos dimensiones fundamentales: la distribución justa de recursos y el acceso
equitativo al cuidado de la salud, a la educación, a las oportunidades económicas, a la
representación en el gobierno, a los servicios culturales, a las áreas naturales, y a todo
aquello considerado esencial para una adecuada calidad de vida. Las medidas
cuantitativas de la equidad informan acerca de debates públicos relacionados con los
impuestos, el acceso a viviendas, la diversidad y la localización de servicios públicos.
La equidad social se mide comparando la distribución de recursos o el acceso a ellos
con alguna distribución ideal descrita como justa. Existen, por lo menos, dos medidas
para esto: El índice de Equidad Representativa (IER) y el coeficiente GINI-así llamado
75
por el estadístico italiano Corrado Gini, quien lo creó- (Talbert, 2008). El IER mide la
consistencia entre la composición étnica de funcionarios electos con el de la población
general: un cero indica una perfecta consistencia. Por su lado, el GINI indica el grado en
el que el ingreso se desvía de una distribución equitativa, en el cual el cero indica una
distribución perfectamente equitativa y el 1 implicaría la máxima inequidad: aquella en
donde una sola persona concentraría todo el ingreso. Naciones como Suecia, Dinamarca
y Eslovenia presentan niveles altos de equidad, manifestados en un GINI entre .25 y
.28., mientras que otras como Sudáfrica alcanzan .73. México tiene un GINI de .54 y los
Estados Unidos, uno de .40 (Aliber, 2002; Eurostat, 2007; Naciones Unidas, 2008). Más
adelante veremos que existe una relación estrecha entre estos indicadores, las
sustentabilidad y el grado de bienestar reportado por las personas.
Distribución inequitativa de recursos.
Es un hecho indiscutible que el acceso a y el disfrute de recursos se encuentran
distribuidos de una manera inequitativa en los niveles local, regional y mundial, con
variaciones de lugar a lugar. El 15% de la población mundial consume alrededor del
71% de la producción anual (Brown & Cameron, 2000). El 80% del ingreso económico
se concentra en un 15% de la población y un solo país (los Estados Unidos) obtiene el
29% del ingreso mundial con sólo el 4.6% de la población del planeta (Ehrlich &
Ehrlich, 2004). Aun así, dentro de esta nación no existen niveles de equidad aceptables.
El progreso material que la humanidad ha logrado desde la revolución industrial
ha significado una relativa riqueza para dos mil millones de personas en el mundo; sin
embargo, casi tres mil millones viven con menos de dos dólares al día; los más pobres
entre ellos se encuentran en peores condiciones materiales y culturales que nuestros
antepasados de la edad de hielo (Ehrlich & Ehrlich, 2004).
Aun siendo optimistas respecto de la capacidad que tiene el planeta para seguir
sosteniendo a una creciente población, la inequidad entre el norte industrializado y
tecnológico y el sur subdesarrollado plantea un obstáculo adicional: las grandes y ricas
compañías que concentran las patentes de las tecnologías agrícolas no están dispuestas a
compartirlas con las sociedades pobres. La falta de acceso a esas tecnologías establece
la diferencia entre las hambrunas que seguramente llegarán sin ellas, o la posibilidad de
alimentar a miles de millones en condiciones de pobreza. La ambientalista hindú
Vandana Shiva (2000) argumenta que el desarrollo de estas y otras patentes es una
manifestación abusiva de inequidad e implica una “biopiratería”, que atenta contra la
sustentabilidad y la supervivencia de una buena parte de la humanidad. Boyowa Chokor
(2004), un ambientalista nigeriano, por su parte, concuerda con la idea de que la
distribución inequitativa de recursos económicos entre el norte y el sur es una de las
causas fundamentales de la degradación ambiental y que la solución debe implicar que
el norte rico debe consumir menos para que el sur pobre pueda, simplemente, vivir.
Inequidad de género.
En la mayor parte de los países del mundo los hombres gozan de más
privilegios, poder y prestigio que las mujeres. Aunque en las naciones más desarrolladas
las mujeres han logrado mayor equidad en el trabajo, en derechos legales, en educación
y poder de voto, aun son raras las mujeres en las altas esferas de la política o la
actividad organizacional. También persiste el desbalance femenino-masculino en labor
doméstica, salarios desiguales y acoso sexual (Lorber, 2001). En otras partes del mundo
las mujeres luchan por sobrevivir, criar a sus hijos, afrontar la pobreza, la guerra, las
76
tensiones raciales, las culturas masculinas dominantes o la exclusión social (Haynes,
2007). En muchos países la violencia y la explotación sexual empobrecen seriamente las
expectativas de supervivencia de mujeres y de niñas. A nivel mundial las mujeres
producen entre el sesenta al ochenta por ciento de la comida, sin embargo, sólo son
dueñas del quince por ciento de la tierra (Gardner & Prugh, 2008). La inequidad de
género contribuye a la inequidad económica: hay más mujeres pobres que hombres en
esa condición y, si, como lo plantean los expertos, una causa fundamental del deterioro
ecológico es la inequidad en la distribución de recursos (Chokor, 2004; Ehrlich &
Ehrlich, 2004), mantener ese desbalance entre hombres y mujeres no sólo contribuye a
más generación de pobreza, sino, además, a más presiones para la integridad del entorno
físico.
La inequidad entre sexos también repercute en una de las causas fundamentales
del dilema ambiental. Al recaer en los hombres la decisión del número de hijos a
procrear, esta situación ha llevado al crecimiento exponencial en la población que ahora
experimentamos. Como lo establece Engelman (2008), en los países en donde se
permite que las mujeres participen en las decisiones sobre planificación familiar, éstas
deciden tener dos hijos o menos, ya que, al intervenir más en la crianza, son conscientes
de sus necesidades (y capacidades) personales y las de los hijos. Con lo anterior generan
lo que pocos gobiernos logran: un control poblacional en balance con los recursos
naturales.
El ecofeminismo establece que existe una relación entre la opresión a las mujeres
y la explotación irracional del ambiente, a las cuales subyace una visión patriarcal
dominante: el Hombre ha sido opresor tanto de la Mujer como de la Naturaleza
(Ruether, 2005). Dado que, como veremos, existe una correlación entre inequidad social
y de género y la degradación ecológica, esta postura conceptual cuenta con un fuerte
fundamento. Por lo tanto, de acuerdo con los postulados ecofeministas, resolver el
dilema ambiental exige la eliminación de las desigualdades de género (Gaard, 2001).
Pero existen otras implicaciones ecológicas de la equidad de género: disminuir la
brecha (o mejor aún: eliminarla) que existe entre el ingreso económico de hombres y
mujeres constituye un poderoso incentivo para limitar el número de hijos que una
familia decide tener. Las mujeres conforme aumentan su ingreso, deciden procrear
menos hijos (Oskamp, 2000). Esta situación se ve complementada por el hecho de que
un incremento en el nivel de escolaridad de las mujeres se relaciona con un decremento
en el número de hijos que las mujeres deciden tener (Oystein, 2002): facilitar las
oportunidades educativas a las mujeres es la mejor política de planificación familiar y el
mejor antídoto contra la sobrepoblación. Si la sobrepoblación es una de las causas
preeminentes del dilema ambiental, la equidad de género contribuiría seguramente a
abatirla.
Injusticia Ambiental
Es evidente que, en términos de la distribución de recursos naturales ciertos
grupos sociales se llevan la mejor parte. Pero, además, los perjudicados en la repartición
de beneficios resultan también afectados por las consecuencias negativas de la
explotación ambiental. Los pobres y algunos grupos raciales viven en las zonas de
mayor ruido, en terrenos inestables, sujetos a deslaves e inundaciones y expuestos a
sustancias tóxicas del entorno (Clayton, 2000). Las disparidades raciales en la
exposición a contaminantes ambientales llevaron a acuñar el concepto “injusticia
77
ambiental” en los Estados Unidos, el cual implica que los riesgos a la salud y a la vida
que estos contaminantes generan se presentan mucho más entre pobladores de raza
negra o entre “hispanos” (Bullard & Johnson, 2000).
La injusticia ambiental también se traslada a las relaciones entre naciones ricas y
pobres. Los ciudadanos de los países pobres experimentan una peor degradación
ambiental que los de los países ricos (Evans, Juen, Corral, Corraliza & Kaiser, 2007).
Estos últimos se deshacen de sus contaminantes generando un mercado de sustancias
tóxicas a locaciones del tercer mundo. Los regímenes corruptos en estas últimas
naciones acceden ubicar esas sustancias en zonas pobladas, previa compensación
económica, lo que genera serios problemas de salud pública. Adeola (2000) sugiere que
sólo con normatividad legal (convenciones y tratados internacionales) sería posible
enfrentar las violaciones a los derechos humanos –especialmente los de salud- que
experimentan los pobladores en zonas receptoras de desechos tóxicos importados.
Orígenes de la inequidad.
Como en muchos otros casos, existe una explicación evolucionista para la
inequidad. En su versión más elemental, ésta plantea que las desigualdades existen
porque resultan de los múltiples mecanismos que emergen en el curso de la evolución
(Darwin, 1871). Si concebimos a los seres humanos como organismos cuyo único
propósito en la vida es sobrevivir y reproducirse, resulta evidente que la competencia
por los mismos recursos naturales dejará a algunos en el camino. Los más fuertes y los
que tienen más recursos poseen una mayor probabilidad para sobrevivir, por lo que la
inequidad en el acceso a los recursos sería un mecanismo adaptativo seleccionado. La
explicación darwiniana estricta sugeriría que algunos grupos e individuos están
condenados a perecer simplemente porque son incapaces de afrontar con éxito los
cambios que ocurren en su ambiente (Sriraman, 2007).
A pesar del crudo realismo de esta explicación de los orígenes de la inequidad, la
misma deja algunos vacíos: En primer término, el evolucionismo explica la
supervivencia de los aptos por selección natural, que implica que los no aptos
desaparecen, sin dejar descendencia (Crawford & Salmon, 2004). Pero esto no explica
la persistencia de las desigualdades, después de que los no aptos desaparecieron, dado
que si existen pobres desde hace mucho tiempo –por poner un ejemplo- es porque
fueron seleccionados de la misma manera que lo fueron los más afluentes en la posesión
de recursos. Como lo plantea un conocido psicólogo evolucionista (Figueredo,
comunicación personal):
“Los pobres deben ser muy aptos, de acuerdo con los cánones de la selección natural,
pues existen en abundancia”.
Por otro lado, aunque una buena parte de las sociedades humanas es inequitativa,
existen algunas que no lo son (Woodburn, 1998), lo cual niega el carácter universal (y,
por lo tanto, seleccionado de manera natural) de la inequidad. Lo que es más importante
aún: pareciera ser que en el pasado prehistórico la equidad era la regla, más que la
excepción (Gowdy, 1998; Lee, 1998) por lo que debe existir una ventaja en la tendencia
a la igualdad y, de acuerdo con las proclamas evolucionistas, ésta debiera entonces
haber sido seleccionada. Hay autores que dudan de que exista en la naturaleza humana
una orientación íntrinseca a la equidad. Boehm (1997), por ejemplo, sostiene que en las
sociedades forrajeras del pasado y del presente la equidad fue una decisión deliberada
78
(es decir, una estratagema) de líderes tribales para lidiar contra grupos antagónicos, más
que una ruta evolucionada para la supervivencia de la humanidad. Pero, de ser cierto,
esto no contradice el punto esencial: la equidad funciona como estrategia adaptativa y
así lo ha demostrado y lo sigue demostrando en sucesivas etapas de evolución humana.
Por lo tanto, sin negar que las diferencias humanas existen – sería absurdo
argumentar lo contrario- éstas tienen una utilidad que no necesariamente debe conducir
a la inequidad. Ciertas rutas inducidas por factores ambientales como el descubrimiento
de la agricultura y el origen de la civilización, llevan a la inequidad, pero otras no lo
hacen. Dentro de las mismas sociedades equitativas existen presiones internas de
individuos que tratan de tomar ventajas a su favor (Woodburn, 1998), lo que implica
que la tendencia a la inequidad navega en el mismo barco que la propensión a no serlo.
Probablemente los caminos que conducen a la inequidad se relacionan, por lo
menos parcialmente, con la diversidad y la complejidad social, con las ventajas que
ofrecen para la supervivencia de una especie o de una cultura (ver capítulo 10). De ser
cierta esta suposición, la inequidad sería un fenómeno de bases más arraigadas en la
evolución social de los grupos humanos (Ehrlich, 2008), que en la selección natural, lo
cual no niega la participación de presiones evolucionistas en la conformación de las
diferencias humanas y de la tendencia a la inequidad.
Muchos autores concuerdan con la suposición de que la inequidad –al menos en
los niveles extremos que la humanidad la experimenta ahora- es un fenómeno
relativamente reciente. Es decir, las primeras agrupaciones humanas eran más
igualitarias de lo que son ahora. De hecho, Gowdy (1998) plantea que el 99% de la
existencia de la humanidad ha transcurrido viviendo en condiciones de equidad. Las
jerarquías han estado presentes, aparentemente, siempre, pero éstas no eran tan notorias
en nuestros antepasados hasta el Neolítico. Existía distribución de tareas en función del
sexo, pero ello no llevaba al predominio de hombres sobre mujeres. La edad no era
considerada como una señal para la discriminación de los viejos, los cuales eran
aprovechados y valorados por el grupo por su experiencia. Lee (1998) expone que la
larga vida de los seres humanos como cazadores-recolectores, aparte de reafirmar la
naturaleza humana de la equidad, pone en entredicho la supremacía del mercado, la
dependencia de la tecnología, la “santidad” de la propiedad privada y la necesidad de
depredar los recursos naturales. Todas estas prácticas y dependencias, por cierto, inician
con el fin de la era del nomadismo cazador-recolector, el origen de la civilización y el
fin de las sociedades igualitarias. Con el origen de la civilización coincide el
establecimiento del esclavismo, la aparición de castas dominantes (reyes, tiranos, linajes
sacerdotales) y el fin de la equidad de género.
Lados luminosos y oscuros de la equidad
¿Por qué se volvieron inequitativas las sociedades humanas? Durante la mayor
parte de su existencia, la humanidad se conformaba de pequeños grupos relacionados
genéticamente, lo cual facilitaba la cooperación y la equidad. Con la domesticación de
las plantas y el origen de las ciudades, los conglomerados humanos crecieron
significativamente y aumentó la complejidad de los esquemas de relaciones entre las
personas. Se generaron niveles de cooperación, coordinación y división de labores sin
precedentes, lo cual desembocó en el establecimiento de jerarquías cada vez más
marcadas (Richerson & Boyd, 1999). Mientras más grande era el grupo, más jerárquico
e inequitativo se volvía. Dado que las sociedades más grandes tienden a dominar a las
79
pequeñas, las agrupaciones humanas equitativas sucumbieron ante las no igualitarias y
la inequidad empezó a ser la norma. Por lo tanto, de acuerdo con esta perspectiva, la
inequidad surgió de la complejidad de las relaciones sociales.
Aun así, la equidad no es una práctica que ha desaparecido, ni es tampoco
sinónimo de anti-modernidad. Trawick (2001), por ejemplo, señala la existencia de una
antiquísima práctica de distribución equitativa del agua para uso doméstico y agrícola
en asentamientos humanos de los Andes, la cual permeó a la civilización Inca y se sigue
manifestando hasta la fecha. De acuerdo con el autor (p. 361) esta práctica ayudó a
“crear una clase extraordinaria de comunidad, transparente y equitativa, en la cual se
expresa una simetría material o proporcionalidad a diferentes niveles”.
Las civilizaciones humanas se desarrollaron a costa del establecimiento de
diferencias entre las personas y ésa fue solamente una de las repercusiones de la
inequidad. La otra fue su impacto en el ambiente físico. Lee (1988) hace notar la
correlación que existe entre un estilo equitativo de vida y la existencia sustentable que
exhibían los grupos humanos primitivos. Cuando apareció la inequidad ese balance se
rompió. Esto lleva a plantear que la equidad tiene lados positivos (solidaridad, mayor
respeto por el ambiente); pero también exhibe un lado menos atractivo:
Zizzo y Oswald (2001) muestran un fenómeno interesante en la propensión
humana a la equidad: en sus experimentos estos autores encontraron que las personas
están dispuestas a pagar por disminuir el ingreso económico de otros, especialmente si
este ingreso se asocia a la riqueza o a la falta de méritos de la otra persona para adquirir
ese ingreso. Es tan fuerte la tendencia a emparejar a los individuos en un grupo –en
términos de la repartición de beneficios- que otros, menos favorecidos, estarían
dispuestos a sacrificar sus magros recursos en el afán de evitar que otros destaquen y se
constituyan en fuentes de inequidad. Éste es quizá un lado oscuro de la propensión a la
igualdad, el cual difícilmente sería juzgado como aceptable por los cánones del ideal
social. La búsqueda de la equidad no siempre está motivada por razones del todo
altruistas.
Equidad y otras dimensiones psicológicas de la sustentabilidad
Si la existencia de sociedades equitativas transcurrió en un tiempo de bajo
impacto negativo en el ambiente, esto puede llevarnos a suponer que la equidad, como
dimensión psicológica, debiera estar relacionada con la conducta pro-ecológica, pero
además, con otras manifestaciones de la conducta sustentable. Sin embargo, a pesar de
la lógica de este planteamiento y de los antecedentes arriba discutidos, la literatura
relevante muestra muy pocos estudios acerca de la relación entre equidad, como factor
psicológico, y la conducta sustentable.
Dentro de los pocos estudios que han investigado la relación entre la equidad y
otras dimensiones psicológicas de la sustentabilidad se encuentran las investigaciones
de Frías, Corral, Cáñez, Cázares, Islas, Escamilla & Valenzuela (2002) y la de Ríos,
Corral, Valdez, Peralta, García et al (2008). Frías et al (op cit) desarrollaron y aplicaron
una escala de sexismo, que incluía reactivos discriminatorios contra las mujeres, además
de otros instrumentos que medían antropocentrismo (la creencia de que el ser humano
es una entidad superior y excepcional en el universo) y conducta proambiental. Estas
dos últimas variables se relacionaron negativamente, mientras que el sexismo y el
antropocentrismo covariaron de manera positiva. Lo anterior pareciera indicar que la
80
visión de género inequitativa es un indicador de tendencias no sustentables, dado que se
asocia con las creencias que le dan un predominio a la especie humana sobre otros
organismos, y de manera indirecta podrían afectar los esfuerzos por el cuidado del
ambiente.
Osuna et al (op cit), por su parte, aplicaron una escala de acciones indicativas de
equidad en el trato con otras personas (ver Tabla 6.1), las cuales incluían
comportamientos como tratar de manera igualitaria a jefes y a subalternos, a niños y a
niñas, a hombres y a mujeres, etcétera. Los autores correlacionaron los resultados de la
aplicación de esta escala con los de otros instrumentos que medían conducta altruista,
acciones de austeridad y conducta proecológica general. Aunque las relaciones de la
equidad con la conducta austera y con el comportamiento proecológico no fueron altas,
sí fueron estadísticamente significativas, revelando que se requiere algo de sentido de
equidad para moderar el consumo (y dejar con esto la oportunidad de que otros tengan
un acceso al disfrute de bienes) y para actuar a favor de la conservación del medio
ambiente, tal y como lo estipulaban sus hipótesis. La relación entre la equidad y el
altruismo fue más elevada y también significativa, mostrando con esto que las
motivaciones de la equidad están en buena medida orientadas a la satisfacción de las
necesidades de otros. En subsecuentes análisis, los autores conformaron un factor de
orden superior con las interrelaciones entre la equidad, el altruismo, la austeridad y la
conducta proecológica, que denominaron estilos de vida sustentables. Este factor fue
afectado de manera negativa por el status socioeconómico (conformado por el ingreso
mensual familiar y por la escolaridad) y de forma positiva por la edad. Lo anterior
parece indicar que, al menos para el caso de la equidad, las personas de menores
recursos y los adultos tienden a ser más igualitarios en sus relaciones con otros.
Tabla 6.1. Escala de Equidad (Tomada de Osuna et al, 2008)
______________________________________________________________________
Instrucciones: Lea con atención las siguientes oraciones. Díganos qué tan de acuerdo está
con que apliquen a sus acciones cotidianas, empleando la siguiente escala de respuesta del 0 al
4:
0=Totalmente en desacuerdo 1=Parcialmente en desacuerdo 2=Ni de acuerdo ni en
desacuerdo
3=Parcialmente de acuerdo 4=Totalmente de acuerdo
1. Mi pareja tiene el mismo derecho que yo a decidir sobre los gastos en la familia ._____
2. En mi trabajo, trato a todos mis compañeros como mis iguales, sin importar
si son o no mis subalternos.
_____
3. En mi casa, los niños tienen el mismo derecho que los adultos a tomar
decisiones importantes para la familia.
_____
4. En mi familia, hombres y mujeres tienen las mismas obligaciones en el aseo
de la casa.
_____
5. Trato a los indígenas de la misma manera que a las personas que no lo son.
_____
6. Mi trato para las personas pobres es igual que el que tengo con los más ricos. _____
7. En mi familia, las niñas tienen la misma oportunidad de estudiar
(hasta donde quieran) que los niños.
_____
______________________________________________________________________
Falta mucha más investigación acerca de la relación entre la equidad y el resto
de las dimensiones psicológicas de la sustentabilidad pero, de acuerdo con los datos
81
hasta ahora disponibles, todo parece indicar que este factor se agrupa con otras
dimensiones relevantes para conformar una orientación pro-sustentable en el
comportamiento diario de las personas.
Equidad y bienestar subjetivo
En los capítulos previos hemos expuesto algunas ligas entre facetas de la
conducta sustentable y el bienestar subjetivo o felicidad. Si recordamos, el bienestar
subjetivo es –o debiera ser- una consecuencia de la sustentabilidad, por lo que habría
que esperar que las acciones a favor del medio físico y social generaran felicidad en los
individuos que viven en esos medios. Por lo revisado, el altruismo, la conducta
proecológica y la austeridad se relacionan con el bienestar subjetivo, ¿pasará lo mismo
con la equidad?
Veenhoven (2006) ofrece una respuesta indirecta a esta pregunta, con indicios de
la antropología histórica y comparativa que muestran que las sociedades cazadorasrecolectoras (igualitarias) eran más felices que las agrícolas (más inequitativas). La
instauración de la inequidad resultó en un perjuicio para el bienestar subjetivo de las
culturas humanas. No obstante, Veenhoven establece que ahora vivimos mejor (y más
felices) en las sociedades industriales que en las agrícolas premodernas, pero sin aclarar
si esta condición obedece a una mejoría en las condiciones de la equidad social en las
naciones industrializadas. El autor también establece que la felicidad, como la salud, es
el estado normal de las personas pero que diversas condiciones como la enfermedad, la
pobreza y otros factores, alejan a los individuos de ese estado. Vemos que la inequidad
es uno de esos factores.
En aspectos más concretos, en su reciente libro, Amato, Booth, Johnson &
Rogers (2007) muestran que los matrimonios igualitarios, en los que se comparte entre
la pareja las tomas de decisiones y el trabajo en el hogar y se exhiben actitudes de
equidad de género, tienden a ser más felices que los inequitativos. Esto impacta no sólo
a las mujeres. Los hombres igualitarios reportan más satisfacción y menos conflicto
marital y también, más felicidad (Chibucos, Leites & Weiss, 2005).
De acuerdo con Veenhoven (2006) los países más felices del mundo se
encuentran en el norte de Europa (Finlandia, Suecia, Islandia) y, sin ser necesariamente
los más ricos, sí son los más equitativos en términos de la distribución de recursos,
medida ésta con el indicador GINI. Por otro lado, los países más infelices se encuentran
en el África subsahariana –incluyendo a Zimbwawe y, el más infeliz de todos:
Tanzania-, cuyos índices de inequidad (y también de pobreza) son de los más elevados.
En contraparte, quienes experimentan la peor parte de la inequidad reportan
menores niveles de bienestar subjetivo: los pobres son más infelices que los afluentes
económicamente hablando (Veenhoven, 2006); los miembros de minorías que sufren de
prejuicios sociales, son menos felices que los de las mayorías (Gintis, 2006; Pew
Research Center, 2006); y sin dudarlo lo son también quienes resienten la injusticia
ambiental (Adeola, 2000).
Experimentar o percibir la inequidad también genera malestar subjetivo. Se sabe
que las personas de orientación ideológica conservadora son más felices que los
individuos liberales (Pew Research Center, 2006) y, según Napier y Jost (2008) esto
sucede porque los segundos se preocupan más por las consecuencias de la inequidad en
82
las personas. Los autores muestran que conforme se incrementa la brecha que separa a
pobres y ricos también aumenta la diferencia entre los niveles de felicidad que reportan
conservadores y liberales en diferentes países del mundo. Percibir la inequidad es fuente
de infelicidad. Vivirla es aún peor (Veenhoven, 2006).
Si la inequidad promueve más malestar subjetivo que felicidad –incluso en
quienes aparentemente resultan beneficiados por la desigualdad- y si la promoción de la
conducta igualitaria incrementa los niveles de bienestar psicológico, entonces resultaría
lógico promover la equidad y combatir las desigualdades. Esto se dice fácil: aunque
existe una tendencia en la naturaleza humana favorable a la equidad, las condiciones
ambientales presentes se le oponen y estimulan el consumismo, el despilfarro de
recursos, la intolerancia ante la diversidad social, la lucha entre los diferentes y, por
supuesto, las desigualdades de todo tipo entre los individuos.
En un 99% de nuestra existencia hemos funcionado más como seres igualitarios
que como individuos inequitativos y eso debe haber marcado una tendencia hacia el
trato con los demás que, por ahora, permanece oculta en una buena parte de la
población. Quizá la insatisfacción –y la declarada infelicidad- que de manera creciente
se manifiesta en las sociedades modernas sea una consecuencia de alterar el curso
“normal” y evolucionado de las tendencias equitativas ancestrales. Al cambiar
radicalmente el ambiente, generando la agricultura, construyendo ciudades y
desarrollando tecnologías, cambiamos también los patrones de interacción con nuestros
semejantes, volviéndonos individualistas, competitivos, ávidos de status y jerarquías, y
deseosos de más poder del que requerimos para sobrevivir.
Es posible que entonces requiramos de un nuevo cambio ambiental –inducido
por los humanos- que ayude a re-orientar el trato hacia nuestros semejantes; lo que los
psicólogos ambientales denominan el “diseño social” (Gifford, 2007b). En ese nuevo
ambiente, deberemos idear artefactos culturales y tecnológicos que estimulen las
acciones equitativas, junto con las altruistas, las pro-ecológicas y aquellas que
conduzcan a un estilo de vida de simplicidad voluntaria. Ese nuevo ambiente, del que
ya existen ensayos en diversas sociedades humanas (Jackson, 2008) y en el que se
promueve la interacción social sustentable a través del diseño de comunidades
compactas, diversas y altamente integradas (Dumreicher, Levine & Yanarella, 2000;
Jabareen, 2006), constituye la única y quizá última posibilidad de la que disponemos
para continuar viviendo en este planeta.
Recuento del capítulo
Equidad no es sinónimo de igualdad. La equidad asume la existencia de
diferencias entre personas –sería absurdo no verlas- y de hecho, acepta la ventaja de que
las mismas se presenten pues esto le otorga diversidad a los sistemas sociales. Y no sólo
las sociedades humanas se ven beneficiadas por las diferencias: el sexo, como división
básica en la vida representa una ventaja para las especies que lo presentan –y utilizanfrente a aquellas que no lo tienen. Sin embargo, la inequidad se fundamenta también en
las diferencias y genera una condición en donde pocos tienen mucho y muchos tienen
poco, concentrando poder y bienestar en ciertos grupos y dejando para los demás los
riesgos ambientales.
La inequidad se manifiesta en los aspectos sociales, demográficos, económicos y
de género y todo parece mostrar que se correlaciona con prácticamente todos los
83
problemas sociales que aquejan a la humanidad. Pero, además, la inequidad es un
correlato de la degradación ambiental y una causa de infelicidad para las personas.
Las sociedades prehistóricas eran esencialmente equitativas, lo mismo que lo son
la mayoría de las sociedad forrajeras del presente. Una característica de estos grupos –
además de la equidad en sus relaciones- es su tamaño reducido. Durante un 99% de la
existencia de la especie humana su estilo de vida se caracterizó por la equidad, lo cual
no parece darle peso a la idea de que la inequidad es una característica intrínseca de la
naturaleza humana. Con el descubrimiento de la agricultura y el establecimiento de las
ciudades, los grupos humanos crecieron significativamente y sus relaciones se tornaron
complejas, dando origen a sistemas de cooperación, pero también de jerarquías nunca
antes vistos. Esto dio pie al establecimiento de culturas y civilizaciones inequitativas,
que predominan hasta la fecha.
Aun cuando se ha realizado muy poca investigación al respecto de la relación
entre la equidad y otras manifestaciones de conducta y orientación sustentables, los
datos parecen señalar que la conducta igualitaria se liga significativamente al
comportamiento proecológico, a la austeridad y al altruismo; también se relaciona
negativamente con las creencias antropocéntricas y sexistas.
De la misma manera que ocurre con los casos del altruismo y de la austeridad, la
orientación y la conducta equitativas son características de personas que experimentan
elevados niveles de bienestar subjetivo. Las sociedades y los individuos más equitativos
tienden a ser más felices, mientras que en las naciones más inequitativas prevalecen la
pobreza, la degradación ambiental, la violencia y la infelicidad en general.
Si el cambio humano, desde la desigualdad hasta la inequidad obedeció a
factores ambientales (crecimiento de los grupos, surgimiento de ciudades, origen de la
agricultura) el retorno a sistemas de convivencia equitativo probablemente podría surgir
del re-diseño social y ambiental, como facilitador de un estilo de vida sustentable
basado en la equidad. Ésta es una tarea que le toca emprender a los expertos en política
pública, a los demógrafos, a los diseñadores urbanos, y a los psicólogos ambientales,
entre otros muchos profesionales.
84
CAPÍTULO 7
VISIONES DE INTERDEPENDENCIA
Visiones del mundo
La manera en que la gente concibe el mundo que la rodea impacta la percepción
que logra de él, pero también la inclina a actuar de forma acorde con la visión que se ha
formado del entorno. La crisis ambiental, ocupa un lugar preponderante en las
preocupaciones humanas y la respuesta de las personas a esa crisis podría depender de
cómo perciben ellas su relación con la naturaleza (Kortenkamp & Moore, 2001).
Las concepciones acerca del funcionamiento del universo y de cuál es el papel
de la humanidad en la naturaleza se reconocen como “visiones del mundo” (Devall y
Sessions, 1985; Steg, Dreijerink & Abrahamse, 2005) y, en casos más específicos, como
“creencias ambientales” (Dunlap, Van Liere, Mertig & Jones, 2000; Hernández, Suárez,
Martínez-Torvisco & Hess, 2000). Estudiar estas dimensiones psicológicas, por lo tanto,
puede ser importante al tratar de determinar qué aspectos del funcionamiento humano
guían a las personas en los afanes de la actuación pro-sustentable.
Devall y Sessions (1985, p. 42) definen Visión del Mundo como “el conjunto de
valores, creencias, hábitos y normas que conforman el marco de referencia para una
colectividad de personas”. En esta definición queda implícito que la idea que nos
formamos del mundo se liga con los actos y las normas que los regulan, de manera que
las creencias y sus valores relacionados se manifiestan en conductas. Aunque la mayoría
de los expertos no le atribuyen a las visiones del mundo, o a las creencias ambientales,
un peso directo muy grande en la conformación de estilos de vida sustentables
(Poortinga, Steg & Vlek, 2004; Steg et al, 2005) o, para el caso, en ningún otro tipo de
comportamientos (Yoder, 1997), todos están de acuerdo en que este tipo de factores
psicológicos puede sentar las bases para guiar, regular o inducir patrones conductuales
con efectos ambientales significativos (Corral, Bechtel & Fraijo, 2003). Incluso la
ciencia, con su halo de objetividad, se encuentra asentada en visiones del mundo y
creencias particulares que se someten a escrutinio riguroso. Todas las personas, aun las
que no poseen un entrenamiento científico, se adhieren a creencias de diferente tipo –
religiosas, culturales, de sentido común, etcétera- y las utilizan como puntos de
referencia para tomar decisiones en sus vidas. Es probable que algunas de esas
decisiones impacten a su entorno socio-físico, de manera que deberíamos estudiar el rol
de estas tendencias psicológicas en la actuación pro-ambiental.
La percepción de la Interdependencia
Como lo comentamos en el capítulo 1, la interdependencia es una de las reglas
básicas que rigen el funcionamiento de los ecosistemas, incluyendo los aspectos
humanos de los mismos. Para Coulson, Whitfield & Preston (2003) éste es el principio
más importante de la ciencia ambiental. De acuerdo con su definición, la
interdependencia implica que, en un ecosistema dado, la supervivencia de los elementos
que lo componen dependen de la integridad de los demás, de manera que la pérdida de
un componente, o su daño, genera un desbalance en el sistema total y, por lo tanto, el
resto de los elementos se ve afectado (Capra & Pauli, 1995). Dado que el componente
humano (individual y social) en el planeta es de gran importancia, por su impacto en la
biosfera, los análisis de sistemas de interdependencia planetarios deben incluir a la
85
conducta de nuestra especie en interacción con el resto de los componentes bióticos
(vivos) y abióticos (inertes) de la Tierra. La idea primordial del Desarrollo Sustentable
es la de conciliar una buena variedad de necesidades en conflicto que existen entre el
mundo natural y el humano, tratando de encontrar nuevas formas de interdependencia
entre ellos. La pregunta es si las personas son capaces de percibir e incorporar en sus
procesos cognitivos básicos la idea de la interdependencia y –más importante aún- si
están de acuerdo con dicha idea.
Una serie de reflexiones y estudios en psicología ambiental (Gärling, 1988;
Gärling, Biel & Gustaffson, 2001; Corral, Carrus, Bonnes, Moser & Sinha, 2008;
Cortez, Corral, Pesqueira et al, 2008) parece mostrar que esta cualidad de los procesos
ecológicos (la interdependencia) se encuentra contenida en un sistema de creencias
holísticos que integraría las nociones ecocéntricas (más centradas en los aspectos no
humanos de la naturaleza) con las antropocéntricas (que enfatizan las necesidades
humanas), a pesar de que ambas sean manejadas como opuestas entre sí (Bechtel, Corral
& Pinheiro, 1999; Bechtel, Corral, Asai & González-Riesle, 2006; Castro y Lima,
2001). La interdependencia estaría emergiendo dentro de un sistema de creencias acorde
con la necesidad de salvaguardar la integridad de los componentes humanos y no
humanos del planeta.
El propósito del presente capítulo es el de revisar esos estudios, así como sus
antecedentes, para demostrar que la interdependencia, atributo clave de los sistemas
ecológicos humanos y no humanos, está presente en las cogniciones ambientales de las
personas, constituyendo visiones del mundo que, a su vez, las predisponen hacia el
actuar sustentable.
Evolución de las visiones del mundo.
Las creencias acerca de la posición del ser humano en la naturaleza han
evolucionado -como todo lo demás- de manera radical, y los cambios más significativos
se han experimentado en los últimos años. Las visiones más antiguas se basaban en el
desconocimiento, en el miedo y en el respeto hacia los fenómenos naturales, los que
frecuentemente eran identificados y venerados como deidades o como espíritus de la
naturaleza (Varner, 2006). El contacto directo con el entorno natural y la dependencia
de la humanidad de sus recursos (agua, alimento, fuego, refugio) avivaba esa visión del
ambiente en relación con los seres humanos (Hutton, 1991). La posición de estos
últimos era, entonces, de subordinación y de respeto ante las fuerzas desconocidas de
los fenómenos naturales. Incluso en la actualidad, grupos tradicionales como, por
ejemplo, los pueblos que hablan el Bantú en Sudáfrica combinan asombro, miedo y
reverencia por los espíritus del agua, animales y otros objetos del entorno natural, al
preservar esas visiones ancestrales del mundo (Bernard, 2003).
La llegada del monoteísmo, primero entre los judíos y posteriormente entre
cristianos y musulmanes, empieza a desplazar la visión animista y naturocéntrica (por
llamarla de algún modo) que predominaba en las agrupaciones humanas de la
antigüedad (Varneer, 2006). El nuevo sistema de creencias religiosas desplazó a la
naturaleza de su papel predominante y colocó al ser humano –hecho a la imagen y
semejanza de Dios- en el centro del universo. Así nació el antropocentrismo en una de
las culturas que más influyó en la civilización occidental, la visión que ubica al ser
humano como protagonista principal de la Creación. Es interesante notar que el proceso
de transición que llevó a desplazar a la naturaleza de su rol central y a colocar a la
86
humanidad como la entidad dominante fue gradual: en los primeros libros de la Biblia,
por ejemplo, Yahveh se comunicaba con su pueblo en el campo abierto a través del
trueno o del viento, como la Biblia lo establece y como Heym (1998) lo recrea en el
Reporte del Rey David. Posteriormente la adoración de esta deidad se trasladó a la
ciudad, en donde moraban los humanos.
Otros sistemas de creencias religiosas –politeístas- en este caso, imperaban en
pueblos de la antigüedad que también profesaron visiones antropocéntricas del mundo,
como los griegos y los romanos. Dichos sistemas también habían minimizado desde
tiempo atrás el valor de la naturaleza y colocaban los centros de adoración a sus dioses
fundamentalmente en las ciudades. En el caso de estos pueblos, a partir del siglo V A.C.
el interés por comprender la naturaleza física de los fenómenos fue desplazado por el
deseo de comprender la naturaleza de las capacidades humanas (Nybakken, 1939). Por
otro lado, con el tiempo, el politeísmo greco-romano cedió ante el peso del Cristianismo
y reforzó así su noción antropocéntrica del universo. En otras latitudes (Asia), la
adopción de posturas antropocéntricas no fue tan radical y en África y América se
conservó la visión naturocéntrica hasta la llegada de los europeos (Corral & Pinheiro, en
prensa). Este cambio de visiones del mundo se relacionó con una serie de
transformaciones significativas en la actividad humana; la explotación a gran escala de
de la naturaleza fue sólo una de ellas, como veremos.
Dos revoluciones del pensamiento (Bechtel, 1996) fueron importantes en la
transición del antropocentrismo radical (el Hombre como centro del universo) hacia una
visión del mundo menos sesgada hacia los humanos como especie dominante. Nicolás
Copérnico (1543) encabezó la primera de ellas al demostrar que la Tierra no era el
centro del universo, desechando una idea milenaria que establecía que este planeta,
asiento de la humanidad, era el núcleo y referencia de la Creación. Charles Darwin
(1871) incita la siguiente revolución con su Teoría de la Evolución de las Especies, la
cual sugiere –y demuestra- que la especie humana desciende, como todas las demás de
un ancestro común, negando con esto la excepcionalidad que se argumentaba hasta
entonces para los humanos. El tercer evento que vino a transformar las visiones del
mundo no se produjo por un descubrimiento o una teoría científica, sino por la
evidencia de cambios drásticos en la biosfera terrestre. Para finales de la década de los
sesenta en el siglo XX, se empezó a manifestar un nuevo tipo de creencias ambientales,
contrapuesto al de las actitudes antropocéntricas prevalecientes hasta entonces. Estas
nuevas creencias fueron de naturaleza ecocéntrica y se basaban en la idea de que los
seres humanos habían abusado significativamente de la naturaleza y que, en
consecuencia, deberían reparar el daño ocasionado al entorno (Dunlap & Van Liere,
1978). A diferencia de la visión antropocéntrica, estas “nuevas” creencias colocaban a la
naturaleza y sus procesos en el centro de la atención humana, llegaban –en las
posiciones más radicales- a minimizar las necesidades de hombres y mujeres, en el afán
del restaurar el balance natural perdido (Siurua, 2006).
De manera más reciente aún, algunos autores (Gärling, Biel & Gustafsson 2002;
Corral et al, 2008) han empezado a sugerir la presencia de un tipo de visión del mundo
que no se liga ni al antropocentrismo ni al ecocentrismo, por separado; combinan ambas
creencias ambientales en una visión que privilegia la idea de que el entorno físico
requiere del humano para preservarse y que las personas necesitan de la naturaleza para
sobrevivir. La preocupación por la degradación del entorno físico y sus recursos,
mezclada con el interés por satisfacer las necesidades humanas parece haber dado lugar
87
a una visión del mundo holística, acorde con los postulados del desarrollo sustentable.
Esta visión eco-antropocéntrica considera la interdependencia del mundo físico y
natural con el mundo de las culturas humanas (Corral et al, 2008).
Por supuesto, éste es un recuento del cambio de visiones del mundo que toma
como referencia a las sociedades occidentales. Desde el “naturocentrismo” ingenuo
hacia las visiones de interdependencia, pasando por el antropocentrismo y el
ecocentrismo pareciera darse una escalada “lógica”, en el sentido de responder a las
condiciones prevalecientes en el entorno físico y cultural de estas sociedades. Cuando
los recursos eran –aparentemente- ilimitados, el antropocentrismo prevaleció como guía
para el desarrollo cultural; éste había reemplazado a la visión naturocéntrica que servía
como explicación de fenómenos que no estaban al alcance del conocimiento primitivo.
Al prevalecer la conciencia de la degradación ambiental, la visión ecocéntrica sirvió
como respuesta (de alarma) y orientación a la necesidad de restaurar el equilibrio
ecológico. Es probable que la visión de interdependencia, como discutiremos después,
se esté integrando al procurar un nuevo balance entre la urgencia de conservar el
ambiente físico sin afectar la satisfacción de las necesidades humanas.
La evolución de las creencias ambientales en la mayor parte de las culturas
“tradicionales” (es decir, prácticamente todo el mundo no occidental), sin embargo, no
siguió ese curso: el cambio de visiones del mundo fue casi imperceptible, quizá porque
las condiciones del medio no variaron significativamente o –muy probablementeporque desde etapas tempranas los sistemas de creencias ambientales “primitivos” y los
no occidentales combinaban dosis de ecocentrismo, antropocentrismo, y nociones de
interdependencia. El “ecocentrismo” tradicional nunca fue “nuevo” para los pueblos que
lo tomaron como punto de referencia; se cobijaba desde hace milenios (Hung, 2007),
pero tampoco esa noción necesariamente se contrapuso (como en las culturas
occidentales) a la del antropocentrismo (Corral & Armendáriz, 2000). De hecho, es muy
probable que el “ecocentrismo” y el “antropocentrismo” como nociones diferenciadas
no tengan sentido en las visiones holísticas de la mayor parte de las sociedades del
mundo no occidental (Corral & Pinheiro, en prensa).
La mayoría de los lectores de este libro –lo mismo que el autor- se han formado
en la tradición dualista y analítica de la cultura occidental. Siguiendo esa tradición quizá
sea más ilustrativo, entonces, descomponer –para describir- las visiones del mundo en
los sistemas que prevalecen en dicha cultura, tratando de entender qué significan esas
visiones y qué implicaciones tienen en la práctica de estilos de vida pro-sustentables.
Debido a que es probable que el Occidente esté experimentando una transición hacia
visiones del mundo más holísticas, es de interés describir de qué manera está operando
esa transición y qué elementos la componen.
Antropocentrismo y el Paradigma Social Dominante
El término “antropocentrismo” fue definido en el siglo XIX, en el marco de la
discusión acerca de las ideas evolucionistas de Darwin, con el fin de representar la idea
de que los seres humanos son el centro del universo (Campbell, 1983). Para el
antropocentrismo la especie humana es la más importante y el resto recibe
consideración en la medida en la que se requiere su integridad para garantizar la
supervivencia de la humanidad (Kortenkamp & Moore, 2001). Es decir, el resto de los
constituyentes naturales del mundo son vistos como “recursos” que deben ser cuidados
para que sirvan como provisiones de las personas. Esta consideración –la necesidad de
88
cuidar los recursos naturales- constituye el componente “proambiental” del
antropocentrismo. Nordlund & Garvill (2003), por ejemplo, muestran que altos niveles
de antropocentrismo se relacionan con una elevada preocupación por el efecto que tiene
la degradación ambiental en la humanidad y Thompson y Barton (1994) encuentran que
ciertos componentes antropocéntricos predicen la conducta pro-ecológica. Sin embargo,
una buena parte del antropocentrismo también ha funcionado como sustrato ideológico
de la degradación y de la explotación ambiental (Casey & Scott, 2006; Schultz, Zelezny
& Darlympe, 2000).
Catton y Dunlap (1980) resumen las cuatro presunciones primarias de la visión
antropocéntrica del mundo occidental: primera, los humanos son fundamentalmente
diferentes del resto de los seres vivos; segunda, los humanos poseen libre albedrío y
“agencia”; tercera, el mundo provee oportunidades ilimitadas para el crecimiento
humano; cuarta, el curso de la historia humana lleva al progreso, que no debe cesar
nunca. De estas presunciones básicas emergen las actitudes del antropocentrismo, pero
también las del individualismo y del industrialismo.
El antropocentrismo, al enfatizar la excepcionalidad humana en ocasiones
produce una lectura de superioridad sobre el resto de las especies o, por lo menos, la
idea de que los humanos son diferentes y están separados del mundo natural (Schroeder,
2007); en otras resalta la prioridad de satisfacer las necesidades de las personas
(Thompson & Barton, 1994; Amérigo, Aragonés, de Frutos, Sevillano & Cortés, 2007;
Milfont & Duckitt, 2004). En cualquier caso, lo que importa es el ser humano como
especie excepcional, por lo que el resto se encuentra al servicio de las personas y sus
instituciones (Hernández et al, 2000).
Dunlap y Van Liere (1978) introducen la noción de un Paradigma Social
Dominante (PSD), el que hace referencia a la visión antropocéntrica que guió al mundo
occidental hasta los años sesenta del siglo XX. Este paradigma o visión del mundo
concibe a los humanos como una especie excepcional a los que no aplican las reglas de
interdependencia que rigen a los ecosistemas de la Tierra. Dunlap y Van Liere
consideran que la ciencia (especialmente sus ramas social y biológica), hizo suya esta
visión, plasmándola en sus principios básicos de manera que el PSD asumió la forma de
un Paradigma de la Excepción Humana (PEH). Este paradigma muestra a los humanos
como una especie superior, única y no necesariamente atada a las restricciones que
impone el funcionamiento de los ecosistemas.
Dreger y Chandler (1993) desarrollaron una escala de antropocentrismo que
incluye ideas acerca de la superioridad de los humanos en comparación con los
animales. Por su parte, la escala de antropocentrismo de Thompson y Barton (1994) se
refiere al bienestar humano en relación directa con la conservación ecológica y a las
consecuencias negativas de la degradación ambiental en las personas. Este último
instrumento ha sido ampliamente utilizado en estudios de comportamiento proambiental
(Amérigo et al, 2007; Casey & Scott, 2006; Nordlund & Garvill, 2003; Schultz et al,
2000, por ejemplo).
Ecocentrismo y el Nuevo Paradigma Ambiental.
El término “ecocentrismo” se originó del concepto “biocentrismo”, acuñado en
1913 por el bioquímico norteamericano Lawrence Henderson, quien intentó representar
la idea de que el universo es el originador de la vida (Campbell, 1983). Los proponentes
89
de la ecología profunda (Devall & Sessions, 1985; Glasser, 2005) adaptaron
posteriormente este concepto a su sistema filosófico y ético, con el valor intrínseco que
posee la naturaleza y todas sus manifestaciones. Esto significaba que cada especie y
componente natural tenía un valor intrínseco, independientemente del servicio que
pueda prestarle a la humanidad (como lo establece el antropocentrismo). Este
movimiento acuñó y popularizó entonces el término “ecocéntrico”, haciéndolo
antagónico a las propuestas antropocéntricas que establecen la excepcionalidad humana.
Tabla 7.1. La escala del Nuevo Paradigma Ecológico (Dunlap et al, 2000).
_____________________________________________________________________________
Por favor, responda a los siguientes enunciados, indicando si está completamente de acuerdo
(CA), moderadamente de acuerdo (MA), indiferente (I), moderadamente en desacuerdo (MD) o
completamente en desacuerdo (CD)
_______________________________________________________________________
Está de acuerdo o en desacuerdo con que...
CA MA I MD CD
1. Nos estamos acercando al límite del número de personas
que la Tierra puede mantener.
2. Los humanos tienen el derecho de modificar el ambiente
natural para satisfacer sus necesidades.
3. Cuando los humanos interfieren con la naturaleza a menudo
se producen consecuencias desastrosas.
4. El ingenio humano asegurará que no hagamos invivible a
la Tierra.
5. Los humanos están abusando severamente del ambiente
6. La tierra tiene suficientes recursos naturales si aprendemos
cómo explotarlos.
7. Las plantas y los animales tienen el mismo derecho que los
humanos a existir.
8. El balance de la naturaleza es lo suficientemente fuerte para
lidiar con los impactos de las naciones industrializadas
modernas.
9. A pesar de nuestras habilidades especiales los humanos
estamos sujetos a las leyes de la naturaleza.
10. La llamada “crisis ecológica” que enfrenta la humanidad ha
sido grandemente exagerada.
11. La Tierra es como una nave especial, con espacio y recursos
muy limitados.
12. Los humanos fueron hechos para gobernar sobre el resto de
la naturaleza.
13. El balance de la naturaleza es muy delicado y fácilmente
perturbable.
14. En algún momento los humanos aprenderán lo suficiente
acerca de cómo funciona la naturaleza, para controlarla.
15. Si las cosas continúan como hasta ahora pronto experimentaremos una gran catástrofe ecológica.
_____________________________________________________________________________
Dunlap y Van Liere (1978) recogen los postulados del ecoentrismo en su Nuevo
Paradigma Ambiental (NEP, por sus siglas en inglés). Éste lo midieron con un
instrumento que incluía, originalmente, cuatro reactivos que abordan conceptos
relacionados con los límites al crecimiento humano (la idea de que los recursos
90
naturales no son infinitos) y otros cuatro que se relacionaban con el concepto de balance
ecológico (la necesidad de equilibrar las satisfacción de las necesidades humanas con
los requerimientos ecológicos).
Al aplicar la escala del NEP, Dunlap y Van Liere (1984) y Van Liere y Dunlap
(1981) encontraron altos porcentajes de aceptación con sus postulados, en participantes
norteamericanos. Estos resultados se replicaron en estudios desarrollados en diversos
países como Suecia y los Estados Bálticos (Gooch, 1995), Turquía (Furman, 1998),
México (Corral & Armendáriz, 2000), China (Chung & Poon, 2000), Perú y Japón
(Bechtel, Corral, Asai & González-Riesle, 2006), entre muchos otros, lo cual revela la
alta aceptación de los postulados ecocentristas alrededor del mundo.
Se han empleado otros conceptos relacionados con el ecocentrismo, como el de
“no-antropocentrismo” (Chandler & Dreger, 1993) o el de “biocentrismo” (McFarlane
& Boxall, 2000), los cuales comparten con el primero la idea esencial del valor
intrínseco de la naturaleza. Como en el caso del NEP y su visión ecocéntrica, los
conceptos alternativos que privilegian ese valor intrínseco de lo natural se han
relacionado con los esfuerzos de conservación que reportan las personas.
En 2000, Dunlap, Van Liere, Mertig & Jones ampliaron la escala del NEP, de 12
reactivos originales, a 15, incluyendo entre los nuevos ítems algunos que empiezan a
perfilar la noción de interdependencia ser humano-naturaleza, a la que haremos alusión
en el siguiente apartado. Este instrumento, ahora denominado la Escala del Nuevo
Paradigma Ecológico, ha reemplazado casi totalmente al previo instrumento del NEP,
siendo utilizado no sólo en los Estados Unidos (Hunter y Rinnner, 2004), sino en
muchas otras naciones del mundo (Vozmediano, y San Juán, 2005; Ahrlinger &
Menner, 2005; Pato, Ros & Tamayo, 2005; Casey & Scott, 2006, por ejemplo). Al igual
que su precursor, este instrumento ha mostrado validez predictiva al correlacionarse
significativamente con medidas del comportamiento proambiental. La Tabla 7.1
muestra los reactivos de la nueva escala.
El Nuevo Paradigma de la Interdependencia Humana.
Los orígenes de la idea de la interdependencia humana y los factores
ambientales pueden remontarse a los escritos de Edney & Harper (1978) y Platt (1973),
quienes discuten la manera en que la conducta individual y la social se afectan
mutuamente, generando dilemas y trampas sociales. Más recientemente, los trabajos de
Gärling (1988), Gärling et al (2001) y Corral et al (2008) otorgan relevancia a las
interdependencias espaciales humanos-naturaleza y a las temporales (presente-futuro)
en la conformación de sistemas de creencias ambientales. En esencia, lo que el concepto
de la interdependencia humana refiere, es la idea de que las conductas humanas
individual y social dependen entre sí, de la misma forma que éstas interdependen con el
funcionamiento de los ecosistemas físico-biológicos del presente y del futuro, para
garantizar la integridad del sistema planetario global. Es decir, los individuos
interdependen con sus grupos, las personas interdependen con la naturaleza y el
presente lo hace con el futuro.
Al componente de interdependencia espacial que se da entre todos los
componentes humanos y no humanos de la biosfera, Corral et al (2008) agregan un
componente de interdependencia temporal, planteando que la integridad del futuro
depende del presente y, aunque parezca extraño, lo opuesto aplica de la misma manera.
91
La salvaguarda futura del planeta es una de las pocas esperanzas que tenemos para
luchar por la integridad presente de la Tierra y de la vida que aloja. Como lo señala
Tonn (2007), la única manera de garantizar la supervivencia de la vida presenteincluida la humana- en este planeta, es creer en y asegurar el futuro. Lo que aparece
como una prédica sufí o una idea retorcida es más real de lo que podemos imaginar: el
futuro depende del presente, en la misma medida que el presente depende del futuro.
Tonn también señala que el futuro ya está afectando al presente en la medida en la que
la previsión de lo que puede acontecernos posibilitará (o no) el cuidado presente de la
biosfera. Por lo tanto, es importante evaluar si las personas mantienen ideas de
interdependencia espacial y temporal y qué tanto impactan en sus esfuerzos de
conservación de los ecosistemas.
Con el fin de medir la idea de un sistema de creencias basado en el paradigma de
la interdependencia humana, Corral et al (2008) elaboraron un breve instrumento que se
describirá más adelante, en el que se incorporan nociones de interdependencia espacial
y temporal. Los antecedentes de este instrumentos se basan en las ideas ya expuestas de
Gärling et al (2002), así como en los estudios de Bechtel y sus colaboradores (Bechtel
et al, 1999; 2006) y Corral y Armendáriz, quienes, al investigar la adherencia de
personas de diferentes nacionalidades al Nuevo Paradigma Ambiental (Dunlap & Van
Liere, 1978), encontraron resultados inesperados: las respuestas de sus participantes a
los reactivos que median creencias ecocéntricas no se oponían a las que se daban ante
los reactivos que medían creencias antropocéntricas, como era lo esperado. Al
contrastar las respuestas que daban muestras de diferentes nacionalidades al instrumento
del Nuevo Paradigma Ambiental, Bechtel et al (1999; 2006) notaron que la estructura
de los factores que se conformaban de esos resultados dependía del grupo. Es decir, las
dimensiones del NEP se comportaban de manera diferente en los distintos colectivos
nacionales estudiados. En los grupos de los Estados Unidos se formaba un factor del
Nuevo Paradigma Ambiental (o ecocéntrico) que era diametralmente opuesto o
antagónico al factor del Paradigma de la Excepción Humana (antropocéntrico). Este
resultado respondía a las expectativas, de acuerdo con los reportes previos de diferentes
autores. Sin embargo en muestras latinoamericanas y entre japoneses el NEP y el PEH
podían covariar, de manera positiva y significativamente (Bechtel et al, 1999; 2006;
Corral & Armendáriz, 2000).
En un estudio que involucró muestras europeas (Italia y Francia), además de una
latinoamericana (México) y una asiática (India), Corral et al (2008) encontraron
resultados similares a los de las muestras latinoamericanas, al corrobar que el NEP y el
PSD no eran necesariamente antagónicos, como persistentemente lo reportaban estudios
en los Estados Unidos. Castro y Lima (2001), en Portugal, también encontraron que
algunas personas no encuentran dificultad en hacer compatibles esas visiones
aparentemente opuestas, y Hernández, Corral, Hess & Suárez (2001) reportan que la
correlación entre las creencias “naturalistas” (ecocéntricas) y de progreso
(antropocéntricas) no son antagónicas en estudiantes mexicanos. Vikan, Camino,
Biaggio & Nordvik (2007, p. 225), basándose en sus propios resultados al aplicar la
nueva escala del NEP a muestras brasileñas y de Noruega concluyen que “…la cultura
latina muestra una valoración relativamente más sobresaliente de la interdependencia
humana con la naturaleza”. Todos estos hallazgos, en conjunto, sugirieron que podría
existir una visión del mundo alternativa que combinara creencias antropocéntricas con
ecocéntricas, sin que éstas fueran contradictorias, y que ve la potencial conciliación y no
sólo la oposición entre ellas.
92
La literatura, entonces, muestra antecedentes que parecen mostrar la pertinencia
de un sistema holístico de creencias ambientales, emergente en las sociedades
occidentales (y quizá ya existente en otras culturas), que combina aspectos ecocéntricos
con antropocéntricos, en relaciones de dependencia recíproca. Pero, además, ese sistema
también liga al presente con el futuro en sistemas de dependencia temporal mutua. En la
visión de un Paradigma de la Interdependencia Humana, Gärling et al (2002) plantean
que muchos de los problemas ambientales son causados por personas que actúan
siguiendo su interés personal, más que el de la colectividad. El beneficio, tanto personal
como grupal, surgiría de la aceptación de la interdependencia que existe entre la
conducta humana individual y la social y la cooperación subsecuente, por ejemplo, para
combatir problemas como la contaminación, la pobreza o la distribución de recursos.
Sin embargo, a pesar de que estos autores reconocen también la notoria
interdependencia entre el ambiente social y el bio-físico (la naturaleza requiere del
esfuerzo humano para conservarse y viceversa), ellos plantean que la psicología
ambiental, en este análisis, ha descuidado al segundo de los componentes (ambiente
físico), centrándose en las interdependencias entre las personas agrupadas en distintos
niveles (Gärling, 1988), por lo que habría que considerar también la medición del grado
en que las personas reconocen las dependencias recíprocas que existen entre los
humanos y el resto del ambiente. El otro factor de gran relevancia reconocido por
Gärling y sus colaboradores (2002) es el que establece que las personas hacen
elecciones que tendrán efectos en el futuro, lo cual implica que la interdependencia no
sólo posee un aspecto espacial sino también uno temporal. No obstante, en sus escritos
el autor no propone maneras de abordar este sistema de relaciones temporales.
El escrito de Corral et al (2008) recoge las ideas de interdependencia espacial y
temporal de los ambientes humanos y no humanos en la conformación de un sistema de
creencias ambientales o visiones del mundo. Este sistema, aunque se basa en los
esquemas del ecocentrismo y del antropocentrismo no los reconoce como instancias
separadas o antagónicas, sino como elementos en intercomunicación dentro de un
Nuevo Paradigma de la Interdependencia Humana (NPIH). El NPIH no es sólo
“nuevo” porque su emergencia se estaría apenas manifestando en el ámbito de las
culturas occidentales. También lo es porque no sólo reconoce la interdependencia
individuo-grupo sino, además, la que se produce entre la humanidad y la naturaleza y la
dada entre los ambientes del presente y el del futuro.
La medición de las creencias de interdependencia
Corral et al (2008) desarrollaron una breve escala del Nuevo Paradigma de la
Interdependencia Humana (NPHI), que concibe un sistema de creencias ambientales
holístico en donde se combinan postulados ecocéntricos con otros antropocéntricos así
como enunciados de interdependencia presente-futuro. Parte de sus reactivos se refieren
a la idea de que el bienestar humano depende de la integridad de la naturaleza y
viceversa, mientras que el resto contiene enunciados que enfatizan la importancia de
conservar los recursos del presente para las futuras generaciones.
93
Tabla 7.2. Reactivos del Paradigma de la Interdependencia Humana (Corral et al,
2008; Cortez et al, 2008)
______________________________________________________________________
Abajo encontrará una lista de oraciones acerca de la Naturaleza. Diga, por favor, qué
tan de acuerdo o en desacuerdo está usted con cada una de ellas.
______________________________________________________________________
1
2
3
4
5
6
7
8
9
Los seres humanos sólo podemos
progresar si cuidamos los
recursos naturales.
Los seres humanos podemos
disfrutar de la naturaleza sólo si
hacemos un juicioso uso de sus
recursos.
El verdadero progreso humano
sólo puede lograrse manteniendo
un balance ecológico.
Si contaminamos los recursos
naturales ahora, las personas del
futuro sufrirán las consecuencias
Los seres humanos pueden
progresar y cuidar la naturaleza al
mismo tiempo.
Cuidar la naturaleza ahora
significa asegurar el futuro para
los seres humanos.
Debemos consumir menos
recursos para que las
generaciones presentes y las
futuras puedan disfrutarlos.
El cuidado de la naturaleza
también nos trae una ventaja
económica pues de ella
extraemos sus recursos.
El progreso humano y el cuidado
de la naturaleza son
perfectamente compatibles.
Completamente de
acuerdo
En parte,
de acuerdo
En parte,
Comp
en
letadesacuerdo mente
en
desac
uerdo
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La Tabla 7.2 recoge esos reactivos, junto con los utilizados en el estudio de
Cortez, Corral, Pesqueira, et al. (2008), que complementan a los del primer estudio. En
ese primer estudio los autores aplicaron el instrumento del NPIH a participantes
94
franceses, italianos, mexicanos e hindúes de diversas extracciones sociodemográficas,
junto con una escala con la que los participantes auto-reportaban su ahorro de agua en el
hogar, además de los reactivos del NEP y el PSD de Dunlap y Van Liere (1978). Sus
resultados les mostraron que el NPHI se correlacionaba positiva y significativamente
con el ahorro de agua y que esa correlación era ligeramente mayor a la que producía el
NEP-PSD con esa conducta proambiental. En el estudio de Cortez et al (2008), el
NPIH, al covariar significativamente con medidas de propensión al futuro, emociones
por la naturaleza y afinidad hacia la diversidad, formaron un factor de orden superior,
identificado como “orientación a la sustentabilidad”, el cual predecía la conducta
proecológica general. Estos estudios parecen sugerir que el Nuevo Paradigma de la
Interdependencia Humana es una visión del mundo pro-sustentable y no simplemente
un sistema de creencias pro-ecológico.
Las investigaciones en esta área continuarán, ya que, a pesar del creciente interés
por encontrar predictores psicológicos de la conducta sustentable, hasta hace muy poco
tiempo era notoria la ausencia de estudios que investigaran la adherencia de las personas
a los principios del desarrollo sustentable (ver Leiserowitz, Katz & Parris, 2005). El
estudio de las creencias en la interdependencia humanidad-naturaleza constituye uno de
los esfuerzos de investigación a mantener y a fomentar, los cuales deberán arrojar más
luz al respecto de cómo estos principio guían al comportamiento de cuidado del entorno
físico y social en el que se desarrollan los individuos.
Recuento del capítulo
Las visiones del mundo son concepciones acerca del funcionamiento del
universo y de cuál es el papel de la humanidad en la naturaleza. Se asume que estos
sistemas de creencias orientan a las personas hacia su actuar pro o anti-ecológico. Hasta
hace poco tiempo se reconocían dos visiones, aparentemente antagónicas, que
funcionaban como marcos de referencia para la conducta con implicaciones
ambientales: el antropocentrismo y el ecocentrismo. El primero concibe a la humanidad
como una especie excepcional y no sujeta necesariamente a las leyes del
funcionamiento de los ecosistemas naturales, considerados como meros provisores de
recursos. La orientación pro-ambiental del antropocentrismo se originaría, entonces, de
la necesidad de cuidar la naturaleza para satisfacer las necesidades humanas; sin
embargo, tal esquema también justifica la explotación de los recursos del entorno. El
ecocentrismo, por su lado, considera a hombres y mujeres como un elemento más de la
naturaleza, sujetos a las leyes que la rigen, estableciendo la necesidad de limitar el
crecimiento de las actividades de las personas y la de generar un balance entre las
naturaleza y la humanidad. La adherencia al ecocentrismo se relaciona
significativamente con la práctica de acciones proambientales.
La interdependencia, una cualidad básica del funcionamiento de los ecosistemas,
parece estar contenida en una visión del mundo que estaría apenas emergiendo en las
sociedades occidentales. Esta es una visión holística que concibe que el ecocentrismo y
el antropocentrismo pueden combinarse para generar un sistema de creencias más
general en el que la satisfacción de las necesidades humanas es perfectamente
compatible con el cuidado del entorno. El Nuevo Paradigma de la Interdependencia
Humana (NHIP) considera que las personas interdependen con la naturaleza y sus
recursos y que los ecosistemas biológicos y culturales del presente interdependen con
los del futuro. Para probar la coherencia de estos postulados con la realidad se han
desarrollado estudios que parecen mostrar que el NHIP se encuentra presente en las
95
creencias ambientales de personas en diversos países y que predice conductas de
cuidado ambiental físico. Además, el NHIP se correlaciona con factores como la
propensión al futuro, las emociones por la naturaleza y la afinidad hacia la diversidad, lo
cual lo hace un candidato plausible a convertirse en una dimensión psicológica de la
sustentabilidad.
96
CAPÍTULO 8
ORIENTACION AL FUTURO
El tiempo en psicología
El tiempo es objeto de estudio de numerosas disciplinas científicas, entre ellas
destacan, por su interés en el tópico, la física y la psicología. Para la primera, el tiempo
es una de las tres cantidades básicas con las que se puede describir el universo (las otras
son la distancia y la masa). Para la segunda, el tiempo es una dimensión de la
conciencia, la manera como le damos orden a nuestra experiencia (Roeckelein, 2000).
El interés de la psicología se desprende de la fascinación que el tiempo ha ejercido en la
mente de los seres humanos –sean estos científicos o no- desde los orígenes de la
humanidad. Como reflejo de su importancia, el área de la percepción temporal es una
de las más antiguas en la investigación científica psicológica. Roeckelin (op cit) hace un
extenso recuento de esta investigación, mostrando que el tópico del tiempo ha motivado
la curiosidad de los más grandes pensadores e investigadores en las ciencias de la
conducta. No es casual, entonces, que exista un interés particular por investigar de qué
manera la perspectiva temporal de las personas afecta a su conducta sustentable,
tratando de ligar la orientación al futuro, al presente y al pasado con las acciones de
cuidado del ambiente social y el físico (Pinheiro, 2002a).
El Merriam-Webster Online Dictionary (2008) define al tiempo como “La
medida o periodo mesurable durante el cual existe o continúa una acción, proceso o
condición; un continuo no espacial que se mide en términos de eventos que se suceden
unos a otros desde el pasado hacia el futuro, a través del presente” Las distinción entre
estos tres momentos parece ser exclusiva de la especie humana (Tonn, 2007). El resto
de los animales vive en un eterno presente. A pesar de que su aprendizaje depende de
eventos pasados y de la capacidad para anticipar situaciones futuras (por ejemplo
estímulos dolorosos o reforzadores positivos), las especies no humanas no discriminan
entre lo que ocurrió, lo que puede ocurrir y lo que acontece en el aquí y el ahora. Esta
característica cognitiva humana es de gran significancia al tratar de lograr los ideales de
la sustentabilidad, como lo discutiremos más adelante. Sin perspectiva del tiempo, es
decir, sin la capacidad para diferenciar marcos temporales, esos ideales no son
alcanzables.
Para los seres humanos el tiempo es una entidad fundamental. Las personas
saben que éste es limitado y efectúan cálculos de su duración para planear su vida;
desde las más sencillas actividades cotidianas hasta las decisiones más trascendentales.
El tiempo es el recurso más preciado pues, dentro de los recursos disponibles, es el
único que con certeza se agotará para cada individuo. De cada persona depende,
entonces, usar “provechosamente” su tiempo y todo parece indicar que las decisiones
acerca de cómo utilizarlo se basan en la manera como la gente percibe esa entidad
escurridiza (Zimbardo & Boyd, 2008).
El tiempo, como lo estableció Einstein (1931), no es sólo relativo en lo que a su
dimensión física concierne. En términos psicológicos también lo es: los estados
emocionales, la perspectiva temporal personal y el ritmo de la vida comunitario afectan
la percepción del tiempo.
97
Los estados emocionales placenteros nos llevan a percibir que el tiempo
transcurre más rápidamente, mientras que los dolorosos, aburridos o displacenteros nos
hacen sentir que transcurre angustiosamente lento. Para ilustrar la influencia de los
estados emocionales en la relatividad temporal, Mirsky (2003) refiere, jocosamente, una
cita atribuida a Einstein, quien supuestamente planteó que…
“…cuando un hombre se sienta junto a una bella chica durante una hora, eso parece un
minuto. Pero, sentémoslo durante un minuto en una estufa caliente y lo percibirá como más de
una hora. Eso es relatividad”.
Por otro lado, la perspectiva temporal, que será el tema central en este capítulo,
se refiere a la manera en que las personas dividen el continuo flujo de experiencias en
marcos temporales, pasado, presente y futuro, para darle coherencia a su vida. Mucha
gente presenta un sesgo en su perspectiva temporal: unos “viven” más en el pasado,
otros sólo se preocupan por el presente, mientras que algunos más se centran en el
futuro. Estas orientaciones particulares hacia el tiempo afectan la percepción que
tenemos de él y también a la conducta sustentable, como lo veremos con más detalle en
secciones posteriores del capítulo.
Finalmente, el ritmo de la vida, entendido como la rapidez y la intensidad con la
que asumimos la ejecución de las actividades diarias, también influye en la percepción
temporal. Algunas sociedades y personas tienen ritmos muy rápidos de vida, mientras
que otras son más pausadas en la forma de asumir sus actividades. Un estudio de Levine
(1997) encontró que, de un conjunto de 31 países, Suiza y Japón, junto con otras
naciones industrializadas, encabezaban la lista de ritmos más rápidos de vida. México
figuró al final de la lista. La percepción temporal (el tiempo transcurre más lento o más
rápido) afectaría, sin embargo, no sólo a aspectos como la laboriosidad –lo cual es
preciado por muchas sociedades- sino también a situaciones menos favorables para esas
sociedades: las conductas de ayuda se presentan menos en individuos y comunidades
con ritmos de vida más rápidos (Levine, 1997), quizá porque, en la vorágine de un ritmo
rápido, el tiempo no alcanza para todo. Es probable que algunas facetas del ritmo de
vida se asocien a diversos patrones de sustentabilidad pero la investigación no ha
mostrado aun nada al respecto.
Si el tiempo es relativo, tanto en lo físico como en lo psicológico ¿de qué
manera la percepción temporal afecta la manera en la que nos orientamos hacia
diferentes facetas de nuestra existencia? ¿Cómo pueden afectar diferentes perspectivas
temporales a la orientación pro-sustentabilidad que se requiere para resolver el grave
dilema ambiental?
Perspectiva temporal
Philip Zimbardo ha dedicado más de tres décadas de su fructífera carrera a la
investigación del rol que juega el tiempo en el funcionamiento psicológico. Para este
autor y sus colaboradores (Zimbardo & Boyd, 1999; 2008; Zimbardo, Keough & Boyd,
1997), la noción de perspectiva temporal es esencial para comprender la forma en la
que los individuos perciben y utilizan su tiempo. Esta noción se refiere a la habilidad
que tienen los individuos para anticipar eventos futuros y para verse reflejados en el
pasado y en el presente (Lennings & Burns, 1998). Keough, Zimbardo & Boyd explican
que la perspectiva temporal es un proceso inconsciente en el cual la continua sucesión
de eventos sociales y personales se distribuye en clases temporales para proveer orden,
98
coherencia y significado. Los marcos de tiempo –presente, pasado y futuro- ayudan a
codificar, almacenar y evocar situaciones experimentadas, metas, contingencias y
contextos imaginados. Esta perspectiva temporal asume una clase de percepción que
integra los diferentes instantes del tiempo en el momento presente de la persona.
En teoría, una perspectiva temporal balanceada ayuda al uso alternado de las
diferentes orientaciones de tiempo, de acuerdo a lo pertinente que sea cada una de ellas
en cada ocasión. De ahí que la gente esté algunas veces orientada al presente y otras,
tienda hacia el pasado o al futuro.
Zimbardo & Boyd (1999; 2008) proponen seis perspectivas temporales: 1)
Pasado negativo, 2) Pasado positivo, 3) Presente fatalista, 4) Presente hedonista, 5)
Futuro y 6) Futuro trascendental.
La orientación al pasado positivo captura eventos o percepciones del pasado,
ligadas a situaciones felices, lo cual de acuerdo con Zimbardo y sus colaboradores, le
permite a las personas encarar adecuadamente situaciones difíciles en el presente. Las
personas con un sesgo hacia esta orientación temporal son agradecidos, conscientes,
creativos, amistosos y no se deprimen. Contrariamente, aquellos con una orientación al
pasado negativo se centran en eventos dolorosos, displacenteros, que les ocurrieron o –
para el caso que nos interesa- que creen que les ocurrieron. Estos últimos tienden a ser
ansiosos, desconsiderados, depresivos, apáticos y poco amistosos.
La perspectiva del presente hedonista se presenta en aquellas personas que
tienden a disfrutar el ahora y aquí, sin preocuparse por el pasado o por lo que vendrá.
Estos individuos son sensuales, buscan la gratificación en el momento (no les interesan
los premios del futuro sino los del ahora), impulsivos, buscadores de sensaciones y de
riesgos, felices y despreocupados. Alternativamente, el presente fatalista implica un
vivir el ahora a expensas de la suerte o de la voluntad de otros. La voluntad y el control
personal para las personas que exhiben un sesgo hacia este tipo de presente no es
importante para determinar su destino. Algunas características exhibidas por los
individuos con este sesgo son una baja autoestima, ansiedad, infelicidad, depresión,
inconsciencia, irresponsabilidad y poca estabilidad emocional.
La orientación al futuro se presenta en personas que son buenas para establecer y
alcanzar metas, para planear estrategias y para cumplir con obligaciones a largo plazo.
Ellas tienden a evitar conductas y situaciones de riesgo y visualizan y formulan
objetivos futuros que influyen en sus decisiones y juicios presentes. Estas personas son
concientes, auto-controladas, organizadas, creativas, confiables y responsables.
Tabla 8.1. Inventario de Perspectiva Temporal de Zimbardo (Zimbardo & Boyd, 1994).
Lee cada oración y responde de la manera más honesta posible, la pregunta: “¿La afirmación
presentada se aplica a ti, o es verdadera con respecto a ti?” Coloca una “X” para cada caso, al final de
la oración. Responde a TODAS las preguntas.
99
Muy
poco
aplicable
1
2
neutro
3
bastante
aplicable
4
5
1. Participar de una fiesta con amigos es uno de los placeres importantes en la vida.
2. Los lugares familiares de la infancia, sus sonidos y olores frecuentemente me traen muchos
recuerdos maravillosos.
3. El destino determina mucho de mi vida.
4. Con frecuencia pienso en lo que yo debería haber hecho de manera diferente en mi vida.
5. Mis decisiones son bastante influenciadas por las personas y cosas a mi alrededor.
6. Pienso que las personas deberían planear su día cada mañana.
7. Me da placer pensar sobre mi pasado.
8. Hago cosas de manera impulsiva.
9. Si las cosas no se hacen a tiempo, yo no me preocupo por eso.
10. Cuando quiero conseguir alguna cosa, me propongo metas y evalúo los recursos necesarios
con los que cuento, para alcanzar esos objetivos
11. En general, en mi pasado existen muchas más cosas buenas que malas para recordar.
12. Cuando escucho mi música favorita, es muy fácil que pierda la noción del tempo.
13. Cumplir con los plazos que están por vencerse y hacer las tareas necesarias son cosas que
vienen primero que la diversión
14. Ya que lo que tiene que pasar de cualquier forma pasará, lo que yo haga no importa.
15. Me gustan las historias sobre cómo eran las cosas en los “buenos viejos tiempos”.
16. Revivo constantemente en mi mente experiencias pasadas dolorosas.
17. Yo intento vivir mi vida lo más plenamente posible, un día a la vez.
18. Me incomoda llegar tarde a mis compromisos.
19. Idealmente, yo viviría cada día como si fuese el último.
20. Los recuerdos alegres de buenos tiempos brotan con facilidad en la mente.
21. Cumplo a tiempo mis obligaciones con mis amigos y autoridades.
22. Yo tuve mi parte de abuso y de rechazo en el pasado.
23. Tomo decisiones al calor del momento.
24. Yo vivo cada día como se presenta, en lugar de planearlo.
25. El pasado contiene muchos recuerdos desagradables, por eso prefiero no pensar en él
26. Es importante ponerle emoción a mi vida.
27. Yo cometí errores en el pasado que me gustaría poder borrar.
28. Pienso que es más importante disfrutar de lo que se hace que terminar un trabajo a tiempo
29. Me siento nostálgico con respecto a mi infancia.
30. Antes de tomar una decisión, yo evalúo costos y beneficios de esa decisión.
100
Muy poco
neutro
aplicable
1
2
3
Bastante
aplicable
4
5
31. Tomar riesgos hace mi vida menos enfadosa.
32. Para mi es más importante disfrutar el desarrollo de la vida que focalizar en el punto de
destino.
33. Raramente las cosas resultan como yo esperaba.
34. Para mi es difícil olvidar imágenes desagradables de mi juventud.
35. Pensar sobre metas, resultados y productos le quita el placer que siento al realizar mis
actividades.
36. Incluso cuando estoy disfrutando el presente, me siento tentado a hacer comparaciones
con experiencias pasadas semejantes.
37. Realmente no es posible planear el futuro, porque las cosas cambian mucho.
38. La trayectoria de mi vida es controlada por fuerzas sobre las que yo no puedo influir.
39. No tiene sentido preocuparse con el futuro, ya que a final de cuentas no hay nada que yo
pueda hacer al respecto.
40. Termino mis proyectos a tiempo, porque mantengo un constante avance de las
actividades de ese proyecto.
41. Generalmente yo me desligo de la conversación cuando mis familiares hablan sobre
cómo eran las cosas en el pasado.
42. Yo asumo riesgos para ponerle emoción a mi vida.
43. Hago listas de las cosas que tengo que hacer.
44. Frecuentemente yo sigo a mi corazón más que a mi cabeza.
45. Soy capaz de resistir las tentaciones cuando se que hay trabajo por hacer.
46. Yo me veo a mi mismo como alguien que se deja llevar por la emoción del momento.
47. La vida de hoy es demasiado complicada; prefiero la vida más simple del pasado.
48. Prefiero a los amigos que son espontáneos, en lugar de los previsibles.
49. Disfruto los rituales y tradiciones familiares que se repiten con regularidad.
50. Pienso sobre las cosas desagradables que acontecieron conmigo en el pasado.
51. Sigo trabajando en tareas difíciles y no interesantes, si ellas me van a ayudar a avanzar.
52. Gastar hoy en placeres lo que gano es mejor que ahorrar para la seguridad del mañana.
53. La suerte da más que el trabajo duro.
54. Pienso acerca de las cosas buenas que perdí en mi vida.
55. Me gusta que mis relaciones íntimas sean apasionadas.
56. Siempre va a haber tiempo para poner al día mi trabajo.
La perspectiva al futuro trascendental fue la última en ser incorporada al
esquema de Zimbardo et al (1997). Ésta plantea la visualización de un tiempo que
rebasa las dimensiones tangibles de la existencia. Muchas personas con esta orientación
mantienen creencias religiosas que les llevan a suponer una vida después de que finalice
su presente existencia. En función de esto, se esfuerzan por alcanzar un futuro después
de la muerte. En la Tabla 8.1 se presenta el Inventario de Perspectiva Temporal de
Zimbardo (IPTZ) (Zimbardo y Boyd, 1997). Los reactivos 2, 7, 11, 15, 20, 25, 29, 51 y
49 corresponden al pasado positivo; los 4, 5, 16, 22, 27, 33, 34, 46, 50 y 54 al pasado
negativo; los ítems 1, 8, 12, 17, 19, 23, 26, 28, 31, 32, 42, 44, 46, 48 y 55 miden
presente hedonista y los 3, 14, 35, 37, 38, 39, 47, 52 y 53, presente fatalista. La
orientación al futuro se mide con los reactivos 6, 9, 10, 13, 18, 21, 24, 30, 40, 43, 45, 51
y 56. En la Tabla 8.1 se encuentran los reactivos de futuro trascendental. Es importante
considerar que los reactivos redactados en sentido contrario deben calificarse de manera
invertida.
101
Zimbardo y Boyd (2008) sugieren que una combinación de orientaciones
temporales permitirá a los individuos conseguir vidas plenas, satisfacción y realización
personal, lo que puede traducirse como “felicidad” o al menos, una tendencia a ella. Esa
combinación implica altos niveles de pasado positivo, y niveles moderadamente altos de
presente hedonista y de orientación al futuro (incluido el trascendental). Por las
características comportamentales y psicológicas en general asociadas a esas
orientaciones (tendencia a la felicidad, responsabilidad, conciencia, pro-socialidad,
etcétera) esa recomendación tiene sentido. Habría que evitar el pasado negativo y el
presente fatalista por todo lo malo y nada de bueno que esas orientaciones acarrean,
entre las que se dan por descontadas sus implicaciones anti-ambientales y antisociales.
Sin embargo, una pregunta fundamental es si la orientación temporal remanente
se relaciona con la adopción de estilos de vida sustentables, es decir, si el sesgo por una
perspectiva de tiempo particular orienta más hacia la sustentabilidad que otras o si el
balance entre dichas perspectivas “positivas” encamina a las personas a ser más proecológicas y pro-sociales. Las diferentes orientaciones temporales no necesariamente
concuerdan con la adopción de patrones comportamentales, habría que elucidar si lo
positivo del pasado, el presente y el futuro inducen la sustentabilidad o si sólo el futuro
está implicado, como lo sugiere la definición de desarrollo sustentable.
Tabla 8.2. Reactivos de Futuro Trascendental del IPTZ (Zimbardo & Boyd, 2008).
Lea cada uno de los siguientes reactivos y responda de la manera más honesta posible
qué tanto le caracteriza a usted cada enunciado. Marque el cuadro apropiado
utilizando la escala de respuesta que corresponda. Conteste todas las preguntas.
Nada
verdadero
1
2
Muy
Neutro verdadero
3
4
5
1. Sólo mi cuerpo físico morirá.
2. Mi cuerpo es sólo un hogar temporal para mi real Yo.
3. La muerte es sólo un nuevo comienzo.
4. Creo en los milagros.
5. La teoría de la evolución explica adecuadamente
cómo los humanos llegamos a ser lo que somos.
6. Los humanos poseen un alma.
7. Las leyes científicas no pueden explicar todo.
8. Seré llamado a rendir cuentas por mis acciones en la
Tierra cuando muera.
9. Hay leyes divinas que debieran regir las vidas de los
seres humanos.
10. Creo en los espíritus.
Consideración de futuras consecuencias.
Dentro del rubro de la perspectiva temporal se maneja el concepto de
Consideración de Futuras Consecuencias (CFC). Éste hace alusión al grado en el que
los individuos son influidos por las consecuencias inmediatas versus las consecuencias
distantes de su conducta (Strathman, Gleicher, Bonninger & Edwards, 1994). Algunas
personas, con clara orientación al futuro, posponen la gratificación que se desprende de
sus actos, mientras que los más orientados hacia el presente prefieren esa gratificación
102
inmediatamente, sin importar que en el futuro el valor de ésta pueda incrementarse
(Siegel, 2005). La CFC también refiere la capacidad que tienen las personas para
visualizar hechos en el futuro que se desprenden de los comportamientos presentes y la
manera en la que pueden influir en tiempos venideros. Se ha encontrado que la CFC se
relaciona con una amplia variedad de fenómenos como las actitudes proambientales y la
persuasión, el razonamiento contrafactual, las prácticas saludables y una serie de
conductas proambientales (Benoit & Strahtman, 2004; Joireman, Anderson, &
Strathman, 2003; Strathman et al, 1994). Strathman et al (1994) desarrollaron una
escala de 12 reactivos para medir CFC, la cual se encuentra en la Tabla 8.2, incluyendo
las instrucciones para responderla. El instrumento original en inglés se encuentra en la
dirección http://web.missouri.edu/~strathmana/cfc.pdf. Junto con el instrumento de
Zimbardo, la escala de Strathman y sus colaboradores representa una de las medidas
más utilizadas en psicología para evaluar el grado de inclinación al futuro de las
personas. Los números mayores en las respuestas de quienes contestan el instrumento
indican una mayor consideración de futuras consecuencias. Los reactivos 3, 4, 5, 9, 10,
11, 12 deben revertirse (los números mayores deben convertirse en los menores y
viceversa).
Tabla 8.3. La escala de Consideración de Futuras Consecuencias (Strathman et al, 1994).
___________________________________________________________________________
Instrucciones: Diga qué tanto se identifica usted con cada una de las oraciones de abajo: Si
usted no se identifica para nada con ella marque 1, si se identifica completamente marque 5. Use
un número intermedio si usted se ubica entre los extremos
1=No se identifica para nada
4=Se identifica parcialmente
2=Se identifica muy poco 3=No está seguro(a)
5=Se identifica completamente
1. Pienso cómo pueden ser las cosas en el futuro y trato de influir en esas cosas con
mi comportamiento de todos los días .
2. Muy seguido hago cosas aun cuando sé que sus consecuencias serán a largo plazo.
3. Sólo actúo para satisfacer mis necesidades inmediatas, ya que lo que tenga qué
pasar en el futuro, igual pasará.
4. Lo que hago sólo es influido por las consecuencias inmediatas de mis acciones.
5. Para tomar mis decisiones todos los días, lo que me conviene es muy importante.
6. Estoy dispuesto(a) a sacrificar mi felicidad o bienestar inmediato con el fin de
lograr resultados en el futuro.
7. Es muy importante tomar precauciones de cosas negativas que puedan pasar,
incluso si esas cosas negativas ocurrirán hasta dentro de muchos años.
8. Creo que es mejor hacer cosas que tendrán consecuencias importantes en el
futuro, que hacer cosas con consecuencias inmediatas que no son importantes.
9. Generalmente ignoro advertencias sobre problemas futuros porque pienso que
los problemas se resolverán antes de llegar a ser realmente grandes .
10. Pienso que no vale la pena sacrificarse ahora, si puedo lidiar con los problemas
en el futuro .
11. Solamente actúo para satisfacer mis preocupaciones inmediatas, pensando en
que ya remediaré los problemas que puedan ocurrir en el futuro.
12. Dado que mis actos de todos los días tienen resultados inmediatos, son más
importantes que mis acciones que tengan consecuencias en el futuro.
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La consideración de futuras consecuencias y la orientación al futuro están
103
contenidas en lo que los neuropsicólogos denominan “funciones ejecutivas”. Éstas
refieren la capacidad de una persona para identificar un objetivo, elaborar un plan para
lograrlo, ejecutar las acciones conforme al plan, evaluar las consecuencias de las
acciones y cambiar la conducta de acuerdo con los resultados (Godefroy, 2003). Las
funciones ejecutivas son organizadas en los lóbulos frontales –la zona más
distintivamente humana del cerebro- y se consideran cruciales para la regulación de la
conducta, el auto-control, la toma de decisiones y la solución de problemas (Strayhorn,
2002). Todas estas actividades están íntimamente ligadas a la perspectiva temporal
futura y se consideran esenciales para el desarrollo de estilos de vida responsables con
el medio físico y el social (Geller, 2002; Corral et al, 2003; Wall et al, 2007). Se ha
encontrado que las personas antisociales presentan un déficit en estas funciones (Brower
& Price, 2001; Valdez, Nava, Tirado, Frías & Corral, 2005) lo que habla de la
importancia de desarrollar una propensión al futuro como base para el comportamiento
altruista y responsable con otras personas y con el ambiente.
Perspectiva temporal y Sustentabilidad.
La definición de Desarrollo Sustentable, recordemos, incluye explícitamente la
dimensión temporal. Al mencionar que éste es “un estilo de vida que satisface las
necesidades del presente y del futuro”, enfatiza la importancia que tiene el tiempo –de
manera particular el futuro- en la determinación de un ambiente que sea apto para alojar
y mantener la vida y las relaciones sociales.
No obstante, esto es teoría –y buenos deseos también-. El punto es ver si existe
una correspondencia entre los estilos de vida sustentables y la orientación temporal,
especialmente la orientación al futuro que se da en las personas de carne y hueso. Como
se desprende de la idea del desarrollo sustentable, uno de los aspectos que caracterizan a
la conducta pro-ambiental y prosocial es su extenso componente temporal porque ésta
incluye, por un lado, la preocupación por los tiempos venideros y por las generaciones
del futuro (Joreiman, Van Langen & Van Vugt, 2004) y esta preocupación considera la
posibilidad de que individuos que no han nacido aun, puedan aprovechar los recursos
naturales tal y como las personas de las generaciones actuales lo hacen (Pinheiro,
2002a, 2002b). Pero, además, es necesario tomar en cuenta que la orientación al
presente –sobre todo cuando esta orientación es extrema- genera una tendencia a la
explotación de otros y también de los recursos naturales, sin considerar las
implicaciones futuras de esas conductas (ver capítulo 5). También se requiere un
conocimiento acerca de cómo impacta la orientación al pasado en la conducta
sustentable presente.
La investigación confirma las presunciones de una liga entre la conducta
sustentable y la orientación temporal. Como se anticipaba, el futuro es la pieza clave.
Strathman et al (1994), en un estudio pionero, encontraron que la consideración de
futuras consecuencias se relacionaba positivamente con conductas de consumo
responsable de productos como el reciclaje. Joreiman, Van lange, Van Vugt, Wood,
Vander Leest & Lambert (2001) reportan que las personas con puntajes más altos en la
escala de CFC mostraban una mayor voluntad para apoyar a los sistemas de transporte
público, los cuales son menos contaminantes que la utilización combinada de autos
particulares. Ebreo y Vining (2001), también empleando esta escala, encontraron que
la propensión al futuro era mayor en las personas que más reciclaban productos
desechados. De acuerdo con estos estudios, la consideración de futuras consecuencias
hace que las personas estén más convencidas de y afectadas por los beneficios a largo
104
plazo de su conducta sustentable. En otro estudio de Joreiman et al (2004) se encontró
que los puntajes altos en el instrumento de CFC se correlacionaban con la preferencia a
cambiar el uso de automóvil por transporte público cuando la gente se dirigía a sus
lugares de trabajo. Estos autores concluyen que “una orientación al futuro puede ser más
importante que la orientación pro-social en la configuración de estas preferencias” (p.
188). Una investigación más reciente acerca del comportamiento sustentable en México
(Corral et al, en prensa) reveló una correlación positiva entre la CFC y las respuestas a
una serie de reactivos de la escala de Conducta Ecológica General de Kaiser (1998).
Esto revelaría que la orientación al futuro se liga a un conjunto de conductas
sustentables, no sólo a acciones aisladas de cuidado del ambiente.
La utilización del IPTZ ha producido resultados similares en lo que respecta a la
relación entre la orientación al futuro y la conducta sustentable. Corral y Pinheiro
(2006) reportan una relación positiva entre los puntajes de la sub-escala de propensión
al futuro del IPTZ y una serie de observaciones de ahorro de agua en una muestra de
mexicanos. Esto revelaría que las personas que más cuidan el líquido tienden a poseer
una perspectiva orientada hacia el futuro. Un estudio previo de estos autores (Corral &
Pinheiro, 2004) había mostrado que la propensión al futuro se asociaba positivamente al
comportamiento proambiental, pero también a otras variables disposicionales prosustentables como la deliberación y la competencia proambiental, así como a la
austeridad y al altruismo. Milfont y Gouveia (2005), en un estudio brasileño, expanden
esta relación a una serie de actitudes ambientales, encontrando que la orientación al
futuro, medida por el IPTZ se liga positivamente a las actitudes favorables a la
preservación del ambiente y negativamente, a actitudes favorables a la utilización y
dispendio de recursos naturales. Martín, Hernández & Ruiz (2007), en España,
encuentran una relación positiva y significativa entre la orientación al futuro del IPTZ y
los ítems de ecocentrismo de la escala de Thompson & Barton (1994).
Para ratificar el carácter pro-sustentable de la orientación al futuro, otros
resultados muestran que dicha inclinación se relaciona no sólo con conductas y actitudes
de cuidado del medio físico, sino también con las del entorno social. Zimbardo et al
(1997), por ejemplo, encontraron que la orientación al futuro inhibe las conductas de
riesgo al conducir automóviles; también se ha encontrado este efecto con respecto al uso
de drogas (Keoough et al, 1999; Wills, Sandy & Yaeger, 2001), y al juego de azar
patológico (Hodgins & Engel, 2002). Joreiman, Anderson & Strathman (2003)
encontraron una asociación negativa entre la consideración de futuras consecuencias, la
involucración de conductas de riesgo para uno y para otros, y el comportamiento
agresivo. Dicho esto, las áreas que faltan por investigar son la de la relación entre la
propensión al futuro y las acciones de equidad y la de la liga entre la propensión al
futuro y las conductas frugales para terminar de corrobar que la orientación al futuro es
un componente fundamental de los estilos de vida sustentables.
La influencia negativa que tiene una orientación al presente, en la conducta
sustentable, parece sobrepasar a la posible influencia positiva. Como vimos
previamente, Zimbardo y Boyd (2008) recomiendan niveles moderados de presente
hedonista para ser felices y pro-sociales. Esto último debiera incluir a la propensión a la
conducta sustentable, considerada por los autores como de gran relevancia. Sin
embargo, además de los rasgos deseables del presente hedonista, éste incluye
características negativas: la inclinación al riesgo y la búsqueda de sensaciones son
componentes de la personalidad antisocial y criminal (Siegel, 2005), tanto como de la
105
orientación al presente hedonista. Este tipo de presente también comparte con el
fatalista otros rasgos indeseables como la falta de consideración de futuras
consecuencias, y un déficit de autocontrol (Strathman et al, 1994). Por supuesto, el
presente fatalista sólo incluye rasgos negativos y no se espera de esta inclinación nada
bueno con respecto a la conducta sustentable.
Corral y Frías (2006), encontraron una correlación positiva entre la conducta
antiambiental (maltratar plantas y animales, ensuciar calles) y la conducta antisocial
(pelear y discutir con otras personas, ausentarse del trabajo o de la escuela), además de
relaciones positivas entre estas conductas y algunos rasgos de antisocialidad y
orientación al presente. Milfont y Gouveia (2005), por su lado, hallaron que el presente
fatalista influye de manera negativa en las actitudes favorables a la preservación
ambiental, aunque también encontraron que el presente hedonista se relaciona de
manera negativa con las actitudes de utilización de recursos naturales. Esta última
relación, si bien fue significativa fue también muy pequeña.
En el caso de los presente-fatalistas, ellos y ellas adolecen de un rasgo clave para
la conducta sustentable: el locus de control externo. El locus de control se define como
la creencia al respecto de si la conducta propia y las consecuencias de ésta se encuentran
bajo el control de la persona o si dependen de factores externos, como la suerte, Dios, el
gobierno u otros poderosos (Rotter, 1966). Este constructo se manifiesta en dos polos
opuestos: el locus de control interno, que se presenta en individuos que consideran que
su conducta y las consecuencias de ésta caen bajo el control personal, mientras que el
locus externo asigna ese control a factores ajenos. Por supuesto, los presente-fatalistas
son altos en locus de control externo. Smith-Sebasto y Fortner (1994), al respecto de la
relación entre la conducta sustentable y el locus de control encontraron que los
individuos más altos en locus interno tendían a involucrarse en conductas
proambientales. Allen y Ferrand (1999), por su parte, mostraron que el locus interno
predice positivamente la conducta proecológica de manera indirecta, afectando a un
estado que ellos denominan “simpatía” (una forma de altruismo), el cual tendría un
efecto directo sobre la conducta proecológica. Además, Hwang, Kim & Jeng (2000)
encontraron que el locus interno afecta significativamente la intención de actuar de
manera proambiental. Estos resultados señalan, por lo tanto, que el locus externo inhibe
la conducta sustentable. Al ser un rasgo del presente fatalista, dichos resultados hablan
de la necesidad de evitar esa propensión temporal, no sólo por la infelicidad que acarrea
a las personas, sino también por su efecto negativo en el ambiente.
Por el lado más humano de la sustentabilidad, el carácter despreocupado del
presente-hedonista lleva a descuidar el bienestar de otros y el suyo propio,
involucrándose en actividades como la conducción punible de autos (exceso de
velocidad y conducir en estado de ebriedad), la ingesta de alcohol y de drogas
(Zimbardo & Boyd, 1997). La falta de consideración por las consecuencias de su
conducta los hace poco comprometidos con el bienestar ajeno, a pesar de ser amigables
(Zimbardo & Boyd, 2008). Los presente-fatalistas no son ni conscientes, ni
comprometidos, ni considerados con otros, por lo que no se espera de ellos un número
significativo de respuestas altruistas o la tendencia hacia la equidad (Zimbardo & Boyd,
2008).
¿Qué hay con respecto a la orientación al pasado? Corral, Fraijo & Pinheiro
(2006) señalan que quienes se orientan a ese tiempo no guardan una consideración por
106
las consecuencias futuras del comportamiento; es difícil esperar que su conducta se
oriente a la sustentabilidad. Pero también señalan que como estas personas no tienden al
derroche, al riesgo y al placer desmedido (por ejemplo, el que se desprende del disfrute
de recursos naturales) que caracteriza a los propensos al presente, tampoco se espera
una actitud anti-ambiental en estas personas. En la investigación de Milfont y Gouveia
(2005), el pasado negativo no se correlacionó ni con las actitudes preservacionistas ni
con las favorables a la utilización de recursos naturales. El pasado positivo se relacionó
con las actitudes preservacionistas, de manera positiva. No obstante, dado que fueron
actitudes y no conductas, las variables ligadas a este tipo de orientación al pasado, es
necesario replicar la investigación, considerando la relación entre comportamientos
sustentables y la orientación al pasado positivo. Si como refieren Zimbardo & Boyd
(2008), este tipo de propensión temporal caracteriza a las personas que experimentan un
bienestar psicológico y si ese bienestar es un correlato de la sustentabilidad (Gardner &
Prugh, 2008) entonces habría que esperar que una propensión al pasado positivo
contribuyera a la orientación sustentable. Un dato adicional, que involucra al pasado y
su efecto positivo, es el hallazgo de Chipeniuk (1995) quien detalla que las experiencias
y recuerdos del contacto con la naturaleza –especialmente el forrajeo o recolección de
plantas- en la niñez repercuten en la conducta protectora del ambiente en el presente.
Investigar entonces, cómo el pasado positivo influye, de manera diferencial al negativo,
en la conducta sustentable es una tarea adicional de la investigación en esta área, que
complementaría a las que se han señalado previamente.
En uno de los pocos estudios que han integrado las tres orientaciones temporales
en su relación con la conducta sustentable, Corral, Fraijo & Pinheiro (2006) encontraron
que las personas orientadas al futuro tendían a ahorrar agua en su consumo domiciliario.
Los orientados al presente (tanto hedonista como fatalista) consumían más líquido y la
propensión al pasado –independientemente de si ésta era positiva o negativa- no
afectaba esta conducta sustentable. Estos hallazgos contradicen, provisionalmente, a la
idea de que el pasado positivo pudiera tener un efecto benéfico en la inducción a la
sustentabilidad. No obstante, como lo enunciamos arriba, se hace necesario replicar
estos datos para elucidar el papel que juega el pasado positivo. Otra asignatura
pendiente es la de la investigación acerca de la relación entre el futuro trascendental y la
conducta sustentable, de la que, por lo que sabemos, no se ha investigado nada.
En espera de nuevos hallazgos acerca de la implicación que el tiempo
psicológico tiene en la sustentabilidad, concluimos que, por lo que sabemos hasta estos
momentos, la manera en la que los individuos perciben, utilizan y proyectan su
perspectiva temporal afecta significativamente su interés por la integridad de los
escenarios físicos y sociales de su diaria convivencia. El estudio de la perspectiva
temporal es de naturaleza fundamental para comprender la psicología de la
sustentabilidad. Si como Tonn (2007) lo establece, el proceso vital en la Tierra incluye a
todos los humanos y formas de vida pasadas, presentes y futuras, el fomento de un
sentido de pertenencia y preocupación universal debe basarse en la comprensión del
tiempo psicológico en las personas. Al ser los humanos los únicos que podemos percibir
el tiempo, somos también los únicos responsables y capaces de anticipar los riesgos que
amenazan a la vida en nuestro planeta y de actuar en consecuencia.
Recuento del capítulo.
107
La importancia que posee el tiempo para la organización de la conducta en
general se manifiesta también en la configuración del comportamiento sustentable. El
tiempo es relativo no sólo en términos físicos sino también en la percepción que tienen
los seres humanos de esta dimensión de su existencia. Los estados emocionales, el ritmo
de la vida y la perspectiva temporal afectan la manera en que los individuos perciben el
transcurrir del tiempo, pero también en sus decisiones y en los estilos de vida que
asumen, entre ellos, los estilos sustentables.
La perspectiva temporal es la forma en la que las personas distribuyen
mentalmente la sucesión de eventos en marcos del pasado, presente y futuro. Aunque la
mayoría de las personas utilizan esos marcos dependiendo de las situaciones cotidianas
que enfrentan, muchas exhiben un sesgo hacia alguna de las orientaciones temporales en
lo específico. Zimbardo y Boyd (2008) dividen la perspectiva temporal en propensiones
hacia un pasado positivo, un pasado negativo, un presente hedonista, un presente
fatalista, el futuro en general y un futuro trascendental. Strathman y sus colaboradores
(1994) se centran más en la perspectiva del futuro, generando el constructo de
Anticipación de Futuras Consecuencias, el cual implica la proyección de la conducta
actual a los tiempos venideros, asumiendo las consecuencias de los actos del aquí y del
ahora.
La investigación en psicología de la sustentabilidad muestra que la propensión al
futuro de las personas se relaciona positivamente con su disposición y conducta
proambiental. Quienes piensan en el tiempo futuro y anticipan las consecuencias de sus
actos tienden a cuidar más los recursos naturales y a otras personas, comparados con
aquellos con una pobre inclinación hacia el futuro. En cambio, los individuos con una
fuerte orientación al presente presentan también una inclinación al disfrute aquí y ahora
de los recursos naturales, derrochándolos y mostrando poca consideración por las
necesidades de otras personas. Una fuerte propensión al presente puede manifestarse
como conducta antisocial y antiambiental. La orientación al pasado no parece
relacionarse con la conducta sustentable. Las personas con esta inclinación temporal
pueden o no involucrarse con el cuidado del ambiente físico y social, sin que su
perspectiva temporal los oriente hacia esa dirección pro-ambiental. Queda por investigar
si las perspectivas particulares del pasado positivo y una moderada inclinación al
presente hedonista –ambos promotores de bienestar psicológico- se relacionan con la
conducta sustentable.
108
CAPÍTULO 9
DELIBERACIÓN
Voluntad
Entre las cosas que más distinguen al comportamiento humano del de otras
especies se encuentra su capacidad para actuar con deliberación al planear, anticipar y
perseguir objetivos con su comportamiento. La voluntad y el libre albedrío se presumen
(y otras muchas veces se cuestionan) como condiciones humanas en numerosas obras
religiosas, filosóficas, científicas y literarias que resaltan la capacidad para formular
actos de manera propositiva, generando escenarios futuros en tanto objetivos específicos
a lograr. Junto con la propensión al futuro, la posibilidad de planificar y la anticipación
de consecuencias, los actos de voluntad figuran como característicos de lo que es ser
humano.
La capacidad deliberativa se considera esencial en el cumplimiento de los
ideales del desarrollo sustentable (Emmons, 1997; Kaiser & Shimoda, 1999). Esos
ideales, al ser planteados como propósitos a alcanzar, son un componente del concepto
de Deliberación. El otro componente, como veremos, es la capacidad que se establece
en las personas para hacer suyos y sustentar –es decir, mantener- dichos propósitos.
Debido a que un elemento esencial de la sustentabilidad es la satisfacción de las
necesidades humanas, mientras se conserva la integridad de los ecosistemas presentes y
futuros, este propósito tendría que alcanzarse a través de actos de voluntad. Por ejemplo,
la conducta pro-social o altruista, un indicador de comportamiento sustentable, se define
explícitamente como acciones voluntarias destinadas a beneficiar a otros (Eisenberg,
Losoya & Spinrad, 2003). Lo mismo sucede en el caso de la conducta pro-ecológica –
otro indicador de sustentabilidad por excelencia- la cual debe ser deliberada, de acuerdo
con su definición (Corral, 2001). Si las acciones prosociales y proecológicas constituyen
al comportamiento sustentable, los actos que resultan en el cuidado del ambiente físico
y del social que no son premeditadamente dirigidos a ese cuidado no entran en la
categoría de acción sustentable (Emmons, 1997).
La voluntad puede definirse como “el poder del que disponen los agentes (las
personas) para ser los máximos creadores y sustentadores de sus propios fines y propósitos”
(Kane, 1996, p. 4). La voluntad sería entonces una “potencia” o “capacidad” que se
manifestaría en acciones propositivas o libres, que, a su vez, estarían indicadas por las
intenciones a actuar, o factores relacionados, de acuerdo con algunos autores (Kane,
1996; Ajzen, 1991; Bamberg, 2002). De esta capacidad voluntaria surgiría la
posibilidad de planear la conducta futura, en donde se asume que el razonamiento
consciente lleva a la formación de intenciones conductuales. La conducta razonada o
planeada se encuentra, por lo tanto, bajo el control del individuo y sus procesos de toma
de decisiones (Fishbein & Ajzen, 1980).
Hay detractores de la idea de la voluntad –o el libre albedrío- que plantean que
éstos, en última instancia, no existen o son un pseudo-problema. Las posturas
deterministas, por ejemplo, plantean que todos los propósitos y acciones humanas están
determinados por factores que se encuentran más allá del control deliberativo. En
concreto, los deterministas aseguran que todas las acciones humanas están causadas por
eventos precedentes y no por el ejercicio de la voluntad (Kane, 1996). Claro que existen
109
diferencias entre distintos tipos de determinismo, que pueden ir desde el fatalismo que
se manifiesta en superstición o en ciertos actos de fe, hasta las posiciones científicas y
filosóficas. Carlos Marx era un determinista histórico y en su idea de la evolución social
y económica el paso de un sistema de producción a otro era inevitable, por lo que la
voluntad humana no podía oponerse a las transiciones predeterminadas por la historia.
B.F. Skinner (1971), otro famoso determinista, negaba la posibilidad de la libertad, en
tanto que –él sostenía- la conducta de las personas se encuentra completamente bajo el
control de los eventos antecedentes y consecuentes de la misma. En todos estos casos, la
noción de responsabilidad se ve comprometida, ya que, si el control de las decisiones,
los propósitos y las acciones humanas no recae en última instancia en la persona,
entonces ésta no es del todo responsable de sus actos. De esta manera, la noción de
intención no pasaría de reflejar algo más que una creencia acerca del control personal de
la propia conducta.
Muchos autores en psicología de la sustentabilidad consideran que todos estos
aspectos (deliberación, responsabilidad personal, voluntad) son fundamentales para
explicar el porqué las personas actúan en beneficio -o en contra- del ambiente (Kaiser &
Shimoda, 1999; Staats et al, 2004), por lo que sostienen la validez y utilidad científica y
social de dichas nociones. Sin los conceptos de Responsabilidad y Deliberación la idea
de un futuro sustentable para el mundo (Tonn, 2007) es difícilmente alcanzable para
esos autores. De la misma manera, argumentan que sin esos factores, el cambio
conductual que transforma las acciones anti-ambientales en prácticas sustentables se
vería seriamente comprometido (Bamberg, 2002; Eriksson, Garvill & Nordlund, 2008).
Por supuesto, los detractores de la intencionalidad contra-argumentan que no se requiere
necesariamente de la deliberación –signifique lo que signifique- para lograr el cambio
de comportamiento. Los conductistas, como vimos en el capítulo 2 por ejemplo, señalan
que basta con generar contingencias propicias en el entorno, como reforzadores
positivos de la acción pro-ambiental y consecuencias negativas para la conducta
antiambiental, para que las personas actúen de manera pro-ecológica (Cone & Hayes,
1989). Es interesante hacer notar que ninguno de los dos tipos de posiciones explica la
totalidad del cambio en el comportamiento, ni una aproximación a él.
El debate acerca de la utilidad e, incluso, de la existencia de la voluntad, de la
deliberación y de las intenciones continuará, sin dudarlo. No obstante, la investigación
actual en el área de la conducta sustentable se apoya de manera sobresaliente en dichos
conceptos. Sin duda, en la educación ambiental la noción de deliberación también ocupa
un lugar prominente entre las disposiciones psicológicas a desarrollar en los estudiantes.
Por lo anterior, es de gran interés el estudio de este concepto y los constructos
relacionados, los cuales desarrollaremos a continuación.
Deliberación y la Teoría de la Acción Planeada
La deliberación se reconoce, tradicionalmente, como una dimensión racional de
la psicología humana y así se plantea abiertamente en los modelos más utilizados para
explicar el comportamiento, por ejemplo, en la Teoría de la Acción Planeada (Ajzen,
1991) y en su antecesora, la Teoría de la Acción Razonada (Ajzen & Fishbein, 1980).
De acuerdo con esta perspectiva, los actos de voluntad y propositivos involucran
aspectos cognitivos como las intenciones, las elecciones y las decisiones racionales. La
teoría de la Acción Planeada es muy sencilla en términos de elementos constitutivos y
sus interrelaciones y se ha validado en una gran diversidad de contextos, entre los que se
encuentra la del comportamiento proambiental. Lo que esta teoría plantea, de manera
110
concisa, es que el predictor directo de la conducta es la intención conductual, la cual es,
a su vez, función de las actitudes, de la norma subjetiva y del control conductual
percibido (ver capítulo 2). Tal y como lo conciben sus autores, la presunción central de
esta teoría es que las personas llegan a desarrollar la intención a través de una “acción
razonada”. Esta acción se origina a partir de las creencias sobre llevar a cabo una
conducta, independientemente de que estas creencias se basen de manera fiel en
acontecimientos del mundo real (Hill, 2008). Las creencias proveen la base cognitiva a
partir de la que se generan las actitudes, las normas sociales percibidas, las percepciones
de control y, en última instancia, las intenciones.
No obstante el énfasis que la Teoría de la Acción Planeada coloca en los
componentes cognitivos de la deliberación, algunos autores sugieren que ésta (la
deliberación) contiene más dimensiones psicológicas que las puramente racionales.
Kane (1996), por ejemplo, plantea que se pueden reconocer tres diferentes facetas de la
voluntad y de los actos deliberativos: a) una que representa lo que históricamente se ha
considerado como voluntad de deseo o de apetito y que se traduce en la expresión “lo
que yo quiero, deseo o prefiero hacer” (como acto de voluntad o deliberado); b) otra que
implica la voluntad racional, que es clásica en los modelos psicológicos, y que queda
plasmada en las palabras “lo que yo elijo, decido o intento hacer” y c) la voluntad que se
manifiesta en “lo que hago, procuro o me esfuerzo en hacer” y que puede reconocerse
como voluntad de esfuerzo. Como puede observarse, hay en esta clasificación una
correspondencia con la ordenación tripartita de los factores psicológicos como
emociones, cogniciones y conductas, la cual también involucra a los actos volitivos. De
alguna manera, esta clasificación se ve reflejada en las formas en las que diferentes
investigadores miden la deliberación como determinante de la sustentabilidad.
A este respecto, el Modelo de la Conducta Dirigida a Metas (MCDM) de
Perugini y Baggozzi (2004) incorpora aspectos no racionales a la Teoría de la Acción
Planeada de Ajzen (1991). De acuerdo con Carrus et al (2008) el MDCM puede ser de
interés particular para el estudio de la conducta sustentable porque incorpora, entre otros
aspectos, elementos afectivos en la forma de emociones anticipadas. Éstas serían la
contraparte afectiva de las intenciones conductuales, lo cual se manifestaría como una
diferencia entre “deseo” e “intención”, como lo establecen Perugini y Baggozzi (op cit),
y que podría corresponder con la diferencia que Kane (1996) reconoce entre “voluntad
de deseo” y “voluntad racional”, que se definieron líneas arriba. El estudio de Carrus et
al (2008), en Italia, demuestra la utilidad que tiene la especificación de variables
emocionales predictoras de la conducta sustentable, al demostrar que las emociones
negativas anticipadas se relacionan significativamente con el deseo de involucrarse en
acciones proambientales. Es decir, el anticipar sensaciones desagradables como
productos del daño ambiental puede llevar a las personas a actuar cuidando el entorno.
Por cierto, de acuerdo con los autores, este deseo de involucrarse pro-ecológicamente se
relaciona también de manera significativa con la intención de actuar de manera proambiental. Esto revelaría que afectos y cogniciones no se contraponen, sino que, por lo
contrario, pueden operar en la misma dirección, incitando la conducta sustentable.
Desafortunadamente, el de Carrus y sus colaboradores hasta donde sabemos, es el único
de los estudios que ha incorporado elementos deliberativos y de anticipación emocional
en un esquema explicativo de la conducta sustentable.
A pesar de su énfasis en elementos puramente racionales de la deliberación –o
quizá debido a esto- una gran cantidad de investigadores utilizan el Modelo de la
111
Acción Planeada para estudiar la conducta proambiental, ya sea en su versión básica o
agregando nuevos constructos que complementan a los originalmente establecidos por
Ajzen y Fishbein (1980) y Ajzen (1991). Sin embargo, un elemento central, que aparece
en todos los modelos de la conducta sustentable, es la intención a actuar como predictor
cognitivo directo de la conducta.
La sencillez del modelo, que le proporciona un gran atractivo, se constituye
también en una de sus debilidades. Aunque los predictores de la intención conductual
explican entre el 40 al 80% de este indicador de la deliberación al actuar (Bamberg,
2002; Hill, 2008), la intención tiene un reducido poder explicativo sobre la conducta.
Las correlaciones entre la primera y la segunda raras veces sobrepasan r=.30 (Bamberg
y Möser, 2007). Esto es comprensible dado que, por el carácter multi-determinado del
comportamiento proambiental sería difícil esperar que una sola variable predictora
contuviese un poder explicativo superior. No obstante, de acuerdo con los críticos de la
Teoría de la Acción Planeada, el problema en este sentido es la insistencia en postular a
la intención como la sola causa de la conducta (Hill, 2008).
Indicadores de la deliberación pro-ambiental.
La literatura relevante al tema de la sustentabilidad menciona una buena
variedad de términos referentes a la deliberación proambiental. El siguiente es un
listado de algunos de ellos, así como de los resultados de las investigaciones que los
emplean como factores explicativos de la conducta sustentable.
Voluntad de sacrificarse por el ambiente. La acción proecológica y prosocial
requiere de esfuerzos personales, pero además implica donar tiempo, desprenderse de
bienes y comprometer comodidades. Las personas pueden decidir deliberadamente
cuidar al ambiente sacrificando algo de su bienestar para lograr un resultado
proambiental. La manera más usual de investigar la voluntad de sacrificarse por el
ambiente es preguntar directamente a las personas acerca de qué tanto estarían
dispuestas a renunciar a un privilegio, posesión o comodidad para lograr el objetivo
buscado. Al hacerlo, una buena cantidad de estudios indica que esta predisposición se
correlaciona significativamente con la conducta sustentable. Iwata (2002b), por
ejemplo, encontró que la voluntad de sacrificarse era un predictor del comportamiento
responsable de compra de productos. Oreg y Katz-Gerro (2006), por su parte,
encontraron que la preocupación ambiental, la amenaza percibida y el control
conductual percibido afectaban la voluntad a sacrificarse a favor del cuidado ambiental,
lo cual, a su vez, afectaba una buena cantidad de conductas pro-ecológicas. La voluntad
a asumir sacrificios personales para cuidar el entorno se ha considerado también como
un indicador de preocupación ambiental. Nilsson, Von Borgstede & Biel (2004)
reportan que las personas que poseen valores ambientales y se adhieren a las normas
organizacionales en sus empresas están más dispuestas a aceptar medidas de política de
cambio climático (cuyo objetivo es la reducir la emisión de gases de invernadero) en sus
lugares de trabajo.
112
Tabla 9.1 Reactivos para medir la intención de actuar a favor del medio ambiente
(Corral, Tapia, Fraijo, Mireles & Márquez, 2008).
______________________________________________________________________
Instrucciones: En relación a las siguientes oraciones, anote en la línea de la derecha el número
que considere más apropiado, para cada una de las siguientes afirmaciones:
0 =Yo no lo haría nunca.
2 =Yo estaría dispuesto a hacerlo casi siempre.
1 = Yo estaría dispuesto a hacerlo algunas veces.
3 = Yo estaría dispuesto a hacerlo siempre
1. Participar en una manifestación contra un proyecto que dañe el medio ambiente.
2. Dar dinero para una campaña de conservación de la naturaleza.
3. Participar como voluntario en alguna actuación para conservar el medio ambiente.
4. Colaborar con una organización de defensa del medio ambiente.
5. Firmar contra una actuación que perjudique al medio ambiente.
6. Comprar productos amigables con el medio ambiente.
7. Usar sistemas eficientes de energía (como focos de bajo consumo).
8. Ir a pie, bicicleta o transporte público para desplazarme en mi localidad.
9. Depositar papel usado en contenedores para su reciclaje.
10.Depositar vidrio usado en contenedores para su reciclaje.
11.Hacer un uso ahorrador del agua en mi casa (por ejemplo, en tareas domésticas
o en el aseo personal)
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Intención de actuar. Otro indicador de deliberación es la intención de actuar a
favor del ambiente físico o social, la cual se manifiesta verbalmente por participantes en
proyectos de investigación. Por ejemplo, una persona puede expresar “Yo tengo la
intención de caminar de casa al trabajo durante la próxima semana”. De acuerdo con
Bamberg (2002), una intención es una motivación personal, un plan consciente o
decisión a invertir esfuerzos para llevar a cabo una conducta. En algunos estudios esta
intención se correlaciona con los comportamientos planeados –observados o
autoinformados- con lo que se obtiene una medida de la capacidad predictiva de las
intenciones en las conductas de cuidado del ambiente físico (por ejemplo Costarelli &
Colloca, 2004; Mosler, Tamas, Tobias, Caballero & Guzmán, 2008; Oreg & KatzGerro, 2006) y también en una serie de conductas pro-sociales y altruistas (Montada,
1992; Bagozzi, Lee & Van Loo, 2001, por ejemplo). En otras investigaciones, de
carácter más experimental, se instiga a las personas a que manifiesten abiertamente sus
intenciones a actuar y posteriormente se registran los cambios en su comportamiento.
Empleando esta estrategia, Staats et al (2004) obtuvieron ahorros que iban desde un 7%
en el consumo de agua domiciliaria hasta un 32% de disminución en la generación de
basura en el hogar. La Tabla 9.1 muestra una serie de reactivos utilizados para medir
intenciones de actuar a favor del ambiente.
Voluntad de pagar por la protección ambiental. Una forma particular y
ampliamente estudiada de intención de sacrificarse por la conservación del medio
ambiente es la voluntad de desprenderse de dinero a cambio de lograr el objetivo proecológico. Algunas personas reportan, por ejemplo, que están dispuestas a pagar una
cantidad extra por adquirir productos que se encuentran certificados como resultantes de
prácticas no contaminantes o depredadoras del entorno. Por ejemplo, se puede
manifestar la voluntad de erogar una mayor cantidad de dinero comprando madera
certificada –es decir, aquella que se produce en aserraderos que garantizan la reposición
de árboles talados- (Ozannel, & Vlosky, 1997) o de pagar por el establecimiento de
113
lugares para reciclar desechos electrónicos (Nixon, Saphores, Ogunseitan & Shapiro,
2009). Esta situación también se aplica como un indicador del valor que las personas le
dan a los bienes ambientales y a su calidad. Por ejemplo, al estimar ese valor en un
recurso como el agua, los pobladores de un área determinada pueden determinar qué
tanto estarían dispuestos a pagar por asegurar la calidad del líquido (Cho, Easter,
McCann & Homans, 2005).
Intenciones de implementación. Tras especificar un objetivo o intención a actuar,
el individuo puede enfrentar obstáculos para alcanzarlos. Con el fin de minimizar los
efectos de estos obstáculos, algunos autores proponen generar un segundo tipo de plan
deliberado: la llamada intención de implementación (Gollwitzer, 1999), que promovería
el inicio de las acciones dirigidas a la meta. Como muchos de los obstáculos que
enfrenta la intención a actuar son situacionales (Knussen, Yule, McKenzie & Wells,
2004; Mosler et al, 2008), las intenciones de implementación asumen el formato de “Yo
intento hacer X cuando se presenta la situación Y”. Por ejemplo, una persona puede
tener la intención de colocar la basura en un depósito, a pesar de que éste no se
encuentre cercano; otro ejemplo de intención de implementación sería la voluntad de
utilizar transporte público, en lugar de coche, a pesar de que la frecuencia de salidasllegadas de ese transporte no sea la esperada. El resultado de una intención de
implementación, entonces, es un compromiso para llevar a cabo la conducta dirigida a
metas que se ha especificado, cuando la situación crítica se presenta. Empleando este
procedimiento, Bamberg (2002) solicitó a un grupo de participantes que de manera
explícita formularan intenciones de implementación para utilizar una ruta de autobuses
en un campus universitario y a comprar en una tienda de productos orgánicos. Los
resultados mostraron que la probabilidad de que estos comportamientos se presentaran
fue mayor en quienes habían expresado las intenciones de implementación.
Predictores de la intención de actuar de manera pro-ambiental.
Por el enorme interés en las intenciones como predictoras directas de la conducta
sustentable, la investigación se ha volcado en el estudio de los factores que impactan, a
su vez, en la intención. Expresado esto en preguntas: si la intención explica a la
conducta ¿Qué explica a la intención? ¿Qué hace que las personas se decidan a actuar a
favor del ambiente? De acuerdo con la Teoría de la Acción Planeada (Ajzen, 1991) las
intenciones conductuales se desarrollan a partir de factores actitudinales, factores
normativos y el control conductual percibido, por lo que la mayor parte de los modelos
explicativos incluyen a estas tres variables. Sin embargo, con los años se han agregado
otras variables explicativas o predictoras de la deliberación a este modelo. Antes de
enumerarlas, pasemos a hacer un breve recuento de los determinantes de la intención en
el esquema original de la Teoría de la Acción Planeada.
Las actitudes son evaluaciones de la conducta y de sus resultados. Una
evaluación positiva hacia la conducta sustentable (“Reciclar es interesante”, “Cuidar los
ecosistemas es excitante” “ser igualitario me gusta”, etcétera) debe conducir al
desarrollo de una intención a actuar a favor del entorno, de acuerdo con la teoría (Ajzen,
op cit). Los factores normativos, por su parte, involucran la posesión de normas
subjetivas, las cuales reflejan qué tanto percibe el individuo el interés que le otorga la
gente que es importante para él o ella a la conducta de interés. Una manera de medir la
norma subjetiva implica la administración de reactivos como “la mayoría de los amigos
que son importantes para mí piensan que reciclar es bueno” o “la mayoría de mis
familiares creen que ahorrar el agua es una acción responsable y necesaria”. El control
114
conductual percibido, a su vez, refleja el grado en que el individuo se siente capaz de
realizar dicha conducta; por lo tanto puede relacionarse con la noción de auto-eficacia
(Caprara, Steca, Gerbino, Paciello & Vecchio, 2006). Se puede medir el control
conductual percibido con reactivos como “será fácil para mí involucrarme en acciones
de reciclaje en el futuro inmediato” o “hay muchas oportunidades para mí de
involucrarme en el cuidado del agua en mi casa”. Estos tres factores, de acuerdo con la
literatura, han demostrado explicar de manera sustancial la aparición de intenciones de
actuar de manera sustentable (García-Mira & Real-Deus, 2001; Chu & Chiu, 2003;
Taylor & Todd, 1997, por ejemplo).
Otros factores que se han mencionado como influencias en la intención de actuar
sustentable incluyen a la conducta pasada. Se supone que la frecuencia con la que un
individuo se involucró en un comportamiento en el pasado es un buen predictor de su
deliberación presente a desarrollar acciones de cuidado del entorno (Bamberg et al,
2003). Algunos autores consideran que la fuerza de la conducta pasada en la intención
es mayor cuando esa conducta es habitual. Por lo tanto, los hábitos también se incluyen
en la lista de predictores de la intención. Un hábito se concibe como aquellos actos
aprendidos que se transforman en respuestas automáticas e inconscientes en
determinadas situaciones (Knussen et al, 2004). Cepillarse los dientes es un hábito, y
también los son algunas conductas que se pueden catalogar como sustentables, por
ejemplo, cerrar el grifo de la ducha mientras uno se enjabona.
La disponibilidad percibida de situaciones que facilitan la conducta sería otro
factor predictivo de la intención. Es más fácil decidirse a actuar a favor del medio
ambiente si en éste se encuentran condiciones que aligeran el esfuerzo de protección.
Por ejemplo, en una campaña de donación de alimentos para los pobres la intención de
actuar se facilitaría si alguien pasara a recoger los víveres a la casa del donador. La
existencia de sitios cercanos de recolección de objetos reciclables también facilitaría la
toma de decisiones proambiental (Knussen et al, 2004).
Stern y Dietz (1994), entre otros autores (Nordlund & Garvill, 2003; Aguilar,
Monteoliva & García, 2005), han medido el efecto que tienen, en las intenciones proambientales, los valores y las creencias hacia el medio ambiente. Basados en Schwartz
(1992) estudiaron valores universales de orientación biosférica (principios que guían la
vida de uno mismo en función de la preocupación por especies no humanas y por la
biosfera), de orientación altruista (principios basados en la preocupación por lo demás)
y de orientación egoísta (principios basados en la preocupación por uno mismo). De
manera relacionada, las creencias ambientales eran de naturaleza egocéntrica, social y
biosférica. Los investigadores encontraron que los valores predecían a la intención de
actuar, lo mismo que las creencias.
La obligación moral percibida es otro factor que se ha ligado a la intención a
actuar. De acuerdo con Chu & Chiu (2003), las personas que sienten que el reciclaje de
productos desechados en el hogar es un deber moral de los generadores de esos
desperdicios, manifiestan mayores niveles de intención para actuar reciclando.
Mosler et al (2008) agregan dos variables predictoras de la intención: la
reputación percibida de la conducta y la dificultad percibida de la misma. La primera se
refiere a qué tanto las personas consideran que un comportamiento es valorado como
importante en la comunidad en la que viven. De acuerdo con esto, si una conducta como
115
el reciclaje mantiene una alta reputación, las personas tendrán más intención de
enrolarse en esa conducta. La dificultad percibida, por supuesto, se refiere al grado de
esfuerzo que implicará desarrollar un comportamiento sustentable. En su estudio,
desarrollado en Cuba, los autores encontraron que la reputación percibida influía
significativamente en la intención de reciclar y de elaborar composta a partir de
desechos domiciliarios pero no en la de reusar objetos. La dificultad percibida, por otro
lado, afectó la intención de actuar en los tres tipos de conducta.
El rol que juegan los estados de motivación intrínseca en la deliberación proambiental también ha sido mencionado. Se presume que un motivo intrínseco surge
como consecuencia de la conducta, en lugar de ser promovido por instancias externas.
De Young (1991) ha mostrado, por ejemplo, cómo la conducta frugal genera un estado
de satisfacción en la persona, ya que se caracteriza como motivación intrínseca
proambiental, e impacta directa y positivamente en la conducta sustentable. Osbaldiston
y Sheldon (2003) muestran que, además, la motivación intrínseca afecta la intención de
actuar a favor del entorno.
Hábitos y conducta deliberada.
Los hábitos implican un comportamiento sostenido a lo largo del tiempo, que se
manifiesta como una conducta repetida y frecuente. Estas acciones son
fundamentalmente inconscientes, es decir, una vez instauradas no requieren de
planeación, intenciones y procesos cognitivos relacionados (Barr, Gilg & Ford, 2005).
En el capítulo 12 veremos que el desarrollo de hábitos pro-ambientales puede ser de
gran provecho, dado que, una vez instaurados, las personas no deben preocuparse por
los inconvenientes que plantean sus acciones; el esfuerzo se reduce, y, al no requerir
deliberación para actuar, la conducta se encuentra auto-mantenida sin que se requiera la
participación de procesos cognitivos y motivacionales que la impulsen (Geller, 2002).
Sin embargo, así como existen hábitos pro-ambientales, una gran parte de la
conducta anti-ecológica es también habitual. Las personas, por “costumbre” dejan grifos
de agua abiertos mientras llevan a cabo acciones de limpieza corporal o del hogar;
mantienen encendidos aparatos electrónicos, utilizan coches, arrojan basura en la calle,
consumen productos nocivos para el ambiente y, en fin, despliegan una gama muy
amplia de comportamientos habituales que son lesivos para el entorno.
Debido a que los hábitos son conducta automática y no intencional, Eriksson et
al (2008) aseguran que cambiar un comportamiento con impacto ecológico requiere que
el individuo de manera deliberada considere cómo realizar ese cambio. Sin embargo,
esa determinación deliberada se enfrentará con barreras y una de las más importantes
son –precisamente- los hábitos antiambientales ya establecidos. Por ejemplo, al decidir
utilizar transporte público y otras opciones de transporte menos o nada contaminantes,
el hábito de transportarse en coche se constituye en un obstáculo para el cambio. Una
buena cantidad de estudios han demostrado que los hábitos y la deliberación
interactúan, de manera que, cuando el hábito es fuerte los efectos de la intención de
actuar son más pobres (Klöckner & Matthies, 2004; Klöckner, Matthies & Hunecke,
2003; Staats, Harland & Wilke, 2004). En otras palabras, para una persona que tiene
hábitos establecidos y vigorosos el cambio conductual será más difícil a partir de las
intenciones. Si, por el contrario, el hábito no es fuerte, la intención obrará con más
facilidad.
116
Además, se ha encontrado que la interrupción del hábito no es suficiente, sino
que, además, es necesario que la persona se sienta motivada a cambiar la conducta. Es
decir, no basta con abandonar el hábito anti-ambiental para generar un comportamiento
sustentable; este último debe ser impulsado por motivos propios, como ocurre con todos
los tipos de conducta. Algunos investigadores consideran que las normas personales son
potentes instigadores (es decir, motivos) del comportamiento y los incluyen en sus
pesquisas comportamentales tratando de elucidar el poder de cambio que ejercen en el
comportamiento. Eriksson et al, (2008), siguiendo toda esta lógica, desarrollaron un
experimento en donde midieron el uso habitual de coche, la motivación moral
(manifestada en la posesión de normas personales pro-ecológicas) y el cambio en la
conducta de utilización del automóvil en usuarios de este tipo de transporte en Suecia.
Como tratamiento, los autores solicitaron a los participantes que elaboraran un plan que
considerara la reducción del uso del coche (o intenciones de implementación, que
revisamos un poco antes en este capítulo). Sus resultados les indicaron que los
individuos con un hábito pronunciado de uso de coche y con una fuerte norma personal
redujeron el empleo del automóvil, como efecto de la intervención. Esto refuerza la idea
de que es necesario desbloquear el efecto de los hábitos en las conductas con impacto
ecológico, de manera que los factores motivacionales pro-ambientales puedan operar sin
interferencia.
Dado que los hábitos operan de manera contraria a la deliberación, y siendo esta
última una dimensión psicológica de la sustentabilidad, no se considera conveniente
sobredimensionar la utilidad de los hábitos en el desarrollo de la conducta sustentable.
Aunque algunos autores (Geller, 2002; Barr et al, 2005; por ejemplo) sugieren que la
conducta habitual podría ser un ideal a alcanzar en la instauración de conductas social y
ecológicamente responsables (es decir, hábitos sustentables), otros (Emmons, 1997, por
ejemplo) señalan que, en ausencia de deliberación dicha conducta no podría alcanzarse.
Al ser deliberada, por definición, la conducta sustentable requiere de voluntad,
conciencia y anticipación de los actos, de manera que estos procesos en conjunto
permitan rectificar el curso de la acción emprendida y adecuarse a cambios en las
contingencias ambientales, cuando estos cambios se produzcan; algo que con la simple
posesión de hábitos sería difícil de realizar. Abundaremos más en esta discusión en el
capítulo 12, al tratar el tema de la competencia proambiental consciente e inconsciente.
Recuento del capítulo.
La deliberación es una de las dimensiones definicionales de la conducta
sustentable. De acuerdo con autores en los campos de la psicología y la educación
ambiental los ideales de la sustentabilidad sólo pueden alcanzarse a través de un
comportamiento guiado por propósitos y la voluntad de conservar el ambiente social y
físico.
A pesar de esto, existen discrepancias entre filósofos, científicos, religiosos e
incluso, entre los legos, al respecto del grado de auto-determinación, voluntad y libre
albedrío que puede existir en las personas. Para los deterministas estos procesos no
existen pues el control de la conducta recae en eventos ambientales externos, en la
economía o en la historia. Para quienes postulan que la voluntad, el libre albedrío y la
determinación están presentes, consideran como la mejor prueba de esto, la capacidad
que ha mostrado el ser humano para sobreponerse a las restricciones ambientales e
históricas, resolviendo problemas adaptativos de naturaleza social, económica e incluso
ambiental. También sostienen que a través de actos deliberados puede garantizarse la
117
futura supervivencia de la humanidad y las especies que la acompañan en el planeta. La
deliberación, entonces, implica que una parte fundamental del control de la conducta
recae en la propia persona y sus capacidades.
La deliberación se estudia en numerosos modelos de conducta sustentable, en la
forma de intenciones a actuar, en la voluntad de sacrificarse a favor del ambiente, en la
voluntad a pagar por mantener la integridad del entorno o como intenciones proambientales de implementación. La gran mayoría de los investigadores concibe a la
deliberación como un proceso cognitivo-racional, pero en fechas recientes otros han
empezado a identificar aspectos afectivos ligados a la deliberación, en la forma de
emociones anticipadas.
En los modelos especificados y probados por los investigadores, la deliberación
afecta de manera significativa y directa a la conducta con impacto ambiental. A su vez,
las intenciones a actuar son predichas por una gran cantidad de factores como las
actitudes pro-ambientales, la norma subjetiva y el control conductual percibido, los
cuales forman parte de la Teoría de la Acción Planeada, uno de los modelos más
utilizados en la investigación de la conducta sustentable. Además, se mencionan como
predictores de la intención variables como la conducta pasada, los hábitos, las
situaciones que facilitan la conducta, los valores universales, las creencias ambientales,
la obligación moral percibida, la reputación percibida de la conducta, la dificultad
percibida de ese comportamiento y la motivación intrínseca, entre otras.
Aunque los hábitos proambientales tienen un efecto positivo en la conducta sustentable
–además del que tienen en la intención- se plantea que podría provocarse, en última
instancia, un efecto negativo en la parte deliberativa de la conducta si se confía
exclusivamente en los hábitos: la conciencia es un factor decisivo a la hora de planear y
anticipar una conducta sustentable, por lo que no es recomendable confiar totalmente en
un hábito ya que éste podría impedir rectificaciones en la planeación, inicio y
mantenimiento de la conducta.
118
CAPÍTULO 10
APRECIO POR LA DIVERSIDAD
En la variedad está el gusto
Un antiguo dicho establece que “en la variedad está el gusto”. Traducido a otros
términos esto implica que mientras más diversidad le damos a nuestros sentidos, más
agradable es la experiencia a la que nos enfrentamos. Lo anterior parece razonable: en la
variedad hay más riqueza de estímulos y al parecer estamos diseñados para buscarla, lo
cual se reflejaría en la preferencia por la diversidad, en lugar de una atracción por la
monotonía. Como lo establece Roberts (2007) la preferencia por la variedad está
fundamentada en una capacidad ancestral, que llevó a nuestros antepasados a evitar
asentarse en ambientes desprovistos de recursos. Lo variado es agradable porque
comunica que nos encontramos en un contexto rico en elementos, muchos de los cuales
pueden satisfacer necesidades. Una serie de estudios, que revisaremos en este capítulo,
parecen señalar la pertinencia de esta aseveración.
Pero, como en muchos otros casos, hay claroscuros en la atracción por la
variedad: La presencia de bio-diversidad, por ejemplo, puede estimular la tendencia
humana a la exploración y a la búsqueda de conocimiento del entorno (Kaplan, 1993) y,
quizá también pudiera conducir al cuidado ambiental (Corral et al, 2009). Sin embargo,
esa misma diversidad puede llevar a la sobre-explotación de recursos, propiciando
daños irreversibles a la naturaleza. Como en todas las tendencias humanas, esta
predisposición contiene un potencial para la creación y el cuidado y otro, para la
destrucción.
También es cierto que hay límites a la atracción por la variedad: los estudios
sobre preferencias por la riqueza de estímulos muestran que, llegado cierto punto, el
exceso se vuelve perniciosos y las personas dejan de preferir más complejidad en la
estimulación (Kaplan, 1993).
La diversidad es uno de los principios básicos de la ecología, por lo que, para su
subsistencia, un ecosistema requiere de la variedad de elementos constitutivos (Pradhan,
2006) y esto se aplica también a la ecología humana (Capra & Pauli, 1995). Por
desgracia, los humanos hemos mermado la biodiversidad a un punto tal que, de
continuar con la tendencia depredadora que nos ha caracterizado, se estima que en pocas
décadas, especies y órdenes enteras de animales y vegetales pueden extinguirse (Starke,
2008). Por otro lado, la globalización y la urbanización empujan hacia la
homogeneización cultural; se pierden lenguas, costumbres y tradiciones, y las culturas
dominantes por su peso económico engullen a las de grupos minoritarios, lo cual lleva a
la pérdida de socio-diversidad, una condición fundamental para la ecología humana
(Tonn, 2007).
Por lo anteriormente expuesto, además de averiguar si la presencia de diversidad
es atractiva para los humanos, nos interesa elucidar si la capacidad para preferir la
diversidad sobre la monotonía es una base para cuidar los ambientes variados de nuestro
diario actuar. En pocas palabras, queremos saber si existe una afinidad por la diversidad
119
biológica y social y si la misma induce al cuidado de los entornos en los que se
desarrolla la vida humana. Ésos son los temas del presente capítulo.
Biodiversidad
De acuerdo con Blignaut y Aronson (2008), la biodiversidad es la red
viviente que conecta los elementos tangibles e intangibles de los ecosistemas sanos.
También es la base del capital natural renovable y su mantenimiento representa una
condición indispensable para asegurar un futuro sustentable. La biodiversidad se define
como la cantidad y variabilidad que existe dentro de las especies (diversidad genética),
entre las especies, y entre los ecosistemas (European Communities, 2008). Los
ecosistemas están compuestos de una infinidad de especies que (inter)dependen de las
otras para la obtención de nutrientes u otros productos del ciclo vital, como el oxígeno o
el dióxido de carbono. Si la biodiversidad de un sistema se ve seriamente afectada, el
sistema entero colapsa por los efectos negativos del ciclo de nutrientes (Tonn, 2007). La
biodiversidad es esencial para la provisión de los servicios que los ecosistemas prestan a
la existencia humana, entre los que se encuentran los alimentos, el agua, materiales de
construcción, regulación climática, protección contra riesgos naturales, control de la
erosión, medicamentos y recreación. La pérdida de especies animales y vegetales, a un
ritmo que supera el surgimiento de nuevas especies, es la manifestación más tangible de
la pérdida de biodiversidad (European Communities, 2008).
Aunque resulte increíble, el ritmo de la extinción de especies causada por los
humanos de estas últimas décadas es mil veces más rápido que el ritmo “natural” que ha
sido típico en la historia del planeta (Millennium Ecosystem Assesment, 2005), aunque
otros autores lo fijan más elevado. Según sus cálculos, la extinción natural era de 10 a
100 especies por año y desde mediados del siglo pasado a la fecha sólo en las áreas de la
selva tropical se calcula la desaparición anual de ¡27,000 especies! (Elewa, 2008). Las
causas de este fenómeno se esconden en las mismas motivaciones que nos empujan a la
inequidad, al consumismo y a la degradación ecológica en general. El desmedido
crecimiento de la población humana es otra de las causas, ya que para dar sustento a un
número cada vez mayor de personas se ha requerido de una explotación voraz de
recursos, con la subsecuente pérdida en la diversidad biológica que esto ha acarreado. El
problema ya es grave pero lo peor está por venir: basadas sólo en las proyecciones del
crecimiento poblacional, las Naciones Unidas (United Nations Department of Economic
and Social Affairs/Population Division 2008) estiman que se requerirá un 50% más de
alimentos de los que se producen actualmente, los cuales sólo podrán obtenerse
desplazando ecosistemas existentes por terreno para cultivo y crianza de animales. La
producción de cereales en tierras irrigadas requerirá un incremento del 80% en el 2030
para igualar la demanda de esos alimentos. La biodiversidad experimentará un efecto
brutal por las nuevas áreas de siembra y ganadería que deberán abrirse.
Con respecto a la biodiversidad vegetal, de la que dependemos para la
alimentación, madera y medicamentos, se reporta que el 70% de las especies de plantas
a nivel mundial está en riesgo de extinción (IUCN, 2008). Entre éstas, cientos de
especies medicinales que constituyen más del 50% de los fármacos de consumo común
podrían desaparecer poniendo el sistema de salud mundial en un grave riesgo (Hawkins,
2008). La biodiversidad vegetal también se encuentra expuesta por la desaparición de
ecosistemas naturales, los cuales son ahora utilizados con propósitos agrícolas. Aun así,
el precio de los alimentos ha aumentado considerablemente desde 2007 ya que una parte
creciente de los campos agrícolas se utiliza para sembrar productos a utilizar como bio120
combustible (European Communities, 2008), lo que implica una presión adicional para
abrir nuevas áreas de cultivo.
La diversidad de especies animales no se encuentra en mejores condiciones.
Una tercera parte de las seis mil especies conocidas de anfibios está en peligro de
extinción, en lo que Boyle & Grow (2008) consideran una reducción comparable a la
extinción masiva de dinosaurios hace más de 65 millones de años; las aves se
encuentran en riesgo de desaparecer por el sobrecalentamiento global (WWF, 2008) y
una cuarta parte de los mamíferos podría extinguirse por causas relacionadas (Elewa,
2008). La ganadería, una actividad reductora de biodiversidad, representa ya el uso
humano más grande de espacio, cubriendo más de la cuarta parte (26%) de la superficie
de la Tierra, en tanto que alrededor de una tercera parte de la tierra cultivable se dedica
a la siembra de alimento para el ganado (FAO, 2006). El expansivo sector ganadero,
estimulado por el apetito por la carne, se encuentra en competencia directa con las
necesidades humanas por tierra, agua y otros recursos naturales. Su producción
constituye una de las causas principal de deforestación y de pérdida de diversidad
animal y vegetal.
La biodiversidad marina es objeto de gran preocupación. La sobre-pesca es
tan grande que la FAO (2007) calcula que la mitad de las pesquerías (sistemas marinos
en los que ocurre la pesca) están enteramente explotadas, mientras que un cuarto de
ellas está sobre-explotado. Los arrecifes de coral son el sistema de mayor biodiversidad,
por unidad de área, que existe en el planeta. La pesca indiscriminada los ha expuesto,
especialmente en el Caribe, en donde se ha experimentado una reducción de un 80%:
Debido a la sobre-explotación de especies herbívoras el coral ha sido sustituido por
algas. Una especie de erizo marino, consumidor de algas, predominó sobre el arrecife y
cuando ésta fue atacada por un patógeno específico la población colapsó y esto dejó el
arrecife expuesto y, al parecer, condenado a morir (UNEP, 2008). Este es un excelente
ejemplo del valor que tiene la biodiversidad para garantizar la supervivencia de los
ecosistemas. El estudio de Worm, Barbier, Beaumont et al. (2006) concluyó que es
altamente probable que todas las pesquerías comerciales se agoten en menos de
cincuenta años a menos que se reviertan las tendencias actuales de depredación. Los
autores también encontraron que una baja biodiversidad se asocia a la pobre
productividad de las pesquerías, a colapsos más frecuentes y a una baja tendencia a la
recuperación tras la sobre-explotación. Por supuesto, todo esto obedece al apetito
humano por los productos del mar, la causa final de esta pérdida de diversidad.
Sociodiversidad
Al analizar los problemas ambientales se ha puesto un gran énfasis en la
merma significativa que experimenta la biodiversidad. Sin embargo, la sociodiversidad
también se está perdiendo, lo cual tiene implicaciones graves para la humanidad.
O’Hara (1995) define sociodiversidad como los diferentes arreglos sociales y
económicos con los que la gente organiza sus sociedades, particularmente las
presunciones, las metas, los valores y las conductas grupales subyacentes que guían
dichos arreglos. La sociodiversidad implica entonces la variedad en prácticas
lingüísticas, religiones, costumbres y tradiciones que diferencian a las culturas entre sí;
pero también comprende a la diversidad en orientaciones políticas, sexuales,
económicas, y generacionales dentro de una misma y diferentes sociedades.
121
La vida en la tierra ha sobrevivido gracias a su diversidad. La evolución
puede concebirse como un proceso de ensayo y error a largo plazo en el que los mejores
diseños (de especies), entre muchos millones que han sido “ensayados” sobreviven.
Pero, como lo plantea Tonn (2007), lo que importa es la mejor colección de diseños en
trabajo interdependiente, para garantizar la supervivencia de todos en conjunto y esto se
aplica también a la sociodiversidad.
Por otra parte, Huntington (1996), ofrece una visión contrastante al afirmar
que las diferencias entre “civilizaciones” generan el riesgo de un conflicto que pudiera
dar al traste con los avances que la humanidad ha experimentado, generando guerras y
conflictos de largo alcance, más destructivos que lo que hemos experimentado hasta
ahora. De la idea de Huntington se desprende, por lo tanto, que la homogeneidad
cultural sería un antídoto contra ese colapso de civilizaciones y, de hecho, él llega a
plantear que la integración cultural de Latinoamérica e incluso, de África, al esquema
occidental evitaría dicho problema. En algunas plataformas políticas y de gobierno se
fomenta la homogeneidad cultural, como estrategia para evitar conflictos con la idea de
que si todas las personas fueran iguales (en cultura, tradiciones y creencias) no existiría
la confrontación. No obstante, otros autores aseguran que mientras más formas
diferentes de culturas existan, habrá mayor potencial para la sustentabilidad, planteando
que la lógica de la biodiversidad como base para la sustentabilidad se aplica de la
misma manera para la sociodiversidad (Tonn, 2007).
Aun así, la extinción de culturas y sus prácticas relacionadas son la norma. La
desaparición de lenguas habladas es tan común como la de especies en los ecosistemas.
Nettle y Romaine (2000) estiman que, de continuar esta tendencia, en los próximos cien
años se extinguirá alrededor del noventa por ciento de las lenguas y dialectos hoy
utilizados en el mundo. Por otro lado, la diversidad cultural humana ha acompañado a
su expansión por todo el planeta, pero su presencia experimenta una merma con la
homogeneización de las culturas y con el fin de numerosas fuentes de vida (Jimeno,
Sotomayor & Valderrama, 1995). De acuerdo con Drengson (2006), la civilización
occidental ha impuesto una tecnología y un sistema económico uniforme en todos los
rincones del mundo. Aunque la Tierra posee una enorme diversidad biológica, cultural y
lingüística, el uso occidental de tecnología se ha infiltrado sistemáticamente en el
hábitat humano al punto de que tanto el paisaje natural como el cultural, son
relativamente homogéneos.
Con respecto a la diversidad de sistemas políticos y formas de gobernar, Tonn
(2007) arguye que existe una visión miope e ingenua en la suposición de que la
democracia al estilo occidental es la “mejor” forma de organización social existente y el
“fin de la historia”. Este planteamiento, de acuerdo con el autor es completamente antiético en el largo plazo porque impide el aprendizaje y la adaptación. En sus palabras:
“Si cada país en el mundo tuviera el mismo sistema político, jamás aprenderíamos si
otro pudiera funcionar mejor” (p. 1108).
No obstante, la tendencia es tratar de imponer la versión euro-americana de la
democracia al resto del mundo a pesar de que, al menos en lo concerniente al
establecimiento de la sustentabilidad, no ha funcionado como se esperaría.
La homogeneización cultural y la globalización también tienden a impactar en
las variadas prácticas alimenticias de la humanidad (una forma de sociodiversidad). Esto
122
repercute en la biodiversidad pues la siembra de productos vegetales y la cría de
especies animales se reduce. Lacy (1994) plantea que la tecnología, la ciencia y el
capitalismo son los tres factores culturales responsables de la homogeneización de la
alimentación y de la agricultura, así como de la conversión de la naturaleza en lo que
ahora es. De manera inadvertida y simultánea, estos factores pueden haber creado los
problemas de pérdida de bio y socio diversidad, y homogeneidad de los alimentos.
Según los autores, es posible que la única manera de conservar la biodiversidad es
conservar la diversidad cultural entre los pueblos, reunificando la biodiversidad con la
diversidad cultural.
Bonnes y Bonaiuto (2002), al incorporar la noción del paradigma ecológico
total al estudio de los principios del desarrollo sustentable, establecen que la dimensión
cultural es una de las más importantes fuerzas impulsoras de cualquier ecosistema, el
cual, entonces, se transforma en un “sistema socio-ecológico”. Por su parte, Di Castri
(2003) enfatiza la relación crucial que existe entre la biodiversidad y la sociodiversidad
al señalar que “el funcionamento de un ecosistema y la biodiversidad no se pueden
estudiar y entender haciendo a un lado la evolución cultural humana con todos sus
patrones intangibles y perceptuales” (p. 2). De hecho, algunos autores (Di Castri &
Balayi, 2002; Alfsen-Norodom & Lane, 2002; Guillitte, 2005) consideran a la bio y a la
socio-diversidad como partes inseparables de un solo y más amplio concepto de
diversidad. Para Di Castri y Balayi (2002, p. 15), la diversidad sería, entonces “la
estrategia adaptativa más avanzada y evolutiva para afrontar el cambio impredecible –y
para asegurar opciones para el futuro- en todos los sistemas biológicos, culturales y
económicos”.
De esta revisión se desprende la necesidad de buscar elementos que permitan
cuidar y conservar la variedad biológica y cultural que existe en el planeta. A la
psicología le corresponde investigar si existe en la naturaleza humana una orientación
(preferencia) hacia la diversidad que caracteriza a los entornos en los que se desarrollan
las personas y si la misma permitiría guiar los esfuerzos de conservación del ambiente.
Complejidad, variedad en los escenarios y preferencia por ambientes
¿Cómo percibe la diversidad el ser humano? ¿Existe una atracción por esta
característica de los entornos? De acuerdo con una buena cantidad de estudios psicoambientales, éste parece ser el caso. En sus investigaciones sobre preferencia ambiental
–el gusto que las personas manifiestan por un escenario en particular y qué tanto
prefieren un ambiente en lugar de otro- Stephen y Rachel Kaplan (Kaplan, 1992) han
encontrado que la complejidad es un buen predictor de esta preferencia. Por
complejidad los autores entienden “la riqueza o el número de diferentes objetos en una
escena” (p. 588). Complejidad implica, entonces, un grado elevado de variedad de
elementos, entre otros aspectos. Las escenas con pocos objetos no son muy atractivas
pues “no ofrecen mucho que ver”, de acuerdo con los Kaplan. Dado que somos
organismos buscadores de información, la diversidad o complejidad (hasta cierto punto)
de un escenario ofrece promesas de potencial conocimiento, el cual será de utilidad para
adaptarnos a un nuevo entorno o, incluso, a un contexto familiar (Roberts, 2007). La
preferencia por la complejidad sería, entonces, una tendencia evolucionada ya que nos
proporciona ventajas al percibir oportunidades en el entorno. Esto haría a la
complejidad, por lo tanto, una característica de las accedencias (affordances) de las que
hablaba Gibson (1978) y que desarrollamos en el capítulo 2.
123
Scott (1993) encontró que la preferencia por la complejidad no sólo se
manifiesta en escenarios naturales sino también en ambientes construidos, por ejemplo,
los interiores residenciales. Esta autora desarrolló un estudio en el que la complejidad se
encontraba representada por el número y la variedad de elementos en el diseño de los
interiores, la composición de esos elementos y la geometría espacial de la escena. La
correlación entre preferencia y complejidad fue alta y significativa. No obstante, los
estudios de Kaplan (1993) dejan en claro que, junto a la complejidad, las personas
prefieren la naturalidad por lo que los estímulos complejos en escenarios naturales
serían preferidos frente a aquellos encontrados en ambientes construidos. Esto es lógico
dado que nuestra evolución como especie ha transcurrido casi por completo en contacto
con la naturaleza.
En más de esto, Roberts (2007) encontró una notoria preferencia y juicios
estéticos por estímulos visuales complejos (mayor número de objetos y heterogeneidad
de éstos, es decir: mayor diversidad) que se les presentaban a los participantes en una
serie de diapositivas. Esto implicaría que nacemos con la tendencia visual a preferir
arreglos estimulantes diversos, los cuales son juzgados con un mayor gradiente de
“belleza” en contraste con los estímulos simples.
Afinidad por la diversidad: el concepto.
Si la preferencia por la complejidad estimulante parece constituir una característica
humana y si contiene una atracción por la variedad, entonces es posible que exista, de
manera específica, una afinidad por la diversidad en los entornos del diario vivir. Desde una
perspectiva psicológica, éste sería un hallazgo de interés, por el rol crucial que se le asigna a
la diversidad en la sustentabilidad de los sistemas socio-ecológicos. Por lo anterior, se
podrían presumir diferencias interpersonales en el aprecio por esta diversidad, ya que, al ser
esta preferencia un proceso psicológico, deberían existir variaciones en los niveles de
atracción que distintas personas manifiesten por la variedad en los escenarios (Corral et al,
2009). En pocas palabras, aunque la afinidad por la diversidad pudiera ser un fenómeno
universal debe haber personas con un mayor nivel de preferencias por la variedad biológica
y cultural que otras. En el marco del desarrollo sustentable se podría asumir que estas
diferencias individuales podrían emparejarse con la disposición individual a asumir valores,
actitudes y conductas pro-ambientales, junto con otros principios relacionados a la
sustentabilidad.
Corral et al (op cit), asumiendo las consideraciones arriba enunciadas,
introducen y definen el concepto de Afinidad hacia la Diversidad (AHD) como una
tendencia a preferir la diversidad y las variaciones en los escenarios biofísicos y
socioculturales de la convivencia humana. Los autores conceptúan la AHD como una
predisposición a apreciar la variedad dinámica de las interacciones ser humanonaturaleza y la conciben como una entidad distinta a la simple aceptación o tolerancia
de las diferencias en contextos diversos y situaciones (tal y como lo establece de manera
clásica el concepto de socio-diversidad). También aclaran que la AHD es más
específica que la tendencia a preferir la complejidad en los arreglos ambientales, pues la
diversidad es sólo un componente de esa complejidad, como establece Kaplan (1993).
De esa manera, Corral et al asumen que la afinidad hacia la diversidad refleja un gusto
por la diversidad biofísica y cultural que la gente encuentra en su diario vivir como la
variedad física (escenarios naturales, climas), biológica (tipos de plantas y animales) y
socio-cultural (religiones, orientaciones sexuales, inclinaciones políticas).
124
Otros autores y marcos teóricos en psicología insinuaban, previamente, la
presencia de una preferencia por la diversidad. La hipótesis de la biofilia es uno de ellos
(Wilson, 2001; Penn, 2003). Kellert (1997) y Wilson (2001) sugieren que los seres
humanos valoran la naturaleza y la diversidad viva debido a los beneficios físicos,
intelectuales y emocionales que les ofrecen. De acuerdo con Frumkin (2001), apreciar la
diversidad pudiera representar una tendencia adaptativa que los humanos han
desarrollado tras el impacto positivo que ésta genera, el cual se manifiesta en
supervivencia y bienestar. En términos concretos, la hipótesis de la biofilia establece
que la afinidad natural por cualquier forma de vida es la esencia pura de la humanidad,
la que nos liga a las otras especies, tanto como a la variedad que existe entre ellas.
Corral et al (2009) señalan que esta afinidad corresponde también al aprecio por la
biodiversidad. El razonamiento moral resultante de la biofilia debería llevar a las
personas a apoyar la idea del derecho innato a existir de todas las formas vivientes en la
Tierra. Por lo tanto, la AHD conduciría al cuidado de esas formas variadas de vida, así
como de la diversidad cultural que se manifiesta en las agrupaciones humanas (Penn,
2001).
De manera parecida, el movimiento de la ecología profunda (Deep Ecology)
relaciona el valor de la biodiversidad con la orientación hacia la sustentabilidad (Devall
& Sessions, 1989). Algunos de sus principios se ligan al respeto por los valores
intrínsecos de la diversidad- los cuales se encuentran presentes en la naturaleza y en las
sociedades humana- así como al reconocimiento del valor inherente que tienen todos los
seres vivos, incluidos los humanos (Glasser, 2005).
Actitudes y afinidad hacia la diversidad: pruebas empíricas
En un nivel empírico, los estudios de Bonnes, Aiello & Ardone (1995) y Aiello
(1998) sugirieron la presencia de una preferencia por la diversidad. Los autores
midieron actitudes hacia la diversidad ambiental y su relación con las actitudes hacia la
diversidad socio-cultural, en ciudadanos de Italia. En principio, ellos encontraron dos
dimensiones separadas hacia la diversidad ambiental física: una de ellas indicaba la
aceptación de diversidad (presencia de áreas verdes en la ciudad) y la otra, una
oposición a esa diversidad. Puede parecer extraño que haya personas que se opongan a
la presencia de vegetación en áreas urbanas (debido a razones diversas, como la
presencia de obstáculos a la visibilidad o al tránsito vehicular, la necesidad de ocupar
espacios que podrían utilizarse para servicios o vialidades, etcétera), pero esto es así, en
menor o mayor grado, lo cual revela parte de las diferencias individuales que arriba
mencionamos. Por lo tanto, estas actitudes emergen con un cierto grado de
ambivalencia, manifestándose como aprecio u oposición por las áreas verdes (árboles,
pasto y vegetación diversa) en la ciudad.
Un estudio posterior (Carrus, Passafaro & Bonnes, 2004), confirmó este patrón,
mostrando también que las actitudes hacia las áreas verdes en la ciudad se asocian a la
diversidad humana y cultural. Las personas con más actitudes opuestas a las áreas
verdes presentaban también más tendencias al etnocentrismo y al autoritarismo (estas
últimas indicaban menor aprecio por la diversidad social).
Hunter y Rinner (2004) investigaron los niveles de preocupación con el estado
de la diversidad de especies animales en una localidad norteamericana. Los autores
reportan que, de acuerdo con sus resultados, las personas que manifiestan más creencias
ecocéntricas (ver capítulo 7) le otorgan una mayor prioridad a la preservación de este
125
tipo de biodiversidad, que aquellos que ostentan creencias antropocéntricas. Lo anterior
hablaría, entonces de una relación entre el aprecio por la biodiversidad y las visiones del
mundo pro-ecológicas.
Los estudios de Corral et al (2009) dan un paso más allá en la medición de la
AHD. Estos implicaron la elaboración de una escala (ver Tabla 10.1) para medir dicha
propensión, de manera específica, incluyendo reactivos que evaluaban el gusto por la
variedad de escenarios, climas, plantas, animales, orientaciones políticas, razas, edades,
y otras manifestaciones de diversidad física, biológica y social.
Un primer estudio mostró que la AHD surge coherentemente como constructo
psicológico a partir de las interrelaciones que producen los reactivos que la miden.
Dichas interrelaciones, de hecho, son tan pronunciadas, que incluso no permiten
distinguir una afinidad hacia la bio-diversidad de la afinidad por la socio-diversidad:
ambas forman un solo factor de aprecio por la diversidad general. Ese estudio también
señaló que la AHD se relacionaba significativa y negativamente con una escala de
intolerancia y de manera positiva con una medida de conductas protectoras del ambiente
físico. Esto indicaba que las personas que aprecian la diversidad física y social tienden a
ser tolerantes y practican acciones de cuidado del entorno físico.
Tabla 10.1. Escala de Afinidad hacia la Diversidad (Corral et al, 2009).
_________________________________________________________________________
Instrucciones: Por favor indique qué tanto se aplican a usted las siguientes oraciones. Conteste
con toda franqueza, empleando la siguiente escala de respuesta:
0 = No se aplica nada a mí
2 = Se aplica en parte a mí
1= Casi no se aplica a mí
3= Se aplica totalmente a mí
1. Me parece bien que existan muchas religiones, ya que todas ellas enseñan cosas buenas. ____
2. Me gustaría convivir con personas de distintas razas: indígenas, negros, orientales,
blancos, mestizos, etcétera.
____
3. No creo que sea malo que existan orientaciones sexuales diferentes
(homosexualidad, lesbianismo, preferencia por el sexo opuesto).
____
4. Me gusta convivir con personas de todas las clases sociales (pobres,
ricos, clase media).
____
5. Sólo me gusta convivir con personas de mi edad o generación y no con personas de
otras edades.
____
6. Me gusta que haya personas con diferentes orientaciones políticas (izquierda,
derecha, centro).
____
7. No me gusta mucho convivir con personas que no sean de mi sexo.
____
8. Me gustan muchos tipos de animales y no sólo una clase de ellos.
____
9. Me gusta que mi jardín tenga muy pocas clases de plantas.
____
10. Me gusta visitar zoológicos, en donde hay muchos tipos de animales.
____
11. Para mí, mientras más variedad de plantas haya, mucho mejor.
____
12. Sólo me gustan algunos tipos de animales domésticos.
____
13. Sólo me gusta un tipo de clima (o calor o frío).
____
14. Yo podría vivir a gusto en cualquier lugar (bosque, desierto, playa, valle, selva).
____
____________________________________________________________________________
En un segundo estudio, los autores encontraron que la AHD, junto con otras
dimensiones psicológicas como la orientación al futuro, el altruismo y las emociones
hacia la naturaleza conforman las bases de la orientación a la sustentabilidad, la cual, a
126
su vez, predice comportamientos de cuidado del ambiente. Otros resultados parecen
sugerir que la AHD se encuentra presente en diferentes edades (si bien, los autores no
midieron su presencia en menores de quince años) ya que jóvenes y viejos exhibían los
mismos niveles de esta tendencia, lo cual apoyaría la idea de Kellert (1997) al respecto
de que todos los seres humanos se sienten instintivamente atraídos por la variedad en la
naturaleza. No obstante, también existiría un componente aprendido o social en el
desarrollo de esa afinidad ya que el estudio de Corral et al (op cit) encontró que las
personas con más recursos económicos presentan niveles más elevados de preferencia
por la diversidad. Este resultado lo interpretan los autores en función de la facilidad que
tienen las personas con más recursos monetarios para exponerse a una mayor variedad
de objetos, personas y situaciones. Melles (2005) comenta a este respecto que la
diversidad biológica (por ejemplo, la variedad de aves) en los ambientes residenciales
más ricos es superior a la de los barrios más pobres, lo cual expone diferencialmente a
las personas a la diversidad. Este caso, por cierto, liga a la inequidad social con la falta
de acceso a condiciones de disfrute de la naturaleza y de una de sus características
distintivas más apreciadas por los humanos: la diversidad.
En resumen, la AHD parece ser parte de una orientación general hacia la
sustentabilidad al reflejar una tendencia a valorar la riqueza de los escenarios naturales
y culturales en los que la gente vive. Los individuos con esa tendencia a gustar de y a
buscar la diversidad parecen también estar más inclinados a actuar en defensa de dicha
diversidad. Como resultado de esto también practicarían un mayor número de conductas
sustentables. Aunque el estudio de la afinidad hacia la diversidad se encuentra en su
fase inicial, éste se perfila como un área importante en la elucidación de los rasgos
psicológicos que constituyen la orientación pro-sustentable.
Trabas a la afinidad por la diversidad.
Si existe, como parecen mostrarlos los datos, una afinidad por la diversidad
biológica y social en las personas y si esa afinidad las acerca al cuidado de sus
ambientes socio-físicos ¿por qué, a pesar de la misma, los humanos dañamos el
ambiente? ¿Por qué discriminamos y menospreciamos a las minorías étnicas y raciales,
a las mujeres, a los adultos, a las orientaciones sexuales no mayoritarias, y a las
personas con credos religiosos que no son los nuestros? ¿Cómo podría establecerse un
predominio de la AHD sobre la intolerancia, la discriminación y la inequidad?
No hay mucha información disponible que permita responder categóricamente a
estas preguntas, debido a que el concepto de AHD es reciente como tópico de
investigación. No obstante, la investigación en áreas relacionadas con la intolerancia
social, la discriminación, y el contacto con la naturaleza, a pesar de su aparente
desconexión, pudieran arrojar algunos indicios.
Kellert (1997) presupone que el aprecio por la naturaleza y la diversidad tienen
una base evolucionista, lo cual significaría que estas tendencias están indisolublemente
ligadas a la actual naturaleza humana y que se manifestarían –en mayor o menor gradoen todas las personas, independientemente de su origen, edad o género. No obstante,
como parecen sugerir los datos, para que esa tendencia se desarrolle, los individuos
deben exponerse a la diversidad y mientras mayor sea ésta, es más probable que se logre
más afinidad por la misma (Corral et al, 2009). Los estudios de discriminación y
prejuicio racial así parecen señalarlo. Por ejemplo, los niños que asisten a escuelas
racialmente diversas interactúan de manera más positiva con personas de etnias y razas
127
diferentes a las suyas (ver Bryan, 2008). En ausencia de esta exposición y de otros
factores culturales, como la prédica de la tolerancia hacia lo diverso, es probable que
prevalezcan los prejuicios raciales y las creencias de superioridad étnica y grupal
(religiosa, política, sexual, etcétera), lo cual se manifestaría en los innumerables
conflictos que la humanidad experimenta. Estos conflictos impiden la consecución de
los ideales de la sustentabilidad por lo que atacar sus causas ayudaría a lograr un mundo
no sólo más igualitario, pacífico y solidario, sino que también posibilitaría conservar
uno de los recursos más valiosos del planeta: la diversidad.
Otros estudios, en el campo de la educación ambiental, sugieren también que la
exposición a los entornos naturales y sus características distintivas (entre ellas la
diversidad) genera una afinidad por la naturaleza que lleva a los estudiantes a cuidar el
entorno (Kals, Schumacher & Montada, 1999; Zeppel, 2008). Promover la exposición
de las personas a la diversidad física y social, por lo tanto, parece estimular su aprecio
por los ambientes en los que vive, lo que desembocaría en respuestas sustentables. Por
desgracia, la mayor parte de los sistemas educativos no estimulan ni la integración
racial, ni la de clases socio-económicas (y algunos ni siquiera la de género), ni la visita a
escenarios naturales en los cursos de educación ambiental. Esto podría explicar, al
menos parcialmente, porqué a pesar de que podría existir una tendencia innata a apreciar
la diversidad, no se manifiesta como cuidado del ambiente por la pobre exposición de
las personas a la variedad bio-social.
Por supuesto, la AHD no es el único determinante de los estilos de vida
sustentables y eso también explica el porqué a pesar de que éste sea un factor que
oriente a la sustentabilidad, su presencia –siendo importante- no es suficiente para que
los individuos se comporten de manera sustentable. Una persona puede sentirse atraída
por la diversidad biológica y social de su entorno, pero, en ausencia de normas proambientales, de competencias para el cuidado de los recursos naturales y sociales y de
otras dimensiones psicológicas de la sustentabilidad, será difícil que logre desplegar
acciones de cuidado del medio.
Se requiere de mucha más investigación que responda a las interrogantes ligadas
con la existencia de la AHD y sus posibles beneficios. Las investigaciones posteriores
deberán determinar el carácter evolucionado de la AHD, así como corroborar su
influencia benéfica en el desarrollo de estilos de vida sustentables, estableciendo con
claridad las implicaciones que tiene su relación con el resto de las dimensiones
psicológicas de la sustentabilidad.
Recuento del capítulo
Los seres humanos parecen mostrar una preferencia por la complejidad y la
variedad en los ambientes en los que se desenvuelven. Aparentemente, esta preferencia
tiene que ver con las oportunidades que les brindan los escenarios ricos y complejos, en
términos de la variedad de recursos disponibles para su supervivencia.
La diversidad es una de las características más distintivas de los ecosistemas y
uno de los principios clave de su funcionamiento. Un sistema ecológico o humano
depende de la variedad de sus elementos, lo que implica que mientras más rico sea éste,
más apto se encuentra para enfrentar los riesgos que pueden poner en peligro su
permanencia. No obstante, los seres humanos han expuesto la diversidad biológica
como nunca desde la extinción masiva de especies en el periodo cuaternario, y la
128
diversidad cultural se encuentra también seriamente amenazada, exponiendo a todo el
conjunto de especies vivas en el planeta, incluida la humana.
Con el propósito de encontrar una dimensión psicológica que oriente a las
personas al cuidado de la diversidad, nuestra revisión nos llevó a identificar la
preferencia por la complejidad como una característica humana. Los individuos tienden
a gustar más de los estímulos y arreglos ambientales complejos que los simples, tanto en
términos de escenarios naturales (los más preferidos) como de ambientes construidos.
Eso lleva a suponer que pudiera existir también una preferencia específica por la
diversidad biológica y cultural, lo cual ha sido demostrado por una serie de estudios
acerca de las actitudes hacia la diversidad biológica en ciudades y acerca del aprecio por
la bio y socio-diversidad.
Se define la afinidad hacia la diversidad (AHD) como la tendencia a preferir la
diversidad y las variaciones en los escenarios biofísicos y socioculturales de la
convivencia humana. Los estudios que ponen a prueba la pertinencia de este concepto
encuentran que el gusto por la diversidad biológica se encuentra íntimamente ligado a la
preferencia por la sociodiversidad y que la AHD, junto con otras dimensiones
psicológicas de la sustentabilidad, predice el comportamiento de cuidado del ambiente.
A partir de estos resultados se recomienda la exposición de las personas a la diversidad
biológica (contacto con la naturaleza) y cultural (integración social), así como dotar a
los pobladores de todas las comunidades de los beneficios de la diversidad biológica
con el fin de promover en ellos la adopción de formas de vida más sustentables.
129
CAPÍTULO 11
EMOCIONES
Motivos para actuar de manera sustentable
Al inicio de este libro mencionamos que a pesar de los elevados niveles de
conciencia y de preocupación ambiental que presentan la mayoría de las personas, no
actúan resolviendo los problemas de su entorno (Oli et al, 2001). Tampoco existe
correspondencia entre el conocimiento de los problemas ambientales y el actuar proecológico, ya que el primero no lleva necesariamente al segundo (Pooley & O’Connor,
2000). Algo similar ocurre con los problemas sociales. En presencia de ellos mucha
gente no actúa para remediarlos, aun teniendo las condiciones para actuar ¿Por qué
ocurre esto?
Una posible respuesta a esta interrogante es que las personas, aparte de estar
conscientes de los problemas de su entorno, de conocer acerca de la manera de
resolverlos y de contar con las condiciones para hacerlo, necesitan estar motivadas para
involucrarse (Vining & Ebreo, 2002). La motivación juega una parte importante en los
modelos explicativos de la conducta pro-ambiental, incluyendo los que conciben este
comportamiento como acción razonada; pero también los que le otorgan un gran peso a
las emociones. La investigación que se desprende de estos modelos sugiere la influencia
de factores afectivos –como componentes de la actitud- en la predicción de acciones
sustentables (Bamber, Ajzen & Schmidt, 2003).
La motivación se concibe como un estado que dirige la acción y que anticipa las
consecuencias -positivas o negativas- que se desprenden de actuar o dejar de hacerlo
(Locke, 2000; Batson & Shaw, 1991; Osbaldiston & Sheldon, 2003). En los motivos
existen razones para actuar, lo que implica que una persona, al tomar decisiones acerca
de involucrarse (o no) en un comportamiento, piensa en los pros y los contras; razona,
anticipa y emplea diversos procesos cognitivos que le ayudan a determinar si el curso de
acción anticipado es el “correcto”, si vale la pena tomarlo, pensando en los costos y en
los beneficios (Locke, 2000). Éste es el lado racional de la motivación.
Pero los motivos también presentan un lado “irracional”, más ligado a las
emociones, a la intuición y a una serie de procesos afectivos y de síntesis perceptual
(Zajonc, 1980). Algunos motivos nos emocionan y los estados afectivos resultantes nos
llevan a actuar, a veces para experimentar el placer de una recompensa, a veces para
evitar sensaciones aversivas o castigantes (Batson & Shaw, 1991; Cone & Hayes,
1980). Por lo tanto, las decisiones humanas, incluidas las que impactan al ambiente
sociofísico, surgen de la interacción entre las razones y los afectos de las personas
(además de la personalidad y del ambiente, como lo planteaba Kurt Lewin, 1935) y
ninguno de estos factores puede considerarse como predominante o, por lo menos, no
puede decirse que uno posea un peso menor al del otro (Loewenstein & Lerner, 2003).
Las emociones, son de gran importancia a la hora de determinar cursos de acción y por
eso deben estudiarse en los procesos de la conducta sustentable.
A pesar de lo anterior, el enfoque general en lo que Hill (2008) considera el
“programa dominante de la investigación del comportamiento proambiental” se deriva
del modelo del hombre racional. Este enfoque comprende a las teorías y modelos más
130
utilizados en la investigación de la conducta sustentable, como la Teoría de la Acción
Planeada (Ajzen, 1991), la Teoría de la Activación de Normas (Schwartz, 1973) y el
Modelo de la Utilidad Esperada Subjetiva (Kahneman, 2003), entre otras. Su premisa
es que la mayoría de las conductas caen bajo el control voluntario y que si se alimenta al
“sistema” (i.e., el organismo humano) con una correcta combinación de información
debe producirse una salida lógica y “racional”. Como consecuencia, se asume que la
información debería alterar los atributos centrales de los valores, las creencias, las
actitudes y las normas personales, que afectarían la intención a actuar (como lo estipula
Ajzen, 1991). Sin embargo, esto no siempre ocurre así. El hecho de que la intención a
actuar explique por sí sola alrededor de la tercera parte de la varianza en la conducta
proambiental (Bamberg & Möser 2007) nos obliga a preguntarnos en dónde se
encuentra la explicación a las dos terceras partes restantes. Las emociones son por lo
menos responsables de una fracción en esa varianza inexplicada (Pooley & O’Connor,
2000; Vinning & Ebreo, 2002).
Para un número creciente de autores, uno de los problemas con este esquema
explicativo es que se deja por fuera a las emociones, como sustento de la vida
psicológica y como instigadora de la acción. Las emociones –tanto como las
cogniciones- se encuentran ligadas a la motivación y, como hemos venido observando,
se requiere del componente motivacional para encauzar actitudes, creencias, y –como
veremos después- para guiar los conocimientos y las habilidades hacia la conducta
sustentable (Corral, 1996; Fraijo, 2005). Pero además, la motivación afecta directamente
a esa conducta y al ser los estados afectivos algunos de sus instigadores más potentes, se
requiere considerar el importante rol que juegan las emociones en la orientación a la
sustentabilidad.
Tal y como lo indican estudios recientes, las emociones se relacionan con el
aprecio hacia lo natural y juegan un rol en la formación de intenciones pro-ambientales,
tanto en el nivel implícito (Korpela, Klemettilä & Hietanen, 2002; Schultz et al., 2004)
como en el deliberado (e.g., Carrus et al., 2008; Hine, Marks, Nachriener, Gifford, &
Heath 2007). Otros estudios, desarrollados hace ya algunos años, también demuestran
que las experiencias de contacto directo con la naturaleza generan reacciones
emocionales positivas hacia ella y pueden conducir a las personas a comportarse de
manera proambiental (Finger, 1994).
De manera explícita, Pooley y O’Connor (2002), hacen ver que una de las
razones que explican el éxito sólo parcial de las intervenciones a favor del ambiente es
el énfasis casi exclusivo que se coloca en los aspectos cognitivos determinantes de la
conducta pro-ecológica. Para esos autores, la ausencia de los determinantes afectivoemocionales en los modelos predictivos de la conducta proambiental sería la causa de su
limitado poder explicativo. Iozzi (1989), por su lado, establece que la puerta de entrada
a la educación ambiental es la emoción, ya que si los educandos no desarrollan una
afinidad por el entorno y su cuidado difícilmente se involucrarán en actividades
conservacionistas. En una revisión reciente, Vining y Ebreo (2002) hacen ver que el rol
que juegan las emociones ha sido grandemente ignorado –con pocas excepciones- en las
intervenciones y estudios de la conducta conservacionista. Esta omisión de los factores
afectivos no sorprende si tomamos en cuenta la poca atención que han recibido las
emociones en la psicología cognitiva y en las neurociencias durante el último siglo
(Damasio, 1998a). Por fortuna, se detecta una atención creciente al rol de las emociones
en los procesos de toma de decisiones, tanto en los campos de la psicología como en el
131
de otras ciencias relacionadas, como las neurociencias (LeDoux, 1995; Damasio, 2005).
De manera específica, personajes reconocidos en la investigación en estos campos,
como Damasio (1998b), mencionan que la interacción entre las emociones humanas y
las decisiones razonadas representa una línea clave para la futura investigación del
comportamiento proambiental.
¿Qué son las emociones?
Como en muchas viejas discusiones en psicología, existen posiciones innatistas
y también posturas basadas en el aprendizaje que explican el origen y la constitución de
las emociones. Otros plantean que las emociones surgen de una mezcla entre natura y
nurtura (Prinz, 2004). Los evolucionistas señalan que las emociones son adaptaciones,
respuestas psicológicas típicas de especies animales, que evolucionaron para responder
a los retos ambientales que enfrentaron nuestros ancestros. Orr (2008, p. 820) asegura
que los humanos “poseemos emociones por buenas razones evolucionistas”. Las
sensaciones resultantes de las emociones evolucionadas, al promover placer, displacer,
activación y otros estados relacionados permitían e impulsaban (y lo siguen haciendo) el
acercamiento a lo nutritivo y al sexo; y el alejamiento y/o escape ante el peligro. Estas
respuestas evolucionadas, que se manifiestan en cambios corporales notorios, pueden
reducirse a un pequeño conjunto de emociones que Paul Ekman (Ekman, Sorensen &
Friesen, 1969) clasificó inicialmente como felicidad, tristeza, miedo, sorpresa, enojo y
disgusto. Dichas emociones, al ser básicas en dos componentes esenciales, el biológico
y el psicológico, han llegado ser las candidatas más ampliamente aceptadas como
emociones fundamentales (Friz, 2004). Ekman et al (1969) argumentan que éstas se
encuentran en cualquier grupo humano, independientemente de su cultura; no contienen
otras emociones como sus sub-constituyentes y son, además, innatas. En fechas más
recientes, Ekman ha incluido en su lista a la diversión, el desprecio, la alegría, la pena,
el entusiasmo, la culpa, el orgullo en el logro, el alivio, la satisfacción, el placer
sensorial y la vergüenza, como emociones básicas y universales (Ekman, 1999).
La naturaleza evolucionada y adaptativa de las emociones como el miedo, la
felicidad o el enojo parece bastante obvia: el poseerlas ofrece una ventaja porque ellas
nos permiten alejarnos de lo nocivo y acercarnos a lo provechoso para el organismo. En
otros casos, como el orgullo o la culpa, por ejemplo, esta ventaja es menos evidente. Sin
embargo, los evolucionistas argumentan que para cada emoción básica existe un
mecanismo evolucionado que explica su existencia. Por ejemplo, la vergüenza y la
culpa se encontrarían en nuestra estructura psicológica porque, sin ellas, la tentación de
hacer trampa o engañar a otros sería mucho mayor y, aunque en el corto plazo el engaño
puede producir dividendos, los riesgos –de ser atrapado- a largo plazo no compensan los
beneficios (Trivers, 1985). Por lo tanto, sentir pena por haber obrado mal es ventajoso,
con respecto a no hacerlo. Algunos autores en psicología ambiental han encontrado, de
hecho, que la culpa es un mecanismo que inhibe a la conducta anti-ecológica (Kaiser &
Shimoda, 1999, por ejemplo). Otras emociones, como el amor romántico y los celos
tienen explicaciones relacionadas; es decir, se supone que existen porque ayudan en la
adaptación y supervivencia a los individuos. El amor romántico liga a los miembros de
una pareja y esto los transforma en una sociedad que coopera de manera entusiasta en la
difícil tarea de la crianza. Los celos son mecanismos de detección del engaño y reflejan
la desconfianza de que el otro miembro de la pareja pueda colocar sus recursos
(materiales y afectivos) al servicio de otro amante –esto se da más en las mujeres, de
acuerdo con los psico-evolucionistas- o de que la pareja llegue a concebir el hijo de
otro, lo cual es más característico del varón (Crawford & Salmon, 2004). Como se ve,
132
para todas las emociones existe una explicación de naturaleza adaptativa, en las que se
establece que los estados afectivos son innatos, involuntarios, y con manifestaciones
corporales fisiológicas.
En contraste, los críticos de la psicología evolucionista aseguran que las
emociones son productos de la nurtura (la crianza, la cultura y los procesos de
aprendizaje relacionados). Ellos aseguran que los estados afectivos son construidos
socialmente. Aunque esta aproximación tiene menos partidarios de los que solía tener
en el pasado (Friz, 2004), sería un error suponer que el construccionismo ha perdido
fuerza. De hecho, no sólo para las emociones, sino para cualquier proceso psicológico,
podemos encontrar una explicación construccionista. De acuerdo con ella, incluso
nuestras percepciones del mundo son construidas socialmente: es decir, no percibimos
el mundo tal y como es sino como nuestros filtros culturales y la experiencia social nos
lo determina. En la educación ambiental, el construccionismo es una de las escuelas más
sobresalientes (De Castro, 2000).
Volviendo a las emociones, esta aproximación conceptual encuentra algunas
líneas de evidencia que compiten con las del psico-evolucionismo. Los
construccionistas argumentan que las emociones no son ni innatas, ni efímeras, ni
involuntarias, ni corporales. Averill (1980), por ejemplo, establece que las emociones se
construyen como “evaluaciones” cognitivas anidadas en “guiones” conductuales con los
que los individuos responden de manera deliberada. Las evaluaciones serían juicios
acerca de cómo las situaciones que el individuo vive refieren bienestar para él. Las
evaluaciones también representan a las situaciones como aspectos de preocupación o
interés para la persona. Los “guiones”, por otro lado, son instrucciones acerca de qué
hacer cuando se presenta algo de interés o preocupante en las situaciones evaluadas.
Cada guion emocional dicta un rango diferente de acciones y estas acciones pueden ser
complejas y prolongadas. Pero lo más importante para la posición construccionista es
que las evaluaciones y los guiones emocionales se encuentran definidos por la cultura y
reflejan los valores y las convicciones de un grupo social. De esta manera, cuando una
persona “ejecuta un guión emocional” (es decir, cuando se emociona) ella refleja los
valores y convenciones de un grupo cultural. Averill también argumenta que los estados
afectivos no necesariamente involucran una perturbación corporal; por ejemplo, la culpa
y el amor, según él, no poseen correlatos corporales evidentes, como los tendría el
enojo, la tristeza o el miedo.
En este esquema conceptual, como se observa, las emociones juegan también un
rol adaptativo, pero es la cultura, no los genes, la que determina las evaluaciones y los
cursos de acción (“guiones”) en término de las situaciones que el individuo percibe.
Dado que las percepciones también están determinadas por la construcción social, para
el construccionismo todo el comportamiento, incluyendo las cogniciones y los afectos
que lo influyen, se encuentra regido por las formas en la que los grupos sociales
construyen la realidad.
La discusión acerca de la naturaleza instintiva o aprendida de las emociones
seguramente proseguirá por muchos años, lo mismo que la posición alternativa que
manifiesta que hay componentes innatos y aprendidos en los estados afectivos (Friz,
2004). Lo que nadie discute es la importancia capital que poseen las emociones en el
comportamiento humano, incluido, el sustentable.
133
Preferenda y Discriminanda en las tomas de decisiones.
Aparte de la discusión entre innatistas y nurturistas, en los años ochenta del
siglo pasado se suscitó uno de los debates más llamativos que se hayan presentado en la
historia de la psicología. En él participaron dos renombrados académicos (laborando,
por cierto, muy cerca uno del otro, ya que ambos vivían en los alrededores del área de la
Bahía de San Francisco, California). El debate lo generó el tema de las emociones y su
relación con las cogniciones, involucrando a Richard Lazarus (1982) y a Robert Zajonc
(1980) y poniendo de manifiesto la necesidad de incorporar tanto los aspectos afectivos
como los racionales en las tomas de decisiones, incluyendo las ambientales. Para
Lazarus, las emociones fluyen a partir de procesos cognitivos y, según este autor, se
necesita una mediación de las cogniciones para que las emociones se manifiesten. Es
decir, se requiere de una considerable operación de procesos cognitivos para que las
emociones puedan ocurrir. En la propuesta de Lazarus, siempre existe un componente
cognitivo en cualquier emoción, por lo que la manifestación emocional depende de
procesos racionales y analíticos.
En cambio, Zajonc considera que existe una precedencia de las emociones con
respecto de las cogniciones -la primera respuesta de un individuo ante los estímulos
puede ser afectiva, antes de que incluso tenga conciencia de ellos- y que las primeras
son independientes de las segundas, lo cual no implica, sin embargo, que no exista
interacción entre cogniciones y afectos. Para Zajonc (op cit) una respuesta afectiva
implica una preferencia inicial por un objeto o situación; una evaluación de “gustodisgusto”. El autor aclara, sin embargo, que los afectos no se limitan a las preferencias,
sino que incluyen, además, a la sorpresa, el enojo, la culpa y la vergüenza, por lo que
utiliza los conceptos de “afecto”, “emoción” y “sentimientos” como sinónimos. Sin
embargo, su énfasis en los proceso afectivos los coloca en las preferencias (Roald,
2008).
Es ilustrativo retomar algunas de las consideraciones de Zajonc con respecto al
peso de las emociones en la conducta. El autor, al enfatizar este peso y estipular la
autonomía afectiva con respecto de los procesos racionales, establece que las emociones
son procesadas en un sistema modular independiente del de las cogniciones. Un buen
número de trabajos en el área de las neurociencias parecen confirmar, por lo menos
parcialmente, estas aseveraciones. Estas investigaciones señalan que existe un circuito
cerebral, que involucra a la amígdala y al lóbulo temporal-dos estructuras cerebrales
involucradas con las emociones- que media reacciones afectivas sin la presencia de
estados de consciencia (Morris, Öman & Dolan, 1999). Los circuitos emocionales
trabajarían en paralelo, independientemente de aquellos que procesan las cogniciones
(LeDoux, 1995).
Además, una serie de experimentos, iniciados por el mismo Zajonc y resumidos
por Bornstein, (1989) demuestran que se puede manifestar preferencia por estímulos
presentados de manera repetida (y muy rápida) a un individuo, sin que exista un
reconocimiento consciente de esos estímulos. Es decir, a una persona, puede gustarle
algo que ni siquiera “sabe” qué es, lo cual no deja de ser sorprendente. Por supuesto,
para la mayor parte de nuestros estados emocionales poseemos una conciencia más o
menos clara de lo que estamos sintiend, dado que existe comunicación entre los
circuitos “emocionales” y los “cognitivos”. Pero el hecho de que exista autonomía de
134
las emociones con respecto a las cogniciones, como parece ser el caso, revela la enorme
importancia de los estados emocionales para el comportamiento.
Debido a esta divergencia en el procesamiento de información ambiental, Zajonc
plantea la existencia de una propiedad de las interacciones persona-entorno que se
manifiesta como afinidad o aversión, gusto o disgusto por objetos y situaciones. Con
esta propiedad, para tomar decisiones, los individuos utilizan emociones, la síntesis, la
intuición y otras cualidades “irracionales” de su experiencia psicológica. El autor
denomina “Preferenda” a esta propiedad. Alternativamente, cuando las personas, al
tomar decisiones, emplean mecanismos racionales, como el análisis, el lenguaje y otros
procesos cognitivos, manifiestan una propiedad a la que reconoce como
“Discriminanda”. La Preferenda y la Discriminanda, por lo tanto, caracterizarían de
manera fiel la constitución emotivo-racional de la que se encuentran dotados los seres
humanos.
Las acciones sustentables son comportamientos fundamentados en las decisiones
(por ejemplo, en la intención de actuar y en otros indicadores motivacionales), por lo
que es importante determinar los aspectos de Preferenda y de Discriminanda que guían
las decisiones pro-ambientales. En esto concuerdan un buen número de autores en
psicología ambiental. Kals et al (1999), por ejemplo, argumentan que la conducta
proecológica no puede considerarse únicamente como resultado de una elección
racional. Para estos autores, existen otros determinantes esenciales como la afinidad
emocional por la naturaleza y el amor hacia lo natural. En su estudio, Kals (1996)
encontró que factores afectivos como los sentimientos de culpa, la indignación por una
insuficiente protección de la naturaleza y el interés por ella pueden promover el cuidado
ecológico. En más de esto, Vining y Ebreo (2002) plantean que existe evidencia de que
las emociones impulsan la acción sustentable a través de procesos motivacionales, que
no necesariamente tienen que ser de índole racional. Las emociones son básicas para la
puesta en marcha de decisiones para comportarse de manera pro-ambiental.
Emociones ambientales
Las emociones ambientales son un mecanismo fundamental si consideramos el
curso de la evolución humana y su adaptación a contextos en constante cambio. Como
lo sugieren Carrus, Passafaro & Bonnes (2008), se puede concebir la preocupación por
el ambiente –y la emoción que ésta lleva implícita- como una característica esencial de
las sociedades del presente, que las llevaría a actuar para asegurar la supervivencia en el
futuro. Aunque la investigación del papel que juegan las emociones por el ambiente no
figura entre las más reportadas en la literatura, se reconoce la importancia de éstas en el
contexto de las relaciones humanos-naturaleza (Kals & Maes, 2002; Kals, Schumaker &
Montada, 1999; Hinds & Sparks, 2008). Schultz (2000) y Sevillano et al (2007), por
ejemplo, encontraron que la empatía hacia lo natural (ponerse en el lugar de un animal
sufriendo, por citar un caso) incrementa los niveles de conexión con la naturaleza que
las personas desarrollan y, algo muy importante, desemboca en conductas de cuidado
del ambiente físico. Más adelante, en este capítulo, veremos que la empatía también
afecta positivamente al altruismo, por lo que es una de las emociones pro-ambientales
claves. Pero las emociones positivas también pueden desprenderse de la actuación proambiental y no sólo generar esa actuación. Hartmann y Apaolaza-Ibáñez (2008)
encontraron que los beneficios de consumir productos amigables para el ambiente
incluyen un estado emocional positivo que se experimenta como una satisfacción por
135
cuidar el bien común del ambiente. Así es que las emociones son tanto causas como
consecuencias del actuar sustentable.
La afectividad parece ser un importante predictor de las actitudes ambientales
(Pooley & O’Conner, 2000), las cuales tienen un efecto –por lo menos, indirectamenteen los comportamientos proecológicos. Kals et al (1999) muestran que hay también una
influencia directa de los estados afectivos en esos comportamientos: la afinidad
emocional por la naturaleza predice conductas conservacionistas como el uso de
transporte público o el apoyo a organizaciones pro-ecologistas. Esta afinidad emocional
es, a su vez, predicha por la exposición al ambiente natural, de acuerdo con los autores.
Una línea de pensamiento como la expuesta líneas arriba llevó a la postulación
de la “Hipótesis de la Biofilia”, la idea de que los seres humanos tenemos una afinidad
innata por la vida y por la naturaleza (Wilson, 1984; 1995, ver capítulo 2). Wilson
considera que el mundo natural continúa influyendo en la condición humana –nuestra
manera de ser- a través de las cercanas y duraderas relaciones con dicho mundo. El
autor establece que, dado que el desarrollo tecnológico ha sido tan rápido, la adaptación
humana a los ambientes modernos tiene que generarse de manera substancial antes de
que podamos darnos cuenta que hemos desarrollado una afinidad por esos ambientes.
Debido a que las personas prefieren las características naturales en los entornos de su
diaria convivencia –incluyendo los de las casas, calles y edificios en donde se
desenvuelven- (Kaplan, 1992; 2000), es claro que la humanidad se decanta
emocionalmente por lo natural y pasará mucho tiempo –miles de años quizá- para que
prefiramos los ambientes construidos o tecnológicos. Por lo tanto, tenemos aún una
necesidad de estar en y con la naturaleza, la cual se manifiesta como una afiliación
emocional con otros organismos vivos.
Para Kals et al (1999), las emociones ambientales se pueden presentar en
diversas maneras: como afinidad emocional hacia la naturaleza (AEN), como
indignación por un insuficiente esfuerzo de conservación ambiental o también como un
interés por la naturaleza. La AEN puede entenderse como sentimiento de unidad con la
naturaleza; la indignación se manifiesta como molestia emocional por el daño ecológico
y el insuficiente esfuerzo de conservación del mismo; mientras que el interés por la
naturaleza se relaciona con el gusto por el contacto directo con escenarios naturales y el
conocimiento que se desprende de él, entre otras cosas. En ese estudio de Kals y sus
colaboradores, estos tres factores afectivos explicaron casi la mitad de la varianza en la
conducta de conservación ambiental. Los autores midieron también el impacto que tiene
el contacto directo con ambientes naturales en la afinidad emocional hacia la naturaleza,
encontrando que casi un cuarenta por ciento de la varianza en esa afinidad es explicado
por dicho contacto. El resultado habla de la importancia que tienen actividades como el
forrajeo (recolección de especímenes, especialmente vegetales), los paseos al aire libre
y las excursiones fuera de las ciudades, dentro de la educación ambiental (Chipeniuk,
1995). Los hallazgos ratifican también los postulados de la hipótesis de la biofilia, en el
sentido de los beneficios que posee la exposición a los ambientes naturales.
En estudios relacionados, Kals (1996) y Montada y Kals (1995) examinaron las
apreciaciones emocionales que presuponen atribuciones de responsabilidad por la
protección del medio. Esas atribuciones incluyeron la auto-culpa debida a un esfuerzo
insuficiente de protección ambiental, la indignación acerca del poco cuidado ecológico
por parte de otros, y el enojo debido al uso de medidas de protección consideradas como
136
extremas. Las tres emociones se relacionan ampliamente con la voluntad o el
compromiso para involucrarse en acciones proambientales y con conductas de
conservación ambiental como el consumo de energía, la elección de un sistema de
transporte, las actividades políticas proambientales, el apoyo financiero para la
protección de la naturaleza, y la promoción activa de medidas de protección, entre otras
(Kals, 1996).
Rochford y Blocker (1991), por otro lado, encontraron que las emociones que
acompañan a una amenaza ambiental se relacionan negativamente con el activismo
ecológico: cuanto más esfuerzo invierta una persona para controlar sus temores de un
futuro desastre ambiental (contaminación, inundaciones, etc.), menos tiempo utilizará
para enfrentar ese problema. Las emociones negativas, al parecer, no son favorables a la
acción pro-ecológica y, como veremos más adelante, tampoco a la pro-social.
Hinds y Sparks (2008) ratifican los hallazgos del grupo de Kals y Montada y
señalan las conexiones entre procesos afectivos y cognitivos en la afectación que ambos
producen en la conducta proambiental. En su estudio, los autores encuentran que la
conexión afectiva con el medio ambiente incrementa la deliberación a actuar de manera
proambiental, la cual ejerce un efecto positivo en el cuidado ecológico. Por su lado,
Corral, Bonnes, Tapia, Fraijo, Frías & Carrus (2009) agregan un elemento emocional a
la lista de Kals y sus colaboradores: la afinidad por la diversidad (AD), que se revisó en
extenso en el capítulo 10. De acuerdo con estos investigadores, la AD implica un gusto
por la variedad de formas vivientes y de manifestaciones socio-culturales que
caracterizan a los entornos sociales y biológicos en los que se desarrollan los
individuos. El componente emocional de la AD se encuentra dado por la preferencia o
gusto que caracteriza a las respuestas afectivas; es decir, cuando una persona evalúa
emocionalmente un objeto, evento o situación, siempre muestra un gusto o disgusto por
los mismos (Fridja, 1986) y esto es lo que la AD pone de manifiesto con respecto a la
diversidad biológica y social. En sus estudios, Corral et al encuentran que la AD se
relaciona significativamente con los sentimientos de indignación que causa el deterioro
ambiental, pero también con una serie de indicadores de la orientación pro-sustentable,
entre ellos, la orientación al futuro, el altruismo y la conducta proecológica.
Tabla 11.1. Reactivos de la escala de aprecio por el Contacto con la Naturaleza
(tomada de Cortez et al, 2008).
---------------------------------------------------------------------------------------------------------Instrucciones: Por favor indique qué tanto se aplican a usted las siguientes oraciones.
Conteste con toda franqueza, empleando la siguiente escala de respuesta:
0 = No se aplica nada a mí
2 = Se aplica en parte a mí
1= Casi no se aplica a mí
3= Se aplica totalmente a mí
1. Me siento feliz cuando estoy en contacto con la naturaleza.
2. Los lugares con plantas, árboles y flores me ponen de buen ánimo.
3. Prefiero la comodidad de un lugar cerrado que exponerme a
lugares al aire libre.
4. El estar en sitios al aire libre me proporciona una sensación de bienestar.
5. Me incomoda estar en contacto prolongado con plantas y animales.
6. No veo nada de agradable estar por mucho tiempo en espacios naturales.
7. Salirme al patio y estar en contact o con las plantas me pone de buen humor.
______
______
______
______
______
______
______
137
_____________________________________________________________________
En estudios más recientes, Cortez et al (2008), Corral, Tapia, Fraijo, Mireles &
Márquez (2008) y Corral, Tapia, Frías, Fraijo & González (en prensa) reportan que los
sentimientos de indignación por el deterioro ambiental se unen a los sentimientos de
aprecio por lo natural y a la afinidad por la diversidad, además de un conjunto de
factores cognitivos, para predecir estilos de vida sustentables. Un aspecto de interés de
estos estudios es que ellos muestran que los factores afectivo-emocionales son
altamente predictivos de comportamientos de cuidado del entorno físico (acciones de
frugalidad en el consumo y conductas pro-ecológicas). Las tablas 11.1 y 11.2 muestran
ejemplos de escalas para medir aprecio por el contacto con la naturaleza e indignación
por el deterioro ecológico.
Tabla 11.2. Escala de Indignación por el deterioro ecológico (Tirado et al, 2008)
---------------------------------------------------------------------------------------------------------Instrucciones: Por favor, en la línea de la derecha coloque el número de respuesta que
considere más apropiado, para cada una de las siguientes afirmaciones:
0 = Me es indiferente
1= Me siento ligeramente mal (creo que es inevitable)
2 = Me da lastima ( tristeza)
3 = Me siento tan mal que me enfurece
4= Me siento tan mal que trataría de evitarlo (diciéndole a la persona que no lo haga)
5= Me siento tan mal que trataría de impedirlo por todos los medios (detener a la persona)
1. Ver como alguien corta un árbol (en la ciudad o en el campo).
_____
2. Ver a alguien tirar la colilla de su cigarro al piso.
_____
3. Ver a alguien tirar la basura fuera de su coche en la vía pública.
_____
4. Ver que alguien dañe a otra persona, animal o planta.
_____
5. Ver como las fábricas tiran sus desechos al río o al drenaje.
_____
6. Ver las calles llenas de tráfico y humo.
_____
7. Ver como desperdician el agua los vecinos.
_____
______________________________________________________________________
Una limitación de las investigaciones acerca de emociones ambientales es su
dependencia en las medidas verbales del comportamiento y de los estados afectivos. Los
estudios típicos emplean auto-reportes de esos estados y de las conductas que los
manifiestan. Aunque es claro que las personas son capaces de describir sus afectos,
emociones y sentimientos –entre ellos los ambientales- queda la duda acerca de si esos
reportes contienen un dejo de deseabilidad social y, por lo tanto, esos sesgos racionales
pudieran estar ocultando aspectos genuinos de emocionalidad (Corral, 2001). Si, como
Zajonc (1980) lo plantea, la Preferenda y la Discriminanda son propiedades
perceptuales independientes y si la primera no está mediada necesariamente por
procesos lingüísticos (es decir, la afectividad no requiere necesariamente del lenguaje),
entonces sería conveniente estudiarla a través de métodos no verbales. Por ejemplo,
pudieran estudiarse las respuestas electro-fisiológicas ligadas a la presencia de estados
emocionales en personas, evaluando afectivamente eventos ambientales. El estado
relativamente incipiente de la investigación psico-ambiental en esta área manifiesta la
ausencia de estos métodos. Sin embargo, anticipamos el desarrollo de los mismos, por
la importancia que empiezan a tener las emociones en los modelos explicativos de la
conducta sustentable.
138
Emociones y conducta prosocial.
Una de las premisas de las que partimos en este libro establece que la conducta
sustentable es tanto pro-ecológica como pro-social, de manera que el interés de los
investigadores en el área de la sustentabilidad abarca a ambas dimensiones del
comportamiento. Si existen emociones por el ambiente físico (natural) que pueden
llevar a su cuidado, tendríamos que suponer que deben también estar presentes estados
emocionales en las personas que se preocupan por el ambiente social. La literatura nos
muestra que éste es el caso.
El rol de los estados afectivos en la conducta prosocial se ha investigado,
principalmente, con relación a tres factores: la empatía, el estado anímico y las
emociones “morales”. De manera resumida: las personas empáticas ayudan más a sus
semejantes y la conducta altruista se asocia con estados positivos de ánimo y las
emociones morales.
Los investigadores en esta área (Eisenberg, Losoya & Spinrad, 2003, pp. 787788, por ejemplo) definen a la empatía como
“una respuesta afectiva que se basa en la aprehensión o comprensión de los estados o
condiciones emocionales de otros y que es idéntica o muy similar a lo que la otra
persona siente o se supone debe sentir”.
Los autores sugieren que, en ocasiones, la empatía puede convertirse en simpatía
o en aflicción personal, o en ambos. La simpatía consiste en una respuesta afectiva que
implica sentimientos de pena o de preocupación por una persona en problemas. La gente
que experimenta simpatía no siente la misma emoción que la otra persona; pero se
preocupa por ella. La aflicción, por otro lado, es una reacción aversiva emocional
centrada en uno mismo, que surge al experimentar vicariamente la emoción de la otra
persona (Eisenberg et al, op cit). Batson (1991) considera que, en la empatía, es el
componente de simpatía el que se traduce en conducta altruista, dado que el individuo
que la experimenta se preocupa por el otro, mientras que la aflicción, al centrarse en los
sentimientos propios resulta ser un estado emocional egoísta y los egoístas no se
caracterizan por ayudar a los demás. De hecho, en la medida de lo posible, el afligido –
por observar a otro(s) sufriendo- tratará de escapar de la condición de sufrimiento que
está percibiendo, para evitar el daño emocional propio.
Algunos autores (como Hoffman, 1984) señalan que el surgimiento de la
empatía se da en niveles muy tempranos del desarrollo humano. Tan tempranos como el
segundo año de vida. Hoffman llega a plantear que el llanto de un bebé ante el sonido de
alguien que llora, es una manifestación de “empatía global”, lo cual sugiere que esta
emoción es intrínseca a la naturaleza humana, y sólo requiere que el individuo sea capaz
de establecer la diferencia entre sus propios estados internos y los de las otras personas
(lo cual requiere un cierto nivel de desarrollo psicológico). La relación entre empatía y
pro-socialidad puede inferirse a esta edad tan temprana en la forma de manifestaciones
de consuelo. Se ha observado, por ejemplo, que, ante la observación del sufrimiento de
un adulto, un bebé puede alcanzar su muñeco de peluche para proveérselo (al adulto). El
bebé actúa así porque él/ella mismo/a encuentra consuelo en el muñeco cuando
experimenta aflicción (Eisenberg et al, 2003). De estas observaciones se infiere que la
etapa inicial de desarrollo no es enteramente egocéntrica, como la postura piagetiana lo
139
sugiere, pues da cabida a manifestaciones –rudimentarias, pero manifestaciones al finde empatía.
Con la edad, el desarrollo de reacciones empáticas se ve acompañado por el
incremento en conductas pro-sociales: los niños, conforme maduran, responden cada
vez más a la aflicción de otros, poniéndose en su lugar, y acuden en auxilio o, por lo
menos, confortan al(a) otro(a) en sufrimiento. Esta relación entre empatía y prosocialidad ha sido puesta de manifiesto no sólo por estudios aislados, sino por metaanálisis –es decir, el resumen de una gran cantidad de resultados- de investigaciones que
han medido dicha relación (ver Eisenberg & Fabes 1998).
Los adultos, por supuesto, también manifiestan más conducta altruista como
consecuencia de experimentar estados de empatía. Al inducir estos estados –por
ejemplo, a través de videos en donde se muestra a personas en problemas y se solicita al
participante que “se ponga en el lugar” de éstos- el individuo mostrará marcas de
empatía en su rostro (tristeza facial), que se relacionarán con su conducta pro-social
(Eisenberg et al, 2003).
Las emociones negativas, como el enojo, la frustración y la ansiedad, se han
ligado a la aflicción, la cual, como vimos, no ayuda mucho en el despliegue de
conductas prosociales. Dado que la aflicción es provocada por esos estados y la misma
conduce a comportamientos de escape o de evitación, las personas malhumoradas,
frustradas y ansiosas no tienden a ser altruistas. En cambio, personas con emociones
menos hostiles y negativas –como la tristeza- procurarán ayudar a otros (Eisenberg,
Fabes, Guthrie & Reiser, 2000). Por supuesto, como lo vimos en el capítulo 5, las
personas felices son más altruistas que las deprimidas, por lo que la felicidad es el
estado emocional positivo más ligado a la prosocialidad (Schroeder et al, 1995; Van de
Vliert & Janssen, 2002).
Las llamadas “emociones morales” como la culpa y la vergüenza también se han
ligado al despliegue de conductas de ayuda a otros. La vergüenza se define como un
sentimiento que involucra la evaluación negativa de uno mismo, por entero; mientras
que la culpa se refiere a la evaluación negativa de una conducta en particular, y no a la
identidad individual o sentido de sí mismo (Eisenberg et al, op cit). Aunque
relacionadas entre sí, la culpa y la vergüenza tienen efectos diferenciales en la conducta
prosocial, como ocurre en el caso de la simpatía y de la aflicción. La culpa es la más
“moral” de las emociones (Baumeister, Stilwell & Heatherton, 1994) y en su
manifestación normal –es decir, cuando no es patológica- la culpa se asocia con la
reparación y la motivación a pedir perdón, a disculparse y a restituir el daño causado a
otros (Hoffman, 1984).
El tema de la Justicia Restaurativa (la idea de que el delincuente pague su
ofensa restituyendo a las víctimas por el daño causado) como procedimiento para
responder a la conducta antisocial y criminal, acapara recientemente la atención de
juristas, psicólogos, sociólogos y políticos. De acuerdo con Frías (2008) este sistema
posee un gran potencial para producir resultados positivos en el tratamiento de
delincuentes, sus víctimas y la sociedad, pudiéndose concebir como una estrategia
sustentable de la procuración de justicia, al involucrar el concepto de reparación, que es
esencial en el desarrollo sustentable (Bonnes & Bonaiuto, 2002; Pradhan, 2006). La
culpa, entonces, puede ser una emoción positiva por sus potenciales impactos
140
prosociales, así como los proecológicos (Kaiser y Shimoda, 1999). La vergüenza, en
cambio, parece motivar –como la aflicción- respuestas de evitación e incluso rabia,
porque se experimenta frecuentemente como necesidad de escapar o de esconderse de la
situación (Tagney, 1998) lo cual, por supuesto, no lleva a nada pro-social. No obstante,
Kaiser et al (2008) encontraron que tanto la vergüenza como la culpa son determinantes
de la intención de actuar pro-ecológicamente, así que, por lo menos para las acciones de
cuidado del medio físico, la vergüenza podría tener un efecto positivo.
En los estudios recientes de Corral, Tapia, Fraijo, Mireles & Márquez (2008) y
Corral, Tapia, Frías, Fraijo & González (en prensa) se encontró que la afinidad por la
diversidad física y social, junto con los sentimientos de indignación ante el daño
ecológico y el interés por la naturaleza, predecían a la conducta ecológica general. Un
hallazgo interesante fue que esa afinidad por la diversidad (AD) predice también
comportamientos a favor del entorno social. La AD y el resto de las emociones
ambientales impactaron positivamente en una serie de conductas altruistas y equitativas,
lo cual equivale a decir que las personas con emociones a favor de la protección del
entorno físico, son también individuos que se preocupan por el bienestar de sus
semejantes y manifiestan un trato igualitario hacia ellos, independientemente de su
sexo, clase social, edad, raza, religión o cualquier otro rasgo personal. Con lo anterior,
estos estudios se unen a la lista que muestra que las emociones forman una parte
esencial de las dimensiones psicológicas de la sustentabilidad.
Recuento del capítulo.
Los procesos emocionales son factores que complementan a los factores
cognitivos en la determinación de las conductas sustentables. La existencia de un
componente afectivo en las motivaciones demuestra que son necesarias las emociones
para que los motivos guíen a las conductas pro-ecológicas y pro-sociales. Para los
psicólogos evolucionistas las emociones son respuestas psicológicas adaptativas e
innatas que evolucionaron para responder a los retos ambientales que enfrentaron
nuestros ancestros animales. Los construccionistas, contrariamente, consideran que las
emociones son aprendidas, y se conforman por guiones conductuales que responden a
evaluaciones del entorno, las cuales son determinadas por la cultura. Las dos posturas
concuerdan en que las emociones son fundamentales para entender la conducta con
implicaciones ambientales.
Aunque algunos psicólogos consideran que se requiere de las cogniciones para
que las respuestas afectivas se manifiesten, otros piensan que las emociones preceden a
y son independientes de los afectos. De cualquier manera, sin emociones sería difícil
encontrar una afinidad por la protección ambiental.
Las emociones ambientales positivas como la afinidad emocional por el
ambiente, la indignación por insuficiente cuidado ecológico, la culpa por no proteger el
entorno, el interés y aprecio por lo natural, así como la afinidad por la biodiversidad
predicen el involucramiento en actividades de cuidado del medio físico. Las emociones
negativas como el miedo, por otro lado, tienen un efecto contraproducente.
De manera relacionada, las conductas prosociales se ven influidas por emociones
positivas como la empatía, la cual desemboca en simpatía y preocupación por otros;
también por la afinidad por la diversidad cultural y por emociones morales como la
141
culpa debida a un daño a otros, el cual requiere reparación. Sin embargo, algunas
emociones negativas como la aflicción y la vergüenza inhiben la conducta altruista.
Si las emociones ambientales se ligan a la conducta pro-ecológica, al altruismo,
a la equidad, a la frugalidad, así como a los determinantes disposicionales de los estilos
de vida sustentables, se pueden considerar como constituyentes importantes de la
orientación a la sustentabilidad.
142
CAPÍTULO 12
EFECTIVIDAD
El reto de los dilemas ambientales.
Uno de los retos mayores que enfrenta la humanidad –quizá el más grande de
todos- es el de asegurar su supervivencia logrando asimismo la conservación del
entorno, ante la grave crisis ecológica del planeta. Las dos esferas –naturaleza y
humanidad- se encuentran indisolublemente ligadas en tiempo y espacio, como lo
asegura Tonn (2006), para quien el factor humano representa la única posibilidad de
asegurar la vida en este planeta en un futuro a muy largo plazo. De acuerdo con este
autor, no existen dudas en el sentido de que los problemas de la in-sustentabilidad
representan un conjunto de riesgos que, de no resolverse, condenarán sin remedio a la
humanidad y a las especies que la acompañan en el planeta.
¿Qué se requiere para enfrentar ese dilema? Los capítulos que antecedieron al
presente se abocaron a describir varias características psicológicas que son relevantes en
la adopción de estilos de vida sustentables. Falta, sin embargo, una que es esencial para
responder a la pregunta enunciada en este párrafo: la efectividad, es decir, la capacidad
de producir resultados o respuestas esperadas ante la presencia de problemas. No es
posible enfrentar un reto o resolver un problema sin la posesión de capacidades
conductuales y la efectividad es la dimensión psicológica que se refiere a este aspecto.
La efectividad ha sido un tema de gran interés para los psicólogos ambientales
(De Young, 1996; Geller, 2002; Gifford, 2007, por ejemplo). Al explicar de qué manera
los seres humanos –y otros animales- logran adaptarse al entorno, resolviendo
problemas y enfrentando exitosamente retos, los estudiosos del comportamiento han
generado conceptos que los ayudan a entender este proceso. Uno de ellos es el de
eficiencia: la idea de generar un producto o resultado con poco esfuerzo, recursos y
desperdicio (Hardin, 1993). La eficiencia, concepto que revisamos en el capítulo 4, es
un indicador de efectividad que se manifiesta en el consumo mesurado de recursos, de
manera que éste satisfaga las necesidades de un proceso vital, evitando el exceso de
desechos. Otro concepto relacionado, del que hicimos mención en el capítulo de teorías
explicativas de la conducta sustentable, es el de accedencias (“affordances”). Para
Gibson (1979), el creador de este concepto, los objetos y situaciones del ambiente
contienen guías estimulantes que inducen respuestas efectivas en los organismos. La
utilización de las accedencias que son capaces de percibir los humanos los han llevado a
ser la sobresaliente especie en la que se han transformado, pues las mismas les han
permitido explotar a discreción los recursos naturales. Algunos autores plantean que, a
través del diseño de ambientes, se podrían generar accedencias para estimular conductas
sustentables (Hormuth, 1999; Kurz, 2002).
El conocimiento ambiental es otro factor importante. Gracias a que hombres y
mujeres poseen información acerca de los beneficios que los objetos ambientales
pueden brindarles, y las maneras en que pueden obtenerlos, ellos y ellas han sido
capaces de dominar el planeta. Por supuesto, el conocimiento ambiental debe
convertirse primero en habilidades ambientales para poder operar sobre el entorno y
esas habilidades, a su vez, pueden constituir complejas capacidades conductuales que
143
los psicólogos denominan competencias. Tanto el conocimiento, las habilidades como
las competencias constituyen capacidades psicológicas que posibilitan obrar sobre el
entorno, obteniendo provecho de sus recursos (Corral, 2001).
Si las accedencias, el conocimiento, las habilidades y las competencias
ambientales se han constituido en bases de la explotación ambiental, hay razones
entonces para suponer que esas propiedades y capacidades psicológicas pueden también
utilizarse para lograr el efecto contrario: la conservación del ambiente (Geller, 2002).
Entre las capacidades ambientales (i.e., las aptitudes para explotar el entorno) y las
competencias pro-ambientales (las capacidades para resolver dilemas ambientales)
existe una brecha cualitativa que es urgente minimizar: las competencias ambientales no
tienen porqué ser anti-ecológicas –o, para el caso, anti-sociales-. Las personas podrían
hacer compatibles sus destrezas para obtener satisfactores del entorno con su aptitud
para cuidar el ambiente (Bonnes & Bonaiuto, 2002). Esta posibilidad resume, en buena
medida, los ideales del desarrollo sustentables por lo que la noción de competencias
pro-ambientales se constituye en una de las claves para la solución de los problemas
ambientales.
De acuerdo a lo planteado en esta introducción, el propósito del presente
capítulo es el de revisar lo que la literatura relevante plantea al respecto de la
efectividad en el actuar con implicaciones ambientales. Para lo anterior, revisaremos lo
que la investigación psico-ambiental ha generado con respecto al conocimiento, las
habilidades y las competencias pro-ambientales. Tratando de resumir la información
generada, plantearemos un modelo de competencias ambientales que integre los
elementos revisados, proporcionando posibles panoramas para la actuación en materia
de educación ambiental.
Conocimiento ambiental.
El conocimiento ambiental refiere la cantidad y calidad de información de la que
dispone un individuo al respecto de su entorno y de los problemas relacionados con el
mismo. Parece lógico asumir que a mayores niveles de conocimiento, mayor será la
preocupación ambiental, y el interés por resolver dilemas ambientales. Laurian (2003)
establece que la información que las personas poseen al respecto de los problemas
ambientales de su comunidad es necesaria para generar la participación colectiva en la
resolución de esos problemas. En aspectos más específicos, Edgerton, Mckechnie &
Dunleavy (2009) encontraron que el conocimiento influye positivamente en la decisión
para elaborar composta en el hogar. Meinhold y Malkus (2005), por otro lado,
demuestran que el conocimiento ambiental modera la relación entre actitudes y
conducta proecológica, el que la hace determinante indirecto del actuar proambiental. El
conocimiento ambiental también se considera un precurrente de la adquisición de
habilidades pro-ambientales ya que una persona no puede desarrollar destrezas de
resolución de problemas si no conoce acerca de los mismos y si no está informado al
respecto de cómo enfrentarlos eficazmente, lo cual demuestran Corral (1996) y Day
(2004), entre otros.
A pesar de lo anterior, y no obstante los esfuerzos educativos emprendidos, los
niveles de conocimiento ambiental se han mantenido bajos en prácticamente todos los
rincones del planeta (Pooley y O’Conner, 2000). Cutter-Mackenzie y Smith (2003)
plantean que una posible razón a esto se deba al énfasis excesivo puesto en la
promoción de actitudes y valores pro-ecológicos, lo que repercute en un descuido a la
144
provisión de información sobre problemas ambientales y sus soluciones. Otro problema
es la estandarización de los sistemas de educación ambiental, especialmente los
dirigidos a la población no escolarizada, pues asumen que los receptores de la
información son homogéneos en características personales como sus variables
demográficas, nivel previo de conocimientos, etcétera. Como consecuencia, la
información se difunde por igual a todos, sin considerar esas diferencias (Mosler &
Martens, 2007).
Un buen número de investigadores en el campo de la educación ambiental
asume que la provisión de información generará conocimiento y que éste producirá
cambios positivos en el comportamiento ecológico. Estos investigadores estudian los
niveles de conocimiento que poseen las personas, conjeturando que si son agentes
racionales, conscientes de los problemas ambientales y saben de qué manera combatir
dichos problemas, se comportarán en concordancia, actuando pro-ambientalmente (Hill,
2008). No obstante, esto no resulta necesariamente así. Aunque los esfuerzos educativos
para dotar de conocimiento ambiental a las personas se han mantenido durante los
últimos veinte años en diferentes regiones del planeta, dichos esfuerzos no han tenido
efectos notorios (Frick et al, 2004; Pooley & O’Conner, 2000; Kollmus & Agyeman,
2002). En el ya clásico meta-análisis de Hines, Hungerford & Tomera (1986) el
conocimiento ambiental produjo una correlación de r=.29 con una medida combinada
de actitud, intención y conductas pro-ecológicas, pero Frick, Kaiser & Wilson (2004)
sólo encontraron un poder predictivo del 6% del conocimiento ambiental en la conducta
proecológica. Chu, Lee, Ko, Shin, Lee, Min & Kang (2007), en un estudio con casi mil
niños coreanos, hallaron correlaciones muy bajas entre ese conocimiento y la conducta
proambiental, concluyendo que las actitudes son mejores predictoras del
comportamiento con repercusiones ecológicas. De hecho, Kempton, Boster & Hartley
(1995) reportan que el conocimiento promedio poseído por ambientalistas y antiambientalistas era prácticamente el mismo, no obstante que los dos grupos mostraban
actitudes polarizadas al respecto de tópicos ambientales (Afortunadamente, el nivel de
conocimiento ambiental es mayor en los expertos que en la población común y
corriente, los periodistas y los políticos [Sunblad, Biel & Gärling, 2009]).
Lo anterior no significa que el conocimiento ambiental sea inútil. Esto sólo
plantea que es insuficiente para producir, por sí solo, la conducta sustentable esperada.
Si esperamos que solamente con dotar de información a las personas bastará para
cambiar sus acciones, olvidándonos de los aspectos motivacionales que inducen el
comportamiento, tendremos que anticipar el fracaso. Aun así, “insuficiente” no significa
“innecesario”. Sin la información acerca de los trastornos ecológicos, sus orígenes y sus
posibles soluciones es imposible que una persona actúe de manera eficaz, que es lo que
interesa a final de cuentas. Esperar esa actuación sin conocimiento sería como creer que
podemos ver en la oscuridad total, sin aditamentos o apoyos de por medio. Para obrar
pro-ambientalmente de manera eficaz primero debemos saber a qué problemas nos
enfrentamos, posteriormente conocer los procedimientos idóneos que nos permitan
enfrentar el problema y, finalmente, aplicar esos procedimientos de manera efectiva
(Corral, 1996; Frick et al, 2004).
Algunos autores argumentan que el hecho de que la información no siempre
repercuta en la adquisición de conocimientos se debe a que la primera se provee de
manera uniforme, sin considerar las diferencias (clase social, nivel educativo, edad,
diferencias culturales, particularidades de comportamiento, etcétera) existentes entre las
145
personas. Por lo anterior, sugieren dotar de información a la medida (IM, tailored
information) de manera que ésta tenga el impacto esperado en cada uno de los
individuos a los que va dirigida. Esencialmente la IM consiste en una aproximación que
hace uso de datos de o acerca de un individuo, o un grupo particular y que se relaciona
con un producto esperado específico, para determinar cuál es la información más
apropiada que satisface las necesidades de esa persona o grupo (Kreuter, Farrell,
Olevitch, & Brennan, 1999). Empleando esa estrategia, los investigadores psicoambientales han encontrado que la información a la medida incrementa el conocimiento
ambiental, las actitudes y la conducta proecológica en escenarios residenciales
(Abrahamse, Steg, Vlek & Rothengatter, 2007; Mosler & Martens, 2007) y también en
los laborales (Daamen et al, 2001). Por las dificultades que implica elaborar
información a la medida, no es extraño que pocas intervenciones y estudios hayan hecho
uso de esta estrategia. Sus resultados favorables, sin embargo, harán que la misma no
pase desapercibida por mucho tiempo entre la comunidad de educadores ambientales.
En resumen, aunque la relación entre conocimiento ambiental y la conducta
conservacionista no es muy grande, ni directa, la información que posea un individuo al
respecto de los problemas ambientales y sus soluciones, se considera como una base
necesaria para desarrollar habilidades de cuidado del entorno. El conocimiento
ambiental impacta también en otros determinantes de la conducta pro-ecológica, como
las actitudes y las creencias, por lo que no es posible pensar en una educación ambiental
desprovista de la dotación de conocimientos.
Habilidades pro-ambientales.
Desde la década de los años ochenta del siglo XX se señala la importancia de las
habilidades para el despliegue de conductas sustentables. Smith-Sebasto y Fortner
(1994) encontraron que la posesión de destrezas para la ejecución de acciones
proambientales se relaciona significativamente con el comportamiento protector del
medio. Debido a esta relación, Boerschig y De Young (1993) señalan que las
habilidades para la acción específica deben tenerse en cuenta como variables a
incorporar en los programas de educación ambiental. Hines et al. (1987), al hacer un
recuento de estudios de determinantes del comportamiento pro-ecológico, establecen
que las habilidades proambientales son predictoras significativas de ese
comportamiento. En un estudio desarrollado en México, Corral (1996) encontró que las
habilidades de reuso y de reciclaje eran determinantes directos (y también indirectos) de
esos comportamientos proambientales. Las habilidades no sólo afectaban directamente
al reuso y al reciclaje de productos, sino que su influencia era mediada por la
motivación para conservar. Es decir, las personas hábiles para reusar/reciclar eran las
más motivadas para hacerlo, lo cual reforzaba esa práctica de conservación.
Martinportugués, Canto & Hombrados (2007), por su parte, midieron las habilidades de
separación de desechos sólidos, encontrando que un estatus socioeconómico bajo
influye más en esa capacidad que la afluencia económica. Bustos et al (2004) reportan
que las habilidades de ahorro de agua afectan significativa y positivamente el esfuerzo
de cuidado del líquido en áreas residenciales, resultado que también Corral (2002)
reporta. La Tabla 12.1 presenta algunos ejemplos de situaciones con las que este último
autor midió habilidades de cuidado del agua.
146
Tabla 12.1 Ejemplos de una guía para la medición de habilidades de ahorro de agua
(Tomada de Corral, 2001).
______________________________________________________________
A) LAVADO DE VAJILLA.
(INVESTIGADOR: Pida a la persona que vaya con usted al lavaplatos e indíquele a
la persona lo siguiente:)
1. ¿Podría mostrarme como se lavan estos platos, tratando de ahorrar agua?
Califique: ¿Cerró el agua mientras no enjuagaba los platos?
Sí (1) No (0)
¿Abrió la llave a menos de la mitad de su capacidad? Sí (1) No (0)
¿Cerró la tapa del drenaje del zinc antes de enjuagar? Sí (1) No (0)
¿Lavó y enjuagó, todo a la vez?
Sí (1) No (0)
¿Hizo otra cosa que ahorró agua? ¿Qué?__________ Sí (1) No (0)
_________________________________________
B) LAVADO DE AUTOMOVILES
(INVESTIGADOR: Lleve a la persona enfrente de un coche, y señálele:)
2. ¿Podría indicarme cómo se lava este coche, ahorrando agua?
Califique: ¿Empleó un cubo de agua en vez de una manguera? Sí (1) No (0)
¿Empleó sólo uno o dos cubos de agua?
Sí (1) No (0)
¿Lavó el coche sin jabón (o con un puñado de éste)? Sí (1) No (0)
¿Lavó las llantas con el cubo en vez de manguera?
Sí (1) No (0)
¿Lavó los tapetes con el cubo en vez de manguera?
Sí (1) No (0)
¿Hizo otra cosa para ahorrar agua? ¿Qué?________
Sí (1) No (0)
________________________________________
C) REPARACION DE GOTEOS
(INVESTIGADOR: Dele a la persona el grifo descompuesto (que gotee) y dígale:)
3. ¿Podría mostrarme cómo se repara este goteo de agua?
Califique: ¿Identificó el problema del goteo?
Sí (1) No (0)
¿Empleó los materiales adecuados?
Sí (1) No (0)
¿Hizo otra cosa para repararla? ¿Qué?__________
Sí (1) No (0)
______________________________________________________________________
Es tal importancia de las habilidades pro-ambientales en los programas
educativos que el entrenamiento en el despliegue de estas capacidades se considera
central en la definición de Educación Ambiental (UNESCO, 1987) y un buen número
de sistemas educativos nacionales las consideran como requisitos formativos en sus
esquemas curriculares (Chu et al, 2007; Grodzinska-Jurczak, Bartosiewicz &
Twardowska, 2003). En los reportes de la literatura relevante se incluyen experiencias
en y recomendaciones para el desarrollo de habilidades proecológicas en la formación
de ingenieros mineros, buscando procesos sustentables de producción (Van Berker,
2000); en la educación de niños para la toma de decisiones en la gestión ambiental
(Jiménez-Aleixandre, 2002); en la promoción de una agricultura sustentable en
granjeros europeos (Curry & Winter, 2000); o en la ejecución de sistemas de operación,
147
producción y servicios “limpios” (no contaminante) en empresas (Ramus, 2002), entre
muchos otros.
A pesar de su influencia en la conducta proambiental, las habilidades tienen un
pequeño inconveniente al utilizarlas en los esquemas de conducta sustentable: su
invarianza. Una conducta invariante es aquella que se produce de la misma manera, en
frente de cualquier circunstancia; es decir, no cambia aunque los estímulos instigadores
lo hagan (Corral, 1997). Éste es el caso de las habilidades, las cuales son capacidades
que se manifiestan como un comportamiento único, indistintamente de que el
requerimiento haya cambiado. Debido a que los problemas ambientales cambian
constantemente, las respuestas efectivas para darles solución deben cambiar también,
produciendo conjuntos versátiles de habilidades que respondan a los requerimientos o
exigencias de conservación del entorno.
Otra limitación del adiestramiento en habilidades es que, por lo general, se
enfoca más en las tareas y en la naturaleza eficiente del comportamiento que en los
requerimientos que se establecen para lograrlo (Corral, 2001). No es muy común
encontrar, tampoco, sistemas de adiestramiento en habilidades proambientales que
conjunten factores motivacionales, normas, valores y actitudes, que faciliten la
ejecución de las conductas proecológicas (Boyatzis, 1982), ya que la gente requiere
incentivos y metas para utilizar sus habilidades. Así como el conocimiento es
insuficiente para lograr el desarrollo de destrezas y comportamientos, las habilidades no
bastan para desplegar conductas efectivas: el individuo debe estar dispuesto y motivado
para llevarlas a cabo (Dy Young, 1996). Se requiere, por lo tanto, de un tipo de
capacidad superior al de las habilidades para asegurar el desarrollo de comportamientos
sustentables. Dicha capacidad sería entonces una que produjese respuestas variantes a
cambios en las condiciones ambientales, y que integrase factores motivacionales y de
otra índole disposicional dentro de sus requerimientos. Llamaremos competencia proambiental a ese factor disposicional.
Competencia pro-ambiental
La capacidad general para responder efectivamente y de una manera estimulante
ante las oportunidades que brindan los entornos en los que transcurre la vida es
reconocida como competencia ambiental (CA, Steele, 1980). Pedersen (1999),
basándose en este esquema, plantea que la CA se refiere al aprendizaje acerca del
ambiente, como una forma de adaptarse a él, pero también como una manera de
cuidarlo. Ya desde la década de los años 50 del siglo XX, White (1959) había definido
competencia como “una capacidad del organismo para interactuar efectivamente con el
ambiente”, implicando con esto que un individuo competente era, por necesidad, hábil
al lidiar con problemas de su entorno. No obstante, para White, la competencia no es
sólo una habilidad –o conjunto de habilidades-, sino que ésta posee además un
componente motivacional; es decir, la persona competente no sólo exhibe destrezas,
sino que se encuentra predispuesto a desplegarlas cuando éstas son requeridas. Otros
autores concuerdan con la noción de que estas capacidades involucran más dimensiones
psicológicas que la simple posesión de destrezas o habilidades, en las situaciones de
resolución de problemas (Boyatzis, 1982; De Young, 1996; Corral, 2002; Homburg &
Stolberg, 2006). Volveremos a esta discusión más tarde en el presente capítulo.
La CA implica reconocer, en las situaciones, las accedencias que posibilitan
adaptarse al entorno, sacando provecho de éste (Gibson, 1968). Las situaciones están
148
compuestas por conjuntos de problemas adaptativos, que funcionan a veces como
exigencias, otras como requerimientos y otras como retos. En cualquier caso, para que
se produzca una respuesta adaptativa es necesario que el entorno brinde las guías y que
el organismo pueda reconocerlas y actúe en consecuencias, resolviendo un problema,
obteniendo un beneficio o evitando un problema.
Desde un punto de vista psico-evolucionista los problemas adaptativos tienen
que ver con la posibilidad de incrementar el ajuste individual que permita el éxito
reproductivo, meta final del comportamiento -de acuerdo con los psicólogos
evolucionistas. Esto tiene sentido ya que muchas de las acciones con impacto ambiental
(consumismo, sobrepoblación, inequidad, egoísmo), responden a guías ancestrales del
comportamiento y éstas implican a la reproducción. Empleando esta perspectiva, Hill
(2008) plantea tres aspectos esenciales en la relación que existe entre la percepción de
problemas adaptativos y la conducta sustentable:
1) Todos los organismos, en última instancia, buscan obtener provecho de los
recursos ambientales para obtener parejas, dejar descendencia y asegurarse –hasta
donde sea posible- que ésta sobreviva y se encuentre en capacidad de continuar el flujo
reproductivo (hijos, nietos, etcétera).
2) La resolución de problemas adaptativos frecuentemente implica producir una
impresión de status en otras personas y necesita, en ocasiones, volverse parte de un
grupo (procurando el bienestar de éste). Por lo tanto, existe un potencial en las
competencias ambientales tanto para desplegar conductas egoístas como para exhibir
comportamientos altruistas, dependiendo de lo que la situación exija.
3) Partiendo del punto anterior, la resolución de problemas adaptativos puede
involucrar conductas que son compatibles con el comportamiento pro-ambiental y otras
que pueden competir con él (Hill, 2008).
Como en otros casos, lo que estos puntos reflejan es que la capacidad humana
para lidiar con los retos ambientales es un arma de dos filos: puede producir
comportamientos destructores del medio sociofísico o conductas sustentables. Para Hill
(op cit) la clave se encuentra en el tipo de problemas adaptativos que los individuos
encuentran y, al parecer, el concepto de competencia pro-ambiental define cuál es la
naturaleza de estos problemas, de manera que las capacidades humanas sean dirigidas al
cuidado del entorno y no a su destrucción. Para ver cómo funciona esto empecemos por
la definición de competencia proambiental.
Corral (2002, p. 535) define competencia proambiental como “la capacidad de
responder de manera efectiva a requerimientos de conservación ambiental”. Una CA
está formada por un conjunto de habilidades que se despliegan en función de los
problemas que se le presentan al individuo. Sin embargo, de acuerdo con el autor, en la
identificación de una competencia son tan importantes las habilidades de resolución de
problemas ambientales que posee una persona, como las exigencias o retos de
conservación del entorno que el individuo enfrenta. En otras palabras, de nada sirve
contar con destrezas de cuidado ambiental si no están presentes los requerimientos para
que esas destrezas se pongan en práctica. A este respecto, Homburg y Stolberg (2006) y
Homburg, Stolberg & Wagner (2007) aseguran que el remedio y control de los
problemas ambientales sólo puede lograrse combinando las “responsabilidades” de los
individuos con las competencias (ambientales) que estos puedan desplegar. Las
“responsabilidades” incluirían las normas y valores ambientales a las que las personas
se adhieren y los estresores percibidos por el deterioro ambiental, entre otras tendencias
149
que configuran los requerimientos pro-ambientales. Las competencias, mientras tanto –
en las palabras de estos autores- significarían la capacidad para responder de manera
efectiva ante las responsabilidades o requerimientos asumidos. Cuando Steele (1980)
habla de “responder de manera efectiva y estimulante”, al lidiar con el ambiente, se
refiere –como lo hace White (1959)- a que la competencia incluye un componente
motivacional que instiga la ejecución de acciones efectivas Por su parte, hace casi tres
décadas Boyatzis (1982), afirmó que las competencias implican no sólo habilidades,
sino también motivos, rasgos personales, auto-imagen, roles sociales y el conocimiento
de todo individuo y de su sociedad. Para Corral (2002), todas estas características
psicológicas, sumadas a una serie de factores situacionales, constituyen los
requerimientos para las acciones ambientales efectivas.
En un estudio empírico (Corral, op cit) este autor encontró que las habilidades de
ahorro de agua se relacionaban de manera significativa con una serie de factores
disposicionales (percepciones, actitudes y motivos con respecto al consumo del agua) y
variables situacionales (acceso físico al uso del líquido), identificados como
“requerimientos proambientales”. La correlación entre habilidades y requerimientos le
permitió modelar un factor de segundo orden al que identificó como “competencia proambiental”. Este factor de orden superior, a su vez, predijo de manera sobresaliente el
ahorro de agua observado en los participantes de ese estudio. Fraijo (2005), en una
adecuación de este modelo a un trabajo con niños, replicó los resultados. La autora
encontró que, tras un taller de educación ambiental, las habilidades de cuidado de agua
se correlacionaron significativamente con las actitudes, los conocimientos y los motivos
(los requerimientos ambientales) para cuidar el líquido. De esta manera, la investigadora
logró inducir en los niños no sólo el desarrollo de habilidades de protección ambiental,
sino también las actitudes favorables hacia el cuidado del líquido y la motivación para
involucrarse en esas acciones pro-ambientales, logrando con esto instaurar niveles
adecuados de la competencia buscada.
Otro aspecto importante a considerar en la noción de competencias es su carácter
versátil, es decir, estas capacidades pueden adecuarse a cambios en los problemas y en
los requerimientos. A diferencia de las habilidades que, por lo general, son invariantes,
las competencias pueden variar. Una habilidad se manifiesta de la misma manera en
todas las circunstancias, mientras que las competencias se adecuan a los cambios en el
entorno y a sus problemas. Esta “propiedad” las hace idóneas para enfrentar uno de los
rasgos de la crisis ecológica: su carácter cambiante. De acuerdo con las Naciones
Unidas (UNEP, 2002, p. 14) “…los próximos 30 años serán tan cruciales como los
últimos 30 en la configuración del futuro ambiental. Los problemas viejos persistirán y
se generarán nuevos retos en la medida en la que se produzcan demandas cada vez más
pesadas de recursos, los cuales se encuentran ya en un estado de fragilidad”. Esos
nuevos retos exigirán soluciones nuevas también, que deberán provenir del desarrollo de
ciudadanos pro-ambientalmente competentes. Para lograr lo anterior, entonces, se
requiere dotar a las personas de un “stock” de habilidades básicas para el cuidado del
ambiente, pero, además, es necesario enseñarlas a aplicar esas habilidades ante
requerimientos cambiantes, y a generar nuevas habilidades en respuesta a variaciones en
la naturaleza de los problemas del entorno (Corral, Varela & González, 2004).
Competencias conscientes e inconscientes.
Geller (2002) introduce una noción interesante a la discusión del tema de las
competencias pro-ambientales. Esta noción es la de “competencias inconscientes”. Para
150
dicho autor, el nivel ideal de desarrollo de una competencia pro-ambiental sería aquel en
el que la persona desplegara, de manera automática (inconsciente) sus habilidades de
solución de problemas ecológicos ante las exigencias del entorno, sin tener que
preocuparse por lo que se encuentra haciendo en el momento. Existen, por lo menos,
dos buenas razones para este planteamiento.
Una de ellas es el conocimiento de que una buena parte de nuestros actos son
automáticos, no requieren de la conciencia para ser activados, lo cual no los priva de la
posibilidad de ser efectivos. Esta conducta habitual se encuentra determinada por el
comportamiento pasado y no es mediada por las actitudes, las intenciones a actuar o
cualquier otro factor relacionado con procesos deliberados o conscientes; lo cual no
significa que la conducta habitual esté exenta de dirigirse a metas (Aarts & Dijksterhuis,
2000).
Un ejemplo muy claro de lo anterior es la habilidad que las personas muestran
para conducir coches, equipo de precisión y toda una gama de instrumental y accesorios
modernos con los que lidian problemas cotidianos, sin necesidad de estar planeando qué
pasos seguirán a continuación o, ni siquiera, mantenerse pensando en lo que se
encuentran haciendo en un momento determinado. Es claro que muchas personas
resuelven problemas ambientales en su diario vivir, siendo “competentes
inconscientes”, por ejemplo, separando componentes de su basura (Knussen & Yule,
2008), ahorrando agua (Gregory & di Leo, 2003) o cuidando la energía eléctrica
residencial (Barr, Gilg & Ford, 2005), etcétera, sin mantenerse razonando
constantemente en cómo llevan a cabo esas acciones. De manera que la existencia de
este proceso se da por descontado.
El otro aspecto es la ventaja de la competencia inconsciente sobre la
“consciente” en lo que se refiere a la posibilidad de ejecutarla. Una conducta habitual se
infiere, entre otras cosas, por la frecuencia con la que es practicada -aunque algunos
como Knuseen & Yule (2008), dudan que éste sea el mejor indicador-, lo que significa
que la conducta habitual ocurre en muchas ocasiones (por eso es habitual). Esta
conducta, además, al ser automática no necesita de la deliberación y de otros procesos
cognitivos para echarla a andar. Simplemente ocurre ante la situación pertinente. Al no
requerir de procesos conscientes y demandantes, la persona no percibe barreras –
inconveniencia, esfuerzo- para realizar sus acciones de cuidado del entorno y eso
facilita la tarea pro-ecológica.
Estas dos razones debieran suponer una ventaja de la competencia inconsciente
sobre la consciente y debido a esto Geller (2003) propone un proceso en el que las
personas debieran pasar del desarrollo de competencias proambientales conscientes al
estado ideal de las competencias inconscientes; esto quiere decir que no se requeriría de
nada adicional a la práctica previa y a la presencia de instigadores que iniciarían esos
actos habituales. Sin embargo, como siempre ocurre hasta en las mejores historias,
existe un inconveniente para aceptar totalmente la propuesta de este autor: La
competencia inconsciente carece del componente intencional o de deliberación que, en
teoría, caracteriza a la acción sustentable (ver capítulo 9).
Esto no tendría por qué constituir un obstáculo mayor si de lo que se trata es de
lograr que la persona actúe efectivamente –y eso es lo que, precisamente, hace un
individuo con conducta pro-ambiental habitual o inconsciente- Pero el problema no
151
termina en una mera inconveniencia conceptual. La deliberación supone un constante
ajuste consciente de metas y procedimientos con los que una persona acciona sobre el
medio para producir un resultado esperado (Emmons, 1997). En una conducta habitual,
la deliberación no es necesaria porque el problema permanece constante –es decir, es el
mismo de hace un día o de hace tres años. Basta con una sola decisión (iniciar la acción
de separación de desechos, de cuidado del agua, de limpieza del entorno, etcétera) para
que la conducta se genere y continúe hasta que, de manera automática, se produzca el
resultado esperado (Barr, Gilg & Ford, 2005). Pero si el problema ambiental cambia la
conducta habitual ya no será efectiva, porque ésta se basa en procedimientos y acciones
que fueron generados para otra situación. Esto, de hecho, podría hacernos dudar de la
categoría competencial de las acciones habituales, dado que una competencia es versátil
(cambiante ante modificaciones en los problemas) mientras que el hábito es invariante
por definición –como las habilidades-; es decir, es la misma conducta ante un problema
determinado pero también ante otro diferente. Si el problema cambia y el hábito sigue
siendo el mismo, la efectividad desaparece y, por lo tanto, esa competencia deja de
serlo.
Esto no significa que la competencia proambiental inconsciente que Geller
(2002) propone deje de ser un objetivo a perseguir en la instauración de estilos de vida
sustentables. Lo que quizá debería cambiar es el orden en la jerarquía que el autor
propone, ya que, por más obstáculos y barreras que enfrente la competencia consciente
o deliberada, la eficacia de esta última en la solución de problemas ambientales debe ser
superior a la de la capacidad inconsciente. Su versatilidad para enfrentarse a problemas
ecológicos cambiantes la dota de esa prioridad en el orden jerárquico de las
competencias y hacia ella tendrían que enfocarse los objetivos de la educación
ambiental.
Efectividad y orientación pro-sustentable.
Existe un buen número de estudios que muestran que la efectividad para
solucionar problemas pro-ambientales se relaciona con otros indicadores de la
orientación pro-sustentable. Aparte de los resultados que muestran que la efectividad
pro-ecológica impacta en el comportamiento conservacionista (Bustos et al, 2004;
Corral, 2002; Hines et al, 1987; Smith-Sebasto & Fortner, 1994), otros investigadores
reportan relaciones de las habilidades y las competencias proambientales con otros
factores disposicionales como la deliberación. Por ejemplo, Grodzinska-Jurczak et al
(2003) encontraron que la provisión de habilidades para el control de desechos sólidos
domiciliarios impactó positivamente en la intención a actuar de manera pro-ecológica a
los niños que desarrollaron esas habilidades. Esa intención también se manifestó en los
padres de los educandos. Fraijo (2005) halló, en un estudio con niños, relaciones
significativas entre la posesión de habilidades pro-ambientales y la adherencia a
creencias ecocéntricas, indicativas de la necesidad de conservar los recursos naturales.
Estos resultados parecen señalar que la capacidad para actuar de manera efectiva a favor
del ambiente está ligada a una orientación más general hacia la sustentabilidad, lo cual
convertiría a la efectividad en una más de sus dimensiones psicológicas.
Por otro lado, la capacidad de resolver problemas incrementa el sentido de
autoeficacia de las personas y esto las lleva a sentirse bien y, adicionalmente, a ser prosociales (Bandura, Caprara, Barbaranelli, Gerbino & Pastorelli, 2003). Las personas que
se perciben autoeficaces tienden a ayudar a otros, especialmente en casos de necesidad
extrema, como en los desastres naturales (Michel, 2007). Pero, aparte, se ha encontrado
152
que el sentido de competencia personal o auto-eficacia es un predictor significativo de
la felicidad (Caprara, Steca, Gerbino, Paciello & Vecchio, 2006); es decir, las personas
competentes se sienten eficaces y eso les produce bienestar subjetivo. Aunque no hemos
detectado estudios que midan de manera directa la relación entre competencia proambiental y bienestar subjetivo, no existen razones para suponer que el sentido de autoeficacia que se despliega ante la posesión de competencias de diversa índole no sea
generalizable al que produciría la competencia pro-ambiental.
Por supuesto, la generación de individuos competentes en el cuidado del
ambiente sociofísico implica el establecimiento de normas promotoras de ese cuidado,
de manera que el individuo se sienta motivado por su entorno social para involucrarse
en conductas conservacionistas y prosociales. Asegurando esto podría lograrse –sí, una
vez más- que la conducta sustentable genere estados de satisfacción y bienestar
psicológico en las personas que la practican.
Recuento del capítulo.
La efectividad es un componente psicológico esencial de la sustentabilidad. Si el
desarrollo sustentable se presenta como un reto o problema a resolver, se requiere que
los individuos desarrollen habilidades y competencias de cuidado del entorno para
alcanzar ese fin. La efectividad se relaciona con las capacidades de solución de
problemas. Para enfrentar el dilema ambiental éstas requieren del conocimiento de la
crisis ecológica y social que enfrenta la humanidad, así como de sus posibles
soluciones. Se requiere, además, que ese conocimiento se transforme en habilidades
pro-ambientales que permitan resolver los múltiples problemas que constituyen a dicha
crisis. De manera ideal, las habilidades deberían conformar competencias proambientales: el conjunto de destrezas que permiten responder de manera efectiva y
versátil a los requerimientos de cuidado del medio.
La competencia ambiental se define como la capacidad para responder de
manera efectiva y estimulante a las oportunidades y retos que ofrece el entorno,
mientras que la competencia pro-ambiental implica actuar de manera hábil ante
requerimientos de la conservación ecológica. Esta capacidad implica no sólo la posesión
de habilidades, sino también la concurrencia de estados motivacionales y otras
predisposiciones que encaminan al individuo a actuar de manera sustentable.
Un buen número de estudios indican que el despliegue de destrezas proecológicas predice el cuidado del ambiente. Cuando estas habilidades se ligan a
requerimientos personales y sociales constituyen una competencia, que funciona como
un potente instigador de las acciones conservacionistas. La efectividad también se liga a
otras dimensiones psicológicas de la sustentabilidad como la deliberación y las
creencias ecológicas, lo cual refuerza la idea de que la competencia es un componente
esencial de la orientación pro-sustentable.
La percepción de la auto-eficacia –que resulta de saberse competente- es un
predictor de la sustentabilidad. Como en otros casos, la eficacia, un componente
psicológico más de la sustentabilidad puede inducir estados de bienestar subjetivo en las
personas que actúan resolviendo problemas del medio ambiente.
153
CAPÍTULO 13
FACTORES SITUACIONALES
Las situaciones y el comportamiento.
Asumir que la conducta sustentable obedece enteramente a factores psicológicos
puede llevar a explicaciones erróneas o, por lo menos, parciales, del comportamiento.
La conducta, de cualquier tipo, ocurre en situaciones y las mismas influyen
dramáticamente en la forma en la que las personas actúan. Es verdad que los seres
humanos desarrollamos tendencias, estados y rasgos psicológicos (creencias, motivos,
habilidades, conocimientos, emociones) a lo largo de la vida, que nos inducen a actuar
de determinada manera. Pero también es cierto que no son suficientes para explicar
porqué la gente actúa como lo hace: se requiere considerar el papel que juegan los
escenarios en el comportamiento.
Cualquier persona, incluso quienes no poseen un entrenamiento en observación
psicológica, puede ver que la conducta de las personas cambia radicalmente conforme
se mueven de situación a situación. Un individuo en un templo actuará de manera
diferente a como lo hace en un salón de clases, en un bar, en un parque, en un estadio
de futbol o en la recámara de su casa. De hecho, las situaciones imponen pautas de
comportamiento, induciendo ciertas conductas e inhibiendo otras (Bechtel, 1997).
Un escenario de conducta es una localización física –o virtual, según veremos
más adelante- en la que los miembros de un grupo en particular se reúnen a ejecutar un
programa de actividades de manera recurrente. Para Barker, la conducta y la situación
son indisolubles por lo que su investigación requiere considerar la sintonía que se
establece entre las situaciones y las actuaciones en los programas de comportamiento,
es decir en los arreglos de actividades que ocurren en los escenarios de conducta.
Las localizaciones de los escenarios de conducta no tienen que ser físicas. En
fechas recientes se ha incorporado la noción de escenarios conductuales virtuales, como
el internet, a la idea de una psicología ecológica en los términos que Barker la planteó
originalmente (Stokols & Montero, 2002). Las condiciones descritas por Barker se
cumplen ya que el comportamiento, el escenario (sin importar que sea virtual) y los
programas conductuales se encuentran presentes en las interacciones que ocurren en los
chat rooms y los dominios multiuso de la world wide web, por ejemplo.
¿En qué tipos de escenarios ocurre la conducta sustentable? Los
comportamientos pro-ecológicos y pro-sociales, así como sus opuestos, las conductas
anti-ambientales y anti-sociales, acontecen en contextos que podrían identificarse
plenamente, una vez que las conductas de interés hayan sido definidas. Este supuesto ha
sido verificado en innumerables ocasiones: las personas tienden a comportarse de
manera responsable con su entorno físico y social si en el mismo se encuentran pautas
normativas (reglas, acuerdos) que inducen ese comportamiento o si en el ambiente se
hallan presentes condiciones facilitadoras y ningún o pocos obstáculos para desplegar
las acciones esperadas (Barr, 2007; Wiesenfeld, 1996; Cremer & Dijk, 2002; Fujii,
2006; Meeker, 1997). Alternativamente, en un ambiente hostil, agresivo y de poca
cohesión y ausencia de normas sociales es muy probable que las personas actúen de
manera antisocial y/o anti-ecológica (Brown, Perkins & Brown, 2004; Carlos, 2004;
154
Martín et al, 2007; Tal et al, 2006). Más que preguntarse si existe una influencia de los
escenarios en los comportamientos proambientales, los psicólogos ambientales se
cuestionan cuáles son los componentes cruciales de esos escenarios que llevan a las
personas a ser pro o anti sustentables.
Ahora bien, las situaciones en las que se desenvuelven los seres humanos pueden
ser de naturaleza física o normativa. En el primer caso hablamos de conjuntos de
arreglos materiales o de estímulos tangibles como el clima, el espacio en el que viven e
interactúan las personas, la presencia o ausencia de recursos naturales, los aditamentos
tecnológicos y todas aquellas condiciones palpables que posibilitan el uso de los
elementos del medio. En el segundo caso nos referimos a las normas, arreglos
convencionales y acuerdos sociales que rigen o guían la convivencia entre las personas.
Los dos tipos de situaciones afectan de forma significativa la manera de actuar de toda
la gente, pero además, en esas situaciones surgen las tendencias psicológicas que,
posteriormente, se convertirán en otros determinantes de la conducta sustentable
(Corral, 2001).
Algunos autores (Barr, 2007; Blake, 2001, por ejemplo) también consideran a
las variables demográficas (edad, género, nivel educativo, status socioeconómico,
religión, orientación política, etcétera) como factores situacionales; quizá porque esas
variables colocan a las personas en escenarios particulares (zonas de residencia, sitios
para orar, disponibilidad económica para el consumo, etcétera), dependiendo de su
condición o status personal (Berger, 1997; Van Vugt, 2001).
Además, las
características demográficas configuran situaciones que son diferentes para las diversas
categorías de personas y esa diferencialidad las lleva a actuar de manera distinta a las de
las otras categorías. Por ejemplo, una reunión de mujeres puede generar un contexto
interactivo diferente al que produce un conglomerado de hombres. Lo mismo puede
decirse para las situaciones que generan las interacciones de personas con diferentes
niveles educativos, edades, orientaciones políticas y otras características demográficas.
Factores físicos pro-sustentables
De la argumentación líneas arriba se desprende que, para que una conducta
ocurra, es necesario que el ambiente o escenario en el que ésta aparece ofrezca las
condiciones materiales y físicas que la posibiliten. No es posible, por citar un ejemplo,
reusar o reciclar productos si no existe espacio físico para almacenar los objetos que se
pretenden conservar con esos fines.
Pero, por otro lado, las situaciones físicas de las residencias humanas posibilitan
muchos de los problemas ecológicos que el comportamiento genera. No es fácil
controlar un consumo elevado de agua en una casa de grandes dimensiones y/ con
amplias extensiones de jardín y de pasto. Lo mismo vale para el gasto de energía
eléctrica y gas; el consumo de recursos naturales; la producción de desechos sólidos; el
uso de insecticidas, abonos y herbicidas tóxicos; entre otras instancias de depredación
ambiental (Gatersleben, Steg & Vlek, 2002; Van Vugt, 2001; Domina & Koch, 2002).
La mayoría de los hogares modernos son, por desgracia, escenarios de conductas antiecológicas. Lo son en buena medida porque contienen las condiciones físicas que
posibilitan el despilfarro y la contaminación de recursos. Indicios y evidencias recientes
también sugieren que el diseño residencial moderno incluye características –como el
aislamiento, el hacinamiento, la falta de control térmico, entre otras- que podrían estar
induciendo conductas violentas entre los miembros de la familia (Holman & Stokols,
155
1994; Landázuri & Mercado, 2004; Mirón, Corral, Valenzuela, Contreras, et al, 2008).
De lo anterior se desprende que las características físicas de las casas modernas ni
siquiera son capaces de brindar y/o propiciar seguridad, solidaridad y afecto positivo a
hombres, mujeres y niños.
La ciudad moderna también es una fuente de problemas ambientales. La
Environmental Protection Agency (EPA 2001) establece en su reporte Our Built and
Natural Environments, que la forma urbana afecta directamente a los ecosistemas, a las
especies en peligro de extinción y a la calidad del agua, a través del consumo de suelo,
la fragmentación del hábitat y el reemplazo de la capa natural de terreno por superficies
construidas de asfalto y de concreto. Pero, además, la forma urbana afecta nuestra forma
de viajar, lo que, a su vez, influye negativamente en la calidad del aire. También
produce la pérdida de terreno para granjas, humedales y espacio abierto; genera
contaminación del suelo; afecta al clima global y provoca ruido. El uso excesivo de
combustibles fósiles es también una consecuencia de la vida en las ciudades.
Adicionalmente, la ciudad promueve el individualismo, la apatía y el aislamiento entre
las personas (Levine, 1997). En casos extremos, el excesivo crecimiento urbano lleva a
producir inequidad, violencia y delincuencia abierta (Joseph, 2001). El diseño de la
mente humana no cuenta con mecanismos para lidiar con las complicaciones que
resultan de las enormes concentraciones urbanas. Evolucionamos en pequeños grupos y
mucho de lo que nos distingue como humanos –inteligencia social, altruismo, conducta
equitativa- surgió en esos escenarios de conglomerados cooperativos, igualitarios y,
sobre todo, pequeños (Boyd et al, 2003). El problema es que esas características son la
base de la sustentabilidad que ahora requerimos con urgencia y las condiciones para que
se produzcan no se encuentran presentes en las ciudades modernas.
¿En dónde se pueden encontrar las medidas que contrarresten el efecto de las
situaciones anti-ambientales? Sin dudarlo: en las situaciones mismas. Pero, para esto, es
necesario convertir los escenarios de conducta anti-sustentables, en otros que
promuevan la actuación pro-ecológica y pro-social. El recuento que a continuación
exponemos presenta una buena parte de lo que se conoce al respecto de cómo las
situaciones físicas pueden inducir la acción sustentable.
Clima y disponibilidad de recursos. El clima ha jugado un papel de primer orden
en la evolución de la conducta humana (Richerson & Boyd, 2000) y este rol
difícilmente puede ser removido del comportamiento con impacto ambiental. En
condiciones de temperatura extrema las personas tenderán a utilizar sistemas de
refrigeración o calefacción artificiales, aun siendo conscientes del gasto energético y de
la contaminación que éstas implican. De igual manera, si una persona dispone de auto
privado y debe movilizarse, difícilmente empleará transporte público -que es menos
contaminante que el primero- si las condiciones climáticas son adversas (Hunecke,
Haustein, Grischkat & Böhler, 2007). Por lo anterior, podría plantearse que una
comunidad con un clima benigno facilitaría ciertas conductas sustentables,
especialmente las referidas al ahorro de energía, agua y a un consumo reducido de
productos.
La disponibilidad de recursos naturales opera en un sentido similar. La
abundancia de éstos los hace no sólo accesibles, sino también más baratos, lo que puede
inducir el desperdicio y la insustentabilidad (Jackson, 2008). Corral (2000) encontró que
la disponibilidad de agua era el factor más relacionado con el consumo del líquido en
156
una comunidad desértica del norte de México. La escasez del agua, en este sentido,
funcionaba como un potente instigador de conductas de cuidado de ese vital recurso
natural.
Dispositivos tecnológicos. Si bien es cierto que la tecnología ha ayudado a
convertirnos en depredadores ambientales también es cierto que ofrece las facilidades
para ser sustentables. Abrahamse et al (2005) aseguran que el desarrollo de dispositivos
tecnológicos (microcomputadoras, hornos caseros, centros de entretenimiento, sistemas
de climatización artificial, etcétera) se constituye en uno de los principales
determinantes del gasto de energía residencial. La posesión y cantidad de autos en una
casa son los predictores más importante del uso de vehículos motorizados, con la
consecuente contaminación que resulta de su uso (Hunecke et al, 2007).
No obstante lo anterior, sabemos que es posible lograr que un automóvil
contamine menos, por ejemplo, utilizando coches propulsados por energía eléctrica o
impulsados por combustibles no fósiles (Johnston, Mayo & Khare, 2005). Otros
artefactos que permiten la conservación de recursos son los dispositivos de ahorro de
agua. Para esto contamos con llaves de control automático de emisión de agua,
recicladores del líquido, sistemas de riego por goteo, duchas reguladoras de la cantidad
de agua gastada, entre otros. Entre los sistemas de conservación también se cuentan las
celdas solares y los dispositivos de generación de electricidad proveniente de la energía
eólica (Flavin y Dunn, 1999).
Geller, Erickson y Buttram (1983) estudiaron el impacto de los dispositivos de
ahorro de agua, instalados en las casas en la reducción del consumo total del líquido. Su
efecto fue inmediato y superior al de otros sistemas de intervención como el uso de
retroalimentación del consumo y el empleo de materiales educativos. Por lo anterior, los
autores plantean que los sistemas de intervención dirigidos a disminuir el gasto de
recursos en los hogares, sitios de trabajo, escuelas y otros escenarios, debieran basarse
en la promoción del uso de dispositivos de ahorro.
Conveniencia. Las facilidades que el entorno provee para llevar a cabo la
conducta sustentable son un determinante de la actuación proambiental. Por ejemplo, el
reciclaje de productos se facilita si las personas cuentan con un servicio estático de
recolección de materiales en su vecindario, y mientras más cercano a su casa esté el
mismo, mayor será el esfuerzo para reciclar (Barr et al, 2001). En algunas zonas de las
ciudades, especialmente en el mundo industrializado, se colocan recipientes para recibir
los objetos a reciclar en las aceras –frente a las casas- lo cual facilita mucho más la
conducta de entrega de reciclables (Domina & Koch, 2002). Este servicio se constituye
en uno de los principales determinantes del reciclaje de objetos (Barr, 2007).
Paradójicamente, la existencia de facilidades para el reciclaje disminuye la intención de
reducir el consumo de productos y también la intención de reusarlos (Barr, op cit).
Pareciera como si, al facilitar el reciclaje se incrementaran las condiciones –o la
justificación- para consumir, dado que los mayores recicladores tienen que ser también
grandes consumidores (mientras más se consume, más se puede reciclar). El reuso de
objetos disminuye el consumo de productos puesto que, al reutilizar los que se tienen no
se genera la necesidad de adquirir nuevos. Por eso no es poco común encontrar que la
práctica del reciclaje es contradictoria con la del reuso, es decir, los grandes recicladores
no son reusadores (Obregón y Corral, 1997).
157
Otro ejemplo de conveniencia en la acción sustentable es la posibilidad que
tienen las personas de utilizar transporte público, en lugar de conducir su auto
particular. Si el servicio público es accesible (cercano a los sitios de origen y de destino,
barato y cómodo), éste será utilizado, lo que ayudaría a reducir las emisiones de gases
contaminantes producidos por los miles de vehículos privados en circulación (Hunecke
et al, 2007).
Riesgos ambientales. Experimentar riesgos relacionados con la degradación
ambiental promueve la preocupación ambiental e induce conductas sustentables. Es
sabido que la exposición a amenazas ambientales genera una mayor percepción de
riesgo y también actitudes de preocupación por el entorno (Heath & Gifford, 2006).
Peacock, Brody & Highfield (2005) reportan una correlación positiva entre vivir en
aéreas expuestas a huracanes y la percepción de riesgos ambientales. Blake (2001), por
su parte, encontró que los índices de contaminación industrial se correlacionaban con la
preocupación que mostraban las personas por los efectos de la actividad extractiva de
recursos en empresas inglesas. Drori y Yuchtman-Yar (2002), en Israel y Palestina,
encontraron que las percepciones ambientales correspondían con los riesgos
ambientales reales en las áreas investigadas. Las personas que vivían en áreas de mayor
riesgo también expresaban niveles más elevados de preocupación por el ambiente.
Brody, Zahran, Vedlitz & Grover (2008) midieron el grado real de riesgo físico
asociado al cambio climático en indicadores como elevación del nivel del mar,
incendios forestales, distancia a la costa, elevación de la temperatura, etcétera, en
diversas áreas de los Estados Unidos. Los autores hallaron que estos datos se
correlacionaban significativamente con el riesgo personal percibido ante el cambio
climático, que las personas en esas áreas reportaban. La percepción de riesgos
ambientales también se relaciona positivamente con la preocupación por otras personas.
A este respecto, Slimak y Dietz (2006) encontraron que las personas que reportaban una
mayor sensación de peligros ambientales exhibían también más valores altruistas.
Diseño de ambientes sustentables. Se pueden generar situaciones que facilitan la
adopción de estilos de vida sustentables mediante el diseño de ambientes. Los
diseñadores y los urbanistas han intentado y analizado algunas opciones a este respecto,
entre las que resaltan la configuración de ciudades compactas o de alta densidad.
Las ciudades de alta densidad, en teoría, promueven la adopción de algunos
estilos de vida sustentables. Una ciudad densa es aquella en la que un buen número de
habitantes ocupa un territorio relativamente pequeño. Estas ciudades se caracterizan por
una yuxtaposición cercana de edificios y calles con un espacios limitado entre sitios que
permite insertar áreas verdes; conteniendo además un uso mixto del suelo y una unión
de forma y función (Jenks, Burton & Williams, 1996). Las ciudades europeas, en
comparación con la mayoría de las norteamericanas son compactas y esto facilita el
traslado a pie, en bicicleta o utilizando el transporte público, lo que desestimula la
transportación privada. Un problema, sin embargo, es que algunas ciudades son tan
compactas que impiden la presencia de áreas verdes de extensión suficiente para
estimular actividades recreativas, restaurativas y de interacción social (Kaplan &
Austin, 2004).
Los análisis acerca del efecto sustentable de las ciudades compactas arrojan
resultados contradictorios, pues en algunos casos la relación entre la compactación
urbana y la sustentabilidad es positiva y en otros es negativa (Neuman, 2005). Algunos
autores arguyen que, en los casos negativos el problema es la ineficacia del manejo
158
urbano (Jenks & Burgess, 2000), por lo que, aseguran, una ciudad densa es promotora
de sustentabilidad si cuenta con autoridades eficientes. Otros, alertan que la
compactación podría llevar a un reducido espacio para áreas verdes, que resultaría
contraproducente ya que algunas personas se mudan a zonas más amplias, cerca de la
naturaleza, pero alejadas del conglomerado urbano. Esto estimularía el uso de
transportación privada haciendo insostenible a la comunidad (Kaplan & Austin, 2004).
En otras experiencias relacionadas con el trazado urbano, se promueve la
interacción social sustentable a través del diseño que combina la compactación de las
comunidades, con la diversidad social y la integración de sus habitantes, de manera que
el resultado produzca interacciones pro-sociales, equitativas y respetuosas del ambiente
(Dumreicher et al, 2000; Jabareen, 2006; Semenza & March, 2009). Este es un ejemplo
de combinación de diseño ambiental con diseño social (Gifford, 2007b).
Situaciones normativas
Como se estableció páginas arriba, las situaciones normativas consideran los
acuerdos, las reglas y las convenciones generadas por los grupos humanos. Con ellas se
pretende regular la convivencia, evitar el conflicto, pero, también, procurar el bienestar
individual y colectivo. Sería de esperar y deseable encontrar situaciones normativas que
procuraran la solidaridad entre las personas, pero también el cuidado ambiental. Pero
esto, por desgracia, no siempre ocurre.
Si nos atenemos a las situaciones normativas que prevalecen en las sociedades
modernas, y en vista de la influencia que ejercen en el comportamiento de las personas,
pareciera no existir mucha esperanza en que se comportaran sustentablemente, de
manera espontánea. Tomemos el caso de las instituciones que caracterizan a estas
sociedades: el gobierno, los medios de comunicación, las escuelas. De acuerdo con
Jackson (2008) las instituciones de la sociedad consumista promueven el individualismo
y la competencia y desaniman la conducta pro-social. El autor ofrece numerosos
ejemplos de lo anterior: se promueve el transporte privado otorgando incentivos que
sobrepasan a los que se ofrecen al transporte público. Los automovilistas son más
importantes que los peatones, por lo menos en lo que se refiere al diseño de las calles; la
provisión de energía se subsidia y protege; la disposición de desechos sólidos (basura)
es muy barata, tanto en términos económicos como conductuales, mientras que el
reciclaje demanda tiempo, esfuerzo y no recibe incentivos que llamen la atención. Los
medios de comunicación promueven valores hedonistas y consumistas, desdeñando la
protección del ambiente (Ruiz & Conde, 2002). Para Jackson (op cit), la asimetría que
se produce entre las condiciones promotoras del individualismo-consumismo-cultura
del desecho, y las situaciones normativas que animan a la pro-socialidad, representan
una “infraestructura del consumo” que envía “señales equivocadas”, penalizando la
conducta pro-ambiental, haciéndola a veces imposible, incluso, para las personas
altamente motivadas, sin el riesgo de sacrificios personales muy grandes. Este es un
buen ejemplo del poder significativo que ejercen las situaciones sociales en la conducta
de la gente.
Así como las instituciones pueden facilitar e inducir comportamientos contrarios
a los ideales de la sustentabilidad, es claro que deben existir otras que promuevan las
acciones responsables y esperadas: el altruismo, la equidad, la conducta pro-ecológica y
el consumo frugal, induciéndolas, reforzándolas y facilitándolas. McFarlane y Boxall
(2003), por ejemplo, muestran que la pertenencia a una organización ambientalista es
159
uno de los mejores predictores de la acción pro-ecológica. Las agrupaciones que
promueven normas de frugalidad voluntaria, impactando en la conducta de consumo de
sus asociados (Jackson, 2008), proveen otro ejemplo de situaciones normativas prosustentables. A continuación se revisan diferentes tipos de situaciones normativas que
impactan en el actuar pro-ambiental.
Marcos normativos. Estos esquemas sociales funcionan en el mismo sentido que
las instituciones pro-sustentables. Los marcos normativos establecen metas a alcanzar,
como ideales sociales. Lindberg y Steg (2007, p. 119) aseguran que las personas guían
su conducta con base en tres tipos de metas sociales: hedonistas, para “sentirse bien
ahora”; de ganancia, para guardar e incrementar los recursos propios”; y normativas,
para “actuar de manera apropiada”. De acuerdo con estos autores, las metas normativas
llevan a la actuación pro-ambiental, mientras que las dos restantes no siempre producen
conductas sustentables. Ellos recomiendan, en consecuencia, que los marcos de metas
normativas se enfaticen en los discursos sociales y comunitarios y que las metas
hedonistas y de ganancia no se consideren como si fueran incompatibles con las metas
normativas, para evitar el desánimo de las personas.
Normas sociales proambientales. Las normas sociales, de acuerdo con Dawkins
(1989), evolucionaron entre los humanos porque les ofrecían ventajas selectivas. Para
los psicólogos evolucionistas, el balance que se establece entre las conductas egoístas y
las altruistas-cooperativas depende, de manera crítica, del tipo de sociedad en el que
ocurren. Las conductas sociales pueden presentarse, en mayor o menor grado, en todas
las sociedades, pero su definición la establece el ideal social –y los mecanismos que se
generan para lograrlos-. En las sociedades muy competitivas, las conductas egoístas son
más exitosas que la cooperación porque la estructura social define sus logros en
términos de la eficacia individual. En una sociedad cooperativista, en cambio, la
conducta altruista se ve favorecida por encima de la egoísta (Jackson, 2008). Es decir, el
balance entre el altruismo y el egoísmo no se encuentra para nada pre-establecido en las
mentes de las personas, sino que depende notoriamente de las condiciones sociales: las
personas altruistas lo son, más probablemente, porque nacieron y se desenvuelven en
una sociedad cooperativa, mientras que los menos cooperativos surgen de comunidades
individualistas. Axelrod (1984), específicamente plantea que el balance entre altruismo
y egoísmo depende de las leyes, de las reglas, de las normas y expectativas culturales
del gobierno en sí y de todas aquellas instituciones que enmarcan y constriñen el mundo
social. De las normas sociales se desprenden las convenciones pro-ambientales, las
cuales se encuentran ligadas íntimamente a las reglas sociales y al altruismo (Kopleman
et al, 2002; Ebreo et al, 1999). Frías, Martín & Corral (en prensa) encontraron que las
normas personales, influidas por las normas sociales proambientales y la disuasión,
disminuían significativamente la probabilidad de cometer delitos ecológicos.
Influencias sociales. El grupo también puede operar como inductor de conductas
sustentables, sirviendo como modelo, fuente de información e influencia en el
individuo. Un ejemplo de influencia social es el Programa Holandés Eco-Grupo. Los
eco-grupos son asociaciones voluntarias de seis a diez personas que, por lo general, se
conocen entre sí como amigos o vecinos. Estos grupos se reúnen una vez al mes y
comparten sus experiencias personales, ideas y logros relacionados con las acciones
proambientales en el hogar. Los temas en los que se enfocan suelen ser: basura, gas,
electricidad, agua, transportación y conducta de consumo (Martiskainen, 2007). Un
estudio de 150 participantes en eco-grupos reveló reducciones considerables en el gasto
160
de gas, electricidad y agua, en comparación con un grupo representativo de la población
holandesa (Staats, Harland & Wilke, 2004).
Hay otras instancias de influencias sociales. Por ejemplo, la difusión de
conocimiento y destrezas que se produce cuando las personas son modeladas para
desarrollar conducta proecológica. El modelamiento implica observar lo que otro(s)
hace(n) para repetir después su conducta, en este caso proambiental (He & Greenberg,
2008). De acuerdo con la literatura, las personas con reputación social tienen un gran
peso como modeladoras de acciones sustentables (Luyben, 1980). De acuerdo con
Guerin, Crete & Mercier (2001), uno de los principales predictores del reciclaje en
Europa es el nivel de activismo ecológico que existe en esos países: mientras más
activistas se manifiesten en una nación, mayor será el esfuerzo para reciclar de sus
conciudadanos. Esto convierte a los activistas ambientales en una importante influencia
social para sus conciudadanos.
Abrahamse et al (2005) mencionan también a la competencia social como
influencia positiva en el desarrollo de conductas sustentables. Dicha competencia se da
al compararse con otros para lograr ser mejores en las metas proambientales propuestas
por el grupo. Dentro de una casa, por ejemplo, los integrantes de la familia pueden
competir por ser los más ahorradores de energía eléctrica, agua y otros recursos (He &
Greenberg, 2008).
La presión del grupo es otro tipo de influencia social que funciona como
inductora de conducta proambiental. Batson y Powell (2003) revisan estudios en los que
se muestra que esa presión lleva a las personas a ser prosociales y altruistas, incluso en
situaciones tan complicadas como el rescate de judíos de las manos de los nazis durante
la Segunda Guerra Mundial. El apego al grupo funciona, asimismo, como motivación
para ser altruista, incluso en niños (Harbaugh & Krause, 2000). Un ejemplo más de
influencia social es la presencia de otros como inductora de conducta pro-social. Van
Rompay, Vonk & Fransen (2009) muestran cómo esta conducta se incrementa cuando
una cámara de vigilancia está presente en la situación en la que una persona necesita
ayuda y existe público observando. En estas condiciones los individuos registrados
ayudan más a las personas en necesidad.
Barreras y restricciones al comportamiento.
Para que una conducta proambiental se manifieste es necesario que las acciones
que la constituyen sean posibles, y que el individuo cuente con las opciones para elegir
entre diferentes actuaciones en su interacción con el medio. Sin embargo, casi siempre
operan restricciones en el entorno que dificultan la conducta proambiental, la hacen
poco factible o imposible de emerger. Por supuesto, así como se presentan barreras para
la acción pro-ecológica y prosocial, también es posible generar barreras y restricciones
al comportamiento anti-ambiental, las cuales promoverían la acción sustentable
(Tanner, 1999).
El individuo puede enfrentar restricciones objetivas, es decir barreras que surgen
de los contextos físicos o socioculturales, que le presentan limitaciones para actuar de
manera sustentable. Son ejemplos de limitaciones el clima, la ausencia de espacio para
reusar o reciclar e incluso la prevalencia de sistemas de creencias anti-ecológicos en la
comunidad, por su efecto negativo en la acción sustentable (Barr, 2007; Hunecke et al,
2007; Casey & Scott, 2006). Contrariamente, en la promoción de conductas sustentables
161
operarían restricciones físicas como la carencia de recursos, lo que lleva al cuidado de
los mismos (Corral, 2000). También aquí se incluyen las restricciones políticas, o
sociales, entre las que se pueden mencionar las medidas políticas que apoyan el
transporte público (inhibiendo la transportación privada), y las medidas políticas para
forzar el reciclaje o el pago por la generación de basura (Kaiser, Wolfing y Fuhrer,
1999).
Por otro lado, la opción conductual para actuar pro-ambientalmente debe ser
evidente para el individuo, en la situación en la que éste se encuentra. Esto implica que
la posibilidad de actuación sea activada por la memoria en la condición actual, aunque
también puede implicar que los individuos no examinen todas las posibles opciones
para actuar ante una situación. Esto ocurre con los hábitos o con la conducta repetitiva o
automatizada, configurando una restricción ipsativa. En el capítulo 9, al hablar de los
hábitos, mencionábamos que la deliberación sustentable se enfrentará con barreras y una
de las más importantes son los hábitos antiambientales ya establecidos. Por ejemplo, al
tratar de decidir utilizar transporte público y otras opciones de transporte menos o nada
contaminantes, el hábito de transportarse en auto privado se constituye en una
restricción ipsativa para el cambio (Klöckner et al, 2003; Staats et al, 2004). Esto
refuerza el valor que tiene la deliberación como promotora de la conducta sustentable.
Cuando las personas toman su decisión de actuar de manera pro (o anti)
ambiental, ellas consideran alternativas a seleccionar para comportarse, lo que impacta
sus preferencias o factores motivacionales. A las limitantes que estos factores
motivacionales enfrentan se les reconoce como restricciones subjetivas. Como ejemplos
de restricciones subjetivas se encuentran los resultados de De Oliver (1999), quien
encontró una menor voluntad a participar en una campaña conservacionista en las
personas que no podían garantizar la colaboración de la mayoría en la campaña. Corral
et al (2002) también reportan restricciones subjetivas en la forma de suspicacia de los
participantes en su estudio: la percepción de que otros desperdiciaban el agua disminuía
la motivación por cuidar el líquido.
Variables demográficas.
Existe una abundante literatura relacionada con las influencias que ejercen las
características demográficas en la conducta sustentable. Aunque esas influencias se
demuestran en los datos recogidos por los investigadores, en lo general se admite que no
son muy pronunciadas. Aun así, esas influencias pueden llegar a ser significativas.
Demos un breve repaso a lo que se sabe acerca de los efectos de las variables
demográficas en los estilos de vida sustentables.
Género. El eco-feminismo asegura que las mujeres son más capaces de entender
y relacionarse con la naturaleza, en comparación con los hombres, debido a que las
primeras son dadoras de vida y por sus "experiencias de unión con la naturaleza"
(Eckersley, 1992). No obstante, la relación entre género y conducta pro-ecológica es
muy tenue (Hines et al, 1987). Las mujeres se manifiestan más preocupadas por el
ambiente que los hombres, pero éstos últimos pueden ser más activos en tareas de
protección del entorno (Olli, Grendstad & Wollebaek, 2001). Aun así, puede bastar con
que una sola mujer se presente en un escenario en el que se encuentran hombres, para
que éstos se comporten de manera responsable con el ambiente. Meeker (1997),
encontró este interesante efecto en un estudio realizado en restaurantes universitarios. El
autor, tras corroborar que los hombres dejan más basura en las mesas que las mujeres,
162
registró que la probabilidad de que los hombres se comportaran irresponsablemente
disminuía significativamente si se incorporaba una sola mujer (o más) a la mesa en la
que se encontraban varones en grupo o solos. Por el lado de las conductas pro-sociales,
aunque existe debate en términos de diferencias en la conducta altruista, debidas al sexo
(Krogstrup & Wälti, 2006), en general se acepta que las mujeres se preocupan más por
el bienestar de otras personas, en comparación con los hombres (Croson & Gneezy,
2004).
La edad se menciona como predictor de las conductas sustentables. Aunque en
los estudios pioneros del comportamiento proambiental (Hines et al, 1987) se reportaba
que los jóvenes mostraban una mayor preocupación por el entorno, investigaciones
posteriores muestran que los adultos reciclan más (Domina & Koch, 2002), y tienden a
ser más generosos y altruistas que los jóvenes (List, 2004). En términos del
comportamiento proecológico, no obstante, varios estudios señalan que la edad no tiene
un impacto significativo en esa conducta (Dietz, Stern & Guagnano, 1998; Mcfarlane &
Boxall, 2003).
El nivel educativo es otra variable presumiblemente predictora de la acción
sustentable. Si bien es cierto que algunos autores asumen que la educación por sí sola
tiene un efecto pequeño o, prácticamente nulo, en la conducta sustentable (McKenzieMoore & Smith, 1999), algunos otros documentan que la escolaridad afecta
significativamente a ciertas acciones pro-ambientales como el reciclaje (Gueri et al,
2001). Es probable que este efecto opere vía la dotación de conocimientos, los cuales
pueden convertirse posteriormente en habilidades para la solución de problemas
ambientales (Corral, 1996).
El ingreso económico se ha asociado a conductas protectoras como el reciclaje.
Esto puede verse como una relación espuria (es decir, causada por una tercera variable,
como el nivel educativo, que afecta tanto al reciclaje como al ingreso económico). Las
personas que reciben salarios mayores tienden a reciclar más (Domina & Koch, 2002).
Una explicación a esto es que las personas con ingresos más altos reciclan más porque
consumen más. Por desgracia, las personas que ganan más también consumen mayores
cantidades de energía eléctrica (Gatersleben et al, 2002), de agua residencial (Corral,
2003), y conducen más en coches privados (Hunecke et al, 2007) por lo que el ingreso
económico, a la par que se asocia a ciertas acciones pro-ambientales, se constituye
también en un determinante del consumismo y de la degradación ambiental en otras
áreas.
Los sistemas religiosos se basan en principio éticos –la filosofía de lo bueno y
de lo malo, según lo definen las convenciones sociales- y, en ese sentido, establecen
principios acerca de lo que es moralmente permisible u obligado. Al relacionarse con el
ambiente, las personas pueden afectar para bien o para mal al entorno físico y a otros
individuos, y las religiones procuran conducirlas hacia el altruismo, a la equidad, e
incluso, al cuidado de los recursos naturales, como lo establecen autores de países
cristianos, musulmanes, judíos e hinduistas (Dwivedi, 2001; Hitzhusen, 2006;
Sarvestani & Shahvali, 2008), entre otros. Un problema que emerge de la ética religiosa
es que ocasionalmente se utiliza como bandera para la violencia, el terrorismo y la
depredación ecológica. Los ejemplos más claros se observan en las nociones desviadas
de la Guerra Santa y en la interpretación literal del dominio humano sobre la naturaleza,
otorgado, de acuerdo con los libros sagrados, directamente por Dios (Esposito, 2002;
163
Schultz, Zelezny & Darlympe, 2000). Con estos principios, ciertos grupos
fundamentalistas justifican la práctica del terror y de la degradación ambiental. El otro
problema es que, a pesar de los contenidos ecológicos y de solidaridad, expresados en
prácticamente todas las religiones, las personas no los llevan a la práctica. Aun así, se
reconoce el potencial que tienen los sistemas confesionales para procurar conducta
sustentable. La religión, por ejemplo, brinda propósito a la vida de muchas personas, las
hace felices, altruistas y preocupadas por el bienestar propio y el de otros (Ferris, 2002).
Pero, además, ciertas creencias religiosas llevan a las personas a desarrollar actitudes y
conductas pro-ecológicas (ver Owen & Videras, 2007, por ejemplo). En este sentido y
en otros, la religión comparte muchos de los ideales del desarrollo sustentable.
Hitzhusen (2006) plantea, por esto, que debieran buscarse sinergias entre la educación
ambiental y las prédicas religiosas.
La orientación política presumiblemente distingue a aquellas personas más
orientadas pro-ambientalmente de las que no lo son tanto. Se presume que los liberales,
políticamente hablando, muestran una mayor preocupación por el entorno, tanto físico
como social, mientras que los conservadores apoyan más a las agendas ligadas al
crecimiento económico y a la extracción de recursos naturales y no manifiestan tanto
interés por la pobreza y los programas de ayuda social a los sectores marginados
(Neumayer, 2004). Como vimos en el capítulo 6, los liberales se preocupan también
más por la inequidad y resienten sus efectos al experimentar niveles reducidos de
felicidad cuando la desigualdad entre las personas se incrementa (Napier & Jost, 2008).
Estrategias de intervención
Las intervenciones dirigidas a lograr un cambio en el comportamiento con
impacto ambiental se pueden considerar como factores situacionales. Basados en
algunos de los marcos teóricos que revisamos en el capítulo 2, los investigadores han
probado el efecto que tiene una serie de tratamientos promotores de la conducta
sustentable. De manera breve haremos alusión a ellos en esta sección:
Eventos antecedentes. Si recordamos, de acuerdo con los conductistas, los
eventos antecedentes ocurren antes del comportamiento y se ofrecen como instigadores
o propiciadores que señalan la ocasión para actuar (Cone & Hayes, 1980). Algunos
tratamientos emplean estímulos discriminativos en la forma de compromisos,
información, modelamiento o fijación de objetivos. El compromiso es una promesa
oral o escrita que la persona efectúa públicamente –a petición del investigador- con el
fin de cambiar un comportamiento; por ejemplo, alguien puede comprometerse a reducir
en un 10% su consumo de agua. Katzev y Johnson (1983) emplearon esta estrategia,
logrando reducir significativamente el consumo de energía eléctrica y Bustos, Montero
& Flores (2002), utilizándola también, obtienen incrementos significativos en la
separación de basura para propósitos de reciclaje. La fijación de objetivos (goal setting)
implica dotar de un punto de referencia al cambio conductual (por ejemplo, reducir en
un 50% la ingesta de carne). Aunque relacionado con el compromiso, este
procedimiento no implica una promesa explícita, sino simplemente el establecimiento
de una meta pro-ambiental. McCalley y Midden (2002) emplearon exitosamente este
tratamiento para reducir el consumo de energía en lavadoras automáticas de ropa. La
información es la menos eficaz de las estrategias antecedentes. El estudio de Staats, Wit
& Midden (1996), por ejemplo, evaluó una campaña del gobierno holandés para
comunicar la naturaleza y las causas del calentamiento global y las posibles formas de
enfrentarlo. Aunque el conocimiento ambiental se elevó entre el público, los efectos
164
conductuales no fueron notorios. Sin embargo, cuando la información se provee a la
medida (es decir, considerando las características de los receptores), los resultados que
produce parecen ser más efectivos (Daamen et al, 2001; Mosler & Martens, 2007; ver
capítulo 12). Del modelamiento, como estrategia antecedente, ya hablamos en la sección
de situaciones normativas en este mismo capítulo.
Eventos consecuentes. Las consecuencias del comportamiento pueden funcionar
como reforzadores o como estímulos aversivos y también como proveedores de
información al respecto del comportamiento. En teoría, el efecto de las consecuencias
del comportamiento es más potente que el que producen los eventos antecedentes. La
retroalimentación, el reforzamiento positivo y el castigo se han empleado como
consecuencias de la conducta con impacto ambiental. La retroalimentación implica
informar acerca de los efectos que tuvo el comportamiento de un individuo. La lectura
del consumo de agua –en los recibos- es un ejemplo de retroalimentación. Van Houten,
Nau & Merrigan (1981) y Hines et al (1987), entre otros, proveen ejemplos del efecto
positivo de la retroalimentación en la actuación pro-ambiental. El reforzamiento
positivo consiste en otorgar premios o consecuencias agradables a las personas que
ejecutan conductas esperadas, por ejemplo, las sustentables. Empleando esta técnica se
han conseguido cambios dramáticos en el comportamiento como el empleo de
transporte público, el ahorro de energía residencial o la colocación de basura en los
recipientes apropiados (Geller, 2002). También se emplea el castigo a conductas antiambientales, el cual puede tomar la forma de impuestos elevados o de tarifas altas por el
consumo excesivo de energía. Van Houten et al (1981) reportan un estudio en el que la
demora en la llegada de elevadores en un edificio decrementó notoriamente este tipo de
conducta de gasto de energía, pues llevó a los usuarios a utilizar las escaleras, con lo
cual ahorraban energía eléctrica y, de paso, los individuos tenían que ejercitar sus
músculos con el consecuente beneficio para su salud.
Otros programas de intervención, que emplean como estrategias algunas de las
arriba mencionadas, o combinaciones de ellas, se ofrecen dentro de la educación
ambiental, de la cual Corral (2001) hace un recuento. En cualquiera de los casos, trátese
de campañas informativas, empleo de eventos antecedentes o consecuentes, la eficacia
de los programas de intervención depende de considerar las características de los sujetos
(hábitos, habilidades, conocimiento, actitudes, motivación), las condiciones físicas
presentes en la situación del diario vivir (facilidades, restricciones al comportamiento,
aditamentos tecnológicos), así como el marco normativo y cultural en el que se
desenvuelven las personas. De esa forma se garantiza que los principales determinantes
de la acción sustentable –variables disposicionales, situaciones físicas y normativas- se
encuentren presentes.
Recuento del capítulo.
Las situaciones son esenciales para comprender el comportamiento sustentable.
En ellas y por ellas se desarrolla la conducta, siendo esta última dependiente en grado
mayúsculo de las primeras. Los escenarios de conducta son localizaciones físicas o
virtuales en las que los miembros de un grupo en particular se reúnen a ejecutar un
programa de actividades de manera recurrente. Si los investigadores son capaces de
identificar esos programas, podrían generar los escenarios de conducta sustentable y
promover, a través del diseño ambiental y social, su constitución y funcionamiento.
165
Las situaciones incluyen componentes físicos y normativos. Los primeros son
los elementos tangibles, materiales y observables de los escenarios, mientras que los
segundos están constituidos por los acuerdos sociales: normas, reglas y convenciones.
Los dos afectan de manera significativa al comportamiento sustentable. Entre las
situaciones físicas con impacto proambiental se encuentran el clima, la abundancia y/o
carencia de recursos naturales, los aditamentos tecnológicos, las facilidades para
comportarse, los riesgos ambientales y el diseño de los espacios humanos. Las
situaciones normativas comprenden la presión social, el modelamiento, las normas
sociales pro-ambientales, los marcos y metas normativas, la competencia social y el
apego al grupo, entre otras.
Las restricciones al comportamiento de naturaleza objetiva, ipsativa y subjetiva,
pueden influir en la conducta sustentable, obstaculizándola, por lo que se consideran
factores situacionales. De la misma manera, las variables demográficas como la edad, el
género, la educación, el ingreso económico, la orientación política y religiosa, colocan a
las personas en situaciones que pueden inducir o inhibir la conducta con implicación
ambiental. Finalmente, los programas de intervención constituyen un tipo de factor
contextual, inducido por investigadores, educadores o instituciones sociales o
gubernamentales, en la que, a través de la manipulación de situaciones se pretende el
desarrollo de conductas pro-ambientales y pro-sociales.
166
CAPÍTULO 14
FELICIDAD Y RESTAURACIÓN
Las repercusiones psicológicas de la sustentabilidad
Los capítulos previos de este libro se enfocaron más en los determinantes de la
conducta sustentable que en las consecuencias que puede acarrear. Aunque una buena
parte de la información revisada insinúa que las acciones pro-ambientales y pro-sociales
repercuten positivamente en otras personas y en quien las realiza, es poco lo que se ha
investigado a este respecto.
Los ideales del desarrollo sustentable incluyen beneficios ecológicos, sociales,
políticos y económicos, declarados de manera explícita. Gracias a la actuación
sustentable, el entorno físico se puede restaurar y conservar; las comunidades tienen
acceso a educación, infraestructura física, empleos, impartición adecuada de justicia; los
recursos se reparten de manera más equitativa, y los niveles de corrupción se reducen
(Gouveia, 2002). Pero eso no es todo: algunos gobiernos y agrupaciones internacionales
han empezado a agregar a esa lista beneficios psicológicos, entre los que se mencionan
el bienestar subjetivo y la felicidad (Gardner & Prugh, 2008). Habría, por supuesto, que
verificar empíricamente si esos buenos propósitos corresponden con la realidad, es
decir, se debería demostrar que la sustentabilidad produce estados de bienestar
emocional.
Sería conveniente investigar, además, si existen otras repercusiones psicológicas
de la sustentabilidad. Una de las que se mencionan podría ser la posibilidad de restaurar
procesos psicológicos que son esenciales para la salud y el funcionamiento adecuado de
los individuos en sus interacciones diarias, los cuales se pierden por el estrés de la vida
moderna (Hartig, Kaiser & Bowler, 2001). Los efectos restaurativos y de bienestar
subjetivo que propician los escenarios y la conducta sustentable son esenciales en tanto
que la psique humana, que es generadora de problemas ambientales, puede recibir
beneficios que, a su vez, impulsen acciones de cuidado del medio. El propósito de este
capítulo es hablar acerca de esos beneficios.
Psicología positiva
Todo mundo quiere ser feliz. Es probable que no haya un objetivo en la vida más
compartido por todas las personas que el de la felicidad, aunque sea difícil definir lo que
significa este término (Frey & Stutzer, 2002). La Declaración de Independencia de los
Estados Unidos establece el derecho de todos los ciudadanos a la felicidad y el Reino
de Bután ha declarado que la Felicidad Nacional Bruta sustituye al Producto Interno
Bruto como su indicador más genuino de progreso (Gardner & Prugh, 2008; Frey &
Stutzer, 2002). Otras naciones, especialmente en Europa, empiezan a incorporar a sus
objetivos de desarrollo los ideales de felicidad y de bienestar psicológico para sus
ciudadanos (Gardner & Prugh, 2008). El desarrollo sustentable también persigue esos
objetivos (Talbert, 2008).
La felicidad puede ser una motivación para el actuar sustentable. Las personas
contentas, plenas y satisfechas con la vida tienden a ser más altruistas, equitativas y proecológicas (Brown y Kasser, 2004; Schroeder et al, 1995; Veenhoven, 2006); es decir,
manifiestan su felicidad con la práctica de estilos de vida de vida sustentables. La
167
pregunta es si también logran la felicidad a través de esa actuación, con lo que se
cerraría un círculo virtuoso parecido al de la motivación de competencia (De Young,
1996); a más capacidad personal, más motivación para actuar, lo cual incrementa la
capacidad. De la misma manera, las personas felices podrían ser más sustentables, y eso
las haría más felices.
¿Qué es la felicidad? ¿Por qué los humanos buscamos ese estado emocional tan
escurridizo? Es curioso que, a pesar de la enorme importancia que le otorgamos a dicha
emoción los psicólogos hemos investigado muy poco acerca de la felicidad, quizá por el
desdén hacia lo emocional y el énfasis por lo racional que caracterizó a la psicología
hasta hace poco tiempo (Damasio, 1998a, Vining & Ebreo, 2002). Pero hay otras
razones, como veremos adelante: una de ellas es que el surgimiento de la psicología
como ciencia se dio en épocas de grandes tribulaciones, como las dos grandes guerras
del siglo XX y otros conflictos que impusieron la necesidad de atender al sufrimiento de
las personas, por encima de cualquier otro aspecto, incluido el de la felicidad.
Afortunadamente el clamor por la felicidad ha alcanzado –no importa que sea
hasta ahora- a la psicología como ciencia. Hasta hace pocos años los investigadores que
tomaban este tópico como su objeto de estudio eran más bien bichos raros y el tema se
consideraba bastante subjetivo y –por lo tanto- no del todo “científico” en ciertos
círculos. La investigación sistemática acerca de la felicidad y sus estados relacionados
se generó dentro de un área novedosa conocida como Psicología Positiva (PP). La PP
estudia las emociones y los rasgos de personalidad positivos, así como las instituciones
sustentantes, tal y como la conciben Seligman, Steen, Park & Peterson (2005). Según
estos autores, esta área de la psicología no trata de reemplazar lo que se sabe acerca del
sufrimiento humano, la debilidad y los desórdenes de la conducta sino, más bien, de
suplementar ese conocimiento, proveyendo información acerca de lo positivo que tiene
el funcionamiento humano. Seligman, un auténtico adalid de la PP, y sus colaboradores,
plantean que:
“Una ciencia completa y una práctica integral de la psicología debería incluir el
entendimiento del sufrimiento y de la felicidad, así como de su interacción, y validar las
intervenciones que alivien el sufrimiento e incrementen la felicidad –dos empresas inseparables
(Seligman et al, 2005, p. 410).”
A partir de lo anterior, los promotores de la psicología positiva hacen un
reconocimiento del excesivo énfasis que los expertos en el comportamiento han puesto
en los aspectos negativos de la conducta y de la experiencia humana, olvidando que la
felicidad y el bienestar son metas de los comportamientos y de la vida misma. Debido a
esto, Seligman y Csikszentmihalyi (2000) establecen que el propósito de la PP es
catalizar un cambio en el enfoque tradicional de la psicología, que se ha centrado más
en la reparación de las peores situaciones en la vida (enfermedad mental, sufrimiento,
etcétera), hacia otro que permita la construcción de cualidades positivas en las personas.
Estas cualidades incluyen el bienestar personal, la satisfacción, el optimismo, el flujo de
sensaciones positivas y la felicidad. Hay un manejo del tiempo psicológico, de la
manera que lo ha investigado Zimbardo (ver capítulo 8) en estas cualidades. La
satisfacción es un indicador positivo del pasado, el optimismo proyecta el bienestar
hacia el futuro, y la felicidad y las sensaciones positivas fluyen en el presente (nótese el
énfasis que hacen los psicólogos positivos en el “flujo” de las emociones). La
168
positividad cubre todas las dimensiones temporales. Por desgracia, ocurre lo mismo con
el sufrimiento.
Seligman et al (2005) indican que, en el nivel individual, la psicología positiva
trata acerca de los rasgos personales positivos, entre los que se incluyen la fluyente
capacidad de amar y tener vocación, el valor, las habilidades interpersonales, la
sensibilidad estética y la perseverancia. También contempla la capacidad para perdonar,
la originalidad, la propensión al futuro, la espiritualidad, el talento y la sabiduría. En el
nivel del grupo, la PP se encamina a establecer las virtudes cívicas y las instituciones
que encaminan a los individuos hacia una mejor ciudadanía: la responsabilidad, el
cuidado de otros, el altruismo, la moderación, la tolerancia y la ética del trabajo. En
resumen, la PP trata acerca de lo mejor de la naturaleza humana, incluyendo su
propensión a la felicidad.
Para ser coherentes con la idea de suplementar a la psicología clásica (más
enfocada en los aspectos negativos de la experiencia psicológica) Peterson y Seligman
(2004) se propusieron clasificar las fortalezas y virtudes psicológicas (CVS, por sus
siglas en inglés), lo cual, en sus palabras, sería equivalente a la clasificación del
Diagnostic and Statistic Manual of Mental Disorders (DSM) de la Asociación
Psiquiátrica Americana (1994), es decir, la patología, los rasgos y estados negativos de
la psicología humana. El CVS se fundamenta en seis virtudes de jerarquía superior que,
de acuerdo con los autores, prácticamente cualquier cultura en el mundo avala:
sabiduría, valor, humanidad, justicia, temple, y trascendencia. Cada virtud cubre una
serie de fortalezas, identificadas por los creadores del esquema. Las y los lectora(e)s
interesada(o)s en conocer y potenciar en sí misma(o)s esas virtudes y fortalezas pueden
ingresar a la página de internet www.authentichappiness.org, de Seligman, en donde
encontrarán un cuestionario sobre “auténtica felicidad”, que les permitirá la
identificación de esos rasgos.
El/la lector/a puede ver una asociación, por lo menos conceptual, entre la
felicidad, sus correlatos positivos, y varios indicadores de la conducta sustentable
(competencia, altruismo, propensión al futuro, y responsabilidad, entre otras
mencionadas por los autores). El hecho de que la PP estudie el poder que tienen las
instituciones para acrecentar y sustentar las capacidades humanas, llevándolas a la
consecución del bienestar, la hace enormemente afín a una idea clave del desarrollo
sustentable: la búsqueda de condiciones que permitan satisfacer la necesidad de todas
las personas.
Quizá no sea del todo casual que el inicio de la aproximación pro-sustentable de
la psicología ambiental coincida con el despegue de la psicología positiva; ambos en el
arranque del siglo XXI, y esto tampoco deja de ser sintomático de una inquietud
subyacente y compartida. Para la sustentabilidad, el bienestar subjetivo y la felicidad de
las personas son ideales a alcanzar y la psicología, incluyendo la ambiental, tiene mucho
qué decir al respecto de dichos estados.
La felicidad y sus determinantes
¿Cuáles son los factores que determinan la felicidad? ¿Por qué algunas personas
son felices mientras que otras son desdichadas? ¿Es la felicidad un privilegio de unos
cuántos o existe el potencial para esa emoción en todas las personas?
169
Para responder esas preguntas, habría que abordar el aspecto funcional del
bienestar subjetivo, lo que nos llevaría a contestar, primeramente, la tercera de las
interrogantes. Como en todas las tendencias y estados psicológicos humanos, debe
existir una razón que explique la presencia de la felicidad en el repertorio emocional de
las personas. Parece haber un consenso en aceptar que la habilidad para ser felices y
para estar contento(a)s con la vida es un criterio fundamental de adaptación a la vida y
un rasgo de salud mental (Taylor & Brow, 1988). La felicidad, entonces, sería una
emoción que permitió, y continúa permitiendo, medrar en este planeta, enfrentando
circunstancias adversas y buscando lo que proporciona seguridad, placer y afecto.
La felicidad, además, promueve el éxito. Para avalar esta aseveración, una serie
de estudios muestra que esa emoción repercute positivamente en los individuos que la
experimentan. Lyubomirsky, King & Diener (2005), Harker & Keltner (2001), Marks &
Fleming (1999), entre otros, demuestran que la gente feliz obtiene beneficios tangibles,
en la forma de recompensas sociales: mayores probabilidades de matrimonio y menores
de divorcio, más amigos, un fuerte soporte social e interacciones sociales ricas.
También obtiene resultados de trabajo que son superiores a los del resto de las personas:
más creatividad en el empleo, una productividad elevada, una mayor calidad de trabajo,
y un ingreso económico superior (Estrada, Isen & Young, 1994; Staw, Sutton & Pelled,
1995). Csikszentmihalyi & Wong (1991) señalan, asimismo, que las personas con
estados mentales positivos son más activas, energéticas y fluidas. Estos individuos
poseen un mayor auto-control, más habilidades auto-regulatorias y de afrontamiento
(Frederikson & Joiner, 2002), un sistema inmunológico reforzado (Stone, Neale, Cox,
Napoli, Vadlimarsdottir & Kennedy-Moore, 1994) y viven más (Danner, Snowdon, &
Friesen, 2001).
Basados en la premisa de que los estados mentales positivos son un mecanismo
de adaptación, Lyubomirsky, Scheldon & Schkade (2005) rebaten la idea de que la
felicidad sea un lujo burgués o una ilusión y sostienen que, en tanto mecanismo
adaptativo, existe un potencial en todas las personas para desarrollar y experimentar
bienestar psicológico. Pero ¿cómo lograrlo? La respuesta se dirige a contestar las dos
primeras preguntas enunciadas al principio de este apartado. Lyubomirsky et al (op cit)
señalan que existen tres fuentes de la felicidad: una base genética o predisposición
biológica a la felicidad, factores circunstanciales que inducen ese estado, y las
actividades y prácticas promotoras de la felicidad. En otras palabras, una persona será
más o menos feliz si 1) nació con genes que lo predispongan –en mayor o menor
medida- a estar contento y de buen ánimo, 2) si en su alrededor se configuran
situaciones propicias y 3) si practica actividades que la lleven a generar estados
positivos.
La base genética de la felicidad parece irrebatible entre los expertos de la
psicología positiva. Aunque algunos estudios con gemelos idénticos llegan a plantear
que un ochenta por ciento de la felicidad se debe a la herencia (Lykken & Tellegen,
1996), el acuerdo más general lo establece en alrededor de un cincuenta por ciento (p.
ej. Diener, Suh, Lucas & Smith, 1999). El hecho de que la biología predetermine la
felicidad no significa que sólo las personas con más “genes felices” desarrollarán
bienestar psicológico. Esto sólo implica, de acuerdo con los proponentes de esta teoría
(Lyubomirsky et al, 2005), que existen individuos con algo más de predisposición
biológica, que la que tienen otros, para ser felices. Sin embargo, los factores
contextuales (circunstancias y práctica) explicarían, por lo menos, un cincuenta por
170
ciento de la felicidad. Esto implica que cada uno de nosotros puede procurar la felicidad
colocándose en situaciones propicias: procurando amigos, propiciando reuniones en
donde sobresalga el humor, buscando incrementar las capacidades personales,
disfrutando de la pareja emocional, etcétera. En término de prácticas, Seligman et al
(2005) solicita a los participantes en sus estudios que desarrollen algunos de los
siguientes ejercicios: Escribir y entregar una carta de gratitud a alguien que ha sido
bueno/a con él/ella, anotar por lo menos tres eventos positivos que ocurrieron durante el
día, escribir sobre las fortalezas y capacidades de uno/a mismo/a; y otras situaciones por
el estilo. Como veremos más adelante, es probable que las prácticas de acciones
sustentables como el altruismo, la equidad, la frugalidad y el cuidado del entorno físico
también constituyan ejercicios promotores de felicidad.
Frey & Stutzer (2002) dividen los determinantes de la felicidad en cinco
categorías: a) Factores personales (genética auto-estima, control personal, optimismo,
extraversión, neuroticismo, etcétera); b) factores socio-demográficos (edad, género,
estatus marital, educación, orientación política); c) factores económicos como el
ingreso, el empleo o la inflación; d) factores situacionales (estrés, relaciones
interpersonales con compañeros, amigos, familiares y la pareja; contacto con la
naturaleza; condiciones de vida y salud) y; e) factores institucionales (condiciones
políticas de descentralización, participación ciudadana).
Al respecto de la primera categoría de factores personales, ya mencionamos la
influencia genética en la felicidad. Por otro lado, diversos autores reportan que la
capacidad personal percibida (saberse competente), aunada a otros factores
relacionados, como la auto-estima, es inductora de felicidad. Caprara et al (2006)
encontraron una asociación significativa entre las creencias de auto-eficacia y la
felicidad reportada por adolescentes. Las creencias de auto-eficacia se identificaron con
los reportes de satisfacción con la vida, con la auto-estima y con el optimismo. Saberse
capaz, poseer una buena auto-estima y ser optimista influyeron en la felicidad según los
informes de los participantes en su estudio. Para Ryan y Deci (2000) el ser humano
alberga tres necesidades psicológicas innatas: de competencia, de autonomía y de
relación con otros. Cuando éstas se ven satisfechas producen auto-motivación, bienestar
psicológico y salud mental, pero cuando no se cumplen el individuo se desmotiva y se
siente infeliz. Otros rasgos personales asociados con la felicidad son la extraversión
(rasgo que se caracteriza por la concentración del interés en un objeto externo) y el
neuroticismo (la tendencia duradera a experimentar estados emocionales negativos). Los
individuos extrovertidos tienden a ser más felices, mientras que los neuróticos muestran
propensión a no serlo (Hayes & Joseph, 2003).
Los factores socio-demográficos incluyen a la edad como promotora de
felicidad. Al parecer, conforme la edad se incrementa, aumenta también la capacidad de
seleccionar objetivos más gozosos y apropiados para la persona, lo cual lleva a que los
individuos mayores tiendan a experimentar un poco más de felicidad que los jóvenes
(Charles, Reynolds & Gatz, 2001; Sheldon & Kasser, 2001). Este resultado
aparentemente contradice al sentido común, pero tiene bastante lógica dado que las
personas mayores, con su experiencia, pueden desarrollar más habilidades volitivas para
imaginarse escenarios futuros positivos y para fijarse metas placenteras que
correspondan con su situación individual (Sheldon & Kasser, 2001). El nivel escolar
afecta positivamente la sensación de felicidad: las personas más educadas tienden a ser
más felices. También la raza impacta en este factor, ya que las personas blancas
171
reportan ser más felices que las de raza negra (Easterlin, 2001). No deberíamos ver un
efecto genético o biológico en este resultado, sino la intromisión de variables
generadoras de efectos espurios, dado que la raza se correlaciona también con el ingreso
y con la educación. Las diferencias de género no parecen ser muy importantes, aunque
las mujeres obtienen más satisfacción y felicidad de los lazos interpersonales y de la
familia (Aldous & Ganey, 1999). La orientación política es un determinante del
bienestar subjetivo: los conservadores son más felices que los liberales, quizá porque los
últimos son más conscientes de las desigualdades entre las personas y, en consecuencia,
se sienten mal (Napier & Jost, 2008).
Los factores económicos, por su parte, tienen una evidente relación con la
felicidad. Aunque el dinero no compra la felicidad, se requiere de una base económica
para mantener un buen nivel de bienestar subjetivo (Inglehart & Klingemann, 2000).
Los países más felices del mundo son aquellos en los que sus habitantes tienen
asegurado el bienestar material con base en salarios decentes, entre otras condiciones
(Veenhoven, 2006). Es lógico, entonces, que la disminución en el ingreso y la pérdida
del empleo repercutan como mermas en la felicidad (Frey & Stutzer, 2002). Otros
factores como la carestía y la inflación económica también tienen un impacto negativo
en el bienestar psicológico (Frey & Stutzer, 2000), quizá por el estrés, la inseguridad, la
insatisfacción y el pesimismo que acarrean.
Los factores situacionales tienen un impacto significativo en la felicidad, como
ocurre con cualquier otra emoción o dimensión de la experiencia humana. Herzog y
Strevey (2008), en un interesante y reciente estudio, reportan que el sentido del humor y
el bienestar subjetivo van de la mano. La gente busca amigos que los hagan divertirse y
que estimulen esa capacidad tan humana de reír. Estos mismos autores también reportan
que el contacto con la naturaleza estimula el bienestar psicológico. La salud es un
determinante fundamental de la felicidad: sin ella es muy poco probable que la persona
desarrolle estados positivos de ánimo (Frey & Stutzer, 2003). El ejercicio físico
promueve tanto la salud biológica como los estados positivos de ánimo (Penedo &
Dahn, 2005). Contrariamente, el aislamiento social –incluso el que promueve el uso de
internet para fines de comunicación- se asocia a la depresión y a una merma en el
bienestar subjetivo (Kraus, Patterson, Lundmark, Kiesler, Mukophadyayh & Scherlis,
1998). La calidad de las relaciones interpersonales –con amigos, familiares y,
especialmente, con la pareja emocional- es una buena predictora de la felicidad.
Williams (2003) asegura, basado en evidencia empírica, que un matrimonio
insatisfactorio afecta negativamente al bienestar psicológico en un grado equivalente o,
en ocasiones, mayor, al que producen la separación/divorcio o una soltería continua.
Por último, los factores institucionales promotores del bienestar subjetivo
incluyen la participación ciudadana, la autonomía local (Frey & Stutzer, 2002) y, a
juicio de algunos autores (p.ej., Frey & Stutzer, 2000), el ejercicio de la democracia
como forma de gobierno. Aunque este último factor funcione más en países sin grandes
presiones económicas.
Felicidad y acciones sustentables
Recordemos que el propósito central del desarrollo sustentable es el bienestar de
las personas. En tal sentido, el mecanismo que conduce a ese propósito podría
comprender algunos de los rasgos que enfatiza la psicología positiva. La literatura
sugiere que los individuos felices son más cooperativos, pro-sociales, caritativos y
172
enfocados en las necesidades de otros (Kasser & Ryan, 1996; Williams & Shiaw, 1999),
lo que significa que la felicidad impacta en una dimensión fundamental de la
sustentabilidad: el altruismo. En más de lo mismo, Schroeder et al (1995) demuestran
que los pensamientos pro-sociales y la ayuda espontánea a otras personas ocurre
frecuentemente en personas que manifiestan emociones positivas y Buunk & Schaufeli
(1999) señalan que las relaciones cercanas con otra gente se asocian a estados de
felicidad.
La relación felicidad-altruismo no es la única que se da entre los estados
psicológicos positivos y la conducta sustentable. En capítulos previos mencionamos
estudios acerca de la liga entre la felicidad y las conductas equitativas, frugales y
proecológicas. Recapitulando: las personas equitativas experimentan mayores niveles de
bienestar subjetivo (Amato et al, 2007; Chibucos et al, 2005) pero, a la vez, padecen
más cuando saben que la inequidad campea entre sus conciudadanos (Napier & Jost,
2008); la frugalidad, como estilo de vida, produce un estado de satisfacción que
conduce no sólo al bienestar psicológico, sino también a la motivación intrínseca que
permite mantener un consumo mesurado de productos (De Young, 1999; Iwata, 2001).
Algo semejante ocurre con las conductas de cuidado del ambiente físico: las personas
que frecuentemente practican acciones pro-ecológicas se perciben algo más felices que
quienes no lo hacen (Brown & Kasser, 2005).
Es difícil determinar, partiendo de los diseños de investigación con los que se ha
comprobado la relación felicidad-conducta sustentable, cuál de los dos componentes es
la causa y cuál es el efecto. Con un enfoque experimental, en el que se proporcionara
“tratamientos” de felicidad y se midieran los cambios en las conductas altruista,
equitativa, frugal y pro-ecológica esta duda podría despejarse (Lyubomirsky et al,
2005). Por supuesto, también podría obrarse en sentido contrario: propiciando acciones
sustentables (como variable independiente) para medir posteriormente si ocurrieron
cambios en los estados de felicidad de las personas. La curiosidad científica permitirá
elucidar esta relación causal.
Hay un elemento adicional a la curiosidad científica, que podría estimular las
investigaciones acerca de la relación entre la acción sustentable y los estados
psicológicos positivos. Lyobomirsky et al (op cit) señalan que existe una fuente de
pesimismo en la posibilidad de generar cambios y felicidad duradera en las personas, lo
cual desestimula la idea de trabajar con “tratamientos” para inducir felicidad. La
felicidad parece ser un estado bastante estable: su base genética, su alta correlación con
rasgos de personalidad (que son muy persistentes también) y el hecho de que la gente,
tras recibir “tratamientos” de felicidad –como ganarse la lotería- vuelve a los niveles
basales de felicidad (Brickman, Coates, & Janoff-Bulman, 1978), parecen apoyar este
pesimismo (de paso, habría que señalar que, también, la gente que sufre desgracias
personales no dura demasiado tiempo en estado de desolación, como muestran
Brickman et al, op. cit.). No obstante, ni la genética es determinante absoluta, ni la
correlación entre rasgos de personalidad y estados anímicos es del cien por ciento y,
algo similar puede decirse de las situaciones inductoras de esa felicidad efímera: las
situaciones son cambiantes, y si una indujo un estado pasajero de felicidad, otra puede
ocupar su lugar para renovar ese flujo de estados positivos.
¿Sería posible esperar que las conductas sustentables, variadas y cambiantes en
cada momento de la vida, se constituyeran en un motor de los estados de felicidad? ¿Es
173
plausible esperar de una persona competente, responsable, con deliberación
proambiental (que evita, por lo tanto la conducta habitual), optimista en el futuro, e
interesada en el bienestar ajeno, lleve a cabo conductas que lo mantengan en un estado
emocional positivo? Estas son preguntas que la investigación en psicología positiva, en
interacción con la psicología ambiental deben responder en la búsqueda de sus objetivos
compartidos: el desarrollo de estilos de vida sustentables que generen bienestar material
y psicológico para todas las personas.
Restauración psicológica.
Asumir un enfoque positivo, como el que los psicólogos de la PP nos señalan, no
significa que debamos olvidar la existencia del sufrimiento, la enfermedad y otros
estados psicológicos negativos. Uno de los más frecuentemente experimentados por los
seres humanos es el estrés.
Para Cohen, Kessler & Gordon (1997) el estrés surge cuando las demandas
ambientales alcanzan o sobrepasan los recursos adaptativos de una persona. Si el estrés
se vuelve crónico éste puede alterar su salud física y mental (Evans, 2001). La vida en
este planeta no ha sido nunca fácil para el ser humano y muchas de las condiciones
ambientales con las que ha tenido que lidiar son generadoras de estrés. En la comodidad
y seguridad logradas por los avances tecnológicos, especialmente en las naciones ricas,
no esperaríamos encontrar fuentes de estrés. Sin embargo, éstas se encuentran presentes
y, paradójicamente, surgen de las mismas condiciones que permitieron la comodidad y
la seguridad de la vida moderna. El ritmo rápido de la vida, el aislamiento social, la falta
de contacto con la naturaleza e incluso la inclemencia climática son sólo algunas de las
consecuencias estresantes de la modernidad y del progreso (Evans, 2001; Hartig,
Catalano & Ong, 2007). Para los pobres en situaciones de riesgo ambiental, penurias
económicas e inseguridad crónica, las fuentes de estrés siguen siendo las mismas de
hace cientos de miles de años (Ehrlich & Ehrlich, 2004).
Cumplir con los objetivos del desarrollo sustentable (DS) debe implicar lidiar
eficazmente con las fuentes de estrés, sufrimiento, enfermedad física y mental que
agobian a los pobladores de las regiones más pobres del planeta, pero también con
aquellas que generan estos problemas en las zonas favorecidas económicamente. La
“satisfacción de las necesidades de las generaciones presentes” como lo proclama el
ideal del DS implica atacar y resolver esas fuentes de alteración física y psicológica en
las personas que las experimentan.
La pregunta relevante, para los propósitos de este libro, es si podemos encontrar
fuentes de alivio al estrés, al sufrimiento y la enfermedad en las acciones sustentables de
la gente. En otras palabras, nos interesa saber si existe una propiedad restaurativa de la
salud física y psicológica en los estilos de vida sustentables y en las condiciones
ambientales que éstos generan. De ser así, la sustentabilidad tendría no sólo
repercusiones anímicas positivas, sino también terapéuticas, por así llamarlas.
Hartig, Kaiser & Bowler (2001, p. 592) definen las experiencias restaurativas
como aquellas que “involucran la renovación de los recursos psicológicos agotados”.
Dichos recursos son necesarios para generar y mantener los estados de homeostasis que
se requieren para vivir de manera saludable. Entre esos recursos se encuentran la
atención, los estados anímicos positivos, así como la salud mental.
174
Hartig y Staats (2006), aun reconociendo que todos necesitamos de fuentes
restauradoras del bienestar físico y psicológico, establecen que hay diferencias en el
grado de necesidad que tienen los individuos de esas fuentes. En pocas palabras,
algunas personas necesitan de más provisiones de restauración y, otras, un poco. En el
mismo individuo, esta necesidad también variará dependiendo de la situación que
experimente; por ejemplo, mayores niveles de cansancio obligan a niveles más
elevados de experiencias restaurativas (como reposar, dar un paseo por el parque o salir
al campo). Estos autores ratifican lo que la literatura en psicología ambiental ha
señalado durante varios años: el contacto con la naturaleza es una fuente poderosa de
restauración (Laumann, Gaärling, & Stormark, 2001; Herzog, Maguire & Nebel, 2002;
Hernández & Hidalgo, 2005). Esa misma literatura establece que la preferencia por los
escenarios naturales se encuentra en gran medida determinada por su capacidad
restaurativa, manifestada en bienestar para los seres humanos (Hartig & Staats, 2006;
Herzog & Rector, 2009; Peron, Berto & Purcell, 2002).
Entre las manifestaciones positivas que tiene el contacto con características
naturales de los escenarios se menciona la recuperación de la atención perdida por la
fatiga (Berto, 2005; Herzog, Black, Fountain & Knotts, 1997). La atención directa, por
ejemplo la que mantenemos en una tarea intelectual de larga duración, genera estrés y
agotamiento. Sin embargo, otra atención: la producida por la fascinación ante el
contacto con la naturaleza, nos permite recuperar las capacidades cognitivas exhaustas.
(Kaplan, 1995). Otro efecto positivo de la exposición a la naturaleza es la optimización
de funciones cognitivas. Los resultados del estudio de Wells (2000) sugieren que la
presencia de características naturales en los hogares ayuda al desarrollo de funciones
cognitivas y disminuye los problemas de atención en niños. El efecto más espectacular
de la capacidad restaurativa de los escenarios naturales fue documentado por Ulrich
(1984). En su estudio, el autor investigó a pacientes post-operados en intervenciones
quirúrgicas, midiendo sus quejas (por los efectos físicos de la intervención), su tiempo
de estadía en el hospital tras la operación y la cantidad de analgésicos requeridos para
lidiar con el dolor post-quirúrgico. La mitad de estos pacientes fueron asignados a
habitaciones con vistas, tras la ventana, a una escena natural, mientras que la otra no
gozó de dicha prerrogativa. Las diferencias entre los dos grupos fueron sorprendentes:
quienes contaron con la vista natural dieron menos quejas, egresaron antes del hospital
y requirieron menos anestesia.
Efectos restauradores de la conducta sustentable
Hartig, Kaiser & Bowler (2001) produjeron uno de los escritos pioneros en el
análisis de las consecuencias restaurativas de la conducta sustentable. Para estos
autores, la literatura en psicología ambiental revela un énfasis “evitativo” del
comportamiento pro-ambiental, tal y como lo consideran los investigadores. Es decir, el
interés se centra en preocupaciones relacionadas con la destrucción de habitats, los
riesgos ambientales, el cambio climático global y otros aspectos negativos ligados con
los anteriores. Para ellos, la conducta ecológica debiera no ser únicamente vista en
términos de evitar estas condiciones indeseables, sino también en el sentido de
mantener o lograr situaciones deseadas (por ejemplo, hábitats intactos). La lectora, el
lector, pueden avizorar aquí un clamor de psicología positiva para el campo psicoambiental, algo con lo que el autor de este libro concuerda. Hartig y sus colaboradores
invitan a buscar consecuencias positivas en las prácticas sustentables. Por desgracia, su
llamado no ha producido demasiado eco, a juzgar por la limitada cantidad de estudios
175
que asumen esta posición en la búsqueda de los correlatos psicológicos de la
sustentabilidad (Brown & Kasser, 2004; De Young, 1999, Iwata, 2001).
En el caso particular de la idea de Hartig et al (op cit), lo que les interesa a los
autores es la posibilidad de que una de las consecuencias del actuar sustentable sea la
restauración psicológica. Si un medio ambiente natural e intacto genera efectos
restaurativos en las personas, entonces, las acciones que posibilitan la conservación
ambiental serían, en última instancia, las causas de esa restauración. En su estudio, los
autores encontraron que las percepciones de la capacidad restaurativa de los ambientes
naturales predecían el veintitrés por ciento de la varianza de la conducta pro-ecológica.
Si una persona veía o anticipaba que un escenario podía ayudar a recuperar sus recursos
físicos o mentales, se esforzaba por ser responsable en el cuidado ambiental.
Otro estudio relevante para el tópico que nos ocupa es el de Van den Berg,
Hartig & Staats (2007), el cual liga a la conducta proambiental con el diseño de
escenarios y con la restauración, como consecuencia de los anteriores. En este estudio,
los autores claman por un balance entre las características naturales del paisaje urbano y
otras formas –construidas- de la ciudad. En vista de que las personas estudiadas, en su
investigación, reconocen los efectos restauradores del ambiente, ellos concluyen que un
diseño pro-sustentable debe conducir a la posibilidad de restauración física y
psicológica.
Una forma más específica de abordar este aspecto se refiere a las motivaciones
positivas de las personas para conservar el ambiente. En lugar de sólo expresar temor
por el calentamiento global, coraje por la destrucción de ecosistemas o miedo a los
riesgos ambientales, hombres y mujeres podrían plantearse motivos de cuidado del
entorno para el disfrute de ello(a)s mismo(as) y de otras personas (Schultz, 2001); pero
también para mantener intactas las propiedades restaurativas de la naturaleza, como
señalan Hartig et al (2001).
Como ocurre en muchos otros casos, las posibilidades para la investigación, la
intervención y el tratamiento se encuentran prácticamente en pañales en lo que se refiere
a la psicología positiva de la conducta sustentable. Estudiar y enfatizar las
consecuencias positivas (felicidad, bienestar físico y mental, restauración) de la
sustentabilidad ayudaría a entender mejor lo que nos motiva a actuar para ser proecológicos y pro-sociales. De paso, es muy probable que esto nos lleve a crecer como
personas, poniendo más atención a lo bello, agradable y único que es este mundo en el
que habitamos. También a ser optimistas y, sin olvidar los riesgos y el sufrimiento que
nos rodea, a buscar de manera propositiva, de qué maneras podemos hacer que este
planeta sea un mejor lugar para vivir.
Recuento del capítulo.
El énfasis de la psicología y de todas sus áreas (incluida la ambiental)
tradicionalmente se coloca en los aspectos negativos que acompañan a la experiencia
humana: el sufrimiento, lo que daña, las alteraciones conductuales y la enfermedad.
Disponemos de extensos catálogos sobre las particularidades negativas del
comportamiento y muy pocos, acerca de lo bueno que somos y de lo que aspiramos a
ser. La psicología positiva procura balancear la búsqueda entre los aspectos deseables y
los que queremos evitar, llamando a estudiar el bienestar subjetivo o felicidad, las
virtudes y las fortalezas humanas.
176
La felicidad es un objetivo declarado del desarrollo sustentable, lo que la coloca
entre los beneficios ecológicos, sociales, económicos e institucionales de la
sustentabilidad. El bienestar subjetivo se da más en personas con una herencia de genes
“felices”, de naturaleza extrovertida y optimista, así como en individuos competentes, y
con un control personal significativo. También ayuda a ser feliz tener un empleo e
ingresos económicos satisfactorios, un buen nivel educativo y las experiencias positivas
que se acumulan con la edad. La salud física; el ejercicio; el buen humor; el afecto
proveniente de la amistad, de la familia y de una relación armónica con la pareja
emocional, son situaciones que estimulan la felicidad. Los conservadores en ideas
políticas son más felices que los liberales. Vivir en un ambiente en donde las opiniones
políticas son tomadas en cuenta, con grados de autonomía y descentralización elevados
también genera bienestar subjetivo. Uno puede lograr también dosis de felicidad con la
práctica de acciones apropiadas, como pensar positivamente, recordar eventos
agradables, ser agradecido y reflexionar acerca de las capacidades propias. Un número
incipiente de estudios en psicología ambiental y áreas relacionadas, parece mostrar que
las personas que cuidan su ambiente físico y social son también personas felices e,
incidentalmente, hacen felices a otras, lo que estaría demostrando las consecuencias
psicológicas positivas del actuar sustentable.
Otro efecto positivo de la sustentabilidad es la restauración, la cual se define
como la renovación de los recursos psicológicos agotados. La experiencia de contactos
con un ambiente natural preservado (es decir, no contaminado ni destruido) o con
características naturales en ambientes construidos, tiene significativos efectos
restauradores en los niveles de atención, en el desarrollo de funciones cognitivas –o su
restauración- y en la recuperación de la salud.
A pesar de que existe poca investigación en el área, estudios recientes indican que las
personas que cuidan el ambiente perciben propiedades restaurativas en los escenarios
naturales. También desarrollan motivaciones basadas en las capacidades de restauración
y podrían basar sus decisiones de diseño ambiental, considerando el potencial que tiene
la naturaleza para ayudar a los seres humanos a recuperar sus recursos psicológicos
exhaustos.
177
CAPÍTULO 15
INTEGRACIÓN Y PERSPECTIVAS
Fuentes de información
A diferencia de hace tan sólo una década, hoy en día la cantidad de información
acerca de las dimensiones psicológicas de la sustentabilidad es copiosa y el número de
artículos, libros, conferencias y cursos en el área tiende a crecer. No es para menos: la
gravedad de la crisis ambiental así lo exige. Las agencias que financian investigación
también incluyen los tópicos de conducta sustentable entre sus áreas prioritarias y eso
explica, en una buena parte, el interés de psicólogos ambientales y de otros
profesionales por estudiar esta conducta.
Las dos revistas que continúan concentrando varios de los reportes de
investigación más relevantes en este campo son Environment & Behavior
(http://eab.sagepub.com/), fundada en 1969 en los Estados Unidos y el Journal of
Environmental Psychology (http://www.sciencedirect.com/science/journal/ 02724944),
que empezó a editarse en 1981 en Inglaterra. Con artículos en inglés, estas
publicaciones poseen el más alto nivel de difusión entre las revistas psicoambientales.
Sin embargo, no son los únicos órganos de difusión especializados ya que, desde
los años noventa del siglo pasado han surgido otras revistas en el área de las
interacciones ambiente y conducta. En Alemania se edita desde 1997 y para el mundo
germánico otra de las publicaciones especializadas en psicología ambiental: Umwelt
Psychologie (http://www.umps.de/php/gesamtliste.php). Todos sus contenidos son en
alemán. En el año 2000 surge, para el público hispanoparlante, Medio Ambiente y
Comportamiento Humano (http://webpages.ull.es/users/mach/), producida en las Islas
Canarias, España. Esta revista publica artículos en castellano y en inglés.
Sin ser especializadas en el área, otras publicaciones que difunden regularmente
resultados de la investigación psico-ambiental son American Psychologist, Children,
Youth and Environment, Conservation Biology, Environmental Education Research,
Environmental Management, Environmental Science and Policy, Environmental &
Waste Management, el Journal of Applied Social Psychology, el Journal of
Environmental Education, el Journal of Environmental Systems, el Journal of
Personality and Social Psychology, el Journal of Social Issues, Population and
Environment, Resources Conservation & Recycling, Social Behavior and Personality y
Society and Natural Resources, entre otras. En América Latina y en España, entre las
revistas que ocasionalmente publican artículos psico-ambientales se encuentran Estudos
de Psicologia (Brasil) Estudios de Psicología (España), la Revista Latinoamericana de
Psicología, la Revista Interamericana de Psicología, la Revista Mexicana de
Psicología, y Psicothema. Hay también, felizmente, un Journal of Happiness Studies, y
otro dedicado al tiempo futuro en psicología: Futures, en el que ocasionalmente se
establecen ligas entre esas dimensiones y la orientación sustentable.
Los libros Handbook of Environmental Psychology (Bechtel & Churchman,
2002); Psychology of sustainable development (Schmuck & Schultz, 2002);
Psychological theories for environmental issues (Bonnes, Lee & Bonaituo, 2003) y The
psychology of environmental problems (Winter & Koger, 2004) son fuentes importantes
178
y recientes de información y de ideas para la investigación en psicología de la
sustentabilidad. En castellano existen textos como Psicología Ambiental, editado por
Aragonés y Amérigo (2000) y Comportamiento Proambiental (Corral, 2001) que
cubren esos propósitos. The World Watch Institute (http://www.worldwatch.org/)
produce un libro anual sobre el estado de las condiciones ambientales en el mundo, el
que es fuente obligada de consulta para quienes procuran los tópicos de sustentabilidad.
Esa agrupación, además, brinda información gratuita para l(a)os interesada(o)s en el
tema que se suscriban a su lista.
Entre las conferencias y congresos que agrupan a los expertos en el área pueden
mencionarse la Reunión Anual de EDRA (Environmental Design Research
Association), la Conferencia de IAPS (International Association of Person-Environment
Studies), el Congreso Internacional de Psicología, el Congreso Internacional de
Psicología Aplicada y la Conferencia Anual de la American Psychological Association.
Los tres últimos eventos son organizados por sociedades profesionales que cuentan con
capítulos o comisiones de psicología ambiental entre sus filas. En Alemania o alguna
otra nación germano-parlante se organiza periódicamente un congreso de psicología
ambiental, y pasa lo mismo en España desde hace 27 años (la última se desarrolló en
Portugal, en enero de 2009). En Latinoamérica, la Sociedad Interamericana de
Psicología, a través de su comisión de psicología ambiental organiza cada dos años un
programa científico en esa área dentro del Congreso Interamericano de Psicología. Los
latinoamericanos han desarrollado también en poco más de una década, tres exitosas
reuniones especializadas que han convocado a varios de los expertos mundiales en
psicología ambiental: dos en la ciudad de México y una más en São Paulo (ver Corral &
Pinheiro, en prensa). Las ventajas de estas reuniones de expertos, estudiantes y público
diverso es que pueden proveer la información más fresca que se está generando y que
permiten un contacto directo con los investigadores que se encuentran produciéndola.
Con toda esta fuente de información ahora contamos con más facilidades para
emprender estudios en psicología de la sustentabilidad. Nunca como ahora han estado
presentes las condiciones informativas, anímicas y la receptividad y el apoyo de los
órganos financiadores para emprender investigaciones psico-ambientales. El público en
general, los gobiernos, las organizaciones sociales y, de manera importante, los
investigadores en todas las áreas de la ciencia, esperan las respuestas y la colaboración
que los y las psicólogos/as ambientales deseen y sean capaces de brindar.
Un modelo psicológico de orientación a la sustentabilidad
A partir de los antecedentes, las teorías y los resultados de investigación
revisados en este libro, es posible integrar el conocimiento relevante en un modelo
explicativo que comprenda a la conducta sustentable, así como sus determinantes y
consecuencias.
La conducta sustentable puede estudiarse como los estilos de vida que se
manifiestan en acciones de cuidado del ambiente físico y social. Los determinantes de la
acción sustentable entran en dos grandes categorías: factores psicológicos y variables
situacionales; los primeros se dividen en dimensiones cognitivas y dimensiones
afectivas. Las variables situacionales pueden considerarse de carácter físico y
normativo. Finalmente, las repercusiones de la conducta se miden como beneficios de
los estilos de vida sustentable: felicidad y restauración.
179
En la figura 15.1 se esquematiza este modelo general, a manera de relaciones
estructurales. Los óvalos representan las dimensiones situacionales, las disposicionales
psicológicas y las conductuales, mientras que los rectángulos son los indicadores de
esas dimensiones. Las dimensiones situacionales físicas involucran al clima, a los
aditamentos tecnológicos, a las facilidades y barreras para la acción sustentable y al
diseño urbano. Al ser una dimensión integradora, el factor “situaciones físicas” posee
una mayor jerarquía que los indicadores que lo constituyen. Por esa razón la dirección
de las flechas parte desde el factor hacia sus indicadores. Lo mismo sucede con las
situaciones normativas, las cuales cubren a las reglas sociales, a la presión y al
modelamiento social.
Visiones
Interdep
Efectivid
ad
Orientac
futuro
Deliber
ación
Altruis
mo
Conduc
proecol
Clima
Aditame
ntos
s
Facilida
des
Felici
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Cogni
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Estilo
susten
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Física
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Barreras
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a
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Emoción
Diseño
Normas
ambient
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Presión
social
Modelos
sociales
Frugal
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Equid
ad
Situac
Norm
a
a
a
a
a
.
ANTECEDENTES
CONDUCTAS CONSECUENCIAS
Figura 15.1. Un modelo integrador de relaciones entre estilos de vida sustentables,
sus determinantes situacionales y psicológicos, y las consecuencias positivas del
actuar proambiental.
En la parte de las dimensiones psicológicas, los factores cognitivos comprenden
las visiones de interdependencia, la efectividad, la deliberación proambiental y la
propensión al futuro; mientras que los factores emocionales involucran a la afinidad por
la bio y la socio diversidad y a las emociones ambientales. Los estilos de vida
180
sustentable, a su vez, están indicados por el comportamiento pro-ecológico, la
frugalidad en el consumo, el altruismo y las acciones equitativas.
De acuerdo con el modelo, las situaciones son los factores exógenos del marco
explicativo. Éstas influyen directamente en los estilos de vida sustentables, pero
también afectan a las variables disposicionales o psicológicas. En el capítulo 11
estudiamos que estas variables, al igual que el comportamiento, se originan en contextos
particulares. Las creencias, las emociones, el manejo del tiempo, la competencia, el
altruismo, la conducta igualitaria, las acciones proecológicas y la frugalidad surgen y
son promovidas por condiciones que facilitan, obligan o promueven estas dimensiones
psicológicas de una vida sustentable.
Las variables disposicionales afectan a los estilos de vida sustentables, tal y
como lo revisamos desde el capítulo 7 hasta el 13. La dupla emociones-cogniciones proambientales influye directamente junto con las situaciones- en la constitución de estilos
de vida sustentables y eso se representa con las flechas unidireccionales que parten de
los factores cognitivos y emocionales hasta los estilos sustentables. Finalmente, estos
estilos influyen en el bienestar subjetivo y en la restauración, como repercusiones
psicológicas de un modo de vida sustentable.
Una ventaja de especificar el modelo que se plantea en la figura 15.1 es que el
mismo –o algunas variantes- puede probarse directamente, empleando ecuaciones
estructurales, un sistema de análisis de datos bastante apropiado para la representación y
prueba de modelos. Sin embargo, como veremos después, éste no es el único modelo a
probar en el futuro. Es posible, y deseable, conformar arreglos especiales de relaciones
entre las variables representadas en el esquema de la figura 15.1. Lo que quizá le
otorgue un cierto valor a este esquema es la inclusión de la mayor parte de los factores
relevantes que pueden explicar cómo se constituye la conducta sustentable, cuáles son
sus causas y qué impactos acarrea en el funcionamiento psicológico de los individuos.
Hay que mencionar que, a pesar de procurar ser integrador, el modelo requiere
incorporar aspectos no investigados previamente o que se han estudiado de manera
insuficiente. En las secciones que siguen hablaremos de esos aspectos.
El futuro de la investigación y de la práctica en la psicología de la sustentabilidad
La revisión emprendida en este libro muestra que los seres humanos buscan
afanosamente información acerca de su entorno y disfrutan enormemente el ser
efectivos (es decir, capaces de resolver problemas). Pero, además, sabemos que una vez
adquirida su competencia, la mayor parte de las personas difícilmente se volverán
indiferentes o reacios a colaborar con otras personas. Kaplan y Kaplan (2008) aseguran
que es difícil ser un buen ciudadano cuando la mente se encuentra obnubilada con el
desorden y la desesperación que acarrean la ignorancia y la falta de competencia.
Contrariamente –ellos sostienen- un individuo capaz, procurará no sólo resolver sus
propios problemas sino también los de otros, encontrando con esto una doble fuente de
bienestar psicológico.
Por lo tanto, una de las mejores opciones con las que contamos para resolver el
dilema ambiental pero, además, para incrementar la felicidad de las personas, es
dotarlas de competencia, al mejorar la eficiencia de los sistemas educativos. Promover
una educación de calidad que enfatice la solución de los problemas del entorno debiera
181
ser prioritario para los organismos mundiales y los gobiernos nacionales y locales. Al
lograr este objetivo se generarían múltiples resultados positivos: el bienestar económico
aumentaría (Talbert, 2008); el entendimiento de las causas y de las soluciones ligadas a
la crisis ambiental, se incrementaría en todos los niveles (Laurian, 2003); el desmedido
crecimiento poblacional se frenaría (Oystein, 2002); la capacidad para lidiar de manera
efectiva con los problemas del ambiente físico y social crecería (Geller, 2002); el
consumismo no sería ya la característica distintiva de los estilos de vida de la gente
(Corral et al, en prensa); disminuirían significativamente las inequidades económicas,
sociales, raciales y de género (Chokor, 2004; Ehrlich & Ehrlich, 2004); la violencia
social, incluyendo la familiar, la comunitaria y el terrorismo, cederían (Renner, 2005);
el egoísmo daría paso a la cooperación y las acciones altruistas se multiplicarían
(Michel, 2007). Finalmente, pero no por esto lo menos importante: habría motivos
múltiples para ser más felices, basados todos en la sensación positiva que acarrea
saberse educados y competentes (De Young, 1996; Caprara et al, 2006).
Una psicología positiva de la sustentabilidad enfatiza la búsqueda de las virtudes
humanas que promueven la conducta conservadora del ambiente. A la sabiduría se le
aúnan virtudes como el valor, la humanidad, la justicia, el temple, y la trascendencia
(Peterson & Seligman, 2004), cualidades todas que deben tener una liga con el cuidado
del entorno. David Orr (2008) un ambientalista experto en relaciones internacionales,
asegura que la psicología puede hacer la diferencia entre un futuro de catástrofe
absoluta y otro que conduzca a una civilización global, justa y sustentable. Para
asegurar el último escenario es necesario entender –de acuerdo con Orr- de qué manera
podemos inculcar los rasgos de apertura, compasión, generosidad, tolerancia, empatía,
humor, coraje, y apego a la naturaleza.
No existe prácticamente información acerca de cómo este conjunto de rasgos
positivos humanos se liga a esas acciones de cuidado y es tiempo de que los psicólogos
ambientales inicien la búsqueda conducente. Una noticia estimulante es que existen
organismos e instituciones que están promoviendo la obtención de dicha información.
Cuando el autor se encontraba finalizando el presente libro recibió una convocatoria de
la Universidad de Chicago que ofrecía financiamiento a la investigación en la nueva
Ciencia
de
la
Virtud
(la
página
de
internet
es:
http://www.scienceofvirtues.org/index.html), un área interdisciplinaria que cubre
campos tan aparentemente desconectados como la psicología, la ingeniería, las
matemáticas, la economía, la literatura y la teología y cuyo propósito es investigar y
estimular lo que nos hace buenos –personal y socialmente hablando- para generar el
bienestar humano.
Lo anterior nos lleva a asegurar que un campo especialmente importante de la
investigación acerca de psicología positiva de la sustentabilidad tiene que ver con las
repercusiones de la conducta pro-ambiental. Los psicólogos ambientales y profesionales
relacionados debemos demostrar que una psicología basada en las capacidades y
virtudes humanas (Seligman et al, 2005) contiene las estrategias idóneas para enfrentar
el dilema ambiental y la crisis de supervivencia de la especie. Pero además, debemos
generar tecnología educativa y social que permita trasladar el conocimiento desde las
universidades y los centros de investigación hacia la sociedad que lo requiere con
urgencia. ¿En qué condiciones o escenarios de conducta se genera la competencia
proambiental? ¿Qué requerimientos ambientales son indispensables para generar
competencias de cuidado del entorno? ¿Qué habilidades deben fomentarse? ¿De qué
182
manera se aprenden mejor las habilidades y requerimientos para ser sustentables?
¿Cómo generar condiciones que liguen de manera óptima la competencia, la
cooperación y el bienestar psicológico? Estos son sólo algunas de las múltiples
preguntas de investigación que deberíamos estar ya formulando.
Los medios de comunicación no sólo le han fallado a los ciudadanos tratándolos
de encauzar por el camino errado e infeliz del consumismo (Talbert, 2008). También
han realzado, en su mayoría, el amarillismo de la miseria humana, enfatizando lo malo
y lo pésimo que nos caracteriza como seres inequitativos, violentos, egoístas y
depredadores del ambiente. ¿Dónde están las buenas nuevas? ¿En dónde acomodan los
medios de comunicación su responsabilidad social, proponiendo opciones para salir del
atolladero? Es evidente que estos medios han sido incapaces de difundir a amplios
sectores de la comunidad mundial los numerosos y excitantes proyectos que, en estos
momentos, se encuentran en marcha como alternativas sustentables para la producción
de bienes y para el cuidado del ambiente. Esto es exactamente lo que Krup y Horn
(2008) señalan en su reciente libro Earth, the Sequel, proveyendo además, una revisión
de la gran cantidad de nuevos proyectos que involucran el uso de energía sustentable.
Hay más ejemplos de esta forma de comunicar lo positivo de la acción humana a favor
del ambiente:
En lo concerniente a formas sustentables de hacer negocio, por ejemplo,
Interface Inc., en los Estados Unidos, decidió desde los años noventa del siglo pasado,
eliminar los desperdicios y el uso de combustibles fósiles y se encuentra próxima a
cumplir totalmente con ese objetivo. Otras empresas trasnacionales, como Wal Mart, se
encuentran en la ruta de lograr las mismas metas (Orr, 2008). El negocio de renta de
películas Netflix ofrece, desde principios de 2007 sus servicios vía internet, con lo que
reduce la dependencia de empaques, establecimientos y viajes a la tienda. La British
Petroleum ha dado los primeros pasos para convertirse en una compañía energética, en
lugar de la empresa petrolera que es hoy, invirtiendo ocho mil millones de dólares en
fuentes alternativas de energía solar, eólica y de hidrógeno (Gardner & Prugh, 2008).
A este respecto, numerosos inversionistas empiezan a colocar capitales de riesgo
en empresas de “tecnología limpia” en los campos de la energía, la agricultura, agua y
manejo de basura. Estos capitales de riesgo son el semillero económico para la creación
de negocios innovadores, basados en las grandes ideas que transforman a las sociedades.
El crecimiento de estas inversiones es tal que han llegado a convertirse en la tercera
fuente de capitales de riesgo en los Estados Unidos y su crecimiento se traslada a otras
regiones del mundo, especialmente China (Stack, Balbach, Epstein & Hangii, 2007).
La acción gubernamental también ha producido dividendos positivos: en Nueva
Zelanda, el setenta por ciento de los consejos (municipales) declaró una meta de “cero
basura a sus rellenos sanitarios”. El pueblo de Opotiki se acercó a esa meta tanto que ha
evitado que un noventa por ciento de su basura llegue a los rellenos desde 1999. Esos
objetivos, por supuesto se basan en acciones de responsabilidad civil y, eminentemente,
en la legislación que obliga a las compañías a hacerse cargo de sus productos y
empaques –una vez que han sido desechados- para reciclarlos o reusarlos (Zero Waste
New Zealand Trust, 2008).
Colocar un precio ecológico a los bienes y servicios ayuda a apreciar su valor en
una justa medida. El gobierno alemán incrementó los impuestos a la energía desde 1999
183
hasta el 2002 y redujo aquellos relacionados con el trabajo. Esto produjo una
disminución en las emisiones de carbono y la creación de un cuarto de millón de nuevos
empleos hasta el 2003. La combinación de impuestos y rebajas (feebates, in inglés)
produce subsidios a los productos “limpios” (no contaminantes) que se originan en los
impuestos a los productos “sucios”, tal y como lo hace el gobierno sueco. También en
Suecia, una comisión gubernamental recomendó recortar el uso de transporte entre
cuarenta y cincuenta por ciento (Gardner & Prugh, 2008).
Una estrategia adicional consiste en valorar económicamente las contribuciones
de la naturaleza al progreso humano. En Costa Rica, los dueños de tierras reciben un
pago por la conservación de los bosques y su diversidad; el dinero proviene de
impuestos y venta de “créditos ambientales”. En Australia también se reciben pagos por
proteger la biodiversidad de terrenos y en algunas regiones de México los usuarios de
agua para siembra le pagan a un fondo de protección de acuíferos, con lo que se
previene su explotación y degradación (Bayón, 2008).
El manejo de recursos comunes, sobre principios de equidad y cooperación es
otro ejemplo de acción sustentable. En España, Suiza, Japón y las Filipinas se practica
desde hace siglos un manejo común de trabajos de irrigación, de bosques y de
pastizales. Esa acción comunitaria no ha entrado en conflicto (por lo menos no
políticamente) con los esquemas capitalistas en esos países. Rowe (2008) llama a este
esfuerzo “la economía paralela de los comunes”, que vuelve tangible los postulados
teóricos que revisamos en el capítulo 2. En más de esto, la Unión Europea, produjo un
esquema de control de gases de invernadero basado en el principio de que la atmósfera
es un bien común y que el acceso a su capacidad de absorción de carbono debe tener un
precio. En los Estados Unidos, 40,000 miembros de una cooperativa alimenticia
formaron un fondo de inversión, con el fin de adquirir una tierra que, por su parte,
grupos inmobiliarios deseaban comprar para “desarrollarla” en la forma de zonas
habitacionales. El fondo se diseñó para manejar la tierra, para las próximas
generaciones, como sólo apta para cultivo (Gardner & Prugh, 2008).
En más buenas noticias, el consumo de productos amigables con el ambiente se
ha incrementado de forma significativa: las ventas de los coches híbridos de la Toyota
saltaron de 18,000 en 1998 a 312,500 en 2006 y a nivel mundial su número es de más
de un millón. Lo mismo puede decirse para las ventas de bulbos fluorescentes
compactos que, sólo en los Estados Unidos totalizaron cien millones en 2005. La
compra de comida orgánica creció en un cuarenta y tres por ciento entre 2002 y 2005
(Gardner & Prugh, op cit).
Por supuesto, el consumo irresponsable de productos, la sobre-explotación de
recursos, el acaparamiento y manejo individual de terrenos y otros recursos naturales
aun sobrepasa (con mucho) a estos esfuerzos de la acción sustentable. Sin embargo, su
presencia y crecimiento sostenido representan una esperanza de mejores tiempos y son
una muestra de que tenemos a disposición los medios para alcanzar los fines de la
sustentabilidad.
El diseño sustentable de edificios también empieza a apropiarse de nociones
psicológicas, como la afinidad por la naturaleza y por la vida (ver capítulos 1 y 10).
Kellert, Heerwagen & Mador (2008) llaman “diseño biofílico” a este arreglo
arquitectónico, el cual “calibra” los sentidos humanos al incluir luz, materiales
184
naturales, sonido blanco y conexión con la naturaleza, promoviendo el aprendizaje de
quienes los habitan, una curación acelerada en hospitales, e incrementos de
productividad en los sitios de trabajo (Orr, 2008).
Por el lado de la sustentabilidad social, sabemos que la afabilidad y la calidez
humana, entre otros rasgos positivos no son nada raros sino, contrariamente, bastante
comunes en la conducta humana. Ante cada evidencia de depravación que los medios
difunden con total desparpajo, surgen ejemplos incontables de bondad, sacrificio por
otras personas, cooperación y altruismo, no siempre difundidos en esos mismos medios.
Como Orr (2008) lo señala, a diario hay muestras de heroísmo en agentes de la policía,
en bomberos, en maestros y en padres que actúan solidariamente sin esperar una
recompensa tangible. En situaciones de crisis ambientales, ante las hambrunas y la
pobreza extrema, la ayuda de miles de personas no se hace esperar. No es necesario
conocer a las víctimas de esas condiciones indeseables: sólo basta con saber que sufren
y que la ayuda hará una diferencia en sus vidas. Contra lo que señalan los modelos
económicos del comportamiento (actuar en espera de un refuerzo positivo), la
amabilidad de perfectos extraños desafía los cálculos del interés egoísta que constituyen
esas explicaciones de la conducta humana. Vivimos en un mundo que se sustenta en la
cooperación. Sólo debemos asegurar que ésta se mantenga, que crezca y que no
sucumba ante los embates del egoísmo, el consumismo y la inequidad. Nuestro reto es
generar las condiciones que permitan que los ejemplos de cooperación apabullen las
muestras del egoísmo no sustentable.
Considerando todos estos aspectos, los psicólogos ambientales podemos y
debemos investigar las condiciones que posibilitan la adopción de sistemas de
producción pro-ambientales, el uso de energía renovable, los sistemas de trabajo
cooperativo y de distribución equitativa de recursos y, en fin, de todas las posibles
formas de organización y trabajo sustentables. En el área social, es fundamental
continuar estudiando el origen y el mantenimiento de las virtudes humanas y cómo éstas
se difunden en los grupos humanos, posibilitando la cooperación, la solidaridad, y la
búsqueda de soluciones a problemas comunes, entre ellos, los ambientales. De los
comentarios que se desprenden con respecto a los medios de comunicación está el
importante papel que éstos desempeñan en la generación y difusión de mensajes pro y
anti-ambientales. Los medios son muy importantes como propagadores de información
acerca de lo qué sucede con el entorno, lo que puede hacerse para resolver problemas y
las maneras de lograr estos cometidos. También para difundir modelos de actuación y
para constituirse en una pieza clave de los procesos educativos ambientales.
Psicología positiva de la sustentabilidad.
Párrafos arriba aseguramos que la psicología puede darnos un mejor
entendimiento de los contextos o ambientes que conducen a la sustentabilidad y, por lo
tanto, a la supervivencia. Como Kaplan y Kaplan (2008) lo establecen, estos dos
productos no están necesariamente ligados con el bienestar egoísta –es decir, con el afán
de la maximización del bienestar personal en primera instancia. Como sabemos, éste a
menudo resulta en un gran costo para las mayorías y para el ambiente, como lo
demuestran las enormes desigualdades económicas y sociales que la humanidad ha
experimentado desde el descubrimiento de la agricultura. Alternativamente, la
maximización del bien común es una ruta más benigna y efectiva, que, desemboca a
final de cuentas en la felicidad individual: la satisfacción y el bienestar personal fluyen
de la participación en acciones que mejoran la vida de otros.
185
En su Modelo del Individuo Razonable, Rachel Kaplan y Stephen Kaplan (2008)
aseguran que el ser humano es un organismo que requiere información del medio que le
rodea, para subsistir y para medrar. Los Kaplan organizan las necesidades de
información de las personas en tres categorías interconectadas e interdependientes que,
no obstante, refieren diferentes dominios promotores de la “razonabilidad”. Estas
necesidades tienen que ver con 1) el entendimiento de lo que está sucediendo alrededor
de la persona (construcción de modelos del mundo), con 2) la capacidad de utilizar
conocimientos y habilidades (efectividad) y con 3) el deseo de ser necesarios y lograr
una diferencia a través de los actos personales (acción con significado). En otras
palabras, en el esquema de estos autores, todos debemos estar conscientes de nuestro
medio y ser capaces de enfrentar los problemas que nos plantea la vida. Además, de
manera esperanzadora, todos deseamos que otras personas nos necesiten y así generar
cambios en las condiciones de existencia para otros y, al mismo tiempo, para nosotros
mismos. Este esquema, como pocos, resume los ideales de la psicología positiva y, de
manera explícita, los liga con el afán de lograr un mundo sustentable basado en el
entendimiento, la capacidad y el deseo humano de ser mejores.
Al enfrentar el dilema ambiental, a la humanidad se le presenta la oportunidad
de utilizar los componentes positivos de su naturaleza evolucionada: su altruismo
desinteresado, el afán por conocer el entorno, la capacidad para salir avantes ante
problemas, la necesidad de ser requerida(o) por otros, el gusto por trascender generando
soluciones diferentes ante problemas cambiantes. Los individuos tienen la necesidad de
encontrar significados y de actuar en modos que los realcen. Sus actos pueden ser
pequeños o grandiosos, durar sólo un momento o mucho tiempo; dirigirse a personas
que conocen muy bien o a perfectos extraños; encaminarse a procurar el bien de otras
personas o hacia muchos otros resultados (Kaplan & Kaplan, 2008).
Una ganancia adicional que emerge del marco de las necesidades humanas es
que todas se relacionan entre sí. La gente que, de manera voluntaria, se inmiscuye en
acciones de activismo ambiental cree que, de esta manera, cuida el entorno y contribuye
a generar un mundo mejor (Grese, 2000); en ese sentido, las personas se involucran en
acciones responsables, se vuelven altruistas y eso las hace sentirse bien. Para satisfacer
sus necesidades de trascendencia (lograr cambios que valgan la pena en la vida), los
individuos no tienen que actuar solos: pueden encontrar en la participación grupal y la
cooperación el mejor medio para generar cambios sociales duraderos y de beneficio
para todos (Ehrardt-Martínez, 2008).
Hace ya algún tiempo, Bechtel (1997) aseguró que, en última instancia, la
psicología ambiental no era un tópico más de la ciencia, sino un verdadero manual de
supervivencia. Su prédica es recogida por un número cada vez mayor de autores (Orr,
2008; Kaplan & Kaplan, 2008, Mayer & McPherson, 2008; por ejemplo) que ven en el
conocimiento de la naturaleza humana y en su conducta, la mejor solución a la
gravísima crisis planetaria que a nuestra generación le tocó enfrentar. Para salir de ella
no tendremos dos oportunidades: la que estamos viviendo en estos años es la única que
se nos otorga y de su solución dependerá que la vida, tal y como la conocemos en la
Tierra, continúe o no.
Las palabras arriba expresadas no pretenden ser un refuerzo del amarillismo
mediático que nos invade cotidianamente. Por el contrario: buscan constituirse en una
186
de las dos premisas positivas de una solución también positiva: La primera premisa es:
Tenemos un grave problema y éste ha sido causado por nuestra forma de vivir e
impulsado por aspectos negativos del comportamiento. La segunda premisa es: La
solución radica en nosotros mismos: en las capacidades positivas que forman también
parte de nuestra naturaleza y que permiten contrarrestar los aspectos negativos. La
solución es, por supuesto, la supervivencia de nuestra especie y su bienestar,
garantizando, con esto, la continuidad de las otras especies y, por lo tanto, la vida en la
Tierra.
La historia ha demostrado que los marcos teóricos deterministas no tienen
necesariamente la razón al tratar de explicar las causas del comportamiento ni el destino
de la humanidad. Freud, al analizar los determinantes inconscientes del
comportamiento, le apostaba a la aniquilación de la especie. Se equivocó porque
sobrevivimos a las dos terribles guerras mundiales del siglo anterior. Skinner, confiando
en las contingencias ambientales, negaba la posibilidad de que pudiéramos, en última
instancia, decidir el destino de nuestras vidas, pero no acertó a elucidar el enorme peso
que tenía la historia individual en la determinación del comportamiento. La psicología
evolucionista aseguraba, en sus inicios, que el egoísmo genético sellaba el futuro
sombrío de hombres y mujeres, pero no acertaba a sopesar la influencia de los factores
ambientales –que ahora, afortunadamente acepta- y de la deliberación personal en el
curso de las decisiones humanas. Es muy probable que el fatalismo psicoanalítico, así
como el conductista y el evolucionista sean producto de la era que los vio nacer: una
época de pesimismo marcada por tribulaciones como pocas que ha experimentado la
humanidad. Desde mediados del siglo XX hasta principios del XXI tuvimos un relativo
respiro planetario que posibilitó una bocanada de optimismo; la ciencia de la conducta
lo recibió en la forma de la psicología positiva. Que éste sea bienvenido.
La crisis ambiental puede ser más grave que los conflictos bélicos, económicos y
sociales del siglo pasado y necesitamos una buena dosis de positividad, pero también de
una gran capacidad para enfrentarla. Afortunadamente, ahora sabemos que la biología
no significa fatalidad para el comportamiento, ni tampoco lo es el determinismo
ambiental. Esas influencias son probabilísticas, como lo es casi todo en este mundo y
mucho de lo que podemos hacer depende de la deliberación y de la libertad de la que
disponemos para decidir qué es lo mejor para todos. Requerimos más que nunca de esas
dimensiones psicológicas para obrar, por constituirnos como la única especie con
consciencia en este planeta, en función de los graves problemas que enfrentamos. La
mala noticia es que el tiempo se nos acaba. La buena, es que tenemos toda la capacidad
para lograr salir adelante.
Pueden parecer utópicas las afirmaciones anteriores, especialmente porque no
sólo la razón decidirá el curso de acción que tomaremos. Al encarar la crisis ecológica
actual también se encuentran presentes, como influencias innegables, el aspecto
emocional y lo que muchos llamarían “instintos” o impulsos básico humanos que nos
predisponen a actuar para la consecución del placer y del bienestar personal inmediato y
tangible. Sin embargo, todos esos componentes de nuestra naturaleza humana siempre
han obrado conjuntamente, y continúan operando así, para resolver los problemas que
como especie hemos enfrentado. Ésta no tiene por qué ser la excepción.
En la solución de los problemas ambientales, contrariamente a lo que muchos
anticipan, no tenemos porqué recurrir al sacrificio de lo que hemos logrado con el
187
verdadero progreso humano (Jackson, 2008), y mucho menos, a privarnos de lo que es
primordial para el bienestar que requerimos como especie. Nuestras necesidades
esenciales incluyen la satisfacción de las urgencias básicas materiales; la compañía de
otros; el amor y el afecto de quienes queremos; la satisfacción que se logra al hacer bien
lo que emprendemos y la felicidad de saber que hemos logrado superar -una vez másun problema. Pero más que nada, necesitamos tener la certeza de que la humanidad
continuará en compañía de los otros millones de especies hermanas, la fascinante
experiencia de la vida en este universo.
188
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