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1898

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1898
El jurado ante los
crímenes callejeros
Carlos Maza Gómez
© Carlos Maza Gómez, 2022
Todos los derechos reservados
Índice
Prólogo ………………………………...
El asesinato de Moreno Pozo ………….
El ingenuo y la manirrota ……………...
La emoción del jurado ………………...
Vuelta a la Audiencia ………………….
Propiedad y poder ……………………..
La caída de Narciso ……………………
El maltrato sobre Juana ………………..
El crimen de la calle Altamirano ……...
Un abrupto final ……………………….
La borrachera del torero Gavira ……….
¿Qué sucedió aquella madrugada? …….
Los testigos desinteresados ……………
El paseo de Floranes …………………..
Las tres declaraciones de Floranes …….
¿Quiénes eran Sáenz y Floranes? ……...
Los testigos hablan …………………….
La versión de los letrados ……………..
Una terrible coincidencia ……………...
Una historia de amor …………………..
Los hechos concretos ………………….
El desconcertante veredicto …………...
La misteriosa muerte de Enrique Pagán
Tengas pleitos y los ganes …………….
Hilla se dice inocente ………………….
Los testigos dicen que sí y que no …….
Cronología de los casos presentados ….
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Prólogo
Este libro tuvo un propósito, inicialmente, para terminar teniendo
otro complementario con el primero, pero distinto. Su redacción partió de
la entretenida lectura del libro “El año en las Salesas 1899” de José Luis
Castillejo. El que se hacía llamar “Licenciado Vidriera” era por entonces
cronista judicial del Heraldo de Madrid y reunió en un solo tomo las
crónicas más importantes que hubo aquel año.
Repasando los casos juzgados que presentaba, la actuación de
fiscales, defensores, presidentes de los tribunales, llevadas a cabo en las
Salesas, edificio emblemático donde se situaba la Audiencia de Madrid,
observé la considerable frecuencia de un mismo tipo de crimen.
En mis lecturas sobre la criminalidad durante el período de la
primera Restauración, los casos más frecuentes resultan ser, además de
los crímenes pasionales, las reyertas tabernarias, a veces por los motivos
más fútiles. Observemos el caso, por ejemplo, que tuvo lugar el 29 de abril
de 1898.
La tarde de ese día, en una taberna de la calle Serrano de Madrid,
dos individuos, Francisco Bermejo y Brígido Agudo, riñeron. El motivo fue
que el segundo le dijo al primero que los españoles no tenían valor para
batirse. Para reafirmar lo que decía, tiró un jarro de agua a la cabeza de
su oponente y este respondió sacando una navaja y propinando al otro una
herida de gravedad en un costado.
Dos meses después, el 10 de junio del mismo año, un sujeto le dijo a
otro en una taberna de la calle la Encomienda que le había sustraído dos
pesetas. Con tal motivo empezaron a arrearse estacazos interviniendo un
tercero, que quiso separarlos, con la mala fortuna de que el que recibió un
golpe en el ojo fue él, causándole una herida de pronóstico reservado.
En muchas ocasiones, además de estos motivos que es difícil
comprender que causen una riña, incluso llegando a terminar en muerte,
hay otros más frecuentes: salir a relucir enconos previos, resentimientos
por acciones pasadas de uno con otro, por la sospecha de que el oponente
se entiende con la mujer del agresor, o porque dos pretenden a la misma
mujer.
Otro tipo de causa frecuente tuvo lugar, por ejemplo, el 26 de agosto
de ese mismo año de 1898. En una taberna de la calle de la Palma se
organizó una partida de tute por la noche entre cuatro parroquianos.
A resultas de que uno de ellos acusara a otro de hacer trampas en
una jugada y, amparados en las distintas amistades entre ellos, los cuatro
(junto a un quinto) se propinaron palos de tal modo que tres de ellos
terminaron con heridas de consideración y otros dos detenidos en la
prevención.
Durante todos aquellos años los periódicos y poderes públicos
clamaban por el ambiente tabernario, sobre todo en fines de semana,
cuando los trabajadores más pobres e ignorantes ahogaban el tiempo en
vino y juego. Todos portaban navajas de considerable tamaño, palos como
hemos visto, incluso revólveres. Conseguir uno era fácil en el Rastro si se
disponía de dos a cinco pesetas. La mayoría de los clientes de tales
establecimientos no tenían tal cantidad, pero una buena faca bien
esgrimida resolvía cualquier riña, sea con heridas o con muerte.
Durante un tiempo jugué con la idea de hacer una crónica de las
circunstancias y motivos de estas riñas donde los hombres, al calor del
vino ingerido, resolvían sus diferencias que atañían, la mayoría de las
veces, al honor personal, la fama de “guapos”, “valientes” o la propia
chulería de cada cual. Sin embargo, la información de estos casos era tan
escasa que la crónica se habría transformado en una relación interminable
de reyertas como las que he descrito antes.
En 1899, sin embargo, el Licenciado Vidriera mostraba casos más
complejos sucedidos el año anterior que solo en lo superficial se parecían
a los que acabamos de ver. También habían sucedido en la calle, también
se empleaban los bastones como palos, las navajas de larga hoja y los
revólveres. Pero había diferencias: no tenían relación con ninguna
taberna, el vino no los protagonizaba, y sucedían entre gente a veces de
clase acomodada y por motivos nada baladíes: una deuda no cobrada, los
celos y rivalidades masculinas, enconos y resentimientos.
De manera que, reuniendo esas historias pretendía inicialmente
mostrar un conjunto de crímenes callejeros con estas características
sucedidos en el entorno de 1898. Pese a ser un año infausto para España y
llenarse los periódicos de noticias en torno a la pérdida de Cuba, Puerto
Rico y Filipinas, el público más popular de Madrid siguió con sumo interés
estos casos, tomó partido a veces por la víctima pero también por el
agresor, llenó siempre la sala del tribunal, abucheó, vitoreó al jurado,
según diera un veredicto conforme a sus expectativas o no.
Encontré casos que, aplicando racionalmente el Código penal
vigente entonces, el publicado en 1870, abocaban a una sentencia cuando,
sorprendentemente, el jurado decidía otra bien distinta. Me di cuenta
cuán impresionables eran los miembros del jurado popular frente a la
presión mediática, que diríamos hoy (los periódicos también tomaban
partido), la del público presente en la sala y, sobre todo, ante el discurso
elocuente y emotivo de un fiscal o de un defensor especialmente
inspirados. Leía con cierto estupor algunos de esos discursos apelando al
sentimiento de la madre de un procesado, al dolor de la familia de una
víctima, a la exacerbación de sentimientos y emociones, cuando no de
inflamadas creencias religiosas, frente a las cuales se pedía que el jurado
respondiera al deseo del letrado para culpar o mostrar la inocencia del
procesado.
Tras algunas decisiones del jurado decididamente escandalosas,
llovían las críticas en los periódicos, según el resultado del juicio y la
ideología de los mismos. Se sabía que los liberales defendían la presencia
del jurado mientras los conservadores denostaban de él.
Todo surgía de un decreto de 20 de abril de 1888 presentado por el
ministro de Gracia y Justicia por entonces, Manuel Alonso Martínez y
consensuado con su compañero en el gabinete del liberal Sagasta,
Eugenio Montero Ríos. En él se instauraba la presencia del jurado para
intervenir cuando se juzgaran determinados delitos, entre ellos los que
atentaban contra la vida de las personas, que es el caso de todos los que
se presentan aquí.
En esa ley que, con algunas intermitencias habría de durar hasta
1936, se regulaba la existencia de unas Juntas integradas por los seis
principales contribuyentes de una localidad, además del maestro y el cura
párroco, encargadas de elaborar las listas de jurados formados por doce
personas, para distintos períodos de tiempo. Eso condujo a que se acusara
a esta ley de clasista pero siguió adelante sin grandes variaciones para
actuar ante los casos más graves.
Hay que entender entonces que, durante los años de 1897 a 1899,
donde se sitúan los crímenes de este libro, la institución del jurado
popular era muy reciente y estaba sujeta a numerosas críticas.
Manuel Alonso Martínez en 1890
“El Liberal” se veía obligado a reconocer errores en la actuación del
jurado (el del caso Villuendas fue clamoroso y recordado durante años),
pero defendía que “algo es algo”:
“Tomemos por ahora el Jurado como nos lo dan. Siempre
producirá un resultado que, en nuestro país, más que en
cualquiera otro, debe perseguirse.
Acostumbrará a los ciudadanos a tomar parte en una de las
funciones más importantes de la vida social. Los interesará en su
propia defensa. Les hará ver cómo se realiza prácticamente el
gobierno del país por sí mismo.
Aunque no fuera más que por esto diríamos: ¡Bien venido sea ese
principio de Jurado!”.
Otros, de tendencia más conservadora, no veían con tan buenos ojos
a esta institución, considerando en el mejor de los casos que formaba
parte de una legislación inútil que distraía de los auténticos problemas de
la política española, sobre todo en un tiempo de tan profunda crisis como
se vivía entonces. Así, la “Revista contemporánea” afirmaba que el
gobierno tenía que “apresurarse a establecer el Jurado, que el pueblo no
comprende, que las clases medias detestan y en el que nadie
absolutamente tiene fe”.
Con todo ello el propósito de este libro cambió. Manteniendo la
detallada narración de cada caso, las circunstancias del crimen, los
motivos del victimario, las circunstancias de la víctima, las pruebas, los
testigos y sus testimonios, ahora era preciso ir más allá, contando cuál
había sido la actuación del jurado en cada caso, el porqué de sus
veredictos, la naturaleza de sus errores y aciertos, la disparidad de sus
criterios. Todo ello ahondó una crítica que tuvo su culminación
precisamente en 1899, cuando se realizó una corrección legislativa de la
actuación del jurado que trató de evitar los escandalosos casos que se
habían vivido en años precedentes.
El asesinato de Moreno Pozo
A las nueve de la mañana salía de su casa en la calle Melendez
Valdés número 27 un panadero llamado Manuel Villuendas, de 38 años.
Dejaba en el principal izquierda un cuadro desolador. Su mujer y su hija
enfermas de consideración, falto de dinero desde hacía tiempo para comer
decentemente, con los tenderos hartos de fiarles.
Marchó hasta la casa del doctor Adolfo Moreno Pozo a fin de obtener
una satisfacción de la considerable deuda que aseguraba que tenían con
él. Llegó hasta la puerta pero no se atrevió a llamar. Ya lo había hecho en
otras ocasiones, incluso le había enviado cartas. No encontraba solución
mientras su familia moría materialmente de hambre. Estaba desesperado
pero sabía que le iban a contestar lo de siempre: la mujer le diría que era
cosa del marido, el marido no reconocía la deuda de su mujer. Y él
esperando día tras día, reclamando una deuda de 31.000 pesetas, una
fortuna. Les había pedido menos, se conformaba con una parte después de
que un abogado le dijera que no tenía mucho a lo que agarrarse para
meterse en tribunales que, además, tardarían mucho tiempo en dirimir la
cuestión.
Nervioso, bajó las escaleras. Encontraría al doctor en la calle, como
un encuentro casual. Si no le daba alguna solución estaba dispuesto a
cualquier cosa.
El señor Moreno Pozo salió como de costumbre camino de su
cátedra en San Carlos. Tenía que pasar frente a las Cortes, por la nueva
calle del Duque de Medinaceli, todavía a medio hacer, con grandes solares
y unas solitarias farolas.
Sobre las nueve y media, dos estudiantes de Medicina iban también
en la misma dirección, pero a otra clase, la del decano señor Calleja.
Vieron a dos hombres que discutían, uno de ellos más sereno, el otro con
grandes aspavientos. No identificaron en el primero de ellos al compañero
de su profesor, pese a haberlo visto más de una vez recorriendo los
pasillos de la Universidad.
En un momento determinado, cuando apenas prestaban atención, el
que parecía reclamar algo sacó del bolsillo un revólver y disparó dos veces
seguidas. La víctima estaba algo adelantada, como si quisiera escapar de
aquel que gesticulaba primero y ahora le disparaba. Por ello, las dos balas
impactaron en su cabeza por detrás. El doctor se tambaleó, aún dio unos
pasos hasta derrumbarse. El otro se inclinó sobre el caído y le disparó dos
veces más en la cabeza, para que no quedara la más remota posibilidad de
que saliera vivo del atentado.
Dos días después y en la misma facultad donde impartía clase
habitualmente, se realizó la autopsia del doctor Moreno Pozo. La
realizaron los médicos forenses Alonso Martínez y Samaniego, estando
presentes el juez de instrucción del distrito del Congreso, señor Aguilera,
un escribano y el decano de la facultad de Medicina, el señor Calleja al
que hemos hecho referencia.
Se extrajeron tres balas del cráneo junto a los fragmentos de una
cuarta. Se comprobó también que en dos dedos de la mano derecha había
impactado una de las balas, quizá la primera, cuando la víctima se dio
cuenta de la agresión y quiso instintivamente protegerse de la misma.
Todo confirmaba el testimonio de los testigos que no eran muchos, pero
que coincidieron en la secuencia de los hechos, tal como la hemos descrito
aquí.
A todo esto, el primer impulso del asesino fui huir, enarbolando el
revólver. Le salió al paso un valiente soldado del regimiento de infantería
de Zaragoza, Lorenzo Rodríguez. No se amilanó al ser encañonado por un
hombre nervioso y, dirigiendo su bayoneta al pecho del que huía, le
conminó a rendirse. Este se derrumbó entonces.
- No hay cuidado, no me escapo. He matado a ese hombre porque
debía matarle; y aquí estoy a disposición de la justicia.
Llegaron entonces los dos guardias de seguridad que prestaban
servicio en la cercana calle del Turco, Juan Criado y Antonio Fernández, y
condujeron a Villuendas a la delegación y más tarde al juzgado de guardia.
Comenzaba así el caso que habría de hacer tambalear la creación del
jurado popular cuya validez se estaba discutiendo entonces.
Estando próximo al lugar de los hechos, la noticia llegó muy pronto
al domicilio de la víctima, causando una honda impresión y un enorme
desconsuelo tanto a su mujer, Carmen Pérez, que habría de ser una
protagonista especial en el caso, como a sus nueve hijos. Poco a poco fue
enterándose el resto de familiares, de manera que el señor Izquierdo,
presidente de la Audiencia y primo del doctor, se presentó en la
delegación correspondiente para ser informado puntualmente de lo
sucedido. Del mismo modo, numerosas personalidades, empezando por el
decano de la facultad de Medicina y el político Romero Robledo, íntimo
amigo del fallecido, acudieron a su casa para dar el pésame a la familia.
Adolfo Moreno Pozo nació en 1848 en Madrid. Estaba a punto de
cumplir cincuenta años, por tanto. En 1864 obtuvo la licenciatura de
Medicina y Cirugía precisamente en el Colegio de San Carlos, facultad de
Medicina en la capital.
Adolfo Moreno Pozo
En el año 1886, tras realizar prácticas quirúrgicas en diversos
puestos, le designaron catedrático supernumerario, con derecho a pasar
reglamentariamente a numerario en su momento. Desde entonces,
desempeñó la enseñanza en muy diferentes disciplinas: Anatomía,
Fisiología, Patología Quirúrgica, Higiene, etc.
A todo ello unió un desempeño fuera del ámbito universitario como
Consejero Penitenciario y Vocal, en la Junta Superior de Prisiones, la
Sociedad Económica Matritense, la Junta de Sanidad del Distrito del
Congreso, entre otros.
Era muy conocido en su gremio como autor de un “Tratado de
Patología Quirúrgica General”, que le condujo, junto a sus demás méritos,
a ser elegido académico electo de la Real Academia de Medicina en 1892.
Sus deseos de entrar en el Congreso de los Diputados por
Tarragona, amparado en su gran amistad con el líder conservador Romero
Robledo, se vieron frustrados ante el candidato carlista, el marqués de
Tamarit, que ganó aquellas elecciones.
Al día siguiente de su muerte, uno de los periódicos de mayor tirada
de la capital mostraba el dolor de sus estudiantes:
“El crimen cometido en este desgraciado doctor ha producido
intensa emoción en Madrid, la ha producido singularmente en la
clase médica, y mucho más honda entre los escolares; quienes
sentían por el señor Moreno Pozo esa grande simpatía que les
inspiran los catedráticos amables, risueños, ganosos de su
aprecio, y paternales para sus faltas. En este sentido, el
desgraciado catedrático era de una benevolencia extremada.
A ella ha correspondido el dolor de los estudiantes quienes,
apenas se enteraron de la muerte sucedida en lugar cercano al
colegio de San Carlos, acudieron a contemplar el cadáver de su
desdichado profesor, le acompañaron a la Casa de Socorro, y
después, en cuadro conmovedor y formando apretada masa, lo
trajeron al local de la Facultad de Medicina, con demostraciones
sinceras de dolor profundo”.
Desde el punto de vista quirúrgico, Moreno Pozo destacaba
especialmente. Es cierto que, fiel a la escuela de los Argumosa, Sánchez
Toca y otros cirujanos que fueron sus maestros, se oponía a la creciente
preocupación, que tachaba de excesiva, por la asepsia en sus
intervenciones y las posibles infecciones sobrevenidas. Sin embargo, a
pesar de utilizar métodos antiguos como los emplastos, su habilidad
manejando el bisturí era tal que registraba un número de infecciones
postoperatorias inferior a la de aquellos que prestaban más atención a ese
aspecto olvidando cuestiones técnicas y habilidad manual que en él eran
proverbiales.
Moreno Pozo, fallecido
El ingenuo y la manirrota
Los hechos estaban bastante claros, el autor de la agresión detenido
y confeso. Aquello parecía un asesinato que difícilmente podría calificarse
como homicidio. La forma en que se produjeron los disparos, de manera
inesperada y algo por detrás, podía suponer la agravante de alevosía
(cuando el agresor no corre riesgo alguno frente al agredido). Incluso la
agravante de premeditación se podía invocar, pues ¿por qué fue a
entrevistarse con el doctor portando un revólver en el bolsillo? De todos
modos, esto siempre era cuestionable porque muchos ciudadanos llevaban
armas encima, sea revólveres o bien cuchillos de gran tamaño (también se
encontró uno entre su ropa). De manera que el defensor podría argüir su
oposición a que aquel fuera un acto premeditado, optando más bien por un
fruto del “arrebato y obcecación”, algo que podría servir de atenuante.
Pero todo esto es un planteamiento judicial que habría de ponerse en
cuestión cuando se fuera conociendo la reivindicación económica de
Villuendas.
Sus primeras declaraciones ante el juez y los periodistas que lo
entrevistaron fueron desafiantes. “Esta mañana salí de casa dispuesto a
matarle” afirmó sin conocer que estaba declarando la premeditación de su
acto.
- Le disparé los cinco tiros (uno no impactó en la víctima) y le
hubiera disparado 500. Sin dinero, con la mujer enferma y sin
tener apenas para las medicinas, no he podido conseguir del señor
Moreno Pozo ni cinco duros. Además, cuando en el sitio del suceso
le reclamé la deuda me amenazó con el bastón y entonces fue
cuando eché mano al revólver.
Al preguntársele si las cuatro balas encontradas en sus bolsillos, así
como el cuchillo y el bastón de hierro que le ocuparon, los llevaba por
prevención y contestó:
- Sí, los llevaba por si me hacían falta –y luego, pensativo, añadió-.
Ya sé que estoy perdido para toda mi vida.
¿Quién era este hombre y cómo se había llegado a tal punto en la
relación entre ambos?
Manuel Villuendas García era natural de un pueblo de Teruel,
Alcorisa. Habitualmente, el servicio militar servía a no pocos jóvenes de
pueblos para salir de ellos y conocer otros lugares de España por primera
vez. Este fue su caso siendo Madrid su destino. Cuando terminó el período
de soldado se acogió a la protección de su tío Francisco Villuendas, que
vivía en la corte, y este le colocó de mozo de pala en una tahona de pan.
Ya se sabe que los aragoneses emigraron en gran cantidad a Madrid
en este tiempo y todos ellos eran gente trabajadora que no se arredraba
ante el oficio más duro. De manera que Manuel, sin descanso, consiguió
ascender al puesto de oficial ganando dos pesetas diarias, momento en
que trajo a una moza de su pueblo, Anselma Tello, con la que se casó y que
le ayudaría constantemente en su trabajo.
Se animó a dar un paso más, comprando una “carrera”, entendiendo
por ella la distribución de pan en una zona específica de la capital: las
calles de San Mateo, Gravina y otras, lo que le produjo trece reales diarios
(3 pesetas y un real). Al cabo del tiempo reunió treinta duros para
comprar otra carrera que incluía la calle Valenzuela número 4, domicilio
de la familia de Moreno Pozo. Era el año de 1887.
Hay que decir que de la entrega y pago del pan que recibían en esta
casa se encargaba exclusivamente la mujer, Carmen Pérez. En principio
fueron pequeñas cantidades a deber, nada inusual en casas importantes
como aquella. Se saldaban las deudas regularmente y no había problema.
Pero la señora Pérez no realizaba ese saldo con asiduidad y la cantidad se
iba acumulando, aunque seguía sin ser muy importante.
Cuando habían pasado varios meses sin que la señora pagara la
cuenta, le dijo un día que hiciera el favor de prestarle una cantidad que se
añadiría a la deuda del pan y que se la devolvería en no mucho tiempo.
Empezó por entregarle 500 pesetas pero a ello se sumaron otras
cantidades similares. La señora Pérez le decía: “Soy rica, poseo tal y cual
casa, con las que respondo a usted de cuanto me ha dado ¿puede usted
prestarme algo más?”.
Manuel preguntó en su entorno y supo entonces que, efectivamente,
el marido solo aportaba al matrimonio su prestigio como catedrático pero
no grandes fondos. En cambio, su mujer era una rica heredera que
disponía de casas en la capital y tierras en su región de origen. De manera
que pensó que ahora podía ejercer el oficio de prestamista y aumentar su
capital.
Andando el tiempo, ya en 1888, la señora le preguntó cuánto le
rentaba la tahona de que disponía en la calle Juan de Mena. Cuando supo
la respuesta le propuso que la vendiera y le dejara a ella el importe de la
venta, un total de siete mil pesetas, de manera que el matrimonio
Villuendas pudiera retirarse a su pueblo de Alcorisa viviendo de la renta
que ella le pagaría puntualmente por las cantidades recibidas, a un interés
de un 25 %, como acordaron. La señora se reía cuando él propuso ese
interés porque afirmaba estar pagando hasta un 200 % a otros
prestamistas, de modo que él sería el primero en cobrar sus deudas.
Ingenuo de él e ignorante de las deudas que esta señora iba dejando
allá donde iba, realizó la operación y se retiró a su pueblo natal. Corría el
año de 1892. Pasaron los meses y no recibía ni un duro de intereses.
Preocupado, invirtió sus últimos ahorros en volver a Madrid y adquirir una
nueva tahona en la calle Duque de Rivas número 4.
- Comprendo que fui engañado por doña Carmen Pérez, pues ésta,
reconociéndome la cantidad entregada más los réditos, me firmó
un pagaré –dijo ante el juez de instrucción, para añadir:
- Nuevamente le entregué catorce mil y pico de reales, producto del
traspaso de la tahona de la calle Duque de Rivas. A cada cantidad
que yo entregaba, ella firmaba recibos con los réditos y las
cantidades anteriormente entregadas.
- ¿No se enteró de estas cuentas el señor Moreno Pozo?
- Creo que no.
- ¿Cuándo enteró de esta deuda al señor Moreno Pozo?
- El día 20 del mes anterior referí al señor Pozo lo que ocurría. La
deuda ascendía entonces a 17.500 pesetas que alcanzaban 31.000
con los intereses acumulados.
- Nunca, entérese usted bien, nunca reconoceré semejante deuda –
me respondió-. Estoy harto de pagar cuentas. He pagado las que
he podido; pero ésta, repito, nunca la pagaré. Yo he pagado todo
cuanto en mi casa se consumía. No reconozco deudas de mi mujer.
- En vano supliqué al señor Pozo –continuó Villuendas-. Todo fue
inútil. Le hice presente mi angustiosa situación; estaba yo
arruinado. Con dos mil pesetas que me hubiera entregado, mi
situación estaba salvada en parte. El señor no quiso darme nada.
- Necesitado, con mi mujer enferma –continuó declarando-, sin
satisfacer las precisas y perentorias necesidades de la vida, recurrí
un día y otro a doña Carmen.
- Mi marido –decía ésta- es el que dispone del dinero; yo no puedo
darle a usted nada. El día que mi marido me autorice a vender mis
fincas, yo cumpliré espléndidamente con usted.
En estas reclamaciones intervino incluso la mujer de Villuendas,
Anselma Tello. A pesar de padecer una dolencia cardíaca que precisaba
reposo constante, quiso ir personalmente a entenderse con la familia
deudora, consciente del encono en que estaba sumido su marido y que no
facilitaba ninguna negociación. Sin embargo, según manifestó en el juicio,
se encontró con los mismos obstáculos.
Fue ella la que llevó el pagaré firmado por Carmen Pérez hasta la
consulta de un abogado al que conocían. Este dijo que podía iniciarse un
pleito civil que requeriría largos trámites y un tiempo de espera
prolongado, sin garantía de resultados positivos. Entendía que el pagaré,
con un simple garabato en su pie, carecía del valor jurídico necesario para
demostrar la autenticidad de la deuda. Además, el pagaré de una mujer
sin el refrendo del marido sería invalidado.
De manera que se presentó en la casa del señor Moreno Pozo,
primero intentando hablar con su mujer presumiendo que entre ellas
habrían de entenderse. Finalmente, se vio frente a ella y la señora “me
contó horrores de su marido, acusándole de haberle gastado casi toda la
dote que llevara ella al matrimonio”.
Como vio en veces sucesivas que nunca podía atenderla, pidió hablar
con su marido, que le repitió la misma cantinela: su mujer no se
encontraba presente, incluso a la hora de comer. En vista de ello, la última
entrevista la tuvo con él. Al escuchar su petición, la trató con gran
brusquedad, perdió los nervios e incluso la amenazó con echarla de la
casa si seguía insistiendo.
Hemos comentado que las deudas generadas por Carmen Pérez se
multiplicaban asaltando a su marido por doquier. Ignoramos de qué rica
familia provenía esta señora, cuál fue su infancia y juventud, para
desembocar en una persona que, al decir de todos, “se daba todos los
caprichos” sin atender a las cantidades adeudadas. Debía pensar que ya
vendría otro (su padre primero, su marido después) a resolverle los
problemas. Veamos otro ejemplo, esta vez más moderado, al que tuvo que
enfrentarse Moreno Pozo a través de un paciente.
La declaración en el juicio fue del joven Juan de la Cruz, de la
Marina Mercante. Cuatro años antes del crimen llegó a Madrid con un
absceso en el costado para el que le recomendaron al prestigioso cirujano.
Éste lo examinó y aconsejó esperar para atacar el problema cuando
hubiera alcanzado un mayor desarrollo.
En ese tiempo conoció a un señor llamado Juan Bernett, que se
dedicaba a la venta de joyas. Al enterarse de quién era su médico, le pidió
el favor de que intercediera ante él porque Carmen Pérez le había pedido
en préstamo 900 pesetas, a lo que habría que añadir una joya tasada en
1.500 reales que le había pedido sin que se la hubiera devuelto. El
montante total de lo adeudado alcanzaba las 1.250 pesetas sin que,
pasado el tiempo y a pesar de sus reclamaciones, consiguiera que se las
abonase.
El marino se dirigió primero a la mujer, ya que entraba con alguna
frecuencia en casa de su médico, pero esta se negó a reconocer la deuda y
por supuesto a cancelarla. En vista de ello, se dirigió al marido que,
acogiéndolo con afabilidad, le confesó estar harto del despilfarro de su
mujer y citándolo al día siguiente para abonar al deudor lo que fuera
preciso.
A las veinticuatro horas se presentaron ambos y el joyero llegó al
acuerdo de cobrar solo 1.000 pesetas, con tal de tenerlas en mano y
olvidarse de la deuda que amenazaba ser incobrable. Tras el pago, el
señor Moreno Pozo llamó a su mujer reprendiéndola severamente delante
de ambos señores y haciendo firmar al señor Bernett un documento donde
quedara constancia de que no haría trato comercial alguno con su mujer a
partir de ese momento.
Días después, con ocasión del traslado de los restos del duque de la
Torre a la iglesia de los Jerónimos, el doctor y el marino volvieron a
encontrarse. El primero le comentó que se veía en un conflicto muy grave
por un panadero que le reclamaba una cantidad exorbitante, fruto
nuevamente de un préstamo a su esposa, incluyendo unos intereses de
hasta 14.000 pesetas, algo que no estaba dispuesto a abonar de ninguna
manera por parecerle usura. Terminó afirmando que pensaba en instruir
un expediente de incapacidad contra su mujer, para evitar todos estos
abusos.
La emoción del jurado
En el ánimo del público que abarrotó por dos veces la sala de juicio
(el 9 de diciembre de 1897 y el 18 de abril del año siguiente), tan culpable
de la muerte de Moreno Pozo era Villuendas como su mujer. De ahí la
expectación con que se esperó en ambas ocasiones la presencia en el
estrado de Carmen Pérez. Esta, consciente de la culpabilidad que habían
echado sobre ella y el mal trago que la esperaba ante un público hostil, no
acudió a ninguno de los dos juicios: en el primer caso afirmando sufrir un
síncope nervioso al salir de casa en dirección a la Audiencia, y la segunda
por padecer un cólico nefrítico que la obligaba, por prescripción de un
médico amigo suyo, a tomar las aguas en un balneario francés, ocasión
que aprovechó para viajar a Lourdes, según se supo.
De ahí el interés de la única declaración que realizó ante el juez de
instrucción. En ella, tras dos horas de explicarse, manifestó que en su
ánimo siempre estuvo pagar sus deudas, incluida la de Villuendas, gracias
a las cinco casas que poseía en Madrid libres de gravamen alguno.
- Mi marido tenía la administración de estas fincas, y como era de
carácter muy económico, no quería transigir nunca con las deudas
que yo hubiese contraído. Por eso tuve alguna disputa con él, al
querer vender o hipotecar alguna de esas casas.
- Lo que no comprendo –continuó-, es cómo Villuendas fue a atacarle
a él, pues las amenazas me las dirigía siempre a mí, hasta el punto
de que siempre salía con miedo a la calle.
- ¿Por qué un montante tan alto en sus gastos? –le preguntó el juez.
- Si gasté aquel dinero y pedí además a otras personas, fue porque
así lo demandaban las necesidades de la casa, que yo tenía que
atender. Mi marido solo me entregaba cinco duros para todo.
- ¿Es cierto que vio mermada su dote debido a las deudas?
- Así fue. Yo disponía de 12.000 duros pero se presentaron seis u
ocho acreedores por valor de la mitad de esa cantidad, y hubo que
pagarles.
- ¿Entre ellos figuraba Villuendas?
- No creo, solo recuerdo que a él le firmé otro recibo por seis o siete
mil pesetas, que se le dejaron a deber.
- El señor Bernardo Alarcón, uno de los mediadores con sus
acreedores, afirma que le encargaron calmar a Villuendas desde
marzo.
- Así es.
- O sea, que ya entonces conocían de su irritación porque no le
pagaban.
- Sí, señor.
- ¿Es cierto que el señor Villuendas estaba dispuesto a renunciar a
los intereses con tal de cobrar la cantidad adeudada?
- Eso dijo, sí, señor.
- ¿Tenía usted otra deuda con un pescadero por siete mil pesetas?
- No lo recuerdo.
Hay que anotar que en el primer juicio que tuvo lugar, la posición
del público estaba decantada a favor del procesado, al que se le auguraba
una condena “blanda”, seguramente por homicidio con atenuantes antes
que como asesinato con alevosía. Además, la declaración del médico de
Villuendas supuso un mayor dramatismo a la situación de este. Tras
informar de la muerte en julio de la hija del procesado, de pocos años, sin
poder ver a su padre en sus últimos momentos, pues estaba en la cárcel,
añadió:
- ¿La miseria de Villuendas era grande?
- Tan grande que ni esteras tenían en su habitación.
- ¿Y usted cree que la falta de alimento perjudicaba el estado de la
niña de Villuendas?
- Era a mi juicio la causa principal, pues la pequeñita padecía
anemia por falta de alimento.
Todo este penoso cuadro, estas circunstancias trágicas, alimentaron la
imagen de un Moreno Pozo tacaño, controlador de los bienes de su mujer,
inmerso en férreas negativas de hacerse cargo de sus deudas; al tiempo
que Carmen Pérez derrochaba el dinero, según se dijo en el juicio, en
joyas, carruajes lujosos y todo tipo de gastos espléndidos y de lujo, la
mayoría innecesarios para vivir. Todo a costa de unos bienes que poseía
pero que su marido se negaba a vender o hipotecar para saldar las
deudas.
Frente a ellos, que vivían con un ritmo económico generoso, bien
instalados en un piso de lujo y comiendo a sus horas los mejores manjares,
se encontraba un matrimonio trabajador, desgraciado por la enfermedad
de la mujer a partir del parto de su hija y la dolencias de esa misma niña,
faltos de lo más elemental, habiendo vendido parte de sus muebles,
dejando a deber en aquellos comerciantes que aún les fiaban para poder
comer y esperando eternamente que se les saldara una deuda que les
permitiera remontar la difícil situación. Esta es la imagen de los
protagonistas del drama en la que insistió una y otra vez el abogado
defensor Muñoz Rivero:
- Por tan penosas vicisitudes pasaron Villuendas y su mujer
Anselma, como consecuencia de ir dejando en manos de doña
Carmen Pérez cuanto con su asiduo trabajo y economía habían
llegado a reunir… Estuvieron ausentes una temporada en Alcorisa
para atender al restablecimiento de su hija, cuyo fallecimiento ha
ocurrido el 27 del mes de julio último, y cuando regresaron, de tan
mal aspecto iban sus asuntos en la lucha por la vida, que en
comida estaba limitada a un pobrísimo cocido, cuya carne
apartaban para que cenara la niña; tuvo que empeñar Anselma un
mantón de abrigo en 50 pesetas, cayendo gravemente enferma,
como resultado de la miseria y de los disgustos, sin más auxilio
para su asistencia y la de la pobre niña que el de su marido, que
necesariamente atendía a los trabajos domésticos, teniendo aún
esperanza en cobrar sus créditos contra la familia del catedrático,
esperanza que iba rodeándose de mil dificultades inexplicables”.
En estas circunstancias, con un ambiente emocional caldeado, tomó
la palabra el fiscal para calificar los hechos. Consideraba el delito como
asesinato con alevosía, tal como se definía en el artículo 418 del Código
penal, si bien admitía la atenuante de arrebato y obcecación, tal como se
recogía en el artículo 9º del mismo texto. Todo ello comportaría una pena
de diecisiete años y cuatro meses de reclusión temporal. Siendo sensible a
la presión emocional que sufría el jurado, terminó su intervención
apelando a un argumento contundente que estaría en la pluma de todos
los editorialistas al día siguiente:
“Es preciso condenar a Villuendas; porque si tal clase de delitos
se absolviese, ningún deudor iría en demanda de justicia a los
tribunales civiles, sino que apelaría al revólver o al puñal, y
mucha parte de la sociedad quedaría indefensa y el Código civil
llegaría a ser inútil”.
Frente a él, el señor Elegido primero y su relevo cuando enfermó, el
señor Muñoz Rivero, admitieron que su defendido había cometido un
homicidio, no un asesinato por no existir alevosía. Dirigiéndose
directamente al jurado, pidió que considerasen la circunstancia eximente
de la defensa propia presente en el artículo 8º del Código. Aun si el jurado
considerase que esto no era aplicable, relacionó algunas atenuantes más,
como la del arrebato y obcecación. Difícilmente podía esgrimir la
atenuante de no tener intención de causar el mal que llegó a causar, dado
que incluso remató en el suelo a su víctima.
La apelación a la benevolencia del jurado llegó más lejos de lo que,
probablemente, el defensor esperaba. El presidente formuló, como de
ordinario, una serie de preguntas al jurado, la primera de las cuales era:
“¿Manuel Villuendas Gracia es culpable de haber… disparado a
quemarropa, sobre la persona del doctor D. Adolfo Moreno Pozo,
cinco tiros de revólver que le produjeron la muerte
instantáneamente…?”.
La inesperada respuesta negativa hizo que el público que llenaba la
sala prorrumpiera en bravos y vivas al jurado, produciéndose tal tumulto,
que el fiscal se vio precisado a pedir que la sala se despejara. Así se hizo,
aunque el público expulsado, a las puertas de la sala, seguía mostrando su
entusiasmo.
Se pudo continuar el acto con la respuesta a las siguientes
preguntas. Según las mismas, se negaba la alevosía afirmando que la
víctima pudo defenderse; incluso se sostenía que el señor Moreno Pozo
había levantado su bastón sobre su agresor, algo que se probó falso según
el testimonio de los testigos.
Luego se mencionaba la situación económica del procesado:
“La miseria en que Manuel Villuendas Gracia y su familia se
encontraban, y la negativa de D. Adolfo Moreno Pozo empleando
frases despreciativas al pago del total o parte de la deuda
contraída por Dª Carmen Pérez… a favor de Villuendas
¿produjeron en éste un exaltación delirante que le impulsó con
fuerza superior a su voluntad a hacer los disparos a que se
refiere la primera pregunta?
Sí”.
En la siguiente pregunta se apelaba a la ofuscación del agresor
producida por su angustia ante la falta de recursos. Incluso se afirmaba
sorprendentemente que, en el acto de disparar y con base a ese estado de
ánimo, Villuendas no había tenido la intención de causar la muerte a su
víctima.
Ante unas respuestas que tan flagrantemente ignoraban los términos
del Código penal y los hechos allí demostrados, el fiscal apeló de
inmediato a la revisión de la causa por un nuevo jurado, petición
escuchada por el tribunal, lo que produjo una inmediata sensación de
alivio entre los letrados de la sala.
No obstante, los comentarios periodísticos no descansaron, como fue
el caso de “La Alhambra” en septiembre de 1898:
“Aquí empieza a dar fruto la impunidad en que ha quedado el
asesinato de Moreno Pozo. Algún tiempo después, murió de mala
manera D. Enrique Pagán. Hace pocos días es muerto
violentamente Sáenz Ledesma. Hilla y Floranes están sujetos a
procedimiento. ¿Serán absueltos como Villuendas?...
Porque diga la ley lo que quiera y aprecie el jurado las cosas
como las aprecie, ni el hombre viene a este mundo para servir de
víctima propiciatoria a sus semejantes, ni hay razón para que se
dé patente de corso a los valientes de oficio, en tanto que se
encierra en un presidio por algunos años a un infeliz, que
acosado por el hambre roba un pan en una tahona o un racimo
de uvas en una frutería.
¡Oh! el Jurado ¡La gran institución! ¡Cómo progresamos!”.
Vuelta a la Audiencia
Durante los siguientes días, las críticas a la actuación del jurado se
extendieron al presidente del tribunal, censurado por la formulación de las
preguntas, que parecían prejuzgar el resultado. Así, el Imparcial ponía en
solfa a un tribunal experto en leyes pero ignorante de los sentimientos de
las clases populares, de su sociología y el modo en que se le debe pedir
una respuesta. Continuaba afirmando que no era lo mismo preguntar si
Villuendas “es culpable de” a preguntar “si es culpable por”. Habría que
determinar los hechos admisibles y posteriormente preguntar por la
culpabilidad del procesado en esos hechos.
Dado que la institución del jurado se encontraba en cuestión en esos
momentos transformándose en una cuestión política (los liberales a favor,
los conservadores en contra), el diario “El Liberal” sostenía que había que
mantener al jurado, pese a los errores que pudiese cometer. Al mismo
tiempo, “El Correo español”, expresión de los conservadores, defendía que
era necesario reformar en profundidad la ley del jurado otorgando a los
magistrados un mayor poder de decisión. Por otro lado, el ambiente liberal
se preguntaba ¿están los jueces provocando estos clamorosos errores para
socavar la legitimidad del jurado?
La revisión del proceso tuvo lugar, como hemos dicho, cinco meses
después del mismo, cuando se cumplía un año del crimen. Se repitieron
los mismos testimonios, la ausencia de Carmen Pérez, las lágrimas del
procesado, la emoción con que declaró su mujer.
El fiscal, consciente del ambiente existente en torno al caso, creyó
más oportuno suavizar su petición de pena mostrándose comprensivo con
el procesado, criticando la ausencia de Carmen Pérez, si bien encarecía
una condena para que las deudas impagadas no se transformasen en
crímenes a partir de ese momento.
Así, la calificación de asesinato pasó a ser de homicidio con la
atenuante de arrebato y obcecación. Ello, de ser declarado culpable,
habría supuesto una considerable rebaja de la pena impuesta.
Consideraba, por otra parte, que tan culpables eran la mujer de la víctima
“aprovechándose de los ahorros del panadero a crecido interés para
satisfacer sus caprichos” como el mismo Villuendas, “cegado por la
avaricia de sacar a su dinero un interés al que nunca pudo ni debió
aspirar”. Terminó haciendo dos preguntas: “¿Es que se puede admitir el
recurso de matar para cobrar a un acreedor? y ¿era necesaria la muerte
del señor Moreno Pozo para cobrar la deuda?
Frente a postura tan razonable, el defensor señor Doval, planteó, o
bien la eximente de legítima defensa y fuerza irresistible, o en su defecto,
la atenuante de arrebato y obcecación.
El jurado, en su veredicto, fue impenitente, respondiendo a las
mismas preguntas formuladas en diciembre de idéntica manera. Tras la
primera respuesta se oyó, nítida, la exclamación del procesado: “¡Ay,
madre mía!”.
Tras retirarse los magistrados anunciaron a su vuelta que Manuel
Villuendas quedaba libre y debía ser puesto en libertad. Es probable
incluso, que la deudora, ya como viuda, pudiera vender finalmente alguna
de sus casas y la deuda con el asesino de su marido se terminara por
liquidar.
Propiedad y poder
Mujer soñada: Ya tú eres mía...
Ya tú eres mía, como las rosas
son del rosal, y el Sol, del día...
Todos los seres, todas las cosas,
me están diciendo que ya eres mía...
José Ángel Buesa
Las personas vivimos en una soledad radical. Nadie nace por
nosotros, nadie muere cuando nosotros lo hacemos. En el transcurso de la
vida conocemos formas de paliar esa soledad, la más importante es el
amor, la forma en que traducimos íntimamente el impulso sexual.
El amor, como todo sentimiento humano, es un modo complejo de
relación. Como dice el gran poeta cubano y tantos otros a lo largo del
tiempo, puede entenderse como la fusión de dos almas en una: Tú eres
mía, yo soy tuyo. Encontramos así, inmerso en el amor, un sentido de
propiedad donde las palabras “mío” y “tuyo” tienen, para el amor
romántico, un sentido prístino, inalterable. Antes éramos dos y ahora
somos uno.
Pero este sentido de propiedad tiene varios significados. De algo de
nuestra propiedad podemos disponer según nuestra voluntad. Lo podemos
dejar como estaba pero también cambiar, modificar, incluso hacerlo
desaparecer.
El amor entre dos personas va evolucionando con el tiempo, la
pasión inicial, en caso de existir, se aquieta e incluso desaparece, para dar
paso a una relación que puede ser estable transformándose en un
proyecto de vida en común dentro de la sociedad. Y aquí intervienen dos
mecanismos que pueden ser perturbadores: la relación interna de poder y
la presión externa de las conveniencias sociales.
En todo grupo humano, y una pareja lo es, existe una relación de
poder entre sus miembros. No voy a entrar a dilucidar su naturaleza y su
necesidad para la marcha del grupo, si debe existir un líder o no, alguien
que tome decisiones y las ejecute arrastrando la acción de los demás. El
poder de una persona sobre otra consiste en la capacidad de modificar la
conducta ajena gracias a la propia voluntad. Esto también sucede en una
pareja, inicialmente enamorada, pero que convive en mayor o menor
grado adoptando un proyecto conjunto de vida.
Esta relación dentro de una pareja es una constante a lo largo de la
historia. Otra cuestión es quién ejerce el poder sobre quién y, en este
aspecto, la presión social y sus conveniencias se manifiestan de una
manera clara. Porque la pareja vive en sociedad, se relaciona con otras
personas, con distintas parejas e instituciones y enfrenta su interna
relación de poder con lo que la sociedad entiende que es conveniente e
incluso necesario.
En el siglo XX se ha conocido una rápida evolución en este tipo de
presión social, que no deja hasta hoy en día de presentar una gran
inestabilidad. Antes de ese siglo el predominio del papel masculino era
evidente en la sociedad patriarcal en que la pareja se inscribía. Tampoco
cabía otra relación que la del hombre con la mujer, salvando la existencia
clandestina de otras opciones.
En esas circunstancias, el hombre ejercía el poder dentro de la
pareja, tomaba las decisiones frente a una mujer a la que se entendía
incapaz, débil, dependiente. A la mujer había que “educarla”, “dirigirla”,
“protegerla”, en el mejor de los casos. La mujer era propiedad del hombre
sin paliativos. Esa era la presión social, la conveniencia de la sociedad en
que la pareja se inscribía.
Es cierto que existían parejas donde la relación de poder era
inversa: la mujer, sea de forma imperativa o con su “astucia” (mecanismo
recomendado para muchas), mandaba, llevaba los pantalones, se decía
ridiculizando a un hombre de poco carácter, débil, que no ejercía sus
prerrogativas. Pero esto se hacía de puertas para dentro, en la intimidad
del hogar, casi nunca se ejercía ese poder de forma evidente frente a los
demás.
Vemos así que la sociedad imponía sus papeles a ambos miembros, si
bien la parte dominada, la parte propiedad de su pareja, corría a cargo de
la mujer. En resumen, un hombre bien podía afirmar hasta el siglo XX (e
incluso muchos lo hacen hoy en día): mi mujer es mía, es de mi propiedad,
y en la pareja mando yo, se hace mi voluntad y, por tanto, se me obedece.
Como digo, una de las grandes revoluciones sociales del siglo
pasado ha sido la feminista, el deseo de conformar nuevos papeles más
igualitarios en la pareja, donde la mujer no sea la parte débil ni
dependiente. Pero esta revolución aún se encuentra, después de cien años,
con obstáculos. Una parte de la sociedad añora el antiguo orden de cosas
y pretende imponer, muchas veces a la fuerza, el concepto de propiedad y
las relaciones de poder decimonónicas.
Precisamente porque los valores cambian, porque hay hombres que
no admiten tales cambios, sigue habiendo crímenes de un hombre sobre
una mujer. Cuando esta pretende ejercer su propia voluntad, incluso
contra la del hombre, la relación de poder se resquebraja y la pareja se
enfrenta entre sí. La mujer ya no obedece, no es sumisa, dócil, intenta
dejar de ser propiedad de su pareja. Esto es inadmisible para algunos
hombres, se oponen primero de palabra, luego con golpes, tal vez llegando
a hacer desaparecer a la mujer, la forma más definitiva de ejercer su
poder sobre aquello que entienden es de su propiedad. Si además la
pretensión de ella se orienta más allá de la pareja, como es el deseo de
vivir con otro hombre, el primero se siente herido en su honor, su fama,
frente a la sociedad que lo tacha de ridículo, cornudo, que lo desprecia y
lo veja.
Cuando se examina algún caso como el que vamos a describir, en
que un hombre mata a su mujer porque, harta de malos tratos, desea vivir
separada del marido, resulta estremecedor comprobar que, 125 años
después, éste podría ser el retrato de muchos otros casos actuales.
Los tres mecanismos de la pareja (amor, propiedad, poder) se
observan en aquellos casos en que una descompensada relación de poder,
un agudo sentido de la propiedad, hace volar por los aires el amor inicial
para dar lugar, en un gesto definitivo, al crimen de un miembro de la
pareja por el otro. Si tú eres mía pero te resistes a mi poder sobre ti,
prefiero acabar contigo, que no existas, porque yo tengo finalmente la
última decisión sobre tu vida: conservarla o acabar con ella para siempre.
La caída de Narciso
Narciso Quevedo era, a primeros de 1898, un hombre de unos
treinta años de origen orensano, mal encarado, entre otras cosas porque
llevaba algunos meses en paro y había dejado de cuidar su aspecto. Tres
años antes, sin embargo, su situación era bien diferente. Trabajaba en una
buena casa de la calle Jorge Juan número 13, como ayuda de cámara de un
hombre muy conocido en Madrid: D. Pedro Pastor y Landero. El antiguo
coronel de Infantería de Marina, ya retirado a sus 70 años, adquirió su
fama combatiendo en la batalla de Callao junto al general Juan Bautista
Topete. No contento con la escasa actividad de un oficial retirado, había
fundado la primera sociedad por acciones para el alumbrado eléctrico en
la ciudad de Madrid.
Un ayuda de cámara es un cargo de mucha confianza por ser el
encargado de la vestimenta y presentación de su señor, además de hombre
para todo dentro de la casa. De manera que, pese a mostrar un carácter
fuerte frente al resto del servicio, Narciso era un eje importante en la vida
cotidiana, con un poder innegable frente a otros sirvientes.
Ello se pudo apreciar cuando acosó de tal manera a la cocinera que
esta no vio mejor salida que despedirse, algo que aprovechó el ayuda de
cámara para que el puesto se le diera a Manuela, una amiga suya. Así
pues, obraba a su antojo, era persona principal y temible dentro del
servicio, y eso hizo que Juana del Ojo, doncella de la señora, quedara
deslumbrada.
Original de un pueblecito pequeño de Ávila, Viñegra, había llegado a
Madrid con el propósito de servir, como tantas muchachas que se veían
atraídas hacia la capital del reino por las promesas de trabajo, buenos
sueldos y un futuro, incluyendo el encontrar marido a la altura de sus
expectativas.
Juana del Ojo
Ignoramos cuál fue su carrera profesional desde su llegada a Madrid
hasta instalarse como doncella en aquella casa de Jorge Juan. Solo
sabemos que dos hermanas suyas también vivían en la capital,
seguramente serían mayores que ella y la acogieron hasta encontrar un
trabajo. De ella los vecinos sólo hablaban bien, como mujer honesta,
hacendosa, “llena de virtud y bondad”, al decir de algún periódico. Esta
joven se sintió deslumbrada por el ayuda de cámara, un joven entonces
bien afeitado, con hermosas patillas rubias, enérgico en sus funciones, tal
vez algo violento incluso, pero eso probablemente denotaba carácter.
Además ¿no dicen que el amor es ciego? Y ella estaba enamorada, no
cabía duda, todo se le iba en cruzarse con él, algo tan fácil en aquella
casa. Luego estaban las miradas, una jovencita que te mira con los ojos
bien abiertos y luego los esconde, ruborosa, cuando le diriges la palabra.
No tenían motivo para chocar ni discrepar, él pertenecía al entorno del
antiguo oficial, ella al de su señora. Así que empezaron los primeros
comentarios, las palabras que nos envuelven y nos hacen soñar con otras
que vayan más allá. Él, arrogante, seguro de sí mismo, debió mirarla con
orgullo de su hombría, empezando a pensar: “Eres mía, te tengo
atrapada”. Y ella, a la que no le importaba sentirse así, presa en sus redes,
en su encanto, transportada a un sueño de vida futura.
Ni siquiera cuando el encanto se rompió abruptamente, la relación
entre ellos dejó de existir. Un día Narciso inició la cuesta abajo que habría
de llevarlo, años después, a matar y morir. ¿Pensó que tenía poder incluso
sobre su amo? ¿Qué nadie se enteraría de lo que estaba haciendo en su
visita al habilitado?
Porque al señor Pastor y Landero le pasaba su pensión un habilitado,
una persona autorizada legalmente para efectuar los pagos del dinero
asignado por el Estado. Pues bien, un día se presentó Narciso en su casa
para solicitar, en nombre de su amo, la asignación mensual que le
correspondía. El habilitado se quedó algo desconcertado porque no era la
fecha vencida para ello pero, siendo el ayuda de cámara persona tan de
confianza, no podía dudar de que el señor Pastor y Landero precisaría una
cantidad urgente. De manera que entregó a Narciso 22 duros y medio a
cuenta de lo que debía recibir a finales de aquel mes. Este prometió volver
entonces para recoger el resto.
¿Tenía Narciso una deuda inaplazable? No lo sabemos, pero es lo
más probable. ¿Tal vez jugaba, se había metido en algún lío, pidió un
préstamo que vencía en breve plazo? El caso es que acudió a su mente ese
dinero que recibía su señor y, ni corto ni perezoso, lo obtuvo por la vía
rápida. Quizá pensaba devolverlo antes de que se notara su ausencia a
final de mes, puede incluso que confiara inútilmente en que un hombre
tan acomodado como su señor, olvidara el cobro de aquel mes.
Pero evidentemente, no fue así. Es cierto que el señor no prestaba
atención a la pensión que recibía puntualmente, dándola por descontado,
pero su señora sí. Pasó final de mes y nada se recibía en la calle Jorge
Juan. De manera que la dueña de la casa mandó que Adolfina, otra de las
doncellas, preguntara al habilitado por qué no había llegado la paga.
Sorprendido, este contestó que Narciso había llegado hasta él hacía
semanas para retirar esa cantidad, algo que volvió a repetir, alarmado, en
el propio domicilio del oficial. Este se quedó desagradablemente
impresionado y acudió a la delegación de su distrito a denunciar el robo
cometido. Dijo entonces que Narciso Quevedo no se encontraba en la casa
en ese momento pero que a esas horas se le podía localizar en una casa de
comidas de la calle de San Marcos.
Allá fueron los agentes de la autoridad para detenerlo, conducirlo
primero a la calle Jorge Juan, donde tuvo que reconocer su culpa ante su
señor antes de ser trasladado al Juzgado de guardia y de ahí a la cárcel.
En un juicio rápido fue condenado a ocho meses de prisión, que cumplió
de principio a fin.
Nada sabemos en ese tiempo de Juana del Ojo. ¿Narciso le comunicó
en algún momento lo que había hecho y por qué lo hizo? ¿Estuvo ella
implicada por activa o por pasiva en el robo de aquella paga? Es
improbable. Lo que sí parece seguro es que su entendimiento estaba
demasiado nublado para que un delito semejante, el descrédito y mala
fama que suponían para un sirviente, incluso los ocho meses de prisión de
su querido Narciso, la llevaran a hacer dudar de su amor arrebatado.
Tampoco sabemos qué fue de ella en el transcurso de aquel año
posterior al robo. ¿Su señora la mantuvo sabiendo la estrecha relación que
mantenía con el delincuente? No es probable. En todo caso, aunque su
fidelidad fuera entonces más dudosa, nada tenía su ama contra ella, de
manera que le daría buenas referencias que, a la postre, debían permitirle
servir en otras casas. Mientras tanto, acudía a ver a su amado a la Cárcel
Modelo, llevándole ropa, comida y lo que necesitara. Su amor no era
circunstancial, no estaba sujeto a los vaivenes de la vida. Es de imaginar
los sabios consejos de sus hermanas para que abandonara a un hombre
así, pero ella no quiso seguirlos. “Soy suya”, debió pensar, “ese hombre es
mío, haga lo que haga, cueste lo que cueste”. Esa ceguera le costaría la
vida poco tiempo después.
Cuando salió de la cárcel, Narciso Quevedo había cambiado, aunque
a primera vista no se apreciase. Siempre había sido altanero, orgulloso,
tenía algo de perdonavidas. Los periódicos hablaron de un carácter
“violento y brutal”, quizá condicionados por saber a qué extremo había
llegado.
Entró a trabajar de mozo en el café de la Montaña. Atendería a todo
tipo de clientes: jóvenes con dinero, elegantes, algo chulescos; burgueses
con leontina y reloj de oro que ni siquiera lo miraban al pedir su
consumición. Él iba de un lado a otro con su bandeja pensando: “Yo antes
era así, antes tenía dinero, posición”. Su jefe le diría: “Más deprisa,
Narciso, que parece que estás en las nubes”. Un día no aguantó más y
armó un escándalo al cocinero por un quítame allá esas pajas, terminaron
a golpes y, tras el testimonio de sus compañeros, quedó despedido.
No importa, debió decirse, ni me consideraban ni el lugar valía la
pena. Entró de mozo otra vez, esta vez en la cervecería de la calle Ferraz.
Al cabo de los meses, nuevo lío, otra disputa, un segundo despido. Y vuelta
a la calle, más rabioso que nunca, más indignado contra todos y contra
todo.
La única fiel a su lado era Juana. Acompañándolo en esa caída
progresiva hacia la más completa inadaptación, bordeando la estrechez y
las carencias materiales, ella seguía dándole el dinero que ganaba en las
casas donde servía. “La vida lo ha tratado mal” aún justificaba, “solo le
falta una nueva oportunidad”. Así es la pasión, el amor en ocasiones. Hay
personas que hacen su apuesta por el otro y se niegan a ver las señales de
alarma, las curvas cerradas del camino, el peligro de despeñarse
definitivamente.
Así que finalmente, a principios de 1997, decidieron casarse. Fue
ella la que encontró un piso bajo en la calle Altamirano número 9, próxima
a Ferraz y la Cuesta de Areneros, a pocas calles de la Cárcel Modelo.
Como si, eligiendo ese humilde cuarto, Narciso Quevedo no quisiera
alejarse de los lugares que tenían que traerle a la memoria tan malos
recuerdos.
El maltrato sobre Juana
El matrimonio no suavizó en absoluto el carácter de Narciso sino
que, por el contrario, lo exacerbó. Entrando y saliendo despedido de los
trabajos en los que apenas conseguía pasar unos meses, le dio por pensar
que su mujer le engañaba. De manera que la encerraba en casa bajo llave
cuando él marchaba fuera llegando al extremo de sujetar la ropa de la
cama con alfileres, revisándola a su llegada para ver si se había movido.
Por supuesto, cualquier contrariedad, todas sus sospechas, por
mínimas que fueran, la injusticia con que la vida y las personas lo trataban
a su juicio, las pagaba maltratando a Juana. No era un maltrato privado ni
silencioso, por el contrario originaba escándalos de todo tipo en los que el
vecindario llegaba a intervenir ante las voces y los golpes que hacía
padecer a su mujer.
Cuando se preguntó a los vecinos del edificio y en particular a la
portera, Teresa Mendizábal, sobre los inquilinos del cuarto número 1, la
figura de Juana era considerada indefectiblemente como “sufrida,
honesta” mientras él venía a ser una especie de monstruo violento que
pagaba con su mujer todas las frustraciones que decía padecer.
Durante ese año de matrimonio se sucedieron los trabajos de
Narciso aquí y allá, no solo como mozo de café sino en distintas casas.
Federico Izquierdo, abogado del Colegio de Madrid, testificó en el juicio
sobre el particular.
“Estuvo de criado en casa de mis padres. Un día oímos gritos en
la cocina, fuimos corriendo y nos encontramos a la doncella en el
suelo, con la cara llena de sangre, porque Narciso le había
pegado una bofetada terrible. Estaba tan borracho, que nos dio
vergüenza echarle a la calle en aquel estado”.
En otro momento de su intervención, continuó narrando los
incidentes protagonizados por aquel criado:
“Posteriormente, volví a encontrarlo de criado en casa del
marqués de Santa Marina, y aquel mismo día armó un escándalo
terrible porque, estando también borracho, pretendió atentar
contra el honor de una criada anciana respetable, y sacando un
cuchillo la quiso matar, viéndonos todos obligados a luchar con él
para sujetarlo. Al día siguiente amaneció Narciso en el paseo de
Recoletos, vestido de frac, durmiendo sobre un banco y el
cuchillo debajo”.
En esas circunstancias, uno se pregunta qué clase de referencias
podía esgrimir semejante salvaje para solicitar un empleo como los
citados. No parecía haber ninguna selección de personal, con tal de haber
tenido experiencia en su cometido.
La combinación de un ser primario, de instintos muy violentos,
capaz de esgrimir un cuchillo para amenazar a una criada anciana, con la
costumbre de emborracharse, muy habitual en el Madrid de la época entre
la gente de mal vivir, solo podía dar paso al maltrato continuo sobre su
mujer, víctima propiciatoria por el vínculo matrimonial, para tener que
aguantar los malos humores y los vapores etílicos de un marido capaz de
echar mano a un cuchillo o una navaja de afeitar.
- Una vez casados, ¿tuvieron ustedes muchas reyertas? –le preguntó
el fiscal durante el juicio.
- Sí, señor. Varias por esquiveces de Juana, que se empeñaba en
negarme el débito matrimonial.
- ¿Y a qué lo atribuye?
- A que debía tener relaciones con otro.
- ¿Qué le hacía sospechar tal cosa?
- En enero de aquel año tuvimos una cuestión y le pegué un golpe
en un ojo que le hizo echar sangre, porque al ir a buscar en el baúl
cinco duros que guardaba allí, encontré sorprendido una carta
amorosa dirigida a mi mujer y una fotografía en que estaba
retratada con un sujeto.
La famosa carta y la fotografía sobrevolaron el juicio sin que pudiera
concretarse quién la escribía y era el hombre que acompañaba a Juana.
Después de los meses de instrucción y de más de un año que hubo que
esperar a que tuviese lugar el juicio, el abogado defensor pretendió incluir
estas nuevas pruebas en el mismo proceso, algo a lo que se opuso
terminantemente el fiscal, dándole finalmente la razón el juez.
¿Hubo algo de cierto en todo ello o fue una prueba preparada en el
último momento para “justificar” el maltrato y asesinato de Juana? Resulta
difícil de concebir qué oportunidad podría tener aquella muchacha para
mantener relaciones con otro hombre si su marido la dejaba encerrada en
el cuarto gran parte del día. Por otro lado, una de sus hermanas esgrimió
una carta de Narciso del 22 de enero, dos días después de la primera
agresión, en la que pedía perdón a Juana por el maltrato cometido y
juraba solemnemente no volver a hacerlo, sobre todo teniendo en cuenta
que el 31 de enero se iba a celebrar un juicio de faltas contra él por la
agresión sufrida por Juana. En ningún párrafo de la carta y en ningún
momento de aquel juicio se hablaba de una carta amorosa descubierta ni
de una foto comprometedora. ¿Sólo lo había recordado un año después?
Por supuesto, que se pretendiera “justificar” el crimen por una
conducta inapropiada de Juana en su matrimonio habla a las claras de
cuáles eran los valores predominantes en la época respecto a la ausencia
completa de libertad de la mujer frente a su marido.
No obstante, durante el juicio otro testigo de la defensa pretendió
incidir en el mismo aspecto, posiblemente auspiciado por la estrategia del
letrado para manchar la reputación de Juana que, hasta entonces,
resultaba impecable. Así, un antiguo presidiario de la Cárcel Modelo, que
conocía y era amigo del procesado, manifestó que un día, paseando por la
calle, se encontró a Juana con un hombre joven, lo que le extrañó. Durante
el juicio no se dio credibilidad alguna a este testimonio, muy posiblemente
preparado por la defensa.
Finalmente, tuvo lugar entre ellos un violento incidente.
- ¿Es cierto que el día 11 de marzo (tres días antes del crimen)
sostuvo usted un altercado con su mujer y quiso usted herirla con
una navaja de afeitar, teniendo que celebrarse un juicio en el
Juzgado municipal?
- Sí, es verdad que tuvimos una cuestión porque yo me había
decidido a marchar a Leganés, donde me ofrecieron un empleo de
mozo en la casa de los locos, y me disponía a cerrar la casa y que
ella se llevara la ropa. Disputamos, y al ir a marcharme se me cayó
la navaja de afeitar al suelo y la recogió una hermana suya.
- ¿No ocurrió nada más?
- Sí, señor; que estaba ella cosiendo una chaqueta negra, y porque
no le salía bien la descosió en pedazos y yo la regañé.
Los testimonios de los vecinos desmienten esta caída accidental de
la navaja y el suave regaño que pretendía Narciso. Lo cierto es que
algunos vecinos tuvieron que detenerlo cuando, navaja en mano,
amenazaba a su mujer con matarla allí mismo. El escándalo fue tremendo,
con la hermana de Juana luchando con el marido enfurecido, los vecinos
reteniéndolo en su agresión hasta que, finalmente, Narciso fue conducido
a la inspección de vigilancia de la estación del Norte. Tras calmarse y que
anotaran el nuevo incidente, volvió al domicilio encontrando que Juana se
había marchado a vivir con sus hermanas Prudencia y Jacinta en su casa
en la calle Benito Gutiérrez número 3, de la que una de ellas era portera.
El crimen de la calle Altamirano
Con los antecedentes que hemos repasado podemos imaginar que
cualquier contacto con su marido era para Juana del Oso de alto riesgo,
por lo que tomó sus precauciones en la mañana del 14 de marzo.
La tarde anterior, pasando junto a una trapería cercana, Juana pudo
ver la cama y el colchón de su propiedad que su marido había vendido sin
consultarle. Dado que prácticamente había salido días antes con lo puesto
tras la agresión y la amenaza de muerte que su marido pronunció, navaja
en mano, quiso tomar precauciones.
Aquella mañana, bien temprano, preguntó a un guardia de seguridad
qué debía hacer para entrar en su domicilio. Éste le respondió que se
dirigiese a la inspección de la calle Rosales pero, al llegar allí, le indicaron
que a ella le correspondía la de la estación del Norte, de manera que
dirigió sus pasos en tal dirección. En este lugar le dieron un volante para
que se dirigiese al Juzgado correspondiente donde le asignarían un
guardia que la acompañase.
Para llegar a su objetivo debía pasar por delante de su casa en la
calle Altamirano y así lo hizo sobre las nueve y cuarto de la mañana.
Teresa, la portera, estaba barriendo junto al portal y, al verla, le preguntó
qué pensaba hacer, dado que su marido estaba vendiendo la ropa y todas
las pertenencias de Juana. Cuando estaba explicando su propósito se
juntaron varias vecinas que le comentaron que habían visto salir a Narciso
muy de mañana, de manera que si ya tenía el volante para el Juzgado bien
podía aprovechar, llamar a un cerrajero cercano que le facilitara el acceso
a su casa y llevarse todo lo que pudiera.
Mientras tanto, su marido se paseaba por la calle de Ferraz.
- ¿Usted había bebido el día del crimen? –le preguntó el fiscal.
- Sí, señor; en dos tabernas, en los números 20 y 30 de la calle de
Ferraz.
Evidentemente, la táctica del defensor, que se veía obligado a
admitir la culpabilidad de su defendido, era exclusivamente librarle de la
pena de muerte, de manera que quería aducir embriaguez como
atenuante. Pero ni siquiera eso fue posible cuando declaró Lucinio
Hernando, propietario de la taberna “El Laurel de Baco”. Recordaba
perfectamente a Narciso porque también había trabajado allí durante unos
meses hasta que se ausentó sin permiso alguno, se peleó a su vuelta con
otro camarero y se vio obligado a despedirlo.
Para Hernando el procesado había llegado al establecimiento para
tomar media copa de aguardiente, nada más, y no iba borracho como en
otras ocasiones. “Estaba tranquilo y sereno” insistió.
Mientras tanto, Juana esperaba la llegada inminente del cerrajero
para entrar en su cuarto. Fue entonces cuando una vecina entró
precipitadamente para advertirle que Narciso volvía. Ella, algo asustada
pero desafiante por sentirse más segura con el público presente, salió al
portal del edificio.
- ¿Qué fue lo ocurrido el día 14 de marzo? –le preguntaron a
Narciso.
- Pues que volvimos a disputar por querer ella llevarse la ropa; yo no
se la quise dar; me marché de allí y cuando iba yo por la calle
empezó a gritar: “¡Ahí va ese criminal! ¡O yo he de parar en la
calle de Quiñones o él en la Cárcel Modelo!”. Al oír esto me volví
rápidamente y, embriagado, sin saber lo que hacía, estando de
frente, le asesté la primera puñalada…
- Ese cuchillo –dijo el fiscal señalándolo encima de una mesa- ¿lo
compró usted dos días antes del suceso en la tienda de Don
Macario Balaguer de la calle Marqués de Urquijo?
- No, señor; lo tenía desde el año 1888, en que lo había comprado.
Todas las afirmaciones de Narciso se vieron desmentidas durante el
juicio. Empezando por lo más leve, afirmaba que el arma la tenía desde
diez años antes, cuando estaba en el Ejército cumpliendo el servicio
militar. No fue así. Testificó el dueño de la tienda mencionada para
confirmar que el sábado 12 de marzo, es decir, al día siguiente del último
incidente entre la pareja, Narciso había acudido a su tienda queriendo
comprar un revólver. Como no tenía en esa ocasión le ofreció “como arma
de defensa”, aclaró el señor Balaguer, un cuchillo con mango de marfil y
de considerable longitud que su cliente adquirió de inmediato. Para el
fiscal ello era muestra de la premeditación con que había actuado el
procesado.
Doña Teresa, la portera, aportó un punto de vista diferente sobre lo
sucedido, aunque en parte no estaba mirando a la pareja porque parecía
que el marido había venido en buen plan, no de forma violenta, y estaba
dispuesto a discutir con su señora sin más. No había escuchado ningún
grito sobre la calle de Quiñones (lugar donde se encontraba la cárcel de
mujeres) ni sobre la Cárcel Modelo, tampoco había visto a Narciso
pretendiendo marchar por la calle.
- Aquel día llegó Juana pidiéndole la cama a Narciso y éste le
contestó: Ya te la darán. Comenzaron a hablar y ella le dijo:
¡Hombre, parece mentira que haciendo hoy un año de que nos
hemos casado, hagas conmigo esto!
- ¿Qué más pasó?
- Me aparté un poquito y cuando volví la cabeza vi que Narciso tenía
agarrada a Juana de la mano izquierda y por detrás le hincaba un
cuchillo, saliendo la punta por delante del pecho.
- ¿Cuántas veces?
- Lo menos tres.
Ni qué decir tiene la profunda impresión que causó esta declaración
entre el público asistente y los miembros del jurado.
- ¿Qué hizo después?
- Quiso por dos veces tirar el cuchillo a un corralillo próximo; una
vez se le cayó al suelo, lo recogió y volviendo a tirarlo otra vez, por
fin cayó en el corralillo.
- ¿Vio usted que regañaran antes de que la hiriera?
- No, señor, no regañaban.
- ¿Antes regañaban mucho?
- Mucho, él la amenazaba diciéndole: ¡Te voy a matar!
Otros vecinos presentes estuvieron en la misma línea, aunque
recordaban una parte mayor del diálogo entre el agresor y su víctima. Un
colchonero llamado Eduardo Morió, que al momento se precipitó sobre
Narciso para detenerlo, declaró haber escuchado:
- Parece mentira que me trates así hoy que hace un año que nos
casamos –decía Juana.
- ¡Vete con viento fresco! Que entre todos me vais a echar a
presidio.
- ¡Pero hombre!...
- ¡Te voy a matar! dijo Narciso. En ese momento éste sacó de bajo la
capa una enorme faca y Juana gritó: ¡Señora Teresa, llame a los
guardias que tiene un puñal!
Pero su suerte estaba echada. Fue el momento en que su marido la
apuñaló repetidamente hasta darle muerte de forma instantánea. Para el
tribunal era un aspecto importante saber si la agresión se había cometido
de frente o por la espalda, lo que daría paso a la agravante de alevosía.
Aunque los vecinos presentes confirmaron unánimemente que las heridas
habían sido propinadas por la espalda, los médicos fueron más taxativos
en su informe ante el tribunal. Preguntado el señor Cifuentes, que había
realizado la autopsia, sobre el número y naturaleza de las heridas que
encontró en el cadáver, afirmó:
- Una en la región frontal, que interesaba los tejidos blandos y
llegaba hasta el hueso, dejándolo al descubierto. Una herida en el
hombro derecho, que interesaba el omóplato y llegaba hasta el
pulmón. Otra en la región cervical, que haciendo entrar el arma
por entre la primera y segunda costilla, dejó seccionada la médula.
- ¿Qué calificación tenían esas lesiones?
- Se causaron con instrumento inciso-punzante, siendo la que
seccionó la médula, la que debió matar instantáneamente, y la
siguiente que llegó al pulmón merece la calificación de mortal ut
plerinum, o sea que causa la muerte la mayor parte de las veces.
- ¿Se sabe en qué posición se debía hallar el agresor al causar las
heridas?
- A la izquierda y detrás de la agredida.
Esto último causó una visible impresión en los presentes en el juicio:
era la corroboración por los peritos de la descripción dada por todos los
presentes. No era Narciso el que se marchaba del encuentro sino ella. Al
darle la espalda a su agresor este le sujetó el brazo con la mano izquierda
mientras empuñaba el cuchillo con la derecha, ahogando con sus golpes
los gritos de alerta de su mujer. El único consuelo, si cabe hablar de ello,
en esta terrible situación, fue que el primer golpe fue definitivo e
inmediato, lo más parecido a descabellar a su víctima. La siguiente
puñalada, también inferida por la espalda con toda la fuerza brutal de su
ira, entró por el hombro y atravesó el pulmón para, tal vez, asomar la
punta por el pecho de Juana.
Tras arrojar el cuchillo el criminal se dejó atrapar con poca
resistencia por el colchonero y un dependiente de Consumos, a los que se
añadió muy pronto Enrique Vivanco, guardia del Orden público, que
presenció el crimen desde lejos. Fue el dependiente, que había observado
la acción posterior de Narciso, quien recuperó el cuchillo para
entregárselo al inspector de policía del distrito, que acudió después.
Mientras el criminal era trasladado a la inspección de vigilancia de
la estación del Norte, una muchedumbre rodeaba el cadáver de Juana, que
yacía boca abajo. Cuando se procedía a su traslado y se le dio la vuelta,
todos los vecinos profirieron una exclamación: de su boca surgió una
enorme bocanada de sangre.
Los comentarios fueron constantes. Todo el mundo lamentaba la
suerte de aquella pobre mujer, conocida en el barrio “por sus virtudes y
por su carácter sufrido y humilde”, en contraposición a los durísimos
calificativos que recibía su marido.
Incluso cincuenta de esos vecinos marcharon detrás de Narciso en
su camino a la Casa de Canónigos, Juzgado principal de la ciudad, atado
codo con codo. Le gritaban, lo insultaban. La indignación era enorme y los
guardias se las vieron y desearon para contener las iras de aquel grupo de
personas que amenazaban con lincharlo. Al día siguiente, un periódico
valoraba así lo sucedido:
“No se trata de un crimen vulgar, motivado por el deseo de
vengar una injuria recibida, ni de un crimen pasional de esos
para los que la sociedad encuentra disculpa, por tratarse de un
delito cometido para lavar el honor mancillado por la mujer que
hubo de olvidar los deberes del matrimonio.
El crimen de hoy es uno de esos atentados cometidos contra esa
misma sociedad, privándola de un ser lleno de virtud y de
bondad, y su autor, uno de esos hombres de malos antecedentes
que no pueden inspirar ninguna compasión”.
Obsérvese la distinción inicial de este crimen respecto a otros
motivados por la pasión o el “honor mancillado” del marido. Para ellos la
sociedad podía encontrar una disculpa porque la mujer hubiera “faltado” a
sus deberes matrimoniales de obediencia y fidelidad a su marido. La mujer
como propiedad, la mujer sobre la que ejercer un poder patriarcal, solo
matizado por la bondad con que el marido debía corregir y educar su
comportamiento. El honor de la mujer al que su marido engañara no era ni
siquiera mencionado.
Un abrupto final
“Reconozco que mi defendido ha cometido un delito” alegó el
abogado defensor, “pero para castigarle no pido más que se le castigue en
la medida de su culpa”. La sala se encontraba en un completo silencio.
Nos enteramos así de que se veía obligado a explicar una contradicción en
que incurrió el procesado, cuando en la instrucción negó que su mujer
tuviera un amante, para afirmar lo contrario durante el proceso. “Lo hizo
entonces por vergüenza”.
Es de imaginar las vueltas que debió dar el defensor para
argumentar las atenuantes que proponía y con las que contaba librar a su
defendido del garrote. Así, trazó durante el juicio el cuadro de un hombre
insultado, agredido y vilipendiado por todos: las hermanas de su mujer, la
portera, los vecinos. “El día 11 de marzo recibió mordiscos y agresiones
de todos ellos”.
También adujo la embriaguez, tomando de las declaraciones del
tabernero aquello que le convenía: cuando el procesado estaba bebido no
sabía lo que hacía. Pero el jurado tenía memoria y recordaba que solo
había tomado media copita de aguardiente, saliendo “sereno y tranquilo”
de la taberna. Por último, los siempre socorridos “arrebato y obcecación”
ante el abandono en que le había dejado su mujer desde días atrás.
Pero aparte de ser responsable de un asesinato odioso, replicó el
fiscal, además de coser a puñaladas a su mujer con una violencia inusitada
y sin justificación alguna, incurriendo en un parricidio castigado en el
artículo 417 del Código Penal, acumulaba varias agravantes: la agresión
inesperada y por detrás suponía haber actuado con alevosía; frente al
arrebato y la obcecación del momento que proclamaba el defensor, bien
sabía el jurado que dos días atrás había adquirido una faca de gran
tamaño cuando no pudo hacerse con un revólver. Eso indicaba
premeditación. Pero es que además, Narciso Quevedo fue condenado
varias veces por agresiones contra su mujer y contra otros, lo que
implicaba reincidencia. De todo ello el fiscal solo podía concluir con la
petición de pena de muerte para el procesado.
Acabado su discurso el presidente de la sala preguntó a Narciso si
tenía algo que añadir antes de que el jurado dictara sentencia.
“Tengo que decir que yo no he pensado el crimen” dijo con
actitud arrepentida y ojos llorosos, “si lo cometí fue por el
desprecio a que me relegaba mi mujer, por el abatimiento, hacia
mí, de su familia, por la embriaguez en que me encontraba y por
el cariño que la tenía”.
Detengámonos en esta última frase, porque no volveremos a
escuchar a Narciso Quevedo: cometió su crimen “por el cariño que la
tenía”. Cualquiera pensará que ¡bonito cariño es aquel que lleva a matar a
la persona amada! En todo lo demás seguía la directriz de su abogado,
incluyendo la embriaguez en la que nadie creía, salvo en esa
manifestación de cariño. Del mismo modo, durante la instrucción inicial
del caso, cuando no mencionó amante alguno, defendió que su mujer era
“honesta y buena”.
Era honesta, era buena, le tenía cariño ¿por qué la mató entonces
con esa saña apasionada? ¿qué impulsó su brazo aquella mañana, qué
pensamientos lo cegaron en días anteriores para planear su muerte si se
daba un nuevo encuentro? Se daba cuenta de que, de manera inevitable,
su mujer lo estaba dejando, lo abandonaba refugiándose en casa de sus
hermanas. Ya no era suya, los derechos del marido que la sociedad le
otorgaba (el débito matrimonial que Juana le negaba, su obediencia que ya
no existía), se veían invalidados. La propiedad de la mujer que
correspondía al marido, iba desapareciendo. Entonces emplea su poder, no
de manera refinada ni denunciando el abandono conyugal a través de
abogados, sino con el único recurso que conocía para resolver sus
diferencias: la violencia. Hombre tosco, rudimentario, con unos valores
basados en el poder del más fuerte, en la incapacidad de aceptar las
consecuencias de sus actos, una derrota o un fracaso, solo podía actuar de
esa manera para defender su posición como marido y la rebelión que
sentía ante un robo injustificado: el de la mujer con la que se había casado
pasando a ser enteramente suya.
Tras la sentencia condenatoria el presidente del tribunal pronunció
las fatídicas palabras:
“… que debemos condenar y condenamos a Narciso Quevedo y
Rodríguez a la pena de muerte, que se ejecutará en esta corte…”.
Era el 28 de abril de 1899. El llanto del ahora condenado resultaba
incontenible, pero su crimen era atroz y casi nadie sintió piedad por él.
Solo una mujer entre el público, cuando se leyó la sentencia, exclamó
“¡Ay!”. No se sabe por qué.
A partir de ahí se inició la carrera habitual en estos casos. Primero,
ante el tribunal de casación el 16 de septiembre de ese mismo año,
ratificando en todo la sentencia pronunciada meses antes. Luego, las
consabidas peticiones de indulto, no muy abundantes en este caso, todo
hay que decirlo, y que no conmovieron ni al Consejo de ministros ni al rey.
Desde que se supo el fracaso del recurso de casación, el director de
la Cárcel Modelo tomó las medidas habituales en estos casos: se le
trasladó a una celda de la planta baja, junto a los vigilantes; además, se
hicieron varios registros diarios para evitar que pudiera dañarse con
algún instrumento conseguido subrepticiamente. El reo no dio origen a
escándalo alguno ni mostró otra cosa que colaboración con los vigilantes.
El 27 de septiembre, apenas ocho días después de que se conociera
el último fallo del tribunal, los presos se levantaron pronto, como de
costumbre. En filas vigiladas se trasladaron al patio a orinar para, a
continuación y previo al desayuno, dar una vuelta por el lugar. Terminado
el breve asueto volvieron en tandas a sus calabozos.
Fue entonces, al traspasar la puerta de entrada al interior, cuando
inesperadamente Narciso Quevedo emprendió una veloz carrera subiendo
las escaleras hacia el piso tercero. Perseguido de cerca por el vigilante
Fernández Moragas, arrojó las chanclas que le molestaban en la subida y,
llegando al último nivel y viendo que estaban a punto de atraparlo, se
arrojó hacia el patio celular por encima de la barandilla.
Según el vigilante que lo seguía, en principio caía de pie, lo que le
hubiera causado graves daños pero quizá no la muerte. Sin embargo,
tropezó con un talón en la barandilla del primer piso, giró sobre sí mismo,
y su cabeza impactó con un ruido sordo en el suelo de cemento.
“Inmediatamente quedó reducido, por el choque del cráneo
contra el pavimento, en informe masa, sustraída, en virtud de
este accidente, a la acción inexorable de la justicia”.
En uno de sus bolsillos se encontraron varias cartas dándole el
pésame por la confirmación de la sentencia de muerte. Entre ellas una
estaba escrita en verso. Se la había remitido otro preso complicado en un
robo en casa del conde de Torrepando. Le decía que bien sabía que sería
ejecutado la semana siguiente y ante ello solo le quedaba resignación para
bien morir. Pero Narciso Quevedo no tuvo ni la paciencia de esperar su
inevitable destino ni la resignación para llegar a un buen morir.
Al menos sabría que algunas personas sintieron piedad por él. Tal
vez siguiera el curso de los acontecimientos posteriores al crimen con
cierta incredulidad: ¿es que la sociedad no comprendía el cariño que le
tenía, que le habían arrebatado aquello que era suyo por derecho? Cuando
quiso darse cuenta, los acontecimientos se habían precipitado y la sombra
de la muerte que él había inferido a su mujer lo amenazaba a él. “Cuando
vemos el engaño y queremos dar la vuelta” decía el poeta, “no ha lugar”.
La borrachera del torero Gavira
Todo sucedió en la madrugada del jueves 20 de enero de 1898.
Francisco Piñero, el conocido novillero de 27 años que se hacía llamar “El
Gavira”, pasaba la noche con unos amigos y una amiga de todos ellos,
Carmen Rodríguez. Estuvieron en una taberna de la calle del León y luego
en otra de la calle de Visitación llamada “El Montañés”, próxima a la calle
del Príncipe.
El muchacho era muy aficionado a beber y en esas ocasiones sus
amigos afirmaban que tenía un “mal vino”, capaz de hacerlo violento y
descontrolado, como pudo averiguar esa misma noche Carmen, a la que
llegó a pegar por no se sabe qué discusión entre ellos. Todos le auguraban
que llegaría a tener muchos disgustos por ese motivo.
Era un tiempo impreciso entre las cuatro y las cinco de la
madrugada y el grupo de amigos empezó a recorrer la calle cantando,
gritando de forma descompasada y soltando improperios a todo aquel que
tuviera la desgracia de cruzarse en su camino. Al decir de sus
acompañantes, Gavira era el que marchaba solo en último lugar. ¿Alguien
podía pensar que algo relativamente habitual en las calles de Madrid, que
nunca dormían del todo, podía terminar con su muerte?
Las primeras noticias que aparecieron al día siguiente informaron de
que la escena y el escándalo atrajeron al inspector del distrito de
Buenavista, Salvador Roig, que acudió a restablecer el orden. Al llegar
donde el grupo e ir a abordarlos, recibió un fuerte golpe por la espalda.
Creyendo que lo habrían confundido con alguno de sus amigos se encaró
con el que le había golpeado: el torero Gavira. Este le dijo que no lo había
confundido con nadie y que, fuera quien fuese, le volvería a pegar.
El novillero Gavira
Para identificarse como una autoridad, el inspector esgrimió el
bastón con las insignias de la policía y amonestó al torero para que lo
respetase y el grupo dejase de alborotar. “Con bastón de borlas o sin él” le
dijo el interpelado, “le pongo a usted los dedos en la cara”, concluyó
amenazante, dicho lo cual empezó a golpearle con los puños y a bofetadas.
Así se enzarzaron en la disputa cayendo ambos al suelo y sin que los
amigos del novillero hicieran otra cosa que contemplar el altercado. Tras
unos minutos de lucha, el inspector pudo levantarse y tocó el silbato que
alertaba del incidente, llamando en su ayuda a los guardias que estuvieran
en las cercanías.
Acudieron en su ayuda el sereno de la calle del Príncipe, dos
guardias de seguridad y otro inspector: Pedro Blanco. El periódico
relataba que, al ver a los que llegaban, Gavira sacó una navaja que obraba
en su poder y, esgrimiéndola con escaso acierto dado su estado de
embriaguez, empezó a dar tajos a un lado y otro, rasgando varias veces el
gabán del último inspector en llegar.
Este se enfrentó al torero a bastonazos, a lo que su rival respondió
arrebatándole el bastón, emprendiéndola con él y continuando con la
navaja hasta producirle varias heridas. En esas circunstancias se escuchó
una detonación y el novillero cayó de inmediato al suelo agarrándose el
vientre.
En la Casa de Socorro del distrito se pudo comprobar la gravedad de
la herida. En el estado en que lo encontró, el médico solo le hizo una cura
mandando que fuera trasladado al Hospital provincial. Mientras esto se
hacía, el mismo médico curó a los dos inspectores, de contusiones al
primero y heridas en las manos al segundo.
La situación empezó a hacerse confusa cuando intervino de
inmediato el gobernador civil para averiguar las causas del suceso. Mandó
llamar al delegado del distrito del Congreso, Ricardo Puga, para
comunicarle que, al estar dos policías implicados, debía inhibirse del caso,
pasándolo al juez de guardia, que era esa noche Rodríguez del Rey, del
distrito de Palacio.
Lo primero que hizo este fue trasladarse al hospital para intentar
tomarle declaración al herido. Fue imposible porque solo decía
incoherencias referentes a una mujer desconocida para los presentes.
Consultado su médico, el doctor Pérez Obón, este manifestó que se había
limitado a cuidar la asepsia de la herida porque el estado del novillero era
tan delicado que no se atrevía a hacer un sondaje ni extraer la bala. El
mayor peligro, añadía, era la aparición de una posible peritonitis si no se
recuperaba lo suficiente para soportar una intervención quirúrgica. Pocas
horas después y con el mayor cuidado, se le quiso trasladar al Instituto
Rubio, un centro mejor preparado para dicha operación, pero al pasar por
la calle de Leganitos, el novillero expiró sin decir una palabra.
El juez mandó llamar a los dos inspectores para que le entregasen
sus armas y aquí vino la primera sorpresa: el señor Roig presentó su
revólver con todas las cápsulas en su interior pero su compañero, el
inspector Blanco, dijo que él no había sido el autor del disparo puesto que
en esa ocasión no llevaba revólver alguno. Entonces, debió preguntarse el
perplejo juez, ¿quién había disparado a Gavira?
Tras consultar a diversos testigos, solo se podía concluir que el autor
del disparo debía ser el inspector Blanco pero ¿por qué dijo al principio
que el revólver lo había dejado en casa y luego afirmaba que lo había
perdido? ¿Prefería negarlo todo para no verse implicado? ¿Qué estaba
escondiendo de su participación en aquel incidente?
Poco más de dos semanas después el juez instructor, el señor
Aguilera, decidió procesar a Pedro Blanco, que seguía afirmando que
había perdido el revólver y por eso no lo entregaba. No obstante, siendo
una autoridad que parecía haberse defendido de una agresión, pudo salir
de la prisión donde se encontraba y, suspendido temporalmente del
servicio, marchó a Zaragoza con su familia, lugar de donde era original.
¿Qué sucedió aquella madrugada?
Hasta abril del año siguiente, más de un año después de los hechos,
no se escuchó a los protagonistas de aquel suceso, a los que sobrevivían al
menos. No solo la víctima había tardado solo unas horas en morir sino que
uno de sus hijos, allá en la localidad sevillana de Carmona, también había
fallecido dos meses después. Quedó su madre, con la que había llegado
hasta Andalucía proveniente de su Valencia natal varios años antes, otro
hijo de apenas cinco años en el momento de la muerte de su padre, y su
mujer, que no hizo declaración alguna a la prensa. Su madre tampoco,
pero promovería la presencia de un acusador particular durante el juicio.
El primero en declarar fue el inspector Pedro Blanco, único acusado
de homicidio. Curiosamente, adujo de entrada que era muy sordo, por lo
que tenía que acercarse mucho a aquellos que lo interrogaban. Sin
embargo, lo primero que admitió es haber escuchado en la Carrera de San
Jerónimo, cercana a la calle del Príncipe, el sonido del silbato del
inspector Roig. No sería lo único extraño que declaró:
- Estaba con un amigo, haciendo tiempo para ir a una boda –dijo sin
recordar quizá que eran las cinco de la madrugada- cuando oí los
pitos de alarma. Por eso me dirigí a la calle del Príncipe
saliéndome al paso mi compañero el inspector Roig: ¡Blanco, que
me matan! exclamó.
- Llegué y me encontré a un sujeto rodeado de mucha gente, con
quien forcejeé. Dijo: ¡Otro inspector! Y me dio una bofetada que
me tiró al suelo.
- ¿Estuvo usted mucho tiempo en el suelo?
- Como dos minutos.
- ¿Qué hizo usted después?
- Me levanté, siguió pegándome y saqué el revólver para intimidarle,
y viendo que no hacía caso, disparé…
La declaración levantó una oleada de rumores. El público, que había
escuchado al relator el sumario del juez de instrucción, sabía que durante
toda ella Pedro Blanco había manifestado repetidamente que él no disparó
porque no tenía en su poder revólver alguno.
El fiscal llamó la atención del jurado sobre esta contradicción,
pidiéndole que se ratificara en que había empleado el arma y Gavira
estaba en una actitud agresiva en ese momento. Blanco lo afirmó de
nuevo.
-
¿Qué hacía mientras tanto el otro inspector?
No sé…, no lo vi.
¿Y los guardias?
Nada… -ante el crecimiento de los rumores se sintió obligado a
precisar-. Digo no sé, porque no lo vi.
Dijo que había forcejeado con Gavira y que éste le había pegado.
¿Con qué le pegó a usted?
Con un bastón que yo llevaba y que me quitó de la mano. Me pegó
muy fuerte y muy duro. Fíjese que me causó una lesión en este
brazo, que todavía no lo puedo mover bien.
¿Quedó usted con la ropa cortada?
Sí, señor, pero no sé quién me lo hizo.
El fiscal le mostró entonces las armas del inspector Roig, que se
mostraban encima de la mesa de pruebas.
- ¿Reconoce alguna de las armas que están sobre la mesa del relator
como la que disparó usted contra Gavira?
- No, señor, no es ninguna de esas; disparé con un revólver mío, que
después he perdido. Ya he dicho –continuó- que hice yo mismo el
disparo y negué en el Juzgado que lo hubiera hecho porque creí
que así no me procesarían. Ya se sabe que la tradición española
está siempre a favor de los toreros y pocas a favor de los agentes
de autoridad.
Esta última frase encendió los ánimos de la sala. El fiscal le
respondió contundente afirmando que en los tribunales siempre impera la
Justicia, fuera el procesado quien fuera. Su defensa del procedimiento
encontró el aplauso del público, que no simpatizaba precisamente con el
inspector Blanco.
¿Era cierta la descripción del incidente hecha por el procesado?
Había causado una mala impresión el hecho de que ocultase la autoría del
disparo. Detrás de ello parecía pensarse en su culpabilidad. Un policía con
la conciencia tranquila del deber cumplido y de una reacción ajustada a
las circunstancias no hubiera mentido de esa manera.
Tampoco fue buena la impresión causada por el inspector Roig, que
testificó a continuación. Ratificó en todo lo dicho por su compañero, lo
cual permitía sospechar que había acuerdo dentro del cuerpo de policía
para exculparlo. Ello le obligó a contradecirse con lo declarado en el
sumario, como le había pasado a Blanco. Así, esta vez no mencionó navaja
alguna en manos de Tavira, algo que había defendido anteriormente a
despecho de la ausencia de cortes en la ropa de los dos inspectores, tal
como había comprobado el juez instructor. Se ve que el recurso de la
agresión con navaja no se consideraba válido y la defensa prefería no
recurrir a él.
Además, los propios abogados ocasionaron un escándalo mayúsculo
en la sala, cuando el acusador privado denunció una versión diferente de
los hechos que le había confiado en su domicilio el inspector Roig, antes
de que dicho acusador fuera contratado como tal. Un procedimiento tan
irregular, una declaración no oficial que nadie podía certificar, encontró la
enérgica oposición del defensor, originándose entre ambos letrados una
trifulca considerable. Con la intervención del fiscal, de nuevo aplaudida
por el público, y las llamadas al orden del presidente del tribunal, retornó
cierta calma aunque, con todo lo sucedido, la declaración de Salvador
Roig ratificando lo dicho por Blanco, perdió toda credibilidad.
El sospechado encubrimiento de los hechos por la policía siguió
presente con la declaración de los dos guardias presentes en aquel suceso.
Jacinto Fernández fue avisado por algún transeúnte de que dos hombres
se estaban matando en la calle del Príncipe y para allá fue.
Se encontró a dos hombres peleando en el suelo (Gavira y Roig) por
lo que intervino con su compañero, encargándose él de sujetar al
novillero. Fue en ese momento cuando llegó Blanco, siguió contando,
queriendo llevarse a Gavira a la delegación de distrito. Este se resistió
abofeteando a Blanco, que respondió a bastonazos para enzarzarse en una
nueva pelea.
En ese momento le interrumpió el fiscal para observarle que, según
el sumario, él había declarado pocos días después, que no había habido tal
bofetada inicial sino que Blanco había llegado y, sin mediar más que una
breve conversación con Roig, le había propinado a Gavira varios duros
bastonazos, a lo que este terminó por responder. ¿Quién había cometido la
agresión inicial entonces? ¿Por qué esa contradicción en su testimonio? Al
policía Fernández no se le ocurrió otra cosa para justificarse que contar
que, durante la declaración sumarial, había recibido un recado de que su
mujer estaba gravemente enferma y eso le indujo a decir otra cosa de lo
que había sucedido. La excusa era tan torpe que no hizo más que causar la
hilaridad del público presente.
El otro guardia, Ruiz Zorrilla, fue más serio pero incurrió en la
misma contradicción, afirmando ahora la agresión inicial de Gavira,
cuando ante el juez de instrucción declaró exactamente lo contrario. Lo
único que alegaba para justificarse es que “me confundí”. Todo sonaba a
amaño de los hechos, con hasta cuatro policías presentes en el homicidio,
todos declarando lo mismo y todos contradiciendo sus declaraciones
iniciales.
En contraste con todo lo anterior, el sereno Ceferino Graña, también
presente aquella madrugada, describió la escena de otra manera. Así,
afirmó:
- Lo que sí vi es que Blanco pegó varios bastonazos a Gavira, y
entonces éste se tiró a él, y cayeron al suelo abrazados luchando;
me puse a recoger la capa de Gavira y un bastón de mando que
había en el suelo, y en aquel instante oí la detonación.
No sería el único testigo de los hechos que, en el momento del
disparo, andaba distraído y recogiendo cosas del suelo. Uno de los amigos
de Gavira, Natalio Díaz, renunció a decir cosas contundentes, incluso en
defensa de su difunto amigo. Parecía distraído siempre, primero cuando
marchaba por la calle del Príncipe, oyó sonar un pito y, al girarse, vio
peleando en el suelo a Gavira con Blanco. Resultaba asombroso que hasta
ese momento no se hubiera percatado de nada. Preguntado sobre si había
presenciado el momento del disparo dijo: “No señor, porque me puse a
recoger un sombrero”. La situación recordaba a aquel célebre crimen de
1888 en la calle Fuencarral, donde la portera todo lo veía y decía no
enterarse de nada, entre otras cosas para no verse en la cárcel durante un
tiempo, como acostumbraba la policía a hacer con los testigos.
Los testigos desinteresados
Un testigo puede ser más o menos preciso en los detalles, puede
dejarse engañar por lo que ha creído ver. Lo que no es admisible es que
sea parcial y se manifieste en función de un interés, por legítimo que sea.
Los policías hicieron esto último, como bien remarcó el fiscal en su
alegato final. Sus declaraciones contradijeron en poco o mucho lo
manifestado durante la instrucción sumarial, hasta llegar a una versión
coincidente que se antojaba falsa: Gavira había sido el agresor inicial del
inspector Blanco, lo había abofeteado nada más verlo, lo había tirado al
suelo y, solo en estas circunstancias, Blanco lo había golpeado con el
bastón, que le fue arrebatado en la lucha, y se vio obligado a enarbolar el
revólver escapándosele un tiro sin intención de matar. Esa fue la versión
de la policía y de la defensa que, en consecuencia, pedía la absolución
para el procesado por dos circunstancias eximentes: legítima defensa y
obrar en el ejercicio de los deberes de su cargo.
En el aire sobrevolaba la impresión de que todos los policías y el
acusado habían mentido antes o después, que los hechos no habían
sucedido de esa forma. Sin embargo, el amigo del fallecido no presentaba
una versión propia y diferente, parecía no haberse enterado de nada y ello
no servía para nada al fiscal.
Es cierto que el sereno había insistido en que la agresión provino del
inspector Blanco, que no hubo bofetada inicial que le propinase Gavira,
pero era solo un testimonio frente al de varios agentes de la autoridad y su
fiabilidad era cuestionable. A fin de cuentas, él también recogía cosas del
suelo cuando sucedieron los hechos que originaron la muerte del
novillero.
Faltaba algo más y ello vino de la mano de seis jóvenes liderados por
un abogado recién licenciado llamado Martínez Campos. También ellos
habían estado presentes cuando, al salir de una chocolatería de la calle de
la Visitación, acertaron a pasar por la del Príncipe viendo toda la disputa.
Como declaró este testigo y fue corroborado por todos los demás,
ellos no habían sido llamados a declarar, pero finalmente decidieron
hacerlo voluntariamente al comprobar al día siguiente que las
informaciones periodísticas distaban mucho de lo que habían observado
esa madrugada.
- Uno de mis amigos dijo: “Estamos aquí tan tranquilos y ahí se
están pegando dos hombres”. Me volví, viendo que dos hombres se
pegaban; uno, el torero Gavira, a quien conocía de vista, y otro,
más bajo que él, que resultó ser el inspector Roig.
- Roig se lanzaba a Gavira como una fiera –continuó ante la
expectación de la sala-, y Gavira se defendía, llamándome la
atención que un torero que solía estar acreditado de valor, se
dejara pegar así, por más que cada vez que se acercaba Roig lo
despedía con una patada. Al cabo Roig sacó un pito y silbó,
llegando varios guardias y serenos.
Llegaba al momento culminante de la llegada del inspector Blanco.
- Gavira se dejó detener por los guardias que se disponían a llevarlo
a la Delegación. Su actitud era de pie entre los dos guardias, sin
estar sujeto, sin capa y sin sombrero, y con los brazos a lo largo.
- En esta situación llegó corriendo, convulso y nervioso, el inspector
Blanco, a quien yo conocía de vista, y de buenas a primeras, y
llamándole “mal torero” y “chulo”, empezó a pegarle palos en la
cara con un bastón. Gavira aguantó unos cuantos palos diciéndole:
“¡No me pegue usted más! ¡Yo iré donde usted quiera!”. Pero por
fin Gavira se lanzó contra él y juntos cayeron al suelo.
- Se levantaron ya del suelo los contendientes, y entonces se
cambiaron las tornas. Gavira se había apoderado del bastón de
Blanco y agarrándole a éste del cuello de la chaqueta, le arrastró
un buen trecho pegándole con el bastón de derecha a izquierda,
muy despacio, pero muy fuerte. Precisamente entonces sonó la
detonación y cayó Gavira, bañado en sangre. Intentó levantarse y
volvió a caer exclamando “¡Madre mía!”.
- Con dos amigos míos lo condujimos a la Casa de Socorro. Durante
el camino tuvimos que dejarlo varias veces en el suelo porque, por
efecto del dolor, se estiraba y no podía permanecer en aquella
posición. También le oímos decir balbuceando: “Tan bonita como
una onza de oro”, tal vez refiriéndose a alguna mujer. Uno de mis
amigos, que es médico, dijo: “Éste no torea más”.
El silencio se hizo después de esta declaración. Allí estaba la verdad
de lo ocurrido, una verdad creíble, fiable por ser dicha por alguien sin
interés alguno, salvo el hecho de que se manifestara indignado por una
intervención policial desproporcionada. Como añadió finalmente: “El
torero fue agredido de un modo ilegítimo, por más que hubiera cometido
un atentado. Sabíamos que Gavira era pendenciero y había sufrido
condenas por otros atentados, pero encontramos injustificado lo que con
él se hizo esa noche”.
Después de aquello, todas las declaraciones de los guardias se
desmoronaban como un castillo de naipes. El fiscal se preguntaba en el
alegato final qué más podía decir.
“Lo que necesitaba era saber de un modo fidedigno lo ocurrido, y
estos seis testigos, con el peso abrumador de su número, lo
sostienen y lo afirman, diciendo que Blanco pegó al torero
estando éste completamente sometido y acosado por él, y sin
saber a quién acometía, por el estado de embriaguez en que se
encontraba, se defendió de Blanco y éste después le mató”.
Pese a la petición de absolución del defensor, el jurado escuchó la
argumentación del fiscal y el testimonio de los jóvenes. El inspector
Blanco actuó de forma agresiva e innecesaria contra un Gavira que no le
había agredido y, aunque no tuvo intención de matarlo con su disparo, le
ocasionó una muerte que nunca debía haberse dado. Ni la legítima
defensa ni su autoridad como policía justificaban la muerte ocasionada.
En consecuencia, el juez emitió un veredicto de condena por
homicidio con dos atenuantes: el clásico arrebato y obcecación, y no haber
tenido intención de causar un mal de tanta gravedad como el que produjo.
Por todo ello, además de abonar una indemnización económica a la
familia, se le condenaba a ocho años de prisión mayor.
La historia podría acabar aquí pero, como en el crimen anterior, esta
continúa entre una maraña de intereses. Algún periódico republicano
denunciaba que Pedro Blanco era un presidiario de lujo en el penal de
Ocaña unos meses después. Mientras a los demás reclusos se les obligaba
a trabajar, él no conocía tal situación. Gozaba de tanta libertad que incluso
había salido en más de una ocasión hasta la puerta del penal para hablar
con los guardianes que debían vigilarlo.
Tan sólo un año después de ser condenado, el 10 de mayo de 1900,
un decreto del gobierno le otorgaba la libertad:
“Vistos el párrafo último del art. 116 del Código Penal, etc. etc.;
Teniendo en cuenta la buena conducta del penado y previos los
demás trámites legales.
Se conmuta el resto de la pena de ocho años y un día de prisión
mayor impuesta a Luis Blanco, por la de destierro a la distancia
mínima de 25 kilómetros de esta corte”.
Teniendo en cuenta que su familia residía en Zaragoza, no parecía
que este destierro le supusiese un gran quebranto en la vida que
reanudaba a partir de esa breve condena.
El paseo de Floranes
La calle madrileña de Jenner es corta, apenas 250 metros, y está
situada entre la de Almagro y el paseo de la Castellana. Fue bautizada así
en honor de Edward Jenner, el médico inglés descubridor de la vacuna
contra la viruela. En 1898 no había allí casas particulares de la burguesía
sino verdaderos palacios como el de Isdo, propiedad del duque de
Montellano, o el palacio de la esquina opuesta, que pertenecía al conde de
San Bernardo.
Por esa misma calle bajaba el domingo 4 de septiembre de 1898,
sobre las seis de la tarde, un carruaje Victoria en cuyo interior se
encontraba, junto a su mujer y una sobrina, Carlos Floranes, muy
conocido de los madrileños por su lujoso tren de vida y como negociante
de carruajes y caballos de lujo, además de dedicarse al préstamo de
dinero.
En el trayecto, acertó a cruzarse con él otro hombre más joven,
elegantemente vestido, llamado Carlos Sáenz de Tejada. Las primeras
informaciones recabadas por los reporteros que acudieron al lugar
exponían que el primero había mandado detener el carruaje, bajando del
mismo para hablar con el paseante. Sin embargo, afirmaban los testigos,
no hubo apenas palabras entre ellos porque Floranes, sacando un revólver,
disparó un tiro que, impactando en la cabeza de Carlos Sáenz, tuvo un
efecto fulminante.
Sostenían los testigos que inmediatamente se había acercado un
guardia, requiriendo al agresor para que lo acompañara a la Delegación.
Hablaron un momento y, al parecer con el acuerdo del policía, Floranes
volvió a subir a su carruaje y bajó hasta la Castellana.
Otros que estaban más cerca dijeron escuchar el breve diálogo con
el guardia, en unos términos como los siguientes:
- Soy D. Carlos Floranes, persona muy conocida en Madrid –afirmó
dándole su tarjeta.
Ante la insistencia del guardia en que lo acompañara, añadió:
- Usted me conoce mucho, no puedo dejar a solas a mi mujer y a mi
sobrina, voy a acompañarlas a casa y le doy mi palabra de que
antes de una hora me presentaré en el Juzgado.
Carlos Floranes
El policía, efectivamente, conocía de sobra al agresor, como todo
madrileño que se paseara por la Castellana en una tarde de domingo.
Creyéndole persona influyente y poderosa, se sintió lo suficientemente
confuso como para dejarlo marchar. Después se dijo que el carruaje había
pasado a toda velocidad por la calle del General Castaños, cruzando frente
al mismo Juzgado,para desembocar en la calle del Barquillo y Alcalá, en
cuyo número 4 tenía su domicilio.
Entretanto, el herido, en estado agónico y sin poder declarar nada,
era conducido por aquel mismo guardia y otro compañero en un carruaje
hasta la Casa de Socorro. Allí los médicos le apreciaron una herida
penetrante encima de la ceja izquierda. Dada su extrema gravedad no se
atrevieron a hacerle más que una cura superficial trasladándolo hasta el
Hospital de la Princesa donde, al cabo de pocas horas, falleció.
Registradas sus ropas por un alguacil es cuando se supo su
identidad y su condición de farmacéutico militar. Era natural de Tortosa
(Tarragona) y tenía 44 años. En el momento de su muerte, ya de noche,
Floranes aún no se había presentado en el Juzgado, como había
prometido.
Sin embargo, su domicilio era bien conocido de todos por lo que el
juez de guardia envió al delegado de vigilancia, señor Rivas, a su casa. Allí
encontró que Floranes se encontraba con avanzados preparativos de viaje,
posiblemente para tomar la línea del Norte esa misma noche. Rivas lo
tranquilizó afirmando que la herida, afortunadamente, no era grave y que
le sería más conveniente presentarse voluntariamente en el Juzgado para
aclarar lo sucedido. Eso hizo que Floranes cambiara de parecer y lo
acompañara hasta el Juzgado, donde llegó a la una y cuarto de la
madrugada, momento en que fue informado de la muerte de Carlos Sáenz.
Las tres declaraciones de Floranes
En primer lugar, Carlos Floranes se disculpó ante el juez por su
tardanza en acudir al Juzgado. Según dijo, se había entretenido
despidiéndose de su familia por si el caso, Dios no lo quisiera,
desembocara en su alejamiento de la misma. Finalmente pasó a describir
lo sucedido:
- Hacia las seis de la tarde, subía hacia el Paseo de la Castellana en
un coche con mi señora y una sobrina. Antes de llegar al palacio de
Indo, nos alcanzó un sujeto desconocido que venía detrás y me
amenazó con la mano, haciendo como que me iba a pegar.
- Avisé entonces al cochero –continuó- para que aflojara el paso del
carruaje y ver quién era, puesto que no conocía al sujeto. Cuando
estaba a unos quince o veinte metros empezó a decirme que era un
canalla, un pillo y un sinvergüenza, y que hacía mucho tiempo que
tenía ganas de cortarme el cuello. “Sal del paseo” añadió, “y verás
cómo lo hago”.
- Entonces bajé del coche y le pregunté los motivos para tratarme
así y me contestó que sólo tenía el capricho de degollarme.
Principió entonces a pegarme con un bastón que tenía, en cuyo
momento yo saqué el revólver que tenía, a ver si lo contenía, y en
lugar de conseguirlo vi que sacaba una navaja y se fue sobre mí.
Le grité varias veces “¡Párese usted que le mato!” pero como él
seguía avanzando hacia mí, disparé. No sé dónde le di pero vi que
caía al suelo.
- ¿Ese sujeto parecía loco o borracho?
- No me lo pareció, no.
- ¿Dónde está el revólver?
- Mi señora lo arrojó, no sé dónde, no se lo puedo dar pero era
pequeño, de bolsillo, sistema Smith, calibre 7.
Desde el Juzgado fue trasladado a la cárcel sin aparente abatimiento
de espíritu, creyendo aún que el caso habría de resolverse a su favor en
poco tiempo. Mientras uno de los empleados lo medía, dijo:
- Quiero la mejor celda de la cárcel, cueste lo que cueste.
- En la cárcel no hay más celdas de distinción que las de pago. Las
demás son todas iguales.
- Pues bueno, una de esas.
Según reflejaron los periódicos al día siguiente, no solo recibió la
visita de sus familiares sino que fueron numerosos amigos los que pasaron
por allí para darle ánimos que, al parecer, no eran necesarios. El
tratamiento que se le había dado, con un guardia permitiéndole irse de la
escena del crimen, una celda de pago y no estando incomunicado, como
era lo habitual, fue comentado y censurado por el pueblo de Madrid. La
Justicia podía ser igual para todos, pero el tratamiento que recibía un
homicida no era el mismo, dependiendo de quién fueras.
La segunda vez que declaró, esta vez ante el juez instructor, no
modificó en sustancia su primera manifestación, si bien entró en mayores
detalles.
- Cuando me dirigió los insultos a que hice referencia en mi
declaración anterior, mandé detener el coche a pesar de que mi
esposa me agarraba del brazo y a grandes voces me decía que no
bajara a enfrentarme con él. Pero así lo hice y le pregunté a ese
sujeto en tono sereno qué motivos tenía para ofenderme de esa
manera, cuando ni siquiera le conocía de vista. Entonces me cogió
del brazo y me dijo que quería cortarme el cuello, mientras me
arrastraba hasta la acera.
- Yo le contesté que su actitud no era propia de caballeros y que no
me iba a pegar con él como unos cualesquiera, que le daría mi
tarjeta y podríamos entendernos. “La tarjeta que le voy a dar a
usted es ésta” replicó y me dio dos bastonazos en la espalda y otro
en el brazo izquierdo, con lo que el bastón se rompió. Lo tiró al
suelo y, metiendo la mano derecha en el bolsillo, sacó una navaja
estrecha y larga, con las cachas negras y conteras doradas, de
esas que llaman de Albacete. Cuando la abrió nos encontrábamos
junto a unas vallas y a unos cuatro metros de distancia.
- Al ver aquello fue cuando saqué el revólver del bolsillo derecho y
le grité: “¡Tente o te mato!”. Como me acometió disparé, sin
intención de causarle tanto daño como se produjo, apuntándole al
cuerpo.
Ahora justificó la tardanza en acudir al Juzgado aduciendo que, al
llegar a la calle del Almirante, se acordó de un amigo íntimo que allí vive,
que no quería mencionar dada su alta posición, se detuvo y fue a verlo,
para que le aconsejase, mientras su familia continuaba en el carruaje
hasta su domicilio.
El amigo le indicó que se presentase en el Juzgado de guardia
cuanto antes, que debía haberlo hecho directamente desde la Castellana,
por lo que tomó otro coche y regresó a su domicilio, a fin de dejar el reloj
y sus llaves. Finalmente, no conseguía recordar qué hizo con el revólver, si
lo tiró en el lugar de la agresión o lo llevó hasta el carruaje o qué hizo con
él.
Aún dio una tercera versión de lo sucedido inmediatamente después
del homicidio para justificar la tardanza en acudir al Juzgado.
- Después de ocurrir el hecho de autos y cuando me dirigía en el
carruaje para presentarme en la delegación, sentí tal ofuscación y
vergüenza en verme preso, cosa que nunca me había sucedido, que
tomé un coche de punto que por allí pasaba y sin pensar más que
en apartarme del lugar del suceso, le mandé que me llevara al
puente de Segovia donde me apeé, andando luego hasta la pradera
de San Isidro y el puente de Toledo, terminando en Chamberí.
- Después de vagar por otros sitios, excitado por lo que había
pasado y ya cansado, al llegar a la esquina del café de San Andrés,
tomé otro coche de punto y con él fui hasta el Juzgado de guardia,
donde llegué cerca de las doce de la noche, sin que en todo ese
tiempo encontrase ni hablase con persona alguna, ni estuviera
tampoco en mi domicilio.
Sorprendente declaración, habida cuenta de que nadie había
desmentido la noticia de que el señor Rivas lo encontrara precisamente en
su casa, dispuesto a poner tierra de por medio. ¿Fue un infundio del
periódico que mostró la noticia? No es descartable, habida cuenta la falta
de rigor que existía por entonces en los diarios, los rumores del pueblo
que se daban por buenos sin comprobación alguna y cierta tendencia
populista de algunos periódicos que criticaban acerbamente las
costumbres de los señoritos de clase alta, los burgueses que se permitían
un gran tren de vida frente a la miseria de una parte importante de la
población madrileña. De hecho, la intervención del señor Rivas aparecía
en el mismo diario que mencionaba la actitud altiva del detenido al ser
ingresado en prisión.
Vistas las declaraciones sucesivas de Floranes y dejando a un lado
sus incoherencias con lo que hubiera hecho después, algo por lo demás
secundario respecto al crimen en sí, ¿estaba describiendo adecuadamente
lo sucedido?
La primera duda del juez atañía a un punto fundamental: las armas
esgrimidas por Carlos Sáenz de Ledesma. La navaja que tan
detalladamente había descrito Floranes en su segunda declaración, no
aparecía por ninguna parte ni había testigo alguno que lo viera
esgrimiéndola. De hecho, todos manifestaban que la víctima quedó
tendida en el suelo con el bastón (que no se había roto) agarrado en su
mano derecha y una boquilla negra de puro en su mano izquierda. ¿Se
podía confundir esta boquilla con una navaja albaceteña? Parecía
inverosímil.
Por otro lado, y ello planteaba nuevas incógnitas sobre la víctima, en
su ropa, además de su identificación, se encontraron una pipa en su
estuche, un cortaplumas que permaneció en su bolsillo durante la
agresión, 29 pesetas en plata y, lo que era más sorprendente: 4.854
pesetas en billetes y un recibo de entrega en el Banco de España de
50.000 pesetas. Carlos Sáenz era un hombre adinerado que caminaba por
aquella calle con una gran cantidad de dinero. No parecía, pues, arruinado
ni desesperado como para increpar a Floranes por algún negocio que
hubiera salido mal, al menos podía descartarse que aquello le sumiera en
la pobreza, de haber sucedido.
Finalmente y pese a la resistencia familiar, el Juzgado pudo hacerse
con el revólver de Floranes. Inicialmente dijo que se lo había entregado a
su mujer, que esta lo había arrojado no se sabía dónde. Luego no quiso
responsabilizarla y afirmó que no recordaba dónde lo había abandonado.
Finalmente, un alguacil se presentó en casa de Floranes y su mujer
reconoció a regañadientes que el arma la tenía ella, así que la entregó
diciendo: “Ahí tiene usted el arma desgraciada”. Solamente faltaba una
bala.
La versión del agresor volvió a tropezar después, cuando fue
examinado por los médicos a su llegada a prisión. Los señores Adriano
Alonso Martínez y Gabino Samaniego siguieron las indicaciones del señor
Valle, el juez instructor, y determinaron que la pequeña herida superficial
que presentaba el brazo de Floranes no provenía de un bastonazo. Si a
alguien le dan tres bastonazos hasta el extremo de partir dicho bastón
(cosa que no era cierta, por encontrarse entero), hubiera tenido señales
que realmente no presentaba.
De manera que empezaban a presentarse las primeras dudas sobre
la descripción de lo sucedido. El juez comenzaba a dudar de la existencia
de los bastonazos recibidos por Floranes, le parecía sospechosa la
reticencia a entregar el arma del crimen, la tardanza en acudir al Juzgado
y, sobre todo, si no constaba que el agredido esgrimiera una navaja ¿por
qué había disparado el agresor? ¿Era un caso de legítima defensa o un
homicidio sobre un hombre que podría haber proferido insultos y
amenazas pero que no constaba que hubiera intentado agredir a Floranes?
¿Quiénes eran Sáenz y Floranes?
Uno de los aspectos más extraños de este caso es que no se pudo
averiguar cuál había sido la relación concreta entre los dos implicados. Si,
como se afirmó, e incluso la autopsia ratificó, Carlos Sáenz no había
bebido ni podía considerarse loco en modo alguno ¿qué causó el que
empezara a amenazar e insultar a Carlos Floranes? Porque este, paseando
en carruaje con su familia, difícilmente iba a mandar detener el vehículo si
no hubiera habido una provocación previa. ¿Se conocían o no? Si uno
recibe insultos cuando pasa en las condiciones comentadas ¿es lógico que
se detenga a enfrentarse con una persona a la que dice desconocer? Es
posible, dependiendo de la actitud de Floranes, pero resulta extraño
cuanto menos, máxime si tu mujer te agarra del brazo para evitar el
encuentro.
Curiosamente, el móvil de las amenazas, el valor que diera el
agresor a las mismas, los antecedentes del caso para que se llegara a tal
extremo, no parecieron interesar a los letrados durante el juicio, cuando
quizá fuera un aspecto fundamental que permitiera comprender el
enfrentamiento. De manera que solo podemos hacer hipótesis más o
menos verosímiles atendiendo a los antecedentes de ambos y a los
rumores que circularon aquellos días por Madrid.
También resulta excepcional que se expusiera durante el juicio
mucho más de la vida de la víctima que del procesado por su crimen.
Habitualmente, la situación era la contraria y la fiscalía buscaba en el
pasado o las circunstancias del acusado aquellos aspectos que pudieran
servir de agravantes a su acción. Buscar dichos antecedentes en Carlos
Sáenz por parte del defensor, parecía denotar un mayor interés en criticar
su figura y justificar de paso la agresión cometida.
Lo primero que se supo es que Carlos Sáenz de Ledesma nació en
Tortosa en el año de 1853. Contaba en el momento de su muerte 44 años.
Mostraba ser un individuo alto y fuerte, algo que debía hacerle parecer
más amenazante si cabe.
Su padre, Modesto Sáenz, había sido farmacéutico mayor de
Sanidad militar, lo que condujo a que su hijo hiciera sus mismos estudios,
que concluyó a los 19 años. Al siguiente ingresó en el cuerpo de Sanidad
militar, obteniendo la licencia absoluta seis años después.
Aquí tenemos que hacer un alto para mencionar su carrera militar,
que tuvo sus sobresaltos, como señaló el defensor de Floranes.
En 1873 fue nombrado farmacéutico segundo del Hospital de Melilla
para pasar al año siguiente al Hospital de Cádiz. Allí no le fue muy bien,
puesto que solo tres meses después de su incorporación mostró actos de
insubordinación frente a su jefe que le supusieron cuatro meses de arresto
en el castillo de Galera, en Cartagena.
En 1876, tras un período de reemplazo, se le asignó un puesto en el
Hospital de San Sebastián donde solo pudo pasar un año hasta que llegó
su destino para la isla de Cuba, donde se incorporó en 1877. Allí volvió a
repetir a principios de 1878 los actos de insubordinación contra el
director del Hospital militar de Gibara, procediéndose a su arresto
durante seis meses, al final de los cuales fue despedido del servicio.
Se puede concluir pues que, en su juventud (hablamos desde los 20
a los 25 años), debió tener un carácter nada obediente a los mandos, algo
rebelde, dispuesto a enfrentarse a sus superiores sin medir las
consecuencias. En todo caso, su muerte sucedió veinte años después,
cuando tal vez el ardor de la juventud se había moderado.
Según informó su hermano Fabián (protagonista desgraciado del
suceso que trataremos más tarde), la posición de Carlos era desahogada
económicamente. Había recibido como herencia de su padre, al igual que
su hermano y hermana, 40.000 duros de capital, con los que puso una
farmacia en la calle de Vergara, que le permitía vivir con comodidad.
Su forma de vida no podía ser más austera. Al llegar a Madrid
ingresó en un círculo aristocrático del que se dio de baja en cuanto supo
que allí se jugaba. Esta información dada por su hermano era algo
interesada y pretendía desmentir algunos rumores que relacionaban a
Carlos Sáenz con su asistencia asidua al Veloz Club y al Casino de Madrid,
donde jugaría fuertes sumas.
Fabián Sáenz, en cambio, afirmaba que solo frecuentaba el círculo
de la Unión Mercantil. No habiéndose casado, paseaba cada tarde por la
Castellana, donde se dirigía esa tarde aciaga, terminando en el café
Guernikaco, si bien también frecuentaba el café Oriental, desde donde
marchaba a hora temprana hasta su fonda para pasar la noche. “Era un
hombre tan serio y tan comedido en todo” continuaba afirmando su
hermano, “que vivía de la mitad de sus rentas, no necesitando pedir
dinero a nadie”, dicho esto por la fama de prestamista que tenía Carlos
Floranes.
Sobre la considerable cantidad de dinero que obraba en su poder al
fallecer, Fabián Sáenz podía comentar el origen del mismo, pero sentía
una gran extrañeza de que fuera con todo ello encima. Así, el resguardo
del Banco de España no era suyo sino de su cuñado el señor Bustelo,
marido de su hermana. Éste poseía un resguardo provisional sobre un
depósito en el banco por esa cantidad. Teniendo que viajar urgentemente
al Escorial, donde tenía su domicilio habitual, delegó en Carlos Sáenz el
canje del resguardo provisional por otro definitivo. Respecto al dinero en
efectivo, era una cantidad elevada que podía hacer pensar en un pago
inminente que tuviera que hacer, pero ello no quedó claro y su hermano
no supo dar una explicación.
Así pues, no había préstamo posible, según su hermano, tampoco
poesía ninguna finca propia que pudiera haber hipotecado, negocio al que
también se dedicaba Floranes, como lo demostraba el hecho de que Sáenz
residiera en una fonda durante su estancia en Madrid. De manera,
concluyó la rumorología de los cafés, es que la única relación que podría
existir entre ellos es la existencia de un préstamo a interés usurario que la
víctima hubiera tenido que pedir para cubrir deudas de juego, aunque su
hermano lo negara.
Frente a él estaba Carlos Floranes, “mezcla extraña de gitano y gran
señor” se decía de él, “pequeño de cuerpo, guiando caballos briosos por
los paseos de la corte, y apartando con la fusta y su aire socarrón, al
impertinente que osaba ponerse delante”.
Había venido a Madrid desde Sevilla, donde también resultaba una
persona bien relacionada. Era tío del diputado en el Congreso Manuel
Fernández Floranes y conocido desde su juventud por su afición a la
equitación, llegando a ostentar el cargo de caballerizo honorario desde
que figuró como caballero en plaza en las fiestas reales de 1879.
Aunque sus actividades comerciales eran bastante opacas, se sabía
que se dedicaba a la compra y venta de caballos de raza, negocio saneado
en el Madrid de entonces, donde figuraban tantos carruajes y crecientes
deseos de ostentación de sus propietarios. Además le proporcionaba
pingües beneficios ejercer el préstamo y cubrir hipotecas que, en caso de
no poder ser saldadas, originaban la adquisición y venta de inmuebles.
Así, resultó algo escandaloso el caso sucedido tiempo después,
cuando se declaró insolvente para satisfacer la indemnización a que fue
condenado. Se supo entonces que se había convocado la subasta de una
casa de la calle Huertas, tasada en 87.450 pesetas, fruto de un embargo
por un préstamo impagado del propietario original. Con esa cantidad
Floranes se cobraba el crédito, sus intereses y las costas del proceso.
Se pensaba que era un anciano octogenario bien tratado con afeites
y untos, pero lo cierto es que, nacido en 1831, contaba 68 años en el
momento del homicidio. Que tenía arrestos suficientes para enfrentarse
físicamente a otro hombre era evidente, siquiera por el conflicto suscitado
un mes antes con un tal Pedro Serra en la Castellana. Entre este,
secretario de un político, y él, había mediado un negocio algo turbio, que
había terminado con Floranes dando un fustazo a su oponente. Ello había
estado a punto de suscitar un lance de honor aunque finalmente los
padrinos mediaron para que no se llegara a tal extremo. En todo caso, días
después un guardia de seguridad escuchó a Floranes en los jardines del
Retiro, exclamar a un amigo: “A ese hombre lo mato yo, aunque sea en la
Castellana”. ¿Era por ello que portaba un revólver en el bolsillo del
gabán?
Se dijo también que había tenido que huir de Sevilla porque allí
había matado a un tal Pedro Lafuente, pero este hecho fue desmentido
radicalmente por el interesado, que afirmó ni siquiera conocía a dicha
persona. Claro que también sostenía que no conocía a Carlos Sáenz de
Ledesma, algo dudoso en la situación que se planteó entre ellos aquella
tarde fatídica.
Como el fiscal no vio necesario comprobar ese rumor ni la negativa
de Floranes, nos quedamos sin saber qué hubo de cierto en él. Lo que
parece claro es que este hombre tenía un carácter orgulloso, desafiante, a
pesar de su edad, y que se dedicaba a negocios de los que requieren poca
publicidad. Los préstamos que proporcionaba para hipotecas u otras
necesidades traían incorporados unos intereses elevados que podían
conducir a requerimientos insistentes y amenazas de expropiación de
bienes y casas. Si además el interés se acercaba a la usura, no es extraño
que el prestatario de alguna crecida cantidad sintiera un odio creciente
hacia una persona que, dado su carácter, no se avenía a aplazamientos ni
componendas en los pagos. ¿Fue éste el problema que los enfrentó en la
calle de Jenner? Es muy posible. ¿Hubo exigencias a Carlos Sáenz de que
abonara la cantidad prestada con sus intereses a fecha fija con la amenaza
de cárcel incluso? Es probable. Desde luego, el rumor del pueblo de que
este se entregaba al juego e incurría en deudas considerables podría estar
en la base de lo sucedido.
Los testigos hablan
¿Hubo insultos y amenazas previos? ¿Carlos Sáenz golpeó con
diversos bastonazos a Floranes? ¿Se vio este obligado a disparar ante la
agresividad de su oponente? ¿Realmente le advirtió de que podía matarlo
si disparaba? Algunas contradicciones, como manifestar la rotura de un
bastón que se encontró intacto, denunciar golpes de los que no quedó
ninguna señal o la actitud de ocultamiento mostrada con el arma
empleada, ponía en cuestión la versión del agresor. Se hacía necesaria la
existencia de unos testigos, a ser posible imparciales, que hubieran
contemplado la escena.
Los más cercanos pero también interesados debían ser Catalina
Martín, la mujer de Floranes, y su sobrina Elena Calderón, una niña de
trece años, que viajaban en el coche con él. Las dos coincidieron en sus
declaraciones con su marido y tío, respectivamente, aunque extrañamente
les faltó observar la escena culminante. Ambas hablaron ante el juez de la
aparición de un hombre alto que empezó a amenazar e insultar a Floranes,
que este mandó al cochero que se detuviera y se enfrentó al otro. Este le
agarró del brazo y lo llevó un poco más lejos para darle de bastonazos,
para sobresalto de ambas.
Ninguna vio el momento en que se produjo el disparo. La mujer dijo
que en ese momento pasaba un tranvía por delante y la sobrina comentó
que, asustada, se tapó la cara con las manos sin llegar a ver nada más.
Solo comentaron que Floranes había vuelto al carruaje afirmando que
había tenido que defenderse. Luego se habían detenido en la calle de
Almirante para que este bajara y no lo habían vuelto a ver hasta el día
siguiente en la cárcel. Evidentemente y asesoradas por su amigo abogado,
tuvieron tiempo suficiente para coordinar sus declaraciones a fin de que
estuvieran conformes con las de Floranes, de modo que el valor de sus
afirmaciones era muy relativo.
Resultaban más fiables los comentarios hechos por el cochero y el
lacayo que acompañaban a sus amos en el Victoria en que viajaban, sobre
todo teniendo en cuenta que el día 8 de junio de 1899, cuando comenzó el
juicio, ninguno de los dos trabajaba ya para la familia.
Sin embargo, entre los trabajadores madrileños de origen humilde,
como era el caso, existía un deseo constante de no comprometerse
demasiado en lo que se declaraba. De la policía nunca se podía esperar
nada bueno. En caso de que resultaras un testigo importante no era
extraño que terminaras con tus huesos en un calabozo durante un tiempo
indefinido, de manera que lo mejor era andarse con ambigüedades y ante
todo, no entrar en graves contradicciones que le permitieran suponer al
juez que estabas ocultando algo.
De manera que sí, el cochero Ángel Pérez y el lacayo Casimiro
González, habían observado a ese hombre alto y fuerte que le había dicho
algo a su amo. El primero no escuchó insultos pero sí amenazas, en el
sentido de que Carlos Sáenz preguntara a Floranes por qué le miraba con
tanta insistencia desde hacía días y que le iba a matar. El segundo solo
afirmó que le había dicho que “se bajara un momento porque tenía que
decirle una palabra”.
El cochero se alarmó cuando vio que aquel hombre cogía del brazo a
su amo apartándolo a la acera, de manera que le ordenó al lacayo que los
siguiera, por si había problemas. Con el aturdimiento, manifestó el
cochero, sí había contemplado los bastonazos pero no vio arma alguna en
ninguno de los dos hasta asistir al disparo. Al parecer, ningún tranvía le
ocultó la vista de lo que sucedía.
El lacayo, por su parte, se mostró muy dubitativo, afirmando
también la existencia de bastonazos pero asimismo el hecho de que Carlos
Sáenz esgrimiera una navaja, algo que rectificó en una declaración
posterior ante el juez instructor, matizando que observó algo “parecido” a
una navaja en la mano izquierda del fallecido.
Por último, se presentaron en el juicio varios guardias municipales,
los primeros en acudir al lugar del suceso, mandando bajar de su carruaje
a Carlos Floranes. Sin embargo, llegó el vigilante de seguridad Francisco
Díaz, que dijo conocer al agresor desde hacía años, y les dijo que lo
soltaran porque a él le había dado su palabra de honor de presentarse en
la Delegación. De manera que lo dejaron marchar sin siquiera confiscarle
el arma del crimen.
Una actitud tal de este vigilante, que le supuso su apartamiento del
cuerpo, dio en sospechar que pudiera deber su puesto a una
recomendación del mismo Floranes, algo que tuvo que desmentir en el
juicio a preguntas del fiscal. Afirmó entonces que había hecho la campaña
de África y durante un tiempo, en la del Norte, fruto de lo cual tenía varias
cruces al mérito militar. Era cierto que conocía a Floranes e incluso lo
había saludado unos minutos antes cuando lo vio pasar en el coche, pero
que debía su puesto a un concejal muy conocido en Madrid, que lo había
recomendado al gobernador civil. En todo caso, ninguno de los guardias
había estado presente durante la agresión y el posterior disparo.
La versión de los letrados
El fiscal, en su petición de pena, no quiso entrar en hipótesis y
pormenores. Describía los hechos escuetamente: hubo un encuentro por
motivos que se ignoraban, los dos tuvieron una cuestión y finalmente, el
procesado sacó un revólver con el que disparó un tiro que causó la muerte
a su víctima. Su acción constituía un homicidio, tal como se especificaba
en el artículo 419 del Código Penal, sin circunstancias ni agravantes ni
atenuantes.
En ningún momento mencionaba bastonazo alguno ni amenaza
inminente contra Carlos Floranes que, tal como se expusieron los hechos,
se interpretaba que había disparado pero no en defensa propia. Por ello,
pedía una pena de catorce años de prisión, además de una indemnización
de 5.000 pesetas a los herederos de su víctima.
La acusación privada, patrocinada por la hermana del fallecido,
había tenido que pasar de manos de don Eduardo Dato, indispuesto, a la
del señor García Prieto. Este señaló que el fallecido tenía, en el momento
del disparo, las dos manos ocupadas, una por un fino bastón y la otra por
una boquilla de cigarro, por lo que difícilmente podía estar luchando con
Floranes.
Por ello no consideraba en principio el homicidio, es decir el que
mata a un hombre en lucha con él, sino asesinato como el que hiere a una
persona indefensa. De manera que pedía cadena perpetua para el
procesado. Es de señalar que esta petición se modificó al final del juicio,
sumándose a la calificación de homicidio que había hecho el fiscal. Esto
produjo muy mala impresión sobre la competencia del letrado, por cuanto
durante el juicio no hubo sorpresa alguna y los declarantes se
mantuvieron en la misma actitud que durante la instrucción sumarial.
El defensor señor Díaz Cobeña pidió la absolución de su defendido
porque, efectivamente, existía un homicidio pero era de aplicar la
circunstancia 4ª del artículo 8 del Código Penal en cuanto a eximentes de
su acción, sea porque Floranes había sufrido una agresión ilegítima,
existía una falta de provocación por parte de su defendido y se constataba
una necesidad racional del medio empleado para impedir la agresión de
que era objeto. En suma, que había actuado en legítima defensa. Su
interpretación de los hechos se ajustaba por completo a la declaración de
Floranes:
“El desconocido, que resultó luego que lo era el señor Sáenz de
Ledesma, hombre de carácter tan violento, irascible y agresivo,
que durante el tiempo que sirvió agregado al Ejército como
farmacéutico militar, fue sumariado varias veces por
insubordinación y ataques de obra a sus jefes, y después
separado del servicio, habiendo sufrido dos penas de arresto, en
vez de explicarse con las prudentes observaciones de Floranes,
siguió injuriando a éste groseramente, llegando su cólera hasta
el extremo de golpear varias veces al procesado con un bastón
en la esquina de la calle de Jenner, y sacando del bolsillo un
objeto, que Floranes cree que era un puñal con mango negro,
hizo ademán de acometerle”.
Vino entonces a argüir unas razones que se escuchaban por primera
vez en un tribunal para justificar un homicidio:
“Persuadido Floranes de que por su avanzada edad y los graves
achaques que de antiguo venían minando su naturaleza, no
habían de ser bastantes sus solas fuerzas físicas a rechazar el
ataque de un hombre que se encontraba en la plenitud de la edad
y en estado de gran robustez; dominado por el temor natural de
ser víctima de una agresión a la que no había dado el más
mínimo pretexto…, tuvo la desdichada idea de sacar para
repelerla un pequeño revólver…”.
En los tribunales era un conocido argumento de la defensa de un
acusado de homicidio el apelar a la legítima defensa ante una supuesta
agresión, pero nunca se había aducido la diferencia de constitución y edad
como justificante para la misma.
En su declaración ante el tribunal, Floranes siguió insistiendo en la
idea de haber sido amenazado por aquel desconocido con que le iba a
cortar el cuello. Lo cierto es que ninguno de los testigos afirmó haber
escuchado tal amenaza y, si tal hubiera habido, se entendía menos que,
acompañado por su mujer y su sobrina, Floranes decidiera detener el
coche y enfrentarse a aquel sujeto que lo llenaba de improperios.
El error del declarante fue insistir en la idea de que Sáenz de
Ledesma había esgrimido una navaja para agredirlo. Incluso especificó
ante el fiscal que:
- El señor Sáenz de Ledesma ¿se valió de las dos manos para abrir
la navaja?
- Creo que sí, como se abren las navajas. Y no llevaba el bastón en la
mano derecha sino en la izquierda.
La negativa a reconsiderar su declaración inicial, como había hecho
el mismo lacayo respecto a una navaja inexistente, causó muy mala
impresión entre el público y, por ende, respecto a los miembros del jurado.
Su declaración fue hecha con un tono algo prepotente, incluso chulesco,
sin reconocer lo que ya era un hecho evidente: que no se había encontrado
arma alguna en posesión de la víctima. Ni siquiera admitió haber sido
objeto de un engaño visual. Por otra parte, insistió en el argumento de su
defensa: “Lamento mucho lo ocurrido. Si hubiera tenido veinte años
menos para defenderme, no le hubiera matado”.
El acusador privado entró en más detalles en su interrogatorio, no
sin que antes se comentara animadamente un peculiar incidente. Se
presentó ante el tribunal un individuo de parte de la embajada china
pidiendo presenciar el debate. Como temía que entre el público alguien
pudiera tirarle de la coleta, solicitaba un puesto de preferencia. Como
informaron al presidente que era un abogado muy conocido en su país con
curiosidad por conocer la acción de los tribunales españoles, lo hizo sentar
detrás de los periodistas y el juicio pudo proseguir:
- ¿Qué enfermedad padece usted? –preguntó el acusador.
- Reúma articular inflamatorio, que lo padezco desde el año 1882, y
me tiene casi impedido. Si llevo el revólver es para defenderme,
porque estoy muy mal de salud y apenas puedo valerme.
- ¿Recuerda usted si cuando sacó usted el revólver fue cuando le
pegaba a usted con el bastón?
- No, señor; fue en el momento de abrir él o sacar la navaja.
- ¿Navaja?
- Tengo conciencia de que era una navaja –admitió.
El acusador indicó entonces la contradicción que suponía la
declaración del procesado por cuanto en la instrucción sumarial declaró
haber empleado el revólver al recibir los bastonazos.
- Lo cierto es lo que digo ahora –respondió Floranes-. Cuando me
llevaron al Juzgado de guardia, no sabía lo que me decía, y lo
mismo pude decir una cosa que otra.
- Dijo usted también y consta en el sumario, que el bastón de
Ledesma se había roto por los golpes pero ahora sostiene que no
sabe si se rompió o no.
- Pero señor, yo no puedo contestar ahora como si estuviera viendo
la cosa sentado en un sillón; allí me volvían loco a golpes y ya no
me acuerdo.
Durante un momento, el letrado tocó un punto que ni el fiscal ni el
defensor habían mencionado. Fue el único momento en que alguien
inquirió sobre el móvil de la mala relación entre los dos hombres.
-
¿Se dedicaba usted a la compra y venta de carruajes y caballos?
Sí, señor.
¿Se dedicaba usted a prestar dinero?
A facilitarlo si alguien me lo pedía.
¿Facilitaba el que se prestara al 60 por ciento?
No, señor.
¿No tenía el procesado hipotecada una casa, en la calle de las
Huertas, al 60 por ciento?
- No, señor, al 12, y estaba el Banco de España enfrente, conque ya
ve usted… (Risas del público).
- ¿Estuvo usted al frente de una casa de juego en la calle de la
Montera?
En ese momento Floranes protestó por la pregunta y el presidente
del tribunal le dio la razón, considerando la pregunta impertinente y que
no tenía nada que ver con el hecho ocurrido. Su intervención causó un
número crecido de murmullos entre el público, consciente del rumor
insistente de una deuda de juego y un préstamo subsiguiente como causa
del enfrentamiento.
El jurado tardó en dar su veredicto, lo que indicaba alguna
encendida discusión entre sus miembros. No obstante, la decisión final
estuvo en la línea defendida por el fiscal. Lo sucedido constituía un
homicidio del que era culpable Floranes, sin que se considerara probada
la existencia de una agresión por parte de la víctima, desde luego sin uso
de navaja alguna con la que pudiera herir gravemente al encausado. El
empleo del revólver para responder a un bastonazo no se consideraba
justificado ni proporcional, si bien se consideraba que el agresor no había
provocado el encuentro ni el enfrentamiento.
De esa forma, el jurado estaba conforme con la petición fiscal de
catorce años y ocho meses de reclusión, además de 5.000 pesetas de
indemnización a los familiares del fallecido ante las cuales Floranes se
declaraba insolvente.
Desde su inmediato ingreso en prisión hubo rumores de que, siendo
persona influyente y conocida, obtendría algún tipo de indulto o remisión
de pena en un plazo más o menos breve. Así, algo menos de un año
después, el 4 de agosto de 1900, saltó la noticia, luego desmentida, de que
el Consejo de ministros le había conmutado la pena restante en prisión por
la de destierro de la corte. Es cierto que el expediente fue tramitado por el
ministerio de Gracia y Justicia pero finalmente no obtuvo el refrendo del
gobierno.
El rumor volvió a la actualidad en julio de 1901, a raíz de la muerte
de la mujer de Floranes, pero tampoco se concretó. El 7 de octubre de
1902 ya no hubo lugar a más especulaciones puesto que el reo, de 72 años
por entonces, vio agravada su salud para fallecer en el penal de San
Agustín de Valencia. Su cadáver fue trasladado a Madrid para proceder a
su entierro. Pese a ser insolvente, dejaba un capital de 16.000 duros a sus
herederos.
Una terrible coincidencia
Era el jueves 29 de septiembre de 1898, sobre las once de la noche,
una hora en que había una gran animación en la calle de Alcalá, muy
cerca de la Puerta del Sol. La gente entraba o salía de los teatros, de los
cafés o los círculos que allí se encontraban. Madrid era por entonces una
ciudad noctámbula en que apenas se hacía el silencio cada noche.
De repente, sonó una detonación junto al Veloz Club que atrajo la
atención de todos los que por allí se encontraban. Muchos vecinos se
asomaron a los balcones, los que se encontraban en los cafés salieron a
enterarse de qué había pasado. El tumulto fue tal que los coches y
tranvías que pasaban tuvieron que detenerse. La noticia corrió de forma
inmediata entre las cien o ciento cincuenta personas que se preguntaban
detalles de lo sucedido: un homicidio.
Según los primeros testigos, las personas implicadas eran bien
conocidas: Julio Fernández y Fabián Sáenz de Ledesma. Venían
discutiendo desde el café de Fornos, comentaron. Al llegar a las puertas
del Veloz Club, el enfrentamiento se había hecho más violento y el
primero, sacando un revólver, había disparado contra el segundo a
quemarropa. La víctima entró en el vestíbulo del club tambaleándose y
gritando: “¡Me ha matado! ¡Me ha matado ese infame!”, hasta
desplomarse.
El agresor intentó escapar por la cercana calle de Sevilla pero, al
verse cercado por muchas personas que enarbolaban sus bastones
llamándole asesino (uno incluso quiso intervenir con un estoque), arrojó el
arma en la esquina de la Equitativa y alzó los brazos en señal de entrega.
Afortunadamente para él, la llegada inmediata de dos guardias contuvo los
ardores de la multitud. Agarrándolo de los brazos, se lo llevaron a pie
hasta la delegación del distrito de Buenavista, seguidos en todo momento
por un grupo numeroso de personas que lo increpaban.
Mientras tanto, los miembros del Veloz Club atendían al herido. Para
ellos Fabián Sáenz era bien conocido por pertenecer al mismo,
participando con asiduidad en sus reuniones y juegos, tanto legales como
ilegales. Se le trasladó a la Casa de Socorro del mismo distrito donde, a su
llegada, se le colocó en una mesa de operaciones siendo reconocido por
los médicos.
Inicialmente se encontraba sin sentido pero, gracias a una pócima
que le dieron, recobró el sentido y pudo contestar a las preguntas que se
le hacían hasta el extremo, como veremos más tarde, de declarar ante el
juez de guardia señor Valle.
Entre tanto, en la puerta del centro asistencial se fue acumulando un
gran número de personas, amigos suyos unos, curiosos la mayoría ante el
revuelo causado. Entre todos ellos destacó la presencia de la amante del
herido, Leoncia Bueno, protagonista en aquel drama, que vino a
interesarse por su estado comentando: “¡Pobrecito! ¡Quiera Dios que
viva!”.
Como su estado parecía estable, el herido fue trasladado algunas
horas después hasta su domicilio en la calle San Bartolomé número 4,
primero.
El médico declaró a los reporteros que allí se presentaron que
Fabián Sáenz presentaba una herida de bala en la tetilla izquierda,
además de otras en la mano derecha, con la que había intentado
protegerse del disparo. “Su estado no es desesperado pero tampoco se
puede asegurar que se salve”, afirmó. Sondear la herida era sumamente
peligroso y solo podría realizarse si el herido se iba recuperando en los
días siguientes.
Sin embargo, su estado se fue agravando con las horas y apenas dos
días después, Fabián Sáenz fallecía. Según la autopsia practicada
posteriormente por los doctores Bueno y Alonso Martínez, la bala había
atravesado el pulmón y la pleura, perforando el pericardio pero sin llegar
a interesar directamente el corazón. “La herida era mortal de necesidad”
declararon, “no comprendemos cómo ha podido vivir casi dos días después
de recibirla”.
El día 4 de octubre, cuando se cumplía justamente un mes de la
muerte de su hermano Carlos, Fabián Sáenz de Ledesma fue enterrado en
la Sacramental de San Justo. El duelo fue numeroso y estuvo presidido por
Francisco Bustelo Sánchez, el cuñado del fallecido. Asunción, la hermana
de este último, no estuvo, hondamente afectada por la muerte de sus dos
hermanos en condiciones similares a lo largo del último mes.
Para entonces los rumores corrían por Madrid. ¿Era una
coincidencia la muerte de ambos hermanos, aparentemente indefensos,
víctima de los disparos de Floranes el primero y Julio Fernández el
segundo? ¿No estarían relacionados ambos crímenes? Este último vivía en
la calle del Mesón de Paredes y se sabía que Floranes había estado
deambulando precisamente por las inmediaciones tras cometer su crimen
y antes de presentarse ante el Juzgado. ¿Coincidencia de nuevo?
Por otro lado, Carlos Floranes era conocido en cuanto a organizador
de timbas y Fabián Sáenz por participar en las mismas, de manera que
entre ellos había una relación personal. Habiendo cometido el primero el
crimen sobre el hermano de la nueva víctima, ¿encargó el asesinato de
este para destacar su papel como jugador y echar una sombra de la misma
afición sobre Carlos Sáenz? Parecía poco verosímil, pero los rumores y
maledicencias volaban de un corrillo a otro. Todos destacaban que tanta
casualidad, dos hermanos muertos en poco tiempo, de forma violenta y en
circunstancias similares, no era posible, que había un mar de fondo que el
juez instructor tendría que desvelar.
Una historia de amor
Detrás de algunos crímenes había entonces una historia de amor
que se había desvanecido tiempo atrás. Fue el caso de Juana y Narciso, el
segundo que tratamos, y también ahora. Era un amor que empezó siendo
cómplice entre dos personas para continuar convertido en el amor de un
hombre propietario de una mujer, que depositaba en ella, al parecer, su
honor y su fama. Tampoco es tan diferente hoy en día, cuando escuchamos
esos crímenes llamados “machistas” o de “violencia de género”. Los
hombres mataban entonces y siguen matando hoy por razones parecidas:
odio, venganza, codicia, amor frustrado, honor. Es diferente la sociedad y
sus valores, la forma en que judicialmente se castigan estos crímenes,
pero su fuente no ha cambiado tanto.
En 1899, durante el juicio, había una gran expectación por escuchar
el testimonio de Leoncia Bueno, incluso de verla, algo que el público en
general no había podido llevar a cabo hasta entonces, dado que los
periódicos apenas disponían de huecograbados e imágenes. El conocido
Licenciado Vidriera, cronista judicial del Heraldo de Madrid, afirmaba:
“Leoncia debe haber sido muy guapa. Se le conoce, sin embargo, en la
cara, el peso de los treinta y tres años que tiene”. Todo ello nos puede
dejar algo sorprendidos hoy en día, cuando consideramos que una mujer
de esa edad es joven y físicamente está en lo mejor de su vida, pero los
tiempos eran más duros para las mujeres por entonces, se encontraban
más desgastadas por el maltrato de la vida y de sus parejas, tampoco
existían tantos medios estéticos como ahora.
Leoncia se expresó con gracia, naturalidad y sinceridad de tal
manera que se ganó al público. Este era muy voluble. A fin de cuentas, un
hombre había matado a otro por supuestas infidelidades de Leoncia. Podía
haber pasado por considerarse una bruja, una mujer artera, astuta, infiel,
que jugaba con dos barajas. Sin embargo, bastaba una buena presencia
física, la narración de una historia de amor, para que el público,
principalmente el femenino, suspirara y sintiera que aquella mujer era de
las suyas, de las que se enamoran bien jóvenes, de las que sufren por su
amor mientras su pareja la ignora, le pega y maltrata, hasta que
finalmente encuentra a otro hombre del que se enamora y con el que
principiar una nueva historia que tal vez termine siendo como la primera.
“Cuadros de amor, espejismos de cariño, arrebatos de celos, fueron
saliendo de sus labios con una facilidad encantadora para pintar sus
relaciones con Fabián Sáenz de Ledesma”, dice un cronista subyugado por
la gracia y la belleza de la testigo. No olvidemos este sentimiento
generalizado cuando afirma después: “Con palabra sencilla y clara, pronta
a la contestación y expresándose con gran naturalidad, conquistó por
completo al público”. Y al jurado, habría que añadir, cuando escuchó:
“Él era un muchacho y yo una chiquilla (16 años) cuando nos
conocimos; dejó a sus padres para irse a vivir conmigo. De esto
hace diecisiete años. Aquellos primeros años de nuestro amor yo
tenía que trabajar muchas veces, unas cosiendo y otras
planchando, para que tuviéramos qué comer.
Después…, él heredó de sus padres y se puso a negociar en el
juego. Día por día fuimos ganando comodidad y bienestar; me
compraba vestidos lujosos, me regalaba alhajas magníficas, me
llevaba a viajar; estuvimos en París, en Londres, en Italia…, en
todas partes menos en Solares, adonde tenía que ir todos los
años y no quería que yo le acompañase porque no me viese su
hermana.
Yo siempre le decía: ‘Tú no me debes querer todo lo que tú te
figuras que me quieres, porque si me quisieras estarías siempre
conmigo y me llevarías siempre contigo…’.
Había que curarle la enfermedad nerviosa y biliosa que padecía,
con corrientes eléctricas; y como no quería que nadie se las
pusiese, tuve que aprender a hacerlo. También tuve que
aprender el massage. Esta enfermedad le ponía de muy mal
humor, y llegaba hasta amenazarme y pegarme no pocas veces.
‘¿Pero qué cariño es éste?’ le repetía yo; ‘si me quisieras no me
pegarías’”.
Esas preguntas nos las podríamos hacer hoy en día, se las podría
plantear cualquier mujer maltratada: Si me quieres ¿por qué no me llevas
contigo? ¿por qué me pegas y me maltratas? ¿qué clase de amor es el
tuyo? El acusador, viendo el efecto que causaba Leoncia con sus palabras,
quiso llevarla a una contradicción recordándole que había afirmado
durante la instrucción que Fabián había sido bueno y se había portado
bien con ella. La testigo no se inmutó respondiendo:
“Es verdad que lo dije, pero me desdigo; porque entonces quería
presentarle como bueno; pero cuando veo ahora que para que él
sea bueno tengo que aparecer yo mala, tengo que decir la
verdad”.
La respuesta fue acogida con murmullos de admiración ante la
forma tan brillante en la que se había zafado de las trampas que eran tan
bien conocidas de los letrados, que comparaban constantemente las
declaraciones del juicio con las del sumario. Por otro lado, revela que
Leoncia cuidaba mucho la imagen que proporcionaba al público y todo su
objetivo era dejar a un lado la de mujer infiel, mala y perversa, que lleva a
un hombre a la locura de matar a otro.
Su exposición fue corroborada enteramente por su hermana Polonia
Bueno, portera de la casa número 46 de la calle de Toledo. Afirmó que el
muerto tenía muy mal carácter y pegaba tanto a Leoncia que algunas
veces fue esta a su casa con la cara negra.
Luego mencionó un incidente que resultaba fundamental para
entender lo sucedido. Había tenido que acoger a su hermana en la
portería cuando Fabián Sáenz la echó de casa unos días antes del crimen.
Al parecer, la mujer se había ido una noche a la verbena de la Paloma y
Fabián, que le había prohibido salir, volvió inesperadamente y se encontró
la puerta de la casa cerrada.
Posteriormente, casi en vísperas de su muerte, el hombre llegó hasta
la portería en coche y preguntó a Polonia dónde estaba el “chulo”. ¿Qué
chulo? preguntó ella. “Pues a ese chulo y a tu hermana los voy a degollar”
respondió Fabián antes de irse.
El supuesto chulo era Julio Fernández, el acusado. Era un viejo
conocido de la pareja porque vivía también en el mismo edificio desde
años antes. Cuando se examina el sumario y las declaraciones hechas por
ambos en el estrado, se percibe una tensión amorosa constante (sobre
todo por parte de él) hacia Leoncia. Sin embargo, los dos representaron
perfectamente su papel negando cualquier relación de ese tipo entre ellos.
¿Eran amantes o no? Para gran parte del público sí, muchos periódicos lo
daban por supuesto, existían rumores de todo tipo que el fiscal planteó de
inmediato en cuanto Julio Fernández subió al estrado:
- ¿Cuándo conoció usted a Leoncia Bueno y a D. Fabián Sáenz de
Ledesma?
- Hace unos doce años. Viviendo en una casa de la calle Amparo; nos
conocíamos pero no nos tratábamos.
- ¿Leoncia fue a su casa de usted cuando tuvo usted una hermana
enferma?
- Sí, señor; volvimos a reanudar las amistades, que se habían
interrumpido cuando mi madre y yo nos mudamos a la calle del
Mesón de Paredes.
- ¿Estuvo alguna vez en ella sola?
- No, señor.
- ¿La acompañaba usted por la calle?
- No, señor.
- ¿Ha dicho usted que es casado?
- Sí, señor; pero estoy separado de mi mujer desde los once meses
de casamiento.
- ¿Por qué razón se separaron?
- La encontré con otro.
Las declaraciones de ambos estaban articuladas en un mismo
sentido, buscaban causar una impresión coherente de la situación entre
los tres protagonistas: había un hombre que golpeaba a la mujer, celoso
hasta extremos amenazantes. Frente a él una mujer inocente que no le
había sido infiel pero sufría las consecuencias del humor bilioso de su
pareja. Para completar el triángulo, un hombre amenazado de muerte por
el fallecido, que había sufrido el mismo mal de los celos y el engaño y no
había matado a nadie por ello. Ignoramos si fueron declaraciones
preparadas o que espontáneamente se conjuntaron para dar esa impresión
en el público y, sobre todo, en el jurado, que habría de ser muy sensible a
la misma.
Los hechos concretos
Con todas estas consideraciones sobre la imagen que cada uno de
los tres protagonistas mostraba, no podemos olvidar que se estaba
juzgando un crimen concreto, unos hechos de los que había testimonios
múltiples, incluso de la víctima del mismo, que pudo declarar antes de
morir. Vayamos a ello.
Un mes antes del disparo Fabián Sáenz se encontraba en Solares
haciendo una de sus curas. Entonces recibió un anónimo del que solo
sabemos que le comunicaba que Leoncia “se la pegaba”. ¿Quién lo envió
precipitando los acontecimientos? No se supo nunca. La acción era
criminal porque casos hubo en que celos como los que se le despertaron a
Fabián habían terminado en un crimen sobre la mujer.
Fabián volvió inmediatamente a Madrid pero no quiso precipitarse,
aún dubitativo sobre la fiabilidad de ese posible engaño. Se dirigió
entonces al círculo La Fraternidad, del que era socio, y habló con un
amigo con el que solía jugar de compañero. Entre lágrimas y
declaraciones de amor hacia Leoncia, le comunicó el contenido del
anónimo y le pidió que hiciera el favor de vigilarla, para comprobar si era
cierto que tenía un amante. “Me volvía loco porque salía mucho de casa
pero siempre a sitios muy decentes”, afirmó en el juicio causando la risa
del público.
De hecho, ni siquiera conoció a Julio Fernández físicamente hasta la
misma noche del crimen, cuando este se presentó en el Círculo
preguntando por Fabián. Recordando sus señas físicas, se dijo: “¡Este
debe ser el querido!”, pero lo cierto es que nunca lo vio junto a Leoncia.
De hecho, fue él mismo quien le dijo dónde podría encontrar a su amigo
Fabián para que poco después, escuchara el tiro que acababa con la vida
de este.
El acusado también manifestó su inquietud cuando un tabernero
amigo suyo le comunicó que se había presentado un hombre preguntando
por él, dónde vivía, a qué se dedicaba. “Pensé de inmediato que Fabián
estaba detrás de todo ello, amenazándome”. Uno se pregunta por qué Julio
Fernández pensaba tal cosa si no mantenía relaciones con Leoncia, según
afirmaba. ¿O es que sí las mantenía y se sentía en el centro de la diana?
En un momento determinado, todavía sin concretar sus amenazas,
Fabián le dijo a Leoncia que al día siguiente marcharía al Escorial para ver
a su hermana, muy afectada por la muerte del hermano de ambos,
encareciéndole que no saliera de casa. Ella sabía que sospechaba de
alguna relación ilícita por su parte pero no le dio importancia, según
manifestó ante el tribunal, y ante los ruegos de su doncella salió con ella
la noche siguiente para visitar la verbena de la Paloma.
Al regresar de madrugada encontraron a Fabián “hecho un demonio
en la puerta”, recriminándole que hubiese salido y pegándole a
continuación. Al día siguiente muy temprano le dijo que dejara todas las
alhajas que le había regalado y saliera de la casa con lo puesto. “Incluso
hizo que me quedara en camisa para registrarme y comprobar que no me
llevaba nada”, manifestó la mujer. Como parte final de la escena, denunció
que la había amenazado con el revólver que solía llevar, diciendo que con
él iba a matar a Julio Fernández. De nuevo, la declaración de Leoncia iba
en la misma línea de considerar a Fabián un hombre enfermo, celoso de
manera injustificada, cruel, maltratador y dispuesto a matar. En esas
circunstancias, se podía comprender que Julio hubiera disparado contra él
antes de morir a sus manos. Aunque los hechos no encajaban con lo dicho,
la imagen que iba trazando se superponía a estos hechos, llegando a
anularlos, como veremos.
Dejemos a Leoncia refugiada en la portería de su hermana hasta
encontrar enseguida un alojamiento en una casa de huéspedes, para
trasladarnos al día 27, dos días antes del crimen, cuando Fabián y Julio
jugaron al gato y al ratón.
El segundo estuvo sellando unos libros en el Juzgado municipal, a fin
de legalizar la tienda que acababa de abrir en la calle Atocha. Volviendo
hacia ella observó a lo lejos a Fabián, medio escondido en un portal, como
esperando. En vista de ello, Julio se metió en una chocolatería haciendo
tiempo, de manera que al salir vio que su rival no estaba y se dirigió
finalmente a su tienda. Sentado junto al mostrador volvió a ver a Fabián
pasando por la puerta, sin duda buscándole, pero sin acertar a mirar en el
interior.
Al rato y como hubieran acudido al establecimiento tres amigos
suyos, Julio salió a la puerta para conversar con ellos. Estando en ello y
liando un cigarrillo, sintió que le tocaban el hombro con la punta de un
bastón. Fabián le dijo que se apartara un momento y, cuando eso hicieron,
le espetó: “¡Es usted un hijo de puta y un ladrón!”. “Repórtese” contestó
Julio y el otro, con semblante feroz, contestó amenazante: “Lo que voy a
hacer es mascarle a usted la nuez. Le voy a matar y si no le mato le
mandaré matar, porque me sobran duros para eso”.
Dicho eso, Julio optó por retroceder y meterse de nuevo en su tienda
mientras Fabián se marchaba entre unos coches que en ese momento
pasaban por la calle. Todo ello fue ratificado en el juicio por Mariano
Esteban, uno de los amigos que departía con Julio en la puerta de su
tienda.
Negó haber escuchado ninguna amenaza aunque el hombre que
interpeló a su amigo estaba visiblemente excitado. Tampoco supo el
motivo de la cuestión pero al verlos medio enzarzados en un aparte, se
interpuso entre ellos empujando a su amigo hacia la tienda. “El otro se
marchó por detrás de unos coches, haciendo con la mano así (un gesto de
amenaza)”. Sin embargo, contradijo a Julio en el sentido de que este había
declarado que al final de esa discusión Fabián había sacado su revólver.
Sáenz Ledesma, en su lecho de muerte, sostuvo por el contrario que el
que sacó un revólver fue Julio. Mariano Esteban no vio arma alguna en
manos de ninguno.
El testimonio de Victoriano Lozano, testigo de la defensa, causó risas
entre el público y un marcado escepticismo. Era guardia de orden público
y había conocido al fallecido en una discusión porque este tuvo que pagar
una multa. Según dijo, tras gritarse un rato, Fabián le tendió la mano
diciéndole: “¡Eres mi mejor amigo, porque sabes cumplir con tu deber!”.
La situación era tan esperpéntica para dicha con total seriedad que el
público no pudo por menos que reírse.
El escepticismo vino con la declaración posterior. Afirmó que unos
días antes del crimen se lo había vuelto a encontrar en la calle. Allí mismo
le ofreció un montón de duros y juró hacerle rico si mataba a Julio
Fernández. El guardia respondió: “A sangre fría, no pueo hacer ná. A
sangre caliente, ya sabe usted de lo que soy capaz. Y rehusé la
proposición”.
Como vemos, todos los testimonios cargaban las tintas hacia las
amenazas de Fabián Sáenz hacia Julio, incluso con la aparición fantasmal
de un revólver que luego no se encontraría en el lugar de los hechos. El
acusado siguió mostrando, durante el juicio, sus deseos de no haber
llegado a ese punto. Así, al recibir las amenazas de Fabián el día 27, fue a
visitar al inspector señor Almería, uno de los policías más distinguidos de
la ciudad. Éste le dijo que intentara encontrar al señor Puga, encargado
de la Delegación del Congreso.
Como este no estaba en ese momento habló con el escribiente
quejándose de los insultos y amenazas de Fabián Sáenz. Es por ello que,
horas antes del crimen, al cruzarse el señor Puga con este en la calle
Sevilla, le hizo parar para decirle que había recibido la queja de Julio
Fernández y que, si no se corregía, daría cuenta de su conducta al Juzgado
municipal.
- ¿Qué le contestó?
- Que era cosa de mujeres, sin importancia.
- ¿No le manifestó a usted también que despreciaba a Julio y no se
ocuparía más de él?
- También lo dijo.
- ¿Qué profesión era la de D. Fabián?
- Jugador, cuando podía.
- ¿Cómo cuando podía?
- Cuando no podíamos todos ocuparnos de él.
- ¿Qué carácter tenía?
- Muy díscolo; lo sé porque varias veces le he sorprendido yo la
partida.
Llegamos así al día 29 por la noche. Julio Fernández sale de la
segunda función del teatro Apolo a las diez y media. Luego fue caminando
por la misma acera hasta el Ministerio de la Guerra, subió por la calle de
Sevilla preguntando en el Círculo por el paradero de Fabián Sáenz. Le
indicaron dónde podía encontrarlo y lo hizo casi en las puertas del Veloz
Club, donde este último se dirigía como muchas noches para echar sus
partidas de tresillo, tute y lo que se presentara.
Intentemos reconstruir la escena atendiendo a las declaraciones de
ambos. “Me lo encontré en la calle de Alcalá, donde yo me estaba
paseando” dice Julio, lo que no es cierto porque el encuentro no fue casual
sino buscado por él mismo. El caso es que, ofendido por los insultos que le
había dirigido su rival dos días antes, se acercó a él y le dijo que le
“hiciera bueno que yo era un hijo de puta y un ladrón”.
Nos encontramos en una situación similar a la conocida entre el
hermano de la víctima y Carlos Floranes. Si aquél le insultó o amenazó con
degollarlo ¿por qué se bajó Floranes del carruaje para enfrentarse con él?
Del mismo modo, si alguien te insulta y te amenaza con matarte o hacerte
matar ¿para qué lo buscas por el centro de Madrid para pedirle
explicaciones? Al parecer, el concepto del honor masculino se veía
mancillado si uno no respondía a un insulto, como diciendo: “¡Para
hombre, yo!”.
Sigamos con el relato de los hechos, que estuvieron bastante claros.
Dijo la víctima: “Para hablar conmigo, saque usted la mano del bolsillo”.
Efectivamente, Julio Fernández la sacó empuñando un revólver.
Instintivamente, Fabián puso la mano derecha en la trayectoria del
disparo pero no pudo evitar recibir el impacto de la bala. Según Julio:
“Como hacía ademan de echar mano a un arma, me anticipé y, sacando la
pistola, disparé”. Hay que aclarar que, en su primera declaración, afirmó
que Fabián había sacado efectivamente un arma antes que él. Sin
embargo, dicha arma no se encontró ni en la escena del crimen ni en las
ropas de la víctima. ¿El revólver de Fabián era como el que empuñaba su
hermano Carlos, el que luego resultó ser la boquilla de una pipa?
Ni siquiera eso. Fabián no sacó nada y en el movimiento instintivo,
según los médicos, resultó herido en varios dedos de la mano derecha que
estaban en la trayectoria de la bala. De haber dispuesto de un arma y
estarla empuñando ¿cómo podía haber resultado con tales heridas? El
defensor preguntó y preguntó hasta obtener la respuesta que quería. El
doctor Alonso Martínez, a regañadientes, tuvo que admitir que sería muy
extraño que empuñara un revólver pero tampoco imposible del todo. Por
otro lado, el defensor también deslizó la idea durante el juicio de que
alguien se había llevado el revólver de la escena, a fin de justificar que no
se encontrase.
El desconcertante veredicto
Si atendemos a las peticiones de los letrados durante el juicio,
encontramos un completo paralelismo con el caso de Floranes, juzgado
apenas tres meses antes.
Así, el fiscal pedía por el homicidio sin circunstancias agravantes ni
atenuantes una pena de catorce años y ocho meses de prisión, además de
una indemnización económica para la familia de la víctima, en este caso su
hermana Asunción. La acusación privada, que representaba a esta última,
calificaba el delito de asesinato, también sin circunstancias, no llegando a
entender que hubiera premeditación y menos alevosía en el crimen. Por
ello, pedía la cadena perpetua, como también se había pedido para
Floranes.
Por último, el defensor solicitaba la absolución por entender que su
patrocinado había obrado en legítima defensa. Hay que señalar que, vista
la marcha del juicio, el fiscal, deseando la condena pero sin atreverse a
cargar las tintas sobre el procesado, admitió la atenuante de “arrebato y
obcecación”, que podía rebajar la pena de catorce años quizá a ocho. A
ello respondió el defensor concretando su petición, aduciendo no solo la
legítima defensa, sino el haber actuado por “miedo insuperable”, sin haber
tenido intención de causar un mal tan grave además de vindicación de una
ofensa grave, todo ello indicado como atenuantes en el Código Penal.
En ese momento, el presidente del tribunal formulaba una serie de
preguntas al jurado, que debía responder con un sí o un no. Examinemos
esas respuestas que fueron muy aplaudidas por el público (el ambiente era
electrizante a esas alturas) pero que sumieron en la perplejidad a muchos
periódicos y cronistas judiciales.
La respuesta a la primera pregunta ya definía la línea a seguir en el
veredicto. El jurado no consideraba culpable a Julio Fernández de haber
disparado sobre Fabián Sáenz causándole las heridas que lo llevarían a la
muerte. Así pues, realizar el disparo se suponía que sí, pero no era
culpable de haber disparado. Entonces ¿quién lo era? ¿la propia víctima?
Con la segunda respuesta entendemos por qué no era culpable. Los
insultos y amenazas repetidos por Fabián Sáenz excitaron el ánimo de
Julián, produciéndole ofuscación al realizar el disparo que motivó la
muerte del primero.
Es más, entrando en los hechos, el jurado defendía que Fabián Sáenz
había sacado efectivamente un arma aquella noche, un arma que
resultaría perdida o sustraída, según la habilidosa sugerencia del
defensor, por lo que no fue encontrada. No hubo un solo testigo que
afirmara la existencia de dicha arma, las heridas en la mano indicaban que
con toda probabilidad la víctima había interpuesto la mano desnuda frente
al disparo. A pesar de todo ello, el jurado se inclinaba por creer en la
existencia de ese revólver fantasmal que nadie vio y que seguramente no
se esgrimió aquella noche.
Por supuesto, en esas circunstancias Julio Fernández empleó el
medio más racional existente para repeler la agresión que iba a sufrir, lo
que ya suponía el eximente de culpabilidad por su crimen. Todo ello sin
provocar al fallecido y empujado por un invencible temor a Fabián Sáenz,
a pesar de estarlo buscando aquella noche para pedirle explicaciones a
sus insultos. Para sentir un temor invencible se comportó como un hombre
bastante imprudente al enfrentarse a su rival.
No sabemos qué sintieron los magistrados de la sala ante este
veredicto. El presidente se limitó a pronunciar lo consabido:
“La Sala, en vista de la petición del fiscal, ha estudiado el
veredicto del Jurado, y no encontrando que exista en él grave
error por haberse contestado negativamente a la primera
pregunta, puesto que en las sucesivas se reconocen dos
circunstancias completas de exención de responsabilidad, ha
acordado declarar no haber lugar a la revisión de la causa por un
nuevo jurado”.
Terminaba así, entre vítores del público, este juicio que levantó
ampollas desde el día siguiente. El paralelismo con el caso Floranes era
casi milimétrico en cuanto al crimen en sí. La única diferencia es que en
aquel caso el procesado era un hombre adinerado, dedicado al préstamo
cuando no a la usura, y con un carácter prepotente. En cambio, Julio
Fernández era un hombre humilde al que un hombre más adinerado,
entregado al juego, maltratador de su pareja, había amenazado
repetidamente. La construcción de estas imágenes daba unos resultados
totalmente contrarios en un jurado muy impresionable y afectado por la
presión popular que provenía del público. En ese sentido, es de considerar
la intervención de Leoncia Bueno como la articuladora de toda la
estrategia procesal de la defensa.
Al día siguiente, el diario Imparcial, manifestaba su abierta
discrepancia con el veredicto:
“En el caso presente, cuando entre la disputa y la muerte median
muchas horas, cuando el agraviado da espacio a la reflexión,
medita sus actos, arma su mano y busca de casa en casa al
ofensor para herirle…, la sangre vertida y el homicidio
consumado reclaman de la justicia castigo muy severo.
Hoy declárase lícito el homicidio premeditado… ¿cómo los
tribunales de derecho no impiden tan graves errores jurídicos?
Una sola explicación hallan las gentes a esta pasividad de la toga
y de los vuelillos, y es que abominando la magistratura del
Jurado, lo ve muy tranquilo rodar por el camino del descrédito”.
La misteriosa muerte de Enrique Pagán
El 27 de febrero de 1898 era domingo y todo Madrid estaba en las
calles y paseos. Presidía el buen humor porque se despedía el Carnaval y
muchas personas, aún con sus máscaras, circulaban por las aceras riendo
y cantando. Recoletos y la Castellana aparecían sembrados por
serpentinas y confeti. Hacia las seis de la tarde el sol declinaba, la luz era
incierta, y la enorme multitud que celebraba la fiesta fue congregándose
en el centro de Madrid.
Enrique Pagán, murciano, hermano de un ex diputado liberal, 44
años, casado y con cuatro hijos, había visto cómo su familia marchaba a
las cinco y media a casa de una cuñada en la calle Barquillo, con la que
querían celebrar su santo. “Id vosotros, me duelen los pies” había dicho el
hombre, “luego iré a recogeros. Quiero estrenar esta máquina para
escribir una carta a mi hermano”.
Una vez terminada la misiva, Pagán salió de su domicilio en la calle
Progreso número 13, dirigiéndose al buzón de la calle Carretas. Después
continuó por Montera para desembocar en Hortaleza. Para entonces, un
hombre lo seguía y poco después lo adelantó, encarándose con él.
Juan Serres, cocinero del Fornos, bajaba por la calle Hortaleza
cuando vio a un hombre tendido en el suelo y a otro que se inclinaba sobre
él, como para ayudarlo. Pensando que el primero había sufrido un
accidente o un síncope, se agachó también sobre el caído. Para su
sorpresa y horror, comprobó entonces que el segundo de los hombres
tenía en la mano un cuchillo ensangrentado. Espantado, se apartó del
grupo, casi en estado de shock.
Enrique Pagán
La niña de 14 años Teresa Sabas, vendedora de castañas en la calle
de San Miguel esquina a Hortaleza, vio a un caballero en el suelo, según
dijo, y a otro encima que le daba muchos golpes en el pecho. El que daba
los golpes era de regular estatura, vestía gabán azul o café, pero muy
oscuro. Luego no sabría identificar al asesino porque estaba agachado,
oscuro y no se le veía la cara.
En ese momento, sorprendidos, había numerosos vecinos paseando
por la calle, testigos de un crimen que tardaron en comprender que lo era.
El asesino se levantó tranquilamente, pasó por entre un grupo de tres o
cuatro personas, arrojó el arma y marchó despacio, como de paseo, por la
calle de la Reina.
Los niños Manuel Castro y José Curto, de doce años, habían sido
expulsados del Salón Zorrilla por armar escándalo. Entonces subieron por
la calle de la Reina y, viendo a un hombre caído a lo lejos, observaron
también a otro que estaba apretando el paso como escapando de la calle
Hortaleza. Bien espabilados, al contrario de los adultos que contemplaban
la escena, ataron cabos en un santiamén y se fueron detrás del escapado
gritando: “¡A ése, a ése, el del gabán!”.
Un guardia municipal, alertado por los gritos, tomó del brazo al que
escapaba y quiso retenerlo pero con tan poca fortuna, dada su escasa
convicción en el arresto, que el hombre se desasió de un tirón y empezó a
correr sin que el policía lo persiguiera. Se perdió así la ocasión de detener
e identificar sin equívocos al agresor de Enrique Pagán, que permanecía
encima de un charco de sangre, exánime. Este policía nunca pudo ser
identificado, pese a los esfuerzos del juez y las supuestas indagaciones del
delegado del distrito.
Cuando desde un club cercano se llamaba por teléfono al Juzgado de
guardia, Pagán fallecía. Se presentó entonces el juez Alix acompañado de
un escribano. Lo primero que dispuso fue que se llevasen el cadáver en
una camilla hasta la Casa de Socorro de Buenavista. Al registrar las ropas
de aquel hombre se le pudo identificar gracias a su cédula personal.
Inicialmente, se le apreciaron dos heridas inciso-punzantes, una de
las cuales había atravesado el corazón, partiendo antes una pitillera que
llevaba la víctima en un bolsillo de la chaqueta. La autopsia realizada al
día siguiente mostró, sin embargo, la existencia de hasta nueve heridas,
aunque la mortal era la que había observado el médico de la Casa de
Socorro. Parecía mentira que en el corto espacio de tiempo en que duró la
agresión, rodeado de viandantes, el asesino se empleara tan a fondo como
para acuchillar a su víctima nueve veces, pero indudablemente fue así.
Al día siguiente los periódicos encarecían a los que hubieran
contemplado la agresión para que se acercaran al Juzgado del distrito de
Hospicio, que finalmente se encargó de la instrucción, para que
testificaran lo que hubieran visto. Estos diarios se lamentaban de la
actuación policial habiendo una pareja de orden público estacionada cerca
(fueron los primeros en llegar al lugar del suceso), otra en la Red de San
Luis y también en la esquina de Montera y Caballero de Gracia. Se
comentaba con acritud la poca decisión del vigilante que detuvo al asesino
y lo dejó escapar. La actuación de todos ellos se limitó, a la larga, a
encontrar la navaja empleada en las rejas bajas del palacio de Santa
Coloma.
A la misma hora en que sucedía este crimen, lejos de allí, en la
ciudad de Málaga, dos hombres reñían a la salida de una taberna. Las
causas, como dijimos, podían ser muchas: una deuda no cobrada, una
trampa en el juego, un negocio que salió mal, una discrepancia fútil, una
mala mirada. Un tal Francisco Corro apuñalaba a Francisco Valle,
causándole la muerte. El suceso apenas ocupaba unas líneas en los
periódicos. ¿Cuál era la diferencia? Que este crimen había tenido lugar en
pleno centro de la capital, que la víctima era un hombre adinerado y, sobre
todo, que el criminal no había sido identificado aún.
¿Quién podía querer matar a Enrique Pagán? Se sabía que tenía
bastante dinero desde que había heredado de su cercano pariente el
marqués de Camachos, pero era de costumbres muy familiares, salía poco
de casa y su gran afición era la fotografía, en la que había gastado varios
miles de duros.
El encargado de caballos del Veloz Club comentó a la policía que
había visto al señor Pagán algunas veces con un hombre llamado Manuel
Rojo, que vivía en la misma calle de Hortaleza y solía pasear con un perro
blanco, grande, de aguas. Se le buscó activamente hasta dar con su
domicilio, al que precisamente llegaba el inquilino al anochecer. Se lo
llevaron al Juzgado de guardia para ser interrogado pero las señas que
estaban llegando por parte de los testigos eran muy diferentes de las del
detenido, de manera que estuvo en libertad esa misma noche.
Preguntada la familia sobre personas que pudieran odiar a Enrique
Pagán, todos se mostraron confusos y desconcertados, hasta que la mujer
recordó que había un pleito planteado por otro murciano, pleito que ganó
su marido y, como consecuencia, parece que el pleiteador estaba
prácticamente arruinado. La situación alertó inmediatamente al juez.
¿Cuál era el nombre de ese rival en los tribunales? Jerónimo Hilla, dijo la
mujer.
Jerónimo Hilla
Tengas pleitos y los ganes
El pleito que originó el enfrentamiento entre Enrique Pagán y
Jerónimo Hilla es realmente complejo y difícil de desentrañar. Las
sucesivas informaciones que daban los periódicos de la época, cada una
pretendiendo ser la versión definitiva sin conseguirlo, originaba
inmediatamente réplicas de los implicados, aportando matices,
proclamaciones de inocencia, firmes protestas, que conseguían hacer más
intrincada la comprensión por parte de los lectores. Aquí trataremos de
recomponer el puzle.
La historia empieza con el murciano Pedro Rosique (1804-1869),
casado con la primera marquesa de Camachos, Mª Dolores Borja. Este
marquesado provenía de un capitán de navío que obtuvo el título de
Carlos III cuando era rey del reino de Dos Sicilias. Mª Dolores, cercana a
Isabel II, consiguió en 1858 que se le otorgara el título por Castilla,
figurando entonces como la primera marquesa.
En vista de su frágil salud y antes de morir tres años después,
decidió ceder el título en propiedad a su marido Pedro Rosique, que figuró
entonces como II marqués de Camachos. Éste, ahora gran propietario de
tierras, casas y minas en la región de Murcia, de la que llegaría a ser
alcalde y gobernador, además de liderar el partido progresista siendo el
gran cacique de la región, casó en segundas nupcias en 1864 con Rita
Pagán Ayuso, nacida en 1820.
Este hecho no tendría mayor importancia si no encerrara otro menos
oficial pero bien conocido por todos: Pedro Rosique había tenido como
amante a Rita Pagán desde hacía más de veinte años. Con ella tuvo varios
hijos: Pedro, Julián y Enrique, todos apellidados Pagán por ser de madre
soltera. En el momento del segundo matrimonio, el marqués tenía sesenta
años pero consiguió que Rita Pagán le diera un cuarto hijo: Francisco de
Asís Rosique Pagán. Este estaba destinado entonces a ser el III marqués
de Camachos, dado que sus hermanos eran naturales.
Con toda seguridad, si el marquesado hubiera ido a parar a
cualquiera de los tres hermanos Pagán, esta historia no se habría escrito y
Enrique Pagán no hubiera muerto en la calle Hortaleza. Todos ellos fueron
próceres muy respetables, el que más el mayor, Pedro Pagán, nacido en
1843, alcalde de Murcia, presidente del partido constitucionalista,
secretario del Congreso de los Diputados y, en suma, heredero de la
condición de cacique de su padre en la provincia.
Sin embargo, el nombrado III marqués, que no conoció a su padre,
que resultaba heredero de una gran fortuna (la herencia de sus hermanos
no la había hecho disminuir demasiado), no tuvo la misma naturaleza que
ellos. Según el acusador privado, el también murciano Juan de la Cierva,
de solo 36 años por entonces aunque ya diputado (llegaría a ser varias
veces ministro en el reinado de Alfonso XIII):
“Muerto su padre, recibió en herencia una fortuna fabulosa,
consistente en fincas rústicas y urbanas espléndidas y minas que
han producido millones de pesetas, y cuando llegó a la mayoría
de edad se encontró sin una peseta. Aquel joven dilapidador,
enfrascado en el juego hizo verdaderas locuras, como lo fue,
entre otras, la de que, siendo una costumbre en Murcia hacer
grandes hogueras por la fiesta de San Juan, y no encontrándose
un año leña a propósito para ello, mandó que toda una magnífica
pipería de roble que guardaba en su bodega se arrojase íntegra a
las llamas”.
El público seguía con admiración los comentarios del letrado, que
supo prescindir de la parte más abstrusa del pleito para trazar un cuadro
que podía comprenderse muy bien, habida cuenta de los aristócratas
(como el duque de Osuna) que en aquel siglo hacían del dispendio y el
derroche su forma de vida.
“En esta situación, con el prestamista atento, con el lujo cada vez
más desenfrenado, las deudas se multiplicaban con suma
rapidez, el capital iba volando entre sus manos…; pedía dinero
en Murcia a todo el mundo, a personas muy decentes, y entre
esas personas se contaron el banquero D. Sebastián Servet y su
hermano D. Enrique Pagán, que le adquirieron las minas que
luego fueron objeto del pleito”.
Al que primero se dirigió el marqués, aún menor de edad, fue a su
hermano Enrique. Este no deseaba en principio mezclarse en ese tipo de
cuestiones pero, como le manifestó, tampoco quería que malvendiera las
acciones sobre las minas. Francisco le dijo que le ofrecían entre cuatro y
cinco mil pesetas por cada acción, cantidad que a Enrique le pareció tan
escasa que hizo la contraoferta de adquirírselas por diez mil.
Así, el 1 de mayo de 1885 el marqués, de 23 años por entonces y ya
casado, otorgó en Murcia una escritura por la que manifestaba haber
recibido de su hermano 30.000 pesetas como pago de las acciones de la
Sociedad minera “Venturosa de Saborillo”. El notario ante el que se
formalizó el acto era, precisamente, Juan de la Cierva, por tanto buen
conocedor de toda la trama que empezaba a formarse.
El 26 de mayo del mismo año, vuelve a realizarse una escritura
semejante, donde Pagán entregaba a su hermano 40.000 pesetas más a
cambio de las acciones de otra mina: “El Trueno”. A ello se unió el 28 de
mayo una tercera escritura algo más compleja, formalizada de nuevo en la
misma notaría, por la que el banquero Sebastián Servet le entregaba
94.000 pesetas, además de saldar una deuda del marqués por 35.000
pesetas más, así como otorgarle un préstamo por 130.000 pesetas, todo
ello a cambio de recibir las acciones de la Sociedad minera "San Juan y
Santa Ana”.
Hasta ahí el marqués seguía el camino de los aristócratas que se
arruinaban en aquel siglo: dispendios, gastos alocados y sin medida, venta
de sus propiedades y préstamos continuos que terminaban por llevarlos a
la ruina.
Pero aquí entró en juego el también murciano Jerónimo Hilla, gran
amigo del marqués, a quien acompañaba en algunas de sus correrías.
Tenía mejor cabeza que su amigo, pero le podía la codicia, tal como lo
calificó Juan de la Cierva durante el juicio. Así que le hizo a su amigo una
extraña propuesta: comprarle las acciones sobre sus minas por una
cantidad fabulosa de 580.000 pesetas.
Por entonces, Hilla era dependiente de un comercio en Madrid y
apenas ganaba mil pesetas al año. ¿De dónde podía sacar una cantidad
semejante? Le preguntaron por ello durante el juicio:
- ¿De dónde le procedía a usted una suma tan fuerte?
- Me la dio en Madrid, el año del cólera (1884), una persona, cuyo
nombre no puedo revelar. Me dio más de esa suma, me dio
600.000 pesetas.
- ¿En qué concepto?
- No sé; sería por descargar su conciencia…, yo no me metí en más.
Lo más probable es que ese dinero, que nunca apareció, sólo
existiera en la imaginación de Hilla. Pensó que con ese señuelo, el joven
marqués le otorgaría unos derechos que le harían realmente millonario.
Las escasas protestas de Francisco Rosique, en el sentido de que ya
tenía comprometidas esas acciones, se superpusieron al deseo de hacerse
con la enorme cantidad de dinero que le proponía su amigo. A fin de
cuentas, ambos eran conscientes de que existía una cláusula en las actas
firmadas ante notario por la que, al alcanzar la mayoría de edad, el
proceso podría revertirse abonando a Pagán y Servet las cantidades
entregadas. Si era cierto que el marqués iba a recibir casi seiscientas mil
pesetas, podría saldar esas deudas al alcanzar la mayoría de edad y
quedarle aún un buen remanente para sus gastos.
De manera que a Córdoba se fueron los dos amigos el 13 de abril de
1886 para eludir la región de Murcia, donde estos movimientos podrían
causar un gran revuelo. Allí se formalizó esta cuarta escritura por la que
el marqués cedía las acciones de las tres sociedades mineras ya
mencionadas a cambio de esa crecida cantidad, si bien la venta no podría
realizarse hasta no haber satisfecho los derechos de los señores Servet y
Pagán. Se entendía pues que habría que esperar a la mayoría de edad
para que se saldaran las deudas y, ya libres los derechos, se transmitieran
a Jerónimo Hilla por la cantidad establecida.
Pero este último, además de no disponer de casi seiscientas mil
pesetas, tenía prisa por hacerse con el control de las minas. Por ello,
propuso al marqués que visitaran a otro notario, como así hicieron,
firmando una escritura donde el marqués, como mayor de edad, otorgaba
las acciones de las minas que pasaban a ser propiedad de Hilla por la
cantidad de 20.000 pesetas que entregaba en ese momento, a cuenta de
las 580.000 que habría de recibir finalmente. Esta escritura ya era
fraudulenta porque se basaba en una mayoría de edad que no existía aún,
pero para la que Hilla había traído una cédula falsificada donde se
manifestaba la mayoría de edad del marqués.
Francisco Rosique, III marqués de Camachos, se avenía a todo con
tal de recibir dinero, como vemos. Parecían importarle poco sus
propiedades, sus derechos y los de los demás. De todos modos, al año
siguiente, viéndose comprometido legalmente, y recién adquirida la
mayoría de edad legal el 17 de marzo de 1887, se fue de nuevo al notario
Juan de la Cierva junto a Servet y Pagán. Allí admitió como definitiva la
venta de las acciones y propiedades de las sociedades mineras a nombre
de los dos, olvidando las escrituras firmadas con Hilla, por entender que
no eran válidas y por las que había recibido hasta entonces una pequeña
cantidad.
Así las cosas, al enterarse Jerónimo Hilla de esta última escritura, se
propuso demandar a Sebastián Servet en primer lugar. ¿Por qué a él y no
al marqués, que era el protagonista del engaño? Según le manifestó
cuando en cierta ocasión lo encontró en Murcia, porque de él no podría
sacar nada y de Servet sí. De manera que reclamó el dinero que obtendría
Servet por esas acciones, una vez deducido el préstamo de 130.000
pesetas que entregó al marqués en su día. Valoró esas acciones en
200.000 que pretendía que Servet le entregara a él. Y todo ello ¡sin haber
aportado más de 20.000 pesetas que dio al marqués el año anterior en
Córdoba!
El Juzgado murciano, naturalmente, dio la razón a Servet, que se
oponía al embargo de las acciones, considerando nulas las escrituras de
Córdoba por cuanto no se habían inscrito en los registros de las
sociedades mineras afectadas. Item más, afirmaba que la falsificación de
la cédula que garantizaba la mayoría de edad del marqués, era un posible
delito cuya tipificación se dejaba al ministerio fiscal.
Ante el siguiente recurso de Hilla, la Audiencia de Murcia también
denegó sus derechos, por lo que el siguiente paso era recurrir al Tribunal
Supremo, sito en Madrid. Antes de trasladarse a la capital, buscó al
marqués y le amenazó con un palo si no firmaba un papel exculpándole de
todo. Amedrentado, el marqués lo firmó pero al día siguiente se fue
corriendo a la notaria de De la Cierva para desdecirse del contenido de
ese papel.
Encontramos entonces a Jerónimo Hilla, que se traslada a Madrid
meses antes del crimen, a fin de conseguir un abogado y continuar el
recurso. Se dirigió a varios sin obtener más que excusas hasta encontrar a
uno que, casualmente o no, entregó el recurso y los papeles oportunos un
día fuera del plazo dado por el Supremo para la entrega de la
documentación. Era el 2 de noviembre de 1897. Hilla ardió en cólera
porque creyó ver en esa demora maniobras subterráneas no tanto de
Servet, que continuaba en Murcia, como de Enrique Pagán, que estaba
asentado en Madrid con sus propios negocios y recibiendo las rentas
oportunas por la mina que Hilla consideraba suya. No es descartable que
fuera así, dados los buenos contactos de Pagán con el Colegio de
Abogados.
Fue entonces cuando dirigió dos cartas a Enrique Pagán, una el 27
de diciembre y otra el 18 de enero. Según la mujer de este, probablemente
siguiendo el juicio del marido, la primera era amenazadora. Hay que tener
en cuenta que Servet, con tal de librarse de la molestia de un pleito,
estaba dispuesto a desembolsar 8.000 pesetas a Hilla para que lo dejase
en paz. No lo hizo por consejo de Pagán, que entendía de pleitos de
pobres, como se llamaban a los que pretendían hacerse con el dinero de
los ricos, y no estaba dispuesto a transigir en nada.
En la carta le decía: “O se hace usted cargo de lo que me pasa, o
tomaré una resolución definitiva”. ¿Era una amenaza? Así lo entendió él
llevando la carta al delegado del distrito, señor Lillo, para que constara la
actitud de Jerónimo Hilla respecto a su persona. Por supuesto, no contestó
dicha carta, ni tampoco la segunda, que consistía solo en un recordatorio
de la primera, reclamando una respuesta que no llegaba.
Hilla se dice inocente
Al día siguiente del crimen se hizo cargo de la instrucción
definitivamente el juez del distrito de Hospicio, al que correspondía, el
señor Martín Ruiz. Su prioridad desde el primer momento fue localizar e
interrogar a Jerónimo Hilla, el pleiteador de la víctima, autor de una carta
que podría entenderse como amenazante meses antes.
La persona no era desconocida en el Madrid de entonces, de manera
que fue sencillo saber que en el tiempo en que enviaba las cartas vivía en
una casa de la calle de la Libertad número 3, de la que fue despedido el 7
de enero por no pagar los alquileres. No obstante, dejó dicha su siguiente
dirección: calle Molino del Viento número 46, piso principal, donde alquiló
una habitación.
Encarnación Carrascosa, la dueña del piso, comentó al señor Puga,
que se presentó en el lugar a las siete de la tarde del primer día de marzo,
justo dos días después del crimen, que tenía la mejor impresión de su
inquilino, aunque era cierto que no disponía de muchos medios materiales.
Incluso le había autorizado a vender algunos de sus muebles si no
conseguía pagarle el alquiler.
- ¿Recuerda usted bien lo que hizo el domingo?
- Sí, señor. Se levantó entre las once y las doce de la mañana, y se
marchó a la calle despidiéndose con el mismo afecto de siempre.
- Serían las siete cuando volvió –continuó-, estuvo un rato en su
alcoba y se volvió a marchar.
- ¿Recuerda usted si llevaba gabán?
- Sí, señor; el gabán que usaba siempre, un gabán azul oscuro.
- Prosiga usted.
- Serían las once y media o las doce de la noche del domingo cuando
volvió el señorito Jerónimo. Mi criada Martina y yo estábamos
jugando al tute en esa mesa. Entró D. Jerónimo, bromeando como
de costumbre, y sin que se le notara nada de particular.
- Buenas noches, doña Encarnación. ¿Se juega al tute, eh? ¿Quién
gana, quién gana? –nos dijo.
- Gana Martina –le dije yo.
- Vamos a jugar un tute arrastrado –dijo él.
- No me gusta ese tute –repuse-, juegue usted con Martina a ver si
usted le gana, que yo no he podido ganarla. Y se sentó en mi sitio,
jugando seis tutes seguidos. A todo esto seguía bromeando y, como
no ganase, decía: Está de Dios que siempre me ha de tocar perder.
- Como ya era tarde, les dije que acabasen la partida, y a las dos de
la madrugada se retiró a descansar.
Al día siguiente, o sea el lunes según su declaración, tuvo que ser
ella la que lo despertase porque a las once y media aún continuaba
durmiendo. A mediodía salió despidiéndose hasta la noche.
En vista de sus palabras, el señor Puga y los guardias, además de
realizar un registro infructuoso de su habitación, le esperaron en el piso a
fin de detenerlo. No obstante, pocas horas después vinieron a informarle
que Jerónimo Hilla se había presentado en el Juzgado por propia iniciativa,
al averiguar por el Heraldo que resultaba sospechoso de la muerte de
Enrique Pagán.
En el interrogatorio al que le sometió el señor Martín Ruiz manifestó
que era verdad que tenía un pleito con la víctima y que le había escrito
unas cartas, aunque en ningún caso le amenazaba de muerte, como había
dicho el periódico. De todos modos, él no había tenido participación
alguna en ese crimen.
Preguntado por el gabán azul oscuro, aseguró que lo llevaba cuando
fue a su habitación sobre las siete de la tarde pero por la noche no volvió
con él porque lo había entregado a uno para que lo empeñara. Reconoció
que le entregaron cuatro duros por el gabán y habían quedado en darle
seis más, pero que no recordaba a quién le había dado el encargo de
empeñarlo ni en qué casa de préstamos se había realizado la operación.
La respuesta fue tan poco convincente que el juez, sospechando que en el
gabán hubieran quedado manchas de sangre incriminatorias, y lo
estuviera ocultando, le mandó a prisión de inmediato.
Al día siguiente, cuando la noticia de la detención apareció en los
periódicos, llegó a declarar Enrique Fernández Dato, amigo muy cercano
de Hilla. Manifestó que vivía cerca del lugar del crimen, en la misma calle
de Hortaleza número 62. Había conocido a Jerónimo hacía como diez años,
cuando los dos eran huéspedes de doña Paca, dueña bien conocida de una
casa de huéspedes en Caballero de Gracia número 12. “Con él compartía
cada día garbanzos duros y guisos estofados”.
Por entonces Hilla manifestaba ser comisionista, vestía bien, era
alegre y decidor con los demás huéspedes, parecía tener dinero suficiente.
Decía además que había iniciado un pleito en Murcia, su tierra, del que
confiaba en salir millonario.
Con el tiempo separaron sus caminos para volverse a reencontrar en
mayo del año anterior. Le dijo que estaba de paso y que seguía
tramitándose aquel pleito infinito en el que cifraba todas sus esperanzas
de mejora. Se separaron en los mejores términos y no volvieron a
reencontrarse hasta el mes de octubre.
La situación de Hilla entonces había empeorado a ojos vista. Su
aspecto revelaba mucha miseria y parecía estar muy necesitado. Le contó
que había perdido aquel pleito pero que había venido a Madrid para
conseguir que el Supremo le volviese en sus derechos. Mientras tanto,
apenas tenía para comer.
Enrique Fernández se compadeció de su estado y le dijo que,
mientras estuviese en Madrid, no dudase en venir a comer y cenar a su
casa. Casado, con casa propia y un buen pasar, no le suponía gravamen
alguno poner un plato más en la mesa. Hilla lo agradeció mucho y, desde
entonces, acudía cada día a su casa a las horas de comer y cenar.
Hilla se sostenía, según le dijo, con algunas comisiones de venta de
vinos de Jerez y chorizos de Extremadura. Eso al menos le permitía tener
algún dinero suelto. De todos modos, en noviembre le dijo:
- Te agradecería mucho que me prestaras alguna cantidad porque
estoy muy necesitado; ya sabes que lo del pleito sigue corriendo
sus trámites, ahora no tengo un cuarto.
- Lo único que te puedo prestar son 500 o 600 pesetas, pero es con
la condición de que me las has de devolver dentro de tres meses.
- Convenido.
Recibió el dinero sin recibo ni pagaré alguno. Ambos continuaron en
el mismo ritmo de vida hasta que, al llegar los carnavales, Enrique
Fernández le recordó su deuda diciéndole: “Ya ves, en estos días de
máscaras se gasta mucho dinero y todo hace falta”. “Es verdad” respondió
Hilla, “espérate hasta el domingo de Piñata, en que me tiene que entregar
una cantidad un caballero y te pagaré como debo y deseo”. Ese domingo
fue justamente el día del crimen.
A la hora de comer estaba de nuevo en casa de su amigo, con el que
luego se fue al café de “La Montaña”. Este iba a los toros en un carruaje y
propuso a Hilla que lo acompañara, cosa que hizo, saliendo ambos sobre
las tres de la tarde. Entonces empezó una discusión porque le recordó el
último plazo que le había dado para satisfacer la cantidad prestada y
Jerónimo le propuso pagarle en marzo, algo que su amigo consideró
inadmisible. Se acaloraron y entonces Hilla le dijo que no volvería a su
casa ni a comer con él, bajándose del carruaje enfurecido.
Preguntado sobre lo que había hecho después de esa hora, por si
disponía de una coartada que le situara en otro lado y con otras personas
a las seis de la tarde, Hilla comentó que, tras la discusión con su amigo, se
fue a pasear al Retiro, cosa que era cierta porque sobre las cuatro se
encontró a dos conocidos con los que intercambió unas breves palabras y
que luego confirmarían el encuentro. Pero ¿y después?
Al regresar a la Puerta del Sol se encontró, al pasar por
Recoletos, con tres máscaras, un hombre y dos mujeres, “una de las cuales
me pareció decente”, añadió. Lo estuvieron acompañando hasta las ocho y
media. A esa hora más o menos subió a su piso para recoger un duro que
dio a una de las mujeres con la que parecía haber congeniado. Pensando
en cómo conseguir más dinero suelto, encontró a un amigo llamado Rafael
y le entregó su gabán en prenda de un préstamo de diez duros. Este pudo
entregar cuatro prometiendo ir al Círculo Industrial al cabo de un rato
para entregarle el resto. Con esa esperanza, entregó a la máscara los
cinco duros de que disponía, a fin de que alquilaran unos mantones de
Manila y fueran con ellos al baile de la Zarzuela donde prometía
encontrarla más tarde.
Después marchó al Círculo para esperar a su amigo. Como no se
presentó, malhumorado y sin un duro en el bolsillo, optó por no acudir a
dicho baile. ¿Quiénes eran esas máscaras? No sabía decir. ¿Alguien
conocido lo vio acompañado por ellas? Lo ignoraba.
El juez consideró, razonablemente, que no disponía de una
coartada sólida para el tiempo en que supuestamente pudo agredir a
Enrique Pagán. De manera que una de las pistas más sólidas de la
investigación podía ser el gabán ¿realmente se lo había dejado a un
amigo? ¿Quién era el tal Rafael, cuyas señas Hilla no sabía facilitar? ¿el
gabán era marrón oscuro, como afirmaban los testigos aquella tarde, o
azul oscuro, como decía la propietaria del piso donde se alojaba?
Tras recorrer casas de empeño parecía inútil continuar la
búsqueda. El gabán había desaparecido, hasta que pocos días después se
presentó en el Juzgado un joven con un bulto debajo del brazo, pidiendo
hablar con el señor juez encargado del caso. Tras facilitarle la entrada, el
joven dejó el bulto sobre la mesa y dijo teatralmente: “¡Aquí está el
gabán!”. Efectivamente, confirmaba que lo había recibido de manos de
Hilla y le había dado cuatro duros en préstamo pero él no había visto
máscara alguna ni sabía nada más del tema. Incluso le invitó a unirse a él
yendo al baile de la Zarzuela pero se excusó de ir.
Después de pedirle su identificación, averiguando que no se
llamaba Rafael sino Joaquín Pérez, y su domicilio, el juez y el delegado de
distrito examinaron atentamente el gabán, que era azul oscuro. Notaron
manchas sospechosas pero era difícil determinar a qué podían
corresponder. De hecho, tras su traslado a un laboratorio poco preparado
para tales análisis, su responsable tuvo que reconocer durante el juicio
que no había podido determinar el origen de dichas manchas por carecer
del instrumental necesario que haría falta para ello.
Desvaneciéndose la prueba que suponía un gabán manchado de la
sangre de su víctima, el juez se detuvo en otra: el arma empleada, un
cuchillo fino, de una sola pieza y punta muy aguda, bordes muy afilados y
dimensiones regulares. En la hoja figuraba el nombre del fabricante:
Mariano Mayo.
No fue difícil encontrar un dueño de cuchillería y ferretería que
tuviese tal nombre. Solo había uno con establecimiento en los bajos de la
calle Hortaleza número 62, ¡oh casualidad! El mismo número del amigo de
Hilla, Fernández Dato. De hecho, el señor Mayo dijo ser amigo de este y
conocer a Hilla, aunque solo de vista, de verlos juntos en el café de Fornos
o por la calle paseando.
El juez era consciente de que en el cuchillo rescatado del lugar
del crimen se habían encontrado restos del papel de seda que se utilizaba
para envolver ese tipo de utensilios, de manera que podía concluirse que
la venta había sido reciente o bien que el cuchillo se había guardado largo
tiempo en su envoltorio. Si el señor Mayo, que conocía de vista a Hilla,
confirmaba su compra, el círculo se cerraría sobre él y, ante una prueba
tan sólida, era probable que se derrumbase y terminara por confesar.
Sorprendentemente, el señor Mayo confirmó que el cuchillo era
de su casa pero no recordaba en modo alguno a quién se lo había vendido.
“En mi establecimiento hay mucha gente que viene y va”, se excusó ante
la decepción del juez. “Además, no siempre estoy presente cuando se
hacen las ventas” añadió. Era un indicio muy sólido de quién era el
criminal, pero solo un indicio que debía ir acompañado de otros, por
ejemplo del testimonio de los múltiples testigos de la tragedia.
Los testigos dicen que sí y que no
Afirmaba la revista “Nuevo Mundo” en su editorial tras el crimen:
“Aquí donde tan habladores somos casi todos,
consiguiente tanto gusta indagar vidas ajenas
resultados de la indagación, todos nos volvemos
discreta del mundo en cuanto se trata de dar a la
la merecida sanción social”.
y donde por
y referir los
la gente más
murmuración
No le faltaba la razón al editorialista, aunque solo en parte. Un
ejemplo paradigmático de esta doble cara del público español, la daba
Anastasio Moreno, repartidor de “La Época”. El juez Martín Ruiz empezó
a movilizar a los vigilantes para que preguntaran y averiguaran la
existencia de testigos. Supo así que en una carnicería de la calle San
Marcos se hablaba mucho del tema y siempre llevaba la voz cantante un
hombre que presumía de haber visto el crimen y lo contaba con todo lujo
de detalles.
Mandó que los alguaciles trajeran a su despacho a la propietaria,
que se presentó puntualmente para confirmar que así era en efecto, con la
salvedad de que aquel hombre era su propio hermano, al que había tenido
que traer algo forzadamente para que declarara ante el juez.
De manera que salió del despacho y entró a continuación el citado
Anastasio, agarrando su gorra y con visibles muestras de nerviosismo.
Parece que la palabrería y el presumir ya no eran tan ostentosos. En todo
caso, era cierto que pasaba por la calle de Hortaleza sobre las seis y
cuarto de la tarde cuando, como otros testigos afirmaban, observó a un
hombre caído y otro que se incorporaba con un cuchillo ensangrentado. Al
ver que lo tiraba y se iba andando deprisa pero sin correr por la calle de la
Reina, acompañó a unos niños que gritaban ¡A ése, a ése! sin poder
alcanzarlo, dado el gentío que había en la calle y obstaculizaba la
persecución.
Preguntado por el juez afirmó más seguro:
- Tengo casi la seguridad de que le reconoceré; pues aunque la
escena fue tan rápida y había además poca luz, pude, sin embargo,
fijarme en su persona”.
Durante el juicio empezó a dudar:
-
¿Cómo iba vestido el que marchó?
Llevaba sombrero hongo y gabán muy oscuro.
¿Es ése que está ahí sentado?
Me parece que sí, pero no puedo precisarlo porque estaba muy
oscuro.
Ya hemos mencionado al cocinero del Fornos Juan Serres. A efectos
de identificación no es que no estuviera seguro, sino que discrepaba con
que el acusado en el juicio fuera el asesino que él vio:
- Aseguro que el que yo vi era más alto que el que me enseñó el
gobernador señor Aguilera; además, el gabán que llevaba no era
azul oscuro sino de color pardo oscuro.
Aparecieron otros testigos. Hemos mencionado a los niños Manuel
Castro y José Curto, ambos de 12 años. Como dijimos, habían estado
escandalizando en el Salón Zorrilla hasta que los echaron y fueron
caminando por la calle de la Reina, cruzándose con el hombre que
escapaba. Reaccionaron de inmediato gritando detrás: “¡A ése, a ése!”, sin
conseguir otra cosa que un guardia asiera del brazo al criminal, pero este
consiguió zafarse echando a correr.
Mientras el primer niño afirmó que no pudo ver bien al que huía,
José Curto estaba más seguro:
- Me parece que sí; es éste o la cara que vi, pero creo que tenía la
barba más rubia y más larga.
Resulta chocante, aunque posible, que dos niños en idénticas
circunstancias, tuvieran impresiones tan distintas, uno afirmando que no
lo pudo ver bien y el otro diciendo que lo vio tan bien que podía
identificarlo en una rueda de presos.
Como Hilla había protestado diciendo que en dicha rueda cada uno
de los presentes debía decir su nombre, al decir el suyo, que era bien
conocido por la prensa, todo el mundo tendía a identificarlo. Ante tal
desatino el fiscal preguntó al niño, que podía tener la tendencia a
satisfacer las expectativas del adulto que le preguntaba, si era cierto lo de
decir el nombre. Él afirmó que no era así, que todos los hombres que él vio
llevaban gabán oscuro y barba, que no supo nombre alguno y a pesar de
ello reconoció al criminal en la persona de Hilla. ¿Quién llevaba razón?
Además, aunque nadie finalmente quiso llegar demasiado lejos en su
indagación ¿quién era el policía que retuvo del brazo al criminal que huía?
Ciertamente, habían llovido las críticas sobre él y la policía en general por
su ineficacia en impedir la huida, pero ¿no habría sido más fiable una
identificación por su parte? Al parecer, la policía no tuvo interés en
desvelar su nombre.
Llegamos así a Úrsula Herrero, una criada de servicio de 21 años,
que aquella tarde marchaba justamente detrás de la víctima y pudo
observar el rostro de su asesino cuando se volvió para encararse con él.
Durante el juicio declaró que se cruzó con dos caballeros en la calle
de Hortaleza. De hecho, se apartó de la acera para que pasaran y en aquel
momento se adelantó uno de ellos y, sin mediar palabra alguna “pinchó” al
otro, que cayó al suelo y, ya en este, le siguió “pinchando”.
- ¿Es éste (señalando al procesado) el que pinchó?
- Sí, señor –los rumores se dispararon en toda la sala, hasta el
extremo de que, consciente del crucial momento procesal que
vivían, fue el propio presidente el que preguntó:
- ¿Tiene usted seguridad?
- Sí, señor; porque me fijé perfectamente en él; es el mismo que
mató a aquel señor.
Puede afirmarse con seguridad que, desde esa declaración, la
condena de Jerónimo Hilla estaba escrita. Hasta entonces todo eran
indicios, alguno relevante como el móvil de la agresión, el estado
emocional que se le podía suponer tras la ruptura con su amigo esa última
tarde, la desesperación probable y, sobre todo, el hecho de que el cuchillo
procediese del entorno del procesado. Pero la prueba que cerraba el
círculo ahora estaba bien presente en la mente del jurado: aquella testigo
lo había identificado sin dudar. Y ya no era un niño impresionable de 12
años sino una joven adulta y consciente de sus afirmaciones.
De todos modos, reconstruyamos la historia de su declaración.
Úrsula llegó a la casa donde servía en la tarde de aquel domingo sin decir
una palabra a nadie de lo sucedido. Sus amos lo notaron en que se
mostraba muy alterada, el rostro demudado y prorrumpía en llanto sin
venir a cuento. ¿Qué le pasaba? Algo grave tenía que ser. Aunque el dueño
de la casa le preguntó, ella no dijo nada.
Sin embargo, el lunes se comentó el crimen a la hora de comer y, de
repente, la muchacha empezó a temblar hasta que cayó al suelo
desmayada. El amo, una vez recuperada, se sentó con ella haciéndole
preguntas e infundiéndole confianza hasta que ella confesó que había
presenciado el crimen y había visto la cara del agresor perfectamente. A
partir de ese momento se inició un intento del hombre para acompañarla
al Juzgado, cosa que a la chica le aterrorizaba. Solo se la pudo convencer
después de asegurarle el anonimato y que nadie sabría su nombre.
Efectivamente, el hombre se presentó ante el señor Martín Ruiz y le
explicó la situación. Se guardó todo tipo de precauciones llevando a la
chica a la cárcel celular para una rueda de identificación tras su
declaración, pero llegó acompañada de su amo antes de llegar el juez y
permaneció encerrada en una habitación hasta que este pudo tomarle
declaración. Como afirmó un periódico, al constatar la imposibilidad de
saber quién era, “parece una testigo tan delicada como una planta de
estufa”.
La muchacha describió la escena, tal como la hemos contado,
añadiendo entonces que, al caer el primer señor, casi lo hizo encima de
ella, que marchaba justo detrás.
“Al caer uno de ellos vi al otro, el que quedaba en pie, con un
cuchillo en la mano y chorreando sangre… Miré a la cara de este
último. No se me olvida, no… Pero que no me pregunten quién
es. Yo no quiero decirlo, yo no quiero que por mí condenen a
nadie. Por Dios, líbrenme de ese peso sobre el corazón…”.
No cabe duda de que la muchacha era de una gran sensibilidad
hasta el extremo de vivir con una gran emoción su propia declaración.
Vista su actitud, tras la rueda de identificación que resultó positiva, el juez
organizó un careo entre ella y Jerónimo Hilla. Al verlo cerca empezó a
llorar hasta el extremo en que hubo que tranquilizarla y darle un
calmante. Luego dijo con claridad:
- Sí, señor; ése es el matador.
Hilla se encaró con ella, exclamando:
- No es verdad; usted no me ha visto a mí en ninguna parte.
- ¡Sí, señor! –exclamó ella volviendo a caer otra vez en estado de
postración, sin poder añadir nada.
En su testimonio se basó el fiscal para sostener que se había
identificado al criminal en la persona del procesado. Los demás afirmaban
no estar seguros, como aquel que intervino desde un primer momento
afirmando que la víctima estaba muerta. Sobre quién lo hizo dijo:
“Creo que no lo reconocería. No puedo precisar las señas de la
persona que agredió al señor Pagán, porque ni su aspecto, ni su
traje, ni su fisonomía, han quedado fijas en mi imaginación”.
Así pues, en cuanto a testigos y dejando a un lado ambigüedades e
imprecisiones, la acusación sostenía su petición de penas en las
declaraciones del niño de doce años José Curto y de Úrsula Herrero, una
muchacha de veinte bastante sensible e impresionable. A cambio, la
defensa argüía que el cocinero del Fornos había encontrado discrepancias
entre el criminal y el procesado.
Mientras el público, en la quinta sesión del juicio, aún hablaba con
consternación de la muerte del conocido torero Frascuelo, con 54 años, el
fiscal tomó la palabra para, repasando el móvil de Jerónimo Hilla para
acabar con la vida de Pagán, así como los indicios y pruebas que hemos
venido mencionando, calificar el hecho de un asesinato sin atenuantes ni
agravantes. Suficiente en todo caso para pedir para él la cadena perpetua,
además de una indemnización de 5.000 pesetas para la familia del
fallecido que, de todos modos, sería difícil de cobrar.
Por el contrario, el defensor señor Doval, consideraba que era cierta
la naturaleza del pleito y la amargura que ello supuso al procesado, pero
que Jerónimo Hilla ni se encontraba en el lugar del suceso ni tomó
participación en el mismo directa o indirectamente. Por ello procedía la
completa absolución del procesado.
El jurado, no obstante su petición, se inclinó por una solución
intermedia aunque más próxima a la del fiscal:
1. Jerónimo Hilla, ¿es culpable de haber inferido con arma blanca,
en la calle Hortaleza de esta corte, el 27 de febrero de 1898,
próximamente a las seis y cuarto de la tarde, nueve heridas a D.
Enrique Pagán, tres de las cuales, mortales de necesidad, le
privaron instantáneamente de la vida?
Sí.
2. ¿Realizó Jerónimo Hilla su agresión mientras estaba descuidado
D. Enrique Pagán, no pudiendo éste, por lo tanto, advertir ni
repeler la inesperada y rápida acometida de que fue objeto?
No.
En caso de responder afirmativamente a la segunda pregunta, se
hubiera tratado de un asesinato con alevosía (aquel donde la víctima se
encuentra indefensa ante la agresión), y la condena hubiera sido como la
que pedía el fiscal. En estas condiciones (en mi opinión, cuestionables,
porque Pagán no pudo defenderse de ninguna manera), la Sala dictó una
sentencia de catorce años y ocho meses de reclusión temporal, sin
indemnización.
La prensa nacional no volvió a acordarse de este crimen a lo largo
de los años ni tampoco de Jerónimo Hilla, si consiguió sobrevivir a pena
tan prolongada. No hubo indulto ni conmutación de la pena, como sucedió
con otros. Como decía un periódico por aquellos días, era curioso
contrastar la absolución para criminales que se confiesan autores de un
homicidio mientras otros, como Hilla, que siempre negaron su
participación, eran condenados a prolongados períodos de cárcel.
Por otro lado, las críticas a la institución del jurado popular se
multiplicaban tras cada veredicto, particularmente los que decidían la
inocencia de los procesados cuando eran atrapados en flagrante delito.
“La Correspondencia de España” defendía un cambio profundo en las
condiciones del jurado o su supresión, si así no se hacía. El 24 de
noviembre de 1899, bajo el título de “Manos a la obra” presentaba en una
editorial este tipo de ideas:
“Se estableció la institución para satisfacer a la conciencia
pública. Y no se consigue el fin perseguido y no se alcanza esa
ventaja sobre la administración de la justicia histórica.
Hay pues que suprimir la institución o reformarla. No es ésta la
vez primera que clamamos contra la posibilidad legal de esos
veredictos. Lo hicimos cuando quedó impune la muerte del señor
Moreno Pozo. Lo hacemos cuando queda impune la del señor
Sáenz de Ledesma.
Es preciso que la apreciación de las circunstancias que modifican
el delito y eximen de la responsabilidad, no queden en absoluto
arbitrio de los jurados… Son precisas de la misma manera
modificaciones y restricciones en la redacción de las preguntas,
evitando toda tendencia y todo prejuicio que pueda llevar mayor
inclinación a la acusación o a la defensa.
Y todo esto urge llevarlo a la ley porque si el Jurado ha de
constituir riesgo frecuente de agravio a la justicia, y si no se ha
de modificar la ley, mejor es que se suprima”.
Ese mismo año el legislador reconocía que el nivel educativo de los
jurados respondía al existente en la mayoría del Estado español, por lo
que procedía dotar de una mayor exigencia a la elección de sus miembros.
Cronología de los casos presentados
29.04.1897
09.12.1897
Manuel Villuendas da muerte a Adolfo Moreno Pozo
Primer Juicio contra Manuel Villuendas
20.01.1898
Luis Blanco da muerte al torero Gavira
27.02.1898
Jerónimo Hilla da muerte a Enrique Pagán
14.03.1898
Narciso Quevedo da muerte a Juana del Ojo
18.04.1898
Revisión del juicio contra Manuel Villuendas
04.09.1998
Carlos Floranes da muerte a Carlos Fernández de Ledesma
29.09.1998
Julio Fernández da muerte a Fabián Sáenz de Ledesma
04.04.1899
Juicio contra Luis Blanco
28.04.1899
Juicio contra Narciso Quevedo
08.06.1899
Juicio contra Carlos Floranes
06.11.1899
Juicio contra Jerónimo Hilla
16.11.1899
Juicio contra Julio Fernández
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