1898 El jurado ante los crímenes callejeros Carlos Maza Gómez © Carlos Maza Gómez, 2022 Todos los derechos reservados Índice Prólogo ………………………………... El asesinato de Moreno Pozo …………. El ingenuo y la manirrota ……………... La emoción del jurado ………………... Vuelta a la Audiencia …………………. Propiedad y poder …………………….. La caída de Narciso …………………… El maltrato sobre Juana ……………….. El crimen de la calle Altamirano ……... Un abrupto final ………………………. La borrachera del torero Gavira ………. ¿Qué sucedió aquella madrugada? ……. Los testigos desinteresados …………… El paseo de Floranes ………………….. Las tres declaraciones de Floranes ……. ¿Quiénes eran Sáenz y Floranes? ……... Los testigos hablan ……………………. La versión de los letrados …………….. Una terrible coincidencia ……………... Una historia de amor ………………….. Los hechos concretos …………………. El desconcertante veredicto …………... La misteriosa muerte de Enrique Pagán Tengas pleitos y los ganes ……………. Hilla se dice inocente …………………. Los testigos dicen que sí y que no ……. Cronología de los casos presentados …. 5 11 17 25 33 35 39 45 51 59 65 69 75 81 85 91 97 101 109 113 119 127 131 137 145 153 163 Prólogo Este libro tuvo un propósito, inicialmente, para terminar teniendo otro complementario con el primero, pero distinto. Su redacción partió de la entretenida lectura del libro “El año en las Salesas 1899” de José Luis Castillejo. El que se hacía llamar “Licenciado Vidriera” era por entonces cronista judicial del Heraldo de Madrid y reunió en un solo tomo las crónicas más importantes que hubo aquel año. Repasando los casos juzgados que presentaba, la actuación de fiscales, defensores, presidentes de los tribunales, llevadas a cabo en las Salesas, edificio emblemático donde se situaba la Audiencia de Madrid, observé la considerable frecuencia de un mismo tipo de crimen. En mis lecturas sobre la criminalidad durante el período de la primera Restauración, los casos más frecuentes resultan ser, además de los crímenes pasionales, las reyertas tabernarias, a veces por los motivos más fútiles. Observemos el caso, por ejemplo, que tuvo lugar el 29 de abril de 1898. La tarde de ese día, en una taberna de la calle Serrano de Madrid, dos individuos, Francisco Bermejo y Brígido Agudo, riñeron. El motivo fue que el segundo le dijo al primero que los españoles no tenían valor para batirse. Para reafirmar lo que decía, tiró un jarro de agua a la cabeza de su oponente y este respondió sacando una navaja y propinando al otro una herida de gravedad en un costado. Dos meses después, el 10 de junio del mismo año, un sujeto le dijo a otro en una taberna de la calle la Encomienda que le había sustraído dos pesetas. Con tal motivo empezaron a arrearse estacazos interviniendo un tercero, que quiso separarlos, con la mala fortuna de que el que recibió un golpe en el ojo fue él, causándole una herida de pronóstico reservado. En muchas ocasiones, además de estos motivos que es difícil comprender que causen una riña, incluso llegando a terminar en muerte, hay otros más frecuentes: salir a relucir enconos previos, resentimientos por acciones pasadas de uno con otro, por la sospecha de que el oponente se entiende con la mujer del agresor, o porque dos pretenden a la misma mujer. Otro tipo de causa frecuente tuvo lugar, por ejemplo, el 26 de agosto de ese mismo año de 1898. En una taberna de la calle de la Palma se organizó una partida de tute por la noche entre cuatro parroquianos. A resultas de que uno de ellos acusara a otro de hacer trampas en una jugada y, amparados en las distintas amistades entre ellos, los cuatro (junto a un quinto) se propinaron palos de tal modo que tres de ellos terminaron con heridas de consideración y otros dos detenidos en la prevención. Durante todos aquellos años los periódicos y poderes públicos clamaban por el ambiente tabernario, sobre todo en fines de semana, cuando los trabajadores más pobres e ignorantes ahogaban el tiempo en vino y juego. Todos portaban navajas de considerable tamaño, palos como hemos visto, incluso revólveres. Conseguir uno era fácil en el Rastro si se disponía de dos a cinco pesetas. La mayoría de los clientes de tales establecimientos no tenían tal cantidad, pero una buena faca bien esgrimida resolvía cualquier riña, sea con heridas o con muerte. Durante un tiempo jugué con la idea de hacer una crónica de las circunstancias y motivos de estas riñas donde los hombres, al calor del vino ingerido, resolvían sus diferencias que atañían, la mayoría de las veces, al honor personal, la fama de “guapos”, “valientes” o la propia chulería de cada cual. Sin embargo, la información de estos casos era tan escasa que la crónica se habría transformado en una relación interminable de reyertas como las que he descrito antes. En 1899, sin embargo, el Licenciado Vidriera mostraba casos más complejos sucedidos el año anterior que solo en lo superficial se parecían a los que acabamos de ver. También habían sucedido en la calle, también se empleaban los bastones como palos, las navajas de larga hoja y los revólveres. Pero había diferencias: no tenían relación con ninguna taberna, el vino no los protagonizaba, y sucedían entre gente a veces de clase acomodada y por motivos nada baladíes: una deuda no cobrada, los celos y rivalidades masculinas, enconos y resentimientos. De manera que, reuniendo esas historias pretendía inicialmente mostrar un conjunto de crímenes callejeros con estas características sucedidos en el entorno de 1898. Pese a ser un año infausto para España y llenarse los periódicos de noticias en torno a la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, el público más popular de Madrid siguió con sumo interés estos casos, tomó partido a veces por la víctima pero también por el agresor, llenó siempre la sala del tribunal, abucheó, vitoreó al jurado, según diera un veredicto conforme a sus expectativas o no. Encontré casos que, aplicando racionalmente el Código penal vigente entonces, el publicado en 1870, abocaban a una sentencia cuando, sorprendentemente, el jurado decidía otra bien distinta. Me di cuenta cuán impresionables eran los miembros del jurado popular frente a la presión mediática, que diríamos hoy (los periódicos también tomaban partido), la del público presente en la sala y, sobre todo, ante el discurso elocuente y emotivo de un fiscal o de un defensor especialmente inspirados. Leía con cierto estupor algunos de esos discursos apelando al sentimiento de la madre de un procesado, al dolor de la familia de una víctima, a la exacerbación de sentimientos y emociones, cuando no de inflamadas creencias religiosas, frente a las cuales se pedía que el jurado respondiera al deseo del letrado para culpar o mostrar la inocencia del procesado. Tras algunas decisiones del jurado decididamente escandalosas, llovían las críticas en los periódicos, según el resultado del juicio y la ideología de los mismos. Se sabía que los liberales defendían la presencia del jurado mientras los conservadores denostaban de él. Todo surgía de un decreto de 20 de abril de 1888 presentado por el ministro de Gracia y Justicia por entonces, Manuel Alonso Martínez y consensuado con su compañero en el gabinete del liberal Sagasta, Eugenio Montero Ríos. En él se instauraba la presencia del jurado para intervenir cuando se juzgaran determinados delitos, entre ellos los que atentaban contra la vida de las personas, que es el caso de todos los que se presentan aquí. En esa ley que, con algunas intermitencias habría de durar hasta 1936, se regulaba la existencia de unas Juntas integradas por los seis principales contribuyentes de una localidad, además del maestro y el cura párroco, encargadas de elaborar las listas de jurados formados por doce personas, para distintos períodos de tiempo. Eso condujo a que se acusara a esta ley de clasista pero siguió adelante sin grandes variaciones para actuar ante los casos más graves. Hay que entender entonces que, durante los años de 1897 a 1899, donde se sitúan los crímenes de este libro, la institución del jurado popular era muy reciente y estaba sujeta a numerosas críticas. Manuel Alonso Martínez en 1890 “El Liberal” se veía obligado a reconocer errores en la actuación del jurado (el del caso Villuendas fue clamoroso y recordado durante años), pero defendía que “algo es algo”: “Tomemos por ahora el Jurado como nos lo dan. Siempre producirá un resultado que, en nuestro país, más que en cualquiera otro, debe perseguirse. Acostumbrará a los ciudadanos a tomar parte en una de las funciones más importantes de la vida social. Los interesará en su propia defensa. Les hará ver cómo se realiza prácticamente el gobierno del país por sí mismo. Aunque no fuera más que por esto diríamos: ¡Bien venido sea ese principio de Jurado!”. Otros, de tendencia más conservadora, no veían con tan buenos ojos a esta institución, considerando en el mejor de los casos que formaba parte de una legislación inútil que distraía de los auténticos problemas de la política española, sobre todo en un tiempo de tan profunda crisis como se vivía entonces. Así, la “Revista contemporánea” afirmaba que el gobierno tenía que “apresurarse a establecer el Jurado, que el pueblo no comprende, que las clases medias detestan y en el que nadie absolutamente tiene fe”. Con todo ello el propósito de este libro cambió. Manteniendo la detallada narración de cada caso, las circunstancias del crimen, los motivos del victimario, las circunstancias de la víctima, las pruebas, los testigos y sus testimonios, ahora era preciso ir más allá, contando cuál había sido la actuación del jurado en cada caso, el porqué de sus veredictos, la naturaleza de sus errores y aciertos, la disparidad de sus criterios. Todo ello ahondó una crítica que tuvo su culminación precisamente en 1899, cuando se realizó una corrección legislativa de la actuación del jurado que trató de evitar los escandalosos casos que se habían vivido en años precedentes. El asesinato de Moreno Pozo A las nueve de la mañana salía de su casa en la calle Melendez Valdés número 27 un panadero llamado Manuel Villuendas, de 38 años. Dejaba en el principal izquierda un cuadro desolador. Su mujer y su hija enfermas de consideración, falto de dinero desde hacía tiempo para comer decentemente, con los tenderos hartos de fiarles. Marchó hasta la casa del doctor Adolfo Moreno Pozo a fin de obtener una satisfacción de la considerable deuda que aseguraba que tenían con él. Llegó hasta la puerta pero no se atrevió a llamar. Ya lo había hecho en otras ocasiones, incluso le había enviado cartas. No encontraba solución mientras su familia moría materialmente de hambre. Estaba desesperado pero sabía que le iban a contestar lo de siempre: la mujer le diría que era cosa del marido, el marido no reconocía la deuda de su mujer. Y él esperando día tras día, reclamando una deuda de 31.000 pesetas, una fortuna. Les había pedido menos, se conformaba con una parte después de que un abogado le dijera que no tenía mucho a lo que agarrarse para meterse en tribunales que, además, tardarían mucho tiempo en dirimir la cuestión. Nervioso, bajó las escaleras. Encontraría al doctor en la calle, como un encuentro casual. Si no le daba alguna solución estaba dispuesto a cualquier cosa. El señor Moreno Pozo salió como de costumbre camino de su cátedra en San Carlos. Tenía que pasar frente a las Cortes, por la nueva calle del Duque de Medinaceli, todavía a medio hacer, con grandes solares y unas solitarias farolas. Sobre las nueve y media, dos estudiantes de Medicina iban también en la misma dirección, pero a otra clase, la del decano señor Calleja. Vieron a dos hombres que discutían, uno de ellos más sereno, el otro con grandes aspavientos. No identificaron en el primero de ellos al compañero de su profesor, pese a haberlo visto más de una vez recorriendo los pasillos de la Universidad. En un momento determinado, cuando apenas prestaban atención, el que parecía reclamar algo sacó del bolsillo un revólver y disparó dos veces seguidas. La víctima estaba algo adelantada, como si quisiera escapar de aquel que gesticulaba primero y ahora le disparaba. Por ello, las dos balas impactaron en su cabeza por detrás. El doctor se tambaleó, aún dio unos pasos hasta derrumbarse. El otro se inclinó sobre el caído y le disparó dos veces más en la cabeza, para que no quedara la más remota posibilidad de que saliera vivo del atentado. Dos días después y en la misma facultad donde impartía clase habitualmente, se realizó la autopsia del doctor Moreno Pozo. La realizaron los médicos forenses Alonso Martínez y Samaniego, estando presentes el juez de instrucción del distrito del Congreso, señor Aguilera, un escribano y el decano de la facultad de Medicina, el señor Calleja al que hemos hecho referencia. Se extrajeron tres balas del cráneo junto a los fragmentos de una cuarta. Se comprobó también que en dos dedos de la mano derecha había impactado una de las balas, quizá la primera, cuando la víctima se dio cuenta de la agresión y quiso instintivamente protegerse de la misma. Todo confirmaba el testimonio de los testigos que no eran muchos, pero que coincidieron en la secuencia de los hechos, tal como la hemos descrito aquí. A todo esto, el primer impulso del asesino fui huir, enarbolando el revólver. Le salió al paso un valiente soldado del regimiento de infantería de Zaragoza, Lorenzo Rodríguez. No se amilanó al ser encañonado por un hombre nervioso y, dirigiendo su bayoneta al pecho del que huía, le conminó a rendirse. Este se derrumbó entonces. - No hay cuidado, no me escapo. He matado a ese hombre porque debía matarle; y aquí estoy a disposición de la justicia. Llegaron entonces los dos guardias de seguridad que prestaban servicio en la cercana calle del Turco, Juan Criado y Antonio Fernández, y condujeron a Villuendas a la delegación y más tarde al juzgado de guardia. Comenzaba así el caso que habría de hacer tambalear la creación del jurado popular cuya validez se estaba discutiendo entonces. Estando próximo al lugar de los hechos, la noticia llegó muy pronto al domicilio de la víctima, causando una honda impresión y un enorme desconsuelo tanto a su mujer, Carmen Pérez, que habría de ser una protagonista especial en el caso, como a sus nueve hijos. Poco a poco fue enterándose el resto de familiares, de manera que el señor Izquierdo, presidente de la Audiencia y primo del doctor, se presentó en la delegación correspondiente para ser informado puntualmente de lo sucedido. Del mismo modo, numerosas personalidades, empezando por el decano de la facultad de Medicina y el político Romero Robledo, íntimo amigo del fallecido, acudieron a su casa para dar el pésame a la familia. Adolfo Moreno Pozo nació en 1848 en Madrid. Estaba a punto de cumplir cincuenta años, por tanto. En 1864 obtuvo la licenciatura de Medicina y Cirugía precisamente en el Colegio de San Carlos, facultad de Medicina en la capital. Adolfo Moreno Pozo En el año 1886, tras realizar prácticas quirúrgicas en diversos puestos, le designaron catedrático supernumerario, con derecho a pasar reglamentariamente a numerario en su momento. Desde entonces, desempeñó la enseñanza en muy diferentes disciplinas: Anatomía, Fisiología, Patología Quirúrgica, Higiene, etc. A todo ello unió un desempeño fuera del ámbito universitario como Consejero Penitenciario y Vocal, en la Junta Superior de Prisiones, la Sociedad Económica Matritense, la Junta de Sanidad del Distrito del Congreso, entre otros. Era muy conocido en su gremio como autor de un “Tratado de Patología Quirúrgica General”, que le condujo, junto a sus demás méritos, a ser elegido académico electo de la Real Academia de Medicina en 1892. Sus deseos de entrar en el Congreso de los Diputados por Tarragona, amparado en su gran amistad con el líder conservador Romero Robledo, se vieron frustrados ante el candidato carlista, el marqués de Tamarit, que ganó aquellas elecciones. Al día siguiente de su muerte, uno de los periódicos de mayor tirada de la capital mostraba el dolor de sus estudiantes: “El crimen cometido en este desgraciado doctor ha producido intensa emoción en Madrid, la ha producido singularmente en la clase médica, y mucho más honda entre los escolares; quienes sentían por el señor Moreno Pozo esa grande simpatía que les inspiran los catedráticos amables, risueños, ganosos de su aprecio, y paternales para sus faltas. En este sentido, el desgraciado catedrático era de una benevolencia extremada. A ella ha correspondido el dolor de los estudiantes quienes, apenas se enteraron de la muerte sucedida en lugar cercano al colegio de San Carlos, acudieron a contemplar el cadáver de su desdichado profesor, le acompañaron a la Casa de Socorro, y después, en cuadro conmovedor y formando apretada masa, lo trajeron al local de la Facultad de Medicina, con demostraciones sinceras de dolor profundo”. Desde el punto de vista quirúrgico, Moreno Pozo destacaba especialmente. Es cierto que, fiel a la escuela de los Argumosa, Sánchez Toca y otros cirujanos que fueron sus maestros, se oponía a la creciente preocupación, que tachaba de excesiva, por la asepsia en sus intervenciones y las posibles infecciones sobrevenidas. Sin embargo, a pesar de utilizar métodos antiguos como los emplastos, su habilidad manejando el bisturí era tal que registraba un número de infecciones postoperatorias inferior a la de aquellos que prestaban más atención a ese aspecto olvidando cuestiones técnicas y habilidad manual que en él eran proverbiales. Moreno Pozo, fallecido El ingenuo y la manirrota Los hechos estaban bastante claros, el autor de la agresión detenido y confeso. Aquello parecía un asesinato que difícilmente podría calificarse como homicidio. La forma en que se produjeron los disparos, de manera inesperada y algo por detrás, podía suponer la agravante de alevosía (cuando el agresor no corre riesgo alguno frente al agredido). Incluso la agravante de premeditación se podía invocar, pues ¿por qué fue a entrevistarse con el doctor portando un revólver en el bolsillo? De todos modos, esto siempre era cuestionable porque muchos ciudadanos llevaban armas encima, sea revólveres o bien cuchillos de gran tamaño (también se encontró uno entre su ropa). De manera que el defensor podría argüir su oposición a que aquel fuera un acto premeditado, optando más bien por un fruto del “arrebato y obcecación”, algo que podría servir de atenuante. Pero todo esto es un planteamiento judicial que habría de ponerse en cuestión cuando se fuera conociendo la reivindicación económica de Villuendas. Sus primeras declaraciones ante el juez y los periodistas que lo entrevistaron fueron desafiantes. “Esta mañana salí de casa dispuesto a matarle” afirmó sin conocer que estaba declarando la premeditación de su acto. - Le disparé los cinco tiros (uno no impactó en la víctima) y le hubiera disparado 500. Sin dinero, con la mujer enferma y sin tener apenas para las medicinas, no he podido conseguir del señor Moreno Pozo ni cinco duros. Además, cuando en el sitio del suceso le reclamé la deuda me amenazó con el bastón y entonces fue cuando eché mano al revólver. Al preguntársele si las cuatro balas encontradas en sus bolsillos, así como el cuchillo y el bastón de hierro que le ocuparon, los llevaba por prevención y contestó: - Sí, los llevaba por si me hacían falta –y luego, pensativo, añadió-. Ya sé que estoy perdido para toda mi vida. ¿Quién era este hombre y cómo se había llegado a tal punto en la relación entre ambos? Manuel Villuendas García era natural de un pueblo de Teruel, Alcorisa. Habitualmente, el servicio militar servía a no pocos jóvenes de pueblos para salir de ellos y conocer otros lugares de España por primera vez. Este fue su caso siendo Madrid su destino. Cuando terminó el período de soldado se acogió a la protección de su tío Francisco Villuendas, que vivía en la corte, y este le colocó de mozo de pala en una tahona de pan. Ya se sabe que los aragoneses emigraron en gran cantidad a Madrid en este tiempo y todos ellos eran gente trabajadora que no se arredraba ante el oficio más duro. De manera que Manuel, sin descanso, consiguió ascender al puesto de oficial ganando dos pesetas diarias, momento en que trajo a una moza de su pueblo, Anselma Tello, con la que se casó y que le ayudaría constantemente en su trabajo. Se animó a dar un paso más, comprando una “carrera”, entendiendo por ella la distribución de pan en una zona específica de la capital: las calles de San Mateo, Gravina y otras, lo que le produjo trece reales diarios (3 pesetas y un real). Al cabo del tiempo reunió treinta duros para comprar otra carrera que incluía la calle Valenzuela número 4, domicilio de la familia de Moreno Pozo. Era el año de 1887. Hay que decir que de la entrega y pago del pan que recibían en esta casa se encargaba exclusivamente la mujer, Carmen Pérez. En principio fueron pequeñas cantidades a deber, nada inusual en casas importantes como aquella. Se saldaban las deudas regularmente y no había problema. Pero la señora Pérez no realizaba ese saldo con asiduidad y la cantidad se iba acumulando, aunque seguía sin ser muy importante. Cuando habían pasado varios meses sin que la señora pagara la cuenta, le dijo un día que hiciera el favor de prestarle una cantidad que se añadiría a la deuda del pan y que se la devolvería en no mucho tiempo. Empezó por entregarle 500 pesetas pero a ello se sumaron otras cantidades similares. La señora Pérez le decía: “Soy rica, poseo tal y cual casa, con las que respondo a usted de cuanto me ha dado ¿puede usted prestarme algo más?”. Manuel preguntó en su entorno y supo entonces que, efectivamente, el marido solo aportaba al matrimonio su prestigio como catedrático pero no grandes fondos. En cambio, su mujer era una rica heredera que disponía de casas en la capital y tierras en su región de origen. De manera que pensó que ahora podía ejercer el oficio de prestamista y aumentar su capital. Andando el tiempo, ya en 1888, la señora le preguntó cuánto le rentaba la tahona de que disponía en la calle Juan de Mena. Cuando supo la respuesta le propuso que la vendiera y le dejara a ella el importe de la venta, un total de siete mil pesetas, de manera que el matrimonio Villuendas pudiera retirarse a su pueblo de Alcorisa viviendo de la renta que ella le pagaría puntualmente por las cantidades recibidas, a un interés de un 25 %, como acordaron. La señora se reía cuando él propuso ese interés porque afirmaba estar pagando hasta un 200 % a otros prestamistas, de modo que él sería el primero en cobrar sus deudas. Ingenuo de él e ignorante de las deudas que esta señora iba dejando allá donde iba, realizó la operación y se retiró a su pueblo natal. Corría el año de 1892. Pasaron los meses y no recibía ni un duro de intereses. Preocupado, invirtió sus últimos ahorros en volver a Madrid y adquirir una nueva tahona en la calle Duque de Rivas número 4. - Comprendo que fui engañado por doña Carmen Pérez, pues ésta, reconociéndome la cantidad entregada más los réditos, me firmó un pagaré –dijo ante el juez de instrucción, para añadir: - Nuevamente le entregué catorce mil y pico de reales, producto del traspaso de la tahona de la calle Duque de Rivas. A cada cantidad que yo entregaba, ella firmaba recibos con los réditos y las cantidades anteriormente entregadas. - ¿No se enteró de estas cuentas el señor Moreno Pozo? - Creo que no. - ¿Cuándo enteró de esta deuda al señor Moreno Pozo? - El día 20 del mes anterior referí al señor Pozo lo que ocurría. La deuda ascendía entonces a 17.500 pesetas que alcanzaban 31.000 con los intereses acumulados. - Nunca, entérese usted bien, nunca reconoceré semejante deuda – me respondió-. Estoy harto de pagar cuentas. He pagado las que he podido; pero ésta, repito, nunca la pagaré. Yo he pagado todo cuanto en mi casa se consumía. No reconozco deudas de mi mujer. - En vano supliqué al señor Pozo –continuó Villuendas-. Todo fue inútil. Le hice presente mi angustiosa situación; estaba yo arruinado. Con dos mil pesetas que me hubiera entregado, mi situación estaba salvada en parte. El señor no quiso darme nada. - Necesitado, con mi mujer enferma –continuó declarando-, sin satisfacer las precisas y perentorias necesidades de la vida, recurrí un día y otro a doña Carmen. - Mi marido –decía ésta- es el que dispone del dinero; yo no puedo darle a usted nada. El día que mi marido me autorice a vender mis fincas, yo cumpliré espléndidamente con usted. En estas reclamaciones intervino incluso la mujer de Villuendas, Anselma Tello. A pesar de padecer una dolencia cardíaca que precisaba reposo constante, quiso ir personalmente a entenderse con la familia deudora, consciente del encono en que estaba sumido su marido y que no facilitaba ninguna negociación. Sin embargo, según manifestó en el juicio, se encontró con los mismos obstáculos. Fue ella la que llevó el pagaré firmado por Carmen Pérez hasta la consulta de un abogado al que conocían. Este dijo que podía iniciarse un pleito civil que requeriría largos trámites y un tiempo de espera prolongado, sin garantía de resultados positivos. Entendía que el pagaré, con un simple garabato en su pie, carecía del valor jurídico necesario para demostrar la autenticidad de la deuda. Además, el pagaré de una mujer sin el refrendo del marido sería invalidado. De manera que se presentó en la casa del señor Moreno Pozo, primero intentando hablar con su mujer presumiendo que entre ellas habrían de entenderse. Finalmente, se vio frente a ella y la señora “me contó horrores de su marido, acusándole de haberle gastado casi toda la dote que llevara ella al matrimonio”. Como vio en veces sucesivas que nunca podía atenderla, pidió hablar con su marido, que le repitió la misma cantinela: su mujer no se encontraba presente, incluso a la hora de comer. En vista de ello, la última entrevista la tuvo con él. Al escuchar su petición, la trató con gran brusquedad, perdió los nervios e incluso la amenazó con echarla de la casa si seguía insistiendo. Hemos comentado que las deudas generadas por Carmen Pérez se multiplicaban asaltando a su marido por doquier. Ignoramos de qué rica familia provenía esta señora, cuál fue su infancia y juventud, para desembocar en una persona que, al decir de todos, “se daba todos los caprichos” sin atender a las cantidades adeudadas. Debía pensar que ya vendría otro (su padre primero, su marido después) a resolverle los problemas. Veamos otro ejemplo, esta vez más moderado, al que tuvo que enfrentarse Moreno Pozo a través de un paciente. La declaración en el juicio fue del joven Juan de la Cruz, de la Marina Mercante. Cuatro años antes del crimen llegó a Madrid con un absceso en el costado para el que le recomendaron al prestigioso cirujano. Éste lo examinó y aconsejó esperar para atacar el problema cuando hubiera alcanzado un mayor desarrollo. En ese tiempo conoció a un señor llamado Juan Bernett, que se dedicaba a la venta de joyas. Al enterarse de quién era su médico, le pidió el favor de que intercediera ante él porque Carmen Pérez le había pedido en préstamo 900 pesetas, a lo que habría que añadir una joya tasada en 1.500 reales que le había pedido sin que se la hubiera devuelto. El montante total de lo adeudado alcanzaba las 1.250 pesetas sin que, pasado el tiempo y a pesar de sus reclamaciones, consiguiera que se las abonase. El marino se dirigió primero a la mujer, ya que entraba con alguna frecuencia en casa de su médico, pero esta se negó a reconocer la deuda y por supuesto a cancelarla. En vista de ello, se dirigió al marido que, acogiéndolo con afabilidad, le confesó estar harto del despilfarro de su mujer y citándolo al día siguiente para abonar al deudor lo que fuera preciso. A las veinticuatro horas se presentaron ambos y el joyero llegó al acuerdo de cobrar solo 1.000 pesetas, con tal de tenerlas en mano y olvidarse de la deuda que amenazaba ser incobrable. Tras el pago, el señor Moreno Pozo llamó a su mujer reprendiéndola severamente delante de ambos señores y haciendo firmar al señor Bernett un documento donde quedara constancia de que no haría trato comercial alguno con su mujer a partir de ese momento. Días después, con ocasión del traslado de los restos del duque de la Torre a la iglesia de los Jerónimos, el doctor y el marino volvieron a encontrarse. El primero le comentó que se veía en un conflicto muy grave por un panadero que le reclamaba una cantidad exorbitante, fruto nuevamente de un préstamo a su esposa, incluyendo unos intereses de hasta 14.000 pesetas, algo que no estaba dispuesto a abonar de ninguna manera por parecerle usura. Terminó afirmando que pensaba en instruir un expediente de incapacidad contra su mujer, para evitar todos estos abusos. La emoción del jurado En el ánimo del público que abarrotó por dos veces la sala de juicio (el 9 de diciembre de 1897 y el 18 de abril del año siguiente), tan culpable de la muerte de Moreno Pozo era Villuendas como su mujer. De ahí la expectación con que se esperó en ambas ocasiones la presencia en el estrado de Carmen Pérez. Esta, consciente de la culpabilidad que habían echado sobre ella y el mal trago que la esperaba ante un público hostil, no acudió a ninguno de los dos juicios: en el primer caso afirmando sufrir un síncope nervioso al salir de casa en dirección a la Audiencia, y la segunda por padecer un cólico nefrítico que la obligaba, por prescripción de un médico amigo suyo, a tomar las aguas en un balneario francés, ocasión que aprovechó para viajar a Lourdes, según se supo. De ahí el interés de la única declaración que realizó ante el juez de instrucción. En ella, tras dos horas de explicarse, manifestó que en su ánimo siempre estuvo pagar sus deudas, incluida la de Villuendas, gracias a las cinco casas que poseía en Madrid libres de gravamen alguno. - Mi marido tenía la administración de estas fincas, y como era de carácter muy económico, no quería transigir nunca con las deudas que yo hubiese contraído. Por eso tuve alguna disputa con él, al querer vender o hipotecar alguna de esas casas. - Lo que no comprendo –continuó-, es cómo Villuendas fue a atacarle a él, pues las amenazas me las dirigía siempre a mí, hasta el punto de que siempre salía con miedo a la calle. - ¿Por qué un montante tan alto en sus gastos? –le preguntó el juez. - Si gasté aquel dinero y pedí además a otras personas, fue porque así lo demandaban las necesidades de la casa, que yo tenía que atender. Mi marido solo me entregaba cinco duros para todo. - ¿Es cierto que vio mermada su dote debido a las deudas? - Así fue. Yo disponía de 12.000 duros pero se presentaron seis u ocho acreedores por valor de la mitad de esa cantidad, y hubo que pagarles. - ¿Entre ellos figuraba Villuendas? - No creo, solo recuerdo que a él le firmé otro recibo por seis o siete mil pesetas, que se le dejaron a deber. - El señor Bernardo Alarcón, uno de los mediadores con sus acreedores, afirma que le encargaron calmar a Villuendas desde marzo. - Así es. - O sea, que ya entonces conocían de su irritación porque no le pagaban. - Sí, señor. - ¿Es cierto que el señor Villuendas estaba dispuesto a renunciar a los intereses con tal de cobrar la cantidad adeudada? - Eso dijo, sí, señor. - ¿Tenía usted otra deuda con un pescadero por siete mil pesetas? - No lo recuerdo. Hay que anotar que en el primer juicio que tuvo lugar, la posición del público estaba decantada a favor del procesado, al que se le auguraba una condena “blanda”, seguramente por homicidio con atenuantes antes que como asesinato con alevosía. Además, la declaración del médico de Villuendas supuso un mayor dramatismo a la situación de este. Tras informar de la muerte en julio de la hija del procesado, de pocos años, sin poder ver a su padre en sus últimos momentos, pues estaba en la cárcel, añadió: - ¿La miseria de Villuendas era grande? - Tan grande que ni esteras tenían en su habitación. - ¿Y usted cree que la falta de alimento perjudicaba el estado de la niña de Villuendas? - Era a mi juicio la causa principal, pues la pequeñita padecía anemia por falta de alimento. Todo este penoso cuadro, estas circunstancias trágicas, alimentaron la imagen de un Moreno Pozo tacaño, controlador de los bienes de su mujer, inmerso en férreas negativas de hacerse cargo de sus deudas; al tiempo que Carmen Pérez derrochaba el dinero, según se dijo en el juicio, en joyas, carruajes lujosos y todo tipo de gastos espléndidos y de lujo, la mayoría innecesarios para vivir. Todo a costa de unos bienes que poseía pero que su marido se negaba a vender o hipotecar para saldar las deudas. Frente a ellos, que vivían con un ritmo económico generoso, bien instalados en un piso de lujo y comiendo a sus horas los mejores manjares, se encontraba un matrimonio trabajador, desgraciado por la enfermedad de la mujer a partir del parto de su hija y la dolencias de esa misma niña, faltos de lo más elemental, habiendo vendido parte de sus muebles, dejando a deber en aquellos comerciantes que aún les fiaban para poder comer y esperando eternamente que se les saldara una deuda que les permitiera remontar la difícil situación. Esta es la imagen de los protagonistas del drama en la que insistió una y otra vez el abogado defensor Muñoz Rivero: - Por tan penosas vicisitudes pasaron Villuendas y su mujer Anselma, como consecuencia de ir dejando en manos de doña Carmen Pérez cuanto con su asiduo trabajo y economía habían llegado a reunir… Estuvieron ausentes una temporada en Alcorisa para atender al restablecimiento de su hija, cuyo fallecimiento ha ocurrido el 27 del mes de julio último, y cuando regresaron, de tan mal aspecto iban sus asuntos en la lucha por la vida, que en comida estaba limitada a un pobrísimo cocido, cuya carne apartaban para que cenara la niña; tuvo que empeñar Anselma un mantón de abrigo en 50 pesetas, cayendo gravemente enferma, como resultado de la miseria y de los disgustos, sin más auxilio para su asistencia y la de la pobre niña que el de su marido, que necesariamente atendía a los trabajos domésticos, teniendo aún esperanza en cobrar sus créditos contra la familia del catedrático, esperanza que iba rodeándose de mil dificultades inexplicables”. En estas circunstancias, con un ambiente emocional caldeado, tomó la palabra el fiscal para calificar los hechos. Consideraba el delito como asesinato con alevosía, tal como se definía en el artículo 418 del Código penal, si bien admitía la atenuante de arrebato y obcecación, tal como se recogía en el artículo 9º del mismo texto. Todo ello comportaría una pena de diecisiete años y cuatro meses de reclusión temporal. Siendo sensible a la presión emocional que sufría el jurado, terminó su intervención apelando a un argumento contundente que estaría en la pluma de todos los editorialistas al día siguiente: “Es preciso condenar a Villuendas; porque si tal clase de delitos se absolviese, ningún deudor iría en demanda de justicia a los tribunales civiles, sino que apelaría al revólver o al puñal, y mucha parte de la sociedad quedaría indefensa y el Código civil llegaría a ser inútil”. Frente a él, el señor Elegido primero y su relevo cuando enfermó, el señor Muñoz Rivero, admitieron que su defendido había cometido un homicidio, no un asesinato por no existir alevosía. Dirigiéndose directamente al jurado, pidió que considerasen la circunstancia eximente de la defensa propia presente en el artículo 8º del Código. Aun si el jurado considerase que esto no era aplicable, relacionó algunas atenuantes más, como la del arrebato y obcecación. Difícilmente podía esgrimir la atenuante de no tener intención de causar el mal que llegó a causar, dado que incluso remató en el suelo a su víctima. La apelación a la benevolencia del jurado llegó más lejos de lo que, probablemente, el defensor esperaba. El presidente formuló, como de ordinario, una serie de preguntas al jurado, la primera de las cuales era: “¿Manuel Villuendas Gracia es culpable de haber… disparado a quemarropa, sobre la persona del doctor D. Adolfo Moreno Pozo, cinco tiros de revólver que le produjeron la muerte instantáneamente…?”. La inesperada respuesta negativa hizo que el público que llenaba la sala prorrumpiera en bravos y vivas al jurado, produciéndose tal tumulto, que el fiscal se vio precisado a pedir que la sala se despejara. Así se hizo, aunque el público expulsado, a las puertas de la sala, seguía mostrando su entusiasmo. Se pudo continuar el acto con la respuesta a las siguientes preguntas. Según las mismas, se negaba la alevosía afirmando que la víctima pudo defenderse; incluso se sostenía que el señor Moreno Pozo había levantado su bastón sobre su agresor, algo que se probó falso según el testimonio de los testigos. Luego se mencionaba la situación económica del procesado: “La miseria en que Manuel Villuendas Gracia y su familia se encontraban, y la negativa de D. Adolfo Moreno Pozo empleando frases despreciativas al pago del total o parte de la deuda contraída por Dª Carmen Pérez… a favor de Villuendas ¿produjeron en éste un exaltación delirante que le impulsó con fuerza superior a su voluntad a hacer los disparos a que se refiere la primera pregunta? Sí”. En la siguiente pregunta se apelaba a la ofuscación del agresor producida por su angustia ante la falta de recursos. Incluso se afirmaba sorprendentemente que, en el acto de disparar y con base a ese estado de ánimo, Villuendas no había tenido la intención de causar la muerte a su víctima. Ante unas respuestas que tan flagrantemente ignoraban los términos del Código penal y los hechos allí demostrados, el fiscal apeló de inmediato a la revisión de la causa por un nuevo jurado, petición escuchada por el tribunal, lo que produjo una inmediata sensación de alivio entre los letrados de la sala. No obstante, los comentarios periodísticos no descansaron, como fue el caso de “La Alhambra” en septiembre de 1898: “Aquí empieza a dar fruto la impunidad en que ha quedado el asesinato de Moreno Pozo. Algún tiempo después, murió de mala manera D. Enrique Pagán. Hace pocos días es muerto violentamente Sáenz Ledesma. Hilla y Floranes están sujetos a procedimiento. ¿Serán absueltos como Villuendas?... Porque diga la ley lo que quiera y aprecie el jurado las cosas como las aprecie, ni el hombre viene a este mundo para servir de víctima propiciatoria a sus semejantes, ni hay razón para que se dé patente de corso a los valientes de oficio, en tanto que se encierra en un presidio por algunos años a un infeliz, que acosado por el hambre roba un pan en una tahona o un racimo de uvas en una frutería. ¡Oh! el Jurado ¡La gran institución! ¡Cómo progresamos!”. Vuelta a la Audiencia Durante los siguientes días, las críticas a la actuación del jurado se extendieron al presidente del tribunal, censurado por la formulación de las preguntas, que parecían prejuzgar el resultado. Así, el Imparcial ponía en solfa a un tribunal experto en leyes pero ignorante de los sentimientos de las clases populares, de su sociología y el modo en que se le debe pedir una respuesta. Continuaba afirmando que no era lo mismo preguntar si Villuendas “es culpable de” a preguntar “si es culpable por”. Habría que determinar los hechos admisibles y posteriormente preguntar por la culpabilidad del procesado en esos hechos. Dado que la institución del jurado se encontraba en cuestión en esos momentos transformándose en una cuestión política (los liberales a favor, los conservadores en contra), el diario “El Liberal” sostenía que había que mantener al jurado, pese a los errores que pudiese cometer. Al mismo tiempo, “El Correo español”, expresión de los conservadores, defendía que era necesario reformar en profundidad la ley del jurado otorgando a los magistrados un mayor poder de decisión. Por otro lado, el ambiente liberal se preguntaba ¿están los jueces provocando estos clamorosos errores para socavar la legitimidad del jurado? La revisión del proceso tuvo lugar, como hemos dicho, cinco meses después del mismo, cuando se cumplía un año del crimen. Se repitieron los mismos testimonios, la ausencia de Carmen Pérez, las lágrimas del procesado, la emoción con que declaró su mujer. El fiscal, consciente del ambiente existente en torno al caso, creyó más oportuno suavizar su petición de pena mostrándose comprensivo con el procesado, criticando la ausencia de Carmen Pérez, si bien encarecía una condena para que las deudas impagadas no se transformasen en crímenes a partir de ese momento. Así, la calificación de asesinato pasó a ser de homicidio con la atenuante de arrebato y obcecación. Ello, de ser declarado culpable, habría supuesto una considerable rebaja de la pena impuesta. Consideraba, por otra parte, que tan culpables eran la mujer de la víctima “aprovechándose de los ahorros del panadero a crecido interés para satisfacer sus caprichos” como el mismo Villuendas, “cegado por la avaricia de sacar a su dinero un interés al que nunca pudo ni debió aspirar”. Terminó haciendo dos preguntas: “¿Es que se puede admitir el recurso de matar para cobrar a un acreedor? y ¿era necesaria la muerte del señor Moreno Pozo para cobrar la deuda? Frente a postura tan razonable, el defensor señor Doval, planteó, o bien la eximente de legítima defensa y fuerza irresistible, o en su defecto, la atenuante de arrebato y obcecación. El jurado, en su veredicto, fue impenitente, respondiendo a las mismas preguntas formuladas en diciembre de idéntica manera. Tras la primera respuesta se oyó, nítida, la exclamación del procesado: “¡Ay, madre mía!”. Tras retirarse los magistrados anunciaron a su vuelta que Manuel Villuendas quedaba libre y debía ser puesto en libertad. Es probable incluso, que la deudora, ya como viuda, pudiera vender finalmente alguna de sus casas y la deuda con el asesino de su marido se terminara por liquidar. Propiedad y poder Mujer soñada: Ya tú eres mía... Ya tú eres mía, como las rosas son del rosal, y el Sol, del día... Todos los seres, todas las cosas, me están diciendo que ya eres mía... José Ángel Buesa Las personas vivimos en una soledad radical. Nadie nace por nosotros, nadie muere cuando nosotros lo hacemos. En el transcurso de la vida conocemos formas de paliar esa soledad, la más importante es el amor, la forma en que traducimos íntimamente el impulso sexual. El amor, como todo sentimiento humano, es un modo complejo de relación. Como dice el gran poeta cubano y tantos otros a lo largo del tiempo, puede entenderse como la fusión de dos almas en una: Tú eres mía, yo soy tuyo. Encontramos así, inmerso en el amor, un sentido de propiedad donde las palabras “mío” y “tuyo” tienen, para el amor romántico, un sentido prístino, inalterable. Antes éramos dos y ahora somos uno. Pero este sentido de propiedad tiene varios significados. De algo de nuestra propiedad podemos disponer según nuestra voluntad. Lo podemos dejar como estaba pero también cambiar, modificar, incluso hacerlo desaparecer. El amor entre dos personas va evolucionando con el tiempo, la pasión inicial, en caso de existir, se aquieta e incluso desaparece, para dar paso a una relación que puede ser estable transformándose en un proyecto de vida en común dentro de la sociedad. Y aquí intervienen dos mecanismos que pueden ser perturbadores: la relación interna de poder y la presión externa de las conveniencias sociales. En todo grupo humano, y una pareja lo es, existe una relación de poder entre sus miembros. No voy a entrar a dilucidar su naturaleza y su necesidad para la marcha del grupo, si debe existir un líder o no, alguien que tome decisiones y las ejecute arrastrando la acción de los demás. El poder de una persona sobre otra consiste en la capacidad de modificar la conducta ajena gracias a la propia voluntad. Esto también sucede en una pareja, inicialmente enamorada, pero que convive en mayor o menor grado adoptando un proyecto conjunto de vida. Esta relación dentro de una pareja es una constante a lo largo de la historia. Otra cuestión es quién ejerce el poder sobre quién y, en este aspecto, la presión social y sus conveniencias se manifiestan de una manera clara. Porque la pareja vive en sociedad, se relaciona con otras personas, con distintas parejas e instituciones y enfrenta su interna relación de poder con lo que la sociedad entiende que es conveniente e incluso necesario. En el siglo XX se ha conocido una rápida evolución en este tipo de presión social, que no deja hasta hoy en día de presentar una gran inestabilidad. Antes de ese siglo el predominio del papel masculino era evidente en la sociedad patriarcal en que la pareja se inscribía. Tampoco cabía otra relación que la del hombre con la mujer, salvando la existencia clandestina de otras opciones. En esas circunstancias, el hombre ejercía el poder dentro de la pareja, tomaba las decisiones frente a una mujer a la que se entendía incapaz, débil, dependiente. A la mujer había que “educarla”, “dirigirla”, “protegerla”, en el mejor de los casos. La mujer era propiedad del hombre sin paliativos. Esa era la presión social, la conveniencia de la sociedad en que la pareja se inscribía. Es cierto que existían parejas donde la relación de poder era inversa: la mujer, sea de forma imperativa o con su “astucia” (mecanismo recomendado para muchas), mandaba, llevaba los pantalones, se decía ridiculizando a un hombre de poco carácter, débil, que no ejercía sus prerrogativas. Pero esto se hacía de puertas para dentro, en la intimidad del hogar, casi nunca se ejercía ese poder de forma evidente frente a los demás. Vemos así que la sociedad imponía sus papeles a ambos miembros, si bien la parte dominada, la parte propiedad de su pareja, corría a cargo de la mujer. En resumen, un hombre bien podía afirmar hasta el siglo XX (e incluso muchos lo hacen hoy en día): mi mujer es mía, es de mi propiedad, y en la pareja mando yo, se hace mi voluntad y, por tanto, se me obedece. Como digo, una de las grandes revoluciones sociales del siglo pasado ha sido la feminista, el deseo de conformar nuevos papeles más igualitarios en la pareja, donde la mujer no sea la parte débil ni dependiente. Pero esta revolución aún se encuentra, después de cien años, con obstáculos. Una parte de la sociedad añora el antiguo orden de cosas y pretende imponer, muchas veces a la fuerza, el concepto de propiedad y las relaciones de poder decimonónicas. Precisamente porque los valores cambian, porque hay hombres que no admiten tales cambios, sigue habiendo crímenes de un hombre sobre una mujer. Cuando esta pretende ejercer su propia voluntad, incluso contra la del hombre, la relación de poder se resquebraja y la pareja se enfrenta entre sí. La mujer ya no obedece, no es sumisa, dócil, intenta dejar de ser propiedad de su pareja. Esto es inadmisible para algunos hombres, se oponen primero de palabra, luego con golpes, tal vez llegando a hacer desaparecer a la mujer, la forma más definitiva de ejercer su poder sobre aquello que entienden es de su propiedad. Si además la pretensión de ella se orienta más allá de la pareja, como es el deseo de vivir con otro hombre, el primero se siente herido en su honor, su fama, frente a la sociedad que lo tacha de ridículo, cornudo, que lo desprecia y lo veja. Cuando se examina algún caso como el que vamos a describir, en que un hombre mata a su mujer porque, harta de malos tratos, desea vivir separada del marido, resulta estremecedor comprobar que, 125 años después, éste podría ser el retrato de muchos otros casos actuales. Los tres mecanismos de la pareja (amor, propiedad, poder) se observan en aquellos casos en que una descompensada relación de poder, un agudo sentido de la propiedad, hace volar por los aires el amor inicial para dar lugar, en un gesto definitivo, al crimen de un miembro de la pareja por el otro. Si tú eres mía pero te resistes a mi poder sobre ti, prefiero acabar contigo, que no existas, porque yo tengo finalmente la última decisión sobre tu vida: conservarla o acabar con ella para siempre. La caída de Narciso Narciso Quevedo era, a primeros de 1898, un hombre de unos treinta años de origen orensano, mal encarado, entre otras cosas porque llevaba algunos meses en paro y había dejado de cuidar su aspecto. Tres años antes, sin embargo, su situación era bien diferente. Trabajaba en una buena casa de la calle Jorge Juan número 13, como ayuda de cámara de un hombre muy conocido en Madrid: D. Pedro Pastor y Landero. El antiguo coronel de Infantería de Marina, ya retirado a sus 70 años, adquirió su fama combatiendo en la batalla de Callao junto al general Juan Bautista Topete. No contento con la escasa actividad de un oficial retirado, había fundado la primera sociedad por acciones para el alumbrado eléctrico en la ciudad de Madrid. Un ayuda de cámara es un cargo de mucha confianza por ser el encargado de la vestimenta y presentación de su señor, además de hombre para todo dentro de la casa. De manera que, pese a mostrar un carácter fuerte frente al resto del servicio, Narciso era un eje importante en la vida cotidiana, con un poder innegable frente a otros sirvientes. Ello se pudo apreciar cuando acosó de tal manera a la cocinera que esta no vio mejor salida que despedirse, algo que aprovechó el ayuda de cámara para que el puesto se le diera a Manuela, una amiga suya. Así pues, obraba a su antojo, era persona principal y temible dentro del servicio, y eso hizo que Juana del Ojo, doncella de la señora, quedara deslumbrada. Original de un pueblecito pequeño de Ávila, Viñegra, había llegado a Madrid con el propósito de servir, como tantas muchachas que se veían atraídas hacia la capital del reino por las promesas de trabajo, buenos sueldos y un futuro, incluyendo el encontrar marido a la altura de sus expectativas. Juana del Ojo Ignoramos cuál fue su carrera profesional desde su llegada a Madrid hasta instalarse como doncella en aquella casa de Jorge Juan. Solo sabemos que dos hermanas suyas también vivían en la capital, seguramente serían mayores que ella y la acogieron hasta encontrar un trabajo. De ella los vecinos sólo hablaban bien, como mujer honesta, hacendosa, “llena de virtud y bondad”, al decir de algún periódico. Esta joven se sintió deslumbrada por el ayuda de cámara, un joven entonces bien afeitado, con hermosas patillas rubias, enérgico en sus funciones, tal vez algo violento incluso, pero eso probablemente denotaba carácter. Además ¿no dicen que el amor es ciego? Y ella estaba enamorada, no cabía duda, todo se le iba en cruzarse con él, algo tan fácil en aquella casa. Luego estaban las miradas, una jovencita que te mira con los ojos bien abiertos y luego los esconde, ruborosa, cuando le diriges la palabra. No tenían motivo para chocar ni discrepar, él pertenecía al entorno del antiguo oficial, ella al de su señora. Así que empezaron los primeros comentarios, las palabras que nos envuelven y nos hacen soñar con otras que vayan más allá. Él, arrogante, seguro de sí mismo, debió mirarla con orgullo de su hombría, empezando a pensar: “Eres mía, te tengo atrapada”. Y ella, a la que no le importaba sentirse así, presa en sus redes, en su encanto, transportada a un sueño de vida futura. Ni siquiera cuando el encanto se rompió abruptamente, la relación entre ellos dejó de existir. Un día Narciso inició la cuesta abajo que habría de llevarlo, años después, a matar y morir. ¿Pensó que tenía poder incluso sobre su amo? ¿Qué nadie se enteraría de lo que estaba haciendo en su visita al habilitado? Porque al señor Pastor y Landero le pasaba su pensión un habilitado, una persona autorizada legalmente para efectuar los pagos del dinero asignado por el Estado. Pues bien, un día se presentó Narciso en su casa para solicitar, en nombre de su amo, la asignación mensual que le correspondía. El habilitado se quedó algo desconcertado porque no era la fecha vencida para ello pero, siendo el ayuda de cámara persona tan de confianza, no podía dudar de que el señor Pastor y Landero precisaría una cantidad urgente. De manera que entregó a Narciso 22 duros y medio a cuenta de lo que debía recibir a finales de aquel mes. Este prometió volver entonces para recoger el resto. ¿Tenía Narciso una deuda inaplazable? No lo sabemos, pero es lo más probable. ¿Tal vez jugaba, se había metido en algún lío, pidió un préstamo que vencía en breve plazo? El caso es que acudió a su mente ese dinero que recibía su señor y, ni corto ni perezoso, lo obtuvo por la vía rápida. Quizá pensaba devolverlo antes de que se notara su ausencia a final de mes, puede incluso que confiara inútilmente en que un hombre tan acomodado como su señor, olvidara el cobro de aquel mes. Pero evidentemente, no fue así. Es cierto que el señor no prestaba atención a la pensión que recibía puntualmente, dándola por descontado, pero su señora sí. Pasó final de mes y nada se recibía en la calle Jorge Juan. De manera que la dueña de la casa mandó que Adolfina, otra de las doncellas, preguntara al habilitado por qué no había llegado la paga. Sorprendido, este contestó que Narciso había llegado hasta él hacía semanas para retirar esa cantidad, algo que volvió a repetir, alarmado, en el propio domicilio del oficial. Este se quedó desagradablemente impresionado y acudió a la delegación de su distrito a denunciar el robo cometido. Dijo entonces que Narciso Quevedo no se encontraba en la casa en ese momento pero que a esas horas se le podía localizar en una casa de comidas de la calle de San Marcos. Allá fueron los agentes de la autoridad para detenerlo, conducirlo primero a la calle Jorge Juan, donde tuvo que reconocer su culpa ante su señor antes de ser trasladado al Juzgado de guardia y de ahí a la cárcel. En un juicio rápido fue condenado a ocho meses de prisión, que cumplió de principio a fin. Nada sabemos en ese tiempo de Juana del Ojo. ¿Narciso le comunicó en algún momento lo que había hecho y por qué lo hizo? ¿Estuvo ella implicada por activa o por pasiva en el robo de aquella paga? Es improbable. Lo que sí parece seguro es que su entendimiento estaba demasiado nublado para que un delito semejante, el descrédito y mala fama que suponían para un sirviente, incluso los ocho meses de prisión de su querido Narciso, la llevaran a hacer dudar de su amor arrebatado. Tampoco sabemos qué fue de ella en el transcurso de aquel año posterior al robo. ¿Su señora la mantuvo sabiendo la estrecha relación que mantenía con el delincuente? No es probable. En todo caso, aunque su fidelidad fuera entonces más dudosa, nada tenía su ama contra ella, de manera que le daría buenas referencias que, a la postre, debían permitirle servir en otras casas. Mientras tanto, acudía a ver a su amado a la Cárcel Modelo, llevándole ropa, comida y lo que necesitara. Su amor no era circunstancial, no estaba sujeto a los vaivenes de la vida. Es de imaginar los sabios consejos de sus hermanas para que abandonara a un hombre así, pero ella no quiso seguirlos. “Soy suya”, debió pensar, “ese hombre es mío, haga lo que haga, cueste lo que cueste”. Esa ceguera le costaría la vida poco tiempo después. Cuando salió de la cárcel, Narciso Quevedo había cambiado, aunque a primera vista no se apreciase. Siempre había sido altanero, orgulloso, tenía algo de perdonavidas. Los periódicos hablaron de un carácter “violento y brutal”, quizá condicionados por saber a qué extremo había llegado. Entró a trabajar de mozo en el café de la Montaña. Atendería a todo tipo de clientes: jóvenes con dinero, elegantes, algo chulescos; burgueses con leontina y reloj de oro que ni siquiera lo miraban al pedir su consumición. Él iba de un lado a otro con su bandeja pensando: “Yo antes era así, antes tenía dinero, posición”. Su jefe le diría: “Más deprisa, Narciso, que parece que estás en las nubes”. Un día no aguantó más y armó un escándalo al cocinero por un quítame allá esas pajas, terminaron a golpes y, tras el testimonio de sus compañeros, quedó despedido. No importa, debió decirse, ni me consideraban ni el lugar valía la pena. Entró de mozo otra vez, esta vez en la cervecería de la calle Ferraz. Al cabo de los meses, nuevo lío, otra disputa, un segundo despido. Y vuelta a la calle, más rabioso que nunca, más indignado contra todos y contra todo. La única fiel a su lado era Juana. Acompañándolo en esa caída progresiva hacia la más completa inadaptación, bordeando la estrechez y las carencias materiales, ella seguía dándole el dinero que ganaba en las casas donde servía. “La vida lo ha tratado mal” aún justificaba, “solo le falta una nueva oportunidad”. Así es la pasión, el amor en ocasiones. Hay personas que hacen su apuesta por el otro y se niegan a ver las señales de alarma, las curvas cerradas del camino, el peligro de despeñarse definitivamente. Así que finalmente, a principios de 1997, decidieron casarse. Fue ella la que encontró un piso bajo en la calle Altamirano número 9, próxima a Ferraz y la Cuesta de Areneros, a pocas calles de la Cárcel Modelo. Como si, eligiendo ese humilde cuarto, Narciso Quevedo no quisiera alejarse de los lugares que tenían que traerle a la memoria tan malos recuerdos. El maltrato sobre Juana El matrimonio no suavizó en absoluto el carácter de Narciso sino que, por el contrario, lo exacerbó. Entrando y saliendo despedido de los trabajos en los que apenas conseguía pasar unos meses, le dio por pensar que su mujer le engañaba. De manera que la encerraba en casa bajo llave cuando él marchaba fuera llegando al extremo de sujetar la ropa de la cama con alfileres, revisándola a su llegada para ver si se había movido. Por supuesto, cualquier contrariedad, todas sus sospechas, por mínimas que fueran, la injusticia con que la vida y las personas lo trataban a su juicio, las pagaba maltratando a Juana. No era un maltrato privado ni silencioso, por el contrario originaba escándalos de todo tipo en los que el vecindario llegaba a intervenir ante las voces y los golpes que hacía padecer a su mujer. Cuando se preguntó a los vecinos del edificio y en particular a la portera, Teresa Mendizábal, sobre los inquilinos del cuarto número 1, la figura de Juana era considerada indefectiblemente como “sufrida, honesta” mientras él venía a ser una especie de monstruo violento que pagaba con su mujer todas las frustraciones que decía padecer. Durante ese año de matrimonio se sucedieron los trabajos de Narciso aquí y allá, no solo como mozo de café sino en distintas casas. Federico Izquierdo, abogado del Colegio de Madrid, testificó en el juicio sobre el particular. “Estuvo de criado en casa de mis padres. Un día oímos gritos en la cocina, fuimos corriendo y nos encontramos a la doncella en el suelo, con la cara llena de sangre, porque Narciso le había pegado una bofetada terrible. Estaba tan borracho, que nos dio vergüenza echarle a la calle en aquel estado”. En otro momento de su intervención, continuó narrando los incidentes protagonizados por aquel criado: “Posteriormente, volví a encontrarlo de criado en casa del marqués de Santa Marina, y aquel mismo día armó un escándalo terrible porque, estando también borracho, pretendió atentar contra el honor de una criada anciana respetable, y sacando un cuchillo la quiso matar, viéndonos todos obligados a luchar con él para sujetarlo. Al día siguiente amaneció Narciso en el paseo de Recoletos, vestido de frac, durmiendo sobre un banco y el cuchillo debajo”. En esas circunstancias, uno se pregunta qué clase de referencias podía esgrimir semejante salvaje para solicitar un empleo como los citados. No parecía haber ninguna selección de personal, con tal de haber tenido experiencia en su cometido. La combinación de un ser primario, de instintos muy violentos, capaz de esgrimir un cuchillo para amenazar a una criada anciana, con la costumbre de emborracharse, muy habitual en el Madrid de la época entre la gente de mal vivir, solo podía dar paso al maltrato continuo sobre su mujer, víctima propiciatoria por el vínculo matrimonial, para tener que aguantar los malos humores y los vapores etílicos de un marido capaz de echar mano a un cuchillo o una navaja de afeitar. - Una vez casados, ¿tuvieron ustedes muchas reyertas? –le preguntó el fiscal durante el juicio. - Sí, señor. Varias por esquiveces de Juana, que se empeñaba en negarme el débito matrimonial. - ¿Y a qué lo atribuye? - A que debía tener relaciones con otro. - ¿Qué le hacía sospechar tal cosa? - En enero de aquel año tuvimos una cuestión y le pegué un golpe en un ojo que le hizo echar sangre, porque al ir a buscar en el baúl cinco duros que guardaba allí, encontré sorprendido una carta amorosa dirigida a mi mujer y una fotografía en que estaba retratada con un sujeto. La famosa carta y la fotografía sobrevolaron el juicio sin que pudiera concretarse quién la escribía y era el hombre que acompañaba a Juana. Después de los meses de instrucción y de más de un año que hubo que esperar a que tuviese lugar el juicio, el abogado defensor pretendió incluir estas nuevas pruebas en el mismo proceso, algo a lo que se opuso terminantemente el fiscal, dándole finalmente la razón el juez. ¿Hubo algo de cierto en todo ello o fue una prueba preparada en el último momento para “justificar” el maltrato y asesinato de Juana? Resulta difícil de concebir qué oportunidad podría tener aquella muchacha para mantener relaciones con otro hombre si su marido la dejaba encerrada en el cuarto gran parte del día. Por otro lado, una de sus hermanas esgrimió una carta de Narciso del 22 de enero, dos días después de la primera agresión, en la que pedía perdón a Juana por el maltrato cometido y juraba solemnemente no volver a hacerlo, sobre todo teniendo en cuenta que el 31 de enero se iba a celebrar un juicio de faltas contra él por la agresión sufrida por Juana. En ningún párrafo de la carta y en ningún momento de aquel juicio se hablaba de una carta amorosa descubierta ni de una foto comprometedora. ¿Sólo lo había recordado un año después? Por supuesto, que se pretendiera “justificar” el crimen por una conducta inapropiada de Juana en su matrimonio habla a las claras de cuáles eran los valores predominantes en la época respecto a la ausencia completa de libertad de la mujer frente a su marido. No obstante, durante el juicio otro testigo de la defensa pretendió incidir en el mismo aspecto, posiblemente auspiciado por la estrategia del letrado para manchar la reputación de Juana que, hasta entonces, resultaba impecable. Así, un antiguo presidiario de la Cárcel Modelo, que conocía y era amigo del procesado, manifestó que un día, paseando por la calle, se encontró a Juana con un hombre joven, lo que le extrañó. Durante el juicio no se dio credibilidad alguna a este testimonio, muy posiblemente preparado por la defensa. Finalmente, tuvo lugar entre ellos un violento incidente. - ¿Es cierto que el día 11 de marzo (tres días antes del crimen) sostuvo usted un altercado con su mujer y quiso usted herirla con una navaja de afeitar, teniendo que celebrarse un juicio en el Juzgado municipal? - Sí, es verdad que tuvimos una cuestión porque yo me había decidido a marchar a Leganés, donde me ofrecieron un empleo de mozo en la casa de los locos, y me disponía a cerrar la casa y que ella se llevara la ropa. Disputamos, y al ir a marcharme se me cayó la navaja de afeitar al suelo y la recogió una hermana suya. - ¿No ocurrió nada más? - Sí, señor; que estaba ella cosiendo una chaqueta negra, y porque no le salía bien la descosió en pedazos y yo la regañé. Los testimonios de los vecinos desmienten esta caída accidental de la navaja y el suave regaño que pretendía Narciso. Lo cierto es que algunos vecinos tuvieron que detenerlo cuando, navaja en mano, amenazaba a su mujer con matarla allí mismo. El escándalo fue tremendo, con la hermana de Juana luchando con el marido enfurecido, los vecinos reteniéndolo en su agresión hasta que, finalmente, Narciso fue conducido a la inspección de vigilancia de la estación del Norte. Tras calmarse y que anotaran el nuevo incidente, volvió al domicilio encontrando que Juana se había marchado a vivir con sus hermanas Prudencia y Jacinta en su casa en la calle Benito Gutiérrez número 3, de la que una de ellas era portera. El crimen de la calle Altamirano Con los antecedentes que hemos repasado podemos imaginar que cualquier contacto con su marido era para Juana del Oso de alto riesgo, por lo que tomó sus precauciones en la mañana del 14 de marzo. La tarde anterior, pasando junto a una trapería cercana, Juana pudo ver la cama y el colchón de su propiedad que su marido había vendido sin consultarle. Dado que prácticamente había salido días antes con lo puesto tras la agresión y la amenaza de muerte que su marido pronunció, navaja en mano, quiso tomar precauciones. Aquella mañana, bien temprano, preguntó a un guardia de seguridad qué debía hacer para entrar en su domicilio. Éste le respondió que se dirigiese a la inspección de la calle Rosales pero, al llegar allí, le indicaron que a ella le correspondía la de la estación del Norte, de manera que dirigió sus pasos en tal dirección. En este lugar le dieron un volante para que se dirigiese al Juzgado correspondiente donde le asignarían un guardia que la acompañase. Para llegar a su objetivo debía pasar por delante de su casa en la calle Altamirano y así lo hizo sobre las nueve y cuarto de la mañana. Teresa, la portera, estaba barriendo junto al portal y, al verla, le preguntó qué pensaba hacer, dado que su marido estaba vendiendo la ropa y todas las pertenencias de Juana. Cuando estaba explicando su propósito se juntaron varias vecinas que le comentaron que habían visto salir a Narciso muy de mañana, de manera que si ya tenía el volante para el Juzgado bien podía aprovechar, llamar a un cerrajero cercano que le facilitara el acceso a su casa y llevarse todo lo que pudiera. Mientras tanto, su marido se paseaba por la calle de Ferraz. - ¿Usted había bebido el día del crimen? –le preguntó el fiscal. - Sí, señor; en dos tabernas, en los números 20 y 30 de la calle de Ferraz. Evidentemente, la táctica del defensor, que se veía obligado a admitir la culpabilidad de su defendido, era exclusivamente librarle de la pena de muerte, de manera que quería aducir embriaguez como atenuante. Pero ni siquiera eso fue posible cuando declaró Lucinio Hernando, propietario de la taberna “El Laurel de Baco”. Recordaba perfectamente a Narciso porque también había trabajado allí durante unos meses hasta que se ausentó sin permiso alguno, se peleó a su vuelta con otro camarero y se vio obligado a despedirlo. Para Hernando el procesado había llegado al establecimiento para tomar media copa de aguardiente, nada más, y no iba borracho como en otras ocasiones. “Estaba tranquilo y sereno” insistió. Mientras tanto, Juana esperaba la llegada inminente del cerrajero para entrar en su cuarto. Fue entonces cuando una vecina entró precipitadamente para advertirle que Narciso volvía. Ella, algo asustada pero desafiante por sentirse más segura con el público presente, salió al portal del edificio. - ¿Qué fue lo ocurrido el día 14 de marzo? –le preguntaron a Narciso. - Pues que volvimos a disputar por querer ella llevarse la ropa; yo no se la quise dar; me marché de allí y cuando iba yo por la calle empezó a gritar: “¡Ahí va ese criminal! ¡O yo he de parar en la calle de Quiñones o él en la Cárcel Modelo!”. Al oír esto me volví rápidamente y, embriagado, sin saber lo que hacía, estando de frente, le asesté la primera puñalada… - Ese cuchillo –dijo el fiscal señalándolo encima de una mesa- ¿lo compró usted dos días antes del suceso en la tienda de Don Macario Balaguer de la calle Marqués de Urquijo? - No, señor; lo tenía desde el año 1888, en que lo había comprado. Todas las afirmaciones de Narciso se vieron desmentidas durante el juicio. Empezando por lo más leve, afirmaba que el arma la tenía desde diez años antes, cuando estaba en el Ejército cumpliendo el servicio militar. No fue así. Testificó el dueño de la tienda mencionada para confirmar que el sábado 12 de marzo, es decir, al día siguiente del último incidente entre la pareja, Narciso había acudido a su tienda queriendo comprar un revólver. Como no tenía en esa ocasión le ofreció “como arma de defensa”, aclaró el señor Balaguer, un cuchillo con mango de marfil y de considerable longitud que su cliente adquirió de inmediato. Para el fiscal ello era muestra de la premeditación con que había actuado el procesado. Doña Teresa, la portera, aportó un punto de vista diferente sobre lo sucedido, aunque en parte no estaba mirando a la pareja porque parecía que el marido había venido en buen plan, no de forma violenta, y estaba dispuesto a discutir con su señora sin más. No había escuchado ningún grito sobre la calle de Quiñones (lugar donde se encontraba la cárcel de mujeres) ni sobre la Cárcel Modelo, tampoco había visto a Narciso pretendiendo marchar por la calle. - Aquel día llegó Juana pidiéndole la cama a Narciso y éste le contestó: Ya te la darán. Comenzaron a hablar y ella le dijo: ¡Hombre, parece mentira que haciendo hoy un año de que nos hemos casado, hagas conmigo esto! - ¿Qué más pasó? - Me aparté un poquito y cuando volví la cabeza vi que Narciso tenía agarrada a Juana de la mano izquierda y por detrás le hincaba un cuchillo, saliendo la punta por delante del pecho. - ¿Cuántas veces? - Lo menos tres. Ni qué decir tiene la profunda impresión que causó esta declaración entre el público asistente y los miembros del jurado. - ¿Qué hizo después? - Quiso por dos veces tirar el cuchillo a un corralillo próximo; una vez se le cayó al suelo, lo recogió y volviendo a tirarlo otra vez, por fin cayó en el corralillo. - ¿Vio usted que regañaran antes de que la hiriera? - No, señor, no regañaban. - ¿Antes regañaban mucho? - Mucho, él la amenazaba diciéndole: ¡Te voy a matar! Otros vecinos presentes estuvieron en la misma línea, aunque recordaban una parte mayor del diálogo entre el agresor y su víctima. Un colchonero llamado Eduardo Morió, que al momento se precipitó sobre Narciso para detenerlo, declaró haber escuchado: - Parece mentira que me trates así hoy que hace un año que nos casamos –decía Juana. - ¡Vete con viento fresco! Que entre todos me vais a echar a presidio. - ¡Pero hombre!... - ¡Te voy a matar! dijo Narciso. En ese momento éste sacó de bajo la capa una enorme faca y Juana gritó: ¡Señora Teresa, llame a los guardias que tiene un puñal! Pero su suerte estaba echada. Fue el momento en que su marido la apuñaló repetidamente hasta darle muerte de forma instantánea. Para el tribunal era un aspecto importante saber si la agresión se había cometido de frente o por la espalda, lo que daría paso a la agravante de alevosía. Aunque los vecinos presentes confirmaron unánimemente que las heridas habían sido propinadas por la espalda, los médicos fueron más taxativos en su informe ante el tribunal. Preguntado el señor Cifuentes, que había realizado la autopsia, sobre el número y naturaleza de las heridas que encontró en el cadáver, afirmó: - Una en la región frontal, que interesaba los tejidos blandos y llegaba hasta el hueso, dejándolo al descubierto. Una herida en el hombro derecho, que interesaba el omóplato y llegaba hasta el pulmón. Otra en la región cervical, que haciendo entrar el arma por entre la primera y segunda costilla, dejó seccionada la médula. - ¿Qué calificación tenían esas lesiones? - Se causaron con instrumento inciso-punzante, siendo la que seccionó la médula, la que debió matar instantáneamente, y la siguiente que llegó al pulmón merece la calificación de mortal ut plerinum, o sea que causa la muerte la mayor parte de las veces. - ¿Se sabe en qué posición se debía hallar el agresor al causar las heridas? - A la izquierda y detrás de la agredida. Esto último causó una visible impresión en los presentes en el juicio: era la corroboración por los peritos de la descripción dada por todos los presentes. No era Narciso el que se marchaba del encuentro sino ella. Al darle la espalda a su agresor este le sujetó el brazo con la mano izquierda mientras empuñaba el cuchillo con la derecha, ahogando con sus golpes los gritos de alerta de su mujer. El único consuelo, si cabe hablar de ello, en esta terrible situación, fue que el primer golpe fue definitivo e inmediato, lo más parecido a descabellar a su víctima. La siguiente puñalada, también inferida por la espalda con toda la fuerza brutal de su ira, entró por el hombro y atravesó el pulmón para, tal vez, asomar la punta por el pecho de Juana. Tras arrojar el cuchillo el criminal se dejó atrapar con poca resistencia por el colchonero y un dependiente de Consumos, a los que se añadió muy pronto Enrique Vivanco, guardia del Orden público, que presenció el crimen desde lejos. Fue el dependiente, que había observado la acción posterior de Narciso, quien recuperó el cuchillo para entregárselo al inspector de policía del distrito, que acudió después. Mientras el criminal era trasladado a la inspección de vigilancia de la estación del Norte, una muchedumbre rodeaba el cadáver de Juana, que yacía boca abajo. Cuando se procedía a su traslado y se le dio la vuelta, todos los vecinos profirieron una exclamación: de su boca surgió una enorme bocanada de sangre. Los comentarios fueron constantes. Todo el mundo lamentaba la suerte de aquella pobre mujer, conocida en el barrio “por sus virtudes y por su carácter sufrido y humilde”, en contraposición a los durísimos calificativos que recibía su marido. Incluso cincuenta de esos vecinos marcharon detrás de Narciso en su camino a la Casa de Canónigos, Juzgado principal de la ciudad, atado codo con codo. Le gritaban, lo insultaban. La indignación era enorme y los guardias se las vieron y desearon para contener las iras de aquel grupo de personas que amenazaban con lincharlo. Al día siguiente, un periódico valoraba así lo sucedido: “No se trata de un crimen vulgar, motivado por el deseo de vengar una injuria recibida, ni de un crimen pasional de esos para los que la sociedad encuentra disculpa, por tratarse de un delito cometido para lavar el honor mancillado por la mujer que hubo de olvidar los deberes del matrimonio. El crimen de hoy es uno de esos atentados cometidos contra esa misma sociedad, privándola de un ser lleno de virtud y de bondad, y su autor, uno de esos hombres de malos antecedentes que no pueden inspirar ninguna compasión”. Obsérvese la distinción inicial de este crimen respecto a otros motivados por la pasión o el “honor mancillado” del marido. Para ellos la sociedad podía encontrar una disculpa porque la mujer hubiera “faltado” a sus deberes matrimoniales de obediencia y fidelidad a su marido. La mujer como propiedad, la mujer sobre la que ejercer un poder patriarcal, solo matizado por la bondad con que el marido debía corregir y educar su comportamiento. El honor de la mujer al que su marido engañara no era ni siquiera mencionado. Un abrupto final “Reconozco que mi defendido ha cometido un delito” alegó el abogado defensor, “pero para castigarle no pido más que se le castigue en la medida de su culpa”. La sala se encontraba en un completo silencio. Nos enteramos así de que se veía obligado a explicar una contradicción en que incurrió el procesado, cuando en la instrucción negó que su mujer tuviera un amante, para afirmar lo contrario durante el proceso. “Lo hizo entonces por vergüenza”. Es de imaginar las vueltas que debió dar el defensor para argumentar las atenuantes que proponía y con las que contaba librar a su defendido del garrote. Así, trazó durante el juicio el cuadro de un hombre insultado, agredido y vilipendiado por todos: las hermanas de su mujer, la portera, los vecinos. “El día 11 de marzo recibió mordiscos y agresiones de todos ellos”. También adujo la embriaguez, tomando de las declaraciones del tabernero aquello que le convenía: cuando el procesado estaba bebido no sabía lo que hacía. Pero el jurado tenía memoria y recordaba que solo había tomado media copita de aguardiente, saliendo “sereno y tranquilo” de la taberna. Por último, los siempre socorridos “arrebato y obcecación” ante el abandono en que le había dejado su mujer desde días atrás. Pero aparte de ser responsable de un asesinato odioso, replicó el fiscal, además de coser a puñaladas a su mujer con una violencia inusitada y sin justificación alguna, incurriendo en un parricidio castigado en el artículo 417 del Código Penal, acumulaba varias agravantes: la agresión inesperada y por detrás suponía haber actuado con alevosía; frente al arrebato y la obcecación del momento que proclamaba el defensor, bien sabía el jurado que dos días atrás había adquirido una faca de gran tamaño cuando no pudo hacerse con un revólver. Eso indicaba premeditación. Pero es que además, Narciso Quevedo fue condenado varias veces por agresiones contra su mujer y contra otros, lo que implicaba reincidencia. De todo ello el fiscal solo podía concluir con la petición de pena de muerte para el procesado. Acabado su discurso el presidente de la sala preguntó a Narciso si tenía algo que añadir antes de que el jurado dictara sentencia. “Tengo que decir que yo no he pensado el crimen” dijo con actitud arrepentida y ojos llorosos, “si lo cometí fue por el desprecio a que me relegaba mi mujer, por el abatimiento, hacia mí, de su familia, por la embriaguez en que me encontraba y por el cariño que la tenía”. Detengámonos en esta última frase, porque no volveremos a escuchar a Narciso Quevedo: cometió su crimen “por el cariño que la tenía”. Cualquiera pensará que ¡bonito cariño es aquel que lleva a matar a la persona amada! En todo lo demás seguía la directriz de su abogado, incluyendo la embriaguez en la que nadie creía, salvo en esa manifestación de cariño. Del mismo modo, durante la instrucción inicial del caso, cuando no mencionó amante alguno, defendió que su mujer era “honesta y buena”. Era honesta, era buena, le tenía cariño ¿por qué la mató entonces con esa saña apasionada? ¿qué impulsó su brazo aquella mañana, qué pensamientos lo cegaron en días anteriores para planear su muerte si se daba un nuevo encuentro? Se daba cuenta de que, de manera inevitable, su mujer lo estaba dejando, lo abandonaba refugiándose en casa de sus hermanas. Ya no era suya, los derechos del marido que la sociedad le otorgaba (el débito matrimonial que Juana le negaba, su obediencia que ya no existía), se veían invalidados. La propiedad de la mujer que correspondía al marido, iba desapareciendo. Entonces emplea su poder, no de manera refinada ni denunciando el abandono conyugal a través de abogados, sino con el único recurso que conocía para resolver sus diferencias: la violencia. Hombre tosco, rudimentario, con unos valores basados en el poder del más fuerte, en la incapacidad de aceptar las consecuencias de sus actos, una derrota o un fracaso, solo podía actuar de esa manera para defender su posición como marido y la rebelión que sentía ante un robo injustificado: el de la mujer con la que se había casado pasando a ser enteramente suya. Tras la sentencia condenatoria el presidente del tribunal pronunció las fatídicas palabras: “… que debemos condenar y condenamos a Narciso Quevedo y Rodríguez a la pena de muerte, que se ejecutará en esta corte…”. Era el 28 de abril de 1899. El llanto del ahora condenado resultaba incontenible, pero su crimen era atroz y casi nadie sintió piedad por él. Solo una mujer entre el público, cuando se leyó la sentencia, exclamó “¡Ay!”. No se sabe por qué. A partir de ahí se inició la carrera habitual en estos casos. Primero, ante el tribunal de casación el 16 de septiembre de ese mismo año, ratificando en todo la sentencia pronunciada meses antes. Luego, las consabidas peticiones de indulto, no muy abundantes en este caso, todo hay que decirlo, y que no conmovieron ni al Consejo de ministros ni al rey. Desde que se supo el fracaso del recurso de casación, el director de la Cárcel Modelo tomó las medidas habituales en estos casos: se le trasladó a una celda de la planta baja, junto a los vigilantes; además, se hicieron varios registros diarios para evitar que pudiera dañarse con algún instrumento conseguido subrepticiamente. El reo no dio origen a escándalo alguno ni mostró otra cosa que colaboración con los vigilantes. El 27 de septiembre, apenas ocho días después de que se conociera el último fallo del tribunal, los presos se levantaron pronto, como de costumbre. En filas vigiladas se trasladaron al patio a orinar para, a continuación y previo al desayuno, dar una vuelta por el lugar. Terminado el breve asueto volvieron en tandas a sus calabozos. Fue entonces, al traspasar la puerta de entrada al interior, cuando inesperadamente Narciso Quevedo emprendió una veloz carrera subiendo las escaleras hacia el piso tercero. Perseguido de cerca por el vigilante Fernández Moragas, arrojó las chanclas que le molestaban en la subida y, llegando al último nivel y viendo que estaban a punto de atraparlo, se arrojó hacia el patio celular por encima de la barandilla. Según el vigilante que lo seguía, en principio caía de pie, lo que le hubiera causado graves daños pero quizá no la muerte. Sin embargo, tropezó con un talón en la barandilla del primer piso, giró sobre sí mismo, y su cabeza impactó con un ruido sordo en el suelo de cemento. “Inmediatamente quedó reducido, por el choque del cráneo contra el pavimento, en informe masa, sustraída, en virtud de este accidente, a la acción inexorable de la justicia”. En uno de sus bolsillos se encontraron varias cartas dándole el pésame por la confirmación de la sentencia de muerte. Entre ellas una estaba escrita en verso. Se la había remitido otro preso complicado en un robo en casa del conde de Torrepando. Le decía que bien sabía que sería ejecutado la semana siguiente y ante ello solo le quedaba resignación para bien morir. Pero Narciso Quevedo no tuvo ni la paciencia de esperar su inevitable destino ni la resignación para llegar a un buen morir. Al menos sabría que algunas personas sintieron piedad por él. Tal vez siguiera el curso de los acontecimientos posteriores al crimen con cierta incredulidad: ¿es que la sociedad no comprendía el cariño que le tenía, que le habían arrebatado aquello que era suyo por derecho? Cuando quiso darse cuenta, los acontecimientos se habían precipitado y la sombra de la muerte que él había inferido a su mujer lo amenazaba a él. “Cuando vemos el engaño y queremos dar la vuelta” decía el poeta, “no ha lugar”. La borrachera del torero Gavira Todo sucedió en la madrugada del jueves 20 de enero de 1898. Francisco Piñero, el conocido novillero de 27 años que se hacía llamar “El Gavira”, pasaba la noche con unos amigos y una amiga de todos ellos, Carmen Rodríguez. Estuvieron en una taberna de la calle del León y luego en otra de la calle de Visitación llamada “El Montañés”, próxima a la calle del Príncipe. El muchacho era muy aficionado a beber y en esas ocasiones sus amigos afirmaban que tenía un “mal vino”, capaz de hacerlo violento y descontrolado, como pudo averiguar esa misma noche Carmen, a la que llegó a pegar por no se sabe qué discusión entre ellos. Todos le auguraban que llegaría a tener muchos disgustos por ese motivo. Era un tiempo impreciso entre las cuatro y las cinco de la madrugada y el grupo de amigos empezó a recorrer la calle cantando, gritando de forma descompasada y soltando improperios a todo aquel que tuviera la desgracia de cruzarse en su camino. Al decir de sus acompañantes, Gavira era el que marchaba solo en último lugar. ¿Alguien podía pensar que algo relativamente habitual en las calles de Madrid, que nunca dormían del todo, podía terminar con su muerte? Las primeras noticias que aparecieron al día siguiente informaron de que la escena y el escándalo atrajeron al inspector del distrito de Buenavista, Salvador Roig, que acudió a restablecer el orden. Al llegar donde el grupo e ir a abordarlos, recibió un fuerte golpe por la espalda. Creyendo que lo habrían confundido con alguno de sus amigos se encaró con el que le había golpeado: el torero Gavira. Este le dijo que no lo había confundido con nadie y que, fuera quien fuese, le volvería a pegar. El novillero Gavira Para identificarse como una autoridad, el inspector esgrimió el bastón con las insignias de la policía y amonestó al torero para que lo respetase y el grupo dejase de alborotar. “Con bastón de borlas o sin él” le dijo el interpelado, “le pongo a usted los dedos en la cara”, concluyó amenazante, dicho lo cual empezó a golpearle con los puños y a bofetadas. Así se enzarzaron en la disputa cayendo ambos al suelo y sin que los amigos del novillero hicieran otra cosa que contemplar el altercado. Tras unos minutos de lucha, el inspector pudo levantarse y tocó el silbato que alertaba del incidente, llamando en su ayuda a los guardias que estuvieran en las cercanías. Acudieron en su ayuda el sereno de la calle del Príncipe, dos guardias de seguridad y otro inspector: Pedro Blanco. El periódico relataba que, al ver a los que llegaban, Gavira sacó una navaja que obraba en su poder y, esgrimiéndola con escaso acierto dado su estado de embriaguez, empezó a dar tajos a un lado y otro, rasgando varias veces el gabán del último inspector en llegar. Este se enfrentó al torero a bastonazos, a lo que su rival respondió arrebatándole el bastón, emprendiéndola con él y continuando con la navaja hasta producirle varias heridas. En esas circunstancias se escuchó una detonación y el novillero cayó de inmediato al suelo agarrándose el vientre. En la Casa de Socorro del distrito se pudo comprobar la gravedad de la herida. En el estado en que lo encontró, el médico solo le hizo una cura mandando que fuera trasladado al Hospital provincial. Mientras esto se hacía, el mismo médico curó a los dos inspectores, de contusiones al primero y heridas en las manos al segundo. La situación empezó a hacerse confusa cuando intervino de inmediato el gobernador civil para averiguar las causas del suceso. Mandó llamar al delegado del distrito del Congreso, Ricardo Puga, para comunicarle que, al estar dos policías implicados, debía inhibirse del caso, pasándolo al juez de guardia, que era esa noche Rodríguez del Rey, del distrito de Palacio. Lo primero que hizo este fue trasladarse al hospital para intentar tomarle declaración al herido. Fue imposible porque solo decía incoherencias referentes a una mujer desconocida para los presentes. Consultado su médico, el doctor Pérez Obón, este manifestó que se había limitado a cuidar la asepsia de la herida porque el estado del novillero era tan delicado que no se atrevía a hacer un sondaje ni extraer la bala. El mayor peligro, añadía, era la aparición de una posible peritonitis si no se recuperaba lo suficiente para soportar una intervención quirúrgica. Pocas horas después y con el mayor cuidado, se le quiso trasladar al Instituto Rubio, un centro mejor preparado para dicha operación, pero al pasar por la calle de Leganitos, el novillero expiró sin decir una palabra. El juez mandó llamar a los dos inspectores para que le entregasen sus armas y aquí vino la primera sorpresa: el señor Roig presentó su revólver con todas las cápsulas en su interior pero su compañero, el inspector Blanco, dijo que él no había sido el autor del disparo puesto que en esa ocasión no llevaba revólver alguno. Entonces, debió preguntarse el perplejo juez, ¿quién había disparado a Gavira? Tras consultar a diversos testigos, solo se podía concluir que el autor del disparo debía ser el inspector Blanco pero ¿por qué dijo al principio que el revólver lo había dejado en casa y luego afirmaba que lo había perdido? ¿Prefería negarlo todo para no verse implicado? ¿Qué estaba escondiendo de su participación en aquel incidente? Poco más de dos semanas después el juez instructor, el señor Aguilera, decidió procesar a Pedro Blanco, que seguía afirmando que había perdido el revólver y por eso no lo entregaba. No obstante, siendo una autoridad que parecía haberse defendido de una agresión, pudo salir de la prisión donde se encontraba y, suspendido temporalmente del servicio, marchó a Zaragoza con su familia, lugar de donde era original. ¿Qué sucedió aquella madrugada? Hasta abril del año siguiente, más de un año después de los hechos, no se escuchó a los protagonistas de aquel suceso, a los que sobrevivían al menos. No solo la víctima había tardado solo unas horas en morir sino que uno de sus hijos, allá en la localidad sevillana de Carmona, también había fallecido dos meses después. Quedó su madre, con la que había llegado hasta Andalucía proveniente de su Valencia natal varios años antes, otro hijo de apenas cinco años en el momento de la muerte de su padre, y su mujer, que no hizo declaración alguna a la prensa. Su madre tampoco, pero promovería la presencia de un acusador particular durante el juicio. El primero en declarar fue el inspector Pedro Blanco, único acusado de homicidio. Curiosamente, adujo de entrada que era muy sordo, por lo que tenía que acercarse mucho a aquellos que lo interrogaban. Sin embargo, lo primero que admitió es haber escuchado en la Carrera de San Jerónimo, cercana a la calle del Príncipe, el sonido del silbato del inspector Roig. No sería lo único extraño que declaró: - Estaba con un amigo, haciendo tiempo para ir a una boda –dijo sin recordar quizá que eran las cinco de la madrugada- cuando oí los pitos de alarma. Por eso me dirigí a la calle del Príncipe saliéndome al paso mi compañero el inspector Roig: ¡Blanco, que me matan! exclamó. - Llegué y me encontré a un sujeto rodeado de mucha gente, con quien forcejeé. Dijo: ¡Otro inspector! Y me dio una bofetada que me tiró al suelo. - ¿Estuvo usted mucho tiempo en el suelo? - Como dos minutos. - ¿Qué hizo usted después? - Me levanté, siguió pegándome y saqué el revólver para intimidarle, y viendo que no hacía caso, disparé… La declaración levantó una oleada de rumores. El público, que había escuchado al relator el sumario del juez de instrucción, sabía que durante toda ella Pedro Blanco había manifestado repetidamente que él no disparó porque no tenía en su poder revólver alguno. El fiscal llamó la atención del jurado sobre esta contradicción, pidiéndole que se ratificara en que había empleado el arma y Gavira estaba en una actitud agresiva en ese momento. Blanco lo afirmó de nuevo. - ¿Qué hacía mientras tanto el otro inspector? No sé…, no lo vi. ¿Y los guardias? Nada… -ante el crecimiento de los rumores se sintió obligado a precisar-. Digo no sé, porque no lo vi. Dijo que había forcejeado con Gavira y que éste le había pegado. ¿Con qué le pegó a usted? Con un bastón que yo llevaba y que me quitó de la mano. Me pegó muy fuerte y muy duro. Fíjese que me causó una lesión en este brazo, que todavía no lo puedo mover bien. ¿Quedó usted con la ropa cortada? Sí, señor, pero no sé quién me lo hizo. El fiscal le mostró entonces las armas del inspector Roig, que se mostraban encima de la mesa de pruebas. - ¿Reconoce alguna de las armas que están sobre la mesa del relator como la que disparó usted contra Gavira? - No, señor, no es ninguna de esas; disparé con un revólver mío, que después he perdido. Ya he dicho –continuó- que hice yo mismo el disparo y negué en el Juzgado que lo hubiera hecho porque creí que así no me procesarían. Ya se sabe que la tradición española está siempre a favor de los toreros y pocas a favor de los agentes de autoridad. Esta última frase encendió los ánimos de la sala. El fiscal le respondió contundente afirmando que en los tribunales siempre impera la Justicia, fuera el procesado quien fuera. Su defensa del procedimiento encontró el aplauso del público, que no simpatizaba precisamente con el inspector Blanco. ¿Era cierta la descripción del incidente hecha por el procesado? Había causado una mala impresión el hecho de que ocultase la autoría del disparo. Detrás de ello parecía pensarse en su culpabilidad. Un policía con la conciencia tranquila del deber cumplido y de una reacción ajustada a las circunstancias no hubiera mentido de esa manera. Tampoco fue buena la impresión causada por el inspector Roig, que testificó a continuación. Ratificó en todo lo dicho por su compañero, lo cual permitía sospechar que había acuerdo dentro del cuerpo de policía para exculparlo. Ello le obligó a contradecirse con lo declarado en el sumario, como le había pasado a Blanco. Así, esta vez no mencionó navaja alguna en manos de Tavira, algo que había defendido anteriormente a despecho de la ausencia de cortes en la ropa de los dos inspectores, tal como había comprobado el juez instructor. Se ve que el recurso de la agresión con navaja no se consideraba válido y la defensa prefería no recurrir a él. Además, los propios abogados ocasionaron un escándalo mayúsculo en la sala, cuando el acusador privado denunció una versión diferente de los hechos que le había confiado en su domicilio el inspector Roig, antes de que dicho acusador fuera contratado como tal. Un procedimiento tan irregular, una declaración no oficial que nadie podía certificar, encontró la enérgica oposición del defensor, originándose entre ambos letrados una trifulca considerable. Con la intervención del fiscal, de nuevo aplaudida por el público, y las llamadas al orden del presidente del tribunal, retornó cierta calma aunque, con todo lo sucedido, la declaración de Salvador Roig ratificando lo dicho por Blanco, perdió toda credibilidad. El sospechado encubrimiento de los hechos por la policía siguió presente con la declaración de los dos guardias presentes en aquel suceso. Jacinto Fernández fue avisado por algún transeúnte de que dos hombres se estaban matando en la calle del Príncipe y para allá fue. Se encontró a dos hombres peleando en el suelo (Gavira y Roig) por lo que intervino con su compañero, encargándose él de sujetar al novillero. Fue en ese momento cuando llegó Blanco, siguió contando, queriendo llevarse a Gavira a la delegación de distrito. Este se resistió abofeteando a Blanco, que respondió a bastonazos para enzarzarse en una nueva pelea. En ese momento le interrumpió el fiscal para observarle que, según el sumario, él había declarado pocos días después, que no había habido tal bofetada inicial sino que Blanco había llegado y, sin mediar más que una breve conversación con Roig, le había propinado a Gavira varios duros bastonazos, a lo que este terminó por responder. ¿Quién había cometido la agresión inicial entonces? ¿Por qué esa contradicción en su testimonio? Al policía Fernández no se le ocurrió otra cosa para justificarse que contar que, durante la declaración sumarial, había recibido un recado de que su mujer estaba gravemente enferma y eso le indujo a decir otra cosa de lo que había sucedido. La excusa era tan torpe que no hizo más que causar la hilaridad del público presente. El otro guardia, Ruiz Zorrilla, fue más serio pero incurrió en la misma contradicción, afirmando ahora la agresión inicial de Gavira, cuando ante el juez de instrucción declaró exactamente lo contrario. Lo único que alegaba para justificarse es que “me confundí”. Todo sonaba a amaño de los hechos, con hasta cuatro policías presentes en el homicidio, todos declarando lo mismo y todos contradiciendo sus declaraciones iniciales. En contraste con todo lo anterior, el sereno Ceferino Graña, también presente aquella madrugada, describió la escena de otra manera. Así, afirmó: - Lo que sí vi es que Blanco pegó varios bastonazos a Gavira, y entonces éste se tiró a él, y cayeron al suelo abrazados luchando; me puse a recoger la capa de Gavira y un bastón de mando que había en el suelo, y en aquel instante oí la detonación. No sería el único testigo de los hechos que, en el momento del disparo, andaba distraído y recogiendo cosas del suelo. Uno de los amigos de Gavira, Natalio Díaz, renunció a decir cosas contundentes, incluso en defensa de su difunto amigo. Parecía distraído siempre, primero cuando marchaba por la calle del Príncipe, oyó sonar un pito y, al girarse, vio peleando en el suelo a Gavira con Blanco. Resultaba asombroso que hasta ese momento no se hubiera percatado de nada. Preguntado sobre si había presenciado el momento del disparo dijo: “No señor, porque me puse a recoger un sombrero”. La situación recordaba a aquel célebre crimen de 1888 en la calle Fuencarral, donde la portera todo lo veía y decía no enterarse de nada, entre otras cosas para no verse en la cárcel durante un tiempo, como acostumbraba la policía a hacer con los testigos. Los testigos desinteresados Un testigo puede ser más o menos preciso en los detalles, puede dejarse engañar por lo que ha creído ver. Lo que no es admisible es que sea parcial y se manifieste en función de un interés, por legítimo que sea. Los policías hicieron esto último, como bien remarcó el fiscal en su alegato final. Sus declaraciones contradijeron en poco o mucho lo manifestado durante la instrucción sumarial, hasta llegar a una versión coincidente que se antojaba falsa: Gavira había sido el agresor inicial del inspector Blanco, lo había abofeteado nada más verlo, lo había tirado al suelo y, solo en estas circunstancias, Blanco lo había golpeado con el bastón, que le fue arrebatado en la lucha, y se vio obligado a enarbolar el revólver escapándosele un tiro sin intención de matar. Esa fue la versión de la policía y de la defensa que, en consecuencia, pedía la absolución para el procesado por dos circunstancias eximentes: legítima defensa y obrar en el ejercicio de los deberes de su cargo. En el aire sobrevolaba la impresión de que todos los policías y el acusado habían mentido antes o después, que los hechos no habían sucedido de esa forma. Sin embargo, el amigo del fallecido no presentaba una versión propia y diferente, parecía no haberse enterado de nada y ello no servía para nada al fiscal. Es cierto que el sereno había insistido en que la agresión provino del inspector Blanco, que no hubo bofetada inicial que le propinase Gavira, pero era solo un testimonio frente al de varios agentes de la autoridad y su fiabilidad era cuestionable. A fin de cuentas, él también recogía cosas del suelo cuando sucedieron los hechos que originaron la muerte del novillero. Faltaba algo más y ello vino de la mano de seis jóvenes liderados por un abogado recién licenciado llamado Martínez Campos. También ellos habían estado presentes cuando, al salir de una chocolatería de la calle de la Visitación, acertaron a pasar por la del Príncipe viendo toda la disputa. Como declaró este testigo y fue corroborado por todos los demás, ellos no habían sido llamados a declarar, pero finalmente decidieron hacerlo voluntariamente al comprobar al día siguiente que las informaciones periodísticas distaban mucho de lo que habían observado esa madrugada. - Uno de mis amigos dijo: “Estamos aquí tan tranquilos y ahí se están pegando dos hombres”. Me volví, viendo que dos hombres se pegaban; uno, el torero Gavira, a quien conocía de vista, y otro, más bajo que él, que resultó ser el inspector Roig. - Roig se lanzaba a Gavira como una fiera –continuó ante la expectación de la sala-, y Gavira se defendía, llamándome la atención que un torero que solía estar acreditado de valor, se dejara pegar así, por más que cada vez que se acercaba Roig lo despedía con una patada. Al cabo Roig sacó un pito y silbó, llegando varios guardias y serenos. Llegaba al momento culminante de la llegada del inspector Blanco. - Gavira se dejó detener por los guardias que se disponían a llevarlo a la Delegación. Su actitud era de pie entre los dos guardias, sin estar sujeto, sin capa y sin sombrero, y con los brazos a lo largo. - En esta situación llegó corriendo, convulso y nervioso, el inspector Blanco, a quien yo conocía de vista, y de buenas a primeras, y llamándole “mal torero” y “chulo”, empezó a pegarle palos en la cara con un bastón. Gavira aguantó unos cuantos palos diciéndole: “¡No me pegue usted más! ¡Yo iré donde usted quiera!”. Pero por fin Gavira se lanzó contra él y juntos cayeron al suelo. - Se levantaron ya del suelo los contendientes, y entonces se cambiaron las tornas. Gavira se había apoderado del bastón de Blanco y agarrándole a éste del cuello de la chaqueta, le arrastró un buen trecho pegándole con el bastón de derecha a izquierda, muy despacio, pero muy fuerte. Precisamente entonces sonó la detonación y cayó Gavira, bañado en sangre. Intentó levantarse y volvió a caer exclamando “¡Madre mía!”. - Con dos amigos míos lo condujimos a la Casa de Socorro. Durante el camino tuvimos que dejarlo varias veces en el suelo porque, por efecto del dolor, se estiraba y no podía permanecer en aquella posición. También le oímos decir balbuceando: “Tan bonita como una onza de oro”, tal vez refiriéndose a alguna mujer. Uno de mis amigos, que es médico, dijo: “Éste no torea más”. El silencio se hizo después de esta declaración. Allí estaba la verdad de lo ocurrido, una verdad creíble, fiable por ser dicha por alguien sin interés alguno, salvo el hecho de que se manifestara indignado por una intervención policial desproporcionada. Como añadió finalmente: “El torero fue agredido de un modo ilegítimo, por más que hubiera cometido un atentado. Sabíamos que Gavira era pendenciero y había sufrido condenas por otros atentados, pero encontramos injustificado lo que con él se hizo esa noche”. Después de aquello, todas las declaraciones de los guardias se desmoronaban como un castillo de naipes. El fiscal se preguntaba en el alegato final qué más podía decir. “Lo que necesitaba era saber de un modo fidedigno lo ocurrido, y estos seis testigos, con el peso abrumador de su número, lo sostienen y lo afirman, diciendo que Blanco pegó al torero estando éste completamente sometido y acosado por él, y sin saber a quién acometía, por el estado de embriaguez en que se encontraba, se defendió de Blanco y éste después le mató”. Pese a la petición de absolución del defensor, el jurado escuchó la argumentación del fiscal y el testimonio de los jóvenes. El inspector Blanco actuó de forma agresiva e innecesaria contra un Gavira que no le había agredido y, aunque no tuvo intención de matarlo con su disparo, le ocasionó una muerte que nunca debía haberse dado. Ni la legítima defensa ni su autoridad como policía justificaban la muerte ocasionada. En consecuencia, el juez emitió un veredicto de condena por homicidio con dos atenuantes: el clásico arrebato y obcecación, y no haber tenido intención de causar un mal de tanta gravedad como el que produjo. Por todo ello, además de abonar una indemnización económica a la familia, se le condenaba a ocho años de prisión mayor. La historia podría acabar aquí pero, como en el crimen anterior, esta continúa entre una maraña de intereses. Algún periódico republicano denunciaba que Pedro Blanco era un presidiario de lujo en el penal de Ocaña unos meses después. Mientras a los demás reclusos se les obligaba a trabajar, él no conocía tal situación. Gozaba de tanta libertad que incluso había salido en más de una ocasión hasta la puerta del penal para hablar con los guardianes que debían vigilarlo. Tan sólo un año después de ser condenado, el 10 de mayo de 1900, un decreto del gobierno le otorgaba la libertad: “Vistos el párrafo último del art. 116 del Código Penal, etc. etc.; Teniendo en cuenta la buena conducta del penado y previos los demás trámites legales. Se conmuta el resto de la pena de ocho años y un día de prisión mayor impuesta a Luis Blanco, por la de destierro a la distancia mínima de 25 kilómetros de esta corte”. Teniendo en cuenta que su familia residía en Zaragoza, no parecía que este destierro le supusiese un gran quebranto en la vida que reanudaba a partir de esa breve condena. El paseo de Floranes La calle madrileña de Jenner es corta, apenas 250 metros, y está situada entre la de Almagro y el paseo de la Castellana. Fue bautizada así en honor de Edward Jenner, el médico inglés descubridor de la vacuna contra la viruela. En 1898 no había allí casas particulares de la burguesía sino verdaderos palacios como el de Isdo, propiedad del duque de Montellano, o el palacio de la esquina opuesta, que pertenecía al conde de San Bernardo. Por esa misma calle bajaba el domingo 4 de septiembre de 1898, sobre las seis de la tarde, un carruaje Victoria en cuyo interior se encontraba, junto a su mujer y una sobrina, Carlos Floranes, muy conocido de los madrileños por su lujoso tren de vida y como negociante de carruajes y caballos de lujo, además de dedicarse al préstamo de dinero. En el trayecto, acertó a cruzarse con él otro hombre más joven, elegantemente vestido, llamado Carlos Sáenz de Tejada. Las primeras informaciones recabadas por los reporteros que acudieron al lugar exponían que el primero había mandado detener el carruaje, bajando del mismo para hablar con el paseante. Sin embargo, afirmaban los testigos, no hubo apenas palabras entre ellos porque Floranes, sacando un revólver, disparó un tiro que, impactando en la cabeza de Carlos Sáenz, tuvo un efecto fulminante. Sostenían los testigos que inmediatamente se había acercado un guardia, requiriendo al agresor para que lo acompañara a la Delegación. Hablaron un momento y, al parecer con el acuerdo del policía, Floranes volvió a subir a su carruaje y bajó hasta la Castellana. Otros que estaban más cerca dijeron escuchar el breve diálogo con el guardia, en unos términos como los siguientes: - Soy D. Carlos Floranes, persona muy conocida en Madrid –afirmó dándole su tarjeta. Ante la insistencia del guardia en que lo acompañara, añadió: - Usted me conoce mucho, no puedo dejar a solas a mi mujer y a mi sobrina, voy a acompañarlas a casa y le doy mi palabra de que antes de una hora me presentaré en el Juzgado. Carlos Floranes El policía, efectivamente, conocía de sobra al agresor, como todo madrileño que se paseara por la Castellana en una tarde de domingo. Creyéndole persona influyente y poderosa, se sintió lo suficientemente confuso como para dejarlo marchar. Después se dijo que el carruaje había pasado a toda velocidad por la calle del General Castaños, cruzando frente al mismo Juzgado,para desembocar en la calle del Barquillo y Alcalá, en cuyo número 4 tenía su domicilio. Entretanto, el herido, en estado agónico y sin poder declarar nada, era conducido por aquel mismo guardia y otro compañero en un carruaje hasta la Casa de Socorro. Allí los médicos le apreciaron una herida penetrante encima de la ceja izquierda. Dada su extrema gravedad no se atrevieron a hacerle más que una cura superficial trasladándolo hasta el Hospital de la Princesa donde, al cabo de pocas horas, falleció. Registradas sus ropas por un alguacil es cuando se supo su identidad y su condición de farmacéutico militar. Era natural de Tortosa (Tarragona) y tenía 44 años. En el momento de su muerte, ya de noche, Floranes aún no se había presentado en el Juzgado, como había prometido. Sin embargo, su domicilio era bien conocido de todos por lo que el juez de guardia envió al delegado de vigilancia, señor Rivas, a su casa. Allí encontró que Floranes se encontraba con avanzados preparativos de viaje, posiblemente para tomar la línea del Norte esa misma noche. Rivas lo tranquilizó afirmando que la herida, afortunadamente, no era grave y que le sería más conveniente presentarse voluntariamente en el Juzgado para aclarar lo sucedido. Eso hizo que Floranes cambiara de parecer y lo acompañara hasta el Juzgado, donde llegó a la una y cuarto de la madrugada, momento en que fue informado de la muerte de Carlos Sáenz. Las tres declaraciones de Floranes En primer lugar, Carlos Floranes se disculpó ante el juez por su tardanza en acudir al Juzgado. Según dijo, se había entretenido despidiéndose de su familia por si el caso, Dios no lo quisiera, desembocara en su alejamiento de la misma. Finalmente pasó a describir lo sucedido: - Hacia las seis de la tarde, subía hacia el Paseo de la Castellana en un coche con mi señora y una sobrina. Antes de llegar al palacio de Indo, nos alcanzó un sujeto desconocido que venía detrás y me amenazó con la mano, haciendo como que me iba a pegar. - Avisé entonces al cochero –continuó- para que aflojara el paso del carruaje y ver quién era, puesto que no conocía al sujeto. Cuando estaba a unos quince o veinte metros empezó a decirme que era un canalla, un pillo y un sinvergüenza, y que hacía mucho tiempo que tenía ganas de cortarme el cuello. “Sal del paseo” añadió, “y verás cómo lo hago”. - Entonces bajé del coche y le pregunté los motivos para tratarme así y me contestó que sólo tenía el capricho de degollarme. Principió entonces a pegarme con un bastón que tenía, en cuyo momento yo saqué el revólver que tenía, a ver si lo contenía, y en lugar de conseguirlo vi que sacaba una navaja y se fue sobre mí. Le grité varias veces “¡Párese usted que le mato!” pero como él seguía avanzando hacia mí, disparé. No sé dónde le di pero vi que caía al suelo. - ¿Ese sujeto parecía loco o borracho? - No me lo pareció, no. - ¿Dónde está el revólver? - Mi señora lo arrojó, no sé dónde, no se lo puedo dar pero era pequeño, de bolsillo, sistema Smith, calibre 7. Desde el Juzgado fue trasladado a la cárcel sin aparente abatimiento de espíritu, creyendo aún que el caso habría de resolverse a su favor en poco tiempo. Mientras uno de los empleados lo medía, dijo: - Quiero la mejor celda de la cárcel, cueste lo que cueste. - En la cárcel no hay más celdas de distinción que las de pago. Las demás son todas iguales. - Pues bueno, una de esas. Según reflejaron los periódicos al día siguiente, no solo recibió la visita de sus familiares sino que fueron numerosos amigos los que pasaron por allí para darle ánimos que, al parecer, no eran necesarios. El tratamiento que se le había dado, con un guardia permitiéndole irse de la escena del crimen, una celda de pago y no estando incomunicado, como era lo habitual, fue comentado y censurado por el pueblo de Madrid. La Justicia podía ser igual para todos, pero el tratamiento que recibía un homicida no era el mismo, dependiendo de quién fueras. La segunda vez que declaró, esta vez ante el juez instructor, no modificó en sustancia su primera manifestación, si bien entró en mayores detalles. - Cuando me dirigió los insultos a que hice referencia en mi declaración anterior, mandé detener el coche a pesar de que mi esposa me agarraba del brazo y a grandes voces me decía que no bajara a enfrentarme con él. Pero así lo hice y le pregunté a ese sujeto en tono sereno qué motivos tenía para ofenderme de esa manera, cuando ni siquiera le conocía de vista. Entonces me cogió del brazo y me dijo que quería cortarme el cuello, mientras me arrastraba hasta la acera. - Yo le contesté que su actitud no era propia de caballeros y que no me iba a pegar con él como unos cualesquiera, que le daría mi tarjeta y podríamos entendernos. “La tarjeta que le voy a dar a usted es ésta” replicó y me dio dos bastonazos en la espalda y otro en el brazo izquierdo, con lo que el bastón se rompió. Lo tiró al suelo y, metiendo la mano derecha en el bolsillo, sacó una navaja estrecha y larga, con las cachas negras y conteras doradas, de esas que llaman de Albacete. Cuando la abrió nos encontrábamos junto a unas vallas y a unos cuatro metros de distancia. - Al ver aquello fue cuando saqué el revólver del bolsillo derecho y le grité: “¡Tente o te mato!”. Como me acometió disparé, sin intención de causarle tanto daño como se produjo, apuntándole al cuerpo. Ahora justificó la tardanza en acudir al Juzgado aduciendo que, al llegar a la calle del Almirante, se acordó de un amigo íntimo que allí vive, que no quería mencionar dada su alta posición, se detuvo y fue a verlo, para que le aconsejase, mientras su familia continuaba en el carruaje hasta su domicilio. El amigo le indicó que se presentase en el Juzgado de guardia cuanto antes, que debía haberlo hecho directamente desde la Castellana, por lo que tomó otro coche y regresó a su domicilio, a fin de dejar el reloj y sus llaves. Finalmente, no conseguía recordar qué hizo con el revólver, si lo tiró en el lugar de la agresión o lo llevó hasta el carruaje o qué hizo con él. Aún dio una tercera versión de lo sucedido inmediatamente después del homicidio para justificar la tardanza en acudir al Juzgado. - Después de ocurrir el hecho de autos y cuando me dirigía en el carruaje para presentarme en la delegación, sentí tal ofuscación y vergüenza en verme preso, cosa que nunca me había sucedido, que tomé un coche de punto que por allí pasaba y sin pensar más que en apartarme del lugar del suceso, le mandé que me llevara al puente de Segovia donde me apeé, andando luego hasta la pradera de San Isidro y el puente de Toledo, terminando en Chamberí. - Después de vagar por otros sitios, excitado por lo que había pasado y ya cansado, al llegar a la esquina del café de San Andrés, tomé otro coche de punto y con él fui hasta el Juzgado de guardia, donde llegué cerca de las doce de la noche, sin que en todo ese tiempo encontrase ni hablase con persona alguna, ni estuviera tampoco en mi domicilio. Sorprendente declaración, habida cuenta de que nadie había desmentido la noticia de que el señor Rivas lo encontrara precisamente en su casa, dispuesto a poner tierra de por medio. ¿Fue un infundio del periódico que mostró la noticia? No es descartable, habida cuenta la falta de rigor que existía por entonces en los diarios, los rumores del pueblo que se daban por buenos sin comprobación alguna y cierta tendencia populista de algunos periódicos que criticaban acerbamente las costumbres de los señoritos de clase alta, los burgueses que se permitían un gran tren de vida frente a la miseria de una parte importante de la población madrileña. De hecho, la intervención del señor Rivas aparecía en el mismo diario que mencionaba la actitud altiva del detenido al ser ingresado en prisión. Vistas las declaraciones sucesivas de Floranes y dejando a un lado sus incoherencias con lo que hubiera hecho después, algo por lo demás secundario respecto al crimen en sí, ¿estaba describiendo adecuadamente lo sucedido? La primera duda del juez atañía a un punto fundamental: las armas esgrimidas por Carlos Sáenz de Ledesma. La navaja que tan detalladamente había descrito Floranes en su segunda declaración, no aparecía por ninguna parte ni había testigo alguno que lo viera esgrimiéndola. De hecho, todos manifestaban que la víctima quedó tendida en el suelo con el bastón (que no se había roto) agarrado en su mano derecha y una boquilla negra de puro en su mano izquierda. ¿Se podía confundir esta boquilla con una navaja albaceteña? Parecía inverosímil. Por otro lado, y ello planteaba nuevas incógnitas sobre la víctima, en su ropa, además de su identificación, se encontraron una pipa en su estuche, un cortaplumas que permaneció en su bolsillo durante la agresión, 29 pesetas en plata y, lo que era más sorprendente: 4.854 pesetas en billetes y un recibo de entrega en el Banco de España de 50.000 pesetas. Carlos Sáenz era un hombre adinerado que caminaba por aquella calle con una gran cantidad de dinero. No parecía, pues, arruinado ni desesperado como para increpar a Floranes por algún negocio que hubiera salido mal, al menos podía descartarse que aquello le sumiera en la pobreza, de haber sucedido. Finalmente y pese a la resistencia familiar, el Juzgado pudo hacerse con el revólver de Floranes. Inicialmente dijo que se lo había entregado a su mujer, que esta lo había arrojado no se sabía dónde. Luego no quiso responsabilizarla y afirmó que no recordaba dónde lo había abandonado. Finalmente, un alguacil se presentó en casa de Floranes y su mujer reconoció a regañadientes que el arma la tenía ella, así que la entregó diciendo: “Ahí tiene usted el arma desgraciada”. Solamente faltaba una bala. La versión del agresor volvió a tropezar después, cuando fue examinado por los médicos a su llegada a prisión. Los señores Adriano Alonso Martínez y Gabino Samaniego siguieron las indicaciones del señor Valle, el juez instructor, y determinaron que la pequeña herida superficial que presentaba el brazo de Floranes no provenía de un bastonazo. Si a alguien le dan tres bastonazos hasta el extremo de partir dicho bastón (cosa que no era cierta, por encontrarse entero), hubiera tenido señales que realmente no presentaba. De manera que empezaban a presentarse las primeras dudas sobre la descripción de lo sucedido. El juez comenzaba a dudar de la existencia de los bastonazos recibidos por Floranes, le parecía sospechosa la reticencia a entregar el arma del crimen, la tardanza en acudir al Juzgado y, sobre todo, si no constaba que el agredido esgrimiera una navaja ¿por qué había disparado el agresor? ¿Era un caso de legítima defensa o un homicidio sobre un hombre que podría haber proferido insultos y amenazas pero que no constaba que hubiera intentado agredir a Floranes? ¿Quiénes eran Sáenz y Floranes? Uno de los aspectos más extraños de este caso es que no se pudo averiguar cuál había sido la relación concreta entre los dos implicados. Si, como se afirmó, e incluso la autopsia ratificó, Carlos Sáenz no había bebido ni podía considerarse loco en modo alguno ¿qué causó el que empezara a amenazar e insultar a Carlos Floranes? Porque este, paseando en carruaje con su familia, difícilmente iba a mandar detener el vehículo si no hubiera habido una provocación previa. ¿Se conocían o no? Si uno recibe insultos cuando pasa en las condiciones comentadas ¿es lógico que se detenga a enfrentarse con una persona a la que dice desconocer? Es posible, dependiendo de la actitud de Floranes, pero resulta extraño cuanto menos, máxime si tu mujer te agarra del brazo para evitar el encuentro. Curiosamente, el móvil de las amenazas, el valor que diera el agresor a las mismas, los antecedentes del caso para que se llegara a tal extremo, no parecieron interesar a los letrados durante el juicio, cuando quizá fuera un aspecto fundamental que permitiera comprender el enfrentamiento. De manera que solo podemos hacer hipótesis más o menos verosímiles atendiendo a los antecedentes de ambos y a los rumores que circularon aquellos días por Madrid. También resulta excepcional que se expusiera durante el juicio mucho más de la vida de la víctima que del procesado por su crimen. Habitualmente, la situación era la contraria y la fiscalía buscaba en el pasado o las circunstancias del acusado aquellos aspectos que pudieran servir de agravantes a su acción. Buscar dichos antecedentes en Carlos Sáenz por parte del defensor, parecía denotar un mayor interés en criticar su figura y justificar de paso la agresión cometida. Lo primero que se supo es que Carlos Sáenz de Ledesma nació en Tortosa en el año de 1853. Contaba en el momento de su muerte 44 años. Mostraba ser un individuo alto y fuerte, algo que debía hacerle parecer más amenazante si cabe. Su padre, Modesto Sáenz, había sido farmacéutico mayor de Sanidad militar, lo que condujo a que su hijo hiciera sus mismos estudios, que concluyó a los 19 años. Al siguiente ingresó en el cuerpo de Sanidad militar, obteniendo la licencia absoluta seis años después. Aquí tenemos que hacer un alto para mencionar su carrera militar, que tuvo sus sobresaltos, como señaló el defensor de Floranes. En 1873 fue nombrado farmacéutico segundo del Hospital de Melilla para pasar al año siguiente al Hospital de Cádiz. Allí no le fue muy bien, puesto que solo tres meses después de su incorporación mostró actos de insubordinación frente a su jefe que le supusieron cuatro meses de arresto en el castillo de Galera, en Cartagena. En 1876, tras un período de reemplazo, se le asignó un puesto en el Hospital de San Sebastián donde solo pudo pasar un año hasta que llegó su destino para la isla de Cuba, donde se incorporó en 1877. Allí volvió a repetir a principios de 1878 los actos de insubordinación contra el director del Hospital militar de Gibara, procediéndose a su arresto durante seis meses, al final de los cuales fue despedido del servicio. Se puede concluir pues que, en su juventud (hablamos desde los 20 a los 25 años), debió tener un carácter nada obediente a los mandos, algo rebelde, dispuesto a enfrentarse a sus superiores sin medir las consecuencias. En todo caso, su muerte sucedió veinte años después, cuando tal vez el ardor de la juventud se había moderado. Según informó su hermano Fabián (protagonista desgraciado del suceso que trataremos más tarde), la posición de Carlos era desahogada económicamente. Había recibido como herencia de su padre, al igual que su hermano y hermana, 40.000 duros de capital, con los que puso una farmacia en la calle de Vergara, que le permitía vivir con comodidad. Su forma de vida no podía ser más austera. Al llegar a Madrid ingresó en un círculo aristocrático del que se dio de baja en cuanto supo que allí se jugaba. Esta información dada por su hermano era algo interesada y pretendía desmentir algunos rumores que relacionaban a Carlos Sáenz con su asistencia asidua al Veloz Club y al Casino de Madrid, donde jugaría fuertes sumas. Fabián Sáenz, en cambio, afirmaba que solo frecuentaba el círculo de la Unión Mercantil. No habiéndose casado, paseaba cada tarde por la Castellana, donde se dirigía esa tarde aciaga, terminando en el café Guernikaco, si bien también frecuentaba el café Oriental, desde donde marchaba a hora temprana hasta su fonda para pasar la noche. “Era un hombre tan serio y tan comedido en todo” continuaba afirmando su hermano, “que vivía de la mitad de sus rentas, no necesitando pedir dinero a nadie”, dicho esto por la fama de prestamista que tenía Carlos Floranes. Sobre la considerable cantidad de dinero que obraba en su poder al fallecer, Fabián Sáenz podía comentar el origen del mismo, pero sentía una gran extrañeza de que fuera con todo ello encima. Así, el resguardo del Banco de España no era suyo sino de su cuñado el señor Bustelo, marido de su hermana. Éste poseía un resguardo provisional sobre un depósito en el banco por esa cantidad. Teniendo que viajar urgentemente al Escorial, donde tenía su domicilio habitual, delegó en Carlos Sáenz el canje del resguardo provisional por otro definitivo. Respecto al dinero en efectivo, era una cantidad elevada que podía hacer pensar en un pago inminente que tuviera que hacer, pero ello no quedó claro y su hermano no supo dar una explicación. Así pues, no había préstamo posible, según su hermano, tampoco poesía ninguna finca propia que pudiera haber hipotecado, negocio al que también se dedicaba Floranes, como lo demostraba el hecho de que Sáenz residiera en una fonda durante su estancia en Madrid. De manera, concluyó la rumorología de los cafés, es que la única relación que podría existir entre ellos es la existencia de un préstamo a interés usurario que la víctima hubiera tenido que pedir para cubrir deudas de juego, aunque su hermano lo negara. Frente a él estaba Carlos Floranes, “mezcla extraña de gitano y gran señor” se decía de él, “pequeño de cuerpo, guiando caballos briosos por los paseos de la corte, y apartando con la fusta y su aire socarrón, al impertinente que osaba ponerse delante”. Había venido a Madrid desde Sevilla, donde también resultaba una persona bien relacionada. Era tío del diputado en el Congreso Manuel Fernández Floranes y conocido desde su juventud por su afición a la equitación, llegando a ostentar el cargo de caballerizo honorario desde que figuró como caballero en plaza en las fiestas reales de 1879. Aunque sus actividades comerciales eran bastante opacas, se sabía que se dedicaba a la compra y venta de caballos de raza, negocio saneado en el Madrid de entonces, donde figuraban tantos carruajes y crecientes deseos de ostentación de sus propietarios. Además le proporcionaba pingües beneficios ejercer el préstamo y cubrir hipotecas que, en caso de no poder ser saldadas, originaban la adquisición y venta de inmuebles. Así, resultó algo escandaloso el caso sucedido tiempo después, cuando se declaró insolvente para satisfacer la indemnización a que fue condenado. Se supo entonces que se había convocado la subasta de una casa de la calle Huertas, tasada en 87.450 pesetas, fruto de un embargo por un préstamo impagado del propietario original. Con esa cantidad Floranes se cobraba el crédito, sus intereses y las costas del proceso. Se pensaba que era un anciano octogenario bien tratado con afeites y untos, pero lo cierto es que, nacido en 1831, contaba 68 años en el momento del homicidio. Que tenía arrestos suficientes para enfrentarse físicamente a otro hombre era evidente, siquiera por el conflicto suscitado un mes antes con un tal Pedro Serra en la Castellana. Entre este, secretario de un político, y él, había mediado un negocio algo turbio, que había terminado con Floranes dando un fustazo a su oponente. Ello había estado a punto de suscitar un lance de honor aunque finalmente los padrinos mediaron para que no se llegara a tal extremo. En todo caso, días después un guardia de seguridad escuchó a Floranes en los jardines del Retiro, exclamar a un amigo: “A ese hombre lo mato yo, aunque sea en la Castellana”. ¿Era por ello que portaba un revólver en el bolsillo del gabán? Se dijo también que había tenido que huir de Sevilla porque allí había matado a un tal Pedro Lafuente, pero este hecho fue desmentido radicalmente por el interesado, que afirmó ni siquiera conocía a dicha persona. Claro que también sostenía que no conocía a Carlos Sáenz de Ledesma, algo dudoso en la situación que se planteó entre ellos aquella tarde fatídica. Como el fiscal no vio necesario comprobar ese rumor ni la negativa de Floranes, nos quedamos sin saber qué hubo de cierto en él. Lo que parece claro es que este hombre tenía un carácter orgulloso, desafiante, a pesar de su edad, y que se dedicaba a negocios de los que requieren poca publicidad. Los préstamos que proporcionaba para hipotecas u otras necesidades traían incorporados unos intereses elevados que podían conducir a requerimientos insistentes y amenazas de expropiación de bienes y casas. Si además el interés se acercaba a la usura, no es extraño que el prestatario de alguna crecida cantidad sintiera un odio creciente hacia una persona que, dado su carácter, no se avenía a aplazamientos ni componendas en los pagos. ¿Fue éste el problema que los enfrentó en la calle de Jenner? Es muy posible. ¿Hubo exigencias a Carlos Sáenz de que abonara la cantidad prestada con sus intereses a fecha fija con la amenaza de cárcel incluso? Es probable. Desde luego, el rumor del pueblo de que este se entregaba al juego e incurría en deudas considerables podría estar en la base de lo sucedido. Los testigos hablan ¿Hubo insultos y amenazas previos? ¿Carlos Sáenz golpeó con diversos bastonazos a Floranes? ¿Se vio este obligado a disparar ante la agresividad de su oponente? ¿Realmente le advirtió de que podía matarlo si disparaba? Algunas contradicciones, como manifestar la rotura de un bastón que se encontró intacto, denunciar golpes de los que no quedó ninguna señal o la actitud de ocultamiento mostrada con el arma empleada, ponía en cuestión la versión del agresor. Se hacía necesaria la existencia de unos testigos, a ser posible imparciales, que hubieran contemplado la escena. Los más cercanos pero también interesados debían ser Catalina Martín, la mujer de Floranes, y su sobrina Elena Calderón, una niña de trece años, que viajaban en el coche con él. Las dos coincidieron en sus declaraciones con su marido y tío, respectivamente, aunque extrañamente les faltó observar la escena culminante. Ambas hablaron ante el juez de la aparición de un hombre alto que empezó a amenazar e insultar a Floranes, que este mandó al cochero que se detuviera y se enfrentó al otro. Este le agarró del brazo y lo llevó un poco más lejos para darle de bastonazos, para sobresalto de ambas. Ninguna vio el momento en que se produjo el disparo. La mujer dijo que en ese momento pasaba un tranvía por delante y la sobrina comentó que, asustada, se tapó la cara con las manos sin llegar a ver nada más. Solo comentaron que Floranes había vuelto al carruaje afirmando que había tenido que defenderse. Luego se habían detenido en la calle de Almirante para que este bajara y no lo habían vuelto a ver hasta el día siguiente en la cárcel. Evidentemente y asesoradas por su amigo abogado, tuvieron tiempo suficiente para coordinar sus declaraciones a fin de que estuvieran conformes con las de Floranes, de modo que el valor de sus afirmaciones era muy relativo. Resultaban más fiables los comentarios hechos por el cochero y el lacayo que acompañaban a sus amos en el Victoria en que viajaban, sobre todo teniendo en cuenta que el día 8 de junio de 1899, cuando comenzó el juicio, ninguno de los dos trabajaba ya para la familia. Sin embargo, entre los trabajadores madrileños de origen humilde, como era el caso, existía un deseo constante de no comprometerse demasiado en lo que se declaraba. De la policía nunca se podía esperar nada bueno. En caso de que resultaras un testigo importante no era extraño que terminaras con tus huesos en un calabozo durante un tiempo indefinido, de manera que lo mejor era andarse con ambigüedades y ante todo, no entrar en graves contradicciones que le permitieran suponer al juez que estabas ocultando algo. De manera que sí, el cochero Ángel Pérez y el lacayo Casimiro González, habían observado a ese hombre alto y fuerte que le había dicho algo a su amo. El primero no escuchó insultos pero sí amenazas, en el sentido de que Carlos Sáenz preguntara a Floranes por qué le miraba con tanta insistencia desde hacía días y que le iba a matar. El segundo solo afirmó que le había dicho que “se bajara un momento porque tenía que decirle una palabra”. El cochero se alarmó cuando vio que aquel hombre cogía del brazo a su amo apartándolo a la acera, de manera que le ordenó al lacayo que los siguiera, por si había problemas. Con el aturdimiento, manifestó el cochero, sí había contemplado los bastonazos pero no vio arma alguna en ninguno de los dos hasta asistir al disparo. Al parecer, ningún tranvía le ocultó la vista de lo que sucedía. El lacayo, por su parte, se mostró muy dubitativo, afirmando también la existencia de bastonazos pero asimismo el hecho de que Carlos Sáenz esgrimiera una navaja, algo que rectificó en una declaración posterior ante el juez instructor, matizando que observó algo “parecido” a una navaja en la mano izquierda del fallecido. Por último, se presentaron en el juicio varios guardias municipales, los primeros en acudir al lugar del suceso, mandando bajar de su carruaje a Carlos Floranes. Sin embargo, llegó el vigilante de seguridad Francisco Díaz, que dijo conocer al agresor desde hacía años, y les dijo que lo soltaran porque a él le había dado su palabra de honor de presentarse en la Delegación. De manera que lo dejaron marchar sin siquiera confiscarle el arma del crimen. Una actitud tal de este vigilante, que le supuso su apartamiento del cuerpo, dio en sospechar que pudiera deber su puesto a una recomendación del mismo Floranes, algo que tuvo que desmentir en el juicio a preguntas del fiscal. Afirmó entonces que había hecho la campaña de África y durante un tiempo, en la del Norte, fruto de lo cual tenía varias cruces al mérito militar. Era cierto que conocía a Floranes e incluso lo había saludado unos minutos antes cuando lo vio pasar en el coche, pero que debía su puesto a un concejal muy conocido en Madrid, que lo había recomendado al gobernador civil. En todo caso, ninguno de los guardias había estado presente durante la agresión y el posterior disparo. La versión de los letrados El fiscal, en su petición de pena, no quiso entrar en hipótesis y pormenores. Describía los hechos escuetamente: hubo un encuentro por motivos que se ignoraban, los dos tuvieron una cuestión y finalmente, el procesado sacó un revólver con el que disparó un tiro que causó la muerte a su víctima. Su acción constituía un homicidio, tal como se especificaba en el artículo 419 del Código Penal, sin circunstancias ni agravantes ni atenuantes. En ningún momento mencionaba bastonazo alguno ni amenaza inminente contra Carlos Floranes que, tal como se expusieron los hechos, se interpretaba que había disparado pero no en defensa propia. Por ello, pedía una pena de catorce años de prisión, además de una indemnización de 5.000 pesetas a los herederos de su víctima. La acusación privada, patrocinada por la hermana del fallecido, había tenido que pasar de manos de don Eduardo Dato, indispuesto, a la del señor García Prieto. Este señaló que el fallecido tenía, en el momento del disparo, las dos manos ocupadas, una por un fino bastón y la otra por una boquilla de cigarro, por lo que difícilmente podía estar luchando con Floranes. Por ello no consideraba en principio el homicidio, es decir el que mata a un hombre en lucha con él, sino asesinato como el que hiere a una persona indefensa. De manera que pedía cadena perpetua para el procesado. Es de señalar que esta petición se modificó al final del juicio, sumándose a la calificación de homicidio que había hecho el fiscal. Esto produjo muy mala impresión sobre la competencia del letrado, por cuanto durante el juicio no hubo sorpresa alguna y los declarantes se mantuvieron en la misma actitud que durante la instrucción sumarial. El defensor señor Díaz Cobeña pidió la absolución de su defendido porque, efectivamente, existía un homicidio pero era de aplicar la circunstancia 4ª del artículo 8 del Código Penal en cuanto a eximentes de su acción, sea porque Floranes había sufrido una agresión ilegítima, existía una falta de provocación por parte de su defendido y se constataba una necesidad racional del medio empleado para impedir la agresión de que era objeto. En suma, que había actuado en legítima defensa. Su interpretación de los hechos se ajustaba por completo a la declaración de Floranes: “El desconocido, que resultó luego que lo era el señor Sáenz de Ledesma, hombre de carácter tan violento, irascible y agresivo, que durante el tiempo que sirvió agregado al Ejército como farmacéutico militar, fue sumariado varias veces por insubordinación y ataques de obra a sus jefes, y después separado del servicio, habiendo sufrido dos penas de arresto, en vez de explicarse con las prudentes observaciones de Floranes, siguió injuriando a éste groseramente, llegando su cólera hasta el extremo de golpear varias veces al procesado con un bastón en la esquina de la calle de Jenner, y sacando del bolsillo un objeto, que Floranes cree que era un puñal con mango negro, hizo ademán de acometerle”. Vino entonces a argüir unas razones que se escuchaban por primera vez en un tribunal para justificar un homicidio: “Persuadido Floranes de que por su avanzada edad y los graves achaques que de antiguo venían minando su naturaleza, no habían de ser bastantes sus solas fuerzas físicas a rechazar el ataque de un hombre que se encontraba en la plenitud de la edad y en estado de gran robustez; dominado por el temor natural de ser víctima de una agresión a la que no había dado el más mínimo pretexto…, tuvo la desdichada idea de sacar para repelerla un pequeño revólver…”. En los tribunales era un conocido argumento de la defensa de un acusado de homicidio el apelar a la legítima defensa ante una supuesta agresión, pero nunca se había aducido la diferencia de constitución y edad como justificante para la misma. En su declaración ante el tribunal, Floranes siguió insistiendo en la idea de haber sido amenazado por aquel desconocido con que le iba a cortar el cuello. Lo cierto es que ninguno de los testigos afirmó haber escuchado tal amenaza y, si tal hubiera habido, se entendía menos que, acompañado por su mujer y su sobrina, Floranes decidiera detener el coche y enfrentarse a aquel sujeto que lo llenaba de improperios. El error del declarante fue insistir en la idea de que Sáenz de Ledesma había esgrimido una navaja para agredirlo. Incluso especificó ante el fiscal que: - El señor Sáenz de Ledesma ¿se valió de las dos manos para abrir la navaja? - Creo que sí, como se abren las navajas. Y no llevaba el bastón en la mano derecha sino en la izquierda. La negativa a reconsiderar su declaración inicial, como había hecho el mismo lacayo respecto a una navaja inexistente, causó muy mala impresión entre el público y, por ende, respecto a los miembros del jurado. Su declaración fue hecha con un tono algo prepotente, incluso chulesco, sin reconocer lo que ya era un hecho evidente: que no se había encontrado arma alguna en posesión de la víctima. Ni siquiera admitió haber sido objeto de un engaño visual. Por otra parte, insistió en el argumento de su defensa: “Lamento mucho lo ocurrido. Si hubiera tenido veinte años menos para defenderme, no le hubiera matado”. El acusador privado entró en más detalles en su interrogatorio, no sin que antes se comentara animadamente un peculiar incidente. Se presentó ante el tribunal un individuo de parte de la embajada china pidiendo presenciar el debate. Como temía que entre el público alguien pudiera tirarle de la coleta, solicitaba un puesto de preferencia. Como informaron al presidente que era un abogado muy conocido en su país con curiosidad por conocer la acción de los tribunales españoles, lo hizo sentar detrás de los periodistas y el juicio pudo proseguir: - ¿Qué enfermedad padece usted? –preguntó el acusador. - Reúma articular inflamatorio, que lo padezco desde el año 1882, y me tiene casi impedido. Si llevo el revólver es para defenderme, porque estoy muy mal de salud y apenas puedo valerme. - ¿Recuerda usted si cuando sacó usted el revólver fue cuando le pegaba a usted con el bastón? - No, señor; fue en el momento de abrir él o sacar la navaja. - ¿Navaja? - Tengo conciencia de que era una navaja –admitió. El acusador indicó entonces la contradicción que suponía la declaración del procesado por cuanto en la instrucción sumarial declaró haber empleado el revólver al recibir los bastonazos. - Lo cierto es lo que digo ahora –respondió Floranes-. Cuando me llevaron al Juzgado de guardia, no sabía lo que me decía, y lo mismo pude decir una cosa que otra. - Dijo usted también y consta en el sumario, que el bastón de Ledesma se había roto por los golpes pero ahora sostiene que no sabe si se rompió o no. - Pero señor, yo no puedo contestar ahora como si estuviera viendo la cosa sentado en un sillón; allí me volvían loco a golpes y ya no me acuerdo. Durante un momento, el letrado tocó un punto que ni el fiscal ni el defensor habían mencionado. Fue el único momento en que alguien inquirió sobre el móvil de la mala relación entre los dos hombres. - ¿Se dedicaba usted a la compra y venta de carruajes y caballos? Sí, señor. ¿Se dedicaba usted a prestar dinero? A facilitarlo si alguien me lo pedía. ¿Facilitaba el que se prestara al 60 por ciento? No, señor. ¿No tenía el procesado hipotecada una casa, en la calle de las Huertas, al 60 por ciento? - No, señor, al 12, y estaba el Banco de España enfrente, conque ya ve usted… (Risas del público). - ¿Estuvo usted al frente de una casa de juego en la calle de la Montera? En ese momento Floranes protestó por la pregunta y el presidente del tribunal le dio la razón, considerando la pregunta impertinente y que no tenía nada que ver con el hecho ocurrido. Su intervención causó un número crecido de murmullos entre el público, consciente del rumor insistente de una deuda de juego y un préstamo subsiguiente como causa del enfrentamiento. El jurado tardó en dar su veredicto, lo que indicaba alguna encendida discusión entre sus miembros. No obstante, la decisión final estuvo en la línea defendida por el fiscal. Lo sucedido constituía un homicidio del que era culpable Floranes, sin que se considerara probada la existencia de una agresión por parte de la víctima, desde luego sin uso de navaja alguna con la que pudiera herir gravemente al encausado. El empleo del revólver para responder a un bastonazo no se consideraba justificado ni proporcional, si bien se consideraba que el agresor no había provocado el encuentro ni el enfrentamiento. De esa forma, el jurado estaba conforme con la petición fiscal de catorce años y ocho meses de reclusión, además de 5.000 pesetas de indemnización a los familiares del fallecido ante las cuales Floranes se declaraba insolvente. Desde su inmediato ingreso en prisión hubo rumores de que, siendo persona influyente y conocida, obtendría algún tipo de indulto o remisión de pena en un plazo más o menos breve. Así, algo menos de un año después, el 4 de agosto de 1900, saltó la noticia, luego desmentida, de que el Consejo de ministros le había conmutado la pena restante en prisión por la de destierro de la corte. Es cierto que el expediente fue tramitado por el ministerio de Gracia y Justicia pero finalmente no obtuvo el refrendo del gobierno. El rumor volvió a la actualidad en julio de 1901, a raíz de la muerte de la mujer de Floranes, pero tampoco se concretó. El 7 de octubre de 1902 ya no hubo lugar a más especulaciones puesto que el reo, de 72 años por entonces, vio agravada su salud para fallecer en el penal de San Agustín de Valencia. Su cadáver fue trasladado a Madrid para proceder a su entierro. Pese a ser insolvente, dejaba un capital de 16.000 duros a sus herederos. Una terrible coincidencia Era el jueves 29 de septiembre de 1898, sobre las once de la noche, una hora en que había una gran animación en la calle de Alcalá, muy cerca de la Puerta del Sol. La gente entraba o salía de los teatros, de los cafés o los círculos que allí se encontraban. Madrid era por entonces una ciudad noctámbula en que apenas se hacía el silencio cada noche. De repente, sonó una detonación junto al Veloz Club que atrajo la atención de todos los que por allí se encontraban. Muchos vecinos se asomaron a los balcones, los que se encontraban en los cafés salieron a enterarse de qué había pasado. El tumulto fue tal que los coches y tranvías que pasaban tuvieron que detenerse. La noticia corrió de forma inmediata entre las cien o ciento cincuenta personas que se preguntaban detalles de lo sucedido: un homicidio. Según los primeros testigos, las personas implicadas eran bien conocidas: Julio Fernández y Fabián Sáenz de Ledesma. Venían discutiendo desde el café de Fornos, comentaron. Al llegar a las puertas del Veloz Club, el enfrentamiento se había hecho más violento y el primero, sacando un revólver, había disparado contra el segundo a quemarropa. La víctima entró en el vestíbulo del club tambaleándose y gritando: “¡Me ha matado! ¡Me ha matado ese infame!”, hasta desplomarse. El agresor intentó escapar por la cercana calle de Sevilla pero, al verse cercado por muchas personas que enarbolaban sus bastones llamándole asesino (uno incluso quiso intervenir con un estoque), arrojó el arma en la esquina de la Equitativa y alzó los brazos en señal de entrega. Afortunadamente para él, la llegada inmediata de dos guardias contuvo los ardores de la multitud. Agarrándolo de los brazos, se lo llevaron a pie hasta la delegación del distrito de Buenavista, seguidos en todo momento por un grupo numeroso de personas que lo increpaban. Mientras tanto, los miembros del Veloz Club atendían al herido. Para ellos Fabián Sáenz era bien conocido por pertenecer al mismo, participando con asiduidad en sus reuniones y juegos, tanto legales como ilegales. Se le trasladó a la Casa de Socorro del mismo distrito donde, a su llegada, se le colocó en una mesa de operaciones siendo reconocido por los médicos. Inicialmente se encontraba sin sentido pero, gracias a una pócima que le dieron, recobró el sentido y pudo contestar a las preguntas que se le hacían hasta el extremo, como veremos más tarde, de declarar ante el juez de guardia señor Valle. Entre tanto, en la puerta del centro asistencial se fue acumulando un gran número de personas, amigos suyos unos, curiosos la mayoría ante el revuelo causado. Entre todos ellos destacó la presencia de la amante del herido, Leoncia Bueno, protagonista en aquel drama, que vino a interesarse por su estado comentando: “¡Pobrecito! ¡Quiera Dios que viva!”. Como su estado parecía estable, el herido fue trasladado algunas horas después hasta su domicilio en la calle San Bartolomé número 4, primero. El médico declaró a los reporteros que allí se presentaron que Fabián Sáenz presentaba una herida de bala en la tetilla izquierda, además de otras en la mano derecha, con la que había intentado protegerse del disparo. “Su estado no es desesperado pero tampoco se puede asegurar que se salve”, afirmó. Sondear la herida era sumamente peligroso y solo podría realizarse si el herido se iba recuperando en los días siguientes. Sin embargo, su estado se fue agravando con las horas y apenas dos días después, Fabián Sáenz fallecía. Según la autopsia practicada posteriormente por los doctores Bueno y Alonso Martínez, la bala había atravesado el pulmón y la pleura, perforando el pericardio pero sin llegar a interesar directamente el corazón. “La herida era mortal de necesidad” declararon, “no comprendemos cómo ha podido vivir casi dos días después de recibirla”. El día 4 de octubre, cuando se cumplía justamente un mes de la muerte de su hermano Carlos, Fabián Sáenz de Ledesma fue enterrado en la Sacramental de San Justo. El duelo fue numeroso y estuvo presidido por Francisco Bustelo Sánchez, el cuñado del fallecido. Asunción, la hermana de este último, no estuvo, hondamente afectada por la muerte de sus dos hermanos en condiciones similares a lo largo del último mes. Para entonces los rumores corrían por Madrid. ¿Era una coincidencia la muerte de ambos hermanos, aparentemente indefensos, víctima de los disparos de Floranes el primero y Julio Fernández el segundo? ¿No estarían relacionados ambos crímenes? Este último vivía en la calle del Mesón de Paredes y se sabía que Floranes había estado deambulando precisamente por las inmediaciones tras cometer su crimen y antes de presentarse ante el Juzgado. ¿Coincidencia de nuevo? Por otro lado, Carlos Floranes era conocido en cuanto a organizador de timbas y Fabián Sáenz por participar en las mismas, de manera que entre ellos había una relación personal. Habiendo cometido el primero el crimen sobre el hermano de la nueva víctima, ¿encargó el asesinato de este para destacar su papel como jugador y echar una sombra de la misma afición sobre Carlos Sáenz? Parecía poco verosímil, pero los rumores y maledicencias volaban de un corrillo a otro. Todos destacaban que tanta casualidad, dos hermanos muertos en poco tiempo, de forma violenta y en circunstancias similares, no era posible, que había un mar de fondo que el juez instructor tendría que desvelar. Una historia de amor Detrás de algunos crímenes había entonces una historia de amor que se había desvanecido tiempo atrás. Fue el caso de Juana y Narciso, el segundo que tratamos, y también ahora. Era un amor que empezó siendo cómplice entre dos personas para continuar convertido en el amor de un hombre propietario de una mujer, que depositaba en ella, al parecer, su honor y su fama. Tampoco es tan diferente hoy en día, cuando escuchamos esos crímenes llamados “machistas” o de “violencia de género”. Los hombres mataban entonces y siguen matando hoy por razones parecidas: odio, venganza, codicia, amor frustrado, honor. Es diferente la sociedad y sus valores, la forma en que judicialmente se castigan estos crímenes, pero su fuente no ha cambiado tanto. En 1899, durante el juicio, había una gran expectación por escuchar el testimonio de Leoncia Bueno, incluso de verla, algo que el público en general no había podido llevar a cabo hasta entonces, dado que los periódicos apenas disponían de huecograbados e imágenes. El conocido Licenciado Vidriera, cronista judicial del Heraldo de Madrid, afirmaba: “Leoncia debe haber sido muy guapa. Se le conoce, sin embargo, en la cara, el peso de los treinta y tres años que tiene”. Todo ello nos puede dejar algo sorprendidos hoy en día, cuando consideramos que una mujer de esa edad es joven y físicamente está en lo mejor de su vida, pero los tiempos eran más duros para las mujeres por entonces, se encontraban más desgastadas por el maltrato de la vida y de sus parejas, tampoco existían tantos medios estéticos como ahora. Leoncia se expresó con gracia, naturalidad y sinceridad de tal manera que se ganó al público. Este era muy voluble. A fin de cuentas, un hombre había matado a otro por supuestas infidelidades de Leoncia. Podía haber pasado por considerarse una bruja, una mujer artera, astuta, infiel, que jugaba con dos barajas. Sin embargo, bastaba una buena presencia física, la narración de una historia de amor, para que el público, principalmente el femenino, suspirara y sintiera que aquella mujer era de las suyas, de las que se enamoran bien jóvenes, de las que sufren por su amor mientras su pareja la ignora, le pega y maltrata, hasta que finalmente encuentra a otro hombre del que se enamora y con el que principiar una nueva historia que tal vez termine siendo como la primera. “Cuadros de amor, espejismos de cariño, arrebatos de celos, fueron saliendo de sus labios con una facilidad encantadora para pintar sus relaciones con Fabián Sáenz de Ledesma”, dice un cronista subyugado por la gracia y la belleza de la testigo. No olvidemos este sentimiento generalizado cuando afirma después: “Con palabra sencilla y clara, pronta a la contestación y expresándose con gran naturalidad, conquistó por completo al público”. Y al jurado, habría que añadir, cuando escuchó: “Él era un muchacho y yo una chiquilla (16 años) cuando nos conocimos; dejó a sus padres para irse a vivir conmigo. De esto hace diecisiete años. Aquellos primeros años de nuestro amor yo tenía que trabajar muchas veces, unas cosiendo y otras planchando, para que tuviéramos qué comer. Después…, él heredó de sus padres y se puso a negociar en el juego. Día por día fuimos ganando comodidad y bienestar; me compraba vestidos lujosos, me regalaba alhajas magníficas, me llevaba a viajar; estuvimos en París, en Londres, en Italia…, en todas partes menos en Solares, adonde tenía que ir todos los años y no quería que yo le acompañase porque no me viese su hermana. Yo siempre le decía: ‘Tú no me debes querer todo lo que tú te figuras que me quieres, porque si me quisieras estarías siempre conmigo y me llevarías siempre contigo…’. Había que curarle la enfermedad nerviosa y biliosa que padecía, con corrientes eléctricas; y como no quería que nadie se las pusiese, tuve que aprender a hacerlo. También tuve que aprender el massage. Esta enfermedad le ponía de muy mal humor, y llegaba hasta amenazarme y pegarme no pocas veces. ‘¿Pero qué cariño es éste?’ le repetía yo; ‘si me quisieras no me pegarías’”. Esas preguntas nos las podríamos hacer hoy en día, se las podría plantear cualquier mujer maltratada: Si me quieres ¿por qué no me llevas contigo? ¿por qué me pegas y me maltratas? ¿qué clase de amor es el tuyo? El acusador, viendo el efecto que causaba Leoncia con sus palabras, quiso llevarla a una contradicción recordándole que había afirmado durante la instrucción que Fabián había sido bueno y se había portado bien con ella. La testigo no se inmutó respondiendo: “Es verdad que lo dije, pero me desdigo; porque entonces quería presentarle como bueno; pero cuando veo ahora que para que él sea bueno tengo que aparecer yo mala, tengo que decir la verdad”. La respuesta fue acogida con murmullos de admiración ante la forma tan brillante en la que se había zafado de las trampas que eran tan bien conocidas de los letrados, que comparaban constantemente las declaraciones del juicio con las del sumario. Por otro lado, revela que Leoncia cuidaba mucho la imagen que proporcionaba al público y todo su objetivo era dejar a un lado la de mujer infiel, mala y perversa, que lleva a un hombre a la locura de matar a otro. Su exposición fue corroborada enteramente por su hermana Polonia Bueno, portera de la casa número 46 de la calle de Toledo. Afirmó que el muerto tenía muy mal carácter y pegaba tanto a Leoncia que algunas veces fue esta a su casa con la cara negra. Luego mencionó un incidente que resultaba fundamental para entender lo sucedido. Había tenido que acoger a su hermana en la portería cuando Fabián Sáenz la echó de casa unos días antes del crimen. Al parecer, la mujer se había ido una noche a la verbena de la Paloma y Fabián, que le había prohibido salir, volvió inesperadamente y se encontró la puerta de la casa cerrada. Posteriormente, casi en vísperas de su muerte, el hombre llegó hasta la portería en coche y preguntó a Polonia dónde estaba el “chulo”. ¿Qué chulo? preguntó ella. “Pues a ese chulo y a tu hermana los voy a degollar” respondió Fabián antes de irse. El supuesto chulo era Julio Fernández, el acusado. Era un viejo conocido de la pareja porque vivía también en el mismo edificio desde años antes. Cuando se examina el sumario y las declaraciones hechas por ambos en el estrado, se percibe una tensión amorosa constante (sobre todo por parte de él) hacia Leoncia. Sin embargo, los dos representaron perfectamente su papel negando cualquier relación de ese tipo entre ellos. ¿Eran amantes o no? Para gran parte del público sí, muchos periódicos lo daban por supuesto, existían rumores de todo tipo que el fiscal planteó de inmediato en cuanto Julio Fernández subió al estrado: - ¿Cuándo conoció usted a Leoncia Bueno y a D. Fabián Sáenz de Ledesma? - Hace unos doce años. Viviendo en una casa de la calle Amparo; nos conocíamos pero no nos tratábamos. - ¿Leoncia fue a su casa de usted cuando tuvo usted una hermana enferma? - Sí, señor; volvimos a reanudar las amistades, que se habían interrumpido cuando mi madre y yo nos mudamos a la calle del Mesón de Paredes. - ¿Estuvo alguna vez en ella sola? - No, señor. - ¿La acompañaba usted por la calle? - No, señor. - ¿Ha dicho usted que es casado? - Sí, señor; pero estoy separado de mi mujer desde los once meses de casamiento. - ¿Por qué razón se separaron? - La encontré con otro. Las declaraciones de ambos estaban articuladas en un mismo sentido, buscaban causar una impresión coherente de la situación entre los tres protagonistas: había un hombre que golpeaba a la mujer, celoso hasta extremos amenazantes. Frente a él una mujer inocente que no le había sido infiel pero sufría las consecuencias del humor bilioso de su pareja. Para completar el triángulo, un hombre amenazado de muerte por el fallecido, que había sufrido el mismo mal de los celos y el engaño y no había matado a nadie por ello. Ignoramos si fueron declaraciones preparadas o que espontáneamente se conjuntaron para dar esa impresión en el público y, sobre todo, en el jurado, que habría de ser muy sensible a la misma. Los hechos concretos Con todas estas consideraciones sobre la imagen que cada uno de los tres protagonistas mostraba, no podemos olvidar que se estaba juzgando un crimen concreto, unos hechos de los que había testimonios múltiples, incluso de la víctima del mismo, que pudo declarar antes de morir. Vayamos a ello. Un mes antes del disparo Fabián Sáenz se encontraba en Solares haciendo una de sus curas. Entonces recibió un anónimo del que solo sabemos que le comunicaba que Leoncia “se la pegaba”. ¿Quién lo envió precipitando los acontecimientos? No se supo nunca. La acción era criminal porque casos hubo en que celos como los que se le despertaron a Fabián habían terminado en un crimen sobre la mujer. Fabián volvió inmediatamente a Madrid pero no quiso precipitarse, aún dubitativo sobre la fiabilidad de ese posible engaño. Se dirigió entonces al círculo La Fraternidad, del que era socio, y habló con un amigo con el que solía jugar de compañero. Entre lágrimas y declaraciones de amor hacia Leoncia, le comunicó el contenido del anónimo y le pidió que hiciera el favor de vigilarla, para comprobar si era cierto que tenía un amante. “Me volvía loco porque salía mucho de casa pero siempre a sitios muy decentes”, afirmó en el juicio causando la risa del público. De hecho, ni siquiera conoció a Julio Fernández físicamente hasta la misma noche del crimen, cuando este se presentó en el Círculo preguntando por Fabián. Recordando sus señas físicas, se dijo: “¡Este debe ser el querido!”, pero lo cierto es que nunca lo vio junto a Leoncia. De hecho, fue él mismo quien le dijo dónde podría encontrar a su amigo Fabián para que poco después, escuchara el tiro que acababa con la vida de este. El acusado también manifestó su inquietud cuando un tabernero amigo suyo le comunicó que se había presentado un hombre preguntando por él, dónde vivía, a qué se dedicaba. “Pensé de inmediato que Fabián estaba detrás de todo ello, amenazándome”. Uno se pregunta por qué Julio Fernández pensaba tal cosa si no mantenía relaciones con Leoncia, según afirmaba. ¿O es que sí las mantenía y se sentía en el centro de la diana? En un momento determinado, todavía sin concretar sus amenazas, Fabián le dijo a Leoncia que al día siguiente marcharía al Escorial para ver a su hermana, muy afectada por la muerte del hermano de ambos, encareciéndole que no saliera de casa. Ella sabía que sospechaba de alguna relación ilícita por su parte pero no le dio importancia, según manifestó ante el tribunal, y ante los ruegos de su doncella salió con ella la noche siguiente para visitar la verbena de la Paloma. Al regresar de madrugada encontraron a Fabián “hecho un demonio en la puerta”, recriminándole que hubiese salido y pegándole a continuación. Al día siguiente muy temprano le dijo que dejara todas las alhajas que le había regalado y saliera de la casa con lo puesto. “Incluso hizo que me quedara en camisa para registrarme y comprobar que no me llevaba nada”, manifestó la mujer. Como parte final de la escena, denunció que la había amenazado con el revólver que solía llevar, diciendo que con él iba a matar a Julio Fernández. De nuevo, la declaración de Leoncia iba en la misma línea de considerar a Fabián un hombre enfermo, celoso de manera injustificada, cruel, maltratador y dispuesto a matar. En esas circunstancias, se podía comprender que Julio hubiera disparado contra él antes de morir a sus manos. Aunque los hechos no encajaban con lo dicho, la imagen que iba trazando se superponía a estos hechos, llegando a anularlos, como veremos. Dejemos a Leoncia refugiada en la portería de su hermana hasta encontrar enseguida un alojamiento en una casa de huéspedes, para trasladarnos al día 27, dos días antes del crimen, cuando Fabián y Julio jugaron al gato y al ratón. El segundo estuvo sellando unos libros en el Juzgado municipal, a fin de legalizar la tienda que acababa de abrir en la calle Atocha. Volviendo hacia ella observó a lo lejos a Fabián, medio escondido en un portal, como esperando. En vista de ello, Julio se metió en una chocolatería haciendo tiempo, de manera que al salir vio que su rival no estaba y se dirigió finalmente a su tienda. Sentado junto al mostrador volvió a ver a Fabián pasando por la puerta, sin duda buscándole, pero sin acertar a mirar en el interior. Al rato y como hubieran acudido al establecimiento tres amigos suyos, Julio salió a la puerta para conversar con ellos. Estando en ello y liando un cigarrillo, sintió que le tocaban el hombro con la punta de un bastón. Fabián le dijo que se apartara un momento y, cuando eso hicieron, le espetó: “¡Es usted un hijo de puta y un ladrón!”. “Repórtese” contestó Julio y el otro, con semblante feroz, contestó amenazante: “Lo que voy a hacer es mascarle a usted la nuez. Le voy a matar y si no le mato le mandaré matar, porque me sobran duros para eso”. Dicho eso, Julio optó por retroceder y meterse de nuevo en su tienda mientras Fabián se marchaba entre unos coches que en ese momento pasaban por la calle. Todo ello fue ratificado en el juicio por Mariano Esteban, uno de los amigos que departía con Julio en la puerta de su tienda. Negó haber escuchado ninguna amenaza aunque el hombre que interpeló a su amigo estaba visiblemente excitado. Tampoco supo el motivo de la cuestión pero al verlos medio enzarzados en un aparte, se interpuso entre ellos empujando a su amigo hacia la tienda. “El otro se marchó por detrás de unos coches, haciendo con la mano así (un gesto de amenaza)”. Sin embargo, contradijo a Julio en el sentido de que este había declarado que al final de esa discusión Fabián había sacado su revólver. Sáenz Ledesma, en su lecho de muerte, sostuvo por el contrario que el que sacó un revólver fue Julio. Mariano Esteban no vio arma alguna en manos de ninguno. El testimonio de Victoriano Lozano, testigo de la defensa, causó risas entre el público y un marcado escepticismo. Era guardia de orden público y había conocido al fallecido en una discusión porque este tuvo que pagar una multa. Según dijo, tras gritarse un rato, Fabián le tendió la mano diciéndole: “¡Eres mi mejor amigo, porque sabes cumplir con tu deber!”. La situación era tan esperpéntica para dicha con total seriedad que el público no pudo por menos que reírse. El escepticismo vino con la declaración posterior. Afirmó que unos días antes del crimen se lo había vuelto a encontrar en la calle. Allí mismo le ofreció un montón de duros y juró hacerle rico si mataba a Julio Fernández. El guardia respondió: “A sangre fría, no pueo hacer ná. A sangre caliente, ya sabe usted de lo que soy capaz. Y rehusé la proposición”. Como vemos, todos los testimonios cargaban las tintas hacia las amenazas de Fabián Sáenz hacia Julio, incluso con la aparición fantasmal de un revólver que luego no se encontraría en el lugar de los hechos. El acusado siguió mostrando, durante el juicio, sus deseos de no haber llegado a ese punto. Así, al recibir las amenazas de Fabián el día 27, fue a visitar al inspector señor Almería, uno de los policías más distinguidos de la ciudad. Éste le dijo que intentara encontrar al señor Puga, encargado de la Delegación del Congreso. Como este no estaba en ese momento habló con el escribiente quejándose de los insultos y amenazas de Fabián Sáenz. Es por ello que, horas antes del crimen, al cruzarse el señor Puga con este en la calle Sevilla, le hizo parar para decirle que había recibido la queja de Julio Fernández y que, si no se corregía, daría cuenta de su conducta al Juzgado municipal. - ¿Qué le contestó? - Que era cosa de mujeres, sin importancia. - ¿No le manifestó a usted también que despreciaba a Julio y no se ocuparía más de él? - También lo dijo. - ¿Qué profesión era la de D. Fabián? - Jugador, cuando podía. - ¿Cómo cuando podía? - Cuando no podíamos todos ocuparnos de él. - ¿Qué carácter tenía? - Muy díscolo; lo sé porque varias veces le he sorprendido yo la partida. Llegamos así al día 29 por la noche. Julio Fernández sale de la segunda función del teatro Apolo a las diez y media. Luego fue caminando por la misma acera hasta el Ministerio de la Guerra, subió por la calle de Sevilla preguntando en el Círculo por el paradero de Fabián Sáenz. Le indicaron dónde podía encontrarlo y lo hizo casi en las puertas del Veloz Club, donde este último se dirigía como muchas noches para echar sus partidas de tresillo, tute y lo que se presentara. Intentemos reconstruir la escena atendiendo a las declaraciones de ambos. “Me lo encontré en la calle de Alcalá, donde yo me estaba paseando” dice Julio, lo que no es cierto porque el encuentro no fue casual sino buscado por él mismo. El caso es que, ofendido por los insultos que le había dirigido su rival dos días antes, se acercó a él y le dijo que le “hiciera bueno que yo era un hijo de puta y un ladrón”. Nos encontramos en una situación similar a la conocida entre el hermano de la víctima y Carlos Floranes. Si aquél le insultó o amenazó con degollarlo ¿por qué se bajó Floranes del carruaje para enfrentarse con él? Del mismo modo, si alguien te insulta y te amenaza con matarte o hacerte matar ¿para qué lo buscas por el centro de Madrid para pedirle explicaciones? Al parecer, el concepto del honor masculino se veía mancillado si uno no respondía a un insulto, como diciendo: “¡Para hombre, yo!”. Sigamos con el relato de los hechos, que estuvieron bastante claros. Dijo la víctima: “Para hablar conmigo, saque usted la mano del bolsillo”. Efectivamente, Julio Fernández la sacó empuñando un revólver. Instintivamente, Fabián puso la mano derecha en la trayectoria del disparo pero no pudo evitar recibir el impacto de la bala. Según Julio: “Como hacía ademan de echar mano a un arma, me anticipé y, sacando la pistola, disparé”. Hay que aclarar que, en su primera declaración, afirmó que Fabián había sacado efectivamente un arma antes que él. Sin embargo, dicha arma no se encontró ni en la escena del crimen ni en las ropas de la víctima. ¿El revólver de Fabián era como el que empuñaba su hermano Carlos, el que luego resultó ser la boquilla de una pipa? Ni siquiera eso. Fabián no sacó nada y en el movimiento instintivo, según los médicos, resultó herido en varios dedos de la mano derecha que estaban en la trayectoria de la bala. De haber dispuesto de un arma y estarla empuñando ¿cómo podía haber resultado con tales heridas? El defensor preguntó y preguntó hasta obtener la respuesta que quería. El doctor Alonso Martínez, a regañadientes, tuvo que admitir que sería muy extraño que empuñara un revólver pero tampoco imposible del todo. Por otro lado, el defensor también deslizó la idea durante el juicio de que alguien se había llevado el revólver de la escena, a fin de justificar que no se encontrase. El desconcertante veredicto Si atendemos a las peticiones de los letrados durante el juicio, encontramos un completo paralelismo con el caso de Floranes, juzgado apenas tres meses antes. Así, el fiscal pedía por el homicidio sin circunstancias agravantes ni atenuantes una pena de catorce años y ocho meses de prisión, además de una indemnización económica para la familia de la víctima, en este caso su hermana Asunción. La acusación privada, que representaba a esta última, calificaba el delito de asesinato, también sin circunstancias, no llegando a entender que hubiera premeditación y menos alevosía en el crimen. Por ello, pedía la cadena perpetua, como también se había pedido para Floranes. Por último, el defensor solicitaba la absolución por entender que su patrocinado había obrado en legítima defensa. Hay que señalar que, vista la marcha del juicio, el fiscal, deseando la condena pero sin atreverse a cargar las tintas sobre el procesado, admitió la atenuante de “arrebato y obcecación”, que podía rebajar la pena de catorce años quizá a ocho. A ello respondió el defensor concretando su petición, aduciendo no solo la legítima defensa, sino el haber actuado por “miedo insuperable”, sin haber tenido intención de causar un mal tan grave además de vindicación de una ofensa grave, todo ello indicado como atenuantes en el Código Penal. En ese momento, el presidente del tribunal formulaba una serie de preguntas al jurado, que debía responder con un sí o un no. Examinemos esas respuestas que fueron muy aplaudidas por el público (el ambiente era electrizante a esas alturas) pero que sumieron en la perplejidad a muchos periódicos y cronistas judiciales. La respuesta a la primera pregunta ya definía la línea a seguir en el veredicto. El jurado no consideraba culpable a Julio Fernández de haber disparado sobre Fabián Sáenz causándole las heridas que lo llevarían a la muerte. Así pues, realizar el disparo se suponía que sí, pero no era culpable de haber disparado. Entonces ¿quién lo era? ¿la propia víctima? Con la segunda respuesta entendemos por qué no era culpable. Los insultos y amenazas repetidos por Fabián Sáenz excitaron el ánimo de Julián, produciéndole ofuscación al realizar el disparo que motivó la muerte del primero. Es más, entrando en los hechos, el jurado defendía que Fabián Sáenz había sacado efectivamente un arma aquella noche, un arma que resultaría perdida o sustraída, según la habilidosa sugerencia del defensor, por lo que no fue encontrada. No hubo un solo testigo que afirmara la existencia de dicha arma, las heridas en la mano indicaban que con toda probabilidad la víctima había interpuesto la mano desnuda frente al disparo. A pesar de todo ello, el jurado se inclinaba por creer en la existencia de ese revólver fantasmal que nadie vio y que seguramente no se esgrimió aquella noche. Por supuesto, en esas circunstancias Julio Fernández empleó el medio más racional existente para repeler la agresión que iba a sufrir, lo que ya suponía el eximente de culpabilidad por su crimen. Todo ello sin provocar al fallecido y empujado por un invencible temor a Fabián Sáenz, a pesar de estarlo buscando aquella noche para pedirle explicaciones a sus insultos. Para sentir un temor invencible se comportó como un hombre bastante imprudente al enfrentarse a su rival. No sabemos qué sintieron los magistrados de la sala ante este veredicto. El presidente se limitó a pronunciar lo consabido: “La Sala, en vista de la petición del fiscal, ha estudiado el veredicto del Jurado, y no encontrando que exista en él grave error por haberse contestado negativamente a la primera pregunta, puesto que en las sucesivas se reconocen dos circunstancias completas de exención de responsabilidad, ha acordado declarar no haber lugar a la revisión de la causa por un nuevo jurado”. Terminaba así, entre vítores del público, este juicio que levantó ampollas desde el día siguiente. El paralelismo con el caso Floranes era casi milimétrico en cuanto al crimen en sí. La única diferencia es que en aquel caso el procesado era un hombre adinerado, dedicado al préstamo cuando no a la usura, y con un carácter prepotente. En cambio, Julio Fernández era un hombre humilde al que un hombre más adinerado, entregado al juego, maltratador de su pareja, había amenazado repetidamente. La construcción de estas imágenes daba unos resultados totalmente contrarios en un jurado muy impresionable y afectado por la presión popular que provenía del público. En ese sentido, es de considerar la intervención de Leoncia Bueno como la articuladora de toda la estrategia procesal de la defensa. Al día siguiente, el diario Imparcial, manifestaba su abierta discrepancia con el veredicto: “En el caso presente, cuando entre la disputa y la muerte median muchas horas, cuando el agraviado da espacio a la reflexión, medita sus actos, arma su mano y busca de casa en casa al ofensor para herirle…, la sangre vertida y el homicidio consumado reclaman de la justicia castigo muy severo. Hoy declárase lícito el homicidio premeditado… ¿cómo los tribunales de derecho no impiden tan graves errores jurídicos? Una sola explicación hallan las gentes a esta pasividad de la toga y de los vuelillos, y es que abominando la magistratura del Jurado, lo ve muy tranquilo rodar por el camino del descrédito”. La misteriosa muerte de Enrique Pagán El 27 de febrero de 1898 era domingo y todo Madrid estaba en las calles y paseos. Presidía el buen humor porque se despedía el Carnaval y muchas personas, aún con sus máscaras, circulaban por las aceras riendo y cantando. Recoletos y la Castellana aparecían sembrados por serpentinas y confeti. Hacia las seis de la tarde el sol declinaba, la luz era incierta, y la enorme multitud que celebraba la fiesta fue congregándose en el centro de Madrid. Enrique Pagán, murciano, hermano de un ex diputado liberal, 44 años, casado y con cuatro hijos, había visto cómo su familia marchaba a las cinco y media a casa de una cuñada en la calle Barquillo, con la que querían celebrar su santo. “Id vosotros, me duelen los pies” había dicho el hombre, “luego iré a recogeros. Quiero estrenar esta máquina para escribir una carta a mi hermano”. Una vez terminada la misiva, Pagán salió de su domicilio en la calle Progreso número 13, dirigiéndose al buzón de la calle Carretas. Después continuó por Montera para desembocar en Hortaleza. Para entonces, un hombre lo seguía y poco después lo adelantó, encarándose con él. Juan Serres, cocinero del Fornos, bajaba por la calle Hortaleza cuando vio a un hombre tendido en el suelo y a otro que se inclinaba sobre él, como para ayudarlo. Pensando que el primero había sufrido un accidente o un síncope, se agachó también sobre el caído. Para su sorpresa y horror, comprobó entonces que el segundo de los hombres tenía en la mano un cuchillo ensangrentado. Espantado, se apartó del grupo, casi en estado de shock. Enrique Pagán La niña de 14 años Teresa Sabas, vendedora de castañas en la calle de San Miguel esquina a Hortaleza, vio a un caballero en el suelo, según dijo, y a otro encima que le daba muchos golpes en el pecho. El que daba los golpes era de regular estatura, vestía gabán azul o café, pero muy oscuro. Luego no sabría identificar al asesino porque estaba agachado, oscuro y no se le veía la cara. En ese momento, sorprendidos, había numerosos vecinos paseando por la calle, testigos de un crimen que tardaron en comprender que lo era. El asesino se levantó tranquilamente, pasó por entre un grupo de tres o cuatro personas, arrojó el arma y marchó despacio, como de paseo, por la calle de la Reina. Los niños Manuel Castro y José Curto, de doce años, habían sido expulsados del Salón Zorrilla por armar escándalo. Entonces subieron por la calle de la Reina y, viendo a un hombre caído a lo lejos, observaron también a otro que estaba apretando el paso como escapando de la calle Hortaleza. Bien espabilados, al contrario de los adultos que contemplaban la escena, ataron cabos en un santiamén y se fueron detrás del escapado gritando: “¡A ése, a ése, el del gabán!”. Un guardia municipal, alertado por los gritos, tomó del brazo al que escapaba y quiso retenerlo pero con tan poca fortuna, dada su escasa convicción en el arresto, que el hombre se desasió de un tirón y empezó a correr sin que el policía lo persiguiera. Se perdió así la ocasión de detener e identificar sin equívocos al agresor de Enrique Pagán, que permanecía encima de un charco de sangre, exánime. Este policía nunca pudo ser identificado, pese a los esfuerzos del juez y las supuestas indagaciones del delegado del distrito. Cuando desde un club cercano se llamaba por teléfono al Juzgado de guardia, Pagán fallecía. Se presentó entonces el juez Alix acompañado de un escribano. Lo primero que dispuso fue que se llevasen el cadáver en una camilla hasta la Casa de Socorro de Buenavista. Al registrar las ropas de aquel hombre se le pudo identificar gracias a su cédula personal. Inicialmente, se le apreciaron dos heridas inciso-punzantes, una de las cuales había atravesado el corazón, partiendo antes una pitillera que llevaba la víctima en un bolsillo de la chaqueta. La autopsia realizada al día siguiente mostró, sin embargo, la existencia de hasta nueve heridas, aunque la mortal era la que había observado el médico de la Casa de Socorro. Parecía mentira que en el corto espacio de tiempo en que duró la agresión, rodeado de viandantes, el asesino se empleara tan a fondo como para acuchillar a su víctima nueve veces, pero indudablemente fue así. Al día siguiente los periódicos encarecían a los que hubieran contemplado la agresión para que se acercaran al Juzgado del distrito de Hospicio, que finalmente se encargó de la instrucción, para que testificaran lo que hubieran visto. Estos diarios se lamentaban de la actuación policial habiendo una pareja de orden público estacionada cerca (fueron los primeros en llegar al lugar del suceso), otra en la Red de San Luis y también en la esquina de Montera y Caballero de Gracia. Se comentaba con acritud la poca decisión del vigilante que detuvo al asesino y lo dejó escapar. La actuación de todos ellos se limitó, a la larga, a encontrar la navaja empleada en las rejas bajas del palacio de Santa Coloma. A la misma hora en que sucedía este crimen, lejos de allí, en la ciudad de Málaga, dos hombres reñían a la salida de una taberna. Las causas, como dijimos, podían ser muchas: una deuda no cobrada, una trampa en el juego, un negocio que salió mal, una discrepancia fútil, una mala mirada. Un tal Francisco Corro apuñalaba a Francisco Valle, causándole la muerte. El suceso apenas ocupaba unas líneas en los periódicos. ¿Cuál era la diferencia? Que este crimen había tenido lugar en pleno centro de la capital, que la víctima era un hombre adinerado y, sobre todo, que el criminal no había sido identificado aún. ¿Quién podía querer matar a Enrique Pagán? Se sabía que tenía bastante dinero desde que había heredado de su cercano pariente el marqués de Camachos, pero era de costumbres muy familiares, salía poco de casa y su gran afición era la fotografía, en la que había gastado varios miles de duros. El encargado de caballos del Veloz Club comentó a la policía que había visto al señor Pagán algunas veces con un hombre llamado Manuel Rojo, que vivía en la misma calle de Hortaleza y solía pasear con un perro blanco, grande, de aguas. Se le buscó activamente hasta dar con su domicilio, al que precisamente llegaba el inquilino al anochecer. Se lo llevaron al Juzgado de guardia para ser interrogado pero las señas que estaban llegando por parte de los testigos eran muy diferentes de las del detenido, de manera que estuvo en libertad esa misma noche. Preguntada la familia sobre personas que pudieran odiar a Enrique Pagán, todos se mostraron confusos y desconcertados, hasta que la mujer recordó que había un pleito planteado por otro murciano, pleito que ganó su marido y, como consecuencia, parece que el pleiteador estaba prácticamente arruinado. La situación alertó inmediatamente al juez. ¿Cuál era el nombre de ese rival en los tribunales? Jerónimo Hilla, dijo la mujer. Jerónimo Hilla Tengas pleitos y los ganes El pleito que originó el enfrentamiento entre Enrique Pagán y Jerónimo Hilla es realmente complejo y difícil de desentrañar. Las sucesivas informaciones que daban los periódicos de la época, cada una pretendiendo ser la versión definitiva sin conseguirlo, originaba inmediatamente réplicas de los implicados, aportando matices, proclamaciones de inocencia, firmes protestas, que conseguían hacer más intrincada la comprensión por parte de los lectores. Aquí trataremos de recomponer el puzle. La historia empieza con el murciano Pedro Rosique (1804-1869), casado con la primera marquesa de Camachos, Mª Dolores Borja. Este marquesado provenía de un capitán de navío que obtuvo el título de Carlos III cuando era rey del reino de Dos Sicilias. Mª Dolores, cercana a Isabel II, consiguió en 1858 que se le otorgara el título por Castilla, figurando entonces como la primera marquesa. En vista de su frágil salud y antes de morir tres años después, decidió ceder el título en propiedad a su marido Pedro Rosique, que figuró entonces como II marqués de Camachos. Éste, ahora gran propietario de tierras, casas y minas en la región de Murcia, de la que llegaría a ser alcalde y gobernador, además de liderar el partido progresista siendo el gran cacique de la región, casó en segundas nupcias en 1864 con Rita Pagán Ayuso, nacida en 1820. Este hecho no tendría mayor importancia si no encerrara otro menos oficial pero bien conocido por todos: Pedro Rosique había tenido como amante a Rita Pagán desde hacía más de veinte años. Con ella tuvo varios hijos: Pedro, Julián y Enrique, todos apellidados Pagán por ser de madre soltera. En el momento del segundo matrimonio, el marqués tenía sesenta años pero consiguió que Rita Pagán le diera un cuarto hijo: Francisco de Asís Rosique Pagán. Este estaba destinado entonces a ser el III marqués de Camachos, dado que sus hermanos eran naturales. Con toda seguridad, si el marquesado hubiera ido a parar a cualquiera de los tres hermanos Pagán, esta historia no se habría escrito y Enrique Pagán no hubiera muerto en la calle Hortaleza. Todos ellos fueron próceres muy respetables, el que más el mayor, Pedro Pagán, nacido en 1843, alcalde de Murcia, presidente del partido constitucionalista, secretario del Congreso de los Diputados y, en suma, heredero de la condición de cacique de su padre en la provincia. Sin embargo, el nombrado III marqués, que no conoció a su padre, que resultaba heredero de una gran fortuna (la herencia de sus hermanos no la había hecho disminuir demasiado), no tuvo la misma naturaleza que ellos. Según el acusador privado, el también murciano Juan de la Cierva, de solo 36 años por entonces aunque ya diputado (llegaría a ser varias veces ministro en el reinado de Alfonso XIII): “Muerto su padre, recibió en herencia una fortuna fabulosa, consistente en fincas rústicas y urbanas espléndidas y minas que han producido millones de pesetas, y cuando llegó a la mayoría de edad se encontró sin una peseta. Aquel joven dilapidador, enfrascado en el juego hizo verdaderas locuras, como lo fue, entre otras, la de que, siendo una costumbre en Murcia hacer grandes hogueras por la fiesta de San Juan, y no encontrándose un año leña a propósito para ello, mandó que toda una magnífica pipería de roble que guardaba en su bodega se arrojase íntegra a las llamas”. El público seguía con admiración los comentarios del letrado, que supo prescindir de la parte más abstrusa del pleito para trazar un cuadro que podía comprenderse muy bien, habida cuenta de los aristócratas (como el duque de Osuna) que en aquel siglo hacían del dispendio y el derroche su forma de vida. “En esta situación, con el prestamista atento, con el lujo cada vez más desenfrenado, las deudas se multiplicaban con suma rapidez, el capital iba volando entre sus manos…; pedía dinero en Murcia a todo el mundo, a personas muy decentes, y entre esas personas se contaron el banquero D. Sebastián Servet y su hermano D. Enrique Pagán, que le adquirieron las minas que luego fueron objeto del pleito”. Al que primero se dirigió el marqués, aún menor de edad, fue a su hermano Enrique. Este no deseaba en principio mezclarse en ese tipo de cuestiones pero, como le manifestó, tampoco quería que malvendiera las acciones sobre las minas. Francisco le dijo que le ofrecían entre cuatro y cinco mil pesetas por cada acción, cantidad que a Enrique le pareció tan escasa que hizo la contraoferta de adquirírselas por diez mil. Así, el 1 de mayo de 1885 el marqués, de 23 años por entonces y ya casado, otorgó en Murcia una escritura por la que manifestaba haber recibido de su hermano 30.000 pesetas como pago de las acciones de la Sociedad minera “Venturosa de Saborillo”. El notario ante el que se formalizó el acto era, precisamente, Juan de la Cierva, por tanto buen conocedor de toda la trama que empezaba a formarse. El 26 de mayo del mismo año, vuelve a realizarse una escritura semejante, donde Pagán entregaba a su hermano 40.000 pesetas más a cambio de las acciones de otra mina: “El Trueno”. A ello se unió el 28 de mayo una tercera escritura algo más compleja, formalizada de nuevo en la misma notaría, por la que el banquero Sebastián Servet le entregaba 94.000 pesetas, además de saldar una deuda del marqués por 35.000 pesetas más, así como otorgarle un préstamo por 130.000 pesetas, todo ello a cambio de recibir las acciones de la Sociedad minera "San Juan y Santa Ana”. Hasta ahí el marqués seguía el camino de los aristócratas que se arruinaban en aquel siglo: dispendios, gastos alocados y sin medida, venta de sus propiedades y préstamos continuos que terminaban por llevarlos a la ruina. Pero aquí entró en juego el también murciano Jerónimo Hilla, gran amigo del marqués, a quien acompañaba en algunas de sus correrías. Tenía mejor cabeza que su amigo, pero le podía la codicia, tal como lo calificó Juan de la Cierva durante el juicio. Así que le hizo a su amigo una extraña propuesta: comprarle las acciones sobre sus minas por una cantidad fabulosa de 580.000 pesetas. Por entonces, Hilla era dependiente de un comercio en Madrid y apenas ganaba mil pesetas al año. ¿De dónde podía sacar una cantidad semejante? Le preguntaron por ello durante el juicio: - ¿De dónde le procedía a usted una suma tan fuerte? - Me la dio en Madrid, el año del cólera (1884), una persona, cuyo nombre no puedo revelar. Me dio más de esa suma, me dio 600.000 pesetas. - ¿En qué concepto? - No sé; sería por descargar su conciencia…, yo no me metí en más. Lo más probable es que ese dinero, que nunca apareció, sólo existiera en la imaginación de Hilla. Pensó que con ese señuelo, el joven marqués le otorgaría unos derechos que le harían realmente millonario. Las escasas protestas de Francisco Rosique, en el sentido de que ya tenía comprometidas esas acciones, se superpusieron al deseo de hacerse con la enorme cantidad de dinero que le proponía su amigo. A fin de cuentas, ambos eran conscientes de que existía una cláusula en las actas firmadas ante notario por la que, al alcanzar la mayoría de edad, el proceso podría revertirse abonando a Pagán y Servet las cantidades entregadas. Si era cierto que el marqués iba a recibir casi seiscientas mil pesetas, podría saldar esas deudas al alcanzar la mayoría de edad y quedarle aún un buen remanente para sus gastos. De manera que a Córdoba se fueron los dos amigos el 13 de abril de 1886 para eludir la región de Murcia, donde estos movimientos podrían causar un gran revuelo. Allí se formalizó esta cuarta escritura por la que el marqués cedía las acciones de las tres sociedades mineras ya mencionadas a cambio de esa crecida cantidad, si bien la venta no podría realizarse hasta no haber satisfecho los derechos de los señores Servet y Pagán. Se entendía pues que habría que esperar a la mayoría de edad para que se saldaran las deudas y, ya libres los derechos, se transmitieran a Jerónimo Hilla por la cantidad establecida. Pero este último, además de no disponer de casi seiscientas mil pesetas, tenía prisa por hacerse con el control de las minas. Por ello, propuso al marqués que visitaran a otro notario, como así hicieron, firmando una escritura donde el marqués, como mayor de edad, otorgaba las acciones de las minas que pasaban a ser propiedad de Hilla por la cantidad de 20.000 pesetas que entregaba en ese momento, a cuenta de las 580.000 que habría de recibir finalmente. Esta escritura ya era fraudulenta porque se basaba en una mayoría de edad que no existía aún, pero para la que Hilla había traído una cédula falsificada donde se manifestaba la mayoría de edad del marqués. Francisco Rosique, III marqués de Camachos, se avenía a todo con tal de recibir dinero, como vemos. Parecían importarle poco sus propiedades, sus derechos y los de los demás. De todos modos, al año siguiente, viéndose comprometido legalmente, y recién adquirida la mayoría de edad legal el 17 de marzo de 1887, se fue de nuevo al notario Juan de la Cierva junto a Servet y Pagán. Allí admitió como definitiva la venta de las acciones y propiedades de las sociedades mineras a nombre de los dos, olvidando las escrituras firmadas con Hilla, por entender que no eran válidas y por las que había recibido hasta entonces una pequeña cantidad. Así las cosas, al enterarse Jerónimo Hilla de esta última escritura, se propuso demandar a Sebastián Servet en primer lugar. ¿Por qué a él y no al marqués, que era el protagonista del engaño? Según le manifestó cuando en cierta ocasión lo encontró en Murcia, porque de él no podría sacar nada y de Servet sí. De manera que reclamó el dinero que obtendría Servet por esas acciones, una vez deducido el préstamo de 130.000 pesetas que entregó al marqués en su día. Valoró esas acciones en 200.000 que pretendía que Servet le entregara a él. Y todo ello ¡sin haber aportado más de 20.000 pesetas que dio al marqués el año anterior en Córdoba! El Juzgado murciano, naturalmente, dio la razón a Servet, que se oponía al embargo de las acciones, considerando nulas las escrituras de Córdoba por cuanto no se habían inscrito en los registros de las sociedades mineras afectadas. Item más, afirmaba que la falsificación de la cédula que garantizaba la mayoría de edad del marqués, era un posible delito cuya tipificación se dejaba al ministerio fiscal. Ante el siguiente recurso de Hilla, la Audiencia de Murcia también denegó sus derechos, por lo que el siguiente paso era recurrir al Tribunal Supremo, sito en Madrid. Antes de trasladarse a la capital, buscó al marqués y le amenazó con un palo si no firmaba un papel exculpándole de todo. Amedrentado, el marqués lo firmó pero al día siguiente se fue corriendo a la notaria de De la Cierva para desdecirse del contenido de ese papel. Encontramos entonces a Jerónimo Hilla, que se traslada a Madrid meses antes del crimen, a fin de conseguir un abogado y continuar el recurso. Se dirigió a varios sin obtener más que excusas hasta encontrar a uno que, casualmente o no, entregó el recurso y los papeles oportunos un día fuera del plazo dado por el Supremo para la entrega de la documentación. Era el 2 de noviembre de 1897. Hilla ardió en cólera porque creyó ver en esa demora maniobras subterráneas no tanto de Servet, que continuaba en Murcia, como de Enrique Pagán, que estaba asentado en Madrid con sus propios negocios y recibiendo las rentas oportunas por la mina que Hilla consideraba suya. No es descartable que fuera así, dados los buenos contactos de Pagán con el Colegio de Abogados. Fue entonces cuando dirigió dos cartas a Enrique Pagán, una el 27 de diciembre y otra el 18 de enero. Según la mujer de este, probablemente siguiendo el juicio del marido, la primera era amenazadora. Hay que tener en cuenta que Servet, con tal de librarse de la molestia de un pleito, estaba dispuesto a desembolsar 8.000 pesetas a Hilla para que lo dejase en paz. No lo hizo por consejo de Pagán, que entendía de pleitos de pobres, como se llamaban a los que pretendían hacerse con el dinero de los ricos, y no estaba dispuesto a transigir en nada. En la carta le decía: “O se hace usted cargo de lo que me pasa, o tomaré una resolución definitiva”. ¿Era una amenaza? Así lo entendió él llevando la carta al delegado del distrito, señor Lillo, para que constara la actitud de Jerónimo Hilla respecto a su persona. Por supuesto, no contestó dicha carta, ni tampoco la segunda, que consistía solo en un recordatorio de la primera, reclamando una respuesta que no llegaba. Hilla se dice inocente Al día siguiente del crimen se hizo cargo de la instrucción definitivamente el juez del distrito de Hospicio, al que correspondía, el señor Martín Ruiz. Su prioridad desde el primer momento fue localizar e interrogar a Jerónimo Hilla, el pleiteador de la víctima, autor de una carta que podría entenderse como amenazante meses antes. La persona no era desconocida en el Madrid de entonces, de manera que fue sencillo saber que en el tiempo en que enviaba las cartas vivía en una casa de la calle de la Libertad número 3, de la que fue despedido el 7 de enero por no pagar los alquileres. No obstante, dejó dicha su siguiente dirección: calle Molino del Viento número 46, piso principal, donde alquiló una habitación. Encarnación Carrascosa, la dueña del piso, comentó al señor Puga, que se presentó en el lugar a las siete de la tarde del primer día de marzo, justo dos días después del crimen, que tenía la mejor impresión de su inquilino, aunque era cierto que no disponía de muchos medios materiales. Incluso le había autorizado a vender algunos de sus muebles si no conseguía pagarle el alquiler. - ¿Recuerda usted bien lo que hizo el domingo? - Sí, señor. Se levantó entre las once y las doce de la mañana, y se marchó a la calle despidiéndose con el mismo afecto de siempre. - Serían las siete cuando volvió –continuó-, estuvo un rato en su alcoba y se volvió a marchar. - ¿Recuerda usted si llevaba gabán? - Sí, señor; el gabán que usaba siempre, un gabán azul oscuro. - Prosiga usted. - Serían las once y media o las doce de la noche del domingo cuando volvió el señorito Jerónimo. Mi criada Martina y yo estábamos jugando al tute en esa mesa. Entró D. Jerónimo, bromeando como de costumbre, y sin que se le notara nada de particular. - Buenas noches, doña Encarnación. ¿Se juega al tute, eh? ¿Quién gana, quién gana? –nos dijo. - Gana Martina –le dije yo. - Vamos a jugar un tute arrastrado –dijo él. - No me gusta ese tute –repuse-, juegue usted con Martina a ver si usted le gana, que yo no he podido ganarla. Y se sentó en mi sitio, jugando seis tutes seguidos. A todo esto seguía bromeando y, como no ganase, decía: Está de Dios que siempre me ha de tocar perder. - Como ya era tarde, les dije que acabasen la partida, y a las dos de la madrugada se retiró a descansar. Al día siguiente, o sea el lunes según su declaración, tuvo que ser ella la que lo despertase porque a las once y media aún continuaba durmiendo. A mediodía salió despidiéndose hasta la noche. En vista de sus palabras, el señor Puga y los guardias, además de realizar un registro infructuoso de su habitación, le esperaron en el piso a fin de detenerlo. No obstante, pocas horas después vinieron a informarle que Jerónimo Hilla se había presentado en el Juzgado por propia iniciativa, al averiguar por el Heraldo que resultaba sospechoso de la muerte de Enrique Pagán. En el interrogatorio al que le sometió el señor Martín Ruiz manifestó que era verdad que tenía un pleito con la víctima y que le había escrito unas cartas, aunque en ningún caso le amenazaba de muerte, como había dicho el periódico. De todos modos, él no había tenido participación alguna en ese crimen. Preguntado por el gabán azul oscuro, aseguró que lo llevaba cuando fue a su habitación sobre las siete de la tarde pero por la noche no volvió con él porque lo había entregado a uno para que lo empeñara. Reconoció que le entregaron cuatro duros por el gabán y habían quedado en darle seis más, pero que no recordaba a quién le había dado el encargo de empeñarlo ni en qué casa de préstamos se había realizado la operación. La respuesta fue tan poco convincente que el juez, sospechando que en el gabán hubieran quedado manchas de sangre incriminatorias, y lo estuviera ocultando, le mandó a prisión de inmediato. Al día siguiente, cuando la noticia de la detención apareció en los periódicos, llegó a declarar Enrique Fernández Dato, amigo muy cercano de Hilla. Manifestó que vivía cerca del lugar del crimen, en la misma calle de Hortaleza número 62. Había conocido a Jerónimo hacía como diez años, cuando los dos eran huéspedes de doña Paca, dueña bien conocida de una casa de huéspedes en Caballero de Gracia número 12. “Con él compartía cada día garbanzos duros y guisos estofados”. Por entonces Hilla manifestaba ser comisionista, vestía bien, era alegre y decidor con los demás huéspedes, parecía tener dinero suficiente. Decía además que había iniciado un pleito en Murcia, su tierra, del que confiaba en salir millonario. Con el tiempo separaron sus caminos para volverse a reencontrar en mayo del año anterior. Le dijo que estaba de paso y que seguía tramitándose aquel pleito infinito en el que cifraba todas sus esperanzas de mejora. Se separaron en los mejores términos y no volvieron a reencontrarse hasta el mes de octubre. La situación de Hilla entonces había empeorado a ojos vista. Su aspecto revelaba mucha miseria y parecía estar muy necesitado. Le contó que había perdido aquel pleito pero que había venido a Madrid para conseguir que el Supremo le volviese en sus derechos. Mientras tanto, apenas tenía para comer. Enrique Fernández se compadeció de su estado y le dijo que, mientras estuviese en Madrid, no dudase en venir a comer y cenar a su casa. Casado, con casa propia y un buen pasar, no le suponía gravamen alguno poner un plato más en la mesa. Hilla lo agradeció mucho y, desde entonces, acudía cada día a su casa a las horas de comer y cenar. Hilla se sostenía, según le dijo, con algunas comisiones de venta de vinos de Jerez y chorizos de Extremadura. Eso al menos le permitía tener algún dinero suelto. De todos modos, en noviembre le dijo: - Te agradecería mucho que me prestaras alguna cantidad porque estoy muy necesitado; ya sabes que lo del pleito sigue corriendo sus trámites, ahora no tengo un cuarto. - Lo único que te puedo prestar son 500 o 600 pesetas, pero es con la condición de que me las has de devolver dentro de tres meses. - Convenido. Recibió el dinero sin recibo ni pagaré alguno. Ambos continuaron en el mismo ritmo de vida hasta que, al llegar los carnavales, Enrique Fernández le recordó su deuda diciéndole: “Ya ves, en estos días de máscaras se gasta mucho dinero y todo hace falta”. “Es verdad” respondió Hilla, “espérate hasta el domingo de Piñata, en que me tiene que entregar una cantidad un caballero y te pagaré como debo y deseo”. Ese domingo fue justamente el día del crimen. A la hora de comer estaba de nuevo en casa de su amigo, con el que luego se fue al café de “La Montaña”. Este iba a los toros en un carruaje y propuso a Hilla que lo acompañara, cosa que hizo, saliendo ambos sobre las tres de la tarde. Entonces empezó una discusión porque le recordó el último plazo que le había dado para satisfacer la cantidad prestada y Jerónimo le propuso pagarle en marzo, algo que su amigo consideró inadmisible. Se acaloraron y entonces Hilla le dijo que no volvería a su casa ni a comer con él, bajándose del carruaje enfurecido. Preguntado sobre lo que había hecho después de esa hora, por si disponía de una coartada que le situara en otro lado y con otras personas a las seis de la tarde, Hilla comentó que, tras la discusión con su amigo, se fue a pasear al Retiro, cosa que era cierta porque sobre las cuatro se encontró a dos conocidos con los que intercambió unas breves palabras y que luego confirmarían el encuentro. Pero ¿y después? Al regresar a la Puerta del Sol se encontró, al pasar por Recoletos, con tres máscaras, un hombre y dos mujeres, “una de las cuales me pareció decente”, añadió. Lo estuvieron acompañando hasta las ocho y media. A esa hora más o menos subió a su piso para recoger un duro que dio a una de las mujeres con la que parecía haber congeniado. Pensando en cómo conseguir más dinero suelto, encontró a un amigo llamado Rafael y le entregó su gabán en prenda de un préstamo de diez duros. Este pudo entregar cuatro prometiendo ir al Círculo Industrial al cabo de un rato para entregarle el resto. Con esa esperanza, entregó a la máscara los cinco duros de que disponía, a fin de que alquilaran unos mantones de Manila y fueran con ellos al baile de la Zarzuela donde prometía encontrarla más tarde. Después marchó al Círculo para esperar a su amigo. Como no se presentó, malhumorado y sin un duro en el bolsillo, optó por no acudir a dicho baile. ¿Quiénes eran esas máscaras? No sabía decir. ¿Alguien conocido lo vio acompañado por ellas? Lo ignoraba. El juez consideró, razonablemente, que no disponía de una coartada sólida para el tiempo en que supuestamente pudo agredir a Enrique Pagán. De manera que una de las pistas más sólidas de la investigación podía ser el gabán ¿realmente se lo había dejado a un amigo? ¿Quién era el tal Rafael, cuyas señas Hilla no sabía facilitar? ¿el gabán era marrón oscuro, como afirmaban los testigos aquella tarde, o azul oscuro, como decía la propietaria del piso donde se alojaba? Tras recorrer casas de empeño parecía inútil continuar la búsqueda. El gabán había desaparecido, hasta que pocos días después se presentó en el Juzgado un joven con un bulto debajo del brazo, pidiendo hablar con el señor juez encargado del caso. Tras facilitarle la entrada, el joven dejó el bulto sobre la mesa y dijo teatralmente: “¡Aquí está el gabán!”. Efectivamente, confirmaba que lo había recibido de manos de Hilla y le había dado cuatro duros en préstamo pero él no había visto máscara alguna ni sabía nada más del tema. Incluso le invitó a unirse a él yendo al baile de la Zarzuela pero se excusó de ir. Después de pedirle su identificación, averiguando que no se llamaba Rafael sino Joaquín Pérez, y su domicilio, el juez y el delegado de distrito examinaron atentamente el gabán, que era azul oscuro. Notaron manchas sospechosas pero era difícil determinar a qué podían corresponder. De hecho, tras su traslado a un laboratorio poco preparado para tales análisis, su responsable tuvo que reconocer durante el juicio que no había podido determinar el origen de dichas manchas por carecer del instrumental necesario que haría falta para ello. Desvaneciéndose la prueba que suponía un gabán manchado de la sangre de su víctima, el juez se detuvo en otra: el arma empleada, un cuchillo fino, de una sola pieza y punta muy aguda, bordes muy afilados y dimensiones regulares. En la hoja figuraba el nombre del fabricante: Mariano Mayo. No fue difícil encontrar un dueño de cuchillería y ferretería que tuviese tal nombre. Solo había uno con establecimiento en los bajos de la calle Hortaleza número 62, ¡oh casualidad! El mismo número del amigo de Hilla, Fernández Dato. De hecho, el señor Mayo dijo ser amigo de este y conocer a Hilla, aunque solo de vista, de verlos juntos en el café de Fornos o por la calle paseando. El juez era consciente de que en el cuchillo rescatado del lugar del crimen se habían encontrado restos del papel de seda que se utilizaba para envolver ese tipo de utensilios, de manera que podía concluirse que la venta había sido reciente o bien que el cuchillo se había guardado largo tiempo en su envoltorio. Si el señor Mayo, que conocía de vista a Hilla, confirmaba su compra, el círculo se cerraría sobre él y, ante una prueba tan sólida, era probable que se derrumbase y terminara por confesar. Sorprendentemente, el señor Mayo confirmó que el cuchillo era de su casa pero no recordaba en modo alguno a quién se lo había vendido. “En mi establecimiento hay mucha gente que viene y va”, se excusó ante la decepción del juez. “Además, no siempre estoy presente cuando se hacen las ventas” añadió. Era un indicio muy sólido de quién era el criminal, pero solo un indicio que debía ir acompañado de otros, por ejemplo del testimonio de los múltiples testigos de la tragedia. Los testigos dicen que sí y que no Afirmaba la revista “Nuevo Mundo” en su editorial tras el crimen: “Aquí donde tan habladores somos casi todos, consiguiente tanto gusta indagar vidas ajenas resultados de la indagación, todos nos volvemos discreta del mundo en cuanto se trata de dar a la la merecida sanción social”. y donde por y referir los la gente más murmuración No le faltaba la razón al editorialista, aunque solo en parte. Un ejemplo paradigmático de esta doble cara del público español, la daba Anastasio Moreno, repartidor de “La Época”. El juez Martín Ruiz empezó a movilizar a los vigilantes para que preguntaran y averiguaran la existencia de testigos. Supo así que en una carnicería de la calle San Marcos se hablaba mucho del tema y siempre llevaba la voz cantante un hombre que presumía de haber visto el crimen y lo contaba con todo lujo de detalles. Mandó que los alguaciles trajeran a su despacho a la propietaria, que se presentó puntualmente para confirmar que así era en efecto, con la salvedad de que aquel hombre era su propio hermano, al que había tenido que traer algo forzadamente para que declarara ante el juez. De manera que salió del despacho y entró a continuación el citado Anastasio, agarrando su gorra y con visibles muestras de nerviosismo. Parece que la palabrería y el presumir ya no eran tan ostentosos. En todo caso, era cierto que pasaba por la calle de Hortaleza sobre las seis y cuarto de la tarde cuando, como otros testigos afirmaban, observó a un hombre caído y otro que se incorporaba con un cuchillo ensangrentado. Al ver que lo tiraba y se iba andando deprisa pero sin correr por la calle de la Reina, acompañó a unos niños que gritaban ¡A ése, a ése! sin poder alcanzarlo, dado el gentío que había en la calle y obstaculizaba la persecución. Preguntado por el juez afirmó más seguro: - Tengo casi la seguridad de que le reconoceré; pues aunque la escena fue tan rápida y había además poca luz, pude, sin embargo, fijarme en su persona”. Durante el juicio empezó a dudar: - ¿Cómo iba vestido el que marchó? Llevaba sombrero hongo y gabán muy oscuro. ¿Es ése que está ahí sentado? Me parece que sí, pero no puedo precisarlo porque estaba muy oscuro. Ya hemos mencionado al cocinero del Fornos Juan Serres. A efectos de identificación no es que no estuviera seguro, sino que discrepaba con que el acusado en el juicio fuera el asesino que él vio: - Aseguro que el que yo vi era más alto que el que me enseñó el gobernador señor Aguilera; además, el gabán que llevaba no era azul oscuro sino de color pardo oscuro. Aparecieron otros testigos. Hemos mencionado a los niños Manuel Castro y José Curto, ambos de 12 años. Como dijimos, habían estado escandalizando en el Salón Zorrilla hasta que los echaron y fueron caminando por la calle de la Reina, cruzándose con el hombre que escapaba. Reaccionaron de inmediato gritando detrás: “¡A ése, a ése!”, sin conseguir otra cosa que un guardia asiera del brazo al criminal, pero este consiguió zafarse echando a correr. Mientras el primer niño afirmó que no pudo ver bien al que huía, José Curto estaba más seguro: - Me parece que sí; es éste o la cara que vi, pero creo que tenía la barba más rubia y más larga. Resulta chocante, aunque posible, que dos niños en idénticas circunstancias, tuvieran impresiones tan distintas, uno afirmando que no lo pudo ver bien y el otro diciendo que lo vio tan bien que podía identificarlo en una rueda de presos. Como Hilla había protestado diciendo que en dicha rueda cada uno de los presentes debía decir su nombre, al decir el suyo, que era bien conocido por la prensa, todo el mundo tendía a identificarlo. Ante tal desatino el fiscal preguntó al niño, que podía tener la tendencia a satisfacer las expectativas del adulto que le preguntaba, si era cierto lo de decir el nombre. Él afirmó que no era así, que todos los hombres que él vio llevaban gabán oscuro y barba, que no supo nombre alguno y a pesar de ello reconoció al criminal en la persona de Hilla. ¿Quién llevaba razón? Además, aunque nadie finalmente quiso llegar demasiado lejos en su indagación ¿quién era el policía que retuvo del brazo al criminal que huía? Ciertamente, habían llovido las críticas sobre él y la policía en general por su ineficacia en impedir la huida, pero ¿no habría sido más fiable una identificación por su parte? Al parecer, la policía no tuvo interés en desvelar su nombre. Llegamos así a Úrsula Herrero, una criada de servicio de 21 años, que aquella tarde marchaba justamente detrás de la víctima y pudo observar el rostro de su asesino cuando se volvió para encararse con él. Durante el juicio declaró que se cruzó con dos caballeros en la calle de Hortaleza. De hecho, se apartó de la acera para que pasaran y en aquel momento se adelantó uno de ellos y, sin mediar palabra alguna “pinchó” al otro, que cayó al suelo y, ya en este, le siguió “pinchando”. - ¿Es éste (señalando al procesado) el que pinchó? - Sí, señor –los rumores se dispararon en toda la sala, hasta el extremo de que, consciente del crucial momento procesal que vivían, fue el propio presidente el que preguntó: - ¿Tiene usted seguridad? - Sí, señor; porque me fijé perfectamente en él; es el mismo que mató a aquel señor. Puede afirmarse con seguridad que, desde esa declaración, la condena de Jerónimo Hilla estaba escrita. Hasta entonces todo eran indicios, alguno relevante como el móvil de la agresión, el estado emocional que se le podía suponer tras la ruptura con su amigo esa última tarde, la desesperación probable y, sobre todo, el hecho de que el cuchillo procediese del entorno del procesado. Pero la prueba que cerraba el círculo ahora estaba bien presente en la mente del jurado: aquella testigo lo había identificado sin dudar. Y ya no era un niño impresionable de 12 años sino una joven adulta y consciente de sus afirmaciones. De todos modos, reconstruyamos la historia de su declaración. Úrsula llegó a la casa donde servía en la tarde de aquel domingo sin decir una palabra a nadie de lo sucedido. Sus amos lo notaron en que se mostraba muy alterada, el rostro demudado y prorrumpía en llanto sin venir a cuento. ¿Qué le pasaba? Algo grave tenía que ser. Aunque el dueño de la casa le preguntó, ella no dijo nada. Sin embargo, el lunes se comentó el crimen a la hora de comer y, de repente, la muchacha empezó a temblar hasta que cayó al suelo desmayada. El amo, una vez recuperada, se sentó con ella haciéndole preguntas e infundiéndole confianza hasta que ella confesó que había presenciado el crimen y había visto la cara del agresor perfectamente. A partir de ese momento se inició un intento del hombre para acompañarla al Juzgado, cosa que a la chica le aterrorizaba. Solo se la pudo convencer después de asegurarle el anonimato y que nadie sabría su nombre. Efectivamente, el hombre se presentó ante el señor Martín Ruiz y le explicó la situación. Se guardó todo tipo de precauciones llevando a la chica a la cárcel celular para una rueda de identificación tras su declaración, pero llegó acompañada de su amo antes de llegar el juez y permaneció encerrada en una habitación hasta que este pudo tomarle declaración. Como afirmó un periódico, al constatar la imposibilidad de saber quién era, “parece una testigo tan delicada como una planta de estufa”. La muchacha describió la escena, tal como la hemos contado, añadiendo entonces que, al caer el primer señor, casi lo hizo encima de ella, que marchaba justo detrás. “Al caer uno de ellos vi al otro, el que quedaba en pie, con un cuchillo en la mano y chorreando sangre… Miré a la cara de este último. No se me olvida, no… Pero que no me pregunten quién es. Yo no quiero decirlo, yo no quiero que por mí condenen a nadie. Por Dios, líbrenme de ese peso sobre el corazón…”. No cabe duda de que la muchacha era de una gran sensibilidad hasta el extremo de vivir con una gran emoción su propia declaración. Vista su actitud, tras la rueda de identificación que resultó positiva, el juez organizó un careo entre ella y Jerónimo Hilla. Al verlo cerca empezó a llorar hasta el extremo en que hubo que tranquilizarla y darle un calmante. Luego dijo con claridad: - Sí, señor; ése es el matador. Hilla se encaró con ella, exclamando: - No es verdad; usted no me ha visto a mí en ninguna parte. - ¡Sí, señor! –exclamó ella volviendo a caer otra vez en estado de postración, sin poder añadir nada. En su testimonio se basó el fiscal para sostener que se había identificado al criminal en la persona del procesado. Los demás afirmaban no estar seguros, como aquel que intervino desde un primer momento afirmando que la víctima estaba muerta. Sobre quién lo hizo dijo: “Creo que no lo reconocería. No puedo precisar las señas de la persona que agredió al señor Pagán, porque ni su aspecto, ni su traje, ni su fisonomía, han quedado fijas en mi imaginación”. Así pues, en cuanto a testigos y dejando a un lado ambigüedades e imprecisiones, la acusación sostenía su petición de penas en las declaraciones del niño de doce años José Curto y de Úrsula Herrero, una muchacha de veinte bastante sensible e impresionable. A cambio, la defensa argüía que el cocinero del Fornos había encontrado discrepancias entre el criminal y el procesado. Mientras el público, en la quinta sesión del juicio, aún hablaba con consternación de la muerte del conocido torero Frascuelo, con 54 años, el fiscal tomó la palabra para, repasando el móvil de Jerónimo Hilla para acabar con la vida de Pagán, así como los indicios y pruebas que hemos venido mencionando, calificar el hecho de un asesinato sin atenuantes ni agravantes. Suficiente en todo caso para pedir para él la cadena perpetua, además de una indemnización de 5.000 pesetas para la familia del fallecido que, de todos modos, sería difícil de cobrar. Por el contrario, el defensor señor Doval, consideraba que era cierta la naturaleza del pleito y la amargura que ello supuso al procesado, pero que Jerónimo Hilla ni se encontraba en el lugar del suceso ni tomó participación en el mismo directa o indirectamente. Por ello procedía la completa absolución del procesado. El jurado, no obstante su petición, se inclinó por una solución intermedia aunque más próxima a la del fiscal: 1. Jerónimo Hilla, ¿es culpable de haber inferido con arma blanca, en la calle Hortaleza de esta corte, el 27 de febrero de 1898, próximamente a las seis y cuarto de la tarde, nueve heridas a D. Enrique Pagán, tres de las cuales, mortales de necesidad, le privaron instantáneamente de la vida? Sí. 2. ¿Realizó Jerónimo Hilla su agresión mientras estaba descuidado D. Enrique Pagán, no pudiendo éste, por lo tanto, advertir ni repeler la inesperada y rápida acometida de que fue objeto? No. En caso de responder afirmativamente a la segunda pregunta, se hubiera tratado de un asesinato con alevosía (aquel donde la víctima se encuentra indefensa ante la agresión), y la condena hubiera sido como la que pedía el fiscal. En estas condiciones (en mi opinión, cuestionables, porque Pagán no pudo defenderse de ninguna manera), la Sala dictó una sentencia de catorce años y ocho meses de reclusión temporal, sin indemnización. La prensa nacional no volvió a acordarse de este crimen a lo largo de los años ni tampoco de Jerónimo Hilla, si consiguió sobrevivir a pena tan prolongada. No hubo indulto ni conmutación de la pena, como sucedió con otros. Como decía un periódico por aquellos días, era curioso contrastar la absolución para criminales que se confiesan autores de un homicidio mientras otros, como Hilla, que siempre negaron su participación, eran condenados a prolongados períodos de cárcel. Por otro lado, las críticas a la institución del jurado popular se multiplicaban tras cada veredicto, particularmente los que decidían la inocencia de los procesados cuando eran atrapados en flagrante delito. “La Correspondencia de España” defendía un cambio profundo en las condiciones del jurado o su supresión, si así no se hacía. El 24 de noviembre de 1899, bajo el título de “Manos a la obra” presentaba en una editorial este tipo de ideas: “Se estableció la institución para satisfacer a la conciencia pública. Y no se consigue el fin perseguido y no se alcanza esa ventaja sobre la administración de la justicia histórica. Hay pues que suprimir la institución o reformarla. No es ésta la vez primera que clamamos contra la posibilidad legal de esos veredictos. Lo hicimos cuando quedó impune la muerte del señor Moreno Pozo. Lo hacemos cuando queda impune la del señor Sáenz de Ledesma. Es preciso que la apreciación de las circunstancias que modifican el delito y eximen de la responsabilidad, no queden en absoluto arbitrio de los jurados… Son precisas de la misma manera modificaciones y restricciones en la redacción de las preguntas, evitando toda tendencia y todo prejuicio que pueda llevar mayor inclinación a la acusación o a la defensa. Y todo esto urge llevarlo a la ley porque si el Jurado ha de constituir riesgo frecuente de agravio a la justicia, y si no se ha de modificar la ley, mejor es que se suprima”. Ese mismo año el legislador reconocía que el nivel educativo de los jurados respondía al existente en la mayoría del Estado español, por lo que procedía dotar de una mayor exigencia a la elección de sus miembros. Cronología de los casos presentados 29.04.1897 09.12.1897 Manuel Villuendas da muerte a Adolfo Moreno Pozo Primer Juicio contra Manuel Villuendas 20.01.1898 Luis Blanco da muerte al torero Gavira 27.02.1898 Jerónimo Hilla da muerte a Enrique Pagán 14.03.1898 Narciso Quevedo da muerte a Juana del Ojo 18.04.1898 Revisión del juicio contra Manuel Villuendas 04.09.1998 Carlos Floranes da muerte a Carlos Fernández de Ledesma 29.09.1998 Julio Fernández da muerte a Fabián Sáenz de Ledesma 04.04.1899 Juicio contra Luis Blanco 28.04.1899 Juicio contra Narciso Quevedo 08.06.1899 Juicio contra Carlos Floranes 06.11.1899 Juicio contra Jerónimo Hilla 16.11.1899 Juicio contra Julio Fernández