Monge 05 Nuevas Tendencias.pdf

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Nuevas Tendencias en la antropología contemporánea?
Fernando Monge
Centro de Humanidades
Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Desde hace algo más de cuatro décadas parece imposible aproximarse, o practicar
la antropología sin toparse con una serie de criterios o lugares comunes que parecen
superar las diferencias entre las escuelas dominantes. Existe, a partir de entonces una
suerte de territorio compartido por todos y que tiene su origen en las utopías de los
sesenta, en las revoluciones estudiantiles y, sobre todo, en las voluntad por un cambio
social y político profundo. Bajo esta ola de transformaciones no sólo llegaría la
aspiración por desarrollar grandes teorías antropológicas sino, también, las primeras
denuncias que afirmaban que la antropología estaba perdiendo los valores centrales en
los que se fundaba. Desde los años sesenta la antropología esta según muchos
antropólogos en crisis e , incluso, según algunos ha llegado a un momento en el que ha
entrado en un proceso de disolución o desaparición inevitable.
Con todo, esas percepciones, supuestamente mayoritarias, no se fundamentan en
una interpretación semejante de la práctica antropológica contemporánea. Unos dicen que
hemos sido desposeídos de nuestros conceptos claves. Nuestra concepción de lo que es la
cultura o, mejor dicho, las culturas; nuestra aproximación a la estructura social o los
grupos étnicos, entre otros conceptos clave, parecen formar desde hace años parte del
patrimonio compartido no sólo por otras disciplinas conexas sino, incluso, por los propios
medios de comunicación de masas. Ni siquiera invocar nuestra práctica etnográfica
parece una exclusiva de la disciplina antropológica; expertos en los estudios culturales e,
incluso, sociólogos autodenominados cualitativos ocupan estos territorios antiguamente
hoyados sólo por los antropólogos.
Para otros, la crisis es fruto de la desaparición, tan necesaria como moralmente
justa, del hombre primitivo entendido éste como objeto de estudio. Aunque, como
invocaba Adam Kuper (1988), ciertas ilusiones perduran más allá de las escuelas teóricas
que las gestaron, es un hecho relevante de la antropología actual la incorporación en su
concepción de un término clave que hace algunos años sólo se aplicaba a aquellos que
estudiaba: crisis?.
Aunque no son demasiados, los temas recurrentes que nos llevan a declarar a la
antropología en crisis podrían extenderse a lo largo de varias páginas y con ellos
estaríamos en condiciones de definir un nuevo género, quizá una escuela, de antropología
de la crisis de la antropología.
Una antropología de la crisis de la antropología.
Es llamativo que esta tendencia antropológica, cuya tradición o historia tiene ya
más de cuarenta años, no se haya visibilizado en una antropología que presume, al menos
desde los años setenta, de auto-reflexiva. La idea de crisis, implícitamente arraigada en
muchas monografías tradicionales o estudios de rituales se ha desplazado desde el campo
u objeto de estudio a los propios antropólogos. Creo que los argumentos que defienden la
existencia de una crisis se han convertido a lo largo de las últimas décadas en un lugar de
reflexión y uno de los tropos claves de la disciplina, que constituyen un excelente punto
de partida para bosquejar mi propia percepción del estado de la antropología actual.
A diferencia de otros conceptos en ascendencia durante los últimos años, el
concepto de crisis, se ha convertido en un lugar común de nuestro discurso que no
parecemos capaces de asumir como uno de los rasgos normales de nuestra disciplina.
¿Estamos hablando de la crisis de una actividad desarrollada en un mundo en crisis? O
¿simplemente, lo que llamamos crisis es la percepción de una era en la que nuestro
sentido del tiempo se ha acelerado y el espacio reducido? Es posible, que lo que
llamamos crisis sea simplemente el medio normal en el que se desarrolla nuestro trabajo.
Sin lugar a dudas no estoy hablando de un disciplina irreconocible para personajes
como Marcel Mauss, Franz Boas, o Alfred R. Radcliffe-Brown. Una parte importante, y
relevante, de la antropología contemporánea sigue centrando su interés en sitios de
trabajo de campo que podríamos mencionar sin el más mínimo afán despectivo, como
tradicionales, es decir, como una “práctica espacial de investigación intensiva e
interactiva organizada en torno a la seria ficción de un ‘campo [o sitio]’” (Clifford, 2003:
18). Creo que recurrir en nuestros textos a la crisis de la antropología es una excelente
estrategia y un argumento retórico y literario que nos permite engarzar nuestra propia
duda sistemática con los cambios de un mundo que percibimos sujeto, como ya he
indicado, a un proceso acelerado, a veces apocalíptico, de transformación, no es menos
cierto que hemos construido este argumento de un modo exterior a la disciplina. Es decir,
sin hacer explícito que este estado crítico puede ser también un método en sí mismo y que
ha de tener alguna relación con una parte notable de las antropologías que han venido
denominándose con los más o menos acertados términos de postmoderna, experimental o
transnacional.
No me cabe la más mínima duda que nuestra disciplina es aficionada a ‘resolver’
sus interrogantes de un modo sistemáticamente paradójico. Así, mientras que, por una
parte podemos declarar en crisis la antropología, por otra podemos afirmar que nuestra
disciplina nunca ha sido más fuerte. En términos de departamentos e instituciones, de
practicantes profesionales, de impacto en el mundo académico y exterior al mismo, la
disciplina goza de una salud bien robusta. Y, con todo, tenemos una sensación de
extrañamiento, de vulnerabilidad que, en parte, procede en mi opinión, de una visión
mítica de nuestro propio pasado. Vemos en nuestra imaginación antropológica a figuras
indiscutibles elevar su autorizada voz ante los problemas y polémicas de la vida cotidiana
que les tocó vivir y, en algunos casos, como el de Margaret Mead, ser escuchada por sus
conciudadanos. Algunos consideramos a Marvin Harris como una referencia de un tipo
de pensamiento ya pasado que, sin embargo, sigue hoy ocupando en España un espacio
notable en cualquier librería que se atreva a mantener abierta una sección de
antropología. Harris (2004) sigue siendo en España un ‘superventas’, uno de esos pocos
antropólogos míticos y de referencia para el público culto no especializado. No importa
cuán importante hayan sido otros pensadores como Evans-Pritchard, Bourdieu o Geertz;
Harris se mantiene, incluso, como manual en los cursos de historia e introducción a la
antropología que ofrecen nuestras universidades. Parece que de poco valen los más
recientes manuales, CD-Rom incluido, como los de, Bohannan (1996) Ember y Ember
(1996), Ember, Ember y Peregrine (2004) o Kottak (2003), que se ofrecen en castellano a
los curiosos estudiantes.
A lo largo de los años treinta del pasado siglo los antropólogos en el mundo
apenas debían alcanzar la centena en el más amplio de los censos. Luchaban por hacerse
un espacio en la academia, ese espacio profesionalizado en el que habitaban y habitan
intelectuales, humanistas y científicos; trataban, también, de desarrollar una disciplina
positiva, fundada en los hechos que poblaban el exótico mundo al que dirigían su
atención. Es posible que hoy podamos ubicar en escuelas concretas a esos pocos
abanderados de la antropología, de hecho algunos fueron capaces de construir escuelas
cuya tradición perdura. Sea cual sea la perspectiva desde la que queramos abordar el
estado actual de la disciplina, a mí me interesa destacar cómo esas tradiciones diversas de
pensamiento sobre el hombre luchaban por ubicarse tanto en universidades como en
instituciones de investigación o, más recientemente, organizaciones no gubernamentales
como ‘Cultural Survival.’
Cincuenta años más tarde, es decir en la década de 1989, la antropología era ya una
actividad bien consolidada y con una amplia tradición literaria. Se había convertido en
una disciplina autosuficiente, es decir, tenía sus propias autoridades y obras claves en las
que soportar los trabajos que continuaban o desafiaban las ideas de los maestros. Bajo la
denominación de antropología se habían desarrollado, transformado y convivían distintas
escuelas cuyos orígenes podían seguir trazándose más allá de los lindes de la disciplina
de la antropología socio-cultural; existían, incluso, subdisciplinas como las cuatro
subdivisiones tradicionales de la tradición académica estadounidense (arqueología,
lingüística, antropología física y antropología socio-cultural).
Sin embargo, en los años ochenta del siglo XX la antropología iba a experimentar una
serie de cambios que no se podían reducir a la aparición, o desaparición, crecimiento o
declinar de una u otra escuela, o, incluso, una u otra tradición. En ese momento llegaron a
ocupar posiciones relevantes del mundo académico aquellos que participaron, incitaron o
apoyaron las revoluciones estudiantiles, los movimientos alternativos de los años sesenta
y setenta. Esos mismos actores comenzaron a percibir, asimismo, la gestación de un
nuevo orden mundial postcolonial y la creciente efervescencia de lo que, años más tarde,
llamamos las zonas de contacto (Pratt 1992: 7; Clifford 1997) de situaciones coloniales,
post-coloniales y neocoloniales.
Los traumáticos cambios que se habían incubado a lo largo de las dos décadas
anteriores llegaron de un modo igualmente doloroso a la disciplina. ¿Se habían quebrado
las utopías revolucionarias de los sesenta? Para muchos la antropología no solo estaba en
crisis, había llegado, de hecho, demasiado lejos y era necesario volver a sus orígenes;
para otros, la búsqueda de nuevos paradigmas fundados en disciplinas cercanas se habían
convertido en una prioridad. Edmund Leach anunciaba, en 1967, a un publico general en
una serie de conferencias emitidas en la radio de la BBC, que el mundo estaba en
explosión y que no sólo nosotros sino la misma antropología tenía que reorientarse hacia
esos nuevos escenarios de cambio y ajustar a ese nuevo mundo sus métodos de análisis y
perspectivas. A lo largo de aquellos años, varios textos claves insisten en reinventar
(Hymes 1972) o repensar (Leach 1961) ? la antropología, de hecho, la fórmula re-algo se
convirtió en toda una moda, por ejemplo, se pueden mencionar dos influyentes textos:
Reinventing Anthropoloy o Rethinking Anthropology; o, incluso, en un género dentro de
la antropología.
La antropología, como el mundo actual, parece estar sujeto a una fuerte aceleración.
Todavía hoy algunas de las nuevas tendencias aparecidas en las últimas décadas apenas
pueden etiquetarse y, si lo hacemos, corremos el peligro de adscribir a las mismas a
quienes no se sienten miembros de ellas. Así, no resulta inusitado enmarcar a Clifford
Geertz entre los postmodernos cuando el mismo se siente ofendido de semejante
afiliación. En estas circunstancias, muchos consideran que la antropología se define hoy
mejor por su eclecticismo que por la suma de las distintas escuelas que se desarrollan en
su seno. La antropología hoy, o mejor dicho, a lo largo de las tres últimas décadas ha
perdido su inocencia. Un recorrido que puede ilustrarse en las diferencias visibles que
existen entre libros de memorias etnográficas como Tristes Trópicos Claude Lévi-Strauss
y El antropólogo inocente, de Nigel Barley.
Eran tiempos en los que se sentía el cambio y se proponían nuevas alternativas
disciplinares, a veces grandes alternativas teóricas como la teoría de la práctica de Pierre
Bourdieu, para un mundo en profunda transformación. Los antropólogos perdían su
posición de analistas de los objetos humanos y se convertían en seres humanos ellos
mismos, se hacían claramente visibles en el trabajo que llevaban a cabo y eran
dolorosamente conscientes de la importancia que la escritura tenía en su disciplina. ¿Qué
ha pasado en nuestra disciplina desde la ruptura del paradigma positivista?
Creo, como ya indicó Jack Godoy, que una aproximación tradicional de la historia y
teoría antropológica al “agrupar antropólogos e ideas en categorías únicas hace difícil
entender su trabajo” (1995: 208). Si nos limitamos a clasificar y organizar, ¿dónde
encajaremos la antropología de la escritura, la integración en un mismo discurso analítico
de las dimensiones temporales y espaciales de la actividad humana, el desplazamiento
que ha sufrido el trabajo de campo clásico como elemento central para la construcción de
los nuevos antropólogos, la afirmación de identidades antropológicas que no se
fundamentan en la repetición o simulación automática de esquemas disciplinares propios
de otras tradiciones, el aprendizaje de escuelas de pensamiento como el postmodernismo
o el feminismo que han sabido dirigir su mirada crítica no sólo al ser humano sino hacia
la práctica y construcción de nuestra propia disciplina?
Los ‘giros’ de la antropología y los reinados de la cultura y la etnografía.
Por paradójico que pueda parecer, el preludio de los radicales giros cultural, literario y
etnográfico que se produjeron en cascada desde los años setenta del siglo XX hasta,
prácticamente la actualidad, tiene su origen en algunos de los antropólogos que, durante
los últimos años claman en contra de los desvaríos de algunos colegas e incluso,
discípulos más jóvenes. De todos ellos quizá el caso más paradigmático sea Clifford
Geertz. A lo largo de los últimos años hay una expresión que parece caracterizar el centro
de sus argumentos con respecto a muchas de las tendencias que el inicialmente inspiró.
La expresión es: ‘No era eso’.
‘No era eso’ repite Clifford Geertz cuando alguno de sus pocos discípulos, como
Paul Rabinow defienden un giro metodológico y filosófico que cuestiona de un modo más
radical los presupuestos de abanderados de la generación del primero como Edward
Evans-Pritchard o Pierre Bourdieu. No era eso cuando, tomando la antorcha que, de
nuevo, Geertz encendió en una serie de conferencias que impartió en la Universidad de
Stanford en 1983?, antropólogos como George Marcus, Michael Fischer, James Clifford o
Renato Rosaldo abordan experimental y programáticamente los retos que suponen en la
actualidad escribir las y sobre las culturas?. No era eso cuando el interpretativismo que el
lidera, y que han seguido desarrollando otras discípulas menos díscolas como Sherry
Ortner, se transforma en reflexivismo o, incluso en postmodernismo extremo. Ni tampoco
era eso cuando antropólogas feministas como Henrietta Moore o pensadores
recientemente desaparecidos como Edward Said atacaban las visiones del mundo basadas
en perspectivas que según ella o él eran sesgadas y parciales. ¿Qué era entonces?
Para James Clifford, el periodo histórico que se extiende desde la década de los setenta
del siglo XX al año 2000 se caracterizó en las universidades estadounidenses y el entorno
académico anglosajón, luego abordaré brevemente que pasó en España, por profundos
cambios.
“En las universidades [dice Clifford], llenaban las clases nuevas y diversas
poblaciones; los cánones [establecidos] estaban sujetos a escrutinio [crítico]; los
géneros y disciplinas académicas se difuminaban. Incluso en el relativamente
aislado entorno académico que frecuentaba, existía una sensación dominante de
estar siendo desplazados, minados, provocados por fuerzas históricas de
dimensión mundial: los asuntos sin finalizar de los globales sesenta, los
movimientos sociales, las nuevas políticas de representación y cultura, el auge del
neoliberalismo, las nuevas formas del imperio, las comunicaciones, el gobierno y
la resistencia. Muchos términos con un guión incluido en ellos daban constancia
de esos cambios: ‘post-modernidad’, ‘capitalismo tardío’, ‘globalización’,
sociedad
‘post-industrial’,
‘descolonización’,
‘multiculturalismo’,
‘transnacionalidad’, el ‘sistema mundial de culturas’ …
Luchamos [continúa Clifford] por ubicarnos en una maraña de historias sin el
beneficio de una visión general o hindsight. Hay más cosas en la modernidad que
las que habiamos soñado gracias a la [disciplina] económica y la sociología”.
“Necesitamos, [finalizaba Clifford] un realismo más contingente y multiplemente
posicionado” (Clifford, 2003: ii).
Para él, la propuesta alternativa, que en modo alguno busca imponer hegemónicamente,
se fundamenta en el ejercicio de una antropolgía que se ubica en los límites de la misma,
en un ejercicio auto-reflexivo, etnográfico e histórico, críticamente abierto.
Ahora bien, la naturaleza inacabada, contingente, experimental que hoy domina
las distintas prácticas antropológicas no debe, en mi opinión, llevar a pensar que ‘todo es
válido’ en la práctica antropológica contemporánea. Si bien es posible que esa práctica
haya renunciado a la formulación de grandes teorías, no es menos cierto que la
interrelación entre teoría y práctica nunca han sido reconocidas de un modo más
explícito. Véase por ejemplo, el Outline of a Theory of Practice de Piere Bourdieu?, las
Reflexiones sobre el trabajo de campo de Paul Rabinow (1977), “The Dialogic of
Ethnology” (1979) o Moroccan Dialogues (1982)de Kevin Dwyer; la biografía de
Tuhami de Vincent Crapanzano (1980), o Time and the Other: How Anthropology Makes
Its Object de Johannes Fabian (1983) que se fundamenta en un artículo del año 1971?.
Es muy posible que ésta sea una de las caracterizaciones mayoritariamente
compartidas por los antropólogos en ejercicio: nos manifestamos disciplinarmente
mediante una práctica teórica en la que la etnografía y una metáfora central y dominante,
la cultura, nos permite abordar las representaciones culturales en relación con las
configuraciones sociales a las que nos aproximamos de un modo predominantemente
intersubjetivo?.
Tras el Postmodernismo.
Sea cual sea nuestra posición personal no es posible hoy practicar la antropología sin
reconocer algunos principios básicos heredados del postmodernismo. Como indica
Fredrik Barth (1993) en Balinese Worlds, un antropólogo cuya trayectoria no puede ser
acusada de nihilista y solipsista, “la crítica postmoderna nos ha enseñado a admitir más
fácilmente la disonancia intrínseca en la vida social tal como efectivamente se desarrolla
y las cualidades surrealistas de las variadas representaciones que construyen los
repertorios culturales. Acepto la validez de tales observaciones y deseo tener totalmente
en cuenta esas observaciones en mis análisis” (p. 7). Pero ello, Barth indica, no significa
seguir todos los postulados surgidos en el variado y diverso mundo etiquetado bajo el
título de postmodernismo. No tenemos que renunciar a hacer construcciones teóricas.
“Tenemos sólo que aprender a hacerlo de un modo diferente, a no estar encadenados al
axioma de un mundo coherente. Nuestro objeto de estudio no carece de forma, y no se
puede deducir esa falta por el simple hecho de que [el mundo] muestre desorden e
indeterminación” (p. 7). Son compatibles un cierto nivel de orden, que se relaciona con
las prácticas cotidianas, y un cierto nivel de desorden que se relaciona a su vez con la
capacidad de reinterpretación, invención y recreación de los seres humanos, de su
actividad como agentes. Sólo tenemos que elaborar, nos dice un experimentado teórico y
etnógrafo como Barth, modelos capaces de integrar un cierto nivel de coherencia con las
decisiones y actividades que día a día toman las personas y pueblos sobre las que
investigamos. Es decir, si generalizamos el caso a que he hecho alusión, una parte
importante de la antropología desarrollada por los antropólogos más apegados al trabajo
de campo y la teoría social clásica de la antropología, trata de integrar en un mismo
ámbito de análisis los hasta entonces tenidos por incompatibles conceptos de agencia,
evento o estructura social.
Los giros reflexivo, cultural, literario y etnográfico a los que ya he hecho mención no son
sólo la respuesta a una serie de circunstancias históricas y transformaciones que se están
produciendo a escala mundial desde la década de 1960, sino, también, a un cambio de
índole epistemológico que, sin duda podemos explicar del mismo modo que abordamos
el trabajo de campo: de un modo situacional. A lo largo de los sesenta del siglo XX y una
parte importante de los setenta se desarrollan los últimos grandes intentos de formular
grandes teorías? para explicar al ‘hombre’ (y estoy siendo preciso al referirme a los seres
humanos como al hombre).
A pesar de que, en algunos casos, son grandes las diferencias que existen entre las
distintas escuelas en que podemos etiquetar el despliegue del pensamiento antropológico
de los últimos años (estoy pensando en las llamadas escuelas interpretativista, reflexiva,
orientalista, postmodernista, feminista, postestructuralista). Creo que todas ellas se
fundamentan, cuando menos, en una sospecha sistemática hacia los modelos y
concepciones procedentes de las ciencias naturales. Como ilustran de modo magistral la
obra de Geertz, los últimos trabajos de Evans-Pritchard, o la rebelión postestructuralista
de Bourdieu, durante esos años asistimos a la demolición del estructural-funcionalismo
entendido de un modo estricto, del estructuralismo francés o de las escuelas lingüísticas
relacionadas con el círculo de Praga. Con esta afirmación no estoy saludando la
desaparición o la falta de trascendencia de sistemas de pensamiento muy estructurados
sino que creo que los ya mencionados movimientos dejan de encarnar el ideal teórico de
la antropólogos (al menos de la mayor parte de ellos). La fenomenología, la
hermenéutica, el nominalismo, y, sobre todo, una renacida concepción de la identidad
humanística de la antropología, rearraigan las nuevas prácticas antropológicas dentro de
una trama de referencia distinta.
Esta transformación epistemológica de gran calado esta relacionada con varios
fenómenos claves dentro de una disciplina que tiende a definirse, tal como indica Michael
Herzfeld (2001), como el estudio del sentido común (incluido, por supuesto, el nuestro).
La antropología contemporánea, más que definirse por la existencia de un objeto de
estudio lo hace por una perspectiva específica que, por cierto, no parece fácil de definir.
Esta claro que la disciplina actual comparte una apreciación positiva de la diversidad y
una crítica de la desigualdad. Parece, además, que muchos concebimos más la
antropología en un taller que en un laboratorio, nos atrae más la artesanía que la
producción en cadena. De hecho, hay manuales de antropología que fundamentan su
enseñanza en la experiencia, como es el caso del redactado por Carol Delaney (2004).
Durante las últimas décadas la antropología ha perdido, en primer lugar, su objeto
de estudio entendido este, como sociedad primitiva, o como objeto mismo. Ya no
podemos hablar de un nosotros y un ellos, de observador y observados, pues la propia
posición del antropólogo ya no se caracteriza por ser exterior al mundo que estudia, sino
por formar parte de él. La reivindicación del trabajo de campo como viaje a otro lugar es
reconocida hoy como una ficción necesaria en la que la práctica antropológica produce un
texto, una representación que puede ser entendida de modo dialógico o situacional.
También ha desaparecido, en segundo lugar, esa dicotomía moderno/tradicional,
esa separación en el tiempo presente del antropólogo occidental y el mundo pasado del
objeto de estudio tradicional.
En tercer lugar, hoy se reconoce el difícil equilibrio en la práctica antropológica
entre la escala global, que ha transformado al mundo en un espacio múltiple, multivocal,
vivido casi en tiempo real por todos sus habitantes, y la pequeña escala de las prácticas
cotidianas de los hombres y mujeres a los que los antropólogos se aproximan y con los
que se relacionan en su trabajo.
Y en último lugar, el concepto de cultura, entendido éste como el paradigma
básico en torno al cual se agrupan nuestros demás conceptos, ha sido sometido a una
profunda discusión.
Primero fue la idea de sociedad, de una sociedad integrada la que fue puesta en
duda, ahora es la cultura la que parece pasar desde el territorio de las herramientas
analíticas propias a las del enemigo. Este es un fenómeno interesante de la antropología:
una vez que un concepto se traslada al exterior de la disciplina o se populariza en otros
ámbitos, puede sufrir el ostracismo de los antropólogos, o, como muestra el caso de
Fredrik Barth y su actual relación con el término grupo étnico. Un concepto puede
entablar una relación angustiosamente dramática con uno de sus creadores como es el
caso del concepto del grupo étnico. Para Barth es monstruoso aplicar ese concepto del
modo que se ha hecho para explicar la guerras que desmembraron Yugoslavia?. Creo que
unos de los aspectos más relevantes que enfrenta el antropólogo con respecto a su
sociedad es el modo en el que sus concepciones y perspectivas ‘viajan’ hacia el exterior
de su discurso académico, así como el modo en que podemos responsabilizarnos de un
fenómeno que, a menudo, escapa de nuestra capacidad de actuación. Desde esta
perspectiva se entienden artículos como el de Lila Abu-Lughod (1991: 137-62) en el que
escribe en contra de la cultura como mecanismo de dominación de los seres humanos, o
la antropología crítica de autores como Johannes Fabian (2001), o revistas como
Dialectical Anthropology y Critique of Anthropology.
Cada de una de las escuelas, de los antropólogos que queremos señalar como más
relevantes de las tres últimas décadas ha respondido de un modo relativamente distinto a
los cuatro fenómenos claves a los que acabo de hacer mención. Desde el inicial giro
epistemológico, que hemos identificado fundamentalmente con el interpretativo pero que
puede relacionarse, además de las ya mencionadas escuelas, con otras perspectivas y
tendencias también recientes como las que reevalúan las doctrinas de Max Weber (Jean y
John Comaroff, Anthony Wallace), la antropologías simbólicas (Victor Turner), marxista
(Maurice Godelier o Claude Meillassoux) y postestructuralista (Pierre Bourdieu), los
nuevos estudios de ecología cultural (Roy Rappaport, o en la Costa Noroeste, Wayne
Suttles), y una línea cercana al marximo que reivindica la transcendencia de la economía
política (que representaron expertos como Eric Wolf; o abogados del sistema mundo,
como Immanuel Wallerstein); hasta los otros grandes ‘giros’, en concreto el literario y
etnográfico, la antropología ha mostrado una vitalidad experimental y creativa difícil de
relacionar con las crisis que la habita. No sólo los géneros se difuminan como indicaba
Geertz en 1980, no sólo estamos ante un cambio de tendencia esencial, es posible que,
como defiende James Clifford, que la naturaleza interdisciplinaria de la antropología
convierta a los antropólogos hoy en practicantes de una disciplina con una identidad
difuminada. De ahí la pérdida, supuesta o real, de la legitimidad penosamente adquirida
en su proceso institucionalizador. Quizá, como insiste el mismo autor, la verdadera
fortaleza de una disciplina tan vulnerable, tan poco disciplinada como indica Geertz en su
primer volumen de memorias, sea su capacidad por desarrollar su actividad de un modo
abierto, crítico con su propia autoridad. Esta es, en mi opinión, una de las virtudes que la
convierten en una actividad tan dinámica y, a menudo, influyente en otras disciplinas
íntimamente relacionadas como los estudios culturales, la historia, o la geografía.
Estrategias para la práctica teórica.
Pero más allá de adscripciones teóricas, meticulosa y excelentemente detalladas en
historias y tratados recientes, creo que un buen modo de aproximarnos a las corrientes
antropológicas de los últimas décadas es aplicando la cualidad que convirtió a Ralph
Gordon Willie, según uno de sus discípulos y sucesor en su cátedra de Harvard, Bill Fash,
en uno de los arqueólogos y, me atrevo a decir, uno de los antropólogos más destacados
de su siglo: la capacidad de integrar ideas, conceptos y perspectivas percibidas por sus
practicantes como incompatibles u opuestas.
Desde esa voluntad creo que es posible sintetizar los treinta últimos años de la
antropología como un viaje intelectual que nos llevó desde unos espacios de la práctica,
entendido éstos de un modo muy abstracto, a otros profundamente relacionados con el
nuevo mundo del capitalismo tardío y la globalización que hoy parece dominar
totalmente nuestros horizontes. Si seguimos la síntesis que hace Bruce M. Knauft sobre
las genealogías del presente en la antropología (1996, 1997) y sus últimas tendencias
teóricas, las condiciones exteriores a las que hemos tenido que ajustarnos los
antropólogos durante una etapa que podemos denominar como de capitalismo tardío o
postmodernidad son las siguientes:
•
•
•
“el enorme crecimiento de las industrias de servicios; el relativo declive del
industrialismo fabril; el relativo cambio de una economía industrial a una
economía basada en la electrónica y los medios de comunicación de masas
el incremento de la información, del flujo de la información, y la velocidad de
comunicaciones y movimientos a través de límites geográficos y sociales
el cambio relativo desde la producción de bienes a la producción de signos –
de la producción del “valor de uso” a la producción del consumo
•
•
•
la comprensión espacio-temporal: [que] acentúa la dislocación de la
experiencia
el cambio organizativo desde la centralización fordista a la acumulación
flexible
el colapso de los regímenes socialistas y comunistas de gran escala; una
desilusión creciente con las grandes visiones de la democracia liberal
occidental; la descentralización del capital político” (Knauft, 1996: 65-66).
Sin duda, esas circunstancias externas, entre las que destaco por su impacto
teórico, la compresión espacio temporal y los procesos de flexibilización, a veces
relacionados con un aumento de intensidad, de los valores de la información, los bienes
consumidos y la propia políticas de la identidad (a los que a menudo acompañan
reacciones adversas a ellas en), han ejercido una influencia en nuestra disciplina de un
modo, al menos tan intenso como los llamados giros culturales que se asocian con las
escuelas postmodernas.
En vez de ubicar mis argumentos de un modo exclusivamente temporal, he optado por
usar el término viaje ya que, mas que una evolución, lo que ha caracterizado a lo largo de
las últimas décadas mucho de lo elaborado obedece más a la reflexión y crítica sobre
nuestra propia actividad que a otros elementos. Nos hemos preocupado por el modo en el
que concebimos las prácticas etnográfica y teórica en un sentido más amplio; y esta
perspectiva nos ha enfrentado a nuestro modo de entender el mundo y el lugar disciplinar
desde el que lo intentamos.
Como ya he indicado anteriormente, el primero de los giros, o giro interpretativista que
se produjo en el entorno del comienzo de los años setenta del siglo XX, y que puede,
también, considerarse una revolución epistemológica, desató una serie de reacciones en
cadena, teóricas y etnográficas, opuestas a menudo pero profundamente interrelacionadas.
La reteorización que Geertz hizo del concepto de cultura es, en mi opinión, una de las
claves que debemos considerar. Un concepto de cultura, que enfatizaba la dimensión
semántica y significativa de la cultura en la que se insertaba el que hasta entonces era un
concepto opuesto al mundo de los significados: el de agencia. Gracias a esa articulación,
la dualidad cultura / sociedad se reintegraban en una visión teórica y práctica global que
no reivindicaba la existencia de sistemas sociales y culturales cerrados y que permitía, a
su vez, jugar con las dimensiones colectivas e individuales del ser humano (Ortner 1997a
y 1997b). Del mismo modo, en otros territorios y simultáneamente, otras tradiciones
antropológicas enfrentaban las limitaciones teóricas en la que la práctica antropológica se
encontraba tras las transformaciones del mundo no occidental, -- gracias al proceso
descolonizador abierto tras las Segunda Guerra Mundial--, y en el mundo occidental,
producto de las profundas transformaciones que se estaban generándose como
consecuencia de la transformaciones a las que ya he aludido. La división entre
antropología social y antropología cultural perdía de un modo acelerado los últimos
argumentos que las separaban una de otra.
En el Reino Unido, Edward Evans-Prtichard miraba a la disciplina desde un
renovado humanismo que no se combinaba bien con las posiciones más canónicas del
estructural-funcionalismo; en Francia, asistimos a una explosión de distintas perspectivas
teóricas que, en general y de modo un tanto impreciso, reaccionaban frente a un
estructuralismo excesivamente sistematizador y alejado de los conflictos sociales que
habían sacudido en la segunda mitad de los años sesenta las democracias liberales
occidentales. Por ejemplo, frente a Lévi-Strauss, surgieron las revoluciones
postestructualista de Pierre Bourdieu y su influyente teoría de la práctica, el combativo
marxismo de Maurice Godelier o Claude Meillassoux, así como otras serie de posiciones
más integradores de diversas tradiciones de pensamiento como las que representan Marc
Augé o Marc Abélès. Un poco más allá del ámbito disciplinar estricto de la antropología,
obras como las de Michel de Certeau o Michel Foucault, o se insertaban en la
antropológica o sacudían de un modo radical nuestra propia concepción del mundo. Hay
que destacar que, del mismo modo que los primeros sociólogos y antropólogos franceses
ejercieron una profunda y peculiar influencia en la antropológica social británica, los de
la última etapa a la que acabo de hacer mención han tenido y tienen, también, una
profunda relación con algunas de las más innovadoras propuestas elaboradas en los
Estados Unidos (estoy pensando en Marshall Sahlins, James Clifford, Paul Rabinow o
Michael Herzfeld por mencionar algunos de los casos más destacados). A una creciente
polifonía de voces se van uniendo, aquellas procedentes de la India y su fuerte escuela de
estudios subalternos (también bien representada en los Estados Unidos, en los casos de
Arjun Appadurai, o Gananath Obeyesekere); o Latinoamérica y las renovadoras y
contrastantes visiones de las modernidades que podríamos encarnar en las figuras
latinoamericanas y latinas de Néstor García Canclini, Renato Ortiz, Renato Rosaldo y
Ruth Behar. Los antropólogos hoy reconocen y se reconocen en la misma naturaleza
híbrida del mundo que convierten en su objeto y sujeto de estudio.
En todos los casos, la creciente elaboración de tramas teóricas abiertas, supusieron que la
misma exploración de propuestas hechas por un investigador llevaran, leídas por otros, a
posiciones inaceptables para aquellos que las lideraron inicialmente. Este es el caso del
primero de los cuatro viajes con los que quiero sintetizar las transformaciones que la
antropología ha vivido durante las últimas tres décadas, y que he titulado:
1er Viaje: Del antropólogo como autor a una disciplina poco disciplinada
El descubrimiento del antropólogo como autor, que en el lado británico se
completó con la aproximación de Jack Goody a las diferencias entre la textualidad y la
oralidad, enfrentó a Geertz y Goody con una desagradable sensación que ponían en duda
nuestro papel de testigos y científicos, ¿Somos en realidad una suerte de demiurgos de un
mundos en desaparición? La profesión de fe del antropólogo: esto es así porque yo
estuve, o mejor dicho, lo vi, se volvía en nuestra contra. ¿Eran las representaciones
hechos sociales en sí mismos como afirmaba Paul Rabinow (1986)? Desde la perspectiva
de la escritura de la antropología, muchos de los principios fundacionales de la
antropología se mostraban frágiles cuando no insostenibles. En el recorrido iniciado en
1983 con las conferencias de Geertz en la Universidad de Stanford (1988) sobre la
escritura de algunos de los antropólogos más influyentes?, y oficialmente abierto en letra
impresa en 1986 con la publicación de Writing Cultures: The Poetics and Politics of
Ethnography, se ha llevado a cabo, tanto una profunda reflexión sobre la naturaleza de la
escritura antropológica, como una búsqueda, por cierto poco disciplinada, como diría el
mismo Geertz, de los géneros más adecuados de los que se ocupa la antropología.
2o Viaje: De la crítica antropológica a la desaparición práctica de los objetos
de estudio
También en 1983 se publicaba la que representa, en mi opinión, la mejor síntesis
crítica de los trabajos antropológicos. Me refiero a Time and the Other: How the
Anthropology Makes Its Object de Johannes Fabian que representa una crítica
demoledora al modo en que la disciplina construía el objeto de estudio y, sobre todo, al
modo en que ese objeto no solo era reificado de un modo nada acorde con los tiempos
que vivíamos sino, sobre todo, de cómo le despojábamos de la dimensión temporal que
los convertía en seres humanos coetáneos. Desde esa visión, según expresión del propio
Fabian, “alocrónica” del mundo se producía una suerte de extraño compromiso en el
antropólogo. Éste se ubicaba simultáneamente del lado del estudiado, comprometido con
el mundo al que se aproximaba y compartía, a la vez que se desentendía de él y se autoeliminaba como parte de la construcción del objeto. Ya desde las propuestas
revolucionarias de los sesenta diversos antropólogos buscaban una disciplina acorde con
los tiempos. La crítica que ejemplifica Fabian, pero que puede extenderse a otros
antropólogos como Eric Wolf, Bob Scholte, Talal Asad o Kathleen Gough, se fundaba en
un fuerte cuestionamiento al ejercicio etnográfico, que ahora se comenzaba a entender
como la producción de un conocimiento intersubjetivo?, así como una serie de respuestas
diferentes a la necesidad de concebir al ser humano en el mismo tiempo histórico. Como
consecuencia de todo ello, desaparecerá, para algunos, el objeto de estudio, para otros el
compromiso político se acentuará sin derribar totalmente unas barreras que los defensores
de estas tesis, consideran que no deben desaparecer totalmente en aras de la disciplina.
3er Viaje: De un mundo estructurado a uno de acontecimientos
Pese a las numerosas dimensiones que implica una discusión a fondo de la función
del antropólogo como escritor y como crítico del mundo que habita, existían dos esferas
teóricas, de gran relevancia que parecían irreconciliables y que parecían también,
delimitar los límites de la antropología. Para aquellos más cercanos a los presupuestos
sociológicos y estructural funcionalistas de la disciplina, su mundo giraba en torno a
visiones estáticas; mientras que, para aquellos más comprometidos con posiciones
fenomenológicas o de análisis cultural, la clave se centraba en torno a los eventos. De un
modo excesivamente simplista algunos críticos percibieron este choque teórico como el
enfrentamiento entre la antropología y la historia. Espacios que no necesariamente son
incompatibles como Bernard Cohn ha mostrado a lo largo de su carrera. ¿Podían
combinarse ambos en un mismo ejercicio teórico y de comprensión de grupos humanos
concretos?
Para aquellos interesados en ganar una buena perspectiva de conjunto del reto que
suponía la interpretación de eventos y reconstrucción de estructuras nativas ya
desaparecidas no hay mejor introducción al problema que la llamada polémica sobre la
muerte del capitán Cook que mantuvieron a la largo de los años noventa del pasado siglo
Marshall Sahlins y Gananath Obeyesekere?. Una discusión sobre la naturaleza de la
interpretación que ha profundizado notablemente en el modo en el que concebimos hoy la
interpretación del comportamiento de los estudiados desde su propia perspectiva y en el
uso de material tradicionalmente histórico para nuestro trabajo?.
4o Viaje: De la antropología urbana al estudio de las ciudadanias flexibles y
las sociedades transnacionales
En 1997, en el Congreso Anual de la American Anthropological Association asistí a un
final de viaje institucional interesante. En una sesión plenaria de la Society for Urban
Anthropology se discutió la adecuación de este nombre con respecto al trabajo que ahora
practican los antropólogos urbanos. De modo unánime se decidió cambiar el nombre de
la sociedad de antropología urbana por uno adecuado a los tiempos y se aprobó, de modo
igualmente unánime uno bastante revelador: Society for Urban, National & Transnational
/ Global Anthropology. ¿Se trataba de una puesta al día estratégica desde el punto de vista
de política académica o indicaba transformaciones de mayor calado en un campo de
especialización cada vez más central en nuestro trabajo? Sin duda, ambos aspectos
jugaron de un modo determinante en la decisión. La dimensión crecientemente urbana y,
por otra parte, la profunda transformación de los límites de lo urbano como dimensión
articuladora central de los procesos de construcción de identidades transnacionales y la
globalización, hacían aconsejable un cambio de denominación que refleja la creciente
disolución de los límites espacio-temporales que han dominado la experiencia social y
cultural humana a lo largo de sus existencia previa.
En líneas generales, las profundas y complejas transformaciones que ha sufrido la
disciplina en los últimos años se pueden sintetizar, en mi opinión, en la siguiente
afirmación: la antropología ha renunciado a los grandes paradigmas que la instituyeron y
se ha embarcado en búsquedas más modestas, la disciplina ni puede seguir sosteniendo su
posición exterior con respeto al mundo al que se aproxima, a pesar de su afición por
ubicarse en los márgenes o zonas de contacto, ni puede tampoco dejar de percibirse como
diversa e inacabada. Con el paso del tiempo no me cabe la más mínima duda que
volverán a esbozarse grandes propuestas teóricas, sin embargo creo que se fundarán en
principios menos dogmáticos y que aquellos que las desarrollen serán más conscientes de
su vulnerabilidad.
Un buen ejemplo de los territorios que transita la antropología contemporánea es el
controvertido manual de antropología escrito por Michael Herzfeld a partir de una serie
de artículos escritos por distintos antropólogos, publicados anteriormente como dos
números monográficos de la Revista Internacional de Ciencias Sociales de la UNESCO, y
que se titula: Anthropology. Theoretical Practice in Culture and Society (2001). Para
Herzfeld y, podemos suponer, para los autores que conforman los textos desde el que
parte esta síntesis final, la antropología es una disciplina que se ocupa de “las relaciones
[existentes] entre la sociedad y la cultura” y es el “estudio comparativo del sentido
común, tanto en sus formas culturales como en sus efectos sociales” (2001: x). Un
sentido común que, como solemos afirmar en un dicho local, es paradójicamente el
menos común de los sentidos con los que solemos vivir.
Situando la antropología española
Y ¿qué se puede decir con respecto al lugar y despliegue de la antropología española?
¿De qué modo encaja dentro de esta amplia y personal visión del estado actual de nuestra
disciplina? Si anteriormente, aludía a la importancia de las condiciones y percepción del
mundo exterior que habitamos, la antropología española ha sido y tenía que ser semejante
y distinta ante las poderosas prácticas y escuelas agrupadas en torno a los idiomas inglés
y francés. Del mismo modo que los procesos globales se localizan de forma diferente en
espacios menores, en España se ha cultivado y cultiva una escritura de la cultura, una
crítica antropológica, una visión de la diacronía y de los nuevos espacios semejante a la
de otros lugares, pero que destaca por una dimensión humanística muy fuerte que
podemos datar como más antigua que la que se produjo con el que he denominado
anteriormente giro humanístico en las tradiciones anglo y francófonas. El humanismo
antropológico practicado en España no sólo está sujeto a las dudas que caracterizan esta
época sino que sufre, también, una compleja relación, de atracción/odio con respecto a
los límites de nuestra disciplina. Dicho problema tiene, en mi opinión, su génesis, en una
concepción rígida del folklorismo, en la dificultad de encajar el pasado colonial español
fuera de una trama nacionalista de interpretación, o la confusa identidad étnica, cultural o
nacional heredada del franquismo. Si seguimos y analizamos el desarrollo de la
antropología española y de sus etapas definido, entre otros, por expertos historiadores de
nuestra disciplina como Joan Prat o Josep Maria Comelles?, podremos empezar a definir
con cierta facilidad semejanzas y diferencias con respecto a otras antropologías.
En primer lugar, España ha pasado en pocos años de ser un espacio adecuado para
un trabajo de campo, de ser una isla de historia, a convertirse en un espacio en el que
antropólogos, en este caso, nativos, abordan su propio entorno o miran a territorios
distantes como América Latina con los que, generalmente, comparten fuertes lazos
culturales y de tradición. La segregación temporal/espacial del objeto de estudio, el
“alocronismo” al que Fabian hacia referencia en su crítica de la antropología no era, por
tanto, tan marcado como el de británicos, franceses, holandeses, alemanes o escandinavos
e, incluso, estadounidenses varios de cuyos objetos de estudio principales se encontraba
dentro de sus fronteras. Para muchos antropólogos españoles al trabajo de campo no se
llegaba siquiera en metro, estaba en nuestras propias casas y en un continuado ejercicio
de auto-reflexión sobre las raíces históricas y carácter de la sociedad, cultura, sociedades
y culturas españolas o que componían el estado español.
La antropología española que entró, a mediados de los años sesenta en los
espacios de trabajo de campo tradicionales de la antropología practicada en España por
británicos o estadounidenses, se ha desplazado a lo largo de las últimas décadas, hacia
dos ámbitos centrales relacionados con las situaciones específicas que nuestro país ha
sufrido: primero, el periodo de transición política ofrecía algunas características
llamativas para una antropología preocupada por la etnicidad y las identidades sociales y
culturales; y, en segundo, por los fenómenos relacionados con el acelerado proceso de
urbanización española que se puede asimilar al mundial y que está relacionado con la
llamada globalización.
De hecho, uno de los aspectos más destacados es la eclosión etnogenética que en
algunos casos respondía a movimientos de reivindicación de identidades nacionales y
regionales que tenían una tradición considerable, en otros, obedecía a dinámicas más
recientes. La antropología no estuvo ni fuera ni dejó de atender este fenómeno vital en la
reestructuración de España. A lo largo de los últimos años, la sensación de urgencia de
estudios de esas características han dejado paso a los relacionados con la acelerada
integración/globalización de España. Una revisión a los trabajos presentados,
orientaciones y contenidos de los últimos congresos de antropología de las asociaciones
de antropología del estado español nos muestra cómo se ha producido, en mi opinión, una
convergencia temática y de perspectivas con la antropología social europea, inmersa
también en un proceso de integración transnacional.
Pero más allá de las variables adscribibles a escuelas y orientaciones personales
dentro de lo que podríamos denominar como un espacio común y mundialmente
reconocible de la disciplina, existe en la práctica antropológica española una serie de
variables que la individualizan o la localizan de un modo específico. Para empezar, la
peculiar relación de España con América, la temprana crisis de identidad nacional de
1898, las supuestas anomalías históricas que España ha vivido con respecto a las naciones
de su entorno, la hibernación a la que nos sometió la dictadura franquista, y el proceso de
institucionalización y normalización de nuestra disciplina han contribuido de un modo
relevante a individualizar la antropología española y a ‘practicar’ en espacios
relativamente originales. Desde el punto de vista formal, la antropología española ha
recorrido de un modo acelerado el camino de institucionalización (1973-78) y
normalización (1978-2000) que en otras latitudes tuvo lugar a lo largo de décadas.
No se trata aquí de volver a entrar en las polémicas sobre la existencia o no de
antropologías nacionales o de si debemos aspirar a una disciplina sin fronteras, en el caso
de que éstas ejerzan alguna influencia, sino de reconocer el modo en que, por una parte,
los lugares en los que los antropólogos españoles han hecho su trabajo y las personas con
las que han mantenido una relación de tipo etnográfico han influido en los desarrollos
conceptuales y teóricos de la disciplina (una perspectiva que se reconoce en distintas
tradiciones nacionales o escuelas teóricas); y, por otra, asumir como componentes de la
tradición española, en un sentido amplio, aquellos precursores que discurrieron a lo largo
de temas, preocupaciones o planteamientos con los que los antropólogos españoles se han
relacionado de algún modo.
La cuestión, en mi opinión no es tampoco volver a discutir sobre las cualidades y
o valores antropológicos de misioneros, oficiales de la Corona o viajeros más o menos
ilustrados que han ejercido un impacto o mediado en el modo en el que conocemos los
mundos americanos y españoles pasados y presentes, sino de reconocer la fuerte
influencia que han tenido estos autores sobre los antropólogos españoles preocupados
tanto de España como de América. Un excelente ejemplo de la peculiar aproximación
antropológica española lo constituye el caso de uno de nuestros antropólogos más
internacionales: Julio Caro Baroja. Un intelectual con una trayectoria poco institucional,
un elemento por otra parte nada extraño entre los promotores de la antropología en los
países con una mayor tradición antropológica; y una serie de preocupaciones y ámbitos
de estudio que desbordan con claridad los límites clásicos de nuestra disciplina.
Por ello, no deja de resultar chocante y paradójico para el lector español la
declaración que hace James Clifford cuando en una entrevista celebrada en 1994 en Río
de Janeiro, se le pregunta por el tipo de historia de la antropología, la antropología que él
practica y la diferencia que tiene su aproximación con respecto a la de George Stocking.
Clifford, tras reconocer el valor de las aportaciones de Stocking afirma que él es más
marginal, e insiste en el interés que tiene para el desarrollo de la antropología frecuentar
los bordes de nuestra disciplina ya que allí están las respuestas, temporales y
fragmentarias, de lo que es hoy la antropología. Hay que preguntar qué es lo que los
antropólogos decimos que no somos y, luego, fijar nuestra atención en esos ‘nos’. Existe
una relación histórica entre esos límites y lo que se considera antropología (Clifford
2003: 7-12). Es más fácil decir qué no somos, y vigilar ese borde cambiante, que decir
qué es la antropología. Así, dentro de la tradición anglosajona los antropólogos, según
Clifford, no son ni misioneros (el antropólogo francés Maurice Leenhardt lo era), ni
oficiales coloniales (siempre y cuando no consideremos a los que trabajaron para
servicios de inteligencia o el ejército en los EEUU o el Reino Unido durante la Segunda
Guerra Mundial), ni, por supuesto, escritores de libros de viajes, aunque hemos de
reconocer que, durante los últimos años, esa dimensión esta ocupando algunas áreas de
nuestro trabajo relacionadas con la escritura de las culturas. Tanto es así que el último
libro publicado por Ulf Hannerz (2004), otro antropólogo escandinavo poco sospechoso
de postmoderno, revolucionario o experimental, se atreve a comparar a los corresponsales
periodísticos y su construcción de un objeto ‘exótico’ con el de los etnógrafos que se
enfrentan a un entorno muy distinto del suyo.
Si, ahora retornamos al panorama de la antropología española y al modo en que
ésta se ha desplegado temática e institucionalmente, cómo se relaciona con sus límites
exteriores y con qué autoridades y obras no antropológicas se relaciona, podremos
abordar las semejanzas y peculiaridades que destacan en nuestra antropología. La
antropología española no sólo esta profundamente relacionada con las tradiciones
francesa, británica o estadounidense sino que, además, ha practicado en unos ámbitos
hasta hace poco exteriores a la costumbres de otras tradiciones. Es llamativa la
proporción y la intensidad con la que los antropólogos españoles han recurrido a los
archivos o a fuentes escritas del pasado. Esta peculiaridad no sólo se debe a los límites de
las circunstancias históricas en la que se desarrolló la disciplina en las últimas décadas
del siglo XX. Tenemos hoy en España, una antropología social y cultural profundamente
interrelacionada con las tradiciones francesa, británica y estadounidense, pero tenemos
también una antropología marginal crecida en una tradición periférica que se ha
relacionado, ha hecho uso, y recibido inspiración de autores/objetos de estudio
claramente foráneos a otras tradiciones antropológicas.
Por ello no deja de resultar doblemente paradójico que aquellos que según James
Clifford no son antropólogos hayan sido considerados como tales por una parte de los
primeros antropólogos españoles y que, otros de nuestros padres fundadores, como es el
caso de Claudio Esteva Fabregat, hayan combatido por una ruptura con respecto a la
tradición española que permitiera el desarrollo de antropólogos y departamentos de
antropologías semejantes a los que existen en los Estados Unidos. Carmelo Lisón,
impulsaba, por su parte un modelo británico más sensible a la incursión en la
documentación tradicionalmente histórica.
El reconocimiento del desarrollo actual de la antropología española nos incita a
replantear viejos y conocidos interrogantes ¿Se trata de afirmar ahora que estaban en los
cierto aquellos que afirmaban que personajes como Sahagún eran etnólogos? O,
simplemente, que la antropología española esta particularmente dotada, gracias a sus
ambivalencias identitarias y peculiares reivindicaciones nacionalistas y coloniales, para
explorar unos límites que nunca estuvieron muy claros. ¿Cómo se relacionan estas
prácticas con las tradiciones dominantes de la antropología, con los núcleos centrales de
producción teórica y de monografías etnográficas?
Sin duda, esta peculiar ambigüedad, con respecto a las tradiciones dominantes en
nuestra disciplina, es merecedora de un análisis antropológico en sí mismo. Una auto
reflexión que convendría abordar de un modo crítico y que ofrecería interesantes
perspectivas tanto a la antropología en general como a la antropología española y el
estudio de las identidades de España en particular.
El giro ‘optimista’ de la antropología más reciente
Hacia mediados de la década de los noventa del siglo XX, en el mismo momento
en el que personajes tan notorios e influyentes como Clifford Geertz (Handler 1991) o
Marshall Sahlins (1993, 1995, 2002), anunciaban la próxima desaparición de la disciplina
o denunciaban la lobotomización que había producido el postmodernismo en los más
brillantes estudiantes de antropología, otros autores más jóvenes anunciaban un futuro
positivo y nuevo para la disciplina. Tras un periodo en el que la crisis estructural provocó
en las nuevas generaciones de antropólogos una sensación coyuntural de inseguridad,
comenzaron a afirmarse nuevas aproximaciones como las de George Marcus, nuevos
espacios de práctica de la disciplina, como Paul Rabinow (2003), Arjun Appadurai
(1996), Ruth Behar (1996) o Michael M.J. Fischer (2003). Ni siquiera la desaparición de
la gran teoría o de las líneas clásicas de la antropología parecían inminentes. Algunos
mencionan desde hace algunos años que ya hemos superado el postmodernismo y
vivimos en una suerte de post-postmodernismo. Cualquiera que sea el término que
queramos aplicar a esas nuevas propuestas, a las nuevas articulaciones teóricas que
comienzan a hacerse visibles en publicaciones de toda índole, algo ha cambiado
radicalmente.
Muchos antropólogos han dejado de ver al postmodernismo como un movimiento
o mejor dicho, un estado de ánimo que se percibía como distinto al anterior, y se
aproximan a él del mismo modo que otros hicieron con el estructuralismo y el resto de las
escuelas ahora encasilladas en los libros de historia. Muchas de las aportaciones de los
postmodernismos se han incorporado, como vimos en el caso de Fredrik Barth, a escuelas
que tuvieron su origen cronológico antes que el primero de los grandes giros relacionados
de un modo más o menos general con el postmodernismo. Otros antropólogos, que
participaron activamente en los movimientos de vanguardia de esas décadas insisten, en
rescatar lo que para ellos es más saludable, para continuar una línea de investigación que
no tienen problema alguno en fundamentar en autores clásicos como Max Weber, Emile
Durkheim o un Karl Marx, leídos hoy de un modo bastante renovador.
Por otra parte, hemos aprendido a tener una visión más contingente de nuestro
trabajo, a asumir nuestras responsabilidades pasadas del mismo modo que otros colegas
lo hicieron en décadas anteriores, y hemos aprendido, sobre todo que se puede practicar
una antropología ecléctica y experimental. No son raras hoy las monografías que buscan
esbozar nuevas aproximaciones a nuevas cuestiones y que tratan de centrarse en temas de
estudio de fenómenos claves que se están desarrollando en estos momentos, como, por
ejemplo, la nueva y conflictiva visión del hombre ante el desarrollo de la biotecnología, el
tráfico de órganos humanos, las características de una sociedad transnacional o la
antropología de los sentimientos.
Se ha producido un desplazamiento, que no desaparición, de muchos de lo conceptos y
términos con los que describíamos y analizábamos a otros pueblos. Las voces como dice
Rabinow, no han reemplazado a los análisis, los tropos no han triunfado sobre los
conceptos (1988: 355). Hoy día están predominando herramientas conceptuales analíticas
que enfatizan los procesos y el movimiento constante del mundo en el que habitamos.
Hacemos, asimismo, uso de concepciones que tienden a reconocer su limitación. Más que
estructuras nos interesamos por las configuraciones, las articulaciones; integramos niveles
de análisis distintos, antes organizados en torno a modelos que tendían a estabilizar sus
contenidos, hacemos uso de conceptos como ensamblajes (dispositivos), aparatos,
embodiments, performances, cronotopos, habitus. Algunos de nuestros conceptos no se
limitan siquiera a ser fríos medios para el análisis, pretenden acceder a la dimensión
sensorial y a los estados de ánimo. En vez de estructura hablamos de nostalgia
estructural, del pathos y el ethos, de la emoción. Enfrentamos la estructura con el evento
e, incluso, tratamos de incorporarlas en campos teóricos de análisis social que me permito
llamar, con todo el respeto, clásicos. Recuperamos una relación con la filosofía que
durante los años setenta parecía definitivamente perdida en beneficio de un modelo
asimilado de las ciencias; y buscamos, en suma, reubicarnos dentro de un mundo donde
pocas cosas se perciben de un modo estable, convertimos a la problematización, una de
las perspectivas características de la antropología, en un eje clave de nuestra actividad.
Con todo, una antropología centrada en los ámbitos tradicionales de especialización, en
la etnografía y el trabajo de campo como el taller fundamental de la antropología y la
fábrica de los antropólogos goza de una salud y vitalidad, en términos absolutos y
relativos, inimaginable. Y lo que quizás sea más importante, tanto en los lugares donde la
antropología está más desarrollada, como en España, los antropólogos se colocan en
departamentos que no son los tradicionalmente suyos y colaboran con todo tipo de
organizaciones no gubernamentales e instituciones.
Creo, en suma, que la antropología del futuro tiene que ser conscientes de su
pasado y de los giros que ha experimentado y tiene, también, que ser capaz, sobre todo,
de asumir esos cambios sin olvidar su mirada etnográfica. Quizá hoy predomine o sea
vital que nos aproximemos con más urgencia a esos espacios de transición como los
Centros Comerciales o los aeropuertos, es decir a todo una serie de problemas de estudio
relacionados con la creciente complejidad del mundo que habitamos y de los grupos en
movimiento dentro de él; sin embargo, los viejos, tradicionales espacios que habita la
gente nos se han evaporado, las raíces no han desaparecido. En los Centros Comerciales,
por ejemplo, nuevas generaciones desarrollan identidades alternativas sin olvidar y
reconstruir sus raíces culturales y sociales. ¿No se parecen estas innovaciones a nuevas
articulaciones de las nuevas dimensiones que ganaba el individuo en las ciudades tras
abandonar el campo o los pueblos? A la hora de aproximarnos a nuevos temas, a la hora
de identificar fenómenos novedosos no debemos dejarnos llevar por un exceso conceptual
o teórico que nos impida ver a la gente. La antropología es una práctica teórica que se
desarrolla y se hace con y entre las personas. Las ideas y herramientas conceptuales que
desarrolla y aplica la disciplina no deben en ningún caso obscurecer a los seres humanos
a los que nos aproximamos. Así las personas somos, como insiste Rabinow recordando a
Foucault, el objeto y el sujeto de estudio de nosotros mismos. En ese difícil equilibrio, la
antropología del futuro busca adecuarse a la situación mundial que enfrenta.
Una relativamente nueva generación de antropólogos hemos visto cómo una
disciplina en crisis se esta transformando en una actividad revitalizada consciente de su
vulnerabilidad; aficionada de hecho a cultivar esa dimensión de su práctica que la
convierte en un punto de referencia para otras ciencias sociales y humanas, y que, a la
vez, la hace fuerte. A menudo, cuando nos aproximamos al análisis de la situación
mundial, de la creciente y forzada homogeneización a escala planetaria, de la pérdida de
la diversidad olvidamos lo que la antropología ha explorado desde hace décadas: la
perspectiva de los primeros, ‘salvajes o primitivos’, hoy, ciudadanos. La antropología
como dice Néstor García Canclini (2001: 16) es una disciplina que cuando quiere estudiar
la ciudad no la sobrevuela como los sociólogos o la recorre desde el centro hacia el
extrarradio, como los historiadores, sino que, simplemente pasea por sus calles, y
deambulando por ellas, me atrevo a añadir, aprendemos de las experiencias de las otras
personas que las transitan. Así crece la antropología, día a día.
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