Un trago para buscar a Agustín Lara noviembre 6, 2018 | Por Jorge Alonso Espíritu Cuentan las historias de los viejos qué en San Antonio, Puebla; un barrio marcado por la marginalidad, una mujer atacó a Agustín Lara provocando la cicatriz que lo marcaría de por vida. Hoy en San Antonio se vive una lucha entre la conservación de la memoria y la identidad, y el olvido. 1.El Flaco de Puebla. ¿Dónde nació Agustín Lara? He nacido rumbero y jarocho, cantaba El Flaco de Oro al referirse con tono de bolero a su amada Veracruz. Sin embargo, hay quien, dudando de la palabra del compositor, afirma que nació en la calle de República de Colombia, allá por el Centro Histórico del DF. También están los de Tlatlauquitepec (un lugar en la sierra nororiental de Puebla de paisajes hermosos y borracheras económicas), quienes reclaman que la niebla de su tierra vio nacer al pianista. Para mí no hay controversia: si compositor dijo haber visto la luz en Veracruz, que así haya sido. Lo que sí me sorprendió fue enterarme en una línea en una nota de un periódico viejo, que el origen de la cicatriz que lo marcó estética y emocionalmente fue en la ciudad de Puebla, específicamente en un tugurio del Barrio de San Antonio, un conjunto de cuadras de mala fama donde cualquier poblano un poco enterado se niega a transitar. Porque si la herida cicatrizó en Puebla, entonces esta ciudad tan moderna vio nacer al músico y poeta. 2. Barrio de San Antonio. Puebla fue fundada por los ángeles, eso dice el mito. El relato, que puede ser bello, no ha sido tan inocente con la ciudad: todo lo que no es santo, católico o conservador ha sido relegado, tapado, marginado. El barrio de San Antonio fue fundado como un “barrio de indios”; esta categoría sociopolítica dotaba al lugar de cierta autonomía ante la política virreinal, pero en los hechos marginó y marcó a sus habitantes con un estigma que en sus casi 500 años de vida; pues ha sido receptor de migrantes que viajaban como mano de obra de los españoles, de plagas provocadas por la insalubridad y el mal uso de las aguas, sector de cantinas y prostitución, y sede de la banda criminal más celebre: Los Pitufos. Hacia el siglo XIX, San Antonio, colindante con el Centro Histórico por el lado norponiente, se convirtió por decreto en la primera zona roja de Puebla: las pulquerías y cantinas se asentaron en el lugar y la prostitución se comenzó a practicar a las espaldas de una sociedad profundamente católica. Entre los bares, cantinas y salones de baile, los personajes de Puebla tomaban ánimos para volver a funcionar, ya sea como obreros de fábricas textiles, haciendas y harineras. Las industrias que hicieron florecer la ciudad ofrecían su dinero a cambio de música, licor y sexo, acompañados por políticos y ferrocarrileros. la investigadora Gloria Tirado, apuntó que para estos últimos era un poco más costoso, pues las prostitutas les cargaban un costo adicional por bailar porque les ensuciaban la ropa. 3. Los ferrocarrileros. En 1869 el Presidente Benito Juárez fundó la estación del Ferrocarril Mexicano en Puebla. Casi 150 años después, en la zona se construye un tren turístico. La estación fue convertida hace tiempo en un museo, uno de los más visitados de la ciudad. Al avanzar hacia la parte vieja de Puebla, no es difícil imaginar a Lara, a Porfirio Díaz o a cualquier contemporáneo bajar por la estación de la 11 norte, rumbo a los mesones del centro. Sobre todo, los ferrocarrileros de entonces dirigirse al portalito del Parque del Señor de los Trabajos para a comer una torta de agua y tomar algún preparado para la cruda en la “cantina y tortería TM”, misma que da servicio desde la década de los 40’s del Siglo XX. Cerca, algunos grupos de mariachis circundan en busca de algún cliente; muy diferente a otras plazas de mariachis del país, aquí el compositor tocaba boleros. Entro a la cantina dentro del breve portal. Unas pocas personas, nada animadas, platican y toman una cerveza. La lista de tortas es larga. Me arriesgo con una de ternera y la carne resulta fría. Paso de la fascinación de lo viejo, al desánimo de ver como se extingue la historia. Me bajo la comida con una sangría. Salgo a la noche. Hay mucho viento. 4. Una larga historia de prostitución. Es difícil seguir las huellas, no ya de Agustín Lara, sino de la historia cotidiana de Puebla. Me dirijo hacia el polígono norponiente de la vieja ciudad, delimitado en buena medida por el boulevard 5 de Mayo. El problema añejo de la movilidad sigue presente al adentrarse en las calles sucias del centro. Hoy las cosas se ven un poco peor: el ayuntamiento ha levantado bloqueos para expulsar a los ambulantes. Hay tensión en la calle. Corre el rumor de dos muertos, pero la noticia nunca se confirma. La presencia policial no impide que en las calles vecinas a San Antonio se levante una zona de tolerancia de facto. Las mujeres, expulsadas de los prostíbulos por el gobierno panista se toman las banquetas desde hace unos años. Sus caras morenas maquilladas exageradamente empalagan la vista. Los colores chillones de sus leggings las vuelven evidentes, pero el mal gusto no inhibe a sus clientes. Los hombres negocian desde la mañana las tarifas para un acostón de unos minutos o, si el dinero es escaso, una felación. Los rostros de las mujeres lastiman. Van desde el aburrimiento al enojo y en muchas se deduce con facilidad la minoría de edad. Los policías hacen destacamento a pocos metros, pero no muestran importancia. De pronto recuerdo que la prostitución siempre ha formado parte de este lugar, conocido desde hace décadas como “La Zonita”. En la historia de Lara y de San Antonio, estas mujeres tienen un lugar especial. Cuenta una residente del barrio: “Las chicas eran muy guapas y elegantes. A mí me gustaba salir a pasear y mirarlas. Eran otros tiempos”. Y en esos tiempos, es sabido, Lara le cantaba, también, a ellas. 5. La cicatriz. La historia es conocida, pero siempre inexacta: En una noche de cantina, en la que se llamaba El Farol Rojo, una mujer de nombre Estrella (al menos en eso coinciden la mayoría de las versiones) cruzó el rostro de Agustín Lara con una navaja, o con una botella rota, marcando para siempre al compositor de “Solamente una vez”. La versión siempre ha sido extraoficial. En entrevista concedida a Elena Poniatowska en La Jornada, el gran amigo de Agustín, Pedro Vargas, repite la misma historia que el compositor más contaba: una enamorada lo atacó en Córdoba, Veracruz. El problema es que Agustín solía mentir mucho, y de sus mentiras, la favorita era la de su herida. Ahora recorro las calles en busca del Farol Rojo. Algunos edificios viejos se mantienen en pie. La mayoría son auténticas ruinas. Tengo tres direcciones en el cuaderno, las tres facilitadas por personas que aseguran haber bebido allí, pero en ninguna hallo ni rastro de los tugurios, cerrados, la mayoría, antes de que yo naciera. Hay otro problema: buena parte de los residentes con quienes me encuentro son inmigrantes que desconocen el pasado del barrio. Cada intento fallido es, sin embargo, el encuentro con una estética del desmoronamiento y al mismo tiempo, de la resistencia. No son pocos los esfuerzos por conservar la identidad y resguardar la memoria de un pasado que los más puritanos consideran vergonzoso. 6. Un recuerdo. Durante las fiestas patrias de 2014, en el trayecto de la terminal a nuestro destino cruzamos por el barrio de San Antonio, cabe señalar que, hasta ese momento, mis referencias del lugar eran las historias sobre la banda delictiva más famosa de Puebla, en los años 80’s; al mismo tiempo difundiendo el terror en la zona y ayudando a los gobiernos que los utilizaban como brazo armado ilegal. Montados en el transporte público, pasamos por sus casas viejas, en mal estado pero llenas de colores: rojos intensos, amarillos, azules y verdes, sin que faltaran el rosa y los murales de los grafiteros locales y foráneos, que han intentado hacer de la gráfica una forma del recuerdo y la identidad. Según Mayra, San Antonio era la imagen que siempre tuvo de México: un país colorido con las paredes llenas de tonos fuertes y alegres. 7. Doña Josefina Tijera. Tienda “El Moy”. (Suena “Amorcito corazón” en una radio al fondo). estaba chica cuando todo eso existió. Tendría como diez años cuando era la zona de tolerancia. Yo me ponía a ver a las mujeres galantes. Y en uno de esos lugares, El Faro, fue donde una de las muchachas le dio el charrascaso a Agustín Lara, por celos. Te imaginarás que esto empezó a cambiar. Yo me fui a vivir a otro lado, pero después volvimos porque mi tío nos puso una tienda donde llegaban los clientes y trabajadores de los bares. Había una señora muy bonita que usaba unos vestidos enormes como los de Lucha Villa. Sonaba mucho la música de Lara, pero la verdad es que a mí nunca me gustó demasiado. Lo que sí escuchaba era la música de la Santanera. Había muchos borrachitos. Todavía hay un edificio muy viejo donde se ven los cuartitos de la parte de abajo, que era donde atendían las nenorras. Ya se está cayendo el edificio. A mí me gusta mucho, mucho el barrio. De aquí soy y me parece muy bonito, aunque a otros les de miedo. De los delincuentes viejos, ya quedan muy pocos. Los que ahora son peligrosos son los que saben de la fama del lugar y se vienen a hacer sus cosas aquí. Recuerdo mucho la música, las luces, las puertas. Era bonito. Y nunca tuvimos un sólo percance. La zona de tolerancia tenía su lado hermoso. 8. Juan González. Parque de San Antonio. Algunos autores de Agustín Lara dicen que la rajada se la hicieron en el Distrito Federal, pero en realidad fue en San Antonio. Un muchacho se peleó con él y le cortó la cara. En ese entonces había muchas cantinitas con sus luces, y los años que siguieron allí estaban. Yo crecí aquí, pero en la casa hogar. Los papás de los que ahora somos viejos, ellos sí conocieron bien la historia. Me he ido del barrio y regresé. Incluso tengo una casa cerca de la carretera, pero me parece aburrido y gris. Ahora vivo en uno de los edificios más horribles de por aquí. El 105. Pero tenemos tradiciones que son muy bonitas. Por ejemplo, ya vienen las posadas. Llevaré a mi nieto allá a la Casa Hogar Hernández Villar, ya no estará mi cama, pero sí los cuartos donde dormíamos. Recuerdo que salíamos los domingos en fila, nos llevaban las monjitas al mercado. Regresábamos cargando jitomates, aunque no creas que eran del uno. Allá en el mercado de La Victoria, una señora nos regalaba una cemita cada vez que íbamos. No sé cómo hacía para no quebrar con todo lo que nos regalaba. Había muchos bienhechores. Unos señores llegaban cargando unos botes de 40 litros de leche. Nunca nos faltó un vaso de leche. La verdad es que no sé mucho de la vida de los bares, porque estuve adentro del orfanato, pero cuando salíamos veíamos todos esos lugares: El Barrio Chino, El Acapulco, el Bar Pepe, el Pirata, el Bagdad, con sus luces rojas y sus mujeres coquetas, con sus vestidos enormes… eran otros tiempos. Pero para ser exactos, deberías hablar con los más viejos. Pero ya quedan muy pocos. Dos o tres personas. A ver si las encuentras. Yo no cambio el barrio. Me gusta venirme a sentar a esta banca. Hay muchas cosas que me pregunto de esos tiempos. 9. El color rojo. Uno de los distintivos de San Antonio, para bien y, muy a menudo para mal, es la presencia de intrincadas vecindades que suponen auténticos laberintos de departamentos, cuartos y patios. En las décadas pasadas fueron tan importantes para la delincuencia que el barrio se convirtió en una geografía cuyos cartógrafos eran miembros de la banda de Los Pitufos. Algunos rumores afirman que entre vecindades había pasajes secretos para escapar de la persecución de la policía o de grupos opuestos. Una de las vecindades más icónicas, al menos en lo que a arquitectura se refiere, es la que se instaló en el alguna vez modernísimo Edificio Rojo. Llegar hasta él es fácil, pero a pesar de ser un símbolo para el barrio, me extravío un par de veces. Tardo en darme cuenta: el edificio ha sido pintado de blanco. Busco en mi memoria para tratar de recordar cuando fue la última vez que lo vi colorado. No encuentro rastros y los vecinos a quienes pregunto tampoco. Camino desconcertado al parque para organizar apuntes. He recolectado más presuntas direcciones del Farol Rojo, aquel bar que le marcó el rostro a Lara. Visito cada una de las direcciones. En todas me encuentro con edificaciones al borde del derrumbe, abandonadas, que han sucumbido ante la maleza, el hedor y la basura. Aún hay demasiada luz en las calles. Planeo volver por la noche. Quiero estar aquí a la hora en que los tugurios, cantinas y pulquerías encendían las luces; poder imaginar los vestidos largos, los borrachos cayéndose en las calles, y a Agustín Lara entrando a un local con su flaca silueta y un cigarro en la mano, listo para cantar al amor, a las mujeres y a la tristeza. 10. Un trago para Lara. ¿Qué tomaba Agustín Lara? Me pregunto en la mesa de La Terminal, una de mis cantinas favoritas. Hay quien dice que coñac. Otros, que simplemente tomaba hasta perder el sentido. Por las dudas, decido homenajearlo con cerveza. A menudo pasan por aquí los cantadores con sus guitarras de palo. Planeo pedir una canción, pero no se asoma ninguno. Por única vez me coloco los audífonos, pongo en el reproductor Piensa en mí, y brindo. En el parque central de San Antonio un colectivo de artistas dibujó con aerosol el rostro del maestro Lara. El barrio siempre cambia el rostro, pero el de ahora es un poco más triste. El terremoto del año pasado terminó por derrumbar algunos de los edificios que hace meses ya amenazaban con volverse ruinas, otros están al borde del colapso y esperan su demolición. Yo estaba allí, dando clases. San Antonio no tuvo víctimas mortales, sólo daño material y pérdidas a la memoria cultural de esta ciudad. Lo de siempre.