Diálogos de la lengua Laura Malena Kornfeld Esa locución, idioma argentino, será, a juicio de muchos, una mera travesura sintáctica, una forzada aproximación de dos voces sin correspondencia objetiva. Algo como decir poesía pura o movimiento constante o los historiadores más antiguos del porvenir. Un embeleco de que ninguna realidad es sostén. A esa posible observación contestaré luego; básteme señalar que muchos conceptos fueron en su principio meras casualidades verbales y que después el tiempo las confirmó. Jorge Luis Borges, “El idioma de los argentinos” “La patria de un escritor es su lengua”, reza un adagio famoso de Francisco Ayala: por eso es esperable la atracción que ejerce la lengua (y las ideas sobre la lengua) para la literatura. No es extraño, pues, que la definición de un idioma argentino, o más bien la pregunta sobre qué hay de argentino en el idioma (¿el tono de la conversación, algunos miles de palabras privativas, la valoración o la connotación que les otorgamos…?), haya desvelado al joven Borges en 1927, como ocurrió, por lo demás, con muchos escritores de su generación. El tiempo ha pasado; algunas dudas de la década del ’20 pueden parecer envejecidas, algunos interrogantes darse por superados; otros, en cambio, se ven reactualizados, pero con nuevas entonaciones y nuevos sabores. Este libro pretende, justamente, volver a la discusión la situación de las lenguas y las variedades de la Argentina, atendiendo a dos conceptos de la sociología del lenguaje que serán evocados repetidamente: el de representaciones acerca de la lengua y el de políticas lingüísticas. Las representaciones funcionan como esquemas mentales que son socialmente compartidos y que influyen en la percepción y evaluación de los distintos fenómenos lingüísticos. En una misma comunidad lingüística suelen convivir diferentes (a veces opuestas) representaciones acerca de las lenguas y las variedades, que podemos descubrir tanto en el discurso como en gestos, actitudes o decisiones individuales y grupales. A su vez, una política lingüística se ocupa de los problemas que ponen en relación a las lenguas con la sociedad, esto es, supone decisiones que se toman conscientemente en cuanto al uso público del lenguaje. Si bien cualquier grupo o sector puede diseñar una política lingüística, sólo el Estado tiene el poder para pasar de la política a la planificación, es decir, su puesta en práctica1. Mientras que en ciertos aspectos la lengua (en tanto construcción colectiva) es básicamente “ingobernable”, hay ejemplos de políticas efectivas de planificación y protección de lenguas, como ha ocurrido con el catalán en la época post-franquista o con el francés en Canadá. Evidentemente, las 1 Las definiciones básicas están tomadas de Arnoux y Bein (1999) y Calvet (1997). 1 representaciones sociales sobre las lenguas y las variedades de un territorio son decisivas a la hora de establecer políticas lingüísticas exitosas; en este sentido, a pesar de su carácter mental o imaginario (“ficciones”, las llamará uno de los capítulos de este volumen), las representaciones pueden indudablemente transformar la realidad2. Forzando un poco la cita de Borges, una travesura del espíritu, una casualidad verbal (esto es, una mera entidad quimérica) puede con el tiempo verse confirmada, siempre que sea compartida socialmente y que haya quien esté dispuesto a invertir voluntad, imaginación y las astucias que sean necesarias para volverla realidad. La discusión sobre las representaciones sociales y las políticas sobre la lengua se dibujará, desde ya, sobre el contexto particular de nuestro país. Algunos datos son ineludibles: la multiplicidad de países hispanohablantes a partir de la colonización y la imposición de la lengua española en América; la heterogeneidad del español de la Argentina, resultado de la extensión geográfica y la dispersión regional histórica; la coexistencia y el contacto con “otras lenguas” (indígenas, de la inmigración, de frontera) dentro del mismo territorio nacional. Esos hechos fundamentales tienen una razón de ser en los vaivenes de las representaciones y las políticas sobre las lenguas en la Argentina, en una secuenciación que en los artículos aquí presentados estará mayormente presupuesta3. Durante la colonia española, la variante peninsular era obviamente la única referencia lingüística autorizada, y así lo revela la insultante seguridad de los sucesivos Diccionarios de la Real Academia Española, desde finales del siglo XVIII hasta bien entrado el XX, al relegar las variantes americanas a un puñadito de términos considerados legítimos a pura fuerza de referencia: ananá, puma, pampa, vizcacha. En cuanto a las lenguas indígenas, a la política de hispanización de la aristocracia indígena emprendida por Carlos I en el XVI le siguió luego la Cédula de Aranjuez de otro Carlos, III, que en 1770 prohibió concretamente el uso de las lenguas autóctonas en todo el territorio de la Corona: “que se extingan los diferentes idiomas, y solo se hable el castellano” fue la fórmula que adoptó4. Luego de la independencia, aparecen ideas más progresistas5 en torno de la lengua. La generación del ‘37 (al igual que Domingo F. Sarmiento) planteó la necesidad de una autonomía lingüística que acompañase la política y cultural, por lo que buscó imponer el reconocimiento de la legitimidad de las variedades americanas, matizado (sin embargo) 2 Suzanne Romaine (1996) enumera diversos casos en que las representaciones acerca de la proximidad o lejanía de dos variedades no responde a factores lingüísticos, sino históricos o culturales. El fenómeno es especialmente perceptible en el caso en que los hablantes de una variedad entienden perfectamente otra, pero la inversa no se verifica; por ejemplo, la mayor parte de los hablantes de danés y noruego entienden sueco, mientras que los suecos aseguran no entender ninguna de las otras lenguas. La tradicional supremacía de los suecos en Escandinavia explica acabadamente esta asimetría. 3 Sin pretender agotar la bibliografía pertinente, remitimos al lector a las siguientes referencias: Alfón (2013), Arnoux y Bein (1999), Di Tullio (2003), Ennis (2008), Glozman y Lauria (2012), González (2008). 4 Citado por Ángel Rosenblat (2002). 5 Progresistas se refiere aquí (en el sentido de Di Tullio 2003) a las posturas que conciben el lenguaje en tanto instrumento de comunicación perfectible, que debe estar abierto a cambios y ajustes, en oposición a las posturas conservacionistas, que suponen que la lengua es un tesoro, ya que ha llegado a una cumbre de perfección y que debe mantenerse y protegerse del “deterioro”. 2 por el temor a la ruptura de la unidad de la lengua, como se advierte en los escritos del gran americanista Andrés Bello. El postulado de poblar el país con inmigrantes europeos llevó, por su parte, a adoptar una postura de benévola tolerancia ante las lenguas extranjeras, que además se consideraban provistas con virtudes morales o políticas que faltaban al español colonialista. La generación del ’80, ya en el poder, se retractó convenientemente de la ideología más libertaria de su predecesora y adoptó una política conservadora y paranoica ante las clases bajas y los inmigrantes, reflejada prolijamente en el plano lingüístico. Se produjo así una regresión hacia la norma hispánica, que devino el único modelo del buen decir; en la educación de los hijos de los inmigrantes se machacó el rechazo a las variedades populares que se apartaban de esa norma, en especial el lunfardo. Sin embargo, tal vez como respuesta a la denigración escolar, el lunfardo se expandió con paso lento pero seguro por las diferentes capas de la población, hasta lograr el reconocimiento de artistas y escritores, sobre todo a partir de la década del ’20. Por su parte, las lenguas indígenas devinieron para la generación del ’80 un objeto de estudio “paleontológico”: el resto de lenguas “primitivas” y “destinadas” a desaparecer como resultado de un “inevitable proceso evolutivo”, en una deforme aplicación de las ideas darwinistas a la sociedad humana. La perspectiva normativa sobre la lengua dominará en la educación y en la academia durante casi todo el siglo XX, con una subordinación explícita o implícita a las instituciones españolas. Por ejemplo, hasta 1981 la Academia Argentina de Letras no aceptó como forma legítima el voseo, que se usaba desde el siglo XVII y que a esa altura era la única forma de tratamiento de confianza con el interlocutor en todas las clases y los ámbitos sociales. Recién en las últimas décadas se corrobora un relajamiento de la presión normativa y una revalorización de las variedades populares, familiares y coloquiales, así como ensayos concretos de promocionar y defender las lenguas indígenas. Es en el contexto de esas tensiones y encrucijadas históricas que los artículos aquí reunidos se plantean una serie de interrogantes de distinto orden: ¿Cuál es la situación del español hablado en nuestro territorio frente a las variedades de otros países hispanohablantes? ¿Qué factores entran en juego en la lengua estándar “reflejada” en diccionarios y otros instrumentos de naturaleza normativa o descriptiva? ¿Cómo pueden caracterizarse los modos de hablar por fuera de la lengua estándar de grupos como los jóvenes o los inmigrantes y qué representaciones entran en juego en su estigmatización? ¿Cómo nos representamos las lenguas “cercanas” desde el punto de vista territorial, más allá de que también sean próximas en un sentido lingüístico-tipológico, como el portugués o el italiano, o, por el contrario, sean distantes, como las lenguas indígenas? ¿Qué políticas se reconocen respecto de esas otras lenguas? ¿Cómo ha tratado la política la cuestión de la lengua en la Argentina? El interés por responder tales preguntas no se debe solo a una legítima motivación teórica, sino a la certeza de que quedan tareas irresueltas en relación con la lengua en la Argentina. Entre los síntomas de esa certeza se encuentran la reciente fundación de dos Museos de la Lengua (en la Biblioteca Nacional en 2011 y en la Universidad Nacional de 3 General Sarmiento en 2012) y la publicación del manifiesto “Por una soberanía idiomática” en el diario Página 12 el 17/09/2013, firmado por muchos de los colaboradores en el presente volumen y que se reproduce al final de esta introducción. Ciertamente, este libro aspira a constituirse como otro síntoma, al formular un panorama de cuentas impagas, fantasías, territorios inexplorados, chivos expiatorios, paradojas, fragilidades y esperanzas sobre la lengua, que pueda servir como fuente de información y reflexión a sus lectores, tanto adentro como afuera de los recintos universitarios. Para enriquecer la discusión, se despliegan múltiples perspectivas disciplinares acerca de las macro y las micro relaciones entre política, sociedad, cultura y lengua. Intentaremos en esta introducción trazar algunas líneas de diálogo y articulación entre esas perspectivas, aunque sea imperfecta o provisoriamente. Abrimos el juego de este libro con Fernando Alfón, que devela los pormenores de la gestación del manifiesto “Por una soberanía idiomática” y despliega el contexto que le sirve de motivación. La detallada “Crónica de una soberanía en disputa” enfatiza la plena vigencia de ciertas discusiones político-lingüísticas. Alfón encuentra que la lengua del imperio se ha resignificado como mercancía y advierte que (cuando toma su centro o meridiano en Madrid a partir de la intervención de organismos como la Real Academia Española o el Instituto Cervantes) se cercenan las posibilidades de circulación y difusión de las ideas en Latinoamérica. Para contrarrestar ese accionar, en el manifiesto se propone la creación de un Instituto Borges, con un fuerte sello latinoamericanista. En teoría, una lengua o una variedad lingüística se define en función de la comunidad que la habla; una primera dificultad con el español consiste en circunscribir cuál sería su comunidad lingüística. ¿Por qué España tendría más derechos que otro país sobre la gigantesca, variada y multiforme comunidad hispanohablante (derechos basados en la historia o en el nombre mismo de la lengua)6? Quienes suscribimos el manifiesto (y muchos otros) diremos que la historia (una historia por tramos vergonzante) no puede dar derechos sobre una supremacía numérica abrumadora (los americanos representan el 90% de los hablantes del español en el mundo). Pero además, en el concierto hispanohablante, no hay posibilidad de erigir una variedad (cualquiera sea) como norma de referencia sin pisotear los derechos legítimos de las otras: cualquier decisión implicará una arbitrariedad, se disfrace o no de descriptiva. Por eso son irritantes las propuestas del programa Word o los “errores” registrados por el Diccionario panhispánico de dudas (de carácter abiertamente normativo, como señala Alfón), pero también la Nueva gramática de la lengua española, puesto que todos establecen como regla el español peninsular, sobre el que se miden las “desviaciones” de las variedades americanas. El español es por naturaleza una lengua pluricéntrica, es decir contiene múltiples normas correspondientes a otras tantas variedades estándares que deberían reconocerse por igual. 6 En este punto sería lo mismo usar castellano, que solo nos recordaría que, antes de imponerse en América, esa variedad triunfó primero sobre los demás dialectos de España. 4 Por otra parte, se desprende del relato de Alfón que, así como dejar la economía librada a las voluntades y deseos del mercado es una decisión impregnada de ideología, lo es también dejar ciertas situaciones lingüísticas libradas al azar, en nombre de la libertad o de la “evolución natural”. No es sorprendente que la “refutación” de los académicos españoles haya pasado por acusar a los firmantes de reclamar una soberanía que en cambio ellos nunca reclamaron, calcando así la tradicional respuesta de las derechas a cualquier objeción política al statu quo. Hasta aquí tenemos, entonces, una de dos articulaciones de la disputa política más urgente respecto de la lengua: “hacia afuera”, en particular con las instituciones españolas, que esconden su imperialismo tras la máscara de la tradición (en lo que encuentran como firmes aliadas a las burguesías y las derechas latinoamericanas, generosamente representadas en las academias de la lengua correspondientes). Pero también debemos reconocer una articulación “hacia adentro” en relación con las políticas lingüísticas: aun si conseguimos establecer la soberanía nacional en materia lingüística, seguirá siendo problemático erigir una norma única para toda la Argentina. En un país signado por la diversidad (geográfica, social, cultural, lingüística) y al mismo tiempo por una fuertísima centralización en materia política y económica, ¿cuál es la variedad estándar, cómo se la elige, con qué criterios? ¿No estaríamos entronizando una variedad que ya está prestigiada por la historia, por la tradición, por la acumulación de riqueza, por los medios de comunicación, por la educación –incluso por el sentido común–, en una repetición de la misma lógica centralista y clasista que ya rige la mayor parte de los mitos nacionales? ¿Qué hacemos con las otras lenguas y variedades presentes en el territorio? Preguntas y (pre)suposiciones incómodas, a veces contradictorias, se desatan en este punto. En “Norma y variación lingüística en los diccionarios del español de la Argentina” Gabriela Resnik suma su reflexión sobre ese terreno resbaladizo que es la variedad estándar, a partir de un rastreo por diversos diccionarios publicados durante la centuria 1910-2010. El análisis de la producción lexicográfica nacional resulta relevante por la dependencia lingüístico-cultural de los países hispanoamericanos respecto de las sucesivas ediciones del Diccionario de la Real Academia Española, pero también porque el diccionario tiene una autoridad social que emana de su representación como reflejo naturalizado de la lengua (y, sobre todo, de lo que debe ser la lengua). El reconocimiento de presencias y ausencias, de reivindicaciones y desdenes, en los diccionarios argentinos le permite a Resnik inferir cuál es la variedad estándar imaginada en cada década. Toma en cuenta también la naturaleza prescriptiva o descriptiva de cada diccionario (si hace hincapié en la corrección de los errores o se concentra en el registro de las formas usadas), al igual que el criterio que adopta para incluir voces: contrastivo (es decir, si registra solo lo que difiere del español peninsular) o integral (incluye todo el español usado en la Argentina, independientemente de si coincide o no con otras variedades). Aun si la producción lexicográfica constituye un trayecto ascendente que culmina en el Diccionario integral del español de la Argentina (DIEA), el único diccionario integral con criterio descriptivo dentro de los producidos en la Argentina, resulta claro que 5 quedan debes en el haber, según señala Resnik: por ejemplo, todavía no se reflejan adecuadamente una serie de usos propios de las variedades regionales y coloquiales, incluyendo el lenguaje juvenil (que será tema del capítulo de Inés Kuguel). Por otra parte (acotamos), más allá del progreso técnico de la lexicografía, no se ha verificado un cambio cualitativo en la difusión de la variedad estándar como consecuencia de contar con mejores diccionarios, en parte a causa de sus restringidas condiciones de circulación (por dificultades de accesibilidad en algunos casos y de costo en otros), en parte porque tampoco existe una política lingüística que garantice que sean utilizados como herramienta educativa eficiente, en una situación muy semejante a la que se corrobora con numerosas obras didácticas dedicadas a las lenguas indígenas, según el análisis de Cintia Carrió, como detallamos luego. Adoptando una perspectiva más político-filosófica, en “Metáforas y conflictos: políticas de y en la lengua” María Pía López plantea algunas cuestiones (y paradojas) que surgen al sustituir la norma de la lengua del imperio por la variedad propia de la élite local, que es hegemónica per se. Para ello parte de las ideas de Gramsci sobre la lengua y aplica las reflexiones del filósofo italiano al caso de la Argentina; la pertinencia de esas reflexiones abarca la mayoría de los capítulos, de modo que volveremos a ellas a lo largo de estas líneas. Así, destaca que las variedades estándares y prestigiosas se imponen a partir de “la articulación entre hegemonía social e instituciones de regulación” y subraya que los “grupos sociales cuyos usos son más cercanos a la norma” son también los que “se inscriben de modo privilegiado en toda la trama social, en la economía y la política”. Esa conjunción de hegemonía, privilegios y norma lingüística explica las unánimes condenas por parte de las instituciones educativas y del discurso normativo al “mal hablar” de los grupos subalternos. Otros capítulos de este volumen se detienen, precisamente, en las formas del “mal hablar”, tanto más variadas e interesantes que las del “buen hablar”. Inés Kuguel y Ángela Di Tullio analizan dos de las variedades históricamente sancionadas desde los discursos normativos argentinos: los jóvenes y los inmigrantes. En “Los jóvenes hablan cada vez peor. Descripción y representaciones del habla juvenil argentina”, Inés Kuguel revisa algunos factores históricos y sociales que deben tenerse en cuenta al reflexionar sobre las representaciones sociales que se asocian con la forma de hablar de los jóvenes, magníficamente sintetizada (en mi opinión) en Juan Estrasnoy, el personaje paródico de Capusotto, a quien puede considerarse un símbolo acabado de un discurso represivo y extremadamente contradictorio7. Además, el capítulo describe una serie de fenómenos lingüísticos representativos del habla de los jóvenes de 15 a 24 años, esencialmente una serie de innovaciones léxicas, que abarcan resignificaciones del lunfardo (bondi, gato) y de palabras de generaciones anteriores (flashear, bajonear), préstamos y sus derivados (espoilear, wasapear) e incluso modificaciones gramaticales (ah re, alto, mal, fuerte, manzana, bocha), además del uso intensivo de otros recursos 7 Véase “Las alarmas del doctor Estrasnoy”, aparecido en otra publicación de la UNGS: La sonrisa de mamá es como la Perón (Carbone y Muraca 2010). 6 expresivos, en particular la morfología apreciativa. El muestreo basta para demostrar la creatividad y el carácter innovador de la generación que ha forjado su lenguaje en la última década. También se detiene en algunos prejuicios habituales hacia el habla juvenil, que sintetiza alrededor de las nociones abstractas de carencia (“los jóvenes tienen un vocabulario pobre”), exceso (“los jóvenes usan palabras innecesarias”) y oscuridad (“a los jóvenes no se les entiende”), y los refuta uno por uno a partir de argumentos lógicos, teóricos y empíricos. Pese a su vindicación del habla juvenil, Inés Kuguel sopesa los riesgos que encierra una actitud aparentemente desprejuiciada en materia educativa: la de renunciar a enseñar registros y variedades que difieran de los recursos lingüísticos con los que niños y jóvenes llegan a la escolaridad. Esa estrategia, que en abstracto puede sonar políticamente correcta, en los hechos dejará desprotegidos a quienes provengan de familias con menos capital económico y simbólico: sería, como apunta María Pía López, “el festejo de la diferencia que reproduce lo desigual”. Un bombardeo semejante al que recibe hoy en día al lenguaje juvenil ha sufrido en su momento el lunfardo, estudiado por Ángela Di Tullio en “El italianismo como gesto transgresor en el español rioplatense”, donde reflexiona acerca de las representaciones y los prejuicios en torno de la influencia del italiano. De hecho, a mediados de la década del ’40, los discursos normativos atacaban alternativamente a una y otra variedad, como puede verse en la nota de La Nación de Avelino Herrero Mayor8 (personaje que extrañamente volverá a aparecer en el análisis de Mara Glozman sobre las políticas lingüísticas del primer peronismo), que profetiza (à la Estrasnoy) la próxima transformación de la lengua en un mero balbuceo… en el año 1927. Los capítulos de Kuguel y Di Tullio coinciden también en poner bajo la lupa cómo se produce la evolución del vocabulario y de la gramática. Los inmigrantes y los jóvenes son (y no solo en la Argentina) grupos innovadores en el uso de la lengua, ya que construyen variedades lingüísticas diferenciadas en el nivel fonológico, léxico y gramatical9. De hecho, esos grupos innovadores son los que terminan empujando el cambio lingüístico; es gracias a ellos que no seguimos hablando el “lenguaje de las cavernas”, según la feliz hipérbole de Roberto Arlt en su “El idioma de los argentinos”. Basta ver buenas representaciones literarias de la manera de hablar de la década del ‘50 (como en los cuentos de Julio Cortázar o Adolfo Bioy Casares) para advertir cuánto envejece el vocabulario coloquial y familiar. Y sin embargo, reconocemos constantes, comodines: palabras que (re)encuentran su lugar generación tras generación. Los capítulos retoman dos ejemplos entrañables: el de Di Tullio se abre con una reflexión sobre las modificaciones de la palabra pulenta, desde su original sentido culinario hasta el más afectivo de ‘fuerza, energía’, mientras que Kuguel analiza la palabra de origen brasileño bondi, aplicada en principio al tranvía, dada por extinguida en los ’60, 8 Citada por Américo Castro en La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (1941). Se trataría de sociolectos, esto es, variedades utilizadas por grupos que se delimitan por una variable social (en este caso, el lugar de origen y la edad). 9 7 recuperada en los ’80 para designar coloquialmente al colectivo y resignificada por las nuevas generaciones, como ‘lío, problema muy importante’. “El italianismo como gesto transgresor en el español rioplatense” puede leerse, de hecho, como un análisis de la doble influencia de los inmigrantes a la diversidad lingüística de la Argentina. En el nivel de las variedades “criollas”, los dialectos italianos han aportado un enorme caudal no solo al lunfardo y a la lengua coloquial y familiar (fiaca, mufa, pibe, chimento, mina, facha, berretín, yeta), sino también al vocabulario cotidiano rioplatense menos sospechado de italianidad, como banquina o canilla. En el nivel de las lenguas, el contacto con los dialectos del italiano en la zona rioplatense ha producido una variante inmortalizada gracias al teatro y la literatura: el cocoliche, pidgin precario utilizado para la comunicación entre italianos y criollos. La amplia difusión del cocoliche, pese a la amenaza que personificaba para las mentalidades normativas de la época, solo puede explicarse por las desmesuradas cifras del “aluvión inmigratorio”, que llevó a que en la primera década del siglo XX la mitad de la población masculina activa de Buenos Aires hubiera nacido en Italia, un fenómeno demográfico probablemente irrepetible. De este modo, Di Tullio pone en el centro de la escena otro tópico central de este libro: el contacto del español con las “otras” lenguas de la Argentina: lenguas de la inmigración, lenguas de frontera, lenguas indígenas. Y también las imposibilidades de delimitar tajantemente las lenguas coexistentes en nuestro territorio: las fronteras (reales o imaginarias) son difusas, porosas, permeables. Al igual que los dialectos del italiano estudiado por Di Tullio, el portugués (abordado por Eduardo Muslip e Isis McElroy) es filológicamente una lengua hermana del español, de las más semejantes desde el punto de vista lingüístico. Pero, además, el portugués ha estado en contacto durante siglos con las variedades del español del cono sur, en Paraguay, el norte de Uruguay y Misiones en la Argentina. Esa zona de contacto es bien diferente del área de influencia del italiano (influencia que ha sido históricamente más puntual, pero también mucho más intensa) en la pampa gringa y las grandes ciudades del Litoral. No existe en la Argentina un concepto análogo a brasiguayos, que se utiliza en el Paraguay, donde los brasileños se asimilan en el imaginario colectivo a la clase social terrateniente10. Más bien, la representación social más frecuente de Brasil se refiere al intercambio turístico, como exploran Muslip y McElroy, o al fútbol, y no tanto a su lugar de potencia industrial, al MERCOSUR o al hecho de que en la zona permeable de Misiones y los estados del sur brasileño se encuentran numerosos trabajadores que simplemente ignoran las fronteras y se instalan en el país vecino (entendido esto en ambas direcciones). Subrayemos, de paso, que el portugués brasileño se concibe a sí mismo como una lengua distinta del portugués europeo. En esa consideración han influido, en parte, las notables diferencias lingüísticas e incluso tipológicas que exhiben ambas variedades, pero, sobre 10 Aunque esta representación social podría también relativizarse para el caso de Paraguay, donde además de terratenientes hay muchos trabajadores brasileños (cfr. la novela Xirú, de Damián Cabrera, y nuestro análisis en Carbone y Kornfeld 2013). 8 todo, representaciones y actitudes completamente opuestas a las de la “América española”. Lejos de la vacilante historia de las repúblicas hispanohablantes, Brasil ha tenido tempranamente su propia gramática, sus propios diccionarios y su propia política de difusión de la lengua, amparándose en su tamaño territorial, su peso demográfico y su lugar de potencia económica e industrial. Con ese paisaje de fondo, Eduardo Muslip e Isis McElroy reconocen en “Álbum de recuerdos de Passo da Guanxuma: tránsitos académicos y literarios entre español y el portugués” diversas representaciones de ambas lenguas y culturas, sobre todo en los campos de la ficción y la traducción. Utilizan como material de análisis una compilación de artículos académicos y una antología de cuentos que surgieron como resultado del Encuentro Cultural Passo da Guanxuma, organizado en la UNGS, que recreaba desde su nombre una ciudad imaginaria (fronteriza entre Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina), inventada por el escritor Caio Fernando Abreu. Así, identifican representaciones “en espejo” de argentinos y brasileños: en ambos casos, se ve la lengua ajena como la más antigua y por tanto más correcta o legítima. Otras representaciones se apoyan en la semejanza lingüística, desde la que presupone que portugués y español son meros dialectos de un único diasistema, hasta las que se refieren al portuñol/ portunhol en sus múltiples facetas (por ejemplo, ilusión de perfecta comprensión mutua, híbrido ilegítimo entre ambas lenguas, constructo literario en el “portunhol selvagem” o en algunas ficciones incluidas en la antología). Este capítulo reconstruye, así, cómo se compone la identidad lingüística y cultural frente al país vecino, “nuestra primera y más cercana ajenidad” (según la cita de Edgardo Scott), en buena parte merced al idioma. En la misma línea del contacto lingüístico, “Lenguas en Argentina. Notas sobre algunos desafíos”, de Cintia Carrió, es un diagnóstico lúcido y minucioso sobre la situación actual de las políticas lingüísticas referidas a las lenguas indígenas de la Argentina11. El trabajo reúne, glosa y desmenuza, en forma sistemática, información habitualmente dispersa e inaugura además una apasionante línea de legislación comparada entre distintos países latinoamericanos, que enseguida retomará Mara Glozman. Cintia Carrió nos obliga a movernos del centralismo histórico de Buenos Aires, que otros capítulos presuponen al pensar el español argentino fundamentalmente en su variante rioplatense. Articulado a partir de nueve desafíos que es necesario contemplar si se quiere mejorar la situación de las lenguas indígenas en la Argentina, el capítulo deja claro que se necesita más conocimiento y reflexión, más articulación y coherencia, pensando las políticas no solo en el plano simbólico-discursivo, sino también en el impacto efectivo en las condiciones de vida reales. De esa reflexión brotan paradojas, como el hecho de que en ocasiones son instituciones extranjeras las únicas que tienen acceso a ciertos datos vitales sobre las lenguas indígenas o que se escriben muy buenos manuales y obras de referencia que luego ni siquiera llegarán a las comunidades, por tratarse de 11 Por obvios motivos de espacio, no se tocan en el artículo de Cintia Carrió las cuestiones relativas a la influencia de las lenguas indígenas en el español de la Argentina y en las variedades regionales, temas abordados en un capítulo del primer volumen de los Cuadernos de la Lengua: Museo de las lenguas de la eterna, editado por Rocco Carbone (Avellana & Kornfeld 2012). 9 productos no comercializables, en una triste demostración de que la producción académica no debería ser una maquinaria acrítica, sino comprometerse en la búsqueda de sentido social. También esta desidia constituye una declinación significativa de la soberanía idiomática de la Argentina, para retomar el título del manifiesto. En la importancia que “Lenguas en Argentina…” otorga a la integración educativa de los indígenas para asegurar la equidad, sobre todo en las iniciativas vinculadas a la llamada educación intercultural bilingüe (EIB), vemos reflejadas las prevenciones de María Pía López, que pueden aplicarse también en relación con las lenguas indígenas: “mientras el hablar diferente sea condenado como desprestigio o minusvalía social, las escuelas deben enseñar gramática y reglas para no acentuar esa desigualdad, poner al acceso de todas las personas aquello que en las familias de las elites se transmite por el propio uso, en la conversación cotidiana, en la circulación de la cultura letrada”. Por su parte, en “Lengua sí colonia no. Lecturas del ‘primer peronismo’ para una historia del presente”, Mara Glozman reflexiona sobre las políticas lingüísticas del movimiento popular por excelencia, el peronismo. Concretamente, registra los vaivenes del período a partir de los dos planes quinquenales. El gobierno de Perón empieza (en 1946-8) con una orientación hispanista y a menudo normativa en materia lingüística, puesto que uno de sus ideólogos era el mismo Avelino Herrero Mayor que ya hemos encontrado criticando a los jóvenes y al lunfardo. Ciertos elementos del Primer Plan Quinquenal, sin embargo, se alejan de la tradición hispanista del ’30 o el ‘40, como la reivindicación de las lenguas indígenas o de una potestad latinoamericana en torno del idioma. Sin embargo, será en los últimos años (1952-55) cuando se hagan más presentes tres premisas constitutivas: la afirmación de la soberanía nacional, la valoración de lo popular y la intervención estatal, que intentan corporizarse en una nueva Academia Nacional de la Lengua que se encargaría de redactar un Diccionario nacional; en esa confrontación con la Real Academia Española, las políticas lingüísticas se vuelven fraternas con la radicalización de ese período en otros aspectos político-ideológicos. Glozman descubre las mismas premisas que vinculan lengua, soberanía y transformaciones sociales, así como una voluntad semejante a la del primer peronismo de reformular tradiciones diversas en una nueva red discursiva, no solo en la “primavera camporista” del ‘73, sino también en documentos actuales latinoamericanos, como el Plan Nacional para el Buen Vivir 2009-2013 de Ecuador, el Plan Nacional de Desarrollo 2006-2011 de Bolivia y el propio manifiesto “Por una soberanía idiomática”. Y así regresamos al comienzo, para ir cerrando esta introducción y dejar al lector mano a mano con los capítulos. Todo libro supone un afán de totalización (que inevitablemente nos hace (re)caer en el fracaso); recordemos que este segundo volumen de la colección Cuadernos de la Lengua de la UNGS forma una serie con el primero, editado por Rocco Carbone en 2012. Es evidente que, aun en esa serie, siguen quedando temas 10 fundamentales por tratar, que, prometemos con optimismo, serán cubiertos por futuros libros12. Como puede advertirse a partir del rápido paneo que hemos expuesto en estas páginas introductorias, este segundo volumen de Cuadernos de la Lengua está articulado en tres o cuatro núcleos candentes, que se van encabalgando –en un diálogo si no coincidente, al menos sintonizado– a partir de la noción de representaciones sociales sobre la lengua, una noción que reaparece en todos los trabajos, a menudo entremezclada con las de actitudes o prejuicios lingüísticos. En el sentido acotado de la sociología del lenguaje que hemos adoptado aquí13, se analizan las representaciones de la lengua estándar en sus relaciones políticas y sociales con las variedades de otros países hispanohablantes (como en los artículos de Fernando Alfón o Gabriela Resnik), pero también con las variedades menos prestigiosas de la Argentina (estudiadas por Inés Kuguel, Ángela Di Tullio, M. Pía López) o con las “otras” lenguas que han convivido o conviven –de una u otra manera– en nuestro territorio (otra vez Ángela Di Tullio, Eduardo Muslip, Cintia Carrió). Estas representaciones se encuentran, desde ya, mediadas por la política y la ideología, consideradas en forma puntual-histórica (como en el capítulo de Mara Glozman) o general-filosófica (como en el de M. Pía López). Y provocan tensiones, que en ocasiones pueden ser dolorosas, casi insoportables (como en el histórico desdén hacia las lenguas indígenas), y en otros casos leves, incluso sugerentes (como en los imaginarios más lúdicos respecto de Brasil o la influencia italiana). En muchos capítulos se sugieren, además, políticas que serían necesarias para intervenir positivamente sobre la situación lingüística de la Argentina. Entre esas políticas podemos enumerar, algo anárquicamente, políticas de difusión de la lengua estándar que opongan resistencia a las instituciones españolas, como la confección de diccionarios propios o la fundación del Instituto Borges; políticas de descripción de las variedades menos prestigiosas, marcadas regional, social o etariamente, que permitan modificar las representaciones y las actitudes frente a esas variedades; políticas francas de promoción de las lenguas indígenas. Políticas netamente “intervencionistas” de esa clase deberían 12 Entre los tópicos más específicamente lingüísticos que no hemos tratado se encuentra la Lengua de Señas Argentina (mencionada por Cintia Carrió). Pese a la representación social que las concibe como un conjunto de signos transparentes, las lenguas de señas son convenciones de alcance nacional, independientes de las variedades orales. Otro tema central para futuros trabajos es el de la adquisición de la escritura, en sus múltiples funciones de llave del conocimiento letrado, integradora de ciudadanos a la educación, fórmula estandarizadora de lenguas y variedades poco prestigiosas (cfr. las diversas investigaciones de Ana Borzone y Celia Rosenberg). Para cruzar ambas líneas, la comunidad de los sordos plantea desafíos puntuales en la adquisición de la escritura que merecen ser estudiados, desde un punto de vista teórico y empírico (véanse los trabajos de Patricia Salas). Tampoco hemos dicho nada en los Cuadernos sobre las migraciones contemporáneas, muy distintas al aluvión inmigratorio de principios del siglo XX. A los desplazamientos históricos en las propias fronteras (por ejemplo, el ingreso del avá guaraní a nuestro territorio durante la Guerra del Chaco), se suman los entrecruzamientos de quienes traen a cuestas sus dialectos (y así el tú de los peruanos se escucha en las calles de Buenos Aires) o sus lenguas: el coreano (cfr. Corina Courtis), el ucraniano, el quechua o el guaraní (cfr. los trabajos de Patricia Dreidemie sobre el español en contacto con quechua y Alicia Avellana sobre el contacto con guaraní). 13 Varias otras posibilidades para la polisémica palabra representaciones desfilarán en las páginas de este volumen (dejando afuera, seguramente, muchísimas más). 11 tener un fuerte punto de apoyo en la educación y otro en los medios de comunicación (Ley de Medios Audiovisuales mediante); marcarían, y de un modo no solo simbólico, la autonomía lingüística del país. Retomando el epígrafe inicial de Borges, permitirían confirmar que hablar hoy de un idioma argentino es algo más que una travesura sintáctica. Pero también apuntarían a la necesaria defensa y promoción de la diversidad lingüística y cultural, que es parte constitutiva de nuestra identidad. No hay paradoja en esa doble dirección: se trata de lograr la plena soberanía idiomática de la Argentina, como plantea el manifiesto que se despliega a continuación. 12 ANEXO (http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-229172-2013-09-17.html) EL PAIS › OPINION Por una soberanía idiomática Escritores, intelectuales y académicos, entre otros, plantean “la necesidad perentoria de establecer una corriente de acción latinoamericana que recoja la pregunta por la soberanía lingüística como pregunta crucial de la época”. Proponen la creación de un Instituto Borges y la apertura de un foro de debate en el Museo del Libro y de la Lengua. I El lema actual de la Real Academia Española (RAE) es “Unidad en la diversidad”. Lejos del purista “Limpia, fija y da esplendor”, el de hoy anuncia la mirada globalizadora sobre el conjunto del área idiomática. Podría entenderse como enunciado referido al carácter pluricéntrico del español, pero como al mismo tiempo la RAE define políticas explícitas en la conformación de diccionarios, gramáticas y ortografías, el matiz de “diversidad” que propone termina perdiéndose en el marco de decisiones normativas y reguladoras que responden a su tradicional espíritu centralista. Las instituciones de la lengua son globalizadoras cuando piensan el mercado y monárquicas cuando tratan la norma. La noción pluricéntrica, entendida en sentido estricto (diversos centros no sometidos a autoridad hegemónica), queda cabalmente desmentida entre otros ejemplos por el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005), en el que el 70 por ciento de los “errores” que se sancionan corresponde a usos americanos. El mito de que el español es una lengua en peligro cuya unidad debe ser preservada ha venido justificando la ideología estandarizadora, que supone una única opción legítima entre las que ofrece el mundo hispanohablante. En la tradición del pensamiento argentino esto se ha debatido profusamente. Desde la intervención de Sarmiento sobre la necesaria reforma ortográfica hasta la afirmación del matiz en Borges, la condición americana de nuestra lengua no estuvo exenta de querellas. Para los hombres del siglo XIX, se trataba de sacudir la condición colonial de esa herencia y por ello emprendieron la búsqueda de formas atravesadas por otros idiomas. Pero si coquetearon con el francés, se asustaron con el cocoliche, y aún más con la idea de que la diferencia provenía de los diversos mestizajes y contactos con el mundo indígena. Las discusiones sobre la lengua fueron discusiones sobre la nación. Durante el siglo XX, los debates sobre la lengua también fueron en gran medida debates sobre las instituciones y sobre el papel del Estado nacional. La emergencia de voces que propugnaban por una “soberanía idiomática” tuvo un momento de condensación cuando el gobierno peronista enunció, en 1952, el objetivo de crear una Academia Nacional de la Lengua para que produjera instrumentos lingüísticos propios. Cuestionaba, así, a las academias normativas existentes, en particular a la Real Academia Española. Son y no son nuestros debates. En este momento, la crítica a España no debería abrir posiciones de retorno a esos énfasis nacionales. Que por un lado creían en las nuevas amalgamas y por otro tendían a borrar toda diferencia interna, negando, para ser nacionales, la heterogeneidad étnica y cultural de las poblaciones habitantes del territorio. Nuestra contemporaneidad, signada por intentos novedosos de integración sudamericana, en la que por primera vez la región se ha dado instituciones políticas de articulación (el Mercosur, la Unasur, el ALBA) abre una perspectiva fundamental: la de considerar la cuestión de la lengua a nivel regional, como dimensión de esos procesos en los que frente a la globalización mercantil se forja una alianza entre los países de la región. 13 Una región en la que hay dos lenguas mayoritarias, el portugués y el español, y lenguas indígenas que trascienden las fronteras nacionales, como el quechua, el mapuche, el guaraní, merece políticas de integración y comunicación, apostando al bilingüismo y al reconocimiento de lo plural y cambiante en los idiomas. La lengua es el campo de una experiencia y la condición para la constitución de sujetos políticos y, a la vez, una fuerza productiva. II Valoración política de la heterogeneidad más que festejo mercantil de la diversidad. Eso reclamamos. No sólo en lo que hace a territorios nacionales en los que coexisten lenguas indígenas y lenguas migratorias. También afirmación de la heterogeneidad en los usos literarios y expresivos. La idea de un “castellano neutro”, usada en los medios de comunicación y en algunos tramos de la legislación, termina situando una variedad –en general la culta de las ciudades– en ese lugar sin comprender su propia condición relativa y arbitraria. En la oralidad borra las diferencias regionales y en la escritura funciona como llamado a un aplanamiento de la capacidad expresiva en nombre de la comunicación instrumental. Allí funciona, como es posible ver en las industrias editoriales y en los medios de comunicación, una estrategia de mercado que no supone menos homogeneización y supresión de las diferencias que las viejas instituciones estatales y sus controles disciplinarios. La integración latinoamericana, como horizonte necesario de las políticas nacionales, supone una conjunción de esas heterogeneidades y no su olvido en nombre de una globalización sin asperezas ni rugosidades. Así como hay discusiones en curso sobre los medios y sobre la Justicia, creemos necesario constituir un foro sobre las cuestiones que hacen a las políticas de la lengua. No es necesario abundar sobre esa dimensión, pero sí enunciar algunos ejemplos: las industrias audiovisuales no pueden pensarse, tal como se hace visible con la ley del doblaje, sin decisiones sobre la lengua o sólo con la idea de trabajo nacional o desarrollo propio; las estrategias educativas centradas en la distribución de herramientas tecnológicas no pueden completar su tarea sin la consideración de los contextos lingüísticos de su aplicación; la literatura no puede desligarse de la consideración social de la lengua que hablamos y tampoco de la situación del mundo editorial, ligado de múltiples modos con los mercados internacionales. Todos estos fenómenos tienen varias dimensiones: la material, económica, empresarial, laboral y la que hace a la fundación cultural. No pueden verse como disyuntivas tenaces, a elegir entre cosmopolitismos entreguistas y defensas soberanistas, sino como la oportunidad única, para América latina, de recrear sus modos de integrarse y diferenciarse. III En marzo de 1991, el gobierno de Felipe González, con explícito auspicio de la corona española, creó el Instituto Cervantes, situándolo en principio como dependencia del Ministerio de Asuntos Exteriores. La fecha y la iniciativa de gobierno no son en nada ajenas al proceso político de rápida integración europea en el que en ese período, entre mediados de la década del ’80 y la década del ’90, se encontraba España, obligada entonces a poner en línea con la Unión no sólo los índices de regulación fiscal y un conjunto de estrategias económicas para ingresar plenamente al mercado común europeo, sino también sus políticas de administración pública, educativas y culturales. Es en el marco general de esas reformas que el gobierno español asume la determinación de proyectar institucionalmente la lengua, entendiéndola como bien estratégico. Se inscribe así en una larga tradición europea que arranca en Francia en el siglo XIX. La Alliance Française, que según las mediciones estadísticas de la Unión, se promociona actualmente como la organización cultural más grande del mundo, fue creada en 1883, por un comité de notables entre los que se encontraban Louis Pasteur, Ernest Renan, Jules Verne, el ingeniero Ferdinand Lesseps 14 y el editor Armand Colin. El propósito de la institución, equivalente del tardío Instituto Cervantes, fue también el de difundir la lengua y la cultura francesas en el mundo. Hacia fines del siglo XIX, este objetivo enlaza evidentemente con las políticas de expansión y reparto de zonas de influencia de las potencias imperiales europeas. A cuenta del ingeniero Lesseps no sólo hay que poner esa iniciativa “cultural”, también la construcción del canal de Panamá y del canal de Suez (el uno indispensable conexión oceánica para las nuevas configuraciones del mercado mundial y el otro pieza fundamental de la política imperial francesa); y de su discípulo Alfred Ebélot, la construcción argentina de la zanja de Alsina, foso fronterizo con el mundo indio. La Società Dante Alighieri se funda en 1889, su primera zona fuerte de influencia se sitúa en el norte de Africa. Y ya en el siglo XX, el British Council y las asociaciones de cultura inglesa y en la reconstrucción alemana de posguerra (1951) el Goethe Institut. En los últimos años, en un contexto bien diferente, se fundaron el Instituto Confucio (China) y el Camoes (Portugal), al tiempo que Brasil proyecta su Instituto Machado. Esta brevísima descripción de los organismos europeos creados para la difusión de sus lenguas centrales, vinculados en general con perspectivas diplomáticas y de política exterior, apunta a señalar que fueron inicialmente concebidos como instrumentos de asociación entre el valor “comunicacional” de la lengua y el sistema de expansión y aclimatación de la economía mundial en el período. La lengua queda así principalmente comprometida en su rasgo instrumental, como dispositivo técnico de penetración económica por una parte, y a la vez como fórmula de colonización y propagación cultural. No muy distinto es el caso del Instituto Cervantes. Adaptado a las exigencias de la integración española a Europa en el auge de la globalización, se propuso sin embargo y desde el comienzo como apéndice de una articulación mayor y específica con la vieja institución reguladora de la lengua, la Real Academia, y sus sedes y correspondientes americanas. El Cervantes se define así en un doble escenario funcional: instrumento de promoción de la enseñanza del español y de divulgación cultural en países y regiones no hispanohablantes, e institución de apoyo a las políticas reguladoras y normativas de la lengua en países de habla hispana. Esta doble función la distingue del resto de los organismos europeos equivalentes. La Academia Francesa o la italiana (Accademia della Crusca) no buscan imponer significativamente formas normativas a través de la Alliance o la Dante; y en el contexto anglófono, como se sabe, no hay institución que rija las mutaciones y variedades de la lengua inglesa. En esos años, los ’90, el Cervantes se asume como correlato y “avanzada” del intenso crecimiento de los negocios españoles en Sudamérica (privatización de las comunicaciones, de la energía y del transporte, fuerte penetración de la banca, etc.). Por su parte, y ya a partir de la década anterior, las industrias culturales españolas comienzan a proyectarse como un campo de profuso rendimiento. La industria editorial, entonces fuertemente subsidiada por el Estado español, fue esbozándose como cifra hegemónica en la región idiomática y beneficiaria de los bruscos procesos de concentración del sector. Desde entonces, el Instituto Cervantes ha sido y es una pieza decisiva en la construcción de la “marca” España. La palabra “marca”, con la que el Instituto Cervantes y sus organismos satélites tienden a identificarse, y referida para nombrar los desplazamientos de mercado, las astucias y fetichismos de la publicidad, constituye una huella histórica evidente del papel que viene asignándose a la lengua. IV La lengua no es un negocio, pero a menudo se la trata como tal, y entre algunas corporaciones españolas, por ejemplo, cunde la metáfora de compararla con el petróleo. España no tiene crudo, se dice, pero perforando en sus yacimientos brotó a borbotones el idioma español, que terminó por arrojar más y mejores réditos. Pero las perforaciones no se hacían sólo en Madrid, también en Medellín, en Lima, en Santiago, en Buenos Aires; en materia idiomática, España siempre sintió que se trataba de “sus” yacimientos, pues no se cansa de decir que se trata de un “bien común” e “invaluable”, y que por eso es ella la que se encarga de comercializarlo en el resto del mundo. El patrimonio es compartido, pero la destilación es extranjera. 15 Para dimensionar la realidad petrolífera de la lengua citaremos sólo algunos datos que surgen del Informe 2012 del Instituto Cervantes: más de 495 millones de personas hablan español. Es la segunda lengua del mundo por número de hablantes y el segundo idioma de comunicación internacional. En 2030, el 7,5 por ciento de la población mundial será hispanohablante (un total de 535 millones de personas). Para entonces, sólo el chino superará al español como lengua con un mayor número de hablantes nativos. Dentro de tres o cuatro generaciones, el 10 por ciento de la población mundial se entenderá en español. En 2050, Estados Unidos será el primer país hispanohablante del mundo. Unos 18 millones de alumnos estudian español como lengua extranjera. Las empresas editoriales españolas tienen 162 filiales en el mundo repartidas en 28 países, más del 80 por ciento en Iberoamérica, lo que demuestra la importancia de la lengua común a la hora de invertir en terceros países. Norteamérica (México, Estados Unidos y Canadá) y España suman el 78 por ciento del poder de compra de los hispanohablantes. El español es la tercera lengua más utilizada en la red. La penetración de Internet en la Argentina es la mayor entre los países hispanohablantes y ha superado por primera vez a la de España. La demanda de documentos en español es la cuarta en importancia entre las lenguas del mundo. Otro dato final, que no consta en el Informe: el 90 por ciento del idioma español se habla en América, pero ese 90 acata, con más o menos resistencia, las directivas que se articulan en España, donde lo habla menos del 10 por ciento restante. Estos números bastan para comprender el interés en discutir los destinos de la lengua: sus usos, su comercialización, su forma de ser enseñada en el mundo. Si fuera sólo un asunto económico no tendría relevancia el tema, pero afecta a las democracias, a la integración regional, a la soberanía cultural de las naciones. Pretendemos evidenciar esta realidad, no para crear un frente común contra España, a la que no consideramos nuestra enemiga. El problema es el monopolio, la utilización mercantil de la lengua y la consiguiente amenaza cultural que supone imponer el dominio de una variedad idiomática. España no es el enemigo, pero no solapamos la necesaria polémica que debemos establecer con sus órganos de difusión y comercialización de la lengua. Cuando el rey Juan Carlos le dice al nuevo director del Instituto Cervantes y ex presidente de la Real Academia: “¡Ocúpese de América!”, nosotros conocemos bien la naturaleza profunda de esa ocupación. España, por lo demás, tiene todo el derecho del mundo a tener una política de Estado en relación con la lengua; lo insólito es que nuestro país no la tenga, cediéndole el “derecho a disfrutar bienes ajenos con la obligación de conservarlos, salvo que la ley autorice otra cosa”, según define “usufructo” el Diccionario de la RAE, al que le rendimos este pequeño tributo, apelando a sus propias definiciones. V El Cervantes, organismos como Fundéu (Fundación para el Español Urgente), y las expresiones y acuerdos de colaboración con las Academias Nacionales de la lengua, suelen indicar explícitamente el patrocinio de empresas e instituciones que las promueven: Iberia, BBVA, Banco Santander, Repsol, RTV, Agencia EFE, CNN en español, etc. Los efectos de esta ofensiva de dominio sobre la lengua son vastísimos y de compleja delimitación. Nos interesa destacar aquí, preliminarmente, el modo en que se han ido obstaculizando las vías de comunicación, encuentro e intercambio latinoamericano. Las corporaciones de medios y los monopolios editoriales en combinación con las instituciones y organismos de control de la lengua produjeron un creciente aislamiento cultural entre nuestros países, sólo revisado en el plano político, social y económico por los proyectos de integración regional (Unasur, Mercosur, ALBA), pero no suficientemente interrogado en el plano cultural. Hasta la década del ’70, en el período inmediatamente anterior a la generalización de modelos dictatoriales de gobierno en la región, la literatura latinoamericana produjo, al margen del llamado “boom”, acontecimientos relevantes de cruce e interrelación. Acontecimientos cuya medida no atañe meramente a los mecanismos editoriales de distribución o comercialización del libro, sino al campo de la lengua misma, a sus 16 procedimientos y construcciones poéticas. Los lectores argentinos, no requeridos de esa abstracción de mercado que se presenta bajo la fórmula “español neutro”, incorporaron sin dificultad el conjunto de variedades de la lengua e inversamente el idioma de los argentinos fue asimismo recibido y conjugado por lectores mexicanos, cubanos, peruanos, chilenos o colombianos. Aunque se trata de una especulación no del todo comprobable, si es cierto que la neutralidad que ahora persiguen las grandes corporaciones editoriales reporta mayores ganancias, es a la vez indudable que pone en funcionamiento un mecanismo de abierto empobrecimiento de la lengua. El programa de uniformización que está en curso es el correlato concluyente de la naturaleza general normativa y de las corrientes totalizadoras de esta etapa del capitalismo. Aun a pesar de sus pronunciamientos y sermones democratistas, el espíritu neoliberal procede de una difusa raíz totalitaria. Si conocimos sobradamente la bestialización económica del programa, sus efectos destructivos de vaciamiento político institucional y los daños generales causados sobre el tejido social, no menos preocupante, aunque de verificación más opaca, resulta el impacto que esa lógica impuso e impone sobre la lengua. Como en la parábola de la “carta robada”: sus alcances están a la vista y a la vez ocultos. Lo que es cierto respecto del control corporativo de los medios de comunicación lo es también en el campo de la producción cultural, en el sector editorial, en el audiovisual, en la historia literaria reciente, en la traducción, en la enseñanza del español como lengua extranjera o en el amplísimo terreno de la educación pública. Por una parte enfrentamos la tarea de nombrar los efectos de estas políticas de la lengua, pero también, y sobre todo en condiciones de amenaza latente de restauración neoliberal, la necesidad perentoria de establecer una corriente de acción latinoamericana que recoja la pregunta por la soberanía lingüística como pregunta crucial de la época. VI Es tiempo, creemos, de sostener el camino de una lengua cosmopolita, a la vez, nacional y regional. Nuestro español, pleno de variedades, modificado en tierras americanas por el contacto con las lenguas indígenas, africanas y de las migraciones europeas, nunca fue un localismo provinciano. Fue lenguaraz y no custodio, es experiencia del contacto y no afirmación purista. Al menos, el que sostenemos como propio. En América latina se han macerado grandes escrituras al amparo de esa búsqueda: desde el ensayismo del peruano José Carlos Mariátegui, que pensaba que una cultura nacional surgía de la doble apelación al cosmopolitismo y al indigenismo, hasta la antropología del brasileño Gilberto Freyre, que vio en el portugués del Brasil una creación de los esclavos africanos. Pero también desde la lengua mixta y tensa de José María Arguedas, lengua que problematiza la herencia colonial, o el barroco americano de Lezama, definido como lengua de contraconquista, hasta la precisa intervención borgeana. Porque Borges, cuyo peso y búsquedas en estas discusiones son innegables, fue quien marcó el camino de una inscripción profundamente argentina de la lengua literaria y a la vez la desplegó como español universal. Borges es el Cervantes del siglo XX: ésto es, el renovador mayor de la lengua, no sólo para su país natal sino para el conjunto de los hispanohablantes. Si en los años veinte buscó en la sonoridad de la criolledá la expresión idiomática propia, una década después descubría que no se trata de color local: que la lengua estaba en un tono, una respiración, una andadura. Lo hizo de modos polémicos y no poco cuestionables, como su carácter antiplebeyo y sus derivas conservadoras. Pero es el momento de recuperar, con su nombre, una apuesta que toma la suya como inspiración y al mismo tiempo debe modificarla. Una apuesta, dijimos, a generar un estado de sensibilidad respecto de la lengua, que no se restrinja a una reflexión académica sino que enfatice sobre su dimensión política y cultural, y que se proyecte sobre las grandes batallas contemporáneas alrededor de las hegemonías 17 comunicacionales y la democratización de la palabra. Una apuesta que por ahora imaginamos doble: la constitución de un foro de debates en el Museo del Libro y de la Lengua de la Biblioteca Nacional y el impulso a la creación de un Instituto Borges: un ámbito desde el cual producir una composición latinoamericana de estas cuestiones. Una institución que lleve este nombre, como episodio argentino de una política encaminada a la creación de una Asociación Latinoamericana de la lengua, forzosamente deberá considerar su acto de fundación también como un acontecimiento de la lengua, portador de su memoria viva, de su pasado escurridizo y de las adquisiciones que obtiene y puede perder en su camino. Un Instituto Borges puede ser una institución con sus actos de reunión y reconocimiento, pero también una inflexión para mantener la vida propia del horizonte lenguaraz en el que vivimos. * Irene Agoff / Susana Aguad / Jorge Alemán / Fernando Alfón / Germán Alvarez / María Teresa Andruetto / Julián Axat / Martín Baigorria / Cristina Banegas / Silvia Battle / Diana Bellessi / Gabriel Bellomo / Carlos Bernatek / Emilio Bernini / Esteban Bértola / María del Carmen Bianchi / Alejandra Birgin / Esteban Bitesnik / Jorge Boccanera / Martín Bonavetti / Karina Bonifatti / José Luis Brés Palacio / Cecilia Calandria / Marcelo Campagno / Arturo Carrera / Albertina Carri / José Castorina / Gisela Catanzaro / Diego Caramés / Carlos Catuogno / Sara Cohen / Vanina Colagiovanni / Hugo Correa Luna / Américo Cristófalo / Sergio Chejfec / Gloria Chicote / Luis Chitarroni / Guillermo David / Oscar del Barco / Silvia Delfino / José del Valle / Marta Dillon / Ariel Dilon / Gabriel D’Iorio / Angela Di Tullio / Nora Domínguez / Víctor Ducrot / Juan Bautista Duizeide / María Encabo / Andrés Erenhaus / Vanina Escales / Ximena Espeche / Liria Evangelista / José Pablo Feinmann / Javier Fernández Míguez / Alejandro Fernández Moujan / Christian Ferrer / Gustavo Ferreyra / Ricardo Forster / Daniel Freidemberg / Silvina Friera / Mariana Gainza / Leila Gándara / Germán García / Gabriela García Cedro / Marieta Gargatagli / Laura Gavilán / Juan Gelman / Juan Giani / Horacio González / Mara Glozman / Ezequiel Grimson / Luis Gusmán / Liliana Heer / Sebastián Hernáiz / Liliana Herrero / Flora Hillert / Walter Ianelli / Cecilia Incarnato / Pablo Ingberg / Ezequiel Ipar / María Iribarren / Estela Jajam / Noé Jitrik / Mario Juliano / Lisandro Kahan / Tamara Kamenszain / Pedro Karczmarcyck / Mauricio Kartun / Alejandro Kaufman / Guillermo Korn / Laura Kornfeld / Daniel Krupa / Inés Kuguel / Gabriela Krickeberg / Juan Manuel Lacalle / Alicia Lamas / Ernesto Lamas / Daniela Lauría / Juan Laxagueborde / Daniel Link / Miguel Loeb / María Pía López / Javier Lorca / Federico Lorenz / Silvia Llomovate / Jorge Lovizolo / Silvia Maldonado / Ricardo Maliandi / Anahí Mallol / Margarita Martínez / Silvio Mattoni / Nora Maziotti / Ana Mazzoni / Juan Molina y Vedia / Graciela Morgade / Mariana Moyano / Vicente Muleiro / Daniel Mundo / Carolina Muzi / Gustavo Nahmías / Viviana Norman / Celia Nusimovich / Dante Palma / Cecilia Palmeiro / Fernando Peirone / Quique Pesoa / Ricardo Piglia / Pablo Pineau / Agustín Prestifilippo / Nicolás Prividera / Mercedes Pujalte / Alejandro Raiter / Carolina Ramallo / Gabriel Reches / Roberto Retamoso / Eduardo Rinesi / Matías Rodeiro / Martín Rodríguez / Emilio Rollié / Laura Rosato / Eduardo Rubinschik / Alejandro Rubio / Andrés Saab / Guillermo Saavedra / Florencia Saintout / Juan Sasturain / Silvia Scharzböck / Silvia Senz Bueno / Perla Sneh / Ricardo Soca / Isabel Steimberg / Eduardo Stupía / Daniel Suárez / Ximena Talento / Diego Tatián / Marcelo Topuzian / Javier Trímboli / Hugo Trinchero / Washington Uranga / Lía Varela / María Celia Vázquez / Miguel Vedda / Aníbal Viguera / Miguel Vitagliano / Adriana Yoel / Patricio Zunini. 18