Nuevas Tendencias en la antropología contemporánea? Fernando Monge Centro de Humanidades Consejo Superior de Investigaciones Científicas Desde hace algo más de cuatro décadas parece imposible aproximarse, o practicar la antropología sin toparse con una serie de criterios o lugares comunes que parecen superar las diferencias entre las escuelas dominantes. Existe, a partir de entonces una suerte de territorio compartido por todos y que tiene su origen en las utopías de los sesenta, en las revoluciones estudiantiles y, sobre todo, en las voluntad por un cambio social y político profundo. Bajo esta ola de transformaciones no sólo llegaría la aspiración por desarrollar grandes teorías antropológicas sino, también, las primeras denuncias que afirmaban que la antropología estaba perdiendo los valores centrales en los que se fundaba. Desde los años sesenta la antropología esta según muchos antropólogos en crisis e , incluso, según algunos ha llegado a un momento en el que ha entrado en un proceso de disolución o desaparición inevitable. Con todo, esas percepciones, supuestamente mayoritarias, no se fundamentan en una interpretación semejante de la práctica antropológica contemporánea. Unos dicen que hemos sido desposeídos de nuestros conceptos claves. Nuestra concepción de lo que es la cultura o, mejor dicho, las culturas; nuestra aproximación a la estructura social o los grupos étnicos, entre otros conceptos clave, parecen formar desde hace años parte del patrimonio compartido no sólo por otras disciplinas conexas sino, incluso, por los propios medios de comunicación de masas. Ni siquiera invocar nuestra práctica etnográfica parece una exclusiva de la disciplina antropológica; expertos en los estudios culturales e, incluso, sociólogos autodenominados cualitativos ocupan estos territorios antiguamente hoyados sólo por los antropólogos. Para otros, la crisis es fruto de la desaparición, tan necesaria como moralmente justa, del hombre primitivo entendido éste como objeto de estudio. Aunque, como invocaba Adam Kuper (1988), ciertas ilusiones perduran más allá de las escuelas teóricas que las gestaron, es un hecho relevante de la antropología actual la incorporación en su concepción de un término clave que hace algunos años sólo se aplicaba a aquellos que estudiaba: crisis?. Aunque no son demasiados, los temas recurrentes que nos llevan a declarar a la antropología en crisis podrían extenderse a lo largo de varias páginas y con ellos estaríamos en condiciones de definir un nuevo género, quizá una escuela, de antropología de la crisis de la antropología. Una antropología de la crisis de la antropología. Es llamativo que esta tendencia antropológica, cuya tradición o historia tiene ya más de cuarenta años, no se haya visibilizado en una antropología que presume, al menos desde los años setenta, de auto-reflexiva. La idea de crisis, implícitamente arraigada en muchas monografías tradicionales o estudios de rituales se ha desplazado desde el campo u objeto de estudio a los propios antropólogos. Creo que los argumentos que defienden la existencia de una crisis se han convertido a lo largo de las últimas décadas en un lugar de reflexión y uno de los tropos claves de la disciplina, que constituyen un excelente punto de partida para bosquejar mi propia percepción del estado de la antropología actual. A diferencia de otros conceptos en ascendencia durante los últimos años, el concepto de crisis, se ha convertido en un lugar común de nuestro discurso que no parecemos capaces de asumir como uno de los rasgos normales de nuestra disciplina. ¿Estamos hablando de la crisis de una actividad desarrollada en un mundo en crisis? O ¿simplemente, lo que llamamos crisis es la percepción de una era en la que nuestro sentido del tiempo se ha acelerado y el espacio reducido? Es posible, que lo que llamamos crisis sea simplemente el medio normal en el que se desarrolla nuestro trabajo. Sin lugar a dudas no estoy hablando de un disciplina irreconocible para personajes como Marcel Mauss, Franz Boas, o Alfred R. Radcliffe-Brown. Una parte importante, y relevante, de la antropología contemporánea sigue centrando su interés en sitios de trabajo de campo que podríamos mencionar sin el más mínimo afán despectivo, como tradicionales, es decir, como una “práctica espacial de investigación intensiva e interactiva organizada en torno a la seria ficción de un ‘campo [o sitio]’” (Clifford, 2003: 18). Creo que recurrir en nuestros textos a la crisis de la antropología es una excelente estrategia y un argumento retórico y literario que nos permite engarzar nuestra propia duda sistemática con los cambios de un mundo que percibimos sujeto, como ya he indicado, a un proceso acelerado, a veces apocalíptico, de transformación, no es menos cierto que hemos construido este argumento de un modo exterior a la disciplina. Es decir, sin hacer explícito que este estado crítico puede ser también un método en sí mismo y que ha de tener alguna relación con una parte notable de las antropologías que han venido denominándose con los más o menos acertados términos de postmoderna, experimental o transnacional. No me cabe la más mínima duda que nuestra disciplina es aficionada a ‘resolver’ sus interrogantes de un modo sistemáticamente paradójico. Así, mientras que, por una parte podemos declarar en crisis la antropología, por otra podemos afirmar que nuestra disciplina nunca ha sido más fuerte. En términos de departamentos e instituciones, de practicantes profesionales, de impacto en el mundo académico y exterior al mismo, la disciplina goza de una salud bien robusta. Y, con todo, tenemos una sensación de extrañamiento, de vulnerabilidad que, en parte, procede en mi opinión, de una visión mítica de nuestro propio pasado. Vemos en nuestra imaginación antropológica a figuras indiscutibles elevar su autorizada voz ante los problemas y polémicas de la vida cotidiana que les tocó vivir y, en algunos casos, como el de Margaret Mead, ser escuchada por sus conciudadanos. Algunos consideramos a Marvin Harris como una referencia de un tipo de pensamiento ya pasado que, sin embargo, sigue hoy ocupando en España un espacio notable en cualquier librería que se atreva a mantener abierta una sección de antropología. Harris (2004) sigue siendo en España un ‘superventas’, uno de esos pocos antropólogos míticos y de referencia para el público culto no especializado. No importa cuán importante hayan sido otros pensadores como Evans-Pritchard, Bourdieu o Geertz; Harris se mantiene, incluso, como manual en los cursos de historia e introducción a la antropología que ofrecen nuestras universidades. Parece que de poco valen los más recientes manuales, CD-Rom incluido, como los de, Bohannan (1996) Ember y Ember (1996), Ember, Ember y Peregrine (2004) o Kottak (2003), que se ofrecen en castellano a los curiosos estudiantes. A lo largo de los años treinta del pasado siglo los antropólogos en el mundo apenas debían alcanzar la centena en el más amplio de los censos. Luchaban por hacerse un espacio en la academia, ese espacio profesionalizado en el que habitaban y habitan intelectuales, humanistas y científicos; trataban, también, de desarrollar una disciplina positiva, fundada en los hechos que poblaban el exótico mundo al que dirigían su atención. Es posible que hoy podamos ubicar en escuelas concretas a esos pocos abanderados de la antropología, de hecho algunos fueron capaces de construir escuelas cuya tradición perdura. Sea cual sea la perspectiva desde la que queramos abordar el estado actual de la disciplina, a mí me interesa destacar cómo esas tradiciones diversas de pensamiento sobre el hombre luchaban por ubicarse tanto en universidades como en instituciones de investigación o, más recientemente, organizaciones no gubernamentales como ‘Cultural Survival.’ Cincuenta años más tarde, es decir en la década de 1989, la antropología era ya una actividad bien consolidada y con una amplia tradición literaria. Se había convertido en una disciplina autosuficiente, es decir, tenía sus propias autoridades y obras claves en las que soportar los trabajos que continuaban o desafiaban las ideas de los maestros. Bajo la denominación de antropología se habían desarrollado, transformado y convivían distintas escuelas cuyos orígenes podían seguir trazándose más allá de los lindes de la disciplina de la antropología socio-cultural; existían, incluso, subdisciplinas como las cuatro subdivisiones tradicionales de la tradición académica estadounidense (arqueología, lingüística, antropología física y antropología socio-cultural). Sin embargo, en los años ochenta del siglo XX la antropología iba a experimentar una serie de cambios que no se podían reducir a la aparición, o desaparición, crecimiento o declinar de una u otra escuela, o, incluso, una u otra tradición. En ese momento llegaron a ocupar posiciones relevantes del mundo académico aquellos que participaron, incitaron o apoyaron las revoluciones estudiantiles, los movimientos alternativos de los años sesenta y setenta. Esos mismos actores comenzaron a percibir, asimismo, la gestación de un nuevo orden mundial postcolonial y la creciente efervescencia de lo que, años más tarde, llamamos las zonas de contacto (Pratt 1992: 7; Clifford 1997) de situaciones coloniales, post-coloniales y neocoloniales. Los traumáticos cambios que se habían incubado a lo largo de las dos décadas anteriores llegaron de un modo igualmente doloroso a la disciplina. ¿Se habían quebrado las utopías revolucionarias de los sesenta? Para muchos la antropología no solo estaba en crisis, había llegado, de hecho, demasiado lejos y era necesario volver a sus orígenes; para otros, la búsqueda de nuevos paradigmas fundados en disciplinas cercanas se habían convertido en una prioridad. Edmund Leach anunciaba, en 1967, a un publico general en una serie de conferencias emitidas en la radio de la BBC, que el mundo estaba en explosión y que no sólo nosotros sino la misma antropología tenía que reorientarse hacia esos nuevos escenarios de cambio y ajustar a ese nuevo mundo sus métodos de análisis y perspectivas. A lo largo de aquellos años, varios textos claves insisten en reinventar (Hymes 1972) o repensar (Leach 1961) ? la antropología, de hecho, la fórmula re-algo se convirtió en toda una moda, por ejemplo, se pueden mencionar dos influyentes textos: Reinventing Anthropoloy o Rethinking Anthropology; o, incluso, en un género dentro de la antropología. La antropología, como el mundo actual, parece estar sujeto a una fuerte aceleración. Todavía hoy algunas de las nuevas tendencias aparecidas en las últimas décadas apenas pueden etiquetarse y, si lo hacemos, corremos el peligro de adscribir a las mismas a quienes no se sienten miembros de ellas. Así, no resulta inusitado enmarcar a Clifford Geertz entre los postmodernos cuando el mismo se siente ofendido de semejante afiliación. En estas circunstancias, muchos consideran que la antropología se define hoy mejor por su eclecticismo que por la suma de las distintas escuelas que se desarrollan en su seno. La antropología hoy, o mejor dicho, a lo largo de las tres últimas décadas ha perdido su inocencia. Un recorrido que puede ilustrarse en las diferencias visibles que existen entre libros de memorias etnográficas como Tristes Trópicos Claude Lévi-Strauss y El antropólogo inocente, de Nigel Barley. Eran tiempos en los que se sentía el cambio y se proponían nuevas alternativas disciplinares, a veces grandes alternativas teóricas como la teoría de la práctica de Pierre Bourdieu, para un mundo en profunda transformación. Los antropólogos perdían su posición de analistas de los objetos humanos y se convertían en seres humanos ellos mismos, se hacían claramente visibles en el trabajo que llevaban a cabo y eran dolorosamente conscientes de la importancia que la escritura tenía en su disciplina. ¿Qué ha pasado en nuestra disciplina desde la ruptura del paradigma positivista? Creo, como ya indicó Jack Godoy, que una aproximación tradicional de la historia y teoría antropológica al “agrupar antropólogos e ideas en categorías únicas hace difícil entender su trabajo” (1995: 208). Si nos limitamos a clasificar y organizar, ¿dónde encajaremos la antropología de la escritura, la integración en un mismo discurso analítico de las dimensiones temporales y espaciales de la actividad humana, el desplazamiento que ha sufrido el trabajo de campo clásico como elemento central para la construcción de los nuevos antropólogos, la afirmación de identidades antropológicas que no se fundamentan en la repetición o simulación automática de esquemas disciplinares propios de otras tradiciones, el aprendizaje de escuelas de pensamiento como el postmodernismo o el feminismo que han sabido dirigir su mirada crítica no sólo al ser humano sino hacia la práctica y construcción de nuestra propia disciplina? Los ‘giros’ de la antropología y los reinados de la cultura y la etnografía. Por paradójico que pueda parecer, el preludio de los radicales giros cultural, literario y etnográfico que se produjeron en cascada desde los años setenta del siglo XX hasta, prácticamente la actualidad, tiene su origen en algunos de los antropólogos que, durante los últimos años claman en contra de los desvaríos de algunos colegas e incluso, discípulos más jóvenes. De todos ellos quizá el caso más paradigmático sea Clifford Geertz. A lo largo de los últimos años hay una expresión que parece caracterizar el centro de sus argumentos con respecto a muchas de las tendencias que el inicialmente inspiró. La expresión es: ‘No era eso’. ‘No era eso’ repite Clifford Geertz cuando alguno de sus pocos discípulos, como Paul Rabinow defienden un giro metodológico y filosófico que cuestiona de un modo más radical los presupuestos de abanderados de la generación del primero como Edward Evans-Pritchard o Pierre Bourdieu. No era eso cuando, tomando la antorcha que, de nuevo, Geertz encendió en una serie de conferencias que impartió en la Universidad de Stanford en 1983?, antropólogos como George Marcus, Michael Fischer, James Clifford o Renato Rosaldo abordan experimental y programáticamente los retos que suponen en la actualidad escribir las y sobre las culturas?. No era eso cuando el interpretativismo que el lidera, y que han seguido desarrollando otras discípulas menos díscolas como Sherry Ortner, se transforma en reflexivismo o, incluso en postmodernismo extremo. Ni tampoco era eso cuando antropólogas feministas como Henrietta Moore o pensadores recientemente desaparecidos como Edward Said atacaban las visiones del mundo basadas en perspectivas que según ella o él eran sesgadas y parciales. ¿Qué era entonces? Para James Clifford, el periodo histórico que se extiende desde la década de los setenta del siglo XX al año 2000 se caracterizó en las universidades estadounidenses y el entorno académico anglosajón, luego abordaré brevemente que pasó en España, por profundos cambios. “En las universidades [dice Clifford], llenaban las clases nuevas y diversas poblaciones; los cánones [establecidos] estaban sujetos a escrutinio [crítico]; los géneros y disciplinas académicas se difuminaban. Incluso en el relativamente aislado entorno académico que frecuentaba, existía una sensación dominante de estar siendo desplazados, minados, provocados por fuerzas históricas de dimensión mundial: los asuntos sin finalizar de los globales sesenta, los movimientos sociales, las nuevas políticas de representación y cultura, el auge del neoliberalismo, las nuevas formas del imperio, las comunicaciones, el gobierno y la resistencia. Muchos términos con un guión incluido en ellos daban constancia de esos cambios: ‘post-modernidad’, ‘capitalismo tardío’, ‘globalización’, sociedad ‘post-industrial’, ‘descolonización’, ‘multiculturalismo’, ‘transnacionalidad’, el ‘sistema mundial de culturas’ … Luchamos [continúa Clifford] por ubicarnos en una maraña de historias sin el beneficio de una visión general o hindsight. Hay más cosas en la modernidad que las que habiamos soñado gracias a la [disciplina] económica y la sociología”. “Necesitamos, [finalizaba Clifford] un realismo más contingente y multiplemente posicionado” (Clifford, 2003: ii). Para él, la propuesta alternativa, que en modo alguno busca imponer hegemónicamente, se fundamenta en el ejercicio de una antropolgía que se ubica en los límites de la misma, en un ejercicio auto-reflexivo, etnográfico e histórico, críticamente abierto. Ahora bien, la naturaleza inacabada, contingente, experimental que hoy domina las distintas prácticas antropológicas no debe, en mi opinión, llevar a pensar que ‘todo es válido’ en la práctica antropológica contemporánea. Si bien es posible que esa práctica haya renunciado a la formulación de grandes teorías, no es menos cierto que la interrelación entre teoría y práctica nunca han sido reconocidas de un modo más explícito. Véase por ejemplo, el Outline of a Theory of Practice de Piere Bourdieu?, las Reflexiones sobre el trabajo de campo de Paul Rabinow (1977), “The Dialogic of Ethnology” (1979) o Moroccan Dialogues (1982)de Kevin Dwyer; la biografía de Tuhami de Vincent Crapanzano (1980), o Time and the Other: How Anthropology Makes Its Object de Johannes Fabian (1983) que se fundamenta en un artículo del año 1971?. Es muy posible que ésta sea una de las caracterizaciones mayoritariamente compartidas por los antropólogos en ejercicio: nos manifestamos disciplinarmente mediante una práctica teórica en la que la etnografía y una metáfora central y dominante, la cultura, nos permite abordar las representaciones culturales en relación con las configuraciones sociales a las que nos aproximamos de un modo predominantemente intersubjetivo?. Tras el Postmodernismo. Sea cual sea nuestra posición personal no es posible hoy practicar la antropología sin reconocer algunos principios básicos heredados del postmodernismo. Como indica Fredrik Barth (1993) en Balinese Worlds, un antropólogo cuya trayectoria no puede ser acusada de nihilista y solipsista, “la crítica postmoderna nos ha enseñado a admitir más fácilmente la disonancia intrínseca en la vida social tal como efectivamente se desarrolla y las cualidades surrealistas de las variadas representaciones que construyen los repertorios culturales. Acepto la validez de tales observaciones y deseo tener totalmente en cuenta esas observaciones en mis análisis” (p. 7). Pero ello, Barth indica, no significa seguir todos los postulados surgidos en el variado y diverso mundo etiquetado bajo el título de postmodernismo. No tenemos que renunciar a hacer construcciones teóricas. “Tenemos sólo que aprender a hacerlo de un modo diferente, a no estar encadenados al axioma de un mundo coherente. Nuestro objeto de estudio no carece de forma, y no se puede deducir esa falta por el simple hecho de que [el mundo] muestre desorden e indeterminación” (p. 7). Son compatibles un cierto nivel de orden, que se relaciona con las prácticas cotidianas, y un cierto nivel de desorden que se relaciona a su vez con la capacidad de reinterpretación, invención y recreación de los seres humanos, de su actividad como agentes. Sólo tenemos que elaborar, nos dice un experimentado teórico y etnógrafo como Barth, modelos capaces de integrar un cierto nivel de coherencia con las decisiones y actividades que día a día toman las personas y pueblos sobre las que investigamos. Es decir, si generalizamos el caso a que he hecho alusión, una parte importante de la antropología desarrollada por los antropólogos más apegados al trabajo de campo y la teoría social clásica de la antropología, trata de integrar en un mismo ámbito de análisis los hasta entonces tenidos por incompatibles conceptos de agencia, evento o estructura social. Los giros reflexivo, cultural, literario y etnográfico a los que ya he hecho mención no son sólo la respuesta a una serie de circunstancias históricas y transformaciones que se están produciendo a escala mundial desde la década de 1960, sino, también, a un cambio de índole epistemológico que, sin duda podemos explicar del mismo modo que abordamos el trabajo de campo: de un modo situacional. A lo largo de los sesenta del siglo XX y una parte importante de los setenta se desarrollan los últimos grandes intentos de formular grandes teorías? para explicar al ‘hombre’ (y estoy siendo preciso al referirme a los seres humanos como al hombre). A pesar de que, en algunos casos, son grandes las diferencias que existen entre las distintas escuelas en que podemos etiquetar el despliegue del pensamiento antropológico de los últimos años (estoy pensando en las llamadas escuelas interpretativista, reflexiva, orientalista, postmodernista, feminista, postestructuralista). Creo que todas ellas se fundamentan, cuando menos, en una sospecha sistemática hacia los modelos y concepciones procedentes de las ciencias naturales. Como ilustran de modo magistral la obra de Geertz, los últimos trabajos de Evans-Pritchard, o la rebelión postestructuralista de Bourdieu, durante esos años asistimos a la demolición del estructural-funcionalismo entendido de un modo estricto, del estructuralismo francés o de las escuelas lingüísticas relacionadas con el círculo de Praga. Con esta afirmación no estoy saludando la desaparición o la falta de trascendencia de sistemas de pensamiento muy estructurados sino que creo que los ya mencionados movimientos dejan de encarnar el ideal teórico de la antropólogos (al menos de la mayor parte de ellos). La fenomenología, la hermenéutica, el nominalismo, y, sobre todo, una renacida concepción de la identidad humanística de la antropología, rearraigan las nuevas prácticas antropológicas dentro de una trama de referencia distinta. Esta transformación epistemológica de gran calado esta relacionada con varios fenómenos claves dentro de una disciplina que tiende a definirse, tal como indica Michael Herzfeld (2001), como el estudio del sentido común (incluido, por supuesto, el nuestro). La antropología contemporánea, más que definirse por la existencia de un objeto de estudio lo hace por una perspectiva específica que, por cierto, no parece fácil de definir. Esta claro que la disciplina actual comparte una apreciación positiva de la diversidad y una crítica de la desigualdad. Parece, además, que muchos concebimos más la antropología en un taller que en un laboratorio, nos atrae más la artesanía que la producción en cadena. De hecho, hay manuales de antropología que fundamentan su enseñanza en la experiencia, como es el caso del redactado por Carol Delaney (2004). Durante las últimas décadas la antropología ha perdido, en primer lugar, su objeto de estudio entendido este, como sociedad primitiva, o como objeto mismo. Ya no podemos hablar de un nosotros y un ellos, de observador y observados, pues la propia posición del antropólogo ya no se caracteriza por ser exterior al mundo que estudia, sino por formar parte de él. La reivindicación del trabajo de campo como viaje a otro lugar es reconocida hoy como una ficción necesaria en la que la práctica antropológica produce un texto, una representación que puede ser entendida de modo dialógico o situacional. También ha desaparecido, en segundo lugar, esa dicotomía moderno/tradicional, esa separación en el tiempo presente del antropólogo occidental y el mundo pasado del objeto de estudio tradicional. En tercer lugar, hoy se reconoce el difícil equilibrio en la práctica antropológica entre la escala global, que ha transformado al mundo en un espacio múltiple, multivocal, vivido casi en tiempo real por todos sus habitantes, y la pequeña escala de las prácticas cotidianas de los hombres y mujeres a los que los antropólogos se aproximan y con los que se relacionan en su trabajo. Y en último lugar, el concepto de cultura, entendido éste como el paradigma básico en torno al cual se agrupan nuestros demás conceptos, ha sido sometido a una profunda discusión. Primero fue la idea de sociedad, de una sociedad integrada la que fue puesta en duda, ahora es la cultura la que parece pasar desde el territorio de las herramientas analíticas propias a las del enemigo. Este es un fenómeno interesante de la antropología: una vez que un concepto se traslada al exterior de la disciplina o se populariza en otros ámbitos, puede sufrir el ostracismo de los antropólogos, o, como muestra el caso de Fredrik Barth y su actual relación con el término grupo étnico. Un concepto puede entablar una relación angustiosamente dramática con uno de sus creadores como es el caso del concepto del grupo étnico. Para Barth es monstruoso aplicar ese concepto del modo que se ha hecho para explicar la guerras que desmembraron Yugoslavia?. Creo que unos de los aspectos más relevantes que enfrenta el antropólogo con respecto a su sociedad es el modo en el que sus concepciones y perspectivas ‘viajan’ hacia el exterior de su discurso académico, así como el modo en que podemos responsabilizarnos de un fenómeno que, a menudo, escapa de nuestra capacidad de actuación. Desde esta perspectiva se entienden artículos como el de Lila Abu-Lughod (1991: 137-62) en el que escribe en contra de la cultura como mecanismo de dominación de los seres humanos, o la antropología crítica de autores como Johannes Fabian (2001), o revistas como Dialectical Anthropology y Critique of Anthropology. Cada de una de las escuelas, de los antropólogos que queremos señalar como más relevantes de las tres últimas décadas ha respondido de un modo relativamente distinto a los cuatro fenómenos claves a los que acabo de hacer mención. Desde el inicial giro epistemológico, que hemos identificado fundamentalmente con el interpretativo pero que puede relacionarse, además de las ya mencionadas escuelas, con otras perspectivas y tendencias también recientes como las que reevalúan las doctrinas de Max Weber (Jean y John Comaroff, Anthony Wallace), la antropologías simbólicas (Victor Turner), marxista (Maurice Godelier o Claude Meillassoux) y postestructuralista (Pierre Bourdieu), los nuevos estudios de ecología cultural (Roy Rappaport, o en la Costa Noroeste, Wayne Suttles), y una línea cercana al marximo que reivindica la transcendencia de la economía política (que representaron expertos como Eric Wolf; o abogados del sistema mundo, como Immanuel Wallerstein); hasta los otros grandes ‘giros’, en concreto el literario y etnográfico, la antropología ha mostrado una vitalidad experimental y creativa difícil de relacionar con las crisis que la habita. No sólo los géneros se difuminan como indicaba Geertz en 1980, no sólo estamos ante un cambio de tendencia esencial, es posible que, como defiende James Clifford, que la naturaleza interdisciplinaria de la antropología convierta a los antropólogos hoy en practicantes de una disciplina con una identidad difuminada. De ahí la pérdida, supuesta o real, de la legitimidad penosamente adquirida en su proceso institucionalizador. Quizá, como insiste el mismo autor, la verdadera fortaleza de una disciplina tan vulnerable, tan poco disciplinada como indica Geertz en su primer volumen de memorias, sea su capacidad por desarrollar su actividad de un modo abierto, crítico con su propia autoridad. Esta es, en mi opinión, una de las virtudes que la convierten en una actividad tan dinámica y, a menudo, influyente en otras disciplinas íntimamente relacionadas como los estudios culturales, la historia, o la geografía. Estrategias para la práctica teórica. Pero más allá de adscripciones teóricas, meticulosa y excelentemente detalladas en historias y tratados recientes, creo que un buen modo de aproximarnos a las corrientes antropológicas de los últimas décadas es aplicando la cualidad que convirtió a Ralph Gordon Willie, según uno de sus discípulos y sucesor en su cátedra de Harvard, Bill Fash, en uno de los arqueólogos y, me atrevo a decir, uno de los antropólogos más destacados de su siglo: la capacidad de integrar ideas, conceptos y perspectivas percibidas por sus practicantes como incompatibles u opuestas. Desde esa voluntad creo que es posible sintetizar los treinta últimos años de la antropología como un viaje intelectual que nos llevó desde unos espacios de la práctica, entendido éstos de un modo muy abstracto, a otros profundamente relacionados con el nuevo mundo del capitalismo tardío y la globalización que hoy parece dominar totalmente nuestros horizontes. Si seguimos la síntesis que hace Bruce M. Knauft sobre las genealogías del presente en la antropología (1996, 1997) y sus últimas tendencias teóricas, las condiciones exteriores a las que hemos tenido que ajustarnos los antropólogos durante una etapa que podemos denominar como de capitalismo tardío o postmodernidad son las siguientes: • • • “el enorme crecimiento de las industrias de servicios; el relativo declive del industrialismo fabril; el relativo cambio de una economía industrial a una economía basada en la electrónica y los medios de comunicación de masas el incremento de la información, del flujo de la información, y la velocidad de comunicaciones y movimientos a través de límites geográficos y sociales el cambio relativo desde la producción de bienes a la producción de signos – de la producción del “valor de uso” a la producción del consumo • • • la comprensión espacio-temporal: [que] acentúa la dislocación de la experiencia el cambio organizativo desde la centralización fordista a la acumulación flexible el colapso de los regímenes socialistas y comunistas de gran escala; una desilusión creciente con las grandes visiones de la democracia liberal occidental; la descentralización del capital político” (Knauft, 1996: 65-66). Sin duda, esas circunstancias externas, entre las que destaco por su impacto teórico, la compresión espacio temporal y los procesos de flexibilización, a veces relacionados con un aumento de intensidad, de los valores de la información, los bienes consumidos y la propia políticas de la identidad (a los que a menudo acompañan reacciones adversas a ellas en), han ejercido una influencia en nuestra disciplina de un modo, al menos tan intenso como los llamados giros culturales que se asocian con las escuelas postmodernas. En vez de ubicar mis argumentos de un modo exclusivamente temporal, he optado por usar el término viaje ya que, mas que una evolución, lo que ha caracterizado a lo largo de las últimas décadas mucho de lo elaborado obedece más a la reflexión y crítica sobre nuestra propia actividad que a otros elementos. Nos hemos preocupado por el modo en el que concebimos las prácticas etnográfica y teórica en un sentido más amplio; y esta perspectiva nos ha enfrentado a nuestro modo de entender el mundo y el lugar disciplinar desde el que lo intentamos. Como ya he indicado anteriormente, el primero de los giros, o giro interpretativista que se produjo en el entorno del comienzo de los años setenta del siglo XX, y que puede, también, considerarse una revolución epistemológica, desató una serie de reacciones en cadena, teóricas y etnográficas, opuestas a menudo pero profundamente interrelacionadas. La reteorización que Geertz hizo del concepto de cultura es, en mi opinión, una de las claves que debemos considerar. Un concepto de cultura, que enfatizaba la dimensión semántica y significativa de la cultura en la que se insertaba el que hasta entonces era un concepto opuesto al mundo de los significados: el de agencia. Gracias a esa articulación, la dualidad cultura / sociedad se reintegraban en una visión teórica y práctica global que no reivindicaba la existencia de sistemas sociales y culturales cerrados y que permitía, a su vez, jugar con las dimensiones colectivas e individuales del ser humano (Ortner 1997a y 1997b). Del mismo modo, en otros territorios y simultáneamente, otras tradiciones antropológicas enfrentaban las limitaciones teóricas en la que la práctica antropológica se encontraba tras las transformaciones del mundo no occidental, -- gracias al proceso descolonizador abierto tras las Segunda Guerra Mundial--, y en el mundo occidental, producto de las profundas transformaciones que se estaban generándose como consecuencia de la transformaciones a las que ya he aludido. La división entre antropología social y antropología cultural perdía de un modo acelerado los últimos argumentos que las separaban una de otra. En el Reino Unido, Edward Evans-Prtichard miraba a la disciplina desde un renovado humanismo que no se combinaba bien con las posiciones más canónicas del estructural-funcionalismo; en Francia, asistimos a una explosión de distintas perspectivas teóricas que, en general y de modo un tanto impreciso, reaccionaban frente a un estructuralismo excesivamente sistematizador y alejado de los conflictos sociales que habían sacudido en la segunda mitad de los años sesenta las democracias liberales occidentales. Por ejemplo, frente a Lévi-Strauss, surgieron las revoluciones postestructualista de Pierre Bourdieu y su influyente teoría de la práctica, el combativo marxismo de Maurice Godelier o Claude Meillassoux, así como otras serie de posiciones más integradores de diversas tradiciones de pensamiento como las que representan Marc Augé o Marc Abélès. Un poco más allá del ámbito disciplinar estricto de la antropología, obras como las de Michel de Certeau o Michel Foucault, o se insertaban en la antropológica o sacudían de un modo radical nuestra propia concepción del mundo. Hay que destacar que, del mismo modo que los primeros sociólogos y antropólogos franceses ejercieron una profunda y peculiar influencia en la antropológica social británica, los de la última etapa a la que acabo de hacer mención han tenido y tienen, también, una profunda relación con algunas de las más innovadoras propuestas elaboradas en los Estados Unidos (estoy pensando en Marshall Sahlins, James Clifford, Paul Rabinow o Michael Herzfeld por mencionar algunos de los casos más destacados). A una creciente polifonía de voces se van uniendo, aquellas procedentes de la India y su fuerte escuela de estudios subalternos (también bien representada en los Estados Unidos, en los casos de Arjun Appadurai, o Gananath Obeyesekere); o Latinoamérica y las renovadoras y contrastantes visiones de las modernidades que podríamos encarnar en las figuras latinoamericanas y latinas de Néstor García Canclini, Renato Ortiz, Renato Rosaldo y Ruth Behar. Los antropólogos hoy reconocen y se reconocen en la misma naturaleza híbrida del mundo que convierten en su objeto y sujeto de estudio. En todos los casos, la creciente elaboración de tramas teóricas abiertas, supusieron que la misma exploración de propuestas hechas por un investigador llevaran, leídas por otros, a posiciones inaceptables para aquellos que las lideraron inicialmente. Este es el caso del primero de los cuatro viajes con los que quiero sintetizar las transformaciones que la antropología ha vivido durante las últimas tres décadas, y que he titulado: 1er Viaje: Del antropólogo como autor a una disciplina poco disciplinada El descubrimiento del antropólogo como autor, que en el lado británico se completó con la aproximación de Jack Goody a las diferencias entre la textualidad y la oralidad, enfrentó a Geertz y Goody con una desagradable sensación que ponían en duda nuestro papel de testigos y científicos, ¿Somos en realidad una suerte de demiurgos de un mundos en desaparición? La profesión de fe del antropólogo: esto es así porque yo estuve, o mejor dicho, lo vi, se volvía en nuestra contra. ¿Eran las representaciones hechos sociales en sí mismos como afirmaba Paul Rabinow (1986)? Desde la perspectiva de la escritura de la antropología, muchos de los principios fundacionales de la antropología se mostraban frágiles cuando no insostenibles. En el recorrido iniciado en 1983 con las conferencias de Geertz en la Universidad de Stanford (1988) sobre la escritura de algunos de los antropólogos más influyentes?, y oficialmente abierto en letra impresa en 1986 con la publicación de Writing Cultures: The Poetics and Politics of Ethnography, se ha llevado a cabo, tanto una profunda reflexión sobre la naturaleza de la escritura antropológica, como una búsqueda, por cierto poco disciplinada, como diría el mismo Geertz, de los géneros más adecuados de los que se ocupa la antropología. 2o Viaje: De la crítica antropológica a la desaparición práctica de los objetos de estudio También en 1983 se publicaba la que representa, en mi opinión, la mejor síntesis crítica de los trabajos antropológicos. Me refiero a Time and the Other: How the Anthropology Makes Its Object de Johannes Fabian que representa una crítica demoledora al modo en que la disciplina construía el objeto de estudio y, sobre todo, al modo en que ese objeto no solo era reificado de un modo nada acorde con los tiempos que vivíamos sino, sobre todo, de cómo le despojábamos de la dimensión temporal que los convertía en seres humanos coetáneos. Desde esa visión, según expresión del propio Fabian, “alocrónica” del mundo se producía una suerte de extraño compromiso en el antropólogo. Éste se ubicaba simultáneamente del lado del estudiado, comprometido con el mundo al que se aproximaba y compartía, a la vez que se desentendía de él y se autoeliminaba como parte de la construcción del objeto. Ya desde las propuestas revolucionarias de los sesenta diversos antropólogos buscaban una disciplina acorde con los tiempos. La crítica que ejemplifica Fabian, pero que puede extenderse a otros antropólogos como Eric Wolf, Bob Scholte, Talal Asad o Kathleen Gough, se fundaba en un fuerte cuestionamiento al ejercicio etnográfico, que ahora se comenzaba a entender como la producción de un conocimiento intersubjetivo?, así como una serie de respuestas diferentes a la necesidad de concebir al ser humano en el mismo tiempo histórico. Como consecuencia de todo ello, desaparecerá, para algunos, el objeto de estudio, para otros el compromiso político se acentuará sin derribar totalmente unas barreras que los defensores de estas tesis, consideran que no deben desaparecer totalmente en aras de la disciplina. 3er Viaje: De un mundo estructurado a uno de acontecimientos Pese a las numerosas dimensiones que implica una discusión a fondo de la función del antropólogo como escritor y como crítico del mundo que habita, existían dos esferas teóricas, de gran relevancia que parecían irreconciliables y que parecían también, delimitar los límites de la antropología. Para aquellos más cercanos a los presupuestos sociológicos y estructural funcionalistas de la disciplina, su mundo giraba en torno a visiones estáticas; mientras que, para aquellos más comprometidos con posiciones fenomenológicas o de análisis cultural, la clave se centraba en torno a los eventos. De un modo excesivamente simplista algunos críticos percibieron este choque teórico como el enfrentamiento entre la antropología y la historia. Espacios que no necesariamente son incompatibles como Bernard Cohn ha mostrado a lo largo de su carrera. ¿Podían combinarse ambos en un mismo ejercicio teórico y de comprensión de grupos humanos concretos? Para aquellos interesados en ganar una buena perspectiva de conjunto del reto que suponía la interpretación de eventos y reconstrucción de estructuras nativas ya desaparecidas no hay mejor introducción al problema que la llamada polémica sobre la muerte del capitán Cook que mantuvieron a la largo de los años noventa del pasado siglo Marshall Sahlins y Gananath Obeyesekere?. Una discusión sobre la naturaleza de la interpretación que ha profundizado notablemente en el modo en el que concebimos hoy la interpretación del comportamiento de los estudiados desde su propia perspectiva y en el uso de material tradicionalmente histórico para nuestro trabajo?. 4o Viaje: De la antropología urbana al estudio de las ciudadanias flexibles y las sociedades transnacionales En 1997, en el Congreso Anual de la American Anthropological Association asistí a un final de viaje institucional interesante. En una sesión plenaria de la Society for Urban Anthropology se discutió la adecuación de este nombre con respecto al trabajo que ahora practican los antropólogos urbanos. De modo unánime se decidió cambiar el nombre de la sociedad de antropología urbana por uno adecuado a los tiempos y se aprobó, de modo igualmente unánime uno bastante revelador: Society for Urban, National & Transnational / Global Anthropology. ¿Se trataba de una puesta al día estratégica desde el punto de vista de política académica o indicaba transformaciones de mayor calado en un campo de especialización cada vez más central en nuestro trabajo? Sin duda, ambos aspectos jugaron de un modo determinante en la decisión. La dimensión crecientemente urbana y, por otra parte, la profunda transformación de los límites de lo urbano como dimensión articuladora central de los procesos de construcción de identidades transnacionales y la globalización, hacían aconsejable un cambio de denominación que refleja la creciente disolución de los límites espacio-temporales que han dominado la experiencia social y cultural humana a lo largo de sus existencia previa. En líneas generales, las profundas y complejas transformaciones que ha sufrido la disciplina en los últimos años se pueden sintetizar, en mi opinión, en la siguiente afirmación: la antropología ha renunciado a los grandes paradigmas que la instituyeron y se ha embarcado en búsquedas más modestas, la disciplina ni puede seguir sosteniendo su posición exterior con respeto al mundo al que se aproxima, a pesar de su afición por ubicarse en los márgenes o zonas de contacto, ni puede tampoco dejar de percibirse como diversa e inacabada. Con el paso del tiempo no me cabe la más mínima duda que volverán a esbozarse grandes propuestas teóricas, sin embargo creo que se fundarán en principios menos dogmáticos y que aquellos que las desarrollen serán más conscientes de su vulnerabilidad. Un buen ejemplo de los territorios que transita la antropología contemporánea es el controvertido manual de antropología escrito por Michael Herzfeld a partir de una serie de artículos escritos por distintos antropólogos, publicados anteriormente como dos números monográficos de la Revista Internacional de Ciencias Sociales de la UNESCO, y que se titula: Anthropology. Theoretical Practice in Culture and Society (2001). Para Herzfeld y, podemos suponer, para los autores que conforman los textos desde el que parte esta síntesis final, la antropología es una disciplina que se ocupa de “las relaciones [existentes] entre la sociedad y la cultura” y es el “estudio comparativo del sentido común, tanto en sus formas culturales como en sus efectos sociales” (2001: x). Un sentido común que, como solemos afirmar en un dicho local, es paradójicamente el menos común de los sentidos con los que solemos vivir. Situando la antropología española Y ¿qué se puede decir con respecto al lugar y despliegue de la antropología española? ¿De qué modo encaja dentro de esta amplia y personal visión del estado actual de nuestra disciplina? Si anteriormente, aludía a la importancia de las condiciones y percepción del mundo exterior que habitamos, la antropología española ha sido y tenía que ser semejante y distinta ante las poderosas prácticas y escuelas agrupadas en torno a los idiomas inglés y francés. Del mismo modo que los procesos globales se localizan de forma diferente en espacios menores, en España se ha cultivado y cultiva una escritura de la cultura, una crítica antropológica, una visión de la diacronía y de los nuevos espacios semejante a la de otros lugares, pero que destaca por una dimensión humanística muy fuerte que podemos datar como más antigua que la que se produjo con el que he denominado anteriormente giro humanístico en las tradiciones anglo y francófonas. El humanismo antropológico practicado en España no sólo está sujeto a las dudas que caracterizan esta época sino que sufre, también, una compleja relación, de atracción/odio con respecto a los límites de nuestra disciplina. Dicho problema tiene, en mi opinión, su génesis, en una concepción rígida del folklorismo, en la dificultad de encajar el pasado colonial español fuera de una trama nacionalista de interpretación, o la confusa identidad étnica, cultural o nacional heredada del franquismo. Si seguimos y analizamos el desarrollo de la antropología española y de sus etapas definido, entre otros, por expertos historiadores de nuestra disciplina como Joan Prat o Josep Maria Comelles?, podremos empezar a definir con cierta facilidad semejanzas y diferencias con respecto a otras antropologías. En primer lugar, España ha pasado en pocos años de ser un espacio adecuado para un trabajo de campo, de ser una isla de historia, a convertirse en un espacio en el que antropólogos, en este caso, nativos, abordan su propio entorno o miran a territorios distantes como América Latina con los que, generalmente, comparten fuertes lazos culturales y de tradición. La segregación temporal/espacial del objeto de estudio, el “alocronismo” al que Fabian hacia referencia en su crítica de la antropología no era, por tanto, tan marcado como el de británicos, franceses, holandeses, alemanes o escandinavos e, incluso, estadounidenses varios de cuyos objetos de estudio principales se encontraba dentro de sus fronteras. Para muchos antropólogos españoles al trabajo de campo no se llegaba siquiera en metro, estaba en nuestras propias casas y en un continuado ejercicio de auto-reflexión sobre las raíces históricas y carácter de la sociedad, cultura, sociedades y culturas españolas o que componían el estado español. La antropología española que entró, a mediados de los años sesenta en los espacios de trabajo de campo tradicionales de la antropología practicada en España por británicos o estadounidenses, se ha desplazado a lo largo de las últimas décadas, hacia dos ámbitos centrales relacionados con las situaciones específicas que nuestro país ha sufrido: primero, el periodo de transición política ofrecía algunas características llamativas para una antropología preocupada por la etnicidad y las identidades sociales y culturales; y, en segundo, por los fenómenos relacionados con el acelerado proceso de urbanización española que se puede asimilar al mundial y que está relacionado con la llamada globalización. De hecho, uno de los aspectos más destacados es la eclosión etnogenética que en algunos casos respondía a movimientos de reivindicación de identidades nacionales y regionales que tenían una tradición considerable, en otros, obedecía a dinámicas más recientes. La antropología no estuvo ni fuera ni dejó de atender este fenómeno vital en la reestructuración de España. A lo largo de los últimos años, la sensación de urgencia de estudios de esas características han dejado paso a los relacionados con la acelerada integración/globalización de España. Una revisión a los trabajos presentados, orientaciones y contenidos de los últimos congresos de antropología de las asociaciones de antropología del estado español nos muestra cómo se ha producido, en mi opinión, una convergencia temática y de perspectivas con la antropología social europea, inmersa también en un proceso de integración transnacional. Pero más allá de las variables adscribibles a escuelas y orientaciones personales dentro de lo que podríamos denominar como un espacio común y mundialmente reconocible de la disciplina, existe en la práctica antropológica española una serie de variables que la individualizan o la localizan de un modo específico. Para empezar, la peculiar relación de España con América, la temprana crisis de identidad nacional de 1898, las supuestas anomalías históricas que España ha vivido con respecto a las naciones de su entorno, la hibernación a la que nos sometió la dictadura franquista, y el proceso de institucionalización y normalización de nuestra disciplina han contribuido de un modo relevante a individualizar la antropología española y a ‘practicar’ en espacios relativamente originales. Desde el punto de vista formal, la antropología española ha recorrido de un modo acelerado el camino de institucionalización (1973-78) y normalización (1978-2000) que en otras latitudes tuvo lugar a lo largo de décadas. No se trata aquí de volver a entrar en las polémicas sobre la existencia o no de antropologías nacionales o de si debemos aspirar a una disciplina sin fronteras, en el caso de que éstas ejerzan alguna influencia, sino de reconocer el modo en que, por una parte, los lugares en los que los antropólogos españoles han hecho su trabajo y las personas con las que han mantenido una relación de tipo etnográfico han influido en los desarrollos conceptuales y teóricos de la disciplina (una perspectiva que se reconoce en distintas tradiciones nacionales o escuelas teóricas); y, por otra, asumir como componentes de la tradición española, en un sentido amplio, aquellos precursores que discurrieron a lo largo de temas, preocupaciones o planteamientos con los que los antropólogos españoles se han relacionado de algún modo. La cuestión, en mi opinión no es tampoco volver a discutir sobre las cualidades y o valores antropológicos de misioneros, oficiales de la Corona o viajeros más o menos ilustrados que han ejercido un impacto o mediado en el modo en el que conocemos los mundos americanos y españoles pasados y presentes, sino de reconocer la fuerte influencia que han tenido estos autores sobre los antropólogos españoles preocupados tanto de España como de América. Un excelente ejemplo de la peculiar aproximación antropológica española lo constituye el caso de uno de nuestros antropólogos más internacionales: Julio Caro Baroja. Un intelectual con una trayectoria poco institucional, un elemento por otra parte nada extraño entre los promotores de la antropología en los países con una mayor tradición antropológica; y una serie de preocupaciones y ámbitos de estudio que desbordan con claridad los límites clásicos de nuestra disciplina. Por ello, no deja de resultar chocante y paradójico para el lector español la declaración que hace James Clifford cuando en una entrevista celebrada en 1994 en Río de Janeiro, se le pregunta por el tipo de historia de la antropología, la antropología que él practica y la diferencia que tiene su aproximación con respecto a la de George Stocking. Clifford, tras reconocer el valor de las aportaciones de Stocking afirma que él es más marginal, e insiste en el interés que tiene para el desarrollo de la antropología frecuentar los bordes de nuestra disciplina ya que allí están las respuestas, temporales y fragmentarias, de lo que es hoy la antropología. Hay que preguntar qué es lo que los antropólogos decimos que no somos y, luego, fijar nuestra atención en esos ‘nos’. Existe una relación histórica entre esos límites y lo que se considera antropología (Clifford 2003: 7-12). Es más fácil decir qué no somos, y vigilar ese borde cambiante, que decir qué es la antropología. Así, dentro de la tradición anglosajona los antropólogos, según Clifford, no son ni misioneros (el antropólogo francés Maurice Leenhardt lo era), ni oficiales coloniales (siempre y cuando no consideremos a los que trabajaron para servicios de inteligencia o el ejército en los EEUU o el Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial), ni, por supuesto, escritores de libros de viajes, aunque hemos de reconocer que, durante los últimos años, esa dimensión esta ocupando algunas áreas de nuestro trabajo relacionadas con la escritura de las culturas. Tanto es así que el último libro publicado por Ulf Hannerz (2004), otro antropólogo escandinavo poco sospechoso de postmoderno, revolucionario o experimental, se atreve a comparar a los corresponsales periodísticos y su construcción de un objeto ‘exótico’ con el de los etnógrafos que se enfrentan a un entorno muy distinto del suyo. Si, ahora retornamos al panorama de la antropología española y al modo en que ésta se ha desplegado temática e institucionalmente, cómo se relaciona con sus límites exteriores y con qué autoridades y obras no antropológicas se relaciona, podremos abordar las semejanzas y peculiaridades que destacan en nuestra antropología. La antropología española no sólo esta profundamente relacionada con las tradiciones francesa, británica o estadounidense sino que, además, ha practicado en unos ámbitos hasta hace poco exteriores a la costumbres de otras tradiciones. Es llamativa la proporción y la intensidad con la que los antropólogos españoles han recurrido a los archivos o a fuentes escritas del pasado. Esta peculiaridad no sólo se debe a los límites de las circunstancias históricas en la que se desarrolló la disciplina en las últimas décadas del siglo XX. Tenemos hoy en España, una antropología social y cultural profundamente interrelacionada con las tradiciones francesa, británica y estadounidense, pero tenemos también una antropología marginal crecida en una tradición periférica que se ha relacionado, ha hecho uso, y recibido inspiración de autores/objetos de estudio claramente foráneos a otras tradiciones antropológicas. Por ello no deja de resultar doblemente paradójico que aquellos que según James Clifford no son antropólogos hayan sido considerados como tales por una parte de los primeros antropólogos españoles y que, otros de nuestros padres fundadores, como es el caso de Claudio Esteva Fabregat, hayan combatido por una ruptura con respecto a la tradición española que permitiera el desarrollo de antropólogos y departamentos de antropologías semejantes a los que existen en los Estados Unidos. Carmelo Lisón, impulsaba, por su parte un modelo británico más sensible a la incursión en la documentación tradicionalmente histórica. El reconocimiento del desarrollo actual de la antropología española nos incita a replantear viejos y conocidos interrogantes ¿Se trata de afirmar ahora que estaban en los cierto aquellos que afirmaban que personajes como Sahagún eran etnólogos? O, simplemente, que la antropología española esta particularmente dotada, gracias a sus ambivalencias identitarias y peculiares reivindicaciones nacionalistas y coloniales, para explorar unos límites que nunca estuvieron muy claros. ¿Cómo se relacionan estas prácticas con las tradiciones dominantes de la antropología, con los núcleos centrales de producción teórica y de monografías etnográficas? Sin duda, esta peculiar ambigüedad, con respecto a las tradiciones dominantes en nuestra disciplina, es merecedora de un análisis antropológico en sí mismo. Una auto reflexión que convendría abordar de un modo crítico y que ofrecería interesantes perspectivas tanto a la antropología en general como a la antropología española y el estudio de las identidades de España en particular. El giro ‘optimista’ de la antropología más reciente Hacia mediados de la década de los noventa del siglo XX, en el mismo momento en el que personajes tan notorios e influyentes como Clifford Geertz (Handler 1991) o Marshall Sahlins (1993, 1995, 2002), anunciaban la próxima desaparición de la disciplina o denunciaban la lobotomización que había producido el postmodernismo en los más brillantes estudiantes de antropología, otros autores más jóvenes anunciaban un futuro positivo y nuevo para la disciplina. Tras un periodo en el que la crisis estructural provocó en las nuevas generaciones de antropólogos una sensación coyuntural de inseguridad, comenzaron a afirmarse nuevas aproximaciones como las de George Marcus, nuevos espacios de práctica de la disciplina, como Paul Rabinow (2003), Arjun Appadurai (1996), Ruth Behar (1996) o Michael M.J. Fischer (2003). Ni siquiera la desaparición de la gran teoría o de las líneas clásicas de la antropología parecían inminentes. Algunos mencionan desde hace algunos años que ya hemos superado el postmodernismo y vivimos en una suerte de post-postmodernismo. Cualquiera que sea el término que queramos aplicar a esas nuevas propuestas, a las nuevas articulaciones teóricas que comienzan a hacerse visibles en publicaciones de toda índole, algo ha cambiado radicalmente. Muchos antropólogos han dejado de ver al postmodernismo como un movimiento o mejor dicho, un estado de ánimo que se percibía como distinto al anterior, y se aproximan a él del mismo modo que otros hicieron con el estructuralismo y el resto de las escuelas ahora encasilladas en los libros de historia. Muchas de las aportaciones de los postmodernismos se han incorporado, como vimos en el caso de Fredrik Barth, a escuelas que tuvieron su origen cronológico antes que el primero de los grandes giros relacionados de un modo más o menos general con el postmodernismo. Otros antropólogos, que participaron activamente en los movimientos de vanguardia de esas décadas insisten, en rescatar lo que para ellos es más saludable, para continuar una línea de investigación que no tienen problema alguno en fundamentar en autores clásicos como Max Weber, Emile Durkheim o un Karl Marx, leídos hoy de un modo bastante renovador. Por otra parte, hemos aprendido a tener una visión más contingente de nuestro trabajo, a asumir nuestras responsabilidades pasadas del mismo modo que otros colegas lo hicieron en décadas anteriores, y hemos aprendido, sobre todo que se puede practicar una antropología ecléctica y experimental. No son raras hoy las monografías que buscan esbozar nuevas aproximaciones a nuevas cuestiones y que tratan de centrarse en temas de estudio de fenómenos claves que se están desarrollando en estos momentos, como, por ejemplo, la nueva y conflictiva visión del hombre ante el desarrollo de la biotecnología, el tráfico de órganos humanos, las características de una sociedad transnacional o la antropología de los sentimientos. Se ha producido un desplazamiento, que no desaparición, de muchos de lo conceptos y términos con los que describíamos y analizábamos a otros pueblos. Las voces como dice Rabinow, no han reemplazado a los análisis, los tropos no han triunfado sobre los conceptos (1988: 355). Hoy día están predominando herramientas conceptuales analíticas que enfatizan los procesos y el movimiento constante del mundo en el que habitamos. Hacemos, asimismo, uso de concepciones que tienden a reconocer su limitación. Más que estructuras nos interesamos por las configuraciones, las articulaciones; integramos niveles de análisis distintos, antes organizados en torno a modelos que tendían a estabilizar sus contenidos, hacemos uso de conceptos como ensamblajes (dispositivos), aparatos, embodiments, performances, cronotopos, habitus. Algunos de nuestros conceptos no se limitan siquiera a ser fríos medios para el análisis, pretenden acceder a la dimensión sensorial y a los estados de ánimo. En vez de estructura hablamos de nostalgia estructural, del pathos y el ethos, de la emoción. Enfrentamos la estructura con el evento e, incluso, tratamos de incorporarlas en campos teóricos de análisis social que me permito llamar, con todo el respeto, clásicos. Recuperamos una relación con la filosofía que durante los años setenta parecía definitivamente perdida en beneficio de un modelo asimilado de las ciencias; y buscamos, en suma, reubicarnos dentro de un mundo donde pocas cosas se perciben de un modo estable, convertimos a la problematización, una de las perspectivas características de la antropología, en un eje clave de nuestra actividad. Con todo, una antropología centrada en los ámbitos tradicionales de especialización, en la etnografía y el trabajo de campo como el taller fundamental de la antropología y la fábrica de los antropólogos goza de una salud y vitalidad, en términos absolutos y relativos, inimaginable. Y lo que quizás sea más importante, tanto en los lugares donde la antropología está más desarrollada, como en España, los antropólogos se colocan en departamentos que no son los tradicionalmente suyos y colaboran con todo tipo de organizaciones no gubernamentales e instituciones. Creo, en suma, que la antropología del futuro tiene que ser conscientes de su pasado y de los giros que ha experimentado y tiene, también, que ser capaz, sobre todo, de asumir esos cambios sin olvidar su mirada etnográfica. Quizá hoy predomine o sea vital que nos aproximemos con más urgencia a esos espacios de transición como los Centros Comerciales o los aeropuertos, es decir a todo una serie de problemas de estudio relacionados con la creciente complejidad del mundo que habitamos y de los grupos en movimiento dentro de él; sin embargo, los viejos, tradicionales espacios que habita la gente nos se han evaporado, las raíces no han desaparecido. En los Centros Comerciales, por ejemplo, nuevas generaciones desarrollan identidades alternativas sin olvidar y reconstruir sus raíces culturales y sociales. ¿No se parecen estas innovaciones a nuevas articulaciones de las nuevas dimensiones que ganaba el individuo en las ciudades tras abandonar el campo o los pueblos? A la hora de aproximarnos a nuevos temas, a la hora de identificar fenómenos novedosos no debemos dejarnos llevar por un exceso conceptual o teórico que nos impida ver a la gente. La antropología es una práctica teórica que se desarrolla y se hace con y entre las personas. Las ideas y herramientas conceptuales que desarrolla y aplica la disciplina no deben en ningún caso obscurecer a los seres humanos a los que nos aproximamos. Así las personas somos, como insiste Rabinow recordando a Foucault, el objeto y el sujeto de estudio de nosotros mismos. En ese difícil equilibrio, la antropología del futuro busca adecuarse a la situación mundial que enfrenta. Una relativamente nueva generación de antropólogos hemos visto cómo una disciplina en crisis se esta transformando en una actividad revitalizada consciente de su vulnerabilidad; aficionada de hecho a cultivar esa dimensión de su práctica que la convierte en un punto de referencia para otras ciencias sociales y humanas, y que, a la vez, la hace fuerte. A menudo, cuando nos aproximamos al análisis de la situación mundial, de la creciente y forzada homogeneización a escala planetaria, de la pérdida de la diversidad olvidamos lo que la antropología ha explorado desde hace décadas: la perspectiva de los primeros, ‘salvajes o primitivos’, hoy, ciudadanos. La antropología como dice Néstor García Canclini (2001: 16) es una disciplina que cuando quiere estudiar la ciudad no la sobrevuela como los sociólogos o la recorre desde el centro hacia el extrarradio, como los historiadores, sino que, simplemente pasea por sus calles, y deambulando por ellas, me atrevo a añadir, aprendemos de las experiencias de las otras personas que las transitan. Así crece la antropología, día a día. Bibliografía ABU-LUGHOD, Lila 1991 “Writing Against Culture”, en Richard G. Fox, ed., Recapturing Anthropology: Working in the Present, School of American Research Press, Santa Fe, Nuevo Mexico, pp. 137-162 ANTROPOLOGÍA 1992.Antropología, 3 APPADURAI, Arjun 1996 Modernity at Large. Cultural Dimension´s of Globalization. University of Minnestota Press, Minneapolis. ARDENER, Edwin W. 1971 “The New Anthropology and Its Critics”. Man (n.s) 6: 449-467. BANAJI, Jairus 1970 “The Crisis of British Anthropology”, New Left Review, 64: 71-85. 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